La opinión ajena

By Eduardo Zamacois

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Title: La opinión ajena

Author: Eduardo Zamacois

Release date: December 31, 2024 [eBook #75004]

Language: Spanish

Original publication: Madrid: Renacimiento, 1913

Credits: Ramón Pajares Box and the Online Distributed Proofreading Team at https://www.pgdp.net (This book was produced from images made available by the HathiTrust Digital Library.)


*** START OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK LA OPINIÓN AJENA ***


NOTA DE TRANSCRIPCIÓN

  * Las cursivas se muestran entre _subrayados_ y las versalitas se han
    convertido a MAYÚSCULAS.

  * Los errores de imprenta han sido corregidos.

  * La ortografía del texto original ha sido modernizada de acuerdo con
    las normas publicadas en 2010 por la Real Academia Española.

  * Las rayas intrapárrafos han sido espaciadas según los modernos usos
    ortotipográficos.




LA OPINIÓN AJENA




DEL MISMO AUTOR

(PUBLICADAS POR ESTA CASA EDITORIAL)


NOVELAS

  EL OTRO (segunda edición).
  LA CITA.




  EDUARDO ZAMACOIS


  LA OPINIÓN AJENA

  (NOVELA)

  [Ilustración]

  RENACIMIENTO
  SOCIEDAD ANÓNIMA EDITORIAL
  Calle de Pontejos, núm. 3, 1.º
  MADRID




  Es propiedad.

  Queda hecho el depósito
  que marca la ley.


Establecimiento tipográfico, Campomanes, 4.




LA OPINIÓN AJENA

I


Contra su costumbre, aquella mañana don Higinio Perea se levantó
tarde. Le despertaron las nueve argentinas campanadas del reloj del
recibimiento, el testarudo piar de los pollitos que correteaban por
el patio, entre el verde terciopelo de las macetas, y el rayo de
sol otoñal tendido en la penumbra del dormitorio como un florete de
similor. Por dos veces don Higinio bostezó ruidosamente; después
encendió un cigarrillo, y mientras fumaba acarició la posibilidad de
que le hubiese tocado la lotería. Luego, ágilmente, saltó fuera del
lecho, ciñose unos raídos calzones, deslizó sus pies desnudos en unas
pantuflas amarillas y, chancleteando, aproximose al armario de luna. A
pesar de la holgachona indulgencia con que cada individuo a sí propio
se reconoce y aprecia, su talle carnoso, demasiado esferoidal para la
cortedad de su estatura, no le satisfizo. La grasa le aviejaba; treinta
y seis años había cumplido en agosto y representaba cuarenta. Era
pescozudo, ancho de espaldas, rollizo de brazos y de piernas; y además,
el vientre, aquel vientre duro, redondo, dilatado por el trajín
expansivo de las digestiones laboriosas, abandonado siempre a sí mismo
en la amplitud cómoda de los pantalones sujetos con tirantes...

—Estoy convirtiéndome en un verdadero mamarracho —murmuró.

Lo dijo fríamente, cruelmente, con esa ruda y leal honradez que usan
los hombres cuando están solos. Se miró de frente, de perfil; suspiró...

—¡Cómo ha de ser!...

Aquel espejo, ante cuya luz, catorce años antes, se había endosado su
levita de boda, era inexorable en sus afirmaciones, como una conciencia
hecha cristal. Y la conciencia, a veces, tiene la franqueza bárbara del
sol. Don Higinio examinó su coramvobis abermejado, noble y mollar; sus
dientes caballunos, descarnados, pajizos, bajo el bigote frondoso y
áspero; sus cabellos negros, cortados al rape, entre los cuales algunas
canas se erguían como agujas de plata; sus cejas peludas y fuertes; sus
ojos de un azul claro: ojos grandes, candorosos, buenos, en los que
parecía flotar una tristeza de hazañas incumplidas o el dolor de algún
alto destino no realizado...

Pero tales desmoronamientos y resquebrajaduras carecían de gravedad
sustantiva. Allí lo único importante era el desarrollo incipiente de
su barriga oronda, caricaturesca, sobre cuya tersura feliz no habían
gemido nunca las hebillas opresoras de ningún cinturón.

—Tendré que hacer gimnasia —pensó.

Ordinariamente calzaba botas rústicas de cuero y vestía trajes de pana
confeccionados por Antolín, el mejor sastre de Serranillas, y prefería,
sin embargo, las elegancias jerarcas del charol y del frac; adoraba el
deporte sedentario y comodón de la pesca, y hubiera querido ser cazador
y alpinista; descuidaba su belleza y era grande y romántico admirador
de la ajena; tenía los valimientos necesarios para ser la figura más
notable del pueblo, y procuraba vivir oscurecido; amaba a su mujer,
a la cual ni siquiera una vez había traicionado, y persistía en él,
no obstante, una especie de coquetería inocente, un deseo pinturero,
limpiamente artístico y como a flor de piel, de ser agradable a las
muchachas; no esperaba nada, y la llegada del cartero producíale
diariamente intensa alegría; no era capaz de matar una hormiga y
llevaba consigo siempre un cuchillo de monte. Y este leve desequilibrio
interior, este sigiloso desacuerdo entre la voluntad y la imaginación,
entre el ademán y el pensamiento; esta callada y sostenida disonancia
entre lo que era y lo que hubiera querido ser, llenaba toda la
psicología y perfilaba todo el carácter noblote, ecuánime y fantasioso
a la vez de don Higinio.

Muy entonado, muy rígido, tieso como en un pedestal sobre la amarillez
de sus pantuflas, don Higinio Perea repitió algunas flexiones de
brazos. Era necesario ser joven, ser ágil, reprimir el grosero
incremento de su bandullo, destruir el tejido adiposo donde, a
traición, los males fermentan: para ello realizaría largas excursiones
a pie, compraría una escopeta...

En el patio resonó imperativa la voz de doña Emilia, la esposa de don
Higinio, llamando a su hermana.

—¡Teresa!... ¡Teresa!...

Y había en la brevedad impaciente con que las sílabas de este nombre
fueron pronunciadas un indecible aceleramiento, una loca vehemencia
de angustia. Hubo después bisbiseos ininteligibles, murmullos de
regocijo y agonía, inquietud de pies infantiles, palabras jubilosas,
interjecciones, frases de hiperbólica salutación y agradecimiento a
los poderes celestiales. A dúo doña Emilia y Teresita improvisaban una
jaculatoria fervorosa y vibrante:

—¡Gracias, San Antonio bendito!... ¡Virgen de la Salud, Madrecita mía,
que el Señor te lo pague!...

Doña Emilia gritaba en tiple, Teresita en soprano, y a sus voces
apremiantes uniose el estridente vocerío de los niños. Anselmito, el
primogénito, exclamó:

—¡Hay que decírselo a papá!...

La ocurrencia tuvo la eficacia de una orden: fue un revuelo de faldas,
de pisadas diligentes, de cuerpos que rozaban las paredes y se
manchaban de cal al apretujarse en la estrechez de los pasillos.

Al principio, don Higinio Perea estúvose quieto, un tanto sobresaltado,
pero sin que su alboroto le determinase a la acción; en el tedio
sempiterno de su vida, de su existencia sin altibajos, emborronada
en la uniformidad del mismo apacible color, no concebía que pudiese
ocurrir nada insólito. No obstante, proyectando una sombra perpleja
sobre la bondad de los ojos azulinos, sus cejas densas se contrajeron:
aquel apasionado hablar, aquella bulliciosa alegría de enjambre, aquel
estremecimiento de domingo...

Iba hacia la puerta cuando esta, con recio ventoleo, se abrió de par
en par. Doña Emilia, su hermana Teresa, los tres niños, Vicenta la
cocinera, el ama de llaves, las dos azafatas que asistían a la mesa,
el jardinero, estaban allí. La esposa de don Higinio, roja de emoción,
avanzó la primera, tremolando victoriosamente un número de _El Faro_.

—¡Nos ha tocado la lotería! ¡Higinio de mi alma, Dios ha venido a
vernos!...

Perea balbuceó:

—¿Nos ha tocado la lotería?...

La sorpresa producía en su ánimo sedentario el efecto del sueño;
lejos de despabilarle, le amodorraba, y entumecía el entendimiento.
Tomó el periódico que su mujer le ofrecía y no pudo leer. De pronto
experimentó en las rodillas una gran flaqueza, una especie de íntimo
temblor, y hubo de sentarse sobre el objeto que halló más próximo: un
arcón roblizo, que crujió bajo sus anchas posaderas. Momentáneamente el
buen hombre permaneció alelado, la boca lacia y estúpida, las piernas
colgantes, las babuchas suspendidas de los pulgares de los pies...

Recobrándose un poco, buscó en _El Faro_ la ratificación de su buena
ventura.

—¿Nuestro número es el siete mil cuarenta y cinco? —preguntó.

—Sí.

Perea miró el sitio donde estaban los diferentes siete mil agraciados
por la suerte. Doña Emilia exclamó colérica, celosa de que nadie dudase
de su fortuna:

—¡No es ahí, tonto, más que tonto!... Si tenemos un segundo premio...

—¿Un segundo premio?...

El asombro había convertido a don Higinio en eco.

—Sí, mira bien; aquí está; aquí... Siete mil cuarenta y cinco...
¿Ves?... Siete mil cuarenta y cinco; cien mil pesetas.

—¡Cien mil pesetas! —repitió don Higinio absorto.

—¿De las cuales —agregó Teresita— le corresponden a don Gregorio
Hernández cincuenta mil?...

—Cincuenta mil —afirmó Perea.

Teresita interpeló a su hermana:

—¿No te lo dije?... ¡Si había comprado el número a medias con el
médico!...

—A medias —musitó don Higinio.

Doña Emilia, tan hacendosa, tan defensora de lo suyo, aguijoneada en
aquellos momentos por la codicia, dardeó sobre su esposo una ojeada
homicida.

—Es tonto; no sabe ir solo a ninguna parte.

Don Higinio asintió con la cabeza; tu mujer tenía razón: él «no sabía
ir solo a ninguna parte». Un impreciso malestar le invadía, una
especie de calor que le abarcaba desde la nuca a las sienes, una
sensación invasora de plétora que le congestionaba y aturdía, cual
si dentro de su cerebro acabara de introducirse una idea demasiado
grande. Así estábase coartado, las manos inactivas sobre la blandura
de los muslos rollizos y cortos; sus pantuflas habían caído al suelo,
y los morenos pies oscilaban en el aire, huesudos y grotescos. A su
alrededor, sus familiares componían un grupo expectante y risueño:
los criados cuchicheaban bajo el dintel de la puerta; Teresita y doña
Emilia se habían abrazado cual si necesitaran favorecerse mutuamente
para resistir el choque de una dicha tan impensada y crecida; Anselmo y
Carmencita sonreían ante un Eldorado de juguetes.

—A mí me comprarán un sable.

—Yo quiero una muñeca y un pliego de calcomanías...

Joaquinito, el menor de los hermanos, había ido acercándose poco a poco
a su padre y le observaba atentamente, metiéndose hasta la primera
falange un dedo en la nariz.

Una voz clarineante, timbrada nerviosamente por el júbilo, resonó en el
patio:

—¿No hay nadie en casa?...

Todos la reconocieron: era doña Lucía, la esposa del médico. Don
Higinio reaccionó súbitamente; comprendía la ridiculez de su actitud;
acababa de verse barrigón, en camiseta y sin pantuflas, encaramado
sobre el arcón como en un altar.

—No la dejéis entrar —exclamó levantándose de un salto—; vendrá a
hablar de la lotería; yo necesito vestirme...

Seguida de su prole doña Emilia escapó, empujando a su hermana; los
criados salieron delante.

—¡Estamos aquí, Lucía, estamos aquí!...

Perea cerró la puerta, y acercando un oído al agujero de la llave
púsose a escuchar. Las mujeres se abrazaban, se besuqueaban
apasionadamente, y su nerviosidad era tan pronto risa estridente
como gozoso llanto: fue una algarabía ornitológica, una trepidación
de golpes, de taconeos, de muebles removidos. De súbito doña Lucía
sintiose indispuesta; empezó a suspirar: era la emoción, quizás el
corsé...

Teresita gritaba:

—¡Que traigan vinagre!...

Y doña Emilia:

—¡Mejor es el azahar!... Ahí, en el comedor, está la botella. ¡Vicenta,
Julia, ayuden aquí!...

Hubo voces belísonas, jadeos, empellones, carreras, y luego un silencio
y el roce de algo muy pesado. Indudablemente, entre todas las mujeres
se llevaban a doña Lucía hacia las habitaciones interiores de la casa,
y como la señora de Hernández era muy altona y opulenta no pudieron
tomarla bien en brazos, y sus pies inertes iban arrastrando por el
solado. Después, casi de súbito, cual si acabasen de cerrar una puerta,
el ruido decreció; la algarabía trocose en murmullo. Don Higinio,
sonriendo, dejó su observatorio.

—Sería gracioso que a mí también me diera un ataque de nervios...

Pero, ¡quia!, no había cuidado; él era fuerte. No obstante, sentía
miedo, un raro temblequeo interior que parecía enfriarle el estómago y
le aceleraba el pulso. Terminó de lavarse, se puso otro pantalón y con
el recién quitado, viejo y muy traído, se frotó las botas. Esparrancado
ante el espejo, los tirantes colgando sobre los fondillos, iba
anudándose la corbata, absorto, indeciso, vapuleado por un oleaje de
jamás conocidas emociones. Sentíase desarraigado, desposeído del sereno
dominio que tuvo siempre sobre sí mismo. No era porque necesitase
aquellos diez mil duros con que la suerte, loca y próvida, acababa de
exornarle el bolsillo: sus asuntos marchaban ricamente; su mina de
Serranillas y las heredades que poseía en otros pueblos de Ciudad Real
le rendían anualmente mucho más de cuanto él, emperezado y metódico,
hubiera podido gastar; las dos cosechas últimas fueron excelentísimas,
cual si la lluvia y el sol hubiesen maniobrado de acuerdo para
lozanear los trigales y madurar la uva; a su muerte sus hijos serían
terratenientes por valor de más de ciento treinta mil pesetas cada
uno...

Aquel recóndito alboroto que su ánimo desinteresado y artista no
acertaba a clasificar bien, reconocía orígenes de otra muy noble y
alquitarada raigambre espiritual. Era, sencillamente, lo Imprevisto,
la Incógnita anónima y sin perfil que su alma ingenua esperaba desde
que sus dieciocho años le dieron, con el primer ensueño, el zumo
voluptuoso de la primera melancolía; el Azar farandulero, la alondra
de la Ilusión, la bruja Aventura que le salía al camino, un antifaz
sobre los ojos y una canción sobre los labios. ¡La lotería!... Perea no
podía admitir que diez mil duros, ganados así, de sopetón, no fuesen
motivo sobrado para desquiciar una existencia tan suave, mansurrona
y encarrilada como la suya. Detrás de aquel segundo premio, que
haría palidecer de envidia a la sociedad más apersonada y lucida de
Serranillas, algo nuevo, muy grande, muy trascendental, le acechaba:
quizás un largo viaje, acaso una mujer...

Don Higinio concluyó de vestirse; se atusó pulcramente las guías
rebeldes de su bigote; colocose su sombrero de fieltro blando, color
café, más inclinado que de ordinario, sobre la oreja izquierda; tosió
fuerte, estirose los puños de la camisa y, pisando con majeza y aplomo,
salió del dormitorio. Iba feliz. Los hombres son como los días: hay
siempre en la historia de aquellos un momento de máxima ventura, de
suprema prosperidad, semejante a esos segundos de plena luz en que el
sol toca al meridiano. Don Higinio acababa de comprenderlo así; por
primera vez en el fastidio de su vida llana y uniforme, eran las doce.

Llegó al comedor: habitación espaciosa, alegre, con su larga mesa
familiar cubierta por un hule blanco, su sillería vienesa de rejilla
y dos ventanas abiertas sobre la luminosidad reverberante de un
jardín. Allí estaban doña Lucía, ya vuelta y casi olvidada de su
ataque; doña Emilia, Teresa y doña Benita, la esposa de don Cándido,
el boticario. La aparición de don Higinio fue saludada con un jubiloso
garbullo de risas y cordialísimas frases de salutación, enhorabuena
y alabanza. Doña Lucía se permitió abrazarle: era una mujerona de
carnes exuberantes y apretadas, recia de voz y de ademanes, colorada,
saludable y vehemente, cuyos negros ojazos de harén siempre estaban
húmedos.

—Es usted el hombre de la dicha —exclamó—, y mañana, en Ciudad Real,
será usted «el hombre del día». Bien dicen que el dinero tira del
dinero, y que los bienes, como los males, siempre van en traílla. ¿Pero
qué le ha hecho usted a la suerte para que le quiera tanto?...

Doña Emilia intervino:

—Pues, ¿y tú?...

—¡Es verdad! Mi pobre Gregorio está como loco; hoy no receta. Cuando
leyó en el periódico que el siete mil cuarenta y cinco había obtenido
el segundo premio, se quedó blanco como un muerto. ¡Figúrense
ustedes!... Aquí se puede decir: ¡Cincuenta mil pesetas!... Es la
primera vez que vamos a ver tanto dinero junto.

Don Higinio permanecía aturrullado, sin palabras que oponer a la
ardiente filatería de su interlocutora. Al cabo declaró que iba a
afeitarse. Estaba rojo y un ligero mador bruñía su frente. Doña Emilia
se levantó para manosearle las mejillas.

—¿Te sientes mal? Me parece que sí... ¿Quieres beber un poco de
tila?...

Perea sonrió baladrón. ¡Ni que fuese una señorita! Aseguró hallarse
tranquilo, ecuánime, dueño absoluto de sus nervios; para mayores
emociones estaba templado su ánimo. Además, no convenía abandonarse
al regocijo sin poseer la definitiva certidumbre de la fausta nueva.
Aquellas cien mil pesetas adjudicadas, según el periódico, al número
siete mil cuarenta y cinco, podía ser un error de imprenta.

—Eso mismo pensamos nosotros —interrumpió doña Lucía—, y ya Gregorio ha
telegrafiado a Madrid pidiendo informes. Hoy recibiremos contestación.

Don Higinio saludó a su amiga con una cariñosa palmadita en el
hombro, dio la mano a doña Benita, agradeciendo sus parabienes con
frases urbanas, y salió a la calle. Eran las once. Parsimoniosamente,
encaminose a la peluquería de Nicanor. En la esquina saludó al cura don
Tomás Murillo, que volvía de la iglesia: un hombre alto, muy delgado,
muy pálido y muy bueno.

—Ya me lo han dicho, don Higinio; de salud sirva...

—Gracias, don Tomás..., y que usted lo vea.

Siguió adelante, muy terne. Desde una ventana, Manolita, la esposa de
Pepe Martín, el carpintero, le siseó con una cordialidad amistosa llena
de afecto.

—¡Don Higinio!...

—Hola, mujer.

—¡Ya lo sé! ¡Que sea enhorabuena!...

—Gracias, recuerdos...

Al pasar por delante del Casino, Julio Cenén, secretario del
Ayuntamiento y varios amigachos suyos, acudieron diligentes a
saludarle. Perea se dejó regalar y luego obsequió generoso a los que
le habían convidado. Así, invitando unas veces y comprometido otras
a beber, trasegó nueve o diez copitas del mejor aguardiente que
producen las destilerías famosas de Cazalla, con lo que su carácter,
habitualmente mustio y reservón, adquirió una verbosidad muy picante
y simpática. Cuantas personas le veían se apresuraban a felicitarle.
Don Higinio estaba asombrado; conocida la envidia social, jamás hubiese
creído que una buena noticia pudiera divulgarse tan pronto; sin duda
era el deseo que los hombres tienen de mortificarse unos a otros,
refiriéndose la dicha ajena, lo que la servía de vehículo.

Acompañado de Cenén, prosiguió hacia la peluquería su camino; una
verdadera marcha triunfal: desde los zaguanes y en los comercios,
parados sobre los mostradores, mujeres y hombres le saludaban. El
alarife don Nicolás salió de la zapatería, donde estaba probándose unas
alpargatas, a darle la mano.

—Eso de echar de largo, don Higinio, no está bien. A la noche nos
veremos en la fonda de Justo y tendrá usted que convidarme...

En la plaza, don Cándido Recio, parado ante la puerta de su botica,
mostrando su vientre petulante y jocundo más redondo que el globo de
bermejo cristal que regocijaba de noche el empolvado escaparate de la
farmacia, también le reverenció y festejó tremolando un pañuelo. Llegó
a la peluquería. Nicanor dejó la navaja que afilando estaba contra un
suavizador, y acudió a estrecharle las manos. Él era uno de los vecinos
de Serranillas que primero tuvo conocimiento de la fausta noticia; la
supo minutos después de llegar el correo de Madrid por boca de Pablo el
ciego.

—Piensa visitarles a usted y a don Gregorio —agregó—; porque, según
parece, fue él quien les vendió el número premiado.

—Efectivamente.

Don Higinio ocupó uno de los dos sillones que había en el
establecimiento. Cenén se marchó a despachar diligencias urgentes que
Arribas, el notario, le había encomendado. Nicanor, arrastrando sus
zapatillas en chanclas, se acercó a Perea.

—¿Afeitamos, don Higinio?

Y como este hiciese un gesto afirmativo, Nicanor prosiguió:

—¿Damos el jabón con brocha o a mano?... Mi opinión, ya la conoce
usted: estoy por lo antiguo; la brocha, como dice don Gregorio, será
más limpia, más higiénica; pero la mano trabaja la barba mucho mejor.

—Pues... ¡como usted quiera!

—Entonces, a mano.

Era un viejecillo que ovillaron el trabajo y la edad, y cuya cabeza
reducida y peliblanca, alargada por una barbilla quijotesca, movíase
con temblor de epilepsia a un lado y otro, como si el largo espectáculo
de todo lo hediondo, de todo lo ruin, de todo lo injusto que había
visto en la vida, hubiese enseñado a sus pobres nervios aquel ademán
de reprobación. Nunca se movió de Serranillas. La mayoría de los
mozos estaban abonados a su establecimiento, y por un duro al año
tenían derecho a un afeitado semanal, por cuanto este les costaba diez
céntimos y aún salían beneficiados en dos servicios. Su clientela era
numerosa; todas las cabezas que conoció jóvenes fueron blanqueando bajo
sus tijeras; veinte años atrás, el mismo don Higinio había dejado sobre
la navaja de Nicanor el terciopelo inocente de su primera barba.

De aquel episodio el buen Perea se acordaba aún: fue un domingo,
después de misa mayor, mientras su padre y otros vecinos de viso iban
a la estación a recibir al señor gobernador de Ciudad Real. ¡Cuántos
años huyeron desde entonces! Por señas que la peluquería, con su largo
espejo sin marco y sus paredes enjalbegadas, adornadas de cromos
chillones, no había cambiado. Ahora, adormecido bajo los sobajeos
rítmicos y suaves del barbero, don Higinio, los ojos medio cerrados y
los soplados carrillos cubiertos de jabón, veía pasar su historia: una
de esas vidas horizontales que, por muy dilatadas que sean, se abarcan
de una sola mirada, como las llanuras.

Si la dicha es aquel difícil estado de beatitud espiritual producido
por la venturosa simultaneidad y ayuntamiento de una recia salud, de
una familia honorable, numerosa y bien avenida, y de rentas pingües y
seguras, don Higinio Perea tuvo a mano cuanto hubiese podido menester
para ser dichoso. Acaso por esto mismo no lo fue del todo, que la
felicidad, con aquella quietud y radical cesación de apetitos que trae
consigo, empacha como la miel y produce una especie de sofoco íntimo,
muy semejante a la congestión. Todo hombre, aun el más sencillo,
es paradójico. Así, cabalmente, porque era muy feliz don Higinio
considerose siempre un poco desgraciado. El deseo no es solamente algo
adjetivo, inseparable del objeto que lo provoca y merece, sino que
suele también producirse de modo espontáneo, en cuyo caso su impulso es
el más truculento y aflictivo de todos, pues no adquiere orientación
fija ni hay medio, por consiguiente, de definirlo. ¡Desear!... Pero,
«desear» ¿qué?... A la agonía sedienta del sujeto ninguna realidad
aplacadora responde; querer... y no saber lo que se quiere; anhelar...
y que ese anhelo roedor carezca de nombre; sentir en lo arcano de la
conciencia un flujo de energías y no poder encauzarlas y llevarlas al
goce de la acción. ¡Desear!... Es un infinitivo que destriza las almas,
las enerva, las entumece, las viste con harapos de aburrimiento, las
infiltra ese horrible frío espiritual, peor que el de la nieve, que
ningún termómetro podría medir, y unas veces se resuelve en egoísmo
feroz, y otras en suicidio.

Don Higinio, a pesar de su empaque cordial y rollizo, padecía esa
inquietud romántica. Don Salvador, su padre, uno de los caciques más
adinerados de aquel sexmo, había nacido en Serranillas; su abuelo, don
Huberto, también, y ambos fueron labradores laboriosos y de costumbres
comedidas. Su madre, doña Pastora Alcañiz, era natural del inmediato
pueblo de Almodóvar del Campo, y su familia de las más acomodadas y
queridas de la región, tanto que cuando doña Pastora y don Salvador
unieron santamente sus voluntades ante el altar, la fiesta adquirió
visos de holgorio público, y como los padres de los contrayentes
regalasen a sus Ayuntamientos respectivos mil pesetas para los pobres,
hubo música en la plaza, fuegos artificiales, bailes, columpios,
carreras de burros y otros divertimientos rústicos y sencillos a los
que concurrió todo el mocerío de ambos pueblos.

Si conocido y apreciado era el linaje de los Perea, de Serranillas,
no menos valimiento, estimación y notoriedad tenían los Alcañiz, de
Almodóvar. Ni una línea de bastardía, ni una acción vituperable, ni
siquiera un rumor de galantes andanzas, ensombrecía la limpia progenie
de aquellas dos familias que supieron mantenerse ajenas a cuantos
desastres civiles asolaron a España durante la última centuria, y
donde todas las mujeres fueron devotas, caseras y fecundas, y los
hombres trabajadores y nada aficionados a emprender viajes ni a
correr peligros. La honradez más escrupulosa, el culto al hogar,
la fidelidad, la economía, el orden, el miedo burgués al porvenir,
vinculados aparecían a la historia de ambas desde muy antiguo. La de
los Perea, especialmente, anquilosada a lo largo del tiempo por la
secular monotonía pueblerina, perpetuaba de generación en generación,
con el mismo tipo moral, la misma figura. Don Higinio se parecía a
don Salvador, como este se asemejó a don Huberto, como don Huberto
fue el asombroso trasunto de don Miguel, su padre, cuyo retrato al
óleo honraba la Sala capitular de aquel Ayuntamiento; de unos en
otros repetíase la primitiva cabeza crecida y redonda, el coramvobis
placentero, ingenuo y canonjil, el pestorejo magro, el cuerpo
cuadrado y ventrudo, sin alborotos nerviosos, sin arbitrariedades ni
crispamientos de pasión, cual sumido en esa dulce modorra que extiende
la grasa sobre los caracteres.

Por tanto, la frágil semilla de rebeldía que a espaciados intervalos
conturbaba bordonera el ánimo de don Higinio, debía referirse a su
madre; era algo cognático, pero tan efímero, impreciso y lontano, que
ni aun el etógrafo más sutil hubiera podido determinarlo. El semblante
bello y fosco de doña Pastora lo señalaba así: fue una hermosura
genuinamente castellana, pálida y enjuta, con la tiniebla de los ojos
muy bruñida y los finos labios rezumando misticismo, elación y desdén,
y sobre la aguileña nariz un entrecejo reconcentrado, duro como un
ramalazo tardío de violencia medieval.

Don Salvador hubo de doña Pastora Alcañiz tres hijos, de los cuales
solo medró el primero: aquel Higinio que luego había de dar a la lucida
estirpe de los Perea nuevos retoños llenos de sanidad.

Don Higinio fue un niño estudioso, reflexivo, incapaz de mentir, que
pasó por la escuela sin conocer la vergüenza de ser castigado. Diríase
que el prestigio de su apellido le obligaba a ser bueno. Hablaba en voz
baja y sus ademanes, recogidos, expresaban una timidez simpática. Era
amable, modesto, callado, un poco melancólico, con esa leve nostalgia
de ausencia que embellece la fisonomía de los distraídos; mas no
pecaba por ello de cobardón, que una y muchas veces, puesto a reñir
con otros muchachos de su edad, supo acreditarles reciamente el neto
temple manchego de su voluntad y el áspero esfuerzo y diligencia de sus
puños. Algo había, sin embargo, dentro de él que renegaba de aquella
ejemplar bondad. Si sus maestros otorgaban premios a su aplicación, se
avergonzaba de sus honores como de una falta; si su padre le felicitaba
por su laborioso comportamiento, sus mejillas enrojecían y cerraba los
ojos: él hubiera querido ser díscolo, revoltoso, peleador. De noche,
en su casa, acordándose del compañero a quien el profesor había puesto
de rodillas o encerrado en un calabozo, experimentaba estremecimientos
agudos de envidia. ¡Si hubiese tenido el desparpajo necesario para ser
travieso!... Pero le faltaban originalidad, gracia y arrestos. Una
vez, ¡solo una vez!, que se decidió a cometer una inconveniencia, sus
maestros le perdonaron. El director del colegio le dijo: «Eso no es
digno de usted, señor Perea...». Y no sucedió más. Aquella noche, el
muchacho lloró amargamente: comprendía que dejaba la niñez sin haber
sido niño; le hablaban como a un hombrecito porque sus expansiones
carecían del atolondramiento frívolo, lleno de ingenuidades graciosas,
que distingue a la infancia, y reconociéndose obligado a ser reflexivo,
circunspecto, mesurado en sus palabras y acciones, lloró como nunca. Su
dolor era el inmenso dolor de los buenos arrepentidos de su virtud.

La pubertad corroboró esta inclinación a la melancolía; persistía en
aquel jovenzuelo, habitualmente silencioso, una laxitud de fracaso,
la tristeza noble de un viejo jardín señorial, algo semejante al
remordimiento de un destino incumplido. Era la sangre cálida de su
madre; savia inquieta de guerreros, de místicos, de cruzados, tal
vez. Como su hijo, doña Pastora, al declinar el sol, contemplando los
alcores breñosos que circundaban el árido valle de Serranillas, sin
razón ninguna, se quedaba triste.

Una cometa lanzada al viento desde el hondo cauce de un barranco
asciende muy mal; en cambio, subirá fácilmente si la remontan a orillas
del mar o desde la altura de algún puente. Y como ese juguete son
los individuos: el hombre, para medrar y manifestarse en la gloriosa
plenitud de sus facultades, necesita aire, ambiente, espacio; la ráfaga
de perdición o de victoria que la alegre Fortuna levantó en cada vida
una vez...

Don Higinio no recibió nunca la eficacia novelesca de aquel impulso.
Su niñez fue deslizándose entre el cariño fraternal de sus compañeros
de colegio y la indulgencia protectora de los amigos de su padre. Este
ambiente familiar anquilosaba y reducía las propensiones fantaseadoras
del muchacho. Como era un terrible imaginativo se aficionó a leer
novelas, y pareciéndole poco esto y queriendo mezclarse en algo raro,
inventaba cartas folletinescas donde hablaba de homicidios o raptos
cometidos o por cometer; y luego, puestas en sobres dirigidos a un
nombre cualquiera, las tiraba a la calle. Nunca faltaban transeúntes
curiosos que las recogiesen, y si por azar empezaban a leerlas, su
autor, oculto tras las persianas de su cuarto, sufría inexpresables
emociones de regocijo y de miedo. Aquellas personas quizás entregasen
su hallazgo al juez; era la pista de un crimen; se incoaría un proceso,
se detendría a los individuos de vivir sospechoso; él mismo, acaso,
tuviese que declarar...

La segunda enseñanza la estudió libremente, merced a una nueva
disposición del Ministerio de Instrucción pública que dispensaba a los
alumnos de la asistencia universitaria durante el período lectivo, y
aunque en los meses de junio y septiembre hubo de ir a examinarse al
Instituto de Ciudad Real, siempre fue custodiado, más que acompañado,
por sus familiares. Jamás salió a la calle solo. El cariño vigilante
de los suyos había levantado a su alrededor una especie de reducto
carcelario: ni una hora de sabroso aislamiento, ni un resquicio de
libertad por donde llegase a él un olor de aventura y paganía. A los
dieciocho años terminó el grado, y como no mostrase inclinación hacia
ninguna carrera, y, de otra parte, sus padres creyeran granada la
ocasión de adiestrarle en el gobierno de su hacienda, el flamante
bachiller se quedó en Serranillas.

Poco a poco, Higinio, redondeado por las grasas del vivir ocioso, iba
convirtiéndose en don Higinio. La figura lucia y pequeña de su padre
reproducíase exactamente en él: tenía los ojos azules y suaves de los
Perea, el caminar tranquilo, la mandíbula fuerte, la cabeza grande
y juiciosa, bajo los cabellos cortados a máquina. Su juventud, sin
pecar de taciturna, fue siempre prudente y ordenada, cual si todos
los ensueños dramáticos de su niñez hubieran ido resolviéndose en
nostalgia cortés, ecuanimidad y suave pereza interior. Su espíritu
valiente, equilibrado, compacto, ofrecía la apretada solidez de la
llanura manchega; su alma era firme y maciza, como su cuerpo. Hablaba
poco, reía de tarde en tarde, y jamás, ni aun por inocente donaire
o pasatiempo, dijo un embuste. Era triste porque era sincero; tenía
la calma doliente de la vida. De esta misma sencillez un observador
hubiera deducido que si aquel hombre bueno, noble y bravo, alguna vez,
por obra de cualquier imprevisto impulso, se decidiese a mentir, su
mentira cristalizaría y se haría realidad.

Con la figura de su padre heredó Higinio Perea las dos grandes
aficiones de don Salvador: el dominó y la pesca. También jugaba al
billar, aunque la cortedad y gordura de su talle le impedía dominar
cómodamente la mesa, y en el Casino nadie descifraba charadas como
él, ni supo fabricar mejores caramelos con los terrones de azúcar que
derretía en una llama de alcohol sobre el mármol de las mesas. Nunca
montó a caballo ni disparó un arma de fuego, y la única vez que llevado
del ejemplo de sus amigos fue a cazar perdices, regresó con las manos
vacías.

Por parecerse a sus progenitores, heredó de ellos hasta el reúma.

A los veinte años sufrió un ataque de artritismo que le tuvo encamado
mucho tiempo y pareció contribuir a uniformar y sentar su carácter. Dos
años después celebró matrimonio con la señorita Emilia Álvarez, una de
las mayorazgas más ricas y mirladas del pueblo. Aquella boda, asistida
secretamente por los padres de los novios, fue tranquila, inocente,
como esos festivales donde la gravedad burguesa adjudica premios
a la virtud. Ni un momento de lucha, ni un barrunto de celos. Los
mozos aspirantes a la hacienda de Emilia, al saber que el hijo de don
Salvador la pretendía, depusieron su empeño, y Emilia aceptó a Higinio
sin darse exacta razón de su sentimiento, sin paladearlo apenas, como
esas medicinas que los enfermos, medio dormidos, beben de noche. Era
una belleza voluntariosa, gorda y trigueña, que tocaba al piano valses
de Strauss y sabía hacer dulces.

Don Higinio vio en su matrimonio y en el nacimiento de su primer
hijo los dos golpes decisivos dados por el prosaísmo de la realidad
a aquella especie de asimetría espiritual, tímidamente aventurera,
que antaño había tremolado como un penacho sobre su alma infantil. Ya
su porvenir quedaba trazado definitivamente; era diáfano, sosegado,
horizontal: viviría en Serranillas, mejoraría sus tierras, asistiría
vestido de negro al entierro de sus amigos, y cuando su última hora
fuese llegada, iría a ocupar su lecho de piedra en el panteón familiar.

Esta reflexión, devolviéndole todo su reposo, acrecentó su afición a
la pesca. Muchas mañanas, y aun por las tardes, unas veces vestido
de dril y provisto de un blanco panamá, otras encapotado y metido en
altas botas marineras, don Higinio requería sus trebejos de pescador y
marchábase a guerrear contra los pececillos del Guadamil, cuyas aguas
tersas y azules, de un azul heráldico, rodaban platicadoras a medio
kilómetro del pueblo. Para él las riberas del Guadamil no encerraban
misterios: conocía los secretos de la hoya del Jabalí, muy difícil de
vadear en la estación de las lluvias, su fuerza de atracción según la
altura de las aguas y los sitios por donde podía pasarse de una orilla
a otra a caballo o a pie; sabía también los lugares en que la corriente
se amansaba y era así más propicia a la pesca, los remansos arbolados
buenos para dormir las siestas estivales, y aquellas hondonadas,
horras del viento y sin escobos, inmejorables para gozar en invierno
plenamente del sol.

Don Higinio dedicaba a su deporte favorito muchas horas. Generalmente
iba solo y cuando llegaba cerca del paraje donde había de instalarse,
caminaba de puntillas para no intimidar con el ruido de sus pasos
al enemigo. Seguidamente encebaba los anzuelos, armaba dos cañas
que ponía sobre horquillas, y luego, sentado en un catrecillo de
lona, las piernas cruzadas, el cigarro puro entre los labios gruesos
y tranquilos, hundía sus miradas en la linfa azul donde las cañas
proyectaban dos rayas amarillas y paralelas; los corchos que sostenían
las carnazas vibraban inquietos en la tersura filante del agua. De
súbito, uno de ellos se hundía, indicando que un pez había mordido el
engaño. Inmediatamente Perea requería la caña levantándola con gesto
victorioso, y el prisionero, arrancado a su elemento, convulsionado por
la asfixia, pintaba sobre el gran telón verde y cobalto del paisaje
una interrogación de plata. Don Higinio, fuera de sí, raras veces
podía reprimir un grito de júbilo, fiero y ancestral. Era algo sádico,
removedor, misteriosamente carnal, que le obligaba a entornar los ojos,
y le producía una laxitud semejante a la que dejan en el ánimo las
corridas de toros. Después iba al Casino, donde, jugando al dominó,
esperaba a que fuesen a llamarle de su casa para cenar. De noche no
salía a la calle casi nunca.

El tiempo, entretanto, proseguía su eternal labor renovadora. Ya
Anselmito, el primogénito de don Higinio, tenía cuatro años cuando
falleció don Salvador; al año siguiente doña Pastora siguió a su
marido, que es notorio cómo los viudos se sobreviven poco, y la rápida
desaparición de aquellas dos cabezas blancas y amadas, al erigir a
don Higinio en jefe supremo del hogar solariego, impuso a su natural
reflexivo y grave una austeridad nueva. El buen hombre sintió que
el amor a su casa, a la pesca y al dominó se acrecentaban. Pensó:
«No pasaré de ahí». Fue aquello como una ratificación decisiva de su
carácter. Pausadamente las viejas heridas cruentas se cerraban. Nació
Carmen. Tres años más tarde, doña Emilia perdió a su madre, y Teresita,
su hermana menor, que seguía soltera, prefirió quedarse con ella en
Serranillas a vivir en Almodóvar con su padre. Después nació Joaquinito.

Doña Emilia era uno de esos temperamentos enérgicos que florecen y
frutecen pronto y saben mandar. Su actividad belicosa, su instinto
práctico, su fortaleza, beneficiaron su hacienda tantas veces, que
Perea jamás se determinaba en asuntos de riesgo sin antes aconsejarse
de ella. Madrugaba con las claridades prístinas del amanecer y se
dormía tarde, luego de ver que las puertas estaban bien cerradas, los
perros sueltos, el fuego de la cocina apagado, la servidumbre recogida
y todo en su sitio. Durante el día trabajaba febrilmente: guisaba,
zurcía, regañaba a sus hijos, vigilaba la salpresa de los tocinos,
examinaba las ropas que las criadas tendían a secar en el jardín, y
todo había de pasar por sus manos escrupulosas y a todo sabía poner
reparo con una diligencia sin sueño y sin oasis. Ya no tocaba el piano;
una madre de familia se debe a obligaciones más altas, y ella, dentro
de su hogar y sobre su marido, ejercía una jefatura omnímoda. Este
atrafagamiento mantenía su belleza y su salud. A los treinta y cuatro
años doña Emilia era una mujer embarnecida, de negros cabellos y
ojos vivísimos, en cuyo rostro, grueso y moreno, lucía el almendrado
regocijo de unos dientes pequeños y blancos.

Teresita, doncellona, dulce y un poco sorda, constituía el reverso de
su hermana.

La bonitura de sus años primaverales se marchitó y arrugó
tempranamente, cual roída por el fuego de un temperamento demasiado
emotivo quizás. Alta, flaca, los cabellos de color tabaco, la sonrisa
fácil, los ojos reservados y amables, sus pies apacibles recorrían las
habitaciones sin ruido. Sus sobrinos la adoraban. Ella les ayudaba
a vestir por las mañanas, les llevaba de paseo, les defendía de las
cóleras maternales, y en la mesa les ponía la servilleta al cuello.
Su timidez buscaba la sociedad de los niños. Era buena, callada,
dócil y jamás tuvo verdadera personalidad. Teresita carecía de valor
sustantivo; para los vecinos nunca fue Teresita: unas veces era «la
hermana de doña Emilia»; otras, «la cuñada de Perea» o «la tía de
Anselmito...». Ella no protestaba de este emborronamiento, un tanto
despectivo, en que la dejaba la opinión; acaso no lo advirtió siquiera.
Su cuidado único era no parecer sorda, y en disimular tal defecto
cifraba todo su empeño. Muchas veces decía:

—¡Voy!... ¡Voy!...

Y echaba a correr hacia donde creía que la habían llamado. Sus
sobrinos, advertidos de su debilidad, la burlaban:

—Tía Teresa, ¿no oyes que mamá pregunta por ti?

Ella respondía:

—Ya lo sé, ya lo he oído... ¿Creéis que soy sorda?...

¡Qué éxito! La chiquillería, ineducada y cruel, se desarticulaba de
risa.

Pausadamente don Higinio envejecía sujeto a los cuidados de su
hacienda, viéndose engordar mientras el tiempo movedizo, maestro de
toda farándula, le quitaba unos afectos y le traía otros. Todo cambiaba
a su alrededor y todo, sin embargo, continuaba igual. A través de los
años las distintas generaciones de los Perea se copiaban, repitiendo
tenazmente iguales caracteres y tipos; diríase que la uniformidad de
la llanura y la semejanza de impresiones y de alimentos eternizaban en
ellas los rasgos aborígenes. Carmencita, aún no tenía nueve años, y
ya su perfil recordaba el rostro aguileño de su abuela doña Pastora;
Anselmo, del cual todos creyeron que iba a ser alto, repentinamente
dejó de crecer y su figurilla comenzó a adquirir carnosidades precoces.
Evidentemente, la linfa pacifista de los Perea era inmortal. Don
Higinio, siempre algo poeta, solía desesperarse ante aquel existir
imbécil de rebaño. La sangre bulliciosa de los Alcañiz, aunque de tarde
en tarde, resucitaba en él, desazonándole. En tanto tiempo, ni un
viaje, ni una fuga al mundo de la quimera, ni un misterio donde poder
sembrar la semilla de una poesía. Don Higinio reconocíase seguido,
espiado, por la afectuosa vigilancia de sus conterráneos. Ellos le
vieron nacer, ir a la escuela, casarse; año tras año asistieron a los
menores incidentes de su breve historia; recordaban las fechas en
que perdió a sus padres, y hubieran dicho de memoria la edad exacta
de cada uno de sus hijos. También detallaban su hacienda: lo que le
redituaba la mina, el número de olivos que poseía y cuánto producíale
anualmente la recolección de la aceituna; las sacas de trigo que
guardaba en el pósito, cuando ya sus trojes rebosaban; si binaba o no
sus tierras, y en cuantos pegujales las tenía divididas y arrendadas
para mayor comodidad; y qué bancales destinaba a maíz y cuales a heno,
y qué predios languidecían cubiertos de breñas y amarillas retamas.
En el Casino se murmuraba todo: si trabajaba su aceña, si se le murió
un caballo o si la noche antes rodó mucha agua por las caceras de
su huerto... Inútilmente don Higinio procuraba aislarse, recogerse:
no había en toda la comarca un rincón, un solo rincón, que fuese
completamente suyo. Unas veces los criados, otras su propia mujer, o
su cuñada, o sus hijos, lanzaban a la calle cuanto en la intimidad de
su hogar sucedía; nunca hallaba esos instantes de aislamiento que todo
hombre tiene; diríase que su notoriedad poseía la molesta virtud de
mudar en transparentes los cuerpos opacos. Angustia horrible; dentro
de su casa, aunque hablase en voz baja y las puertas y resquicios
estuviesen herméticamente cerrados, don Higinio experimentaba la
desagradable sensación de hallarse en cueros y metido en un globo de
cristal.

A este punto de sus acedas rememoraciones y fantasías llegaba Perea
cuando Nicanor, el peluquero, que concluía de afeitarle, le interpeló.

—¿Ponemos algo en la cabeza?

Don Higinio abrió los párpados y sus ojos, sus buenas pupilas azules,
en las que había un místico desasimiento de cuantas raspaduras de
malicia o de odio llevan consigo las almas vulgares, posáronse
afectuosas en su interlocutor, cuyo rostro, de líneas enjutas, repetía
sobre la delgadez del cuello un eterno movimiento negativo. El barbero
creyó que no había comprendido su pregunta, y repitió:

—¿Quiere usted algo en el pelo?

—Écheme colonia.

Las manos de Nicanor, frotando ahincadamente la cabeza de su cliente,
aligeraron el curso de sus meditaciones; su ánima sencilla orientose
hacia el optimismo. Si los placeres de un domingo bastan a aromar
el agrio y seco transcurso de la semana, ¿no bastará también un
hecho cualquiera notable a embellecer una vida? Pensó en la lotería.
¡Aquellas cincuenta mil pesetas caídas así, como de una nube, en la
aridez de su existencia cotidiana!... ¿No vendría con ellas el viaje
novelesco, el amor imprevisto, la aventura trastornadora y violenta,
que luego, al deshacerse a lo largo de los días futuros, dejaría en su
historia el perfume de algo hazañoso y distante?...

Don Higinio salió de la peluquería muy colorado; el aguardiente que
Cenén le obligó a beber empezaba a turbarle, y además la seguridad de
que durante muchos meses todo el vecindario tendría puestos en él los
ojos contribuía a aturdirle. Ya cerca de su casa, encontró a Pablo. El
ciego le reconoció por los pasos.

—Vaya con salud mi señor don Higinio, y colmado se vea siempre de
satisfacciones, y viva más años buenos que penas tiene un pobre.

Gitano parecía por lo zalamero del acento y lo bronceado de la color.
Perea echose mano al bolsillo y le dio quince pesetas.

—No llevo más dinero suelto —dijo—; pero otro día llégate a casa, mi
mujer te hará un regalo.

El ciego, poco acostumbrado a que usaran con él de tanta largueza,
deshízose en férvidas alabanzas, bendiciones y optimistas augurios
hacia quien así le socorría; en el silencio de la calle desierta,
inundada de sol, su jaculatoria resonaba ardiente. Don Higinio aceleró
el paso, con ese delicado rubor de los hombres superiores a quienes los
inciensos del aplauso molestan.

—En verdad —iba pensando irónico— que si como dice don Tomás los buenos
deseos llegan al cielo, acabo de obtener la bienaventuranza por sesenta
reales. ¡Ha sido un gran negocio!...




II


Eran las doce cuando llegó a su casa. Doña Emilia le examinó inquieta.
¿De dónde venía tan colorado?...

—Media hora hace —exclamó— que don Gregorio y don Cándido están
aguardándote. Hoy almuerzan con nosotros.

Don Higinio entró en el comedor, donde fue ovacionado. Antes de
que pudiera trasponer la puerta, Anselmo, Carmen y Joaquinito le
detuvieron, aferrándose a sus rodillas. El boticario le abrazó
cordialmente, con una efusión sencilla reveladora de una leal amistad.
El médico también arremetió a él, mostrándole victorioso un papel azul.

—Aquí está el telegrama que mi Lucía y yo esperábamos; ya nuestra
felicidad es indiscutible. ¡Cincuenta mil pesetas para cada uno de
nosotros, Perea de mi alma!... ¡Somos ricos!...

Y a don Gregorio Hernández, a pesar de su corpachón de jayán y aquella
voz terrible con que aturdía a sus enfermos, se le aguaron los ojos.
El benemérito don Higinio se sintió oprimido, aplastado, sobre el
pechazo del médico como contra un muro. Al fondo, en la penumbra suave
del comedor, los rostros de su cuñada, de doña Lucía y de doña Benita,
componían una especie de coro sonriente y acogedor. Al fin, pudo
desasirse, respirar libremente.

—¿Cuándo cobramos?

—En seguida —replicó Hernández—; hoy mismo o mañana. Como la cantidad
es importante, necesitaremos ir a Ciudad Real.

Acababan de servir la sopa y todos se sentaron a la mesa. Don Higinio
ocupó la presidencia, teniendo a su derecha a doña Lucía y a doña
Benita a su izquierda. Los muchachos, bajo la vigilancia indulgente y
regañona de Teresita, invadían la cabecera opuesta. Doña Emilia, que no
quitaba ojo de su marido, preguntó:

—¿No les parece a ustedes que está muy colorado?...

Todas las miradas claváronse en Perea, quien, de súbito, por obra de
un fenómeno nervioso reflejo, se sintió enrojecer. Don Cándido declaró
que le hallaba como siempre; pero doña Emilia, maternal y vehemente,
levantose para examinarle los pulsos.

—Tiene la cabeza muy caliente; ¿será calentura?...

Teresa y doña Benita se habían quedado serias; pensaban lo mismo; raras
son las grandes alegrías que no van seguidas de algún grave dolor, y si
don Higinio muriese... Doña Emilia quiso ponerle un termómetro. Tanta
solicitud irritó a Perea. No padecía de nada, estaba bien, mejor que
nunca...

—Es que he estado bebiendo aguardiente con Cenén, y la bebida me hace
daño.

—Naturalmente —exclamó don Gregorio—; una pequeña sofocación sin
importancia, que desaparecerá apenas los primeros alimentos bajen al
estómago. Vaya, Emilia, no sea usted aprensiva; siéntese usted.

Ancho, alto, recio como un púgil clásico, el médico era un comedor
formidable y regocijado que, sin cesar de alabar cuantos platos le
ponían delante, mascaba a dos carrillos; trituraba los huesos de pollo
y dejaba la huella grasienta de sus labios en el cristal de su copa de
vino. En sus manos, terribles y oscuras, cualquiera cuchara parecía
pequeña. Los huesos que doña Lucía colocaba intactos al borde de su
plato don Gregorio los miraba con avidez salvaje.

—¿Pero dejas esto? —exclamaba.

Concluía por chuparlos glotonamente, y luego los rompía como si fuesen
galleta; el fragor de sus mandíbulas de gigante sorprendía a los niños
y les daba risa. Cuando comía se cegaba, se transfiguraba; respiraba
ordinariez...

«Es un hombre, decía Cenén, que lleva el cerebro en la barriga».

El almuerzo fue largo y tuvo alegre y bulliciosa sobremesa. Mientras
los muchachos se llenaban los bolsillos de pasas, los adultos discutían
el empleo de su nueva fortuna. Los hombres razonaban juiciosamente; don
Gregorio pensaba mercar un perro y pedir a Éibar una escopeta: estas
serían las únicas frivolidades que adquiriese; el resto del capital lo
invertiría íntegro en tierras y aperos de labranza.

—Desciendo de agricultores —agregó— y adoro el campo; ¡ojalá no me
hubiesen enviado a la Universidad nunca! Ya lo verán ustedes; yo, más
que un médico metido a labrador, soy un labrador metido a médico.

El boticario y don Higinio asentían. ¡Nada de fábricas ni de negocios
expuestos a huelgas y a competencias suicidas! Dinero empleado en
tierras es salvo: la tierra es la fuente de todo, la verdad suprema, la
madre que nunca engaña al hombre. Perea, por su parte, deseaba adquirir
a orillas del Guadamil la hacienda denominada Los Cipreses, lugar muy a
propósito para instalar un molino.

En cambio, las mujeres, más pintorescas, más imaginativas, anhelaban
algo superfluo, pero bonito, raro, que orease sus espíritus con una
ráfaga de novela: un viaje, por ejemplo... ¿Pero era posible que sus
maridos quisieran reducir a tierra un dinero tan frívolo, tan riente
como el de la lotería?...

Doña Emilia exclamó, golpeando en un plato con la cucharilla del café:

—¡Un viaje sería lo mejor!... Un viaje de un mes; nos iríamos los
cuatro. ¿Digo bien, Lucía?...

Los circunstantes permanecieron callados, y la mujer de Hernández hizo
con sus labios, enrojecidos por la digestión, un mohín de desagrado.
¡Un viaje! ¿Y adónde y para qué? ¿A pasar trabajos?... Lo que no
hubiese en Serranillas, respecto a comodidades, señorío y buen trato,
no había que buscarlo en parte ninguna. Años atrás ella y su marido
fueron a Ciudad Real a comprar un aparato ortopédico para el hijo del
notario Arribas, que se había roto una pierna, y a poco mueren de sed:
en ninguna parte hallaban agua fresca. Y en un viaje más largo, a
Madrid, verbigracia, era absurdo pensar; Gregorio no podía dejar a sus
enfermos tanto tiempo...

Este rio a carcajadas y descargó sobre los débiles omoplatos del
boticario un vigoroso puñetazo.

—No les puedo dejar libres mucho tiempo porque se curarían todos. ¡Yo
no debo cerrarle la botica a don Cándido!

Teresa y doña Benita, acariciadas un instante por la idea de viajar,
miraban ahora con horror la posibilidad de moverse de Serranillas: los
negocios no se abandonan así; cerrar una casa cuesta mucho trabajo; la
humedad de las habitaciones deshabitadas es fatal para los muebles,
y la polilla hace estragos en las ropas que no se remueven y solean.
Además, ¿quién iba a cuidar de las gallinas y de las flores? Un
viaje del que nadie sabe cuándo volverá, porque no se tiene la salud
comprada, puede ser la ruina de una hacienda.

Doña Emilia, sin embargo, no renunciaba totalmente a su idea. Primero
pensó salir del pueblo: fue una curiosidad noble, una atracción de
cosas lontanas, nunca vistas; seguidamente aquel impulso artista se
desdibujó y avillanó bajo una simulación práctica. Ella había oído
decir que en el extranjero las ropas son tan baratas que lo mucho que
en ellas se economiza equivale holgadamente a los gastos de viaje.
Ahora que el invierno estaba cercano, doña Emilia pensó en un abrigo
de pieles: uno de esos magníficos sobretodos de pantera o de marta,
donde las grandes heteras parisinas se arrebujan, semidesnudas,
para que las retrate Reutlinger. Fue un deslumbramiento: viose en
la iglesia, asistiendo los domingos a misa mayor, pasando con la
solemnidad de una imagen ante sus amigas humilladas; y luego, por la
tarde, en el andén, esperando la llegada del correo de Madrid, que se
detiene en Serranillas dos minutos...

Encarose con don Higinio, y de sopetón, como quien tira a quemarropa:

—Tú —dijo— debías ir a París a comprarme un abrigo.

El saludable semblante de Perea adquirió la alelada expresión del que
sueña.

—¿Yo?... ¿Yo solo a París?...

—¿Y qué?... Total, con seis o siete mil pesetas realizas la excursión,
te distraes, descansas un poco, que bien lo necesitas, y me regalas un
abrigo como yo te diga. ¿Quieres?...

Don Higinio sonreía; la sorpresa del primer momento había declinado;
ahora estaba alegre, suspenso, trémulo de emoción ante aquel camino que
la suerte acababa de tender generosa bajo sus pies, como una alfombra
de hechicería y aventura. Para disimular la pueril algazara de sus
sentimientos, juzgó oportuno oponer objeciones:

—Como yo no sé francés...

—¡Bah!... Llevando buenos billetes de Banco en el bolsillo —arguyó don
Gregorio— crea usted que para comprar no precisa conocer el idioma del
que vende. Además, en esos grandes hoteles extranjeros siempre habrá
intérpretes que le acompañen a usted a todas partes.

Y tras una pausa:

—Yo, en el pellejo de usted, sin esa cadena que me tienen echada al
pie mis enfermos, tomaba el tren mañana mismo.

Don Higinio no respondió; parecía dudar y sus ojos miraban al mantel,
mientras sus dedos amasaban nerviosamente una miguita de pan. En su
ánimo, ingenuo y poltrón, Tartufo insinuaba su perfil hipócrita:
deseaba que le rogasen, que le empujasen hacia aquel lance, mojado en
mieles dulcísimas de zozobra; quería gozar de la aventura sin asumir
probables responsabilidades. Era algo quintaesenciado, refinadamente
voluptuoso y femenino, como aquel embustero ademán de sacrificio que,
para salvar su recato, las mujeres dan siempre a sus favores.

El boticario insinuó:

—Si fuese usted a París me haría un altísimo favor trayéndome un
tratado de Química vegetal que necesito. No recuerdo ahora el nombre
del autor...

Las pieles con que doña Emilia pensaba engalanarse suscitaron en doña
Lucía y en la esposa de don Cándido ambiciones paralelas.

—Si va usted a París —exclamó doña Lucía—, no le pido más que una cosa:
un corsé del Louvre; yo le daré las medidas.

—¡Qué ocurrencia! Mejor es un reloj —interrumpió doña Benita.

—O una sortija —agregó Teresa.

—Tengo sortijas y relojes, Emilia lo sabe: dos relojes que no sirven
para nada, porque no andan. ¡Ah! Prefiero el corsé: un corsé recto,
elegante, de color malva; un verdadero corsé francés...

Don Higinio intentó defenderse. Él era un temperamento metódico,
casero, que quizás no pudiera alterar sus viejas costumbres; echaría
de menos su hogar, sus zapatillas, sus trebejos de pesca, sus duelos
al dominó, el aliño y sazón que Vicenta daba a los guisos; ¡todo,
en fin!... Por añadidura tenía faenas agrícolas que debía dirigir
personalmente: siembras, riegos, podas, rotura de tierras...

Hernández le atajó.

—¡Nada, no es cierto, no, señor! ¡Pretextos!... El campo, como la
pesca, es para usted un deporte.

A las voces estentóreas de don Gregorio se aunaron las demás. Doña
Emilia, su hermana, doña Lucía y doña Benita, rodearon a don Higinio
que permanecía sentado, dándole en la cabeza y el cogote amistosos
golpecitos.

—¡Sí, señor; tiene usted que marcharse!... ¡Hombre más roñoso!... Y
todo por no obsequiarnos...

—¡Si yo estuviese en su pellejo! —repetía don Gregorio.

Los niños gritaban también, estimulados por el ejemplo de las mujeres:
desde el quicio de las puertas la servidumbre asistía sonriente a la
escena. Perea creyó llegada la ocasión de ceder.

—En fin —exclamó—, como ustedes quieran; yo no tengo voluntad...

Y en seguida, cual si lo que le proponían fuese madurando en su ánimo y
ganándole:

—Verdaderamente siempre he tenido grandísimos deseos de conocer París,
y miren ustedes por qué casualidad ahora...

Un muchacho que vino a buscar a don Gregorio para un alumbramiento
desenlazó la sobremesa. El médico y el boticario se marcharon juntos;
a poco doña Lucía y doña Benita se fueron también, y don Higinio,
descalzo y libre de la opresora tiranía del cuello y de los tirantes,
pudo dormir, según su costumbre, una horita de siesta. Despertó a
las seis. Inmediatamente, con una diligencia nerviosa, nueva en él,
se vistió y salió a la calle. Pepe Fernández, director de _El Faro_,
bisemanario, defensor de los intereses de Serranillas, acudió a
saludarle.

—Hablo de usted —dijo— en el próximo número de mi periódico y anuncio
su viaje a París.

Don Higinio se ruborizó; aquella inesperada popularidad, aquella
exhibición constante, le quemaban las mejillas. Cuando llegó al Casino
todos los jugadores de dominó se pusieron de pie para aplaudirle, y
Julio Cenén tocó al piano los primeros acordes de la Marcha Real. A
pesar de la infantil sencillez de tal agasajo, don Higinio avanzó
descubierto y conmovido, agitando sobre su cabeza cuadrada su sombrero
color café.

—¡Gracias, señores, gracias!...

El portero del Casino, que caminaba tras él, le abordó con una reserva
que Perea halló misteriosa.

—Don Gregorio necesita verle a usted; él volverá en seguida; no vaya
usted a marcharse...

A las siete apareció el médico. Su corpachón macizo y su rostro
broncíneo, cubierto de espesas barbazas y sombreado por un fieltro
de alas crecidísimas, erguíanse prepotentes sobre la multitud de
parroquianos instalados alrededor de las mesas. Don Higinio hízole
señas acogedoras.

—¿Qué hay? ¿Tenía usted algo que anunciarme?

—Que mañana temprano, en el tren de las siete, nos vamos los dos a
Ciudad Real a cobrar «lo nuestro».

Perea tardó en responder; su haronía se rebelaba contra aquel propósito
de acción.

—¿Y no sería mejor escribir diciendo que lo enviasen?

—¡No, hombre! ¿Pero le cuesta a usted trabajo recibir dinero? Nosotros
salimos para Ciudad Real en el tren de las siete; luego almorzaremos
donde yo disponga... ¡Ya sabe usted que a mi lado nadie se muere de
hambre!... Pasamos un gran día, y a las nueve y media o diez de la
noche estaremos de regreso. ¿Conformes?...

Don Higinio cedió; no había modo de esquivarse.

—Entonces —dijo Hernández— hasta mañana. Ahora me voy porque están
aguardándome. Mañana a las seis y media espéreme usted en su casa,
vestido; yo iré a recogerle.

Aquella noche, tendido en su amplio lecho matrimonial a la izquierda
de su mujer, que no podía dormir, don Higinio batalló inútilmente
por conciliar el sueño. Su ánimo pusilánime, abandonado siempre
a la inercia cobarde de la costumbre, hallábase desarraigado y
como precipitado en un torbellino. La Fortuna invadía su vida,
desarticulándola. Horas nada más transcurrieron desde que le
notificaron su ventura, y parecíale que hubiese pasado mucho tiempo:
el sobresalto de aquella mañana, las copas de aguardiente bebidas
con Cenén, su almuerzo en compañía de don Gregorio y de don Cándido,
la afectuosa ovación que le tributaron en el Casino, la perspectiva
del viaje que a la mañana siguiente debía emprender... todo,
atropelladamente, se barajaba en su memoria. ¿Cómo podían caber tantos
proyectos, tanto trajín, tantas emociones, en el abreviado espacio
de un día?... Y terminado aquel paseo a Ciudad Real, los cuidados,
los preparativos, los encargos de su excursión a París, la metrópoli
inmensa donde ningún vecino de Serranillas, que él supiese, había
estado.

Al fin, la carne tarda y poltrona se sobrepuso al imaginativo y
despabilado espíritu de don Higinio, cuyos párpados comenzaron a
cerrarse; bajo las gasas sutiles del sueño, su inquietud se aletargaba
dulcemente. De pronto, el temor de que pudiesen robarle en Ciudad Real,
le estremeció; los ladrones no duermen. Dio un codazo a doña Emilia que
ya roncaba:

—Mañana —ordenó— recuérdame que lleve el revólver...

Por dicha, estos prudentes resquemores fueron inútiles. Perea y don
Gregorio llegaron a la capital, desayunaron con chocolate y picatostes
en el café de la estación, cobraron sus veinte mil duros en hermosos
billetes de quinientas y de mil pesetas, almorzaron opíparamente en una
taberna, cuya dueña, rolliza y deseable todavía a pesar de los años,
fue muy amiga del médico cuando este era estudiante, y, por no dilatar
más su ausencia, regresaron a Serranillas en el mixto de las siete
y cuarenta. Cargados iban de juguetes: pelotas, cornetas, soldados
de plomo, un ferrocarril mecánico, una linterna mágica, un teatro
_guignol_... Y con todo dieron en casa de don Higinio, donde doña
Lucía, rodeada de sus cuatro hijos, doña Emilia con los suyos, Teresa,
doña Benita y don Cándido, les esperaban. La ovación que la infancia
tributó a los expedicionarios fue atronadora; Perea se quedó sordo;
hubo momentos en que el techo del comedor, con su magnífica lámpara de
bronce, pareció resquebrajarse y venir abajo.

Desde el día siguiente, y fortalecido por su mujer y su cuñada,
emprendió don Higinio los prolegómenos de su éxodo. Su primer cuidado
fue marcar para su partida una fecha. Con gravedad que disimulaba
cierto vago temorcillo interior, había dicho:

—Me iré el sábado...

Y apenas lo declaró cuando lo supo y repitió el vecindario.

«Perea se marcha el sábado...».

Hacia ese día, llamado a ser memoratísimo en la historia de
Serranillas, todo se disponía y enderezaba. Antolín recibió órdenes
apremiantes de confeccionar dos trajes, un «completo» negro, de
americana, y otro de chaquet, color gris. También juzgó prudente don
Higinio reforzar el número de sus camisas y encargó media docena a
Manolita, la mujer de Pepe Martín, que las aderezaba muy bien. Los
calzoncillos se los hacían en casa, no por bajuna tacañería ni ridículo
prurito de ahorro, sino porque Teresita sabía cortarlos y disponerlos
a maravilla: eran unos calzoncillos, «antiguo régimen», con pretinas
bordadas en colores y cintas para sujetar y afirmar las perneras sobre
los calcetines. Doña Emilia, en el exiguo vacar que sus quehaceres
domésticos la permitían, le repasaba las camisetas y los pañuelos,
y como su marido jamás supo anudarse la corbata, pidió al bazar de
ropas del señor Feliciano varios lazos hechos. Don Higinio, por su
parte, no estaba ocioso: había comprado dos sombreros; un hongo, que
debía «rimar» con el traje de chaquet, y otro blando, color perla,
para ponérselo con su «completo» de americana. También mercó un baúl:
un legítimo cofre lugareño de recia tablazón, blindado de hojalata
amarilla y con cantoneras azules de metal, que vacío pesaba los treinta
kilos de equipaje que las Compañías ferroviarias otorgan a cada viajero.

Aquel baúl, abierto siempre en medio del dormitorio de don Higinio,
parecía una boca. Con la preocupación de cuanto habían de meter
en él, nadie se acordaba de cerrarlo, y su tapa erecta tenía la
elocuencia de una amenaza. Acarreados por Teresita y doña Emilia,
los calcetines de hilo de Escocia «para vestir», y los de lana para
el reúma; las camisetas rusas, densas, blandas, capaces de resistir
los fríos polares; los calzoncillos de abigarradas pretinas, la media
docena de camisas que Manolita había traído, los pañuelos... todo iba
desapareciendo en la panza insaciable del cofre. La flamante ola blanca
crecía. En la mañana del jueves, dos días antes del señalado para la
partida, se vio que el baúl era pequeño y fue necesario cambiarlo por
otro mayor.

Entretanto llovían sobre Perea recomendaciones y encargos: hubiera
podido llenar un cuaderno de solicitudes. Todos sus amigos querían algo
de París: para don Gregorio, una escopeta; para doña Lucía un corsé del
Louvre; para doña Emilia, un abrigo de pieles. Teresa deseaba un reloj;
doña Benita, un sombrero; don Cándido, un tratado de Química vegetal
y algún pisapapeles o cachivache artístico con que adornar su mesa
de trabajo; Julio Cenén le pidió una pitillera con algún desnudo en
esmalte que ruborizase a las muchachas; el cura, don Tomás, quería unos
espejuelos; el notario, don Jerónimo Arribas, una pianola; don Justo,
el dueño de la fonda, una motocicleta. Hubo quien le encargó un juego
de ajedrez...

Cansado de no hallar en el Casino un momento de tregua, don Higinio
hacia frecuentes escapatorias al campo. Allí respiraba. Iba despacio,
mirando a todos lados detenidamente, cual si en vísperas de emprender
un viaje que estimaba larguísimo quisiera despedirse con los ojos de
aquellos paisajes familiares, y si saludaba a alguien deslizaba en su
reverencia una suave melancolía de «adiós». Bajo su grasa, los pruritos
aventureros de su niñez se desentumecían cautelosos. Antaño su alma
quimerista se fue muchas noches de fiesta, mientras su pobre cuerpo,
aburrido y esclavo, quedaba en casa; pero ahora iba a ser él, tanto o
más que ella, quien saliese a rondar. ¡Aquel premio, aquella fuga a
París!... ¿Qué lances el Destino le tendría reservados? Hasta sentía
miedo; se acordaba de la pantera dantesca:

      _Nel mezzo del cammin di nostra vita_
    _mi ritrovai per una selva oscura_
    _ché la diritta vía era smarrita..._

En sus últimas batallas al dominó la suerte le fue adversa; estaba
ausente, no llevaba cuenta de las fichas jugadas y siempre perdía; para
no comprometer su fama de campeón, tuvo que retirarse. Una mañana salió
a pescar y volvió con las manos vacías; si algún pececillo mordisqueó
la carnaza, él no lo advirtió; pensaba en el Sena.

Ya tarde, al tramontar del sol, iba a la estación, como si el sitio de
donde en breve había de marcharse le atrajera. El mozo de andén Juan
Pantaleón, a quien por su bordonera juventud de juglar don Higinio
dedicó siempre disimulado cariño y aprecio, le daba palique.

—¿Conque el sábado, don Higinio?

—El sábado.

—¿Por mucho tiempo?

—¡Psch!... ¡Allá veremos!...

Y esta posibilidad de dilatar su ausencia o de acortarla, de ir o
volver según su gusto y albedrío, de hallarse horro, siquiera fuese
efímeramente, de lazos sentimentales y de sociales miramientos, de ser
«él», por fin, causábale en el diafragma un frío estremecimiento de
histeria. Muy apesarado, los ojos en el suelo, Juan Pantaleón suspiraba:

—¡Quién pudiera irse con usted!

Era un payo cuarentón, de talla vulgar, metido en carnes, con el
lleno y rasurado semblante canonjil sombreado por una boina vasca. Su
empaque cándido interesaba; era lento, redondo, suave, y corregía su
rusticidad la nostalgia inteligente de sus ojos apaciguados. Al caminar
balanceándose sobre sus piernas un poco abiertas, los flecos de la
manta con que de noche se abrigaba los hombros, barrían el andén.

Juan Pantaleón tenía su historia, y en ella una desilusión y una
lágrima: una historia humilde, a la vez cómica y triste, como un cuento
de Daudet.

De pequeño cantaba en las iglesias; su voz dulce, vibrante, de
tenor, llenando desde las alturas del coro la oquedad armoniosa
del templo, distraía la devoción rezadora de las mujeres; las más
jóvenes levantaban la cabeza para mirar... Y Juan Pantaleón, que
apenas escribía su nombre, quiso cambiar la iglesia por el teatro,
ser artista. El tábano de la codicia le picó cruelmente; fue un
derramamiento alborozado de orgullo que, a no exteriorizarse, le
hubiera enloquecido. No sabía música, pero su memoria auditiva era
excelente: tonadilla que oía repetíala inmediatamente sin vacilaciones,
y fiado en esto emprendió la lucha. La farándula cascabelera le
llevó consigo muy lejos, de pueblo en pueblo, sobre las carreteras
polvorientas de la Mancha y de la vieja Castilla; a veces de meritorio,
otras con un jornal miserable.

Pero Juan Pantaleón era dichoso: las piruetas del vivir errante, la
existencia de bastidores, la alegría de los afeites, el prestigio
versallesco de las pelucas blancas, la policromía grotesca de los
trajes que se endosaba para salir en el coro, distraían su impaciencia
ambiciosa. Transcurrieron varios años y siempre igual: comiendo
malamente hoy, ayunando mañana, y, entretanto, la desaprensiva juventud
que se va, el corazón que se enfría y depone su optimismo, los pies
que olvidan el regocijo de caminar... Hasta que Juan Pantaleón perdió
definitivamente aquel funesto hilillo de voz que a tan descabelladas
andanzas le había llevado, y sintiendo por primera vez el imperio
aplastante de la realidad, sus pobres ojos vertieron llanto amarguísimo
sobre la esperanza muerta. Tespis le despedía de su carreta: ya nunca
iría a Madrid, Eldorado de su alma ingenua; jamás los periódicos
hablarían de él. Roto, afónico, sin oficio, regresó a Serranillas,
su pueblo, donde los caritativos oficios del alcalde y de don Tomás
Murillo, el cura, lograron emplearle en la estación. Catorce pesetas
semanales tenía de jornal.

Allí le conoció don Higinio. No obstante su derrota y el total
hundimiento de su pasado, Juan Pantaleón mostrábase contento. El
trabajo era corto, las responsabilidades de su cargo, poco graves;
bastante más comprometido veíase el guardagujas que custodiaba la boca
del túnel. Mientras él podía leer periódicos y vivir sobre el andén,
cerca de aquellos trenes que, viniendo de muy lejos, tenían para su
imaginación andariega una elocuencia poderosa. En esos expresos de
lujo que ora están en Lisboa, ora en Berlín, viajan los artistas que
un tiempo fueron «sus hermanos»: los músicos célebres, los tenores
millonarios, bellos y famosos, las grandes _divas_ de renombre
mundial...

Por lo mismo, Juan Pantaleón no siempre arrojaba al viento de igual
modo el nombre de su pueblo:

—¡Serranillas... dos minutos!...

Si el convoy que salía de las tinieblas del túnel era un mercancías,
el antiguo artista apenas se molestaba en lanzar su pregón. ¿Para qué?
En los mixtos las personas adineradas y distinguidas no viajan, y él,
Juan Pantaleón, no se incomodaba por la muchedumbre de tercera clase.
El trabajador, el campesino, los «sin patria», a quienes importase
el nombre de aquella estación, podían preguntarlo. En cambio, cuando
el tren era un rápido, uno de esos grandes expresos internacionales
que llevan y traen a los reyes del dinero y del arte, Juan Pantaleón
no decía el nombre de Serranillas, sino que lo cantaba, alargándolo,
modulándolo amorosamente, cual deslizando una lágrima de su alma triste
entre aquellas cuatro sílabas melódicas y amadas:

—¡Serraniiiillas... dos minutos!...

La i estirada, interminable, que alternativamente bajaba o subía con
raros acrobatismos musicales, era algo lancinante, muy personal, muy
hondo, que nadie comprendía. En el frío silencio nocturno, ante la
impasibilidad de los vagones herméticos, oscuros, impenetrables como
ataúdes tras el misterio de sus cortinillas corridas, Juan Pantaleón
lanzaba al espacio su grito de costumbre:

—¡Serraniiiillas... dos minutos!...

En el empleado de hoy florecía el artista de ayer. Entonces cantaba
para los inteligentes, o solo, tal vez, para sí mismo, cual evocando
tiempos pretéritos y mejores: era una especie de arrullo interior, de
coquetería, de placer narcisista:

—¡Serraniiiillas... dos minutos!...

Lo decía varias veces y siempre con el mismo brioso ahinco; los mozos
de la estación admiraban su voz ilusionada y dulce, y él lo sabía;
aquel andén era su tribuna, su escenario; aquellos viajeros invisibles
constituían su público. Juan Pantaleón pensaba:

«Ahora me oyen; quizás mi voz les impresione y sorprenda; acaso se
lleven su timbre en la memoria...».

Si por casualidad algún viajero, hombre o mujer, se asomaba a una
ventanilla y distraía los ojos en él, Juan Pantaleón se turbaba,
enrojecía, bajaba los párpados... ¡Estaban mirándole!... ¿Por qué?...
¡Si fuese Anselmi! ¡Si fuese la De Lerma... o la Storchio!...

Hasta que el tren seguía, dejando el andén en silencio y en sombras:
era su teatro que se cerraba, su público que se iba...

Secretamente, a pesar de su crédito, de su nombre y del amor a sus
hijos, don Higinio envidiaba a Juan Pantaleón. El antiguo siervo de la
farándula había viajado, pasado riesgos, tenido amoríos en encrucijadas
y mesones; Juan Pantaleón, con sus días de ayuno y sus noches sin
techo, llevaba a su espalda una linda historia de juglar. Como anduvo
fuera de Serranillas muchos años podía referir lances ignorados de
todos o inventarlos, refugiándose en el misterio de la distancia,
para allí, con abundante espacio y gusto, bordar una mentira. ¡Él, en
cambio, que una vez solo, cuando fue a graduarse Bachiller en Ciudad
Real, perdió de vista la torre de la iglesia donde le bautizaron!...
¿Qué llegaría a contar que sus conterráneos no supiesen de memoria?...
Por eso ahora, que la suerte le empujaba al extranjero, la compañía de
aquel hombre que había corrido mundo producíale el efecto animador de
un buen consejo.

Juan Pantaleón, que todo sabía explicarlo con sugestivo aplomo, le
informaba de la fiebre de velocidad que tienen las comidas servidas en
las estaciones; de su emoción al trasponer la frontera y sentir que
repentinamente todas las personas hablaban otro idioma; de la alegría
que sazona los almuerzos en las mesitas ambulantes de los _dining-car_;
del extraordinario lujo y comodidades de los coches-dormitorio, donde
el amor suele ofrecer a los hombres que viajan solos la sonrisa de una
aventura...

El viernes, por la tarde, don Higinio también estuvo en la estación;
le gustaba la casa, con su techumbre puntiaguda sombreada por un grupo
de eucaliptos; la melancolía de los vagones olvidados sobre las vías
de descarga; el andén pequeño, asfaltado, limpio, donde el ir y venir
de los trenes parecía dejar estremecimientos de cosmopolitismo. Al
marcharse, Juan Pantaleón le abordó:

—¿Así que, mañana, don Higinio?

—Sí, hombre, todo llega, mañana. ¿A qué hora pasa el rápido?

—A las nueve y cuarenta y cinco de la noche. ¡Quién pudiera irse en él!

Fue una lágrima disuelta en una exclamación. Sin poder contenerse,
atropellando distancias y categorías, Juan Pantaleón dio su mano
callosa a don Higinio. Ante el alborozado sobresalto del viaje, sus
almas se acercaron, fraternizaron; era «un compañero». Don Higinio, que
nunca le había dicho «adiós» a nadie, salió de la estación conmovido.
Iba alegre, aunque su ufanía disimulaba una tristeza; su emoción
recordábale historias de políticos desterrados que él antaño leyó;
ahora, que se expatriaba, comprendía el dolor de aquellos hombres al
pasar la frontera.

Perea comió poco, no tenía apetito, la inquietud llenaba su estómago
como un manjar fuerte. Inútilmente procuraba mantener la conversación;
su espíritu no estaba allí; entre bocado y bocado o de un plato a otro,
quedábase suspenso, la rubia empanadilla de escabeche o el trozo de
pollo clavados en la punta del tenedor. Doña Emilia, que le avizoraba
atenta y se imponía a él con ese ascendiente que las voluntades activas
ejercen siempre sobre las mollares, indecisas o perezosas, se lo
reprochó. ¿En qué diablos estaba cavilando?...

—¡Nunca —exclamó— has hecho tantas bolitas de pan!

Por la noche, ya acostados, la esposa sufrió la angustia de la
separación que iba acercándose, y su pena tuvo acentos de simplicidad
infantil. El alma de la mujer es exagerada y primitiva; los tonos
medios de la pasión se dan en ella confusamente; cuando no es niña, es
madre.

—Te cuidarás mucho, Higinio —decía—, te cuidarás mucho, ¿verdad?

—Sí, mujer.

—Te abrigarás bien y no te asomarás a las ventanillas del vagón, ni te
apearás en ninguna estación hasta que el tren esté quietecito...

—No, mujer.

—Y en cuanto llegues a París me telegrafías; y si te enfermas, ¡no lo
permita Dios!, me lo escribes para que yo vaya a cuidarte.

Acariciándose el bigote, los ojos muy despabilados bajo la tiniebla del
dormitorio, don Higinio repetía, distraído:

—Sí, mujer...

Tras un silencio, lleno de supersticiones, doña Emilia agregó:

—Estoy arrepentida de ser la iniciadora de este viaje; a Teresa se
lo decía; en el cuarto de costura ha estado volando toda la tarde un
moscardón negro...

Don Higinio se estremeció; en esas agorerías, como en todo, puede
haber algo cierto. ¿Le amenazaría un peligro?... Callado, heroico,
volviose hacia su mujer y la abrazó estrechamente; su erudición le
permitió acordarse de Héctor despidiéndose de Andrómaca. Era aquella la
última noche que pasaba a su lado...

—Por si no volviese a verla... —pensó.

La mañana siguiente fue agitadísima; en los rostros el insomnio había
dejado huellas de palidez; doña Emilia amaneció con un ojo hinchado;
al salir de su cuarto vio a Teresita y las dos hermanas cuchichearon;
ninguna había podido dormir.

A las nueve se levantó don Higinio, y casi al mismo tiempo llegó
el sastre, con los trajes. El pobre Antolín estaba lívido, lacio y
desbaratado, como un difunto.

—Aún no me he acostado —declaró.

Ante el espejo del armario y en presencia de su mujer, de su cuñada y
de los niños, don Higinio se endosó los dos trajes: el de americana
estaba bien, pero el chaquet le hacía sobre la espalda una arruga
oblicua y el pantalón le apretaba el vientre. Antolín aseguró que
aquello no era nada, señaló con tiza las indispensables correcciones y
llevose las prendas, prometiendo traerlas a media tarde.

Después de almorzar y ya un poco reanimado por los optimismos de
la comida, concluyó Perea de arreglar su equipaje. Dentro del baúl
colosal, cubierto de hojalata y bruñido y resplandeciente como
una armadura, la ropa interior, pulcramente doblada y planchada,
componía una especie de bloque macizo y lapidario: ni un intersticio
quedó vacío; los calcetines y los pañuelos, sagazmente distribuidos
rellenaban los huecos. Los cuellos y puños y los trajes fueron
colocados arriba, en la bandeja, para evitar que se arrugasen. Los
sombreros ocuparon una gran caja de cartón, blanca y cilíndrica,
cuya tapa en caracteres dorados, decía: «Modas de París, Ciudad
Real». El paraguas y todos los bastones, menos uno de estoque que el
expedicionario quiso llevar a mano por lo malo que pudiera sucederle,
iban en el portamantas. Los enseres de tocador, toallas, cepillos,
frascos de esencias, navajas de afeitar, y el botiquín, con su
botellita de alcohol, su papel aglutinante para heridas y sus puñaditos
de té, hierbabuena y manzanilla, distribuidos en sacos, llenaron un
maletín.

Perea no quería llevar merienda. ¿Para qué, si en todos los rápidos,
según Juan Pantaleón le había dicho, hay coche-comedor? Pero su mujer
le atajó con una suposición irrebatible:

—¿Y si a media noche tuvieses ganas de comer?...

El caso, efectivamente, podía ocurrir, y don Higinio se dejó convencer.
La tarde la pasó en su despacho revolviendo papeles; luego, cuando ya
no veía, metódico siempre y con una tristeza de despedida, fue dando
cuerda a todos los relojes de la casa.

La hora de cenar Teresita y su hermana la adelantaron un poco,
temerosas de que alguien fuese a interrumpirles; querían estar solas,
libres, en la deliciosa independencia del aislamiento. Doña Emilia
tenía los ojos anegados en llanto; no podía olvidar que aquella noche
era «la última», y, a cada momento, por encima de los platos, dejaba
una caricia en las manos del esposo. A los postres llegaban cuando se
presentaron don Gregorio y doña Lucía, seguidos de su prole, y tras
ellos el boticario y doña Benita. No habían querido ir antes por no
molestar.

—¿Vienen ustedes a la estación? —preguntó Perea.

—¿Lo duda usted? —gritó el médico—, allí estaremos todos; según dicen,
va «medio Casino» a despedirle a usted. ¡No faltará ni el cura!...
¿Ha leído usted _El Faro_ de hoy?... Fernández le dedica a usted una
crónica.

Ruborizado el viajero bajó los párpados. Sus amigos eran muy buenos.
¿Por qué se molestaban así? Él, francamente, no merecía tanto...

Acababan de beber el café cuando llamaron a la puerta don Jerónimo
Arribas y Julio Cenén, a quienes don Higinio se apresuró a obsequiar
con cigarros habanos y licores.

—¿Cómo andan esos ánimos? —interrogó el notario.

—Bien, muy bien.

—¡Naturalmente! ¡Todos le envidiamos a usted!...

Era pequeño y panzudo y tenía esa respiración anhelante de los obesos
que sugiere deseos de abrir las ventanas. Siempre llevaba sueltos tres
o cuatro botones del chaleco, y como al sentarse sus piernecillas le
quedaban colgando, gustaba de enlazarlas a su bastón que ponía a modo
de puente entre el suelo y el borde delantero de la silla.

—Yo solo le encargo, querido Perea —dijo Cenén—, la pitillera que usted
sabe...

—Y yo —agregó Arribas—, que no eche usted en saco roto mi pianola.

Hubo un rato de discreteo ameno y picante. A don Gregorio le había
intrigado la admonición del secretario del Ayuntamiento, y empezó a
zaherirle.

—Ya tenemos en danza a Cenén, cada día con la cabeza más chiquita y los
pantalones más cortos. ¿Qué pitillera es esa?...

El secretario, efectivamente, era como Hernández decía, y su cabecita
aguda y calva, sus ojos ratoniles y su rostro pálido, terminado por una
barba cortada en punta, carecían de majestad. Pero, en cambio, tenía
la réplica fácil y virulenta y sabia molestar. Reprochó al médico su
manera de comer, su gordura, la arruga horizontal que todos sus trajes
le formaban en la espalda, el tamaño de sus pies de ogro, tan grandes
que con el cuero de sus botas podría esterarse una habitación.

—De sus fuerzas —agregó— no digo nada: yo, cuando le saludo en la
calle, le doy la mano cerrada. De su elegancia tampoco hablemos; un día
le vi de frac en el Casino y me dieron ganas de comer; parecía un mozo;
solo le faltaba la servilleta al brazo; su frac me produjo el efecto de
un aperitivo...

Picado don Gregorio quiso responder: él no sería elegante, pero sí
trabajador, lo que tratándose de hombres casados es lo principal.

—¿Usted comprende que si no fuese así, yo, por ejemplo, que muchas
veces me acuesto a las cinco de la mañana, a las ocho esté otra vez en
la calle?

El ingenio de Cenén, que de socaliñas y venenosos apotegmas tenía
siempre y a propósito de todo gran cosecha, halló en seguida una
respuesta mortificante: se acordó de que Hernández no era muy limpio.

—Sí, ya lo sabemos —dijo—, efectivamente..., hay cosas que se huelen,
pero no se explican...

Todos reían y la conversación iba a agriarse. Afortunadamente, una
criada anunció desde la puerta a los hombres que habían de llevar el
equipaje.

Los circunstantes se levantaron. Don Gregorio dio dos fragorosas
palmadas, remedo de aquellas con que, siendo estudiante, los bedeles
anunciaban la entrada en clase. Eran las nueve.

—El tren llega a las diez menos quince —dijo el médico—; pero debemos
ir acercándonos a la estación. Necesitamos facturar y cuarenta y cinco
minutos pasan en seguida.

Prevaleció su consejo. En un santiamén Teresita y doña Emilia acabaron
de pergeñarse. La esposa de Perea estaba inconsolable; tenía la nariz y
los párpados enrojecidos, y con su incesante llorar no podía empolvarse
bien. Teresita secreteó con su cuñado:

—Las muchachas y el jardinero quieren ir a despedirte, ¿les das
permiso?...

Magnánimo, ligeramente desdeñoso, don Higinio accedió. ¿A qué venía
tal pregunta? ¡Que fuesen! ¿Cuándo contrarió ni oprimió él a nadie?...

