Ni rey ni Roque (3-4 de 4)

By Patricio de la Escosura

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Title: Ni rey ni Roque (3-4 de 4)

Author: Patricio de la Escosura

Release date: April 27, 2025 [eBook #75974]

Language: Spanish

Original publication: Madrid: Imprenta de Repullés, 1835

Credits: Ramón Pajares Box. (This book was produced from images generously made available by The Internet Archive/Canadian Libraries.)


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NOTA DE TRANSCRIPCIÓN

  * Las cursivas se muestran entre _subrayados_ y las versalitas se han
    convertido a MAYÚSCULAS.

  * Los errores de imprenta han sido corregidos.

  * La ortografía del texto original ha sido modernizada de acuerdo con
    las normas publicadas en 2010 por la Real Academia Española.

  * La puntuación y la toponimia también han sufrido ligeros retoques
    para su modernización.

  * Se han separado en párrafos distintos las intervenciones dialogadas
    allí donde el texto adopta forma de diálogo, añadiendo y espaciando
    las rayas según los modernos usos ortotipográficos.

  * Los documentos, cartas y misivas se presentan sangrados para mejor
    distinguirlos de otros entrecomillados.

  * Se ha compilado y añadido un Índice al final del volumen pese a que
    el original impreso no lo incluye.




Ni rey ni Roque




  NI REY NI ROQUE

  EPISODIO HISTÓRICO
  DEL REINADO DE FELIPE II,
  AÑO DE 1595

  NOVELA ORIGINAL

  ESCRITA
  POR DON PATRICIO DE LA ESCOSURA,
  AUTOR DEL CONDE DE CANDESPINA

  TOMO III

  Madrid
  Imprenta de Repullés
  —
  AÑO DE 1835




NI REY NI ROQUE

CAPÍTULO PRIMERO

        Más padres tiene que miembros;
      Acomodad, pues, el mío,
      La que queréis encajarme
      Esto de padre postizo.

                            (Quevedo).

En tanto que sus amores con la bella pastelera absorbían toda la
atención de Vargas, ocurrían en su propia familia acontecimientos de
la mayor importancia para él, y que, a pesar de que se ponía algún
cuidado en ocultárselos, hubiera podido cuando menos sospechar, si no
se hallara tan preocupado en sus propios asuntos.

Siete meses hacía que el marqués, gracias, como se ha dicho, a su primo
el comendador Hinojosa, había roto sus relaciones con la supuesta
viuda del contador de Indias. Hizo en ello el pobre un gran sacrificio
a lo que se le dijo que su pundonor exigía, pues tal era la debilidad
de su carácter y la pasión que había sabido inspirarle la diestra
meretriz que acaso la hubiera perdonado sus infidelidades, dando
crédito a las reiteradas protestas de arrepentimiento y enmienda que,
aun en el acto de verse sorprendida, le hizo con fingidas lágrimas. Por
fortuna Hinojosa, que se hallaba presente, impuso silencio a aquella
insolente, y arrancó de sus redes al obcecado amante.

No por esto perdió ánimo Violante: la posesión de un hombre rico,
apasionado y tonto era demasiado preciosa para dejarla perder sin que
hiciese por evitarlo los mayores esfuerzos. Así, pasados los primeros
ocho días después de la riña, y enterada por sus espías de la gran
melancolía del marqués, creyó oportuno escribirle un billete lleno
de pasión, de arrepentimiento, y de protestas de darse una muerte
violenta si su adorado amante no quería perdonarla.

Si el tal billete hubiera llegado a su destino no tiene duda que
produjera el afecto que de él se prometió quien lo escribía; pero
Hinojosa estaba alerta. Previendo desde luego que Violante no dejaría
de intentar el recobro de su perdida cucaña, tomó tan bien sus medidas
que la carta cayó en sus manos, y apaleó lindamente al portador
prometiéndole que le haría la cabeza añicos si bajo cualquier pretexto
osaba volver a presentarse en aquella casa.

El pobre mensajero volvió a la de Violante con las orejas bajas, y
pintó con tan vivos colores la manera con que le habían recibido,
protestando con tales veras que no volvería aunque en recompensa le
ofrecieran todo el oro del mundo, que de allí en adelante no encontró
la dama criado que quisiera encargarse de semejantes comisiones.

Tomó entonces el partido de rondar en persona las cercanías de la
casa de su amante, decidida a hablarle si lograba la dicha de verle
salir solo de ella alguna vez. También esta tentativa salió frustrada.
El marqués salía raras veces, y siempre acompañado del inflexible
comendador, del cual Violante temía, no sin fundamento, que la tratase
con tanto o más rigor que a su criado.

Todas estas dificultades, y la falta que desde el principio empezaron
a hacerla los espléndidos regalos del marqués, exasperaron el ánimo de
aquella mujer en vez de abatirlo.

El amante por quien vendía al hermano de don Juan, que era uno de
aquellos hombres despreciables cuya especie se ha conservado por
desgracia hasta nuestros días, que comerciando con las gracias de su
persona se humillan hasta el punto de recibir un salario de la ramera
descarada, así que la vio sin la mina donde hasta entonces había
estado surtiéndose con profusión de cuanto necesitaba para sostener
sus vicios, la abandonó sin consideración alguna, desapareciendo de
la noche a la mañana y llevándose, de paso, las alhajas que encontró
más a mano. Y no era esta sola la desgracia que tenía que experimentar
Violante, pues la suerte le reservaba otra que en su situación parecía
aun más terrible que todas. A poco tiempo de verse abandonada por
sus dos amantes se confirmó en la sospecha que antes había tenido de
hallarse encinta. Los primeros días creyó aquella infeliz volverse
loca; pero meditando después en su situación formó un plan para salir
de apuros que no podía estar mejor combinado.

Redujo a dinero metálico las muchas joyas que aún le quedaban, y
aumentando con él y con lo que produjo la venta de sus magníficos
muebles el bolsillo que había tenido la prudencia de ocultar a su
pérfido amante, se halló con un capital que, depositado en manos
seguras, le producía lo bastante para vivir con decencia, si bien con
la más severa economía.

Hecho esto tomó una habitación reducida, conforme a su nueva posición,
no muy lejos de la casa del marqués; y sin más asistencia que la de una
sola criada, entabló una vida tan retirada como antes la había tenido
bulliciosa. Desaparecieron las galas y los adornos, reemplazándolos un
modesto hábito del Carmen y un manto negro. En vez de los banquetes y
festines se sustituyeron las misas y devociones. En una palabra, en
menos de un mes la cortesana Violante se convirtió en una beata, que
tenía asombrado a su barrio con la ejemplar vida que hacía.

Por más de tres días fue aquella mujer el objeto de la conversación
general en todo Valladolid. Los hombres decían que se había vuelto
loca; las viejas, que Dios la había tocado en el corazón; los
predicadores, con alusiones sobradamente claras, incitaban a seguir el
ejemplo de aquella pecadora a todas las que se hallaban en su caso;
pero las mujeres jóvenes y algunos hombres de talento pensaban que
aquello no era más que una nueva farsa. Hinojosa opinaba también del
mismo modo; y el marqués no opinaba nada, porque como a nadie veía más
que a su primo y al capellán Teobaldo, y ambos se guardaban muy bien de
hablarle de semejante materia, ignoraba cuanto pasaba.

Desde que Violante adoptó su nuevo método de vida, renunció
absolutamente a hacer diligencia ninguna para reconciliarse con el
marqués; y el comendador, que al principio había temido que todo aquel
aparato de devoción y reforma de costumbres no fuera más que una
añagaza para sorprender a su incauto primo, acabó por persuadirse de
que la dama no pensaba ya en él. Este era precisamente el punto más
importante para la ninfa. Hinojosa era su más temible, o por mejor
decir, su único enemigo, pues don Juan ni la conocía, ni pensaba en
ella; el padre Teobaldo era un sandio personaje muy fácil de engañar,
y el marqués estaba vencido con poquísimo trabajo a favor suyo.

Un mueble, el más indispensable para toda devota, es un director
espiritual; y para los fines de Violante lo era entonces
extremadamente. Lo importante era hacer una elección acertada. El
padre Teobaldo fue la persona en quien primero se fijó; pero reconoció
desde luego la imposibilidad de lograrlo, pues aquel capellán, afecto
al servicio particular de la familia del marqués, y haciendo una vida
sedentaria por hábito, por vejez y por inclinación, no ejercía jamás
sus funciones sacerdotales fuera del oratorio de la casa de los Vargas.

Como su vida anterior la tenía a mucha distancia de los eclesiásticos,
a excepción de uno que otro cortesano, fue preciso que se dirigiese a
varias beatas con quienes había hecho conocimiento desde que ella lo
era también; y después de haber escuchado con atención sus informes
sobre diferentes religiosos, eligió por fin para su director espiritual
a cierto dominico anciano, llamado el padre maestro Retamar, hombre
célebre por su piedad, y más aún por su candor y beneficencia.

El bueno del padre la recibió con amor; oyó lo que quiso decirle; le
prometió su asistencia y auxilios; y en una palabra, dando crédito a la
fingida historia de seducción que le plugo a la ninfa contarle, aunque
sin nombrarle por entonces el seductor, se aficionó a ella sobremanera.

Sucedió que Violante tuvo una ligera enfermedad. El padre Retamar
fue a verla diariamente, y como su edad y buena reputación le ponían
enteramente a cubierto de toda suposición maligna, el resultado fue
que todo el que lo supo empezó a creer sincero el arrepentimiento y
verdadera la reforma de aquella mujer. Las beatas de aquel barrio se
deshacían en alabanzas de la nueva Magdalena: no faltaba entre ellas
quien opinase que si continuaba viviendo de aquella manera, podría
llegar a ser una bienaventurada.

No dejaba de tener mérito tampoco para Violante la novedad de su
posición. Fijar la atención del público había siempre sido su mayor
deseo. Hacerlo escandalizando o edificando debía serle, y le era en
efecto, indiferente. Además, los placeres la habían ya saciado, y si
bien no dejaba alguna vez de bostezar de aburrimiento en la iglesia
debajo de su manto, hallaba la compensación en la perspectiva de
asegurarse para siempre una fortuna sólida e independiente.

Entre tanto su preñez adelantaba aproximándose a su término, y con él
llegaba la época fijada para la ejecución del gran proyecto.

Una tarde, pues, que el reverendo Retamar a la vuelta del paseo había
entrado a verla, la halló deshaciéndose en lágrimas con el rosario en
la mano, y preguntándola qué era lo que tanto la afligía, respondió la
taimada:

—¿Qué ha de afligirme, padre mío? Mis pecados son muchos, pero la pena
que por ellos se me impone en este mundo es superior a mis fuerzas.

—No digáis eso, hija; no lo digáis: por graves que vuestras penas os
parezcan, el Señor, que os las envía, sabrá por qué: llevadlas con
resignación, hija, y se os recibirán en descuento de vuestras culpas.

—Padre mío, por mí no lo siento: conozco que todo castigo es poco para
mi fragilidad; pero si queréis oírme un momento a solas sabréis la
justa causa de mi dolor.

El compañero del padre maestro tuvo la bondad de salirse al cuarto
donde estaba la criada, y solos aquel y su penitente, empezó esta a
decir:

—Yo, padre, soy viuda de un contador de Indias: volví joven a España,
y me establecí por desdicha en Valladolid. Dios ha querido dotarme,
según dicen, de alguna hermosura; ella y mi genio festivo atrajeron
inmediatamente a mi casa a todos los caballeros más jóvenes, más
galanes y también más libertinos de la ciudad.

—Cosa demasiado natural, hija mía, demasiado natural; pero todo eso ya
me lo habéis dicho diferentes veces.

—Quiero tomar las cosas desde el principio, para presentaros completo
el cuadro de mis desdichas y flaquezas.

Diciendo esto empezó Violante a llorar de nuevo con profundo sollozo,
tanto que el pobre fraile tuvo que acudir a su pañuelo, y medio lloroso
aún la dijo:

—Confianza en Dios, que es misericordioso; prosiga, hermana, prosiga.

—Muchos fueron los que desde luego me galantearon, pero desechados
inmediatamente, tuvieron bastante cordura para limitarse a ser mis
amigos, visto que no podían ser amantes. Dos de ellos, sin embargo, se
obstinaron. Uno, ¡ay de mí!, el marqués de ***, y otro un don Rodrigo,
mancebo de perversas inclinaciones. El primero, lleno de buenas
prendas, se fue cautivando insensiblemente mi corazón: el segundo,
a quien siempre miré con el más alto desprecio, después de haber
intentado en vano rendirme por cuantos medios se le ocurrieron, juró
vengarse de mis desdenes, y lo cumplió demasiado. El marqués, padre
Retamar, que sabía bien que yo no era mujer para ser su manceba, se
limitó mucho tiempo a galantearme con la mayor moderación y respeto,
hasta que ya, no pudiendo (decía él) resistir a su amor, me propuso
darme su mano. Figuraos si tal propuesta, hecha por un hombre a quien
yo amaba tiernamente, sería para mí grata y seductora. Reflexioné,
sin embargo, que aunque mi nacimiento fuese honrado, era muy inferior
al suyo, y que casándose conmigo iba no solo a indisponerse con su
ilustre familia, sino tal vez a exponerse al enojo del rey. Quise más
bien renunciar a mi propia dicha que proporcionar tales disgustos a mi
amante.

—No se puede obrar con más juicio ni con más virtud. Adelante, que
hasta aquí no tenéis motivos de afligiros.

—¡Ah, padre! Veréis en lo que sigue cuán fundado es mi dolor. Declaré,
pues, al marqués que estaba firmemente resuelta a no casarme con él,
y como le viese, sin embargo, insistir con más fuerza que antes en su
proposición, me exalté tanto que juré por la salvación de mi alma no
ser jamás su mujer.

—Mal hecho, hija; muy mal hecho: quebrantaste el segundo mandamiento
jurando sin necesidad.

—Las consecuencias de aquel malhadado juramento fueron fatales.
Desesperado el marqués con mi negativa, enfermó; y negándose a admitir
cuantas medicinas se le querían administrar, tres facultativos
declararon unánimes que indudablemente moriría. Yo le amaba, padre
mío, como aún hoy le amo a mi pesar: le veía morir, y sabía que era la
causa de ello. Fui a verle, y me estremezco solo al recordar el estado
en que le hallé. Cárdeno el color, hundidos los ojos, sin voz apenas:
en resumen, con todas las señales de una muerte próxima. Partióseme
el corazón de dolor con tan triste espectáculo. Así que el desdichado
me vio dio un profundo suspiro, y en tono sepulcral me dijo: «Tú me
matas». ¿Qué había de hacer una débil mujer en tan amargo trance? El
amor y la compasión sofocaron el grito de mi conciencia, y le ofrecí
que, ya que mi juramento no me permitía nunca ser su esposa, le
sacrificaría mi reputación entregándome a sus brazos, si él consentía
en tomar las medicinas y sujetarse a cuanto los médicos le ordenasen.
Todo lo prometió y cumplió con indecible alegría. Mis cuidados, sus
esperanzas y los buenos facultativos le restablecieron en breve tiempo.
Yo, padre, también cumplí mi criminal promesa.

—Dios tenga piedad de vos, hija mía.

—Así sea, como lo espero de su misericordia. Vivimos algún tiempo
el uno en los brazos del otro: súpose en la ciudad, y perdí para
siempre mi buena opinión. No tardaron nuestros amores en llegar a
los oídos de don Rodrigo: la idea de ver a su rival en mis brazos le
enfureció de manera que, según he sabido después, trató de asesinarnos
a ambos; pero tranquilizándose en breve, meditó y puso en práctica
otra venganza más cruel si cabe. Imposible parece que haya hombre
que conciba tan infernal proyecto; víctima soy de él, y apenas puedo
creerlo. Don Rodrigo se puso de acuerdo para perderme con un primo del
marqués llamado el comendador Hinojosa, quien aspirando a manejarlo
por sí y apropiarse de parte de sus riquezas, me aborrecía y aborrece
mortalmente. Sedujeron a dos de mis criados que, una noche en la cena,
me sirvieron un vino infeccionado con cierto licor soporífero, que
tardó poco en aletargarme. Lleváronme a mi lecho, y en él se introdujo
el traidor don Rodrigo. El marqués, conducido por su primo, me vio
a la mañana siguiente en los brazos de aquel malvado. Despertome el
ruido de las voces de mi injuriado amante y de su infame pariente.
Figuraos mi turbación. El marqués no quiso oírme; don Rodrigo huyó,
robándome las joyas que yo llevaba puestas la noche antes. Yo miraría
esta desgracia como un bien, pues a ella debo el haber abierto los
ojos sobre mis extravíos, si yo sola hubiera sido la víctima de ella;
pero una inocente criatura que aún no ha visto la luz, y que debe la
existencia al marqués, va a verse en la miseria, privada del consuelo
de abrazar a su padre, y sin más amparo que el de una madre infamada
por la más atroz de las calumnias.

Al concluir su bien compuesta novela dio Violante una muestra de su
talento en el arte de fingir, llorando y sollozando a más y mejor con
no poca pena del candoroso dominico.

Este, después de emplear con la mejor fe posible todas las razones que
su caridad le sugirió para consolar a la que él creía más desgraciada
que culpable, viéndola algo más serena, acabó por preguntarla qué
partido pensaba tomar en aquellas circunstancias. Violante contestó
que verdaderamente no sabía qué hacer; y que estaba resuelta a seguir
los consejos de su reverencia, si tenía la bondad de querer ocuparse
en los asuntos de una criatura tan miserable. El fraile protestó
que sus deberes y la propensión natural de su corazón le hacían
mirar como la más sagrada de sus obligaciones el auxiliar a los
menesterosos, de cualquiera manera que lo necesitasen y en su mano
estuviese el hacerlo; que en consecuencia aconsejaría a su penitente
lo que mejor le pareciese; y que para exponerse menos a errar, lo
pensaría detenidamente aquella noche, y a la siguiente mañana volvería
a conferenciar con ella. Despidiose, pues, exhortando a Violante a
la resignación y a implorar con repetidas y fervorosas oraciones el
auxilio del Todopoderoso.

Antes de las diez de la mañana del siguiente día ya el bueno del padre
Retamar salía de la casa de su hija de confesión, después de haber
convenido con ella en el giro que debía darse a aquel asunto, y de
haberse ofrecido espontáneamente a tomarlo todo a su cargo.

Para no perder tiempo se dirigió entonces mismo a la casa del marqués,
en donde su hábito y su nombre, ventajosamente conocido en toda la
ciudad, le abrieron paso sin dificultad hasta el cuarto del que
buscaba, a quien acompañaban en aquel momento el comendador y el padre
Teobaldo. Los tres se pusieron en pie para recibir al religioso; y así
que este, después de corresponder cortésmente a su saludo, anunció que
deseaba hablar reservadamente al dueño de la casa, se retiraron los
otros, dejándolo a solas con él.

Hinojosa no lo hubiera hecho si sospechara el negocio que llevaba a su
cargo el dominico; pero ¿quién había de figurarse que un hombre a todas
luces respetable era, sin saberlo, instrumento de las maquinaciones de
una mujer abandonada?

Solos ya el marqués y el padre Retamar, estuvieron algunos instantes en
silencio, esperando el primero a que el otro hablase, y sin saber el
fraile por dónde principiar. El marqués, cansado de esperar en balde,
rompió por fin el silencio.

—¿No podré saber —dijo— qué motivo es el que me proporciona la honra de
esta inesperada visita de vuestra paternidad?

—La honra es toda mía, toda mía, señor marqués; y el motivo que me trae
es uno muy grave, en que se halla interesada nada menos que vuestra
eterna salvación.

—¡Jesús me valga! Padre maestro, no tardéis en decírmelo.

—No quisiera, señor mío, que se me tuviera por entremetido: protesto
desde luego que solo el interés de la religión y el cumplimiento de mis
obligaciones como sacerdote es el que me mueve a venir a hablaros.

—Vuestra paternidad puede decir cuanto quiera, seguro de que yo
le escucharé con la veneración que todo buen cristiano debe a los
religiosos.

—No esperaba yo menos del hijo de vuestros padres (que en gloria
estén). Yo los he conocido, señor marqués, y puedo certificar que eran
personas de singular virtud y ejemplares costumbres.

—Muchas gracias, padre Retamar, por la merced que les hacéis.

—Justicia y nada más, señor marqués; pero vamos al asunto, que es lo
que importa.

Tosió el fraile, limpiose las narices, y después de aclarada la
garganta en el tiempo que fue menester para tomar aliento y hacer
ánimo, dijo por fin:

—Vuestra señoría no habrá olvidado que en otro tiempo conoció a una
señora llamada Violante.

El marqués mudó de color, pero no respondió palabra. Un instante
después continuó el padre:

—Yo, señor marqués, aunque indigno sacerdote, soy hace algunos meses
confesor y director espiritual de esa afligidísima y arrepentida
mujer. Con esto digo bastante para que me supongáis enterado de cuanto
ha mediado entre ella y vos. Sí, señor, todo lo sé; y aun lo que vos
mismo ignoráis. Un don Rodrigo...

—¡Bribón! —exclamó el marqués.

—Más de lo que su señoría piensa, pues valiéndose de un ardid infame,
como puedo probarlo, supo hacer que pareciese delincuente a vuestros
ojos la que jamás cometió otro delito que el de ceder a vuestras
instancias.

—Padre mío, os han engañado. Yo, yo mismo la he visto en los brazos de
don Rodrigo. ¿Qué podrá decir a esto?

—¿Qué podrá decir? Lo que oiréis de mi boca.

Y en seguida refirió el padre Retamar al marqués la fábula que Violante
le había contado a él, omitiendo solo, por amor de la paz, la parte que
en ella se atribuía al comendador. Para probar la verdad de todo cuanto
dijo ofreció presentar la criada que se suponía seducida por don
Rodrigo, y que, arrepentida de su delito, estaba pronta a declararlo en
forma, siempre que se la prometiese su perdón.

Violante había buscado a la misma criada que la vendió a ella al
comendador Hinojosa; y aquella mujer, que solo aspiraba a ganar dinero,
importándole poco que para lograrlo se tratase de engañar a desengañar
a un marqués tonto, convino desde luego en representar el nuevo papel
que se le propuso. Empezó a representarlo el mismo día de que vamos
hablando, en casa de su ama, delante del padre Retamar; y este con
su testimonio quedó tan convencido de la inocencia de Violante, que
hubiera sufrido el martirio por defenderla, lo mismo que por confesar
la verdad del Evangelio.

Oyó el marqués con suma atención y no poco enternecimiento la relación
de las desgracias de su querida; pero cuando acabó de convencerse de su
inocencia fue cuando el padre dominico, con un calor que acostumbraba
pocas veces, le hizo saber la vida ejemplar y retirada que después de
su separación había tenido Violante.

—Sí —exclamó con indecible gozo—, sí; es inocente, y sus trabajos
recibirán la recompensa, y volveremos a unirnos...

—No señor —replicó el fraile—. ¿Podéis hacer la injusticia al hábito
de nuestro padre Santo Domingo de creer que un hombre que lo viste se
había de mezclar en este asunto para reconciliar a dos amantes, para
restablecer unas relaciones ilegítimas, para contribuir a la perdición
de dos almas?... No señor: no será así; y estad seguro de ello.

El pobre hermano de don Juan, oyendo aquella filípica, aunque justa,
inesperada, se quedó precisamente como un niño sorprendido in fraganti
por su pedagogo haciendo alguna travesura de marca mayor. Con los ojos
espantados, la boca abierta y las manos cruzadas largo tiempo, aun
después de haber acabado de hablar el fraile, escuchaba a ver si tenía
algo más que decirle. Entre tanto el padre Retamar, recobrando su
acostumbrada calma, volvió a tomar sosegadamente el hilo de su discurso.

—Violante ha reconocido que se hallaba en el camino de la perdición: se
ha apartado de él, y está resuelta a no volver a pisarlo. Vuestra mujer
legítima bien sabéis que no puede serlo: así, pues, como cristiano
estáis obligado a renunciar para siempre a ella. Mas aún nos resta que
hablar del más importante, del verdadero objeto que me ha traído a esta
casa. Violante está encinta.

—¡Madre mía de los Dolores! ¿Será posible, padre Retamar?

—Tan posible que en breve dará a luz, Dios mediante, una criatura cuyo
padre sois.

—¿Yo su padre?... Pero y don Rodrigo...

—Calculad las fechas, señor marqués, y veréis cómo en ese punto no debe
quedaros duda.

Tenía el marqués demasiada inclinación a Violante para no creer
cuanto bueno de ella le quisiesen decir; y como por otra parte, en
consecuencia de su educación monástica, cuando un eclesiástico le
hablaba era siempre de su opinión, se dio desde luego por convencido, y
lo quedó plenamente de la paternidad con que la dama quiso favorecerle.

Conseguido esto, lo demás era fácil de arreglar. Aunque no sin
repugnancia, prometió el marqués no ver a Violante; y aseguró, con el
mayor gusto, que reconocería en forma al hijo o hija que ella diese a
luz, señalando a su madre una pensión vitalicia de mil ducados sobre
todos sus bienes, por medio de escritura legal que había de otorgarse
en las veinticuatro horas, contadas desde entonces mismo. Por último,
convinieron en que todo lo tratado entre ambos quedaría secreto, pues
el marqués no quería exponerse a las reconvenciones de Hinojosa, ni
disgustar a su hermano. Inmediatamente el marqués pidió su coche y
salió a casa de su escribano a formalizar la escritura de la pensión;
y el fraile se fue a dar cuenta del buen éxito de sus diligencias a
Violante, quien no tuvo poco trabajo en ocultar su inmensa alegría bajo
el velo de una devota conformidad con la voluntad del Señor.

Quince días después dio la beata de nuevo cuño a luz un muchacho
robusto, al que el padre Retamar, al bautizarlo con el nombre de don
Pedro Alcántara de Vargas, que era el mismo de su presunto padre, dijo
que encontraba maravillosa semejanza con el marqués. Este, que en
aquel acto vio también por primera vez al tierno infante, se deshacía
en lágrimas de gozo, estrechándolo en sus brazos y jurando que todas
las facciones eran las de la familia de los Vargas, si bien más bellas
por lo que de Violante tenían. El hecho es que el recién nacido era,
como lo son todos, un rollo de carne con ojos y facultad para llorar,
en cuyo rostro, aún en embrión, solo la ceguedad del cariño encuentra
semejanzas que no pueden existir.

No nos atreveremos a decir que el nuevo don Pedro Alcántara fuese en
efecto hijo del marqués, pero tampoco a negarlo; y esto en razón a que
ni su propia madre podía decir en ello cosa cierta.

Una labradora de Simancas, villa pequeña situada sobre un cerro en las
orillas de Pisuerga a dos leguas de Valladolid, buscada de antemano, se
llevó al niño para criarlo, y solo se la dijo que era de padres nobles
y ricos, sin descubrir quienes fuesen. El padre Retamar quedó encargado
de pagar a aquella mujer un espléndido salario, y de suministrarla
además cuanto necesitase.

Violante se restableció pronto, y aunque con la pensión del marqués
hubiera podido vivir con más lujo, conservó por prudencia su método
anterior de vida, sin más diferencia que la de hacer una vez
cada semana un viaje a Simancas a ver a su hijo, a quien quería
entrañablemente, y de cuya conservación dependía en gran parte su
fortuna.

Desde la visita del padre Retamar la amistad del marqués a su primo el
comendador empezó a resfriarse tan notablemente que, advirtiéndolo,
aquel caballero tomó la resolución de no mezclarse de allí en
adelante en darle consejos, visto que el marqués estaba siempre en
conversaciones secretas con su capellán, a quien había confiado su
secreto.

Justamente estos sucesos coincidieron con el segundo y tercer viaje de
don Juan a Madrigal; y ambos hermanos, ocupados en sus amores, cuidaron
poco uno de otro, contentos con que no se observasen sus pasos, ni se
pusiesen trabas a sus operaciones.

[Ilustración]




CAPÍTULO II

      DON TELLO
          Quiera Dios, señor don Juan,
          Que volváis muy felizmente.

      DON JUAN
          Breves los días de ausente,
          Señor don Tello, serán.

            (Moreto: _El lindo don Diego_).


Dos o tres días después del nacimiento de su equívoco sobrino regresó
don Juan a Valladolid; y apenas hubo llegado a su habitación, cuando
encerrándose en ella abrió el misterioso pliego que Gabriel le había
entregado. Rota la primera cubierta, halló que contenía otro pliego
sellado con las letras S. R. L., cuyo sobrescrito era el siguiente:

  [Ilustración: cruz] «A doña Inés Contiño, Sotomayor, Álvarez de
  Castro; en el convento de religiosas de la orden de...

    Salud y gracia».

A más de este halló Vargas un billete abierto que decía así:

  «Señor don Juan: en el convento de religiosas de la orden de..., que
  no podéis ignorar en qué parte de la ciudad se halla, encontraréis la
  dama a quien va dirigida la adjunta carta. Para que se os permita la
  entrada en él, preguntad por doña María de Castro, y decid que vais a
  hablarla de parte de su tío el abad. — Dios os guarde, como deseamos.
  — _S._».

—¡Otro misterio más! —exclamó don Juan—; pero a bien que en viendo yo a
Inés habrán de terminarse sin remedio.

Concluyendo esta reflexión se puso a vestirse para presentarse en el
convento con la debida decencia, y aún no había acabado de hacerlo,
cuando vinieron a buscarle de parte de su hermano el marqués, que
deseaba hablarle inmediatamente.

Trasladose Vargas sin detención a su cuarto, y le oyó, con no poca
sorpresa, decir que un asunto importante le llamaba a Madrid, para
donde pensaba salir sin falta al día siguiente por la mañana, llevando
consigo al padre Teobaldo.

Don Juan, admirándose de que su hermano se decidiera a viajar, y a
Madrid, adonde jamás había querido pensar en ir, y más aún de que
tuviese asuntos reservados para él, cosa que hasta entonces no le había
sucedido, pero deseoso también de abreviar la conferencia para poder
marcharse al convento, se limitó a contestar que estaba bien, pues el
marqués lo creía conveniente, y a desearle un feliz viaje y pronta
vuelta.

Por su parte el marqués, que había temido que su hermano le hiciese mil
preguntas a las que no sabía qué contestar, se dio por muy contento de
verse libre de aquel apuro; y so pretexto de disponer las cosas para
su viaje, se despidió de Vargas, que no le hizo repetir dos veces el
permiso para retirarse.

¿Quién podrá pintar la agitación de Vargas en el tránsito desde su casa
al convento designado en la esquela anónima que el pliego contenía?
Sería imposible.

Perdíase en conjeturas a cual más singular, a cual más descabellada
y distante de la verdad; pero lo que más le aquejaba era el temor
que le hacía concebir el haber visto hasta entonces burladas siempre
sus esperanzas de no conseguir, aun en aquella ocasión, el deseado
conocimiento de quién era Inés, y de los medios indispensables para
poseer su mano. Las tres iniciales del sello y la que servía de firma
al billete eran también para Vargas otra materia de interminables
cavilaciones, pues ni acertaba ni podía acertar con su significado.
Por manera que, aunque el convento distara mil leguas de Valladolid,
llegara a él tan embebido como entonces llegó en sus diversos
pensamientos.

