El conde de Candespina (1 de 2) : novela histórica original

By Escosura

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Title: El conde de Candespina (1 de 2)
        novela histórica original

Author: Patricio de la Escosura

Release date: January 18, 2025 [eBook #75133]

Language: Spanish

Original publication: Madrid: Imprenta, calle del Amor de Dios, n.º 14, 1832

Credits: Ramón Pajares Box. (This file was produced from images generously made available by The Internet Archive / Canadian Libraries.)


*** START OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK EL CONDE DE CANDESPINA (1 DE 2) ***


NOTA DE TRANSCRIPCIÓN

  * Las cursivas se muestran entre _subrayados_ y las versalitas se han
    convertido a MAYÚSCULAS.

  * Los errores de imprenta han sido corregidos.

  * La ortografía del texto original ha sido modernizada de acuerdo con
    las normas publicadas en 2010 por la Real Academia Española.

  * También ha sido modernizada la puntuación, la grafía de los nombres
    propios de personas y lugares, y los laísmos y leísmos.

  * Para facilitar la lectura, algunos pronombres enclíticos han sido
    separados de los verbos a los que acompañan.

  * Las abreviaturas han sido expandidas y la presentación de los
    diálogos se ha adaptado a los modernos usos ortotipográficos,
    utilizando párrafos distintos para cada interviniente y aislando
    entre rayas los comentarios del narrador.

  * El contenido de la fe de erratas, situada al final del libro, ha
    sido incoporado al texto.

  * En esta novela, el autor llama Alfonso VII al padre de la reina
    doña Urraca, pero los historiadores consideran que el padre de esta
    reina fue Alfonso VI, siendo Alfonso VII el hijo, y no el padre de
    doña Urraca.




  EL CONDE
  de
  CANDESPINA
  —
  TOMO PRIMERO




  EL CONDE
  de
  CANDESPINA

  novela histórica original

  POR

  _Don Patricio de la Escosura_

  Alférez del Escuadrón de Artillería de la Guardia Real.

  [Ilustración]

  MADRID Y SEPTIEMBRE:
  IMPRENTA, CALLE DEL AMOR DE DIOS, n.º 14.
  —
  1832




    _¿Por qué de Roma tu ofuscada mente_
    _Hazañas busca en la remota historia?_
    _¿Para asombrar a la futura gente_
    _No basta acaso la española gloria?_
    _Cuando virtud y honor tu lira intente_
    _Eternizar del mundo en la memoria,_
    _Los campos corre de la madre España,_
    _Y cada monte te dirá una hazaña._

  (Don Ventura de la Vega, canto al Rey Nuestro Señor).




  EL CONDE
  DE
  CANDESPINA

CAPÍTULO PRIMERO


Iluminaba la luna las altas torres del castillo de Castellar, situado
a corta distancia de Zaragoza, una apacible noche de las más templadas
del mes de junio; solo un centinela interrumpía, con el ruido de sus
pasos y el crujir de las armas, el profundo silencio que reinaba
en torno de la fortaleza, en tanto que el alcaide y la guarnición
reposaban descuidados, pues no era de temer en el corazón del reino un
ataque imprevisto.

Así lo pensaba también, sin duda, la ilustre cautiva que en él se
encerraba entonces; y la siguiente conversación nos hará juzgar del
desaliento y dolor a que se había entregado.

—Déjame, Leonor; déjame llorar: en esto solo encuentro alivio.

—¿Alivio, señora? Vuestra Alteza destruye su salud.

—¿Y qué me importa la salud ni la vida? ¿Para qué las quiero, si he de
pasar mis días en este miserable encierro?

—No lo permita su Divina Majestad. Su Santísima Madre nos protegerá. Yo
a lo menos así se lo ruego en todas mis oraciones.

—Y yo le tengo ofrecido un candelero de oro macizo al Santo Apóstol,
patrón de España, si se digna alcanzar por sus méritos que yo vuelva a
mis reinos.

—Y volverá Vuestra Alteza, señora. El corazón me dice que no hemos de
tardar en ver a León.

—¡A León!... ¿A León, Leonor? ¡Pluguiera a Dios! Pero no lo creo.

—Vuestra Alteza pierde el ánimo, señora, y olvida que sus leales
castellanos viven...

—¿Leales los castellanos? ¡Traidores! Abandonan a su reina y natural
señora para entregarse a mi marido, mejor diré a mi tirano.

—Aún hay castellanos que aborrecen a Alfonso...

—¡Cobardes! Y ¿por qué no desnudan el acero?

—No es tarde, señora.

—¿No es tarde, y yo estoy cautiva? Leonor, tú has nacido para ser
esclava.

—Perdóneme Vuestra Alteza, señora, pero no puedo resolverme a creer que
no haya uno entre tantos como hacían alarde de adorar a su reina como a
tal, y como a la más cumplida dama...

—Leonor, me adulas.

—Vuestra Alteza sabe mejor que yo que no es lisonja lo que digo, y que
los encantos de su persona han hecho acaso más vasallos que su poder.

—Verdad es que dicen que ha querido Nuestro Señor poner en mí algo de
eso que llaman belleza; pero tú exageras la causa y los efectos.

—¡Ah, señora, si estuviera aquí un caballero de Castilla, qué bien
respondería!

—¿Un caballero de Castilla...? No sé de quién hablas.

—Del más galán, del más valiente, y también del más enamorado.

—Bien lo encareces, Leonor. ¿Eres su dama?

—¿Yo, señora? No merezco tanta honra. El campeón de quien hablo ha
elevado sus pensamientos a más alto lugar.

—¿Más alto que una ricahembra de Castilla?

—Sí, señora; y si Vuestra Alteza me permite nombrarle cesará su
sorpresa.

—No solo te lo permito sino que te lo mando.

—Es don Gómez.

—¿El conde de Candespina?

—El mismo.

—¡Ah!

Aquí siguió una breve pausa; la camarera, que tal era el empleo de
doña Leonor de Guzmán, o no supo que añadir, o lo que es más probable,
no se atrevió a darse por entendida en cuanto a la significación del
suspiro con que la reina de Castilla doña Urraca había terminado la
conversación, ni quiso interrumpir las reflexiones a que parecía
entregarse su señora. Nosotros, imitando la discreción de aquella
dama, dejaremos por un momento a la real prisionera meditar sobre su
desagradable posición, y aprovecharemos este intervalo enterando a
nuestros lectores de lo que indispensablemente necesitan saber para
hacerse cargo de los acontecimientos que van a ocuparnos.

Después de un largo reinado, en el transcurso del cual estuvo casado
diferentes veces, don Alfonso VII de Castilla tuvo la desgracia de
perder, en la batalla de Uclés contra los almorávides, al único hijo
varón que de todos sus matrimonios le quedaba. Murieron con este
príncipe las esperanzas de su padre, y en el corazón de los grandes
de Castilla nació el temor de verse sometidos a una dominación
extranjera si se casase con un príncipe de fuera del reino la infanta
doña Urraca, heredera del trono, hija de don Alfonso y viuda de don
Ramón de Tolosa, conde de Galicia, de quien tuvo un hijo llamado
como su abuelo. La memoria de la última guerra civil estaba grabada
de tal modo en todos los corazones, y eran tan recientes las heridas
del estado, que pecheros, prelados y grandes resolvieron sacrificar
sus particulares intereses a la paz suspirada; y con este objeto
se juntaron los magnates del reino en Mascaraque, donde la mayoría
resolvió suplicar al rey casase a su hija con don Gómez Salvadórez,
conde de Candespina, Oña, Tesla, Canderechas y Poza. No parece
necesario encarecer la nobleza del linaje, valor, discreción y
popularidad de este caballero, pues basta saber que los que bajo de
todos aspectos podían considerarse como sus iguales, suplicaban que se
lo diesen por rey y señor, para persuadirse de la superioridad de su
mérito y del ascendiente que había sabido adquirir sobre el ánimo de
los castellanos.

Era el conde corpulento, bien formado, de rostro moreno, facciones
marcadas y condición más severa en general que afable; pero aunque
criado en el ejercicio de las armas, su corazón conservaba más
sensibilidad de la que en lo exterior parecía, y acaso de la necesaria
para su ventura. Sea pues que la hermosura de doña Urraca, que en
efecto era grande, le cautivase, o que la lisonjera perspectiva de
reinar en Castilla estimulara su ambición; lo cierto es que don Gómez
entró en el proyecto del matrimonio con una vehemencia que casi no
podía disimular a pesar de sus esfuerzos. No podremos decir si entonces
la infanta ignoraba o no el amor del conde; pero es de presumir que lo
supiera, pues la dignidad de este le proporcionaba ocasiones de verla
casi diariamente, y la distancia que en aquellos tiempos separaba a un
ricohombre de las personas reales, no era comparable a la que hoy media
entre los grandes y el trono.

El sistema feudal en el siglo XII, a cuyos principios se refiere la
época de que hablamos, estaba en toda su fuerza y vigor en Europa, y no
menos en nuestra España que en sus demás reinos. El formidable poder
de los grandes y prelados igualaba en cierto modo al de los reyes,
obligando a estos a ceder no pocas veces de sus derechos para conservar
la paz, y en ocasiones hasta el trono y la vida; de lo que resultaban
los disturbios y desórdenes inevitables en un estado cuyo gobierno no
tiene la fuerza suficiente para hacerse obedecer de todos sus súbditos.

Sin embargo, Alfonso VII, a quien cuarenta años de victorias y un
carácter firme y decidido habían hecho respetable, supo hacer entrar
en su deber aun a los más osados, de tal modo que no hubo en la junta
de Mascaraque ni uno solo que se atreviera a comunicarle la súplica de
los grandes allí reunidos, y proponerle el matrimonio de la infanta,
su hija, con el conde de Candespina. Es probable que la tal junta no
hubiera llegado siquiera a noticia del rey si un médico judío llamado
Cedillo, a quien distinguía particularmente, presumiendo de su privanza
más de lo que debía no hubiese tomado a su cargo llevarle el mensaje.
Menguada fue para el judío la hora en que tomó tal comisión, pues a
pesar de haber esperado largo tiempo momento oportuno, y de no haber
arriesgado la súplica sino en los términos más respetuosos y humildes,
el rey al oírla montó en cólera, y mal le aviniera al entrometido
médico si no se retirara inmediatamente como se lo mandó don Alfonso,
desterrándolo para siempre de su presencia. No se limitó a este solo
efecto el enojo de aquel príncipe, sino que para manifestar más
claramente a los grandes que él solo mandaba en su reino y familia,
dispuso y verificó inmediatamente el matrimonio de su hija con Alfonso,
entonces príncipe y poco después rey de Aragón, que tuvo efecto en
Toledo, a pesar de las mal reprimidas quejas de la nobleza y del clero,
y la poca inclinación de doña Urraca hacia su esposo. Sea como quiera,
los descontentos, por leales o temerosos, no se atrevieron a levantar
la cabeza, y los desposados partieron para Aragón permaneciendo todo
tranquilo en los reinos de Castilla hasta el fallecimiento del monarca,
que acaeció cuatro o cinco años después.

Muerto don Alfonso, le sucedió con arreglo a su última voluntad doña
Urraca, y por ser su marido se aclamó rey a don Alfonso de Aragón,
quien, reuniendo en su cabeza la mayor parte de las coronas españolas,
se llamó emperador de España. Temeroso de hallar resistencia, entró
en Castilla con un numeroso ejército, pero todas las ciudades y villas
le abrieron sus puertas, lo que sin duda debiera haber bastado a
tranquilizarle; pero lleno de una desconfianza que no se concibe, puso
guarnición aragonesa en la mayor parte de las fortalezas, dejando en
sus alcaidías a muy pocos caballeros castellanos de los que sabía que
eran sus más parciales, y entre ellos a don Pedro Ansúrez, conde y
señor de Valladolid.

Sintió Castilla, como era razón, este proceder, y aún lo sintió más su
reina, la cual como en despique despojó de su gobierno al conde Ansúrez
a pesar de haber sido su ayo. Alfonso, creyéndose desairado, primero
dio al conde en su reino magníficas posesiones, y por último indignado
de que su esposa no disimulase el pesar que le causaban las cosas
de Castilla, y sobre todo de que manifestase casi en público cuán
disgustada estaba con su matrimonio, lamentándose de no haber casado
con don Gómez, la hizo encerrar en el castillo de Castellar, y devolvió
a Ansúrez su condado haciéndole otras muchas mercedes.

Más de treinta días habían corrido desde el de la cautividad de la
reina cuando tuvo lugar el diálogo que hemos referido a nuestros
lectores, los cuales ya no extrañarán que la reina llamase a Alfonso su
tirano.

Doña Leonor, dama de la reina, o más bien su íntima amiga, pues con
ella se había criado, sabía la pasión del conde de Candespina, y
conociendo el carácter caballeresco de este y el orgullo nacional de
los castellanos, formó, desde el momento en que supo que iba la reina
a ser conducida a Castellar, el proyecto de valerse de uno y otro para
sacarla de aquella esclavitud; y con este objeto envió un mensaje a
don Gómez por medio de un criado de toda confianza, a quien hizo
partir secretamente la noche de su prisión. Este era el motivo por el
que tanta esperanza mostraba a doña Urraca. Pero esta, que desde su
casamiento no había visto al conde ni oído hablar de él más que para
ponderar su valor contra los moros de Granada o de Sevilla, se creía
ya olvidada, y se contentaba, como hemos visto, con suspirar cuando se
hablaba de él.

Engañábase empero: la pasión de don Gómez, reconcentrándose, había
ganado en intensidad todo cuanto se había visto obligado a suprimir
en demostraciones exteriores, y si abandonó la corte durante la vida
de Alfonso de Castilla fue para no exponerse a manifestar lo que
pasaba dentro de su corazón. Sus asuntos domésticos le condujeron
a Candespina, y allí le halló el mensaje de Leonor, en el cual le
conjuraba por cuanto hay de sagrado para un vasallo, caballero y
amante, que corriese, sin perdonar riesgo ni fatiga alguna, a libertar
a su reina de los hierros en que la crueldad de Alfonso la tenía; y
para concluir indicaba la diestra cortesana cuánto podía esperar el
conde de la gratitud de doña Urraca.

Los efectos de la chispa eléctrica no son más rápidos que lo fue el que
esta noticia hizo en el inflamable don Gómez. Recibirla, reunir algunos
de sus mejores amigos y fieles vasallos, montar a caballo y partir para
el Aragón fue obra de tan pocas horas que ya estaba cerca de Zaragoza
cuando en Castilla se le echó de menos.

Acercose la reina a la reja de su prisión, desde la cual, a favor de la
claridad de la luna, descubría perfectamente toda la campiña inmediata
a excepción de la parte que ocultaba un espeso bosque que a su derecha
se veía, y cuyos límites tocaban al foso del castillo. No se movía
un solo viviente, a excepción del centinela que bajo de la misma
ventana ora se paseaba para espantar el sueño, ora apoyado en su lanza
murmuraba en voz alta contra la lentitud del tiempo que no traía el
momento del relevo tan pronto como él quisiera.

—Tú sabes —dijo la reina oyéndole—, tú sabes al menos el momento en que
cesarás de padecer; pero yo, infeliz de mí, solo en la muerte espero.

La camarera estaba al lado de la reina, aunque un poco más atrás por
respeto, y con razones semejantes a las que hemos referido al principio
de este capítulo trató de consolarla, sin atreverse a manifestar el
principal fundamento de sus esperanzas, pues aunque no creía saliesen
vanas, era sin embargo arriesgado anunciar a doña Urraca el paso que
había dado hasta ver el éxito que producía. Leonor conocía demasiado
bien el carácter de su ama para dar un paso en falso, y por lo mismo
calló, persuadida de que si don Gómez lograba quebrantar la prisión
de la reina, la colmaría esta de gracias; pero si por el contrario la
empresa se frustraba o el conde no quería aventurarse, era indudable
que la indignación de su soberana sería el único premio de su
oficiosidad.

Caprichosa a fuer de bella, altanera en extremo, inconstante en el
amor, implacable en el odio, soberbia en la prosperidad, débil en la
desgracia, Urraca era querida de muy pocos; pero su nacimiento, su
hermosura y las gracias que sabía desplegar con aquellas personas
que creía de su interés tener contentas la habían sin embargo
adquirido algunos partidarios de corazón, a más de los que sus
derechos incontestables al trono de Castilla y los cálculos de propia
conveniencia de algunos unieron a ella en lo sucesivo; mas en el
momento solo podía contar con el conde, a quien creía demasiado lejano
para socorrerla. Convencida, pues, de que su situación actual era
irremediable, hizo muy poco caso de los consuelos de su camarera, y
cansada por fin de suspirar contemplando los astros, se arrojó vestida
sobre el lecho, dejando abiertas las ventanas en razón del calor.

[Ilustración]




CAPÍTULO II


—Por san Pedro, conde, que vos solo seríais capaz de tal empresa.

—¿Y por qué no cualquier otro? Las haciendas y las vidas de los
vasallos son propiedad de los reyes.

—En buena hora, lo sé tan bien como vos. Pero lo que ahora hacemos,
Dios me perdone si no es provocar al mismo demonio.

—Si os pesa, Hernando de Olea, podéis volveros, que no os habremos
menester tanto que no concluyamos la demanda sin vos.

—¡Voto a...!

—No votéis a nada, que habemos menester la ayuda de todos los santos, y
no será justo provocar su enojo con juramentos.

—Ya lo sé que no debo votar, pero lo que me habéis dicho, conde, lo que
me habéis dicho, a no ser vos...

—Bueno está, Hernando, bueno está. Perdonad mi injusto enojo.

—Esa palabra en la boca del conde de Candespina desarmaría la cólera
del mismo Lucifer. Mas ahora, decidme por vuestra vida si os parece
cuerdo arrojaros en medio de un reino extraño con los doce hombres que
os acompañamos.

—Hernando de Olea vale él solo por doscientos, y mi espada...

—Por la de mil de estos testarudos aragoneses. Maldición sobre ellos
y sobre su rey diría si no fuera nuestro también. Con todo, conde, se
pueden reunir tantos...

—¿Quién os ha dicho, Hernando, que yo voy a combatir cuerpo a cuerpo
con todo el ejército de Aragón? Mi plan es caminar por sendas poco
frecuentadas y llegar sin ser visto a Castellar. Los montes de Aragón
me son bien conocidos, he hecho la guerra en ellos más de una vez, y yo
os fío que llegaremos seguros.

—Así sea.

En efecto, la fortuna sirvió completamente al conde, y este tomó tan
bien sus medidas, que con la sola precaución de caminar siempre de
noche, y no entrar en poblaciones considerables, llegó al fin de su
viaje sin encontrar el menor obstáculo. En el día sería muy difícil,
cuando no imposible, que trece hombres armados corriesen las cincuenta
leguas que por el más corto y peor camino hay desde Candespina
a Castellar sin llamar la atención; pero en aquellos tiempos de
ignorancia y desorden, semejantes sucesos eran tan frecuentes que no
causaban la menor extrañeza. La escasez de pueblos, la falta de caminos
que proporcionasen la comunicación entre los que había, y sobre todo
la nula seguridad que el gobierno podía ofrecer a los viajeros hacían
que los pobres y los plebeyos pensasen rara vez en salir del lugar de
su domicilio, y que los nobles, que tampoco viajaban con frecuencia, lo
hiciesen cuando se veían precisados a ello, siempre armados y llevando
en su compañía gran número de guerreros.

Por esta razón, las pocas personas que nuestros viajeros encontraron en
el camino no extrañaban verlos cubiertos de hierro; y aunque algunos
tuvieran curiosidad de conocer al jefe o señor de aquella tropa, no
juzgaron sin duda prudente entrar en contestaciones con ninguno de sus
silenciosos individuos.

Entre todos los que acompañaban al conde, aunque la mayor parte eran
nobles ninguno lo era tanto ni privaba con él como Hernando de Olea, su
deudo y hermano de armas, quien por su parte le amaba entrañablemente.
Valiente en extremo, temerario si se quiere, solo conocía Hernando la
prudencia cuando se trataba de algún peligro que podía correr su amigo,
y entonces su previsión rayaba ya en nimiedad. Opuso, pues, cuantas
razones se le alcanzaron contra la resolución de don Gómez, que a la
verdad no fueron pocas porque el proyecto era arriesgado y difícil; mas
fue en vano: el amor, la ambición, la gloria, el espíritu caballeresco,
todo llamaba al conde a Castellar. Llegó por fin el de Olea a
convencerse de la inutilidad de sus reflexiones, y el último altercado
que sobre la materia tuvieron los dos amigos fue el que acabamos de
copiar literalmente.

En los ocho días que duró su viaje, se ocuparon únicamente del modo de
dar fin a su empresa, que no presentaba pocas dificultades, pues era de
presumir que la vigilancia del alcaide de Castellar sería proporcionada
a la importancia del objeto que estaba a su cargo; y por otra parte las
pocas fuerzas del conde no le permitían presentarse a cara descubierta
a sitiar la fortaleza. De este modo caminaron creciendo por instantes
la perplejidad del enamorado don Gómez, sin que Hernando, mucho
más útil en la pelea que en el consejo, pudiese sugerirle el menor
expediente para salir de apuros; hasta que pasado el Ebro, media legua
antes de llegar a Castellar, hicieron alto para que los caballos
tomasen aliento.

Llegose Millán García, criado del conde, a su amo a quitarle la celada
y preguntarle si quería su señoría tomar alguna cosa, y como le
respondiese que no, y que comiera él lo que le pareciese, dijo Hernando:

—Bueno, ¡cuerpo de Cristo!, en ayunas no sé cómo podréis pelear con
esos bárbaros aragoneses que cada uno tiene tanta fuerza como una
yunta de bueyes. Comed, conde, que si vos nos faltáis tanto montara no
habernos movido de Candespina.

—Es imposible, Hernando —contestó con sentida voz el conde—: es
imposible, no atravesara un bocado si me lo presentaran los ángeles.

—Pese a mi vida, ¿qué tenéis para dejaros morir de hambre como un
caballo cansando?

—¿Qué he de tener? Ya estamos en el Castellar, y no sé cómo he de
valerme para sacar a mi reina de la tal fortaleza.

—Ya os lo dije; pero algunas veces, perdonad, conde, parecéis natural
de este país. Si me hubiérais creído se hubieran podido reunir a lo
menos doscientas buenas lanzas, y con ellas en dos horas yo me prometía
colgar en las murallas de su castillo al señor alcaide del Castellar.

—¡Excelente idea! Con doscientas lanzas declararíamos la guerra al
rey de Aragón, a quien respetan navarros y franceses. ¡Con doscientas
lanzas, Hernando! ¿Estáis en vos?

—¡Voto a...! Tenéis razón; no me había hecho cargo.

Calló Hernando, como le sucedía siempre que se veía cortado en su
discurso, pues el esfuerzo que su imaginación necesitaba hacer para
producir un argumento de algún peso no era obra de pocos minutos, y
así decía él que rara vez disputaba con sus amigos porque siempre le
convencían, y nunca con sus enemigos, pues para estos la mejor razón
era la espada.