Uno de los mozos cargadores echose a cuestas los sesenta y tantos kilos
que pesaba el baúl; el otro recogió la sombrerera, el portamantas,
el maletín y la merienda envuelta en un número de _El Faro_.
Inmediatamente, todos, ordenados de dos en fondo, salieron a la calle.
El tiempo era hermoso: una noche otoñal apacible, tibia y lunada;
acribillaban magníficamente las estrellas el soberbio terciopelo
celeste; dormía la brisa entre los árboles, que erguían su misterio
verde sobre la blancura de los bardales, y a lo largo de la calle ancha
y desierta, el caserío de planta baja, con sus fachadas enjalbegadas
lindamente y los quicios de puertas y ventanas pintados de ocre o
de azul, dibujaban una perspectiva simpática. El viajero recontó su
acompañamiento: rodeando a los hombres portadores del equipaje iban sus
hijos y los del médico; la infancia componía la vanguardia. Seguíanles
Teresa y doña Benita, luego él y su mujer, después don Gregorio y doña
Lucía, que ocupaban con la amplitud de sus lomos toda la acera; tras
ellos Julio Cenén y don Cándido, luego el notario, y, finalmente, el
ama de llaves, Vicenta la cocinera, el jardinero y las dos azafatas
que componían la servidumbre de don Higinio. Muchas persianas, esas
persianas brujas desde las cuales las mujeres lugareñas todo lo ven, se
entreabrían discretamente con disimulo de atisbo y misterio, al paso de
la pequeña comitiva. Al cruzar la plaza incorporose a ella don Tomás
Murillo. Saludáronle todos sin detenerse y prosiguieron caminando un
poco azorados, pareciéndoles haber oído en el silencio religioso de la
noche y allá muy lejos el silbido de un tren. Las pisadas resonaron más
fuertes. Delante, balanceándose animador sobre los hombros del tagarote
que lo llevaba, el baúl de don Higinio, con su blindaje de hojalata
bruñida, rebrillando bajo la palidez lunar, parecía un lábaro.

Cuando llegaron a la estación aún había poca gente; pero los amigos de
aquel «medio Casino», de que don Gregorio Hernández había hablado, no
tardaron en ir apareciendo. Les veían pasar en grupitos de cuatro y
cinco individuos por detrás de la empalizada azul y blanca que aislaba
el andén, y don Higinio les reconocía por la voz.

—Me parece que ahí viene don Pedro... Creo que esa tos es la de don
Cesáreo...

Los que habían acompañado a Perea desde su casa rodeaban a doña Emilia
y Teresita formando una guardia de honor. Aquella situación, un poco
aparte, les enorgullecía: eran los buenos, los íntimos, los que «se
hacían cargo» del trance doloroso por que la familia del expedicionario
benemérito estaba pasando. Don Higinio andaba turulato de un lado a
otro, repartiendo apretones de manos, oyendo y diciendo frases cuyo
significado, en el cómico rebullicio de sus ideas, no comprendía bien.
Y a todos sus amigos les decía lo mismo:

—¡Pero, hombre!... ¿Por qué se ha molestado usted en venir?... ¡No
valía la pena!...

Las personas que acudieron a festejar con un saludo la marcha de Perea
llegaban a doscientas. Nunca, excepción hecha del día en que todo el
vecindario se reunió allí para vitorear al Rey, fue el modesto andén
de Serranillas teatro de una manifestación igual. Entre los grupos,
Juan Pantaleón, embozado en su manta, un farol en la mano, paseaba su
emoción: una inquietud agridulce de antiguo trotatierras; él no era
egoísta, ya que no podía moverse de allí, complacíale que se fuesen los
demás.

Sobre las dos esferas del reloj saledizo que decoraba la fachada de la
estación, las manecillas negras avanzaban inexorables. Doña Emilia tuvo
frío, miedo, y acercándose a su marido que charlaba con Gutiérrez,
el jefe de Correos, le oprimió un brazo. ¿Por qué en el transcurso de
aquel día no le habría besado más veces?...

—¡Qué pocos minutos nos quedan de estar juntos! —murmuró.

Al grupo formado por las familias de don Gregorio y de don Cándido, los
chiquillos y los servidores de Perea traían noticias diversas, todas
nerviosas, interesantes, que calofriaban la piel.

—Ya han facturado el baúl... El tren sale en este momento de la
estación inmediata... Ahora dicen que pasa el puente...

Los enseres que el viajero llevaba consigo habían sido colocados al
borde del andén, junto a la vía. De pronto la muchedumbre, sacudida por
esos presentimientos raros del alma colectiva, osciló, se arremolinó.
Iba a llegar el tren. Juan Pantaleón avanzaba separando al público:

—Señores, háganme el favor de retirarse; échense atrás; el andén ha de
estar libre...

Se oyó una trepidación: algo hondo, arcano, como un sacudimiento
telúrico; lejos, en la negrura inmensa, brilló una luz. El rápido.
Vibró un silbido agudísimo y sobre la chimenea de la locomotora que
acababa de dibujarse ondeó en graciosas espirales una blanca columna de
humo. Pasó la máquina jadeante, enorme, cubierta de vapor, irradiando
un calor de infierno, y casi al mismo tiempo, de súbito, tras un
estridente atabaleo de frenos, el convoy se detuvo. Del fragor de la
llegada al silencio de los vagones inmóviles, agarrotados, apenas
hubo transición. Nadie se asomó a las ventanillas cerradas, oscuras;
sin duda todos los viajeros iban durmiendo. Y fue entonces, en
aquellos instantes de absoluta calma, cuando Juan Pantaleón, nervioso,
emocionado y artista como nunca, cantó por tres veces, con su voz de
tenor, el nombre de su pueblo. Miraba a don Higinio:

—¡Serraniiiillas... dos minutos!...

A Perea, conmovido y ridículo, los ojos se le llenaron de lágrimas.
Abrazó a su mujer, a su cuñada, a los niños; se deslizó de los brazos
del médico para caer en los del farmacéutico, en los del notario, en
los del cura...

Sonó una campana; no había momento que perder. ¡Pronto, arriba!...
Empujado, aupado por todos y como en volandas, don Higinio subió a un
vagón. Por la ventanilla le entregaron el portamantas, la sombrerera,
el maletín, el paquete de la merienda... todo a escape, casi a golpes.
Aún pudo estrechar varias manos, no sabía de quién...

Alguien gritó:

—¡Viva don Higinio Perea!

—¡Viva! —repitió la multitud.

Y don Gregorio:

—¡Viva el conquistador de París!

—¡Viva! —contestó el coro.

El tren rodaba ya. Los circunstantes despedían al viajero sacudiendo
sus sombreros en alto. Inmóvil en la ventanilla, don Higinio agitaba
un pañuelo; aquel pañuelo blanco lo vieron todos flamear largo rato;
luego, como luz que se extingue, desapareció....

La leyenda empezaba.




III


Cuatro días después, a las siete de la mañana, don Higinio pasaba el
Bidasoa. Siempre modesto, iba en segunda clase. Acodado sobre una
ventanilla, el audaz manchego observaba con ojos de curiosidad y avidez
los nuevos aspectos que la realidad le ofrecía. De Irún a Hendaya,
a pesar de su vecindad física, ¡qué pasmosa distancia moral!... El
paisaje no había cambiado, y, sin embargo, el idioma, los trajes, hasta
los tipos, modificados de súbito por la proverbial amabilidad francesa,
eran distintos. ¿Debía creerse que una montaña, un riachuelo o un túnel
alejasen tanto a unos hombres de otros?... Más que la indumentaria de
los gendarmes, admiraba Perea la urbana diligencia y corrección de los
mozos de andén. ¿Cómo, individuos que ganaban su vida cargando baúles,
podían hallarse tan bien educados?

Cuando arrancó el tren, don Higinio, aunque no tenía sueño, tendiose
cómodamente sobre uno de los asientos, feliz de hallarse solo; su
portamantas, su sombrerera, su maletín y el bastón de estoque que
llevaba aparte, ocupaban una de las redecillas destinadas a equipajes.
La idea de que por momentos la distancia que le separaba de Serranillas
iba agrandándose, le hinchaba de orgullo. Ninguno de sus conterráneos
se había atrevido a ir tan lejos.

—¡Cuánto hablarán de mí! —pensaba.

En la estación de San Juan de Luz subieron a su departamento un
matrimonio francés y un caballero de barba rubia y cuadrada. Don
Higinio inmediatamente se incorporó y fue a sentarse junto a una
ventanilla, de espaldas a la máquina, para mejor resguardarse del
viento y del polvo. El señor de la hermosa barba rútila ocupó cerca
de la ventanilla contraria idéntica posición. El matrimonio instalose
también en aquel asiento, y de modo que ella quedó a la derecha de
don Higinio. Era una mujercita de mediana estatura, ni delgada ni
gruesa, vestida de gris; representaba veinte años, pero la expresión
y travesura de sus ojos azules declaraban muchos más. Llevaba los
cabellos cortos y rizados lindamente, y en la alegría del semblante,
rosado y saludable, se abría la tentación de una boca preciosa: una de
esas boquirritas recogidas, carnosas, bermejas como fresas, absurdas
de puro correctas y bien concluidas, con que ríen los maniquíes de cera
en los escaparates de las tiendas de modas. Tenía las manos cuidadas
y pequeñas, y los piececitos, que apoyó cómodamente en el borde del
asiento frontero, finos y bien calzados. El marido, alto, cenceño y
rojo, el rostro decorado por un legítimo bigote francés, largo y caído,
apenas arregló su equipaje y deslizó sus pies en la caliente blandura
de unas zapatillas suizas, sumiose en la lectura de _Le Matin_. Todo lo
observaba Perea, y hasta de lo más nimio se suspendía y maravillaba.
Jamás ni en Serranillas, ni en Almodóvar del Campo, ni aun en Ciudad
Real llegaron a ver sus ojos tres tipos así. ¡Esto era vivir! Y su
cuerpo estremecíase de miedo, de júbilo, de pasmo, cual si a su lado,
rozándole, pasase la Aventura.

Como hacía frío, don Higinio tuvo que abrigarse las piernas con su
manta de viaje; sus manos se amorataban y sufría unos deseos rabiosos
de fumar que no satisfizo por no parecer descortés. El matrimonio
cambiaba a intervalos largos algunas palabras, muy pocas, y él volvía
a la lectura de su periódico; el caballero de la barba dorada hojeaba
un libro; y ella, la damita de la boca encendida, se abrillantaba las
uñas con un pulidor de marfil; a cada movimiento, los crespos rizos
color nogal temblaban sobre la nieve de la nuca. Perea tuvo vergüenza
de su ociosidad y poltronería, y aunque tímido, como las novelas y
el cinematógrafo le habían llenado la cabeza de lances galantes en
ferrocarril, comenzó a mirar a la viajera con intención expresiva.
En el extranjero, los españoles, si han de mantener su leyenda
donjuanesca, necesitan ser así; a don Higinio aquel coqueteo inocente
le parecía un compromiso de raza.

En Bayona pusieron calentadores de agua hirviendo para los pies,
y entraron dos jóvenes alemanes, lampiños, rubios y blancos, como
héroes nibelungos, que por su buena traza, cortesana distinción de
ademanes y mucha alegría, debían de ser estudiantes ricos. Habíanse
sentado enfrente de don Higinio, y apenas reanudó su marcha el tren,
cuando el más alto de ellos diose a observar a la señora francesa con
ahinco y complacencia evidentes y como si el marido no estuviese allí.
Perea observaba de reojo sus gestos: sin duda hablaban de él, y esto
le molestó de manera que le puso en ánimos y disposición de pelea.
Afortunadamente, su bastón de estoque estaba allí.

Para reprimir su enojo y distraerse quiso mirar el paisaje, mas
no pudo; una densa neblina cubría los campos, y el vaho de las
respiraciones y de los calentadores había empañado los cristales del
vagón. Además los estudiantes alemanes le obsesionaban. ¿Estarían
burlándose de él?... Ellos advirtieron la tenacidad con que el
vidrioso manchego les espiaba, y acaso con el propósito ladino de
tranquilizarle, le interpelaron amablemente:

—¿Comprende el alemán?

Don Higinio Perea se alzó de hombros, ruborizándose como una señorita,
y su empacho arreció al notar que la viajera volvía hacia él su bonita
cabeza y que su boca de grana se llenaba de risa. Los estudiantes, muy
complacidos, repitieron su pregunta en francés:

—Ni una palabra —contestó don Higinio.

—¿Español?

—Sí, español...

Esto fue lo único que entendió bien, y replicó con tal entereza que
hubo en su vehemencia como un desafío. Sin embargo, la cordial llaneza
con que los alemanes le habían hablado, desvanecieron su odio y
redujeron a simpatía y mansedumbre su voluntad.

—Sin duda creían que yo era el esposo —meditó.

Desde aquel instante sintiose recobrado y tranquilo, y hasta pareciole
que la asistencia de la linda viajera establecía entre él y los
estudiantes cierta complicidad. Al otro extremo del vagón, el caballero
de la barba cuadrada color de sol leía impasible en un libro. Los
alemanes charlaban, reían y gesticulaban como si boxeasen; luego
descorcharon una botella de cerveza, sacaron de un cestillo pan y
fiambres y se pusieron a merendar. La joven parecía escucharles con
singular interés y a ratos bajaba la cabeza, tragándose una sonrisa.
Ellos la interrogaron:

—¿Entienden ustedes el alemán?

Aludían al hombre del bigote lacio y frondoso que leía _Le Matin_.
Ella, muy avisadamente, repuso:

—Yo, sí, señores; lo comprendo y lo hablo; mi marido, no.

El esposo interpeló en voz baja:

—¿Qué dicen?

—Preguntan si sabes alemán.

—Ya...

Y les miró haciendo con la cabeza un gesto negativo. Ceremoniosos y
correctísimos, los dos jóvenes se inclinaron.

Durante mucho tiempo don Higinio, fatigado de amoricones y miradas,
se dedicó a buscar con su pie derecho los de la francesita, quien sin
comprometedoras alharacas de mujer perseguida, delicadamente, esquivaba
los suyos. Los estudiantes sorprendieron la torpe persecución y la
comentaron con la hilarante y bulliciosa expansión que la seguridad
de no ser comprendidos del esposo les permitía. La joven, deteniendo
a duras penas su interior regocijo, se mordía los labios, y así
acrecentaba su tentadora humedad y sanguinario color. Ellos proseguían
hablando sin cesar de mirarla, vencidos igualmente por el hechizo rojo
de su boca breve, casi redonda, ardiente como la fresca cicatriz de un
botón de fuego.

De pronto la locomotora silbó y el tren, que llevaba sus luces
apagadas, penetró en la lobreguez de un túnel. Don Higinio, cuya
sexual glotonería iba ya muy alarmada, tanto por los traqueteos del
vagón como por la tibia y fragante proximidad de la viajera, aprovechó
aquella ocasión para pellizcar a la francesita en una nalga. ¡Si
Emilia le viese!... Y entonces acaeció algo inaudito, tartarinesco
y lejos de toda probabilidad y carril; y fue que, apenas había don
Higinio realizado su pecaminoso pensamiento, cuando pareciole que en la
tiniebla enorme del vagón una sombra avanzaba, y al mismo tiempo que
oía crepitar cerca de él un beso ansioso, lleno de vehemente lujuria,
recibió la más formidable, infamante y escandalosa bofetada que dieron
a manchego; y como su enemigo, para mejor afrentarle y burlarle, se la
recetó con la mano abierta, si la percusión no fue grande, el escozor
de la mejilla golpeada y el ridículo consiguiente al estampido del
porrazo fueron mayúsculos.

Cuando el tren volvió a la luz, Perea, los dos alemanes y el marido de
la francesita se miraban interrogantes y amenazadores: unos parecían
sorprendidos, otros iracundos. Hasta el señor de la barba de similor,
que había oído la pronta furia con que al ósculo respondió la bofetada,
monologueó algunas palabras en inglés.

El esposo de la francesa, trémulo, había tirado _Le Matin_ al suelo
y bajo su lacio bigote galo sus labios blanqueaban de cólera. Estaba
cierto de que habían besado a su mujer y de que ella —la buena, la
heroica—, apenas recibió la ofensa castigó rudamente al ofensor. Pero,
¿cuál de aquellos cuatro hombres sería el miserable?... Y sin moverse,
sus puños se crispaban, y sus ojos, inflamados, taladrantes como
cuchillos, iban insultadores de unos a otros, buscando una víctima.

La viajera tampoco conseguía explicarse lo ocurrido. Unos labios
jóvenes —ella juraría que eran jóvenes—, unos labios que olían
a cigarrillos egipcios y a trébol, se habían aplastado rápida y
frenéticamente contra los suyos; pero quién la besó —el ladrón de su
boca podía ser cualquiera de los tres hombres que tenía más cerca— no
la interesaba tanto como el autor de aquella bofetada oportuna y cruel
que resonó como una pedrada en un espejo. ¿Quién pudo defenderla así?
Su marido no era, bien claro lo decía la perplejidad que trastornaba el
semblante del hombre de los bigotes desmayados. ¿Entonces?...

Don Higinio, por su parte, estaba embarullado; lo anómalo y ridículo
de su situación poníanle fuera de sí. No dudaba de que uno de los
estudiantes dio el beso, como también juraría que fue la francesita
quien le abofeteó, y así, a la vez que envidiaba al teutón y adoraba
la grácil y aniñada delicadeza de aquella mano, maravillábase de su
esfuerzo viril. ¡Ah, si él hubiera podido explicarse!... Únicamente
le tranquilizaba la seguridad de que era una mujer, no un hombre,
quien había desarrollado en su mejilla aquel molesto calor, aquella
especie de hormigueo profundo que por momentos iba transformándose en
hinchazón. La suciedad en que su conciencia se hallaba, le permitía
explicarse la equivocación de la viajera: él era el de las miraditas
insinuantes, el de los pisotones, el del pellizco, en fin. Así, la
joven, al sentirse besada, se revolvió contra él. ¡Era lo lógico!
Perea, al término de sus meditaciones, se halló consolado: «manos
blancas» si enojan no ofenden; ¡peor hubiera sido que el hombre de _Le
Matin_ se hubiese enterado!...

Entretanto, los alemanes cuchicheaban animadamente; el más alto
explicaba a su compañero lo sucedido; fue un lance disparatado,
vodevilesco, digno de Boccacio o del caballero Casanova. Minutos
antes, en el preciso momento de inmergirse el tren bajo el túnel,
la oscuridad le inspiró un deseo loco, sádico, irrefrenable, de
besar a su compañera de viaje en la boca; y al mismo tiempo que sin
meditarlo apenas satisfacía aquel frenesí, para ponerse a salvo de
sospechas descargó sobre el soplado coramvobis de don Higinio su mano
abierta. Los dos estudiantes reían a carcajadas del donaire: era
una improvisación maquiavélica, una genialidad bufa, estridente, de
caricaturista.

La aventura no tuvo derivaciones ni pasó adelante. El matrimonio se
apeó en Landas, y los alemanes y el caballero de la barba dorada se
quedaron en Burdeos; por cuanto don Higinio, a no persistir la molesta
tumefacción de su carrillo, hubiese llegado a creer que todo aquel
cómico lance, con las figuras que en él intervinieron, invención
goyesca fue de sueño y de risa.

En el café de la estación de Burdeos, Perea escribió dos postales: una,
dirigida a su mujer, y otra, a don Gregorio. La primera decía:

  «Llegué sin novedad. Dentro de breves momentos sigo hacia París.
  Francia es admirable. Ya irás conociendo mis impresiones. Besos».

Y la segunda:

  «Acabo de beber a su salud y a la de mis amigos del Casino un vaso de
  este vino sin rival. Reanudo mi viaje. Abrazo a todos».

Don Higinio suspiró. Todo ello era mentira; pero, ¿sería admisible la
realidad uniforme, soñolienta y pacata si, a intervalos, no echásemos
sobre su vulgaridad la sazonada belleza de una inocente superchería?...

Al salir el tren de Burdeos llovía copiosamente: uno de esos aguaceros
compactos, silenciosos, como hechos de neblina, del otoño francés.
Por todas partes castañares espesos, campos verdes esmeradamente
cultivados, casitas de dos pisos con puntiagudas techumbres de
pizarra, vacas normandas de ubres crecidas y mirar bondadoso que
recibían el chaparrón tumbadas en el suelo. Y lejos, apareciendo o
esquivándose alternativamente entre los grupos de edificios, un trozo
de mar, mástiles de veleros, chimeneas, grúas, y las torres famosas de
la catedral levantando su esbeltez sobre la gris monotonía de la ciudad
entristecida por el agua y el humo.

Muchos días después de arribar al término de su viaje, don Higinio,
todas las mañanas, al despertarse en su cuartito del hotel de los
Alpes, tenía el mismo pensamiento:

«Estoy en París».

Y a esta idea pura, casi abstracta, un fuerte y candoroso regocijo
interior respondía: ¡París!... El teatro de todas las novelas, de
todas las bufas peripecias que se devanan en los cinematógrafos, de
los millonarios, de las grandes heteras que hicieron olvidar a los
reyes galantes de Inglaterra y de Bélgica la pesantez de sus coronas;
el escenario de cuantos crímenes folletinescos y arcanos estremecen al
mundo. ¡París!... ¡El foco de las elegancias, del arte y del vicio,
donde el dinero, la belleza y el buen gusto de una civilización
refinada instalaron las alcobas más célebres de Europa! ¡París!... ¡Y
él, vecino modesto del modestísimo pueblo de Serranillas, estaba allí,
en la Ciudad-Sol, a quince céntimos de ómnibus de la Venus de Milo, y a
otros quince del Jardín de Plantas!...

Dos semanas eran transcurridas desde que las suelas de sus botas
manchegas resonaron bajo las bóvedas de la Estación de Orleáns, y
un coche le llevó al hotel de los Alpes, situado en el cruce de las
calles de Trévise y Bleue, allá en las alegrías montmartresas del
noveno distrito. A partir de entonces nada le sucedió que mereciese los
honores de una postal: ni conocía El Louvre, ni tuvo ocasión de ir al
bosque de Bolonia, ni de visitar ninguno de los pintorescos cafés de
Clichy: ni siquiera había vuelto a ver el Sena, después de la mañana en
que lo cruzó por el puente Royal. Ni paseos, ni amigos, ni mujercitas
de una noche, ¡nada!... Y, sin embargo, don Higinio estaba contento
y los días escapábansele sin sentir, cual si el aire de la ciudad
babélica bastase a ahitarle de satisfacción y ufanía.

Los primeros días, después de almorzar, acompañado de Francisco, el
intérprete del hotel —un piamontés que aprendió el español en Cádiz—,
recorrió los «grandes bulevares», desde la iglesia de la Magdalena a la
plaza de la República: y el fragoroso trepidar de coches, automóviles
y tranvías, la diligencia y abigarramiento de aquella multitud
cosmopolita que congestionaba las aceras y la _terrasse_ de los cafés;
la sucesión de escaparates, todos lujosos; la profusión infinita de
luces; el vaivén perenne de mujeres alquiladoras de amor, lindas,
elegantes, con fragilidades de porcelana y párpados de color violeta,
que pasaban mostrando bajo la fimbria de sus vestidos la retadora
tentación de unas medias caladas; la frescura del ambiente otoñal, el
ejercicio..., todo coadyuvaba a rendir la flaca musculatura y el ánimo
sedentario y roncero de don Higinio de manera tal, que a cada momento
sentíase obligado a comer algo. Su acompañante, que ya era viejo y
tenía la nariz colorada, singularmente por las noches, pedía ajenjo y
hablaba del Piamonte; don Higinio bebía cerveza y procuraba explicar a
su interlocutor las amenidades del paisaje manchego: una tierra puede
ser muy rara, interesante y merecedora de estudio, aunque no se parezca
a Suiza. Al cuarto o quinto bock, el audaz viajero empezaba a marearse,
y este ligerísimo aturdimiento exaltaba su natural bondadoso:

—Si alguna vez la suerte le llevase a Serranillas —decía—, no le
faltaría a usted nada.

Francisco arqueaba las cejas, levantaba los hombros: un gesto de
aventurero que ignora adónde las andanzas de la vida pueden llevarle.

—¡Quién sabe! —respondía—, a mí me gusta tener amigos en todas partes.
¿Comprende?... ¡Amigos!... ¡No enemigos!...

Mojaba sus bigotes de antiguo sargento en la fatalidad verde de su
ajenjo, y entornando los ojos sobre la rubicundez de su nariz, repetía:

—¡Amigos, nada más que amigos!...

Y don Higinio:

—Yo, antes de volver a España, le dejaré mis señas.

—Bien, muy bien; nadie sabe... ¿verdad?... Nadie sabe... Yo no tengo
familia... ¿Me comprende?... No tengo familia, y eso del hotel...
¡Bah!... Cualquier día... ¿eh?... Nadie sabe. ¿Me comprende?... Eso es.
¡Amigos, nada más que amigos!...

El pobre diablo, con tres o cuatro ajenjos se emborrachaba; pero esto,
lejos de ofender a Perea, le complacía. ¡Cómo disfrutaba y qué raros
tipos iba conociendo! Al noble manchego le encantaba cuanto, según su
sencillo criterio, tenía algo de _snob_, y la idea de hallarse con
un italiano, que acaso fuera un asesino, bebiendo cerveza y ajenjo
en la _terrasse_ de un café de París, parecíale una nota aguda de
cosmopolitismo. ¡Si lo supiesen en Serranillas, donde todo parecía
mal!...

Ya de regreso al hotel, como don Higinio se dispusiera a meterse en el
ascensor para subir a su cuarto, Francisco, familiarmente, le daba la
mano. Luego, en voz baja:

—Si alguna vez necesitase usted una mujercita, no tenga reparo en
decírmelo, ¿comprende?... No tenga reparo. ¡Cuerpo de la Madona!... ¡Yo
conozco París!...

En días sucesivos, Perea se decidió a salir solo. Sabía que siguiendo
la calle Bleue llegaba a la de La Fayette y luego a la de Laffitte,
que le conducía al bulevar de los Italianos. Después aprendió otro
camino más sencillo y no menos animado: por la calle Faubourg
Poissonnière al bulevar del mismo nombre. De aquella vía magnífica,
llena de movimiento, de tentaciones y de luces, y echada, como
resplandeciente collar, sobre el plano de París, no se atrevía a pasar:
juzgaba imposible nada más hermoso, más cegador y desbordante de
riqueza y de vida. ¡Luego, el miedo a «los apaches»!...

Así, la tarde en que sin otro valedor que su bastón de estoque
decidiose a ir por el bulevar Sebastopol hacia el río, y vio desde la
plaza Châtelet grisear las torres de Nuestra Señora sobre la melancolía
de una tarde brumosa, húmeda y alegre, genuinamente parisina, su
júbilo fue tan intenso como grande la cobarde inquietud que padeciera
hasta llegar allí. Poco a poco, según sus arrestos aumentaban, su
voluntad se desentumecía y resolvíase a trasponer mayores distancias,
y de este modo, de vuelta al hotel, podía afectar a los ojos del
intérprete el aire importante de un hombre que ha caminado mucho y
tiene negocios. Las indicaciones de un plano que adquirió por tres
francos le orientaban eficazmente. El alma bruja de la ciudad iba
aproximándose a su alma tímida y seduciéndola. Una mañana se metió en
el metropolitano y fue a parar al Arco de Triunfo; por la noche estuvo
en Folies-Bergère; al día siguiente un ómnibus y un tranvía de vapor le
llevaron al Bosque...

Generalmente, don Higinio, fiel a la saludable rusticidad de sus
costumbres, despertábase temprano, pero nunca se levantaba antes de
las diez. Eran aquellos momentos de exquisito sosiego interior: nada
apetecía; ni recuerdos ni deseos removían su conciencia... ¡Todo igual
en la mansa planicie de las horas que fueron y de las horas que iban
llegando!... Desde su lecho inspeccionaba cómodamente su habitación:
la ventana abierta sobre un patio, el tocador con espejo y piedra de
mármol, el armario de luna, aquella mesita, cubierta por un tapete
rojo, donde él escribía con su letra igual y segura las cuatro o cinco
postales que cotidianamente enviaba a Serranillas; la alfombra un poco
raída; las sillas de yute azul y ovalado respaldo, y en un ángulo su
baúl resplandeciente y policromo, la sombrerera, el portamantas, el
maletín, todos los buenos objetos familiares que le acompañaron en
aquel arriscado éxodo y le hablaban de su pacífico vivir manchego.

Fumando cigarrillos y emperezado en la dulce tibieza de las colchas,
dejaba Perea transcurrir el tiempo. Como antes el fastidio, era el
pecado, la tentación de un adulterio, lo que al presente le enardecía y
conturbaba. Nunca había burlado a doña Emilia; por costumbre, por miedo
a recibir algún peligroso contagio o acaso, sencillamente, por falta
de ocasión, no lo hizo: fue una de esas fidelidades sin sacrificio
que las mujeres no agradecen. Mas ahora su ociosidad, su prolongada
continencia, la callejera exhibición de tantas voluptuosidades
cotizables, y, sobre todo, el ambiente de París —ambiente de
alcoba— embriagador y amoral como un vaso de jerez añejo, habíanle
transfigurado. El lascivo capricho le alucinaba. Empezó a comprender el
tormento de los ascetas solicitados por el diablo. ¡Ah, la musitadora,
ladina, invencible Tentación!... Muchas veces permaneció inmóvil; los
ojos clavados en un rincón del dormitorio, como si la mujer, sin nombre
ni perfil todavía, estuviese acurrucada allí.

Luego, de un brinco se incorporaba, sujetábase los calzoncillos de
punto, color tabaco, sobre la redondez del abdomen, se calzaba unas
zapatillas de paño y abría la puerta. Allí estaban sus botas, ya
limpias, y dentro de ellas las cartas que hubiese traído el correo.
Don Higinio las leía de pie, un poco trémulo. ¡Oh! Aquellas cartas
venidas de España y sobre cuyo sello leía el nombre de Serranillas
estampado, tal vez, por el mismo Gutiérrez, atizaban en su corazón el
sentimiento de la patria. Pero inmediatamente se tranquilizaba: las
noticias eran buenas; nada desagradable había ocurrido; doña Emilia
le enviaba muchos besos y le recomendaba abrigarse bien para salir
a la calle; Teresita, en una postdata, le recordaba el corsé para
doña Lucía; Julio Cenén le hablaba de su pitillera, y don Gregorio de
dos excelentes galgos que había comprado... Mirando hacia adentro,
Perea recomponía toda la vida material y moral de su pueblo, inmóvil,
monótono, como fosilizado, y sentía el horror de volver a él. ¡Bah,
pero sí volvería!... El pasado es una terrible cadena que llevamos al
pie, y el honrado manchego sentía que, de cuantas esclavitudes oprimen
al hombre, ninguna tan fuerte como el recuerdo de las personas que,
habiéndole sido siempre fieles, le quieren y le aguardan.

El comedor del hotel de los Alpes era espacioso, con techo de
esmerilados cristales por donde descendía una claridad lechosa que
armonizaba agradablemente con el fondo oscuro de la alfombra, la
luminosidad joyante de la vajilla y la impecable blancura de los
manteles. Don Higinio almorzaba a las doce en punto: a esa hora había
poca concurrencia y los camareros servían mejor. Invariablemente
ocupaba una mesita situada cerca de un balcón, desde donde oteaba la
animada confluencia de las calles Bleue y Trévise. Cerca de él comía
un joven inglés, rico y artista, míster Grand, que, según informes del
intérprete, había ido a estudiar la pintura a París.

—Pero es un loco —decía Francisco, envidiándole— y no hará nada; creo
que en un mes no ha dormido aquí tres noches...

Más allá se instalaba un matrimonio. La mujer, bonita, elegante, muy
nerviosa, muy pálida, con largos ojos brillantes y negros, parecía
italiana. Él era un gigante holandés, rubio, enorme y rosado como
un recién nacido. Tenía barba, unas tupidas y ondulantes barbazas
patriarcales que casi le llegaban a la cintura, y tras los cristales
de unos lentes de oro sus pupilas azules miraban con serenidad bovina.
Comía mucho, y como estaba un poco cargado de hombros, aquella
curvatura de su espina dorsal le daba una expresión repugnante de
sensualidad y glotonería. ¿Cómo pudo casarse una mujercita tan
agradable y menuda como aquella con un animal así?...

A falta de otras ocupaciones, entre plato y plato, don Higinio se
dedicó a aborrecer, con todo el vigor de su sangre manchega, al
holandés. Su odio parecía el presentimiento de algo malo. ¿De dónde
habría salido tamaño virote?... Le molestaban su modo violento de
partir el pan, de reír, de llevarse a los gruesos labios su copa de
cerveza. Don Higinio sentía deseos de pegarle, y como su imaginación
meridional se excandecía y descarrilaba fácilmente, fantaseaba que
sostenía allí mismo con el holandés un «cuerpo a cuerpo» desesperado
y caballeresco: él se abalanzaba sobre su enemigo, y, derribándole al
suelo, le asestaba con su cuchillo de postre varios golpes mortales;
luego se incorporaba trágico y galante, y entrecogiendo a la italiana
por el talle huía con ella...

El origen de este aborrecimiento debía de referirse a la saludable
ecuanimidad y ordenación que el más ligero examen advertía en todos
los ademanes y pormenores del gigante. Aquel hombre vestía bien, era
correcto, tranquilo, hercúleo: tenía la fuerza de sus músculos y la
fuerza de su previsión. Perea le observaba y no sorprendió en él ni un
guiño nervioso al hablar, ni un movimiento que denotase contrariedad
u olvido de algo. El holandés tenía «de todo», hasta lentes y barba,
y todo sabía usarlo oportunamente: si llovía mucho, se presentaba en
el comedor con impermeable, chanclos y polainas de cuero; si el tiempo
era variable, traía paraguas. Por las noches, para ir al teatro, se
endosaba un magnífico gabán de pieles; de día se abrigaba con una
bufanda y un gabán inglés a cuadros verdes y grises. No alardeaba de
elegante, pero poseía varios trajes de mañana, frac, _smoking_ y un
«completo» de luto para asistir a los entierros. También advirtió don
Higinio cómo su compañero de hotel, siempre que mudaba de ropa, lo
hacía de guantes, de calcetines, de corbata y de bastón; que fumaba
unas veces en pipa y otras cigarros habanos, y cambiaba con frecuencia
las sortijas que lucían sobre los dedos índice y meñique de su mano
izquierda. A Perea, tan reglamentado por costumbre y por herencia, le
irritaba, sin embargo, el ritmo cronométrico de aquel extranjero, rubio
y carnoso, que todo parecía llevarlo previsto y en cuya existencia, por
lo mismo, no podría haber nunca una exclamación de sorpresa. Además, le
odiaba porque era alto. Nada, ni siquiera la figura de Napoleón, alivia
en los hombres pequeños el dolor de no haber crecido. Las mujeres,
obligadas a optar entre un enano y un gigante, preferirán siempre al
segundo; para ellas, devotas de la forma, David no ha matado a Goliat.
La estatura sobrada implica una idea de imperio. Los hombres altos son
bellos, imponentes, decorativos; en el teatro, y lo mismo sucede en la
vida, el público no acepta los éxitos amorosos de un galán chiquitín;
la voz que viene de arriba es más convincente, más autoritaria; los
comediantes de Atenas y de Roma calzaban coturno; el mismo Jehová, lo
primero que hizo para ser respetado fue subirse al Sinaí...

Finaba noviembre y Perea ni pensaba volver a su pueblo, ni se curaba de
cumplir los encargos a su honrada voluntad y diligencia encomendados.
Las primeras semanas las empleó en curiosear, recorrer calles, conocer
cafés, asomarse a los teatros y recordar algo de aquellos dos cursos de
francés que aprobó de muchacho en el Instituto de Ciudad Real. Después
sufrió un catarro, acompañado de calentura, que le obligó a encamarse y
buscar un médico. Don Higinio aceptó impertérrito esta malandanza, y,
sin quejarse, se purgó y sudó cuanto fue necesario. La idea constante,
reparadora, vagamente novelesca «de hallarse en París», le efervorizaba
y bastaba a su contento. Nada hacía y para todo, sin embargo, le
faltaba tiempo; hasta se descuidaba en escribir a Serranillas, a pesar
de cuanto su mujer rabiaba y se dolía de aquellos silencios. Era un
nirvana inexpresable y delicioso, un quietismo interior alquitarado,
fragante, que guardaba un rumor de faldas, un exquisito deseo de
aventura. Aunque hubiese entrado en París, según el decir gráfico
del vulgo, París no había entrado en él: era demasiado grande para
encerrado en una síntesis rápida; no lo paladeaba cómodamente, sus
emociones se desordenaban. Y cual los días, se le iba el dinero: de las
diez mil pesetas que sacó de su pueblo, llevaba gastadas cerca de la
mitad. ¿En qué?... Don Higinio arqueaba sus cejas peludas; no lo sabía;
que no le preguntasen nada: había en todo ello algo fantasmagórico, un
emborronamiento de su personalidad, de sus antiguos hábitos previsores
y rígidos; una amable inconsciencia bohemia y sedante que le hacía
feliz.

Convaleciente todavía de su catarro, don Higinio Perea salió a la
calle, y por las de La Fayette y Laffitte, llegó al bulevar. Iba bien
abrigado, y el sol, ese buen sol de París que siembra las aceras de
risas de mujer, se dejaba sentir sobre los hombros. Perea entró en un
café, pidió un aperitivo y leyó en _Le Journal_ un cuento galante.
_Le Matin_ no lo compraba casi nunca; lo aborrecía; le recordaba su
desabrida aventura del tren. A mediodía emprendió el regreso al hotel
de los Alpes. Para distraerse improvisó un nuevo camino por la calle
Drouot. En la Grange Batelière, delante del pasaje Jouffroy, una vieja
vestida de negro y que llevaba sobre la blancura de sus cabellos una
capota de terciopelo violeta, adornada por un manojo de guindas, le
abordó misteriosa.

—¿El señor es extranjero?

Don Higinio comprendió.

—Sí, señora; extranjero, español...

Lo dijo en un francés abominable, lentamente y adelantando mucho los
labios, como los niños cuando empiezan a hablar. Su interlocutora, sin
embargo, le entendió:

—Celebro que sea usted extranjero, porque así me costará menos
vergüenza explicarme. Soy viuda y vivo en la mayor miseria. ¡Ah! ¡Si
supiese usted cuánto he sufrido antes de llegar a esta situación
extrema!... En los obradores el trabajo de la mujer se paga muy mal;
puede usted creerme, señor: desde ayer no he comido...

Los hombros cuadrados de Perea, que se había detenido a escuchar,
tuvieron un expresivo alzamiento de disgusto y desdén. ¿Y para eso le
molestaban?... Chapurró una disculpa y trató de seguir adelante. Pero
la anciana, caminando a su lado, insistía:

—Señor..., usted es un caballero distinguido..., un caballero de
corazón...

—No llevo calderilla.

—Un sacrificio, señor...; un pequeño sacrificio. Si no lo hace por mí,
hágalo por mis niñas. Tengo dos hijas, señor, una de dieciséis años,
otra de dieciocho..., bonitas como amores..., a quienes usted podría
proteger...

Involuntariamente don Higinio acortó el paso y su rostro, un momento
enfoscado, empezó a iluminarse. Su pestorejo lucio, sensual,
martirizado por la castidad, entre las sílabas de aquellas palabras mal
traducidas había sentido reír a la serpiente. La mendiga, trémula de
emoción, los azules ojuelos brillantes de codicia, prosiguió:

—¡Si las viese usted!... La más pequeña, especialmente, tiene un cuerpo
precioso. Yo quiero que usted las conozca, señor. ¡Son tan buenas!...
Usted podría ser la salvación de ambas...

Y como él callase, atragantándose con lo que quería y no acertaba a
decir, la vieja añadió:

—Yo, le soy a usted franca: las quiero muchísimo, ¡son mis hijas!...
Pero si han de perderse, como fatalmente ocurrirá, me alegraría de
que tuviesen un protector como usted; un hombre así, de mundo...,
porque los hombres corridos son los que mejor juzgan del mérito de las
mujeres...

Sofocado por la emoción, don Higinio preguntó:

—¿Dónde podría conocerlas?

—En mi casa. Yo vivo en la calle de Feydeau... ¿comprende usted? Cerca
de la Bolsa...

—No recuerdo.

—¿Cómo? ¡Sí!... Al otro lado del bulevar... Calle Feydeau, número
nueve, piso cuarto, puerta número dos. Madame Berta...

Don Higinio sacó un lápiz, y como no llevase cartera ni hoja ninguna de
papel blanco, ofreció a su interlocutora el puño izquierdo de su camisa.

—Escriba usted misma las señas; es mejor.

Hízolo así la vieja; luego...

—¿Cuándo irá usted a vernos?

Perea consultó su estómago: tenía hambre y a los lances de amor
conviene ir bien comido, pues de la generosa alimentación de la carne
nacen casi siempre el optimismo y mejor talante del espíritu.

—¿A las seis, por ejemplo?

—Perfectamente, sí, señor; a las seis, porque hasta esa hora las niñas
trabajan en un taller de lamparillas eléctricas.

—¿Ganan mucho?

—Un franco entre las dos.

Y, agregó:

—Señor... ¿Puede usted socorrerme con algo?... Vea usted la hora que
es; aún he de llevarlas el almuerzo al obrador y no tengo un céntimo.

Lentamente don Higinio se desabotonó el gabán; llevose una mano al
chaleco. Reflexionaba. Si realmente se proponía acometer la seducción
de ambas hermanitas, ¿por qué prevenirlas en contra suya mostrándose en
aquella ocasión remiso y cicatero?... ¿Acaso las primeras impresiones
no fueron siempre las mejores?... Con parsimonia y disimulo, llenos de
nobleza, Perea deslizó en la rugosa mano de aquella madre, modelo de
alcahuetas, una moneda de diez francos.

—Tome usted y hasta la tarde. ¿Buhardilla número dos, verdad?... Madame
Berta...

—Eso es, caballero; muchas gracias...; eso es...; adiós, adiós...

Y ágil, feliz, bajo la estridencia grotesca que ponían sobre sus
cabellos blancos las guindas de su gorro violeta, la vieja desapareció
en el pasaje Jouffroy.

Don Higinio almorzó opíparamente. Estaba contento, y su regocijo
producíale una hiperestesia y alegría estomacal indecibles. De la sopa,
que era de cangrejos, se sirvió dos platos, y la fuente de empanadillas
que le trajeron la retiró el camarero vacía; también en las perdices su
desbocado apetito causó gran destrozo. Como siempre, el holandés y su
mujer comían algunas mesas más allá; pero don Higinio apenas les miró:
fue la primera vez que el hombre de las manos y de los pies colosales
no le sugería ideas de exterminio.

Completamente absorto ante su taza de café, un poco congestionado por
la digestión y el curso voluptuoso de sus ideas, don Higinio miraba
danzar en el espacio perspectivas de harén. ¿Cómo serían sus futuras
amigas? La imagen de la francesita que conoció en el ferrocarril
volvía a su memoria. Se parecerían a ella: la carne nacarina, el pelo
rubio y corto... Veíase subiendo las escaleras de la casa donde la
tentación le dio cita, acariciando paternal las mejillas rosadas de dos
criaturas a la vez vibrantes de pecaminosas curiosidades y de rubor,
sentándolas sobre sus rodillas, besándolas con sabio detenimiento y
explicándolas luego, en fin, con regaladas pausas, todos los capítulos
del Misterio Goloso; y más tarde, recorriendo con ellas los alrededores
de París: excursiones a Versalles, partiditas de pesca a orillas del
Sena, almuerzos faunescos en los bosques centenarios de Saint-Cloud...
Después, cuando tuviese que regresar a su pueblo, si continuaban siendo
buenas y juiciosas, las llevaría a España, y en Ciudad Real buscaría
un lugar reservado, una especie de Elíseo manchego, adonde ir a verlas
sin escándalo dos veces por semana. De madame Berta no se cuidaba;
¡vieja ridícula!... A sus hijas, en cambio, había que llevárselas y
para siempre. El pensamiento de don Higinio no pasaba de allí; ¿ni para
qué más?... ¡Ser amante de dos hermanas y tenerlas reunidas bajo el
mismo techo, enamoradas de él, alegres, sin celos, dedicadas a la tarea
de inventar constantemente para su mayor distracción y halago caricias
nuevas! ¿No sería esta la aventura inaudita que su ardiente corazón
presintió oculta entre los billetes de Banco que le trajo la lotería?...

Como no pudiera estarse quieto, y según el tiempo transcurría la
comezón de sus nervios se agravase, salió a la calle, y por la de
Richelieu, de un tirón, llegó al Sena. Una reñida batalla de añejas
costumbres y de ideas amorales, nuevas en él, trastornaban su espíritu.
A ratos parecíale hallarse asomado a un pozo hondísimo. El hombre
que pudiendo robar una fortuna no lo hizo, acreditó su honradez;
como demostró su caballerosidad quien respetó y volvió a su deber
y honestidad a la doncella que inocentemente se le ofreciera; como
probado dejaron su valor los que no temblaron habiéndose hallado en
peligro y congoja de muerte. Pero quien no conoció ninguno de estos
arriscados trances, ¿qué sabrá de sí mismo?... Esto sucedíale a él,
lugareño y pazguato, que apenas se vio expuesto a las tentaciones
sirenas del mundo empezó a temblar y a embarullarse como un
adolescente. La evidente posibilidad en que estaba de burlar a su mujer
con las hijas de madame Berta le parecía algo gravísimo, y considerando
que sus futuras amantes eran hermanas y casi niñas aún, su delito
crecía, convirtiéndose en caso monstruoso de incesto y bigamia. Pero
luego su conciencia se tranquilizaba, que para servir a su egoísmo
en todo halló la razón casuística del hombre motivo y disculpa. Hay
afectos superficiales que, como la calderilla, pueden llevarse sin
riesgo, a la vista de la muchedumbre, pues si alguien los codicia y
se apodera de ellos no nos infiere daño mayor; y otros, en cambio,
los grandes, los sagrados, los vinculados a las raíces más hondas
de nuestro árbol sentimental, que deben ocultarse como tesoros y no
son susceptibles de ser cambiados en cualquiera parte. Cuerdamente
don Higinio reflexionó que su amor a doña Emilia pertenecía a los
últimos, con lo que bien determinadas las lindes de su jardín interior,
convencido de que el áspero capricho que lleva a la mancebía no ofende
a la esposa, y, por lo mismo, que su hogar de Serranillas no se oponía
a que las hijas de madame Berta tuviesen un hotelito en Ciudad Real,
pudo desechar toda puritana y entristecedora laya de escrúpulos y
abandonarse plenamente al regocijo que su mucha ventura le deparaba.

Seguro de sí mismo, los puños apretados, la barbilla recogida, el paso
corto, la mirada brillante, a las seis en punto don Higinio Perea
se detenía frente al número nueve de la calle Feydeau. Consultó lo
escrito en el puño de su camisa para cerciorarse: era allí. El zaguán,
de modesta apariencia, olía a humedad. Al fondo, tras una puerta de
cristales, estaba la escalera. Entretenido con sus verdes deseos, el
galán pasaba de largo ante la portería, cuando una voz femenina le
interpeló:

—Caballero, ¿dónde va usted?

—Al piso cuarto, madame Berta...

—¿Madame Berta?...

La mujer frunció las cejas; sus labios tuvieron una mueca hostil.

—No conozco a esa señora. ¿Ve usted, si no le hubiese llamado? Se debe
preguntar siempre en las porterías. Aquí no vive ninguna madame Berta.

Humilde, conciliador, comprendiendo que en aventuras del jaez de la
que allí le llevaba las porteras ejercen siempre cierta tercería, el
galán puso entre las manos enmitonadas de su interlocutora una moneda
de dos francos. Después, sonriente, seguro de que la buena mujer iba a
recordar en seguida:

—Es una señora de luto, una señora viuda...

Un vago ruborcillo le impedía decir más. La portera, sin demostrar
agradecimiento, se había guardado los dos francos en un bolsillo
de su delantal. Bajo su cofia blanca, muy encañonada y limpia, su
rostro huraño repitió lentamente, con lentitud llena de convicción,
un movimiento negativo. Perea sintió una ola de sangre subir a su
garganta; un presentimiento horrible acababa de traspasarle las sienes;
lo declararía todo...

—Es una señora pobre, que tiene dos hijas jovencitas, la menor de
dieciséis años, la otra de dieciocho, trabajan en un obrador de
lamparillas eléctricas...

—Vamos, sí, ya... Comprendo lo que venía usted buscando... Pues, no es
aquí; le han mentido a usted...

Poniendo al servicio de su causa cuanto sabía de francés, y con el
fanatismo del hombre que defiende su felicidad —toda su felicidad— don
Higinio repuso:

—¡No es posible!... A madame Berta yo la conozco mucho. Una señora...
con una capota color violeta y unas guindas... Vea usted; ella misma
escribió estas señas: número nueve, calle Feydeau, piso cuarto, puerta
número dos...

Y mostraba el puño donde la mendiga dejó una dirección imaginaria. La
portera se echó a reír.

—Caballero, no se canse; le han engañado a usted, y juraría que usted
no conoce a la señora que ha escrito eso. Yo se lo aseguro: le han
engañado a usted.

Don Higinio no insistió más y salió a la calle; iba tan aturrullado,
tan avergonzado de sí mismo, que ni siquiera se atrevía a reflexionar
en la candorosa ridiculez de cuanto acababa de sucederle. ¡Era un
mentecato, un redomado papamoscas, que no debió salir jamás de su
pueblo! ¿Tendría él cara de tonto?... Primero, la bofetada en el tren;
ahora, madame Berta. ¡La vieja, la maldita pécora! ¡Y cómo se habrían
regodeado ella y las bigardonas de sus hijas con el medio luis que
le estafaron! Pues, ¿y la portera?... ¿Y los dos francos que la dio
neciamente para que, al cabo, se burlase de él?... La violencia de sus
rencores aceleraba su andar y le encendía las orejas; iba que volaba.
Cruzó el bulevar de los Italianos y siguió por la calle Drouot, hacia
su casa. Todas las imágenes de voluptuosidad que en el transcurso
de aquella tarde le emocionaron, habíanse convertido en brasas
inextinguibles de odio. Llegó a detestar la calle Feydeau y hasta el
nombre de Feydeau. ¡Oh! ¡Jamás leería una novela de ese autor! Su
corazón ardía; era un incendio horrísono alimentado por todos los
escombros del hotelito que en Ciudad Real había soñado para las niñas
de madame Berta...

Al verle llegar tan congestionado, Francisco creyose en la obligación
de preguntarle si había tenido algún disgusto.

—No, nada —repuso evasivamente.

—Entonces, es el frío.

—Eso es, el frío... Hasta luego.

El reloj del comedor señalaba las siete y media. Perea ocupó su
mesa, saludó con una leve inclinación de cabeza al holandés y a su
señora, que ya estaban en los postres, y pidió dos huevos pasados
por agua. El camarero, ágil y ceremonioso dentro de su frac, como un
prestidigitador, interrogó:

—¿Y luego?...

—Nada más.

—¿Se siente usted mal?

—No; pero me falta apetito.

Trasegó un buen vaso de vino para limpiarse la boca, y esto comenzó a
restaurarle el humor. Observaba a la italiana, pálida, interesante,
más atrayente que otras veces con el traje ceñidísimo, corte sastre,
que vestía aquella noche. Ella, a intervalos, distraídamente, acaso
por coquetería, le miraba también. Don Higinio, reanimado, ordenó al
camarero le trajese una sopa de tortugas y un bistec con patatas. Acabó
por olvidar su descalabro y cenar opíparamente. Su espíritu voluble
se rehizo. Estaba contento. Realmente merecía, por su mal corazón,
la engañifa y burla de que fue objeto. ¡Qué canastos! Porque si él
socorrió con medio luis a madame Berta lo hizo pensando más en la
bonitura de sus hijas que en su desamparo.

Terminaba de apurar su taza de café y de pedir una copita de coñac
cuando llegó el intérprete. En aquel momento el holandés y su mujer
dejaban el comedor; míster Grand, el joven inglés aprendiz de pintor,
también se había marchado y don Higinio quedaba solo ante la vastedad
del salón, tapizado de verde claro, alegre, con sus docenas de mesitas
cubiertas de cristalería fina y brillante sobre la albura celosa de los
manteles. Francisco abordó a Perea.

—Usted ha concluido de cenar y ahora empezaré yo.

Tenía la nariz acarminada, y bajo los párpados medio cerrados, los ojos
azules, bruñidos por el ajenjo, miraban con quietud estúpida. Olía a
alcohol.

—¿Se ha divertido usted mucho?

Don Higinio titubeó la cabeza con el ademán vago, indiferente, de un
hombre de mundo.

—¡Psch... de todo hubo!...

Hablaron de mujeres. Bruscamente, tras una bulliciosa carcajada, el
piamontés exclamó:

—Esta noche, cuando le vi a usted llegar de la calle con las orejas tan
encendidas, pensé: «El señor Perea vuelve de pasar la tarde con una
señorita». Ahora, dígame si me equivoqué: ¿es verdad o no es verdad?...

Perea echó el cuerpo hacia atrás, contra el respaldo de la silla; su
rostro saludable tenía toda la insolencia de la felicidad: la mirada
saltarina, el cigarro habano humeando entre el carmín húmedo de los
labios, los pulgares de ambas manos metidos en los bolsillos del
chaleco, mientras los otros dedos tamborileaban jactanciosos sobre la
epicúrea redondez del abdomen...

—Sí —afirmó— es cierto. ¿A qué negarlo?... Aunque uno esté casado,
¿verdad?... puede permitirse ciertas distracciones. Esta mañana,
delante del pasaje Jouffroy, una señora se acercó a mí...

Y aplomadamente, desenvolviendo lujos imaginativos dignos de un
dramaturgo, explicó una aventura donde lo fantaseado se plasmaba y
fundía en lo sucedido, y viceversa. Describió a madame Berta: pequeña,
enlutada, con sus cabellos de lino y su gorra violeta. Él había ido a
su casa; una buhardillita de la calle Feydeau pobremente amueblada,
pero muy limpia, desde cuya única ventana se dominaba un gran trozo de
París. Allí conoció a Elisabet y Georgina, las hijas de madame Berta.
Las dos eran bonitas, mimosas, perversas... ¡Especialmente la menor,
Elisabet: una especie de Salomé, con todas las lubricidades de una
pantera en la espalda!... ¡Oh!...

Diciendo así, cerraba los ojos. Francisco le escuchaba boquiabierto,
una mueca de lujuria senil en los labios, la roja nariz caída y como
echada sobre el bigote.

—Esas aventuras —observó— suelen costar caras: hay mucho _souteneur_,
presidiarios que viven de las mujeres, y pueden darle a usted un susto.
No se fíe usted; yo conozco París.

Don Higinio hizo un gesto desdeñoso y se puso de pie. Miró a su
alrededor. Nadie. El comedor desierto. Entonces sacó un cuchillo
de hoja triangular y mango negro que llevaba colocado atrás, sobre
los riñones; cuchillo de carnicero que cuando fue con don Gregorio
Hernández a cobrar las cien mil pesetas de la lotería mercó en Ciudad
Real por nueve reales.

—Mientras me acompañe —exclamó— necesito dos hombres para reñir conmigo.

Hecha esta declaración heroica subió a su cuarto. Eran las diez, y
las alborotadas emociones de aquel día le habían zarandeado y molido
de manera que hasta los huesos le dolían. Comenzó a desnudarse y
según iba quitándose las ropas las colocaba sobre el respaldo de
las sillas, según doña Emilia le enseñó a hacer, para que no se
arrugasen. Al pasar cerca de la ventana miró casualmente hacia afuera
y vio en el piso inferior, y al otro lado del patio, negro, profundo
como un derriscadero, el rectángulo lleno de blanca claridad de una
ventana. Era la del dormitorio del holandés. Unos momentos don Higinio
permaneció tan suspenso y pasmado, que hasta la marcha de la sangre
debió de retardarse en su impresionable corazón; pero reaccionando en
seguida mató la luz, merced a lo cual las imágenes que sucesivamente
iban dibujándose en la ventana iluminada redoblaron su intensidad y
limpieza.

El matrimonio no se acordó de cerrar las persianas, y su intimidad se
devanaba a la vista del público. Eran cuadros ridículos, grotescos,
voluptuosos, que el arte bufón de Téniers hubiera querido pintar. El
holandés, en calzoncillos, sentado sobre una sillita baja, se lavaba
los pies: don Higinio veía sus pantorrillas, blancas y fuertes, dignas
de un titán de mármol; su cabeza rubia, sus lomos poderosos, doblados
trabajosamente hacia adelante. Ella, la italiana,, había comenzado a
desnudarse cerca del lecho. Para verla mejor, don Higinio necesitó
ponerse de rodillas. Agazapado como un tigre, vibrante de curiosidad,
aguijoneado por deseos lascivos que, cual alfileres, asaeteaban su
carne, Perea miraba aplastándose la nariz contra el cristal de la
ventana. El espectáculo lo merecía. La joven se quitó su blusa; se
desembarazó de la falda; manojos de encajes finísimos, como fabricados
con hilos de venusinas espumas, orlaban sus brazos y su espalda y se
ceñían a sus rodillas; a intervalos volvíase hacia su marido, como
hablando con él. Ambas rodillas apoyadas contra un borde del lecho, el
busto arqueado hacia atrás, la italiana se alzó la camisa y sus manos
enjoyadas —aquellas manecitas que Perea vio ir y venir tantas veces,
allá en el comedor, desde la fuente de los entremeses a la botella del
vino— comenzaron a sobar lentamente la suavidad mate de las caderas,
donde las cintas crueles del corsé habían dejado una red de huellas
bermejas. Era una linda escultura: ancha de hombros, breve de talle,
redonda de caderas...

Hubo una pausa; la interesante película parecía detenerse allí.
Repentinamente la italiana, obedeciendo quizás a una indicación tardía
del holandés, apagó la luz y el dormitorio se anegó en tinieblas; fue
como un párpado que cayese sobre el cristal de una linterna mágica.
Don Higinio dejó su atalaya y suspirando, entelerido de frío, presa de
indecible pesadumbre, se metió en la cama; y apenas lo hizo, de cara a
la pared, quedose dormido: la tristeza le había servido de narcótico.

En días sucesivos, como arrepentido de las calaveradas que quisiera
cometer, don Higinio empezó a observar una conducta prudente,
perfectamente reglamentada: paseaba lo necesario a su salud, visitaba
los museos y se recogía temprano. El intérprete, a pesar de su
constante embriaguez, advirtió aquel cambio de costumbres.

—Hace usted bien —decía—, París es terrible. ¡Ah, estas mujeres!...
¡Muy difícil hallar una buena, muy difícil!... Nos engañan, nos dejan
sin dinero... y luego... ni nos conocen. ¡Perras!... Debe hacerse lo
que usted: de cuando en cuando... y... ¡abur!... Yo conozco París,
señor Perea; yo conozco París. Se lo dice a usted un piamontés que ha
visto mucho mundo: aquí el hombre que no sabe reservarse dura poco. Al
principio la conducta de usted no me gustaba. Yo le observaba, ¿sabe
usted?... ¡Oh, ya lo creo! Yo le observaba y me decía: «Este señor va
al precipicio de cabeza; no se contiene; París es una serpiente y la
serpiente le ha mordido...». Me equivoqué; usted, señor Perea, entiende
la vida.

Estos diálogos rápidos se devanaban en el zaguán del hotel de los
Alpes, sobre cuyas paredes campeaban grandes carteles policromos,
anunciadores de Compañías navieras y de viajes económicos a Italia y a
Suiza. Don Higinio escuchaba a Francisco y sonreía, prestando así su
asentimiento a las galantes suposiciones del intérprete; este inocente
embuste lisonjeaba su amor propio y le consolaba de ser tan simple.
Luego, metido en el ascensor, camino de su habitación, a solas ya con
su conciencia, comprendía que era un lugareño desmañado, pacato y
oscuro, y que estaba en ridículo.

Francamente, no comprendía en qué pueden malrotar su patrimonio y
el de su mujer los grandes calaveras. ¿Juegan? ¿Tienen queridas?
¿Adoran los viajes, los muebles ricos y demás opulencias del buen
vivir?... Misterio. ¿Cómo en la brevedad de una vida y en la flaqueza
de un cuerpo pueden caber las horas necesarias para derretir tantos
millones?... Lo ignoraba. No era roñoso, y, sin embargo, no gastaba
mucho dinero. ¿Cómo se emplea el dinero? Tampoco lo sabía. El dinero,
por lo visto, se gasta casi con el mismo trabajo con que se gana; es un
brujo que primero no quiere venir y luego no hay manera de separarle
de nosotros. Para esto, tal vez, es indispensable tener amistades,
frecuentar Casinos... Pero, ¿cómo adquirir relaciones? ¿Cómo acercarse
a los obradores donde el amor es alegre y barato, o a las heteras
célebres cuyas noches deshacen familias y fortunas?... El primer
movimiento de las ciudades es hostil, hermético; rechazan al forastero
y hay que vencerlas, como a las personas. Don Higinio ignoraba esa
labor de conquista; sin embargo, no se hubiese cambiado por nadie.

Fiel a su afición más arraigada había comprado una caña de pescar,
y muchas mañanas iba a sentarse bajo el puente de las Artes.
Sigilosamente el pasado le envolvía, le recobraba; parecíale hallarse
en Serranillas y viendo el Sena se acordaba del Guadamil; como otras
veces, mirando en el bulevar las rotativas de _Le Matin_, se acordaba
de _El Faro_. Por las tardes visitaba los grandes almacenes: Louvre,
Bon-Marché, Samaritana..., y hoy compraba el corsé de doña Lucía,
mañana la pitillera para Julio Cenén, o una torre Eiffel para adornar
la mesa de don Cándido...

Únicamente las cartas de su mujer le molestaban, aunque de soslayo
acariciasen su vanidad. Doña Emilia estaba celosa; no comprendía
que su marido emplease tanto tiempo en conocer París, y le suponía
enamoriscado de alguna francesa. La imaginación de las damas recogidas
y caseras marcha muy de prisa.

  «Me han dicho —escribía— que esas mujeres enloquecen a los hombres.
  ¿Es verdad?... ¡Cuídate, por Dios! Tú eres bueno, pero las malas
  compañías tiran mucho. Higinio: no quiero pensar que puedas olvidarte
  de tus hijos y de mí. ¿Cuándo vienes? La sola idea de verte llegar
  enfermo me saca de juicio».

A esta carta, que traslucía el espíritu altanero, dominador y vehemente
de la antigua rica hembra, contestó Perea con otra muy afectuosa y
razonada, donde hablaba de los muchos días que su catarro le impidió
salir a la calle, y de aquella discreta parsimonia que la adquisición
de los objetos, algunos de valor, que sus amigos le encargaron,
requería. Mintió un poco.

  «Por tu abrigo de pieles me han pedido cinco mil francos en una
  peletería del bulevar; yo me quedé aterrado; pero me aseguran que en
  cierto almacén, cuyo nombre ahora no recuerdo, lo hallaré tan bueno
  y más barato. También debo ocuparme de la pianola que nuestro amigo
  Arribas desea; para comprarla sin exponerme a ser engañado necesito
  que alguien me guíe y aconseje. Todo esto exige paseos, relaciones
  y tiempo, mucho tiempo; en Serranillas no podéis formaros idea del
  tiempo que se pierde en estas ciudades enormes. Además necesito
  dinero; con el que traje no tengo para nada; aquí todo es carísimo.
  Mándame, pues, a vuelta de correo, cinco mil pesetas...».

La respuesta de doña Emilia tardó en llegar; venía acompañada de
un cheque contra el Crédit Lyonnais por valor de mil duros, moneda
española; y era una misiva breve, seca, llena de sombras. Decía la
esposa:

  «Me apresuro a enviarte la suma que necesitas. Ojalá no sea para tu
  mal. ¿Nos reuniremos pronto? No lo sé. Parece que un siglo ha pasado
  desde que te fuiste. Nuestros hijos me preguntan por ti: te echan
  mucho de menos. ¡Si vieras qué alta está la niña!...».

Perea se indignó; era una carta imbécil: su mujer hablaba de su
ausencia de dos meses como de un destierro de varios años. En el
mismo error tropezaban sus amigos: todos le suponían divirtiéndose,
interviniendo en lances de magia y cinematógrafo, atropellando
«estrellas» de café-concierto y despilfarrando con española bizarría
los billetes de Banco. ¡Idiotas! ¡Creían a París un poco mayor que
Ciudad Real!... ¡Si ellos supiesen su desventura del tren, la engañifa
de madame Berta y el estado de monástica abstención en que vivía!...
Don Higinio apretó los puños. Luego, con aquella admirable facilidad
que su alma voluble tenía para pasar de la cólera al desdén y a la
risa, se encogió de hombros. En la pobre vida humana todo a la vez es
grotesco y trágico; solamente las apariencias varían; tan pronto el
drama se viste el traje de Arlequín, como lo bufo, lo insignificante,
«lo de todos los días», se emboza en la capa de Cyrano y tiene, como
Romeo, una escala y una cita.

En este último caso se hallaba don Higinio. Había de volver a su
pueblo casto como un San Luis Gonzaga y llevando intactos sobre los
labios los besos que doña Emilia le diera al despedirle, y todos, sin
embargo, descubrirían en su rostro la honda fatiga, ruina y acabamiento
de las orgías gozadas. Y aún podía disculparse que sus conterráneos,
lugareños y sencillos, opinasen así; lo extraordinario, lo que bañaba
a Perea en asombro, era que personas que vivían a su alrededor, el
intérprete del hotel, verbigracia, creyesen lo mismo. Es el sino del
individuo: hay hombres que tras una larga vida dedicada a darle gusto
al diablo llegaron a viejos nimbados de un prestigio inamovible de
rectitud, gravedad y melancolía; mientras otros, habiendo luchado
y sufrido y llevado acuestas las cruces más penosas, jamás fueron
tomados en serio. Nadie les cree: su cortesía sonriente es ligereza,
desaprensión, liviandad de costumbres y de conciencia; sus momentos de
tristeza, disimulo; su cansancio de trabajo, fatiga de placeres. La
muchedumbre, sin saber cómo, clasifica a sus individuos apenas salen de
la Universidad y les extiende ejecutorias de las cuales nunca podrán
hallarse totalmente libres; y así, por decreto absurdo de la opinión,
este será prudente y virtuoso, y aquel, loco y frívolo como un sombrero
echado al aire.

¿De dónde proceden esos errores colectivos? ¿Es del modo que el sujeto
tiene de mirar, de vestirse, de dar la mano? ¿A tanto alcanzan la
gracia de unos guantes de ante o el color de un chaleco? Y, en caso
afirmativo, ¿cómo la opinión ajena, que primero es para el sujeto
porvenir y horizonte, y luego, por obra renovadora del tiempo, se muda
en ayer y cristaliza en la Historia, consigue dar tan hueros cimientos
a sus juicios?...

Evidentemente, la multitud, inclinada a encogerse de hombros cuando
la invitan a realizar una obra filantrópica, descubre una resuelta
simpatía hacia lo calumnioso, y lo acredita el éxito que obtienen las
campañas difamatorias de los periódicos: una crónica laudatoria pasa
inadvertida, cual si la envidia de todos la circundase de silencio;
mientras la gacetilla infamante se repite con complacencia, brinca de
boca en boca, se agarra traviesa a todos los oídos, sugiere un eco de
villana alegría en todas las almas...

Así se explicaba don Higinio el juicio absurdo que de su condición
y tranquilos hábitos iba formándose el público. Al cabo, la idea de
parecer desbaratado y calavera no podía enojar seriamente a quien,
como él, siempre sintió el fastidio de ser virtuoso, y Perea, que
nunca había mentido, siguió mintiendo: unas veces ante el intérprete
de su hotel, otras en las cartas que escribía a sus paisanos; misivas
ladinas en donde, sin decir nada, dejaba entrever mucho. Se debe
aborrecer la calumnia por mala; la calumnia roe, mina, deshace: es el
vitriolo del honor; pero, ¿cómo abominar de aquellos inocentes embustes
que mientras mejoran a quien los dice regocijan al que los oye y le
distraen discretamente?... Diosa Mentira, alma de los salones donde se
murmura amablemente, nodriza de poetas, fontana de ensueños perlados,
savia de toda cortesía, ¿cómo quiso el divino Platón desterrarte de su
República?...

Las cartas de doña Emilia, recordando a don Higinio que en Serranillas
estaba el inevitable desenlace de su historia, exacerbaron sus deseos
de conocer París; pues son las urbes como las mujeres, que solo
interesan fuertemente aquellas adonde llegamos accidentalmente o de
paso, y así, ni estudiamos a nuestras esposas ni nos inspira curiosidad
la ciudad que habitamos y que errantes de muy lontanos países acaso
vengan a visitar.

Viviendo en buenos hoteles el viajero no puede inquirir el alma de
la nación donde se halla, porque todas las fondas del mundo, salvo
diferencias levísimas, son idénticas. Para acercarse a los «bajos
fondos» oscuros y dolorosos de los pueblos, necesario será sentir la
tragedia de sus necesidades; conocer íntimamente la importancia o
valor de su moneda, saber cuáles son los mercados más baratos y lo
que vale un panecillo y una libra de carne, y cuánto carbón dan por
diez céntimos; desmenuzar la vida, ver cómo los recursos del hombre se
multiplican para resistir a la miseria.

Convencido de ello don Higinio aplicose a explorar los detalles de
ese vivir mezquino y arcano. En sus largas excursiones por el barrio
Latino, prolongadas muchas veces hasta el Jardín de Plantas, el curioso
manchego escrutaba los detalles más ínfimos: la clientela abigarrada
de las tabernas; las zapaterías donde enderezan tacones o echan medias
suelas a unas botas en el tiempo que su dueño invierte en leer un
periódico y fumarse una pipa; los bazares populares donde venden hasta
trozos de vela; las tiendas de antigüedades de las calles Bonaparte
y Mazarino; las librerías de lance metidas en cajones a lo largo del
Sena...

También invertía muchas horas recorriendo los llamados, por
antonomasia, «grandes almacenes»; centros de enorme actividad comercial
que sostienen a millares de familias y cuyo balance diario equivale
a una gigantesca jugada de Bolsa. Francisco, el intérprete, le había
explicado la fundación y desarrollo de esos establecimientos, asombro
de forasteros. Generalmente su origen fue humilde. Un comerciante
inteligente y pobre instaló, verbigracia, una tienda de sombreros
para señoras; lentamente la pequeña industria arraigó, y medrando,
lo que empezó siendo sombrerería, fue más tarde zapatería también, y
luego bazar. Cuando las existencias desbordaban del local primitivo,
su dueño adquirió una de las tiendas inmediatas, y después otra, y
más adelante el piso principal, y el segundo y el tercero... ¡hasta
las buhardillas!... Y como el trajín arreciaba, puso ascensores y
escalerillas especiales de servicio.

Pasó tiempo...

Ya el negocio se hallaba sobradamente asegurado, el esfuerzo inicial
había producido sus frutos, los asuntos afirmaban su rumbo próspero.
Veinticinco o treinta años de ardiente trabajo habían bastado para que
el insignificante despacho de sombreros se transformase en grandioso
almacén.

El dinero llama al dinero; los que una vez quedaron victoriosos, sin
procurarlo, hallan siempre aliados. Al antiguo modisto se unieron
otros mercaderes que le brindaron sus iniciativas y su capital. Al
principio fueron dos, tres; después, muchos; emitiéronse acciones
y entonces la batalla fue de cientos de miles y aun de millones
de francos. Compráronse ocho, nueve o diez casas juntas, toda una
manzana; derribáronse los muros medianeros y sustituyéronse por
columnas de hierro que, sin perjudicar la solidez, no mermasen la
saludable amplitud y hermosa perspectiva de las salas; convirtiéronse
los corredores en galerías, y uniendo unas habitaciones a otras
improvisáronse magníficos patios cubiertos, a una altura de cinco
o seis pisos, por gigantescas monteras de cristal. Así fueron
organizándose esos titanes del comercio que flotan sobre el océano
bursátil de París como boyas enormes, y gozan de prestigio mundial.

En cualquiera de esos bazares extraordinarios donde trabaja una
verdadera muchedumbre de modistas, de corseteras, de zapateros, de
sastres, de guanteras, de ebanistas, de tapiceros, de individuos
pertenecientes a todos los oficios, y donde los trajes se entregan
pocas horas después de encargados, hay zuecos para cocheros y mozos de
cuadra, y botas de charol; vestidos de pana y de frac; sombreros de mil
francos, dignos de ser lucidos en un palco de la ópera, y _canotiers_
a ocho reales, para obrerillas; ropa blanca, perfumería, pieles,
juguetes, enseres hípicos, muebles, pianos, libros, cuadros, estatuas,
tapices... De cuanto la industria y el arte han producido, hay allí;
y todo aparece bellamente expuesto al alcance del público, de modo que
este pueda verlo y manosearlo con perfecto espacio y detenimiento.

Otra de las manifestaciones comerciales que más interesaban a Perea
eran los mostradores a la intemperie.

El espíritu astuto de los mercaderes sabe cuánto abundan los
transeúntes que, por falta de tiempo, distracción o quizás vergonzosa
cortedad de carácter, se abstienen muchas veces de comprar. Para esta
clase especialísima de público fueron ideadas las largas mesas que,
desde las siete o las ocho de la mañana, según la estación, instalan
los comerciantes al aire libre y son como un derramamiento pujante y
alegre de la vida interior de cada almacén. Ante la plebeya alegría de
aquellos mostradores, la multitud se detiene curiosa: allí los hombres
se ponen en mangas de camisa para vestirse un chaleco, y las mujeres
se prueban una blusa; cada cual va a su objeto; nadie se estorba. Esta
venta se prolonga hasta la noche. A esa hora se recogen las mercancías,
se levantan los mostradores y las pirámides de sombreros, los montones
de zapatos y de corsés, las olas frufrutantes de faldas y de blusas,
desaparecen en la amplitud del establecimiento. Es una inspiración
o absorción gigante, que deja las aceras desembarazadas y limpias,
como para que sobre ellas circule mejor la traviesa alegría del París
noctámbulo.

De estas instructivas andanzas jamás regresaba don Higinio con
las manos vacías. Poco a poco iba adquiriendo los cachivaches que
necesitaba llevar a su pueblo: el reloj para Teresita, las navajas
de Nicanor, la escopeta y unas polainas para don Gregorio, unos
espejuelos para don Tomás... Amén de otras incontables baratijas que le
sorprendían y enamoraban: figulinas de mármol, tinteros caprichosos,
tarjetas postales, juguetes, un espejo, un bidet: diríase que a
Serranillas no había llegado aún la civilización. Estos sacrificios los
hacía para acrecentar el éxito de su restitución al terruño, seguro
de que el brillo de su regreso estaría en razón directa del número de
regalos que llevase. En el hotel de los Alpes atónitos estaban de tanta
adquisición; dentro del dormitorio de Perea, al pie de la cama, encima
del armario, sobre las sillas, los objetos, cuidadosamente atados
y envueltos en papeles de estridente policromía, iban hacinándose;
flotaba en el aire ese olor indefinible a barniz de las cosas nuevas:
la habitación parecía un bazar.

Todo esto ahondaba las raíces de amor que París iba echando en el
embelequero carácter de don Higinio. París era el misterio. Nadie le
conocía en aquella ciudad inmensa. ¿Quién acecharía sus pasos ni iría
a contarle los peces cobrados en el transcurso de una tarde, bajo la
umbría del puente? Así, por contraste, viendo rodar las aguas del Sena,
pensaba en su pueblo. ¡Oh, la hora triste, la hora gris, en que hubiese
de regresar a Serranillas para otra vez vivir ante los ojos de todo
el mundo!... Sorprendíase entonces de haber podido alejarse tanto de
aquel pasado anodino, y comprendía que las distancias no existen; el
espacio, con ser infinito, lo lleva el hombre en sí. ¡Querer!... He
ahí el secreto; millares de personas no hicieron nada nunca, porque
jamás su voluntad se decidió a la acción. Él, un día, «quiso», y aquel
impulso interior, que solo tardó segundos en producirse, había bastado
a sacarle de España. Lo que antes imaginara dificilísimo, ahora se le
antojaba insignificante; y es porque la vida remeda a esas montañas que
vistas desde lejos parecen inaccesibles, y luego, de cerca, ofrecen
innúmeros vericuetos y quebrajas por donde encaramarse hasta su cumbre.
Y París, en una historia tan llana como la de don Higinio, era una
cumbre.




IV


Aquella tarde la dedicó Perea a visitar los grandiosos mercados
centrales. A las cinco, bajo su impermeable y su paraguas de algodón,
emprendió el regreso hacia el café del bulevar donde acostumbraba a
beber su aperitivo. Llovía copiosamente y la neblina, esa encantadora
neblina de París que tanto embellece a las mujeres, emborronaba los
edificios y suspendía halos de similor ante los escaparates iluminados
de los comercios. Don Higinio seguía la calle Montmartre; iba cansado,
salpicado de barro, empujado a cada momento por la muchedumbre.

En la esquina de la calle Croissant alcanzó a una joven «de la casa
llana»; rubia, los ojos azules, la nariz respingona, la boca cínica y
alegre como una pirueta de café-concierto, el seno redondo, las caderas
apretadas y movedizas. Al sentir sobre la blancura de su nuca el cálido
aliento de don Higinio, la muchacha volvió la cabeza: una cabecita
pequeña, insolente, bajo la sombra de su _canotier_ rojo.

—¡Me había usted asustado! —dijo.

Perea sonrió sosamente y no halló en su exiguo vocabulario francés
palabra oportuna que replicar. Ella continuó:

—¿Extranjero? ¿Es usted extranjero?

—Sí.

—¿Español?

—Sí.

—Me gustan los españoles. Yo tuve un amigo de Bayona, del Mediodía...
¿Me paga usted un bock?...

Se agarró a su brazo, volviéndose hacia él para hablar, de modo que la
pomposidad juvenil de su seno rozase la mano que don Higinio llevaba
recogida a la altura del pecho sosteniendo el paraguas. Ella había
cerrado el suyo. Vestía de negro. Era una legítima hija del bulevar:
lagotera, parlanchina, deseable, impúdica y cerril.

Prosiguió:

—¿Le gusto a usted?... ¿Sí? Lo más feo de mi persona es la cara:
soy chatilla; mis ojos son graciosos, pero pequeños... El cuerpo,
en cambio, es bueno; me lo han dicho muchos artistas. ¿Quiere usted
verlo?... Espere usted un momento. Voy a enseñarle una fotografía que
me hicieron desnuda.

Se iba con frivolidad de pájaro. Don Higinio la retuvo.

—¿Dónde vas?

—A buscar mi retrato. Yo vivo aquí mismo, en la calle Croissant. Vuelvo
en seguida...

Y escapó. Perea quedose en medio de la acera, no sabiendo si aguardar a
la moza o seguir su camino; mareado, los pies húmedos, mientras en su
paraguas tropezaban los de todos los transeúntes. Decidió refugiarse en
un portal. ¡Demonio de chiquilla!... Ella reapareció pronto: llegaba
riendo, brincando, con una alegría que evocaba recuerdos de colegio.

—¡Vea usted!...

Don Higinio miró, mientras sus ásperos bigotes disimulaban una mueca
faunesca de los labios. En aquel retrato la joven aparecía de perfil,
las piernas juntas y los brazos en alto. Estaba bien: ni delgada ni
gruesa; el seno en su sitio. ¡Muy bien!... El inflamable manchego
sonreía gozoso; aquella imagen desvergonzada había sido una especie
de toque de rebato para sus castigados deseos. Algo abrasador,
quemante como un vaho de horno, le rozó la espalda. Los ojos duchos
de la aventurera leyeron de corrido en la abochornada frente y las
extraviadas pupilas de su interlocutor. Comprendió que debía ganar
tiempo: no siempre los prólogos son oportunos...

—Entonces —dijo— no bebamos cerveza. ¿Quiere usted?... Yo conozco aquí,
en la calle Paul-Lelong, un hotel donde estaremos tranquilos.

Don Higinio, alucinado, sintiendo agolparse a su cuello toda su sangre,
preguntó maquinalmente:

—¿Es casa de confianza?

—¡Oh, ya lo creo! No tenga usted miedo. Yo voy mucho allí.

Caminó tras ella diligente, sin cansancio, sin frío, con un ahinco para
el que todos los caminos eran cuesta abajo. Doblaron la esquina de la
calle Paul-Lelong. Sobre una puerta leyó don Higinio: «Hotel Amueblado».

—Aquí es —dijo ella.

Y entraron. En la portería un señor grueso, de cara afeitada y monacal,
les dio una llave.

—Buenas tardes, señorita Leopoldina. Habitación número quince; ya sabe
usted, en el piso segundo...

Subieron presurosos una escalera de caracol, cubierta por una alfombra
verde muy raída y manchada de gotas de cera. Traspusieron un pasillo
oscuro, impregnado de ese aire tibio, oliente a perfume y a carne, de
las alcobas; abrieron la puerta de un cuarto tapizado de rojo, donde
había un lecho dorado, un lavabo, un armario de luna...

La señorita Leopoldina arremetió a Perea, cubriéndole los redondos
carrillos de bulliciosos besos.

—Te voy a querer mucho —repetía—, mucho: eres muy guapo. Mira, yo soy
así: una loca... Mis amigas lo dicen: una loca; en seguida me enamoro.
Cuando regreses a España tendrás que llevarme.

Y en seguida.

—¿Llevas navaja?...

El galán sonrió; hizo un signo afirmativo. No llevaba navaja,
precisamente, pero sí un cuchillo; el famoso cuchillo de mango negro
y hoja triangular con que una noche asombró al intérprete del hotel
de los Alpes. Desde que estaba en París, siempre, para salir a la
calle, se lo ponía atrás, entre el pantalón y la faja, según la usanza
marinera, y más por afición a lo heroico y decorativo que porque
hubiese reflexionado nunca seriamente en la posibilidad de agredir
a nadie. Leopoldina volvió a abrazarle; viendo el arma cortante,
bruñida, sus ojos chispearon con regocijo ancestral; su alma vagabunda,
acostumbrada a los lances violentos, se estremecía...

—Me gustan los hombres valientes —exclamó—. ¡Tú serás mi hombre!...

La señorita Leopoldina supo proporcionar a su amigo dos horas
deliciosas: era infatigable, sabia, oportuna... Perea estaba
abrochándose el chaleco, cuando recordó que no llevaba dinero en plata
ni en oro. Solo tenía un billete de cien francos.

—Yo lo cambiaré —dijo ella—. ¿Cuánto he de devolverte?

Don Higinio, que empezaba a sentirse enamoriscado de la francesa, fue
generoso.

—Dame la mitad.

Cambiaron un beso, el último, sobre los labios, y empezaron a bajar
la escalera, cuyos peldaños en espiral daban la sensación de un
remolino. La señorita Leopoldina, muy pizpireta, muy saltarina, bajo
su sombrerito rojo, iba delante. Silbaba una canción. De pronto, al
salir a la calle, echó a correr velozmente con un rapidísimo arranque
de corza. Don Higinio la vio alejarse, esfumarse casi entre la niebla
a través de la indescriptible baraúnda de peatones y de coches, y
lanzose tras ella. Había comprendido que intentaban robarle. Al llegar
a la calle Montmartre, la señorita Leopoldina se sintió trabada por un
brazo. A su lado Perea, los ojos furiosos y los rudos bigotes mojados
por la lluvia, estaba imponente.

—Suelta mi dinero, ladrona.

—¿Qué dinero?

—Mi billete de cien francos. Devuélvemelo o te rompo un hueso.

Ella empezó a gritar, en tanto miraba a los transeúntes, implorando su
simpatía y ayuda.

—¡Suélteme usted!... ¡Yo no le conozco!... ¿Qué dinero es ese?... Usted
no me ha dado dinero ninguno.

Hizo un esfuerzo violentísimo, arqueando las caderas y echando el
cuerpo hacia adelante, al mismo tiempo que intentaba morder la mano
con que el valeroso manchego la atenaceaba. Al fin pudo escapar,
esquivándose detrás de un ómnibus. Pero don Higinio volvió a
alcanzarla, y esta vez la señorita Leopoldina comenzó a gritar como si
la despellejasen.

—¡Socorro, que me matan!...

—Mi dinero —rugía el manchego sin soltar a la chiquilla—; mi dinero o
te estrangulo.

Forcejeaban en medio de la calle, sobre el barro, bajo la lluvia,
expuestos a ser atropellados por los coches; resbalaba ella, resbalaba
él; a don Higinio se le cayó el paraguas. Leopoldina vociferaba
improperadora:

—¡Socorro! ¡Es un «apache»!... ¡Que me matan!...

La muchacha se defendía bien; pero apenas conseguía librarse de los
dedos de su acosador cuando de nuevo caía en su poder. Así luchando y
sin atraer mucho la atención del público, en quien el aguacero parecía
sosegar la curiosidad, fueron acercándose a un despacho de bebidas
situado en la esquina de la calle Réaumur. Todo el empeño de Leopoldina
parecía cifrarse en llegar allí.

—¡Socorro! ¡Es un «apache» —repetía—, un «apache»!... ¡Que me matan!...
¡¡Socorro!!...

De súbito la tragicomedia callejera mudó de aspecto y amenazó
convertirse en drama. Un mocetón como de treinta años, afeitado y
robusto, con traje de pana color tabaco, los pantalones anchos de
muslos y muy ceñidos sobre la bota, una boina azul derribada hacia
atrás y alrededor del cuello un pañuelo rojo, salió de la taberna y
trabando a don Higinio por los cabezones le zarandeó y obligó a soltar
su presa.

—¡Eh, buen hombre!... —interpeló—. ¿Qué es eso?... ¿Qué le sucede?

Su acento zumbón, insolente, anunciaba un golpe.

—Me ha robado —repuso Perea algo sorprendido.

—Pues fastidiarse..., o si le parece... lo que había usted de decirle a
ella me lo dice a mí. ¿No le es igual?...

Hablando así, sin soltar las solapas de don Higinio, llevose la mano
hacia atrás, como buscando un arma. Era musculoso, tenía el mirar
acerado y sobre su frente pálida caía, como un penacho belicoso, un
mechón de cabellos rizados. La señorita Leopoldina, entretanto, se
había refugiado en la taberna. Don Higinio vaciló: en Serranillas,
seguramente hubiese andado a bofetadas con aquel pícaro; pero allí,
a pesar de su cuchillo, tuvo miedo; miedo a la muerte, al misterio
que envolvía todo aquel oscuro mundo de prostitutas y de ladrones; se
acordó de los crímenes que había visto en los cinematógrafos, de los
«apaches» que saben dar «el golpe del padre Francisco», y, como por
ensalmo, sus fuegos de baratería y majeza se apagaron. Comprendiéndolo
su contrincante, le volvió la espalda, y Perea, mal repuesto aún del
susto, permaneció alelado, mirando hacia la taberna donde Leopoldina,
de pie ante un grupo de mujeres y hombres, pirueteaba y reía agitando
sobre su cabeza, como una bandera, el billete robado.

Amohinado y furioso, pálido a la vez de coraje y de miedo, don Higinio
continuó su camino bajo la lluvia, sin siquiera acordarse de abrir su
paraguas. A pesar de su diligencia llegó al hotel muy tarde; en el
comedor no había nadie. El camarero, al servirle la sopa, le dijo:

—Hoy es usted el último.

Había en aquella declaración una especie de reproche, de lamento, hacia
las desgobernadas costumbres del huésped; y Perea comenzó a engullir
velozmente, cual si quisiera desquitarse del tiempo perdido. Acodado a
la mesa glotonamente, pequeño, redondo, cabezón, rojo y mofletudo, tras
la blancura de su servilleta, parecía el anuncio de un aperitivo. Según
comía, su malhumor iba encalmándose. ¿De qué se avergonzaba? Si algo
parecido le ocurre en Serranillas se deja partir en pedazos antes que
echar atrás un solo pie. Pero, ¡en París!... ¡Bah!... ¿Quién le conocía
en París?... La gente que le vio retirarse, pensaría: «Hace bien; es
un hombre prudente, enemigo de escándalos; un caballero que tendrá su
alma en su almario, como cada cual, pero que no ha querido jugarse la
vida por una pampirolada...». Además, dado su aspecto, comprenderían
que estaba casado, que tendría hijos, y el hombre casado debe cuidarse
porque pertenece a su familia. ¡Ah, si no fuera por sus hijos, llevando
como llevaba su buen cuchillo a la cintura!...

