Cuentos escogidos

By Guy de Maupassant

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Title: Cuentos escogidos

Author: Guy de Maupassant

Translator: Carlos de Batele

Release date: December 15, 2024 [eBook #74908]

Language: Spanish

Original publication: Paris: Librería Paul Ollendorff

Credits: Andrés V. Galia and the Online Distributed Proofreading Team at https://www.pgdp.net (Biblioteca Nacional de España).


*** START OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK CUENTOS ESCOGIDOS ***



                        NOTAS DEL TRANSCRIPIOR


En la versión de texto sin formatear las palabras en _itálicas_ están
indicadas con _guiones bajos_; mientras que las palabras en versalitas
se han escrito en MAYÚSCULAS.

El criterio utilizado para llevar a cabo esta transcripción ha sido
el de respetar las reglas de la Real Academia Española que estaban
vigentes cuando la presente edición de esta obra fue publicada. El
lector interesado puede consultar el Mapa de Diccionarios Académicos de
la Real Academia Española.

En la presente transcripción la ortografía de las mayúsculas acentuadas
siguen las reglas indicadas por la RAE, que establecen que el acento
ortográfico debe utilizarse, incluso si la vocal acentuada está en
mayúsculas.

Errores evidentes de impresión y de puntuación en el texto escrito por
el autor han sido corregidos.

El Índice de capítulos incluido al final de la obra han sido mudados al
principio.


                   *       *       *       *       *


                           Cuentos escogidos


            _Se han tirado dos ejemplares en papel imperial
                      del Japón_ (N.º 1 y N.º 2)


                           VELADAS DEL HOGAR

                           GUY DE MAUPASSANT




                           Cuentos escogidos

                      Prefacio de MARCEL PRÉVOST


                         _Versión castellana_

                                  POR
                           CARLOS DE BATLLE


                             [Ilustración]


             SOCIEDAD DE EDICIONES LITERARIAS Y ARTÍSTICAS

                      _Librería Paul Ollendorff_
                       50, CHAUSSÉE D'ANTIN, 50
                                 PARÍS




                               PREFACIO
                   LOS CUENTOS DE GUY DE MAUPASSANT


_La fortuna literaria de Guy de Maupassant habrá sido tan excepcional
después de su muerte como lo fué durante su vida. Tarde y
repentinamente llegó á la celebridad: desconocido á los treinta años,
todo el mundo le conocía al cumplir treinta y dos ¡Y á los cuarenta y
dos murió en plena actividad, actividad que había sido tan fecunda, que
en diez años le había dado materia para treinta tomos!... Tan amplia
producción, acogida con favor tan repentino, podía hacer presagiar un
cambio de fortuna después de la muerte._

_Efectivamente, al morir, la reputación del escritor celebre está
amenazada por dos crisis distintas: ó el olvido inmediato y la más
grande indiferencia, como le ocurrió à Octave Feuillet, ó la exagerada
severidad de esa especie de tribunal que componen los contemporáneos.
El último caso fué el de Víctor Hugo, que ante el Supremo Tribunal ganó
gloriosamente el pleito._

_Pero, con Guy de Maupassant no ocurrió nada parecido. En el momento
que consideró más oportuno, supo conquistarse un lugar entre los
primeros prosistas de su época, y cuando desapareció del mundo de los
vivos, ese lugar continuó perteneciéndole. En él nadie se ha instalado
después. Se le lee lo mismo que cuando vivía, y si se juzga por ese
signo brutal que indica el éxito del cuentista, y que consiste en la
venta de sus libros, tal vez se le lee más._

                   *       *       *       *       *

_La obra entera de Guy de Maupassant ha resistido victoriosamente. Y
el único efecto causado por la muerte del autor fué que la opinión
clasificase su obra en varias categorías: cuentos, novelas cortas y
novelas, y, al continuar saboreando el conjunto, parece preferir los
cuentos y coloca las novelas cortas por encima de las novelas._

_Sin embargo, no puede darse como cosa cierta que si Maupassant
novelista hubiese vivido, no hubiera llegado á igualar al Maupassant
cuentista. Sus novelas, notables todas, tienen en contra suya el
efecto del número. Maupassant, que escribió cinco novelas, escribió
veinticinco tomos de cuentos ó novelas cortas; y los cuentos
propiamente dichos, los cuentos del género y dimensiones de los que
forman este libro, llenan, de veinticinco tomos, veinte. Y cito números
exactos porque constituyen los elementos positivos del debate. Es
cierto que la fama del cuentista fecundo ejerce gran influencia sobre
la fama del autor de_ Une Vie _y_ Bel Ami. _Y justo es anotar estos
títulos para discutir en seguida con mayor facilidad el valor relativo
de la obra del cuentista, y el de la obra del novelista._

_La segunda razón que más poderosamente ha contribuido á hacer popular
á Maupassant cuentista, estriba en que el cuento es una obra corta que
se publica fácilmente y fácilmente se reproduce en los periódicos, y
que el lector puede leer cómodamente varias veces. Es un producto
literario que el público se procura, por poco dinero, que puede conocer
por corto que sea el tiempo de que disponga, y que puede retener
haciendo un insignificante esfuerzo de memoria._

_Y finalmente, la última y la mejor razón del privilegiado favor de que
gozan los cuentos de Maupassant, entre todo lo que produjo, consiste
seguramente en que componen la parte más personal, más definitiva y más
excelente de su obra._

                   *       *       *       *       *

_En efecto, la muerte no permitió á Maupassant novelista que
evolucionase por completo. Sus últimas novelas_, Fort comme la mort
_y_ Notre cœur, _difieren muchísimo de_ Une Vie _ó de_ Bel Ami. _Y
tanto en_ Notre cœur _como en_ Une Vie, _lo que más llama la atención
y hace que se admire, no es tanto la profundidad de la psicología y
la importancia del problema tratado como el arte del cuentista, que
especialmente se pone de manifiesto en las escenas aisladas_.

_En lo que á las novelas cortas se refiere, preciso es confesar que
algunas de las mejores producciones del autor de_ Boule de Suif _y_
Monsieur Parent, _casi llegan á la perfección. Y en verdad que por su
mérito no se diferencian mucho de sus cuentos: el procedimiento es el
mismo y tal vez única y exclusivamente debido á sus dimensiones se las
pone en diferente categoría._

_Siendo á su manera muy personales, las novelas cortas de Maupassant
tienen sin embargo cierto parecido, en lo que al genero se refiere, con
obras análogas anteriores. Puedo citar_ Une Passion dans le désert,
_de Balzac_; Un cœur simple, _de Flaubert, y varias novelas cortas de
Mérimé y de Zola. Por el contrario, á sus cuentos no se les descubren
antepasados literarios. No se parecen--elijo sin comparar dos ejemplos
de éxito--ni á los cuentos de Gustave Droz, que son fantasías de
realidad pintoresca ó psicológica, desprovistos dé pretensiones, ni á
los cuentos de Daudet, que en su mayor parte son pequeños poemas._

                   *       *       *       *       *

_El cuento breve, real ó pintoresco como los de Maupassant, nació
probablemente de las necesidades materiales y prácticas que se imponían
para su publicación. Sus primeros cuentos, y la mayor parte de los que
les siguieron, se publicaron en periódicos diarios. Sus dimensiones
tenían que limitarse á doscientas ó trescientas líneas, y este reducido
espacio no molestó más al pensamiento del escritor que lo que al
poeta molestan las reglas de los poemas de forma fija. Por lo demás,
Maupassant no aportó á sus cuentos procedimiento distinto al que en
sus novelas cortas empleaba: se contentó con reducirlo, y halló que
esa reducción le procuraba proporciones más afortunadas y efectos más
sorprendentes._

_Por poco que en ello se reflexione se verá que semejante reducción
tenía forzosamente que producir el máximum de acción. Componía
observando riguroso método: se sabe que no tomaba la pluma hasta que la
composición preparatoria estaba terminada en su cerebro, y entonces se
dictaba á sí mismo, por decirlo así, un texto casi definitivo. ¡Apenas
se encuentran algunas tachaduras en los manuscritos de este escritor
que tanto trabajaba el estilo! Y la excelencia de la composición
aparece tan clara en el cuento, que la mirada y la memoria del lector
la reflejan de pronto. Por otra parte, Maupassant empleaba un estilo
preciso, sin nada que lo recargase, y deliberadamente breve. Raramente
sus frases llenan más de tres líneas, y las que son más largas no son
mejores. Y la experiencia demuestra que los escritores que componen
frases largas, fracasan infaliblemente en el cuento por efecto de
la desproporción que salta á la vista de todos, hasta de los menos
perspicaces..._

_Y por otra parte todavía, y éste fué uno de los rasgos característicos
de su talento, Maupassant descolló en la psicología de los seres
pertenecientes á la clase media, de los seres adocenados, labradores,
pequeños rentistas, empleados, pescadores de caña, cazadores, viejas
burguesas y viejas de pueblo, criadas, mujeres de marinos... Y hasta
cuando en los últimos días de su vida estudió el alma de los mundanos,
no hizo ningún esfuerzo para presentar caracteres extraños, ni cultivó
lo que Bourget llama complicaciones sentimentales. Porque si en la
novela se necesita tiempo y espacio necesario para presentar personajes
singulares y llevados á extraordinarias aventuras, no sucede lo mismo
con el cuento. En el cuento, es preciso que los personajes, en cuerpo
y alma, queden definidos con pocas palabras; y para descripciones
semejantes, nada encaja mejor que los tipos de la clase media, porque
todos ellos se encuentran en algún rincón de nuestra memoria y basta
con animar la imagen. En eso estriba el triunfo de Maupassant; pero con
todo, citaremos algunos principios de cuento tomados de este libro_:

    «_Los pobres vivían penosamente con el corto sueldo del marido.
    Dos niños habían nacido del matrimonio, y la estrechez se
    había convertido en una de esas miserias veladas, humildes,
    vergonzosas, miseria de familia noble que á pesar de todo quiere
    conservar la altura que á su rango corresponde_».

                                                         (Á caballo).


    «_Chicot, el hostelero de Epreville, detuvo su tilburi_
    _ante la alquería de la tía Magloire. Era un mocetón de cuarenta
    años, pelirrojo y gordo, que tenía fama de listo_».

                                                       (El barrilito).


    «_La señora Lefèvre era una mujer de campo, una viuda medio
    campesina, medio señora, que se adornaba con cintas y volantes
    y llevaba sombrero. Era una de esas personas que hablan
    enfáticamente, que cuando se encuentran en público se dan tono
    de grandeza y que bajo un aspecto cómico y abigarrado esconden
    un alma de bestia presuntuosa, de la misma manera que bajo
    guantes de seda cruda disimulan sus encarnadas manazas..._».

                                                            (Pierrot).


_Para los paisajes, Maupassant emplea el mismo procedimiento que
utiliza para pintar los caracteres. Muy pocas veces los escoge
extraños, y siempre los más sencillos son los más admirables. No obliga
á la imaginación, como hace Loti, á soñar decorados que nunca ha visto,
sino que, evocando lo que hemos visto muchas veces, nos procura la
sorpresa de presentárnolos mejor mostrándonos las cosas con tacto de
artista delicioso que escoge y retiene los rasgos esenciales._

_La parte descriptiva y pintoresca constituye lo más precioso de estos
cuentos, tanto por la robusta solidez y la substancia, como por la
redondez llena de expresión... ¿Qué lector, por perezoso que sea, ha
pasado por alto una descripción de Maupassant? Tan llenas de vida
están, que resulta imposible omitirlas como tampoco pueden dejar de
verse las cosas reales. Sólo citaré un ejemplo: el admirable principio
de_ El cordelito.

    «_...Como era día de mercado, los campesinos y sus mujeres,
    llenando las carreteras de las cercanías de Goderville, se
    encaminaban hacia la aldea. Los hombres avanzaban andando
    tranquilamente, inclinando el cuerpo hacia adelante á cada
    movimiento de sus torcidas piernas, deformadas por el rudo
    trabajo, por el peso del azadón que eleva el hombro izquierdo y
    desvía el talle, por las operaciones de la siega que obligan á
    separar las rodillas para mantenerse con mayor firmeza, y por
    todas las lentas y penosas tareas de los campos. Su blusa azul,
    almidonada, brillante como si la hubiesen barnizado, con el
    cuello y bocamangas adornados con fino dibujo de hilo blanco, se
    hinchaba alrededor del nervudo cuerpo y semejaba un globo del
    que saliesen una cabeza, dos brazos y dos piernas._

    «_Unos tiraban de una cuerda á cuyo extremo estaba atada una
    vaca ó un ternero, y sus mujeres, andando tras el animal, le
    azotaban los cuartos traseros con una rama llena aún de hojas.
    Con objeto de acelerar la marcha, ellas llevaban al brazo
    grandes cestos, y por los lados pollos y patos asomaban sus
    cabezas: y andaban con paso más corto y más ligero que sus
    maridos, seco el talle, erguido y cubierto con una toquilla
    que sobre el aplastado pecho sujetaba un alfiler, y la cabeza,
    envuelta con blanco lienzo que aprisionaba los cabellos,
    rematada con una cofia._

    «_Luego, al sacudido trote de un caballejo, pasaba un
    carricoche: y en el fondo del carricoche, iban sentados dos
    hombres. Y en la parte de atrás del vehículo, agarrada con
    fuerza á los bordes para atenuar el traqueteo, se parecía una
    mujer._

    «_La muchedumbre invadía la plaza de Goderville, una mezcla de
    seres humanos y de bestias. Los cuernos de los bueyes, los altos
    sombreros de largo pelo de los labradores ricos y las cofias
    de las campesinas, eran las únicas cosas que sobresalían. Y las
    voces agudas y chillonas formaban continuo y salvaje clamor
    que á veces dominaba el potente grito de un labrador robusto y
    alegre ó el prolongado mugido de una vaca atada al muro de una
    casa._

    «_Y de allí se emanaba olor á establo, á leche, á estercolero,
    á heno y á sudor, y de allí se desprendía ese sabor agrio,
    horrible, humano y bestial, tan peculiar en las gentes del
    campo..._».


_En fin, para sostener esa perpetua invención, esa inagotable fuente de
asuntos, era evidentemente necesaria una imaginación fecundísima. De
haberse tratado de asuntos extraños ó rebuscados, no hay imaginación
que hubiese podido dar abasto, y la fatiga y el artificio no habrían
tardado en ponerse de manifiesto. Pero, la misma naturaleza y el mismo
carácter de su observación le destinaron á producir cuentos de una
manera regular. Si los asuntos se examinan detenidamente, uno á uno,
pronto se echa de ver que en su mayor parte son sencillísimos, y que
las cosas que relata ocurren todos los días. Y cuando el éxito inmenso
que alcanzaron hubo hecho surgir imitadores á granel, los periódicos
diarios se llenaron de cuentos de las mismas dimensiones y del mismo
género que los del maestro. Preciso es confesar que algunas veces los
asuntos no carecían de acierto, pero entonces se puso de manifiesto,
y muy claramente por cierto, que, si bien los procedimientos de
Maupassant no eran inimitables, con ellos no se podía llegar á donde
él había llegado. Nadie consiguió dar esa impresión de seguridad
y de equilibrio que á la vez se desprende de su filosofía, de su
observación, de su composición y de su estilo. Y, al lado del infinito
número de tomos de cuentos hoy caídos en el olvido, los cuentos de
Maupassant son los únicos que sobreviven._

                   *       *       *       *       *

_En esa prodigiosa cosecha en la que verdaderamente no se encuentra
nada que sea despreciable, se puede, sin embargo, intentar una
selección. Para sus cuentos, Maupassant no eligió nunca asuntos que no
se adaptasen perfectamente á su ingenio, pero, entre estos asuntos, hay
algunos que le inspiraron felicísimamente. Los cuentos de campesinos,
los cuentos normandos, son, según mi modo de ver, los más perfectos.
Los recuerdos de la guerra le proporcionaron también abundante cosecha,
y finalmente, un lugar aparte está destinado á aquellos en que su
autor evoca lo fantástico. Era esa una de las especiales aptitudes
de su genio, y harto caro pagó esa facultad de entrever y contar
lo desconocido. Pero, cosa maravillosa: en la observación de esos
fantasmas se advierte la misma lucidez que en lo real. Colocado de
lleno en el dominio de la quimera y de la alucinación, sus dilatados
ojos fotografían fielmente los fantasmas._ El miedo _y_ El Parador _dan
excelentes ejemplos de esta peligrosa facultad. Y podría citar otros
muchos._

_Y muchos son los que pertenecen á todos los géneros, y cuando el
lector ó lectora concluya esta selección destinada á ser puesta
en todas las manos, podrá pensar que las obras completas le
reservan veinte veces la misma satisfacción. La obra de Maupassant,
cuentos, novelas cortas y novelas, tiene algo que es verdaderamente
extraordinario: que en ella no se puede despreciar nada. Hay
trozos excelentes, ninguno flojo, y de un extremo á otro, ciertas
condiciones del escritor no se desmienten nunca. La sencilla claridad
de la exposición, la composición general, el interés sostenido, la
pintoresca sobriedad, el estilo nervioso y preciso, y la imaginación
siempre abundante y sin embargo dócil. En fin, atrevámonos á decirlo:
su obra entera tiene un mérito rarísimo entre las de los autores de
fines del siglo XIX, y es que siendo una obra de artista, en ella no
se hace ostentación de literatura. El vicio característico de la mayor
parte de los contemporáneos de Maupassant, fué el exceso de literatura,
exceso buscado, aparente y casi agresivo. Maupassant tuvo la fortuna de
librarse de él, y como puede advertirse en el prólogo de_ Pedro y Juan,
_lo logró deliberadamente. Eso le procuró entonces el desdén de algunos
críticos, pero su obra ha salido beneficiada por ello pues está tan
viva como hace quince años y no es difícil prever que el tiempo no le
hará mella alguna. Todo, porque el artificio literario clasifica pronto
una obra en el orden de los documentos. Y por ejemplo, las novelas
de los Goncourt ¿son ahora algo más que documentos, es decir, cosas
curiosas y muertas?_

                                                 _MARCEL PRÉVOST._




                                ÍNDICE


                                                        Pág.

            PREFACIO                                    vii

            En el agua                                   1

            El regreso                                   9

            El guarda                                   17

            El pecio                                    27

            La señorita Perla                           42

            La loca                                     63

            Pierrot                                     68

            El miedo                                    75

            En la mar                                   84

            Tambouctou                                  91

            En los campos                              101

            La aventura de Walter Schnaffs             109

            La sillera                                 120

            Dionisio                                   129

            El cordelito                               139

            El bautizo                                 149

            Mi tío Julio                               156

            De viaje                                   167

            La madre Salvaje                           173

            El barrilito                               185

            El bicho de Belhomme                       193

            El collar                                  203

            El viejo                                   215

            Á caballo                                  225

            Dos amigos                                 235

            El ladrón                                  244

            Tonico                                     250

            Los prisioneros                            262

            El parador                                 277

            Amor                                       294

            El hoyo                                    301

            El inválido                                310

            Minué                                      317

            El lobo                                    323

            El protector                               331

            Una vendetta                               338


                           CUENTOS ESCOGIDOS




                              EN EL AGUA


El verano pasado alquilé una casita de campo situada á orillas del
Sena, á varias leguas de París, y allí iba á dormir todas las noches.
Poco tardé en entablar relaciones con uno de mis vecinos, hombre de
treinta á cuarenta años, que, indudablemente, era el tipo más curioso
que nunca me he echado á la cara. Era un canoero viejo, pero un canoero
furibundo que estaba siempre cerca del agua, en el agua, dentro del
agua; que sin duda había nacido en una canoa, y que seguramente en una
canoa morirá también.

Y una noche, que paseábamos juntos por las orillas del Sena, le
supliqué que me refiriese algunas anécdotas de su vida náutica. Mi
hombre se animó inmediatamente, se transfiguró, y juzgándole por la
elocuencia de que hizo gala, le creí poeta. En su corazón anidaba una
pasión muy grande, una pasión devoradora é irresistible: el río.

--¡Ah!--me dijo.--¡Cuántos recuerdos míos se relacionan con este río
qué mansamente se desliza á nuestro lado! Ustedes, los que viven
en calles, no saben lo que es un río; pero oiga á un pescador
pronunciar estas palabras. Para él, es el abismo misterioso, profundo,
desconocido; es el país de los espejismos y de las fantasmagorías donde
se ven, de noche, cosas que no existen, y donde se oyen ruidos que no
se han oído nunca. En él se tiembla sin saber por qué, lo mismo que al
cruzar un cementerio, y efectivamente, el cementerio más siniestro es
aquél en que no hay tumbas.

La tierra es cosa limitada para el pescador, y en la sombra, cuando no
hay luna, el río no tiene fin. Los marinos no sienten la misma cosa
por la mar. La mar es dura á veces, terrible otras, mala muchas, pero
brama, ruge y es leal: el río es silencioso y pérfido. Nunca ruge,
siempre se desliza sin ruido, y tengo para mí que ese eterno movimiento
del agua murmuradora es cien veces más terrible que las altas olas del
Océano.

Algunos soñadores pretenden que la mar esconde en su seno países
azulados, inmensos, en los cuales los ahogados ruedan, entre grandes
peces, por extraños bosques y por grutas de cristal. El río no tiene
más que negras profundidades en las que los muertos se pudren. Cuando
brilla al sol y el agua chapaletea suavemente en las orillas cubiertas
de murmuradores cañaverales, es hermoso.

Hablando del Océano, el poeta dijo:

      ¡Cuánta lúgubre historia en vuestro seno
            Guardáis, profundas olas,
      Que miráis á las madres de rodillas
      Y les contáis tragedias pavorosas!
      Por eso vuestra voz es un quejido
      Cuando venís á acariciar la costa.

Pues bien, yo creo que las historias murmuradas por las delgadas cañas
con sus vocecitas suaves y dulces, deben ser más siniestras que los
dramas lúgubres que con sus potentes bramidos cuentan las olas.

Pero, como lo que usted me pide son recuerdos personales, voy á
referirle una aventura bastante extraña que aquí me ocurrió hace diez
años.

Vivía en la misma casa que ahora, y uno de mis mejores compañeros, Luis
Bernet, que ha renunciado ya á la canoa, á sus pompas y á su desaliño
para entrar en el Consejo de Estado, se había instalado en C..., dos
leguas más abajo. Y todos los días comíamos juntos, unas veces en su
casa, otras en la mía.

Una noche que volvía solo, algo cansado y arrastrando penosamente
mi barca grande, un _acorazado_ de doce pies que nunca utilizaba de
día, me detuve, para tomar aliento, en la punta de las cañas, á unos
doscientos metros del ferrocarril. El tiempo era magnífico: la luna
resplandecía, el río brillaba y el aire era suave y tranquilo. La
hermosura del sitio me tentó y pensé que fumar allí una pipa había de
ser muy agradable. La acción siguió á mi pensamiento, y cogiendo el
ancla la arrojé al agua.

La barca, que bajaba siguiendo la corriente, se detuvo. Yo extendí en
la popa la piel de carnero y me instalé lo mejor que pude... No se oía
nada, nada... de cuando en cuando me parecía que á mis oídos llegaba
el chapaleteo casi insensible del agua al chocar en la orilla, y
distinguía los grupos de cañas que semejaban figuras sorprendentes...
¡Hasta á veces parecía que se agitaban!

El río estaba muy tranquilo, pero el extraordinario silencio que
reinaba me emocionó. Las ranas y los sapos, esos cantores nocturnos de
los charcos, callaban. Repentinamente, y á mi derecha, oí cantar á una
rana. Me estremecí, calló, no oí nada más, y con objeto de distraerme
me dispuse á cargar la pipa. Por más que entonces yo era un curador
de pipas famoso, no pude fumar; y como quiera que al dar el segundo
chupetón sentí náuseas, cesé. Me puse á canturrear, pero el sonido
de mi voz se me antojó muy triste, y tendiéndome en el fondo de mi
barca me absorbí contemplando el cielo. Permanecí tranquilo durante
largo rato, pero los ligeros movimientos de la barca vinieron de nuevo
á despertar mi inquietud. Me parecía que daba saltos gigantescos y
que por turno chocaba con una y otra orilla; creí luego que un ser ó
que una fuerza irresistible la atraía suavemente hasta el fondo del
río y que sólo la permitía que subiese á la superficie para hundirla
otra vez; me sentía zarandeado como en una tempestad, y al oir ruidos
á mi alrededor me puse en pie de un salto. El agua brillaba, y la
tranquilidad que reinaba era perfecta.

Comprendiendo que mis nervios se habían excitado, resolví marcharme
y tiré de la cadena. El barco se puso en movimiento; sentí luego
resistencia inaudita, y por más que tiré, el ancla permaneció sujeta.
Indudablemente estaba agarrada al fondo pues no pude levantarla. Volví
á tirar, y todo fué inútil. Entonces, con mis remos hice girar la barca
y la llevé río arriba, para que la posición del ancla cambiase, pero
todo fué en vano pues seguía sujeta al fondo con resistencia tenaz. Me
acometió un acceso de rabia y sacudí furiosamente la cadena. Nada...
Desalentado, me senté, y con calma quise reflexionar en mi situación.
No podía pensar en cortar la cadena ni en separarla de la embarcación
pues estaba sujeta á un trozo de madera tan grueso como mi brazo,
pero como la noche era deliciosa, pensé que no tardaría en encontrar á
algún pescador que me prestase su ayuda. La contrariedad me devolvió
la calma, y pude fumar mi pipa. Llevaba conmigo una calabacita de ron,
bebí dos ó tres tragos, y la situación en que me encontraba me hizo
reir. Hacía calor, y en último resultado podía pasar la noche al raso.

De pronto, contra uno de los lados de mi barca chocó algo que produjo
un ruido seco, y helado sudor me inundó de pies á cabeza. Era indudable
que el ruido había sido producido por una maderita que la corriente
arrastraba, pero había sido suficiente para sobresaltarme, y de nuevo
me sentí presa de extraña agitación nerviosa. Cogiendo la cadena hice
un esfuerzo desesperado, pero como el ancla se mantuvo firme, tuve que
sentarme.

Entretanto el río se había cubierto de blanca y espesa niebla que
flotaba á ras del agua, y al ponerme en pie no vi ni el río ni mi
barca, sólo distinguí las puntas de las cañas, y á lo lejos, la llanura
bañada por la luz de la luna, luz pálida en la que se destacaban
manchas negras que subían hasta el cielo, manchas formadas por los
grupos de álamos. Yo estaba enterrado hasta la cintura en una sábana
de algodón de blancura inmaculada, y á mi imaginación acudieron
atropelladamente ideas fantásticas. Me figuraba que trataban de subir
á mi barca, que no distinguía, y que el río, cubierto por la opaca
niebla, debía estar lleno de seres extraños que nadaban á mi alrededor.
Experimentaba espantoso malestar, un aro de hierro me oprimía las
sienes, y los latidos de mi corazón casi me ahogaban. Perdí la cabeza
y pensé alejarme á nado, pero esta idea me hizo temblar de espanto.
Nadando á la ventura entre la espesa bruma me vi perdido, luchando con
las hierbas y las cañas que no podría evitar, no viendo mi barca, no
distinguiendo la orilla, muerto de miedo, y sintiendo que me tiraban de
los pies para hundirme en el agua negra...

Y efectivamente, como me hubiera sido preciso remontar la corriente lo
menos quinientos metros antes de encontrar sitio limpio de hierbas y de
juncos, lo más probable era que, aunque nado como un pez, al no poder
orientarme entre la niebla, me ahogase.

Hacía esfuerzos para razonar, tenía el firme propósito de ahuyentar
el miedo, pero en mí había algo más que mi voluntad, y ese algo no
estaba tranquilo. Me preguntaba qué podía temer; mi _yo_ valiente se
burlaba de mi _yo_ cobarde, y nunca como ese día pude darme cuenta de
la oposición de los dos seres que viven en nuestro interior, queriendo
uno, resistiendo otro, y venciendo por turno los dos.

Y el miedo bestial, el miedo inexplicable, aumentaba por instantes y
casi era terror. Permanecía inmóvil con los ojos muy abiertos y alerta
el oído, y esperando... ¿Qué?... Ni yo mismo lo sabia, pero debía
ser algo terrible. Y creo que si un pez cualquiera hubiese saltado
del agua, como tan frecuentemente sucede, hubiera sido bastante para
hacerme caer sin conocimiento.

Sin embargo, haciendo un violento esfuerzo logré sujetar mi extraviada
razón. Tomé de nuevo la calabaza y bebí un trago largo; luego se
me ocurrió gritar, y con todas las fuerzas de mis pulmones grité
sucesivamente hacia los cuatro puntos del horizonte. Cuando se me
hubo secado y paralizado la garganta escuché... Á lo lejos, un perro
aullaba.

Bebí más, y me tendí á lo largo en el fondo de mi barca. Y en esa
posición permanecí una hora, tal vez dos, sin dormir, con los ojos
muy abiertos, y viendo cosas extrañas á mi alrededor. Á pesar de que
lo deseaba ardientemente no me atrevía á levantarme; lo retardaba por
minutos, y aunque me decía «arriba», tenía miedo de moverme. Por fin,
y tomando infinitas precauciones como si mi vida hubiera dependido del
ruido que pudiese hacer, me incorporé y miré á mi alrededor.

Y á mi vista se ofreció el espectáculo más asombroso, más maravilloso
que se puede imaginar: una de esas fantasmagorías del país de las
hadas, una de esas visiones que nos cuentan los viajeros que vienen de
tejerías lejanas tierras y que escuchamos sin creer.

La niebla que dos horas antes flotaba á ras del agua se había retirado
y recogido en las orillas, y dejando el río completamente libre había
formado á cada lado una colina inmensa, de seis ó siete metros de
altura, que á la luz de la luna brillaba con el soberbio resplandor de
la nieve. Y estaba dispuesta de tal modo, que sólo se veía un río de
fuego entre las dos montañas blancas, mientras en lo alto, por encima
de mi cabeza y derramando su luz, la luna resplandecía en medio del
azulado y lechoso cielo.

Todas las bestias del agua habían despertado: las ranas cantaban
furiosamente, y á cada momento, unas veces á la derecha, á la izquierda
otras, oía la nota corta, monótona y triste, que á las estrellas lanza
la cobriza voz de los sapos. Y, cosa extraña, ya no tenía miedo, pues
contemplando aquel paisaje extraordinario nada me podía asombrar.

No sé el tiempo que aquello pudo durar, pues acabé por dormirme,
y cuando abrí de nuevo los ojos la luna se había puesto y el cielo
estaba cubierto de nubes. El agua chapaleteaba lúgubremente; silbaba el
viento, hacía frío, y la obscuridad era profunda.

Bebí el ron que me quedaba, y temblando escuché el susurro de las cañas
y el siniestro ruido del río. Y entonces hice esfuerzos para ver, pero
no pude distinguir mi barca, ni siquiera mis manos por más que las
acerqué á mis ojos.

Poco á poco la negrura disminuyó; me pareció que una sombra pasaba
cerca de mí, y grité. Una voz respondió: era un pescador que acudiendo
á mi llamamiento se acercó y le conté mis cuitas. Ató su barca á la mía
y juntos tiramos de la cadena. El ancla no se movió. Apuntaba el día,
día sombrío, glacial, lluvioso, gris, un día de ésos que traen consigo
tristezas y desdichas. Distinguimos otra barca: llamamos, y el hombre
que la montaba unió sus esfuerzos á los nuestros: entonces, y poquito á
poco, el ancla cedió. Y subió muy despacio, muy despacio, y cargada con
peso considerable. Al fin distinguimos una masa negra y la metimos en
mi barca.

Era el cadáver de una mujer vieja que tenía atada al cuello una piedra
enorme.




                              EL REGRESO


Con sus olas continuas y monótonas, la mar azota la costa. Impulsadas
por el viento, y semejando pájaros, blancas nubecillas pasan
rápidamente á través del inmenso cielo azul, y la aldea, situada en el
pliegue de un valle que llega hasta el océano, se calienta al sol.

Á la entrada, y al borde del camino, se alza la casa de los Martín
Levesque. Es una morada de pescador con los muros de arcilla y el
tejado de bálago que ostenta un penacho de azules lirios. Un huerto
del tamaño de un pañuelo en el que crecen cebollas, coles y perejil,
se extiende ante la puerta; y, á lo largo del camino, lo cierra tosca
valla.

El hombre está en la mar, pescando, y la mujer, frente á la morada,
repara las mallas de una red enorme que, extendida contra la pared,
semeja inmensa tela de araña. Sentada en una silla de paja á la entrada
del huerto, una muchachita de catorce años se inclina hacia atrás y
arregla ropa blanca, ropa blanca de pobres, remendada y zurcida ya.
Otra chiquilla, un año más joven, mece en sus brazos á un niño pequeño,
tan pequeño que ni siquiera se mueve ni habla. Y dos pequeñuelos de
dos ó tres años, sentados en el suelo y frente á frente, construyen
jardines con sus torpes manos y se tiran á la cara puñados de polvo.

Nadie habla. Únicamente el pequeñuelo á quien quieren dormir llora sin
descanso, con gritos agrios y cascados. Junto á la ventana, un gato
duerme y los abiertos girasoles que se abren al pie del muro, forman un
macizo de flores sobre el cual, zumbando, revolotea un mundo de moscas.

De pronto, la muchacha que cose á la entrada grita:

--¡Mamá!

Y la madre responde:

--¿Qué quieres?

--¡Ahí está otra vez!

Desde por la mañana están muy inquietas porque un hombre vaga alrededor
de la casa: un hombre viejo que parece pobre, muy pobre. Le han visto
por primera vez al acompañar á su padre á la mar, y estaba sentado
frente á la puerta, en la cuneta. Luego, al volver de la playa, le han
encontrado en el mismo sitio y siempre mirando á la casa.

Parece enfermo y muy miserable. Por espacio de una hora no se ha
movido, pero al ver que se le observaba como se observa á un malhechor,
se ha levantado y se ha ido renqueando.

Pero no han tardado en verle aparecer de nuevo, andando con paso
lento y cansado, y se ha vuelto á sentar algo más lejos, pero como si
quisiese acecharlas.

La madre y las chiquillas tienen miedo. Sobre todo la madre, pues como
es temerosa por temperamento, se preocupa porque su marido no ha de
volver hasta que caiga el día.

Su marido se llama Levesque; á ella la llamaban Martín, y les han
bautizado con los nombres de Martín Levesque. Veamos por qué: en
primeras nupcias ella se había casado con un marino llamado Martín, un
marino que todos los años iba á Terranova á la pesca del bacalao, y
á los dos años de matrimonio tenían una hija y esperaban otro retoño
cuando el barco en que iba el marido, _Las dos hermanas_, de Dieppe,
desapareció.

Y nunca más se volvieron á tener noticias del barco ni de ninguno de
los que le tripulaban, y así fué que cuerpos y bienes se dieron por
perdidos.

La Martín esperó á su marido durante diez años y tuvo mucho que sufrir
para educar á sus hijos: más tarde, como era laboriosa y muy buena
mujer, un pescador del país, Levesque, viudo con hijo, la pidió en
matrimonio. Y se casaron, y en tres años tuvieron dos hijos más.

Vivían penosa y laboriosamente. El pan estaba caro y la carne apenas
se conocía en su casa, y aunque á veces, durante la época de las
borrascas, se atrasaban con el panadero, como los pequeños tenían salud
se daban por satisfechos. Y la gente decía:

--Los Martín Levesque son muy buenas personas. La Martín trabaja por
cuatro, y Levesque, en su oficio, no tiene rival.

La chiquilla, que está sentada junto al vallado, dice:

--Cualquiera se figuraría que nos conoce. Tal vez sea un pobre de
Epreville ó de Auzeboc.

Pero la madre tiene buen ojo y no se engaña: no, seguramente no es del
país.

Como permanece inmóvil como un poste y fija obstinadamente los ojos en
la morada de los Martín Levesque, la Martín se enfurece, y valiente á
puro de estar transida de miedo, coge una badila y sale á la puerta.

--¿Qué estáis haciendo ahí?--grita dirigiéndose al vagabundo.

Y él responde con voz ronca:

--Tomo el fresco: ¿os hago algún daño?

--¿Por qué estáis espiando frente á mi casa?--replica la Martín.

Y el hombre contesta:

--No hago daño á nadie. ¿Está prohibido sentarse en la cuneta?

La Martín, no sabiendo qué decir, se mete otra vez en su casa.

Y el tiempo pasa despacio, muy despacio, y á eso de mediodía el hombre
desaparece. Pero á las cinco vuelve á pasar, y ya no le ven más en toda
la tarde.

Cuando al caer el día Levesque vuelve y le cuentan lo ocurrido, dice:

--Debe de ser algún fisgón ó algún desocupado.

Y duerme tranquilo mientras su mujer piensa en el vagabundo que la
miraba de tan extraña manera.

Amanece un día desagradable, con mucho viento, y el marinero, viendo
que no puede hacerse á la mar, ayuda á su mujer á componer las redes.

Á eso de las nueve, la hija mayor, una Martín, que ha ido á la tahona á
buscar pan, entra corriendo, y con el rostro descompuesto.

--¡Ahí está, ahí está!--grita.

La madre se emociona mucho y, con las mejillas pálidas, dice á su
marido:

--Ve á hablarle, Levesque, y convéncele para que no nos aceche, que eso
me revuelve toda.

Y Levesque, un hombre de mar como un castillo, con tez rojiza y barba
espesa, ojos azules que taladran dos puntitos negros y que lleva
siempre al cuello un pañuelo de lana para resguardarse del viento y de
la lluvia de alta mar, sale lentamente y se dirige al vagabundo.

Los dos hombres hablan.

La madre y los chicos, entre ansiosos y angustiados, les contemplan
desde lejos.

De pronto, el desconocido se pone en pie y con Levesque se encamina
hacia la casa.

La Martín retrocede asustada, pero su marido le dice:

--Dale un pedazo de pan y un vaso de sidra. Hace tres días que no ha
comido.

Y entran seguidos de la mujer y de los niños. El vagabundo se sienta y
come, y como todos le miran fijamente baja la cabeza.

La madre, en pie, no aparta de él los ojos: las dos mayores, las
Martín, apoyadas de espalda contra la puerta, en él clavan sus ojos
ávidos; y los más pequeños, que están sentados en las cenizas del
hogar, dejan de jugar con el negro puchero para contemplar también al
extraño.

Levesque se sienta y le pregunta:

--¿De manera que viene de muy lejos?

--Vengo de Cette.

--¿Á pie?

--Sí, á pie. Cuando no se tienen posibles, es preciso...

--Y ¿á dónde va?...

--Aquí.

--¿Conoce á alguien?

--Tal vez.

Y se callan. El vagabundo, aunque hambriento, come despacio y bebe un
sorbo de sidra después de cada pedazo de pan. Su rostro está arrugado,
gastado, lleno de hoyos por todas partes, y parece haber sufrido mucho.

Bruscamente Levesque le pregunta:

--¿Cómo se llama?

--Me llamo Martín.

Extraño estremecimiento agita á la madre. Avanza un paso como si
quisiese ver más de cerca al vagabundo, y se para frente á él con los
brazos caídos y la boca abierta. Nadie dice palabra, hasta que Levesque
añade:

--¿Es usted de aquí?

--Sí, de aquí soy.

Y al levantar la cabeza, su mirada se encuentra con la de la mujer, y
mirándose están por espacio de unos segundos.

Con voz baja, cambiada y temblorosa, ella dice:

--¿Eres tú mi marido?

Y él articula lentamente:

--Yo soy.

Y sin moverse continúa comiéndose el pan.

Más sorprendido que emocionado, Levesque exclama:

--¿Tú eres Martín?

El otro contesta sencillamente:

--Sí, yo soy.

Entonces el segundo marido pregunta:

--¿De dónde vienes?

--De África. Naufragamos en un banco y sólo nos salvamos tres. Picard,
Vatinel y yo. Luego nos cogieron los salvajes que nos han retenido doce
años. Picard y Vatinel han muerto: á mí me libertó un viajero inglés,
me dejó en Cette, y aquí estoy.

La Martín, cubriéndose la cara con el delantal, llora en silencio.

Levesque dice:

--Y ¿qué vamos á hacer?

Martín pregunta:

--¿Eres tú su marido?

--Sí, yo soy.

Y se miran y callan.

Martín se fija en los niños que forman círculo á su alrededor, y
señalando con un movimiento de cabeza á las dos mayores exclama:

--¡Son las mías!

Á lo que Levesque responde:

--Las tuyas son.

Y no se mueve, ni siquiera las besa. Únicamente dice:

--¡Qué crecidas están!

Levesque repite:

--¿Qué vamos á hacer?

Martín, perplejo, tampoco lo sabe. Al fin murmura:

--Yo haré lo que quieras, pues no pretendo causarte perjuicio. Con
todo, es enojoso por la casa. Yo tengo dos hijos, tú tienes tres; pues
á cada uno los suyos. Ahora bien, la madre ¿á quién pertenece? Yo
aceptaré lo que decidas, pero la casa es mía pues mi padre me la dejó,
porque nací en ella, y hay papeles en casa del notario.

La Martín sigue llorando y cubriéndose la cara con el delantal. Las dos
mayores se han levantado, y con inquietud se fijan en su padre.

Éste acaba de comer y pregunta:

--¿Qué vamos á hacer?

Levesque tiene una idea.

--Es preciso ir á casa del cura. Él decidirá.

Martín se levanta, y su mujer, apoyando la frente en su hombro, murmura:

--¡Martín, mi pobre Martín!

Y Martín, emocionado, besa con respeto su blanca cofia. Los pequeños
que están sentados en la chimenea, al ver que su madre llora, lloran
también, y el que aún va en brazos, berrea de lo lindo.

Levesque espera de pie.

--Vamos,--dice--es preciso arreglar esto.

Martín se separa de su mujer, y ésta, dirigiéndose á las mayores, las
dice:

--Besad á vuestro padre.

Las dos se acercan juntas, secos los ojos, y algo temerosas. Y después
que él las ha besado en las mejillas, los dos hombres salen.

Al pasar por delante del café del Comercio, Levesque dice:

--Si tomásemos una copa...

--Me parece bien.

Y entran y se sientan.

--¡Eh! ¡Chicot! Dos copas de lo bueno, que Martín ha vuelto, Martín, el
de mi mujer, ya sabes, Martín, el de _Las dos hermanas_...

Y el tabernero, ventrudo, sanguíneo, hinchado, lleno de grasa, se
acerca con tres vasos en la mano, una botella en la otra, y muy
tranquilamente pregunta:

--¿Eres tú Martín?

Y Martín contesta:

--Yo soy.




                               EL GUARDA


Después de comer se referían aventuras y accidentes de caza.

Un antiguo amigo nuestro, el señor Bonface, gran bebedor de vino,
hombre robusto y alegre, ingenioso como pocos, de buen sentido y
filosofía irónica y resignada, se distinguía siempre por sus bromas
mordaces y nunca por sus tristezas. Y de pronto dijo:

--Yo sé una historia de caza, ó mejor dicho, un drama de caza bastante
extraordinario. No se parece á ninguno de los ya contados, y yo mismo
no me he atrevido nunca á contarlo por temor á que no interesase. Y
todo, porque no es simpático; ¿comprenden ustedes? Quiero decir que
carece de ese interés que apasiona, encanta ó emociona agradablemente.

Pero en fin, vamos al caso.

Entonces tenía treinta y cinco años, y mi mayor encanto era la caza.
Bastante lejos, en los alrededores de Junquières, poseía unas tierras
en cuyos bosques de pinos abundaban las liebres y los conejos. Y en
ellas pasaba cuatro ó cinco días al año, yo solo, pues lo primitivo de
la instalación no me permitía invitar á ningún amigo.

Un gendarme retirado, hombre honradísimo, violento, severo, terrible
para los cazadores furtivos y que no conocía el miedo, me servía de
guarda. Vivía solo, lejos de la aldea, en una casita pequeña, más bien
una choza, que se componía de dos habitaciones en la planta baja, la
cocina y el cillero, y otras dos arriba. Una de ellas, especie de jaula
únicamente lo bastante grande para contener una cama, un armario y una
silla, me estaba reservada.

La otra la ocupaba Cavalier, pero al decir que vivía solo he dicho mal:
con él vivía un sobrino suyo, un ganapán de catorce años que iba á la
compra á la aldea, distante tres kilómetros de allí, y que ayudaba al
viejo en sus cotidianas tareas.

Aquel muchacho alto, delgado y un poco encorvado, tenía el pelo rubio
tan claro que parecía bozo, y tenía tan poco que parecía calvo. Y sus
pies eran enormes, y sus manos gigantescas, manos de coloso.

Bizcaba un poco, y al hablar no miraba nunca, causándome, en la raza
humana, el efecto que las bestias pestíferas causan entre los animales.
Aquel galopín era una garduña ó una zorra.

Hasta dormía en una especie de agujero que allá en lo alto de la
escalera conducía á las dos habitaciones.

Pero, durante mis cortas estadas en el Pabellón,--yo llamaba Pabellón
á aquella cabaña,--Mario cedía su nicho á una vieja mujer de
Ecorcheville, llamada Celeste, que venía á guisar porque las comidas de
Cavalier no me satisfacían.

Y ahora que conocen ustedes el local y los personajes, vamos á la
aventura:

Estábamos á 15 de octubre del año de 1854;--recuerdo esta fecha y nunca
la podré olvidar,--y salí de Rouen á caballo, seguido por mi perro
Block.

Llevaba á la grupa mi saco de viaje, terciada la escopeta, y
heroicamente aguantaba el terrible frío de un día triste, de un día de
viento que hacía rodar negras nubes por el obscuro cielo.

Subiendo la cuesta de Cantelou, contemplé el vasto valle del Sena que
con repliegues de serpiente el río cruza hasta donde alcanza la vista:
á la derecha, la mirada se detenía en los bosques, y á la izquierda,
Rouen alzaba hacia el plomizo cielo sus negruzcos campanarios. Atravesé
luego el bosque de Roumare, y continué andando, al paso unas veces,
al trote otras, hasta que á eso de las cinco llegué al Pabellón donde
Celeste y Cavalier me estaban aguardando.

Diez años hacía que en la misma época me presentaba de igual manera,
y diez años hacía que las mismas bocas me saludaban con las mismas
palabras.

--Buenas tardes, nuestro amo; ¿es buena su salud?

Cavalier apenas había cambiado: resistía al tiempo como los árboles
viejos, pero Celeste, especialmente desde hacía cuatro años, estaba
desconocida.

Parecía haberse partido en dos, y aunque se conservaba activa como
siempre, se doblaba tanto al andar, que el cuerpo y las piernas
formaban un ángulo recto.

La pobre vieja, abnegada como pocas, se emocionaba al verme, y al
despedirse de mí me decía:

--Preciso es pensar que tal vez no volveremos á vernos, mi amo:

Y la desolada y temerosa despedida de la pobre sirvienta, su
desesperada resignación ante la inevitable muerte, seguramente próxima
para ella, me llegaba al corazón y me entristecía de manera extraña.

Eché pie á tierra, y mientras Cavalier, cuya mano había estrechado,
conducía mi caballo al cobertizo que hacía las veces de cuadra, seguí á
Celeste y entré en la cocina que también servía de comedor.

Poco después el guarda se reunió á nosotros y desde el primer
momento vi que no tenía el aspecto de costumbre. Parecía preocupado,
contrariado, inquieto.

Y le dije:

--Bien. Cavalier, ¿va todo á pedir de boca?

El buen hombre murmuró:

--Sí y no. Algo hay que me tiene contrariado...

--Y ¿qué es? Cuénteme eso, amigo mío.

Pero movió la cabeza y se limitó á decir:

--No, todavía no. Ahora que acaba de llegar no quiero molestarle con
mis preocupaciones.

Yo insistí, pero él se negó á decirme lo que ocurría hasta después de
comer; por más que sólo al verle la cara, comprendía que el asunto era
grave.

No sabiendo qué decir, le pregunté:

--Y este año, ¿hay caza?

--¡Oh! Mucha; tan abundante, que encontrará cuanta quiera. Á Dios
gracias, he tenido buen ojo.

Y pronunció estas palabras con tanta gravedad, con gravedad tan
desolada, que casi rayaba en lo cómico. Sus grandes bigotes grises
parecía que iban á desprenderse de sus labios.

Repentinamente me di cuenta de que aún no había visto á su sobrino.

--¿Y Mario? ¿Dónde está? ¿Por qué no viene á saludarme?

El guarda pareció sobresaltarse, y mirándome fijamente á la cara, dijo:

--Pues bien, prefiero decirle en seguida lo que ocurre; prefiero
decírselo, pues lo que me preocupa se relaciona con él.

--¡Ah! ¿Y dónde está?

--En la cuadra; esperando el momento oportuno para presentarse...

--Pero, ¿qué ha hecho?

--He aquí lo ocurrido...

El guarda vacilaba; su voz había cambiado, temblaba, y, repentinamente,
profundas arrugas, arrugas de viejo, cruzaron su rostro.

Lentamente añadió:

--Al caso: este invierno me di cuenta de que alguien tendía lazos en
el bosque, y aun cuando pasaba noches enteras acechando, no podía
sorprender al cazador furtivo. Nada... cuando vigilaba por un lado
los tendían en la parte opuesta, y el despecho me hacía adelgazar.
Imposible resultaba sorprender al merodeador, y cualquiera hubiese
podido creer que tenía conocimiento de mis intenciones y de mis
acechanzas... Y así ocurrieron las cosas hasta que un día, al cepillar
el pantalón de Mario, el pantalón que sólo se pone los domingos,
encontré una moneda de dos francos en un bolsillo. ¿De dónde la había
sacado? En ello estuve pensando por espacio de ocho días, hasta
que observé que salía en el preciso momento en que yo volvía para
descansar. Sin figurarme el objeto de sus escapatorias le aceché, y una
noche, después de haberme acostado, me levanté y le seguí. En eso de
seguir á un hombre no hay quien me iguale. ¡Y le sorprendí tendiendo
lazos, á él, á mi sobrino Mario, tendiendo lazos en las tierras de
usted! El corazón me dió un vuelco dentro del pecho, se me corrompió la
sangre, y tan recio sacudí que por poco le mato. Sí, arreé de firme, y
le prometí que cuando usted viniera, le aplicaría una nueva corrección
en su presencia. Y eso es todo; el disgusto me hizo adelgazar, en fin,
usted ya debe saber lo que acaban los disgustos... Pero dígame; ¿qué
hubiera hecho en mi lugar? Ese muchacho no tiene padre ni madre y yo
soy la única persona que queda de su sangre: le conservé á mi lado
porque humanamente no le podía echar, ¿verdad? pero con todo, le tengo
advertido que si vuelve á las andadas todo habrá concluido, hasta mi
compasión. ¿He hecho bien?

--Ha hecho usted perfectamente, Cavalier; es usted un hombre honrado.

Se puso en pie para decirme:

--Gracias, muchas gracias. Ahora voy á buscarle, pues la corrección
prometida no puede quedar en alto.

Como yo sabía que intentar disuadirle era perfectamente inútil, le dejé
obrar á su antojo.

Cavalier fué á buscar al galopín y le trajo agarrándole de una oreja,
y yo, sentado en una silla de paja, hacía esfuerzos para poner cara de
juez.

Me pareció que Mario había crecido y que todavía era más feo, pero
el aspecto seguía siendo el mismo, socarrón y malo, y sus manazas me
parecieron monstruosas.

Su tío le empujó hacia mí y, con entonación militar, le dijo:

--Pide perdón al amo.

El chico no pronunció una palabra.

Entonces Cavalier le cogió por un brazo, le levantó en vilo, y empezó
á darle nalgadas con tanta violencia que me puse en pie dispuesto á
contenerle.

El rapaz decía á gritos:

--Basta..., basta; prometo...

Cavalier le dejó en el suelo, se apoyó con fuerza en sus hombros
obligándole á que se arrodillase, y repitió:

--Pide perdón...

El muy sinvergüenza, con los ojos bajos, murmuró:

--Pido perdón.

Su tío le despidió dándole un soberano cachete que le hizo vacilar;
salió corriendo á todo correr, y no volví á verle.

Pero Cavalier parecía aterrado.

--Es malo--murmuraba--es malo.

Y durante la comida no cesó de repetir:

--¡Oh! Eso me acaba la vida, mi amo; usted no puede comprender lo negro
que tengo el corazón.

Yo procuraba consolarle, pero todo era en vano; y como quería salir á
cazar en cuanto apuntase el día, no tardé en irme á dormir.

Cuando apagué la vela de un soplo, mi perro roncaba ya á los pies de mi
cama...

...Los furiosos ladridos de Block me despertaron á media noche, y al
punto advertí que la habitación estaba llena de humo. Salté del lecho,
encendí la luz, corrí á la puerta, y la abrí... Por el hueco entró un
torbellino de llamas; la casa ardía.

Cerré sin pérdida de momento la gruesa hoja de encina, me puse los
pantalones, bajé al perro por la ventana valiéndome de una cuerda que
construí arrollando las sábanas; tiré luego mis ropas, la escopeta y el
zurrón, y bajé como el perro había bajado.

Entonces, me puse á gritar con todas las fuerzas de mis pulmones:

--¡Cavalier! ¡Cavalier!

Pero el guarda no despertaba... El viejo gendarme dormía á puños
cerrados.

Entretanto, por las ventanas de la planta baja pude notar que aquello
parecía un horno ardiendo, y me convencí de que, para facilitar el
incendio, habían llenado la cocina de paja.

¡Alguien había prendido fuego al Pabellón!

Y furiosamente grité de nuevo:

--¡Cavalier!

Pensando que tal vez el humo le asfixiaba, tuve una inspiración feliz;
metí dos cartuchos en la escopeta, apunté á su ventana, y disparé.

Los seis cristales volaron hechos añicos, y el viejo, que había oído
el tiro, se asomó en camisa, medio loco y cegado por el vivísimo
resplandor que iluminaba la parte delantera de su morada.

Al verle, grité:

--La casa arde; salte por la ventana, pronto, pronto...

Las llamas, que asomando por las aberturas de la planta baja lamían el
muro, no habían de tardar en encerrarle. Saltó, y como los gatos, cayó
de pie.

Era tiempo. La techumbre de bálago crujió por encima de la escalera que
servía de chimenea al fuego de abajo, y una llamarada roja, inmensa,
se elevó por los aires ensanchándose como un penacho y sembrando una
lluvia de chispas alrededor de la choza.

Segundos después el Pabellón era pasto de las llamas.

Cavalier, aterrado, me preguntó:

--Y ¿cómo ha prendido?

--Han pegado fuego á la cocina.

--¿Quién ha podido ser?

Yo, adivinando, respondí:

--Mario.

El viejo, comprendiendo, balbució:

--¡Virgen Santísima! Por eso no ha entrado...

Una idea terrible, espantosa, acudió á mi imaginación y grité:

--¿Y Celeste? ¿Y Celeste?

El viejo no contestó, pero la casa, hundiéndose en aquel momento, quedó
convertida en inmenso brasero, brasero resplandeciente que cegaba,
horno formidable en el cual la pobre mujer debía ser ya un carbón
rojizo, un carbón de carne humana.

¡Y ni siquiera habíamos oído un grito!

Como el fuego se acercaba al cobertizo vecino, pensé en mi caballo, y
el guarda corrió á libertarlo.

Apenas hubo abierto la puerta de la cuadra, cuando un cuerpo ligero y
flexible le pasó por entre las piernas haciéndole caer de cara. Era
Mario que huía á todo correr.

El viejo se puso en pie en un abrir y cerrar de ojos. Intentó correr
para alcanzar al miserable, pero comprendiendo que no lo conseguiría
y enloquecido por irresistible furor, cediendo á uno de esos impulsos
irreflexivos é instantáneos que no se pueden prever ni contener, se
apoderó de mi escopeta, apuntó, y sin darme tiempo para que hiciese el
menor movimiento, y sin haberse asegurado antes de si el arma estaba
cargada, apretó él disparador.

Uno de los cartuchos que momentos antes había metido en la escopeta
para anunciar el fuego, estaba intacto, y la carga, alcanzando al
fugitivo por la espalda, hizo que cayese de cara completamente cubierto
de sangre. Se puso á arañar la tierra, como si quisiese huir á cuatro
patas, y al modo de las liebres heridas cuando ven que se acerca el
cazador.

Corrí, y cuando llegué á su lado el muchacho agonizaba; y antes que el
incendio se hubiese extinguido, murió sin decir una palabra.

Cavalier, en camisa é inmóvil, parecía una estatua. Y cuando las gentes
de la aldea llegaron, tuvieron que llevarse á mi guarda que parecía
loco.

En la vista declaré como testigo y conté detalladamente, sin quitar ni
añadir ni una coma, todo lo que sabía. Cavalier salió absuelto, pero el
mismo día desapareció y nunca más volvieron á verle en el lugar. Yo no
sé lo que fué de él.

Y ésta es, señores, mi historia de caza.




                               EL PECIO


Ayer estábamos á 31 de diciembre.

Y acababa de almorzar con mi antiguo amigo Jorge Guerín, cuando el
criado le entregó una carta cuyo sobre estaba casi completamente
cubierto de sellos extranjeros.

Jorge me dijo:

--¿Permites?

--Faltaría más.

Y leyó ocho páginas escritas con letra grande, letra inglesa, que
las cruzaban en todos sentidos. Y las leía lentamente, con la formal
atención y con el interés con que se hacen las cosas que nos llegan al
alma.

Cuando hubo terminado, dejó la carta encima de la chimenea y dijo:

--Ésa es una historia rara, una historia sentimental que nunca te he
contado y cuyo protagonista fuí yo. ¡Rarísimo día de año nuevo el del
año aquél! Y hace ya veinte años... pues entonces tenía treinta, y ya
tengo cincuenta.

Era inspector de la compañía de seguros marítimos que hoy dirijo, y
me disponía á pasar el día primero de enero en París, pues es cosa
convenida que ese día ha de ser de gran fiesta para todos, cuando
recibí una carta del director en la que me ordenaba saliese sin pérdida
de momento para la isla de Ré, donde había naufragado un buque de
Saint-Nazaire, de tres palos, que nosotros habíamos asegurado. Eran las
ocho de la mañana; llegué á las oficinas de la compañía á las diez, con
objeto de recibir instrucciones, y la misma noche tomaba el expreso que
al día siguiente, 31 de diciembre, tenía que dejarme en la Rochela.

Dos horas faltaban para que saliese el _Juan Guitón_, el barco de Ré,
y las aproveché para dar un paseo por la ciudad. Verdaderamente, La
Rochela, con sus calles que se entrecruzan como un laberinto, y cuyas
aceras se extienden por galerías sin fin, soportales bajos, aplastados
y misteriosos, que parecen construidos para cobijar conspiradores y
que ostentan el decorado antiguo y sorprendente de las guerras de
otros tiempos, las guerras de religión, salvajes y heroicas, es una
ciudad extraña y de mucho carácter. Es la verdadera ciudad hugonota,
grave, discreta, sin arte soberbio y sin ninguno de los monumentos que
magnifican á Rouen, pero notable por la severidad de su aspecto, algo
socarrón eso sí, aspecto de ciudad que encierra batalladores tercos
y obstinados, donde deben germinar fanatismos, la ciudad donde se
exaltó la fe de los calvinistas y donde nació el complot de los cuatro
sargentos.

Después de haber vagado un rato por esas extrañas callejuelas, subí al
vaporcito negro y tripudo que había de llevarme á la isla de Ré. Y el
vaporcito se puso en marcha dando resoplidos de cólera, pasó por entre
las antiguas torres que guardan el puerto, cruzó la rada, salió del
dique construido por Richelieu, dique cuyas enormes piedras se ven á
flor de agua encerrando á la ciudad en inmenso collar, y, luego, torció
hacia la derecha.

Era uno de esos días tristes que oprimen, aplastan la imaginación,
comprimen el alma y extinguen en nosotros toda fuerza y toda energía.
Día gris, día glacial que ensuciaba pesada niebla, húmeda como la
lluvia y fría como el hielo, niebla que al entrar en la boca, al
respirar, parecía que se mascaba barro de cloaca.

Bajo aquel techo de niebla opaca y siniestra, la mar poco profunda
y arenosa de las ilimitadas playas se extendía sin una arruga, sin
moverse y sin vida; mar de agua turbia y grasienta, de agua estancada.
El _Juan Guitón_ pasaba por ella balanceándose para no perder la
costumbre, y cortaba la lisa sábana dejando tras sí algunas olas,
algunos chapaleteos y ondulaciones que se calmaban en seguida.

Y entablé conversación con el capitán, un hombrecillo casi sin piernas,
rechoncho como su barco y balanceándose como su barco también, pues
quería que me diese detalles del siniestro de que por mí mismo iba á
darme cuenta. Un buque de tres palos, el _María José_, en una noche de
huracán, había embarrancado en las arenas de la isla de Ré.

Según escribía el armador, la tempestad había arrojado muy lejos
al barco y había sido imposible ponerle á flote. Y de prisa, á
escape, había precisado trasbordar la carga. Yo tenía que hacer una
información y comprobar el estado del pecio, apreciando cuál debía ser
su valor antes del naufragio y averiguar si se habían intentado todos
los recursos para salvarle. Iba como agente de la compañía, para
declarar luego contradictoriamente si se necesitaba, pues el director,
al recibir mi informe, tenía que adoptar las medidas que estimase
convenientes para poner á cubierto nuestros intereses.

El capitán del _Juan Guitón_ conocía bien el asunto, pues con su barco
había tomado parte activa en las tentativas de salvamento.

Me refirió el siniestro, y me convencí de que en él no había habido
nada extraordinario. El _María José_, empujado por furioso vendaval y
perdido en la noche, navegando por un mar de espuma--un mar de sopas
de leche, como decía el capitán,--había ido á encallar en los inmensos
bancos de arena que, en las horas de marea baja, convierten las costas
de aquella región en Saharas ilimitados.

Mientras hablábamos, yo miraba á mi alrededor y delante de mí, pues
como entre el Océano y el pesado cielo quedaba un espacio libre, podía
verse de lejos. Estábamos cerca de tierra y pregunté:

--¿Es la isla de Ré?

--Sí, señor.

Y de pronto, el capitán, extendiendo el brazo derecho, y señalando un
punto casi imperceptible que á lo lejos se distinguía en alta mar, me
dijo:

--Ahí tiene usted el navío.

--¿El _María José_?

--Sí.

Quedé estupefacto. Era un puntito negro, casi invisible, y yo le
hubiera creído un escollo colocado á tres kilómetros, cuando menos, de
la costa.

Y repliqué.

--Pero capitán, en el sitio que me indica, lo menos debe haber cien
brazas de agua.

Él se puso á reir.

--¡Cien brazas!--me contestó:--amigo mío, le aseguro que no hay ni dos.

Era bordelés y siguió hablando:

--Son las nueve y cuarenta minutos y estamos en marea alta. Dé un paseo
por la playa con las manos metidas en los bolsillos; almuerce luego
tranquilamente en el hotel del Delfín, y yo le prometo á las dos y
cincuenta, á las tres lo más tarde, podrá llegar hasta el pecio á pie
enjuto; allí podrá permanecer una hora y tres cuartos, dos horas lo
más, pero no se descuide pues se vería preso. Cuanto más lejos se va
la mar, más de prisa vuelve. Esta costa, por lo llana parece un plato,
pero créame, emprenda el camino de regreso á las cuatro y cincuenta, y
á las siete tomará de nuevo el _Juan Guitón_ que esta misma noche le
dejará en La Rochela.

Di las gracias al capitán y me senté en un banco de proa para
contemplar la pequeña ciudad de San Martín, que se acercaba rápidamente.

Se parece á todos los puertos en miniatura que sirven de capital á las
pequeñas islas sembradas á lo largo de los continentes, y es una aldea
grande, una aldea de pescadores que tiene un pie en el agua y otro en
tierra, una de esas aldeas que viven de pescado y pollos, legumbres y
mariscos, rábanos y almejas. La isla es baja, poco cultivada, y sin
embargo me pareció muy poblada: pero no penetré en el interior.

Después de haber almorzado, franqueé un pequeño promontorio, y como
la mar se alejaba rápidamente, crucé la arena dirigiéndome hacia una
especie de roca negra que á lo lejos y en el agua se distinguía.

Por la amarillenta llanura, elástica como la carne y que, bajo la
presión de mis pies parecía sudar, andaba de prisa. Por donde pasaba,
momentos antes estaba la mar, y entonces la veía á lo lejos, huyendo
á ojos vistas, y me era imposible distinguir la línea que separaba
la arena del Océano. Creía estar presenciando una fiesta de hadas
gigantesca y sobrenatural. Minutos antes, el Atlántico se extendía
ante mí, y en un abrir y cerrar de ojos había desaparecido, como por
escotillón, y me encontraba en medio de un desierto de arena. En mí no
quedaba más que la sensación y el olor del agua salada; sentía olor de
algas, olor de olas, el rudo y agradable olor de las costas. Andaba
de prisa, no tenía frío, y contemplaba el tumbado pecio que de lejos
semejaba una ballena dormida.

Sí, semejaba una ballena dormida surgiendo de la inmensa extensión,
plana y amarillenta, y sus proporciones me sorprendieron. Al
fin, y después de andar una hora, llegué hasta él. Yacía tumbado
sobre un costado, destrozado, hundido, mostrando sus huesos rotos
como las costillas de una bestia, sus huesos de madera embreada,
huesos que clavos enormes agujereaban. La arena, entrando por las
resquebrajaduras, lo había invadido ya, y ya no tenía que abandonarlo.
Parecía haber echado raíces en él: la proa entraba profundamente en la
playa suave y pérfida, y la popa, mirando al cielo, parecía gritar con
desesperado llamamiento las dos palabras blancas, _María José_, que
resaltaban en la negra mura.

Escalé el cadáver del navío por la parte más baja y después de haber
pasado por el puente penetré en el interior. La luz se filtraba por
las hundidas costillas y tristemente iluminaba aquellas raras y
sombrías cuevas en las que nada quedaba en pie. Y en el suelo de aquel
subterráneo de tablas no había más que arena.

Para tomar las notas con respecto al estado del buque me había
sentado en un barril vacío y roto, y para escribir aprovechaba la
luz que penetraba por una ancha abertura que me permitía distinguir
la ilimitada extensión de la playa. Por momentos sentía correr por
mi piel un estremecimiento extraño de frío y de soledad, y á veces
dejaba de escribir para escuchar los misteriosos ruidos del pecio:
ruidos de cangrejos que con sus fuertes patas arañaban el casco; ruidos
producidos por las mil diminutas bestias de la mar, y también el ruido
regular y continuo de los moluscos que sin cesar roen, con chirrido de
barrena, las viejas maderas que poco á poco devoran.