Entró en la portería, llamó al torno, y dando allí el recado que se le
prevenía en el billete, recibió orden de pasar al locutorio, al cual
fue conducido por la demandadera. Llévale esta no al locutorio general
donde las madres recibían las visitas, sino a uno particular, amueblado
con la limpieza y nimiedad de adornos que acostumbran las monjas, pero
con más suntuosidad y elegancia que en tales parajes suele hallarse.
La demandadera, mujer habladora y bachillera, por si acaso don Juan
no había reparado aquella diferencia, se la hizo notar, advirtiéndole
que el tal locutorio era el reservado en que la madre abadesa recibía
las visitas de su ilustrísima el señor obispo y otros personajes de
distinción.

Con poca cuerda que don Juan la hubiera dado hubiera podido saber
la historia detallada de todos y cada uno de los muebles de aquel
aposento; pero Vargas, que desde que entró había clavado los ojos en
la reja que separaba la parte destinada para los profanos de la que
ocupaban las religiosas, no se dignó responder una sola palabra; y la
demandadera, picada de ver que se la trataba con tanta indiferencia,
se retiró, murmurando entre dientes que era lástima que un mancebo tan
galán de persona no fuera algo más cortés.

No se pasaron tal vez tres minutos desde que el hermano del marqués
entró en el locutorio hasta que se abrió la puerta de este que
comunicaba con lo interior del convento, y entró por ella una dama de
noble porte y elegante traje.

Llevaba un vestido de rica seda negra labrada, con la manga, que solo
llegaba hasta el codo, muy ancha, y terminada de la misma manera que
la del hábito de algunos frailes, en figura triangular. El jubón era
ceñido al cuerpo, cerrado por las espaldas y abierto por delante, con
dos solapas caídas sobre el pecho. Una gola blanca como el armiño
ceñía su garganta. El talle del vestido, arreglándose a la forma del
cuerpo, iba sobre la cadera; y la falda, con bastante vuelo, era algo
más larga por detrás que por delante. Una rica cadena de oro, que daba
dos vueltas al cuello y caía con gracia sobre el pecho y espaldas,
llevaba pendiente un magnífico medallón guarnecido de diamantes con el
retrato de una mujer joven y hermosa. El peinado de aquella dama era
sumamente sencillo y gracioso: el pelo recogido en un rodete colocado
bastante atrás, y la parte de delante dividida como hoy se lleva, pero
sin rizo alguno. Dos hilos de perlas finas daban vuelta a la cabeza
y se terminaban sobre la frente en un broche, en el cual brillaba un
diamante de alto precio. Para no dejar nada por decir, añadiremos que
en las manos de aquella dama se veían muchas sortijas, y que en la
derecha llevaba un libro de oraciones encuadernado en terciopelo morado
con abrazaderas de plata.

Menester fue que Vargas la mirara muy despacio para reconocer en una
persona tan ricamente ataviada a la humilde pastelera de Madrigal; pero
en fin, no pudiendo negarse a lo que sus ojos veían, exclamó:

—¿Inés, sois vos?

—Yo soy, don Juan: no me causa extrañeza vuestra admiración; pero en
verdad no deja de sorprenderme que hayáis descubierto mi asilo, el
nombre que en él me dan, y la manera de verme.

—Yo mismo, Inés, no sé cómo esto ha sido; tal vez vos podréis
comprenderlo mejor viendo este pliego.

Sacó entonces el que llevaba, y alargóselo a Inés al través de la reja.
La bella morena lo recibió con gravedad, reconoció el sello antes de
abrirlo, y se puso en pie para hacerlo. Así que lo hubo verificado
buscó la firma, besola con respeto, y después, siempre en pie, leyó su
contenido con la mayor atención.

Vargas la miraba sin acertar a comprender tanta ceremonia, y esperando
con ansia el resultado de aquella lectura, que duró lo bastante para
que le pareciera interminable.

Por fin Inés, después de haberse enterado muy a su sabor del contenido
del pliego, volvió a doblarlo escrupulosamente, y lo encerró en un
saco llamado limosnero que llevaba pendiente de la cintura, así como un
cordón de hilo de oro que la servía de ceñidor, y se terminaba en dos
borlas casi sobre los pies.

—La persona de quien dependo —dijo la dama pastelera ya sentada—,
la persona de quien dependo únicamente en este mundo, me autoriza a
enteraros de la historia de mi vida, a declararos quién soy, y a daros
explicaciones sobre un lance que ha podido dar lugar a dudas sobre mi
sinceridad. Hablo de lo ocurrido en el Carmen. Lo que voy a deciros
parecerá tal vez falta de recato; pero acostumbrada a vivir entre
hombres y en medio de los peligros hace años, puede disculpárseme si me
muestro algo más libre que otras de mi sexo. El primer hombre a quien
he amado, el único que he amado, el que hoy amo y amaré siempre, sois
vos, don Juan.

—¡Celestial Inés! ¡Quién será más dichoso que yo cuando os oigo hablar
así!

—Bajad la voz, no nos oigan, y escuchadme, porque sería imprudente
prolongar esta visita demasiado. Hace tiempo que yo preveía que
llegaríamos al punto en que hoy estamos, aunque tal vez no contaba con
que fuese tan pronto. Sin embargo, tengo ya concluida una relación
acaso prolija de los principales sucesos de mi vida. Por el escrito que
os entregaré podréis juzgar si soy o no digna de vuestro amor. Pero
¡ah, don Juan! ¿Por qué quiso el destino que me conocierais?

—Para mi ventura, adorada mía.

—Plegue al cielo que así sea, pero temo lo contrario: yo no puedo ser
vuestra sino con una condición.

—¿Y dudáis de que todas me parecerán suaves, deliciosas, tratándose de
lo que más deseo?

—Tal vez no; y ese es mi mayor tormento. Don Juan, la empresa en que
se os quiere comprometer no solo es arriesgada, sino, y ojalá que me
engañen mis tristes presentimientos, desesperada, imposible de llevar
a cabo. ¿Cuál sería mi dolor si rico, joven y dueño de mi corazón, os
viera víctima de proyectos que nada os interesarían si no me hubierais
conocido?

—Y bien, Inés, desde este momento son míos; no necesito saber más que
podrán reportaros alguna utilidad, y conducirme a mí a la dicha de
ser vuestro esposo, para ser el más celoso partidario de ellos. ¿Qué
es preciso hacer? ¿Atravesar los mares? ¿Abandonar patria y familia?
¿Pelear, renunciar a mi propio nombre, servir de esclavo? Hablad, Inés:
¿qué se exige de mí? Decidlo; y si hay peligro, por grande que sea, que
me detenga un instante, despreciadme entonces como indigno de vuestro
amor.

El entusiasmo de don Juan conmovió a Inés extraordinariamente; y no
permitiéndola su agitación responder de palabra, alargó por la reja una
mano, que fue besada con indecibles transportes.

—Y bien, mi Inés, mi señora, mi vida, ¿qué me decís?

—¿Qué he de deciros, don Juan? Si yo hubiera de combatir contra solo
mi amor, aunque grande, tal vez pudiera vencerlo aunque me costara la
vida; pero contra el vuestro también, me es imposible. Sea, pues, lo
que el destino ordene. Esperadme un momento.

Salió diciendo esto del locutorio y en breve volvió, trayendo una caja
o estuche de madera preciosa, la cual con su llave pendiente de un
cordón entregó a Vargas, diciéndole:

—Dentro de esa caja hallaréis la historia de la mujer en quien habéis
puesto los ojos. El cielo sabe si me cuesta que nos separemos tan
pronto, pero es preciso: idos, don Juan.

—¿Tan presto, señora?

—No podemos ni debemos llamar la atención de las religiosas. Dentro de
tres días volved a la hora de hoy.

—¡Tres días, Inés! ¡Tres días sin veros!

—Tiempo hubo en que un mes no os pareció mucho tiempo de ausencia.

—¿Aún os dura esa memoria, Inés mía? Paréceme que ya he pagado bastante
aquel delito. Es imposible que pudiendo veros pase yo tres días sin
hacerlo.

—Pues bien, venid pasado mañana: ya rebajo un día. Adiós, y no me
olvidéis.

—Antes me olvidaré de que existo.

—Mucho ponderáis, señor don Juan.

—Más siento, señora, a fe de caballero.

En esto, deshaciendo Inés su mano de las de su amante, que al tomar la
caja se había quedado con ella, se retiró ligeramente para salir del
locutorio. Ya en la puerta volvió la cabeza, y mirando a Vargas con
toda la expresión del amor y del agradecimiento.

—Adiós, mi don Juan —le dijo, y desapareció.

Vargas salió del convento arrebatado de gozo, y volando más que andando
corrió a examinar el contenido de la preciosa cajita.

[Ilustración]




CAPÍTULO III

        La más bella niña
      De nuestro lugar
      Hoy viuda y sola,
      Y ayer por casar.

               (Góngora).

  MANUSCRITO DE INÉS.

  «¡Oh Clara! ¡Mi amada Clara! Si desde tu morada celestial tu alma
  pura puede todavía conservar sus relaciones con los objetos que en la
  tierra le fueron queridos, me atrevo a creer que nunca tu espíritu se
  apartará de tu Inés. La feliz indiferencia por los hombres, que tanto
  envidiabas en ella, ha desaparecido para siempre: ahora y no entonces
  es cuando comprende todos tus tormentos. ¡Pobre Clara! Solo en la
  tumba has hallado el descanso. ¿Será mi destino correr igual fortuna?

  »Aún no sé si este escrito será jamás leído por otro viviente
  más que yo misma. ¿Quién podrá asegurar que la persona para quien
  le destino querrá comprar, a costa tal vez de su propia dicha, la
  satisfacción de su curiosidad con respecto a mí? Comoquiera que sea,
  si estos caracteres, trazados por mi mano, llegaren a las suyas algún
  día, sepa que para él, y para él solo, he podido resolverme a confiar
  al papel las desgracias de mi familia, cuyo término está cuando menos
  muy lejano.

  »Don Sebastián Contiño de Álvarez nació en la ciudad de Oporto, en
  el reino de Portugal, vástago de una ilustre familia. Su inclinación
  le llamó al ejercicio de las armas desde la niñez, y en ella se
  envejeció. Era don Sebastián un soldado a toda ley: valiente,
  sincero, y fiel a su rey. Ya muy adulto se enamoró, y obtuvo sin
  dificultad la mano de doña María Sotomayor de Castro, que era una
  señora igual a él en nacimiento, superior en fortuna, y célebre por
  sus virtudes y claro entendimiento.

  »Fruto de este matrimonio fueron dos hijas: mi pobre hermana Clara y
  yo, que nací dos años después.

  »Apenas habría yo cumplido cuatro años, cuando tuve la desgracia de
  perder a mi madre; y a pesar de ser entonces tan tierna mi edad,
  no he podido jamás olvidar la dolorosa impresión que aquel suceso
  me causó, ni los extremos que mi padre hacía con la aflicción de
  separarse para siempre de una esposa a quien adoraba. Clara y yo
  recibimos, deshechas en lágrimas, la última bendición de nuestra
  madre moribunda; y solo a ella puedo atribuir el que en medio de
  tantas vicisitudes en que después nos hemos visto, ni la una ni la
  otra nos hemos apartado un solo instante de la senda de la virtud:
  gracias sean dadas al que todo lo puede.

  »El mismo año de la muerte de mi madre, que fue el pasado de 1578, se
  partió el rey don Sebastián a su desgraciada expedición al África;
  y mi padre, no queriendo dejar de acompañarle, nos puso al cuidado
  de una parienta de mi madre, llamada doña Francisca de Alba, mujer
  de don Frey Cristóbal Tabora, gran privado del rey, y que también le
  acompañó en aquella sangrienta jornada, causa de dolor eterno para el
  Portugal.

  »Parece que mi padre al despedirse de nosotras tenía el triste
  presentimiento de no volvernos a ver. Estrechonos en sus brazos mil
  veces, y no pudo dejarnos sin derramar copiosas lágrimas; cosa en él
  bien singular, pues acaso en esta ocasión y en la de la muerte de mi
  madre serían las dos únicas de su vida en que se le viese llorar.

  »Perdiose la batalla: murió en ella la flor de la nobleza lusitana,
  y la consternación fue general. Mi tía doña Francisca no supo de su
  marido; nosotras ignoramos la suerte de nuestro padre; y ni teníamos
  ni podíamos hallar consuelo, porque donde quiera que volviésemos la
  vista solo hallábamos orfandad, viudez y desolación. Jamás pueblo
  fue tan severamente castigado por faltas de su rey como Portugal por
  el imprudente arrojo de don Sebastián.

  »La edad de Clara y la mía nos libertaron entonces de apurar aquel
  cáliz de amargura; pero sin embargo mi hermana, que nació con un
  corazón demasiado sensible, contrajo desde entonces una melancolía
  que conservó hasta el sepulcro.

  »Para colmo de desdichas, nuestra tía se hizo un objeto de sospechas
  eternas para el gobierno; y es de advertir que cuantos volvieron de
  la batalla, o eran deudos, amigos y allegados de los que fueron a
  ella, o bien habían gozado de algún favor con don Sebastián, fueron
  desde entonces perseguidos más o menos, casi sin excepción.

  »¿Qué cosa más natural que, ignorándose la suerte de un padre, de un
  esposo, de un hermano, de un amigo, se tratase de inquirir qué era de
  él? ¿Quién se atreverá a condenar al que no quiere convencerse, sin
  haber adquirido pruebas innegables, de que ha perdido para siempre a
  una persona querida?... Y, sin embargo, cualquiera de estas dos cosas
  se miraba y se mira hoy en Portugal como un crimen atroz.

  »Doña Francisca de Alba preguntaba, inquiría, buscaba sin cesar
  indicios de que su marido no había muerto... “_Conspira_”, dijeron
  los satélites del tirano; y la triste viuda se vio muy cerca de
  ser sepultada en un calabozo. Tuvo, pues, que salir de Lisboa y
  establecerse en su quinta de la Torre Vieja. Nosotras la seguimos;
  pero mi tía, que aún no se consideraba segura, no queriendo
  exponernos a una tropelía de las que entonces eran frecuentes, ni
  envolvernos en su ruina, nos envió a la Sierra del Carnero con una
  criada de confianza llamada Marta y el mulato Domingo, a quien don
  Juan conoce.

  »En lo más escondido de un profundo valle, en medio de un bosque de
  naranjos y limoneros, una choza, que tal parecía por su techo pajizo
  y paredes de caña, nos ofreció un asilo cómodo y seguro, del que
  jamás me olvidaré aun cuando algún día llegue a habitar suntuosos
  palacios. Formaba aquel valle una cadena circular de montes poblados
  de añosas encinas, y de lo más alto de uno de ellos corría un
  abundante y cristalino arroyo, cuyas aguas fertilizaban su suelo, y
  habiendo no lejos de la choza un profundo remanso, nos proporcionaba
  el placer de bañarnos en el estío. Una sola vereda de cabras era la
  comunicación que existía entre nosotros y el resto del mundo. Nuestra
  choza era grande, bien repartida, y cómoda. Poco tiempo después de
  habitarla se retiró también a ella, huyendo de la persecución, el
  capellán de mi tía, anciano venerable y lleno de instrucción, que
  tomó a su cargo educarnos a Clara y a mí. Marta nos instruía en las
  labores propias de su sexo.

  »Pocas veces dejamos mi hermana y yo de ver brillar en el horizonte
  el primer rayo del sol: siempre juntas, siempre con los brazos
  enlazados corríamos el valle, y cada día encontrábamos un nuevo
  placer. Hoy era un nido de ruiseñores; mañana la temprana fruta
  de un árbol querido. Corríamos, saltábamos, y el tiempo presente
  era el único que nos ocupaba. Ni el estudio ni el trabajo se nos
  hacían penosos, porque no nos obligaban a él: nuestro preceptor era
  el hombre más indulgente, más tolerante que es posible imaginar; y
  nosotras lo queríamos tanto, que la idea de complacerle nos hacía
  aprender con gusto cuanto quería enseñarnos.

  »Clara, de más edad, más reflexiva, con mayor talento que yo,
  aprovechaba también más; pero me quería con tanto extremo que tenía
  un verdadero pesar cada vez que se conocía superior a mí. Si el
  hombre que dice haberse prendado de mí hubiera conocido a aquel
  ángel, viéndome a su lado me tendría por despreciable».

—Imposible —exclamó Vargas al llegar aquí—, imposible: no puede haber
habido mujer igual ni comparable a ti, Inés mía.

Después de haber desahogado así su corazón, continuó leyendo.

  «Pero yo me olvido de que estos detalles, tan interesantes para mí,
  han de cansar a cualquier otra persona: ocho años pasamos en aquella
  soledad sin que el menor incidente viniera a turbar nuestra dicha.
  Nuestros bienes, fielmente administrados por mi tía, nos ponían
  en estado de proporcionarnos toda especie de comodidades: nada
  deseábamos ni teníamos que desear.

  »Yo tenía ya trece años; mi hermana quince, y era hermosísima
  criatura. Dicen que se me parecía; pero yo, y no pase por modestia,
  le soy muy inferior. Clara era muy blanca, perfectamente formada,
  y sus facciones no eran solo regulares, sino además sumamente
  agraciadas. Su porte era grave, dulce su mirar, encantadora su
  sonrisa. En general parecía melancólica, y jamás su alegría fue
  estrepitosa; pero había en su corazón una vehemencia, en su fantasía
  una exaltación, que dan lugar a decir que en los pocos años que pisó
  la tierra, más que en ella vivió en un mundo ideal.

  »Cuando al despertarnos por la mañana me refería sus sueños, me
  parecían de aquellos cuentos maravillosos que me entretenían en mi
  primera infancia. Todo en ellos era sublime, extraordinario y bueno.
  La misma inclinación se notaba en sus lecturas: siempre prefirió las
  obras más metafísicas. Nunca la oí hablar de tesoros, sino de virtud
  y gloria. Decir que era muy religiosa es excusado; en su carácter no
  podía menos de serlo. Era demasiada su semejanza con los espíritus
  celestiales para que dejase de estar siempre en comunicación con
  ellos por medio de la oración.

  »De mí solo diré que adoraba a mi hermana, y que tenerla a mi lado y
  juguetear eran todos mis deseos.

  »Una tarde de verano, ya mucho después de puesto el sol, nos
  hallábamos las dos hermanas a la orilla del lago, sentadas al pie
  de un sauce y abrazadas como de costumbre. Hablábamos de nuestros
  padres, o por mejor decir, Clara hablaba y yo la escuchaba. No se le
  había olvidado ni una sola de las circunstancias de la muerte de mi
  madre, ni de la despedida de su esposo: referíamelas entonces acaso
  por la millonésima vez, y sin embargo nuestras lágrimas corrían en
  abundancia. Clara, refiriendo una desgracia, hubiera hecho llorar a
  las piedras.

  »En esta disposición, no sé cómo alcé la vista, y en la cumbre del
  monte que teníamos en frente, que era justamente el que atravesaba
  la vereda por donde se entraba en nuestro valle, creí divisar cuatro
  o cinco hombres a caballo. Comuniqué mi observación a Clara, y esta
  confirmó mis sospechas.

  »Desde que habíamos ido a la cabaña continuamente estábamos oyendo
  que aquel era el único rincón de Portugal donde se podía vivir sin
  estar expuesto a las persecuciones del tirano.

  »Sabíamos que nuestra tía no se había venido a vivir a él por
  no exponerse a que la confiscasen sus bienes, no atreviéndose
  a visitarnos sino muy de tarde en tarde, y con las mayores
  precauciones, para que no se descubriese nuestro retiro. Tampoco se
  nos había ocultado que nuestro capellán estaba allí para sustraerse
  a la proscripción que le amenazaba. En una palabra, estábamos
  convencidas de que el descubrimiento del valle en que vivíamos sería
  seguido infaliblemente de nuestra ruina.

  »Con estos antecedentes es fácil de concebir cuál sería nuestro
  sobresalto viendo aquellos cinco hombres que descendiendo del monte
  se aproximaban a paso largo a nosotras.

  »Yo me arrojé en los brazos de Clara, a quien estaba acostumbrada a
  mirar como mi natural protectora, y conocí que, aunque procuraba
  serenarme, no estaba tampoco muy tranquila.

  »“¿Qué hacemos?”, le dije. “Huyamos a la choza”, me respondió, “tal
  vez no nos habrán visto”.

  »Tomamos inmediatamente este partido, y llegamos, casi sin aliento,
  a la pieza en que el capellán, leyendo, y Marta, en sus labores, nos
  vieron entrar de aquella manera, con no poca sorpresa. Pero nosotras,
  sin darles lugar a que nos preguntasen cosa alguna, les referimos lo
  que habíamos visto.

  »El capellán, creyendo ya verse en poder de los jenízaros de Felipe,
  y de allí sepultado en un calabozo de la Inquisición, se quedó
  petrificado; y Marta no pensó más que en tratar de escondernos a
  mi hermana y a mí. Pareciome bien aquella resolución, pero no así
  a Clara. Esta dijo que si eran gentes enviadas por el rey las que
  venían, sin duda estarían bien informados de cuántos y quiénes fuesen
  los habitantes de la cabaña, y que ocultarse cualquiera de ellos
  solo serviría para darles lugar a cometer mayores tropelías sin
  fruto alguno para el escondido, a quien irremediablemente habían de
  encontrar por fin.

  »Estaban Marta y el capellán combatiendo aquella opinión, cuando se
  vieron interrumpidos por dos o tres golpes dados con fuerza a la
  puerta, que nosotras al entrar habíamos cerrado.

  »Cuál sería nuestro temor, se deja comprender. Quedémonos por algún
  tiempo inmóviles como estatuas: llamaron segunda vez a la puerta, y
  fue preciso pensar en lo que se había de hacer.

  »“Es necesario responder”, dijo Clara. “¿Y quién se atreve?”, replicó
  Marta, “yo no”. “Ni yo”, exclamó el capellán. “Pues yo iré”, dije yo
  entonces. “Vamos las dos”, añadió Clara; y así se hizo.

  »Acercámonos en efecto a una ventana, desde la cual vimos que el
  que llamaba a la puerta era el mozo de confianza que mi tía solía
  enviarnos con las provisiones y otras cosas necesarias. Ambas
  hermanas nos echamos a reír del gran miedo que sin causa habíamos
  pasado, y abrimos al bueno de Santiago, que así se llamaba el mozo,
  quien nos manifestó que también se había sorprendido y asustado con
  nuestra tardanza en responderle.

  »El capellán y Marta creo que mientras esto pasaba en la puerta
  estarían encomendándose a todos los santos del cielo, pues cuando
  entramos en su cuarto con Santiago los hallamos de rodillas,
  blancos como la pared, cruzadas las manos, y clavados los ojos en
  el cielo. Costonos algún tanto convencerlos de que nada ocurría que
  pudiera justificar sus temores; pero por fin acabaron cediendo a la
  evidencia, y el buen eclesiástico preguntó a Santiago cuál era el
  objeto de su venida. Respondiole este, que lo vería por la carta de
  doña Francisca de Alba que puso en sus manos.

  »Nunca he visto pasar a un hombre con tanta rapidez del exceso de la
  aflicción al colmo de la alegría, como pasó entonces el capellán con
  la lectura de aquella carta, que contra su costumbre de hacerlo en
  voz alta, reservó entonces para sí.

  »Brilló en su rostro un contento inexplicable; y como si le hubieran
  quitado por encanto veinte años de encima, se levantó de su asiento
  con indecible agilidad, y frotándose las manos, dio dos o tres paseos
  por la sala antes de decirnos una palabra.

  »Esperábamos las tres, con la ansiedad que tan natural es en nuestro
  sexo, la explicación de todo aquello, pero por entonces lo que
  supimos servía más para irritarla que para satisfacerla.

  »“Hijas mías, los hombres que habéis visto a caballo no son lo que
  pensabais. Vienen aquí, pero como amigos. Bien me lo daba a mí el
  corazón: por eso no me he asustado tanto como vosotras”.

  »Esto nos dijo el capellán; y Clara y yo, oyendo su intempestiva
  fanfarronada, nos miramos, faltando poco para que soltáramos la
  carcajada.

  »“Son”, continuó él sin advertirlo, “sujetos de distinción. Uno de
  ellos viene enfermo, y es menester disponerle una cama. Vamos, señora
  Marta, no perdáis el tiempo. Y vosotras, hijas mías, supongo que no
  tendréis inconveniente en ceder vuestro aposento para un desgraciado.
  ¿No es verdad?”. “Y con mil amores”, respondió Clara, cuyo tierno
  corazón compadecía ya al hombre de quien se le hablaba.

  »Marta, mi hermana y yo volamos a nuestro cuarto. En un instante
  hicimos desaparecer nuestras costuras y bordados: dispusimos una
  cama que no le hubiera parecido mal a un príncipe, y salimos a
  anunciárselo al capellán, pero ya no le encontramos en la choza.
  Supusimos, con razón, que habría salido al encuentro de nuestros
  huéspedes, pues a poco rato le vimos llegar acompañado de cinco
  hombres montados en muy buenos caballos. Traían todos unos antifaces
  negros, cosa que nos sorprendió, pues, viviendo en aquella soledad,
  ignorábamos que los caminantes, en verano, suelen usarlos para
  libertar el rostro del ardor del sol y de la incomodidad del polvo.
  Sus vestidos no eran ni tan buenos ni tan malos que llamasen la
  atención. Los sombreros, de ala ancha; pero lo que más atrajo las
  miradas de Clara y las mías fueron las cotas de malla que llevaban
  encima de unos coletos de gamuza. Tal vez ellas y las armas, tanto
  blancas como de fuego, de que iban provistos, me hubieran hecho
  tenerlos por ladrones a haberlos visto algunos años después. Entonces
  el vicio y el delito eran para mí palabras incomprensibles.

  »Mientras mi hermana y yo observábamos todo esto, se habían apeado
  cuatro de los jinetes, y llegándose con muestras de respeto al
  quinto, que permanecía montado a caballo, recibieron sus armas, que
  él mismo fue dándoles. Luego que estuvo desembarazado, trató de
  apearse; pero viendo los otros que no podía hacerlo, se encargaron
  de ello, haciéndolo con brevedad, pero con tanto cuidado que nos
  persuadió de que aquel hombre era el enfermo. Ya en el suelo, fue
  menester que se agarrara de los brazos de dos de sus acompañantes
  para entrar en la choza, y aun así andaba con suma dificultad.

  »“Ese infeliz”, me dijo Clara, “parece que está muy malo”. Marta y yo
  también pensábamos lo mismo, pero era tal nuestra curiosidad, que no
  nos daba lugar por entonces a compadecerlo.

  »Sin detención ninguna el capellán condujo a los desconocidos a la
  habitación preparada, y allí el enfermo se metió inmediatamente en
  la cama. Al cabo de una media hora salió nuestro preceptor; comunicó
  a Marta sus disposiciones para la cena, y la orden de arreglar, lo
  mejor que pudiese, en la sala que nos servía de biblioteca y cuarto
  de estudio, tres camas para aquellos señores, pues uno de ellos
  había de velar continuamente a la cabecera del enfermo.

  »Cuando estuvo dispuesto todo, avisamos; y se nos previno que Domingo
  llevase la ligera colación preparada para el doliente hasta la
  puerta de su habitación. Allí la tomó uno de los que le acompañaban,
  y después se presentaron los cuatro en el comedor para cenar con
  nosotras, ya sin antifaces, pero con las cotas de malla, espadas y
  dagas.

  »Vimos entonces que de aquellos cuatro sujetos uno era anciano, dos
  jóvenes, y el otro niño, que no llegaría a diecisiete años. Estaban
  todos tan tostados que más parecían mulatos que europeos; y mostraban
  en lo enjuto de los rostros, lacio de los cabellos y gravedad en
  el mirar, que la vida que llevaban no era ni cómoda, ni exenta de
  peligros.

  »Saludáronnos cortésmente, excusándose de la molestia que nos
  causaban con la inevitable necesidad de hacerlo. A la mesa se
  condujeron con la más perfecta urbanidad, pero hablaron poco: no se
  nombraron jamás unos a otros; y aunque comieron con buen apetito, no
  mostraron en ello gran placer. Acabada la cena, que no fue larga, nos
  retiramos, ellos a descansar, y nosotras a hacer conjeturas sobre
  quiénes serían.

  »A la mañana siguiente, después de habernos vestido para ello
  con algo más de cuidado que solíamos hacerlo diariamente, fuimos
  conducidas por nuestro preceptor al cuarto del enfermo, a quien
  hallamos en la cama sin antifaz ni otra cosa que impidiese verle el
  rostro.

  »“Señor”, le dijo el capellán, “aquí tenéis a las dos sobrinas de mi
  señora doña Francisca de Alba”. “Bellas niñas”, contestó con una voz,
  aunque entonces débil, bastante sonora. “¿No me habéis dicho que eran
  hijas de Sebastián Contiño?”. “Y muy servidoras vuestras”, respondí
  yo, que como de menos edad, estaba también menos cortada que Clara.

  »“¡Pobre Contiño!”, continuó el doliente como si no me hubiera oído:
  “lo hizo bien; se portó como un valiente; y no fue solo. Pero todo
  fue inútil: Dios quiso castigar nuestra arrogancia. Que su voluntad
  sea hecha. Hijas mías, vuestro padre era un buen soldado, un completo
  caballero; espero que algún día recibiréis la recompensa de sus
  servicios en la tierra, porque él años ha que disfruta de ella en
  mejor vida”.

  »Estas palabras arrancaron nuestras lágrimas. El enfermo, sintiendo
  al parecer habernos afligido, varió de conversación, y empezó a
  hacernos a ambas, aunque con más frecuencia a Clara, diversas
  preguntas, a las cuales tuvimos la dicha de responder acertadamente.
  Aquella conversación duró una hora. Yo salí ya un poco cansada; pero
  como Clara parecía muy satisfecha, no quise decirle una palabra.

  »Todo aquel día no cesó mi hermana de hablarme del enfermo.
  Ponderaba su figura, que a mí, a la verdad, no me parecía gran
  cosa; la sonoridad de su voz, que a mí me amedrentaba; y sobre todo,
  aquel tono grave y majestuoso que le hacía suponer, y en esto íbamos
  conformes, que aquel hombre debía ser un gran personaje.

  »La enfermedad que el tal padecía era una herida en una pierna
  que por falta de cuidado estaba en muy mal estado. Agravose
  considerablemente, le entró calentura; y sus cuatro compañeros y
  el capellán decidieron unánimemente que era indispensable ya la
  asistencia de un facultativo. Con este objeto escribieron a mi tía, y
  el fiel Santiago fue como siempre el portador del mensaje.

  »Según después he sabido, la elección de doña Francisca de Alba
  recayó en el licenciado Juan Méndez Pacheco, médico de una aldea
  vecina a Lisboa, que tenía fama de hábil y de poco afecto a los
  españoles.

  »Avisole que fuera a Guimaraes a ver un enfermo en quien se
  interesaba. Hízolo así Pacheco, y cuando ya iba a entrar en el lugar,
  Santiago, sacándolo del camino, lo condujo a lo más áspero del monte,
  en donde le aguardaban ocultos dos de los incógnitos de nuestra
  choza. Después de asegurarle que nada tenía que temer, le taparon el
  rostro para que no viese el camino por donde iba, y lo trajeron así
  hasta el cuarto mismo del paciente.

  »Reconoció Pacheco la llaga, que dijo haber sido hecha por una bala
  que pasó de soslayo; la curó, y en quince días que permaneció allí
  sacó al enfermo de peligro y lo puso en disposición de poderse
  levantar, declarando que ya no creía necesaria su asistencia. Con
  esto, y con sustituir al ungüento que en una caja de plata llevaban
  los incógnitos para curar la herida por otro más eficaz, se le
  despachó del mismo modo que vino, con una carta para mi tía, quien
  no solo le recompensó liberalmente, sino que tuvo la debilidad de
  confiarle tal vez cosas que no debiera. Debo advertir que Pacheco
  no vio jamás el rostro del enfermo, quien siempre que el médico iba
  a entrar en su cuarto se ponía unos grandes anteojos pardos que le
  desfiguraban enteramente. A los demás los vio, pero a ninguno pareció
  conocer, ni ellos a él.

