Ni rey ni Roque (1-2 de 4)

By Patricio de la Escosura

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Title: Ni rey ni Roque (1-2 de 4)

Author: Patricio de la Escosura

Release date: April 27, 2025 [eBook #75973]

Language: Spanish

Original publication: Madrid: Imprenta de Repullés, 1835

Credits: Ramón Pajares Box. (This book was produced from images generously made available by The Internet Archive/Canadian Libraries.)


*** START OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK NI REY NI ROQUE (1-2 DE 4) ***


NOTA DE TRANSCRIPCIÓN

  * Las cursivas se muestran entre _subrayados_ y las versalitas se han
    convertido a MAYÚSCULAS.

  * Los errores de imprenta han sido corregidos.

  * La ortografía del texto original ha sido modernizada de acuerdo con
    las normas publicadas en 2010 por la Real Academia Española.

  * La puntuación y la toponimia también han sufrido ligeros retoques
    para su modernización.

  * Se han separado en párrafos distintos las intervenciones dialogadas
    allí donde el texto adopta forma de diálogo, añadiendo y espaciando
    las rayas según los modernos usos ortotipográficos.

  * Las cartas y misivas se presentan sangradas para mejor distinguirlas
    de otros entrecomillados.

  * Se ha compilado y añadido un Índice al final del volumen pese a que
    el original impreso no lo incluye.




Ni Rey ni Roque




  NI REY NI ROQUE

  EPISODIO HISTÓRICO
  DEL REINADO DE FELIPE II,
  AÑO DE 1595

  NOVELA ORIGINAL

  ESCRITA
  POR DON PATRICIO DE LA ESCOSURA,
  AUTOR DEL CONDE DE CANDESPINA

  TOMO I

  Madrid
  Imprenta de Repullés
  —
  AÑO DE 1835




AL SEÑOR DON GERÓNIMO DE LA ESCOSURA, _Caballero de la Real y
distinguida Orden Española de Carlos III, del Consejo de Su Majestad,
su Secretario con ejercicio de decretos, Intendente de Provincia de
primera clase, y Vocal de la Real Junta de Fomento de la riqueza del
Reino_.

  En muestra de su cariño y respeto,

      Su hijo,
  _Patricio de la Escosura_


        ¿De qué, pues, nos sirvieron
      Siete siglos de afán, y nuestra sangre
      A torrentes verter?... Lanzado en vano
      Fue de Castilla el árabe inclemente,
      Si otro opresor más pérfido y tirano
      Le pone el yugo a su infelice frente.

Quintana: _Oda a Padilla_.




INTRODUCCIÓN

        El mentir de las estrellas
      Es muy seguro mentir,
      Porque ninguno ha de ir
      A preguntárselo a ellas.

Caballero en un rocín cuellilargo, quijotudo y amojamado, su creación
inmemorial, sus jaeces una jáquima bastante antigua y una manta de
muestra no muy moderna, y, a pesar de todo, no mío, paseaba yo no hace
mucho por una sierra del reino de Sevilla.

Preocupado en diferentes pensamientos, para mí muy importantes, y
habituado ya al país en que me hallaba, confieso francamente que no me
hacía mucho efecto el cuadro que me rodeaba, a pesar de ser una de las
más bellas perspectivas que pueda imaginar el entendimiento.

Cuanto la vista alcanza a descubrir, desde el punto más elevado de
aquel terreno, ofrece un aspecto lleno de vida y de interés. No hay
allí una llanura que tenga un cuarto de legua en cuadro; y hablando con
propiedad, los que los naturales llaman valles no son más que ramblas o
encañadas, la más ancha de cien toesas, si las tiene. Compónese, pues,
todo aquel país de cerros y colinas, peñascos y precipicios.

La naturaleza ha hecho tanto en favor de Andalucía que, a pesar de la
indolencia de sus habitantes, la verdura, la frondosidad de la tierra
encantan el alma del que acaba de dejar las áridas llanuras de la
Mancha, donde el viajero se cree más bien en la Arabia desierta que no
en la región meridional de la culta Europa.

En medio de vastos y fértiles olivares, de montes de robustas encinas,
de viñedos frondosos, de campos cereales, la blancura resplandeciente
de los cortijos, que vistos de lejos tienen alguna semejanza con los
caseríos ingleses, hace un efecto maravilloso.

A corta distancia unos de otros se descubren muchos pueblos, más o
menos considerables, cuya posición próxima siempre a los pasos precisos
de la sierra, y en puntos que los dominan, descubre que en su origen
fueron puestos militares, establecidos por los moros para defenderse
de las continuas incursiones de los cristianos. Los castillos ruinosos
que en casi todos ellos se ven aún, y sus nombres arábigos, acreditan
suficientemente esta conjetura.

Verifícase la comunicación entre estos pueblos por medio de unas
veredas, que vistas y andadas parecen, y son más a propósito, para
cabras que para hombres y caballos; pero los naturales de la sierra
las andan con una presteza y agilidad sorprendentes; y el forastero,
animado con su ejemplo, acaba por habituarse y caminar tranquilo por
ellas. En este caso me hallaba yo.

Andando a la aventura mi rocín acertó a tomar una estrecha senda que
en la mitad de la altura de una cadena de colinas bastante pendientes
corre paralelamente a su base, al pie de la cual se desliza, con manso
ruido entre innumerables piedrecillas de jaspe colorado, un arroyo cuyo
color verdoso y olor azufrado dan claros indicios de ser sus aguas
minerales. Crecen en su orilla el romero, la adelfa y otros muchos
arbustos en profusión, y la flor roja del segundo citado contribuye
a prestar a aquella ribera, si tal nombre merece, un aspecto ameno y
pintoresco.

Como media legua podría yo haber andado, cuando la lentitud del paso
de mi cuartago, lo lacio de sus orejas y la humilde postura de su
cabeza me revelaron que si no quería volverme a pie a mi domicilio, era
preciso que permitiese descansar un momento a aquella _vera efigies_ de
Rocinante. Eché, pues, pie a tierra, y reconociendo, por la frondosidad
del sitio, que me hallaba en las inmediaciones de un manantial de agua
potable, como la sed empezaba a aquejarme, quise buscarlo. Tuve para
esto que meterme por un angosto desfiladero en el que apenas cabían
dos personas de frente. La elevación de los dos peñascos laterales, y
las ramas de muchas higueras silvestres que de sus hendiduras salían,
formando una bóveda impenetrable a los rayos del sol, hacía también
muy a propósito aquel paraje para madriguera de bandidos, casta de
pájaros en que el país suele abundar. Esta circunstancia dio lugar a
que yo descolgase el retaco que llevaba pendiente del arzón trasero,
según costumbre de Andalucía, y con él terciado y montado entrase en el
desfiladero.

No bien anduve veinte pasos, sentí a corta distancia el ruido de los
de otro hombre y otro caballo. Debió de sucederle a él lo mismo, y de
formar tan buen concepto de mí como yo de él, pues al descubrirnos nos
apuntamos simultáneamente con los retacos, y ambos preguntamos a un
tiempo:

—¿Quién va?

Íbamos los dos vestidos a la jerezana, que es también el uniforme de
los ladrones; pero como llevábamos bigotes el uno y el otro, apenas
nos los vimos cesaron nuestras sospechas, y bajando a un tiempo las
escopetas depusimos el airado ceño y nos saludamos cordialmente con el
nombre de compañeros.

Mi encuentro era un anciano de robusta complexión y nerviosa fibra. Los
años le habían como curtido, pero conservaba toda la elasticidad de sus
miembros y una estatura elevada, exenta de la curvatura general de los
hombres de su edad. Por debajo del sombrero portugués dejaba ver unos
cabellos espesos, pero blancos como la nieve, y de igual color eran los
poblados bigotes que me le dieron a conocer por hombre honrado.

—¿Adónde bueno, mocito? —me dijo con cortesía, pero con aquel tono de
superioridad justa que los ancianos toman siempre con los jóvenes.

—Voy, señor mío —le contesté—, buscando la fuente.

—Por el acento y el camino que usted toma bien se conoce que no es del
país. Yo también voy a la fuente, y si usted quiere podremos ir juntos.

Agradecí y acepté la oferta, y echamos a andar hasta el manantial, que
aún distaba más de lo que yo me figuraba.

El aire cordial, la franqueza, la urbanidad marcial de mi compañero,
me hicieron reconocerle desde luego por un oficial veterano; y en
efecto lo era. A los cinco minutos de estar juntos se estableció
entre nosotros la misma libertad de trato que pudiera haber si nos
conociéramos de diez años antes.

El anciano me dijo que tenía setenta años, y se llamaba don Sebastián
de Vargas. Había empezado a servir en caballería a los doce años, esto
es, en el de 1776. Había hecho la campaña del año 92; la de Portugal
con los franceses; la de América; y la del año 23 en el bizarro
ejército constitucional de Cataluña.

Tenía tres heridas, la cruz de San Fernando y otras infinitas por
distintas acciones; y era comandante de escuadrón con grado de coronel;
gracias a la amnistía, pues desdeñando purificarse en la última época,
se había quedado de paisano. Había asistido a más funciones de guerra
que yo tengo meses de vida; y confieso que aunque las refería con harta
prolijidad, le escuchaba con gusto y veneración.

Dos horas estuvimos juntos, y quedamos tan amigos que me convidó a ir
a pasar algunos días en un cortijo que habitaba a media legua de aquel
paraje.

—Vivo en el campo —me dijo—, con mi familia, que se reduce a una hija
de veinticuatro años, un sobrino de treinta, mi ama de llaves y mi
asistente, soldado tan antiguo como yo. No recibiremos a usted con
cumplimientos, ni podremos obsequiarle a la moda de la corte; pero
en cambio será usted bien llegado siempre que quiera favorecernos, y
partirá con nosotros una puchera no mal sazonada.

Dile las gracias por el ofrecimiento, prometiendo no despreciarlo; y
monté a caballo, gozoso con mi nuevo conocimiento. Dos días después fui
al cortijo de Sierra-Carnero, que así se llama el de don Sebastián de
Vargas.

Su hija es una señorita no destituida de mérito personal, educada con
más esmero del que yo suponía. Ella y su padre me recibieron como
este me lo había prometido. Por la mañana vimos su habitación, que es
una excelente casa de campo, aunque de muy antigua construcción, a la
cual se han ido agregando sucesivamente cuadras, tinaones o establos,
graneros y pajares. No muy lejos de ella está un molino de aceite.
Por la tarde paseamos en las tierras del cortijo, que son vastas,
bien cultivadas y productivas: no faltan en ellas los olivos, encinas
y cepas, además de los sembrados de trigo y cebada, y los prados de
alcacer. Pero lo que me encantó fue una huerta en la que, entre otros
muchos árboles frutales, se veía considerable número de naranjos,
limoneros y granados.

El sobrino de don Sebastián, que tenía por nombre don Pedro Alcántara
Hinojosa, me pareció un excelente sujeto; pero yo a la cuenta no tuve
igual fortuna con él, pues me trató con notable reserva.

Mi amistad con aquella familia llegó a hacerse cada día más íntima,
por manera que pasaba semanas enteras en Sierra-Carnero. En una de
estas ocasiones llamó mi atención un retrato, de excelente mano, de una
señora vestida con traje antiguo, pero tan parecida a la hija de mi
huésped que llegué a figurarme sería su madre, que por extravagancia se
hubiese hecho pintar vestida de máscara.

Cabalmente cuando hice esta observación, Inesita, que tal era el nombre
de la joven, se hallaba sola conmigo. Comuniquela mi pensamiento y
ella, riéndose, me contestó:

—No es usted solo el que ha tenido esa equivocación, no señor. Esa
no es mi madre: es mi sexta o séptima abuela. Dicen que en la figura
nos parecemos mucho; y si es verdad, como es tradición en la familia,
que pasó muchos disgustos en su vida, me temo que también en eso nos
pareceremos.

Al concluir estas palabras, la sonrisa de Inesita se convirtió en
una expresión melancólica, y una lágrima se asomó furtivamente a sus
hermosos ojos.

Yo, que sin poderlo remediar soy muy compasivo con las damas, y un
tantico curioso, pregunté con bastante empeño, y supe de aquella joven
la causa de su disgusto. He aquí cómo sobre poco más o menos me la
refirió:

—Esa señora que usted ve retratada, dicen que era de una familia muy
ilustre, y que antes de casarse con su marido, que fue un Vargas, pasó
trabajos indecibles. Su hijo único se llamó don Sebastián; y este dejó
muy encargado en su testamento a sus descendientes que a todos sus
primogénitos les pusiesen su mismo nombre. Pero no es esta la cláusula
más singular del tal testamento. Parece que entre el marido de la
abuela doña Inés, que tal era su nombre, y un primo suyo llamado don
Pedro Hinojosa de Vargas, medió una estrecha amistad, por cuya razón
el nieto de aquel se casó con una doña Inés, nieta del último. En
virtud de esto, don Sebastián 1.º de Vargas encargó también que los
primogénitos de sus descendientes en línea recta se casasen con las
primogénitas de la de Hinojosa, siempre que estas llevasen el nombre de
Inés.

»Desde entonces, hasta mi padre inclusive, se ha seguido sin alteración
alguna la extraña regla de bautismos y matrimonios establecido en
el testamento de don Sebastián; siendo de notar que ninguno de sus
sucesores ha tenido nunca más que un hijo varón.

»Pero mi desdichada suerte ha querido que justamente variase en mí
este orden constante de sucesión. Mi padre se casó teniendo ya más de
cuarenta años; y mi madre, al darme a luz, expiró. El ama de llaves que
hoy tenemos, y que cuando yo nací estaba ya en casa, me ha asegurado
que no es fácil decidir cuál sentimiento era mayor en mi padre, si el
de la muerte de su mujer, o el de no haber sido un varón lo que había
dado a luz.

»No puedo quejarme de mi padre: ha llenado sus deberes
escrupulosamente; pero jamás se ha abandonado por completo a la ternura
paternal conmigo; y por más que procura ocultármelo, se le conoce que
me mira como un borrón para el árbol genealógico de la familia.

»Para colmo de mi desgracia, todas las hembras de la casa de Hinojosa
han muerto, y solo queda un varón, que es mi primo. Nos amamos; y
aunque mi padre lo aprecia no se resuelve a casarnos, porque se llama
Pedro y no Sebastián. Vea usted si tengo motivo de afligirme.

No es ponderable lo que me interesó esta relación. Por ella comprendí
que la frialdad del primo conmigo provenía de un movimiento celoso, y
me propuse castigar su desconfianza convenciendo a mi anciano amigo
de la ridiculez de su empeño en sostener el extraño testamento de don
Sebastián 1.º de Vargas.

En la primera ocasión que me pareció oportuna empecé a insinuarme, y el
viejo comandante no tuvo dificultad en entrar en materia.

—Usted llama debilidad —me dijo— a lo que no es más que respeto y
cariño a mis ascendientes. Seis generaciones han consagrado esa
costumbre y la han hecho inviolable a mis ojos.

—Y está bien —le repliqué yo—, está bien que usted la respete; y yo
sería de parecer que se observase, a ser posible. Pero usted tiene
setenta años, edad que no es a propósito para casarse; y aunque fuera
más joven no podría hacerlo según sus principios, porque no tiene una
doña Inés Hinojosa con quien enlazarse. Es preciso, pues, que usted
consienta en el matrimonio de su hija con su sobrino, o en ver deshecha
para siempre la unión entre dos ramas de la familia que tan ligadas han
estado hasta aquí.

—Sí, eso sí: usted tiene razón; pero yo tengo miedo. Sí señor, miedo,
no se asombre usted. Hay en este asunto un misterio que no alcanzo, y
que es lo que más me detiene.

—¿Y no podré yo saber cuál es?

—A nadie se lo he revelado hasta ahora; pero haré una excepción en
favor de usted. En el testamento de mi séptimo abuelo don Sebastián,
se dice: que sus herederos, en el caso de no conformarse con sus
disposiciones, incurrirán en su enojo, y que los fundamentos de lo que
ordena se contienen en un rollo de papeles que, cerrados en una caja de
plomo sellada, deja en su biblioteca. Todos hemos respetado esta caja;
pero en tiempo de la guerra de la Independencia, una partida de los
invasores que ocupó la casa, creyendo que en ella se contendría algún
tesoro, la abrió a bayonetazos. Por fortuna se dejaron los papeles, que
el ama de llaves recogió y hoy están en mi poder.

—¿Y usted no los ha leído?

—Mil veces lo he intentado; pero están escritos con unos garabatos
infernales, de los cuales no he podido descifrar ni uno.

—Si usted no tiene inconveniente en confiármelos, yo entiendo algo la
letra antigua, y veremos de traducirlos al castellano moderno.

—Me hará usted un servicio impagable.

—Impagable, no tal. Prométame usted que si de esos papeles no resulta
expresamente una prohibición de casarse su hija con su sobrino, cesará
usted de oponerse a sus deseos.

—Veremos.

—No hay veremos que valga: o se casan, o no trabajo.

—Hombre, eso es hacerme la forzosa.

—Para hacer felices a dos jóvenes que lo merecen, y a usted también.

—¡Pero señor, qué empeño!

—Mi coronel, ¿sí, o no? Entre soldados no hay palabras ambiguas.

—Pues vamos con un sí.

—Eso es hablar en razón. Vengan esos cinco, mi coronel.

—Tome usted, mala cabeza.

Inmediatamente después de esta conversación me entregué de un rollo
de papeles muy voluminoso, que contenía la narración que, sin más
condición que la de variar algunos apellidos, me ha permitido don
Sebastián dar al público.

Paréceme que ofrecerá la utilidad de dar a conocer en gran parte el
carácter moral, político y religioso de una época interesante de
nuestra historia. Nada más diré, porque el público va a juzgarla, y
sería indisculpable temeridad anticiparme a su fallo.

He tenido la satisfacción de asistir a la boda de Inesita con don
Pedro Hinojosa, y de ver a este tan trocado que me llama su mejor
amigo. El coronel Vargas sabe ya de memoria este escrito; pero no qué
hacer para probarme lo que agradece mi trabajo.

Solo falta que el editor de la colección no tenga por qué arrepentirse
de haberlo incluido en ella, y entonces yo también estaré completamente
satisfecho.

[Ilustración]




NI REY NI ROQUE

CAPÍTULO PRIMERO

      DON FÉLIX
          El rostro es en vano
          Querer ocultarme;
          O tú has de matarme,
          O yo te veré.

      DON DIEGO
          No es verme tan llano
          Que baste el querello;
          Mal que os pese de ello
          Burlaros sabré.

            (_Comedia antigua inédita_).


Como a las ocho de la mañana de uno de los primeros días del mes
de julio del año de 1595, se apeó en Madrigal, a la puerta de una
pastelería, un caballero joven, galán y bien portado. Dejando los
caballos al cuidado del sirviente que le acompañaba, entró en la
pastelería con gentil desembarazo, y tocando ligeramente con la mano
el bonete de terciopelo negro que cubría su cabeza, pronunció con voz
clara y apacible la entonces usual fórmula de saludo:

—Ave María.

—Sin pecado concebida —contestó la única persona que en la tienda
había, y era una mujer joven, morena, de hermosos ojos, rostro más
agraciado que bello, y aire más grave e imponente del que su edad,
condición y humilde traje prometían.

Estas observaciones las hizo el caminante sentado ya en uno de los
escaños que había dentro de la misma chimenea, y fuese que su natural
cortesía le moviese a ello, o bien que el aspecto de la huéspeda le
pareciera exigir más respeto del que hasta entonces había mostrado,
el hecho es que se quitó cortésmente el bonete, y dejó ver una cabeza
cubierta de cabellos castaños, cortados según la moda de aquel siglo,
es decir, sobre poco más o menos, de la manera que hoy llamamos a la
inglesa.

—¿No tendrá usted, señora huéspeda —dijo el caminante después de breves
instantes—, alguna cosa con que aplacar el hambre de un mozo, que ya
esta mañana ha caminado algunas horas?

No contestó a esta pregunta la persona a quien se hacía, sino que,
levantándose del asiento que ocupaba al frente del viajero, abrió y
examinó el cajón del mostrador, algunas alacenas y el horno, y visto
todo, volvió a su puesto diciendo flemáticamente al mancebo:

—Nada.

—Bien por mi vida. ¿Y no hay otra pastelería en el pueblo?

—Ninguna.

—¿Y absolutamente no hay nada que darme?

—Nada, si no se contenta con un pedazo de pan.

—Corta cosa es, y mi estómago me parece que ahora requiere más
sustancioso refrigerio. Duélase, hermana, de mi necesidad, y no me
obligue a andar en ayunas el resto de la jornada, que por la paga no
quedaremos mal.

—Mi señor no está en casa —replicó la huéspeda—, además de que, aunque
estuviera, no creo yo que quisiera ahora hacer nada.

—Válganos Dios, y qué poco amigo de trabajar es el pastelero: sea usted
más caritativa, y alivie mi necesidad, que tengo prisa; el pueblo
a que voy aún está lejos, y no quisiera llegar a él hambriento, y
creyendo que en cuerpo tan bello haya un alma empedernida.

Estas últimas palabras, pronunciadas en un tono entre galán y jocoso,
arrancaron, por decirlo así, una sonrisa a la grave pastelera; pero
había en ella tanta dignidad, y en su aire tal importancia, que a ser
en una princesa, se dijera que el requiebro la agradaba solo en cuanto
a mujer. Mas el mancebo no estaba entonces para pagarse de sonrisas; el
hambre le aquejaba, y continuó sus instancias, quizás con importunidad;
pero mezclándolas con tantas y tan discretas lisonjas que al cabo dio
al traste con la pereza o el orgullo de la huéspeda.

—Por oír misa y dar cebada —dijo esta—, ya sabe usted que no se pierde
jornada. Haga, pues, que su criado lleve los caballos al mesón, que
está en la misma calle, y váyase el señor caballero a oír la misa del
padre vicario de Santa María la Real, que dentro de una hora veremos
de dar modo para satisfacer su apetito.

—¡Una hora! Mucho es; pero sea: oigamos misa, y después volveremos a...

—A desayunaros.

—Y a ver los negros ojos de la más bella pastelera de esta tierra.

—Lisonjas de cortesano.

—No, sino verdades de hombre honrado.

—Si se retarda, caballero, no llega a la misa.

—¿Está lejos la iglesia?

—A dos pasos. Desde la puerta de casa verá usted la del monasterio.

Y diciendo así, acompañó al caminante hasta la puerta, y en efecto le
indicó el convento que desde ella se veía.

Don Juan de Vargas, hermano del marqués de ***, que es el caminante que
hemos visto, era un caballero mozo, de buen parecer, mediana estatura,
rostro blanco, complexión enjuta, humor jovial, muy aficionado a las
armas, y sobradamente a las damas; sirvió al rey en Flandes con honor
algunos años; su valor y nacimiento le alcanzaron una compañía, y en la
ocasión en que le hemos visto se hallaba en España a causa de haberle
llamado su hermano el marqués, que achacoso antes de la vejez, soltero,
y sin inclinación al matrimonio, le propuso hacerle su heredero, con
solo la condición de renunciar el ejercicio de las armas y venirse a
vivir en su compañía.

Don Juan repugnaba dejar los campos de Marte; pero el agradecimiento a
su hermano, las muchas ventajas que la proposición de este le ofrecía,
y finalmente, algunas desavenencias con el cabo principal del tercio en
que servía, le decidieron a dejar su bandera, con permiso del rey, y
regresar a Valladolid, ciudad donde el marqués residía.

Este desde luego descargó en su heredero el cuidado de su hacienda y
estados que estaban en Castilla la Vieja, lo que proporcionó a don Juan
hacer frecuentes viajes por la provincia, los cuales hacía siempre a la
ligera con un solo criado, divirtiendo en ellos y en la caza el ocio de
su nueva vida, insoportable para un hombre activo como él, vehemente,
y habituado al continuo movimiento de la guerra.

Regresaba don Juan a Valladolid, después de haber visitado varios
pueblos del señorío del marqués situados en la sierra de Ávila, y se
había propuesto llegar aquel día, y detenerse algunos en Medina del
Campo, villa ya muy decaída entonces, pero no de tan poca importancia
como lo es en el día.

Sigámosle al monasterio de Santa María, que lo era de monjas de San
Agustín: dirigiéndose a él, con el piadoso fin de oír misa, iba don
Juan repasando en su memoria el gracejo de la pastelera, y tratando,
por decirlo así, de casar lo plebeyo de su condición con la nobleza de
su porte; el deseo de la ganancia, natural en el tratante de oficio,
con la negligencia y descuido de aquella mujer, que nada tenía en su
casa preparado para la venta; y finalmente, la solícita adulación de
la mayor parte de las gentes dedicadas a aquel tráfico, con el despego
casi grosero de la morena de Madrigal.

Poco tiempo hacía que don Juan había vuelto de Flandes, donde las
gentes, aunque de suyo poco aficionadas a los españoles, no perdían
nunca la ocasión de ganar con ellos el dinero; los tudescos,
flemáticos, sí, mas no perezosos, saben adoptar siempre el tono
conveniente a la profesión que el interés, o la necesidad, les obliga a
ejercer, y don Juan se olvidaba de que estaba en Castilla la Vieja.

Embebido, pues, en sus reflexiones, llegó al pórtico de la iglesia, en
donde se hallaba reunido todo el pueblo, pues el día en que principia
nuestra historia era festivo, y la misa del padre vicario la que
siempre oían las personas de más cuenta y las que sin serlo aspiraban a
darse importancia, que ya entonces eran en bastante número.

Todo en aquel tiempo llevaba en España el sello del carácter severo y
sombrío de su monarca. Cada una de las clases del Estado se distinguía
en todo género de actos por sus insignias, por la calidad y hechura
de sus vestidos. El color más de moda era el negro; los militares
eran acaso los únicos que vestían de color: los adornos eran ricos
y costosos, pero sencillos y graves: un cintillo de diamantes por
presilla en el bonete, una larga y gruesa cadena de oro colgando del
cuello, y dando una o más vueltas sobre el pecho, y una sortija de
valor en algún dedo.

El traje del siglo era airoso: Van Dyck, dice Walter Scott, lo ha
inmortalizado. En efecto, o es la magia de aquel gracioso pincel,
o verdaderamente el corte y disposición de los tales vestidos era
infinitamente superior a los inconcebibles arreos de que hoy nos vemos
cargados. Confieso ingenuamente que como no sea la idea de asimilarnos
a los monos, no concibo cuál fuese la del inventor de los faldones de
nuestros fraques. El pantalón, a la verdad, ya se entiende; porque la
especie ha degenerado ya tanto que apenas hay pierna masculina capaz de
llevar con honor el calzón ajustado. ¡Pero el chaleco, casaca, y sobre
todo el corbatín! El corbatín, instrumento eterno de suplicio para el
hombre obeso y corto de cuello, a quien no deja respirar, y para el
hético agrullado, cuya cabeza, dejándose ver sobre una columna de raso
o terciopelo, parece blanco puesto allí para diversión de muchachos. El
corbatín, repito, es la más desatinada de las invenciones.

Pero aún es mayor disparate entretener al lector con tales reflexiones:
para concluir, en general, esta materia, diré que el calzón en aquel
tiempo era ajustado y largo, que llegaba hasta la garganta del pie;
la bota como la de campana; el jubón, ajustado a la forma del cuerpo,
llegaba hasta la cintura, a la cual se ajustaba por medio de un
cinturón, del que ordinariamente pendía la espada; comúnmente estaba,
como entonces decían, acuchillado, es decir, con ciertas aberturas
cubiertas con unos bollos de seda en los ricos, y de lienzo más o menos
fino en los artesanos y demás clases pobres.

El pueblo andaba de ordinario en cuerpo, y es natural, pues de esta
manera estaba el hombre más desembarazado para entregarse a sus faenas,
y en la cabeza llevaban los plebeyos un sombrero de copa redonda y ala
ancha; al paso que los nobles, los funcionarios públicos, los criados y
demás gente ciudadana, o por una razón o por otra, superior a la plebe,
usaban la capa corta, que no pasaba de la cintura, y un bonete o gorra
semejante, si no igual, a la que vemos en nuestros cómicos cuando
representan las comedias de Lope, Calderón, etc.

El traje de camino variaba en algún tanto: este era constantemente
de color menos fino y delicado que el de la ciudad; y en lugar de la
capa corta se llevaba el gabán, especie de capotillo sin mangas, y que
cuando la ocasión lo requería, se usaba con forro de pieles, y aun a
veces una capa parecida en las dimensiones a las del día.

Diremos, al paso, que tal era el vestido que llevaba nuestro don Juan,
y cebando en las digresiones, continuaremos acompañándole en el
pórtico, en donde se paseaba esperando la misa, siendo el objeto de
las miradas de todos, y haciendo por su parte algunas observaciones en
aquellos honrados vecinos.

El traje de camino, el aire desembarazado y libre de un cortesano,
la osadía del militar, y un cierto no sé qué de seguridad y ninguna
extrañeza, al verse solo entre personas desconocidas, que debía don
Juan a la educación, al ejercicio y a los viajes, eran para Madrigal
una cosa nueva.

Los individuos de la justicia del pueblo, que con el traje de etiqueta,
la vara en la mano y el alguacil al lado, esperaban que la campana les
diera la señal de ir a ocupar en el templo su asiento privilegiado,
y estaban, como de razón, algún tanto separados del resto de la
concurrencia, no fueron por eso los últimos en notar la llegada del
forastero.

El corregidor, hombre de mediana edad, chico de cuerpo, abultado de
barriga, de rostro circular a manera de luna, con dos ojitos de color
de perla abiertos a punzón, chato y de pocas letras, pero lleno de la
importancia de su empleo, cuya insignia, la golilla, no abandonaba
ni para dormir, y que hasta para pedir la comida o el sombrero creía
necesario un auto de oficio, hubiera de buena gana mandado a su
secretario que fuera a notificar al recién venido se presentase ante
su señoría a declarar en forma su nombre, apellido, profesión, etc.,
so pena de diez ducados de multa (que las multas eran lo que mejor le
parecía del oficio); pero como su consorte le había apercibido de que
hablase poco, si no quería exponerse a decir solemnes necedades, y el
buen magistrado era un marido paciente y obediente, se contentó por
entonces con señalar con el dedo a don Juan, llamando la atención del
escribano, y pronunciando gravemente la palabra _visto_.

—Por mandado de su señoría —respondió maquinalmente el escribano,
especie de autómata legal con todas las apariencias posibles de una
momia.

El alcalde, los regidores, el personero y el alguacil fijaron también
la vista en el forastero, que acaso se dirigía hacia ellos en su paseo.

—Es galán —dijo uno de los regidores.

—Y su porte de cortesano —contestó el personero, que había estado
alguna vez en Valladolid.

—Más parece soldado que otra cosa —replicó el primero—. Dios tenga de
su mano a las mujeres si ha de pasar algunos días en el pueblo.

—Y a los mozos si viene de bandera —dijo el alcalde.

—¿Qué dice su señoría?

—Conforme —respondió el corregidor.

Ya en esto don Juan les había vuelto la espalda, y era observado por
otros corros formados por distintas personas del pueblo; pero no
halló cosa en ninguno que le llamase la atención, ni le distrajese
del apetito que el caminar le había excitado; solo notó un hombre
vestido en cuanto a la forma como el resto de los habitantes, es decir,
humildemente; pero que tanto en la calidad del paño de su ropa, que
bien se echaba de ver era finísimo, como en el aire del cuerpo, no
solo lejos de ser grosero y torpe, sino además noble, distinguido y
rigoroso, se hacía notable entre todos.

Este se paseaba solo como don Juan; pero se conocía que no era
forastero, pues aun cuando los madrigaleños no dejaban de mirarle con
cierta curiosidad, se dejaba ver que era objeto a que sus ojos estaban
acostumbrados.

El rostro puede decirse que no se le veía, pues el ala inmensa
de su sombrero no daba lugar a ello; pero si alguna vez por un
movimiento brusco se dejaba ver, dos ojos negros como el ébano, vivos,
penetrantes, y entre airados y melancólicos, hacían dudar de si las
arrugas que le cubrían eran efectos de pesares y trabajos, o de una
edad que se aviene mal con tanto fuego y con músculos tan vigorosos en
la apariencia como los suyos.

Cuando este individuo pasaba por las inmediaciones de algún corrillo
de gente del pueblo, nadie dejaba de saludarle, más respetuosa que
afablemente; los hidalgos y los ricos volvían con tiempo la vista para
no saludarle, ni hacer desaire a su persona, y él ni parecía admirarse
del acatamiento de los unos, ni extrañar la afectada distracción de los
otros.

La justicia era la que aún le trataba de un modo más extraño. Al pasar
por sus inmediaciones, la mano del para don Juan desconocido personaje
hizo un movimiento como para tocar el sombrero, mas se quedó en el
camino, y aquellos señores hubieron de contentarse con un buenos días
nos dé Dios, pronunciado en voz apenas inteligible.

Sin embargo todos contestaron, aunque con cierta expresión en la
fisonomía que no era fácil decidir si era de desprecio o de temor. Mas
cualquiera que fuese, al interesado pareció dársele poca pena, pues
continuó sus paseos sin inquietarse en manera alguna de los magistrados
de la villa.