Y, repentinamente, oí voces humanas muy cerca de mí. Me puse en pie
de un salto, como si á mis ojos se hubiese presentado una aparición,
y por espacio de un segundo creí que dos ahogados iban á levantarse
para contarme su espantosa muerte. En menos tiempo del que empleo para
decirlo, subí al puente, y en la proa del buque me encontré frente á un
señor muy alto al que rodeaban tres muchachas; mejor dicho, frente á un
inglés que acompañaba á tres mises. Seguro estoy de que sintieron más
miedo que yo había sentido. Ahí es nada; un ser que surge rápidamente
del seno de un buque de tres palos abandonado... La muchacha más joven
echó á correr, y las otras dos se apoderaron de los brazos de su padre:
éste, abrió la boca y fué el único signo que dió de su emoción.

Pasados algunos segundos habló:

--¡Aho! Señor caballero, ¿es usted la propietaria de esta embarcación?

--Sí, señor.

--¿Es que la podré visitar?

--Sí, señor.

Y pronunció en inglés una frase muy larga de la que sólo comprendí la
palabra _gracious_, varias veces repetida.

Como buscaban un sitio para subir, les indiqué el mejor y les ofrecí
la mano. El padre subió, y luego ayudamos á las tres jóvenes, que
ya se habían tranquilizado. Eran encantadoras, sobre todo la mayor,
una rubiecita de dieciocho años, fresca como una flor y lindísima.
Verdaderamente, las inglesas bonitas parecen frutas de mar. ¡Cualquiera
hubiera creído que aquélla acababa de salir de la arena cuyo color
habían conservado sus cabellos! Y además, con su frescura exquisita,
hacen pensar en los delicados colores de las rojas almejas y en las
nacaradas perlas, raras, misteriosas y nacidas en las ignoradas
profundidades del Océano.

Hablaba algo mejor que su padre y nos servía de intérprete. Y
fué preciso que relatase el naufragio con todos los detalles que
inventé, y creo que lo narré tan bien como hubiera podido hacerlo de
haber presenciado la catástrofe. Luego toda la familia entró en el
interior del pecio. Cuando hubieron penetrado en la sombría galería,
de sus gargantas se escaparon gritos de asombro y de admiración, y
repentinamente, el padre y las tres hijas sacaron los álbumes, antes
ocultos bajo los impermeables, y empezaron á tomar apuntes de aquel
lugar tristísimo y extraño.

En un tablón se habían sentado unos junto á otros, y los cuatro
álbumes, abiertos sobre las ocho rodillas, se llenaban de negras líneas
que reproducían el abierto casco del _María José_.

Yo continuaba inspeccionando el esqueleto del navío, y de tiempo en
tiempo, la mayor de las inglesitas me dirigía la palabra.

Ella me dijo que pasaban el invierno en Biarritz y que habían venido
á la isla de Ré sin más objeto que contemplar de cerca el buque
naufragado. No tenían nada absolutamente de la tiesura inglesa; eran
gentes sencillas y buenas, algo chifladas, y pertenecían á la familia
de esos eternos errantes con que Inglaterra cubre el mundo. El padre,
alto y enjuto, tenía la piel roja y blancas patillas encuadraban su
cara; parecía un sándwich vivo, una lonja de jamón cortada en forma de
cabeza humana y metida entre dos almohaditas de pelos blancos: y las
muchachas, excepción hecha de la mayor, que también era la más amable,
eran altas y delgadas.

Tenía un modo tan gracioso de hablar, contar, reir, comprender y no
comprender, levantar los ojos para interrogarme, unos ojos azules
como el agua profunda, de cesar de dibujar para adivinar y de tomar
nuevamente el lápiz diciendo _yes_ ó _non_, que viéndola y escuchándola
hubiera pasado horas enteras.

De pronto murmuró:

--Me parece que el barco ha hecho una pequeña movimienta.

Agucé el oído, y no tardé en percibir un ruido ligero continuo y
extraño. ¿Qué podría ser? Me levanté para mirar por la abertura y no
fuí dueño de contener un grito... ¡La mar había llegado hasta nosotros
y casi nos rodeaba!

Aun cuando no perdimos momento para subir al puente, cuando llegamos ya
era tarde. El agua nos cercaba y con increíble velocidad corría hacia
la costa. No, no corría, resbalaba, se agrandaba, se extendía cual
mancha desmesurada. Y aunque sólo algunos centímetros de agua cubrían
la arena, ya no se distinguía la línea de la imperceptible marea.

El inglés quiso saltar pero yo le contuve: la huida resultaba imposible
á causa de los profundos pozos que al ir habíamos tenido que salvar, y
era seguro que, con el agua, hubiéramos caído en uno de ellos.

Durante algunos minutos, horrible angustia nos oprimió el corazón, pero
luego la inglesita sonrió y dijo:

--Los náufragos somos nosotros.

Quise reir pero no pude: el miedo me dominaba, miedo cobarde, horrible,
bajo y rastrero como la marea. Repentinamente se presentaron á mi
imaginación todos los peligros que corríamos y tuve deseos locos de
gritar pidiendo socorro; pero, ¿quién me oiría?

Las dos inglesitas más jóvenes se apretaban contra su padre cuyos
consternados ojos se fijaban en la mar que nos cercaba.

Y la noche se nos venía encima con la misma rapidez que la marea subía,
una noche pesada, húmeda, helada.

Y dije:

--Lo único que podemos hacer es quedarnos en el barco.

Á lo que el inglés respondió:

--¡Oh, yes!

Allí permanecimos un cuarto de hora, media hora, no puedo precisar
cuánto tiempo, contemplando el agua amarillenta que parecía huir y
jugar en la reconquistada inmensidad de arena.

Como una de las jovencitas empezase á sentir frío pensamos ponernos á
cubierto de la brisa, ligera pero helada, entrando en el interior del
buque. Miré por una escotilla y vi que el _María José_ estaba lleno de
agua, de manera que no tuvimos más recurso que acurrucarnos junto á la
mura de proa, única cosa que podía protegernos un poco.

Las tinieblas nos envolvían, y, muy apretados unos contra otros,
permanecimos rodeados de sombras y de agua... No hablábamos: estábamos
inmóviles, agazapados y mudos como bestias refugiadas en un foso
durante la tormenta. Y sin embargo, á pesar de todo, á pesar de la
noche y del terrible peligro que por momentos aumentaba, empecé á
sentirme dichoso, dichoso con el frío y el peligro, dichoso con las
horas de sombra y angustia que habíamos de pasar en aquel cascarón,
dichoso pasándolas cerca de aquella joven encantadora.

Y yo me preguntaba las causas de aquella sensación de bienestar que me
penetraba.

¿Por qué? ¿Quién lo sabe? ¿Por qué estaba allí? ¿Quién? ¿Ella? ¿Una
inglesita desconocida? Yo no la había visto nunca, no la quería,
y me sentía enternecido, conquistado. Hubiera querido salvarla,
sacrificarme, y cometer por ella mil locuras... ¡Cosa extraña! ¿Por qué
puede alterarnos tanto la presencia de un ser? ¿Nos envuelve y domina
el poderío de su gracia? ¿Nos embriaga la seducción de la hermosura
como podría embriagarnos el vino?

¡Más razonable es creer en un resorte del amor, del amor misterioso
que sin cesar procura que los seres se unan, que ejerce su poder y los
penetra de emoción en cuanto los coloca frente á frente, de emoción
confusa y grande, profunda; sí, más razonable es creer en un resorte
parecido al agua que moja la tierra para que crezcan flores!

El silencio del cielo y de las tinieblas era espantoso, pues á nuestro
alrededor oíamos vagamente el ruido del agua al crecer y el chapaleteo
de la corriente al chocar contra el barco.

Oí sollozar... la más joven de las inglesitas lloraba, y para
consolarla su padre la habló en su idioma. No los entendí, pero adiviné
que la tranquilizaba.

Entonces pregunté á mi vecina:

--¿Y usted no tiene frío?

--¡Oh, sí, tengo mucho!...

La ofrecí mi abrigo y tuve que formalizarme para que lo aceptase.

Poco á poco la fuerza del viento aumentó haciéndose más sensible el
chapaleteo del agua contra los flancos del buque. Me levanté, y una
ráfaga me azotó el rostro. ¡El viento se desataba!

El inglés lo advirtió casi al mismo tiempo que yo, y dijo:

--Malo, malo para nosotros es...

Ciertamente que era malo... como que suponía la muerte segura, la
muerte que habían de traer las olas, fuertes ó débiles, si atacaban
al pecio, tan desbaratado ya, que una sacudida había de bastar para
destruirlo totalmente.

Yo temblaba, la inglesita también, y los faros que brillaban en la
costa, faros blancos, amarillos y rojos, semejaban ojos enormes, ojos
de gigantes que nos estuviesen mirando cual si acechasen el momento
de nuestra desaparición. Uno había que me irritaba lo indecible: cada
treinta segundos se apagaba para volverse á encender en seguida, y era
un ojo, un ojo verdadero cuyo párpado velaba por instantes su mirada de
fuego.

De tiempo en tiempo el inglés encendía un fósforo, consultaba su reloj,
y se lo metía otra vez en el bolsillo. De pronto, tendiéndome la mano
por encima de las cabezas de sus hijas, me dijo:

--Caballero, le deseo un buen año...

Eran las doce. Estreché la mano que me tendía, él pronunció una frase
en inglés, y las jovencitas se pusieron á cantar el _God save the
Queen_ que se perdió en el espacio.

En un principio sentí furiosas ganas de reir, pero luego extraña y
potente emoción embargó mi alma.

El canto de los náufragos tenía algo siniestro y soberbio, canto de
condenados, algo comparable á una plegaria, y también algo más grande,
algo parecido al antiguo _Ave, Cæsar, morituri te salulant_.

Cuando hubieron terminado supliqué á mi vecina que cantase una balada,
una leyenda, lo que quisiese, algo que nos hiciese olvidar nuestra
angustia. Y accedió gustosa, y su voz joven y clara se perdió en la
noche. Cantaba algo triste, muy triste sin duda, pues las notas eran
largas, salían lentamente de su boca, y parecía que iban á hundirse en
las olas después de haberlas rozado.

Yo pensaba únicamente en su voz aun cuando la mar sacudía furiosamente
el pecio... y pensaba también en las sirenas. Si una barca hubiese
pasado cerca de nosotros ¿qué hubieran pensado los marineros? ¡Mi
atormentado espíritu se perdía en el sueño!... ¡Una sirena! ¿No era una
sirena aquella hija de la mar que me había retenido en el carcomido
buque y que conmigo iba á hundirse en las olas?...

Á todo esto, el _María José_ se apoyó sobre el flanco derecho y los
cinco rodamos por el puente. La inglesita había caído encima de mí y yo
la estrechaba entre mis brazos, y, enloquecido, sin darme cuenta de lo
que hacía, y creyendo llegado mi última hora, besaba sus sienes y sus
cabellos... Luego, aunque el barco quedó inmóvil, no nos atrevíamos á
movernos.

El padre gritó «Kate». La que yo tenía entre mis brazos contestó
«yes», y quiso desprenderse. Y en aquel instante, hubiera querido que
el barco, partiéndose en dos, me hubiese sepultado con ella en la mar.

El inglés repuso:

--Un báscula pequeña; no ser nada; yo tenga conservadas mis hijas...

¡No viendo á la mayor la había creído perdida!

Me incorporé tomando infinitas precauciones y muy cerca de nosotros,
en la mar, distinguí una lucecita. Grité y me contestaron. Era una
barca que nos buscaba pues el dueño de la fonda había adivinado nuestra
imprudencia.

Estábamos salvados... y yo me desesperaba... Nos recogieron y nos
llevaron á San Martín.

Y el inglés, frotándose las manos, murmuraba:

--Buen cena, buen cena.

Efectivamente, cenamos, y cenamos bien, pero yo, pensando en las horas
pasadas en el _María José_, estuve triste. ¡Las prefería!...

Al día siguiente, después de muchos apretones de manos y promesas de
escribirnos, nos separamos. Ellos volvieron á Biarritz, y yo... yo
estuve á punto de seguirles.

Estaba loco, y poco faltó para que pidiese la mano de aquella joven; es
indudable que si hubiésemos pasado ocho días juntos me hubiera casado
con ella. ¡Qué débil y qué incomprensible es el hombre!

Pasaron dos años sin que oyese hablar de ellas, y poco más tarde
recibí una carta de Nueva York. Me decía que se había casado, y desde
entonces, con motivo del primero de enero, nos escribimos todos los
años. Me cuenta detalladamente su vida, me habla de sus hijos, de sus
hermanas, y nunca me dice nada de su marido. ¿Por qué?... Yo, yo le
hablo siempre del _María José_. Tal vez, y sin tal vez, es la única
mujer que he querido... ¿Quién sabe? Las circunstancias gobiernan, y á
fin de cuentas todo pasa... Ahora debe ser vieja, y si la encontrase
no la reconocería... ¡Ah! la de otros tiempos, la del pecio, ¡qué
criatura! Me dice que sus cabellos son blancos, y eso me aflige
muchísimo... ¡Sus cabellos rubios como el oro son blancos ya!... No, la
mía no existe... ¡Dios mío, que triste es eso!...




                           LA SEÑORITA PERLA


                                   I

Extraña en verdad fué la idea que aquel día tuve de elegir por reina á
la señorita Perla.

Todos los años voy á celebrar la fiesta de Reyes á casa de mi antiguo
amigo Chantal, á donde ya mi padre, que era compañero suyo, me llevaba
cuando era niño. Y yo observo fielmente esta costumbre, y sin duda
alguna la observaré mientras viva y quede un Chantal en el mundo.

Por lo demás, la vida de los Chantal es rarísima, y viven en París como
podrían vivir en Grasse, Yvetot ó Pont-à-Mousson.

Cerca del Observatorio poseen una casita rodeada de jardín, y en ella
viven como en un rincón de provincia. De París, del verdadero París,
ni conocen nada ni sospechan nada; están tan lejos, tan lejos... Sin
embargo, de cuando en cuando hacen un viaje larguísimo... y la señora
Chantal, como en la familia se dice, va á hacer grandes provisiones. Y
veamos cómo se hacen esas grandes provisiones.

La señorita Perla, que tiene las llaves de los armarios de la
cocina,--pues los armarios de la ropa blanca los administra por sí
misma la dueña de la casa--la señorita Perla, digo, avisa que se está
acabando el azúcar, que no quedan conservas, y que en la caja del café
sólo se encuentran algunos granos.

Puesta en guardia contra el hambre, la señora Chantal pasa revista á
los restos y toma notas en su cuaderno. Luego, cuando ha escrito muchos
números, se entrega á largos cálculos y en seguida á interminables
discusiones con la señorita Perla. Sin embargo, concluyen poniéndose
de acuerdo y fijan las cantidades que de cada cosa necesitan para que
duren tres meses: azúcar, arroz, ciruelas, café, confituras, latas de
guisantes, judías, langosta, pescados ahumados, salazones, etc., etc.

Se fija luego el día para hacer las compras, y se van en simón, un
simón con galería, á casa de un gran tendero de ultramarinos que vive
al otro lado de los puentes, allá en los barrios nuevos.

La señora Chantal y la señorita Perla hacen ese viaje juntas,
misteriosamente, y vuelven á la hora de comer, extenuadas, emocionadas
y bien sacudidas en el simón cuyo techo, lleno de paquetes y de
cucuruchos, recuerda los carros de mudanzas.

Para los Chantal, toda la parte de París situada al otro lado del Sena,
compone los barrios nuevos, barrios habitados por gente especialísima
que pasa los días en continua disipación, las noches juergueándose, y
que tira el dinero á puñados por la ventana. Sin embargo, de tiempo en
tiempo llevan á las niñas al teatro, á la Ópera Cómica ó á la Comedia
Francesa, pero únicamente cuando el periódico que lee el señor Chantal
recomienda la obra.

Ahora las muchachas deben tener diecinueve y diecisiete años y son
hermosotas, grandes, frescas, y muy bien educadas, tanto, que pasan
inadvertidas como dos lindas muñecas. Jamás se me ocurriría la idea
de fijarme ó de hacer la corte á las señoritas Chantal; apenas me
atrevo á dirigirles la palabra, tan inmaculadas me parecen, y hasta al
saludarlas temo ser inconveniente.

En cuanto al padre, es un hombre encantador, muy instruido, muy
abierto, muy cordial, pero que todo lo sacrifica al reposo, á la
tranquilidad, y que para vivir á gusto ha contribuido no poco á
momificar así á su familia. Lee mucho, habla gustoso, y se enternece
fácilmente. La ausencia de trato, de tacto, de codos y de tropiezos,
ha hecho muy sensible y delicada su epidermis moral. La cosa más
insignificante le conmueve, le agita y le hace sufrir.

Y con todo, los Chantal tienen algunas relaciones, pero muy
restringidas y escogidas con gran cuidado entre el vecindario. También
cambian dos ó tres visitas al año con parientes que viven lejos de su
casa.

Yo voy á comer con ellos el 15 de agosto y el día de Reyes, y esto
forma parte de mis deberes como deber es para los católicos comulgar en
Pascua.

El 15 de agosto convidan á algunos amigos, pero el día de Reyes soy el
único extraño que se sienta á su mesa.


                                  II

Este año, como los otros, fuí á comer con los Chantal para celebrar la
Epifanía.

Según costumbre, abracé al señor Chantal, besé la mano á su esposa y á
la señorita Perla, y me incliné profundamente ante las señoritas Luisa
y Paulina. Me preguntaron mil cosas relativas á los acontecimientos
del bulevar, á la política y á lo que de público se decía con respecto
á los asuntos de Marruecos y sobre nuestros representantes. La señora
Chantal, mujer gorda cuyas ideas se me antojaban cuadradas como las
piedras de sillería, tiene costumbre, para cerrar las discusiones
políticas, de pronunciar las siguientes palabras: «Todo esto es mala
simiente para más adelante». ¿Por qué he imaginado siempre que las
ideas de la señora Chantal han de ser cuadradas? No lo sé, pero cuanto
dice me parece de esa forma; un cuadrado, un cuadrado grande con cuatro
ángulos simétricos. Hay personas cuyas ideas se me antojan redondas
y rodando como aros. En cuanto empiezan una frase con respecto á
cualquier cosa, las palabras ruedan y salen diez, veinte, cincuenta
ideas redondas, grandes y pequeñas, que veo correr una tras otra hasta
que se pierden allá en el horizonte. Otras tienen ideas puntiagudas...
Pero en fin, todo eso importa poco.

Nos sentamos á la mesa como siempre, y la comida acabó sin que se
dijese nada digno de ser retenido.

Al llegar los postres, trajeron la torta de reyes; ahora bien, el señor
Chantal era rey todos los años. Yo no sé si era una casualidad repetida
ó una convención de familia, pero el haba tradicional se encontraba
siempre en la parte de torta que le correspondía, y siempre proclamaba
reina á su esposa. Por esto mi estupefacción fué inmensa cuando
sentí en mi boca la presencia de algo muy duro que estuvo á punto de
romperme una muela. Saqué suavemente el objeto y pude ver una muñequita
de porcelana no más grande que una habichuela. La sorpresa me hizo
exclamar «¡Ah!». Me miraron, y Chantal, palmoteando, se puso á gritar:
«Es Gastón. Es Gastón. ¡Viva el rey! ¡Viva el rey!».

Y todos repitieron á coro: «¡Viva el rey!». Enrojecí hasta la raíz del
pelo, como frecuentemente se pone uno colorado, sin saber por qué; y
sosteniendo entre los dedos aquel granito de loza bajé los ojos, hice
esfuerzos para reir, y no sabía qué hacer ni qué decir cuando Chantal
exclamó: «Ahora, es preciso elegir una reina».

Quedé aterrado. En un segundo, mil ideas y mil suposiciones cruzaron
por mi imaginación pues no sabía si querían que designase á una de las
señoritas Chantal. ¿Sería un medio para obligarme á decir cuál de las
dos prefería? ¿Sería un empujoncito ligero é insensible dado por los
padres hacia una boda posible? La idea de la boda vaga incesantemente
por todas las casas donde hay hijas mayores, y toma todas las formas,
se encubre con todos los disfraces, y emplea todos los medios. Miedo
atroz á comprometerme se apoderó de mí, y al mismo tiempo, ante la
actitud obstinadamente correcta y cerrada de las señoritas Luisa y
Paulina, sentí que en mí hacía presa extremada timidez. Elegir á una en
perjuicio de otra, me pareció tan difícil como elegir entre dos gotas
de agua; y además, el temor de aventurarme en un asunto que á pesar
mío, suavemente, por procedimientos sencillos, discretos y tranquilos,
como aquella insignificante realeza, podía llevarme al matrimonio, me
turbaba horriblemente.

Pero de pronto se me ocurrió una idea luminosa, y ofrecí la muñeca
simbólica á la señorita Perla. En un principio todos parecieron
sorprendidos, pero sin duda apreciaron mi delicadeza y mi discreción
pues aplaudieron luego con furia y se pusieron á gritar: «¡Viva la
reina! ¡Viva la reina!».

En cuanto á ella, la pobre solterona, había perdido toda compostura;
temblaba, estaba asustada y balbucía: «Pero no... pero no... yo no, se
lo suplico... yo no...».

Entonces y por primera vez en mi vida, miré fijamente á la señorita
Perla y me pregunté lo que era en realidad.

Estaba acostumbrada á verla en aquella casa como se ve á las butacas
con tapices antiguos en las que uno se sienta desde la infancia sin
haberse fijado nunca en ellas. Un día, no se sabe por qué, porque un
rayo de sol viene á dar en el objeto, se exclama: «Toma, ese mueble es
muy curioso», y se descubre que la madera está tallada por un artista,
y que la tela es de gran valor. Yo nunca me había fijado en la señorita
Perla.

Formaba parte de la familia Chantal, eso era todo, pero ¿cómo? ¿á
titulo de qué? Era una muchacha alta y delgada que hacía esfuerzos
para pasar inadvertida, pero que no era insignificante. Se la trataba
afablemente, mejor que á una ama de llaves, y no tan bien como á una
parienta. Y entonces comprendí una serie de cosas que hasta entonces no
me habían preocupado. La señora Chantal la llamaba «Perla»; sus hijas,
«señorita Perla»; y Chantal, quizá con mayor respeto que todos los
demás, la llamaba únicamente «señorita».

Y la miré atentamente. ¿Qué edad podía tener? ¿Cuarenta años? Sí,
cuarenta años. No era vieja, pero hacía esfuerzos para parecerlo, y
esta particularidad me llamó inmediatamente la atención. Se peinaba,
se vestía y se arreglaba ridículamente, y á pesar de todo no era
ridícula; ¡tan poderosa era su gracia sencilla y natural, gracia
velada y cuidadosamente ocultada! ¡Extraña criatura! ¿Por qué no la
había observado con mayor atención? Se peinaba de modo grotesco,
con rizos á la antigua usanza y completamente pasados de moda, y
bajo aquel extraño tocado se veía una frente serena, cruzada por dos
profundas arrugas, dos arrugas de interminables tristezas, y luego
unos ojos azules, grandes y dulces, tímidos, temerosos y humildes,
ojos hermosísimos que reflejaban todas las inocencias, ojos llenos de
asombros de niña, de sensaciones jóvenes y también de pesares que por
ellos habían pasado enterneciéndolos pero sin turbarlos.

El rostro fino y discreto, uno de esos rostros que se han extinguido
sin que los hayan usado ni marchitado las fatigas ó las grandes
emociones de la vida.

¡Linda boca! ¡Hermosos dientes! Pero... cualquiera hubiese dicho que no
se atrevía á sonreír.

Y sin saber por qué la comparé á la señora Chantal. Sí, la señorita
Perla era mucho mejor, cien veces mejor, más fina, más noble, más
altiva...

Mis observaciones me dejaban turulato; se destapó el champaña, yo tendí
mi copa á la reina, y bebí á su salud después de haberle dedicado un
cumplido. Claramente me di cuenta de que deseaba taparse la cara con la
servilleta; y cuando humedeció sus labios en el espumoso vino, todos
se pusieron á gritar: «¡La reina bebe! ¡La reina bebe!». Ella se puso
colorada como una amapola y se atragantó. Todo el mundo reía, pero me
convencí de que en la casa la querían mucho.


                                  III

Terminada la comida, Chantal me cogió por un brazo. Era la hora
del cigarro, hora sagrada. Cuando estaba solo se iba á fumar á la
calle, pero cuando tenía invitados, se subía al billar y se jugaba
una partida fumando. Aquella tarde, como era día de Reyes, se había
encendido la chimenea de la sala de billar; y mi antiguo amigo, después
de coger su taco, un taco muy fino que frotó cuidadosamente con blanca
tiza, dijo:

--Para ti, muchacho.

Á pesar de mis veinticinco años, como me conocía desde niño me tuteaba.

Empezó la partida: hice algunas carambolas, marré otras, pero como
el recuerdo de la señorita Perla no dejaba de dar vueltas por mi
imaginación, pregunté:

--Dígame, señor Chantal; la señorita Perla ¿es parienta suya?

Muy asombrado, dejó de jugar y me miró fijamente.

--¡Cómo! ¿Tú no sabes?... ¿No conoces la historia de la señorita Perla?

--No.

--¿Tu padre no te la contó nunca?

--No.

--Pues es raro, vaya si es raro, porque se trata de una aventura en
toda regla.

Y se calló para decir momentos después:

--¡Y si supieses lo extraño que es que me preguntes eso hoy, en día de
Reyes!

--¿Por qué?

--Por qué, por qué... Escucha. Hace cuarenta y un años, cuarenta y un
años hoy mismo, día de la Epifanía, y vivíamos en Roüy-le-Tors, en las
fortificaciones... pero ante todo y para que comprendas bien, tengo
que explicarte cómo era la casa. Roüy se alza en una colina, mejor
dicho, en un altozano desde el que se domina gran extensión de prados,
y allí teníamos nosotros una casa con un pensil. La casa estaba en
la población, en la calle, pero desde el jardín se dominaba toda la
llanura. Y ese jardín tenía una puerta de salida que daba al campo, al
extremo de una escalera secreta practicada en el espesor del muro, una
escalera como se encuentran tantas en las novelas. Por delante de esta
puerta pasaba un camino, y en la puerta había una campana, porque los
campesinos, para evitarse un rodeo, nos traían las provisiones por allí.

«Te das cuenta del lugar ¿no es eso? Pues bien, ese año, cuando llegó
el día de Reyes, hacía una semana que no había cesado de nevar. Parecía
el fin del mundo. Cuando íbamos á las fortificaciones para contemplar
la llanura, aquella inmensa extensión blanca, blanca y helada que
brillaba como si le hubiesen dado una mano de barniz, nos metía el
frío en el alma. Se hubiera dicho que Dios empaquetaba la tierra para
enviarla al granero de los viejos mundos, y te aseguro que aquello era
muy triste.

«Vivíamos en familia y éramos muchos: mi padre, mi madre, mi tío y mi
tía, mis dos hermanos y mis cuatro primas, lindas muchachas, de las
cuales, la más pequeña es mi mujer. De tanta gente sólo vivimos tres,
mí mujer, mi cuñada que vive en Marsella, y yo. ¡Canastos! ¡qué pronto
se acaba una familia! Sólo al pensarlo me pongo á temblar. Entonces
tenía quince años, ahora... ahora tengo cincuenta y seis.

«En fin, íbamos á celebrar la fiesta de Reyes, y todos estábamos
contentos, muy contentos. En el salón esperábamos la comida, cuando mi
hermano mayor, Jaime, dijo: 'Desde hace diez minutos, un perro está
ladrando en la llanura: debe ser un animal perdido...'.

«Y no había concluido de hablar cuando sonó la campana del jardín. La
campana sonaba como las de las iglesias y hacía pensar en los muertos.
Todos nos estremecimos. Mi padre llamó al criado y le ordenó que fuese
á ver quién era, y esperamos guardando profundo silencio: pensábamos
en la nieve que cubría la tierra. Volvió el hombre asegurando que no
había visto á nadie, mas el perro seguía ladrando y sus aullidos nos
indicaban que no había cambiado de sitio.

«Nos sentamos á la mesa, pero los más jóvenes especialmente estábamos
un poco emocionados. Al servir el asado la campana sonó tres veces
seguidas y sus toques fueron largos y vibraron de tal manera que
todos nos quedamos sin aliento. Con el tenedor en la mano nos miramos
sin atrevernos á hablar, escuchando atentamente, y dominados por una
especie de miedo que tenía mucho de sobrenatural.

«Mi madre fué la primera que abrió la boca para decir: 'Es raro que
hayan tardado tanto en llamar de nuevo: Bautista, no vaya solo, uno de
estos señores le acompañará'.

«Mi tío Francisco se puso en pie. Era un hércules, muy orgulloso de su
fuerza y que no temía á nada ni á nadie. Mi padre le dijo: 'Toma una
escopeta; no se sabe lo que puede ser'.

«Pero mi tío no hizo caso, cogió un bastón, y salió con el criado.

«Los demás nos quedamos temblando de terror y de angustia sin
atrevernos á comer ni á hablar. Mi padre intentó tranquilizarnos:
'Veréis, nos dijo, como será algún mendigo ó algún caminante que se
habrá perdido. Después de haber llamado una vez, y viendo que no le
abrían en seguida, habrá intentado encontrar su camino, y al no
conseguirlo, habrá vuelto á nuestra puerta'.

«Nos pareció que la ausencia de mi tío duraba una hora; cuando volvió
estaba furioso y juraba: 'Nada, ¡recontra! es un guasón. Nada más que
ese maldito perro ladrando á cien metros de la tapia. Si hubiese cogido
la escopeta, creo que le hubiera matado para hacerle callar'.

«Se reanudó la comida pero todo el mundo era presa de viva ansiedad,
pues se comprendía que algo había de ocurrir aún y que la campana
sonaría de nuevo.

«Y sonó en el preciso momento en que se partía la torta de Reyes. Todos
los hombres se levantaron á un tiempo. Mi tío Francisco, que había
bebido champaña, afirmó que iba á _matarle_, y lo dijo tan furiosamente
que mi madre y mi tía se abrazaron á él para que no lo hiciese. Mi
padre, aunque muy tranquilo y casi impotente--el pobre arrastraba una
pierna que se había roto de una caída de caballo,--declaró que quería
enterarse de lo que aquello era y que iría á verlo. Mis hermanos, que
tenían dieciocho y veinte años, corrieron á buscar sus escopetas, y
como no hacían el menor caso de mí, me armé con una carabina de salón y
me dispuse á acompañar á los expedicionarios.

«Y nos pusimos en marcha. Mi padre y mi tío, con Bautista que llevaba
una linterna, iban delante; mis hermanos, Jaime y Pablo les seguían, y
yo, á pesar de las súplicas de mi madre y de mi tía, que con mis primas
se habían quedado en la puerta, cerraba la comitiva.

«Hacía una hora que la nieve caía con fuerza y los árboles estaban
completamente blancos. Los pinos se inclinaban cediendo al peso de su
lívida vestidura, semejando blancas pirámides ó enormes pilones de
azúcar, y á través de la cortina que los copos formaban, apenas se
veían los arbustos. Tan espesa era la nieve, que á diez pasos no se
veía nada, pero la linterna iluminaba una gran cantidad de espacio.
Cuando empezamos á bajar por la escalera de caracol tallada en el muro,
tuve miedo, mucho miedo. Me parecía que alguien venia detrás de mí, que
iba á cogerme por los hombros y á levantarme en vilo, y tentado estuve
de desandar lo andado, pero, como era preciso atravesar todo el jardín,
no me atreví.

«Oí que abrían la puerta que dada al campo y que mi tío empezaba á
jurar otra vez: 'Recorcho ¡No hay nadie! Si llego á distinguir su
sombra, me parece que ese ma... no se escapará'.

«Ver la llanura, ó mejor dicho adivinarla, pues no se la veía, era
cosa siniestra: únicamente se distinguía un inmenso velo de nieve, á
derecha, á izquierda, por todas partes.

«Mi tío repuso: 'Allí está el perro que ladra: voy á enseñarle que
tengo buena puntería, siempre será algo'.

«Pero mi padre, que era muy bueno, lo impidió diciéndole: 'Más vale que
vayamos á buscarle, pues el pobre animal ladra porque tiene hambre.
Y ladrando pide socorro: llama como llamaría un hombre en situación
desesperada... Vamos'.

«Y echamos á andar á través de la sábana de nieve, especie de musgo
blanco que llenaba la noche y el aire, que se agitaba, flotaba, caía,
y al fundirse helaba la carne; helaba la carne como hubiera podido
abrasarla, con dolor vivo y rápido producido por el contacto de los
pequeños copos blancos.

«En aquella pasta blanca y fría nos hundíamos hasta la rodilla, y para
andar era preciso que levantásemos mucho las piernas. Á medida que
adelantábamos, los ladridos del perro iban siendo más claros y más
fuertes. Mi tío gritó: 'Ahí está', y nos detuvimos para observarle,
como debe hacerse frente á un enemigo que se encuentra en medio de la
noche.

«Como iba detrás tuve que acercarme á los otros para verlo, y aquel
perro grande, negro, perro mastín de largo pelo y cabeza de lobo,
plantado sobre sus cuatro patas al extremo del círculo de luz que sobre
la nieve dibujaba la linterna, ofrecía un aspecto horrible y fantástico
á la vez. No se movió; se había callado, y nos miraba.

«Mi tío dijo: 'Es raro; ni avanza ni retrocede: ganas tengo de pegarle
un tiro'.

«Mi padre replicó con firmeza: 'No, es preciso ir á buscarlo'.

«Entonces mi hermano Jaime añadió: 'Pero no está solo: á su lado hay
algo'.

«En efecto, detrás del perro había algo, un bulto gris, que no se podía
distinguir lo que era. Tomando las necesarias precauciones volvimos á
ponernos en marcha.

«Al ver que nos acercábamos, el perro se sentó sobre el cuarto trasero.
Y no parecía malo, y cualquiera le hubiese creído contento por haber
logrado atraer gente.

«Mi padre fué recto á él, le acarició, y el perro le lamió las manos;
y entonces se vió que estaba atado á la rueda de un cochecito, de una
especie de coche de juguete completamente envuelto con tres ó cuatro
mantas de lana. Se levantaron con cuidado las ropas, y cuando Bautista
acercó la linterna al cochecillo que parecía un enorme nido con ruedas,
distinguimos á un niño que dormía en el fondo.

«La cosa nos sorprendió de tal manera, que no pudimos articular una
palabra. Mi padre fué el primero que recobró la sangre fría, y como era
hombre de gran corazón y de alma algo exaltada, extendió la mano sobre
el pequeñuelo y dijo: '¡Pobre abandonado, tú serás de los nuestros!'. Y
ordenó á mi hermano Jaime que hiciese rodar con cuidado el cochecillo.

«Mi padre, pensando alto, añadió:

'Algún hijo del amor cuya pobre madre habrá venido esta noche á llamar
á mi puerta, esta noche de Epifanía, en recuerdo del Niño-Dios'.

«Se detuvo de nuevo, y dirigiéndose hacia los cuatro puntos del
horizonte gritó cuatro veces con todas sus fuerzas: '¡Le hemos
recogido!'. Luego, apoyándose en el hombro de su hermano murmuró: '¿Y
si hubieses tirado apuntando al perro, Francisco?'.

«Mi tío no contestó, pero hizo la señal de la cruz, pues á pesar de sus
fanfarronadas era muy católico.

«El perro, al que habían desatado, nos seguía.

«Y lo verdaderamente encantador fué la llegada á casa. Trabajo costó
subir el cochecillo por la escalera, pero al fin se consiguió y se le
hizo llegar hasta el vestíbulo.

«¡Qué contenta se puso mi madre! Y mis primas, la menor tenía seis
años, parecían polluelos alrededor de un nido. Al fin se sacó al niño
del coche, y se vió que era una niña que lo más tendría seis semanas,
y entre los pañales se encontraron diez mil francos en oro, sí, diez
mil francos, que papá colocó para hacerle una dote. No era hija de
pobres... tal vez de algún noble y de una burguesita de la ciudad,...
tal vez... hicimos mil suposiciones pero nunca llegamos á saber nada,
nada... Ni siquiera el perro fué reconocido por nadie; era extraño en
el país. Pero, en todo caso, él ó la que había venido á llamar tres
veces á nuestra puerta, conocía perfectamente á mis padres.

«He ahí cómo la señorita Perla entró, á la edad de seis semanas, en la
casa Chantal.

«Por lo demás, fué mucho más tarde cuando la llamaron señorita Perla,
pues al bautizarla se le pusieron los nombres: 'María, Simona, Clara',
y Clara tenía que servirle de apellido.

«Te aseguro que la entrada en el comedor, con aquel rorro despierto que
miraba á su alrededor y fijaba en las personas y las luces sus ojos
azules, fué cosa digna de ser vista.

«Nos sentamos otra vez á la mesa y se distribuyó la torta. Yo fuí el
rey, y como usted, hace un momento, elegí por reina á la señorita Perla
que ese día, estaba muy distante de comprender el gran honor que se la
dispensaba.

«En fin, la niña fué adoptada y educada en la familia. Creció, pasaron
los años, era amable, cariñosa, obediente, y como todo el mundo la
quería, si mi madre no lo hubiese impedido, la hubieran mimado de modo
abominable.

«Mi madre era mujer de orden y de jerarquía. Trataba á Clarita como
á sus propios hijos, pero con todo, quería que la distancia que nos
separaba estuviese bien señalada y la situación bien establecida.

«Así que, en cuanto la niña pudo comprender, se le hizo conocer su
historia, y lograron que en su espíritu penetrase, suave y tiernamente,
la convicción de que era una hija adoptiva de los Chantal, una criatura
recogida, en una palabra, una extraña.

«Clara, con extraordinaria inteligencia y con sorprendente instinto,
se dió cuenta de la situación, y supo colocarse en el lugar que le
correspondía con tanto tacto, gracia y gentileza, que muchas veces
hacía llorar á mi padre.

«Hasta mi misma madre, emocionada por el apasionado reconocimiento
y la abnegación algo temerosa de aquella linda criatura, empezó á
llamarla 'hija mía'. Y á veces, cuando la niña había hecho algo bueno ó
delicado, mi madre se colocaba las gafas sobre la frente, en ella signo
evidente de emoción, y repetía: '¡Pero esta criatura es una perla, una
verdadera perla!'. Y ese nombre fué el que quedó á la pequeña Clara,
que para nosotros se convirtió en 'la señorita Perla'».


                                  IV

El señor Chantal se calló. Estaba sentado en un ángulo del billar,
caídas las piernas, con una bola en la mano izquierda, y arrugando con
la derecha el paño que servía para borrar los tantos que se marcaban
en la pizarra, y que nosotros habíamos bautizado con el nombre de «el
paño de la tiza». Algo colorado, con voz sorda, y metido de lleno
en el campo de sus recuerdos, hablaba para sí recorriendo despacio
los caminos de las cosas pasadas y de los antiguos recuerdos que en
su imaginación despertaban como, al pasear por el jardín de la casa
solariega donde se ha crecido, cada árbol, cada sendero, cada planta,
los puntiagudos arbustos, el laurel que tan bien huele, y los tejos
cuyo rojo grano se aplasta entre los dedos, hacen surgir, á cada paso,
un hecho de nuestra vida pasada, uno de esos hechos insignificantes,
deliciosos, que componen el fondo mismo, la trama de la existencia.

Yo, apoyado de espalda á la pared, y teniendo en la mano el taco
inútil, le escuchaba atentamente.

Pasado un minuto repuso: «¡Canastos! ¡Y á los dieciocho años era
guapa!... Y graciosa... y perfecta... ¡Ah!... Bonita, buena, y
encantadora muchacha... Tenía unos ojos así, ojos grandes, azules,
transparentes y claros, ojos como no he visto nunca...».

Se calló y yo pregunté: «¿Y por qué no se ha casado?».

Él contestó, pero no á mí, contestó á esta palabra «casado».

--«Por qué, por qué... Pues porque no ha querido... no ha querido. Y
eso que tenía treinta mil francos de dote y la pidieron varias veces...
pero no quiso... En esa época estaba muy triste. Entonces fué cuando
me casé con mi prima, la pequeña Carlota, mi mujer, con quien tuve
relaciones durante seis años».

Miré al señor Chantal y me pareció que penetraba en su alma, que
penetraba en uno de esos dramas crueles y humildes de los corazones
honrados, corazones rectos, sin reproche, uno de esos corazones
cerrados é inexplorados que nadie conoce, ni siquiera aquellos que son
sus víctimas mudas y resignadas.

Y, empujado por irresistible curiosidad, pregunté:

--¿Era usted quien debía casarse con ella, señor Chantal?

Se estremeció, me miró con fijeza, y dijo:

--¿Yo? ¿Casarme?... ¿Con quién?

--Con la señorita Perla.

--Y ¿por qué?

--Pues porque la quería mucho más que á su prima.

Me miró con ojos extraviados, redondos, llenos de espanto, y al fin
balbució:

--¿Que yo la quería?... ¿yo?... ¡Cómo!... ¿Quién te ha dicho semejante
cosa?

--¡Diablo! preciso es ser ciego para no verlo... y por esta misma
causa tardó usted tanto en casarse con su prima que estuvo seis años
esperándole.

Soltó la bola que tenía en la mano izquierda, se cubrió la cara con el
paño de la tiza, y apoyando los codos en la mesa se puso á sollozar. Y
lloraba con desolación ridícula, como llora una esponja que se oprime
con fuerza, por los ojos, la nariz y la boca; todo á un tiempo. Tosía,
escupía, se sonaba con el paño de la tiza y se secaba con él los ojos,
y luego las lágrimas volvían á correr por todas las arrugas de su
rostro, y á las lágrimas acompañaban unos ronquidos que recordaban los
gargarismos.

Yo, entre asustado y avergonzado, no sabía qué decir, qué hacer ni qué
intentar.

De pronto, la voz de la señora Chantal resonó en la escalera: «¿Acabáis
pronto de fumar?».

Abrí la puerta y grité: «Sí, señora; en seguida bajamos».

Luego me precipité hacia su marido y cogiéndole por los brazos le
sacudí con fuerza: «Señor Chantal, mi amigo Chantal, escúcheme--le
dije:--su mujer nos llama, tranquilícese pronto, que es preciso bajar».

El tartajeó: «Sí, sí,... ya voy... pobre, pobre muchacha... diga que ya
voy».

Y empezó á enjuagarse concienzudamente la cara con el paño que,
desde hacía dos ó tres años, borraba los tantos que en la pizarra se
marcaban, y apareció mitad blanco y mitad rojo, la frente, la nariz,
las mejillas manchadas con tiza, y los ojos todavía llenos de lágrimas.

Le cogí las manos y le llevé hasta su habitación diciéndole con
voz baja: «Le ruego que me perdone, amigo Chantal, por haberle
entristecido, pero yo no sabía,... yo no sabía, comprende usted...».

Abrazándome, murmuró: «Sí,... sí,... hay momentos muy difíciles...».

Luego hundió la cabeza en la palangana, y aunque cuando la sacó no me
pareció del todo presentable, se me ocurrió una idea hábil. Como su
inquietud crecía al mirarse al espejo, le dije: «Diremos que se le ha
metido un grano de polvo en el ojo, y así podrá llorar cuanto quiera
delante de todo el mundo».

Con efecto, bajó frotándose los ojos con el pañuelo, y todo el mundo se
alarmó: no hubo quien no intentase buscar el grano de polvo que, como
es natural, nadie pudo encontrar, y se contaron casos parecidos en los
cuales había sido necesaria la intervención del médico.

Yo me había sentado junto á la señorita Perla y la miraba atormentado
por tan ardiente curiosidad que casi se convertía en sufrimiento.
Efectivamente, debía haber sido muy linda, con ojos dulces, tranquilos
y tan grandes que parecía no se habían de cerrar nunca. El traje era
algo ridículo, verdadero traje de solterona, y no le hacía ningún favor.

Y me parecía que veía en ella, como hacía un momento había visto en
el alma del señor Chantal, y que en su alma leía desde el principio
hasta el fin toda la historia de su vida, la historia de su vida
humilde y llena de abnegación; pero á mis labios acudía la necesidad
de interrogarla, de saber sí ella también había querido, si, como él,
había sufrido ese interminable sufrimiento secreto, agudo, que no se
ve, que no se manifiesta, que no se adivina pero que se siente durante
la noche y en la soledad de la negra habitación. Yo la miraba, veía
que su corazón latía con fuerza, y me preguntaba si aquel rostro
cándido, durante las noches se habría apoyado con fuerza en la almohada
y gemido y sollozado, y si su cuerpo, con ardorosa fiebre, se habría
sacudido con violentas sacudidas.

Y con voz muy baja, como hacen los niños cuando rompen un juguete para
ver lo que hay dentro, le dije: «Si hubiese visto llorar al señor
Chantal hace un momento, le hubiera compadecido».

Se estremeció: «¡Cómo! ¿Lloraba?».

--Sí, y lloraba mucho.

--Y ¿por qué?

Estaba emocionadísima y yo continué:

--Por usted.

--¿Por mí?

--Sí. Me contaba lo mucho que en otros tiempos la había querido, y el
trabajo que le había costado decidiese á casarse con la que hoy es su
mujer en vez de casarse con usted...».

Su pálido rostro se alargó un poco; sus ojos siempre abiertos, sus ojos
tranquilos, se cerraron de pronto y tan rápidamente que parecieron
cerrarse para siempre, y resbalando de la silla al suelo, cayó
suavemente, lentamente, como hubiera podido caer una cinta de seda...

Y grité: «¡Socorro! La señorita Perla se ha puesto mala».

La señora Chantal y sus hijas se precipitaron hacia ella, y mientras
buscaban agua, una toalla y vinagre, cogí el sombrero y me marché.

Y me marché corriendo, con el corazón oprimido y lleno de
remordimientos y de pesar. Pero, con todo, estaba contento, pues me
parecía haber hecho una cosa laudable y necesaria.

Y me preguntaba: «¿He hecho bien? ¿He hecho mal?». Los pobres
conservaban eso en su alma como queda el plomo en una herida cerrada.
¿No serán más dichosos ahora? Es ya demasiado tarde para que la tortura
empiece de nuevo, y aún es tiempo para que la recuerden con ternura.

Y tal vez una de las noches de la próxima primavera, turbados por
un rayo de luna que iluminará la hierba, se estrecharán la mano en
recuerdo de tanto sufrimiento, de ese sufrimiento ahogado y cruel: y
tal vez también ese corto apretón de manos hará que por sus venas pase
algo de ese estremecimiento que no han conocido, y comunicará en un
segundo á esos muertos resucitados, la rápida y divina sensación de esa
embriaguez, de esa locura que proporciona á los enamorados, con un sólo
estremecimiento, mayor felicidad de la que los otros hombres pueden
recoger en toda su vida.




                                LA LOCA


Oigan, dijo Mathieu de Eudolín, las chochas me recuerdan una siniestra
anécdota de la guerra.

Ustedes conocen la finca que tengo, en los alrededores de Cormeil, y
saben que cuando los prusianos vinieron, vivía en ella.

Tenía entonces por vecina á una especie de loca á quien los repetidos
golpes de la desgracia habían extraviado la razón, En otros tiempos, y
en un mes, había perdido á su padre, á su marido y á un hijo pequeño.

Cuando la muerte entra en una casa, casi siempre vuelve al poco tiempo,
como si conociese la puerta.

La pobre mujer, abrumada por el pesar, se metió en la cama y estuvo
delirando por espacio de seis semanas. Luego, una especie de tranquila
lasitud sucedió á esta violenta crisis, y quedó sin movimiento,
comiendo apenas, y sólo moviendo los ojos. Cada vez que intentaban
hacerla levantar, chillaba como si fuesen á matarla, y por esto la
dejaban en la cama sacándola de entre las sábanas nada más que el
tiempo preciso para lavarla y sacudir el colchón.

Á su lado estaba una criada vieja que de tiempo en tiempo le daba de
beber y la obligaba á comer un poco de carne fría. ¿Qué pasaba en el
interior de aquella alma desesperada? Nadie lo supo nunca porque no
habló más. ¿Pensaba en sus muertos? ¿Soñaba tristemente sin que sus
recuerdos se precisasen ó su aniquilado pensamiento se había quedado
inmóvil como el agua estancada?

Por espacio de quince años permaneció inerte y encerrada en sí misma.

Vino la guerra, y, en los primeros días de diciembre, los prusianos
llegaron á Cormeil.

Lo recuerdo como si hubiese ocurrido ayer. Hasta la piedras se helaban,
y yo estaba en una butaca, inmovilizado por la gota, cuando á mis oídos
llegó el pesado ritmo de sus pasos. Desde mi ventana les vi pasar.

El desfile era interminable, y con ese movimiento de polichinelas que
les es peculiar, todos parecían iguales. Los jefes distribuyeron á sus
hombres entre los habitantes, y á mí me correspondieron diecisiete.
Á mi vecina, á la loca, le correspondieron doce, y entre ellos un
comandante, verdadero soldado violento y cazurro.

Durante los primeros días no ocurrió nada de particular. Al oficial de
al lado le habían dicho que el ama estaba enferma y él no se preocupó
lo más mínimo; pero esa mujer á quien nunca veía llegó á irritarle, y
tomó informes con respecto á su enfermedad: entonces le dijeron que la
señora estaba en la cama, desde hacía quince años, á consecuencia de
un gran pesar. Sin duda no lo creyó, imaginando que la desgraciada no
abandonaba la cama por orgullo, para no ver á los prusianos, para no
hablarles ni tratarse con ellos.

Exigió que le recibiese y le hicieron entrar en su habitación. Una vez
en ella dijo con brusquedad:

--Señora, yo le suplico que se levante y baje á fin de que la veamos.

La enferma fijó en él sus ojos vagos, sus ojos vacíos, y no contestó.

Él repuso:

--Yo no he de tolerar la menor insolencia. Si no se levanta usted de
grado, no me faltarán medios para obligarla á que pasee sola.

Y ella no se movió ni hizo un gesto siquiera... ¡parecía que no le
había visto!

El oficial, tomando aquel tranquilo silencio por una prueba de supremo
desdén, añadió:

--Si mañana no baja...

Y se marchó.

                   *       *       *       *       *

Al día siguiente, la vieja criada, medio loca, quiso vestirla, pero la
enferma, resistiéndose, empezó á chillar. El oficial subió en seguida y
la criada, arrodillándose á sus pies, exclamó:

--No quiere, no quiere... perdónela... ¡es tan desgraciada!

El soldado parecía indeciso y á pesar de su rabia no se atrevía á que
sus hombres la sacasen por la fuerza de la cama... pero de pronto se
puso á reir y dió órdenes en alemán.

Y no tardó en verse salir á un destacamento que sostenía un colchón
como quien lleva á un herido. Y en el lecho que no habían tocado, la
loca, siempre silenciosa y tranquila, permanecía indiferente á cuanto
ocurría. Para ella lo importante era que la dejasen acostada. Detrás
iba un hombre llevando un lío de ropa de mujer.

El oficial, frotándose las manos, dijo:

--Aunque no quiere vestirse, daremos un paseíto...

Y el cortejo se alejó con dirección al bosque de Suranville.

Dos horas después, los soldados volvieron solos.

Y nadie volvió á ver á la loca... ¿Qué habían hecho con ella? ¿Á dónde
la habían llevado? Nunca se supo.

Nevaba noche y día, y praderas y bosques se envolvían con un sudario de
musgo helado. Y los lobos venían á aullar hasta á nuestras puertas...

La idea de aquella pobre mujer perdida era una obsesión para mí; y
para tener noticias suyas llegué á hacer diligencias cerca de las
autoridades alemanas. Por poco me fusilan.

Volvió la primavera; se alejó el ejército de ocupación, y la casa de mi
vecina seguía cerrada. Por los senderos de su jardín la hierba crecía.

Durante el invierno, la vieja criada había muerto, y aunque nadie se
ocupaba ya de la aventura, yo pensaba en ella sin cesar.

¿Qué habían hecho con aquella pobre mujer? ¿Habría huido corriendo á
través de los bosques? ¿La habrían recogido en alguna parte y metido
en un hospital al no poder obtener de ella ninguna noticia? Nada
podía desvanecer mis dudas, pero poco á poco el tiempo se encargó de
desvanecer mi malestar.

Ahora bien, al otoño siguiente había chochas en gran abundancia, y como
la gota me dejaba algunos momentos de reposo, me atreví á ir hasta
el bosque. Había matado ya cuatro ó cinco pájaros de los del pico
largo, cuando tumbé uno que desapareció en un foso lleno de ramas.
Bajé para recogerlo, y lo encontré junto á una calavera. Y bruscamente
el recuerdo de la loca acudió á mi mente y me oprimió el corazón.
Durante aquel año siniestro, muchos otros habrían tal vez muerto en
aquel bosque, pero no sé por qué tenía la seguridad de que acababa de
encontrar la cabeza de la miserable maníaca.

Y repentinamente lo comprendí y lo adiviné todo. Tendida en su colchón
la habían abandonado en el bosque desierto y frío, y fiel á su idea
fija había muerto sepultada en la nieve sin mover ni un brazo.

Los lobos la habían devorado después.

Y con la lana de su desgarrado colchón, los pájaros habían construido
sus nidos.

Recogí y conservé los tristes restos; y desdé entonces hago votos para
que nuestros hijos no sepan ni vean nunca lo que es la guerra.




                                PIERROT


La señora Lefèvre era una mujer de campo, una viuda medio campesina,
medio señora, que se adornaba con cintas y volantes y llevaba sombrero.
Era una de esas personas que hablan enfáticamente, que cuando se
encuentran en público se dan tono de grandeza, y que bajo un aspecto
cómico y abigarrado esconden un alma de bestia presuntuosa de la misma
manera que bajo guantes de seda cruda disimulan sus encarnadas manazas.

Por criada tenía á una honrada campesina, muy sencilla, que se llamaba
Rosa.

Y las dos mujeres vivían en una casita pequeña, una casita con
persianas verdes, que á lo largo de un camino de Normandía se alzaba en
el centro del territorio de Caux.

Como frente á su casa tenían un pequeño jardín, en él cultivaban
legumbres.

Pero sucedió que, una noche, les robaron una docena de cebollas.

En cuanto Rosa se enteró del hurto, corrió á prevenir á la señora, que
bajó vistiendo refajo de lana. Y se produjo una escena de verdadera
desolación, de verdadero terror. Habían robado, robado á la señora
Lefèvre... En el país se robaba, y el robo podía repetirse.

Las dos mujeres, aterrorizadas, contemplaban las huellas de los pasos y
hacían mil suposiciones. «Por ahí han pasado--decían--y subiendo por la
tapia han saltado al camino».

Y el porvenir las aterrorizaba, y ya no podían dormir tranquilas.

La noticia circuló rápidamente: los vecinos llegaron, empezaron á
discutir, y las dos mujeres comunicaban sus ideas y sus observaciones á
cuantos llegaban.

Un labrador que vivía muy cerca les dió un consejo: «Ustedes deberían
tener un perro».

Y era verdad; debían tener un perro aun cuando sólo fuese para dar la
voz de alarma. Y no un perro grande, ¡santo Dios! ¿Qué harían con un
perro grande? se arruinarían para darle de comer. Un perro pequeñito...
con que ladrase sería bastante.

Cuando todos se hubieron marchado, la señora Lefèvre discutió largo
rato la idea de tener un perro. Y después de reflexionar hizo mil
objeciones, aterrorizada ante la imagen de una escudilla llena de
comida, pues pertenecía á la raza parsimoniosa de las señoras del
campo, que llevan siempre unos céntimos en el bolsillo para dar limosna
ostensiblemente á los pobres que se encuentran en los caminos y
ruidosamente los domingos en la iglesia.

Rosa, que quería á los animales, daba sus razones y las defendía con
astucia. Y así llegó á decidirse que tendrían un perro, un perro
pequeñito.

Empezaron á buscarlo, pero sólo encontraban perros grandes, enormes,
perros que engullían cazuelas de sopa cuya sola vista hacía estremecer.
El tendero de ultramarinos de Rollenville tenía un perro pequeño, pero
exigía dos francos con objeto de resarcirse de los gastos que para
criarlo había hecho. Y la señora Lefèvre declaró que estaba dispuesta á
dar de comer á un perro, pero que no lo compraría nunca.

Ahora bien, el panadero, que estaba al tanto de cuanto ocurría, llevó
una mañana en su carrito á un animal amarillo, casi sin patas, con
cuerpo que recordaba á los cocodrilos, cabeza de zorra y rabo de
cerdo, que podía servir para el caso. Uno de sus parroquianos quería
deshacerse de él, y la señora Lefèvre, al enterarse de que no había
de costarle nada, lo encontró perfecto. Y Rosa le dió un beso, y al
preguntar cómo le llamaban, el panadero contestó que «Pierrot».

Y ya tenemos á Pierrot instalado en una vieja caja de jabón, y por
primera providencia le ofrecieron agua. Y Pierrot bebió. Luego le
dieron un pedazo de pan: se lo comió. La señora Lefèvre, algo inquieta,
tuvo una idea luminosa: «Cuando se haya acostumbrado á estar en
casa,--dijo--le soltaremos, y se buscará la comida vagando por el
pueblo».

Y, efectivamente, poco después le soltaron, lo que no apagó su hambre.
Por lo demás, únicamente ladraba para reclamar la pitanza, pero preciso
es confesar que, en ese caso, ladraba furiosamente.

Cualquiera podía entrar en el huerto; Pierrot iba á acariciar al recién
llegado y permanecía mudo.

Con todo, la señora Lefèvre se había acostumbrado á ver al animalito. Y
hasta llegó á tomarle cariño, y de tiempo en tiempo le daba pedazos de
pan que antes empapaba en la salsa del guisado.

Pero no había pensado en el impuesto, y cuando le reclamaron ocho
francos,--¡ocho francos, diablo!--por aquel perrito que ni siquiera
ladraba, estuvo á punto de desmayarse.

Y casi inmediatamente se decidió á desprenderse de Pierrot. Nadie
lo quiso, y á dos leguas á la redonda no se encontró á nadie que se
decidiese á tomarlo. Entonces se decidió _enviarlo á la masada_.

Enviar á un perro á la masada equivale á darle de comer marga, y á la
masada se envía á los perros de que uno se quiere desprender.

En el centro de vasta llanura se distingue una especie de choza, y
en ella hay un gran pozo, de unos veinte metros de profundidad, que
comunica con una serie de galerías de minas.

Sólo se baja á ese pozo una vez al año, en la época en que se margan
las tierras, y por lo general, sirve de cementerio á los perros
condenados. Y con frecuencia, cuando se pasa por cerca de la choza, se
oyen ladridos furiosos, desesperados, ó lamentos.

Los perros de los cazadores y de los pastores huyen con espanto de ese
pozo siniestro; y cuando alguien se asoma al hoyo, percibe abominable
olor de podredumbre.

Allí dentro ocurren dramas lamentables.

Cuando una bestia agoniza allí, alimentándose durante diez ó doce
días con los restos de los que la han precedido, un nuevo animal,
más grande y más vigoroso, viene á hacerle compañía. Y los dos se
encuentran hambrientos, brillantes los ojos. Se acechan, se siguen, y
se contemplan ansiosos. Pero el hambre aprieta, y se atacan y luchan
con encarnizamiento. Y el más fuerte domina al más débil y se lo come
vivo.

Cuando se hubo decidido enviar al pozo á Pierrot, se dedicaron á buscar
un verdugo. El peón caminero que cuidaba la carretera pedía dos reales
por llevarle, y eso pareció exagerado á la señora Lefèvre. Un vecino se
contentaba con veinticinco céntimos, pero eso era mucho todavía, y como
Rosa hizo observar que mejor sería que le llevasen ellas mismas pues
así no le brutalizarían por el camino ni le dejarían adivinar su triste
suerte, se resolvió que las dos irían al caer la tarde.

Aquel día le ofrecieron una sopa con una cucharada de manteca, sopa que
se tragó golosamente meneando la cola, y Rosa se lo puso en el delantal.

Andaban de prisa, como merodeadores al cruzar una llanada, y no
tardaron en distinguir el pozo y en llegar á él. La señora Lefèvre se
asomó al hoyo para enterarse de si había algún perro en el fondo. No,
no había ninguno, y Pierrot estaría solo. Entonces, Rosa, que derramaba
abundantes lágrimas, le besó y le arrojó por el agujero: y las dos se
inclinaron escuchando atentamente.

Primero oyeron un ruido sordo, luego un quejido agudo, desgarrador,
quejido de bestia herida, y, más tarde, una sucesión de gritos de
dolor: llamadas desesperadas, súplicas de perro que imploraba con la
cabeza levantada hacia la abertura...

Y Pierrot ladraba, ladraba...

Se fueron presas de horribles remordimientos y poseídas de un miedo
loco é inexplicable; y se fueron corriendo, corriendo... Y como Rosa
anduviese más de prisa, la señora Lefèvre le gritaba: «Rosa, espérame,
espérame».

Por la noche fué víctima de espantosas pesadillas.

La señora Lefèvre soñó que se sentaba á la mesa para comer, pero al
destapar la sopera, veía á Pierrot dentro. Y Pierrot le saltaba á la
cara y le mordía en la nariz.

Despertó y creyó que le oía ladrar, pero después de haber escuchado
atentamente se convenció de que se equivocaba.

Se durmió de nuevo y se encontró en una carretera interminable que
recorría á pie. Y de pronto, en medio del camino, distinguió un cesto,
un gran cesto abandonado, y ese cesto la llenaba de terror.

Por fin se decidía á abrirlo, y Pierrot, que estaba dentro, le mordía
la mano y no la soltaba; y ella, enloquecida, echaba á correr llevando
al perro suspendido del brazo, al perro, que por momentos apretaba más
y más las mandíbulas.

Al amanecer se levantó, y, medio loca, llamó á Rosa y juntas corrieron
al pozo.

Pierrot ladraba, ladraba aún, y sin duda había ladrado toda la noche.
La señora Lefèvre rompió á sollozar y para llamarle empleó mil nombres
cariñosos. Y él respondía con todas las inflexiones tiernas de su voz
de perro.

Ella quiso volverle á ver, y se prometió hacerle dichoso hasta que
llegase la hora de su muerte.

Se encaminó á casa del pocero encargado de la extracción de la marga,
y le contó lo que le ocurría. El hombre escuchaba sin chistar. Cuando
ella hubo terminado, el pocero dijo: «¿Usted quiere su perro? Pues le
costará cuatro francos».

Un escalofrío recorrió todo su cuerpo, y repentinamente su dolor
desapareció.

«¡Cuatro francos! Ahí era nada, ¡cuatro francos!».

El pocero replicó: «¿Usted cree que voy á llevar mis cuerdas y mis
utensilios, ir allá con el chico y exponerme á que su maldito perro me
muerda, sólo por el gusto de devolvérselo? No haberlo tirado».

Y ella se fué indignada: «¡Cuatro francos!».

Al llegar á su casa llamó á Rosa y le dió cuenta de las pretensiones
del pocero. Y Rosa, siempre resignada, repetía: «¡Cuatro francos! Eso
es mucho dinero, señora!».

Y luego agregó: «¡Si le llevásemos comida para que no muriese de
hambre!».

Con sincera alegría la señora Lefèvre aprobó la idea, y se pusieron en
marcha llevando un gran pedazo de pan con manteca.

Lo partieron en pedazos, y se lo arrojaron á Pierrot hablándole una
después de otra. Y el perro, en cuanto se había tragado un trozo,
ladraba para pedir el otro.

Y volvieron por la tarde, y al día siguiente y todos los días; pero
sólo iban por la mañana.

Ahora bien, un día, en el momento de dejar caer el primer pedazo de
pan, oyeron un ladrido formidable. ¡Habían arrojado á otro perro, y
claro está, eran dos!

Rosa llamó: «Pierrot» y Pierrot ladró y entonces le arrojaron la
comida; pero ellas distinguían perfectamente un choque terrible, y oían
luego los quejidos de Pierrot, mordido por un compañero que, como era
el más fuerte, se lo comía todo.

Inútil era que gritasen: «Es para ti, Pierrot, es para ti». Pierrot se
quedaba sin nada.

Las dos mujeres se miraron, y la señora Lefèvre dijo con acritud: «Yo
no puedo dar de comer á todos los perros que tiren al pozo. Preciso es
renunciar».

Sofocada, sólo al pensar que todos aquellos perros podían vivir á
expensas suyas, se puso en marcha llevándose el pan que le quedaba, pan
que se fué comiendo mientras andaba.

Y Rosa la siguió, y con su delantal azul se secó las lágrimas que
arrasaban sus ojos.




                               EL MIEDO


Después de comer subimos á cubierta. Ante nosotros el Mediterráneo,
bañado por la luz de la luna, se extendía sin que una sola arruga se
dibujase en su superficie. El enorme buque resbalaba lanzando al cielo,
lleno de estrellas, una gran serpiente de humo negro, y detrás, el agua
blanca, agitada por el paso rápido del pesado navío, batida por la
hélice, espumeaba, parecía retorcerse, y agitaba tantas claridades que
cualquiera hubiera creído que la luz de la luna estaba en ebullición.

Y allí estábamos seis ú ocho, admirando en silencio la costa de África
hacia la cual nos dirigíamos. El comandante, que sentado entre nosotros
fumaba un cigarro, reanudó la conversación iniciada durante la comida.

--Sí,--dijo--aquel día tuve miedo. Mi barco permaneció seis horas con
esa roca en la barriga y batido por la mar. Afortunadamente, al llegar
la noche nos recogió un barco carbonero inglés.

Entonces, un hombre muy alto, de tostado rostro y grave aspecto, uno de
esos hombres que se adivina han cruzado grandes países desconocidos en
medio de incesantes peligros y cuya tranquila mirada parece conservar
en sus profundidades algo de los extraños paisajes vistos, uno de esos
hombres que parecen templados en el valor, habló por vez primera.

--Usted dice, comandante, que tuvo miedo, y yo no lo creo. Usted se
engaña con respecto á la palabra y con respecto á la sensación que
experimentó. Un hombre enérgico no siente nunca miedo ante un peligro
inmediato. Se siente emocionado, agitado, ansioso; pero el miedo es
cosa muy distinta.

El comandante replicó riendo:

--¡Diablo! Yo le aseguro que tuve miedo y mucho miedo.

