El conde de Candespina (2 de 2) : novela histórica original

By Escosura

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Title: El conde de Candespina (2 de 2)
        novela histórica original

Author: Patricio de la Escosura

Release date: January 18, 2025 [eBook #75134]

Language: Spanish

Original publication: Madrid: Imprenta, calle del Amor de Dios, n.º 14, 1832

Credits: Ramón Pajares Box. (This file was produced from images generously made available by The Internet Archive / Canadian Libraries.)


*** START OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK EL CONDE DE CANDESPINA (2 DE 2) ***


NOTA DE TRANSCRIPCIÓN

  * Las cursivas se muestran entre _subrayados_ y las versalitas se han
    convertido a MAYÚSCULAS.

  * Los errores de imprenta han sido corregidos.

  * La ortografía del texto original ha sido modernizada de acuerdo con
    las normas publicadas en 2010 por la Real Academia Española.

  * También ha sido modernizada la puntuación, la grafía de los nombres
    propios de personas y lugares, y los laísmos y leísmos.

  * Para facilitar la lectura, algunos pronombres enclíticos han sido
    separados de los verbos a los que acompañan.

  * Las abreviaturas han sido expandidas y la presentación de los
    diálogos se ha adaptado a los modernos usos ortotipográficos,
    utilizando párrafos distintos para cada interviniente y aislando
    entre rayas los comentarios del narrador.

  * El contenido de la fe de erratas, situada al final del libro, ha
    sido incoporado al texto.

  * Se han añadido viñetas decorativas al final de algunos capítulos
    que no las traen impresas.

  * En esta novela, el autor llama Alfonso VII al padre de la reina
    doña Urraca, pero los historiadores consideran que el padre de esta
    reina fue Alfonso VI, siendo Alfonso VII el hijo, y no el padre de
    doña Urraca.




  EL CONDE
  de
  CANDESPINA
  —
  TOMO SEGUNDO




  EL CONDE
  de
  CANDESPINA

  novela histórica original

  POR

  _Don Patricio de la Escosura_

  Alférez del Escuadrón de Artillería de la Guardia Real.

  [Ilustración]

  MADRID y SEPTIEMBRE:
  IMPRENTA, CALLE DEL AMOR DE DIOS, n.º 14.
  —
  1832




    _¿Por qué de Roma tu ofuscada mente_
    _Hazañas busca en la remota historia?_
    _¿Para asombrar a la futura gente_
    _No basta acaso la española gloria?_
    _Cuando virtud y honor tu lira intente_
    _Eternizar del mundo en la memoria,_
    _Los campos corre de la madre España,_
    _Y cada monte te dirá una hazaña._

  (Don Ventura de la Vega, canto al Rey Nuestro Señor).




  EL CONDE
  DE
  CANDESPINA

CAPÍTULO PRIMERO


A corta distancia de Soria, y oculto al pie de un pequeño cerro, había
dejado un escuadrón el conde de Candespina, según hemos dicho; y así
es que una vez fuera de los muros de aquella ciudad, pudo la reina
deponer todo temor. Detúvose su litera el tiempo necesario para que
despojándose algunos caballeros de sus vestidos de almogávares, calasen
el morrión y montasen a caballo; y aprovechando este intervalo, enteró
don Gómez a la reina de los medios que había empleado para sacarla
por segunda vez del poder de su marido. Ocioso será decir que llena
de admiración y reconocimiento, no encontraba doña Urraca expresiones
bastantemente fuertes para ponderar su gratitud; y si hemos acertado a
pintar con alguna verdad el carácter del conde, creemos también que no
habrá uno de nuestros lectores que no conciba su placer viéndose tan
favorecido de su señora, y que una sola de sus expresiones bastaría
para hacerle arrostrar mil muertes en su defensa.

Concluidos los preparativos para la marcha, rompió su movimiento
el escuadrón escogido, llevando en medio la preciosa litera.
Verdaderamente era un magnífico espectáculo ver a aquellos guerreros
cubiertos de fortísimas y brillantes armaduras, montados en soberbios
bridones andaluces, y ostentando en la diversidad de colores de los
pendones de las lanzas y de las bandas que adornaban las bruñidas
corazas, las diferentes inclinaciones de sus damas, marchar con
admirable concierto y uniformidad, como si todos fueran partes de una
sola máquina, cuyo resorte principal fuese la voluntad de su caudillo.
Flotaban a merced de los vientos las amarillas y negras plumas que
adornaban la cimera del casco de este; el fogoso alazán que montaba,
pareciendo sentir el gozo de su amo y envanecerse con sus triunfos,
marchaba con la cerviz erguida, hinchado el ferviente pecho, sentando
apenas las manos en la tierra, y cubriéndose a sí mismo de blanca
espuma. La reina manifestaba en lo placentero del semblante cuál era su
interior contento; y la dirección de todos los morriones indicaba que
el objeto exclusivo a que atendía aquella tropa de leales era la misma
doña Urraca.

Empezaba el sol a declinar al occidente, dejándose apenas sentir
la benéfica influencia de sus rayos, cuando dieron vista al campo
castellano don Gómez y su escuadrón. Los centinelas de los reales que
vieron venir con tan buen orden a ellos un número bastante crecido de
soldados, dieron la alarma. Resonaron en la vasta extensión del campo
los bélicos instrumentos; corrieron a las armas soldados y caballeros;
y en poco tiempo se reunieron bastantes para poder hacer frente al
enemigo, mientras el resto se organizaba.

No había probado hasta entonces el conde de Lara más que las dulzuras
del mando; y la crónica dice que, en el momento de que hablamos,
creyendo que de improviso venía sobre él don Alfonso con todo su poder,
hubiera de buena gana renunciado a su honorífico puesto. Hubo sin
embargo de conformarse, y armado de todas armas se presentó al frente
del campo.

Ya en esto se habían aproximado bastante a él los que acompañaban a
la reina; y adelantándose el conde de Candespina se dio a conocer al
ejército. Más de un soldado dicen que hubo a quien le pesase que en
efecto no fueran aragoneses los que se presentaban, sintiendo renunciar
a la idea de las honras que distinguiéndose en el combate esperaba
conseguir; pero como este entusiasmo no es general, aun entre los
valientes, se alegraron la mayor parte de su engaño, y más que todos el
jefe del ejército.

—Bien ha hecho Vueseñoría, señor conde —dijo el de Lara—, en
descubrirse a tiempo, porque si no, hubiéramos podido daros un mal rato.

—Dios solo sabe quién lo hubiera tenido, conde don Pedro; mas lo que
importa es que Vueseñoría se aperciba para recibir dignamente a Su
Alteza.

—¡Santos cielos! ¿Qué decís, don Gómez?

—¿A Su Alteza?

—¿A Su Alteza? —repitieron en coro los oficiales que rodeaban a don
Pedro.

—¿A Su Alteza? —exclamaron oyéndolo los más próximos, y a la manera
con que, herida la mansa corriente de un caudaloso río por una piedra,
se forman sucesivamente en torno de esta multitud de círculos cada vez
mayores hasta que se terminan en las orillas, así también la voz «¿A Su
Alteza?» se extendió por todo el campo, repitiéndola confusamente los
ecos de los vecinos montes.

—Sí, caballeros —continuó el conde de Candespina—, sí, soldados
castellanos, nuestra reina doña Urraca es la que va a honrarnos con su
presencia.

—_Viva la reina, viva su libertador_ —exclamaron unánimemente cuantos
alcanzaron a oírle.

Y precisamente entonces llegó doña Urraca. Se apeó de la litera para
gozar libremente, dijo, de la vista de sus vasallos, y habiéndose
apeado también todos los caballeros, fue el conde de Lara a rendirla
el debido homenaje, y tomar en su calidad de general las órdenes de Su
Alteza.

—¿Cómo —exclamó doña Urraca entre sorprendida e indignada—, cómo? Conde
de Candespina, ¿no sois vos el caudillo de mis tropas?

—Señora —contestó este—, el conde de Lara y yo alternamos en el mando.

—¿Y quién ha alternado con vos para exponerse dos veces a riesgos
eminentes por salvarme? ¡Ah, castellanos, castellanos!

Felizmente para el conde de Lara, el respeto tenía bastante lejos de
la reina a todos los jefes del ejército, sin lo cual hubieran oído
la justa y amarga reconvención que sus últimas palabras contenían;
mas no dejó de producir en don Pedro el más vivo resentimiento, o por
mejor decir, la más negra envidia por lo que don Gómez acababa de
hacer. Cualquier otro hombre de su calidad a quien la reina hubiera
hecho semejante alusión, habría contestado con aspereza, y tal vez
con desacato; mas el conde de Lara sabía dominarse, y contando con
los recursos que aún le quedaban, no se dio por entendido de lo que
oyó. La alegría del campo castellano era imponderable: el simple
soldado que iba a la guerra sin más motivo que la voluntad de su señor
feudal, veía llegar con el placer que puede imaginarse el momento de
volver al cultivo de su campo, y a la dichosa oscuridad de su cabaña;
y los ricos hombres y caballeros de más cuenta, empeñados en aquel
partido, no desconocían que la sola presencia de doña Urraca daba más
consistencia a su facción que cuantas victorias hubieran alcanzado
sobre los aragoneses. Un solo hombre era el que entre tantos dichosos
gemía dolorosamente viendo frustrados sus más caros proyectos, y
pendiente sobre su cabeza la cuchilla de la justicia de la reina: don
Pedro Ansúrez, custodiado por una fuerte escolta al mando de don Diego
López, y conducido en pos de la triunfante doña Urraca, como en la
soberbia Roma seguían los cautivos el carro de sus vencedores. ¡Extraña
vicisitud de la fortuna! Veinticuatro horas antes pendía de su voluntad
la suerte y la vida de los que en aquel momento eran árbitros de la
suya.

Después de haber corrido en esta disposición todo el campo, para que
los soldados se cerciorasen de que en efecto se hallaba en él, se
retiró la reina a la tienda de Lara, que por su magnificencia, acaso
extremada para un guerrero, se juzgó la más digna de tener la honra
de hospedarla. En ella recibió a las personas más distinguidas del
ejército, y nada le quedó que hacer para que todos saliesen a cual
más encantado de su afabilidad y dulzura; pero el conde de Candespina
fue la persona a quien particularmente parecía dirigir sus afectuosas
miradas. Cada vez que un noble la felicitaba por su inesperada
libertad, decía:

—Ved aquí al que ha hecho este milagro; Castilla le debe su reina, y
doña Urraca la libertad y la vida.

—¡Ah, señora! —contestaba el conde—, ¿quién no expondrá gustoso mil
vidas por una reina como doña Urraca?

Así que se hubo apaciguado algún tanto el tumulto causado por la
inesperada aparición de doña Urraca, y que, satisfechos de haberla
visto, los caballeros castellanos dejaron desembarazada su tienda,
quedando solamente en ella los condes de Candespina y Lara, y algunas
de las personas de más cuenta, volvió de nuevo a resonar el campo con
gritos de alegría: la multitud de los soldados seguía a un caballero,
montado en un caballo casi exánime de fatiga, y que apenas podía
sostener su peso y el de una enlutada dama que a las ancas llevaba.

—Es Hernando de Olea —gritaban los soldados—. Es el valiente Hernando.

—Sí, camaradas —contestaba nuestro Hernando—. Yo soy: vuelvo a pelear,
a vencer con vosotros.

Los talentos de Olea eran escasos, pero su valor, sobrado, y el soldado
gusta de esta cualidad en sus jefes, perdonándoles fácilmente en favor
de ella cualquier otro defecto. Así es que Hernando gozaba de la más
alta reputación entre la tropa, y su venida fue para el ejército un
verdadero júbilo.

—Leonor —exclamó la reina viéndola entrar—, ¿tú también aquí? Ya nada
me falta.

—¡Ah, señora!, déjeme Vuestra Alteza besar sus pies.

—Alza y dame los brazos; ¿y a quién debo la dicha de tenerte a mi lado?

—Al incomparable valor del amigo del conde de Candespina.

—¿Al valiente Hernando? Venid acá, buen caballero, no estéis tan
retirado; el servicio que me habéis hecho merece recompensa; pedid, y
os será otorgada.

—Vuestra Alteza pondera más de lo que vale mi acción, que al cabo nada
significa, y además lleva la recompensa en sí misma.

—¿No os parece, conde de Candespina, que vuestro amigo ha tenido más
memoria que todos nosotros, acordándose de Leonor, y no poca osadía
para quedarse solo en Soria por no dejarla en su convento?

—Verdaderamente, señora —contestó el conde, a quien las bondades de
doña Urraca tenían de festivo humor—, parece que el buen Hernando ha
apartado poco de su memoria a doña Leonor desde...

—Callad, conde, que hacéis ruborizar a mi camarera. Veamos, Hernando,
qué recompensa pedís; os mando que la señaléis.

—Pues Vuestra Alteza lo exige, diré... que... señora... el conde ha
indicado...

—Que amáis a Leonor; válgame el cielo, que amante sois tan tímido. Será
preciso que yo hable por vos.

—Señora, Vuestra Alteza ha adivinado mis pensamientos.

—¿Y qué dices a esto, Leonor? Solo falta tu consentimiento para que
seas esposa de Hernando.

—No tengo más voluntad que la de Vuestra Alteza; y Hernando tiene
demasiados títulos a mi agradecimiento para que yo pueda negarle nada.
Mas hasta tanto que Vuestra Alteza esté pacíficamente en su trono,
Leonor de Guzmán no pensará en casarse.

—Todos a porfía queréis acumular las pruebas de vuestra fidelidad;
plegue a Dios que llegue el momento en que pueda recompensaros.

La tienda de la reina era en aquel instante el templo de la felicidad,
y el generoso Candespina aprovechó la ocasión para hablar de don
Pedro Ansúrez. A pesar de haber sido este siempre su mortal enemigo,
a pesar de las asechanzas que últimamente intentó poner en práctica
para llevarle a un suplicio, y a pesar de sus traiciones, no podía
dejar el conde de Candespina de mirar a don Pedro Ansúrez como a un
compatriota, y compatriota desgraciado. Habló pues en su favor a doña
Urraca; Lara se opuso a que se le diera libertad, pretextando que
debía hacerse un escarmiento; pero las razones que alegó el conde de
Candespina sobre la crueldad que habría en deshacerse de un enemigo
ya indefenso, lo peligroso que sería enajenarse los ánimos de sus
muchos parientes y allegados; y hasta la especie de felonía con que
había sido forzoso sacarle de Soria, unidas a los generosos ruegos de
Hernando, Leonor y don Diego López, decidieron la cuestión en favor del
desgraciado conde de Ansúrez.

Aquella misma noche se le hizo saber la piedad de Su Alteza, y prestado
que hubo juramento de fidelidad a doña Urraca, quedó libre para
marcharse adonde mejor le pareciese.

Con acuerdo de la reina resolvieron los dos generales que el ejército
se pondría en marcha al romper el alba de la próxima mañana, y tomadas
las disposiciones convenientes, se retiraron a reposar de las fatigas
de aquel día tan fecundo en sucesos no comunes.

[Ilustración]




CAPÍTULO II


Hemos dejado a don Alfonso de Aragón en Soria ocupado en despachar
los negocios de su reino, cuando la dichosa temeridad del conde de
Candespina sacó de aquella ciudad a la reina de Castilla. La poca
armonía que reinaba entre él y su esposa era causa de que no se vieran,
aun viviendo juntos, más veces que las necesarias para cumplir como
suele decirse con el mundo; y el número de sus forzadas entrevistas se
redujo en Soria a una sola al día, que se verificaba ordinariamente a
la prima noche, y en presencia de tres o cuatro cortesanos de los más
favorecidos. Así es que don Alfonso hubiera ignorado hasta la noche la
fuga de su esposa, a no habérsela revelado antes la falta del conde
don Pedro Ansúrez. Raro era el día en que este señor no veía al rey
dos o tres veces para darle cuenta de los negocios de Castilla; y como
jamás se verificó que dejase de presentarse al menos una vez antes de
la noche, forzosamente hubo don Alfonso de extrañar que llegase la
media tarde sin haberle aún visto. En consecuencia mandó que se fuera a
buscarle a su casa, en la cual contestaron los criados que había salido
horas hacía a ver a Su Alteza, según creían; con esta noticia fue el
encargado al cuarto de la reina, y allí supo que en efecto don Pedro
Ansúrez había estado a ver a doña Urraca, siguiéndole tres caballeros,
y que después de haber tenido con ella una breve conferencia, y
levantádose esta de su lecho salieron todos juntos, yendo la reina
en una litera sin acompañamiento ninguno. En la antecámara de doña
Urraca empezaron ya, según costumbre, a formarse conjeturas entre los
palaciegos: uno decía que tenía datos muy positivos para creer que,
cansado el rey de las altanerías e inconsecuencias de doña Urraca, la
había enviado con todo secreto a un convento, y que impaciente por
saber que se había ya verificado, enviaba a buscar a don Pedro Ansúrez,
ejecutor de sus órdenes; el otro sabía por buen conducto que la salida
de la reina encerraba gran misterio, «y vuesas mercedes lo verán dentro
de poco», añadía con tono entre enfático y profético. Todos hablaban,
todos decían su opinión, y cada cual se alejaba más de la verdad que
el que le había precedido. Desde el cuarto de la reina al del rey
enteró el criado a cuantos encontró de su comisión y éxito de ella,
encargándoles a todos el secreto, sin duda para con los muertos, pues
antes que don Alfonso sabían en Soria grandes y chicos que la reina
y su mayordomo habían desaparecido de palacio, y que se ignoraba su
paradero. Como quiera que sea, el comisionado dio cuenta al rey de
Aragón del resultado de sus diligencias, que en resumen fue que no se
sabía del conde Ansúrez ni de la reina.

—Mentís —dijo furioso el rey—, es imposible.

—Señor, Vuestra Alteza puede asegurarse por sí mismo de mi verdad.

—Tiembla si te has atrevido a engañarme.

—Mi cabeza responde.

—Fortún, no te habrás enterado bien.

—Desgraciadamente, no me cabe duda.

—La reina habrá salido a alguna de sus devociones. Sí; esto es. Al
momento que se recorran todas las iglesias y monasterios de la ciudad;
que no quede en el alcázar un solo criado. Fortún, que no se perdone
diligencia para encontrarla al instante.

La idea que en aquel momento ocurrió a don Alfonso fue la de que
doña Urraca, no pudiendo de otro modo sustraerse a su autoridad, se
habría retirado al inviolable asilo de algún convento de religiosas:
pensamiento plausible a primera vista; pero que debió desvanecerse con
la consideración de que en tal caso lo primero que el conde de Ansúrez
hubiera hecho sin duda sería ponerlo en noticia del rey. De todos modos
se practicaron mil diligencias a cual más infructuosa, hasta que a un
mismo tiempo dos circunstancias descubrieron la verdad del hecho. Los
soldados que estaban de guardia en la puerta por la cual salió de Soria
doña Urraca, notando que no cesaban de pasar por sus inmediaciones
personas de la real servidumbre con aire presuroso y afanado, y movidos
de la natural curiosidad, detuvieron a uno de aquellos criados para
preguntarle la causa de su diligencia.

—La reina no parece en toda la ciudad —dijo el enviado.

—Ni es fácil —contestó un soldado—, no vengáis con chanzonetas,
hermano, que pudierais viniendo por lana salir trasquilado.

—No me chanceo, caballeros, lo que digo es la pura verdad; más de tres
horas hace que andamos buscando a Su Alteza inútilmente.

—Cuerpo de mi padre, y podréis buscarla hasta el día del juicio sin más
provecho.

—¿Sabréis vos, señor soldado, por ventura, dónde está?

—Dónde está lo ignoro; pero puedo deciros dónde no está.

—Por san Pedro que me digáis...

—Lo que yo puedo decir es que no está en Soria.

—¿Cómo?

—Habiendo salido horas ha por esta puerta.

—¿Con quién?

—Con su mayordomo, dos caballeros armados de punta en blanco, y una
tropa de almogávares.

—Las once mil vírgenes me amparen: acabad, por Dios.

—No sé más que a poco rato vino un caballero con otra dama encubierta,
tomó un caballo, montó con ella y marchó como alma de sastre que llevan
los diablos; y por último, que también se fueron en pos de él unos
cuantos almogávares que esperándole estaban.

—¿Nada más?

—Nada más.

—Dios os guarde por la merced que me habéis hecho. Y diciendo así
partió como un rayo a llevar las nuevas a palacio.

La otra circunstancia que hemos indicado fue la declaración de la
abadesa del convento en donde doña Leonor estuvo en reclusión, sobre el
modo con que había esta dama salido de él. De manera que a las ocho de
la noche ya no le quedaba a don Alfonso ninguna duda de que su esposa
había salido de Soria; y las apariencias eran de tal naturaleza que
toda la culpabilidad recaía sobre el conde de Ansúrez. Don Alfonso
maldecía la hora menguada en que depositó su confianza en el traidor
conde; y si por desventura hubiera podido haberle entonces a las manos,
parece posible que ni tiempo para justificarse le hubiera dejado.

Los guardas de la puerta fueron relevados y puestos en estrecha
prisión por una culpa que no habían cometido ni podido evitar. Pero tal
es la suerte de los débiles, siempre víctimas hasta de las flaquezas de
los fuertes.

No era don Alfonso hombre cuyo enojo se limitara a simples amenazas;
la saña que ardía en su pecho solo en la sangre de sus contrarios
podía apagarse, y así resolvió hacerlo. Reunidos en poco tiempo en el
alcázar los nobles aragoneses presentes en Soria, recibieron orden de
hallarse dispuestos a salir con sus tropas al amanecer del siguiente
día para pelear contra los castellanos. Dividiéronse los pareceres
entre aquellos señores. Los jóvenes dejándose llevar por el ardor
propio de sus pocos años, recibieron con indecible placer el mandato
del rey; pero los más avanzados en edad, capaces de mayor reflexión,
lo consideraban como imprudente. Las fuerzas de los castellanos eran
en efecto considerables; la llegada de doña Urraca a su campo debía
haber aumentarlo el entusiasmo de sus tropas; y el conde de Candespina
era harto conocido por su pericia en el arte militar para que ni el
mismo Alfonso pudiera lisonjearse de vencerle con fuerzas inferiores.
No faltó quien hiciese estas y otras reflexiones semejantes al rey
de Aragón, pero la ira le dominaba. El deseo de venganza triunfó de
los avisos de la prudencia, y la salida contra los castellanos quedó
irrevocablemente resuelta.

Por su parte los parciales de doña Urraca, que teniéndola ya consigo
ninguna causa tenían para detenerse delante de Soria, movieron su campo
hacia Burgos con todo el concierto y precaución posibles; pues aunque
el conde de Candespina no quiso de ningún modo aceptar ostensiblemente
el mando hasta que concluyese el plazo señalado en su pacto con el de
Lara, sin embargo nada se hacía sin su acuerdo desde que se le vio tan
favorecido de la reina.

Pocas horas llevarían de marcha cuando se recibió aviso de que se
aproximaba a ellos aceleradamente un numeroso cuerpo de tropas a pie y
a caballo, y nadie dudó de que fuese enviado por el rey de Aragón. La
reina oyó aquella nueva con harto pesar; pero don Gómez le manifestó
con tanta energía como brevedad que nada tenía que temer yendo en torno
de ella tantos valientes castellanos; y autorizado competentemente pasó
a dar las disposiciones necesarias para repeler al enemigo.