  »Durante la estancia del médico en la choza, nuestras relaciones con
  el enfermo se hicieron más íntimas. Gustaba de nuestra compañía, y el
  capellán, encantado de ello, lejos de poner obstáculo alguno, apenas
  nos dejaba salir un instante de su estancia. Marta, que no había
  recibido una educación descuidada, sabía tocar el arpa medianamente,
  y nos había dado lecciones a Clara y a mí: en breve supe yo tanto
  como mi maestra, y mi hermana mucho más. Pulsada el arpa por sus
  manos, producía sones que arrebataban: parecía que las cuerdas,
  animándose, adquirían la sensibilidad de aquella angelical criatura;
  y nada distraía tanto al enfermo como que Clara tocase algunas de
  sus composiciones favoritas en aquel instrumento.

  »Yo no me apartaba de mi hermana; es decir, que no salía del cuarto
  en que ella estaba; pero como mi edad ni mi carácter permitían que
  me estuviese mucho tiempo quieta, no cesaba de juguetear, ya en una
  parte, ya en otra. Clara, por el contrario, siempre sentada a la
  cabecera del enfermo, ora leía, ora tocaba el arpa, o bien conversaba
  con él; y si era grande el placer de este en tenerla a su lado, no
  era menor el de ella en acompañarle.

  »Podría tener aquel hombre entonces de treinta y cuatro a treinta y
  cinco años de edad, y aunque llevaba en el rostro visibles señales
  de grandes trabajos, lejos de ofrecer nada de repugnante, no dejaba
  de tener bastante gracia. Su conversación era bastante amena.
  Había corrido, al parecer, gran parte de la Europa, y observando
  detenidamente sus costumbres, pues describiéndolas con viveza y
  maestría, nos tenía escuchándole horas enteras. No había en Portugal
  familia ilustre cuya historia no conociese perfectamente; y según
  hablaba, no solo parecía que había estado en relaciones con ellas,
  sino con cuantos personajes había en dicho reino. De todo hablaba
  con calma, y acaso con indiferencia; pero si la casualidad hacía
  que se mencionase al rey de España, se hubiera dicho que una chispa
  eléctrica le inflamaba. Sus ojos brotaban llamas al solo nombre de
  Felipe; murmuraba entre dientes algunas imprecaciones, y variaba al
  instante de conversación.

  »Siempre que esto ocurría, mi miedo era inexplicable; y daba señales
  tan claras de tenerlo que algunas veces, conociéndolo el enfermo,
  me llamaba para hacerme caricias y desimpresionarme. Sin embargo,
  siempre miré a aquel hombre con cierta especie de temor que jamás he
  podido desterrar.

  »Clara también se afligía en tales casos, mas no se asustaba: si
  existe en efecto la simpatía entre los humanos, en nadie se ha
  explicado con más prontitud ni fuerza que en mi hermana y el enfermo.
  Yo entonces veía sin comprender; pero reflexionando después muchas
  veces sobre aquellos sucesos, me he convencido de que muy desde el
  principio se enamoró Clara del incógnito, y este de ella.

  »Una sola circunstancia, que por cierto me afligió bastante, hubiera
  sobrado hoy para revelarme aquel amor naciente.

  »En nuestros paseos Clara no hablaba una palabra, y apenas respondía
  a mis continuas preguntas. Siempre distraída, no cesaba de suspirar,
  y hubo días en que, aprovechándose de la primera ocasión favorable,
  se salía fuera de la choza.

  »Ya he dicho de mi cariño a ella que era una verdadera idolatría.
  Sentime de su proceder, y se lo dije con las lágrimas en los ojos.
  Clara me estrechó tiernamente entre sus brazos, me acarició, y se
  disculpó. Yo la creí, y dos días después volvió a suceder lo mismo
  que antes.

  »Mes y medio pasaron los incógnitos en la choza. De los cuatro que
  acompañaban al enfermo, los tres de más edad casi siempre estaban
  conferenciando en secreto con el capellán: el otro gustaba más de
  acompañarnos a paseo a mi hermana y a mí; para su edad era demasiado
  formal, y yo le hacía por ello muchísima burla: él lo sufría
  pacientemente, pero no variaba de conducta. Muchas veces me dijo que
  era muy hermosa: yo me reía. Parece que ya en aquel tiempo se enamoró
  de mí; por mi parte entonces no sabía ni podía saber qué cosa era el
  amor; y cuando en lo sucesivo me hallé en edad de amar, jamás sentí
  por aquel joven la menor inclinación».

Respiró don Juan leyendo esta declaración, pues hubo un momento en que
tembló no ser el primero que hubiera sabido conmover el corazón de
Inés.

  «Anunciáronnos, al cabo de este tiempo, que trataban de irse. Yo
  recibí esta noticia con indiferencia: no así Clara, que sintió
  despedazarse su corazón. Al montar a caballo el incógnito, sacándose
  de un dedo un precioso anillo, se lo puso a mi hermana diciéndola:
  “Tomad, hija mía, esta memoria de un hombre cuyos dones fueron en
  otro tiempo muy estimados, y hoy solo cuenta con algunos corazones
  fieles; séalo el vuestro también, que del mío jamás se borrarán esas
  facciones, ni el agradecimiento por vuestros cuidados”.

  »Los sollozos de Clara respondieron por ella. No perdió de vista a
  los caminantes hasta que la distancia y la espesura del monte se los
  ocultaron; suspiró entonces, y puedo asegurar que en muchos días ni
  aun sonreírse la vi.

  »No prolongaré más esta relación con minuciosos pormenores. Baste
  decir que, desde la marcha de los desconocidos, pasamos un tristísimo
  año hasta su vuelta, que se verificó inesperadamente.

  »El herido venía ya enteramente bueno de salud, pero más caído de
  espíritu. La vista de Clara le animó algún tanto, y mi hermana
  no pudo disimular el gozo que en verle sentía. Ella misma me ha
  confesado después todo lo que voy a referir.

  »A pocos días del regreso de aquellos hombres, saliendo Clara a paseo
  una tarde sin mí, que, no sé cómo, me quedé en la choza, y estando
  sentada a la orilla del lago, el incógnito se ofreció a sus ojos
  cuando menos lo esperaba. Saludola, sentose a su lado, y estuvo algún
  tiempo pensativo, hasta que por fin dijo:

  »“Mi edad y mis trabajos, hermosa Clara, parece que debían haberse
  puesto a cubierto de las pasiones; pero vuestros ojos han sido más
  poderosos que los años y la experiencia. Yo os amo con delirio, y
  la reflexión ni más de un año de ausencia han podido borrar de mi
  memoria vuestra imagen seductora, y el amor me ha vuelto a traer a
  este valle, solo para ofreceros mi corazón y oír de vuestra boca si
  mi suerte ha de ser en todo adversa, o me reserva el cielo aún alguna
  felicidad”.

  »Clara decía que esta declaración, aunque hecha en tono apasionado,
  también lo fue con entereza y dignidad. No me ha dicho lo que
  respondió; pero es de inferir que el incógnito no quedaría muy
  descontento de su respuesta, cuando los paseos solitarios se
  repitieron tantas veces cuantas lo permitió la impertinentilla
  hermana Inés.

  »A poco los incógnitos volvieron a marchar; pero su regreso fue
  también en breve, y en todo el año siguiente repitieron sus visitas
  con frecuencia.

  »En este intermedio la melancolía y distracción de Clara iban en
  aumento. El incógnito y ella tenían frecuentes conferencias secretas;
  pero ni debían versar sobre materias alegres, ni salir ambos muy
  satisfechos, pues los ojos de mi hermana estaban inflamados de
  llorar, y el entrecejo de su amante hacía temblar.

  »Un día los dos se presentaron a la mesa, si no alegres, por lo
  menos no tristes. Después de comer, el desconocido se encerró con
  el capellán, y estuvieron hablando como dos horas; salió el buen
  eclesiástico de la tal conversación como loco de contento. Santiago
  fue despachado en toda diligencia con una carta para mi tía. Dos
  días después volvió a venir acompañando a la misma doña Francisca
  de Alba. Esta, así que vio al incógnito, se echó a llorar, y quiso
  arrodillarse; mas él, recibiéndola en sus brazos, lo impidió.

  »Clara al parecer comprendía todo aquello: yo estaba como quien ve
  visiones, y no poco resentida de la reserva de mi hermana. La noche
  misma de la llegada de mi tía, así que estuvimos solas, Clara,
  abrazándome tiernamente, me dijo que se casaba con el incógnito.
  Jamás ha habido sorpresa igual a la mía ni mayor aflicción, pues creí
  que casarse Clara y separarme de ella sería todo uno.

  »No le costó poco trabajo consolarme, convenciéndome de que jamás se
  apartaría de mí; y yo, que solo a aquello atendía, ni me acordé de
  preguntarle el nombre de su esposo.

  »Veinticuatro horas después, como a las once de la noche, vestidas mi
  tía, Clara, Marta y yo de toda gala, y escoltadas por el incógnito,
  sus cuatro acompañantes, el capellán, Santiago y Domingo, montamos
  a caballo; y habiendo andado dos o tres horas por veredas ocultas,
  y muchas veces por lo más enmarañado del monte, llegamos, acabada
  de sonar la una de la madrugada, a corta distancia de una ermita
  dependiente de cierto monasterio de San Agustín. En sus inmediaciones
  encontramos a otras cuatro personas embozadas en grandes capas,
  quienes sin duda nos esperaban, pues así que echamos pie a tierra, y
  uno de los nuestros habló con ellos algunas palabras, se dirigieron
  con nosotros a la ermita.

  »Santiago se adelantó solo a llamar a la puerta de esta, y el
  religioso que la habitaba no dejó de tardar bastante en responder.
  Hízolo por fin, preguntando con harto desabrimiento quién era el que
  llamaba tan a deshoras. Respondió Santiago que un labrador que vivía
  en una cabaña no distante de allí, en paraje que nombró y ahora no
  recuerdo, se había puesto repentinamente enfermo de tanto peligro,
  que se temía expirase de un instante a otro, por lo cual le suplicaba
  fuese sin tardanza a administrarle los últimos auxilios espirituales.

  »Preguntó el fraile que cómo se llamaba el enfermo, y nuestro mozo,
  que llevaba bien estudiada la lección, respondió que era un tal
  Pedro Trebiños, labrador muy conocido del religioso, y que en efecto
  habitaba el paraje que Santiago había dicho. Con tales señas no le
  quedó duda al ermitaño; y diciendo que iba a abrir la puerta de la
  ermita, se retiró de la ventana a que primero se había asomado.
  Inmediatamente que lo hizo, y a una seña de Santiago, se aproximaron
  dos de los incógnitos, y con las dagas desnudas se arrojaron sobre
  el pobre fraile cuando abrió la puerta, e imponiéndole silencio bajo
  pena de la vida entraron con él en el vestíbulo de la ermita. Así
  que Santiago nos avisó fuimos también a ella nosotras, los que nos
  acompañaban y los que habíamos encontrado esperándonos; todos, en
  fin, a excepción del mismo Santiago y el mulato, que se quedaron en
  guarda de los caballos.

  »Yo no sé quiénes pensaría el fraile que éramos; pero lo cierto es
  que aunque no hablaba palabra se le conocía que estaba muriéndose de
  miedo. Dijéronle que nos condujese a la sacristía, y ya en ella que
  nos franquease los mejores ornamentos que para decir misa tuviese.
  Hízolo todo apresurado y temeroso, así como a ir a encender todas las
  velas del altar mayor, y en seguida encerráronle en su propia celda,
  dejando en su guarda a uno de la comitiva.

  »Así que el fraile se retiró, arrojó su capa una de las personas
  que se nos habían reunido a las inmediaciones de la ermita, y vi
  con la mayor admiración que era un venerable anciano, un obispo con
  todas sus vestiduras. Nuestro capellán y otros que le acompañaban le
  ayudaron a revestirse, y ellos mismos lo hicieron también.

  »Mandáronnos retirar a todos de la sacristía para que el obispo
  confesase al incógnito: Clara se confesó en seguida también con él, y
  luego el prelado nos dijo una misa, asistido por los dos capellanes.

  »Concluido aquel sacrificio, Clara, apoyada en mí, pues tal era
  su turbación que apenas podía andar, se encaminó al altar, como
  asimismo el incógnito. Todos los asistentes se aproximaron también,
  y el obispo principió la lectura del rito matrimonial. Concluida la
  lectura, y al hacer las preguntas de costumbre a los desposados, y
  oyendo que al incógnito le decía: “Vos, varón, queréis por esposa,
  etc., a la señora doña Clara Contiño, Sotomayor, Álvarez de Castro”,
  esperé que al hacerle a mi hermana igual interpelación sabría el
  nombre de su esposo. Engañeme empero. El obispo empezó en efecto
  a decir si quería por esposo al señor don... Pero el incógnito lo
  interrumpió: “Es inútil que me nombréis. Ella sabe quién soy y vos
  también: esto basta; las paredes oyen”. No replicó el obispo, y
  la ceremonia se concluyó, con harta mortificación mía, sin que yo
  tuviese el gusto de saber quién era ni cómo se llamaba mi singular
  cuñado.

  »Antes de retirarnos firmamos todos un papel, que se nos dijo ser
  el que en cualquier tiempo haría constar la legitimidad de aquel
  matrimonio. Besamos en seguida el anillo del obispo, y recibiendo
  su bendición salimos de la ermita. Poco antes de amanecer estábamos
  en nuestro valle. Mi hermana se retiró a la estancia de su marido,
  y yo, que jamás había dormido sino en su compañía, me fui sola y
  despechada a mi lecho, maldiciendo de todo corazón al que me había
  robado el cariño y la sociedad de Clara.

  »Poco disfrutó esta por entonces de la compañía de su esposo: a los
  quince días de casado se separó de ella. Volvió a poco tiempo, y
  permaneció en el valle algunas semanas. Para abreviar diré que en el
  primer año de su casamiento mi pobre Clara no vería a su marido más
  de cuatro meses.

  »Es natural figurarse que yo no dejaría de preguntar cuál era el
  nombre de mi cuñado; pero Clara me contestó que no podía decírmelo,
  pues había prometido callarlo bajo juramento; que lo que a mí me
  bastaba saber, y ella podía revelarme, era que su marido pertenecía
  a una casa mucho más ilustre que la nuestra, y que él mismo era
  persona de grande importancia; pero que habiéndole ocurrido grandes
  desgracias, y sufriendo a consecuencia de ellas una persecución del
  gobierno que ponía su vida en peligro, se veía en la precisión de
  vivir oculto, errante, y en continuo sobresalto.

  »No tuve dificultad ninguna en creer cuanto mi hermana me dijo, pues
  todo iba muy conforme con las apariencias.

  »La pobre Clara, durante las continuadas ausencias de su marido, no
  sosegaba un instante. Llorar, rezar, observar el camino del monte,
  eran sus ocupaciones. Si algún consuelo encontraba en mi compañía,
  era bien escaso. “¡Qué feliz eres”, me decía muchas veces, “en
  conservar tu independencia! ¡Qué dichosa en conservarte hoy como
  cuando vinimos a esta choza!”.

  »Pasaré por alto nuestras conversaciones. Interesantísimas para
  nosotras, serían impertinentes para los demás.

  »Dieciocho meses hacía que Clara se había casado cuando una noche,
  siendo más de las doce de ella, se presentó su marido en el valle.
  Encerrose con ella como cosa de media hora, y al cabo de ella salió
  con muestras de grande agitación. Abrazome tiernamente (y esta fue
  la primera vez que lo hizo), y montó a caballo, encargándome mucho
  que cuidase de la salud de mi hermana y la consolara en su ausencia,
  que entonces sería más larga que las pasadas.

  »Inútil encargo para quien en nada pensaba más que en la dicha de
  Clara. Entré en su cuarto, y la hallé anegada en lágrimas y postrada
  de rodillas ante un crucifijo, orando fervorosamente. “Libertadle,
  Señor”, decía, “de las manos de sus enemigos. Bastante ha purgado sus
  delitos. Misericordia, Señor, de él y de mí”.

  »Caí yo también a su lado, también lloré, y también dirigí mis
  plegarias al Redentor. Solo aquello podía consolar a Clara entonces.
  La mirada que me dirigió viéndome unir mis oraciones a las suyas
  pintaba un agradecimiento, una satisfacción que no hay pluma capaz de
  describir.

  »Después de algún rato me dijo: “Soy muy desdichada, Inés mía.
  A pesar de las precauciones con que mi marido vive, los verdugos
  españoles han llegado a sospechar su existencia en Portugal, y se
  cree que esto se debe a alguna indiscreción del licenciado Juan
  Méndez Pacheco, a quien nuestra tía, Dios se lo perdone, dijo más
  de lo necesario. Tiene, pues, el desdichado que huir, si puede, del
  suelo de su patria; y no quiere llevarme consigo por no exponerme a
  mil peligros. ¿Y cuándo, Inés, cuándo tiene que abandonarme? Cuando
  antes de muchos meses seré madre tal vez”.

  »Al acabar ocultó su rostro en mi seno; corrieron en abundancia las
  lágrimas de ambas; y de allí en adelante pocos días se pasaron sin
  repetirse la misma escena. Una semana después de la noche de que
  acabo de hablar recibimos a Santiago con un billete de mi tía, cuyo
  contenido era el siguiente:

    “Señora y amada sobrina: vuestro esposo y mi señor se ha embarcado,
    con el favor de Dios, el jueves último, dirigiéndose al puerto
    de *** para pasar de allí a Roma. Conformaos con la voluntad de
    Dios, y confiad en su justicia y misericordia, en tanto que yo
    quedo rogándole con todo el fervor de mi corazón tenga en su santa
    guardia a vuestro esposo y a vos. Vuestra servidora y tía — _Doña
    Francisca de Alba_”.

  »Tranquilizose Clara algún tanto con esta noticia, y su vida se hizo
  más serena, aunque sumamente melancólica. Penas tan graves en una
  persona joven, en extremo sensible, y de constitución delicada no
  podían menos de hacer grande impresión; y en efecto, la hicieron.
  Unida esta a su embarazo, destruyó para siempre la salud de mi
  desdichada hermana.

  »Después de seis meses de haberse ausentado mi cuñado nació su hija
  Clara, tan parecida a su madre, y a mí en particular, que cuantos la
  han visto después la han tenido por hija mía. Nuestro padre capellán
  la bautizó; yo fui su madrina: su madre, a pesar de hallarse muy
  delicada, no quiso consentir en que nadie diera el pecho a la niña
  más que ella misma.

  »Pasamos un año después de esto sin tener noticia alguna de mi
  cuñado: Clara no le había olvidado, pero la hija la servía de gran
  consuelo. El excelente carácter, las gracias inocentes, y las
  caricias infantiles de la niña la hacían sonreír a veces. Jamás la
  oí formar para su hija proyectos ambiciosos; antes por el contrario,
  aseguraba que, si en su mano estuviera, no saldría nunca Clarita
  de aquel mismo valle en que ella y yo habíamos pasado momentos tan
  apacibles.

  »Un día, de que no renuevo nunca la memoria sin amargo dolor, aquel
  joven que acompañaba al incógnito la primera vez, y que según he
  dicho parecía enamorado de mí, se presentó en la choza con aire tan
  abatido y melancólico, que bastaba verlo para presagiar que era
  portador de alguna funesta nueva.

  »“¿Y mi esposo”, preguntó Clara llena de temor, “vive?”. “Vive,
  señora”, contestó gravemente el mancebo. “Dios sea alabado”, replicó
  mi hermana con un profundo suspiro; “¿y por qué no viene con vos?”.

  »A esto respondió el mensajero refiriéndonos con brevedad cuanto les
  había ocurrido desde su marcha del valle, y se reducía a haberse
  embarcado en Portugal mudando de hábito y nombres, llegado con
  felicidad a ***, pasando de allí a Roma, y al cabo de pocos meses a
  Nápoles, por consejo de algunos amigos. Parece que en esta última
  ciudad hombres demasiado confiados dejaron entrever el secreto de
  mi cuñado a otros que, intimidados por el poder, o seducidos por el
  oro de los españoles, lo pusieron en conocimiento del virrey, quien
  procedió sin tardanza a la prisión del desventurado, que entonces
  quedaba en el _Castell-del-Ovo_. Milagrosamente sus inseparables
  compañeros pudieron sustraerse a favor de varios disfraces a la
  persecución de los satélites del virrey; y el que entonces nos
  hablaba se encargó de venir a poner en nuestro conocimiento tan
  triste suceso, exponiéndose, como es de suponer, a peligros inmensos.

  »Una revolución completa se obró entonces en Clara: aquella mujer
  tímida como la paloma, dulce como el corderillo, se convirtió de
  repente en un ser animado del mayor entusiasmo.

  »“Corramos”, exclamó, “a Nápoles. No en balde me ha dado el título
  de esposa suya: si la fortuna hubiera coronado sus esfuerzos, él
  repartiera conmigo su gloria y su esplendor: hoy que le es contraria,
  mi deber es participar de sus penas, morir con él si necesario fuese.
  Ahora mismo me pondré en camino”. “Y yo contigo, Clara mía; nuestra
  suerte será la misma”, dije yo. Clara me dio un estrecho abrazo. El
  capellán, que estaba presente, se opuso a este proyecto en vista
  de las dificultades y peligros que ofrecía; Marta le apoyó, y el
  mensajero mismo de mi cuñado se puso de su parte.

  »Clara entonces, revistiéndose de una dignidad nueva en ella, dijo
  en tono solemne: “He dicho mi voluntad, y no la revocaré en esta
  materia. No se hable más de ello”. Quedámonos todos mudos, y solo
  se pensó en hacer los preparativos para el viaje. En dos días todo
  estuvo pronto; al tercero salimos del valle; y el quinto Clara, su
  hija, el capellán, el desconocido, el mulato y yo nos embarcamos en
  Lisboa para Italia».

A este punto del manuscrito de Inés llegaba don Juan, cuando un criado
vino a avisarle que un señor magistrado le buscaba. Suspendió, pues, la
lectura, aunque de muy mala gana, y encerrando los papeles en la cajita
bajó a la sala de estrado.

[Ilustración]




CAPÍTULO IV

        Y no os tenéis que cansar;
      Que yo sé no me conviene:
      Ni daré por cuanto tiene
      Un dedo del Castañar.

        (_García del Castañar_, comedia).

La persona que interrumpió a don Juan era don Rodrigo de Santillana,
alcalde del crimen de la chancillería de Valladolid. Después de los
cumplimientos de costumbre, don Rodrigo, con la facilidad de un hombre
de mundo, entabló desde luego la conversación sobre el asunto a que iba.

—He sabido, señor don Juan, dijo, que vuestro hermano el señor marqués
piensa salir mañana de esta ciudad para la corte; y habiendo yo
sido llamado a ella por el rey nuestro señor, vengo a suplicaros me
alcancéis la honra de hacer el viaje en su compañía, pues de no ser
así, hasta hallar ocasión de hacerlo con alguna comodidad se pasará
más tiempo del que yo deseara.

Don Juan, a quien no le pesaba hallar ocasión de pagar la cortesanía
con que don Rodrigo le había tratado en el lance del Campo Grande,
pasó sin tardanza al cuarto de su hermano, y consiguió fácilmente la
pretensión del alcalde. En seguida presentó este al marqués, y quedaron
ambos muy satisfechos uno de otro.

Despidiose don Rodrigo; pero don Juan no pudo volver, como deseaba, a
ocuparse en la lectura de la historia de su amada, porque el marqués le
entretuvo hablándole de asuntos de familia y haciéndole varios encargos
para que los desempeñase durante su ausencia. Entre otras cosas le
encomendó muy particularmente que no dejase de visitar a menudo a
cierta condesa viuda, quien tenía una hija única llamada Blanca, que,
sobre ser heredera de inmensos bienes, pasaba por una de las más
hermosas y discretas damas de ambas Castillas.

—Sois mozo —le dijo—, pero no tanto que no debáis ya pensar en
estableceros, y seguramente ningún partido hallaréis tan ventajoso bajo
todos aspectos como el de uniros a doña Blanca.

—Hermano —replicó Vargas, nada complacido con semejante insinuación—,
yo por ahora no pienso en casarme. Además, debéis recordar que solo he
dejado Flandes para vivir en vuestra compañía.

—Sí, es verdad; pero las circunstancias..., quiero decir... En fin,
aunque casado, siempre viviréis en Valladolid, y viene a ser lo mismo.

—No hablemos de eso, hermano, porque es inútil. Yo estoy seguro de que
la madre de doña Blanca jamás se la dará por esposa a un segundón.

—Os engañáis: vos no sois pobre; y en punto a familia, les llevamos
grandes ventajas. Su título es de ayer, y su apellido flamenco; y la
antigüedad del nuestro es tanta como la de la monarquía. Esto es algo;
y además, yo tengo mis razones para creer que no seréis despreciado si
lográis agradar a doña Blanca, cosa que de vos depende.

No quiso Vargas prolongar la discusión, y se calló, pero firmemente
resuelto a no poner los pies en casa de la condesa, y a negarse al
matrimonio en cualquiera ocasión que volvieran a proponérselo.

Toda aquella tarde y gran parte de la noche la pasaron ambos hermanos
en arreglo de papeles, ajustes de cuentas, y combinación de varias
disposiciones relativas a asuntos de interés doméstico. Cuando todo
estaba concluido, el marqués dijo a su hermano:

—Don Juan, somos mortales, y la hora de la muerte es incierta. Yo no
soy aún anciano, y a Dios gracias disfruto de buena salud; pero no por
eso tengo la vida asegurada: he hecho, pues, mi testamento, que cerrado
y sellado queda en poder de nuestro escribano: hago en él por vos lo
que puedo y debo como buen hermano, a quien nunca habéis dado un motivo
de disgusto. Espero que si yo muriere antes de volver de este viaje, os
conformaréis en todo con mi última voluntad, desempeñando fielmente la
comisión que pongo a vuestro cargo.

Vargas respondió que esperaba que no tendría el disgusto de perder
a su hermano mayor, a su segundo padre, en muchos años; pero que
si desgraciadamente el cielo lo ordenaba así, podía el marqués
estar seguro de que sus disposiciones se ejecutarían exactamente,
cualesquiera que ellas fuesen, contando con que él (don Juan) por su
parte las miraría como sagradas.

Ya era más de la media noche cuando los hermanos se separaron, y
Vargas, que para despedir al marqués tenía que levantarse antes del
alba, no pudo entonces continuar la lectura del manuscrito de Inés.

A la siguiente mañana, don Rodrigo, el padre Teobaldo y el marqués,
entraron en el coche de este, y salieron de Valladolid por la puerta
del Carmen, con dirección a la corte. Don Juan, a caballo, los
acompañó hasta un lugar distante dos leguas de la ciudad, que llaman
Puente-Duero. Allí, al separarse, don Rodrigo, sacando la cabeza por la
ventanilla del coche como para despedirse de Vargas, le agarró la mano
y, sonriéndose con aire maligno, le dijo a media voz:

—El temperamento de Madrigal, señor don Juan, es harto malsano; y
la compañía de los frailes poco conveniente para un caballero mozo.
Discreto sois: recibid este aviso amistoso. Cochero, arrea.

Obedeció el cochero, y el carruaje, a pesar de lo arenoso del pinar por
donde pasa el camino, se alejó con velocidad del paraje en que don Juan
dudaba aún de si daría crédito a sus oídos.

«Parece —exclamó por fin— que toda la especie humana se ha empeñado en
mezclarse en mis negocios y obrar misteriosamente conmigo. ¿De dónde
sabe este alcalde que yo voy a Madrigal y visito allí a un fraile, si
yo a nadie se lo he dicho? Dios me tenga de su mano, que bien lo he
menester para no quedarme sin el poco juicio que me resta».

Hecha esta reflexión, para libertarse de las muchas y desagradables que
le asaltaban, arrimó las espuelas al caballo; y el animal, acostumbrado
ya a conocer las intenciones de su amo, salió a la carrera por el
primer camino que se le presentó, que fue no el de Valladolid, sino
el de Simancas, que está poco más o menos media legua a la derecha de
Puente-Duero.

No reparó Vargas en que había errado el camino hasta que alzando los
ojos vio que el sol naciente doraba con sus primeros rayos la cúpula
del torreón del castillo de Simancas, en donde años antes murió mártir
de la libertad el obispo Acuña.

Aunque estaba impaciente por llegar a su casa para concluir la empezada
historia de la bella portuguesa, se consoló con que el rodeo no había
sido muy largo; y volviendo las riendas al caballo echó a andar a
trote largo por la orilla del Pisuerga con dirección a la ciudad.

No muy distante de ella vio caminar por la misma senda que él iba,
pero en sentido contrario, una mujer hermosa montada en una excelente
mula, y acompañada por un mozo de a pie, en el cual reconoció desde muy
lejos la gallardía y destreza del pastelero Gabriel de Espinosa. Tantas
y tales eran las singularidades que don Juan había visto en aquel
hombre, que ya no podía sorprenderle, por más inesperadamente que se le
presentase. Miró, pues, ya que no como natural, al menos como muy poco
maravillosa, su presencia en las cercanías de Valladolid, aun cuando
era de suponer que estuviese entonces en Madrigal, y apresuró algo el
paso para salirle al encuentro.

Poco tardaron nuestros caminantes en hallarse frente a frente.
Gabriel reconoció también a Vargas; pero no conviniéndole, sin duda,
manifestarlo entonces, puso disimuladamente el dedo índice de la
mano derecha sobre sus labios en señal de silencio, mirando a Vargas
significativamente, y fingiendo que el caballo se le había espantado,
pasó a escape por delante del hermano del marqués sin saludarle; este
no trató de estorbárselo y, saludando a la dama, continuó su camino.

Luego que hubo andado algunos pasos volvió atrás la cabeza y vio que
Gabriel iba ya muy tranquilo al lado de la señora de la mula.

«Anda con Dios, hombre incomprensible —dijo para sí—. Hoy no te
conviene conocerme: no me estuviera mal a mí tampoco no haberte visto
jamás».

En estas y otras reflexiones llegó a la puerta de su casa, y allí lo
olvidó todo para volver a ocuparse en la lectura de la historia de la
bella Inés de Contiño.

[Ilustración]




CAPÍTULO V

Ese cuerpo, señores, que con piadosos ojos estáis mirando, fue
depositario de un alma en quien el cielo puso infinita parte de sus
riquezas.

                    (Cervantes: _don Quijote_, parte 1.ª, cap. 13).


  MANUSCRITO DE INÉS

  «Al embarcarnos, llevamos con nosotros una suma considerable en
  dinero y alhajas, la mayor parte nuestras, y algunas cartas de
  recomendación para Nápoles que nos dio doña Francisca de Alba.
  Después de una navegación larga, pero sin contratiempos de otra
  especie, llegamos por fin a Nápoles, donde nos alojamos lo más cerca
  que pudimos del _Castell-del-Ovo_, en una casa que tomamos por
  nuestra cuenta, diciendo que íbamos a Italia a cumplir cierta promesa
  hecha a san Genaro.

  »La misma noche de nuestra llegada fue a vernos el anciano que
  siempre iba en compañía de mi cuñado, avisado por el joven que fue
  a buscarnos al valle. Alabó sobremanera la heroica resolución de
  Clara, cuya mano besó; y nos dijo que su marido continuaba preso y
  custiodiado con la mayor vigilancia.