Atacó rudamente el bistec con patatas que acababan de traerle, trasegó
parsimoniosamente un bien colmado vaso de vino, y el curso de sus
ideas abonanzó. Total... ¿qué? ¡Nada!... Unas palabras, celos... Si es
cierto que el «apache» le había trabado por los cabezones, él también
le agarró una muñeca. ¡Oh, y con qué fuerza! Ahora lo recordaba bien; y
él tenía la mano dura... ¡ya lo creo!... debió de hacerle daño... ¡En
fin, cosas de hombres!... Lo cierto era que había pasado una tarde muy
agradable...

La llegada del intérprete concluyó de serenarle. Francisco le traía una
noticia impresionante.

—¿No le han dicho a usted la tragedia de esta tarde?...

Don Higinio hizo el gesto vago del individuo que acaba de llegar y no
sabe nada. Francisco prosiguió:

—Ha sido algo horrible. ¿Se acuerda usted de Luisa, la camarera del
segundo?

— ¿Una rubita, vestida de negro?

—Sí. Esta tarde se cayó al patio. ¡Pobrecita! La levantamos muerta.

Francisco observaba a Perea; al hablar había empleado esa lentitud
sádica, llena de pausas, de reticencias crueles, con que los hombres
saben dar las malas noticias que no les importan. Don Higinio hizo un
ademán de sorpresa y derramó en la fuente de la ensalada una copa de
vino. Pidió detalles. Acordándose de la pobre Luisa pensaba también
en el «apache» de la calle Réaumur. ¡Si a él le hubiesen abierto el
vientre de una cuchillada! Indudablemente hay días terribles.

Despacio, un poco emocionado tras el ajenjo que había pedido, Francisco
refirió circunstanciadamente la tragedia.

Para los padres viejos que ahora lloraban su muerte se llamaba Luisa
Soucy; para él y la servidumbre del hotel de los Alpes era _la jeune
femme de chambre du second_. Luisa, bonita, traviesa y alegre como una
doncellita de Marivaux, gozaba entre la gente de escalera abajo de
cierta popularidad: había llegado a tener «cosas». Cuando iba por la
calle, el carbonero de al lado, y el tabernero y el muchacho empleado
en la mercería de la esquina, deslizaban en sus oídos frases galantes y
ardorosas. El dueño de la _épicerie_ próxima, si la veía aparecer con
su delantalito muy pulcro y ceñido y su cestita colgada del redondo
antebrazo, olvidaba sus propios intereses y la servía generosamente.
Los domingos todas las muchachas de la vecindad querían salir con ella,
porque Luisa era la más diabólica, la más feliz, la más ocurrente de
todas, y a su lado no había dolor.

Según Francisco, esta pequeña celebridad la mató.

Luisa Soucy tenía temperamento de gimnasta: era atrevida, ágil,
diablesca; lo que veía hacer a los titiriteros en las ferias de
Saint-Cloud y Neuilly, ella lo repetía después puntualmente en el
cuarto de la costura ante las ventanas abiertas, para que los vecinos
la admirasen: brincaba sobre la mesa, se ponía cabeza abajo, orgullosa
de sus piernas y de sus pantalones encintados, se columpiaba afianzada
al montante de las puertas; hacía juegos malabares con los platos y si
alguno de ellos saltaba en añicos contra el suelo, el público simple y
bullicioso de Luisa Soucy reía a carcajadas. ¡Demonio de chiquilla y
qué bien imitaba a los hércules de plazuela! ¡Cómo repetía sus farsas,
sus gritos! Aquella criatura, realmente, tenía mucha gracia y acaso,
de haberse dedicado a la farándula, hubiera sido una buena actriz.
«No hay quien pueda con ella» —decían unos—. «No tiene miedo a nada»
—agregaban otros—. Ella, la inocente princesita del patio, que conocía
la admiración y hasta las mezquinas envidias de que era objeto, se
hinchaba de orgullo como una heroína. Y así, jugando, mecida por el
aplauso, llegó a la muerte.

Asomada a un balcón del piso segundo, Luisa Soucy bromeaba con una
vecina. Había cesado de llover y aquella tregua pobló de mujeres las
ventanas; un frívolo murmullo de cuchicheos femeninos alegraba los
ámbitos húmedos y profundos del patio. Luisa, que estaba barriendo,
dejó la escoba y quiso maravillar a su público con un ejercicio
extraordinario.

—¿A que voy —exclamó dirigiéndose a su vecina— desde mi balcón al
tuyo?...

Y la otra:

—¿A que no?...

En el fondo de esta negativa latía, inconsciente, una crueldad. Las
camareras, los cocineros, los marmitones, algunos huéspedes también,
noticiosos de la apuesta, miraban ansiosos y los comentarios revolaban
febriles, animadores, de ventana en ventana.

—Es capaz de hacer lo que dice...

—Sí; pero no se cae, no hay cuidado: es un diablo...

Las más tímidas gritaban:

—¡Luisa, Luisa!... No seas loca... No puedes pasar; la distancia es muy
grande...

En aquel momento, ella, quizás, tuvo miedo. ¿Por qué no, si era mujer
y era muy joven, y muy honda la altura sobre que iba a exponerse?...
Pero acaso comprendió que ya no debía retroceder: había ofrecido a «su
público» aquella diversión y al público no se le puede engañar porque
se le pierde; sus entrañas experimentaron ese calofrío que solo conocen
los militares y los artistas ante la expectación, a la vez admirativa
y despiadada, de las muchedumbres. Automáticamente, sin alegría,
obedeciendo al orgulloso prurito de quedar bien, de no desmejorar
la celebridad adquirida, Luisa Soucy intentó deslizarse sobre la
barandilla, mojada por la lluvia, del balcón. Bruscamente sus muñecas
débiles flaquearon y dando una voltereta fue a estrellarse contra las
losas del patio.

El intérprete terminó con esa prosopopeya que inspira a los hombres el
haber sido testigos de algo grave.

—Yo estaba allí, yo la vi caer...

Don Higinio se había quedado serio; el alma de Luisa Soucy le
preocupaba; se parecía a la suya. ¡Ah, el deseo tantas veces funesto de
quedar bien!... Esa vanidad que mató a la pobre muchacha es uno de los
sentimientos más tenaces del humano espíritu: por vanidad, más que por
abstracto y desinteresado amor a la belleza, triunfan muchos artistas;
por vanidad se arruinan muchos mercaderes y se suicidan muchos
amantes; la vanidad lleva al heroísmo. Ese aroma de las multitudes
llamado «prestigio» puede, de consiguiente, ser lo mejor y también lo
más malo; y si la popularidad es humo y por ella los hombres afrontan
la muerte, ¿es que la celebridad vale tanto como una vida, o acaso la
vida vale tan poco que puede darse por la celebridad?...

Don Higinio suspiró: ¡pobre Luisa!... ¡Y pensar que si él estaba allí
sano y salvo era porque cuando su cuestión con el «apache» no tuvo
público!...

Al día siguiente despertó enfermo: su frente y sus manos abrasaban;
tenía la lengua sucia. Era una perturbación digestiva que achacó a
su disgusto de la víspera y a la fuerte impresión que de sobremesa y
a guisa de postre le dio el intérprete. Por segunda vez, desde que
estaba en París, don Higinio sintió miedo. ¡Estar enfermo y tan lejos
de Serranillas!... Con esta aprensión tomó una purga, y acostado y
tosiqueando, quejándose unas veces de neuralgia y otras de dolores en
el vientre, pasó varios días. La comida se la subían a su habitación;
no se afeitaba ni ponía el menor aliño en el cuidado de su persona; las
horas que estaba levantado las pasaba en un sillón, junto a la ventana,
leyendo periódicos y viendo caer la nieve. En medio de tanto fastidio
Perea, sin embargo, no se aburría. «Estoy en París», pensaba. Lo que
equivalía a decir: «Nadie me ve, nadie fiscaliza mis acciones, nadie
sabe de mí. De este breve período de mi vida, si el caso llega, podré
decir lo que me parezca. En estos momentos la leyenda, cual una égida
santa, me cubre de poesía...».

Una tarde Francisco fue a visitarle; el piamontés le echaba de menos;
había preguntado por él y le dijeron que estaba indispuesto. Nada
grave, por lo visto: le pulsó, le examinó la lengua y los ojos... ¡Bah,
una insignificancia!...

—Esos males —agregó truhanesco— antes los curan las mujeres bonitas que
los médicos.

El paciente hizo un gesto ambiguo; en poco tiempo había corrido mucho
y estaba fatigado. Refirió su aventura con la señorita Leopoldina,
aunque adobándola de modo que el desenlace fuese perfectamente airoso
para él. La muchacha, desde el primer momento, le había demostrado
gran simpatía. Él la cortejó, la arrulló fervorosamente y consiguió
arrastrarla a un «hotel amueblado» de la calle Paul-Lelong. Al salir
de allí, un antiguo novio de Leopoldina les detuvo; era un tipo
terrible. Ella, asustada, echó a correr y desapareció entre el gentío.
El desconocido tenía ganas de reñir, los celos le oscurecían el
entendimiento y hasta hizo ademán de asir a don Higinio por las solapas.

—Yo, entonces —continuó Perea—, le agarré por el cuello..., yo soy
fuerte..., le agarré bien..., en fin..., unos transeúntes nos separaron
y todo quedó así.

Había hablado brevemente, con esa sobriedad de los hombres prudentes y
bravos, refractarios a comentar sus valentías. Lo único que deploraba
era no haber revisto a Leopoldina. El intérprete le interrumpió:

—No le pese a usted; esa mujer, indudablemente, es una aventurera. ¡Yo
conozco París!...

A don Higinio empezaba a cansarle la muletilla del intérprete; no pudo
reprimir su enojo.

—«Usted conoce París...» —exclamó—. Caramba, también yo lo conozco.
¿Qué hay con eso?... ¿Cree usted que soy un chiquillo?... Yo no me
chupo el dedo, señor Francisco.

El piamontés repuso:

—No importa; yo me entiendo, señor Perea. Aquí hay gente muy mala.
¿Qué necesidad tiene usted, un señor serio, de exponerse a recibir un
golpe?... París es muy peligroso, muy traicionero; un día, cualquiera
de esas lumias, de acuerdo con cuatro o cinco «apaches», le dan a usted
un susto.

Perea titubeaba la cabeza, ni jaquetón ni pusilánime; pero con la
tranquilidad de quien todo lo lleva meditado y previsto.

—A usted —agregó Francisco— le convenía una mujercita que viniese a
verle dos o tres veces por semana; pero aquí mismo, en su cuarto, sin
escándalo...

Don Higinio abrió mucho los ojos. Parecía un gallo.

—Pero, ¿puede ser eso?

—¿Por qué no?... Yo, precisamente, conozco una señorita que le gustaría
a usted: no viste mal, es juiciosa...

—¿Y la dejarían subir?

—De eso yo me encargo. Además, en este hotel, como en la mayor parte de
los hoteles de París, todo está permitido.

Don Higinio concluía de cenar cuando llamaron suavemente a la puerta
de su habitación. Era una joven delgada, no muy alta, deliciosamente
pálida entre la frondosidad negra de los cabellos, y en los bruñidos
ojos una expresión sabia y humilde, llena de promesas. Sus manos
desaparecían en un manguito.

—Yo soy la señorita Enriqueta...

Perea comprendió. El intérprete había sido eficaz. Mortificado por la
vergüenza de su barba mal afeitada, don Higinio saludó a la joven muy
amablemente y la invitó a sentarse. Ella aceptó, recogida y modosa.
Tenía la voz impertinente. Vestía de gris y adornaba su cabeza una
gorrita del mismo color con un _sprit_ rojo. Ceñía su cuello una piel
blanca. Llevaba guantes, chanclos de goma, paraguas, una carterita de
mano; don Higinio se acordó del holandés: ¡cuánta previsión! También la
señorita Enriqueta «tenía de todo...». Ella inició la conversación.

—El señor Francisco, el intérprete, me habló de usted esta tarde. Dice:
«Es un caballero español muy distinguido; un buen amigo». Eso es lo que
a nosotras las mujeres nos conviene: personas distinguidas, serias, que
no nos hagan perder el tiempo. Yo también soy muy seria. Otras jóvenes,
así de mi edad, se enamoran de algún estudiante o de algún _chauffeur_
o de cualquier comicucho, y andan por ahí desprestigiadas, sin dinero
y expuestas a todo lo malo. Yo no soy de esas: yo soy formal; el señor
Francisco me conoce hace tiempo. La mujer, para gustar, necesita ir
bien calzada, bien vestida y eso cuesta dinero.

Había en el pequeño discurso de aquella señorita, que probablemente
tenía ahorros en el Monte de Piedad, un exceso de seriedad, una sobra
de equilibrio y buen juicio que afligieron a don Higinio. ¡Lástima que
la señorita Enriqueta no fuese un poquito más loca!... No obstante,
el noble manchego correspondía a las palabras de su interlocutora con
graves cabezadas de asentimiento y elogio. ¡Muy bien, sí, señorita;
todo aquello estaba muy en su punto; las muchachas galantes deben ser
así!... Ella prosiguió con una destreza genuinamente mercantil:

—Tampoco soy de esas que dan escándalos: yo no bebo nunca, ni fumo, ni
tengo malas amistades, ni pido lo que no debo pedir, como otras. Yo no
abuso. Sobre todo la corrección. Si a usted le conviene ser amigo mío,
yo vendré a visitarle cuando me llame: usted me lo dice ahora, o me
escribe, o me envía recado por conducto del señor Francisco. Además, si
quiere usted conocer bien París yo puedo acompañarle. Hay _restaurants_
donde se come barato y muy bien, y con los ómnibus recorreríamos por
poco dinero grandes distancias. Conmigo va usted seguro. Visitaremos
los museos. Yo tengo alguna cultura artística y así, charlando, lo ve
usted todo y practica el francés.

Le dio su tarjeta: «Señorita Enriqueta Nussac, calle Rougemont, número
diez. (Junto a los grandes bulevares)».

Don Higinio se inclinó cortés y puso la tarjeta en el espejo del
armario. No sabía qué decir, ni precisaba que añadiese palabra a lo
expuesto por la joven del traje gris y del _sprit_ encarnado. Era la
situación, un tanto desairada, en que caen los hombres cuando las
mujeres toman la iniciativa. De nuevo el recuerdo del holandés cruzó
por su memoria. Verdaderamente, la señorita Enriqueta, guía, profesora
de francés, expendedora de caricias a domicilio, todo dentro de la más
estricta discreción y formalidad, era una especie de enciclopedia de
«despacho permanente», donde hasta las más heteróclitas necesidades del
forastero estaban previstas. Y don Higinio, enamorado perpetuo de la
emoción, de lo irregular, sintió esa melancolía indefinible que hay en
todos los negocios que llegaron a nosotros completamente hechos. ¡Qué
diablos! Él, tan inclinado a complicar las cosas para embellecerlas,
después de lo dicho por su amiga no le restaba otro quehacer que
meterse en la cama y apagar la luz.

Al otro día, cuando don Higinio abrió los ojos, vio a la señorita
Enriqueta, ya empolvada y vestida, leyendo _Le Journal_ delante del
balcón. ¿También madrugadora?... Perea se quedó estupefacto.

—¿Qué hora es?

—Las nueve. Yo me levanto siempre muy temprano. ¿Le sorprende a usted,
verdad?

Se acercó a su amigo mostrándole el periódico; acababan de traerlo.
Perea la invitó a desayunar; pero ella rehusó el convite; quería ir
pronto a su casa a dar de comer a su gozquecillo y a sus pájaros.
Cuando pasaba una noche fuera de su hogar estaba intranquila; siempre
temía encontrarlos muertos. Don Higinio la dio un luis, y ambos
prometieron volver a reunirse por la tarde, a las dos, en el pasaje
Saulnier. Se besaron.

—Adiós, querida Enriqueta.

—Hasta luego, mi amor...

En seguida don Higinio se levantó y aseó pulcramente. Estaba contento;
mientras se afeitaba no cesó de cantar; todos sus alifafes habían
desaparecido. Después bajó al comedor y almorzó con un apetito de
estudiante. Bebió una buena taza de café puro, pidió una copa de coñac,
encendió un cigarro habano, se cercioró de que el cuchillo ocupaba su
sitio, entre la faja y el pantalón, y salió a la calle. En la puerta
del hotel encontró a Francisco.

—¿Qué tal mi amiguita?

—¡Deliciosa!...

El piamontés sonreía alegre.

—¿Volverá usted a verla?

—¿Cómo, si volveré?... ¡Esta misma noche! ¿Qué creía usted? En España
somos así...

Y caminó sobre la acera, muy erguido, muy orondo, lanzando al aire una
gran bocanada de humo...

La amistad grave y comedida de la señorita Enriqueta aportó al vivir
habitual de Perea un nuevo elemento de orden. A pesar de sus comezones
aventureras, don Higinio era un reglamentado, uno de esos caracteres
sustancialmente metódicos, apegados a sus costumbres y a su casa, que
hablan bien del matrimonio, usan paraguas y, cuando viajan, nunca
dejan de comprar una guía de ferrocarriles. De aquí la rapidez con
que la joven del traje gris se inhibió en su voluntad y acopló a
sus mañas. Enriqueta iba a verle al hotel de los Alpes los martes y
viernes, después de cenar; pasaban la noche juntos y el día siguiente
lo dedicaban a pasear o a recorrer almacenes. Ella le favorecía con sus
consejos, le señalaba lo mejor, y don Higinio experimentaba un travieso
contentamiento obligándola a ponerse los diferentes regalos que
había de llevar a sus amigas de Serranillas: el corsé de doña Lucía,
el sombrero para doña Benita, el reloj de Teresa. Hasta el riquísimo
abrigo de pieles que compró a doña Emilia en una peletería de la calle
Royal por mil ochocientos francos, estuvo toda una tarde, durante
una excursión a los museos del Louvre, sobre los hombros fragantes y
redondos de la muchacha. Gracias a ella, también, conoció Perea los
rincones favoritos del París noctámbulo, ojeó los alrededores de la
ciudad, hermosos siempre, a pesar del frío, aprendió a utilizar los
ómnibus y amplió notoriamente sus conocimientos del idioma francés.
Considerando estos beneficios, los dos luises que semanalmente
deslizaba entre las manos, alternativamente interesadillas y cariñosas
de Enriqueta Nussac, constituían una recompensa irrisoria.

Sin embargo, el afectuoso corazón del hidalgo manchego no propendía a
enamorarse de la señorita Enriqueta, bonita, elegante, bien educada,
pero metódica, redicha y seria..., ¡horriblemente seria!..., fuera
y dentro de aquella alcobita del hotel de los Alpes, como si el
amor constituyese para ella una especie de oficina. Don Higinio se
acordaba con cierta melancolía de Leopoldina; era una sinvergüenza, una
verdadera lumia de plazuela, soez y ladrona; ¡pero, tan alegre, tan
conversadora, tan aturdida!... ¡Buena diferencia de ella a Enriqueta,
dulce, circunspecta, con algo de institutriz en la conversación y en el
ademán!... ¡Oh! ¿Por qué lo alborotado, lo imprevisto, será también,
casi siempre, lo más agradable?...

Esto no impedía al galán, pródigo como un poeta en novelescas
invenciones, atribuir a su amiguita ciertas cualidades, muy
recomendables, de emotividad y desinterés. Ella habíale dado a
comprender, con veladas palabras, que dependía de cierto pobre señor,
viejo y rico. Por esta razón tenía comercio con muy pocos hombres.
Fue preciso que Francisco, el intérprete, le hablase de don Higinio,
celebrándole su buena disposición de ánimo, generosidad y altas dotes
de caballero.

—Yo te conocía de vista —había dicho la señorita Enriqueta— y me
gustabas. Al revés de mis amigas, los jovenzuelos me aburren: son
indiscretos, sobones, pegajosos... Prefiero un hombre, un verdadero
hombre, como tú...

Con esto que ella declaraba, más otro tanto que inadvertidamente y
de la mejor buena fe añadía la manirrota imaginación de don Higinio,
llegó este a componerse una especie de enredo sentimental que, si no
le consolaba completamente, siempre extendía cierto artificio poético
sobre la moza y el camino de simpatía que la llevó a él. ¿Y por qué
no sería amado?... Evidentemente, no era hermoso; pero el amor se
parece al talento; a veces depende exclusivamente del espíritu: se
puede obtener mucha admiración y mucho cariño y ser muy feo. Así
consolado, en el comedor don Higinio miraba al holandés derechamente y
sin envidia: estaban iguales; a él también le querían, con la ventaja
de que sus ojos podían vanagloriarse de haber visto a la italiana,
siquiera fuese a hurtadillas, aquella parte de su cuerpo más crecida y
golosa.

Pronto tres meses serían transcurridos desde que Perea llegó a París,
y las cartas de doña Emilia eran, de día en día, más apremiantes. La
excelente señora no dudaba de que su marido tuviese relaciones con
alguna francesa maestra en el arte de sorber el juicio a los hombres, y
hablaba de arreglar su equipaje y plantarse en el hotel de los Alpes:
ya no quería abrigo de pieles, ni sombreros, ni ninguno de aquellos
regalos que el traidor la describía marrullero con intención evidente
de fortalecer su paciencia con su codicia; lo que ella necesitaba era
a «su Higinio», arruinado, tullido o ciego, o como las grandísimas
tunantas de París le hubiesen dejado. No era posible resistir el
imperio de aquel llamamiento furioso, y Perea lo reconocía así. Pero,
¿cuándo volver?... Serranillas era la verdad, la realidad odiosa, ¿y
quién que conoció una vez el hechizo de una mentira podría tornar sin
dolor a la aridez de la verdad?... Don Higinio no necesitaba mujeres,
ni orgías, ni boatos desusados: con vivir en París tenía bastante.
Hasta lo peor, la tristeza del invierno, la lluvia, la nieve, el frío,
el barro que emporcaba las calles, el rumor oceánico de tantos millares
de vehículos rodando entre la niebla, todo le producía una especie de
mareo, de sopor de conciencia, que alimentaba su ufanía. Él regresaría
a Serranillas, porque allí estaban su mujer, sus hijos y su hacienda;
pero que le dejaran tranquilo algunos meses más, que no le hostigasen
de aquel modo. ¿Es que el egoísmo de los suyos tenía envidia de su
libertad?

Sus relaciones con Enriqueta también le sujetaban allí. Don Higinio,
tonto a pesar de su traza y de sus años como un buen mozo, se creía
amado; ella se lo había dicho varias veces, y una señorita tan seria
no podía mentir ni enamorarse ligeramente. Se trataba de una pasión,
de una verdadera pasión..., y afectos de tan subida calidad no deben
pagarse con ingratitud. La señorita Enriqueta era dulce, mimosa,
lloraría por él si le perdiese, clavaría en el encanto de sus cabellos
sus uñas rosadas, enflaquecería..., y don Higinio tenía el corazón
demasiado blando para consentir que nadie se arruinase por él. No, eso
nunca. Todo menos dejar tras sí una estela de lágrimas. Pero, ¿cómo las
pobres mujeres pueden interesarse así por hombres que apenas conocen?
Él era un aventurero, un español, hijo del país de las leyendas
sanguinarias, un corsario de carnes blancas... ¿Cómo Enriqueta,
ofuscada, no pensó en esto antes de rendirle su voluntad?... Debía,
por tanto, llegar a la ruptura suavemente para ahorrarse futuros
dolores de conciencia. Con estos humanitarios escrúpulos pasó varios
días, hasta que un incidente grotesco acudió a sacarle de aquel
atolladero sentimental.

Una tarde se hallaba don Higinio tomando su aperitivo en la _terrasse_
de un café contiguo al hotel de los Alpes, cuando pasaron Francisco y
un huésped, a quien Perea había saludado algunas veces. Don Higinio,
con una sonrisa y un gesto galante, les invitó a sentarse y ellos
aceptaron. El intérprete pidió un ajenjo.

—Creo que es el duodécimo que bebo hoy —dijo.

El huésped pidió ginebra. Se llamaba Clark. Era un joven suizo, rubio,
alto, elegante, que debía de tener muchos éxitos entre las mujeres.
Don Higinio, para mostrarse amable, se lo manifestó así. Clark sonrió
evasivamente.

—Usted —dijo— tampoco se aburre. Ayer le vi con la señorita Enriqueta.

Perea se ruborizó.

—¿Sí?... Es posible ... ¿La conoce usted?

—Mucho. Es la amiga de Francisco.

Don Higinio miró al intérprete, cuyos ojos, con el deleite de beber,
se inmovilizaban y adquirían una expresión imbécil y húmeda. Clark
prosiguió:

—Es una muchacha muy agradable, ¿verdad?..., y no es cara. Demasiado
seria, tal vez... Yo la he llevado a mi cuarto varias noches.

Don Higinio quedose aturdido, cual si acabase de recibir un porrazo en
la cabeza, y se llevó a los labios la copa de su aperitivo sin advertir
que estaba vacía. No obstante, trató de disimular su desconcierto.
Habló de un modo indiferente...

—Ella me ha referido una historia; dice que tiene relaciones con un
caballero rico.

Clark lanzó una carcajada juvenil, y Francisco, que había oído las
palabras de Perea, sonrió sin dejar de beber: los lacios bigotes,
mojados en ajenjo; la nariz, roja; la mirada, turbia y feliz...

—Esas son invenciones —exclamó el suizo—. La señorita Enriqueta es la
amante de nuestro amigo Francisco, vive con él... ¿Verdad, viejo?

El intérprete hizo un signo afirmativo; luego se encogió de hombros,
significando con aquel movimiento que se echaba la moral a la espalda.
Clark prosiguió:

—La señorita Enriqueta, como no es fea y sabe presentarse, constituye
una mina. Aquí, el señor Francisco la administra muy bien, y, gracias a
ella, donde usted le ve, ya tiene sus economías en la Caja de Ahorros.
¿Verdad, viejo?... ¡Bravo! El señor Francisco no es celoso.

El intérprete insinuó otro ademán de desdén. Estaba borracho.

—Yo conozco París —dijo—; aquí es preciso tener dinero. Mañana llega
uno a viejo, y, si es pobre... ¡zas!, al hospital, ¿verdad? A pudrirse,
¿verdad?, a morirse como un perro... ¡Ah, y eso, no!... Hay que tener
dinero, sea como fuere...; pero dinero, luises..., lo demás...,
¡bah!... Que no me vengan con cuentos, ¿eh?...; que no me vengan con
cuentos... ¡Yo conozco París!...

Clark, que no sospechaba por qué el apasionado don Higinio se
había quedado tan serio, le guiñaba los ojos picaresco y procuraba
interesarle en la conversación. El suizo, por burla, quería que
Francisco hablase.

—¿Hace mucho tiempo que la conoce usted?

—Tres años o cuatro..., ¡es igual!...

—Pero, veamos, señor Francisco; es incomprensible que una muchacha
como la señorita Enriqueta esté enamorada de un hombre como usted. ¡Si
fuese del señor Perea o de mí!... ¡Pero de usted!... ¡Un hombre casi
viejo!...

El intérprete movió la cabeza.

—¡Bah! No sé si me quiere; lo de menos es que las mujeres nos quieran:
lo importante es que no nos dejen. Y para tenerlas sujetas, nada como
esto...

Enseñaba los puños.

—¿Eh?... ¡Yo conozco París!...

Mientras Clark y el intérprete charlaban, don Higinio se prometía no
volver a pasar ni siquiera una noche con la señorita Enriqueta. ¡Miren
la mosquita muerta, qué bien mentía y con qué monacal humildad bajaba
los párpados al hablar «del señor rico» que la protegía!... Y a fin de
cuentas resultaba que la hipocritilla se había desnudado en todos los
dormitorios del hotel de los Alpes, y que el sucio dinero así ganado
iba a redondear el bolsillo del borrachón y repugnante señor Francisco.
¡Qué asco! Perea sentíase removido por belicosos ardores; de bonísima
gana le hubiese sacudido al intérprete un par de bofetadas; su cinismo
lo merecía. Le miró atentamente, analizándole implacable. Era feo,
hediondo, con aquellos ojos vidriosos y azules de lagarto, aquellos
bigotes lacios que, al hablar, parecían metérsele dentro de la boca, y
aquella nariz carnosa y bermeja. ¡Y pensar que la señorita Enriqueta
ponía sus labios sobre un adefesio así!...

Repentinamente don Higinio se quedó muy triste; dentro de su
imaginación meridional, un andamiaje de ilusiones acababa de
derrumbarse. Recordó sus andanzas desde que salió de España: la
bofetada infamante que recibiera en el tren, la burla de madame Berta,
el billete de cien francos que le robó Leopoldina, la aventurera de la
calle Paul-Lelong; y, finalmente, su desabrido enredijo con la señorita
Enriqueta, ¡una señorita al alcance de todos los huéspedes del hotel
de los Alpes!... Verdaderamente, para correr lances de tan pobrísimo
jaez era ridículo que siguiese viviendo en París. Sí, regresaría a
Serranillas. ¿Qué remedio? Aquel era su centro, el desenlace inevitable
de su oscura vida.

A la mañana siguiente, los mozos de un bazar inmediato subieron a la
habitación de Perea tres baúles mundos, que, unidos al reluciente cofre
forrado de hojalata, compusieron un equipaje formidable, digno de un
prestidigitador. En ellos fue colocando don Higinio las pieles, las
ropas, los relojes de pared, los juguetes, las figulinas y los libros
que, sin darse cuenta, había comprado en el largo holgar de aquellos
tres meses, y tantos eran los objetos, que apuradillo se vio para
que, al cabo, todos quedasen bien colocados y envueltos. Por la tarde
recibió la visita de la señorita Enriqueta. La joven se sorprendió; el
dormitorio parecía un andén.

—¿Cómo, te marchas?...

—Sí.

—¿Pero de una vez?...

Con el asombro sus ojos en aquel momento parecieron más lindos. Perea
suspiró. Creía que su amiguita había cambiado de color, que acaso
tenía deseos de llorar, y él no era capaz de hacerle daño a nadie.
Arqueó las cejas, levantó los hombros cuanto pudo y luego dejolos caer
desanimadamente, cual si todo su cuerpo fuera a desplomarse: el gesto
de un deportado a Siberia o de un forzado a cadena perpetua.

—Me vuelvo a España —dijo.

—¡A España! —repitió la francesita—, ¿y por mucho tiempo?

Don Higinio aún pudo arrancar a sus omoplatos una nueva elocuencia.

—Probablemente para siempre.

Estaba triste; pero una repentina inspiración del comediante que
acababa de surgir en él le aconsejaba apesararse cuanto quisiera, pues
en momentos tales era belleza la melancolía.

La francesita, ante un espejo, volvió a colocarse sobre la alborotada
gracia de sus cabellos la gorrilla que se había quitado al entrar;
su instinto práctico la decía que junto a un hombre preocupado con
su equipaje y ante una cama cubierta de cachivaches frágiles y de
sombreros de señora, nada tenía que hacer. Todo había concluido; como
si entre ella y don Higinio acabaran de levantarse los Pirineos...

Para despedirse, la señorita Enriqueta recobró su seriedad; volvió a
hablarle de usted.

—Bien; le deseo un buen viaje, y si vuelve usted a París espero se
acuerde de mí. Ya sabe usted mi nombre y mis señas...

Don Higinio la interrumpió precipitadamente:

—Sí, sí; calle de Rougemont, número diez, muy cerca de los grandes
bulevares...

Le horripilaba la idea de que la joven fuese a darle otra tarjeta.
La escena era trivial, con una trivialidad rayana en lo ridículo, y,
sin embargo, tenía intensidad emotiva, era punzante, removedora, como
todas las despedidas, parodias de la muerte. Además, el desorden del
dormitorio añadía al momento un interés decorativo muy apropiado: algo
de hogar deshecho, de nido frío, de altar roto en pedazos...

La señorita Enriqueta había abierto su cartera de mano: de ella sacó un
espejito, una polverita, un peine minúsculo. Parecía contrariada.

—Necesitaba cumplir varios encargos y no llevo dinero. ¿Me paga usted
un coche?

Don Higinio, magnánimo, la entregó dos luises.

—Toma —dijo— para que adornes una pulsera.

Y se separaron. Demasiado se le alcanzaba al noble manchego que aquel
dinero iría a parar derechamente a las puercas manos del intérprete.
Pero a él, ¿qué le importaba? Si la señorita Enriqueta quería pagar las
borracheras de ajenjo de su viejo amante... ¡ella allá!... Don Higinio
ya no sentía celos; sobre la ligera herida que en su amor propio
dejaron las palabras indiscretas de Clark, la reflexión había extendido
a modo de bálsamo una ecuanimidad tolerante y caballeresca.

Después llamó a un criado y le dio un franco para que le comprase
periódicos.

—Aunque los traiga usted repetidos no importa: los quiero para envolver
pequeños objetos que aún no están embalados.

El camarero volvió con casi toda la prensa del día: _Le Journal_,
_Le Petit Journal_, _Le Matin_, _Le Figaro_, _Le Temps_, _L’Écho de
Paris_, _Le Gaulois_, _Le Petit Parisien_, _Gil Blas_... Perea los ojeó
rápidamente. Muchos de ellos hablaban en su primera página de un crimen
misterioso perpetrado la víspera en una isla del Sena, y publicaban el
retrato del muerto. Perea recordó su disputa con el «apache» amante
de Leopoldina, y en medio de la pena que le producía volver a España
experimentó un bienestar de liberación, una alegría de reo indultado;
realmente, vivir en París era una temeridad.

Aquella noche —la última que pasaría en París— don Higinio no salió
a la calle: prefería a la frivolidad de lo actual las gravedades
enlutadas del recuerdo. Se acordaba de Hernán Cortés y de «su noche
triste». ¿No valía París el imperio de Motezuma?... Subió a su
habitación y extenuado, así de pesadumbre verdadera como de aquella
otra que su imaginación fantaseaba y se atribuía, sentose sobre un
baúl. Miraba a su alrededor.

«Mañana, a estas horas —se decía—, estaré muy lejos...».

Intentó llorar, y como no pudiese se pasó un pañuelo por los ojos y se
metió en la cama, donde no tardó en empezar a roncar sonoramente.

Al otro día, a media tarde, para tener tiempo de facturar, don Higinio
arregló sus cuentas con el dueño del hotel, se despidió de Clark y del
señor Francisco, repartió propinas entre los camareros y subió a un
coche.

—¡A la estación de Orleáns!...

Llevaba consigo el portamantas, dos maletines y varias sombrereras.
Tras él, en un camión, cubiertos por un hule, bajo la lluvia que caía a
torrentes, iban sus cuatro baúles abarrotados de obsequios, y metidas
en cajones especiales, la pianola del notario Arribas y una motocicleta.

En aquel viaje a través de París don Higinio parecía un rey mago.




V


Cinco años después de regresar de París don Higinio Perea experimentaba
la desazonadora impresión de no haberse movido jamás de Serranillas; de
tal modo sus antiguos hábitos habían vuelto a ganarle, y tan perfecto
fue el ayuntamiento del día en que salió de su pueblo con aquel otro en
que volvió a él, que a través del recuerdo entre ambos no parecía caber
ni el intervalo brevísimo de una hora.

La restitución del audaz manchego al solar de sus mayores tuvo, durante
varias semanas, estrépito y claridades de apoteosis. Don Higinio salió
de París muy triste, y su negra pesadumbre le acompañó al trasponer la
frontera y sobre el dolor de las llanuras castellanas: era una amargura
de destierro, de paraíso perdido; don Higinio comprendía a Boabdil...
Sin embargo, al columbrar nuevamente la iglesia de su pueblo, recibió
una perforante emoción de ufanía; luego, según el tren adelantaba, iba
reconociendo los semblantes, todos familiares, de las personas que le
esperaban en el andén, y cada uno de ellos obtenía de su impresionable
corazón un latido alegre. Finalmente, cuando oyó la voz conocidísima,
evocadora, de Juan Pantaleón que gritaba, más emocionado y más artista
que nunca:

—¡Serraniiiillas, dos minutos!...

Sus ojos se arrasaron en lágrimas y su redondo coramvobis se empurpuró.
La multitud le aclamaba; un tonante griterío desgarró el espacio:

—¡Viva don Higinio Perea!...

—¡Vivaaa!...

Allí estaban, en primer término, su mujer, su cuñada, el enorme don
Gregorio Hernández con sus robinsónicas barbazas más revueltas que
nunca, como si la emoción se le subiese a ellas y las encrespara; don
Cándido el boticario; don Tomás Murillo, Julio Cenén, que había cogido
en brazos a Joaquinito Perea para que su padre le viese antes que a sus
hermanos; el notario, don Jerónimo Arribas; doña Lucía, doña Benita,
Pepe Fernández, director de _El Faro_; Gutiérrez, el jefe de Correos,
con sus hijas Águeda y Francisca... Y tras ellos todos los socios del
Casino, el ingeniero y varios empleados y capataces de su mina, y otras
muchas personas curiosas de ver al viajero, de quien últimamente se
había hablado mucho y cuyas supuestas andanzas recorrieron el pueblo
a expensas de la credulidad paya de los unos y de la desocupación y
malicia de los otros. Zarandeado, besuqueado, oprimido, don Higinio,
sin tiempo para desembarazarse de su maletín y de la manta en que iba
envuelto, se revolvía bajo un enjambre de brazos obsequiosos: todos
querían palparle, ofrendarle un testimonio material de su afecto, y al
hacerlo le recordaban sus encargos.

—¿Me trae usted mis postales?

—¿Y mis floreros? ¿Qué hizo usted de mis floreros?...

—¡Amigo Perea!... ¿A que se le olvidó a usted mi despertador?...

En la imposibilidad de responder puntualmente a tantas preguntas, el
gran hombre repartía apretones de manos, frases de esperanza, sonrisas
de asentimiento y parabién. A su alrededor y a propósito de su persona
bullían los comentarios. Don Gregorio Hernández le encontraba más
grueso; a don Cándido le parecía que no había variado. Agarrada a su
brazo, estrechándose contra él enamorada y vagamente celosa, doña
Emilia murmuraba:

—Perillán... bien te habrás divertido... Tenemos que arreglar muchas
cuentas...

Desmayaba la tarde y en la claridad opalina de su agonía, la curiosidad
adornaba de mujeres los balcones; tras las persianas latían ojos
avizores; en las puertas de las tabernas la gente se agolpaba. Era la
atención unánime, absoluta, de un pueblo, concentrada en un hombre. De
este modo, rodeado por una multitud sobre la cual los cuatro grandes
baúles que componían el principal equipaje del viajero flotaban como
boyas, arribó don Higinio a su casa.

Aquellos primeros días fueron alternativamente de laxitud y de fiebre;
a momentos de agitación calenturienta, durante los cuales el repatriado
veíase obligado a divertir a cuantos amigos iban a visitarle,
describiéndoles detalladamente lo mucho que vieron sus ojos, sucedían
intervalos taciturnos de paz. Vaciados los cofres, repartidos los
regalos, comentado hasta lo más nimio, amortiguada la curiosidad de
todos, don Higinio recobraba su vida. Volvió a dar cuerda a los relojes
y a sentir la suave melancolía de las cosas familiares y antiguas. Al
principio añoró mucho las comodidades del hotel de los Alpes. ¡Qué
lujo, qué refinamientos, qué manera de prever y adelantarse a las
menores necesidades del pasajero! Don Higinio hablaba y no concluía: un
criado para abrir la puerta, otro dentro del ascensor, doncellas que
parecían institutrices, mozos de comedor con frac, guantes y botas de
charol, y en cada piso camareros vestidos de _smoking_, ceremoniosos
y elegantes como galanes de comedia, que caminaban delante de los
huéspedes encendiendo las luces, abriendo a su paso todas las puertas
hasta dejarles en sus habitaciones, y retirándose luego tras una
respetuosa curvatura de su espina dorsal. Perea suspiraba. Trabajillo
iba a costarle restituirse a lo antiguo. Ello constituía el asunto
predilecto de sus conversaciones, y a cada momento, para dar a sus
frases relieve y prestigio históricos, exclamaba:

—Estos puños que llevo están planchados en París.

Y otras veces:

—El perfume de mi pañuelo lo compré en el bulevar, cerca del café donde
iba todas las tardes a tomar el aperitivo...

Lo que más trabajo le costó fue acostumbrarse a tirar de los cordones
de las campanillas. ¡Qué abominable atraso el de los pueblos! En
su dormitorio del hotel de los Alpes había un timbre pequeñín, de
porcelana, colocado en la pared, entre la cabecera del lecho y la
mesilla de noche. Bastaba poner un dedo sobre aquel botoncito para que
segundos después, cual salido de una caja de sorpresa, apareciese un
camarero sonriente, amable y cordial como un diplomático. En cambio,
el empleo de la campanilla le parecía indecoroso, especialmente de
noche: si se hallaba acostado y a oscuras y necesitaba llamar, había
de molestarse sacando un brazo fuera del embozo, buscar a tientas el
cordón sobre la frialdad del muro y tirar luego de él, destapándose y
despabilándose con el esfuerzo...

También echaba muy de menos la vajilla del hotel de los Alpes, tan
fina, tan limpia, y la corrección y rapidez en el servicio de la
mesa, y, sobre todo, el arte pulquérrimo de lustrar el calzado. En
Serranillas no había criada que supiese embetunar un par de botas. ¡Qué
distinto de París!... Perea no podía olvidar su alegría cuando por las
mañanas, ante la puerta de su dormitorio, hallaba, dentro de sus botas
cepilladas y bruñidas como el azabache, su correspondencia del día y un
número de _Le Journal_.

Merced a tales recuerdos, don Higinio, mucho tiempo después de salir de
París, continuaba viviendo en París, fumando con fruición el detestable
tabaco que en gran cantidad trajo de allí, discurriendo en francés y
manteniendo abarrisco la hegemonía de Francia sobre todos los países de
Europa.

En su pueblo se ahogaba: le parecía ruin, arcaico, tedioso, y
esta carencia de dinamismo espiritual lo achacaba a la monotonía
de la alimentación, por obra de la probada influencia que sobre
el cerebro tuvo siempre el estómago. Aquel viaje revolucionó sus
opiniones políticas y hasta su manera de hablar; su fonética cambió
completamente; sin llegar a aprender el francés, parecía haber olvidado
el español; las palabras más sencillas y corrientes las pronunciaba
cerrando mucho los labios y oscureciendo las vocales cuanto podía.
También interrumpíase a la mitad de una frase, titubeando cual si no
hallase el verbo o el adjetivo exactos, y la desenlazaba de un modo
raro y exótico. Pero estas inocentes supercherías con que esforzábase
en dar a su persona un barniz europeo duraron apenas un año. La
conversación lugareña de su mujer, los cuidados de sus haciendas, sus
cotidianas disputas con aparceros y rabadanes, las horas amables del
Casino, todo iba quitándole aquel sutil aroma de cosmopolitismo, y al
fin tornó a ser quien era y se hundió en su pasado: fue como piedra
caída en un lago tranquilo, cuyas aguas, luego de vibrar unos instantes
en círculos concéntricos, se cerraran sobre ella impasibles. Otra vez
volvió a sus labranzas, a sus horas solitarias de pesca a orillas
del Guadamil, a sus partidas de dominó y a sus caramelos de azúcar en
el Casino, y al amor virgiliano de los frutales y de los geranios que
medraban en su huerto.

Los tres meses vividos en París no le fueron, sin embargo, totalmente
baldíos, que como algo deja de su filo el cuchillo en lo cortado, así
guarda siempre el espíritu huellas de las emociones que pasaron por él.
Serranillas había cobrado a sus ojos otra expresión más triste, y sus
habitantes, aun los de mayor viso, un irritante empaque de vulgaridad
y ordinariez que antaño no advertía; su viaje, educándole el gusto,
descubriole muchas fealdades, pues suele ocurrir con las personas lo
que con ciertos vestidos viejos, que si en la penumbra de la casa
parecen bien, fuera, bajo la ruda luz de la calle, son inadmisibles.

De ello nació la imprevista afición de don Higinio a andar solo. Aquel
hombre excelente pensaba en París, y a lo largo de las calles de
Serranillas, anchas, calladas, en cuya paz algún estudiante de música
desgranaba notas de Cramer y de Kalkbrenner, arrastraba, semejante a un
ala rota, su melancolía incomprendida de desterrado. A intervalos el
férreo tableteo de las herraduras de un caballo, el pregón del lañador
o la cadencia monorrítmica con que unos colegiales repetían a coro los
números de la tabla de multiplicar; luego nada: solo el eco de sus
pasos en la quietud. Todas las casas, de fachadas revocadas de rosa o
de azul y de aleros salientes, deshabitadas parecían; pero él sentía
que desde las persianas verdes, con verdor de plátano, entre la alegría
de las jambas pintadas de blanco, ojos femeninos le espiaban, le
seguían, preguntándole, quizás, por su leyenda; y Perea, en quien sus
pequeñas infidelidades conyugales agudizaron los instintos aventureros,
experimentaba el roce de esa vehemente lujuria pueblerina, excitada por
el silencio y la inacción en que la carne de las lugareñas jóvenes se
tuesta, y que ardía tras las persianas semejante a un fuego vestal. Don
Higinio suspiraba; ahora lo comprendía; ahora que era tarde. ¡Ah, si él
veinte años antes hubiese sabido!...

La disposición de su casa le permitía mantenerse aislado. A derecha
e izquierda del recibimiento o zaguán empedrado de cantos menudos y
pulidos, abocaban las puertas del cuarto destinado a Teresita y a
Carmen, y del gabinete contiguo a la alcoba conyugal. Después estaba el
patio, adornado de macetas y con un pozo cuya roldana, a impulsos del
aire, chirriaba en el silencio. Más adentro hallábanse el comedor, la
cocina, la despensa, el ropero, el dormitorio de Anselmo y de Joaquín,
y el despacho; una habitación sin otro moblaje que una vieja mesa,
media docena de sillas de paja, varios arcones ratonados llenos de
papeles y un armario con novelas y libros de agricultura y minería.
Estas habitaciones abrían sus ventanas sobre el jardín, grande y bien
arbolado. Los cuartos de la servidumbre ocupaban el desván. Los suelos,
celosamente aljofifados; los techos, altos, y las paredes, blancas y
sin adornos, daban a toda la casa una fuerte alegría de luz.

Don Higinio pasaba largas horas en el gabinete, lejos del rebullicio
familiar y meditando en sí mismo. Contrajo la debilidad de suspirar.
¡Era un extranjero en su país! ¡Nadie le comprendía! ¡Estaba tan
solo!...

Muchas mañanas cogía un libro, y, acompañado de sus hijos, trepaba
bravamente a la cumbre más alta de los montes que parecían oprimir a
Serranillas en un cinturón de piedra. Allí, mientras los muchachos
jugaban, acomodábase en el suelo, ahincaba su bastón en la tierra,
colocaba sobre él su sombrero y miraba el paisaje. La primavera
restituía al campo sus temblores de esmeralda y prendía en el aire
fragancias de azahares y de rosas. Una fuerte claridad blanca ungía
el espacio. Abajo, desde la iglesia a la estación del ferrocarril,
siguiendo un plano levemente inclinado, se arracimaba pintoresco el
caserío: calles tortuosas, encolados jastiales, tejados bermejos y
aquí y allá, como manchas abrileñas, el rectángulo verde de algún
jardín. Del pueblo, juntamente con el silencio, voz augusta del valle,
se elevaba, parecida a un hervor, el inextinguible charloteo de los
pajarillos encelados, y a intervalos, un rebuzno, el clarinear de
un gallo o el grito de algún tren minero: silbido flexuoso que tan
pronto crecía, como se apagaba tras un vallado para renacer después,
según las zigzagueantes evoluciones del camino. Todo orquestaba en el
paisaje, bueno y adusto a la vez: los montes, los predios jugosos, las
arboledas cubiertas de serpollos lozanos, las minas con sus chimeneas
humeantes y sus sólidos edificios de ladrillo, tiznados por el polvo
del carbón; los sembrados de patatas y los campos de alfalfa, sobre los
cuales el Guadamil, brillando a intervalos, parecía haber diseminado
los pedazos de algún espejo roto; y a otro lado, el perímetro circular
y amarillento, semejante a un enorme grano de trigo, de la Plaza de
Toros, y el paseo donde anualmente se celebraba la feria y conducía
a cierta ermita donde la gente piadosa veneraba una imagen de San
Rosendo. Miraba don Higinio y del horizonte refluía hacia él, como vaho
fatal, una ola crecidísima de tristeza. Allí había nacido y en aquel
cementerio lejano cuyos cipreses pequeños, rígidos, se alzaban sobre
el suelo jaquelado por las tumbas cual piezas de ajedrez, hallaría
desenlace y reposo su oscuro afanar. Don Higinio, trágico en medio de
su insignificancia y adocenamiento, resoplaba de dolor con tal brío
que sus hijos volvían los ojos para observarle. El menguado sentía
gravitar sobre sus sienes, como un amago de congestión, la austeridad
litúrgica del silencio: ese terrible silencio campesino, voz de la
tierra que invade el alma y así la entumece y reduce a imbecilidad,
como la exalta y lleva a la locura. ¡París, las torres maravillosas
de Nuestra Señora, el puente de las Artes, bajo el cual vivió tantas
horas felices! ¡El intérprete piamontés, el hotel de los Alpes!... ¿Y
la francesita del tren? ¿Y madame Berta? ¿Y la pícara Leopoldina con su
«apache»? ¿Y la señorita Enriqueta, tan interesadilla y tan formal, tan
seria hasta en el instante de desembarazarse de su camisa?... De todas
estas imágenes cínicas o triviales recordaba don Higinio y ninguna le
sugería rencores. ¡Ah! ¡Y con cuanto gusto hubiese acudido nuevamente a
ellas para ser engañado otra vez!...

A última hora, según costumbre añeja, iba al Casino, y al ver la
ceremonia con que los porteros le saludaban, parecíale recibir un
aliento de Europa y experimentaba bienestar indecible. Después
se distraía sabrosamente oyendo mentir a sus amigos. Durante las
interminables batallas de dominó, los jugadores inventaban historias,
acuchillaban honras, aderezaban con graves salsas de pecado lo más
inocente. Todas aquellas invenciones empezaban de igual modo: «Se
dice...». La fórmula hipócrita, calumniosa y cobarde corría de boca
en boca. Unas veces hablaban de cierto rico tabernero de Almodóvar,
conocido por el remoquete de _Tocinico_, que acababa de establecerse
en Serranillas y a quien suponían complicado en un negocio de moneda
falsa; otras, de la operación que varios médicos de Ciudad Real
practicaron a Águeda, la hija mayor del jefe de Correos: el tumor que,
según su padre, la extrajeron del vientre, era un chiquillo de don
Mariano, el dueño de la herrería. Se comentaban los menores incidentes
acaecidos en el transcurso del día, los trajes que las muchachas
llevaban al paseo y qué novios rondaban hasta más tarde; y si don Tomás
solía dolerse de que no hubiera proporción entre los matrimonios y los
bautizos; y si las caderas de Primitiva y de María Luisa, las alegres
sobrinas del Juez municipal, eran de carne o de algodón; y como fueron
muchas las manos que ora en la calle, ya en la iglesia, aprovechando
irreverentes las apreturas de la misa mayor, pellizcaron en ellas, las
opiniones estaban divididas. La mayoría, sin embargo, propendía al
mal: Julio Cenén obtuvo un éxito cuando dijo que, según el testimonio
fidedigno del limpiabotas de la plaza, que las había servido varias
veces, tanto María Luisa como su hermanita tenían las pantorrillas muy
delgadas...

Luego de cenar, mientras doña Emilia acostaba a los niños, don Higinio,
apoyado sobre la barandilla del balcón, hundía sus miradas en la
fuliginosa vaguedad nocturna. Desde su casa, situada en la parte
más alta del pueblo, se atalayaba bien todo el aspecto del caserío,
blanqueando con blancura fantasmal bajo la claridad lechosa de las
estrellas. El silencio era tan absoluto, tan denso, que parecía
sentirse en la piel. Solo a muy espaciados intervalos, el rumor lontano
de un tren, un ladrido vigilante o el grito agorero de las lechuzas.
A un lado y cual presidiendo el descanso del villorio, surgía la
iglesia con su torre cuadrangular de centenaria reciedumbre, oscurecida
por los años y el polvo minero. Aquella torre, en cuyo remate latía
un reloj de cuatro esferas, parecía registrar simultáneamente los
extremos cardinales del horizonte. Hasta don Higinio llegaba su
imperio; era la voluntad del pueblo: tenía la fuerza de una orden,
el despotismo de un brazo levantado, la dramática elocuencia de un
¡alerta! dado en la solemnidad de la noche. Bajo el espacio negro, el
remate aguileño de la vieja torre recordaba el corvo perfil de una ave
maléfica: las esferas, que solo podían verse dos a dos, eran los ojos
fosforescentes y circulares, y entre ambas, bruñida por la palidez del
misterio astral, una arista semejante a un pico carnicero. En el jamás
interrumpido aburrimiento de la existencia lugareña, la torre de la
iglesia constituía una obsesión inapelable como una ley: era el timón,
la voluntad, la voz que clamaba ordenancista en todos los hogares. Ella
despertaba a los hombres y les mandaba al trabajo; ella, al tramontar
el sol, les restituía a sus casas; camino del colegio, los muchachos la
miraban a hurtadillas. Era la alegría a veces, también el dolor; por lo
mismo, su gesto, al reflejarse en las conciencias, tenía expresiones
distintas: placentero con quien cumplió su deber, adusto para los que,
holgazanes o distraídos, perdieron su jornada.

Don Higinio conocía de memoria estas calladas elocuencias. ¡Torre
maga, torre de sugestión y embrujamiento! Sus campanas, que festejaban
el amor de los casados y la inmersión de los recién nacidos en las
aguas lustrales y gemían piadosas sobre los muertos, parecían las
lenguas encargadas de referir al cielo la historia de aquel pequeño
mundo olvidado. Ella lo disponía todo: el baile y la oración, la labor
y el descanso; su clamor vibraba con voluptuosidades de epitalamio
en la carne de las solteras; sus esferas luminosas, donde reía el
tiempo, registraban el valle y fulguraban sobre él una amenaza. Solo
un rinconcito se sustraía a su dictadura y era el cementerio, el
camposanto; asilo de la eternidad ante cuyos muros se detienen las
horas, y que a la orgullosa arquitectura de la torre erecta oponía la
dócil negación, el inefable reposo igualatorio, de la línea horizontal.

Perdido en estas inútiles y acedas imaginaciones estábase don Higinio
largo tiempo, hasta que la voz de doña Emilia, belicosa como un toque
de corneta, le volvía a la humilde realidad.

—¡Higinio!... ¿Has cerrado la puerta de abajo? ¿Le diste cuerda al
reloj del comedor?

Y luego, con la insolente autoridad del ama de casa abrumada de
preocupaciones y deberes, añadía:

—¡Diantre, haz algo!... Debías suponer que yo soy de carne y hueso y no
puedo estar en todo.

Él, callado y pasivo, más pasivo que nunca, con el reposo y la noble
tristeza de un rey destronado, cerraba el balcón, aseguraba las
puertas, soltaba los perros y volvía al dormitorio conyugal. Muchas
noches doña Emilia, que tardaba bastante en dormirse, le oía suspirar.

Por refinado esmero que pusiese don Higinio en ocultar sus emociones,
era imposible que su disimulo y gobierno de sí propio fuesen absolutos,
y la mutación de su carácter no tardó en trascender al público.
Doña Emilia y Teresita fueron las primeras en advertirla, y hasta
los murmuradores, que al principio se burlaron de la pronunciación
exageradamente francesa que trajo Perea de París, comprendieron que el
espíritu de este atravesaba una grave crisis. Creeríasele herido de
amor o sujeto a cualquier implacable remordimiento o maleficio.

—Nos le han cambiado —decía don Gregorio.

Y doña Emilia:

—Sí, señor, es verdad: el marido que se me fue no es el que ha vuelto.

A ratos, efectivamente, parecía otro hombre: la tristeza había
aristocratizado su rostro carrilludo, y hasta en su cuerpo, a pesar
de su fea cortedad y robustez, parecía insinuarse tímidamente una
elegancia nueva. Se había suscrito a _Le Journal_, dejó de ir a misa,
se aficionó a las corbatas de colores oscuros, compró un plano de
Francia, y siempre que hablaba de París lo hacía bajando la voz, como
si al evocar aquel recuerdo su alma penetrase en algún lugar sagrado.
Era el acento respetuoso, recogido, prudente que se emplea en las casas
donde hay un enfermo grave...

Contraviniendo su antiguo régimen de vida, salía de casa todas las
noches, y acompañado de un perro caminaba por el campo diez y doce
kilómetros. Ni el frío, ni la lluvia, ni el cierzo que pasaba ululante
por los gollizos de la sierra, le detenían. Unas veces se plantaba en
Argamasilla, otras en Almodóvar. Esto, amén de beneficiar su salud,
le ayudaba a demostrar cuán cosida llevaba la costumbre de recogerse
tarde. Sus convecinos se asombraban de verle y él sonreía, halagado y
triste.

—Si me acostase antes de las doce —explicaba— no podría dormir.

No bebía más que cerveza y aseguraba que el olor del vino le producía
náuseas. La primera botella de ajenjo que entró en Serranillas fue
para él y suscitó largos comentarios: todos hablaban del brebaje verde
donde Perea, que no podía renunciar a sus hábitos de París, disolvía
lentamente un terrón de azúcar colocado sobre un tenedor. Julio Cenén
compró la segunda botella, y como era muy novelero y gustaba de llamar
la atención, la llevó al Casino para que todos lo supiesen. Este
afrancesamiento de costumbres indignaba a don Gregorio e infundía a su
vozarrón fragosidades de batalla.

—Son ustedes unos criminales —decía—, están envenenando al vecindario,
y usted, amigo Perea, es el principal responsable. ¡Beber ajenjo en
Serranillas! ¿Dónde se vio nada igual?...

Don Higinio hacía un signo de asentimiento y no contestaba; después se
encogía de hombros, con la laxitud triste de quien sabe que no puede
vencer sus vicios.

En la mesa familiar mantenía generalmente una actitud grave. Teresita
hablaba trivialidades; doña Emilia regañaba a los muchachos por su
desaplicación o sucia manera de comer y continuamente citábase como
modelo.

—A tu edad —decía— yo no era así...

Perea callaba, aburrido, pensando que aquellas conversaciones
repetidas día tras día, a lo largo de los años, tenían un rumor
somnífero de aguacero. Frecuentemente quedábase absorto, inmóvil, la
cuchara en el aire, los ojos, que no veían, clavados sobre un punto del
muro. Su mujer le pellizcaba:

—¡Que no estás en París!...

Él la miraba, sonriendo bondadoso:

—¿Cómo adivinaste?...

Y seguía comiendo con esa placidez que suelen adquirir los rostros
cuando el espíritu se halla ausente.

Recién vuelto de su viaje había continuado usando varios objetos
que denotaban cierto galán refinamiento de costumbres: como ligas,
bigoteras, frascos de brillantina, cosméticos, piedras pómez que
limpian los dedos y les dan delicado pulimento, limas, pastas de rosado
color para las uñas, pomadas suavizadoras del cutis y otros afeites.
Pero insensiblemente, según el ambiente de Serranillas iba dominándole,
aquellas novedades traspirenaicas fueron cayendo en deplorable desuso:
las ligas cedieron su lugar a las antiguas y aborrecibles cintas; las
bigoteras, olvidadas quedaron en un cajón de la cómoda; las limas
se cubrieron de moho; los niños llenaban de agua los pulverizadores
para regar las macetas. Perea había llegado a olvidar el secreto de
aquellos lazos de corbata que se hacía en París y de nuevo, hasta en
estas nimiedades, hubo de someterse a la férula maternal de su mujer.
Lentamente se abandonaba, descuidaba los perfumes, no se limpiaba los
dientes. Cuando iba a salir a la calle, no encontraba nada: doña Emilia
tenía que anudarle la corbata, le ayudaba a ponerse los tirantes, le
estiraba el chaleco sobre la redondez del abdomen, y al cepillarle
la ropa, ya puesta, como lo hiciese con mucha exageración y ahinco,
solía darle con la madera del cepillo en los artejos. Entretanto, le
sermoneaba.

—¡Ah, qué hombre tan desmañado! La verdad, no comprendo cómo has podido
arreglártelas por esos mundos separado de mí.

Él sonreía; su tristeza habíase resuelto en olvido o abandono de su
persona, y en una novísima exaltación de su cariño a la naturaleza:
pescaba más que antes y dedicose asiduamente al mejoramiento de los
frutales del jardín. Amaba las uvas de reflejos metálicos; las fresas,
que, con los últimos días abrileños, comenzaban a bermejear entre
la verde alcatifa de sus hojas; las dulces sandías, que a veces se
agrietaban de maduras, riendo con una bocaza clownesca, roja y feliz;
las lechugas jóvenes, semejantes a esmeraldas sobre la gleba de la
tierra removida y oscura. Entre los frutales, don Higinio tenía también
preferencias. Sus favoritos eran los albaricoqueros y las higueras de
frondoso y lozano ramaje, árboles peleadores, cuyas ramas enérgicas
crecían rectilíneas hacia la luz. Ante estos tentáculos decididos,
derechos y belicosos como bayonetas, los olivos más próximos, así como
los manzanos y los guindos, de troncos blancos y redondos, recogían su
follaje en un gesto notorio de huida. Perea desdeñaba aquellos árboles
cobardes, cuya debilidad, por una larga concatenación de ideas, le
movía a pensar en sí mismo.

A fines de mayo la llegada de unos acróbatas, procedentes de Ciudad
Real, regocijó y puso en fiestas al vecindario. Los familiares del
Casino no hablaban de otro asunto. Julio Cenén, que conoció al director
de la farándula cuando este fue al Ayuntamiento por la necesaria
licencia para levantar a un lado del paseo su circo de lona y tablas,
aseguraba que las tres mujeres de la compañía eran hermosísimas,
especialmente la más joven. Cenén y Pepe Fernández, director de _El
Faro_, habían conversado con ella. Tenía diecinueve años y era de
Perpignan.

—¿Habla español? —preguntó Arribas.

—Muy poco; veinte o treinta palabras; eso es lo malo: hay que
enamorarla por señas.

Todos miraron a Perea.

—¡Vamos, don Higinio!... Ahí tiene usted una francesa, casi una
compatriota... ¡Sea enhorabuena!... Ahora puede usted lucirse...

Don Higinio sonreía modesto. Sí, es verdad, que él dominaba el francés;
pero... ¡bah!... La ocasión no era la más a propósito. En los Pirineos
Orientales se habla un dialecto híbrido y oscuro lleno de influencias
catalanas. ¡Una francesa de Perpignan!... ¡Si hubiese sido de París!...

Alguien insinuó la posibilidad de que Perea la conociese; como esas
mujeres de teatro viajan tanto... Don Higinio sentíase puerilmente
mecido, enfatuado, por tal suposición. ¡Quién sabe!... Mientras
estuvo en París había frecuentado mucho los teatros Casino y Olympia,
donde conoció a las aventureras de más boato y renombre, y no sería
extraordinario que él y aquella titiritera hubiesen bebido cerveza
juntos alguna vez.

—Yo —añadía bajando la voz— llevaba en París una vida de infierno:
bailes, cenas con mujeres... ¡En fin! ¡Como un muchacho! Raras eran las
noches en que iba a dormir a mi hotel.

Insensiblemente, los tres meses que don Higinio permaneció en París
fueron dilatándose hasta convertirse en cuatro, en cinco, en seis...
Al principio, el intrépido viajero se daba cuenta de su superchería;
pero luego, repitiéndola, llegó a embaucarse y tener por hecho real
y valedero su propia mentira. Y como la realidad de los sucesos y
personas se desdibuja tanto o más en las lejanías del tiempo que en
las del espacio, el mismo don Gregorio y todos sus amigos llegaron a
creer que Perea, efectivamente, había residido en la ciudad del Sena
más de un semestre. Contribuyó a añadir visos de certidumbre a la
invención la época en que don Higinio salió de Serranillas: fue a
mediados de noviembre, y el tránsito de aquel año al siguiente daba a
su destierro longevidad increíble. Además, Perea, sumando discretamente
lo poco que alcanzó a conocer a cuanto los periódicos le enseñaron,
disertaba con notable desparpajo acerca de fiestas y cuadros de la vida
parisina separados entre sí por grandes intervalos: de los bazares
de juguetes que invaden los bulevares el día de Nochebuena y de la
feria famosa del Catorce de Julio, aniversario de la rendición de la
Bastilla; de los bailes de la ópera y del «Gran Premio» de Longchamps;
de las borrascosas sesiones presenciadas por él en el Parlamento, y
de las escenas galantes de las playas de Dieppe y Trouville... Y esta
diablesca mescolanza de fechas y lugares coadyuvaba singularmente a
dilatar su viaje.

El viernes, a las ocho y media de la noche, según _El Faro_ había
anunciado, celebrose la inauguración del circo: un verdadero
acontecimiento que removió hasta el fondo los arcones olientes a
naftalina, donde las muchachas acomodadas tenían guardados sus
trapitos. A fiesta de tanta solemnidad y cosmopolitismo no podía faltar
don Higinio. Acompañado de su mujer, de sus hijos y de su cuñada, ocupó
seis sillas de la primera fila. Allí estaban también don Gregorio y
doña Lucía, con sus rojas mejillas sopladas y tirantes; el boticario
y doña Benita; Cenén, el notario Arribas, María Luisa y Primitiva
Sampedro, las sobrinas del juez municipal; el jefe de Correos con su
familia, y otros muchos nombres de la buena sociedad.

A lo largo de los asientos, como por hilos telegráficos, los chismes,
las inquinas, las suposiciones calumniosas, corrían con inverecunda
fertilidad y presteza. En aquel villano torneo de cobardía y maldad,
los socios del Casino alcanzaban los primeros puestos.

—¿Han visto ustedes qué pálida está la hija de Gutiérrez?...

—Desde la historia del tumor...

—Sí, sí... ¡Valiente tumor!... De tumores como ese hemos nacido todos...

El circo, hecho de tablas, era una especie de anfiteatro, cubierto por
una gran lona que oscurecieron la intemperie y el polvo y salpicada
de remiendos blancos; un recio horcón o puntal clavado en el preciso
comedio de la pista daba forma cónica a la frágil techumbre. La
gradería de la entrada general hallábase separada de los asientos de
mayor aprecio por un callejón, y la constituían largos tablones sin
numeración ni respaldo. Una traspillada cortina de yute ocultaba a
los espectadores el sitio por donde entraban y salían los artistas.
Al otro lado, sobre un andamiaje a modo de palco, seis individuos
pertenecientes a la Banda municipal, soplaban en sus instrumentos las
bélicas notas de un pasodoble. El formidable bataneo del platillo
señalaba el ritmo. Del suelo arenoso, removido, pisoteado, ascendía
un polvillo sutil que iba blanqueando los sombreros de los hombres y
amortiguaba el resplandor de los dos arcos voltaicos pendientes de un
alambre sobre la pista.

Callado, un poco triste porque se acordaba de París, don Higinio miraba
el espectáculo. Doña Emilia, adivinando la situación de ánimo de su
marido, se irritó: estaba aburrido y, lo que era peor, con aquella cara
aburría a los demás; la gente lo notaba.

—¿Quieres que nos vayamos a casa?...

Perea, hablando muy bajito, tranquilizó a su mujer:

—No, hija; si estoy contento... ¡Créeme!... Ahora... ¡Claro es!... Como
de todo esto he visto mucho y tan bueno...

Efectivamente, ni las malabaristas alemanas, ni el payaso, ni el
hércules que jugaba con una bala de cañón, le emocionaban; los perros
amaestrados le aburrieron tanto que se puso a leer el último número
de _El Faro_. Únicamente le interesó la francesita de Perpignan, que,
de pie sobre una alfombrilla y a los acordes de un vals, realizaba
ejercicios de dislocación. Era menudita, delicadamente carnosa, con
cabellos de paje enguedejados y rubios y una boquita irónica como la de
una dama galante del Renacimiento. La muchacha gustó; su juventud, su
gracia, la cordial armonía de sus formas y ademanes, conquistaron al
público; hombres y mujeres la observaban ávidamente, y la artista debió
de sentir sobre su piel rosada, como efluvio magnético, el roce del
deseo y de la envidia. Un grupo de amigos del Casino, Julio Cenén entre
ellos, miraba a Perea, invitándole con exagerados guiños y aspavientos
a que reparase bien en la francesita. Parecían decirle: «Ahí la tiene
usted. Esas son de las que a usted le gustan». Viéndoles, don Gregorio
reía. Don Higinio, molestado, miró a su mujer.

—Podían considerar que vengo contigo. Esas indiscreciones únicamente
entre hombres solos pueden tolerarse.

Ella había enrojecido de celos.

—Cuando tus amigos te embroman así, algún motivo habrá. Yo no soy
tonta. ¿Es que a esa mujer la conociste en París?

Perea, satisfecho y envanecido, se echó a reír.

—¡No digas disparates!... Claro que hubiera podido conocerla... Pero,
no, te lo aseguro; no sé quién es...

Y su pueril petulancia era tal que quitaba eficacia a su negativa.
Doña Emilia le miraba de hito en hito a los ojos, y bajo su rollizo
corpachón toda su ingenua y caliente sangre manchega hervía. ¡Ah, la
raza!

—Yo sabré enterarme —murmuró—; y si esa titiritera ha venido a
Serranillas detrás de ti, pierde el moño.

Su cólera era tanta que empezó a suspirar y a rebullirse en su asiento,
cual si la pinchasen alfileres. Perea sintió a su lado una palpitación
de tragedia y tuvo miedo. La idea de que dos mujeres se matasen por
él le horrorizaba. Doña Emilia tenía el semblante cubierto de mador
y salpicado de manchas rojizas, como si un ataque de herpetismo la
amenazase.

—Esta misma noche he de saberlo —repetía—; esta misma noche...

Nada dijo don Higinio; pero cuando la francesita, terminados sus
ejercicios, se retiró, pareciole que acababan de quitarle un gran peso
de encima.

Al día siguiente, en el Casino, don Higinio Perea quiso a bofetadas
madurarle los carrillos a Cenén y a Pepe Martín. Su broma de la
víspera, en el circo, era imperdonable y sirvió para que su mujer
le diera un disgusto; doña Emilia tenía celos de la francesita de
Perpignan.

—Y si lo hicieron ustedes para mortificarme —agregó levantándose con
bélica arrogancia—, se han equivocado: yo no tengo miedo a nadie; yo sé
cerrar los puños y ponerlos donde sea menester.

Tosió, se aseguró las solapas sobre el pecho, dio algunos pasos hacia
adelante, hacia atrás, de costado, ante las personas que le rodeaban
expectantes, suspensas de tanta valentía.

—Porque a reñir —concluyó—, y esto se lo digo a usted..., y a usted...,
y a usted..., y a quienquiera darse por aludido, no hay hombre que me
eche el pie delante.

Aquel arranque de cólera había agotado los escasos fondos de rencor que
podían incubarse en un espíritu tan evangélico y bonachón como el suyo,
y así, apenas lanzó su viril desafío, cuando con las últimas palabras
sus odios claudicaron y sintiose descaecido y amansado como una oveja.

Julio Cenén, que le conocía perfectamente, aprovechó esta oportunidad
para abrazarle. ¡Ea, pelillos a la mar!... Pero ¿a qué venía
aquello?... Varios de los circunstantes intervinieron en favor de la
paz y don Higinio, satisfecho de su airosa conducta y ya totalmente
desarmado, concluyó echándose a reír. Estaba pesaroso de su arrebato;
no se acordaba de nada, no quería que nadie lo recordase tampoco. Se
acabó; él retiraba una a una cuantas frases agresivas hubiera podido
decir...

Por la noche volvió al circo acompañado de Cenén; el secretario del
Ayuntamiento quería a todo trance hablar con la francesita de Perpignan
y le llevaba de intérprete. Al entrar vieron a don Gregorio Hernández.
Cenén le echó un brazo por la cintura.

—¿Quiere usted venir? Vamos a decirle cuatro requiebros a la francesita
de las dislocaciones.

El rostro aguileño del travieso secretario rebosaba malicia. Don
Gregorio le miraba desdeñoso y burlón; a Cenén no le crecían ni el
juicio ni los pantalones; no le inspiraba confianza; a él los hombres
de cabeza pequeña nunca le habían gustado. Tras una pausa, demostró
ceder:

—¿Y quién va a presentarnos?

—¿Quién ha de ser?... ¡Yo!... O mejor dicho, el amigo Perea, el único
de nosotros que sabe francés...

Aquella noche el elemento masculino predominaba; los mineros invadían
la entrada general; en los asientos de preferencia, en cambio, había
pocas familias; las señoras decían que las saltimbanquis trabajaban
demasiado desnudas...

Siguiendo un callejón llegaron Cenén, don Higinio y el médico a
la parte del circo por donde salían y se retiraban los artistas.
Allí estaban el clown de los perros amaestrados, el hércules, las
malabaristas alemanas y la francesita de Perpignan. Al ver a Cenén, a
quien ya conocía, la joven sonrió. En familiar y limpio castellano, el
secretario, con gran desparpajo, presentó a don Higinio:

—Aquí tienes un hombre que en eso de hablar francés es una especie de
Gambetta.

Por los ademanes de su interlocutor comprendió la señorita de Perpignan
que la traían un intérprete.

—Muchísimo gusto... ¿El señor habla francés?...

Perea tartamudeó:

—Sí, sí... un poco...

Cenén lanzó una carcajada grosera:

—Le hemos entendido a usted perfectamente. Ha dicho usted: «Sí, sí; un
poco». Para eso no necesita usted ponerse tan colorado.

La joven miraba, alternativamente, a los tres hombres.

—España es muy bonita —dijo—, me gusta mucho. ¿Conoce usted París?...

Don Higinio afirmó. ¡Ah! ¡Ya lo creo! ¡París!... ¡No conocía otra
cosa!...

—¿Vivió usted allí mucho tiempo?

Él extendió los cinco dedos de su mano derecha y el meñique de su mano
izquierda, y luego, con un mohín de indecisión, alargó también el
anular.

—¿Seis o siete años? —exclamó la artista asombrándose.

—No, no...

—¿Seis o siete meses?

—Sí... sí...

Se embarullaba. Al responder, por más esfuerzos de memoria que hacía,
no daba con la palabra exacta; el buen hombre se hallaba en ridículo;
su festera imaginación le había engañado; ahora su conciencia lo
afirmaba: él no sabía francés. Cenén se reía, mortificándole:

—¿Y para eso nada más, para decir «no, no» o «sí, sí», ha pasado usted
la frontera?

Perea intentó disculparse; atribuía su torpeza a falta de costumbre;
en la psicología de la conversación hay mucho de mecánico; él estaba
cierto de que ocho días después de volver a París charlaría el francés
de prisa y correctamente, lo mismo que antes. Además, en Perpignan se
habla un dialecto estúpido, y no aquel francés limpio y sonoro que él
había aprendido en el bulevar.

—Dígale usted —apuntó Cenén— si quiere cenar conmigo.

Don Higinio se mordía los labios. «Cenar —pensaba—, ¿cómo se dice
“cenar” en francés?...».

Trató de corregir la torpeza de su verbo por medio de una mímica
hiperbólica, perfectamente meridional. La artista se encogía de
hombros, risueña y encantadora dentro de sus mallas color tabaco. Había
comprendido.

—¿Cenar? —dijo—. No puedo; esas cenas después de la función suelen
hacer daño...

Sonó un timbre y la señorita de Perpignan se despidió; sus manos duras
y pequeñas de gimnasta oprimieron las de don Higinio con viril sacudida.

—Adiós, señores. Va a empezar «mi número». ¿Irán ustedes a aplaudirme?

—¿Qué dice? —interrumpió Cenén.

—Nada, que se marcha; dice que «buenas noches». ¿Vamos a verla?

La francesita dirigíase hacia la cortina de yute que velaba la pista,
y a cada momento volvía la cabeza despidiendo a los tres hombres con
una sonrisa de malicia. Don Higinio, Cenén y don Gregorio, que no había
desplegado los labios, juzgando su misión terminada, se retiraron. El
secretario iba furioso.

—Si lo sé —decía—, me traigo un diccionario. ¡Lástima de noche!...
¡Canastos!... ¿Sabe usted, amigo Perea, que en París, con un
intérprete como usted, cualquiera se muere de hambre?...

Doña Emilia tenía prohibido a su esposo categóricamente que fuese
al circo; él, mansurrón y ladino, la ofrecía obediencia y se iba al
Casino so pretexto de que sus digestiones empezaban a ser difíciles y
necesitaba aligerarlas haciendo un poco de ejercicio después de cenar.
En el Casino, jugando al dominó, permanecía hasta las nueve y media o
las diez; pero a esa hora él, don Gregorio, que también se finaba por
las faldas y el secretario del Ayuntamiento, se marchaban a relamerse
de gozo con las dislocaciones de la señorita de Perpignan.

Al médico corpulento, sanguíneo y feudal, y a Julio Cenén, picado de
lascivia como un adolescente, les llevaba allí el deseo de ver casi
en cueros a la francesa y complacerse en la anguilada multiplicidad
de sus actitudes, con cuyas visiones don Gregorio se ponía rojo, y
el secretario del Ayuntamiento, que en sus momentos de más férvida
atención tenía el sucio vicio de morderse las uñas, se quedaba lívido.

En don Higinio las gelatinosas torceduras de la saltimbanqui producían
emociones de otro orden más espiritual y depurado. La hermosura
alechigada y maciza de las alemanas malabaristas, el francés bárbaro
del payaso, los juramentos que mascullaba en italiano el director de
la compañía, le interesaban por igual y unos instantes le alejaban de
Serranillas. Aquello era un remedo de cuanto él vio en sus andanzas por
Europa, una fiesta de cosmopolitismo que orientaba su alma nostálgica
hacia las frivolidades babélicas de Clichy. ¿Por qué se habría
unido a doña Emilia? ¿Por qué tendría hijos y casas y heredades que
administrar? ¿Por qué producirían sus campos tantas aceitunas y tanto
trigo? ¿Por qué rodaría el agua en su aceña?... Y como si todo ello no
bastase a retenerle bien trabado y sujeto, sus negocios de carbón, su
mina, clavada en la tierra como profundísima raíz. Él hubiera deseado
ser capitán de barco, pícaro, cantante o titiritero; entonces, como
su rodar por el mundo le enseñara diversos idiomas, habría sabido
exponer su amor a la señorita de Perpignan, y ella le hubiese querido y
entregado a toda su voluptuosa disposición y merced. La idea de verse
dentro de unos calzones de botarga y con la nariz pintada de bermellón
no le intimidaba: tan grande era la eficacia poética de su ensueño.
Ella vestiría sus mallas de color tabaco, y él se endosaría un traje de
clown, de chino o de diablo... ¿Qué importaba?... Y luego, adelante por
los caminos; muy pobres los dos, pero muy juntos, muy felices, con la
suprema alegría de la libertad. La madre Casualidad, que siempre tuvo
para los «sin patria» una sonrisa y una gota de leche, les acompañaría.
¡Ni hijos, ni muebles!... Nada que sujete; ningún lazo que obligue
al corazón a mirar hacia atrás. Ante estos espejismos de hamponería,
don Higinio suspiraba, amodorraba los ojos, cruzaba sobre la media
esfera de su vientre sus manos cortas y peludas. Porque los hombres
son en esto de desear lo mismo que las mujeres, que se desperecen y
agotan por lo que no tienen, y así, mientras las pueblerinas sueñan con
viajes, las titiriteras acaso diesen toda su independencia, todas las
distracciones de su vivir quebrado y errante, a cambio de una casita
rústica con gallinas y árboles frutales.

Estos ensimismamientos de don Higinio solía destruirlos un brusco
codazo de Cenén. La francesita, inclinándose agradecida bajo los
aplausos del público, se retiraba de la pista con corteses y graciosas
zalemas.

—¡Mírela usted, qué pinturera! —rugía el secretario mordiéndose una
uña—. ¡Había que comérsela!

—¿Cómo se llama?

—La Debreuil, Liana Debreuil... ¿Quiere usted que volvamos a verla?...
¡Cáscaras! ¡Usted está helado, amigo mío!...

Perea se alzaba de hombros.

—Pero, ¿qué quiere usted que haga?... Luego, el dialecto de esas
francesas de los Pirineos Bajos es tan raro... Ya recordará usted lo
que me sucedió con ella noches pasadas... ¿Verdad?... Hablamos, y...
¡ni media palabra!...

Al concluir el espectáculo Julio Cenén despidiose rápidamente de don
Higinio y del médico. Don Gregorio le miró atento y poniéndole sobre el
cogote una de sus manazas de cazador. El semblante del secretario tenía
la inmovilidad de líneas, la fanática dureza de expresión, con que se
manifiestan las resoluciones inexorables.

—¿Dónde va usted?... —exclamó el médico atenazándole un brazo.

—Eso no se pregunta.

—Sí, señor, se pregunta. ¿Dónde va usted, perillán?...

—A ver a la Debreuil.

—¿Solo?

—Completamente solo; es decir...

Con hipocresía discreta enseñó a sus amigos un billete de cien pesetas
que llevaba en la cartera.

—¿Eh, amigo Perea, a usted que ha corrido mundo, qué le parece mi plan?

Luego, bajando la voz, los ojos relucientes de picardía:

—Voy a traducir mi pasión al Esperanto; esta vez creo que la señorita
Liana y yo nos entenderemos.

Como el bien ajeno aflige tanto, a don Higinio y a don Gregorio
las palabras del secretario les dejó tristes. Largo rato caminaron
preocupados, en el silencio de las calles blancas, llenas de luna. Al
fin, habló don Gregorio: los sanguíneos son impacientes.

—¿Cree usted que conseguirá algo?

Don Higinio hizo un gesto ambiguo; un mohín prudente de hombre mundano
que ha visto muchas veces cómo lo que parecía imposible, el azar en un
santiamén lo allana y resuelve.

—Nadie sabe...

El médico afirmaba egoísta.

—¡Bah! Me parece que no.

—Sin embargo, ese Cenén es un diablo.

—¡Por muy diablo que sea! Yo le aseguro a usted que no consigue nada.
Él hará lo posible..., ¡eso sí! Ya le conocemos; pero la francesita le
sacará el dinero, se divertirá a su costa unos días, y luego... ¡la del
humo!... ¡Buenas son las francesas! ¡Tías más interesadotas nadie las
vio!... ¡Es decir, a quién voy a contárselo!... Usted ya las conoce...

Perea sonreía y bajaba los párpados, cual si en la lengua llevase
alguna anécdota galante y sabrosa y no osara contarla.

—Sin embargo —dijo lentamente, con la parsimonia de quien va leyendo en
su experiencia—, esas mujeres de teatro suelen tener caprichos...

—¡No me hable usted de ellas! Son unas pécoras. Yo no he tenido
comercio con ninguna, pero lo sé por mis amigos de Ciudad Real. ¡Ya lo
dice el pueblo! La carne de teatro, cara y mala.

—¡Cara, sí, es cierto!

—¡Y mala, don Higinio!...

—Mala no, don Gregorio.

—¡Sí, señor, mala! ¡Muy mala! ¡Canastos!... ¡Se lo dice a usted un
médico!

Pero don Higinio no cedía; instintivamente se apasionaba por las
artistas, no quería que se las ofendiese; el odio burgués que Hernández
manifestaba hacia las amables servidoras de la farándula enardecía su
ánimo; defendiéndolas parecíale defender algo suyo. Su actitud fue tan
resuelta que el médico cedió un poco.

—Bueno, no se encrespe usted así. ¡Caramba, Perea! Bien se conoce que
habla en usted el agradecimiento. No obstante su opinión, yo sigo en
mis trece y... ¡al tiempo! Estoy seguro de que Cenén, que en el fondo
es un chiquillo, no consigue nada.

Era media noche cuando se despidieron. En la oscuridad, al lado opuesto
de la plaza, el globo rojo de la botica de don Cándido tenía la
expresión de una mirada.

—Hasta mañana, amigo Perea.

—Hasta mañana, don Gregorio.

Cuando don Higinio, andando de puntillas, llegó a su cuarto, fue
interpelado agriamente por doña Emilia:

—¿Qué hora es?...

—Aproximadamente las doce y media.

—No mientas, estoy sin dormir hace dos horas. Ahora son la una y media.

—No, mujer...

—Si, señor. Antes oí: ¡tan!... la una. Y antes había oído otra
campanada: ¡tan!... las doce y media. ¿Crees que soy tonta?...

Perea repuso flemático:

—Si deseas convencerte de tu engaño levántate y mira el reloj.

—No me hace falta. ¡Yo quisiera saber qué motivos te retienen por ahí
hasta estas horas, las menos oportunas para que estén fuera de sus
casas las personas decentes!

Don Higinio se había quitado la americana y el chaleco, que a tientas
colocó abiertos sobre el respaldo de una silla, para que los sobacos se
aireasen y secasen. La rolliza y encolerizada señora se removía en el
lecho con un áspero roce de sábanas.

—¿Te diviertes mucho en el circo?... Como ahora, al cabo de los años,
hemos descubierto que te mueres por las francesas. ¡Dichoso París,
dichoso viajecito a París, dichosa lotería!...

Perea, que se acordaba de su cuartito del hotel de los Alpes, lanzó un
suspiro tan hondo, tan huracanado, como el aliento de un gigante. Ella
lo glosó agresiva:

—¡Sí, te entiendo, ya puedes suspirar! Afortunadamente esas bribonas
se marchan de aquí el domingo. Hacen bien; de no irse, entre yo y unas
cuantas íbamos a arrastrarlas por las calles del pelo.

Don Higinio, que acababa de perder un botón, empezó a buscar por la
pared la llavecita de la luz.

—No enciendas —ordenó doña Emilia—, me duelen los ojos.

Perea concluyó de desnudarse a oscuras.

Otra noche el secretario del Ayuntamiento, tras un ocultamiento de
dos días, reapareció en el Casino con aires de misterio y de triunfo.
Sus amigos le interrogaban sonrientes, y él a todos contestaba en voz
baja y pasándoles un brazo por el hombro. En la sala del billar, don
Higinio, el notario y el médico, oyeron de labios de don Cándido lo
sucedido. Julio Cenén se hallaba en relaciones con la titiritera: él lo
decía, daba detalles; además, varias personas le habían visto.

—¡No lo creo! —interrumpió don Gregorio.

El boticario insistió; era un casado pacífico a quien no irritaban los
éxitos amorosos del prójimo.

—No lo dude usted, Hernández; anoche mismo, ya tarde, estaban cenando
en la fonda.

Perea observó vengativo:

—¿No se lo dije a usted, don Gregorio? Pero usted no quiso creerme: las
artistas son muy caprichosas.

—¡Caprichos!... Entendámonos, porque esa mujer no querrá a Cenén por su
cara linda, buscará su dinero...

—También es posible —replicó Perea—: la mujer de teatro es cara.

—Y mala, don Higinio.

—Mala no, don Gregorio; no sea usted tozudo. Ni malas, ni sucias, ni
feas, hablo en general. ¿No dirá usted que la Debreuil es fea?...

Los omoplatos del médico tuvieron un encogimiento de supremo desdén:

—¡Bah!... Total, ¿qué?... Una saltimbanqui al alcance de todo el mundo.

Para distraer su envidia fue a sentarse a la mesa donde sus compañeros
de tresillo le esperaban. Don Higinio y el notario continuaron
informándose por don Cándido de la aventura de Cenén.

—¿Pero la francesita va a quedarse en Serranillas? —exclamó Arribas.

—No la juzgo tan loca.

—¡Naturalmente! Cenén carece de recursos para mantenerla.