—A vos, conde de Lara —dijo el de Candespina—, toca como a principal
caudillo velar directamente sobre la persona de Su Alteza. Tomad para
ello los soldados que creáis necesarios, que, Dios mediante, yo haré
con el resto de modo que don Alfonso, aunque venga en persona, no pueda
estorbaros la marcha.

—Pésame en el alma —contestó el de Lara—, no poder quedarme aquí; mas
pues así lo ha querido la suerte, sean en buen hora todas las glorias
para vos.

—Consolaos, conde, que ocasiones sobrarán en que podáis acreditar
vuestro brío.

—Así lo espero.

La reina continuó su marcha acompañada del conde de Lara, quien
viéndose libre de la embarazosa presencia de don Gómez, empezó a dar
libre curso a su carácter lisonjero.

—Preciso es, señora, confesar —decía a doña Urraca— que si es grande el
valor del conde de Candespina, no lo es menos su buena estrella.

—¿Por qué?

—¿Y Vuestra Alteza lo pregunta? ¿Qué dicha puede apetecer un caballero
mayor que la de consagrar sus servicios a la reina de Castilla, a la
reina de la hermosura?

—No gusto de lisonjas, conde de Lara.

—Perdone Vuestra Alteza si mi lengua indiscreta ha ofendido su
modestia; pero es tal la fuerza de la verdad...

—Dejemos eso, y decidme qué pensáis del resultado del combate que en
este momento se está dando.

—Vuestra Alteza no puede dudar que será favorable a las armas de
Castilla. Soldados que lidian por doña Urraca forzosamente han de
vencer.

—Más que en otra cosa fío en la pericia de don Gómez.

La reina tenía razón. El conde de Candespina eligió tan bien sus
posiciones para sacar partido de la ventaja que en el número tenía
sobre los aragoneses que, a pesar de las acertadas medidas de don
Alfonso, la victoria tardó poco en decidirse por los castellanos.
Rechazados por todas partes los aragoneses volvían sin embargo a la
carga repetidas veces, no perdonando sus jefes medio alguno para
estimularlos al combate: mas todo fue inútil; los castellanos dieron
sobre ellos con tal furia que, rotos los escuadrones enteramente, no
les fue posible volver a rehacerse. El mismo don Alfonso, conociendo
la imposibilidad de conseguir su fin, resolvió retirarse, y le fue
menester emplear toda su ciencia y valor para poder hacerlo con los
pocos que a su lado conservaban aún algún orden.

Conseguido su objeto, mandó don Gómez tocar retirada, mas Hernando
de Olea, que en aquel combate, como en todos, había hecho prodigios
de valor, se empeñó tanto en la persecución de los aragoneses que,
separándose enteramente de los que le seguían, que no eran muchos, se
vio rodeado de enemigos; y eran tantos los golpes que llovían sobre él,
que hubiera sucumbido a no ser por el señor de Nájara. Este caballero,
que aunque menos arrebatado no cedía en valor a Hernando, le había
seguido muy de cerca y acudió a propósito para sacarle del eminente
peligro en que se hallaba; uniéronse después con Candespina y todos
juntos marcharon a encontrarse con la reina.

Esta seguía su marcha con no poco sobresalto, oyendo apenas las
continuas y refinadas alabanzas que el conde de Lara la prodigaba,
hasta que recibió noticias de la completa derrota de las tropas de su
marido, que entonces ya, según algunos autores, empezó a saborear las
lisonjas del galante conde, cuyo carácter no podía ser más a propósito
para captarse su voluntad.

[Ilustración]




CAPÍTULO III


Al mismo tiempo que el ejército castellano levantó el cerco de Soria,
marchando a Burgos, salió de los reales el conde don Pedro Ansúrez,
libre de los hierros que temía arrastrar largo tiempo; pero abrumado
con el peso de su repentina y terrible desgracia. Un solo instante
había disipado el mágico edificio de sus esperanzas, y a la manera
con que el infeliz que en sueños ve terminados sus males, halla al
despertarse la triste realidad de su duración, así también don Pedro,
pronto a conseguir cuanto deseaba, se vio de repente desamparado y
solo en el universo. Su penetración era demasiada para que pudiese
ocultársele cuán peligroso sería volver a Soria, pues aunque a la
verdad estaba inocente en todo lo acaecido, le era imposible presentar
de ello pruebas tan evidentes como sin duda exigiría don Alfonso. Por
otra parte, aun suponiendo que lograra justificarse, no desconocía
el conde que, a menos de renunciar para siempre a Castilla, no podía
volver a unirse con los aragoneses; pues ya era demasiado general
la sublevación de los castellanos para que llegase enteramente a
sofocarse. Estas reflexiones y otras no menos graves le decidieron a
marchar a Valladolid, ciudad principal de sus estados, en la cual podía
permanecer con alguna seguridad de su persona hasta que la fortuna,
decidiéndose por uno de los dos partidos, le indicase cuál era el que
debía seguir; y así lo verificó en efecto.

Don Alfonso, imposibilitado por falta de tropas de renovar sus ataques
contra el ejército de doña Urraca, regresó a Soria: de allí marchó a
Aragón llamado por asuntos de la mayor importancia; y abandonando
por entonces las cosas de Castilla en manos del destino, dedicó su
atención a las guerras que continuamente sostenía contra navarros
y franceses. Y no fue esta la única circunstancia que contribuyó a
favorecer el partido de la reina, sino que apenas llegada esta señora
a Burgos, ciudad que se entregó sin demora por capitulación, se
recibieron cartas de Compostela en las cuales anunciaba su arzobispo
que el Sumo Pontífice le había comisionado para que en su nombre
juzgase definitivamente de la validez del matrimonio entre doña Urraca
y don Alfonso. Esta nueva causó en la corte de Burgos la más agradable
sensación: todos sabían que el grado de parentesco de los dos augustos
contrayentes era bastante para que el matrimonio fuese de hecho nulo, y
no se dudaba de que el juez nombrado por Su Santidad decidiese con toda
justicia: porque don Diego Gelmírez, primer arzobispo de Compostela,
era un prelado digno de los primeros tiempos de la Iglesia, por su
celo, saber y virtudes; y su notorio patriotismo además le había
hecho el ídolo de cuantos le conocían. Pero si los que miraban aquel
negocio únicamente bajo el aspecto político se llenaron de gozo al
saber la resolución del papa, figúrese el lector cuál sería el júbilo
del conde de Candespina. Sus señalados servicios no solo al estado
sino a la persona de la reina, y en particular el último, le daban en
efecto derecho a esperar, no sin fundamento, que, libre doña Urraca de
los lazos que la unían al rey de Aragón, podría tal vez verificarse
el proyecto de los grandes que se juntaron en Mascaraque a fines del
reinado de Alfonso VII; y, además, el agrado con que doña Urraca le
continuaba tratando alentaba infinito sus esperanzas. Mas no por esto
varió don Gómez de conducta: siempre modesto, siempre afable con sus
inferiores e inflexible con los iguales, era adorado del pueblo, y
respetado aunque no querido de los grandes. No así el conde de Lara,
quien, fiado en su fortuna, también osaba aspirar a verse algún día
rey de Castilla, cosa difícil mas no imposible. Aunque la reputación
de este señor no fuera tan general ni tan sentada como la del conde
de Candespina, sin embargo sus riquezas eran grandes, muchos sus
parientes, y podía contar en su partido a infinito número de cortesanos
amantes del ocio y la disipación, quienes preveían su inevitable ruina
con el triunfo de don Gómez.

Todo esto lo sabía el conde de Lara, y de todo sacaba partido: su
casa era el centro, el foco, digámoslo así, de cuantas diversiones
y festejos se disfrutaban en la corte. De ella salían las modas en
el vestir, las divisas para los torneos y las serenatas nocturnas;
la reputación de las damas, no era, es verdad, muy respetada entre
sus secuaces; pero en cambio no había género de galantería que no se
inventase para deslumbrarlas, y particularmente a doña Urraca.

En la corte, en misa, en paseo, nunca dejaba de presentarse a la reina
el conde de Lara con cuanta gala y bizarría podía ostentar; seguíanle
sus amigos, y él y ellos no cesaban de alabar cuanto hacía y decía
la reina. Desgraciadamente era esta harto sensible a la lisonja, y
manejada con arte por un caballero galán y discreto, no podía dejar
de hacerla alguna impresión, sobre todo por el notable contraste
que ofrecía este proceder con el del conde de Candespina. Afluente
y adulador el primero, lacónico y grave el segundo; severo el uno,
licencioso el otro; encomendando aquel a los hechos de mostrar su
pasión sin hablar nunca de ella, y manifestándola el otro con cuantas
exterioridades alcanzaba: en todo eran distintos. Doña Urraca tenía
inclinación a los placeres, y aborrecía sobre todas las cosas sujetarse
a ajena censura; de modo que don Gómez era para ella un amigo de cuya
sinceridad no podía dudar, pero al mismo tiempo un hombre rígido, a
quien miraba más bien como a padre que como a amante: don Pedro de
Lara, que por el contrario siempre se hallaba dispuesto no solo a tomar
parte en cualquier diversión, sino a inventarlas en caso de necesidad,
y que parecía adivinar los deseos de la reina, era muy a propósito para
cautivar su corazón. El agradecimiento y la razón militaban por don
Gómez; pero don Pedro tenía a su favor las naturales inclinaciones de
la reina.

Aún no había pasado un mes desde que esta señora se hallaba en Burgos,
y ya su conducta era totalmente distinta que cuando llegó a aquella
capital de sus estados. Consultaba como siempre los arduos negocios
del reino con el conde de Candespina; mas en vez de seguir solamente
su dictamen, como al principio lo hacía, nunca dejaba de pedir el
suyo al conde de Lara, cuya influencia y valimiento se aumentaban
visiblemente. Mas a pesar de todo no estaba don Pedro satisfecho,
conociendo que la lucha era todavía muy desigual, pues al cabo no podía
desvanecer los servicios positivos de don Gómez. Se le ocurrió para
alejarle de la reina un expediente plausible, y se lo propuso a esta en
ocasión de un festín que se daba en el alcázar. El de Candespina rara
vez concurría a tales asambleas, que no aprobaba mucho, pareciéndole
que las circunstancias eran todavía harto peligrosas para pensar en
diversiones; y precisamente por la misma razón de que él no iba a
ellas, las promovía su rival con más empeño.

—Pensativo estáis, conde de Lara —dijo la reina, viendo que por
primera vez no tomaba este, al parecer, interés en la brillante reunión
que encerraba el alcázar.

—Confieso a Vuestra Alteza —contestó el conde— que lo estoy más de lo
que yo quisiera.

—¿Estaríais por ventura enamorado?

—Pudiera decir a Vuestra Alteza que sí, en caso de poderse llamar amor
el que se profesa a un dios; pero debe decirse de esto adoración.

—Sutil estáis; pero al cabo no sabremos qué os ocupa tanto el
pensamiento.

—Lo que siempre, señora; los intereses de Vuestra Alteza.

—¿Mis intereses? Yo os lo agradezco. ¿Y no me diréis qué punto de ellos
es el que tan importante os parece que ni aquí podéis apartarlo de la
memoria?

—¿Y cuándo se aparta Vuestra Alteza de ella? Pero Vuestra Alteza me
permitirá que le haga presente que este paraje no es el más oportuno
para tratar negocios de importancia.

—Sin embargo, habréis de decírmelo, pues aunque reina soy mujer y,
como tal, curiosa.

—La voluntad de Vuestra Alteza es ley para mí.

—Decid, pues.

—Pensaba, señora, que don Alfonso no dejará de tener sus agentes en
Compostela, y que la presencia de Vuestra Alteza en aquella ciudad
sería muy útil para la pronta y mejor decisión del juicio en cuestión.

—No está mal pensado, conde de Lara, y yo os agradezco la solicitud;
pero no me parece prudente dejar Castilla en este momento.

—Vuestra Alteza juzga con su acostumbrado tino, mas no sería imposible
obviar ese inconveniente.

—No lo alcanzo.

—Por ejemplo, si Vuestra Alteza dejase en estos reinos una persona
de toda su confianza, como el conde de Candespina, ¿no bastaría su
presencia para mantenerlos en la debida obediencia?

—Pudiera ser.

—Verdad es que tendría Vuestra Alteza que privarse por algún tiempo de
sus consejos: mas doña Urraca ¿de quién necesita para dirigirse?

—Pensaré en vuestro proyecto, que no me parece despreciable.

—Mis intenciones, al menos...

—Conde de Lara, estoy penetrada de ellas.

Así se terminó con no poco placer de don Pedro esta conversación. Lejos
del conde de Candespina veía muy bien que no tardaría en ser pronto el
privado de la reina, y una vez llegado a tal punto no contaba dejar
espacio a su rival para perjudicarle.

La reina, por su parte, empezaba a cansarse de la estancia en Burgos,
y tanto para variar de posición, como con la idea de acelerar su
divorcio, resolvió su viaje a Compostela, anunciándoselo así al conde
de Candespina la mañana misma que siguió a la noche del festín de que
acabamos de hablar.

Don Gómez, a pesar de que sentía vivamente tener que separarse de la
reina, no se atrevió a oponerse a su voluntad; y consintió, aunque
no sin pena, en sacrificar sus intereses personales a los de doña
Urraca. Esta se manifestó con él tan cariñosa en aquella ocasión,
que poco le faltó ya al conde para arrojarse a sus pies y declarar
abiertamente su pensamiento; se contuvo, sin embargo, reflexionando que
aún era esposa de otro, y reservó para tiempo oportuno manifestar sus
pretensiones. Siendo tan ajena la envidia del carácter de Candespina
como la cobardía, no le alarmó la privanza del conde de Lara: conocía
su infinita superioridad sobre él, y ni por el pensamiento le pasaba
que la reina pudiera nunca escoger a don Pedro para marido.

Sin duda no era aún en aquel tiempo proverbial la sentencia de que
cuando las mujeres tienen en que escoger, escogen lo peor, que está muy
vulgarizada en nuestro siglo.

[Ilustración]




CAPÍTULO IV


En tanto que pasaba en Burgos lo que acabamos de referir, llegó el
conde de Ansúrez a Valladolid, y sabiendo que el pontífice había
nombrado juez a don Diego Gelmírez en el pleito del divorcio de los
reyes, no dudó un momento en abandonar el partido aragonés, y en efecto
proclamó que reconocía la autoridad de doña Urraca y que sometía a
ella cuantas ciudades, villas y aldeas de él dependían, haciéndoselo
saber a la corte por medio de un mensaje. Bien hubiera querido doña
Urraca despojarle de todos sus estados, pero el conde de Candespina
se lo disuadió, y la única medida de precaución que se tomó fue la
de poner alcaides de conocida fidelidad a la reina en los castillos
y fortalezas que habían hasta allí seguido el bando aragonés. Mas
don Pedro, al mismo tiempo que trataba de reconciliarse con sus
compatriotas, no quiso perder enteramente la gracia del rey de Aragón,
por si un día variaban de aspecto los negocios. Difícil empresa era la
de conservar a un tiempo la amistad de dos potencias enemigas, como
Castilla y Aragón, gobernadas por dos esposos a punto de divorciarse;
pero sin embargo creyó el conde de Ansúrez haber hallado medio para
conseguirlo. Con este objeto salió de Valladolid para Aragón, llevando
en su compañía algunos criados, y cuando estuvo en el pueblo donde
momentáneamente se hallaba don Alfonso, se presentó ante él vestido de
ropas de sayal, cubierta la cabeza de ceniza, ceñido el cuello con una
cuerda de esparto y descalzos los pies,[1] que más parecía penitente o
ajusticiado que noble castellano. Fue esto en ocasión que el rey salía
de su alojamiento con algunos cortesanos, y viendo aquel hombre tan
extrañamente aderezado, se paró a considerarle preguntándole:

    [1] El hecho que aquí se refiere es absolutamente histórico, y
    conviniendo en su relación cuantos han escrito sobre la materia,
    desgraciadamente para la memoria del conde, es indudable.

—¿Qué es eso, hermano, qué os ha acaecido que así venís?

—Vuestra Alteza no me conoce —contestó el conde—, y yo...

—¿Cómo, traidor, osas ponerte en mi presencia? ¡Hola! Prendedle.

—Rey Alfonso, escuchadme. Vedme aquí a vuestros pies: yo os he servido
fiel y lealmente mientras he podido hacerlo; pero Dios dispuso las
cosas de distingo modo del que vos y yo esperábamos. No fui yo quien
sacó a la reina de Soria.

—¿Ni quien puso en su poder las plazas de Castilla la Vieja?

—He debido hacerlo. Toda Castilla...

—Callad, noramala, y quitaos de mi presencia, o pesaros ha.

Volvió con esto el rey la espalda al conde, dejándole mohíno y
pesaroso del mal efecto que produjo su mojiganga. Desde allí regresó
a Valladolid, donde despreciado por todos los partidos, empleó a lo
menos útilmente el resto de sus días fundando diversos establecimientos
piadosos, y construyendo varios edificios públicos, entre los cuales el
puente que aún existe en aquella ciudad.

La reina, en este intermedio, se había trasladado con toda su corte
a Compostela, donde estaba su hijo del primer matrimonio, a la sazón
aún muy niño. Don Pedro de Lara, que la acompañó en aquel viaje,
era quien todo lo gobernaba en su casa. Insensiblemente y a fuerza
de lisonjas llegó a adquirir tal ascendiente sobre el ánimo de doña
Urraca que no sabía esta dar un paso sin su consejo. Poco a poco fue
abandonando la aparente moderación de que al principio usaba: todo
había de humillarse en su presencia, so pena de caer en desgracia el
que osara resistirle; y no contento con avasallar a los que dependían
de la corte de Castilla, quiso hacerlo del mismo modo con los grandes
de Galicia. Pero aquellos magnates tenían sobrado orgullo para ceder,
y tanto más cuanto que a la sazón no eran realmente súbditos de doña
Urraca, pues al morir el padre de esta princesa legó en su testamento
a su nieto don Alfonso el condado independiente de Galicia; y a más,
como ya se ha dicho, le habían aclamado rey de Castilla sus tutores los
condes de Traba. Estos, que eran dos hermanos de linaje esclarecido y
gran poder en Galicia, no podían tolerar las altanerías del conde de
Lara; diariamente había entre ellos competencias sobre la preferencia
en los asientos en asambleas y funciones; de estas nimiedades se pasó,
como de ordinario sucede, a cosas de mayor importancia; y, por último,
ambos partidos se declararon la guerra abiertamente. Doña Urraca,
cediendo a las sugestiones de su privado, jamás quiso tratar a su hijo
más que como a conde de Galicia, y los hermanos Traba pretendían que el
conde de Candespina le había reconocido en nombre de Su Alteza como rey
de Castilla. De aquí resultó que los compostelanos empezaron a mirar
con no poca animosidad a doña Urraca, y que por fin estalló el furor
popular de una manera espantosa.

En ocasión de una fiesta que se celebraba en la metropolitana iglesia
de Compostela, se empeñó el conde de Lara en que la reina había de
ocupar asiento preferente al de su hijo don Alfonso, y aunque los
tutores de este al principio oponían una obstinada resistencia,
cedieron sin embargo a las súplicas del dignísimo arzobispo don Diego
Gelmírez. Llegó en efecto el día de la fiesta, y la reina ocupó su
asiento sin dificultad; pero apenas vieron los gallegos al niño don
Alfonso pospuesto a su madre, cuando, arrebatados de saña, salieron
del templo, y ya fuera de sí con la cólera, se amotinaron pidiendo a
voz en grito la cabeza de don Pedro de Lara y trataron con sobrado
desacato la persona misma de doña Urraca. Conoció esta, aunque tarde,
su imprudencia, y entonces echó de menos por primera vez a su leal don
Gómez. Concluido el oficio divino, se trató de salir de la iglesia;
pero el populacho furioso la rodeaba: los mismos condes de Traba
procuraban en vano calmar el tumulto, y empezaban a temer algún funesto
acontecimiento.

La reina y sus damas más parecían cadáveres que personas vivientes;
el conde de Lara, poseído de un terror pánico, no acertaba a proferir
una palabra; y solos tres individuos conservaban alguna sangre fría en
aquel trance, que eran el arzobispo, Hernando de Olea y su inseparable
compañero don Diego López. Estos dos últimos opinaban que formando un
escuadrón los cortesanos, saliesen espada en mano con la reina y sus
damas; pero don Diego Gelmírez no quiso consentir en ello.

—Harta sangre de cristianos —dijo— ha sido derramada por cristianos; y
los enemigos de Dios triunfan con nuestras criminales enemistades. En
nombre del que todo lo puede os prohíbo hacer uso de las armas.

—Padre mío —le contestó la reina—, vuestra elocuencia podrá tal vez
calmar a esos furiosos.

—Señora, mi elocuencia es ninguna; pero Dios, que ve la pureza de mis
intenciones, hablará por su siervo.

—Sí —dijo por fin el conde de Lara—, habladles, santo pastor, y tal
vez...

—Tal vez —interrumpió Hernando, no pudiendo ya contenerse—, tal vez
valiera más que vuestras locuras no hubieran irritado a ese pueblo.

Iba el conde a contestar, mas el arzobispo y la reina interpusieron su
autoridad, lo que acaso no hubiera bastado para detener a Hernando,
ya ciego de cólera; pero doña Leonor asiéndole del brazo no tuvo más
que decirle, con una voz que penetró hasta lo íntimo de su corazón,
«¡Hernando mío!», y el irritado león se convirtió en manso cordero.

Salió sin perder tiempo el arzobispo a arengar al pueblo: el espíritu
divino parecía inspirarle; sus razones eran concluyentes; mas el furor
dominaba a los gallegos, y se obstinaron en que a nadie dejarían
salir del templo más que a los sacerdotes, si no se entregaba a su
venganza el conde de Lara. No faltó quien opinase entre los cortesanos
que, pues la necesidad lo exigía, debía sacrificársele al interés
general; mas ni la reina lo hubiera consentido nunca, ni aprobádolo la
mayoría de aquellos caballeros. Probáronse en vano todos los medios
imaginables para aplacar a los amotinados, y la ansiedad de la corte
de doña Urraca no podía ser ya mayor, cuando el arzobispo imaginó un
expediente tan ingenioso como arriesgado para él, con que salvar a los
castellanos. Se despojó de sus sagradas vestiduras y cubrió con ellas
al conde de Lara, quien a favor de este disfraz salió de la iglesia sin
que nadie se lo estorbara, rodeado por los familiares del arzobispo,
que tenían los curiosos a suficiente distancia para que no pudiesen
conocerle; y pasado el tiempo que creyó bastante para que el conde,
según habían concertado, saliese a caballo de Compostela, se mostró el
mismo prelado al pueblo: le hizo relación del ardid de que se había
valido para evitar que cometiese un crimen horrendo.