  »“Han estado a verle”, añadió, “el virrey y algunos otros grandes:
  el primero no se cubrió hasta que el preso se lo mandó expresamente;
  y a todos nos ha inspirado compasión y respeto la nobleza y dignidad
  con que soporta su infortunio; trátanle por ahora con las mayores
  consideraciones; pero han escrito a España; se está esperando por
  momentos la respuesta, que ya debía haber llegado, y la hora en que
  venga será la de su muerte”. “¿Y podrá Felipe cometer tal infamia?”.
  “Podrá, señora, porque el monarca español no conoce freno. El
  príncipe de Egmont, degollado en un cadalso; Orange, proscrito; su
  propio hijo, bárbaramente asesinado os dicen bastante cuál es la
  suerte que aguarda a vuestro esposo, si no logramos sacarlo de la
  prisión antes que el tigre se aperciba que puede imprimir en él su
  garra”.

  »Esta perspectiva espantosa y cierta afligió, pero no desalentó, a
  Clara, que jamás perdió la esperanza de salvar a su esposo.

  »Pero prodigamos el oro, y conseguimos corromper a un carcelero,
  estableciendo por su medio una correspondencia seguida con el preso,
  quien en su primera carta no hallaba expresiones con que encarecer su
  agradecimiento y amor a su adorada Clara. Nosotros le informábamos
  sucintamente de los pasos que se daban en favor suyo, y de nuestras
  esperanzas, exagerándolas; pero no de nuestros temores, que no eran
  pocos, ni de pequeña importancia.

  »El carcelero que habíamos ganado no era más que el llavero que
  le llevaba la comida y le servía; pero para entrar y salir en el
  castillo era menester pasar en su interior por dos o tres puertas,
  guardadas cada una por distinto portero, y en lo exterior por medio
  de la guardia, que daban los tercios españoles que guarnecían la
  ciudad. Además, el gobernador del fuerte iba en persona todas las
  mañanas y noches a cerciorarse de la presencia del preso en su
  encierro. ¿Cómo, pues, ponerlo en libertad?

  »Cada día se nos ocurría un nuevo proyecto, y cada noche nos
  acostábamos con el desconsuelo de haberse conocido la imposibilidad
  de ponerlo en práctica. Mi cuñado nos escribía que estaba resignado
  con su suerte, que cesáramos de exponernos por él a nuevos peligros,
  y que nos volviéramos a nuestro retiro. Pero Clara ni oír hablar de
  tal cosa quería, y yo no supe nunca pensar más que como ella. En todo
  este tiempo nos visitaron muchas veces los compañeros del esposo de
  mi hermana, que bajo diferentes disfraces, y confundidos con la clase
  ínfima del pueblo, permanecían en Nápoles.

  »Todos ellos se ocupaban sin cesar en el mismo objeto que nosotros,
  pero tan infructuosamente también. Por fin, el más anciano de
  nuestros amigos formó un proyecto que, aunque complicado y difícil,
  ofrecía sin embargo más probabilidades de buen éxito que cuantos se
  habían imaginado.

  »Un médico francés establecido en Nápoles fue quien intentó los
  primeros pasos de nuestra empresa, merced a una considerable
  gratificación. Por medio del carcelero sobornado, enviamos al marido
  de Clara una bebida que a poco tiempo de tomada no solamente le
  aletargó, sino que también le prestó todas las demás apariencias
  cadavéricas. Cuando por la mañana fue el mismo carcelero a llevarle
  el desayuno, fingiendo gran sorpresa de hallarle en aquel estado,
  corrió a dar parte al comandante del fuerte. Trasladose este en
  seguida a la prisión y, creyendo muerto a mi cuñado, lo puso sin
  tardanza en conocimiento del virrey, quien también pasó en persona
  a cerciorarse del hecho. Pero el brebaje del francés produjo tan
  maravilloso efecto que, convencidos todos de que el preso había
  dejado de existir, mandaron que encerrado en un ataúd se le
  trasladase inmediatamente a una capilla próxima al castillo, para
  hacerle allí algunos sufragios, con el mayor secreto.

  »Prevista esta circunstancia por los amigos de mi cuñado, aquel mismo
  día, después de anochecer, se fueron aproximando por distintas partes
  a la capilla; se hicieron abrir la puerta, no sé con qué pretexto, y
  amarrando al sacristán a uno de sus pilares, envolvieron al supuesto
  muerto en algunas mantas que llevaban a prevención, y salieron con
  él a la calle. De allí se dirigieron inmediatamente al puerto, y se
  embarcaron en un buque francés que habíamos fletado enteramente por
  nuestra cuenta: sin detenernos levantamos el ancla, y al vernos en
  alta mar nuestro gozo fue indefinible.

  »Veinticuatro horas completas permaneció el esposo de Clara
  aletargado. Al cabo de ellas volvió en sí, y habiéndole administrado
  la bebida que a prevención llevábamos por disposición del médico,
  cuando llegamos a Marsella iba ya completamente bueno.

  »En Marsella, después de una larga conferencia entre mi cuñado y sus
  amigos, se decidió que convenía por entonces separarnos por algún
  tiempo, y así se verificó en efecto, señalando el término de un año
  para reunirnos en España.

  »Clara, su esposo, su hija, el capellán y yo nos internamos en
  Francia, y fijamos nuestra residencia en un pueblecillo de las
  montañas del Languedoc, llamado Lacaune. Su situación, en medio de
  una sierra de las más agrias, los gigantescos peñascos que en todos
  sentidos le rodean, y los torrentes que en la estación del invierno
  parece que van a inundarle, no se me olvidarán jamás; pero tampoco se
  borrará de mi memoria la hospitalidad y atenciones de sus habitantes.

  »Para establecernos allí tomó mi cuñado el nombre italiano Fiormino,
  y se dio por un particular emigrado a causa de su aversión a los
  españoles que entonces dominaban su país: esto bastó para hacernos
  el objeto de la solicitud de todo el pueblo. Visitonos cuanto en él
  había de familias nobles, que eran bastantes, y procuraron en cuanto
  estuvo a su alcance hacernos olvidar nuestras desgracias. Pero nada
  bastó para que mi pobre Clara recobrase su salud.

  »Durante la prisión de su marido sufrió mi infeliz hermana tormentos
  indecibles, y le sucedió entonces lo mismo que al que padece una
  fiebre inflamatoria, que mientras esta le dura parece animado y
  vigoroso, pero en desapareciendo le faltan las fuerzas. Así Clara
  hasta que vio seguro a su esposo mostró un valor, una energía
  verdaderamente heroicos; pero ya en Francia no pudo más y empezaron a
  ser demasiado visibles los efectos de sus penas.

  »El más indiferente hubiera visto sin dificultad que aquel cuerpo tan
  bello caminaba a pasos agigantados a su disolución. ¿Qué haría una
  hermana que la adoraba? ¿Qué un esposo de los más tiernos?

  »Ella misma no ignoraba su estado, y pensando aun entonces más en
  nosotros que en sí, no cesaba de prepararnos con sus discursos a
  soportar con resignación la irremediable calamidad de su muerte.

  »Yo no sé si me engaño, pero esa filosofía que nos hace soportar
  estoicamente la pérdida de los que amamos, la he considerado siempre
  como una máscara de la insensibilidad.

  »Si hubiera de referir las lágrimas, los suspiros que entonces
  exhalé, sería este escrito interminable. Pero permítaseme pasar
  rápidamente sobre aquel amargo trance.

  »Clarita no había aún cumplido dos años cuando su madre, atacada de
  una consunción ya en su último período, cayó en cama. Desde aquel
  instante al de su muerte, que se verificó un mes después, ni su
  marido ni yo nos apartamos un instante de su lado.

  »El médico a quien llamamos movió tristemente la cabeza, y nos dijo
  sin rodeos que Dios solo podía ya hacer algo en aquel caso.

  »“Ya lo sabía yo”, dijo la enferma; “que su voluntad se cumpla”.
  Nuestro capellán, que desde su infancia la había acompañado, fue
  quien la prestó los últimos auxilios espirituales.

  »Un cuarto de hora antes de morir quiso ver a su hija, la bendijo,
  y después de apretar tiernamente la mano de su esposo, tomó la mía
  diciéndome: “Inés mía, en tus brazos deposito a Clarita; sé para ella
  lo que fuiste para mí; sírvela de madre”.

  »Llorar fue mi respuesta. Cruzó entonces Clara sus manos, y esperó
  tranquila el momento de comparecer ante el Padre de las misericordias.

  »No manifestó su semblante el menor síntoma de agonía ni de
  padecimiento. Estaba, sí, descolorida, pero tan tranquila como si no
  fuera a morir. Su alma, que conservó en la tierra toda la pureza de
  su ser primero, su alma, centro y depósito de todas las virtudes,
  rompió sin esfuerzo los lazos que la unían al cuerpo, y subió
  satisfecha a gozar de la recompensa que merecía.

  »Al expirar abrió un instante los ojos, los fijó en nosotros, y dando
  un suspiro, volvió a cerrarlos para siempre. Una sonrisa indecible se
  dejó ver en aquel momento en sus labios.

  »El dolor de su esposo fue silencioso, pero terrible. El mío amargo,
  y será eterno. No ha pasado desde entonces un solo día sin que
  derrame alguna lágrima sobre la memoria de mi hermana.

  »Para colmo de mi desventura, el capellán, ya muy anciano, no pudo
  resistir a la pena que le causó la muerte de Clara, y la siguió en
  breves días al sepulcro.

  »La estancia en Lacaune no podía menos de sernos intolerable.
  Salimos, pues, de aquel pueblo con el corazón lleno de amargura,
  y nos encaminamos a España. Entonces tomó mi cuñado el nombre de
  Gabriel Espinosa, y para mejor encubrirse, el oficio de pastelero,
  en que el mulato Domingo le dio algunas lecciones, que por cierto
  aprovechó muy mal.

  »De esta manera hemos vivido, ya en un pueblo, ya en otro, hasta
  nuestra llegada a Madrigal, en donde el señor don Juan de Vargas me
  conoció.

  »Lo demás que me queda que revelar a este caballero es demasiado
  importante para que yo me atreva a confiarlo al papel, y aun lo que
  lleva escrito le suplico lo queme apenas lo haya leído. — _I. C._».

Concluyó Vargas esta para él tan interesante lectura, más prendado, si
posible era, que antes de empezarla lo estaba de la bella Inés, y lleno
al mismo tiempo de satisfacción. No podía en efecto menos de sentirla
viendo que la mujer a quien tanto amaba era igual a él en nacimiento,
y digna bajo todos conceptos de su estimación.

Solo hubiera deseado saber quien era el misterioso Gabriel, cuyas
desgracias le interesaron también a favor suyo; pero o Inés lo ignoraba
aún, cosa poco probable, o temió escribir su nombre, que era lo más
cierto.

En estas y otras reflexiones estaba entretenido, cuando entró en su
cuarto estrepitosamente el comendador Hinojosa, con muestras de gran
contento por una parte y cierta risa irónica en la boca por otra, que
no se concertaban muy bien.

—Bien hallado, señor don Juan —dijo dándole una palmada en el hombro
con sobrada fuerza—: apuesto mi encomienda a que no adivináis las
nuevas que os traigo.

—Si ellas son de tanto peso —respondió Vargas encogiendo el hombro—,
como vuestra mano, no las digáis, porque sin duda alguna me abrumarán.

—No sé yo si os abrumarán en efecto, pero nunca os serán muy gratas.
El señor marqués ha tratado de engañarme, pero el engañado ha sido él:
Hinojosa es demasiado observador para que se le escapen así las cosas.
No os alborotéis hasta estar al cabo del negocio, que en llegando allá
tal vez no andaréis vos muy comedido con vuestro hermano.

—Sepamos, pues, de qué se trata.

—De una friolera, a la verdad: de vuestra fortuna. Si Dios no lo
remedia, el marquesado, primo y señor, voló.

—¿Habéis soñado esta noche, primo, y venís a referirme vuestros sueños?

—No, a fe mía, aunque a veces tengo mis tentaciones de creer que es un
sueño lo que pasa. Pero escuchadme y oiréis maravillas. ¿Habéis oído
hablar de una dama llamada Violante?

—Violante... Violante... Sí; me parece que hago memoria... Aguardad:
¿no fue dama del marqués?

—Precisamente la misma. Vuestro hermano la sorprendió _in fraganti
delicto_, como diría el padre Teobaldo, con un tal don Rodrigo, de
felice recordación, que después la abandonó también.

—Sea en hora buena.

—No os impacientéis, que ya llegaremos al punto importante. No pudiendo
hacer otra cosa, la dama se metió a beata. Se encontró encinta; y por
medio de un buen fraile dominico, a quien ha embaucado, logró persuadir
al marqués de que sus ojos le habían servido mal; y además, y en
esto estriba la dificultad, le ha convencido de que su señoría es el
progenitor de la criaturita, que Dios sabe a quién debe el ser.

—¿Y el marqués se ha dejado engañar tan groseramente?

—Como un santo varón. Pero no para en esto la historia: ha reconocido
al niño, haciéndolo bautizar con su nombre y apellido, sin quitar
una letra, ha señalado a la madre una pensión, y ahora va a Madrid a
legitimar al ilustre vástago para poder dejarle su título y rentas. No
me interrumpáis, que aún tengo que decir, y no poco. Por si muere antes
de verificarse la susodicha legitimación, ha hecho testamento, dejando
todos sus bienes libres al señorito; pero en honor de la verdad, debo
decir también que se expresa que, en caso de no morir el marqués hasta
después de legitimado su hijo (así lo llama) por Su Majestad, entonces
se entienda que el marquesado pase a este, y los bienes libres a su
hermano el señor don Juan de Vargas.

—Hinojosa, entendámonos: o cuanto decís es una chanza, y para tal
me parece muy pesada, o habláis de veras, y entonces debo saber qué
fundamento tienen tan importantes noticias.

—Y yo no tengo inconveniente en decíroslo. Desde que el dominico
apareció aquí estoy sobre aviso: he observado los pasos del marqués;
me he informado de la vida de Violante, y he sabido que el tal fraile
era su confesor y la visitaba con frecuencia. Esto me ha bastado
para averiguar el resto, para ir averiguando lo demás; pero a mayor
abundamiento, el padre Teobaldo, confidente del marqués, se lo ha
revelado al mayordomo; este al ama de llaves, quien deposita sus
secretos en el despensero; de este pasó a cierta moza de retrete que no
mira con malos ojos a mi lacayo, el cual me lo ha referido punto por
punto. Y por si alguna duda nos pudiese quedar, tenéis al escribano, a
quien he gratificado, pronto a enseñaros la minuta del testamento, que
está, gracias a Dios, claro y terminante.

—Ya veo que no tiene duda.

—Ninguna.

—Así parece.

—¿Y qué pensáis hacer?

—No sé; nada.

—Admirable calma.

—¿Y qué hemos de hacer? La cosa ya no tiene remedio.

—No, en efecto, si tratáis de estaros mano sobre mano. Pero movámonos;
opongamos la fuerza y la razón a las arterías de una ramera: tal vez
lograremos impedir que empañe el honor de nuestra familia un infame
bastardo, hijo acaso de algún caballero de la industria. Nadie más
interesado que vos en este asunto.

—Así es, pero yo no quiero disgustar a mi hermano. Haga ahora lo que
quiera, no por eso dejará de haber sido un padre, y muy buen padre,
para mí.

—Nobles son esos sentimientos, pero intempestivos. El marqués está
engañado, seducido por esa bribona que Dios confunda, y es hacerle un
beneficio evitar que cometa la necedad que intenta. Lo que conviene,
pues, es que sin demora tornéis la posta para Madrid.

—¿Yo dejar a Valladolid ahora? No, por cierto; aunque en ello me fueran
más coronas que las de los innumerables mártires de Zaragoza.

—Voto a Dios —exclamó Hinojosa impacientado— que este tiene menos
juicio aún que su hermano.

Riose Vargas de todo corazón de la cólera de su primo; y después de
haber meditado algunos instantes, dijo:

—Lo que en esto se puede hacer es que vos, en quien tengo toda mi
confianza, toméis a vuestro cargo el negocio. Desde ahora tenéis
poderes amplios y completa aprobación para cuanto dispongáis. Si algo
se ha de hacer ha de ser así, porque por mi parte me es imposible
ocuparme en nada, pues tengo asuntos de más importancia.

—¡De más importancia que un título y grandes rentas!... En efecto, será
preciso que yo tome el negocio a mi cargo, porque si no, sabe Dios en
qué vendrá a parar la familia.

Salió diciendo esto del aposento muy incomodado con el poco juicio de
su primo, y al día siguiente por la mañana tomó la posta para Madrid.

Don Juan no dejó de pensar algo en la singular conducta de su hermano;
pero como Inés, y solo Inés podía ocuparle largo tiempo, a poco se
olvidó de tal asunto para pensar únicamente en la entrevista que para
el día inmediato le había prometido su dama.

[Ilustración]




CAPÍTULO VI

        Mas vano ha sido nuestro afán, y en vano
      Por el nombre de Dios lidiado habemos:
      Él retiró su omnipotente escudo,
      Y coronar no quiso nuestro esfuerzo.

                            (Quintana: _Pelayo_).

Recuerde el lector que en el capítulo 4.º de este tomo le hemos dicho
que, regresando don Juan de Vargas a Valladolid desde Puente-Duero
por el camino de Simancas, había encontrado a Gabriel de Espinosa
acompañado de una bella dama; y lo que no sabe y ahora le diremos es
que aquella mujer era Violante, la querida del marqués.

Espinosa salió de Madrigal para Valladolid el mismo día que tuvo con
don Juan la conferencia en la celda del fraile. Llamábanle sus asuntos
a aquella ciudad hacía tiempo, pero ciertas razones le hicieron
diferir su viaje hasta la época en que nos hallamos.

Fue a aposentarse a una casa de huéspedes, que la casualidad quiso
fuese la que estaba enfrente de la que Violante habitaba. Viola por la
mañana asomarse al balcón, y reconoció en ella una mozuela con quien
había tenido amistad en uno de sus primeros viajes a Italia antes de
casarse con Clara. La curiosidad le movió a ir a visitarla, y no fue
poca su sorpresa al ver la decencia de los muebles y el místico adorno
de las habitaciones.

Así que estuvieron solos la cortesana y el pastelero, le dijo este:

—Camila, ¡tú en España y vestida de hábito del Carmen! Fenómeno es este
que no esperaba ver.

Sorprendiose la taimada hasta no más oyéndose llamar por un nombre
que ya ella misma había olvidado; pero no reconociendo al que la
hablaba, trató de imponerle revistiéndose de una gravedad teatral, y
respondiendo con enojo:

—Señor gentilhombre, usted viene engañado, o trata de insultarme
porque me ve mujer y sola. Ni mi nombre es Camila, ni hay para qué
admirarse de verme vestir este santo hábito: tome, pues, usted la
puerta, que no gusto de recibir en mi casa visitas de gente desconocida.

Estuvo Gabriel mirándola de hito en hito mientras habló, y después,
soltando sin consideración alguna la carcajada, contestó:

—Desempeñas tu papel que no hay más que pedir; pero conmigo, créeme,
es tiempo perdido el que gastes en tratar de engañarme. Y si no, vamos
a cuentas: no puedes haber olvidado que hace algunos años, cuando te
llamabas Camila, por señas, fuiste a Nápoles con cierto alférez de
los tercios españoles que, cansado de tus repetidas infidelidades,
te abandonó a merced del público. También tendrás presente que un
extranjero, a quien conociste con el nombre del señor Álvarez, te tomó
por su cuenta algunos días, hasta que le jugaste una de las tuyas, y
te envió a paseo.

Violante o Camila, que todo es uno, había estado escuchando aterrada
tan circunstanciada relación de una parte de su vida y milagros; pero a
pesar de ello no dejó de examinar atentamente la persona del narrador,
logrando al cabo recordar sus facciones.

—Es el mismo Álvarez —exclamó, no pudiendo contenerse—: es él, o su
sombra.

—Norabuena —contestó siempre riéndose Espinosa—: tú has mudado el
nombre; yo también. Cada uno de nosotros habrá tenido para ello sus
razones; pero no reconocerse amigos tan antiguos, es descortés hasta el
último punto.

Ya no le era posible a la cortesana volverse atrás de lo dicho, aunque
bien lo deseaba: hizo, pues, de la necesidad virtud, y afectando
alegría, se dio enteramente a partido.

A fuerza de preguntar unas cosas y de adivinar otras por los
antecedentes que tenía, se enteró Gabriel, sobre poco más o menos, de
la historia de Violante en Valladolid; pero ella no supo más que lo
que él quiso decirla, que fue poco o nada. En el fondo de su corazón
deseaba la ninfa ver a dos mil leguas de sí al que la había conocido
Camila; pero temiendo que si le descontentaba había de publicar lo que
tanto la interesaba que no se supiese, le llenó de caricias, y a fuerza
de confianzas y agasajos quiso comprometerlo a entrar en sus intereses.
Por parte de Gabriel no hubo designio alguno: la curiosidad le llevó a
verla la primera vez, y su inclinación a las mujeres a volver alguna
otra, y a acompañarla en uno de los viajes que hizo a Simancas a ver a
su hijo.

En tanto que esto hemos referido, don Juan, enterado ya de la historia
de Inés, fue puntualísimo en presentarse en el locutorio, y su dama no
le hizo aguardar.

—¿Habéis leído mi escrito, don Juan? —preguntó la morena.

—Sí, lo he leído; y aunque jamás os hubiera visto, por su lectura
solo os amara, Inés mía. No me digáis ahora que mi amor es una locura:
iguales en nacimiento y fortuna, adorándoos yo, mirándome vos sin
repugnancia, ¿qué se opone a nuestro enlace? Cesen, señora, cesen de
una vez mis penas; vos podéis hacerlo, y yo no espero más que vuestra
resolución.

—Don Juan, si en mi mano estuviera, hoy mismo sería vuestra esposa;
pero no debéis haber olvidado...

—¿Que se me han impuesto condiciones? No, por cierto; pero ya he dicho
mil veces que esta no es una dificultad. Cualesquiera que ellas sean,
por duras que parezcan, yo las acepto desde luego.

—Conviene, sin embargo, que las sepáis. Los riesgos que se os van a
ofrecer son de una naturaleza de los que no estáis acostumbrado a
correr y aun imaginar. ¡Ah, mi don Juan! Si solo se tratara de exponer
el pecho a las balas, de pelear cuerpo a cuerpo con uno o con muchos
enemigos, yo estuviera segura de vos; y si murierais, vuestra gloria me
consolaría del dolor de perderos. Pero ¿querríais vos, qué digo vos,
querré yo misma veros perseguido, cargado de cadenas, en un cadalso tal
vez?...

—¡En un cadalso, Inés! ¿Deliráis?

—Ojalá, don Juan; pero yo no deliro: otro sí, y será causa de vuestra
perdición y de la mía.

—En nombre de nuestro amor, explicaos, señora, de una vez.

—Comprendo vuestra impaciencia; yo misma la tengo, y no pequeña, de
sacaros de dudas, y sin embargo no puedo menos de temblar al abrir los
labios para confiaros este fatal secreto.

Calló Inés, y don Juan también permaneció en silencio. Así pasaron
algunos instantes hasta que la dama, levantándose de su asiento y
cerciorándose de que nadie había escuchando la conversación a la puerta
del locutorio, empezó a decir:

—Ya habréis visto que cuando mi hermana se casó no me dijeron el nombre
de mi cuñado; pero lo que ignoráis es que en Nápoles se me reveló
este secreto. Entonces comprendí cuanto hasta aquel momento me había
parecido oscuro.

»El que vos habéis conocido con el nombre de Gabriel de Espinosa y
ejerciendo el oficio de pastelero, el que en Francia se llamó Fiormino,
es, señor don Juan, el desdichado don Sebastián, rey de Portugal.

—¡Señora!

—Es indudable.

—¿Y por qué permanecer oculto tanto tiempo?

—Eso lo sabréis escuchándome con un poco de paciencia, pues me será
forzoso tomar las cosas de bastante atrás para mayor claridad.

»La suerte de las armas fue adversa, como sabéis, a don Sebastián
en la expedición a África; y el monarca, furioso y desesperado de
ver perdida la flor de la nobleza lusitana, derrotado su ejército, y
su gloria eclipsada, se arrojó, buscando la muerte, en medio de sus
enemigos. Siguiole un escuadrón formado de los más valientes que aún
quedaban con vida, en el cual iba por consiguiente lo más escogido de
Portugal, prefiriendo morir honradamente al lado de su rey, a buscar
su salvación en una fuga afrentosa. Casi todos murieron cubiertos de
la sangre de sus enemigos, y bien vengados: allí dejaron de existir mi
padre don Sebastián de Contiño, y don Cristóbal Tabora, marido de mi
tía.

»El rey y unos cuantos de sus valientes, defendidos por los mismos
cadáveres de los enemigos que acababan de inmolar, pelearon
desesperadamente hasta que sobreviniendo la noche se retiraron los
moros del campo de batalla. Entonces, después de un día entero, cesaron
de dar cuchilladas. Todos estaban heridos, cual más, cual menos
gravemente. La sangre del monarca corría por tres heridas: una de
ellas, la más grave, debajo del brazo derecho, causada por un balazo.

»Seis u ocho compañeros, y estos heridos, era todo lo que le restaba
al desdichado don Sebastián de su aguerrido ejército. Para restaurar
la sangre que corría en abundancia de sus heridas tuvo que aplicarse
un puñado de arena, pues no encontró cosa con que hacerse un vendaje.
Jamás hombre descendió tan rápidamente del solio al colmo de la miseria.

»El anciano de quien tanto he hablado en mi escrito, y que ahora
llamaré el marqués Domiño, fue el único que, habiendo tenido la dicha
de escapar con una sola y leve herida, se conservaba en estado de
discurrir, y propuso alejarse cuanto antes de aquel teatro de horror
y desolación, al que los moros no dejarían de volver por la mañana.
Hiciéronlo así en efecto, metiéndose en un vecino bosque en el cual no
se internaron tanto como quisieran por no permitírselo el cansancio de
los caballos ni el dolor de sus heridas.

»¡Qué noche aquella para don Sebastián! Afligido por acerbos dolores
y reflexiones más amargas aún, extenuado de hambre, abrasado de
sed, rendido por el sueño y sin poder cerrar los ojos un instante,
los lejanos clamores de millares de moribundos en el campo de
batalla eran para él otras tantas y severas reconvenciones por su
imprudente temeridad. “No deseaba ya entonces”, me dijo refiriéndome
estos sucesos, “la corona ni el poder. No eran el hambre, la sed
ni las heridas las que me atormentaban: los remordimientos, sí, me
despedazaban las entrañas; y si Domiño no se hubiera opuesto, aquella
noche habría terminado yo mismo una existencia que los infieles no
pudieron arrancarme”.

»Tres o cuatro días vivieron en el bosque sin otro alimento que el
escaso y desabrido de algunos frutos silvestres, ni más agua que la de
un pozo hediondo. Por fin, resueltos a todo antes que morir de hambre,
salieron una noche de aquel paraje y se encaminaron a la playa, donde
sorprendiendo a unos pescadores en el momento en que iban a entrar en
su barca, se apoderaron de ella y les obligaron a remar, mal de su
grado, en dirección a las costas españolas.

»Ya en alta mar, y próximos a perecer por falta de víveres, encontraron
un buque inglés al cual se acogieron. Preguntando su capitán quiénes
eran, le respondieron que unos soldados del ejército portugués, que a
duras penas habían logrado salvarse del cautiverio en aquella barca.
Los ingleses lo hicieron muy bien con ellos, y como se dirigían a
Lisboa, no tuvieron inconveniente en echarlos a tierra en Lagos, puerto
inmediato al Cabo de San Vicente, pues a don Sebastián no le convenía
presentarse en la capital, en donde suponía, con razón, que todo
estaría muy revuelto.

»Desde Lagos pasó don Sebastián a un convento de descalzos que estaba
en el mismo Cabo de San Vicente, y en cuyo prelado tenía entera
confianza. Allí supo el mal aspecto que para él habían tomado los
negocios de su reino, y se confirmó en la resolución de mantenerse
oculto que ya tenía formada, y de que en la noche después de perdida
la batalla hizo voto inconsideradamente. Pasaron los desdichados
caminantes a Lisboa, y allí oyó don Sebastián predicar el sermón de sus
propias honras a fray Miguel de los Santos. Sus amigos se descubrieron
cada uno a los suyos, iniciándolos en el secreto de la existencia del
rey. El obispo que lo casó con mi hermana fue uno de estos, y asimismo
doña Francisca de Alba, como esposa de don Cristóbal Tabora, persona
que fue muy querida del rey, mereció igual confianza.

»Vagó algún tiempo el monarca por sus propios estados como si fuera un
malhechor; mas ni aun así quiso la suerte dejarle en reposo. La noticia
de que aún vivía empezó a divulgarse, y don Enrique persiguió con
tanto encarnizamiento a cuantos la decían, oían o presumían, que don
Sebastián tuvo que salir de Portugal.

»Ya con un nombre, ya con otro, hora pasando por un mercader, hora
por un artesano, recorrió toda la Europa, y al cabo de ocho años de
trabajos, el amor patrio volvió a llevarle a sus estados.

»Entonces fue cuando habiéndose empeorado una de sus heridas, y
buscando un asilo seguro en donde poder curarse, doña Francisca de Alba
le dirigió al valle que habitábamos Clara y yo. El capellán supo desde
luego quién era nuestro huésped y los que le acompañaban: Clara no,
hasta que viendo el rey que su virtud era inexpugnable, se decidió a
casarse con ella.

»Los compañeros de don Sebastián eran el marqués Domiño; don Carlos,
hijo natural de don Juan de Austria; el príncipe Abenamal de Dinamarca,
y el joven don Francisco, a quien los otros llamaban Francisquito, que
según tengo entendido es hijo ilegítimo del rey. Los tres primeros le
habían seguido a la batalla, como vasallo el primero, y en clase de
voluntarios los otros dos, y todos pasan, igualmente que el rey, por
muertos. Don Francisco se le unió en su segundo viaje a Portugal.

»Desde que este joven me vio, su inclinación a mí se manifestó
claramente; y él mismo, acompañado del dinamarqués Abenamal, fue quien
tuvo con vos el encuentro en el Campo Grande. Pero no anticipemos los
sucesos, y volvamos a don Sebastián.

»Llegó el rey al valle y se enamoró de Clara; pero no podía permanecer
allí mucho tiempo, pues le era forzoso recorrer el país para alentar
a sus partidarios, o por mejor decir, para formar un partido con los
servidores fieles que le quedaban, esparcidos en diferentes puntos.

»Así se pasó el tiempo que medió desde su conocimiento con Clara y
matrimonio con ella hasta el viaje a Nápoles. He aquí la causa que lo
promovió: el licenciado Juan Méndez Pacheco, tanto por el misterio con
que todo aquel asunto se condujo, cuanto por algunas expresiones que
doña Francisca de Alba dejó escapar en su presencia, sospechó que
el herido cuya secreta cura se le había confiado, y magníficamente
remunerado, era el rey don Sebastián. Debía el médico haber guardado
para sí sus conjeturas, cuando por otra cosa no fuera, por amor de su
propia seguridad al menos; pero no lo hizo así, y su imprudencia hubo
de sernos a todos funesta. En cuanto a nosotros, ya sabéis, don Juan,
las consecuencias que produjo: réstame deciros que al médico Pacheco
le prendieron, y logrando a duras penas salvar su vida, fue destinado
algunos años a galeras.

