La nave de los locos

By Pío Baroja

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Title: La nave de los locos

Author: Pío Baroja

Release date: October 12, 2024 [eBook #74566]

Language: Spanish

Original publication: Madrid: Caro Raggio

Credits: Ramón Pajares Box and the Online Distributed Proofreading Team at https://www.pgdp.net (This book was produced from images generously made available by The Internet Archive/Canadian Libraries.)


*** START OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK LA NAVE DE LOS LOCOS ***


NOTA DE TRANSCRIPCIÓN

  * Las cursivas se muestran entre _subrayados_ y las versalitas se han
    convertido a MAYÚSCULAS.

  * Los errores de imprenta han sido corregidos.

  * La ortografía del texto original ha sido modernizada de acuerdo con
    las normas publicadas en 2010 por la Real Academia Española.

  * Las rayas intrapárrafos han sido espaciadas según los modernos usos
    ortotipográficos.




OBRAS DE PÍO BAROJA


  Vidas sombrías.
  Idilios vascos.
  El tablado de Arlequín.
  Nuevo tablado de Arlequín.
  Juventud, egolatría.
  Idilios y fantasías.
  Las horas solitarias.
  Momentum Catastróphicum.
  La Caverna del Humorismo.
  Divagaciones sobre la Cultura.
  La leyenda de Jaun de Alzate.


LAS TRILOGÍAS

TIERRA VASCA

  La casa de Aizgorri.
  El Mayorazgo de Labraz.
  Zalacaín el Aventurero.


LA VIDA FANTÁSTICA

  Camino de perfección.
  Aventuras, inventos y mixtificaciones de Silvestre Paradox.
  Paradox, rey.


LA RAZA

  La dama errante.
  La ciudad de la niebla.
  El árbol de la ciencia.


LA LUCHA POR LA VIDA

  La busca.
  Mala hierba.
  Aurora roja.


EL PASADO

  La feria de los discretos.
  Los últimos románticos.
  Las tragedias grotescas.


LAS CIUDADES

  César o nada.
  El mundo es ansí.
  La sensualidad pervertida.


EL MAR

  Las inquietudes de Shanti Andía.
  El laberinto de las sirenas.


MEMORIAS DE UN HOMBRE DE ACCIÓN

  El aprendiz de conspirador.
  El escuadrón del Brigante.
  Los caminos del mundo.
  Con la pluma y con el sable.
  Los recursos de la astucia.
  La ruta del aventurero.
  Los contrastes de la vida.
  La veleta de Gastizar.
  Los caudillos de 1830.
  La Isabelina.
  El sabor de la venganza.
  Las Furias.
  El amor, el dandysmo y la intriga.
  Las figuras de cera.
  La nave de los locos.




LA NAVE DE LOS LOCOS




  ES PROPIEDAD
  DERECHOS RESERVADOS
  PARA TODOS LOS PAÍSES


  IMPRENTA DE CARO RAGGIO: MENDIZÁBAL, 34, MADRID.




  PÍO BAROJA

  MEMORIAS DE UN HOMBRE DE ACCIÓN

  LA NAVE
  DE LOS LOCOS

  NOVELA


  [Ilustración]


  CARO RAGGIO, EDITOR
  MENDIZÁBAL, 34, MADRID




  PRÓLOGO CASI DOCTRINAL
  SOBRE LA NOVELA

  QUE
  EL LECTOR SENCILLO PUEDE SALTAR
  IMPUNEMENTE


¿Será hábil, me preguntaba un amigo, hablar de los procedimientos
de confeccionar una novela? ¿Será oportuno exponer nuestra torpeza,
nuestros tanteos a los lectores que creen que de nuestro cerebro va a
salir una obra completa como Minerva, armada y hasta maquillada de la
testa de Júpiter?

Hábil o no, oportuno o no, ¿qué importa? Estamos empachados de
habilidad y de oportunidad, y aparecer como inhábiles y como
inoportunos no nos preocupa gran cosa.


DIÁLOGOS DE VIAJE

Hablar con una mujer a solas está siempre bien. Aunque el diálogo no
tenga el más ligero matiz amoroso no se echa de menos una tercera
persona; en cambio, se habla mejor casi siempre con dos amigos que con
uno.

Al dialogar y razonar tres hombres, se completan uno a otro; dos
interlocutores suelen ser poco para divagar cómoda y agradablemente;
cuatro, demasiado; hay, pues, que decidirse por el trío, terceto,
trinidad amistosa o como se le quiera llamar.

Hemos salido de Madrid tres amigos en diciembre y estamos aguardando
en un pueblo de la costa de Málaga a que se termine la reparación de
una avería del auto. Los tres amigos somos escritores, discutidores
habituales y crónicos y aficionados a debatir ideas.

Para el que no nos conozca, debemos ser gente absurda; al que
tenga conocimiento de algunos de nuestros productos y nos lleve ya
catalogados como fabricantes de cosas vanas e inútiles, no le han de
chocar nuestras disquisiciones.

De los tres compañeros de viaje, uno es principalmente cultivador del
ensayo filosófico; el otro, especialista en cuestiones pedagógicas,
y yo casi exclusivamente cultivador de la novela, con o sin prólogos
doctrinales.

Después de comer en la fonda, nos asomamos los tres a un paseo frente
al mar. El paseo corre sobre un malecón por encima de la playa. Abajo,
en el arenal, descansan cerca del agua, varias barcas pequeñas, dos
o tres mayores con las velas remendadas y unas yuntas de bueyes. Los
pescadores, bronceados por el sol, van y vienen, preparando sus redes,
dando una nota de color con sus camisetas amarillas y rojas.

En el extremo de la playa, en una rinconada entre dos casas, un grupo
de hombres y de muchachos se dedica al juego del país, que consiste en
tirar una caña de azúcar al alto e intentar cortarla en el aire con una
navaja.

Estaríamos muy satisfechos de poder hacer algunas observaciones, quizá
algunas metáforas, sobre la belleza del Mediterráneo y la dulzura del
clima; pero el brillante mar latino se muestra oscuro, con un color de
mica, bajo el cielo encapotado. Es un día antimetafórico, y faltos de
posibilidad de apoyar en alguna base nuestra retórica, volvemos al tema
que durante todo el viaje nos ha servido de motivo de conversación.


LA NOVELA

Lo que debe ser la novela y la posibilidad de una técnica clara,
precisa y concreta, para este género literario ha sido la base de
nuestras discusiones.

Cuando no tenemos otra cosa mejor que hacer, cuando no nos encontramos
en la duda de seguir un camino u otro, de elegir la fonda de arriba o
la de abajo, cuando no tenemos la necesidad de escribir un trozo más
o menos elocuente en una tarjeta postal, volvemos a la técnica de la
novela.

Yo, desde hace tiempo, me hallo preocupado con esa técnica, no
precisamente con la general, sino con la mía propia y con la
posibilidad de modificarla y de perfeccionarla. Ahora, esto, sin duda
hacedero en teoría, no lo veo igualmente factible en la práctica, o,
mejor dicho, no encuentro su eficacia, porque al intentar proyectar mis
ideas técnicas sobre la construcción novelesca, se reducen a tan poco,
dan un resultado tan parecido a lo inventado por puro instinto, que mis
nuevos planes me desilusionan.

Tomando como motivo la técnica de la novela, los tres compañeros de
viaje nos batimos con razones mejores o peores y exponemos nuestros
respectivos puntos de vista. Después, en los momentos de abstracción
y de silencio, yo intento ver si llevo alguna luz a mi nuevo libro, en
estado embrionario, al que voy a llamar La Nave de los Locos.

Aunque algunos amigos no lo creen, no soy nunca terco en mis ideas;
la posibilidad de cambiarlas, no solo no me molesta; al revés, me
ilusiona. He ensayado en literatura todo cuanto he podido ensayar.
He huido de ser dogmático y he llegado a pensar, como lector de los
pragmatistas, que una teoría en la mayoría de los casos, vale más por
sus resultados y por su porvenir que por sus posibles aproximaciones a
la verdad.

He mirado también la literatura como un juego, por lo que tiene de
desinteresado, y no me he asido a ella en general, ni a mis obras
en particular con la fuerza del amor propio. Escucho siempre con
curiosidad los reparos que se ponen a mis libros y siento no me
los hagan más concretos y más detallados. Tener un censor agudo y
penetrante que tome la obra de uno, la diseque, señale sus deficiencias
y diga: Usted ha querido hacer esto y no lo ha hecho por tal o tal
razón, ha de ser para el escritor gran fortuna.

Claro, es muy posible que la mayoría de los defectos fundamentales
de un autor sean incorregibles y no haya manera de evitarlos; pero
seguramente debe haber otros a los cuales se puede poner remedio.

Aun con todas las limitaciones psicológicas, mejorar en lo posible el
producto espiritual de una manera consciente, debe ser muy agradable.
Yo he tenido siempre esta ilusión, aunque no la haya podido llevar a la
práctica.

Si yo pudiera depurar mis obras y mejorarlas, las depuraría y
mejoraría, en parte quizá por el público, pero principalmente por mí.
Tengo el amor de las cosas por ellas mismas, más que por sus resultados
pecuniarios o de fama, y aunque un pesimista me convenciera de que
haciendo libros peores y con algunas martingalas tendrían más éxito,
yo siempre los haría lo mejor que pudiera. En todo aquello por lo que
sintiera afición creo que me pasaría lo mismo.


LAS SIMPATÍAS ENCONTRADAS

Generalmente, cuando las personas discuten hay siempre un conflicto
de simpatías contrarias, que, en vez de ponerse en claro desde el
principio, queda oculto de una manera no deliberada. Es posible que si
en vez de discutir los interlocutores fueran psicólogos puros, sin gran
fuerza vital, intentaran poner en claro sus tendencias, se explicasen
solamente, se definieran y dejasen de discutir.

Hoy mucha gente, satisfecha y llena de petulancia, llama incomprensión
a lo que debía llamarse sencillamente falta de simpatía.

Hoy le dicen a cualquiera, en serio, que no comprende la vida de
un pueblo, el discurso banal de un político o las piruetas de una
bailarina. Hay comerciante de Barcelona, de Bilbao o de Buenos Aires,
que cuando sale de su casa con su terno bien cortado y sus zapatos de
charol cree que es algo que debe de admirarse y de reverenciarse. Si no
se le admira cree que es porque no se le comprende, cosa ridícula, pero
que así es.

Dada la vanidad grotesca de la gente, se considera el comprender
sinónimo de elogiar. ¿Se elogia? Se comprende. ¿No se elogia? No se
comprende.

Una persona de cultura corriente, como yo, no comprenderá el griego o
el hebreo; comprenderá con mucha dificultad y parcialmente, si tiene
este extraño capricho, a Kant, a Riemann o a Einstein; pero no puede
menos de comprender, por torpe que sea, que la cocina francesa, las
obras de Anatole France o la plaza de la Concordia están bien. No se
necesita ser un lince para ello.

Lo que puede ocurrir, como me ocurre a mí, es que no se tenga ese
entusiasmo frenético de americano por la plaza, por la cocina o por el
escritor. Cierto que no simpatizar es lejanamente algo parecido a no
comprender, pero no es lo mismo.

Si mis interlocutores y yo hubiéramos sido bastante psicólogos para
comprendernos unos a otros con exactitud, quizá en vez de defender una
tesis, nos hubiéramos definido cada uno a nosotros mismos con absoluta
exactitud, y, después de definirnos, no hubiéramos tenido necesidad de
discutir.

En el fondo, toda opinión, toda tesis, es un alegato y una defensa de
sí mismo, de lo bueno y de lo malo que uno tiene.

Afirmado esto, claro es que uno no pretende lanzar sus ideas como si
fuesen conceptos fundamentales de la literatura, a lo más que aspira es
a que se consideren como puntos de vista subjetivos que pueden tener
algún valor para las personas de gustos y de tendencias afines.


LA SOBERBIA

Como una especie de vicio inicial, que tiene que dar defectuosa
coloración a las opiniones mías, el ensayista supone en mí un fondo
nativo de soberbia por mi carácter vasco.

Según él, el vasco, en bueno o en malo, es un cerebro hermético.
Lo que le nace espontáneamente en el espíritu es fuerte, pero poco
perfeccionable, por no poder asimilar lo pensado por los demás.
Quizá sea esto así, aunque yo no lo creo exclusivo del vasco, sino
patrimonio de todas las razas campesinas, de escasa vida ciudadana y
casi únicamente rurales. Además, si yo, en general, me siento vasco,
a veces, por no ser una cosa sola y aunque no tenga condiciones de
banquero, me siento lombardo, y a veces solo terrestre. ¿Quién sabe a
punto fijo lo que es y de qué rincón del planeta viene?

Con alguna petulancia y para demostrar mi vasquismo, es decir, mis
pocas condiciones de asimilación, digo yo, hablando de nuestro tema
habitual en el viaje, que en la producción novelesca de los treinta
o cuarenta años últimos no he visto nada que me parezca algo nuevo
en técnica o en psicología pura. Me parece que en los libros de los
pasados decenios no hay apenas lección aprovechable ni gran enseñanza.
No es que no haya talentos, talentos los hay siempre, pero no es época
de invenciones literarias.

Cierto es, y hay que tenerlo en cuenta, que el novelista cuando ya no
es joven lee pocas novelas, y si las lee las lee sin entusiasmo, y le
gusta en general más la obra de un historiador, de un viajero o de
un ensayista, que la de cualquier compañero suyo, fabricante de cosas
inventadas.

Quizá en parte por esto la producción novelesca de los últimos años me
interesa poco y me da la impresión de algo débil, flojo y forzado, con
mucho barniz y mucha purpurina para hacer efecto. Es esa producción
como la ola del mar, que apenas llega a alcanzar en la playa a las que
la precedieron.

Las generaciones tienen su sino, como las olas: unas avanzan más, otras
no llegan ni pasan a las anteriores.

Una afirmación así, de poco entusiasmo por la obra moderna, es para
algunos incomprensión y soberbia pura. Es igual. A mí la palabra no me
molesta.

Esto de la soberbia produce siempre una gran cólera. El haber asegurado
yo en un libro que me consideraba archieuropeo, ha indignado a muchos.
Yo no he dicho esto de mi archieuropeísmo en sentido de la cultura,
sino en sentido de antigüedad de raza. ¿Qué duda cabe que un vasco
es más antiguo en Europa que un eslavo, que un magiar y hasta que un
germano? La vanidad de la gente supone siempre que todo el mundo no
aspira más que a demostrar que es muy sabio y muy genial.

Hay personas que andan constantemente tratando de leerle a uno el
Kempis, sin duda como antídoto del supuesto y satánico orgullo.

Yo no leo a nadie el Kempis; primero, porque me parece una sarta de
vulgaridades sin ningún interés, y luego, porque no me hace daño la
soberbia ajena.

Dejando el Kempis a un lado, yo estoy convencido de que en estos
últimos treinta años no se ha hecho nada nuevo ni transcendental en la
novela. Alguno me preguntará: ¿Qué entiende usted por algo nuevo?

Indudablemente es muy difícil definir lo que es nuevo en literatura; es
más bien una sensación que un concepto. Para mí, un pequeño matiz, una
intriga más complicada, una ligera variación de la técnica me bastaría
para creer en la novedad.