Millán se halló presente a esta conversación, y su celo por el conde
le obligó a que, venciendo la repugnancia que le costaba hablar a su
señor cuando este no se lo mandaba expresamente, propusiera que se
caminase hasta una arboleda que cerca del castillo había, y que allí se
podría con más conocimiento de causa, teniendo a la vista la fortaleza,
tomar el partido conveniente. Pareció tan razonable esta proposición
que inmediatamente se puso en práctica, y antes de un cuarto de hora
estaban ya el conde y los suyos casi a la orilla del foso, en frente de
la reja de la prisión de la reina.

Desde luego advirtieron que el foso estaba seco a la sazón, y que no
había más que un centinela por aquella parte, de modo que con un
hombre solo tenían que luchar. Empero este hombre estaba sobre una
muralla, y con un grito suyo era indudable que acudirían todos los
de la guarnición del castillo; esto contenía el impaciente ardor de
Hernando y el entusiasmo del conde, hasta que por fin este, volviéndose
de repente, como un hombre inspirado, a Millán, le dijo:

—Tú eres buen flechero.

—Señor, sé tirar una flecha con alguna violencia y dirigirla
medianamente.

—Bien: ¿y te atreverás a hacer una buena puntería de aquí a la muralla?

—Sí —interrumpió vivamente Hernando—: ¿serías hombre de quitar de
enmedio a aquel maldito centinela?

—Si vueseñorías me lo permiten —respondió el criado lleno de humildad—,
probaré, y espero que con la ayuda de Dios podré darles gusto.

Y diciendo y haciendo se colocó entre dos árboles, desde donde
distinguía perfectamente al centinela; tendió su arco, y se disponía
ya para apuntar cuando don Gómez, asiéndole del brazo, le dijo:

—¿Y si yerras el tiro, Millán?

—Si lo yerra —dijo con impaciencia Hernando—, si lo yerra, acertará
otro.

—Y el soldado —repuso el conde— lo aguardará pacientemente sin dar la
alarma.

—Tenéis razón, tenéis razón; pero si una flecha no nos quita ese
estorbo, no sé cómo lo hemos de hacer.

Millán bajó el arco, el conde quedó suspenso, Hernando petrificado, y
en tanto el tiempo volaba.

Más de una hora duró esta suspensión, hasta que por fin, convencido
don Gómez de que si, como lo decía su amigo, una flecha no quitaba al
centinela la posibilidad de estorbarles, les sería imposible entrar
en el castillo, mandó sacar las escalas que a prevención traía y,
dirigiéndose a Millán, pronunció con visible alteración estas palabras:

—Apunta, Millán, dispara, y Dios dirija tu mano.

Y diciendo así, cayó de rodillas y se puso a orar fervorosamente, en
tanto que el criado, deseoso de servir a su amo y acreditar al mismo
tiempo su destreza, dirigía sin el menor vislumbre de inquietud la
puntería al malhadado centinela, quien de propósito parecía haberse
parado debajo de la ventana de doña Urraca.

La naturaleza, más poderosa que las penas, había por fin proporcionado
a la reina de Castilla el sueño, único y verdadero alivio de los
miserables cautivos. Se representaban en su imaginación los venturosos
tiempos de su unión con el conde de Galicia; creía verse aún en medio
de sus vasallos, acatada de todos, dispensando mercedes, imponiendo
castigos: mas por una de aquellas singularidades que casi siempre
tienen los sueños, el conde de Candespina se mezclaba con aquellos
sucesos, en los cuales ninguna parte había tenido. Era pues entonces
tan feliz en el mezquino lecho de su encierro como hubiera podido serlo
en el más mullido de su alcázar de Burgos o de León, cuando el sordo
ruido que hicieron al pie de su ventana las armas del centinela, a
quien Millán acertó a traspasar la garganta, la despertó repentinamente.

—¡Leonor!..., Leonor..., despierta..., vamos, despierta; tu reina te lo
manda —dijo llamando a su camarera, que dormía profundamente, hasta que
por fin logró despertarla no sin trabajo—. Vamos, ve a mirar lo que ha
sucedido en la muralla; me parece haber oído cómo daba un gran golpe un
hombre armado.

—Ya voy, señora; será algún soldado que habrá tropezado en alguna
piedra —dijo Leonor, pensando entre sí que no debía tener gran
necesidad de su persona la reina para llegarse a la ventana y
satisfacer por sí misma su curiosidad.

Obedeció sin embargo con cuanta presteza se lo permitieron sus
miembros, aún entorpecidos con el sueño, y se llegó a la ventana; mas
hubo de estar un momento para acabar de abrir los ojos, y al cabo nada
vio, nada oyó, y así se lo dijo a la reina. No podía esta persuadirse
de que su camarera dijese lo cierto, porque estaba segura de haber
oído caer a un hombre armado, y así, diciendo a Leonor que procurase
otra vez abrir más los ojos para obedecer sus órdenes, se levantó ella
misma; y llegada a la reja, por más que examinó cuidadosamente cuanto
su vista alcanzaba a distinguir, tampoco descubrió nada.

—Parece imposible —exclamó—: imposible porque no me cabe duda de que lo
he oído.

—Ya he observado a Vuestra Alteza —dijo Leonor con cierto aire de
triunfo— que podría ser el centinela que hubiese tropezado.

—Y yo he observado que hasta aquí nadie se ha atrevido a dirigirme la
palabra sin que yo se lo mande —respondió la reina.

Leonor se quedó muda con tan inesperada reprensión, y guardó silencio
en tanto que la reina, entre despechada y colérica, volvió a su lecho.

Apenas vio Hernando caer en el suelo al centinela, exclamó lleno de
alborozo abrazando a Millán:

—Bien: te has portado como un hombre, y yo te ofrezco una cadena de
oro que pese tanto como tu arco en premio de este tiro que es el más
acertado que en mi vida he visto.

—Loado sea Dios —dijo levantándose don Gómez—: amigos míos, de su
voluntad y vuestro valor depende ahora el resto.

Salieron con esto del bosque, pero temiendo el conde que los que
dormían en el cuarto bajo cuya ventana había caído el centinela,
despertándose con el ruido se asomasen y viéndolos escalar la muralla
dieran la alarma, se apartó a un lado, y en menos de dos minutos ya
estaban todos dentro de la fortaleza.

Por esta razón no vieron la reina ni su camarera a ninguno de ellos,
y solo a pocos momentos oyeron el ruido de sus pasos al tiempo que
pasaban por debajo de la reja.

—Bien muerto está —dijo uno de los soldados mirando el cadáver del
centinela—. Dios me libre de ser el blanco de Millán.

—Y a mí —contestó otro—. Si tuviera el conde unos cuantos ballesteros
como él, ya podían sus enemigos echarse en remojo.

—Calla, no nos oigan y lo echemos todo a perder.

Las dos prisioneras habían vuelto a ocupar su puesto en la reja, y
pudieron oír a su salvo el corto diálogo que acabamos de referir, el
cual, lejos de satisfacer la curiosidad de la reina, no hizo más que
irritarla. Leonor, por el contrario, al oír la palabra conde, concibió
esperanzas de que fuese el de Candespina; y de buena gana hubiera dado
a su señora cuenta de las conjeturas que formaba; pero la prohibición
que poco antes la había hecho esta de dirigirle la palabra sin su
expreso mandato la obligó a guardar silencio.

Doña Urraca por su parte no tardó en conocer que en los estrechos
límites de una prisión no era posible observar estrictamente las
leyes de la etiqueta como en un alcázar, y así, aunque no dejase
de repugnarla algún tanto ser la que empezara, por decirlo así, su
reconciliación con Leonor, rompió el silencio diciendo de esta manera:

—Nada dices, Leonor, del singular diálogo que acabamos de oír.

—Señora —contestó esta—, Vuestra Alteza me ha...

—Ahora te mando que hables.

—Entonces, señora, me parece que podré dar a Vuestra Alteza algunas
luces sobre este asunto.

—¿De veras, Leonor? Vamos, di.

—Señora, tengo que suplicar primero a Vuestra Alteza se sirva
perdonarme.

—Sí, mujer, sí; estás ya perdonada, ¿quién piensa en eso? Pero di.

—Es que no se trata de lo que Vuestra Alteza imagina, sino de una
libertad que me he tomado en su nombre...

—¿En mi nombre? ¿Y quién te ha dado osadía para tanto?

—Permítame Vuestra Alteza que me explique. He dicho mal diciendo que
había tomado en su nombre. No, señora, yo he obrado en el mío, pero
he querido decir que lo que yo he hecho solo ha sido en interés de mi
reina.

—Pero acabemos: ¿qué es lo que has hecho?

—Si Vuestra Alteza me deja hablar, yo se lo diré en pocas palabras.

—Y bien, Leonor, una hora hace que te estoy mandando explicarte y nunca
acabas de hacerlo.

Aquí la camarera refirió su mensaje a don Gómez, y la conjetura de que
fuese el de Candespina el conde de quien hablaban los dos soldados cuya
conversación habían oído. No sabemos cuál hubiera sido la contestación
de la reina, ni qué reflexiones hizo durante la breve narración de
Leonor, porque la crónica dice que precisamente en el punto en que
esta se acabó, resonaron las bóvedas del castillo con el ruido de las
armas, los alaridos de los moribundos, y los gritos de _Candespina_ y
_Castilla_ por una parte, _Alfonso_ y _Aragón_ por otra.

[Ilustración]




CAPÍTULO III


Tranquilamente dormía Íñigo Latorre, alcaide del castillo de Castellar,
confiado, como hemos dicho en el capítulo primero, tanto en la posición
de su fortaleza cuanto en la paz de que el Aragón disfrutaba en aquella
época, cuando le despertaron el estruendo y voces de los combatientes:
se levantó sobresaltado, tomó la espada, y apenas vestido, sin más
armas defensivas que su casco y escudo, salió de su aposento y se
dirigió, aunque con cautela, al paraje en que parecía estar lo más
recio de la pelea.

Don Gómez y los suyos, dando la vuelta a la muralla, se encontraron con
el cuerpo de guardia colocado en la torre que formaba el ángulo del
castillo opuesto al que ocupaba la reina. El centinela que estaba a
corta distancia dio el quien vive; pero por pronto que quiso hacerlo,
no fue bastante para impedir que Hernando le contestara con tan buena
estocada que dio con él en el suelo. No murió sin embargo en el
momento; y cumpliendo como buen soldado:

—Alarma —gritó—, alarma compañeros: los enemigos están en el castillo.

No dijo más, pues, colérico, uno de los soldados de don Gómez le acabó
de matar metiéndole la pica por la boca.

—Desdichado —dijo don Gómez—, has muerto cumpliendo con tu obligación;
Dios te perdone la mala obra que nos has hecho.

—Que no es poca —añadió Hernando—, porque o yo me engaño, o en la torre
suena ruido de armas.

Y, en efecto, tenía razón, porque alarmados los aragoneses con la
voz de su compañero se atropellaban unos a otros para tomar, cuál la
espada, cuál la adarga; y a no ser la confusión inevitable en aquel
momento de sorpresa, no hubieran entrado el conde y los suyos en la
torre; pues ya uno, más prudente que los otros, corría a cerrar la
robusta y herrada puerta.

—¡Candespina y Castilla! ¡Santiago sea con nosotros! A ellos,
caballeros, vencer o morir —dijo así el de Candespina, y dando el
ejemplo al mismo tiempo que la orden entró por la puerta y cerró tan
furiosamente con los contrarios, que por doquier seguían la muerte y el
espanto sus pasos.

A su lado iba el denodado Hernando, tan valiente, tan furioso como
su amigo, no parando más golpes que los que a este se dirigían, y
despreciando los que llovían sobre él mismo.

La guarnición de Castellar, en aquellos tiempos pacíficos, no excedía
de cincuenta hombres de armas, que por fortuna para los castellanos
estaban todos reunidos en la torre atacada, pues mal les aviniera si
estando divididos hubieran podido combatirles por retaguardia al mismo
tiempo que de frente. Además, los compañeros del conde venían armados
de punta en blanco y dispuestos a la pelea, al paso que los aragoneses,
soñolientos y medio desnudos, necesitaban casi un valor heroico para
oponer la menor resistencia.

No menos sorprendido que los demás, Íñigo Latorre, azorado, desnuda la
espada en la mano derecha, y una lámpara encendida en la izquierda,
y semejante más bien a un fantasma que a un guerrero, bajaba
lentamente la escalera deteniendo el aliento y aplicando el oído a
cada paso, hasta que por fin las palabras _Candespina_ y _Castilla_,
le hicieron conocer que eran castellanos los que habían sorprendido
la fortaleza. Marchar a ellos inmediatamente, y mezclarse entre los
demás combatientes fue el primer impulso del valiente alcaide; pero
reflexionando después en que la falta de armas defensivas le exponía a
caer a los primeros golpes, y que por otra parte más necesaria era su
cabeza que su brazo, volvió a subir apresuradamente a su aposento, en
el que ya habían entrado a buscarle algunos soldados.

En tanto que estos le ayudaban a armarse de pies a cabeza, seguía
encarnizadamente el combate en el piso bajo de la torre: los aragoneses
defendían el terreno palmo a palmo; pero no permitiéndoles la estrechez
de este aprovecharse de la superioridad que en número tenían sobre
los castellanos, les hacían estos sentir la ventaja inmensa que les
llevaban en armadura y concierto.

La pérdida de los del castillo era ya de más de diez hombres entre
muertos y heridos, cuando sus enemigos solo habían perdido uno; pero
para estos toda pérdida era de suma importancia en razón de su corto
número.

Dejemos por un momento a estos encarnizados guerreros combatir
desesperadamente, para hablar de nuestras dos prisioneras, cuya
posición era harto desagradable.

—¿Lo oye Vuestra Alteza, señora? _Candespina_ y _Castilla_ dicen
—exclamó Leonor, apenas llegó a sus oídos el rumor del combate.

—También oigo —contestó la reina— las voces de _Alfonso_ y _Aragón_.

—El conde vencerá sin duda.

—¿Qué seguridad tienes de ello?

—Señora...

—¡Ah, Leonor! ¡Ojalá tu celo no me sea funesto!

—¿Y por qué lo ha de ser? ¿Vuestra Alteza qué culpa tiene de lo que yo
he hecho sin su conocimiento?

—Cierto que no tengo ninguna. Pero si el conde sucumbe, ¿qué dirán las
gentes de mí? Acaso se atreverán a sospechar...

—Que el conde idolatra a su reina, y no será más que lo cierto.

—Cada vez es mayor el tumulto, Leonor, y sin embargo a nadie veo.

—Sin duda será el combate en la torre que cae sobre el río, que es la
que ocupa el alcaide con sus soldados; al menos de hacia allí parece
venir el eco. Si el conde supiera en qué paraje se halla Vuestra
Alteza, hubiera ya venido a ponerla en libertad.

—Dios haga que no sea vencido, pues de lo contrario su temeraria
tentativa no produciría otro efecto que el de empeorar mi situación.

—Vuestra Alteza se complace en verlo todo de la manera más triste que
es posible imaginar. Don Gómez es un guerrero que tiene fama de ser tan
prudente como esforzado, y no es de presumir que se haya metido en el
castillo sin...

—¿Oyes, Leonor? ¡Qué tristes gemidos! ¿Oyes el sonido de las
espadas?... ¡Qué horror!... ¿Qué será de nosotras? ¡Dios eterno!... —y
cayó desmayada.

Leonor empleó cuantos medios estuvieron a su alcance para hacer volver
en sí a su señora, e inspirarla un valor que, si hemos de decir verdad,
no tenía ya ella misma.

En general, por más osada que una mujer sea en sus proyectos, por
más que tenga costumbre de presenciar grandes acontecimientos y de
figurar en ellos, llegado el caso de un combate, sus fuerzas la
abandonan. Su horrorosa carnicería repugna a este sexo débil, destinado
a domar con su dulzura las feroces pasiones del hombre; ha habido
algunas excepciones, es cierto, a esta regla general; pero confesemos
imparcialmente que son tan pocas que apenas merecen mencionarse.

No es pues de extrañar que doña Urraca, a pesar de su carácter
ambicioso, flaqueara en aquella ocasión, y que costase infinito trabajo
a su camarera disimular el espanto de que estaba poseída. Empero, como
a nuestra impaciencia no le es dado precipitar los acontecimientos a
medida del deseo, le fue preciso a la reina esperar y temer, y a su
camarera disimular y dar consuelos, hasta que llegó el momento que
estaba señalado para terminar sus inquietudes.

Más de un cuarto de hora había transcurrido desde la entrada de los
castellanos en Castellar; y otro tanto tiempo hacía que duraba el
combate, cuando lograron estos desalojar a los enemigos del piso bajo,
y persiguiéndolos llegaron al principal, donde estaba la sala de armas
y el aposento de Íñigo Latorre. Acababa este de armarse y de llegar al
salón cuando entraron precipitadamente los suyos, y a dicha tuvieron el
tiempo necesario para cerrar detrás de sí la puerta, tan fuerte como
todas las que en aquel tiempo se usaban en semejantes edificios.

—¡Voto al santo de mi nombre! —dijo furioso Hernando, que llegó
precisamente en el momento en que acababan los aragoneses de cerrar—.
Estas malditas escaleras me han detenido, y como esos perros van
desnudos, las han subido en un vuelo.

—No perdamos tiempo —le contestó el conde que llegó en seguida—, no
perdamos tiempo en inútiles exclamaciones. Lo que importa es derribar
la puerta.

—Un hacha de armas —exclamó Hernando—, pronto un hacha.

—Es inútil —le replicó el de Candespina—, nada conseguiréis; o cuando
menos se tardará más tiempo del que es menester. Traed una tea
encendida, soldados, y prended fuego a la puerta.

—Sí, prendedla fuego, no les estará mal a esos testarudos morir como
judíos, porque...

—No permita Dios que yo cometa tal barbarie. No, Hernando, son
cristianos como nosotros. Lo que yo quiero es quitar esta barrera de
por medio y poder combatirlos como conviene a caballeros, pues en
cuanto a la torre, es de fábrica y no puede incendiarse.

—Sea así, pero despachad, venga acá esa tea. Parece que en la vida
habéis puesto fuego a una puerta.

Y el impaciente Hernando se puso a trabajar como un simple soldado.

Entretanto el conde, que nada olvidaba, bajó al cuerpo de guardia, en
el cual había dejado a cargo de Millán y otro soldado los prisioneros
que se habían hecho en el primer combate, que eran en bastante número.

Imaginando el alcaide que sus enemigos, siguiendo la rutina de aquel
tiempo, emplearían inmediatamente el hacha o las palancas para
derribar la puerta, mandó correr sus gruesos cerrojos y arrimar a ella
una pesada y tosca mesa de madera de nogal que había en medio de la
sala. En seguida hizo armar lo más completamente que le fue posible
a sus medio desnudos soldados, y poniéndolos en buen orden esperó
sosegadamente el éxito de aquel trance.

Había bajado el conde a examinar a los prisioneros no por simple
curiosidad, sino con el objeto de obtener de ellos varias
noticias que podían serle útiles; y en particular por saber en
qué paraje se hallaba la reina. Algunos de aquellos desgraciados
conservaban bastante serenidad para negar a su enemigo todo género
de explicaciones; pero la mayor parte se manifestaron prontos a
complacerle. Supo pues el conde cuál era la torre que encerraba a la
reina, y que las fuerzas de que el alcaide podía disponer en la sala de
armas no pasaban de veinte hombres, deducidas las pérdidas que hasta
entonces había tenido. Bien hubiera querido don Gómez ir en derechura a
echarse a los pies de la reina y ponerla en libertad; pero le pareció
que no podía dejar el combate, y que presentarse como vencedor le sería
más honroso.

Cuando volvió a subir ya ardía la puerta de la sala de armas, y
consternados los aragoneses, que en el calor del combate no habían
podido calcular exactamente el número de sus contrarios, dándose por
perdidos pidieron a su alcaide que entrase en capitulaciones. Este se
negó abiertamente a semejante proposición, y recordando a los soldados
sus juramentos y las leyes del honor, les mandó que se dispusiesen a
pelear hasta el último trance, logrando en efecto reanimarlos algún
tanto. Estaba sin embargo resuelto por la divina providencia que, a
pesar de sus buenos deseos, había de morir sin dar una sola cuchillada
a los agresores.

El conde tenía razón en no temer que la torre se incendiase porque
era de fábrica; mas no había calculado que estando cubierto de
tablas el piso de la sala, precisamente se habían de sofocar cuantos
estuvieran dentro de ella. Y en efecto, aún no había acabado el
infeliz Íñigo su exhortación, cuando incendiándose las tablas del piso
con extraordinaria celeridad, a causa de estar muy secas, se llenó
enteramente de humo el aposento. Los desgraciados aragoneses viéndose
arder empezaron a clamar:

—¡Piedad! ¡Piedad!

Los castellanos mismos tuvieron que apartarse, y Hernando gritó, de
orden de su amigo, que sería salvo todo el que saliese de la sala.
Algunos de los que estaban inmediatos a la puerta lograron escapar;
pero la mayor parte, atolondrados con el mismo temor, perecieron
allí miserablemente, y entre ellos el alcaide, sea porque no pudo,
sea porque no quiso, ni aun en aquel caso extremo, entregarse a sus
enemigos.

Cuando el éxito de un combate es tan cruel para los vencidos, no pueden
los vencedores mismos, a menos que sean monstruos más dignos del nombre
de fieras que de el de soldados, regocijarse de su victoria. Y así es
que no podremos decir quiénes quedaron más aterrados y confusos: si los
pocos aragoneses que sobrevivieron a este desastre, o don Gómez y los
suyos.

El incendio absorbió la atención general: cesaron los gritos; se
trajo agua de un pozo que indicaron los prisioneros, a quienes se hizo
acarrearla con las correspondientes precauciones; y por fin, consumidas
la mayor parte de las tablas y apagadas las demás, como también los
pocos muebles que había en la sala, se logró terminar aquella horrorosa
escena. No llegó a una hora lo que duró el incendio, mas fue lo
bastante para que ni uno de los desdichados a quienes alcanzó quedase
con vida. El cadáver de Íñigo Latorre se encontró entero, porque la
armadura le había preservado de la acción de las llamas, y a pesar
de que su rostro estaba enteramente negro, aún se descubrían en sus
facciones señales del entusiasmo guerrero que le animaba pocos momentos
antes de su muerte. El conde le miró compasivamente, y mandó que se
recogiera y llevase a su propio aposento, al cual pasó en persona con
la esperanza, que se verificó en efecto, de encontrar en él las llaves
de todo el castillo.

Seguidamente, sin más compañía que la de Millán, y dejando a cargo de
Hernando tomar las disposiciones necesarias para su seguridad y pronta
marcha, fue don Gómez a la torre, prisión de la reina. Acostumbrado
desde su más tierna infancia a los horrores de la guerra, no había el
conde sentido la menor inquietud durante el combate; pero presentarse
a la que un tiempo miró como destinada a ser su esposa, y en aquella
ocasión tenía que acatar por señora y respetar como a mujer de otro,
era para él un paso tan delicado como temible. Su corazón latía con
violencia, mientras Millán probó sucesivamente las llaves en la
cerradura de la puerta exterior de la torre hasta encontrar con la
propia; entró temblando, y es indecible su turbación cuando al llegar
al primer piso mandó a su criado que abriese.