Entonces el hombre de bronceada tez, repuso con voz lenta:

--Permítanme que me explique. El miedo--y hasta los hombres más
arrojados pueden tenerlo--es algo espantoso, es una sensación atroz,
algo así como la descomposición del alma, horrible espasmo del
pensamiento y del corazón cuyo solo recuerdo nos hace sentir los
estremecimientos de la angustia. Pero cuando se es valiente, eso no
ocurre nunca, ni ante la muerte inevitable ni ante las formas de
peligro conocidas: eso ocurre en ciertas circunstancias anormales, bajo
ciertas influencias misteriosas y frente á riesgos vagos. El verdadero
miedo es algo parecido á los fantásticos terrores de otros tiempos. Un
hombre que crea en los espectros y que imagine distinguir uno en medio
de las sombras de la noche, debe sentir miedo con todo su espantoso
horror.

Yo, hace diez años que adiviné el miedo en pleno día. Y el invierno
pasado, en una noche de diciembre, lo sentí.

Y sin embargo, me he visto en situaciones peligrosas y metido en
aventuras que parecían mortales. Me he batido con frecuencia: unos
bandoleros me dejaron por muerto; en América, por insurrecto, me
condenaron á la horca, y en las costas de China me arrojaron al agua
desde el puente de un buque. Y siempre me creí perdido, y cada vez tomé
mi decisión sin sentir ningún pesar.

Pero el miedo no es eso.

En África lo presentí, y sin embargo es hijo del norte y el sol
lo disipa como disipa la niebla. Observen esto, señores: para los
orientales, la vida no tiene ningún valor y se resignan en seguida; en
Oriente las noches son claras y en ellas no se encuentran las sombrías
inquietudes que en los países fríos son la obsesión de todos los
cerebros. En Oriente se puede saber lo que es pánico, pero se ignora lo
que es miedo.

Pues bien, he ahí lo que me ocurrió en tierra africana.

Cruzaba las grandes dunas hacia el sur de Ouargla, que es uno de los
países más raros del mundo. Ustedes saben lo que es la arena lisa de
las interminables playas del Océano; pues bien, figúrense un Océano de
arena en medio de un huracán; imaginen una silenciosa tempestad de olas
inmóviles de polvo amarillo. Altas como montañas, esas olas desiguales,
diferentes, semejantes á las desencadenadas ondas, más grandes todavía
y estriadas como el muaré, y sobre esa mar furiosa, muda y sin
movimiento, el sol devorador del sur derrama sus llamas implacables.
Preciso es subir esas olas de ceniza de oro, bajarlas, volverlas á
subir, subirlas sin cesar, sin reposo ni sombra. Los ronquidos de los
caballos parecen estertores; se hunden hasta la rodilla, y al bajar
resbalan y hacen que se formen sorprendentes colinas.

Éramos dos amigos, y nos seguían dos espaís y cuatro camellos con
sus camelleros. No hablábamos, el calor nos aplastaba, la fatiga nos
rendía, y estábamos sedientos, sedientos como el desierto ardiente.
De pronto, uno de nuestros hombres dejó escapar un grito: todos se
detuvieron, y nosotros permanecimos inmóviles, sorprendidos por
inexplicable fenómeno que conocen los viajeros de esos perdidos lugares.

En algún sitio, cerca de nosotros, y en dirección indeterminada, batía
un tambor, el misterioso tambor de las dunas: y batía claramente,
vibrante unas veces, apagado otras, deteniéndose de pronto y reanudando
en seguida su fantástico redoble.

Los árabes se miraban asustados; uno de ellos dijo en su idioma: «La
muerte, se cierne sobre nosotros». Y he ahí que mi compañero, mi amigo,
casi mi hermano, cayó del caballo repentinamente pulverizado por una
insolación.

Y por espacio de dos horas, y mientras yo intentaba en vano salvarle,
el tambor invisible me llenaba los oídos con su ruido monótono,
intermitente é incomprensible: yo sentía que por mis huesos corría
el miedo el miedo verdadero, el miedo espantoso, frente al cadáver
querido, en aquel hoyo incendiado por el sol y entre cuatro montañas de
arena, mientras el eco desconocido nos enviaba, á doscientas leguas de
distancia de toda aldea francesa, el rápido redoble del tambor.

Aquel día, comprendí lo que era tener miedo, pero aún lo supe mejor en
otra ocasión...

El comandante interrumpió al narrador.

--Dispense, caballero--le dijo, y aquel tambor ¿qué era?

El viajero respondió:

--No lo sé, ni nadie lo sabe. Los oficiales, con frecuencia
sorprendidos por ese ruido extraño, lo atribuyen, por regla general, al
eco, al eco aumentado, multiplicado, desmesuradamente hinchado por los
valles de las dunas, de una lluvia de granos de arena que, arrastrados
por el viento, van á chocar sobre macizos de hierbas secas; porque
siempre se ha observado que ese fenómeno se produce en las cercanías de
las pequeñas plantaciones que el sol abrasa y convierte en pergamino...

El ruido del tambor debe de ser una especie de espejismo del sonido,
nada más, pero yo lo supe mucho después.

Y ahora, vamos á mi segunda emoción.

Era el invierno pasado, y me encontraba en un bosque del noreste
de Francia. Se hizo de noche dos horas antes de lo que debía, tan
obscuro estaba el cielo, y mi guía, un campesino del país, andaba
silenciosamente á mi lado por un sendero, bajo una bóveda de pinos que
el desencadenado viento agitaba con ruido siniestro. Por entre las
cimas veía correr las nubes, nubes que parecían huir con espanto, y de
cuando en cuando, y al impulso de inmensa ráfaga, el bosque entero se
inclinaba hacia un lado exhalando un gemido de dolor. Y á pesar de mi
paso rápido y de mis gruesos vestidos, el frío me entumecía.

Debíamos cenar y dormir en casa de un guarda bosques cuya morada ya no
podía estar lejos, y yo iba á cazar.

Á veces, mi guía levantaba los ojos y murmuraba: «¡Tiempo triste!».
Luego, me hablaba de las gentes á cuya casa nos dirigíamos. Dos años
antes el padre había matado á un cazador furtivo, y desde entonces
parecía sombrío, y como si un recuerdo le obsesionase. Sus dos hijos,
casados los dos, vivían con él.

Las tinieblas eran profundas: yo no veía nada ni delante de mí ni á mi
alrededor, y las ramas da los árboles, al chocar entre sí, llenaban
la noche de incesantes rumores. Por fin distinguimos una luz, y mi
compañero no tardó en llamar á una puerta. Agudos gritos de mujer nos
respondieron, y luego, una voz de hombre, voz opaca, preguntó: «¿Quién
va?». Mi guía dió su nombre, la puerta se abrió, entramos, y á mis ojos
se ofreció un cuadro inolvidable.

Un hombre viejo, con el pelo blanco, extraviada la mirada y cargada la
escopeta, nos esperaba en medio de la cocina, mientras dos mocetones
enormes, armados con hachas, guardaban la puerta. En los rincones
distinguí dos sombras de mujer arrodilladas, que ocultaban el rostro
pegándolo contra la pared.

Hablaron: el viejo dejó la escopeta apoyándola contra la mesa y ordenó
que me preparasen la habitación; y como las mujeres no se moviesen,
dijo con brusquedad:

--Caballero, esta noche hace dos años que maté á un hombre. El año
pasado vino á llamarme, y esta noche le espero.

Luego, con entonación que me hizo reir, añadió:

--Por esto no estamos tranquilos.

Les tranquilicé como pude, y me consideré dichoso por haber llegado
aquella noche, cosa que me permitía asistir al espectáculo del terror
supersticioso. Empecé á contar cuentos, y casi logré calmarlos.

Cerca del hogar, un perro viejo, casi ciego y bigotudo, uno de esos
perros que recuerdan personas conocidas, dormía con la cabeza metida
entre las patas delanteras.

Fuera, la tempestad azotaba la casita, y por un pequeño cuadrado,
especie de ventanillo practicado junto á la puerta, veía, á la luz de
los relámpagos, las ramas de los árboles que agitaba el viento.

Á pesar de mis esfuerzos sentía que profundo terror dominaba á aquellas
gentes, y cada vez que cesaba de hablar, todos escuchaban atentamente
los lejanos ruidos. Cansado de asistir á tan imbéciles temores, iba
ya á acostarme cuando el viejo guarda díó un salto en su asiento, y
apoderándose nuevamente de su escopeta tartajeó con voz extraviada:
«Ahí está..., ahí está... ¡Le oigo!». Las dos mujeres cayeron de
rodillas en sus rincones y se cubrieron otra vez la cara, y los hombres
volvieron á esgrimir las hachas. Yo iba á intentar tranquilizarles
cuando el dormido perro despertó, levantó la cabeza, extendió el
cuello, fijó en la lumbre sus casi apagados ojos, y lanzó uno de esos
aullidos lúgubres que por la noche y en el campo hacen estremecer á los
viajeros. Todas las miradas se fijaron en él, que permanecía inmóvil,
plantado sobre sus patas, y como si una visión le obsesionase empezó
á ladrar á algo invisible, desconocido, espantoso sin duda, porque el
pelo se le erizaba. El guarda, lívido, gritó: «Lo siente, lo siente;
conmigo estaba cuando le maté». Y las dos mujeres, enloquecidas,
empezaron á chillar con el perro.

Á pesar mío, un estremecimiento horrible recorrió todo mi cuerpo. La
visión de aquel animal, en aquel lugar, á aquella hora y entre aquellas
gentes medio locas, era espantosa.

Y por espacio de una hora el perro estuvo ladrando sin moverse,
ladrando como en la angustia de un sueño; y el miedo espantoso se
apoderó de mí... ¿Miedo de qué? ¿Acaso lo sabía? Era miedo, eso es todo.

Permanecimos inmóviles, lívidos, esperando un acontecimiento horrible,
con el oído alerta, el corazón agitado y saltando al menor ruido. Y el
perro empezó á dar vueltas por la habitación, oliendo las paredes y
gimiendo constantemente. ¡Aquella bestia nos enloquecía! Entonces, el
campesino que me había servido de guía se arrojó sobre él, y poseído
de espantoso miedo, en el paroxismo de su terror furioso, abrió una
puertecita que daba á un patio pequeño y echó al perro.

Calló en seguida, y quedamos sumidos en un silencio más horroroso aún.
Repentinamente, todos nos pusimos en pie: un ser se deslizaba contra
la pared que daba al bosque; luego pasó contra la puerta que pareció
tantear con mano vacilante; después, durante dos minutos, no se oyó
nada, y luego volvió rozando el muro: lo arañaba ligeramente, como
hubiera podido hacerlo un niño con las uñas, y de pronto, una cabeza
apareció pegada al cristal del ventanillo, una cabeza blanca con dos
ojos luminosos como los ojos de las fieras. Y de su boca salía un
sonido, un sonido indistinto, el murmullo de una queja...

En la cocina estalló entonces un ruido formidable. El viejo guarda
había disparado, y sus dos hijos se precipitaron, levantaron la mesa
para tapar el ventanillo, y sostuvieron la mesa con los demás muebles.

Y yo les juro que al ruido del disparo que no esperaba, horrible
angustia me oprimió el corazón, el alma y el cuerpo, y me sentí
desfallecer y próximo á morirme de miedo.

Y allí permanecimos hasta el alba, incapaces para movernos, sin poder
decir una palabra, y crispados por indecible atolondramiento.

No nos atrevimos á levantar la barricada que atrancaba la puerta hasta
que un débil rayo de luz se filtró por la rendija de una ventana.

Al pie del muro, contra la puerta, yacía el perro viejo con las
mandíbulas destrozadas por un balazo.

Había salido del patio haciendo un agujero en la empalizada.

El hombre del rostro bronceado calló para agregar después de unos
segundos:

--Y sin embargo, aquella noche no corrí ningún peligro, pero antes
preferiría vivir de nuevo todas las horas en que he afrontado los más
terribles riesgos, que el minuto del tiro disparado contra la barbuda
cabeza que asomaba por el ventanillo.




                               EN LA MAR


Hace poco, en los periódicos diarios se leyeron las siguientes líneas:

Boulogne-sur-Mer, 21 de enero.--Nos escriben:

    «Espantosa desgracia acaba de sembrar la consternación entre
    nuestra población marítima tan castigada desde hace algunos
    años. El barco de pesca mandado por el patrón Javel, al entrar
    en el puerto, fué arrojado hacia el oeste y se estrelló en las
    rocas del rompe olas de la escollera.

    «Á pesar de los esfuerzos del buque salvavidas y de los cables
    enviados por medio del fusil porta amarras, han perecido cuatro
    hombres y el grumete.

    «Y como el mal tiempo continúa, se temen nuevos siniestros».

¿Quién era el patrón Javel? ¿Sería hermano del manco?

Si el pobre hombre, arrollado por las olas y muerto tal vez bajo los
restos de su despedazado barco, era quien pienso, había asistido, hace
dieciocho años, á otro drama terrible y sencillo como son siempre los
dramas formidables de las olas.

                   *       *       *       *       *

Javel, el mayor, era patrón de una barca que pescaba con barredera, y
las barcas de barredera son las barcas de pesca por excelencia. Sólidas
hasta el extremo de no temer ningún tiempo, de redondo vientre que
sobre las olas flota como si fuese un corcho, siempre al aire y siempre
azotadas por los vientos duros y salados de la Mancha, recorren la mar,
infatigables, con la vela hinchada y arrastrando por el flanco la gran
red que rasca el fondo del océano, desprende y recoge todas las bestias
que duermen en las rocas, los peces planos que se pegan á la arena, los
pesados cangrejos de arqueadas patas, y las langostas de puntiagudos
bigotes.

Cuando la brisa es fresca y las olas cortas, la barca sale á pescar. La
red está fija á lo largo de una caña de madera guarnecida de hierro, y
baja por medio de dos cables que resbalan por dos rodillos colocados
uno á cada extremo de la embarcación. Y la barca, navegando al impulso
del viento y de la corriente, arrastra ese aparejo que devasta el suelo
de la mar.

Javel llevaba á bordo á su hermano menor, á cuatro hombres y á un
grumete. Y en un hermoso día, claro y sereno, había salido de Boulogne
para soltar la barredera.

Ahora bien, el viento se levantó, y la imprevista borrasca obligó
al pescador á huir hacia las costas de Inglaterra; pero, como el
alborotado mar azotaba los acantilados y rompía furiosamente contra la
tierra, la entrada en los puertos se hacía imposible. El barquito se
hizo de nuevo á la mar y volvió á las costas de Francia. La tempestad
continuaba haciendo infranqueables las escolleras y envolviendo con
espuma, ruido y peligro, todos los refugios.

Salió de nuevo la barca, corriendo por entre las furiosas olas,
sacudida, chorreando, abofeteada por el agua, pero gallarda á pesar
de todo, pues estaba acostumbrada á ese tiempo fuerte que á veces la
tenía cinco ó seis días errando entre los dos países vecinos sin poder
abordar en ninguno.

Por fin el huracán se calmó, estando en alta mar, y aun cuando las olas
todavía sacudían de firme, el patrón ordenó que se soltase la barredera.

El gran aparejo de pesca pasó por encima de la borda, y dos hombres
á proa, y dos á popa, soltaron por los rodillos las amarras que lo
sujetaban. Llegó al fondo, pero una ola inclinó la barca y Javel el
menor, que se encontraba á proa dirigiendo el descenso de la red,
vaciló, y su brazo se encontró preso entre la cuerda, floja un instante
por la sacudida, y el rodillo de madera por donde resbalaba. Hizo un
esfuerzo desesperado para levantar la amarra con la otra mano, pero la
barredera arrastraba ya y el cable no cedió.

El hombre, crispado por el dolor, pidió auxilio. Todos acudieron y
hasta su hermano abandonó el timón. Unieron sus esfuerzos para libertar
al miembro que destrozaba, pero todo fué en vano. «Es preciso cortar»,
gritó un marinero al tiempo que sacaba del bolsillo un cuchillo largo
que con dos golpes podía salvar el brazo de Javel el menor.

Pero cortar suponía perder la barredera, y la barredera costaba dinero,
mucho dinero, mil quinientos francos: además, pertenecía á Javel el
mayor que quería conservarla.

Y con el corazón oprimido gritó: «No cortes, no cortes, espere, voy á
orzar». Y corrió al timón colocando la barra á un lado.

La barca obedecía difícilmente, paralizada por aquella red que
inmovilizaba su impulso y arrastrada también por la fuerza del viento y
de la corriente.

El menor Javel había caído de rodillas, extraviados los ojos y
apretados los dientes. Su hermano, que tenía mucho miedo al cuchillo
del marino, volvió para decir: «Espera, espera, no cortes; voy á soltar
el ancla».

Y se soltó, y luego se pusieron á virar para que se aflojasen las
amarras de la barredera: y al fin se aflojaron y bajo la ensangrentada
manga de lana se dió libertad al brazo inerte.

El menor Javel parecía idiota. Le quitaron la blusa, y se vió una cosa
horrible, carne magullada, destrozada, de la que la sangre salía á
chorros como impulsada por una bomba. El hombre se fijó en su brazo, y
murmuró: «Perdido».

Luego, como la hemorragia continuaba y la sangre formaba un charco en
la cubierta del barco, uno de los marineros dijo: «Es preciso atar la
vena, que si no se vaciará».

Y cogieron un cordel, un cordel grueso y embreado, y enlazando el
miembro por encima de la herida, apretaron con todas sus fuerzas. Poco
á poco la sangre se contuvo hasta que cesó por completo.

El menor Javel se levantó y su brazo colgaba. Lo cogió con la otra
mano, lo levantó, lo volvió, lo sacudió... todo estaba roto, todo,
hasta los huesos, y únicamente algunos músculos lo retenían al cuerpo.
Y lo miraba con mirada triste, reflexionando. Sentóse luego sobre una
vela doblada y sus compañeros le aconsejaron que mojase constantemente
la herida para evitar que se produjese la gangrena.

Pusieron un cubo á su lado y cada minuto metía un vaso en él y bañaba
la horrible herida haciendo que sobre ella cayese un hilito de agua
clara.

--Estarías mejor abajo,--le dijo su hermano. Y bajó, pero al cabo
de una hora volvió á subir pues á solas no se sentía bien. Además,
prefería el aire libre. Y volvió á sentarse encima de la vela y á
mojarse el brazo.

La pesca era abundante: grandes pescados con la tripa blanca yacían á
su lado sacudidos por los espasmos de la muerte, y él los contemplaba
sin dejar de mojar sus desgarradas carnes.

Cuando volvían á Boulogne se desencadenó otra tempestad, y el barquito
reanudó su loca carrera meciendo, sacudiendo y agitando al pobre herido.

Llegó la noche: el tiempo se mantuvo fuerte hasta el despuntar del
alba, y aun cuando al salir el sol se distinguían las costas de
Inglaterra, como la mar estaba menos dura, hicieron rumbo á Francia.

Por la noche, el menor Javel llamó á sus compañeros y les mostró
manchas negras, de aspecto de podredumbre, que habían aparecido en la
parte del miembro casi desprendida.

Los marineros miraron y dieron su opinión.

--Eso podría ser la gangrena,--dijo uno.

--Precisaría poner agua salada,--declaró otro.

Y agua salada trajeron y con ella mojaron el mal. El herido se puso
lívido, rechinaron sus dientes, y se retorció un poco: pero ni un
quejido brotó de sus labios.

Luego cuando se hubo calmado el ardor, dijo á su hermano: «Dame tu
cuchillo». Y su hermano se lo ofreció.

--«Sostenedme el brazo recto y en alto, y tirad por encima».

Hicieron lo que pedía.

Y él mismo empezó á cortar y cortó suavemente, pensando lo que hacía,
cortando los últimos tendones con la hoja, fina como una navaja de
afeitar. Y cuando sólo quedó el muñón, exhaló un profundo suspiro y
dijo: «Era preciso; el brazo estaba perdido».

Perecía más tranquilo, respiraba con ansia, y poco después empezó á
verter agua sobre el trozo de miembro que le quedaba.

La noche fué mala y no pudieron llegar á tierra.

Cuando amaneció, el menor Javel cogió su brazo y lo examinó
atentamente. La putrefacción se declaraba. Los compañeros también lo
examinaron y pasándoselo de mano en mano lo tocaban, le daban vueltas y
lo olfateaban.

El hermano mayor dijo: «Es preciso tirar esto al mar».

Pero el menor Javel se enfadó: «¡Ah! Eso si que no; no. No quiero. Me
pertenece, es mi brazo».

Y cogiéndolo se lo colocó sobre las rodillas.

--Por esto también se pudrirá--dijo el mayor. Pero el herido tuvo una
idea: para conservar el pescado, cuando estaban mucho tiempo en la mar,
lo metían en barriles de sal.

Y preguntó: «¿No podríamos meterlo en salmuera?».

--Es cierto,--dijeron los otros.

Entonces se vació uno de los barriles, lleno ya con lo pescado los
últimos días, y depositaron el brazo en el fondo. Lo cubrieron con sal,
y luego colocaron otra vez los pescados uno á uno.

Alguien gastó esta broma: «Mientras no lo vendamos en la playa».

Y todos soltaron el trapo á reir, incluso los dos hermanos Javel.

El viento seguía soplando con fuerza, y, al día siguiente, aún se
orzaba frente á Boulogne. El herido continuaba bañando su herida.

De cuando en cuando se levantaba y recorría el barco del un extremo á
otro.

Su hermano, que estaba en el timón, le seguía con la vista y movía la
cabeza.

Al fin entraron en el puerto.

El médico examinó la herida y declaró que no tardaría en cicatrizarse.
Practicó una cura completa, y ordenó reposo absoluto, pero Javel, que
no quiso meterse en la cama sin estar en posesión de su brazo, volvió
al puerto para encontrar el barril que había marcado con una cruz.

Lo vaciaron, recobró su brazo, y en la salmuera se había conservado
fresco y rígido. Lo envolvió en una servilleta que había llevado á
propósito, y volvió á su casa.

Su mujer y sus hijos examinaron largo rato el resto de su padre, y
tocaron los dedos limpiándolos de los granos de sal que habían quedado
entre las uñas: y luego llamaron al carpintero para que hiciese un
ataúd pequeño.

Al día siguiente, la tripulación de la barca siguió el entierro del
brazo cortado. Los dos hermanos, uno junto á otro, presidían el duelo,
y el sacristán de la parroquia llevaba el cadáver debajo del brazo.

El menor Javel dejó de navegar. Consiguió un empleillo en el puerto, y
cuando más tarde hablaba de su desgracia, decía confidencialmente á su
interlocutor: «Si el hermano hubiese querido cortar la barredera, aún
tendría mi brazo, pero él sólo se preocupaba por lo suyo».




                              TOMBOUCTOU


El bulevar, ese río de vida, hormigueaba envuelto en la lluvia de
oro del sol poniente. El cielo parecía de grana, cegaba, y detrás de
la Magdalena las inmensas nubes incendiadas lanzaban sobre la larga
avenida un chaparrón de fuego vibrante como vapor de hoguera.

La muchedumbre alegre, palpitante, paseando bajo esa bruma inflamada,
parecía surgir en apoteosis. Los rostros parecían dorados; los
sombreros y los trajes negros tenían reflejos de púrpura, y el charol
de las botas arrojaba llamas sobre el asfalto de las aceras.

En las terrazas de los cafés los hombres tomaban bebidas brillantes y
coloreadas que cualquiera hubiera creído piedras preciosas fundidas en
el cristal.

Y en medio de los consumidores vestidos con trajes claros ú obscuros,
dos oficiales con uniforme de gala hacían que todos los ojos, al
tropezar con el oro de sus galones, se dirigiesen á otro lado.
Hablaban, alegres sin saber por qué, contentos de vivir en aquella
resplandeciente y radiante tarde, y contemplaban á la muchedumbre:
hombres que pasaban lentamente y mujeres que dejaban tras sí agradable
y turbador perfume.

De pronto, un negro enorme, vestido de negro, tripudo, cargado de dijes
que pendían de su chaleco de dril, y resplandeciente el rostro como si
le hubiese dado brillo con betún, pasó por delante de ellos con aire
triunfal. Dedicaba sonrisas á los paseantes, sonrisas á los vendedores
de periódicos, sonrisas al cielo resplandeciente, y sonrisas á París
entero. Era tan alto, que sobresalía por encima de todas las cabezas, y
á su paso, los mirones se volvían para contemplarle vuelto de espalda.

Repentinamente se fijó en los oficiales y, atropellando á los
consumidores, se dirigió hacia ellos. Cuando hubo llegado ante su mesa
clavó sus ojos brillantes y alegres en los militares, y las comisuras
de sus labios le llegaron hasta las orejas, descubriendo sus blancos
dientes, claros como el arco de la luna en creciente puesto en medio de
un cielo negrísimo. Y los dos hombres, estupefactos, contemplaron al
gigante de ébano sin poderse explicar su alegría.

Él, con entonación que provocó la hilaridad en todas las mesas, exclamó:

--Bueno día, mi teniente.

Uno de los oficiales era jefe de batallón; y el otro coronel. El
primero dijo:

--Caballero, no le conozco y no comprendo lo que dice...

El negro repuso:

--Yo te quiero mucho á ti, teniente Vedié; sitio de Bezi, mucha uva,
busca á ti.

El oficial, sin saber lo que le pasaba, buscaba en lo más hondo de sus
recuerdos y miraba fijamente al hombre. De pronto exclamó:

--¿Tombouctou?

El negro, radiante, se dió una tremenda manotada en un muslo, soltando
al mismo tiempo una carcajada inverosímil.

--Sí, sí, mi teniente reconoce á Tombouctou, bueno día...

El comandante, riendo de muy buena gana, le tendió la mano. Entonces
Tombouctou se puso grave: tomó la mano del oficial, y sin que el otro
pudiese impedirlo se la besó según costumbre negra y árabe. Confundido,
el militar le dijo con severidad:

--Vamos, Tombouctou, vamos, que no estamos en África. Siéntate, y
cuéntame lo que haces aquí.

Tombouctou se sentó, y tartajeando á puro de hablar á prisa, dijo:

--Ganado mucho dinero, mucho, gran restaurán, buena comida, prusianos
yo robado mucho, mucho, cocina francesa, Tombouctou, cocinero del
Emperadó, do ciento mil francos míos... ja, ja, ja...

Y reía, reía, con loca alegría retratada en los ojos.

Cuando el oficial, que comprendía su extraño modo de hablar, le hubo
interrogado durante un largo rato, le dijo:

--Bien, Tombouctou, bien: hasta la vista, hasta pronto.

El negro se puso en pie, y estrechando esta vez la mano que le tendían,
y riendo siempre, gritó:

--Bueno día, bueno día, mi teniente.

Y al marcharse, su alegría era tan grande que hablaba solo y
gesticulaba hasta el extremo que la gente le tomaba por loco.

El coronel preguntó:

--¿Quién es esa bestia?

--Un buen muchacho y un soldado muy valiente. Voy á contarle lo que sé
de él: es curioso.

--Usted sabe que en los comienzos de la guerra del 70 me encontré
encerrado en Bézières, que ese negro llama Bezi. No estábamos sitiados,
estábamos bloqueados por todas partes, y las líneas prusianas nos
rodeaban, fuera del alcance de nuestros cañones, sin tirar sobre
nosotros pero matándonos de hambre poco á poco.

Entonces yo era teniente. Nuestra guarnición estaba compuesta por
tropas de todo género, restos de regimientos esquilmados, fugitivos,
merodeadores separados de los cuerpos de ejército. Con decirle que
teníamos de todo, ¡hasta once negros! que una noche habían llegado no
se sabía cómo ni por dónde, comprenderá lo que era aquello. Se habían
presentado á las puertas de la ciudad destrozados, harapientos, muertos
de hambre y borrachos, y me los confiaron.

Pronto me convencí de que eran rebeldes á toda disciplina, y que se
pasaban la vida borrachos. Les metí en los calabozos, lo intenté todo y
todo fué inútil. Mis hombres desaparecían durante días enteros, como si
la tierra se los hubiese tragado, y luego volvían á aparecer borrachos
perdidos. Y no tenían dinero. ¿Cómo, dónde y con qué bebían?

Eso empezó á intrigarme, tanto más cuanto que, aquellos salvajes, con
su risa eterna y su carácter de niños grandes traviesos, me interesaban.

Entonces noté que obedecían ciegamente al más alto de todos, al que
acaba de ver usted; que él los gobernaba á su antojo y preparaba
sus misteriosas empresas como jefe supremo, todo poderoso y de
incontestable autoridad. Le interrogué, y nuestra conversación
duró tres horas lo menos, tanto trabajo me costaba comprender su
endiablado modo de hablar. En cuanto á él, pobre infeliz, hacía
esfuerzos inauditos para que le comprendiese: inventaba palabras,
gesticulaba, sudaba la gota gorda, se secaba la frente, soplaba, se
quedaba pensativo, y cuando creía haber encontrado un nuevo medio para
explicarse, rompía á hablar bruscamente.

Al fin pude adivinar que era hijo de un gran jefe, de una especie de
rey de los alrededores de Tombouctou. Le pregunté su nombre, y me
dijo que se llamaba algo así como Chavaharibouhalikhranafotapolara. Y
como es natural, me pareció más sencillo darle el nombre de su país;
«Tombouctou». Ocho días después toda la guarnición le conocía por ese
nombre.

Pero, nuestro mayor deseo era saber dónde encontraba de beber ese
príncipe africano. Yo lo descubrí de una manera bastante rara.

Una mañana, estaba en las fortificaciones estudiando el horizonte,
cuando en una viña distinguí algo que se movía. Poco tiempo faltaba
para la vendimia, las uvas estaban maduras, pero yo no pensaba en
eso ni mucho menos. Lo primero que se me ocurrió fué que un espía se
acercaba á la ciudad y organicé una expedición completa para cogerlo.
El general me autorizo á que la dirigiese yo mismo.

Por tres puertas distintas había hecho salir tres pelotones que debían
cercar la viña sospechosa. Y, para cortar la retirada al espía, uno de
esos destacamentos tenía que andar por lo menos una hora. Un hombre,
que se había quedado vigilando en lo alto de la muralla, me indicó por
señas que el individuo descubierto no había salido del campo. Nosotros
avanzábamos silenciosamente, á rastras y casi tendidos en los surcos.
Al fin llegamos al punto designado, desplegué mis soldados que entraron
en la viña, y en ella encontraron á... Tombouctou que se comía las uvas
andando á gatas por entre las cepas, ó mejor dicho, mordía las uvas
pues arrancaba los racimos á dentelladas.

Quise que se levantase, pero fué imposible y entonces comprendí por
qué andaba á cuatro pies. En cuanto le hubieron levantado, vaciló unos
segundos, extendió los brazos, y cayó de cara. Estaba borracho como una
cuba.

Para llevarlo á la plaza le tendieron sobre unos rodrigones, y por el
camino no cesó de reir y de mover brazos y piernas.

El misterio se había desvanecido: aquellos buenos mozos bebían en la
misma cepa, y cuando no podían tenerse en pie, dormían en el campo.

Tombouctou profesaba á las viñas un amor tan grande, tan intenso, que
en las viñas vivía como los tordos á los que odiaba con odio de rival
celoso. Y repetía sin cesar:

--Los tordos se comen las uvas ¡canallas!

                   *       *       *       *       *

Una noche vinieron á buscarme. Por la llanura se distinguía algo que se
dirigía á nosotros, y como no tenía gemelos no podía adivinar de qué se
trataba. Cualquiera hubiera creído que aquello era una serpiente enorme
que se desenroscaba, un convoy, ó algo extraño.

Y di orden de que algunos hombres saliesen al encuentro de la caravana
que pronto celebró su entrada triunfal. Tombouctou y nueve compañeros
suyos traían, en una especie de altar construido con sillas de campaña
ocho cabezas cortadas. El décimo negro traía un caballo á cuya cola
había atado otro, y seis más seguían del mismo modo.

Lo ocurrido había sido lo siguiente. Los africanos, que se habían
encontrado un destacamento prusiano que se acercaba á una aldea, en vez
de huir se habían escondido; y luego, cuando los oficiales hubieron
echado pie á tierra, para refrescar en el parador, los once valientes
les cayeron encima, hicieron huir á los ulanos que se creyeron
atacados, y mataron á los dos centinelas además del coronel y los cinco
oficiales de su escolta.

Ese día abracé á Tombouctou, y notando que andaba con dificultad, le
pregunté si estaba herido. Él se puso á reir y me dijo:

--Yo, provisiones pa el país.

Y es que Tombouctou no guerreaba por el honor sino por el lucro, y
cuanto encontraba, y cuanto le parecía de algún valor, especialmente lo
que brillaba, se lo metía en el bolsillo. ¡Y qué bolsillo! Un abismo
que empezaba en la cadera y terminaba en el tobillo. Él lo llamaba el
«profundo», y profundo era.

Había arrancado el oro de los uniformes prusianos, el cobre de los
cascos, botones, etc., y todo lo había metido en su profundo, que
estaba repleto.

Y ese hijo de reyes, torturado por el deseo de engullir cuerpos
brillantes, hacía cuenta de llevarse todo aquello al país de los
avestruces cuyo hermano parecía. De no haber tenido su profundo ¿qué
hubiera hecho? Sin duda se los habría tragado.

Por las mañanas, su bolsillo estaba vacío, de manera que debía tener
un almacén general donde se amontonaban todas sus riquezas. Pero ese
almacén ¿dónde estaría? Nunca pude saberlo.

El general, enterado del acto heroico de Tombouctou, hizo que
inmediatamente se enterrase á los cuerpos que en la vecina aldea
habían quedado para que no se descubriese que los habían decapitado;
pero los prusianos volvieron al día siguiente, y el alcalde y los siete
habitantes más notables fueron fusilados, por haber denunciado la
presencia de los alemanes.

                   *       *       *       *       *

Llegó el invierno y estábamos extenuados y desesperados. Nos batíamos
todos los días, y nuestros hombres, hambrientos, ya no podían más.
Únicamente ocho negros, tres habían sido muertos, estaban gordos,
brillantes y siempre dispuestos para la pelea. Á mí me parecía que
Tombouctou engordaba. Un día me dijo:

--Tú, mucha hambre; yo buena carne.

Y me trajo un filete excelente. ¿De dónde lo había sacado? No teníamos
bueyes, ni carneros, ni cabras, ni asnos, ni cerdos. Resultaba
imposible proporcionarse un caballo, pero no pensé en esto hasta
después de haber comido, y una idea horrible acudió á mi imaginación.
¡Los negros aquellos habían nacido muy cerca del país donde se come
carne humana! ¡Y diariamente caían tantos soldados alrededor de la
ciudad!... Interrogué á Tombouctou pero no quiso contestarme. Y yo no
insistí, mas en adelante me negué á aceptar sus obsequios.

Me adoraba. Una noche, la nieve nos sorprendió estando en las
avanzadas. Estábamos sentados en el suelo, y compasivamente miraba á
los negros que tiritaban tendidos en aquella sábana helada. Como tenía
mucho frío empecé á toser, y un momento después sentí que algo caía
sobre mis hombros, algo así como una manta de abrigo grande y caliente.
Era el capote de Tombouctou.

Me levanté y se lo devolví.

--Conserva eso, muchacho--le dije.--Á ti te hace más falta que á mí.

Él me miraba con ojos que suplicaban, pero yo insistí:

--Vamos, obedece y conserva tu abrigo: lo mando.

El negro se puso en pie, tiró de su sable que cortaba como una guadaña,
y levantando el capote que yo me negaba á aceptar dijo:

--Si tú no quié mi capote, corto, y capote pa nadie.

Y como era capaz de hacer lo que decía, acepté.

                   *       *       *       *       *

Ocho días después habíamos capitulado. Algunos de los nuestros habían
podido huir, y los otros iban á salir de la ciudad para rendirse á los
vencedores.

Yo me dirigí hacia la plaza de armas donde debíamos reunirnos, y el
asombro me dejó turulato al encontrarme frente á un negro gigante,
vestido de dril blanco, que llevaba á la cabeza un sombrero de paja
enorme. Era Tombouctou que, radiante y satisfecho, se paseaba, con las
manos metidas en los bolsillos, por delante de una tiendecita en cuyo
escaparate se veían dos platos y dos vasos. Y le dije:

--¿Qué haces?

Y él me respondió:

--Yo, no sufrido; yo, buen cocinero, yo hago comida coronel Algéie; yo
comido prusianos y robado mucho, mucho.

Estábamos á diez grados bajo cero, y ante aquel negro vestido de
blanco, tiritaba. Entonces, cogiéndome por un brazo, me hizo entrar, y
distinguí una muestra enorme que iba á colgar á su puerta en cuanto nos
marchásemos, pues conservaba algún pudor.

Y leí esta llamada que sin duda había trazado la mano de un cómplice:

    COCINA MILITAR DE M. TOMBOUCTOU.

    _Antiguo cocinero de S. M. El Emperador._

    _Artista de París--Precios módicos._

Á pesar de que la desesperación me roía el alma, no pude contener una
carcajada, y dejé á mi negro entregado á su nuevo comercio.

¿No valía más esto que hacer que se lo llevasen prisionero?

Y usted acaba de ver que ese buen mozo no perdió el tiempo.

Bézières, hoy, pertenece á Alemania. El fonducho de Tombouctou es un
principio de desquite.




EN LOS CAMPOS


Las dos chozas se alzaban una junto á otra al pie de una colina
situada muy cerca de la población de aguas. Y los dos campesinos, para
mantener á los pequeños, trabajaban de firme la infecunda tierra. Cada
matrimonio tenía cuatro, y los chiquillos jugaban ante las puertas
vecinas desde por la mañana hasta por la noche. Los dos mayores tenían
seis años, los dos pequeños poco más de quince meses, y tanto en un
hogar como en el otro, los matrimonios y luego los nacimientos se
habían producido casi simultáneamente.

Apenas si en el montón las dos madres podían distinguir sus productos,
y los padres los confundían siempre. Los ocho nombres daban vueltas
por su cabeza, se mezclaban, y cuando precisaba llamar á uno, con
frecuencia nombraban á tres antes de dar con el verdadero.

La primera morada, más cercana á la estación termal de Rolleport,
estaba ocupada por los Tuvache que tenían tres niñas y un niño, y la
otra albergaba á los Vallín que tenían una niña y tres muchachos.

Y todos vivían penosamente, alimentándose con sopa, patatas y aire
libre. Á las siete, por la mañana, á mediodía, y por la noche á las
seis, las madres reunían á los rapaces para darles de comer, del mismo
modo que las que guardan gansos reúnen á las bestias. Por orden de edad
los niños se sentaban á una mesa de madera que cincuenta años de uso
habían pulido, y la boca del más pequeño apenas llegaba á la altura del
tablero. Ante ellos se colocaba un plato sopero, lleno de pan cocido
en el agua que había servido para hervir media col, patatas y tres
cebollas, y todos comían hasta matar el hambre. La madre se cuidaba del
más pequeño. Los domingos, la carne del cocido era un plato exquisito
para todos, y ese día el padre prolongaba la comida á puro de repetir:
«Así comería yo todos los días».

En una tarde del mes de agosto, un cochecillo ligero se detuvo ante las
dos chozas, y una mujer joven, que lo guiaba, dijo al caballero que
estaba sentado á su lado:

--Mira, Enrique, mira cuantos niños. ¡Qué monos están revolcándose por
el polvo!

El hombre, acostumbrado á esas admiraciones que para él eran un dolor y
casi un reproche, no contestó.

Pero la dama repuso:

--Tengo que darles un beso. ¡Oh! ¡Cuánto me gustaría tener á uno, á
ése, el más pequeño!

Y, saltando del cochecillo, cogió á uno de los de Tuvache. Y alzándole
en brazos le besó con fuerza sus mejillas sucias, sus rubios y rizados
cabellos apomazados con tierra, y sus manitas que se agitaban para
librarse de tan importunas caricias.

Luego, volvió á subir al cochecillo y se alejó al trote largo. Pero, á
la semana siguiente volvió, y sentándose en el suelo cogió al rapaz en
brazos, le atracó de pasteles y bombones, y dió caramelos á los otros.
Con ellos jugó como hubiera podido jugar una chiquilla, mientras su
marido esperaba en el frágil cochecillo.

Volvió otra vez, entabló relaciones de amistad con los padres, y á
partir de entonces allí la vieron todos los días, y todos los días les
daba golosinas y dinero.

Eran los señores de Hubières.

Una mañana, al llegar, su marido se apeó con ella, y sin pararse á
jugar con los chiquillos que ya la conocían perfectamente, penetró en
la morada de los labradores.

Allí estaban haciendo astillas para cocer la sopa: se volvieron
sorprendidos, les ofrecieron sillas, y esperaron. Entonces la joven,
con voz entrecortada y temblorosa, dijo:

--Amigos míos, vengo á hablarles porque quisiera... quisiera llevarme
conmigo á su... á su hijo menor...

Los campesinos, atolondrados y sin saber qué pensar, no respondieron.

Ella tomó aliento y continuó:

--Nosotros no tenemos hijos... Mi marido y yo estamos solos, y si
ustedes quisieran... lo educaríamos.

La mujer, que empezaba á comprender, preguntó:

--¿Ustedes quieren quitarnos á Carlos? Pues eso si que no...

Entonces intervino el señor de Hubières.

--Mi mujer se ha explicado mal--dijo.--Nosotros querríamos adoptarlo,
pero él vendría á verles. Si es bueno, como todo lo hace suponer, será
nuestro heredero, y si por casualidad tuviésemos hijos, se repartiría
nuestra fortuna con ellos. Pero, si no respondiese á nuestros deseos
y cuidados, cuando llegase á su mayor edad le entregaríamos una suma
de veinte mil francos que desde ahora depositaríamos en casa de mi
notario. Y como también hemos pensado en ustedes, les daríamos, hasta
su muerte, una renta de cien francos mensuales. ¿Han comprendido?

La mujer se levantó furiosa.

--Lo que ustedes quieren es que les vendamos á Carlos, ¿verdad? Pues
no, y mil veces no. Ésas son cosas que no se proponen á una madre; no,
no. Sería abominable.

El hombre, grave y pensativo, no decía nada, pero moviendo la cabeza
continuamente, aprobaba las palabras de su mujer.

La señora de Hubières, desesperada, rompió á llorar, y dirigiéndose
á su marido y con voz llena de sollozos, voz de niña á la que se
satisfacen todos los deseos, dijo:

--¡No quieren, Enrique, no quieren!

Entonces hicieron la última tentativa.

--Pero, amigos míos, piensen ustedes en el porvenir del niño en su
felicidad, en su...

La mujer, exasperada, le cortó la palabra:

--Todo está visto, oído y pensado. Vamos, largo de ahí y que no les vea
nunca más... Pues ahí es nada, querer quitarnos á un hijo como ése.

Entonces, la señora de Hubières, al salir, vió que los pequeños eran
dos, y á través de sus lágrimas, y con tenacidad de mujer voluntariosa
y mimada que no está acostumbrada á esperar, preguntó:

--Pero el otro pequeño ¿no es de ustedes?

Tuvache respondió:

--No, es de los vecinos; si quieren hablar con ellos, hablen.

Y entró en su casa donde aún resonaba la voz de la indignada mujer.

Los Vallín estaban sentados á la mesa comiendo lentamente grandes
rebanadas de pan que untaban con un poco de manteca, y el señor
de Hubières renovó sus proposiciones, pero esta vez tomando más
precauciones oratorias y empleando mayor astucia.

Los rurales movían la cabeza haciendo signos negativos, pero cuando se
hubieron enterado de que tendrían cien francos mensuales, vacilaron y
se miraron con fijeza.

Torturados y vacilantes guardaron silencio durante largo rato, hasta
que al fin la mujer preguntó:

--¿Qué dices, hombre?

Y él contestó sentenciosamente:

--Que es para pensarlo.

Entonces, la señora de Hubières, que temblaba de angustia, les habló
del porvenir del pequeño, de su felicidad, y del dinero que más tarde
podría procurarles.

El labrador preguntó:

--Y esa renta de cien francos ¿nos será prometida ante notario?

El señor de Hubières respondió:

--Sí, y mañana mismo.

La mujer, que meditaba, objetó:

--Cien francos por mes no bastan para que nos privemos del pequeño;
dentro de algunos años podrá trabajar, y es preciso que se nos den
ciento veinte francos.

El señor de Hubières, que trepidaba de impaciencia, accedió en el acto;
y como su mujer quería educar al niño, dió cien francos de regalo y
se dispuso á redactar el escrito. El alcalde y un vecino sirvieron de
testigos.

Y la señora de Hubières, radiante, satisfecha, se llevó al chiquillo
que lloraba desesperadamente, como se hubiera llevado una figulina
ardientemente deseada.

Los Tuvache, de pie junto á su puerta, mudos y severos, les vieron
marchar y tal vez lamentaron su negativa.

No se volvió á oir hablar del pequeño Juan Vallín. Los padres iban
todos los meses á casa del notario á cobrar los ciento veinte francos,
y estaban enfadados con los Tuvache porque la madre los agobiaba con
ignominias repitiendo á su puerta que preciso era que fuesen seres
desnaturalizados para haber vendido á su hijo, y que aquello era un
horror, una porquería y un ejemplo de corrupción.

Y á veces cogía en brazos á su hijo Carlos, y zarandeándole y como si
pudiese comprenderla, gritaba:

--Yo no te he vendido, hijo mío, yo no te he vendido, pues aunque no
soy rica no vendo á mis hijos.

Y por espacio de años y más años, casi diariamente, se repitieron las
alusiones groseras, pronunciadas ante la puerta, á fin de que entrasen
en la casa vecina. Y la tía Tuvache, por no haber querido vender á su
hijo, llegó á creerse superior á todas las mujeres de la comarca. Los
que hablaban de ella decían:

--La cosa era capaz de tentar á un santo, pero dió pruebas de ser buena
madre.

Se la ponía como ejemplo, y Carlos, que ya tenía dieciocho años, oyendo
sin cesar lo que se repetía, llegó también á creerse superior á sus
compañeros porque no le habían vendido.

Los Vallín, gracias á la pensión, vivían holgadamente. Y el furor de
los Tuvache procedía de esto.

Murió su hijo mayor, el segundo se marchó al servicio militar, y
Carlos se quedó con su anciano padre para trabajar penosamente y poder
dar de comer á su madre y á las dos hermanas que tenía.

Tendría veintiún años cuando ante las dos chozas se detuvo un coche
magnífico, y un señor joven, con reloj y cadena de oro, se apeó dando
la mano á una señora anciana que tenía el pelo completamente blanco. Y
la anciana le dijo:

--Allí es, hijo mío, la segunda casa.

Y entraron en la morada de los Vallín.

La madre lavaba sus delantales; y el padre, enfermo, dormitaba junto á
puerta. Los dos viejos levantaron la cabeza, y el joven dijo:

--Buenos días papá; buenos días mamá.

Se levantaron asustados. La buena mujer dejó caer el jabón en el agua y
balbució:

--¿Eres tú, hijo mío? ¿Eres tú?

Él la estrechó entre sus brazos y besándola en las mejillas
repetía:--Buenos días, mamá.

Entretanto, el viejo, con la tranquilidad que nunca perdía y como si le
hubiese visto un mes antes, decía:

--¿Ya estás de vuelta Juan?

Y, después de los transportes naturales, quisieron pasear al hijo por
todo el pueblo para que lo viesen. Y lo llevaron á casa del alcalde, á
casa del cura, á casa del maestro, y á casa del secretario.

Carlos le contemplaba desde la puerta de su choza.

Por la noche, mientras cenaban, dijo á sus padres.

--Precisa haber sido imbéciles para haber dejado que se llevasen al
chico de los Vallín.

Su madre replicó con firmeza:

--Nosotros no quisimos vender á nuestro hijo.

El padre callaba.

Pero el joven replicó:

--Pues ahí es nada, verse sacrificado de este modo.

Enfurecido, el viejo Tuvache rugió:

--¿Vas á reprocharnos que te hayamos conservado á nuestro lado?

Y el mozo, brutalmente, contestó:

--Sí, os lo reprocho, porque sois unos majaderos. Padres como vosotros
sólo sirven para hacer la desgracia de sus hijos. Mereceríais que os
dejase.

La pobre mujer lloraba á lágrima viva. Gemía tragando cucharadas de
sopa, y entre sollozo y sollozo, balbucía:

--Sí, mataros para criar á los hijos.

Y el mozo añadió con rudeza:

--Mejor quisiera no haber nacido que ser lo que soy. Cuando hace poco
he visto al otro, la sangre se me ha revuelto y he pensado: Eso sería
yo.

Y se puso en pie.

--Claramente veo que lo mejor que puedo hacer es marcharme, por que
os reprocharía constantemente lo que conmigo habéis hecho y os daría
constantes disgustos. No, eso no os lo perdonaré nunca.

Los viejos, llorando y aterrorizados, se abrazaron.

Y él replicó:

--No, sería demasiado duro. Más vale que me vaya á buscármelas por
otras partes.

Y abrió la puerta. Se oyó ruido de voces: eran los Vallín qué
celebraban el regreso de su hijo.

Entonces Carlos golpeó la tierra con el píe, y dirigiéndose á sus
padres, gritó:

--¡Miserables!

Y se perdió entre las sombras de la noche.




                    LA AVENTURA DE WALTER SCHNAFFS


Desde que había entrado en Francia con el ejército invasor, Walter
Schnaffs se creía el más desgraciado de los hombres. Era gordo, andaba
con suma dificultad, se ahogaba, y sufría horriblemente, pues sus pies
eran planos y grasientos. Además era pacífico por temperamento: ni
magnánimo ni sanguinario, padre de cuatro hijos que adoraba, y estaba
casado con una rubia joven y bonita á la que echaba muy de menos. Le
gustaba levantarse tarde y acostarse temprano, comer despacio cosas
buenas, y atiborrarse de cerveza en las cervecerías. También pensaba
que todo lo que es agradable en la existencia desaparece con la vida,
y en el fondo de su corazón alimentaba un odio espantoso, instintivo
y al mismo tiempo razonado, contra los cañones, los fusiles, las
pistolas y los sables, y muy especialmente contra las bayonetas, pues
se sentía incapaz para manejar velozmente esa arma y defender con ella
su abultado vientre.

Y cuando la noche llegaba y se acostaba sobre el duro suelo, envuelto
en la manta, y junto á sus compañeros que roncaban, pensaba tristemente
en los suyos, que se habían quedado allá lejos, y en los peligros
de que estaba sembrado su camino: «Si le matasen ¿qué sería de los
pequeños? ¿Quién les daría de comer y quién les educaría?». No eran
ricos, había contraído algunas deudas para dejarles dinero al marcharse
y, al pensar en todas estas cosas, Walter Schnaffs lloraba muchas veces.

Al empezar las batallas, una debilidad tan grande se señoreaba de sus
piernas, que de no haber pensado que el ejército entero pasaría por
encima de su cuerpo, se hubiera dejado caer. Y el silbido de las balas
tenía el don de erizarle el pelo.

Así vivía desde hacía algunos meses, lleno de terror y de angustia.

El cuerpo de ejército á que pertenecía avanzaba por tierra normanda, y
un día le enviaron á hacer un reconocimiento con un débil destacamento
que sólo tenía que explorar una parte del territorio y replegarse en
seguida. En el campo todo parecía tranquilo y nada hacía prever una
resistencia preparada.

Ahora bien, tranquilamente bajaban los prusianos por un valle, cuando,
derribando á unos veinte hombres, les contuvo violento tiroteo; una
tropa de guerrilleros surgió repentinamente de un bosquecillo y hacia
ellos se dirigió con las bayonetas caladas.

En un principio, Walter Schnaffs quedó inmóvil y tan atolondrado y
sorprendido, que ni siquiera pensó huir. Luego se apoderó de él furioso
deseo de ponerse en salvo; pero pensó que, comparado con los delgados
franceses que se acercaban saltando como un rebaño de cabras, él
corría como una tortuga. Entonces, distinguiendo á pocos pasos un foso
lleno de maleza y cubierto de hojas secas, saltó á pies juntillas, sin
pensar en la profundidad, que podría tener, como se salta á un río
desde un puente.

Como una flecha pasó á través de las agudas aliagas y de una espesa
capa de espinos que le desgarraron el rostro y las manos, y,
pesadamente, cayó sentado en un lecho de piedras.

Levantó los ojos, y, por el agujero que al pasar había hecho, vió el
cielo. Aquel agujero revelador podía denunciarle, y á gatas se arrastró
con precaución por el fondo de aquella cueva con techo de ramas
enlazadas, y andando lo más de prisa posible para alejarse del lugar
del combate. Luego se detuvo, se sentó, y, como una liebre, se acurrucó
junto á un montón de hojas secas.

Por espacio de media hora oyó tiros, gritos y quejas. Luego, los
clamores de la lucha fueron debilitándose hasta cesar, y todo quedó
silencioso y tranquilo.

Repentinamente, algo se agitó á su lado. Se llevó un susto espantoso,
pero vió que era un pajarito que, posado en una rama, agitaba las
hojas muertas. Y durante una hora, el corazón de Walter Schnaffs latió
apresuradamente.

Llegó la noche, inundando el valle con sus sombras, y el soldado empezó
á pensar. ¿Qué haría? ¿ Qué sería de él? ¿Se reuniría á su ejército?
Pero ¿cómo y por dónde? Preciso sería reanudar la vida de angustias, de
espantos, de fatigas y de sufrimientos que llevaba desde que la guerra
había empezado... ¡No! No se sentía con tanto valor, y ya no tenía la
energía necesaria para soportar las marchas y afrontar los constantes
peligros.

Pero ¿qué hacer? No podía quedarse en aquel foso y ocultarse en él
hasta que terminasen las hostilidades. Claro que no: si no se hubiese
necesitado comer, la perspectiva de permanecer allí no le hubiera
aterrado; pero era preciso comer, y comer todos los días.

Y se encontraba allí solo, armado, en territorio enemigo, y lejos de
los que hubieran podido defenderle. Y continuados escalofríos recorrían
su cuerpo...

De pronto, pensó: «¡Si hubiese caído prisionero!». Y su corazón latió
con violencia con el deseo inmoderado y furioso de ser prisionero de
los franceses. ¡Prisionero! Estaría salvado, alimentado, á cubierto y
al abrigo de las balas y de los sables, sin temores posibles, y en una
cárcel sólida y bien guardada. ¡Prisionero! ¡Qué sueño!

Inmediatamente tomó esta resolución.

--Voy á constituirme prisionero.

Y se levantó resuelto á ejecutar su proyecto sin pérdida de momento.
Pero, quedóse inmóvil y asaltado por mil reflexiones enojosas y por mil
terrores nuevos.

¿Á dónde iría á constituirse prisionero? ¿Cómo? ¿Hacia qué lado?
Espantosas imágenes, imágenes de muerte, se presentaron á sus ojos.

Aventurándose por el campo con su casco puntiagudo, iba á correr
grandes peligros.

¿Y si encontraba á labradores? Al ver á un prusiano perdido, á
un prusiano sin defensa, le matarían como á un perro rabioso. Le
matarían con sus azadones, sus palas, sus picos y sus guadañas. Y
le convertirían en papilla con el encarnizamiento de los vencidos
exasperados.

¿Y si tropezaba con guerrilleros? Esos guerrilleros sin ley ni
disciplina, le fusilarían para pasar un rato, para divertirse un poco
viéndole la cara. Y ya se veía de espalda contra una pared frente á
doce fusiles cuyos ojos redondos y negros parecían mirarle.

¿Y si se encontraba con el ejército francés? Los hombres de la
vanguardia le tomarían por un explorador, por un atrevido, y la
emprenderían á tiros con él. Y ya oía las irregulares detonaciones de
los soldados ocultos entre la maleza, mientras él, de pie en medio del
campo, caía agujereado como una espumadera por las balas que sentía
penetrar en su carne.

Y desesperado volvió á sentarse. Su situación le parecía espantosa,
y cuando llegó la noche, la noche negra y muda, no se atrevió ni á
moverse.

Los ruidos de las tinieblas, ruidos desconocidos y ligeros, le hacían
temblar: y un conejo, al meterse en su conejera, estuvo á punto de
hacer perder el sentido á Walter Schnaffs. Los silbidos de las lechuzas
le desgarraban el alma, y se sentía acometido por miedos repentinos,
dolorosos como heridas. Procurando ver á través de las sombras,
arqueaba las cejas abriendo desmesuradamente los ojos, y á cada
instante creía que andaban á su lado.

Después de interminables horas y de angustias de condenado, distinguió,
á través del techo de ramas, que cenicienta claridad empezaba á inundar
el cielo. Entonces la tranquilidad se apoderó de él, su corazón latió
normalmente, sus ojos se cerraron, y se durmió.

Al despertar le pareció que el sol estaba en la mitad de su carrera;
debían ser las doce. Ni el más ligero ruido turbaba la paz de los
campos, y Walter Schnaffs se dió cuenta de que tenía un hambre atroz.

Bostezaba; la boca se le hacía agua pensando en el chorizo, el rico
chorizo de los soldados, y el estómago le dolió.

Se levantó, dió algunos pasos, sintió que sus piernas apenas podían
sostenerle, y volvió á sentarse para reflexionar. Por espacio de dos ó
tres horas estuvo pesando el pro y el contra de las cosas, cambiando á
cada instante de resolución, combatido, desgraciado, víctima de ideas
contrarias.

Al fin dió con una que se le antojó lógica y práctica; la de acechar el
paso de un aldeano que fuese solo, sin armas y sin útiles de trabajo
que fuesen peligrosos, y salir á su encuentro poniendo su suerte en sus
manos y haciéndole comprender que se rendía.

Entonces se quitó el casco cuyo pico le podía traicionar y con
infinitas precauciones sacó la cabeza por el agujero.

No se veía á nadie... Á lo lejos, á la izquierda, se alzaba una
aldea que enviaba al cielo el humo de sus cocinas. Y á la derecha
se distinguían los árboles de una avenida y un castillo con dos
torreones...

Sufriendo horriblemente, aguardó hasta la noche, sin ver más que el
vuelo de los cuervos y sin oir otra cosa que las quejas sordas de sus
entrañas.

Las sombras se cayeron sobre el valle.

Se tendió en el fondo de su retiro, y allí durmió con sueño febril,
presa de horribles pesadillas, con sueño de hombre hambriento.

La aurora se extendió de nuevo sobre su cabeza: se puso á observar, y
el campo se ofreció á su vista tan solitario como la víspera. Entonces
un miedo espantoso se apoderó de Walter Schnaffs, el miedo á morir
de hambre. Y se veía tendido en su hoyo, boca arriba y con los ojos
cerrados. Luego, bichos pequeños, bichos de todas clases se acercaban
á su cadáver y empezaban á comérselo, atacándole por todas partes á la
vez y deslizándose por debajo de sus vestidos para morderle en la piel
fría. Y un cuervo enorme, con su afilado pico, le arrancaba los ojos.

Imaginando que la debilidad le haría perder el sentido y que no podría
moverse, se volvió loco, y ya se disponía á correr hacia la aldea,
dispuesto á afrontarlo todo, cuando distinguió á tres labradores que
con las palas al hombro se dirigían al campo... y se metió en su
escondrijo.

Pero, en cuanto la noche obscureció la llanura, salió lentamente
del foso, y encorvado y lleno de miedo, palpitándole fuertemente el
corazón, se puso en camino dirigiéndose hacia el castillo, que prefería
á la aldea, pues ésta se le antojaba una madriguera de tigres.

Las ventanas bajas brillaban; una estaba abierta, y de ella salía
fuerte olor á carne asada, olor que, penetrando bruscamente por las
narices de Walter SchnafFs, le llegó hasta el vientre, crispándole,
atrayéndole irresistiblemente, y llenándole el corazón de desesperada
audacia.

Y sin reflexionar y sin quitarse el casco, hizo su aparición en el
marco de la ventana.

Alrededor de una gran mesa comían ocho criados, y de pronto una
jovencita dejó caer el vaso que tenía en la mano, se quedó con la
boca abierta, y con los ojos fijos en la ventana. ¡Todas las miradas
siguieron la suya!

¡Y vieron al enemigo!

¡Santo Dios! ¡Los prusianos atacaban el castillo!

Primero se oyó un grito, un grito compacto que se componía de ocho,
un grito de espanto, horrible, y luego una huida tumultuosa, una fuga
hacia la puerta del fondo. Las sillas caían; los hombres derribaban á
las mujeres y pasaban por encima de ellas, y en dos segundos no quedó
nadie en la habitación, nada más que la mesa cubierta de alimentos que
Walter Schnaffs, de pie junto á la ventana, contemplaba estupefacto.

Después de unos segundos de vacilación se metió dentro de un salto
y avanzó hacia los platos. Su hambre, exasperada, le hacía temblar
febrilmente; pero cierto terror le retenía y le paralizaba. Escuchó. La
casa entera parecía en revolución, y las puertas se cerraban y pasos
rápidos cruzaban el piso superior en todas direcciones. El prusiano,
inquieto, prestaba oído atento á todos esos rumores confusos: luego oyó
ruidos sordos, como si cuerpos pesados cayesen en la blanda tierra, al
pie del muro, cuerpos humanos saltando desde el primer piso...

Luego cesó el movimiento y la agitación, y el gran castillo quedó
silencioso como una tumba.

Walter Schnaffs se sentó ante un plato que nadie había tocado y se puso
á comer. Y comió á dos carrillos, de prisa, como si tuviese miedo que
le interrumpiesen antes de haber tenido tiempo de engullir mucho; y los
trozos de carne iban cayendo en su estómago dilatando la garganta al
pasar. Y de cuando en cuando se detenía próximo á reventar como un tubo
demasiado lleno. Entonces cogía el jarro de la sidra y desembarazaba el
esófago como quien lava un conducto obstruido.

Vació todos los platos, todas las fuentes y todas las botellas; y
repleto de tanto comer, y borracho por haber bebido tanto, embrutecido,
congestionado, sacudido por el hipo, turbia la imaginación y grasienta
la boca, se desabrochó el uniforme para soplar, pues no podía dar ni un
paso. Sus ojos se cerraron, sus ideas se obscurecieron, apoyó la pesada
frente en los brazos, cruzados sobre la mesa, y, dulcemente, perdió la
noción de los hechos y de las cosas.

                   *       *       *       *       *

La luna, en cuarto menguante, alumbraba vagamente el horizonte por
encima de los árboles del parque. Era esa hora fría que precede al
amanecer.

Por los macizos y entre los árboles cruzaban muchas sombras,
silenciosas y mudas, y á veces la luz de la luna hacía brillar en las
sombras una punta de acero.

El castillo, tranquilo, erguía su enorme silueta negra. Sólo dos
ventanas brillaban aún en la planta baja.

De pronto una voz tonante rugió:

--¡Adelante, hijos míos! ¡Adelante! ¡Al asalto!

Y en un momento las puertas, los postigos y los cristales saltaron
cediendo á una avalancha de hombres que lo rompía todo, lo hundía todo
y entraba en el castillo invadiéndolo. Un segundo después, cincuenta
soldados armados hasta los dientes hicieron irrupción en la cocina
donde Walter Schnaffs dormía pacíficamente, y poniéndole en el pecho
cincuenta fusiles cargados, le derribaron, le sacudieron, le golpearon
y le ataron pies y manos.

El pobrecillo, asustado y demasiado embrutecido para comprender, se
moría de miedo.

Y un militar gordo y cubierto de galones de oro, le plantó el pie en el
vientre vociferando:

--Eres mi prisionero, ¡ríndete!

Y el prusiano, que sólo había comprendido la palabra «prisionero»
gemía: «_ya, ya, ya_».

Y le levantaron y le ataron á una silla y fué examinado con viva
curiosidad por los vencedores, que soplaban como ballenas. Y muchos de
ellos, no pudiendo resistir la emoción y la fatiga, se sentaron.

Y el otro sonreía, sonreía, pues al fin le habían hecho prisionero.

Entró un oficial y preguntó:

--Mi coronel ¿qué hacemos? Los enemigos han huido y parece que les
hemos hecho muchos heridos. Hemos quedado dueños de la plaza.

El militar gordo, que se enjugaba la frente, vociferó: «¡Victoria!».

Y en una agenda comercial que sacó de uno de sus bolsillos, escribió:

«Después de encarnizada lucha, los prusianos han tenido que batirse
en retirada, llevándose á sus muertos y á sus heridos. Se calculan en
cincuenta los hombres que han quedado fuera de combate. Algunos han
quedado en nuestro poder».

El joven oficial añadió:

--Mi coronel, ¿qué disposiciones debo tomar?

El coronel respondió:

--Vamos á replegarnos para evitar que vuelvan á la ofensiva con fuerzas
superiores y artillería.

Y dió orden de volver á marchar.

La columna se formó de nuevo en la sombra, al pie de los muros del
castillo, y se puso en movimiento envolviendo por todas partes á Walter
Schnaffs, agarrotado y sostenido por seis guerreros revólver en mano.

Se enviaron avanzadas para explorar el camino, y adelantaban con
prudencia, deteniéndose de trecho en trecho.

Al amanecer llegaron á la subprefectura de la Roche-Oysel, cuya guardia
nacional había llevado á cabo este hecho de armas.

La población esperaba ansiosa y sobrexcitada, y cuando distinguió el
casco del prisionero, resonó inmenso clamor. Las mujeres levantaban los
brazos, las viejas lloraban, un vejete cojo tiró su muleta al prusiano,
y en vez de darle hirió en la nariz á uno de sus guardianes.

El coronel gritaba:

--Velad por la seguridad del cautivo.

Al fin llegaron al Ayuntamiento. La cárcel se abrió, y en ella metieron
á Walter Schnaffs, libre de toda ligadura. Pero, alrededor del edificio
montaron la guardia doscientos hombres armados.

Entonces, y á pesar de los síntomas de indigestión que desde hacía
rato le atormentaban, el prusiano, loco de alegría, empezó á bailar, á
bailar sin descanso, levantando los brazos, las piernas, y dando gritos
frenéticos hasta que, agotadas sus fuerzas, cayó juntó á la pared.

¡Le habían hecho prisionero! ¡Estaba salvado!

Y así fué como el castillo de Champignet se rescató de manos del
enemigo, después de seis horas de ocupación.

Y el coronel Ratier, mercader de paño, que realizó la hazaña al frente
de los guardias nacionales de la Roche-Oysel, fué condecorado.




                              LA SILLERA


Terminaba la comida de apertura de caza en casa del marqués de Bertrán.
Once cazadores, ocho mujeres jóvenes, y el médico del lugar, estaban
sentados alrededor de la gran mesa profusamente iluminada y cubierta de
frutas y de flores.