FÓRMULAS DEL ENSAYISTA

En nuestras discusiones, el ensayista ha ido formulando varias
proposiciones generales, a las cuales él considera como necesarias
para la perfección del género novelesco. Estas proposiciones son
aproximadamente las siguientes:

La novela tiene que estar encajada en las tres unidades clásicas,
hallarse aislada, como metida en un marco bien definido y cerrado.

La novela debe vivir en un ambiente muy limitado, debe ser un género
lento, moroso, de escasa acción; tiene, por lo tanto, que presentar
pocas figuras y estas muy perfiladas.

El novelista no puede aspirar, según nuestro dogmatizador, a inventar
una fábula nueva, y su única defensa será la manera, la perfección y la
técnica.

Contra tales proposiciones, mi principal argumento es el ejemplo.
Cito novelas, muchas, he sido gran lector de ellas, que cumplen
estrictamente las reglas expuestas, y que, sin embargo, para nosotros,
de común acuerdo, son estrictamente pesadas y aburridas. Cito luego
otras que, sin las anteriores condiciones, son libros extraordinarios.
Un ambiente limitado, de pocas figuras, es el de la _Regenta_, de
Clarín, y de _Pepita Jiménez_, de Valera; un ambiente ancho, extenso, y
muchas figuras, tiene _La Guerra y la Paz_, de Tolstoi. ¿Hay alguno que
ponga las novelas de Clarín y de Valera sobre la de Tolstoi? No lo creo.

—No importa —replica el ensayista—; las reglas pueden ser buenas,
aunque el que las siga no haya tenido gracia o habilidad para saberlas
emplear.

El argumento a mí no me parece convincente. Se me figura algo así
como la opinión de los médicos de Molière, de que vale más morirse
siguiendo los preceptos de Hipócrates que vivir malamente y sin arreglo
a precepto alguno.

Si el cerrar la novela al aire de fuera constituyese un gran mérito,
todos o casi todos los novelistas españoles del siglo XIX serían
admirables. La mayoría han tenido gran entusiasmo por lo limitado y lo
cerrado. Pensando en ellos le viene a uno a la imaginación la frase de
Quevedo sobre los extremeños, a los cuales el satírico llamaba cerrados
de barba y de mollera.


UNOS A OTROS

Yo creo, quizá con malicia, que cuando contemplamos la obra ajena y
vemos el espacio en que se mueve el compañero, nos parece siempre
este desmesurado y excesivo. El crítico tiende a limitar el campo del
artista. El artista limitaría, si pudiera, el campo del crítico y no le
dejaría más especialidad que la de dar bombos.

No hace mucho, un crítico, al hablar de los pintores de naturalezas
muertas, exponía como ideal de ellas los bodegones asépticos, es decir,
una pintura de objetos inertes de la Naturaleza que no encerrara
poesía, ni romanticismo, ni evocación, ni nada exterior a la pintura
como oficio.

Nuestro ensayista quiere también que la novela sea aséptica, es
decir, que no tenga nada transcendental, nada excepcional, ni nada
extraordinario.

Si el novelista tuviera que dar una pragmática al filósofo, le diría:
Nada de metáforas, que en filosofía tienen aire de abalorios. Bastante
cantidad de ringorrangos y de floripondios tiene el idioma de por sí,
para añadirle deliberadamente otros. Nada de orientalismos, ni de
color. Hay que tener en el estilo la austeridad de un Kant.

—¿Por qué hay que tomar a Kant como modelo? —podría preguntar el
ensayista.

—Con el mismo derecho que se toma como modelo de novelista a Stendhal o
a otro cualquiera.

El ensayista quiere una novela aséptica, el novelista, a su vez,
exigiría una filosofía aséptica.

Siempre está uno inclinado a pedir la asepsia para el vecino.


LA LARGA VIDA DE LA NOVELA

Hace algún tiempo, un profesor de Madrid decía en un periódico de
provincias que la novela estaba llamada a desaparecer y que no podía
interesar a los lectores modernos la vida de una familia como los
Rougon-Macquart o la existencia de una mujer como Madame Bovary.

Esto tiene el mismo valor, a mi juicio, que las predicaciones que
oíamos hace años a algunos pobres maestros de escuelas libertarias, que
nos decían, como quien hace un descubrimiento: La bandera no es más
que un trapo de colores. Morir por ella es morir por una percalina.
Claro que sí: la bandera es un trozo de tela, es un trapo, pero es un
trapo que puede significar mucho aun fuera de toda apoteosis retórica
y patriótica. Para el soldado que vaya despistado y perseguido por el
campo enemigo y encuentre su bandera clavada en un baluarte, la bandera
no es un trapo insignificante; sabe que allí está su salvación y su
refugio. La bandera será para él toda la percalina de colores que se
quiera, pero será una percalina de una importancia vital.

Y no es que uno sea partidario de tantas ceremonias patrióticas a base
de banderas y gallardetes que hoy se estilan; pero quiere decir que
todo lo que existe tiene sus puntos de vista negativos y sus aspectos
positivos, unos y otros más o menos lógicos.

Generalizando el juicio simplista y un poco ramplón del profesor que
niega la importancia espiritual de la novela, la literatura en general
no tendría tampoco ninguna.

¿Para qué ocuparse de las aventuras de un loco que no ha existido, como
Don Quijote? ¿A qué hablar de los pensamientos de un neurasténico que
tampoco ha existido, como Hamlet? ¿Qué valen los sufrimientos supuestos
del joven Werther ante un dolor de muelas ni las vicisitudes falsas de
Robinsón Crusoe ante las de un señor que ha perdido el tren? Es, sin
disputa alguna, mucho más importante que Hamlet, que Don Quijote y que
Werther un manual de cocina, al menos si es práctico, y la gente que
piensa así debe preferir el calarse dignamente el gorro blanco del
cocinero que no el birrete con pompón de colores del profesor.

Yo creo que la novela tiene mucha vida aún y que no se vislumbra su
desaparición en el horizonte literario previsto por nosotros.

Claro que no cambia ni progresa a gusto de los jóvenes literatos ni
de los pequeños judíos de París, que necesitarían cada tres o cuatro
años explotar una nueva forma literaria y lanzarla como quien lanza al
mercado unas píldoras o un cinturón eléctrico.

—¿Pero es que usted es partidario de la inmovilidad solemne de los
mastodontes académicos? —me preguntará alguno.

—No; pero es que entre el mastodonte académico y el zángano dadaísta
hay muchos ejemplares de fauna literaria que a uno le pueden parecer
bien. No es obligatorio ser tan pesado como un paquidermo, ni tan
ligero como una mosca.


¿HAY UN TIPO ÚNICO DE NOVELA?

Esta pregunta me viene siempre a la imaginación cuando en nuestras
discusiones el ensayista habla de la novela como de un género concreto
y bien definido. ¿Hay un tipo único de novela? Yo creo que no. La
novela, hoy por hoy, es un género multiforme, proteico, en formación,
en fermentación; lo abarca todo: el libro filosófico, el libro
psicológico, la aventura, la utopía, lo épico; todo absolutamente.

Pensar que para tan inmensa variedad puede haber un molde único, me
parece dar una prueba de doctrinarismo, de dogmatismo. Si la novela
fuera un género bien definido, como es un soneto, tendría una técnica
también bien definida.

Dentro de la novela hay una gran variedad de especies. Ahí el crítico
que las analice y las comprenda y no se le ocurra juzgar a una con
los principios de otra, que podría ser algo como juzgar una iglesia
gótica con las fórmulas del arte griego. Porque hay la novela que
podría compararse a la melodía: muchas de Merimée, de Turguenef, de
Stendhal; hay la novela que tiende a la armonía, como las de Zola, las
de Dostoievski y, sobre todo, las de Tolstoi, y hay... otras infinitas
clases de novela.

Si existiera una técnica verdadera novelesca, a novela multiforme,
debería haber técnica multiforme, es decir, a muchas variedades de
novela, muchas variedades de técnica.


UNIDAD DEL ASUNTO

Respecto a la unidad del asunto, al aislamiento del proceso de la
novela de otros próximos, indudablemente está bien siempre que se pueda
realizar. El no conseguirlo o el no practicarlo es un defecto; de
ahí que las novelas que se continúan en otras tengan siempre un aire
fragmentario y poco definitivo.

La novela debe encontrar la finalidad en sí misma —una finalidad sin
fin—; debe contar con todos los elementos necesarios para producir su
efecto; debe ser, en este sentido, inmanente y hermética.

La novela cerrada, sin transcendentalismo, sin poros, sin agujeros por
donde entre el aire de la vida real, puede ser indudablemente y con
mayor facilidad la más artística.


LA NOVELA DE ARTE PURO

Existe la posibilidad de hacer una novela clara, limpia, serena,
de arte puro, sin disquisiciones filosóficas, sin disertaciones
ni análisis psicológicos, como una sonata de Mozart, pero es la
posibilidad solamente, porque no sabemos de ninguna novela que se
acerque a ese ideal.

Escriben, yo lo he leído en alguna parte, que cuando se estrenó el _Don
Juan_, de Mozart, el rey o uno de los personajes de la corte dijo al
músico:

—Su ópera está muy bien; pero hay en ella demasiadas notas.

A lo cual contestó el maestro con sencillez:

—No hay más que las necesarias.

¿Quién puede decir algo parecido en literatura? ¿Quién puede tener la
conciencia de no haber dicho, ni más ni menos, que lo necesario? Nadie.
Ni Homero, ni Virgilio, ni Shakespeare, ni Cervantes, lo podrían decir,
defendiendo sus obras.

Hay, no cabe duda, la posibilidad de esa novela clara, limpia, serena,
sonriente, sin nada atormentado; pero, por ahora, vemos la posibilidad
y no el camino de realizarla.

Aunque viéramos ambas cosas, la posibilidad y el camino, no sería fácil
que los escritores que hemos comenzado la vida cuando triunfaban los
apóstoles de la literatura social: Tolstoi, Zola, Ibsen, Dostoievski,
Nietzsche, pudiéramos hacer obras claras, limpias, serenas, de arte
puro.


POSIBILIDAD DE LA INVENCIÓN

—No se puede inventar una intriga nueva —dice nuestro ensayista—. El
filón está agotado.

No lo creo. Ni aun en las ciencias que parecen más firmes se ha dicho
la última palabra.

Carlyle, a pesar de su desconfianza en la ciencia, dice, al principio
de _Sartor Resartus_, que las teorías astronómicas de Lagrange y
Laplace son perfectas. Hoy se ve que no hay tal perfección.

En la literatura, tampoco creo que esté todo dicho. Si un hombre de la
imaginación de Poe viviera hoy, es muy posible que encontrara en las
ideas actuales grandes elementos para urdir nuevas intrigas literarias;
el que en la hora actual no haya escritores de imaginación poderosa,
no quiere decir que no haya posibilidad de inventar. Hace veinte años,
ninguno hubiera pensado que en la Física pudiera aparecer una teoría
nueva como la de la relatividad.

—Usted mismo, con relación al teatro, supone que es muy difícil el
inventar nuevos argumentos —dice el ensayista.

—Es verdad —contesto yo—; pero el teatro no es un arte puro: es un
arte mixto que está condicionado por el público, por los cómicos, por
las bambalinas, por el carpintero, por el sastre y por una porción de
cosas más. Una obra de teatro que se escriba, sin la obligación de ser
representada, puede tener, naturalmente, la misma originalidad que
cualquiera otra literaria.


LA DIFICULTAD DE INVENTAR

Para mí, en la novela y en todo el arte literario, lo difícil es
inventar; más que nada, inventar personajes que tengan vida y que
nos sean necesarios, sentimentalmente por algo. La imaginación, la
fantasía, en la mayoría de los hombres, constituye un filón tan pobre
que cuando se encuentra una veta abundante, produce asombro y deja
maravillado.

El estilo y la composición de un libro tienen importancia, claro
es, pero como son cosas que se pueden mejorar a fuerza de trabajo y
de estudio, no dan esa impresión fuerte y sugestiva de la creación
fantástica.

Por la invención son grandes Cervantes, Shakespeare, Defoe y los
demás novelistas y dramaturgos que han dejado tipos inmortales. Los
mismos escritores célebres del siglo XIX no han tenido esta suerte,
y Balzac, Dickens, Tolstoi y Dostoievski, sea porque el ambiente no
les haya dado posibilidades, sea por otra causa, no han podido crear
tipos sintéticos, esquemas necesarios en nuestra vida sentimental, sino
personajes subalternos.

Claro que esto no lo podemos decir más que muy aproximadamente, porque
no sabemos el aire que tomarán los tipos de la literatura moderna
cuando pasen cien o doscientos años sobre ellos; quizá se agranden,
quizá se achiquen y se esfumen. No podemos predecirlo.


NOVELA PERMEABLE Y NOVELA IMPERMEABLE

Suponemos que hay una novela permeable, algo como la melodía larga,
y otra impermeable y bien limitada, como la melodía con ritmo muy
marcado. Un burlón diría que la novela impermeable es para días de
lluvia, y la otra, para días de sol; pero el chiste, fácil y de aire
callejero, no nos impresiona.

La ventaja de la impenetrabilidad, de la impermeabilidad, con relación
al ambiente verdadero de la vida se compensa en la novela con el
peligro del anquilosamiento, de la sequedad y de la muerte.

Es lo que ocurre con una maceta: la maceta porosa se confunde, en
parte, con la naturaleza de alrededor; su superficie se llena de musgos
y de líquenes, la tierra que está dentro y lo que vive en ella se
nutre, respira, experimenta las influencias atmosféricas; en cambio,
en el jarrón, en el búcaro vidriado, la planta y su tierra están bien
aisladas, pero no hay movimientos de dentro a fuera, ni al contrario;
no hay ósmosis y endósmosis y la planta corre el peligro por la pobreza
cósmica de ir al raquitismo y a la muerte.

En otro sentido, algo semejante ocurre con el jardín clásico y con el
romántico: si el jardinero del jardín clásico exagera la tendencia a
la simetría y a la unidad, hace un jardín de piedras, de jarrones, de
estatuas, en donde la naturaleza apenas se presenta más que tímidamente
y enmascarada; en cambio, si el jardinero del jardín romántico exagera
la naturalidad, hace perder fácilmente el carácter al jardín para
convertirlo en un trozo de bosque o de selva.

La limitación está bien, pero siempre que no nos dé la impresión de una
fatalidad o de un determinismo inexorable. Si llega a esto, entonces la
limitación es trágica, y en nuestra época, de un trágico impertinente y
grotesco.

Que un señorito de Santander tenga dificultades, por la diferencia de
clases, para casarse con la hija de un pescador, está bien; pero que
estos impedimentos, como en una novela de Pereda, sean tan terribles
para cortar los amores y hacer de dos personas dos seres desgraciados,
es un tanto ridículo.

Al fin y al cabo, el mundo es un poco más grande que Santander y que
sus clases sociales, y yo supongo que el personaje de Pereda, por muy
santanderino que sea, prefiera vivir, con una mujer que le guste, en
León, en Oviedo o en Ribadeo, que no con una mujer que le parezca
antipática en el mismo Santander.

La limitación me parece bien hasta llegar a gozar de las perspectivas
visuales del topo, pero siempre con la esperanza de poder tener a veces
el punto de vista y la mirada del águila.