Si fue grande la inquietud de la reina mientras resonaron en sus oídos
los furiosos gritos de los combatientes, mayores fueron sus angustias
cuando el incendio de la sala de armas hizo que a aquel estrépito
sucediese un silencio horroroso. «¿Cuál será el vencedor?», he aquí
la cuestión importante que ocupaba a las dos prisioneras, sin que ni
una ni otra se atreviesen a proferir una sola palabra. En esta amarga
situación pasaron la reina y su dama más de una hora, hasta que oyeron
sonar primero los cerrojos de la puerta exterior, subir después la
escalera precipitadamente, y ensayar por último varias llaves en la
cerradura de la puerta de su propia estancia. Si doña Urraca y Leonor
hubieran estado entonces libres del pánico terror, que ni discurrir
las dejaba, desde luego la circunstancia de no abrir inmediatatamente
les hubiera hecho ver que la visita que iban a recibir no era la del
alcaide o cualquiera de sus subalternos, pues estos no podían menos
de conocer las llaves de todas las estancias; pero el temor no les
permitió hacer tan sencilla reflexión. Sobrecogidas, pues, y olvidando
la diferencia de clases, se metieron abrazadas en el rincón más
apartado de su aposento.

Ya en esto había Millán abierto la puerta y entrado el conde alzada la
visera del casco, con ademán sumiso y rostro más sonrojado de lo que
hubiera podido esperarse de su edad y profesión.

—¿Perdonará Su Alteza? —dijo hincando una rodilla en el suelo.

—¿Sois vos, conde? —exclamaron a un tiempo reina y camarera.

—Sí, señora —contestó el conde—, yo soy, que me he atrevido a entrar en
la estancia de Vuestra Alteza sin su permiso...

—¿Y qué? ¿Estoy libre?

—Vuestra Alteza puede partir cuando guste.

—Ahora mismo; pero alzad, conde: la reina de Castilla no olvidará nunca
lo que os debe.

—A mí, señora, nada me debe: soy su vasallo, y he cumplido con mi
obligación sirviéndola.

—No esperaba yo menos de vuestra nobleza. Mas ocasiones habrá de
manifestaros mi agradecimiento, y si Dios fuere servido, como lo
espero, de llevarme con bien a mis reinos, no se tardará el día en que
lo veáis.

—Señora, si alguna cosa he hecho que merezca recompensa, suficiente la
tendré en besar los pies a Vuestra Alteza.

—Tomad la mano, conde: y ojalá no la hubiese yo nunca dado...

Detúvose aquí, y el conde besó respetuosamente aquella mano, objeto de
todos sus deseos.

—¿Podemos partir, conde? —continuó la reina.

—Señora —dijo este—, deme Vuestra Alteza permiso para bajar un instante
y podré responderla.

—¿Y en tanto nos hemos de quedar otra vez solas? —replicó doña Urraca;
y luego, avergonzada de haberse demostrando tan débil, añadió—: Leonor
es una medrosa que se morirá si se ve sin más compañía que yo.

—¡Ah, Señora! ¿Y no vale esa más que la de un ejército? Pero es
indispensable que yo baje: si Vuestra Alteza quiere conceder a este
soldado la honra de que se quede en guarda suya...

—Consiento: y de hoy más será de mi servidumbre.

—Millán besa los pies de Su Alteza.

—Ahora idos buen conde, idos y apresurad nuestra marcha que en vos
pongo mi esperanza.

—Ponedla en Dios, señora; Él solo ha vencido a los aragoneses; Él ha
vuelto por vuestra causa.

Y diciendo así, saludó respetuosamente a su soberana y salió del
aposento lleno de júbilo.

[Ilustración]




CAPÍTULO IV


En tanto que el conde conferenciaba con la reina, Hernando, que se
ocupaba en registrar la fortaleza, halló la litera en que doña Urraca
había venido a ella, y mandó disponerla para que hiciese su viaje a
Castilla con más comodidad que a caballo, que era lo que se tenía
pensado, y también se aprovechó de los caballos de la guarnición para
montar a los ocho hombres que salieron con bien del combate, pues los
suyos estaban harto cansados con la penosa marcha que acababan de hacer
para emprender con ellos inmediatamente otra no menos rápida.

Tomadas estas disposiciones, hizo el conde prestar juramento sobre
los santos Evangelios a los aragoneses, de que en ocho días contados
desde aquel en que lo prestaban, no saldrían de su castillo, ni darían
aviso a nadie de lo sucedido por medio alguno directo ni indirecto;
precaución que le pareció necesaria y bastante para asegurar su
retirada, pues en aquellos tiempos de ignorancia, dicho sea en mengua
de nuestro siglo, cuando un hombre, y sobre todo un soldado, hacía un
juramento, antes hubiera perdido mil vidas que faltado a él.

En efecto, los aragoneses cumplieron exactamente lo prometido, y la
marcha de la reina a sus estados no sufrió el menor obstáculo.

Cuando don Gómez se decidió a marchar de Candespina, solo escuchó
la voz de su pasión, y atendiendo demasiado a ella, olvidó lo que
la prudencia, la política y la razón exigían, que era asegurarse en
Castilla de un partido bastante respetable para defender a la reina del
poder de su esposo, de quien sin duda no debía esperarse mirase con
indiferencia aquella fuga; pero luego que conseguido su objeto empezó
a restablecerse la tranquilidad en su agitado espíritu, todas las
dificultades se presentaron de golpe.

El segundo día de su viaje, caminando el conde y Hernando un poco
detrás de la litera de la reina, iba aquel tan pensativo que, a pesar
de la poca penetración de que su amigo se hallaba dotado, no pudo menos
de observarlo, y admirado de verlo así cuando solo estaban a media
legua de la frontera de Aragón, le dijo:

—¿Qué tenéis, cuerpo de Cristo? Nunca os he visto tan pensativo.

—¿Os parece, por ventura, que me faltan motivos para estarlo? —contestó
el conde.

—Al menos no los alcanzo. Ya poco tenemos que temer de los aragoneses.

—Los castellanos son los que yo temo.

—¿Los castellanos? ¿Y por qué?

—¿Sabéis, Hernando, con cuántos nobles podremos contar? ¿Creéis que
habrá muchos que quieran incurrir en el terrible enojo de Alfonso de
Aragón?

—¡En el terrible enojo del de Aragón! Terrible para los cobardes.

—Y para los prudentes, Hernando. La pasión no debe cegarnos. El poder
de Alfonso es formidable, y si toda la nobleza, si todo el clero de
Castilla no nos presta su apoyo, apenas podremos resistir algunos
instantes a la tempestad que va a caer sobre nosotros.

—No sé por qué no se unirán a nosotros prelados y grandes. La reina...

—Esta con nosotros, es cierto, pero viene fugitiva.

—De su tirano, como ella dice.

—Sí, su tirano; pero también es su marido. Hernando, el negocio no está
tan llano como a vos os parece.

—¿Y qué hemos de hacer, conde?

—Reparar en lo posible el tiempo perdido. Y si la fatiga, Hernando...

—La fatiga no me asusta. Mandad y seréis obedecido.

—¡Excelente, Hernando! ¡Cuánto os debo!

—Nada. Decid presto qué es lo que he de hacer.

—Vos conocéis a Diego López, señor de Nájara.

—Sin duda que le conozco, y es de mis amigos; buen soldado...

—Y tan mal cortesano como vos. Mas esto no es ahora del caso; lo que
importa es que sirva a la reina.

—Y lo hará. Mejor vasallo no lo tiene Castilla.

—Así lo creo. Alfonso le quitó por esa misma razón las fortalezas que
tenía a su cargo; mas no se atrevió a despojarle de sus estados.

—Ni pudiera aunque lo intentara. El conde tiene buenos puños y muchos
servidores que hubieran dado que hacer a los señores aragoneses.

—Enhorabuena, Hernando. Yo sé que don Diego López, temeroso siempre de
la mala voluntad de Alfonso, no se aparta nunca de Nájara.

—Decid más: nunca le faltan doscientos caballos y algunos peones de que
disponer.

—Tanto mejor. Hernando, ya lo veis; veinte lenguas hemos andado
en estos dos días, y la reina, a pesar de ir en litera, empieza
a resentirse de tan acelerada manera de caminar. Habremos pues de
acortar las jornadas en lo sucesivo. Su Alteza desea darse a conocer en
llegando a sus estados...

—Es una temeridad.

—Tal vez, y yo así se lo he hecho presente. Pero su voluntad...

—No debe seguirse cuando es descabellada.

—Sea como quiera, Hernando, su voluntad es nuestra ley. Vasallo celoso,
pero sumiso, aconsejaré a Su Alteza cuando lo crea necesario para bien
suyo; mas siempre obedeceré sin replicar sus órdenes. Mas volvamos a
nuestro asunto: caminando poco doña Urraca, y dándose a conocer desde
luego, es muy de temer que alguno de los muchos alcaides aragoneses que
tiene esta frontera...

—Os entiendo, proseguid.

—Para evitar, pues, un lance que malogre el fruto de nuestra empresa,
es preciso que vos marchéis con toda diligencia a Nájara; que os
presentéis a López y le digáis en qué situación nos hallamos.

—Eso bastará; conozco al señor de Nájara; ¿pero ahora mismo?

—No, Hernando, aún estamos en Aragón, y no sois hombre vos a quien
yo separe de mi lado en ocasiones de peligro; a más, una carta de Su
Alteza para don Diego sería muy del caso. Lo dicho: esta noche os
separaréis de mí.

—Hágase como dispongáis.

Durante esta conversación iban juntas en la litera doña Urraca y
su dama doña Leonor, más gozosas de verse fuera del Castellar, que
apesadumbradas con lo largo de las jornadas y el melancólico aspecto
del terreno por el que caminaban.

Doña Leonor poseía toda la astucia y flexibilidad de carácter naturales
en una mujer educada en la corte, y además había llegado a conocer a
su señora bastante bien, para no sufrir muy a menudo las tempestades
que la versatilidad de esta producía con frecuencia. Reinaba pues
la más completa armonía entre ambas; y doña Urraca se complacía en
manifestar a su camarera los proyectos que para lo futuro iba haciendo.
Encerrada en la prisión de Castellar, la reina de Castilla hacía sanas
y acertadas reflexiones sobre su posición relativamente a los grandes
de su reino, y conocía cuán poco podía esperar de ellos; pero la manera
casi milagrosa con que obtuvo su libertad, el entusiasmo del conde y
la fidelidad de su reducido escuadrón, desvanecieron enteramente sus
temores. Olvidando que su altanería le había acarreado casi desde la
infancia la enemistad de los nobles y prelados; olvidando que por no
verse sujetos a ella sola habían querido casarla hasta con uno de sus
iguales y tener a este por rey; doña Urraca, seducida por su amor
propio, creyó encontrar todos los corazones dispuestos a recibirla,
todos los brazos prontos a combatir en su defensa. Los derechos
heredados de su padre, el glorioso nombre de este, y sobre todo sus
gracias personales eran otros tantos motivos de confianza y seguridad
para la incauta reina, y no veía, ni sus defectos, ni el poder de su
marido, ni la fuerza de sus parciales.

Todas estas causas debilitaban de hora en hora la admiración y la
gratitud que la heroica resolución de don Gómez la habían inspirado en
el primer momento: desaparecieron sucesivamente de su imaginación el
héroe y el libertador, no quedando el conde de Candespina por último
en ella más que como un vasallo fiel, enamorado, valiente y acreedor a
sus bondades. Por no ser prolijos omitiremos los diálogos de entrambas
viajeras, y las conversaciones que mediaron con el conde, quien solía
acercarse a menudo a la litera para informarse de si Su Alteza iba con
la comodidad posible, de si deseaba alguna cosa, pedirla su venia
para hacer alto, etc., etc. De este modo llegaron al último pueblo
de Aragón, y así por esto como por su pequeñez y poca importancia,
le pareció a don Gómez que podría alojarse en él la reina, esperando
encontrar algunas comodidades. Se escogió la casa del pueblo que menos
mala pareció, y sin usar de otra ceremonia don Gómez mandó a su dueño
que recibiese en ella a la reina, aunque sin decirle que tal era su
alta dignidad. Acostumbrados entonces los plebeyos a someterse de
grado o por fuerza a la voluntad de los nobles, que les comunicaban
sus órdenes con la punta de la lanza, no extrañaban ninguna de las
exacciones de estos, y por lo mismo el villano aragonés no manifestó la
menor repugnancia en conceder la hospitalidad que con tanta cortesía se
le pidió. Introdujo pues a sus huéspedes en una que él llamó sala, en
la cual no se veían más muebles que una tosca mesa de pino, algunos
escaños o bancos de la misma madera, y un espacioso sillón con asiento
de cuero, que daba indicios de ser el más antiguo y respetable de todos
los enseres allí existentes. La misma sala tenía una alcoba con su cama
correspondiente al resto del ajuar, la cual se destinó para doña Urraca.

Al entrar esta en aquella miserable choza, echó una mirada en derredor
de sí, y expresó con un profundo suspiro cuánto echaba de menos el
fasto de la corte: el conde lo comprendió, mas no pudiendo remediar
nada, juzgó que lo más prudente era guardar silencio sobre aquel punto.
Ocupado enteramente del proyecto relativo al mensaje de Hernando,
apenas se sentó la reina dobló ante ella la rodilla, pidió permiso para
hacerla una súplica, y obtenido que lo hubo, manifestó en breves pero
evidentes razones, cuán necesario era solicitar el auxilio del señor de
Nájara.

—Nunca hubiera creído —contestó la reina después de haber escuchado con
algunas muestras de impaciencia el discurso del conde—, nunca hubiera
creído que la reina de Castilla tuviese que mendigar el auxilio de sus
vasallos.

—Vuestra Alteza —replicó don Gómez— no ha comprendido, sin duda por
falta de explicación mía, lo que he querido decir: se trata, no de
que Vuestra Alteza mendigue el socorro de nadie, sino de que se digne
participar su llegada a estos reinos al señor de Nájara: esta honra
bastará para empeñar más particularmente a este caballero en defensa de
Vuestra Alteza.

—¿Y por ventura, conde, he yo menester tanto de su ayuda? ¿No me quedan
más vasallos tan nobles, tan poderosos, tan esforzados como él en
Castilla?

—Nobles hay en ella, y muchos y muy poderosos; pero, señora, siento
decirlo, acaso no todos...

—Os entiendo: teméis que sean más parciales del rey de Aragón que de
su natural señora. Mientras me han creído legítimamente unida a él,
mientras que he estado ausente, tal vez don Alfonso habrá podido contar
con ellos; pero en presentándome, creedlo, conde, no habrá uno que no
siga mis banderas.

—Así debiera ser, y así lo deseo, mas no puedo persuadírmelo. Por lo
menos, crea Vuestra Alteza que no sería prudente presentarse en Burgos
sin más escolta que la corta con que hoy camina.

—Sois extraño, conde; no os parece bastante para caminar por mis
estados la misma fuerza con que emprendisteis sacarme del poder de mis
enemigos.

Doña Leonor, presente a esta conversación, conocía la razón del conde;
mas veía al mismo tiempo que era inútil luchar contra la vanidad de
su señora, y que a menos de presentarla el negocio bajo un aspecto
enteramente distinto, jamás consentiría en lo que sus propios intereses
exigían.

Se le ocurrió de pronto un feliz expediente, y arriesgándose a sufrir
una áspera reprimenda se atrevió a mezclarse en la conversación
diciendo a la reina:

—Si Vuestra Alteza me permitiera...

—¿También tú, Leonor, tienes desconfianza de la fidelidad de mis
vasallos?

—No, señora —contestó la diestra cortesana—, lejos de eso creo
absolutamente infundados los temores del conde.

—¡Doña Leonor! —exclamó este algo mohíno de ver que la camarera se
oponía tan espontáneamente a su juicioso proyecto—: Doña Leonor,
¿habéis meditado bien?...

—Dejadla hablar —replicó la reina—; continúa, Leonor, veamos si tú
podrás convencer a este buen caballero...

—No me parece —dijo Leonor— ni aun necesario rebatir los temores que el
excesivo celo del conde de Candespina le ha hecho concebir; perdóneme
su señoría si me atrevo a decirle que va enteramente descaminado en
lo que dice. No hay, o yo me engaño mucho, un solo noble en Castilla
que no esté dispuesto a sacrificarse en obsequio de las gracias de doña
Urraca...

—De mis gracias no, porque no las tengo; pero de mis derechos sí.

—La modestia de Vuestra Alteza —continuó la dama— le hace hablar así;
de todos modos Vuestra Alteza no necesita para su seguridad de las
tropas del señor de Nájara, y sin embargo yo no vacilaría en enviarlas
a buscar.

No es fácil describir el asombro de la reina y del conde oyendo
concluir de un modo tan singular el discurso de doña Leonor; aquella
la miró con enojo, y con admiración este; mas ella, que todo lo había
previsto, sin darles tiempo para volver en sí, continuó de esta manera:

—Dígnese Vuestra Alteza escucharme un instante más y me comprenderá.
Repito que los soldados del señor de Nájara no me parecen necesarios
para seguridad; mas ¿dígame Vuestra Alteza si será decoroso para
su alta dignidad entrar en Burgos en una misma litera, con su única
criada, sin más servidumbre, sin más guarda que la de ocho o nueve
soldados, valientes sin duda, pero con las armas aún teñidas en sangre
y cubiertas de polvo?

—En verdad, Leonor, que tienes razón, y mandaré al señor de Nájara que
venga a servirnos de guarda hasta nuestra capital de Castilla. Conde,
escribid la carta, que yo la firmaré; pero cuidad bien de que en ella
se exprese que el motivo de nuestro mandato es el que ha dicho Leonor,
y no en manera alguna que tengamos el menor recelo de la fidelidad de
nuestros vasallos.

Absorto y pensativo salió el conde a ejecutar lo que se le mandaba,
pudiendo apenas figurarse ser verdad el ingenioso artificio con que
doña Leonor había logrado de la reina, lisonjeando su vanidad, lo que
él con razones más poderosas jamás hubiera conseguido. A estar menos
preocupado en favor de la reina, nada hubiera visto de extraño en ello;
pero un amante ve pocas veces claro cuando se trata de su dama.

Doña Urraca por su parte cada vez se creía más segura del amor de los
castellanos, y miraba como ofensas cuantas prudentes precauciones
querían sus partidarios tomar en favor suyo. Funesta preocupación
que atrajo sobre estos y sobre ella misma no pocos sinsabores en lo
sucesivo.

[Ilustración]




CAPÍTULO V


Partió Hernando apresuradamente para Nájara con el mensaje de la reina
a Diego López, y su diligencia fue tal que dos días después llegaron
ambos, al mismo tiempo que doña Urraca, a un pueblo del camino llamado
Anguiano.

Don Diego López obtuvo el honor de besar los pies a la reina, quien
no se descuidó en hacerle entender que había reclamado su asistencia,
no como necesaria, sino para dar más aparato a la pública entrada que
pensaba hacer en Burgos. El señor de Nájara se contentó con responder
que de cualquier manera que fuese se creía muy honrado con que Su
Alteza se dignara emplearle en su servicio, y lo que solo sentía era
que la premura del tiempo no le hubiese permitido reunir más que los
trescientos caballos que con él traía, y cuatrocientos peones que no
tardarían en llegar a las órdenes de uno de sus parientes. Mediaron
algunos cumplimientos, y doña Urraca terminó la conferencia encargando
al conde y al señor de Nájara que dieran las disposiciones convenientes
para su entrada en Burgos, declarando al mismo tiempo que estaba
resuelta a cesar de ocultarse, queriendo que desde aquel mismo momento
supiesen los pueblos por donde transitara que tenían el honor de
albergar a su soberana.

La expresión de la voluntad de doña Urraca fue en esta ocasión tan
firme y tan decidida que hasta el mismo Hernando se convenció de que
toda reflexión contraria a ella sería inútil; y así, por más que don
Gómez, el de Nájara y la misma doña Leonor creyesen que hubiera sido
más prudente no descubrirse hasta estar en Burgos, hubieron de ceder a
la necesidad.

Los habitantes de Anguiano, poco enterados en los negocios políticos
y no conociendo de la reina más que su nombre y la fidelidad que le
habían jurado, manifestaron sumo gozo en que honrase su pequeña aldea,
y aun quisieron festejarla a su modo: pero doña Urraca, sea que se
convenciese de que era tan impolítico como arriesgado el detenerse, o
sea más bien que el miserable y salvaje aspecto de aquellos montañeses
le fuese poco agradable, resolvió ponerse en marcha sin demora.

Aunque en realidad toda la tropa que escoltaba a la reina dependía del
señor de Nájara, por componerse de vasallos, criados, deudos y amigos
suyos, sin embargo, don Diego López, que ya en la junta de Mascaraque
se había declarado decididamente partidario del conde de Candespina,
indicó a este que él y cuantos le seguían estaban prontos a obedecerle
en todo. Agradeció el conde con corteses razones la deferencia que se
le demostraba, y aunque no quiso tomar ostensiblemente el mando, tanto
por no herir el amor propio del señor de Nájara cuanto porque no se
le tachase de ambicioso, se reservó empero las facultades que creyó
oportunas para el mejor servicio de la reina. Hernando de Olea, a la
cabeza de cien lanzas escogidas, salió con anticipación a noticiar a
los burgaleses la llegada de doña Urraca, llevando orden de apoderarse
de alguna de las puertas de la ciudad, y seguidamente del alcázar a
nombre de Su Alteza; y al mismo tiempo se envió un mensajero a la
infantería de Nájara, para que atravesando los montes por el camino más
corto marchase directamente a la capital de Castilla.

La reina con los doscientos caballos restantes, más los ocho del conde,
continuó su camino a jornadas cortas, recibiendo con afabilidad a
los nobles de todos los pueblos del tránsito, y esperando con ansia
el momento de llegar a Burgos. Don Gómez la acompañaba siempre, y
recibía de ella las mayores pruebas de estimación. Enamorado más que
nunca, no se atrevía sin embargo a hablar una palabra de su amor, que
hubiera mirado como un crimen, en razón de ser la reina casada, si las
desavenencias de esta con su marido y el parentesco de primos segundos
que mediaba entre ambos consortes no alentaran la esperanza de ver roto
algún día aquel lazo tan contrario a sus intereses.

Doña Urraca no podía ser indiferente al mérito incontestable de don
Gómez, aumentado a sus ojos con el servicio que acababa de hacerla;
pero el amor que empezaba a apoderarse de su corazón no era ni fue
nunca superior a la vanidad, de modo que si bien su conducta era tal
que el conde no tenía de que quejarse, tampoco le permitía lisonjearse
enteramente de ser amado.

Así que llegó Hernando de Olea a Burgos, se presentó a su alcaide,
don Álvar Fáñez, y le comunicó las órdenes de la reina, para que se
hiciese saber al ayuntamiento de aquella ciudad su próxima llegada. Es
indecible la sorpresa del alcaide, más afecto al partido aragonés que
al castellano; hizo mil preguntas a Hernando, pero todas las respuestas
de este fueron tan concisas que ninguna luz pudo sacar de ellas. Es
posible que don Álvar Fáñez se hubiera opuesto a recibir a la reina
en Burgos si hubiese estado en su mano obrar conforme a sus deseos;
pero el conde, que había previsto aquel caso, dio las instrucciones
convenientes al de Olea para evitarlo; y así este no abandonó ni
un momento al alcaide desde su llegada a Burgos, y tuvo cuidado de
insinuarle que si bien había venido únicamente con cien caballos,
tardarían poquísimas horas en llegar fuerzas más considerables.