Perea sonreía, atónito del buen atrevimiento, donaire y fortuna del
secretario. Preguntó:

—¿Sabe algo la mujer de Julio?

—Lo sabe todo; nada había sucedido aún cuando ya fueron a contárselo.
Pero, ¿qué hará la pobre?... ¡Aguantarse! ¡Ya sabemos cómo es él!...

El pasmo que despertaron estos pormenores en el alma ecuánime de don
Higinio, pronto se fundió y deshizo en melancolía. Al principio,
la mortificación de amor propio que sufriera don Gregorio le
regocijó malévolamente; luego, él mismo y por idéntica causa, fue
amustiándose. ¡Qué fortuna la de Cenén! Perea estaba seguro de no
cederle en conversación y don de gentes y de aventajarle en dinero,
respetabilidad y costumbre de hablar con francesas, que para algo había
estado en París y conocido a la señorita Enriqueta. Y, sin embargo,
él nunca hubiera sido capaz de acercarse a la Debreuil, mostrarla un
billete de veinte duros y llevársela a cenar. Para esto hacía falta
despreocupación, alegría desvergonzada, frescura de espíritu, y no
tener una mujer como la suya.

«¡Yo quisiera verle con Emilia!» —pensaba, consolándose.

Las relaciones de Julio Cenén con la señorita de Perpignan habían dado
a la figurilla desmedrada y simpática del secretario un prestigio
galán. Su popularidad creció. Todas las simpatías femeninas estaban de
su parte, porque era el hombre más pintoresco del pueblo y el único
capaz de requebrar a las esposas de sus amigos. Él explotaba bien su
éxito. Ni una noche faltaba al circo y las mujeres que le veían pasar
desde sus ventanas le advertían mejor afeitado y vestido con mayor
pulcritud que antes. Cuando Liana Debreuil salía a la pista, sonrientes
los labios impúdicos, los brazos en alto, el cuerpo mollar y felino
perfectamente modelado y como desnudo bajo sus mallas, la muchedumbre
miraba a Cenén. Ella saludaba al público con reverencias y piruetas de
bailarina, y al tenderse en la alfombrilla pecho arriba, las piernas en
flexión, las manos cruzadas bajo la nuca, velaba los ojos perversamente
cual si el recuerdo del enamorado secretario la rozase los senos. Julio
Cenén, triunfante, envidiado, faunesco, reía dichoso, como sobre un
pedestal, entre un grupo de amigos.

En la noche del domingo hubo función extraordinaria, y, terminado el
espectáculo, apenas se fue el público, los mismos artistas comenzaron a
demoler el circo. Sus martillazos sonaban lúgubremente. En un santiamén
quedaron desarmadas las graderías, guardada en largos cajones la
tablazón de las paredes y arrollada a un palo, como un telón, la vieja
lona que servía de techumbre. Apenas duró tres horas la faena, y al
día siguiente, en el primer mixto que iba a Ciudad Real y pasaba por
Serranillas a las siete y minutos de la mañana, salió la compañía con
todos sus bagajes. Una gran pesadumbre de silencio, de oscuridad; una
pesadumbre de casa vacía, quedó tras ella.

Aquel día don Higinio lo pasó mal. ¿Qué podía importarle que los
saltimbanquis se hubiesen ido? Nada, absolutamente; y, sin embargo,
estaba triste. Por la noche, después de cenar y sin moverse de la
mesa, pidió _El Faro_ y se puso a leer. Leyó el artículo de fondo, los
telegramas, el folletín, mientras fumaba bajo la blanca luz tranquila
de la lámpara. Los niños se habían acostado. Doña Emilia le interrogó,
irónica:

—¿No sales hoy?

—No... ¿Por qué?...

Perea intentaba dar a su voz un acento ingenuo.

Su mujer replicó:

—Me lo figuraba; como se acabó el circo... ¡Anda, que bien nos hemos
reído a costa tuya Teresa y yo!... Conocemos tu mala suerte. ¿De
modo que andabas bebiendo los vientos por la francesita esa?... ¿La
Debreuil, no se llama la Debreuil?... Una noche estuviste hablando
con ella lo menos hora y media; me lo han dicho... y te ponías muy
colorado... Pero de nada te sirvieron tus conocimientos lingüísticos,
porque Julio Cenén, más gracioso que tú y más joven, te la birló en un
instante.

Calló, complaciéndose en el profundo amohinamiento y bochorno del
esposo. Era su venganza. Luego:

—Francamente; te creía menos apocado. ¡Vamos, que dejarse engañar por
un tipejo como ese, raquítico, feo y mal vestido!...

Perea no contestó; siguió leyendo. ¿Para qué replicar? A querer
decir la compleja situación de su ánimo, sus penas sin nombre, sus
inquietudes, el hondo fastidio que año tras año, según griseaban sus
cabellos, fue envolviéndole como una red, hubiera necesitado estar
hablando varias horas seguidas; al término de las cuales, ni ella le
habría comprendido, ni él, probablemente, hubiese llegado a entenderse
a sí propio: tan raro, tan heteróclito, tan ajeno a los trillados
carriles de su espíritu era cuanto por su conciencia estaba pasando.

Un accidente acaecido en la mina, la brusca aparición de una vena de
agua que anegó varias galerías en el corto espacio de una noche, vino
a remover saludablemente el sedentario dinamismo moral de Perea. El
ingeniero, informado por los capataces de lo ocurrido, fue a verle
antes de amanecer. Urgía buscar remedio al mal; la inundación era
tan copiosa que amenazaba el porvenir de la mina. Inmediatamente
comenzaron los trabajos de salvamento. Durante varios días doscientos
hombres llegados de Almodóvar y de otros pueblos inmediatos, pues
en Serranillas había pocos braceros ociosos, divididos en compañías
de a cincuenta números, lucharon sin tregua contra la arriada; pero
entre todos no bastaban a sacar los metros cúbicos de agua que por la
hendidura del manantial salían bullentes y espumosos, y así el nivel
de la inundación continuaba subiendo. Ante la gravedad del daño, don
Higinio Perea estuvo varias semanas sin desnudarse. Fue necesario
telegrafiar a París pidiendo un motor de cuarenta caballos que diese
movimiento a una especie de noria que el ingeniero había mandado
construir. Simultáneamente, y a pocos metros de la mina, cuadrillas
de albañiles comenzaron a levantar con toda diligencia y solidez el
edificio donde el motor sería instalado. Más de dos meses duró la obra,
y en ellos lo mismo el ingeniero, que los capataces y peones trabajaron
con discreción y buena voluntad admirables. El día en que la noria
empezó a funcionar y el agua de sus cangilones profundos, de un metro,
rodó bulliciosa por un azarbe hacia el Guadamil, fue de júbilo para
patronos y obreros. La esperanza volvía a los mineros sin recursos,
despedidos del tajo por la inundación. Así todo el vecindario acudió a
ver trabajar la máquina, cuyo poderoso bataneo resonaba a más de medio
kilómetro; el edificio que ocupaba era sólido y grande, y sus muros
bermejos de ladrillo se perfilaban con tan victoriosa ufanía sobre el
infinito zafiro del espacio, que hasta los más envidiosos reconocieron
la bizarría con que don Higinio, sin favor de nadie, supo hacer frente
al desastre, invirtiendo en la nueva maquinaria y en las obras de
albañilería a ella anejas un capital. Por suerte, tantos esfuerzos no
fueron baldíos; la noria dominó a la vena de agua y la altura de la
inundación empezó a decrecer. A la semana siguiente pudo maniobrar el
ascensor y algunos mineros descendieron al pozo.

—Ha sido «un gesto» —decía don Cándido, comentando la actitud de su
amigo en aquel peligroso fregado—; yo, francamente, no le creía hombre
de tanto corazón.

Don Higinio, efectivamente, había demostrado un estoicismo ante el
peligro y una generosidad en el remedio que le granjearon la simpatía
y respeto de todos, y ello coadyuvó a fomentar cierto inesperado
prestigio de bravura y galanía que, nacido nadie sabe cómo, empezaba
a nimbar la figura del noble manchego. La leyenda fue desarrollándose
insensiblemente en el filar de aquellos cinco años, y la elaboraron
el viaje de Perea a Francia, los noventa días que estuvo allí y a
través del tiempo se convirtieron en siete u ocho meses; la austeridad,
más firme cada vez, de su rostro; la parquedad de su conversación;
el hazañoso garbo con que una tarde, hallándose casualmente en la
cárcel, dominó un «plante» y obligó a los presos a rendir los garrotes
y cuchillos de que estaban provistos; el caballeresco tesón, nacido
quizás al calor de amables recuerdos, que siempre empleó en la defensa
de las mujeres de teatro; y finalmente, su voz velada y su reservado
comedimiento al hablar de París, como si durante su estancia allí le
hubiese sucedido algo muy grave. Tales fueron los elementos que la
triscadora imaginación popular utilizó para componer su leyenda; una
de esas leyendas nobles o pícaras que el alma colectiva impone al
individuo, y unas veces le ayudan a medrar y otras le pierden.

Bajo aquella reputación, don Higinio se hallaba bien; reconocíase
pacífico, metódico, incapaz de seducir mujeres ni de causar daño
a nadie; sabíase esclavo de sus obligaciones, del porvenir de sus
hijos, de su propio temperamento, mansejón y apaisado, y, sin embargo,
complacíale que el mundo le creyese galán y pronto a los más arriscados
extremos. Esta quimerista inclinación de ánimo abunda: millares de
hombres, entristecidos por la invencible distancia que separa sus actos
de sus ensueños, procuran olvidar su fracaso mostrándose de muy enemiga
manera a cómo son. Semejante farsa, no obstante su infantil sencillez,
divertía a Perea; sin él precaverlo, aquel breve tiempo que estuvo en
París había bastado a impregnar su pobre existencia de una fragancia de
aventura: en Serranillas le querían y envidiaban sus ocultos amores,
sus éxitos de viajero; era ese algo suave y triste, refinadamente
distinguido, que la ingenua juventud prende, como un aroma de jardín,
en los cabellos blancos de Don Juan...

«Soy vulgar —pensaba—; tan vulgar como don Cándido, que no ha salido
jamás de su botica ni conoció otra mujer que la suya...».

Pero, y los demás, ¿no serían iguales? El notario Arribas,
verbigracia, sargento del ejército que capituló en Santiago de Cuba
y de quien se referían proezas dignas de ser celebradas en romances,
¿sabría, efectivamente, disparar un tiro o por dónde se agarraba una
bayoneta?... También don Gregorio exaltaba, con grandes gritos, sus
hazañas de cazador. Pero, ¿quién daría fe de tan notables lances?...
Es muy fácil decir: «Yo hice esto», «A mí me sucedió aquello...»,
cuando el narrador tiene la sospechosa precaución de rodear de absoluta
soledad su aventura.

Julio Cenén había referido de casa en casa la historia de sus amores
con la señorita de Perpignan, y alguien, efectivamente, les vio juntos
en el circo y luego cenando en la fonda de don Justo; pero ello no
significaba que el recato de la Debreuil, por muy usado, raído y
discutible que fuese, hubiera concedido al arriscado secretario mayores
favores. Nadie sabía lo que entre ambos sucediera; luego Julio Cenén,
al amparo del misterio, podía mentir...

Cavilando en esto Perea, sentía que un ambiente de traición, de
embuste, liviandad y superchería le circundaba. Como no hay cuerpos
perfectos, tampoco existen almas modelos, sino que todas disimulan
la caricatura o degeneración de algún fingimiento. Quienes blasonan
de honrados, aquellos de valientes, otros de seductores, estos de
metódicos y castos...; y entre los hilos incontables de tantas
mentiras, nadie suele ser lo que parece, ni tampoco lo que la opinión
del prójimo señala y divulga. De este modo se explicaba don Higinio que
todos sus convecinos hubiesen algo notable que referir, mientras él no
tenía en su historia, que ya iba siendo larga, ni el menor incidente
digno de loa, recordación o comentario.

«No es que les haya ocurrido nada —rumiaba Perea—; pero lo dicen y
luego lo repite el público».

El ejemplo más terminante de la influencia que una mentira puede
ejercer en la vida de un hombre lo ofrecía Diego, el sobrino de Arribas.

A pesar de sus veinticinco o treinta años, el rostro de Diego
conservaba la humildad y dulcedumbre de la adolescencia: era un
bendito, una pobre voluntad dócil, asustadiza, enemiga de ruidos; y
no obstante, a todas partes le acompañaba una desfavorable leyenda de
matonismo y escándalo. ¿De dónde provenía aquel temeroso renombre?
¿Qué conventos allanó el menguado?... ¿A qué rivales mató en desafío?
¿Qué fortunas perdió al juego? ¿Cuáles fueron sus bacanales? ¿Qué
doncellas se malograron por él?... Nadie hubiese podido demostrar
que incurriera en ninguno de estos errores, y, sin embargo, su
familia le aborrecía; su esposa, favorecida por su padre, se negó a
continuar viviendo bajo el techo conyugal, y así, de unos en otros, la
murmuración cristalizó y convirtiose en historia y posteridad; y Diego,
dulce y apocado como una liebre, fue tenido por una de las peores
cabezas de Serranillas.

En los pueblos estos casos de injusticia social se cuentan por
millares. Un hecho cualquiera, aun el más baladí, sirve para clasificar
a un individuo, para «marcarle», y este juicio, repetido neciamente por
el vulgo, se extiende, afianza y llega a ser indeleble. Es una labor de
impresionismo. Hay individuos que fueron tontos toda su vida y murieron
en olor de imbecilidad, únicamente porque sus conterráneos, cumpliendo
un acuerdo tácito, acordaron negarles todo criterio.

Esto motivó, tal vez, el nimbo de tropelías y de maldad que rodeaba
a aquel pobre Diego, tan silencioso, tan humilde, capaz de estarse
sentado cinco horas seguidas sin hablar a nadie. Quizás cuando
muchacho, y probablemente contra toda la inclinación de su voluntad
misericordiosa, reñiría con otro chiquillo, a quien hirió, lo que fue
causa de que su madre y la del descalabrado anduviesen a la greña.

¿Para qué más?... La noticia estremeció la población, abultándose,
hinchándose de calle en calle a cada nueva glosa, y Diego quedó
«clasificado»: era un rebelde, un inadaptado, un temperamento
irreductible. Con las primeras alegrías de la juventud, aquella
aventura inocente remozó su prestigio fatal. Diego se halló perdido;
todos sus actos suscitaban sospechas. Si le veían hablando de noche
con una muchacha: «¡Es un mujeriego!», decía la gente. Si tallando
una peseta en el «saloncito verde» del Casino: «¡Es un jugador!...».
Si bebiendo un vaso de vino ante el mostrador de una taberna o en la
fonda de don Justo: «¡Es un borracho!...». ¿Cómo destruir aquella voz
fiscal, voz del pueblo, que resonaba por todas partes?... El historial
bravucón del niño perdía al hombre; la muchedumbre, después de juzgarle
pendenciero, arisco y maleante, negábase rotundamente a creerle de otro
modo. Era necesario rendirse: el individuo caía de rodillas bajo el
empuje de la colectividad.

Perea llegó a pensar que en la historia de las personas vulgares,
los únicos capítulos de algún relieve novelesco suelen ser mentiras
nacidas bruscamente al calor de una frase y precipitadas luego a los
cuatro vientos de la murmuración por el vulgo inconsciente. ¡Ah, si
él quisiera inventar teniendo, como había, el inmenso París a su
espalda!... Pero no; don Higinio no sabía mentir; el embuste implica un
disimulo, una felonía, que repugnaban a su carácter bravo y sencillo.

Estas menudas divagaciones filosóficas de una parte, y de otra los
años, que sigilosamente y a hurto una de las conciencias más avisadas,
así saben cambiar la traza física de los hombres como revolucionarles
el humor hasta inclinarles a lo que nunca desearon y viceversa,
fueron modificando la ética de don Higinio. Su afición a la soledad
habíase trocado en misantropía. Fuera del Casino, adonde iba dos o
tres veces por semana, no sostenía relaciones de amistad con nadie, y
llevaba constantemente en su noble rostro una pesadumbre de condena.
El amor a París había pasado por su alma como esos cariños intensos y
románticos que suelen tatuar en muchos jóvenes una huella imborrable
de tristeza. Pensaba en París con la misma melancolía que una mujer
puede recordar su primera falta. Una vez solo se acercó al maravilloso
vitral de la inmensa cosmópolis, vio su luminosidad cegadora, oyó el
babélico estruendo de su risa eternal, sintió resbalar las manos de
sus cocotas sobre su carne pecadora y temblante, y, luego, de súbito,
extinguiéronse las luces y la alucinación se deshizo en recuerdo y
en sombras de destierro. Si veía el reloj de oro que compró para su
cuñada en la calle de la Paz, o la petaca con que obsequió a Cenén, don
Higinio se ponía triste; la pianola del notario Arribas, oída algunas
veces en el silencio de las calles espaciosas y vacías, le inspiraba
deseos de llorar: era la voz de París, inteligible solo para su alma.
Igual emoción depresiva experimentaba cuando en la fachada de la Casa
Correos ponían alguno de esos carteles con que las Compañías navieras
llaman a los emigrantes: vapores blancos deslizándose sobre un mar
de purísimo color esmeralda; vapores negros, empenachados de humo,
recortándose violentamente bajo un cielo rojo; y debajo los nombres
hacia donde los hambrientos de la vieja Europa orientan su esperanza:
Buenos Aires, Méjico, Montevideo, Brasil... Viéndolos don Higinio se
acordaba del zaguán del hotel de los Alpes, y la figura del intérprete,
con sus lacios bigotes, su larga nariz enrojecida por el ajenjo y sus
botas de paño, cruzaba grotesca y simpática su memoria. Comprendía el
buen manchego que todo, con el favor ingrato del tiempo, iba dejándole,
y él, a su vez, sentía un absoluto desasimiento y eremítico desdén
hacia todo. Anselmo, su primogénito, había cumplido quince años y
estudiaba el tercer curso del Bachillerato; Joaquinito iba a ingresar
en el Instituto; Carmen, con ese raro pudor que separa a las hijas de
los padres, para luego lanzarlas entre los brazos de un marido, ya
no se desnudaba sin antes cerrar la puerta de su dormitorio; y doña
Emilia, aunque no era vieja, por su gordura y batalladora condición de
carácter, había llegado a colocarse fuera del terreno sexual.

Hallándose desencentrado y un poco anacrónico, don Higinio se refugió
en la pesca, única distracción compatible con su nostálgico amor al
silencio, y hubo a su alrededor como un súbito germinal de flores
melancólicas en las que nunca había reparado. Fue entonces cuando
comprendió la tristeza del viejo nido de cigüeñas que coronaba la
torre de la iglesia, y la sórdida aridez mental del vivir lugareño,
y el aburrimiento de las vírgenes que allí frutecen y acaban; y como
si iba por las calles tuviera la costumbre de mirar hacia el interior
de las tiendas, advirtió el asombroso número de relojes parados que
había en Serranillas; lo que, demostrándole cuán poco vale el tiempo en
la existencia lenta de los pueblos, fue para su espíritu delicado un
nuevo motivo de descaecimiento y pesadumbre. A última hora de la tarde,
luego de visitar la mina que ya había recobrado su fértil trajín, iba
al paseo de la Feria a beber agua ferruginosa de cierto manantial
que un médico célebre descubrió antaño y a sus expensas convirtió en
fuente. Algunas veces alargaba su camino hasta la estación, donde nunca
faltaban amigos con quienes departir templadamente mientras llegaba el
correo de Ciudad Real. Allí, cierta tarde, le saludó un individuo a
quien solo conocía de vista.

—¿No se acuerda usted de mí, señor Perea?...

—No, en este momento, la verdad...

—Yo soy Paco Martínez.

—¿Martínez?...

—El que le vendió el baúl cuando le cayó a usted la lotería y se marchó
a París...

—¡Ah, sí!...

Don Higinio le examinó afectuosamente, casi enternecido, como se mira
a un cómplice, y en su memoria reavivose la imagen de su cofre forrado
de hojalata amarilla, y con él la visión de su bohemio cuartito del
hotel de los Alpes. Martínez reiteró a Perea su amistad humilde y los
servicios de su casa.

—Si hace usted otro viaje, ya lo sabe; acuérdese de este servidor.

Don Higinio esbozó un mohín de duda y melancolía.

—No es fácil —dijo como en un suspiro— que vuelva a moverme de aquí:
voy llegando a viejo y los años son poco aficionados a mudanzas.

Hablando de esta suerte, inconsciente, miró al espacio, a los alcores
rocosos que circuían la población, a la torre de la iglesia, donde
las esferas iluminadas del reloj brillaban en la creciente oscuridad
vesperal como las pupilas glaucas de una lechuza. ¡No; él ya nunca
saldría de Serranillas!... ¿Ni para qué?... Solo el andén, con sus
trenes que venían de lejos, de París acaso, parecía comprender su
destierro. A su excelente corazón le emocionaba románticamente todo
aquel trasiego; los amores son interesantes porque nos dejan; los
paisajes parecen más bonitos cuando se van; el secreto de toda pasión
y de toda belleza estriba en la misma angustia que nos produce sentir
cómo lo más deseado irremediablemente se deshace y marchita entre
nuestras manos ingratas.

Un día varias muchachas de Serranillas, hijas de mineros, subieron
al correo de Madrid, donde las habían dicho que las criadas cobraban
buenos sueldos. Eran mozuelas de quince a dieciocho años, y sus trajes
de ligeros colores y los pañuelos de seda que cubrían sus cabezas
mejoraban su gracia juvenil. Muchas personas de su intimidad y cariño
las acompañaron a la estación; la despedida fue emocionante: sollozaban
las madres, y las muchachas, apenadas de una parte y removidas de otra
gozosamente con la alegría del viaje, no sabían si llorar o reír.
Rodó el tren, llevándolas consigo hacia el mañana, donde, emboscada,
acecha la vida. Se fueron. ¡Oh, la pena desgarradora de ese instante
en que las cosas son y dejan de ser para siempre, porque si algún día
volviesen ya no serían las mismas!... Al salir del andén, seguro de que
nadie le veía, don Higinio Perea, que hubiera querido marcharse con
ellas, necesitó enjugarse los ojos.




VI


Empezaba la otoñada con unos días frescos, ligeramente neblinosos, que
olían a tierra húmeda. El paisaje cambió: los prados iban amarilleando,
y entre el ramaje seco el viento sonaba de otro modo; el Guadamil venía
crecido, y sus ondas, en la hoya profunda del Jabalí, tenían murmurios
de amenaza. Ya del cielo azulino, de un azul enfermo, las últimas
golondrinas se habían marchado; las cigüeñas de la iglesia se fueron
también.

Una tarde de octubre, después de almorzar, don Higinio Perea enderezó
sus pasos a la botica de don Cándido, que celebraba, juntamente con su
fiesta onomástica, el cincuentavo aniversario de su natalicio. Llovía
copiosamente y para no cruzar la plaza convertida por obra del mal
tiempo y abandono del alcalde, en un barrizal, necesitó don Higinio dar
un largo rodeo. Caminaba sin prisa y chupando un buen cigarro. Bajo
su paraguas, que le defendía del chaparrón y sobre la sequedad de sus
chanclos, iba contento y como transportado cinco años atrás: aquel día
turbio, fangoso, en que las piedras de la calle oponían una brillantez
acerada a la claridad lívida del espacio, era «un día de París...».

Cuando llegó a la farmacia ya la sobremesa, aunque duró mucho, había
terminado, y de cuantos amigos acudieron a la íntima y alegre zahora
solo quedaban don Gregorio Hernández, el notario Arribas, Julio Cenén
y Gutiérrez, el jefe de Correos. Don Higinio les halló en una de las
habitaciones últimas de la casa, cómodamente repanchigados alrededor de
un velador al que daban autoridad y simpático paramento tres botellas
de coñac, dos intactas aún y la otra casi vacía. Perea fue recibido con
estudiantil algazara.

—¿Cómo viene usted tan tarde, hombre de Dios? —le gritó el médico—. Ha
perdido usted un almuerzo de primer orden. Aquí, el más desganado, se
ha chupado los dedos. ¡Magnífico!... Ya lo sabe Cándido: a su mujer,
quiera él o no, me la llevo de cocinera.

Don Higinio disculpó su retraso con sus ocupaciones; había estado
haciendo números y escribiendo cartas; la mina le daba muchos
calentamientos de cabeza. El farmacéutico quiso obsequiarle con una
tacita de caracolillo y moka, y don Higinio aceptó. Sentose de espaldas
a la luz, entre don Jerónimo Arribas y el secretario del Ayuntamiento;
cruzó una pierna sobre otra, bebió su café aromado y caliente, trasegó
medio vasito de coñac e inmediatamente, bajo la caricia tibia de aquel
ambiente impregnado de olor a tabaco, fue feliz. Cenén le dio un
amistoso golpecito en el hombro:

—¡Vaya, con don Higinio! Pues ha de saber usted que todos le hemos
echado de menos.

—Yo iba a enviarle a usted un segundo recado —dijo don Cándido—; pero
estos demonios se opusieron.

Hernández rectificó, dando una gran voz.

—¡Alto! Quien se opuso fui yo; estos señores nada dijeron; me opuse
porque conozco a Perea: es un mátalas callando con quien, en ciertos
días de la semana, no se puede contar. ¿Es o no verdad?...

Todos rieron de bonísima gana, porque en aquellos momentos de sincero
optimismo aun las frases más triviales sonaban a agudeza y donaire.
Don Higinio rio también, moviendo la cabeza a un lado y otro, como si
intentase objetar algo, muy colorado y mirándose los chanclos. Estaba
contento; una atmósfera de cordial amistad le envolvía. Don Cándido le
sirvió un segundo vasito de coñac.

—Tiene usted que beber de prisa para alcanzarnos, le llevamos mucha
ventaja.

Como le temblase el pulso y no consiguiera escanciar limpiamente,
Hernández le arrebató la botella.

—¡Eche usted sin miedo!... ¡Canastos, estos boticarios son unos
miserables! ¡Todo lo dan por gotas!

Gutiérrez y Arribas intercedieron:

—Pero si a Perea no le gusta beber... Este coñac tiene muchos grados.

Aquella intromisión piadosa picó la vanidad de don Higinio.

—Nadie pase cuidado —dijo—, yo bebo mucho: ya saben ustedes que el
ajenjo es agua para mí.

Y de un trago apuró el vaso. El médico aplaudió.

—¿Ven ustedes? Pero si este hombre, allá en París, se enjuagaba la boca
con lejía. ¡Cuando yo digo que no le conocen!...

Don Higinio, que no estaba acostumbrado a ingerir bebidas fuertes,
sintió que todo el calor de aquella buchada se le subía a las sienes,
a la nuca. Como por ensalmo, la discreta melancolía habitual de su
carácter desapareció, y sus párpados experimentaron una extraña y
amable ligereza.

—¡Muy bien dicho, don Gregorio —exclamó campechano—, estos caballeros
de alfeñique no me conocen!...

Para mejor demostrarlo, antes de que nadie le invitase a ello, se
sirvió otro coñac. Todos le imitaron; hubiera sido descortesía dejarle
solo en momento de tanta gravedad y gusto. Julio Cenén insinuó:

—Yo desconocía este aspecto de nuestro amigo Perea: únicamente recuerdo
que hace años, cuando llegó a Serranillas la noticia de que a él y a
don Gregorio les había caído la lotería, estuvo en el Casino bebiendo
aguardiente de Cazalla con Pepe Martín y conmigo.

—¡Pero si esos son detalles! —interrumpió el médico—. Donde este hombre
se habrá acostumbrado a beber es en París; el pueblo francés bebe
mucho, muchísimo..., como ustedes no pueden figurarse. ¿No es así, don
Higinio?

El interpelado hizo un signo afirmativo; se acordaba de Francisco, el
intérprete del hotel de los Alpes, con su nariz roja caída sobre el
bigote lacio, su respiración de alcohólico y sus ojos azules, húmedos
siempre y medio cerrados.

—Es verdad —declaró sentencioso—; yo, allí, francamente, es donde he
abusado un poco de la bebida.

—¿Permaneció usted mucho tiempo en París? —dijo el notario.

—Cerca de ocho meses.

Hernández le miró asombrado. ¿Ocho meses?... Él creía que no habían
llegado a siete, pero no estaba cierto. En la distancia de los cinco
años transcurridos desde entonces sus recuerdos se embarullaban.

—¡Cómo corre el tiempo! —exclamó don Jerónimo.

La reflexión de Arribas arrancó un suspiro al jefe de Correos y tuvo la
virtud de arquear melancólicamente todas las cejas. Hubo una pausa.

—Pues, sí, señor —insistió pérfidamente don Higinio—, ocho meses o poco
menos, estuve en París. ¡Quién pudiera volver!...

Y al hablar así, de pronto, quedose triste, como si en París,
efectivamente, se hubiese dejado el corazón.

Su ánimo volvía a inmergirse en un tranquilo, inefable bienestar.
El aposento donde se hallaban era hermoso; cromos vulgares metidos
en dorados marcos y antiguos retratos de familia, exornaban el papel
oscuro de las paredes; hacía calor; el recio aroma del tabaco invitaba
al ensueño; por las dos ventanas enrejadas y sin cortinas, asomaba un
retal de jardín y se percibía el monorritmo sigiloso de la lluvia.

El coñac desataba en los circunstantes el prurito lírico de hablar de
sí mismos. El secretario del Ayuntamiento cedió sin gran resistencia
a los ruegos de Gutiérrez y del notario, y comenzó a referir sus
relaciones con la Debreuil. Los pormenores traviesos que el narrador
añadía a su cinedológico relato eran tan expresivos y con tales gestos
los ilustraba, que don Cándido creyose obligado a cerrar la puerta.

—¿Anda por ahí tu mujer? —preguntó Arribas.

—No, está en la botica; de todos modos...

La hiperbólica y mentirosa imaginación de Cenén daban a sus vulgares
amoríos con la señorita de Perpignan visos novelescos de desinterés y
sacrificio. ¡Adorable Liana! Era bonita, era buena... y, para mayor
hechizo y simpatía de su persona, ¡era horriblemente desgraciada! A
cada momento los ojuelos ratoniles del secretario se volvían hacia
Perea, solicitando la irrecusable autoridad de su aprobación.

—Aquí, don Higinio, conoció mucho a Liana; toda una noche estuvo
hablando con ella y él, mejor que nadie, puede decir si era o no una
chiquilla encantadora.

Perea asintió pausadamente, con lentitud enfática y doctoral:

—Sí, era una criatura muy agradable, muy francesa... Es un tipo que
abunda mucho en París.

Cenén prosiguió:

—Ella se había enamorado de mí; al principio, no; ¡como casi no nos
entendíamos!... ¡Pero, luego!... La víspera de marcharse estuvo
llorando toda la noche; parecía loca: tan pronto quería quedarse a
vivir aquí, conmigo; tan pronto me invitaba a irme con ella a correr
mundo. ¡Niña de mi alma! «Tú —decía— no tienes que hacer nada; yo te
vestiré, te pagaré la fonda, los viajes...». Creo que si para seguirla
la impongo la condición de llevarse también mi familia, acepta.

Movía su cabecita de pájaro a todos lados, y se sirvió un coñac.

—¡Luego dicen que las francesas son interesadas!... ¡Mentira!...

Miraba a don Higinio. Perea afirmó:

—Las francesas son como todas las mujeres: apenas se enamoran de
verdad, se hace de ellas lo que se quiere.

El médico se mordió los labios; de excelente gana hubiese protestado
poniendo al servicio de su opinión sus terribles pulmones; pero el
medio le era hostil y prefirió callar. Las sentenciosas palabras de don
Higinio merecieron el asentimiento general. ¡Bien se echaba de ver por
ellas que había viajado y conocía el mundo!...

Gutiérrez empezó a contar una aventurilla de parecido jaez que años
atrás tuvo con una muchacha de Almodóvar.

—Pido a ustedes acerca de esto —advirtió, queriendo sosegar
caballerescos escrúpulos— la mayor reserva, pues la pobrecilla ya se ha
casado...

Los circunstantes asintieron y continuaron mirándole, con la paciente
y fingida atención que los hombres dedican a las historias ajenas para
así adquirir el derecho de contar las suyas. Don Cándido, sencillo y
crédulo como un eremita, se frotaba las manos: hacía mucho tiempo que
no pasaba una tarde tan espiritual ni tan alegre como aquella. Su mujer
apareció.

—¿Dónde están la valeriana y el jengibre?

—En el estante de la derecha, segunda tabla.

Doña Benita se atrevió a decir:

—Ven un momento; yo no alcanzo.

—Y yo no puedo moverme de aquí. ¡Qué exigencias! Súbete en una silla.

Contra su costumbre, él, tan servicial, tan cariñoso, excitado por
la bebida, había replicado ásperamente: estaba alegre y no quería
molestarse por nadie; sus palabras tuvieron el egoísmo de la felicidad.

La historia del jefe de Correos fue muy celebrada y reída, y en su
honor los circunstantes vaciaron de nuevo sus vasos. Al cabo don
Gregorio pudo coger las riendas de la conversación y enderezarla hacia
su afición favorita: la caza. El buen doctor tenía un _pointer_ y un
_setter_ ingleses, con los que se proponía no dejar una perdiz en
aquellos contornos.

—El _pointer_ —decía— es cachorro aún; pero tiene unas orejas sedosas y
largas, y tal distancia desde el entrecejo al extremo de la nariz, que
apostaría la mano derecha a que va a ser un perro de vientos altos de
primer orden. El _setter_ ha cazado ya mucho, aunque siempre en terreno
cubierto; por lo mismo tiene la fea inclinación de rastrear, que aquí,
en nuestros campos manchegos, no sirve.

Internose en una erudita digresión relativa a la educación de los
perros, según el género de caza que hayan de practicar. Citaba
ejemplos, amontonaba razones y su caliente sangre de cazador hervía.
Empezaron las anécdotas.

—¿Se acuerda usted, Arribas, de aquel matacán que cobramos en el
barranco del Tojo?... Yo lo conocía bien; me había reventado dos meses
atrás un galgo que valía millones; Gutiérrez puede decirlo. Pues
yo estaba a un lado del barranco con Claudio Hinojosa, que en paz
descanse. ¡Buen amigo! Y acabábamos de comer unos chicharrones, cuando
oímos llegar la jauría. Como siempre, _Rafael_, el perro de Hinojosa,
iba delante, y apenas lo vi comprendí que el pobre animal no podía
correr más. La liebre había sabido hallar la ventajilla de una cuesta y
cortaba el terreno a su gusto. Conque... el tiempo indispensable para
echarme la escopeta a la cara y... ¡allá fue el tiro!... Hecha una
pelota rodó la pendiente.

Llamaron a la puerta.

—¡Adelante! —gritó don Cándido.

Era un muchacho que venía con gran prisa en busca del médico; el
pobrecillo chorreaba agua y sudor.

—De parte de la maestra —dijo—, que vaya usted en seguida a la
peluquería, que el amo se ha puesto peor.

—¿Está enfermo Nicanor? —preguntó el boticario a don Gregorio.

—¿No lo sabía usted? Hace tiempo. Por la vida que le reste no doy
cuatro ochavos; tiene una enterodiálisis que se muere a chorros.
¡Naturalmente! Son personas que comen mal y no hacen ejercicio...

Volviose hacia el mensajero.

—Di que luego iré, después de cenar; ahora estoy ocupado.

Aún el recadero no había traspuesto de la habitación, cuando Hernández
reanudó la evocación de sus hazañas cinegéticas. Aquel belicoso nieto
de Nemrod y de San Huberto era inagotable y hablaba con una vehemencia
resonante que no abría en su discurso suturas de silencio ni pausas de
atención.

—Hace cuatro años —decía— a fines de noviembre, por el día de mi santo,
precisamente, fuimos diez o doce amigos, los mejores tiradores de
Almodóvar y yo, a cazar jabalíes a la sierra. Claudio Hinojosa vino con
nosotros. ¿Se acuerda usted, don Cándido, que no quiso usted ser de
la partida? La caza empezó dándose mal: había nevado mucho la víspera
y los perros parecían acobardados; no rastreaban. Era al anochecer.
Ibamos el pobre Andresito Bustin, que también ha muerto, y yo, por una
cañada en busca del rancho donde habíamos de pasar la noche, cuando
oigo ladrar a los perros...; pero con ese ladrido, a la vez de miedo y
de rabia, que únicamente los cazadores conocemos.

Se interrumpió para avivar la lumbre de su cigarro.

—¿Habían visto algo? —interrogó Gutiérrez sirviéndose un coñac.

Esta observación alborozó la verbosidad de don Gregorio.

—¡Pues ya lo creo! ¡Atienda usted!... Le digo a Bustin: «Prepara la
escopeta y no te muevas ni dejes de mirar hacia allí». Y le señalo
una especie de trocha oscura sembrada de aznachos y retamas que a la
izquierda se parecía. Yo avancé con mucho cuidado, porque el sitio era
profundo y estaba orientado de modo que había en él poca luz. Ignoro
lo que pasó entonces; todavía no he podido explicármelo. Los ladridos,
si bien iban acercándose, sonaban lejos aún; y, sin embargo, de pronto
oigo un estrépito de breñas y de jarales rotos y por entre el escobo
aparece un jabalí que llegaba rebudiando y con los ojos encendidos
como ascuas. Apenas había visto a la fiera cuando ya la tenía
encima, a cinco o seis metros delante de mí. ¿Cómo escapar? Bustin,
el pobre, disparó su escopeta, pero con el miedo de herirme apuntó
alto. ¡Señores, puedo jurarles que, desde aquel día, conozco la cara
que tiene la muerte!... En trances tales, los hombres deben jugarse
el todo por el todo: yo soy de esos. ¿Qué hago entonces?... Tiro mi
escopeta, que ya para nada me servía, hinco una rodilla en tierra y con
el cuchillo de monte en la mano espero al jabalí. La fiera, que venía
mordida por los perros y estaba furiosa, me acomete, pero, así, en
línea recta, como un toro; yo ladeo un poco el cuerpo, lo indispensable
para que sus colmillos no me toquen, y la clavo el cuchillo hasta el
corazón. Fue, modestia aparte, un golpe de maestro. Recuerdo que el
animal se quedó parado unos instantes, y luego empezó a temblar y cayó
al suelo.

—¿Hecho una pelota? —preguntó irónicamente Gutiérrez.

—¡Sí, señor, hecho una pelota! ¡Esa es la frase! «Hecho una pelota»...
¿Qué le parece a usted? ¿O no lo cree?... Pues debía usted creerlo,
como yo creo que en la oficina de Correos, administrada por usted, no
se pierde ninguna carta.

El enfurecido gesto del médico y la acritud venenosa de su réplica
intimidaron a Gutiérrez.

—Pero, hombre, no sea usted terrible; yo no he querido molestarle; todo
fue broma...

La lluvia había acelerado la brevedad otoñal del crepúsculo, y la noche
llegó bruscamente. Don Cándido cerró las maderas de las ventanas y
encendió la lámpara: una muy vieja de petróleo, suspendida del techo
por una cadena que cubrieron de mugre las moscas, el polvo y el tiempo.
En la atmósfera tórrida de la habitación, trastornados por los vapores
del alcohol y del tabaco, los semblantes mostrábanse congestionados
y llenaban los ojos fosforescencias extrañas. La tertulia continuó:
Gutiérrez no tenía nada urgente que hacer; el notario y Julio Cenén,
tampoco; Hernández, por su parte, había resuelto no visitar aquel día
a ningún enfermo. Don Cándido mandó traer pasteles, que aportaron a la
reunión un nuevo y agradable aliciente. En cuanto a don Higinio, hasta
las ocho, hora de cenar, no tenía prisa.

La conversación devanábase tenaz, inagotable, alrededor de los mismos
temas: Cenén sacó a relucir por segunda vez la historia de sus amoríos
con la titiritera; don Gregorio comentaba sus cacerías; Arribas
explicaba a Gutiérrez las proezas por él realizadas en Santiago de
Cuba.

Perea, al que la bebida había amodorrado un poco, les observaba en
silencio. No obstante, conservaba la lucidez necesaria para comprender
que mucha parte de cuanto sus amigos estaban refiriendo era mentira.
Los heroísmos del notario, como la pelea cuerpo a cuerpo de don
Gregorio con el jabalí, como la conquista y amoroso cautiverio de la
Debreuil, se parecían en tener igual fondo de oscuridad y aislamiento:
nadie había visto a Arribas acuchillar cubanos, ni a don Gregorio matar
lobos ni jabalíes a brazo partido; nadie, tampoco, podía atestiguar
que la señorita Debreuil hubiese tenido nunca la condescendencia de
sentarse sobre las rodillas del secretario del Ayuntamiento. Todos
estos eran combates sin brillo ni fanfarria, éxitos misteriosos
obtenidos a puerta cerrada o en lugares remotos o ante personas que
—¡oh, sospechosa casualidad!— ya habían muerto.

Y, sin embargo, reflexionaba don Higinio mientras se servía otro coñac,
él y Gutiérrez y el excelente don Cándido, que no hablaban recelosos
quizás de mentir, hallábanse oscurecidos por aquellos tres elocuentes y
desvergonzados embusteros. Probablemente, ni el médico creía a Cenén,
ni este a don Gregorio, ni el notario daba fe a ninguno de los dos, ni
era, a su vez, tomado en consideración por ellos, lo que no impedía que
todos, recíproca y educadamente, se aplaudieran y reverenciasen.

Por primera vez empezaba don Higinio a darse razón exacta de los hondos
fundamentos que en el espíritu humano tiene la mentira. Los animales,
las plantas, la misma Naturaleza augusta, traicionan, disimulan,
encubren la verdad. Miente todo lo que lucha, todo lo que acecha: la
zorra, que para huir mejor sabe fingirse muerta; el cocodrilo, que se
cubre de lodo y, remedando el llanto de los niños, atrae al caminante;
el gato, que para cazar al ratón se oculta tras una cortina; mienten
la araña con su inmovilidad; los camaleones astutos, que cambian de
color; el oso hormiguero, que engaña a las hormigas con la quietud
y dulzura asesina de su lengua; la flor, que cierra sus pétalos si
un insecto la roza. Y mienten también el cielo, que parece azul y no
es azul; el agua del mar, que siendo incolora se viste de verde; la
tierra, que mostrándose llana es redonda; y el sol, que no se mueve
y, sin embargo, parece andar; mienten, en fin, los ojos, donde las
imágenes se pintan invertidas... Y, si todo miente, ¿cómo no mentiría
el hombre que, amén de pelear contra sus semejantes, necesita librarse
y defenderse constantemente del horrible fastidio de sí mismo?...

La mentira rodea al individuo, le ayuda en sus relaciones sociales, en
sus investigaciones científicas, y al mismo tiempo que le estimula al
trabajo le encanta. Es una hechicera, un perfume de la creación. La
mentira invade lo más augusto, piruetea en los espacios inexplorables,
ríe detrás del átomo, amenaza en el enigma de las bacterias, late en
los millares de sentimientos indecisos, torvos, criminales tal vez,
que no consigue esclarecer la conciencia. Es el porvenir, es también
la historia. A la mentira exterior otra mentira, reflejo de aquella,
responde en nosotros y a su vez proyecta sobre el mundo objetivo
su perfil; pues ni todas las cosas existen según las vemos, ni los
sentimientos que andan por nuestro espíritu son como la crédula
conciencia los imagina, ni su naturaleza es tan abstracta que deje de
influir en el ulterior funcionamiento de los sentidos. De todo lo cual
se deduce que el hombre, especialmente en achaques amorosos, unas veces
percibe las cosas como son y otras según su deseo quisiera que fuesen.

El misterio halló en la mentira la túnica maravillosa de Tanit y no se
separa de ella nunca, y la omnipotencia de la mentira nace precisamente
de la universalidad del misterio. Allí donde se detiene la ciencia
del químico, allí donde fracasa el telescopio, ante el jeroglífico o
el fósil que desafían la sagacidad de los buceadores del pasado, allí
donde la luz de la reflexión no desciende, allí mismo comienza el
fraude.

Don Higinio, siempre tan sincero, no podía dejarse sofisticar por los
embustes que a veces pasearon su espíritu hasta el malsano extremo de
creerlos hechos reales, y así estaba ciertísimo de que su permanencia
en París solo duró tres meses, y de que su vocabulario francés
registraba apenas un centenar de palabras, y de cómo había sido y
continuaba siendo un lugareño pazguato, sin mundología ni trato de
mujeres. Por lo mismo, la mitad, al menos, de su «nostalgia de París»
era mentira: engaño aquel ardimiento con que defendía a las señoritas
de teatro y, en general, a toda persona de vivir equívoco; falsos
los aires de experiencia, desdén y fatiga que adquiría para hablar
de sus viajes; contrahecha también su afición al ajenjo. Con todo, a
despecho de esta ruda pero saludable franqueza que aplicaba a sí mismo,
era indudable que siempre había de tratarse con cierta indulgencia y
atribuirse algunos méritos más de los que realmente poseía.

«Verdaderamente —pensaba—, ninguno de los individuos aquí reunidos vale
más que yo».

Se sirvió un coñac.

Sus meditaciones continuaban. Si la mentira es algo tan multilateral y
sutil que triunfa hasta del sentido íntimo, y ondulando de unos nervios
en otros no solo se sustrae a la razón, sino que, a veces, brinca sobre
ella y la impone su imperio, ¿por qué no había de subsistir en las
relaciones sociales? A quien a sí propio se engaña, ¿no le sería fácil
engañar también a los demás?

La mentira, como el rubor, el orgullo y la valentía, son sentimientos
que surgen al calor de la colectividad. Las personas que examinadas
por separado son absolutamente leales, terminantemente sinceras, apenas
se reúnen producen la mentira. Es una de las muchas veces en que,
tratándose de las paradójicas matemáticas del espíritu, una suma no
es el total de los sumandos que la componen. De aquí nace el llamado
«espíritu de cuerpo»; los diversos uniformes con que el hombre castiga
estúpidamente su libertad, fueron siempre viveros de mentiras.

Además, la credulidad ajena induce por sigilosos caminos a las
dulzuras de la superchería. La opinión del prójimo, ese rumor de la
colectividad que ahora es presente y mañana será recuerdo, historia,
acaso inmortalidad gloriosa, depende de nosotros, de nuestros gestos y
palabras; seremos vulgares y nada quedará de nuestro breve paso por la
vida; pero sepamos sobresalir, y lo futuro eternizará nuestros ademanes
y tendrá ecos perpetuadores de nuestra voz. ¡Y es tan fácil y, por lo
mismo, tan tentador, decir un embuste que de súbito nos ennoblezca y
aúpe sobre el rebaño!...

En aquel momento Arribas, gordiflón y excitado, decía:

—El yanqui y yo rodamos juntos hasta el fondo del tajo, las manos
del uno clavadas, como garras, en el cuello del otro. Pero él cayó
debajo..., ¡ah, ladrón!..., y yo, con mi bayoneta, le abrí la barriga
de parte a parte...

—¡Viva España! —gritó electrizado Hernández, descargando sobre el
velador un puñetazo de gigante.

El notario, de pie, muy sofocado, mostraba una sortija.

—Es un trofeo —dijo—, la llevaba mi enemigo. Yo, cuando le vi bien
muerto, traté de quitársela; pero no podía y necesité cortarle el dedo
con una navaja.

Don Higinio, lentamente, trasegó otro coñac. ¿Por qué no sería él como
los demás? ¿Por qué no proporcionarse, una vez siquiera, el frívolo,
inofensivo y alquitarado goce de mentir?...

Los hombres más agradables, los mejores conversadores, recurren con
frecuencia a la gracia y poesía del embuste, porque la verdad es
demasiado seria, demasiado triste y semejante a sí misma siempre,
para no aburrir. Los buenos narradores, si han de ser escuchados con
agrado, necesitan suprimir ciertos detalles, abultar otros, inventar,
en fin..., y aunque nadie les crea, ¿qué importa, si, al cabo, lo que
dijeron fue bonito y distrajo un momento?... La mentira supone una
reacción poética del sujeto contra la vulgaridad colectiva. El arte
es delicioso porque eternamente, en el fondo y como soplo vivificador
de sus producciones mejores, subsiste algo imaginado, convencional;
una obra de arte es un trozo de realidad, bajo el cual, como un pájaro
dentro de una jaula, canta una mentira.

La misma cortesía, por cuya virtud, según la observación agudísima de
La Bruyère, «consigue el hombre aparecer por fuera como debiera ser
interiormente», ¿no es también una falsedad? Pero traición exquisita,
sin la que los engranajes de la máquina social, probablemente, se
romperían.

Don Higinio estaba borracho; un aquelarre de ideas se arremolinaban
confusamente tras su frente pálida y sudorosa. ¿Y si mintiese?... La
mentira posee un don de polarización que trastorna aun lo más sencillo.
Mentir es embarcarse hacia el ideal, amar, rendir corazones, ser héroe,
ser millonario. ¿Qué valen el hachís, ni la morfina, ni los paraísos
del opio, que produce el Oriente, comparados con el divino opio de la
mentira?... Mentir es libertarse, convertirse en otro hombre; el alma
que sueña y cree en sus sueños siempre irá vestida de domingo; una
mentira equivale a la copa de vino que para olvidar dolores beben
los obreros los sábados. Platón, queriendo desterrar la mentira de su
República, incurría en un gravísimo delito de belleza y vulneraba la
liturgia, porque, sin los altos prestigios de la mentira, ¿qué sería de
los dioses?...

Distraída y pausadamente don Higinio se sirvió otro coñac. A su
alrededor continuaban improvisándose historias absurdas y dionisiacas,
de sangre y de amor: violaciones, batallas, cacerías; toda una gama
de terribles estremecimientos de muerte y voluptuosidad. ¿Por qué no
inventar algo?... Esta idea producíale un secreto y suave regocijo.
Cada una de las personas allí reunidas padecía una debilidad, un
vicio, que las obligaba a caer en las exageraciones más desairadas y
ridículas; y así don Gregorio, que era noblote, ingenuo y muy dado a
llamar las cosas sin ambages y por su nombre, en hablando de cacerías
se le nublaba el seso y atribuíase con la mejor buena fe mil arriscadas
aventuras; y otro tanto acaecíale a Julio Cenén, en cuanto se refiriese
al arte de rendir las castidades más austeras y los corazones más fríos
y mejor guardados; y al notario Arribas, en achaques de matonismo,
emboscadas, pendencias, desafíos a cuchillo, lances a pistola o florete
y otros caballerescos modos de hacerle ascos a la vida. Y si todos, a
pesar del merecido descrédito en que el frecuente abuso de la mentira
les había puesto, dirigían alternativamente la conversación y narraban
episodios que parecían interesar a los demás, él, que nunca cultivó
la fábula, ¿qué sincero brío, qué fuerza persuasiva, qué irrecusable
imperio de verdad no acertaría a imprimir a lo que dijese?...

La desconocida emoción le ofrecía una especie de plano inclinado,
por donde su espíritu quimerista sentía la voluptuosa felicidad de
dejarse ir. «Ahora no soy nadie —reflexionaba—; pero apenas inventase
algo me convertiría en una especie de voluntad superior y todos
repararían en mí...». Sufría una inquietud angustiosa, una trepidación
interior, semejante a esos terribles alborotos espirituales con que
suele revelarse en los hombres el genio. Mentiría, sí; ya estaba
decidido; pero, ¿qué diría, de qué iba a hablar?... La idea de hilvanar
torpemente su embuste le aterraba. Su invención no debía ser trivial,
sino grande, novelesca, a la vez romántica y heroica, digna, en fin,
de los largos años de aburrida sinceridad que la precedieron. Pero
una mentira así, bella y recia como una obra de arte, una mentira con
vistas a la posteridad, no se improvisaba fácilmente; era necesario
discurrirla bien, madurarla, equilibrar minuciosamente los elementos de
lugar y de tiempo que habían de robustecerla, para no caer más adelante
en contradicciones que descubriesen la torpe armazón de la superchería.
Todo ello implicaba graves dificultades; la historia apacible de Perea
era demasiado conocida, y una pregunta cualquiera, hecha quizás con
mala intención, podía desconcertar al narrador y dejarle en ridículo.
Y don Higinio, midiendo el peligro a que su vanidad quería lanzarle,
estremecíase de pavura. Aquel amor propio, rasgo máximo de su carácter
lleno siempre de leal entereza, se ovillaba ruboroso y temblante ante
la risa ajena; él quería que «su público» le aplaudiese, le admirase y
tributara a su engaño los respetos que merece la Historia; él no quería
fracasar; su mentira no debía ser silbada; nada dijo aún y ya sus
pulsos latían de emoción; su miedo era el que oprime el corazón de los
autores que estrenan por primera vez...

Para enfervorizarse se sirvió otro coñac. Escenas inconexas, recuerdos
a medio vestir, frases que jamás habían granado en su cerebro, le
zarandeaban. Como él nunca fue militar, como el notario, ni siquiera
cazador de perdices, como don Gregorio, ni disfrutaba de aquel
prestigio galán que la pública opinión concedía a Cenén, su mentira
necesitaba, desde luego, desarrollarse en otro ambiente; por ejemplo,
en París...

Miró a su alrededor; el interés de las historias, acaso de las
patrañas, con que unos y otros cebaban la curiosidad general, iba
en auge. Los pasteles que doña Benita trajo en una larga fuente de
porcelana habían desaparecido. Bajo la luz rojiza de la lámpara y a
través del humo de los cigarros, los circunstantes, terriblemente
excitados por el coñac y el calor de la habitación, mostrábanse
rodeados de un extraño halo de vigor y amenaza. Ladrones, corsarios,
parecían, o soldadesca allí reunida para disputarse el botín de un
asalto.

De pronto, casi contra su voluntad y albedrío, empujado a ello por un
imperativo superior, don Higinio movió los labios, insinuó con su mano
derecha un gesto...

—Señores...

Y apenas habló, cuando tuvo la intuición de que algo gravísimo,
irreparable, caía sobre él, como si el destino para que fue nacido
acabara de cumplirse. No obstante, automáticamente, repitió:

—Señores...

Todos le miraron; su interpelación llegaba, precisamente, en una
de esas pausas, semejantes a lagunas de silencio, que a intervalos
interrumpen el hilo del diálogo. Aunque, según costumbre suya, había
hablado muy bajo, su voz, dotada quizás en aquel momento de algún
inexorable y taladrante magnetismo, avasalló la atención general. Don
Higinio iba a decir algo...

Perea prosiguió lentamente, con un repentino aplomo de que él mismo,
apenas lo advirtió, empezó a asombrarse.

—Yo también, si ustedes lo permiten, voy a contar algo interesante.
Hay en mí, como en todos los hombres, una historia íntima, una página
secreta, un rincón sagrado donde nadie..., ¡compréndanlo ustedes
bien!..., donde nadie entró nunca...

¿Una historia Perea? ¿Era posible? ¡Una historia aquel hombre que en
todas las reuniones del Casino siempre se limitaba a oír!... Hubo un
breve momento de expectación. Don Cándido se quitó su gorrilla de
terciopelo para rascarse el cráneo, mondo y puntiagudo, con las uñas de
sus dedos amarillados por el humo de los cigarrillos y el vaho de las
medicinas. Estaba atónito. ¿De modo que el amigo Perea, a quien todos
creían conocer perfectamente, escondía un misterio?... En el secreto
que va a divulgarse, vibra una especie de violación, de atropello: un
aroma de azahares deshojados, que inspira un regocijo casi sexual. El
secretario del Ayuntamiento, muy alborotado, revolviendo a todos lados
sus ojos ratoniles, interrogó al médico.

—¿Usted sabía algo, don Gregorio?

—Yo, no.

—Ni yo —afirmó Arribas.

—Ni yo —repitió Gutiérrez.

—Yo tampoco —dijo el boticario—, y el lance me interesa y sorprende
tanto más, cuanto que don Higinio nunca se ha metido en bullas.

—No lo sabe nadie —interrumpió Perea con cierta vehemencia, que produjo
en su auditorio bonísimo efecto—, y si ahora me decido a hablar es
porque hay penas, remordimientos..., como ustedes quieran llamarlos...,
que no pueden llevarse ocultos en el pecho toda la vida. Pero, ¡eso
sí!..., han de jurarme ustedes, bajo palabra de caballeros, que mi
desgracia..., porque se trata de una desgracia..., no se la dirán a
nadie, no saldrá de aquí... Como si yo hubiese hablado dentro de una
tumba, ¿verdad?... Yo estoy casado, tengo hijos... ¡Ustedes sabrán
ponerse en mi lugar!...

Los circunstantes asintieron; estaban sugestionados; el secreto de don
Higinio Perea moriría con ellos. Y entonces fue cuando este, que había
empezado a hablar sin saber aún exactamente lo que iba a decir, vio
claro. Fue una improvisación maravillosa, un chorro de luz meridiana,
un brusco y magistral andamiaje de palabras y de gestos tan precisos
y terminantemente coordinados, como si dictados fuesen por la verdad
misma: una especie de pasmoso monólogo en el cual los talentos de un
dramaturgo y de un comediante los recursos mejores, acababan de aunarse
para defender el éxito de una mentira. Fácilmente, con rapidez de
vértigo, don Higinio inventaba, recordaba, zurcía lo imaginario con
lo verdadero, y a la vez ligaba hechos que en la realidad histórica
aparecían separados, o divorciaba, por el contrario, lo que estuvo
unido; y todo febrilmente, sin un titubeo, con ese contagioso ardor que
produce en los espíritus la visión rotunda, concluyente, de la verdad.
Fue un caso precioso de aquella «síntesis imaginativa de imágenes
dispersas y reales», de que tanto hablan los neurópatas.

Adelantando mucho el busto, la voz insegura y como estrangulada por la
emoción, lo labios trémulos, descoloridos, bajo la hirsuta frondosidad
del bigote, el rostro cubierto de histriónica palidez, don Higinio
Perea agregó:

—Yo, señores... he matado a un hombre...

A esta declaración terrible nadie contestó: tan acerba fue la
impresión, tan extraordinarios el asombro y el trágico espanto que
cayeron sobre aquellas cabezas sencillas. El notario estuvo tentado
de marcharse, y don Cándido miró hacia la puerta para cerciorarse
de que estaba cerrada. Don Gregorio, Gutiérrez y Julio Cenén no se
movieron: parecíales que, oyendo las confesiones de don Higinio, iban
a ser cómplices de un crimen. El pánico de todos fue tan manifiesto,
que allí mismo Perea, interiormente, se arrepintió de su disparatada
audacia. Pero, ¿cómo desdecirse, cómo retroceder, cómo retirar ya la
palabra heroica?...

Sereno, temerario, dueño absoluto de la situación, el gesto parco, los
ojos ligeramente vueltos hacia arriba, digno como Ulises, su hermano en
mentiras, de tener un Homero para su hazaña, el narrador continuó:

—Fue en París, a los pocos meses de llegar allí. Vivía yo a la sazón en
el hotel de los Alpes, del cual creo haberles hablado otras veces...

Para dar mayor verosimilitud a la novela que iba desenvolviendo, buscó
arteramente la alianza y colaboración de su auditorio.

—¿Recuerdan ustedes que estuve una temporada bastante larga sin
escribir?

Hernández asintió.

—Sí, me parece que sí..., tengo cierta idea...

—Mi pobre Emilia no la ha olvidado. ¡Cuánto sufrió entonces!... Pues
bien; aquel silencio mío fue motivado por lo que voy a decir. Ya
supondrán ustedes que en el fondo de mi historia, como en todo cuanto
por algún concepto puede interesar mucho al hombre, hay una mujer... La
inspiradora o causante de aquel drama fue una italiana, tipo admirable:
pelinegra, el cutis mate, los labios muy rojos, los ojos azabachados:
se llamaba Leopoldina y estaba casada con un holandés; míster Ruch:
una especie de gigante, pesado, musculoso, con unos cabellos de oro
muy planchados sobre la frente y los ojos grandes y azules, de un
azul pálido. Podría dibujarlo. Lo más notable de aquel coloso era el
color de su piel, blanca, blanca..., como las nieves de su país, como
solo puede serlo la carne de las gentes del Norte. Aquí, en nuestras
tierras manchegas, donde tan lindamente castiga el sol, no sabemos lo
que es eso. ¡Pero en Holanda!... El tipo de que hablo me producía la
extravagante impresión de una estatua de mármol con peluca rubia.

Julio Cenén trató de adelantarse a los acontecimientos.

—Un tipo así no es el más a propósito para una italiana —dijo—; las
italianas, como las españolas, son todo fuego.

Don Higinio le atajó.

—Eso parecían significar las apariencias; pero estas muchas veces
engañan. Míster Ruch, obeso y rubicundo, era violento, dominador y
grosero como un turco: una especie de Otelo con cabello de ángel.
Leopoldina, sin embargo, tuvo la osadía de poner en mí sus bellísimos
ojos..., y crean ustedes que los hombres más valientes son corderos
comparados con la mujer que se enamora y dice: «¡Allá voy!...».

Continuó su relación con gran sobriedad, y poniendo siempre en ella
un buen humor muy del gusto de su auditorio. Había sabido asociar el
nombre de Leopoldina, la aventurera que una tarde en las calles de
Paul-Lelong y Montmartre le robó casi a viva fuerza un billete de
cien francos, a la figura del holandés y de su mujer; y como a estas
imágenes iba vinculado el aspecto del comedor y de las habitaciones,
escaleras y pasillos del hotel de los Alpes, su fantasía lo barajaba
todo armónicamente y su improvisación iba devanándose como sobre rieles.

¿Por qué asoció la imagen del holandés a su folletinesca aventura?...
El narrador ignoraba la causa: quizás por obra de la misma antipatía
que sintiera hacia aquel hombre apenas le vio, y por las muchas veces
que, mientras comía, se divirtió en observar a su mujer. El apellido
«Ruch», que adjudicó al holandés, pertenecía a Francisco, el intérprete
del hotel de los Alpes.

Don Higinio acababa de referir sus emociones la noche en que, desde la
ventana de su cuarto, alebrado como un cazador en acecho, había visto
desnudarse a la italiana; y aun tuvo la perversidad de describir el
rebuscado lujo y limpieza de su ropa interior, y aquellas señales que
las cintas del corsé dejaron sobre su carne joven y rosada. Julio Cenén
suspiró: aquel episodio le había puesto los ojos muy brillantes. Don
Higinio suspiró también; su carrilluda fisonomía acababa de cubrirse de
gravedad triste.

—¿Quién me hubiera dicho entonces —exclamó— que algunas horas más tarde
aquel cuerpo hermosísimo se arrojaría entre mis brazos?...

Hubo un silencio. Según hablaba y veía la descomunal impresión que
sus palabras producían, el narrador iba maravillándose de su obra.
Era imposible mentir mejor que él lo hacía: su mentira fruto parecía
de sazonadas meditaciones y de tenaces y escrupulosos ensayos.
Instintivamente, con una intuición omnisciente de gran comediante,
hallaba la inflexión vocal mejor, la frase y la actitud más adecuadas
para vestir su fraude. Y así, unas veces mentía afirmando; y otras,
negando tibiamente ciertos detalles que adulaban demasiado su amor
propio o mostrándose arrepentido de lo hecho, continuaba mintiendo:
que, si bien se repara, en la vida como sobre el mar, todos los caminos
pueden conducir al mismo puerto.

—Una tarde, al volver de la calle y entrar en mi dormitorio —prosiguió
don Higinio—, pisé un papel que habían echado por debajo de la puerta.
Me agacho a recogerlo, lo desdoblo temblando y leo: «Una señora que
se interesa por usted le espera esta noche, a las ocho y media, en la
calle Feydeau, dentro de un coche que hallará usted parado frente al
número nueve».

Esta cita fantástica tenía una raíz histórica: Perea se había acordado
de las falsas señas que le dio madame Berta. Hernández le interrumpió:

—¿La misiva estaría escrita en francés?...

A pesar de la limpia inocencia de la observación, don Higinio, que no
la aguardaba, se desconcertó un segundo; pero su turbación fue tan
rapidísima, tan leve, que nadie la advirtió. Tuvo, además, el discreto
acuerdo de negar.

—La misiva estaba en italiano; pero yo la leí de corrido; ya saben
ustedes que el italiano lo entendemos perfectamente.

Y continuó:

—Cinco minutos haría que yo esperaba en la calle Feydeau, cuando un
coche se detuvo delante de mí. Ahora juzguen ustedes de mi sorpresa al
reconocer tras el cristal de la ventanilla el encantador perfil de la
italiana del hotel de los Alpes. No titubeé, sin embargo, y abrí la
portezuela. ¡Ah, esos lances, que parecen de novela, no suceden nada
más que en París!... Allí son moneda corriente; estoy por creer que ni
siquiera llaman la atención: parece que flotan en la atmósfera, que los
produce el clima... Pues bien; yo, la verdad, como he corrido pocas
aventuras, estaba aturrullado y no sabía qué decir. Afortunadamente,
Leopoldina vino en mi auxilio. Era una criatura de extraordinario
talento. En pocos instantes, mientras el cochero nos llevaba hacia el
Arco de Triunfo, me contó su historia, unas veces en su idioma, otras
en francés. Tan pronto lloraba, tan pronto reía..., y, de repente, como
si se hubiese vuelto loca, me echó los brazos al cuello y se sentó
sobre mis rodillas.

Tronó una explosión de hilarante. Gutiérrez abrazó al victorioso don
Higinio y el notario le hizo cosquillas pellizcándole en las corvas.
Don Gregorio y Cenén apuraron sus copas de coñac en señal de alegría.
Pero el agasajado no sonrió siquiera, y todos callaron respetando su
pena, acordándose de que aquellos amores habían tenido un desenlace
trágico.

—Mis relaciones con Leopoldina —continuó Perea— apenas duraron una
semana. Nos reuníamos en el domicilio de una señora amiga suya, y allí
me narraba sus penas: su marido era un animal, un perfecto animal,
celoso y terrible, que no la comprendía. ¡La pobre! Quería a todo
trance escaparse conmigo. «Me llevas a España —balbuceaba llorando—,
a España para siempre...». Y yo la hubiese traído..., ¡palabra de
honor!..., la hubiese traído; los hombres, en ciertas ocasiones, no
sabemos resistir. Ahora, cuando nuestro amigo Cenén decía que estuvo en
peligro de marcharse con la Debreuil, me acordaba de esto...

Volvió a suspirar y por dos veces tragó saliva, como luchando con su
pena.

—Omitiré detalles —prosiguió—; baste saber que míster Ruch, enterado
de lo ocurrido, vino a desafiarme a mi propio cuarto. Era casi de
madrugada cuando se presentó. Como ustedes comprenderán, traté de
negar, más que por miedo..., ¡lo juro!..., por caballerosidad. Yo,
francamente, el miedo no lo he sentido nunca. Pero él me obligó a
callar diciendo: «Lo sé todo, mi mujer me lo ha contado todo; así pues,
si no quiere usted salir a batirse inmediatamente conmigo, le mataré
aquí mismo como a un perro». Y sacó un revólver. En aquel momento,
señores, lo confieso, me acordé de mi pobre Emilia, de mis hijos, de
mi España... Estos tragos, luego, examinados a distancia, no parecen
graves... ¡Ah! Pero cuando se pasan son duros..., ¡duros de veras!...
En fin, convencido de que nada podía hacer para evitar el lance, me
vestí tranquilamente y cogí un cuchillo que días antes de emprender mi
viaje había comprado en Ciudad Real. ¿Se acuerda usted, don Gregorio?

El médico, en efecto, se acordaba...

—¿No tenía usted revólver? —interrumpió don Cándido, a quien la bravura
impasible de su amigo aterraba.

—Sí —replicó don Higinio—; pero prefiero las armas blancas: con ellas
hay que arrimarse al peligro; por lo mismo son más valientes, más
nobles, y, desde luego, mucho más seguras. El holandés, sentado al
borde de mi cama, me observaba impasible. Cuando acabé de vestirme, le
dije: «Usted guía». Salimos a la calle y tomamos un coche que nos dejó
en la plaza de la Concordia, junto a una estación del Metropolitano.
Allí subimos al tren subterráneo, que en menos de cinco minutos nos
llevó al Arco de Triunfo, donde ganamos el tranvía de vapor que va a
Neuilly. ¡Un verdadero viaje! Yo iba inquietándome; pero callaba para
que mi rival no se formase mala idea de mí.

—¡Qué valor! —exclamó el boticario.

—Fue una temeridad —dijo don Gregorio—, porque el holandés podía ser un
miserable y tenderle a usted una celada. ¡No sería el primer caso!...

Don Higinio se alzó de hombros con desdén heroico.

—En esos momentos, amigo Hernández, crea usted que nadie piensa lo que
hace.

Arribas, recordando sin duda los yanquis sacrificados por él como
corderos, en Santiago de Cuba, aprobó:

—Dice usted bien: los hombres nos cegamos y somos peores que tigres.

Perea continuó:

—Las nueve de la mañana serían cuando llegamos al puente de Neuilly. A
todas estas yo no había vuelto a cambiar con mi enemigo ni una palabra,
y siempre que echábamos pie a tierra él caminaba delante, guiándome.
Varias veces hubiera podido asesinarle a mansalva, y esta confianza que
ponía en mí me tranquilizaba, pues demostraba que míster Ruch no era un
cobarde capaz de una traición. Así, caminando el uno en pos del otro,
seguimos bordeando el Sena largo trecho, hasta que el holandés llamó a
un barquero para que nos llevase a la isla de la Grande Jatte.

Don Higinio, en efecto, arrastrado por su afición a la pesca, había
pasado allí una tarde muy agradable, y de aquel solitario rincón
conservaba una imagen bastante precisa. A esta circunstancia debía
añadirse la de haberse cometido aquellos días y en la isla, justamente,
de la Grande Jatte, un «crimen misterioso», al que los periódicos, a
falta tal vez de mejor asunto, dedicaron columnas enteras y tuvo la
virtud de remover la curiosidad de París. El autor de aquella fechoría
no había dejado rastro y su víctima no pudo ser identificada. De estos
diversos detalles se acordaba entonces Perea, y con rara presteza y
habilidad de todos se servía para acrecentar la buena disposición,
colorido y solidez de su patraña.

—El tiempo no era el más a propósito para andar por el campo —decía don
Higinio—; estábamos a principios de enero, el día dos, bien me acuerdo,
y el frío cortaba la piel. Caminábamos por un bosque; ni un soplo de
viento; la neblina era espesa y se agarraba a los árboles; sobre el
suelo escarchado apenas podíamos andar. Ni un alma, ni un ruido. De
pronto el holandés se detuvo, y volviéndose hacia mí con la flema de
su carne rubia, exclamó: «¿Le gusta a usted el sitio?...». «Mucho»
—repliqué—. No hablamos más y nos acometimos. Fue un instante. Yo
comprendí que era necesario jugarse la vida a un solo golpe, y así lo
hice. Tuve una arremetida de fiera, y el corazón de míster Ruch sirvió
de vaina a mi cuchillo.

—¿Acertó usted a darle en el corazón? —interrogó el notario.

—Se lo partí en dos pedazos —repuso sin vacilar el héroe—. Pero mi
fortuna, con ser grande, no fue completa, porque en aquel momento
el holandés disparaba a quemarropa su revólver sobre mí y la bala,
penetrando por semejante sitio, me traspasó de parte a parte y fue a
clavárseme en la espina dorsal.

Si don Higinio se hubiese limitado a decir que mató al holandés, su
mentira hubiera llamado menos la atención y probablemente habría
fracasado, pues a embustes mucho mayores estaban avezados los oídos
de todos. Su supremo acierto, por tanto, consistió en declararse
herido. Aquella bala clavada allí, según generosa confesión del
héroe, a la altura de la décima vértebra, tenía toda la certidumbre,
todo el irrevocable imperio de un acta notarial. Así, el asombro que
en los circunstantes produjo aquella jamás soñada declaración fue
definitivo. Como por arte de hechicería don Higinio, a quien hasta
allí diputaban hombre juicioso y casero, erguíase ante ellos llevando
sobre la vulgaridad de su sombrero hongo la pluma de Don Juan. De aquel
antiguo Perea sin leyenda y sin misterio, aficionado a pescar, a jugar
al dominó y a hacer caramelos, había surgido otro hombre que, tanto
por su propia historia como por la acrisolada limpieza de su abolengo,
bien podía ser motivo de orgullo para Serranillas: un verdadero hombre
de mundo, más conquistador que Cenén, más bravo indudablemente que el
notario Arribas, y tan diestro, al menos, en el arte de manejar el
cuchillo, como don Gregorio, el matador de jabalíes. Todos, dentro de
las especialidades de seducción o matonismo que cada cual se atribuía,
sentíanse humillados por aquel nuevo y brillante prestigio.

—¿Y por dónde le entró a usted la bala? —interrogó impaciente el médico.

Perea acababa de acordarse de que su pecho conservaba la cicatriz de
una herida incisa que, siendo niño, se causó con un cristal una tarde
al salir del colegio, y repuso:

—Por aquí, vean ustedes; el orificio de entrada, aunque muy reducido
por el tiempo, se conoce aún.

Casi sin saber lo que hacía púsose de pie y comenzó a desabotonarse
el chaleco, la camisa; se levantó las puntas flotantes de su corbata.
Gutiérrez bajó la lámpara y todos se levantaron, adelantando el rostro,
frunciendo los párpados para reconcentrar mejor la mirada. Don Higinio,
con audacia temeraria, mostraba por entre la abertura de su camiseta
color salmón su pecho cobrizo, peludo como el vientre de un oso.

—Aquí está —dijo señalando con el índice de su mano derecha una huella
blanca, perdida bajo la espesa pelambrera.

Los circunstantes siguieron aquel gesto, y el aplomo sugestivo del
héroe de una parte, de otra el coñac, el espíritu de imitación, acaso
un oportuno y sofístico parpadeo de la luz, realizaron el milagro.
Todos vieron la herida.

—¡Es cierto! —exclamó Hernández—, aquí es.

Don Cándido la apreció también, y el secretario del Ayuntamiento, y
el jefe de Correos, y el notario... Don Higinio brincaba de sorpresa
en sorpresa; nunca hubiera creído que a la pobre humanidad, inclinada
sistemáticamente a la desconfianza y tan incrédula, sin embargo,
pudiera engañársela tan pronto.

—¿Y dice usted —añadió el médico— que la bala quedó incrustada en la
décima vértebra dorsal?

—Sí, señor.

—¡No puede ser!

—¿Por qué?...

—¡Porque, no!... ¿No lo comprende usted? Es demasiado bajo.

A don Higinio no le importaba que el proyectil del holandés hubiera
ido a instalarse una o dos o tres vértebras más arriba; pero su ágil y
clarividente discreción comprendió que debía sostener lo dicho, lo que,
conocida la pobrísima ciencia de su amigo, no había de serle difícil.

—Tenga usted presente —dijo— la aventajada estatura de mi rival:
míster Ruch era un hombretón; por lo mismo, la trayectoria del balazo
debió de ser oblicua, de arriba a abajo. Yo, como usted comprenderá,
me limito a repetir lo que dijeron las notabilidades médicas que me
examinaron.

Hernández se dio por enterado; las últimas palabras del héroe acababan
de convencerle. ¿Acaso no sabía él tanta anatomía como los profesores
de París?... Para demostrarlo juzgó oportuno sorprender a sus
oyentes determinando allí mismo el rumbo seguido por el proyectil, y
oscureciendo lo más posible su descripción con términos profesionales.

—Todo está comprendido —exclamó—; la bala perforó el apéndice xifoides,
que por su naturaleza cartilaginosa es poco resistente; rompería el
peritoneo, atravesaría la cavidad del abdomen e iría a clavarse en la
espina dorsal. ¡Y gracias que no desgarró ninguna asa intestinal!...
¿Le operaron a usted?

—Nada; no, señor.

—¡Es natural! ¡No hacía falta! Le recomendarían a usted, además del
tratamiento indicado para tales casos, mucho reposo y la leche como
único alimento...

—Precisamente.

Todos miraban a Perea con el respeto, humildad y devoción admirativa
que inspiran a la multitud los supervivientes de alguna terrible
catástrofe. ¡Qué hombre! Ahora comprendían mejor su carácter reservado
y el celo galante con que en diferentes ocasiones había defendido a las
mujeres de moralidad distraída.

—¿Y no se resiente usted nunca de la herida? —preguntó el boticario.

—Algunas veces; cuando realizo algún esfuerzo, verbigracia, o si cambia
el tiempo.

A don Higinio le pareció oportuno interpolar una sonrisa en el relato
de su aventura, y añadió:

—Puedo decir que el holandés me puso un barómetro a la altura de los
riñones...

El ático humor y desparpajo de Perea y la modestia con que hasta
entonces había callado su historia, traía a todos suspensos y pasmados.

Habían vuelto a llamar a la puerta y don Cándido salió a abrir. Era
Carmen, que iba en busca de su padre para cenar.

—Son las nueve —dijo—, estamos esperándote.

El héroe de la Grande Jatte la llamó a su lado, la estrechó contra su
pecho y empezó a pasarla una mano por los cabellos. Se acordaba de un
grabado, copia de un cuadro titulado: «Napoleón y su hija», que había
visto alguna vez. Su gesto tenía una tranquilidad patriarcal y solemne;
parecía decir: «¡Si no fuese por estas criaturas!».

Para marcharse, estrechó la mano del médico, la del boticario, la de
Cenén, la de Arribas, la de Gutiérrez. Al mismo tiempo, aludiendo a la
niña con un mohín, balbuceó:

—Que no sepa nada, ¿eh?... Ustedes se hacen cargo... ¡Sería horrible!...

El jefe de Correos habló en nombre de todos.

—Nada tiene usted que advertirnos: aquí, en este instante, no hay más
que caballeros.

Don Higinio Perea salió de la botica apoyándose en su hija y echando
aquel paso lento y largo, propio a su juicio, del hombre que arrastra
algún remordimiento. Llovía y el globo rojo de la farmacia tendía sobre
el lodazal de la plaza un cono sangriento. La niña levantó la cabeza.

—¿Has bebido, papá?...

Desconcertose el amante de Leopoldina.

—No... ¿Por qué?...

—Me había parecido: estás muy colorado.

Iba, en efecto, encendido como una amapola y con la boca tan seca que
apenas podía mover los labios. Al doblar la esquina volvió la cabeza.
Hallábase excitadísimo; tenía miedo, un pánico de superstición; como
si realmente el cadáver enorme, frío y blanco del holandés, le fuera
pisando los talones.




VII


En menos de un mes, la invención lanzada por don Higinio Perea en el
refugio y misterio de la farmacia de don Cándido, había dado varias
vueltas al pueblo. A pesar del silencio que los allí reunidos juraron
guardar al héroe de la Grande Jatte, la noticia les pareció tan
emocionante y golosa, y de tal manera sojuzgó y trastornó sus ánimos,
que les faltó tiempo para feriar con ella la voraz curiosidad de
sus mujeres. El boticario se lo dijo a doña Benita; don Gregorio, a
doña Lucía; el secretario del Ayuntamiento, a su Inés; don Jerónimo
Arribas, a doña Marcela y a los dos pasantes de la notaría; Gutiérrez,
si bien con medias palabras y exigiendo aquella misma reserva de que
él carecía, se lo confió a sus hijas... Y así la hazaña de Perea, tan
pronto aplaudida como censurada, pero siempre comentada con prolija
vehemencia, fue revolando de puerta en puerta hasta ser tan familiar al
vecindario de Serranillas como la torre de la iglesia.

Por poco observador que fuese don Higinio, y olvidado y desasido que
se hallase de su mentira, bien echó de ver que algo extraordinario
se operaba a su alrededor. Durante los primeros días no supo a qué
atribuirlo, pues el recuerdo de su embuste se le había ido del cerebro
con los últimos vahos del coñac tragado en casa de don Cándido, y
aunque lo tuviese presente, nunca lo creyera capaz de subsistir, ni
menos de merecer la atención de nadie. Pero no tardó en modificar
su opinión, cediendo a la autoridad irrevocable de los numerosos
y muy graves indicios que de múltiples partes y bajo artificios
diversos llegaban a descubrirle el interés vivísimo, no exento de
admiración, de que era objeto. El mentiroso es un sugestionador, y él,
inconscientemente, había sugestionado al pueblo: se le discutía, se le
espiaba, se le seguía desde lejos con los ojos. El artista se asombró
de su obra; hallábase envuelto, cercado, apresado por ella; hubiera
querido destruirla y no hubiese podido, tal vez; su mentira, como
por ensalmo, se había hecho horizonte. A todas horas recibía pruebas
fehacientes del sincero cariño y alta estimación que el alma colectiva
le tributaba: Cenén, Gutiérrez, el notario, hasta don Gregorio
Hernández y don Cándido, unidos a él por una amistad de muchos años, le
trataban con mayor pleitesía y reverencia, y como de inferiores a jefe;
y la misma doña Lucía, que continuaba sin hallar corsé que reparase el
desbordamiento de su obesidad, solía mirarle con una languidez nueva.
Si iba a la mina hallaba a sus obreros más obedientes y devotos, y
cuando llegaba al Casino los porteros le saludaban, poniéndose de pie,
con un acogimiento silencioso y humilde que le bañaba en dulce vanidad.

El buen hombre atisbaba curiosamente aquel interesantísimo cambio de
opinión. El vulgo, al igual de las mujeres, es imaginativo, y como la
imaginación solo de mentiras se satisface, siente la necesidad, casi
fisiológica, de ser engañado; por cuanto lo extraordinario le atrae y
le vence, y antes prefiere la pinturería folletinesca de un «se dice»
a la gravedad histórica de un hecho comprobado. Ello explicaba el
éxito que, a despecho de la fingida reserva de todos, había obtenido
su mentira, y cómo, por imperativo caprichoso de la muchedumbre, en
el pacífico ricachón de antaño, dedicado a los lisos placeres de la
familia, del dominó y de la pesca, surgía ahora, cual de una caja de
sorpresa, una personalidad andariega, belicosa, prudente, seductora,
colmada, en fin, de interés teatral. Esta observación halagaba sus
pueriles y romancescos humos de exotismo, y le inspiró una preocupación
que, por lo constante, fue origen, a su vez, de un gesto reservado que
bien pudiera ser, pensaba el público, el de un remordimiento.

Este ademán taciturno, tan cómico como su falsa afición al ajenjo
o aquel postizo acento francés con que cinco años antes regresó de
París, era una especie de traje que el héroe de la Grande Jatte se
endosaba diariamente al salir a la calle. Realmente no hubiera podido
adoptar otra actitud. Sus conterráneos habían empezado a dedicarle ese
cariño dispensador de los padres hacia el hijo calavera que no quiso
aprender carrera ni oficio, pero en quien reconocen las gallardías de
un buen entendimiento y de una hermosa apostura física; les halagaba
que de aquel noble predio manchego hubiese surgido, siquiera fuese
merced a la intervención poco romántica de la lotería, la figura de
un varón complicado, tracista y galán como un caballero Casanova, que
hubiera viajado por el extranjero y seducido a una hermosura italiana
y vencido en temerario desafío a un gigante holandés. De consiguiente,
al agraciado por tan difíciles prestigios no le quedaba otro recurso
que mantener «su papel», vivir su mentira, aquella mentira lanzada
entre el exaltado aturdimiento de dos sorbos de coñac, y a cuya rápida
divulgación sirvió de coadjutora la voz de todo un pueblo. Este le
había dicho:

«Toma tu cruz de héroe, la más pesada de todas, y sigue».

Y don Higinio se cruzó de brazos: él sería héroe, como Dieguito, el
sobrino de su amigo Arribas, sería siempre un pillo; porque así lo
había decretado la opinión ajena...

Para mejorar la disposición interior de su espíritu y no aparecer
demasiado ridículo ante las miradas fiscales de su propia conciencia,
no le faltarían razones. En primer lugar, era seguro que doña Emilia
no sabría aquello, pues constantemente y para bien del individuo, el
rumor de sus pequeñas ridiculeces o no llega nunca a conocimiento
de su familia o llega muy tarde; y en segundo término, y a este
asidero agarrábase principalmente la vanidad del héroe, nadie podría
demostrarle que hubiese mentido. Las figuras y lugares que su fácil
imaginación y novelesca facundia utilizaron en la erección de la
leyenda existían: la italiana del hotel de los Alpes no le había amado,
pero pudo amarle; como el holandés, que en aquellos momentos gozaría
seguramente de perfecta salud, era innegable que hubiera podido morir
a sus manos. Tales suposiciones, aun dentro de la lógica más estricta,
siempre representaban un argumento. Además, la generosa casualidad le
favorecía. La víctima que fue a elegir era la de un hombre cuyo cadáver
halló la policía en una isla del Sena y no pudo ser identificado; él
conservaba varios periódicos que lo decían así, y de los cuales se
acordó en el caliente flujo de su improvisación. Esto constituía para
don Higinio un argumento Aquiles, porque de darle la desgobernada y
suicida ventolera de confesarse públicamente autor de aquel viejo
crimen olvidado, y constituirse prisionero so pretexto de acallar
remordimientos de conciencia, ¿qué tribunal le hubiera recusado?...
Únicamente podía comprometer la certidumbre de su relato la bala del
holandés, que él dijo llevar incrustada en la décima vértebra; pero, si
nadie podía probarle que no la tuviese allí, ¿qué importaba?...

Discurriendo así consiguió serenar todos sus escrúpulos. El delicioso
matón de la isla de la Grande Jatte, por lo mismo que sus convecinos
eran unos incorregibles y redomados embusteros, abominaba de la
mentira, aunque este odio se parecía a la misoginia de muchos viejos
moralistas, que reniegan de las enaguas precisamente porque de jóvenes
no supieron descoserse de ellas. La mentira, según don Higinio,
constituye uno de los pródromos, síntomas, o matices más graves de
la patología social; ella retarda el avance de la ciencia, desorbita
con invenciones grotescas la inspiración de los artistas jóvenes y
envenena la existencia familiar: la mentira es el robo, el disimulo, la
calumnia, la cobardía, la ostentación ruinosa, el adulterio; la mujer,
huyendo del castigo del hombre, se acoge a la mentira.

Hay mentiras inocentes que jamás perjudican a tercera persona, como
la del asesinato del holandés, y, en general, las de cuantos buenos
conversadores, cultivadores felices del jardín del embuste, piden a
la imaginación la amenidad ágil y la gracia que la realidad no tiene.
Pero desdichadamente la mayoría de los hombres que incurren en delito
de impostura no es por devoción estética o prurito de decir algo bello
que frívolamente eduque o distraiga, sino por dañar los intereses o
emporcar el honor de alguna persona.

La psicología de la mentira es interesantísima. A los que podrían
calificarse de «profesionales» de la patraña, esta llega a dominarles
tan sostenida y acabadamente que les impone una segunda personalidad,
por cuanto muchos médicos les colocan en el número de los anormales.
Hay, efectivamente, quien de buena fe se cree héroe y se atribuye
majezas de Bayardo; o un terrible seductor más recuestado por las damas
que Lovelace; o un rival dichoso de Magallanes en materia de viajes.
También abundan los que gustan de mostrarse atrafagados en difíciles
maquinaciones económicas. Generalmente, la mentira, cuando no proviene
de la timidez, es una hiperestesia, «un producto» de la imaginación, la
gran arisca vestida de colorines y cascabeles, empeñada perpetuamente
en corregir la vulgaridad social.

Existe, además, otra mentira que no se deriva del miedo ni de la
fantasía, sino del cálculo; superchería que no es exaltación o alboroto
romántico del carácter, mas sí represión, disimulo o empequeñecimiento
del mismo. La mentira de la imaginación hincha lo más sencillo; la
razonada, como su madre la hipocresía, tiende, por el contrario, a
cepillar o reducir cuanto haya de saliente en el individuo; aquella,
«multiplica»; la segunda, «resta»; y de ambas, evidentemente, esta
es peor, porque su humildad inspira confianza: suele ser la mentira
favorita de los inferiores, de los criados, de los niños. También es
la más frecuente: su anguilada suavidad, su color gris, tan de acuerdo
con la mediocridad colectiva, su respeto incondicional a lo instituido,
su miedo lacayuno a las costumbres, equivalen a un uniforme. ¿Cómo
diferenciar entre la bondad verdadera y la fingida o pegadiza?
¿Cómo saber quién es noble «por dentro» y quién muestra hidalguía
accidentalmente y de paso?... En los espíritus caballerescos la
decencia constituye algo sustantivo, rígido, muy incómodo, ciertamente,
de llevar; en los solapados y rufianes, es una librea. Las apariencias,
sin embargo, no varían: entonces, ¿cómo distinguir cuándo la honradez y
la sinceridad son «trapo» y cuándo «piel»?...