»Cuando volvimos a España después de la muerte de mi amada Clara, nos
aproximamos a las fronteras de Portugal, y en ellas encontramos a
nuestros amigos, según el convenio hecho un año antes. El infatigable
Domiño no había cesado de trabajar, aunque infructuosamente. En los
años transcurridos desde que don Sebastián pasaba por muerto, la
usurpación había echado raíces. A la verdad, la masa del pueblo estaba
descontenta con el yugo español, y la nobleza, abatida y menospreciada,
suspiraba por un trastorno político; pero los tercios españoles tenían
aterrados a unos y a otros. La nación envilecida no se sentía capaz de
sacudir las férreas cadenas que la oprimían; y los magnates, a quienes
se hablaba de ponerse al frente de un movimiento popular, no respondían
más que mostrando temerosos el coloso español, capaz de aniquilarlos
con el menor esfuerzo que para ello hiciese.

»En medio de este desaliento general, había sin embargo algunos
espíritus generosos que, convencidos de la existencia de don Sebastián,
conjuraban para restablecerle en su trono. En vano los satélites de
Felipe descubrían siempre aquellos proyectos, y una muerte pronta e
infamante para sus autores fue el último resultado que produjeron.

»Tal fue el desagradable cuadro que Domiño nos hizo del estado de los
negocios en Portugal, y en su vista difirió el rey entrar por entonces
en aquel país. Domiño y los otros tres caballeros se volvieron a él:
nosotros fuimos a establecernos primero en la Nava de Medina, y después
en Madrigal, que dista de allí tres leguas.

»Poco más de un mes hacía, don Juan, que estábamos en aquel pueblo,
cuando el destino os condujo a él. Llegasteis precisamente el día en
que don Sebastián, habiendo reconocido en el vicario de Santa María la
Real a fray Miguel de los Santos, su antiguo confesor y predicador,
quiso probar si aquel religioso le reconocería también a él. Con este
objeto le esperó y habló cuando se retiraba de decir misa, según
presenciasteis vos mismo. Debería sin duda el supuesto Gabriel no
haberlo hecho en vuestra presencia, atendiendo a que la obstinación
con que seguisteis sus pasos os hacía sumamente sospechoso; pero don
Sebastián no conoce obstáculos a su voluntad, y plegue a Dios que su
inflexibilidad no sea funesta para todos.

»Figuraos cuál sería la sorpresa de fray Miguel oyendo la voz de su rey
que tan conocida tenía, y mirando sus propias facciones. Al principio
dudaba reconocerlas; pero tan prontas y tales fueron las cosas que don
Sebastián le dijo, de aquellas que solo él y su confesor podían saber,
que no le fue posible al vicario negarse a la evidencia.

»Fray Miguel, conservando siempre la esperanza de que don Sebastián
volvería a presentarse, había procurado formar en Portugal un partido
a su favor; y para que sus relaciones con aquel reino fuesen menos
sospechosas, hizo ir a establecerse en Madrigal al médico Juan Méndez
Pacheco, que le servía y sirve de agente.

»Pero lo más interesante que ha hecho el vicario en favor de su rey, ha
sido poner de su parte a la señora doña Ana de Austria, digna hija de
su ilustre padre. Debemos a esta señora singulares beneficios; y es de
presumir, si el cielo protege nuestra causa, que la veamos sentada en
el trono de Portugal.

»He aquí, don Juan, la explicación de todos los misterios que tanto os
han confundido.

—Aún quedan, bella Inés —respondió Vargas—, algunos puntos que aclarar.
La aventura de la ermita, por ejemplo.

—Voy a explicárosla. Los amigos del rey, después de haber recorrido
de nuevo el Portugal y tomado allí sus medidas, vinieron a reunirse
con él, repartiéndose, para no llamar la atención, en diversos pueblos
de las cercanías de Madrigal. No habían venido esta vez solos, sino
acompañados de varios señores portugueses, que, comisionados por los de
su partido, traían el doble objeto de cerciorarse de la existencia de
don Sebastián y de recibir sus órdenes.

»Era, pues, preciso celebrar algunas juntas, y ningún paraje les
pareció más a propósito para ello que la bóveda-panteón de una ilustre
familia que existe debajo de la ermita a cuyas inmediaciones nos vimos.

—¿Y vos —exclamó Vargas, con visibles señales de descontento—, y vos lo
sabíais?

—Sabía que se reunían cerca de Madrigal, pero no en qué paraje. Además
debéis recordar que la elección del lugar de la cita fue vuestra, y no
mía.

»Sucedió, pues, que los conjurados, si tal nombre puede darse a los
que defienden tan justa causa, advirtieron que había gente extraña en
las ruinas; y temiendo ser descubiertos, hicieron lo que no habréis
olvidado.

—No por cierto: ni lo olvidaré en mi vida.

—Fray Miguel fue quien en aquella ocasión os salvó la vida.

—La suya fue entonces la voz que yo creí reconocer.

—Sin duda lo era. Don Sebastián se presentó después, y según parece
estaba enterado de nuestra cita.

—¿Cómo?

—Lo ignoro; no puedo creer otra cosa sino que el mulato Domingo,
viéndome salir sola de casa me siguiera los pasos, y después informara
a su amo de lo ocurrido.

—Así parece probable. ¿Pero y vuestra repentina salida de Madrigal?

—Fue consecuencia de lo acordado en aquella misma junta. Los
portugueses ofrecieron reunir en los montes un número considerable
de soldados tan luego como el rey se presentara en sus dominios a
cara descubierta; y don Sebastián, para quien la triste condición en
que vive ha llegado a ser insoportable, resolvió prestarse a todo.
Pero como para su presentación en Portugal son necesarios grandes
preparativos, pues el rey no quiere entrar pordioseando en sus estados,
se resolvió que se difiriese por algunos meses el alzamiento, para
disponer en ellos lo conveniente. Inútil es deciros que Madrigal no
ofrece recursos ningunos, y que es además demasiado pequeño para que
cuantos pasos se den dejen de ser públicos.

—Ya os entiendo: habéis venido a Valladolid a hacer compras.

—Así es la verdad. He sido recomendada por la señora doña Ana de
Austria a este monasterio bajo el nombre de doña María de Castro,
suponiéndome sobrina de cierto abad: como el pretexto de mi estancia
aquí es un pleito, salgo del convento siempre que lo creo conveniente y
me es forzoso.

—Un solo punto nos resta por aclarar, señora mía.

—¿Cuál es, señor don Juan?

—Cierto lance en el Campo Grande.

—Vamos a él. Cuando os vi en Medina os cité para el primer paraje que
se me ocurrió entonces; pero por un efecto de la fatalidad que nos
persigue desde que nos conocimos, quiso la suerte que las cercanías
del Carmen fuesen precisamente el punto escogido por el dinamarqués
Abenamal para verse en la noche misma que nosotros escogimos con una
dama, o más bien mujer a quien galantea. Acompañado de don Francisco
fue a esperarla; y ya sabéis lo que pasó sobre dejar o no dejar
el campo libre unos a otros. Pero don Francisco, irritado por mi
indiferencia con él y celoso de vos, promovió la pendencia, y el
brutal dinamarqués, olvidándose de las reglas del honor, os atacó
también. ¿Soy culpable, Vargas?

—No, mi bien; no, mi vida. Perdonadme, si merece perdón el que se
atreve a pensar mal de un ángel.

—¡Siempre exagerado; siempre en los extremos! No, don Juan, yo no soy
ni liviana ni intrigante, pero tampoco un ángel; estoy muy lejos de tal
perfección.

—Inés, ya os juro...

—¿Que me amáis? Me complazco en creerlo.

—Si así es, ¿por qué tardáis en ser mi esposa?

—Después de lo que habéis oído, no se puede ocultar a vuestra
penetración que la hermana de Clara, la cuñada del rey don Sebastián,
la que, en fin, ha prometido solemnemente servir de madre a su hija, no
puede separar su suerte de la del infeliz monarca. No creáis, Vargas,
que la ambición me lisonjea con sus ilusiones; acaso soy yo la única
persona que en este negocio no se las hace. Conozco que Portugal,
unido todo, con su rey en el trono, y aun suponiéndolo en sus más
prósperos días, no basta a resistir uno solo al poder del orgulloso
potentado en cuyos dominios jamás se oculta la luz del sol. ¿Qué será,
pues, en las actuales circunstancias? Preveo una sangrienta catástrofe,
y miro la ruina de don Sebastián y los suyos como inevitables. Sin
embargo, estoy resuelta a perecer con él, pues que el destino lo quiere
así. Ved, pues, el tálamo que os ofrezco: mi mano no puede ser vuestra
sin que tiréis la espada en favor de don Sebastián.

—Suyo soy entonces hasta la muerte.

—¡Don Juan!...

—No habléis más, señora. Su causa es justa; y aunque no lo fuera,
conozco que haría lo mismo. Sin vos, ni la vida ni la honra estimo en
nada.

—El rey sabrá hoy vuestra resolución; volved mañana.

—Esposa mía, adiós.

—Él os guarde, mi señor.


FIN DEL TOMO TERCERO




Ni Rey ni Roque




  NI REY NI ROQUE

  EPISODIO HISTÓRICO
  DEL REINADO DE FELIPE II,
  AÑO DE 1595

  NOVELA ORIGINAL

  ESCRITA
  POR DON PATRICIO DE LA ESCOSURA,
  AUTOR DEL CONDE DE CANDESPINA

  TOMO IV

  Madrid
  Imprenta de Repullés
  —
  AÑO DE 1835




NI REY NI ROQUE

CAPÍTULO PRIMERO

        Sí, yo te seguiré. Deja, Pelayo,
      Que a tu diestra valiente una mi diestra;
      Que me alboroce viéndote, y contigo
      Al moro jure interminable guerra.

                          (Quintana: _Pelayo_).


Grande era el contento que Vargas sentía en haber salido del estado de
ansiedad en que había vivido durante los últimos meses, pareciéndole
mejor correr los evidentes riesgos que su nueva posición ofrecía, que
estar como antes continuamente en contradicción consigo mismo.

Reflexionando, sin embargo, en el modo con que se hallaba tan
inesperadamente comprometido en la más aventurada de las conjuraciones,
en cuyo éxito favorable o adverso realmente ningún interés personal
tenía, admiraba con razón los caprichos de la fortuna. Dotado, como
lo estaba, de un entendimiento claro, y no siendo por naturaleza
ambicioso, no podía menos de conocer que era lo más descabellado que
podía imaginarse exponer la vida, la fortuna y la honra: ¿y para qué?;
para sustraer a la dominación española el reino de Portugal, que
siempre debería haber formado parte de nuestra nación, la cual tal vez
necesita que toda la península forme un solo cuerpo para ocupar entre
las demás potencias el lugar que le corresponde. Pero a esta reflexión,
y otras de no menos peso, se oponía el amor de Vargas, amor que le
dominaba completamente, y al cual estaba resuelto a sacrificarlo todo
sin excepción.

Con tales disposiciones se presentó de nuevo en el convento de Inés, y
después de una larga conversación con ella, en la cual, al cabo de dos
horas, vinieron a decirse, en resumen, que se querían entonces y se
querrían siempre, salió de allí quejándose de no haber tenido tiempo
para hablar de su amor.

Parecíale tal vez robado el tiempo que Inés tardó en indicarle el
paraje y hora en que podría verse con el que continuaremos llamando
indistintamente Gabriel de Espinosa, o don Sebastián, pues de ambos
nombres usaba, según las circunstancias.

Ya tarde en la noche del día en que nos hallamos, salió Vargas de su
casa con magnífico vestido, una excelente espada, envuelto en una
capa de camino que le cubría enteramente, y para mejor disfrazarse,
con un sombrero de ala ancha. En este equipaje se encaminó por calles
excusadas a cierto callejón del barrio de la Mantería, situado en uno
de los extremos de la ciudad; al ir a entrar en él, un hombre que
apoyado con negligencia a la esquina parecía estar medio borracho, le
dijo tartamudeando:

—Buenas noches, amigo. ¿Se va de ronda?

—Esta noche no rondan más que las brujas —respondió Vargas, quitándose
al mismo tiempo el sombrero, y cubriéndose el rostro con él.

—Adelante —respondió el otro, ya en voz clara y con firmeza—, la
tercera puerta a la derecha.

—No, sino la cuarta —dijo Vargas, y continuó su camino.

Contando entonces cuatro puertas en la acera izquierda, tomó el aldabón
de la que completaba este número, y dio con él dos golpes con tanto
tiento que a pesar de lo corto de la distancia no los oiría sin duda el
de la esquina.

Una voz que parecía de mujer vieja preguntó desde adentro:

—¿Quién anda ahí?

—Amigo —fue la respuesta de don Juan, dando una palmada.

—Yo no tengo amigos —replicó la vieja—; váyase noramala.

—Me iré —replicó don Juan—, pero no sin decirle que la luna no ha
salido aún —y volvió a dar otra palmada.

Entonces se abrió la puerta, y se halló nuestro caballero en un zaguán
mezquino y sucio, en el que una mujer vieja y andrajosa tenía un lecho
de malísima paja. Ya dentro, arrolló Vargas su capa y sombrero, y
poniéndose su capacete, correspondiente al resto de su vestido, pasó
por una puerta que le indicó la vieja a un vestíbulo, en el que halló
dos hombres armados con arcabuces, espadas y dagas.

—¿Qué os trae a este lugar? —dijo uno de los armados.

—El amor de la verdad y el deseo de la honra —le contestó el caballero.

Y hallando el paso franco, después de atravesar aún otra antesala, si
se le quiere dar este nombre, se metió en un granero de no pequeñas
dimensiones, que bien limpio, medianamente adornado, y perfectamente
iluminado por un crecido número de bujías, ofrecía un aspecto mixto
entre salón y desván.

Unos bancos de pino, cubiertos con unas cortinas de damasco anaranjado,
o que tal había sido, corrían alrededor de aquella sala, y en la
cabecera de ella se veía un gran sillón de los que los frailes usan en
sus celdas, también cubierto del mismo modo.

A los pies de la sala, y alrededor de una mesa correspondiente al
resto de los muebles, estaban sentados escribiendo tres o cuatro
personas.

Las que había en el salón cuando entró don Juan serían hasta veinte,
entre ellas tres o cuatro eclesiásticos con manteos: los demás iban
cuál más, cuál menos ricamente vestidos. Algunos llevaban al pecho
diferentes cruces, y uno de los que estaban escribiendo llevaba una
banda roja.

Los demás se paseaban por la sala en grupos de dos a tres personas
hablando entre sí en voz baja.

Al entrar Vargas todos se volvieron hacia él, y contestaron a su saludo
con cortesía; en seguida continuaron sus paseos en todo lo largo del
salón.

El anciano de la banda roja no había reparado en su entrada; pero
habiendo alzado la cabeza y fijado la vista en él, se levantó
inmediatamente de su asiento, y acercándosele con aire cordial, le dijo:

—¿Es el señor don Juan de Vargas a quien tengo la honra de hablar?

—Un criado vuestro —contestó este, satisfecho de que hubiera entre
tantos uno que le hablase.

—Mi nombre —continuó el de la banda— no os será tal vez desconocido,
aunque sí mi persona, por no haber tenido hasta ahora ocasión de
hablaros; yo soy el marqués Domiño.

Reconociendo entonces Vargas que hablaba con el fiel servidor de don
Sebastián, de quien tanta mención se hacía en las memorias de Inés, le
colmó de atenciones, y el marqués por su parte no andaba menos comedido.

—Su Majestad —dijo— no tardará en honrarnos con su presencia; ahora
permitidme que concluya el arreglo de algunos papeles interesantes,
de que me es forzoso darle cuenta esta misma noche, y contad con que
tenéis en mí un verdadero amigo y admirador.

Volviose, acabando de hablar, a la mesa, y dejó a Vargas solo de nuevo,
teniendo por recurso que dedicarse a observar cuanto pasaba en torno de
él.

Desde su llegada no habían cesado de irse presentando nuevos
personajes de todas especies, y en uno de ellos reconoció don Juan a su
rival don Francisco. Debió este conocerle también, pues mudó de color
al verle; pero no dio de ello otra señal, y saludándole pasó a unirse a
otras personas de las que allí estaban.

Así se pasó como una hora, y al cabo de ella, oyéndose en el cuarto
antes del salón dos recias palmadas, el marqués Domiño se levantó de
su asiento, y después de haber dicho en alta voz «el rey, señores», se
encaminó a la puerta de entrada, que abrió de par en par.

Todos los circunstantes, descubiertos, se colocaron entonces alrededor
del salón, observando el más profundo silencio.

Los dos centinelas de la segunda antesala guardaban la entrada con sus
arcabuces, agarrados con la mano derecha por la garganta de la culata,
y dejando descansar la caja sobre el hombro del mismo lado.

Pocos minutos después se deja ver don Sebastián con un vestido negro
completo, y sin más adorno que el de una cadena de oro, de la cual
pendía una medalla, y en ella esculpida la efigie de la Virgen nuestra
Señora.

El puño de la espada era de acero primorosamente labrado, y el del
bastón, de oro, con algunos brillantes.

Cuando entró en el salón, los presentes se inclinaron respetuosamente,
y él, quitándose el bonete, saludó con gracia y desembarazo.

Sentado ya en el sillón que le estaba destinado, mandó que los
circunstantes se sentasen, y dijo:

—Años ha, señores, que la fortuna no me ha concedido un momento tan
grato como el presente, en que me veo rodeado de tantos y tan buenos
servidores. Con su auxilio y el favor de Dios, espero que en breve
lucirá para Portugal el día de la libertad. Vea yo la bandera lusitana
ondear un día en el campo de batalla; séame dado pelear aún al frente
de mis valientes soldados, y muera yo después; habré llenado el más
violento, el más justo de mis votos.

»Os he reunido, señores, para que ilustrado con vuestros consejos pueda
yo decidir lo más conveniente. El momento de obrar es ya llegado. Harto
tiempo hemos gemido en la esclavitud y en la miseria. La historia no
ofrece acaso ejemplo de monarca tanto y tan largamente sujeto al rigor
del destino; permanecer así más tiempo sería cobardía. Morir o vencer
será desde hoy mi divisa.

—Y la nuestra, morir o vencer con nuestro rey —exclamaron entusiasmados
la mayor parte de los conjurados.

—Ese entusiasmo —continuó don Sebastián—, que llena de alegría, es un
feliz presagio de la victoria. Marqués Domiño, podéis hablar.

—Vuestra Majestad —dijo Domiño— me ha mandado poner a la vista de
los ilustres personajes aquí reunidos un cuadro exacto de nuestra
situación, recursos y esperanzas, sin omitir los obstáculos que
se oponen a nuestra justa empresa. Procuraré hacerlo con toda la
concisión, exactitud y claridad que alcance.

»No me cansaré en demostrar la justicia de la causa de Vuestra
Majestad; esta es tan evidente, que no necesita razones en su apoyo.
Por otra parte, los que me escuchan dan en hallarse en este paraje una
prueba incontestable de su fidelidad y decisión por su legítimo rey.

»Nuestro objeto no es otro que el de arrancar de mano del usurpador
Felipe el reino de Portugal. Para conseguirlo contamos con nuestros
amigos, y con los muchos enemigos que dentro y fuera de sus estados
tiene, gracias a su detestable política.

»Vuestra Majestad ha oído ya diferentes veces a los enviados de
Portugal que están presentes, y prontos a confirmar cuanto diré.
Según ellos aseguran, y yo mismo he tenido ocasión de observar, los
portugueses están ya impacientes por romper el yugo de hierro que
los oprime. Apenas hay uno de todos ellos que no haya sufrido alguna
vejación del monarca español. La masa no puede estar mejor dispuesta;
trátase solo de inflamarla, de dar a la indignación pública el
conveniente impulso, y esto lo ha de hacer la presencia de Vuestra
Majestad.

»En vano Felipe se ha esforzado en convencer con el tormento, el fuego
y la cuerda a los portugueses de que su rey ha dejado de existir;
la mayor parte de ellos creen lo contrario, y para convencer a los
restantes la evidencia bastará.

»Hay, sin embargo, hombres en Portugal, y algunos de ilustre
nacimiento, que unidos a la usurpación con los lazos del interés, y
ejerciendo a su sombra una autoridad sin límites, harán los últimos
esfuerzos contra nuestros designios. Estos, los españoles que allí
mandan y los tercios que guarnecen nuestras fortalezas serán los
enemigos que tengamos que combatir, y para hacerles frente es preciso
contar con algunos soldados, desde luego.

»Para este objeto se ofrecen trescientos hidalgos portugueses, en cuyo
nombre han venido los señores Sousa, Coello, Ebora y Renteiro. La
universidad de Coimbra ofrece también a Vuestra Majestad cincuenta
lanzas por medio del doctor Saldaña, respetable eclesiástico, que está
en camino para esta ciudad.

»En una palabra, cualquiera que sea el punto de la frontera que Vuestra
Majestad designe para el alzamiento, puede contar en él con más de cien
caballeros y unos quinientos peones. Esta fuerza es bastante y sobrada
para oponerse a las primeras tentativas de los tercios españoles, y
dar lugar a que se unan a Vuestra Majestad mayor número de sus fieles
servidores, con cuyo auxilio podrá apoderarse de una de las ciudades
principales.

»Conseguido esto, la voluntad de los portugueses se manifestará sin
rebozo; los españoles serán apenas dueños del terreno que pisen, y este
no será mucho, atendido su reducido número en el reino.

»No es tampoco de temer en lo sucesivo el poder de Felipe, por más
colosal que parezca. Flandes absorbe hoy su atención entera; allá van a
consumirse los tesoros de las Indias; allí sus mejores soldados; allí,
en fin, está el principal apoyo de Vuestra Majestad.

»Isabel de Inglaterra verá con gusto desmembrarse el reino de Portugal
de la corona española, y si no me atrevo a asegurar que nos auxilie
abiertamente con sus armas, es, por lo menos, cierto que podemos
contar con grandes socorros de su parte. Los insurreccionados de
Flandes no podrán menos tampoco de prestar la mano a la obra de nuestra
regeneración. Y el rey de Francia y el emperador de Alemania mismo no
dejarán, en cuanto puedan, de contribuir a la minoración del poder del
rey de España, cuyos vastos dominios le hacen el perpetuo objeto de sus
celos.

»He demostrado, a mi entender, que Vuestra Majestad no tiene que temer
por parte de las otras testas coronadas oposición alguna a la justa
recuperación de su trono; que las que no se interesen por Vuestra
Majestad directamente, permanecerán neutrales; y que el rey Felipe,
empeñado en una guerra destructora, y que, por la manera con que se
conduce, se ha hecho interminable, pocos o ningunos esfuerzos podrá
hacer para conservar la corona que usurpa.

»Pero aún hay más. Dentro de España, a la vista misma del tirano,
hay muchos hombres valerosos, de ánimo independiente y heroicos
pensamientos, que pueden apenas soportar los hierros que los agobian.

»Aún humean en Aragón las cenizas de la pasada revolución. La sangre
de Lanuza, que corrió traidoramente derramada en un cadalso, fermenta
sordamente.

»Felipe camina sobre un volcán que una sola chispa basta a incendiar.
Vuestra Majestad tiene en su mano provocar la explosión, y espero
perdonará mi osadía si me atrevo a decirle que debe hacerlo.

»Aragoneses y castellanos están mal contentos con el establecimiento de
la Inquisición. Y Vuestra Majestad se ha dignado prometer protección a
todos los perseguidos por ella, sin más condición que la de tomar parte
en la gloria de restituir a Portugal su independencia.

»En mi mano tengo una humilde súplica que algunos reverendos
eclesiásticos presentan a Vuestra Majestad en nombre de varios otros,
en la cual ofrecen a Vuestra Majestad el auxilio que sus brazos,
personas y haciendas puedan prestar para su empresa, y las condiciones
que por ello reclaman son tan moderadas, tan justas, que Vuestra
Majestad no dejará de concederlas.

»Al frente del cuerpo auxiliar español se pondrá un noble castellano,
de ilustre linaje, valor conocido y notoria pericia en el arte de la
guerra, a quien Vuestra Majestad, convencido de su fidelidad, se ha
servido honrar con este encargo, esperando que sus compatriotas, a sus
órdenes, darán pruebas de su acostumbrada bizarría.

»Tal es, señores, el estado de los negocios de Vuestra Majestad; pero
por más lisonjero que parezca, por más que el triunfo se nos figure
indudable, ahora más que nunca debemos obrar con prudencia y cautela.

»No por anticipar un día al proyecto malogremos para siempre el trabajo
de muchos años. Antes de mucho, solo habremos menester el valor en el
campo de batalla; hoy, la sagacidad y el disimulo para sustraernos a
las continuas pesquisas del enemigo. — _Dixi_.

Este largo discurso, que sin duda estaba no solo preparado, sino
estudiado de antemano, fue oído por toda aquella asamblea con grande
atención e interés. Vargas en particular, que por primera vez pensaba
entonces seriamente en la empresa en que había tomado parte, recogió
hasta la última sílaba; y si bien admiraba la capacidad con que el
marqués Domiño había reunido todas las circunstancias que militaban
a su favor, dándoles el conveniente colorido, disminuyendo al mismo
tiempo el poder de su enemigo, no pudo menos de conocer que, por más
que se dijese, el proyecto ofrecía inmensos peligros.

Sin embargo, don Juan ni quería ni podía ya volver el pie atrás, y
prestándose a lo que en su posición era indispensable, tanto trabajó
en convencerse a sí propio de que don Sebastián podría triunfar, que
casi llegó a creerlo.

Dejó don Sebastián pasar algún tiempo después de haber Domiño cesado de
hablar, y cuando ya creyó que el auditorio estaba preparado a oírle,
dijo:

—Acabáis de oír la fiel pintura de nuestra situación: si alguno de
vosotros tiene algunas observaciones que hacernos, yo le permito y le
mando que hable.

Entonces los circunstantes se miraron todos unos a otros como para
examinar qué efecto habían producido las palabras del rey pastelero, y
al cabo de algunos instantes tomó la palabra uno, en cuya voz reconoció
Vargas la de la persona que le había tomado el juramento en la ermita
de Madrigal, y lo era en efecto.

—Rey y señor mío —dijo—: los fieles vasallos de Vuestra Majestad, en
cuyo nombre tenemos la honra de hallarnos hoy en vuestra real presencia
algunos caballeros portugueses, están prontos a confirmar con las
obras las ofertas tantas veces repetidas de sacrificar sus vidas y
haciendas en defensa de Vuestra Majestad.

»Una súplica es la que se atreven a hacer, humildemente puestos a los
pies del rey y señor natural, que es la de rogarle que apresure el
ansiado momento de tomar las armas. La dilación entibia los ánimos de
unos, expone a los otros a crueles persecuciones, y fortifica a los
enemigos de la justa causa.

»Dígnese, pues, Vuestra Majestad tomar en consideración esta súplica
reverente, y hacer en ello lo que fuere de su real agrado.

—Señor Sousa, ese impaciente ardor de mis leales vasallos —contestó
don Sebastián— es sumamente grato para mí. Yo procuraré no retardarles
mucho la ocasión de darme pruebas de su fidelidad y valor.

Uno de los eclesiásticos, levantándose entonces de su asiento y
haciendo una profunda reverencia, a la que el rey contestó con una leve
inclinación de cabeza y una seña para que hablase, lo hizo de esta
manera:

—Señor: el marqués Domiño ha ofrecido a Vuestra Majestad la asistencia
y auxilio de algunos españoles a quienes la tiranía de su rey obliga a
sustraerse de su dominio. Yo, en nombre de los descontentos, confirmo
esta oferta. En esta misma ciudad existen muchos de ellos, y en
las demás del reino se encuentran a millares. El caballero a quien
Vuestra Majestad se ha dignado confiar el cargo de su caudillo, podrá
cerciorarse por sus propios ojos de la verdad de mis palabras.

»Los que están prontos a tomar las armas dejan a la real munificencia
de Vuestra Majestad el cuidado de señalar recompensas a sus servicios.
Nada estipulan ni quieren estipular en este punto.

»La única condición que ponen, la cláusula _sine qua non_ del tratado
que tienen la honra de hacer con Vuestra Majestad, es que, concluida
la guerra, les será permitido vivir en el reino de Portugal según sus
conciencias, sin que ni el tribunal de la Inquisición ni otro alguno
pueda inquietarles en materias de fe.

»Vuestra Majestad, que en sus diferentes viajes ha recorrido la Europa
entera, y a cuya real penetración no se habrá ocultado ninguna de las
causas de su engrandecimiento o desmejora, habrá sin duda observado que
los cristianos reformados, tan sin piedad perseguidos en España, tienen
acogida en los más florecientes de ellos.

»En apoyo de esta aserción, la Inglaterra, la Escocia, y gran parte de
Alemania, se hallan en este caso.

»Ni este es lugar a propósito, ni da de sí el tiempo lo necesario
para extenderme en largas disertaciones sobre la conveniencia de la
tolerancia religiosa.

»A Vuestra Majestad toca decidir si le conviene o no aceptar en este
caso la alianza de los españoles, cuyo nuncio soy, con la expresada
condición.

Una reverencia todavía más humilde que la primera terminó este
discurso, que don Sebastián y Domiño oyeron impasibles sin dar señales
de aprobación ni descontento, y la asamblea se mostró dividida en
distintos pareceres.

Don Francisco, don Carlos, Abenamal, y algunos otros, pensaban que el
auxilio de los españoles era de la mayor importancia; y que limitándose
los reformados, como se limitaban, a pedir una simple tolerancia en
materias de fe, sin exigir protección ni paridad con el culto católico,
sería desatinado negarse a su propuesta. Pero los portugueses Sousa
y Coello no podían avenirse con la idea de asociarse con herejes
luteranos y calvinistas; y de esta misma opinión no faltaban personas
entre los circunstantes.

Cuando el eclesiástico español cesó de hablar, un rumor sordo se dejó
oír por todo el salón: los que opinaban en su favor se miraban, dando
visibles muestras de aprobación; y los contrarios, hablando entre sí en
voz baja, se preparaban a oponerse sin rebozo a su propuesta.

Coello, poniéndose en pie y saludando al rey, exclamó:

—Los portugueses, señor, se han gloriado siempre de vivir en el gremio
de la santa Iglesia católica, apostólica, romana, única verdadera,
fuera de la cual no hay salvación. Y la condición que los españoles
ponen para tomar las armas en defensa de Vuestra Majestad, si se
acepta, destruirá para siempre nuestra opinión religiosa, manchando el
suelo de los dominios de Vuestra Majestad con el baldón de la herejía.

»¿Por ventura no serán bastantes los vasallos naturales de Vuestra
Majestad a ponerlo en su trono, sin mendigar el apoyo de los españoles
descontentos? Señor: Vuestra Majestad es dueño absoluto de nuestras
vidas y haciendas; pero en la honra y en la religión no puede...

—Sobrado tiempo os he escuchado, Coello: yo resolveré este asunto como
sea de mi real agrado, y os dejo salvo el derecho de hacer de vuestra
persona lo que os parezca conveniente —le interrumpió don Sebastián,
justamente indignado, de que en tan críticos momentos se quisiera
sembrar la división en su partido.

Coello, aterrado, murmuró algunas frases de obediencia, fidelidad,
celo y religión, ocupando confuso su asiento.