Se convocó, pues, inmediatamente a los individuos de ayuntamiento, a
lo principal de la nobleza y a los gobernadores del obispado con las
dignidades eclesiásticas de más nota, para las casas capitulares,
y, reunidos todos en ellas, les hizo el alcaide saber la orden que
acababa de recibir. Hernando añadió, que Su Alteza se había resuelto
a ir a visitar sus estados sin avisar de antemano, por razones que
se reservaba explicar ella misma a su debido tiempo, y que de todos
modos creía que una sola palabra dicha a nombre suyo bastaría para
que sus amados burgaleses se dispusieran a hacerla el correspondiente
recibimiento.

—Para concluir, señores, dijo por último: es la voluntad de la reina
que desde este momento se me ponga en posesión del alcázar de esta
ciudad, y se me confíe la guarda de una de sus puertas. He aquí las
cartas de Su Alteza, en confirmación de lo que acabo de deciros. —Y en
efecto las presentó.

Lo natural era haber empezado haciéndolo; pero Hernando, poco enterado
en semejantes fórmulas, cuidó más de hacer entender a aquella junta lo
que de ella quería, que de otra cosa.

A todo esto, los soldados de Nájara rodeaban el lugar de la sesión, y
tanto los regidores como los nobles y clérigos, además de que no tenían
un motivo racional para oponerse a recibir a su legítima soberana,
aunque viniese como a sorprenderlos, conocieron que no estaban en
situación de hacer otra cosa más que suscribir a cuanto de ellos se
exigiese.

Accedieron, pues, sin repugnancia (al menos manifiesta) a lo que se les
mandaba en nombre de doña Urraca, y Hernando, satisfecho del buen éxito
de su comisión, pasó a alojar el grueso de su tropa en el alcázar,
enviando un pequeño destacamento a la puerta de la ciudad, que él mismo
designó. A las ocho de la mañana llegó el de Olea a Burgos; a las doce
estaba en posesión del alcázar; y antes de la noche llegó también la
infantería de Nájara.

Los burgaleses deseaban con ansia el momento de ver entrar a la reina,
pues esperaban que su presencia disiparía la misteriosa sombra que
cubría el objeto de aquella inesperada visita, cuyo motivo estaban
lejos de sospechar; porque debe tenerse presente que en el siglo XII
aún no se habían establecido los correos ordinarios y periódicos.

Para abreviar: al tercer día se recibió aviso por un soldado de que Su
Alteza haría su entrada al siguiente por la mañana, lo que en efecto se
verificó, saliendo a recibirla el cabildo, los nobles y el alcaide que,
arrodillado a sus pies, le entregó las llaves de la ciudad.

Doña Urraca desplegó la amabilidad, gracia y cortesanía de que tan
bien sabía usar; y como uno de los eclesiásticos gobernadores de la
diócesis, creyendo que su carácter sacerdotal le autorizaba a ello,
preguntase qué motivo extraordinario era el que proporcionaba a sus
vasallos la inesperada dicha de verla, le contestó que tiempo habría de
satisfacer aquella curiosidad, añadiendo:

—Lo que ahora importa más es dar gracias a Dios por haberme traído con
bien a mi amada Castilla: vamos al templo, y no dudo que vosotros,
señores, me ayudaréis con vuestras santas oraciones a implorar el favor
divino para lo sucesivo.

Dicho esto, se encaminaron todos a la iglesia mayor, y en ella se
cantó un solemne _Te Deum_, concluido el cual se trasladó la reina con
el mismo acompañamiento al alcázar. Bien hubiera querido don Gómez
poder ocultar que la reina venía fugitiva de Aragón; pero desde luego
conoció que semejante ficción podría durar poquísimos días, y que su
momentánea utilidad no compensaría los perjuicios que necesariamente
había de producir cuando se descubriese la verdad. Fue pues necesario
decidirse a descubrir el misterio, con permiso de doña Urraca, quien
no puso dificultad en ello, persuadida de que los castellanos no
vacilarían en defenderla contra su marido. En consecuencia de esta
determinación, apenas entraron en el alcázar cuando, sentándose la
reina en su trono, hizo una larga y patética exposición de los malos
tratamientos que de su esposo había recibido, sin más causa, decía,
que la de ser el rey aragonés y, como tal, enemigo de Castilla, cuya
opresión no había ella querido nunca autorizar; habló de su prisión
en Castellar, pintándola con colores tal vez más cargados que los
que la verdad exigía; y, por último, alabando el celo del conde de
Candespina, manifestó hallarse resuelta a evitar a todo trance caer
de nuevo en manos de su tirano. Sea respeto, sorpresa o temor de las
tropas que les cercaban, todos los presentes guardaron el más profundo
silencio que la reina interpretó tan favorablemente que no creyó
necesario exigir garantía ninguna para su seguridad; y poniendo a cargo
del conde de Candespina disponer lo necesario para la defensa contra
don Alfonso, se retiró a descansar de las fatigas de su penoso viaje.

Don Gómez exhortó en seguida a todos aquellos caballeros a que tomasen
las armas, y las hiciesen tomar a sus vasallos, como él iba a hacerlo,
marchando al siguiente día a sus estados con objeto de hacer en ellos
una leva. Todos protestaron que estaban resueltos a seguir su ejemplo,
y la asamblea se separó sin que ocurriese en ella nada más digno de
notarse.

No fiaba mucho el conde de Candespina en aquellas demostraciones; pero
la fuerza de las circunstancias le precisó a ocultarlo por entonces,
esperando que podría reunir a sus parciales antes que los enemigos
de la reina tuvieran tiempo de concertar su plan contra ella; y en
consecuencia, marchó, según lo había anunciado en la asamblea, el día
después de el de la llegada de la reina a Burgos para Pancorbo, cuyo
castillo y pueblo le pertenecían.

En Burgos se quedó Hernando para estar a la mira de cuanto ocurriese; y
el señor de Nájara prometió no desamparar la corte hasta el regreso del
conde, quien por su parte no hacía ánimo de detenerse más tiempo que el
absolutamente necesario.

[Ilustración]




CAPÍTULO VI


Fieles observadores de su juramento, los aragoneses que sobrevivieron
a la desgracia del Castellar no salieron de aquella fortaleza hasta
cumplido el octavo día de la marcha del conde, esto es, uno después
del de la llegada de la reina a Burgos; pero ya pasado aquel plazo,
montaron a caballo dos de los más principales de ellos, y a rienda
suelta se encaminaron a Huesca, villa distante del Castellar unas diez
leguas, en la cual se hallaba a la sazón Alfonso el Batallador, que,
como ya hemos dicho, se llamaba emperador de España.

Más fácil es imaginar que describir el terrible enojo de aquel
príncipe, oyendo la relación de la fuga de su esposa, y por él pronto
pagaron los miserables que le llevaron la noticia, a quienes mandó
encerrar en un calabozo. En vista de su cólera, casi puede decirse que
fue fortuna para Íñigo Latorre haber muerto en el Castellar, porque, a
no ser así, es evidente que hubiera concluido sus días afrentosamente
en un cadalso.

Alfonso convocó inmediatamente a sus principales vasallos para la
frontera de Castilla, pues no pudo ocultársele que la reina habría
marchado a Burgos, por ser esta ciudad la más cercana entre las
principales de sus dominios a los estados de Aragón; y marchó él mismo
para Soria, plaza en que tenía puesta guarnición de los suyos, con
los hombres de armas, jinetes, arqueros y ballesteros que siempre le
acompañaban.

La rivalidad entre los diferentes estados en que estuvo dividida la
monarquía, desde que don Pelayo dio principio a su restauración en los
montes de Asturias hasta que don Fernando V el católico la terminó,
arrojando de Granada los restos de los moros, es tan notoria que sería
hacer agravio a nuestros lectores tratar de demostrársela; pero bueno
será tenerla presente para no admirarnos del ansia con que castellanos
y aragoneses se aprovechaban de la más pequeña ocasión para causarse
perjuicios de la mayor trascendencia.

Grande era, sin duda, el celo con que los próceres de uno y otro reino
acudían a sus soberanos en las guerras contra los infieles; pero tal
vez se mostraban aún más serviciales en tratándose de hostilizarse
las potencias cristianas entre sí; y estas luchas, que prolongaron
la dominación de los árabes en la península, hubieran podido tal
vez perpetuarla si los sumos pontífices, usando de sus facultades
espirituales y de la influencia temporal que en aquella época tenían,
no las hubieran casi siempre terminado, haciendo aliarse a las dos
partes beligerantes contra el común enemigo.

Pero volviendo a nuestro propósito, diremos que los magnates aragoneses
se apresuraban a porfía en reunir el mayor número de soldados posible
para ayudar a su rey a reparar su honor mancillado.

Los caminos se veían cubiertos de soldados y capitanes que de todos
los dominios de Aragón marchaban a Soria acudiendo al llamamiento del
rey, y los miserables labradores sufrían todo género de vejaciones y
malos tratos, en tanto que Alfonso no descuidaba ninguno de los medios
necesarios para salir bien de su empresa.

Los días que hubo de estar en Soria, esperando los soldados de sus
vasallos, calmaron algún tanto el primer arrebato de la cólera, y las
reflexiones políticas sucedieron a las acaloradas sugestiones del amor
propio ofendido. Su única mira, cuando siendo todavía príncipe se casó
con doña Urraca, era la de reunir en su cabeza las coronas de la mayor
parte de los reinos de España; y por esta razón prescindió del carácter
de su esposa, de que estaba informado de antemano, y del parentesco que
con ella tenía, el cual aunque lejano era sin embargo bastante entonces
para impedir el matrimonio y aun para disolverlo después de hecho,
como sucedía con frecuencia en casos semejantes. Convencido, pues, de
que, aunque empleando la fuerza, era indudable que Castilla, dividida
en bandos y con la mayor parte de las fortalezas en su poder, habría
de sucumbir; sin embargo sería peligroso hostigar a los irritables
castellanos, que en último recurso podrían acudir al papa para que
anulase su matrimonio, con lo que perdería todo derecho a aquella
corona: resolvió entablar algunas negociaciones antes de empezar las
hostilidades. Mas la suerte, empeñada en protegerle, dispuso las cosas
aun mejor de lo que él mismo podía esperar.

Así que faltó de Burgos un hombre a quien todos respetaban y temían,
como era el conde de Candespina, pareció a los habitantes de aquella
ciudad que estaban ya en libertad para discurrir y obrar según creyesen
conveniente. Es cierto que don Diego López y Hernando de Olea habían
quedado en guarda de la reina; pero desgraciadamente no había quien
ignorase que nada era más fácil que sorprender y engañar a aquellos dos
excelentes soldados y pésimos cortesanos.

Don García, obispo de Burgos, prelado de costumbres irreprensibles,
y tan celoso por la grey que estaba a su cargo como vasallo fiel y
patriota decidido, fue desterrado de su diócesis por haber representado
al rey don Alfonso de Aragón sobre la violenta medida que este tomó,
despojando de sus alcaidías a los caballeros castellanos de más nota,
y sustituyéndoles aragoneses o bien naturales del país tachados de poco
patriotismo. Algunos individuos del cabildo sintieron la tiranía que se
usaba con su prelado, pero siendo en corto número, y atemorizados con
el ejemplar mismo que tenían a la vista, no se atrevieron a manifestar
su opinión, y hubieron de seguir la de la mayoría, que como de
ordinario sucede, se inclinaba al partido vencedor. Los gobernadores,
pues, del obispado eran canónigos conocidos por su inclinación a los
aragoneses, y obraban en todo de acuerdo con el alcaide de Burgos don
Álvar Fáñez, uno de los más celosos partidarios de don Alfonso; pero
hallándose sin fuerzas con que contrarrestar las de don Diego López,
se decidió este caballero a esperar la resolución del conde don Pedro
Ansúrez, señor de Valladolid, a quien dio aviso de lo que ocurría así
que tuvo noticia de la llegada de la reina. El conde don Pedro, que
era una de las personas de más nombradía en Castilla, había pasado su
juventud, como todas los grandes de su tiempo, en el ejercicio de las
armas; pero su inclinación le llamaba más a los negocios políticos
que al manejo de la lanza. El padre de doña Urraca, apreciando sus
talentos, le nombró ayo o amo, como entonces se llamaba, de su hija,
y el conde gozó siempre de mucho favor con esta princesa hasta que,
habiéndose declarado por el rey de Aragón, cayó de su gracia, según
ya hemos dicho. Estaba pues el de Ansúrez ligado enteramente con los
enemigos de su discípula: el engrandecimiento de esta no podía menos de
producir su ruina, y así no es de extrañar se afanase tanto para cortar
aquel mal en su origen que se hallara en Burgos cuatro días después de
haber llegado allí la reina.

Se alojó para mayor seguridad en el palacio episcopal, y después de una
larga conferencia en la cual dio a Álvar Fáñez todas las instrucciones
que creyó necesarias, le previno que para aquella noche y hora de las
doce de ella, convocase secretamente a los principales de entre los
partidarios que tenían en el pueblo. No faltó ninguno de los llamados,
que serían más de cuarenta; tal era el respeto y veneración con que
miraban a su alcaide, quien dispuso que la junta se verificase en la
capilla del palacio. Reunidos ya los caballeros, un canónigo celebró,
dada la media noche, una misa rezada para implorar las luces del
Espíritu Santo; y terminado aquel acto religioso, dio a todos los
circunstantes su bendición.

Así que el celebrante hubo desnudado las vestiduras con que había
oficiado el Santo Sacrificio, habló de esta manera el alcaide:

—Extraño debe pareceros, nobles señores, que en hora tan desusada os
haya convocado para este sitio; pero la confianza con que me habéis
honrado, viniendo a él con tanta puntualidad, es una prueba de amor
que nunca olvidaré. El único objeto, señores, de todas mis acciones
es cumplir la fe prometida a nuestro soberano, y alejar de mi patria
los males de la horrorosa guerra que la amenaza: si lo consigo, nada
me queda que desear. Ahora, señores, escuchad al muy ilustre conde don
Pedro Ansúrez, quien tiene que comunicaros cosas de no poca importancia.

—Caballeros —dijo don Pedro—, el honor castellano está ofendido: un
conde osado y presuntuoso se ha atrevido a faltar a la obediencia
debida a su rey; y vuestro silencio, vuestra ciega sumisión a sus
órdenes os hacen cómplices en su delito. ¿Quién de vosotros, infanzones
de Castilla, quién es el que no ha hecho pleitesía y rendido vasallaje
a don Alfonso de Aragón? Ninguno. ¿Y porque haya adquirido sus derechos
al trono de Castilla casándose con doña Urraca, por ventura habrá de
perderlos siempre que esta lo quiera así? No creo, cababalleros, que
haya aquí quien tal piense. En tanto que el Santo Padre, por justa
causa, no os declare libres de vuestros juramentos, sois vasallos de
don Alfonso y traidores negándole la obediencia. La sorpresa del primer
momento puede disculpar lo que hasta aquí se ha hecho; pero pasar más
adelante sería no solo criminal sino temerario. ¿Qué fuerzas opondréis
a las del rey de Aragón? ¿Cómo resistiréis el ímpetu violento de su
venganza?... Nadie me responde. La verdad ha penetrado en vuestros
corazones. ¿Estáis prontos a volver a someteros a vuestro rey?

—Sí —contestaron unánimemente—; sí, conde; hablad y decidnos qué hemos
de hacer.

Este era el punto al cual quería el conde traer los ánimos, y ni un
momento había dudado conseguirlo, pues conocía perfectamente que
todas las circunstancias le favorecían. No molestaremos la atención
de nuestros lectores refiriéndoles prolijamente los pormenores de
la conferencia de aquellos magnates: lo que les importa saber es
que decidieron que a toda costa y aun usando de la fuerza, si las
circunstancias lo exigían, pondrían a la reina en poder de su marido;
suplicando al mismo tiempo a este la tratase con más suavidad que hasta
entonces lo había hecho.

Hubo quien propuso hacer entrar en la conjuración a don Diego López;
mas el conde, que le conocía bien, se opuso a que se tratara de
semejante cosa, diciendo que el señor de Nájara era hombre que no
se volvería atrás de lo que una vez había prometido, aunque para
conseguirlo se levantase su mismo padre del sepulcro.

—Otros medios —concluyó—, se nos presentarán más arriesgados tal
vez; pero que Dios mediante y nuestra diligencia producirán el éxito
que deseamos. Separémonos, caballeros, antes que venga el alba y nos
descubra; yo os prometo que no tardaréis en tener noticias mías.

De este modo las armas de Aragón por un lado, y por otro los escrúpulos
o la debilidad de sus vasallos amenazaban a un mismo tiempo a doña
Urraca, quien en todo pensaba menos en la tempestad pronta a descargar
sobre su cabeza.

[Ilustración]




CAPÍTULO VII


Sucedíanse en el alcázar de Burgos festines a festines: solo se pensaba
en diversiones, y hubiera sido difícil adivinar por las apariencias la
precaria y efímera existencia de la dominación de doña Urraca.

Los mismos que secretamente conspiraban contra la reina, eran los
primeros en aprovecharse de sus indiscretas liberalidades, y en
mostrarse oficiosos en inventar nuevos placeres, para ocultar así
mejor sus proyectos y disipar toda sospecha; la reina veía con placer
su mentido celo, y casi no echaba de menos la presencia del conde de
Candespina.

Hernando de Olea y el señor de Nájara, dejándose arrastrar de la
corriente, también pensaban más en solazarse que en otra cosa; y así
eran de poquísimo estorbo para sus contrarios.

En particular Hernando, que por la parte que tuvo en el suceso del
Castellar gozaba de gran favor con la reina y andaba siempre a su
inmediación, con la vista y el frecuente trato de doña Leonor de Guzmán
empezó a conocer que no era tan insensible como creía a los encantos
del bello sexo. Hasta entonces había mirado siempre con repugnancia, y
acaso con horror, la vida afeminada de la corte, y desdeñado acomodarse
a los modales de los palaciegos, a quienes despreciaba; pero el deseo
de agradar a doña Leonor le hizo vencerse e imitar lo que veía. De aquí
resultaba un contraste singular y casi ridículo en todas sus acciones
y palabras; pues a pesar de sus esfuerzos, le era imposible reprimir
en algunas ocasiones su natural impetuosidad, y dejar de producirse
con la aspereza y energía que le eran propias. Mas a pesar de que
por esta parte el pobre Hernando no presentaba el aspecto más propio
para agradar, sin embargo su figura colosal y bien proporcionada, su
rostro hermoso aunque guerrero y la fama de sus hazañas eran con una
dama de aquellos tiempos recomendaciones suficientes para no despreciar
enteramente la ofrenda de su corazón. Doña Leonor, pues, vio con cierta
complacencia la naciente inclinación del de Olea, y se condujo con toda
la maestría propia de una mujer de talento y cortesana.

En tanto que el amor y los placeres reinaban en la capital de Castilla,
el conde de Candespina no perdonaba medio ni fatiga para levantar
sus tropas y las de sus amigos: pasaba el día expidiendo correos con
avisos a los señores en quienes tenía más confianza, y órdenes para
sus vasallos; y la noche escribiendo las cartas que debía enviar al
siguiente día.

Él mismo no permanecía cuarenta y ocho horas en un paraje; corría todas
las villas, lugares y alquerías de sus dominios: a unos amenazaba;
a otros persuadía con el halago; a este le exigía caballos, al otro
armas, al de más allá su persona; y, por último, todo lo ponía en
contribución para lograr prontamente su objeto.

Entre los señores a quienes envió a pedir socorro citaremos como
más principales a Íñigo Jiménez, que gobernaba en Calahorra y ambos
Cameros, Garci López en Tobía y Marañón, y señaladamente al conde don
Pedro González, señor de Lara, de Medina, Mormojón, Dueñas y Tariego,
quien tanto por lo ilustre de su linaje, que es uno de los cinco
grandes solares de Castilla, cuanto por su riqueza y fama, era tenido
en grande estima y valía en aquella época.

Los que hemos nombrado, y algunos otros que omitimos en obsequio de la
brevedad, se decidieron desde luego en favor de la reina, porque les
era muy pesada la dominación del de Aragón, y confiaban en sus riquezas
y vasallos, que capitaneados por el conde de Candespina, podrían
resistir y acaso vencer a don Alfonso. Por el contrario, los que
compusieron la junta de Burgos, eran todos caballeros cortesanos, mejor
avenidos con los festines y torneos que con el rigor de los combates,
y que preferían vivir pacífica y sosegadamente bajo el gobierno de un
extraño a exponerse a los riesgos de la guerra, irritando a un monarca
tan poderoso y esforzado como el de Aragón.

Así se pasaron algunos días, hasta uno en que ya cansada doña Urraca
de las diversiones de la capital, dispuso salir a caza con todo el
aparato correspondiente. La corte entera se puso en movimiento: todos
los caballeros apercibían sus caballos y perros, y los monteros se
desafiaban unos a otros sobre quién haría alarde de más destreza y
fuerza en la próxima cacería; diversión en aquellos tiempos propia
solo de los príncipes y grandes señores, quienes no perdonaban gastos
para hacerla con toda la ostentación posible. Las damas, que a caballo
asistían también a amenizar el espectáculo, se esmeraban en los
vestidos y sombrerillos, procurando cada una sobrepujar a las demás en
gala y bizarría; y la reina, no menos que las otras, se ocupaba también
en sus adornos, con el mismo ahínco, o acaso más, que hubiera podido
hacerlo en el negocio de estado de la mayor importancia.

Llegó por fin el día señalado, y desde antes del amanecer empezaron a
oírse los ladridos de los lebreles, el relinchar de los caballos y el
alegre son de las cornamusas.

Caballeros y damas, todos con vestidos de fondo verde, con adornos
y plumas de diferentes colores, conforme al gusto e inclinaciones de
cada uno, se reunieron en el alcázar para acompañar a la reina, quien
no tardó en presentarse tan bizarra con su vestido de caza que excitó
un murmullo general de admiración en los cortesanos, pues, para no
faltar a la verdad, nos es preciso decir que según la crónica no bastó
su alta dignidad a ponerla a cubierto de las críticas observaciones
de las señoras de Castilla. Quién de estas hallaba el vestido muy
largo; quién muy corto; una sobrecargado de adornos al paso que a otra
le parecía harto pobre; esta decía que el color era poco a propósito
para favorecer el rostro de la reina, y aquella que las plumas de la
gorra o sombrerillo eran demasiadas: en resumen, desde la punta del
calzado hasta el último adorno de la cabeza de la reina sufrieron el
más severo de los exámenes. Todo esto debe entenderse en voz baja,
y con el suficiente recato para no ser oídas de doña Urraca, pues a
su presencia o callaban o se deshacían en elogios bien poco sinceros.
Los de los hombres lo eran más, y tal vez por esta causa crecía el
descontento de aquellas damas, porque sabido es que no pueden perdonar
que otra mujer parezca bien a su amante estando ellas presentes, aunque
sea una reina. Una sola entre todas no tuvo motivo de queja, porque su
amante, enteramente ocupado en contemplarla, no hizo siquiera reparo
en la reina, y esta fue doña Leonor, de quien Hernando estaba cada día
más prendado; verdad es que también el primer cuidado de la camarera,
cuando entró en el salón acompañando a su señora, fue buscar a Hernando
para ver qué efecto le hacían sus gracias en aquel nuevo traje, y como
le halló con los ojos clavados en ella, en la actitud de un hombre que
está en éxtasis, no pudo menos de ruborizarse; pero quedando al mismo
tiempo muy satisfecha interiormente.