—Y si necesitáis absolutamente para calmar vuestra ira una víctima
—dijo—, aquí me tenéis; pronto estoy a terminar, por complaceros,
una vida que toda entera os he consagrado. Pero cuando el Dios de
las venganzas me pregunte: «¿Qué has hecho del rebaño que te he
confiado?». «Señor», diré, «el enemigo del género humano se ha
apoderado de él, mis ovejas descarriadas corren ciegas a la perdición».
Y entonces el Omnipotente, soltando la rienda a su irresistible enojo,
dejará caer sobre vosotros todo el peso de su ira. La maldición de
Dios... Pero no, compostelanos: aún es tiempo de reparar vuestras
faltas. Acatad en la persona de doña Urraca la imagen de Dios en la
tierra; dejadla salir libremente y yo imploraré para vosotros la divina
misericordia.

Este breve discurso, las sugestiones caritativas de varios
eclesiásticos que andaban mezclados entre el pueblo, y la idea de que
ya se les había escapado el objeto principal de su venganza, redujeron
a los rebeldes a términos más razonables, haciéndoles por fin consentir
en dar libertad a la reina, con condición de que saliera en las
veinticuatro horas de Compostela, reconociendo antes el título de rey
de su hijo y su soberanía especial e independiente en el condado de
Galicia. En todo consintió doña Urraca, y todo lo cumplió exactamente,
pues suplicando al arzobispo el pronto despacho del pleito de su
divorcio, salió aquella misma tarde para León.

Tales eran los aciagos sucesos del partido de doña Urraca en Galicia,
mientras que el conde de Candespina, su leal servidor, lograba a fuerza
de actividad, talento y política, reducir a su obediencia a Castilla y
a León, y organizar un ejército capaz de hacer frente a don Alfonso,
quien, habiendo hecho treguas con los navarros, era de presumir
volviese las armas contra su mujer. Así lo hizo en efecto; pero sabedor
de que doña Urraca se hallaba en Galicia, e ignorando el suceso por
el que tuvo que ausentarse de aquel reino antes de lo que pensaba, se
encaminó contra él. Derrotó completamente al ejército gallego, mandado
por los hermanos Traba, y es posible que su hijastro hubiera caído en
sus manos, si el arzobispo de Compostela no se hubiera refugiado con
él en Portugal. Con noticia de estos acontecimientos trajo el conde
de Candespina sus tercios a las fronteras de Galicia; pero la llegada
del invierno terminó aquella campaña sin dar lugar a que castellanos
y aragoneses viniesen a las manos, retirándose los primeros a sus
cuarteles de invierno, y los segundos, ricos con los despojos de los
infelices gallegos, a su patria. A pesar de la agitación continua en
que las circunstancias tuvieron todo aquel tiempo a don Diego Gelmírez,
no descuidó el íntegro prelado el examen del casamiento de doña Urraca
con el rey de Aragón; y después de haberlo todo considerado con el
tino y prudencia que le caracterizaban, declaró poco tiempo después de
su regreso a Compostela, que en nombre del Sumo Pontífice decidía ser
enteramente nulo el matrimonio de la reina de Castilla, promulgando su
sentencia con las formalidades de costumbre.

[Ilustración]




CAPÍTULO V


Aprovechando el conde de Candespina las treguas que en aquellos tiempos
daba el invierno a la guerra, fue a León, ciudad en que doña Urraca
tenía entonces su corte, movido tanto por el deseo de verla como por
el de empezar a disponer las cosas para su proyecto favorito; pues,
disuelto ya el matrimonio de la reina, su pretensión era legal. La
manera con que doña Urraca se había separado de él, prodigándole las
señales del más sincero afecto, le hacía creer con fundamento que sus
proposiciones serían favorablemente acogidas, y entregado a las más
lisonjeras esperanzas dio vista a las torres de la ciudad de León; pero
aún distaría una media legua de ella cuando salió a recibirle su fiel
amigo Hernando de Olea. Pasada la alegría del primer momento, trabaron
conversación como era natural sobre lo ocurrido en Galicia, y después
de haber Hernando referido aquellos acontecimientos:

—Cómo ha de ser —dijo el conde—, ya no tiene remedio. Decidme ahora
algo de vuestros asuntos: ¿cuándo os casáis con la bella Leonor?

—No se tardará mucho, don Gómez; por la reina ya estaría hecho, pero
yo...

—¡Es posible! ¿Por vos, Hernando, se ha diferido?

—Sí, conde, por mí: ¿había yo de casarme sin estar vos presente? No por
cierto.

—Conque en efecto la reina continúa interesándose por vos.

—¿Qué sé yo? No es todo oro lo que reluce.

—¿Cómo? No os entiendo.

—Ni es fácil; porque mientras habéis estado ausente son tantas las
mudanzas que ha habido... Pero vos lo veréis por vuestros propios ojos.

—Explicaos, en nombre del cielo.

—No quisiera anticiparos un disgusto.

—Hernando, en nombre de la amistad que nos une, decidme qué es lo que
se ha mudado.

—Todo: doña Leonor no goza ya de la privanza que antes con la reina;
Hernando y don Diego López son respetados en la corte porque es fama
que tienen muy larga la espada; el nombre de Candespina se pronuncia
aún alguna vez en el alcázar, pero a modo de palabra de conjuro, en voz
baja y como si fuera un delito.

—¡Qué me decís!

—¿Os sorprende? Es natural.

—Si me lo dijera otro que vos, no lo creyera.

—Mirad, conde, yo lo estoy viendo y apenas lo creo. Por lo mismo he
ocultado en León vuestra llegada. Nadie en la corte sino don Diego y
yo os espera: nadie está prevenido. Fácil os será, sorprendiéndolos,
convenceros de mi verdad.

—¿Pero a qué atribuir tan extraña mudanza? Cuando la reina salió de
Burgos...

—Cuando la reina salió de Burgos estaba muy reciente el servicio que
acababais de hacerla, y no había tenido tiempo aún el vil don Pedro
González...

—¡Hernando! ¡Hernando! ¿De un noble habláis así?

—Su nacimiento podrá ser noble; pero sus hechos son villanos. Siempre
adulando al que tiene delante: siempre calumniando a los ausentes...

—Pero veamos...

—No hay más que ver sino que parece que ha hechizado a la reina.
Perdóneme Dios; pero imposible es que no haya brujería.

—Dejad por la Virgen Santa eso, y decidme si, en fin, doña Urraca se ha
mudado completamente.

—Pluguiera a Dios que yo me engañase; pero está desconocida. Castellar
y Soria han desaparecido de su imaginación; no hay aragoneses que
puedan contrastarla; y todo en el mundo se cifra en ese malaventurado
don Pedro, que a fuerza de reverencias y palabras blandas la ha
trastornado.

—¿Y es posible que haya caído en redes tan groseras?

—Es mujer, y...

—Teneos; es nuestra reina.

—Vos lo veréis.

—Podrá ser; pero nunca me olvidaré de que soy su vasallo.

—Ni yo, don Gómez; mas me duele ver que un miserable se lleve el fruto
de vuestras fatigas.

—Dejémoslo a la mano de Dios, que él lo dispondrá como más convenga.

Razonando así llegaron a León. No dudaba el conde de la sinceridad
de su amigo; pero como a pesar de todo el cariño que le profesaba no
tenía la más alta idea de su penetración, dudó dar crédito a cuanto le
refería, creyendo se hubiese fascinado por un exceso de amistad. Sin
embargo, se engañaba: la privanza del conde de Lara era tan pública
que no se necesitaba más que tener ojos para verla; y por otra parte,
el frecuente trato con su futura esposa Leonor había civilizado, por
decirlo así, a Hernando. De todos modos el conde, lleno de dudas harto
fatales, hizo que su amigo anunciase a la reina su llegada; pidiendo
al mismo tiempo permiso para presentarse a besar sus pies. Fue Hernando
a desempeñar aquella comisión precisamente en un momento en que el
conde de Lara se hallaba en compañía de la reina.

—¡Don Gómez en León! —exclamó algún tanto turbada doña Urraca.

—¿Sin consentimiento de Vuestra Alteza? —añadió imprudentemente Lara.

—¿Por ventura estaba desterrado el conde de Candespina? —le preguntó
Hernando arrojándole una furiosa mirada al mismo tiempo.

—Y bien, decidle que puede desde luego presentársenos.

—Vuestra Alteza será obedecida.

Salió Hernando y quedaron solos la reina y Lara, pensativos además uno
y otro. Por primera vez meditaba doña Urraca en qué había dejado que,
bajo todos aspectos, adquiriese demasiado ascendiente en su espíritu
el rival del conde de Candespina. Las pretensiones de este a su mano
estaban autorizadas, no solo por sus recomendables prendas y servicios
relevantes, sino además por la opinión del pueblo y el voto expreso
de la mayoría de la nobleza; su conciencia decía a la reina que si
algún hombre era acreedor a ser su esposo, sin duda había de ser el
conde de Candespina; pero su inclinación hablaba a favor de Lara. Como
hábil cortesano había de tal modo llegado a comprender don Pedro el
carácter de doña Urraca que ella misma no se entendía tan bien como
él. Debilidades, virtudes, inclinaciones, antipatías, de todo sabía
aprovecharse, todo servía para sus fines. Sin embargo, la repentina
llegada de su rival no dejaba de sobresaltarle. Don Gómez era hombre
que tenía en sí tantos o más recursos que él para emplearlos en la
intriga, si quería hacerlo; y si hasta allí había desdeñado tales
medios, ¿quién aseguraba que en adelante haría lo mismo? Estas y otras
reflexiones análogas ocuparon largo rato a doña Urraca y a don Pedro,
hasta que pareciendo volver este en sí, dirigió en tono abatido la
palabra a la reina de este modo:

—Vuestra Alteza me dará su permiso para que yo me retire.

—¿Y para qué? ¿Dónde vais?

—Señora, mi presencia en este momento, cuando no molesta, es al menos
inútil.

—Si lo fuera, la reina os lo hubiera manifestado.

—No quiera Dios que yo ofenda a Vuestra Alteza; pero Vuestra Alteza va
a recibir...

—¿Al conde de Candespina?

—Sí, señora, a ese mortal privilegiado que dos veces ha tenido la dicha
de salvar a Vuestra Alteza; al que una vez fue propuesto para vuestro
esposo.

—Vuestra presencia no me impedirá el recibirle.

—¡Señora!

—Quedaos.

—Por cuanto hay de sagrado suplico a Vuestra Alteza que me permita
retirarme.

—¿No podré yo saber qué razones son las que producen tan extraña
conducta?

—Permítame Vuestra Alteza que calle.

—No puede ser; explicaos.

—Vuestra Alteza quiere que yo mismo pronuncie mi sentencia de muerte.

—¿Qué estáis diciendo, conde de Lara? ¿Habéis perdido el juicio?

—Sí, señora, loco debo de estar pues he osado...

—¿Qué es lo que habéis osado?

—Voy a decirlo; pero al menos prométame Vuestra Alteza su indulgencia.

—Concedida; hablad.

—Y bien, señora, mi temeridad es inaudita: miserable mortal, me he
atrevido a poner los ojos en el cielo. Amo, adoro, idolatro a Vuestra
Alteza —dijo esto arrojándose a los pies de la reina—. Me habéis
prometido indulgencia. Sabéis mi fatal secreto; queréis aún que
presencie el triunfo del que...

—Basta; reportaos, que alguien se acerca —y humedecidos los ojos tendió
la mano a Lara para ayudarle a levantarse.

Un hombre se acercaba en efecto, y era el mismo conde de Candespina.
Jamás hubo personas más turbadas que la reina y los dos condes. El de
Candespina a pesar de venir ya prevenido por Hernando, no quería dar
crédito a sus ojos viendo la reserva de doña Urraca; esta, después de
haberse informado de la salud de don Gómez, hizo rodar la conversación
sobre asuntos políticos, con objeto de serenarse y disimular más bien
su turbación; y Lara, recobrando en un instante su aire apacible y
lisonjero, se mostró con el conde de Candespina como hubiera podido
hacerlo su más sincero amigo.

La posición de los tres actores de aquella escena era tan violenta
que no podía ser de larga duración. Don Gómez, que apenas acertaba
a contener su enojo, fue quien primero pidió a doña Urraca permiso
para retirarse, y ella, temiendo quedarse de nuevo a solas con Lara,
le hizo seña para que saliese al mismo tiempo que el de Candespina.
Salieron pues juntos ambos magnates de la cámara de la reina, absortos
cada uno en reflexiones bien distintas en su especie: Lara, a quien
no se ocultó la profunda emoción que causó en la reina su amorosa
declaración, y que había presenciado la fría acogida que obtuvo su
rival, rebosaba de júbilo y daba libre curso a los ambiciosos proyectos
de su fantasía; Candespina, por el contrario, tocando la triste verdad
de cuanto su amigo le había dicho, veía perdido todo el fruto de sus
incesantes trabajos, sin saber a qué atribuirlo ni qué partido tomar.
Todas las pasiones imaginables combatían a un tiempo su despedazado
corazón, y a dar en hombre menos firme en la senda de la virtud,
hubieran podido producir grandes trastornos en Castilla; pero el conde
de Candespina no se desviaba jamás del camino recto. «Desconoce mi
lealtad —decía entre sí—; paga mis servicios con frases estudiadas y
vacías de sentido; prefiere el dulce veneno de la lisonja a la santa
verdad que me es imposible ocultar. No importa: siempre es mi reina;
mi vida es suya; consagrémosla a su servicio, y tal vez cuando yo no
exista lograré al menos que mi memoria le cueste alguna lágrima».

Pero a pesar de toda su filosofía, aquel golpe fue mortal para don
Gómez. Llegó a su casa tan demudado que los criados se asustaron al
verle, mas él, asegurándoles que nada tenía de particular, se encerró
en su cuarto dando orden que a nadie se dejase entrar, incluso al mismo
Hernando de Olea. Así permaneció luchando entre mil afectos contrarios
hasta el siguiente día por la mañana, que dio la orden de que todo se
hallase dispuesto para salir de León antes de dos horas, y en seguida
salió dirigiéndose al alcázar.

No había pasado aquellas veinticuatro horas doña Urraca muy
agradablemente: la inclinación y el deber la indicaban dos caminos
opuestos uno al otro. Su corazón se había ya decidido; pero la
justicia clamaba contra aquella elección, y la reina no podía acallar
el grito de su conciencia. Por otra parte no tenía a quien acudir
pidiendo consejo; su confidente Leonor, apasionada y prometida esposa
de Hernando de Olea, era demasiado parcial de Candespina para contar
con ella; y las demás señoras que la servían, no habían llegado a
adquirir suficiente confianza para depositar en ellas secreto de tanto
peso. La reina no había querido recibir a nadie en particular, ni menos
presentarse en público; pero cuando la anunciaron que el conde de
Candespina solicitaba una audiencia, no se atrevió a negársela.

—Decidle que a nadie he recibido, pero que a él no sabré rehusarle que
me hable cuando quiera —dijo a la dama que había entrado el recado, y
cuando salió de la cámara añadió a media voz—: ¡cuán caros me cuestan
tus servicios, conde de Candespina!

[Ilustración]




CAPÍTULO VI


Por más que un soberano quiera ocultar sus inclinaciones; por más
estudio que ponga para que los que le rodean no conozcan quién es la
persona que mayor afecto le merece, puede decirse que es casi imposible
que los cortesanos no lleguen a descubrirlo. Únicamente ocupados en
espiar las acciones del príncipe, son como la ligera veleta que varía
de dirección a impulso del más apagado soplo del viento; el ensalzado
conoce su fortuna en las adoraciones que los palaciegos le tributan
antes que en los favores del soberano; y el pobre caído preverá su
próxima desgracia, por poco tacto que tenga, en la imprudente altanería
con que le tratarán. Decimos esto porque era curioso y deplorable
a un tiempo observar la diversa conducta de la mayor parte de los
cortesanos de Castilla respecto al conde de Candespina, antes de su
ausencia y después de su regreso. Entonces no se hablaba más que de
su valor y magnanimidad: el uno decía que era el mejor capitán de su
siglo; el otro que no había hombre de estado que le igualase en saber;
y el de más allá le citaba como el espejo de los caballeros. Todos se
honraban con su amistad; haber hablado con el conde de Candespina un
cuarto de hora seguido era una dicha de que se hacía el mayor aprecio,
y el favorecido tenía cuidado de recoger las expresiones del héroe
de Castellar para repetirlas como otros tantos apotegmas y textos
sagrados. Un enjambre de hambrientas moscas no acude más presuroso a
los panales que la multitud de los cortesanos corría en los salones del
alcázar de Burgos a colocarse de modo que cada uno de ellos pudiera
hacerse visible personalmente al libertador de la reina. Los menores
movimientos de su rostro, una sonrisa, un gesto hecho impensadamente,
el aire más o menos preocupado de su persona; todo daba pábulo a las
conversaciones; todo producía interminables conjeturas. ¡Cuán diferente
cuadro se hubiera presentado a la vista del observador en el alcázar de
León!

Seguía el conde de Candespina a una dama de la reina que le guiaba a la
cámara de su señora; y ambos caminaban tan despacio y tan cabizbajos
que era imposible verlos sin adivinar que cada uno iba entregado a sus
reflexiones particulares, prescindiendo absolutamente del otro. La más
profunda tristeza se veía estampada en el rostro de Candespina: no
había podido perder aquella fisonomía, su natural nobleza; mas tampoco
conservaban sus ojos la generosa audacia que le caracterizaba en
tiempos más dichosos. La posición de los cortesanos era verdaderamente
crítica. Si otro cualquiera hubiese caído de la gracia de la reina,
tenían ya marcada la senda que seguir, cortando con él todo género de
comunicaciones y afectando tratarle con el más alto desprecio. Pero
con el conde de Candespina les era imposible portarse de tal modo. Las
razones eran muchas y muy claras: ciertamente el conde don Gómez había
cesado de ser el favorito de la reina; pero estaba lejos de hallarse
malquisto de ella. Lara era el más querido; Candespina el más estimado;
aquel el más obedecido; este el más respetado. Tratar con desprecio al
conde de Candespina era arriesgarse a probar los filos de su terrible
tizona; conservar con él los mismos ademanes respetuosos que en otro
tiempo era perderse para siempre con el conde de Lara. ¿Qué hacer,
pues? ¿Cómo navegar en aquel mar sembrado de escollos? Un solo arbitrio
les quedaba: la fuga; y en efecto lo adoptaron. Nunca bandada de
tímidas palomas se dispersa con más prontitud al acercarse el milano;
ni huye más ligero el ciervo acosado por los lebreles a la espesura del
bosque como, al presentarse don Gómez por segunda vez en el alcázar,
se dispersaban y huían los áulicos de su presencia, evitando hasta el
tener que saludarle. Era de ver la perplejidad de los que más torpes
o menos ligeros no pudieron evitar su encuentro de ningún modo: unos
para salir del compromiso fingían hallarse sumamente acalorados en la
discusión de cualquier punto; otros, no tan discretos, se resolvían
a saludar, y nada más ridículo, nada más asqueroso, permítasenos la
expresión, que la manera con que lo hacían. Temor, vileza, falsedad,
todo se veía pintado en su mirar oblicuo, engañosa sonrisa y ademanes
encogidos. En otra ocasión se hubiera el conde reído de ellos, pero
entonces puede decirse que ni los vio. Sus esperanzas destruidas en un
solo instante, la felicidad de Castilla comprometida, y la existencia
política de la misma doña Urraca aventurada, confiándose las riendas
del gobierno a su rival, le ocupaban exclusivamente; y así llegó
a presencia de la reina, sin haber reparado en ninguno de cuantos
encontró al paso.

No era posible presentarse a doña Urraca en ocasión más oportuna para
los intereses del conde de Candespina: la especie de reclusión en que
la reina pasó las veinticuatro horas que hemos dicho había dispuesto
su espíritu de muy distinto modo que se hallaba el día anterior.
Lara no la había podido ver de ningún modo: doña Urraca conocía su
debilidad; recibirle y exponerse a que renovara la plática de su
amor era arriesgarse a darle, a su pesar tal vez, esperanzas a cuya
realización se oponían gravísimas razones. Quiso pues tomarse tiempo
para fortificarse en la resolución de prohibirle que la requiriese de
amores, y cuantas reflexiones hacía con este objeto redundaban en favor
de don Gómez.

El semblante de este descubrió desde luego a la reina la agitación en
que se hallaba; y como la causa de ella no podía tampoco ocultársela,
se conmovió singularmente.

—Entrad, conde —le dijo—, y sentaos, que vuestra salud no parece mucho
mejor que la mía.

—Mi salud, señora, es harto buena. ¡Ojalá!... Mas yo no vengo a
molestar a Vuestra Alteza con quejas de mi mala suerte, y sí solo a
tomar su venia para retirarme de la corte.

—¿Cuándo?

—Hoy.

—¿Por cuánto tiempo?

—Lo ignoro; acaso por siempre, a menos que Vuestra Alteza tenga
necesidad de mi persona, que entonces...

—Será pues excusado que os marchéis; vuestra persona me es siempre útil.

—Señora, ¿en las circunstancias actuales y en León, de qué puede
servir el conde de Candespina? Es sobradamente sincero para ser buen
cortesano, y no faltan a Vuestra Alteza caballeros que en esta materia
suplirán muy ventajosamente su falta.

—Conde don Gómez, con mucho menos de lo que habéis dicho bastaría para
que la reina de Castilla dejara libre para marcharse de su corte a
cualquier otro caballero de ella; pero a vos, a quien debo el trono y
la vida...

—Olvide Vuestra Alteza servicios que ya están recompensados.

—¡Olvidarlos! ¡Jamás!

—Pues bien, señora, en premio de ellos no pido a Vuestra Alteza más
gracia que su licencia para dejar la corte.

—¿Qué es esto, don Gómez? ¿Quién ha sido el que os ha dado causa...?

—Nadie, señora. Mi carácter solo... Negocios particulares. En fin,
señora, es indispensable, aun para la tranquilidad de Vuestra Alteza
misma, que yo me retire de León.

—Es forzoso decís para mi tranquilidad que os retiréis de León...

—Sí, señora: lo es; crea Vuestra Alteza a mi celo, el mayor servicio
que actualmente puedo hacerla es alejarme de su presencia.

—Si os conociera menos, creería, don Gómez, que dominado de alguna
manía incomprensible habíais perdido la razón; pero vuestra cordura me
es notoria.

—Vuestra Alteza tiene demasiada bondad en ocuparse tanto de lo que nada
vale. Mi ausencia de la corte es asunto de pequeña importancia. Días ha
que falto de ella y no se me ha echado de menos.

—Conde, conde, a vuestro pesar se os conoce que os domina la cólera.

—¡La cólera! ¿Por qué, señora? ¿Por qué? Si la cólera me dominase
medios habría de satisfacerla; mi brazo puede aún manejar una espada,
aún soy...

—Conde, recordad con quién habláis.

—¡Ojalá no lo tuviera tan presente! Ved, señora, uno de los motivos por
los que deseo separarme de la corte: criado en los campos de batalla,
acostumbrado al trato sin dobleces ni arterías del simple soldado, el
conde de Candespina no puede vivir en donde, perdóneme Vuestra Alteza
que lo diga, la verdad es un crimen, la adulación una costumbre, la
hipocresía una virtud necesaria. No, señora, yo no puedo, no debo
quedarme. Cuando Vuestra Alteza vea sus reinos amenazados por enemigos
interiores o extraños, entonces mi espada, mi persona, mi vida, serán
las primeras...