Amén de la timidez y de la imaginación, los manantiales mentirosos
más abundantes son la vanidad, el orgullo y la envidia. Lo que esta
inventa, cae inmediatamente bajo la égida amparadora del amor propio, y
el orgullo y la vanidad lo mantienen ante la opinión, aun a riesgo de
grandes sacrificios. También se miente por misericordia.

En los hombres de espíritu cultivado, como don Higinio Perea, y
capaces de realizar complicadas síntesis mentales, las mentiras se
alambican y esclarecen difícilmente, pues se afianzan al espíritu que
las produce con numerosas raíces. El héroe de la Grande Jatte, aunque
nunca había mentido, propendía a la mentira acaso por culpa del medio
donde naciera, demasiado pequeño para su actividad, o tal vez porque
envidiase la plenitud de vida que rebosan las biografías de los varones
trotatierras y fuertes y quisiera igualarles. La sociedad lugareña
que le circundaba, mundo tranquilo donde la desocupación servía de
maravilloso abono a la murmuración y a la calumnia, le invitó al engaño
y él mintió por el único pueril antojo de obtener durante el breve
espacio de una tarde, el elogio envidioso de sus amigos más íntimos.
Cuestión de vaya y pasatiempo. Pero como la seriedad de sus palabras y
acciones fuese proverbial, su invención obtuvo resonancia estupenda, y
rebasando los límites de Serranillas traspuso las márgenes verdes del
Guadamil y levantó en Almodóvar del Campo un clamoreo admirativo.

Ante aquella inesperada realidad don Higinio, a la vez asustado y
satisfecho, concluyó, tras detenido examen de conciencia, por encogerse
de hombros. ¿Qué inmoralidad hay en el embuste que sin lastimar a nadie
mejora a quien lo dice, y a todos por igual regocija y divierte?... Los
agiotistas, los conquistadores, son hombres de voluntad que cultivan la
acción; la quietud reflexiva pertenece a los artistas, a los sabios.
Perea sintiose ligado a los individuos de este último grupo por cierta
comunidad espiritual. ¡Su mentira, aquella mentira donde su destino
parecía haber encarnado!... ¿Por qué no imponerla al vulgo como se
impone una obra de arte? _Don Quijote_ y _Fausto_ carecen de realidad
histórica, no vivieron jamás, y, sin embargo, ¿no es cierto que existen
los dos?...

Aquel día, muy temprano, los vecinos de la plaza vieron pasar a don
Higinio cargado con todos sus pertrechos de pesca: las cañas al hombro
como lanzones, su sillita de campaña a la espalda, y colgados sobre
el brazo izquierdo el cesto de la merienda y el voluminoso paraguas
de algodón negro guarnecido por una franja morada. Vestía traje de
pana color vino, y llevaba echado hacia la nuca un amplio sombrero de
fieltro gris. Caminaba de prisa, jaque, rechoncho, peludo y alegre,
bajo la claridad plomiza de la mañana. Al enfrontar una calleja que
por entre bardales y pobrísimas viviendas de mineros desembocaba en el
ejido, saludó a don Gregorio.

—¡Bien madrugamos! —gritó Perea.

Hernández llevaba puestas sus polainas de cazador y un chubasquero que
le cubría hasta cerca de los pies.

—Vuelvo de ver a _Tocinico_.

—¿Sigue mejor?

—Creo no llegue a la noche; si no reacciona...

Se habían detenido y hablaban de acera a acera, con familiaridad
pueblerina. El brusco vozarrón de don Gregorio retumbaba en el silencio
ecoico del callejón desempedrado, pendiente y vacío.

—¿Cómo sale usted a pescar en un día así?

—¿Qué le sucede al día?

Miró al espacio: el cariz del cielo, efectivamente, era
intranquilizador. Soplaba un poniente frescachón que anunciaba lluvia.
El médico extendió un brazo.

—Debía usted saber que cuando aquellos picos no se ven claros, en
Serranillas llueve siempre.

—Es verdad.

—Y para el hombre que ha abusado de la vida como usted y lleva en
su cuerpo lo que usted tiene la desgracia de llevar en el suyo, los
cambios barométricos son fatales. Eso está al alcance de un niño; pero
usted, por lo visto, no se quiere bien.

Desdeñoso y heroico, el amante de Leopoldina se alzó de hombros. Sí,
ya comprendía a qué aludía don Gregorio: a la bala del holandés...
¡Bah!... ¡Buena cosa le importaba a él la bala!...

—La humedad es un veneno terrible para las heridas viejas —agregó
Hernández.

Campechanamente, levantando el brazo derecho con el gesto alegre del
hombre que tira su sombrero al aire, don Higinio repuso:

—¡Historias, don Gregorio! ¡No haga usted caso!... ¿Quién se acuerda de
esas antiguallas?...

Y siguió adelante. El médico exclamó, como si le tirase una piedra:

—¿Antiguallas? ¡Bueno! ¡Las locuras se pagan!...

Perea se alejaba sin mirarle y haciendo signos negativos con la cabeza.

—¿Que no se pagan?... ¡Dentro de algunos años me lo dirá usted!

A su vez, don Gregorio reanudó su camino. Una gota de agua acababa de
caerle en la nariz y miró al cielo. ¡Marcharse a pescar con un tiempo
como aquel! Decididamente don Higinio no tenía miedo a nada... Cuando
llegó a su casa, su mujer le preguntó:

—¿Has visto a Perea?

—Ahora mismo, en el callejón. ¿Por qué?

—¡Nada! Por aquí pasó muy tieso, con un traje de pana flamante y un
sombrero gris. Cada día está más joven.

Hernández se echó a reír.

—¡Bueno traerá a la noche el trajecito, con lo que va a llover!...

Don Higinio encontró crecida y más rápida que de ordinario la
corriente del Guadamil, señal inequívoca de haber llovido la víspera
en la sierra. Esto le obligó a caminar un buen trecho, remontando
el curso del río hasta dar con un vado por el que pasó sin apenas
mojarse los pies a la otra orilla, donde había hondonadas y quebrajas
hospitalarias perfectamente defendidas del aire. Aún anduvo otro medio
kilómetro buscando cierto paraje pedregoso llamado Hoyo Grande, al
cual en los días ventosos y nublados los barbos y las sabrosas truchas
acudían en mayor cantidad; y una vez allí, preparó las cañas, encebó
los anzuelos y clavó en la tierra una estaca, a la que ató sólidamente
su paraguas abierto, formando así una especie de minúscula tienda de
campaña bajo la cual se instaló. Después encendió su pipa, una gran
pipa marinera, recuerdo de París, y aguardó.

Durante la primera hora cayeron algunas gotas de lluvia; pero el
viento, que debía de ser fuerte, barrió las nubes hacia levante,
esclareciose el cielo y hubo momentos en que pareció asomarse el sol;
pero de muevo el espacio se cubrió y muy lejos, al otro lado de la
sierra, tal vez, se oyó rodar un trueno. Una fuerte claridad lechosa
inundó el paisaje. El aire olía a tierra mojada y sobre los crecidos
herbazales corrió un raro estremecimiento verde. Como las ráfagas del
cierzo soplaban muy altas, cendales sutiles de bruma iban oscureciendo
el cauce del río, cuyas ondas adquirían la muerta coloración de la
ceniza. El silencio, ese silencio absoluto, quietud de letargo, de
la niebla, ahogaba todos los ecos serrinos. Don Higinio se acordó de
que una mañana así fue la elegida por él para deshacerse del temible
holandés del hotel de los Alpes, y pensando en los buenos consejos de
don Gregorio a propósito de la malsana influencia de la humedad en la
cicatrización de las heridas antiguas, se echó a reír con un cinismo
del que debió ruborizarse un poco su conciencia.

Encendió otra pipa, y para neutralizar los efectos del frío, que
empezaba a entumecerle las rodillas, sacó del cesto de las vituallas el
frasco de la ginebra y trasegó algunos sorbos largos. Desde el sitio
donde se hallaba, bajo y rodeado de ribazos arbolados y fragosos,
el horizonte que exploraban sus ojos era limitadísimo. Nada se veía
del pueblo, distante ocho o nueve kilómetros, ni del campo en que
estaban las minas. Solo se divisaban las márgenes del Guadamil, que
escapaban en pendientes ariscas hacia la sierra, y mucho más allá, la
dentada crestería, semejante a airones basálticos, de los montes que
cerraban el valle. Con ser tan reducido el panorama, la brumazón, por
momentos, iba acortándolo; densas masas de vapores plomizos engrudaban
el espacio, y la claridad diurna aumentaba su livor de agonía. En la
oscuridad creciente, los contornos se borraban: los árboles parecían
diluirse sobre el vasto fondo fuliginoso del suelo; el fastigio de
los altos cerros concluyó por mezclarse a las nubes que los cubrían
y desvanecerse en ellas, y de este modo, cielo y tierra se aunaron
y perdieron tras la misma homogeneidad gris. Mientras el caudal del
Guadamil, engrosado por el aguacero que probablemente desde hacía
horas estaba cayendo en la sierra, aumentó tanto que Perea necesitó
trasladarse a un sitio más alto. Su optimismo, empero, no claudicaba,
y a mediodía almorzó reciamente, así por exigencias del estómago, como
por la satisfacción de las tres libras de buen pescado que llevaba
cobradas. ¡Bah! En total, aquel mal tiempo reducíase a cuatro gotas y a
un poco de humedad.

Acabando estaba de preparar el café cuando empezó a llover tan
furiosamente que en pocos minutos, y a despecho del paraguas, sintiose
calado y remojado igual que si le hubiesen echado de cabeza al río.
Al pronto creyó que se trataba de una grupada de corta duración, pues
la misma violencia del chaparrón parecía señalarlo así, y confiado en
ello, sin detenerse a recoger sus enseres de pesca, huyó pendiente
arriba a refugiarse en una concavidad del terreno, una especie de
casilicio que apenas le abrigaba los hombros. Desde su refugio, el
paladín de la Grande Jatte observaba la melancolía de su paraguas
inútil, chorreando agua, y de sus cañas que dejó suspendidas sobre la
corriente del río, y la idea de que a su engaño hubiesen acudido más
peces hacíale sufrir.

Transcurría el tiempo y el aguacero no amainaba, y como la tierra iba
empapándose por instantes, la rústica hornacina que a Perea servía
de escondite comenzó a rezumarse de modo que antes le mojaba que le
cubría. Don Higinio empezó a inquietarse; para un reumático hereditario
como él, aquellas humedades podían ser fatales. Hernández tenía razón:
marcharse a pescar tan lejos en un día así, era una locura.

Caía la lluvia tan compacta que los retamales comenzaron a doblarse
bajo ella, y su caudal componía hilos que resbalaban brillantes sobre
los troncos de los allozos y de los pinos. Las aguas del Guadamil
habían adquirido sonoridades y garrulerías de amenaza; su curso era
más violento; rodaban sus ondas, oscurecidas por el tiznado dosel de
las nubes, en remolinos espumeantes y al chocar contra los peñascales
y raíces que dentaban las márgenes, saltaban destrizadas y convulsas.
Recalado, los pies fríos y doloridos, el sombrero metido hasta el
cogote, don Higinio se alentaba las manos para calentárselas. Estaba
asustado. Desde el legendario diluvio que puso a flote el arca de Noé,
no era verosímil que en tierras de la Mancha hubiese llovido nunca así.
No sabía qué hacer y ni siquiera la distracción de fumar le quedaba,
pues con la humedad el tabaco no ardía. Tuvo que guardarse la corbata
en el bolsillo; el cuello de su camisa había perdido la tiesura del
almidón y convertídose en un tirajo viscoso, frío, que le causaba la
impresión de llevar un reptil enroscado al cuello.

La niebla de las primeras horas matutinas se había resuelto en agua
pacíficamente; pero a media tarde cambió la expresión del cielo, y
la que hasta allí fue lluvia susurradora, con el favor del viento
hízose tempestad. El ciclón, improvisado al otro lado de la sierra,
iba a pasar sobre el valle de Serranillas con iracundo aletazo.
Sopló fragorosa una ráfaga que disciplinó los árboles y arrancó de
los alcores rocosos gemebundeos de agorería y espanto; un relámpago
cabrioló en el espacio, y su luz apocalíptica iluminó hasta los
rincones profundos del bosque; el trueno tableteó rebotando de montaña
en montaña. Flagelada por el huracán, la lluvia embestía rabiosamente
contra la hornacina de don Higinio y el viento, revolviéndose sibilante
entre aquellas hondonadas, recogía las hojas caídas y levantándolas
a considerable altura las dispersaba por el aire; en cada arista, en
cada hendidura del monte, su violencia producía alaridos bárbaros.
Obedeciendo a una costumbre infantil, Perea se signó; jamás su cumplida
experiencia de hombre rústico había visto espectáculo igual. De pronto
sus cañas, su sillita de campo y su paraguas, arrebatados por el coraje
de los elementos, cayeron al río. Instintivamente don Higinio corrió
tras ellos para recobrarlos; mas su diligencia fue inútil, pues la
corriente era muy rápida y hubiera sido temerario meterse en ella. El
paraguas, especialmente, hinchado de aire, huía rápido, voltejeando
como un animal de quimera sobre las ondas gruñidoras del Guadamil.

Ante este desastre, el esforzado galán de la italiana del hotel de
los Alpes solo pensó en la huida. Pero, ¿cómo volver al pueblo si
para ello necesitaba repasar el río y con la riada no habría manera
de vadearlo?... Don Higinio quiso saber la hora para ceñir a ella sus
planes de retirada, y hasta este auxilio le faltó, porque su reloj se
había parado en la una y cinco. El bizarro manchego apretó las puños y
dardeó contra el cielo una mirada simoníaca. ¡Sin tabaco, sin reloj,
calado hasta los huesos como un náufrago!... ¡Ah! ¿No es cierto que
hay trances en que todo cuanto nos rodea, tierra y espacio, árboles,
piedras, nubes, montañas, parecen burlarse de nosotros?

Alicaído recogió el cesto de sus provisiones, único objeto que por su
pesantez y volumen exiguo no cayó al río, y echó a andar, indiferente,
bajo el aguacero. El camino era ingrato, por lo resbaladizo unas veces,
otras por encharcado y blanduzco. Después de recorrer tres kilómetros
don Higinio hallose rendido y necesitó sentarse: sus botas, embarradas,
parecían las de un gigante y pesaban de modo que se agarraban al suelo
como raíces; su traje de pana, aquel flamante traje avinado en que doña
Lucía detuvo una mirada furtiva, ahora agarrotaba sus movimientos y
gravitaba sobre sus lomos cual una armadura. La lluvia caía siempre y
el errante, los ojos apagados, la boca entreabierta, sentía correr por
su espalda su caricia helada. Transcurridos unos momentos, prosiguió su
camino.

Anochecía cuando llegó a la hoya temible del Jabalí. En aquel paraje,
erizado de peñascos hostiles, el Guadamil se encrespaba y tenía
fosquedades urañas de torrente. Los ojos azules y bondadosos de Perea
registraban la orilla.

—¡Si mi paraguas se hubiese detenido aquí! —pensaba.

Siguió adelante, acuciado por el temor de que la noche le sorprendiese.
En realidad no sabía qué hacer: la crecida había inutilizado
seguramente todos los puntos vadeables del río, y aunque él estaba
cierto de conocerlos palmo a palmo, comprendía el peligro de meterse
en el agua sin saber nadar y confiando su salud a piedras movedizas
que el ímpetu de la corriente acaso arrancó y trasladó a otros sitios.
La lluvia había cesado, apaciguose el viento y en el espacio mudo,
inexpresivo, como fatigado por la tormenta que pasó sobre él, los
árboles se erguían inmóviles y brillantes. Pocos kilómetros más allá,
en la oscuridad nocherniega, llena para los caminantes de hostilidad y
zozobras, el campeón de la Grande Jatte vio brillar dos de las esferas
del reloj de la iglesia, lo que le reanimó con la emoción de una
subidísima alegría.

—Cuando el reloj está encendido —pensó— es que son las seis.

Y reanudó su marcha, siempre con cuidado, porque el Guadamil al echar
fuera el pecho había arriado muchos parajes que horas antes estaban
enjutos.

Entretanto, la ausencia inexplicable de don Higinio había convertido
su hogar en una sucursal o abreviado remedo de aquel «valle de
lágrimas» de que hablan las Escrituras. Por la mañana, apenas empezó a
llover, doña Emilia fue al armario a cerciorarse de si estaba allí el
impermeable de su marido, y como lo viese se contrarió muchísimo. Era
uno de esos caracteres dominadores y vehementes, en los que todos los
sentimientos, hasta el del amor, tienen un gesto de cólera.

—¡Se ha empeñado en no ponerse el impermeable —refunfuñó—; milagro será
que no vuelva con un enfriamiento!

Su hermana Teresita, buena y sorda, con una sordera creciente que
añadía a la natural expresión amable de su rostro una dulzura nueva,
procuró tranquilizarla.

—No te apures, mujer; no se trata de un niño; a la hora de almorzar,
seguramente, le tenemos aquí.

Los largos ojos árabes de doña Emilia resplandecieron rencorosos.

—¡Parece mentira que no le conozcas! ¡Él, volver!... Pero, ¿no sabemos
que en viendo una caña de pescar se vuelve loco?...

Según transcurrían las horas la nerviosidad de la excelente señora
iba en aumento: todo influía sobre ella insanamente; de una parte,
la ausencia de don Higinio; de otra, la atmósfera saturada de
electricidad. Sus manos temblaban. Fue a la cocina y rompió varios
platos; intentó coser y se pinchó los dedos. Un presentimiento aciago
la traspasó el pecho; llamó a su hermana.

—Creo que va a sucedernos una desgracia; acabo de sentir un calofrío
muy raro, como si algo me hubiese rozado la nuca.

Teresita no oyó bien.

—¿Cómo?

Arrepentida de sus palabras doña Emilia no quiso contestar; estaba
irritadísima, con esa mortificación de vanidad que produce la
conciencia de haber dicho una tontería.

Llegó la hora de almorzar y don Higinio no apareció. Doña Emilia
apenas pudo catar bocado; sucesivamente poníase roja, blanca; nunca
la había oprimido el corsé tanto como entonces. Sus hijos comieron
perfectamente, pero hablaban de buscar al padre.

—Iré yo solo —dijo Anselmo.

El futuro jurisconsulto tenía el orgullo de sus dieciséis años y de sus
músculos, endurecidos por dos cursos de gimnasia.

Joaquinito quería acompañarle, y el primogénito le humilló echándole en
rostro su poca edad.

—Tú eres muy pequeño todavía.

Y luego:

—¡A callar, mocoso!...

No estando allí su padre, Anselmo creíase obligado a asumir las
responsabilidades y derechos del cabeza de familia. Joaquinito,
furioso, amenazó a su hermano con un cuchillo de postre, que luego
clavó sañudamente en un pastel de crema y cabello de ángel. Carmencita
callaba, pensando que ella era ya una mujercita y que cuando hace mal
tiempo las señoras distinguidas no salen de casa. Doña Emilia terminó
la discusión.

—¡Aquí no se hace nada que yo no disponga! Ya lo sabéis. Y si alguno me
desobedece se acordará del día de hoy.

Dejó la mesa y comenzó a pasear de un lado a otro; a cada momento iba a
la calle, bajo el aguacero, con esperanza de ver llegar a Perea, y sus
cabellos, al desrizarse con la humedad, invadían plañideros la frente
y daban al rostro una expresión dramática. Teresita, sorda y dulce,
arrastrada inconscientemente por la inquietud y dolor de su hermana,
caminaba tras ella.

A media tarde, al resonar aquel formidable trueno que tanto empavoreció
a don Higinio y le obligó a signarse, su mujer dio un grito y fue a
ponerse de hinojos ante una imagen pequeñita de Nuestra Señora del
Refugio que tenía en su dormitorio entre velas azules y flores de
trapo. Allí permaneció dilatado rato, los llorosos y suplicantes ojos
vueltos hacia arriba, los brazos abiertos. Teresita, que la había
seguido, también se arrodilló; luego, absorta y como desvanecida en el
fervor de su místico recogimiento, hundió la barbilla en el pecho y
buscó actitud más cómoda sentándose sobre los talones. Fuera rugía la
tormenta, y a intervalos el deslumbrante zigzagueo de los relámpagos
inflamaba la habitación. Anselmo se asomó a la puerta; aquella escena
le interesaba sin entristecerle; en Ciudad Real recordaba haber visto
una zarzuela que se desenvolvía a orillas del mar y cuyo primer acto
terminaba con un cuadro así.

Dieron las tres, las cuatro... y la tormenta, al alejarse, parecía
dejar tras sí un indefinible latido de desolación y tragedia que doña
Emilia no pudo resistir.

—Me voy —declaró.

Iba a casa del médico; necesitaba ver gente, hablar con doña Lucía,
desahogar su inquietud de algún modo. Tal vez Perea, de regreso de su
malhadada excursión, se hubiese detenido allí... No quiso incomodarse
en ceñirse el corsé; vistiose un abrigo encima de la bata que llevaba
puesta, se rodeó al cuello una bufanda y salió a la calle.

Apenas había doblado la esquina, Anselmo y Joaquinito se aliaron.

—¿Buscamos a papá? —propuso el mayor.

—Vamos.

Cogieron sus boinas y se encaminaron al portal. Teresita, secundada por
Carmen, intentó detenerles; pero su bondadoso prestigio no alcanzaba a
tanto.

—Volvemos pronto —dijeron.

Y escaparon en dirección al río. Iban corriendo. En el fondo de aquel
amor al padre había un juvenil deseo de libertad, de campo; un prurito
ardiente de zapatear sobre la hierba húmeda...

Doña Emilia llegó a casa del médico tan demudada y diferente a sí
misma, que la señora de Hernández se asustó.

—¿Qué tienes?... ¿Ocurre alguna desgracia?

Sin saber por qué, doña Emilia preguntó por don Gregorio.

—Ha salido, pero si le precisas irán a buscarle; está en el Casino.

Doña Emilia hizo un signo negativo y para serenarse pidió agua. Lo
que ella necesitaba saber era el paradero de su marido; tenía el
presentimiento de que le había sucedido un percance; en la sierra debía
de haber llovido horrorosamente y el Guadamil, sin duda, arrastraba
mucha agua; quizás Higinio intentó vadearlo y como la corriente sería
muy fuerte y él no sabía nadar...

La esposa de Hernández procuró tranquilizarla.

—Gregorio le saludó esta mañana y hablaron un momento.

—¿A qué hora?

—Temprano. Yo también le vi: iba muy currutaco con su sombrero gris y
su traje nuevo de pana.

—¿Te dijo algo?...

—No me vio. A tu marido le sucede con su caña de pescar lo que al mío
con su escopeta. Gregorio cuando va de caza no conoce a nadie.

Observaba a su amiga de un modo extraño, acariciador, lleno de piedad;
se acordaba del duelo entre don Higinio y el holandés, que su esposo la
refirió cierta noche de sobremesa y bajo secreto de confesión. ¡No!...
¡Ella nada diría; lo había jurado!... Además, ¿para qué darla celos con
la hermosa Leopoldina?... Sin embargo, de saber Emilia quién era Perea,
el verdadero Perea, aquel hombre terrible que no temía a la muerte y
del cual ella solo conocía el aspecto casero, risueño y metódico, su
dolor en aquellos momentos seguramente no sería tan hondo. Emilia se
angustiaba porque, a su juicio, su esposo era un niño, una especie de
hijo mayor... ¡Ya, ya!... Eso parecía con su aire mansito, y luego
resultó lo que ya sabía todo el pueblo...

Doña Emilia creyó ver en los ojos de su amiga una expresión
desacostumbrada de cariño, de misericordia...

—¿Por qué me miras así?

—¿Cómo, tonta?

—Con esa cara... ¿Es que sabes algo... algo malo, y no quieres
decírmelo?...

Se levantó impetuosa y trabando a la señora de Hernández por los
hombros la registró largamente y de hito en hito las pupilas.

—¿No me ocultas nada?...

Doña Lucía se mordió los labios.

—¿Por qué preguntas eso? Bástete saber que a tu marido no le sucede
ninguna desgracia.

—¿Lo sabes tú?... ¿Y cómo?

Doña Lucía titubeaba; sus deseos de hablar eran irresistibles; algo
físico; una especie de cosquilleo lingual.

—Porque Higinio —dijo— no es lo que supones, ¿comprendes?... Vives a
su lado hace dieciocho o diecinueve años y le conoces menos que yo.
Higinio, para que te enteres, no es de los hombres que, como dice el
vulgo, «se ahogan en poca agua»; de consiguiente, vive tranquila.
Higinio vendrá luego o mañana..., y le verás llegar sano y salvo. Tu
marido es valiente y sabe guardarse.

Calló unos instantes, durante los cuales su honrada reserva y su
indiscreto deseo de proclamar el heroísmo de don Higinio lucharon a
brazo partido. Al cabo, añadió gravemente:

—Tu esposo, hija, no se parece al mío; Gregorio es lo que todos vemos:
con su vozarrón diríamos que va a comerse los niños crudos, y luego, en
el fondo, nada: un infeliz; yo misma hago de él cuanto quiero. Pero tu
Higinio es muy diferente. ¡Ay, Emilia, qué engañada vives!... Tu marido
es un hombre de historia...

Las frases ambagiosas de la señora de Hernández y aquella sonrisita
de ironía y misterio con que las subrayaba, atizaron en el levantisco
ánimo de doña Emilia una sospecha celosa.

—¡Tú hablas así por algo! —exclamó—; no disimules; ¿a qué esas
reticencias? ¿Tiene Higinio relaciones con alguna mujer?...

Para responder, doña Lucía adoptó un gesto solemne.

—No tengas celos; yo sé que tu marido no te engaña. ¿Entiendes?...
Fíjate bien: tu marido, actualmente, no te engaña; pero en otra época
ya lejana pudo engañarte..., y si entonces, de algún enredo que acaso
fue muy grave, supo escapar ileso, es inocente que ahora te asustes
tanto por él.

Estaba rendida; sus esfuerzos para callar habían postrado sus energías.
Tras un silencio, doña Emilia replicó absorta.

—No te entiendo, hija; la verdad: no te entiendo...

Quedose suspensa, los ojos puestos en el trozo de cielo que se divisaba
por la ventana. Doña Lucía, muy inquieta, se levantó, arreglose los
cabellos ante un espejo y volvió a sentarse. A pesar de la ajamonada
solidez de su talle, el generoso crecimiento de los senos, la
pomposidad durísima de las lucias caderas, el saludable color del
rostro y la señoril bonitura de sus manos enjoyadas y pequeñas, daban a
su figura notoria voluptuosidad y picante interés. Al decir de cuantos
la conocieron joven, nunca fue muy hermosa; pero sus ojos y ademanes
hubieron siempre una intención que inquietaba a los hombres, y esta
fue la ventaja que envidiaron todas las mozas y trajo revueltos a los
mozos mejores de su época. La misma doña Emilia recordaba que, muchos
años atrás, siendo todos solteros, su marido y la actual señora de
Hernández, cuya casa tenía a cierto callejón sin salida una reja muy
florida y oscura, habían coqueteado un poco.

Doña Emilia, que tampoco podía estarse quieta, se acercó a la ventana,
al espejo; bebió agua otra vez...

—¿Y tus hijos? —preguntó.

—En el colegio. Desde allí van al Casino en busca de su padre y luego
vuelven todos juntos.

Anochecía rápidamente. En la penumbra del gabinete, sobre la blancura
de las paredes, una antigua sillería de yute rojo alzaba sus respaldos
ovalados; encima del sofá un espejo, semejante a un lago inmóvil,
iba anegándose en sombras; cromos baratos y manojos de fotografías y
tarjetas postales servían de sencillo paramento a los muros; sobre
un viejo velador con piedra de mármol, colocado en el centro de la
habitación, una planta descolorida por el polvo y la luz, abría la
estupidez de sus flores de trapo.

Pisadas inquietas, juveniles, acompañadas de otras varoniles más
lentas, turbaron la quietud del zaguán. Se oyó preguntar:

—¿Y mamá?... ¿Ha venido mamá?

Eran Anselmo y Joaquín. Doña Emilia reconoció la voz de sus hijos y
acudió a su encuentro. Venían los muchachos acompañados de un minero,
que se había destocado respetuosamente y miraba a las señoras de Perea
y de Hernández muy compungido.

—Esto es lo único que hemos hallado —dijo Anselmo.

Y presentó a su madre el paraguas, hecho trizas, de don Higinio.

—¡El paraguas de papá! —exclamó doña Emilia crispando las manos y
levantándolas blancas y trémulas sobre su cabeza—; pero, ¿y vuestro
padre?... ¿Dónde está vuestro padre?...

Los dos mozalbetes, aunque consternados, no dejaban de gozarse
secretamente en la importancia que les confería la noticia de que eran
portadores.

—Nosotros —dijo Joaquín— apenas tú saliste de casa nos fuimos a buscar
a papá, y ya en el campo encontramos a este hombre, que traía el
paraguas.

Anselmo presentó al obrero.

—Trabaja en nuestra mina; es entibador.

Doña Emilia, lívida, temblante, fantasmal, tuvo que sentarse. La mujer
del médico se mantenía a su lado, de pie, acariciándola los hombros
con una mano, pronta a socorrerla, y por prudente indicación suya
Joaquinito fue a buscar un vaso de agua.

El rústico se rascaba la cabeza.

—Yo —dijo— me sentía hoy mal, que llevo más de ocho días con
calenturas, como sabe muy bien don Gregorio, y ese fue el motivo de
que dejase el trabajo antes de la hora. Cuando salí de la mina eran
las cinco y llovía bastante. Yo vivo, para lo que las señoras gusten
mandarme, a la entrada del Calvario Viejo, de modo que, para no rodear
mucho, seguí el camino que guía a la llamada Venta del Ansia, por mal
nombre. Conque al acercarme al río, que viene crecidísimo... ¡Aquí los
señoritos lo saben y pueden decirlo!... Viene para darle un susto al
más guapo. Conque ya iba a cruzarlo y me había arremangado el pantalón,
con permiso de ustedes, hasta semejante sitio, cuando veo una cosa que
flotaba sobre la corriente; según estaba, parecía una rueda. Pienso:
«Eso es un paraguas abierto». Me paro, y como el viento lo traía hacia
donde yo estaba, lo cogí sin trabajo. Entonces... «¡Pero si es el
paraguas del amo!...». Lo reconocí por la cenefa morada, que no hay
otro igual en Serranillas, y porque el amo ha bajado a la mina muchas
veces con él. A poco encontré a los señoritos, y aquí estamos todos
para cuanto las señoras quieran disponer. Yo, al menos, ya lo saben las
señoras: si en algo puedo ser útil... Con toda confianza...

Calló, y como en el estupor de tragedia que sus palabras habían
producido nadie hablase, añadió:

—Ahora lo que hace falta es que a don Higinio no le haya sucedido
ninguna desgracia.

Todo volvió a quedar en silencio. Joaquinito procuraba abrir el
paraguas, húmedo y siniestro como un ahogado. Su hermano se lo arrebató.

—Estate quieto, tonto, ¿no comprendes que vas a romperlo?

Doña Emilia permanecía inmóvil y sin color, los ojos enjutos, fijos,
enormemente abiertos, cual si viera rodar las ondas turbias del
Guadamil y flotando sobre ellas el cadáver de don Higinio. La misma
doña Lucía, a pesar de la confianza que el campeón de la Grande
Jatte la inspiraba, empezó a inquietarse. Ella conocía el cariño que
don Higinio profesaba a su paraguas; por lo mismo, cuando se resignó
a perderlo debió de ser en circunstancias de terrible y excepcional
peligro; probablemente, viendo que la tempestad no amainaba, decidiría
repasar el Guadamil, y al intentarlo y sentirse vencido por la
corriente tiraría sus enseres de pescador, su sillita de campo, su
paraguas... ¿Y después?... Porque un hombre, por heroico que sea, si no
sabe nadar se ahoga en seguida.

No obstante, la señora de Hernández supo hallar en su atribulado magín
palabras discretas de esperanza.

—Yo creo —dijo— que don Higinio no habrá cometido la imprudencia de
querer vadear el río hallándolo tan crecido.

Su insinuación piadosa halló eco en el minero.

—Eso mismo pienso yo. El amo conoce el río mejor que nadie, y sabe que
con el Guadamil no es bueno jugar. Don Higinio se habrá escondido en el
hueco de alguna peña, y allí estará aguardando a que la corriente baje
un poco...

Ya el minero se había retirado y doña Emilia aún continuaba idiotizada
por la impresión sufrida: «El paraguas —repetía— el paraguas...». Aquel
dolor seco, reconcentrado y sin gestos comenzaba a ser de malísimo
agüero. Para dicha de todos, la crisis resolviose al fin en un torrente
de lágrimas.

—¡Ya no le veré nunca! —sollozaba—, ¡nunca!... ¡Ah!... ¿Por qué le dejé
marchar?... ¡Si yo lo sabía!... ¡Si esta mañana, cuando le vi ponerse
su traje de pana nuevo, me dijo algo el corazón!...

Hablaba a media voz, hipando, bebiéndose las lágrimas. Joaquinito
también rompió a llorar. El primogénito, muy pálido, se mordía los
labios enfrenando el llanto, obediente al bizarro consejo de su padre,
según el cual los hombres nunca deben demostrar dolor. Únicamente doña
Lucía permanecía animosa: su confianza en el héroe resucitaba; era
imposible que un hombre del temerario temple de Perea muriese así, tan
oscuramente, tan prosaicamente, sin oponer al peligro un bello gesto de
nadador. Pero, ¿y el paraguas?... ¿Cómo don Higinio, a no hallarse en
riesgo extremado de muerte, pudo decidirse a perder su paraguas?...

—Eso es —dijo— que se le ha caído, y como el viento sería muy fuerte...

Pero doña Emilia, inconsolable, movía la cabeza negativamente.

—¡Nunca le veré, nunca! —repetía—. Ese traje, que hoy se puso por
primera vez, era su mortaja... Yo no me engaño, Lucía; mi corazón no se
equivoca...

Acompañada de sus hijos y de la esposa del médico, la presunta viuda
volvió a su casa. Al verla tan caída, Teresita y Carmen empezaron a
llorar. Vicenta, la cocinera, y las dos azafatas también tenían los
ojos húmedos. Todas hablaban a la vez, sospechando las razones que
inducían a creer en la muerte de don Higinio, y el paraguas, el maldito
paraguas origen principal de tan lamentable alboroto, iba de unas manos
a otras. Pepe, el jardinero, se presentó.

—Si a la señora le parece bien yo puedo ir a buscar al amo.

En la noche de tantas conversaciones inanes y estériles, aquella
proposición resuelta y viril tuvo la eficacia de un rayo de luz.
Súbitamente doña Emilia se reanimó; casi de un salto, a despecho de sus
carnes, se puso de pie.

—¿Tú sabes dónde él pensaba pasar el día?...

—Aproximadamente, sí, señora. Es en un recodo del río que llaman Hoyo
Grande.

—¿Muy lejos de aquí?

—Como a dos leguas. Pero la distancia no importa y si alguien me
acompañase..., pues convendría que fuésemos varios y con hachones...

Doña Lucía intervino; aquello era lo mejor; de todos modos su optimismo
opinaba que debían de esperar algo más; hasta las ocho, por ejemplo...

—Entretanto —añadió, dirigiéndose a Anselmo y a Joaquín—, vosotros
iréis al Casino para informar a mi marido de lo que ocurre y decirle
que venga aquí pasado un rato. Nadie como él para disponer qué hombres
han de acompañar a Pepe.

Apenas los muchachos y el jardinero se marcharon, con urbanas razones
doña Lucía rogó a Carmencita y a las criadas salir de la habitación.
La buena señora no podía represar más tiempo la tentación de descubrir
el terrible lance del hotel de los Alpes; a su juicio, era indudable
que el conocimiento de la verdadera personalidad impasible y heroica de
don Higinio había de infundir a su mujer grandes alientos. Ella misma,
¿de dónde sacaba su seguridad de que Perea había de volver, sino de la
ciega fe que tenía en su valor?...

—¿Me marcho yo también? —interrogó Teresita.

—No, usted puede quedarse; lo que voy a decir es muy grave...
¡mucho!... Pero no tanto que usted no pueda oírlo.

El misterio de que la señora de Hernández rodeaba sus miradas, frases y
gestos era tal, que oyéndola doña Emilia parecía olvidar su dolor. La
esposa del médico se acercó a su amiga, la abrazó, la besuqueó sonora y
efusivamente las mejillas...

—Lo que voy a decirte te asustará al principio, pero luego ha de
tranquilizarte. ¡Emilia, mi pobre Emilia!... ¡Ah! ¡La mujer que tiene
la suerte..., o la desgracia..., ¡nadie lo sabe!..., de pertenecer a un
hombre como el tuyo, en la situación actual no debe asustarse!

La narradora miraba a las dos hermanas y a cada momento se
interrumpía, saboreando su secreto, complaciéndose en tenerlo sobre la
lengua y paladearlo como quien paladea un caramelo.

—Higinio —prosiguió—, donde le veis, tan bueno, tan suave, tan incapaz
de hacer daño a nadie..., porque pocos caracteres habrá mejores que el
suyo, ¿verdad?... Pues bien; Higinio... ¡ha matado a un hombre!...

Doña Emilia se levantó trémula, balbuciente, espectral. Sus cabellos se
erizaban.

—¿Ha matado a un hombre?

Y Teresita, más aterrada tal vez que su hermana, porque su doncellez
servía de abono a su ingenuidad, repitió con voz agonizante:

—¿Mi cuñado ha matado a un hombre?...

La señora de Hernández se ratificó en un gesto lleno de melancolía y de
gravedad.

—Como estáis oyéndolo.

A sus palabras siguió un silencio terrible. De súbito doña Emilia lanzó
un grito y adelantó hacia su amiga la lividez de sus manos temblantes y
crispadas:

—Pero, ¿cuándo? ¿Cuándo ha sucedido eso? ¿Ha sido esta tarde?...

—No, hija mía; fue hace cinco o seis años, allá en París...

La relativa antigüedad de la fecha no mermó en un ápice el sobresalto
de doña Emilia; tan grande era que bruscamente hallose aliviada, cual
si el horror de aquella tragedia ignorada oscureciese su congoja
presente.

—Tu marido —prosiguió doña Lucía— se lo confesó a Gregorio y a otros
amigos en casa de don Cándido; ya sabes que los hombres, entre ellos,
no tienen secretos; y Gregorio me lo ha contado a mí. Higinio mató en
desafío al esposo de una italiana hermosísima, según dicen, con quien
tuvo relaciones...

Oyendo esto la señora de Perea no experimentó malestar ninguno; ni
siquiera tuvo celos; hallábase absorta y como desquiciada y fuera de
sí. ¡Oh, la acre atracción del espanto! Ella, tan aficionada a leer
novelas, creía asistir a la representación real, palpitante, de un
inaudito folletín. Rápidamente, pero con una destreza que ni omitía
detalles ni regateaba colores, la señora de Hernández fue refiriendo
cuanto sabía del sangriento lance, y aun añadió bastante por cuenta
de su propia imaginación y dadivoso temperamento: las citas de don
Higinio con la italiana, las sospechas del marido, el encuentro de los
dos hombres, su viaje a través de París, el Sena, la isla de la Grande
Jatte, el barquero, la niebla, el combate a brazo partido, el tiro,
y, finalmente, la cuchillada que partió en dos pedazos el tempestuoso
corazón del holandés...

Víctima de indescriptible y jamás sentida tribulación, doña Emilia
lloraba, reía, y tan pronto detenía la respiración, enfriábanse sus
labios y dentro del pecho su ánima parecía ovillarse de miedo, como
cobraba fueros y la sana color de la sangre volvía a sus mejillas.
Cuando oyó que el holandés había disparado su revólver contra don
Higinio quedose blanca, y segundos después, al saber que Perea,
gallardamente y sin auxilio de nadie dio fin de su rival, se puso roja.

—¿Y dices que tiene una bala dentro del cuerpo?

—Sí.

—¿Dónde?...

—En la columna vertebral, un poco más arriba de los riñones.

—¿Y la herida?... ¡Yo no le he visto cicatriz ninguna!...

—No te habrás fijado; es pequeñita; Gregorio la conoce y... ¡ya
comprenderás que un médico no puede equivocarse!... También la vieron
don Cándido, Cenén, Arribas, el jefe de Correos..., todos, en fin,
cuantos allí estaban; la cicatriz la tiene en la parte inferior del
pecho: es una huella blanca, una especie de hendidura... ¡Como las
balas de estos revólveres modernos apenas dejan rastro!...

Doña Emilia se persignaba: una inefable, recóndita y desconocida
emoción la poseía. A pesar de saberse engañada no tenía celos, y al
miedo que la patética historia la produjo iba aparejado una emoción
muy dulce, muy consoladora, de admiración hacia el hombre que así,
tan valerosamente, cuchillo en mano, defendió su vida. Su femenil
vanidad se sentía halagada. Seguramente Higinio, al arremeter a su
rival, pensó en sus hijos y también en ella... ¡sobre todo en ella!...
Y su alma romántica, sin advertirlo, se esponjó de gozo. Se reconoció
humilde; era débil, tímida; una pobre mujer sin valor y sin fuerzas.
Él, en cambio, había dado pruebas concluyentes de heroísmo. ¡Ah! ¡Y
ella durmió entre aquellos brazos temerarios y temblado de placer bajo
la caricia viril de unas manos que, no obstante su proverbial bondad,
si el caso llegaba sabían matar! ¡Qué revelación, qué alegría!...
¡Higinio!... «¡Su Higinio!...». ¿Por qué no estaría allí para abrazarse
como esclava a sus rodillas?...

—De esto —concluyó doña Lucía— no hables a mi marido, pues le juré no
decirte nada. Y hubiera mantenido mi juramento a no ser porque me he
creído obligada a tranquilizarte, demostrándote que un hombre como el
tuyo no es de los que se ahogan en un buche de agua.

A poco volvieron Anselmo y Joaquín; con ellos llegaban don Gregorio,
Cenén y otros amigos de Perea, todos muy alborotados, conversadores
y dispuestos a recorrer el bosque y aun a dragar el Guadamil, si era
preciso, con tal de descubrir el paradero de don Higinio. Julio Cenén
quería salir en su busca inmediatamente. Según las últimas noticias
llegadas del campo, el nivel de las aguas había bajado mucho, de modo
que si Perea ya no estaba allí era porque, luchando tal vez por vadear
el río, sufrió algún percance grave. El impresionable secretario se
paseaba nervioso, y en aquel ir y volver continuo, bajo la luz de la
lámpara, su monda cabecita ornitológica adquiría brillanteces distintas.

—No creo —añadió— que se trate de un accidente irreparable; pero de
algo muy serio, sí, porque Higinio es un carácter que no se amilana
fácilmente.

Los circunstantes asintieron y de soslayo, con disimulo enigmático,
miraron a doña Emilia. La pobre mujer se ruborizó y en medio de su
dolor experimentó un gran alivio: la satisfacción vanidosa y exquisita
de ser la consorte, la viuda quizás, de un héroe.

«¡Todos saben lo del hotel de los Alpes!», pensó.

Hernández había sacado su reloj, que por dos veces se llevó al oído.
Temía que no anduviese, porque él hubiera jurado que era más tarde.

—¡Pero, señores —exclamó—, si apenas son las seis! No nos asustemos
tanto; es que los días han acortado mucho. Acaso no hayan encendido
todavía el reloj de la iglesia.

Doña Lucía se asomó a una ventana.

—Sí —dijo—, ya lo han encendido; desde aquí se ve. El cielo está muy
limpio; hay luna...

En atención a lo moderado de la hora, prevaleció el criterio de don
Gregorio. Esperarían a las siete para emprender la batida. Mientras
Pepe el jardinero podía buscar las teas con que los ojeadores habían de
alumbrarse. También era muy conveniente llevar perros.

—De paso —ordenó Cenén a Pepe—, llégate a mi casa y pide mis polainas.

—Tráete además las mías —dijo don Gregorio—, mis hijos saben dónde
están.

Todos se habían sentado formando semicírculo delante de doña Emilia,
y la prodigaban frases vulgares de consuelo. Don Higinio conocía a
palmos las orillas del Guadamil, y era un hombre sereno y valiente
acostumbrado a desafiar riesgos mucho mayores. La esposa del médico
abrazó a su amiga.

—¿Lo ves?... ¿No te lo decía yo?

Y doña Emilia, afligida y consolada a la vez, hacía signos de
asentimiento y se restañaba los ojos. Había, sin embargo, en aquella
escena algo fúnebre, que trascendía a velorio o a visita de pésame.

A poco llegó don Cándido; en el Casino le explicaron lo que sucedía y
en seguida fue a la botica a calzarse sus botas montaraces y a tomar un
piscolabis. A doña Benita se lo dijo:

—No cuentes conmigo en toda la noche.

Don Gregorio le ofreció a su lado un asiento y le informó de cómo
permanecerían allí hasta las siete. En aquel momento apareció el
notario; vestía traje de pana, boina azul y polainas del mismo color;
parecía un guerrillero; noticioso de lo ocurrido, su afecto a Perea
le obligaba a pedir un puesto entre los primeros amigos que fueran a
buscarle. También se sentó jadeante y obeso, y puso entre sus piernas
la cayada de pastor de que venía armado. La reunión se animaba; parecía
una tertulia de cazadores y a ello contribuía el violento ladrar de
los perros que acababan de traer y andaban por el patio; los animales
venteaban una aventura. La excursión, que al principio pudo parecer
desabrida, cobraba de repente un interés cinegético enorme; en la
conciencia de todos, insensiblemente, don Higinio se convertía en una
presa.

Bruscamente la puerta se abrió y apareció Pepe. Con voz ahogada:

—¡El amo! —gritó.

Los circunstantes se levantaron; doña Lucía dio un grito; doña Emilia
preguntó heroica, con la bizarría de una espartana:

—Pero, ¿viene vivo?...

—¡Sí, señora! Viene por su pie.

El jardinero desapareció. La esposa corrió hacia la puerta y todos la
siguieron, apretujándose al salir. Nadie se asombraba de que Perea
hubiese reaparecido, por muy recios obstáculos que hubiese necesitado
vencer; ellos le conocían; el amante de Leopoldina era «un hombre».
Doña Emilia atravesó el zaguán y salió a la calle, gritando:

—¡Higinio!... ¡Mi Higinio!...

Y allí mismo, bajo el perfil irónico de la luna y ante los balcones
llenos de vecinos atisbadores y conmovidos, abrazó al héroe. A su vez
sus amigos le rodearon, pero no osaban tocarle por miedo a mojarse.
Don Higinio estaba densamente pálido, y era tan grande su frío, que
los dientes le castañeteaban y apenas sabía concertar las palabras.
Daba lástima y risa: llegaba embarrado hasta más arriba de las
rodillas, traía roto el pantalón y había perdido la cinta del sombrero.
Únicamente don Gregorio se atrevió a abrazarle, y lo hizo con la rudeza
de un hércules.

—¿No le dije a usted esta mañana que el cielo amenazaba tormenta?...
¡Pero como usted es un hombre sin freno y sin ley!...

Don Higinio sonrió vagamente; estaba desjarretado, rendido y sus ojos
buenos, medio cerrados por la fatiga, tenían el dolor de una infinita
humildad. No podía hablar. Declaró que le dolían mucho la cabeza y la
espalda, y necesitaba acostarse en seguida. Cuando supo que aquellos
buenos amigos pensaban ir a buscarle con perros y antorchas se conmovió
y supo dedicarles una sonrisa de gratitud.

—Gracias. Mañana les contaré lo sucedido..., mañana... ¿Eh? Ahora tengo
frío... sueño... Sí, ustedes me perdonarán; hasta mañana...

Con esto despidiose de todos y entró en su casa. Doña Emilia clavó en
don Gregorio una mirada suplicante.

—No es nada —repuso el médico—; un poquito de fiebre. De todos modos,
yo volveré después de cenar.




VIII


Perea llegó a su cuarto, entornó la puerta y sin hablar se metió
en la cama. Doña Emilia le ayudó a desnudarse y a cada momento se
persignaba, significando así su asombro: el traje de pana, con el agua
y el barro que traía encima, bien pesaba una arroba y seguramente
quedaría inservible; las botas estaban rotas, y de tal modo las había
desgobernado y encogido la mojadura, que su dueño necesitó forcejear
mucho para quitárselas; los calcetines también aparecieron inservibles,
agujereados y cubiertos de lodo. Doña Emilia no cesaba de pasmarse; su
marido llevaba salpicaduras de barro hasta en la corbata; eran manchas
absurdas, que nadie hubiera explicado cómo pudieron caer allí. El héroe
de la Grande Jatte terminó por quedarse en pelota y vestirse un traje
de franela amarilla que usaba cuando padecía amagos de reúma. Después
cerró los ojos. Su mujer le contempló amorosamente, con una ternura
nueva en ella, y por dos veces le besó la frente.

—¿Tienes frío?... ¿Eh?... ¿Tienes frío?...

Perea repuso lacónico, sin molestarse en abrir los ojos:

—Sí.

Ella deslizó bajo las mantas una mano tibia y maternal, buscando los
pies uñosos, duros y grandes de don Higinio.

—¿Quieres una botella de agua caliente?

—Bueno...

El náufrago del Guadamil se dejaba mimar. Doña Emilia salió de la
habitación a decir que inmediatamente pusiesen al fuego una olla con
agua, y regresó a poco andando de puntillas. Aunque Perea tenía los
párpados bien cerrados, ella, para que la luz no le hiriese si los
abría, sujetó con alfileres, alrededor de la lámpara, un número de _El
Faro_; hecho lo cual, enamorada y dócil como una sierva, prosternose
delante de la cama. Don Higinio se había dormido, y bajo su bigote
hirsuto los labios dejaron escapar un ronquido polífono y grotesco. Su
mujer aprovechó estos instantes para ir en busca de la botella del agua
caliente, que trajo envuelta en una toquilla y con gran diligencia.
Aquel reparo, transmitiéndose rápidamente a los yertos pies del
enfermo, debió de aliviarle, por cuanto no tardó en abrir los ojos. De
ver el rostro de doña Emilia tan cerca del suyo pareció sorprenderse.

—¿Qué haces ahí?

—Mirarte... cuidarte...

—¿Por qué no te acuestas?

—Es muy temprano.

—¿Temprano?... ¿Qué hora?

—Las ocho, tal vez... Nadie ha cenado todavía...

—¡Las ocho! —repitió.

Había perdido la noción del tiempo; él hubiese jurado que estaba
amaneciendo.

—Sin duda —dijo— cuando volví traía un poco de calentura, pero ahora me
siento mejor.

Miró a su mujer y de nuevo maravillose de verla tan amable, tan
hembra, tan cerca de él. Ella, sin deponer su actitud de inferioridad
y adoración, comenzó a besarle las manos, y cuantas veces lo hacía
entornaba los negros ojos, cual si gustasen sus labios el roce de
algo exquisito. La inocente señora tenía deseos locos de abrazar a
su esposo; mas no como a marido y persona vulgar o de este mundo,
sino como a héroe; asegurarle que de allí en adelante no volvería
a reñirle ni habría en aquella casa otra voz que la suya; decirle
que le perdonaba su travesura con la italiana de marras, y pedirle
muchos detalles, muchos..., ¡muchos!... de su reyerta con el pavoroso
holandés. Pero así, tan de sopetón, no se atrevía; temía que la
detenida rememoración de aquellos momentos crueles mortificasen
demasiado al vencedor de la Grande Jatte; un remordimiento, por
adormecido que se halle bajo el tiempo, siempre es desagradable.
Suavemente, mientras llegaba la ocasión propicia, interrogó:

—Ahora no tienes fiebre, ¿quieres comer algo?

Esta proposición evocó instantáneamente en don Higinio una sensación de
hambre. Vio claro en su interior. Desde medio día no probaba bocado.
Él no estaba enfermo, sino hambriento. Indolente, con la laxitud,
follonería y la mala crianza de quien se reconoce muy mimado, manifestó
deseos de comer unas sopitas de ajo.

—¿Con un huevo? —preguntó la esposa.

—Con dos.

Ella le besó.

—¿Las quieres claras o espesitas?...

—Mejor espesitas...

—¿Te gustaría tomar también una copita de jerez?... Una copa pequeña,
de esas de licor...

El recuerdo de la comida enardecía a Perea, y su estómago, por
segundos, recobraba toda su jovial prepotencia.

—Sí, quiero jerez, pero no en copa de licor; sírvemelo en vaso.

Doña Emilia sonrió maternal: antes esta exigencia la habría parecido
una impertinencia estúpida; a nadie, con sentido común, hallándose en
aquel estado de debilidad, se le ocurriría beber un vaso grande de
jerez... Pero ahora se daba cuenta fácil de lo que en otra ocasión no
hubiese comprendido. Don Higinio era un hombre mucho más fuerte que la
mayoría de los hombres; un temperamento excepcional; un varón fuerte,
bravo, nacido para la orgía y la pelea, que, como los mosqueteros
legendarios, tras de un asalto y entre los brazos de las hermosas que
se les rindieron, se curaban sus heridas con vino.

Mientras Teresita y Vicenta aderezaban las sopas, doña Emilia quiso
friccionarle al enfermo los lomos con alcohol alcanforado. Perea
accedió, soboncito y mimoso; después de pasar a la intemperie tantas
horas ingratas, necesitaba sentirse curado, defendido. Su mujer le
ayudó a colocarse boca abajo, le subió la camiseta hasta arrollársela
alrededor del cuello, como una bufanda, retiró las mantas, dejándolas
en aquel lugar, honesto todavía, donde la túnica de la Venus de Milo
se detuvo, y comenzó a resobarle las mollares espaldas. Pronto la
piel fue coloreándose; pero doña Emilia proseguía su saludable tarea
briosamente, pensando que bajo aquella carne, más amada entonces para
ella que nunca, había una bala.

Con la friega, el calor de la botella que tenía a los pies y el
sustancioso reparo de la comida, no tardó el paciente en hallarse tan
ágil, ufano y bien dispuesto como si nada malo le hubiese acaecido.
Sus ojos brillaban. ¿Por qué se mostraba su mujer tan cariñosa, tan
femenina?... Pidió un cigarrillo, tenía ganas de fumar y de charlar,
exagerando los riesgos y fatigas que había hurtado.

—¡El río estaba imponente! —exclamó—. ¡Cómo rugía!... Imposible
vadearlo; hubo momentos en que me acordé mucho de vosotros,
particularmente de ti, Emilia. «¿Si no volveré a verla?», pensaba.

En su imaginación, naturalmente romancera y con ayuda del jerez, los
sucesos se abultaban; el Guadamil se convertía en Amazonas. La esposa
se enterneció:

—¿Es cierto —balbuceó lagotera— que cuantas veces te has visto en
peligro de muerte te acordaste de mí?

—Siempre, hija mía.

Y al responder así don Higinio pensaba en su desafío con míster Ruch
como en un hecho real. Doña Emilia se dejó resbalar de la sillita que
ocupaba y quedó de hinojos sobre la alfombra, los brazos apoyados en el
borde del lecho.

Teresita apareció, caminando de puntillas.

—Ahí está don Gregorio.

Perea se alegró; iba a llamarle; pero su mujer se lo impidió llevándose
un índice a los labios. Volviose hacia su hermana:

—Dile que Higinio está profundamente dormido, y que si algo ocurriese
ya le avisaremos.

Agregó, casi por señas:

—Vosotros podéis comer.

—¿Y tú?

—Yo, si tengo ganas, cenaré más tarde.

Teresita salió del aposento sin ruido, y al andar, a lo largo de su
cuerpecillo rígido y seco de virgen cuarentona, su sencillo vestido
negro se movía como una cortina sobre el vano de una puerta. Doña
Emilia no quería separarse de su marido; la retenía a su lado la
punzadora, la irrefrenable curiosidad de saber; sus manos suaves,
nerviosas, acariciaban con fervor inexhausto las manos del héroe; y
nuevamente Perea vio temblar en los ojos de su compañera, olvidada del
amor durante largo tiempo, aquella expresión humilde, voluptuosa y
rendida que antes, por dos veces, le había emocionado.

—¿Qué tienes? —preguntó.

Como las circunstancias le favorecían, acababa de hallar también en
su garganta una inflexión dulce de voz. La esposa vaciló, se restañó
los ojos con el embozo de la sábana, y de repente sus escrúpulos y
reservas flaquearon. A tropezones, ahogándose bajo un desatado aluvión
de suspirones y de lágrimas, murmuró:

—¡Lo sé todo, Higinio..., todo!... ¡Todo!... ¡Ah!... ¿Por qué fuiste
tan malo y tan reservado conmigo?

—¿El qué sabes? —replicó Perea.

—Tu aventura del hotel de los Alpes... esa aventura que es la mitad
de tu vida... Me lo ha contado Lucía esta tarde... ¡Es horrible!...
¡Horrible!...

Y le besaba las manos:

—Tú, con estas manos tan buenas..., que jamás hicieron daño a nadie...
¡haber matado a un hombre!...

Su dolor desbordó al eco de sus propias palabras, y su respiración
tornose tan espasmódica y anhelante que necesitó levantarse y quitarse
el corsé. Don Higinio se había quedado estupefacto. A espaldas suyas
su hazaña iba adquiriendo proporciones cómicas: lo que él dijo a don
Gregorio, este se lo comunicó a doña Lucía, quien, a su vez, se lo
confesó a doña Emilia. ¡Buenas son las mujeres para guardar secretos
de nadie cuando jamás supieron defender los suyos!... Él debía haber
pensado en esto antes de mentir como un tonto y de atribuirse rasgos
de baratería tan contrarios a su sencillez, templanza de costumbres
y juiciosa manera de ser. ¿No era bufo que su mujer, creyéndole
un asesino, llorase de aquel modo? Él, que nunca proporcionó a
su compañera penas reales, ¿permitiría que así se afligiese por
fantasmas?... Y luego, sus hijos, cuando fuesen hombres y cediendo
al testimonio público aceptasen la certidumbre de aquella tragedia
que todo el pueblo repetía, ¿qué pensarían de él?... ¿No le juzgarían
severamente, y con razón?... La conciencia de Perea tuvo un gesto
honrado.

—Todo eso —dijo— es falso.

—No mientas —replicó doña Emilia—, ¿por qué mientes?... ¿Quién, mejor
que yo, te guardaría un secreto así?... ¡Ay!... ¡Ahora es cuando
comprendo cuán poco me has querido!...

—Repito que nada de eso es cierto...

Lo negaba con honradez hidalga; pero súbitamente el primer impulso
noble de su espíritu decayó, y entre sus labios la misma blandura de
su negativa equivalió a una confesión. Doña Emilia, las manos cruzadas
sobre el pecho, volvió a arrodillarse...

—Ten confianza en mí —musitaba—, yo no soy mala, yo te perdono todo,
aunque me hayas burlado con muchas mujeres... ¿Qué importa, si al cabo
volviste a mí? ¿No soy la verdadera, la única compañera de tu vida?...
Al hablarme Lucía de esto tuve celos, sí... ¡celos horribles!...; pero
apenas duraron un instante y los olvidé para solo pensar en ti, en el
peligro que corriste luchando con ese hombre... ¡Dios le tenga en su
gloria!, que el pobre, haciendo lo que hizo, defendía su honor. En
estos casos, yo lo he dicho siempre, la infame que no merece perdón es
la mujer. ¡Las mujeres son las perras!... Vosotros, no; vosotros no
tenéis culpa: los hombres buscan, piden, y si consiguen algo... ¡Tan
contentos!

Sonrió y tuvieron sus labios una complacencia inefable.

—Yo sé que ella era italiana y muy guapa... ¿verdad?... Él era
holandés, creo... ¡Oh!... Cuéntame, me muero de curiosidad; yo debo
saberlo todo para consolarte y sufrir contigo; yo quiero que sean míos
tus remordimientos...

Y como don Higinio, desconcertado por el imprevisto sesgo de aquel
discurso, tardase en responder, agregó:

—Si soy muy buena, si te amo más que a mi vida... ¿Sabes lo que hice
aquí mismo, mientras tu dormías?... Pues rezar dos padrenuestros y dos
avemarías por el eterno descanso de tu víctima. ¿Di, no era ese mi
deber?... ¿No estamos obligadas las mujeres a pedir a Dios el perdón
de cuantas locuras cometen sus maridos?...

Su verbo adquiría, con el entusiasmo, inflexiones proféticas.

—Créeme, Higinio: lo que no llegué a comprender en tantos años lo he
visto ahora de golpe: todo en la vida tiene su razón, su «porqué»
divino. Esto ya no hay quien me lo saque de la cabeza: si Dios me puso
a tu lado y consintió nuestro matrimonio fue para que rezase por ti.

Se enternecía, su voz volvía a llenarse de lágrimas.

—Tu reserva de tantos años ha retrasado, sin duda, tu salvación. Pero
yo sabré ganar el tiempo perdido, rezaré a Dios día y noche para que te
perdone y Él me oirá...

Temblaba en su acento el deseo vehementísimo de que el drama de
la isla de la Grande Jatte fuese cierto; y reiteradamente y entre
grandes llamaradas pasó por sus pupilas mojadas en llanto aquella
expresión lasciva y dulce que tanto había interesado a Perea. ¡Oh,
paradojas del alma femenina! Doña Emilia, tan ordenada, tan rectilínea,
devota y esclava del buen parecer burgués, no hallaba muy mal que su
marido hubiese asesinado a un hombre: era una inconsecuencia pueril
y deliciosa; algo truculento, pero también pintoresco, atrayente,
como un romance de bandidos. Don Higinio sonrió por dentro. Si su
mujer, efectivamente, con la seguridad de que él había matado a un
holandés iba a ser en lo sucesivo más feliz que lo fue nunca, ¿por
qué persuadirla de su error? ¿Qué mal había en ello?... En cuanto a
sus hijos, ya les diría él la verdad más adelante... ¡Y eso si hacía
falta!... Y, sobre todo, ¿dónde está lo cierto, dónde lo falso?... Hay
millones de verdades que no lo son porque nadie cree en ellas. ¿Cuántos
siglos, verbigracia, anduvo la humanidad sin saber que la tierra era
redonda?... En cambio, una mentira defendida por todos es una verdad...

De sofisma en sofisma don Higinio iba recobrando aquella alerta
disposición de ánimo en que estaba cuando inventó su hazaña en la
botica de don Cándido. La botella de agua caliente, la friega de
alcohol, las sopas, el vaso de jerez, la actitud dócil de Emilia...
todo le animaba a seguir mintiendo. La estimación más fuerte la
obtenemos, sin duda, con nuestra sinceridad; pero si en un caso
concreto y por circunstancias especiales sucede lo contrario, ¿por qué
buscar en ella el demérito y la ruina?...

El amante de Leopoldina dejó de fumar, contrajo sus cejas poderosas,
dio a su fisonomía las expresiones graves de la resignación y del
remordimiento. Aquella mentira le producía el malestar físico de un
salto de mucha altura.

—Es verdad —declaró—; si ya lo sabes..., ¿a qué negarlo?...

Sus manos acariciaron paternales la cabeza de doña Emilia, y merced
a un extraño miraje romántico le satisfizo que la cabellera que él
conoció joven tuviese algunas canas, cual si estas hubieran brotado al
dolor de sus locuras juveniles.

—¡Pobre Emilia!... ¡Tan buena!... ¡Qué demontre!... Yo nunca había
pensado hablar contigo de esto...

Su ademán sobrio, dulce, tuvo esa fina elegancia que infunden al hombre
la amabilidad y la melancolía. Habló lentamente. ¡París..., los días de
niebla..., la melancolía de verse solo..., la castidad..., la tentación
emboscada en el fastidio de cada hora que pasa!... Una noche, después
de cenar, en el momento de salir a la calle, conoció a Leopoldina: era
alta, flexible, elegantísima y llevaba puestos un gabán de paño negro
a guisa de guardapolvo y una gorrilla escocesa de viaje. Mientras su
marido hablaba con el intérprete del hotel, ella se había quedado
inmóvil, lívida y como petrificada, mirando a don Higinio. A doña
Emilia se la escapó una exclamación de cólera:

—¡Tía bribona!... ¡Si yo hubiese estado allí!...

Perea tenía una imaginación eminentemente plástica que le permitía ver
cuanto iba inventando; pero con tal diafanidad y bulto, que apenas
lo fantaseaba cuando ya lo recordaba y percibía como si realmente
se hubiese retratado en sus pupilas alguna vez. Así, según devanaba
el hilo de su aventura, recomponía los lugares donde colocaba su
acción, asociando para ello con arte y presteza sorprendentes sitios
y personas: sucesivamente evocaba la figura maciza del holandés, el
perfil espiritual, cera y violeta, de la italiana; el aspecto risueño
del comedor, el ascensor, la portería con sus carteles multicolores,
la disposición de las habitaciones y pasillos del hotel de los Alpes,
la calle Feydeau...; y luego la escena entre él y el marido, su viaje
a través de París, la lucha sin testigos y a muerte, entre la bruma,
sobre un suelo resbaladizo, cubierto de escarcha...

Animado por los incidentes de su novelesca relación, el náufrago del
Guadamil se había sentado en la cama, y con tan artística vehemencia
sentía su mentira, que ni un instante cesó el ademán de responder
con absoluta fidelidad a la palabra. Aquella ley fisiológica que
impone a cada idea rotunda y vivaz un gesto terminante, cumplíase en
él exactamente. Su patraña, síntesis magistral de observaciones y de
movimientos, adquiría por instantes el vigor de lo vivido. Su numen
halló frases felicísimas. En la descripción de la pelea, especialmente,
la cálida fantasía del narrador se desbordó con la misma generosidad
que lo hizo aquella tarde el Guadamil. El encuentro había sido rápido y
salvaje. Primeramente él y su enemigo lucharon a brazo partido; míster
Ruch ponía todo su empeño en agarrarle del pescuezo. Indudablemente
quería estrangularle; él, comprendiéndolo así, procuraba zafarse merced
a esguinces y agachadillas de extraordinaria agilidad. Hubo instantes
en que su valor se sintió abrumado y casi vencido bajo el corpachón del
terrible holandés. Al cabo, aprovechando un descuido de su rival, pudo
desasirse y desenvainar su cuchillo; míster Ruch entonces dio dos pasos
atrás, sacó su revólver y disparó. Perea ni siquiera tuvo tiempo de
sentirse herido: ciego de ira lanzose sobre su agresor y mientras con
la mano izquierda le arrebataba el revólver, con la otra le hundió el
cuchillo, hasta el mango, en el corazón...

Doña Emilia lanzó un grito.

—¿Y quedó muerto?...

Don Higinio adelantó el labio inferior, desdeñoso y perdonavidas.

—¡Toma!... ¡Tú verás! ¡Creo que la hoja le salió por la espalda!...

Horrorizada abrazó a su esposo, escondiendo su rostro en el pecho
velludo del héroe.

—Calla, Higinio, por Dios —murmuró—, calla; has tenido en este instante
una manera de mirar que me ha dado miedo.

Y, tras una pausa:

—¿Y cómo escapaste de allí? ¿No dices que estabais en una isla?

—Sí —replicó Perea—, y confieso que libré de milagro. Apenas me
cercioré de que míster Ruch era cadáver, me puse mi pañuelo sobre la
herida para detener la hemorragia lo mejor posible, me abroché el
gabán, y guiándome por las huellas que nuestras pisadas dejaron en la
nieve, regresé al sitio donde momentos antes habíamos desembarcado.
Comprenderás que iba enfurecido y dispuesto a todo, incluso a
asesinar al botero si por azar se negaba a volverme a la orilla.
Afortunadamente, el hombre pareció alegrarse de verme; cuando yo
llegué estaba dormido en el fondo de su lancha y para despertarle le
sacudí por un brazo. Recuerdo que me preguntó: «¿Y su compañero?...».
Yo, en previsión de que hubiese oído el tiro, le respondí: «Se ha
quedado con unos amigos hasta más tarde; por cierto que ha matado con
su revólver una rata terrible...».

Calló unos momentos y luego zambullose en el lecho diciendo con aire
displicente:

—¡En fin!... ¿Para qué hablar más de eso?... Ya el tiempo se lo llevó
todo, y... ¡menos mal!... que la policía no supo dar conmigo.

Doña Emilia sollozaba: acababa de representarse a su marido camino de
la cárcel, maniatado y entre gendarmes. Perea continuó:

—Mi rival había tenido la precaución de no llevar consigo cédula,
pasaporte ni ningún otro documento que señalase su personalidad; y como
la pobre Leopoldina, por amor a mí, nada dijo, el lance quedó en el más
absoluto misterio. Otro día te leeré lo que los periódicos dijeron del
crimen de la Grande Jatte; ya verás; yo estaba aterrado; en París la
gente no hablaba de otra cosa. Fue la época en que tú, pobrecita, te
desesperabas porque yo no escribía. ¿Te acuerdas? ¿Comprendes ahora?...
¡Ah!... ¡Si supieses cuánto sufrí para que la servidumbre del hotel no
se apercibiese ni de mi herida ni de las inquietudes horribles que me
devoraban!... Al médico que me asistió, un señor anciano y muy bueno,
pude convencerle de que el balazo me lo había dado yo mismo examinando
una browning. ¡Cuántas penas! A no ser por tu recuerdo... ¡Ah!... Yo
hubiese querido salir de París inmediatamente, pero no me atreví. «¿Y
si me detienen?», pensaba. Un extranjero siempre es sospechoso, máxime
a raíz de un crimen cuyo autor se ignora; por lo mismo preferí estarme
quietecito y continuar mi vida ordinaria, y esto acaso me salvó.

Aún tuvo don Higinio cinismo para añadir a su mentira otros detalles.
Los nueve días que tardó en cicatrizarse su herida los pasó encamado,
pretextando un ataque de reúma; la hermosa Leopoldina le acompañaba día
y noche, con un tesón de madre, y para que nadie la viese, siempre que
llamaban a la puerta, se escondía detrás de un armario. Para justificar
la insólita desaparición de su marido dijo en el hotel que míster Ruch
había regresado precipitadamente a La Haya por asuntos de familia, y
que, transcurrido algún tiempo, si no volvía iría a reunirse con él.
Entretanto su amor hacia Perea crecía; le miraba con devoción llena de
agradecimiento y de cariño; como se mira a un padre, a un libertador...

El narrador suspiró, arqueó las cejas y adoptó una actitud más cómoda.

—La infeliz..., ¡eso es verdad!..., se portó como una heroína; más de
una semana estuvo sin quitarse el corsé.

Doña Emilia se mordía los labios celosa de la italiana y al mismo
tiempo agradecida a su abnegación. Empezó a rezongar: verdaderamente,
comportándose así, se limitó a cumplir su deber; ella, en su puesto y
tratándose de un hombre tan bravo y caballero como Perea, hubiese hecho
lo mismo.

—¿Y después? —exclamó.

—¿Qué?...

—¿Dónde se marchó esa mujer; qué fue de ella?...

La idea torcedora de que su marido no la hubiese olvidado y quizás la
escribiera aún acababa de herirla, sofocándola como una punzada en el
corazón. Don Higinio comprendió que, al revés de la realidad, donde las
pequeñas historias suelen prolongarse demasiado, su mentira, para mayor
intensidad y poética melancolía del relato, debía concluir pronto.
Volvió a suspirar y su voz fue profunda:

—La pobre Leopoldina —murmuró lacónico— falleció en La Haya al año
siguiente... de remordimientos, tal vez.

—¿Tú me lo juras, Higinio; tú me juras que esa mujer ha muerto?...

Perea extendió su mano derecha; aquella mano que vertió sobre la nieve
de la isla de la Grande Jatte, como una gota de lacre, la sangre de un
hombre.

—Te lo juro, Emilia. Si no fuese así, créeme, no te ocultaría la verdad.

Las pupilas ingenuas de la esposa resplandecieron de júbilo; pero
instantáneamente, como era muy devota y no quería alegrarse del mal
y menos de la muerte de nadie, se amustió y quedó pensativa. Por sus
mejillas, dos lágrimas resbalaron.

—Si Dios la ha perdonado —murmuró—, como yo en este instante la
perdono, estará salva.

Enamorada como nunca de su marido, trastornada su conciencia bajo la
explosión de un cariño fulminante y novelesco, la excelente señora
hallaba muy natural que una mujer enloqueciera y atropellase por don
Higinio sus obligaciones más sagradas. Sus ojos se clavaban en el héroe
con lubricidades masoquistas de bacante. ¡Ella misma!..., tan recogida,
tan fiel, tan dueña de su carne, puesta en la situación de la hermosa
italiana del hotel de los Alpes, ¿qué hubiera hecho?...

Quiso después ver el orificio de entrada de la bala. Perea se
desconcertó imperceptiblemente: allí estaba la prueba que había de
desbaratar su fraude de raíz, o, por el contrario, infundirle visos
inconcusos y terminantes de certidumbre. Con notable aplomo, medio
incorporado en el lecho, comenzó a desabrocharse la camiseta y sus
dedos tactearon en la base del pecho rollizo y peludo. No dudaba
vencer: don Gregorio, don Cándido, el notario, el secretario del
Ayuntamiento, Gutiérrez... todos habían visto la herida y daban fe de
ella. ¿Cómo doña Emilia, guiada por el ejemplo acaso más que por sus
propios ojos, no la vería también? Por algo estaba enamorada y los
enfermos de daño tan grave antes ven lo que quieren ver, que buscan y
apetecen lo que realmente han visto.

—Mira —dijo Perea.

—¿Ahí?...

—Aquí mismo...

Su dedo índice señalaba la cicatriz blanca, tenue, que en aquel sitio
le causara, treinta años atrás, un trozo de cristal. Doña Emilia
levantó la cabeza, parpadeó, se frotó los ojos; la luz eléctrica
suspendida en el comedio de la habitación, cerca del techo, estaba
cansada y alumbraba mal. Miró, sin embargo...

—Veo entre el vello una especie de herida...

—Esa es.

—Sí, sí... ¡Ahora!... ¡Qué horror!... ¡Pensar que por un agujero así se
nos puede ir la vida!...

—La bala —replicó audazmente don Higinio— era de esas delgadas y largas
que ahora se usan; su diámetro, según dijo el médico, sería menor que
el de un cigarrillo; por eso el orificio de entrada es tan pequeño.

Las grandes pupilas candorosas de doña Emilia estaban llenas de espanto.

—¿Y no sientes la bala?...

—Muy raras veces; únicamente cuando el tiempo cambia o ando mucho... o
si realizo algún esfuerzo...

Añadió cruel:

—Hace un rato, por ejemplo, dejé que me friccionases con alcohol porque
todo este lado de los riñones me dolía bastante.

Doña Emilia besó la herida del héroe dulcemente, con aquel mismo arrobo
místico con que besar solía el costado sangrante de un Cristo que había
en la iglesia, debajo del coro, y Perea sintió su saludable pechazo
mojado en lágrimas. Aún charlaron copiosamente: don Higinio empezaba
a cansarse; había glosado su invención de diversas maneras y ya no se
le ocurrían pormenores nuevos que añadir; la curiosidad de su mujer era
insaciable. Al fin recordaron que sería muy tarde. Andando de puntillas
doña Emilia se aproximó a la puerta, que entreabrió suavemente. Toda la
casa yacía a oscuras y en silencio. Para cerciorarse llamó:

—¡Teresa!...

Y un momento después:

—¡Anselmo!... ¡Vicenta!...

Nadie contestó. Indudablemente todos se habían acostado. Entonces
echó la llave del dormitorio y empezó a desnudarse; tenía los ojos
brillantes y el rostro encendido; don Higinio la miraba ufano; su
mujer, con el deseo, parecía más joven, más linda; aquello era una
resurrección nupcial. Ella, que para mudarse de ropa interior había
sentido el delicado miramiento de ocultarse detrás de una cortina, se
acostó al lado de su esposo y le echó los brazos al cuello.

—¡Higinio de mi alma, Higinio de mi vida!... ¿Ves?... Para que te
hubiesen matado. ¡Loco! Dímelo otra vez: ¿es cierto que cuando fuiste a
batirte con ese hombre te acordabas de mí?...

Aquella noche en que, tras un dilatado intervalo de fraternal castidad,
la antorcha fecunda de himeneo volvió a lucir ardorosamente, doña
Emilia, trémula, imaginativa, presa de férvidas y extrañas angustias
sexuales, más que con su esposo durmió con la bala del holandés.

A la mañana siguiente, no bien Perea abrió los ojos, su mujer le dijo
solemne:

—Anoche, pensando en la muerte, hice una promesa a la que creo no has
de oponerte.

Don Higinio, mal despabilado aún, se frotó los párpados:

—¿Qué promesa?

—Oír el primer domingo de cada mes una misa por el descanso de
Leopoldina y de su esposo, y vestir durante los años, pocos o muchos,
que me queden de vida, el hábito de Nuestra Señora del Carmen.

Perea iba a indignarse:

—¡Qué disparate!... ¡Vestirse ahora de hábito!... Pero ¿por qué has de
pagar tú mis locuras?...

—Debo pagarlas —interrumpió doña Emilia sentenciosa—, pues si tú pecas,
yo estoy obligada a lavar tu espíritu de culpas y a salvarte conmigo.

Don Higinio se atusaba el bigote nerviosamente; su honradez y las ideas
místicas que, aunque asaz olvidadas y disueltas, guardaba desde niño en
su corazón, se revolvían contra aquellas consecuencias teológicas de su
mentira. Quiso hablar, rojo de cólera; pero su mujer se lo impidió con
un gesto grave y fanático.

—¡Es inútil! —exclamó—, no te haré caso; será la primera vez que te
desobedezca; pero... no puedo desdecirme: ¡lo he jurado!...

—¿Y tu abrigo, tu magnífico abrigo de pieles, que todavía está
intacto?...

—He renunciado a él; puedo llevarlo, pero no quiero; es un lujo y solo
la sencillez y la pobreza son gratas a los ojos de Dios. ¿Qué importa?
¡Tonto!... ¿Vale lo mejor de este mundo la salvación eterna?

Fuerza de voluntad necesitó para imponerse aquel sacrificio que hería
su vanidad más amada y crecida; pero ya lo hizo, y ahora gozaba de ese
alquitarado sosiego interior que el alma experimenta venciéndose a sí
misma.

Perea no replicó, y de súbito demostró tranquilidad. Acababa de
comprender que el hábito del Carmen que su mujer deseaba vestirse,
ponía al servicio de su invención la enorme fuerza de la Iglesia.
Además, era algo romántico, bonito...

—¡Psch!... Bueno..., como gustes... —murmuró—; no deseo
contradecirte... ¡Si lo has jurado!...

En los días sucesivos el sanguinario misterio de la isla de la Grande
Jatte flotó en el ambiente de la casa como un maleficio. Teresita
se lo había contado a sus sobrinos y estos, a su vez, lo dijeron a
la servidumbre. Nadie, sin embargo, hablaba de ello en voz alta, ni
tampoco asunto de tan ingrata recordación aprovechó para discreteo o
palique de sobremesa; pero, en cambio, todos lo glosaban secretamente:
los criados, en la cocina; los muchachos, en el gabinete de estudio,
sentados alrededor de la mesa, bajo el lechoso y quieto resplandor
de la lámpara. A Joaquinito le ardían los ojos; Carmen, que ya era
una mujercita, y Anselmo, en quien la edad dejó florecer ideas de
honor y valentía, experimentaban al ver a su padre una desconocida
turbación de cariño y respeto. Era el verdadero cabeza de familia,
bueno y temerario a la vez, encanecido en el difícil arte de conocer
a los hombres y de luchar con las pasiones. Pocos meses bastaron para
que Perea sintiese esta nueva devoción filial que llegaba hasta él
semejante a un incienso, como asimismo el dócil rendimiento y total
pleitesía que su mujer le profesaba. Doña Emilia era otra: quizás la
buena señora fuese más dura que nunca con la gente de escaleras abajo,
cual si necesitase absolutamente eliminar aquel malhumor suyo originado
por un exceso de actividad hepática; pero con respecto a don Higinio
su carácter se había edulcorado, y, sin ella advertirlo tal vez,
tratábale con mayor comedimiento y como a dueño, bajando los ojos en
su presencia y apagando la voz. Los juicios de Perea eran inapelables:
sin él procurarlo, de repente, en su casa no hubo otra voluntad que la
suya; sus deseos, aunque los manifestase tibiamente, se cumplían como
sentencias. Don Higinio se parecía a Moisés: sus palabras, en poquísimo
tiempo, adquirieron la autoridad del Talmud.

El falso héroe de la Grande Jatte estaba asombrado y apenas podía
darse cuenta de la vastedad, utilidad doméstica y helénica hermosura
de su mentira, y de los pingües beneficios que más adelante pudiese
traerle. Muchas mañanas, mientras se vestía, reflexionaba en la
absoluta renovación moral producida a su alrededor merced a un sencillo
embuste dicho sin pensar; por donde ratificó otra vez su creencia de
que poco aprovecha el mérito si no se exterioriza, pues vivimos tan
atropelladamente y atención tan exigua dedicamos al examen de nuestros
juicios, que raras veces descendemos a su entraña; y así, mayor cuidado
debe poner el hombre en aparentar lo que quisiera ser, que en serlo
realmente. Como el añil se deshace en el agua, de igual manera la
personalidad del individuo va desdibujándose y disolviéndose en la
gran superchería del alma colectiva, hasta llegar un instante en que
el eco se impone a la voz y la imagen tiene más fuerza que el cuerpo
que la proyecta: del hombre solo restará entonces lo que quiera ver la
muchedumbre; su conciencia, su voluntad, su historia, todo cuanto de
más sustantivo hubo en él, merced a un maravilloso juego de escamoteo
moral, se habrá hecho opinión.

A falta de negocios de mayor riesgo, don Higinio Perea se dedicó
ardientemente al perfeccionamiento y cautelosa difusión de su falacia.
Era un quehacer inocente que le distraía a la vez que, por momentos,
iba rodeándole de mejor bienestar. El ambiente lugareño facilitaba
su tarea: al principio su embuste había corrido de casa en casa
solapadamente, como asustado de su misma gravedad; pero tan pronto fue
del dominio público, cuando reaccionó triunfante y apoderándose de don
Higinio le aupó y adornó su cabeza con un nimbo glorioso. Perea, que
empezó a mentir en la oscuridad de una rebotica, hallose de improviso
arrebatado y transportado a la luz por su propia mentira; gracias a
la chismosa amistad de todos, su invención habíase convertido para
él en clarín, en tambor, en claridad vivísima. ¿Cómo detener aquel
movimiento?... Y el héroe, asustado, deslumbrado, sonriendo unas veces,
inquieto otras por las proporciones crecientes de su obra, dejose
llevar. ¿Acaso puede nadie, ni siquiera el mismo instigador o causante
de un movimiento, oponerse después a la inercia arrolladora de la
opinión ajena?...

Ciñéndose discretamente a las circunstancias, don Higinio siguió
cultivando su fraude, y pasmaba la multiplicidad e inexhausta riqueza
de sus frases, expresiones de rostro y ademanes, según los años,
condición intelectual y rústica credulidad de las personas a quienes
embaucaba. El amante de Leopoldina, ora por gusto, ya por necesidad,
porque el ambiente le obligaba a ello, iba dedicando su vida a su
mentira, como el artista que aplica todo el esfuerzo de su existencia
a una sola y suprema obra de arte; la llevaba en el centro de su
conciencia, como base o punto de gravedad de su espíritu, y eran
admirables la apretada lógica y la ardiente variedad de recursos que
empleaba en su paramento, defensa y custodia.

En los epilépticos, histéricos, embusteros y visionarios, la
introspección es defectuosa, y la ciencia advierte discontinuidades
en el funcionamiento intelectual, faltas de centralización psíquica,
incoherencias de carácter, motivadas por ausencias de coordinación o
sistematización entre los dinamismos voluntarios y los pensantes. El
cerebro de los neurasténicos, dicen los médicos, hecho está de montañas
y de valles. Pero ninguno de tales síntomas rizaban dañinamente el
alma equilibrada y burguesa de Perea: él nunca fue embustero; él,
casualmente, solo mintió una vez, y aquella mentira, perfectamente
fundamentada y dispuesta, pulida y maravillosamente fortificada por
los trampantojos arteros del tiempo y de la opinión, llegó a ser una
verdadera obra de arte y a tener la compacta reciedumbre de la vida de
su propio inventor.

Imponiéndola al crédulo vecindario de Serranillas, Perea realizaba
aquel principio estético del poeta Oscar Wilde, para quien no es la
Naturaleza, como dice Taine, la que produce el arte, sino este quien,
con su pasmosa virtualidad creadora, modifica la Naturaleza y la
revela a los hombres. Don Higinio ideó y planeó su mentira, lo mismo
que Rembrandt imaginó y concertó su famosa _Lección de Anatomía_. Y
hecho esto, fue simultaneando con su labor admirable y jamás concluida
de autor, otra faena no menos artística, pertinaz y sorprendente
de comediante, pues de su farsa solo él podía ser intérprete, y la
realizaba fríamente, «viéndose» a todas horas para no incurrir en
exceso de sinceridad, según los maestros del teatro aconsejan que debe
hacerse.

Ni por casualidad se producían en el heroico burlador de la señora
Leopoldina aquellos fenómenos —parpadeo, ligero temblor de las fosas
nasales, palidez del rostro y de los labios, vacilaciones en la voz—
que los médicos consignaron en el cuadro sintomático de la mentira.
Había llegado a dominar su invención a fuerza de madurarla y burilarla,
y en cualquiera de las síntesis que de ella hacía, la prolija y
artificiosa concurrencia de imágenes era instantánea.

En la complicadísima psicología humana todas las expresiones y
todos los gestos, según las circunstancias en que se producen,
pueden llevarse admirablemente al servicio de la misma mentira: la
indignación, el entusiasmo, el rubor, el desdén, la carcajada, los
mohines de la reflexión, del arrepentimiento o del honor ofendido; la
frase que afirmando miente y el silencio que, precisamente por no decir
nada, miente también; los párpados entornándose como para disimular el
sobresalto de una traición, y el suspiro o el alzamiento de hombros que
pueden aludir al recuerdo de algo dañino que nubla la conciencia; la
oración inconclusa, la sonrisa disimulada, el suspiro, la lágrima, el
acceso de tos... cada uno de esos millares de inextricables ademanes
o matices de pensamiento que llenan una conversación, ¿no constituye
otros tantos escondrijos, vericuetos, quebradas, atajos, cuevas y
laberintos de la gran selva de la mentira?...

Toda esta extensísima gama de expresiones la pulsaba don Higinio con
rara maestría, y, según la calidad de su interlocutor, era ingenuo
o malicioso, exagerado o reservón, fatuo o modesto. Al principio y
dirigiéndose a individuos de su edad, su conversación y sus ademanes
eran vehementes, hiperbólicos, pues siempre tiene lo superlativo
algo caliente que deslumbra y arrastra; después modificó su táctica,
especialmente si su auditorio lo componía gente joven, inexperta y
fácil al engaño; entonces adoptaba un gesto cansino de hombre triste
y hastiado, que vivió mucho y siente miedo a sus recuerdos. Y entre
ambos extremos, todas las muecas, todas las piruetas, todos los guiños
incontables, bufos o tristes, del embuste.

En los momentos de más íntima expansión amistosa, también refería
la burleta de madame Berta, sus relaciones con Enriqueta y hasta su
desventura del tren, pues todo no había de ser heroico en su vida, y
para un hombre capaz, como él, de matar a otro, una bofetada de mujer
no tiene importancia.