Cuando el ánimo está libre, cualquier cosa basta a llamar nuestra
atención; así es que don Juan la fijó sin saber por qué en aquel
hombre. Por su parte el incógnito clavó también un instante la vista
en el hermano del marqués. En un momento recorrió toda su persona;
parecía querer penetrar en lo íntimo de su corazón; preguntarle con
su mirar quién era, a qué había venido, por qué le observaba; pero
un momento después, cruzando los brazos sobre el pecho e inclinando
la cabeza, en la apariencia se olvidó de que don Juan estaba allí, y
siguió paseándose.

Lo que a nosotros nos ha costado algunas páginas decir fue sin embargo
obra a todo más de unos cinco minutos que tardó la campana en sonar el
acostumbrado tercer toque a misa.

Rompió la marcha el corregidor hacia la iglesia, y siguiole el
ayuntamiento, atravesando la calle que con el sombrero en la mano
formaron los circunstantes, a excepción de don Juan y su incógnito
que por causas distintas no creyeron necesario rendir homenaje al
magistrado. De aquí resultó que ambos fueron también los últimos a
entrar en el templo, lo que verificaron tan a un tiempo que don Juan
esperó poder entonces satisfacer la curiosidad que tenía de verle el
rostro al individuo en cuestión; mas se engañó, pues este antes de
poner el pie en la iglesia hizo un movimiento rápido para colocarse
detrás del caballero, a quien ya no le quedó más partido que el de
continuar su camino.

No fue sin embargo sin un secreto despecho de verse burlado en el mismo
instante en que ya creía conseguido su designio. Tenaz por carácter, y
no reprimida aún su vehemencia por el hielo de los años ni por la mano
de hierro de la desgracia, era natural que no renunciase fácilmente a
una empresa que ya por sí no presentaba graves dificultades, porque
a la verdad, verle el rostro a un hombre que anda por la calle no es
cosa maravillosa. Ofreciole la fortuna una ocasión, y la agudeza de
su ingenio medios de aprovecharse de ella. No había en la iglesia más
que una sola pila de agua bendita; a ella, pues, había de acudir el
incógnito. Don Juan sentía detrás de sí los pasos de aquel hombre;
llega a la pila, introduce la mano, y se vuelve con rapidez para
ofrecer cortésmente el agua; pero sea que el último hubiese previsto
lo que iba a suceder, sea que por evitar las miradas de otros curiosos
creyera oportuno seguir ocultándose, lo cierto es que con la mano
izquierda llevaba inmediato a la cara un pañuelo, como si sufriera
de dolor de muelas, de manera que no era posible vérsela. Alargó sin
embargo el brazo derecho, recibió de don Juan el agua bendita como si
aquel obsequio le fuera cosa debida, e inclinando apenas la cabeza
en señal de gracias, desapareció detrás de una de las columnas de la
iglesia antes que aquel caballero volviera en sí del asombro que la
presencia de espíritu y gravedad del desconocido le causaron.

El órgano sonaba ya; las religiosas en el coro habían dado principio
al oficio divino, y don Juan, buen católico, y por otra parte hombre
cuerdo, conoció que ni el paraje ni la ocasión eran a propósito para
empeñarse en seguir a un hombre que visiblemente se obstinaba en no
dejarse encontrar. Renunció, pues, por entonces a su empresa, y púsose
a oír la misa con toda devoción, si bien, a pesar suyo, no cesaba de
mirar por todas partes con objeto de descubrir en algún rincón al
misterioso habitante de Madrigal.

Mas todo su mirar fue en vano; la misa se concluyó, y ya iba don Juan
a retirarse de la iglesia cuando advirtió que su incógnito iba delante
del sacerdote y en dirección a la sacristía. En el momento tomó el
mismo camino, y acelerando el paso se adelantó al vicario, quedándose
no obstante algo más atrás que el objeto de su curiosidad.

Este, así que llegó a la puerta de la sacristía, se paró, colocándose
a la derecha de ella de modo que era imposible que el fraile pasase
sin verle. Don Juan, resuelto ya hasta a reñir con aquel hombre, si
necesario fuese, para verle a su gusto, hizo igual movimimiento en
el lado izquierdo de la puerta, quedándose frente a él de manera que
estaban como dos centinelas puestos para guardar un paso importante.

El de Madrigal, que conservaba el pañuelo puesto en la cara, lanzó una
mirada de furor a don Juan; pero este, que no era hombre de asustarse
por miradas, permaneció intrépido en su puesto, mirándole de hito en
hito.

En esto ya el vicario llegaba a la sacristía con las manos cruzadas
sobre el pecho, baja la cabeza y en el más profundo recogimiento,
sin advertir en manera alguna a aquellos dos hombres, inmóviles como
estaban, y que acaso eran los únicos que quedaban en la iglesia.

Ya iba a entrar por la puerta, cuando el desconocido, dejando caer el
brazo izquierdo y descubriéndose por consiguiente el rostro, dijo en
voz clara y sonora, si bien no muy elevada:

—Fray Miguel de los Santos, guárdeos el cielo.

Desde la primera palabra levantó el fraile la cabeza, tan despavorido
como si oyera la voz del ángel exterminador, y clavando sus ojos
desencajados de espanto en la fisonomía del que le hablaba:

—¡Jesús me valga! —exclamó con voz apagada.

Y cediendo a la fuerza de su temor, se desmayó.

Venturosamente don Juan estaba tan cerca que pudo impedir su caída,
recibiéndole en los brazos.

El desconocido entonces, dirigiéndose a él, le dijo entre airado y
pesaroso:

—Socórrale, y otra vez no sea tan entremetido.

Dicho esto, volvió la espalda y dejó la iglesia. Don Juan llamó al
sacristán, a quien entregó el vicario sin decirle nada de la causa de
su accidente, y echó a andar apresuradamente pero con ánimo de alcanzar
al singular personaje que acababa de dejar, y obtener de él, de grado o
por fuerza, la explicación de aquel suceso.

[Ilustración]




CAPÍTULO II

        Como de leve chispa al solo fuego
      Se inflama el bronce vomitando muertes:
      Al torpe influjo de calumnia impía
      Así la furia popular se enciende.

                    (_Canción anónima_).


Por más pronto que el sacristán del monasterio acudió a la voz de don
Juan, y a pesar de cuanta prisa se dio este a salir de la iglesia,
no pudo hacerlo con tanta brevedad que alcanzase a la persona que
buscaba. Todavía, cuando don Juan salió, quedaban en el pórtico
algunos corrillos, y uno entre ellos formado por los individuos de la
justicia, que ya conocemos de vista; pero ni con estos ni con ninguno
de los habitantes estaba el incógnito, como don Juan vio después de
haber examinado apresurada y curiosamente la fisonomía de todos los
circunstantes, inclusa la del señor corregidor.

El aire afanado de don Juan, cierta especie de sobresalto que se
dejaba ver en su rostro, y, sobre todo, el desacato inaudito con que
se atrevía a pasar en revista la fisonomía del primer magistrado de
la villa, llamaron la atención general de un modo tan visible que, a
estar menos preocupado con su designio, conociera nuestro caballero
que su conducta era por lo menos imprudente. Mas ya se ha dicho que
don Juan era obstinado; él mismo lo ha dejado ver en toda su conducta
desde que está a nuestra vista, y además, en el punto a que las cosas
habían llegado entonces, su curiosidad estaba demasiado exaltada para
contenerse por respeto al desagrado de los honrados madrigaleños.

Sin embargo, todas sus diligencias fueron inútiles. Después de haber
examinado detenidamente todas las inmediaciones de la iglesia, conoció
que correr las calles y un pueblo desconocido en busca de un hombre
cuyo nombre, calidad y empleo ignoraba sería sobre descabellado,
infructuoso. Resolviose, pues, a regresar a la pastelería, con ánimo
de adquirir en ella, si posible fuese, algunas noticias sobre el objeto
en cuestión.

Pensar y ejecutar eran para el hermano del marqués casi una misma
cosa. Cinco minutos después de tomada su resolución estaba ya sentado
en la pastelería delante de una mesa que la huéspeda le había hecho
preparar durante su ausencia. Mas no estaba cuando don Juan llegó la
agraciada morena; un marmitón mulato, y silencioso como la tumba, fue
quien le hizo seña de ocupar su asiento; y poniéndole delante un asado
de cabrito, medio pan blanco y un frasco de vino, se retiró sin decir
palabra a lo interior de la casa.

No pudo menos don Juan de sonreírse viéndose recibir de aquella manera,
y de exclamar para sí:

«¡Por vida de mi padre, que a estar en carnestolendas dijera que estos
señores de Madrigal se han propuesto hacer burla y chacota de mi
persona! Todos son misterios, y voto..., pero comamos, que después
habrá lugar para todo».

En efecto, don Juan ocupó su asiento, y después de persignado y
santiguado devotamente empezó a embaular bonitamente, unos tras otros,
muchos y no muy pequeños pedazos de cabrito, los que, para que no se
le secaran en el estómago, tenía muy buen cuidado de humedecer con
copiosas libaciones.

Al paso que iba había cabrito para muy poco tiempo; pero aún no
había concluido cuando, por detrás de él y sin haber precedido ruido
de puerta ni de pasos que se lo anunciase, apareció la huéspeda y,
tocándole ligeramente en el hombro, le dijo sin detenerse y en voz tan
baja que apenas se oía:

—Guárdese de requebrarme.

Cuando la última de estas palabras hirió el oído de don Juan, ya la
morena ocupaba el mismo asiento en que la había visto la primera vez, y
su actitud y aparente indolencia eran absolutamente las mismas también
que en aquella ocasión.

El primer movimiento de don Juan, sintiéndose de improviso tocar en el
hombro, fue llevar la mano al puño de la espada; pero viendo, casi al
mismo tiempo, a la huéspeda, y escuchando las palabras que le decía,
se quedó absorto durante algún tiempo. Recobrado empero, y volviendo
a su humor festivo, se sonrió con la morena, quien le correspondía
igualmente, y animado con tan buen principio, empezó a decir:

—¿Querrá usted decirme por qué me prohíbe...?

La huéspeda, conociendo que la palabra _requebrarla_ u otra
equivalente era la que el forastero iba a pronunciar, recorrió rápida
y sobresaltadamente el aposento con la vista, y tomando en seguida
una actitud tan imponente que rayaba en teatral, puso el dedo índice
sobre sus labios, clavando al mismo tiempo sus hermosos ojos en los del
desconcertado caminante, que entonces no sabía qué cosa admirar más,
si la gracia y belleza de la mujer que tenía delante, o aquel aire de
dominio con que sin derecho alguno quería tratarle.

—Es singular —exclamó—; pero al cabo es mujer —dijo para sí—; no hay
humillación en someterse a ella: variemos la conversación. Paréceme
—continuó en alta voz— que la gente de Madrigal tiene mucha afición al
padre vicario del monasterio, pues según los informes que tengo, poca
gente más será la que hay en el pueblo que la que yo he visto en misa.

—Muy poca —respondió la morena, que había vuelto a recobrar su primera
apatía.

—Y no faltan hidalgos en el pueblo.

—Podrá ser.

—¿Cómo podrá ser? ¿Pues usted no lo sabe?

—No, a fe mía.

—¿Y cómo, estando en la villa y habiendo tal vez nacido en ella?

—Porque jamás me empeño en averiguar lo que no me importa.

Y a estas palabras acompañó una mirada tan expresiva, tan burlona, que
confundió a don Juan y suspendió su locuacidad por algún tiempo.

La pastelera calló también, y al parecer se ocupaba en contar las vigas
del techo, mientras que el caballero, rojo como el carmín, apoyaba
un codo en la mesa, la frente en la mano, y con la otra desmenuzaba
prolijamente una miga de pan como si la destinara a cebar algún
pajarillo.

Después de algunos segundos, pasados en esta posición, don Juan,
dejándola bruscamente como por efecto de una de aquellas luminosas
reflexiones que, cuando menos esperamos, vienen a facilitarnos la
solución de algún problema que nos parecía imposible resolver, don
Juan, repito, volvió a anudar la interrumpida conversación.

—¿Conocería, por ventura, vuesa merced a un hombre...?

—¿Más curioso que siete mujeres? —interrumpió malignamente la huéspeda
con no poca mortificación del preguntante.

—No es eso lo que voy a decir, hermana —replicó entre vergonzoso y
enojado don Juan—; iba a preguntarle si conocía a un hombre que hoy en
misa ha llamado mi atención.

—Yo no he ido hoy a oír la misa del padre vicario.

—Lo sé, pero sin embargo, pudiera ser que las señas que yo diese de
su persona —aquí advirtió don Juan que la huéspeda mudaba de color—
hiciese venir a usted en conocimiento de quién sea.

—Diga, pues, señor caballero —prorrumpió la huéspeda morena, pero con
visible agitación.

—Su edad es entre la mocedad y la vejez, su persona parece ser de
hombre robusto y asendereado, sus movimientos anuncian la agilidad que
solo se adquiere con el ejercicio de las armas.

—O haciendo pasteles —dijo detrás de don Juan la misma voz que en la
iglesia causó el desmayo de fray Miguel de los Santos.

—Pardiez —exclamó don Juan, que familiarizado ya algún tanto con las
sorpresas, recibió la nueva aparición con menos asombro que era de
creer—; pardiez, hermano, me alegro más de haberos encontrado que si el
rey me hubiera hecho merced de alguna encomienda.

El incógnito, que llevaba su gran sombrero calado como siempre hasta
las cejas y los brazos cruzados sobre el pecho, dejó a don Juan decir
libremente, y continuó andando hasta colocarse de pie en frente de él
y al lado de la pastelera, cuyos ojos, desde el momento de su entrada,
no se apartaron del suelo.

El silencio duró algunos instantes; quien lo rompió fue el pastelero.

—Señor caballero: si en efecto lo es usted, puede saber que la
curiosidad indiscreta es gravísimo defecto, propio más bien de
mujercillas y hombres bajos que de gente noble y principal. Pero usted
es mozo, y como tal no es extraño que aún no haya aprendido a moderar
sus pasiones. Yo no soy ni quiero ser un misterio, y ciertamente creo
que para correr a usted bastaría decirle que el que ahora le está
hablando es el pastelero de Madrigal, su humilde criado.

El principio de esta arenga inflamó al irascible don Juan; cuanto más
era la razón con que el pastelero le reprendía tanto mayores eran
su mortificación y cólera; pero cuando oyó a aquel hombre concluir
declarando su oficio, sin embargo de que la tal declaración se hizo
con un tono indefinible que ni bien era amargo, ni irónico, ni cortés,
ni grave, fue tan poderosa con él la risa que prorrumpió en una gran
carcajada.

Esta se prolongó tanto que la pastelera acabó, como a pesar suyo, por
hacer otro tanto, y hasta el mismo dueño de la tienda dio muestras de
abandonar por un momento su austera gravedad.

Así se pasó algún tiempo, y sabe Dios el que se hubiera pasado si
en medio de aquella inmoderada y acaso intempestiva alegría, no se
dejara ver en la puerta de la calle, que estaba abierta, un hombre, o
esqueleto de tal, alto, flaco, carilargo, ojihundido, vestido de negro,
con un lío de papeles debajo del brazo y un gran tintero de cuerno en
la mano; el escribano, en fin, en cuerpo y alma, si es que la tenía.

—Abran aquí a la justicia —dijo parándose en el umbral de la puerta.

Y esta frase fue la primera noticia que de su venida tuvieron los
tres reidores; al oírlas cesó la risa, cada cual fijó los ojos en la
puerta, y don Juan, viéndola abierta de par en par y que el fantasma
que en ella había decía sin embargo que se la abriesen, estuvo por
empezar de nuevo a reírse: contúvole empero la idea de que aquel hombre
era al cabo un ministro de la justicia, y se contentó con decirle:

—Por más abierta no doy una blanca; entre usted, que bien puede.

La pastelera se inmutó extraordinariamente; sus manos, que don Juan
notó ser de primorosa estructura y no embrutecidas por el trabajo,
se cruzaron sobre sus faldas con un movimiento convulsivo y casi
involuntario; perdió el color del rostro y echó una mirada al cielo
como pidiéndole protección.

Del pastelero no fue posible juzgar, pues el ala del sombrero le
cubría, como se ha dicho, toda la cara, y en su persona no se notó
movimiento que anunciase temor ni sorpresa como no fuese el echar la
mano al puño de una daga corta que llevaba casi oculta entre los
pliegues del vestido, y aun esto con tanta negligencia y espacio, que
más parecía movimiento casual que de precaución.

No bastó la invitación de don Juan para que el escribano pasase
adelante, sino que despreciando el aviso del caballero se dirigió de
nuevo al dueño de la casa, repitiéndole en su falsete:

—Abran aquí a la justicia.

—Abierto está; entre la justicia cuando quiera —respondió el pastelero.

Y entonces el escribano entró, seguido de dos alguaciles y cuatro
robustos mozos armados con alabardas, mohosas, sí, mas de un tamaño
respetable.

«Este Madrigal —dijo para sí don Juan viendo aquello— es villa
maravillosa, o se ha trastornado desde que estoy en ella: ¿qué va a que
se llevan preso a mi huésped?».

Mientras hacía estas reflexiones, dos de los alabarderos se quedaron
guardando la puerta, y otros dos se colocaron a los costados del
escribano, quien tranquilo al parecer con aquella escolta, empezó a
decir:

—Gabriel de Espinosa: el rey nuestro señor, y en su nombre el señor
corregidor de esta villa, y yo, por comisión de su señoría, expedida en
debida forma, según más latamente consta en autos, os requerimos para
que en este mismo instante nos entreguéis, para que puesto en lugar
de seguridad y juzgado, y _secundum alegata et probata_, conforme a
derecho, sufra la pena a que haya lugar, la persona de un asesino que
tenéis en vuestra casa pastelería, sita en la villa de Madrigal, en el
reino de Castilla la Vieja.

—Señor escribano, mi casa no es, ni ha sido nunca, asilo de
malhechores. Usted viene engañado, pues en ella no hay persona alguna
forastera, como no sea ese gentilhombre que usted está viendo, que
seguramente no tiene trazas de asesino.

—Nada más engañoso que la apariencia —replicó gravemente el escribano—.
Cierto no es el hábito que acostumbra vestir la gente maleante el
que vemos en la persona que usted nos señala; pero como por lo demás
convienen en ello todas las señas contenidas en el auto de oficio y
mandato de prisión de su señoría, fuerza será reconocer en este buen
hombre el asesino que buscamos.

—Mentís como un bellaco —gritó furioso don Juan, irritado con tan
rigorosa y no merecida acusación.

—Favor a la justicia —exclamó el escribano.

Y al mismo tiempo sus dos satélites, enristrando las lanzas, le
pusieron a don Juan las puntas al pecho obligándole a retroceder hasta
la pared, sin darle tiempo para tirar de la espada.

Sin embargo de verse en tan crítica posición, aún pudo tirar de un
puñal, y hacía ademán de resistirse con él. Los alabarderos, por su
parte, irritados con sus amenazas, le apretaban tanto con sus armas que
hubo momento en que realmente pudo decirse que estuvo a un dedo de la
muerte.

El escribano se había retirado hacia la puerta: el pastelero miraba
desde el lugar en que le cogió el principio de aquella escena singular
el valor de don Juan; pero la morena, más sensible y arrojada, corrió a
los mozos, separó con sus manos las puntas de las alabardas del pecho
del caballero, y poniéndose delante de él, le dijo:

—Entréguese usted a la justicia; si es inocente, como lo creo, no
estará mucho tiempo en sus manos; y si fuese culpado, sobre que la
resistencia sería inútil, no haría más que perjudicarle en su causa.

El raciocinio era concluyente; pero todavía más que su evidencia
pudo con don Juan la dulzura de la voz, el tierno interés con que se
pronunció, y la expresión hechicera del rostro de la que con razón
llamó su libertadora.

—Usted —contestó— acaba de salvarme la vida, y justo es que yo ponga
mis armas a sus pies —y, en efecto, lo hizo así—: disponga, pues, vuesa
merced de mi persona, y crea que desde este instante se ha ganado un
amigo, que lo será mientras viva.

No replicó la pastelera, sino que cogiendo la espada y puñal de don
Juan los puso sobre una mesa, y dirigiéndose al escribano, le dijo
desdeñosamente:

—Ya puede hacer su oficio.

Don Juan, adelantándose entonces hacia el secretario, sin soberbia ni
humildad le dijo:

—Soy vuestro preso; pero acordaos que soy noble, y mi familia poderosa.

Concluidas estas palabras, los cuatro mozos de las alabardas cogieron
en medio al hermano del marqués y salieron procesionalmente de la
pastelería, cerrando la marcha el escribano, y dirigiéndose todos hacia
la casa-posada del señor corregidor, que estaba esperando al presunto
reo con alguna impaciencia.

En el tránsito se agregaron muchas personas, que ya el aparato
desplegado por la autoridad en la prisión de don Juan había reunido a
la puerta de la pastelería; la mayor parte de ellas que andaban por las
calles, y no pocas de las que estaban en sus casas y vieron pasar el
singular acompañamiento de nuestro caballero.

—¿Por qué llevan preso a ese mancebo? —preguntó uno de modo que el
interesado pudo oírlo.

—No sé —respondió otro—, pero, según dicen, ha cometido un asesinato.

—Imposible —interrumpió una mujer—, imposible: ¡si es tan galán!

—Sí, como él sea galán, nada malo puede hacer —exclamó gruñendo un
hombre que, por la amabilidad que con ella usaba, se conocía ser su
marido.

—Señores, es un hereje.

—Judaizante, judaizante.

—No hay tal, señores, es un morisco disfrazado.

Todas estas conjeturas más divertían a don Juan que le mortificaban,
pues, seguro de su inocencia, lo estaba de justificarse de cualquier
crimen que se le imputara.

Pero de repente, y de entre las personas del pueblo que más distantes
estaban del preso, sale una voz de trueno gritando:

—Matadle, matadle al asesino, al sacrílego.

Este apóstrofe produjo un momento de horror y profundo silencio; pero a
poco se oyó un ruido sordo como el del mar en el momento de empezarse
una tempestad.

Los habitantes se hablaban entre sí, y casi todos a un tiempo: la
pregunta «¿Y qué es lo que ha hecho?» vuela de boca en boca. Pero el
estrépito es tal, la diferencia de voces y la agitación tan grandes,
que la respuesta no se da, o no puede llegar a los oídos del interesado.

Un momento después, la voz de «¡Muera!, ¡matadle!, ¡a la hoguera!» es
general; los alabarderos, los alguaciles y el escribano bastan apenas
con amenazas, con razones y ruegos, a contener aquellos furiosos, que
más de una vez estuvieron a punto de arrojarse sobre la persona de don
Juan, y de hacerle pedazos.

Decir que este caballero iba tranquilo en tan amargo trance sería
falso, inverosímil. El amor a la vida es natural, y perderla inocente,
sin esperanza de gloria y por el necio capricho del vulgo ignorante,
será siempre muy cruel, por más que suceda alguna vez en todos siglos y
épocas.

Sin embargo, fuera de ponérsele el rostro amarillo como la cera, no
dio nuestro don Juan otra señal de temor. De buena gana se hubiera
tapado los oídos para no escuchar las horrendas imprecaciones que de
todas partes, y sin cesar, llovían sobre él; pero conoció que sobre
no poder excusarse de oír lo que le mortificaba, pues los pulmones
de los madrigaleños eran de bronce, o tal le parecían, dar aquella
prueba de debilidad sería indecoroso y a propósito para alentar en sus
sanguinarios proyectos a aquellos amotinados.

Uno de estos hubo tan osado que, deslizándose por entre dos de los
alabarderos, llegó a coger un brazo al preso; mas este, conociendo
lo crítico de su situación y que solo arrostrándolo todo era como le
quedaba alguna esperanza de salvarse, le descargó en la cabeza un golpe
tan furioso y tan bien aplicado que dio con él en el suelo, en donde
se quedó como muerto. Tal fue el aturdimiento que tuvo.

Los alabarderos viendo aquello, e interesándose como es natural por un
hombre indefenso y expuesto a la ira de todos, y que sin embargo tan
valiente se mostraba, enristraron las alabardas, y cerrándose en torno
de él, lograron, no sin trabajo, abrirse paso por medio de la multitud
que por todas partes les rodeaba.

El escribano intentó al principio resistir al tumulto con autoridad,
conminando a los amotinados con diversas penas si al punto no le
dejaban el camino expedito para que la justicia pudiera ejercer
libremente sus funciones. Pero nadie le hizo caso, y hubo quien llegó a
contestarle con muy poca cortesía.

Visto esto varió de rumbo, empezó conviniendo con los habitantes en la
enormidad del delito del prisionero, y la justicia del castigo que para
él pedían; pero les suplicaba que dejasen a cargo de los magistrados
puestos por el rey aplicar la pena que conviniese, citándoles en apoyo
de su opinión cuantos aforismos, leyes, comentarios y pragmáticas le
vinieron a la memoria. Mas ni nadie atendía a su aflautado y meloso
acento, ni aunque hubiesen atendido sirviera de nada, pues una vez rota
por el pueblo la barrera del orden, ¿adónde pararán sus extravíos? Dios
solo alcanza saberlo.

A pesar de todo permaneció firme en su puesto el escribano hasta la
ocurrencia de que últimamente hemos hablado, pues así que vio caer a un
hombre en el suelo, fue tan pánico el terror que de él se apoderó que,
escabullándose por entre los circunstantes, encorvado para que se le
viese menos, se dio tan buena maña que en pocos instantes se vio fuera
del campo de batalla con no poca satisfacción suya.

Entre tanto los mozos de las alabardas, valientes como castellanos
de entonces, continuaban lenta y penosamente su marcha, y el pueblo
gritaba a más y mejor contra el pobre don Juan, que daba al diablo la
hora en que se le antojó venir por Madrigal, y quisiera más entonces
habérselas con todos los tudescos del mundo que con sus furiosos
compatriotas.

Llegaron por fin al umbral de la casa del corregidor y la hallaron
cerrada, gracias a la prudencia de la consorte de este, doña Petronila,
que informada por un oficioso vecino de lo que ocurría en el pueblo,
dispuso tomar a todo evento la precaución de no dejar que nadie entrase
en su casa hasta que todo estuviese sosegado.

Por más que los alabarderos llamaron, por más que suplicaron, la puerta
no se abría.

El corregidor, puesto a la ventana del piso principal, colocada
precisamente encima de una de las rejas del cuarto bajo, decía
constantemente:

—Hijos, no puedo abrir; mi mujer tiene la llave.

—Ya se ve que la tengo —exclamaba desde el interior del aposento la
voz cascada de la dueña—, ya se ve que la tengo, y no la daré.

Los amotinados se agolpaban; su furia, lejos de disminuirse, iba
tomando incremento, y era visible que en breve todos los esfuerzos de
los cuatro alabarderos serían inútiles para salvar al infeliz don Juan.

Este, conociendo desde luego toda la intensidad del peligro, echó una
mirada en rededor de sí, ve la reja, da un salto, gatea por ella,
alcanza la ventana a que el corregidor estaba asomado, y entra por ella
en el aposento.

Inmediatamente coge al magistrado absorto por el brazo, le retira de la
ventana, cierra vidrieras y contraventanas, y rendido de fatiga y de
sobresalto se arroja sobre un sillón.

Al ver el pueblo el arrojo de don Juan, todo él prorrumpió en un grito
de espanto, del que se formará una idea el que haya oído exclamación
universal de los concurrentes a la elevación de un globo en cuya
barquilla se ve algún atrevido areonauta.

Pero a la admiración sucedió el furor y el grito de derribar la puerta,
que sonó en los oídos del corregidor como la sentencia de su muerte.

[Ilustración]




CAPÍTULO III

        Doleos la dueña.
      Doleos de mí
      Si no me amparades
      Es fuerza morir.
        —Mal hora que os coja,
      ¿Por qué aquí venís?
      Ni sé vuestro nombre,
      Ni jamás os vi.
        —Salvadme, que os juro,
      Que voy a morir
      Sin culpa ninguna.
        —Mancebo, venid,
      Que soy compasiva
      Y mujer al fin.

          (_Romance inédito_).


Mientras que en la calle se discutía tumultuariamente sobre si sería
más conveniente echar abajo la puerta de la casa del corregidor, o
cercarla tomando todas las avenidas a ella, de manera que el fugitivo
no pudiera absolutamente escaparse de sus manos, es imponderable la
apurada situación del magistrado, su mujer y don Juan.

Por de pronto, la sorpresa en los dos primeros, y en el último el deseo
de la conservación, no dieron lugar a ningún otro pensamiento; pero
pocos minutos bastaron para que cada uno de ellos hiciera reflexiones
sobre su posición, y análogas a su carácter.

El corregidor repasaba en la memoria las penas impuestas por la ley
al escalamiento; pero al mismo tiempo veía con disgusto no serían
aplicables en aquel caso, porque era claro que solo el inminente
peligro de su vida movió al acusado a tomar por asalto la audiencia de
su señoría. Sin embargo, lo que más le mortificaba era cierto escrúpulo
sobre si tendría o no que inhibirse del conocimiento de aquella causa,
pues como testigo presencial del escalamiento su deposición se hacía
necesaria, y le imposibilitaba de ser juez en ella.

Doña Petronila empezó por ceder a la timidez de que en general
adolece su sexo, y aun estuvo muy cerca de tener un desmayo; pero
venturosamente se hizo cargo de que su ilustre esposo tenía demasiado
miedo para socorrerla entonces, y el recién venido cosas de más
importancia en qué pensar, y resolvió contentarse con derramar algunas
lágrimas por el momento.

Don Juan, después de recobrado algún tanto, prestó la mayor atención a
las voces de los amotinados, y a poco se hizo cargo de sus intentos,
los que fácilmente se figurará cualquiera, que le alarmaron en extremo.

—Amigo, quien quiera que seáis —dijo dirigiéndose al magistrado—, en
vuestra mano está salvar la vida de un hombre que sin saber por qué, ni
haber cometido crimen alguno, es el objeto de la furia de esa canalla.

—Doña Petronila, esposa, ya oís lo que dice este hombre.

—Sí, ya oigo, y más valiera que ese hidalgo no hubiera venido a
ponernos en tan grave peligro.

—Señora, el peligro en que yo mismo me hallaba es mi disculpa.

—¿Y quién le mandó ponerse en él, señor mío?

—El demonio, que sin duda me inspiró el pensamiento de venir a este
malaventurado pueblo.

—¡El demonio! —murmuró aparte el corregidor—; _vade retro_. Este hombre
tiene pacto.

—Sí, sí —contestó la corregidora, que iba cobrando aliento—; echa la
culpa al pueblo de lo que la tienen sus malas mañas.

—¿Pero qué malas mañas, pecador de mí? ¿Qué mañas? ¿De qué me acusan?
Sépalo yo al menos.

—Traslado —respondió el magistrado.

—Le acusan —dijo su mujer—, del asesinato que ha cometido.

—¡Válganme todos los santos del cielo! ¡Yo asesino! ¿Y quién lo dice?

—Oiga, hermano, y escuchará cómo se lo dice todo el pueblo.

—¿Y eso basta?

—_Vox populi, vox Dei_ —dijo el juez.

Aquí interrumpió la conversación el estrépito horrible de las voces
de los amotinados, que con más furia que nunca gritaban «¡Abajo la
puerta!», y como por vía de acompañamiento se oían los golpes que daban
en ella algunos impacientes con las astas de las alabardas que habían
logrado arrancar de manos de sus dueños, en tanto que recibían las
hachas que habían enviado a buscar.

—Toda discusión es ociosa, señores; dentro de algunos minutos seremos
todos víctimas de la rabia de esos desalmados si por caridad no me
indican vuesas mercedes un medio para huir de aquí.

Doña Petronila, mujer al fin, y conmovida con el riesgo a que conocía
se hallaba expuesta, quiso echar una mirada sobre su extraño huésped, a
quien hasta entonces no había examinado, temiendo hallarle espantoso;
pero cuando vio un mancebo tan bien dispuesto, y sereno hasta
cierto punto aun puesto en aquel duro trance, sintió enternecérsele
el corazón, y empezó a pensar en qué paraje podría ocultarle para
sustraerle a la espantosa muerte que sin duda le aguardaba.

Mujer que quiere, pocas veces no puede; un retrete en su propia alcoba,
cuya entrada, dispuesta ya con arte para que no se notase, era todavía
menos visible a causa de la oscuridad del lugar en que estaba, fue el
paraje que doña Petronila creyó a propósito para ocultar a don Juan. Y
en efecto, levantándose de su asiento le asió de la mano, diciéndole:

—Sígueme.

El hermano del marqués, en el entusiasmo de su gratitud, no vio ni los
sesenta años de doña Petronila, ni su figura colosal y descarnada, ni
los ojos a manera de perdiz, ni la mano semejante a la de una parca;
nada vio, repito, en aquella mujer sino un ángel tutelar que venía a
arrancarle de las garras de la muerte. Así es que imprimió en la mano
que le llevaba un beso tan ardiente como hubiera podido hacerlo en
la de la misma diosa Venus si en persona se le hubiese presentado a
ofrecerle sus favores.