Lucidísima fue la comitiva que salió de Burgos con la reina, y todos
con gran júbilo y algazara (en cuanto lo permitía la presencia de doña
Urraca) se dirigieron a Vivar, aldea de la montaña, célebre por haber
dado su nombre al Cid Campeador, en la cual debía darse principio a la
montería. Hallábase en ella preparado el desayuno para la reina y las
personas de más cuenta en un magnífico pabellón arabesco, dispuesto
con el mayor gusto, y para la generalidad de los cazadores en el campo
mismo. Oíanse entre tanto los gritos de los ojeadores que de gran
distancia venían estrechando su círculo para reunir las reses en un
corto espacio de terreno; y los bramidos de las acosadas fieras hacían
resonar los ecos de las profundas cavernas de los montes.

Pocas serían las damas de nuestro siglo a quienes la idea sola de
presenciar la caza de jabalíes no asustase, pues en cuanto a encontrar
una que quisiera tomar un venablo y atacar a la fiera, aun cuando otras
heridas la hubiesen ya postrado, la empresa nos parece tan difícil que
raya en lo imposible.

Sin embargo, el mismo clima, la misma tierra habitaban las españolas
del siglo XII que las del XIX.

Pero tal es la fuerza de la costumbre o, por mejor decir, de la
educación, que llega a veces a hacerse superior a la misma naturaleza.
Nuestra augusta cazadora fue la primera a apresurar el momento de dar
principio a la diversión, y en el transcurso de aquel día dio varias
pruebas de valor y destreza, que la atrajeron no pocos vítores y
aplausos de sus vasallos. La mañana se dedicó enteramente a hacer la
guerra a los jabalíes, y la tarde se destinó contra los ciervos, por
ser caza que podía hacerse a caballo. Excusado será decir que doña
Leonor no se apartó ni un momento de la reina, y que Diego López y
Hernando de Olea, como encargados de su guarda, tampoco la perdieron
de vista. En particular este último, que iba encontrando mucho placer
en su encargo, siempre tenía un pretexto para estar más próximo a la
camarera que a la reina: ya era que respetaba demasiado a doña Urraca
para entablar conversación con ella, o que aquel honor era debido
más bien a don Diego que a él. En resumen, el amor, como todas las
pasiones, era en él dominante, exclusivo e incapaz de ocultarse, y
si hubiera encontrado expresiones a propósito con que declararse, es
indudable que lo hubiera hecho al momento.

Habíase ya puesto el sol e iba a terminarse la cacería con la muerte de
un desdichado ciervo, a quien los perros acosaban muy de cerca, cuando
hallándose en lo más intrincado del monte la reina con su camarera, el
señor de Nájara, Hernando y un corto número de personas de la comitiva,
se aparecieron de repente y como por ensalmo a alguna distancia, una
porción de hombres que más que tales parecían fieras. Vestían una
especie de calzón de piel de oso hasta media pierna; una túnica o
pellico de lo mismo les cubría desde los hombros hasta las rodillas;
media cara iba oculta con un antifaz también de piel, y su calzado eran
unas abarcas del mismo material. Defendíales la cabeza un casquete de
red de hierro, y sus armas consistían en una espada, un chuzo y tres o
cuatro dardos arrojadizos.

—Jesús sea conmigo —exclamó doña Leonor deteniendo al mismo tiempo su
caballo.

—¿Qué es eso, Leonor? —preguntó la reina haciendo lo mismo.

—Mire Vuestra Alteza aquellas visiones —contestó aquella.

Y don Diego López la atajó, diciendo:

—O yo me engaño o aquellos son almogávares.

—No os engañáis, don Diego, ellos son; conozco a esos montañeses
perfectamente, y a fe, a fe, que no sé qué querrán en Castilla esas
aves de rapiña naturales de la corona de Aragón —añadió Hernando.

La reina, que ya empezaba a sobresaltarse, mandó que inmediatamente
se le explicase qué gente era aquella, a lo cual Hernando satisfizo
diciendo que los almogávares eran una tribu oriunda de los Pirineos,
que servía a los reyes de Aragón en calidad de tropas ligeras, y que
cuando este príncipe no los tenía empleados, se ocupaban en talar las
tierras de los moros, y aun las de los cristianos si a mano les venía.

—Me parece —dijo Leonor— que sería prudente que Vuestra Alteza se
retirase.

—¿Y por qué, señora? —preguntó el de Olea—: somos cinco caballeros...

—Lo erais —interrumpió la reina, advirtiendo entonces que durante
su conversación habían desaparecido los caballeros de Burgos que la
seguían.

—Tiene Vuestra Alteza razón —repuso el de Nájara—: solos hemos quedado
este caballero y yo.

—Bastantes somos —contestó Hernando.

—Estáis desarmados —exclamó la reina, pálida ya de temor como un
cadáver—. Volvamos atrás.

Sea que doña Urraca se hubiera adelantado demasiado a sus cortesanos
en el ardor de la caza, sea que estos se hubiesen ido retrasando
casualmente o de intento, lo cierto es que en el momento crítico de que
hablamos ni aun se alcanzaban a oír las voces de los monteros, y solo
se percibía confusamente el agudo sonido de la cornamusa.

Por más valientes que fuesen Diego López y Hernando de Olea, no era
posible, a menos de estar locos, que apeteciesen entrar en combate con
cerca de veinte hombres (que tal era poco más o menos el número de
los que vieron desde luego) hallándose sin más armas que su espada,
cuchillo de monte y venablos, y cubiertos del simple vestido de paño
verde; y así es que cedieron sin repugnancia a la proposición de la
reina, y volvieron la espalda a los almogávares que ya se les habían
acercado a tiro de piedra.

¿Pero cuál fue la sorpresa de los caballeros y el pánico terror de las
damas, cuando al emprender su retirada vieron que les interceptaban el
paso otros tantos o más montañeses que los que tenían por delante?

—Que me maten —dijo el señor de Nájara— si no estamos cercados por
estos salteadores de profesión.

—Dos mil diablos sean con ellos y toda su casta —añadió el de Olea
echando mano a la espada—: solo nos queda este camino.

—Y nosotras —exclamó la reina—, ¿qué hemos de hacer?

—Caballeros —dijo doña Leonor, dirigiéndose particularmente a
Hernando—, reflexionad lo que vais a hacer; la menor provocación de
vuestra parte a esos miserables, puede costarnos a todos las vidas.

—Antes morderán el polvo algunos de ellos —respondió furioso el amigo
de Candespina.

—¿Y eso podrá resucitarnos? —preguntó doña Urraca—: os prohíbo sacar la
espada sin orden mía.

No tuvo tiempo de decir más, porque los almogávares, que por todas
partes se habían ido presentando, después de formar un círculo en torno
de los acuitados cazadores, fueron estrechándolo sucesivamente hasta
acercarse tanto a ellos que podían oír perfectamente su conversación.

La reina entonces, sacando fuerzas de flaqueza, animada tal vez con el
mismo peligro, se dirigió a ellos, mandándoles que dejaran paso franco
a la reina de Castilla. En vez de responderla como era debido, uno de
aquellos salvajes, con voz bronca y desentonada le preguntó:

—¿_Sou vos la reina_?

—Yo soy, villanos, apartaos y dejadme paso.

—_No pot sé_ —contestó el mismo montañés; y dando un agudo silbido se
arrojaron todos sus compañeros sobre doña Urraca y su escasa comitiva,
sin dar tiempo a los dos caballeros para hacer uso de sus armas; si
bien es verdad que no anduvieron bastante ligeros para evitar que
Hernando atravesase a uno de parte a parte con su venablo.

Un grito que dieron la reina y su camarera fue el único que interrumpió
el silencio de aquella extraña y desventurada escena. Los almogávares
parecían mudos, y ni López ni Olea estaban para conversaciones.

Doña Urraca y Leonor, a quienes se mandó expresamente quitarse el
calzado, lo hicieron por no exponerse a que lo ejecutasen por sí mismos
sus bárbaros enemigos, y en seguida hubieron de ponerse uno igual al
de estos, y una túnica de piel que no se diferenciaba de la de los
montañeses en otra cosa más que en la longitud, pues las cubría desde
los hombros hasta un poco más abajo de media pierna; y a más tuvieron
que quitarse los sombrerillos y dejar el pelo suelto sin tocado alguno.

También al señor de Nájara y a Hernando les obligaron a vestir un traje
igual al suyo, contentándose con exigir al primero su palabra de honor
y fe de caballero de que no se escaparía ni pronunciaría en todo el
camino una sola palabra, sin permiso del que parecía ser el capitán
de aquella banda; la misma proposición hicieron al segundo, pero él,
furioso, se negó a todo, por lo cual le maniataron y pusieron un lienzo
en la boca.

Lloraban doña Urraca y Leonor; Diego López cabizbajo y mudo, parecía
como enajenado; y a través de la especie de mordaza que llevaba el
pobre Hernando se hubiera creído oír las maldiciones que echaba a la
suerte, no tanto por su desgracia, cuanto por la de la señora de sus
pensamientos. Tal era la situación de la que un cuarto de hora antes se
creía señora de Castilla, y la de sus cortesanos más favorecidos.

[Ilustración]




CAPÍTULO VIII


Si hemos conseguido inspirar con esta narración algún interés a
nuestros lectores, sin duda recordarán la junta de los caballeros
burgaleses en el palacio episcopal, y que se separaron, tomando el
conde don Pedro Ansúrez a su cargo proponer los medios para devolver a
don Alfonso su fugitiva esposa.

No ignoraba el conde que, a pesar de la decisión que todos manifestaron
de usar de la fuerza cuando no hubiese otro arbitrio para conseguir
su fin, no podía sin embargo contar con el más exacto cumplimiento de
tal oferta; pues el motivo más poderoso que la mayor parte de aquellos
nobles había tenido para unírsele era el deseo de evitar una guerra.
Esta consideración fue la base de su conducta. Salió pues de Burgos
para Soria el día inmediato al de la junta; avistose con don Alfonso, y
de acuerdo con él, dispuso que una tropa de almogávares fuese con todo
secreto y celeridad a situarse en las montañas vecinas a la capital
de Castilla. Desde luego era de presumir que la reina no dejaría de
visitar los alrededores de la corte; y por otra parte contando, como
el conde contaba, con muchos partidarios en el mismo alcázar, le era
fácil disponer por sí mismo la ocasión que deseaba. En efecto, algunos
cortesanos de la facción aragonesa en el fondo, aunque en la apariencia
adictos a doña Urraca, manifestando no temer ningún peligro, y bajo
pretexto de despreciar a los enemigos, eran los que más fomentaban
las intempestivas fiestas que se dieron en Burgos, y por último,
promovieron la cacería que tan cara costó a la reina.

Los almogávares, entre los cuales, y con su mismo traje se mezclaron
por precaución algunos caballeros aragoneses, recibieron las más
estrechas órdenes de no ofender en su persona a la reina ni a ninguno
de los individuos de su comitiva, a menos que las circunstancias
hiciesen absolutamente indispensable usar de la fuerza; pues el
prudente Ansúrez no quería tampoco enconar los ánimos contra sí, ni
hacerse enemigos particulares por si los tiempos mudaban. A esto debió
sin duda Hernando de Olea que los feroces montañeses no vengaran
cruelmente la pérdida del compañero que les mató con su venablo, y,
para decir lo cierto, el origen de su impunidad fue más bien que los
caballeros aragoneses disfrazados de almogávares se interpusieron
entre él y los camaradas del muerto, que no el respeto de estos a sus
promesas. Como quiera que sea, luego que los prisioneros hubieron
vestido el traje de sus vencedores, precaución que se adoptó para
que en caso de encontrar en el camino con algún destacamento de las
tropas del conde de Candespina o sus parciales no fuesen conocidos,
se pusieron en marcha, montadas las señoras y a pie los demás, y
caminaron con una celeridad increíble. Diego López y Hernando de Olea
eran hombres acostumbrados a todo género de fatigas; pero apenas
podían seguir a sus conductores, que trepaban por las breñas con la
misma ligereza que hubiera podido hacerlo la más suelta cabra. Tres
o cuatro leguas andarían aquella noche, siempre por la sierra, sin
seguir ninguna vereda, y por parajes en donde apenas podían sentar el
pie los caballos de Doña Urraca y Leonor. Tan pronto atravesaban un
torrente como veían a sus pies un horroroso precipicio, y más allá se
metían en un angosto y profundo desfiladero. La noche era oscura; desde
el principio de ella empezaron a amontonarse las nubes; y por fin
descargó sobre los desgraciados presos una horrible tempestad.

Que el lector se imagine ahora la situación de una reina de Castilla en
medio de un despoblado, cautiva en poder de unos bandidos y expuesta
al furor de los elementos que también parecían conjurarse en su daño,
y decida si con razón iba entre sí lamentándose de su suerte que ni
suspirar la dejaba libremente; pues tal era el temor que tenía de
contravenir a las órdenes de los almogávares que no profería ni un
ay. Los montañeses, gente familiarizada con semejantes escenas, no
parecían inquietarse por nada de cuanto sucedía, y según el tono con
que hablaban podían los prisioneros creer que iban contentos; porque
en cuanto a su conversación, que toda era en el dialecto catalán, nada
entendían de ella.

Por fin, después de bastantes horas de camino y sereno ya el cielo,
llegaron a una pequeña aldea en donde estaba el conde don Pedro
Ansúrez con varios señores aragoneses, algunos de sus parciales y
una respetable escolta de hombres de armas. Aunque no se presentó
aquella noche a la reina, dispuso que se alojara esta señora en la
casa más cómoda que había en el pueblo, hizo que se la diesen vestidos
correspondientes a su clase y que se tuvieran con ella y su camarera
las mayores consideraciones: mas no por esto descuidó el asegurarse de
su persona rodeando el alojamiento de soldados que a nadie permitían
entrar ni salir en él sin una contraseña especial del conde.

En cuanto a Diego López y Hernando de Olea, se les depositó en las
casas capitulares bajo la competente guarda, tratándoles en lo demás
con todo decoro.

Decir que ni la reina, ni Leonor, a quienes no se separó, no pensaron
siquiera en dormir aquella noche, sería excusado, pues es fácil de
presumir que su extremada agitación no se lo permitió. Una y otra
pasaron la noche tan pronto lamentando su mala suerte como haciendo
conjeturas sobre lo futuro, o recordando con dolor los breves instantes
de la dicha pasada. Amaneció por fin, y a poco un gentil hombre del
conde Ansúrez se presentó a pedir a la reina audiencia para su señor.

—Decid al conde —contestó doña Urraca— que una prisionera como yo, una
persona a quien se prende en medio de un monte como a un vil salteador,
no tiene voluntad; y así puede venir o no venir según sea su gusto.

—Crea Vuestra Alteza —replicó el mensajero— que el conde mi señor...

—Es un traidor.

—¡Señora!

—Hidalgo, si os merece alguna consideración la hija de Alfonso VII de
Castilla, idos en buen hora y no abuséis de mi paciencia.

—Obedezco.

Y fuese a dar su respuesta al conde, quien oyéndola exclamó:

—Es natural: no esperaba yo menos de su colérica condición; pero no
importa, es preciso que yo la vea.

Resuelto, pues, a sufrir con paciencia la descarga de injurias que
indudablemente iba a caer sobre él, no dejó pasar muchos instantes sin
presentarse en la habitación de doña Urraca, y entró en ella con un
aire de respeto y sumisión que a cualquiera que ignorase lo ocurrido
hubiera hecho creer que la reina no tenía vasallo más dispuesto a
obedecerla que él.

La reina le miró con un ceño capaz de desconcertar a cualquier otro,
mas él, sin turbarse, hincó una rodilla ante su señora, diciendo:

—Vuestra Alteza tiene a sus pies...

—Al que fue mi ayo en la niñez, al que debía ser ahora mi vasallo y es
un vil instrumento de mi mayor enemigo.

—Señora —continuó el conde sin alterarse—, las apariencias pueden
condenarme...

—¿Las apariencias no más? —interrumpió furiosa la reina—. Decid, pues,
conde vil, mal caballero, vasallo desleal, decid: ¿Quién me arrancó
de mi corte? ¿Quién me puso en manos de esos miserables que me han
conducido hasta aquí?

—Alfonso de Aragón —contestó el conde dejando la humilde postura en que
había permanecido hasta aquel momento, pero conservando siempre su tono
respetuoso—, un esposo, señora, es quien os ha traído aquí, no yo.

—¿Mi esposo? Contará sin duda añadir este triunfo a sus hazañas: este
nuevo florón a su corona imperial.

—Vuestra Alteza desconoce las verdaderas intenciones de don Alfonso:
yo, a quien honra con su confianza...

—Y la merecéis. Sería injusto si no os la diese: por él abandonáis a
vuestra reina; por él sacrificáis la infeliz Castilla a sus ambiciosas
miras; por él mancilláis el honor de los infanzones... Conde,
concluyamos; vuestra presencia me es odiosa, no puedo menos de miraros
como a un verdugo vendido a mis enemigos. Decid pronto lo que os hayan
mandado. ¿Qué nueva prisión es la que me destinan?

—Lejos, señora, de preparar a Vuestra Alteza prisión ninguna, deseoso
el rey de Aragón de reparar la dureza...

—La crueldad, diréis mejor.

—Sea como Vuestra Alteza quiera, lo cierto es que el rey don Alfonso
no trata de aprisionaros de nuevo. Quiere que su esposa vuelva a ser
el ornato de su corte; quiere que reine entre él y doña Urraca la
armonía que nunca hubiera debido interrumpirse. ¿Quién con más derecho
que yo, que he dirigido los primeros pasos de Vuestra Alteza, y que
me glorío de haberla servido desde que nació, podría encargarse de
esta reconciliación? Vuestra Alteza está ofendida, y me ha llenado
de injurias que pocos de mis iguales tolerarían: yo las olvido. Solo
suplico, puesto de nuevo a los pies de mi reina, que cediendo por su
propio interés a mis consejos, prescinda de los medios que para evitar
mayores males ha sido preciso emplear para sacarla de Burgos, y que
depuesto todo rencor se reconcilie de buena fe con su esposo. Estos,
señora, son mis deseos; y si para satisfacción de Vuestra Alteza es
necesaria mi vida, pronto estoy a sacrificarla.

—Hubo un tiempo, conde —respondió sosegadamente la reina—, en que pude
creeros sincero. Hoy vuestras mañosas palabras no lograrán convencerme.
Sin embargo, aún os queda un medio de justificaros. Escuchadme
atentamente, don Pedro: entre Alfonso y yo no puede haber nunca paz
mientras vivamos unidos; y tengo motivos de creer que no está lejos el
momento de separarnos para siempre. Si queréis pues cumplir con vuestra
obligación, volvedme a Burgos.

—Imposible, señora; mis juramentos me lo prohíben, y aun cuando yo
quisiera...

—Basta: retiraos, y sabed que no debéis esperar más de mí que lo que
como prisionera no pueda negaros.

—¡Señora!...

—Retiraos digo; Leonor: esta es la nobleza de Castilla.

—¡Ah, señora! —dijo la camarera luego que el conde salió—, no todos son
como ese pérfido.

[Ilustración]




CAPÍTULO IX


Difícil sería describir la turbación que causó en Burgos el rapto de la
reina a las personas que no estaban iniciadas en la trama de don Pedro
Ansúrez con los nobles y clérigos de aquella ciudad; pero es preciso
confesar que no produjo verdadero sentimiento más que en los soldados
de Diego López, quienes apenas recibida la noticia, salieron en busca
de su caudillo, capitaneados por un don Pedro, hermano del señor de
Nájara.

Así que Álvar Fáñez se vio libre de ellos, hizo proclamar rebeldes en
nombre de don Alfonso a cuantos siguiesen el partido de Candespina;
cerró las puertas de la ciudad y se apercibió para defenderla en
caso de que los soldados de Nájara regresaran e intentasen entrar en
ella por fuerza: mas todas sus disposiciones fueron excusadas, pues
informado el conde de Candespina por Pedro López de lo acaecido en
Burgos, y sabiéndose ya que la reina estaba en Soria en poder de su
marido, le mandó que marchase a reunirse con él en las cercanías de
esta ciudad que intentaba asediar.

La aciaga cacería de Vivar destruyó en un momento la obra que con
tanto riesgo personal había llevado a cabo don Gómez; pero su ánimo
incontrastable no por eso desmayó. Llegadas las cosas al punto en
que estaban, no le era ya posible retroceder, y por más desigual
que pudiese parecer la lucha entre el poderoso monarca de Aragón
y un vasallo de la corona de Castilla, el conde de Candespina no
quiso renunciar a sus pretensiones, que a la verdad no carecían de
fundamentos.

Los grandes de Galicia, a cuyo frente se puso don Diego Gelmírez,
obispo de Santiago y sobrino del pontífice Pascual II, excitados por
el amor a la independencia nacional y el odio a los aragoneses, se
sublevaron contra don Alfonso, pretextando que tenían por inválido su
matrimonio con doña Urraca, en razón del parentesco de ambos consortes;
y proclamaron a don Alfonso de Castilla, hijo de doña Urraca en su
primer matrimonio con el conde de Galicia, y entonces de corta edad.
Esta nueva facción, que en adelante hizo no poco daño a doña Urraca, le
era sin embargo favorable en aquella época, llamando la atención de su
marido a diversos puntos, y debilitando por consiguiente sus fuerzas.
Como es de suponer, el conde no descuidó ponerse en comunicación con
los gallegos insurreccionados; estos enviaron sus embajadores al papa
para tratar de la invalidación del matrimonio de la reina; y rota ya la
barrera, la mayor parte de los nobles de Castilla tomaron las armas
para sacudir el pesado yugo de los aragoneses. En poco tiempo se reunió
alrededor de Soria un poderoso ejército castellano que bloqueó la
plaza, y don Alfonso, que desmintiendo en aquella ocasión su conocida
actividad militar se descuidó en reunir competente número de tropas,
hubo de limitarse a estar encerrado en la plaza, sufriendo que a su
vista ondeasen tranquilamente los pendones de los que llamaba rebeldes.
En aquella ocasión se juntó la flor de Castilla; pero como nuestro
propósito no es escribir circunstanciadamente la historia de esta
época, omitiremos hacer una descripción prolija, y tal vez fastidiosa,
del ejército de los nobles; y no hablaremos más que de los que han de
ocupar algún lugar en el resto de nuestra narración.