PSICOLOGÍA DE LOS TIPOS LITERARIOS

Además de la permeabilidad de mis libros, otra de las cosas que me
reprochan es que la psicología de Aviraneta y de los demás personajes
míos no es clara ni suficiente, ni deja huella.

Yo no sé si mis personajes tienen valor o no lo tienen, si se quedan o
no en la memoria.

Supongo que no, porque habiendo habido tanto novelista célebre en el
siglo XIX que no han llegado a dejar tipos claros y bien definidos, no
voy a tener yo la pretensión de conseguir lo que ellos no han logrado.

Respecto a Aviraneta, ya veo que a este tipo, como creación mía, le
faltan elementos importantes; por ejemplo, el sentido de lo patético.
Yo podría suplirlo, al menos para el vulgo, con una simulación
retórica; pero eso, en el fondo, no me satisface.

Respecto a que su psicología no sea clara y suficiente, yo pregunto:
¿cuál es entre los tipos literarios modernos, actuales, el que tiene
una psicología bien explicada?

Veamos un héroe histórico, pintado por Galdós en uno de sus Episodios.
Galdós hace un tomo sobre el Empecinado. ¿Y qué es el Empecinado de
Galdós? El Empecinado de Galdós es un pobre patán muy noble, muy
bueno, muy valiente, que no sabe hablar; es decir, está caracterizado
como un tipo de teatro, como un alcalde de aldea de género chico, por
decir _marchemos_, cuando debe decir _marchamos_, _dir_ por _ir_, y
cometer otras faltas y solecismos. La cosa no puede ser más simple ni
más primaria. Para mí, al menos, lo interesante en el Empecinado sería
lo interno, lo psicológico, el saber la evolución de su espíritu; no
saber su manera de hablar, que, a pesar de lo que supone Galdós, yo
me figuro que el guerrillero, como castellano viejo, hablaría bien, y
probablemente, con corrección.

Pero vayamos a otros escritores que tienen fama de ser más psicólogos.
¿Qué mapa psicológico hay entre la producción novelesca moderna que
pueda ponerse como modelo?

¿Quiénes son los novelistas actuales que han podido crear tipos que
lleven como una vida independiente de su autor? ¿Quiénes son los que
han pintado sombras que no son la proyección de sí mismos? Yo no
conozco a ninguno.

Le preguntaba yo hace tiempo al doctor Simarro, en el estudio de
Sorolla, pensando cándidamente que Simarro podía saber algo de esto:
¿Qué característica psicológica puede tener el héroe? ¿Qué puede haber
en él de específico? Y él contestaba: «Solo las ideas».

Esto, para mí, era una tontería completa, porque existen, sin duda
alguna, héroes en los bandos contrarios y distintos. Si puede haber un
héroe de la religión y un héroe del libre pensamiento, un héroe de la
Monarquía y otro de la República, es evidente que la calidad de las
ideas no es lo que hace al héroe, sino una exaltación espiritual, de
origen desconocido, que se puede poner en una cosa o en otra.

¿Quién ha señalado la última razón psicológica que mueve a los hombres?
Yo no lo sé. ¿Quién ha marcado, aun en el muñeco del Guignol, por qué
esta figura odia y la otra quiere? Yo no advierto que en la literatura
haya como un modelo que se pueda poner de ejemplo de psicología clara y
suficiente.

Veamos los escritores de fama de ser más psicólogos, por ejemplo,
Stendhal y Dostoievski.

No cabe duda que el Fabricio del Dongo, de la Cartuja de Parma, una
de las novelas más elogiadas de Stendhal, suponiendo que existiera,
podría hacer lo que hace y podría hacer también lo contrario de lo que
hace. Las acciones de Fabricio no están motivadas claramente por su
psicología. Nadie, ni el más lince, leyendo la primera parte del libro,
llegará a presumir lo que va a pasar en la segunda.

Respecto a Julián Sorel, de _Le Rouge et le Noir_, parece más
determinado.

Se sabe cuál es el proceso que dio origen a la novela de Stendhal,
denominada con este título.

Un estudiante de cura, llamado Berthet (en la novela Sorel), guapo,
reconcentrado, inteligente, entra de preceptor en la familia de Madame
de La Tour (en la novela Madame Renal); le hace el amor hábilmente y va
a conquistarla cuando el marido lo nota, y lo echa de casa. Berthet se
refugia, por algún tiempo, en el Seminario, y, al salir de él, entra de
nuevo de preceptor de la hija del conde de Cordón, pone sus redes para
seducir a la niña (en la novela, Matilde de la Mole), y el padre, al
saberlo, lo echa de casa. Entonces Berthet, desesperado y roído por el
despecho, viendo por otra parte que el escándalo levantado alrededor de
su nombre le impide ser cura, va a la iglesia del pueblo, encuentra a
Madame de La Tour rezando y la mata de un pistoletazo, como Sorel, en
la novela, mata a Madame Renal.

El argumento en sí y la psicología en conjunto del personaje ambicioso
son mucho más lógicos en el proceso verdadero que en la novela de
Stendhal. El tiro a la Madame de La Tour, en la realidad, está muy
legitimado. Es el despecho del seminarista al verse cogido, humillado,
sin porvenir. En la novela, no. En la novela, Sorel es un hombre que ha
triunfado; es rico, poderoso, tiene una posición, ha enamorado a dos
mujeres extraordinarias, de un tipo que no se puede encontrar más que
rara vez, si es que alguna vez se encuentra en la vida. ¿Por qué va a
tener despecho y rabia?

Antes de saber en dónde estaba inspirado _Le Rouge et le Noir_, siempre
me produjo una sensación de cosa absurda el tiro de Sorel a Madame
Renal.

Se ve que Stendhal, al aprovechar el proceso Berthet y al arreglarlo a
su modo, produjo una serie de contradicciones psicológicas.

El quería hacer de su héroe el hombre inteligente, oscuro y plebeyo,
que triunfa sin abdicar en nada; quería que Madame Renal fuese
encantadora, de un encanto no corriente; que el marido fuese un
imbécil, lo que dentro de las pragmáticas del romanticismo era
indispensable, pero que en la vida no sucede siempre; que la señorita
de La Mole fuese extraordinaria, y otra porción de cosas imaginadas,
que no son nunca en la realidad así.

En este sentido se ve que _Le Rouge et le Noir_ es tan sueño como puede
ser un cuento de niños, y tan lejos de la perfección psicológica como
una novela de caballería.

Si un novelista de tantas condiciones como Stendhal hubiera escrito
otra novela, sin apartarse nada del proceso Berthet, haciéndole al
héroe fracasado en sus amores y en su carrera, se hubiera dicho: ¡Qué
pesimismo! La vida no es así.

Si la vida es así, con raras excepciones, es turbia, oscura, sin
brillo. La novela quizá es la que no debe ser como la vida.

Respecto a Dostoievski, sus personajes son indudablemente claros y con
una psicología claramente determinada; pero lo son así, no solo porque
están construidos por un hombre genial, sino porque todos son locos e
inconscientes.

En Dostoievski, lo inconsciente domina, y lo inconsciente es más
instintivo, más fatal y más lógico que lo racional. Así llegaríamos
a una solución, a primera vista absurda, pero que no lo es, y que
consistiría en afirmar que los personajes de psicología más clara
y mejor determinada son los inconscientes y los locos. Los héroes
antiguos clásicos, Aquiles, Ulises o Eneas, eran indudablemente sanos,
limitados y mediocres; los héroes modernos, en cambio, desde Don
Quijote y Hamlet hasta Raskolnikof, son inspirados y locos. Toda la
gran literatura moderna está hecha a base de perturbaciones mentales.

Esto ya lo veía Galdós; pero no basta verlo para ir por ahí y
acertar; se necesita tener una fuerza espiritual, que él no tenía, y
probablemente se necesita también ser un perturbado, y él era un hombre
normal, casi demasiado normal.

El que tiene fuerza para ser en literatura un gran psicólogo, se hunde
poco a poco en la ciénaga de la patología. Ese pantano, que no tiene
gran cosa que ver con la ridícula perversidad, casi siempre industrial,
de los escritores eróticos, está indudablemente habitado por monstruos
extraños y sugestivos. El cazador de monstruos debe ir ahí.

Yo no he pretendido nunca marchar por esos derroteros, y Aviraneta
presenta, como mis demás personajes, el tipo mal determinado del
hombre que es esencialmente racional; por lo tanto, reflexivo
y tranquilo. No tiene, ni pretende tener, el fatalismo de lo
inconsciente. Tampoco tiene por dentro ese calor de fuego de turba del
horno del Norte, muy próximo a la exaltación y al misticismo, ni el
crepitar de la hoguera de paja y de sarmientos del mediodía, que brilla
y no calienta.


POCAS FIGURAS

Un poco, como consecuencia del gusto por la unidad estrecha del asunto
y por la novela cerrada, es el presentar en ella pocas figuras. Todo
lo que sea poner muchas figuras, es naturalmente abrir el horizonte,
ensancharlo, quitar unidad a la obra. En esto se nota, creo yo, la
influencia de la cultura clásica y de la medieval. Lo clásico tiende a
la unidad, lo romántico a la variedad.

El arte de aire medieval es esencialmente vario; el libro, el cuadro,
el poema inspirado por un espíritu gótico, tiene muchas figuras. Así
ocurre en la obra de Mantegna, Fray Angélico, Brueghel, Shakespeare o
el Arcipreste de Hita. En la época en que triunfa el latinismo y sus
reglas, la obra tiende a la unidad, y Rafael, Racine o Voltaire buscan
el hacer sus composiciones con el mínimum de figuras.

Nuestro ensayista nos pone como ejemplos de unidad y de variedad, no
dos tipos de novela, que esto debía haber puesto, sino dos tipos de
teatro: el teatro francés y el español.

A mí, el teatro francés clásico, excepto Molière, me aburre por su
monotonía y por su afectación. Respecto al teatro español antiguo,
no creo yo presente gran variedad de personajes vivos; por eso no
me entusiasma. Hay, sí, variedad de intrigas, pero no de tipos. La
intriga, sin sus tipos correspondientes, no es nada. Se pueden tomar de
la Historia a cientos.

En nuestro teatro, el galán y la dama, el viejo y el gracioso, son
siempre los mismos, que ocurra la acción en Babilonia o en Vallecas.
Hay diez o doce personajes que se repiten, y estos personajes, con
raras excepciones, no están vistos, ni en la realidad, ni en el sueño,
sino que están inventados sobre patrones conocidos.


EL VALOR DE DOSTOIEVSKI

Sobre el valor de Dostoievski, al cual el ensayista toma, aunque sin
gran entusiasmo, como modelo de escritor de novelas, por suponer que
está dentro de sus fórmulas, no estamos tampoco de acuerdo.

El ensayista considera que la lentitud, la morosidad, el que la acción
de las obras de Dostoievski ocurra en un lapso de tiempo muy corto,
es uno de sus valores positivos. Yo creo que no hay tal. El valor
de Dostoievski, y ello, aunque reconocido y vulgar, no deja de ser
cierto, está en su mezcla de sensibilidad exquisita, de brutalidad y de
sadismo, en su fantasía enfermiza, y al mismo tiempo poderosa en que
toda la vida que representa en sus novelas es íntegramente patológica
por primera vez en la literatura y en que esta vida se halla
alumbrada por una luz fuerte, alucinada, de epiléptico y de místico.
Dostoievski echa la sonda en el espíritu de hombres mal conocidos por
sus antecesores. Es un enfermo genial que hace la historia clínica de
los inconscientes, de los hombres de doble personalidad, a los cuales
ve mejor, porque su psicología casi íntegramente está dentro de lo
patológico. Dostoievski es un iluminado, en otro plano, pero igual que
Mahoma o Santa Teresa de Jesús.

Se comprende que Dostoievski pueda ser aprovechado por los psiquiatras,
porque es el hombre que ha puesto el máximo de atención en las
anomalías espirituales.

Esta atención detenida, exagerada, observando y fijando con los menores
detalles los movimientos de naturalezas fuertes, brutales e instintivas
como la suya, tiene que dar un resultado muy sugestivo.

Que hay en él una técnica de novelista adaptada a sus condiciones, es
cierto; pero es una técnica que si se pudiera separar del autor y ser
empleada por otro no valdría gran cosa. Dostoievski, cuando deja su
técnica novelesca y no hace más que narrar lo visto por él, como en
_Los Recuerdos de la Casa de los Muertos_, es tan interesante y coge al
lector tanto, como en sus demás libros.

Que la morosidad no es un valor podría presentar para probarlo ejemplos
mil de novelas pesadas, prolijas y malas.

—_El Idiota_ y los _Hermanos Karamazoff_ son libros voluminosos, cuya
acción transcurre en pocos meses —me dicen.

—Cierto —contesto yo—. También _El Cocinero de Su Majestad_, de
Fernández y González, es una novela larguísima, que pasa en tres días;
pero esto no le saca de ser un folletín mediano.

Haciendo una comparación un tanto ramplona, a la que era aficionado
un amigo, diríamos que esta máquina poderosa, que es la obra
dostoievsquiana, que nos asombra por su agilidad y por su temple,
es como un automóvil que para mi contrincante tiene, naturalmente,
un motor, pero que lo más transcendental en él es la carrocería; en
cambio, a mí me parece lo contrario; para mí la obra del ruso tiene
seguramente su carrocería, pero lo esencial en ella es la fuerza de su
motor.

Cierto que mi tesis es una tesis vulgar, porque es la más admitida;
pero, a pesar de su vulgaridad, me parece la más exacta.


LA POSIBILIDAD DE AMPLIFICAR

Nuestro amigo, y en muchas materias maestro, supone que es fácil
amplificar, inventar detalles para dar más cuerpo a una novela. No
veo yo tal facilidad. Es decir, es fácil eso ante el profano, que no
distingue muy bien la piedra del cemento armado; pero para el que ha
aguzado la sensibilidad sobre este punto con la práctica del oficio, es
muy difícil.

Un personaje, visto o entrevisto, no es como un concepto ideológico,
que se amplía si se quiere voluntariamente. Un concepto tiene una
historia filológica, espiritual y anecdótica, y una porción de
derivaciones. De la coquetería, de la vanidad, del pudor o del amor
propio, se puede escribir toda una biblioteca.

Tampoco un personaje es como un pueblo, que un viajero puede ver desde
un auto en su vaga silueta, y un empleado que viva en él conocerlo con
todas sus calles y plazuelas, con sus historias, sus chismes y sus
cuentos. No.

Hay personajes que no tienen más que silueta y no hay manera de
llenarla. De algunos a veces no se pueden escribir más que muy pocas
líneas, y lo que se añade parece siempre vano y superfluo.

El detalle inventado y mostrenco salta a la vista como cosa muerta.
Dostoievski inventa y amplifica, porque recuerda pequeños detalles como
hechos de gran importancia, como un hiperestésico que es. Si no los
recordara no podría inventarlos, ni amplificarlos.

Claro que hay gente que no distingue un plato de engrudo de un plato
de crema, ni distinguiría un pastel hecho de serrín de otro de
hojaldre; pero para esa gente está el artículo de fondo y las grandes
lucubraciones de la Prensa.