—No lo dudo, don Gómez, vuestra lealtad me es conocida, y en favor de
ella puedo olvidar la dureza de algunas de vuestras expresiones. Mi
amistad...

—¡La amistad de doña Urraca! ¡Amistad, señora! Yo hubiera querido no
estar largo tiempo en presencia de Vuestra Alteza. La disposición de mi
espíritu es sobradamente violenta para poder contenerme...

—Y bien, decid cuanto queráis; pero calmaos.

—¿Qué es lo que he de decir? Lo que Vuestra Alteza está cansada de
saber; lo que nadie ignora en Castilla.

—No alcanzo.

—Sí, señora, Vuestra Alteza lo sabe. ¿Por ventura tan pocos años hace
que amo a Vuestra Alteza?

—Amarme, ¿y os atrevéis?...

—¿Por qué no? ¿Es un delito amar? Tormento podrá ser para el infeliz
amador; ofensa para el amado, jamás. La barrera está ya rota, ahora
Vuestra Alteza debe saber el resto: quizá de este modo se convencerá de
que debo alejarme.

—Norabuena: concluid.

—No seré largo; no molestaré a Vuestra Alteza recordándole las
infinitas pruebas que tiene de mi amor, aunque jamás esta palabra haya
salido de mi boca hasta hoy: no hablaré tampoco de que la nobleza y el
clero de Castilla me honraron proponiéndome...

—Lo sé: continuad.

—Sí, señora; todo esto nada importa; la voluntad de Vuestra Alteza es
la sola que puede decidir en esta materia, y ya ha decidido.

—Os engañáis.

—Pluguiera a Dios.

—Os lo aseguro.

—Señora, ¿por qué se complace Vuestra Alteza en atormentarme?

—Lejos de eso, deseo tranquilizaros.

—¡Imposible, imposible! Tranquilidad para mí, solo en la tumba. Cuatro
años trabajando, suspirando sin cesar solo para conseguir un objeto,
y en el momento en que más me lisonjeaba la esperanza, cuando tal vez
hubiera podido lograrlo, otro hombre se presenta.

—¿Quién?

—El conde de Lara.

—¿Qué decís?

—La verdad.

—¿Quién os lo ha dicho?

—Mis ojos; Castilla entera.

—Os han engañado, conde don Gómez. ¿Queréis más? Doña Urraca desciende
a daros satisfacciones: ved si aprecia vuestros servicios.

—Si pudiera persuadirme...

—Persuadíos pues...

—Vuestra Alteza tiene demasiada bondad con un frenético indigno de
ella; pero es preciso que yo deje León.

—¿Por qué? ¿No basta lo que he dicho?

—No, señora, no basta: yo me he aventurado a hablar a Vuestra Alteza
de mi amor; esta confesión exige una respuesta.

—¡Dios mío! ¿Quién si os oyera diría que es un vasallo el que habla con
su reina? Sois singular.

—Responded, señora, os ruego...

—Terminemos esta conversación, conde: vos y yo estamos harto agitados
para poder continuarla. No os mando como reina, como dama os suplico
que os quedéis en León.

—Vuestra Alteza sabe que soy esclavo de su voluntad.

—Pues bien, retiraos por ahora, y no salgáis de mi corte.

—¿Sin una palabra?

—¿Bastará que os diga que a nadie conozco en Castilla más digno de ser
amado que a vos?

—Ah, señora, añadid que no seréis de otro...

—Nunca, conde; idos.

Cuando el conde se decidió a ir a pedir a doña Urraca permiso para
salir de León, llevaba en efecto intención de limitarse a hacer su
súplica, sin entrar en más explicaciones, convencido de que ni la
reina se las pediría, ni dejaría de aprovechar con mucho gusto la
ocasión que él mismo presentaba para desembarazarse de su presencia;
pero la inopinada resistencia que opuso doña Urraca a su partida llegó
a encender su ánimo de tal modo que ya no le fue posible contenerse.
Por su parte, la reina, apreciando en su merecido valor las buenas
calidades y afecto hacia ella del conde, no podía consentir en que
abandonase la corte, como descontento de ella, un hombre conocido en
España entera por los servicios que le había prestado y las virtudes
que le adornaban. Hallaba, es cierto, más gracias en don Pedro de Lara;
pero el mérito evidente de don Gómez la obligaba, por decirlo así, a
profesarle cierto afecto más ardiente que la amistad, aunque no pudiera
llamarse amor. Así fue como, sin que ni el uno ni el otro hubiesen
formado proyectos anteriores, se explicaron completamente en la
conversación que acabamos de referir, la cual se terminó retirándose
el conde de Candespina a su casa tan gozoso como triste había salido
de ella, y quedándose la reina satisfecha de haber en cierto modo
pagado la deuda que con él tenía. Parece indudable que en aquel momento
triunfó en su corazón don Gómez, pues apenas hubo salido de su cámara
cuando llamó a doña Leonor para decirle que no quería se difiriese más
tiempo su boda, pues había llegado el conde de Candespina, que debía
ser padrino.

—Quiero —dijo— probar a mis leales servidores que me intereso en su
dicha, y nada será más agradable al conde que ver feliz a su amigo en
brazos de mi bella camarera, a quien sospecho que no le pesará tampoco
de ello, por más que ahora se sonroje.

—Vuestra Alteza es la bondad misma; mas puede ser que alguna otra boda
causara más placer al conde que la de Hernando: la suya por ejemplo...

—¡Hola!, quieres vengarte haciendo que también... Tú me las pagarás.

Y esto lo decía acariciando la mejilla de su confidente, que no podía
volver de su admiración, viéndose tratar con tanto cariño al cabo de
meses que apenas se hacía mención de ella para nada.

[Ilustración]




CAPÍTULO VII


El lector recordará sin duda que cuando el conde de Candespina se
retiró de la presencia de doña Urraca, la primera vez que la vio
desde su regreso a León, iba tan apesadumbrado por el modo con que
fue recibido que se encerró en su cuarto, dando orden a sus criados
que a nadie dejasen entrar en él, incluso a su íntimo amigo Hernando.
Sucedió pues que, ansioso este caballero de saber cómo doña Urraca
se había comportado con el conde, fue a su casa, en la cual se halló
extremadamente sorprendido viendo que por primera vez se le negaba
la entrada, que estaba acostumbrado a encontrar franca. Desde luego
conoció que debía haber sucedido alguna cosa que hubiera disgustado al
conde notablemente para obligarle a estarse en estricta reclusión;
y persuadido de que así que se calmara algún tanto le recibiría y
comunicaría sus penas, se retiró con propósito de volver al siguiente
día, y así lo hizo en efecto; pero fue precisamente cuando ya el
conde había salido para el alcázar, dando antes la orden para que
todo estuviera dispuesto de modo que pudiese salir antes de dos horas
de León. Apenas Hernando supo tal determinación, mandó que se le
dispusiera también un caballo para él, pues de ninguna manera dejaría
partir solo a su amigo, aunque se arriesgase a enojar a doña Leonor;
y en seguida se fue también al alcázar a buscar al conde, quien se
hallaba en la cámara de la reina cuando el de Olea llegó. Decidido
a esperarle, púsose a pasear por los salones no haciendo caso de
cuantos se hallaban en ellos, y sin que tampoco se le acercase ningún
cortesano. Hernando era para ellos una fiera, en cuyas inmediaciones
no se creían seguros: sofismas y razones especiosas nada valían con
un hombre cuyo único argumento era la lanza, y para quien no había
respetos humanos capaces de moderarle, como no fuese de parte del
conde su amigo o de doña Leonor; por consiguiente, los cortesanos le
temían demasiado para que buscasen su compañía, y él los despreciaba
tan altamente que no se curaba de su amistad más que de su odio.
Paseábase pues solo, como hemos dicho, y en la mayor agitación,
haciendo de cuando en cuando algún gesto amenazador y murmurando entre
dientes tal cual imprecación, que eran evidentes señales de que la
cólera le dominaba, precisamente en ocasión en que el conde de Lara se
presentó en el alcázar para ver a la reina. Aunque Su Alteza no había
querido recibirle en todo el día anterior, calculaba acertadamente
don Pedro que era por efecto de su declaración amorosa, que estando
demasiado reciente haría que la reina no pudiera verle sin turbarse;
pero ya pasadas veinticuatro horas pensaba que habría tenido tiempo
para serenarse, y que, en consecuencia, le recibiría. Se engañó sin
embargo en sus conjeturas: en vano insistió en que se le anunciase a
la reina que se hallaba allí: se le contestó que Su Alteza se hallaba
conferenciando con el conde de Candespina, y que había absolutamente
prohibido que nadie entrase.

—Eso no puede entenderse conmigo —dijo orgullosamente.

—Vueseñoría se engaña —le contestaron—: está expresamente dicho que no
entre el conde de Lara.

—¿Cómo? ¿Será posible?

—Sí, señor.

—Ya tenemos aquí al incomparable conde de Candespina, ¿para qué quiere
Su Alteza más servidores?

—Para nada los necesita —exclamó Hernando perdida ya la paciencia—,
para nada.

—Sosegaos, noble Hernando, sosegaos: nadie trata de injuriar a vuestro
amigo.

—¿Injuriarle? ¡Cuerpo de Cristo! Mientras Hernando conserve el uso
de sus brazos, ¿quién osará en su presencia injuriar al conde de
Candespina? Nadie; y menos que nadie cortesanos cuyas únicas armas son
la lisonja y la calumnia.

Mudó de color Lara, y los que le rodeaban, asombrados de semejante
lenguaje, quedaron como petrificados.

—Sois violento en extremo, Hernando.

—Sincero, franco es lo que soy.

—Norabuena; pero os excedéis en vuestras palabras.

—Cuanto dice mi lengua lo sostiene mi espada; y no todos hacen lo
mismo...

—Aquí nadie ha dicho cosa que pueda ofenderos.

—El que la hubiera dicho ya estaría arrepentido.

—Mucho presumís.

—Pronto estoy a darle pruebas al que tenga dudas.

—Nadie las tiene; pero no debe sorprenderos que el conde de Lara
extrañe que se le niegue la entrada adonde se le concede al de
Candespina.

—¿Y por qué ha de extrañarlo? ¿Pueden los servicios del conde de Lara
compararse con los de don Gómez? Cuando el conde de Candespina, solo
por decirlo así, fue a sacar del corazón de un reino enemigo a doña
Urraca, ¿se le ocurrió al conde de Lara disputarle la preferencia?

—Si la ocasión se hubiera presentado...

—En Soria se presentó a todos igualmente. ¿Quién arriesgó su vida, don
Gómez o don Pedro?

Iba el conde a contestar, pero felizmente acaso para él salió el de
Candespina de la cámara de la reina con un semblante tan gozoso que
llamó la atención de todos. Apenas le vio Hernando volvió la espalda al
de Lara, y dirigiéndose a él:

—Loado sea Dios —le dijo— que os encuentro; decidme...

—Venid conmigo y os diré cuanto queráis. Caballeros, guárdeos el cielo.

Y diciendo así ambos amigos salieron del alcázar dejando absortos al
conde de Lara y demás personas que allí se hallaban. Sin embargo de
todo, no quiso el conde de Lara abandonar el campo sin hacer la última
tentativa para conseguir su objeto; y así que Hernando y el conde se
marcharon, hizo tanto que logró finalmente que se entrara recado a
la reina de que deseaba hablarla, no dudando de que doña Urraca le
recibiría inmediatamente; pero más le hubiera valido no empeñarse
tanto, pues marchándose desde luego habría evitado el desaire que
sufrió cuando públicamente le dijeron que Su Alteza no quería de ningún
modo recibir a nadie más. Cuál fue la turbación del orgulloso don
Pedro viéndose desairar a la faz de todos los cortesanos, fácil es de
pensar. Supo contenerse en público y afectar un semblante sereno; pero
sus entrañas se abrasaban, y juraba interiormente arriesgarlo todo
para vengarse de su rival. Dominado de tales sentimientos llegó a su
casa, y llamó a Lope, criado de toda su confianza, para encargarle
una comisión de la cual pendía el éxito de todos sus proyectos. La
oposición de doña Urraca a recibirle le hacía conocer que la reina
temía tratarle demasiado bien; y por lo mismo una conversación secreta
con ella era el objeto de todos sus deseos. Convencido de que por los
medios ordinarios no lo lograría, al menos tan pronto como lo exigían
las circunstancias, se decidió a dar un paso algo violento pero que
podía tener excusa dándole cierto aspecto novelesco muy del gusto de la
reina. Todas estas reflexiones fueron obra de un instante, y ya estaban
hechas cuando Lope se presentó a su amo con un aire que quería ser
humilde, pero que no pasaba de hipócrita.

—Lope —le dijo el conde—, te tengo mandado que trabes amistad con los
criados inferiores del alcázar.

—Sí, señor.

—Y que averigües cuidadosamente todas las interioridades.

—Sí, señor.

—Y bien, ¿se han cumplido mis órdenes?

—Sí, señor.

—¿Y sabrás responderme alguna cosa más que «sí, señor», salvaje?

—Sí, señor, lo que Vueseñoría me mande.

—Veamos, pues, si conocerás al jardinero.

—Sí, señor, un buen mozo muy bebedor.

—Eso no es del caso.

—Vueseñoría me perdonará que le diga que sí lo es, porque ambas
calidades, la de buen mozo y la de bebedor, son las que me han hecho
buscar con preferencia su amistad.

—Pues a ti, bribón, ¿qué diablos te importa su figura?

—A mí, la verdad sea dicha, nada; pero a una doncella de doña Camila...

—¿La dama de honor?

—Sí, señor, pues a esa, como iba diciendo, le ha parecido bien la
figura de Cosme, y como doña Camila es dama de Su Alteza, ya ve
Vueseñoría...

—Lo que yo veo es que no has perdido el tiempo en la corte. Mas déjate
de digresiones, y dime si es hombre el jardinero con quien se puede
contar...

—Para cuanto se quiera: con solo suministrarle algunos cuartillos...

—Aunque sean azumbres: toma esta bolsa; gasta sin temor, y cuenta
con una buena recompensa si antes de la noche logras introducirme
secretamente en el jardín del alcázar.

—¿Antes de la noche, señor?

—Sin remedio; marcha y ten presente lo que voy decirte: el conde de
Lara recompensa con oro a sus servidores; pero tiene un puñal para los
indiscretos.

—Crea Vueseñoría que yo...

—Basta; marcha a ejecutar mis órdenes.

La reina tenía costumbre de bajar ordinariamente sola, o cuando más
acompañada de una de sus damas, a pasearse por los jardines del alcázar
al ponerse el sol; y el conde de Lara, que en la época de su privanza
había tenido alguna vez que otra el alto honor de ser exceptuado de la
regla que excluía a todo hombre de aquel paseo, sabía por consiguiente
que en ningún momento se presentaría ocasión más oportuna para hablar a
doña Urraca. La dificultad consistía solo en penetrar en aquel recinto
sagrado: mas como el oro todo lo puede, el jardinero Cosme, merced a
una dosis más que regular de un vino añejo tan delicioso para él como
el néctar de los dioses, y a unos cuantos maravedises, puso en manos
del astuto Lope una llave de la puerta falsa del jardín del alcázar.
Lleno de aquel júbilo infernal que siente todo malvado cuando acaba
de hacer una buena picardía, corrió Lope a llevar a su digno amo la
llave del jardín, que aquel recibió con el contento fácil de imaginar.
Recompensó ampliamente, como lo había prometido, el celo de Lope, y
encargándole de nuevo el secreto, partió disfrazado con ropas humildes
a situarse en paraje del jardín oportuno para sus miras. Escogió para
ocultarse un cenador cubierto de verde y tupida yedra, y en él esperó,
no sin alguna inquietud, la llegada de la reina, cuyo paso lento y
mesurado no tardó en herir sus oídos. Doña Urraca venía sola, pues en
ninguna ocasión más que en aquella tenía motivos de entregarse a las
más serias reflexiones. Los condes de Lara y Candespina la ocupaban
enteramente: no sabía por cuál decidirse. Pues aunque es cierto que
entonces, aun a su mismo entender se inclinaba la balanza en favor de
don Gómez, sin embargo la imagen seductora de don Pedro la perseguía
sin cesar. Tal era la perplejidad en que se hallaba cuando llamó
su atención el ruido de las hojas movidas por Lara, que saliendo
de su escondite se presentó de repente a sus ojos; y antes de que
hubiera tenido tiempo de pronunciar una sola palabra, ya el cortesano
arrodillado a sus pies besaba humildemente la falda de su vestido.

—Suspenda Vuestra Alteza su enojo —dijo, interrumpiéndose con
profundos sollozos—, soy culpable, es verdad; pero la causa de mi
delito es Vuestra Alteza misma...

—¡Cómo, conde de Lara!, ¿habéis osado...?

—¿...arriesgarlo todo para ver a Vuestra Alteza? ¿Qué otro medio me
quedaba? Arrastrado por el ímpetu de una pasión irresistible, yo
mismo pronuncié mi sentencia declarando mi amor. Vuestra Alteza me ha
castigado privándome de su presencia. Yo vengo a pedir la muerte, mil
veces preferible al tormento de no ver a doña Urraca.

—¿Y no podíais haber esperado?...

—Sí, señora, si el amor fuera capaz de esperar; pero me ha sido
imposible.

El resto de la conversación que siguió, sobre ser demasiado prolija,
es además de tal naturaleza que nos parece excusado abusar de la
paciencia de nuestros lectores referírsela menudamente. El hecho es que
fue larga; que en ella desplegó Lara todo su arte, no de amar sino de
seducir; y que doña Urraca le dejó ver demasiado la inclinación que
le tenía. Sin embargo, le declaró positivamente que estaba resuelta
a no partir el trono con nadie, y en efecto así era la verdad; pues
escarmentada con el pasado matrimonio con el rey de Aragón, juró que
aunque llegase a dar su mano a un príncipe o magnate, reservaría para
sí sola toda la autoridad en Castilla, y además le manifestó que los
servicios y popularidad del conde de Candespina exigían que se le
tuviesen las mayores consideraciones. A otro hombre con más delicadeza
y menos conocimiento de la humana fragilidad le hubieran desalentado
tales preliminares; pero Lara, que conocía a la reina, esperaba, quizá
no sin fundamento, que cediendo por entonces a todo, el tiempo y su
maña la harían mudar de propósito. Habiendo, pues, logrado a fuerza de
ruegos y extremos que doña Urraca prometiera recibirle al siguiente día
en el mismo paraje, aunque en presencia de una dama de quien por ser
parienta de Lara creyó poder fiarse, se retiró muy entrada la noche a
su palacio.

[Ilustración]




CAPÍTULO VIII


Amaneció el día siguiente al de los sucesos que acabamos de referir,
y el sol no madrugó más que la mayor parte de los actores de nuestra
historia, pues cada uno de ellos se hallaba demasiado agitado para
poder entregarse largo tiempo al reposo. En efecto, doña Urraca acababa
de comprometerse, por decirlo así, con los dos condes, y buscaba
inútilmente algún medio para quedar airosa con ambos. Candespina
se veía a punto de recobrar su ascendiente y, a su entender, de
conseguir todos sus deseos. Lara, aunque en realidad había perdido
momentáneamente como privado, conocía que como amante estaban sus
negocios en el mejor estado; y por último, doña Leonor y Hernando,
que en aquel día debían unirse con lazo indisoluble, es de presumir
que tampoco estarían muy tranquilos. La magnífica catedral de León se
había adornado con el mayor aparato para la ceremonia religiosa que
se preparaba: los habitantes de la capital circulaban por las calles
vecinas al alcázar esperando con ansia el momento en que la desposada
saliese de él acompañada de la reina; los cortesanos, vestidos con un
fasto excesivo, llenaban ya los regios salones, y la nueva privanza
del conde de Candespina era el objeto en que todos se ocupaban. Solo
el conde de Lara no se presentó en el alcázar, y esta falta produjo
una sensación visible: sus parientes y amigos parecía que asistían
forzados a aquella ceremonia, y demostraban en el arrugado ceño y
ademanes desdeñosos el descontento que padecían: los demás, conformando
su conducta a las circunstancias, volvían a elogiar a don Gómez, y
a soltar de cuando en cuando tal cual epigrama contra Lara: en una
palabra, un día bastó para que todo mudase de aspecto. Las diez de
la mañana serían cuando salió del alcázar la real comitiva para la
catedral. La novia, con un suntuoso vestido regalo de su soberana,
marchaba al lado de esta, tan ruborosa, tan bella, que acaso no hubo
un hombre, entre la multitud que la rodeaba, que no envidiase la dicha
del venturoso Hernando, quien a la puerta del templo la esperaba en
compañía del conde su amigo, y un sinnúmero de parientes y parciales,
con un ansia fácil de concebir. No se dijeron una palabra los dos
futuros esposos; pero una mirada fue para cada uno de ellos más
expresiva que lo hubiera sido un discurso por elocuente que fuese. La
comitiva entró en la iglesia: sus bóvedas resonaron con los himnos
sagrados, y a poco ya Leonor y Hernando habían jurado al Supremo
Hacedor amor y constancia eterna. Celebrose en seguida el santo
misterio de nuestra redención, y los esposos salieron de la catedral
con la misma comitiva que a ella habían llevado. La ceremonia religiosa
que acababa de terminarse parecía haber dado a todos los ánimos cierta
serenidad que anunciaban los placenteros rostros de damas y caballeros,
únicamente ocupados en los festejos que, para más solemnizar la
boda de su camarera y amigo, habían dispuesto la reina y el conde
de Candespina; pero cuando ya la comitiva entera, acabando de salir
del templo, se ordenaba para regresar al alcázar, llamó la atención
general el confuso rumor del pueblo que abría paso a una persona que
apresuradamente venía al encuentro de la reina. Era este un moro,
vestido según la costumbre de su país, con extraordinaria magnificencia
y montado en un caballo andaluz admirable por su belleza y gallardía.
Coronaba el turbante del infiel una pieza de finísimo y brillante
acero, terminada en figura cónica: cubría su pecho una coraza no menos
lucida, en la cual llevaba engastadas razonable número de piedras
preciosas; y el puño de la cimitarra, pendiente del costado derecho,
así como el de la gumía o daga que llevaba en la cintura, correspondían
a la riqueza del resto de su equipo. Seguíale a pie un esclavo negro
como el ébano, cargado con la lanza y adarga de su señor. La persona
del moro era la de un hombre de mediana estatura bien configurado pero
cuyos miembros no habían aún adquirido toda la robustez de que eran
capaces: su rostro moreno claro, sus ojos vivísimos, la delicadeza
de sus facciones, y sobre todo el bozo apenas naciente que en él se
reparaba, descubrían que su edad no podía pasar de dieciocho a veinte
años. Como Castilla se hallaba en paz con los mahometanos españoles,
la venida de uno de estos a León nada tenía de particular, pues aunque
moros y cristianos eran enemigos por religión y política, acostumbraban
sin embargo a visitarse recíprocamente por curiosidad u otras causas
cuando las circunstancias se lo permitían. En el reinado del padre
de doña Urraca especialmente se hicieron más comunes las relaciones
entre ambos países, tanto porque don Alfonso debió protección y
amparo a los musulmanes, en la persecución que sufrió de parte de
su hermano don Sancho, como porque posteriormente casó con Zaida,
princesa mora sevillana. Por esto, pues, aunque la presencia del moro
que hemos tratado de describir excitó como es natural la curiosidad
de los leoneses, no les pareció de ningún modo alarmante su repentina
aparición.