Perea consagraba su vida a su invención, y en ella su actividad se
detenía y de allí sacaba generosos tesoros de distracción y buen humor:
ya podía ver la petaca de Cenén, o los zapatos con que anduvo por París
y que guardados tenía como reliquia, y oír la pianola del notario, o
la motocicleta de don Justo latiendo como un corazón a lo largo de los
caminos, que nada conseguiría entristecerle; su engaño bastaba a su
alegría, y lo defendía y propagaba cual si en él su destino se hubiese
hecho carne. Nada le fatigaba; una y dos y muchas veces refería sus
aventuras de París, y siempre hacíalo con habilidad suave y ladina o
con invasor entusiasmo; aquella invención, tantas veces repetida, era
como un libro maestro cuyo autor fuese leyéndolo de casa en casa.

Un domingo muy de mañana estaba don Higinio desayunándose cuando
aparecieron en el comedor doña Emilia y su hermana vestidas con
flamantes hábitos de nuestra Señora del Carmen. Viendo a su cuñada
quedose suspenso y sin mascar el picatoste, mojado en chocolate, que
acababa de meterse en la boca. Teresita se ruborizó; también ella,
la pobre doncellona, en quien el miedo instintivo a los hombres
sanguinarios y violadores crecía con los años, hizo voto de vestir así
toda su vida. Perea dio un puñetazo sobre la mesa.

—Pero, ¿es que habéis adelantado el Carnaval? ¿Qué dirá el pueblo? ¿No
comprendéis que van a burlarse de vosotras?...

Las hallaba más pequeñas y redondas con aquellos trajes de estameña
parda sin otro adorno que un cinturón, sus cabellos partidos
devotamente sobre la frente, sus manos cruzadas a la altura del vientre
y sosteniendo un rosario y un libro de oraciones. Tras una pausa la
misma ingenuidad primitiva de las dos figuras aplacó la cólera de
don Higinio, quien se alzó de hombros, contuvo una sonrisa y siguió
comiendo. Realmente, a él nada de aquello debía importarle.

—¡Allá vosotras! —exclamó—. ¡Por mí!... todo eso son pesetas que me
ahorro de dar a la modista...

La entrada de doña Emilia y de Teresita en la iglesia causó una
impresión que no tardó en divulgarse por todos los ámbitos de
Serranillas; el mismo don Tomás, que en tal momento subía al
púlpito apoyándose en su bastón de muletilla, no pudo abstenerse de
mirarlas. ¿A qué poderoso motivo obedecería aquel severo cambio de
indumentaria?... Durante la tarde la noticia, reverdecida y comentada
prolijamente, revoló de tertulia en tertulia. Nadie comprendía aquella
explosión de misticismo, y menos en doña Emilia, que siempre fue
aficionada a vestir bien. ¿Qué haría entonces de los trajes, uno de
pañete azul y otro de seda color gris, que últimamente recibió de
Ciudad Real?... Y el magnífico abrigo que su marido la compró en París
y aún estaba nuevecito, ¿seguiría usándolo?... Un hábito tan triste
como el de Nuestra Señora del Carmen solo se ofrece a propósito de un
viaje a Ultramar o en acción de gracias al cielo por habernos liberado
de alguna terrible enfermedad o extremado accidente. Pero a los Perea
nada ostensiblemente adverso les había ocurrido; su desgracia, por
tanto, suponiendo que hubiesen padecido alguna, constituía algo íntimo,
enigmático, cuyo misterio exasperaba duramente la curiosidad general.
Hubo quien aseguró que doña Emilia había ofrecido vestir así porque, a
pesar de sus años, deseaba tener otro hijo...

Para regocijo y sosiego del vecindario no tardó en saberse la verdad,
que doña Emilia y Teresita descubrieron a la señora de Hernández, y
esta, a su vez, reveló a sus amigas. La mujer y la cuñada de Perea
habían hecho formal promesa de llevar mientras viviesen el hábito
del Carmen, porque eran católicas ejemplares y querían desagraviar
a Dios de lo mucho que don Higinio le ofendió el tiempo que estuvo
en París; lavar en lo posible su alma de los terribles pecados que
la manchaban, y pedir la salvación del holandés y de la italiana del
hotel de los Alpes, los cuales, tanto por su lamentable fin como por el
olor de protestantismo en que vivieron, debían de hallarse en el otro
mundo bastante mal mirados. Y apenas el pueblo supo esto, cuando los
juicios más halagüeños descendieron, como lluvia de bendición, sobre
las dos hermanas. A don Higinio, como a todos los pícaros, le sobraba
la suerte. ¿Quién, si no él, después de lo hecho, dispondría para la
asistencia y redención de su alma de dos mujeres tan buenas, humildes y
gratas a los ojos del Creador, como su esposa y su cuñada?...

El mismo don Tomás, que conocía las torcidas andanzas del héroe, se
sintió conmovido y le señaló la oportunidad de aligerar un poco ante el
confesionario la grave carga de sus culpas.

—No tenga usted miedo en venir a mí —había dicho el cura—; no olvide
que la misericordia de Nuestro Señor es tan grande que alcanzó a San
Pablo. Conviene, sin embargo, no ofenderle con nuestro desdén: yo estoy
cierto de que a los divinos ojos ha de ser más agradable la confesión
que hacemos libremente y en estado de plena salud, que aquella
arrancada a última hora a nuestro orgullo por el miedo a la muerte.

A las sentadas razones de su amigo, don Higinio contestó bromeando:
él había viajado y leído bastante y tenía «sus ideas»; y aunque sus
entrañas eran tan mansas y católicas como las de su padre y su abuelo,
no podía sustraerse en absoluto al espíritu descreído del siglo. Reía y
le daba a Murillo irónicos golpecitos en la espalda.

—¡Y, sobre todo, amigo don Tomás!... ¡Caramba!... No tome usted la
cuestión tan a pecho; ¡yo, francamente, no pienso morirme todavía!...

Desde que en Serranillas empezó a susurrarse el novelesco empeño de
galantería y bravura sostenido por don Higinio en París, la opinión
había evolucionado muchas veces alrededor del héroe de la Grande Jatte,
y tan pronto le acusaba del doble delito de adulterio y homicidio,
como reaccionaba bondadosamente hallando en sus mismas bizarría y
fortuna disculpa para su falta. De algo de esto estaba informado
Perea, mas nunca hubiese llegado a maliciar los extraordinarios
apasionamientos que su figura sugería. Una noche, por causa suya, en
la taberna de _Tocinico_, dos mineros anduvieron a bofetadas, y de
entusiasmo semejante participaban todos. Para la minoría sensata, don
Higinio era una mala persona: nadie debe poner los ojos en la mujer
del vecino, por muy fácil, libre y hermosa que parezca, y menos a la
edad y en la situación de Perea, casado y con hijos. ¡Lástima de bala
que le traspasó sin apenas dañarle!... Hubiérale entrado un poco más
arriba y a la izquierda, allí donde late el corazón, y no se hubiese
perdido nada. Contra este juicio severísimo alzábase el parecer de la
mayoría, especialmente el de las mujeres, retardatarias y crueles. Don
Higinio, al verse solicitado por la italiana del hotel de los Alpes,
aceptó la aventura como cualquier hombre, colocado en su situación,
habría hecho. Si el holandés no llega a enterarse del engaño, el lance
no acarrea consecuencias peores; pero lo supo, buscó a su rival, le
desafió, y este, matándole, se limitó a cumplir con el natural instinto
de conservación. Nada hizo el valeroso Perea que le arrebatase la
estimación de sus conterráneos; antes se comportó bizarramente, según
todo caballero debe conducirse, tanto si alguna dama bella y levantada
de cascos le persigue, como si un hombre, aunque sea esposo ofendido,
le reta y provoca. Don Higinio había observado en el transcurso de
aquel lamentable enredo una actitud enérgica, pero pasiva: él no
anduvo enamorando a la italiana ni buscó camorra al holandés; muy al
contrario, fue él quien, por artes dañinas del diablo hallose seducido
primero y amenazado de muerte después. En ambos casos, así cuando galán
aceptó las caricias, como cuando luego, fieramente, rechazó el peligro,
¿no se mantuvo dentro de los límites de lo estrictamente humano? Cierto
que pudo decir a Leopoldina: «Señora, déjeme usted en paz; usted
pertenece a su marido y no debe pensar en otro hombre...». Con cuyo
saludable consejo el drama de la Grande Jatte no hubiese ocurrido. Mas
¿cómo pedir a don Higinio, joven todavía y aventurero, la reflexión
severa y la templanza eremítica de que solo varones contadísimos fueron
capaces?...

Esta cuestión, llevada y traída de boca en boca largo tiempo, se
anticuó; los cinco o seis años que pasaron lentos sobre ella la
infundieron cierto prestigio; era algo que por razones diversas
hallábase ligado a muchas personas y pertenecía a la historia de
Serranillas. La mentira de Perea, fortalecida por el tiempo y la
opinión, se convirtió en realidad, en hecho inconcuso y sabidísimo.
Para sus contemporáneos, don Higinio había sido una mala cabeza, un
verdadero hombre de historia, de cuya agitada vida íntima solo se
conocía lo que él buenamente quiso contar; para los jóvenes, don
Higinio, a pesar de su figura maciza y grotesca, era «Don Juan»; la
leyenda que pasa embozada en una capa roja y con ruido de espuelas; y
todos, reservándose el derecho de imitarle alguna vez, se envanecían de
que Serranillas hubiese servido de cuna a un temperamento así.

Con el ilusionista filar del tiempo, el drama de amor comenzado en el
hotel de los Alpes y desenlazado a tiros y cuchilladas en una isla del
Sena, iba perdiendo sus contornos primitivos: se emborronaron muchos
detalles, algunos pormenores quedaron preteridos y fueron reemplazados
por otros que añadía la suelta imaginación de los comentaristas; y al
cabo de todo aquello solo quedó flotando en el ambiente un perfume de
aventura, un aroma romántico que era la síntesis del vario y esforzado
vivir de don Higinio. Como de muchos insignes autores clásicos a
quienes el vulgo cita, pondera y no conoce, así de la historia de
Perea subsistía únicamente, semejante a una estela, una fragancia de
amores y de arriesgados empeños. Ya nadie le discutía, y la cristiana
promesa que su mujer y su cuñada hicieron de vestir siempre de hábito
añadió nuevas hojas de mirto y de laurel a la recia corona de sus
prestigios. A través de los años, su mentira, galana y audaz como un
gesto del caballero Casanova, repetía la vida perdurable y esclarecida
de las obras de arte. Los hombres le respetaban y si hablaban de amores
recurrían a su experiencia; muchas mujeres detenían en él una mirada
sentimental; en la calle los mozos le saludaban como a maestro y le
cedían la acera.

Una tarde, al salir del Casino, el sobrino de Arribas le saludó; don
Higinio, que le quería bien, se alegró de verle.

—¿Dónde te metes, muchacho? A tu tío le he preguntado muchas veces por
ti.

Diego suspiró; vestía pobretonamente y bajo su sombrerito hongo su
rostro aparecía más lacio, desanimado y amarillo que nunca.

—Desgracias que le suceden a los hombres, señor Perea —repuso.

—¿Desgracias?... Cuéntame. Yo voy hacia mi casa; puedes acompañarme si
no tienes que hacer.

—Con mucho gusto...

Caminaron lentamente por las calles solitarias llenas de bruma. Don
Higinio, importante, egoísta y gordiflón, ocupaba la acera; Diego
iba por el regajo, tropezando unas veces, resbalando otras sobre las
piedras húmedas; indudablemente, las viejas botas que calzaba no eran
suyas y le torturaban los pies. Mientras seguía hablando, un deseo
punzante de confesión exaltaba su alma solitaria, acosada y despedida
de todas partes por la opinión del pueblo: él no era pícaro ni tonto,
pero acabaría en tonto y en pícaro, porque la gente se había empeñado
en decirlo, y cada cual es lo que sus semejantes le permiten ser...

A estas discretas meditaciones, Perea respondía con graves movimientos
afirmativos de cabeza. La situación moral de su interlocutor se parecía
extraordinariamente a la suya: su heroísmo, como las malas artes del
pobre Diego, eran arbitrariedades fatales, incorregibles, de la opinión.

—Es cierto que me gusta jugar —prosiguió Diego— y que pierdo casi
siempre. Pero sea usted imparcial, don Higinio de mi alma, y dígame lo
que su buen criterio le aconseje: ¿Cree usted que merece perdón de Dios
lo que la familia de mi mujer hace conmigo?...

Sus labios se plegaron hacia abajo y sus ojos azules y pacíficos se
afligieron tanto que Perea pensó que Diego iba a echarse a llorar.
Verdaderamente, al pobre le sobraban razones para desesperarse. De nada
le valía ser casado y padre de dos criaturas: su suegro le había echado
a la calle casi a pescozones y recogido a su hija y a sus nietos;
para mayor desdicha, su mujer no quería saber de él; ¡ni siquiera le
permitían ver a sus hijos!...

—¡Este día cuatro hará dos meses que no les doy un beso! ¡¡Dos
meses!!...

Su pena rompió en llanto amarguísimo, y como iba aturdido tropezó
y metió un pie en un charco de agua. Perea tuvo clemencia de él y
cogiéndole de un brazo le ayudó a subir a la acera. Diego se lo
agradeció:

—Muchas gracias, don Higinio... Déjeme usted... Si yo lo que debía
hacer era morirme...

Prosiguió desahogándose:

—¡No soy tan malo, no, señor... no soy tan malo, ni tan sandio, ni tan
inútil!... ¡Es que la gente lo dice!... Julio Cenén, por ejemplo, ¿no
es peor que yo? Él juega, bebe y tiene queridas... Y, sin embargo, su
mujer se aguanta. ¿Por qué no se conforma la mía?... Pero las tres o
cuatro veces que me han dejado hablar con ella me ha dicho: «Yo no vivo
con un pillete». Eso lo ha aprendido de su padre, porque a ella no
se le ocurre, ella es buena. Y mi suegro, el día en que me echó a la
calle, me decía: «¿Tú crees que voy a darle mi hija a un granuja?». Y
yo, don Higinio, ¿qué hago? ¡Aquí tiene usted un hombre de veintiocho
años perdido!... Mi madre, la pobre, ya sabe usted, ¡gracias que pueda
ir saliendo adelante con la cacharrería!... Allí duermo y es bastante.
Y en mi tío no hay que pensar. Cuando fui a contarle mis desgracias
se encogió de hombros: «Todo eso —me dijo— te sucede por pillo y por
tonto...». ¿Qué le parece a usted el consuelo?... Y no puedo reñir con
él porque perdería los cinco reales que gano en la notaría. ¿Y eso?...
¡Darme cinco reales con los miles de duros que tiene!... Y así estoy:
sin ganas de vestirme ni de ir a ninguna parte...

Hubo un largo silencio; la respiración anhelante de Diego era la del
hombre que acaba de quitarse de encima un gran peso; don Higinio
parecía meditar. Al cabo, el héroe de la Grande Jatte, insinuó una
protesta.

—¿Y tu suegro hasta cuándo se propone mantener esa actitud? Él no tiene
derecho a despedirte como a criado; máxime que no es de su casa, sino
de la tuya propia, de tu casa de marido y de padre, de donde te echa.
La ley te ampara; todos los derechos más inviolables están de tu parte;
tu mujer te debe obediencia absoluta, y si tú sabes amarrarte bien los
pantalones tu suegro tendrá que callarse.

Diego hizo un mohín de duda.

—Mi suegro no es que me aborrezca, precisamente; pero me ha dicho:
«Hasta que yo no sepa que has dejado los naipes y que ganas lo
necesario para sostener a tu familia, no te presentes por aquí». ¿Usted
comprende?... En el fondo tiene razón; yo de todo me doy cuenta. Y con
mi suegro no se puede jugar; yo voy diciéndole que si el código..., y
que si la ley..., y que si no me devuelve a mi mujer y a mis hijos voy
a llevarle a los tribunales... y me da un puñetazo que... Vamos...,
¡hay que conocerle!...

Esta confesión cobarde inflamó la belicosa sangre de don Higinio.

—Entonces —gritó con voz tonante—, no te quejes a nadie; en la vida, lo
que no puede conseguirse con buenas razones se obtiene a puñaladas. ¡Ya
lo sabes!...

Se detuvo porque habían llegado a su casa. Las mejillas del amante de
Leopoldina echaban fuego; parecía defender algo suyo y su gesto era
magnánimo y valiente. Se arregló la corbata, se estiró los puños de la
camisa...

—¡Bah! —añadió—. Si a mí me hacen la mitad..., ¡fíjate bien!, nada más
que la mitad de lo que te han hecho a ti..., ¡arde el pueblo!...

El pobre Diego bajó los ojos, empavorecido ante el ademán matasiete y
las furibundas voces de Perea:

—Don Higinio, usted... ya sabemos quién es usted y de lo mucho que es
capaz...; pero todos no somos iguales...

Perea, muy excitado, le interrumpió:

—¡Te digo que arde el pueblo, hombre; y arde la iglesia... y la
provincia!... ¡Lo juro!....

Y poniendo los dedos índice y pulgar de su mano derecha en cruz los
besó vehemente. En seguida se despidieron.

—Adiós, Dieguito; si algo se te ofrece, ya sabes...

—Adiós, don Higinio... y muchas gracias...

El sobrino del notario siguió calle abajo, asombrado de la fiereza y
sanguinarios procedimientos de Perea, y don Higinio entró en su casa
taconeando. Su mujer, que había estado atisbándole por una ventana, le
preguntó:

—¿Ese que hablaba contigo es Diego, el sobrino de Arribas?

—El mismo.

—¿Qué quería?

—Nada; venía contándome que su suegro le ha quitado su mujer y sus
hijas, y le ha echado a la calle. ¡Y él, tan manso!

—¡Como que es tonto! —replicó doña Emilia.

En el comedor saludó a doña Lucía; la esposa del médico cenaba con
ellos, porque don Gregorio había ido a Almodóvar y no regresaría hasta
la mañana siguiente. La señora de Hernández estaba hermosa, y sobre
la blancura almendrada de sus dientes, un poco grandes, los labios
húmedos, gruesecillos y rojos, tenían mohines provocativos. Perea ocupó
la cabecera de la mesa, entre ella y doña Emilia; al otro lado se
instalaron Teresita, Carmen, Anselmo y Joaquín. Se habló de Dieguito
y don Higinio repitió detalladamente cuanto el malpocado sobrino de
Arribas le había dicho. Las mujeres reían implacables. Don Higinio,
casi sin intervalo, se bebió dos grandes vasos de vino: experimentaba
un buen humor, conversador y rudo, del que doña Lucía, especialmente,
participaba en gran manera; un regocijo que le producía el deseo de
algo raro, imprevisto. ¡El pobre Dieguito!...

—Yo le he dicho —exclamó clavando su tenedor en una perdiz— que le
corte la cabeza a su suegro y la envíe a Ciudad Real para que hagan de
ella una sopera...

Los muchachos reían a carcajadas. Doña Emilia se persignó, exagerando
el espanto que la feroz ocurrencia de su marido la producía.

—¡Calla, hijo, calla!... Tú, sí, serías capaz de eso y de mucho más...

Y doña Lucía ratificó:

—¡Ya lo creo!...

Desde hacía mucho tiempo la señora de Hernández mostraba hacia su
amigo una inclinación alarmante, y aquella noche no perdía ocasión de
fijar en él sus encandilados ojos; pero con insistencia voluptuosa
tan manifiesta, que el bizarro manchego se reconoció comprometido por
aquellas insinuaciones, cuyo pecaminoso alcance su hidalguía se negaba
a comprender. ¿Era posible?... Y acordándose de la rancia amistad que
le unía al médico y de que doña Lucía y doña Emilia tenían, años más
o menos, la misma edad, sintió frío en la espalda. ¿Pero es que las
mujeres, aunque vayan siendo viejas y estén cargadas de hijos, nunca
acaban de decirle adiós a la traición?... Inconsciente, acaso contra
todo el honrado propósito de su voluntad, buscó bajo la mesa los pies
de doña Lucía con los suyos. El perverso contacto se produjo tímido al
principio, resuelto y de regaladísima dulcedumbre después. La señora de
Hernández, lejos de esquivar los rústicos zapatones del héroe, parecía
buscarlos, y su presión la llenaba de sangre las mejillas. Don Higinio
reía, charlaba a tente bonete; llegó a ponerse fuera de sí. Su mujer le
llamó la atención.

—¡Pareces loco!... Fíjate en lo que haces... no vayas a echarle sal al
café...

A las nueve y media doña Lucía se levantó para marcharse. Don Higinio
quiso acompañarla, solícito y galán; pero ella rehusó el ofrecimiento:
no quería que nadie se molestase, su casa estaba a dos pasos de allí.
Perea quedose con tal negativa un poco amohinado. ¿Habría oprimido con
excesiva fuerza los pies de su amiga? Lo que su presunción juzgó amor,
¿no sería afecto tolerante de hermana?... Esto meditaba su inocencia,
mientras sus dedos distraídos amasaban una miga de pan. La señora de
Hernández, por su parte, también se marchó triste: deseaba a Perea:
empezó a desearle apenas conoció su valor y su buena suerte con las
damas; era una pasión novelesca que inopinadamente la hirió en el otoño
de su vida y la arrancó muchas lágrimas secretas y crueles. Pero al
mismo tiempo que se finaba por él, le tenía miedo, y así no consintió
que la acompañase, pues la reputación de las mujeres antes pierde que
gana con la sociedad de hombres mal afamados y libertinos.

A la mañana siguiente estaba Perea concluyendo de vestirse cuando
le anunciaron que un individuo deseaba verle. Detrás de la criada,
portadora del recado, apareció doña Emilia, demudado el rostro y con
mucho sobresalto en los ademanes y en los ojos.

—Es un tipo —dijo— que no me gusta: parece esconder algo; yo le he
visto en alguna parte, pero no sé quién es. ¿Qué le digo?...

Don Higinio vaciló; una aventura real llegaba a él y, sin razón, tuvo
miedo. Pero tampoco había motivos para esconderse, y, además, su
leyenda de bravo le prohibía ser débil. Tosió, se estiró los puños de
la camisa y el chaleco, como hacía siempre que adoptaba una resolución
importante; dirigió una mirada hacia el cajón de la mesa donde tenía el
revólver...

—Bueno —dijo ahuecando un poco la voz—, decidle a ese hombre que pase y
dejadme solo con él.

Obedecieron las dos mujeres y transcurridos pocos momentos apareció
el desconocido. Era un individuo cuarentón, seco y alto y de color
terroso. Vestía chaqueta y calzones de paño pardo que le llegaban a las
corvas, según clásica usanza de la gente rústica de ambas Castillas;
medias y alpargatas blancas, y faja de lana azul; llevaba el ancho
sombrero campesino en la mano, y cubría su cabeza, de cabellos grises
cortados al rape, un pañuelo negro anudado atrás. Bajo la frente
deprimida, en el misterio del rostro anguloso y afeitado, los ojos
pequeños y cenizos miraban oblicuamente.

—Buenos días, don Higinio, y usted disimule que así, tan de mañana,
venga a molestarle...

—Buenos días.

El payo parecía cohibido; pero, aunque no levantaba la cabeza, sus
pupilas astutas giraban de un sitio a otro escrutándolo todo. Su
mirar traidor desazonó a Perea. ¿Qué buscaba aquel hombre? Don Higinio
recordó su mentira. «Debe de ser un valiente —pensó— cuando, sabiendo
quien yo soy, se atreve de este modo a acercarse a mí». Luego, en alta
voz:

—Bien, dígame qué desea, porque yo tengo que hacer; iba a salir.

—¿A la mina quizás?... Pues entonces, si usted lo permite, yo le
acompañaré...

—No; prefiero que hablemos aquí.

Serenada la primera vibración de sus nervios, había recobrado el
dominio de sí mismo y observaba a su interlocutor frente a frente.

—Yo lo decía —replicó el rústico dando vueltas a su sombrero— porque,
vamos..., parece que los hombres, cuando estamos solos..., ¿usted me
comprende?..., los hombres, cuando estamos solos, hablamos mejor...

—Solos estamos; ahora usted sabrá si tiene, efectivamente, algo que
decirme.

Se dirigió al armario, lo abrió y cogió su revólver, que se guardó en
una faltriquera con estudiada lentitud, significando así al intruso
que desconfiaba de él y estaba apercibido a rechazar una agresión. Por
el semblante cobreño del desconocido pasó una sombra. La inesperada
gallardía de Perea le había desconcertado; destosió, se rascó la
cabeza. De pronto cobró arrestos nuevos.

—Es el caso que yo necesitaba dos mil reales. Usted no me conoce; pero
yo le conozco a usted..., yo sé muy bien quién es usted..., y me dije:
«Pues nadie mejor que don Higinio Perea puede dártelos».

La proposición era tan extraordinaria, que a don Higinio le dieron
ganas de reír.

—¡Caramba!... Conque dos mil reales, ¿eh?... Necesita usted dos mil
reales y viene a pedírmelos. ¡Muy bien, muy bonito, muy cómodo!...
¿Y por qué cree usted que así, sin más ni más, voy a darle dos mil
reales?...

Lanzó una carcajada y de súbito se quedó serio. La osadía y
desvergüenza inauditas del payo volvían a irritarle.

—Pues me parece —agregó—, me parece... que va usted a marcharse sin
ellos. ¡Valiente frescura! ¡Meterse de ese modo en las casas a pedir
dinero!...

El intruso miraba a don Higinio tranquilamente y muy sobre sí; en sus
ojuelos cenicientos ardía una llama de cólera contenida; sin duda no
era tan páparo como simulaban sus montaraces apariencias. Replicó
irónico y cazurro:

—Si empieza usted a amontonarse tan pronto no vamos a entendernos.

El héroe de la Grande Jatte pensaba soñar; la calma de su interlocutor
le enardecía.

—Pero si no tenemos para qué entendernos; usted me pide quinientas
pesetas, ¿no es así? Yo digo que no puedo dárselas, y basta: la
conversación ha concluido.

—Está usted equivocado.

—¿Sí?... ¡Hombre!... ¿Estoy equivocado?

—Sí, señor; ya supondrá usted, que yo no vengo aquí por gusto o, como
suele decirse, a humo de pajas. Yo sé de usted una historia que,
francamente, no le hace a usted favor ninguno; una historia mala que
todo Serranillas conoce...

—¿Una historia? —repitió don Higinio—. ¿Qué historia es esa?...

Estaba trémulo; sus manos se habían quedado frías. Su único pensamiento
fue: «Emilia me ha engañado y vienen a decírmelo». Inconscientemente
se acordaba de doña Lucía. Después su espíritu pareció quedarse
rígido, sin una vibración, sin una idea. Volvió a pensar: «Emilia me
ha engañado». Ni por asomo se le ocurrió que a lo que el desconocido
aludía era a su aventura del hotel de los Alpes.

—Sí, señor —continuó el labriego—; yo sé que usted hace años mató en
París a un hombre.

Los ojos azules de don Higinio parpadearon, cual si ante ellos acabara
de inflamarse una gran luz. Empezaba a comprender y una inefable
alegría bañó su corazón. Instantes nada más tardó en reponerse, y de
nuevo halló su máscara y sus ademanes estupendos de histrión.

—Bueno —repuso sombrío, como si el más negro y venenoso de los
remordimientos acabase de resurgir en él—, es cierto, he matado a un
hombre, pero fue noblemente y en defensa propia; ¿qué hay?...

Hablaba levantando la voz, porque le pareció haber sentido ruido en la
habitación inmediata y supuso que fuese doña Emilia.

—Yo no digo cómo sucedió la reyerta —repuso el patán—; lo cierto es que
usted ha matado a un hombre..., y el crimen ha quedado así..., como
otros muchos...

—¿Qué más?...

El desconocido sonrió:

—¿Cómo, qué más?... Al buen entendedor... Que a usted no le gustaría
andar en dimes y diretes con la justicia, y que yo conozco el secreto
de usted... y que necesito dos mil reales...

Perea sintió que la ira le cegaba. ¿No había en toda aquella escena
demasiada ridiculez?... Solemne, olímpico, extendió un brazo.

—¡Salga usted de aquí!

Y como el otro le mirase impávido, repitió añadiendo a su orden el
insulto:

—¡Salga usted de aquí, ladrón!...

Su interlocutor no se movía:

—Cuidado con la lengua, don Higinio; cuidadito con la lengua, porque le
puede a usted pesar...

—¿A mí? —gritó Perea—. ¿A mí? ¿Amenazas a mí?...

Apretó los puños; iba a abalanzarse sobre el canalla. En tan dramático
momento apareció doña Emilia; la excelente señora lo había oído todo.
Al entrar en la habitación lo hizo tan violentamente que derribó una
silla, lo que dio al cuadro cierto efectismo teatral. Corrió hacia don
Higinio y le abrazó frenética, cubriéndole con su cuerpo.

—¡Quieto! —gritó—. ¡Por mí, por tus hijos!...

Luego, dignamente, fríamente, volviéndose hacia el desconocido:

—Yo, de mis ahorros, le daré los dos mil reales que necesita. Váyase
tranquilo y vuelva por ellos esta tarde.

Y como el rústico vacilase, añadió:

—Se lo dice a usted una señora.

Perea no replicó: comprendía que su mentira le obligaba a
callar. Cuando el rústico se marchó, doña Emilia rompió a llorar
convulsivamente; sin embargo, era feliz: estaba cierta de haber librado
a su esposo de un enorme peligro.




IX


Al salir de misa, doña Emilia y su hermana fueron a la botica a comprar
un frasco de citrato de litina con que purgar a Carmen. Hallaron la
farmacia sola. La señora de Perea golpeó en un batintín, colocado como
pisapapeles sobre el mostrador. A su llamamiento, desde muy lejos, la
voz de doña Benita respondió:

—¡Va en seguida!...

La botica, pequeña y con suelo de ladrillo, estaba llena de sol. Sobre
el papel rojo oscuro que revestía las paredes y servía de fondo a las
anaquelerías, frascos de porcelana blanca, altos y cilíndricos, muy
distanciados unos de otros para la mejor ornamentación, mostraban sus
panzas bienhechoras, donde dormían los gérmenes de la salud. En cada
uno, escrito a mano, se leía un nombre: acetato de plomo, sulfato
cíncico, polvo de nuez vómica, ácido bórico, polvo de genciana, crémor
tártaro... Completaban el decorado cuatro sillas de yute, un reloj, dos
bustos en escayola: uno de Hipócrates, otro de Galeno.

Apareció doña Benita, pequeña, servicial, con esa palidez de las
personas que viven encerradas. Las tres mujeres se besaron; la esposa
de don Cándido buscó el citrato de litina en un cajón.

—¿Tenéis algún enfermo?

—No; Carmen, únicamente, desde hace días sufre del estómago. Yo lo
achaco a la fruta...

Doña Benita preguntó por Perea.

—Ayer tarde mi marido y yo le vimos cruzar por aquí acompañado de
Cenén; iba hablando y parecía muy irritado. Decía: «¡No puede ser; eso
no puede ser!...». Nosotros no oímos más; pero como Cenén es así y tu
marido..., en fin... ¿Me explico?...

Doña Emilia repuso absorta:

—Sí, hija, demasiado; con un hombre como el mío no hay tranquilidad
posible.

—Pues, por eso. A mí, francamente, su modo de hablar me llamó la
atención. «Algo grave le sucede», pensé.

—¿Hacia dónde iban?

—No sé; ellos venían de ahí, de la izquierda...

Los hábitos de las dos hermanas y el semblante bondadoso de doña
Benita, rimaban extrañamente con el ambiente evocativo de dolores de la
farmacia. Doña Emilia añadió desahogándose:

—Higinio está muy acabado. El pobre sufre mucho; yo lo conozco,
aunque él nada me dice. La conciencia no le deja vivir; se acuerda,
ya sabéis... Ese remordimiento le mata. Aquí puedo decirlo: por las
noches, apenas se acuesta, empieza a suspirar; pero cuando llega el dos
de enero, aniversario de su desafío, suspira de tal modo y empieza a
decir unas palabras tan raras en francés que no me deja dormir.

Al salir de la botica, doña Emilia y Teresita, cogidas del brazo,
caminaron hacia su casa por la acera del sol. Tenían deseos de hablar;
se hallaban en uno de esos momentos de íntima expansión en que los
secretos se dicen.

—¡París, maldito París! —mascullaba doña Emilia—. ¡Y pensar que fui yo
quien le animó a realizar ese viaje!...

Las palabras de doña Benita volvían misteriosas a su espíritu.

—¿De qué hablarían él y Cenén, hermana?...

Teresa afirmó:

—De nada grato a Dios, seguramente.

—Eso creo también. Tu cuñado se cae de bueno, pero como no sabe ponerle
a nadie mala cara...

Mientras don Higinio Perea fue un hombre oscuro, ninguno de los
capítulos de su historia llamó particularmente la atención colectiva.
Su conducta parecía transparente. El público conocía su bondad, la
sencillez de sus costumbres, su amor al orden. Hubiera cometido una
grave calaverada, y sus amigos se habrían alzado de hombros indulgentes
y echado sobre su error la misericordia del silencio. Pero apenas se
divulgó su vida íntima y el pueblo hubo noticia de la fiera alebrada
bajo la superficial mansedumbre de aquel hombre gordo, aficionado a
la pesca y al dominó, cuando todos sus actos y palabras adquirieron
resonancias orquestales: su figura se agigantó, su voz siempre tenía
eco y bajo sus pies la tierra parecía resonar como un tambor. El
vecindario de Serranillas en masa habíase convertido en espía y
comentarista de su prohombre más ilustre; cuanto a él concernía
llamaba la atención. Si le veían transitar dos veces seguidas por
alguna calle solitaria, el público lo murmuraba y la noticia no tardaba
en llegar al Casino y luego a oídos de doña Emilia. La bondadosa
señora, desde que se supo unida a un héroe, no disfrutaba instante de
reposo. Además, don Higinio persistía en la intranquilizadora costumbre
de salir de noche. Ella no le seguía; pero le espiaba desde lejos y las
noticias que por diferentes conductos recibía sobraban a mantener su
alerta. Frecuentemente no podía reprimir su curiosidad y le interrogaba:

—Ayer estabas mirando un escaparate en la calle Peninsular, ¿dónde ibas?

Y otras veces:

—¿A quién escribiste esta mañana?

Perea se asombraba:

—¿Cómo lo sabes?

—Porque te han visto echar una carta en el buzón de Correos.

Él, que nada tenía que ocultar, reíase interiormente, satisfecho de
aquel espionaje y maravillado de que en una conducta lisa y diáfana
como la suya la opinión viese tantas sombras; él lanzó su mentira,
y esta, robustecida por la fantasía patrañera, la maledicencia y la
desocupación de todos, semejante a las bolas de nieve, más crecía
cuanto más rodaba. Era un caso modelo de inercia.

Don Higinio ya no mentía; ¿para qué, si todo un pueblo mentía por
él?... Y de este modo, inventando los demás y enardeciendo él con
actitudes ambagiosas y palabras ladinas aquellas fantasías, el vulgo
diose a escudriñar las páginas más antiguas y olvidadas de su historia,
y de tal examen la malévola imaginación de los glosistas dedujo y sacó
en limpio que el héroe de la Grande Jatte tenía un hijo natural de
dieciséis a dieciocho años, habido de una mujer llamada Indalecia, cuya
liviandad de condición y hermosura de carnes era notorio que dieron a
los buenos mozos de su tiempo ratos muy agradables.

Cuando esta descabellada noticia llegó a presencia y conocimiento de
don Higinio, ya todo Serranillas la sabía. El primer movimiento de
Perea fue de asombro. ¡Un bastardo de dieciocho años!... Luego se
indignó; ¿qué diría su mujer, que pensarían sus hijos verdaderos de
aquel nuevo hermano?... Por lo mismo, su protesta tuvo tanta energía y
vibró con acentos tales de sinceridad, que a punto estuvo de arruinar
allí mismo la flamante invención. Pero en seguida mudó de parecer:
él, más que un mentiroso activo, era un inspector de cuantos rasgos
imaginarios le atribuían los demás, y en asuntos de esta índole su
conciencia embelequera propendía resueltamente a la tolerancia. Doña
Emilia, que tanto amaba a los niños, nada podía recriminarle; si acaso
le afearía el abandono en que siempre tuvo al espurio, pues si no ante
la ley, a los ojos de Dios tan hijos nuestros son los morganáticos como
los legítimos. Don Higinio se frotó las manos placentero; aquellas
inocentes farsas con que la casualidad iba amenizándole el tedio de
sus días devanábanse magistralmente, dirigidas y llevadas hacia su
desenlace por el genio teatral de la opinión. Él nada necesitaba
hacer, si no era sonreír unas veces, amustiarse otras, mover la
cabeza, suspirar y mirar al suelo como quien sabe muchos secretos
golosos y no quiere decirlos. Indudablemente su posición abonanzaba
y era por momentos más interesante y airosa. Si su padre y su abuelo
y todos los Perea dejaron tras sí una memorable impresión de bondad,
él estaba cierto de pasar a los tiempos futuros orlado de aquel nimbo
de seducción y heroísmo que tanto, desde niño, le había lisonjeado;
tendría su leyenda, su inmortalidad; se hablaría de él como de un señor
feudal, terrible con los hombres, rendido, seductor y generoso con las
damas, y ante su retrato las vírgenes soñadoras se pondrían tristes...

Conforme a esta idea maduró su plan: él nunca reconocería que
Gasparito, el muchacho de la señora Indalecia, era suyo; pero
permitiría que lo dijesen los demás. De la opinión de sus hijos no
se curaba. Llevar al matrimonio y aun engendrar después de casado un
bastardo, o dos, o cinco... ¿qué importa? ¿Acaso los Papas y los Reyes,
obligados por su alta jerarquía a servir de ejemplo a los pueblos, no
les tuvieron a docenas?...

Claro es que en tal asunto la fantasía lugareña no lo había inventado
todo; algo antiguo mediaba, efectivamente, entre Perea y la señora
Indalecia; pero fueron relaciones superficiales y de limpia amistad,
nacidas de la ancha condescendencia que aquel tuvo de asistir a
Gasparito en la pila del bautismo.

Los orígenes de su mesalianza remontábanse a muy atrás. Indalecia había
servido de doncella en casa de don Higinio cuando este era pequeño y
aún vivían don Salvador y doña Pastora; contaba seis o siete años más
que él, lo que entre niños es bastante, y así le trataba como a hijo
y reiteradas veces le sentó sobre su regazo para dormirle, o bien le
desnudaba y metía en la cama, y los domingos, cogido de la mano, le
llevaba a misa. Un día Indalecia, jugando, tropezó con una consola y
rompió varios cachivaches de gran mérito, y doña Pastora, que tenía la
musculatura varonil y el carácter violento, se descalzó una zapatilla,
derribó a la muchacha en el suelo y levantándola la camisa la azotó
hasta cansarse. Indalecia, a la sazón, había cumplido dieciséis años, y
don Higinio, que asistió a su tormento, acobardado y metiéndose un dedo
en la nariz, guardó largo tiempo en su memoria adolescente la visión
de aquellas posaderas que, bajo los golpes, iban ruborizándose como
mejillas.

Tras de bien zurrada, Indalecia fue despedida y se marchó a Almodóvar
del Campo; don Higinio la veía muy de tarde en tarde, y ella,
acordándose quizás de los azotes recibidos en su presencia y a trasero
mondo, poníase colorada. Con la pubertad medró mucho. A los veinte
años era una real moza que siempre tenía en los labios una canción o
una risa y balanceaba deshonestamente las caderas al andar. Perecíanse
los hombres por ella; mas ninguno se animaba a desposarla, pues su
madre, según viejas y venenosas lenguas decían, fue de las mujeres que
Cervantes llamó graciosamente «de la casa llana», y todos temían que
la hija hubiese heredado la misma dadivosa condición. No faltó, sin
embargo, quien la llevase al altar, que a mucho obliga un buen palmito.
Se llamaba Patricio Bengoa, de oficio, carpintero, conocido por _el
Señor_, remoquete feliz que expresaba bien la condición hidalga, dulce
y brava de aquel hombre. Vivía en Serranillas, y don Higinio, que ya
estaba casado, reclamaba con frecuencia sus servicios. También, aunque
a largos intervalos, veía a Indalecia, siempre muy pinturera y bien
calzada, y sin advertirlo, el recuerdo infantil de la azotaina volvía
pertinaz a su memoria: don Higinio no olvidaba que donde _el Señor_
ponía entonces las manos, él, muchos años atrás, había puesto los ojos.
Bromeaban a propósito del tiempo, que iba echándoles a perder, y de la
poca diligencia que el maestro Bengoa se daba en tener hijos. Perea
tuteaba a su antigua sirviente:

—Ya sabes —decía— que quiero ser padrino de tu primer chiquillo.

Frecuentaba el taller de Patricio su amigo Juan Matías, capataz de
entibadores en la mina de Perea: era soltero y parecía tener unto
simpático, según como sabía allegarse las voluntades y meterse en el
corazón: los dos hombres emprendían negocios juntos y se llevaban
bien. Para unirles mejor, Indalecia se dio a Juan Matías. Sus
relaciones duraron varios años y de ellas, excepto Patricio Bengoa,
estaba informado el pueblo. Por lo mismo, Indalecia, que conocía el
criterio celoso y vengativo de _el Señor_, vivía intranquila y sobre
brasas. Juan Matías, por el contrario, aceptaba serenamente, casi
sin escrúpulos de conciencia, su papel de amante; no tenía miedo; la
costumbre del peligro había hecho a sus ojos, de la traición, una
legalidad. Su querida, no obstante, le amonestaba:

—Guárdate de Patricio; hazme caso a mí; Patricio es de los hombres que
hacen y callan...

Así opinaba también mucha gente, y esto mantenía sobre el taller del
maestro Bengoa un cálido interés de drama. Al cabo, el tan previsto y
temido desenlace llegó; mas no por razones gallardas de honor, sino
obedeciendo a motivos triviales, pues en la eterna tragicomedia humana
quiso el Destino que a lo solemne fuese barajado frecuentemente lo
ridículo.

_El Señor_ festejaba al otro día su cumpleaños e invitó a Juan Matías
a comer en el campo. Precisamente era domingo. El entibador aceptó y
a la mañana siguiente, muy temprano, se presentó en el taller. Era un
espléndido día de julio, caliente y azul.

—Vámonos —dijo Patricio— antes de que apriete el sol.

Entre los dos hombres cargaron la merienda, suculenta y copiosa;
Bengoa demostraba bonísimo humor. Indalecia manifestó que necesitaba
dejar preparada la cena y no podría salir hasta más tarde; ellos se
conformaron, y la joven prometió ir a buscarles al sitio denominado
Los Alamos, lindante con el Guadamil. Era un paraje señero, tapizado
de hierba lozana y crecida; canciones de pájaros alegraban el bosque;
los árboles frondosos esparcían a su alrededor una gran sombra fresca;
el terreno descendía en acelerada pendiente hacia el río, que formaba
allí un remanso, y la existencia de una hoya daba a las aguas quietud
pavorosa y oscura.

Sentados en el suelo, Juan Matías y _el Señor_ comenzaron a beber;
el vino era bueno; poco a poco una leve embriaguez fue desatando sus
lenguas y tocando llamada a las risueñas memorias juveniles. ¡Ah,
placeres inolvidables de Ciudad Real! ¡Quién pudiera volver allí!...

Los dos, muy colorados, miraban al espacio con ojos húmedos y felices.

—¿Te acuerdas de Tomasa?

—¡Figúrate!... ¿Y de Natividad? A ti te traía loco.

—¡También ella me quería!...

—¿Y aquel domingo de Piñata en que nos disfrazamos todos?

Tras un breve silencio, Patricio Bengoa lanzó un hondo y entrecortado
suspiro.

—Tú eres feliz —dijo— porque sigues soltero y el hombre mozo siempre es
joven. Pero, ¡yo!...

Por primera vez en su vida, aquel esposo excelente, trabajador y
ordenado, sentía que la fidelidad matrimonial pesaba un poco. Sus
labios tuvieron un guiño amargo y lamentose de que Indalecia viniese a
interrumpirles; delante de las mujeres no se puede hablar...

Continuaron bebiendo, exaltándose, sintiendo circular por sus miembros
un ardor nuevo. _El Señor_ desafió a su amigo al dominó; aceptó Juan
Matías el reto y apostaron veinticinco pesetas para una cena en la
taberna de _Tocinico_. La cantidad arriesgada era importante y merecía
ser bien defendida.

—¡El seis doble!

—El seis y cinco.

—El doble cinco...

Las fichas iban trazando una línea blanca sobre el verdor de la hierba.
El entibador tenía lo que los bebedores llaman «mal vino», y cierta
jugada que estimó poco limpia suscitó entre los dos hombres una
disputa. Ante los peleadores acicates del vino y del sol, su rancia y
fraternal amistad naufragó.

—¡Estás burlándote de mí! —gritó Juan Matías.

—Quien quiere burlarse de mí eres tú —contestó Bengoa.

—¡Mentira!... ¡Tú quieres robarme y para robar están las carreteras,
ladrón!...

Al insulto replicó _el Señor_ tirando a la cabeza de su rival las
fichas que tenía en la mano; Juan Matías repelió la agresión rompiendo
contra la nariz del carpintero una botella vacía; seguidamente se
levantaron y engarfiñándose cual gatos furiosos, rodaron por el ribazo
hasta el río.

En aquel momento preciso llegaba Indalecia; la pobre mujer lanzó un
grito; pensó que reñían por ella.

—¡Juan Matías!... ¡Patricio!...

Ninguno la oyó. Agarrados el uno al otro cayeron al Guadamil, cuyas
ondas, al principio, huyeron como espantadas, formando círculos
homocéntricos y luego tornaron a juntarse sobre ellos. Sus cadáveres
reaparecieron juntos ocho días después, tumefactos, verdosos...

Como nadie pudo sospechar la humilde verdad de lo acaecido entre Juan
Matías y Patricio Bengoa, todos creyeron que se habían matado por
Indalecia, lo que agregó a sus muy sazonadas perfecciones físicas un
extraordinario paramento novelesco que ella, a su modo, supo aprovechar
bien. Con los cuatro o cinco mil reales en que vendió a un ebanista de
Almodóvar la carpintería, instaló en las afueras del pueblo, cerca de
la Plaza de Toros, un taller de planchado. Durante los primeros meses
su conducta fue tan laboriosa y recogida, que su virtud traía a los
murmuradores desorientados y como dolidos; mas no era ella mujer que
firmase contratos largos con la castidad, y así pronto el obrador se
convirtió en una especie de cafetín clandestino o lugar de holgorio,
adonde, llegada la noche y siguiendo hipócritamente disimulados
callejones, la gente alegre se dirigía como a un santuario.

Aquel raído tráfico, sin embargo, antes empobrecía a la viuda de _el
Señor_ que la mejoraba, pues si algunos de sus amigos recompensaban
con largueza hidalga sus favores, aquel dinero y aun algo más
pellizcado imprevisoramente a sus ahorros, lo daba ella después a los
amantes jovenzuelos que tenía para servicio y regalo de su gusto.
Entonces alcanzaba Indalecia la plenitud de su rústica hermosura,
y la leyenda de los dos hombres que por afición a sus pedazos se
ahogaron en el Guadamil, la nimbaba espléndidamente. Julio Cenén, don
Gregorio Hernández, Gutiérrez, el notario Arribas, hasta don Cándido
el farmacéutico, modelo de hombres caseros, llamaron alguna vez a la
puerta de aquella mujer hospitalaria. Únicamente Perea, contenido por
rancios y delicados miramientos, nunca fue a verla, y así Indalecia le
respetaba y tenía en mucho, de manera que si le tropezaba en la calle
sus mejillas enrojecían y humildemente bajaba los ojos.

Llegaron después los tiempos malos. La viuda de Patricio ganaba en
carne cuanto perdía en belleza, sus labios se entristecían, sus ojos se
circundaban de pequeñas arrugas y sus mejores amigos, poco a poco, iban
olvidándola; que todos hubieran podido retratarla de memoria, y raras
veces en estos ingratos lances de mancebía la costumbre no sirvió de
estorbo al deseo.

Ante aquel enojoso crepúsculo, la pobre mujer cerró su casa y marchose
a ocupar otra más modesta. Nadie habló de ella en mucho tiempo. Un día
supo don Higinio que estaba enferma y deseaba verle. Perea acudió a su
llamamiento y la halló sola, encamada y con un recién nacido en brazos.

—¡Pero, criatura! —exclamó—, ¿es posible?...

—¡Ya ve usted!... A mi edad; ¿quién iba a pensarlo?...

No obstante su demacración púsose muy colorada, cual si toda la sangre
que no perdió en el parto la hubiese subido al rostro. Don Higinio,
que se perecía por los chiquillos, examinó al muchacho: era morenito y
tenía la nariz bien perfilada y los cabellos rizos. El mocoso le ganaba
la voluntad.

—Diga usted, ¿es bonito?... —preguntó la madre.

—Sí, es bonito; se parece mucho a mi Anselmo cuando nació.

Y, luego:

—¿De quién es?...

Hubo un silencio que pareció dibujar un signo de interrogación sobre el
misterio de aquella nueva vida. Indalecia suspiró:

—¡Don Higinio de mi alma, no lo sé!... ¿Usted comprende?... ¿Cómo
quiere usted que lo sepa?...

Perea, a su vez, suspiró; miró a su interlocutora con ojos clementes;
un tropel de remembranzas infantiles invadía su memoria; se acordaba
de cuando Indalecia le tomaba en brazos para mecerle, y de los cuentos
que le refería de noche, inclinada sobre su cuna, mientras le cubría
los carrillos de besos maternales; y vio la escena cruel de la azotaina
y el turgente trasero de la muchacha tiñéndose de carmín bajo la
zapatilla implacable de doña Pastora: ¡aquel trasero que tantos amigos
suyos conocían y que siempre tuvo para él algo fraternal!...

—Bueno... ¿Y para qué me has llamado? ¿Qué quieres de mí?... ¿Dinero?...

Indalecia se emocionó tanto que empezó a llorar: se encontraba pobre y
olvidada de todos, hasta de sus hermanos, que ni siquiera la escribían.
Por eso recurría a don Higinio; nadie, acaso por la misma castidad de
sus relaciones, la inspiraba tanta confianza: le había visto pequeño,
era algo muy suyo, muy amado, como un pedazo de aquellos años buenos en
que ella también era niña...

—Y usted —agregó— se ofreció muchas veces a ser padrino de mi primer
hijo...

No necesitaba haber apelado a tantos recursos sentimentales para
derrotar una voluntad tan exorable como la de su antiguo amo: hubiera
dicho la mitad y habría triunfado lo mismo. Perea aceptó el padrinazgo
y entregó a Indalecia cincuenta pesetas para que le comprase al
chiquillo la gorrita y la capa de cristianar. La madre besó las manos
caritativas del noble manchego, y a este, que era muy impresionable, se
le aguaron los ojos. Indalecia no cesaba de bendecirle y daba por bien
empleados cuantos malos ratos sufrió hasta allí; nunca pudo esperar un
honor semejante, ni ambicionar para el hijo de su alma una suerte mayor.

Días después el muchacho fue bautizado e inscrito en el Registro con
los nombres de Gaspar, Higinio, Andrés; Gaspar, por ser este el nombre
del hermano mayor de Indalecia; Higinio, por su padrino, y Andrés,
para no agraviar al santo del día en que nació, que fue el último de
noviembre. El neófito, dentro de su traje blanco cubierto de armiñados
encajes, un helado de Chantilly parecía. Ofició de madrina Vicenta,
la cocinera de Perea, y terminada la ceremonia don Higinio, generoso
siempre, envió a Indalecia otras cincuenta pesetas, cuatro gallinas y
doce libras de chocolate.

Este rasgo altruista se divulgó en seguida y fue muy elogiado.
Nadie discutió la castidad y pulcritud del sentimiento que lo había
inspirado; Perea, amparando a Indalecia, socorría a su antigua niñera,
no a la pobre barragana a quien los mineros, en procesión escandalosa,
iban a visitar los domingos. Además, don Higinio era un hombre casto,
metódico, sincero, absolutamente incapaz de burlar a su mujer con
ninguna perdida.

El tiempo de una parte y de otra la reacción, muchas veces
purificadora, de la maternidad, fueron cambiando radicalmente las
costumbres de Indalecia. Loca de amor por aquel hijo concebido en la
otoñada de su vida, y queriendo desagraviarle de la oscuridad de su
origen, renunció a los hombres y buscó la subsistencia en el trabajo
honesto: dedicose a confeccionar calzoncillos y camisas, que luego
vendía a los mineros; también les repasaba y limpiaba la ropa. Perea,
cuando salía a pescar, la encontró muchas veces lavando a orillas del
Guadamil, los ojos puestos en aquel río que se llevó a su marido y a su
amante.

—Buenos días, comadre...

Hablaban unos momentos y luego don Higinio, que aún no había ido
a París, se alejaba taciturno, humillado, pensando que él, metido
en Serranillas, no tendría nunca, como su antigua sirviente, «una
historia».

Pasaron muchos años, tantos que el viaje de Perea a Francia empezaba
a olvidarse, cuando de súbito el pueblo tembló con la relación del
gravísimo lance de la Grande Jatte. Indalecia, que conocía mejor que
nadie el pacífico y mollar temperamento de su compadre, no cesaba de
asombrarse. ¡Quién lo hubiera pensado! ¡Aquel chiquillo tan bueno, tan
dócil, haber tenido coraje para matar a un hombre!... Y la sencilla
mujer, que le amaba como a hijo, reía y lloraba, unas veces de orgullo,
otras de miedo. Cuando le vio, no pudo abstenerse de reñirle: su
exaltación era sincera.

—¡Pero, compadre!... ¿Qué le dio a usted a beber esa italiana de
Satanás para que así, con tanta frescura, se jugase usted la vida por
ella?...

Don Higinio tuvo un gesto modesto.

—¿Quién te lo ha dicho?

—Todo el mundo... ¡Los mineros! Pero, ¿usted no lo sabe?... En las
minas, desde hace un mes, no hablan de otra cosa.

Prosiguió:

—¿Y si le hubiesen a usted matado? ¿Eh? ¿Y entonces?... ¿Qué hubiera
sido de su señora y de sus hijos?... ¡Ah, loco!... ¡Y ya que le he
visto chiquito..., así..., que no levantaba un palmo del suelo...;
como quien dice, en pañales!... Tampoco se acordó usted de mí en ese
momento ni de su ahijado. ¡Buenos son ustedes, los hombres, en cuanto
hay de por medio una camisa de mujer!... Y si fuese usted soltero...,
¡bien va!..., haga de su capa un sayo y mátese con quien quiera que
nadie le censurará; pero, ¡así..., cargado de obligaciones!... ¡Yo
no lo entiendo! ¿Qué voy a decirle? ¡Los hijos, compadre de mi alma,
atan mucho... mucho!... Véame usted a mí; ahora, casi de vieja, me he
puesto a trabajar; pues todo lo hago para que Gasparito tenga algo que
agradecerme el día de mañana...

Luego se puso triste y habló de la conciencia, y hubo en la tosquedad
de sus palabras una emoción que, repentinamente, pareció purificar su
rostro como una agua lustral: las malas acciones de nuestra juventud
nos acosan a lo largo de la vida semejantes a perros rabiosos; los
remordimientos son insaciables; sus dientes, que no hacen sangre, se
clavan, sin embargo, como alfileres, en el corazón.

—Usted mató a ese hombre porque, de lo contrario, él le hubiese matado
a usted, ¿no es así?... Él le buscó a usted, le provocó, le obligó a
pelear... ¿Qué iba usted a hacer?... ¡Bueno, no importa!... Su cadáver
estará usted viéndolo siempre, y cuantos más años pasen, peor. Usted
conoce mi desgracia, compadre, y sabe que hablo por experiencia; pues
yo le juro, sobre la cabeza de mi Gasparito, que ni un instante olvido
aquel momento en que mi Patricio y Juan Matías se agarraron y cayeron
al río. Yo no les empujé, yo no les tiré al agua haciéndoles así, con
la mano...; pero sé que se mataron por mí, y eso basta.

A pesar de tan razonables observaciones, don Higinio comprendía
que, como todo el pueblo, Indalecia, desde que tuvo conocimiento de
su hazaña, le estimaba más; y no precisamente como a persona de su
intimidad y particular afecto, según hizo hasta allí, sino como a
verdadero hombre de mundo, esforzado, vivido y galán. Sin embargo,
delante de Indalecia el inocente Perea hallábase empequeñecido y sin
aplomo: su prestigio era robado, carecía de fundamento, reposaba todo
él sobre una mentira; mientras el de su comadre tenía por pedestal
heroico e inamovible dos cadáveres, ante los cuales desfiló todo el
vecindario de Serranillas. Al holandés del hotel de los Alpes nadie le
había visto; pero a _el Señor_ y a Juan Matías les trató mucha gente
y el pueblo entero conocía los ocultos motivos de odio que mediaban
entre ambos. ¡Ah! ¡Si él hubiera sabido que la historia de aquella
doble muerte era falsa también! ¡Si hubiese sospechado que Patricio
Bengoa y el entibador no se mataron por celos, sino por una jugada de
dominó, habría visto que el drama famoso que embelleció la juventud de
Indalecia, como la mayor parte de cuantos dolores torturan a la frágil
humanidad, era un poco ridículo!...

A los quince años Gasparito llamaba la atención por sus donaires y la
majeza y gitanesco garabato de su linda persona. Parecía de bronce. Era
delgadito y de mediana estatura, pero vigoroso y muy ágil; no mostraba
afición hacia ninguno de los oficios que su padrino quiso darle,
pero los toros le robaban el sueño y llevaba siempre trajes ceñidos
y los aladares muy peinados y brillantes de aceite. Su madre estaba
desesperada, no sabía qué hacer de él. Don Higinio también empezaba
a cansarse: le había colocado en su mina con una peseta de jornal y
el muchacho vendió las herramientas para ir a ver en Manzanares una
novillada; después le dedicó a herrero, y ni por casualidad llegaba
puntualmente al taller; le metió de aprendiz en la sastrería de Antolín
y sucedió lo mismo. Don Higinio, exasperado, llegó a pegarle, y cuando
el chiquillo fue a decírselo a su madre, esta, lejos de atenderle como
él esperaba, empezó a decir con grandes voces:

—¡Lo que haga tu padrino, bien hecho está! Había de matarte, ¿oyes?...
había de rociarte con petróleo y prenderte fuego, y no sería yo quien
le sujetase la mano. ¿Te parece que el hombre, sin obligación ninguna,
ha hecho y está haciendo poco por nosotros, desagradecido? ¿No sabes,
hampón, que sin él tu madre se hubiera muerto y tú habrías ido en
cueros a bautizarte?...

De tal escena y de otras semejantes dedujo Gasparito que don Higinio
era su padre, y como este parentesco satisfacía su vanidad, se
convenció pronto de ello y empezó a decirlo a unos y otros, aunque
dando siempre a sus palabras visos misteriosos de confesión. En otra
ocasión, aquella fantasía seguramente no hubiese medrado; pero don
Higinio Perea ya llevaba a su espalda una leyenda: un aventurero que
como él había corrido Europa seduciendo italianas y matando holandeses,
y acaso fuese autor de otros desafueros peores, ¿por qué no tendría
un hijo de cualquiera de sus antiguas criadas?... Además, su resuelta
protección al muchacho lo indicaba así: algo habría cuando don Higinio,
que llevaba sobre su alma tantos recuerdos graves y no era, por lo
mismo, hombre capaz de enternecerse fácilmente, no desamparaba a
Gasparito. La especie cundió, como el fuego en un pajar, de conciencia
en conciencia; las mujeres se persignaban; don Gregorio, Julio Cenén,
Arribas, don Cándido, Gutiérrez, todos los amigos del héroe de la
Grande Jatte, arqueaban las cejas despavoridos. ¡Canario, con Perea,
y qué historias iban descubriéndole!... Cuando a la señora Indalecia
la hablaban de esto, la mujer sonreía halagada. Y así fue cómo don
Higinio, de repente, por imperativo de la opinión, se vio obligado a
aceptar la paternidad de Gasparito.

Al saber doña Emilia esta nueva calaverada de su marido, tuvo un
disgusto tan grande como cuando doña Lucía la refirió el drama de la
Grande Jatte, con la agravante de que ahora el origen de su pena era
prosaico, vulgarísimo y exento de todo airón novelesco. ¡Tener un
hijo de una criada!... ¿A quién se le ocurre?... ¡Y de una mujerzuela
así, que ni los mineros la querían!... Todo el orgullo burgués de la
noble señora protestaba de tan sucia mesalianza. Con los recuerdos su
indignación se enardecía: precisamente don Higinio visitaba a Indalecia
cuando ella estaba en meses mayores de Carmencita; un embarazo
penosísimo, una verdadera enfermedad, que a poco la cuesta la vida.
Doña Emilia había encontrado su belicoso carácter de antes y cerraba
los puños. ¡El muy granuja! ¡Un hijo de diecisiete años!... ¡Ese era
el fruto de las tardes que decía pasaba pescando en el Guadamil!... La
esposa veía al adúltero saliendo, hipócrita, de su casa con el paraguas
y la sillita de campo debajo del brazo y la caña al hombro, para ir a
regodearse con su manceba. Los peces que el miserable traía luego a su
hogar, Indalecia, seguramente, los compraba en el mercado. ¡Ah! ¡Cuánto
se habrían reído de ella los dos!...

El encuentro de doña Emilia y su marido fue borrascoso: mucho gritaba
ella, pero él ni se amilanaba ni cedía en un ápice; a una voz de
la improperadora, replicaba el agredido con otra voz; a un ademán
colérico, con otro ademán de mayor hostilidad y violencia. Tan alto
hablaban que Teresita, a pesar de su sordera, les oía perfectamente.

Desde el primer momento el acusado, con un arrebato que lejos de
favorecerle corroboraba el delito que le atribuían, comenzó a negar.
¡Mentira, todo aquello era mentira!... Él no había tocado ni a la
fimbria de las enaguas de Indalecia. Lo juraba, lo sostenía por su
honor de caballero. Indalecia, a pesar de su baja condición, era para
él una especie de hermana. Guardaba una actitud tan intransigente, tan
irreductible y de tan furibunda y amedrentadora manera le relucían los
ojos, que empavorecida doña Emilia comenzó a desconcertarse. De nuevo
volvió a sentir la sugestión trágica que, durante aquellos últimos
años, ejercía sobre ella el héroe.

—¡Pero, si lo dice todo el pueblo! —sollozó.

—¡Pues, miente todo el pueblo! —replicó Perea.

—¡Si te han visto entrar en casa de esa mujer!...

—Naturalmente. ¿Y qué? ¿Lo niego acaso?... Pero ya sabes en qué forma:
como protector, como padrino de su hijo.

—De vuestro hijo, querrás decir.

—¡Emilia!... ¡No respondo de mí si se me agota la paciencia!...

El campeón de la Grande Jatte cerraba los puños y sus cejas peludas,
donde blanqueaban algunas canas, se contraían olímpicas. Estaba
magnífico. Añadió:

—Quisiera saber quién te ha contado esa infamia.

—Mucha gente.

—Pero, ¿quién?... Así, con tanta vaguedad, no se responde. Concreta,
di... ¡yo necesito un nombre!... ¡Al canalla que fuese iba a costarle
el corazón!...

Enardecido por la fanfarria baratera de sus gestos y palabras, don
Higinio se acordaba del holandés como si efectivamente le hubiese
matado. Doña Emilia tuvo miedo; conocía a su marido; los hombres
como él tardan en irritarse, pero ya furiosos llegan al crimen.
Entonces bajó los párpados y su llanto empezó a correr ingenuo; estaba
arrepentida de haber hablado tanto; es peligroso hostigar a la fiera...

Perea iba y venía por la habitación a descompuestas y sonantes
zancadas. De pronto, se detuvo; abrió los brazos:

—No es verdad. ¿Oyes bien?... No es verdad, que Gasparito sea mío.
Pero, aunque lo fuese, ¿es motivo suficiente para que te pongas así y
de tal modo me pierdas el respeto?... Yo tengo mis ideas; yo soy un
hombre moderno, inteligente..., un hombre que ha viajado, y por lo
mismo, incapaz de abandonar a un hijo suyo, le hubiera habido de una
princesa o de una fregona.

Hablando así el grandísimo farsante cohonestaba la verdad con lo
que tanto adulaba su pueril inclinación a ser tenido por hombre
de proceloso historial. Él nada había declarado, y, sin embargo,
comprendía que aquella última reticencia ahincaba definitivamente en
doña Emilia la convicción de que Gasparito era obra suya. Satisfecho de
su victoria, agregó amansándose pérfidamente:

—Además, tonta, ¿qué les faltó nunca a nuestros hijos? A Anselmo le
tenemos en la mejor casa de huéspedes de Ciudad Real y el año próximo
empezará su carrera de Derecho; Joaquinito pronto será bachiller;
Carmen ya tiene novio, ¿Eh? ¿Creías que lo ignoraba? Ya ves que no.
Le conozco: Ismael Cañeja: no parece mala persona. ¡Bobina!... Yo
sé muchas cosas, pero aparento no saberlas porque a las mujeres,
para entretenerlas mejor, conviene engañarlas siempre un poquito...
Entonces, si el porvenir de los muchachos está asegurado..., ¿de qué te
quejas?...

Calló comprendiendo que el silencio le ayudaba a triunfar. Inclinose
luego sobre su mujer, que permanecía sentada, y la besó en los cabellos
tiernamente. Aquellos cabellos que él conoció negros y el tiempo
artero poco a poco iba espolvoreando de ceniza. Engañándose a sí mismo,
pensó: «Verdaderamente la he hecho sufrir mucho»... Y su emoción fue
tan sincera que se le aguaron los ojos. Ella, la inocente, le echó al
cuello los brazos, y balbuciente:

—Yo sé..., yo sé..., ¡no te enfades!..., yo sé..., que Gasparito es
hijo tuyo... Bueno, no hablemos más de eso; te lo perdono. Pero...
¡júrame que no has tenido más hijos de otras mujeres!...

Perea, desconcertado por tanta indulgencia y tanto candor, inició un
ademán ambiguo.

—¡Júramelo! —repitió doña Emilia—. Quiero oírlo todo, lo bueno y lo
malo, pero de tus labios; diciéndomelo tú, nada me hace daño. ¡Hablas
tan bien!...

Su enamorado acento era apremiante, convulsivo; y como don Higinio,
detenido por unas migajas de honradez, vacilase:

—¿Es que hay otra historia? —gritó.

Iba a llorar: el héroe comprendió que era indispensable volver a mentir.

—No —dijo pausado—, no hay más historias.

—¿No tienes otros hijos?

—No.

—¿Me lo juras?

—Te lo juro, Emilia; te lo juro.

Ella respiró consolada. Perea la dio muchos besos y salió a la calle.
Camino del Casino, iba pensando:

«¿Hasta dónde me llevará la opinión ajena?...».




X


Como otros años, a mediados de mayo hubo feria en Serranillas. El
carácter minero de la población, la tolerancia que las autoridades
interesadamente dispensaban al juego, los excelentes ejemplares de
caballos, carneros moruecos y de toros que allí se mercaban, y el
fuerte número de forasteros que estas y otras causas atraían, habían
hecho de aquella fiesta una de las más ricas y frecuentadas de la
región.

Ya dos días antes de empezar el holgorio comenzó a notarse en la
estación del ferrocarril desusado barullo; los trenes llegaban
abarrotados de feriantes, y sobre el pequeño andén unos momentos las
mantas, las alforjas, los botijos, los colchones, los baúles forrados
de hojalata y otros líos, maletas y rebujos de diversos colorines
y trazas, componían barricadas pintorescas. Los vendedores más
importantes llegaban en carros o sobre mulos. A los ganados se les
veía avanzar bajo nubes doradas de polvo por los numerosos caminos
de herradura que, faldeando la sierra abrupta, descendían ondulantes
hacia el valle, donde humeaban las chimeneas de las minas; y todo
componía un jubiloso estrépito de colorines estridentes y de voces, de
gruñidos, de bramidos, de relinchos, de agrios, inacabables y flexuosos
lamentos de ruedas mal engrasadas, chasquear de látigos, acelerado
tintinear de colleras, todo revuelto, chorreando vida y subiendo al
cielo en la paz rústica, soleada y azul de la naturaleza primaveral. El
viernes, durante la noche, hubo en el paseo un atabaleo de martillos
que mantuvo a la chiquillería del lugar nerviosa y despierta hasta muy
tarde: eran los trajinantes, vendedores y titiriteros que levantaban
sus barracas de lona y tablas. Por toda aquella parte, el pueblo
parecía un campamento; en el misterio nocturno, a la luz remisa de los
faroles, cuadrillas silenciosas y diligentes de mujeres y hombres,
trabajaban afanosamente cavando hoyos, plantando horcones, aderezando
con pasmosa destreza anaquelerías y mostradores que luego aislaban
entre fantásticos tabiques de trapo; y de las grandes arcas donde los
bujeros llevan sus mercancías, las falsas joyas y los juguetes salían
a millares.

La feria presentaba aquel año extraordinaria animación. En el Casino,
y con unánime y fervoroso beneplácito de sus socios, fueron recibidos
varios profesionales del juego, individuos corteses, bien vestidos
y de manos muy alhajadas, y hubo partidas de _baccarat_ hasta el
amanecer. Las peripecias del azar removieron los ánimos. Se hablaba
de los dos novillos que el domingo serían lidiados y estoqueados por
unos acróbatas italianos, y de que Pedro Ramírez, director de la Banda
municipal, había ensayado minuciosamente a sus músicos para lucirse
en la Glorieta. También se dijo que Julio Cenén y dos amigos suyos
estuvieron cenando en la taberna de _Tocinico_ con las tonadilleras de
una barraca.

Al otro día, sábado, después de almorzar y recibir las cuentas de sus
capataces, don Higinio Perea se aseó cuidadosamente, vistiose un traje
nuevecito de lanilla azul, y con el blando sombrero de fieltro gris
ligeramente caído sobre la oreja izquierda se presentó en el comedor.
Doña Emilia y su hija, sentadas en sillas bajas, cosían ante un gran
cuévano lleno de ropa limpia. De una ojeada registró la esposa todos
los perfiles y detalles de la pequeña, redonda y saludable figura de
su marido: el hirsuto bigote untado de brillantina, irguiéndose en la
satisfacción rosada y carnosa del rostro; la corbata roja con lunares
negros, los zapatos de cuero amarillo, los pantalones doblados sobre
la cursilería de los calcetines de hilo violeta. Con tantos colorines
parecía don Higinio una puesta de sol.

—¡Mira —exclamó la buena señora dirigiéndose a Carmen—, qué majo ha
sabido ponerse tu padre!...

Luego, con el aire indulgente y cansado de la mujer que necesitó
perdonar muchas veces:

—¡Bien dice el refrán: quien malas mañas tiene...!

Perea sonrió orondo de parecer todavía, a pesar de sus cuarenta y ocho
años, joven y buen mozo. Doña Emilia, más enamorada de él que nunca, le
miraba embelesada, asombrándose de cómo un hombre que llevaba una bala
dentro estuviese tan fuerte. Don Higinio preguntó por Ismael Cañeja,
el novio de Carmen: era un buen muchacho, rico y dócil, que acababa de
abrir en Serranillas su bufete de abogado. Ismael no había llegado aún.

—Estamos esperándole —dijo Carmen.

Don Higinio se alegró, porque así le dejaban libre.

—Yo pensaba ir a la feria; ¿queréis acompañarme?

—Nosotras —repuso doña Emilia— iremos más tarde; si supiésemos dónde
encontrarte a las seis o las siete..., por ejemplo...

—A esa hora —contestó Perea— os aguardo en la feria; ya sabéis, en la
caseta del Casino. ¡Hasta luego!...

Desde su casa se encaminó a la Plaza de Toros. Aquella pueril afición a
los payasos y los acróbatas le avergonzaba un poco; pero él era así y
no podía envejecer sus gustos, a pesar de sus viajes, de sus fingidas
tristezas de ciudadano cosmopolita y de aquellos terribles ajenjos
que sin ganas solía beber en el Casino. Al acercarse al despacho de
billetes, don Cándido le detuvo.

—Tengo un palco —exclamó riendo—; luego vendrá don Jerónimo Arribas con
su familia. Acompáñenos usted.

La sana sencillez con que el boticario hablaba de lo que iban a
divertirse alivió de su empacho a don Higinio. Declaró, sin embargo,
que todo aquello le aburría; pero como en los pueblos, cuando llega un
día festivo, no hay donde meterse... El farmacéutico, para consolarle,
le adelantó algunas noticias: los toritos eran murcianos; él pudo
verlos la víspera y le parecieron bravos y de mucho poder; el clown
encargado de estoquearlos había dicho que si en la muerte de cada res
tardaba más de quince minutos regalaría veinticinco pesetas al Hospital.

—Le aseguro a usted —repetía don Cándido—, que vamos a divertirnos:
estas mojigangas me desternillan de risa.

La plaza era de madera, y tanto el redondel como el callejón, cubiertos
estaban de hierba menuda. En medio de la arena, pendiente de una
armazón metálica asegurada por hilos de acero y bruñida por el sol,
había un trapecio. La multitud se apiñaba en las gradas, voceadora
y riente. Sonaban gritos, pregones, insultos fieros. La tarde era
alegre, luminosa, tibia. A lo lejos, dorados por el incendio vesperal,
ondulaban los montes que cerraban el pétreo horizonte de Serranillas,
y las figuras de los mozos, casi todos con chaleco negro y en mangas
de camisa, ocupadores de la fila última y más alta del tendido,
perfilábanse limpiamente sobre aquel gran fondo amarillento y azul.

A las cuatro y media comenzó la mojiganga, en la que para cumplido
recreo y satisfacción de los más exigentes hubo de todo: farsas bufas,
perros sabios, equilibristas, juegos malabares y ejercicios de fuerza.
Pero lo que mayor alegría produjo fue la lidia de los dos novillos, que
el payaso italiano, tras muchos sustos, caídas y grimosas congojas,
logró matar antes del plazo de quince minutos que él mismo se impuso,
por cuanto salvó las veinticinco pesetas de su apuesta y fue aclamado y
sacado del redondel en hombros.

Eran las seis. Arribas se había marchado con su familia, y don Higinio
y el boticario se hallaron un poco desconcertados ante la aburrida
longitud y vacuidad de la tarde; el espectáculo había concluido
demasiado pronto; todavía, para la hora de cenar, faltaba mucho tiempo.

Caminaron hacia la Glorieta, donde los músicos de la Banda municipal,
dirigidos por la vehemente batuta del maestro Ramírez, preludiaban un
inspirado momento sentimental. Don Cándido, que no diferenciaba un vals
de un pasodoble, preguntó:

—¿Qué tocan ahora?

Perea tampoco lo sabía; tenía un oído detestable y una educación
musical tan precaria que no diferenciaba a Wagner de Lehar.

—No sé, no recuerdo...; pero debe de ser alemán.

Dieron algunas vueltas por la Glorieta, girando pausadamente alrededor
del quiosco donde el maestro Ramírez, la cara roja, sudada y reluciente
y los brazos en alto, se cubría de laureles. El gentío era enorme;
apenas podían andar; del suelo arenoso el trajín de tantos pies
arrancaba un polvillo que manchaba las ropas y enardecía las fauces.
Dentro de sus trajes domingueros, mujeres y hombres iban graves,
rígidos, como envarados por la preocupación de ver y ser vistos. Pasó
Diego, solo, vestido de gris, las manos en los bolsillos del pantalón,
el caminar descuidado de quien se aburre y no tiene qué hacer, y un
palillo de dientes prendido en la cinta del sombrero.

—Buenas tardes, don Higinio, y la compañía.

—Adiós, Dieguito.

—¿Es el sobrino de Arribas? —preguntó don Cándido.

—El mismo.

—Me había parecido. No le trato; no me gusta.

—El pobre no sé cómo tiene humor de salir a la calle. Una vez me contó
sus penas. Él juega; bueno... Pues nada más que por eso, porque se
jugó tres o cuatro veces el sueldo que le daban en el Ayuntamiento, le
dejaron cesante y su mujer le abandonó y se volvió con su padre.

—Algo me habían contado.

—Además, su suegro le ha quitado los hijos.

El boticario, tan bueno, tan fácil al enternecimiento, tuvo, sin
embargo, en aquella ocasión, por obra quizás de la opinión colectiva,
un arranque cruel.

—No conozco a su mujer —exclamó—; pero estoy cierto de que ha procedido
muy discretamente volviéndose de nuevo con su padre. Ese Diego, según
dicen, es un pillete y un tonto, ¿y usted sabe, amigo Perea, cuán
horrible será vivir con un tipo así?...

Pasó Gutiérrez.

—Adiós, señores.

—Buenas tardes. Adiós, señoritas.

Al jefe de Correos acompañaban sus hijas Águeda y Marina.

—Parece —insinuó malévolamente don Higinio— que a la niña de Gutiérrez
no ha vuelto a reproducírsele el tumor.

—No era posible.

—Ya; ¿la operaron bien?

—Perfectamente; la cura fue radical: al novio... ya sabe usted quién
digo: don Mariano, el de la herrería...; pues, nada: se marchó a León y
no ha vuelto...

Los dos hombres rieron, apoyándose mutuamente el uno en el brazo del
otro. Aquel torpe donaire no les producía malestar; ¿por qué, si lo
decía todo el mundo?...

Caminaban lentamente, sofocados por el gentío y el polvo. A derecha e
izquierda las barracas alzaban sus frontis de trapo: había tiros al
blanco, acróbatas, boxeadores, fieras domadas, un gigante, un enano,
un indio que comía carne cruda, un luchador australiano que regalaba
diez duros a quien le venciese, una mujer con cabeza de lobo, una
exposición de figuras de cera, puestos de avellanas, nueces, turrón,
arrope y otras golosinas, y todo se anunciaba con estentóreas voces y
zambra fragorosa de tambores, platillos y cornetas. Los «tío-vivos»,
alegrados por la canallesca algarabía de los pianillos de manubrio,
giraban veloces, desplegando al aire la policromía de sus banderitas
y bambalinas; los columpios, llenos de muchachas que reían a la luz
opalina del crepúsculo, mecíanse isócronos en el espacio límpido;
delante de los pequeños bazares, bajo los toldos extendidos ante ellos
como viseras, la multitud se apiñaba curiosa; todos buscaban algo:
las mujeres, un dije; los mozos, una cartera o una navaja; los niños,
un juguete. Allí se mascaba el polvo y el calor era más fuerte. En
pie, tras el prestigio de sus mostradores, los mercaderes animaban al
público a comprar. La rústica muchedumbre se detenía, dócil y curiosa,
cautivada por el brillo de las botonaduras, de las peinetas, de las
sortijas, alfileres y pendientes de similor distribuidos en cajitas de
cartón blanco, y los chiquillos miraban asombrados, las cabezas echadas
atrás, los montones de sables y fusiles de hojalata, látigos, cornetas,
carricoches de cartón y muñecos de celuloide colgados del techo de los
bazares como racimos de maravilla.

Lo que más interesaba al boticario era la abundancia de caras nuevas.
Esto le envanecía.

—Serranillas —dijo— no tardará en ser una gran población; repare
usted en su influjo sobre los pueblos cercanos: hoy, la mitad de las
muchachas de Almodóvar y de Argamasilla, están aquí.

Don Higinio notó que muchas mujeres le miraban; don Cándido lo advirtió
también.

—Le comen a usted con los ojos.

El héroe de la Grande Jatte sonrió; don Cándido prosiguió bromeando:

—¿Qué lleva usted hoy encima de su persona?... ¿Será el sombrero? ¿Será
la corbata?...

Perea adoptó el aire reflexivo y disgustado del hombre a quien molesta
la popularidad.

—Es —repuso bajando la voz— que conocen mi historia de París: las
mujeres se mueren por lo raro.

Volvieron a cruzarse con Dieguito, con Gutiérrez y sus hijas, y con la
familia del notario. También saludaron a Julio Cenén y su mujer, y a
lo lejos, por detrás de las casetas, como huyendo del bullicio, vieron
pasar la silueta bondadosa y anciana de don Tomás Murillo.

—¿Quiere usted ver una buena moza? —propuso don Cándido.

Don Higinio se sobresaltó un poco.

—¿Dónde?...

—Aquí, cerca de la Glorieta. Volvamos hacia atrás: es de Valladolid;
tiene un puesto de abanicos. Que yo sepa, nada malo dicen de ella
todavía, pero parece así... muy alegre... Eso, usted que conoce a las
hembras, lo juzgará mejor que yo.

Perea, aunque sin ganas, se dejó llevar. Cuando ya llegaban vieron a
doña Emilia con Teresita, Carmen y su novio. Todos se saludaron sin
detenerse.

—Hasta luego, Ismael.

—Hasta después...

La abaniquera de Valladolid vestía de luto: era una mocetona alta y
gruesa, pelinegra, con las mejillas muy pálidas y la nariz larga,
aguileña, dominadora entre la expresión impertinente de dos ojos
vivaces, redondos y muy juntos. Se hallaba en pie detrás del mostrador,
forrado de yute rojo, de su caseta; inmóvil sobre el fondo que ponía a
su figura la anaquelería repleta de cajas de abanicos.

—¿Pero usted ha hablado con ella otra vez? —susurró don Higinio.

—Yo, nunca.

—Entonces no debemos acercarnos, sería ridículo.

—¿Ridículo? ¿Por qué?... ¡Vamos, tiene usted unos miramientos! ¿Y usted
ha viajado?... ¡Bah! Usted no sabe tratar a esta gente.

Se adelantó un poco turbado, sin embargo:

—¡Bien por las caras bonitas! Si yo no fuese tan viejo, vendía la
botica y me marchaba por esos mundos con usted a vender abanicos.

No obstante lo manido y ramplón del requiebro, la muchacha sonrió,
agradeciendo a don Cándido sus rendidos propósitos. Demostró
apreciarle; sabía que la farmacia era suya; también conocía a doña
Benita, con quien estuvo hablando una tarde. El boticario sentía
apaciguarse por instantes el fuego de sus amorosas baterías y lo
desairado de la conversación emprendida. Por decir algo exclamó,
echando sobre Perea todas las responsabilidades de la entrevista.

—Pues... yo deseaba presentarle este amigo, que se ha enamorado de
usted.

La indiscreción de don Cándido revolvió las bilis de don Higinio, que
se puso encendido como un rábano. La abaniquera de Valladolid se echó a
reír.

—Este señor don Cándido, a pesar de sus añitos, es un revoltoso.

El boticario prosiguió muy animado:

—¿Usted no ha oído hablar de don Higinio Perea?

—¿Que es dueño de una mina?

—Ese. Pues aquí le tenemos. Donde usted le ve, hecho un taco, conoce
París y ha tenido con las mujeres mucha fortuna.

Volviéndose hacia Perea, añadió:

—Pero, hombre..., ¿va usted a ponerse por eso colorado?...

La abaniquera de Valladolid miró a don Higinio con la atención que
inspira el individuo de quien se sabe una grave historia. Perea,
sobrecogido, sin saber qué hacer ni qué decir para recobrarse, replicó:

—Casualmente traigo aquí el retrato de una de ellas.

—¿Qué retrato?

—El de la italiana del hotel de los Alpes.

Aludía a un antiguo retrato que compró en París por un franco, y
aquella mañana encontró registrando un legajo de olvidados papeles.
Para darle valor histórico, la facundia embustera y tracista de don
Higinio había discurrido dedicárselo con letra fingida, y luego
raspar la dedicatoria cuidadosamente, pero no tanto que el nombre de
Leopoldina no fuese bien legible.

—Me lo eché al bolsillo precisamente para enseñárselo a usted. Véanlo...

Era la fotografía de una mujer hermosa y medio desnuda, envuelta en un
abrigo de pieles.

Don Cándido y la abaniquera de Valladolid miraron ávidamente el retrato
que Perea les mostraba con cierto disimulo para no llamar la atención
de los curiosos. Ambos reconocieron el buen gusto de don Higinio. Ella
preguntó:

—¿Esta señora era del teatro?

—No...

Se ponía melancólico y un hondo suspiro le subió a la garganta. La
joven agregó curiosa:

—Aquí decía algo: ¿la dedicatoria, verdad?... ¿Quién la borró?
¿Usted?... ¿Y por qué?... ¿Era escandalosa?...

—No, hija mía; no es que fuese escandalosa; es... que constituía una
imprudencia. Tratándose de una mujer casada...

Gravemente, con la cara triste de quien acaba de lastimarse el alma
contra un mal recuerdo, don Higinio guardó el retrato. Entonces la
abaniquera de Valladolid interpeló a don Cándido:

—¿Ve usted? ¿Cómo quiere usted que este caballero, que ha conocido
mujeres tan hermosas, se enamore de mí? Lo que el señor Perea querrá es
comprarme un abanico.

Don Higinio, siempre cortés, accedió y pagó doce pesetas por un abanico
que apenas valdría ocho o nueve reales. Con esta generosidad de gran
señor se despidió de la muchacha. Al boticario le indignaba aquel
dispendio inútil. Perea sonreía satisfecho de que su largueza hubiese
enmendado su falta de desparpajo y conversación. Dijo:

—Con las mujeres, para rendirlas pronto, hay que empezar así.

Regresaron a la Glorieta y subieron los cuatro peldaños que daban
acceso a la caseta del Casino: era una amplísima azotea de asfalto
donde se servían café y refrescos; una barandilla la circundaba y
hallábase cubierta por una lona afianzada sobre altos pilares de
hierro. Don Higinio y don Cándido se instalaron en un velador inmediato
al paseo. Desde allí saludaron a varios amigos. El boticario pidió
una cerveza, Perea un ajenjo, y ambos se desabotonaron los chalecos
para mayor comodidad y holgura. También se quitaron los sombreros, y
con toda parsimonia secáronse el sudor que les mojaba la frente y el
cogote. Abajo, la multitud circulaba lentamente o se detenía ante los
baratillos; en los árboles, cuyos tallos más altos doraban aún las
llamaradas postrimeras del crepúsculo, suspiraba la brisa; los músicos
de la Banda municipal se habían marchado y el silencio que dejaron tras
sí añadió al ambiente vesperal una sensación de frescura.

Rompiendo por entre la multitud, un vendedor de globos se acercaba: era
un hombrecillo pequeño, vestido de pana, con el chaleco abierto sobre
el orondo declive de la panza. Un enjambre de chiquillos le precedía,
le rodeaba, mirándole de hito en hito, como a un ídolo; cuando el
mercader se detenía, el menudo batallón le imitaba y sus rostros,
renegridos por la intemperie y el sol, ardían de deseo. Aquellos
globitos chillones, pintureros, tan pronto hinchados y codiciosos de
libertad, como propensos a amustiarse, eran un admirable símbolo de la
psicología infantil. Viéndolos don Higinio, de pronto se quedó triste y
empezó a suspirar. Su melancolía sorprendió al boticario:

—¿Qué le sucede a usted?

—¡Psch... nada!...

Mentía; recordaba sus años niños, sus años buenos. ¡Los globos!...
¿Quién, de muchacho o de joven, no ha llevado dentro del alma un
juguete igual?...

El vendedor iba acercándose. Inesperadamente el cordelillo con que
sujetaba su liviana mercancía se rompió y los globos, atados unos a
otros, se remontaron en brusco tropel: una bandada de raros pájaros
parecían, y su áspera policromía clavaba sobre el fondo apacible y
uniforme del cielo el júbilo chillón de un cartel. La muchedumbre,
sorprendida, lanzó un grito; luego hubo risas y centenares de brazos
señalaron al espacio. ¡Un espectáculo nuevo! La gente reía adivinando
que el desdichado vendedor de globos debía de sentir ganas de llorar.
Es lo humano: lo que fue lágrima en un individuo, después, al
reflejarse sobre la conciencia social, se transmuta en risa.