El escritor puede imaginar, naturalmente, tipos e intrigas que no
ha visto; pero necesita siempre el trampolín de la realidad para
dar saltos maravillosos en el aire. Sin ese trampolín, aun teniendo
imaginación, son imposibles los saltos mortales.

Sin base de la realidad se va al cuento fantástico de _Las Mil y Una
Noches_, bueno para los chicos, pero que aburre a los mayores. A los
hombres nos gusta la aventura, nos parece bien ir en el barco a lo
desconocido; pero nos gusta también comprobar de cuando en cuando con
la sonda que hay debajo de las aguas oscuras un fondo de roca, es
decir, de realidad.

La necesidad de la verdad del detalle la siente el novelista moderno
hasta el punto de que todo lo que es engarce, montura, puente entre
una cosa y otra, en el fondo arte literario aprendido, técnico, le
fastidia. De ahí que para muchos, entre los cuales yo me cuento,
sea más ameno y divertido leer las anécdotas de Chamfort que a
Chateaubriand o a Flaubert.

Es más: ya dentro de la vulgaridad cotidiana, casi prefiere uno
el novelista de mala técnica, ingenuo, un poco bárbaro, que no el
fabricante de libros hábiles, que da la impresión de que los va
elaborando con precisión en su despacho, como una máquina hace tarjetas
o chocolate.

La habilidad es de lo que más cansa en literatura y en el arte.

—Es tan bruto —decía un amigo mío de un cantor— que no sabe desafinar.

En parte tenía razón. A veces una torpeza individual divierte e
interesa más que una perfección, que es de todos.

Un libro de pocas figuras y de poca acción, no es fácil que se
halle defendido por la observación ni por la fantasía; más bien
está defendido principalmente por la retórica, por ese valor un
poco ridículo de los párrafos redondos y de las palabras raras, que
sugestiona a todos los papanatas de nuestra literatura, que creen
con su buen cerebro lleno de fórmulas amaneradas, que la palabra
desconocida y el runrún del párrafo es el máximo de la originalidad y
del pensamiento.

No hay observación posible real sobre dos o tres figuras que llene
naturalmente un libro de trescientas páginas, como no hay historia
clínica, por complicada que sea (y no pretende uno que la novela haya
de ser patología), que pueda tener veinte páginas de un libro corriente.

El autor de la historia clínica larga, la llena de erudición; el
novelista que con pocas figuras escribe un libro grueso, lo hace a base
de retórica, que es otra forma de erudición del escritor.

La pesadez, la morosidad, el tiempo lento no pueden ser una virtud. La
morosidad es antibiológica y antivital. Cuando se estudia fisiología,
se ve que en el cuerpo humano hay nervios con dos y tres y más
funciones; no sé si por eso al organismo se le llama economía; lo que
no se ve jamás en lo vivo, es que lo que se puede hacer rápidamente, se
haga con lentitud, ni que lo que pueda hacer un nervio, lo hagan dos.

Con el tiempo, cuando los escritores tengan una idea psicológica
del estilo y no un concepto burdo y gramatical, comprenderán que el
escritor que con menos palabras pueda dar una sensación exacta es el
mejor.

Además, al emplear un tipo de novela pesada y morosa, habría
necesariamente que proscribir todo lo que fuera gracia e insinuación
ligera.

Para un espíritu impresionable, muchas veces el insinuar, el apuntar,
le basta y le sobra; en cambio, el perfilar, el redondear, le
fastidia y le aburre. Cada cosa tiene un punto en su extensión y en
su perfección muy difícil de saber cuál es. Una cómoda, bruñida y
barnizada, está bien; una torre de piedra, bruñida y barnizada, estaría
mal.

Si bastara hacer detallado para hacer bien, todo el mundo construiría
maravillas.

Hay que tener también en cuenta que los que escribimos y los que leemos
vivimos en una época rápida, vertiginosa, atareada, que no deja más
que cortas escapadas a la meditación y al sueño.

No es solo al novelista a quien le cuesta trabajo cerrar su novela, es
al lector a quien le molesta a veces el local demasiado cerrado; de ahí
que el novelista que ha sido sobre todo lector y que mide la capacidad
y la resistencia de los demás lectores por la suya, tenga en sus libros
que poner muchas ventanas al campo.

Una dama amable e inteligente me escribía desde París, no hace mucho,
con motivo de _Las Figuras de Cera_, novela mía, que dentro de lo que
yo puedo hacer se me figura que está bien, y en cuyo prólogo, cosa que
ya no haré más, he tenido la candidez de decir que no me satisfacía.

Esta dama me escribía: «El último libro de usted me parece muy vago, y
tengo que hacer grandes esfuerzos para entrar en él y tomar interés por
tantos personajes».

—Pero, querida amiga —le hubiera dicho yo—, ¿cómo no va a resultar vago
mi libro, u otro cualquiera, en un gran hotel, entre el ir y venir de
la gente, el tomar el auto, el ir al restaurante, el acudir al teatro
y el recibir visitas, sin poder tener un momento de recogimiento y de
reposo? Todos los libros resultan vagos en medio del tráfago de la
vida, y esto no es defender el mío, que por otra parte creo que está
bien.

¿A qué político que vaya a defender su gestión en el Parlamento, a qué
bolsista que marche a la Bolsa a ver una cotización de la que depende
su fortuna, a qué hombre a quien le van a hacer una operación grave
le entretiene una novela? A nadie. Ni tampoco le entretiene al hombre
que va a ver a una mujer, ni a la mujer que va a ver al novio o a la
modista, ni al comerciante que va a hacer un negocio, ni al industrial
que tiene encima un conflicto obrero.

El libro no es un manjar propio de morralla humana, atareada y afanosa;
el libro es para el que cuenta con algún tiempo, para el que tiene
calma y tranquilidad y encuentra momentos de reflexión y reposo, y hoy
¡hay tan pocas personas en estas circunstancias! Porque no basta tener
dinero o una preeminencia social para no estar dentro de la morralla
humana. Hay la morralla rica y la morralla pobre, y esta última es
quizá la menos antipática de las dos.

Yo en Madrid he conocido muy pocas personas que hayan leído a Balzac, a
Dickens o a Tolstoi; pero lo extraño es que en París y en Londres hay
también poca gente que los haya leído íntegramente. ¡Son libros tan
largos!, dice la mayoría. Hoy asusta una novela de dos o tres tomos
gruesos, y las que se resisten es porque hablan con detalles de duques,
de príncipes y de banqueros judíos y de toda esa quincallería social
que hace las delicias de los rastacueros, que creen que se traspasa
algo del valor mundano al valor literario, cosa que es perfectamente
falsa, porque todas las joyas, las preseas, los palacios, las duquesas
y los banqueros no dan nada a la literatura.

Si a la gente actual, metida en un mecanicismo constante, mecanicismo
que llena la vida de superficialidades y no cansa del todo, se pretende
arrastrarla y encerrarla en un pequeño mundo, estático y hermético,
aunque sea bello, se puede tener la seguridad de que se opondrá.

Y si la novela quisiera prescindir del público, no solo del de hoy,
sino del posible de mañana, y volver sobre sí misma, tendría el peligro
de convertirse en una obra de chino, como aquellas bolas de marfil, una
dentro de otra, que hacían los ciudadanos del eximperio celeste.


LO LÍRICO Y LA NOVELA

Nuestro ensayista defiende la tesis, en parte cierta, de que la
poesía lírica puede vivir dentro de la vida cotidiana con todos sus
prestigios, lo que no le ocurre a la novela, que necesita para hacer
efecto sus decoraciones y sus bastidores. En ese sentido la novela
lleva sus bambalinas propias, como las llevaba en la antigüedad el
poema épico.

El trozo lírico es como un surtidor que puede emerger en la plaza
pública; la novela, como una caverna adornada que tiene dentro sus
surtidores. Para mí la principal razón de la posible convivencia de lo
lírico en la vida cotidiana, es su brevedad, es decir, su tamaño. Una
poesía de Verlaine se puede recitar en un café. También una romanza se
canta en la calle, pero no puede cantarse toda una ópera.

Hoy, además, podría asegurarse que cuando la romanza se canta en la
calle, en medio del tráfago de la vida ordinaria, es que es una canción
de organillo o de guitarra.

El novelista es sin duda, y lo ha sido siempre, un tipo de rincón, de
hombre agazapado, de observador curioso. El que toma aire de mundano,
generalmente, es porque en el fondo vale poco y es un blufista cínico y
desaprensivo.

El poeta, no; el poeta ha tenido su misión social, pero ahora no la
tiene, y cuando quiere tomar el papel de divo o de profeta y llevar su
estandarte con gallardía, generalmente, se convierte en un fantoche
ridículo.

A mí al menos ese tipo de poeta civil italiano, que hace inflar de
entusiasmo las narices de nuestras gentes del Mediterráneo, me da la
impresión de una cosa desgraciada, grotesca, de un hierofante bufo que
repite lugares comunes, manoseados y conocidos, con un aire enfático.


¿HAY UNA LITERATURA NOBLE?

Nuestro amigo, un poco enemigo ideológico, habla luego con fruición de
que hay una literatura noble; ¿pero qué quiere decir eso de literatura
noble?, ¿literatura de aristócratas?, ¿literatura de sentimientos
ejemplares?, ¿literatura de señores y no de esclavos en sentido
nietzscheano? Al usar la palabra noble sentimos la impresión de que nos
están dando un cambiazo de prestidigitador.

Indudablemente él y yo debemos emplear la palabra noble en distinta
acepción. Yo supongo al principio que él al decir noble expresa un
concepto, no solo literario, sino moral; pero al mismo tiempo sospecho
luego que el ensayista da a la palabra noble un sentido de algo
puramente formal, algo relacionado con la corrección de maneras. Con
este último concepto yo no puedo decir, por ejemplo: El Empecinado
era un carácter noble o Hamlet es un noble espíritu. Tendríamos que
ponernos de acuerdo de antemano en lo que significa la palabra noble
para entendernos.

Cuando los duques se burlan de Don Quijote, ¿quién representa allí la
nobleza? ¿Don Quijote o los aristócratas? Si la nobleza es el espíritu
de lealtad y de sacrificio por el ideal, indudablemente Don Quijote;
si la nobleza es solo un perfeccionamiento de formas y de maneras
exteriores, los duques.

Siempre sería de desear que cuando nos hablan de nobleza nos dijeran
con exactitud a qué se refieren, si a la elevación del espíritu o a la
catalogación de las familias en los distintos almanaques de Gotha.


ESTRECHAR EL HORIZONTE

Al mismo tiempo que expongo mis reparos a las teorías de mi compañero,
pienso yo qué configuración podría dar a mi nuevo libro de seguir las
pragmáticas preconizadas por el ensayista. Imagino nuevas soluciones
novelescas, pero todas me parecen pobres. Al pensar en estrechar el
horizonte de mi futura obra, esta no sale ganando nada y la idea de la
limitación me ahoga de antemano. Es una especie de poda que me produce
disgusto.

Aun pudiéndolo hacer, ¿para qué producir una obra lamida y manoseada
como el que tiene la esperanza de llevar un cuadrito a la escalera de
un museo o una página estudiada para una antología? Ya antes de emplear
el procedimiento el resultado me parece tan miserable y tan precario,
que voy comprendiendo que una disciplina así no me sirve para nada.

En bueno o en malo yo me figuro tener algo de ese goticismo del autor
medieval que necesita para sus obras un horizonte abierto, muchas
figuras y mucha libertad para satisfacer su aspiración vaga hacia lo
limitado.

Yo supongo que hay una técnica en la novela; pero no una sola, sino
muchas: una para la novela erótica, otra para la dramática, otra para
la humorística. Supongo también que habrá una técnica para la novela
que a mí me gusta y que quizá con el tiempo yo la llegue a encontrar.


LOS OFICIOS SIN METRO

Hace tiempo trabajaba en mi casa un carpintero madrileño, llamado
Joaquín, que vivía en la calle de Magallanes, cerca de los cementerios
abandonados próximos a la Dehesa de la Villa. Este carpintero sabía de
su oficio y de otros oficios una cantidad tal de palabras técnicas,
que a mí me maravillaba. Yo, de tener influencia, le hubiera enviado a
la Academia Española para confeccionar el diccionario. Un día Joaquín,
en una obra, estaba discutiendo con unos cuantos cocineros, pinches,
pasteleros y confiteros acerca de la superioridad de unas profesiones
sobre otras, y el carpintero, en el calor de la discusión, dijo:

—A mí un oficio en el que no se emplea el metro, no me parece oficio ni
_na_.

Me chocó la frase y me pareció que Joaquín tenía razón. Un oficio en el
cual no se emplea el metro es un oficio sin exactitud y sin seguridad.

Ahora hay que reconocer que el oficio de novelista no tiene metro.
Estamos en esto a la altura de los cocineros, de los salchicheros y
de los pasteleros, y no nos parecemos nada a los relojeros, a los
agrimensores, a los mecánicos, ni siquiera a los poetas, que tienen
también un metro, aunque este no sea igual a la diezmillonésima parte
del cuadrante del meridiano terrestre.

Huérfanos de metro estábamos y seguiremos estándolo, probablemente,
durante toda la eternidad.

Lo único que sabemos es que para hacer novelas se necesita ser
novelista, y que aun eso no basta.


LA IMPASIBILIDAD Y LA NO INTERVENCIÓN

En cierta técnica de novela francesa, estilo Flaubert, se pone como
dogma que el autor debe ser sereno, impasible, que no debe tener
simpatía ni antipatía por sus personajes.

¿Son esta serenidad y esta impasibilidad reales? Yo creo que no. Me
parece muy difícil que lo que se inventa con pasión y con entusiasmo
sea indiferente. Se podrá fingir la indiferencia, pero nada más.

Una condición curiosa de Dostoievski, y que no creo que tampoco
dependa de su técnica, es la inseguridad que manifiesta en la simpatía
o antipatía por sus personajes. Tan pronto uno de sus personajes le
parece simpático como antipático, lo que da la impresión de que el
autor es extraño a sus tipos, y que ellos se desenvuelven por sí solos.
Este resultado, que es, en último término, de gran valor artístico, no
me figuro que sea deliberado, sino más bien una consecuencia de un
desdoblamiento mental por un lado y de otro de premura de tiempo.

Pensando como puede pensar un latino, y un latino normal, es imposible
no tener simpatía o antipatía deliberada por los tipos inventados o
vistos.

También se asegura que el autor no debe hablar nunca por su voz, sino
por la de sus personajes.

Esto se da como indiscutible; ¿pero no hablaron con su propia voz,
interrumpiendo sus textos, Cervantes y Fielding, Dickens y Dostoievski?
¿No interrumpía Carlyle la historia con sus magníficos sermones? ¿Por
qué no ha de haber un género en que el autor hable al público, como el
voceador de las figuras de cera en su barraca?

Algunos suponen que esto no puede ser, porque la novela se ha
perfeccionado mucho desde entonces. ¡Qué candidez!


EL FONDO SENTIMENTAL DEL ESCRITOR

El escritor, sobre todo el novelista, tiene un fondo sentimental que
forma el sedimento de su personalidad. Esta palabra sentimental se
puede emplear en un sentido peyorativo de afectación de sensibilidad,
de sensiblería; yo no la empleo aquí en ese sentido.