No habían aún puesto el pie fuera del aposento la dueña y el
caballero, cuando les hizo pararse una voz que se oyó en la calle,
primero a lo lejos y repetida a pequeños intervalos, después muy
próxima, últimamente inmediata a la misma casa y universal, diciendo:
«¡Milagro, milagro!».

Casi al mismo tiempo cesaron los golpes de la puerta, y el ruido de
las pisadas anunció que los amotinados se retiraban, pero con tanta
precipitación que era una verdadera fuga, y repitiendo sin cesar el
grito de «¡Milagro, milagro!», que, debilitándose progresivamente,
acabó por dejarlo todo en el más profundo silencio.

Cuando llegó este caso, don Juan, que había permanecido en pie, y
siempre asido de la mano de doña Petronila, exclamó como maquinal e
involuntariamente:

—¡Milagro!

—¡Milagro! —repitió la dueña.

—¡Milagro! —tartamudeó el corregidor.

Después que ya fue evidente la partida de los amotinados, cada cual
se fue serenando progresivamente, y, como es natural, la curiosidad
sucedió desde luego al temor.

Lo ocurrido era, a la verdad, para tenerla. Don Juan, en un pueblo en que
a nadie conocía, en el que apenas hacía dos horas que se hallaba, sin
que durante ellas se hubiese querellado con persona alguna, se veía de
repente acusado, preso por la justicia, perseguido por el pueblo, y de
repente, también como por encanto, a la voz de «¡Milagro!» se verifica
en efecto el de dispersarse espontáneamente el tumulto, y esto en el
momento en que era muy probable consiguiesen su intento los amotinados.

Por su parte, el corregidor y su esposa, aunque enterados del crimen de
que se acusaba a aquel caballero, comprendían aún menos que él mismo la
dispersión del motín.

No tardaron mucho ni unos ni otros en salir de sus dudas; pero para
hacer inteligible la solución del misterio en cuestión nos es forzoso
volver atrás por un momento con el hilo de nuestra historia.

Recuérdese que hemos dicho que el aguijoneado don Juan, por el deseo
de conocer al que después vio ser el pastelero, había dejado al
vicario del monasterio de Santa María la Real desmayado, en brazos del
sacristán del mismo, y que inmediatamente echó a andar en busca de su
incógnito.

Sucedió, pues, que no pudiendo el sacristán entrar solo al fraile
desmayado en la sacristía, llamó en su auxilio a dos monaguillos, que
en efecto le ayudaron a echar al vicario sobre un banco y prodigarle
los socorros ordinarios en tales casos, como rociarle el rostro con
agua, hacerle oler vinagre, despojarle de parte del vestido, etc., etc.

Pero como a pesar de todos sus esfuerzos, y del movimiento que recibía
el cuerpo del padre vicario, no volvía de su parasismo, el pobre
sacristán, hombre pacato y de poco espíritu, exclamó afligidísimo:

—¡Válgame Dios: está como muerto el buen señor!

No aguardaron a oír más los dos monaguillos, muchachos de diez a once
años ambos, sino que echando a llorar amargamente salieron corriendo de
la sacristía dando grandes alaridos, en los cuales no se les oían más
palabras inteligibles que las de «Ha muerto el padre vicario».

Ya en esto, la mayor parte o todas las personas que quedaban aún en el
pórtico cuando salió don Juan de la iglesia, se habían retirado a sus
casas; los mismos individuos del ayuntamiento se habían dispersado, y
solos el corregidor y el escribano, con algún otro rezagado, estaban
bastante próximos a la iglesia para oír las lamentables exclamaciones
de los dos acólitos.

—Homicidio —dijo el corregidor.

—Homicidio —repitió el escribano.

Y recordando entonces con infernal sagacidad la salida de don Juan
de la iglesia después de todos los demás circunstantes, infirió como
consecuencia de la prisa y azoramiento que en él advirtió entonces,
que él era sin duda el asesino del padre vicario, e inmediatamente se
le comunicó a su señoría, quien contestó:

—Préndasele, y le ahorcaremos.

Con tan buenas intenciones, el escribano, hombre diligentísimo en
tales ocasiones, dispuso la prisión de don Juan en la forma que hemos
visto se verificó en la pastelería, y su ánimo era llevarle a casa del
corregidor para tomarle inmediatamente las primeras declaraciones.

La casualidad hizo que las primeras personas que se reunieron a la
comitiva de don Juan no estuviesen enteradas del crimen de que se le
acusaba; pero ya cuando se aumentó el concurso, se agregaron a él
uno o dos sujetos que, habiendo oído la conversación del juez con su
secretario en las inmediaciones de la iglesia, hicieron correr la voz
de que aquel hombre iba preso por haber asesinado al padre vicario en
la iglesia misma en el momento de acabar de decir misa, y revestido aún
de las sagradas ropas.

El delito era enorme en sí, atroz por la persona en quien se cometía,
y sacrílego por el paraje en que se suponía haberse cometido y
circunstancias que le acompañaban.

Pero sin embargo, para comprender bien el furor que encendió en el
pueblo, es preciso saber lo que amaba al que creía muerto.

Fray Miguel de los Santos era religioso del orden de San Agustín, y
portugués de nación, provincial de su orden en Lisboa, predicador,
confesor, y amigo del desgraciado rey don Sebastián: se unió, después
de su pérdida, en estrecha amistad con don Antonio, prior de Crato, que
fue, como es cosa bien sabida, uno de los pretendientes más obstinados
a la corona de aquel reino.

Fray Miguel debía a la naturaleza un carácter vehemente, entusiasta y
arrojado; así es que no supo sustraer a la suspicacia de Felipe su mal
reprimida adhesión a don Antonio.

El monarca español le hizo traer a Castilla encerrado en un coche con
guardias de a caballo, y le tuvo preso algún tiempo, hasta que, por
fin, o creyendo que el fraile se habría demudado con el infortunio, o
cediendo a empeños de poderosos, le concedió su libertad, enviándole
de vicario al monasterio de Madrigal, en el cual era monja profesa
la señora doña Ana de Austria, hija natural del inmortal vencedor de
Lepanto.

Costumbres irreprensibles, moral pura e indulgente para los demás
y severa para sí mismo, ayunos, penitencias, limosnas, la práctica
constante de todos los ritos exteriores de la religión, con más el
ejercicio, en cuanto le era posible, de las virtudes reconciliadas,
adquirieron a fray Miguel en Madrigal la reputación merecida de un
varón justo y un sacerdote ejemplar.

Nunca la miseria acudió en vano a la caridad de fray Miguel; y si
los socorros que daba no eran siempre tan cuantiosos como él hubiera
deseado, iban por lo menos acompañados de buenos consejos y palabras
compasivas, lenitivo muchas veces, si no remedio a nuestros males.

Con estos antecedentes es fácil hacerse cargo de la inflamación
extraordinaria y portentosa de los habitantes de Madrigal contra don
Juan de Vargas, que ni siquiera podía sospechar qué había hecho para
que tan mal le quisiesen.

Pero el pueblo estaba firmemente persuadido de que aquel caballero
había asesinado al vicario, y el castigo que la justicia le impusiera
le parecía tardo y suave; no se trataba ya de castigar un crimen
oscuro, sino de vengar a una población entera privada del protector
de los pobres, y lavar la afrenta hecha al templo del Señor con un
atentado inaudito.

Personas de Madrigal que por carácter, estado y edad no se hubieran
mezclado en el motín en ninguna otra ocasión, se unieron a él en
aquella. Hombres naturalmente compasivos pedían a voz en grito el fuego
y los tormentos más terribles para el que juzgaban culpado, y esto sin
tener la menor seguridad de que el crimen se hubiese cometido, mucho
menos aún de que ya que fuera así, fuese su autor el desgraciado a
quien quería sacrificar. Tal es el efecto de las conmociones populares,
movidas a veces para un solo fin, nunca muy honrado, pero que por
circunstancias podrá ser provechoso en un momento dado, y jamás se
contentan con lograrlo; como los graves aumentan velocidad en cada
instante sucesivo de su descenso, y como este aumento de velocidad
acrecienta la fuerza de la masa que desciende, así el tumulto aumenta
continuamente sus exigencias, se aumenta también sin cesar una especie
de fuego eléctrico que se comunica de hombre a hombre, los inflama a
todos, los funde, por decirlo así, en un solo cuerpo monstruoso, capaz
de todo lo malo, y nunca de nada bueno.

¿Son exageraciones? ¿Son frases de escritor? ¡Ojalá! Pero dígalo la
historia, y no hay necesidad de ir a buscar la antigua.

Volvamos a Madrigal. Las hachas acababan de llegar; ya dos de los más
robustos amotinados se habían apoderado de ellas, y se disponían a
empezar la obra de destrucción, cuando el grito de «¡Milagro!» se
oyó por primera vez en las últimas filas de los circunstantes, y los
que la formaban dieron a huir como gamos por calles y callejuelas,
persignándose al mismo tiempo con toda la devoción que la prisa les
permitía, y encomendándose cada uno al santo de quien era más devoto.

¿Cuál era la causa de su espanto y gritos? ¿Cuál el milagro que
anunciaban? La resurrección de fray Miguel de los Santos nada menos:
este religioso llegó a saber el peligro inminente en que se hallaba un
hombre acusado de haberle muerto; y a pesar de que su desmayo le había
puesto realmente enfermo, dijo la causa inmediatamente para salvar a
aquel infeliz.

La palidez de su rostro, su andar mal seguro, y la expresión
melancólica de su fisonomía le daban cierto aire poco común. ¿Qué más
necesitaba el pueblo para creer que era un muerto resucitado?

La palabra «milagro» volaba de boca en boca. Unos corrían porque habían
visto a fray Miguel; otros porque oyeron que venía; otros porque veían
correr a los demás; y finalmente, algunos porque temieron, quedándose
solos, pagar la culpa de todos por el desacato cometido contra la
justicia.

Así se disipó aquella tempestad; cada uno se fue a su casa sabiendo
menos sobre el asunto en cuestión que cuando salió de ella, ronco de
gritar, molido de encontrones y otros azares (pero al cabo contento
por haber sacudido por un instante el yugo de las leyes, aunque
nada hubiese conseguido). No faltó tampoco quien hallase de menos
el pañuelo, el dinero, o alguna alhaja de valor que llevaba en el
bolsillo; debió consolarse con la idea de que había pasado a manos de
alguno de sus cohermanos del motín, y probablemente no de los menos
celosos por el bien general.

Pero el hecho es que el motín se disipó, y que a pesar de lo que el
pobre vicario se esforzaba en gritar que no había milagro ninguno en
andar por las calles un hombre de carne y hueso, y que él no había
muerto, que viniesen y le tocasen verían como estaba vivo, aquellos
señores, cuanto más los llamaba, más huían, diciendo que no querían
nada con muertos.

Vista la inutilidad de sus razones, continuó fray Miguel su marcha
hasta la puerta de casa del corregidor, y llegando a ella dio dos o
tres golpes con el aldabón.

Oírlos el juez y pegar un salto, de resultas del cual se quedó en
cuclillas, como una mona, sobre el sillón que ocupaba, todo fue uno.

Doña Petronila, creyendo también que volvía a empezar de nuevo la
persecución, quería llevarse a don Juan adonde ya tenía proyectado
esconderle; pero Vargas, más acostumbrado a los peligros que los dos
esposos, no quiso consentir en ello.

—No, señora —dijo—; estos golpes no son ya de persona que intenta
forzar la puerta, sino de uno que pretende que se la abran. Además, el
profundo silencio en que estamos es prueba evidente de que la canalla,
por milagro en efecto, ha abandonado el campo. Tal vez el que llama
es algún amigo: veámoslo. Y sin esperar respuesta ni dar lugar a
reflexiones, abrió la ventana, y viendo, con no poca satisfacción suya,
la calle enteramente desembarazada, preguntó:

—¿Quién va?

—Fray Miguel de los Santos —respondió el fraile.

El corregidor se tiró desde el sillón al suelo, se tapó la cara con las
manos, y además se puso como si besara la tierra, no cesando de decir
apresuradamente y sin intermisión:

—¡Abrenuncio, Satanás; abrenuncio, Satanás!

Su mujer, más atrevida, sacó inmediatamente su rosario, y adelantándose
hacia la ventana, haciendo la señal de la cruz empezó a decir:

—«De parte de Dios te digo, ánima de fray Miguel, que me digas a qué
vienes, y si estás en pena, por qué, y qué quieres que hagamos para
sacarte de tan mal estado».

Durante esta arenga, que el pobre juez acompañaba con su refrán de
«Abrenuncio, Satanás», el cual producía un zumbido muy semejante al
del moscón, don Juan, absorto, hubo un momento en que estuvo tentado a
tener miedo y ponerse también a rezar por su parte; pero juzgó después
más prudente pedirle la explicación de aquel misterio al fraile,
que con paciencia admirable estaba esperando a que doña Petronila
concluyese su exorcismo.

—¿Qué es esto, padre? Dígame vuesa reverencia si la gente de Madrigal
pierde el seso periódicamente tal día como hoy en cada año.

—Señor caballero, que tal lo parece usted —dijo fray Miguel—, esa
señora me cree muerto, y por mano de usted.

—¡Jesús!, ¿y cómo?

—Eso se alcanzará si usted logra que se convenzan de que, gracias a
Dios, vivo todavía, estoy bueno y sano, y lejos de haber recibido de
usted el menor insulto, aún tengo que agradecerle algún servicio.

Era menester ser muy necio o muy obstinado para negarse a dar crédito
a un hombre que con tan buenas razones probaba que vivía. Doña
Petronila, que si bien no era joven ni agraciada, y sí dominante y un
tanto colérica, tenía sin embargo una cantidad de razón regular, se
convenció, pues, de que en el supuesto asesinato del vicario había
habido algún extraño error: desde luego mandó a su esposo que creyese
que realmente estaba en esta vida fray Miguel.

—Doña Petronila, ¿estáis segura?

—¿Cómo es eso?, ¿cuándo no estoy yo segura de lo que digo?

—Ya, pero cuando son cosas sobrenaturales...

—¿No basta que os lo diga yo? Id noramala, y mandad que abran la puerta
a su reverencia. Ya van, fray Miguel, ya van. Vamos, muévase.

El pobre corregidor, a pesar de que conservaba su recelo, no tuvo más
remedio que obedecer, y, gracias a sus providencias, a poco tiempo
entró fray Miguel en el aposento que fue teatro de la escena de que
acabamos de ser testigos.

Haciendo una ligera inclinación de cabeza a la dueña de la casa, se
dirigió el vicario hacia don Juan, diciéndole:

—Señor mío, en cuanto hoy ha pasado espero que usted me hará la
justicia de creer que yo no he tenido la menor parte. Un parasismo que
al retirarme de decir misa me sorprendió a la entrada de la sacristía...

—Del que fui testigo felizmente, pues evité que vuestra reverencia
viniese al suelo.

—Favor que ya sospechaba deberos, y a que estaré eternamente
agradecido; ese parasismo, pues, ha dado lugar a creer, por una
combinación de concomitancias que sería muy prolijo explicar ahora,
que yo había sido víctima de un asesinato y vos el homicida. El señor
corregidor, y perdóneme su señoría que se lo diga, ha obrado con
vos ligeramente, dando lugar a cuantos desórdenes han ocurrido, y
exponiendo a una persona inocente a gravísimos riesgos. Usted, señor
caballero, tiene sin duda derecho a reclamar daños y perjuicios; pero
yo fío en que por amor de la paz, y por mi intercesión, si de ningún
valor por lo escaso de mis méritos, de algún peso a lo menos por el
santo hábito que visto, querrá usted darse por contento con que yo en
nombre de todo el pueblo le pida perdón por lo ocurrido, y perdonando,
en efecto, como buen cristiano, se vendrá conmigo a mi celda por el
tiempo que tenga a bien pasar en este pueblo y honrar a su servidor.

Don Juan contestó a este razonamiento aviniéndose a todo; y dando
gracias a la corregidora, y aun al corregidor, salió de su casa
acompañado del fraile y razonando con él sobre lo ocurrido en aquella
mañana.

No podía Vargas menos de conocer en su interior que a todo había dado
lugar su curiosidad verdaderamente pueril; pero a pesar de ello, lo que
más sentía era el no haber podido descubrir el misterio del desmayo de
fray Miguel al nombrarle el pastelero.

Cuántas penas le costó su fatal empeño, lo veremos en el curso de esta
historia si nos alcanza la paciencia, al lector para hacerse cargo de
ella, y a mí para concluirla.

[Ilustración]




CAPÍTULO IV

  Pero estorbóselo una carreta que salió al través del camino, cargada
  de los más diversos y estraños personajes y figuras que pudieron
  imaginarse.

                       (Cervantes: _Don Quijote_, parte 2.ª, cap. 11).


Sosegado el pueblo de Madrigal, y enterado después de algunas horas
de la falsedad del hecho que dio lugar al motín, volvieron las cosas
al orden regular. La tarde del mismo día del tumulto, aprovechando la
hermosura del tiempo, salieron a paseo a una pradera inmediata a la
villa gran parte de sus habitantes.

Acostumbraban los mozos a reunirse en aquel paraje los días festivos,
con objeto de recrearse en diversos ejercicios corporales, haciendo en
ellos alarde cada cual de su fuerza y habilidad.

La barra, la carrera y la lucha para los plebeyos; montar a caballo,
arrojar una lanza, tirar al blanco y correr sortijas para los nobles.

Las mujeres asistían a estos espectáculos, como a todos, para ver y ser
vistas. Su presencia servía de estímulo al valor de los combatientes;
hombre que en las circunstancias ordinarias no hubiera levantado del
suelo un peso de dos arrobas, levantaba seis solo por estar delante
su amada. ¿Qué esfuerzos no hará un hombre por no verse humillado a
presencia de su dama? El que amando no es valiente, seguro es que nunca
lo será.

Habíale sido forzoso a don Juan ceder a las instancias de fray Miguel
y acompañarle a su celda a comer con él. Durante la comida intentó
Vargas diversas veces hacer que la conversación recayese sobre el lance
de aquella mañana en la iglesia; mas el vicario se obstinó en eludir
constantemente sus deseos, y viéndose ya últimamente muy apretado por
el caballero, pretextó ocupaciones importantes y rompió la conferencia
más apresurada que cortésmente.

Libre don Juan, se encaminó sin detención a la pastelería, pero la
encontró desierta. Su criado, que estaba en la puerta del mesón, le
dijo que los pasteleros habían salido con ánimo, según creía, de
pasearse en la pradera.

Informádose entonces de dónde estaba esta, y dirigido por una persona
que la casualidad hizo pasase por allí para ir al paseo, el caballero
se resolvió a hacer otro tanto. Su llegada causó alguna sensación
en la concurrencia, pero como ya se sabía la inocencia de Vargas,
avergonzadas las gentes de su proceder con él, más bien le mostraron
atención que curiosidad indiscreta.

Él por su parte, como hombre de mundo, mostró haber ya olvidado lo
ocurrido, y tomó parte en las diversiones como uno de tantos.

Aquí seis u ocho robustos mozos, labradores por las trazas, arrojaban
una pesadísima barra como si fuera un junco; más allá otros levantaban
piedras enormes con las manos o los dientes.

Dos amigos luchaban a brazo partido a presencia de un concurso
numeroso; sus músculos tendidos, su arrebatado color y sus esfuerzos
repetidos y constantes, hacían un singular contraste con la sonrisa que
se dejaba ver en los labios de ambos y las palabras cariñosas que se
dirigían; mientras que por el contrario, en otro corro, dos rivales en
amor, desafiados al salto, y combatiendo delante de su dama, se miraban
con un ceño espantoso, y hacían unos esfuerzos desmesurados para
obtener la victoria.

Corría sucesivamente Vargas todos los grupos, y en todos ellos, aunque
formados en gran parte por los mismos que habían querido quemarle vivo
aquella mañana, encontró la más urbana acogida, pues siempre se le
abrió paso para que ocupando la primera fila gozase con mayor comodidad
del espectáculo.

Aquí le consultaban sobre un lance dudoso; allí le pedían su aprobación
como necesaria para confirmar el triunfo del vencedor; en una palabra,
todos a porfía se esmeraban en reparar el agravio que le habían hecho.

No pudo menos Vargas de corresponder lo mejor que supo a tanta
cortesía, alabando a los felices, consolando y animando a los vencidos,
y sobre todo, ponderando con encarecimiento cuanto presenciaba, como si
nunca tal maravilla hubiese visto.

Pero ya empezaba a fatigarse de un espectáculo que muy poca o ninguna
diversión podía ofrecer a un cortesano, soldado y viajero, cuando de un
extremo de la pradera salió una voz estentórea diciendo:

—Aquí, aquí, caballeros, van los comediantes a ofrecer a vuesas
mercedes la más extraña y bien dispuesta farsa que nunca han oído.

Este cartel parlante, repetido algunas veces y que, como ya se ha
visto, prueba la antigüedad de las notas laudatorias y preventivas
conservadas hasta nuestros días en los anuncios teatrales, con no poca
ventaja de gran parte del público que, poco acostumbrado a formar
juicios, se encuentra ya hecho el de la pieza que va a ver, y esto
regularmente por mano del autor, que es quien mejor debe conocer el
parto de su entendimiento y juzgarlo con más imparcialidad, este
cartel, digo, deshizo todos los corrillos, reuniendo al público entero
delante del paraje en que iba a hacerse la representación.

Desde luego nadie creerá que se tratase de teatro: nada menos que eso;
ni siquiera una barraca como las que los tratantes forman hoy en las
ferias y romerías.

Todo el aparato consistía en cuatro puntales hincados a mano en el
suelo, y que terminándose en forma de horquillas por su extremo
superior, servían de apoyo a otros cuatro palos horizontalmente
colocados y dispuestos en forma de figura cuadrada.

De estos pendían, no sé si diga cortinas o harapos, que cerrando tres
lados del rectángulo solo dejaban uno descubierto, para que por él
pudieran los concurrentes gozar del espectáculo.

Detrás de la cortina del fondo estaba colocada la música, mejor diré
el músico, que tocaba una dulzaina y a más un tamboril guarnecido de
sonajas, instrumentos que producían una armonía grata, por lo menos a
la mayor parte de los oídos para los que estaba destinada.

Una carreta como la que Cervantes describe con la gracia inimitable
de su genio condujo a una compañía de farsantes a Madrigal, por
casualidad, el día en que nos hallamos.

Al pasar por la pradera, y viéndola llena de gente, le pareció bien al
autor de ella dar una representación _in promptu_ para sufragar con
ella los gastos que en aquella noche habrían de hacer.

En un instante saltó a tierra la _turba alegre y regocijada_, plantó
los palos, colgó las cortinas, y el gracioso anunció la función.

Entre tanto, y en el mismo paraje en que el de la dulzaina soplaba
a más y mejor, agitando cuanto podía las sonajas del tamboril, los
actores se vestían o se desnudaban, que la cosa ofrece sus dudas, y el
anunciante, vestido de mogiganga y cargado de cascabeles, recorría con
el sombrero en la mano la concurrencia, con el piadoso fin de recoger
lo que cada uno tuviese voluntad de dar, o él maña suficiente para
sacarle.

—Ea, caballeros, sean generosos con los pobres farsantes que hacen
oficios de disipar sus melancolías, muchas veces a costa de haber de
tragarse las suyas, y no pocas sin tener que tragar. Usted, señor
galán, que tan embebido está contemplando, no quiero decir a qué dama,
sea garboso en su presencia, que nada cautiva más a las mujeres que la
liberalidad. Dele Dios tan buena suerte en amores, señor mío, que nunca
encuentre mujer con quien casarse.

—¿Cómo, deslenguado, así trata a quien le ha dado más él solo que
cuantos hasta aquí le han hecho limosna?

—Limosna, señor gentilhombre, es la que se da de buena voluntad, y sin
más interés que el de servir a Dios; pero no lo es lo que se le paga a
un hombre por solazarse, viéndole hacer sus pocas o muchas habilidades.

—Insolente...

—No se enoje, que yo la llamaré limosna, si en eso estriba la paz;
¿pero por qué se queja, si en pago de su liberalidad le deseo tanta
suerte en amores, que no encuentre mujer con quien casarse? ¿Pues,
pecador de mí, no se acaban para el que se casa los galanteos? Y ya que
el tal casado lo sea tan malo que aún conserve tales aficiones, ¿qué
mujer que no sea la que ninguno de nosotros quisiera que fuera la suya
ha de dar oído a sus requiebros?

Diciendo así, continuó su camino el farsante, dejando corrido a su
contrario.

Al pasar por delante de don Juan de Vargas, cierta especie de instinto
de su profesión le hizo conocer que no era persona a propósito para
irle con bufonadas, y así se contentó con alargar el sombrero, en el
cual recibió una ofrenda tal que le obligó a inclinarse profundamente
por dos veces seguidas.

Pidiendo a unos, burlando a otros, y sacando más o menos de casi todos,
iba ya el gracioso o bobo, como entonces se llamaban, a retirarse;
pero viendo llegar a la reunión tres personas más, le pareció mejor
esperarlas para ver qué podían dar de sí.

—Más vale tarde que nunca, señores míos; sean vuesas mercedes muy bien
venidos, y por vida del inventor del arte que profeso, que hubiera sido
gran lástima no viesen nuestra función los dos ojos más bellos que en
cara de mujer se han visto.

El pastelero, que él era quien con la morena y el mulato acababa de
llegar, como siempre con el sombrero calado hasta las orejas, no
respondió palabra al agasajo que a su compañera se le hacía, sino que
metiendo la mano en el bolsillo y sacando una moneda de plata la echó
desdeñosamente en el sombrero del que pedía, diciéndole:

—Está entendido.

El cómico se retiró contento con lo que había recogido, y anunciando
que la función iba a empezarse.

—Vecina, ¿ha visto lo que ha dado el pastelero? —dijo una vieja a otra
que estaba a su lado y cerca como ella del objeto de la pregunta.

—No, tía Juana: ¿ha dado algún pastel?

—¡Bien!, no sé de qué les sirven los ojos a algunas personas. ¿Pastel
había de dar? Menester era para darlos que empezara por hacerlos; ha
dado una moneda de plata.

—¡Moneda de plata! ¡Virgen santa! ¡Moneda de plata un pastelero! ¿Quién
vio tal? Y un pastelero que no hace pasteles, y que nadie sabe cómo
vive.

—Verdad es, vecina, que me tiene asombrada este hombre. Yo no sé, ni he
podido saber nunca quién es, ni de dónde vino. Un mes hace que está en
el pueblo, y en todo él no he cesado de averiguar...

—Sí, sí, bonito es él para averiguarle la vida; ni aun el rostro he
podido verle a mi gusto, y eso que el otro día encontrándomelo de manos
a boca en la calle, que íbamos frente a frente, al llegar a él hice
como que se me caía algo de la mano inclinándome a cogerlo, me metí
debajo de sus mismas narices, pero qué, ni por esas: me conoció la
intención, y apenas yo me bajé dio un salto por encima de mí con más
ligereza que un corzo, dejándome afrentada y no poco medrosa.

—Pues no digo nada, vecina, de esa mujer que vive con él.

—Callen noramala las brujas —interrumpió un muchacho de unos catorce
años, que habiéndose presentado de los últimos logró sin embargo a
fuerza de codazos y empujones llegar hasta donde se hallaban las dos
vecinas, que era bastante cerca del estrado, si así podía llamársele.

—Deslenguado —replicó furiosa la que había dado principio al diálogo.

—Eso quisieran, abuelas, que lo fuese para que no pudiera haberlas
llamado por su nombre.

—Yo te aseguro, rapaz...

—¡Qué!, ¿qué vendrá a chuparme por la noche? Ya soy grandecito
para eso, madre mía, y cállese noramala, que no nos deja oír a los
representantes.

—Silencio, silencio —se oyó alrededor.

Y fuerza les fue a las dos Megueras tragar por entonces las injurias
del atrevido rapaz, quien de cuando en cuando las miraba con cierta
risa burlona, bastante a hacerlas desesperar.

En esto ya la representación había comenzado. El arte estaba
verdaderamente en su infancia. Solo un principio, o por mejor decir
un fin, era el que se proponían los autores: divertir al público. La
moral, si la había, era una cosa secundaria; riérase el espectador,
y el fin estaba conseguido. Las gracias, de que realmente abundaban
aquellas primeras composiciones, no eran siempre del mejor gusto.
La cultura del siglo se echaba de ver en las obras dramáticas; pero
obsérvese que al paso que gracioso y chocarrero en el teatro eran una
misma cosa, el espíritu de metafísica y controversia, que entonces
dominaba de tal modo que puede decirse era el carácter de la época, se
extendía hasta los diálogos de los personajes cómicos.

El amor sobre todo era el tema perpetuo de sus disertaciones, y lo más
singular que los disertantes eran siempre los mismos enamorados.

Que diserte del amor el que no ama; que el filósofo lo mire como una
aberración del entendimiento cuando ya ha cumplido los sesenta años;
que el fisiólogo nos diga que en el orden moral es una enfermedad, ni
más ni menos como en el físico lo es un tabardillo pintado, todo esto
se entiende y explica; pero que el poeta cómico, cuyo principal, cuyo
único estudio debe ser el del corazón humano, ponga en boca de personas
que quiere hacer pasar por enamoradas las más extrañas sutilezas sobre
el amor, y que haga pasar el tiempo a los amantes discurriendo en vez
de acariciarse, es cosa verdaderamente intolerable. Apelo si no al
testimonio de mis amables lectoras; díganme sinceramente qué pensarían
si el hombre que distinguen al llegarse a ellas, en vez de ponderar sus
atractivos, encarecer su cariño y ver por todos los medios posibles de
arrancar un dulce _sí_, entrara explicándolas el efecto de las pasiones
en el corazón y la cabeza, probando que cuando el hombre está dominado
por ellas es un demente, o citando como don Hermógenes a toda la
antigüedad para demostrar las que gustan de ellas.

Como quiera que sea, la farsa que se representó en Madrigal en la
ocasión que nos ocupa adolecía menos del tal defecto que otras muchas
de su especie.

El artificio era sencillo hasta no más. Un soldado que volvía manco
a su pueblo después de haber hecho la guerra algunos años era el
protagonista. Este personaje era el más entendido de la pieza, y en
un monólogo con que daba principio a ella regalaba al público con la
relación de sus trabajos interpolada con tres o cuatro batallas, que no
había más que pedir. En ellas, como de razón, el partido del narrador
era siempre el victorioso, pero con la singularidad de que la muerte de
tres o cuatro millares de enemigos nunca costaba a los vencedores más
pérdida que la de uno o dos contusos.

Extraña, peregrina y cómoda manera de pelear.

La familia de nuestro soldado había toda perecido durante su ausencia,
lo que unido a la ocupación judicial de sus bienes le dejaba realmente
en la calle; desgracia de que se lamentaba justamente, aunque con
alguna afectación y comparaciones un sí es no es forzadas, pues
revolvió, hablando de sus desdichas, la botánica entera, la astrología
y su poquito de historia, queriendo ponerse en parangón nada menos que
con Mario sobre las ruinas de Cartago.

En esto le deparó su buena ventura una zagaleja (papel que desempeñaba
un muchacho) inocente y compasiva, tratada de casar con Gilote, solemne
majadero a quien el autor escogió para gracioso de la pieza.

El resto se redujo a los amores del manco con la zagala, a los
ridículos celos de Gilote, y por último, a que este, burlado y
apaleado por el único brazo de su rival, tuvo que cederle el campo,
terminándose la función con una cantinela por el orden de lo que había
precedido, y que el público aplaudía a rabiar. Los concurrentes a
esta representación estaban todos de pie, formando un semicírculo
alrededor de la escena, de manera que la posición de ningún individuo
era constante.

La gente de edad avanzada no se avenía muy bien con la movilidad casi
perpetua de los jóvenes, pues de ella resultaba que muchas veces
perdían parte del diálogo; pero los muchachos, que en la facultad
de variar de puesto hallaban unos el medio de aproximarse al objeto
querido, otros el de comunicar sus observaciones a un amigo, y todos
finalmente el placer del movimiento, que en cierta edad es tan
necesario como el pan, oían con desprecio o no oían los gruñidos de sus
mayores, y continuaban andando de un lado para otro.

Vargas, así que vio presentarse al pastelero y a la morena en el
círculo de los concurrentes, formó el proyecto de unirse a ellos, y
al cabo lo logró después de sufrir pacientemente razonable número
de pisadas, encontrones, y aun dicterios de tal o cual anciano
atrabiliario por delante del cual tuvo que pasar en su marcha.

Todo lo dio sin embargo por bien empleado, y aun lo olvidó cuando por
fin pudo colocarse al lado de la morena.

Un movimiento casi imperceptible de cabeza y una mirada rápida de la
pastelera hicieron conocer a don Juan que esta le había visto.

«¿Será su marido este hombre, cuando tan tímida está en su presencia?
¡Pero qué diablos! Por más marido y más celoso que sea no podrá impedir
que yo agradezca el servicio que me ha hecho».