La reina misma se volvió hacia el lado de donde venía el rumor, y se
paró a admirar la elegancia de la figura y riqueza del vestido del
infiel, que habiendo preguntado quién era la reina y habiéndolo sabido
por uno de los circunstantes, saltó con la mayor ligereza de su caballo
a tierra, y con sereno y modesto continente se encaminó derecho a ella.
Llegado a sus inmediaciones, hizo tres reverencias seguidas cruzando
los brazos sobre el pecho e inclinando el cuerpo hasta tocar casi en
el suelo con la cabeza, y en seguida, postrándose a los pies de doña
Urraca, esperó humildemente a que esta le dirigiese la palabra, en lo
que se tardó algún tanto, pues tan inesperada acción sorprendió a la
reina de Castilla. En fin, después que se hubo recobrado, le dijo,
haciéndose un tanto atrás:

—Álzate, moro, y di qué quieres.

—Reina de Castilla, sultana de la belleza, flor de los nazarenos
—contestó el infiel levantándose—: el libro de la verdad dice que la
luz del sol brilla para todos.

—Verdad es; pero sed breve o dejad vuestra súplica para momento más
oportuno.

—Alí, hijo de Hamet, solo viene a pedir a tu justicia un campo en qué
lidiar.

—Moro, si de alguno de mis vasallos tienes queja, yo te haré justicia.

—La afrenta que el noble recibe, solo con la sangre del que se la hizo
puede lavarse: y está escrito que Hamet derramará la del traidor que le
ultrajó, con la ayuda de Alá y del santo Profeta.

—Bien: nómbrame al menos tu ofensor.

—Que la maldición del Profeta caiga sobre su detestable cabeza. Sultana
de Castilla, en tu presencia y a la faz de tu pueblo acuso de traidor y
desleal, indigno del nombre de caballero, al malvado que los hijos del
Nazareno llamáis conde de Lara.

—¿Qué dices, infiel? —exclamó la reina, mas no pudo continuar, pues
las últimas palabras de Alí, pronunciadas en voz elevada, hiriendo los
oídos del pueblo, produjeron en la multitud un efecto extraordinario.
Lo mismo que la cristalina superficie del océano, si de repente sopla
un recio huracán, se rompe y divide en enormes montañas de agua que
chocándose entre sí causan un pavoroso estruendo, del mismo modo las
injurias del moro contra el conde de Lara produjeron en el pueblo
leonés, o al menos en gran parte de él, la mayor agitación. Desde luego
las personas prudentes y tímidas se retiraron de la concurrencia; pero
la muchedumbre, siempre curiosa, siempre amiga de novedades y pronta a
irritarse cuando cree ser la más fuerte, prorrumpió en descompasadas
voces contra el infiel, que osaba, decían, venir a insultar a los
cristianos en sus propios hogares. Alí volvió el rostro sosegadamente
al pueblo; contempló su agitación con la misma serenidad que si no se
tratara de su persona, y pareció dispuesto a esperar la resolución
de doña Urraca, que llena de espanto no acertaba a proferir una
palabra. Los caballeros que rodeaban a la reina, y en particular el
conde de Candespina, se disponían a hablar a la plebe para tratar de
calmarla; mas hubieron de renunciar a su proyecto viendo que los amigos
y parciales del conde de Lara, movidos de un espíritu frenético de
venganza, empezaron a gritar:

—Muera el perro infiel que se atreve a insultar a los ricos hombres de
Castilla.

Y al punto brillaron desnudas más de veinte espadas contra el
inalterable Alí, que sin perder nada de su serenidad, desnudó la
cimitarra, tomó en un instante el escudo de manos del negro, y se puso
en ademán de hacer frente a sus contrarios.

—¡Asesinos, cobardes! —gritó Hernando de Olea desnudando su acero y
poniéndose al lado del moro—; conmigo las habrá el que se atreva a
tocarle.

El conde de Candespina también tiró su espada en defensa del agareno,
y como es de presumir todos los de su bando hicieron otro tanto.
Quien únicamente conservó su sangre fría fue don Diego López, que
formando un escuadrón cerrado con la guardia de la reina sacó a esta
señora y a sus damas del tumulto, y las condujo a palacio. Entre tanto
se aumentaba el número de los contrarios y defensores de Alí: ambos
partidos se llenaban de injurias, y hubieran llegado a las manos sin la
circunstancia de estar el de Lara sin jefe y ser el conde de Candespina
quien capitaneaba el contrario. Alí no encontraba expresiones con que
agradecer a los parciales del conde el interés que tomaban por él; y
les suplicaba que le abandonaran a su suerte, antes que derramar por
él la sangre de sus hermanos. Pero Hernando juraba que haría pedazos
al primero que osase acercarse, y los demás caballeros deseaban
aprovechar aquella ocasión de saciar sus antiguos rencores. A pesar de
la prudencia y esfuerzos de don Gómez, tal vez hubiera sido imposible
evitar un combate sangriento si la casualidad de haber pasado esta
escena en las inmediaciones de la catedral no hubiera hecho que los
canónigos, testigos de aquel desorden, se apresuraran a revestirse
y salir de la iglesia, llevando en procesión una imagen de nuestro
Redentor, muy venerada en la ciudad. Esto y las persuasiones de los
canónigos disiparon por entonces al pueblo y partidarios de Lara; y
Alí pudo, escoltado por sus defensores, ir a la posada del conde de
Candespina, adonde le llevaron para mayor seguridad. Hernando encontró
allí a su bella esposa entregada a la más cruel inquietud; pero con el
gozo de verle sano y salvo no se acordó siquiera de reprenderle por
lo que ella llamaba su temeridad. Advertimos a nuestros lectores que
el conde había suplicado a Hernando que ocupase con su esposa una
habitación de su propia casa; y dejaremos para el capítulo siguiente
referirles lo que en ella pasó con el valeroso Alí, hijo de Hamet.

[Ilustración]




CAPÍTULO IX


El suceso de Alí había puesto en fermentación todos los espíritus
en la corte de Castilla. Los dos partidos de Candespina y Lara,
que hasta aquel punto habían conservado al menos las apariencias
de la urbanidad por respeto a la reina, rota una vez la barrera no
querían volver a entrar en sus respectivos límites; y cierto género
de hombres turbulentos por naturaleza e interés, que no faltaban en
ambas facciones como nunca han faltado en semejantes casos, hablaban
de someter al juicio de Dios, esto es, a la suerte de las armas,
la decisión de sus contiendas. En un instante desaparecieron todos
los preparativos hechos para festejar el casamiento de doña Leonor
y Hernando. Cada caballero corría a su casa a armarse y a armar a
sus criados; los ciudadanos se retiraban también a sus hogares, mas
era a encerrarse en ellos para ponerse a cubierto de los horrores
que preveían; y por último, en el mismo alcázar se tomaban las más
vigorosas medidas para prevenir todo accidente. Don Diego López, que
mandaba la guardia de la reina, aseguró a esta señora que nada tenía
que temer por su persona aun cuando el furor general llegase a tal
punto que hubiera quien pensase en atacarla; y como doña Urraca conocía
la lealtad y valor del señor de Nájara, se tranquilizó lo bastante para
pensar en interponer por fin su autoridad en aquel negocio, enviando
dos mensajeros en busca de los condes de Candespina y Lara. Pero lo que
nosotros hemos referido en poquísimas líneas fue obra en León de más
de una hora. Durante este tiempo el joven Alí se conciliaba cada vez
más el afecto de sus protectores. La condición del moro correspondía
en efecto a cuanto de su bien dispuesta persona podía esperarse;
afable con extremo, cortés sin ser lisonjero, y con un talento claro
y bien cultivado: Alí arrastraba tras de sí los ánimos de cuantos le
escuchaban. Ya se supondrá que si la discreción del conde de Candespina
fue bastante para que no hiciera pregunta ninguna a su huésped sobre el
motivo de su odio al conde de Lara, ni Hernando ni su esposa pudieron
contenerse; y a la verdad su curiosidad no carecía de disculpa.

—Confieso —le decía Hernando— que he admirado vuestra serenidad,
viéndoos rodeado de una multitud de furiosos que clamaban por vuestra
muerte.

—La vida de los hombres depende de la voluntad de Dios —contestó el
moro—, y no hay poder bastante en la tierra para atrasar ni adelantar
un momento el instante de su muerte.

—Buena será esa máxima —replicó Leonor—, pero yo sé decir de mí que
estaba muerta de miedo.

—¿Y cuándo la cándida paloma ha alzado tanto el vuelo como el águila?
—contesto el moro.

—¿Y no pensabais —volvió a decir Leonor—, no pensabais en la pena que
vuestra muerte hubiera causado a vuestra dama, si la tenéis...?

—Hermosa cristiana, las dulzuras del amor no me han sido concedidas;
pero tengo en cambio una hermana a quien mi muerte hubiera dejado sin
amparo.

—¿Una hermana? ¿En Granada?

—Mi patria es Sevilla; pero mi hermana está en León.

—¡Válgame el cielo! En León tenéis hermana. Hernando, si vos
quisierais...

—Mi esposa —dijo Olea— desea tener a vuestra hermana en su compañía.
Concededla esta gracia.

—Cristianos, me colmáis de favores.

—Dejad eso y marchad a buscarla.

—¿Qué decís? —interrumpió el conde—; este caballero no puede salir de
aquí sin peligro de su vida; que diga donde está su hermana, y se irá
por ella.

Alí señaló la posada en que había dejado a su hermana guardada por
algunos esclavos; y varios criados del conde guiados por el negro
escudero fueron en su busca. Entre tanto no perdonaba medio ninguno
la astuta doña Leonor para saber del moro el origen de su odio al
conde de Lara: pero este, eludiendo unas preguntas y haciéndose el
sordo a otras, dejó burlados todos sus ardides, sin que la respuesta
más directa que dio pasase de decir que el hombre de honor no debía
publicar sus afrentas hasta que estuviesen vengadas. Desembarazado
por fin de aquella especie de examen fiscal, se ocupó con el conde de
Candespina del asunto que parecía absorber toda su existencia. El conde
le ofreció toda su protección, y cuando vino el mensajero de parte de
la reina a buscarle, tomó a su cargo la comisión de suplicarle que le
concediese una audiencia. Bien hubiera querido Hernando acompañar a su
amigo al alcázar; mas como la orden de la reina nombraba únicamente al
conde de Candespina, quiso este ir absolutamente solo. Ya estaba Lara
al lado de doña Urraca cuando don Gómez se presentó, y desde luego la
reina se quejó agriamente a ambos condes de la escandalosa escena de
aquella mañana. Fácil le fue disculparse al de Lara con solo hacer
presente que no habiéndose hallado en ella, ninguna responsabilidad
podía exigírsele: mas no así el de Candespina que había tomado en ella
una parte sumamente activa. Pero el noble castellano era incapaz de
arrepentirse de su generosa acción.

—Sí, señora —dijo a la reina—, he sacado el acero, me he puesto al lado
de un hombre a quien una multitud furiosa trataba de sacrificar, si
este es un delito, yo me confieso reo; pero no puedo arrepentirme...

—Y por un infiel —dijo la reina—, por un infiel ibais a derramar la
sangre de vuestros hermanos.

—Un infiel, señora, es un hombre; y asesinos no pueden nunca ser mis
hermanos.

—Conde don Gómez —exclamó Lara—, ¿asesinos llamáis a los caballeros de
la casa de Lara?

—Aunque sola Su Alteza tiene derecho a examinar mi conducta y palabras
—contestó don Gómez—, quiero que me digáis, conde de Lara, qué nombre
daremos a los que siendo ciento atacan a uno.

—Baste, caballeros —interrumpió la reina—, consiento en olvidar lo
pasado; pero es preciso que la paz se restablezca inmediatamente.

—Por mi parte —dijo Lara—, no tengo más voluntad que la de Vuestra
Alteza.

—Y yo —añadió don Gómez—, yo respondo a Vuestra Alteza de mis parientes
y amigos.

—Está bien, señores; retiraos pues, y cumplid vuestras promesas.

Lara se disponía a obedecer a la reina, pero Candespina le detuvo
para que oyese la súplica que en nombre de Alí iba a hacer a Su Alteza
para que le admitiese a su presencia. Este nuevo incidente desconcertó
a don Pedro, que se creía desembarazado para siempre de la presencia
del moro; pero no se atrevió a proferir una sola palabra que diese a
entender su descontento. La reina, por su parte, manifestó visiblemente
su desagrado de que el conde de Candespina tomase cartas en aquel
asunto; mas él con su acostumbrada inflexibilidad insistió tanto, y
con tales razones demostró que era de rigurosa justicia conceder a
Alí la audiencia que pedía, que al cabo la obtuvo para aquella misma
noche. Llegó esta en efecto, y doña Urraca, sentada en un magnífico
trono situado en una de las extremidades del más suntuoso salón del
alcázar, rodeada de sus damas y de la mayor parte de la nobleza de
Castilla, esperó, con un semblante en el cual a su pesar se leía no
poco descontento, el instante de recibir al moro, origen inocente de
las turbulencias de aquel día, quien no tardó mucho en presentarse
acompañado del conde de Candespina, Hernando de Olea y todos sus
parciales. Alí venía completamente armado, pero sin lanza ni escudo, y
Hernando también iba dispuesto a entrar en lid; los demás caballeros
llevaban vestidos de corte. Desde luego las armas de Hernando llamaron
la atención general, pero pronto se dedicó toda al moro, que después de
sus acostumbrados saludos y de haber recibido de la reina la orden de
exponer brevemente su súplica, lo hizo en esta forma:

—Reina de Castilla, mi súplica ya la sabes: soy noble, estoy agraviado;
solo vengo a pedir un palenque en el que, con la ayuda de Alá, espero
recobrar mi honra.

—¿Quién te ha ofendido?

—El conde de Lara.

—¿Cómo puedo yo haberte ofendido, infiel —exclamó Lara—, si en mi vida
te he visto?

—Silencio —dijo la reina—, nadie sea osado a hablar sin mi permiso. Y
tú, contesta: ¿es cierto que nunca has visto al conde de Lara hasta hoy?

—Nunca.

—¿Cómo pues te ha ofendido?

—¿Cómo? Él lo sabe: mi nombre le descubrirá el arcano. Conde de Lara,
yo soy Alí, hijo de Hamet.

Todos los ojos se fijaron en Lara, a quien este apóstrofe hizo mudar
de color; pero sea que no se atreviese a faltar a las órdenes de la
reina, contestando sin que esta se lo mandase, o bien que no quisiera
o tuviese qué responder, lo cierto es que guardó el más profundo
silencio. Doña Urraca, después de haber considerado atentamente a los
dos adversarios, se volvió a Alí y le dijo:

—Singular es que seas su enemigo sin conocerle; pero al menos nos dirás
cuál es la ofensa que te ha hecho.

—Cuando Lara no exista la sabrás, reina.

—Moro, recuerda que hablas con la reina de Castilla, y obedece sus
mandatos.

—Alá me preserve de faltarte al respeto; pero en tanto que mi ofensor
viva, mis labios no pronunciarán nunca el agravio que me ha hecho.

—Para que yo consienta el combate debo saber la causa.

—Yo reto por traidor y desleal al conde de Lara en vuestra presencia,
damas y caballeros. ¿No basta esto en Castilla para que un noble salga
a la palestra?

—Y sobra —contestó Candespina—: Vuestra Alteza no puede ya oponerse al
combate sin menoscabo de la honra del conde de Lara mismo.

—Callad —exclamó colérica la reina—; callad, y sea esta la última vez
que se falte a mis órdenes. En fin, moro, resuelves no comunicarnos de
qué acusas al conde de Lara.

—Él lo sabe, repito, y si no es un cobarde, recogerá esa prenda —y al
mismo tiempo le arrojó un guante, que cayo a los pies de su enemigo.

Este permaneció inmóvil; pero la reina se dirigió a él, diciéndole:

—Veamos si vos, conde de Lara, nos aclaráis este misterio.

—Yo, señora, nada sé; no conozco a ese infiel, y su nombre hiere hoy mi
oído por primera vez.

—Caballeros, ya oís la respuesta del conde.

—Y yo sostengo —exclamó Alí— que ha mentido.

—Miserable —contestó furioso Lara cogiendo el guante—, tu vida me dará
satisfacción.

El conde de Lara no había manifestado hasta entonces la menor
inclinación a combatir con el moro; pero ya fuese que no pudo
resistir a las injurias que Alí le hacía, ya que conociera que su
pusilanimidad iba a perderle para siempre aun en la opinión de sus
mismos partidarios, lo cierto es que al coger el guante parecía
animado por el noble resentimiento de un hombre de honor cruelmente
ofendido. Tanto los caballeros como las damas presentes manifestaron
con una especie de aplauso la satisfacción que les causaba el proceder
del conde, y volvieron la vista hacia Alí para ver si conservaba o
no la entereza que hasta aquel punto había manifestado; pero lejos
de verse la más mínima señal de turbación en el rostro del joven
musulmán, brillaba en sus ojos todo el fuego de la venganza, pronta a
satisfacerse. Doña Urraca misma permaneció algún tiempo silenciosa y
pensativa, contemplando ora a Alí, ora a Lara, que ambos enfrente de
ella esperaban con visible impaciencia su resolución; hasta que por fin
anunció que pues el conde de Lara había recogido la prenda del combate,
por no desairarle consentía en que se verificase, y señalaba para que
tuviese lugar el octavo día, a contar desde aquel. Alí dio las más
expresivas gracias por la merced que se le hacía, y se retiró después
de haber dicho que el caballero Hernando de Olea le honraba siendo su
padrino en aquel combate. El conde de Lara nombró para que lo fuese
suyo a Gutierre de Cetina, su deudo, que ejercía las funciones de
mayordomo de la reina; y en seguida se dispersó la reunión.

[Ilustración]




CAPÍTULO X


Mientras que en el alcázar de Burgos pasaban los sucesos que han
dado materia al capítulo anterior, la esposa de Hernando de Olea
desempeñaba los deberes de la hospitalidad con la interesante hermana
de Alí, con una dulzura de que solo las mujeres son capaces. Zulema,
que así se llamaba la joven mora, tendría como unos diecisiete años
de edad, reuniendo además en su persona todos los dones que puede
la naturaleza dispensar a una mujer para cautivar los corazones de
cuantos la miren; pero no brillaba su rostro con los vivos colores
tan propios de sus pocos años, ni la alegría de la juventud animaba
dos ojos negros como el ébano; antes, por el contrario, su palidez y
lánguido mirar descubrían que su corazón sufría el peso de alguna grave
desgracia. Todo esto lo vio desde el primer instante doña Leonor, y
como estaba dotada de sobrado ingenio, se prometió que la sencilla
sevillana descubriría sin duda el secreto que su hermano guardaba tan
cuidadosamente. En efecto, pasados los primeros cumplimientos, nuestras
dos damas, jóvenes ambas, y ambas con un semblante tan afable que las
provocaba a una recíproca confianza, parecían sin embargo suspensas,
no atreviéndose ni una ni otra a entrar en materia, hasta que doña
Leonor, como de más edad y experiencia, tomando una mano de Zulema y
estrechándola con la suya, rompió el silencio diciéndola:

—Mal parece en una niña como vos tanta tristeza: consolaos, y creed
que, ya que no esté en nuestra mano devolveros lo que tal vez habéis
dejado en Sevilla, haremos cuanto esté de nuestra parte para solazaros.

—¡Ah, señora! —respondió casi llorando Zulema—, ¡cuán bondadosa eres!
Pero no repares, te suplico, en mi melancolía que no puedo desterrar...

—¿Cómo, a vuestros años, puede haber penas tan profundas?

—¡Ay!, la herida está en el corazón, bellísima cristiana, en un corazón
que jamás había padecido y por eso es más dolorosa; por lo mismo será
eterna.

—¡Pobrecilla criatura! ¡Cuánto diera yo por poder aliviar tus penas!

—¿Aliviarlas? Imposible..., imposible. Más fácil sería que el
Guadalquivir dejase de derramar sus aguas en el mar.

—¡Infeliz!, ¿y ninguna esperanza os queda?

—Ninguna, como tú dices: ninguna.

—Acaso la muerte...

—¡Ojalá! Al menos esperaría ser feliz cuando Azrael cortase el hilo
de mi vida. Mas dejemos, amable señora, de ocuparnos en mis penas,
no venga yo a turbar tu felicidad con mis lamentos tan inútiles como
importunos.

—No lo son por cierto para mí. Consolar al triste es un precepto de la
verdadera religión...

—¡Ah! —exclamó Zulema arrebatada—, ¿por qué ha de haber monstruos que
se complazcan en atormentar a sus semejantes, siendo cristianos?

—Luego a un cristiano debéis vuestras penas.

—A un cristiano, sí; a un cristiano en el nombre; a un pérfido, a un
malvado. Tú le conocerás tal vez: es hermoso, es amable, es seductor;
pero sus entrañas son más duras que las del tigre.

—Sosegaos, amor mío; por Dios, sosegaos, y decidme su nombre: tal vez
podremos hacer...

—Nada, nada. Un corazón traspasado no puede curarse. ¿Pero qué podré
yo negar a quien tanto amor me muestra por la primera vez? Sabrás el
nombre del malvado que me ha hecho desgraciada: sabrás la dolorosa
historia de la infeliz Zulema.

Si al principiar la conversación referida, la curiosidad sola movía a
la bella Leonor a inquirir el secreto de sus huéspedes; ya viendo el
dolor de la triste Zulema, únicamente la compasión la dominaba; y a la
verdad hubiera sido necesario tener un corazón de piedra para resistir
a sus lágrimas.

La narración de su triste historia que vamos a insertar perderá sin
duda gran parte del interés que inspiraban ya el dulce sonido de la voz
de Zulema, ya el fuego o rubor con que refería algunos pasajes de ella;
pero la crónica no conserva más que la especie de extracto que sigue, y
tal como lo hemos encontrado así lo trasladamos.

Durante el reinado del padre de doña Urraca, la comunicación entre
moros y cristianos, como se ha dicho anteriormente, fue más común que
en ningún otro; y esto dio lugar a que visitando Hamet, moro sevillano,
tan opulento como sabio, la corte de Castilla, trabase amistad con don
Gonzalo, conde de Lara, cuyo hijo era don Pedro, de quien tanto hemos
hablado en nuestra narración.

Entre los diversos y profundos conocimientos que Hamet poseía, no era
de los menos importantes el de la medicina; ciencia que en aquellos
tiempos puede decirse que era patrimonio exclusivo de los árabes y
judíos, que la ejercían aun entre los mismos cristianos; ofreciéndonos
la historia ejemplo de algún monarca que pasó a reino infiel con objeto
de curarse de dolencias a que no hallaba remedio en su propio país. La
amistad, pues, del viejo conde de Lara con Hamet, la ciencia de este,
y la pertinacia de cierta enfermedad que su hijo padeció siendo ya
adulto le movieron a que le enviase a Sevilla a ver si su amigo podía
restituirle la salud.