En ese fondo sentimental del escritor han quedado y han fermentado sus
buenos o sus malos instintos, sus recuerdos, sus éxitos, sus fracasos.
De ese fondo el novelista vive; llega una época en que se nota cómo ese
caudal, bueno o malo, se va mermando, agotando, y el escritor se hace
fotográfico y turista. Entonces va a buscar algo que contar, porque se
ha acostumbrado al oficio de contador; pero ese algo ya no está en él y
lo tiene que coger de fuera.

Hay escritores que han tenido un fondo sentimental muy grande: Dickens,
Dostoievski; otros lo han tenido escaso, como Flaubert, Galdós y el
mismo France.

Algunos, como por ejemplo Zola, han sido desde el principio
fotográficos y de aire turista, evidentemente muy en grande.

Todos los novelistas, aun los más humildes, tienen ese sedimento
aprovechable, que es en parte como la arcilla con la que construyen sus
muñecos, y en parte como la tela con la que hacen las bambalinas de sus
escenarios.

Respecto a mí, yo he notado que mi fondo sentimental se formó en un
período relativamente corto de la infancia y de la primera juventud,
un tiempo que abarcó un par de lustros, desde los diez o doce hasta
los veintidós o veintitrés años. En ese tiempo todo fue para mí
transcendental: las personas, las ideas, las cosas, el aburrimiento;
todo se me quedó grabado de una manera fuerte, áspera e indeleble.
Avanzando luego en la vida, la sensibilidad se me calmó y se me embotó
pronto y mis emociones tomaron el aire de sensaciones pasajeras y más
amables, de turista.

Ahora mismo, al cabo de treinta años de pasada la juventud, cuando
trato de buscar en mí algo sentimental que vibre con fuerza, tengo que
rebañar en los recuerdos de aquella época lejana de turbulencia.

Lo actual tiene ya desde hace mucho tiempo en mi espíritu aire de
archivo de fotógrafo, de ficha fría con cierto carácter pintoresco o
burlón. Esto es el agotamiento, la decadencia. Yo creo que ese fondo
sentimental que en uno está unido a su infancia o a su juventud, en
otro a su país, en otro a sus amores, a sus estudios o a sus peligros,
es lo que le da carácter al novelista, lo que le hace ser lo que es.

¿Qué influencia puede tener la técnica de la novela tan desconocida,
tan vaga, tan poco eficiente en ese fondo turbio formado por mil
elementos oscuros, la mayoría inconscientes, de la vida pasada? Yo creo
que poca o ninguna.

El acento es todo en el escritor, y ese acento viene del fondo de su
naturaleza. El manantial de agua sulfurosa no olerá nunca como la
marisma; allá donde haya fermentaciones la atmósfera será fétida, y en
el prado lleno de flores olorosas el ambiente vendrá embalsamado.

La más sabia de las alquimias no podrá convertir nunca la emanación
pútrida en un aroma embriagador, y todas las fórmulas y las recetas
para ello serán inútiles.


EL ARTE DE CONSTRUIR

Alguno dirá: Esto puede ser cierto; los materiales serán distintos,
pero hay un arte de construir con ladrillo, con adobes o con piedras.

En la novela apenas hay arte de construir. En la literatura todos
los géneros tienen una arquitectura más definida que la novela; un
soneto, como un discurso, tiene reglas; un drama sin arquitectura,
sin argumento, no es posible; un cuento no se lo imagina uno sin
composición; una novela es posible sin argumento, sin arquitectura y
sin composición.

Esto no quiere decir que no haya novelas que se puedan llamar
parnasianas; las hay; a mí no me interesan gran cosa, pero las hay.

Cada tipo de novela tiene su clase de esqueleto, su forma de armazón
y algunas se caracterizan precisamente por no tenerlo, porque no son
biológicamente un animal vertebrado, sino invertebrado.

La novela, en general, es como la corriente de la historia: no tiene
ni principio ni fin; empieza y acaba donde se quiera. Algo parecido
le ocurría al poema épico. A Don Quijote y a la Odisea, al Romancero
o a Pickwick, sus respectivos autores podían lo mismo añadirles que
quitarles capítulos.

Claro que hay gente hábil que sabe poner diques a esa corriente de la
historia, detenerla y embalsarla, y hacer estanques como el del Retiro.
A algunos les agrada esa limitación, a otros nos cansa y nos fastidia.

¿Cómo ponernos de acuerdo los parnasianos y los no parnasianos, los
partidarios de lo limitado y de lo concreto con los entusiastas de lo
indefinido y de lo vago?

Es el instinto que nos impulsa a unos a un extremo y a los otros al
contrario.


OBLIGACIONES DE UN LIBRO CORRECTO

Como yo no rechazo la posibilidad de hacer una novela bien cortada,
como un chaquet de sastre a la moda, pienso en las exigencias que
tendría el género si pretendiese hacer de _La nave de los locos_ un
libro correcto, ponderado y casi parnasiano.

Lo primero que me molesta al pensar en meter mi novela en la férula
estrecha de una unidad, es tener que reducir el número de personajes,
el hacer una selección de los tipos vistos y pensados y no dar entrada
más que a aquellos de buen aspecto.

Tendría uno que poner en su barraca un cartel parecido al que solía
haber hace años en algunos bailes de Valencia:

«No se admiten caballeros con manta».

Tengo yo pocas condiciones para bastonero de baile o para señor de
la burguesía que quiere reunir una tertulia de gente distinguida. Me
parece que todos mis tipos, un poco irregulares y tabernarios (es la
calificación que han merecido mis personajes de un reverendo padre
jesuita), reclaman su puesto en mi tablado. ¡Qué se va a hacer! Entre
mis muchos defectos, según un amigo, tengo yo el de ser anarquista e
igualitario y no saber distinguir de jerarquías.


ALOCUCIÓN A MIS MUÑECOS

Al reanudar el viaje con mis amigos en el auto he supuesto que todos
los tipos míos, medio vistos, medio pensados, observan las vacilaciones
de mi espíritu un poco cariacontecidos. Así que, para tranquilizarlos,
mientras el paisaje y el mar sombrío corren por delante de mis ojos, he
murmurado:

—Queridos hijos espirituales: todos entraréis, si no en el reino de los
cielos, en mi pequeña barraca; todos pasaréis adelante, los buenos y
los malos, los imaginados y los soñados; los de manta y los de chaquet
con trencilla, los bien construidos y los deformes, los muñecos y las
figuras de cera. Los más humildes tendrán su sitio al lado de los más
arrogantes. Nos reiremos de los retóricos y de las gentes a la moda,
de los aristócratas y de los demócratas, de los exquisitos y de los
parnasianos, de los jóvenes sociólogos y de los que hacen caligrafía
literaria. Seremos antialmanaquegothistas y antirrastacueros.
Saltaremos por encima de las tres unidades clásicas a la torera; el
autor tomará la palabra cuando le parezca, oportuna o inoportunamente;
cantaremos unas veces el Tantum ergo y otras el _Ça ira_; haremos todas
las extravagancias, y nos permitiremos todas las libertades...

  ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...

Así termina el prólogo del presente volumen de las _Memorias de un
hombre de acción_, _Memorias_ que han llegado al tomo XV, y que a esta
altura presentan ya oscuridad tan grande, que no sabemos quién es el
autor verdadero de los cinco o seis que se citan como tales en el
transcurso de tan larguísima obra.




PRIMERA PARTE

EN BUSCA DE CHIPITEGUY




I

LA NAVE DE LOS LOCOS


Entre las estampas del almacén de Chipiteguy, Alvarito había visto
algunas con este título genérico: La Nave de los Locos.

Eran grabados en madera de la obra célebre en su tiempo, hoy ilegible
e insoportable, del estrasburgués Sebastián Brandt, o Brant, publicada
primero en alemán, en Basilea, con el título _Das narren schiff_, y
luego en latín, en Lyon, rotulada _Navis stultifera mortalium_.

Durante el siglo XVI, La Nave de los Locos, del poeta didáctico y
aburrido de Estrasburgo, debió parecer ligera y amena a los lectores
y sus varias ediciones corrieron por la Europa Central. La mayoría de
estos libros se hallaban ilustrados con grabados en madera.

Entre las estampas guardadas por Chipiteguy de La Nave de los Locos las
había muy viejas; algunas eran de Holbein y del Bosco. En todas ellas
se comentaban las palabras atribuidas a Salomón y traducidas al latín:
_Stultorum infinitus est numerus_.

Chipiteguy comentaba con fruición estas láminas y las consideraba de
gran enseñanza y filosofía.

La Nave de los Locos, el carnaval o carro naval, símbolo de la gran
locura de los mortales, era el barco de la humanidad, que marcha por
el mar proceloso de la vida, y en el cual se albergan los mayores
disparates.

La Nave de los Locos era la feria de todo el mundo, de Gracián; la
feria de todo el mundo, en donde todo el mundo va de cabeza.

La Nave de los Locos podía contener los tripulantes de este planeta
absurdo, que gira como un trompo alrededor de sí mismo y alrededor del
sol, quien también marcha de cabeza a la constelación de Hércules, no
sabemos con qué inconfesables fines.

Hermana en intención de las Danzas de la Muerte, así como estas querían
demostrar la igualdad de los hombres ante el sombrío esqueleto, con
su guadaña y su reloj de arena, La Nave de los Locos quería probar
la universalidad de la tontería y de la estulticia humana y el reino
absoluto de la Dama Locura.

Grandes y pequeños, altos y bajos, reyes y mendigos, próceres y
menestrales, sabios e ignorantes, santos y casquivanas, gentes de
cerebro eruptivo y ardiente, como el cráter de un volcán, y gentes
de cráneo sólido, como hecho de hierro colado y relleno de cemento,
entraban a bordo de este barco. Todos los animales bípedos, adornados
con coronas o monteras, cachuchas o sombreros de copa, se alistaban,
por un motivo o por otro, en la turba de los estultos.

Esta acusación de estulticia absoluta y nouménica a nadie podía
ofender, y La Nave de los Locos era, al mismo tiempo, el martes de
Carnaval y el miércoles de Ceniza, la risa loca y pánica de las
lupercales y el polvo en la frente de las iglesias cristianas.

En las estampas aparecía la Dama Locura, siempre muy guapa y sonriente,
con su gorro de dos puntas, terminado en dos cascabeles; unas veces,
predicando desde el púlpito; otras, arrodillada en la iglesia; otras,
marchando en el carro con alegres compadres y mentecatos sonrientes;
otras, yendo en una barca a Narragonia (el país de la locura; en
alemán macarrónico) con los locos del olfato, del gusto y de la vista.

La Nave de los Locos era la alegoría de las estupideces de los hombres,
el anfiteatro de las monstruosidades, el estanco de los vicios, en
donde se exhibían la maldad, la perversidad, las manías diversas y
todas las manifestaciones más o menos alegres de la mentecatez y de la
gran tontería humana.

Para Chipiteguy era indudable, como para su paisano Sebastián Brant,
que la Dama Locura andaba suelta por el mundo.




II

ALVARITO Y MANÓN


Dejamos en _Las Figuras de Cera_ nuestros muñecos de carne y hueso, de
carne y hueso literario colocados como en un tablero de ajedrez, antes
de comenzar la partida, y vamos a continuar esta.

Pasaba el tiempo en Bayona, como pasa en todas partes ese principio que
algunos filósofos pragmatistas califican de no homogéneo, y Chipiteguy
no aparecía en la casa del Reducto. Alvarito y Manón discutieron mucho
lo que debían de hacer. Consultaron con la andre Mari y con Marcelo y
decidieron marchar en busca del viejo.

Alvarito pensó ir él solo a España; Marcelo no sabía castellano y no
hubiera podido ayudarle.

Decidido a llevar a cabo su empresa el joven Sánchez de Mendoza intentó
orientarse, saber qué datos podía conseguir y con qué amistades podía
contar. Su padre le habló mucho; pero como era su costumbre, no le dijo
nada en concreto. Sabido era que el buen hidalgo no tenía el sentido
de lo concreto.

El señor Silhouette le dio una recomendación para el cura de Sara,
y Max Castegnaux dijo a Alvarito que en el ejército carlista había
un pariente suyo, y también de Chipiteguy, llamado René Lacour. René
había estado de oficial de Ingenieros con Zumalacárregui y servía en
el batallón llamado Requeté. Por entonces debía de ser capitán, si no
tenía mayor graduación.

La señora Lissagaray y Rosa advirtieron a Alvarito que hacía mal en
marchar a España y en exponerse a los mil peligros de la guerra, porque
él no tenía la culpa de que el viejo Chipiteguy se metiera en asuntos
difíciles y poco honrados.

Alvarito vacilaba; pero la idea de servir a Manón le daba nuevos
impulsos.

—Nada, yo te acompaño —dijo Manón.

—¿De verdad?

—Y tan de verdad. No es broma, ni mucho menos. Yo no voy a bromear con
una cosa que tanto me interesa; es un proyecto serio y firme.

—Eso es un disparate, un puro disparate —exclamó la andre Mari al saber
la idea.

—¿Por qué?

—Porque sí. Es indudable que es comprometido y peligroso el que una
muchacha joven y no mal parecida entre en la zona de la guerra, que,
como se sabe, es un teatro de violencias.

—Bueno; me vestiré de chico.

—Y te conocerá todo el mundo que vas disfrazada.

Alvarito daba la razón a la andre Mari. No le parecía bien el viaje de
la muchacha, aunque pensaba que acompañar a Manón sería para él una
gran delicia.

Manón, decidida, se preparó para el viaje y, sin ninguna pena, se
cortó el pelo. Alvarito vio caer aquellos cabellos de oro con gran
sentimiento y guardó en su cartera uno de los bucles.

Como todo el mundo consideraba a Frechón cómplice en el secuestro de
Chipiteguy, y el dependiente había desaparecido, se le siguió la pista.

Un mozo de un alquilador de caballos de la calle de las Carnicerías
Viejas indicó que, días antes del secuestro, Frechón tomó un coche con
un caballo. Alvarito preguntó las señas del vehículo y le dijeron que
era un cabriolé amarillo, que siguió la dirección de San Juan de Luz.

Alvarito y Manón salieron de Bayona y fueron a San Juan de Luz. En este
pueblo pararon en casa de una señora, pariente de Manón, que vivía
cerca de la iglesia. La señora les alojó muy bien y Alvarito durmió en
una alcoba tapizada de rojo, con cortinas también rojas y dos grandes
espejos.

Alvarito preguntó en dos o tres puntos por el cabriolé amarillo y dio
con él en el patio de una posada de Ciburu, en el camino de Behotegui.

La posada, próxima a la carretera, parecía una clásica posada española,
con un patio grande, como una plazoleta, y un cobertizo en el fondo,
debajo del cual había carros, de los que descargaban fardos, cajas y
montones de cestos.

Alvarito preguntó por el cochero del cabriolé amarillo; pero no estaba.
Se había marchado, según le dijeron, a Bayona, y de allí a Pau.

Alvarito y Manón siguieron en dirección a la frontera y se detuvieron
en la posada de Urruña. En el pueblo, Chipiteguy conocía a un vinatero
republicano, padre de un muchacho joven. Este, a quien habló Alvarito,
se encargó de seguir la pista de Frechón y de averiguar el camino
seguido por él.