Pensando así, se aproximó a la morena, y en voz ni bien tan baja que lo
que decía llevara el aire de un misterio, ni tan alta que alcanzasen
las personas inmediatas a oír más de alguna palabra suelta de cuando en
cuando, dijo:

—Si tan flaca de memoria es usted, señora mía, que en pocas horas
olvida los beneficios que hace, yo presumo por mi parte de tan
agradecido, que sé decir de mí que viviera cien años sin olvidar la
merced que de su generoso corazón he recibido.

—Si habla de lo de su prisión —contestó la bella—, nada hay que
agradecerme en lo que hice, que no fue más que cumplir con mi
obligación.

Estas palabras se dijeron en tono natural, pero en seguida y tan bajas
que apenas pudo oírlo don Juan, a pesar de que en sus mejillas sentía
el suave aliento de su huéspeda, la cual añadió:

—Por Dios que se separe de mí, si no quiere por su cortesanía hacerme
graves perjuicios.

Gabriel de Espinosa, que distaba algunos pasos de los dos
interlocutores, y cuya atención durante su diálogo estaba al parecer
embebida en la farsa de los representantes, debió sin embargó oír lo
que la morena decía, pues en el momento en que don Juan, siguiendo su
aviso, iba a retirarse, volviéndose el pastelero a ella, dijo:

—¿Y por qué recibir con tan poca cortesía a ese caballero? Una
cosa es, Inés, que yo os tenga dicho que no gusto de galanteos, y
otra que no cumpláis como quien sois, quiero decir, como persona de
buena crianza, con quien tan buenos modos usa con vos. Usted, señor
caballero, siga si gusta al lado de esa mujer, que nadie en el mundo
pudiera impedírselo sino yo, y yo vengo en ello.

Dicho esto, y sin esperar respuesta, volvió la espalda, ocupándose como
antes exclusivamente en el espectáculo.

Mientras duraba su arenga Inés no hizo movimiento ni dio señal de
aplauso ni reprobación; pero cuando, ya concluida, volvió la cabeza y
vio a Vargas inmóvil como una estatua y con los ojos clavados en las
espaldas del pastelero, como si aún esperase a que añadiera algo a lo
dicho, no pudo menos de dejar escapar una de aquellas risas malignas
que ya habían desconcertado a don Juan más de una vez en la pastelería.

Perdíase en conjeturas el buen caballero, pues a pesar de ser bastante
despreocupado para su siglo, pertenecía sin embargo a él, y su claro
ingenio no bastaba a libertarle de la influencia de las ideas y
preocupaciones generales entonces.

Ya lo hemos dicho otra vez, las jerarquías sociales se hallaban
entonces más marcadas, o por mejor decir, tenían una existencia de
hecho, a más de la de derecho que conservan hoy, aunque mutilada.

Esta existencia era visible; un noble no solo tenía en su casa ahumados
pergaminos y vistosos escudos de armas, sino que en virtud de ello
gozaba de ciertos privilegios, y estaba sujeto a determinadas cargas
enteramente distintas de las que pesaban sobre el que no lo era.

De aquí resultaba como consecuencia precisa que la educación de la
nobleza era especial, las maneras de sus individuos peculiar a la
clase, y distintas enteramente de las del resto de la sociedad.

Por su parte, los órdenes inferiores del Estado, nacidos para la
agricultura, las artes y el comercio, a los que entonces, por
desgracia, no se daba aún la importancia que merecen, se habituaban
desde la niñez a usar de gran deferencia con los nobles, y era raro ver
que se apartasen de tal sistema, pues cuando algún espíritu revoltoso
quería salir de su esfera, tardaba poco en experimentar los malos
efectos de querer volar más alto con cortas alas.

En tal estado de cosas era, en efecto, un fenómeno que un hombre que
por su profesión pertenecía no ya al estado llano, sino a la clase
ínfima, y que no lo ocultaba, afectase sin embargo modales que podrían
parecer soberbios aun en un caballero.

Por otra parte la misma Inés dejaba ver cierto señorío en sus modales,
no menos disonante con su profesión que el orgullo del pastelero.

Pero lo que a Vargas le tenía perplejo no eran tanto estas
observaciones, como el no saber qué conducta observar con aquella
gente.

Si consultaba su gusto, la cuestión estaba pronto resuelta. Los ojos de
la morena habían producido su efecto, y el hombre, en cuanto hombre no
más, resiste pocas veces a este género de seducción.

Mas recibir órdenes de un pastelero, usar de un permiso concedido por
él para hablar a Inés, y deberse un favor y entrar con él en relaciones
no ya de igual a igual, sino como un protegido con su protector... La
sangre goda se revelaba contra tal idea.

Separarse, pues, era el partido único que juiciosamente le quedaba a
don Juan, y así lo resolvió en efecto; al ponerse en marcha, en vez de
tomar el camino que en su cabeza se proponía tomó el preferido por su
corazón, y casi sin saberlo él mismo, al primer paso se halló al lado
de la hermosa pastelera.

Mas una especie de fatalidad en amor, en que algunos no creen porque
no sienten ni pueden sentir con vehemencia, y otros porque viven como
los irracionales, sin tomarse el trabajo de observar ni siquiera sus
propias sensaciones, pero que tenemos por irresistibles, perseguía a
don Juan.

Cuando esta fatalidad pesa sobre el hombre, en vano es luchar contra
ella. Más poderosa que cuantas consideraciones sociales e intereses
individuales pueden oponérsele, es un torrente impetuoso que,
engrosado en las montañas con el deshielo de la nieve, baja por ellas
arrastrándolo todo, y si algún obstáculo encuentra, se embravece
más con él, parece que en la lucha ha adquirido nuevas fuerzas para
vencerlo, y el único medio de salvarse de su furia es huirle si se
puede.

Don Juan quiso y no pudo. Que al empezar la vida un joven, que al
entrar en el mundo, como hoy decimos, enmudezca al lado de la primera
mujer que hizo palpitar su corazón, se entiende, y debe ser así; pero
que pasados ya los veinticinco años, después de una campaña, y de más
de unos amores, Vargas al lado de una mujer de baja extracción no
supiera cómo entablar la conversación, es una cosa que solo se concibe
poniéndola a cargo de la fatalidad.

Como quiera que sea, lo cierto es que don Juan, colocado a la izquierda
de Inés, quería y no podía hablar verdades, que en cambio de lo que su
lengua callaba, sus ojos clavados siempre en el mismo objeto indicaban
bastante qué género de pensamientos le asaltaban.

Inés, con los ojos bajos y el rostro encendido como una grana, al
parecer no miraba; pero hay opiniones de que, repasando entre los dedos
las cuentas del rosario que llevaba pendiente de la cintura, halló
medio de observar todos los movimientos de nuestro caballero.

Pero el tiempo vuela, mal que le pese a los amantes, y así se concluyó
la farsa antes que Vargas se resolviera a hablar, ni su bella hubiera
acabado de recorrer las cuentas del rosario.

Gabriel, sin cuidarse de uno ni de otro, echó a andar como para
continuar su camino, y la pastelera, que debía de estar acostumbrada
a sus maneras, se dispuso a seguirle, pero no lo hizo sin echar antes
una mirada sobre don Juan, en la cual, al través de cierto aire de
despecho, se descubría un no sé qué de afectuoso que prometía no ser
muy duradero su enojo.

Conoció entonces Vargas que se había portado como muchacho de escuela,
y aún debía de tener intenciones de enmendarse: parece notó en sus
labios un movimiento como para querer hablar; mas ya era tarde, y una
tierna y expresiva mirada fue la única consternación que pudo dirigir
a Inés, quien, respondiendo con una sonrisa, continuó su camino en pos
del pastelero, seguida por el mulato.

Don Juan, caviloso más acaso que lo había estado en su vida, seguía a
corta distancia a la hermosa morena, cuando del camino real que pasaba
por cerca de la pradera vio venir un hombre caballero en un hermoso
caballo negro, pero que, o por haberse asombrado, o por acosarle fuera
de tiempo su jinete, se había desbocado.

Tal era la rapidez de la carrera del fogoso animal, que verle salvar
una zanja que separaba el campo del camino, arrojar a su jinete de un
solo bote en el suelo, que llegó casi a arrojarse sobre las gentes
que paseaban, puede decirse que fue obra de un solo instante. Sucedió
entonces lo que generalmente sucede en semejantes ocasiones: el
temor, desterrando la serenidad, hizo que todos los circunstantes se
atropellaran unos a otros: hubo desmayos, alaridos, y todo género de
accidentes. Las madres apretaban a los hijos contra sus pechos, con
riesgo de sofocarlos; los muchachos, enredándose entre las piernas de
las gentes, daban con ellas en el suelo; en un caído tropezaban veinte,
este suplicaba, el otro maldecía, y nadie se cuidada de lo importante
que era saber la dirección del caballo desbocado.

Sin saber cómo, se halló colocada Inés frente al ciego animal. El
peligro era evidente y visible, y su inmediación la privó de todo
discurso y no acertó a hacer otra cosa más que taparse los ojos con
ambas manos, lanzando un ¡ay! de aquellos que parten realmente del
corazón.

Pero dos hombres se lanzan detrás de ella como dos saetas, y se
interponen entre el bruto y la que iba a ser su víctima.

Don Juan y Gabriel eran estos dos hombres. El primero sin reflexión
ninguna se arroja sobre la cabeza del animal; pero ni sus fuerzas, ni
acaso las de Hércules, bastaban para detenerlo. Vargas, despedido como
una pelota, fue a caer a los pies mismos de Inés, y ella y él hubieran
sido infaliblemente atropellados sin la admirable serenidad, fuerza y
destreza del pastelero.

Este, conociendo lo inútil que sería luchar de frente con el caballo,
se corrió sobre un costado, y cogiendo una de las riendas que llevaba
sobre el cuello con ambas manos, tiró de ella con tal brío, apoyando su
cuerpo en la espalda del animal, que le hizo dar mal de su grado una
media vuelta completa.

En el mismo instante, y con agilidad sorprendente, de un solo salto se
plantó en la silla, y por más esfuerzos que el caballo despechado hizo
para sacarle de ella permaneció firme, más como estatua ecuestre que
como hombre a caballo.

Un aplauso general y prolongado fue la muestra de la admiración
general; pero si aquella ocurrencia produjo sensación en el pueblo, más
fuerte, al parecer, la experimentaba el mismo Gabriel.

En su estatura parecía aumentarse repentinamente; era tal su gallardía
a caballo, tal la gracia y agilidad de todos sus miembros, que no
hubo circunstante que no jurara que aquel hombre era el más perfecto
jinete que jamás había visto. Al saltar a caballo se le había caído el
sombrero; veíasele por consecuencia el rostro agraciado e imponente, y
unos ojos que pocos hombres hubieran mirado frente a frente sin bajar
los suyos. Olvidado al parecer de que allí hubiese reunido un pueblo
entero, Gabriel solo se ocupaba en humillar la soberbia del bridón,
cuyos lomos oprimía. Caracoleando y haciendo escarceos recorría la
pradera, y así llegó al paraje en que poco antes varios hidalgos del
pueblo habían estado recreándose en correr sortijas. La casualidad hizo
que se hallase arrimado a un árbol un lanzón que por lo pesado y macizo
servía para prueba de fuerza y habilidad, pues eran pocos en Madrigal
los que podían y sabían manejarlo. Esta particularidad debía de saberla
el pastelero, porque era público en la villa, y esta harto pequeña para
que dejase de haber llegado a noticia suya cosa tan conocida de todos.
Pero supiésela o no, el hecho es que, llevando el caballo a media
rienda por junto al árbol, agarró el lanzón con la mano derecha sin
pararse, y levantándole como si fuera una caña, lo blandió en el aire
sobre su cabeza con tal pujanza que, rompiéndose, fueron a parar las
astillas a más de cincuenta pasos.

Aquí la admiración de los madrigaleños es imposible de encarecer.
«¡Viva Gabriel, viva nuestro pastelero!» era el grito general; pero sea
que el amor propio de este le faltase, el triunfo conseguido, o que
fuera tan filósofo que creyera que con el pueblo es tan peligroso estar
muy bien como estar muy mal, se dio por contento y entregó el caballo a
su dueño, que no habiendo recibido daño en su caída, llegó a reclamarlo.

Vitoreado, aplaudido y escoltado por el pueblo, y cansado ya de
dar gracias a todos y de suplicarles que no se molestasen más en
acompañarle, llega Gabriel a su casa, y entrando en ella se halló que
ocupaba su propio lecho don Juan de Vargas, y que a la cabecera estaba
en persona el médico de la villa. Sin darle tiempo a preguntar cosa
alguna, Inés se le acercó para decirle que habiendo don Juan perdido
el sentido de resultas del golpe, y herídose además la cabeza, había
creído deber trasladarle a su casa, pues en obsequio de su persona
había expuesto la suya.

—Bien hecho, Inés; ese mozo es valiente, aunque demasiadamente
entremetido.

Dicho esto, volvió la espalda y salió del aposento.

[Ilustración]




CAPÍTULO V

  Siempre que la ignorancia no halla la explicación de un fenómeno
  cualquiera, acude a las causas sobrenaturales. Semejantes
  supersticiones son una calamidad por la que han pasado todos los
  pueblos de la tierra.

                          (_Discurso inédito sobre duendes y brujas_).


Sabida cosa es que Felipe II vivió en sus últimos años encerrado,
por decirlo así, en el monasterio del Escorial. Allí se ocupaba
incesantemente en los negocios políticos, sus devociones y la obra del
monasterio, que con razón se llama la octava maravilla. El sitio de
San Lorenzo era, pues, propiamente la corte de España, a pesar de que
Madrid llevaba el nombre de tal; y Valladolid, recientemente despojada
de su grandeza, conservaba aún sus pretensiones como las conservan
algunas mujeres que fueron buenas mozas mucho tiempo después de dejarlo
de ser.

La extensión de Valladolid es considerable; sus calles, para los
tiempos en que se hicieron, muy buenas; numerosos sus monasterios, y
sus alrededores fértiles en viñas y cereales, si bien presentan el
aspecto triste y monótono de casi todos los países llanos.

Aun hoy, cuando se anda la ciudad, se nota en sus calles cierto
vacío que aflige, y proviene indudablemente de que la población es
muy reducida para el casco del pueblo; pero en la época a que nos
referimos, siendo muy reciente la salida de la corte, la falta de gente
se hacía más notable y sensible para sus habitantes.

Por descontado, todos los extranjeros, que eran los que casi
exclusivamente ejercían entonces las artes industriales, siguieron al
gobierno, y fueron a establecerse a Madrid.

Los criados de la real casa, los asentistas, los pretendientes, el
enjambre, en fin, de gentes que dependen de una corte, todo se ausentó,
quedando solo en Valladolid sus naturales y tal cual cortesano
retirado ya del mundo, y que solo aspiraba a vivir tranquilamente el
resto de sus días. En este número se contaba el marqués, hermano de
don Juan de Vargas, que ocupaba una casa de las mejores del pueblo en
cierta calle no muy distante de la Plaza Mayor: a esta casa nos es
fuerza por ahora trasladar la escena, y por lo mismo diremos algo sobre
ella y sus moradores.

El marqués, criado desde su infancia por una madre indiscretamente
tierna y cuidadosa, y por un padre que quería educar a sus hijos como
monjas, vivió hasta los veinte años de edad sin salir de casa más que
los días serenos en que no había ni mucho calor ni mucho frío.

En cualquiera de estos dos últimos casos oía misa en un oratorio de su
propia casa, y después se le permitía hacer ejercicio durante una hora
en un salón herméticamente cerrado por todas partes.

Enseñáronle a leer, a escribir y a rezar; el blasón por adorno; pero en
cuanto a armas, jamás quiso consentir su madre en que tomara en las
manos ni un alfiler.

Esta educación, recibida por un hombre de complexión naturalmente
débil, contribuyó a hacer de él un valetudinario desde la juventud.

Perdió el marqués a su padre cuando solo tenía veinte años, y su madre
tardó poco en seguir a su marido al sepulcro, dejando a más de él otro
hijo, que fue don Juan, de edad entonces de diez años.

Después de pasados los dos primeros años consagrados a llorar la
pérdida de los autores de sus días, empezó el marqués a ver el mundo, y
empezó por la corte.

Rico y joven, no podía menos de encontrar muchos amigos, es decir,
muchos hombres que, amantes de todos los vicios, y privados ya por sus
desórdenes de medios para darles pábulo, fueron a buscar en el bolsillo
del novicio lo que en los suyos faltaba.

El humo del incienso de la adulación cegó al marqués; sus parásitos
le parecieron cada uno un Pílades, y su casa y bolsa se abrieron para
todos.

Pero aún no le bastaba esto: tenía que tropezar en un escollo fatal, y
tropezó en efecto.

El amor, esta pasión irresistible, inherente a la juventud, cuyo
germen depositó la naturaleza en nuestros corazones como garantía para
conservación de la especie, el amor le reservaba sus tormentos.

El hombre cuya sociedad se compone de cortesanos corrompidos, ¿qué
mujeres ha de frecuentar que no sean dignas de tal sociedad?

¡Pobre marqués! Lleváronle sus amigos a casa de la viuda de un contador
de Indias, mujer interesante, de amable trato y graciosa figura, que
rayaba ya en los treinta; pero tan bien conservada, tan compuesta, que
a otro más experto le hubiera hecho creer que apenas tenía veintidós
años.

Fácil es de inferir, por lo que se ha dicho de la educación del
marqués, que solo conocía el amor por oídas; pero es de advertir que
le había caído en las manos tal cual libro de caballería, en el cual
aprendió que una mujer puede ser muy honrada corriendo montes y valles
en compañía de un hombre, y que primero morirá que faltar a la fe
jurada a su amante.

Con estos preliminares se deja entender que el desdichado tardó poco en
caer en la red, y tan de veras, que trataba nada menos que de casarse
con su Dulcinea, y así se lo hizo entender a ella misma.

Otra menos diestra hubiera desde luego acogido con ansia aquella
proposición y prestádose a ella; pero Violante, que así se llamaba
la ninfa, conocía su posición y se negó abiertamente, diciendo que
prefería sacrificar su virtud para hacer la felicidad de su amante
a exponer a este a romper con su familia e iguales, como en efecto
sucedería a causa de tan desigual matrimonio.

La verdad es que Violante, cuya reputación estaba ya hecha, conoció que
en el momento en que el marqués anunciase su casamiento no habría en la
corte quien no se apresurara a abrir los ojos del ciego amante; y que
aun suponiendo que la ceguera del marqués fuese tal que se negase a la
evidencia, la cosa podría llegar a oídos del rey, y su severidad era
harto notoria para exponerse a sufrir sus efectos.

Mas como estas reflexiones no se le alcanzaban al interesado, no vio en
la conducta de su dama sino un proceder sobremanera generoso y noble,
y no perdonó sacrificio alguno para compensar el que suponía que,
prestándose a sus deseos, hacía Violante.

Pasáronse así algunos años, durante los cuales don Juan, a quien su
hermano quería como a hijo, recibió una educación distinguida, pues la
intención de este era que siguiese la carrera de las leyes; mas a pesar
de todo, el fogoso joven se empeñó en ser soldado, y el marqués, débil
por carácter y por cariño, accedió a sus deseos enviándole a Flandes,
en donde, como se ha dicho, probó que en efecto la naturaleza le había
hecho más a propósito para las armas que para las letras, aun cuando su
ingenio y aplicación eran notables.

Mientras que don Juan añadía a los antiguos blasones de su casa nuevos
timbres con los laureles con que en Flandes se coronaba, vegetaba su
hermano al lado de Violante, amándola cada día más.

Así le hubiera tal vez sorprendido la muerte sin el incidente que vamos
a referir.

Un primo hermano del marqués, llamado don Pedro Hinojosa de Vargas,
comendador del hábito de Santiago, hombre de poca más edad que él
pero de mucho más mundo, experiencia y penetración, fue a la corte a
establecerse, y, como era natural, lo hizo en casa de su pariente.

Era el comendador uno de aquellos hombres que han aprendido a conocer
el mundo a fuerza de repetidas y dolorosas experiencias, y que aunque
dotados de bastante rectitud de conciencia para no convertirse de
víctimas en verdugos, conservan, sin embargo, para lo sucesivo la
memoria de los pasados extravíos, y jamás dan un paso sin estar seguros
de la firmeza del terreno en que sientan el pie. Para obrar así es
preciso ser observador. Hinojosa, pues, lo era; como no era necesaria
demasiada perspicacia para conocer de qué pie cojeaban los acompañantes
de su primo, a los ocho días de estar en su casa vio, desde luego, que
este era juguete de sus pretendidos amigos.

Las relaciones del marqués con Violante le parecieron sospechosas,
sin más que saber su origen, y a poco que averiguó tuvo motivos de
confirmarse en el propósito formado de desembarazar a su pariente de
tan vergonzosos lazos.

El medio para conseguirlo no era fácil de hallar; la menor insinuación
que se le hiciese al marqués contra su amada y amigos le sacaban
realmente de sus casillas. Razones eran, pues, excusadas; hechos, y
hechos claros y evidentes, eran los únicos que podían convencer al
engañado amante.

Como el comendador estaba íntimamente convencido de que la dama no
podía menos de hacer de las suyas, su único objeto fue hallar manera
para hacer testigo a su primo de algunas de sus hazañas; y sabiendo
que no hay medio más seguro para conocer las flaquezas de los amos que
preguntárselas a sus criados, hizo sobornar una sirvienta de Violante
que a fuerza de oro prometió servirle completamente, y lo cumplió en
efecto.

Para abreviar: Hinojosa tuvo maña para hacer al marqués testigo
presencial de una de las infinitas infidelidades de su dama. Encarecer
el sentimiento del engañado amante es imposible. Su melancolía fue tal,
que produjo una obstinada ictericia que estuvo a pique de costarle la
vida. Mas el tiempo, su índole apática, y los cuidados y reflexiones
del comendador, acabaron por suavizar, si no extinguir, enteramente su
pena.

Vivían con el marqués, además de Hinojosa, un capellán sexagenario,
hombre de bien, pero sobradamente pedante, que había sido su ayo y
su mayordomo, sujeto tan aritmético como una tabla pitagórica, y la
servidumbre, que no dejaba de ser numerosa.

Una tarde, como a las dos de ella, y una hora después de haber comido,
estaban reunidos, en el comedor de la casa del marqués, este, don Juan,
el comendador y el capellán.

Jugaban los dos últimos al ajedrez con el silencio y recogimiento que
acompañan infaliblemente a la tal ocupación, tan impropiamente llamada
juego.

El marqués, sentado en un sillón de maciza madera, guarnecido de clavos
dorados, y forrado de terciopelo carmesí, se conservaba a la cabecera
de la mesa, con los ojos cerrados como si durmiera; pero no lo hacía,
o soñaba en cosas tristes, pues dos lágrimas bajaban por sus lívidas
mejillas tan despacio que parecía que se avergonzaban de humedecer el
rostro de un hombre.

Nuestro don Juan, no muy lejos de su hermano, estaba también sentado a
la mesa con la cabeza apoyada en una mano, el semblante descolorido, el
ademán pensativo, y los ojos fijos que daba temor mirarle.

Desde que este joven había regresado de Flandes perdió la casa
del marqués cierto aspecto claustral que aún conservaba desde el
tiempo de su padre. La natural alegría de don Juan, y hasta su mismo
aturdimiento, encantaban al marqués y daban más libertad a las
restantes personas de la casa para desembarazarse alguna vez de las
severas formas que en aquel tiempo prescribía la etiqueta.

Esto, y el ser él naturalmente bondadoso, le granjearon el afecto
general de tal manera que podía decirse que más amo era él en la casa
que su mismo dueño.

Como un mes antes de la tarde en que nos hallamos regresó don Juan
de Valladolid después de una ausencia de más de tres semanas; viósele
entonces enteramente distinto de lo que era al partir. Entonces, lleno
de salud, impetuoso, decidor y alegre; después, descolorido, pensativo,
callado y melancólico.

Todos se admiraron, y todos anhelaban saber la causa de aquella
metamorfosis; pero nadie llegó a conseguirlo. A cuantas preguntas se le
hacían contestaba:

—Nada tengo; no sean aprensivos, yo estoy bueno, estoy alegre.

Nadie le creía una palabra, porque todos veían lo contrario de lo que
afirmaba; mas cansados de preguntar, conjeturaron, y cansados también
de conjeturar, dedujeron sabiamente que pues don Juan estaba triste
y enfermo, y ellos no sabían la causa, o se había vuelto loco, o le
habían hechizado.

Cada una de estas dos opiniones tenían en la casa su partido, aunque no
faltaba quien adoptase las dos a un tiempo.

El comendador, cuya manía favorita era la de creerse el más profundo
de los observadores, era el que capitaneaba el partido de la locura;
y el capellán, que no encontraba placer compatible en este mundo
sublunar al de combatir a hisopazos y exorcismos con un espíritu
maligno, afirmaba que el mancebo estaba hechizado. El marqués era
el justo medio, pues no creía que estuviese loco ni poseído; creía
alternativamente lo uno y lo otro, y a veces lo creía todo a un tiempo.

Descrito ya el teatro y los actores, vengamos a la acción.

—Jaque al rey, padre capellán —dijo el comendador dando un salto en la
silla y frotándose las manos con visible satisfacción.

El capellán, arrugando las cejas y con la mano tendida hacia el
tablero, iba a contestar no se sabe qué, cuando, encendiéndosele el
rostro repentinamente a don Juan, se alzó de su asiento, y descargando
el puño sobre la mesa, exclamó:

—Imposible. Jamás.

Y como desatinado se salió del aposento apresuradamente.

—¿Cómo imposible? —dijo el comendador creyendo que don Juan hablaba de
su jugada; pero volviéndose al mismo tiempo de decir esto, y viendo los
movimientos de su primo, no pudo menos de exclamar—: Lo que yo digo;
pobre mozo, loco rematado. Para hacer esto sin haber yo averiguado la
causa, no puede menos de estar loco.

—Loco... lo será el que no vea en los desatinos de ese mancebo la mano
de Astorot que le atormenta —replicó el capellán.

—Padre Teobaldo, ¡un Vargas endemoniado! Primo, un pariente loco...
Pero en efecto..., pudiera..., no sé..., veremos... —interrumpió el
marqués, despavorido y absorto con lo que pasaba.

—Un Vargas, señor marqués, está tan sujeto a calamidades de esta
especie como el más miserable jornalero. Nabucodonosor, rey de
Babilonia, fue bruto muchos años, y...

—Desde entonces acá no nos faltan ejemplos de grandes personajes que
lo han sido toda su vida —repuso el comendador—: El rey Saúl estuvo
poseído del espíritu maligno, y el mismo David nos dice: _¿Quare
tristis incedo dum afligit me inimicus? Sic est_, que el señor don Juan
de Vargas, aunque de ilustre nacimiento, es infinitamente inferior al
pagano Nabucodonosor, al ungido Saúl, y al rey profeta. _Ergo_, don
Juan puede muy bien estar endemoniado.

—No lo niego —dijo el marqués, cediendo al peso de tan poderosos
argumentos.

—Yo no niego el _posse_ por mi parte; lo que niego, primo, es, que
vuestro hermano esté ahora endemoniado —contestó Hinojosa.

—_Probo_ —exclamó el capellán.

—Dejémonos de argumentos, padre. Yo soy observador, muy observador, y
me intereso demasiado en el bienestar de don Juan para que en más de un
mes que hace que le vemos así no haya estudiado su enfermedad. Estoy
seguro, segurísimo, de que los que padecen una demencia absoluta...

—_Veritas veritatum_.

—Nada de latines, capellán, y menos de desvergüenzas: razones, y no
citas ni insolencias, son las que aquí necesitamos.

—¡Paz, paz, por Dios santo! En mi casa no quiero riñas.

—Ni reñimos tampoco: marqués, ya sabéis que los doctores se tiran los
bonetes en un acto, y luego salen de él tan amigos como entraron.
Ministerio es de paz y...

—No se hable más de ello, que será peor. Lo que importa es descubrir
cuál es en efecto el mal de don Juan y ponerle remedio.

—Sí, sí, eso es lo que importa, primo Hinojosa, ponerle remedio, como
vos decís.

—Las armas espirituales... son eficacísimas y excelentes a su tiempo,
pero por ahora no las necesitamos.

—¡Oh pertinacia, oh ceguedad!

—Dejad hablar al padre, primo: si le interrumpís siempre, ¿cómo ha de
explicarse?

Con esta insinuación del marqués calló el comendador y pudo el capellán
explayar su erudición, de la cual haremos gracia a los lectores,
contentándonos con decir que en un largo, difuso y embrollado discurso,
después de explicar muy por menor los síntomas que se advierten en
los endemoniados, quiso probar que la melancolía, las frecuentes
distracciones, y los repentinos accesos de cólera que se notaban en don
Juan, eran otras tantas señales de hallarse el infeliz sirviendo de
posada a algún diablo, y no de los de menor importancia, en el infierno.

Don Pedro le escuchó como quien oye llover; mas no así el marqués, que,
acostumbrado desde la infancia a mirar al padre como un oráculo, y
persuadido por otra parte de que sus últimos disgustos habían provenido
de haberse apartado del camino que en sus consejos le trazaba el
capellán, se sintió extrañamente conmovido, y no solo consintió, sino
que suplicó a su antiguo ayo que desde luego pusiese mano a la obra de
echarle los demonios del cuerpo a su hermano.

Esto era justamente lo que el padre Teobaldo quería, pues en todo el
discurso de su dilatada vida nunca se le había presentado una ocasión
de habérselas cara a cara con el señor demonio. Así es que, tomándole
la palabra al marqués, salió inmediatamente de la sala temiendo que el
comendador no le hiciese volverse atrás.

Iba en efecto Hinojosa a tronar contra tan desatinada idea; pero la
retirada del capellán y la del marqués, que, temiendo la tormenta, se
marchó también en pos de él, se lo imposibilitaron.

Parecerá a un lector del siglo XIX que el padre Teobaldo y su alumno
debían de ser muy necios para creer en el endiablamiento del pobre don
Juan, y sin embargo se desengañará medio a medio.

No solo en el siglo XVI, sino en mucho después, el último monarca
español de la casa de Austria, Carlos II, se hizo atormentar
voluntariamente por espacio de muchos años consecutivos para que le
sacaran del cuerpo los demonios, que estaba muy lejos de tener en él.

Este ejemplo bastará para probar cuáles eran en la materia las ideas
de aquellos tiempos, pues si en el trono había tales preocupaciones,
fácil es de inferir que más abajo no faltarían.

Media hora después de terminada la discusión entre el marqués, el
comendador y el capellán, entró este último en la estancia de don Juan,
vestido de sobrepelliz y estola, con el bonete en la cabeza, en la mano
derecha un hisopo, y en la izquierda un misal abierto.

Seguíale un lacayo con un caldero de agua bendita, otro con una taza de
aceite, el marqués y su mayordomo, y dos o tres criados más, todos con
el rosario en la mano.

Don Juan estaba aletargado sobre su lecho, encima del cual se había
arrojado cuando salió del comedor con la precipitación que se ha visto,
y, como el padre Teobaldo y su comitiva entraron silenciosamente en su
aposento, nada sintió.

Rodearon, pues, su cama y, quedándose el capellán a los pies, comenzó
a leer en voz baja algunas oraciones del misal, respondiendo los
circunstantes _amén_ cada vez que terminaba una de ellas.

Al cabo de algunos minutos de rezo le pareció bien al padre rociar al
demonio con agua bendita, y mojando el hisopo en el caldero, le mojó
la cara a su sabor, con lo que despertó al pobre don Juan; incorporose
este en la cama, y no sin algún sobresalto contemplaba el extraño
grupo que veía, cuando una segunda descarga del hisopo le inundó
completamente el rostro.

—Váyanse a todos los diablos —exclamó colérico—, o por vida...

—Hermano don Juan, sosegaos, que por vuestro bien se hace todo esto —le
interrumpió el marqués, asiéndole de un brazo.

Le coge Vargas la cara lo mejor que pudo, y se encaró con su hermano,
mirándolo de hito en hito para asegurarse de que en efecto era él quien
le hablaba, y que no era un sueño cuanto estaba sucediendo.

Entre tanto el capellán rezaba y rociaba intrépidamente, y el
mayordomo y las criadas respondían _amén_ siempre que les tocaba.

Viendo don Juan que de todo aquello no le resultaba más mal que el de
mojarse alguna cosa, y que su hermano parecía tener particular empeño
en que siguiera la operación, resolvió tolerarlo y, cruzándose de
brazos, permaneció inmóvil, limitándose a observar cuidadosamente los
movimientos de cuantos le rodeaban.

A cierta seña del capellán, el criado de la taza de aceite se aproximó
al marqués, y este, tomándola en las manos, se la acercó a los labios a
su hermano:

—Bebed, don Juan —le dijo—, bebed, siquiera por amor de mí.

Tomó Vargas la taza con mucho sosiego, y se disponía tal vez a beberla,
pero el olor del aceite, en el cual iban además algunos granos de
incienso, era tan fuerte, que lo percibió inmediatamente.

Entonces miró el brebaje de la taza, y volviéndose al marqués le
preguntó:

—¿Esto queréis que beba, hermano?