Eran de estos los principales el conde de Candespina, a quien ya
conocemos, y don Pedro de Lara, señor poderoso, pero de muy distintas
cualidades que aquel; ambicioso en demasía, tenía todos los demás
vicios que de este dependen; y sobre todos un orgullo sin límite,
y poca delicadeza en la elección de los medios para llegar al fin
que se proponía. Don García, obispo de Burgos, prelado de virtudes
verdaderamente evangélicas, autorizaba con su presencia aquel campo, y
le seguían no pocos eclesiásticos, cuya influencia en el pueblo era de
la mayor importancia.

Don Alfonso hizo en público a la reina una acogida tan cariñosa como si
se hubieran separado por alguna circunstancia imprevista, y fuera el
amor conyugal y no la fuerza la que volvía a reunirlos; pero en secreto
la reprendió severamente por su fuga, amenazándola de que usaría, si
en lo sucesivo no variaba de conducta, de su autoridad como marido
y poderío como rey de Aragón. Otra mujer más prudente hubiera acaso
contemporizado con su marido, no permitiéndole las circunstancias
obrar de otro modo; mas doña Urraca, demasiado irascible, trató a don
Alfonso con una acrimonia que solo sirvió para empeorar su situación.
El rey de Aragón, no atreviéndose a usar de su poder abiertamente,
y escarmentado del suceso de Castellar, renunció a tomar medidas
violentas cuyo efecto, le manifestó el conde de Ansúrez, no podría
ser otro más que el de enajenarle enteramente los ánimos de los mal
contentos castellanos y fortificar el partido de la reina; mas no
por eso mejoró esta de posición, pues si bien continuó viviendo con
su esposo, tratada en lo exterior como a su alta dignidad convenía,
también fueron separadas de su lado cuantas personas se tuvieron por
afectas a ella. El conde de Ansúrez, con el título de mayordomo mayor,
era una especie de carcelero de Su Alteza; y toda su nueva servidumbre,
compuesta de personas vendidas al mayordomo, un enjambre de espías
destinados a evitar todo género de comunicación de doña Urraca con
sus amigos. Sin embargo, nada fue tan sensible a la reina como verse
privada de su fiel camarera, la bella Leonor de Guzmán, a quien de
orden del rey se puso en reclusión en un convento de religiosas de la
ciudad de Soria. Única persona que había llegado a conocer a fondo a
doña Urraca, Leonor le era tan necesaria para mitigar sus penas como
para ayudarla a sobrellevar el peso de su insípida y monótona vida;
y por lo mismo el conde de Ansúrez, que además temía los talentos y
penetración de la camarera, tuvo buen cuidado de alejarla de sí.

En tanto que doña Urraca pasaba triste y pesarosa su vida en los
dorados hierros de su palacio, Leonor, en el silencioso retiro de un
claustro, dirigía continuamente sus ruegos al que todo lo puede, para
que mejorase sus horas y las de su señora, a quien, a pesar de todos
sus defectos, quería entrañablemente; y debemos decir como fieles
historiadores que los campeones de Castellar tenían no poca parte en
sus oraciones, especialmente el intrépido Hernando, quien tan generosa
y temerariamente había puesto en riesgo su vida por defenderla cuando
fue presa con la reina en las cercanías de Vivar.

Don Diego López y Hernando de Olea, presos en la cárcel de Soria y
custodiados con la más activa vigilancia, aunque en honor de la verdad
tratados en lo demás como era debido a su nobleza y valor, sufrían
todos los tormentos inseparables de la doble incertidumbre en que
vivían, tanto de su suerte futura, como de la situación de la reina y
estado de los negocios del conde de Candespina; pues sus carceleros,
aragonés el uno, y criado del conde de Ansúrez el otro, guardaban el
más profundo silencio con ellos, alegando cuando les hacían alguna
pregunta órdenes superiores que tenían para no contestar a ella.

Diversos eran los pareceres en el consejo de Alfonso sobre la suerte
que debía caber a los dos nobles cautivos: los aragoneses que eran más
encarnizados enemigos de Castilla y aquellos castellanos que habiéndose
ya comprometido en el partido del de Aragón solo podían esperar salud
en el triunfo de este opinaban que se les decapitara, cosa, decían,
que el rey puede hacer sin escándalo, pues han sido rebeldes al que
como esposo de doña Urraca es su legítimo soberano; emitiendo el mismo
principio, pero siendo más generosos y tal vez más políticos, otros
caballeros de Aragón decían qué aun cuando Su Alteza podía legalmente
hacerlos castigar como traidores, sin embargo era más conforme a su
grandeza y magnanimidad, y más conveniente a sus mismos intereses, no
usar con ellos de todo el rigor de su justicia, pues por más que fuese
merecido aquel castigo, siempre sería muy pesado para la grandeza de
Castilla ver que el rey de Aragón trataba así a dos de sus miembros.
Quien tenía la balanza en aquel negocio, como privado del rey, era
don Pedro Ansúrez, y este era demasiado prudente y astuto para dar un
paso de tal importancia, ya que para siempre le cerraría la entrada de
Castilla, si triunfaba el partido de la reina, al haber tomado parte
en la ejecución de Hernando y de don Diego, quienes en su prisión
ignoraban absolutamente cuanto sobre ellos se trataba.

El paciente don Diego López llevaba con resignación aquella
calamidad, contentándose con rogar a Dios le sacase de ella; mas el
iracundo Hernando, incapaz de sufrimiento, no reposaba un instante.
Su imaginación le presentaba ya el cadalso a que le seguían sus
compañeros, ya una oscura prisión en que como él gemía su amigo don
Gómez; pero sobre todo las delicadas manos de la bella Leonor cargadas
de pesados hierros era la idea que más le atormentaba. Entregándose
otras veces a la más ciega esperanza, veía triunfantes las armas de
Candespina, creía arrancar con sus propias manos a Leonor del poder
de los satélites aragoneses; y la más dulce, la más grata de las
recompensas que podía imaginar, era la mano de su dama. Ora prorrumpía
en terribles maldiciones contra su destino, ora, y eran las más
veces, imploraba uno después de otro a todos los santos del cielo,
ofreciendo a este una novena, a aquel una misa para que milagrosamente
le sacaran de allí. El señor de Nájara oía tranquilamente sus
arrebatadas expresiones, o sus ruegos, y acababa siempre exhortándole
a la paciencia, único recurso en verdad que entonces tenían, pero
que Hernando no podía tomar a menos, decía él, que no le hiciesen
enteramente de nuevo.

—Decid lo que queráis, don Diego —le decía Hernando—, decid lo que
queráis, pero yo jamás podré acostumbrarme a vivir encerrado entre
cuatro paredes.

—Os han de acostumbrar por fuerza —replicó el de Nájara.

—Noramala nos acordamos de cazar. Lo que más me mata es ignorar
absolutamente qué es de la reina, de don Gómez y de..., de doña Leonor.

—La reina estará o presa, o en su palacio.

—Sí; por fuerza en alguna aparte estará, y no deseo yo a Su Alteza
que esté como nosotros. Os juro por el santo de mi nombre que estoy
desesperado.

—Y yo os lo creo, Hernando, sin que juréis; pero hiciérades mejor en
sosegaros, que llevándolo con paciencia ganarais al menos para con Dios.

—Sí; bueno es rogar a Dios, pero mejor sería ayudarnos nosotros en
algo, pues estándonos así siempre...

—¿Y está en nuestra mano hacer otra cosa?

—Parece que no; pero discurrid a ver si encontráis algún medio para
salir de aquí.

—Que nos abran las puertas, y...

—El día que se abran acaso será para sufrir en un cadalso...

—Dios nos defienda: mas hágase su voluntad.

—Amén, amén; pero veamos, ¿no se podrían forzar los hierros de esta
reja?

—A menos que por un milagro no tengáis de repente las fuerzas de Sansón.

—Cuerpo de mí; ¿y dos hombres que saben manejar lanza y espada han de
morir aquí como perros? Más valiera que aquellos almogávares hubieran
concluido con nosotros.

—Quién sabe. Tal vez el cielo nos prepara mejor suerte de la que
pensáis.

—Tal vez, y entonces han de pagar aquel maldito día en que nos dejamos
coger como en ratonera; si las armas de los leales llegan a sacarnos
de aquí, si una vez vuelve mi brazo a blandir la lanza, ¡ah, señores
aragoneses!, ajustaremos nuestras cuentas y no habéis de salir
alcanzados en golpes; no.

—Norabuena: más quiero veros así.

—Oíd, don Diego, veis estos malditos vestidos de pieles que nos
pusieron aquellos salteadores, los he conservado ambos desde aquel día;
y hasta que se los haga poner uno por uno a todos los caballeros de
Aragón no he de sosegar.

—¿Sabéis qué me ocurre?

—¿Qué?

—Que si una vez llegamos a poder salir de este encierro, esos vestidos
facilitarían nuestra fuga.

—Cierto, si encontramos un medio...

—Puede ser.

—¡Dios mío!, y ¿cuál es?

—Esperad: dejadme pensar un poco.

—No; decid, decid, después pensaréis.

—Se trata de... Silencio: son nuestros carceleros..., después
hablaremos.

[Ilustración]




CAPÍTULO X


No se engañó don Diego; los que con su venida interrumpieron la
interesante conversación que con Hernando tenía eran sus carceleros,
que venían a traerles la comida. Entraron, como siempre, silenciosos
y comedidos en sus acciones, aunque adustos en el gesto; pusieron la
mesa, en la cual sirvieron una comida no mezquina, y aguardaron, sin
proferir una palabra, a que los prisioneros concluyesen de comer; cosa
que no fue larga, pues preocupado el uno con el proyecto que para
evadirse estaba formando, y ansioso el otro de saberlo, puede decirse
que apenas tocaron los manjares que tenían delante. Llegó, pues, la
para ellos suspirada hora de verse libres de la presencia de sus
carceleros, y luego que estuvieron solos, Hernando, impaciente por
enterarse del proyecto de su amigo, acumulaba pregunta sobre pregunta
y no dejaba proferir una palabra a don Diego, quien, acostumbrado a
proceder en todo con admirable pausa y prolijidad, no sabía tampoco qué
responder. Por fin, viendo el de Olea que nada sabría si no dejaba a su
compañero de cautividad tiempo para coordinar sus ideas y explicarlas
a su modo, hubo de contenerse y logró lo que tanto deseaba, que era
enterarse del plan formado por don Diego, cuyos pormenores omitiremos,
pues habiendo de hablar de su ejecución inmediatamente, sería ocioso
decirlo de antemano. Baste saber que mereció la aprobación de Hernando
en todas sus partes, y que en cuanto a él, solo temía el señor de
Nájara que lo echase a perder por excesivo ardor.

Ya se ha dicho que a pesar de que se tenían con don Diego y Hernando
todas las consideraciones debidas a su calidad, eran sin embargo
aquellas compatibles con la estricta vigilancia necesaria para guardar
prisioneros de tal jerarquía; y por lo mismo se había prevenido a sus
carceleros que visitasen con frecuencia la prisión, con el objeto
de evitar que pudiesen ocuparse en forzar alguna reja o buscar otro
arbitrio para fugarse. La última de estas desagradables visitas
que solían recibir nuestros cautivos era pasada la media noche.
Los carceleros entraban ambos con su linterna, armados cada uno de
un puñal y daga: reconocían primero el aposento, y en seguida se
acercaban cautelosamente cada uno a la cama de uno de los dos presos
para asegurarse de que efectivamente estaban en ellas. Esta fue la
hora que los dos caballeros escogieron para poner en ejecución su
peligrosa empresa. Pasaron las que le precedieron en un profundo
silencio, interrumpido solo ya por un suspiro, ya por una exclamación
involuntaria y aislada, o por algunas frases de oración que dirigían al
cielo para que les fuese propicio en aquel trance.

Lo más difícil para ambos era fingirse dormidos tan perfectamente que
sus carceleros no concibiesen sospechas y estuviesen desprevenidos;
pero al cabo, la indispensable necesidad de hacerlo y el importante
resultado que se proponían conseguir les ayudaron a verificarlo con
toda la propiedad que podía desearse.

La una de la noche sería cuando el sordo ruido de llaves y candados
anunció la llegada de los carceleros; rechinó la pesada puerta
moviéndose sobre sus goznes, e iluminó el aposento la pálida y escasa
luz de las linternas: la respiración de ambos caballeros era igual y
sostenida, y ni el más perspicaz observador hubiera podido adivinar que
realmente estaban despiertos y luchando entre el temor y la esperanza.

—Duermen —dijo el castellano al aragonés.

—Para siempre había de ser —replicó este.

—Calla, no despierten y lo oigan.

—¡Qué han de oír! ¿No oyes como ronca el pelmazo de don Diego?

«No tardaremos», dijo este entre sí, «en ver cuál de los dos lo es más».

—Puede ser —replicó el primer carcelero, sin dejar de reconocer el
aposento—, puede ser que no tarden en verificarse tus deseos.

—¡Hola!, conque...

—Sí; dicen que los tratarán como merecen.

—Es decir, que les cortarán la cabeza.

—Eso mismo.

«¡Perro!», iba a exclamar Hernando; pero venturosamente pudo contenerse.

—No me pesaría —continuó el carcelero— que fuera pronto.

Y en esto, según la costumbre que se ha dicho tenían, terminada
la requisa de la prisión, dejaron las linternas en el suelo y se
aproximaron cada uno a la cama de un prisionero. Si hubiera sido
posible ver el corazón de los dos caballeros castellanos en aquel
crítico momento, sin duda que sin dejarse de hallar en ellos el valor
que tan acreditado tenían en todas ocasiones, se hubieran visto la
agitación y la zozobra inseparables del hombre en el instante de la
ejecución de un proyecto arriesgadísimo, y del que dependen la libertad
y la existencia. Los carceleros, satisfechos de que sus presos dormían,
se volvieron ambos de espalda a los lechos de estos para dirigirse
a tomar sus linternas y marcharse; pero en el mismo instante ambos
caballeros se les arrojaron encima con no vista presteza, y asiéndoles
fuertemente del pescuezo dieron con ellos en tierra antes que pudieran
proferir palabra, ni volver en sí del asombro que tan repentino e
inesperado ataque les causó.

—Si profieres un ay siquiera, eres muerto, miserable —decía Hernando al
carcelero aragonés, poniéndole la rodilla al pecho, y amenazándole con
su propio puñal que acababa de arrancarle, así como la daga; mientras
que don Diego, teniendo al suyo en una posición semejante, le intimaba
con sosegado continente que no se meneara si quería vivir.

—Toda resistencia es inútil, esclavos —dijo don Diego—: ya estáis
desarmados, y los dos hombres con quienes tenéis que hacer valen algo
más que vosotros estando en circunstancias iguales como ahora.

—Señor... —empezó a decir el que estaba a los pies de Hernando; pero
este le echó mano a la garganta, y se la apretó con tanta fuerza que le
hizo poner morado el rostro.

—Silencio, perro —le dijo—; silencio o va tu alma adonde debe estar,
que es en los infiernos.

—Tenedlo vos sujeto a ese —añadió don Diego—, y vos, hermano, levantaos
y tratad de desnudaros lo más pronto que sea posible si no queréis
probar el temple de vuestro propio puñal.

Obedeció trémulo y consternado el carcelero a lo que se le mandaba; y
luego que hubo concluido volvió a echarse en el suelo, adonde don Diego
le ató pies y manos con las sábanas de su cama, tapándole la boca con
un pañuelo, de modo que no podía moverse ni pedir auxilio.

La misma operación se hizo inmediatamente con el otro; pero fue
ayudándole su vencedor Hernando a despojarse de sus vestidos con
maneras harto desabridas, y haciendo brillar continuamente a sus ojos
el terrible puñal.

El silencio de la noche, la escasa luz de las linternas, la terrible
agitación de los cuatro actores, y hasta la misma desnudez en que
quedaron dos de ellos, todo contribuía a dar a la singular escena que
estamos describiendo un aire de sombría originalidad más fácil de
concebir que de explicar. Desnudos pues ambos carceleros, y asegurados
en la forma que del primero se dijo, se disfrazaron Hernando y don
Diego con sus vestidos, sin olvidarse de las armas, ni menos del manojo
de llaves que uno de ellos llevaba; y en seguida tomando cada uno de
ellos un lío que de antemano tenían hecho y oculto, salieron de su
prisión encomendándose a Dios fervorosamente; y cerraron después las
puertas con las mismas precauciones que, para que quedasen seguros,
hubieran podido hacerlo los dos carceleros cuyo papel representaban.

Ni Hernando ni don Diego habían visto de la cárcel en que estaban más
que el cuarto que les servía de prisión, fuera del día que entraron
en ella; pero la impresión que hizo en ellos aquel fue bastante para
que, ayudados con la luz que llevaban y marchando con precaución,
llegasen hasta el cuerpo de guardia, en el que los soldados dormían
sosegadamente: atravesáronlo sin que el que estaba de centinela se lo
estorbase, pues por el traje creyó ser los carceleros, y se pusieron en
la calle.

Sin embargo de haber logrado esta dicha, su posición no dejaba de
ser de las más críticas: en Soria no tenían más que enemigos; y si
existía alguno que no lo fuese, para ellos era desconocido. Ignorando
absolutamente cuanto pasaba fuera de su prisión, no sabían si la reina
estaba o no en Soria, y aunque estuviese, pensaban con razón que
dependiendo de su esposo no podría serles de ninguna utilidad. ¿Qué
hacer? ¿A dónde dirigirse? ¿A quién pedir auxilio? Su fuga no podía
ignorarse por largo tiempo; y los de la facción aragonesa pondrían
en campaña un sinnúmero de satélites para buscar al señor de Nájara
y al amigo del conde de Candespina. Todas estas, y otras reflexiones
semejantes no menos embarazosas que desagradables, las iban haciendo
entre sí los dos fugitivos, alejándose a paso largo de su prisión, y
llevando por acompañamiento el ladrido de los perros, únicos vivientes
que a tales horas andaban por las calles. Después de caminar así un
cuarto de hora sin dirección marcada, dando vueltas por las calles
de la ciudad, llegaron a una estrecha callejuela a espaldas de una
iglesia; y pareciéndoles paraje seguro, se pararon en ella para tomar
aliento y decidir qué era lo que debían hacer. Empezaron por despojarse
de los vestidos de carceleros, ocultándolos entre un montón de piedras,
y ponerse los de almogávares que con este intento habían sacado de
la prisión; y después de haberse mutuamente propuesto y desechado
varios planes como absurdos unos e impracticables todos, careciendo
absolutamente de conocimiento del terreno y conexiones que pudieran
auxiliarles, resolvieron ponerse en manos de la Providencia y aguardar
que amaneciese, cosa que no estaba lejos, pues la noche se les había
pasado con presteza en medio de sus sobresaltos y trabajos para ponerse
en libertad.

No tardó mucho en efecto en venir la aurora; cesó el monótono son de
los ladridos de los perros, y empezaron a abrirse las puertas de las
casas: pero no se veía salir de ellas al pacífico labrador dirigiendo
tranquilamente su yunta, sino a caballeros armados de punta en blanco,
seguidos de sus pajes y escuderos; a simples soldados cubiertos con
el morrión, embrazado el escudo y al hombro la pica; y a poquísimos
ciudadanos, que en el aire silencioso y abatido no mostraban el natural
desembarazo de los que exentos de penas caminan en su propia ciudad.

Todo esto lo observaban nuestros dos amigos con no poca sorpresa,
admirándose al mismo tiempo de que nadie reparaba en su traje, que
aunque no podía ser extraño en pueblo donde hubiese tropas aragonesas,
era sin embargo por su naturaleza bastante a llamar la atención
del vulgo; pero en esta parte cesó su asombro, viendo a poco que
diferentes grupos de gentes vestidas como ellos, esto es, de verdaderos
almogávares, atravesaban la ciudad en diferentes direcciones; y si no
llevaban concierto marcial, porque en aquella tribu no se conocía, sin
embargo, la hora, las armas, y el aire presuroso y afanado, parecían
indicar que iban destinados a algún servicio militar.

Los dos fugitivos resolvieron reunirse a uno de aquellos grupos y
seguirlo, pues al cabo de este modo llamarían menos la atención, y
acaso podrían encontrar medio de salir de la ciudad. Como cincuenta
de aquellos salvajes pasarían en banda cuando acababan de formar
Hernando y don Diego el proyecto dicho, y uniéndose a ellos sin vacilar
siguieron su movimiento, sin que ninguno los mirase ni reparara en
su aparición. Poco tardaron en verse en la muralla y puerta de la
ciudad: la banda hizo alto; su jefe conferenció algunos momentos con un
caballero que allí estaba, para recibir órdenes sin duda, y en seguida
salieron todos al campo con no poca satisfacción de los dos castellanos.

[Ilustración]




CAPÍTULO XI


En tanto que pasaba en Soria lo que llevamos referido, ardía el
campo de los caballeros castellanos en continuas discordias. La poca
actividad de don Alfonso y la insurrección de Galicia, aumentando el
número de los conjurados, inspiraron a sus jefes sobrada presunción
y confianza. El orgullo aristocrático de cada uno de ellos hacía
que todos en particular creyesen o que eran acreedores al supremo
mando, o al menos que podían obrar libre e independientemente de
toda autoridad. El conde de Candespina era sin duda la persona a
quien con menos repugnancia obedecían, y tal vez la fuerza de la
opinión pública, que le era extremadamente favorable, y sus numerosos
vasallos y partidarios, hubieran bastado a asegurarle una dominación
tranquila, si el destino no le hubiese suscitado un terrible rival en
la persona del conde don Pedro de Lara. Envanecido este con los dones
de la fortuna, su ilustre nacimiento y la seductora presencia de que
la naturaleza le dotó, no podía sufrir la idea de que hubiera quien
en nada le fuese superior; pero escaso de la energía necesaria para
poder luchar a cara descubierta con don Gómez, objeto perpetuo de su
envidia, no descuidó ninguno de cuantos ardides y astucias se hallaron
a su alcance para perjudicarle en la opinión del ejército. Nada es más
fácil desgraciadamente que poner en oposición al que obedece con el que
manda: cuántas incomodidades y fatigas son anejas al ejercicio de las
armas; cuántas privaciones lleva consigo la guerra; y hasta la misma
lentitud que la fuerza de las circunstancias imprimía a las operaciones
de aquella campaña, fueron atribuidas mañosamente por los ocultos
emisarios del de Lara a incuria o impericia del supremo caudillo.