Se habló de amor, y se inició tremenda discusión, la discusión eterna
para saber si se podía amar verdaderamente una ó varias veces. Y se
citaron ejemplos de gentes que no habían tenido más que un amor formal;
y se citaron otros ejemplos de gentes que habían amado con violencia
frecuentemente. Los hombres, en general, pretendían que la pasión, como
las enfermedades, puede atacar varias veces al mismo ser, y atacarle
y matarle si se oponen obstáculos á su paso. Aun cuando este modo de
ver apenas admitía réplica, las mujeres, cuya opinión se fundaba en
la poesía mucho más que en la observación, aseguraban que el amor, el
amor verdadero, el gran amor, sólo podía ser sentido una vez por los
mortales, y que ese amor, semejante al rayo, cuando caía en un corazón,
éste quedaba tan vacío, devastado é incendiado, que ningún sentimiento
poderoso ni ningún sueño podían germinar de nuevo en él.

El marqués, que había amado mucho, combatía vivamente esta creencia:

--Yo les digo que se puede amar varias veces con todas las fuerzas y
con toda el alma. Ustedes me nombran gentes que se han matado por amor,
presentándolos como prueba de la imposibilidad de una segunda pasión. Y
yo replicaré que si no hubiesen cometido la tontería de suicidarse, que
les suprimía todas las probabilidades de recaer, se hubieran curado:
se hubieran curado y hubieran vuelto á empezar, y así siempre, hasta
que hubiesen muerto de muerte natural. Los enamorados son como los
borrachos. Quien ha bebido, beberá; quien ha amado, amará. Es cuestión
de temperamento.

Se eligió por árbitro al doctor, viejo médico parisiense, que se había
retirado al campo, y se le rogó que diese su opinión.

Precisamente no tenía.

--Como el marqués ha dicho muy bien--contestó,--es cuestión de
temperamento. Con respecto á mí, sé de una pasión que duró cincuenta y
cinco años sin un día de descanso y que sólo terminó con la muerte.

La marquesa aplaudió.

--¡Hermoso es esto!--dijo.--¡Verse amado así, es ideal! ¡Qué felicidad,
vivir cincuenta y cinco años envuelto con ese afecto encarnizado y
penetrante! ¡Cuán dichoso debió ser y cuánto debió bendecir la vida
aquel á quien adoraron de este modo!

El médico sonrió.

--Efectivamente, señora, con respecto á este punto no se equivoca
usted, porque el ser amado fué un hombre. Y usted le conoce: es el
farmacéutico del burgo, el señor Chouquet... Y también ha conocido
usted á la mujer: fué la vieja sillera, la que componía sillas y todos
los años venía el castillo. Pero, voy á procurar explicarme mejor.

El entusiasmo de las mujeres había decaído y su contrariado rostro
decía claramente «¡Bah!», como si el amor únicamente pudiese anidar en
las almas de seres delicados y distinguidos, únicos que merecen interés
á los aristócratas.

El médico continuó.

--Hace tres meses me llamaron para que asistiese á esa mujer en su
lecho de muerte. La víspera había llegado en el carro que le servía de
casa, que tiraba la yegua que ustedes conocen, y acompañada por sus dos
grandes perros negros, sus amigos y guardianes. El cura ya estaba allí.
Nos nombró sus albaceas testamentarios, y, para revelarnos el sentido
exacto de sus voluntades, nos contó toda su vida. Yo no conozco nada
tan singular ni más conmovedor.

Su padre había sido sillero, su madre sillera, y ella no había tenido
nunca casa plantada en el suelo.

Desde pequeña, vagaba harapienta y sórdida, deteniéndose á la entrada
de los pueblos y á lo largo de los fosos. Desenganchaban, pacía el
caballo, dormía el perro con la cabeza entre las patas, y la niña se
revolcaba por la hierba mientras sus padres, sentados á la sombra
de los árboles del camino, arreglaban todas las sillas viejas de la
localidad. Y en aquella morada ambulante se hablaba poco. Después de
las palabras precisas para decidir quién recorrería las casas gritando
«¡El sillero!», empezaban á preparar juncos y pajas uno frente á otro.
Cuando la niña se iba demasiado lejos ó intentaba trabar relaciones con
algún galopín de la aldea, la voz colérica del padre la llamaba con
un «Quieres acercarte, sinvergüenza», que eran las únicas palabras
tiernas que oía.

Cuando fué mayor la enviaron en busca de asientos de sillas averiados,
y entonces hizo amistad con algunos chiquillos; pero esta vez eran los
padres de sus nuevos amigos quienes llamaban brutalmente á sus rapaces
diciéndoles: «Ven acá, sinvergüenza, y cuidado que te vuelva á pillar
hablando con esa zarrapastrosa».

Á veces, los chicuelos la tiraban piedras.

Unas señoras la dieron unos cuartos que ella guardó cuidadosamente.

Un día,--tenía entonces once años--al pasar por esta comarca, encontró
al pequeño Chouquet, que lloraba detrás del cementerio porque un
compañero le había robado unos ochavos. Y las lágrimas de aquel
burguesito, uno de aquellos pequeñuelos que su frágil cabecita de
desheredada imaginaba siempre contentos y risueños, la revolvieron
toda. Se acercó á él, y cuando se hubo enterado de las causas de su
aflicción, le dió todas sus economías, treinta y cinco céntimos,
que el chiquillo tomó enjugándose las lágrimas. Y entonces, loca de
alegría, tuvo la audacia de darle un beso. Como él miraba los cuartos
atentamente, se lo dejó dar, y ella, viendo que no la rechazaba ni
pegaba, se hartó de besarle y luego echó á correr.

¿Qué pasó por su miserable cabeza? ¿Se consagró á aquel chiquillo
porque le había sacrificado su fortuna de vagabunda ó porque le había
dado su primer beso lleno de ternura? El misterio es siempre el mismo
tanto para los pequeños como para los mayores.

Por espacio de meses y meses soñó con aquel rincón de cementerio y con
aquel chiquillo; y con la esperanza de volver á verle, robó un día á
sus padres cinco céntimos, otro día otros cinco, ora rebajándolos de
una compostura, ora sisándolos cuando iba á comprar algo.

Y cuando volvió tenía dos francos; pero sólo pudo ver al pequeño
farmacéutico, muy limpito y muy bien arreglado, tras los cristales de
la tienda de su padre, entre un bocal rojo y una solitaria.

Y le quiso más y más, seducida, emocionada, extasiada ante la hermosura
de aquella agua coloreada y aquella apoteosis de brillantes cristales.

Ella conservó su recuerdo indeleble, y cuando al año siguiente le
encontró jugando á los bolos con sus compañeros detrás de la escuela,
se arrojó sobre él, le estrechó entre sus brazos, y le besó con tanta
violencia que él se puso á chillar. Entonces, para tranquilizarle, le
dió su dinero: tres francos veinte céntimos, un verdadero tesoro que él
miraba con ojos desmesuradamente abiertos.

Los tomó, y se dejó acariciar cuanto ella quiso.

Por espacio de cuatro años ella vertió en sus manos cuanto tenía,
y él embolsaba los cuartos concienzudamente á cambio de los besos
consentidos. Una vez fueron seis reales, otra vez dos francos, otra
doce reales--ese día lloró de pena y de humillación, pero el año había
sido muy malo--y, la última vez, cinco francos, una moneda grande y
redonda que le hizo reir con alegría.

No pensaba más que en él, y él esperaba su regreso con impaciencia y al
verla salía á su encuentro, lo que era causa de que el corazón de la
niña latiese con violencia.

Después, él desapareció. Le habían enviado al colegio. Ella lo supo
interrogando hábilmente, y entonces usó de infinita diplomacia para
cambiar el itinerario de sus padres y hacerles pasar por aquí en época
de vacaciones. Lo consiguió, pero después de un año de astucias. Hacía
dos años que no le había visto y apenas logró reconocerle: tanto había
cambiado, crecido, y tan guapo estaba con su chaqueta con botones
dorados. Él fingió no verla y pasó orgulloso por su lado.

La pobrecita estuvo dos días llorando, y desde entonces sufrió sin
cesar.

Volvía todos los años, y pasaba cerca de él sin atreverse á saludarle y
sin que él se dignase fijar los ojos en ella. Le quería con delirio, y
me dijo: «Es el único hombre que he visto en la tierra, señor doctor, y
ni siquiera sé si los otros han existido».

Murieron sus padres, y ella continuó su oficio; pero en vez de un
perro llevó dos, dos perros terribles que nadie se hubiera atrevido á
desafiar.

Un día, al llegar á esta aldea, en donde había dejado su corazón, vió á
una mujer joven que salía de la tienda de Chouquet apoyada en el brazo
de su adorado. Era su mujer; se había casado.

Por la noche se arrojó á la charca que está en la plaza de la Alcaldía.
Un borracho retrasado la sacó y la llevó á la farmacia. El hijo
Chouquet bajó con bata para asistirla, y sin dar muestras de conocerla
la desnudó, la friccionó y le dijo con voz dura: «¡Usted está loca! ¡No
hay que llegar á esos extremos!».

Y eso bastó para curarla, ¡Él le había dirigido la palabra! Y se sintió
dichosa...

Por más que ella insistió mucho para pagarle, él se negó á aceptar
ninguna remuneración por sus cuidados...

Y así vivió siempre; arreglando sillas y pensado en Chouquet, á quien
todos los años veía detrás de sus cristales. Ella se acostumbró á
comprar en su casa los medicamentos, y así, le veía de cerca, le
hablaba, y le daba dinero.

Como he dicho al principiar mi narración, murió esta primavera. Después
que me hubo contado su triste historia, me rogó que entregase todas
sus economías al que tanto había querido, economías que había reunido
privándose hasta de comer, y sólo para que, después de muerta, tuviese
que pensar en ella siquiera una vez.

Me dió dos mil trescientos veintisiete francos. Di al señor cura los
veintisiete francos para los gastos del entierro, y me llevé los otros
cuando hubo exhalado el último suspiro.

Al día siguiente fuí á casa de los Chouquet. Acababan de almorzar, uno
frente á otro, colorados, oliendo de lejos á productos farmacéuticos,
dándose importancia y satisfechos.

Me hicieron sentar, me ofrecieron un kirsch, y lo acepté: y con emoción
sincera empecé mi discurso convencido de que les haría llorar.

En cuanto hubo comprendido que la vagabunda le había amado, la
vagabunda, la sillera, Chouquet no pudo contener su indignación, como
si hubiese manchado su fama, como si le hubiese robado la estima de las
gentes honradas, su honor íntimo, algo delicado que hubiese preferido á
la vida.

Su mujer, tan exasperada como él, repetía: «Esa mendiga, esa mendiga,
esa mendiga», sin que acertase á decir otra cosa.

Él se había levantado, y, á grandes pasos, con el gorro griego caído
sobre la oreja, iba de un extremo al otro de la habitación. Y balbució:
«¿Se entiende esto, doctor? Para un hombre no puede darse nada más
horrible. ¿Qué hacer? ¡Oh! Si hubiese podido figurármelo mientras
vivió, la hubiera hecho prender por los gendarmes, meterla en la
cárcel, de donde no habría salido más, lo aseguro».

El resultado de mi piadosa comisión me dejaba estupefacto. No sabía
qué decir ni qué hacer; pero preciso era llegar al fin y añadí:
«Me ha encargado que le entregue sus ahorros, que ascienden á dos
mil trescientos francos; pero como lo que acabo de decir le es tan
desagradable, lo mejor será que se distribuya ese dinero entre los
pobres».

El hombre y la mujer me miraron sin saber lo que les pasaba.

Saqué el dinero del bolsillo, miserable dinero de todos los países y de
todas las marcas, oro y calderilla mezclados, y luego pregunté:

--¿Qué deciden ustedes?

La señora Chouquet habló primero.

--Pero--dijo--puesto que es la última voluntad de esa mujer... me
parece que no podemos negarnos á aceptar...

Y el marido, algo confuso, añadió:

--Con esto podríamos comprar algo para los chicos.

Y contesté con sequedad:

--Como ustedes quieran.

Entonces Chouquet agregó:

--Bueno, venga el dinero; ya encontraremos medio de emplearlo en una
obra buena.

Yo entregué el dinero, saludé y salí.

Al día siguiente Chouquet vino á encontrarme y me dijo: «Esa... esa
mujer ha dejado aquí su carro. ¿Qué hace usted de él?».

--Yo, nada. Si lo quiere, tómelo.

--Muy bien. Haré una cabaña para mi huerta.

Se fué, pero yo le llamé para decirle: «También ha dejado el caballo y
sus dos perros. ¿Los quiere?». Se quedó un momento sin contestar, pero
al fin dijo: «No, de ninguna manera. ¿Qué quiere que haga con ellos?
Disponga de todo como se le antoje...». Se puso á reir, y me tendió
la mano que yo estreché. Qué quieren; en un pueblo, el médico y el
boticario no pueden ser enemigos.

Yo tengo los dos perros. El cura, que tiene un patio grande, se quedó
con el caballo. El carro sirve de cabaña á Chouquet, y con el dinero ha
comprado cinco acciones del ferrocarril.

Ése es el único amor profundo que he encontrado en mi vida».

El médico calló.

Y la marquesa, que tenía los ojos lleno de lágrimas, suspiró y dijo:
«Decididamente, sólo las mujeres saben querer».




                               DIONISIO


                                   I

El señor Marambot abrió la carta que su criado Dionisio le entregaba, y
sonrió.

Hacía veinte años que Dionisio estaba en la casa y era un hombrecito
tripudo y jovial, que en la comarca se citaba siempre como modelo de
criados. Viendo sonreir á su amo, preguntó:

--¿El señor está contento? ¿El señor ha tenido buenas noticias?

Marambot no era rico. Farmacéutico de aldea, retirado y solterón, vivía
con una corta rentita penosamente adquirida vendiendo drogas á los
labradores. Á la pregunta de Dionisio contestó:

--Sí, una buena noticia. El tío Malois retrocede ante el pleito con
que le amenazo, y mañana recibiré mi dinero. Cinco mil francos siempre
vienen bien.

Y el señor Marambot se frotó las manos. Era hombre de carácter
resignado, más triste que alegre, incapaz de producir un esfuerzo
prolongado, y perezoso hasta para sus negocios.

Es muy cierto que hubiera podido ganar más aprovechando la muerte
de compañeros suyos establecidos en centros de importancia, yendo á
ocupar su puesto y quedándose con sus parroquianos; pero la idea de
las diligencias que precisaba hacer y las contrariedades de la mudanza
le habían retenido constantemente, y, después de dos ó tres días de
pensarlo, se decía:

--La próxima vez. Nada se pierde con esperar, y tal vez encuentre algo
más conveniente.

Por el contrario, Dionisio pretendía llevar á su amo por el camino de
los negocios. Muy activo, muy enérgico, repetía constantemente:

--Si yo hubiese tenido un capital inicial, hubiera hecho fortuna. Mil
francos nada más y hoy sería rico.

Marambot sonreía, no contestaba, y salía al jardinito por donde paseaba
con las manos cruzadas por detrás y siempre pensando en las musarañas.

Aquel día, Dionisio lo pasó cantando canciones de su tierra y, al
parecer, contentísimo. Y estuvo haciendo gala de inusitada actividad,
limpiando todos los cristales de la casa y frotándolos con ardor.

Marambot, asombrado ante tanto celo, sonrió varias veces, y dijo:

--Muchacho, si así trabajas todo el día, mañana no tendrás nada que
hacer.

Al día siguiente, á las nueve, el cartero entregó á Dionisio cuatro
cartas para su amo, una de las cuales pesaba mucho. Inmediatamente,
Marambot se encerró en su habitación y no salió de ella hasta media
tarde, que envió á su criado al correo para que franquease cuatro
sobres. Uno iba dirigido á Malois, y sin duda contenía el recibo del
dinero.

Dionisio no preguntó nada á su amo, que estaba tan triste y sombrío
como alegre había estado la víspera.

Llegó la noche, y Marambot, á la hora de costumbre, se acostó y se
durmió.

Ruido extraño le despertó. Se sentó en la cama y escuchó atentamente.
La puerta se abrió de pronto, y en el hueco apareció Dionisio con una
bujía en la mano, un gran cuchillo de cocina en la otra, fijos los
ojos, mejillas y labios contraídos como los de aquellos á quienes agita
terrible emoción, y tan pálido que parecía un espectro.

Marambot, sin comprender una jota de todo aquello, le creyó víctima de
un ataque de sonambulismo, y ya se disponía á levantarse para correr á
su encuentro, cuando el criado mató la luz de un soplo y se precipitó
hacia la cama. Su amo tendió las manos hacia delante para amortiguar
el choque que le tendió boca arriba, y procuró sujetar los brazos del
criado, al que entonces creía víctima de un ataque de locura, con
objeto de parar los precipitados golpes que le asestaba.

La primera herida la recibió en el hombro, la segunda en la frente y
la tercera en el pecho. Y luchaba desesperadamente, agitándose en la
obscuridad, dando puntapiés en todas direcciones y gritando:

--¡Dionisio! ¡Dionisio! ¿Te has vuelto loco? Vamos, Dionisio...

Pero el otro, jadeante, se encarnizaba, y aunque rechazado por un
puntapié unas veces, por un puñetazo otras, volvía á la carga con
furia. Y Marambot recibió aún dos heridas en las piernas y una en el
vientre; pero como una idea acudiese repentinamente á su imaginación,
dijo gritando:

--Acaba, acaba Dionisio, no he recibido el dinero.

Y el hombre se detuvo instantáneamente, y su amo oyó su respiración que
parecía un silbido.

Marambot añadió:

--No he recibido nada: Malois se desdice, y pleitearemos; por esto te
he enviado con tantas cartas al correo. Pero, mejor será que leas las
que están encima de mi escritorio.

Y haciendo un esfuerzo supremo, se apoderó de los fósforos que tenía en
la mesita de noche y encendió la vela.

Estaba cubierto de sangre, y la pared estaba llena de salpicaduras.
Las sábanas y las cortinas parecían rojas, y Dionisio, ensengrantado
también, estaba de pie en medio de la habitación.

Cuando Marambot vió todo esto, se creyó muerto y perdió el conocimiento.

Volvió en sí al romper el alba, y parmaneció largo rato sin recobrar el
sentido ni comprender ni acordarse de nada. Pero de pronto, el recuerdo
del atentado y el de las heridas volvió á su imaginación, y el miedo
que se apoderó de él fué tan grande, que, para no ver nada, cerró
los ojos. Pasados los primeros minutos de horrible espanto, se calmó
y empezó á reflexionar. No estaba muerto, y por lo tanto aún podía
salvarse. Se sentía débil, muy débil, y aunque en distintas partes de
su cuerpo le molestaban dolores agudos como pinchazos, el sufrimiento
se podía soportar. También se sentía helado, mojado y oprimido, como
si innumerables vendas le estrechasen por todas partes. Creyó que la
humedad era ocasionada por la sangre vertida y estremecimientos de
angustia le sacudieron al pensar en el rojo líquido que de sus venas
había salido para empapar la cama. La idea de presenciar otra vez aquel
horrible espectáculo le alteraba lo indecible, y permanecía con los
ojos cerrados, apretando los párpados con fuerza, como si fuesen á
abrirse á pesar suyo.

¿Qué había sido de Dionisio? Probablemente habría escapado.

Pero, él, Marambot, ¿qué haría? ¿Pediría socorro á gritos? Ahora bien,
era indudable que al hacer un solo movimiento sus heridas se abrirían
de nuevo y caería muerto, extenuado, sin una gota de sangre en las
venas.

De pronto oyó que abrían la puerta de su habitación, y su corazón cesó
de latir. Seguramente era Dionisio que venía á rematarle. Contuvo
la respiración para que el asesino le creyese del todo muerto, pero
sintió que levantaban las sábanas y que le palpaban el vientre. Dolor
vivísimo, cerca de la cadera, le hizo estremecer... Con mucha suavidad
le lavaban con agua fresca. Sin duda habían descubierto el crimen y
le cuidaban para salvarle. Loca alegría se apoderó de él; pero por
prudencia, y para no dar muestras de haber recobrado el conocimiento,
no hizo más que entreabrir un ojo, uno solo, y eso tomando infinitas
precauciones.

Á un lado, y de pie, reconoció á Dionisio, á Dionisio en persona.
¡Misericordia! Y precipitadamente, volvió á cerrar el ojo.

¡Dionisio! ¿Qué hacía á su lado? ¿Qué quería? ¿Qué horrible proyecto
podía alimentar aún?

¿Qué hacía?... ¡Pues le estaba lavando para que desapareciesen las
huellas! ¿Se propondría enterrarle en el jardín, dos metros bajo
tierra, para que nadie le encontrase?

Y Marambot se puso á temblar tan fuerte, tanto, que todos sus miembros
palpitaban.

Se decía para su capote: «Estoy perdido, perdido». Y apretaba los
párpados desesperadamente para no ver cómo le asestaban la última
puñalada. No la recibió. Entre tanto, Dionisio le levantaba, le cubría
con una sábana, y le curaba la herida de la pierna con escrupuloso
cuidado, como había aprendido á hacerlo en los tiempos en que su amo
ejercía de farmacéutico.

Un hombre del oficio no podía vacilar ni un instante: su criado,
después de haber intentado matarle, quería salvarle.

Y entonces Marambot, con voz doliente, le dió un consejo práctico:

--Haz los lavados y las curas con agua cortada con alquitrán
saponificado.

Dionisio respondió:

--Eso es lo que hago, mi amo.

Entonces Marambot abrió los dos ojos.

Ni en la cama, ni en la habitación, ni en el asesino, había huellas de
sangre. Y el herido estaba extendido entre sábanas blanquísimas.

Los dos hombres se miraron fijamente, y Marambot pronunció con dulzura:

--Has cometido un gran crimen.

Dionisio respondió:

--Reparándolo estoy. Y si el señor no me denuncia, le serviré con la
misma fidelidad que antes.

No era aquella, ocasión para mostrarse duro con el criado, y Marambot,
cerrando los ojos, articuló:

--Te juro que no te denunciaré.


                                  II

Dionisio salvó á su amo: pasó noches enteras sin dormir ni salir de
la habitación del enfermo, le preparó las medicinas, las tisanas, las
pociones, le tomaba el pulso contando ansiosamente las pulsaciones,
y le cuidó con la habilidad de un enfermero y con la abnegación de un
hijo.

Le preguntaba á cada momento:

--Y bien, mi amo ¿cómo se encuentra usted?

Á lo que Marambot contestaba con voz débil:

--Un poco mejor, muchacho, muchas gracias.

Y cuando el herido despertaba por la noche, sucedía con frecuencia
que sorprendía á su guardián llorando en su butaca y enjugándose
silenciosamente los ojos.

Jamás el ex farmacéutico se había visto tan cuidado ni tan mimado. En
un principio se había dicho:

--Cuando esté restablecido me desembarazaré de ese granuja.

Pero, á pesar de que ya estaba en pleno período de convalecencia,
retardaba el momento de separarse del que había pretendido asesinarle.
Pensaba que nadie hubiera tenido con él tantas atenciones, y le anunció
que había depositado un testamento en casa de su notario en el que, si
un nuevo accidente le ocurría, le denunciaba.

Esta precaución pareció que le ponía á cubierto de toda nueva
tentativa, y se preguntaba si no sería prudente conservar á su lado á
aquel hombre, claro está que vigilándole atentamente.

Lo mismo que en otros tiempos, cuando vacilaba para adquirir una
farmacia más importante, no podía decidirse á adoptar una resolución.

--Siempre llego á tiempo,--se decía.

Y como Dionisio continuaba dando pruebas de ser un servidor
incomparable y Marambot estaba completamente restablecido, le conservó
á su lado.

Ahora bien, una mañana, cuando concluía de almorzar, le sorprendió
un ruido extraordinario que procedía de la cocina. Allí se dirigió
y encontró que dos gendarmes sujetaban á Dionisio. Gravemente, el
brigadier tomaba notas en su cuaderno.

En cuanto vió á su amo, el criado se puso á sollozar diciendo:

--Me ha denunciado usted y eso no esta bien porque al hacerlo ha
faltado á lo que me había prometido. Ha faltado usted á su palabra de
honor, señor Marambot, y eso no está bien, no está bien...

Marambot, estupefacto y desolado al ver que se ponía en tela de juicio
su lealtad, levantó la mano diciendo:

--Ante Dios te juro, muchacho, que no te he denunciado. Ignoro cómo
los señores gendarmes han podido tener noticia de que habías intentado
asesinarme.

El brigadier se estremeció:

--¿Dice usted, señor Marambot, que intentó asesinarle?

El farmacéutico, sin saber lo que decía, respondió:

--Sí, sí... pero yo ni le he denunciado ni he dicho nada... Juro que no
he dicho nada... Desde entonces me ha servido admirablemente..

El brigadier, muy severamente, dijo:

--Tomo nota de cuanto acaba usted de decir, y crea señor Marambot, que
la justicia apreciará este nuevo motivo que ignoraba. Tengo la comisión
de detener á su criado por haber robado dos patos al señor Duhamel,
de cuyo delito hay testigos. Ruego á usted, señor Marambot, que me
perdone, pero tengo que dar cuenta de su declaración.

Y volviéndose hacia sus hombres agregó:

--Vamos, en marcha.

Y los gendarmes se llevaron á Dionisio.


                                  III

El abogado acababa de alegar la locura y apoyaba uno en otros los dos
delitos para dar más fuerza á su argumentación. Y había demostrado
claramente que el robo de los dos patos procedía del mismo estado
mental que las ocho puñaladas dadas en la persona del señor Marambot.
Finalmente había analizado todas las fases de ese estado pasajero de
alienación mental que sin duda cedería después de algunos meses de
tratamiento en una excelente casa de salud. De manera entusiasta había
hablado de la continuada abnegación del honrado servidor, y de los
incomparables cuidados con que había rodeado á su amo, por él herido en
un momento de extravío.

Este recuerdo, que conmovió hasta el fondo del alma á Marambot, hizo
que se le llenasen los ojos de lágrimas.

El abogado lo advirtió, extendió los brazos desplegando las anchas
mangas de su toga, negras como las alas de un cuervo, y con entonación
vibrante exclamó:

--Fíjense, fíjense los señores jurados en esas lágrimas. Ahora ¿qué
podré decir en favor de mi defendido? ¿Qué discurso, qué razonamientos
y qué argumentos han de tener más fuerza que esas lágrimas de su amo?
Dicen mucho más de lo que yo puedo decir, y hablan más alto que la ley.
Esas lágrimas dicen á gritos: «¡Perdón para el insensato de una hora!»
Esas lágrimas imploran, absuelven, bendicen...

Y se calló.

Entonces el presidente se volvió hacia Marambot, cuya declaración
había sido excelente para su criado, y le preguntó:

--Pero en fin, caballero, aun admitiendo que usted haya considerado á
ese hombre como á un demente, eso no explica que le conservase á su
lado, pues no por esto dejaba de ser peligroso.

Á lo que Marambot, enjugándose los ojos, contestó:

--Qué quiere el señor presidente... en estos tiempos es tan difícil
encontrar buenos criados, que seguramente hubiese perdido cambiando.

Y Dionisio fué absuelto, y por cuenta de su amo le enviaron á una casa
de orates.




                             EL CORDELITO


Como era día de mercado, los campesinos, hombres y mujeres, llenando
las carreteras de las cercanías de Goderville, se encaminaban hacia la
aldea. Los hombres avanzaban andando pausadamente, inclinando el cuerpo
hacia delante á cada movimiento de sus torcidas piernas deformadas por
tan rudo trabajo, cual es apalancar en el arado que hace que el hombro
izquierdo suba y se desvíe el talle, ó segar el trigo, que obliga á
separar las rodillas para mantenerse con mayor firmeza, y por todas
las lentas y penosas faenas de los campos. Su blusa azul, almidonada,
brillante como si la hubiesen barnizado, con el cuello y bocamangas
adornados con fino dibujo de hilo blanco, se hinchaba alrededor del
nervudo cuerpo y semejaba un globo del que saliesen una cabeza, dos
brazos y dos piernas.

Unos tiraban de una cuerda á cuyo extremo estaba una vaca ó un ternero,
y sus mujeres, andando tras el animal, le azotaban los cuartos traseros
con una rama, llena aún de hojas, con objeto de acelerar la marcha.
Ellas llevaban al brazo grandes cestos, y por los lados pollos y patos
asomaban sus cabezas; andaban con paso más corto, y más lijero que
sus maridos; seco el talle, erguido y cubierto con una toquilla que
sobre el aplastado pecho sujetaba un alfiler, y la cabeza, envuelta con
blanco lienzo que aprisionaba los cabellos, rematada con una cofia.

Detrás, al sacudido trote de un caballejo, pasaba un carricoche, y
mientras en la delantera iban sentados dos hombres, en la parte de
atrás del vehículo, agarrada con fuerza á los bordes para atenuar el
traqueteo, se parecía una mujer.

La muchedumbre invadía la plaza de Goderville: una mezcolanza de seres
humanos y de bestias. Los cuernos de los bueyes, los altos sombreros
de largo pelo de los labradores ricos, y las cofias de las campesinas,
eran las únicas cosas que sobresalían. Y las voces agudas y chillonas
formaban continuo y salvaje clamor que á veces dominaba el potente
grito de un labrador robusto y alegre ó el prolongado mugido de una
vaca atada al muro de una casa.

Y de allí se emanaba olor á establo, á leche, á estercolero, á heno y
á sudor, y de allí se desprendía ese sabor agrio, horrible, humano y
bestial, tan peculiar en las gentes del campo.

El tío Hauchecorne, de Bréauté, acababa de llegar á Goderville y se
dirigía hacia la plaza, cuando vió un cordelito en el suelo. Y el
tío Hauchecorne, que como buen normando era muy económico, pensó que
todo se debía recoger porque todo podía servir: y muy penosamente,
pues sufría dolores reumáticos, se agachó. Cogió del suelo la delgada
cuerdecita, y ya se disponía á arrollarla cuidadosamente cuando
observó que el tío Malandain, el guarnicionero, plantado en el umbral
de su puerta, le miraba con fijeza. En otros tiempos habían estado
en relaciones, pero se habían enfadado, y los dos eran rencorosos.
El tío Hauchecorne, al verse sorprendido por su enemigo recogiendo
un cordelito del lodo, sintió vergüenza, y primero escondió lo que
había encontrado bajo su blusa, y luego lo metió en el bolsillo de su
pantalón. Hizo después como si buscase algo por el suelo, algo que no
encontrase, y encorvado por sus dolores se encaminó hacia el mercado.

Pronto se perdió entre la muchedumbre chillona y lenta, agitada por
interminables regateos, y pasó por entre los campesinos que palpaban
las vacas, iban y venían perplejos, siempre con el temor de que les
engañasen, no atreviéndose á decidirse nunca y espiando la mirada del
vendedor tratando de descubrir sin lograrlo, la astucia del hombre y el
defecto de la bestia.

Las mujeres, que habían depositado en el suelo sus grandes cestos,
habían sacado de ellos á las aves que yacían con las patas atadas,
asustados los ojos, la cresta escarlata.

Escuchaban las proposiciones, mantenían firmemente sus precios con
rostro impasible, y á veces, aceptando de pronto la rebaja propuesta,
llamaban al comprador que se alejaba lentamente, diciéndole:

--Hecho, tío Anthime. Se lo doy.

Luego, poquito á poco, la plaza quedó vacía y las campanas sonaron las
doce. Y, los que aún estaban allí, se distribuyeron por los mesones.

En casa de Jourdain la sala grande estaba llena de bote en bote, del
mismo modo que el amplio patio estaba totalmente ocupado por vehículos
de todas clases, que al cielo levantaban, cual si fuesen brazos, las
varas, ó estaban con el hocico en tierra y el trasero al aire.

La inmensa chimenea, en la que ardía vivísima y alegre lumbre,
iluminaba las espaldas de cuantos estaban comiendo sentados al lado
derecho de la mesa. Tres asadores, cargados de pollos, pichones y
piernas de carnero, daban vueltas sin cesar, y delicioso olor de carne
asada se esparcía por el ambiente despertando las alegrías y llenando
de agua las bocas.

Toda la aristocracia del arado comía allí, en casa del tío Jourdain,
hostelero y chalán, un pícaro que tenía sus dineritos. Y todos hablaban
de sus negocios, de sus compras y de sus ventas, y se hablaba también
de las cosechas. El tiempo era bueno para el forraje, pero malo para el
trigo.

De pronto el redoble de un tambor sonó en el patio, delante de la casa;
todos se pusieron en pie, excepción hecha de algunos indiferentes,
y corrieron á la puerta y á las ventanas con la boca llena y la
servilleta en la mano.

Cuando el redoble hubo terminado, el pregonero público, con voz cascada
y á contratiempo, hizo oir lo que sigue:

--Se hace saber... á los habitantes de Goderville y en general á todas
las personas... presentes en el mercado, que esta mañana se ha perdido,
en el camino de Beuzeville, entre las nueve y las diez... una cartera
de cuero negro conteniendo quinientos francos y papeles de interés.
Lo cual se ruega sea entregado incontinente... ó en la alcaldía ó en
casa de Fortunato Houlbrègue, de Manneville. Se darán veinte francos de
gratificación.

El hombre se marchó, y aun se oyó á lo lejos el sordo redoble del
instrumento y la debilitada voz del pregonero.

La conversación, á partir de este momento, versó acerca de lo que se
acababa de oir y se calcularon las probabilidades que el tío Houlbrègue
podía tener para encontrar ó no encontrar su cartera.

Así acabaron la comida, y ya tomaban el café cuando el brigadier de
gendarmes apareció en la puerta preguntando:

--El tío Hauchecorne, de Breauté, ¿está aquí?

Éste, sentado al otro extremo de la mesa, respondió:

--Aquí estoy.

Entonces el brigadier repuso:

--Pues le ruego que tenga la bondad de acompañarme hasta la Alcaldía.
El señor alcalde desea hablarle.

El labrador, sorprendido é inquieto, se tomó de un trago la copita que
tenía delante, y más encorbado aún que por la mañana, pues después de
cada reposo los primeros pasos le eran penosísimos, se puso en marcha
repitiendo:

--Aquí estoy, aquí estoy.

Y salió siguiendo al brigadier.

El alcalde le esperaba sentado en su butaca. Era el notario del lugar,
hombre tripudo, grave y á quien gustaban las frases pomposas.

--Señor Hauchecorne--dijo--esta mañana, en el camino de Beuzeville, le
han visto recoger la cartera perdida por Houlbrègue, de Manneville.

El campesino, sin saber lo que le pasaba, y muerto de miedo por la
sospecha que pesaba sobre él, aunque sin comprender por qué, murmuró:

--¿Yo? ¿Que yo he recogido esa cartera?

--Sí, usted mismo.

--Palabra de honor, ni siquiera la he visto.

--Pues á usted le han visto bien.

--¿Qué me han visto á mí? ¿Y quién?

--Malandain, el guarnicionero.

Entonces el viejo lo recordó todo, comprendió al punto, y enrojeciendo
de cólera exclamó:

--¡Ah! Conque ese pordiosero dice que me ha visto... Lo que ha visto ha
sido cómo recogía este cordelito que aquí está...

Y ahondando en el bolsillo de su pantalón sacó la cuerdecita.

Pero, el alcalde movía la cabeza con incredulidad.

--Usted no me hará creer que el señor Malandain, que es hombre digno de
crédito, haya confundido ese cordelito con una cartera.

El labrador, furioso, levantó un brazo, escupió á un lado, y para
demostrar su honradez dijo:

--Y sin embargo es la verdad de Dios, la santa verdad señor alcalde. Lo
juro por la salvación de mi alma.

El alcalde añadió:

--Después de haber recogido el objetó, ha estado usted largo rato
buscando por el suelo para ver si se había caído alguna moneda.

El miedo y la indignación ahogaban al pobre hombre.

--¡Santo Dios! Lo que se puede inventar para perder á un hombre de
bien... lo que se puede inventar...

Pero por mucho que protestó, no por esto le creyeron.

Le pusieron frente á frente con Malandain que repitió y sostuvo la
afirmación, y por espacio de una hora se estuvieron injuriando. Él
mismo pidió que le registrasen y no le encontraron nada.

Al fin el alcalde, muy perplejo, le despidió avisándole que daría parte
al juez del partido y que pediría órdenes.

La noticia había circulado rápidamente, y al salir de la alcaldía
el viejo se vió rodeado y asediado á preguntas, que le dirigían con
curiosidad real ó burlona, pero en las que no entraba para nada la
indignación. Y él contó repetidas veces la historia del cordelito, pero
nadie la creyó. Se reían de él.

Se marchaba, mas todos le detenían, y él detenía á cuantos conocía
repitiendo constantemente su relato y mostrando sus bolsillos vueltos
del revés para enseñar que no contenían nada.

Todos le decían:

--Calla, calla, picaronazo.

Él se enfadaba, se desesperaba, febril, desolado al ver que no le
creían, y no sabiendo qué hacer como no fuese repetir á todos su
historia.

Llegó la noche, preciso fué marcharse, y se puso en camino con tres
vecinos á los que indicó el sitio donde había recogido el cordelito, y
por el camino habló continuamente de su aventura.

Al llegar á Bréauté se lo contó á todo el mundo pero sólo encontró
incrédulos.

Toda la noche estuvo enfermo.

Al día siguiente por la tarde, á eso de la una, Mario Paumelle, mozo
en la granja de Bretón, labrador muy rico de Ymanville, devolvió la
cartera.

Este hombre decía que la había encontrado en el camino, pero como no
sabía leer, se la había llevado á su amo.

La noticia se supo en seguida por todos aquellos alrededores, y se la
participaron á Hauchecorne quien inmediatamente se puso en campaña
para repetir su historia completada con el desenlace. Triunfaba.

--Lo que me volvía loco--decía á cuantos querían oirle--no era la cosa,
compréndanme bien, era la mentira. No hay nada que haga tanto daño como
estar en entredicho por una mentira.

Y durante todo el día estuvo hablando de su aventura que en la
carretera contaba á cuantos pasaban, en la taberna á cuantos bebían y,
el domingo siguiente, á la puerta de la iglesia, á cuantos salían de
misa. Hasta detenía á los desconocidos para contársela. Mas, á pesar
de todo, aunque estaba tranquilo, algo había que aún le molestaba,
algo que no sabía con certeza lo que era. Advertía como si se burlasen
cuando le oían: nadie parecía convencido, y en cuanto volvía la espalda
todos murmuraban.

El martes de la semana siguiente, empujado únicamente por la necesidad
de contar su caso, fué al mercado de Goderville.

Malandain, de pie en el umbral de su casa, se puso á reir al verle
pasar. ¿Por qué?

Primero se acercó á Criquetot, el de la granja, quien no le dejó
terminar, y dándole un golpecito en el vientre, le soltó en su misma
cara un: «Calla, calla, picaronazo», y luego le volvió la espalda.

Hauchecorne, que á cada momento estaba más inquieto, se quedó viendo
visiones. ¿Por qué le habían llamado picaronazo?

Cuando estuvo sentado á la mesa, en el parador de Jourdain, explicó
otra vez el asunto; pero un chalán de Montivilliers le dijo á gritos:

--Vamos, cállate, viejo camándulas, que tu cordelito nos lo sabemos de
memoria.

Entonces Hauchecorne balbució:

--Pero... puesto que han encontrado la cartera...

--Ta, ta, ta. Uno encuentra, otro devuelve, y ni visto ni conocido.

El labrador se quedó de una pieza. Al fin comprendía, y comprendía que
se le acusaba de haber hecho devolver la cartera por un compadre, por
un cómplice.

Intentó protestar, pero cuantos estaban sentados á la mesa soltaron el
trapo á reir.

Le fué imposible concluir de comer y salió del comedor entre la
rechifla general.

Y volvió á su casa avergonzado, indignado, ahogado por la cólera y la
confusión y tanto más aterrado cuanto que, con su malicia de normando,
se sentía capaz de hacer aquello de que se le acusaba, y aun de
envanecerse de ello como de una hazaña. Su inocencia le aparecía tan
confusa como difícil era de demostrar, dada su proverbial malicia. Y la
injusticia de la sospecha le hería en pleno corazón.

Entonces empezó de nuevo á contar la aventura, extendiendo el relato
todos los días, añadiendo siempre nuevas razones, protestas más
enérgicas; juramentos solemnes que imaginaba y preparaba en sus horas
de soledad, pues en su imaginación sólo tenía cabida la historia del
cordelito. Y cuanto más complicada era su defensa y su argumentación
más sutil, menos se le creía.

Á sus espaldas, la gente decía:

--Ésas son razones de embustero.

Y él se daba cuenta de ello, y se le corrompía la sangre y se agotaba
haciendo inútiles esfuerzos.

Enflaquecía á ojos vistas.

Los burlones, para divertirse, le hacían contar la historia del
_cordelito_ del mismo modo que se hace contar cosas de batallas á los
soldados que han estado en la guerra. Y el pobre, perdía por momentos:

Á fines de diciembre se metió en la cama. Y murió en los primeros días
de enero, y hasta en el delirio de la agonía atestaba su inocencia
repitiendo:

--Un cordelito... un cordelito... Éste es, señor alcalde.




                              EL BAUTIZO


Los hombres, vestidos con la ropa de los domingos, esperaban frente
á la puerta de la alquería. El sol de mayo derramaba su clara luz
sobre los floridos y perfumados manzanos que, redondos cual inmensos
ramilletes rosados y blancos, formaban al patio un techo de flores.
Sin cesar sembraban á su alrededor la nieve de sus menudos pétalos,
que volteaban por el aire antes de caer en la alta hierba, donde los
dientes de león brillaban como llamas y las amapolas semejaban grandes
gotas de sangre.

Una cerda dormitaba junto al estercolero, el vientre al sol y la ubre
hinchada, y una piara de lechoncitos, con el rabo arrollado como una
cuerda, hozaba y gruñía á su alrededor.

De pronto, á lo lejos, tras los altos árboles de las alquerías, sonaron
las campanas de la iglesia, y su voz de hierro lanzó en medio del
silencio su débil y lejana llamada. Á través del espacio azul que
encerraban las inmóviles y grandes hayas, las golondrinas cruzaban
semejando flechas, y á veces, olor de establo se mezclaba al suave y
agradable perfume de los manzanos.

Uno de los hombres que de pie estaban frente á la puerta, se volvió
hacia la casa y gritó:

--Vamos, vamos, Melina, que ya tocan...

Tendría unos treinta años. Era un labrador alto á quien las layas y las
penosas tareas del campo no habían deformado aún. Su padre, un viejo
nudoso y tan lleno de arrugas como el tronco de un roble, con abultadas
muñecas y piernas muy torcidas, dijo sentenciosamente:

--Las mujeres no acaban nunca.

Los otros dos hijos del viejo se pusieron á reir, y uno de ellos,
volviéndose hacia su hermano mayor, el que primero había llamado, le
dijo:

--Ve á buscarla, Hipólito; que si no, esperaremos hasta medio día.

Y el joven entró en su morada. Una bandada de patos, que pasaba cerca
de los labradores, empezó á batir las alas y á dar gritos guturales:
luego, con paso lento y cadencioso, se dirigieron hacia su charca.

Entonces, en el hueco de la puerta apareció una mujer gorda que
llevaba en brazos á un niño de unos dos meses. Las blancas bridas de
su cofia le colgaban por la espalda resaltando sobre el rojizo chal,
que resplandecía como un incendio, y el rorro, envuelto en blancas
mantillas, descansaba sobre el abultado vientre de la guardesa.

Luego le tocó el turno á la madre, alta y gruesa, de unos dieciocho
años, fresca y sonriente, quien se apoyaba en el brazo de su marido.
Las dos abuelas vinieron después, arrugadas como manzanas viejas, y con
las caderas deformadas por largos años de paciente y ruda faena. Una de
ellas, que era viuda, se apoyó en el brazo del abuelo, que seguía de
pie delante la puerta, y se pusieron al frente del cortejo, detrás del
niño y de la partera. Los demás de la familia siguieron detrás, y los
más jóvenes, llevaban cucuruchos de papel llenos de confites.

Á lo lejos, la campana seguía tocando sin cesar, llamando con todas sus
fuerzas al frágil niño. Y los chiquillos se encaramaban á las tapias,
la gente se asomaba á las puertas y se acercaba á los vallados, y las
criadas de las alquerías, para presenciar el paso del bautizo, dejaban
en el suelo los cubos llenos de leche y se quedaban inmóviles.

Y la guardesa triunfante, llevaba su carga viva evitando los charcos
que en el camino había. Y los viejos seguían, muy ceremoniosos, andando
de través, sin duda á causa de la edad y de los dolores. Los jóvenes,
que tenían ganas de bailar, se fijaban en las muchachas que salían para
ver el cortejo, y el padre y la madre, muy graves y formales, seguían
al niño que más tarde les reemplazaría en la vida y que en el lugar
había de continuar el bien conocido nombre de los Dentú.

Llegaron á la llanura, y para evitar el gran rodeo que daba el camino,
tomaron á campo traviesa.

Ya se distinguía el puntiagudo campanario de la iglesia, y en la
abertura que bajo el tejadillo de pizarra le atravesaba, se agitaba
algo, algo que se movía con movimientos vivos, pasando y volviendo á
pasar por detrás de la estrecha ventana. Era la campana que seguía
doblando, llamando al recién nacido para que por primera vez fuese á la
casa de Dios.

Un perro seguía al cortejo, y como le echasen confites daba saltos
alrededor de cuantos componían la comitiva.

La puerta de la iglesia estaba abierta de par en par, y el sacerdote,
un mocetón con pelo rojizo, delgado pero fuerte, un Dentú también, tío
del pequeño, hermano del padre, esperaba al pie del altar. Y siguiendo
los ritos, bautizó á su sobrino, Próspero Csear, quien al sentir en la
boca la sal simbólica, se puso á llorar.

Cuando la ceremonia hubo terminado, la familia esperó en el atrio á
que el sacerdote se pusiese el manteo, y cuando éste salió se pusieron
en marcha. Y anduvieron de prisa pues todos pensaban en la comida. Los
rapaces del lugar les seguían gritando, y cada vez que les tiraban un
puñado de confites se producía espantosa confusión: furiosas luchas
cuerpo á cuerpo en las que los cachetes y tirones de pelo se prodigaban
generosamente; el perro también se precipitaba para reclamar su parte,
y más obstinado que los chiquillos no cejaba aun que le tirasen del
rabo, de las orejas y de las patas.

La guardesa, algo cansada, dijo al cura que andaba á su lado:

--Señor cura, si no fuese pedir demasiado le suplicaría que llevase un
poco á su sobrino... siento calambres en el estómago, y...

El sacerdote cogió al niño, cuyo blanco traje resaltaba como enorme
mancha sobre la negra sotana, y después de darle un beso siguió
andando, algo molesto con su ligera carga que no sabía cómo sostener ni
cómo llevar. Todos se pusieron á reir, y una de las abuelas preguntó á
gritos:

--Dime, curita, ¿no te da pena pensar que nunca tendrás ninguno?

El sacerdote no contestó. Andando á grandes pasos miraba fijamente
al chiquillo cuyos ojos azules le atraían y cuyas redondas mejillas
parecían pedirle besos. No pudo contenerse, y levantándole hasta la
altura de la cara, le dió un ruidoso beso.

El padre, que lo vió, dijo:

--Si quiere uno, no tiene más que decirlo.

Y todos empezaron á bromear como bromea la gente del campo.

Cuando se sentaron á la mesa, la pesadota alegría de los campesinos
estalló como una tormenta. Los otros dos muchachos iban á casarse
pronto y sus prometidas asistían á la comida, de manera que los
invitados se creían obligados á hacer constantemente alusión á las
futuras generaciones que esas uniones prometían.

Y los retruécanos sucedían á las palabras con sal y pimienta, cosa que
hacía que las muchachas se pusiesen coloradas, y que los hombres se
descoyuntasen de tanto reir. Ellos chillaban fuerte y daban puñetazos
sobre la mesa: el padre y el abuelo metían baza también, y la madre
reía. Las viejas, tomando parte en la fiesta, hacían pinitos.

El sacerdote, acostumbrado á la libertad de modales de los labradores,
permanecía impasible, sentado junto á la guardesa, y para hacer reir
á su sobrino le acariciaba la barbita con el índice. Contemplando al
pequeñuelo parecía sorprendido, como si nunca hubiese visto ninguno,
y en él se fijaba con reflexiva atención, con soñadora gravedad, con
ternura infinita, singular, vivísima y algo triste.

Y contemplándole ni oía ni veía nada. Sentía deseos de mecerle sobre
sus rodillas, pues aún conservaba en el pecho y en el corazón la
dulce sensación de haberle llevado en brazos al volver de la iglesia.
Ante aquella larva de hombre sentía profunda emoción, como ante un
misterio en el que nunca hubiese pensado, misterio augusto y santo, la
encarnación de un alma nueva, el gran misterio de la vida que empieza,
del purísimo amor que despierta, de la raza que se perpetúa y de la
humanidad que siempre avanza.

La guardesa, con el rostro congestionado, brillantes los ojos,
molestada por el pequeño que la obligaba á mantenerse lejos de la mesa,
se atracaba de firme.

El sacerdote le dijo:

--Démelo; yo no tengo apetito.

Volvió á tomar al niño en sus brazos, y á su alrededor todo desapareció
y se borró todo: largo rato permaneció con los ojos fijos en aquella
carita rosada, y poco á poco el calor suave de aquel cuerpecito le
penetró como una caricia muy ligera, muy casta, caricia que era causa
de que los ojos se le llenasen de lágrimas.

El ruido que hacían cuantos estaban sentados alrededor era espantoso, y
el niño, á quien los continuados clamores molestaban, se puso á llorar.

Una voz gritó:

--Que le dé el pecho.

Y una carcajada unánime acogió esta torpe ocurrencia. La madre se
levantó, cogió á su hijo y lo llevó á la habitación vecina. Minutos
después volvió diciendo que dormía tranquilamente en su cuna.

Y la comida continuó. Hombres y mujeres salían al patio de tiempo en
tiempo y volvían en seguida á sentarse de nuevo á la mesa; la carne,
las legumbres, la sidra y el vino se sucedían en todas las bocas,
hinchaban los vientres, encendían los ojos y trastornaban las cabezas.

Cuando se sirvió el café era casi de noche. Rato hacía que el sacerdote
había desaparecido sin que su ausencia hubiese llamado la atención.

La madre quiso ver si el pequeño seguía durmiendo, y á tientas penetró
en la habitación. Extendía los brazos para no tropezar con ningún
mueble cuando ruido extraño hizo que se detuviese, y salió asustada,
segura de haber oído á alguien. Pálida y temblorosa entró en el
comedor y contó lo que le había sucedido. Los hombres, borrachos y
amenazadores, se levantaron tumultuosamente, y el padre, con una luz en
la mano, entró el primero.

El sacerdote, arrodillado junto á la cuna y con la frente hundida en la
almohada donde reposaba la cabeza del niño, sollozaba...




                             MI TÍO JULIO


Un pobre viejo, con barba blanca, nos pidió limosna. Mi amigo José
Davranche le dió un duro. Y como manifestase mi extrañeza, me dijo:

--Ese miserable me ha recordado una historia que te voy á referir,
historia cuyo recuerdo me persigue constantemente. Escucha:

«Mi familia, que vivía en el Havre, no era rica. Mi padre trabajaba,
volvía tarde de su oficina, no ganaba mucho, y como éramos tres,--yo
tenía dos hermanas,--no hacíamos más que salir del paso.

«La estrechez en que vivíamos hacía sufrir mucho á mi madre, que con
frecuencia hablaba agriamente á su marido con palabras que envolvían
pérfidos reproches. Entonces, la actitud del pobre hombre me llenaba
de desolación, pues el infeliz se pasaba la mano por la frente para
enjugar un sudor que no existía, y no contestaba. Yo me daba perfecta
cuenta de su impotente dolor. Se hacían economías en todos los órdenes;
nunca aceptábamos una comida para no tener que devolverla, y sólo
cuando había un baratillo comprábamos las provisiones. Mis hermanas se
hacían los trajes, y para una cinta que costase á quince céntimos el
metro, se discutía interminablemente. Nuestra alimentación ordinaria
consistía en una sopa y carne del cocido que se disfrazaba con todas
las salsas que se pueden imaginar. Y aunque, según parece, ese régimen
era sano y nutritivo, yo hubiera preferido otro.

«Cuando perdía algún botón ó rompía los pantalones, me armaban
escándalos monumentales.

«Pero, todos los domingos nos vestíamos de gala para dar un largo
paseo. Mi padre, de levita y sombrero de copa, irreprochablemente
enguantado, daba el brazo á mi madre que se empavesaba como buque
en día de gran fiesta. Mis hermanas, que siempre eran las primeras
en estar dispuestas, esperaban impacientes que se diese la señal de
marcha, pero en el último momento se descubría siempre una nueva mancha
en la levita del padre de familia, y preciso era hacerla desaparecer
frotándola con un trapo empapado de bencina.

«Mi padre, sin quitarse el enorme sombrero, esperaba en mangas de
camisa á que terminase la operación, mientras mi madre, después de
haberse calado las gafas y quitado los guantes para no estropearlos,
restregaba de lo lindo.

«Nos poníamos á andar ceremoniosamente: mis hermanas, cogidas del
brazo, iban delante, y como estaban en edad de casarse, las lucíamos
todo lo posible. Yo iba á la izquierda de mi madre, cuya derecha
guardaba mi padre. Y aún recuerdo como si la estuviese viendo, la
pomposa apariencia de mis pobres padres en esos paseos domingueros, la
rigidez de sus rostros y la severidad de sus movimientos. Andaban con
paso grave, recio el cuerpo y tiesas las piernas, como si de su modo de
presentarse hubiese dependido el éxito de un asunto importantísimo.

«Y todos los domingos cuando veíamos entrar en el puerto á los buques
que volvían de países desconocidos y remotos, mi padre pronunciaba
invariablemente las mismas palabras:

«¡Eh! Si Julio viniese ahí; ¡qué sorpresa!»

«Mi tío Julio, hermano de mi padre, que había sido el terror de la
familia, era entonces su única esperanza. Yo había oído hablar de
él desde mi infancia, y su recuerdo me era tan familiar que creía
que había de conocerle en cuanto le encontrase. Y conocía todos los
detalles de su existencia hasta el día de su partida á América, por más
que, de ese periodo de su vida, únicamente hablaban en voz baja.

«Según parece, había observado muy mala conducta, es decir, había
gastado algún dinero, cosa que, en las familias pobres, constituye el
mayor de los crímenes. Entre los ricos, un hombre que se divierte _hace
locuras_, y cuando más, y sonriendo, le llaman juerguista. Entre los
necesitados, un mozo que obliga á los padres á tocar el capital, es una
mala persona, un granuja, un sinvergüenza.

«Y esta distinción es justa, pues aunque el hecho sea el mismo, la
gravedad del acto la determinan únicamente las consecuencias.

«En fin, mi tío Julio había disminuido notablemente la herencia con que
mi padre contaba, y eso, claro está, después de haberse comido su parte
hasta el último céntimo.

«Y, como entonces se hacía, le habían enviado á América en un barco
mercante de los que hacían la travesía del Havre á Nueva York.

«Una vez allí mi tío se había establecido comerciante de yo no sé
qué artículos, y no tardó en escribir que ganaba algún dinero y que
esperaba poder indemnizar á mi padre de los perjuicios que le había
causado. Esta carta causó profunda emoción en la familia. Julio que,
como vulgarmente se dice, no valía tres ochavos, se convirtió de pronto
en hombre honrado, en muchacho de gran corazón, en verdadero Davranche,
íntegro como todos los de la familia.

«Además, un capitán de barco nos dijo que había alquilado una gran
tienda y que su comercio tenía mucha importancia.

«Dos años más tarde se recibió una carta que decía:

«Mi querido Felipe: Te escribo para que no os preocupéis por mi salud
que, á Dios gracias, es excelente. Los negocios marchan bien, y mañana
emprendo un largo viaje por la América del Sur. Tal vez tardaré algunos
años en daros noticias mías, pero si no escribo, no os inquietéis.
Cuando haya redondeado mi fortuna, que espero será pronto, volveré al
Havre y entonces viviremos juntos y dichosos...»

«Esta carta llegó á ser el evangelio de la familia, y se leía por
cualquier motivo, y por cualquiera causa se enseñaba á todo el mundo.

«Efectivamente, el tío Julio no dió noticias suyas durante diez años,
pero á medida que el tiempo pasaba las esperanzas de mi padre crecían,
y mi madre decía con frecuencia:

«--Cuando Julio vuelva, nuestra situación cambiará completamente. ¡Ése
es uno que ha sabido salirse del atolladero!

«Y cada domingo, viendo entrar en el puerto á los grandes vapores que
vomitaban negras serpientes de humo, mi padre repetía su eterna frase:

«¡Eh! Si Julio viniese ahí ¡qué sorpresa!

«Y casi esperábamos verle agitar un pañuelo y gritar:

«--¡Eh! ¡Felipe!

«Con respecto á ese indudable regreso se habían, hecho mil proyectos,
y con el dinero del tío se tenía que comprar una casita de campo cerca
de Lugonville. Yo me guardaré muy mucho de asegurar que mi padre no
hubiese entablado ya negociaciones con respecto á este punto.

«Mi hermana mayor tenía entonces veintiocho años y la otra veintiséis.
Y el pesar general de la familia era que no se casasen.

«Al fin se presentó un pretendiente para la segunda, un empleado que si
bien no era rico era muy honrado. Siempre he tenido el convencimiento
de que la carta del tío Julio, que se le leyó una noche, dió al traste
con las vacilaciones del joven y le decidió.

«Se le aceptó con mal disimulado contento, y quedó resuelto que, una
vez efectuado el matrimonio, toda la familia haría un viaje á Jersey.

«Jersey era el viaje ideal para los pobres. No está lejos, se cruza
la mar en un paquebote, y al llegar á ese islote que pertenece á los
ingleses, se está en tierra extranjera. De manera que, un francés, con
sólo dos horas de navegación, puede visitar un pueblo vecino al suyo,
estudiar sus costumbres que, dicho sea de paso, son deplorables, y
conocer esta isla que, como dicen las gentes que hablan con sencillez,
cubre el pabellón británico.

«Y ese viajé á Jersey llegó á ser nuestra única preocupación, nuestra
única esperanza y nuestro sueño de todos los instantes.

«Al fin nos pusimos en marcha: yo veo eso como si hubiese ocurrido
ayer. El vapor atracado al muelle de Granville; mi padre, atolondrado,
vigilando el embarque de nuestros tres paquetes; mi madre que con
inquietud se apoyaba en el brazo de mi hermana soltera, la cual, desde
que la otra no estaba en casa parecía perdida como un pollito que se
hubiese quedado solo en el ponedero, y detrás de nosotros, los recién
casados, que siempre se quedaban lejos, cosa que me hacía volver la
cabeza á cada instante.

«Silbó el buque, y poco á poco se fué alejando de la costa,.
deslizándose sobre un mar que semejaba una mesa de mármol verde. Y
nosotros lo mirábamos todo con la felicidad y el orgullo de los que
viajan poco.

«Mi padre, luciendo la levita de la cual la misma mañana se habían
limpiado cuidadosamente todas las manchas, aparecía orondo y satisfecho
esparciendo á su alrededor ese olor á bencina que me recordaba los
domingos.

«De pronto se fijó en dos damas elegantes á quienes dos caballeros
ofrecían las ostras que un marinero viejo y harapiento abría con un
cuchillo. Ellas las comían con delicadeza, sosteniendo la concha sobre
un pañuelo é inclinando el cuerpo hacia delante para no mancharse los
trajes, y luego, con movimiento rápido, bebían el agua y arrojaban la
concha á la mar.

«Sin duda, el acto distinguidísimo de comer ostras en un buque en
marcha sedujo á mi padre, y parecíéndole cosa de buen gusto refinado y
superior, se acercó á mi madre y á mis hermanas preguntándoles:

--«¿Queréis tomar ostras?

«Mi madre, contenida por la idea del gasto, vacilaba, pero mis hermanas
aceptaron en seguida. Entonces, y con visible contrariedad, mi madre
dijo:

--«Tengo miedo de que me sienten mal. Que tomen las niñas, pero pocas,
pues les harían daño.

«Y luego, volviéndose hacia mí, añadió:

--«José no las necesita: no se debe mimar demasiado á los chicos.

«Yo me quedé al lado de mi madre,. encontrando muy injusta la
distinción y siguiendo con los ojos á mi padre,. que pomposamente
llevaba á sus dos hijas hacia el harapiento marinero.

«Las dos damas acababan de alejarse, y mi padre enseñó á mis hermanas
lo que tenían que hacer para no mancharse: quiso dar el ejemplo, se
apoderó de una ostra, y procuró imitar á las dos damas, pero con tan
mala fortuna, que se echó el líquido por la levita, cosa que hizo
murmurar á mi madre:

--«Más le valdría estarse quieto.

«De pronto, mi padre me pareció intranquilo: se alejó algunos pasos,
miró fijamente á su familia que rodeaba al vendedor de ostras, y
bruscamente se dirigió hacia el sitio que ocupábamos. Estaba muy
pálido, nos miraba con ojos extraños, y dijo á mi madre con voz muy
baja:

--«Es extraordinario lo mucho que ese hombre que abre las otras se
parece á Julio.

«Mi madre, con gran extrañeza, preguntó:

--«¿Á qué Julio?

--«Pues... mi hermano... Si no supiese que está en América y en buena
posición, juraría que es él.

«Mi madre, trastornada, balbució:

--«Estás loco, y no sé por qué, sabiendo que no es él, tienes que decir
estas tonterías.

«Pero mi padre insistió:

--«Ve á verle, Clarisa; prefiero que te convenzas por ti misma.

«Mi madre se levantó y fué á reunirse á sus hijas. Yo me fijé en aquel
hombre que era viejo, estaba muy sucio, tenía el rostro surcado por mil
arrugas, y no apartaba los ojos de su trabajo.

«Mi madre volvió, pude observar que temblaba, y muy de prisa dijo:

--«Creo que es él. Habla con el capitán y procura informarte, pero sé
prudente á fin de que no nos caiga esta lotería...

«Mi padre se alejó pero yo le seguí, y en verdad que me sentía
extrañamente emocionado.

«El capitán era un hombre alto, delgado, que llevaba largas patillas
y se daba tanta importancia, paseando por el puente, como si hubiese
mandado el correo de las Indias.

«Mi padre se acercó á él y, muy ceremoniosamente, le dirigió mil
cumplidos haciéndole infinitas preguntas con respecto á su oficio.

«Cuál era la importancia de Jersey, cuáles su producción, su población,
sus costumbres, la naturaleza de su suelo... etc., etc.

«¡Cualquiera hubiese creído que se trataba de los Estados Unidos de
América!

«Después se habló del buque que nos llevaba, _El Express_, y luego se
llegó á tratar de la tripulación. Al fin mi padre, con voz velada,
preguntó:

--«He visto á un vendedor de ostras que me parece muy
interesante.--¿Sabe usted algo con respecto á él?

«El capitán, á quien esta conversación irritaba visiblemente, respondió
con sequedad:

--«Es un francés viejo, un vagabundo que encontré el año pasado en
América y á quien yo he repatriado. Parece que tiene parientes en el
Havre, pero no quiere verlos porque les debe dinero. Se llama Julio...
Julio Darmanche, ó Darvanche, algo así. Dicen que llegó á poseer cierta
fortuna, pero ya ve usted á lo que está reducido.

«Mi padre, que estaba lívido, articuló:

--«¡Ah! ¡ah! Muy bien, muy bien... eso no es raro... Muchas gracias,
capitán.

«Y se fué mientras el marino se fijaba en él con estupor.

«Cuando volvió junto á mi madre, estaba tan descompuesto que ella le
dijo:

--«Siéntate, que los demás no se deben enterar de nada.

«Y mi padre se dejó caer en un banco murmurando:

--«¡Es él, es él!

«Y luego preguntó:

--«¿Qué vamos á hacer?

«Mi madre respondió con presteza:

--«Es preciso alejar á las chicas. Puesto que José lo sabe todo, él irá
á buscarlas, pero es necesario que nadie, y sobre todo el yerno, se
entere de nada.

«Mi padre parecía aterrado.

--«¡Qué catástrofe!--murmuró.

«Mi madre, enfureciéndose de pronto, dijo:

--«Siempre he creído que ese bandido no podía hacer nada bueno. ¡Como
si se pudiese esperar algo de un Darvanche.!

«Y mi padre, como hacía siempre que mi madre le reprochaba algo, se
enjugó la frente.

«Mi madre añadió:

--Ahora, dale dinero á José para que pague las ostras: lo único que
faltaría, sería que ese mendigo nos reconociese. ¡Bonita impresión
causaría! Vamos, vámonos al otro extremo y procura que ese hombre no se
nos acerque.

«Se levantó, y después de haberme dado una moneda de cinco francos se
alejaron.

«Mis hermanas, sorprendidas, esperaban á nuestro padre. Yo les dije
que mamá se había mareado, y, dirigiéndome al vendedor de ostras, le
pregunté:

--«¿Cuánto le debemos?...

«Y tuve deseos de añadir:--tío...

--«Dos francos cincuenta,--me contestó.

«Entonces puse la moneda de cinco francos encima de una cesta y
mientras me daba la vuelta me fijé en su mano, una pobre mano de
marinero, llena de arrugas, y me fijé también en su rostro, rostro
viejo, miserable y tristemente abatido; y pensé:

«¡Es mi tío, el hermano de papá, mi tío!

«Le di cincuenta céntimos de propina; él me miró con extrañeza:

--«Que Dios le bendiga, joven,--me dijo.

«Y me lo dijo con la entonación de un pobre que recibe una limosna.

«Mi generosidad había dejado estupefactas á mis hermanas.

«Cuando devolví los dos francos á mi padre, mi madre me preguntó:

--«¿Habíais gastado tres francos?... Eso no es posible...

«Y entonces, añadí con firmeza:

--«.He dado cincuenta céntimos de propina.

«Mi madre pareció sobresaltarse y, clavando sus ojos en los míos,
repuso:--«¡Tú estás loco? Dar cincuenta céntimos á ese hombre, á ese
miserable...

«Pero una mirada de mi padre, que le indicaba al yerno, la contuvo.

«Y todo el mundo calló.

«Ante nosotros, y cual mancha violácea que surgiese en el horizonte,
apareció confusamente la isla de Jersey.