Don Sebastián, sin atenderle, se dirigió al eclesiástico, y con notable
afabilidad le dijo:

—Doctor Serrano, don Juan de Vargas os anunciará mañana mi resolución.
Entre tanto podéis dar mis reales gracias a vuestros amigos,
asegurándoles que jamás olvidará don Sebastián el auxilio que en su
infortunio le prestan. Mañana también, señores, se os comunicarán a
todos mis órdenes, y antes de mucho nos habrá visto el mundo triunfar
de nuestros enemigos, o perecer gloriosamente en la demanda.

Concluyendo de hablar hizo seña de haberse terminado la asamblea; y los
que la componían empezaron a retirarse de dos en dos, o de tres en tres
lo más, para no hacerse sospechosos en la calle.

No lo hizo así Vargas, pues se le mandó permanecer en el salón hasta
quedarse solo con el rey y el marqués Domiño.

Entonces, el primero de estos personajes, llamándole, le habló en
estos términos:

—Don Juan, la mano del destino, por caminos bien inesperados, os ha
reunido a mí. Sé que habéis resuelto seguir mi suerte; y sé también que
los hombres como vos no varían nunca su resolución: cuento, pues, con
vos como conmigo mismo.

—Vuestra Majestad —dijo Vargas— me hace justicia: mi espada y mi
persona están ya a su real servicio mientras me dure la vida.

—Lo creo; y os doy una prueba de ello en poneros al frente de mis
auxiliares. No necesito deciros que estos son los españoles que,
habiendo abrazado las herejías de Lutero y Calvino, no hallan en su
patria un palmo de terreno que los sustente con seguridad, un solo
instante, de que las hogueras de la Inquisición no se enciendan
para ellos. Aunque católico, como yo lo soy, por la piedad de
Dios, no podréis menos de conocer que en mi actual posición me es
forzoso prescindir de escrúpulos que acaso me arredraran en otras
circunstancias. Hoy lo que necesito son brazos, y a todo precio debo
comprarlos mientras el honor no padezca.

—Vuestra Majestad, a mi entender, obra en eso con cordura.

—Tal es mi opinión; y yo sabré imponer silencio, eterno si es preciso,
a los que como Coello quieran contrariarla. Desde que la fortuna me
ha condenado a vivir en la última clase del pueblo, he tenido ocasión
de abrir los ojos sobre más de un error, y me he convencido de que el
hierro y el fuego hacen hipócritas, pero no religiosos. Además, don
Juan, el pontífice, a quien en Roma me presenté a pedir dispensa del
voto temerario que en un momento de despecho hice en África de vivir
siempre encubierto, no solo se negó a ello, sino que me despidió con
dureza. Gregorio, esclavo humilde del rey de España, temblaba de tener
un solo día en sus estados al infeliz don Sebastián, y esta ofensa está
para siempre grabada en mi corazón.

»Bastante os he dicho para que comprendáis claramente mi voluntad y sus
fundamentos. El doctor Serrano os presentará mañana a los que habéis de
conducir a la gloria: descanso en vuestra fidelidad y buen talento, y
no volveré a ocuparme en el asunto hasta que os comunique mis órdenes
para marchar.

»La mano de doña Inés es vuestra ya. La categoría a que estará
destinado el esposo de la cuñada del rey no se os ocultará; y para que
desde luego empecéis a recibir pruebas de mi real benevolencia, os
autorizo a usar desde hoy el título de duque de Madrigal.

—Las bondades de Vuestra Majestad y la merced con que me honra estarán
eternamente impresas en mi memoria, y espero dar pruebas de mi
agradecimiento en el campo de batalla.

—Ese es el lenguaje de un noble soldado. Podéis retiraros.

Dobló don Juan la rodilla, besó la misma mano a que había visto hacer
pasteles, y salió del regio desván como el hombre que acaba de tener
un sueño maravilloso, de aquellos que hacen dudar de si se duerme o se
está despierto.

[Ilustración]




CAPÍTULO II

        Ciego el califa en su sangriento celo,
      Despuebla el mundo por vengar al cielo.

            (Meléndez: _Oda a la tolerancia_).


A principios del siglo XVI fueron tantos y tales los abusos de las
facultades espirituales que en materia de bulas e indulgencias hizo
la corte de Roma, que en Alemania, país eminentemente pensador,
dos frailes, Lutero y Calvino, se alzaron contra ella: practicaron
la reforma de la religión cristiana, conocida con el nombre de
protestantismo; y a pesar del emperador, del papa y del concilio,
luchando contra las armas del uno, las excomuniones y los legados del
otro, y contra los cánones y censuras del último, hicieron considerable
número de prosélitos, atrayendo a su creencia príncipes ilustres y
naciones enteras.

Lutero y Calvino dieron al poder de los papas un golpe funesto, que los
progresos de la civilización social prepararon hasta entonces, y en lo
sucesivo hicieron verdaderamente mortal. Desde entonces los sucesores
de San Pedro perdieron aquel poder en virtud del cual daban y quitaban
las coronas. Inglaterra, Suecia, Flandes, gran parte de la Alemania, se
separaron del regazo de la Iglesia católica; la Francia misma rehusó
admitir el concilio tridentino, y la Europa entera empezó a creerse con
derecho a pensar en materias de religión, cosa hasta entonces mirada
como una blasfemia.

Las consecuencias que aquellos sucesos tuvieron en el orden político
son harto conocidas; y aunque esta novela no se ha escrito a propósito
para hablar de ellas, se nos permitirá que observemos que Inglaterra
fue el primer país enteramente protestante, y que en él es en donde la
libertad civil es también más antigua.

Carlos I se declaró protector del concilio de Trento, y persiguió
constantemente a los reformados. Pero en Alemania no pudo extinguirlos:
en España fue donde, auxiliado por la Inquisición, de abominable
memoria, logró que jamás los hubiese a cara descubierta.

Las crueldades del tribunal de la fe no fueron sin embargo durante su
reinado comparables a las que se ejercieron bajo el cetro de hierro de
su hijo Felipe II, cuyo nombre execrado ha llegado a nuestros días, y
pasará a la más remota posteridad, como el baldón de su siglo y de la
patria que le dio el ser.

Todas o la mayor parte de las religiones han debido acaso a la
persecución su mayor incremento; y, a excepción del mahometismo,
ninguna se ha extendido con la rapidez que la protestante. En vano se
le opusieron cuantos diques alcanzaron el poder y la Iglesia dominante;
salvolos todos y, embravecida como un torrente por la resistencia,
llegó a hacerse temible para sus perseguidores.

No eran entonces los españoles un pueblo insignificante, como después
lo fueron gracias a tres siglos de cadenas; ricos, poderosos y
conquistadores, en todo el orbe se veía a los invencibles tercios
castellanos cubriéndose de gloria; sus mercaderes tenían relaciones
comerciales con todas las naciones; y el oro mejicano hacía de nosotros
los banqueros del mundo. Entonces se viajaba; en aquellos viajes había
comunicación con los extranjeros, y de este modo la reforma religiosa
llegó a hacerse partidarios, y no en pequeño número, en el corazón
mismo de Castilla.

Naturalmente, los primeros protestantes fueron eclesiásticos: para
nadie podía tener más interés la cuestión que para ellos; y unos la
examinaban por curiosidad, otros para instruirse. Algunos creyeron
las nuevas doctrinas más conformes al espíritu del Evangelio que las
antiguas; otros, lo contrario; y estos en España fueron en mayor
número. Apoyados los últimos en la ley, y disponiendo de la fuerza,
persiguieron encarnizadamente a los primeros, quienes se refugiaron,
como todo proscrito, en la oscuridad.

No había acaso ciudad en España en que los protestantes, los judíos,
y hasta los mahometanos no tuviesen conventículos secretos que la
Inquisición fue descubriendo sucesivamente. Para llevar legalmente a
la hoguera a los desventurados que los formaban no se necesitaba más
que probarles su diferencia de religión; pero el espíritu de partido,
no contento con aplicarles al tormento y quemarlos después, quiso que
bajasen al sepulcro manchada su memoria con la imputación de crímenes
cuya atrocidad misma los hace absurdos e increíbles.

Los niños degollados bárbaramente, las imágenes del Redentor injuriadas
de una manera abominable eran las más pequeñas de las infamias de que
los inquisidores acusaban a sus víctimas. La pluma se niega a entrar en
pormenores sobre esta materia, y el entendimiento concibe apenas que se
hayan conducido al suplicio millares de infelices pretendiendo haberles
probado que _volaban_ o que tenían en sus casas _a pupilo_ algunos
diablos en figura de sapos, con obligación de vestirlos de terciopelo
y darles a comer huesos de difuntos.

En tal estado se hallaba España bajo la dominación del fanático Felipe,
cuando Gabriel de Espinosa puso a cargo de Vargas el mando de sus
auxiliares españoles.

No se crea, por lo que de las luces naturales de don Juan hemos dicho,
que fuese un hombre de los que hoy llamamos despreocupados. Eran
muy pocos los castellanos que en aquel siglo podían pretender esta
denominación; y seguramente en donde menor número de ellos se hallaba
era en la nobleza, que recibiendo una educación puramente militar,
conservaba la creencia de sus padres, sin imaginar siquiera que en
tal materia era admisible la discusión. Sin embargo, el hermano del
marqués había tenido ocasión de observar en Flandes que los herejes
eran hombres como los demás; que cualquiera que fuesen sus errores en
el dogma, la moral de su religión era exactamente la del Evangelio,
y que en los combates se portaban como el mejor católico, peleando
con valor, y tratando después con humanidad a sus enemigos. Redújose,
pues, a desempeñar la comisión que se había puesto a su cargo, aunque
no sin repugnancia y tal cual escrúpulo de conciencia. Dígase también,
en honor de la verdad, que Inés, a quien vio aquel día en el locutorio,
le pareció tan hermosa, estuvo con él tan fina y le dio tan próximas
esperanzas de su matrimonio que, al separarse de ella, hubiera hecho
alianza no ya con los protestantes, sino con todos los herejes y
cismáticos habidos y por haber, y con el mismo Satanás, por más feo,
cornudo y azufroso que se le presentase.

Tales han sido siempre los hombres vehementes: preocupaciones,
intereses, conveniencias sociales, la honra misma, todo lo han
sacrificado a las miradas de una mujer en los primeros años de la vida;
y en la edad adulta, el ídolo de su juventud, olvidado, menospreciado
tal vez, ha tenido que ceder su lugar a los sueños de la ambición.

Vargas entonces no creía que hubiera nada en el mundo superior a
Inés, ni que el que una vez la había visto pudiera nunca dejar de
amarla; menos aún, ser feliz sin ella. ¿Qué mucho, pues, que todo lo
sacrificase para poseerla?

Ya resuelto a entregarse sin reserva en manos del destino, se preparó a
desempeñar su papel de jefe de segundo orden en aquella conjuración; y
revestido de la gravedad conveniente, se presentó con el doctor Serrano
en el conventículo de los protestantes.

Celebraban estos sus reuniones con todo el misterio y cautela que
su posición exigía, y Vargas halló en juntas a los que formaban el
consistorio directivo en una oculta bodega situada en un extremo de
la ciudad. Algunos letrados, no menos eclesiásticos, tres o cuatro
mercaderes y algún profesor de ciencias exactas fueron las personas
que allí se ofrecieron a su vista: la única de capa y espada, como
entonces se decía, era el mismo Vargas.

Antes de su llegada ya habían los protestantes acordado que no
prestarían a don Sebastián el prometido auxilio sin recibir antes por
escrito su real palabra de que se les tolerase en Portugal el libre
ejercicio de su culto; y el doctor Serrano hizo entender sin rebozo
a don Juan que toda negociación era excusada sin que precediese la
entrega de la garantía pedida.

En el caso de que el destronado rey accediese a lo que se deseaba,
empezarían los protestantes poniendo a su disposición una suma
considerable para empezar la campaña; formarían a su costa, y
auxiliados por sus hermanos de Inglaterra, Francia y Alemania,
un cuerpo franco; y, desde luego, presentarían en breve plazo de
trescientos a quinientos hombres para contribuir al alzamiento.

No dejaron tampoco de presentarse varias dificultades al consistorio
sobre poner los soldados protestantes a las órdenes de un noble
católico; pero todas ellas se desvanecieron con la imposibilidad de
hallar en España hombre de la comunión reformada que lo reemplazase.
Fue, pues, nuestro don Juan, bajo el título de duque de Madrigal,
reconocido por jefe del futuro cuerpo auxiliar, y la reunión se
disolvió después de haber rezado a coro un salmo de David.

Debía don Juan comunicar a Gabriel de Espinosa lo resuelto por el
consistorio, y para ello se le había mandado hallarse aquella noche
a las ocho de ella en el Campo Grande; cita a la que, como se deja
conocer, asistiría con alguna anticipación para no hacerse esperar;
pero fue tanta su puntualidad, que daban las siete cuando entró en el
Campo Grande, que, por ser la noche de las frescas de otoño, estaba
desierto. No le pesó de esta circunstancia, pues en situación semejante
a la suya lo que más se apetece en general es la soledad. Amante y
conjurador a un tiempo, sus pensamientos le sobraban a Vargas para
entretenerse.

La revolución que se preparaba, su éxito y consecuencias eran asuntos
de no pequeña importancia; pero Inés la tenía mayor para él. Dejando
vagar la imaginación a su placer, se veía ya dueño de su amada:
representábasele verla en sus brazos al rayar la aurora, y uno y otro
día, y siempre, en fin, vivir a su lado; pero el colmo de la dicha
para Vargas era tener un hijo de Inés, que su fantasía hizo bello como
Apolo, valiente como Hércules, discreto como Cicerón, y célebre como
Alejandro.

Cuando el hombre cree ser feliz, lo es, ha dicho no sé quién, y con
sobrada razón. Nunca la realidad iguala a los goces que el hombre
dotado de una ardiente fantasía tiene, cuando sus sueños, ya despierto,
ya dormido, le halagan. Y es porque, en la realidad, aun las rosas
tienen espinas; no así en el mundo ideal: lo malo y lo bueno, según
el vidrio que se deja ver en la linterna mágica, se presentan
aisladamente. Prescíndese de la debilidad humana, de la muerte; se
olvida que estamos condenados a padecer, y que cuanto más intenso
sea un dolor, tanto más pronto el órgano que lo sufre perderá la
facultad de sentirlo. Sucédenos, en fin, lo que al mecánico teórico:
calcula una máquina prescindiendo del rozamiento de los cuerpos y de
la elasticidad de las cuerdas, y obtiene en el papel un invento que ha
de inmortalizarle. El mal está en que al poner en práctica su máquina
tiene que emplear hierro, madera y cáñamo.

Dando, pues, libre curso a sus imaginaciones, se paseaba Vargas delante
del convento de recoletos y no advirtió que un hombre le seguía, hasta
que este, tocándole en un hombro, le dijo:

—Muy distraído vais, señor don Juan.

Volviendo entonces la cabeza reconoció a Gabriel de Espinosa.

Diole cuenta de lo ocurrido en el consistorio, y tuvieron sobre ello
una larga conversación, en la cual desplegó el pastelero grandes
conocimientos en política, y dio a Vargas detalladas instrucciones,
previendo las dificultades que podrían ocurrirle en su misión y
facilitando los medios de vencerlas; y por último, prometió la garantía
pedida por los protestantes.

Antes de despedirse supo Vargas que los conjurados portugueses Domiño,
Abenamal, don Carlos y don Francisco, habían ya marchado a disponer
el alzamiento, que debía verificarse tan luego como don Sebastián se
presentase en su reino.

El monarca destronado pensaba ir a Madrigal, salir de allí acompañado
de fray Miguel, don Juan y un corto número de los protestantes
españoles, y entrar con ellos en la Extremadura portuguesa para
descubrirse allí.

Para poner en planta este proyecto solo aguardaba a recoger la suma
prometida por el consistorio, y a realizar algunos otros fondos
indispensables para poder sustentar a sus soldados un mes por lo menos
sin gravamen de los pueblos.

Pero todas estás recaudaciones no pudieron verificarse tan pronto como
se deseaba. El misterio con que hubieron de hacerse, las diversas
personas a quien se tuvo que acudir y otros varios entorpecimientos
inevitables en tales negocios retardaron quince días o más el
suspirado momento de hallarse prontos los fondos. Don Juan no tuvo
la satisfacción de anunciárselo así a Gabriel de Espinosa hasta dos
semanas después de haber tenido con él la conferencia que acabamos de
referir.

En este intermedio sus visitas al locutorio fueron diarias, y la
materia de sus conversaciones con Inés, sus amores y esperanzas. No
estaba la bella portuguesa menos enamorada que el joven castellano;
pero sus continuas desgracias y su condición naturalmente reflexiva no
la permitían entregarse, como Vargas lo hacía, a las más lisonjeras
ilusiones. Una serie no interrumpida de males había acostumbrado a
Inés a no esperar nada bueno; y más de una vez, en los momentos mismos
en que su amante mostraba mayor entusiasmo, más persuasión de ser su
esposo, la imagen del cadalso se presentaba a los ojos de la infeliz
hermana de Clara, y el rostro de Vargas, entonces animado por todo el
fuego del amor, a su parecer mostraba las señales de la muerte. Corrían
entonces por sus mejillas lágrimas amargas, y apenas bastaban el cariño
y la elocuencia de don Juan para calmar su dolor.

La mañana siguiente a la noche en que el hermano del marqués anunció
al cuñado de su futura esposa que los protestantes tenían reunido su
dinero, fue a ver a Inés, y al participárselo le dijo:

—Esta noche entregaré al consistorio la real garantía que Su Majestad
pondrá en mis manos, y me haré cargo del dinero, parte en oro, parte en
letras de cambio. El rey saldrá para Madrigal al amanecer de mañana,
y vos con él. Según sus órdenes, Inés, yo no debo hacerlo, con otros
veinte compañeros, hasta por la noche. Su Majestad se ha dignado
prometerme que fray Miguel nos unirá para siempre en la ermita que bien
conocéis. ¡Ah, Inés! Llegó por fin el suspirado momento de llamarme
esposo de la que adoro. O no me amáis, o vuestro placer debe ser igual
al mío.

—De mi amor, Vargas, no podéis dudar, pues no sabré ocultarlo, aunque
tal vez debiera —contestó la dama—. Un fatal presentimiento me destroza
el corazón; conozco que no tengo para él determinado fundamento, y, sin
embargo, no puedo desecharlo.

—Inés mía, confundís el temor natural en vuestro sexo al aproximarse el
momento de una arriesgada empresa, con un presentimiento que no puede
existir.

—¡Mi don Juan!

Pero no más de lo que va referido hablaron aquella vez los dos amantes,
pues Vargas, en tan críticos momentos, no podía disponer de un solo
instante.

La despedida por su parte fue tierna; por la de Inés, melancólica en
extremo. Parecíale que aquella separación había de ser eterna, y sin
poderlo remediar inundó con sus lágrimas la mano de don Juan, después
de haberla estrechado tiernamente contra su corazón.

—No sé —dijo por último—, no sé en qué consiste; pero jamás ha sido
tanto mi desaliento como ahora. La idea de ser causa, tal vez, de la
desgracia de un hombre a quien adoro, y que si no me hubiera conocido
fuera feliz sin duda, me atormenta, me destroza el corazón.

Quitose en seguida una cadena hecha de su propio pelo, y poniéndosela
al cuello a su amante, continuó:

—Tomad, don Juan, esa prenda, que para vos tendrá algún valor; y si
queréis tranquilizarme algún tanto, decidme que jamás me culparéis en
lo que os suceda.

—¡Nunca, mi vida!

—El destino os hizo conocerme, y el cielo me es testigo de lo que he
combatido por mi amor y el vuestro.

—Y el cielo premiará también vuestra virtud. Señora mía, pasado mañana
seréis mi esposa. Enjugad el llanto, y adiós, que me es fuerza el
partir.

[Ilustración]




CAPÍTULO III

        ¡Ah! Vanamente discurre mi deseo
      Por tus sangrientos fastos y el contino
      Revolver de los tiempos; vanamente
      Busco honor y virtud: fue tu destino
      Dar nacimiento, un día,
      A un odioso tropel de hombres feroces,
      Colosos para el mal.

                 (Quintana: _Oda a Padilla_).


Don Rodrigo de Santillana, el marqués y su capellán, habían llegado con
toda felicidad a Madrid, y pasado de allí al Escorial, donde por el
momento se hallaba la corte.

La obra de aquel monasterio, ya entonces muy próximo a su conclusión,
era el único objeto que distraía a Felipe de los negocios políticos y
de sus continuas devociones.

Habíase lisonjeado el marqués de que su pretensión era fácil de
conseguir, y se engañó. Un monarca que, como el reinante entonces,
hacía profesión de los más austeros principios religiosos, un hombre
que jamás había amado ni podía amar, no era de esperar que tolerase y
protegiese los extravíos galantes en nadie, y menos en un título de
Castilla. Los ministros de Felipe tenían, o afectaban tener, la misma
manera de pensar que él, y así el pobre marqués vio malísimamente
recibidas sus primeras insinuaciones.

Pero como si las ideas generales de la corte en la materia no bastaran
a contrariar sus planes, el comendador Hinojosa, presentándose dos días
después que él en el Escorial, acabó de derribar el sonado edificio del
engrandecimiento del hijo de Violante.

Hinojosa, entrando sin ceremonia en la posada de su primo, y
declarándole sin rodeos que él y don Juan estaban perfectamente
enterados de lo ocurrido con respecto al niño don Pedro Alcántara, de
los proyectos que para su fortuna se formaban, y que ambos también
estaban resueltos a no tolerar tamaña afrenta para las familias de los
Vargas, confundió, aterró, aniquiló al marqués y al padre Teobaldo.

No se atrevían ni el uno ni el otro a responder palabra, ni el
comendador les dio lugar a ello, pues concluida la arenga se retiró,
anunciando que iba en aquel mismo instante a verse con el secretario de
Su Majestad y a enterarle de todo el asunto, y que, si necesario fuese,
llegaría a los pies del rey mismo a pedir justicia. Hinojosa era hombre
sobradamente capaz de cumplir lo prometido; el marqués lo sabía, y el
capellán también.

Más de un cuarto de hora se estuvieron mirando el uno al otro con
espantados ojos, sin saber qué hacer ni qué decir, hasta que por fin
el marqués creyó que a él le tocaba romper el silencio, y haciendo un
grande esfuerzo dijo:

—¡Padre Teobaldo!

—Señor marqués —contestó el capellán; y se terminó por entonces la
conversación.

—¡Hem! —dijo de allí a un rato el capellán—. ¿Si habrá ido a ver al
rey?

—¿Si habrá ido? ¿No le conocéis? Ahora mismo tal vez.

—Entonces, _Domine miserere mei_, perdidos somos.

—Padre Teobaldo, ¿y qué hacemos?

—Señor marqués, yo en este asunto _lavabo manus meas_.

—Buen consejo, por cierto. ¿Ahora me abandonáis?... ¿No podríamos acudir
a algunos amigos?

—¡Amigos! _Donec eris felix..._

—Por la Virgen Santísima que dejemos ahora los latines. Si ese hombre
se presenta a Su Majestad y le cuenta el asunto a su modo, somos
perdidos.

—_Nulla est redemptio_. En mala hora dejamos nuestros penates; en
triste día _nos patriæ fines; et dulcia relinquimus arva_.

—Dios me perdone, pero capaz sois de hacer perder la paciencia a un
santo. Consejos son los que yo quiero, y no citas de Virgilio.

—Ese pagano, señor marqués, contiene sin embargo apotegmas filosóficos,
morales, _naturaliter_ hablando, de gran peso y...

—Norabuena, pero ahora no se trata de eso: en lo que hemos de pensar es
en el comendador.

—_Infandum Regina jubes renovare dolorem_.

—En resumen, ¿qué pensáis que debo hacer?

—Es asunto este que exige madura deliberación, y consultar por lo menos
media docena de santos padres y otros tantos autores profanos.

—Y mientras se consultan, revuelve mi primo la corte entera, me pinta
a los ojos de Su Majestad como un libertino escandaloso, a vos como
a un eclesiástico sin costumbres, cómplice en mis extravíos; dan con
nosotros en la Inquisición, y nos queman.

—_Sancta Maria, ora pro nobis_. Huyamos, señor marqués, huyamos, _usque
ad finem_.

—Eso ya es hablar en razón. ¿Conque opináis que huyamos?

—Me parece lo más acertado.

—Y a mí.

—Está entonces aprobado _nemine discrepante_.

Y sin aguardar a más, ni despedirse de alma viviente, tomaron el camino
para Madrid, donde solo pararon un día, saliendo al siguiente no para
Valladolid, sino para una hacienda del marqués, donde se creyeron más
seguros.

No era sin embargo tan grande el peligro como se lo habían imaginado.
Verdad es que el comendador, conociendo la timidez natural de sus
antagonistas, se propuso aterrarlos con tremendas amenazas, y lo
consiguió aun más allá de lo que esperaba. Por lo demás, condujo el
negocio con tino, pintando a su primo como engañado; obtuvo de los
ministros de la cámara la promesa de que no se admitiría la solicitud
del marqués, más una orden de reclusión perpetua contra Violante; y
corrió, ufano con su triunfo, a noticiárselo a don Juan.

Distinto fue el objeto, y distinto también el resultado del viaje a la
corte del alcalde don Rodrigo de Santillana.

Una orden de Su Majestad le mandó presentarse sin la menor dilación en
El Escorial para un asunto del cual ya tenía algunos antecedentes, y se
le daban más en la misma real orden.

El negocio era de tal trascendencia que Santillana se persuadía
con fundamento de que, llevándolo a cabo felizmente, no solo podía
contar con verse en un momento en el más alto grado de su carrera,
sino con ser uno de los favoritos del monarca. Estas reflexiones
le entretuvieron agradablemente en el camino, y sus esperanzas se
corroboraron cuando, presentándose en palacio y declarando su nombre,
se le mandó entrar sin demora en la cámara del rey.

Felipe, ya entonces en el antepenúltimo año de su vida, estaba
sentado en un sillón y atormentado por acerbos dolores. Su semblante,
naturalmente pálido, se asemejaba al de un cadáver. Aquel aspecto
grave, severo, reservado; aquel labio inferior caído sobre la barba,
y aquellos ojos penetrantes, con que parecía escudriñar los más
recónditos senos del corazón de la persona que se hallaba en su
presencia, hicieron en Santillana la profunda impresión que hacían en
cuantos se le acercaban.

Dobló el alcalde ambas rodillas, y besando la descarnada y lívida mano
del rey, esperó, sin mudar de postura, a que se le mandase hablar.

—¿Sois vos —dijo el rey— don Rodrigo de Santillana?

—El más leal y humilde de los vasallos de Vuestra Majestad.

Felipe pareció satisfecho de la concisión y respeto de esta respuesta;
don Rodrigo no añadió una palabra más, pues bien informado del carácter
del rey, sabía que este no toleraba que nadie fuera osado a hablar en
su presencia más de lo necesario para responder a sus preguntas.

—Informado —volvió el rey a decir, después de un breve intervalo— de
vuestra fidelidad y celo en mi real servicio, os dimos la comisión de
vigilar a la persona que es inútil nombrar. ¿Lo habéis hecho?

—Sí, señor; y he tenido la honra de elevar a Vuestra Majestad el
resultado de mis diligencias.

—Que ha sido ninguno, don Rodrigo —exclamó Felipe con amarga severidad.

Aterrado el alcalde con tan inesperada reconvención, bajó los ojos, y
diera en aquel momento cuanto le pidieran por lograr, si posible fuese,
que jamás el rey se hubiera acordado de él para nada.

El monarca, conociendo el efecto que sus palabras habían producido,
contemplaba la turbación, el terror más bien, de Santillana con
un maligno placer, de que era muestra evidente la irónica y apenas
perceptible sonrisa que se advertía en sus labios.

—Ninguno —continuó Felipe—; tal vez yo podré en mi gabinete mismo daros
más noticias de las que vos, señor alcalde, estando al pie de la fuente
habéis sabido adquirir. ¿Qué decís a esto? Responded.

—Señor y rey mío, no me parece milagroso que la alta penetración
de Vuestra Majestad haya descubierto lo que a mi ignorancia se ha
ocultado. Pero me atrevo a protestar a los reales pies de Vuestra
Majestad que jamás vasallo ha deseado con tantas veras merecer al menos
la indulgencia de su señor natural.

—Las obras acreditarán ese celo. Quiero olvidar lo pasado; pero don
Rodrigo, vuestra cabeza me responde del buen éxito de este negocio, y
de que no transpire en el público una sola palabra de él.

Pronunció el rey estas palabras con severidad, pero en la apariencia
con la misma calma que si hablase del asunto más indiferente; la única
señal de agitación que se le descubría era un ligero movimiento de
contracción en los músculos de la fisonomía. Don Rodrigo no estaba tan
tranquilo, pues persuadido de que el rey sabría cumplir la promesa con
la más escrupulosa exactitud, se daba ya por muerto.

En tal estado se hallaban, cuando sonando las doce del día en el reloj
del monasterio, Felipe, aunque no sin trabajo, se hincó de rodillas
delante de un crucifijo de oro que tenía sobre la mesa; y sacando un
magnífico rosario, se puso a rezar devotamente tres avemarías; acto
en que, no solo arrodillado sino encorvado de manera que casi besaba
el suelo, le acompañó el asustado alcalde. Concluidas las oraciones y
persignado el rey, volvió a ocupar su asiento, y ya en él, dijo:

—Buenas tardes, don Rodrigo.

—Dios se las dé a Vuestra Majestad tan felices como su ejemplar piedad
y altas virtudes merecen —contestó Santillana.

—Alabemos al Rey de los reyes, alcalde: Él solo está exento de
imperfecciones; los demás, todos habemos menester de su misericordia.

—Y los humildes vasallos de Vuestra Majestad la esperan igualmente de
su imagen en la tierra.

—Bien está. Volvamos a la comenzada plática; el hombre que sabéis se
mueve ahora más que nunca; ignoramos por qué, y es preciso saberlo.
Esto os toca a vos el averiguarlo: al menor indicio de lo que os tengo
prevenido de antemano, ya sabéis cuál ha de ser su suerte o la vuestra.

—Señor, hasta donde yo alcance...

—Es preciso alcanzarlo todo, todo sin excepción. ¿Me entendéis, don
Rodrigo?

—Sí, señor.

—Retiraos, pues. Mi secretario os dará los informes que hemos
adquirido; y esta debe ser la última vez que yo tenga que ser el
servidor de mis vasallos.

Diciendo así, tendió la mano a don Rodrigo, quien la besó humildemente;
y marchando después con paso atrás, para no volver al rey la espalda,
hasta la puerta de la cámara, salió de palacio tan aterrado como ufano
y glorioso había entrado en él, pocos minutos antes. No hay cosa como
ser vasallo de un rey absoluto para dar gracias a Dios cada día de
hallarse con la cabeza sobre los hombros.

Pero aún no había acabado don Rodrigo de conocer la corte. Si el rey
le había amenazado, su secretario, con más orgullo, con más dureza
aún, le dijo «que era indigno de la magistratura que ejercía; que solo
la extremada piedad de Su Majestad era causa de que no se castigase
ejemplarmente su negligencia; pero que tuviese entendido que si en lo
sucesivo no mostraba más acierto en la delicada comisión puesta a su
cargo, podría darse por muy dichoso si escapaba con vida».

Jamás hubo proceder tan injusto por una parte, ni tan poco merecido por
otra. Don Rodrigo, humilde esclavo del rey y de su propia ambición,
se hallaba dispuesto a ejecutar sin reparo, con refinamiento, cuantas
crueldades le pluguiese a Felipe encomendarle, y más aún si creía que
de ello había de resultarle el menor provecho. Así pues, desde que la
corte de Madrid puso a su cargo el asunto de que se trataba no había
cesado de trabajar en él con extraordinario ahínco; pero las personas a
quienes se quería sacrificar habían tenido maña suficiente para eludir
todo género de pesquisas por parte del alcalde.