El confuso y recatado murmurar del soldado, la taciturnidad de los
oficiales subalternos, y la jactanciosa altanería de muchos de los
caudillos, hicieron conocer a don Gómez que un genio enemigo de su
dicha y de la independencia de Castilla se ocupaba en trastornar sus
planes mejor combinados. La cólera y el dolor se disputaron la posesión
de su alma por algún tiempo; mas venció al fin la prudencia auxiliada
por el amor. Por el interés de la causa común y en beneficio de la
reina, resolvió sacrificar sus resentimientos: reunió un consejo,
manifestó en él las razones poderosas por las que no había juzgado
prudente hacer más que bloquear a Soria, y añadiendo que le parecía
harto pesada la carga del mando para llevarla solo, pidió que se le
diese un colega que alternase en él; y suplicó, a pesar de saber
los malos oficios que le debía, que este fuese el conde don Pedro
de Lara. El consejo convino sin grandes dificultades en el nuevo
nombramiento, y satisfecha por un momento la ambición del conde de
Lara, pareció que las cosas volvían a tomar un aspecto más sereno.
Los dos caudillos resolvieron de común acuerdo que cada uno de ellos
tendría el mando durante ocho días, sirviendo este tiempo el otro como
simple voluntario, para que de este modo pudiese haber más unidad en
las operaciones. Llegado el turno del conde de Lara, deseoso de ganarse
el amor de los soldados, y confiado en las pocas tropas que don Alfonso
tenía en Soria, lo primero que hizo fue mandar mover el campo para
estrechar el bloqueo y convertirlo según anunció en asedio, abandonando
por consiguiente las primitivas posiciones en las montañas que don
Gómez había tomado con el objeto de impedir la llegada de nuevos
tercios enemigos; cosa harto fácil conservándose dueño de sus angostos
desfiladeros, y casi imposible al contrario.

Los soldados, prontos siempre a juzgar por las apariencias, aplaudieron
con entusiasmo lo que ellos llamaban el valor de su nuevo general; y el
conde don Gómez, fiel a su contrato, vio dolorosamente pero en silencio
perderse en un instante todo el fruto de su paciencia y talento. Siguió
empero la marcha del ejército; presenció como este se acampaba con
menos precaución de la que hubiera podido emplearse si el enemigo se
hallase a cien leguas; y previó la ruina completa de Castilla.

Don Pedro Ansúrez, de quien no se dudará que tuviese espías en el
campo castellano, oyó con el mayor placer la noticia de la división
del mando entre los dos condes; pero su gozo llegó al colmo cuando
supo el imprudente movimiento de don Pedro de Lara. Volvieron a
renacer en su corazón las casi amortiguadas esperanzas del triunfo de
los aragoneses; y una circunstancia tan imprevista como feliz, vino,
por decirlo así, a sobrepujar sus más ardientes deseos. Hallábase una
mañana ocupado en el examen de varios papeles relativos a asuntos del
estado, envuelto en una especie de ropaje talar a manera de bata, de
color escarlata ricamente bordada en oro, y cubierta la cabeza con
un casquete del mismo color, cuando uno de sus criados se presentó
diciéndole que uno de los hombres de armas que estaban de guarda en las
puertas de la ciudad había venido a conducir a un castellano desertor
del campo enemigo, quien absolutamente quería hablar con el conde en
persona. Este, que no anhelaba otra cosa más que enterarse a fondo
de lo que pasaba en los reales de los grandes de Castilla, mandó que
entrase el prófugo sin demora, y se dispuso a emplear, para saber de
la verdad, su conocida y admirable astucia. Pocos minutos tardó en
hallarse el desertor en su presencia: era al parecer hombre de unos
cuarenta años de edad, de recia y nervuda complexión, y a pesar de que
en general su porte era grave y mesurado, se veía sin embargo en él
cierta humildad que denotaba bien a las claras no ser su nacimiento de
los más distinguidos; pero como quiera que sea, la tosca regularidad de
sus facciones y la fría tranquilidad de sus miradas denotaban un alma
intrépida y una conciencia tranquila, cosas bien opuestas a la justa
nota de infamia que siempre ha llevado consigo el vil que abandona sus
banderas. Todo esto lo observó el conde de Ansúrez en un instante: le
miró atentamente con aquel aire escudriñador y altanero, propio del
hombre constituido en alta dignidad con los que le son infinitamente
inferiores: el castellano conservó su aire sumiso aunque no abatido,
sufriendo con inalterable impavidez no solo aquella especie de examen
preliminar, sino también el interrogatorio que le siguió inmediatamente.

Como es de presumir, quien rompió primero el silencio fue el conde,
diciendo así:

—¿Quién sois?

—Un castellano; mi nombre es Millán.

—¿Érais soldado en el campo del conde de Candespina?

—Sí, señor, su vasallo y criado años ha.

—¡Santo cielo! —exclamó el conde pudiendo apenas contener su gozo—.
¿Criado del conde de Candespina?

—Sí, señor, lo he sido mucho tiempo...

—¿Y cómo habéis dejado su servicio?

—Me afrentó; juré vengarme, y lo cumpliré.

—¿Os afrentó? ¿Él, el conde de Candespina, tan decantado por su
justicia e imparcialidad? Algún motivo daríais para ello, hermano.

—Ninguno, más que haber osado motejar su..., su traición al rey.

—¿Y por eso solo os afrentó?

—Por eso me mandó tratar como al más miserable de sus esclavos; por
eso he jurado tomar venganza de él; y por eso he venido a buscar a
Vueseñoría.

—Norabuena; sosegaos que Dios mediante se lograrán vuestros deseos, y
el traidor pagará su delito.

—Amén: la traición debe sufrir su pena.

—Así será. ¿Cuándo salisteis del campo?

—Esta noche.

—¿Quién mandaba en él?

—El conde don Pedro de Lara.

—¡Hola! ¿El galante, el afeminado don Pedro?

—El mismo.

—¿Y sabéis vos cuáles son sus proyectos?

—Los soldados dicen que asaltar a Soria.

—Loado sea Dios, que le faltan las fuerzas y le sobra la presunción.
¿Ha dejado algún cuerpo de tropas en la entrada de los montes?

—Ninguno.

—No tiene el rey don Alfonso quien le sirva mejor que el bueno de don
Pedro. ¿Y qué hace en tanto el conde de Candespina?

—Andar errante como un aventurero.

—Mucho le gustan a su señoría los lances extraordinarios.

—Si Vueseñoría me auxilia, yo le prometo proporcionarle uno bien
singular, y que podrá ser el último.

—¿Cómo?

—Trayéndole a Soria.

—Mucho prometéis.

—Más haré.

—Lo veremos.

Aquí suspendió el conde sus preguntas para entregarse al parecer a
una profunda meditación: se levantó de la silla y empezó a pasearse
lentamente por el aposento, parándose alguna vez para fijar la vista en
el soldado, quien impasible como una estatua no movía pie ni mano, ni,
como vulgarmente se dice, pestañeaba siquiera. Por fin, pasados algunos
minutos, tomó el semblante de don Pedro aquella expresión positiva que
denota haber decidido el camino que ha de seguirse en un asunto de
grande importancia; y volviendo a tomar el hilo de la conversación,
dijo a Millán:

—Oídme, hermano, y haced bien vuestras cuentas: cualquiera que sea el
motivo por el que hayáis abandonado el campo de los rebeldes y venido
a uniros a los leales, vuestra suerte está asegurada si cumplís con la
obligación de un buen soldado; contentaos pues con esto, o si persistís
en la oferta de poner al traidor conde de Candespina en poder de su
rey, mirad qué garantías me ofrecéis...

—Mi cabeza responde si no salgo con la empresa.

—Acepto la fianza, y os ofrezco una buena recompensa si la lográis.

—Ver aquí al conde es la única que apetezco.

—Sea: yo me encargo de que no tengáis de qué quejaros si llegare a
venir. Pero veamos cómo pensáis poner en práctica el tal proyecto.

—El conde, con un corto número de servidores, tiene su cuartel separado
del resto del ejército los días en que, como ahora, no está a su cargo
el mando; por la noche es extremada la vigilancia con que están los
suyos, mas apenas amanece, la mayor parte se echan a dormir. Treinta
hombres de armas guiados por mí podrían llegar hasta la misma tienda
del conde sin ser vistos, y entonces...

—Estáis entendido. Seguidme.

Y diciendo así, salió del aposento y condujo a Millán a otro en lo
más apartado de la casa, donde habiéndole hecho entrar lo cerró con
llave. En seguida puso un criado de centinela a la puerta con las más
estrechas órdenes para no permitir que ninguna persona se aproximara a
hablar con el castellano, y volvió a su gabinete, al cual hizo llamar a
diversas personas de las que en su servicio le merecían mayor confianza
para darles las instrucciones que en adelante se verán.

[Ilustración]




CAPÍTULO XII


Extraordinario fue el movimiento que hubo en la posada del conde don
Pedro Ansúrez desde la llegada de Millán: todos los servidores del
privado tenían cada uno su particular comisión, sin que ninguno,
empero, supiera el motivo y objeto de lo que se le encargaba: mas esto
no era para ellos en ningún modo nuevo, pues casi siempre les sucedía
lo mismo. Lo singular es que don Pedro no pusiera en conocimiento del
rey una noticia de tanta importancia; pero su interés le aconsejaba
tenerla oculta por dos razones: primera, que decirla antes de haber
completamente ejecutado su designio era llamar mucho la atención hacia
Millán, haciendo que sobre él recayese todo el mérito de ella; y la
segunda, que en caso de frustrarse, siempre achacarían al conde no
haber puesto de su parte todos los medios conducentes para el logro.

Sirviéronse a Millán las comidas regulares en el aposento que le servía
de cárcel, y ni él hizo la menor pregunta a los criados del conde,
ni contestó más que por monosílabos a las que ellos se atrevieron a
dirigirle. En vano el observador más perspicaz hubiera querido hallar
la menor señal de agitación, temor ni remordimiento en el rostro
del soldado: su frente despejada, su mirar sereno, y el sosegado
comedimiento de todas sus acciones indicaban más bien el hombre
honrado, pronto a correr un grave riesgo en defensa de la virtud,
que al vil traidor, dispuesto a entregar en manos de sus más crueles
enemigos a su natural señor. Don Pedro de Ansúrez, informado por sus
criados de la tranquilidad de su prisionero, juzgó que nacía de las
esperanzas que tenía de ver satisfecha su venganza; y se confirmó en la
idea de llevar adelante aquella empresa. Vuelto a conducir Millán a la
presencia del astuto conde, fue de nuevo interrogado por él sobre los
mismos puntos poco más o menos que en su primera entrevista, pero de
diferentes modos, contestando siempre lo mismo, sin que las sutilezas
del de Ansúrez fueran poderosas a hacer que se contradijera en nada, ni
se turbara un instante.

—Bien —dijo el conde después de más de una hora de conversación—, bien:
estoy satisfecho de que obráis de buena fe. Decidme ahora dónde está
situado el cuartel de vuestro antiguo amo.

—Ya he dicho a Vueseñoría, y lo repito, que yo conduciré a él a los que
hayan de prenderle.

—Pero decidme dónde.

—No, señor.

—¿Y por qué?

—Porque eso sería renunciar a mi venganza.

—No lo entiendo.

—Quiero verle yo mismo caer en poder de sus enemigos; quiero
presenciar su abatimiento; en una palabra, he jurado morir o traerle
aquí por mi propia mano.

—Norabuena. ¿Qué gente necesitáis?

—Treinta hombres de armas.

—Pocos me parecen.

—Sobrados para una empresa como esta; y advierto a Vueseñoría que deben
venir desmontados.

—Sepamos la razón.

—Porque el conde de Candespina ha situado sus pabellones en un paraje
quebrado, donde no solo sería muy prolijo caminar a caballo, sino que
es verdaderamente un imposible hacerlo sin ser descubiertos.

—Aguardad: para mayor seguridad iréis todos disfrazados con un traje
que encubriendo las armas os haga menos visibles.

—Nada sería más conveniente.

—Os vestiremos de almogávares: idos a descansar, que mañana con la
voluntad de Dios saldréis de aquí antes de amanecer.

—Y antes de medio día habréis visto al conde de Candespina.

—¡Dios lo haga! Y lo demás dejadlo por mi cuenta.

En efecto, a la mañana siguiente salió Millán a la cabeza de unos
cincuenta hombres armados y cubiertos con traje de almogávares; pues
el conde se obstinó en que no llevase menos de este número: pero la
Providencia dispuso que aquel disfraz que hizo tomar a su gente el
de Ansúrez para mejor logro de sus proyectos, sirviese únicamente
para contrariarlos y favorecer la fuga de don Diego López y Hernando
de Olea. Tan felices fueron estos, que acertaron a quebrantar su
prisión precisamente la noche que precedió a la mañana señalada para
la ejecución del pérfido proyecto del traidor Millán, y el grupo de
supuestos almogávares a que hemos dicho se unieron, saliendo con él
de la ciudad, era precisamente el de los hombres destinados a prender
al conde de Candespina. Don Pedro Ansúrez había calculado muy bien
que el traje de almogávares debía encubrir mejor el proyecto de los
suyos; pues aunque aquellos montañeses formaban conocidamente parte
del ejército aragonés, como solo se ocupaban en talar los campos e
interceptar convoyes, sin atacar nunca a ningún cuerpo de tropas
regulares, no podrían alarmar al campo castellano aunque fuesen vistos
desde él.

Como media legua andarían, siempre con el mayor silencio siguiendo a
Millán, quien a la cabeza de ellos marchaba con notable desembarazo y
visible contento; pero ya a esta distancia de Soria, y no hallándose
aún bastante próximos al enemigo para recelar el ser oídos, creyeron
los aragoneses que podían permitirse alguna más libertad, y se trabaron
entre ellos algunas conversaciones, cuyo objeto, como es fácil de
presumir, fue la empresa a que iban destinados. Grande fue la sorpresa
de los dos caballeros fugitivos oyendo a los que suponían almogávares
hablar tan claro el castellano, que no les pudo quedar duda ninguna de
que no pertenecían a la tribu errante cuyo traje vestían.

—Estos son aragoneses disfrazados y no almogávares —dijo Hernando al
oído a su compañero.

—Callad —le contestó este con voz tan baja que apenas se oía—, callad,
por vida vuestra, si no tenéis ganas de volver a la prisión de Soria.

Siguió Hernando tan saludable consejo, y le ayudó a no quebrantarlo
el llamarle la atención lo que delante de él iban hablando, en voz
inteligible aunque baja, dos aragoneses.

—Es imposible —decía el uno— que haya hombre más afortunado que el tal
don Pedro Ansúrez.

—Todo se le viene a la mano —contestó el otro.

—Y tanto; por dónde diablos se le ha antojado al conde de Candespina
maltratar a un criado suyo para que este se pase a nosotros y nos lo
ponga en las manos.

—¿Conque ese Millán es su criado?

—¿Pues qué, no lo sabías?

—¡Millán traidor! —dijo Hernando a don Diego—. Apenas puedo creerlo.

—Silencio y oigamos —replicó el señor de Nájara.

—Lo que oyes —continuaba el aragonés.

—Pues eso es venderlo como un Judas.

—Lo mismo. A decir verdad es una villanía.

—Ya se ve; pero el conde no repara en niñerías.

—Con tal que logre su fin.

—Por logrado: Millán conoce el terreno: llegamos a la tienda del de
Candespina sin ser vistos...

—Y lo despachamos al otro mundo.

—Nada menos que eso. Viene a Soria con nosotros.

—Muy enterado estás.

—Cuando el conde daba a Millán las últimas instrucciones estaba yo
presente, y por eso lo sé todo.

Por este orden continuaron discurriendo sobre la materia, dejando a
don Diego y a Hernando perfectamente enterados de la inicua trama del
conde de Ansúrez y Millán contra el noble don Gómez. De cólera les
hervía la sangre en las venas; pero como dos hombres casi inermes nada
podían hacer contra cincuenta bien armados, hubieron de resolverse a
aguardar el momento crítico para emplearse en salvar a su común amigo,
o morir en la demanda. Llegados al pie de una pequeña colina, mandó
Millán hacer alto para subir a su cima, dijo, a ver si había enemigos
en campaña, como en efecto lo hizo; y no contentándose con examinar
los alrededores, desde lo más alto del terreno, bajó algún tanto
de la pendiente del lado opuesto al en que estaban los aragoneses,
desapareciendo por un breve rato a su vista. Poco tardó en volver a
mostrarse de nuevo sobre la altura, y haciendo seña con la mano, rompió
la marcha la tropa; y en breves instantes se halló también en la cima
de aquella colina, una de las que rodeaban un pequeño valle que al pie
de ella se veía. Bajaron a él los aragoneses y siguieron marchando sin
ningún concierto, pues Millán les anunció que aún les quedaba que andar
bastante para llegar a su destino; pero no tardaron en arrepentirse
de su negligencia, pues habiendo llegado poco más o menos al centro
del valle, vieron salir de las gargantas de los pequeños montes que lo
formaban diversos destacamentos de caballería que dirigiéndose sobre
ellos a todo escape, los rodearon completamente antes de que pudieran
volver en sí de su asombro, ni menos concertarse para la defensa.

—Rendíos todos, o muertos sois —gritó un caballero, cuya voz era tan
conocida como grata a los oídos de don Diego y Hernando—. Depónganse
al momento las armas o a nadie se da cuartel —continuó el conde de
Candespina, pues en efecto era él quien a la cabeza de un escuadrón de
sus vasallos había sorprendido a los aragoneses.

Fácil es de presumir que estos se sometieron sin replicar a su mala
suerte, porque los castellanos les eran superiores en número, y ellos
esperaban tan poco aquel ataque, que aún habiendo sido tantos como sus
enemigos no hubieran osado resistirles.

Todo esto fue obra de tan breves instantes que apenas dio tiempo a don
Diego y a Hernando para que, arrojando al suelo los antifaces que les
ocultaban el rostro, y atravesando con no vista precipitación la tropa
de los consternados aragoneses, se presentasen al conde de Candespina,
cuyo asombro fue indecible viéndolos en aquel punto y traje.

—¡Hernando! ¡Don Diego! —exclamó—: ¿sois vosotros o estoy soñando?

—No, conde, a Dios gracias, contestó Hernando corriendo a él y
estrechándolo en sus brazos.

—Nosotros somos, dijo don Diego sosegadamente teniéndole la mano; y a
fe que buen susto hemos pasado por vos toda esta mañana.

—¿Dónde está ese perro de Millán? —exclamó Hernando—: entregádmelo que
yo haré justicia de él.

—Sosegaos, Hernando: las apariencias os han engañado: nunca me ha sido
Millán más fiel que ahora.

—¿Conque por vuestra orden —dijo don Diego— ha ido a Soria?

—Sí, don Diego, por mi orden.

—¿Y es posible, don Gómez? —interrumpió Hernando.

—Suspended el juicio y no condenéis precipitadamente a vuestro amigo.
Tanto me repugna como a vos valerme de mañas y arterías, pero con el
conde don Pedro Ansúrez la espada es inútil, y si supierais en qué pie
están las cosas en nuestro propio campo...

—Perdonad, conde, perdonad a vuestro amigo una indigna sospecha.

—La dicha de teneros a mi lado, caballeros, me ha hecho olvidar lo
principal: Millán ejecuta lo que ya sabes, y vos, don Diego y Hernando,
venid conmigo y os enteraré de un arriesgado proyecto cuya ejecución
tengo por cierta contando con tales auxiliares como vos.

Dos soldados cedieron sus caballos a los dos caballeros, que montando
en ellos y siguiendo a don Gómez hasta su tienda, que poco más allá
del valle estaba, mudaron en ella de trajes y supieron del conde de
Candespina cosas que el lector sabrá en los capítulos siguientes.

[Ilustración]




CAPÍTULO XIII


Volvamos por un momento a Soria. La noche de la fuga de los caballeros
castellanos se pasó sin que los soldados que guardaban la prisión
tuvieran de ella la menor sospecha. Los carceleros, imposibilitados
de moverse ni gritar, no pudieron dar la alarma, y pasaron muchas
horas en una verdadera agonía. Gran parte de la mañana siguiente se
pasó del mismo modo, hasta que extrañando los soldados la falta de
los carceleros a cuidar de sus presos, dieron parte de ella a su
jefe, quien inmediatamente la puso en noticia del conde de Ansúrez; y
este mandó a uno de los oficiales de su casa que fuera a reconocer la
prisión. Así lo hizo, y después de haber registrado inútilmente todas
las estancias de ella, para buscar las llaves del cuarto en que se
suponía a don Diego y a Hernando, se decidió a forzar la puerta, y
halló al castellano y al aragonés en el más lamentable estado. Tendidos
en el suelo y atados de pies y manos, como se ha dicho, no podían hacer
movimiento alguno; y a más, el paño con que a cada uno de ellos taparon
la boca los prófugos, les embarazaba de tal modo la respiración que
estaban como asfixiados, y si hubieran continuado así mucho tiempo, tal
vez habrían perdido la vida; mas luego que pudieron respirar libremente
recobraron el sentido e hicieron relación de su desgracia, adornándola,
como es de costumbre, con todas cuantas circunstancias les parecieron
más a propósito para excitar la compasión y disminuir la vergüenza de
su vencimiento. El oficial del conde manifestó compadecerlos; pero no
por eso dejó de conducirlos consigo a presencia de aquel, para que
respondiesen a los cargos que tuviera por oportuno hacerles. Supo pues
el conde de Ansúrez por boca de los mismos carceleros la fuga de los
dos prisioneros que él estimaba en tanto, convenciéndole el demudado
rostro de aquellos miserables, y la deposición del oficial de que
estaban inocentes en tan desagradable acontecimiento. No es difícil
figurarse que don Pedro vio con pesadumbre frustrarse las esperanzas
que tenía de que un día pudieran serle útiles los dos caballeros en su
poder; pero también es cierto que la idea de ser en breve dueño del
caudillo y sostén del partido de la reina contribuyó no poco a mitigar
su pena. Ordenó, empero, que se practicasen las más vivas diligencias
para buscar en Soria a los dos fugitivos; pues en cuanto a que hubiesen
salido de ella no lo temía, estando prevenido que nadie pudiera hacerlo
sin un pase firmado de su propia mano. Inmediatamente se pusieron en
campaña una multitud de aquellos hombres que en todas épocas y estados
hay, ha habido y habrá, que tal vez son necesarios y útiles, mas que
siempre llevan consigo una odiosidad inseparable de los servicios a
que se les destina: es decir, que gran número de espías del conde don
Pedro Ansúrez tomaron a su cargo averiguar el paradero de don Diego
y Hernando, cosa que no podían lograr, porque cuando empezaron sus
pesquisas ya los dos fugitivos estaban en salvo.

Esta circunstancia aumentó notablemente la inquietud con que don Pedro
Ansúrez esperaba el regreso de Millán trayéndole prisionero al conde de
Candespina, a quien contaba presentar en triunfo al rey, prometiéndose
por ello no pocas mercedes. Hubiera dado todo el oro del mundo porque
el tiempo apresurase su movimiento, apenas perceptible para él
entonces; y era tal su impaciencia que estaba en el caso de aplicarle
aquellos versos de Meléndez que dicen:

    Los días, que confiado
    quieres hora apresurar,
    un tiempo te ha de pesar
    que hayan tan presto llegado.

Mas como quiera que sea, lo cierto es que pasó en una ansiedad
inexplicable algunas horas, hasta que poco después de medio día se
presentó un criado anunciando que desde la muralla se descubría como
regresaba a Soria la tropa que había salido aquella mañana de la ciudad.

—Vuelve corriendo a la puerta para que de ningún modo sean detenidos en
ella; que vengan aquí sin pararse en parte alguna; y, sobre todo, que
no se separe de la tropa ningún individuo. Todos sin excepción han de
venir a mi presencia. Marcha; vuela.