Por los datos que recogió el hijo del vinatero, el cabriolé amarillo,
sin pasar de Urruña, volvió a San Juan de Luz. Frechón avanzó,
sin duda, desde allí a caballo. Manón y Alvarito pensaron que el
dependiente de Chipiteguy no había seguido a Irún; para ir a España no
hubiera dejado el coche. Probablemente debía haberse dirigido a Sara o
a Vera.

—¿Qué hacemos? —preguntó Alvarito.

—¿Qué hemos de hacer? Seguir.

—¿Estás decidida a entrar en España?

—Yo, completamente decidida.

—¿Por dónde vamos?

—Por donde tú digas.

—Por Irún sería lo más rápido —indicó Alvarito—; pero me han dicho que
estos días los liberales vigilan mucho la frontera y que han traído
hasta perros para guardarla.

—Dejemos entonces Irún.

—Sí, creo que será lo mejor; además que en el campo liberal no es donde
nosotros tenemos que hacer nuestras indagaciones, sino en el carlista.

—Tú decides.

—Muy bien; pero yo quisiera consultarte siempre. A mí, lo que me parece
mejor, es ir a Sara. Tomar aquí informes entre los franceses amigos de
los carlistas, y luego, si hay necesidad, entrar en España por Vera.

—Pues, nada; está decidido. Vamos.




III

EL SÁTIRO DE SARA


Alvarito y Manón, desde Urruña, marcharon en coche a Sara; se
detuvieron allí en la posada de un tal Harismendi y se presentaron al
cura, hombre muy influyente en el campo carlista, con la esquela del
señor Silhouette. Le contaron lo que les ocurría: la desaparición de
Chipiteguy, con todo detalle; pero el cura, aristocratista convencido,
el que hubiese desaparecido un trapero de su trapería no le parecía
cosa de mayor importancia. Para zafarse de los dos jóvenes les
recomendó al dueño de una abacería, puesta bajo la advocación de la
Purísima Concepción.

—El señor Sagaset —les dijo el cura— les informará mejor que yo.

Fueron a ver al tal Sagaset, en su tienda, un piso bajo, lleno de
imágenes de yeso, de estampas de santos y de vírgenes. El tendero era
hombre grande, al menos de tamaño; ancho de hombros, barba negra hasta
el pecho, nariz corva y mucha corpulencia. Gastaba melenas largas;
tenía los ojos claros, y la boca, sin dientes. Sagaset vestía de negro;
chaquetón, sombrero de copa, pantalones bombachos y gran cadena de
reloj de plata; tenía los brazos cortos, para su estatura; el vientre,
abultado, y las piernas, delgadas. Era, a primera vista, hombre que
pretendía ser amable, meloso, de aire hipócrita, con una sonrisa
siempre suave y dulce.

Sagaset se brindó a proteger a Alvarito y a Manón y a favorecerles en
su empresa de buscar a Chipiteguy. Quiso también llevarlos a su casa;
pero Manón se opuso porfiadamente.

—Es un hombre antipático, que no me inspira confianza alguna —afirmó
ella, dirigiéndose a Alvarito.

—¿Por qué no? Dicen que es una buena persona. Un beato que se pasa la
vida en la iglesia.

—Peor que peor.

—¿Vas a empezar a hablar como tu abuelo? —repuso Álvaro—. ¿A creer que
todos los que van a la iglesia son unos canallas?

—No diré que todos; pero este, creo que sí. A mí me ha mirado mucho; al
hablarme me ha cogido la mano...

—Porque cree que eres un chico.

—¡Hum! No sé. Creo que sospecha que no. Mucha gente dice que el abacero
es un místico y un santo varón; pero a mí no me produce confianza.

Alvarito tenía la idea de que Manón, con su instinto certero de mujer,
conocía muy bien a las personas, por lo cual le parecía prudente no
desdeñar sus opiniones.

Para la mayor parte del pueblo, Sagaset era un bendito. En la iglesia
rezaba, tendido en el suelo, con los brazos en cruz. Había convencido a
la gente de que se le aparecían la Virgen y los Santos.

De alguna de estas apariciones contaba detalles; de otras, no, porque,
según decía, los aparecidos no le daban permiso para hablar de ellos, o
si se lo daban, le ponían un plazo, como si se tratase del cobro de una
letra o de un pagaré.

Si Manón y Alvarito hubieran conocido más personas en Sara, hubiesen
sabido que Sagaset andaba persiguiendo a las muchachitas muy jóvenes,
y que, a pesar de su aire de beato, era un perfecto granuja. Quizá
era beato y granuja sinceramente al mismo tiempo, cosa que puede
armonizarse en muchos casos.

Un tabernero, republicano rival, aseguraba que en otro lugar donde
Sagaset había vivido tuvo otra tienda de comestibles, y en vez de
ponerla bajo la advocación de la Purísima Concepción, la llamó A La
Bandera Tricolor, porque en el pueblo abundaban los liberales. Lo mismo
le hubiera llamado A La Bandera Roja.

Con La Bandera Tricolor, Sagaset hizo quiebra; quizá Dios le quiso
demostrar que aquella insignia liberal era herética y vitanda.

Para Sagaset, sin duda, no había más que una ligera diferencia entre la
Purísima Concepción y La Bandera Tricolor: la Purísima era el éxito, y
La Bandera Tricolor, el fracaso.

Según el tabernero republicano, Sagaset, el intrigante, defendido por
los curas, hacía suscripciones para toda clase de obras piadosas y se
quedaba algunas veces con los cuartos; vendía medallitas, imágenes,
rosarios; se dedicaba también al chantaje y había estado procesado por
corrupción de menores.

No eran todo visiones en la vida del tendero de comestibles. Sagaset,
el sátiro de Sara, como le llamaba el tabernero republicano, era un
completo farsante y gran hipócrita, un cocodrilo místico y sentimental.
Tenía una lágrima a tiempo, una frase para legitimar cualquier
granujada que él hiciera y otra frase condenatoria y áspera para
juzgar la conducta de los demás, que él suponía siempre, con piadosa
intención, impura, sórdida y envilecida.

Manón le repitió a Alvarito que desconfiara de Sagaset y que estuviera
siempre en guardia.

—¿Pero por qué? ¿Se sabe algo malo de él?

—Yo no sé nada; pero estoy segura de que es un canalla.

—Bueno, desconfiaremos.

Al decidirse a marchar de Sara a Vera, para entrar en España, Sagaset
anunció a Manón y a Alvarito que les acompañaría, porque quizá solos no
sabrían encontrar el camino.

Sagaset alquiló tres caballos, y por la tarde, después de comer,
comenzaron a alejarse del pueblo y a tomar por una senda aguas arriba
de un arroyo, nacido en la frontera de España.

Al llegar cerca de un bosquecillo de robles a un prado, en donde manaba
una fuente, Sagaset dijo que allí debían sentarse a merendar.

—Tomaremos un bocado, ya que la Divina Providencia es bastante buena
con nosotros para proporcionarnos un modesto refrigerio —añadió el
tendero.

—No veo que tenga nada que ver con esto la Divina Providencia —dijo
Manón, echándoselas de volteriana—. Es más bien la Silveri de la fonda
de Harismendi que se ha encargado de ello.

—Eres un joven impío —replicó Sagaset, sonriendo.

Bajaron los tres de los caballos, se sentaron en la hierba y se
pusieron a merendar. Después de la merienda había ido Alvarito a llenar
la botella en la fuente, cuando Sagaset, agarrando con fuerza a Manón,
la besó en el cuello.

Ella se desasió rápidamente y, volviéndose, dio tal bofetada al sátiro,
que sonó como un estampido.

Sagaset iba a volver a la carga cuando vio a Alvarito pálido, que con
una pistola, sacada del bolsillo, le apuntaba. Sagaset retrocedió,
haciendo un gesto de espanto.

—No le tires —gritó Manón.

—Era una broma —murmuró Sagaset, sonriendo e inclinándose de una manera
repugnante.

—No aceptamos bromas de usted —exclamó Alvarito, con la pistola aún en
la mano.

—Quita, no vayas a disparar —gritó Manón—. Yo le daré a este hombre lo
que merece.

Y, cogiendo una vara, dio una tanda de palos al barbudo sátiro.

El hombre gritaba, de manera grotesca, con gritos de gallina.

—Basta ya —dijo Alvarito; y dirigiéndose a Sagaset, añadió—: Ahora, a
pie, y sin volver la cabeza, se marchará usted a Sara. Si se vuelve
usted, le mato como a un perro.

—Está bien, está bien. No hay que incomodarse —murmuró Sagaset, como si
estuviera efectivamente encantado del giro que habían tomado las cosas.

Sagaset comenzó a marchar camino de Sara sin volver la cabeza.

—¡Qué asco de hombre! —exclamó Manón—. Me pareció que se me echaba un
sapo encima.

Después, pasada la primera impresión del accidente, los dos muchachos
se echaron a reír, recordando con detalles la escena. Manón se
encontraba satisfecha de tener un compañero valiente y decidido, como
Alvarito, y este comenzaba a sentir cierta confianza en sí mismo;
confianza que jamás había tenido.




IV

EN VERA


No sabían qué hacer con el caballo del farsante místico de Sara y le
dejaron que siguiera a los otros dos.

Atravesaron, Alvarito y Manón, por un barranco hundido y cerrado,
en donde algunos carboneros hacían arder sus hornos. Al remontar el
arroyo, pasaron del barranco estrecho que corría entre dos vertientes
tupidas a una altura próxima y en ella vieron un centinela.

—Alto: ¿quién vive? —les gritó este.

—España —contestó Alvarito.

—¿Qué gente?

—Gente de paz.

—Adelante.

Avanzaron Alvarito y Manón y se encontraron, poco después, rodeados de
cinco soldados carlistas harapientos.

—¿A dónde vais y de dónde venís? —preguntó el que hacía de jefe.

Alvarito contó que venían de Francia y que iban a casa de unos
parientes de Almandoz.

—¿Qué es vuestra familia?

—Es familia de labradores.

—¿Son carlistas o liberales?

—Son carlistas.

Había allí cerca una barraca de madera, medio taberna, servida por
un hombre con trazas de campesino, y Álvaro convidó en ella a los
aduaneros carlistas y a algunos soldados de una partida volante que se
habían acercado al olor de un posible vaso de vino.

Les dejaron pasar sin más formalidades, y poco después, Alvarito y
Manón descansaban delante de una ermita, ya próxima al pueblo.

Era la ermita pequeña, baja; partía de ella un calvario; al lado se
levantaba una cruz de piedra con los atributos de la pasión; dentro se
veían santos de bulto, siniestros: a la derecha, San Jerónimo, con su
león, y a la izquierda, San Martín, a caballo, cortando su manto con la
espada para dárselo al pobre.

Alvarito, con su fantasía, creyó que dentro estaba agazapado un hombre,
pero no había nadie. La puerta de la ermita era enrejada y a los lados
tenía dos ventanas. En el dintel de la puerta se podía leer este
letrero en vascuence:

      «Eguizu zuc Maria
    Gugatic erregu
    Eriotzeco orduan
    Ez gaitecen galdu».

(Ruega por nosotros, María, para que en la hora de la muerte no nos
vayamos a perder.)

—En seguida la muerte —dijo Manón, después de traducir la inscripción
vasca, haciendo gala del espíritu volteriano de su abuelo.

—Es la religión —replicó Alvarito—; no se va a hablar en las ermitas de
bailes o de fiestas.

Siguieron los dos muchachos su camino por una senda hundida. Caía la
tarde, el cielo azul iba llenándose de nubes rojas y se oía una campana
melancólica en el aire. Enfrente, la peña de Aya se destacaba a lo
lejos, dentellada, en el horizonte en llamas del crepúsculo. A Alvarito
le parecía aquello la gloria de un altar mayor con los ángeles en el
cielo incendiado.

—Es triste España —murmuró Manón.

—¡Pero si apenas hemos entrado en ella! —replicó Álvaro.

Pasaron por una encrucijada con grandes árboles, en donde habían hecho
su campamento unos gitanos, que en aquella hora vivaqueaban y encendían
fuego. Alrededor de las llamas correteaban chiquillos medio desnudos;
dos borricos pardos pacían la hierba tristemente.

Iban Alvarito y Manón acercándose al pueblo un poco deprimidos por
el anochecer espléndido. La campana seguía tocando en aquel aire de
cristal inmóvil del crepúsculo.

—¿Por qué no hablas? —preguntó Manón a Álvaro.

—¿Qué te puedo decir? —murmuró él melancólicamente.

—Lo que piensas.

—Si te dijera lo que pienso, no te gustaría.

—¿Por qué no? Quizá sí.

—No, ya sé que no.

Y al decir esto sentía una oleada de tristeza que le anegaba y que
rimaba con la melancolía de aquel crepúsculo admirable.




V

OLLARRA


Llegaron a Vera Alvarito y Manón y fueron a casa de un chatarrero,
cliente de Chipiteguy, que vivía en la calle de Alzate. Este chatarrero
se llamaba Salomón y por aquellos días no se encontraba en el pueblo.
Su mujer, a quien decían la Salomona, era una hembra juanetuda, baja y
cuadrada, de hablar medio asturiano, medio gallego.

El portal de la casa de Salomón estaba lleno de trozos de hierro viejo,
plomo y otros metales, géneros que el chatarrero negociaba con los
carlistas.

La Salomona, a pesar de mantener su marido relaciones comerciales con
Chipiteguy, no atendió gran cosa a Manón ni a Alvarito y les envió a
pasar la noche a una posada del barrio de Yllecueta.

Alvarito supo por el dueño de la posada que el chatarrero tenía mala
fama en el pueblo. Se le achacaba el asesinato de un compañero suyo
en el monte para robarle. Alvarito contó esto a Manón y los dos
decidieron no hablar nada a la Salomona del fin que perseguían en su
viaje.

Al día siguiente, la mujer del chatarrero invitó a los dos muchachos a
quedarse en su casa, pero ellos no aceptaron.

La Salomona sospechó que Manón era una chica disfrazada y se lo dijo.

—A mí no me la da usted. Usted es mujer.

—¿En qué lo ha notado usted?

—Se le conoce fácilmente. ¿Se ha escapado usted con su novio?

—No; ese muchacho no es mi novio.

La Salomona hizo un gesto de incredulidad.

Manón comprendió debía de adquirir, a ser posible, aire más tosco y más
aldeano; pensó también que quizá les fuera conveniente algún criado,
algún hombre del país, a sueldo, conocedor de los caminos, de las
costumbres y de las personas.

A Alvarito le pareció bien la idea.

El joven Sánchez de Mendoza fue a visitar al coronel Lanz, comandante
del puesto de Vera. Se presentó a él como hijo de un correligionario y
le explicó que iba a ver de rescatar a su principal, secuestrado no se
sabía en dónde.

El comandante dio pasaporte para Álvaro y para un supuesto primo, Mario
Ezponda, y cartas de recomendación para personas importantes de la
provincia. Le hizo también que le acompañara un sargento por Vera.

Entre tanto Manón, marchando por la orilla de un arroyo, por detrás de
la calle de Alzate, llegó hasta un caserón viejo llamado Itzea. Entre
Itzea y un molino vio a un muchacho metido en el arroyo registrando con
un palo los agujeros de la orilla, sin duda para coger truchas. En
esto pasaron unas vacas y recentales a beber en el arroyo, y uno de los
terneros se paró, hizo ademán de embestir y asustó a Manón, que dio un
grito.