—Sí, hermano, bébela, y sanaréis de vuestra dolencia.

—Yo no estoy enfermo; estáis engañado, no estoy enfermo.

—Enfermo estáis —dijo el capellán—, y de enfermedad mortal.

—Padre, no estoy enfermo; mi salud es cabal, nada me duele.

—El alma, el alma, es la enferma.

—Tal vez.

—Bebed, don Juan —volvió a decir el marqués.

—No, no, hermano, no; este brebaje me haría reventar.

—Es preciso beberla —exclamó el capellán.

—Es preciso —repitió el marqués.

—Es preciso, es preciso —dijeron en coro los criados.

—Pues no la bebo, señores, no la bebo —replicó el interesado volviendo
a poner la taza en el plato que tenía el marqués en la mano.

Este se la entregó al mayordomo, y al mismo tiempo echó a andar
para salir del aposento, y en efecto salió. Entonces dos criados se
aproximaron a don Juan para obligarle a beber; mas él, conociéndolo,
cogió de nuevo la taza, bautizó con ella al mayordomo, y saltando en
seguida de la cama, asió la espada que a la cabecera de ella tenía, y
dio tras de todos a palos.

La puerta les parecía estrecha para salir por ella a cuantos había en
el cuarto, incluso el capellán, y con tanta precipitación quisieron
huir, que al llegar a una escalera, por que precisamente tenían que
pasar, se le enredaron las piernas al mayordomo entre las del que
llevaba la caldera, y uno y otro rodaron de alto a bajo, poniendo el
grito en el cielo; la caldera suelta soltó toda el agua que contenía, y
después con estrépito notable siguió a su portador hasta el piso bajo.

Los perros del marqués, que eran bastantes, comenzaron a ladrar, y uno
de ellos, abalanzándose a los dos caídos, sacó en triunfo el peluquín
del mayordomo, que maltrecho yacía al pie de la escalera.

El capellán y los restantes llegaron sin tropiezo hasta aquel punto,
pero allí tropezaron en los dos que por bajar más de prisa llegaron
antes.

Los primeros poseedores del suelo renovaron sus aullidos al recibir
encima a sus compañeros, y estos, enredados unos con otros, y no
acertando a levantarse, gritaban también cuanto podían.

Tan extraordinario rumor alarmó a toda la casa, de modo que
inmediatamente acudieron el marqués, el comendador, el cocinero, sus
ayudantes, los pinches, etc.

Hinojosa soltó la carcajada viendo el singular grupo de hombres y
perros que había al pie de la escalera, y a don Juan, que con la espada
en la mano lo contemplaba desde lo alto de ella.

Era en efecto difícil no reírse: la calva del mayordomo salía de entre
las piernas de un lacayo, y las narices del padre capellán hacían parte
integrante del posterior de otro.

Un podenco se había sentado sobre la espalda de uno con la peluca en la
boca, y otros dos o tres se entretenían con las piernas de los pobres
caídos.

El primer cuidado de los recién venidos fue levantarlos a todos, y
examinar si tenían alguna herida, pero felizmente no hallaron más que
tal cual chichón, aunque no había uno que no se quejase como si se
hallara en la hora de la muerte.

Puesto ya en pie el capellán, y recobrada su estola, que había perdido
en la retirada, volvió la cabeza a la escalera, y viendo en ella a don
Juan, como ya se ha dicho, echó a huir de nuevo diciendo:

—Te conjuro, espíritu rebelde, te conjuro en nombre de Dios.

El comendador mandó retirar a todos los caídos, y habiéndolo hecho
por sí el marqués, sentido del mal éxito de aquella empresa, se quedó
Hinojosa solo con don Juan, a quien rogó que pasara con él a su cuarto,
en lo que este consintió sin dificultad.

Solos ya, y sentados ambos pacíficamente, pasaron algunos minutos en
silencio, reflexionando don Juan en sus asuntos particulares, o en lo
que acababa de suceder, y su primo en la manera más a propósito para
entablar la conversación. Bien hubiera querido Hinojosa que el hermano
del marqués rompiese la barrera haciéndole alguna pregunta; mas, viendo
que no lo hacía, hubo de determinarse a romper el silencio.

—Estaréis asombrado, don Juan, con lo que acaba de pasaros.

—¡Asombrado!... ¿De qué puedo asombrarme ya en este mundo?

—Sin embargo, primo, no es cosa que sucede todos los días a un
caballero esto de exorcizarle.

—No, en efecto, y a la verdad no concibo qué extraño capricho ha sido
el de mi hermano en hacerme esta burla tan intempestiva.

—Os engañáis, don Juan, tomando a burla cuanto acaba de suceder. El
marqués os ama de veras, y es incapaz de tan pesada chanza. No, primo,
nadie ha tratado de burlarse de vos. El camino se ha errado, y yo bien
se lo he dicho; pero las intenciones han sido las mejores del mundo.

—Pero ¿no me diréis a qué viene el rociarme con agua de pies a cabeza,
el rezarme, y sobre todo, el quererme hacer beber una taza de aceite?

—Creeros endemoniado.

—¡Jesús! El Señor me libre en lo sucesivo de semejante trabajo, como
hasta aquí lo ha hecho.

—Amén. Ya os he dicho que estoy persuadido de la falsedad de semejante
suposición. Y, sin embargo, ¿qué queréis que crean los que observan
sin cesar vuestra extraña conducta, sin que aparezca ni remotamente
motivo para ella? ¡Don Juan, don Juan! ¿Merece el marqués, que os ama
como un padre, y que tantos años hace os sirve de tal, merezco yo, mozo
ingrato, merece la fidelidad de vuestro criado, que a todos nos tengáis
con el alma en un hilo, viéndoos perder la salud y hacer extrañas
locuras? ¡Qué hemos de creer! Decidlo vos mismo.

Mientras que Hinojosa declamaba así con bastante vehemencia, don Juan,
levantándose de su asiento, comenzó a dar vueltas por el aposento, con
visible agitación, y aun algunas lágrimas fugitivas se escaparon de sus
ojos.

Viéndolo así enternecido, no quiso el comendador atormentarle más ni
perder la ventaja conseguida, y para conciliar ambos extremos se fue a
su primo, y tomándole la mano afectuosamente continuó diciendo:

—En vuestra mano está hacer cesar en un punto todos nuestros temores.

—Decid el medio, comendador.

—Romped ese obstinado silencio, reveladnos la causa de vuestro padecer.
Si ella es tal que admita remedio, se le aplicará, y si por desgracia
no lo tiene, lloraremos con vos.

A esta última proposición soltó don Juan la mano de Hinojosa, y dio
dos o tres pasos sumamente aprisa; el comendador volvió a ocupar su
asiento, esperando en él el resultado de aquel acceso.

No fue este muy duradero, pues apenas pasaron dos minutos, sentándose
Vargas de nuevo empezó a hablar de esta manera:

—Si hay, primo, en este mundo personas que por todos títulos merezcan
mi confianza, sois mi hermano y vos. Pero escuchadme bien, y sea esta
la última vez que hablemos de semejante materia.

»Dentro de mi corazón hay una pena que me devora, que me seguirá hasta
el sepulcro y más allá, si después de la muerte conservamos la más
pequeña parte de nuestra existencia.

»Mi honor está por ahora comprometido a no revelar la causa de mis
disgustos. He dado mi palabra de no hablar. Excusad, pues, súplicas y
razones. Los más crueles tormentos no me arrancarían una sílaba más de
lo dicho.

»Nada me digáis, comendador, para agradecer la tierna solicitud de mis
parientes: bastante he hecho, pues confesando que tengo un secreto os
he revelado ya más de la mitad de él.

»Compadecedme; pero no os obstinéis en saber más de lo que puedo
deciros.

»Grabad en la memoria lo que voy a deciros: Si mi propio padre,
saliendo del sepulcro, solo para ello diera un paso para sorprender mi
secreto, pudiera ser que le arrancase la vida.

»Comendador, dadme la mano; nuestra amistad será eterna, como el
agradecimiento que me inspiran vuestros cuidados, pero, lo repito,
jamás, jamás volveremos a hablar de esta materia.

En tanto que don Juan estuvo hablando no apartó Hinojosa los ojos de su
semblante, y si bien en algunos momentos se agitaba extraordinariamente
Vargas, es cierto que no advirtió en él síntoma alguno de demencia.

Convenciose, pues, de que en efecto la situación de aquel mancebo
dependía de causas naturales, aunque solo conocidas del mismo
interesado, y renunció a su primera idea.

—Os he escuchado —dijo— con la mayor atención, y no pretenderé saber
lo que como hombre honrado no podéis decirme. No se hable más en ello.
Pero voy a hacer una súplica que está en vuestra mano concederme.
Ocultad lo que podáis al menos en presencia del marqués: don Juan,
conocida es por vos su melancolía. No queráis aumentarla. Ninguna
gloria es mejor que la de vencerse a sí mismo.

—Yo me esforzaré para complaceros. Recibid mi promesa.

—Cuento con ella.

—Quedad, primo, con Dios, y si alguna vez necesitáis de un pecho fiel
y de una espada que en sus tiempos tuvo buenos filos, el comendador
Hinojosa no necesita saber en qué ni por qué le empleáis; su vida es
vuestra.

—No quiera Dios que yo os envuelva en mis males; pero jamás olvidaré
tan generosa oferta. Dadme los brazos.

—Y el alma con ellos.

Abrazáronse en efecto los dos primos con la mayor ternura, y el
comendador salió del aposento para dirigirse a la habitación del
marqués, a quien encontró en conferencia con el capellán y el mayordomo
sobre los medios de renovar con menos riesgo y mejor éxito el pasado
exorcismo.

La llegada de Hinojosa puso término a la discusión y al proyecto.

Dijo el comendador a aquellos tres personajes que acababa de tener
una larga conversación con su primo, en la cual había acreditado
completamente que se hallaba en su sano juicio.

—Me ha confesado —anadió— que tiene penas que su honor le prohíbe
revelar. Vuestra merced, padre capellán, se ha engañado, y yo también.
Don Juan no está endemoniado, y menos loco. Probablemente su pena será
algún amorío: es enfermedad de la edad. Los años la curarán. Entre
tanto, dejémosle en paz por nuestra parte; harto tiene que hacer el
desdichado con lo que se conoce que sufre interiormente.

Esto bastó por entonces a que el marqués prohibiera al padre Teobaldo
la continuación de sus combates espirituales, y gracias a la tal
medida, pudo don Juan dormir tranquilo, sin temer que al despertarse le
ofreciesen por desayuno una taza de aceite bendito.


FIN DEL TOMO PRIMERO




Ni Rey ni Roque




  NI REY NI ROQUE

  EPISODIO HISTÓRICO
  DEL REINADO DE FELIPE II,
  AÑO DE 1595

  NOVELA ORIGINAL

  ESCRITA
  POR DON PATRICIO DE LA ESCOSURA,
  AUTOR DEL CONDE DE CANDESPINA

  TOMO II

  Madrid
  Imprenta de Repullés
  —
  AÑO DE 1835




NI REY NI ROQUE

CAPÍTULO PRIMERO

      MORONDO
          Que me llevan los demonios
          . . . . . . . . . . . . . .
          Voto a Cristo que me llevan.

      TEODORA
          ¿Adónde?

      MORONDO
                   No me lo han dicho,
          Porque traen orden secreta.

  (_La Adúltera Penitente_, comedia de tres ingenios: Cáncer, Moreto, y
  Matos).


Fiel a su palabra, procuró don Juan disimular su melancolía en
presencia del marqués, y aunque a la verdad no pudo conseguir mostrarse
alegre, por lo menos dejó de abandonarse a ciertos accesos, como el que
dio lugar a que le exorcizase el padre capellán, y que antes de aquel
suceso eran sumamente frecuentes.

Su tristeza era sin embargo la misma. Evitaba toda sociedad cuanto
podía, y más de una vez aconteció que el comendador le sorprendiese
con los ojos inundados de lágrimas; mas como Hinojosa había prometido
solemnemente a su primo no volverle a preguntar la causa de su pena
y ni siquiera hablarle de ella, se veía en la imposibilidad hasta de
consolarle.

En este estado de cosas transcurrieron algunos días, hasta que en la
noche de uno Vargas anunció a su hermano y primo que al siguiente por
la mañana se ponía en camino para visitar cierta hacienda, en la cual
era necesaria su presencia.

Convino el marqués, y el comendador aplaudió el proyecto, creyendo, no
sin fundamento, que la variación de aires y la agitación de un viaje
serían muy a propósito para distraer a Vargas de sus disgustos, y tanto
más cuanto que, con sola aquella idea de él, se notaba ya mucho más
alegre que se le había visto en la última temporada.

Toda aquella noche estuvo Vargas amabilísimo, colmando de caricias
a su hermano, al comendador, y aun al mismo padre Teobaldo, quien no
dejaba de atribuir parte de tan inesperada mudanza a sus hisopazos y
conjuros. En el momento de separarse, don Juan los abrazó a los tres
con ternura, encargándoles que no le olvidasen.

—Olvidaros —dijo el marqués—, y en el corto tiempo que habéis de faltar
de aquí, no es posible.

—Mi ausencia, hermano, podrá ser más larga de lo que yo mismo creo.

—Norabuena; por mucho que se tarde en concluir la obra que vais a
dirigir, será cosa de pocas semanas.

—Decís bien, hermano; comendador, conservadme vuestra amistad.

—Don Juan, mis ocupaciones aquí son ningunas; si habéis menester de un
amigo que os acompañe, mi persona es vuestra.

—No, primo, no; vos podéis y debéis quedaros. ¿Qué sería del marqués
viéndose solo? Adiós, pues.

—Adiós, y Él os acompañe en vuestro viaje. Amén.

—Amén.

Antes de salir el sol estaba Vargas en camino, sin más compañía que la
de un criado, que era el que siempre le seguía y estaba en su servicio
desde la niñez. Callado, fiel y obediente, Pedro no conocía más ley que
la voluntad de su señor, de cuyas acciones nunca veía más de lo que se
quería que viese. Tan fácil hubiera sido saber por boca de un cadáver
la enfermedad que le redujo a tal, como de la de Pedro nada de los
asuntos de su dueño. Este, pues, le estimaba como a una joya preciosa,
que no tenía reemplazo si una vez llagaba a perderse, y depositaba en
él sus secretos con una confianza sin límites.

Una legua habrían andado los dos caminantes, cuando deteniendo don Juan
su caballo, dio lugar a que emparejase con él su criado.

—Pedro —le dijo—, vamos a Madrigal.

—Adonde usted mande.

—Es preciso que tú te adelantes. Nada importa reventar el caballo; esta
noche has de dormir allá.

—Muy bien.

—Toma esta carta, que entregarás también esta noche misma, si llegares,
como deseo, antes del toque de ánimas. Gabriel no estará entonces en su
casa.

—Está entendido, señor.

—Si llegas después de ánimas, mañana...

—¿Cuando el pastelero esté en misa?

—Perfectamente, Pedro.

—¿Y la respuesta?

—No la tiene. Marcha, y en habiendo entregado la carta métete en el
mesón, y no salgas de él por ningún pretexto. ¿Me entiendes?

—Sí, señor.

—Nadie ha de conocerte antes ni después.

—Estoy al cabo.

—Fío en tu obediencia. Espérame allí, que o yo iré, o te daré noticias
de mi persona. Marcha, Pedro. ¡Ah!, ¿llevas dinero?

—Poco.

—Toma diez doblones. Silencio y agilidad. Buen viaje.

—Dios guarde a usted, amo mío.

Diciendo esto arrimó Pedro las espuelas a su caballo, y poco tiempo
después le perdió don Juan de vista.

No nos tomaremos el trabajo de seguir al amo ni al criado en todo su
camino, sino que dejándolo en claro trasladaremos la escena de un
golpe de pluma al siguiente día, en el momento de oscurecer, a espaldas
de una ermita que distaba como un tiro de bala de Madrigal.

Atado a un pino tascaba impacientemente el freno el caballo de don
Juan, y este con no mucha más resignación se paseaba aceleradamente
al pie de los muros de la ermita. De cuando en cuando asomaba con
precaución la cabeza por una de las esquinas, y examinaba con aire de
inquietud y ansiedad el camino que guiaba a la villa, y en el cual no
se veían ni perros.

—Ya casi es de noche... No viene... Si acaso Gabriel... ¿Pero qué tan
necio había de ser Pedro que se dejase sorprender? Infeliz de él como
así fuese... Un bulto... La oscuridad no me deja distinguir quién sea:
¿si será ella?... ¿Y quién ha de ser a estas horas por este paraje?
Inés será. Respiremos.

En esto el bulto se venía acercando a toda prisa; pero en vez de
seguir hasta la ermita, tomó por una vereda que se apartaba de aquel
camino como unos cincuenta pasos antes de llegar a ella.

—¡Maldición! No es Inés. Ya no viene.

Cualquiera que haya esperado alguna vez, y tratándose de asunto
importante, concebirá fácilmente la extrema impaciencia de Vargas, a la
cual se agregaba la duda en que se hallaba sobre si el mensaje había
llegado sin novedad a su destino, y de que, aun cuando así fuese, se
prestara Inés a sus deseos.

Tan presto se paseaba don Juan presuroso, como haciendo alto de repente
recogía hasta el aliento, y aplicaba el oído a la tierra para percibir
aun el más ligero ruido. Ya se sentaba sobre una piedra, ya corría
despeñado a ponerse en acecho, todo quejándose de su mala estrella y
votando como un desesperado, y todo en vano también.

Cerca de una hora pasó en aquel tormento hasta que, ya perdida la
paciencia, y olvidándose de sus proyectos mismos, abandonó la posición
que ocupaba y echó a andar hacia Madrigal; ¿a qué?, él mismo no lo
sabía; pero hay circunstancias en que el variar de posición, sea
como fuese, es indispensable. Cincuenta pasos habría andado con una
agitación extremada, cuando vio salir de la villa a un bulto negro.

La noche era ya extremada, el firmamento cubierto de opacas nubes que
impedían el paso a los rayos de la naciente luna, y el horizonte oscuro
como el abismo, y que de cuando en cuando iluminaba la luz rojiza y
fugaz de los relámpagos, anunciaban una próxima tempestad.

Agitadas por el presentimiento que les inspira su instinto, las aves
nocturnas, con vuelo rastrero y desigual cruzaban el campo en todas
direcciones. El lejano ladrido de los perros, el son lúgubre de una
campana, y hasta el susurro del viento en los sembrados, todo, en una
palabra, contribuía, en el momento de que hablamos, a dar al paraje en
que se hallaba Vargas el más siniestro aspecto.

Al ver, pues, el bulto de que se ha hecho mención, y olvidado de que un
momento hacía hubiera dado cuanto le hubieran pedido por verlo en el
camino, se sobrecogió un instante.

En efecto, la persona que a él se acercaba, cubierta de un traje
talar que flotando a merced del viento le prestaba aparentemente
más corpulencia que la que realmente tenía, no parecía andar, sino
deslizarse por el camino; tales eran la ligereza de su paso y la
rectitud con que caminaba.

En las circunstancias ordinarias, don Juan, que por una parte había
nacido valiente, y por otra era noble y castellano, hubiera visto con
indiferencia, y tal vez no habría reparado en la circunstancia de
caminar de este o del otro modo una persona que pasaba por el camino.

Pero la hora, la disposición del cielo, el paraje en que se hallaba, y
que él mismo había elegido como más seguro para su intento, pues era
pública voz en Madrigal que en las inmediaciones de aquella ermita,
que hoy no existe, se verificaban frecuentes y espantosas apariciones,
y sobre todo la agitación en que estaba su espíritu le tenían tan
trastornado que la vista de la persona que se le acercaba le sobresaltó
en efecto.

Hizo, pues, alto, y maquinalmente se persignó y sacó la espada. El
bulto continuó marchando intrépidamente hasta estar a unos diez pasos
de don Juan, que entonces ya cesó de andar.

Pocos momentos bastaron para que, volviendo este en sí, reconociese la
ridiculez de su conducta y, avergonzado de ella, envainó la espada.

—Proseguid —dijo dirigiéndose a la inmóvil persona que delante tenía—,
proseguid vuestro camino, quien quiera que seáis, que así en mí no
hallaréis impedimento.

—Don Juan —exclamaron—, ¿sois vos?

—Inés, al fin habéis venido.

—Sí, aquí estoy. Bien sabéis que arriesgo mi vida; pero en fin, ¿qué me
queréis?

—Aquí no estamos bien, Inés; cualquiera que pase puede vernos. Vamos a
la ermita.

—¿A la ermita, don Juan?...

—¿Y por qué no? Jamás os he conocido medrosa.

—Verdad es, pero...

—No perdamos el tiempo, que para nadie es más precioso que para vos.
Seguidme.

Al decir esto asió del brazo a Inés, y en aquella disposición llegaron
ambos a la espalda de la ermita, a la cual estaban unidos los restos de
un pequeño edificio, que probablemente en tiempos antiguos habría sido
habitación del ermitaño, pues aunque inutilizada, conservaba una puerta
de comunicación con la iglesia.

Ya en la época de que hablamos hacía muchos años que la ermita tenía su
cura, que habitaba en la villa, y la habitación, abandonada, se había
ido arruinando progresivamente hasta no quedar más que un solo ángulo,
en el cual se conservaba parte del tejadillo.

A este ángulo, pues, se dirigieron Inés y don Juan sin proferir una
sola palabra. Así que llegaron, don Juan dispuso lo menos mal que pudo
un asiento de piedra para la pastelera, a quien dijo:

—Sentaos, Inés.

Hízolo así esta, y en seguida:

—¿Y vos? —preguntó.

—Bien estoy en pie. ¿Conque habéis recibido mi carta?

—Anoche me la entregó Pedro.

—¿Y Gabriel?

—No le he visto. No estaba en casa.

—Bien.

Parose aquí un momento como para recordar las especies, y en seguida
continuó:

—Inés, repetiros que os adoro es inútil; bien lo sabes.

—Me lo habéis dicho, don Juan; pero no sé si será una prueba de ello
estar un mes ausente sin darme noticia de vuestra persona ni siquiera
por cortesía.

—Tenéis razón. ¿Qué responder a esto?... ¡Qué responder! Yo responderé;
pero no interrumpáis, o de una conferencia que debe ser muy breve
haréis una conversación eterna. Os adoro, repito, y os adoraré mientras
viva, Inés. ¿Y cómo no adoraros? Yo que os he visto a la cabecera de mi
cama noche y día sin separarnos un momento, yo que os debo la vida...

—¿Y por quién la expusisteis?...

—Más me valiera perecer entonces.

—¡¡Don Juan!!

—Inés, tanta hermosura, tanta discreción, y ese carácter angélico, esa
dulzura celestial, bastantes a hacer la dicha de cualquiera mortal, han
hecho de mí un frenético. Ya sabes que solo vivo a tu lado. Ya ves tú
que lejos de ti mi vida es un infierno. Inés, Inés, apiádate de mí.

—Sosegaos, don Juan. ¿Así cumplís las promesas que me hacéis en vuestra
carta? Hablemos en razón. Cuando postrado aún en el lecho, gracias a
la temeridad con que os expusisteis por salvarme, me dijisteis vuestro
amor, don Juan, yo no os oculté que también os amaba. Ya entonces era
inútil que mi boca repitiese lo que debíais haber adivinado en mis
ojos; pero también os dije que Inés no se envilecería jamás a los ojos
de su amante, arrojándose en sus brazos sin ser antes su esposa, y
vuestra esposa Inés no puede, no debe serlo por ahora.

—Inés, verdad habéis dicho en todo. Lo que entonces me dijisteis está
grabado en mi corazón con caracteres indelebles. ¿Pero cuál es el
obstáculo que ponéis a nuestra unión? ¿La desigualdad de condiciones?
Mujer celestial, ¿quién es más en el mundo que tú para mí? Yo también
he querido luchar, y también he opuesto a mi pasión todo género de
reflexiones, y todas han sido inútiles. He venido a ser tu esposo, a
vivir contigo eternamente, a morir a tus pies de dolor.

Mientras que don Juan hablaba así con una vehemencia extraordinaria,
Inés enternecida lloraba sin cesar. El llanto le impedía hablar durante
algún tiempo, pero al cabo entre sollozos y suspiros prorrumpió:

—Vargas, ¿qué decís? Sin conocerme, sin saber de mí más que el nombre
de Inés, viéndome en tan oscura condición en compañía de Gabriel...

—Una sola cosa exijo de ti, Inés, para darte mi mano, una sola cosa.
Con una palabra vas a disipar una duda que pesa sobre mi corazón, y le
oprime y le agobia.

—Decid, don Juan.

—Antes jura decirme la verdad.

—Si es secreto en que yo sola esté interesada, juro por el Dios que nos
escucha, y que sabe leer el fondo de nuestros corazones, que sabréis la
verdad entera, y nada más que la verdad.

—Pues bien, Inés, perdóname si tal vez mi duda te ofende; yo mismo
me he reconvenido millares de veces por ella; pero es más poderosa
esta amarga duda que cuantos diques le opongo. Si tú supieras que en
solo concebirla he sufrido yo más tormentos que puede haber en los
infiernos, me perdonarías.

—Y bien, perdonado estáis.

—Decid: Clarita, la hija de Gabriel, ¿es tu hija?

—No, don Juan, no es mi hija.

—Dios omnipotente, yo te doy gracias: tú eres digna de mi amor.

Un profundo silencio reinó en las ruinas después de proferida por don
Juan esta última exclamación.

El amor propio de Inés y su virtud misma se rebelaban contra la
suposición de Vargas, y era menester toda la fuerza del amor y el peso
de las razones que ella misma conocía haber tenido aquel caballero
para concebir semejantes sospechas, para que no diese muestras de su
indignación.

Vargas, como el que acaba de arrojar de sí una pesada y molesta carga,
aunque gozoso por verse libre de ella, estaba como enajenado; y además,
conociendo también que su amada no podía estar muy satisfecha con
su pregunta, no sabía cómo anudar de nuevo la conversación sin que
volviese a recaer sobre tan delicado y desagradable objeto.

Estando así ambos amantes, la tempestad que desde antes de ponerse el
sol se había ido preparando descargó con tremenda furia.

Un relámpago, a cuyo resplandor parecía incendiado el lejano horizonte,
seguido de un espantoso trueno fue el principio de la tormenta, que en
seguida ya fue general y terrible.

—Todos los santos del cielo me amparen —exclamó Inés, retirándose
asustada al último rincón de las ruinas.

—¿Qué temes? —dijo don Juan, siguiéndola, y pasándole un brazo por
la cintura, con ánimo sin duda de prestarla así su protección más
inmediatamente—. ¿Estando conmigo, qué temes, Inés?

—Vuestra protección, don Juan, no creo que sea muy eficaz contra los
rayos del cielo.

—La tempestad no puede ser duradera: en la estación en que nos hallamos
son frecuentes, pero momentáneas.

—Por poco que dure siempre será lo bastante para que yo, a menos de
ponerme en camino diluviando como está, llegue a casa después que
Gabriel, y entonces...

—Entonces, infeliz de él si se atreviera a ofender a la esposa de
Vargas.

—La esposa de Vargas no lo soy aún, tal vez no lo seré nunca, y entre
tanto a su autoridad estoy sujeta.

—¿Y quién le ha dado esos derechos sobre ti?

—Mi destino.

—¿Y cómo?

—Este es un misterio que ni vos debéis preguntarme, ni yo revelarlo.
Dejemos, pues, de hablar de ello, y separémonos también.

—¡Cómo, Inés! ¿Sin que hayas decidido de mi suerte?

—Nos volveremos a ver dentro de ocho días en este mismo paraje, y a la
misma hora. Entonces tal vez me será lícito hablar más de lo que hoy
puedo hacerlo.

—¿No me dirás al menos si me amas?

—¡Ingrato! Harto lo sabes.

—¡Inés mía!

—Don Juan, adiós.

—Espera: es imposible que con esta lluvia te pongas en camino.

—Lo que es imposible es detenerme más sin grave riesgo; tal vez es ya
demasiado tarde.

—Pues bien... Pero ahora se me ocurre: yo puedo llevarte hasta la villa
en mi caballo, cubierta con mi capa, y desde la entrada hasta tu casa
poco hay que andar.

—Vamos, pues.

Salió don Juan de las ruinas en busca de su montura, pero la oscuridad
de la noche era tal, que a dos pasos no se divisaba un árbol. Fuele,
pues, preciso marchar muy despacio y a tientas, buscando los únicos
cuatro pinos que a unos seis u ocho pasos de la ermita estaban, y a uno
de los cuales había atado su caballo: tropezó por fin con uno de los
pinos, pero no era aquel el que buscaba; fue al segundo, y le sucedió
lo mismo, y otro tanto con el tercero y cuarto.

«Vamos —dijo para sí—, he perdido enteramente el tino; no daré en toda
la noche con el caballo».

Volvió de nuevo a recorrer los pinos, y viendo que tampoco en ninguno
de ellos estaba, comenzó a dudar de si habría tal vez más árboles de
los que él creía haber contado; pero un relámpago, iluminando por un
instante todo el lugar de la escena, le hizo ver que no se había
equivocado al contar los árboles, y que su caballo no estaba ni en el
paraje que lo había dejado, ni cerca de él.

—¡Confunda Dios al pícaro ladrón que se lo ha llevado! —exclamó furioso
dando una patada en el suelo—. ¡Buenos estamos! A pie y sin dinero me
deja, y ahora Inés habrá de andar a pie por ese camino, que está hecho
un mar sin duda.

Mohíno además y pesaroso, dio la vuelta Vargas; no sin dificultad atinó
a entrar de nuevo en las ruinas contiguas a la ermita, y así que estuvo
dentro empezó a decir:

—¡Pobre Inés! Estamos a pie: o el caballo espantado con los truenos ha
roto las riendas y echado a huir por esos campos, o algún ratero se lo
ha llevado. ¿Tendrás que irte a pie? ¿No respondes?

El ruido solo de la lluvia, que impelida por el viento se estrellaba
contra los muros de la ermita, fue la contestación que recibió don Juan
a su pregunta.

—Inés, responded por Dios santo... ¿Se habrá ido? ¿Capaz es?... ¡Inés,
Inés! ¿Os parece este momento para chancearos?... Ahí estáis, si yo os
siento andar... ¿Me huyes?... Responde, o es...

—Silencio, o muerto sois, caballero —dijo al oído una voz de hombre
para él desconocida, y al mismo tiempo asido de ambos brazos, sin saber
por quién ni cómo, se halló en la imposibilidad de hacer el menor
movimiento contra la voluntad de sus guardianes.

—¡Traidores! —dijo con rabia.

—Silencio —repitió la misma voz que primero había hablado—: andad con
nosotros, en la inteligencia de que si no queréis hacerlo por vuestro
pie vendréis arrastrando. Silencio, repito, si amáis la vida, que no
tratamos de quitárosla, ni aun de ofenderos si a ello no nos fuerza
vuestra imprudencia.

Concluida esta horrible oración echaron a andar los que tenían agarrado
a Vargas, y él también hubo de hacerlo con ellos mal que le pesase.

Durante algún tiempo conoció don Juan que caminaban por las ruinas en
razón a la desigualdad del terreno y a la multitud de escombros con
que continuamente tropezaba; y aunque la extensión que en diferentes
direcciones le hicieron andar le pareciese mayor que las que las mismas
ruinas tenían, lo atribuyó en parte a su turbación, y en parte a error
en su primer cálculo.

Yendo así le taparon el rostro con un pañuelo o capa que le echaron
sobre la cabeza; precaución bien excusada, pues que, como ya se ha
dicho, la noche era sumamente oscura. A poco rato el piso ya se ofrecía
unido y de nivel, y sus propios pasos, repetidos por un eco no muy
claro, resonaban en los oídos del prisionero; en seguida le hicieron
bajar una escalera, volver a andar por terreno llano, subir otra
escalera, y al cabo bajar una tercera; desde allí atravesar una zanja;
y por último, saliendo de ella, sentarse en uno que le pareció escaño
de madera.

En todo el tiempo no oyó don Juan proferir una palabra, de manera que
la única conjetura que sobre su situación pudo formar fue, por el rumor
de los pasos, la de ser tres las personas que con él iban, una delante
y dos asiéndole de ambos brazos.

La circunstancia de faltarle el caballo le hizo creer que se hallaba
en poder de ladrones, lo que le era sumamente sensible, no por él,
sino por Inés, que era ya de suponer se hallaba en sus manos. En la
situación en que se hallaba solo un recurso se le ofrecía para salvar
a su amada de las garras de aquellos malvados, que era el de ofrecerle
por la persona de la pastelera un rescate considerable en dinero, y
así propuso hacerlo tan luego como hubiese terminado su caminata y le
diesen los ladrones lugar para ello.

En medio de estos proyectos, y como a pesar suyo, resonaba una voz
en su conciencia, que le decía: «¿Por qué te obstinas en venir a
Madrigal, si cuanto haces y dices en él redunda en daño tuyo?». El
corazón respondía: «Estoy enamorado, y yo mando». La cabeza podía haber
replicado en el gusano de la fábula: «Usted tiene razón: así va ello».