Pero el viento había impelido al manojo de globos contra los árboles
del paseo, y los fugitivos empezaron a tropezar, cual si unas ramas
los despidiesen y otras los atrapasen; ellos, sin embargo, aunque
entre golpes, seguían subiendo hasta que el cordelito que llevaban
colgante a la zaga se enredó a uno de los tallos más altos. Entonces
se detuvieron. El público prorrumpió en un largo «¡oh!...» admirativo.
Vistos así, componían un airoso penacho, una especie de colosal y
disparatado racimo que el sol moribundo teñía de rojo, de verde, de
naranja, de violeta, de añil...

Su dueño, el hombrecillo del traje de pana, pateaba y se mesaba los
cabellos. ¿Cómo recobrarlos? Su dolor era trágico y bufo; viéndole
tan infeliz, tan mezquino, la multitud sentía indistintamente ganas
de insultarle o de darle un abrazo. El pobre hombre miraba a sus
queridos globos; comprendía que de no alcanzarlos en seguida, quedarían
inservibles, sin barniz, lamentablemente desinflados bajo el rocío
nocturno. De pronto echó a correr: recordaba que en el Ayuntamiento
había una escalera muy larga e iba por ella. Sobre la muchedumbre rodó
un murmullo de hilaridad; los espectadores se imaginaban cuán cómica
sería la figura del vendedor cuando reapareciese pequeñín, sudoroso,
jadeante, bajo el peso de la escalera.

Parados al pie del árbol, los chiquillos observaban ávidamente los
globos que el viento balanceaba allá arriba, en la luz, como un airón.
¡Si pudieran cogerlos antes de que su dueño volviese!... La gente les
azuzaba, complaciéndose en aquella mala obra. Los muchachos titubeaban.
Varios intentaron subir, mas no pudieron; el tronco era demasiado
grueso. Súbitamente uno de ellos, más vigoroso o más resuelto, acometió
la aventura; favorecido por sus compañeros, consiguió gatear hasta
izarse sobre la primera bifurcación, y ya allí, de unas ramas en otras,
continuó trepando.

Don Higinio, que no le quitaba ojo, se había puesto en pie, nervioso y
asustado.

—Va a caerse —murmuraba— y nos dará un disgusto.

Don Cándido, muy inquieto también, afirmó:

—Me parece que sí...

En el público, que opinaba lo mismo, acababa de producirse un silencio
imponente. Todos miraban. Cerca de la copa, las ramas delgadas ofrecían
escasa seguridad; el muchacho lo comprendió y empezó a vacilar; tenía
miedo. Pero ya no podía retroceder; su ambición de una parte, de otra
el elogio de la muchedumbre, le obligaban a seguir. Aún adelantó
algunos metros. Por fin logró alcanzar el cordel que pendía de los
globos, y estos se estremecieron como si defendiesen su libertad. El
entusiasmo del público, impresionable y desocupado, reventó en un
aplauso.

De pronto surgió la tragedia. El muchacho, que iba descolgándose con
destreza felina de rama en rama, hizo un mal movimiento y cayó al
pie del árbol, lívido, inerte, la cabeza bañada en sangre, mientras
los globos, independizados unos de otros, volaban desgranando por el
infinito añil la carcajada de sus colorines.

Unos guardias se llevaron al herido, quien, a pesar del agua con que
le rociaron la cara, no recobraba el conocimiento. Don Cándido, muy
inquieto, repetía:

—Pero, ¿ha visto usted qué chiquillos estos? ¿Ha visto usted?...

Perea, serenado el susto del primer momento, cayó en un silencio de
reflexión y nostalgia. La opinión ajena, el elogio desprendido como
aroma fatal de aquella multitud que llenaba el paseo, fue lo que
hirió al muchacho; el chiquillo se expuso a morir por quedar bien,
por la misma razón que una tarde Luisa Soucy, la camarera del hotel
de los Alpes, ante el pequeño público que iba a juzgarla, arriesgó
su vida. Y él sosteniendo un año y otro tercamente la farsa vanidosa
de su heroísmo, ¿no era también una víctima de la opinión?... Volvió
a suspirar y se quedó triste, muy triste, como nunca lo estuvo: la
melancolía es el gesto donde cristaliza la experiencia de las vidas
largas y la suya empezaba a serlo. En aquel oscuro drama pueblerino,
en aquel niño que se mata y en aquellos globos que huyen, don Higinio
veía repetirse el calvario de todos los conquistadores, de todos
los fundadores de religiones, de cuantos grandes hombres, sabios o
artistas, sucumbieron por el Ideal inaccesible, eternamente suspendido
en lo azul...

Realmente, el héroe de la Grande Jatte se hallaba en un instante de
depresión; además, sabía que su apesaramiento y su copa de ajenjo
rimaban muy bien. Hasta que las voces de doña Lucía y su marido le
trajeron a la realidad.

—Vengo de su casa —dijo el médico a don Cándido.

—¿Se ha enterado usted de lo sucedido aquí hace unos momentos?

—¿El muchacho que se cayó de un árbol? Precisamente. Le llevaron a la
botica de usted y allí le hice la primera cura. Es hijo de un pobre
vecino del Matadero. Tres puntos he tenido que darle.

Doña Lucía preguntó a Perea por su familia, y al saber que doña Emilia
y Carmen no tardarían decidió esperarlas. Los señores de Hernández
se sentaron. Ella pidió cerveza y patatas fritas y su marido coñac;
cortésmente don Cándido les acompañó con otro bock y don Higinio con
un segundo ajenjo. Don Gregorio reprendió a Perea su culto al horrible
brebaje que extenúa a Francia. Doña Lucía también le afeó su afición a
las bebidas fuertes: el ajenjo es un veneno; su marido lo decía muchas
veces. Don Higinio tuvo un movimiento desdeñoso de hombros; deliraba
por el ajenjo; ¡la costumbre!...; era un vicio que adquirió en París y
al cual no podía sobreponerse. Ella dardeó sobre el héroe una ojeada
indefinible.

—¡Pobre Emilia!... ¡No quiero pensar cuánto habrá sufrido con un hombre
como usted!...

Don Higinio miró a la mujer del médico y, por segunda vez, la adivinó
muy cerca de sí. Estaba hermosa, con las redondeces opulentas de sus
cuarenta años, su blusa blanca de seda y su semblante arrebolado por
la opresión del corsé. Una cinta de terciopelo aniñaba la expresión
matronil de su cabeza de cabellos negros, graciosamente recogidos sobre
las sienes. La luz desfallecida del crepúsculo daba a su garganta
suavidades tibias y exquisitas.

Hernández advirtió la tristeza de don Higinio.

—¿Qué le sucede a usted?

—Yo también lo había notado —confirmó su mujer—. ¿En qué piensa usted,
amigo Perea? ¡Qué cara!... ¡Diríase que están presentándole a usted una
factura!...

Don Higinio rio y trató de explicar su actitud. La caída del chiquillo
le había impresionado; no porque la sangre le marease... ¡Quia!...
¡Al contrario!... La sangre le animaba, le exaltaba, producíale una
especie de reacción belicosa; pero se trataba de un niño..., el herido
era un niño, un ser débil... y esto le apenaba. ¡Oh! Si en vez de
ser un muchacho hubiera sido un hombre... ¡Bah, entonces, nada! ¡Tan
tranquilo!... Doña Lucía escuchábale enternecida, pasmada de que
pudiera ser a la vez tan valiente y tan bueno.

Don Cándido, que con el segundo bock se había despabilado el carácter,
juzgó oportuno y gracioso dar de la melancolía de don Higinio otra
explicación.

—Yo creo —dijo bajando la voz— que lo que trae alicaído a nuestro buen
amigo es una mujer, o más exactamente, el recuerdo de una mujer.

—¿De cuál? —preguntó doña Lucía.

Perea fingió turbarse y miró al suelo: en realidad estaba encantado de
la simplicidad del boticario. Este reía, se frotaba las manos.

—Él lo dirá; hasta puede enseñarles el retrato; lo lleva encima...

Llenos de emoción, los señores de Hernández arrastraron sus sillas
acercándose a Perea cuanto permitía la mesa. Entonces don Higinio,
para hablar, adoptó un aire grave: don Cándido, que no cesaba de reír,
era un solemne indiscreto, un niño grande; a él no le gustaba remover
ciertos recuerdos; pero, en fin..., ¡como ellos lo sabían todo!...

Curiosa, con una curiosidad agresiva en la que acaso hubiese un poco de
celos, la señora de Hernández exclamó:

—Pero, ¿tiene usted otra querida?

—No, hija mía.

—¿Entonces, qué?... Explíquese. Porque usted es terrible.

—No; un poco de calma. El retrato que traigo aquí es... ya pueden
ustedes figurárselo...

—¿Nosotros?... Sí, sí... ¡Cualquiera adivina! ¡Como si no le
conociésemos!...

—Lucía, por Dios...

—¡Habrá usted tenido tantas trapisondas!

Don Higinio sonreía ufano y modesto, al mismo tiempo que reventaba de
orgullo. Nunca había disfrutado tanto. El seno duro y voluminoso de la
mujer del médico le rozaba un brazo y parecía quemárselo; oía gemir
tenuemente las ballenas del corsé de su amiga; doña Lucía olía a salud
y se perfumaba con trébol. Don Higinio sintió un ligero y delicioso
desvanecimiento. ¡Requerido, mimado!... No se hubiera cambiado por un
rey.

—Pero todas las aventurillas que yo haya podido correr —dijo— fueron
lances de poco momento y sustancia. Ahora se trata de algo muy antiguo,
pero inolvidable para mí.

Su rostro tornó a ensombrecerse y miró al boticario.

—El retrato a que este simpático indiscreto se refiere es el de
Leopoldina.

—¿La italiana del hotel de los Alpes? —interrogó don Gregorio.

—La misma.

—¡Caramba, celebro conocerla!...

—Dicho retrato lo escondí tan bien al salir de París que durante varios
años estuvo perdido. Además, nunca puse verdadero empeño en hallarlo.
¡Ustedes lo comprenden! No quería que la pobre Emilia lo viese. Estaba
cierto de poseerlo y eso me bastaba. Hasta que hoy, registrando unos
periódicos de aquella época, lo encontré. ¡Tuve una alegría!... Y
entonces, sin saber cómo..., acaso para llevarlo cerca de mí durante
algunas horas, me lo eché en el bolsillo. Es este...

Sacó la fotografía, un tanto empalidecida por los años, de aquella
hermosura cortesana, impúdica y espléndida, medio desnuda bajo la
suave piel del abrigo donde tuvo la coquetería de envolverse. Don
Higinio observó astutamente:

—He borrado la dedicatoria...

Los ojos de doña Lucía brillaron de curiosidad, de desdén, de odio, de
envidia, de celos. No se cansaba de mirar el retrato y, sin embargo, de
buena gana lo hubiera hecho trizas.

El médico declaró rudamente:

—¡Buena mujer!...

Había visto que tenía el pecho fuerte y las caderas vigorosas, y no
necesitaba más su devoción para rendirse. Doña Lucía, sin cesar de
mirar el retrato, murmuraba:

—Los pies un poco grandes, quizás... La boca es bonita... Los ojos son
hermosos; pero los encuentro demasiado juntos...

Examinó con minuciosidad hostil la línea impecable de aquella pierna
que la inspiración gaitera del fotógrafo dejó desnuda; la armonía
mórbida de los brazos y de los hombros; la gracia de los cabellos
cortos, ensortijados, infantiles; la perversidad risotera de los
labios entreabiertos sobre el júbilo de los dientes níveos y menudos.
Realmente era una de esas bellezas artistas, teatrales y decorativas,
que labran, con su impudicia atrayente, la desesperación de las señoras
casadas.

—¿La quiso usted mucho? —preguntó.

Don Higinio tomó el retrato que su amiga le devolvía displicente, miró
al suelo y se mordió los labios. No contestó, y jamás hubiera podido
responder con mayor elocuencia: aquel silencio era una afirmación, un
sollozo, toda su historia mojada en una lágrima...

—Pues, yo, francamente —agregó la señora de Hernández—, jamás me
hubiese enamorado de ninguna mujer capaz de retratarse así.

El amante de Leopoldina creyose obligado a decir algo:

—Ya sabe usted, Lucía, cómo son las extranjeras; París no es
Serranillas...

Su ademán fue parco, triste, noble, caballeresco. ¡Bien se echaba de
ver que la había amado!... ¿Y, cómo dudarlo, cuando arriesgó por ella
la vida?...

—Mis palabras no han querido ofenderla —declaró apresuradamente doña
Lucía—; ya sé que ha muerto y más de una misa, sépalo usted ahora, he
oído en alivio de su alma; eso no impide que me haya parecido y me siga
pareciendo una titiritera.

Hernández y el boticario, que se habían puesto a charlar aparte,
se levantaron a dar una vuelta por el paseo. Doña Lucía no quiso
acompañarles; esperaba a doña Emilia, que ya no podía tardar.

—Entonces —repuso el médico—, si no vuelvo por aquí antes de media
hora, vete a casa.

Don Cándido llamó al camarero y pagó el gasto de todos.

—Hasta después...

Doña Lucía y Perea quedaron solos ante el velador, donde el misterio
verde del ajenjo que don Higinio aún no había podido beber, parecía
observarles como una pupila sabática. Acababan de encender los faroles
y aquellas luces dispersas, rutilando aquí y allá, bajo la fronda,
añadían a la escena un pique novelesco. La señora de Hernández bebió un
sorbo de agua; su corazón latía con desconocida violencia; estaba roja,
se ahogaba de calor. En cambio, sus manos y sus pies estaban yertos.
Tras un breve silencio.

—Dígame usted —murmuró—, ¿cómo era esa mujer? Se llamaba Leopoldina,
¿verdad?

—Sí, Leopoldina.

—¿Y la quiso usted mucho?... Séame franco; ya sabe que he rezado por
ella..., y lo hice porque, salvando su alma, imagino que beneficio la
de usted...

—Lucía..., amiga querida...

La oprimió ardorosamente una mano bajo el mármol del velador. Ella
vibró: de pronto apagose el incendio de sus mejillas; se quedó lívida,
espectral.

—Sí, soy su amiga..., una buena amiga..., una hermana de muchos años...
que le quiere tanto como su misma esposa puede quererle... ¡Acaso
más!...

Su voz se enturbiaba; aguáronse sus pupilas; iba a llorar...
Afortunadamente pudo contenerse.

—Dígamelo usted todo...

—Pero, Lucía..., ¿a qué viene esto? ¿Qué quiere usted de mí?...

—Todo; necesito conocer su historia detalladamente. ¡Será tan
interesante! Usted es un hombre extraordinario. Cuénteme su drama de
París. He soñado con él muchas veces. ¡Hable, hable, por Dios, antes de
que vengan a interrumpirnos!... ¿Cómo mató usted al holandés? ¿No era
holandés el marido de la italiana del hotel de los Alpes?...

—Sí, holandés: ¡el pobre míster Ruch!...

Charlaron lentamente, sabrosamente, acercando un poco las cabezas,
mientras, por discreción, miraban a la muchedumbre. Él, entretanto,
buscaba furtivamente con sus rodillas las de su amiga, y ella dejábase
estrechar, lánguida, absorta y sin defensa. Perea, entusiasmado,
arreció su elocuencia: describió el Sena, la isla de la Grande
Jatte, el misterio pavoroso de la barca donde iban él y su enemigo,
deslizándose quedamente bajo la niebla, y luego el tiro, la lucha
bárbara...

La señora de Hernández oprimió febrilmente las manos del héroe.

—¿Y no siente usted nunca remordimientos?

—Algunas veces.

—¿De noche, verdad?...

Perea se asombró:

—¿Cómo lo sabe usted?

—Por Emilia. ¡Tiene conmigo tanta confianza! «Hay noches —me ha dicho—
en que Higinio, con sus suspiros, no me deja dormir».

Iban acercándose en un idilio sin palabras, discreto y excitativo,
mientras las rodillas proseguían triunfales su acción conquistadora.
Don Higinio no se acordaba del amigo a quien ofendía; las vituperables
complacencias de doña Lucía habíanle puesto fuera de sí y con la rienda
de sus malos deseos sobre el cuello; al cabo, era la primera vez que
una mujer, por caminos sinceros de amor o de capricho, llegaba a él.
Bebió un sorbo de ajenjo para refrescarse las fauces caldeadas por el
lascivo apetecer y el mucho hablar.

—Conservo todavía —dijo— muchos periódicos que hablan de aquel lance.

—¿Es posible?

—Publican el retrato de mi rival. Los guardo por curiosidad, así como
las botas que usaba entonces. Varias veces he querido tirar esos
recuerdos y no pude. ¡No sé!... Es una página de juventud que a la vez
me atrae y me lastima.

La señora de Hernández entornaba los ojos.

—¡Qué hombre, qué hombre!... ¡Me da usted miedo!...

Replicó don Higinio:

—¿Por qué no va usted a verlos a mi casa?... Uno de esos periódicos
reproduce una fotografía de la Grande Jatte, y conocerá usted el lugar
exacto donde el pobre holandés y yo nos batimos.

—¿A su casa? —repitió balbuciente doña Lucía a quien aquel diálogo
causaba la impresión de ir cruzando un abismo sobre un alambre.

—¿Por qué no?...

Y como tardase en responderle, agregó seductor:

—Nadie la vería a usted entrar.

Ella preguntó sin mirarle:

—¿Cuándo?

—Después de la feria: el martes.

—¿A qué hora?

—Por la tarde: a la primera campanada de las seis.

—No puede ser.

—¿Cómo?

—A esa hora Emilia y Teresita van a la iglesia.

Don Higinio sonrió.

—Por eso lo dije, precisamente; para que estuviésemos solos.

Hubo otra pausa que tuvo todos los almíbares de un consentimiento, toda
la edénica gravedad de una caída: algo cálido, íntimo, inefable, como
esos silencios que siguen en las alcobas a la violencia jadeante del
abrazo. Perea insistió:

—¿Irá usted?

Ella accedió con un gesto. Después los dos sonrieron con alegría
hipócrita a doña Emilia, Teresita, Carmen y su novio, que se acercaban
saludándoles desde el paseo.

La noche del domingo el galán del hotel de los Alpes la pasó muy
inquieto, suspirando mucho y con más remordimientos, al parecer, que de
ordinario. Estaba, sin embargo, muy ufano: al cabo, por primera vez,
iba a correr una verdadera aventura. Al día siguiente madrugó, vistiose
un traje cualquiera y se fue a la mina, de donde regresó muy entrada
la tarde. Sentíase nervioso y aquella nerviosidad desbordante le
obligaba al movimiento. En la mina sus fueros de amo tuvieron acentos
de tempestad: examinó cuentas, reprendió agriamente a los capataces y
despidió a un obrero; su voz retumbaba amedrentadora en las tinieblas
del filón; los trabajadores le miraban con respeto y nadie se atrevió
a replicarle; la figura maciza del héroe les imponía pavura; no
recordaban haberle visto nunca así.

Por la tarde estuvo en la estación, impregnada de la suave tristeza
de los trajinantes que se marchaban: aquel era el último día de
feria. Juan Pantaleón le saludó. El antiguo artista había envejecido
lamentablemente y ya no pregonaba el eufónico nombre de Serranillas con
aquel ánimo optimista y victorioso de antaño. Sin embargo, manteníase
erguido y conservaba la altanería del hombre que lleva una historia
tras sí.

Después de cenar don Higinio fue al Casino, donde jugó al dominó hasta
media noche. Don Gregorio invitole varias veces a una partida de
billar, y no aceptó; su conciencia honrada, refractaria a la traición,
no resistía la mirada noble, llena de amistad, del médico. Cada vez que
el vozarrón franco de Hernández llegaba a sus oídos, todo su cuerpo se
estremecía: el remordimiento, como un soplo de aire frío, que le rozaba
la espalda.

Pensaba:

«¡Si tú supieses!...».

Salió del Casino acompañado de Julio Cenén y del notario, y animados
los tres por la tibieza vernal y la esplendidez lechosa de la noche
lunada, encamináronse hacia la feria. Los pequeños comerciantes, los
saltimbanquis, los exhibidores de monstruosidades apócrifas y de
películas, desmontaban sus barracas; las mercaderías desaparecían
en vastos arcones; la tablazón de los mostradores quedaba atada
sólidamente con cuerdas; los maderos que fijaron los cuatro ángulos
de la tienda eran arrancados del suelo, y al instante la techumbre y
las paredes desaparecían. Los martillazos de entonces eran idénticos
a los que resonaron allí mismo noches atrás, y parecían, sin embargo,
diferentes: el regocijo de la llegada habíase trocado en desilusión y
despedida, y flotaba sobre todos aquellos objetos como un cansancio.
Las golondrinas se iban y, para mayor tristeza, se llevaban sus nidos.

Don Higinio saludó a la abaniquera de Valladolid. La muchacha no
parecía llevarse buenos recuerdos de Serranillas; había vendido muy
poco, sus ganancias —según dijo— apenas alcanzaban a cubrir los gastos
de ferrocarril y de posada. Desde allí se dirigía a Manzanares; luego
iría a Almadén; más tarde, a Valdepeñas.

—Veremos —añadió— si en lo sucesivo quiere la suerte ayudarme mejor.

Perea se despidió de ella deseándola mucha fortuna, y su acento
emocionado tuvo una sinceridad paternal. Después él y sus amigos
reanudaron su camino. Lentamente todos los ruidos iban extinguiéndose,
las luces se apagaban y, según la oscuridad de la tierra acrecía, el
cielo, anegado en la evaporación plata de la luna, mostrábase más
profundo y solemne. Hallábanse a la conclusión del paseo, cerca de la
ermita de San Rosendo y como a dos kilómetros del pueblo. El panorama,
bajo la frialdad de la luz astral, tenía desdibujamientos misteriosos;
alrededor del valle, que descendía en declive blando hacia las minas,
las montañas insinuaban una larga línea de gibas y depresiones blancas,
semejantes sobre el espacio oscuro a la raya que una tiza hubiese
dejado en la tiniebla de una pizarra. Al fondo, la torre de la iglesia
mostraba las esferas iluminadas de su reloj y su cúpula cuadrada,
como la cabeza de un ave cabalística, y a su alrededor el caserío
se agrupaba silencioso, recogido, lleno del hechizo que tienen los
caballetes y las paredes enjalbegadas a luz de la luna.

Cuando Perea, don Jerónimo Arribas y el secretario del Ayuntamiento se
retiraron a dormir, eran las dos, y de alquería en alquería, como un
alerta, volaba el canto retador de los gallos.

El martes por la mañana, apenas terminó de almorzar, don Gregorio se
ciñó bien las polainas, cogió el morral y la canana de los cartuchos
y se echó airosamente la escopeta a la espalda. La idea de que pronto
llegaría la veda enfurecía sus ardores cinegéticos. Estaba rojo y
contento. Su figura heroica, sus pies de jayán y la desmesurada
amplitud de su sombrero, llenaban el comedor. Parecía una estatua de
Nemrod con traje de pana. Los perros, retozones, ladraban, brincando
alegres, frotando contra las piernas ciclópeas del amo sus hocicos
fríos. Hernández dio un beso a su mujer y declaró que no volvería hasta
la hora de cenar. Ernestín quiso acompañarle; aquel día, precisamente,
el director del colegio celebraba su fiesta onomástica y no había clase.

—¿Puedo ir contigo, papá?...

El médico accedió:

—Bueno; pero a condición de no cansarte, pues te advierto que vamos a
pegarle mucho al camino.

Doña Lucía, oculta tras una persiana, les miró partir, y tuvo su alma
para el médico un sentimiento complejo de piedad y desdén. Luego,
apenas se halló sola, experimentó una emoción de miedo, un temblor
hondo que alborotaba la marcha de su corazón y parecía enfriar la raíz
de sus cabellos.

«A la primera campanada de las seis», había dicho don Higinio.

Doña Lucía no quería acordarse del insinuante y pecaminoso misterio
con que estas palabras fueron pronunciadas, ni del voluptuoso martirio
que sus lindos zapatos de charol sufrieron bajo las rudas y enamoradas
botas del héroe. Tampoco evocaría aquella época, ya tan lejana, en que
Perea, soltero entonces, rondaba su reja. ¡Vayan en paz los verdores
marchitos!... No: don Higinio, por muy acostumbrado que estuviese a
rendir mujeres, no podía haber puesto en ella ninguna ilusión o deseo
que no fuese de absoluta honestidad; don Higinio quería mostrarla
sus botas y los periódicos que relataban su hazaña, y nada más; y si
deseaba recibirla a solas era porque aquellos diarios comprometedores
no podían ser vistos de nadie, pues si matando a míster Ruch obró
noblemente y en propia defensa, no por eso dejaba de hallarse expuesto
a que la justicia algún día le tomara cuentas estrechas y terribles de
su acción.

A estas hipócritas invenciones recurría la honestidad de la
comprometida señora para no asustarse excesivamente. Una vez más la
mentira triunfaba: ella sabía que iba a caer, pero aparentaba no
creerlo y así declinaba en Perea todas las horribles responsabilidades
de su falta. Para engañarse mejor y sentir menos el peligro, su
conciencia sofista levantaba nuevos reductos alrededor de su virtud.
Don Higinio, seguramente, no pensaría seducirla; pero, aunque
lo intentara, pues de hombre tan desbocado y libertino lo peor
debía esperarse y temerse, ¿no tenía ella dientes y uñas con que
rechazarle?... Al mismo tiempo otra emoción, que antes que de miedo
o remordimiento era de suave complacencia y voluptuosidad, llegaba
a turbarla. Claro es que ella sabría, en caso necesario, defenderse
bizarramente. Pero... ¿tendría coraje y alientos bastantes para
resistir el ciego asalto de la fiera encelada? Recordaba la figura
redonda del héroe; don Higinio, puesto en tan apretado trance,
debía de tener la violencia terrible de un piel roja. ¡Y como en
achaques de amorosas caídas el papel de víctima es tan dulce!... Las
supercherías tranquilizadoras de su conciencia, por una parte, y de
otra el masoquismo inefable de luchar, pernear, anegarse en llanto si
era preciso, y, al fin, ser tomada por fuerza, pacificaban su virtud.
¡Don Higinio!... Aquel hombre que oprimió entre sus brazos italianas
y francesas y mujeres de nadie sabe cuantos países, ¿cómo sería en
la intimidad?... ¡Sus manos! ¿Qué ardor, qué perversas sabidurías,
qué vehemencias salvajes de presidio habría en ellas?... La señora de
Hernández creía sentirlas ya sobre sus riñones y cerraba los ojos.
Esta emoción, rotundamente sexual, la decidió. ¿Por qué esquivar aquel
momento que, sin saberlo, esperó tantos años?... Sí, iría. ¿Acaso otras
mujeres, como ella casadas y con hijos, no registraron en su historia
una hora igual?... Iría y no vacilaría más; hay que permitir a la
razón descansar de cuándo en cuándo en la casualidad, y si se llega a
momentos u ocasiones de tanto riesgo, la vida debe cruzarse como cruzan
los equilibristas los abismos, sin mirar hacia abajo...

Doña Lucía pasó la tarde tras las celosías de su dormitorio, y en un
estado de hiperestesia que distinguía simultáneamente y por igual
todos los ruidos de su casa y de la calle, y hasta las trepidaciones
más leves de su enamorado corazón. ¡Oh, y con qué lentitud caminaban
las horas! Nunca le pareció el pueblo tan callado, tan triste, ni
sintió con más fuerza la melancolía de sus calles ociosas, manchadas
de musgo. La esposa de Hernández se ahogaba dentro de su corsé. Jamás,
ni cuando fue al altar vestida de blanco y el pecho y los cabellos
cubiertos de azahares, sus sienes habían latido así. Alternativamente,
al roce del menor pensamiento, tenía calor o frío, se ponía roja o se
quedaba lívida... ¡Luego es cierto que las humanas entrañas son tan
resistentes!... ¡Luego una mujer puede tener un amante y acudir a su
cita sin miedo a que, antes de llegar a sus brazos, de alegría y de
susto la estalle el corazón!... Y después de la caída, en la conciencia
de la adúltera que juró pertenecer solo a un hombre, y de pronto es de
dos, ¿qué pasa?...

A las cinco y media vio ir a doña Emilia, Teresita y Carmen, camino de
la iglesia. Las dos hermanas llevaban, como siempre, desde hacía cinco
años, sus graves hábitos de Nuestra Señora del Carmen, y en las manos,
libros de devoción y sendos rosarios de cuentas negras. La señora de
Hernández se estremeció, y para no seguir mirándolas tan tranquilas,
tan fieles, se llevó su pañuelo a los ojos.

«Van a rezar por él» —pensó.

Y luego:

«¡Oh, es que si “él” fuese mi marido, yo haría lo mismo!...».

Con cuya reflexión y creencia su cariño hacia Perea se recobró y exaltó
furiosamente. ¡Ah!... ¿Por qué los hombres peores, los más aventureros,
los más díscolos, serán también los más amados?...

Doña Lucía halló al héroe de la Grande Jatte paseándose por el zaguán
de su casa con las manos atrás, sobre los fondillos, y en mangas de
camisa. A la buena señora no la molestó este detalle prosaico; ella no
leía novelas; además, en un pueblo no había razón para que un hombre,
por enamorado que esté, se vista de _smoking_ a las seis de la tarde.
Cruzaron el patio y llegaron al comedor.

—Estoy aquí de milagro —dijo ella.

—¿Cómo? ¿No se atrevía usted a venir?

—No..., no me atrevía...

—¿Por qué?

—Pues..., ya ve usted; porque no...

Don Higinio hizo un gesto de asombro y ella enrojeció, pues en su
negativa palpitaba terminante la obsesión del pecado. Él, familiar,
sobreponiéndose trabajosamente a su emoción, la estrechó una mano:

—¡Qué niña es usted!...

Estaba orgulloso y poco a poco adquiría el aplomo de un artista
acostumbrado a recibir visitas de mujeres. Ladinamente propuso pasar
al gabinete; doña Lucía rehusó; mejor estaban allí; insistió Perea
diciendo que los periódicos los tenía guardados en su dormitorio,
dentro de un arcón, y ella mantuvo su negativa; en el comedor había
más luz. La idea de hallarse con don Higinio cerca de la alcoba la
intimidaba. El amante de Leopoldina, convencido de que no derrotaría
la obstinada resistencia de su amiga, se alivió considerando que en el
comedor, cubierto por una funda de crudillo, había un diván. Concluyó
por ceder y fue a buscar los periódicos. Cuando reapareció, la señora
de Hernández, a la vez esperanzada y medrosa, bordeaba ese delicioso
momento de espíritu en que las mujeres lo desean todo y de todo, sin
embargo, se asustan. También ella, apenas llegó al comedor, había visto
el diván.

Perea deshizo el tan anunciado paquete de periódicos: eran números de
_Le Matin_, _Gil Blas_, _Le Journal_, _Le Figaro_, _Le Petit Parisien_,
_L’Écho de Paris_, _Le Gaulois_, amarilleados por la doble acción
del tiempo y del polvo; algunos fueron manchados por la humedad.
Allí también estaban las botas del héroe; unos brodequines rugosos,
torcidos hacia arriba, manchados por el barro de París. Doña Lucía
miraba curiosamente, los ojos abrillantados y como ensanchados por ese
interés malsano que a los espíritus impresionables y sencillos inspiran
los crímenes. El galán del hotel de los Alpes, entretanto, maniobraba
parsimoniosamente, seguro de que su mejor discurso y el rendimiento y
total sumisión de la amada residían en aquellos papeles.

Abrió un número de _Le Journal_ y señaló un retrato inserto en la
primera columna de la segunda plana.

—Aquí le tiene usted —dijo sencillamente.

Ella se inclinó para ver mejor.

—¿Al holandés?

—Sí.

—¡Oh!... ¡Pobre hombre! ¿Míster Ruch, verdad?... ¡Qué miedo!...

La fotografía, hecha probablemente en La Morgue famosa, era la de un
mocetón como de treinta años, desnudo de medio cuerpo arriba; el
cuello recio y la mandíbula ancha acusaban una gran fuerza física;
usaba bigote y tenía los ojos cerrados; en el pecho, inmediatamente
encima de la tetilla izquierda, veíase claramente la mancha de una
herida enorme. La impresión que aquel despojo humano produjo en la
señora de Hernández fue demasiado intensa. Perea la había rodeado el
talle con un brazo; ella empezó a temblar; sus dientes castañetearon y
fascinada se estrechó contra el héroe.

Don Higinio leyó un epígrafe:

—«El crimen de ayer». ¿Usted comprende el francés?

Doña Lucía no contestaba; él repitió su pregunta:

—¿Usted traduce el francés?

La esposa del médico coordinaba mal sus ideas y tardó en responder:

—Yo, no.

—Es lástima, pues aquí todo está perfectamente explicado y hay detalles
muy interesantes.

Continuó leyendo, mientras su índice de gruesos artejos, terminado por
una uña ancha y roma, iba señalando en las columnas del periódico como
sobre un mapa.

—Vea usted. Dice: «En la isla de la Grande Jatte». «Las primeras
pesquisas». «El cadáver no ha sido identificado». «El móvil probable
del crimen...».

Desdobló un número de _Le Matin_.

—Aquí está el sitio donde fue encontrado el cadáver.

Suspiró.

—Me acuerdo de él perfectamente: si cierro los ojos me parece verlo
aún...

Pero la esposa de Hernández apenas le oía: el muerto, con su bigote
lacio y la expresión de dolor y de paz que la agonía dio a su rostro,
la fascinaba. Y luego..., ¡aquella herida horrible, espantosa, como la
huella de un hachazo!...

Con voz tímida, casi imperceptible, preguntó:

—¿Le dio usted muchos golpes?

—Uno nada más; pero espantoso..., ¡eso sí!... El cuchillo entró hasta
el mango y la hoja tendría una anchura de tres dedos, tal vez...

Callaron. La seducción rápida, creciente, inevitable, seguía su curso.
Ahora doña Lucía miraba temblando las botas; aquellas terribles botas
cuyas suelas, quizás, se mojaron en la sangre del holandés.

—¿Las llevaba usted puestas?

—Sí.

—¿La mañana del lance?

—También; no usaba otras. ¡Si hablasen!

—¡Qué horror!... Los hombres... los hombres...

Recobrándose curiosa:

—¿El balazo lo recibió usted en el pecho?

—Un poco más abajo. Aquí; aquí, precisamente, donde las costillas se
separan. La cicatriz es muy pequeña; con los años casi se ha borrado,
pero todavía se conoce. ¿Quiere usted verla?

Ella no deseaba otra cosa, pero empezó a negar.

—No, no... ¡Qué vergüenza!...

—¿Vergüenza? ¿Por qué?... ¡No sea usted inocente! Si apenas necesito
desnudarme.

Se desabotonó la camisa y por la abertura se arremangó la elástica.
Apareció la carne blanda, cetrina, cubierta por una espesa pelambrera
rucia. Doña Lucía, sin querer, miraba. Vio la herida. ¡Oh!... Y, al
acercarse, su nariz percibió un olor acre, penetrante, lascivo: un olor
a macho...

La sugestión trágica iba en aumento. La señora de Hernández comprendió
que sus piernas empezaban a flaquear; estaba perdida; no la quedaban
ni un grito en su garganta, ni un soplo de energía en sus músculos;
además, en aquel preciso momento acababa de sentir posarse sobre su
espalda la mano de Perea, cálida, impaciente...; la mano asesina...

Sollozando, vencida, la excelente señora refugió su rostro, bañado en
lágrimas, contra el chaleco del héroe. El recuerdo de Leopoldina la
atormentaba.

—¡Higinio! —balbuceó—. ¡Higinio!... ¡Y todo eso lo hizo usted por el
amor de una mujer, por ella se manchó usted la conciencia de sangre!...
¡Ah! ¡Yo adoraría al hombre que hubiera sabido amarme así!...

El dulce momento pasaba adornado con sus atavíos más bellos de humildad
y de lágrimas; había que aprovecharlo. Don Higinio cerró la puerta del
comedor con llave, y suavemente empujó a doña Lucía hacia el diván;
ella cedía, poniéndose un brazo delante del rostro. Y hubo un largo
silencio nupcial...

Perea, sofocado aún, pero triunfante y gozoso, se arreglaba
precipitadamente el lazo de su corbata delante de un espejo. Ella le
observaba, inmóvil, aturdida, pensando que desde hacía unos instantes
era otra mujer. ¡Un amante! ¡Tenía un amante!... ¿Y no equivalía esto a
haber hallado de nuevo su juventud?...

No pudo contenerse y levantándose le echó los brazos al cuello y le
dio muchos besos largos, callados; besos de traición, de adulterio. El
orgullo de pertenecer a un héroe llenaba su espíritu:

—¡Higinio mío! ¿Qué tienen los hombres como tú para ser tan amados?

A las siete oyeron llegar a doña Emilia; Teresita, Carmen y su novio,
habían ido a visitar, sin duda, a la mujer del notario, que estaba
enferma. Mientras la señora de Perea dejaba su rosario y su libro de
oraciones en el gabinete, los dos amantes hubieron tiempo de serenarse:
don Higinio encendió un cigarrillo y se estiró el chaleco; doña Lucía
se pasó una mano por los cabellos y rápidamente, con una borla que sacó
de una cajita de celuloide, se empolvó las mejillas. Cuando doña Emilia
entró en el comedor, su marido se paseaba indiferente, silbando una
canción. Para recibir a su amiga, la señora de Hernández se levantó.
Las dos mujeres se besaron.

—¿Cómo tú por aquí, a estas horas? —preguntó doña Emilia.

La interpelada, a pesar de su inexperiencia, halló inmediatamente, en
ese gran fondo de hipocresía que caracteriza la arquitectura moral
femenina, un aplomo perfecto.

—Me aburría en casa y vine a verte. Gregorio se fue esta mañana de caza
y se llevó a Ernestín. ¡Comprende mi fastidio; todo el día sola!...
Os vi esta tarde, a ti, a tu hermana y a tu hija, cuando ibais, a la
novena, y pensé reunirme con vosotras en la iglesia; luego me entretuve
demasiado preparando unos dulces, y ya se me quitaron las ganas de
vestirme. Tu marido, para distraerme, me ha enseñado los célebres
periódicos...

Perea dirigió hacia la mesa una mirada oblicua de inquietud y continuó
paseando. Doña Emilia interrogó:

—¿Qué periódicos?...

—Esos...

Los reconoció en seguida y su rostro se nubló: la molestaba que su
marido hubiese dispensado a doña Lucía un tan señaladísimo testimonio
de confianza; al fin, aquellos periódicos eran documentos que, más o
menos tarde, podían comprometerle. ¿Qué sabe nadie lo que en el día de
mañana puede ocurrir? Hay secretos que ligan unas personas a otras como
cadenas, y por lo mismo únicamente la esposa puede saber. La señora de
Hernández mostró a su amiga el retrato del holandés.

—¿Le habías visto?

—Muchas veces. ¡Dios le haya perdonado!...

Ahogó un suspiro y sus ojos bondadosos se arrasaron en lágrimas. Las
dos mujeres, de pie ante la mesa, contemplaban aquellas botas sucias
y aquel montón de papeles amarillentos, de donde parecía alzarse,
como desde una tumba, la acusadora voz de la víctima. A intervalos,
con pasmoso disimulo de histrionisa, los ojos de doña Lucía buscaban
al héroe. A Perea se le antojó que aquella escena se prolongaba
demasiado. Sin hablar, con la severidad de rostro que cumple a una
honda preocupación mental, empezó a recoger los periódicos; apenas si
miró el retrato del holandés; comprendíase que el semblante donde la
muerte había inmovilizado una expresión de rabia y de angustia, le
impresionaba dolorosamente. Para no hacerle sufrir más, doña Lucía
quiso dar a la conversación un sesgo frívolo y picante.

—Y el otro retrato —exclamó—, ¿lo conoces?

—¿Cuál?

—El de la italiana.

Doña Emilia se encaró con su marido y sus manos gordizuelas, pacíficas,
embarnecidas por los años y la ociosidad, se crisparon: hubo en ellas
un temblor de garra.

—¿Es posible? ¿Tienes el retrato de esa tía y no me lo has enseñado?
¿Acaso la quieres aún?...

Doña Lucía azuzaba sus celos.

—Tú eres tonta. Di que te lo enseñe, lo lleva en el bolsillo; el
sábado, en la caseta del Casino, estuvimos viéndolo Gregorio, don
Cándido y yo.

Perea la miraba sorprendido de su actitud hostil. ¿Por qué aquel
aborrecimiento a la hermosa italiana del hotel de los Alpes? Para
tranquilizar a su mujer adoptó una expresión a la vez distraída y grave.

—Yo creí —dijo— que lo conocías; no se trata de un secreto, sino de un
olvido. Voy a buscarlo; creo que lo tengo en la cartera.

Salió despacio, pero con el andar firme y noble que da una conciencia
tranquila. Las dos mujeres, después de seguirle con los ojos hasta la
puerta, se miraron.

—¿Qué te parece? —exclamó doña Emilia.

La señora de Hernández arqueaba las cejas y se mordió los labios.

—Cuanto más le trato —dijo—, más me asombro de que haya hecho lo que
sabemos.

—Pues, yo no. ¡Si le hubieses visto una mañana dispuesto a estrangular
a un hombre que vino a pedirle dinero amenazándole con delatarle a la
justicia!...

—¿Es posible?...

—¡Ay, hija! ¡Qué miedo pasé! Higinio se puso hecho un tigre, amarillo
como la cera, los labios blancos... ¡Una fiera!... Si no llego tan a
tiempo mata al individuo.

Doña Lucía miró a su amiga intensamente, envidiándola de todo corazón
el trabajo de tener un marido así. ¡El amor de la italiana, la muerte
del holandés!... ¿Pero sabe nadie el perfume que una aventura semejante
deja en una vida?... La señora de Perea suspiró y bajó los ojos;
dentro de su hábito y en aquella actitud, parecía una imagen. Su voz
moribunda, su palidez, sus manos cruzadas devotamente sobre el abdomen,
sus pies calzados con cómodos zapatos de paño, parecían decir: «A los
hombres de esa condición hay que perdonarles, cuando menos, veinte
veces al día».

Reapareció don Higinio, trayendo entre los dedos índice y mayor de su
mano derecha una fotografía, que arrojó displicente sobre la mesa.

—¡Ahí tienes el retrato!...

Doña Emilia lo recogió; iba a insultarlo, pero se contuvo, acordándose
de que la persona allí representada estaba muerta. Emociones nuevas
y enemigas la sacudían: tan pronto sentía despecho de que su marido
hubiese tratado a una mujer tan hermosa, tan pronto se holgaba de haber
tenido una rival así. En realidad, la belleza teatral y decorativa
de la italiana se imponía a sus celos. Doña Emilia y la señora de
Hernández permanecían inmóviles, medio abrazadas, como socorriéndose
mutuamente ante la expresión de aquella imagen lasciva, tentadora,
medio desnuda entre la caricia de su abrigo de piel.

La esposa advirtió que la fotografía había estado dedicada.

—¿Tú conoces la dedicatoria? —murmuró.

—No.

—¿No te la dijo él?

—No.

—¿De verdad?

—¡Palabra!

—Alguna desvergüenza sería.

—¡Figúrate, cuando se ha decidido a borrarla!

—Solo se lee el nombre: «Leopoldina».

Quedáronse pensativas; don Higinio, que había seguido el diálogo, las
miraba de reojo.

—Es hermosa, ¿verdad? —insinuó doña Lucía.

A regañadientes, la esposa del héroe declaró:

—Sí, hija mía; no es posible negarlo.

—Los pies un poco grandes, quizás...

—¡Psch..., quizás!...

—Y los ojos demasiado juntos...

—Sí, tal vez...

—No, «tal vez», no; fíjate: los tiene muy juntos.

Interpeló rencorosa a don Higinio:

—¿No es cierto que se los pintaba?...

Perea se encogió de hombros; no se acordaba; además, ¿qué mujer
elegante, máxime si es francesa, no se pinta un poquito?... Continuó
paseándose de un extremo a otro de la habitación, las manos cruzadas
atrás, sintiendo que la bizarra conquista y rendimiento de doña Lucía
le había endolorido las piernas un poco. La esposa del médico le
observaba llena de devoción. En aquel comedor, pensaba, había tres
mujeres: ella, Emilia y la del retrato, y las tres habían pertenecido
a don Higinio. ¡Ah, qué hombre!...

De improviso, doña Emilia, herida por una presunción repentina,
palideció, dilató los ojos, llevose una mano a la frente.

—¿Qué veo? —murmuró—. ¡Es verdad!... Sí... es verdad. El abrigo que
tiene puesto esta reverendísima zurrona es el mío. ¡El mío!...

Don Higinio se asombró, se echó a reír. Las mujeres están locas; hay
que dejarlas. Doña Lucía cogió el retrato, lo miró bien. Efectivamente,
aquel abrigo era el de su amiga. Se volvió hacia Perea desdeñosa:

—¡Qué asco!... Parece mentira...

Don Higinio protestó:

—¡Ah! ¿Usted también?... ¡Cuerno, si no es verdad!... ¿Cómo iba yo a
regalarle un abrigo así a una señora casada?

¡Qué coincidencias!... Ahora recordaba que el abrigo de su mujer había
calentado, efectivamente, toda una tarde, los hombros de la señorita
Enriqueta...

Doña Emilia lloraba abatidamente:

—¡Qué pena para mí!... Sí, es mi abrigo; y no digas que todos los
abrigos de piel se parecen, porque este yo lo conozco: ¡es el mío, mi
abrigo!... Si no se lo regalastes se lo prestarías para retratarse; ¡y
en cueros!... ¡Qué vergüenza!... Ya no lo quiero, está maldito. ¡Ah, se
acabó!... Yo pensaba dárselo a mi Carmen, cuando fuese mayorcita; pero
ya, tampoco. ¡Se acabó para siempre! Ni ella ni yo. ¡Nunca!...

Así, lagrimeando y hablando, fue apaciguándose su despecho. Luego se
acercó a su marido y cogiéndole las manos:

—¿Me dejas romper esa fotografía?...

—¿Por qué? —balbuceó—. ¿Qué te importa después de tantos años?

—Sí, me importa. Tengo de ella unos celos horribles... ¿Me dejas?...

—No seas tonta... Yo no la quiero, ¿comprendes?...; pero me gustaría
conservarla: es un trofeo...

Aquel retrato, comprado en el bulevar, no le interesaba ni decía nada
a su memoria; sin embargo, quería defenderlo únicamente porque era de
París. Pero doña Lucía acudió en auxilio de su amiga.

—¡Sí, señor —exclamó—; ese retrato muere ahora mismo! ¡No faltaba
más!... Y hace usted mal, pero muy mal, en no acceder en seguida.

Él comprendió que no podría luchar contra las dos, y bajó la cabeza
resignado.

—Hagan ustedes lo que gusten.

Su gesto fue débil y triste, como el de Pilatos entregando a Jesús.

—Ven, Emilia —gritó alborozada doña Lucía, que había cogido el
retrato—. ¡Ven! ¡Ahora es la nuestra! ¡Vamos a quemarlo!

Escaparon corriendo y salieron al jardín. Don Higinio, gordo y en
mangas de camisa, se había asomado a una de las ventanas para desde
allí presenciar el auto de fe, y experimentaba una rara inquietud, como
si efectivamente su pasado fuera a deshacerse en humo y cenizas. Era
casi de noche y la gran melancolía crepuscular infundía a los árboles
majestad y misterio. Salmodiaba una fuente. El jardín callado olía a
mentas, a madreselvas, a jazmines, a hinojos.

Doña Emilia y doña Lucía estaban emocionadas. La señora de Hernández
reía mucho; su risa era desapacible, estridente; Doña Emilia parecía
acobardada y a cada momento miraba a su marido, esperando una
reprensión. La presencia del héroe la cohibía. ¿Estaría mal lo que iban
a hacer?... Al cabo la hilaridad carcajeante de doña Lucía la ganó, y a
su vez, empezó a reír. La esposa y la querida se disponían a vengarse
cruelmente de aquella rival por quien Perea, loco de amor, había
matado. Ambas se disputaban el gusto de romper el retrato.

—¡Yo, primero!... ¡Trae!...

—¡No, déjame a mí!...

La fotografía, en un santiamén, quedó hecha añicos; amontonaron los
pedazos y con una cerilla los prendieron fuego; era algo infantil; una
columnita de blanco humo subió retorciéndose en la penumbra violeta.
Después, cuando las últimas llamas se extinguieron, las dos a porfía,
para desmenuzar bien las cenizas, patearon sobre el rescoldo.

Entonces, de pronto, don Higinio se puso muy triste. ¿Por qué? Tal vez
por doña Lucía, que llamó a su corazón tan tarde; quizás por aquella
mujer del retrato, a quien no vio nunca.

Llegada la noche, ya en su cama, el héroe de la Grande Jatte suspiró
mucho. Doña Emilia, suponiéndole comido de remordimientos, le aconsejó
maternal:

—No pienses más en eso, no sufras. Dios querrá perdonarte. ¿No sabes
que hay dos mujeres que rezan por ti?...




XI


Doña Emilia penetró en el dormitorio como una ráfaga. Su hermana la
seguía, caminando a pasos menudos y secándose las manos en su delantal.
Don Higinio, que aún dormía, abrió los ojos. Tuvo una moción de
sorpresa. El semblante humilde de Teresita decía asombro; el de doña
Emilia, cólera.

—¿No sabes lo que sucede? —exclamó la esposa.

Y se detuvo para dar a su noticia, con aquel silencio, mayor
importancia. Perea hizo un gesto negativo.

—Pues, nada, un escándalo; que Manolilla está embarazada.

—¿Qué me cuentas?

—Me lo ha dicho ella misma. ¡Figúrate!... ¿Eh? ¡Qué vergüenza para
nosotros!...

Viendo la estupefacción de su cuñado, como un eco, Teresita afirmó:

—Sí, no lo dudes; está embarazada.

Doña Emilia prosiguió:

—Inmediatamente, como supondrás, la he despedido; lo siento porque es
una criada de buen carácter, trabajadora y limpia. Pero en ese estado
no puede continuar aquí. Con quien tú eres y la fama que tienes, el
pueblo iba a decir en seguida que el chiquillo era tuyo. ¿Qué te
parece? ¡Una mocosa de dieciséis años! ¡Qué corrupción, Señor, qué
corrupción!...

Don Higinio encendió un cigarrillo; la historia le interesaba; quiso
oír detalles.

—Lo hemos descubierto —repuso doña Emilia— por casualidad. A Teresa
y a mí nos había chocado el vientre de Manolilla; la encontrábamos
demasiado redonda. ¡Pero como esa gente lleva siempre tantos
refajos!... Ahora llego a la cocina y veo las torrijas que la di
anoche intactas en un plato. ¡Lo que a mí se me escape!... «¿Por
qué no las has comido?», pregunto. «Porque no tenía ganas». —«¿No
estaban buenas?». —«Sí, señora». —«Y entonces, ¿cómo las dejas? Yo
sé que te gustan mucho...». Se puso muy colorada y el corazón me dio
un vuelco. Pensé que las torrijas estaban envenenadas, que alguien
quería matarnos..., ¡no sé!... ¡Como el mundo esconde tanta maldad!...
Entonces cierro la puerta, agarro a la chiquilla por los brazos, la doy
un buen zamarreo y la digo: «Ahora mismo, delante de mí, te comes las
torrijas». —«No, señora; no tengo ganas». —«Pues sin ganas; solo por
complacerme vas a comértelas». Cojo el plato y se lo pongo delante.
Y ella callada. «Come». Callada. «¡Come!». A la tercera vez no pude
contenerme y la di una bofetada. La maldita, nada; muy encendida y
sin levantar los ojos del suelo. A mí la rabia me ahogaba; al mismo
tiempo no quería gritar, porque pensé: «Si Higinio se levanta, esto
acaba mal». ¡Porque conozco tu genio! Tú eres muy bueno mientras no te
pinchen; tú ves a Manolilla así, emperrada en no hablar ¡y la ahogas!...

Perea hizo un mohín modesto para encubrir la satisfacción que le
causaba la convicción que su mujer tenía en su heroísmo. Doña Emilia y
Teresita se habían sentado al borde del lecho. La narradora prosiguió:

—Yo no sé cuántas bofetadas la di; todavía me duele la mano. En estas
llega Vicenta, y al enterarse de lo que sucedía, me dice: «No se canse
usted, señorita; aquí la única que conoce a esta hipócrita soy yo;
para hacerla hablar hay que quemarla el trasero con una plancha. ¡Yo
me encargo!...». En fin, la chiquilla tuvo miedo y confesó. Me dijo
que estaba embarazada de cinco meses... ¿Ves qué infamia?... ¡De cinco
meses!... Y que así la despellejásemos no comería torrijas, porque el
autor de su desgracia es un muchacho de Ciudad Real que trabaja de
cocinero en la taberna de _Tocinico_, y la tarde en que por primera y
única vez fue suya, el granuja la dio a probar de unas torrijas que
estaba haciendo. ¿Qué te parece la explicación? ¡Yo me quedé fría! ¿Tú
has oído nada con menos sentido común?...

Don Higinio no respondió. El odio africano, exquisitamente tierno y
ridículo a la vez que la infeliz Manolilla dedicaba a las torrijas, él
lo comprendía; era un odio semejante al que su corazón alimentó en otro
tiempo hacia _Le Matin_, verbigracia, o contra la calle Feydeau. Las
torrijas fueron para Manolilla lo que para doña Lucía aquellos viejos
periódicos que hablaban del misterioso crimen de la Grande Jatte: un
pretexto; y en la vida, donde nada es sólido, grande ni definitivo,
¿qué es todo lo que ocurre sino el pretexto de cuanto ha de venir
detrás?...

—¿Y qué piensas hacer con Manolilla? —preguntó.

—Despedirla, ¿no lo sabes?...

—¡Pero, así!... ¿El autor del desaguisado qué dice?

—El cocinero no quiere ni oír hablar de ella, y ya comprenderás que no
estoy dispuesta a remediar culpas ajenas. Ahora menos mal, pues nadie
lo sabe; pero, ¿y después?... Ella dice que no tiene dónde ir, y a su
casa no quiere volver, porque si su padre la ve así, la mata. Yo lo
comprendo y hasta la compadezco... ¡francamente!... la compadezco;
pero... ¡allá cada cual con sus acciones!... ¡Que no hubiese comido
torrijas!

Se levantó para marcharse y su gesto era austero, glacial, como el del
arcángel que anunció a nuestros primeros padres la pérdida del Paraíso.

—A mí —dijo Teresita— esa Manolilla me da mucha compasión. ¡Como la
hemos conocido pequeña!... Ahora la pobre está metida en su cuarto y
llorando, pero llorando a ríos, mientras recoge sus ropitas...

Las dos hermanas salieron del dormitorio. Don Higinio quedose
pensativo, y unos instantes su alma generosa censuró colérica la
actitud desjugada, inhumanamente moral, de su mujer. ¡Ser buena!... ¡Es
tan fácil la virtud cuando se han satisfecho todas las necesidades del
corazón y del estómago!... Manolilla, en cambio, nada poseía. Como es
lógico, la infeliz desearía emanciparse del fogón, conquistar un hogar,
un marido; si se dio, acaso fuera para retener mejor a su amante; y de
pronto sus esperanzas se derrumban, su burlador la abandona cobarde
y se halla desamparada de todos, sin casa honesta donde refugiarse.
Emilia razonaba bien: «¡Que no hubiese comido torrijas!...». Pero,
¿quién no delinque? ¿Quién, en cualquiera de las emboscadas que, tan
pronto el amor, como el orgullo, la necesidad o la codicia, tienden a
la integridad del hombre, no comió torrijas alguna vez?... Y, por lo
mismo, Jesús, bajo cuyos pies descalzos se hundió el mundo antiguo, ¿no
mandó perdonar siempre?... Después pensó en el cocinero que tan mal
parada y raída dejó la doncellez de la muchacha. Le conocía de vista:
era un mozalbete veintenario, picado de viruelas, rubio, presumido y
desagradable. Sin embargo, Perea le envidiaba: aquel perillán, que
seguramente no sabía escribir, corría aventuras y seducía criadas,
aunque estas fuesen tan poco apetecibles como Manolilla; pero él,
fuera de su noche de boda, ¿qué podía contar?... ¿No tenía su vida la
sinceridad del sol, el aburrimiento de la llanada?... Ciertamente que
doña Lucía se le rindió; mas no fue a él, al hombre, sino al prestigio
de su mentira; acerca de esto ni su modestia ni su buen criterio y
discurso podían equivocarse.

En tales pensamientos andaba el conspicuo manchego cuando llamaron a la
puerta.

—¡Adelante!...

Era Manolilla. La muchacha raquítica, paliducha, esmirriada, se quedó
en el dintel; las piernas un poco abiertas, los ojos bajos, cohibidos
por la presencia del amo. Llevaba puesto un mantón a cuadros azules y
blancos, y en las manos un hinchado atadijo de ropas.

—Ya le habrá dicho a usted la señora que me voy —murmuró.

—Sí, hija mía.

Ante la humillación y destierro de la pecadora sintió una emoción
subidísima, un enternecimiento que, a durar, se hubiese resuelto en
lágrimas. ¡La pobre criatura! Él, de seguir los evangélicos dictados
de su voluntad, hubiera dicho: «Manolilla: Tú no te vas; tú te quedas
con nosotros, pues no tienes adonde ir. Si tu padre, siguiendo
preocupaciones rancias, te maldice, yo, hombre moderno, hombre
cristiano, te perdono y recojo. Vuelve a tu cuarto, infeliz, y deja
en él tus ropitas. Seca tu llanto. Aquí darás a luz tu hijo, y, entre
todos, te ayudaremos a criarle. Los pañales que mis niños se pusieron
servirán al tuyo. Yo no continúo la obra execrable de traición, de
egoísmo y de infamia que comenzó tu amante». Esto era lo hermoso, lo
noble, lo que Cristo, de vivir en Serranillas, hubiera hecho. Pero don
Higinio reconocíase incapaz de tan alta empresa. ¿Cómo obtener de doña
Emilia el indulto de la muchacha? ¿Cómo llevar a su entendimiento y
menos a su ordenado corazón, la idea de que todos los pequeñuelos, sean
de quien fueren, deben sernos igualmente amados? Imposible; el criterio
de doña Emilia era el de todo el pueblo; el egoísmo humano es tan
colosal que llena el horizonte, y ¿cómo sustraerse al horizonte?...

Mientras estas egregias imaginaciones zarandeaban el espíritu de don
Higinio, Manolilla permanecía inmóvil y humilde, como esperando un
fallo. Al cabo, la cuitada pensó que debía despedirse:

—Bien, pues..., ustedes me perdonarán si en algo he faltado.

—No, mujer.

—Y hasta otro día..., si no me muero... y quieren ustedes recibirme...

Hablaba a tropezones, tragándose las lágrimas. Perea se incorporó en la
cama y registró los bolsillos de su chaleco, colgado sobre el respaldo
de una silla.

—Toma —dijo.

La ofrecía dos duros. Ella rehusó; acababa de cobrar su salario y sus
ahorros ascendían a cuarenta pesetas. ¿Para qué más? Don Higinio admiró
la despreocupación, el estoicismo, con que Manolilla miraba al porvenir.

—No importa —insistió—; esto es un regalo mío; guárdatelo, guárdalo
pronto y que nadie lo sepa.

Cedió ella, y, tímidamente, se acercó al lecho.

—Que Dios le aumente la salud.

—Gracias, Manolilla. ¿Dónde vas ahora?

—A la posada; allí pasaré la noche.

—¿Y mañana?

—Me voy a Ciudad Real, para ver de entrar en la Maternidad.

—Y a tu novio, ¿no piensas hablarle?

—No, señor. ¿Para qué?...

Su voz, que había ido debilitándose, expiró en un sollozo. Secándose
los ojos con su delantal salió del dormitorio, y al cerrar la puerta
don Higinio sintió que acababa de cumplirse una grave infamia. Sin
embargo, allá en los entresijos más hondos de su alma, orientada
perpetuamente hacia la aventura, envidiaba a Manolilla: era joven y el
carnaval de lo imprevisto la aguardaba; pero, ¿y a él?... Gordo, viejo,
rodeado de familia, atado de pies y manos a su hacienda, ya nada podría
arrancarle de allí. Y, sin embargo, todavía su corazón estaba mozo,
todavía esperaba. De aquí la emoción de envidia que Manolilla le dejó
al marcharse.

«¡Quién hubiera comido torrijas como ella!...» —pensó.

Para todo, sin embargo, era ya un poco tarde. A los cincuenta y
dos años, ligado a la tierra, más que por los negocios por hábitos
inveterados de sedentarismo y de inacción, ¿adónde ir?... Don Higinio
apreciaba las hondas mutaciones que en las personas, como en los
afectos, el tiempo andariego había realizado, y de todas partes
llegaba a él un aliento de silencio, olvido y desilusión. Lentamente,
reconocíase apartado de la circulación y cual empujado hacia el
margen de la vida; otras generaciones arrebataron a la suya las
riendas de la actividad, y el ver cómo los matrimonios de personas
que conoció pequeñas iban cargándose de hijos, traíale la sensación
de la humanidad que marchaba tras él. A su alrededor, todo decaía
y retoñaba: doña Emilia tenía los cabellos grises; Teresita estaba
más sorda y cenceña que nunca, y el carnoso y decorativo crepúsculo
de doña Lucía, a la vez, por diversos lados se desmayaba y batía en
deplorable retirada. Sus amigos hallábanse igualmente malparados, y de
los más íntimos su fiel memoria conservaba dos imágenes: la garrida que
lucieron de mozos, y la otra, fea y vieja, que los afanes del vivir les
fue dejando. Don Jerónimo Arribas había engordado tanto, que el tejido
adiposo le ahogaba y apenas podía ocuparse de su bufete; don Gregorio
había perdido la fina vista y el seguro pulso de sus buenos tiempos,
y apenas se acordaba de la escopeta; don Cándido envejecía dentro de
su botica, como las antiguas imágenes de cera se decoloran y amustian
en la penumbra polvorienta de las capillas; Julio Cenén, a pesar de
su frivolidad ornitológica, también se había sosegado, al extremo de
que su mujer, como si quisiera vengarse de cuanto sufrió a su lado,
apenas le permitía salir de noche; Gutiérrez, clavado por el reúma en
su sillón de la Administración de Correos, iba poco al Casino; desde
la calle, a través de las enrejadas ventanas de la oficina, se le veía
escribir, y en la semioscuridad de la estancia su cabeza, de cabellos
blancos y rizosos, parecía una bola de algodón.

A los viejos perfiles achacosos y lentos sustituían otras figuras mozas
y ágiles. El noble Perea reconocía la pesadumbre de los años, más que
en sus propios achaques y goteras, en el pasmoso florecimiento de sus
hijos. Anselmo, el primogénito, era abogado y había abierto bufete en
Ciudad Real; Joaquinito cursaba segundo año de Medicina; Carmen se
había casado y tenía un niño, Higinín, rubio como las mazorcas y con
los ojos grandes, crédulos y azules de su abuelo.

En aquel esperanzado y fecundo movimiento de avance, nadie quedó atrás,
que el tiempo infinito de todo se acuerda por igual. Eugenio y Gorito,
los hijos mayores de Hernández, también fueron muchachos de provecho.
Eugenio terminó la carrera de perito agrónomo; Gorito era militar.

Baldomero, el heredero único de don Cándido, se había licenciado en
Farmacia y ya se disponía a casarse y a sustituir a su padre detrás del
mostrador de la botica.

Águeda y Marina, las niñas de Gutiérrez, a pesar de ciertas
murmuraciones calumniosas, se habían casado: la primera, con un
ambulante de Correos, y su hermana, con un acomodado labrador de
Argamasilla.

Gasparito, el hijo de la señora Indalecia, era un trujamán redomado,
con quien, por dos o tres veces, tuvo que ventilar cuentas la Guardia
civil; afortunadamente, su caudalosa simpatía y mucha astucia le
libraron siempre de los malos fregados en que su necesidad o su
descomedida afición a lo ajeno le pusieron, y de zoco en colodro, unas
veces de novillero y otras de chalán, ganaba su sustento y el de su
anciana madre.

De este modo, cuanto más miraba en torno suyo el benemérito don Higinio
más solo y olvidado se reconocía, así de los que por ancianos iban
hacia la muerte, como de aquellos jóvenes a quienes llamaba la vida.
¡Y él mismo!..., con su cabeza calva, sus zapatos de paño, sus ropas
interiores de franela y sus frecuentes ataques de anquilosis, ¿no
era un hombre «pasado»?... El reúma, que como legado de raza empezó
a atormentarle desde mozo, habíale producido una grave lesión en el
pericardio, agravada por las humedades de la mina y sus aficiones de
pescador. ¡Bastante le había sermoneado acerca de esto su amigo don
Gregorio, y con hartas furibundas profecías trató de amedrentarle!
Pero, ¿quién llevaría su sabiduría y prudencia al extremo de curarse en
salud?...

Ahora que comenzaba a resquebrajarse comprendía mejor que nunca la
majestad y artística belleza de la mentira que sirvió de centro
de gravedad a su historia y la dio color y relieve. Aquel hermoso
gesto falso era la pirosfera de su alma, lo que infundía cohesión a
todos los actos de su vida, como el hilo que sujeta unas a otras las
cuentas de un rosario. Si bien tarde y de modo incompleto, merced a su
superchería, conquistó aquellas preeminentes satisfacciones de vanidad,
solo a los más ínclitos varones reservadas. Mucho tuvo: la devoción
sumisa de su mujer, el respeto de su familia, la estimación de sus
amigos, una amante, un hijo natural, una dorada leyenda de galantería
y de bravura, y con ella la admiración de todo un pueblo. La mentira,
que primero fue murmuración y luego la opinión pública, con la ayuda y
favor del tiempo, convirtió en historia, era para don Higinio lo que
para los artistas el seudónimo con que llegaron a la celebridad: las
muchedumbres admiran al Greco, pero ignoran a Domingo Theotocópuli; han
leído quizás a Stendhal y desconocen a Enrique Beyle. La inmortalidad
se alcanza con una estatua, con un libro, con un ademán. Así la obtuvo
Perea: para sus conterráneos, orgullosos de su valor, siempre sería
«un hombre que mató en París a un holandés»; su gloria, como la de
Juan de Urbieta, el oscuro soldado que prendió a Francisco I en Pavía,
cristalizó en un gesto, pero tan rotundo y feliz que todo el oro de
su vida cupo en él. Durante esas horas raras de sinceridad que los
hombres suelen tener consigo mismos, don Higinio examinaba con cruel
imparcialidad el regio manto de heroísmo que durante años y años llevó
puesto. ¡Oh! Si los vecinos de Serranillas supiesen la verdad...
¡Cómo le despreciarían, cómo acudirían a reírse de él en sus propias
barbas!... Y harían mal; su befa sería injusta: si él mintió fue
llevado por el natural prurito de ennoblecerse, de ser «algo», y ¿en
la historia de todos los hombres no late siempre, como un corazón, el
mismo deseo de notoriedad?...

El esclarecido don Higinio, olvidado de la pesca, alejado un poco de
los grandes torneos de dominó del Casino, dedicado bonachonamente a la
cría de conejos y observando por las mañanas, a través de los cristales
de su dormitorio, el cariz del tiempo, tenía, a despecho de su figura
vulgar, algo de la grandeza triste de Carlos V en su celda de Yuste.
¿Con quién hablaría de su pasado? ¿A qué espíritu delicado confiaría el
fracaso de sus ensueños de argonauta y su inmarcesible amor a París?...
Antaño, cuando unos y otros eran jóvenes, aún había ganas de charlar:
en las tertulias, este narraba sus cacerías, aquel sus éxitos amorosos;
la mentira era como un sarpullido de su mocedad. Pero ahora, en todos,
hasta la imaginación había callado.

—¡Soy un extranjero en mi país! —solía decir don Higinio.

Únicamente perduraba su historia: la leyenda que nimbaba su cabeza casi
blanca, estaba escrita con indelebles caracteres y como claveteada en
la memoria de todos. Nadie dudaba de aquel valor afirmado de manera
inconcusa cuando los presos de la cárcel se amotinaron y el amante de
Leopoldina, sin otras armas que su bien templado coraje y sus puños,
se impuso a ellos; y análoga impresión dejó la bizarra generosidad con
que atajó la inundación que hubo en su mina. Como si tales recuerdos no
bastasen a su prestigio, la suerte quiso que Perea, ya en los umbrales
de la vejez, añadiese a su bien cimentada historia de valiente nuevos
laureles inmarcesibles.

Un anochecer las campanas de la iglesia repicaron a fuego
desesperadamente. El vecindario se conmovió y los hombres se echaron a
la calle; llenáronse las ventanas de mujeres y de chiquillos; todos los
rostros tenían la misma expresión inmóvil producida por el choque de la
curiosidad y del miedo. El incendio era en una casa pobre del callejón
del Hombre Ahorcado, detrás de la Plaza de Abastos, y las llamas,
azuzadas por el viento, se alargaban siniestras en el cielo oscuro.
Sus lampazos sanguinarios alcanzaban muy lejos. Un fuerte sacudimiento
estremeció al pueblo. Los trabajadores que salían de las minas y veían
el fuego aceleraban el paso, y como se acercaban en tropel, el ruido
de sus voces y sus figuras harapientas, tiznadas de carbón, daban a su
llegada apariencias intranquilizadoras de motín. Las calles retemblaron
con el murmullo de sus respiraciones jadeantes y de sus pisadas. El
siniestro iba en auge: torbellinos de chispas bermejas, perláticas,
saltarinas como cohetes, lo coronaban; parecía un volcán, y sobre el
tejado ardiente, convertido en cráter, las llamas flameaban lamiendo el
espacio, hinchándose, retorciéndose, semejantes a un gigantesco pañuelo
rojo y amarillo que dijese «adiós». Clamaban las campanas pidiendo
auxilio. Sobre el gran fondo crepuscular las esferas pálidas del reloj
de la iglesia, brillantes como ojos agoreros, tenían esta vez una
rara expresión, y la corva arista que las separaba, enrojecida por el
incendio, parecía un pico manchado de sangre.

Los dos bomberos que pagaba el Municipio, favorecidos por las varias
parejas de guardias civiles y un numeroso grupo de vecinos de buena
voluntad, habían conseguido sacar a la calle la única bomba servible
que quedaba en el Ayuntamiento y llevarla al lugar del peligro. De
todas partes, hombres provistos de azadones y de escaleras, acudían
dispuestos a demoler lo que fuese necesario para aislar el fuego.

A don Higinio, en pie delante de su casa, le rozaban aquellas fuertes
vibraciones de peligro y de lucha, y su alma aventurera se estremecía.
Doña Emilia, Teresita, Carmen, que llevaba a su hijo en brazos, doña
Lucía y otras mujeres, le rodeaban, apretujándose medrosas contra él,
como si el héroe de la Grande Jatte hubiese de preservarlas de algún
riesgo.

Vieron a don Gregorio. El médico iba muy de prisa y no se detuvo;
varios vecinos le siguieron; decían que había heridos...

Doña Emilia agarró a su marido por los brazos:

—Tú no vas.

—No, hija.

—Es que te conozco; el deseo de ir te llena los ojos; te estás conmigo;
me darías un disgusto muy grande, y bastante me hiciste sufrir ya.
Además, eres viejo.

Teresita, adivinando lo que decía su hermana, añadió:

—¿Le aconsejas que no vaya? ¡Naturalmente! ¡Sería una locura!...

Y doña Lucía, entornando los ojos:

—Usted se queda con nosotras.

Don Higinio, muy bien plantado sobre sus botas de cuero amarillo, las
manos en los bolsillos del pantalón, el abdomen libre y orondo bajo
el chaleco desabrochado, se mordió los labios. Su mujer decía bien:
él quería ir al incendio. ¿Y por qué no? ¿No iban otros hombres y no
era él, supuesta su condición heroica, el más obligado a acudir a
los lugares de peligro? ¿De qué aprovechaba, si no, su valentía? El
bravo que no usa de su valor cuando las circunstancias le invitan a
mostrarlo, queda tan desairadamente como el rico tacaño que esconde su
dinero.

En aquel momento pasó Julio Cenén; sobre su rostro flaco, de color
cera, su barba puntiaguda, negra aún, parecía postiza.

—¿Viene usted conmigo? —gritó el secretario a Perea.

—¡No, señor! —replicó doña Emilia—, ¡mi marido no se mueve de aquí!

Sin hacer caso de esta interrupción, Cenén prosiguió:

—Venga usted. Allí hacemos falta todos; dicen que hay un muerto.

Don Higinio, enardecido, avanzó algunos pasos. Las mujeres le rodearon:
doña Emilia y Teresita se abrazaron a sus rodillas, arrastrando sobre
la acera la gravedad de sus hábitos, y Carmen trató de conmover a su
padre mostrándole la cabecita estúpida, mofletuda y colorada de Higinín.

—¡Higinio de mi alma, no vayas!...

—¡Papá, por Dios!...

Pero el héroe las rechazó a todas y a todas se impuso con un gesto de
irrevocable autoridad; el mismo gesto temerario que habría tenido si
algún día, efectivamente, hubiese necesitado matar a un holandés; y
estoico, manchando con sus zapatos los trajes que aquellas dos santas
mujeres llevaban para mejor rezar por él, siguió adelante.

Momentos después, el galán del hotel de los Alpes, se cubría de gloria.

A través de la turbamulta aglomerada en el lugar del siniestro, don
Higinio y Julio Cenén se abrieron paso fácilmente; su prestigio
les favorecía; al verles los curiosos se oprimían, franqueándoles
respetuosamente el camino. ¿Adónde marchaba Perea tan resuelto? Todos
recordaban de cuando conjuró el motín de los presos, y le seguían
con los ojos, seguros de que iba a realizar alguna acción peligrosa,
extraordinaria, digna de él, en fin...

Delante de la casa incendiada, que era de dos pisos, los muebles,
colchones, líos de ropas, baúles y otros objetos que los vecinos
arrojaron por los balcones, yacían en caótico hacinamiento,
horriblemente manchados de agua, barro y humo. Allí el resplandor del
fuego era tan violento que abrasaba las mejillas; nadie se acercaba;
ante la formidable hoguera, los semblantes, suspensos, acobardados, de
la multitud, aparecían rojos. Por las ventanas de la casa, convertida
en volcán, salían cortinajes terribles de llamas que renegreaban y
agrietaban la fachada. Varios balcones se desplomaron con un espantoso
fragor de inflamados cascotes. La bomba, aunque funcionaba bien, era
insuficiente para dominar el incendio, y su vena de agua antes lo
alimentaba que lo combatía. El calor había roto en añicos todos los
cristales de las viviendas inmediatas. Los dos bomberos, heridos de
gravedad, acababan de ser trasladados a la botica de don Cándido,
y la cuadrilla de albañiles que capitaneaban el alcalde y el jefe
de carabineros, persuadida de la imposibilidad de apagar el fuego,
dedicábase a impedir que este, socorrido por el viento, se propagase.

De repente, una mujer que probablemente estuvo encerrada en alguno
de los cuartos interiores, apareció desmelenada, loca de terror, en
un balcón del piso segundo. Sus gritos desesperados dominaron el
tumulto, semejante a un hervor, de la muchedumbre. Inclinada sobre la
barandilla, los brazos extendidos, los cabellos colgantes, la boca
desquijarada trágicamente en el espanto del rostro tiznado por el humo,
parecía una furia. Julio Cenén la reconoció.

—Es Evarista, la hija de Matilde la cintera...

La infeliz impetraba:

—¡Socorro!... ¡Socorro!...

A su llamamiento, varias voces contestaron:

—¡Baja por la escalera!

—¡No puedo! ¡Está ardiendo!...

Sus brazos convulsos se retorcían frenéticos; parecía que iba a
lanzarse de cabeza a la calle.

El alcalde la ordenó:

—¡Descuélgate despacio, y cuando ya no puedas más, déjate caer; aquí
te recibiremos! ¡No tengas miedo!...

Ella medía la profundidad del salto con ojos espantados. El señor
alcalde repitió:

—¡No tengas miedo! ¡Tírate!...

Desafiando bravamente la proximidad quemante de las llamas, dos
guardias civiles extendieron varios colchones en el suelo, y después,
los cuerpos rígidos, los brazos abiertos, la mirada en alto,
dispusiéronse a recibir a la joven. Pero ella no se atrevía a brincar;
el abismo, realmente, era demasiado hondo.

—¡No puedo! —repetía llorando—, ¡no puedo!...

Julio Cenén murmuró al oído de Perea:

—Le advierto a usted que es una chiquilla preciosa: todavía no habrá
cumplido dieciocho años y ya tiene uno de los panderos más hermosos del
pueblo...

La inoportunidad de la observación repugnó a don Higinio. El secretario
del Ayuntamiento era un cínico y un majadero. Ellos se habían puesto
allí, delante de todos, para hacer algo notable, o cuando menos para
ser útiles. Súbitamente, la idea de que la opinión pudiese juzgarle mal
le asaltó. Irritado miró a Cenén:

—Hay que salvar a esa mujer.

—¿Salvarla? ¿Cómo?...

—Subiendo adonde está.

El secretario se inmutó.

—No intente usted semejante disparate; sería ir a una muerte segura; la
escalera está ardiendo.

Perea no le oyó. Una ola de sangre temeraria, la sangre de los Alcañiz,
le nubló la razón; abotonose su zamarra de pana, y antes de que nadie
pudiese detenerle, brincando ágilmente sobre los muebles hacinados en
medio de la calle, desapareció en el zaguán de la casa incendiada. La
multitud lanzó un grito de admiración y de espanto. ¿Era creíble que
un hombre como él, gordo y respetable, desafiase así a la muerte? Julio
Cenén pateaba y se mordía los puños de rabia.

—¡No sale! —decía—, ¡no vuelve más!... Y yo tengo la culpa de su
desgracia, ¡porque fui quien le animó a venir!...

Inútilmente el alcalde trató de consolarle; los dos reconocían que a
Perea, como a todos los valientes, le atraía el peligro, y quien ama
el peligro —enseña un antiguo refrán—, más o menos tarde perece en él.
Transcurrieron algunos instantes de angustiosa zozobra. De súbito,
rápido, triunfante, don Higinio surgió en el balcón envuelto en una
repentina ráfaga de humo rojizo, tomó a Evarista, medio desmayada,
en brazos, echósela al hombro con varonil arranque y huyó a tiempo
que un tabique, cediendo a la voracidad de las llamas, se desplomaba
y el interior del piso resplandecía horrorosamente. Minutos después,
bajo una explosión estruendosa de vítores y aplausos, el héroe de la
Grande Jatte salía a la calle con Evarista. Había perdido el sombrero y
sufrido en las manos varias quemaduras, pero aún tuvo la sangre fría de
saludar con una sonrisa al pueblo entusiasmado.

Inmediatamente, ovacionado, sostenido por centenares de brazos amigos,
se dirigió a la farmacia de don Cándido para ser curado. En el trayecto
encontró a su familia, que acudía llorando, noticiosa de su nueva
hazaña. Su mujer, su cuñada, su hija, doña Lucía, todas le abrazaban.
Doña Emilia sufrió una congoja; fue necesario meterla precipitadamente
en una casa y quitarla el corsé.

—¡Qué locura, señor! —hipaba la pobre señora—. ¡Qué locura!... ¡Un
hombre como Higinio, enfermo del corazón!... ¡Exponerse a una emoción
así!...

Julio Cenén, que llevaba a Perea cogido por la cintura, le preguntó
misterioso:

—Dígame, amigo don Higinio, usted que lo ha tocado: ¿cómo tiene
Evarista el trasero?...

Don Higinio, en quien ningún sentimiento procaz había manchado el noble
desinterés de su acción, se indignó:

—Pero, usted es tonto; ¿usted cree que cuando un hombre se juega la
vida, como yo acabo de hacerlo, se fija en detalles?...

El lascivo secretario rompió a reír.

—¡Canastos! —exclamó—, ¡usted de nada se admira! ¿A un trasero así le
llama usted «un detalle»?...

Esta hazaña fue el último de aquellos dos o tres rasgos preclaros de
valor que fijaban otros tantos jalones gloriosos en la historia bizarra
de Perea; una especie de canto de cisne o de verso gallardo con que el
Azar le permitió rematar el magnífico soneto de su vida. Después, como
si aquel sacrificio hubiese apagado bruscamente sus bríos, el héroe de
la Grande Jatte tornose más sedentario y casero que lo fue nunca. Sus
ocultos amores con doña Lucía duraron poco, y mucho tiempo hacía que
sus relaciones eran rotundamente fraternales: se estrechaban las manos
de cierto modo, se miraban con ojos en los que había una tristura de
adiós, un calor de cenizas, y nada más. Don Higinio bajaba a la mina
pocas veces; se levantaba a mediodía, y después de almorzar salía al
jardín, donde las higueras, los naranjos, los albaricoqueros y los
guindos de troncos plateados eternizaban la lucha de los árboles por el
dominio del espacio y de la tierra: allí, tranquilo, solemne, un poco
triste, como quien habiéndolo tenido todo, a todo renunció por generoso
y estoico desasimiento de su voluntad, dedicaba horas dulcísimas a la
crianza de sus conejos. Él mismo les construía sus viviendas y por
su mano les aderezaba el pasto, compuesto principalmente de hojas de
salvia, ramas de tomillo y de hinojo y otras plantas fragantes, que
si no sirven para el encebamiento de los animales, los robustecen
y acrecientan su fecundidad. Conocía sus enfermedades y el modo de
curarlas, el régimen a que deben someterse los machos durante ciertas
épocas del año, las razas más ardientes y que mejores crías producen; y
apuntados en un cuaderno llevaba los días de monta, las fechas en que
las conejas habían de parir y aquellas en que los gazapitos necesitan
ser destetados. Acerca de tales minucias, el amante de Leopoldina
hubiera podido escribir un libro. En el Casino jugaba al dominó con los
amigos de su edad; pero ya no bebía ajenjo, ni quemaba terroncitos de
azúcar, ni reía como antes, y si algún mozo le hablaba envidiándole su
historia de amores y de valentías, adoptaba una actitud triste.

—Veo —decía suspirando— que inspiro celos a la juventud. ¡Ahora es
cuando reconozco que voy siendo viejo!...

La desilusión, que en el curso insensible del tiempo cae sobre
todas las cabezas por igual, con la diferencia de que en las mozas
y calientes se deshiela, mientras en las ancianas cuaja y perdura,
había blanqueado, casi completamente, los cabellos ásperos y cortos
del héroe. Doña Emilia, vieja también dentro de la parda tristeza
de su hábito, sufría con el espectáculo de aquella lenta ruina.
Sigilosamente los años realizaban su obra. ¡La primera cana! ¡Oh! ¿Qué
frío lancinante, qué frío de otra vida hay en ese primer cabello blanco
que nada, ni la hoguera de todas las ilusiones, ni el sol de todas
las primaveras futuras, podrían curar?... Alma que lates dentro de
nosotros, roto en pedazos tu traje verde, hecho con sedas de ilusión;
¿por qué no te envolviste, como en un sudario, bajo las primeras nieves
que florecieron sobre tu frente? ¿Acaso no llega a ti el silencio de
tus rizos de plata? Y si lo sientes, ¿por qué esperas aún?...

De esto doña Emilia hablaba frecuentemente con su hermana y su hija,
y Carmen, que tenía sobre sus rodillas a Higinín, suspiraba, y sin
advertirlo iba habituándose a la idea de ser la huérfana de un héroe.
A doña Lucía también la apenaba el natural apagamiento de su antiguo
amante. Con los años su carne había callado, pero su corazón palpitaba
aún por él. Muchas tardes, viéndole trabajar bonachonamente en la
fabricación y limpieza de sus conejeras, meditaba:

«¡Y que ese hombre haya matado a otro por una mujer!...».

Una mañana de las últimas de octubre don Higinio declaró que no
podía levantarse. Su mujer, cuando le llevó el desayuno a la cama,
sorprendiose de hallarle acostado boca abajo y quejándose de fuertes
dolores en los riñones y en el vientre. Tiempo hacía que el reúma le
rondaba: unas veces se le fijaba en un codo, otras le atacaba las
rodillas, y épocas hubo en que los pies, particularmente el izquierdo,
se le hinchaban de modo que le era imposible calzarse. Ahora el mal
parecía detenido y localizado, y con tal furia apretaba que el enfermo,
bien a pesar suyo, no sabía estarse quieto.

—¿Quieres que llamemos a Hernández? —preguntó doña Emilia.

—No, todavía no; esperemos a que sea más tarde.

El médico, ignorantón y expeditivo en sus procedimientos, le inspiraba
miedo.

—Mejor sería —agregó— que me dieses una buena friega de alcohol en los
riñones.

Doña Emilia dejó la colación matutina del héroe sobre la mesilla de
noche y salió en busca de un preparado de alcohol y romero muy eficaz
contra toda clase de dolores. Teresita, a quien en los cambios de
estación también se le inflamaban las articulaciones, lo empleaba mucho
y siempre con fortuna. El rostro hundido en la almohada, la camiseta de
bayeta recogida hasta los sobacos, don Higinio resistió pacientemente
el masaje. Mientras le frotaba con todo empuje y devoción, su mujer no
cesaba de hablar, a la vez maternal y celosa:

—¡Ya!... Si no hubieses llevado la vida que sabemos, no estarías así;
pero, ¡claro!, no quisiste oír mis consejos y ahora te ves como te
ves... ¡hecho un valetudinario!... Entre las humedades de la mina y
las que recibías cuando te ibas a pescar, ¡bueno te han dejado!... ¿Te
acuerdas de la tarde en que se desbordó el río?... Aquella mañana yo no
quería dejarte marchar; pero tú, según costumbre, no me hiciste caso.
¡Naturalmente!... Las mujeres propias nunca tienen razón, ¿verdad?...
Somos un pedazo de carne con ojos, una especie de amas de llaves o de
burras de carga, sin hermosura, sin entendimiento, ¡sin nada, hijo, sin
nada!... Buenas solo para reñir a las criadas y darle teta a los niños.
En cambio, si yo fuese una pelandusca cualquiera, de esas que no saben
más que mirarse al espejo, pintarse los ojos y retratarse en cueros,
como quien yo sé..., ¡Dios la haya perdonado!..., no sabrías dónde
ponerme...

Según hablaba, sus recuerdos se desentumecían amenazadores, y sus manos
se crispaban furiosas, como si los lucios lomos del paciente fuesen
las entrañas aborrecidas de alguna rival. Perea, callado, sumiso, con
la humildad que infunde una conciencia sucia, no respondía palabra, y
apretados los dientes y los carrillos crecidos por el esfuerzo que le
costaba no quejarse, resistía los aliados dolores del reúma y de las
friegas.

Doña Emilia proseguía su rencoroso monólogo, y a veces, vencida por la
fatiga, apoyábase inadvertidamente sobre el enfermo con grave escozor
de su piel y quebrantamiento de sus costillas.

—¡Y si no fuesen más que los resfríos de la mina!... Pero otros...,
¡ya lo creo!..., otros son los motivos que ahora te tienen tirado en
esa cama. Los hombres que de jóvenes abusaron de los placeres, como tú
has hecho, llegan a la vejez prematuramente. Porque, ¡eso no puedes
negarlo!... Queridas no te han faltado: hoy una, mañana otra; cojo a
la morena, dejo a la rubia... ¡un serrallo!... y de todos los países.
Luego, esa herida... ¡Dios no permita que nos dé un disgusto!...

Seguía frotando, satisfecha de ver cómo las mollares espaldas del
paciente enrojecían.

—Cuando te veo así comprendo que de todas tus amantes la que mayor
aborrecimiento me inspira, a la que detesto con toda mi alma, tanto que
si pudiese la quemaría viva, es a la italiana. A Indalecia, ahí tienes,
a Indalecia, no la odio. ¡Pero a la italiana! ¡Grandísima perra! Dios
me perdone; pero si considero que por culpa suya te pudieron matar y
quedarse nuestros hijos sin padre, parece que voy a volverme loca.
Es verdad que te tengo, que eres mío; pero, ¡cómo te han dejado!...
Reumático, herido, enfermo del corazón... ¿Ves? Di... ¿Reconoces ahora
las consecuencias de tu mala cabeza?...