—No hay que asustarse —dijo el muchacho del arroyo, y saliendo a la
orilla, amenazó con el palo al ternero, que se alejó a galope. Luego
miró a Manón y le preguntó en vascuence, con rudeza:

—¿Quién eres tú? ¿De dónde eres?

—Yo soy francés. ¿Y tú?

—Yo soy Ollarra o Cascazuri.

—¿Por qué te llaman así?

—Me llaman Ollarra (el Gallo), porque así llamaban a mi padre, y
Cascazuri (cabeza blanca), porque soy rubio. Yo también he estado en
Francia. _¡Oui, Monsieur, Oui!_

—¿Y qué haces?

—Yo, pescar y cazar.

—¿Tienes familia aquí?

—No.

—¿Pues dónde vives?

—Ahí, cerca de este barrio, hay un convento viejo de Capuchinos, al que
le pegaron fuego los negros. En él duermo.

—¿Qué negros?

—¿Eres tonto? ¿No sabes quienes son los negros? Los liberales. El
general Jáuregui el Pastor lo mandó.

—¿Este perro es tuyo?

—Sí.

—¿Cómo se llama?

—Chorua (el loco).

—¿Es loco de verdad?

—Sí, muy loco.

Ollarra saltó de nuevo al fondo del arroyo con intención de seguir
sus exploraciones con su palo, cuando, mirando a una vieja asomada al
ventanillo de una casa pequeña próxima, dijo:

—Esa vieja que se asoma a la ventana es bruja.

—¡Bah!

—Sí, dicen que sabe embrujar y desembrujar los colchones y las
almohadas con unas tijeras que pone en cruz.

—¿Y tú crees en eso?

—Yo, no, ¡ca!

Ollarra, alto, fuerte, rubio, con el pelo dorado, la cara larga, los
ojos claros grises y el aire serio, tenía color de hombre del Norte y
expresión, sobre todo en los ojos, de hombre del Sur, cosa bastante
frecuente en los vascos. Se veía en él un mozo atrevido, enérgico,
despreocupado y valiente. Sonreía a veces mostrando su dentadura blanca
y fuerte de mastín.

—¿Por qué no vas a ver a mi amo? —le preguntó Manón.

—¿Para qué?

—Mi amo necesita uno que le acompañe; le pagará bien.

—¿Y qué hay que hacer?

—Viajar; ir de un pueblo a otro.

—¿Nada más?

—Nada más.

—¿Dónde está tu amo?

—Ahora estará en la posada de Arotzenea o en casa de la Salomona.

—Bueno; vamos.

Ollarra se puso las alpargatas y, seguido de Chorua y en compañía de
Manón, fue al barrio de Yllecueta. Entró la muchacha en la posada y se
encontró a Alvarito hablando con el sargento que le acompañaba. Dijo
a Álvaro cómo había encontrado un mozo capaz de servirles bien en sus
trabajos de buscar a Chipiteguy. Debían ofrecerle un buen jornal, y si
llegaban a libertar al abuelo, gratificarle.

—¿Cómo se llama ese mozo?

—Ollarra.

—¿Usted le conoce? —preguntó Álvaro al sargento.

—Sí; es buen chico, un poco salvaje, muy hurón —contestó el sargento—.
No para en ningún lado; pero para acompañarle en un viaje le puede
servir a usted.

—¿Es de aquí?

—No; aquí vino con unos gitanos, que hacían cestas; pero él no es
gitano; cuando se marcharon él se quedó en el pueblo, recogido en un
caserío. Luego se hizo amigo de un contrabandista, que le daba de comer.

—¿Y qué hace ahora?

—Unas veces caza, otras pesca, otras contrabandea.

Ollarra subió al cuarto que ocupaba Alvarito y hablaron; Manón sirvió
de intérprete, porque Ollarra no sabía apenas castellano ni francés.

El sargento quiso burlarse de Ollarra, que no le hizo el menor caso.
Ya de acuerdo, y aceptado el mozo como criado o ayudante, por la tarde
llevó los tres caballos traídos desde Sara por Álvaro y Manón y de
noche volvía a pie.

—¿Qué hay que hacer mañana por la mañana? —preguntó Ollarra en la
posada a Alvarito.

—Hay que alquilar un coche y salir para Almandoz.

—Se necesitará dinero.

—¡Ah, claro! ¿Cuánto se necesitará?

—Según para los días que tomemos el coche.

—Para tres o cuatro.

—Creo que ya pedirán un duro al día.

—Bueno, paga lo que sea.

Y Alvarito dio a su nuevo criado diez duros.

—¿A qué hora queréis salir?

—A las ocho.

Ollarra buscó por el pueblo hasta que encontró un carricoche en un
caserío de la estrada de Alzate a Vera, y para las ocho estaba a la
puerta de la pasada, y poco después iban los tres jóvenes camino de
Almandoz, seguidos por Chorua.




VI

LAS HABILIDADES DE OLLARRA


Ollarra se manifestó, como compañero de viaje, de muchos recursos,
a veces de felices ocurrencias; pero, en general, de genio sombrío
y malhumorado. Todos sus conocimientos venían de la propia
fuente de la Naturaleza, sin pasar por libros. Sacaba de su boca
alternativamente chirridos de lechuza y batir de alas de este pájaro
crepuscular, lamentos de búhos, ladridos de perros y canto de tordos,
de ruiseñores y petirrojos. Imitaba todo con perfección. Silbaba
también admirablemente aires campesinos, a los que añadía florituras
complicadas.

Su canción favorita era una canción en patuá gascón, que comenzaba así:

      Six sous costaren
    six sous costaren les esclós.

Esta canción de melodía romántica y de letra ordinaria y vulgar le
gustaba a Ollarra, porque, sin duda, satisfacía al mismo tiempo su
sentido musical poético y su instinto de ironía brutal y salvaje.

Este gusto por tal mezcla es frecuente entre los vascos. Parece que la
canción así llena como dos departamentos del espíritu: uno, el ansia
romántica de vaguedad, y el otro, el instinto grosero de sátira y de
burla.

Ollarra tenía grandes habilidades.

Distinguía muy bien los pájaros en el aire, por la manera de volar,
y conocía los huevos encontrados entre las matas y sabía a qué ave
pertenecían. Con la colaboración de Chorua, hasta marchando por el
camino en el carricoche hallaba ocasión de cazar o de coger algo.

Ollarra compendiaba en su cabeza una serie de ideas falsas sobre las
costumbres y los instintos de los animales, una historia natural
fantástica.

La geografía suya era también reducida hasta lo absurdo. En el mundo
había, principalmente, vascos, para él los hombres normales; gascones,
tipos ridículos, capaces de comer hierbas del campo en ensalada; luego
españoles, que casi todos eran curas o soldados; franceses tripudos,
con bigotes amarillos, e ingleses, que todos eran serios; luego había
América, una tierra rica que se disputaban ingleses, franceses y
españoles.

Ollarra era de una independencia salvaje. Al oírle daba la impresión de
que se había propuesto llevar la contraria a todo el mundo; lo que a la
mayoría parecían virtudes a él se le antojaban defectos.

—Es un cochino —decía de alguno—; no hace más que trabajar a todas
horas.

De otro indicaba:

—No sé qué le encuentra a su padre para tenerle ese cariño.

Esos lazos naturales de padres e hijos, maridos y mujeres, hermanos y
hermanas le parecían debilidades y necedades. También debía considerar
como cosa ridícula el sentir amor por la tierra. Oyéndole, parecía que
lo natural en el hombre era odiar al prójimo cordialmente.

—Yo no soy ni español ni francés —decía—. De donde se viva mejor
—añadía riendo con cierta cólera, y traducía su frase unas veces al
francés y otras al castellano.

—¿Tú no sabes leer? —le preguntó Álvaro.

—Yo, no; ¿para qué? Eso no sirve para nada.

—¿Cómo que no sirve?

—Yo, al menos, no he tenido nunca necesidad de leer.

—¿Así que no has aprendido nada?

Ollarra se encogió de hombros con desprecio.

—¿No sabes la doctrina?

—¿Qué es la doctrina? ¿Ese libro pequeño que llevan los chicos a la
escuela?

—Sí; ¿no te la han enseñado?

—No; ¿eso para qué sirve?

—Enseña a amar a Dios y al prójimo.

—¡Bah!, esas son tonterías —masculló Ollarra con cólera, azotando con
el látigo al caballo.

Durante algún tiempo Ollarra había vivido en Francia, muy adentro del
país, en tierra de gascones, donde no se hablaba vascuence, dedicado a
pescar en un río, cuyo nombre ignoraba, y a cazar cuervos y cornejas.

Cazaba los cuervos, según contaba, con cucuruchos de papel llenos de
liga, en los que metía cebo. También los cogía con anzuelo o poniendo
carne de caballo o de mulo, envenenada con nuez vómica.

Ollarra, huérfano de madre desde muy niño, fue protegido durante su
infancia por un brujo y una bruja de Oleta, con quienes vivía.

Ollarra contó, con su acento mixto de cólera y de ironía, las mentiras
y socaliñas empleadas por el brujo de Oleta para engañar a los
incautos, en las cuales el muchacho tomaba parte muy importante, pues
antes de entrar a ver al brujo, se obligaba a esperar a los clientes
en un cuarto del caserío, y entre la vieja y Ollarra, haciéndose los
tontos, sonsacaban a los crédulos sus intimidades y sus preocupaciones
y luego se las contaban al brujo. A casa del hombre de Oleta solía ir
gente distinguida para que les dieran hechizos.

—¿Y tu padre? —preguntó Alvarito a Ollarra.

—Es desertor francés y contrabandista. Ahora está enredado con una
gitana. Es un puerco.

—¿Cuántos años tienes?

—No sé. Diecisiete o dieciocho. Lo mismo da uno más que uno menos.

—¿Y no tienes novia? —le preguntó Manón.

—Sí; ahí tengo una chica en Oleta. Ya le he dicho que me casaré con
ella cuando sea mayor y tenga algún dinero; pero siempre me viene con
tonterías y arrumacos, y que si la olvido o no la olvido.

—A las novias hay que mimarlas —dijo Manón.

—Tú qué sabes —replicó Ollarra con violencia—. Eres demasiado chico
para enterarte de esas cosas. Todas las mujeres son así: embusteras y
amigas de mimos y de engaños. Bien tonto será quien haga caso de ellas.

Ollarra siguió hablando en el mismo tono. Era el ímpetu, la imaginación
sin freno, el orgullo desatado. Sentía pasión infantil por la aventura,
no acompañada de la menor reflexión; creía que con valor y energía todo
debía salir bien. Su credulidad y confianza en sus recursos, ilimitada,
sin contrastar con los demás, le daban ideas no muy claras sobre los
hombres. En parte les temía y en parte les despreciaba.

Manón pretendía amistarse a toda costa con Ollarra; pero este la miraba
con desdén, la consideraba como a un chico y como a un chico afeminado.

Alvarito iba conociendo a Manón. Comprendía cómo a ella, acostumbrada
a dominar y a subyugar fácilmente, le extrañaba y mortificaba que el
joven salvaje no la tomara en cuenta.

Alvarito sentía cierta admiración por Ollarra; pero sospechaba de
él, por su carácter inquieto, soberbio y malhumorado; le creía
misterioso, poco seguro y capaz de cualquier barbaridad o de cualquier
traición. Ollarra, en cambio, tenía gran curiosidad y cierta simpatía
por Alvarito, toda la simpatía de que él era capaz. Se reía mucho
viéndole tan torpe para las cosas materiales. Sin duda, su nuevo amo
se le representaba como el tipo de la ciudad: del hombre inútil, que
sustituye la falta de energía con dinero.

Ollarra disfrutaba de su nueva posición con delicia. Se pavoneaba, se
dedicaba a comentarios mortificantes, hacía restallar el látigo en el
aire y el carricoche iba al vuelo.

El día mismo que salieron de Vera, la primera parada fue en la venta
de Yanci. Durante el almuerzo, Manón y Alvarito se rieron, viendo al
perro, a Chorua, que se echaba sobre su amo, jugaba con él y le lamía
la cara. El muchacho y el perro vivían identificados: una mirada de
Ollarra o un silbido bastaban para que el perro le entendiera.




VII

LOS BERTACHES


Después de comer en la venta de Yanci, puestos de nuevo en camino, en
el carricoche, se acercaron a Sumbilla, pasaron a la vista de su juego
de pelota, entraron en su única calle estrecha y una hora más tarde
cruzaron por delante del puente de Santesteban, hacia Mugaire. El
viento frío traía lluvia mezclada con nieve.

Al caer de la tarde entraron en la venta de Mugaire a calentarse y a
merendar. Poco después siguieron el camino.

Ya de noche, llegaron a Almandoz. Una patrulla carlista les detuvo y
les pidió pasaportes. Los soldados les indicaron la posada de la calle
por donde corría la carretera.

En el camino que sube desde Mugaire, a orillas del Bidasoa, hasta el
puerto de Velate, se encuentra Almandoz. El pueblo se halla a la mitad
de la cuesta.

En aquella hora todo estaba oscuro y desierto en la aldea, las casas
cerradas, no se veía una luz. Se comenzaba a sentir la guerra; en la
posada, ningún viajero; únicamente los amos de la casa, dos viejos,
padres del dueño; una mujer joven y un muchacho. El posadero, al
parecer, se encontraba en el campo carlista.

Prepararon la cena para Manón, Alvarito y Ollarra; se sentaron los tres
delante de la chimenea al amor de la lumbre. Manón, con su instinto,
creyó adivinar gente de buenos sentimientos en los viejos de la posada
y les contó a lo que iban y sus propósitos de buscar al abuelo.

—¿Ustedes conocen a los Bertaches? —les preguntó Alvarito.

—¿Quién no los conoce aquí? —exclamó el viejo.

—¿Son dos?

—Sí; uno se llama Luis y es subteniente en el 5.º de Navarra; al otro
le dicen Martín Trampa.

—¿Qué clase de gente son?

—Son unos bandidos, que tienen aterrorizado al pueblo.

—No sé para qué hablas así —exclamó la vieja en vascuence—; si lo
saben, te puede pasar algo malo.

—Que lo sepan; me tiene sin cuidado —murmuró el viejo.

—Y vosotros, ¿por qué queréis saber quienes son esos Bertaches?
—preguntó la vieja a Manón—. ¿Tienen algo que ver con el secuestro de
vuestro abuelo?

—Sí; y sospechamos que lo tengan preso aquí mismo, en Almandoz.

—Mañana se lo preguntaréis al sargento Iribarren, que es amigo de casa,
y él os lo dirá.

Después de cenar se colocaron todos al lado del fuego, alrededor de
la chimenea, y la vieja, que ya había adquirido confianza con los
viajeros, les contó cómo unos meses antes Martín Trampa y su criado
Malhombre entraron en la posada de noche a robar.

—Yo estaba sola en casa —dijo la vieja—, y oí desde la cama cómo abrían
la puerta. Luego, nuestro perro empezó a ladrar; pero, sin duda, le
echaron algo de comer y se calló. Yo no me atrevía a levantarme y
a bajar, porque pensé que si me presentaba, entre Martín Trampa y
Malhombre me hubiesen acogotado.