«Cuando nos acercábamos á los malecones se apoderó de mí un deseo loco,
desenfrenado, de ver una vez más á mi tío Julio y decirle algo tierno
y consolador. Pero como ya nadie comía ostras, había desaparecido, y
estaba tal vez en el fondo de la bodega donde míseramente viviría.

«Para no encontrarle volvimos por la línea de Saint Maló, pues la
inquietud devoraba á mi madre.

«¡Y nunca más volví á ver al hermano de mi padre!

«He ahí por qué algunas veces verás que doy cinco francos á los
vagabundos...»..




                               DE VIAJE


                                   I

Desde Cannes, el vagón estaba completamente lleno. Todo el mundo
hablaba, todo el mundo se conocía. Al pasar por Tarascón alguien dijo:
«Aquí es donde asesinan», y la conversación versó sobre el misterioso y
atrevido criminal que, desde hacía dos años, se permitía de tiempo en
tiempo el lujo de atentar contra la vida de un viajero. Todos hacían
suposiciones, todos daban su opinión, y las mujeres, temblando, miraban
á través de los cristales de las ventanillas con miedo de ver aparecer
repentinamente una cabeza de hombre en la portezuela. Y empezaron á
contar historias terribles de malos encuentros, tropiezos con locos que
viajan en rápido, y horas pasadas frente á un personaje sospechoso.

Todos los hombres sabían una anécdota que les hacía favor y todos
habían intimidado, dominado y atado fuertemente, y en circunstancias
sorprendentes y con serenidad y audacia verdaderamente admirables, á
algún malhechor. Llegó el turno á un médico que pasaba los inviernos en
el mediodía, y también quiso contar su aventura.

--Yo, dijo, nunca he tenido ocasión de poner á prueba mi valor en
asuntos de esta índole, pero he conocido á una mujer, cliente mía,
muerta ya, á quien ocurrió la cosa más rara del mundo y también la más
misteriosa y enternecedora.

Era una rusa, la condesa María Baranow, una gran señora de exquisita
belleza. Ya saben ustedes lo hermosas que las rusas son, ó por lo menos
lo muy hermosas que nos parecen con su nariz fina, su boca delicada,
sus ojos de color indefinible, azul gris, y su gracilidad fría y algo
dura. Tienen algo infernal y seductor, á un tiempo altivo y amable,
tierno y severo, que para un francés siempre resulta encantador. En el
fondo, lo que nos hace ver tantas cosas en ellas, quizás sea tan sólo
la diferencia de raza.

Su médico, que la veía amenazada de una grave enfermedad del pecho,
quería decidirla á que viniese á pasar una temporada en Francia, pero
ella se negaba con obstinación á salir de San Petersburgo. Por fin, el
otoño último, el doctor, que la creía perdida, previno al marido quien,
inmediatamente, la envió á pasar el invierno en Mentón.

La metió en el tren, en un vagón para ella sola, y sus servidores
ocuparon otro. Estaba junto á la portezuela, algo triste, viendo como
dejaba atrás aldeas y campos, sintiéndose muy aislada y abandonada en
la vida, sin hijos, casi sin parientes y con un marido cuyo amor había
muerto, que la enviaba así á un extremo del mundo, sin acompañarla, y
del mismo modo que se envía al hospital á un criado enfermo.

Á cada estación, su criado Yván venía á enterarse de si su ama
necesitaba algo. Era un criado ya viejo, ciegamente abnegado, y siempre
dispuesto á cumplir las órdenes que le diesen.

Llegó la noche y el tren corría velozmente. Ella, excesivamente
agitada, no podía dormir, y para distraerse pensó contar el dinero que
á última hora, y en oro francés, le había dado su marido. Abrió el
saquito donde lo llevaba, y sobre sus rodillas cayó un río del precioso
metal.

De pronto una bocanada de aire frío le azotó el rostro, y muy
sorprendida, levantó la cabeza. Acababan de abrir la portezuela.
La condesa María, muy asustada, cubrió su dinero con un chal que
precipitadamente se puso sobre las rodillas, y esperó. Pasaron unos
segundos y un hombre apareció, un hombre con la cabeza descubierta,
herido en una mano, jadeante, y correctamente vestido de etiqueta.
Cerró la portezuela, se sentó, miró á su vecina con ojos brillantes, y
luego, para restañar la sangre que de su muñeca manaba, la envolvió con
un pañuelo.

La pobre mujer estuvo á punto de desmayarse de miedo. Seguramente,
aquel hombre la habría visto contar su oro y había entrado para robarla
y matarla.

Y él seguía mirándola con fijeza, casi sin aliento, descompuesto el
rostro, disponiéndose sin duda á arrojarse sobre ella.

Bruscamente le dijo:

--Señora, no tenga usted miedo.

Ella no contestó, pues ni podía abrir la boca, y el corazón le latía
con violencia y los oídos le zumbaban.

Entonces él repuso:

--Señora, no soy ningún malhechor...

Ella seguía callada, pero no pudiendo contener un movimiento brusco,
juntó las rodillas y el oro cayó sobre la alfombra como el agua cae por
un canalón.

El hombre, sorprendido, contempló aquella cascada de metal y se inclinó
para recogerlo.

Entonces ella, asustada, se levantó dejando caer toda su fortuna y
corrió á la portezuela para arrojarse á la vía. Pero él comprendió lo
que iba á hacer, y cogiéndola por las muñecas la obligó á sentarse.
Con voz muy baja y muy precipitadamente le dijo: «Escúcheme señora, y
no se asuste. Yo no soy ningún malhechor, y la prueba está en que voy
á recoger ese dinero para devolvérselo. Pero, si usted no me ayuda á
pasar la frontera, soy hombre perdido, hombre muerto. No puedo decirle
más. Dentro de una hora llegaremos á la última estación, dentro de hora
y media saldremos del Imperio, y si usted no me socorre, estoy perdido.
Y sin embargo, señora, ni he robado, ni matado, ni hecho nada contrario
al honor. Eso se lo juro, pero no puedo decirle más».

Y poniéndose de rodillas recogió el oro por debajo de los asientos,
buscando hasta las monedas que habían rodado por los rincones, y cuando
el saquito de cuero volvió á estar lleno, se lo entregó á su vecina sin
decir palabra y volvió á sentarse al extremo opuesto del coche.

Ninguno de los dos se movía. Ella permanecía inmóvil y muda,
desfallecida aún por el terror, pero tranquilizándose poco á poco.
Él no hacía ni un gesto, ni un movimiento y permanecía rígido, con
los ojos muy fijos, y tan pálido que parecía un cadáver. De cuando
en cuando ella le miraba con mirada brusca que desviaba en seguida.
Era un hombre de treinta años aproximadamente, muy hermoso, y por las
apariencias parecía un perfecto caballero.

El tren corría dentro de las tinieblas, lanzando sus desgarradores
silbidos en medio de la noche, aminorando á veces la marcha y corriendo
luego con loca velocidad; mas de pronto fué disminuyendo la marcha,
silbó varias veces, y se paró.

Yván apareció en la portezuela.

La condesa María, con voz temblosa, después de haber mirado fijamente á
su compañero, dijo bruscamente á su servidor:

--Yván, volverás con el conde pues ya no te necesito.

El criado abrió enormemente los ojos, y como si no hubiese comprendido
bien murmuró:

--Pero... barina...

--No, he cambiado de modo de pensar y no vendrás: quiero que te quedes
en Rusia. Ahí tienes dinero para el regreso, pero déjame tu gorra y tu
abrigo.

El viejo criado se descubrió y tendió su abrigo sin contestar,
acostumbrado á obedecer á los mandatos repentinos y á los irresistibles
caprichos de sus amos, pero al alejarse se le llenaron los ojos de
lágrimas.

El tren se puso otra vez en marcha dirigiéndose velozmente hacia la
frontera. Entonces, la condesa María dijo á su vecino:

--Esto es para usted, caballero: usted es mi criado Yván. Para hacer
lo que hago sólo pongo una condición, y es que ni me hablará nunca, ni
nunca me dirigirá la palabra para darme las gracias ni con otro motivo
cualquiera.

El desconocido, sin pronunciar palabra, se inclinó.

Pronto se detuvieron de nuevo, y funcionarios vestidos de uniforme
visitaron el tren. La condesa les presentó sus papeles, y señalando al
hombre que estaba sentado en el fondo del coche dijo:

--Mi criado Yván; aquí está su pasaporte.

El tren se puso de nuevo en marcha, y toda la noche estuvieron frente
á frente, mudos los dos.

Por la mañana, al pararse en una estación alemana, el desconocido se
apeó, pero deteniéndose junto á la portezuela dijo:

--Perdóneme, señora, si rompo mi promesa, pero la he privado de su
criado y es justo que le reemplace. ¿Necesita usted algo?

Ella, muy fríamente, respondió:

--Vaya usted á buscar á mi doncella.

Y él fué desapareciendo en seguida.

Cuando ella bajaba en alguna estación le veía contemplándola desde
lejos; y así llegaron hasta Mentón.


                                  II

El doctor calló un instante; luego repuso:

--Un día, cuando estaba en mi gabinete recibiendo á mis clientes, vi
entrar á un joven alto que me dijo:

--Doctor, vengo á pedirle noticias de la condesa María Baranow. Aunque
ella no me conoce soy amigo de su marido.

--Es cosa perdida--contesté.--No volverá á Rusia.--El hombre rompió
á sollozar, y levantándose se fué dando traspiés como si estuviese
borracho.

Por la noche dije á la condesa que un extranjero había venido á
informarse con respecto á su salud, y ella, muy emocionada, me contó la
historia que acabo de referir, añadiendo:

--Á ese hombre á quien no conozco y que me sigue como si fuese mi
sombra, le encuentro cada vez que salgo. Me mira de manera extraña,
pero nunca me ha hablado.

Quedóse unos instantes pensativa y repuso:

--Apuesto á que está al pie de mi ventana.

Se levantó de la otomana, fué á separar los visillos, y me convencí de
que, efectivamente, el hombre que había venido á encontrarme, estaba
sentado en un banco del paseo y con los ojos fijos en el hotel. Nos
vió, se levantó, y sin volver una sola vez la cabeza se alejó.

Á partir de entonces presencié un espectáculo sorprendente y doloroso:
el amor mudo de aquellos dos seres que no se conocían.

Él la adoraba con el apasionamiento de la bestia salvaje y salvada
que lleva su abnegación hasta la muerte. Todos los días venía á
preguntarme: «¿Cómo está?», comprendiendo que yo lo había adivinado
todo; y lloraba amargamente cuando la veía pasar, más pálida y débil
cada día.

Ella me decía.

--No he hablado más que una vez con ese hombre extraño, y me parece que
hace veinte años que le conozco.

Y cuando se encontraban, ella le devolvía el saludo con sonrisa
grave y encantadora. Yo la veía dichosa; y ella, la pobre abandonada
y perdida sin remisión, se sentía feliz viéndose amada con tanto
respeto y constancia, con tan exagerada poesía y con abnegación capaz
de cualquier cosa. Y sin embargo, fiel á su exaltada obstinación, se
negaba desesperadamente á recibirle, á conocer su nombre, á hablarle.
Y decía: «No, no; eso mataría nuestra amistad. Es preciso que sigamos
siendo extraños».

Por su parte, él era una especie de Don Quijote pues no hacía nada para
acercarse á ella. Quería cumplir hasta el fin la absurda promesa que
de no hablarle nunca había hecho en el coche del tren.

Á menudo, en sus largas horas de extenuación, ella se levantaba de
la otomana, separaba los visillos y miraba si seguía al pie de sus
ventanas; y cuando le había visto, siempre inmóvil en el banco, volvía
á reclinarse con una sonrisa en los labios.

Una mañana, á eso de las diez, murió. Cuando salía del hotel, él se me
acercó con el semblante descompuesto: ya conocía la desgracia.

--Quisiera verla un instante, me dijo, y delante de usted.

Le cogí por un brazo y le hice entrar en la casa.

Cuando se encontró junto al lecho de la muerta, la tomó una mano que
besó con beso interminable, y luego echó á correr como un insensato.

El doctor calló otra vez y añadió:

--Ciertamente, ésta es la aventura de ferrocarril más extraña que
conozco. Verdad es que se debe añadir que los hombres tienen locuras
extraordinarias.

Una mujer murmuró á media voz:

--Esos dos seres estaban menos locos de lo que ustedes se figuran...
Eran... eran...

Pero lloraba tanto que no podía hablar, y como para calmarla se cambió
de conversación, no supimos lo que había querido decir.




                           LA VIEJA SALVAJE


                                   I

Quince años hacía que no había retornado á Virelogne, y volvía para
cazar en casa de mi amigo Serval, quien al fin se había decidido á
reconstruir su castillo, destruido por los prusianos.

Ese país me inspira gran cariño. En el mundo hay rincones deliciosos
que ofrecen á los ojos cierto encanto sensual. Se les quiere con amor
físico, y nosotros, aquéllos á quienes la tierra seduce, conservamos
tiernos recuerdos de ciertas fuentes, ciertos bosques, determinados
estanques y colinas que hemos visto con frecuencia y cuya contemplación
nos ha enternecido como enternecen los acontecimientos dichosos. Y
hasta ocurre á veces que los mismos pensamientos acuden á nuestra
imaginación al llegar á un rincón del bosque ó al extremo de un sendero
lleno de flores, que sólo hemos visto una vez, y que en nuestro
corazón han quedado grabados como grabada queda la imagen de una mujer
encontrada en una calle, en una mañana de primavera, y que vestida con
traje claro y transparente, nos deja en el alma y en la carne un deseo
no saciado é inolvidable: la sensación de la felicidad entrevista.

Los campos de Virelogne, sembrados de bosquecillos, con riachuelos que
semejaban arterias por las que circulase la sangre de la tierra, me
gustaban todos. Y en ellos se pescaban cangrejos, truchas y anguilas.
¡Oh, suprema felicidad! En algunos se podía uno bañar, y á veces, entre
las altas hierbas que crecían á orillas de esas minúsculas corrientes,
se encontraban chochas. ¡Miel sobre hojuelas!

Ligero como una cabra, corría casi tanto como mis dos perros pachones.
Serval, á cien metros de distancia, cruzaba el prado que estaba á mi
derecha, y yo, al dar la vuelta á los matorrales que limitaban la finca
de Sandres, distinguí una choza en ruinas.

De pronto la recordé tal y como la había visto la última vez, en 1869,
muy limpia, adornada con parras y con infinidad de polluelos que se
agitaban delante la puerta. ¿Puede darse nada más siniestro y triste
que una casa muerta con su esqueleto desnudo y en pie?

Y recordé también á la buena mujer que en un día de fatiga me ofreció
un vaso de vino, y que Serval, aquel día, me había referido la historia
de sus habitantes. El padre, un viejo cazador furtivo, había sido
muerto por los gendarmes. El hijo, á quien en otros tiempos había
conocido, era un muchacho alto y delgado que tenía fama de ser un gran
destructor de caza. Y los llamaban los Salvajes.

¿Se trataba de un nombre ó de un apodo?

Llamé á Serval, que se acercó andando con paso de ave zancuda, y le
pregunté:

--¿Qué ha sido de esa gente?

Y me refirió lo que sigue:


                                  II

Cuando se declaró la guerra, el hijo Salvaje, que tenía entonces
treinta y tres años, se alistó dejando á su madre sola en la choza. Y
nadie compadeció á la pobre vieja porque se sabía que tenía dinero.

De manera que se quedó sola en esta casucha aislada, lejos de la
ciudad, y junto al bosque. Por lo demás, la vieja aquella no conocía el
miedo, era de la misma raza que los hombres de su familia, y con ella
no se podía jugar. No se reía casi nunca, tal vez porque las mujeres
del campo rien poco. ¡Eso es cosa de hombres! Las mujeres tienen alma
triste y limitada como limitada y triste es su vida. Los hombres se
acostumbran algo á la alegría en la taberna, pero sus compañeras
siempre están serias y nunca abandonan la severidad. ¡Los músculos de
su rostro no conocen los movimientos de la risa!

La vieja Salvaje continuó viviendo en su choza como había vivido de
ordinario, y cuando llegó la época de las nieves venía una vez por
semana á la aldea para hacer sus provisiones de pan y carne; luego,
se encerraba de nuevo en su morada. Cuando se hablaba de lobos, salía
al campo armada con la escopeta de su hijo, escopeta que el uso había
enmohecido y que tenía la culata gastada por el roce de las manos;
daba gusto verla, algo encorvada, andando á zancadas por la nieve,
con el cañón del arma sobresaliendo por encima de la negra cofia que
aprisionaba sus blancos cabellos que nadie había visto.

Llegaron los prusianos que fueron distribuidos entre los habitantes
según la fortuna ó los recursos de cada uno de ellos, y á la vieja,
que tenía fama de rica, le correspondieron cuatro.

Eran cuatro mocetones con carne blanca, barba rubia, ojos azules, que á
pesar de las fatigas experimentadas seguían estando gordos, y que, aun
en país conquistado, se portaban como buenos muchachos. Encontrándose
solos en casa de aquella anciana la colmaron de atenciones, y en lo
posible, le evitaron fatigas y gastos. Por la mañana, los cuatro se
lavaban en el pozo, frotando y escamondando con el agua cruda de las
nieves sus blancas carnes de hombres del norte, mientras la vieja
Salvaje iba y venía preparando la comida. Luego limpiaban la cocina,
los cristales, cortaban leña, mondaban patatas, lavaban ropa, y en la
casa trabajaban como podían trabajar cuatro hijos buenos alrededor de
su madre.

Pero allá en el fondo de sus pensamientos, la pobre vieja no olvidaba
ni un momento á su hijo, el laruguirucho y delgado, el de ojos negros y
bigote espeso, y preguntaba diariamente á los soldados instalados en su
hogar:

--¿Saben dónde se encuentra el regimiento de línea número veintitrés?
Mi hijo está en él...

Ellos contestaban que no sabían nada absolutamente. Y comprendiendo
sus pesares y sus inquietudes, ellos, que habían dejado también á sus
madres, la rodeaban de mil cuidados. Ella quería á sus cuatro enemigos
porque la gente del campo no siente los odios patrióticos, pues eso es
pertenencia de las clases superiores. Los humildes, los que pagan más
por ser los más pobres y aquellos á quienes cada carga nueva abruma,
aquellos á quienes se mata á centenares y forman la verdadera carne de
cañón por ser los más numerosos, los que sufren horriblemente á causa
de las miserias de la guerra, no comprenden el ardor bélico, ni el
honor excitable, ni esas pretendidas combinaciones políticas que en
seis meses agotan á dos naciones, la vencedora y la vencida.

En el lugar, al ocuparse de los alemanes que vivían con la vieja
Salvaje, se decía:

--Esos cuatro están como en su casa.

Ahora bien, una mañana que la vieja estaba sola, distinguió á lo lejos
y en la llanura, á un hombre que se dirigía hacia su casa. No tardó
en reconocerle: era el cartero del lugar quien le entregó un papel
doblado. Sacó de su estuche las antiparras que utilizaba para coser, y
leyó:

«Señora: la presente la escribo para comunicarle una triste noticia. Su
hijo Víctor fué muerto ayer por una bala de cañón que materialmente le
partió en dos pedazos. Yo estaba muy cerca, puesto que estaba á su lado
en la compañía, y precisamente me estaba diciendo que, si ocurría una
desgracia, la avisase en seguida.

«De su bolsillo cogí el reloj para llevárselo cuando la le guerra
termine.

«La saluda amistosamente,

                                CESÁREO RIVOT,
                                «Soldado de 2ª clase del 23 de línea».

La carta traía fecha de hacia tres semanas.

La vieja no lloró, quedóse inmóvil y tan emocionada que ni siquiera
sufría. La infeliz pensaba: «Ahora han muerto á Víctor». Luego, poco
á poco las lágrimas acudieron á sus ojos, y su corazón se inundó de
dolor. Una á una las ideas fueron acudiendo á su imaginación, ideas
espantosas, torturadoras. ¡Ya no abrazaría ni besaría á su hijo nunca
más, nunca más! Los gendarmes habían matado al padre; los prusianos
habían matado al hijo... Una bala de cañón le había partido en dos
pedazos... Y creía ver la cosa, la cosa horrible... la cabeza cayendo,
cayendo con los ojos abiertos, mientras mordía una de las guías del
bigote como solía hacer cuando se encolerizaba.

Y, ¿qué habrían hecho con el cuerpo?

¡Si por lo menos le hubiesen traído al hijo como le habían traído al
padre, con la frente taladrada por un balazo!

Ruido de voces vino á interrumpirla en sus reflexiones. Eran los
prusianos que volvían de la aldea. Metióse rápidamente la carta en el
bolsillo y los recibió con tranquilidad, como tenía por costumbre, pues
le habían dado tiempo para secarse los ojos.

Los cuatro venían riendo, encantados, pues traían un conejo soberbio,
que sin duda habían robado, y hacían señas á la vieja indicándole que
iban á comer cosa buena.

Inmediatamente se puso á trabajar para preparar el almuerzo, pero
cuando fué preciso matar el conejo le fallaron las fuerzas y el valor.
Y sin embargo, había matado muchos... Uno de los soldados acabó con él
de un soberano puñetazo en la nuca, y una vez muerto el animalillo sacó
de la piel el rojo cuerpo: pero la vista de la sangre, sangre templada
que le cubría las manos y que sentía enfriarse y coagularse, la hacía
temblar de pies á cabeza... Y constantemente veía ante sus ojos á
su hijo, partido en dos y ensangrentado, como aquel animal todavía
palpitante.

Se sentó á la mesa con sus prusianos, mas no pudo comer nada. Ellos
devoraron el conejo sin ocuparse de la vieja, y ésta les miraba de
soslayo, sin hablar, madurando una idea, y con tanta impasibilidad que
no pudieron advertir nada.

Repentinamente preguntó: «Pronto hará un mes que estamos juntos y no
conozco más que sus nombres de pila. ¿Y sus apellidos?». Difícilmente
comprendieron lo que ella quería, mas al fin terminaron por decir
como se llamaban. Pero eso no bastó: preciso fué que escribiesen sus
nombres, en un papel y, con los nombres, las señas de sus familias.
Atentamente se fijó en aquella letra desconocida y, doblando luego el
papel se lo metió en el bolsillo en que guardaba la carta anunciadora
de la muerte de su hijo.

Cuando la comida hubo terminado, la vieja dijo á sus huéspedes:

--Voy á trabajar para ustedes.

Y empezó á subir haces de heno al granero donde dormían.

Este trabajo les extrañó, pero como ella les explicara que lo hacía
para que tuviesen menos frío, la ayudaron. Y amontonaron haces hasta el
techo de bálago, construyéndose una especie de habitación, caliente y
perfumada, en la que durmieron maravillosamente.

Por la noche, viendo que la vieja Salvaje tampoco comía, uno de ellos
se inquietó. Ella afirmó que le dolía el estómago, encendió luego buena
lumbre para calentarse, y los cuatro alemanes subieron á su morada por
la escalera de mano que utilizaban todas las noches.

En cuanto se hubo cerrado la trampa, la vieja retiró la escalera, abrió
luego, sin hacer ruido, la puerta que daba al campo y entró haces de
paja hasta llenar completamente la cocina. Andaba descalza por la
nieve y con tanto cuidado que no se la oía, y de cuando en cuando
interrumpía su tarea para escuchar los sonoros y desiguales ronquidos
de los cuatro soldados.

Cuando juzgó que los preparativos eran suficientes arrojó uno de los
haces en el hogar, y cuando estuvo encendido, lo esparció sobre los
otros y volvió á salir.

Segundos después, violenta claridad iluminó el interior de la choza
que no tardó en convertirse en gigantesco brasero, en horrible horno
ardiente cuyos resplandores salían por la estrecha ventana, derramando
sobre la nieve sus esplendentes rayos.

Un grito espantoso resonó en la parte alta de la casa, grito que se
convirtió en rugidos humanos, en desgarradoras llamadas de angustia y
horror. La trampa se hundió y un torbellino de llamas se elevó hacia
el granero, prendió en el techo de bálago, subió al cielo como inmensa
llama de antorcha, y la choza entera ardió.

En el interior no se oía más que la crepitación del incendio, los
crujidos de los muros, y el ruido de las vigas al hundirse. El techo se
desplomó, y el esqueleto ardiente de la morada lanzó al aire, en medio
de una nube de humo, inmenso penacho de chispas.

El campo, blanco é iluminado por el incendio, semejaba una inmensa
sábana de plata teñida de rojo, y el imponente silencio fué roto por el
sonido de una campana que empezó á doblar á lo lejos.

La vieja Salvaje seguía de pie, ante su morada destruida, armada con su
fusil, el de su hijo, por temor á que escapase alguno de los hombres.

Cuando vió que todo había terminado, arrojó el arma al brasero. Una
detonación resonó.

Llegaron gentes, labradores y prusianos, y encontraron á la mujer,
tranquila y satisfecha, sentada junto al tronco de un árbol.

Un oficial alemán, que hablaba francés como si hubiese nacido en
Francia, le preguntó:

--¿Dónde están los soldados?

--¡Ahí dentro!

La gente se agrupó en torno suyo, y el prusiano volvió á preguntar:

--¿Cómo ha prendido el fuego?

Y ella contestó:

--Yo he incendiado la casa.

Nadie la creyó pensando que el desastre la había vuelto loca, pero,
como todos la rodeaban y la escuchaban, refirió lo ocurrido desde la
llegada de la carta hasta el último grito de los hombres que morían
abrasados, sin olvidar un detalle.

Cuando hubo terminado sacó dos papeles del bolsillo, y para
distinguirlos á los últimos resplandores del incendio, se puso las
gafas. Y enseñando uno dijo: «Éste anuncia la muerte de Victor», y
enseñando el otro y designando las ruinas con un movimiento de cabeza,
añadió: «Aquí están sus nombres y las señas de sus familias para que se
les escriba». Y muy tranquilamente tendió la hoja blanca al oficial,
que la sujetaba por los hombros, y añadió:

--Escriba usted diciendo cómo se ha producido el incendio, y diga á sus
padres que yo, Victoria Simón, la Salvaje, he prendido el fuego. No lo
olvide.

El oficial dió órdenes en alemán. La cogieron, la colocaron contra
los muros de la casa, todavía calientes, y á veinte metros de ella
se alinearon varios hombres. Ella no se movió, había comprendido y
esperaba.

Oyóse una orden á la que siguió una descarga, y un tiro retrasado sonó
después.

La vieja no cayó; como si le hubiesen cortado las piernas, no hizo más
que agacharse.

El oficial prusiano se acercó. Casi estaba partida en dos, y con su
crispada mano agarraba una carta bañada con sangre.

Y mi amigo Serval añadió:

--Los alemanes, á guisa de represalias, destruyeron el castillo que me
pertenece.

Yo pensé en las madres de los cuatro muchachos que allí habían muerto
abrasados, y en el atroz heroísmo de la otra madre fusilada contra la
pared...

Y recogí una piedrecita todavía ennegrecida por el fuego...




                             EL BARRILITO


Chicot, el hostelero de Epreville, detuvo su tílburi ante la alquería
de la tía Magloria. Era un mocetón de cuarenta años, pelirrojo y gordo,
que tenía fama de listo.

Ató el caballo á la valla y penetró en el patio. Poseía unas tierras
que lindaban con las de la vieja, que hacía mucho tiempo deseaba
comprarle, y aun cuando le había hecho proposiciones en veinte
ocasiones distintas, Magloria se había negado obstinadamente á
aceptarlas.

--Aquí he nacido y aquí quiero morir--decía.

La encontró sentada á su puerta y ocupada en mondar patatas. Tenía
setenta y dos años, y aunque estaba muy flaca, muy arrugada y muy
encorvada, se conservaba tan ágil como cuando era joven. Chicot le dió
amistosamente unos golpecitos en la espalda, y se sentó á su lado.

--¡Hola, buenos días! ¿La salud es buena?

--Bastante regular, bastante regular ¿y tú Próspero?

--¡Eh! Algunos dolorcitos; sin eso, todo iría á pedir de boca.

--Pues ya es algo...

Y no dijo más. Chicot la estuvo mirando mientras trabajaba. Sus dedos
retorcidos, nudosos y duros como las patas de un cangrejo, cogían cual
pinzas los grisáceos tubérculos que estaban en una cesta, y los hacían
girar rápidamente mondándolos con el viejo cuchillo que en la otra mano
tenía; y cuando la patata á puro de pelada estaba amarilla, la metía en
un cubo de agua. Tres gallinas, una tras otra, venían atrevidamente á
picotear los despojos, llegando hasta la misma falda, y luego, con su
botín en el pico, huían á todo correr.

Chicot parecía inquieto, ansioso, molesto, como quien tiene en la
lengua algo que no quiere ó no se atreve á salir. Al fin se decidió y
dijo:

--Oiga, tía Magloria...

--¿Qué quieres?

--¿Sigue decidida á no venderme esta finca?

--¡Vendértela! Eso no. No pienses en ello: he dicho que no, y siempre
será lo mismo.

--El caso es que se me ha ocurrido una combinación que puede
contentarnos y satisfacernos á los dos.

--¿Cuál?

--Pues ésta. Usted me la vende, y á pesar de vendérmela, la finca sigue
siendo suya. ¿No comprende?

La vieja dejó de mondar las patatas para fijar en el hostelero sus ojos
vivísimos. Él añadió:

--Pues voy á explicarme. Yo le doy ciento cincuenta francos todos
los meses. Comprenda bien; todos los meses yo le traigo aquí, con mi
tílburi, treinta escudos de á veinte, y eso no cambia nada las cosas,
nada; usted continúa en su casa sin ocuparse de mí y sin deberme nada
absolutamente. Usted no hace más que tomar mi dinero. ¿Le conviene?

Chicot la miraba sonriendo, como si estuviese de muy buen humor.

La vieja, temiendo una encerrona, le miraba con desconfianza. Poco
después le preguntó:

--Bueno, esto para mí, pero á ti, ¿te doy la finca?

--Eso no la preocupe--replicó el hostelero.--Usted continúa aquí
mientras Dios le conceda vida, y aquí está usted en su casa. Únicamente
me hará un papelito en casa del notario, para que á su muerte la
alquería me pertenezca. Usted no tiene hijos, no tiene más que sobrinos
á los que no profesa gran cariño. ¿Le conviene? Conserva usted la finca
mientras viva, y yo le doy treinta escudos de á veinte cada mes. Todo
es beneficio para usted.

La vieja quedó sorprendida, inquieta, pero tentada.

--No digo que no--replicó.--Pero quiero pensar eso con detenimiento.
Vuelve la semana que viene, hablaremos, y te diré lo que habré pensado.

Chicot se fué, más contento que un rey que acabase de conquistar un
imperio.

Y la vieja Magloria se quedó pensativa. Por espacio de cuatro días
estuvo vacilante y febril. En todo aquello presentía algo malo para
ella, pero los treinta escudos de á veinte, y por mes, ese hermoso
dinero contante y sonante que vendría á meterse en el bolsillo de su
delantal, y que le caería del cielo, sin hacer nada, la llenaban de
deseos.

Entonces se fué á casa del notario y le contó lo que le sucedía.
El notario la aconsejó que aceptase la proposición de Chicot, pero
diciéndole que en vez de treinta escudos debía exigirle cincuenta, pues
calculando por lo bajo, su finca valía sesenta mil francos.

--Y aun así, si usted vive quince años,--decía el notario--sólo dará
cuarenta y cinco mil francos por ella.

La perspectiva de cincuenta escudos de á veinte y mensuales, estremeció
á la pobre vieja, pero desconfiando siempre, temiendo mil cosas
imprevistas y mil astucias ocultas, allí estuvo hasta la noche haciendo
preguntas y no pudiendo decidirse á marcharse. Por fin, ordenó que
preparasen la escritura y volvió á su casa más mareada que si hubiese
bebido cuatro jarros de sidra nueva.

Cuando Chicot volvió por la contestación se hizo rogar mucho tiempo,
diciendo que no quería, pero en realidad roída por el miedo de que el
otro no quisiese dar las cincuenta monedas de á veinte. Pero como él
insistía, enunció sus pretensiones.

Chicot se negó rotundamente.

Y entonces, para convencerle, ella se puso á hablar de la duración
probable de su vida.

--Es seguro que no viviré más de cinco ó seis años. Ya tengo setenta y
tres, y no estoy muy fuerte. Sin ir más lejos, la otra tarde creí que
me moría. Parecía que me vaciaban el cuerpo y tuvieron que llevarme á
la cama.

Pero Chicot no se dejaba coger.

--Vamos, vamos--decía.--Está usted más fuerte que el campanario de
la iglesia y llegará á los ciento diez. Estoy convencido de que me
enterrará.

Pasaron la tarde discutiendo, pero como la vieja no cedía, el hostelero
se conformó, dando los cincuenta escudos de á veinte.

Y al día siguiente firmaron la escritura, y la vieja exigió diez
escudos para mojar el convenio.

Pasaron tres años. La buena mujer disfrutaba de salud excelentísima, no
pasaban días para ella y Chicot se desesperaba. Le parecía que pagaba
la renta desde hacía más de medio siglo, y que al equivocarse en sus
cálculos se había arruinado. De tiempo en tiempo iba á verla como en
julio se va á los campos para ver si el trigo está maduro y á punto
de siega, y ella le recibía con la malicia retratada en los ojos.
Cualquiera hubiese creído que estaba orgullosa de la partida que le
estaba jugando, y él se alejaba en su tílburi murmurando con rabia:

--Vieja maldita, no reventarás nunca...

Y no sabía qué hacer: al verla le entraban ganas de estrangularla. La
odiaba con odio feroz, terrible: odio de labrador robado.

Entonces empezó á pensar y á buscar medios para que aquello terminase.

Un día volvió frotándose las manos, como la primera vez que le había
propuesto el negocio.

Después de haber hablado un rato le dijo:

--¿Por qué, cuando pasa por Épreville, no viene á comer á casa? La
gente lo ha observado y murmura diciendo que ya no somos amigos. Eso
me molesta, y ya sabe usted que en mi casa no ha de pagar pues no soy
hombre que repara en una comida. Venga cuantas veces quiera con la
seguridad de que me dará un alegrón.

Magloria no se lo hizo repetir, y dos días después, al ir al mercado,
metió su carricoche, que guiaba su criado Celestino, en el cobertizo de
Chicot, el caballo en la cuadra, y reclamó la comida prometida.

El hostelero, radiante, la trató como á una gran señora sirviéndole
pollo, pierna de carnero, y tocino con coles; pero ella, sobria como
pocas, apenas comió pues desde su infancia siempre había vivido con una
sopa y una rebanada de pan con manteca.

Chicot harto contrariado insistió, pero tampoco bebía y hasta se negó á
tomar café.

Entonces Chicot, no sabiendo ya qué intentar, le dijo:

--Una copita no se negará á tomarla...

--Á eso no se niega nadie...

--Rosalía--gritó Chicot con toda fuerza de sus pulmones.--Trae una
botella del bueno, del superior...

Y la criada apareció trayendo una botella larga que adornaba una
etiqueta verde. Una vez llenas dos copitas, el hostelero dijo:

--Pruebe esto, pruébelo, que no hay mejor.

Y la vieja empezó á beber á sorbitos para que el goce durase más.
Cuando hubo apurado la copita, se relamió, diciendo luego:

--Efectivamente, es cosa buena.

Aún no había concluido de hablar cuando Chicot ya había llenado otra
vez las copas. Ella quiso negarse, pero ya era tarde, y la segunda
copita fué saboreada con la misma lentitud que la primera. Chicot quiso
hacerle tomar la tercera, y para insistir dijo:

--Parece leche, y sin molestia ni riesgo, se pueden tomar diez ó doce.
Eso pasa como si fuese agua con azúcar. Y no hace daño ni al vientre ni
á la cabeza; parece que se evapora en la lengua. No hay nada mejor para
la salud.

Como la vieja tenía ganas de beber, cedió, pero no quiso más que media
copita.

Y Chicot, en un arranque de generosidad, exclamó:

--Puesto que le gusta, y para demostrarle que somos buenos amigos, voy
á regalarle un barrilito.

La buena mujer lo aceptó y se fué un tanto trastornada.

Al día siguiente, el hostelero entró en casa de la tía Magloria y del
fondo de su carricoche sacó un barrilito que rodeaban aros de hierro;
quiso que probasen el contenido para demostrar que era lo mismo que
habían bebido la víspera. Cuando hubieron tomado tres copitas cada uno,
se fué diciendo:

--Cuando se acabe, no se acabará, puesto que yo tengo; y pida sin miedo
de molestar. Se lo ofrezco con gusto, y quiero que acepte. Está dicho.

Y se alejó en su tílburi.

Cuatro días después volvió y encontró á la vieja, sentada á su puerta,
y cortando el pan para la sopa.

Se acercó, la saludó y la habló, echándose casi encima de ella para
sentir su aliento. Y como reconoció el olor á alcohol, su rostro se
iluminó.

--¿Me ofrece usted una copita?--dijo.

Y tomaron dos ó tres.

Por el lugar se dijo pronto que la vieja Magloria se emborrachaba sola.
Unas veces la encontraban tendida en la cocina, otras en el patio,
algunas en los caminos de las cercanías, y era preciso llevarla á su
casa inerte como un cadáver.

Chicot dejó de ir á su casa y cuando alguien le hablaba de la tía
Magloria, decía tristemente:

--¿No es una vergüenza que á su edad haya adquirido tan mala costumbre?
Y cuando se es viejo, no hay nada que hacer. Eso tarde ó temprano
acabará mal.

Y acabó mal, con efecto, pues al invierno siguiente, allá, muy cerca
de Navidad, cayó borracha perdida en la nieve, y murió.

Y Chicot, al tomar posesión de la alquería, murmuraba:

--Si esa mujer no se hubiese emborrachado, lo menos hubiera vivido diez
años más.




                         EL BICHO DE BELHOMME


La diligencia del Havre se disponía á salir de Criquetot, y en el patio
del hotel del Comercio, cuyo propietario era Malandain hijo, todos los
viajeros esperaban á que les llamasen por su nombre.

Era un carruaje amarillo, montado sobre ruedas amarillas también en
otros tiempo, pero que el barro acumulado había teñido de gris; y si
las de delante eran pequeñas, las de detrás eran altas y frágiles
y sostenían, diforme y abultado, algo que parecía el vientre de
bestia diforme. Tres pencos blancos, que á primera vista llamaban la
atención por sus enormes cabezas y sus redondas rodillas, arrastraban
la diligencia que, por su estructura, semejaba un monstruo. Y los
caballos, enganchados al extraño vehículo, parecía que dormían.

Cesáreo Horlaville, el cochero, era un hombrecito ventrudo y sin
embargo flexible y ágil, á causa de la constante costumbre de
encaramarse al pescante y escalar el imperial; tenía la piel curtida
por el aire de los campos, las lluvias y las borrascas; rojizo el
rostro por el uso y tal vez el abuso del alcohol, y brillantes los
ojos que parpadeaban al viento y al granizo. Cuando apareció en el
patio de la posada se secaba los labios con el reverso de la mano.

Grandes cestos redondos, llenos de aves asustadas, esperaban ante las
inmóviles campesinas, y Cesáreo Horlaville, cogiéndolos uno á uno, los
colocó en la parte alta de su carruaje; en seguida, y con más cuidado,
colocó los que contenían huevos, lanzando después, desde abajo, algunos
saquitos de grano y una serie de paquetes envueltos con pañuelos,
trapos y periódicos. Luego, abriendo la portezuela, sacó del bolsillo
una lista que leyó en voz alta:

--¡Señor cura de Gorgeville!

El sacerdote, hombre robusto, fuerte y de amable aspecto, avanzó; y
recogiéndose la sotana como las mujeres se recogen la falda, montó en
la diligencia.

--¿El maestro de Rollebose-les-Grinets?

Un hombre alto y delgado, vestido con negra levita que le llegaba
hasta las rodillas, avanzó tímidamente y y á su vez desapareció por la
abierta portezuela.

--¡Poiret: dos asientos!

Vino Poiret, alto y delgado, encorvado por el arado, enjuto por la
abstinencia y con la piel seca por falta de lavarla. Su mujer le
seguía, una mujer pequeñita y flaca que parecía una ternera cansada, y
que, con las dos manos, sostenía un inmenso paraguas verde.

--¡Rabot, dos asientos!

Rabot, que era perplejo por temperamento, preguntó, «¿Es á mí á quien
se llama?»

El cochero, al que de apodo llamaban «el descarado», iba á contestar
una atrocidad, cuando Rabot se lanzó hacia la portezuela empujando por
delante á su mujer, una mocetona cuadrada cuyo redondo vientre parecía
un barril y cuyas manazas recordaban las palas de las lavanderas.

Y Rabot se metió en la diligencia como las ratas entran en sus agujeros.

--¡Caniveau!

Un labrador gordo y pesado como un buey, hizo crujir los resortes y se
metió en el amarillento carruaje.

--¡Belhomme!

Y éste, alto y delgado, se acercó con el cuello torcido, doliente el
rostro, y con un pañuelo aplicado al oído como si violento dolor de
muelas le atormentase.

Todos, por encima de las antiguas y singulares vestiduras de paño negro
ó verdoso, vestiduras de etiqueta que lucían por las calles del Havre,
llevaban largas blusas azules; y en la cabeza ostentaban gorras de
seda, altas como torres, que, en el campo normando, suponen elegancia
suprema.

Cesáreo Horlaville cerró la portezuela y, encaramándose luego en el
pescante, hizo chasquear el látigo.

Los tres caballos parecieron despertar. Agitando el cuello hicieron
oir el vago murmullo de los cascabeles. Con toda la fuerza de sus
pulmones, el cochero empezó á gritar al tiempo que azotaba fuertemente
á las bestias que se agitaron, hicieron un esfuerzo, y arrancaron al
trote corto, arrastrando á la diligencia que los baches sacudían,
armando sorprendente ruido de hierro viejo y cristales mientras en el
interior, los viajeros alineados en las dos filas de asientos, se veían
zarandeados de lo lindo.

En un principio, y por respeto al cura, todos callaban, pero como él
era de temperamento expansivo y familiar, fué el primero en romper el
silencio.

--Y bien, amigo Caniveau,--dijo.--¿Las cosas marchan bien?

El enorme campesino, que se sentía unido al eclesiástico por cierta
simpatía de porte, barriga y gordura, contestó sonriendo:

--Así así, señor cura; ¿y usted?

--¡Oh! Yo, siempre igual.

--¿Y usted, Poiret?

--Todo iría á pedir de boca si no fuesen las colzas que este año no
producirán casi nada; y como únicamente se encuentra beneficio en eso...

--Qué quiere usted, los tiempos son duros.

--Vaya si lo son,--afirmó con voz de gendarme la mujer de Rabot.

Como vivía en una aldea vecina, el cura no la conocía más que de nombre.

--¿Es usted la Blondel?--preguntó el sacerdote.

--Yo soy, para servir á usted.

Rabot, tímido y satisfecho, saludó sonriendo, inclinando exageradamente
la cabeza hacia delante como si quisiese decir: «Y yo soy Rabot, el que
se casó con la Blondel».

De pronto, Belhomme, que seguía con el pañuelo aplicado á la oreja,
empezó á gemir de modo lamentable. Y golpeando el suelo de la
diligencia con el pie, decía _ñau, ñau_, expresando así su espantoso
sufrimiento.

--¿Le duelen á usted las muelas?--preguntó el cura.

El labrador, dejando de quejarse un instante, respondió:

--No, señor cura; no son las muelas, es el oído, en el fondo del oído...

--¿Y qué es lo que tiene en el oído? ¿un tumor?

--No sé si es un tumor, pero sé que es un bicho, un bicho muy grande
que se me metió dentro cuando dormía en el granero...

--¡Un bicho! ¿Está usted seguro?

--¿Si estoy seguro? Como del Paraíso, señor cura, pues me roe el fondo
del oído. Y se me comerá la cabeza, se me comerá la cabeza... ¡Ah!...
_ñau, ñau_.--Y empezó de nuevo á patear.

Todos escuchaban profundamente interesados.

Y cada uno daba su opinión. Poiret pretendía que debía ser una araña,
el maestro una oruga, pues en el Orne, en Champemuret donde había
estado seis años, ocurrió un caso parecido, y la oruga, que había
entrado por el oído, salió por la nariz, pero el hombre se quedó sordo
porque el bicho le taladró el tímpano.

--Eso debe ser un gusano,--afirmó el cura.

Belhomme, con la cabeza inclinada y apoyado el codo en la portezuela,
pues era el último que había subido, seguía gimiendo:

--¡Oh! _ñau, ñau, ñau_... yo juraría que es una hormiga, una hormiga
muy grande... me muerde horriblemente. Mire usted, señor cura... ¡Oh!
_ñau, ñau, ñau_... es tremendo...

--¿Ha visto al médico?--preguntó Ganiveau.

--No.

--¿Y por qué?

El temor al médico pareció curar á Belhomme quien, sin quitarse el
pañuelo de la oreja, se irguió.

--¡Por qué, por qué! ¿Crees que tengo el dinero para dárselo á ese
gandul? Hubiera venido una vez, dos, tres, cuatro, cinco... y hubiera
tenido que darle dos escudos de á veinte, lo menos dos escudos de
á veinte; y dime ¿qué me hubiera hecho ese gandul, qué me hubiera
hecho?... ¿Lo sabes?

Caniveau se reía.

--No, no lo sé, pero ¿á donde vas así?

--Al Havre, á ver á Chambrelán.

--¿Qué Chambrelán?

--El curandero.

--¿El curandero?

--Sí, el curandero que sanó á mi padre.

--¿Á tu padre?

--Sí, hace mucho tiempo.

--¿Y qué tenía tu padre?

--Pues un aire en la espalda que no le dejaba moverse.

--Y ¿qué le hizo Chambrelán?

--Pues le amasó la espalda con las dos manos como quien amasa pan, y
todo pasó en dos horas.

Belhomme creía que Chambrelán había pronunciado algunas palabras
extrañas, pero delante del cura no se atrevió á decirlo.

Riendo, Caniveau repuso:

--Lo que tienes en el oído debe ser un conejo que ha tomado ese agujero
por su madriguera. Espera, voy á hacerle salir.

Y Caniveau, colocándose las manos junto á la boca á manera de bocina,
empezó á imitar los ladridos de los perros de caza. Y al oírle, todos
soltaron el trapo á reir, hasta el maestro que nunca se reía.

Pero como Belhomme parecía enfadarse y tomar á mal la broma, el cura,
dirigiéndose á la mujer de Rabot, cambió la conversación.

--¿Tienen ustedes mucha familia?--preguntó.

--¡Oh! Sí, señor cura, y se sufre mucho para criarla.

Rabot inclinó la cabeza como queriendo decir: «¡Oh! sí, y se sufre
mucho para criarla».

--¿Cuántos hijos?

--Dieciséis, señor cura, dieciséis...

Rabot se puso á reir y saludó. Tenía dieciséis hijos, y ¡qué diablo!
estaba orgulloso.

Pero Belhomme renovó sus gemidos.

--¡Oh! _ñau, ñau_...! ¡cómo muerde, cómo muerde!...

La diligencia se detuvo ante el café de Polito y el cura dijo: «Si se
echase un poco de agua en la oreja, tal vez se le haría salir. ¿Quiere
que probemos?».

--¡Ya lo creo que quiero!

Y todos bajaron para asistir á la operación.

El sacerdote pidió una jofaina, una toalla y un vaso de agua, y
recomendó al maestro que mantuviese inclinada la cabeza del paciente,
y que cuando el líquido hubiese penetrado en el orificio, la volviese
bruscamente.

Pero Caniveau, que miraba la oreja de Belhomme para ver si á simple
vista distinguía el bicho, exclamó:

--¡Demonio, vaya una pasta! Hay que destapar esto pues con tanta
confitura el conejo no puede salir. Se le pegarían las patas.

El cura examinó á su vez el conducto y le encontró demasiado estrecho
y demasiado obstruido para que el bicho saliese. Entonces el maestro,
con una cañita y un poco de algodón en rama despejó el camino y, en
medio de la ansiedad general, el sacerdote vertió medio vaso de agua
que corrió por la cara, pelo y cuello de Belhomme. El maestro hizo
girar rápidamente la cabeza, como si hubiese querido destornillarla,
y en la blanca vasija cayeron algunas gotas. Todos los viajeros se
precipitaron, mas no había salido ningún bicho.

Con todo Belhomme declaró: «Ya no siento nada», y el cura dijo
solemnemente: «¡Claro está! ¡Cómo que se habrá ahogado!» Y con general
contento volvieron á meterse en la diligencia.

Mas apenas se habían vuelto á poner en marcha cuando Belhomme dió un
grito terrible. El bicho había despertado y le mordía furiosamente,
afirmando que se le había metido en la cabeza y le estaba devorando
los sesos. Chillaba tanto y hacía contorsiones tan raras, que la mujer
de Poiret, creyéndole poseído por el diablo, empezó á llorar y á hacer
la señal de la cruz. El dolor del enfermo se calmó un poco y contó que
el bicho se paseaba por el interior del oído. Con el dedo imitaba sus
movimientos y parecía que le veía y le seguía con la mirada. «Ahora
sube, ahora sube... _ñau, ñau_... ¡qué horror!».

Caniveau se impacientaba: «El agua enfurece al bicho ése, prueba de que
está acostumbrado al vino».

Y como todos rieron, repuso: «Cuando lleguemos al café de Bourbeaux,
date un poco de aguardiente triple y te juro que no se moverá más».

Pero el dolor era tan fuerte que Belhomme no podía soportarlo y empezó
á chillar como si le arrancasen el alma. El cura se vió obligado á
sostenerle la cabeza, y rogaron á Cesáreo Horlaville que se detuviese
en cuanto encontrase una casa.

Así lo hizo frente á una alquería que se alzaba junto al camino, y allí
transportaron á Belhomme al que extendieron sobre la mesa de la cocina
para reanudar la operación. Caniveau insistía aconsejando se mezclase
aguardiente al agua á fin dé dormir al bicho matándolo tal vez, pero el
cura prefirió el vinagre.

Está vez vertieron el líquido gota á gota, con objeto de que penetrase
hasta el fondo, y luego le dejaron algunos minutos en el órgano
habitado.

Una jofaina estaba preparada también, y el cura y Caniveau, esos dos
colosos, volvieron á Belhomme, mientras el maestro daba golpecitos en
el lado sano á fin de que el otro se vaciase completamente.

El mismo Cesáreo Horlaville, con el látigo en la mano, había entrado
para presenciar la operación.

Y de pronto advirtieron un puntito negro, no más grande que una
semilla de cebolla, en el fondo de la jofaina. Y sin embargo se movía.
¡Era una pulga! Primero se oyeron gritos de asombro y luego sonoras
carcajadas... ¡Una pulga! Valiente cosa... Caniveau se daba tremendas
manotadas en los muslos, el cochero hacía chasquear el látigo, el cura
reventaba, abriendo las quijadas como cuando los asnos rebuznan, el
maestro como cuando se estornuda, y las mujeres daban gritos de alegría
muy parecidos al cacareo de las gallinas.

Belhomme, sentado en la mesa y con la jofaina en las rodillas,
contemplaba atentamente, y con justa cólera, al menudo bicho que se
agitaba en la gota de agua.

Y diciendo: «Maldita seas», la escupió.

El cochero, loco de alegría, no hacía más que repetir «Era una pulga,
una pulga... maldita pulga».

Y luego, cuando se hubo calmado un poco, exclamó: «Vamos, en marcha,
que ya hemos perdido bastante tiempo».

Y los viajeros, sin dejar de reir, se dirigieron hacia la diligencia.

Belhomme, que había llegado el último, dijo que no continuaba el viaje
y que se volvía á Criquetot porque ya no tenía nada que hacer en el
Havre.

El cochero repuso:--Haz lo que quieras pero paga tu asiento.

--Como no he pasado de la mitad del camino, no debo más que la mitad.

--Lo debes todo por que lo tomaste hasta el Havre.

Y empezó una discusión que no tardó en convertirse en furiosa querella.
Belhomme juraba que no daría más que un franco, y Cesáreo Horlaville
afirmaba que cobraría dos.

Y frente á frente, y con los ojos clavados en los ojos, gritaban á más
y mejor.

Caniveau se apeó.

--Ante todo, debes dos francos al cura, ¿oyes? y luego una ronda para
todos, lo que asciende á dos francos setenta y cinco, y además darás un
franco á Cesáreo. ¿Hace, descarado?

El cochero, encantado de que Belhomme se viese obligado á desembolsar
tres francos setenta y cinco, contestó: «Aceptado».

--Entonces paga.

--No pagaré: el cura no es médico...

--Si no pagas, te meto en el coche de Cesáreo y con nosotros vienes
hasta el Havre.

Y el coloso, cogiendo á Belhomme por la cintura, le levantó, como
hubiera podido levantar á un niño.

El otro se convenció de que era preciso ceder y, sacando la bolsa, pagó.

La diligencia se puso de nuevo en marcha dirigiéndose al Havre mientras
Belhomme volvía á Criquetot; y los viajeros, que parecían haber
enmudecido, contemplaban en la blanca carretera la blusa azul del
labrador que sobre sus largas piernas se balanceaba.




                               EL COLLAR


Era una de esas muchachas encantadoras que, como por error del destino,
había nacido en el seno de una familia de empleados. No tenía dote
ni esperanzas de tenerla, y por lo mismo no podía brillar, darse á
conocer, hacer que la comprendiesen y la quisiesen, ni casarse con un
hombre rico y distinguido. Y así fué que aceptó por marido á un modesto
empleado en el ministerio de Instrucción pública.

No pudiendo ser elegante tuvo que conformarse con ser sencilla, pero
fué desgraciada, pues las mujeres no pertenecen á ninguna casta ni
á ninguna raza, y su gracia y sus encantos les sirven de timbres de
nacimiento y de familia. La finura nativa, el instinto de elegancia y
la flexibilidad de la inteligencia, constituyen su jerarquía, y estas
condiciones colocan en la misma línea á las mujeres del pueblo y á las
grandes señoras.

Sintiéndose capaz para todas las delicadezas y todos los lujos,
sufría incesantemente, y todo la hacía sufrir: la pobreza de su
casa, la miserable desnudez de las paredes, la sillas viejas y las
raídas cortinas. Todas estas cosas, por las que cualquiera otra
mujer de su clase ni siquiera se hubiese preocupado, la torturaban
y la indignaban. La presencia de la bretona que le servía de criada
despertaba en ella pesares desolados y sueños extraños, y soñaba con
las mudas antesalas cubiertas con ricos tapices de oriente y alumbradas
por grandes lámparas de bronce, y con que veía durmiendo en amplias
butacas á dos lacayos con calzón corto. Pensaba en vastos salones
vestidos con sedas antiguas, adornados con muebles de estilo sobre los
que se pareciesen inestimables figulinas; y en saloncitos coquetones
discretamente perfumados y expresamente arreglados para conversar con
amigos íntimos, hombres conocidos y diputados, esos hombres cuyas
atenciones envidian y desean todas las mujeres.

Cuando á la hora de comer se sentaba á la redonda mesa cubierta con
manteles que servían tres días, y veía en frente á su marido, quien al
destapar la sopera decía satisfecho: «¡Ah! ¡El rico cocido! No hay nada
mejor...», soñaba con las comidas servidas en relucientes vajillas de
plata, en comedores con las paredes cubiertas con tapices llenos de
personajes antiguos y extraños pájaros que revoloteaban por bosques de
hadas; y soñaba también con manjares exquisitos servidos en fuentes
maravillosas, con las galanterías murmuradas y escuchadas con sonrisa
de esfinge, teniendo delante la rosada carne de una trucha y las
blancas pechugas de gallina.

Pero no tenía trajes, no tenía joyas, no tenía nada; y lo peor era que
sólo la interesaban estas cosas ¡tanto se creía nacida para ellas! ¡La
hubiera complacido sobremanera gustar, ser envidiada y que su presencia
fuese siempre deseada!...

Tenía una amiga rica, una compañera de colegio á la cual no quería
visitar porque luego sufría mucho; y pasaba días enteros llorando
amargamente de pena, de desesperación y de angustia.

Ahora bien, una tarde, su marido volvió de la oficina radiante y
satisfecho, y le entregó un sobre bastante grande.

--Toma,--la dijo.--Ahí dentro hay algo para ti.

Rasgado el sobre, de él sacó una tarjeta impresa que decía:

«El ministro de Instrucción pública y su esposa, ruegan á los señores
Loisel que les concedan el honor de pasar con ellos, en el hotel del
Ministerio, la velada del lunes 18 de enero».

En vez de verla contenta, como su marido esperaba, arrojó con despecho
la invitación sobre la mesa y murmuró:

--¿Y qué quieres que haga con esto?

--Querida mía, yo me figuraba que te alegrarías. No sales casi nunca,
y ésta es una ocasión única. Mucho me ha costado conseguir esta
invitación, pues son muchos los que quieren y no pueden ir á esta
fiesta. Se invita á contados empleados, y en el Ministerio estará todo
el mundo oficial.

Ella le miraba descompuesta, y no pudiendo contener su impaciencia
exclamó:

--¿Y qué quieres que me ponga? No tengo nada...

El infeliz, que ni siquiera había pensado en semejante cosa, balbució:

--Pues... el traje que llevas para ir al teatro... Me parece que está
muy bien...

Y viendo llorar á su mujer se calló, estupefacto y sin saber lo que le
pasaba. Haciendo un gran esfuerzo, consiguió murmurar:

--Pero ¿qué tienes? ¿qué te pasa?

Ella, dominando su pena y enjugándose las mejillas que las lágrimas
habían humedecido, respondió con voz tranquila:

--Nada, pero como no tengo traje, no puedo ir á esa fiesta. Más vale
ceder la tarjeta á un compañero cuya mujer esté mejor vestida que yo.

El pobre estaba desolado.

--Veamos, veamos, Matilde: ¿cuánto puede costar un traje elegante y
adecuado para la circunstancia, un traje que pueda servirte en otras
ocasiones?

Quedóse reflexionando durante unos segundos, haciendo cuentas y
cálculos, pensando en la cantidad que podía pedir sin provocar una
negativa inmediata y una exclamación de desagrado, y al fin, vacilando,
respondió:

--Exactamente no puedo decirlo, pero creo que con cuatrocientos francos
me podría arreglar.

Él palideció un poco, pues precisamente tenía guardada esa suma para
comprarse una escopeta y salir los domingos con sus amigos á cazar
alondras en los llanos de Nanterre.

Con todo, la dijo:

--Bueno, pues te doy los cuatrocientos francos y sólo te recomiendo que
el traje sea hermoso.

Se acercaba el día de la fiesta, y la esposa de Loisel parecía triste,
inquieta y ansiosa. Y como su traje estaba dispuesto, su marido
preguntó:

--¿Te ocurre algo? Desde hace tres días no pareces la misma.

--Me contraría no tener ni una joya, ni una piedra que ponerme:
contestó Matilde.--Pareceré una miserable, y creo que sería preferible
no ir á la fiesta.

--Ponte flores naturales. En esta estación no hay nada más elegante, y
por diez francos podrás encontrar dos ó tres rosas magníficas.

Matilde no estaba convencida ni mucho menos.

--No... nada más humillante que parecer pobre entre mujeres
ricas--replicó; y seguramente se disponía á completar su pensamiento,
cuando su marido la interrumpió para decir:

--¡Qué tonta eres! Vete á casa de tu amiga, la señora de Forestier, y
pídele que te preste algunas joyas. Sois bastante amigas para que te
niegue este favor.

Matilde, sin poder contener un grito de alegría, dijo:

--Es cierto; ni siquiera se me había ocurrido.

Y al día siguiente se dirigió á casa de su amiga y le contó sus cuitas.

La señora de Forestier, en vez de contestar, abrió su armario de luna,
sacó un cofrecito bastante grande, y colocándole delante de su amiga,
la dijo:

--Escoge.

Matilde pasó revista á las pulseras, á un collar de perlas, á una cruz
veneciana, de oro y pedrería, de un trabajo admirable, y poniéndose
los aderezos ante el espejo, y sin poder decidirse á quitárselos,
preguntaba:

--¿No tienes más?

--Sí, sí, busca. Yo no sé lo que puede gustarte.

Y siguió buscando hasta encontrar, en un estuche de raso negro, un
soberbio collar de brillantes. Su corazón empezó á latir con inmoderado
deseo, y al tomarlo, sus manos temblaron. Se lo colocó alrededor de su
cuello y se extasió ante sí misma.

Luego, vacilante y llena de angustia, preguntó:

--¿Puedes prestarme esto, nada más que esto?

--Pues ya lo creo.

Matilde se arrojó en brazos de su amiga, la besó con arrebato, y luego
se fué con su tesoro.

Llegó por fin el día de la fiesta y el triunfo de Matilde fué grande,
inmenso. Entre todas, era la más linda, la más elegante, la más
graciosa, y, loca de alegría, no dejaba de sonreír un momento. Todos
los hombres la miraban, todos preguntaban quién era, querían serle
presentados, y no tan sólo los altos funcionarios quisieron bailar con
ella, sino que llamó la atención al mismo ministro.

Y ella bailaba con embriaguez, con arrebato, trastornada por el gozo
que sentía y sin pensar en otra cosa que en el triunfo de su belleza,
en la gloria de su éxito, y sintiéndose rodeada por una especie de nube
de felicidad formada con todos los homenajes, todas las admiraciones
y todos los deseos despertados con aquella victoria tan completa y
agradable para una mujer.

Abandonó los salones á las cuatro de la mañana. Su marido había estado
durmiéndose en un saloncito, con otros tres caballeros cuyas mujeres se
divertían de lo lindo.

Colocó sobre sus hombros el abrigo que para la salida había llevado,
modesto abrigo propio de su clase y cuya pobreza se daba de bofetadas
con la elegancia de su traje de baile, y como ella lo sabía, para que
las otras mujeres que se cubrían con ricas pieles no se fijasen en
ella, quiso huir.

Loisel la retenía diciéndole:

--Espera, hija mía, espera que vas á enfriarte. Voy á llamar un coche.

Pero ella no le escuchaba y bajaba rápidamente la escalera. Cuando
estuvieron en la calle no encontraron ni un mal coche de punto, y
echaron á andar dando voces á cuantos cocheros pasaban á lo lejos.

Desesperados y tiritando llegaron hasta el Sena. Por fin, en los
muelles encontraron un carricoche viejo, uno de esos vehículos
noctámbulos que en París únicamente se ven por la noche como si su
miseria les avergonzase durante el día.

En él fueron hasta su casa. Vivían en la calle de los Mártires, y
subieron la escalera tristemente. Para ella todo había terminado, y él,
él pensaba que tenía que estar en la oficina á las diez.

Ante el espejo, Matilde se quitó el abrigo que la envolvía, para verse
todavía una vez, y un grito de angustia se ahogó en su garganta.

No llevaba el collar.

Su marido, ya casi desnudo, preguntó.

--¿Qué tienes?

Ella, medio loca, se volvió hacia él.

--Que... que... que no tengo el collar de la señora de Forestier.

Completamente trastornado el marido se puso en pie.

--¡Qué dices!--exclamó.--¡No, no es posible!

Y buscaron por los pliegues del traje, por los del abrigo, por los
bolsillos, por todas partes, sin poderlo encontrar.

Entonces él murmuró:

--¿Estás segura de que al salir del baile lo llevabas?

--Sí, lo he tocado en el vestíbulo del ministerio.

--Pero si lo hubieses perdido por la calle, lo hubiéramos oído caer. Se
te habrá caído en el coche.

--Es probable. ¿Sabes el número?

--No. Y tú, ¿no lo has mirado?

--Tampoco.

Y se miraron aterrados. Al fin Loisel se vistió y dijo:

--Voy á recorrer el camino que hemos hecho á pie á ver si lo encuentro.

Y salió. Ella se quedó vestida con el traje de baile, sin fuerzas para
acostarse, abatida en una silla, sin lumbre y sin poder pensar.

Su marido volvió á las siete sin haber encontrado nada.

Fué á la Prefectura de policía, á los periódicos para prometer
importante recompensa, á las compañías de carruajes, á todas partes
donde podía llevarle un reflejo de esperanza.

Ella, ante el espantoso desastre, estuvo esperando todo el día en el
mismo estado de abatimiento.

Por la noche, Loisel volvió pálido y descompuesto sin haber encontrado
nada.

--Es preciso--dijo--que escribas á tu amiga diciéndole que has roto el
broche del collar y que lo haces componer. Eso nos dará tiempo.

Y le dictó la carta.

Al cabo de una semana perdieron las esperanzas, y Loisel, que había
envejecido lo indecible, dijo:

--Es preciso que pensemos en comprar otro collar.

Y á partir del día siguiente, con el estuche que lo había guardado, se
dirigieron á casa del joyero cuyo nombre estaba impreso en el raso.
Éste consultó sus libros y dijo:

--Señora, no fuí yo quien vendió el collar: sólo vendí el estuche.

Entonces empezaron á recorrer joyerías, buscando un collar igual al
otro, consultando sus recuerdos, y enfermos los dos de pesar y de
angustia.

En una tienda del Palais-Royal encontraron un rosario de brillantes
que les pareció exactamente igual al que buscaban, y aun cuando valía
cuarenta mil francos, después de mucho regatear lograron que se lo
dejasen en treinta y seis mil.

Suplicaron al joyero que no lo vendiese antes de tres días, y pusieron
por condición que, si el primero se encontraba, se lo devolverían por
treinta y cuatro mil francos.

Loisel poseía dieciocho mil francos que sus padres le habían dejado, y
tomó prestado lo que faltaba.

Y fué pidiendo mil francos á uno, quinientos á otro, cinco luises por
aquí, tres por allí, firmó letras, contrajo compromisos ruinosos, trató
con usureros y con toda clase de prestamistas, y comprometió el fin de
su existencia arriesgando su firma sin saber siquiera si podría hacerle
honor; y asustado por las angustias del porvenir, por la negra miseria
que le amenazaba, la perspectiva de todas las privaciones físicas y de
todas las torturas morales, fué á buscar el collar nuevo dejando en el
mostrador del joyero treinta y seis billetes de mil francos.

Cuando Matilde llevó el collar á su amiga, la señora de Forestier la
recibió muy fríamente.

--Debías habérmelo devuelto antes--la dijo,--pues lo hubiese podido
necesitar.

Y no abrió el estuche, que era lo que Matilde temía. Si hubiese
advertido la substitución ¿qué hubiera dicho? ¿que hubiera pensado? ¿La
hubiera confundido con una ladrona?