Don Pedro de Lara se presentó en casa de Hamet, como un año antes de
los acontecimientos principales de nuestra historia, rico con los
dones de la naturaleza, y con cierto aire de interesante languidez que
inspiraba una compasión fácil de convertirse en amor en el alma de una
joven, aunque hubiera sido más experimentada que la inocente Zulema.
El moro recibió al noble castellano con la cortesía y magnificencia
con que todos los orientales ejercen la hospitalidad, y la dulzura y
flexible carácter de su huésped le cautivaron de tal modo que no tardó
en tratarle como a un hijo. A poco de estar Lara en Sevilla murió su
padre; y este acontecimiento, obligándole a no presentarse en público,
aun las pocas veces que sus males físicos lo permitían antes de él,
hizo que se constituyese a vivir enteramente en familia con Hamet y
Zulema; pues Alí, hermano de esta, se hallaba a la sazón en África
con unos parientes. Zulema era quien preparaba las salutíferas yerbas
que su docto padre recetaba a Lara; Zulema se las administraba por su
mano, y Zulema era quien continuamente procuraba distraerle de sus
penas. Al paso que la ciencia del padre le restituía la salud, la
belleza naciente, el candor, y la amabilidad de la hija inflamaban
la sangre del noble castellano, y la fiebre del amor se apoderaba de
todos sus sentidos. Zulema debía a la naturaleza el funesto don de
la sensibilidad más exquisita; palpitaba violentamente su corazón
oyendo referir cualquier desgracia, y sus ojos se llenaban de lágrimas
con la mayor facilidad. ¿Qué extraño será pues que un joven bizarro,
atacado a un tiempo por una enfermedad, y la pérdida del autor de sus
días, inspirara a la tierna Zulema una pasión que ya era invencible
cuando ella apenas presumía sentirla? Nada más natural; pero nada
tampoco más funesto para ella. Como quiera que sea, se pasaron muchos
meses sin que ambos jóvenes se hablasen de amor. Zulema se informaba
de las costumbres de los cristianos y de su religión: Lara respondía
minuciosamente a todas sus preguntas, y pintaba con tales colores
la dulzura, la luz de la verdadera fe, que la joven mora empezó a
dudar de sus falsos ritos, y a desear instruirse más a fondo en los
sagrados misterios de nuestra redención. Aunque don Pedro fue siempre
naturalmente vicioso, sin embargo, en la época de que hablamos, no
habiéndose aún desenvuelto en él el germen de la ambición, conservaba
gran parte de las sanas máximas que en su esmerada educación se había
procurado inculcarle, y la idea de convertir a Zulema a la religión
santa de la fe le arrebató. Pero las conferencias sobre este punto
no podían tenerse ni delante de Hamet, ni en paraje en que entrando
cualquiera de los comensales de la casa, pudiera sorprenderles en
una conversación que, una vez descubierta, podía costarle a Lara la
cabeza; y por lo mismo escogieron los dos jóvenes el jardín de la
casa, delicioso como todos los de la ribera del Betis. Allí, a la
sombra de los laureles y naranjos, y respirando un aire embalsamado
con el delicioso aroma de la purpúrea rosa y el nevado jazmín, oía
Zulema atentamente las lecciones de Lara: se enternecía escuchando
la barbarie de los judíos con el Redentor del mundo, y grababa en
su corazón las máximas de dulzura, de tolerancia y de caridad, que
son la base de nuestra creencia. Lara, favorecido por la belleza y
santidad del asunto, parecía más elocuente, más seductor que nunca; y
al paso que los ojos de la mora se abrían a la luz de la revelación,
su misionero se apoderaba enteramente de su alma. Mientras que el
castellano, dudando de convertir a Zulema, se ocupó exclusivamente en
asuntos religiosos, su celo fue loable; sus intenciones puras, su fin
santo; pero desde que ya enteramente convencida la hija de Hamet no le
fue necesario tanto estudio, la pérdida de la joven pudo tenerse por
inevitable.

—Zulema —le decía una noche sentados ambos al pie de un copudo y
antiguo laurel—: Zulema, si alcanzas la salud eterna con el bautismo,
¿qué cristiano podrá creerse más feliz en la tierra que el que sea tu
esposo?

—¿Y quién, Lara, querría unir su suerte con la mía? —contestó llena de
rubor la mora.

—¿Quién, Zulema? Todos. La rosa de abril no te iguala en belleza,
la azucena no es más cándida que tú y ningún sabio te aventaja en
discreción. ¿Qué te falta pues para ser amada?

—Amigo mío, tú me adulas.

—No, Zulema, no te adulo; pero dime: ¿tu corazón no ha palpitado aún
por ningún hombre?

—¡Ah!

—¿Suspiras, Zulema? Tú amas; ¿a quién?

—Lara, amigo mío, yo amar...

—Sí, tú amas; y tu misma turbación me lo demuestra. Tú amas, Zulema; un
mortal venturoso ha sabido cautivar tu corazón, y yo... ¡infeliz...!

—¿Tú infeliz, Lara? ¿Por qué?...

—Cruel, ¿qué preguntas? Tú eres la causa de mi tormento.

—¿Cómo es posible que yo te atormente, Lara; yo que por no verte
padecer un instante daría toda mi existencia?

—Pero tú amas a otro, y yo te adoro —dijo enajenado y atrayéndola a sus
brazos.

—¿Me adoras? —contestó Zulema casi sin sentido—. ¿Me adoras? Y bien, yo
te idolatro.

Zulema era esposa de Lara un instante después. El castellano la
prodigaba las más tiernas caricias, haciéndola mil juramentos, tal vez
sinceros entonces, de constancia y fidelidad; pero la víctima infeliz
perdió desde aquel día el reposo, y no volvió a recobrarlo jamás. Había
faltado a su deber, y el remordimiento la atormentaba, persiguiéndola
al mismo tiempo los más fatales presentimientos que demasiado pronto se
verificaron.

Lara, recobrado enteramente de su dolencia y satisfecho ya su amor
propio con haber triunfado de la virtud de Zulema, aprovechó la
ocasión que le ofrecían los disturbios de su patria para regresar a
ella, dejando a su esposa inconsolable a pesar de las protestas que
le hizo de volver antes de mucho a pedírsela por mujer a su padre,
protestando para no hacerlo entonces lo revuelto de los negocios de
Castilla.

La infeliz Zulema quedó en Sevilla tan desconsolada como Ariadna en
el desierto: los días volaban, los meses también, y Lara no parecía
ni daba noticia de su persona. Su continuo padecer atacó su salud, y
por otra parte sus relaciones con Lara habían sido demasiado íntimas
para que dejaran de manifestarse. El anciano Hamet vio el estado de
su hija: adivinó parte de lo sucedido, supo el resto de su boca; y el
dolor de la pérdida de su amada hija, y de la honra de su familia, le
condujeron en pocos días al sepulcro. Alí, a quien los lectores ya
conocen, regresó al seno de su familia precisamente a tiempo de saber
la desgracia de su hermana, y de ver exhalar a su padre el último
suspiro. Hamet, que conocía la violencia del carácter de su hijo, y su
extremado pundonor, le hizo jurar que no maltrataría a la desgraciada
joven, cuya falta era bien excusable en sus pocos años. Juró Alí, y
cumplió su juramento; pero había prometido respetar a su hermana, mas
no dejar impune a su malvado seductor; y así, apenas cumplió con los
deberes de la piedad filial, tributando a los restos de su padre los
últimos honores, partió con Zulema para la corte de Castilla con objeto
de hacer en ella lo que ya hemos visto.

[Ilustración]




CAPÍTULO XI


La noche que Lara contaba haber empleado útilmente en la especie de
audiencia que doña Urraca le había prometido, se pasó la mayor parte en
el salón del alcázar con harto sentimiento suyo, no solo porque se le
escapaba la ocasión más favorable de adelantar sus asuntos, hallándose
la reina enojada contra el conde de Candespina por lo sucedido con Alí;
sino porque veía en la venida de este moro un grande obstáculo a todos
sus proyectos.

Su nombre, según Alí dijo, reveló a su enemigo el misterio de su reto;
pero Lara, viendo que el moro tenía la extravagancia, decía él, de
callar el motivo, se guardó muy bien de revelarlo, pues temía con
razón que una vez enterada de él la reina, caería para siempre de su
gracia; y por otra parte la perspectiva del próximo combate con el
joven sarraceno no le era nada lisonjera. Acosado, pues, de diversos
y desagradables pensamientos, iba ya a entrar en su casa cuando un
criado de palacio le paró llamándole por su nombre, y le intimó que de
orden de Su Alteza fuese con él inmediatamente. Obedeció el conde sin
replicar, y a poco se halló en el alcázar, en donde fue introducido
hasta la cámara de doña Urraca. Adornada esta señora todavía como lo
estuvo durante la audiencia, estaba sentada en un soberbio sillón,
apoyando el brazo en una mesa sobre la cual ardía una lámpara de
plata, y sus ojos fijos en la llama indicaban la profunda preocupación
de su espíritu. Entró Lara, y viéndola como absorta, se paró junto a
la puerta y esperó con aire sumiso a que su soberana le dirigiera la
palabra, en lo que se tardó algún tiempo, durante el cual la reina y el
conde parecían dos estatuas. Por fin doña Urraca hizo un movimiento
como el que vuelve en sí de un profundo letargo: examinó todo el
aposento con la vista, y sus ojos encontraron al inmóvil conde de Lara
que pacientemente esperaba aquel momento.

—¡Ah!, ¿vos aquí, conde de Lara? No os había visto aún, ¿que queréis?

—Vuestra Alteza me ha mandado venir.

—¿Yo?

—Al menos así se me ha dicho.

—Sí, es verdad: creo haber dicho que me alegraría haceros alguna
pregunta; mas no que vinierais precisamente ahora.

—Si mi presencia es importuna, señora, voy a retirarme.

—No, quedaos. Una vez que ya estáis aquí... No os vayáis.

—Nada puede mandarme Vuestra Alteza que me sea más lisonjero que el
permanecer en su presencia.

—Bien, bien. El conde de Lara siempre el mismo y galante caballero.

—¿Galante, señora, quién no lo será cuando su corazón está lleno...?

—Su corazón..., su corazón... Los labios están llenos..., pero...

—Crea Vuestra Alteza que...

—Silencio: pruebas, y no palabras. Vengamos al asunto. Es preciso que
yo sepa el origen de la escena de esta mañana y el desafío de esta
noche.

—Yo mismo lo ignoro.

—¡Oh! Eso es imposible; absolutamente imposible.

—¿Por qué, señora? Vuestra Alteza misma ha oído a ese sarraceno
confesar que jamás me había visto.

—Verdad es; pero su nombre..., ese nombre de Alí, hijo de Hamet,
produciendo el efecto de un talismán, y que ahora mismo os ha hecho
mudar de color; ese nombre, conde de Lara, encierra algún misterio que
la reina de Castilla quiere y debe aclarar.

—¿Qué no haría el conde de Lara por complacer a su reina, al objeto
exclusivo de sus pensamientos? Pero no puede explicar a Vuestra Alteza
las locuras o las maldades de un ser a quien no conoce.

—¿Y su nombre? ¿Y vuestra turbación?

—¡Mi turbación! Si así se llama a la justa ira que los insultos de ese
miserable han producido en mí: verdad es que me he turbado.

—Conde de Lara, explicadme entonces qué puede mover a un hombre a quien
no habéis ofendido, ni conocéis, a venir a retaros en mi corte, y a
medir sus armas con vos.

—Confieso, señora, que semejante suceso me sorprende tanto a lo menos
como a Vuestra Alteza; pero el favor con que la reina de Castilla me ha
honrado en algún tiempo me ha suscitado muchos enemigos...

—¿A un moro qué puede importarle que yo os favorezca?

—Nada, señora; pero un moro puede ser instrumento de ajena venganza.

—¿Qué decís, conde de Lara?

—Señora, que ese agareno pudiera muy bien ser un servidor de los que
han envidiado mi fortuna.

—¿Y en quién sospecháis tal vileza?

—En nadie: preguntádselo, señora, a los protectores de Alí; a los que
por un moro desconocido, al parecer, iban a entregar la corte de
Vuestra Alteza a los horrores de la guerra civil.

—Os entiendo; pero la enemistad os hace presumir cosas de que el conde
de Candespina es incapaz.

—Yo no he nombrado al conde; y repito a Vuestra Alteza que en nadie
sospecho; pero no habiendo yo ofendido a ese hombre, algún motivo
extraño debe haber para que venga a provocarme tan temerariamente.

—Esa reflexión no tiene réplica; pero repasad bien vuestra conciencia:
¿no habrá acaso alguna belleza de por medio?

—Sí, señora, la hay: la mayor de todas; una belleza incomparable.

—¿Su nombre?

—Doña Urraca.

—¿Habéis perdido el juicio?

—No, señora; pero estoy persuadido de que la belleza de Vuestra Alteza
es el origen de todo este lance.

—¿Cómo es posible?

—La envidia se engaña fácilmente: los que han visto las bondades de
Vuestra Alteza para conmigo las habrán interpretado de la manera más
favorable para mí..., y..., y lo demás fácil es de inferir.

—Hay en efecto algo de incomprensible en todo este negocio... Hernando,
padrino del moro... El conde protegiéndole... Infelices de ellos si
vuestras sospechas son fundadas.

—Permítame Vuestra Alteza, señora, una súplica.

—Decid.

—No se ocupe Vuestra Alteza en este asunto: la suerte de las armas debe
decidirlo, y no será mucha presunción de mi parte esperar que triunfe
conmigo la justicia.

—No dudo yo de vuestro valor; pero tampoco quiero exponer un vasallo
leal al dudoso éxito de un combate, para el cual, si vuestras sospechas
son fundadas, se habrán tomado precauciones.

—No importa, señora, concédame Vuestra Alteza la gracia de no mezclarse
más en este negocio; mis enemigos tomarían armas contra mí de la
intervención de Vuestra Alteza, y...

—Bien, bien. Dios decidirá, pues así lo deseáis, sin que yo intervenga
para nada.

—Vuestra Alteza podría hacerme invencible.

—¿Cómo?

—Si al entrar en la lid pudiera el conde de Lara lisonjearse de que el
corazón de doña Urraca...

—Mis damas os oyen, y la noche está muy adelantada: retiraos.

—¡Sin una esperanza!

—Nos volveremos a ver.

—¿Cuándo?

—Yo os avisaré, conde.

—Señora, recuerde Vuestra Alteza que tal vez dentro de ocho días...

—Basta; antes será.

—Al menos permítame Vuestra Alteza...

—Sea. Adiós.

El conde después de besar la mano a la reina se retiró.

A pesar de que Lara se lisonjeaba de haber preparado el ánimo de la
reina contra su rival, y alejado al mismo tiempo toda sospecha del
verdadero motivo por el que el hijo de Hamet le retaba, conocía que
esto sin embargo no era bastante. El plazo de ocho días señalado para
el combate había de expirar, y todas sus intrigas eran inútiles si
un bote de lanza de Alí ponía término a su vida, o le obligaba para
salvarla a unirse con su hermana; y esta consideración, unida al poco
amor que a los combates tenía, le atormentaba sin cesar. Pero Lara no
era hombre que se atuviera a lamentar su suerte. Resuelto a llegar
al mando supremo, los medios le eran indiferentes. Escrúpulos de
conciencia no los conocía; y las virtudes eran en su entender nombres
vacíos de sentido. Para más alentarle en la carrera del crimen le
había deparado la suerte en Lope un hombre capaz de todo lo malo, y
que solo en la perversidad se complacía. Nacido de padres tan pobres
como de humilde linaje, la sed del oro le devoraba; aborrecía a cuantos
veía halagados por la fortuna, y su propio amo, en cuyos intereses al
parecer tomaba gran parte, no estaba exento de su odio; mas como las
continuas intrigas del conde le proporcionaban medios de enriquecerse,
y los peligrosos secretos que de él poseía le daban un conocido
ascendiente sobre su persona, Lope le servía en efecto con celo.

Figúrese el lector a estos dos malignos personajes en el gabinete del
conde pocos instantes después de la conferencia de este con la reina,
paseándose apresuradamente el amo, y el criado quieto contemplándole
entre humilde y con desprecio, y con una sonrisa sardónica que indicaba
que ya comprendía que iba a empleársele en alguna de las acostumbradas
comisiones.

—Y bien, Lope, ya sabrás lo ocurrido esta mañana —dijo el conde.

—Nadie lo ignora en León, señor conde.

—Sí, la cosa ha tenido afortunadamente por testigo a todo el pueblo.

—Y los partidarios del conde de Candespina no se han descuidado tampoco
en publicarla.

—Eso por supuesto. Pero lo que tú no sabrás tal vez, será la escena de
esta noche.

—¿Cuál de las dos?

—¿Cómo? ¿Qué es eso de cuál de las dos?

—Quiero decir si de la audiencia pública o de la secreta.

—Silencio, señor entrometido: de la pública hablo.

—De esa, sí, señor.

—¡Hola! Pronto te han informado.

—Como tengo muchos amigos en el alcázar...

—Sabes lo que se quiere que sepas, y algo más, ¿no es verdad? Pero te
aconsejo que trates de olvidar lo último.

—Será como Vueseñoría mande.

—Bueno: así debe ser. ¿Y qué piensas de todo esto?

—Señor, nada: yo no pienso más que cuando mi amo me lo manda.

—¡Hipócrita! ¿Hasta conmigo quieres conservar tu máscara? Déjate de
gazmoñerías, y di tu parecer.

—Una vez que Vueseñoría lo manda...

—Al grano, al grano.

—Pienso que ese moro no es desconocido al conde de Lara.

—Muy bien pensado: veamos ahora el fundamento de tus acertadas
conjeturas.

—Si no me engaño, Vueseñoría ha vivido en Sevilla no hace siglos, y
según he llegado yo a entender, hubo en aquella ciudad una cierta mora
llamada Zulema, hija de Hamet, que dice el recién venido es también su
padre, que...

—Maldito seas, ¿de dónde sabes tú todo eso?

—Yo estaba al servicio del difunto conde, y veía con frecuencia las
cartas de Vueseñoría fechadas en Sevilla...

—Y poco te bastó para ponerte al corriente. Pues bien, es cierto:
Zulema era bella; yo joven; ella crédula...

—Vueseñoría astuto.

—Lope, cuidado con la lengua. Zulema sucumbió; Alí viene a vengarla; si
se sabe esta historia soy perdido.

—En efecto, doña Urraca no es mujer que sufra rivalidades.

—No; y además el virtuoso don Gómez sacaría gran partido de una
aventura que en sí no es nada.

—¿Qué ha de ser? Seducir a una mora y después abandonarla, ¿qué
significa?

—No te hagas el escrupuloso.

—Lejos de eso, soy de la misma opinión de Vueseñoría: la cosa nada vale.

—Valga o no valga, es preciso que no se sepa.

—Sería muy conveniente.

—Indispensable.

—Indispensable.

—¿Pero cómo se logra?

—Venciendo y matando Vueseñoría a Alí en el combate.

—Eso pronto está dicho: ¿y si yo sucumbiera?

—¡Imposible! El conde de Lara no puede menos de vencer a un infiel.

—Aun cuando eso fuera así, que ni tú ni yo lo pensamos, ¿en los ocho
días que faltan no puede ocurrírsele descubrir lo que hasta aquí ha
callado, o confiárselo al salvaje de Olea que se ha declarado su amigo?

—Y que apenas lo supiera lo referiría en voz clara e inteligible.

—Ya lo sé; ya lo sé; y eso precisamente es lo que quiero evitar.

—Adelante Vueseñoría el combate.

—La reina ha señalado ella misma el día, es imposible mudarlo; y
además..., además...

—No le parece cuerdo al señor conde arriesgar su persona y proyectos a
un juego tan incierto como el de las armas, ¿no es verdad?

—Quizás; a ver si tu fecundo ingenio...

—Vueseñoría me favorece.

—Vamos, ya sabes que sé pagar liberalmente tus servicios: tú mismo
señalarás la recompensa por este.

—¿Quién sabe el secreto?

—Alí.

—¿Nadie más?

—Es de presumir que no.

—¿Y Vueseñoría quiere que se sepulte para siempre este secreto?

—Sí, hombre, sí.

—Yo no conozco más que un medio.

—¿Cuál?

—Es muy violento.

—¿Pero es único?

—Sí, señor, y seguro.

—Pues dilo.

—Que muera Alí.

—¡Qué horror!

—Humilde criado de Vueseñoría.

—Espera..., ¿y no hay otro medio? Escucha, Lope, no te vayas.

—Veo a Vueseñoría hecho un ermitaño, y me retiro a rogar a Dios que dé
más fuerza a su brazo de la que tiene su espíritu...

—¡Malvado! ¿No conoces más medio que un asesinato?

—Hombre muerto no habla.

—Ni el que está en un calabozo puede hablar, al menos de modo que se le
oiga.

—Pero puede salir de él, y entonces...

—Entonces prefiero correr ese riesgo a cargar mi conciencia con un
crimen horrible.

—¡La conciencia del señor conde!

—Lope, basta lo dicho: Alí debe desaparecer de León; y yo no quiero que
muera.

—Vueseñoría dispondrá lo que haya de hacerse.

—Arrebatarlo y conducirlo a uno de mis castillos.

—¿Y si se resiste?

—Si se resiste..., entonces... se obra según las circunstancias.

—Ya entiendo: lo que el señor conde quiere es que toda la odiosidad
pese sobre mí. No importa; yo sabré servir a mi amo.

—Marcha. Y lo que haya de hacerse, cuanto antes.

—Será.

Con tan saludables designios se separaron aquellos monstruos; pero Lara
no podía ahogar enteramente el grito de su conciencia. En vano procuró
calmar su agitación con el sueño; el poco tiempo que durmió creía ver
a sus nobles abuelos alzar del sepulcro las frentes venerables, y que
ardiendo en ira le reprendían por el nefando crimen que intentaba.
«¡Asesino, asesino!», era el grito que resonaba en sus oídos; y así
pasó una de las noches más crueles de su vida. Sin embargo, el nuevo
día reanimó sus fuerzas, y como ya la propensión al mal era en él
invencible, no desistió de su infame proyecto, dejando a Lope continuar
en sus infernales maquinaciones.

[Ilustración]




CAPÍTULO XII


La tranquilidad se había ya restablecido enteramente en León dos días
después de la llegada de Alí; y el moro, como si al cabo de un corto
plazo no le esperara un cruelísimo combate, se ocupaba alegremente
en examinar las curiosidades del pueblo en compañía de alguno de los
parciales de Candespina; pues ni el conde, ocupado en negocios de la
mayor entidad, ni Hernando, que como buen novio no desamparaba el
lado de su esposa, tenían espacio para ello. Las mañanas las dedicaba
Alí a la ciudad; mas por las tardes salía solo y a caballo a recorrer
los alrededores de la capital, en los cuales echaba muy de menos la
fertilidad y hermosura de las márgenes del Guadalquivir.