[Ilustración]




CAPÍTULO II

        ¿Dónde estás, señora mía,
      Que no te duele mi mal?
      O no lo sabes, señora,
      O eres falsa y desleal.

           (_Romance autógrafo_).


Uno de los infinitos y más agradables privilegios que el género
romántico concede a los que lo cultivan es el de decir las cosas cuándo
y cómo les viene a cuento, dispensándolos de la prolija obligación
de empezar una historia por su principio, de referir hasta las veces
que el protagonista fue azotado por el _dómine_ en su infancia, y de
seguirle paso a paso en el discurso de su vida sin hacer gracia al
lector de uno solo de sus pensamientos, por insignificante y necio que
parezca.

El autor romántico, como que puede hacer todo aquello a que su ingenio
alcance, cuando no más, se ríe del orden cronológico; su fin es unas
veces divertir, otras horrorizar, pero siempre inspirar interés, y
usando en toda su latitud de aquella máxima de no sé qué autor, que
establece que _el fin santifica los medios_, sigue el camino que
su fantasía le dicta, despreciando reglas, hollando preceptos, y
preguntando solo a sus oyentes: «¿Se divierten ustedes? ¿Sí? Pues
bueno va».

En uso de mis facultades, y como ejemplo práctico, he puesto el exordio
de este capítulo, con el cual respondo de antemano a la objeción
que sin duda me hará la crítica clásica de andar algo descosido en
mi novela, y hago solemne protesta de que por ahora, y siempre que
me convenga, seré romántico, reservándome empero refugiarme en el
clasicismo cuando las circunstancias lo exijan.

Poco más fastidiado que deberá estarlo el que ahora me lea con la
impertinente disertación que precede, se hallaba don Juan de Vargas
en el mismo paraje y situación en que le dejamos al fin del capítulo
anterior, esperando con ansia el resultado de una conferencia que
indudablemente se estaba celebrando a pocos pasos de él, pues el rumor
de varias voces, aunque vagas, hería sus oídos.

Pareciole al cautivo que los que hablaban no pasarían de cuatro o
cinco personas, y entre ellas creyó distinguir el eco de una que debía
serle conocida; pero como su turbación no permitiese que recordara
entonces quién era, se persuadía a que aquel hombre podría muy bien
tener semejanza en la voz con algún conocido suyo, y serle sin embargo
enteramente extraño.

Después de hablar un rato en voz tan baja que nada de su conversación
pudo percibir don Juan, animándose la discusión, uno exclamó en tono
más desagradable, aunque lo que decía y con acento gallego, o muy
parecido a él:

—Mateislu.

Toda la sangre se le heló en las venas al hermano del marqués al oír
tan terrible sentencia.

—Sí, sí —dijeron a un tiempo dos o tres de los que conferenciaban.

—Es lo más seguro —exclamó el que había hablado a Vargas, y estaba
entonces sujetándole en el escaño.

Y acompañó su exclamación con un movimiento del brazo derecho, que
a pesar de estar cubierto no pudo menos de distinguir el preso,
quien, dándose ya por muerto, hizo mental y fervorosamente un acto de
contrición.

—Teneos —gritó entonces la voz que a Vargas le parecía conocer—,
teneos. ¿Quién os ha dado derecho para disponer de la vida de ese
hombre?

—Nuestra seguridad lo exige —replicó ásperamente el de las ruinas.

—Mateislu —volvió a decir el que hizo la proposición.

—Os lo prohíbo —insistió el piadoso—; no tenéis facultad para ello.
Solo Dios es árbitro de la vida de los hombres.

—Y el rey —contestó una voz que hasta entonces no se había oído.

—Sí, sí, y el rey —repitieron todos a coro.

—Bien —dijo el defensor de Vargas—, y el rey; esperemos su decisión,
y tiemblen todos su justicia si se atreven a tocar en ese mancebo sin
orden suya.

—Esperemos norabuena.

—Esperemos.

—Esperemos.

Y el silencio más completo volvió a establecerse en torno del preso.

El primer movimiento de este fue dar gracias a Dios por haberle
libertado de tan grande peligro, deparándole en medio de aquellos
forajidos un alma compasiva que intercediese por él. Pero concluido
este acto de piedad, y tranquilo ya por su vida, empezó a reflexionar
sobre la última parte de la discusión que sobre su suerte acababa de
tener lugar, y cuanto más meditaba menos la comprendía.

Un salteador de caminos, estableciendo que solo Dios tiene derecho a
quitar la vida a los hombres, y los demás tan celosos por el monarca
que al momento le replican que también es el de dar muerte uno de los
derechos del rey, a la verdad son cosas no muy comprensibles si no se
toman en sentido crónico; pero que para disponer de la suerte de un
caballero que está en sus manos esperen los ladrones la resolución del
rey, era lo que volvía loco a don Juan, y hubiera enloquecido también a
cualquiera.

Tal vez si la cuestión se le hubiese propuesto siendo otro el paciente,
y estando él tranquilo en casa de su hermano, hubiera atinado con la
única solución racional que podía dársele, y era la de suponer que
los ladrones llamaban rey al forajido que los mandaba, y que tal vez
estaría ausente; pero como, a la verdad, la situación de Vargas no era
la más a propósito para acertar enigmas, daba vueltas y más vueltas al
asunto, y cada vez lo entendía menos.

Diremos sin embargo, en defensa de su ingenio y honor de la verdad, que
no le era fácil hacer raciocinio alguno seguido, pues la ignorancia en
que estaba sobre la suerte de Inés le afligía aún más que su propio
peligro.

La última y lejana campanada del reloj de la villa acababa de sonar
las nueve de la noche cuando distrajo a don Juan de sus reflexiones
el ruido que al levantarse de los asientos que ocupaban todos los
salteadores, a excepción de sus dos guardianes, que permanecieron
inmóviles.

—El rey —se oyó decir en voz baja todo alrededor.

«¡El rey!», exclamó para sí don Juan. «¡El rey! ¿Si estaré soñando?».

—Caballeros —empezó a decir una voz todavía más familiar a los oídos de
Vargas que la del que primero hemos hablado, pero reparando sin duda en
el prisionero, se interrumpió, exclamando—: ¿Qué es esto?

—Yo lo diré, señor —contestó el que había intercedido por nuestro
caballero; y el ruido de sus pasos anunció que se acercaba el recién
venido para enterarle sin duda de lo que había pasado.

Después de un breve rato dijo riéndose el que don Juan suponía ser el
llamado rey:

—Yo lo sabía; pero se me olvidó advertíroslo. ¡Buen susto habrán
pasado! ¡Coello!

—¿Señor? —respondió el de las ruinas.

—Venid.

—¿Y este hombre?

—Dejadlo, con Sousa basta.

Entonces obedeció Coello, y Vargas pudo disponer de su brazo derecho;
mas conociendo que habría temeridad en intentar retirarse, resolvió
someterse pacientemente a su suerte, y permaneció tranquilo.

Poco tardó en volver Coello a su puesto, y decir:

—Soltad, señor Sousa, a ese caballero. Señor don Juan de Vargas, poned
la mano derecha sobre el puño de vuestra espada.

—Está puesta.

—Levantaos.

—Ya estoy en pie.

—¿Juráis, por el signo de nuestra redención, por Dios y su Santísima
Madre, y prometéis a fe de caballero sobre vuestro honor, que si os
permitiese salir de aquí, sano y salvo, jamás revelaréis de manera
alguna la menor circunstancia de cuanto acaba de pasaros?

—Antes de jurar me es fuerza hacer una pregunta, señor...

—Que diga.

—Decid.

—En el mismo paraje en donde me habéis sorprendido, estaba en mi
compañía una dama...

—Está segura, tranquilizaos.

—¿Quién me lo asegura?

—¿Bastará —dijo el que mandaba—, bastará que ella os lo diga?

—Sí —contestó Vargas después de algunos instantes de reflexión.

Separose Coello de Vargas, y al cabo de algunos minutos volvió
acompañado de Inés, quien, dirigiéndose a su amante, le dijo:

—Don Juan, no temáis por mí, segura estoy. Jurad lo que os han dicho y
retiraos.

—Inés, no me engañéis. Si hay el menor peligro...

—Ninguno, os lo protesto. Jurad, siquiera por que yo os lo ruego.

—Repetid lo que queréis que jure.

Hízolo así Coello, y don Juan juró. Concluido este acto, el mismo
Coello, asiéndole de la mano, le mandó que le siguiese, y echando ambos
a andar, y sin saltar zanja ni subir más de una escalera, se halló
Vargas en el mismo paraje en que fue sorprendido. Quitole Coello la
capa que le cubría la cabeza, y retirándose precipitadamente, sin que
su prisionero supiese por dónde, le dejó enteramente libre.

La tormenta había pasado, la luna, abriéndose paso al través de algunas
nubes que aún quedaban, iluminaba la campiña, que aún conservaba cierto
aspecto melancólico y abatido, y el silencio no era interrumpido por
sonido alguno.

Don Juan necesitó de algunos minutos para recobrar enteramente sus
sentidos, y aún no muy sosegado salió de las ruinas, con ánimo de irse
a pie hasta Madrigal; mas con harta sorpresa suya veía su caballo atado
al mismo árbol, y en la misma forma que lo había puesto él por la
tarde, sin que faltase nada de cuanto encima tenía.

Montó, pues, y en breve tiempo llegó al mesón, donde su fiel Pedro le
estaba esperando.

[Ilustración]




CAPÍTULO III

        Vivir con ella en ignorado asilo,
      Sus sienes coronar de mirto y rosa,
      Y una mirada dulce, cariñosa,
      En premio recibid de mi desvelo,
      Es mi sola ambición, mi solo anhelo.

                       (_Oda inédita_).


La mala cama, el ruido de las caballerías y, más que todo, su agitación
no permitieron a Vargas disfrutar en la posada de un solo instante de
reposo.

Representábanse sin cesar en su fantasía las escenas del principio
de la noche, y el peligro que acababa de correr le parecía aún mayor
después de pasado que cuando en él se hallaba, sucediéndole lo que
al caminante que a fuerza de penas logra verse en lo más alto de
una escarpada roca, que ya en su cima se horroriza contemplando el
precipicio a cuya orilla pasó.

Pero lo que más le mortificaba era cierto escrúpulo de conciencia sobre
haber creído ligeramente en la seguridad de Inés, que sin cesar se le
ocurría. En vano se recordaba a sí mismo la absoluta imposibilidad
de defender a su querida en que se hallaba cuando se le exigió el
juramento que prestó para obtener su libertad; en vano la misma Inés
le había rogado que jurase. A todas sus reflexiones se decía: «Yo debí
morir a su lado o salvarla conmigo».

En estos pensamientos le sorprendió el alba y, apenas el primer rayo de
luz penetró en su aposento, se vistió apresuradamente y envuelto en una
gran capa, con su sombrero de ala ancha calado hasta las cejas, se puso
en la calle.

Dirigiose inmediatamente a la pastelería, que como de razón encontró
cerrada. Cediendo a su impetuosidad iba a llamar a la puerta, pero por
fortuna suya cuando ya tenía el aldabón en la mano le detuvieron el
brazo por detrás.

—¿Quién se atreve a ponerme la mano encima? —dijo Vargas lleno de
cólera y sacando al mismo tiempo la daga.

—Yo, señor don Juan.

—Fray Miguel, ¿y con qué derecho? Seguid vuestro camino, y dad gracias
a ese hábito si no lleváis el premio que merece vuestra insolencia.

—Caballero, vuestra cólera ni me asusta ni me enoja; sois mozo y
soldado; yo anciano y religioso. ¿Qué gloria ni qué provecho os
reportaría el maltratarme?

—Padre mío, conclúyase la conversación; siga vuestra paternidad por
donde iba, y déjeme a mí acudir a mis negocios, que, por Dios santo, no
estoy para sermones.

Y al concluir estas palabras volvió a asir el aldabón; mas fray Miguel
se opuso también segunda vez a sus intentos.

—Fraile, o demonio en figura de tal, ¿has salido del averno solo para
precipitarme? Retírate al momento, o te mato si mil vidas tuvieras
—exclamó Vargas loco ya de furia, y desembozándose enseñó la daga
desnuda al vicario de Santa María.

Mas este, impávido, sin mudar siquiera de color y permaneciendo inmóvil
delante de la puerta de Gabriel de Espinosa, le contestó mostrándole el
pecho:

—Herid, señor don Juan de Vargas, herid norabuena si tan ciego estáis
que desconozcáis no solo vuestros propios intereses, sino los de la
persona misma a quien queréis servir. Sacad de esta vida miserable a un
hombre que, resignado con la voluntad de Dios, siempre está pronto a
comparecer ante su trono; pero creedme: de no pasar sobre mi cadáver,
no cometeréis ahora la imprudencia de llamar a esta puerta.

La sangre fría de fray Miguel, su tono solemne, y la firme decisión que
en su rostro se mostraba de llevar adelante su propósito, paralizaron
los efectos de la cólera de Vargas: con los brazos caídos, baja la
cabeza, y oído atento, escuchó cuanto el fraile quiso decirle, y aun
después de haber concluido aquel de hablar permaneció algún tiempo en
silencio.

—Fray Miguel, he andado sobradamente ligero, lo confieso; pero vuestra
paternidad me ha provocado. Sea como quiera, respeto vuestro carácter,
y voy a daros una prueba de ello sometiéndome a hacer explicaciones
que a nadie debo. Si presumís que mi venida a esta casa tiene algo de
hostil, os engañáis. Deseo solo saber que una persona de ella...

—¿Inés?

—Sí, Inés: puesto que lo habéis dicho, deseo saber si está en su casa.

—Lo está.

—¿Quién os lo ha dicho?

—Yo la he visto.

—¿Cuándo?

—Anoche.

—¿A qué hora?

—A las diez de ella.

—¿No me engañáis?

—Mancebo, estas canas y este hábito ¿merecen por ventura tan injuriosa
desconfianza?

—No, fray Miguel. Dadme esa mano: seamos amigos.

—Yo lo soy vuestro más de lo que pensáis, señor don Juan, y voy a daros
pruebas de ello si tenéis la bondad de seguirme.

—Vamos. Pero permitidme que os pregunte cómo, a hora en que nadie anda
por las calles, os halláis vos en ella.

—Señor don Juan, el temor que tenía de que usted intentase lo que ha
tratado de hacer.

—¿Pues cómo podrá vuestra paternidad sospecharlo cuando yo mismo no he
formado el designio de visitar a Gabriel hasta hace media hora?

—¿Y de qué servirían mis años y mi experiencia si no pudiera yo preveer
las acciones de un hombre apasionado antes que él mismo? Yo he sido
joven como usted, señor caballero, antes de vestir este hábito; también
las pasiones me han atormentado.

—Norabuena; pero ¿qué antecedente tenía usted, padre vicario, para
creerme desasosegado por Inés?

—¿Qué antecedente? El habérmelo dicho ella misma.

—¿Ella? ¿Y os ha dicho que...?

—Me ha dicho que la amáis, que os ama.

—Fray Miguel, si tratáis de sorprenderme, os habéis engañado; yo no...

—Deteneos, que yo no os pido que confeséis ni neguéis cosa alguna: voy
simplemente a referiros lo que Inés me ha dicho. Se reduce, pues, a
que entre ambos median relaciones amorosas, y que ayer en una cita
las circunstancias fueron tales que al separarse de vos debía quedaros
alguna inquietud por ella. La pintura que en seguida me hizo del
carácter vehemente del señor don Juan de Vargas, y el conocimiento que
yo tengo del de Espinosa...

—¿Conque le conocéis?

—Sí, le conozco: dejadme concluir. Temí, pues, el paso que queríais
dar, del cual no hubierais sacado más fruto que comprometer a vuestra
amada. Ved aquí por qué, a pesar de esa capa y ese sombrero, os he
conocido.

Calló el fraile, y Vargas, perdido, por decirlo así, en su laberinto de
conjeturas, no acertó tampoco a decir palabra hasta hallarse dentro del
monasterio y en la celda del vicario.

En ella hizo su dueño los honores a don Juan con toda cortesía, y
sentados ambos volvió a tomar la palabra el vicario.

—En vista de la manera con que esta mañana han sido recibidos mis
buenos oficios, tal vez, señor don Juan, debiera yo abstenerme de
mezclarme en asuntos ajenos. Pero mi deber, como ministro del altar,
es sacrificarme por conservar la paz en las familias, y además,
por razones que tal vez antes de mucho podrán ser públicas, estoy
particularmente interesado en el negocio en que vamos a hablar. Será
preciso, pues, que se me escuche con paciencia.

—Contad con ella, fray Miguel, y decid cuanto se ocurra —contestó
Vargas reprimiendo a duras penas la expresión del enojo que tantos
exordios y preñeces le causaban.

—Usaré de esa licencia —repuso el vicario— y procuraré ser breve.
Vuestro nacimiento es ilustre, y yo me complazco en creer que no
trataréis de oscurecer su nobleza con acción ninguna que de él desdiga.

—Padre vicario, no habléis más de eso: nadie ha dudado hasta hoy de la
honradez de los hijos de mi padre, y...

—No se exalte, que tampoco dudo yo; lo que he dicho ha sido solo para
haceros conocer el inminente peligro en que una loca pasión os pone.

—Mi pasión no es loca.

—Sí lo es; y lo probaré. ¿Conocéis a Inés?

—¿Si la conozco? Mejor que a mí mismo. Bella, sensible, generosa,
honrada, y de nobles pensamientos, Inés ha nacido para ocupar un trono.
Sí la conozco, fray Miguel; y el día que la conocí decidió del destino
de mi vida entera.

—Joven infeliz, si eso es así, os compadezco.

—¿Y por qué? Si amo, también soy amado: en breve un lazo santo nos
unirá.

—Os engañáis.

—¿Y quién se atrevería a oponerse a la firme voluntad de ambos? ¿Quién
mientras Vargas tenga brazo y espada le impedirá que sea esposo de
Inés? La familia de Vargas no podrá impedirlo, yo os lo fío.

—¿Y Gabriel?

—¿Tiene ese hombre más de una vida?

—¿Paréceos el homicidio buen camino para llegar a la felicidad?

—No sé, ni quiero saber más que Inés ha de ser mía.

—La pasión es quien habla, don Juan, no vos. Atendedme os ruego.
Dejemos por un momento a Gabriel a un lado, y hablemos de vos solo y
de vuestra familia. De Inés, como ella misma os ha dicho, nada más
conocéis que el nombre.

—Y el alma.

—Creéis conocerla, y tal vez...

—Tal vez arrancaré la lengua al que fuere osado a ponerla en la que
adoro.

—No es ese mi ánimo. Pienso como vos.

—Inés es capaz de hacer feliz a su marido. ¿No es verdad, padre mío?

—Así lo creo, pero Inés hoy es muy poco para ser vuestra esposa; mañana
tal vez será demasiado.

—No os entiendo a fe mía.

—Ni yo puedo explicarme más.

—Norabuena. Cuantos me hablan de algún tiempo a esta parte lo hacen
misteriosamente; ya me voy habituando. Continuad, padre.

—Si vuestra familia llega a saber los proyectos que formáis, ¿cuál será
el resultado? Una persecución violenta caerá sobre la infeliz Inés; y
esta no cesará hasta que se la ponga en posición que os sea imposible
llegar a ella. Un matrimonio clandestino, Inés no consentirá en él;
vivid seguro de ello. ¿Qué partido os queda?

—Casarme hoy mismo con ella, y hoy mismo huir con ella a país
extranjero.

—Y allí, sin recursos de ninguna especie, don Juan de Vargas mendigará
el sustento para él y su esposa, ¿no es cierto? La miseria y cuantos
males la acompañan son el presente que vuestro amor quiere hacer a la
mujer que idolatráis. Don Juan, por ella y por lo mismo escuchad la voz
de la razón: es forzoso que renunciéis a Inés.

—Antes morir mil veces.

—Mancebo, corréis a vuestra perdición.

—¿Qué importa? Sin ella no puedo ser nunca feliz; esto es cierto,
ciertísimo, fray Miguel.

—Señor don Juan, este negocio es harto ajeno de mis años y mi carácter;
pero me intereso tan de veras por Inés y por vos, que consiento tomarlo
a mi cargo si me prometéis no dar en él paso ninguno sin anuencia mía.

—¿Y vuestra paternidad me promete que no abusará jamás de mi confianza
para alejarme de Inés?

—¡Qué suspicacia! Sí, prometo.

—Pues yo también.

—Está dicho. Un solo medio hay por el que tal vez podéis llegar a ser
esposo de Inés.

—¡Ah! Decid cuál, y veréis que estoy pronto.

—Exige de vuestra parte grandes sacrificios.

—Ninguno habrá que me lo parezca siendo por ella.

—Exponeros a riesgos inminentes.

—Más de una vez he expuesto ya el pecho a las balas.

—Son también necesarios la paciencia...

—Tendré la de un santo.

—La sumisión...

—Seré un esclavo.

—El silencio.

—Callaré como un muerto.

—Todo os parece fácil ahora.

—A la prueba me remito.

—Acepto la promesa.

—¿Pero Inés será mía?

—Tal vez.

—¿Tal vez no más?

—Vuestra será.

—Sois mi ángel tutelar.

Y el pobre fraile se vio abrazado, besado, acariciado de todas las
maneras posibles, y a pesar de su gravedad, no pudo menos de sonreírse
y enternecerse con el entusiasmo de Vargas.

Más fácil es imaginar que describir el extraño grupo que formaban un
fraile anciano y un caballero mozo, estrechamente abrazados y llorando
como dos chiquillos.

Vargas, enajenado de gozo, fray Miguel, enternecido, se miraban el uno
al otro con una expresión tan singular, tan dulce, que más parecían
padre e hijo que dos extraños.

En esta situación los sorprendió Gabriel de Espinosa, que sin pedir
licencia ni llamar, abrió la puerta de la celda y entró en ella como
pudiera hacerlo en su casa.

Iba el vicario a levantarse de su asiento, mas a una seña del pastelero
permaneció tranquilo.

—Fray Miguel de los Santos, guárdeos el cielo —dijo Espinosa con el
mismo tono de voz que ya le había oído don Juan cuando le vio por
primera vez. Pero entonces no se desmayó el fraile, sino que haciéndole
una reverencia, le respondió:

—Señor Gabriel, él venga con vos.

Al escuchar el saludo del pastelero, Vargas se estremeció sin saber
él mismo por qué. Verdad es que aun cuando don Juan pasó en casa de
Espinosa más de quince días para curarse de la herida que recibió en la
pradera, puede decirse que apenas le vio.

Pasábanse en efecto los días enteros sin que Gabriel entrase en la
habitación que ocupaba su huésped, y cuando lo hacía era por pocos
minutos, limitándose su conversación a preguntar por la salud del
enfermo y desearle un pronto restablecimiento.

Tan extraña conducta no pudo menos de llamar la atención del hermano
del marqués; pero a cuantas preguntas hizo a Inés sobre la materia
jamás oyó otra respuesta que la de que aquel hombre era de carácter
naturalmente áspero y oscuro.

Por otra parte, Vargas, continuamente en compañía de Inés, y enamorado
hasta no más de ella, no echaba mucho de menos la sociedad de Gabriel:
de manera que cuando llegó el caso de volverse a Valladolid, sus
relaciones con él eran poco más o menos las mismas que el primer día de
haberse visto.

No había, pues, entre ambos la mayor intimidad, y no sabía don Juan,
en la ocasión de que hablamos, cómo tratarle; pero Espinosa zanjó
la dificultad llegándose a él con aire afable, aunque sobradamente
familiar, y diciéndole:

—¿Pues cómo, señor don Juan de Vargas, vos en Madrigal, y no en mi casa
que tan vuestra es?

Tomó entonces fray Miguel la palabra, y contestando por Vargas, dijo
que al llegar este a la villa, aquella misma mañana, le había él
encontrado y llevado consigo, sin darle lugar a otra cosa. Con esto
tuvo don Juan el tiempo suficiente para recobrarse, y contestando al
cumplimiento del pastelero con no menos cortesanía que la suya, la
conversación se hizo general, fácil e indiferente.

Ya en esto se acercaban las ocho de la mañana, hora en que el vicario
decía diariamente la misa, y con este motivo se retiró a hacer oración
para prepararse a celebrar dignamente tan santo sacrificio.

Quedáronse, pues, solos don Juan y Espinosa, y este manifestó en la
conversación un talento tan claro, tan vasta instrucción, y sobre todo,
un conocimiento de los hombres que sorprendió a Vargas.

Hizo don Juan caer la conversación sobre la política de la época, y el
pastelero en breve le manifestó que estaba muy al corriente de ella.

Habló de toda España, de Italia y de Flandes, como hombre que todo lo
había corrido, y con aprovechamiento. Los asuntos de Portugal los tocó
ligeramente, y esto lo atribuyó Vargas al justo temor que entonces se
tenía de tratar semejante materia, pues Felipe no consentía sobre ella
la menor discusión.

Como quiera que fuese, el hecho es que cuando se trató de ir a oír la
misa, Vargas estaba prendado del pastelero, y lleno de asombro de que
un hombre de oficio tan bajo tuviese tal instrucción y discernimiento.
Lo que únicamente le disgustaba en él era cierto aire de iniciativa y
decisión que tomaba en las conversaciones. Decía en efecto las cosas no
como quien anuncia una opinión, sino a manera de axioma. Si el oyente
le replicaba, solía satisfacer a su objeción con fuerza y brevedad;
pero si aun se le oponían, cesaba de hablar, arrugaba el ceño, y ya no
era posible hacerle volver a entrar en materia.

Este proceder tan contrario a lo que su oficio prometía; su ninguna
aplicación al trabajo; su amistad con fray Miguel, y sobre todo, Inés
tan dama, tan llena de honrado orgullo, persuadieron a don Juan de que
en la historia de aquel hombre se encerraba algún extraño misterio, y
que de él dependían todas las reticencias que notaba en su querida y en
el vicario.

A juzgar por las apariencias, no iba en esto Vargas muy descaminado;
mas, mirando el asunto más despacio, no parece que fuese cosa
extremadamente sorprendente el que un hombre de baja esfera viajase
mucho, pues al cabo pasteleros en todas partes los hay. Los misterios
de Inés y los del vicario eran a la verdad incomprensibles; pero por lo
mismo, todo cálculo fundado sobre ellos debía ser de ningún valor.

Acabada la misa, el vicario, Vargas y Espinosa tomaron chocolate juntos
en la celda del primero, y ya terminado el desayuno pidió licencia fray
Miguel a don Juan para tratar con él de cierto asunto de la comunidad.

Vargas se retiró inmediatamente, y ofreciendo volver en breve a verse
con el vicario, tomó, casi sin saberlo, el camino de la pastelería.

Entró en ella, y en la tienda le recibió el mulato con toda la
afabilidad que en él cabía, y era sobre poco más o menos la de un perro
de presa, que si no muerde a su amo, no deja tampoco de enseñarle los
dientes.

—Domingo —dijo don Juan—, ¿y tu ama?

—¿Qué ama?

—Inés. ¿No está en casa?

—No.

—¿Adónde ha ido?

—No sé.

—¿Y volverá pronto?

—No sé.

—¿Hace mucho que ha salido?

—No sé.

—¿Pero cómo no has de saber cuánto tiempo hace que se marchó?

—No sé. Ya he dicho que no sé. ¿A qué viene tanta pregunta?

Como Vargas conocía el carácter de Domingo, no se obstinó en hacerle
más preguntas, y aunque como buen enamorado estaba lleno de impaciencia
por saber de su dama, no quiso proseguir un interrogatorio que
indudablemente había de ser inútil.

Trataba sin embargo de buscar medio para ver a Inés, cuando
inesperadamente se abrió una de las puertas que comunicaban de lo
interior de la casa a la tienda, y entró en esta una niña de tres
a cuatro años de edad, en cuyas facciones se notaba una semejanza
extraordinaria con las de Inés. La única diferencia que entre ambos
rostros había era el de ser algo menos fiera y mucho más dulce la
expresión habitual del de la niña que el de la mujer. El color de la
primera era también más blanco que el de la segunda, pero una y otra
circunstancia podían muy bien atribuirse, y se atribuían en efecto por
el vulgo, a las distintas edades de las personas comparadas.

Así que la niña vio a Vargas corrió hacia él, y pagó con un sin número
de inocentes caricias las infinitas que le hizo el caballero.

—Juanito mío, ¿me quieres todavía? —preguntó a don Juan.

—Sí, hija mía, más que nunca. ¿Y tú a mí, Clarita?

—Mucho, mucho.

—Me alegro; pero ¿qué tienes? ¿Estás llorosa?

—Sí, he llorado.

—¿Y por qué has llorado, ángel mío?

—Porque tía Inés se ha ido y no me ha querido llevar.

—¡Hay tal! Déjala que venga, verás cómo le reñimos.

—Si ya no viene.

—¿Qué dices, Clarita?

—Que ya no viene en mucho tiempo.

—¿Quién te lo ha dicho?

—Papá.

—Habrá sido por engañarte. Estará en misa, o a comprarte dulces.

—No lo creas, Juanito. Ha salido en un caballo, y dos señores la han
ido acompañando.

—¡El cielo me valga! ¿Y cuándo se han ido?

—Esta mañana muy tempranito.

—Vaya, tú me engañas, Clarita.

—No te engaño; mira, y se han ido por la puerta del corral. Tía Inés
lloraba, y papá estaba tan serio, tan serio, ¿sabes?

—¿No sabes dónde ha ido?

—No, pero muy lejos. Ya se lo diré a la señora, que me hacen rabiar.

Estas últimas palabras de la niña ya no las escuchaba don Juan, a quien
la sorpresa y disgusto embargaban los sentidos, y tenían como fuera de
sí.

Viendo Clarita que su Juanito, como ella decía, no contestaba, alzó
el rostro para mirarle, y viéndole encendido como una grana, y con
los ojos que parecían iban a saltársele del cráneo, fue tanto lo que
se asustó, que inmediatamente saltó desde sus rodillas, en que estaba
sentada, al suelo, y se echó a llorar amargamente.

El mulato se acercó al instante, y con el ruido del llanto, volviendo
don Juan en sí, acudió a ver qué ocurría.

—¿Qué tienes, niña? ¿Por qué lloras? ¿Por qué te has enojado conmigo?
No, inocente, no; vamos, calla. Si sabes que te quiero. Un poco de agua
para esta criatura, Domingo.

Este, que parecía conmovido, trajo un vaso de agua, y poniéndose de
rodillas presentó a la niña en la mano; pero Clarita, apartándole de sí
con mucho despego, le dijo:

—Yo no bebo sin salvilla, Domingo.

—Déjate ahora de eso —replicó Vargas—, bebe.

—No, no; papá y la señora no quieren.

Domingo, sin replicar palabra, echó una mirada en rededor de sí, y no
viendo con qué suplir la falta de la salvilla, echó mano de su propio
sombrero, y colocándolo debajo del vaso se volvió a acercar a Clarita,
quien, a fuer de niña, celebró con una sonrisa la invención del mulato
y bebió.

Vargas en seguida la dio un beso, y prometiendo volver pronto echó a
andar para el monasterio, resuelto a adquirir de un modo o de otro
noticias de su Inés.

Pero el destino lo tenía ordenado de otra manera. Ni el fraile ni el
portero estaban en la celda, ni en parte alguna del monasterio.

No por esto perdía don Juan la esperanza. Volviose al mesón, mandó
ensillar los caballos, y montando, seguido de su criado, emprendió
nada menos que correr todas las cercanías de la villa, con objeto de
descubrir la dirección que habían tomado Inés y los dos hombres que
según Clarita la acompañaban.

En esta penosa faena emplearon todo aquel día amo y criado. Aquí se
hacía un labriego estúpido repetir veinte veces una pregunta, que al
cabo no comprendía. Más allá les contaban un cuento muy largo para
decirles que tres días antes habían pasado por aquel paraje unos
arrieros, pero que nada habían visto de lo que se les preguntaba.

En resumen, a las oraciones no sabía Vargas otra cosa más que lo que
le dijo un trabajador, de que estando en las viñas había visto a lo
lejos tres caballerías; que en las dos de los costados le parecían iban
caballeros dos hombres, pero que en la del medio no distinguió más que
un bulto negro o carga. Lo único que el trabajador aseguró fue que se
dirigían por el camino de Medina del Campo.

Esta noticia era bien escasa y vaga. Lo natural hubiera sido volverse a
Madrigal y tomar informes de fray Miguel, pero la impaciencia de Vargas
no conoció límites. Así pues, envió a Pedro al monasterio con un
recado para el vicario, suplicándole que valiéndose del mismo conducto
le hiciese saber por escrito lo que pudiese sobre el viaje de Inés, y
él continuó el suyo para Medina.

[Ilustración]




CAPÍTULO IV

        Hagamos un esfuerzo generoso,
      Algún auxilio en nuestro mal busquemos;
      Si el cielo nos le niega, perezcamos,
      Que menos malo, y doloroso menos,
      Es de una vez el renunciar la vida,
      Que ser esclavos y existir sufriendo.