La desgracia de este consistió en que Felipe, receloso, como todo
tirano, desconfiaba de sus agentes, juzgando al género humano por su
corazón. De aquí resultaba que cuando por no serle posible hacerlo
todo por sí confiaba una misión a cualquiera de sus esclavos, al
mismo tiempo encargaba a otros que espiasen su conducta; y en muchas
ocasiones, a la orden que elevaba a un sujeto seguía inmediatamente la
que le sumía en una mazmorra, o tal vez le llevaba al cadalso.

Como el asunto confiado a don Rodrigo era a los ojos del rey de la
más alta importancia, varios agentes subalternos fueron comisionados
para inquirir noticias sobre él; y de las que todos ellos dieron sacó
Felipe en consecuencia, con su sagacidad característica, que a pesar
de lo que aseguraba Santillana, había en el negocio más de lo que se
dejaba ver.

Mal lo pasara el pobre don Rodrigo si dos razones no hubieran militado
en su favor. La primera, que el rey sabía el celo que en su comisión
había mostrado; pero esta era de poca importancia. Un déspota no
agradece; los hombres en sus manos son como los instrumentos en las
del artista. ¿Qué importa que sean de buena calidad? Cuando no sirven
para el objeto que en el momento les ocupa, los arroja lejos de sí con
desprecio.

La segunda causa fue la que decidió a Felipe. El sigilo era para
él en todo asunto la más necesaria de las circunstancias, y más
particularmente en aquel: no quiso, pues, confiar a otro juez su
secreto; y reservándose castigar en tiempo y lugar el desacierto de los
primeros pasos de don Rodrigo, resolvió sin embargo que completase la
obra.

No es fácil pintar la terrible impresión que las amenazas del rey
y los insultos de su ministro hicieron en el mismo don Rodrigo. Al
retirarse a su posada se sintió acometido de una violenta calentura
que, a poco de haberse metido en la cama, se desplegó con los síntomas
más alarmantes y un delirio espantoso.

Lo peor del caso fue que llamaron a un médico de los más célebres,
y por consiguiente también de los más endurecidos en su carnicera
profesión, quien empezó prohibiendo que se diese al enfermo, aquejado
por una sed abrasadora, ni una sola gota de agua. No contento con esto,
y a pesar de que por todos los síntomas se conocía evidentemente que
la enfermedad de don Rodrigo era una inflamación cerebral, le atestó
el cuerpo de quina, logrando ponerlo en tres días a las puertas del
sepulcro. Entonces, dando por acabada su obra, se retiró, dejando al
paciente en poder de un robusto fraile jerónimo, que tan desapiadado
como el doctor, daba libre curso a una voz estentórea, pintando con
cruel prolijidad todos los horrores del infierno y la furia de Lucifer.

Quiso, sin embargo, la buena suerte de don Rodrigo que en la cuarta
noche de su enfermedad, en un momento en que el monje, cansado de
gritar todo el día, se retiró de su estancia, conmovido por sus ruegos
el criado que le velaba, y no queriendo negarle lo que pedía a un
hombre que de todos modos iba a morirse, le dio un gran jarro de agua,
que el enfermo apuró sin dejar gota; repitiéronse estas libaciones toda
la noche, y a la mañana siguiente era ya notable la mejoría. En una
palabra, despedidos agonizante y médico, logró el alcalde restablecer
su salud, y hallarse en quince días en disposición de regresar a su
destino, como en efecto lo hizo, después de haber hecho constar al
gobierno que su enfermedad no se lo había permitido.

No dejó Santillana de extrañar el no haber tenido la menor noticia del
marqués ni de su capellán; y habiendo preguntado por ellos a un amigo,
le dijo este «que ambos habían desaparecido de la corte dos días
después de haber llegado a ella, sin haber tenido siquiera la atención
de despedirse de las personas que los habían visitado». Pero el alcalde
estaba harto preocupado con sus propios asuntos para pensar en los
ajenos; así pues, cesó de ocuparse en el marqués tan luego como se
terminó la respuesta de su amigo, y se puso en camino sin más cuidado
que el de convalecer pronto y salir del encargo del rey, ya que no
lleno de honores, como un tiempo pensó, al menos sin un dogal al cuello.

[Ilustración]




CAPÍTULO IV

        No; aunque en medio
      De esta vil muchedumbre apareciera
      Del gran Pelayo el animoso aliento,
      En vano a libertad los llamaría;
      Ya nadie le escuchara.

                    (Quintana: _Pelayo_).


Salió Vargas del locutorio contristado a pesar de los esfuerzos que
para serenar a Inés y serenarse él mismo había hecho. Fácilmente
sentimos como la persona amada; y yo no sé qué tiene el pesar, que nos
domina con mucha más facilidad que la alegría. Sin embargo, le fue
preciso a nuestro caballero atender a los negocios de Espinosa y a los
suyos particulares.

Es preciso advertir que don Juan no dependía enteramente del marqués.
El padre de ambos fue un caballero económico, y que amando tiernamente
a sus hijos, cuidó de asegurar una legítima bastante considerable al
menor de ellos. Así don Juan pudo reunir, sin tocar a los bienes
del marqués, una suma de dinero suficiente a asegurarle una decente
subsistencia en caso de que un revés de la suerte le obligara a
expatriarse. Arreglado este primer punto, puso en orden los negocios de
su hermano, cuyos bienes administraba, según ya se ha dicho.

En una entrevista con el doctor Serrano recibió de nuevo la seguridad
de que aquella noche, cuando entregase la real garantía al consistorio,
se pondría en sus manos la cantidad estipulada, y de que los veinte
hombres armados estarían prontos para la mañana siguiente.

Así se pasó aquel día, y llegó la hora de la cita con Gabriel: don Juan
acudió a ella con su acostumbrada puntualidad; pero esperó en vano
hasta pasada la media noche.

Si Vargas estaba descontento con tan inesperada falta, no lo estaba
menos el consistorio protestante, que en sesión permanente aguardaba
al señor duque de Madrigal con una impaciencia poco evangélica a la
verdad, pero muy natural en aquella circunstancia.

Gabriel de Espinosa, que mudaba de posada con frecuencia, jamás dijo
a don Juan dónde vivía, ni este se acordó de preguntárselo; sintiolo
entonces infinito, pero la cosa no tenía remedio. Cuatro horas de
esperar inútilmente le parecieron prueba bastante y sobrada de que don
Sebastián no quería o no podía acudir a la cita. Trasladose, pues,
Vargas al lugar de la reunión de los protestantes, y así que estos le
vieron entrar hubo en la asamblea un movimiento general de satisfacción.

El doctor Serrano, que la presidía, y que con una biblia abierta
delante de sí tenía tal vez intención de leer en ella, pero estaba de
dos horas a aquella parte con los ojos clavados en la puerta, dejó
escapar un profundo suspiro, y detrás de él un «gracias a Dios» tan
sentido, que se conoció que le salía de lo íntimo del corazón.

A esta exclamación del presidente, un matemático que, con la vista
fija en el suelo y el entendimiento ocupado en la teoría de las
paralelas, era acaso el único de los presentes a quien el tiempo no se
hizo largo, preguntó:

—¿Qué es eso? ¿Se resolvió ya el problema?

Mirole con cierto aire de compasión un mercader que estaba a su lado, y
los restantes miembros de la asamblea, atendiendo solo a don Juan, no
le hicieron caso ninguno.

Después de saludar en general, y de haber tomado asiento al lado del
presidente, tomó Vargas la palabra diciendo:

—Tengo el disgusto, señores, de anunciaros que Su Majestad no se ha
presentado en el paraje en que tuvo a bien mandarme le esperase.

—Se eliminó —murmuró entre dientes el matemático.

—¿Y vuecelencia, señor duque, no podrá informarnos de la causa de la
falta de puntualidad de Su Majestad? —dijo el presidente.

—Me es absolutamente desconocida, señores; y os aseguro que conociendo,
como conozco, la escrupulosa exactitud del rey, no dejo de estar con
bastante cuidado.

—En este caso —exclamó uno de los mercaderes—, debemos retirar
nuestros fondos, porque sin la garantía...

—No se os piden tampoco. Pero no debéis olvidar que la causa de don
Sebastián y la vuestra son una misma —replicó Vargas.

—Sin la garantía —dijo el presidente— no hay pacto.

—Doctor Serrano, Su Majestad ha empeñado la real palabra de conceder
esa garantía, y no le haréis la injusticia de creer que sea capaz
de faltar a ella. Pero si un accidente, cuya sola idea me llena de
amargura, hubiera impedido al rey entregarla hoy, y le impidiera
entregarla en algunos días, ¿sería justo por eso que sus auxiliares le
abandonasen?

—Los cristianos reformados de España cumplirán religiosamente el pacto
hecho con Su Majestad el rey don Sebastián, pero no darán un solo paso
en su favor sin tener en su poder el documento que han pedido. ¿Quién
nos asegura de que don Sebastián, cediendo tal vez a las insinuaciones
de algunos de sus consejeros, no trata de eludir su promesa?

—¡Quién!... La palabra de un rey es más sagrada que cuantas escrituras
pueden hacerse.

—Los reyes —interrumpió un mercader— faltan a sus palabras siempre que
les conviene.

—Verdad demostrada —añadió el matemático— como la proposición del
cuadrado de la hipotenusa.

—¿Qué quiere decir esto, señores? ¿Es bastante que Su Majestad no haya
acudido esta noche al paraje convenido, para que el consistorio dude
de su buena fe hasta el punto de revocar sus propias resoluciones, en
virtud de las cuales está obligado a prestarle su auxilio?

—Al contrario —contestó el presidente—: el consistorio no hace más
que persistir en su primer acuerdo. El dinero y los soldados están a
disposición de Su Majestad tan luego como se digne entregar la garantía.

—Soy de la opinión —dijo otro miembro de la asamblea— de que se
fije a don Sebastián un plazo improrrogable para verificarlo. Estas
interminables dilaciones pueden conducirnos a la hoguera; si el rey de
Portugal no nos ha menester, nosotros buscaremos otro protector, más
en estado de protegernos tal vez; pero si ha de hacer uso de nuestros
brazos y dinero, acabe de decidirse.

—Que se fije el plazo, que se fije —dijeron a coro todos los individuos
del consistorio; y el presidente preguntó que cuál sería el que
señalase.

—Mañana —contestó el que había hecho la proposición.

—La manera con que el consistorio se conduce con el rey es, señores,
inconcebible —dijo don Juan, a quien la ira iba dominando—. Sin
embargo, yo tomo sobre mí aceptar esta nueva condición, harto
degradante para Su Majestad; pero fijar el plazo a mañana, cuando aún
ignoramos el motivo de la falta del rey esta noche, me parece el colmo
de la inconsideración.

—Señor duque —le contestó el doctor Serrano—, el consistorio está
pronto a dar a vuecelencia pruebas de los deseos que tiene de servir a
Su Majestad, y la primera será prolongar hasta el cuarto día, contado
desde hoy, el plazo propuesto. Pasado este, cesa toda obligación entre
don Sebastián y nosotros.

No replicó ya más Vargas, por conocer que de hacerlo hubiera sido de
un modo poco conveniente para conciliar los ánimos, y saludando en
silencio al consistorio, salió de aquel paraje y se retiró muy de mal
humor a su casa.

Por la mañana fue al convento y preguntó por doña María de Castro; le
dijeron que aún estaba en cama, que volviese más tarde. Hízolo así,
en efecto, y la primera pregunta que Inés le hizo fue preguntarle por
qué razón Gabriel de Espinosa no había ido a buscarla, según había
anunciado, para llevarla a Madrigal.

—Toda la noche —concluyó— la he pasado en vela haciendo los
preparativos del viaje, y ya mucho después de amanecer, viendo que
nadie parecía, me he arrojado sobre la cama.

—No sé, Inés, qué deciros —contestó Vargas—. Desde que nos separamos
ayer no he visto a vuestro cuñado.

—¿Pues no debíais verlo por la noche? Yo he soñado, o vos me lo
dijisteis.

—Lo dije, en efecto, y así era la verdad. Me citó en el Campo Grande a
las ocho: yo le esperé hasta las doce, pero en vano.

—¡Dios de bondad! Mi funesto presentimiento se ha realizado.

—Inés mía, no hay aún motivo de afligiros. Una leve indisposición,
haberse tal vez dormido, o un asunto de mayor importancia que se
atravesase es bastante para haberle impedido asistir a la cita.

—¡Ah, don Juan, qué ingenioso sois para lisonjear mis deseos!

—Tranquilizaos, señora; vuestro dolor, sin remediar nada, solo
conseguirá hacerme incapaz de pensar en otra cosa que en consolaros.
¿Sabéis por ventura dónde vive Gabriel?

—No, Vargas.

—Ni yo tampoco, y esto es lo peor del caso. Si desgraciadamente
vuestro cuñado está enfermo y su enfermedad se prolonga más de cuatro
días, pueden seguirse gravísimos perjuicios. Por otra parte, esta
incertidumbre en que estamos es verdaderamente intolerable.

De aquí ambos amantes se metieron en una conversación sobre el asunto
que, aunque muy larga, se redujo en extracto a repetir de mil distintas
maneras los mismos temores que llevamos referidos.

La situación de Vargas era penosa hasta no más. No sabía qué hacer, ni
adónde acudir para informarse de Gabriel de Espinosa. El doctor Serrano
le acosaba; y a los temores que no dejaba de tener por su propia
seguridad, se añadían los que sentía por su partido.

Un solo día faltaba para cumplirse el plazo señalado por el consistorio
de los protestantes para la presentación de la garantía. Don Juan se
disponía a salir de su casa para ir al convento de Inés, y no sin harto
disgusto de no haber adquirido noticia alguna con que tranquilizar a su
amada, cuando le anunciaron la visita de don Rodrigo de Santillana.

—¡Pese al alma del alcalde —exclamó Vargas—, y a qué buena hora viene
el señor mío! Decidle que no estoy en casa.

—El mayordomo le había dicho ya que su señoría no había salido
—contestó el lacayo.

—¡Maldito hablador! Si no hay otro remedio, que entre.

Así se hizo, y don Rodrigo, todavía muy desmejorado con su enfermedad,
echó los brazos al cuello del hermano del marqués, quien estuvo por
ahogarle en ellos, tal era su enojo en aquel momento.

Sentados ambos, el alcalde dijo «que hacía cuatro días que había
regresado del Escorial a Valladolid; pero que, tanto por su enfermedad
cuanto por negocios que le habían ocurrido, había retardado una visita
para él tan agradable como obligatoria».

Don Juan contestó a este cumplimiento con otro equivalente, y preguntó
por su hermano. Estuvo don Rodrigo por decirle que iba él mismo a
hacerle igual pregunta; pero reflexionando instantáneamente que tal
vez el marqués tendría sus razones para ocultar a su hermano su
repentina salida de la corte, y no siendo hombre que con nadie quería
indisponerse, se contentó con responder «que la última vez que había
tenido la honra de ver al señor marqués gozaba este de perfecta salud»;
en lo cual ni mentía, ni se exponía a decir más de lo que debiera.

Su visita fue breve, y don Juan le vio con indecible placer ponerse
en pie para retirarse; pero el alcalde, que no sospechaba la mala obra
que hacía, no quiso dejar de disculparse de no permanecer más tiempo
acompañando a su apreciadísimo amigo.

—Me es fuerza —dijo—, señor don Juan, separarme de vos más pronto de lo
que yo quisiera. Verdaderamente somos dignos de compasión los jueces
a quienes el rey nuestro señor y amo tiene encomendada su justicia.
Ahora, por ejemplo, tengo que dejaros a vos, a quien estimo más allá de
toda comparación (don Juan hizo una cortesía), ¿y para qué? Para ir a
conversar con un solemne ladrón, cuya garganta está pidiendo un dogal
a toda prisa. Y ahora que me acuerdo, tal vez le habréis visto alguna
vez, si es cierto lo que dicen de que ejerce el oficio de pastelero en
Madrigal.

Por fortuna para Vargas, esta conversación tuvo lugar mientras el
alcalde se retiraba ya; don Juan, por cortesía, quiso acompañarlo
hasta su coche, y caminaba en pos de él: gracias a esta circunstancia
no advirtió Santillana la extraordinaria turbación del hermano del
marqués, a quien oyendo tan infausta nueva le pareció que el cielo
entero se desplomaba sobre su cabeza.

—A propósito de Madrigal —continuó don Rodrigo—: supongo que habréis
seguido mi consejo no volviendo más a ver al vicario de Santa María.
El tal fraile no está en muy buen predicamento con Su Majestad, y como
amigo me hubiera pesado que os confundiesen con él. No paséis más
adelante, señor don Juan. ¿Qué es eso? ¿Os sentís indispuesto?

—No sé qué me ha dado; un vahído tal vez.

—Retiraos, pues, y cuidad de una salud tan preciosa para cuantos tienen
la dicha de conoceros. Yo volveré mañana a informarme de vuestro
estado; y si queréis, ahora de paso llamaré al médico.

—No hay necesidad, don Rodrigo; yo os doy las gracias por vuestra
fineza.

—Esta es deuda, don Juan. Vuestro servidor; quedad con Dios.

—Él os acompañe.

«Dos mil demonios carguen contigo —exclamó Vargas ya en su gabinete—,
que me has clavado el puñal en el corazón hasta el cabo».

No será necesario encarecer cuál sería la pena de don Juan. Preso el
rey de Portugal, aunque según el alcalde se le acusaba de robo, delito
de que le sería fácil justificarse, podía sin embargo ser descubierto,
y entonces su muerte era segura. Si por desgracia le sorprendían con
algunos papeles relativos a la conjuración, la pérdida de centenares de
individuos y la del mismo don Juan era infalible.

Huir de España inmediatamente hubiera sido lo que a cualquier otro
hombre le ocurriera, pero no al amante de Inés. La adversidad hacía en
él el mismo efecto que el fuego en la arcilla: al paso que la llama
destruye a los demás cuerpos, los arcillosos en ella se contraen, se
hacen más compactos y resistentes.

«No abandonaré yo al desgraciado don Sebastián —dijo para sí—. Sea
cualquiera su suerte, la misma será la mía».

Tomada esta resolución, don Juan hubiera sido hombre de ejecutarla
temerariamente si una reflexión aterradora no le hubiese detenido:
Inés. ¿Qué sería de Inés, muerto su cuñado y su amante? Sola, sin
amparo y en país extraño, proscrita tal vez hasta en el suyo, la más
espantosa miseria era el menor de los males que tenía que temer.

Pensó don Juan volverse loco, y realmente no le faltaban motivos para
ello.

Lo que en el momento le atormentaba más era tener que ser él mismo
quien anunciase tan tristes nuevas a su amada. Sin embargo, por más
grande que fuese su repugnancia, hubo de decidirse a ello; y tomó en
efecto el camino del convento, no con aquel afán amoroso que otras
veces, sino con el trastorno general, con el desaliento profundo con
que un delincuente marcha al suplicio.

No necesitó Inés más que ver el desencajado rostro y el aire de
consternación de su amante para presagiar algún funesto acontecimiento.
Vargas no hablaba, y su futura esposa no se atrevía a preguntarle,
temiendo su respuesta; pero comenzó a llorar tan amargamente que,
viendo don Juan que la verdad no podría causarle mayor disgusto que el
que con la incertidumbre tenía, puso en su conocimiento lo acaecido con
cuanta brevedad y dulzura alcanzó a hacerlo.

Para formarse una idea de la aflicción de Inés, es preciso recordar que
don Sebastián, además de ser un hombre cruelmente perseguido por la
fortuna, era el esposo de su hermana querida, el padre de Clarita, a
quien había tenido en sus brazos desde que nació, y el rey, en fin, por
quien su padre había sacrificado la vida.

Hay ocasiones en que el querer consolarnos es el más cruel de los
tormentos imaginables. Don Juan conoció que se hallaba precisamente
en uno de ellos: dejó desahogar libremente su dolor a Inés, lloró con
ella, y con esto proporcionó algún alivio a su dolor.

Pasados los primeros arrebatos de este, y cuando ya la bella morena
fue capaz de reflexión, no se le ocultaron las funestas consecuencias
que aquellos sucesos podrían tener para su amante, y le aconsejó que
huyera sin demora.

—Inés —dijo Vargas—, he jurado, no una sino mil veces, vivir y morir
con vos: para mí no ha habido dificultades ni peligros, todo lo he
despreciado para llegar a ser vuestro esposo. Ahora que he obtenido
vuestro consentimiento y el del rey, ¿queréis que huya?... No, Inés,
no: muera yo antes mil veces que separarme de vos.

¿A qué cansarnos? Aquella triste conferencia se pasó entre lágrimas,
protestas de amor y proyectos para saber la manera con que Gabriel
habría sido preso.

Don Juan salió del locutorio para ir a buscar al doctor Serrano, y su
amada se encargó de escribir a fray Miguel.

[Ilustración]




CAPÍTULO V

        Ese es golpe de fortuna,
      Farfán, que vos no entendéis.

      (_Sancho Ortiz de las Roelas_).


Gabriel de Espinosa, o don Sebastián, como mejor se quiera, en medio
de mil cualidades eminentes tuvo siempre una propensión a la especie
de mujeres que, en oprobio de su sexo, abundan y han abundado siempre
demasiado en todos países, que, en fin, le fue funesta.

A excepción de la temporada de sus amores y matrimonio con Clara, por
donde quiera que viajó contrajo relaciones con mozuelas despreciables.
Verdad es que las trataba como merecían. Jamás les confió ni su
nombre, ni aun el que llevaba entonces. Veíalas por momentos, pagaba
generosamente, y las miraba con el desprecio a que eran acreedoras.

Ya hemos dicho que en Valladolid encontró a Violante, a quien en su
primer viaje a Italia, antes de unirse a la hermana de Inés, conoció
con el nombre de Camila.

Visitola de cuando en cuando, y no hubo visita en que no diese muestra
de su acostumbrada liberalidad, prenda que contribuyó no poco a
consolar a la cortesana del contratiempo de haberse encontrado con un
hombre que la conocía.

Sin embargo, siempre conservaba Violante el deseo de deshacerse de
aquel hombre a cualquier precio que fuese, y la casualidad le ofreció
uno digno de ella por lo inicuo.

El mismo día para cuya noche citó el pastelero a don Juan en el Campo
Grande, quiso su mala ventura que se le cayese del bolsillo, en casa de
aquella mujer despreciable, un retrato de Felipe II que la señora doña
Ana de Austria le había regalado.

No lo advirtió Gabriel, pero sí Violante, y su primera idea fue la de
apropiarse sin escrúpulo de aquella alhaja, cuyo valor se echaba desde
luego de ver que era considerable.

Pero el diablo moderó entonces su avaricia para inspirarle otro
proyecto verdaderamente infernal.

«Esta alhaja —dijo para sí— vale mucho para ser de este hombre. Él,
por otra parte, vive con un misterio que nada bueno anuncia. No me ha
querido decir su nombre, ni dónde vive; y si yo sé esto último, es
porque le he hecho seguir por mi criado. Voy, pues, a delatarlo como
sospechoso en virtud de este retrato, y así salgo de él».

Después de este soliloquio tomó su mantilla y rosario, y se fue derecha
a casa del alcalde de su cuartel, que lo era don Rodrigo de Santillana,
quien el día antes acababa de llegar a Valladolid.

Violante, al enterarle de lo ocurrido presentándole la joya, tuvo buen
cuidado de no decirle el motivo de las visitas que le hacía el sujeto
a quien acusaba; y habiendo indicado la casa en que posaba Gabriel, se
retiró, no sin requebrarla el juez, que tampoco era insensible a los
encantos del bello sexo.

Don Rodrigo hubiera dado poca importancia a la delación si la prenda,
que se suponía robada, no fuera el retrato del rey, cuyas severas
palabras resonaban aún en sus oídos. La guarnición de la pintura
era, además, de tal naturaleza que era de presumir perteneciese a un
personaje de la más elevada categoría, y servir a un personaje era
siempre para don Rodrigo cosa urgente.

Tomó, pues, sus medidas de manera que, media hora después de recibido
el aviso, la posada de Gabriel, que era una de las secretas de la calle
de la Esgueva, estaba rodeada de esbirros en todas direcciones.

Gabriel, a la oración, se retiró a su casa con objeto de escribir a
fray Miguel.

Apenas anocheció, don Rodrigo con toda su ronda entró en la posada,
e imponiendo silencio a cuantos encontró, sin obstáculo alguno logró
sorprender al pastelero, que, habiendo concluido de escribir, se había
arrojado sobre el lecho para hacer tiempo hasta la hora de ir al Campo
Grande.

Hallose en defecto, por esta vez, la previsión de Espinosa. El alcalde
lo halló sin jubón ni otro vestido que una camisa de fina holanda, con
cuello y vueltas de cadeneta pegados a ella, y unos calzones también de
la misma tela.

Dos alguaciles que entraron los primeros en su estancia le intimaron,
apuntándole con sus mosquetes, que no se menease, y así lo hizo, por no
ser ya posible en su estancia.

Don Rodrigo procedió en seguida al registro de su maleta, y halló
en ella varias y muy ricas joyas, que según aparece del inventario
entonces formado, eran las siguientes:

  «Primeramente: un vaso de unicornio guarnecido en oro.

  »It. Un librillo de oro con algunos diamantes. Este fue regalo de la
  señora infanta doña Isabel a la señora doña Ana de Austria.

  »It. Un anillo de oro con un diamante grande en fondo finísimo.

  »It. Unas muy ricas imágenes para la cabecera de la cama.

  »It. Una piedra bezoar muy grande engastada en oro.

  »Por último: un reloj de oro con diamantes para el pecho, y algunas
  otras cosillas de valor».[1]

      [1] Copia literal del inventario formado en el mismo acto de
      la prisión de Gabriel de Espinosa por don Rodrigo Santillana,
      a fines de setiembre de 1595.

En tanto que se inventariaban estas alhajas, Gabriel acababa de
vestirse, y en seguida don Rodrigo le preguntó:

—¿Quién sois? ¿Cómo os llamáis?

—Mi oficio es el de pastelero en la villa de Madrigal; llámome Gabriel
de Espinosa.

—¿Y por qué mudasteis de posada hace dos días?

—Era la huéspeda muy puerca, y gústame la limpieza.

—Mucho escrúpulo es ese para un pastelero, hermano.

—Antes por serlo es menester reparar más en la limpieza.

—¿De dónde os vinieron a vos tantas y tan ricas joyas? Seguramente
habréis tenido buen despacho si haciendo pasteles ganasteis para
comprarlas.

—Esas joyas, señor alcalde, bien conocerá usted que no pueden
pertenecer a un hombre bajo. Diómelas la señora doña Ana de Austria,
monja del monasterio de Santa María la Real en la villa de Madrigal,
para vendérselas en esta ciudad, y a eso solo he venido a ella.

—Para hombre bajo, como vos decís, el lienzo que gastáis me parece un
tantico fino de más.

—¿Las carnes de un pastelero no pueden ser tan blandas y delicadas como
las de un príncipe?

—Muy retórico sois, hermano pastelero: acabad de una vez de decirnos
quién sois.

—Ya, señor alcalde, lo tengo dicho.

—No quisiera que tuviéramos que poneros en cueros para ver con nuestros
ojos la blancura de esas carnes tan bien cuidadas, ni que acudir a un
par de vueltas de cuerda para probar su delicadeza.

—Yo conozco a usted, y sé que es un honrado caballero que no me hará
ese agravio —respondió Espinosa a la atroz alusión de don Rodrigo, con
tanto desembarazo e ironía como si no fuera a su propio cuerpo al que
se amenazaba con el tormento.

Conoció el alcalde que por entonces era inútil insistir en saber más de
aquel hombre, y mandó que lo atasen para llevarlo a la cárcel. A esta
orden la fisonomía de Gabriel dejó ver señales de una violenta cólera;
pero acertando a contenerse, se contentó con decir gravemente al juez:

—Mire lo que hace, y cómo trata a los hombres honrados, que ni a vos
ni a los demás los ha puesto aquí el rey para hacer agravio a los
forasteros.

—Si vos lo fuereis allá parecerá, y os trataremos como a tal. Por ahora
por pastelero os habéis vendido, y así se os lleva y trata —respondió
Santillana; y a una seña suya, arrojándose los alguaciles sobre
Espinosa, lo maniataron mal de su grado.

En seguida lo condujeron a la cárcel de la chancillería, donde lo
metieron en un calabozo, poniéndole un buen par de grillos.

El traje, la manera de hablar y el aire imponente de Espinosa hicieron
su acostumbrado efecto en Santillana. Pero si bien el alcalde se
persuadió de que aquel hombre no podía ser realmente pastelero, se
limitó también a creerle uno de los muchos caballeros de la garra o de
la industria que entonces abundaban en España. Esta creencia hubo de
costarle el no descubrir jamás quién fuese Espinosa.

Lo primero que hizo don Rodrigo fue despachar un correo a Madrigal,
preguntando a la señora doña Ana si en efecto era verdad que hubiese
dado a vender a un pastelero varias de sus joyas.

Antes de referir la respuesta de esta señora, nos es forzoso volver a
la época en que don Sebastián se dio a conocer en Madrigal al vicario
de Santa María.

La escena de la iglesia de que don Juan fue testigo, y hubo de ser
víctima, no dejó duda a fray Miguel de que su monarca vivía y estaba en
Madrigal, y la primera persona a quien comunicó tan fausta nueva fue a
la señora doña Ana.

Pocos días después, Gabriel de Espinosa fue presentado a su augusta
prima. Al principio rehusó cubrirse ni tomar asiento en su presencia,
queriendo negar quién era; pero a fuerza de ruegos de doña Ana, quien
le reconvino tiernamente por no haberla visitado antes, acabó por
declarar su nombre.

La religiosa no podía tolerar la idea de que un monarca viviese
ejerciendo un oficio despreciable, y así trató de que don Sebastián lo
dejase inmediatamente, ofreciendo para sustentarlo cuantas joyas poseía.

Pero no fue posible hacerle admitir la menor cosa. Insistió en que el
oficio servía para encubrirle mejor, y las cosas quedaron en el mismo
pie que antes.

Entonces principió la conjuración para recuperar el trono de Portugal,
próxima a estallar cuando Espinosa fue preso.

Cuando el pastelero salió de Madrigal para Valladolid, doña Ana,
auxiliada por su vicario, introdujo en su maleta, sin saberlo él, las
joyas que tan funestas le fueron, y que el interesado no supo tenía en
su poder hasta que llegó a su destino. Sobre esto escribió a la señora
doña Ana una carta reconviniéndola por su ardid, expresándose en los
términos más delicados sobre su repugnancia en admitir los dones de una
princesa reclusa, y amenazando de que por la primera ocasión devolvería
las joyas. Pero tanto la hija de don Juan de Austria como fray Miguel
contestaron insistiendo con más fuerza que nunca sobre la necesidad de
que se vendiesen aquellas alhajas para aplicar su importe a los gastos
de la guerra. Don Sebastián no quiso disgustarlos por entonces, y
resolvió conservarlas en su poder para devolverlas en su tiempo y lugar.

En este estado se hallaban las cosas, cuando el correo del
alcalde llenó el convento de consternación. Fray Miguel, avisado
inmediatamente, acudió al locutorio y en él halló a la señora doña
Ana llorando amargamente con la niña Clarita, que había querido
absolutamente conservar en su poder, en los brazos.