La mujer de Loisel conoció la horrible vida de los necesitados. Por lo
demás, tomó heroicamente la determinación que era preciso tomar. Se
tenía que pagar y se pagaría. Y se despidió á la criada, se dejó el
cuarto que tenían y se fueron á vivir á una buhardilla.

Y ella supo lo que era trabajar y conoció las odiosas tareas de la
cocina. Ella lavó los platos, dejando las uñas en los grasientos
cacharros y en las cacerolas; ella lavó la ropa sucia, los trapos y
las camisas que tendía en una cuerda; ella bajó la basura todas las
mañanas y subió el agua deteniéndose á cada piso para tomar aliento;
y vestida como una mujer de pueblo, fué á la frutería, á la tienda de
ultramarinos, á la carnicería, con la cesta al brazo, regateando, y
defendiendo su dinero céntimo á céntimo.

Todos los meses tenían que pagar letras y renovar otras para ir ganando
tiempo.

Por las tardes, al salir de su oficina, su marido llevaba los libros á
un comerciante y, muy frecuentemente, por la noche copiaba escrituras á
veinticinco céntimos la página.

Y esta vida duró diez años, terminados los cuales lo habían restituido
todo, con los intereses usurarios y la acumulación de los intereses
compuestos.

La mujer de Loisel parecía vieja. Pero era la mujer fuerte, dura y ruda
de los hogares pobres. Mal peinada, y con la modesta falda recogida,
hablaba recio y fregaba el pavimento con jabón y un estropajo; pero
á veces, cuando su marido estaba en la oficina, se sentaba junto á
la ventana y pensaba en el baile aquél donde había triunfado por su
hermosura y tan festejada se había visto.

¿Qué hubiera sucedido si no hubiese perdido el collar? ¡Quién sabe!
¡Qué singular y cambiadiza es la vida! ¡Cuán poca cosa se necesita para
perderse ó salvarse!

Ahora bien, un domingo que había ido á pasear por los Campos Elíseos
para distraerse un poco de los quehaceres de la semana, vió á una
señora que llevaba á un niño de la mano. Era su amiga, la señora de
Forestier, siempre joven, siempre hermosa, siempre seductora.

La mujer de Loisel se emocionó. ¿Le hablaría? Sí, le hablaría, y ahora
que lo había pagado todo le contaría lo ocurrido. ¿Por qué no había de
hacerlo?

Y se acercó.

--Buenos días, Juana.

La otra, sin reconocerla, se extrañó de que aquella mujer tan modesta
le hablase con tanta familiaridad, y balbució:

--Señora... no sé... pero sin duda se equivoca.

--No. Soy Matilde Loisel.

Su amiga no pudo contener un grito.

--¡Oh! Mi pobre Matilde... ¡Cuán cambiada estás!

--Sí, he pasado una época terrible, y desde que no te he visto he
sufrido muchísimo... he pasado muchas miserias... y todo por ti.

--¡Por mí! ¿cómo es eso?

--Tú recordaras el collar de brillantes que me prestaste para ir al
baile del Ministerio...

--Si, pero ¿qué?

--Pues bien, lo perdí,

--¿Cómo pudiste perderlo si me lo devolviste?

--Te devolví otro igual, y hemos tardado diez años en pagarlo. Como
comprenderás, no era cosa fácil para nosotros, que no teníamos nada...
En fin, ya pasó, y cree que estoy contentísima.

La señora de Forestier se había parado.

--¿Dices que compraste un collar de brillantes para reemplazar el mío?

--Sí, y no lo notaste porque las piedras eran exactamente iguales.

Y al hablar así sonreía con satisfacción inocente, y orgullosa.

La señora de Forestier, muy emocionada, la tomó las manos y murmuró:

--¡Oh! Mi pobre Matilde, mi pobre Matilde... Pero... mi collar era
falso, y cuando más, valía quinientos francos...




EL VIEJO


Templado sol de otoño, filtrándose por las grandes hayas que se alzaban
junto á la cuneta, bañaba el patio de la alquería. Bajo el césped
roído por las vacas, la tierra, impregnada aún de la reciente lluvia,
se hundía bajo el peso de los pies con ruido de agua; y los árboles,
cargados de manzanas sembraban sus frutos de color verde pálido sobre
el verde obscuro de la hierba.

Cuatro terneras, atadas en línea, pacían y mugían volviendo la cabeza
hacia la casa, y las aves, dando una nota de color, escarbaban
el suelo, agitaban las alas, cacareaban, mientras los dos gallos
cantaban sin cesar, buscaban gusanos para sus gallinas, y las llamaban
cloqueando vivamente.

La valla se abrió, y un hombre que tendría cuarenta años pero que por
lo menos aparentaba sesenta, arrugado, torcido, andando lentamente con
paso que sus grandes zuecos llenos de paja hacían más pesado todavía,
entró en el patio. Sus brazos, exageradamente largos, colgaban á ambos
lados de su cuerpo, y cuando se fué acercando á la casa, un perrillo
amarillento que estaba atado al tronco de un peral enorme, junto á un
tonel que le servía de perrera, meneó la cola y se puso á ladrar dando
muestras de alegría. El hombre gritó:

--¡Calla Finot!

Y el perro calló.

Una campesina salió de la casa. Su cuerpo huesoso, ancho y aplastado,
se dibujaba bajo la chambra de lana que la ceñía el talle. Una falda
gris muy corta le llegaba hasta la mitad de las piernas, que cubrían
medias azules, y también llevaba grandes zuecos llenos de paja. Una
cofia entonces amarillenta pero que en otros tiempos había sido blanca,
cubría algunos cabellos pegados al cráneo, y su rostro moreno, enjuto,
feo y desdentado, mostraba esa fisonomía salvaje y brutal que con
frecuencia caracteriza á la gente del campo.

El hombre preguntó:

--¿Cómo va?

La mujer respondió:

--El cura dice que está agonizando y que no pasará la noche.

Y los dos entraron en la casa.

Después de haber cruzado la cocina entraron en la habitación, pequeña
y obscura, iluminada por la luz que entraba por un ventanillo ante el
cual colgaba un harapo de percal normando. Las grandes vigas del techo,
ennegrecidas por el tiempo y por el humo, cruzaban la habitación de
parte á parte, sosteniendo el delgado pavimento del granero por el que
corrían, día y noche, verdaderas manadas de ratas.

El piso, desigual y húmedo, parecía grasiento, y en el fondo, la
cama formaba una mancha vagamente blanca. Ruido ligero, ronco, una
respiración dura, que silbaba como un estertor y producía un gorgoteo
semejante al del agua en una bomba rota, salía de aquel lecho
tenebroso donde agonizaba un viejo, el padre de la campesina.

El hombre y la mujer se acercaron y miraron al moribundo con mirada
plácida y resignada.

El yerno dijo:

--Por esta vez, todo ha concluido; ni siquiera llegará á la noche.

La mujer contestó:

--Así ronca desde mediodía.

Y luego se callaron. El padre tenía los ojos cerrados, el rostro
de color de tierra, y estaba tan flaco que parecía de madera. La
entreabierta boca daba paso al aliento desigual y duro, y á cada
aspiración, la sábana, de tela gris, se alzaba sobre su pecho.

El yerno, después de un largo silencio, dijo:

--No hay más que dejarle acabar, pues no podemos hacer nada. De todos
modos, es una contrariedad pues el tiempo es bueno y mañana convendría
cortar las colzas.

Su mujer se inquietó al oir esto, y, después de haber reflexionado unos
instantes, murmuró:

--Ya que se tiene que morir, no le enterraremos hasta el sábado y
mañana podrás dedicarte á las colzas.

--Sí, pero mañana será preciso que invite para el entierro, y para ir
de Tourville á Manechot necesito cinco ó seis horas.

La mujer se quedó pensativa por espacio de dos ó tres minutos y luego
dijo:

--No son más que las tres y podrías empezar esta tarde á recorrer la
parte de Tourville. Como apenas tiene para unas horas, puedes decir que
ha muerto.

Quedóse el hombre algo perplejo pesando las consecuencias y las
ventajas de la idea. Al fin dijo:

--Bueno, pues voy.

Se disponía á marcharse, pero después de un instante de vacilación
volvió para añadir:

--Puesto que no tienes nada que hacer, prepáralo todo y haz cuatro
docenas de morcillas para los que vengan al entierro. Preciso será
darles algo. El horno lo encenderás con la leña que hay en el
cobertizo. Está seca.

Salió de la habitación, entró en la cocina, sacó del armario un pan de
seis libras del que cortó una rebanada con mucho cuidado, y recogiendo
en la palma de la mano las migas que habían caído sobre la mesa, se las
metió en la boca para que no se perdiese nada. Tomó luego un poco de
manteca salada, la extendió sobre el pan con la punta de su cuchillo, y
se puso á comer lentamente, como lo hacía todo.

Luego cruzó el patio, hizo callar al perro que ladraba de nuevo, y
llegando al camino por un sendero, se alejó con dirección á Tourville.

Al quedarse sola, la mujer se puso á trabajar. Abrió un saco de harina
y empezó á amasar la pasta para las tortas dándole vueltas y más
vueltas hasta que la convirtió en una bola amarillenta que dejó á un
lado, encima de la mesa.

Fué luego á buscar manzanas, y para no estropear el árbol se encaramó
en una banqueta: escogió las frutas con cuidado para sólo arrancar las
maduras, y fué colocándoselas en el delantal.

Desde el camino una voz le gritó:

--¡Eh!

Volvió la cabeza y vió á un vecino, el alcalde, que volvía de cuidar
sus tierras, y le respondió:

--¿Qué se le ofrece?

--Y el padre ¿cómo está?

--Casi muerto. El sábado á las siete es el entierro porque las colzas
dan prisa.

El vecino replicó:

--Entendido y buena suerte. Que lo pase usted bien.

Y correspondiendo á la fineza, la mujer gritó:

--Gracias; lo mismo digo.

Y continuó cogiendo manzanas.

Al entrar en la casa fué á ver á su padre creyendo que ya le
encontraría muerto, pero desde la puerta oyó el monótono estertor, y
juzgando inútil acercarse á la cama, empezó á preparar las tortas.

Una á una fué envolviendo las manzanas en una hoja de fina pasta, y las
alineó al borde de la mesa. Cuando hubo hecho cuarenta y ocho bolas,
descolgó las morcillas y luego empezó á preparar la cena. Colgó el
puchero para hacer cocer patatas, y pensó que estaba de más encender el
horno pues tenía todo el día siguiente para terminar los preparativos.

Su marido, cuando volvió á eso de las cinco, preguntó desde la puerta.

--¿Ha muerto?

--Todavía no. Sigue roncando.

Fueron á verle, y encontraron al viejo en el mismo estado que horas
antes. Su ronca respiración, entonces regular como el movimiento de un
reloj, ni se había apresurado ni disminuido. Se repetía por segundos, y
sólo variaba de tono según el aire que había entrado en sus pulmones.

Su yerno le miró y dijo:

--Acabará sin darse cuenta de ello, como una vela...

Entraron en la cocina, y sin decir palabra se pusieron á comer. Cuando
hubieron engullido la sopa comieron una tostada con manteca, y, lavados
los platos, volvieron á la habitación del agonizante.

La mujer, que llevaba en la mano una lamparilla fumosa, la paseó por
delante del rostro de su padre. Y seguramente, si no hubiese respirado,
se le hubiera creído muerto.

La cama de los campesinos estaba oculta al otro extremo de la
habitación, en una especie de nicho; y se acostaron sin hablar,
apagaron la luz y cerraron los ojos. Y muy pronto dos ronquidos
distintos, profundo uno y agudo otro, acompañaron el continuo estertor
del moribundo.

Por el granero corrían las ratas.

Cuando el marido despertó, al despuntar el alba, su suegro vivía aún.
Inquieto por la resistencia del viejo sacudió á su mujer y la dijo:

--Oye, Filomena, no quiere acabar. ¿Qué opinas?

Ella, que tenía fama de pensar con acierto, respondió:

--Es seguro que no concluirá el día. No hay que temer nada pues el
alcalde no se opondrá á que se le entierre mañana, como no se opuso á
que se enterrase al padre de los Renard que murió en tiempo de siembra.

La evidencia del razonamiento le convenció y se fué al campo.

Á medio día el viejo no había muerto aún, y los hombres que se había
alquilado para la recolección de colzas, fueron en masa á contemplar al
anciano que tan agarrado estaba á la vida. Y cuando cada uno hubo dado
su parecer, volvieron á su trabajo.

Á las seis, cuando volvieron, el padre respiraba todavía; y el yerno se
asustó.

--Y ¿qué hacemos ahora, Filomena, qué hacemos?--dijo.

Ella tampoco sabía qué pensar. Fueron á ver al alcalde, y éste prometió
que cerraría los ojos y daría el permiso para que se le enterrase al
día siguiente. También se comprometió, todo por complacer á Chicot, á
conseguir que se firmase el acta de defunción con fecha anterior, y
así, el hombre y la mujer se fueron tranquilos.

Se acostaron y durmieron como la víspera, uniendo sus ronquidos sonoros
al estertor, más débil á cada momento, del anciano.

Cuando despertaron, vivía aún.

Entonces se miraron aterrados. De pie, junto al lecho del padre, le
contemplaban con desconfianza, como si les estuviese gastando una broma
pesada, engañándoles, contrariándoles por gusto, y casi le guardaban
rencor por el tiempo que les hacía perder.

El yerno preguntó:

--Bueno, y ahora ¿qué hacemos?

Ella, que tampoco lo sabía, contestó:

--¡Es una contrariedad!

Y como no se podía avisar á los invitados que iban á llegar de un
momento á otro, decidieron esperarles para referirles lo ocurrido.

Á eso de las siete aparecieron los primeros: las mujeres, vestidas de
negro, con la cabeza cubierta con enorme capucha, y muy triste la cara;
los hombres, cohibidos con sus chaquetas de paño, avanzaban dos á dos y
hablaban de sus asuntos.

Chicot y su mujer les recibieron entre desolados y confundidos, y los
dos á un tiempo abordaron al primer grupo y se pusieron á llorar.
Explicaban su aventura y referían su situación, ofreciendo sillas,
agitándose, excusándose y queriendo probar que otros hubieran hecho lo
mismo en su caso, y hablaban tanto, que ni siquiera dejaban tiempo á
los otros para que les contestasen.

Iban de uno á otro repitiendo:

--Nunca lo hubiéramos creído. ¡Mentira parece que dure tanto!

Los invitados, sin saber qué decir y contrariados como quien pierde una
ceremonia esperada, se sentaban ó permanecían de pie sin acertar con
lo que debían hacer. Algunos quisieron irse, pero Chicot les obligó á
quedarse diciendo:

--De todos modos tomaremos algo. Teníamos comida preparada y hay que
aprovecharla.

Al oir estas palabras todos los rostros se iluminaron. El patio se iba
llenando, y los que habían llegado primero daban la noticia á los que
venían después. Se hablaba bajo, pero la idea de tomar algo alegraba á
todo el mundo.

Las mujeres entraron para ver al moribundo. Al llegar junto á la cama
se persignaban, murmuraban una oración y luego salían. Los hombres, con
menores deseos de contemplar el espectáculo, miraban por la ventana.

La mujer de Chicot explicaba la agonía.

--Hace dos días que está así, ni más mi menos. ¿Verdad que parece una
bomba de agua?

Cuando todos hubieron visto el agonizante se pensó en la colación, pero
como no cabían en la cocina, se sacó una mesa al patio. Las cuatro
docenas de manzanas vestidas, dispuestas en dos grandes platos, y una
pirámide enorme de morcillas, atraían todas las miradas, y pronto los
brazos se extendieron con cierta precipitación que envolvía el temor
de que no hubiese bastantes para todos. Pero aun quedaron cuatro.

Chicot, con la boca llena, dijo:

--Si el padre nos viese, sufriría lo indecible, pues le gustaban mucho.

Un campesino muy gordo y muy jovial contestó:

--Ya no comerá más. Á cada uno su turno.

Esta reflexión, lejos de entristecer á los invitados, pareció que les
alegraba, pues les correspondía el turno y ellos eran los que comían.

La mujer de Chicot, desolada al pensar en el gasto, iba al cillero
constantemente para buscar sidra; los jarros se sucedían á los jarros y
todos se vaciaban.

De pronto, una campesina vieja que se había quedado junto al moribundo,
retenida por el miedo de que aquello le sucediera pronto, apareció en
la ventana y gritó con voz aguda.

--¡Ha muerto! ¡Ha muerto!

Todos callaron y las mujeres se pusieron con presteza en pie para ir á
verlo.

Efectivamente, había muerto. El estertor había cesado, y los hombres,
algo molestos, se miraron. Aun no habían concluido las morcillas...
¡También había sido poco oportuno para escoger el momento!

Los Chicot, ya no lloraban, y ya que había lanzado el último suspiro,
estaban tranquilos y repetían:

--Si nosotros sabíamos que no podía durar, pero si se hubiese decidido
esta noche, no hubiera molestado inútilmente á tanta gente.

En fin, todo había concluido: se decidió que se le enterraría el lunes,
y que con este motivo volverían á comer manzanas y morcillas.

Los invitados se fueron hablando del suceso, contentos á pesar de todo
por haberlo presenciado, y también por haber tomado un refrigerio.

Y cuando el hombre y la mujer se quedaron solos, ella, con el rostro
contraído, murmuró:

--¡Y tendré que hacer otras cuatro docenas de manzanas y que descolgar
morcillas! ¡Si hubiese muerto esta noche!

Y el marido, más resignado, contestó:

--Eso no ocurre todos los días...




                               Á CABALLO


Los pobres vivían penosamente con el corto sueldo del marido. Dos niños
habían nacido del matrimonio, y la estrechez se había convertido en una
de esas miserias veladas, humildes, vergonzosas; miseria de familia
noble que á pesar de todo quiere conservar la altura que á su rango
corresponde.

Héctor de Gribelin se había educado en una provincia, en la casa
paterna, y al lado de un viejo abate. No eran ricos, pero vivían
salvando las apariencias, y cuando llegó á los veinte años se le
buscaron los medios para que se crease una posición, y entró en el
Ministerio de marina con mil quinientos francos de sueldo.

Había tropezado en este escollo como todos aquellos á quienes no se
ha preparado para los rudos combates de la vida, como todos los que
ven la existencia á través de nubes, que ignoran los medios y las
resistencias; en quienes no se han desarrollado aptitudes especiales,
facultades particulares, energías para la lucha, y á quienes no se han
entregado armas ó útiles para defenderse.

Sus tres primeros años de empleado fueron horribles.

Había encontrado á algunos amigos de su familia, gente de ideas rancias
y de escasa fortuna también, que vivían en calles nobles, las calles
tristes del _faubourg_ Saint Germain, y con ellas se había formado un
círculo de relaciones.

Extraños completamente á la vida moderna, humildes y orgullosos,
aquellos aristócratas necesitados ocupaban los cuartos altos de las
dormidas casas. Los inquilinos todos de aquellas moradas ostentaban
títulos, pero el dinero era tan raro en el primer piso como en el sexto.

Los eternos prejuicios, la preocupación del rango y el cuidado de
figurar, constituían la obsesión de aquellas familias, grandes en otros
tiempos y arruinadas entonces por la inacción de los hombres. En esta
sociedad, Héctor de Gribelin encontró á una joven tan noble y tan pobre
como él, y con ella se casó.

Y en cuatro años tuvieron dos hijos.

Durante cuatro años, aquel hogar perseguido por la miseria no conoció
más distracciones que el paseo por los Campos Elíseos los domingos y
algunas noches de teatro, dos ó tres cada invierno, gracias á billetes
de favor que un compañero de oficina ofrecía al jefe de la familia.

Pero, he aquí que al llegar la primavera el jefe confió un trabajo
extraordinario á su empleado y éste recibió trescientos francos de
gratificación.

Al llegar á su casa dijo á su mujer:

--Querida Enriqueta, tenemos que celebrar esto con una gira. Á los
niños les sentará muy bien.

Y después de larga discusión se decidió que irían á almorzar al campo.

--Á fe mía--exclamaba Héctor--una vez es una vez. Tomaremos un coche
para ti, los niños y la criada, y yo alquilaré un caballo en el
picadero. Eso me sentará admirablemente.

Y durante la semana no se habló más que de la proyectada excursión.

Todas las noches, cuando volvía de la oficina, Héctor cogía á su hijo
mayor, le montaba á horcajadas en sus piernas y, haciéndole saltar, le
decía:

--Así galopará papá el domingo próximo en el paseo.

Y el chiquillo se pasaba los días montado en las sillas, arrastrándolas
por las habitaciones, y gritando:

--Papá... tatá...

La criada miraba con asombro á su amo pensando que seguiría el coche á
caballo, y durante las comidas oía hablar de equitación, enterándose
de las hazañas por él realizadas en otros tiempos en casa de su padre.
¡Oh! Se había educado en buena escuela, y una vez que le hubiese
sentado los pantalones al bruto no temía nada.

Y frotándose las manos repetía constantemente á su mujer:

--Si me diesen un animal algo difícil, estaría contentísimo. Ya verás
cómo monto, y si quieres, volveremos por los Campos Elíseos, á la hora
del regreso del Bosque. Como estaremos muy bien, no me disgustaría que
encontrásemos á alguien del ministerio. No se necesita más para hacerse
respetar por los jefes.

El día convenido, carruaje y caballo llegaron á un tiempo ante la
puerta. Héctor bajó en seguida para examinar su montura. Se había hecho
coser trabillas á su pantalón, y manejaba un látigo que había comprado
la víspera.

Levantó y palpó las cuatro patas del bruto, le tocó el cuello, los
riñones, le abrió la boca para examinar sus dientes, y como toda la
familia había bajado, les dió una lección teórico práctica con respecto
al caballo en general, y en particular con respecto al que iba á
montar, calificándole de excelente.

Cuando todo el mundo se hubo colocado en el carruaje, Héctor
inspeccionó la cincha, y apoyándose en un estribo se plantó en la silla.

El animal, al sentir la carga caracoleó, y á punto estuvo de tirar al
jinete.

Éste, muy emocionado, intentaba calmarle.

--Vamos, hop, vamos, hop...

Y cuando le hubo tranquilizado preguntó:

--¿Todo está dispuesto?

Cuatro voces á un tiempo respondieron.

--Sí.

--Pues en marcha.

Y la cabalgata se alejó.

Todas las miradas estaban fijas en Héctor que montaba á la inglesa
exagerando los movimientos. Apenas caía en la silla que se alzaba como
si fuese á volar por el espacio, y á veces parecía que se iba á agarrar
á las crines; y tenía los ojos fijos, el rostro crispado y las mejillas
pálidas.

Su mujer, que tenía sobre las rodillas á uno de los niños, y la criada
que llevaba el otro, repetían sin cesar:

--Mira á papá, mira á papá.

Y los pequeños, embriagados por el movimiento, la alegría y el aire
libre, daban gritos agudísimos. El caballo, asustado con los clamores,
acabó por galopar, y el jinete, haciendo esfuerzos para contenerle,
perdió el sombrero. Preciso fué que el cochero se apease del pescante
para recogerlo, y cuando Héctor lo hubo recobrado le gritó á su mujer:

--No permitas que los chicos griten así. Este animal acabará por
desbocarse.

Almorzaron en el césped, en lo más agreste del bosque del Vesinet, y
con las provisiones que habían llevado en cestos.

Por más que el cochero cuidaba de los caballos, Héctor se levantó
muchas veces para ver si al suyo le faltaba algo, y le daba palmaditas
en el cuello ofreciéndole pan, galletas y azúcar en la palma de la mano.

--Es un excelente trotón--dijo.--En los primeros momentos me ha
sacudido un poco, pero no he tardado en recobrar mis facultades. Ha
visto que yo era el más fuerte, y no hay cuidado de que se mueva.

Como se había dicho, volvieron por los Campos Elíseos.

Los coches hormigueaban en la vasta avenida, y por los lados los
paseantes estaban en número tan grande que semejaban dos largas
cintas negras tendidas desde el Arco de Triunfo hasta la plaza de
la Concordia. Un diluvio de sol caía sobre la muchedumbre haciendo
centellear el charol de los carruajes, el acero de los arneses y el
níquel de las portezuelas.

Locura de movimiento y embriaguez de vida parecía agitar á aquella masa
formada por seres humanos, coches y caballos... Y el Obelisco, á lo
lejos, se erguía como enorme columna de oro.

El caballo que Héctor montaba, pareció lleno de nuevo ardor, y en
cuanto hubo pasado el Arco de Triunfo partió al trote largo, á pesar
de las tentativas que para contenerle hacía su jinete, y dirigiéndose
hacia la cuadra.

El coche se había quedado atrás, muy lejos, y al llegar frente al gran
Palacio, el animal, que vió campo abierto, torció á la derecha y se
puso á galopar.

Una mujer vieja que llevaba un gran delantal cruzaba el arroyo
tranquilamente y cortaba el paso á Héctor cuyo caballo avanzaba á
galope tendido. Viéndose impotente para dominar al bruto, empezó á
gritar con todas sus fuerzas.

--¡He! ¡He!

La mujer debía ser sorda pues continuó andando tranquilamente hasta el
momento en que, al chocar con el pecho del caballo que avanzaba con
velocidad de locomotora, rodó á diez metros, cayendo con la falda al
aire después de haber dado tres volteretas.

Muchas voces gritaron:

--¡Detenedle!

Héctor, enloquecido, se agarraba á las crines gritando:

--¡Socorro! ¡Socorro!

Una sacudida terrible le hizo pasar como una bala por encima de las
orejas de su corcel, y cayó en los brazos de un agente que había salido
á su encuentro.

En un segundo se formó á su alrededor un grupo que gesticulaba y
vociferaba furiosamente. Especialmente un señor viejo, un señor que
llevaba una condecoración redonda y grande y largos bigotes blancos,
parecía exasperado. No hacía más que repetir:

--¡Ira de Dios! cuando se es torpe hasta ese extremo se queda uno en
casa, y cuando no se sabe montar, no se sale á matar gente de este modo.

Cuatro hombres, aparecieron, llevando á la vieja; y la vieja con su
rostro amarillento, la cofia de través y llena de polvo, parecía
muerta.

--Que lleven á esta mujer á una farmacia,--ordenó el señor viejo--y
nosotros vamos á la comisaría de policía.

Héctor se puso en marcha entre dos agentes. Otro llevaba su caballo de
la brida y un grupo inmenso les seguía, cuando apareció el coche con
la familia del infortunado jinete. Su mujer corrió hacia él, la criada
perdió la cabeza, y los chiquillos empezaron á llorar. Héctor les
explicó que volvía al punto, pues aunque había derribado á una mujer,
la cosa no tenía importancia.

En la comisaría la explicación fué corta. Dió su nombre, Héctor de
Gribelin, empleado en el Ministerio de Marina, y esperaron noticias de
la atropellada. Un agente las trajo. Había recobrado el conocimiento
pero se quejaba de terribles dolores internos. Era una mujer de setenta
y cinco años, de apellido Simón, que ejercía el oficio de asistenta.

Cuando supo que no estaba muerta, Héctor recobró la esperanza y
prometió pagar los gastos que su curación exigiese. Luego corrió á casa
del farmacéutico.

La muchedumbre se agrupaba á la puerta, y la buena mujer, sentada
en una butaca, con las manos inertes y embrutecido el rostro, gemía
desesperadamente. Dos médicos la examinaban. No tenía ningún hueso
roto, pero temían una complicación interna.

Héctor le preguntó:

--¿Sufre usted mucho?

--¡Oh! Sí.

--¿Dónde?

--Algo así como si tuviese fuego en el pecho.

Un médico se acercó.

--¿Es usted el autor del accidente?

--Sí, señor.

--Convendría enviar á esta mujer á una casa de salud. Sé de una donde
podría estar por seis francos diarios. ¿Quiere usted que me encargue de
todo?

Héctor, encantado, le dió las gracias, y algo más tranquilo se dirigió
á su casa.

Su mujer le esperaba llorando á lágrima viva, pero él la tranquilizó
diciendo:

--No es nada; esa pobre mujer está mejor y dentro de tres días estará
completamente restablecida. La he enviado á una casa de salud; no es
nada.

¡No es nada!

Al día siguiente, al salir la oficina, fué á verla y la encontró
tomando una taza de caldo. Parecía satisfecha y contenta, y Héctor le
preguntó:

--¿Cómo está?

--¡Oh! mi buen señor, nada bien: estoy como ayer y parezco aniquilada.
No hay mejoría, no hay mejoría...

El médico dijo que era preciso esperar pues podía presentarse cualquier
complicación.

Esperó tres días y volvió á verla. La mujer tenía la piel fresca, los
ojos claros, pero en cuanto vió á Héctor se puso á gemir.

--¡Oh! mi pobre señor, no puedo moverme, no puedo. Así estaré hasta el
fin de mi vida.

Héctor se estremeció y dirigió mil preguntas al médico, que levantó los
brazos al cielo.

--Qué quiere usted que le diga,--contestó.--Yo no puedo decir más que
cuando se la quiere levantar chilla como una condenada. Ni siquiera se
puede cambiar de sitio su butaca sin que grite desesperadamente. Yo
tengo que creer lo que me dice, pues no estoy en su pellejo, y mientras
no la vea andar no puedo suponer que miente.

La vieja escuchaba sin moverse y mirándoles maliciosamente.

Y así pasaron ocho días, y luego quince, y un mes sin que la vieja
se levantase de la butaca. Comía todo el día, engordaba, charlaba
alegremente con los otros enfermos, y parecía acostumbrarse á la
inmovilidad como si la hubiese ganado sobradamente con sus cincuenta
años de subir y bajar escaleras, revolver colchones, subir carbón y
agua, barrer suelos y cepillar alfombras.

Héctor, desesperado, iba á verla todos los días y siempre la encontraba
lo mismo, tranquila y serena, y diciendo:

--No puedo moverme, mi pobre señor, no puedo.

Y todas las noches, devorada por la angustia, la mujer de Héctor le
preguntaba:

--¿Y la vieja Simón?

Y él, con desesperado abatimiento, respondía:

--Lo mismo, siempre lo mismo.

Despidieron á la criada, pues no podían sostenerla, se hicieron mayores
economías, y la gratificación anual desapareció.

Entonces Héctor reunió á cuatro médicos eminentes para que reconociesen
á la vieja. Ella, mirándoles con malicia, se dejó examinar y palpar
cuanto quisieron.

--Es preciso hacerla andar,--dijo uno.

Á lo que ella exclamó:

--No puedo, señores, no puedo.

Entonces la cogieron, la levantaron, y la arrastraron algunos metros;
pero se les escapó de las manos y se desplomó en el suelo dando gritos
espantosos hasta que la volvieron á llevar á su asiento tomando
infinitas precauciones.

Y dictaminaron muy discretamente; mas, declararon que estaba
imposibilitada para trabajar.

Cuando Héctor dió esta noticia á su mujer, ella se dejó caer en una
butaca murmurando:

--Más valdría que la tuviésemos aquí: nos costaría menos.

Él dió un salto.

--¡Tenerla aquí!--exclamó.--¿Eso piensas?

Pero ella, resignada á todo, y con los ojos llenos de lágrimas,
respondió:

--Qué quieres, amigo mío, yo no tengo la culpa...




                              DOS AMIGOS


París estaba bloqueado, hambriento, agonizante. En los tejados se
veían contados gorriones y las cloacas quedaban despobladas. Se comía
cualquier cosa.

El señor Morissot, relojero de oficio y soldado de ocasión, paseaba
tristemente en una clara mañana de enero por uno de los bulevares
exteriores con las manos en los bolsillos de su pantalón de uniforme y
la tripa vacía, cuando se detuvo ante un compañero en quien reconoció
á un amigo. Era el señor Sauvage con quien había trabado amistad á
orillas del río.

Antes de la guerra, Morissot salía todos los domingos al despuntar el
alba con la caña de bambú al hombro y la caja de hoja de lata á la
espalda: tomaba el ferrocarril de Argenteuil, se apeaba en Colombes,
y á pie iba hasta la isla Marante. Apenas llegaba á ese lugar de sus
sueños se ponía á pescar, y pescando estaba hasta la noche.

Todos los domingos se encontraba con un hombrecito regordete y jovial,
el señor Sauvage, que tenía tienda de mercería en la calle de Notre
Dame de Lorette, y que, como él, era un fanático de la pesca. Con
frecuencia pasaban tardes enteras sentados uno junto á otro, con la
caña en la mano y los pies colgando por encima de la corriente, y así
habían llegado á ser buenos amigos.

Ciertos días no hablaban; otros sí, pero aun sin pronunciar palabra
se entendían admirablemente, pues tenían gustos iguales y sensaciones
idénticas.

En primavera, por la mañana y á eso de las diez, cuando el sol hacía
flotar sobre las tranquilas aguas la ligera neblina que sigue á la
corriente, calentando sus espaldas de pescadores furiosos con el calor
de la estación nueva, sucedía á veces que Morissot decía á su vecino:
«¡Eh! ¡Qué hermosura!». Y Sauvage respondía: «No hay nada mejor». Y
esto bastaba para que se comprendiesen y se estimasen.

En el otoño, al finalizar la tarde, cuando el cielo ensangrentado por
el sol poniente lanzaba al agua dibujos de nubes escarlata, purpuraba
el río, inflamaba el horizonte llenándole de manchas rojizas como el
fuego y dorando los árboles amarillentos que parecían estremecerse con
los calofríos del invierno, Sauvage miraba sonriendo á Morissot y le
decía: «¡Qué espectáculo!». Y Morissot, maravillado, contestaba sin
apartar los ojos del flotador: «Eso es mejor que el bulevar, ¿verdad?».

En cuanto se hubieron reconocido se estrecharon enérgicamente las
manos, y muy emocionados al encontrarse en aquellas circunstancias,
Sauvage, exhalando un suspiro murmuró: ¡Cuántos acontecimientos!».
Y Morissot, muy triste, gimió: «¡Y qué tiempo! Hoy es el primer día
hermoso del año».

Con efecto, el cielo azul aparecía inundado de luz.

Soñadores y tristes echaron á andar uno junto á otro hasta que Morissot
dijo: «¿Y la pesca? ¡Eh! ¡Qué hermoso recuerdo!».

Sauvage preguntó:

--¿Cuándo volveremos?

Entraron en un cafetín, tomaron un ajenjo, y echaron á andar de nuevo
por las aceras.

Morissot se detuvo para decir:

--¿Otro ajenjo? y como Sauvage aceptase, entraron en una taberna.

De ella salieron aturdidos como quien tiene el vientre lleno de
alcohol. El tiempo era bueno, y brisa agradable les acariciaba el
rostro.

Sauvage, á quien el aire templado había concluido de embriagar, se
detuvo.

--Si fuésemos...--dijo.

--¿Á dónde?

--Pues á pescar.

--Pero ¿dónde?

--Á nuestra isla. Las avanzadas francesas están cerca de Colombes,
y como yo conozco al coronel Dumoulin nos dejarán pasar sin ningún
inconveniente.

--Vamos--contestó Morissot temblando de deseos: y se separaron para ir
á buscar sus utensilios.

Una hora después andaban uno junto á otro por la carretera real y por
ella llegaron al pueblo donde estaba el coronel, quien sonriendo al oir
la petición, no tuvo ningún inconveniente en satisfacerla. Y en cuanto
les hubieron dado un salvo conducto y el santo y seña, reanudaron la
marcha.

No tardaron en llegar á las avanzadas, cruzaron Colombes, completamente
abandonado, y se encontraron en los viñedos que llegaban hasta el Sena.
Serían las once.

En frente, Argenteuil parecía muerto. Las alturas de Orgemont y de
Sannois dominaban todo el país, y la llanura que se extiende hasta
Nanterre estaba vacía, completamente vacía, con sus desnudos cerezos y
sus tierras grises.

Sauvage señaló las altas colinas y murmuró:

--Los prusianos están allí.

Y ante el desierto paisaje, extraña inquietud paralizó á los dos amigos.

¡Los prusianos! Nunca los habían visto, por más que desde hacía un
mes los sentían alrededor de París, arruinando á Francia, pillando,
matando, sembrando el hambre, invisibles y todopoderosos. Y cierto
terror supersticioso se unió al odio que sentían para aquel pueblo
desconocido y victorioso.

Haciendo un esfuerzo, Morissot consiguió articular:

--¡Si los encontrásemos!

Sauvage, con esa ironía parisiense que á pesar de todo aparece en todas
las ocasiones, respondió:

--Pues les ofreceríamos una fritada.

Con todo, intimidados por el silencio, vacilaron antes de aventurarse
por los campos.

Al fin Sauvage se decidió y dijo:

--Vamos, en marcha, pero con precaución.--Y por una viña bajaron casi á
gatas, ocultándose tras las matas, con la mirada inquieta y alerta el
oído.

Para llegar á la orilla del río sólo les faltaba cruzar un franja
de tierra desnuda, y la cruzaron corriendo ocultándose en los secos
cañaverales en cuanto hubieron llegado junto al agua.

Morrisot pegó el oído á tierra para escuchar si alguien andaba por
aquellas cercanías y no oyó nada: estaban solos, perfectamente solos.

Se tranquilizaron y se pusieron á pescar.

Frente á ellos, la isla Marante impedía que les viesen desde la orilla
opuesta, y la casa del restaurant estaba cerrada y parecía abandonada
desde hacía algunos años.

Sauvage cogió el primer pescado, Morissot el segundo, y á cada momento
levantaban las cañas con un animalito plateado que daba coletazos,
colgado al extremo del hilo: una verdadera pesca milagrosa.

Metían delicadamente los peces en una red de finas mallas que se hundía
en el agua á sus pies, y deliciosa alegría les penetraba, esa alegría
que se experimenta cuando se encuentra el goce de que por espacio de
mucho tiempo se ha estado privado.

El sol les calentaba las espaldas y no oían nada, no pensaban nada, ni
nada en el mundo les preocupaba: pescaban.

De pronto, ruido sordo que parecía venir de bajo tierra hizo temblar el
suelo, y el ruido del cañón se volvió á oir.

Morissot volvió la cabeza, y á lo lejos y á la izquierda distinguió la
gran silueta del Mont-Valérien que lucía en su frente una pluma blanca,
penacho formado con el humo de la pólvora que acababa de vomitar.

Inmediatamente después una segunda columna de humo salió de la cumbre
de la fortaleza y no tardó en oirse una nueva detonación.

Luego siguieron otras y otras y la montaña lanzaba su mortífero aliento
despidiendo vapores lechosos que lentamente se iban elevando hacia el
tranquilo cielo y formaban una nube encima de ella.

Sauvage se encogió de hombros, y dijo:

--Ya empiezan otra vez.

Morissot, que tenía clavados los ojos en la pluma de su flotador,
se sintió poseído de repentina cólera contra los que de tal modo
cañoneaban, y murmuró:

--¡Preciso es ser muy bruto para matarse así!

--Eso es ser peor que las bestias--dijo Sauvage.

Y Morissot, que acababa de coger un pez grande, añadió:

--Y siempre sucederá lo mismo mientras haya gobiernos.

--La República no hubiera declarado la guerra--interrumpió Sauvage.

--Con reyes se tiene la guerra fuera; con la República dentro--dijo
Morissot sentenciosamente.

Y empezaron á discutir y á resolver los graves problemas políticos
con el sano juicio de hombres de cortas luces, poniéndose de acuerdo
para llegar á esta conclusión: que la humanidad no será nunca libre.
Y el Mont-Valérien seguía vomitando hierro, derribando á cañonazos
casas francesas, segando vidas, aplastando seres, cortando ensueños,
alegrías, felicidades esperadas y deseadas, y abriendo en el corazón
de las mujeres, madres, esposas y amantes, heridas que nunca más se
habrían de cerrar.

--Así es la vida--dijo Sauvage para concluir.

--Mejor sería decir: así es la muerte,--replicó Morissot.

Y los dos se estremecieron asustados al oir que alguien andaba detrás
de ellos. Y al volver la cabeza vieron á cuatro hombres de pie, cuatro
hombres grandes, armados y barbudos, vestidos como criados, llevando á
la cabeza grandes gorras planas y separados lo preciso para poder mover
libremente los fusiles.

Las cañas se les cayeron de las manos y echaron á correr río abajo.

No tardaron en ser alcanzados, y los otros, metiéndoles en una barca,
les llevaron á la isla.

Detrás de la casa que habían creído abandonada vieron alineados á
veinte soldados alemanes.

Una especie de gigante velludo que fumaba sentado á horcajadas en una
silla, les preguntó en muy buen francés:

--Y bien, señores, ¿han pescado mucho?

Uno de los soldados dejó á los pies del oficial la red repleta de
pescados. El prusiano sonrió.

--Ya veo que la cosa no iba mal--repuso--pero aquí no se trata de
eso. Óiganme y no se azoren. Para mí, ustedes son dos espías que
me acechaban. Les cojo y les fusilo, pues lo de la pesca era una
combinación para disimular sus proyectos. Han caído en mis manos, y
como estamos en guerra, tanto peor para ustedes. Con todo, como para
llegar hasta aquí les habrán dado el santo y seña, si me lo comunican
les perdonaré.

Los dos amigos, lívidos y temblando nerviosamente, callaron.

El oficial añadió:

--Nadie lo sabrá nunca y les dejaré marchar tranquilamente. El secreto
quedará entre nosotros, pero si callan, les mato. Escojan.

Los dos permanecieron inmóviles y sin abrir la boca.

El prusiano, sin perder la tranquilidad, extendió la mano hacia el río
y agregó:

--Piensen que dentro de cinco minutos estarán en el fondo del agua.
Dentro de cinco minutos... ¿Tienen ustedes familia?

En el Mont-Valérien, el cañoneo continuaba.

Los dos pescadores seguían silenciosos. El alemán dió órdenes en su
idioma; cambió luego su silla de sitio para no estar demasiado cerca
de los prisioneros, y doce hombres se colocaron á veinte pasos de
distancia con el fusil en la mano.

El oficial gritó:

--Les concedo un minuto; ni un segundo más.

Luego se levantó, acercóse á los franceses, cogió á Morissot por un
brazo, y llevándosele á parte, le dijo con voz muy baja:

--Pronto, el santo y seña. Su compañero no sabrá nada y yo fingiré que
me enternezco.

Morissot no contestó.

Entonces el prusiano se dirigió á Sauvage y le hizo la misma pregunta.

Sauvage permaneció callado también.

Los dos amigos se encontraron uno junto á otro.

El oficial dió órdenes y los soldados levantaron las armas.

Entonces los ojos de Morissot se fijaron casualmente en la red llena de
pescados que sobre la hierba estaba á pocos pasos.

Un rayo de sol hacía brillar las escamas que aun se agitaban, y se
sintió desfallecer. Á pesar de sus esfuerzos, sus ojos se llenaron de
lágrimas y sólo pudo balbucir:

--Adiós, amigo Sauvage.

--Adiós, amigo Morissot,--contestó el otro.

Y sacudidos de pies á cabeza por invencibles temblores se estrecharon
la mano.

El oficial grito: «¡Fuego!».

Y doce disparos que semejaron una sola detonación, rompieron el
silencio que reinaba en la isla.

Sauvage cayó de cara. Morissot, que era mucho más alto, osciló, giró
sobre sus talones y se desplomó sobre su compañero, con los ojos
abiertos como si mirase al cielo, mientras de su agujereado pecho
salían chorros de sangre.

El alemán dió nuevas órdenes y sus hombres se dispersaron para volver
al poco rato trayendo cuerdas y piedras que ataron á los pies de los
muertos. Luego los llevaron hasta la orilla.

Dos soldados cogieron á Morissot, uno por la cabeza, otro por los pies,
y otros dos hicieron lo mismo con Sauvage. Los cuerpos, balanceados un
instante con fuerza, fueron lanzados lejos, describieron una curva, y
se hundieron de pie en el río.

El agua se agitó, burbujeó, se calmó luego, mientras pequeñas ondas se
acercaban á las orillas.

En el río flotaba un poco de sangre.

El oficial, siempre sereno, dijo á media voz:

--Ahora les toca el turno á los peces.

Luego se encaminó hacia la casa, y al fijarse en la red que contenía
los pescados la examinó, sonrió y gritó: «¡Wilhem!».

Un soldado que llevaba delantal blanco acudió al llamamiento, y el
prusiano, dándole la pesca de los dos fusilados, le dijo:

--Fríeme en seguida esos animalitos, ahora que están vivos. Será un
plato delicioso.

Y encendiendo la pipa se puso á fumar tranquilamente.




                               EL LADRÓN


--Les digo que no me creerán.

--De todos modos, cuente.

--No tengo ningún inconveniente, pero ante todo necesito afirmarle que
mi historia, por inverosímil que pueda parecerles, es rigurosamente
exacta. Á los únicos á quienes no podría sorprender es á los pintores,
á los pintores viejos especialmente, á los que conocieron la época
aquella en que la broma era una obsesión aún en las circunstancias más
graves.

Y el viejo artista se sentó á horcajadas en una silla.

Estábamos en el comedor de una fonda de Barbizón, y mi interlocutor
repuso:

«Aquella noche habíamos comido en casa del pobre Soireul, muerto hoy,
que era el más loco de todos nosotros. No éramos más que tres: Soireul,
yo, y, si no recuerdo mal, Poittevin, pero en absoluto no me atrevo á
afirmar que fuese él. Claro está que me refiero al pintor de marinas,
Eugenio de Poittevin, muerto también, y no al paisajista que aún vive y
derrocha talento.

«Decir que habíamos comido en casa de Soireul significa que todos
estábamos borrachos: el único que se encontraba en su sano juicio
era Poittevin, que aunque estaba á media vela, todavía podía razonar
con claridad. Entonces éramos jóvenes. En el saloncito contiguo al
estudio nos habíamos tendido sobre las alfombras y hablábamos de cosas
extravagantes. Soireul, tendido boca arriba y con las piernas puestas
sobre una silla, hablaba de batallas, discurría sobre los uniformes del
Imperio, y, levantándose repentinamente, sacó de un armario un uniforme
de húsar y se lo puso. Luego obligó á Poittevin á que se vistiese de
granadero, y como éste se resistiese, le sujetamos entre todos, y
después de haberle desnudado le metimos dentro de un uniforme inmenso.

«Yo me disfracé de coracero, y Soireul nos hizo ejecutar movimientos
complicadísimos. De pronto exclamó: «Ya que esta noche somos soldados,
bebamos como tales».

«Se preparó un ponche, y la llama del ron se elevó por encima de la
enorme taza. Y cantábamos canciones antiguas, esas canciones que en
otros tiempos entonaban las tropas del primer emperador.

«De pronto, Poittevin, que á pesar de todo seguía siendo dueño de sí
mismo, nos obligó á callar, y después de algunos segundos de silencio
dijo en voz baja: «Estoy seguro de que en el estudio hay alguien».
Soireul se incorporó como pudo y exclamó: «¡Un ladrón! ¡Qué suerte!».
Luego se puso á cantar la Marsellesa, y precipitándose hacia una
panoplia nos equipó conforme correspondía á nuestros uniformes. Á mí me
correspondió una especie de mosquete y un sable: á Poittevin un fusil
enorme con su correspondiente bayoneta, y Soireul, no encontrando lo
que necesitaba, se armó con una pistola de arzón que se colgó al cinto
y con un hacha de abordaje que blandió en la diestra. Abrió luego
con sigilo la puerta del estudio, y todo el ejército penetró en el
territorio sospechoso.

«Cuando llegamos al centro del estudio, completamente lleno de lienzos
enormes, muebles y objetos extraños, Soireul nos dijo: «Yo me nombro
general, y vamos á reunimos en consejo de guerra. Tú, los coraceros,
cortarás la retirada al enemigo, ó lo que es lo mismo, darás doble
vuelta á la llave de la puerta. Tú, los granaderos, me servirás de
escolta.

«Ejecuté la orden recibida y luego me reuní al grueso del ejército que
operaba un reconocimiento.

«En el preciso momento en que iba á alcanzarlo, espantoso ruido se
oyó detrás de un biombo. Y allí me precipité con la bujía en la mano.
Poittevin acababa de atravesar con su bayoneta el pecho de un maniquí
cuya cabeza Soireul deshacía á hachazos. Reconocido el error, el
general dijo: «Seamos prudentes» y se reanudaron las operaciones.

«Lo menos durante veinte minutos estuvimos registrando todos los
rincones del estudio, sin obtener ningún resultado, cuando Poittevin
tuvo la idea de abrir un armario inmenso. Era obscuro y profundo; yo
avancé el brazo que sostenía la luz. Retrocedí estupefacto: allí dentro
había un hombre, y el hombre aquel me había mirado.

«Inmediatamente cerré el armario con llave y nuevamente nos reunimos en
consejo.

«Las opiniones fueron distintas. Soireul quería quemar al ladrón;
Poittevin propuso rendirlo por hambre, y yo inicié la idea de volar con
pólvora el armario.

«La opinión de Poittevin prevaleció, y mientras montaba la guardia,
fuimos á buscar el ponche que había sobrado y nuestras pipas. Luego
nos instalamos frente al armario y bebimos á la salud del prisionero.

«Media hora después Soireul dijo: «Creo que me gustaría verle de
cerca... ¿si nos apoderásemos de él por la fuerza?»

«Yo grité «bravo» y, tomando las armas, abrimos el armario. Soireul,
armado con su pistola, que estaba descargada, se precipitó el primero,
y todos le seguimos.

«Se trabó una lucha espantosa, y después de cinco minutos de
inverosímil pelea en la obscuridad, sacamos á la luz á algo así como un
bandido viejo, de pelo blanco, sórdido y harapiento.

«Le atamos de pies y manos, y le sentamos en una butaca. Á todo esto el
ladrón no había pronunciado una palabra.

«Entonces Soireul, que tenía la borrachera solemne, se volvió hacia
nosotros y nos dijo:

«--Ahora, juzguemos á ese miserable.

«Yo estaba tan ebrio que la idea me pareció excelentísima.

«Poittevin se encargó de la defensa y yo de sostener la acusación.
Fué condenado á muerte por unanimidad, excepción hecha del voto de su
defensor.

«Vamos á ejecutarlo» dijo Soireul. Pero inmediatamente, un escrúpulo
se apoderó de él. «Este hombre--dijo--no puede morir privado de
los socorros de la religión. Creo que deberíamos ir á buscar á un
sacerdote».

Yo objeté que era muy tarde; mas como Soireul me propuso para que
ejerciese las funciones eclesiásticas, exhorté al criminal para que se
confesase conmigo.

«El hombre, que desde hacía cinco minutos nos miraba con espanto
preguntándose sin duda con qué clase de seres se las tenía que haber,
articuló con voz ronca y quemada por el alcohol: «Sin duda, ustedes
bromean». Pero Soireul le obligó á que se arrodillase, y por si sus
padres habían olvidado bautizarle, le vertió una copa de ron sobre el
cráneo.

«Luego dijo:

«--Confiésate, porque tu última hora ha sonado.

«Aterrorizado, el granuja se puso á pedir socorro dando tales gritos,
que fué preciso amordazarle para que no despertase á todos los vecinos.
Entonces se tiró al suelo y se arrastró derribando muebles, rompiendo
lienzos y retorciéndose como un condenado. Impacientado, Soireul
exclamó: «Vamos, acabemos». Y apuntando al miserable que yacía tendido
en el suelo, apretó el disparador de su pistola. Cayó el gatillo
produciendo un ruido lijero y seco: yo, arrastrado por el ejemplo
tiré á mi vez, y mi fusil, que era de piedra, lanzó una chispa que me
sorprendió muchísimo.

«Poittevin, pronunció muy gravemente estas palabras:

«--¿Tenemos derecho para matar á ese hombre?»

«Estupefacto, Soireul respondió:

«--¿Y cómo no hemos de tenerlo puesto que le hemos condenado?»

«Pero Poittevin repuso:

--«No se fusila á los paisanos. Este hombre debe ser entregado al
verdugo. Vamos á llevarle á la cárcel».

«El argumento nos pareció concluyente: recogimos al hombre, pero como
no podía andar le atamos á una tabla y yo le llevé con Poittevin.
Soireul, armado hasta los dientes, cerraba la marcha.

«Á la puerta de la comisaría nos detuvo un agente, y el comisario, al
que hicieron bajar, nos reconoció; mas como diariamente era testigo de
nuestros calaveradas y de nuestras inverosímiles invenciones, se puso
á reir y se negó á aceptar al prisionero.

«Soireul insistió, pero entonces el comisario nos invitó severamente á
que volviésemos á casa sin hacer el menor ruido.

«La tropa se puso en marcha y volvimos al estudio. Yo pregunté: «¿Y qué
hacemos con el ladrón?»

«Poittevin, repentinamente enternecido, afirmó que el pobre hombre
debía estar muy cansado. Efectivamente: amordazado y perfectamente
atado á la tabla, parecía un muerto.

«Yo me sentí poseído de piedad violenta, y, arrancándole la mordaza, le
pregunté: «¡Eh! pobre viejo ¿cómo va?»

«El infeliz gimió: «Diablo, que para broma ya basta». Entonces,
Soireul, con paternal ternura rompió sus ligaduras, le obligó á que se
sentase, le tuteó, y para reconfortarle nos pusimos á preparar un nuevo
ponche. El ladrón, sentado en su butaca, nos contemplaba impasible; y
cuando la bebida estuvo á punto, le ofrecimos un vaso y brindamos.

«El prisionero bebió por un regimiento, pero, cuando el alba apuntó, se
puso en pie y dijo con mucha calma: «Me veo precisado á dejaros, pero
tengo que irme á casa».

«Aquello nos entristeció: quisimos retenerle, mas él se negó á estar
más tiempo con nosotros.

«Le estrechamos la mano, y Soireul alumbró el vestíbulo y le dijo:
«Cuidado con el escalón del portal».

En torno del narrador se reía francamente. Éste se levantó, encendió la
pipa, y mirándonos con fijeza, dijo:

«Y lo más gracioso de mi historia es que es verdadera».




                                TONICO


                                   I

Á diez leguas á la redonda se conocía al tío Tonico, Tonico el gordo,
Tonico-mi-triple, á Antonio Macheblé, Brulote de apodo, el tabernero de
Tournevent.

Había hecho célebre á la aldea hundida en un pliegue del valle que
bajaba hasta la mar, pobre aldea compuesta de diez casas normandas
rodeadas de fosos y de árboles.

Y las casitas estaban allí amontonadas, ocultas casi entre hierbas y
juncos, detrás de la curva que había sido causa de que á aquel lugar se
le llamase Tournevent. No parecía sino que, como los pájaros, habían
ido á buscar asilo en aquel hoyo para resguardarse de las borrascas y
del viento fuerte y salado que todo lo destruye y quema cual si fuese
fuego.

Pero, la aldea entera parecía pertenecer en propiedad á Antonio
Macheblé, por mal nombre el Brulote, al que también llamaban Tonico
y Tonico-mi-triple, á consecuencia de una frase que empleaba
constantemente.

--Mi triple es el primero de Francia.

Su triple era su aguardiente, claro está.

Veinte años hacía que envenenaba á la comarca con su triple, pues cada
vez que le preguntaban:

--¿Y qué vamos á beber tío Tonico?

Contestaba invariablemente:

--Un brulote, sobrino; eso calienta la tripa y aclara la cabeza: para
el cuerpo no hay nada mejor.

También tenía costumbre de llamar á todo el mundo _sobrino_, por más
que jamás hubiese tenido hermanos ni hermanas casados.

Y todo el mundo conocía á Tonico el Brulote, el hombre más gordo del
cantón y tal vez de todo el distrito. Su casita parecía ridículamente
pequeña y estrecha para contenerle, y cuando se le veía de pie ante
su puerta, donde pasaba días enteros, la gente se preguntaba cómo se
las componía para entrar en ella. Y en ella entraba cada vez que se
presentaba un consumidor, pues Tonico-mi-triple estaba invitado por
derecho propio á tomar su copita por cuenta de cuantos entraban á beber
en su casa.

La muestra de su establecimiento decía: «La reunión de los amigos»,
y, efectivamente, lo era, pues el tío Tonico tenía amistad con todos
los habitantes de la comarca. Para verle y reirse oyéndole, iban desde
Fecamp y Montivilliers, pues aquel hombre gordo era capaz de hacer
reir hasta á las mismas piedras. Tenía un modo tan especial de bromear
con la gente sin ofenderla nunca, de guiñar los ojos para expresar lo
que no decía, y de darse palmadas de los muslos, que en sus accesos de
alegría obligaba á todo el mundo á reirse. Y además, sólo verle beber
era curiosísimo. Bebía cuanto le ofrecían y bebía de todo con risible
alegría en sus ojos cargados de malicia, alegría causada por la doble
satisfacción de regalarse gratis, y además, amontonar cuartitos.

Los burlones del país le preguntaban:

--Tío Tonico ¿por qué no se bebe la mar?

Á lo que él respondía muy seriamente:

--Porque hay dos cosas que se oponen: primera, que es salada, y segunda
porque tendría que embotellarla pues mi abdomen no me permite doblarme
lo suficiente para beber en esa taza.

Pero lo mejor era ver cómo se peleaba con su mujer. Era una comedia
tan extraordinaria, que se hubiera pagado con gusto para presenciarla.
Treinta años hacía que estaban casados y se peleaban todos los días,
pero, con la diferencia que, mientras ella lo tomaba en serio, Tonico
lo tomaba á broma. Ella era una campesina enorme que andaba con
movimientos de pájaro zancudo y levantaba la cabeza como un gato montés
furioso. Pasaba el tiempo criando gallinas en un patio situado detrás
de la taberna, y tenía fama por el modo que tenía de cebar las aves.

Cuando en Fecamp se daba una comida en casa de gente de la alta, para
que la comida se celebrase preciso era que en ella se sirviese á un
pensionista de la tía Tonica.

Pero, había nacido de mal humor y nunca estaba contenta. Furiosa contra
el mundo entero, al primero que guardaba rencor era á su marido; y le
guardaba rencor por su alegría, por su fama, por su salud, y por su
habilidad para tratar á la gente. Le trataba de sinvergüenza porque
ganaba dinero sin trabajar, porque comía y bebía como diez, y no pasaba
día sin que dijese:

--Un hombre así ¿no estaría mejor en la pocilga con los cerdos? Sólo
al ver su grasa se revuelve el estómago.

Y no se ocultaba para decirle:

--Espera, espera un poco que ya veremos lo que sucederá. El día menos
pensado revientas como un triquitraque.

Tonico se reía con toda la boca, y dándose palmadas en el vientre
contestaba:

--Procura engordar así á tus gallinas, y ya verás como te va bien.

Y arremangándose una manga enseñaba su enorme brazo, añadiendo:

--Ahí tienes un buen alón, ahí lo tienes.

Y los parroquianos, sin poderse tener de risa, daban puñetazos á la
mesa, patadas al suelo, y en el delirio de su alegría escupían por el
colmillo.

La vieja, enfurecida, repetía:

--Espera, espera un poco que ya veremos lo que sucederá. El día menos
pensado revientas como un triquitraque...

Y acompañada por las carcajadas de los bebedores se marchaba rabiosa.

Con efecto, ver á Tonico tan gordo, colorado y macizo, sorprendía.
Era uno de esos seres enormes en los cuales parece que la muerte
se divierte con astucias, alegrías y bufonadas pérfidas, haciendo
irresistiblemente cómico su trabajo de destrucción. En vez de
aparecerse como á los demás seres, anunciándose por medio de los
cabellos blancos, de la delgadez, de las arrugas, del agotamiento
constante que hace exclamar «¡Diantre y cómo ha cambiado!» parecía
complacerse engordando á Tonico, engordándole hasta el extremo de
hacerle monstruosamente cómico, iluminándole de rojo y azul, haciéndole
soplar y dándole apariencias de salud sobrehumana. Y las deformaciones
que inflige á los seres, en vez de ser siniestras y lastimosas, en él
eran risibles, extravagantes y divertidas.

--Espera, espera un poco--repetía la tía Tonica;--ya veremos lo que
sucederá.


                                  II

Y sucedió que Tonico quedó imposibilitado á consecuencia de un ataque
de parálisis. Acostaron al coloso en una alcobita junto al café, á fin
de que pudiese oir cuanto se dijese y charlar con los amigos, pues
su cabeza se conservaba sana mientras su cuerpo, un cuerpo enorme,
imposible de mover ni de levantar, estaba condenado á inmovilidad
absoluta. En los primeros tiempos se creyó que las piernas recobrarían
algunas fuerzas, pero esa esperanza no tardó en desvanecerse, y
Tonico-mi-triple pasó los días y las noches en su cama, que sólo se
hacía una vez por semana, y eso con la ayuda de cuatro vecinos que
levantaban al tabernero, cogiéndole por los cuatro remos, mientras
volvían y sacudían el jergón y los colchones.

Y á pesar de todo, conservaba su alegría, pero era distinta, más
tímida, más humilde, sintiendo temores de niño ante su mujer, la cual
pasaba los días quejándose.

--Ahí está, ahí está--decía;--ese gandul, ese sinvergüenza, ese
borracho, ahí está. Buena, buena la has hecho.

Él no contestaba, contentándose con guiñar los ojos cuando la vieja
volvía la espalda. Por lo demás, no podía hacer ningún otro movimiento.

Su mayor distracción consistía en escuchar lo que se decía en el café y
en dialogar desde la cama con los amigos cuyas voces reconocía:

--¡He, sobrino!--gritaba,--¿eres tú, Celestino?

Y Celestino Maloisel respondía:

--Yo soy, tío Tonico. ¿Cuándo galoparás borricote?

--Galopar, todavía no; pero no adelgazo y la tripa no va mal.

No tardó en hacer que sus íntimos entrasen en la habitación y le
hiciesen compañía por más que al ver que bebían sin él se desesperaba.
Y repetía constantemente.

--Mi yerno, eso de no poder saborear mi triple me llega al alma. Lo
demás me importa un pepino, pero eso de no beber...

Entonces la cabeza de gato montés de la vieja aparecía en la ventana y
decía á gritos:

--Ahí lo tenéis, ahí lo tenéis, á ese sinvergüenza al cual es preciso
dar de comer, lavar y limpiar como á un cerdo.

Y cuando la vieja había desaparecido, sucedía con frecuencia que un
gallo con plumas rojas se asomaba á la ventana, miraba con sus ojos
redondos y curiosos lo que pasaba en el interior de la habitación, y
soltaba un sonoro ki-ki-ri-ki. Y á veces también una ó dos gallinas
volaban hasta los pies de la cama buscando las migas esparcidas por el
suelo.

Los amigos de Tonico-mi-triple abandonaron pronto la sala del café
para hacer tertulia alrededor del lecho del paralítico, pues aun
enfermo como estaba, todavía les hacía reir. El maldito hubiera hecho
desternillar al mismo diablo. Entre ellos había tres que acudían
diariamente: Celestino Maloisel, alto, delgado, y un poco torcido
como el tronco de un manzano; Próspero Horslaville, delgadito, bajo,
con nariz de hurón y astuto como una zorra, y Cesáreo Paumelle que aun
cuando no hablaba nunca no por esto dejaba de divertirse.

Traían una tabla del patio, la apoyaban en la cama, y allí jugaban
partidas de dominó que á veces duraban desde las dos hasta las seis de
la tarde.

Pero, la vieja Tonica llegó á mostrarse insoportable y no podía tolerar
que su marido continuara divirtiéndose y jugase al dominó desde la
cama; así que, cada vez que veía una partida empezada, se ponía
furiosa, tiraba la tabla, cogía las fichas y se las llevaba al café,
diciendo que ya era bastante eso de dar de comer á aquel gordo cebón
que no hacía nada, ni para nada servía, para tener que soportar aún que
se divirtiese y burlase de los que pasaban el día trabajando.

Celestino Maloisel y Cesáreo Paumelle inclinaban la cabeza, pero
Próspero Horslaville provocaba á la vieja y se divertía enfureciéndola.

Un día, viéndola más exasperada que de costumbre, la dijo:

--¡He, tía Tonica! ¿Sabe usted lo que yo haría si me encontrase en su
lugar?

Ella, clavando en su interlocutor sus ojos de lechuza, esperó á que se
explicase.

--Pues--añadió--como su hombre parece un horno, le haría empollar
huevos.

La vieja se quedó estupefacta pensando que se burlaban de ella y
fijándose en la cara pequeña y astuta del labrador, quien agregó:

--Le pondría cinco bajo un brazo, cinco bajo otro, y lo haría el mismo
día que pusiera á empollar la clueca. Nacerían á un tiempo, y cuando
los polluelos hubiesen roto el cascarón, se los daría á la gallina
para que los criase. Y sería un negocio.

La vieja, desconfiando, preguntó:

--¿Eso puede ser?

--¡Ya lo creo que puede ser! ¿Por qué no ha de poder ser? Del mismo
modo que se empollan huevos en una caja caliente, se pueden empollar en
una cama.

Esta explicación le pareció muy razonable y se fué pensativa y
tranquila.

Ocho días más tarde entró en la habitación de Tonico con el delantal
lleno de huevos. Y le dijo:

--Acabo de poner diez huevos en el nido de la rubia y te traigo otros
diez á ti, procura no romperlos.

--Pero ¿qué quieres?--preguntó con asombro Tonico.

--Pues que los empolles, sinvergüenza.

Al principio se rió, pero como ella insistiese, llegó á enfadarse,
quiso resistir, y se negó resueltamente á que le pusiese bajo los
brazos los huevos aquéllos que con su calor tenía que empollar.

Pero la vieja, furiosa, le dijo:

--Pues si no los tomas, no comerás. Ya veremos lo que sucederá.

Tonico, inquieto, no quiso contestar.

Cuando dieron las dos llamó pidiendo la sopa.

--No hay sopa para ti, gandul--le gritó la vieja desde la cocina.

Creyó que era una broma y esperó, luego rogó, suplicó, juró, dió
puñetazos á las paredes, pero tuvo que resignarse á que le metiesen
cinco huevos en cada sobaco. Después se le dió la sopa.

Cuando sus amigos llegaron creyeron que estaba muy mal, tan inquieto y
molesto parecía.

Luego jugaron la partida diaria; pero Tonico, á juzgar por la lentitud
y las precauciones con que extendía la mano para coger las fichas,
debía divertirse muy poco.

--¿Te han amarrado el brazo?--le preguntó Horslaville.

--Parece que tengo un peso en el hombro,--respondió Tonico.

De pronto, alguien entró en el café y los jugadores callaron.

Eran el alcalde y su secretario, que pidieron dos copitas de triple y
se pusieron á hablar de cosas del país, y como conversaban en voz baja
Tonico se quiso enterar de lo que decían, y olvidándose de los huevos
hizo un movimiento brusco para pegar la oreja á la pared. Y se echó
sobre una tortilla.