Cuatro leguas de Castilla que andar en un caballo, cansado ya de correr
durante un día entero, es pesada tarea, y más para el que aun volando
hubiera creído andar despacio. Pero, mal que le pese a don Juan, le fue
menester tardar seis horas en su camino, llegar por consiguiente a su
destino pasada la media noche, hora en que ya no se veía alma viviente
por las calles, ni puerta alguna que no estuviera cerrada.

Ni el jinete ni el caballo habían tomado alimento alguno en todo
aquel día, y uno y otro estaban desfallecidos. Don Juan, con el
aturdimiento, perdió el tino al ir a la posada en que acostumbraba a
parar, y cuando después de andar media hora por calles y encrucijadas
quiso recordar, ya se halló fuera de camino y enteramente desorientado.
Lo peor del caso fue que a fuerza de dar vueltas se había salido de la
villa, y estaba, a su parecer, en el extremo opuesto al de su entrada.

¿Qué remedio? Volverse atrás; pero el caballo dijo que no podía más
y se tendió. Don Juan, que felizmente no recibió lesión alguna en la
caída, hubo de resignarse a esperar que con el alba pasara algún alma
compasiva que ayudándole a desembarazar la pierna derecha que tenía
debajo del caballo le sacase del purgatorio.

Dejamos a la consideración del lector la desesperación, las
imprecaciones y penas del buen caballero, y por él y por nosotros nos
apresuraremos a referir cómo salió de tan mala posición.

Empezaba apenas a iluminar el horizonte la dudosa luz del crepúsculo
cuando el ruido de los pasos de algunos caballos en el extremo de la
calle en que estaba tendido Vargas le anunció que se aproximaba el
instante de su libertad.

—¿Qué diablos está haciendo ahí? —preguntó uno de los que venían.

—¿No lo ve, pese a mi vida? —respondió don Juan—: estoy preso debajo de
este maldito rocín, que Dios confunda.

—¡Ah!, ¡ah!, ¡ah! Y es verdad. Divertido está el buen hombre.

—Lo que importa es que usted, señor hidalgo, me ayude a salir de aquí.

—Vamos de prisa, hermano, no puede ser. Adiós.

—No daré un paso más antes de que se ayude a ese caballero a ponerse
en pie —dijo en voz baja, pero con firmeza, una mujer que con los
caminantes iba.

Oído esto, los que la acompañaban sin replicar palabra echaron pie
a tierra, y en breves instantes pusieron en pie al pobre Vargas.
Este, a pesar de lo mohíno y maltrecho que se hallaba, se acercó
inmediatamente a la dama, que permanecía a caballo, y con las más
corteses expresiones agradeció el favor recibido.

Mientras él hacia su arenga, montaban a caballo los que le habían
auxiliado, y la dama, aprovechándose para no ser oída de ellos del
ruido que hacían, dijo en tono apenas inteligible a Vargas:

—El domingo próximo a la oración en el Carmen de Valladolid; si no, el
siguiente en la ermita de Madrigal.

Dicho esto, sin esperar respuesta, se alejó con viveza, y en
seguimiento suyo fueron los demás, que eran tres hombres a caballo.

«Es Inés, no tiene duda. El domingo próximo... Bien; ¿pero no sería
mejor seguirla ahora mismo? Sí, por cierto... El caballo no puede con
su pellejo... Esperemos, no hay otro remedio».

En ejecución tan loable y necesario proyecto echó Vargas a andar en
busca de la posada, con la cual dio por fin, no sin trabajo, y por
aquella vez triunfaron el cansancio y el hambre del amor y la inquietud.

Dejémosle descansar, que bien lo necesita, y veamos cómo Pedro
desempeñó su comisión.

Inmediatamente que se separó de su amo se dirigió al monasterio, mas le
fue imposible ver por entonces al vicario, pues se le dijo que en aquel
momento se hallaba en el locutorio con la señora doña Ana de Austria.

Pedro, paciente como el que más, dijo que estaba bien, que esperaría; y
en efecto esperó nada menos que dos horas, al cabo de las cuales salió
de su conferencia fray Miguel, pero no solo, sino acompañado de Gabriel
de Espinosa.

Como criado en casa de un título de Castilla, y acostumbrado por
consiguiente a ver desde la infancia observadas rigorosamente las leyes
de la etiqueta y distinción de jerarquías, no pudo menos de sorprender
extraordinariamente al sirviente de Vargas que un pastelero gozase
de tan alto favor, que una persona de sangre real le admitiese en su
presencia, y nada menos que por más de dos horas.

No tuvo sin embargo tiempo de hacer reflexiones el criado, pues apenas
le hubo visto el vicario se acercó a preguntarle qué se le ofrecía.

Como Gabriel estaba presente, Pedro no quiso decir el verdadero objeto
que allí le tenía, y se contentó con decir que su amo le enviaba a
informarse de la salud de su reverencia.

—Buena, a Dios gracias —dijo Espinosa, riéndose maliciosamente—, muy
buena: desde esta mañana acá, no ha sufrido alteración. Hermano Pedro,
desempeñad vuestra comisión, que yo, que soy quien lo impide, me
apartaré lo suficiente para no oíros, aunque es inútil, pues antes de
que habléis sé ya lo que vais a decir.

Quedose Pedro al oír estas palabras como petrificado, y como el
pastelero continuaba mirándole con cierta expresión burlona, y hasta el
fraile mismo, a pesar de su gravedad, dejaba ver en el rostro no poco
de mofa, el pobre criado no acertaba a hablar.

Viendo esto, volvió Gabriel a tomar la palabra:

—Andad, Pedro, y decid a vuestro amo que se vuelva a Valladolid, que no
tardará mucho en tener noticias de la que desea.

Mientras que Espinosa hablaba así, Pedro, recobrando su espíritu y
llenándose del orgullo que la librea de la casa ilustre de los Vargas
le inspiraba, se indignó de qué aquel miserable quisiese darle órdenes
a su noble amo.

—Señor Gabriel —dijo en tono bastante animado—, mi amo el señor don
Juan de Vargas no me ha dado para vos comisión ninguna, ni sé yo qué
relaciones pueda un pastelero tener con él para tener la osadía de
mandarle a decir lo que ha de hacer o no hacer.

En tanto que hablaba Pedro se obró en la fisonomía de Espinosa una
revolución completa. A la expresión irónica sucedieron instantáneamente
la gravedad, el desprecio y la cólera.

Sus cejas largas y pobladas se unieron por un movimiento de contracción
en los músculos de la frente; los ojos le brotaban fuego, los labios
se le pusieron lívidos, y los dientes empezaron a chocar entre sí con
violencia.

—Es claro —exclamó, no pudiendo ya contenerse—: calla, o pagas con la
vida tu atrevimiento.

Y hablando así echaba mano a la daga de que ya hemos hecho mención.

Pedro, que no era cobarde, y también llevaba una especie de cuchillo
de monte, lo empuñó para defenderse, y sabe Dios cuál hubiera sido
el resultado de aquella escena, a no haber interpuesto el fraile su
mediación.

—¡Qué imprudencia, señor, qué imprudencia! —dijo, dirigiéndose al
pastelero—. ¿Sabe acaso con quién habla?

—Tenéis razón; pero esto ya es insufrible. Prefiero mil veces la muerte
a vivir así envilecido.

—No está lejos el día. Y vos, Pedro, retiraos, y dad a vuestro amo de
mi parte el recado que habéis oído de boca del señor Espinosa.

Obedeció el criado, pero no fue sin extremada repugnancia y mayor
admiración.

«Este Gabriel —iba diciendo entre sí—, Dios me lo perdone, pero no
puede ser cosa buena; y el padre, el padre, fuera de la corona, tampoco
me fío mucho de él. Dios quiera que no le den que sentir a mi pobre
amo. En fin, yo soy mandado; con obedecer cumplo, y sea lo que Dios
quiera».

—Fray Miguel —dijo gravemente Espinosa después que Pedro se hallaba a
suficiente distancia para no poder oírlo—, ya lo veis, es preciso que
terminéis de una vez.

—Señor...

—Hablad con Espinosa.

—Pues bien, señor Espinosa, usted sabe que no se perdona medio para
llegar al deseado término. La señora doña Ana...

—No hablemos de ella: ¡ojalá todos tuvieran su celo!

—Yo...

—Estoy satisfecho de vuestros servicios.

—Ahora los demás...

—Los demás, los demás, en todos hay morosidad, tibieza, y miedo sobre
todo. Felipe y su Inquisición hacen temblar a los que yo tenía por más
valientes.

—Cierto es que así sucede; pero no por eso debemos desalentar.

—Gracias a los sacrificios que la señora doña Ana está pronta a hacer,
habrá fondos con que hacer frente a los primeros gastos.

—Yo no quiero que doña Ana se desprenda de sus alhajas.

—Sin embargo, es indispensable que así sea, so pena de renunciar para
siempre a lo que de derecho es del señor Gabriel de Espinosa. La
comunicación con nuestros amigos de Portugal es tan difícil, que raya
en lo imposible. Los agentes del monarca español tienen minada toda la
nación, y, dolor da decirlo, hay portugueses tan viles, que les sirven
de espías. Usted sabe tan bien como yo las inmensas dificultades que
han tenido que vencer los pocos que hasta aquí han llegado, y que estos
vienen en estado de no poder contribuir más que con su persona. Cuanto
había ilustre y amigo de usted en aquel reino ha sido proscrito, ya con
un pretexto, ya con otro, y si alguno se ha salvado maravillosamente
del naufragio común, se halla más en disposición de necesitar auxilio
que de prestarlo. Todo esto es notorio a usted; tampoco se oculta a su
penetración que son muchas las razones que le autorizan; y más diré, le
obligan a aceptar las ofertas de la señora doña Ana. Señor, no hacerlo
desde luego no solo es desacertado, sino criminal.

—¡Criminal, fray Miguel! Os olvidáis...

—No me olvido, no señor; pero mi celo, mi santo ministerio, y la
urgencia de las circunstancias exigen que diga la verdad desnuda, aun
a riesgo de enojar a usted, cosa que en otro caso no haría por cuanto
hay en el mundo.

Durante el largo razonamiento de fray Miguel, se paseaba Espinosa por
el claustro en que se hallaban, y el vicario le seguía hablando, sí
con energía, pero no con menos respeto. Gabriel dejaba ver en toda su
persona el aire de un hombre acostumbrado a tales deferencias, y que
por consiguiente las recibe sin orgullo ni admiración.

Después de algunos instantes de meditación rompió el silencio el
pastelero.

—Fray Miguel, meditaremos detenidamente esta noche vuestra proposición,
y sabréis mañana lo que resolvemos.

Por toda contestación el vicario se inclinó humildemente, en señal de
quedar enterado.

Espinosa, sin mirarle siquiera, continuó diciendo:

—La adquisición de Vargas nos va a ser preciosa. Su familia tiene
prestigio y dinero; él es entusiasta y valiente, y estas dotes son muy
a propósito para casos de esta especie.

—Ciertamente —contestó el fraile—; pero usted sabe sin duda que don
Juan desea...

—¿Y qué me importa a mí lo que don Juan desea? Sírvanos, que después a
cargo de nuestra munificencia queda el recompensarle.

—Es que para que nos sirva como usted desea, no hay más que un medio.

—Inés. Lo sé, lo he visto antes que vos. Desde el instante en que la
vio se le trastornó la cabeza. Con mi larga peregrinación he aprendido,
fray Miguel, a conocer a los hombres. No es el oro, ni la gloria, ni
las recompensas, la manera de gobernarlos; cada uno de ellos lleva
dentro de sí el medio para servir de juguete al que sabe estudiarlos.
Las pasiones, padre mío, son el resorte que hay que tocar: ser diestro
en la fantasmagoría. Enseñad a cada uno, en perspectiva y abultado, el
objeto a que su corazón le inclina, y los veréis corriendo tras de una
sombra, abandonar todas las realidades posibles. La dificultad está en
graduar la luz proporcionalmente a la vista de cada uno. Los hay que
en una piedra ven un trono, o un tesoro, o una belleza, porque todo lo
miran a través del prisma de sus deseos. Para otros es necesario más
artificio; pero al cabo pocos son los que no caen en la red.

—¿Y está ya el señor Espinosa resuelto a servirse de don Juan?

—El tiempo dirá lo que debe hacerse. Fray Miguel, quedad con Dios.

—Él os guarde, como yo se lo ruego sin cesar.

Humillose el fraile al decir esto; Gabriel inclinó ligeramente la
cabeza, y saludando graciosamente con la mano, salió a paso largo del
claustro.

Contemplábale el vicario inmóvil, y al perderlo de vista exclamó en
tono bajo y doloroso:

«¿Cuándo se moderarán esa impetuosidad y ese orgullo excesivo, que son
los que nos han traído a este punto? Jamás».

En tanto caminaba Pedro a Medina del Campo, adonde llegó mucho antes
que su amo se presentase en la posada, lo que le inquietó sobremanera,
y sin duda se hubiera puesto en marcha de nuevo para adquirir noticias
de él si su montura, no menos cansada que la de Vargas, se lo hubiera
permitido. Gracias a esta circunstancia, halló don Juan a su sirviente
en la posada, y supo de él cuanto había ocurrido con fray Miguel
y Espinosa; y como el aviso de este convenía con la cita de Inés,
desde luego resolvió el hermano del marqués regresar a Valladolid;
sin embargo, antes pasó por la hacienda a que supuso se dirigía su
viaje, y dando en ella las disposiciones convenientes se encaminó a la
residencia de su hermano.

[Ilustración]




CAPÍTULO V

        . . . . ¿Y su frente
      Pudo orlar impudente
      La vil posteridad con lauros de oro?

              (Quintana: _Oda a Padilla_).


Don Juan de Austria, hijo natural del emperador Carlos V, primer rey de
su nombre en España, tuvo fuera también de matrimonio, en una señora
madrileña, dos hijas, de las cuales una era la señora doña Ana, monja
profesa en el monasterio de Santa María la Real de la villa de Madrigal.

La misma política estrecha, mezquina y tiránica que jamás concedió al
vencedor de Lepanto las prerrogativas de infante de España, que impidió
siempre los distintos enlaces que se le ofrecían a aquel príncipe,
verdaderamente grande, y que por último abrevió acaso sus días en
medio de la juventud y de la gloria de que en Flandes se estaba
cubriendo, esa misma hizo monja a doña Ana.

Bien conocía el malogrado héroe el carácter suspicaz, sombrío y cruel
de su hermano, y la prueba de ello es que tuvo siempre oculta la
existencia de sus hijas, hasta que en la hora de la muerte confió aquel
secreto a su digno amigo el duque de Parma Alejandro Farnesio, capitán
insigne, príncipe magnánimo, y sobre todo modelo de los caballeros de
su siglo.

Imposible hubiera sido ocultar a Felipe II que su hermano dejaba dos
hijas, por razones que, sobre ser muy obvias, serían harto prolijas
de explicar; hízoselo, pues, saber Farnesio, recomendándoselas en
su nombre, y en el del difunto príncipe. La conducta del rey fue en
aquella ocasión precisamente la misma que había sido la de don Juan
de Austria. Recibió la noticia con agrado, acogió a las huérfanas con
hipócrita habilidad, y al poner su mano sobre sus cabezas, como para
bendecirlas, puede asegurarse que impuso sobre el cuello de aquellas
dos inocentes el yugo de hierro que había de agobiarlas toda su vida.

Cobarde, como su padre valiente; cruel, como aquel generoso; y
fanático, como religioso era Carlos, ningún crimen arredraba a Felipe
cuando se trataba de su seguridad, de su venganza, o de los mal
entendidos intereses de su religión.

Parricida en el príncipe don Carlos, fatricida en don Juan de Austria,
¿qué podía esperarse que hiciese con sus sobrinas?

Relativamente hablando, su conducta con ellas fue excelente, pues se
limitó a sepultar a ambas en el claustro, contentándose con extinguir
así la descendencia de un hombre que aun muerto le causaba celos.

Por lo demás, la señora doña Ana había recibido la promesa de ser
prelada de su monasterio, y entre tanto vivía en él con la posible
independencia. En vez de estar reducida como las demás religiosas a una
sola celda, tenía una habitación espaciosa y decorosamente amueblada.
Concediósela un locutorio aparte para dar audiencia en él; conservó
el tratamiento de excelencia, y sus obligaciones se limitaron a la
asistencia al coro, y aun de esta se podía dispensar siempre que le
acomadaba. Dos religiosas profesas, ambas nobles de nacimiento, servían
inmediatamente a su persona, y otras varias legas desempeñaban los
oficios mecánicos de su obligación. En una palabra, sus grillos se
doraron con esmero, mas no por eso dejaron de ser grillos.

La figura de la señora doña Ana era como la de la mayor parte de
las hembras de la casa de Austria, más bien imponente que bella,
más agradecida que afable; pero no así su carácter, verdaderamente
angelical.

Educada por su madre en el mayor recogimiento, y habituada a una vida
monótona y silenciosa, de la cual salió para entrar en el claustro, su
espíritu había tomado cierta tendencia a la meditación, que, dejándose
ver en su rostro, hacía muy a menudo parecer que estaba en éxtasis.

No hallando en el momento de desenvolverse la sensibilidad en su
corazón objeto en que emplearla, naturalmente recayó toda ella en su
madre y en sus augustos parientes; pero esto no bastaba. La juventud
buscaba siempre un objeto ideal, no siendo suficiente la imperfección
de los que le rodean a satisfacer sus inmensos deseos. Para los que
viven en libertad se encarga el amor de realizar estas ilusiones, y
las realiza en efecto, si bien suele pagarse la corta felicidad que
proporciona con amargos desengaños; pero la infeliz religiosa, ¿qué
recurso tiene? La devoción.

Cuando esta es sincera, cuando no se limita a prácticas ridículamente
supersticiosas, sino que va acompañada de una fe pura, de una
conciencia tranquila y un corazón sencillo, ¡dichoso el que la ejerce!
En ella encuentra refugio y esperanza, consuelo y remedio para todas
las calamidades de la vida.

Doña Ana, pues, era devota, sinceramente devota; y si bien tenía todas
las supersticiones que pocos dejaban de tener en España en aquel siglo,
había por lo menos en lo íntimo de su corazón un fondo inagotable de
piedad, y aun de tolerancia, virtud verdaderamente rara en la época en
que vivió.

Sin embargo, a pesar de toda su devoción, de haber estado en su mano
decidir sobre su suerte, no hubiera seguramente tomado el hábito. La
naturaleza la había hecho más para madre de familia que para religiosa,
y ella misma lo conocía. La vista de un niño producía en aquella señora
una sensación difícil de explicar. Sin que la reflexión bastase a
impedirlo, suspiraba, contemplando cuán sin culpa ni voluntad se
veía obligada a renunciar hasta a su esperanza de recibir nunca las
inocentes caricias de que veía colmadas por sus hijos a otras mujeres.

Entonces hubiera querido haber debido el ser a un oscuro jornalero, y
ser dueña de su persona, más bien que ser hija de un príncipe de la
ilustre casa de Austria, a tanta costa.

Por más esfuerzos que hagan la superstición y el fanatismo para
violentar la naturaleza, su voz se dejará siempre oír en el fondo de
nuestros corazones; y las desdichadas víctimas de las instituciones de
los hombres, luchando entre la fuerza de sus propios sentimientos y
los horrores en que una educación viciosa les ha imbuido, vivieron en
perpetua y espantosa agonía.

¿No es ya tiempo de que desaparezcan de las naciones cultas tan
monstruosos abusos?

Tales eran las disposiciones y situación de doña Ana cuando fray
Miguel, nombrado vicario de su monasterio y su confesor, se presentó en
Madrigal.

Uno y otro tardaron poco en hacerse justicia respetuosamente, y de aquí
resultó entre ambos la más estrecha y sincera amistad.

Fray Miguel amaba a doña Ana como un padre a su hija, y no podía menos
de ser así porque aquella señora había heredado todas las excelentes
cualidades del infeliz príncipe a quien debía el ser.

Poco tardaron en no tener secretos el uno con el otro. El vicario supo
de mano de doña Ana lo que sobre sus sentimientos hemos dicho ya; y la
noble religiosa recibió la confianza de las pocas que atormentaban a
fray Miguel, y de que aún no hemos hablado.

Ya hemos dicho que el vicario de Santa María, antes de serlo, había
sido confesor del rey don Sebastián de Portugal, y todo el mundo sabe
que este monarca, habiendo hecho, contra el dictamen de todos sus
consejeros, o al menos de los más hábiles, una expedición a África,
desapareció en una batalla que dio delante de Tánger, en la cual fueron
los cristianos completamente derrotados, sin ser posible encontrar el
cadáver del rey entre los demás, ni saber su paradero.

El cardenal don Enrique ocupó entonces el trono de Portugal, y habiendo
muerto sin sucesión, a pesar de haber obtenido del papa dispensa de sus
votos para casarse, le sucedió en la corona Felipe II, en virtud de sus
derechos, apoyados en un ejército que, a las órdenes del duque de Alba,
derrotó a don Antonio, prior de Crato, príncipe que los portugueses
hubieran preferido con razón al rey de España.

Pero a pesar de que todo esto sucedía, suponiéndose como cierta la
muerte del rey don Sebastián, no faltaban en Portugal personas que
creyesen que aún existía. Y esto no solo entre el vulgo, sino en las
clases más elevadas del Estado.

En el número de los que seguían esta opinión se hallaba fray Miguel,
fundándola en la circunstancia positiva de que no había uno solo de los
que habían escapado con vida de la batalla que dijese que había visto
morir al rey, y sí alguno que aseguraba que se había retirado herido
gravemente con dirección a la costa.

Además, durante el corto reinado de don Enrique corrieron distintas
veces rumores de que don Sebastián se había presentado ya en un punto
ya en otro de la costa, siendo de observar que tanto el rey cardenal
como Felipe II, cada uno en su tiempo, castigaron con la mayor
severidad no solo al que decía haber visto en vida al don Sebastián,
sino aun a aquellos que se limitaban a opinar que era posible que no
hubiese muerto.

Si la historia de Felipe no ofreciese en cada una de sus páginas mil
pruebas de su hipocresía, su conducta en esta ocasión bastaría solo a
destruir la cualidad de eminentemente religioso con que sus parciales
han querido honrarle. Un hombre timorato cualquiera da a cada uno lo
que legítimamente le pertenece; y cuando las circunstancias le hacen
dueño de un objeto al cual pueda parecer dudoso su dominio, no descansa
hasta aclararlo, porque prefiere la tranquilidad de su conciencia a
cuantos tesoros encierran las entrañas de la tierra.

Tal vez se dirá que en política hay ocasiones en que los principios de
la estricta justicia deben plegarse a las circunstancias del momento,
y que acaso de una pequeña infracción de ellos, en perjuicio de uno o
de algunos particulares, resultan bienes infinitamente superiores a
la masa. Esto se ha dicho hace muchos siglos, se dice en el nuestro,
y se dirá en los futuros, siempre que los gobiernos quieren, o por
malicia o por ignorancia, infringir los pactos sociales, que tácitos o
expresos existen en todas las naciones, inclusa la Turquía, donde lo es
el Alcorán; pero como no porque todos digan una cosa por eso es buena,
habrán de permitirnos que les digamos humildemente nuestra triste
opinión, y es que en general jamás de una mala acción resulta un bien;
que si tal vez a primera vista aparece así, es indudable que, examinada
la cosa a fondo y despacio, se hallará que no es lo que parece; y por
último, que al mismo resultado, aun suponiéndolo bueno, se hubiera
podido llegar sin cometer el crimen, con un poco más de paciencia y de
trabajo.

De cualquiera modo, Felipe procedió siempre con su severidad
característica contra todos los sebastianistas, y era igual el placer
que su corazón de tigre recibía viendo quemar vivo al infeliz que acaso
cantó por distracción

        ¿Si ha venido o no ha venido
      El Mesías prometido?
      No ha venido,

o se mudó de camisa un sábado, o tuvo la desdicha de no nacer
aficionado a la carne de cerdo, que al que era bastante osado para
decir que su penúltimo rey acaso aún viviría.

No conocíamos en aquella época los españoles la sutil invención de la
policía, mas en cambio teníamos la Inquisición, que no le va en zaga, y
aun le lleva ventajas, y no pocas.

Gracias a las luces del siglo, la policía encuentra pocos delatores
fuera de la clase abyecta de la sociedad, y aun en ella se avergüenzan
los hombres de ser ministros de tal institución.

Por el contrario, el difunto Santo Oficio, desde el monarca hasta su
último vasallo, contaba con otros tantos servidores. Las personas
reales se honraban llevando un hacecito de leña para freír algún
desventurado hereje; una junta de sus calificadores decidió de la
suerte del príncipe de Asturias don Carlos.

Los grandes de España ansiaban verse alguaciles mayores, y desempeñar
otros oficios del nefando tribunal.

La cruz verde de familiar deshonraba el pecho de un número considerable
de nobles y funcionarios públicos.

En una palabra, no parece sino que eclesiásticos y seculares, nobles
y plebeyos, toda la nación, en fin, quiso hacerse cómplice de los
millares de asesinatos jurídicos cometidos por la Inquisición, al paso
que la mayor afrenta que hoy puede hacérsele a un hombre es llamarle
_esbirro_.

Fray Miguel, después de haber sufrido valerosamente la más cruel de las
persecuciones, y llevado con resignación la reclusión en que se le tuvo
algunos años, aprendió a ser cauto. Cesó de hablar de su malogrado rey,
e interpretándose su silencio como prueba de hallarse convencido de la
muerte de don Sebastián, lograron sus valedores, no sin trabajo, que
se le pusiera en libertad y se le agraciase con el vicariato de Santa
María, destino, a la verdad, poco apetecible para un provincial, pero
preferible siempre a un encierro.

Allí, como hemos dicho, encontró a la señora doña Ana, y se interesó
por ella vivamente tan luego como llegó a conocer sus excelentes
prendas.

La hija de don Juan de Austria se consideraba, con razón, como víctima
de la política de su tío el rey, y así fray Miguel llevaba en el mero
hecho de ser perseguido por el mismo una gran recomendación para ella.

Las conversaciones entre el portugués proscrito y la religiosa versaban
constantemente sobre dos solos puntos: la gloria y desgracia del
vencedor de Lepanto, y la aciaga batalla de Tánger.

Insensiblemente, las opiniones del vicario sobre esta última materia
fueron inculcándose en doña Ana, de modo que a muy poco tiempo llegó
a ser tanto o más celosa sebastianista que él mismo. Si fray Miguel
hacía una penitencia, una oferta cualquiera a un santo para lograr por
su mediación la deseada vuelta de su rey, doña Ana no solo le imitaba,
sino que en ocasiones llegaba a sobrepujarle en celo. Una rica lámpara
de plata ardía de continuo en el coro alto de su monasterio, ante una
imagen de nuestra Señora, en muestra del ardiente deseo que la hija
de don Juan de Austria tenía de ver restituido a su trono al rey don
Sebastián. Jamás oraba sin dirigir al cielo repetidas súplicas con el
mismo fin; y, en resumen, su pensamiento dominante, único más bien, era
el del regreso de aquel malhadado príncipe a su país.

Pero la verdad nos obliga a decir que, además de la compasión que las
desgracias del rey de Portugal inspiraban al sensible corazón de la
augusta religiosa, y del cariño que le profesaba por ser hijo de la
princesa doña Juana, hermana predilecta de su padre, había un motivo,
tal vez más poderoso, para que doña Ana se interesase tanto en que don
Sebastián viniese y volviese a reinar.

Era este motivo la persuasión en que se hallaba, gracias a los
continuos y repetidos esfuerzos que para ello hizo fray Miguel, de que
en el caso de verificarse lo que tanto deseaba, y de contribuir aquella
señora tan eficazmente como pensaba hacerlo al restablecimiento de la
independencia de Portugal, don Sebastián obtendría del sumo pontífice
que dispensaría a la señora doña Ana de sus votos, y se uniría a ella
con el lazo del matrimonio.

Preciso es confesar que el vicario, en esta ocasión, prescindió un
poco de su carácter habitualmente candoroso, y fue político en toda
la extensión de la palabra, ofreciendo a la vista de la reclusa una
perspectiva tan halagüeña que no podía menos de obligarla a entrar en
sus planes, y prometiendo más acaso de lo que hubiera podido cumplir
aun cuando don Sebastián no hubiese en efecto muerto y pudiera
recobrar su corona, ambas cosas por lo menos harto problemáticas.

Pero háblesele a un amante de estrechar entre sus brazos a la que ama;
a un prisionero de la libertad: por más incierto, por más peligroso, y
acaso imposible, que al indiferente parezca conseguir lo uno o lo otro,
a los interesados no les parece nunca que ofrece la menor dificultad,
y apenas tocando la barrera de diamante que el destino opone a sus
deseos, creen en ella.

Tal fue el caso de la señora doña Ana. A las primeras insinuaciones
que el vicario la hizo sobre la materia, su fantasía se inflamó. Aquel
corazón, a quien jamás la idea del amor se había presentado sino
asociada con la del crimen, pudo, en fin, conseguir la esperanza de
amar un día sin delito, y de amar a un guerrero esforzado, célebre por
su valor y sus desgracias, y rey en fin.

Recobrar de una vez la libertad, sus derechos de mujer, la clase en
que su ilustre nacimiento la colocó, salir de la estrechez del claustro
al esplendor del trono, y sacudir las cadenas de Felipe, eran para
doña Ana consecuencias inmediatas y precisas de la aparición de don
Sebastián.

¿Qué mucho que con tales esperanzas no dejase en sosiego a un solo
santo del cielo para conseguir se realizasen?

Sin embargo, empezó por oponer algunas resistencias al proyecto del
matrimonio, y como fray Miguel, conociendo que aquello solo era por
el bien parecer, insistiese sin cesar en ello, acabó por convenir en
que se prestaría, _aunque con repugnancia, a los deseos de su augusto
primo, y a las órdenes del santo padre_.

Conformidad admirable, tanto más cuanto su augusto primo probablemente
no existía, y el _santo padre_ en lo que menos pensaba era en sacarla
de su monasterio.

Además de la señora doña Ana, contaba fray Miguel en el monasterio
con el amor de casi todas las religiosas, a quienes su vida austera
y penitente había inspirado una veneración sin límites; y desde que
se hallaba en Madrigal había vuelto a anudar algunas relaciones en
Portugal con la mayor cautela y tan buena maña, que logró sustraer su
correspondencia a la vigilancia de los agentes de Felipe.

Valiose para ello de un médico portugués establecido en el mismo
Madrigal, de quien en lo sucesivo tendremos ocasión de hablar.

Este era el estado de fray Miguel y la señora doña Ana cuando don Juan
de Vargas se presentó en Madrigal por la vez primera.

[Ilustración]




CAPÍTULO VI

        Los días que apresurado
      Quieres hora apresurar
      Un tiempo te ha de pesar
      Que hayan tan presto llegado.


Los días que transcurrieron hasta el domingo en que Inés había
prometido a don Juan de Vargas verse con él a la hora de la oración en
el Carmen de Valladolid, caminaron para el impaciente amante con una
lentitud insoportable.

Todas las tardes su paseo, sin preceder deliberación, era hacia el
lugar de la cita, y en él su ocupación calcular hasta por minutos
el tiempo que debía transcurrir hasta el deseado instante. Triste
condición la del hombre que con ridícula inconsecuencia desea abreviar
el curso de su corta vida por acelerar tal época de placer que acaso
nunca llega.

Cinco días mortales se pasaron hasta que amaneció el domingo señalado.
Don Juan oyó misa en el Carmen, paseó hasta la hora de comer por sus
inmediaciones, y por la tarde volvió también al mismo paraje.

La oración sonó: en lo que menos pensó Vargas fue en rezar. Recorrió
con la vista la larga extensión del Campo Grande, que así se llama
el paraje en que se halla en Valladolid el convento del Carmen; pero
aunque en él vio diferentes personas, ninguna se acercó al punto
convenido en largo tiempo.

Por fin, dos hombres embozados hasta los ojos, y dejando ver por debajo
de las capas cada uno una espada de tremenda longitud, se dirigieron al
pórtico del convento con aire, aunque resuelto, cauteloso.

Don Juan los miró un momento; pero preocupado con la idea de ver venir
a Inés, apenas paró la atención en aquellos dos hombres. Por su parte
los embozados parece que tampoco hicieron reparo en él, y dieron
vuelta a aquellos alrededores registrándolos escrupulosamente, con el
objeto sin duda de buscar en ellos a alguna persona, o de asegurarse de
que ninguna había oculta. Terminado este examen, que fue de bastante
duración, uno de ellos se acercó a Vargas, que también iba embozado, y
sin saludarle, ni andar en más ceremonias, le dijo:

—Amigo, háganos el gusto de despejar el campo, que habemos menester
estar solos.

El hermano del marqués, impaciente con la tardanza de su amada,
contrariado además con la importuna llegada de aquellos hombres, y poco
acostumbrado a verse tratar con tan poca cortesía, sintió impulsos de
responder a estocadas a tan grosera intimación; pero reflexionando que
empeñar entonces una querella era lo mismo que imposibilitarse de ver a
Inés, se contuvo, no sin trabajo, y respondió con aparente flema:

—Caballeros, un negocio de importancia me impide darles gusto por
ahora. Tal vez me convendría a mí también estar solo; mas por amor de
la paz me convendré a que vuesas mercedes estén aquí también.