Esto dijo el conde a su criado, quien partió como un rayo a poner
sus órdenes en ejecución. Como media hora después se oyó un confuso
rumor de armas en el zaguán de la casa, y subieron apresuradamente
la escalera con Millán, un hombre armado de punta en blanco, mas sin
espada ni otra arma ofensiva, que parecía venir preso, pues iba siempre
seguido de dos almogávares que no se separaban un punto de él, y otros
cuatro o cinco también almogávares. Apenas se sintieron los pasos en
el salón, cuando entreabriendo el conde la puerta de su gabinete, el
primer objeto que hirió su vista fue el armado caballero que hemos
dicho, cuyo rostro no le permitió descubrir la visera del yelmo que
llevaba calada; y pudiendo apenas hablar con el sobresalto, preguntó:

—Millán, ¿es él?

—Sí, señor: he cumplido mi palabra; el conde de Candespina está en
vuestra presencia.

Estas últimas palabras las dijo ya Millán en el gabinete de don Pedro
Ansúrez, en el cual entraron también cuantos le seguían. Inmediatamente
uno de ellos cerró la puerta; dos, sacando los puñales, asieron al
conde Ansúrez de ambos brazos, y poniéndole las puntas en el pecho le
intimaron el silencio pena de la vida; y el caballero armado alzándose
la visera dejó ver las nobles facciones del conde de Candespina.

—Traidores —fue la única palabra que pudo articular don Pedro Ansúrez.

—Aquí no hay ninguno más que tú —le replicó Hernando, que era uno de
los supuestos almogávares que custodiaban al conde.

—Basta, Hernando: recordad vuestras promesas de prudencia. Conde don
Pedro, el cielo es justo en sus decretos; los malos podrán triunfar un
momento, pero tarde o temprano llega el día en que le dan cuenta de sus
culpas: vuestra hora ha llegado tal vez. Preparábais un suplicio a un
hombre sin más delito que el de amar a su patria; y habéis caído en su
poder. Un solo medio os queda para salvaros, aceptadlo o resolveos a
morir.

—¿Qué se exige de mí? —dijo el de Ansúrez, más muerto que vivo.

—Que pongáis a la reina en nuestras manos.

—Y a doña Leonor de Guzmán —añadió Hernando.

—Pedís un imposible, contestó el conde don Pedro: la reina se halla
ahora en su palacio en poder del rey su esposo, y doña Leonor en un
convento en reclusión...

—El tiempo vuela, caballeros —dijo rompiendo el silencio por primera
vez don Diego López; el tiempo vuela y los instantes nos son preciosos.

—Sobrada razón tenéis: omitamos inútiles digresiones: vais a
conducirnos, conde de Ansúrez, a presencia de Su Alteza.

—¿Yo, don Gómez?... ¿Yo? ¿Y cómo puedo...?

—Vos podéis y lo haréis, o de no, vais a la eternidad antes de dos
minutos. Jurad por los Santos Evangelios que ni con palabra, ni
con gesto, ni con seña, ni por escrito, haréis acción que pueda
descubrirnos, y vamos a seguiros al cuarto de la reina don Diego,
Hernando y yo.

—Pero conde...

—¿Juráis o no?

Esta pregunta del conde fue acompañada con un gesto de Hernando tan
significativo, que pareció decidir la perplejidad del conde, quien juró
cuando le dijeron que jurase. Hiciéronle entender a mayor abundamiento,
y para más garantía del cumplimiento de su promesa, que perdería la
vida en el momento en que ni remotamente diese motivo a sospechar que
iba a faltar a ella.

El lector sin duda habrá comprendido, que viendo el conde de Candespina
el mal aspecto que presentaban las cosas en su campo, en razón de la
discordia que en él reinaba, conoció que el único medio para salir con
su empresa adelante, era intentar alguna otra expedición no menos
aventurada y peligrosa que la de Castellar; y el conocimiento que del
carácter de don Pedro Ansúrez tenía fue el que le hizo concebir el
proyecto de enviar a Millán a Soria, a proponerle poner su persona en
manos del rey de Aragón; y envolviéndole en sus propias redes obligarle
a contribuir a que la reina recobrase su libertad. Surtió en efecto
este expediente, como hemos visto, todo el buen éxito que de él podía
esperarse, hasta el momento en que, ya resuelto el conde, prestó su
juramento y se trató de marchar a palacio. El conde de Candespina
para no ser conocido tenía bastante con bajarse la visera, y don
Diego y Hernando venían a prevención armados debajo del vestido de
almogávares: Millán, que reputado por desertor del campo castellano,
podía presentarse sin recelo, salió a traer dos celadas que de parte
del conde de Ansúrez pidió a sus criados, y encubiertos ya los tres,
salieron con él hacia palacio, en tanto que el criado de don Gómez con
el resto de la tropa marchó a esperar el resultado en la misma puerta
de la ciudad, por donde acababan de entrar.

[Ilustración]




CAPÍTULO XIV


En medio de la temeridad que bajo cierto aspecto aparecía en toda la
conducta de don Gómez y sus amigos en este asunto, es preciso confesar
sin embargo que el conde de Candespina supo aprovecharse con extremada
sagacidad aun de las mismas circunstancias que más contrarias podían
serle. ¿Quién, en efecto, viendo a don Pedro Ansúrez caminar por
las calles de Soria con dirección al alojamiento del rey de Aragón,
acompañado por tres hombres completamente armados, cuyo reposado
continente y gravedad en la marcha no descubría la menor agitación;
quién, decimos, hubiera podido figurarse que el mayordomo mayor de la
reina iba allí prisionero en poder de sus mayores enemigos? ¿A quién se
le podría ocurrir que aquellos tres guerreros fuesen nada menos que el
mismo conde de Candespina y sus dos más íntimos amigos? Sin duda que a
nadie; y el mismo don Pedro podía apenas persuadirse de que no fuera un
sueño lo que por él estaba pasando. Todas estas consideraciones, tan
naturales y de tanto peso en el ánimo de un hombre incapaz de conocer
el miedo, alentaron sobremanera al conde de Candespina; mas no por eso
dejó de tomar todas aquellas precauciones que estuvieron a su alcance:
tales como las de hacer que Millán fuese con los cincuenta hombres
disfrazados que a Soria le habían seguido, a situarse en la puerta de
ella, de modo que siempre le quedara aquella salida; y emboscar un
razonable escuadrón a tan corta distancia de la ciudad que a la primera
señal podía hallarse al pie de sus muros: y dejando el resto en manos
de su buena suerte, obraba en medio de sus enemigos tan sosegadamente,
o acaso más que hubiera podido hacerlo en sus propios reales.

Llegados a la casa que habitaban los reyes, ninguna dificultad
encontraron para introducirse en la cámara de la reina, pues su entrada
no podía menos de estar franca en las horas regulares a don Pedro
Ansúrez, cuya dignidad de mayordomo mayor era en aquellos tiempos
como en los actuales la más alta y considerada de las de la real
servidumbre. El estado de sitio en que entonces se hallaba Soria dio
lugar a que no se extrañasen en ningún modo las férreas figuras que
seguían a don Pedro Ansúrez, del mismo modo que al cuerpo la sombra:
los cortesanos que circulaban por los salones del alcázar se inclinaban
profundamente al pasar por delante de ellos el privado, quien, habiendo
tenido algún tiempo para serenarse, empezaba a recobrar, a pesar de lo
crítico de su posición, aquel aire de importancia que ya le era casi
natural. Don Gómez no podía menos de sonreírse del singular contraste
que aquellas demostraciones de respeto hacían con la verdadera y
precaria situación del conde de Ansúrez; Hernando se contenía con
dificultad para no descargar una lluvia de tajos y mandobles sobre la
afeminada chusma de los palaciegos; y don Diego López iba pensando
entre sí cómo saldrían del lance en caso de ser conocidos antes de
salir de la ciudad. Penetraron pues, como hemos dicho, sin encontrar
obstáculo hasta las puertas de la estancia misma en que estaba doña
Urraca; y allí don Pedro hizo que una dama de la servidumbre anunciase
según costumbre a la reina que su mayordomo deseaba hablarla: entró la
dama y a poco rato volvió a salir diciendo, que hallándose Su Alteza
indispuesta, no se había aún levantado de la cama, ni pensaba hacerlo
en todo aquel día: y que por lo mismo dejaba para el siguiente recibir
a su mayordomo. No era esta la primera vez que la reina obraba así,
antes por el contrario acostumbraba a hacerlo con mucha frecuencia;
pues siéndole odiosa la vista de cuantos la rodeaban, y mucho más
que la de ninguna otra persona la de su antiguo ayo, se valía del
expediente de fingirse enferma para poder a lo menos deplorar a sus
solas la crueldad de su destino.

—Ya lo oís, señores —dijo don Pedro volviéndose a sus tres
acompañantes—, me es imposible complaceros.

—Insistid —le contestó el conde en voz muy baja, pero con firmeza.

—Hemos de entrar —añadió Hernando—, hemos de entrar o...

—Basta, por san Pedro —le interrumpió don Diego—; ved el paraje en que
estamos.

—Caballeros... —volvió a decir el de Ansúrez.

—Insistid, os digo por última vez, o temblad —replicó ya ardiendo en
cólera don Gómez.

No había recurso para don Pedro; estaba enteramente a merced de los
enemigos, y hubo por lo mismo de obedecerles.

—Decid a la reina, mi señora, que el asunto de que tengo que hablarla
es de tal importancia que no sufre demora, y que la suplico que se
digne recibirme inmediatamente.

Ejecutó la dama este nuevo mandato, y trajo sin tardanza la orden de la
reina para que entrase el mayordomo, lo que se ejecutó inmediatamente,
siguiéndole los tres caballeros.

Doña Urraca estaba en efecto en el lecho, y su hermosura parecía mayor
en medio del estudiado desaliño en que se hallaba. Ondeaba libre el
cabello sobre la espalda, que apenas cubría un delgado cendal, y al
incorporarse, cuando vio entrar al conde, dejó ver un talle que hubiera
podido dar envidia a la misma diosa de la hermosura; el enojo por la
demasía del mayordomo en empeñarse en verla contra su expresa voluntad,
había encendido el color del rostro, pálido otras veces a causa de
sus continuados disgustos; y, en una palabra, la figura de la reina de
Castilla era en el momento de que hablamos la más seductora que puede
imaginarse.

—¿Hasta dónde piensa el conde Ansúrez llevar el desacato y la injuria?
—exclamó furiosa doña Urraca al entrar en su cuarto el mayordomo.

—Crea Vuestra Alteza, señora, que bien a mi pesar...

No pudo decir más, porque dentro ya de la estancia los tres
castellanos, cerró Hernando inmediatamente la puerta, y sacando la
espada se puso a ella de centinela sin proferir una palabra: la reina
que vio aquella acción, y que ignoraba quiénes eran los que delante
tenía, se horrorizó creyendo que semejante precaución no podía
tener más objeto que el de llevarla presa, o tal vez el de atentar
a su existencia; pues era tal la prevención odiosa con que miraba
a su marido que le hacía la injuria de creerle capaz de acciones
enteramente ajenas del ánimo de Alfonso el Batallador. Como quiera
que fuese, lo cierto es que doña Urraca se asustó sobremanera, e
interrumpió al conde en su discurso diciéndole con voz amortiguada:

—Traidor: ¿qué intentas?

—Sus intentos son vanos —contestó el conde de Candespina alzándose la
visera—; deponga Vuestra Alteza todo temor.

—¡Dios de bondad! ¿Vos en Soria, conde?

—Sí, señora; mientras haya en mis venas una gota de sangre se
consagrará al servicio de mi reina.

—Lo que importa —dijo el prudente don Diego— es que Su Alteza se vista
y salgamos pronto de aquí.

—¿Dónde vamos?

—Al campo de Castilla, señora; no pierda Vuestra Alteza tiempo.

Vistiose la reina lo mejor y más de prisa que pudo, con no poco
embarazo por verse precisada a hacerlo delante de aquellos caballeros;
pero ellos con la debida discreción le volvieron la espalda en tanto
que lo hacía, prefiriendo justamente cometer tal descortesía a ofender
con sus miradas el pudor de su soberana. Aprovechando este intervalo se
aproximó Hernando al conde de Ansúrez que, sumido en las más amargas
reflexiones, parecía haberse convertido en fría estatua de mármol; tal
era la estupidez con que miraba la escena que la fuerza le obligaba a
presenciar, y asiéndole con no mucha afabilidad por un brazo, le dijo
en voz que solo de él pudo ser oída:

—¿Dónde está doña Leonor de Guzmán?

—Ya he dicho que en un convento por orden del rey.

—¿En qué convento?

—En el de ***.

—¿Está muy lejos de aquí?

—No.

—Poned una orden por escrito para que la abadesa la deje salir
inmediatamente.

—¡Una orden...!

—Sin réplica.

—¡Cómo abusáis de mi situación!

—Si no estuvieras en ella ya hubieras probado el hierro de la lanza de
Hernando de Olea. La orden al momento; aquí hay recado de escribir,
ponla.

—Sea.

Hizo el de Ansúrez lo que Hernando le mandaba; mas, temeroso este de
que el conde le hubiese engañado, poniéndole en vez de la orden que
pedía algún documento como la carta de Urías, y no sabiendo leer, cosa
muy común en aquellos tiempos en todas las clases de la sociedad, y
particularmente en la nobleza, cuyo exclusivo ejercicio era el de las
armas, se dirigió a su amigo don Gómez, quien leyó el papel y vio que
en efecto era una orden en toda forma; mas preocupado con su principal
idea, que era la de salvar a la reina, no volvió a pensar en tal papel
luego que se lo hubo devuelto al de Olea.

Es de advertir que a pocos instantes de estar en la estancia de la
reina los caballeros castellanos, hizo el conde de Candespina que el de
Ansúrez mandase desde la puerta a la dama que estaba de guardia en la
antecámara que diese las órdenes convenientes para que lo más pronto
posible se pusiese una litera para Su Alteza: obedeció la dama, y casi
en el mismo instante en que doña Urraca acababa de vestirse anunciaron
que estaba pronta la litera. La reina se cubrió con un manto negro, y
salió llevando a su derecha a su mayordomo, a la izquierda al conde de
Candespina, y detrás a don Diego y Hernando. La presencia del conde de
Ansúrez alejaba todo género de sospecha, pues acostumbrados todos en
Soria a mirarle como el favorito del rey, y a manera de gobernador de
la reina, respetaban sus acciones, aun aquellas que salían del orden
regular, como se veneran los arcanos de la Providencia; por lo mismo,
aunque algunos cortesanos vieron salir a la reina con tan poco aparato,
y en hora desusada, no lo extrañaron, o al menos si lo extrañaron
guardaron silencio, pensando que se haría con acuerdo del rey.

El hecho es que salieron con la mayor felicidad del alcázar, entrando
la reina en su litera y siguiéndola los mismos individuos. Apenas
estaban en la calle, cuando el de Olea se dirigió de nuevo al conde de
Ansúrez para preguntarle si una iglesia, que no tardaron en ver, era
el convento en que se hallaba Leonor, y habiéndole respondido que sí,
sin esperar a más se dirigió a él apresuradamente. Se informó en la
portería, en la cual le confirmaron en la verdad de lo que el conde
Ansúrez le había dicho; y habiendo hecho anunciar a la abadesa que se
la buscaba de parte de este, bajó inmediatamente la buena religiosa,
y vista la firma del conde no puso la menor dificultad en entregar a
doña Leonor, a quien inmediatamente fue a buscar. La premura con que
Hernando dijo a la abadesa que debía presentarse al conde aquella dama
fue tal, que apenas la dio tiempo para ponerse un manto y bajar.
¿Quién podría explicar la alegría de Hernando, cuando abriéndose las
puertas se presentó a su vista el objeto de todos sus pensamientos? No
será mi pluma la que lo intente; para el que haya amado una vez toda
explicación sobra, y para el que no, sería inútil. Así que Hernando
creyó que ya las religiosas que habían salido a acompañar a doña Leonor
no podrían oírle, se inclinó a ella y le dijo:

—Estáis en poder de un amigo; guiadme a las puertas de la ciudad y
seréis libre.

—¡Será posible...! Es la voz que oigo...

—De Hernando de Olea.

—¿Y os habéis expuesto por mí...?

—A nada: dejemos eso. ¿Sabéis el camino a la puerta por donde se entra
viniendo de Castilla?

—Sí, que no es esta la primera vez que he estado en Soria.

—Pues guiad y volemos, que temo que hemos de llegar demasiado tarde.

Y en efecto caminaron con tanta presteza que apenas sentaban el pie en
el suelo. Ya en esto la litera con los que la seguían había llegado a
la puerta de la ciudad, y en ella echó de menos el conde de Candespina
a su amigo Hernando. Recordando entonces el papel que le había dado
a leer en la cámara de la reina, se hizo cargo de que habría ido a
buscar a doña Leonor, y temió que tal imprudencia le costase cara.
Muy sensible le era tener que abandonar a su amigo en tan peligroso
trance; pero la menor detención podía frustrar su ya casi conseguido
y principal designio de sacar de Soria a doña Urraca, y por lo mismo,
después de algunos instantes de meditación, se decidió a sacrificarlo
todo al interés de la reina.

A la orden personal de don Pedro Ansúrez se abrieron las puertas, y él
mismo se vio obligado a salir con la reina: Millán sin embargo se quedó
con parte de la escolta en la puerta para esperar a Hernando, quien
llegó como un cuarto de hora después con doña Leonor.

—¿Y la litera dónde está? —fue su primera pregunta.

—Se ha marchado —respondió Millán—; pero el conde don Pedro ha dejado
orden para que se os facilite un caballo de uno de los soldados de la
guardia que ya está pronto.

La verdad era que el conde de Candespina le había prevenido a Millán
que dispusiese el caballo, y este fiel criado lo ejecutó puntualmente.
Montó pues Hernando, puso a Leonor a las ancas, y se alejó a todo
galope de los muros de Soria; y a poco siguió Millán con el resto de
la tropa, dejando a los que guardaban las puertas atónitos de lo que
veían, pero muy lejos de comprender la causa.


FIN DEL TOMO PRIMERO.




ERRATAS


TOMO 1.º

  _Pág._ _Lín._     _Dice_         _Léase_

    31.    19.   bajo, a cuya     bajo cuya
    45.     9.   prenderla        prendedla
    87.    17.   hacheros         arqueros
    87.    19.   Las rivalidades  La rivalidad
    93.    20.   hallará          hallara
   107.    11.   en él            en ella
   113.    13.   los              les
   129.     5.   digo,            digo;
   145.     3.   acumulaban       acumulaba
   148.    19.   tenían:          tenían,





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        legally required to prepare) your periodic tax returns. Royalty
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        Gutenberg Literary Archive Foundation at the address specified in
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        Literary Archive Foundation.”
    
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        works.
    
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        any money paid for a work or a replacement copy, if a defect in the
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        receipt of the work.
    
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        distribution of Project Gutenberg™ works.
    

1.E.9. If you wish to charge a fee or distribute a Project
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are set forth in this agreement, you must obtain permission in writing
from the Project Gutenberg Literary Archive Foundation, the manager of
the Project Gutenberg™ trademark. Contact the Foundation as set
forth in Section 3 below.

1.F.

1.F.1. Project Gutenberg volunteers and employees expend considerable
effort to identify, do copyright research on, transcribe and proofread
works not protected by U.S. copyright law in creating the Project
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the second copy is also defective, you may demand a refund in writing
without further opportunities to fix the problem.

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in paragraph 1.F.3, this work is provided to you ‘AS-IS’, WITH NO
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LIMITED TO WARRANTIES OF MERCHANTABILITY OR FITNESS FOR ANY PURPOSE.

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remaining provisions.

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providing copies of Project Gutenberg™ electronic works in
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production, promotion and distribution of Project Gutenberg™
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including legal fees, that arise directly or indirectly from any of
the following which you do or cause to occur: (a) distribution of this
or any Project Gutenberg™ work, (b) alteration, modification, or
additions or deletions to any Project Gutenberg™ work, and (c) any
Defect you cause.

Section 2. Information about the Mission of Project Gutenberg™

Project Gutenberg™ is synonymous with the free distribution of
electronic works in formats readable by the widest variety of
computers including obsolete, old, middle-aged and new computers. It
exists because of the efforts of hundreds of volunteers and donations
from people in all walks of life.

Volunteers and financial support to provide volunteers with the
assistance they need are critical to reaching Project Gutenberg™’s
goals and ensuring that the Project Gutenberg™ collection will
remain freely available for generations to come. In 2001, the Project
Gutenberg Literary Archive Foundation was created to provide a secure
and permanent future for Project Gutenberg™ and future
generations. To learn more about the Project Gutenberg Literary
Archive Foundation and how your efforts and donations can help, see
Sections 3 and 4 and the Foundation information page at www.gutenberg.org.

Section 3. Information about the Project Gutenberg Literary Archive Foundation

The Project Gutenberg Literary Archive Foundation is a non-profit
501(c)(3) educational corporation organized under the laws of the
state of Mississippi and granted tax exempt status by the Internal
Revenue Service. The Foundation’s EIN or federal tax identification
number is 64-6221541. Contributions to the Project Gutenberg Literary
Archive Foundation are tax deductible to the full extent permitted by
U.S. federal laws and your state’s laws.

The Foundation’s business office is located at 809 North 1500 West,
Salt Lake City, UT 84116, (801) 596-1887. Email contact links and up
to date contact information can be found at the Foundation’s website
and official page at www.gutenberg.org/contact

Section 4. Information about Donations to the Project Gutenberg
Literary Archive Foundation

Project Gutenberg™ depends upon and cannot survive without widespread
public support and donations to carry out its mission of
increasing the number of public domain and licensed works that can be
freely distributed in machine-readable form accessible by the widest
array of equipment including outdated equipment. Many small donations
($1 to $5,000) are particularly important to maintaining tax exempt
status with the IRS.

The Foundation is committed to complying with the laws regulating
charities and charitable donations in all 50 states of the United
States. Compliance requirements are not uniform and it takes a
considerable effort, much paperwork and many fees to meet and keep up
with these requirements. We do not solicit donations in locations
where we have not received written confirmation of compliance. To SEND
DONATIONS or determine the status of compliance for any particular state
visit www.gutenberg.org/donate.

While we cannot and do not solicit contributions from states where we
have not met the solicitation requirements, we know of no prohibition
against accepting unsolicited donations from donors in such states who
approach us with offers to donate.

International donations are gratefully accepted, but we cannot make
any statements concerning tax treatment of donations received from
outside the United States. U.S. laws alone swamp our small staff.

Please check the Project Gutenberg web pages for current donation
methods and addresses. Donations are accepted in a number of other
ways including checks, online payments and credit card donations. To
donate, please visit: www.gutenberg.org/donate.

Section 5. General Information About Project Gutenberg™ electronic works

Professor Michael S. Hart was the originator of the Project
Gutenberg™ concept of a library of electronic works that could be
freely shared with anyone. For forty years, he produced and
distributed Project Gutenberg™ eBooks with only a loose network of
volunteer support.

Project Gutenberg™ eBooks are often created from several printed
editions, all of which are confirmed as not protected by copyright in
the U.S. unless a copyright notice is included. Thus, we do not
necessarily keep eBooks in compliance with any particular paper
edition.

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facility: www.gutenberg.org.

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