—¿Qué tiene Vuestra Excelencia, señora? —exclamó el buen fraile
alarmado.

Doña Ana por respuesta le alargó el despacho de don Rodrigo Santillana.
Fray Miguel lo leyó de la cruz a la fecha no sin alguna alteración, y
al devolvérselo a la religiosa dijo con bastante serenidad:

—Este, señora, es un contratiempo, pero no tan grave como a Vuestra
Excelencia le parece, si puedo atreverme a juzgar por sus lágrimas.
Lo que hay que hacer es que Vuestra Excelencia escriba sin pérdida
de tiempo a ese alcalde que es en efecto cierto que ha dado a vender
sus joyas al pastelero, y que le ponga sin demora en libertad. El
testimonio de Vuestra Excelencia bastará sin duda para conseguirlo, y
saldremos de este lance sin otro mal que el del susto.

No se hizo la señora doña Ana repetir dos veces este consejo, sino que
inmediatamente escribió a don Rodrigo, usando de todo el ascendiente
que la concedía su ilustre nacimiento para obtener la libertad del
preso.

No perdió tampoco fray Miguel el tiempo. Trasladose inmediatamente
a la pastelería, cuyas llaves estaban en su poder, y sacó de ella
un escritorio que contenía toda la correspondencia del rey y de él
mismo con los conjurados. El fuego destruyó todos aquellos papeles y
cuantos relativos al mismo asunto pudo el vicario haber a las manos.
El día antes de la prisión de Gabriel le había fray Miguel enviado
al mulato Domingo con una carta; pero esta no le inspiraba inquietud
ninguna, pues habían convenido en que cuantas recibiese las destruiría
inmediatamente después de leídas.

Domingo era fiel, callado y obediente; pero tenía un vicio que le
dominaba, y era el de la embriaguez.

Salió de Madrigal, y en el primer ventorrillo que encontró le pareció
oportuno hacer un sacrificio a Baco. Por desgracia era el vino bueno,
y las libaciones del mulato fueron tantas y tales que al cabo de dos
horas de estancia en el ventorrillo se halló incapaz de dar un solo
paso, y comenzó a decir un sinnúmero de disparates que divirtieron
mucho a los que allí estaban.

Uno de los infinitos bufones de taberna que, borrachos de profesión,
en nada se complacen tanto como en que lo sean también cuantos se les
acercan, tomó a su cargo «rematar», como ellos dicen, al mulato, y para
conseguirlo acudió al aguardiente.

Con esto se completó la obra del embrutecimiento de Domingo, quien cayó
inerte como un tronco debajo de la mesa del ventorrillo.

Largo tiempo hacía que este estaba desierto, y el mulato no daba señal
de vida. Pero el ventero, familiarizado con tales accidentes, cerró su
puerta a la hora de costumbre y se echó a dormir muy tranquilo.

Al amanecer del siguiente día despertó Domingo, y tratando de
levantarse para proseguir su camino, al primer paso cayó redondo al
suelo.

La gran cantidad de vino y de aguardiente que había bebido le causó
una abrasadora calentura que en dos días no le permitió moverse del
durísimo lecho que en la venta le dispusieron. Al tercero salió, en
fin, para Valladolid, y llegó a la posada en que se le dijo encontraría
a su amo.

A la puerta de ella, y sentados en un banco, había dos hombres de
mala traza y peor cara que parecían entretenidos en jugar a la morra.
Caíanles unos sucios y desmesurados bigotes sobre el labio inferior,
que casi ocultaban, y sus puntas retorcidas sobre las mejillas les
prestaban el aire de dos gatos monteses. Cada uno llevaba su espada
de longitud desmesurada, y las empuñaduras eran de hierro mohoso con
grandes gavilanes.

Aquellos dos señores eran dos alguaciles.

Domingo, después de haber examinado con atención las señas de la casa,
y reconocido que convenían en todas sus partes con las que a él le dio
fray Miguel, entró en ella sin curarse de los corchetes ni decirles
palabra.

Los ministros de justicia no le dieron a él tan poca importancia, pues
inmediatamente uno de ellos, levantándose de su asiento, se metió en
seguimiento suyo en la posada, pero con tanto silencio, con pasos tan
cautelosos, que Domingo no advirtió la honra que le hacían.

—¿Gabriel de Espinosa, vive aquí? —preguntó el mulato a la primera
persona que se le presentó delante.

—Ha mudado de posada —contestó el alguacil que estaba a su espalda,
asiéndole al mismo tiempo la garganta con ambas manos y dando un
silbido para llamar a su compañero—. Ha mudado de posada —continuó
diciendo— porque esta no le parecía bastante decente para su merced, y
Su Majestad le hospeda ahora en su casa para más honrarle.

—Y este hidalgo de Guinea —añadió el segundo alguacil, que ya había
llegado— nos hará el gusto de venir a acompañarle.

Durante este ameno diálogo, el pobre Domingo, medio sofocado por la
presión de las manos del robusto ministro sobre su garganta, renegaba
de sus piernas, que a tal posada le habían llevado.

Los alguaciles le pusieron en las muñecas unos anillos, vulgarmente
conocidos con nombre de esposas, y uno de ellos le condujo sin demora
a casa del señor don Rodrigo Santillana, visita harto penosa para la
natural humildad del mulato.

El alcalde, después de haber oído la relación de su ministro, le
preguntó cómo se llamaba.

—Domingo —contestó el preso.

—El apellido.

—Domingo.

—¡Hola!, ¿y Domingo a secas?

—Domingo.

—Sea en buen hora. ¿Buscabais, según parece, a Gabriel de Espinosa?

—Yo no busco a nadie.

—¿Pues a qué fuisteis a la posada?

—A nada.

—¿Y de dónde venís?

—De mi casa.

—¿Dónde está vuestra casa?

—No sé.

—¡Bribón! Veremos si a caballo en un potro callas aún. Registrarle, y
vaya a un calabozo distinto de el del pastelero.

A la orden del registro conoció Domingo que era llegada la hora en
que la carta de fray Miguel caía en poder del alcalde, y, como si con
las manos ligadas pudiera tener esperanzas de evitarlo, comenzó a
defenderse a patadas y mordiscos del alguacil que quería registrarle;
pero sus esfuerzos fueron inútiles: una nube de corchetes se arrojó
sobre él, lo tendieron en el suelo, y desnudándole a su salvo, le
hallaron la carta del fraile metida en la cintura entre la camisa y el
cuerpo.

Leyola don Rodrigo; brilló en sus ojos un rayo de feroz alegría, y
mandó inmediatamente conducir a Domingo a la cárcel y cargarlo de
hierros.

[Ilustración]




CAPÍTULO VI

        Al tiempo que esperaba nuestra suerte
      Poderse mejorar, la santa mano
      Mostró por nuestro mal su furia fuerte.

      (Cervantes: _Elegía a la muerte de la reina Isabel_).


La malhadada aventura de Domingo fue causa de la ruina de Gabriel de
Espinosa, del vicario, y de doña Ana de Austria.

Don Rodrigo de Santillana, viendo que en ella se daba al pastelero un
tratamiento de «majestad», inmediatamente coligió que aquel hombre era
o fingía ser el rey don Sebastián.

No pudo haber para el alcalde circunstancia más feliz que la de haber
caído en su mano aquel negocio, pues cabalmente la persona a quien
Felipe II había mandado vigilar era fray Miguel de los Santos, en quien
jamás confió el suspicaz tirano.

Un correo llevó la noticia del descubrimiento al Escorial, y volvió
en breve con la respuesta del rey. Sus órdenes eran terminantes. Don
Rodrigo debía trasladar el preso a Medina del Campo, dejándolo allí,
y pasando a Madrigal a prender al vicario y también a la señora doña
Ana, pero a esta en su celda. Todo se ejecutó con tanta celeridad como
sigilo.

La historia de esta causa célebre está envuelta en un misterio
impenetrable. Verdad es que, poco después de su fallo, se publicó en
Jerez una relación de ella; pero está hecha, como es de presumir, para
publicarse viviendo aún el tirano y acabadas de inmolar las víctimas.

Sin embargo, es de notar que, mal que le pese a su autor, aun en
ella misma la verdad penetra al través de las nubes con que quiere
oscurecerla.

Espinosa parece que se complació en burlarse de sus enemigos aun
estando inerme en sus manos. En cada declaración de las infinitas
que le tomaron decía una cosa distinta, y aun en una misma, al
finalizarla, destruía cuanto en su principio dijo. La extraña sutileza
de su oído, su penetración portentosa, le hacían, por decirlo así,
adivinar las intenciones del alcalde, quien de orden del rey actuó en
toda esta causa sin escribano, teniendo que extender por sí todas las
declaraciones.

Sin embargo, el preso perdía algunas veces la paciencia, y exclamaba:

—¿A qué empeñarse en que diga quién soy, si de todos modos he de morir?
Si el rey quiere enterarse de quién yo sea, personas tiene a su lado
que me conocen, y muchas. Que envíe una y saldrá de dudas.

Fray Miguel confesó de plano que aquel hombre era el rey don Sebastián,
y alegó en favor de su aserción notables razones. Entre otras, y además
de las que ya hemos indicado en el curso de nuestra narración, merecen
particular atención algunas que citaremos.

La primera fue la de haber llegado a fray Miguel a Lisboa un hidalgo
portugués la víspera del día en que este religioso debía predicar
las honras de don Sebastián, y haberle dicho que mirase cómo hablaba,
porque sin duda había de oírle el mismo rey, pues había escapado con
vida de la batalla.

Después de esta se refería al dicho de muchos soldados que aseguraban
haber visto retirarse herido a don Sebastián del campo de batalla con
algunos compañeros. Habló también de haber dicho un fraile de los del
Cabo de San Vicente que había confesado y administrado la comunión
al rey en su monasterio muchas semanas después de la batalla. Sería
interminable referir aquí las razones en que el vicario fundaba su
creencia de la vida de don Sebastián antes de presentarse en Madrigal
el pastelero Gabriel de Espinosa; pero no dejaremos de referir cuáles
le asistían para reconocer en este la persona misma de don Sebastián.

El cuerpo no presentaba, cuando fray Miguel le vio en su convento, la
misma gallardía que tenía al salir de Lisboa; ¿pero qué mucho, decía el
fraile, que sus infinitos trabajos le hubiesen agobiado? Las facciones
eran las mismas del rey; el color del pelo, rubio, donde no estaba ya
cano; y el de los ojos, azul, también como don Sebastián.

El sonido de la voz era idéntico, si bien un tanto enronquecido.
Igual la desmesurada fuerza, que bastaba a hacer astillas una lanza
blandiéndola en el aire, o a partir entre sus manos con facilidad
cualquiera pieza de una vajilla de plata.

Gabriel, así como don Sebastián, era irascible, orgulloso y arrojado.
Hablaba el español, el portugués y el italiano.

Estaba al corriente de la política de su época, y no ignoraba una sola
circunstancia, por pequeña que fuese, relativa al tiempo en que don
Sebastián reinó en Portugal.

¿Tan completa semejanza puede existir entre dos distintos individuos?
¿Será posible que la naturaleza haya creado dos seres idénticos, física
y moralmente? ¿Se concibe que el temperamento y la educación de un rey
y de un pastelero sean tan conformes que produzcan en tan distintas
posiciones una igualdad absoluta de hábitos e inclinaciones, de
virtudes y de vicios?

Pero demos de barato, hubiera podido decir el defensor de fray Miguel,
si Felipe II hubiera tenido por conveniente que aquel desdichado
pudiese dar sus descargos antes de morir, demos de barato que puedan
reunirse sin milagro las circunstancias referidas en dos distintas
personas; aún no se le habrá probado al vicario de Santa María que se
engañó.

Fray Miguel, como confesor del rey, estaba enterado de todos sus
secretos, y en sus conversaciones con Espinosa más de una vez hizo
este alusión a lo que en otro tiempo le había confiado. El religioso
no ha podido revelar al juez aquellos secretos que en confesión se
depositaron en su seno, pero sí puede referir hechos que han llegado a
su noticia como particular.

Le pregunta, por ejemplo, a Espinosa si ha tenido alguna visión en su
vida:

—Una sola vez —responde este—, y fue corriendo la posta con el conde
de Medellín. Al pasar un arroyo en que un malvado asesinó a su propio
padre, creí oír un gran ruido, o por mejor decir, lo vi, en efecto.
Dejele al conde de Medellín que pasase adelante, y quedándome solo,
esperé en vano un gran rato, pues nada vi.

El hecho pasó así, y de igual manera lo había referido don Sebastián
antes de irse a la batalla.

Otra vez Gabriel, sin ser interrogado, refiere a fray Miguel que
estando enfermo en su palacio de Lisboa, los médicos le prohibieron
comer pescado, y para mayor seguridad prohibieron el aceite en la
cocina real.

—Entonces —dijo Espinosa—, envié a pedir al cura de mi parroquia un
poco de aceite de la lámpara del Santísimo Sacramento para uno de sus
feligreses; enviómelo, y comí con él pescado, que no me hizo daño
ninguno.

De este modo pudieran citarse infinidad de circunstancias que
confirmaron a fray Miguel en la idea de que aquel hombre era en efecto
el monarca portugués.

La señora doña Ana en todas sus declaraciones se refería a lo que el
vicario le decía, y la única razón que alegó en su defensa fue que ella
no quería que don Sebastián se descubriese hasta después de muerto el
rey, su tío.

El grande argumento de don Rodrigo contra ambos era preguntarles por
qué, si don Sebastián era realmente lo que ellos decían, no se había
dado a conocer en tantos años, o a lo menos desde que estaba preso,
para no verse tan ignominiosamente tratado.

Pero esta objeción, más especiosa que sólida, fue rebatida por los
acusados completamente.

Don Sebastián, dijeron, salió tan corrido de la batalla que no osaba
presentarse en los primeros días después, ni aunque quisiera podía
hacerlo. Hizo, en primer lugar, voto en África de andar peregrino,
y encubierto a su vuelta a Europa. Acudió al pontífice para que le
dispensara de un voto temerario; pero Gregorio XIII se negó a ello
bajo pretexto de que no quería que se turbase el sosiego de los estados
del rey católico; pero aun sin esto, ¿no le sobraban razones a don
Sebastián para permanecer oculto? ¿Acaso no bastaba para ello ver que
se ajusticiaba sin piedad al que se atrevía a asegurar que vivía? ¿Qué
suerte podía prometerse si la fortuna le ponía en manos de Felipe II?
La que tuvo: verse tratado como un infame impostor.

A poco tiempo de empezada esta causa, por ciertas competencias entre
las jurisdicciones real y eclesiástica, fue necesario que el nuncio
de su santidad enviara, como envió, un comisionado con poder bastante
para apremiar y compeler con toda clase de censuras a los eclesiásticos
comprendidos en ella.

Es singular que, en más de ocho meses, no se dio tormento a ninguno
de los reos, por prohibición del rey. Sin duda luchaban un resto de
probidad en el pecho de Felipe con su cruel ambición, pero esta triunfó
al fin.

Fray Miguel, aplicado a la tortura, dijo, como era de esperar, cuanto
le mandaron que dijese.

Dicen que Espinosa hizo otro tanto, y será verdad. ¿A qué había de
sufrir tormentos espantosos, si de todos modos conocía que había de
subir infaliblemente al cadalso?

El resultado fue que Gabriel fue condenado a la pena de ser arrastrado,
ahorcado y descuartizado; a la misma fray Miguel, después de la
competente degradación; y la señora doña Ana de Austria a reclusión
perpetua en una celda de un convento, ayunando todos los viernes a
pan y agua, y tratada los demás días como otra monja cualquiera, sin
servidumbre ni poder jamás aspirar a ser prelada, ni a ejercer cargo
alguno.

El martes 2 de julio de 1596, después de diez meses de prisión, sufrió
la condena en la plaza de Madrigal el desventurado Gabriel, o don
Sebastián.

Sus últimos momentos fueron dignos de un cristiano y de un príncipe.
Oyendo decir al pregonero:

—Esta es la justicia que manda hacer el rey nuestro señor, y el alcalde
don Rodrigo Santillana en su nombre, a este hombre por traidor al rey
nuestro señor, y embustero, y porque siendo hombre vil y bajo se había
querido hacer persona real, le mandan arrastrar, y que sea ahorcado en
la plaza pública de esta villa, y su cabeza puesta en un palo. Quien
tal hace, que así lo pague.

—¡Traidor! —exclamó—. ¡Eso no! Hombre vil y bajo, Dios lo sabe.

Al salir del serón, y ya al pie de la horca, se puso en pie con
reposado continente, y tendiendo la vista alrededor de la plaza
descubrió, en una ventana de la cárcel, a don Rodrigo de Santillana,
que estaba allí con objeto de recibirle la última declaración, si
quería prestársela.

Entonces ardió en cólera, y no pudo menos de gritar:

—¡Ah, señor don Rodrigo, señor don Rodrigo!

El juez, aterrado, bajó los ojos y perdió el color; pero un jesuita
de los que auxiliaban al paciente se le puso delante, y trató de
convertir todos sus pensamientos al cielo. Consiguiose esto por el
momento, y Gabriel, después de reconciliado, subió con firmeza a la
horca.

Parose en el penúltimo escalón, y como el verdugo le dijese que subiera
otro, se volvió a él, y le dijo con desprecio:

—¡Esto nos faltaba!

Sentado ya, volvió la vista una o dos veces hacia la ventana de la
cárcel, y mirando colérico a don Rodrigo le apostrofó con voz de
trueno; pero los agonizantes no le dieron lugar a citarle ante el
tribunal de Dios, que era lo que pretendía hacer, según se había
explicado en la capilla.

Él mismo se arregló el dogal al cuello como si fuera una valona;
repitió en tono firme las palabras del credo, que un jesuita decía,
y murió de la muerte de los malhechores, con el mismo aliento que un
mártir.

Fray Miguel fue llevado a Madrid, y degradado el 16 de octubre en la
parroquia de San Martín por el arzobispo de Bristau. No desmintió el
vicario en tan amargo trance su reputación de varón piadoso y resignado.

Conservó durante la degradación, en el tránsito al suplicio y ya en él,
una entereza humilde, una completa conformidad absoluta con la voluntad
de Dios.

Al pie del cadalso dijo en voz moderada y con firmeza:

—El tormento me ha hecho mentir en contra mía. Gabriel de Espinosa
podrá no ser el rey don Sebastián, pero yo siempre lo tuve por él.
Muero, pues, inocente de este delito que se me supone; pero ofrezco a
nuestro Señor esta muerte afrentosa en descuento de mis muchos pecados,
y espero de su infinita misericordia la remisión de todos ellos.

Antes de acabar de subir la escalera llegó de orden del rey el notario
de la causa, y estuvo haciéndole varias preguntas, a las que el vicario
respondió con mucho desembarazo y brío.

Nadie ha sabido hasta hoy sobre qué punto versase aquella declaración.

Fray Miguel expiró abrazado devotamente con un crucifijo.

La manera con que se verificó la prisión de Gabriel, la previsión del
vicario, y sobre todo una fortuna inexplicable, fueron causa de que
nada pudiese saberse del resto de los conjurados. Hiciéronse varias
prisiones en Portugal y en España, pero por conjeturas, y nada se le
pudo probar a ninguno de los aprehendidos, de los cuales la mayor parte
estaban inocentes.

Domingo, desesperado de haber sido causa de la pérdida de su amo, se
dejó morir de hambre en su calabozo, después de haber sufrido tres
veces el tormento sin proferir una sola sílaba.

[Ilustración]




CAPÍTULO VII

        Gracias al cielo doy, que ya del cuello
      Del todo el torpe yugo he sacudido,
      Y que del viento el mar embravecido
      Veré desde la tierra sin temello.

                     (Garcilaso: _Soneto_).


Lo desagradable de la materia del capítulo que precede nos ha hecho
pasar rápidamente por ella, refiriendo en pocas páginas sucesos que
ocurrieron en diez meses. Preciso nos es, pues, volver a la época de la
prisión del infeliz don Sebastián.

Vargas escribió a fray Miguel una carta enterándole de la desgracia
ocurrida al rey el cuarto día después de ella, es decir, inmediatamente
que la supo. Pedro fue el portador de ella; pero así que llegó a
Madrigal supo la prisión del fraile y la de la señora doña Ana, y
se guardó muy bien de decir que llevaba para ellos mensaje ninguno,
volviéndose inmediatamente a Valladolid a dar cuenta a su señoría de
tan tristes sucesos.

Don Juan penetró sin dificultad que don Sebastián estaba descubierto, y
no pudo serle dudosa la suerte que le esperaba.

Despreciando el peligro que él mismo corría, lo primero en que
pensó Vargas fue en tratar de libertar al monarca portugués del
suplicio. Pero cuantos arbitrios se le ocurrieron para ello fueron
desgraciadamente infructuosos.

El consistorio protestante, cuyos miembros temblaban por sí mismos, se
negó absolutamente a dar ningún paso en favor de don Sebastián; y no
contento con esto, rompió absolutamente toda comunicación con el amante
de Inés.

La traslación del preso a Madrigal, y el haberse comisionado solo para
guardarlo a un alcalde del crimen de la chancillería de Valladolid,
frustraron la esperanza de romper sus grillos a fuerza de oro, y por
último el arbitrio de intimidar al juez con cartas anónimas, en las
cuales unas veces se le amenazaba, y otras se trataba de confundirle
haciéndole creer que Gabriel era don Antonio, prior de Crato, no
produjo tampoco ningún efecto.

Las angustias de Inés durante el curso de aquel largo proceso fueron
inexplicables. La mutación de nombre y el sigilo con que fue conducida
al convento en que se hallaba la libertaron sin duda de la persecución
personal; pero no se vio solo atormentada por la desgracia de su
cuñado, sino que temblaba por la hija de su hermana y por su amante.

Una feliz casualidad quiso que la niña Clarita, que la señora doña Ana
amaba en extremo y tenía en su compañía, no se hallara en su celda en
el momento en que Santillana fue a arrestarla en ella.

La religiosa que entonces la tenía en su celda, movida de compasión
por sus tiernos años, la ocultó, sustrayéndola de este modo a la
persecución del tirano; pero como se ignoraba absolutamente el paraje
que habitaba su tía, no pudo la compasiva monja darle aviso ninguno.

La vigilancia que se ejercía entonces sobre el convento en particular,
y en general sobre toda persona que llegaba a Madrigal, hicieron
imposible pensar siquiera en adquirir noticias de la suerte de la hija
de don Sebastián.

Muerto ya este y fray Miguel, y decidida Inés, a fuerza de ruegos de
Vargas, a casarse con él, pero con la precisa condición de buscar antes
a Clarita, el fiel Pedro partió de Valladolid en hábito de peregrino, y
gracias a aquel traje, que en aquel siglo se miraba con respeto, llegó
sin inconveniente al monasterio de Santa María.

Preguntó en él por sor Magdalena de la Trinidad, religiosa a quien
Inés sabía que la señora doña Ana honró con su amistad, y la entregó
un billete en el cual la bella morena la suplicaba le diese noticias
del paradero de su sobrina. Sor Magdalena era justamente la religiosa
que tenía a Clarita en su poder, y al instante informó de ello al
peregrino, diciendo que estaba pronta a entregarla en manos de Inés.

Con tan feliz nueva volvió Pedro a su amo, y ya este no se ocupó más
que en buscarse un asilo cómodo y seguro en que pasar el resto de su
vida lejos de una corte que aborrecía, y en los brazos de una mujer
adorada.

Necesitaba para ello un confidente, y ninguno le pareció más a
propósito que su primo el comendador. Confiole, pues, exigiendo antes
la solemne promesa de guardar silencio eterno, que iba a unirse con una
señora igual a él en nacimiento, pero que por razones a él conocidas
deseaba vivir en un completo retiro.

Combatió Hinojosa esta resolución hasta que conoció que perdía el
tiempo, y después acabó por entrar completamente en las miras de Vargas.

Compró el comendador todos los bienes que don Juan había heredado de
sus padres, y con parte del producto le adquirió en la Andalucía una
vasta hacienda que, por su posición topográfica, por la fertilidad del
terreno, la ostentación de sus límites y la suavidad del clima, era
tal como se deseaba.

Después de esto proporcionó él mismo un capellán de confianza que hizo
a Inés legítima esposa de Vargas, un año después de la prisión de don
Sebastián.

En seguida partieron para Andalucía después de recoger a Clarita, y en
breves días llegaron al lugar de su destino.

Jamás se borraron de la memoria de Inés los tristes sucesos de la
primera parte de su vida, y el resultado de ellos fue una dulce
melancolía que llegó a hacerse habitual en ella.

No así Vargas. La muerte de don Sebastián hizo en él una profunda
impresión, y siempre que la recordaba era con horror; pero al verse
dueño de su adorada Inés, era el más feliz de los mortales y lo dejaba
ver en una inmensa alegría.

Así que los dos esposos estuvieron establecidos en Andalucía, escribió
Inés a su tía doña Francisca de Alba, quien no tardó en contestarla y
hacerle saber que estaba pronta a entregarle su hacienda, de la que
don Juan entró muy pronto en posesión.

Por la tía de Inés supo el marqués Domiño el lugar de su retiro, y a
él fue a terminar sus días. Poco más de dos años sobrevivió aquel fiel
servidor, aquel anciano venerable, a su amigo y rey; y no pudiendo ya
en ellos hacerle otros servicios, se ocupó en redactar una relación de
sus desgracias, de la cual se ha sacado la que vamos a terminar.

Olvidose Domiño de decirnos cuál fue la suerte de don Carlos, don
Francisco y Abenamal, y así nada podemos decir de ellos. Pero lo que
sí refiere puntualísimamente es que jamás se vio esposo más tierno que
don Juan, mujer tan amante y tan digna de ser amada como Inés; fruto de
su amor fue, a los diez meses de matrimonio, un niño de que el marqués
Domiño fue padrino, poniéndole por nombres Sebastián Miguel de los
Santos.

Por una partida de bautismo existente en un libro antiquísimo de
una parroquia vecina parece que este niño casó, ya hombre y siendo
caballero del hábito de Santiago y maestre de campo de los reales
ejércitos, con doña Clara Contiño, pues tales nombres se dan a los
padres del bautizado.

Es de presumir que esta doña Clara fuese la hija de don Sebastián y
llevase el apellido de su madre, no pudiendo usar el de su desdichado
padre.

El marqués, hermano de don Juan, tuvo el disgusto de que el niño
don Pedro Alcántara muriese de sarampión, y su madre en un hospicio
haciendo verdadera penitencia de sus muchas culpas.

Al fin de la relación de Domiño se encuentra una nota que dice así:

  «Es fama que don Rodrigo de Santillana, inmediatamente después
  de haber jurídicamente asesinado al infelice don Sebastián (Q.
  D. D. G.), marchó al Escorial a dar cuenta a su rey de todas las
  circunstancias de aquel suceso. Después de una larga conferencia
  con Felipe, en la cual tal vez dejaría ver demasiada convicción
  de que el muerto era en efecto don Sebastián, regresó a Madrid, en
  donde inmediatamente fue preso. Se asegura que le dieron garrote
  secretamente en la cárcel de Corte para sepultar con él tan atroz
  misterio».

Si así fue, debemos admirar la sabiduría de la Providencia que castigó
a don Rodrigo, haciendo que el crimen de que para engrandecerse fue
instrumento ocasionara su ruina.

Vargas heredó el marquesado, pero no varió su plan de vida. Las
caricias de su mujer, la educación de su hijo y las distracciones
campestres le parecieron siempre preferibles al bullicio de la corte.

Alguna vez que otra los dos esposos lloraban juntos las desgracias
de don Sebastián; pero muchas más horas eran las que pasaban
deliciosamente enlazados el uno en brazos del otro, contemplando las
gracias infantiles del niño don Sebastián.

Si hay alguna felicidad en la tierra, en la compañía de una mujer
amable y virtuosa es donde aconsejo a mis lectores que la busquen.[2]

      [2] Para satisfacer enteramente la curiosidad del lector,
      solo nos queda que decirle que la significación de las
      iniciales S. R. L., de que se habla en el capítulo 2.º del
      tomo 3.º, nos parece debe ser _Sebastianus rex Lusitanæ_;
      esto es, Sebastián, rey de Portugal.


FIN DEL TOMO CUARTO Y ÚLTIMO




ADVERTENCIAS

  Desocupado lector: sin juramento me podrás creer que quisiera que
  este libro, como hijo del entendimiento, fuera el más hermoso, el más
  gallardo y más discreto que pudiera imaginarse. Pero no he podido
  yo contravenir a la orden de la naturaleza, que en ella cada cosa
  engendra a su semejante.

                                     (Cervantes: _Prólogo al Quijote_).


Al público nada tengo que decirle: o la obra le agrada, o no. En el
primer caso unos y otros hemos llenado nuestro objeto; los lectores
divirtiéndose; yo saliendo airoso de mi empresa. Si, por el contrario,
no le gustase esta novela, será un mal que sentiré, pero que es
irremediable, y que todas las apologías posibles no bastan a evitar.
Esta advertencia se dirige únicamente a mis amigos, a los que pueden
tener algún interés por mi reputación literaria.

El editor de la colección de que forman parte estos volúmenes,
haciéndome más favor del que merezco, me invitó a unir mi nombre al de
literatos que bajo todos aspectos me son superiores. Muchos de ellos,
que me honran con su amistad, se empeñaron en persuadirme de que la
empresa no era superior a mis fuerzas; y más por complacerlos que por
otra cosa, di principio a la obra que hoy ve la luz. Pero entonces me
hallaba en Madrid, donde me era fácil proporcionarme todo género de
auxilios en libros y consejos, y cuando concluí el capítulo 4.º del
tomo 1.º me hallé, por un golpe de fortuna, confinado en un rincón de
Andalucía. No he tenido, pues, a la vista ni un solo libro de historia,
ni un mapa, ni un amigo a quien consultar.

Es imposible que mi composición no se resienta de este aislamiento
total. A los veintiséis años, después de dos de emigración, seis de
servir en las filas del ejército, y, de estos, tres en la Guardia Real,
donde el tiempo me bastaba apenas para atender a las obligaciones de
mi empleo, no puedo haber adquirido aquellos conocimientos sólidos,
aquella instrucción profunda que hacen capaz a un escritor de componer
sin el socorro de los maestros del arte.

Mi memoria es probable que también me haya sido infiel en algunos
puntos históricos. En una palabra, este escrito, a que le bastaba ser
mío para valer poco, ha tenido además la desgracia de escribirse en
circunstancias tales que le hubieran hecho imperfecto aun siendo parto
de más claro ingenio.

Pido, pues, a mis amigos que me juzguen con indulgencia, y que por lo
menos no se avergüencen de haberme alentado a escribir.

De todos modos, me someto a su censura; doy por justas cuantas críticas
hagan de este escrito, y solo formo empeño en que me conserven el
afecto que me han manifestado en circunstancias bien críticas, del
cual aprovecho con ansia esta ocasión de darles públicamente las más
sinceras gracias. — _P. de la E._




ÍNDICE


                         Páginas
  TOMO III                 III-I

    Capítulo primero       III-1
    Capítulo II           III-30
    Capítulo III          III-43
    Capítulo IV           III-90
    Capítulo V            III-99
    Capítulo VI          III-118

  TOMO IV                   IV-I

    Capítulo primero        IV-1
    Capítulo II            IV-28
    Capítulo III           IV-45
    Capítulo IV            IV-62
    Capítulo V             IV-79
    Capítulo VI            IV-97
    Capítulo VII          IV-111
    Advertencias          IV-121





*** END OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK NI REY NI ROQUE (3-4 DE 4) ***


    

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