Por el taco que soltó, la vieja adivinó el desastre y lo descubrió;
primero quedó inmóvil, indignada, demasiado sofocada para hablar ante
aquel cataplasma amarillo pegado al costado de su marido.

Luego, temblando de rabia, se lanzó sobre el paralítico y empezó á
golpearle el vientre, y sus manos caían una tras otra, con ruido sordo
y como si estuviese lavando ropa en la charca.

Los amigos de Tonico reventaban de risa, tosían, estornudaban, daban
gritos; mas, el hombre, muy sofocado, paraba prudentemente los ataques
de su mujer para no romper los cinco huevos que tenía al otro lado.


                                  III

Tonico fué vencido: tuvo que empollar y que renunciar á las partidas de
dominó, renunciando al mismo tiempo á todo movimiento, pues la vieja,
cada vez que rompía un huevo, le cortaba los víveres con terrible
ferocidad.

Pasaba las horas echado boca arriba, con los ojos fijos en el techo,
inmóvil, con los brazos levantados como alas, y calentando con el calor
de su cuerpo los gérmenes encerrados en los blancos cascarones.

Hablaba en voz baja como si temiese tanto al ruido como á los
movimientos, y se informaba de la rubia que en el gallinero hacía el
mismo trabajo que él.

Y le preguntaba á su mujer:

--¿La rubia come por la noche?

Y la vieja iba de las gallinas á su marido obsesionada, poseída por la
preocupación de los polluelos que maduraban en el nido y en la cama.

Las gentes del país que conocían la historia, venían, curiosos y muy
serios, á informarse del estado de Tonico. Entraban en su habitación
andando de puntillas, como se entra en el cuarto de un enfermo, y
preguntaban con interés:

--¿Cómo va?

--No va mal, no va mal--respondía Tonico;--pero parece que un
regimiento de hormigas se me pasea por la piel.

Ahora bien, una mañana entró su mujer, y con visible emoción le dijo:

--La rubia tiene siete. Había tres huevos malos.

El corazón de Tonico latió con violencia.--Él, ¿cuántos tendría?

Y preguntó:

--¿Será pronto?

--Así lo espero--contestó la vieja, torturada por el temor de un
fracaso.

Y esperaron. Los amigos, enterados de lo que debía ocurrir, se
mostraban inquietos; de la cosa se hablaba en todas las casas, y la
gente se informaba de puerta en puerta.

Á eso de las tres, Tonico se quedó medio dormido, pues pasaba durmiendo
la mayor parte del tiempo. Inusitado cosquilleo debajo del brazo
izquierdo le despertó repentinamente, y llevando allí la mano derecha,
cogió á un pollito cubierto de vello amarillo que se agitaba entre sus
dedos.

Tan grande fué su emoción, que empezó á chillar, y soltó el polluelo
que se puso á pasearse por el pecho. El café estaba lleno de gente, los
bebedores se precipitaron, invadieron la habitación, formaron círculo
alrededor de la cama como suele hacerse alrededor de un saltimbanqui,
y la vieja cogió con mil precauciones al animalito, que se había
refugiado entre las barbas de su marido.

Nadie hablaba. Era un día de abril, cálido, y por la ventana se oían
los cacareos de la clueca llamando á los recién nacidos.

Tonico, que sudaba de emoción, de angustia y de inquietud, murmuró:

--Tengo otro debajo del brazo izquierdo.

Su mujer metió en la cama su descarnada mano y, con precauciones de
comadrona, sacó á la luz el segundo polluelo.

Los vecinos quisieron verlo, y todos se fijaron en él tan atentamente
como si se tratase de un fenómeno.

Durante veinte minutos no nació ninguno, pero luego salieron cuatro á
un tiempo.

Aquello provocó una tempestad de rumores, y Tonico, satisfecho con su
éxito, sonrió enorgullecido por su extraña paternidad. Al fin y al
cabo, lo que hacía no se había visto hasta entonces... ¡Qué casta de
hombre!

--¡Seis! ¡Santo Dios, qué bautizo!--gritó.

Los presentes soltaron la carcajada. EL café estaba lleno, y ante la
puerta esperaba mucha gente. Todos preguntaban:

--¿Cuántos hay?

--¡Hay seis!

La tía Tonica llevaba á la clueca su nueva familia, y la gallina
cocleaba á más no poder, erizaba las plumas y extendía sus alas para
abrigar á su creciente prole.

--¡Uno más!--gritó Tonico.

Pero se había equivocado, ¡eran tres! Aquello fué un triunfo... El
último rompió el cascarón á las siete. ¡Todos los huevos eran buenos! Y
Tonico, enloquecido por el contento, libre y feliz, besó al animalito,
al que por poco ahoga entre sus labios. Quiso guardarle con él, en su
propia cama, hasta el día siguiente; pero la vieja se lo llevó, como se
había llevado á los demás, sin hacer caso de las súplicas de su marido.

Los asistentes, encantados, se fueron hablando del suceso, y
Horslaville, que se quedó el último, preguntó:

--Di, tío Tonico, ¿me convidas á comer el primero?

Al oir la palabra comida, el rostro de Tonico se iluminó, y dijo:

--Pues ya lo creo que te convido, sobrino, faltaría más...




                            LOS PRISIONEROS


En el bosque no se oía más ruido que el ligero murmullo de la nieve al
caer sobre los árboles. Y la nieve había estado cayendo todo el día;
una nieve finísima que envolvía las ramas con tenue y helada espuma,
que tendía sobre las hojas muertas de la espesura ligero techo de
plata, y por los caminos inmensa y blanca alfombra iba haciendo más
profundo el imponente silencio de aquel océano de árboles.

Delante de la puerta de la casa de campo, una mujer joven, con los
brazos desnudos, colocaba leña sobre una piedra y luego la partía á
hachazos. Era alta, delgada y fuerte, mujer de los bosques, hija y
esposa de guardas campestres.

Desde el interior de la casa, una voz gritó:

--Berta, esta noche nos quedamos solas y es preciso que cerremos, pues
por estos alrededores tal vez vaguen lobos y prusianos.

La leñadora respondió hendiendo un tronco á hachazos, y á cada
movimiento que hacía para levantar los brazos erguía el esbelto busto.

--Ya he concluido, mamá, ya he concluido, y no tema nada, pues aún es
de día.

Luego recogió la leña y las astillas que amontonó junto á la chimenea,
volvió á salir para cerrar los postigos, unos postigos de encina
enormes, y entró, corriendo los pesados cerrojos.

Su madre, una vieja arrugadita que los años hacían miedosa, hilaba
junto á la lumbre.

--No me gusta que salgas cuando padre está fuera. Dos mujeres no son
gran cosa.

La joven respondió:

--Lo mismo mataría á un lobo que á un prusiano.

Y clavó los ojos en un gran revólver que estaba colgado junto al hogar.

Su marido había sido incorporado al ejército en los comienzos de la
invasión prusiana, y las dos mujeres se habían quedado solas con
el padre, el viejo guarda Nicolás Pichón, llamado el Zancudo, que
obstinadamente se había negado á abandonar su morada para encerrarse en
la ciudad.

La población más próxima era Rethel, antigua plaza fuerte enclavada
sobre una roca. Allí se era patriota, y los burgueses habían decidido
resistir á los invasores, encerrarse, y sostener un sitio como las
tradiciones de la ciudad exigían. Dos veces ya, bajo los reinados de
Enrique IV y de Luis XIV, los habitantes de Rethel se habían cubierto
de gloria con defensas heroicas, y ¡qué diablo! pues harían lo mismo ó
les quemarían vivos dentro de sus murallas.

Así, pues, habían comprado cañones y fusiles, equipado milicias,
formado batallones y compañías, y se pasaban los días haciendo
el ejercicio en la plaza de Armas. Todos, panaderos, tenderos de
ultramarinos, carniceros, notarios, procuradores, carpinteros, libreros
y farmacéuticos, maniobraban por turno, á horas fijas y regulares,
bajo las órdenes de Lavigne, antiguo alférez de dragones que se había
casado con la hija de Ravaudan, cuya tienda de mercería había heredado.

Él mismo se había nombrado comandante mayor de la plaza, y como todos
los jóvenes se habían ido á las filas, había echado mano á los otros y
hacía que se preparasen para la resistencia. Los gordos iban siempre
por la calle á paso gimnástico con objeto de que su grasa se fundiese y
cobrar mayor aliento, y los débiles transportaban pesados bultos para
fortificar sus músculos.

Y, aun cuando esperaban á los prusianos, los prusianos no parecían. Sin
embargo, no debían de estar muy lejos, pues dos veces los exploradores
habían llegado hasta la casa de Nicolás Pichón, alias el Zancudo.

El viejo guarda, que era más ligero que una ardilla, había dado aviso á
la ciudad, donde, aunque dispusieron los cañones, no llegaron á ver al
enemigo.

La morada del Zancudo servía de puesto de avanzada en el bosque de
Aveline. Y el hombre iba á la ciudad dos veces por semana para hacer
provisiones y daba, á los burgueses allí encerrados, noticias del campo.

Aquel día había salido para anunciar que, la víspera, un pequeño
destacamento de infantería alemana había hecho alto en su casa á eso
de las dos, volviendo á marcharse en seguida. Y anunció también que el
sargento que lo mandaba hablaba francés perfectamente.

Cuando el viejo salía de noche, se llevaba á sus dos perros,
dos mastines enormes con cabeza de león, pues temía á los lobos
que empezaban á mostrarse feroces, y dejaba á las dos mujeres,
recomendándoles que se encerrasen antes que fuese de noche.

La joven no conocía el miedo, pero la vieja temblaba por cualquier cosa
y no hacía más que repetir:

--Todo eso acabará mal, ya veréis como acabará mal.

Y aquella noche, sin saber por qué, estaba más inquieta que de
costumbre.

--¿Sabes á qué hora volverá tu padre?--preguntó.

--Lo más pronto á las once. Cuando come en casa del comandante siempre
vuelve tarde.

Y puso el puchero en la lumbre para hacer la sopa y se quedó inmóvil,
pues había oído un ruido sospechoso.

Y murmuró:

--Alguien anda por el bosque y lo menos son siete.

La vieja, asustada, cesó de hilar.

--¡Dios Santo! Y tu padre que no está...

Aún no había concluido de hablar cuando violentos golpes hicieron
retemblar la puerta.

Como las mujeres no contestaban, una voz gutural y fuerte gritó:

--¡Abrid!

Luego, después de un silencio, la misma voz repitió:

--Abrid ó echo abajo la puerta.

Entonces Berta se metió en el bolsillo de la falda el revólver que
estaba colgado junto al hogar, fué luego á pegar la oreja contra la
puerta, y preguntó:

--¿Quién va?

La voz respondió:

--El destacamento del otro día.

--¿Qué quieren ustedes?

--Desde esta mañana andamos perdidos por el bosque. Abra ó rompo la
puerta.

La mujer no podía vacilar; descorrió el cerrojo, y retirando la tranca
abrió y pudo ver en la sombra pálida de la nieve á seis hombres, seis
soldados prusianos, los mismos que habían visto la víspera. Y les dijo
resueltamente:

--¿Qué vienen á hacer á estas horas?

El sargento respondió:

--Estoy perdido, completamente perdido, y he reconocido la casa. Desde
por la mañana no he comido nada ni mi destacamento tampoco.

--Es que esta noche estoy sola con mi madre.

El soldado, que parecía un buen hombre, dijo:

--No importa. Yo no les haré ningún daño y ustedes nos darán de comer.
Nos morimos de hambre y de cansancio.

La mujer dejó el paso libre diciendo:

--Entren.

Y entraron, cubiertos de nieve, llevando en los cascos una especie
de crema espumosa que les daba cierta semejanza con los merengues: y
parecían lacios, extenuados.

La mujer les señaló los bancos de madera que estaban junto á la gran
mesa.

--Siéntense--les dijo.--Voy á hacerles una sopa, pues verdaderamente
parece que no podéis más.

Y añadió agua al puchero, echó más manteca y más patatas, y cortando la
mitad del tocino que estaba colgado junto á la chimenea, la metió en el
caldo.

Los seis hombres seguían ansiosamente sus movimientos, dejaron los
cascos y los fusiles en un rincón, y esperaron sin moverse, quietos y
callados como chicos en los bancos de la escuela.

La madre se había puesto á hilar, clavando miradas llenas de terror en
los soldados invasores. Y no se oía más ruido que el ligero zumbido de
la rueca, los chasquidos de la leña y el murmullo del agua que hervía.

Pero de pronto, extraño ruido hizo que todos se estremeciesen; algo
como un ronquido, ronquido de bestia fuerte y poderosa que hubiese
estado junto á la puerta.

El sargento alemán se puso junto á los fusiles de un salto, pero la
mujer, sonriendo, le contuvo con un gesto:

--Son los lobos--le dijo,--que hacen como ustedes. Vienen hasta aquí
porque tienen hambre.

El hombre, incrédulo, quiso ver, y en cuanto hubo abierto la puerta
distinguió dos grandes bestias grises que huían rápidamente.

Y volvió á sentarse murmurando:

--Nunca lo hubiese creído.

Cuando la sopa estuvo á punto, la comieron vorazmente, abriendo las
bocas hasta las orejas para engullir más, con ojos redondos que se
abrían al mismo tiempo que las mandíbulas, y con ruido de gargantas
semejantes á los de las canales.

Las dos mujeres, mudas é inmóviles, contemplaban los rápidos
movimientos de aquellas barbas rojas por las que las patatas
desaparecían como entre vellones oscilantes. Cuando hubieron comido,
y como tenían sed, la joven fué á buscarles sidra al cillero. En él
estuvo largo rato: estaba en una cueva abovedada que, según se decía,
había servido de cárcel y de escondrijo durante la revolución. Y á él
se bajaba por una escalerilla de caracol que al fondo de la cocina
cerraba recia trampa.

Cuando Berta reapareció reía sola, y rió maliciosamente, al dar á los
alemanes un gran jarro de bebida.

Luego cenó con su madre, al otro extremo de la cocina.

Los soldados habían concluido de comer, y los seis se dormían alrededor
de la mesa. De tiempo en tiempo una cabeza caía con ruido sobre la
madera, y el hombre, bruscamente despertado, erguía el busto.

Berta dijo al sargento.

--Échense delante de la lumbre, que hay bastante sitio para seis. Yo me
voy arriba con mi madre.

Y las dos mujeres subieron al primer piso. Oyóse que daban doble vuelta
á la llave, que andaban y se movían, y luego no se oyó nada más.

Los prusianos se extendieron en el suelo, metiendo casi los pies en
la lumbre, apoyando la cabeza en las arrolladas mantas, y los seis no
tardaron en roncar con tonos diversos, agudos ó sonoros, pero continuos
y formidables.

Largo rato hacía que dormían, cuando sonó un tiro, un tiro fuertísimo
que cualquiera hubiese creído disparado á las mismas puertas de la
casa, y luego dos nuevas detonaciones estallaron y fueron seguidas de
otras tres. Los soldados se pusieron en pie de un salto.

La puerta del primer piso se abrió bruscamente, y Berta apareció
descalza, en camisa, cubiertas las piernas con una enagua corta, con
una vela en la mano, y con el rostro descompuesto. Dirigiéndose al
sargento balbució:

--Ahí están los franceses y lo menos vienen doscientos. Si les
encuentran aquí quemarán la casa. Bajen á la bodega y no hagan ruido,
pues si les descubren estamos perdidos.

El sargento, medio dormido y muy asustado, murmuró:

--Muy bien, muy bien: ¿por dónde hay que bajar?

La mujer levantó precipitadamente la trampa y los seis hombres
desaparecieron por la escalerilla, hundiéndose en el suelo uno tras
otro, ó bajando de espalda para tantear los escalones con el pie.

Pero, en cuanto la punta del último casco hubo desaparecido, Bertina
dejó caer la pesada plancha de encina, gruesa como un muro, dura como
el acero, que mantenían goznes y cerradura de calabozo, y dando dos
vueltas á la llave se puso á reir con risa silenciosa y satisfecha,
sintiendo deseos locos de ponerse á bailar sobre las cabezas de sus
prisioneros.

Encerrados allí dentro como en sólida caja de piedra que recibía
el aire por un tragaluz cerrado con gruesos barrotes de hierro, ni
siquiera se movían.

Berta echó leña á la lumbre, volvió á colocar el puchero, y empezó á
hacer sopa murmurando:

--Esta noche padre vendrá cansado.

Luego se sentó y esperó. Solamente el sonoro péndulo del reloj
interrumpía el silencio con su tic-tac regular.

Y de cuando en cuando Berta fijaba en la esfera una mirada impaciente
que parecía decir:

--Eso no anda de prisa.

Pronto le pareció oir que murmuraban á sus pies, y confusamente
llegaron hasta ella, á través de la bóveda de la bodega, palabras
pronunciadas en voz baja. Los prusianos empezaban á comprender la
treta, y el sargento, subiendo la escalerilla, golpeó la trampa
diciendo:

--Abrid.

Ella contestó imitando su acento:

--¿Qué quiere usted?

--Abra.

--Pues no abro.

El hombre se enfureció.

--Abra ó rompo la puerta.

Ella soltó una carcajada y dijo.

--Rompa, rompa si puede.

Con la culata de su fusil, el prusiano empezó á golpear la gruesa
plancha de encina que se cerraba sobre su cabeza; pero fué inútil,
hubiera resistido los golpes de una catapulta.

Bertina le oyó bajar y los soldados vinieron luego, uno tras otro, á
ensayar su fuerza y á inspeccionar la cerradura; pero convencidos de la
inutilidad de sus tentativas, bajaron todos á la bodega y se pusieron á
hablar.

La joven les estuvo oyendo un rato; después abrió la puerta que daba al
campo y escuchó atentamente.

Un ladrido lejano llegó á sus oídos. Silbó como hubiera podido hacerlo
un cazador, y casi al mismo tiempo dos enormes perros surgieron de la
sombra y corrieron hacia ella. Les sujetó cogiéndoles por el cuello y
con todas las fuerzas de sus pulmones gritó:

--¡Eh! Padre.

Una voz, muy lejana todavía, respondió.

--¡Berta!

Ella esperó algunos segundos y repitió:

--¡Eh! Padre.

La misma voz, ya más próxima, contestó:

--¡Berta!

La joven dijo entonces:

--No pases por delante del tragaluz, hay prusianos en la bodega.

Bruscamente la gran silueta del hombre se dibujó á la izquierda,
inmóvil entre dos árboles, y preguntó con inquietud:

--Prusianos en la bodega... ¿Y qué hacen allí?

Berta se puso á reir.

--Son los de ayer--dijo.--Se habían perdido en el bosque y yo les he
metido en la bodega para que se refresquen.

Y refirió lo ocurrido y cómo los había asustado con los tiros de
revólver y encerrado después.

El viejo, siempre grave, preguntó:

--Y ahora ¿qué vamos á hacer?

--Pues irás á buscar al señor Lavigne y á su tropa para que les haga
prisioneros. Poco contento que se pondrá.

El viejo Pichón sonrió.

--Vaya si estará contento.

--Tienes sopa preparada--le dijo su hija.--Cómela pronto y vete.

El viejo se sentó á la mesa, y después de haber llenado dos platos para
los perros, comió él.

Los prusianos, al oir hablar, habían callado.

El Zancudo se marchó un cuarto de hora después, y Berta, sentada junto
á la lumbre, esperó.

Los prisioneros se agitaban de nuevo, y gritaban y llamaban dando
furiosos culatazos á la inconmovible trampa.

Luego empezaron á disparar por el tragaluz, esperando sin duda que si
algún destacamento alemán pasaba por allí cerca les oiría.

Berta no se movía; pero el ruido aquel la impacientaba y la irritaba.
Furiosa cólera despertaba en ella, y para hacerles callar les hubiera
asesinado.

Luego, como su impaciencia crecía por momentos, clavó los ojos en el
reloj y se puso á contar los minutos.

Hacía hora y media que su padre se había marchado y ya debía estar
en la ciudad. Le parecía que le estaba viendo. Le contaba la cosa al
señor Lavigne, que palidecía de emoción y llamaba á su criada para que
le diese el uniforme y las armas. Oía el tambor que redoblaba y veía
las caras asustadas que se asomaban á las ventanas. Y los soldados
ciudadanos salían de sus casas á medio vestir, y á paso de carga
corrían hacia la morada del comandante.

Luego, la tropa, con el Zancudo al frente, se ponía en marcha y, por
caminos cubiertos de nieve, llegaba al bosque.

Berta, mirando al reloj, se decía: «Dentro de una hora pueden estar
aquí».

Nerviosa impaciencia se había apoderado de ella, y los minutos le
parecían interminables. ¡Cuán largo era el tiempo!

Al fin llegó la hora que ella había marcado para la llegada, y abrió
otra vez la puerta para oirles venir. Distinguió una sombra que
avanzaba cautelosamente, tuvo miedo, y gritó. Era su padre.

--Me envían--dijo éste--para saber si ocurre algo nuevo.

--No, nada.

Entonces dió un silbido estridente y prolongado, y no tardó en
distinguirse una mancha obscura que avanzaba lentamente bajo los
árboles: era la vanguardia, compuesta por diez hombres.

El Zancudo repetía á cada instante:

--No paséis por delante del tragaluz.

Y los que habían llegado primero enseñaban á los otros el tragaluz tan
temido.

Al fin llegó el grueso de la tropa que en junto se componía de
doscientos hombres, cada uno de lo cuales llevaba doscientos cartuchos.

Lavigne, agitado y nervioso, los dispuso de manera que cercasen la
casa por todas partes, dejando un espacio libre ante el negro agujero
practicado á ras del suelo, por donde entraba el aire en la cueva.

Luego entró en la morada, se informó de las fuerzas y disposiciones del
enemigo, que tan mudo estaba, que se le hubiera creído desvanecido,
desaparecido por el tragaluz.

Lavigne golpeó la trampa con el pie y gritó:

--Señor oficial prusiano...

El alemán no respondió, y el comandante reiteró:

--Señor oficial prusiano...

El mismo silencio. Por espacio de veinte minutos estuvo requiriendo
al silencioso oficial para que se le rindiese con armas y municiones,
garantizándole la vida á él y los suyos, y prometiéndole los honores
militares; pero no logró ningún signo ni de aquiescencia ni de
hostilidad. La situación era cada vez más difícil.

Los soldados ciudadanos zapateaban en la nieve, cruzábanse de brazos y
pegábanse en los hombros para calentarse como lo hacen los cocheros, y
todos se fijaban en el tragaluz con grandes y pueriles deseos de pasar
por delante.

Uno de ellos, llamado Potdevin, que era muy ágil, se atrevió al fin, y
tomando impulso pasó corriendo como un ciervo. Los prisioneros parecían
muertos.

Una voz gritó:

--No hay nadie.

Y otro soldado cruzó el espacio libre, pasando por delante del
peligroso agujero. Á partir de entonces aquello fué un juego. Á cada
minuto un hombre se lanzaba, pasaba de un grupo á otro, como los chicos
cuando juegan al marro, y con tal presteza movían los pies que la
nieve saltaba por los aires. Para calentarse habían encendido grandes
hogueras, y el perfil de los guardias nacionales se iluminaba cuando
pasaban rápidamente del campo de la derecha al de la izquierda.

Alguien gritó:

--Á ti te toca, Maloison.

Maloison era un panadero tremendo, cuyo vientre enorme hacía reir á sus
compañeros.

El pobre vacilaba, pero como se burlaron de él se decidió á ponerse en
camino, marchando con paso gimnástico, regular y sacudido.

Todo el destacamento reía á carcajadas; y para animarle gritaban:

--Bravo, bravo, Maloison.

Habría recorrido las dos terceras partes del trayecto, cuando un
fogonazo rojo salió por el tragaluz, se oyó una detonación, y el enorme
panadero cayó de cara, dando un grito espantoso.

Nadie corrió á socorrerle, y se le vió que se arrastraba á gatas por
la nieve, gimiendo y quejándose, y cuando hubo salido del mal paso se
desmayó.

Había recibido un balazo en la parte alta del muslo, en lo blando.

Pasado el primer momento de sorpresa y de espanto, las risas sonaron de
nuevo; pero el comandante Lavigne, que acababa de organizar su plan de
ataque, apareció en el umbral de la casa del guarda. Con voz vibrante
gritó:

--Á ver, que venga el plomero Planchut con sus obreros.

Tres hombres se acercaron.

--Arrancad los canalones de la casa.

Y un cuarto de hora después el comandante disponía de veinte metros de
tubos y canalones de zinc.

Entonces, y con mil prudentes precauciones, hizo practicar un agujerito
redondo al borde de la trampa, y organizando un conducto de agua desde
la bomba del patio hasta de la abertura, dijo con satisfacción:

--Vamos á ofrecer un trago á los señores alemanes.

Estalló un grito frenético de admiración al que siguieron juramentos,
chillidos de alegría y sonoras carcajadas. El comandante organizó
dos pelotones de trabajo, que se habían de relevar de cinco en cinco
minutos, y ordenó:

--¡Á la bomba!

El volante de hierro fué puesto en movimiento, y un ruido ligero se
deslizó á lo largo de los tubos y bajó á la cueva cayendo de escalón en
escalón con murmullo de cascada, de esas cascadas de rocas en las que
se crían pececillos colorados.

Esperaron.

Pasó una hora, pasaron dos, tres...

El comandante se paseaba por la cocina, muy nervioso y agitado, pegando
de tiempo en tiempo la oreja al suelo y procurando adivinar lo que el
enemigo hacía y preguntándose si capitularía pronto.

Y el enemigo se movía, pues se le oía remover barricas, hablar y
chapotear.

Á eso de las siete de la mañana, por el tragaluz salió una voz que dijo:

--Quiero hablar con el oficial francés.

Lavigne, desde la ventana y sin adelantar mucho la cabeza, respondió:

--¿Se rinde usted?

--Me rindo.

--En este caso, vengan los fusiles.

Por el agujero salió un arma, luego otra y otra hasta que la misma voz
declaró:

--No hay más. Dense prisa que me ahogo.

Entonces él comandante ordenó:

--Basta.

Y el volante de la bomba quedó inmóvil.

Luego, después de haber llenado la cocina de soldados que esperaban
arma en brazo, levantó lentamente la trampa de encina.

Y aparecieron cuatro cabezas, cuatro cabezas rubias, con largos
cabellos pálidos, y uno tras otro, los seis alemanes salieron
chorreando, tiritando, medio muertos de frío.

Los cogieron y los ataron, y como se temía una sorpresa, se pusieron en
marcha inmediatamente, divididos en dos grupos, uno que llevaba á los
prisioneros y otro que llevaba á Maloison en una camilla improvisada.

Entraron triunfalmente en Rethel, y Lavigne fué condecorado por haber
capturado á una vanguardia prusiana, y al panadero gordo le concedieron
la medalla militar por la herida recibida frente al enemigo.




EL PARADOR


Semejante á todos los mesones de madera plantados en los Altos Alpes,
al pie de los ventisqueros, en esos callejones pedregosos y desnudos
que cortan los blancos picachos de las montañas, el parador de
Schwarenbach sirve de refugio á los viajeros que siguen el paso del
Gemmi.

Está abierto durante seis meses y lo habita la familia de Juan Hauser;
luego, en cuanto las nieves se amontonan, llenan el valle y hacen
impracticable el descenso á Loëche, las mujeres, el padre y los tres
hijos se van, dejando la casa al cuidado del viejo guía Gaspar Hari,
que allí se queda con el joven Ulrico Kunsi, y Sam, un perrazo montañés.

Los dos hombres y el perro viven en aquella cárcel de nieve hasta que
vuelve la primavera, no teniendo ante los ojos más que la inmensa y
blanca pendiente de Balmhorn, con los picachos pálidos y brillantes que
la rodean, y encerrados, bloqueados enterrados en la nieve que se alza
en torno suyo, y rodea, oprime, aplasta la casuca, se amontona sobre el
tejado, llega hasta las ventanas y tapia la puerta.

Es el día en que la familia Hauser regresa á Loëche, pues el invierno
se acerca y el descenso empieza á ser peligroso.

Primero salen tres mulas, que los tres hijos llevan de la brida, y la
madre, Juana Hauser, y su hija Luisa, montan en otra. Las tres primeras
llevan el equipaje.

El padre sigue en compañía de los dos guardianes que han de escoltar á
la familia hasta que empiece la bajada.

Contornean primero la ya helada laguna del fondo de la hoya formada por
las rocas que están frente al parador; cruzan luego el valle, blanco
como una sábana y completamente dominado por nevados picachos.

Una lluvia de sol cae sobre ese desierto blanco, resplandeciente y
helado, iluminándolo con llama cegadora y fría; en ese océano de
montañas la vida no aparece por ninguna parte; en la desmesurada
soledad no se advierte el menor movimiento, y ningún ruido viene á
turbar su profundo silencio.

Poco á poco, el guía joven, Ulrico Kunsi, un suizo enorme y largo de
piernas, deja atrás al viejo Hauser y á Gaspar Hari para reunirse á las
dos mujeres.

La más joven le ve acercarse y parece que le llama con sus ojos
tristes. Es una campesina rubia, cuyas lechosas mejillas y pálidos
cabellos parece que han perdido el color viviendo entre los hielos.

Cuando alcanza á la mula que las lleva, apoya la mano en la grupa y
afloja el paso. La madre le dirige la palabra y enumera con infinitos
detalles todas las recomendaciones necesarias para la invernada, pues
el mozo no se ha quedado nunca allá arriba, en tanto que el viejo Hari
ha pasado ya catorce inviernos.

Ulrico Kunsi escucha sin que al parecer comprenda, y no aparta los
ojos de la joven un solo instante. De cuando en cuando contesta «Sí,
señora», pero su pensamiento le lleva muy lejos, y su tranquilo rostro
permanece impasible.

Así llegan hasta el lago Daube, cuya superficie helada y tersa se
extiende hasta el fondo del valle. Á la derecha, Daubenhorn muestra sus
negras rocas juntó á las enormes morenas del ventisquero de Lœmmerm que
domina Wildstrubel.

Al acercarse á la garganta de Jemmi, donde empieza el descenso hacia
Loëche, distinguen el inmenso horizonte de los Alpes del Valais, de los
cuales les separa el profundo y anchuroso valle del Ródano.

Á lo lejos se ve un pueblo con blancas cimas, desiguales, aplastadas
ó puntiagudas, y brillando todas al sol; luego Misehabel con sus dos
cuernos, Wissehorn, mole enorme, Brunnegghorn, la alta y temible
pirámide de Cervin, y la montaña del Diente Blanco, esa coqueta
monstruosa.

Luego, por debajo de ellos, en un agujero inmenso, en el fondo de un
abismo terrible, distinguen Loëche, cuyas casas semejan granos de arena
lanzados en esa grieta enorme que acaba y cierra el Jemmi y que á lo
lejos abre el Ródano.

Junto á un sendero que avanza serpenteando con innumerables vueltas y
rodeos, fantástico y maravilloso, desde lo alto de la enhiesta montaña
hasta la pequeña población que casi invisible se extiende á sus pies,
detienen la mula y las mujeres echan pie á tierra.

Los dos viejos se han unido á ellas.

--¡Vaya!--dice Hauser--adiós y buena suerte. Hasta el año próximo.

El viejo Hari repite:

--Hasta el año próximo.

Y se besan. Luego, la esposa de Hauser le ofrece las mejillas y la
joven hace lo mismo.

Cuando le toca el turno á Ulrico Kunsi, murmura al oído de Luisa: «No
olvide á los que se quedan aquí arriba». Y ella contesta un «no» tan
débil, que más que oirlo lo adivina.

--Adiós--repite Juan Hauser,--adiós y salud.

Y pasando delante de las mujeres empieza á bajar.

Pronto desaparecen tras una revuelta del camino, mientras los dos
hombres se dirigen hacia el parador de Schwarenbach.

Andan lentamente, uno al lado del otro, y silenciosos. Ya no hay
remedio: durante cuatro ó cinco meses estarán solos...

Gaspar Hari empieza á referir su vida en el otro invierno. Allí lo
había pasado con Miguel Canol, ya demasiado viejo para arriesgarse á
aquella larga soledad, pues un accidente puede ocurrir el día menos
pensado. Y no se habían aburrido, ¡ca! no; todo consistía en tomar
su partido desde el primer momento, y al fin se acaba por inventar
distracciones, juegos y muchos pasatiempos.

Ulrico Kunsi le escucha con los ojos bajos, viendo con la imaginación
á los que, siguiendo todos los repliegues de Jemmi, bajan hacia la
población.

No tardan en distinguir el parador, apenas visible, y tan pequeño que
semeja un puntito negro al pie de aquella gigantesca ola de nieve.

Cuando abren, Sam, el perrazo rizado, empieza á dar saltos en torno
suyo.

--Vamos, hijo mío--dice Gaspar;--como nos hemos quedado sin mujeres,
nosotros mismos tenemos que prepararnos la comida. Tú mondarás las
patatas.

Y los dos, sentados en banquetas de madera, se ponen á preparar la sopa.

La mañana del día siguiente parece interminable á Ulrico. El viejo
Hari fuma y luego escupe en el hogar, mientras el joven se asoma á la
ventana para contemplar la resplandeciente montaña que se alza frente á
la casa.

Por la tarde sale, recorre el trayecto hecho la víspera, y procura
descubrir en el suelo las huellas de los cascos de la mula que llevó
á las dos mujeres. Luego, cuando llega á la vertiente del Jemmi, se
tiende boca abajo al borde del abismo y fija los ojos en Loëche.

La población, metida en aquel pozo de rocas no está invadida aún por
la nieve por más que la tiene muy cerca, pero detenida por los pinares
que protegen sus alrededores. Y sus bajas casitas, desde arriba parecen
ladrillos colocados en una pradera.

La hija de Hauser está allí, en una de aquellas moradas grises. ¿En
cuál? Ulrico Kunsi está demasiado lejos para distinguirla. ¡Cuánto le
gustaría bajar, ahora que aún es posible!

Pero ya el sol ha desaparecido tras la cima de Wildstrubel, y el joven
vuelve al parador. El viejo Hari sigue fumando. Al ver á su compañero
le propone una partida de cartas, y se sientan frente á frente, uno á
cada lado de la mesa.

Y durante largo rato juegan á ese juego sencillísimo que se llama
brisca, y luego, cuando han cenado, se acuestan.

Los días que siguen se parecen al primero, claros y fríos, sin nevadas.
El viejo Gaspar pasa sus tardes acechando las águilas y los raros
pájaros que se aventuran por esos picos helados, mientras Ulrico va
regularmente hasta la garganta del Jemmi para contemplar la aldea.
Luego juegan á las cartas, á los dados, al dominó, y ganan y pierden
insignificancias que únicamente sirven para dar interés á la partida.

Una mañana Hari se levanta y llama á su compañero. Una nube de blanca
espuma, movible, espesa y ligera, cae sobre ellos, los rodea, y sin
ruido les sumerge poco á poco dentro de tupido y pesado colchón. Y eso
dura cuatro días y cuatro noches. Precisa libertar puertas y ventanas,
practicar un paso y tallar escalones para poder encaramarse sobre el
durísimo polvo al que doce horas de helada continua han hecho más
consistente que el granito de las peñas.

En adelante viven como prisioneros sin aventurarse apenas á salir de
su morada. Se han repartido la labor que ejecutan regularmente. Ulrico
Kunsi se ha encargado del lavado, de todo lo que se relaciona con la
limpieza, y él es también quien parte la leña mientras Gaspar Hari
guisa y alimenta la lumbre. Sólo interminables partidas de cartas ó
dados vienen á interrumpir su trabajo regular y monótono. Y no se
pelean nunca pues los dos son de temperamento tranquilo y plácido, como
tampoco nunca dan muestra de impaciencia ó mal humor, ni pronuncian
palabras agrias, pues para pasar el invierno en el parador han hecho
provisión abundante de resignación.

Á veces el viejo Gaspar coge la escopeta y sale en busca de gamuzas: de
cuando en cuando mata alguna, y cuando esto ocurre, en el parador de
Schwarenbach hay gran festín con carne fresca.

Una mañana, siguiendo su costumbre, sale. El termómetro marca dieciocho
grados bajo cero; y como el sol no ha salido aún, el cazador espera
sorprender á los bichos en las cercanías de Wildstrubel.

Ulrico se queda solo y no se levanta hasta las diez. Le gusta dormir,
pero en presencia del viejo guía, siempre activo y madrugador, no se
atreve á entregarse á su pasión favorita.

Almuerza lentamente con Sam, que también pasa sus días y sus noches
durmiendo junto á la lumbre, y luego, sintiéndose triste, advierte su
soledad y echa de menos la cotidiana partida de cartas que para él ha
llegado á constituir necesidad invencible.

Entonces sale al encuentro de su compañero que debe volver á las cuatro.

La nieve ha nivelado el profundo valle llenando las grietas, borrando
los dos lagos, acolchando las rocas, formando entre los altos picachos
una extensión inmensa y regular, cegadora y helada.

Desde hace tres semanas Ulrico no ha ido á contemplar la población
desde el borde del abismo, y quiere ir antes de trepar por las
vertientes que conducen á Wildstrubel. También Loëche se encuentra
cubierto de nieve, y bajo el pálido manto apenas se distinguen las
casas.

Luego, torciendo á la derecha, se interna en el ventisquero de Lœmmern.
Anda con el paso largo de los montañeses, hundiendo su férreo bastón
en la nieve casi tan dura como las piedras. Y con su mirada penetrante
busca á lo lejos el puntito negro y movible que ha de encontrar en la
sábana inmensa.

Cuando llega al borde del ventisquero se detiene, preguntándose si el
viejo habrá tomado por otro camino, y luego bordea las morenas con paso
rápido é inquieto.

La tarde cae; la nieve toma tintes rosados, y un vientencillo seco y
helado corre con bruscas intermitencias por aquella superficie de
cristal. Ulrico da un grito de llamada, agudo y prolongado, y su voz
se pierde en el silencio de muerte que reina en las montañas, y va
lejos, muy lejos, corriendo por las capas inmóviles y profundas de
espuma glacial, como grito de pájaro por las olas del mar; luego se
extingue... y nadie le contesta.

Prosigue la marcha. El sol se ha puesto á lo lejos, tras las cimas que
los reflejos del cielo arrebolan todavía, pero las profundidades del
valle van tomando marcado tinte gris. Y el joven, sin saber por qué,
siente miedo. Le parece que el silencio, el frío, la soledad, y la
muerte invernal de los montes penetra en él y va á detener y helar su
sangre, agarrotar sus miembros y convertirle en ser inmóvil y helado.
Y echa á correr dirigiéndose al parador. Piensa que el viejo habrá
llegado durante su ausencia; que habrá tomado otro camino, y que estará
sentado junto á la lumbre y con una gamuza muerta á sus pies.

No tarda en distinguir el parador. Por la chimenea no sale humo, y
Ulrico, corriendo á todo correr, llega y abre la puerta. Sam sale á
recibirle y acariciarle, mas el viejo Gaspar no ha vuelto aún.

Asustado, Kunsi empieza á dar vueltas como si fuese á encontrar á su
compañero oculto en un rincón. Luego enciende lumbre y hace la sopa, en
espera que el anciano vuelva de un momento á otro.

De tiempo en tiempo sale á ver si le distingue á lo lejos. Llega
la noche, la noche de las montañas, pálida, lívida, que allá en el
horizonte ilumina el arco finísimo de la luna, próximo á desaparecer
tras los picachos.

Luego el joven entra, se sienta, se calienta las manos y los pies, y
piensa en mil accidentes posibles.

Gaspar ha podido romperse una pierna, caer en un hoyo, dar un paso en
falso y dislocarse el tobillo, y estará tendido en la nieve, aterido,
dolorido, angustiado, perdido, pidiendo tal vez socorro á gritos,
llamando con todas las fuerzas de sus pulmones en el silencio de la
noche.

Pero ¿dónde? ¡La montaña es tan grande, tan escarpada, tan vasta y tan
peligrosa! Sobretodo en esa estación, que para encontrar á un hombre en
aquellas inmensidades, lo menos se necesitaban ocho días y veinte guías
para que las recorriesen en todas direcciones.

Con todo, Ulrico Kunsi se decide á salir con Sam si el viejo Gaspar no
ha vuelto á la una.

Y empieza sus preparativos.

Mete en un saco víveres suficientes para dos días, toma sus grapas
de acero, se arrolla al cuerpo una cuerda larga, delgada y fuerte,
y examina atentamente su bastón de hierro y el hacha que sirve para
tallar escalones en el hielo. Luego espera. La lumbre arde en la
chimenea, el perro ronca iluminado por las llamas, y el reloj late como
un corazón, regularmente, en su sonora caja de madera.

Espera, con el oído atento, procurando descubrir hasta los ruidos más
lejanos y estremeciéndose cuando el ligero viento roza las paredes.

Dan las doce, y se estremece. Como se siente mal dispuesto, prepara
agua para tomar una taza de café bien caliente antes de ponerse en
marcha.

Cuando el reloj da la una, se pone en pie, despierta á Sam, abre la
puerta y se aleja con dirección á Wildstrubel. Y durante seis horas
sube, escalando rocas, empleando sus grapas, tallando hielo, avanzando
siempre y subiendo á veces, atando á la cuerda al perro que no puede
trepar una pendiente demasiado empinada. Á las seis llega á una de las
cumbres donde el viejo Gaspar acostumbra á esperar á las gamuzas, y
allí aguarda á que se levante el día.

Por encima de su cabeza el cielo empieza á palidecer, y de repente,
extraño fulgor, nacido no se sabe dónde, ilumina bruscamente el
vastísimo océano de cimas pálidas que á cien leguas se extiende en
torno suyo. Cualquiera creería que la vaga claridad sale de la misma
nieve y se esparce por el espacio. Poco á poco, los picachos lejanos,
los más altos, se tiñen de color de rosa, color de carne, y el rojizo
sol aparece tras los enormes gigantes de los Alpes berneses.

Ulrico Kunsi se pone en marcha. Anda como los cazadores, encorvado,
examinando las huellas, y diciendo á su perro: «Busca, Sam, busca».

Baja la montaña registrando los abismos con los ojos, llamando á veces,
dando gritos prolongados, pronto apagados en la muda inmensidad.
Entonces, para escuchar, pega el oído al suelo, y, creyendo percibir
una voz, empieza á correr, llama de nuevo, y como no le contestan, se
sienta agotado y desesperado. Á las doce come un poco y hace comer á
Sam, tan rendido como él mismo.

Luego continúa sus pesquisas.

La noche le sorprende y aún camina; ya ha recorrido cincuenta
kilómetros de montaña. Como está demasiado lejos del parador para
volver, y demasiado cansado para resistir mucho tiempo, practica un
agujero en la nieve y allí se mete con su perro envolviéndose en una
manta; y el hombre y la bestia se tienden uno junto á otro calentando
mutuamente sus helados cuerpos.

Ulrico no duerme, se ve asaltado por visiones y presa de continuos
calofríos. Cuando despierta está amaneciendo.

Sus piernas, por lo rígidas, parecen dos barras de hierro. Su angustia
casi le obliga á chillar, y cuando cree percibir una voz, la emoción le
paraliza.

Mas, piensa de repente que él también morirá de frío en aquella
soledad, y el espanto de esa muerte aguijonea su energía y reanima su
vigor.

Y se encamina hacia el parador, cayendo, levantándose, seguido á lo
lejos por Sam que cojea y sólo se mantiene sobre tres patas.

No llegan á Schwarenbach hasta las cuatro de la tarde. La casa está
vacía, y el joven enciende lumbre, come y se duerme, tan rendido, que
no piensa nada.

Y duerme muchas horas, muchas, con sueño invencible y pesado. De pronto
oye una voz, un grito, un nombre: «Ulrico» y sacudiendo su profundo
letargo se pone en pie. ¿Habrá soñado? ¿Será una de esas llamadas que
las almas inquietas oyen en sueños? No, pues vuelve á oírlo, vibrante
esta vez, y penetra por sus oídos entrando en su carne hasta la punta
de sus nerviosos dedos. Sí, es cierto, han gritado y llamado á Ulrico.
Alguien está cerca de la casa, no puede dudarlo, y abriendo la puerta
grita: «¿Eres tú, Gaspar?» y grita con toda la fuerza de sus pulmones.

Nadie contesta, ni un sonido, ni un murmullo, ni un gemido... nada. En
el cielo, la noche: en la tierra, la nieve lívida.

Sopla un viento helado que corta las piedras y no deja nada vivo en
aquellas alturas abandonadas. Y pasa á bocanadas bruscas más secas y
mortíferas que el viento de fuego del desierto. Ulrico grita otra vez:
«¡Gaspar!... ¡Gaspar!... ¡Gaspar!».

Y espera. ¡En la montaña todo permanece mudo! Entonces el espanto le
sacude hasta los huesos. De un salto se mete en el parador, cierra la
puerta y corre los cerrojos; tiritando se desploma en una silla, seguro
de que su compañero le ha llamado en el momento de exhalar el último
suspiro.

De esto está seguro, como se está seguro de que se vive ó de que
se come pan. El viejo Gaspar Hari ha agonizado durante dos días y
tres noches en alguna parte, en una sima, en uno de esos barrancos
inmaculados y profundos cuya blancura es más siniestra que las
tinieblas de los subterráneos. Ha estado agonizando durante dos días y
tres noches, y al morir, hace un momento, pensaba en su compañero; y su
alma, al verse libre, ha volado hasta el albergue donde dormía Ulrico y
le ha llamado haciendo uso de esa virtud misteriosa y terrible, que las
almas de los muertos tienen para atormentar á los vivos. Y el alma sin
voz, había llamado á la suya: le había dado su último adiós, tal vez un
reproche, ó acaso le había maldecido por no haberle buscado bastante.

Y Ulrico la siente allí, muy cerca, detrás de la pared, detrás de
la puerta que acaba de cerrar. El alma de Gaspar vaga como pájaro
nocturno que con sus plumas roza una ventana iluminada, y el joven,
aterrorizado, está á punto de lanzar alaridos. Quiere huir y no se
atreve á salir, no se atreve ni se atreverá nunca, pues el fantasma
estará allí, noche y día, dando vueltas alrededor del parador, mientras
el cuerpo del viejo guía no se encuentre y reciba sepultura cristiana
en la bendita tierra de un cementerio.

Cuando sale el sol, Kunsi recobra un poco su perdida seguridad y
prepara su comida, hace la sopa para el perro, y luego se sienta,
inmóvil, torturado, pensando en el viejo, echado sobre la nieve.

Pero, en cuanto la noche cubre de nuevo la montaña, le asalta el mismo
terror. Y empieza á dar vueltas por la cocina apenas alumbrada por la
llama de un velón, y la recorre á largos pasos, andando de un extremo á
otro, escuchando, escuchando siempre si el horrible grito de la noche
anterior no rasgará el pesado silencio que reina fuera. El miserable se
siente solo, solo como ningún hombre se ha sentido, solo en la desierta
inmensidad de nieve, solo á dos mil metros sobre la tierra habitada,
por encima de las casas humanas, por encima de la vida que se agita,
bulle y palpita, solo bajo el helado cielo. Deseos locos de escapar, no
importa adónde y no importa cómo, se apoderan de él, deseos de llegar á
Loëche precipitándose al abismo; pero ni siquiera se atreve á abrir la
puerta, pues está seguro de que el otro, el muerto, le cerrará el paso
para no quedarse solo allá arriba.

Á media noche, cansado de andar y abrumado por la angustia y el miedo,
se queda dormido en la silla, pues teme á la cama como se teme un lugar
de apariciones.

Y repentinamente el estridente alarido de la otra noche le desgarra
los oídos, alarido tan penetrante que Ulrico extiende los brazos para
rechazar al espectro, y cae de espaldas.

Sam, á quien el ruido despierta, ladra como ladran los perros
aterrados, dando aullidos, y empieza á dar vueltas buscando de dónde
viene el peligro. Al llegar junto á la puerta olfatea con fuerza, con
el pelo erizado, la cola recta y gruñendo.

Kunsi, medio loco, se pone en pie, y cogiendo la silla grita: «No
entres, no entres ó te mato». El perro, excitado con esta amenaza,
ladra con furia al invisible enemigo que la voz de su amo desafía.

Sam se calma poco á poco y vuelve á echarse junto al hogar, pero sigue
inquieto, con la cabeza levantada, con los ojos brillantes, y gruñe y
enseña los dientes.

Ulrico, á su vez, consigue dominarse; pero como se siente próximo
á desfallecer de terror, abre un armario, saca una botella de
aguardiente, y bebe varias copas. Sus ideas empiezan á confundirse, se
afirma su valor, y por sus venas circula fiebre ardorosa.

Al día siguiente apenas come, limitándose á tomar alcohol, y por
espacio de varios días vive borracho como un bruto. Cada vez que
el recuerdo de Gaspar Hari acude á su imaginación se pone á beber
hasta que la embriaguez le derriba al suelo. Y allí se queda, boca
abajo, borracho perdido, los miembros rotos y la frente apoyada en el
pavimento. Pero apenas ha digerido el líquido ardoroso y enloquecedor,
el grito penetrante de «Ulrico» le despierta cual bala que le hubiese
taladrado el cráneo. Y se levanta tambaleándose, extendiendo las
manos para no caer, y llamando á Sam en su auxilio. Y el perro, que
parece tan loco como su amo, se precipita á la puerta, la araña con
las patas y la roe con sus dientes, mientras el joven, con el cuello
inclinado y en alto la cabeza, traga, como si bebiese agua después de
larga caminata, el aguardiente que ha de dormir sus pensamientos, sus
recuerdos, y su espantoso terror.

En tres semanas agota sus provisiones de alcohol, pero, la continua
borrachera no hace más que adormecer, con sueño letárgico, su espanto,
que ahora crece tanto más terrible y furioso cuanto que no lo puede
calmar. La idea fija, exasperada con un mes de embriaguez, y creciente
en la absoluta soledad, se hunde en su cerebro como una barrena. Y
recorre la morada como fiera enjaulada pegando el oído á la puerta para
averiguar si el otro está allí, y le desafía á través de la pared.

Cuando, rendido por la fatiga, se duerme, la voz le despierta y le
obliga á ponerse en pie.

Al fin, una noche, como hacen los cobardes cuando se ven reducidos al
último extremo, se precipita á la puerta y la abre de par en par para
ver al que le llama y obligarle á que calle.

El aire frío que le azota el rostro helándole los huesos le hace
cerrar y atrancar la puerta sin notar que Sam se queda fuera. Luego,
temblando, echa leña al fuego y se sienta para calentarse; pero de
pronto se estremece: alguien gime y araña la pared.

Desesperado grita: «Vete» y una queja, prolongada y dolorida, le
responde.

Entonces el terror le hace perder la poca razón que le queda, y repite
«Vete, vete...» dando vueltas y buscando un rincón donde esconderse.

El otro, gimiendo siempre, da vueltas en torno de la casa y se frota
contra las paredes. Ulrico se abalanza al aparador lleno de vajilla y
provisiones, y levantándolo con fuerza sobrehumana lo arrastra hasta
la puerta para formar una barricada. Allí amontona cuanto le queda:
muebles, colchones, esteras, sillas, y tapa la ventana como se hace
cuando se está sitiado por el enemigo.

Pero el de fuera exhala lúgubres gemidos, á los que el joven responde
con gemidos idénticos.

Y pasan días y noches sin que ni uno ni otro dejen de quejarse. Uno
dando vueltas alrededor de la casa, arañando los muros como si quisiese
derribarlos, y el otro dentro, siguiendo sus movimientos, encorvado,
con el oído pegado á la pared y respondiendo á sus llamadas con gritos
espantosos.

Una noche Ulrico no oye nada y se sienta tan rendido por la fatiga, que
no tarda en dormirse como un tronco.

Despierta sin acordarse de nada, sin pensamiento alguno, como si
durante el sueño le hubiesen vaciado la cabeza... Tiene hambre y se
pone á comer.

                   *       *       *       *       *

El invierno ha terminado. El paso del Jemmi vuelve á ser practicable, y
la familia Hauser se pone en marcha para dirigirse al parador.

En cuanto llegan arriba de la cuesta las mujeres montan en su mula y
hablan de los dos hombres que pronto han de ver.

Y les extraña que ninguno de ellos haya bajado unos días antes, tan
pronto como los caminos dejaron de ser peligrosos, para darles noticias
de su larga invernada.

Al fin, distinguen el parador, todavía cubierto de nieve. La puerta y
la ventana están cerradas, pero por la chimenea sale humo, cosa que
tranquiliza al viejo Hauser Mas, al acercarse, distinguen un esqueleto
de animal despedazado por las águilas, un gran esqueleto tendido frente
la puerta.

Todos lo examinan: «Debe ser Sam» dicen, y llaman. «Eh, Gaspar». Desde
el interior responde un grito, un grito agudo que parece exhalado
por una bestia. Y el viejo Hauser repite: «Eh, Gaspar», y otro grito
semejante al primero, se hace oir.

Entonces los tres hombres, el padre y los dos hijos, procuran abrir la
puerta. Ésta resiste; cogen en el establo una viga larga, y como ariete
la lanzan con toda su fuerza. La madera cruje, cede, las planchas
vuelan en mil pedazos, y espantoso ruido sacude la casa. Detrás del
aparador hecho añicos distinguen á un hombre de pie, á un hombre con
cabellos que le caen por encima de los hombros y una barba que le llega
al pecho, que les mira con ojos muy brillantes, y que cubre su cuerpo
con jirones...

No le reconocen; pero Luisa Hauser exclama: «Es Ulrico, mamá». Y la
madre, aunque la sorprenden los blancos cabellos, se convence de que es
Ulrico.

Éste deja que se acerquen, que le toquen; pero no contesta á ninguna
de las preguntas que le hacen. Y le llevan á Loëche donde los médicos
declaran que ha perdido la razón.

Nadie ha sabido nunca lo que fué de su compañero.

Y la pobre Luisa Hauser, este verano ha estado á punto de morir de una
enfermedad de tristeza y languidez que se atribuye al frío y á las
nieves de la montaña.




                                 AMOR
                 TRES PÁGINAS DEL LIBRO DE UN CAZADOR


...Acabo de leer un drama de amor en la sección de noticias de un
periódico. Él la ha matado y se ha matado después; luego, la quería.
¿Qué importa Él ó Ella? Su amor es lo único que me interesa; y no me
interesa porque me enternezca, me asombre, me conmueva ó me haga soñar,
sino porque me recuerda un suceso de mi juventud, un extraño recuerdo
de caza en que se me apareció el Amor como á los primeros cristianos se
les apareció la cruz en medio del cielo.

Yo he nacido con todos los instintos y todos los sentidos del hombre
primitivo, templados por razonamientos y emociones de civilizado. La
caza me gusta con delirio, y la bestia sangrienta, la sangre en las
plumas y la sangre en mis manos, me crispa el corazón hasta el extremo
de hacerme desfallecer.

Aquel año, á fines de otoño, los fríos hicieron bruscamente su
aparición, y uno de mis primos, Karl de Rauville, me invitó á que fuese
con él á matar patos.

Mi primo, un mocetón de cuarenta años, rubio, muy fuerte y muy barbudo,
gentilhombre de campo, un bruto amable, de carácter alegre y dotado de
ingenio natural merced al cual la medianía resulta agradable, vivía en
una especie de castillo-granja enclavado en extenso valle que un río
partía en dos. Espesos bosques poblaban las colinas que se alzaban á
derecha é izquierda, viejos bosques señoriales con árboles magníficos
y cuya caza menor, sobre todo las aves, era la más extraordinaria de
esa parte de Francia. Algunas veces, en ellos se mataban águilas, y
las aves de paso, que casi nunca vienen á los lugares poblados, se
detenían casi infaliblemente en sus ramas seculares como si conocieran
ó reconociesen algún rinconcito del antiguo bosque allí olvidado para
que les sirviese de abrigo en su corta y nocturna etapa.

En el valle se criaban extensos herbajes, regados por infinidad de
arroyuelos y separados por setos; más lejos, el río, canalizado
hasta allí, se derramaba formando vasto pantano. Y aquel pantano, la
región de caza más hermosa que he visto en mi vida, acaparaba toda la
atención de mi primo que lo cuidaba como si fuese un parque. Á través
de los inmensos cañaverales que le cubrían y le daban vida, ruido y
movimiento, había practicado estrechas avenidas por las que, barcas
de fondo plano, conducidas y dirigidas con ayuda de pértigas, pasaban
mudas sobre esas aguas muertas, rozando los juncos, haciendo huir los
peces á través de las hierbas y zambullirse á las pollas de agua, cuyas
negras y puntiagudas cabezas desaparecían bruscamente.

El agua me inspira desordenada pasión: la mar, aunque demasiado grande,
inquieta é imposible de poseer; los hermosos ríos, aunque pasan,
huyen y se van; y, sobre todo, los pantanos, en los que palpita toda
la desconocida existencia de los animales acuáticos. El pantano es
un mundo entero dentro de la tierra, un mundo distinto, con su vida
propia, sus habitantes sedentarios, sus viajeros de paso, sus voces,
sus ruidos y, sobretodo, su misterio. No hay nada que á veces turbe,
inquiete y asuste más que un pantano. ¿Por qué el miedo se cierne sobre
esas tierras bajas cubiertas de agua? ¿Se debe á los vagos rumores
de las cañas, á los extraños fuegos fatuos, al silencio profundo que
los envuelve en las tranquilas noches, ó á las caprichosas nieblas
que por los juncos van como arrastrando trajes de muertas, ó bien al
imperceptible chapoteo, ligero, suave, más terrorífico á veces que el
cañón de los hombres ó el rayo del cielo, que hace semejar los pantanos
á países de ensueño, á temibles países que ocultan enigmas desconocidos
y peligrosos?

No. Otra cosa se desprende, otro misterio más profundo y más grave
flota en las espesas nieblas. ¡El misterio de la creación tal vez!
Porque, ¿no fué en el agua estancada y fangosa, en la pesada humedad de
las tierras mojadas bajo el calor del sol donde se agitó, vibró y se
abrió á la luz el primer germen de vida?

                   *       *       *       *       *

Llegué á casa de mi primo por la noche, y hacía un frío capaz de helar
las piedras.

Durante la comida, en el salón en que muebles, paredes y techo estaban
cubiertos de pájaros disecados, con las alas extendidas ó posados en
ramas sujetas con clavos, gavilanes, garzas, búhos, buitres, halcones,
chotacabras, cernícalos y terzuelos, mi primo, semejante él mismo á
extraño animal de país frío, vestido con una zamarra de piel de foca,
me contaba las disposiciones que había tomado para esa misma noche.

Teníamos que salir á las tres y media de la madrugada á fin de llegar
una hora más tarde al sitio escogido para el acecho, en donde habían
construido una choza con pedazos de hielo, para resguardarnos un poco
del viento helado y terrible que precede al día, ese viento que como
sierra rasga la carne, la corta como afilada hoja, la pincha con
alfileres envenenados, la retuerce como las tenazas, y la quema como el
fuego.

Mi primo se frotaba las manos y decía:

--Nunca he visto una helada como ésta. Á las seis teníamos ya doce
grados bajo cero.

Inmediatamente después de comer me tendí en la cama y me dormí al calor
de la hermosa lumbre que ardía en la chimenea.

Á las tres en punto me despertaron, me puse una piel de carnero y
encontré á mi primo Karl envuelto en una de oso. Después de habernos
tragado dos tazas de café hirviendo seguidas de dos copitas de coñac,
nos fuimos con un guarda y nuestros perros, Buzo y Pierrot.

En cuanto hubimos andado un poco sentí que se me helaban los huesos.
Era una noche de ésas en que la tierra parece muerta de frío, en que
el aire helado hace tanto daño que parece que se toca: no se mueve, y
muerde, pincha, mata árboles, plantas é insectos, y hasta los mismos
pajaritos que desde las ramas caen al suelo, quedan duros, como si el
frío les hubiese petrificado.

La luna, en cuarto menguante, se inclinaba á un lado, muy pálida, y
tan débil que ni siquiera se podía marchar, y permanecía en el espacio
rígida también y paralizada por los rigores del cielo. Difundía por
el mundo su luz triste y seca, esa claridad moribunda y macilenta que
derrama cada mes cuando llega al fin de su carrera.

Karl y yo andábamos encorvados, con las manos en los bolsillos y con
la escopeta debajo del brazo. Nuestras botas, que estaban envueltas en
lana á fin de poder andar por el helado río sin resbalar, no hacían
ningún ruido, y yo me fijaba en el humo blanco que producía el aliento
de nuestro perros.

No tardamos en llegar á orillas del pantano y nos internamos en ese
monte bajo, siguiendo una de las avenidas de cañas que lo cruzan.
Nuestros codos, al rozar las hojas, tan largas que parecían cintas,
dejaban tras nosotros un ligero ruido; y yo sentí como nunca había
sentido la poderosa y singular emoción que en mí despiertan los
pantanos. Y aquél estaba muerto, muerto de frío, pues andábamos á pie
firme por en medio de su pueblo de juncos secos.

En la revuelta de una de aquellas avenidas distinguí la choza de hielo
que se había construido para que nos abrigásemos, y en ella entré, pues
aún teníamos que esperar casi una hora para que los pájaros errantes
empezasen á despertar, y me envolví como pude en la manta con objeto de
calentarme.

Echado boca arriba me puse á contemplar la deformada luna, que parecía
doble á través de las paredes vagamente transparentes de aquella
guarida polar.

Pero el helado frío del pantano, el frío de la choza y el que parecía
caer del cielo, me penetraron de tal modo que empecé á toser.

Mi primo Karl se alarmó y dijo:

--Si matamos poco, tanto peor, pero como no quiero que te enfríes,
encenderemos lumbre.

Y dió órdenes al guarda para que cortase cañas.

En medio de la choza, cuyo techo taladramos para que saliese el humo,
encendimos una hoguera, y cuando las llamas empezaron á enroscarse,
las paredes de cristal se pusieron á sudar. Karl, que se había quedado
fuera, me llamó.

--Ven á ver--me dijo.

Y cuando hube salido me quedé turulato de asombro. Nuestra cabaña, en
forma de cono, semejaba un diamante monstruoso con el corazón de fuego
que hubiese surgido de pronto del agua helada del pantano. Y dentro se
veían sombras fantásticas, las de nuestros perros que se calentaban.

Un grito extraño, un grito errante pasó por encima de nuestras cabezas:
el resplandor de nuestra hoguera despertaba á los pájaros salvajes.

Nada me conmueve tanto como ese primer clamor de vida, que no se ve y
cruza el obscuro cielo, tan de prisa, tan lejano, antes de que aparezca
el primer albor de los días de invierno. Se me antoja que, á esa hora
glacial del alba, el grito que con el ave se aleja es un suspiro del
alma del mundo.

Karl dijo:

--Apagad el fuego: ya amanece.

En efecto, el cielo empezaba á palidecer y las bandadas de patos
arrastraban por el firmamento sus rápidas y fugitivas manchas.

Vivísimo resplandor rasgó las tinieblas: Karl acababa de tirar y los
dos perros corrieron.

Á partir de entonces y de minuto en minuto, unas veces él y otras yo,
disparábamos con presteza en cuanto por encima de las cañas aparecían
las volantes sombras. Y Pierrot y Buzo, cansados y gozosos, nos traían
las ensangrentadas aves, cuyos abiertos ojos parecía que nos miraban.

Se había levantado el día, un día claro y azul; el sol asomaba por el
fondo del valle, y pensábamos marcharnos, cuando dos grandes pájaros,
recto el cuello y tendidas las alas, pasaron rápidamente por encima
de nuestras cabezas. Tiré, y uno de ellos cayó á mis pies. Era una
cerceta, cuyo vientre parecía de plata. Entonces, en lo alto, un pájaro
chilló, y chilló como si se quejase, pero con queja corta, repetida
y desgarradora; y el pájaro vivo empezó á dar vueltas por encima de
nuestras cabezas, en el azul del cielo, mirando á su compañera muerta
que yo tenía entre mis manos.

Karl, de rodillas, encarada la escopeta y la mirada ardiente, la
acechaba esperando que estuviese bastante cerca.

--Has matado á la hembra--me dijo--y el macho no se irá.

Y efectivamente, no se fué y siguió dando vueltas á nuestro alrededor
y quejándose. Jamás gemido alguno de sufrimiento me ha desgarrado el
corazón como aquel reclamo desolado, lamentable reproche de aquel pobre
animal perdido en el espacio.

Á veces, ante la amenaza de la escopeta que le seguía en su vuelo,
parecía alejarse dispuesto á continuar solo su camino, pero no se
decidía y volvía á buscar á su hembra.

--Déjala en el suelo--me dijo Karl--verás cómo se acerca.

Y se acercó, despreciando el peligro, enloquecido por su amor de animal
por el otro que yo había matado.

Karl tiró, y pareció como si hubiesen cortado la cuerda á que el pájaro
estaba suspendido. Vi una cosa negra que bajaba, oí en las cañas el
ruido de un cuerpo que cae, y Pierrot lo atrapó.

Los metí, fríos ya, en el mismo zurrón... y aquel mismo día volví á
París.




                                EL HOYO


_Muerte ocasionada por golpes y heridas._ Ésta era la base fundamental
de la acusación que hacía comparecer ante el jurado al tapicero
Leopoldo Renard.

En torno suyo se hallaban los principales testigos: la viuda de la
víctima, la esposa del muerto Flamèche, y los llamados Luis Ladureau,
oficial ebanista, y Juan Durden, plomero.

Cerca del acusado y vestida de negro, su mujer, una mujer pequeñita,
fea, una mujer que parecía una mona vestida.

Y he aquí cómo Leopoldo Renard explicó el drama.

--«Santo Dios, fué una desgracia cuya primera víctima he sido yo, y en
la que mi voluntad no tomó ninguna parte. Señor presidente, los hechos
se comentan por sí mismos. Yo soy un hombre honrado, un trabajador
que hace dieciséis años ejerce su oficio en la misma calle, conocido,
querido, considerado y respetado por todo el mundo como han dicho
mis vecinos y mi portera que no suele mostrarse amable. Me gusta
trabajar, soy económico, y me gustan las gentes honradas y los placeres
recatados. Y eso me ha perdido, tanto peor para mí; pero como mi
voluntad no ha tomado ninguna parte en ello, sigo creyéndome merecedor
al respeto, y yo mismo me respeto.

«En fin, desde hace cinco años, todos los domingos, mi esposa aquí
presente y un servidor, vamos á pasar el día en Poissy. Así tomamos el
aire sin contar con que nos gusta muchísimo pescar, ¡oh! nos gusta más
pescar con caña que comer. Amelia me infundió esa afición, la muy...;
le gusta más que á mí, la muy maldita, pues van ustedes á ver que por
ella me ocurre lo que me ocurre.