Iba el que dio principio a esta conversación a responder no sabemos
qué, cuando el otro embozado, que hasta entonces había permanecido a
alguna distancia, acercándose precipitadamente a su compañero, le dijo:

—O el oído me engaña, o ese hombre es don Juan de Vargas, y a fe que me
alegrara.

—Alegraos, pues, replicó el amante de Inés mostrándole el rostro a
descubierto, que yo soy en persona.

—¿Qué vais a hacer? —exclamó el que primero había hablado de los dos.

—Lo veréis —respondió el segundo; y separándose de él, y dirigiéndose
a don Juan, continuó diciendo—: Si no ando errado, señor don Juan, vos
amáis a una mujer que tiene por nombre el de Inés.

Toda la sangre de Vargas se inflamó al oír tal interpelación. El que
entonces le hablaba, ni era Espinosa, ni fray Miguel, y solo ellos dos
y su criado Pedro tenían algún indicio de sus amores. ¿Cómo, pues,
aquel desconocido se mostraba tan al corriente de ellos?

«Es un rival —dijo para sí—; solo un rival, y rival favorecido, puede
saber que yo amo a Inés».

El raciocinio no era muy exacto; pero de tal modo se le asentó en la
cabeza a don Juan aquella idea que, desde luego, se resolvió a reñir
con aquel hombre, y así le contestó con sobrado desabrimiento:

—Señor mío, no estoy acostumbrado a dar cuenta de mis pensamientos al
primer impertinente que tiene la osadía de venir a interrogarme; y
así, si no queréis llevar respuesta de que os pese, iros norabuena, y
dejadme en paz.

—Esa arrogancia podrá convenir con vuestros criados, pero no con los
que cuando menos son tanto como vos.

—Si en efecto sois caballero —replicó Vargas lleno de ira—, yo os
responderé como conviene.

Y al acabar estas palabras echó mano a la espada. No anduvo perezoso su
contrario, pues empuñó la suya diciendo:

—A esto quería yo venir a parar.

—Hubiéraislo dicho desde luego, y ahorráramos palabras —repuso don Juan
ya riñendo.

Su enemigo, para pelear, hubo de desembozarse y dejar ver un rostro
de hombre en extremo blanco. El cabello era rubio y rizado, los ojos
azules, y la fisonomía, aunque podía pasar por bella, sin embargo
carecía de viveza y gracia.

Vargas reñía con serenidad, pero airado; su antagonista con valor,
pero sin gran vehemencia. Ambos eran jóvenes, robustos, y diestros, al
parecer, en el manejo de las armas.

El embozado que primero habló, aunque daba de cuando en cuando algunas
muestras de descontento por lo que presenciaba, permaneció inmóvil en
su puesto, hasta que después de dos minutos de pelea, su compañero,
estrechado vivísimamente por Vargas, empezó a perder terreno. Entonces
sin consideración alguna sacó también su espada y cerró con don Juan.
Este, viéndose de repente con dos enemigos en vez de uno, se sorprendió
algún tanto, y dio lugar a que su nuevo adversario le hiriese, aunque
levemente, en la mano izquierda. Empero, al ver correr su sangre
tan alevosamente derramada, la ira le dio nuevas fuerzas, y echando
prontamente mano a la daga, de que hasta allí desdeñó de hacer uso, se
dio tan buena maña que no solo mantuvo a suficiente distancia de su
cuerpo los aceros de sus enemigos, sino que tuvo la fortuna de desarmar
al que provocó la riña, haciendo saltar su espada a más de cuarenta
pasos.

Pero aquel triunfo hubo de serle funesto, pues el desarmado, furioso
con el desmán que le sucedía, corrió en busca de su arma, y volviendo
con ella iba a atacar a Vargas por un costado, esperando que, ocupado
en combatir con su compañero, no lo echaría de ver. Engañose en esto.
El hermano del marqués no era novicio en las armas, y como más de una
vez se había visto en Flandes en lances cuando menos tan apurados
como aquel, conservaba la misma serenidad que si estuviera sentado
a la mesa de su hermano. Calculando con razón que de hombres que
peleaban dos contra uno todo lo malo podía esperarlo, no perdió de
vista al desarmado, y observando su marcha le conoció la intención.
Reconociendo, pues, el terreno con una rápida ojeada, empezó a
retirarse con tanto acierto, que en un instante se halló con las
espaldas guardadas por el convento, y su enemigo vio frustrarse la
esperanza de acabar con él traidoramente.

La pérfida conducta de aquellos dos hombres se avenía muy mal con el
valor con que peleaban, porque en realidad lo hacían como hombres
decididos, y que no empezaban entonces a manejar la espada.

Más de siete minutos duró aquella lucha desigual; en ella recibió don
Juan la herida de que hemos hablado, y sus dos enemigos no se hallaban
mejor parados, pues el rostro de uno estaba cubierto de sangre, y el
otro recibió una estocada en un muslo.

Sea por las heridas, sea por cansancio, ambos se retiraron
simultáneamente al cabo de este tiempo como a unos seis pasos de
Vargas, y este, demasiado fatigado para perseguirlos, aprovechó con
gusto aquella ocasión de recobrar sus fuerzas.

Los tres con las puntas de las espadas apoyando en tierra, respirando
apenas, y con la vista clavada en el enemigo, hubieran parecido
estatuas si la sangre que corría por sus vestidos no demostrara que
eran hombres.

Es probable que la pelea se hubiera renovado, y tal vez terminado con
fatal éxito para Vargas, si a poco de hallarse los tres actores de
aquella escena en la disposición que hemos dicho, no apareciera entre
ellos una mujer, cubierta con un manto negro, pero que a pesar de él
conoció desde luego Vargas por Inés.

La pastelera de Madrigal, que no esperaba hallar en aquel sitio a don
Juan cubierto de sangre, y en disposición tan hostil, dio muestra de su
sorpresa y sentimiento con un profundo suspiro, que fue el que advirtió
de su presencia a su amante y a sus dos enemigos.

—Señor don Juan, ¿qué es esto, que es esto? —preguntó Inés.

—Esto es, señora —dijo el provocador de Vargas, sin dar lugar a que
este respondiese—, esto es un efecto de vuestra acertada elección.

—Decid más bien —replicó la morena con dignidad y fuerza—, de vuestra
inconcebible imprudencia, de vuestra ridícula obstinación, por no decir
otra cosa.

—Podéis gloriaros, Inés —exclamó don Juan—, de tener un amante en
ese hombre digno de figurar en una banda de salteadores. Mirad el
denuedo con que esos hombres han tirado la espada contra uno solo; y es
lástima, en verdad, que no hayáis presenciado el valor con que trataban
de asesinarme por la espalda.

La acusación era demasiado cierta, y en el fondo de sus corazones
era imposible que los embozados dejaran de conocer su justicia; pero
hallándose una mujer presente no les pareció decoroso convenir en ella,
y así el que primero riñó contestó lleno de ira real o aparente:

—Mentís como un bellaco.

—Miserable —gritó don Juan—, yo castigaré tu imprudencia.

Y diciendo y haciendo acometió con no vista furia a su enemigo, quien
no dejó de defenderse bizarramente. Su compañero, que como ya se ha
visto, nada tenía de escrupuloso, iba también a tomar parte en la
pelea; mas Inés, advirtiéndolo con tiempo, se arrojó sobre él tan de
improviso, que le arrancó la espada de las manos, y separándose algún
tanto le presentó la punta de su propio acero a dos dedos del pecho,
diéndole:

—Cobarde, por la vida del rey te juro que te atravieso si das un paso
más. No, en mi presencia no asesinaréis a un caballero. Pelee en hora
buena con uno, ya que tan locos sois que buscáis vuestra perdición y la
nuestra, pero con dos no será mientras yo pueda impedirlo.

Entre tanto peleaba Vargas con singular denuedo, y su enemigo no se
defendía con menos. Mas como ambos estaban ya cansados, apenas tiraban
golpe peligroso, y si lo hacían, no encontraban dificultad en pararse
recíprocamente.

A poco de haberse empezado este nuevo combate Inés, que en medio de su
singular posición conservaba una admirable serenidad, exclamó:

—La justicia, caballeros, la justicia.

Los que reñían suspendieron su combate, y el desarmado, volviendo atrás
la cabeza, vio en efecto que ya a la mitad de la distancia que media
entre el convento del Carmen y la calle de Santiago se percibía a la
luz de una gran linterna que traían un grupo de siete a ocho personas
que probablemente habrían oído el ruido de las espadas, según la prisa
con que caminaban.

—La justicia es —repitió aquel hombre—; huyamos.

—Señor don Juan —dijo el otro—, ya veis que por ahora no es posible
terminar este asunto; yo buscaré ocasión en que podamos hacerlo sin
temor de ser interrumpidos.

—Y entonces —respondió Vargas con amarga ironía—, procurad llevar otros
dos o tres amigos, por si no bastareis solo.

No replicó a esto aquel hombre, ya por no tener qué, ya, y es lo
más cierto, porque los de la linterna se acercaban tan de prisa que
no daban lugar a ello. Lo que hizo, pues, fue envainar su espada, y
seguido por su compañero echó a andar con bastante celeridad a pesar de
su herida.

Inés, llegándose a su amante, le dijo:

—Don Juan, las apariencias me condenan, pero cuando las circunstancias
lo permitan yo os haré ver mi inocencia; por ahora me es fuerza
retirarme.

Mientras la pastelera hablaba así, los que huían, advirtiendo que no
los seguían, hicieron alto, y uno de ellos volviendo la cabeza dijo en
voz alta:

—Vamos, señora.

Obedeció Inés, y don Juan despechado exclamó:

—Seguidlos, señora, seguidlos, que ya yo quedo satisfecho de vuestro
amor.

Aunque hubiera querido la morena replicar no se lo permitieron sus
impacientes compañeros, que asiéndola cada uno por un brazo tardaron
poco en desaparecer a la vista de Vargas, gracias a la oscuridad de la
noche.

Un momento después los de la linterna, haciendo alto como a unos
veinte pasos de nuestro caballero, que apoyando la espalda a los muros
del convento, y con la espada en la mano, permaneció inmóvil, dieron
el acostumbrado grito:

—¿Quién va a la ronda?

—Un hombre solo, un caballero —respondió don Juan.

Animados con esta respuesta, los ministros de justicia, que tales eran
en efecto, se acercaron a don Juan, y formaron círculo en rededor de él.

—La espada —dijo ya entonces el que capitaneaba aquella gente, y por el
traje parecía magistrado.

—¿Y quién me la pide? —preguntó Vargas.

—El rey nuestro señor (aquí el juez, sus ministros y Vargas se
descubrieron la cabeza respetuosamente), y en su nombre don Rodrigo
Santillana, su alcalde del crimen en la real chancillería de Valladolid.

—Tomad, pues, señor alcalde, aunque ignoro la causa por que se me pide.

—Vuestro nombre y profesión.

—Don Juan de Vargas, caballero y capitán de caballos, hermano del
marqués de ***, para serviros.

—Tomad vuestra espada, señor caballero, que de persona de tan honrado
linaje no es de sospechar acción villana, y seguidme si os place.

Recibió don Juan su espada, y tomó con el alcalde la vuelta para
Valladolid. En el tránsito le dijo don Rodrigo que habiendo salido
aquella noche a hacer su ronda, y entrando en el Campo Grande, le llamó
la atención oír hacia el Carmen ruido de espadas, y que como aquel era
el paraje en que a tales horas salían los caballeros irritados, había
acudido a él, deseoso de evitar, como era su obligación, cualquier
desgracia. Don Juan contestó que él había acudido allí para cierta
cita, y que sobreviniendo impensadamente dos desconocidos, y queriendo
arrojarle del sitio con brutal grosería, negándose él a hacerlo, le
acometieron ambos, hiriéndole, como se deja ver; que habiendo advertido
uno de sus enemigos que se aproximaba la justicia, y avisádoselo al
otro, echaron ambos a huir; y que él, no teniendo motivo para hacerlo,
permaneció firme allí hasta la llegada de la ronda. Por último, Vargas
concluyó protestando que estaba pronto a seguir a don Rodrigo a la
prisión, si a ella quería llevarle, pero que no le parecía justo se
atropellase a un hombre principal por haber defendido su vida contra
dos asesinos.

Don Rodrigo Santillana, que era un buen magistrado, pero muy cortesano
y ambicioso, aprovechó con gusto aquella ocasión de adquirir la
poderosa protección de la familia de los Vargas, aunque bien conocía
que era a expensas de lo que la justicia exigía, pues al cabo a don
Juan se le había hallado a deshoras y casi en despoblado con la espada
en la mano ensangrentada, y herido además. Su deber era retenerlo en
prisión hasta averiguar su inocencia; su interés le aconsejaba creer en
ella desde luego, y este, como sucede con frecuencia en tales casos,
triunfó entonces también.

El alcalde, pues, dio desde luego entero crédito a cuanto don Juan
le dijo, y excusándose humildemente de haberse visto precisado a
tratarlo al principio con poca cortesía, no solo le declaró que estaba
libre, sino que quiso acompañarle, y le acompañó en efecto con toda su
ronda hasta la puerta de la casa de su hermano el marqués. Verdad es
que en esto último se encerraba también el designio de cerciorarse de
que don Juan era realmente la persona que había dicho ser, lo que vio
confirmado plenamente con el respeto con que los criados le recibieron.

Finalmente, Vargas y Santillana se despidieron los mejores amigos del
mundo, y con la promesa de volverse a ver muy presto. El primero se
retiró a devorar sus penas en el silencio de su estancia, y el segundo
a buscar con sus ministros en las calles de Valladolid algún plebeyo
descarriado en quien compensar con el rigor la indulgencia excesiva que
había usado con el noble capitán de caballos.

[Ilustración]




CAPÍTULO VII

      Todo es ya por demás: ¿Qué soy ahora?

                      (Quintana: _Pelayo_).


Rayaba el sol en el más alto punto de su diaria carrera iluminando
con sus rayos las vastas llanuras de Castilla la Vieja, cuando por
tercera vez pisó el suelo de Madrigal el enamorado y malcontento don
Juan de Vargas, ocho días después de la noche en que después de los
acontecimientos del Campo Grande le dejó en su casa el alcalde don
Rodrigo Santillana.

Empleó los siete primeros en hacer en todo Valladolid las más
exquisitas diligencias para encontrar a su dama, recorriendo con este
objeto cuantas posadas públicas o secretas él conocía, o sus amigos le
indicaron; mas no solo no dio con ella, sino ni tampoco con el menor
indicio de haberse aposentado en ninguna.

Tan cautelosa manera de proceder, las relaciones de aquella mujer
con los hombres que le atacaron en las inmediaciones del convento
del Carmen y, sobre todo, su dependencia del pastelero Gabriel de
Espinosa no podían menos de debilitar el ventajoso concepto que otras
circunstancias le habían hecho formar de ella, y no hay duda de que,
a no estar tan ciegamente enamorado, bastaran a separarle de ella
enteramente. Pero ya en su posición, cada reflexión que le ocurría en
contra de Inés no producía otro resultado que el de hacer más penoso
su estado, exasperarle, por consiguiente, y llevarle a ser capaz
de cometer los mayores excesos por salir pronto de la intolerable
incertidumbre en que vivía.

Vista, pues, la inutilidad de sus pesquisas en Valladolid, marchó
a Madrigal, resuelto a obtener de Inés, si acudía a la ermita en
cumplimiento de su oferta, explicaciones terminantes, y quedar de
acuerdo con ella en unirse o separarse para siempre.

La promesa que había hecho a fray Miguel de no dar paso ninguno en el
asunto sin acudir a su mediación no fue parte para detenerlo, porque
consideraba roto aquel pacto, y no sin fundamento, ya en virtud de
haberse ausentado de Madrigal Inés durante su misma conferencia con el
vicario, ya porque en el lance de Valladolid no veía más que un lazo
tendido por Espinosa, quien, a juzgar por la estrecha amistad que con
el fraile tenía, obraba de acuerdo con él.

Con estas disposiciones entró don Juan en el mesón de Madrigal, y sin
salir de él esperó la hora de la cita; pero amaestrado con la pasada,
llevó en su compañía a Pedro, y así él como su criado cuidaron de ir
prevenidos de armas de fuego.

Aún era bastante la claridad del crepúsculo, cuando llegaron a la
ermita, para permitirle registrar escrupulosamente las ruinas que
fueron teatro de la aventura de su prisión; pero por más que hizo no
pudo hallar vestigios de puertas, trampa ni entrada secreta alguna, de
manera que el tal examen solo produjo la utilidad de entretener por
algún tiempo su impaciencia.

Por esta vez no se le hizo esperar mucho, pues pocos instantes después
de la hora señalada se presentó, no Inés, sino el mulato Domingo, quien
saludando con su acostumbrada aspereza le puso en las manos un pliego
cuyo sobrescrito decía así:

  «Al muy ilustre señor don Juan de Vargas, guarde Dios muchos años».

Abriolo sin tardanza aquel caballero, y halló que decía así:

  «Señor don Juan: la persona a quien vuesa merced espera en las
  ruinas, ni está hoy en Madrigal, ni estará en algunos días. Escríbole
  estas letras para ahorrarle el trabajo de esperarla inútilmente, y
  para decirle que si desea tener noticias de ella, puede venirse por
  esta su celda, en donde sabe que siempre será recibido como quien
  viene a honrarla con su presencia. Y con esto queda rogando a Dios
  por la salud de vuesa merced su humilde servidor y menor capellán —
  _F. M._».

Aunque la carta no llevaba más firma que estas dos iniciales, su
contenido declaraba bien que el que la había escrito era el vicario
de Santa María, y don Juan, no hallando otro partido que tomar, se
decidió a aceptar la invitación que aquel le hacía, echando a andar
inmediatamente para el monasterio.

Domingo, así que entregó la carta, volvió la espalda, y mientras don
Juan leía se metió en el pueblo.

Recibió fray Miguel a don Juan con cordialidad y cortesía; pero Vargas,
que en el fondo de su corazón estaba indignado con él, casi se le
presentó con grosería. Debió sin duda de advertirlo el vicario, mas no
se dio por entendido, y empezó a preguntarle por su salud con el mismo
desembarazo que si el día antes se hubieran visto, y después de ello se
puso a hablar del tiempo con admirable flema.

—Todo eso está bueno —le interrumpió Vargas a breve tiempo—; pero mi
venida no ha sido a hablar de materias indiferentes. A quien tan bien
enterado está de mis negocios, no tengo necesidad de decirle cuanto me
ha ocurrido desde que nos separamos, pues desde luego supongo lo sabría.

—Así es la verdad.

—Y probablemente lo sabría aun antes de sucederme.

—En eso os engañáis, y me hacéis una cruel injusticia...

—Sea en buen hora. Tampoco he venido a discutir esa materia. Lo que me
importa es saber las noticias que habéis prometido darme.

—Y lo cumpliré.

—A eso aguardo.

—Primero tengo que exigir del señor don Juan la promesa formal de
someterse a ciertas condiciones.

—Veámoslas.

—Primeramente guardar inviolable secreto sobre cuanto yo le revele, o
en consecuencia de ello descubriere hoy, mañana o en cualquier tiempo.

—Aceptada.

—¿Lo juráis?

—Por mi honor y esta cruz.

—En segundo lugar perdonar de aquí para delante de Dios a los dos
hombres que os acometieron la noche del domingo pasado, renunciando a
toda idea de venganza, y mirándolos como amigos si necesario fuese.

—Fray Miguel, ¿sabéis la villanía que usaron conmigo? ¿Sabéis...?

—Todo lo sé.

—¿Y podéis aprobar tal infamia?

—No permita el Señor que en mi pecho se abriguen semejantes
sentimientos. No, señor don Juan: aquel desventurado lance me ha
costado muchas lágrimas, y me las hubiera hecho derramar eternas
si os costara la vida. Pero creedme, no hubo en él premeditación.
Acontecimientos inevitables os hicieron encontrar con aquellos hombres:
lo demás fue obra del espíritu maligno, que no desperdicia ocasión para
perder a los hijos de Adán. ¿Os resolvéis, pues, a perdonar?

—Padre vicario, mirad lo que pedís.

—Lo que como cristiano debéis hacer.

—Perdonados están.

—¿Y prometéis también no renovar el duelo?

—Siempre que no se me provoque a ello de nuevo. Si este caso llegara,
sé lo que el honor exige de un caballero, y no dejara de hacerlo si mi
padre saliera de la tumba solo para rogármelo.

—Funesta preocupación la del honor, que os hace hollar los más santos
preceptos de la religión...

—Padre vicario, dejemos este punto: yo seguiré vuestra opinión a ciegas
cuando se trate de teología; en materias de esta especie, fiaos a mí,
que yo sé lo que he de hacer. Os repito que no tiraré la espada contra
esos hombres si a ello no me provocan. Ved si esto os parece bastante,
y por Dios vamos a lo que importa.

—Consiento en recibir vuestra promesa tal como la hacéis. Resta que os
convengáis a mirarlos como vuestros amigos si la ocasión se presentase
de ser así necesario.

—¿Y quien decidirá que así sea?

—Inés; vos mismo.

—Prometido también.

—Restan ahora dos únicas condiciones, pero son las más importantes.

—Y bien; decidlas.

—Se os va a confiar un gran secreto, pero no en todas sus partes por
ahora. ¿Ofrecéis que contentándoos con saber lo que se os diga, no
trataréis en manera alguna de averiguar el resto?

—Sí, ofrezco.

—Lo último a que os queda que comprometeros es a renunciar para siempre
a Inés...

—Jamás.

—Escuchadme.

—No, en eso no hablemos.

—Señor don Juan, permitidme que acabe, y responded después lo que
gustéis. Es preciso, pues, que prometáis renunciar para siempre a Inés,
pero en el caso que no os convenga el medio que ella misma os propondrá
para llegar a ser su esposo.

—Si yo me negare a ello, desde luego consiento en renunciar a Inés.

—Olvidando, si es posible, hasta que la habéis conocido, cesando de
seguirla, de mezclarse en sus operaciones, y de averiguar su paradero.

—A todo me obligo.

—¿A fe de caballero y de cristiano?

—Por mi honor y mi religión lo juro ante ese divino Señor que está
sobre vuestra mesa. Y si no lo cumpliere, téngaseme por indigno de
mi noble nacimiento y en la hora de la muerte se me demande ante el
Todopoderoso.

—Amén.

—¿Queréis más?

—No; basta lo hecho.

—Cumplid ahora vuestra promesa.

—Voy a hacerlo.

Entonces el fraile, levantándose de su asiento, se dirigió a la puerta
de un retrete que en la celda había, y abriéndolo salió de él Gabriel
de Espinosa.

Ya se deja conocer cuál sería la sorpresa de Vargas con la aparición
de aquel personaje, a quien estaba lejos de esperar. Estaba en pie y
descubierto delante del crucifijo de la mesa del vicario, con la mano
derecha aún puesta sobre el puño de la espada, cuando fray Miguel
abrió la puerta del retrete, y así permaneció, sin que la multitud de
diversos pensamientos que le asaltaron al ver al pastelero le diera
lugar a variar de postura, ni a proferir una sola palabra.

Gabriel, envuelto en su capa, con su ancho sombrero calado hasta las
cejas, y con aire aún más grave que de ordinario acostumbraba, salió de
su escondite a paso lento, y ocupando el sillón del vicario, colocado
este a su lado en pie, empezó a hablar sin descubrirse la cabeza ni
hacer otro movimiento que el de dejar caer el embozo de la capa lo
bastante para poder explicarse fácilmente.

—Señor don Juan —dijo—, desgracias inauditas y continuadas han reducido
muchos años, y reducen aun hoy, a ocultar su nombre y persona al que
estáis viendo y nació muy lejos de la humilde condición en que le
habéis conocido.

»Desde que por la vez primera me visteis, mi persona debió de llamaros
la atención, pues me seguisteis obstinadamente, a pesar de que yo,
teniendo graves motivos para desear no ser conocido por entonces, y
creyendo, a causa de ignorar quién erais, que fueseis un espía de mis
enemigos, hice cuanto pude por evitar vuestras miradas.

Aquí Espinosa, como si hasta entonces no hubiera advertido que tanto
Vargas como el vicario estaban en pie, se dirigió a ambos diciéndoles
gravemente:

—Sentaos.

Uno y otro obedecieron, lo que de parte del fraile no parecía extraño,
mas sí de la de don Juan, quien, sin poderlo él mismo comprender, se
sentía humillado en presencia del singular pastelero. Este, después que
tuvo a su auditorio sentado, continuó su interrumpido discurso de esta
manera.

—Desde entonces acá he tenido justos motivos de rectificar mi
primera opinión. He visto en vos un caballero valiente, generoso, y
perseverante en sus designios; y creed lo que os digo, pues si bien
la lisonja me ha cegado más de una vez en otros tiempos, ya por mi
posición, ya por mi carácter personal, jamás han pronunciado mis labios
una palabra de alabanza sin que el corazón sintiera más acaso de lo
que la lengua decía.

»Pero estas mismas prendas recomendables que yo conocía en vos, señor
caballero, me retraían de comprometeros en una empresa, aunque justa,
aventurada y sobradamente peligrosa, en la cual por interés personal y
por obligación os veréis empeñado uniendo vuestra suerte a la de Inés.

»Incapaz, como lo soy, de cometer una villanía, tampoco la hubiera
creído ni la creo de vos: así, pues, días ha que os hubiera enterado de
todos mis secretos, sin otra precaución que la de encargaros el sigilo,
seguro de vuestra honradez; pero la seguridad de muchos y muy fieles
amigos, las reglas de la prudencia, y los consejos de personas que
acaso se interesan tanto en vuestro bien como en el mío, me han movido
a exigir de vos por medio de fray Miguel las promesas que acabáis de
hacer solemnemente.

»Ni el tiempo ni el lugar son ahora a propósito para revelaros quién
yo sea. Básteos saber que nací caballero; que mi casa es ilustre,
algunos de mis hechos gloriosos, y mi fortuna tan escasa que de noble y
principal me ha reducido a humilde pastelero.

»Contando con el favor de Dios y la fidelidad de mis amigos, en cuyo
número espero contaros muy en breve, tardará poco acaso el día en que
recobre mi ser primero: entonces, señor don Juan, yo os aseguro que
no tendréis motivo de arrepentiros de haberme conocido. Este pliego
(enseñándole uno sellado), que os prohíbo abráis hasta hallaros en
Valladolid, os instruirá de parte de lo que deseáis saber, y os pondrá
en disposición de enteraros del resto.

»Recordad vuestras promesas, y cumplídmelas religiosamente. Ahora tomad
inmediatamente el camino de Valladolid. Nada más tengo que deciros.
Guárdeos el cielo.

Acabando de hablar se puso en pie, entregó a fray Miguel el pliego,
y después de haberlo recibido, este también de pie, y haciendo una
profunda reverencia, salió Gabriel de la celda sin dignarse siquiera
volver la cabeza para ver el efecto que sus palabras habían producido
en don Juan de Vargas, quien, absorto con cuanto le pasaba, ni quería
responder, ni aun cuando hubiera querido acertara a hacerlo.

Luego que Espinosa salió del aposento, entregó fray Miguel el pliego
a don Juan, y este, recibiéndolo maquinalmente, empezó a volverle
entre las manos, en tanto que sus ojos, fijos en el suelo, denotaban
claramente que aún no se había recobrado de su primera sorpresa.

No le pareció al vicario hablarle por el momento, sino quiso que por
grados se fuese él mismo serenando, y luego que conoció, al cabo de
algunos minutos, que esto iba verificándose, le preguntó:

—¿Y bien, señor don Juan, no pensáis en pasar hoy a Valladolid?

—¿A Valladolid —respondió Vargas como si despertase de un sueño—, a qué?

—¿A qué? A lo que con tanta ansia deseabais no hace mucho.

—Sí; a ver a Inés sin duda. Este pliego dirá dónde se halla, ¿no es
verdad, padre vicario?

—Recordad nuestro convenio, y nada me preguntéis.

—Sí; es cierto. Nada debo preguntar verdaderamente: jamás hombre se
habrá visto en tan extraña situación. ¡Cómo ha de ser! Mi estrella lo
quiere así.

—No os desaniméis; estos misterios tardarán poco en cesar; la justicia
triunfará, y entonces...

—Inés será mía.

—Vuestra será si vos queréis, señor don Juan...

—¿Si yo quiero? Fray Miguel, adiós: vea yo Inés, y entonces conoceréis
si hay nada difícil para mí tratándose de obtener su mano.

—El cielo os sea propicio en vuestro viaje.

Así que don Juan salió de la celda, la fisonomía naturalmente grave del
vicario tomó un aire de contento y satisfacción que pocas veces se
dejaba ver en ella, y frotándose las manos exclamó:

—Con este ya se puede contar hasta la muerte: ¡por qué no estarán todos
enamorados, y nuestro triunfo sería seguro!


FIN DEL TOMO SEGUNDO




ÍNDICE


                     Páginas
TOMO I                   I-I

  Introducción         I-VII
  Capítulo primero       I-1
  Capítulo II           I-23
  Capítulo III          I-47
  Capítulo IV           I-71
  Capítulo V           I-103

TOMO II                 II-I

  Capítulo primero      II-1
  Capítulo II          II-25
  Capítulo III         II-36
  Capítulo IV          II-61
  Capítulo V           II-76
  Capítulo VI          II-96
  Capítulo VII        II-114






*** END OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK NI REY NI ROQUE (1-2 DE 4) ***


    

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or any Project Gutenberg™ work, (b) alteration, modification, or
additions or deletions to any Project Gutenberg™ work, and (c) any
Defect you cause.

Section 2. Information about the Mission of Project Gutenberg™

Project Gutenberg™ is synonymous with the free distribution of
electronic works in formats readable by the widest variety of
computers including obsolete, old, middle-aged and new computers. It
exists because of the efforts of hundreds of volunteers and donations
from people in all walks of life.

Volunteers and financial support to provide volunteers with the
assistance they need are critical to reaching Project Gutenberg™’s
goals and ensuring that the Project Gutenberg™ collection will
remain freely available for generations to come. In 2001, the Project
Gutenberg Literary Archive Foundation was created to provide a secure
and permanent future for Project Gutenberg™ and future
generations. To learn more about the Project Gutenberg Literary
Archive Foundation and how your efforts and donations can help, see
Sections 3 and 4 and the Foundation information page at www.gutenberg.org.

Section 3. Information about the Project Gutenberg Literary Archive Foundation

The Project Gutenberg Literary Archive Foundation is a non-profit
501(c)(3) educational corporation organized under the laws of the
state of Mississippi and granted tax exempt status by the Internal
Revenue Service. The Foundation’s EIN or federal tax identification
number is 64-6221541. Contributions to the Project Gutenberg Literary
Archive Foundation are tax deductible to the full extent permitted by
U.S. federal laws and your state’s laws.

The Foundation’s business office is located at 809 North 1500 West,
Salt Lake City, UT 84116, (801) 596-1887. Email contact links and up
to date contact information can be found at the Foundation’s website
and official page at www.gutenberg.org/contact

Section 4. Information about Donations to the Project Gutenberg
Literary Archive Foundation

Project Gutenberg™ depends upon and cannot survive without widespread
public support and donations to carry out its mission of
increasing the number of public domain and licensed works that can be
freely distributed in machine-readable form accessible by the widest
array of equipment including outdated equipment. Many small donations
($1 to $5,000) are particularly important to maintaining tax exempt
status with the IRS.

The Foundation is committed to complying with the laws regulating
charities and charitable donations in all 50 states of the United
States. Compliance requirements are not uniform and it takes a
considerable effort, much paperwork and many fees to meet and keep up
with these requirements. We do not solicit donations in locations
where we have not received written confirmation of compliance. To SEND
DONATIONS or determine the status of compliance for any particular state
visit www.gutenberg.org/donate.

While we cannot and do not solicit contributions from states where we
have not met the solicitation requirements, we know of no prohibition
against accepting unsolicited donations from donors in such states who
approach us with offers to donate.

International donations are gratefully accepted, but we cannot make
any statements concerning tax treatment of donations received from
outside the United States. U.S. laws alone swamp our small staff.

Please check the Project Gutenberg web pages for current donation
methods and addresses. Donations are accepted in a number of other
ways including checks, online payments and credit card donations. To
donate, please visit: www.gutenberg.org/donate.

Section 5. General Information About Project Gutenberg™ electronic works

Professor Michael S. Hart was the originator of the Project
Gutenberg™ concept of a library of electronic works that could be
freely shared with anyone. For forty years, he produced and
distributed Project Gutenberg™ eBooks with only a loose network of
volunteer support.

Project Gutenberg™ eBooks are often created from several printed
editions, all of which are confirmed as not protected by copyright in
the U.S. unless a copyright notice is included. Thus, we do not
necessarily keep eBooks in compliance with any particular paper
edition.

Most people start at our website which has the main PG search
facility: www.gutenberg.org.

This website includes information about Project Gutenberg™,
including how to make donations to the Project Gutenberg Literary
Archive Foundation, how to help produce our new eBooks, and how to
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