Una tarde que ya puesto el sol se retiraba, según costumbre, de su
paseo para regresar a León, se vio de improviso atacado por cuatro
hombres montados como él, pero cubiertos de hierro de los pies a la
cabeza; y a pesar de su inferioridad, lejos de pensar en huir echó mano
a su cimitarra y acometió denodadamente a los asesinos, siendo tal la
furia con que descargó los primeros golpes, que sin valerle a uno de
ellos el temple de su casco, cayó redondo a los pies del sevillano. Aún
le quedaban, sin embargo, tres adversarios que no perdían estocada,
pues no llevando Alí escudo ni coraza, no tenía con qué defenderse.
Duró aquella lucha tan desigual algunos minutos, gracias a la extremada
destreza y valor del agareno; pero al fin, acribillado, como suele
decirse, de heridas, cayó sin sentido del caballo. No estaban sus
enemigos muy bien parados; pues uno había muerto y otro se hallaba
herido; pero satisfechos con haber conseguido su malvado designio, se
retiraron llevando el cadáver de su compañero, sin duda para ocultarle
en paraje en donde nunca se supiera de él.

Zulema vivía con Leonor. La hermosa mora había encontrado una verdadera
amiga en la esposa de Hernando; y doña Leonor, por su parte, cada día
amaba y compadecía más a aquella inocente víctima de la maldad de Lara.
Hasta entonces se había visto Zulema precisada no solo a no hablar de
sus penas, sino hasta a ocultarlas; pues aunque su hermano Alí la amaba
tiernamente, sin embargo, recordarle de cualquier modo que fuese la
desgracia y deshonra de su familia era medio seguro de enojarle; y nada
temía más Zulema que apesadumbrar al único protector que en el mundo
tenía; pero Leonor, sensible, discreta y afable, era una confidente de
un valor inestimable. Como mujer tomaba más interés por una persona de
su sexo tan vilmente tratada que ningún hombre hubiera podido tomarlo;
como amante comprendía y participaba de los sentimientos de la pobre
Zulema; y con su talento logró reanimar las fuerzas de aquel espíritu
abatido más de lo que se hubiera creído posible. La hermana de Alí no
estaba alegre, porque esto ya no podía darse en ella; pero la calma
de la resignación empezaba a manifestarse en su frente cuando el hado
impío vino a descargar sobre ella el último, el más cruel de los golpes.

Había ya pasado, y con mucho, la hora en que Alí acostumbraba a
regresar de su paseo, y Zulema procuró en vano disimular su temor,
hasta que conociéndolo la esposa de Olea, le dijo:

—No os inquietéis, pronto estará Alí de vuelta.

—Mi corazón, bella Leonor, no sabe más que temer desdichas —contestó la
mora.

—¡Pobre niña! Yo espero que por esta vez serán infundados tus temores.

—¡Ojalá!, amada amiga, ¡ojalá!

—Vamos, sosegaos; la menor circunstancia, la más insignificante basta
para que Alí se haya detenido...

—No lo creas. Mi hermano no altera fácilmente sus costumbres: es niño
en los años, viejo en las acciones.

—Bueno, pero a veces...

—Mirad, me parece que siento pasos, a ver si es Alí...

—No es Alí —contestó Hernando—, no es Alí, señora mía.

—¡Ah!, ¿vos sois, señor caballero? —le dijo su esposa—, ¿y vos también,
señor conde?, norabuena, me alegro; venid a ver si podéis tranquilizar
a esta pobre niña, ya llena de temor porque aún no ha vuelto su hermano.

—¡Bah, bah, señora! —exclamó Hernando—, ¿queréis que Alí viva como
un ermitaño? ¿Quién sabe si alguna cristiana habrá sabido amansar su
corazón?

—Tranquilizaos, amable Zulema —dijo el conde—, si Alí tarda, saldremos
a buscarle.

Zulema se aquietó en efecto, al menos en la apariencia, y la
conversación rodó algún tiempo sobre materias indiferentes; pero los
ojos de la mora no se separaban de la puerta, y el mismo Candespina no
estaba muy tranquilo tampoco, porque había llegado a conocer a fondo
al conde de Lara. Tanto tiempo pasó que al cabo la inquietud por Alí
fue general. Zulema lloraba; Leonor procuraba consolarla, pero también
sufría; Hernando votaba; y el conde mandó ensillar algunos caballos
para él, su amigo, y varios criados, que en dos tropas diferentes
salieron en busca del moro por dos distintas puertas de la ciudad.
Hernando rodó en vano largo tiempo por la campiña, pero don Gómez tardó
poco en encontrar el cuerpo de Alí, inmóvil, cubierto de sangre, y
con todas las señales de la muerte. Sería inútil decir la pena que le
causó aquel espectáculo y las sospechas que le hizo concebir, porque
son fáciles de suponer; y por lo mismo solo diremos que, recogiendo al
infeliz moro, marchó con él a su casa, con intención de ocultar por
algún tiempo tan funesto acontecimiento a la pobre Zulema; pero fue en
vano. Apenas sintió la hermana de Alí las pisadas de los caballos en el
zaguán, cuando, soltándose de los brazos de doña Leonor, se precipitó a
la escalera y salió al encuentro de los que conducían a su hermano. Fue
imposible evitar que arrojándose sobre el helado mancebo le abrazase
estrechamente.

—Alí, hermano mío —decía, como si pudiera oírla—, vuelve en ti, escucha
los lamentos de tu Zulema. —Y luego, soltándolo de repente—: pero no;
no me escuches: he dado la muerte a mi padre, soy causa de la tuya. La
maldición de Dios me persigue, soy un monstruo indigno de compasión.
Huid de mí, huid, ¿no veis la sangre de que estoy cubierta? Es la de
mi padre, es la de mi hermano: huid de Zulema... ¡Ah!... ¡Hamet!...
¡Asesinos! —aquí perdió el sentido la desdichada.

Condujéronla sus afligidos huéspedes a su lecho, y también a su
hermano se le depositó en otro, en donde observaron con la mayor
satisfacción que aún se descubrían en él señales de no haberse
extinguido enteramente la vida. Cuantos socorros fueron posibles se
suministraron al malherido moro, y merced a ellos logró recobrar el
sentido; pero los facultativos no se atrevían a responder de su vida.

Alí había abierto los ojos, mas no profería una palabra. Su vista
examinaba el aposento, y al parecer no comprendía cómo era que se
hallaba en tal situación; y ninguno de los circunstantes se atrevió
tampoco a romper el silencio.

Pero Hernando vino a poner fin a aquella escena muda. Cansado de sus
inútiles pesquisas, había regresado a su casa impaciente ya por saber
del moro:

—¿Ha padecido? —preguntó al primer criado que halló al paso.

—Sí, señor —contestó este—, y...

—Pues no lo decía yo, que al cabo..., pero nada, las mujeres parece
que son las mismas entre moros y cristianos.

—Pero, señor, si...

Hernando, sin escuchar más, subió apresuradamente las escaleras y se
fue derecho al cuarto de su esposa, que encontró vacío; otro tanto
le sucedió en el estrado y habitación del conde, a que en seguida
se dirigió; hasta que, por fin, entrando en la de Alí halló en ella
reunida la mayor parte de las gentes de la casa.

—¡Qué diablos! —dijo al entrar—, creí que no había nadie en la casa;
pero... ¡El cielo me valga! ¿Qué ha sucedido? ¿Qué tenéis, Alí?
Decidme, conde, por San Pedro...

—Callad, caballero —le interrumpió uno de los cirujanos—, porque...

—¿Y quién sois vos, pese a mi vida, para mandarme callar?

Y diciendo esto enarboló el puño sobre la cabeza del cirujano, que lo
hubiera pasado muy mal a no haber el conde de Candespina asido del
brazo al impaciente Olea, y explicádole en breves razones lo sucedido.
El enfermo, que desde luego había fijado la vista en la parte de su
aposento en que pasaba la escena referida, prestó la mayor atención
a las palabras del conde, y después de haberlas oído hizo seña con
la mano a los dos caballeros para que se acercasen, lo que en efecto
hicieron.

Viendo el facultativo que Alí trataba de incorporarse y se disponía a
hablar, le dijo que era preciso que se estuviera quieto si no quería
exponerse a graves riesgos; mas el moro le contestó:

—Cristiano, los días del hombre están contados, y tu ciencia no es
bastante a parar el golpe de la espada de Azrael; déjame pues morir en
paz. —Y después, dirigiéndose a don Gómez—: Conde, a ti solo y a tu
amigo tengo que hacer una revelación importante.

—Despejad; y a nadie se permita la entrada hasta nueva orden —dijo a
sus criados Candespina, y en un momento quedó el cuarto vacío.

Alí se incorporó en la cama: sus ojos, algunos minutos antes lánguidos
y abatidos, recobraron al parecer el antiguo fuego, y aun el rostro
algún tanto de los colores; el conde y su amigo le contemplaban
atentamente. En la fisonomía de don Gómez se dejaba ver una expresión
melancólica y profunda: miraba al moro con ternura y compasión, y con
una especie de desconsuelo indefinible; pero Hernando brotaba centellas
por los ojos: su arrugado ceño, el arrebatado color del rostro y la
mano izquierda apoyada en el pomo de la espada, al paso que con la
derecha enjugaba el sudor continuo de su frente, eran indicios de lo
violentamente que padecía.

El hijo de Hamet habló por fin de esta manera:

—El tiempo es precioso para mí, caballeros: antes de muchas horas habré
comparecido en presencia del Padre de los verdaderos creyentes; así,
no seré largo. Me habéis visto retar a Lara: ignoráis por qué; y no
debo bajar al sepulcro sin confiaros mi afrenta, tanto en muestra de mi
agradecimiento, como para dejar asegurada la suerte de la triste Zulema.

—Deponed en ese punto todo temor, noble Alí —le respondió el conde—,
si la desgracia hace, (que no lo creo), que perdáis la vida, vuestra
hermana será la mía. Para contar con mi amparo no hay necesidad de que
reveléis vuestro secreto.

—Conde de Candespina, Alí podrá morir, pero su gratitud a vos le
seguirá aun más allá del sepulcro; pero escuchadme en silencio, porque
siento faltarme las fuerzas. El conde de Lara ha seducido a mi hermana,
violando las leyes de la hospitalidad y abusando de su inocencia.

—¡Malvado! Yo le juro... —exclamó Hernando; pero el conde le
interrumpió.

—Dejadlo por ahora; escuchemos a este joven.

—Yo he venido —continuó Alí— a vengar mi afrenta; el cobarde,
desconfiando de vencerme, me ha hecho asesinar.

—¡Santo cielo! —dijo ocultándose el rostro entre ambas manos
Candespina.

—Por el alma de mi padre, que si eso es así, no ha de escaparse de las
manos de Hernando.

—Sí —volvió a decir Alí, visiblemente complacido del interés que las
exclamaciones del conde y Hernando manifestaban—, sí, me ha hecho
asesinar y no puedo dudarlo.

—¿Cómo pues lo sabéis? —preguntó don Gómez.

—De la boca de los ministros de su crimen.

—¿Y han osado...?

—Creían que Alí ya no existía; pero aún alentaba y conservaba sus
sentidos, cuando, viéndome caer del caballo, uno de aquellos perversos
les dijo a los otros dos: «Esto se ha concluido». «Sí», le contestaron,
«sí se ha concluido; pero hemos perdido un compañero». «A ese se le
enterrará, y su parte en la recompensa prometida por Lope en nombre
del conde de Lara...», le replicó el primero, y no pude oír más porque
perdí el conocimiento. Conde de Candespina, guardaos del de Lara, o
podréis tener mi suerte.

—No hará muchas más felonías, amigo Alí, yo os lo prometo a fe de
caballero.

—Noble Hernando, vuestra amistad endulza mis últimos momentos; pero
renuncio a vengarme; ¡no permita Alá que por causa mía haya de derramar
una sola lágrima la bella Leonor!

—Imitad, Hernando, la cordura y generosidad de este valeroso caballero.
Atacar vos al conde de Lara no sería glorioso ni conveniente en las
circunstancias presentes de la patria; pero dejando esto aparte, Alí,
yo os prometo a fe de caballero servir de padre a vuestra hermana si
vos morís; y Hernando...

—Yo también lo juro sobre la cruz de mi espada; Zulema será mi hermana.

—¡Azrael, Azrael! Ven cuando quieras, el decreto del destino puede
ejecutarse ya sin causarme temor.

Las manos del moro estaban cada una en las de los dos cristianos;
Alí recostó la cabeza sobre la almohada; pronunció en voz baja
algunas palabras en árabe, que se presumió ser de oración a su falso
profeta, y como si la naturaleza no hubiera aguardado más que a que
hubiese revelado su secreto para poner término a su vida, exhaló el
último suspiro en brazos de los dos nobles castellanos, cuya tristeza
concebirá el lector.

[Ilustración]




CAPÍTULO XIII


La muerte del joven y malogrado Alí produjo una consternación general
en la casa del conde de Candespina, pues sus pocos años, el valor que
demostraba y su mucha cortesía le habían granjeado en breve tiempo el
afecto de cuantos le habían tratado. ¿Pero qué pluma sería capaz de
describir el dolor de la inconsolable Zulema al perder el último de sus
protectores naturales? No será la nuestra la que lo intente; quien no
tenga un corazón de diamante comprenderá fácilmente la angustia de la
desvalida mora. Mas aquel funesto acontecimiento dio al parecer nuevo
vigor a su espíritu: la palabra venganza salió, por primera vez acaso,
de sus labios; y absolutamente insistió en que se había de presentar a
la reina a pedir justicia. El conde de Candespina no se opuso a que
parte tan interesada como ella diera semejante paso; pero sí a que su
amigo Hernando retase públicamente por traidor al conde de Lara, como
quería hacerlo.

Tuvieron sobre esta materia Hernando y don Gómez un largo altercado,
y lo único que el último consiguió del primero, fue que le prometiera
abstenerse de hacer mención del hecho del asesinato, que no estaba
enteramente probado se hubiese ejecutado por orden de Lara; porque si
bien no era creíble que Alí en los últimos instantes de su vida, y
desmintiendo su acrisolada virtud, hubiera inventado tan negra calumnia
contra su enemigo, sin embargo parecía posible que, debilitado por la
mucha sangre que había perdido, hubiese delirado la conversación que
refirió pocos minutos antes de expirar. Este raciocinio, que logró
calmar algún tanto la cólera del de Olea, no carecía de verosimilitud;
mas por desgracia el infeliz Alí no había delirado.

Ya se ha visto en la última conversación que del conde de Lara con su
confidente hemos referido, que el infame Lope había tomado a su cargo
arrebatar al hermano de Zulema para llevarlo a uno de los castillos
del conde, y evitar así que se opusiera a sus designios; pero Lope
estaba avezado al crimen: todos sus horrores le eran familiares, y
hubiera podido rivalizar con los espíritus infernales en la perversidad
de corazón. La vida de sus semejantes era para aquel monstruo el
objeto más indiferente: desgraciado de aquel cuya existencia le era
bajo cualquier aspecto temible, porque poco tardaba en perderla. El
proyecto de encarcelar a Alí le disgustó desde luego, «porque puede
una casualidad», decía, «presentar al moro una ocasión de romper sus
hierros, y entonces, ¡ay de nosotros! No, señor, no; cuando el conde
vea muerto a su enemigo yo sé que se alegrará; y el perro además no ha
de volver del otro mundo a contar quién lo ha despachado. Por mi cuenta
sea: pocas horas le quedan de vida».

Formado este designio no pensó más que en su ejecución, principiando
por espiar las acciones de Alí. Poco tardó en averiguar la costumbre
que tenía de salir a paseo a caballo por las tardes, retirándose a
su casa ya entrada la noche; y pareciéndole que no podía ofrecerse
circunstancia más oportuna para su objeto, pagó a peso de oro los
servicios de los cuatro malvados que dieron muerte al malhadado hijo de
Hamet. Así que Lope supo que el crimen se había consumado, se apresuró
a buscar a su amo para noticiárselo.

—Señor —dijo al presentarse.

—¿Qué hay, Lope? —contestó el conde—, dos solos días faltan para el de
mi duelo, y Alí...

—No podrá presentarse en la palestra.

—¿Cómo? ¿Ya está preso?

—No, señor, pero..., Alí..., Alí no existe...

—¡Monstruo! ¿Qué has hecho?

—Yo nada: cumplir las órdenes de Vueseñoría.

—¡Miserable!, ¿y te he mandado yo por ventura que...?

—Vueseñoría me mandó que se le prendiese; pero que si se resistía se
obrase según las circunstancias. Cuatro hombres seguros y decididos
fueron a sorprenderle; en vez de rendirse, Alí dejó muerto en el campo
a uno; otro expira tal vez en este instante de las heridas de su
tremenda cimitarra...

—¿Y por qué no fue más gente?

—En efecto, el secreto era para confiarse a muchos.

—¿Conque en verdad murió?

—Sí, señor.

—Y el conde de Lara, gracias a tu perversidad, ha sido a su pesar
cómplice de un asesinato.

—Si se hubiera estado quieto el moro en su tierra...

—Y si yo no me fiara de ti... Marcha, Lope, huye para siempre de mi
presencia. Toma de mis tesoros la parte que te convenga: no te pongo
tasa, pero que mis ojos no vuelvan a verte jamás.

—No, señor: la suerte de Lope está ya unida para siempre a la del conde
de Lara; nos unen lazos indisolubles.

—Calla, miserable, calla, o...

—¿O qué, señor conde? ¿O qué? Nada temo. Vueseñoría no puede descubrir
mis fechorías sin que las suyas salgan a luz. Estoy tranquilo en esta
parte.

—Bien, déjame ahora; ya hablaremos en otro momento en que esté más
sosegado. Vete... Pero no: antes dime si estás seguro del silencio de
esos...

—Sí, señor: dos de ellos, merced al sevillano, cerraron ya su boca para
no volverla abrir. En cuanto a los otros dos, no querrán arriesgar sus
cabezas...

—Y si se les ofreciera la vida y por ella nos vendiesen...

—No es creíble; pero en todo caso...

—¡No más sangre! ¡No más sangre!

—Unas yerbas bien preparadas...

—No, Lope, no. Recompénsalos liberalmente; y sea después lo que el
destino ordene. Adiós.

Lara estaba realmente abrumado con el peso del crimen. Por una parte,
nunca había tenido intención de privar de la vida a Alí; y por otra,
veía que si el autor de aquel delito llegaba a descubrirse, no habría
quien, al saber que era Lope, dejase de creer que se había cometido por
orden suya. A todas estas reflexiones debe agregarse que la insolencia
con que su criado acababa de tratarle, le hizo conocer, aunque tarde,
que aquel malvado era capaz de venderle, siempre que sus intereses se
lo dictaran, y por lo mismo se decidió a deshacerse de él sin tardanza.

La media noche sería, cuando seguido de varios de sus hombres de armas
se dirigió al cuarto de Lope, que se hallaba durmiendo; despertáronle
al entrar el conde y sus soldados; incorporose en el lecho, no sin
algún sobresalto, y después de haber considerado atentamente a los que
le rodeaban, se encaró con su amo preguntándole qué se le ofrecía.

—Levántate, sígueme y lo sabrás —respondió desabridamente Lara.

—Obedezco —dijo Lope, y en efecto se vistió a toda prisa.

Luego que hubo concluido tomó su puñal antes que el conde pudiera
impedirlo; pero viéndole ya con él en la mano exclamó:

—Entrega tus armas, Lope; en el paraje adonde vas te serán inútiles.

—Es costumbre mía —replicó el criado.

—No importa: obedece y entrégalas.

—¡Señor! ¿Pues de qué se trata?

—De que mis criados aprendan a respetar al conde de Lara.

—No entiendo.

—Ya entenderás. Las armas.

—No. El puñal nunca: antes de entregarlo...

—¡Miserable! ¿Osas resistir?

—Comprendo vuestro designio: queréis que desaparezca todo vestigio...

—Silencio, o te cuesta la vida.

—Ingrato, antes morirás tú —gritó furioso.

Y hubiera ejecutado su designio si los soldados, arrojándose sobre
él, no le hubiesen detenido; mas viéndose próximo a caer indefenso en
poder del conde, dirigió contra su propio corazón el puñal homicida,
y terminó de un solo golpe una vida que toda había sido un tejido de
maldades.

Pero separemos la vista de este cuadro de horrores, y trasladémonos por
un instante al alcázar.

La reina se ocupaba aún en su tocado, la mañana siguiente a la muerte
de Alí, cuando se le anunció que el conde de Candespina pedía audiencia
para él y una enlutada dama que le acompañaba. Sorprendió no poco a
doña Urraca que el conde viniese con tal acompañamiento, pues debe
advertirse que Zulema había vivido con tal sigilo en compañía de Leonor
que nadie en la corte sabía que hubiese venido con su hermano.

—¿Conocéis a esa dama? —preguntó la reina a quien le entró el recado.

—No, señora; su rostro me es enteramente desconocido.

—Cosa rara. ¿Es joven?

—Una niña, si pueden creerse las apariencias.

—¿Hermosa?

—Sí, señora; pero su semblante indica alguna pena extraordinaria.

—El bueno del conde es el paño de lágrimas universal; mas no importa:
que entre.

Obedeciose la orden de la reina, y a pocos instantes se presentó ante
sus ojos la afligida mora, que para evitar las miradas de la curiosa
plebe vistió un traje negro de su amiga Leonor, y no parecía sino
que jamás había llevado otro. Como quiera que sea, la reina saludó
graciosamente al conde con la mano y una inclinación de cabeza, y
en seguida con una mirada, rápida y penetrante, examinó a la que le
acompañaba. Zulema era hermosa, la reina mujer, y acostumbrada a ser
el objeto exclusivo de las adoraciones: así, no es de extrañar que
ver venir a uno de sus amantes con una joven de tan singular belleza
causase en ella cierta sensación desagradable, que como a pesar suyo
transpiraba en la manera con que se dirigió a don Gómez:

—¿Qué nuevo misterio es este, conde de Candespina?

—Un misterio horrible, señora; pero la desdichada que Vuestra Alteza ve
a sus pies es quien debe hablar, no yo.

—¿Y quién es esta dama?

—Yo soy —dijo sollozando Zulema—, yo soy la infeliz hermana de Alí.

—¿Del moro que ha venido a retar al conde de Lara?

—Sí, señora —contestó el conde—, su hermana es.

—¿Y viene, por ventura —volvió a decir doña Urraca—, a desafiar por su
parte a alguna dama de mi corte, o es tal vez a mí?...

—Señora —interrumpió con notable severidad Candespina—, dígnese Vuestra
Alteza oírla hasta el fin, y después me parece que verá que esta
desdichada merece al menos toda su compasión.

—Sois un celoso protector de la belleza, conde. Alzad vos, niña mía;
alzad, y explicaos sin melindres ni rodeos.

Zulema no sabía qué era lo que pasaba por ella. El tono de la reina,
sus miradas alternativamente irónicas y severas, y la aspereza con que
sin causa la trataba, turbaron enteramente a aquella alma cándida e
inexperta; pero el conde, cuyo carácter no era de temple que pudiese
tolerar en su presencia tan notoria injusticia, tomó por ella la
palabra, explicándose en los términos siguientes:

—Vuestra Alteza me permitirá que sea yo quien la explique la causa del
dolor demasiado justo, demasiado verdadero de esta joven; de cuya
veracidad parece que mi reina duda, aunque sin causa. La desdichada que
ve Vuestra Alteza llora la muerte de su hermano...