«Yo soy fuerte y tranquilo por temperamento y ni por pienso conozco el
mal; pero ella, ¡oh! ella, aunque no lo parece, porque es pequeñita
y flaca, es más mala que la quina. Claro está que tiene cualidades,
y cualidades que tienen su importancia para un comerciante. Pero su
carácter... Pidan informes por el vecindario, ó á la misma portera que
tan bien ha hablado de mí hace un momento, y ya verán, ya verán.

«Todos los días me hacía mil reproches por mi amabilidad: «No soy yo
quien me dejaría tratar así; no soy yo quien se dejaría tratar asá».
Y de haberla escuchado, señor presidente, lo menos hubiera andado á
cachetes tres veces al mes».

La mujer le interrumpió diciendo: «Habla, habla, que al freír será el
reir».

Él, volviéndose hacia ella, replicó candorosamente:

--«Puedo hacerte cargos puesto que no se trata de ti...».

Y volviéndose luego hacia el presidente, continuó:

«Bueno, adelante. He dicho que todos los sábados nos íbamos á Poissy
para ponernos á pescar al romper el alba. Es una costumbre que, como se
dice, para nosotros ha llegado á ser una segunda naturaleza. Tres años
hará este verano que descubrí un sitio... ¡Vaya un sitio! Á la sombra y
con ocho pies de agua, tal vez diez, en fin, un hoyo, uno de esos hoyos
que son verdaderos nidos de peces, paraísos para un pescador. Y aquel
hoyo, señor presidente, podía considerarlo como mío, pues yo había
sido su Cristóbal Colón. En el país todo el mundo lo sabía y todo el
mundo lo respetaba. «Es el sitio de Renard» decían, y nadie lo hubiera
ocupado, ni el señor Plumeau, tan conocido, dicho sea sin ofenderle,
por su costumbre de quitar los sitios á los demás.

«De manera que, seguro de mi sitio, allí iba como si me perteneciese
en propiedad. En cuanto llegábamos montaba en el _Dalila_ con mi
esposa.--El _Dalila_ es un barco que mandé construir en casa de
Fournaise, un barco ligero y seguro.--Digo, pues, que montábamos en el
_Dalila_ para cebar. Y dicho sea de paso, no hay quien cebe como yo, y
eso lo saben todos los compañeros. Tal vez ustedes me preguntarán con
qué cebo, pero yo no contestaré porque es mi secreto y además no tiene
nada que ver con el accidente. Más de doscientas personas me lo han
preguntado, y para hacerme hablar me han pagado copas, fritadas y hasta
comidas, pero como si no... La única persona que lo sabe es mi mujer,
que aun cuando es habladora no lo dirá; antes le cortan la lengua.
¿Verdad, Amelia?

El presidente le interrumpió para decir:

--«Á los hechos y lo más pronto posible».

El acusado respondió: «Á ellos voy, á ellos voy. Pues, el sábado 8 de
julio, salimos en el tren de las cinco y veinte, y antes de comer, y
como todos los sábados, nos fuimos á cebar. El tiempo prometía ser
magnífico, y le dije á mi mujer: «Mañana, de rechupete». «Así parece»
me contestó; y no hablamos más porque no acostumbramos á hablar nunca.

«Luego nos fuimos á comer. Yo estaba contento y tenía sed. Y en eso
estriba la causa de todo, señor presidente. Yo le dije á mi mujer:
«Amelia, como hace buen tiempo, creo que debería beber una botella
de _gorro de dormir_». Es un vinillo blanco que hemos bautizado
así, porque si se bebe mucho no deja dormir y reemplaza el gorro.
¿Comprenden ustedes?

«Ella me respondió: «Haz lo que quieras; pero te pondrás malo y
mañana no habrá quién te levante». Eso era justo, lógico, prudente y
perspicaz, lo confieso. Sin embargo no me pude contener y me bebí la
botella. De ahí viene todo.

«Resultado, que no pude dormir hasta las dos de la mañana, y me quedé
como un tronco, como duermo yo, que ni la trompeta del juicio final me
despertaría.

«Para concluir, mi mujer, después de sacudirme mucho, logró que me
vistiese á las seis. Me lavé la cara, y montamos en el _Dalila_. ¡Ya
era tarde! Cuando llegué á mi hoyo, encontré á otro, cosa que en
tres años, señor presidente, no había sucedido nunca. Me produjo el
mismo efecto que si me hubiesen desvalijado á mis ojos, y no hice
más que decir: «Cuerno, cuerno, recuerno...». Pero mi mujer empezó
á molestarme. «Tómalo ahora, ahí lo tienes tu gorro de dormir.
Borracho... ¿Estás contento, animal?».

«Yo no contestaba porque tenía razón, y á pesar de todo desembarqué en
el mismo sitio para aprovechar las sobras. Además, tal vez aquel hombre
no pescaría nada y se marcharía.

«Era flacucho, llevaba un traje de dril blanco, y á la cabeza un enorme
sombrero de paja. Y también le acompañaba su mujer, una gorda que
hacía ganchillo á su lado.

«Cuando vió que nos instalábamos cerca de ellos murmuró:

--«¿No hay otro sitio en el río?».

«Y mi mujer, que estaba rabiosa, contestó:

--«Las gentes que saben vivir, se informan de las costumbres de los
países antes de ocupar los sitios reservados».

«Pero como á mí no me gustan los líos, le dije:

--«Calla, Amelia, calla; déjalos, y ya veremos».

«Atamos el _Dalila_ bajo los sauces, saltamos á tierra, y Amelia y yo
nos pusimos á pescar á pocos pasos de los otros dos.

«Y ahora, señor presidente, preciso es que entre en detalles.

«Cinco minutos hacía que estábamos allí, cuando el flotador de
mi vecino se hundió tres veces y sacó un animal grande como mi
pantorrilla... un poco menos tal vez, pero no le faltaba mucho. Me
palpitó el corazón y empecé á sudar. Mi mujer me dijo: «Borracho, ¿has
visto eso?».

«En aquel momento, Bru, el tendero de ultramarinos de Poissy, que
pasaba en barca, me gritó. «¡Eh! ¡Renard! ¿Le han quitado el sitio?».
Y yo respondí. «Sí, amigo mío; en este mundo hay gentes tan poco
delicadas que no respetan nada».

«El hombrecito del traje de dril no se daba por entendido, ni su mujer
tampoco, una gorda... una vaca suiza...».

El presidente le interrumpió por segunda vez para decirle: «Mucho
cuidado, que está usted insultando á la viuda del señor Flamèche, aquí
presente».

Renard se excusó: «¡Oh! perdónenme; la pasión me ha arrebatado.

«Pues bien, aún no había pasado un cuarto de hora cuando el hombrecito
del traje de dril sacó otro pez, y luego otro y otro.

«Yo casi lloraba de rabia y además sentía que mi mujer estaba
hirviendo, pues me decía á cada momento: «Mira, mira como te está
robando la pesca. Y tú no pescarás nada, ni una rana: sólo al pensarlo
se me revuelve la sangre».

«Yo me decía para mis adentros: «Esperemos á que den las doce: ese
bandido se irá á almorzar y yo entonces recobraré mi sitio». Porque yo,
señor presidente, todos los domingos almorzaba á orillas del río.

«Pero, como no morena. Las doce dieron, y el hombrecito sacó un pollo
asado que llevaba envuelto en un periódico, y mientras comía pescó uno
gordo.

«Amelia y yo comimos también, pero sin apetito, y la comida nos parecía
veneno.

«Para hacer la digestión cogí el periódico; todos los domingos leo el
_Gil Blas_, á la sombra y junto al agua, pues es el día de Colombina,
ya saben ustedes, Colombina, la que escribe artículos en el _Gil Blas_.
Yo tenía costumbre de hacer rabiar á mi mujer diciéndola que conocía á
esa Colombina, lo cual no es verdad porque no la conozco ni la he visto
nunca, lo que no impide que escriba muy bien y que por ser mujer diga
cosas muy bien dichas. Simpatizo con ella, y me gusta mucho su género.

«En fin, empecé á dar la tabarra á mi esposa, pero como ella se
enfureció me callé.

«En aquel momento llegaron de la orilla opuesta los testigos que aquí
están, Ladureau y Durdent; no nos conocíamos más que de vista.

«Á todo esto el hombrecito se había puesto á pescar otra vez, y
su mujer le dijo: «El sitio es excelente: aquí vendremos siempre,
Desiderio».

«Á mí se me heló la espalda, y mi mujer no hacía más que repetir: «Tú
no eres un hombre, no lo eres, y tienes sangre de gallina en las venas».

«Yo contesté: «Antes que hacer una barbaridad prefiero marcharme».

«Y entonces murmuró estas palabras que me produjeron el mismo efecto
que si me hubiesen metido un hierro candente en la nariz: «No eres
hombre, pues te vas rindiendo la plaza. ¡Quita de ahí, calzones!».

«Aunque aquello me llegó al alma no me moví; pero el otro, en el mismo
instante, sacó una brema como en la vida había visto otra.

«Y mi mujer empezó de nuevo á hablar alto como si pensase. Decía: «Esto
es robar, pues nosotros cebamos el sitio: por lo menos tendrían que
devolvernos el dinero gastado en cebo».

«Entonces, la gorda del hombrecito con traje de dril, replicó:

--«¿Se refiere usted á nosotros?».

--«Hay ladrones de pescado que se aprovechan del dinero gastado por
otros».

--«¿Nos llama usted ladrones de pescado?».

«Y como las palabras se enredan siempre como las cerezas, también se
enredaron entonces. ¡Diablo! ¡Las que soltaron aquel par de mujeres!
Gritaban tanto, que los testigos que se encontraban en la orilla
opuesta dijeron para bromear: «¡Eh! Un poco de silencio, que no dejarán
pescar á los maridos».

«El caso es que ni el hombrecito del traje de dril ni yo nos habíamos
movido, y estábamos allí mirando al agua como si no oyésemos nada.

«Y, ¡bendito sea Dios! oíamos, ya lo creo que oíamos: «Usted es una
embustera.--Y usted una arrastrada.--Y usted una cualquier cosa.--Y
usted una barrendera.--». Y arriba y abajo, en fin, que un marinero no
hubiera dicho más.

«De pronto oí ruido detrás de mí y volví la cabeza. La gorda acometía
á mi mujer sacudiéndola á sombrillazos. Pan, pan; Amelia recibió dos.
Amelia se enrabió, y cuando se enrabia pega. Agarró á la gorda por el
moño, y las bofetadas cayeron como llovidas del cielo.

Yo las hubiese dejado que se las compusiesen solas; pero el hombrecito
del traje de dril se levantó prestamente y quiso lanzarse sobre mi
mujer. ¡Ah! Eso no, hasta ahí podían llegar las bromas. Le salí al
encuentro y le recibí con el puño. Y sacudí; uno en la nariz, otro
en la tripa, y el hombrecito levantó los brazos, los pies, y cayó de
espalda en el río, en el hoyo precisamente.

«Es seguro que hubiera intentado sacarle, señor presidente, pero para
mayor colmo, á mi mujer le tocaban entonces las de perder, y aun cuando
hubiera podido socorrerla después de haber evitado que el otro echase
un trago, como no podía imaginar que llegase á ahogarse, me dije:
«¡Bah! Así se refrescará».

«Corrí, pues, para separar á las dos mujeres, y recibí algunos
cachetes, no pocos arañazos y más de una dentellada. ¡Diablo, qué par!

«En fin, que para separarlas empleé cinco minutos ó más.

«Me volví, y nada. El agua estaba tranquila como un lago. Del otro lado
gritaban: «Sácalo, sácalo».

«Eso se dice fácilmente; pero yo no sé nadar y menos bucear.

«Por fin vino el encargado de la presa con dos señores que llevaban
bicheros; pero ya había pasado un cuarto de hora bien largo.

«Y le encontraron en el fondo del hoyo, á ocho pies de profundidad como
yo había dicho; sí señor, el hombrecito del traje de dril estaba allí.

«Esto es lo ocurrido, y por la salvación de mi alma juro haber dicho la
verdad; soy inocente».

Y como los testigos habían declarado en el mismo sentido, el acusado
fué absuelto.




                              EL INVÁLIDO


Lo que voy á referir me ocurrió en 1882.

Acababa de instalarme en un rincón del coche vacío y había cerrado
la portezuela con la esperanza de quedarme solo, cuando se abrió
bruscamente y oí una voz que decía:

--Cuidado, señor, cuidado: estamos en el cruce de líneas y el estribo
está muy alto.

Otra voz respondió:

--No temas, Lorenzo, me sujeto bien.

Luego apareció una cabeza cubierta con un sombrero flexible, y dos
manos que se agarraban con fuerza á las correas que colgaban á los
lados de la portezuela, alzaron un cuerpo grande cuyos pies, al chocar
con el estribo, produjeron un ruido de palo al golpear el suelo.

Ahora bien, cuando el hombre hubo metido el cuerpo en el coche, vi
aparecer, bajo la tela del pantalón, los extremos pintados de negro de
dos patas de palo.

Tras el viajero apareció otra cabeza que preguntó:

--¿El señor está bien?

--Sí, muchacho.

--Entonces, ahí van los paquetes y las muletas.

Y un criado, que por su aspecto parecía un soldado viejo, subió y dejó
sobre el asiento varios paquetes perfectamente atados. Luego dijo:

--Eso es todo, señor: hay cinco. Los bombones, la muñeca, el tambor, el
fusil, y el pastel.

--Muy bien, muchacho.

El criado colocó los paquetes en la redecilla y bajó diciendo:

--Buen viaje, señor.

--Gracias, Lorenzo; salud.

El hombre cerró la portezuela y yo me fijé en mi vecino.

Aunque sus cabellos eran casi blancos, no debía tener más de treinta
y cinco años: estaba condecorado, su bigote era grande, y su corpazo
acusaba una de esas obesidades de que adolecen los hombres activos y
fuertes á quienes una desgracia inmoviliza.

Se enjugó la frente, respiró con fuerza, y mirándome á la cara me dijo:

--¿Le molesta el humo del tabaco, caballero?

--No, señor.

Aquellos ojos, aquella voz y aquella cara, yo los había visto antes.
Pero ¿dónde y cuándo? Seguro estaba de que había visto á aquel
caballero y de que había hablado con él y le había estrechado la mano.
Y hacía tiempo, mucho tiempo; el recuerdo se perdía en esas brumas en
las que la imaginación busca á tientas las cosas y las persigue, como á
fantasmas fugitivos, sin poderlas coger.

Él también me miraba con la tenacidad y la fijeza del hombre que
recuerda algo vago é indefinido.

Nuestros ojos, molestos por el obstinado contacto de las miradas, se
apartaron; pero al cabo de algunos segundos, atraídos nuevamente por la
voluntad obscura y tenaz de la memoria que trabaja, se encontraron otra
vez. Yo, entonces, dije:

--Caballero, me parece que en vez de mirarnos de soslayo durante una
hora, sería mejor que buscásemos juntos dónde y cómo nos hemos conocido.

Mi vecino contestó con mucha amabilidad:

--Tiene usted muchísima razón, caballero.

Y le dije mi nombre.

--Me llamo Enrique Bonclair, magistrado...

Vaciló unos segundos, y luego, con esa vaguedad en la mirada y en la
voz que siempre acompaña á las grandes tensiones del espíritu, contestó:

--¡Ah! Perfectamente. En otro tiempo, antes de la guerra, hace unos
doce años, le encontré varias veces en casa de Poincel.

--Sí, señor... ¿Es usted el teniente Revalière?

--Sí, y fuí el capitán del mismo nombre hasta el día en que perdí los
pies... los dos á un tiempo, que me llevó una bala de cañón.

Y, entonces que nos conocíamos, nos miramos de nuevo.

Yo recordaba perfectísimamente haber visto á aquel buen mozo delgado
que dirigía cotillones con ímpetu tan ágil y gracioso que le había
merecido el apodo de «la Tromba». Pero, tras su imagen, evocada con
toda claridad, flotaba aún algo confuso, una historia que había
sabido y olvidado, una de esas historias á las que se presta atención
benevolente pero corta, y que sólo dejan en la memoria huellas casi
imperceptibles.

En todo aquello andaba de por medio el amor. Sentía en mi memoria una
particularísima sensación, pero nada más una sensación semejante al
humo. Y sin embargo, poco á poco las sombras se aclararon y una figura
de muchacha joven se apareció á mis ojos. Luego su nombre estalló en
mi cerebro como un petardo: la señorita de Mandal. Y lo recordé todo,
todo. Era, con efecto, una historia de amor, pero vulgarísima. Aquella
muchacha estaba enamorada del oficial, y cuando les conocí se hablaba
de boda como de cosa próxima. Él, por su parte, parecía muy enamorado y
muy dichoso.

Fijé los ojos en la redecilla donde estaban los paquetes traídos por el
criado de mi vecino, paquetes que temblaban á cada sacudida del tren, y
volví á oir la voz del sirviente como si acabase de hablar.

--Eso es todo, señor: hay cinco. Los bombones, la muñeca, el fusil, el
tambor y el pastel.

Entonces, en un segundo compuse una novela que, por lo demás, se
parecía á cuantas había leído y en las cuales, unas veces el hombre,
otras la mujer, se casan con el prometido después de la catástrofe,
sea corporal, sea financiera. De manera que, aquel oficial mutilado,
había encontrado, terminada la guerra, á su joven prometida; y ésta, en
cumplimiento de su compromiso, le había aceptado por esposo.

Yo juzgaba aquello muy hermoso, pero sencillo, como se juzgan sencillas
todas las abnegaciones que cuentan los libros y las comedias. Siempre
parece en esos ejemplos de magnanimidad, cuando se lee ó cuando se
escucha, que uno mismo se hubiera sacrificado con satisfacción y
entusiasmo, con arranque magnífico. Y al día siguiente, cuando un amigo
desgraciado viene á pedirnos prestado algún dinero, lo recibimos de mal
humor.

Repentinamente, otra suposición menos poética pero más realista,
susbtituyó á la primera. Quizá se había casado antes de la guerra,
antes del horrible accidente, y ella, desolada y resignada, se había
visto precisada á recibir, cuidar, consolar y sostener al marido
que, habiéndose ido fuerte y hermoso, volvía con los pies segados,
espantosamente mutilado, triste jirón condenado á la inmovilidad y á la
desgraciada obesidad.

¿Sería un ser dichoso ó un torturado? Un deseo, ligero en un principio,
luego creciente y más tarde irresistible, me acometió: hubiera querido
conocer su historia, por lo menos los puntos principales que me
permitiesen adivinar lo que él no pudiese ó no que quisiese decirme.

Hablaba con él pensando en esto. Habíamos cambiado algunas frases harto
vulgares, y yo, con los ojos fijos en la redecilla, pensaba: «Tiene
tres hijos: los bombones son para su mujer; la muñeca para la nena, el
tambor y el fusil para los niños, y el pastel para él».

De pronto, le pregunté:

--¿Es usted padre, caballero?

--No, señor--me contestó.

Quedé confundido como si acabase de cometer una inconveniencia grave, y
repuse:

--Le ruego que me dispense, pero así lo había creído al oir á su criado
qué le hablaba de juguetes. Muchas veces se oye sin escuchar, y á pesar
de uno mismo se deducen conclusiones.

Él sonrió, y después murmuró:

--No, señor, no. Ni siquiera me he casado. Me quedé en los preliminares.

Entonces fingí un asombro grande, como si recordase de pronto.

--Sí, señor... si mi memoria no me engaña, cuando yo le conocí, tenía
usted relaciones con la señorita de Mandal.

--Precisamente, caballero, no se equivoca.

Entonces tuve la audacia de añadir:

--Hasta creo haber oído decir que la señorita de Mandal se había casado
con... con...

Con mucha tranquilidad pronunció este nombre:

--Con el señor de Fleurel.

--Eso mismo: recuerdo que oí hablar de esa boda á propósito de su
herida.

Yo le miraba á la cara y vi que enrojeció.

Su rostro lleno, mofletudo, que la afluencia constante de sangre
purpuraba, se encendió más aún.

Y con viveza, con el repentino ardimiento del hombre que lucha por una
causa perdida de antemano perdida en el cerebro y en el corazón, pero
que quiere ganar ante la opinión, dijo:

--Caballero, hacen mal pronunciando mi nombre junto con el de la
señora de Fleurel. Cuando volví, sin pies, de la guerra, nunca hubiera
consentido en hacerla mi mujer. ¿Acaso era posible? Cuando una mujer
se casa, caballero, no es para hacer ostentación de generosidad; es
para vivir todos los días, todas las horas, todos los minutos y todos
los segundos al lado de un hombre; y si ese hombre es deforme como yo,
la mujer que con él se case se condena á un sufrimiento que debe durar
hasta la muerte. Sí, yo comprendo y admiro todos los sacrificios, todas
las abnegaciones, cuando tienen un límite; pero no admito que una mujer
renuncie á toda una vida que se promete dichosa, á todos los goces y á
todos sus sueños para satisfacer la admiración de la galería. Cuando
oigo en el pavimiento de mi habitación el ruido de mis patas de palo
y el de mis muletas, ruido que hago á cada paso que doy, me desespero
hasta el extremo que estrangularía á mi criado. ¿Cree usted que se
puede aceptar de una mujer que tolere lo que uno mismo no soporta?
Además ¿puede alguien imaginarse que mis muñones sean bonitos?...

Y calló. ¿Qué contestarle? Tenía razón. ¿Podía despreciarla á ella,
motejarla y quitarla la razón? No, y sin embargo, el desenlace conforme
á la regla, á la verdad y á la verosimilitud, no satisfacía mi apetito
poético. Aquellos muñones heroicos exigían un sacrificio que faltaba, y
experimenté una decepción.

Entonces le pregunté:

--¿La señora de Fleurel tiene hijos?

--Sí, uña niña y dos niños. Para ellos son estos juguetes. Tanto su
marido como ella son muy buenos para conmigo.

El tren subía la cuesta de Saint Germain. Pasó por los túneles, entró
en la estación, y paró.

Yo iba á ofrecer mi brazo al inválido para ayudarle á bajar, cuando por
la portezuela abierta dos manos se tendieron hacia él.

--Hola, mi querido Revalière.

--Hola, Fleurel...

Detrás del hombre su mujer sonreía, radiante, linda todavía, saludando
al oficial mutilado con su enguantada mano. Á su lado, una niñita
saltaba de contento, y dos muchachos miraban con ojos ávidos el tambor
y el fusil que de la redecilla del coche pasaban á las manos de su
padre.

Cuando el inválido estuvo en el andén, todos los pequeños le besaron.
Y luego se pusieron en marcha, y la niña se apoyó en el barnizado
travesaño de una muleta como hubiera podido agarrarse, andando á su
lado, á la mano de su mejor amigo.




                                 MINUÉ


Las grandes desgracias no me entristecen, dijo Juan Bridelle, viejo
solterón que tenía fama de escéptico. He visto la guerra muy de cerca
y pasaba por encima de los cadáveres sin apiadarme. Las grandes
brutalidades de la Naturaleza ó de los hombres pueden provocar de
nuestra parte gritos de horror ó de indignación; pero no nos pellizcan
el alma ni nos hacen sentir ese estremecimiento que nos procura la
vista de ciertas insignificancias lastimosas.

Ciertamente, el dolor más acerbo que se puede experimentar es, para
una madre, la pérdida de un hijo, y para un hombre, la pérdida de una
madre. Eso es violento, terrible, eso trastorna y destroza; pero de
esas catástrofes se cura como se cura de las heridas graves. Ahora
bien, ciertos encuentros, ciertas cosas apenas entrevistas, casi
adivinadas, ciertos pesares secretos, ciertas perfidias del destino
que agitan todo un mundo doloroso de pensamientos y que de pronto
abren ante nosotros la puerta misteriosa de los sufrimientos morales
complicados, incurables, tanto más profundos cuanto que parecen
benignos, tanto más agudos cuanto que son insignificantes, nos dejan
en el alma como un rastro de tristeza, un amargor, una sensación de
sequedad que nos cuesta mucho desterrar.

Por mi parte, tengo siempre ante mis ojos dos ó tres cosas que
seguramente otros no hubieran observado y que en mí penetraron como
punzadas penetrantes, agudas é incurables.

Ustedes tal vez no comprenderán la emoción que en mí ha quedado de esas
rápidas impresiones. No referiré más que una, historia vieja, pero
que en mí vive como si hubiese ocurrido ayer, y bien puede ser que
únicamente mi imaginación sea la única causante de mi enternecimiento.

Tengo cincuenta años; en aquel entonces era joven y estudiaba Derecho.
Era algo triste, algo soñador, estaba impregnado de cierta filosofía
melancólica, y no me gustaban ni los cafés ruidosos, ni los compañeros
alegres, ni las mujeres estúpidas. Me levantaba temprano, y una de las
voluptuosidades que más gratas me eran, consistía en pasear solo, á las
ocho de la mañana, por el jardín del Luxemburgo.

Ustedes no lo han conocido como entonces estaba. Parecía un jardín
olvidado, del otro siglo, un jardín bonito como la dulce sonrisa de una
anciana. Tupidas vallas separaban los senderos estrechos y regulares,
senderos tranquilos entre dos muros de follaje cuidadosamente cortado.
Las tijeras del jardinero igualaban constantemente las hojas y las
ramas, y de trecho en trecho se encontraban macizos de flores y
arbolillos alineados como colegiales de paseo, grupos de rosales
magníficos ó regimientos de árboles frutales.

Un rincón encantador del bosquete estaba habitado por las abejas,
y sus casas de paja, convenientemente espaciadas, abrían al sol
sus puertas grandes como dedales. Y á lo largo de esos senderos se
encontraba á las doradas moscas zumbadoras, dueñas verdaderas de aquel
lugar pacífico, verdaderas moradoras de aquellas avenidas que semejaban
corredores.

Iba casi todas las mañanas, me sentaba en un banco, y leía. Á veces
colocaba el libro sobre mis rodillas para soñar, para oir como París
vivía á mi alrededor y gozar del reposo infinito que disfrutaba en
aquellas alamedas á lo antiguo.

Pero, pronto advertí que no era solo en frecuentar aquellos lugares
en cuanto sus puertas se abrían, y sucedía á veces que, al rodear un
macizo, me encontraba frente á frente con un anciano.

Llevaba zapatos con hebilla de plata, casaca de color de tabaco
de España, unos encajes á guisa de corbata, y un sombrero gris
inverosímil, un sombrero de anchas alas y largo pelo que hacía pensar
en el diluvio.

Era delgado, muy delgado, anguloso, arrugado, y siempre sonreía. Sus
ojos, vivos, palpitaban, se agitaban bajo un continuo movimiento de los
párpados, y constantemente llevaba en la mano un magnífico bastón con
puño de oro que para él debía ser espléndido recuerdo.

Aquel buen hombre, en un principio me asombró; luego me interesó
sobremanera. Y le acechaba á través de los muros de hojas, y le seguía
desde lejos deteniéndome á la revuelta de los bosquetes para que no me
viese.

Y he aquí que una mañana, creyéndose perfectamente solo, empezó á
moverse de modo singular: primero unos pasitos, luego una reverencia,
más tarde movía una pierna, giraba galantemente sobre sus talones, y
daba saltitos graciosísimos, sonriendo como si estuviese en público,
arqueando los brazos, doblando su cuerpo de fantoche, haciendo,
dirigidos al vacío, saludos enternecedores y ridículos. ¡Bailaba!

El asombro me petrificó, y me pregunté cuál de los dos estaba loco: él
ó yo.

Pero de pronto se detuvo, avanzó como avanzan los actores en el
escenario, se inclinó profundamente con sonrisas graciosas, y con su
temblorosa mano envió besos á las hileras de cortados árboles.

Y continuó muy gravemente su paseo.

                   *       *       *       *       *

Á partir de aquel día no le perdí de vista, y todas las mañanas se
entregaba á su inverosímil ejercicio.

Me entraron deseos locos de hablarle. Me arriesgué, y después de
saludarle le dije:

--Magnífico día, caballero, ¿verdad?

--Espléndido, sí señor, un día de otros tiempos--contestó inclinándose.

Ocho días después conocía su historia. En tiempo del rey Luis XV había
sido maestro de baile en la Ópera, y su hermoso bastón era un regalo
del conde de Clermont. Y, cuando se le hablaba de baile, no callaba
nunca.

Ahora bien, un día me hizo sus confidencias.

--Me casé con la Castris, caballero. Si usted quiere se la presentaré,
pero ella no viene hasta más tarde. Este jardín que usted ve, es el
único goce de nuestra vida: es lo único que nos queda de aquellos
tiempos. Si no lo tuviésemos, creo que no podríamos vivir. ¿Verdad
que es vetusto y distinguido? Aquí creo respirar el mismo aire que
respiraba en mi juventud. Mi mujer y yo pasamos aquí todas las tardes;
pero yo vengo también por la mañana pues me levanto temprano.

En cuanto hube almorzado volví al Luxemburgo y no tardé en distinguir
á mi amigo que daba el brazo ceremoniosamente á una vieja pequeñita,
vestida de negro, á la que fuí presentado. Era la Castris, la gran
bailarina amada por príncipes, amada por reyes, amada por todo aquel
siglo galante, y que parecía haber dejado en el mundo un perfume de
amor.

Nos sentamos en un banco. Estábamos en mayo, y por las limpias alamedas
revoloteaba el perfume de las flores: y el sol, filtrándose por entre
las hojas, sembraba en el suelo grandes gotas de luz. El negro traje de
la Castris parecía enteramente mojado de claridad.

El jardín estaba vacío, y á lo lejos se oía rodar á los coches de punto.

--¿Quiere usted explicarme--dije al viejo bailarín--lo que era el minué?

Se estremeció.

--El minué, caballero es el rey de los bailes y el baile de los reyes;
¿me comprende usted? Por esto, desde que no hay reyes, no hay minué.

Y empezó, con estilo pomposo, un elogio ditirámbico, del que no
comprendí nada absolutamente. Quise que me explicase los pasos, los
movimientos y las actitudes, y nervioso y desolado por su impotencia,
se desesperaba.

Y repentinamente, volviéndose hacia su anciana compañera, siempre
silenciosa y grave, le dijo:

--Elisa ¿quieres?--serás muy amable,--¿quieres que enseñemos á este
caballero lo que era?

Ella dirigió, una mirada inquieta á su alrededor, se levantó sin decir
palabra y fué á colocarse delante de él.

Y entonces presencié una cosa inolvidable.

Iban y venían con melindres infantiles; sonreían, se balanceaban, sé
inclinaban, daban saltitos cual viejas muñecas que antiguo mecanismo
hubiese hecho bailar, mecanismo algo estropeado que construyera en
otros tiempos un obrero hábil á la manera de su época.

Y yo les contemplaba con el corazón turbado por sensaciones
extraordinarias, llena el alma de indecible melancolía. Me parecía
estar viendo una aparición lamentable y cómica, la sombra pasada de
moda de un siglo, y tenía ganas de reir y necesidad de llorar.

Terminadas las figuras de la danza, se detuvieron, y por espacio
de un minuto siguieron de pie, uno frente á otro, haciendo muecas
sorprendentes, y después, sollozando, se besaron.

                   *       *       *       *       *

Tres días después me fuí á provincias y no los volví á ver más.
Cuando regresé á París, dos años más tarde, el viejo jardín había
desaparecido. ¿Qué ha sido de ellos sin aquel jardín querido de otros
tiempos, con sus jardinillos laberínticos, con su suave olor de tiempo
viejo y sus graciosas alamedas?

¿Habrán muerto? ¿Vagarán por las modernas calles como desterrados sin
esperanza? ¿Bailarán, espectros grotescos, un minué fantástico, entre
los cipreses de un cementerio, á lo largo de los senderos bordeados de
tumbas, á la luz de la luna?

Su recuerdo me atormenta, me obsesiona, me tortura, está conmigo como
una herida. ¿Por qué? No lo sé.

Y ustedes, sin duda, encontrarán esto ridículo...




                                EL LOBO


He aquí lo que el anciano marqués de Arville nos contó en casa del
barón de Ravels al terminar la comida de San Humberto.

Se había corrido un ciervo, y el marqués era el único de los invitados
que no había tomado parte en la persecución, pues él no cazaba nunca.

Durante la gran comida no se había hablado de otra cosa que de matanzas
de animales. Las mismas mujeres escuchaban con interés los relatos
sanguinarios y con frecuencia inverosímiles, y los oradores imitaban
los ataques y los combates de hombres contra fieras, levantaban los
brazos y referían con voz trueno.

El señor de Arville hablaba bien, con cierta poesía algo rimbombante
pero llena de efecto. Muy á menudo había tenido que repetir esta
historia, pues la contaba corrientemente, sin vacilar en las palabras
hábilmente escogidas para dar más fuerza á las imágenes.

--Señores, yo no he cazado nunca, ni mi padre tampoco, ni tampoco mi
abuelo ni mi bisabuelo. Este último era hijo de un hombre que cazó más
que todos ustedes. Murió en 1764, y ahora diré cómo.

Se llamaba Juan, estaba casado, era padre del niño que fué mi
tatarabuelo, y vivía con su hermano menor, Francisco de Arville, en
nuestro castillo de Lorena, en pleno bosque.

Por amor á la caza, Francisco de Arville se había quedado soltero.

Los dos cazaban de un cabo del año al otro, sin descanso y sin
cansarse. No gustaban de otra cosa, no comprendían otra cosa, y sólo
hablaban de caza y vivían para la caza.

Esta pasión terrible, inexorable, había sentado sus reales en sus
corazones.

En ella ardían, les había invadido por completo y en ellos no cabía
otra cosa.

Habían prohibido terminantemente que cuando cazaban se les molestase
fuese por lo que fuese. Mi tatarabuelo nació mientras su padre
perseguía á una zorra, y Juan de Arville no interrumpió su carrera;
pero juró: «¡Ira de Dios! Ese granuja hubiera podido esperar hasta que
la caza terminase...».

Su hermano Francisco era todavía más apasionado que él. En cuanto se
levantaba iba á ver á los perros, luego á los caballos, y hasta el
momento de salir á montería, tiraba á los pájaros en los alrededores
del castillo.

En el lugar les llamaban señor marqués, y señor de Arville, pues los
nobles de entonces no hacían como la nobleza de poco más ó menos que
hoy quiere establecer jerarquía descendente en los títulos, pues el
hijo de un marqués no era conde, ni el hijo de un conde era barón,
como tampoco es coronel de nacimiento el hijo de un general. Pero, las
mezquinas vanidades de hoy en día encuentran provecho arreglándose de
ese modo.

Pero volvamos á mis antepasados.

Según parece, eran desmesuradamente grandes, huesudos, velludos,
violentos y vigorosos. El más joven, aún más alto que el mayor, tenía
la voz tan fuerte que, si se cree en una leyenda que le llenaba de
orgullo, cuando gritaba se agitaban todas las hojas del bosque.

Y cuando los dos montaban á caballo para ir á cazar, ver á aquellos
gigantes, debía ser un espectáculo soberbio.

Ahora bien, á mediados del invierno del año de 1764, los fríos fueron
excesivos y los lobos estaban furiosos.

Atacaban á los campesinos que se retrasaban, vagaban por los
alrededores de las casas, aullaban desde que se ponía el sol hasta que
amanecía, y despoblaban los establos.

No tardó en hablarse de un lobo colosal, de pelo gris casi blanco, que
se había comido dos niños, devorado el brazo de una mujer, extrangulado
á todos los mastines de la comarca, y que saltaba los vallados para
olfatear las puertas. Todos los vecinos afirmaban haber sentido sus
resoplidos que hacían oscilar las llamas de los hogares, y pronto el
pánico se extendió por toda la provincia. En cuanto anochecía nadie se
atrevía á salir, y las tinieblas parecían atormentadas por la imagen de
ese animal...

Los hermanos Arville resolvieron encontrarlo y matarlo, y
organizaron grandes partidas de caza á las que invitaron á todos los
gentileshombres de la comarca.

Todo fué en vano. Se batían los bosques, se registraban las breñas,
pero nunca daban con él. Mataban lobos, muchos lobos, pero no aquél. Y
todas las noches que seguían á las batidas, el animal, como si quisiese
vengarse, atacaba al ganado siempre lejos del lugar en que se le había
buscado.

Una noche entró en el establo de cerdos del castillo de Arville y se
comió los dos mejor criados.

Los hermanos montaron en cólera considerando este ataque como una
bravata monstruosa, una injuria directa, un reto. Cogieron los perros
más acostumbrados á perseguir bestias peligrosas y salieron al campo
con el corazón rebosando furor.

Desde que amaneció hasta que el sol desapareció tras los árboles
desnudos, batieron bosques y malezas sin encontrar nada.

Furiosos y desolados volvían al paso de sus caballos por un camino
bordeado de malezas, y se asombraban viendo su ciencia burlada por
aquel lobo y sintiendo una especie de misterioso temor.

El mayor decía:

--Este animal no es como los demás. Se diría que piensa como un hombre.

El menor contestaba:

--Tal vez tendremos que hacer bendecir las balas por nuestro primo
el obispo ó rogar á cualquier sacerdote que pronuncie las palabras
necesarias.

Callaron luego, y á poco Juan repuso:

--Mira que rojo está el sol. El lobo hará algo malo esta noche.

Apenas había concluído de hablar, cuando su caballo se encabritó y el
de Francisco empezó á cocear. Espeso matorral cubierto de hojas muertas
se abrió ante ellos, y una bestia colosal, completamente gris, surgió y
echó á correr á través del bosque.

Los dos lanzaron una especie de rugido de alegría, é inclinándose
sobre los pesados caballos, los echaron hacia adelante con todas las
fuerzas de su cuerpo, y corrían tan desesperadamente, excitándoles,
enloqueciéndoles con la voz, el gesto y las espuelas, que los fuertes
jinetes parecían llevar sus pesados corceles entre las piernas y
sostenerlos en el aire.

Corrían rozando el vientre con el suelo; cortando arbustos, subiendo
cuestas, saltando barrancos y tocando la trompa á plenos pulmones para
llamar á sus gentes y á sus perros.

Y he aquí que, de pronto, en aquella carrera desenfrenada y loca, el
mayor dió con la frente en una rama enorme que le partió el cráneo, y
cayó muerto al suelo mientras su caballo se desbocaba y desaparecía
entre las sombras que envolvían los bosques.

El menor Arville paró en seco, echó pie á tierra, cogió en brazos á su
hermano y vió que por la herida salían los sesos mezclados con sangre.

Entonces se sentó junto al cuerpo, apoyó en sus rodillas aquella
cabeza desfigurada y sangrienta, y contemplando el rostro inmóvil de
su hermano esperó. Poco á poco extraño miedo, miedo como nunca había
sentido, se apoderó de él. Era miedo á las sombras, miedo á la soledad,
miedo al bosque desierto y miedo también al lobo fantástico que para
vengarse de ellos acababa de matar á su hermano.

Las tinieblas eran más densas por momentos y el agudo frío hacía rugir
los árboles. Francisco se levantó temblando, incapaz de permanecer allí
más tiempo y sintiéndose próximo á desfallecer. No se oía nada; ni los
ladridos de los perros, ni el sonido de las trompas, todo permanecía
mudo en el invisible horizonte, y lo sombrío de la noche helada tenía
algo horrible y extraño.

Con sus manos de coloso cogió el cuerpo de su hermano Juan, lo levantó
y lo atravesó en la silla para llevarlo al castillo; luego echó á
andar despacio, turbados sus pensamientos como si estuviese ebrio,
perseguido por visiones horribles y extraordinarias.

Y bruscamente, en el sendero que la noche invadía, una forma grande
pasó. Era la bestia. Una sacudida de espanto hizo temblar al cazador:
algo frío como una gota de agua le corrió por la espalda, y como monje
perseguido por el diablo, hizo la señal de la cruz, medio loco por la
brusca reaparición de la fiera. Pero sus ojos se fijaron en el cuerpo
inerte tendido ante él, y repentinamente pasó del temor á la cólera y
se estremeció con rabia desordenada.

Hundió las espuelas en los ijares de su caballo y se lanzó en
persecución del lobo.

Le seguía por los tallares, por los barrancos, por los oquedales,
cruzando bosques que no conocía pero con los ojos siempre fijos en la
mancha blancuzca que huia á través de las tinieblas que envolvían la
tierra.

También su caballo parecía sentirse animado por fuerza y ardimiento
desconocidos. Galopaba con el cuello estirado, en derechura; y la
cabeza y los pies del muerto, atravesado en la silla como estaba,
chocaban con los árboles y con las rocas. Los espinos le arrancaban los
cabellos, los troncos quedaban salpicados de sangre, y sus espuelas
arrancaban las cortezas...

Bestia perseguida y jinete salieron del bosque y entraron en un valle:
la luna apareció entonces iluminando una extensión pedregosa, cerrada
por rocas enormes y sin salida posible. El lobo, no pudiendo seguir
adelante, se volvió.

Un alarido de gozo, que los ecos repitieron como el fragor de un
trueno, salió de labios de Francisco, y éste saltó del caballo cuchillo
en mano.

La fiera le aguardaba con el pelo erizado y arqueado el lomo: sus ojos
brillaban como dos estrellas; pero antes de librar le batalla, el
fuerte cazador cogió á su hermano, le sentó en una roca, y sosteniendo
con piedras su cabeza, que ya no era más que una mancha de sangre, le
gritó al oído como si hubiese hablado á un sordo: «Mira, Juan, mira
esto».

Luego se arrojó sobre el monstruo. Se sentía con fuerzas bastantes
para derribar una montaña, para machacar piedras con sus manos. La
bestia quiso morder, procurando cogerle por el vientre, pero él la
tenía por el cuello, sin utilizar siquiera su arma, y la estrangulaba
suavemente, escuchando como el aliento se detenía en su garganta y como
se paralizaban los latidos de su corazón. Y reía y gozaba lo indecible
estrechando más y más su formidable apretón, y en un delirio de alegría
gritaba: «Mira, Juan, mira». La resistencia cesó, y el cuerpo del lobo
quedó lacio. Estaba muerto.

Entonces Francisco lo levantó en alto y lo arrojó á los pies de su
hermano repitiendo con voz llena de lágrimas: «Toma, Juan, toma, ahí lo
tienes».

Después, colocando en la silla á los dos cadáveres, se puso nuevamente
en marcha.

Y entró en el castillo riendo y llorando como Gargantúa cuando nació
Pantagruel, dando gritos de triunfo y trepidando de alegría al referir
la muerte del animal, y gimiendo y arrancándose la barba al relatar la
de su hermano.

Y con frecuencia, más tarde, cuando hablaba de ese día, murmuraba con
los ojos llenos de lágrimas: «Si por lo menos Juan me hubiese visto
estrangular al otro, estoy seguro de que hubiera muerto contento».

Y la viuda de mi antepasado inspiró á su hijo huérfano el horror á la
caza que trasmitiéndose de padres á hijos, ha llegado hasta á mí.

El marqués de Arville calló, y alguien dijo:

--Esa historia es una leyenda ¿verdad?

El narrador agregó:

--Juro que desde el principio hasta el fin es verdadera.

Y entonces, una mujer, con vocecita dulce y suave, dijo:

--Lo mismo da; pero sentir semejantes pasiones es muy hermoso.




                             EL PROTECTOR


¡Jamás se hubiera atrevido á soñar tan alta fortuna! Hijo de un
alguacil de provincia, Juan Marín había venido al barrio latino á
estudiar Derecho como tantos otros. En las diferentes cervecerías
que sucesivamente había frecuentado, se había hecho amigo de varios
estudiantes que hablaban de política bebiendo cerveza, y cayó en
éxtasis de admiración ante uno de ellos, siguiéndole de café en café y
hasta pagando las bebidas cuando tenía dinero.

Luego se hizo abogado y defendió pleitos y causas que perdió siempre.
Ahora bien, una mañana, leyó que uno de sus antiguos amigos del barrio
acababa de ser elegido diputado.

Volvió á ser su perro fiel, el amigo que hace las cosas engorrosas,
los recados, que se envía á buscar cuando se le necesita y al que no
se le guarda ninguna consideración. Pero, ocurrió que por una de esas
aventuras parlamentarias, el diputado se convirtió en Ministro, y seis
meses después Juan Marín era nombrado consejero de Estado.

La primera crisis de orgullo estuvo á punto de hacerle perder la
cabeza: iba por las calles por el placer de exhibirse, como si sólo
viéndole se hubiese podido adivinar su posición, y siempre encontraba
medio para decir á los comerciantes, en cuyas tiendas entraba, á los
vendedores de periódicos y aun á los cocheros de punto, y á propósito
de las cosas más insignificantes «Yo, que soy consejero de Estado».

Luego experimentó, naturalmente, como consecuencia de su dignidad y por
necesidad profesional, por deber de hombre generoso y de influencia,
imperiosa necesidad de proteger. Por cualquier motivo y con inagotable
generosidad, ofrecía su apoyo á todo el mundo.

Cuando, al pasear por los bulevares, se encontraba con alguna cara
conocida, se acercaba satisfecho, le estrechaba las manos, preguntaba
por la salud, y sin esperar siquiera que le contestasen, añadía:

--Ya sabe usted que yo soy consejero de Estado y que me tiene
enteramente á su disposición. Si puedo serle útil en algo, use de mi
con toda libertad. Cuando se ocupa una posición como la mía se tiene el
brazo largo.

Y entonces entraba en el café con el amigo que había encontrado para
pedir tinta, pluma y una hoja de papel,--«una sola, mozo; es para dar
una carta de recomendación».

Y cartas de recomendación escribía diez, veinte, cincuenta todos los
días. Las escribía en el café Americano, en casa de Bignon, Tortoni,
en la Maison Dorée, en el café Riche, en Helder, en el café Inglés,
en el Napolitano, en todas partes. Escribía á todos los funcionarios
de la República, desde los jueces de paz hasta á los Ministros, y era
dichoso, completamente dichoso.

Una mañana, al salir de su casa para dirigirse al Consejo de Estado,
empezó á llover, y á punto estuvo de tomar un coche, pero no lo tomó y
se fué á pie por las calles.

El chubasco arreció inundando aceras y arroyo, y el señor Marín se
vió precisado á meterse en un portal. Allí estaba ya un sacerdote,
un sacerdote anciano con todo el pelo blanco. Antes de ser consejero
de Estado, el señor Marín detestaba al clero, pero después del
nombramiento empezó á tratarlo con consideración, muy especialmente
desde que un cardenal le había consultado muy cortésmente con
respecto á un asunto difícil. La lluvia era torrencial y obligó á los
hombres á que se refugiasen en el cuarto del portero para evitar las
salpicaduras, y el señor Marín, que, como siempre, sentía la comezón de
hablar para decir lo que era, empezó la conversación:

--Muy mal tiempo, padre cura, muy mal tiempo.

El anciano sacerdote se inclinó:

--Sí, señor, muy desagradable, sobre todo cuando se viene á París por
unos días.

--¡Ah! ¿Es usted provinciano?

--Sí, señor; estoy aquí de paso.

--Con efecto, es muy desagradable eso de tener lluvia cuando se viene á
la capital por unos días. Nosotros, los funcionarios, los que pasamos
aquí todo el año, no nos preocupamos.

El sacerdote no contestó. Miró á la calle, y viendo que llovía menos,
tomó su partido, y levantándose la sotana como las mujeres se levantan
las faldas para cruzar las calles, se dispuso á salir.

El señor Marín exclamó:

--Señor cura, se va usted á poner como una sopa. Espere un poco todavía
que eso pasará.

El buen hombre se detuvo indeciso, y luego dijo:

--Es que tengo mucha prisa: tengo una cita urgente.

El señor Marín parecía desolado.

--Va usted á ponerse hecho una sopa. ¿Puedo preguntarle á qué barrio se
dirige?

El cura vaciló un instante y contestó:

--Voy por el lado del Palais Royal.

--En este caso, señor cura, voy á ofrecerle, si me lo permite, la mitad
de mi paraguas. Yo voy al consejo de Estado porque soy consejero de
Estado.

El sacerdote levantó la cabeza, se fijó en su vecino y contestó:

--Muchísimas gracias, caballero, acepto muy reconocido.

Entonces el señor Marín le cogió por un brazo y se lo llevó. Le
dirigía, le vigilaba y le aconsejaba.

--Cuidado, señor cura, con este arroyo. Sobre todo no se fíe de las
calles de mucho movimiento, le salpicarán á usted desde la cabeza hasta
los pies. Tenga cuidado con los paraguas de las gentes que pasan:
para los ojos, nada más peligroso que las puntas de las varillas. Las
mujeres, especialmente, son insoportables: no se fijan en nada y le
plantan á uno en medio de la cara las puntas de sus sombrillas ó de
sus paraguas. Y no se molestan por nadie: parece que el mundo es suyo.
Reinan en la acera y en la calzada. Á mí me parece que la educación de
la mujer está muy descuidada.

Y el señor Marín se puso á reir.

El cura no contestaba. Andaba un poco encorvado, y escogía los sitios
para poner el pie á fin de no ensuciarse ni el calzado ni la sotana.

El señor Marín repuso:

--Sin duda usted habrá venido á París para distraerse.

--No, me trae un asunto.

--¡Ah! ¿Y es un asunto de importancia? ¿Me atreveré á preguntarle de
qué se trata? Si puedo serle útil, me pongo incondicionalmente á su
disposición.

El cura parecía inquieto, preocupado, y murmuró:

--¡Oh! Es un asuntito personal; un ligero desacuerdo con mi obispo...
Eso no le interesa... Es un... un asunto... de orden interior... de...
materia eclesiástica.

--Pues precisamente el Consejo de Estado resuelve estas cuestiones, y
en este caso, use de mí.

--Sí, señor; yo voy al Consejo de Estado. Usted es muy bueno. Yo voy á
ver á los señores Lerepère, Savon, y tal vez al señor Petitpas.

El señor Marín se paró en seco.

--Pero, señor cura, si son amigos míos, colegas excelentes, bellísimas
personas. Voy á recomendarle á los tres, y bien calurosamente. Cuente
conmigo.

El cura saludó, se deshizo en excusas y balbució mil acciones de
gracias.

El señor Marín estaba encantado.

--¡Ah! Usted si que puede decir que tiene una suerte loca. Va usted á
ver cómo, gracias á mí, su asunto se resolverá á pedir de boca.

Y llegaron al Consejo de Estado. El señor Marín hizo subir al sacerdote
á su gabinete, le ofreció una silla, lo instaló ante la lumbre, y
sentándose él á la mesa de trabajo, se puso á escribir:

«Mi querido colega: permítame que le recomiende muy calurosamente á
un venerable eclesiástico, uno de los más dignos y merecedores de
consideración, el Reverendo padre...»

Y preguntó:

--¿Su nombre?

--El padre Ceinture.

El señor Marín se puso de nuevo á escribir.

«El reverendo padre Ceinture que necesita de sus buenos oficios para un
asuntito del que le hablará.

«Me felicito de esta circunstancia, mi querido colega, que me
permite...»

Y seguían las fórmulas de rigor.

Cuando hubo escrito las tres cartas, se las entregó á su protegido que
se fué después de haber hecho mil protestas de agradecimiento.

El señor Marín, concluido su trabajo, volvió á su casa, pasó el
día tranquilamente, durmió en paz, despertó encantado, y pidió los
periódicos.

El primero que abrió era un diario radical. Y leyó:

«Nuestro clero y nuestros funcionarios.

«Nunca acabaremos de denunciar las maldades del clero. Cierto sacerdote
llamado Ceinture, convencido de haber conspirado contra el actual
gobierno, acusado de actos indignos que ni siquiera mencionaremos,
que además se cree es un ex-jesuíta metamorfoseado en sencillo
sacerdote, destituido por un obispo por motivos que según se dice son
escandalosos, y llamado á París para dar explicaciones con respecto
á su conducta, ha encontrado un ardiente defensor en el llamado
Marín, consejero de Estado, que no teme dar á ese malhechor cartas de
recomendación muy calurosas para todos los funcionarios republicanos
colegas suyos.

«Señalamos la incalificable conducta de ese consejero de Estado,
llamando la atención al ministro...».


El señor Marín saltó de la cama, se vistió á escape, corrió, á casa de
su colega Petitpas, quien le dijo:

--Al recomendarme á ese viejo conspirador, estaría usted loco...

Y el señor Marín, trastornado, balbució:

--No, pero vea usted... me engañó. Parece tan bueno... se ha burlado de
mí, se ha burlado de mí indignamente. Se lo suplico, hágale condenar y
muy severamente. Voy á escribir, dígame á quién tengo que escribir para
que le condenen. Voy á encontrar al procurador general y al arzobispo
de París, sí, al arzobispo...

Y sentándose á la mesa de Petitpas escribió:

«Monseñor: tengo el honor de poner en conocimiento de Vuestra Eminencia
que acabo de ser víctima de las intrigas y mentiras de un sacerdote
llamado Ceinture que ha sorprendido mi buena fe.

«Engañado por las protestas de este eclesiástico he podido...».

Y luego, cuando hubo firmado y cerrado la carta, se volvió y dijo:

--Ya lo ve usted, amigo mío: que eso le sirva de enseñanza, y no
recomiende nunca á nadie.




                             UNA VENDETTA


La viuda de Paolo Saverini vivía sola con su hijo en una casita pobre
de las fortificaciones de Bonifacio. La ciudad, construida en la
falda de una montaña y á trechos casi suspendida sobre la mar, mira,
por encima del estrecho erizado de escollos, á la costa más baja de
Cerdeña. Á sus pies, y por el lado opuesto, casi la rodea completamente
un corte del acantilado que semeja gigantesco corredor y le sirve de
puerto llevando hasta las primeras casas, después de largo circuito
entre dos abruptas murallas, las barcas pescadoras italianas ó sardas,
y, cada quince días, al viejo vaporcito que hace el servicio de Ajaccio.

En la blanca montaña, el montón de casitas forma una mancha más blanca
todavía. Parecen nidos de pájaros salvajes colgados sobre la roca que
domina el paso dificilísimo por donde tan pocos buques se aventuran. El
viento azota sin descanso la desnuda costa, y se mete en el estrecho
cuyos lados roe. Las cintas de pálida espuma que aparecen en las negras
puntas de innumerables rocas constantemente azotadas por las olas,
semejan jirones de telas que flotan y palpitan en la superficie del
agua.

La casa de la viuda Saverini, enclavada en el mismo borde del
acantilado, abre sus tres ventanas á este horizonte desolado y salvaje.

Y allí vivía sola con su hijo Antonio y su perra «Semillante», animal
grande, delgado, de pelo largo y rudo, de la raza de los mastines y que
servía al joven para cazar.

Una noche, después de una disputa, Antonio Saverini fué muerto
traidoramente de una puñalada que le dió Nicolás Ravolati, el cual, la
misma noche, se fué á Cerdeña.

Cuando la madre recibió el cuerpo de su hijo, que unos paseantes le
llevaron, no lloró; pero permaneció largo rato inmóvil contemplándole,
y extendiendo luego su rugosa mano sobre el cadáver, le juró la
vendetta. Ni siquiera quiso que la hiciesen compañía, y se encerró
junto al cuerpo con la perra, que aullaba. Y el animal aquel aullaba
continuamente, de pie, al lado de la cama, la cabeza vuelta hacia su
amo y la cola metida entre las patas. No se movía, como no se movía
tampoco la madre, que, inclinada sobre el cuerpo de su hijo, lloraba
silenciosamente.

El joven, tendido boca arriba, con la chaqueta de paño agujereada y
desgarrada en el pecho, parecía dormir; pero tenía sangre en todas
partes: en el chaleco, en el pantalón, en la cara y en las manos. Y
gotas de sangre coaguladas se veían en su barba y en sus cabellos.

Su anciana madre empezó á hablarle, y al ruido de su voz la perra calló.

--Hijo mío, mi pobre hijo mío, tu madre te vengará.

Duerme, duerme, que serás vengado. Es tu madre quien te lo promete, ¿me
oyes? Y tu madre cumple siempre sus promesas, ya lo sabes.

Y lentamente se inclinó sobre él, pegando sus labios fríos sobre los
labios muertos.

Semillante empezó nuevamente á gemir, y sus gemidos eran monótonos,
desgarradores, horribles.

Y allí estuvieron las dos, la mujer y la bestia, hasta que amaneció.

Antonio Saverini fué enterrado al día siguiente, y pronto nadie habló
más de él en Bonifacio.

No había dejado hermanos ni parientes próximos, y no había ningún
hombre para que persiguiese la vendetta. Únicamente pensaba en ella la
madre, la vieja.

Desde por la mañana hasta por la noche veía un punto blanco al otro
lado de la costa. Era una aldea sarda, Longosardo, donde se refugian
los bandidos corsos cuando se les persigue muy de cerca. Casi ellos
solos pueblan la aldea, y frente á las costas de su patria esperan el
momento propicio para volver. Y en esa aldea, ella lo sabía, se había
refugiado Nicolás Ravolati.

Completamente sola pasaba los días sentada á su ventana, mirando á lo
lejos y pensando en su venganza. ¿Cómo se las compondría sin tener á
nadie, enferma y tan cerca de la muerte? Pero había prometido, había
jurado sobre el cadáver, y ni podía olvidar ni podía esperar. ¿Qué
haría? Pasaba las noches sin dormir y no lograba momento de reposo ni
de tranquilidad: buscaba con obstinación. La perra dormitaba á sus
pies, y á veces levantaba la cabeza y aullaba. Desde que su amo había
muerto, aullaba así con frecuencia, como si le llamase, como si su alma
de bestia hubiese guardado también ese recuerdo que nunca se borra.

Ahora bien, una noche, como Semillante se pusiese á gemir, á la madre
se le ocurrió una idea salvaje, vindicativa y feroz. Estuvo meditando
hasta por la mañana, y al amanecer se levantó y se fué á la iglesia.
Rezó, prosternada en el suelo, abatida ante Dios, suplicándole que la
ayudase, la sostuviese y diese á su cansado cuerpo las fuerzas que
necesitaba para vengar á su hijo.

Luego volvió á su casa. En el patio tenía un barril viejo y roto que
servía para recoger el agua que caía por los canalones: lo tumbó, lo
vació, lo sujetó al suelo con piedras, y encadenando á Semillante á
aquella perrera entró en su casa.

Recorría sin descanso la habitación, con los ojos siempre fijos en la
costa de Cerdeña. Allí, allí estaba el asesino.

La perra ladró día y noche. Por la mañana, la vieja le llevó un cubo de
agua, nada más; ni sopa ni pan.

Pasó el día; Semillante dormía extenuada. Á la mañana siguiente tenía
los ojos brillantes, el pelo erizado, y tiraba furiosamente de la
cadena.

La vieja tampoco la dió de comer. La bestia, furiosa ladraba con voz
ronca. Y pasó la noche...

Al día siguiente la vieja Saverini fué á casa del vecino y le pidió dos
haces de paja. Cogió la ropa vieja que en otros tiempos había llevado
su marido y la rellenó para simular un cuerpo humano.

Hundió un palo en el suelo frente á la perrera de Semillante, y allí
ató el maniquí que parecía sostenerse en pie: luego fabricó la cabeza
con un paquete de trapos sucios.

La perra miraba sorprendida á aquel hombre de paja, y aunque medio
muerta de hambre, callaba. Entró en la casa, encendió lumbre en el
patio, cerca del tonel de la perra, y se puso á asar una morcilla.
Semillante, enloquecida, saltaba, espumajeaba, con los ojos fijos en la
morcilla cuyo humo le entraba en el vientre.

Luego, con la morcilla, la vieja hizo una corbata para el hombre
de paja: la ató muy bien alrededor de su cuello, como si quisiera
metérsela dentro, y cuando hubo terminado soltó á la perra.

De un salto formidable la bestia alcanzó el cuello del maniquí y empezó
á desgarrar. Bajaba con un pedazo de su presa en la boca, se lanzaba
de nuevo, hundía los colmillos en las cuerdas, arrancaba algunas
partículas de alimento, bajaba, y volvía á saltar encarnizándose.
Arrancó la cara al maniquí, á dentelladas, y le dejó el cuello hecho
jirones.

La vieja, inmóvil y muda, contemplaba con satisfacción visible. Luego
encadenó otra vez á la perra, la tuvo ayunando dos días, y el extraño
ejercicio volvió á empezar.

Por espacio de tres meses la estuvo acostumbrando á esta especie de
lucha para conquistar la comida á dentelladas. Y ya no tenía á la perra
atada, y sólo con un gesto hacía que se lanzara sobre el maniquí.

La había enseñado á devorar y desgarrar sin poner morcilla en la
garganta. Pero en seguida, y como recompensa, le daba la morcilla asada
por ella.

En cuanto distinguía al hombre, Semillante se estremecía, clavaba los
ojos en su ama, y cuando ésta levantaba el dedo y le decía «Va», se
lanzaba como una loba.

                   *       *       *       *       *

Cuando juzgó que ya era tiempo, un domingo por la mañana la vieja
Saverini confesó y comulgó con extático fervor: luego se vistió un
traje de hombre, traje que le daba aspecto de pobre harapiento, y se
arregló con un pescador sardo para que la llevase con su perra al otro
lado del estrecho.

En un saco de tela llevaba un gran pedazo de morcilla, y Semillante
hacía dos días que ayunaba. La vieja, para excitarla, la hacía olfatear
á cada momento el oloroso manjar.

Entraron en Longosardo. La corsa andaba cojeando. Entró en casa de un
panadero y preguntó las señas de Nicolás Ravolati. Éste ejercía su
antiguo oficio y trabajaba en el fondo de su tienda. Estaba solo.

La vieja abrió la puerta y le llamó:

--¡Eh! Nicolás.

Éste se volvió, y entonces, soltando la perra, gritó:

--Va, va, devora, devora.

El animal, enloquecido, le saltó á la garganta. El hombre extendió los
brazos, y rodó por el suelo. Durante algunos segundos se revolcó por el
pavimento agitando los pies: luego quedó inmóvil mientras Semillante
le arrancaba á jirones la carne del cuello. Dos vecinos, que estaban
sentados á sus puertas, recordaron haber visto salir á un pobre viejo
con un perro negro que comía, sin dejar de andar, algo que su dueño le
daba.

La vieja volvió á su casa la misma noche. Y durmió bien.


                                  FIN


                                IMPRESO
                                  POR
                           PHILIPPE RENOUARD

                       19, rue des Saints-Pères
                                 PARÍS





*** END OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK CUENTOS ESCOGIDOS ***


    

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    • You provide a full refund of any money paid by a user who notifies
        you in writing (or by e-mail) within 30 days of receipt that s/he
        does not agree to the terms of the full Project Gutenberg™
        License. You must require such a user to return or destroy all
        copies of the works possessed in a physical medium and discontinue
        all use of and all access to other copies of Project Gutenberg™
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    • You provide, in accordance with paragraph 1.F.3, a full refund of
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1.E.9. If you wish to charge a fee or distribute a Project
Gutenberg™ electronic work or group of works on different terms than
are set forth in this agreement, you must obtain permission in writing
from the Project Gutenberg Literary Archive Foundation, the manager of
the Project Gutenberg™ trademark. Contact the Foundation as set
forth in Section 3 below.

1.F.

1.F.1. Project Gutenberg volunteers and employees expend considerable
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works not protected by U.S. copyright law in creating the Project
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or any Project Gutenberg™ work, (b) alteration, modification, or
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Defect you cause.

Section 2. Information about the Mission of Project Gutenberg™

Project Gutenberg™ is synonymous with the free distribution of
electronic works in formats readable by the widest variety of
computers including obsolete, old, middle-aged and new computers. It
exists because of the efforts of hundreds of volunteers and donations
from people in all walks of life.

Volunteers and financial support to provide volunteers with the
assistance they need are critical to reaching Project Gutenberg™’s
goals and ensuring that the Project Gutenberg™ collection will
remain freely available for generations to come. In 2001, the Project
Gutenberg Literary Archive Foundation was created to provide a secure
and permanent future for Project Gutenberg™ and future
generations. To learn more about the Project Gutenberg Literary
Archive Foundation and how your efforts and donations can help, see
Sections 3 and 4 and the Foundation information page at www.gutenberg.org.

Section 3. Information about the Project Gutenberg Literary Archive Foundation

The Project Gutenberg Literary Archive Foundation is a non-profit
501(c)(3) educational corporation organized under the laws of the
state of Mississippi and granted tax exempt status by the Internal
Revenue Service. The Foundation’s EIN or federal tax identification
number is 64-6221541. Contributions to the Project Gutenberg Literary
Archive Foundation are tax deductible to the full extent permitted by
U.S. federal laws and your state’s laws.

The Foundation’s business office is located at 809 North 1500 West,
Salt Lake City, UT 84116, (801) 596-1887. Email contact links and up
to date contact information can be found at the Foundation’s website
and official page at www.gutenberg.org/contact

Section 4. Information about Donations to the Project Gutenberg
Literary Archive Foundation

Project Gutenberg™ depends upon and cannot survive without widespread
public support and donations to carry out its mission of
increasing the number of public domain and licensed works that can be
freely distributed in machine-readable form accessible by the widest
array of equipment including outdated equipment. Many small donations
($1 to $5,000) are particularly important to maintaining tax exempt
status with the IRS.

The Foundation is committed to complying with the laws regulating
charities and charitable donations in all 50 states of the United
States. Compliance requirements are not uniform and it takes a
considerable effort, much paperwork and many fees to meet and keep up
with these requirements. We do not solicit donations in locations
where we have not received written confirmation of compliance. To SEND
DONATIONS or determine the status of compliance for any particular state
visit www.gutenberg.org/donate.

While we cannot and do not solicit contributions from states where we
have not met the solicitation requirements, we know of no prohibition
against accepting unsolicited donations from donors in such states who
approach us with offers to donate.

International donations are gratefully accepted, but we cannot make
any statements concerning tax treatment of donations received from
outside the United States. U.S. laws alone swamp our small staff.

Please check the Project Gutenberg web pages for current donation
methods and addresses. Donations are accepted in a number of other
ways including checks, online payments and credit card donations. To
donate, please visit: www.gutenberg.org/donate.

Section 5. General Information About Project Gutenberg™ electronic works

Professor Michael S. Hart was the originator of the Project
Gutenberg™ concept of a library of electronic works that could be
freely shared with anyone. For forty years, he produced and
distributed Project Gutenberg™ eBooks with only a loose network of
volunteer support.

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editions, all of which are confirmed as not protected by copyright in
the U.S. unless a copyright notice is included. Thus, we do not
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