Con el favor del alcohol y de los restregones, don Higinio sintiose
mejor, y a ello coadyuvó el gran trozo de franela caliente que le
aplicó su mujer sobre el abdomen. Una saludable reacción le permitió
dormir hasta medio día. Cuando despertó, acordándose de que debía
contestar sin dilación a la carta que el ingeniero belga monsieur Luis
Berain, futuro director de la mina, le había dirigido, pidió recado de
escribir y redactó un telegrama:

  «Luis Berain. Escuela Politécnica. Bruselas. Urge presencia suya
  aquí. Póngase en camino cuanto antes. Banqueros místeres Witerbay,
  Sedwind y Compañía, le facilitarán fondos necesarios.—_Perea_».

Llamó a doña Emilia:

—Ordena a Vicenta que vaya a Correos y le diga a Gutiérrez me haga
el favor de traducir este telegrama al francés y de darle curso en
seguida. ¡Ah! Y tú, si ves a Gutiérrez, explícale que por hallarme
enfermo no se lo he enviado traducido, no vaya a pensar que no sé
francés...

Don Higinio no quiso almorzar; tenía el vientre inflamado y los dolores
de riñones volvían a mortificarle. Por todo alimento, en el transcurso
de la tarde, bebió dos vasos de leche azucarada y una taza de caldo. A
la hora del crepúsculo se amodorró. Doña Emilia, que no se separaba de
él, le tocó la frente y los pulsos y advirtió que estos eran muy recios
y frecuentes.

—Tienes calentura. ¿Mandamos venir a don Gregorio?

—No, hija.

—¿Por qué?...

—Ya te lo he dicho; todavía no hace falta.

Su mujer le dio una segunda frotadura de alcohol y romero, y le abrigó
el vientre con un buen fomento de algodón y una faja de franela: esta
faja histórica, pues que sirvió a doña Emilia veinte años atrás, en
su último parto, hizo florecer sobre los labios del héroe una sonrisa
triste. Luego cerró los ojos y entre sueños sintió murmullo de pasos
y creyó reconocer la voz de doña Lucía. La noche la pasó muy mal;
punzadas fugaces, pero terribles, que parecían nacerle en los riñones,
le zarpeaban el vientre, por momentos más hinchado y más duro. Carmen
acompañó a su padre hasta media noche, hora en que se retiró porque a
Higinín no podía dejarle solo más tiempo. Teresita y doña Emilia se
quedaron velando al enfermo. A intervalos, Perea buscaba ansiosamente
las manos de su mujer y las oprimía con fuerza.

—Me siento peor —decía—, ¿qué será?...

Entornaba los párpados y su respiración, con el dolor, era anhelante y
ruidosa. Balbuceaba:

—Me siento peor.

Por la mañana, su voluntad se debilitó y pidió que llamasen al médico.

—¡Es un animal! —suspiró—, un completo animal; pero... ¡qué vamos a
hacer!...

A poco, metido en una tuina de paño pardo con bocamangas y cuello de
astracán, pantalón de pana y botas amarillas de ternera, llegó don
Gregorio. Su sombrero, su madura corpulencia, su tempestuoso vozarrón
y los aspavientos de sus brazos enormes, llenaron el dormitorio. Traía
los párpados hinchados de sueño; ni siquiera le habían dado tiempo a
lavarse la cara. Apenas recibieron en su casa el recado de don Higinio,
doña Lucía le echó a la calle.

—¡No he podido desayunarme! —exclamó.

Acercose al paciente y ligeramente, por debajo de las mantas, le
exploró el vientre. Sus dedos de hierro iban de un lado a otro,
golpeando, oprimiendo...

—¿Le duele a usted aquí? —decía—, ¿y aquí?..., ¿y ahora?...

Don Higinio tan pronto afirmaba como negaba; a ratos parecía perplejo
y miraba al techo, cual si la sutil explicación y respuesta de lo que
sucedía dentro de él estuviese allí. Doña Emilia, su hermana y Carmen,
con Higinín en brazos, rodeaban el lecho, suspensas y pálidas.

—Se me figura —insinuó don Higinio tímidamente, porque los dedos del
médico le hacían mucho daño— que esto es un ataque de reúma.

—¿Y por qué cree usted eso?

—Hombre..., como usted sabe que soy un reumático crónico...

Hernández calló; parecía tener otra opinión.

—Vamos a ver —murmuraba, como si hablase consigo mismo—, vamos a ver...

Doña Emilia suspiró, cruzando las manos:

—¡Ay!... ¿Cree usted que será grave?...

—No sé, señora mía; no lo sé aún; pero espero saberlo; mis dedos algo
han de decirme...

De pronto, su rostro bronceño de cazador se iluminó con la claridad de
un hallazgo; pero instantáneamente aquella luz desapareció, y lo que
unos momentos fue alegría fortísima, mudose en sombras de preocupación
y de tragedia. Tan manifiesto y decidido imperio adquirió este segundo
gesto, que doña Emilia, primero, y luego Teresita, se echaron a llorar.

Doña Emilia gritó:

—¿Qué es, don Gregorio de mi alma, qué es eso?... ¡Hable usted, por el
amor de sus hijos; hable usted!...

El médico repuso absorto y solemne:

—El caso no es desesperado, pero sí grave. ¿A qué andar con eufemismos?
¡Muy grave!...

Cruzose de brazos, el mentón sepultado en el lazo de su corbata, las
cejas fruncidas. Interrogó a Perea:

—¿Usted es cardíaco, verdad?

—¡Toma! ¿A qué viene esa pregunta? ¿No lo sabe usted de siempre?...

Hubo otra pausa. Hernández murmuraba:

—Muy grave..., muy grave...

Don Higinio, un poco inquieto, observaba a su amigo, pensando: «¡Qué
disparate irá a decir este avestruz!...».

Al médico parecía costarle trabajo resolverse a hablar. Sin duda sus
palabras iban a ser aterradoras. Al fin se decidió:

—Yo quisiera que estas señoras nos dejasen solos un momento...

Las tres mujeres, a la vez, prorrumpieron en gritos y sollozos,
formando una ensordecedora algarabía. Por suerte don Higinio, agitando
imperiosamente su diestra corta y heroica, las redujo a silencio.

—Hacedme la santa merced de callar. De lo contrario, me obligaréis a
echaros de aquí.

Y, volviéndose hacia Hernández bonachonamente:

—Pero, veamos; ¿usted no piensa, como yo, que se trata de un poco de
reúma?

—No, señor.

—¿No?...

—No, señor: desgraciadamente, no es así. Si no fuese usted Higinio
Perea hablaría de otra manera; pero usted es un hombre, un verdadero
hombre, sereno y valiente... ¿Me explico?... ¡Un hombre que puede oírlo
todo!

Las mujeres permanecían trémulas, boquiabiertas; en sus ojos dilatados,
la curiosidad secó el llanto. Perea también empezaba a alarmarse, que
el misterio y pavura de que don Gregorio rodeaba su diagnóstico a todos
se imponía, y hubo en la habitación un silencio tal que se habría
percibido el hilar de una araña. El rostro y el ademán del médico
adquirieron expresión profética:

—Amigo don Higinio, en este bajo mundo, como recuerdo haberle repetido
muchas veces, todo se paga.

Perea quiso bromear:

—¿Todo? ¡No exagere usted! ¡Recuerde sus deudas de estudiante!...

Pero Hernández permaneció serio; tan serio como jamás lo estuvo en su
vida.

—¡Todo se paga! —insistió sibilino—; y así, quien sembró bienes,
recogerá bonanzas, y quien fue malo, al finar su vida solo cosechará
tempestades y dolores.

Y tras una pausa:

—Esto último le ha sucedido a usted, querido amigo. Usted es muy
bueno, ya lo sabemos... ¡muy noble!... Pero la juventud de usted fue
turbulenta; usted usó y derrochó sin cálculo las energías preciosas
de la mocedad, y ahora es llegado el triste momento de pagar aquellas
locuras. Usted cree que esos dolores son reumáticos; está usted
completamente equivocado. Esas punzadas que, según dice muy bien,
parecen desgarros..., algo como si le rajasen a usted por dentro...,
¿verdad?..., provienen de otra causa.

—¿De cuál?...

Por más esfuerzos imaginativos que hacía, no daba con el hito o término
adonde su interlocutor iba a parar. Hernández prosiguió:

—Usted ha olvidado que sus aventuras dejaron en su cuerpo un rastro
indeleble; usted no se acuerda de que lleva una bala dentro e ignora
que las heridas viejas, cuando llegamos a cierta edad, suelen ser
fatales...

El héroe de la Grande Jatte se estremeció; en aquellos momentos de
sinceridad, las palabras del médico le produjeron la brutal sensación
de un chorro de agua fría sobre la espalda.

—¿Qué quiere usted decir?

—Quiero decir —replicó don Gregorio con una lentitud llena de
autoridad— que si yo desconociese la historia del balazo me inclinaría
a creer que la enfermedad de usted se reducía, sencillamente, a un
ataque agudísimo de reúma visceral. Es una clase de reúma muy frecuente
en los cardíacos.

Don Higinio, agitando ambos brazos en el aire, comenzó a afirmar con
resuelta vehemencia:

—¡Ah, pues no lo dude usted! ¡No lo dude usted!... ¡Lo que yo tengo es
reúma visceral!...

—¿Por qué?

—¿Cómo, por qué?... ¡Toma! ¡Porque sí!... Porque mi padre y mi abuelo y
todos mis ascendientes fueron reumáticos... y ellos me dieron su reúma
como su apellido. ¡Ni más ni menos!...

—Está usted equivocado, amigo Perea.

Con la terquedad del médico, don Higinio empezaba a irritarse:

—Pero, ¿por qué no había de ser reúma?

Hernández, a su vez, dio una terrible voz.

—¿Y por qué no había de ser la bala, que, desprendida al fin del hueso
donde estuvo alojada, al descender ahora obedeciendo a la gravedad,
le produce a usted esos dolores de que se queja? Deme usted una razón
siquiera en contra de lo que digo: ¿por qué no había de ser la bala?...

Como la cobarde y pesimista complexión humana, por obra de su misma
poquedad y follonería, inclínase siempre a creer lo más malo, desde
el primer momento, así doña Emilia, como Teresita y Carmen, rindieron
su confianza a la opinión de don Gregorio; y apenas oyeron que la
vengativa bala del holandés era la causa de los tenaces dolores que
afligían al cabeza de familia, cuando se arrojaron unas en brazos de
otras, deshaciéndose en lágrimas, sollozos e imprecaciones furibundas.
Doña Emilia, especialmente, tuvo inflexiones de voz, encendidas miradas
y gestos dignos de la tragedia griega. Olvidada de la mansedumbre a
que su hábito parecía obligarla, mordíase los puños y zapateaba el
suelo como si allí, bajo sus pies, tuviese a la italiana del hotel de
los Alpes. Recordaba su retrato, roto y quemado en el jardín; la veía
entre pieles, orgullosa de su belleza incitante, medio desnuda, y esto
acrecentaba su cólera.

—¡Las perras! —rugía—. ¡Las grandísimas lobas, bribonas, viciosas
y sinvergüenzas, que, no contentas con su marido, hacen cara a
los hombres casados!... ¡Que se ha muerto!... ¿Y a mí, qué?... En
el infierno habrá caído de cabeza y allí estará ardiendo por una
eternidad. ¡La muy pécora!... ¡Poner frente a frente a dos hombres para
que se maten!... ¿Qué hace Dios —¡la Virgen del Carmen me perdone!— que
de un rayo no las parte a esas malas tías el corazón?...

Iba a proseguir su fervorosa perorata, cuando su marido, seca y
desabridamente, la atajó y redujo a silencio.

—O callas, pero callas en absoluto, o te vas. ¡Elige!...

Las tres plañideras se reportaron, y si bien continuaron llorando, pues
las lágrimas sinceras ni corren ni se enjugan a voluntad, hacíanlo con
tal temerosa parsimonia y comedimiento que no se las oía. El semblante
del héroe reflejaba una honda preocupación: él estaba cierto de
hallarse bajo un ataque de reúma; pero el médico afirmaba que aquellos
dolores eran motivados por la bala en su movimiento de descenso, y,
realmente, admitiendo la historia de su lance con el holandés, no había
ninguna razón científica que rechazase lo que don Gregorio decía.
Perea reconoció que ambas explicaciones, la suya y la de Hernández, se
equilibraban. Entonces, gravemente, miró a su amigo.

—Bueno —dijo—; suponiendo que tenga usted razón, ¿qué cree usted que
debemos hacer?...

Don Gregorio tuvo un ademán de indecisión que el paciente se apresuró a
desvanecer; con él se podía hablar de todo: era «un hombre».

—Ya lo sé —replicó el médico—, ya lo sé; por consiguiente, expresaré mi
opinión sin ambages. Amigo Perea, la situación en que usted se halla es
comprometidísima: hay que operarle a usted.

—¿Operarme? —repitió don Higinio que, a pesar de su indiscutible valor,
había sentido palidecer sus mejillas.

—Sí, señor.

—¿Operarme qué? ¿Dónde?

—¡Oh!... Nada más sencillo: abrirle a usted el vientre y sacarle el
proyectil.

Estas palabras de tal manera pasmaron y suspendieron el ánimo de las
mujeres, que, como por ensalmo, cesó su llanto. Hubo un dilatado y
absoluto silencio. Don Higinio, no sabiendo qué actitud adoptar,
encendió un cigarrillo; tan pronto se asustaba, como tenía ganas de
echarse a reír, o el sufrimiento imponía a su rostro algún ridículo
visaje.

Hernández había comenzado a exponer un terrible diagnóstico.

—¿Usted no me ha dicho que el holandés era un hombre alto?

—Sí, señor.

—¿Más alto que yo, tal vez?...

El enfermo advirtió que su mujer, su hija y su cuñada le miraban
fijamente, desesperadamente, invitándole a recordar bien, a no olvidar
o descuidar ningún detalle. Sus cejas se fruncieron, como si ayudasen
con aquel movimiento a la memoria.

—No, me parece que no —declaró con la parsimonia de quien mide y
sospesa bien sus palabras—; míster Ruch sería como usted.

Don Gregorio, repuso:

—Eso creía yo, no sé por qué. Pues, bien; la bala que un hombre de mi
estatura disparase sobre usted, al penetrar por debajo del apéndice
xifoides, que es donde aparece el orificio de entrada del proyectil,
seguiría una línea descendente, hasta tropezar en el raquis o columna
dorsal, a la altura próximamente de la décima vértebra.

Las manazas del médico trazaban en el aire figuras geométricas.

—¿Ve usted? La bala entra por aquí y sigue hacia abajo...

Las mujeres hacían signos afirmativos; don Gregorio tenía razón: su
explicación era sucinta, terminante. ¡Lo que es la ciencia!... Creían
estar viendo la bala...

Hernández continuó:

—Ahora necesito saber si la convalecencia de usted fue rápida.

Don Higinio, aturdido, arrastrado por la fuerza de la situación en que
estaba, declaró:

—Sí, rápida... Yo no recuerdo exactamente... ¡Han pasado tantos años!
Pero, sí... desde luego, duró poco.

—¿Unos quince días?

—Eso es: un par de semanas, o menos; calculemos doce días...

Su mujer intervino en aquella, al parecer, interesantísima ordenación
de fechas:

—Yo sé que cuando te hallabas en París pasaste dieciocho días justos
sin escribirme. ¿No serían esos los de tu enfermedad?...

Don Higinio hizo un mohín ambiguo.

—Es lo mismo —interrumpió don Gregorio—; cinco días más o menos no
modifican lo que voy a decir. La bala, que de haber roto alguna asa
intestinal hubiese acarreado la peritonitis y en seguida la muerte,
es indudable que perforó el peritoneo y la cavidad abdominal, sin
lesionar ninguno de los grandes vasos del tronco celíaco ni otros
órganos capitales. A esta casualidad, verdaderamente milagrosa,
debemos atribuir que la cicatrización de la herida fuese tan rápida.
Ahora bien; los años han pasado, usted sabe que los cuerpos vivos
tienen una marcadísima inclinación a desechar cuantos objetos extraños
pudiera haber en ellos, y así los libros consignan numerosos casos de
individuos que habiéndose tragado una aguja, verbigracia, mucho tiempo
después se la encontraron en una pierna o en un pie. Esto es lo que
aquí ha sucedido: la acción eliminadora, lentísima, pero cierta, del
hueso, por una parte, y de otra algún movimiento o esfuerzo que usted
ha realizado, consiguieron expulsar al proyectil de la especie de
celdilla o alveolo que él mismo, al hundirse en el espinazo, se había
formado. En estos momentos la bala, cumpliendo la ley de gravedad, va
bajando, y lo hace desgarrando cuantas fibras, ligamentos y tejidos
encuentra a su paso; quizás alcance al duodeno, parte del intestino
delgado adherido a la parte posterior del abdomen, y al mesenterio...
Esos dolores de riñones que usted siente señalan la trayectoria que
sigue el proyectil. Si hubiese aquí un encerado, yo la pintaría; esto,
en cirugía, es una especie de tópico, algo que se ve...

Aunque completamente derrotado bajo la terrible coalición formada por
su propia mentira y la irritante ignorancia del médico, el desventurado
don Higinio aún se atrevió a insinuar:

—¿Y si la bala se hubiera estado quietecita y esto no fuese más que
reúma?... Perdone usted mi insistencia, pero yo...

Hernández, con ese fanatismo especial que ponen los médicos en la
defensa de sus opiniones, no le dejó concluir.

—No, señor, no es reúma —gritó—; yo le aseguro a usted que no es
reúma. No niego la existencia de pleuritis y peritonitis reumáticas,
motivadas por la acción directa de la sustancia tóxica específica, o
acaso por una pericarditis reumática. Usted tiene el vientre inflamado,
y pudiera ocurrir que dicha inflamación se hubiese transmitido desde
el pericardio a la pleura y de esta al peritoneo, en cuyo caso la
dolencia quedaría reducida, en último término, a un catarro gástrico.
Esta explicación es la inmediata, la más sencilla, por no decir la
única, tratándose de un hombre que no hubiera sido herido; pero no
olvidemos que usted lleva una bala dentro y que ese trozo de plomo,
estimando ciertos síntomas que son más para sentidos por el médico que
para explicados, indudablemente acaba de deslizarse fuera de la cara
anterior del cuerpo de la vértebra donde por espacio de doce o quince
años estuvo presa, y lo hace suspendiendo sobre la vida de usted el
terrible peligro de la peritonitis.

Disertó dilatadamente y con una abundancia pedantesca, que, no
obstante su oscuridad, así maravillaba como afligía a su auditorio.
Escuchándole, don Higinio pensaba socarrón: «¡Lucido estás, si siempre
aciertas como ahora!...».

Nuevamente don Gregorio rogó a las señoras que se marchasen; necesitaba
hablar con el enfermo a solas un momento. Ellas retiráronse con
sigilosos pasos, una tras otra, la cabeza inclinada sobre el pecho y
debajo de la nariz el pañuelo empapado en lágrimas. Apenas Teresita,
que iba la última, cerró la puerta, Hernández se instaló al borde del
lecho y su voz y su rostro reflejaron una intensa emoción paternal.

—¿Sufre usted mucho? —preguntó.

—Bastante. El dolor empieza aquí detrás, a la altura de las caderas, y
alcanza hasta el empeine...

Don Higinio se tocaba la amplitud de su abdomen, duro y redondo.

—Lo tengo hinchado —repetía—; es innegable que lo tengo hinchado.

—Vamos derechos a la peritonitis...

Perea tuvo un gesto de cansancio y desdén. Don Gregorio insistió:

—Usted me llamará machacón; pero yo estoy obligado a decirle lo que
mi buena amistad y leal saber me aconsejan: vamos derechos a la
peritonitis. ¿Lo quiere usted más claro? Pues bien; usted necesita
operarse inmediatamente. Si yo no le inspiro confianza suficiente,
llamemos a otro médico o a varios médicos, y seguro estoy de que dirán
lo mismo: que debe usted dejarse operar antes de que la tumefacción de
los tejidos imposibilite toda acción quirúrgica. La dificultad capital,
sépalo usted de una vez, estriba en que para resistir una operación así
es indispensable cloroformizarse, y usted no puede tomar el cloroformo
porque es cardíaco.

Don Higinio miraba al techo; parecía tranquilo, como si no midiese
bien el terrible dilema en que la ciencia de don Gregorio le colocaba.
Hernández añadió:

—Yo le invito a meditar en esto; pero en seguida, pues el extremado
riesgo de la situación permite que cada minuto tenga para nosotros
la importancia, de una hora. A usted, que ha expuesto la piel tantas
veces, la muerte no puede asustarle; por eso hablo así: ha llegado el
momento, querido amigo, de jugarse la vida a una carta; o poniéndonos
en lo peor: de elegir entre dos muertes: dulce, suave, totalmente
inconsciente, una de ellas, la del cloroformo; terrible, desesperada,
llena de indescriptibles convulsiones, la otra, la de la peritonitis.
Sin vacilar, yo escogería la primera. Cloroformizándose, siempre le
quedan a usted esperanzas legítimas de salvarse; en cambio, dejando que
la hinchazón siga su curso, va usted a un desenlace fatal. ¿Qué hacemos
entonces?...

El héroe de la Grande Jatte se rascó la cabeza, se atusó el bigote,
se frotó la nariz, volvió a un lado y otro sus nobles ojos azules.
Después, majestuoso, con la lentitud reflexiva del hombre que,
sintiendo su fin cercano, se dispone a testar, repuso:

—Querido don Gregorio, mi situación es demasiado difícil para resuelta
de pronto; tengo muchos negocios pendientes; tengo también muchos
afectos entrañables que me ligan a la vida y me la hacen amable. Morir
no es nada... ¡nada!... un parpadeo y se acabó. Pero ¿y lo otro? ¿Cómo
despedirse de todo aquello en que puso uno su corazón?... Déjeme usted
pensar..., ordenar mis ideas..., hablar con mi conciencia... ¿Eh? ¿Le
parece a usted bien?... Yo le avisaré a usted mañana...

En el acento con que estas atinadas razones fueron dichas, palpitaba un
dejo de ironía y buen humor.

Y agregó:

—Ahora, provisionalmente, para mitigar un poco los dolores del vientre,
¿qué me aconseja usted?...

Don Gregorio le recomendó aplicarse de hora en hora en el vientre
fomentos calientes de harina de linaza, aderezados con gotas de láudano.

—Es lo mejor —dijo— porque el láudano no cura, pero encalma, y la
linaza es un buen emoliente. Procure usted no moverse y permanecer boca
arriba todo el tiempo posible; así retardaremos el movimiento de avance
de la bala. Como alimento, nada más que leche y, si acaso, un poquito
de caldo...

Apenas se fue Hernández, doña Emilia, Carmen y Teresita reaparecieron;
querían saber lo que el médico había dicho, y don Higinio, tanto para
satisfacer aquella afectuosa solicitud, como por que le dejasen en
paz, informolas de todo minuciosamente. Ellas, paradas delante de la
cama, le escuchaban silenciosas, clavados en él sus ojos implorantes,
llenos de lágrimas. También pidió el héroe los fomentos de harina de
linaza que le habían prescrito, y habiendo recibido el primero, casi
abrasando, sobre la barriga, rogó que le dejasen solo.

En la media luz del dormitorio, apenas le rodeó el silencio, don
Higinio Perea sintió desentumecerse en su interior una nueva y
extravagante inquietud. Era algo parecido a un mal presentimiento. El
estaba bien seguro de que todo aquello de la peritonitis explicado
por don Gregorio con fraseología gárrula era, sencillamente, un
mondo y formidable disparate. Sin embargo, el criterio del médico le
preocupaba; diríase que su opinión era una amenaza real, un peligro
verdadero, tangente, que vivía fuera de él y podía herirle; una fuerza
enemiga contra la que acaso necesitase esgrimir su voluntad.

Al anochecer, doña Emilia y Teresita entraron en el dormitorio, y
sus hábitos del Carmen impresionaron desagradablemente a Perea,
sugiriéndole la emoción de hallarse muy enfermo. Las dos hermanas
volvían de casa de don Gregorio y de hablar con él. Comentaron su
conversación; Hernández, a quien sorprendieron estudiando sobre un
atlas anatómico la herida de don Higinio, las había reiterado la
absoluta necesidad y urgencia de la operación; doña Lucía opinaba lo
mismo; y como de pronto se interrumpiesen, el galán del hotel de los
Alpes, que estuvo escuchándolas atento, preguntó:

—¿Y vosotras?... ¿Qué pensáis vosotras?...

Ninguna de ellas se decidía a responder, y mirábanse asustadas, como
encomendándose mutuamente el trabajo de hablar. Era la indecisión
caritativa de las personas comisionadas de recordarle a un moribundo la
oportunidad de dictar su testamento. Al cabo, doña Emilia, más resuelta:

—Nosotras creemos —dijo— que debes operarte; la idea de que te
abran el vientre me horripila; yo sé que tu operación me cuesta una
enfermedad... Pero, ¡si de ello depende tu salud!...

Don Higinio volvió a estremecerse; un gran frío recorrió sus miembros;
aquel mismo frío que el médico, al marcharse, le dejó en la conciencia.
Un halo siniestro le circundaba; él lo sentía crecer a su alrededor,
espesarse, adquirir consistencia palpable, y no podía evitarlo.
Pero ¿es que su mujer y su cuñada, las personas que más le querían,
contagiadas de la charladora y pedantesca ignorancia de Hernández,
hablaban formalmente de ponerle los intestinos al sol para extraerle
una bala imaginaria?...

El paladín de la Grande Jatte, entre los dolores del reúma y el
recuerdo de la mortal conjura que iba cubriéndole, no pudo cerrar los
ojos en toda la noche.

Muy de mañana don Gregorio fue a verle.

—¿Qué tal se ha dormido?

—Bastante mal, amigo mío —repuso Perea—; bastante mal; peor que ayer.

En efecto, estaba pálido, y sus barbas rucias y crecidas le aviejaban
deplorablemente. Don Gregorio, por debajo de las mantas, le palpó el
vientre, que halló más duro y crecido que la víspera.

—Esto —dijo— va en auge.

Sacó un cigarrillo, le mudó el papel y lo encendió con lentitud
estudiada, esperando a que don Higinio reflexionase. Después:

—¿Y bien? ¿Qué hacemos? Es imposible andarse por las ramas: ¿qué ha
resuelto usted de la operación?...

El héroe detuvo en su interlocutor una mirada indefinible.

—¿No cree usted —murmuró suavemente— que para el reúma son buenos los
salicilatos?... También, en otras ocasiones, he tomado yoduro...

Hernández se levantó indignado, y su rostro noble y rudo expresaba
desdén.

—¡Amigo mío, no le creía a usted tan pusilánime!... Dicen que los
años afeminan a los hombres, y es verdad. Lo veo en usted. Curarse
una herida de bala con salicilatos o con yoduro, es lo mismo que ir a
cazar liebres con una guitarra. Ya he dicho mi opinión y no volveré
a repetirla: hay que operar, ¿estamos?; hay que operar, pues de lo
contrario se muere usted. ¿Lo ha oído usted bien, lo ha comprendido
usted bien?... Antes de ocho días se muere usted rabiando como un
perro; pero, así, ¡como un perro!... ¿Hablo claro?... ¡Ahora, haga
usted lo que quiera! Por mi parte, mientras usted no cambie de
criterio, doy por concluida aquí mi misión y me retiro.

Dicho esto se marchó furioso, resoplante y encendido, sin atender a
las conciliadoras voces con que don Higinio le llamaba; y al portazo
tremebundo que dio al salir, los cuadros se estremecieron sobre las
paredes y todo el dormitorio vibró como un tambor.




XII


La tarde transcurrió sin incidentes; Perea continuaba aplicándose los
fomentos de harina de linaza, y ordenó que le trajesen un poco de
yoduro.

Ya de noche, el boticario fue a visitarle; su figura alta, barrigona y
dulce, complació al enfermo, que empezaba a aburrirse de que le dejasen
tan solo. Don Cándido disculpó su tardanza en venir; llevaba tres días
sin pisar la calle, porque su hijo había necesitado ir a Ciudad Real y
la farmacia no podía quedarse sola.

—Yo sabía por don Gregorio que estaba usted enfermo. ¡Qué diablos!...
¡Quién iba a pensarlo!, ¿verdad?...

Don Higinio se inmutó:

—¿El qué?...

—Nada, eso..., lo de la bala... ¡Ya ve usted! ¡Una herida tan
antigua!... Y el peligro, realmente, no está en la operación, sino en
la lesión cardíaca que usted padece. En fin, el caso no es desesperado
ni mucho menos; ya sabe usted que la moderna cirugía realiza
milagros..., ¡verdaderos milagros!...

Perea no respondió; estaba absorto y como petrificado. Aterrado, volvía
a preguntarse:

«Pero, Señor..., ¿qué inevitable maleficio hay suspendido sobre mí?...».

A poco llegó Julio Cenén, con sus pantalones muy cortos, su chaquet
azul y su reducida cabecita de pájaro, llena de inconsciencia y de
movilidad.

—¡Hola, don Higinio!... ¿Qué hay?... Ya me han dicho, lo supe anoche...

—¿Qué ha sabido usted?...

—Lo de la operación. ¿Cuándo será?...

—Precisamente lo preguntaba yo hace un momento —exclamó don Cándido.

El secretario del Ayuntamiento pidió al farmacéutico algunos detalles.

—¿De modo que la bala, según parece, se ha desprendido del hueso?

—Eso asegura don Gregorio.

—Y es indudable: hace un instante estaban explicándolo en el Casino.
Gutiérrez sostenía que el desprendimiento del proyectil proviene de un
esfuerzo. Yo entonces me acordé del incendio que hubo en el callejón
del Hombre Ahorcado, cuando aquí, nuestro amigo, salvó de entre las
llamas a Evarista, la hija de Matilde la cintera. ¿Eh, Perea?... ¿Le
parece a usted que tengo razón? ¿No sería entonces?...

Don Higinio tuvo un alzamiento de hombros despreciativo, genuinamente
heroico, hacia aquella tarde en que, lanzándose a través de una
hoguera, se jugó la vida.

—Tal vez... —murmuró.

No hubiese querido contestar afirmativamente; pero, ¿qué iba a
hacer?... Admitiendo la leyenda de la isla de la Grande Jatte, ¿por qué
no establecer conexiones entre el balazo del holandés y la salvación
de Evarista? Lo uno explicaba lo otro, y él no podía rebelarse contra
aquel lógico hilvanamiento de hechos; la mentira lanzada una tarde
entre la alegría de dos copas de coñac proseguía triunfante su camino
y era casi imposible detenerla; la opinión de los millares de personas
que comulgaron en ella habíala conferido autoridad irrevocable; era
un caso de inercia moral, una especie de cuesta abajo que un hombre,
don Higinio Perea, rodaba impulsado por el parecer asesino de muchos
hombres.

Don Cándido se levantó:

—¿Vámonos, amigo Cenén?

—Como usted guste. Son las ocho: hora de cenar.

Ya se marchaban cuando llegaron el notario Arribas y Gutiérrez con
otros dos amigos. Venían de jugar unas carambolas en la fonda de
don Justo. Todos saludaron a don Higinio efusivamente, y Perea supo
agradecerles la visita con corteses y bien peinadas razones. El notario
tomó asiento: la dilatación de su vientre, que le obligaba a retreparse
mucho, su alentar fatigoso y sus ojos grandes, muy abiertos, le daban
el aspecto de un hombre asustado.

—¿Cuándo es la operación? —exclamó—. En el Casino decían que era mañana.

Don Higinio, que ya esperaba la pregunta, adoptó un gesto de
irreductible impasibilidad:

—No lo sé aún —dijo—; ya veremos. Mañana, desde luego, no ha de ser.

—¿Sufre usted mucho?

—Bastante.

—¿Los riñones, verdad?... Me lo explicaba don Gregorio anoche.

—Sí, los riñones; y también el vientre; lo tengo hinchado.

El notario, Gutiérrez, Julio Cenén y don Cándido, hacían mohines de
perplejidad y disgusto. Todos compadecían a don Higinio, y cuál más,
cuál menos, sentía remordimientos de haber ayudado con sus consejos a
que fuese a París.

—¡Pero cómo viene la desgracia! —decían—, ¡quién iba a creer que una
herida tan vieja!...

Distraído, llevado de su costumbre de mentir, enredándose cada vez más
en aquella fatal leyenda de heroísmo, de cuyo prestigio cuidaba como de
un fuego sacro, Perea repuso suspirando, resignado y sentimental:

—¡Estas son cosas de hombres!...

Tampoco aquella noche el héroe de la Grande Jatte pudo dormir. Por
momentos sus dudas eran más lancinantes y pavorosas: había caído en
una trampa; reconocíase acosado por todos y preso en una callejuela
sin salida. Los leales amigos que iban a visitarle representaban la
opinión colectiva; el pueblo que admiró su valor quería saberle curado,
para que durante largos años continuara sirviendo de prez, honra y
legítima vanidad a Serranillas. La muchedumbre, a un mismo tiempo
buena, curiosa y cruel, necesitaba ver la bala, asistir desde lejos
a la operación, oír de los autorizados labios de don Gregorio qué
extraordinaria disposición y volumen tenían las temerarias entrañas del
gran hombre. Evidentemente este peligro era imaginario; don Higinio,
con solo una palabra sincera, podía destruir el aciago diagnóstico del
médico; mas para ello necesitaba borrar su historia de bravo, aquella
breve y ardiente historia mantenida, primero, con embustes, afirmada
más tarde por los próceres alardes de su aventurero corazón. La mentira
había arraigado demasiado en la conciencia social para que pudiera ser
demolida sin riesgo; las fantasías, convertidas por obra del tiempo
en realidad, constituyen bloques compactos, tenaces, y de una solidez
perfectamente objetiva.

Ahora, al escudriñar su situación y hallarse amenazado por la majestad
dramática de su obra, don Higinio Perea comprendía la implacable
coalición formada contra él por los millares de sentimientos nacidos en
torno suyo al poético calor de su mentira. Los más mortificantes, por
ser los más ridículos, eran los detalles pequeños: aquellas miradas,
aquellas gestos de aparente tristeza, aquellas medias frases hipócritas
que durante cerca de veinte años fueron perfeccionando, burilando y
esclareciendo la maravilla de su superchería. Se acordaba de los falsos
suspirones con que interrumpió tantas noches el sueño pacífico de su
mujer; la escena bufa del retrato quemado; la inverecunda exhibición
de los periódicos, donde, según él, constaban los pormenores de
su hombrada, y en los cuales tropezó sin gloria la virtud de doña
Lucía; su pasividad cínica cuando doña Emilia entregó dos mil reales
de sus ahorros al miserable que una mañana le amenazó con descubrir
a la justicia su crimen; la avilantez, en fin, con que, burlándose
impíamente de las más respetables creencias, permitió que su esposa y
su cuñada vistiesen de por vida el hábito del Carmen y oyesen misas por
el eterno descanso de la italiana y del holandés...

Al presente todos estos pormenores se volvían contra la ordinariez de
su vientre tumefacto y reumático como puntas de espadas. Sin saberlo,
la opinión, obligándole a sufrir una operación inútil y mortal, parecía
querer vengarse bárbaramente de su mentira. ¿Cómo hurtar el peligro?
¿Cómo librar la vida del cuerpo, sin caer en el ridículo, muerte
del alma? ¿Cómo, sin que le acuchillasen la piel, salvar intacta la
dignidad?...

Don Higinio experimentaba la desesperante angustia del hombre que
cayó en un lodazal y se siente hundir lentamente en el barro. ¿Cómo
llamar a su mujer y a Teresita para decirlas: «Quitaos esos hábitos
y no recéis por la salvación de personas que solo vivieron en mi
espíritu...»? ¿Cómo confesar a doña Lucía: «He robado tus besos; yo
no merezco tu estimación ni la honestidad que me sacrificaste; ten
vergüenza de mí; te he estafado; yo no soy el hombre galán y espadachín
que tú creías...»? ¿Cómo, en fin, arrastrar la befa de la opinión,
arrancándose de la frente, para tirarlo a los pies del populacho, su
airón de mosquetero?... ¿Acaso no era este sacrificio suicida más
doloroso que la misma muerte?...

Al día siguiente, durante el transcurso de su mañana, don Higinio
estuvo oyendo el murmullo de los pasos y de las conversaciones de
muchas personas que iban a informarse de su salud. El amante de
Leopoldina había ordenado que no dejasen entrar en su aposento a
nadie; empezaba a tener miedo de aquella muchedumbre interesada, al
parecer, en verle morir. No obstante, por la voz reconoció a varios
visitantes, entre ellos al cura don Tomás Murillo, a Pepe Fernández,
a don Remigio el maestro y a Juan Pantaleón. El rumor de sus diálogos
era el eco indagador, impaciente y sanguinario de todo el pueblo, para
quien la operación de don Higinio empezaba a tener el interés de una
pena capital.

«Son ellos —pensaba el héroe—, los desocupados, los curiosos, los
sedientos de emociones bárbaras, que vienen a indagar el día de mi
ejecución...».

Por la tarde sus dolores arreciaron y pidió a grandes voces un
papelillo de salicilato. Después, aliviado instantáneamente, se
durmió. Al despertar, sorprendiose de ver a doña Emilia y a Teresita
arrodilladas cada una a un lado del lecho.

—¿Qué hacéis ahí?...

Ellas cogieron las manos del héroe, y muy despacio y con mucho amor
empezaron a besárselas. Según dijeron, hacía largo rato que estaban
allí.

—Queremos —murmuró Teresita— pedirte un favor; Emilia te lo dirá; yo no
me atrevo...

Doña Emilia interrumpió a su hermana:

—Se lo decimos las dos; es lo convenido.

—Bueno..., pues..., ¡las dos!...

Y, casi a la vez, clavando en los ojos de Perea los suyos implorantes y
mojados en llanto copiosísimo:

—Es preciso que te dejes operar —balbucearon—; es preciso...

El enfermo ni siquiera tuvo fuerzas para asustarse; desfallecido,
abúlico, murmuró:

—Pero, ¿será posible que vosotras también creáis en eso?...

—Nosotras, sí; ¡ya lo creo!...

—¿Por qué?

—Lo ha dicho don Gregorio; lo dice todo el mundo.

—Pero es que don Gregorio, que no es ninguna notabilidad, puede
equivocarse; vosotras sabéis que su especialidad es equivocarse... ¿Y
si lo que tengo fuese reúma?...

Doña Emilia, sin cesar de besar la mano de su marido, replicó:

—Es que la opinión de don Gregorio es la de todas las personas con
quienes hemos hablado: el notario, Julio Cenén, Gutiérrez, don Tomás...
piensan lo mismo. No hay tal reúma. Don Cándido y su mujer, cuando
fui a comprar anoche los salicilatos, exclamaron: «Todas estas son
tonterías y ganas de perder el tiempo; mientras Higinio no se resuelva
a extraerse la bala irá de mal en peor».

Perea se atusaba el bigote lentamente, la vista puesta en el techo,
inmóvil, impasible, con la gravedad triste del reo que está oyendo leer
su sentencia.

—¡Eso cree don Cándido! —murmuró.

Bebiéndose las lágrimas, prosiguió doña Emilia:

—Nosotras, en nombre de todos, venimos a rogarte que te decidas a la
operación. No tengas miedo, Higinio mío, no tengas miedo. Dios querrá
salvar tu vida; nosotras hemos rezado mucho por ti y seguiremos orando
día y noche hasta verte sano y alegre. ¿Tú serás valiente, verdad?...
A tu lado estaremos todos. Dicen don Gregorio y don Cándido que la
hinchazón del vientre es un principio de peritonitis, y que si aumenta
será imposible curarte y morirás rabiando. ¡Morir!... ¡Por Dios! ¡Yo
no quiero verte morir!... ¡Muera yo antes mil veces, le pido a la
Virgen!...

El raudal de sus lágrimas se desató de modo que la impidió seguir
hablando. Hundió el rostro en el lecho, y agotada, dejose caer sobre
los talones; sus pobres hombros temblaban convulsos de dolor. Teresita,
fijos en su cuñado los ojos afligidos y humildes, repetía:

—Higinio..., ya ves..., necesitas decidirte...; tú no has sido malo,
Dios no te abandonará...

En aquel momento apareció Carmen; su madre levantó la cabeza.

—¿Has escrito a tus hermanos? —preguntó.

—No, ¿para qué?... Hasta no saber lo que papá resuelve...

Acercose a este y en las mejillas y sobre la frente diole muchos besos.

—Sí, papaíto...

Y continuaba besándole:

—Papaíto de mi alma, papá valiente..., es necesario que te operes...

El vencedor de la Grande Jatte sintió una torva, colosal,
indescriptible angustia; la misma congoja que Julio César
experimentaría cuando Bruto, su hijo, alzó su cuchillo contra él. Al
principio creyó que únicamente sus amigos del Casino querían verle
operar y no se asustó.

«Mi familia —reflexionaba— no puede consentir ese dislate, y el
sacrificio, aunque yo adopte una actitud de heroica pasividad, no se
llevará a efecto».

El malpocado no supuso que la terrible fuerza invasora de la opinión
penetraría en su hogar, y, rápidamente, una a una, ganaría todas
las voluntades. Ahora eran su cuñada, su mujer, su hija, las que de
rodillas pedían su muerte. La mentira trágica, elaborada, madurada
espaciosamente a lo largo de los años, de pronto florecía y sus frutos
prometían ser de sangre.

«Me mata la opinión» —pensó.

Después, según sus ideas se coordinaban en la agitación grimosa de su
espíritu, fue reconociendo el modo admirable que su invención tuvo de
ir plasmándose y cobrando validez sustantiva. El marido de Leopoldina,
aquel míster Ruch a quien él tanto había afrentado y groseramente
vilipendiado a los ojos de todo un pueblo, ahora, de súbito, parecía
surgir de su tumba de la isla del Sena para exigirle cuentas crueles de
sus acciones y palabras. ¡Oh, milagro!... Como los hombres, al morir,
se truecan en ideas, en recuerdos, ¿será cierto que, de igual modo,
las supercherías, vividas intensamente, se conviertan en realidad?...
¿Luego lo objetivo no existe sin nosotros?... ¿Luego los nominalistas,
discípulos de Abelardo, tienen razón?...

«Es el holandés, mi enemigo —repetía don Higinio—, quien al fin me
vence, y la puñalada que yo dije haberle dado en el corazón, me la
asesta él a mí en el vientre con el bisturí de don Gregorio».

Perea lanzó un grito de cólera; sus energías se sublevaron; ¡no quería
morir!... y bajo su bigote sus labios se abrieron trémulos, lívidos,
dispuestos a declarar la verdad. Pero en aquel instante mismo su
orgullo y su valentía reaccionaron, y nada dijo.

Las tres mujeres se habían levantado con una gran vehemencia de ufanía,
creyendo que, al cabo, el enfermo accedía a sus ruegos. Don Higinio
manteníase inmóvil, los ojos medio cerrados, meditando. Su espíritu
griego, su alma noble enamorada de lo bello, pensaba:

«Nada importa morir, si se muere bien...».

Súbitamente sus anchas pupilas azules se iluminaron; bajo los párpados
que acababan de levantarse con brusco alborozo, la divina ilusión
renacía. La ciencia aún podía salvarle; la ciencia, representada por
unos cuantos médicos doctos, comprendería que su mal era reumático y no
consentiría que la infamia de abrirle el vientre, como a un marrano,
se consumase, y así él, pese a todo, libraría su prestigio. En esto
estaban el honor y la vida.

—Yo me dejo operar —dijo—; pero, como no me fío de don Gregorio,
necesito que haya junta de médicos. Podéis avisar, desde luego, a don
Salvador López, que vive en Almodóvar, y al doctor Regatos, de Ciudad
Real, y a otro más, si queréis... Decidles que vengan en seguida,
porque el caso urge, y lo que ellos decidan eso haré.

Y agregó, esperanzado y alegre:

—Ahora, por lo pronto, ponedme otro emplasto de linaza y dejadme dormir.

Cuando estuvo solo experimentó una satisfacción tan honda y subidísima
que le movió a risa. Aquella reunión de médicos no le costaría menos
de dos mil quinientas a tres mil pesetas; pero la vida y la honra,
¿no valían mucho más?... El doctor Regatos, especialmente, uno de los
médicos más notables de la provincia, no podía equivocarse como don
Gregorio; el sabio doctor le reconocería, vería que era un artrítico
crónico, y, convencido de que la bala del holandés no se había movido,
le curaría de suerte que ni su historia ni su piel padeciesen merma
ninguna.

Por la tarde recibió don Higinio la visita del cura. El pobre don
Tomás estaba ya muy viejo, y sobre la raída negrura de su balandrán,
su cabeza lívida, en la que parecía no quedar ni un glóbulo de sangre,
tenía un melancólico temblor de ancianidad.

—Yo creía —dijo al entrar— que le operaban a usted hoy.

Cuando supo que habría junta de médicos demostró alegrarse; antes de
lanzarse a una operación grave, siempre era prudente oír el parecer
de buenos profesores. Su voz dulce, indulgente, acariciadora, con
monotonía de oración, producía en el héroe una cristiana laxitud, una
especie de suave y humilde indiferencia hacia todo. Cuando el cura se
levantó para marcharse, don Higinio le estrechó la mano con rudeza
optimista.

—Todavía —exclamó— no pienso morir; además, yo sé que un instante de
contricción basta a lavar las culpas de toda una vida.

—Así es, como usted dice —repuso Murillo—; pero también muchas veces la
muerte suele herirnos sin avisarnos, por lo cual debemos llevar siempre
el alma lo más limpia que nuestra carnal flaqueza lo permita.

El siguiente día lo pasó don Higinio lamentándose, y al atardecer
sus dolores arreciaron con tal furia que fue necesario aplicarle una
inyección de morfina. Por la noche llegaron de Ciudad Real sus hijos
Anselmo y Joaquín, a quienes la brusca dolencia y gravedad de su padre
había impresionado terriblemente. Don Higinio, entre sueños, les sentía
voltejear alrededor del lecho, discutiendo en voz baja lo que debían
hacer, y las palabras «operación», «bala» y «peritonitis» resonaban
a cada momento en sus oídos. También el nombre de don Gregorio era
repetido porfiadamente, como el _leitmotiv_ de aquella pesadilla.
Amodorrado por la morfina, el enfermo no podía hablar, pero aunque de
manera confusa de casi todo se daba cuenta. Pasos tácitos de mujer
susurraban en la quietud del dormitorio, y el roce de las faldas sobre
el solado y el ruidito, apenas perceptible, con que manos cuidadosas
cerraban o abrían la puerta de la habitación.

A la mañana siguiente doña Emilia recibió un telegrama del doctor
Regatos, donde este anunciaba su llegada al otro día por la noche.
Anselmo y Joaquín se indignaron; las celebridades gustan de la lentitud
porque es teatral; debían buscar otro médico. Pero don Higinio se opuso
terminantemente: él podía esperar; dentro de la reconocida gravedad de
su estado, se hallaba bien y no tenía prisa...

Teresita se acercó a su cuñado y con mucho misterio:

—Ahí está Gasparito, que quiere verte.

—¡Ah!... ¿Gasparito?... ¡Pues, que entre Gasparito!...

Y sonrió, considerando su situación para con aquel muchacho cuya
paternidad le atribuían. Doña Emilia y sus hijos se retiraron
discretamente; sus almas buenas, allá en lo más arcano compadecían el
dolor del bastardo.

Gasparito se acercó a su padrino, a quien no veía desde muchos meses
atrás, y con toda unción y respeto le besó la mano. Sus ojos gitanos,
negros, grandes y luminosos, tenían huellas recientes de haber llorado.

—En Manzanares supe lo de la operación —dijo— y quise verle a usted
antes.

—¿Por si me moría, verdad?...

—Padrino..., ¡no es que vaya usted a morirse!... ¡No lo permita
Dios!... Pero, vamos, que el abrirle a un hombre la barriga siempre es
grave.

—¿Y tu madre?

—Buena está, gracias. Fue ella, la pobre vieja, quien me dio la
noticia; y dos velas le tiene ofrecidas a San Antonio, que estarán
ardiendo hasta que usted se cure y volvamos a verle en la calle...

¡Dos velas!... ¡Como si no bastasen los hábitos de Nuestra Señora del
Carmen vestidos por doña Emilia y Teresita!... Pero, ¿por qué rara
asociación el cielo se levantaba también en contra de don Higinio?
Luego, Perea, según reparaba en Gasparito, tan lindo, tan pinturero,
con su piel de bronce, el ébano de sus aladares y la mucha gracia de su
cuerpo ágil y vibrante, meditaba:

«¿De dónde habrá sacado la gente que este chiquillo es hijo mío?...».

Tras unos momentos de conversación, Gasparito pidió permiso para
marcharse.

—Bueno, padrino; yo tengo que hacer en Manzanares; pero no me voy de
aquí hasta saber lo que los médicos dicen de usted.

—Gracias, hombre.

—Ya sé que don Salvador, el médico de Almodóvar, y el de Argamasilla,
don Fidel Aranda, han venido; el único que falta es el doctor Regatos,
que llegará mañana.

Don Higinio se sorprendía; él, a pesar de su condición de enfermo,
estaba menos informado que el hijo de la señora Indalecia. Pero, ¿qué
prodigiosas condiciones ecoicas tienen los pueblos que todo, aun lo más
secreto, resuena y se vulgariza en seguida?...

Gasparito no se había equivocado; los médicos de Argamasilla y de
Almodóvar se hallaban, efectivamente, en Serranillas desde hacía
algunas horas.

Los dos, apenas echaron pie a tierra en la estación, sin avisarse y
dóciles al espíritu de solidaridad, encamináronse a casa de Hernández.
Necesitaban informarse del caso que iban a diagnosticar y querían
conocer la opinión del médico de cabecera. Cuando llegaron al domicilio
de don Gregorio, este y su mujer, que terminaban de almorzar, les
invitaron a café. La dolencia que afligía a don Higinio sirvió de
sobremesa. Tanto don Fidel Aranda, como don Salvador, sabían, desde muy
antiguo, la historia del duelo habido entre Perea y un holandés en una
isla del Sena, y esto les ayudó a ponerse de acuerdo en seguida. Eran
dos pequeños espíritus oscuros, eclécticos, incapaces de comprometerse
en una discusión.

—Pues, entonces —exclamó don Gregorio—, no necesitamos hablar mucho; la
bala, que, según mis cálculos, permaneció incrustada años y años en el
cuerpo de la décima vértebra, se ha desprendido y va desgarrando las
membranas abdominales.

Don Fidel Aranda asintió:

—Perfectamente.

Y don Salvador López:

—Es claro...

Don Gregorio prosiguió:

—La bala entró por debajo de la apófisis xifoides y probablemente
sin tocarla, y como el agresor era un hombre muy alto, el proyectil
siguió en el vientre de nuestro amigo un plano descendente. Por fortuna
no rompió ninguna asa intestinal, y así, en menos de dos semanas, la
herida se cerró. Ya le reconocerán ustedes. A mi juicio, queridos
compañeros, el pobre Perea se halla amenazado de una peritonitis; él
dice que sufre un ataque de reúma visceral, pero me parece que no es
sincero: la verdad es que tiene miedo a operarse.

Don Salvador preguntó:

—¿Es cardíaco, tal vez?

—Ahí está la dificultad; sí, señor; es cardíaco. Perea es un hombre que
ha abusado mucho de su corazón y muere de él.

Doña Lucía, presente a la conversación, masculló un largo suspiro lleno
de recuerdos. Su marido continuó:

—De consiguiente, la disyuntiva que se ofrece a nuestra consideración
es delicadísima; el paciente, ni puede tomar el cloroformo, ni puede
tampoco, según mi modesto parecer, dejar de operarse. Su vida, como ven
ustedes, se halla suspendida entre dos desenlaces fatales: o muere de
peritonitis, o muere del corazón...

Tanto don Fidel Aranda como don Salvador López hacían lentos y graves
signos afirmativos, hallando todas las razones aportadas por su
compañero al diagnóstico de una claridad meridiana. Era la solidaridad
criminal de muchos médicos que se abstienen de defender seriamente
la vida de un enfermo por no contradecirse. ¡Infeliz don Higinio! A
partir de aquel momento, ni don Salvador ni don Fidel sabrían servirse
de su ciencia; no verían, no oirían; las palabras de don Gregorio,
ahorrándoles el trabajo de formarse personalmente una opinión,
gravitarían inexorables sobre sus sentidos como una venda. Todos
parecían encantados de haberse puesto de acuerdo tan pronto.

—Veremos —observó don Fidel— lo que dice mañana el doctor Regatos,
aunque estoy cierto de que no tendrá nada que añadir ni quitar a lo
expuesto por nuestro colega.

Cuando terminaron de beber el café se marcharon al Casino, y muy bien
abrigados, porque hacía frío. Durante el trayecto, don Salvador López
expuso una duda:

—¿La operación la hará usted, don Gregorio?

—Hombre... ¡es lo lógico!, puesto que el médico de cabecera soy yo;
pero pienso cederle mis derechos al doctor Regatos, y creo que a nadie
ha de parecerle mal.

Don Fidel Aranda ratificó gravemente:

—No, señor, al contrario; todos sabemos lo mucho que vale el doctor
Regatos.

Don Salvador López añadió, comedido:

—Ha pensado usted muy bien, amigo Hernández; usted es como se debe ser.

A la tarde siguiente don Gregorio Hernández, don Fidel y don Salvador
fueron a la estación a recibir al doctor Regatos, que venía de Ciudad
Real en el tren de las siete y cuarenta y tres. Efectivamente, llegó.
Era un hombre cincuentón, lucio y alto, muy pulcro y apersonado, y de
poca conversación, lo que le daba esa importancia que a todo, aun a
lo más trivial, infunde el silencio. Envarado, tieso, reflexivo, tras
sus lentes de oro, parecía un buen señor provinciano en el momento de
retratarse. Don Gregorio, que le conocía, le presentó a sus compañeros,
y juntos los cuatro se dirigieron al domicilio de Perea. La gente, al
verles pasar, comentaba:

—Son los médicos que van a operar a don Higinio...

Al cruzar la plaza, Pepe Fernández les salió al encuentro; don
Gregorio le presentó a sus colegas. El modesto director de _El Faro_
miraba respetuosamente a la eminencia médica de Ciudad Real, cuya
gravedad y sobrada estatura se imponían a todos. Sacó el último número
de su periódico.

—Aquí hablo de ustedes...

Don Fidel y don Salvador, muy agradecidos, se apresuraron a leer en voz
alta:

  «Uno de estos días será operado en el vientre nuestro gran amigo don
  Higinio Perea, una de las figuras más conspicuas de la provincia.
  Dirigirá la operación, probablemente, el insigne doctor don Servando
  Regatos, gloria de la ciencia contemporánea, y los distinguidos
  médicos señores Hernández, Aranda y López.

  »De todo corazón celebraremos el pronto restablecimiento del ilustre
  enfermo».

Las cejas del profesor de Ciudad Real tuvieron un leve temblor de
aprobación y Pepe Fernández, satisfecho, se despidió.

El doctor Regatos había oído hablar diferentes veces de Perea como
de uno de los hombres más acaudalados de Serranillas, pero ignoraba
detalles de su vida. Quiso que sus compañeros le diesen algunos
pormenores relativos a la constitución, costumbres, idiosincrasia y
antecedentes patogénicos del enfermo.

—Nada sé —exclamó—; vengo a oscuras; únicamente creo que será
indispensable operar a ese señor...

Don Gregorio tomó la palabra, y con la vehemencia y rudeza de voz en
él habituales, comenzó su diagnóstico. De los progenitores gotosos o
artríticos de Perea casi no habló, para antes llegar a la desordenada
vida de don Higinio en París. Describió con pasmosa viveza de
imaginación la lucha en la isla de la Grande Jatte, la corpulencia
del holandés, la actitud en que don Higinio debía de hallarse al ser
herido, y cuantas veces se interrumpía para respirar, don Salvador
López y don Fidel Aranda hacían con la cabeza signos de aprobación, y
el doctor Regatos, hermético y decorativo, murmuraba:

—Perfectamente; siga usted...

Hernández habló de cómo el proyectil, a consecuencia sin duda de algún
esfuerzo, se había desarraigado del hueso donde estuvo preso, y de
las gravísimas dilaceraciones, seguidas de tumefacción y de terribles
dolores, que su descenso iba causando. Entonces explicó la pericarditis
de don Higinio: esto era lo peor; si le operaban, ¿cómo rajarle
el vientre sin darle cloroformo? Y si le cloroformizaban, ¿no era
exponerse a matarle deteniéndole el corazón?...

Como un eco de la opinión, de la pública opinión, imbécil y perezosa,
que raras veces se molesta en examinar la falsedad o certidumbre de lo
que oye decir, el doctor Regatos repetía:

—Perfectamente; muy bien; prosiga usted...

Esta conversación ligera bastó a su conciencia: cuando los cuatro
médicos llegaron al domicilio de Perea, el famoso profesor de Ciudad
Real estaba tan convencido como el mismo Hernández de que don Higinio
tenía una bala en el cuerpo. De una parte la sugestión del criterio
rotundo, unánime, sin el menor resquicio abierto a la duda, de sus
compañeros, y de otra su orgullo profesional, su vanidad y también su
interés de realizar una operación que acrecentase su fama, y de la
cual, tanto por su propio mérito como por la importancia del enfermo,
seguramente hablarían los periódicos, fueron los motivos que afirmaron
en su espíritu la convicción y la resolución inexorables de abrirle a
don Higinio el abdomen.

Al verles aparecer, el héroe de la Grande Jatte experimentó un gran
alivio. La opinión que le condenaba a muerte, podía, por razones
sentimentales, ofuscar el buen juicio de su mujer y de sus hijos; pero
en modo alguno nublaría el hondo, ecuánime y altísimo discurso de la
ciencia; la ciencia no se equivoca tan fácilmente, ni a ella alcanzan
las inanes chismografías del vulgo.

Inmediatamente los cuatro profesores se dispusieron a reconocer al
enfermo. Este fue colocado en posición decúbito supino y con una
almohada bajo los riñones para poner bien de relieve su vientre
hinchado. Se trajeron más luces: doña Emilia, Teresita, Anselmo,
Joaquín, Carmen y su marido estaban allí, formando alrededor del lecho
un medio círculo palpitante y ansioso.

El doctor Regatos comenzó el examen: sus dedos ágiles, a intervalos se
hundían en el abdomen redondo, casi caricaturesco, del héroe. Perea
se quejaba, y a veces sus sufrimientos eran tan agudos que necesitaba
morder la almohada para no prorrumpir en lamentos.

—¿Le duele a usted aquí?

—Sí, señor.

—¿Y aquí?

—También.

—¿Y aquí?... ¿Eh?... Aquí le dolerá a usted mucho más.

—¡Ay!... Sí, señor... ¡Ay!... ¡Mucho más!...

El suplicio le había bañado la frente en sudor; pero callaba, sostenido
siempre por su bello deseo de quedar bien. El doctor Regatos, sin cesar
de oprimirle la barriga con una mano, le puso la otra sobre el sacro.
Perea dio un grito; el reúma parecía despedazarle las entrañas; iba a
hablar...

El doctor Regatos le dejó, y con un estetoscopio, parsimoniosamente, le
auscultó el corazón. Todos callaban. El paciente miraba despavorido a
su alrededor, asombrándose de la lividez de los rostros, tan inmóviles
y exangües, que casi se perdían en la gran blancura de la pared. Era
una escena de inquisición o de hospital.

«Yo creo —pensaba el héroe— que Rembrandt ha pintado algo así...».

Don Gregorio señaló con un gesto la cicatriz que Perea, siendo
muchacho, se produjo en el pecho con un cristal. Aparecía a la altura
del cartílago xifoides y pintaba una especie de hendedura blanca bajo
el espeso vello canoso que cubría el tórax.

—Ahí tenemos el orificio de entrada del proyectil.

El doctor Regatos repuso secamente, molestado por la inutilidad de la
observación:

—Ya lo he visto.

Acercose para ver mejor y tuvo un movimiento de extrañeza.

—¿Esta es la herida?

—Sí, señor.

El profesor de Ciudad Real pareció muy sorprendido.

—Esta no es una herida de bala.

Quitose los lentes, que limpió detenidamente con su pañuelo; se los
volvió a poner; la luz le daba en los ojos y tenía que contraer los
párpados para mirar. Don Fidel y don Salvador, muy asombrados, miraban
a Hernández.

En aquel momento el espíritu extravagante y bizarro de don Higinio
reaccionó: él, que poco antes estuvo abocado a decir la verdad, había
sentido el terror de que su mentira se descubriese. En las pupilas
de su mujer, de su cuñada, de sus hijos y de su yerno, creía haber
visto un reflejo de duda, una vacilación que envolvía la esperanza
de que todo iba a resolverse satisfactoriamente y de pronto, como
se solucionan en los melodramas los peores conflictos, y en aquella
ilusión parecía latir también un suave menosprecio. Por segunda vez las
sienes del héroe se cubrieron de sudor; mas no por obra afeblecedora
del miedo, sino por exacerbada exaltación de su orgullo. Prefería
morir mil veces a confesar. Sin darle tiempo a Regatos de formarse una
opinión, exclamó:

—Sí, doctor; nuestro amigo Hernández ha dicho bien; la cicatriz del
balazo es esa.

El testimonio del enfermo era tan incontrovertible, que Regatos no supo
qué argüir. Inmediatamente cambió de criterio; sus vacilaciones se
aclararon; sin duda por la situación en que se hallaba, de cara a la
luz, no había visto bien...

Sus dedos, sin embargo, tocaban y resobaban desconfiados la cicatriz.
Buscaba una explicación.

—El revólver —dijo— sería de muy poco calibre.

Don Higinio repuso:

—Verdaderamente, no lo sé..., no recuerdo... Pero, sí; indudablemente
era pequeño.

Este detalle ajaba un poco la importancia de su aventura; pero
necesitaba ceder algo para colocarse en aquel término medio donde
lo real y lo fantástico se mezclan; y sobre todo, él no podía haber
obligado a míster Ruch a tirarle con un revólver de reglamento.

—El proyectil —añadió—, según el dictamen del médico que me asistió,
era muy delgado; su diámetro sería la mitad del de un cigarrillo
_susini_. ¡Casi nada!... ¡Y ha pasado desde entonces tanto tiempo!...

Al ver convencido al doctor Regatos, su calma renació. Nuevamente
dominaba la situación; era el protagonista, el héroe. ¿Pero este éxito
no iba a costarle demasiado caro?... Volvió a temblar. Ahora medía el
abismo que la opinión puso bajo sus pies; era el mismo donde Luisa
Soucy, la camarera del hotel de los Alpes, halló la muerte.

—El volumen del proyectil —declaró Regatos quitándose los lentes— no
influye notablemente en el proceso del mal: lo importante es que exista.

Hernández, que si renunciaba a la gloria de la operación, quería
recabar para sí todo el mérito del diagnóstico, aprovechó el momento de
silencio que siguió a estas palabras para decir:

—La línea seguida por la bala es terminante...

—Perfectamente clara —contestó el profesor de Ciudad Real.

—Una línea descendente, con horadación del peritoneo...

—Eso es.

—Y de los músculos que constituyen el cinturón abdominal.

—Muy bien.

—Hasta detenerse en el cuerpo de la décima vértebra.

—Exacto.

—Luego, desprendimiento del proyectil, seguido de dilaceraciones,
tumefacción general, entorpecimientos en las funciones renales...

—Exacto, de acuerdo.

Don Gregorio Hernández no pudo reprimir una sonrisa satisfecha que
mortificó a don Fidel y a don Salvador, celosos en aquel momento del
triunfo alcanzado por el médico de Serranillas.

—Celebro —exclamó don Gregorio— que un compañero tan eminente como
usted sea de mi opinión.

Nadie hablaba. Don Higinio estaba abobado, sin saber qué decir; le
parecía soñar y llegó a preguntarse si su lance con el holandés del
hotel de los Alpes no sería cierto. ¿Por qué no? Los hechos son reales
cuando todo el mundo cree en ellos y los dice. Quiso hablar algo y no
pudo. De su cabeza las ideas habían huido como avecillas asustadas; su
voluntad, su memoria, su pensamiento, estaban rotos; se buscaba y no se
reconocía; jamás, dentro de ninguna conciencia, hubo un vacío igual.

En el silencio de la habitación se percibía, semejante a un susurro,
el llanto contenido de las mujeres. Reposadamente, con lentitud
autoritaria y fría, el doctor Regatos, en quien todas las miradas
estaban puestas, habló, y su voz fue cortante, implacable, como la del
fiscal que se levanta a pedir una pena de muerte.

—Hay que operar —dijo.

Y luego, dirigiéndose a don Higinio, ratificó:

—Hay que operarle a usted.

Idiotizado por el miedo, el héroe de la Grande Jatte, repitió:

—Hay que operarme...

—Sí, señor... Esto, claro es, si usted se decide a ello, porque, dada
su condición de cardíaco, no he de ocultarle a usted que el caso es muy
grave.

Don Higinio, a quien acababan de quitarle la almohada que tuvo bajo los
riñones durante el reconocimiento, había vuelto a hundirse en el lecho
con los párpados cerrados, yerto, blanco, como un cadáver dentro de su
caja.

Transcurridos los momentos que juzgó necesarios para que el paciente se
serenase, el doctor Regatos preguntó:

—Entonces ¿qué hacemos?...

Perea no contestó. La voz tonante de don Gregorio repitió la pregunta:

—¿Operamos?... ¡Hay que tener valor, canastos!...

Y después, en tono chancero:

—El trago, realmente, es duro.

Pero el héroe no se movía; a no ser porque respiraba, hubiéranle creído
muerto. A su vez, doña Emilia le interpeló sollozante:

—Higinio... ¿no me oyes?...

Anselmo y Joaquín se acercaron, un poco inmutados por aquel silencio
que parecía un síncope:

—Papá..., papá..., oye... ¿qué tienes?...

Entre don Fidel y don Salvador incorporaron al paciente, y Hernández le
dio a beber un poco de agua con azahar. Don Higinio abrió los ojos.

—¿Qué, está usted mejor?... —preguntó Regatos.

—Sí, sí...

—¿Fue un mareo, verdad?...

—Sí, un mareo; ya pasó...

Miró a su alrededor y se acordó de todo, y le ayudó a recobrarse aquel
perenne deseo de belleza y de heroísmo que ardía en él.

—Perdonen ustedes —murmuró—; decían que si me operaba, ¿verdad?...
Bien; pues..., mañana les contestaré...; mañana..., necesito pensar...,
ahora no puedo...

Y de nuevo, desfallecido, agotado, cerró los párpados.

Al marcharse, el doctor Regatos llamó a doña Emilia y a sus hijos:

—Como la respuesta del enfermo —dijo— indudablemente será afirmativa,
conviene que esta noche todo quede dispuesto para la operación. Aquí
mis compañeros indicarán a ustedes lo que debe hacerse; yo, con permiso
de todos, me voy a dormir.

Don Higinio, apenas comprendió que los médicos se habían marchado,
llamó a su mujer, y con grande y enternecido amor la abrazó y besó.

—Puedes acostarte —la dijo—, duerme tranquila; esta noche no necesito
nada... ¡Pobre Emilia mía!... Mañana a estas horas, probablemente,
tampoco necesitaré nada...

Tenía unos terribles, sofocadores, deseos de llorar y de confesar su
pueril mentira: una, dos, muchas veces... fue a hacerlo; pero siempre
el orgullo que hace a Satán invencible, el orgullo que resiste a
la muerte, se lo impidió. ¡No, no hablaría! Aunque con tenazas le
partiesen los huesos y a túrdigas le arrancasen las entrañas, ¡no
hablaría!...

Doña Emilia intentó darle una friega de alcohol, pero él rehusó; con un
papelillo de salicilato tenía bastante.

Preguntó:

—Me han dicho que _El Faro_ habla de mí, ¿es cierto? Dámelo.

Leyó el suelto que anunciaba su operación, impávido. A lo largo de los
años, por aquel periódico habían ido pasando los hechos más culminantes
de su vida humilde: su viaje a París, su regreso...

«Mi esquela mortuoria —pensó— también aparecerá en él».

Después miró a su mujer.

—Quiero que descanses; acuéstate. Yo estoy muy fatigado y deseo dormir.

¡Dormir! Lo que Perea sentía era una grandísima necesidad de hallarse
solo ante sí mismo. Dentro de su alma, sus facultades y sus pasiones
sostenían discusión reñidísima, y sus actitudes eran tan desemejantes
y rotundas, que el desdichado oía distintamente cuanto iban diciendo
unas y otras. La imaginación se alebraba y reducía, lívida de terror,
bajo el ademán acusador de la conciencia, que preguntaba: «Imbécil,
¿qué hiciste? Cascabelera maldita, ¿no comprendes que por tu culpa
vamos a morir?...». Y la razón añadía: «Ha llegado el momento triste
de vulgarizarse diciendo la verdad». Pero inmediatamente, sofocando
esta voz de cordura, el orgullo, la vanidad y la soberbia, los tres
grandes impulsos demoníacos del alma, se alzaban en un grito unánime de
rebeldía: «No se debe ceder. ¿Por qué ceder, cuando las hieles de la
muerte serían menos amargas que la vergüenza de la verdad?...».

Don Higinio se sentía aislado; más aislado, solitario y desasido de
todo que nunca; su mentira se había divulgado y compenetrado con la
realidad de modo tal, que dejó de ser abstracción y ensueño para
mudarse en historia, y agigantándose habló por las lenguas innumerables
de la opinión y fue ciencia también. EL mundo objetivo no existe
mientras falte un sujeto capaz de conocerlo, como no existe el sol
para los ciegos de nacimiento; y así, las verdades no son tales
verdades en tanto nadie cree en ellas. Por lo mismo, necesario era
admitir que el galán del hotel de los Alpes había recibido un balazo,
puesto que millares de personas primero, y más tarde su familia y
últimamente la ciencia, lo aseguraban. Claro es que él solo podía más
que todos juntos, y de allanarse a reconocer y proclamar su mentira le
sería fácil cambiar su situación radicalmente; pero, ¿valía su vida un
sacrificio así?... Él, apenas refirió su aventura con míster Ruch, dejó
de ser don Higinio Perea para convertirse en otro hombre: aquel tipo
aventurero que su esforzado corazón, desde que empezó a latir, llevaba
dentro. Ahora bien: ¿era justo que el primer carácter, pacato, amorfo y
vulgar, se impusiera al segundo lleno de relieve y de color?...

«Si confieso mi superchería —pensaba— viviré sin honra y en perpetuo
ridículo; callando, nadie dudará de mí, pues no abundan los hombres
capaces de llevar su vanidad tan adelante, y si la bala no aparece, el
público lo achacará, no a que fuese invención mía, sino a la ineptitud
de mis operadores que no supieron descubrirla».

Solo la maravilla de la muerte puede realizar ante la opinión
el escamoteo de convertir lo irrisorio en triunfo, admiración e
inmortalidad.

¡No, no hablaría! El que, por estética, durante tantos años, mantuvo
incólume el prestigio eminente de su valor, no echaría jamás sobre
la gallardía de su leyenda el baldón de un gesto cobarde. Una
muerte heroica basta a dignificar la vida más llena de pusilánimes
claudicaciones y renunciamientos; y asimismo el militar, por muchas
cruces que lleve en el pecho, las deshonra todas si fuese a la muerte
temblando: que tal es la augusta majestad de ese instante, que él solo
basta a extender ejecutorias definitivas de temeridad o de cobardía.
Como en los sonetos el último verso, así en la vida de cada hombre el
postrer ademán debe ser el mejor. ¡No; el héroe de la Grande Jatte no
hablaría! Aunque los grandes dolores son refractarios a la mentira,
y esta es la eficacia que tiene la tortura para arrancar, aun a los
caracteres más fuertes, la verdad que no quieren decir, el admirable
don Higinio sentíase capaz de afrontar el supremo peligro sin desplegar
los labios. Daría lo poco que era por lo mucho que hubiese querido
ser, y su caída igualaría en belleza arrogante a la de un gladiador. A
última hora la sangre guerrera y artista de los Alcañiz triunfaba. ¿No
pertenecía él a aquella estirpe caudal que seguramente contaba con más
de un antepasado muerto en el rescate del Santo Sepulcro?... Sí; él era
valiente; ahora lo veía claro, y esta seguridad le aliviaba y reparaba
con las savias excelsas del orgullo satisfecho. Lucano abriéndose las
venas o Sócrates bebiendo la cicuta, eran menos grandes que él tomando
voluntariamente el cloroformo. Sucumbiría hermosamente, adorado,
reverenciado, envidiado de muchos, tal vez; y al cerrar los párpados
procuraría que el terrible anestésico dejase sobre sus labios una
sonrisa. En su caso, ¿qué noble caballero templario hubiese sido capaz
de ir más lejos?...

Apenas esta resolución medró en su ánimo, cuando sintiose poseído de
una honda, jugosa y balsámica ecuanimidad. Las dudas que hasta allí
le atormentaron se dispersaban como hojas secas barridas por un gran
soplo de viento, y las horas de vida que aún le restaban componían a
los ojos de su conciencia una especie de breve camino, llano, recto y
glorioso. El alma de Perea miró a su alrededor: sus negocios marchaban
prósperamente; su testamento estaba hecho; de consiguiente, nada
inconcluso quedaba tras sí. ¡Morir! ¡Bah!... ¡Ningún hombre después
de cumplir los cincuenta años, y máxime si se halla enfermo del
corazón, debe sentir miedo a la muerte!... Ciertamente le mortificaba
la idea de separarse tan pronto de los seres que le eran queridos;
pero aquel momento duraba segundos nada más. Don Higinio se acordaba
de cuando se despidió de todos los suyos para irse a París. Algo así
sería la muerte. Nada... Pensó en doña Emilia y en doña Lucía, las dos
únicas mujeres que le amaron desinteresadamente; pensó en sus hijos,
ya hombres, en quienes dejaría una impresión imborrable de heroísmo;
en Higinín, su nieto, que aprendería sobre el regazo de su madre la
historia bizarra y galante del abuelo...

También se acordó de don Gregorio, de don Cándido, de Gutiérrez, de
Julio Cenén, del notario Arribas, de don Tomás, de Juan Pantaleón...,
de todos aquellos centenares de personas, en fin, que de saber la
verdad le hubiesen despreciado. Pues, ¿y el doctor Regatos? ¿Y don
Fidel? ¿Y don Salvador?... Por el espíritu de don Higinio, a quien la
idea de morir iba ennobleciendo, pasó la temeridad de una ironía. Pensó:

«¡Cómo voy a burlarme de ellos!...».

A la mañana siguiente, en presencia de su familia y de los cuatro
médicos que le asistían, declaró tranquilamente que deseaba ser
operado. Preguntáronle si quería confesar y recibir los últimos
Sacramentos, y contestó negativamente. Solo tuvo un capricho:

—Si muero —dijo— ruego que mi cadáver sea envuelto en una bandera
francesa.

La serenidad de sus ojos y la dulzura desdeñosa de sus palabras y
sonrisas a todos sorprendía. Ni siquiera se quejaba de dolores. Parecía
otro hombre. Únicamente cierta desacostumbrada palidez que había en sus
mejillas delataba la existencia de alguna fuerte y arcana emoción.

El doctor Regatos dispuso que la mesa del comedor, que era grande
y sólida, fuese trasladada al dormitorio, donde había bastante luz,
y cubierta por una sábana sirviese para la operación. Don Higinio,
desde su lecho, lo observaba todo: vio los cubos donde su sangre había
de ser recogida, las largas vendas yodoformizadas y los paquetes de
algodón hidrófilo enviados por don Cándido. Vio también el frasco de
cloroformo, esa combinación admirable de cloro y de clorhidrato de
metileno con que un hombre piadoso, Simpson, en una sola batalla,
derrotó al dolor; y el brillo acerado de los bisturíes, y las pinzas
que detienen la hemorragia de las arterias y las agujas y los hilos de
platino con que más tarde los bordes de su herida serían cerrados. Todo
lo atisbaba el héroe y de nada parecía asombrado ni temeroso.

Los médicos se habían disfrazado con largos delantales blancos y
limpísimos. Hernández era el encargado de administrar el cloroformo;
don Fidel y don Salvador ayudarían al doctor Regatos, alargándole los
objetos que este fuera necesitando en el transcurso de la operación.

Como la mañana era fría, trajeron un buen brasero. El doctor Regatos
había dicho:

—Conviene que la temperatura de la habitación sea bastante alta.

Don Higinio, indiferente a todo, fumaba un cigarrillo. El doctor
Regatos le invitó a no fumar; era necesario que la atmósfera estuviese
lo más limpia posible. Perea sonrió y no hizo caso.

—Me parece —dijo— que de cuantos estamos aquí yo soy el más sereno.

Su pulso, efectivamente, era tranquilo. Oyó vibrar la campanilla de la
calle y quiso saber quién había llamado. Le contestaron:

—Es el cartero.

—¿Trae algo para mí? —repuso—. ¿Por qué no me lo dan?...

Los circunstantes le miraban asombrados, aterrados y enternecidos a la
vez de tanta anchura de corazón. Teresita, que había ido a cumplir la
orden del héroe, volvió con un número de _Le Journal_. Don Higinio se
emocionó, y por primera vez, en las horas de aquella mañana ejemplar,
el llanto se asomó a sus ojos. _¡Le Journal!_... Él amaba aquel diario,
que no leía nunca: _Le Journal_ era París, era Leopoldina, era el
hotel de los Alpes con su intérprete borracho y su ruidoso vaivén de
viajeros; era la página mejor de su juventud, inocente y cómica...
Y uno de esos graves suspiros que arranca a los hombres el luto del
recuerdo, subió a sus labios.

Doña Emilia apareció trayendo una tarjeta, que entregó al héroe. Don
Higinio leyó: «Luis Berain. Ingeniero».

—¡Oh, qué casualidad! —exclamó—; el ingeniero belga que yo esperaba.
¡Que pase en seguida!

Entró en el dormitorio un hombre de treinta y cinco a cuarenta años,
corpulento, rollizo, de ojos azules, de tez nacarina y cabellos
dorados. Sus manos enormes, su tórax amplísimo, su cuello atorado, eran
los de un atleta. En un español gangoso, incoherente y pintoresco,
saludó a Perea: él no sabía nada; acababa de apearse del tren; venía
directamente de Bruselas y estaba aturdido, ¡cinco días de viaje! Sus
baúles habían quedado en la estación...

Examinó a los médicos, reparó en la mesa vestida de blanco, bajo la
gran claridad de la ventana, y comprendió. Miró a don Higinio:

—¿Enfermo?

—Sí.

—¿Le operan?...

—Sí.

—¿Barriga, tal vez?...

—Sí, sí...

—¡Ah!... ¡Lamentable!... No ser nada, nada... Sin embargo,
lamentable... ¡Oh! ¡Verdaderamente, muy lamentable!...

Hablaba con cierta flema elegante; usaba lentes de oro y su diestra
blanca, apacible, a cada momento se detenía perpleja sobre la
magnificencia de una barba bíblica.

Don Higinio le observaba de reojo, pensando:

«¡Señor, cómo se parece este hombre al holandés!...».

Él estaba cierto de que no era, porque el imaginario míster Ruch del
hotel de los Alpes, después de los años transcurridos desde entonces,
ya sería viejo; pero el ingeniero belga se parecía al holandés
extraordinariamente, lo que atribuló a don Higinio y deslizó en su
valeroso ánimo temblores de pavor. ¿No era aquello como su pasado, que,
de súbito, volvía a él para verle morir?...

El doctor Regatos miró su reloj; las diez.

—Convendría —dijo— que la familia se marchase; aquí, excepto mis tres
compañeros, no debe haber nadie.

Como pudo, pues el reúma le tenía casi privado de movimiento, don
Higinio Perea se incorporó en el lecho. Comprendía que el instante de
morir había llegado y quería despedirse de todos.

—Antes —exclamó— que vengan cuantas personas haya en la casa y deseen
verme; sin distinción de clases, a todas quiero decirlas «adiós»...

Hablaba lentamente, con la majestad de un gran rey. A su alrededor
estaban sus tres hijos, doña Emilia y su hermana; doña Lucía, los
médicos, el ingeniero belga; después llegaron los criados y casi al
mismo tiempo, en la puerta, apareció la linda cabeza de bronce de
Gasparito, que no se atrevía a entrar. Don Higinio le llamó:

—Ven, Gasparito; tú también tienes derecho a darme un abrazo...

El muchacho se acercó a su padrino y le besó llorando. Luego, muy bajo,
metiéndole los labios en un oído para que nadie le oyese:

—Mi madre está en la calle; deme usted su bendición para ella...

Y sollozaba.

—Llévasela —repuso don Higinio conmovido.

Miró a todos: sus hijos legítimos, su bastardo, su esposa, su amante,
cuanto un hombre aventurero puede reunir en torno suyo a la hora de la
muerte, estaba allí. Los últimos momentos del héroe de la Grande Jatte
tenían una solemnidad patriarcal.

En sus ojos enérgicos y dulces había una lección. Parecían decir:

«Así se muere».

Después, dirigiéndose a los médicos, la voz impávida:

—Señores, cuando ustedes gusten...

  ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...

Don Higinio falleció en la operación; murió del cloroformo,
tranquilamente, sin hacer un visaje, y de este modo su vientre, que no
llegó a ser profanado, guardó su misterio.

A las dos de la tarde del día siguiente todo el pueblo acudió al
entierro del gran hombre. Sus amigos, sus criados, sus aparceros, los
trescientos obreros que trabajaban en la mina, formaron detrás del
coche mortuorio. No faltó nadie; ni siquiera Higinín, el nieto del
héroe, a quien don Gregorio llevaba de la mano. Al pasar por delante de
la notaría de Arribas, unas manos románticas —manos de mujer, sin duda—
tocaron en la pianola, cuya voz tuvo la virtud poética de entristecer
al héroe, la _Marcha fúnebre_, de Mozart. Muchos ojos se llenaron de
lágrimas. El cortejo siguió adelante y llegó al ejido. En la vastedad
riente del paisaje otoñal, aquella manifestación enlutada pintaba un
largo brochazo negro, triste como un reguero de tinta sobre un tapiz
verde.

Monsieur Luis Berain, el ingeniero belga, se había unido a la comitiva.
A su lado, muy cabizbajo, iba Julio Cenén. Los dos hombres no se
conocían, pero hablaron.

—¡Pobre, señor Perea!... ¡Un hombre joven todavía!... ¿De qué ha muerto?

—De un balazo.

—¿Cómo?... ¿Ah?

—Sí, es una historia; se lo dieron en desafío por una mujer...

—¿Ah?... ¡Interesante... interesante!

Encantado de poder lucirse, el secretario se agarró al brazo de su
interlocutor:

—¿No lo sabía usted?... Yo se lo contaré. Higinio Perea fue un bravo;
una vez en París...

Tras el cadáver, triunfante, inmortal, como polvillo de oro, volaba la
leyenda...


FIN


Madrid.—febrero, 1913.





*** END OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK LA OPINIÓN AJENA ***


    

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in paragraph 1.F.3, this work is provided to you ‘AS-IS’, WITH NO
OTHER WARRANTIES OF ANY KIND, EXPRESS OR IMPLIED, INCLUDING BUT NOT
LIMITED TO WARRANTIES OF MERCHANTABILITY OR FITNESS FOR ANY PURPOSE.

1.F.5. Some states do not allow disclaimers of certain implied
warranties or the exclusion or limitation of certain types of
damages. If any disclaimer or limitation set forth in this agreement
violates the law of the state applicable to this agreement, the
agreement shall be interpreted to make the maximum disclaimer or
limitation permitted by the applicable state law. The invalidity or
unenforceability of any provision of this agreement shall not void the
remaining provisions.

1.F.6. INDEMNITY - You agree to indemnify and hold the Foundation, the
trademark owner, any agent or employee of the Foundation, anyone
providing copies of Project Gutenberg™ electronic works in
accordance with this agreement, and any volunteers associated with the
production, promotion and distribution of Project Gutenberg™
electronic works, harmless from all liability, costs and expenses,
including legal fees, that arise directly or indirectly from any of
the following which you do or cause to occur: (a) distribution of this
or any Project Gutenberg™ work, (b) alteration, modification, or
additions or deletions to any Project Gutenberg™ work, and (c) any
Defect you cause.

Section 2. Information about the Mission of Project Gutenberg™

Project Gutenberg™ is synonymous with the free distribution of
electronic works in formats readable by the widest variety of
computers including obsolete, old, middle-aged and new computers. It
exists because of the efforts of hundreds of volunteers and donations
from people in all walks of life.

Volunteers and financial support to provide volunteers with the
assistance they need are critical to reaching Project Gutenberg™’s
goals and ensuring that the Project Gutenberg™ collection will
remain freely available for generations to come. In 2001, the Project
Gutenberg Literary Archive Foundation was created to provide a secure
and permanent future for Project Gutenberg™ and future
generations. To learn more about the Project Gutenberg Literary
Archive Foundation and how your efforts and donations can help, see
Sections 3 and 4 and the Foundation information page at www.gutenberg.org.

Section 3. Information about the Project Gutenberg Literary Archive Foundation

The Project Gutenberg Literary Archive Foundation is a non-profit
501(c)(3) educational corporation organized under the laws of the
state of Mississippi and granted tax exempt status by the Internal
Revenue Service. The Foundation’s EIN or federal tax identification
number is 64-6221541. Contributions to the Project Gutenberg Literary
Archive Foundation are tax deductible to the full extent permitted by
U.S. federal laws and your state’s laws.

The Foundation’s business office is located at 809 North 1500 West,
Salt Lake City, UT 84116, (801) 596-1887. Email contact links and up
to date contact information can be found at the Foundation’s website
and official page at www.gutenberg.org/contact

Section 4. Information about Donations to the Project Gutenberg
Literary Archive Foundation

Project Gutenberg™ depends upon and cannot survive without widespread
public support and donations to carry out its mission of
increasing the number of public domain and licensed works that can be
freely distributed in machine-readable form accessible by the widest
array of equipment including outdated equipment. Many small donations
($1 to $5,000) are particularly important to maintaining tax exempt
status with the IRS.

The Foundation is committed to complying with the laws regulating
charities and charitable donations in all 50 states of the United
States. Compliance requirements are not uniform and it takes a
considerable effort, much paperwork and many fees to meet and keep up
with these requirements. We do not solicit donations in locations
where we have not received written confirmation of compliance. To SEND
DONATIONS or determine the status of compliance for any particular state
visit www.gutenberg.org/donate.

While we cannot and do not solicit contributions from states where we
have not met the solicitation requirements, we know of no prohibition
against accepting unsolicited donations from donors in such states who
approach us with offers to donate.

International donations are gratefully accepted, but we cannot make
any statements concerning tax treatment of donations received from
outside the United States. U.S. laws alone swamp our small staff.

Please check the Project Gutenberg web pages for current donation
methods and addresses. Donations are accepted in a number of other
ways including checks, online payments and credit card donations. To
donate, please visit: www.gutenberg.org/donate.

Section 5. General Information About Project Gutenberg™ electronic works

Professor Michael S. Hart was the originator of the Project
Gutenberg™ concept of a library of electronic works that could be
freely shared with anyone. For forty years, he produced and
distributed Project Gutenberg™ eBooks with only a loose network of
volunteer support.

Project Gutenberg™ eBooks are often created from several printed
editions, all of which are confirmed as not protected by copyright in
the U.S. unless a copyright notice is included. Thus, we do not
necessarily keep eBooks in compliance with any particular paper
edition.

Most people start at our website which has the main PG search
facility: www.gutenberg.org.

This website includes information about Project Gutenberg™,
including how to make donations to the Project Gutenberg Literary
Archive Foundation, how to help produce our new eBooks, and how to
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