—¿Qué decís? ¿Ha muerto Alí?

—Sí, señora, ha muerto.

—¿Y qué remedio puedo yo dar a ese mal?

—Remedio ninguno —interrumpió Zulema, cobrando aliento—; ninguno porque
no hay poder humano capaz de darlo.

—Tú misma lo dices, mora. Te compadezco; mas nada puedo hacer por ti.

—Vengarme, señora, o por mejor decir, hacerme justicia.

—¿De qué?

—De sus asesinos.

—¿De los asesinos de quién?

—De los de mi hermano.

—Mujer, ¿qué dices? El dolor te ha trastornado el juicio.

—No, señora —dijo don Gómez—, no ha perdido el juicio. ¡Ojalá se
engañase!, pero Alí ha muerto asesinado.

—¿Vos también, conde?

—Años ha, señora, que Vuestra Alteza me conoce, y debe saber que el
conde de Candespina no ha faltado jamás a la verdad.

—¡El cielo me valga! ¿Conque asesinado, decís?

—¡Asesinado, asesinado! —exclamó dolorosamente Zulema: yo he visto las
profundas heridas de su pecho: su sangre me cubre aún. ¡Justicia, reina
de Castilla, justicia!

—Sosiégate, infeliz, sosiégate —respondió doña Urraca visiblemente
enternecida—, y habla: ¿quién le ha muerto?

—Lo ignoro.

—¿Cómo pues se sabe que fue asesinado? Conde, explicádmelo.

El conde refirió a la reina el suceso de la muerte de Alí, omitiendo
sin embargo la revelación hecha por el moribundo con respecto a Lara,
en virtud de las razones que se han dicho. Doña Urraca le escuchó
atentamente, y después, volviéndose a Zulema, le preguntó:

—¿Tenía tu difunto hermano algún enemigo en León?

—Sí, señora —contestó la mora—, uno y muy poderoso.

—¿Quién es?

—El conde de Lara.

—¡Virgen Santísima! ¿Cómo puede ser el conde su enemigo si no le
conocía siquiera?

—Jamás había Lara visto a Alí hasta que vino a vuestra corte; pero la
desgraciada Zulema, señora, no le es desconocida.

—No eran pues infundadas mis sospechas; tú has sido la causa...

—Sí lo he sido, aunque inocente.

—¡Traidor!... Al momento refiéreme cuanto haya pasado entre los dos.

Zulema se vio en la precisión de referir de nuevo la historia de sus
tristes amores a doña Urraca, a quien solo la presencia del conde de
Candespina era capaz de contener para que no prorrumpiera en amargas
quejas contra el de Lara por haberla engañado. Mas a pesar de todo, la
inclinación que tenía a don Pedro le hablaba aún a su favor: dudaba de
la verdad de Zulema; y resolvió salir finalmente de su inquietud. Así
que la hermana de Alí terminó su breve y dolorosa narración, dijo:

—Yo he de apurar la verdad de este asunto. Pasad, conde, con esta niña
a la cámara inmediata, y esperad allí mis órdenes.

El conde obedeció y Zulema con él; y doña Urraca dio sus disposiciones
para salir en efecto de dudas.

[Ilustración]




CAPÍTULO XIV


Por más que el conde de Candespina, empleando alternativamente las
persuasiones, el halago y su amistad, se había esforzado para conseguir
que Hernando de Olea no se mezclara en el suceso de Alí, no podía este
caballero tranquilizarse de ningún modo. «He jurado», decía entre sí,
«ser el hermano de Zulema, y debo cumplirlo: las razones del conde
serán todas muy buenas; pero no me convencen; sigamos, pues, la senda
que el honor me manda». Con esta resolución se puso a pensar en qué
medio hallaría para cumplir con su obligación sin disgustar a su amigo,
a quien respetaba como a padre; y después de haber martirizado toda
la noche su pobre cabeza para encontrar el deseado expediente, se
resolvió por fin a dar el paso que vamos a ver.

Al mismo tiempo que Zulema y don Gómez marcharon al alcázar, se fue
Hernando a la casa del conde de Lara, quien al oír el nombre del que
venía a buscarle se quedó extrañamente sorprendido. «Hernando en mi
casa», se dijo, «no será para nada bueno».

Entró Hernando en el gabinete del conde, y recibiole este con muestras
de cortesía y agasajo; mas el amigo de Candespina sin contestarle le
dijo:

—Haced que nos dejen solos: el asunto de que tengo que hablaros es
reservado.

—Voy a complaceros —contestó el conde haciendo una señal a sus criados,
que al punto se retiraron—. Ya estamos solos.

Hernando sin responder dio una vuelta al aposento como para cerciorarse
de que no hubiese nadie escondido debajo de los tapices; en seguida se
dirigió a la puerta, que cerró con llave; y por último, desciñéndose
la espada y sacando la daga que llevaba en la cintura, las puso
ambas sobre un escaño. Asombrado y con no poco temor miraba aquellos
singulares preparativos Lara; pero no osaba decir palabra porque
conocía el carácter de Olea, y este tomando asiento frente a él empezó
a hablar de esta manera:

—Alí ha muerto asesinado...

—¡Santos cielos! ¿Qué me decís? —interrumpió don Pedro, y al mismo
tiempo cubría su rostro la palidez de la muerte.

—Sí, malvado, ya lo sabes, y tú eres el autor de su muerte.

—¿Hernando, a esto habéis venido?

—Sí, a esto; a esto solo.

—¿Qué pruebas podréis presentar de esa horrible calumnia?

—Tu conciencia y mi espada. ¿Te parecen bastantes? Pero aún te queda un
medio de salvar tu honra.

—Jamás la he perdido.

—Asesino, no abuses de mi paciencia. He depuesto las armas para que no
pudieras decir que te ataco con ventaja; pero con una mano me sobra
para darte el castigo que mereces.

—Basta, Hernando: sobrado tiempo he sufrido esa insolencia; idos, y si
tenéis alguna queja contra mí, exponedla ante quien convenga, yo sabré
responder.

—Con la lengua sí; sabes manejarla, ya lo sé; pero la espada te pesa
demasiado.

—¡Hola..., criados...!

—Silencio, silencio —le interrumpió Hernando asiéndole un brazo con tal
violencia que faltó poco para que se lo rompiera—; has de oírme hasta
el fin, y después eres muy dueño de llamar a tus criados, que yo sabré
contenerlos.

—Habla pues, y pronto —contestó el conde lleno de rabia y confusión.

—Tú has llenado de amargura los últimos instantes de la vida del amigo
de tu padre: tú has deshonrado a la hermana de Alí; y por último, has
cometido un asesinato para evitar el pelear como caballero con él. Eres
el baldón de los tuyos; la afrenta de los castellanos; el destructor
de tu patria. Has merecido la muerte, y la recibirás si no te conformas
con lo que voy a proponerte... No me repliques: óyeme. El pueblo
ignora que seas tú el asesino de Alí: este secreto solas dos personas
lo saben: el conde de Candespina es una, y yo la otra. Si quieres
salvarte...

Aquí llegaba Hernando, cuando un criado llamó fuertemente a la puerta
de la estancia en que se hallaba con el conde, a quien nada podía
causar más placer que ver interrumpida tan desagradable conferencia.

—¿Quién llama? —preguntó furioso Hernando.

—La reina manda —contestó el criado— que el conde de Lara se presente
inmediatamente en el alcázar.

—Ya oís —dijo Lara...

—Sí, ya oigo; y no me opondré a las órdenes de Su Alteza; pero
volveremos a vernos antes de mucho; y tiembla por ti si te atreves a
publicar esta conversación.

Diciendo así, tomó Hernando sus armas, abrió la puerta y se marchó,
dejando absorto y pesaroso al menguado conde. Sin embargo, este recordó
que debía presentarse a la reina; sacó fuerzas de flaqueza, y como
tenía sobrada costumbre de disfrazar sus naturales sentimientos, logró
tomar un aspecto bastante sereno para comparecer ante doña Urraca,
quien por su parte también se esforzaba para disimular su enojo.

—Os he llamado, conde —le dijo—, para daros una noticia que va sin duda
a sorprenderos: vuestro contrario Alí ha perecido ayer a manos de unos
asesinos desconocidos.

—Acabo de saber, señora, tan desagradable acontecimiento, y puedo
asegurar a Vuestra Alteza que a pesar de todo...

—Estoy persuadida de que el conde de Lara es incapaz de alegrarse de
semejante maldad; pero dejando esto aparte, sed franco: ahora que ese
moro no existe, ¿no me diréis qué motivos...?

—Mil veces he dicho a Vuestra Alteza, y lo repito ahora bajo juramento,
que nunca había yo visto a ese joven hasta que en presencia de Vuestra
Alteza...

—Sí, eso puede ser verdad; y, sin embargo, también sin verle pudierais
haberle agraviado.

—Que pudiera ser, señora, no lo niego, mas no ha sido...

—Hay, conde, quien dice lo contrario...

—Si Vuestra Alteza da oídos a mis enemigos, no habrá crimen que no se
me impute —y al decir esto se turbó extraordinariamente.

—No, a fe mía, no he escuchado en este negocio a vuestros enemigos.
Creedme, conde, confesad francamente a vuestra reina qué causa hizo al
joven Alí vuestro enemigo.

—Vuestra Alteza sabe que la ignoro.

—Yo sé que así me lo habéis dicho; pero la cosa es tan inverosímil...

—¿Y quién ha presentado pruebas que contradigan mi verdad? Nadie,
señora. Por el contrario: el mismo silencio de Alí ¿no prueba que no
tenía de qué acusarme?

—Hace dos horas tal vez me hubiera convencido esa razón; mas ahora...

—Y ¿qué causa ha podido haber para que yo pierda la confianza con que
Vuestra Alteza me honraba?

—Causa, ninguna. Solamente una reflexión, conde: habéis sido siempre
tan rendido con las damas que me parece probable que algún amorío...

—¡Qué delirio, señora! Mi corazón no ha amado más que una sola vez, y
esa con harta desgracia.

—Esa vez basta quizá para haber...

—No acabe Vuestra Alteza, señora; el objeto de mi amor nada ha tenido
que ver con ese moro; yo he amado, amo todavía, y amaré siempre, pero
será a mi reina.

—Basta, conde: no sabéis responder otra cosa. ¿Conque en efecto no
habéis vos provocado la enemistad de Alí?

—No, señora.

—Miradlo bien.

—Mirado está, señora.

Doña Urraca hizo seña a una dama de su servidumbre que allí estaba, y
esta salió inmediatamente de la cámara. Entonces abandonando la reina
el aire de fría tranquilidad que hasta aquel punto había afectado, se
levantó de su asiento y empezó a pasearse apresuradamente por la sala,
con admiración de Lara; hasta que, abriéndose la puerta, se presentó a
los ojos del asombrado conde la misma Zulema, pero vestida con el traje
propio de su nación.

Lara al verla creyó que el universo entero se desplomaba sobre su
cabeza, y exclamó involuntariamente:

—¡Zulema, tú aquí!

La reina se había parado en medio de la cámara, y con ojos
centelleantes de furor consideraba al pérfido conde que, aterrado, no
se atrevía a separar la vista del suelo.

—¿Tampoco —dijo la reina por fin—, tampoco habréis visto a esta joven
antes de ahora? Conde de Lara, responded: ¿qué se ha hecho de vuestra
elocuencia? Perjuro, ¿no decías que no habías agraviado nunca al
infeliz Alí? Responde.

Lara no podía articular una palabra, tal era su espanto; Zulema,
temerosa, se había quedado a la puerta de la cámara derramando copiosas
lágrimas que regaban sus descoloridas mejillas; y doña Urraca, que ya
no pensaba en enfrenar su enojo, continuó diciendo:

—No os atrevéis a responderme; pues bien, preparaos a sufrir el castigo
que merece quien engaña a su reina. ¡Hola! Venga el conde de Candespina
al momento.

Este nombre surtió un efecto mágico en don Pedro: oírlo y recordar al
momento que, según Hernando le había dicho, poseía don Gómez el secreto
fatal de la muerte de Alí, todo fue una misma cosa; y juzgando que
Candespina no despreciaría aquella ocasión de libertarse para siempre
de su rival, se dio por perdido.

—Señora —exclamó arrojándose a los pies de la reina—, no quiera Vuestra
Alteza humillarme ante el conde.

—Apartaos —contestó doña Urraca—, sois indigno de consideraciones.

—¡Ah, señora! He delinquido, es verdad, con Zulema; ¿pero debe Vuestra
Alteza ser quien me castigue por ello? La causa...

—Es vuestra perfidia. Venid, conde de Candespina; venid y encargaos
de este caballero que confío a vuestra guarda. Zulema, ya veis que
soy justa. Mañana será Lara vuestro esposo o perecerá en un cadalso.
¿Queréis más?

—No, señora. Quédese libre el conde de Lara: su corazón no es mío, y
aunque lo fuera, yo no podría ya mirar sin horror al que ha causado la
muerte de mi padre y la de mi hermano, y con ellas mi eterno dolor. Yo
he venido solo a pedir a Vuestra Alteza justicia contra los asesinos
del desdichado Alí, si puede averiguarse quiénes son.

—Y la obtendréis como yo llegue a conocerlos. Conde, llevaos al preso.

—¿Querrá Vuestra Alteza —dijo Candespina— escuchar una súplica?

—Decid presto.

—Pues bien, señora, yo ruego a Vuestra Alteza que el conde de Lara
quede en libertad. Su conciencia, el enojo de Vuestra Alteza, y el
menosprecio de todos los buenos harto castigo son para un noble.

—Y yo —añadió Zulema—, yo uniré también mis ruegos a los de este
generoso caballero. Piedad, señora.

Las lágrimas inundaron los ojos de doña Urraca, y después de un breve
rato de meditación, volviéndose a Lara le dijo:

—Salid de mi presencia, y no os volváis a presentar sin mi orden —y
luego, señalándole al conde de Candespina añadió—: este es vuestro
enemigo, procurad imitarle.

Lara, confuso y desesperado, se retiró; y don Gómez iba a hacer lo
mismo con Zulema, mas doña Urraca los detuvo. La generosidad del
conde y la perfidia de su rival le habían abierto los ojos por fin, y
resolvió premiar en aquel mismo instante los servicios y constancia de
su libertador dándole la mano de esposa. Sin embargo, fiel a su primer
proyecto de no dividir el trono con nadie, se lo hizo saber así al
conde; pero este, lleno de amor y enajenado de júbilo, respondió:

—Yo, señora, amo a doña Urraca, no a su trono; mi gloria será después
de ser su esposo, como lo es ahora la de ser su vasallo más fiel.

La triste Zulema hubo de presenciar aquella escena, que recordaba a su
afligido corazón la corta y venturosa época en que también a ella la
halagaban las dulces y lisonjeras ilusiones del amor, y aun parecía
que su alma bondadosa olvidaba parte de sus penas para tomarla en la
alegría de su protector; pero el dardo había penetrado demasiado para
que la herida pudiera nunca cerrarse. En vano doña Urraca le propuso
recibirla entre sus damas si quería quedarse en Castilla, o hacerla
llevar a su país si lo deseaba: la hermana de Alí, resuelta a entrar en
el gremio de los fieles, pidió por única gracia que se la administrara
el bautismo para retirarse después a un claustro.

Al cabo de no poco tiempo se retiró el conde con Zulema a su casa, y
enteró de su próxima dicha a Hernando y a Leonor, cuyo júbilo no puede
encarecerse bastante. Hernando contó a su amigo la conversación que
con Lara había tenido, diciéndole su objeto, que era el de obligar al
conde a que diese la mano a la pobre mora; «mas pues ella lo rehúsa»,
concluyó, «inútil es insistir más».

Pocos días después del de la escena referida recibió Zulema el
bautismo, siendo sus padrinos el conde de Candespina y doña Leonor; e
inmediatamente tomó el velo de novicia en uno de los conventos de León,
donde a su debido tiempo profesó; siendo los pocos años que sus penas
la dejaron vivir un modelo de virtud, dulzura y paciencia: dotes dignas
a la verdad de mas próspera suerte que la que su aciago destino le
proporcionó.

El leal, el valiente, el virtuoso conde de Candespina vio colmados
sus deseos con la posesión de la mano de la reina de Castilla. Su
matrimonio se verificó en el oratorio del alcázar, en presencia de
Hernando, su esposa, don Diego López y algunos fieles partidarios,
quedando secreto por entonces. Doña Urraca quería tener un esposo,
pero no un dueño; y el conde, sobre no ser ambicioso, conocía que, en
aquellas circunstancias, aun los mismos que como ministro eran sus
parciales se convertirían tal vez en enemigos si veían brillar en su
frente la diadema de los godos.

Continuó viviendo en la corte el conde de Lara por un resto de vanidad
que no le permitía retirarse de ella, como sin duda hubiera debido
hacerlo; y don Gómez era demasiado generoso para hacerle sentir el peso
de su poder. Lejos pues de tratarle con aspereza le manifestaba más
agrado acaso del justo, y contenía con su ejemplo a muchos, que sin
él, hubieran tomado cruelísima venganza de agravios recibidos en otro
tiempo.

Solo Hernando era quien no podía resolverse a dirigirle la palabra
jamás; y por deferencia a su amigo huía las ocasiones de encontrarle.

—Paréceme —decía a su esposa— que veo siempre sus manos teñidas en la
sangre del desventurado Alí. Asesino es la primera palabra que se me
ocurre decirle, y asesino también la última.

Por fin Lara, perseguido por los remordimientos, despreciado de sus
enemigos y abandonado de los que en su privanza le manifestaban más
afecto, vivía infeliz y miserablemente.

[Ilustración]




CONCLUSIÓN


La disolución del matrimonio de la reina con don Alfonso de Aragón
había privado a este príncipe de todo derecho a la corona de Castilla;
pero creyéndose ofendido como hombre y como rey, no quiso desistir
de su empresa ni entrar en negociaciones de paz, a pesar de cuantos
esfuerzos hizo para ello el conde de Candespina. Terminado pues el
invierno, entró en Castilla con un ejército infinitamente superior
al que doña Urraca pudo poner en campaña. La habilidad de don Gómez
prolongó algún tiempo la guerra con el cuidado que tuvo en evitar
toda acción general: mas al cabo le fue imposible hacerlo en las
inmediaciones de Sepúlveda.

La batalla se dio precisamente en el campo de Espina, que era de
donde don Gómez tomaba su título, y el mando de la primera línea
se le confió al conde don Pedro de Lara, quien a pesar de todo lo
acaecido tuvo bastante maña e influjo para conseguirlo, tal vez con
la sana intención de rehabilitar su fama. Mas apenas los veteranos de
don Alfonso cargaron a las tropas que mandaba, se puso en vergonzosa
fuga, siguiéndole todos sus soldados. Resultó de esto lo que no podía
menos de suceder: los fugitivos de la primera línea desordenaron los
escuadrones de la segunda. El espanto se apoderó de casi todos los
ánimos. «¡Traición!», gritaban unos; «¡Sálvese el que pueda!», otros:
todos huían, y huían en vano, porque su propia precipitación los
entregaba a sus enemigos, que hicieron en ellos una horrible carnicería.

En medio de aquel desorden general permanecía sin embargo organizado
un escuadrón todo compuesto de caballeros, que en torno del estandarte
del conde de Candespina, que ostentaba una águila negra en campo
amarillo, y capitaneados por él, resistían al poder de los aragoneses.

Para llegar hasta aquellos campeones era preciso salvar un parapeto que
de los cadáveres de sus enemigos habían hecho; y sería necesaria la
pluma de Homero para pintar las hazañas que vio aquel día memorable.
Sin embargo, todo su valor fue inútil: los tiros de los ballesteros
aragoneses y la multitud de los hombres de armas que caían sobre
ellos continuamente acabaron por reducir de tal modo su número que el
conde, Hernando, don Diego López y Millán se llegaron a ver solos. Don
Alfonso, admirado de tanta valentía, quiso otorgarles la vida si se
le rendían; mas como lo rehusasen, mandó que se les matara. Millán
cayó el primero, siguiole López, y a este el valeroso don Gómez.
Hernando, asido el estandarte con la una mano y esgrimiendo con la
otra su temible espada, sacrificó a más de veinte a su furor antes de
que llegaran a herirle; pero un soldado, de un golpe con el hacha de
armas le cortó el brazo izquierdo. No por esto desmayó, pues cogiendo
entre sus dientes el paño de la bandera, continuó peleando, y no cayó
hasta que de otro golpe perdió el brazo derecho. Entonces los soldados
acabaron de matarle, y dio fin aquel modelo de los amigos y espejo de
los valientes.

Leonor fue a unirse con Zulema en su convento: ambas lloraban juntas
las irreparables pérdidas que habían hecho, y ambas murieron fieles a
la virtud.

En cuanto a doña Urraca y Lara, el resto de su vida política pertenece
a la historia, y el lector curioso puede acudir a ella.

Del público y las circunstancias depende que con el tiempo llegue a
dar a luz las aventuras secretas de doña Urraca y don Pedro de Lara,
que según creo deben hallarse en unos antiguos manuscritos de la misma
biblioteca, de donde he sacado la historia que precede; la cual plegue
a Dios sea del agrado de todos.

[Ilustración]

FIN




ERRATAS


TOMO 2.º

  _Pág._ _Lín._        _Dice_             _Léase_

    29.     8.   mando              marido
    34.    14.   nevitable          inevitable
    69.     6.   les                le
    86.    14.   arriesgase enojar  arriesgase a enojar
    90.     1.   concede            le concede
    94.     5.   buena recom-       una buena recompen-
   103.     5.   acaba              acababa
   104.    16.   que                de que
   109.     9.   infie              infiel
   124.     6.   de                 del
   126.     2.   Gutierrez          Gutierre
   143.    21.   Galante, seño¿ra,  ¿Galante, señora,





*** END OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK EL CONDE DE CANDESPINA (2 DE 2) ***


    

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Section 2. Information about the Mission of Project Gutenberg™

Project Gutenberg™ is synonymous with the free distribution of
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exists because of the efforts of hundreds of volunteers and donations
from people in all walks of life.

Volunteers and financial support to provide volunteers with the
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remain freely available for generations to come. In 2001, the Project
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generations. To learn more about the Project Gutenberg Literary
Archive Foundation and how your efforts and donations can help, see
Sections 3 and 4 and the Foundation information page at www.gutenberg.org.

Section 3. Information about the Project Gutenberg Literary Archive Foundation

The Project Gutenberg Literary Archive Foundation is a non-profit
501(c)(3) educational corporation organized under the laws of the
state of Mississippi and granted tax exempt status by the Internal
Revenue Service. The Foundation’s EIN or federal tax identification
number is 64-6221541. Contributions to the Project Gutenberg Literary
Archive Foundation are tax deductible to the full extent permitted by
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The Foundation’s business office is located at 809 North 1500 West,
Salt Lake City, UT 84116, (801) 596-1887. Email contact links and up
to date contact information can be found at the Foundation’s website
and official page at www.gutenberg.org/contact

Section 4. Information about Donations to the Project Gutenberg
Literary Archive Foundation

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