—¿Y por qué no me llamó usted a mí, abuela? —preguntó el muchacho
enfermo.

—Porque te hubieran matado a ti también.

—Ya lo hubiéramos visto.

—Tonto, más que tonto. ¿Qué hubieras hecho tú solo contra ellos?

—Estos Bertaches están ya aislados y todo el mundo los odia —dijo el
viejo—; ya no les queda mucho tiempo para mandar.

—¿Y es de aquí un tal Echenique? —preguntó Alvarito.

—Ese Echenique es el criado de Martín Trampa, a quien llaman Malhombre.
Malhombre roba y lo dice, y hasta ahora nadie se ha atrevido con él.

—¿Tan terrible es? —preguntó Ollarra malhumorado.

—Sí, es muy malo.

—No quisiera más que encontrarme con él.

—¿Para qué? —preguntó Alvarito.

—Para darle una paliza que le quitara las ganas de atropellar a los
demás.

A Ollarra, sin duda, la idea de que hubiese un matón que no fuera él le
ponía frenético.

Después de cenar, Chorua se presentó a comer los restos de la comida,
y Ollarra le hizo lucirse y hacer varias habilidades. Luego el viejo
trajo una botella de aguardiente. Alvarito probó el licor, que le
pareció fuerte, y Ollarra bebió muchas copas.

—Vamos a tomar otra copa —decía—, ¡la segunda!, y se echaba a reír.
Tenía que decir la segunda, aunque fuera la sexta o la séptima, y
celebraba su chiste con carcajadas. Era una gracia que imitaba del
herrador del pueblo.

La vieja se llevó la botella.

Se marcharon todos a sus respectivos cuartos. Alvarito pensó estar
oyendo a cada momento los ladridos del perro de la posada denunciando a
los ladrones, como había contado la vieja.

Al día siguiente, al levantarse Alvarito, salió de casa y se presentó
al sargento Iribarren, amigo de la gente de la posada. Al preguntarle
por Martín Trampa, el sargento le dijo que creía que no estaba en el
pueblo.

Iribarren recordaba que Martín y Malhombre tuvieron guardado a un viejo
en casa del sacristán, según decían, por liberal.

—¿Y Martín, dónde vive? —preguntó Álvaro.

—Ahí, en una plazoleta. Esta niña le enseñará a usted la casa.

—¿Tiene familia aquí?

—Sí; me figuro que estarán su madre, su mujer y su hermana.

La niña llevó a Alvarito delante de la casa de Martín Trampa, y como
si tuviera miedo, antes de llegar a ella, echó a correr y desapareció.
La casa de los Bertaches era grande, cuadrada, de cuatro aleros, con
un escudo pintado, en donde había esculpidas una cabeza de chino y las
armas de la familia Arreche: un árbol con dos osos.

Alvarito llamó, y salieron a la puerta una vieja flaca, acartonada
y dura, con mantón negro y toquilla arrollada a la cabeza, y poco
después, una muchacha de aire seco y suspicaz. Eran la madre y la
hermana de Martín Trampa. Alvarito explicó que deseaba hablar con
Martín para un asunto importante, y las dos mujeres contestaron en tono
áspero que el amo no estaba en Almandoz, que había ido hacía días a
Oyarzun.

—¿No saben ustedes cuándo vendrá?

—No, señor; no lo sabemos, ni nos importa tampoco —contestó la joven, y
cerró la puerta.

Alvarito volvió a la posada y contó a Manón cómo había visto a la madre
y a la hermana de Martín Trampa, y cómo le habían dicho que este se
hallaba en Oyarzun.

—Bueno, pues vamos a Oyarzun.

Discutieron si sería mejor volver de nuevo por el mismo camino y
marchar por Lesaca, o ir por Goizueta; pero como por Goizueta el camino
era peor, decidieron ir a Lesaca.

Almorzaron en Almandoz, salieron de prisa en el carricoche, llegaron al
anochecer a Lesaca, pararon en la posada de Gorringo, enviaron el coche
a Vera con Ollarra y alquilaron tres caballerías.

Al día siguiente, con una mañana de escarcha, subieron por el monte a
la ermita de San Antón; comieron allá y contemplaron una gran ferrería
abandonada al pie de la enorme pared de la peña de Aya.

—¿Te gustaría vivir aquí? —preguntó Alvarito a su compañera.

—¡A mí, no; qué horror! —dijo Manón—. Es uno de los sitios más tristes
que he visto.

—¡Bah! Todos los sitios son lo mismo —replicó Ollarra—. Habiendo qué
comer, lo mismo da.

—¿Así te parece a ti? —preguntó Manón.

—Naturalmente. Solo a señoritas estúpidas y remilgadas se le pueden
ocurrir esas tonterías.

—¡Bah! ¿Tú que sabes cómo son las señoritas?

—Ya sé que son tontas y caprichosas y que hay imbéciles que les hacen
caso. No sería yo de esos.

Manón pensó que quizá Ollarra sospechaba que era mujer. No quiso
decirle nada. Ollarra parecía tener mal humor y fue por el camino solo.

Cruzaron por delante de los caseríos de Arichulegui y comenzaron a
bajar hacia Oyarzun.

Manón y Alvarito entretuvieron el aburrimiento del camino hablando de
sus amistades de Bayona, de la tertulia de Madama Lissagaray y de la
extraña situación en que se encontraban.

—Si salvas al abuelo, te voy a querer mucho, Alvarito —le dijo Manón.

Alvarito volvió la cabeza melancólicamente en señal de duda.

—¿No lo crees? —preguntó ella.

—No.

—¿Por qué no lo crees? —volvió a preguntar Manón con coquetería.

Alvarito se encogió de hombros y se puso a pensar en el carácter de
aquella muchacha, que tanto lugar ocupaba en su vida.

¿Manón le quería o no le quería? Álvaro notaba que ella le iba tomando
afecto; pero le faltaba conquistarla del todo. Quedaba siempre en Manón
como un último baluarte irreductible, independiente y caprichoso.

Tan pronto favorable, tan pronto adversa, así la veía a Manón. Quizá
ella, con respecto a Alvarito, había decidido algo: quererle o no
quererle; quizá no había decidido nada, y dejaba pasar el tiempo por
si alguien llegaba a interesarle más, a arrastrarle por completo,
rindiendo aquel último baluarte inexpugnable, siempre decidido a no
rendirse.




VIII

FRECHÓN Y MALHOMBRE


Al llegar a Oyarzun y entrar en la plaza, Alvarito se encontró con
Frechón en medio de un grupo carlista. Se miraron los dos, sin
manifestar que se conocían, y Alvarito siguió adelante.

Llevaba una recomendación para uno de los jefes carlistas guipuzcoanos
y se presentó a él; explicó su objeto y habló de Frechón, a quien había
visto en el pueblo, diciéndole qué clase de hombre era y acusándole de
secuestrador de Chipiteguy.

El jefe carlista respondió que él no podía intervenir en aquella
cuestión y que Alvarito anduviera con cuidado por su cuenta. Cuando el
muchacho le preguntó por Martín Trampa, el jefe le respondió que creía
que ya no estaba en Oyarzun, sino que había marchado a Echarri Aranaz
para sus negocios de tratante.

Al volver a la posada, la posadera indicó a Álvaro y a Manón que al
quedarse en la casa, llena de huéspedes, tendrían que ir a dormir al
desván.

—¡Bah! Ya ha dormido uno en peores sitios —dijo Ollarra burlonamente.

—¿Sí, eh? —le preguntó Álvaro.

—¡Uf! Ya lo creo. En cuevas y en medio del campo y con lluvia. Ahora, a
vosotros quizá os parezca malo el desván, sobre todo a este —y Ollarra
señaló a Manón con desdén.

—Ya nos arreglaremos —contestó Álvaro.

Ollarra estaba acostumbrado a los desvanes. A Manón le hacía gracia la
idea y a Alvarito no le molestaba.

Después de cenar subieron los tres por una escalera muy estrecha hasta
una guardilla grande, de suelo combado y torcido. Un entrecruzamiento
de pies derechos y vigas de madera sostenía el techo. Veíanse en los
rincones montones de heno seco, ristras de ajos y cebollas, y en el
suelo, habichuelas extendidas, puestas a secar; grandes calabazas y
mazorcas de maíz. Por entre los intersticios de las tejas se advertía
la claridad de la noche y algunas estrellas.

—¡Buen palacio! Para las ratas —dijo Ollarra con ironía.

Luego puso el farol que le dio la posadera encima de una caja y después
cogió brazados de hierba seca, preparó una cama y le invitó a echarse
en ella a Alvarito. A Manón le empezaba a mirar con sorna.

Álvaro dijo a Manón que se tendiera y ella se acurrucó en aquel nido
de hierba como un gato pequeño. Ollarra apagó el farol, subió sobre
un gran montón de heno y el perro tras él. Al poco tiempo, los dos
dormían. Alvarito quedó sentado y despierto.

Manón se durmió pronto; al respirar se oía su aliento suave. Ollarra
roncaba.

Alvarito velaba muy satisfecho por proteger a la dama de sus
pensamientos. Aunque sentía sueño, no quería dormirse.

Se acordó de Don Quijote cuando velaba sus armas en la venta y pensó
que él debía sentirse feliz, porque el objeto de sus cuidados no era
ilusión vaga, sino una mujer tan seductora como Manón.

Iba Alvarito a dormirse cuando Chorua empezó a gruñir; se oyó crujir la
escalera y poco después se vio aparecer en el desván una sombra a la
luz vaga, que entraba por los intersticios de las tejas. Era Frechón,
que se acercaba. Frechón abrió la tapa de una linterna sorda y se
acercó hasta ellos. Alvarito se levantó en el acto.

—Aquí, en este rincón, no hay sitio para dormir —dijo—; estamos
nosotros.

—¡Ah, eres tú! —exclamó el francés; y sin más dio tal puñetazo en el
hombro al joven, que le derribó al suelo.

Alvarito cayó sobre la hierba, sin lastimarse. Chorua se puso a ladrar
con furia a Frechón; este le pegó un puntapié y el perro comenzó a
chillar de un modo lastimero. Manón se despertó y, cogiendo un palo, se
acercó valientemente a Frechón.

—¡Canalla! —gritó.

Entonces Ollarra, deslizándose desde el montón de heno, furioso porque
le habían pegado a su perro, murmurando y blasfemando, se acercó a
Frechón y, agarrándose a él, le dio una serie de puñetazos en la cabeza
y en el pecho, que sonaron como redoble de tambor. Cuando ya lo tenía
en el suelo, y casi sin sentido, lo dejó.

—Váyase usted —le dijo Alvarito al francés.

—¡Socorro! ¡Socorro! —exclamó Frechón.

—¿Pero qué pasa ahí? —gritó la posadera desde abajo.

—¡Que me matan! —contestó el francés.

La posadera subió a la guardilla y Manón y Alvarito le contaron lo que
había ocurrido.

—¡Hala, hala! —le dijo la mujer a Frechón—. Baje usted de aquí. Al
momento.

El francés se resignó a salir de la guardilla y bajó la escalera como
pudo. Luego la posadera, sin piedad, lo echó de la casa.

Al subir de nuevo a la guardilla, entre Ollarra y Álvaro cerraron la
puerta con una tranca. Manón había preparado una cama de heno al lado
de la suya. Alvarito se tendió y quedó sumido en un sueño profundo.

Al día siguiente, y en vista de que no daban con Chipiteguy, decidieron
volver por el monte, camino de Lesaca. Hacía frío y compraron unas
mantas. Estaba nevando; los montes comenzaban a aparecer blancos y en
el aire gris danzaban los copos de nieve como grandes mariposas.

Al salir de Oyarzun se les acercó un hombre viejo, flaco y aguileño.
Era Malhombre. No se dio a conocer.

—¿Van ustedes a Lesaca? —les preguntó con aire sonriente.

—Sí —contestó Alvarito.

—Yo también voy. Si no les molesto, ya iremos juntos.

—Molestar, ¿por qué?

—Yo conozco bien el camino.

—¿Es usted de Oyarzun?

—No; soy de cerca de Mugaire y me dedico a comprar y a vender ganado.

—¿Es usted tratante?

—Sí.

—Tratante y de Mugaire. Quizá conozca usted a uno que llaman Martín
Trampa, de Almandoz.

—Mucho.

—¿Le ha visto usted en Oyarzun estos días?

—Sí; creo que tenía un negocio entre manos con un viejo y un francés.

—¿Y hacia dónde estará ese hombre?

—¿Qué hombre?

—Martín.

—Creo que ha ido a Echarri Aranaz.

Fueron los cuatro subiendo por el monte, camino de Lesaca. Malhombre
les fue útil, porque conocía los mejores pasos. Al llegar cerca de
Arichulegui les sorprendió una tempestad de rayos y de truenos y
tuvieron que guarecerse en una borda de ganado hasta que pasara. Luego
arreció la nevada.

Malhombre se comportó como persona alegre y jovial; sabía animar a todo
el mundo. Ollarra rechazó varias veces sus servicios, no le necesitaba
para nada.

Al llegar a la ermita de San Antón entraron en la venta próxima;
comieron y se arrimaron a la lumbre, reconfortándose. Malhombre habló
mucho y sonsacó a sus compañeros de viaje, con su habilidad de aldeano
ladino, y averiguó quién era el principal de los tres y quién llevaba
el dinero.

Al salir de la venta, ya oscurecido, Malhombre pidió un farol para ver
bien por los senderos. Decidieron ir todos a pie, porque resultaba más
peligroso marchar a caballo, y Ollarra fue el encargado de conducir las
caballerías.

El paisaje montuoso, cubierto de nieve, con aquella luz crepuscular,
era desolado y triste. Alvarito iba absorto, embebido en vagas
imágenes, sin conciencia clara de que aquello fuera la realidad. Con
poco más hubiese imaginado que se trataba de un sueño.

En una revuelta del camino, Malhombre, agarrando del brazo a Alvarito,
susurró en tono amable e insinuante:

—Si quiere usted, atrasémonos un poco, tengo que hablar con usted; que
no oigan lo que le voy a decir.

Alvarito, asombrado y sin darse cuenta clara, pensó que Malhombre
tendría que comunicarle algo transcendental, algún peligro del camino,
y se fue retrasando.

De pronto sintió una mano, como una tenaza que le oprimía el cuello.

—¡El dinero, o te mato!

Malhombre, con su zarpa de hierro, le apretaba el cuello, y con la otra
mano le amenazaba con su rompecabezas. Alvarito, sofocado, murmuró:

—¡Déjeme usted! Espere usted. No me ahogue.

—El dinero.

—¿El dinero? Lo tengo en el bolsillo del pecho.

—¿En dónde?

—Aquí.

—Esto está cosido —murmuró Malhombre, agarrando la chaqueta de Álvaro e
intentando registrarle.

—Sí.

—Y no es fácil descoserlo.

Durante este tiempo, Manón se había dado cuenta de que faltaba
Alvarito; alarmada, al retroceder notó lo que ocurría y oxeó a Chorua.
El perro, en dos saltos, se lanzó contra Malhombre y le trincó de los
pantalones.

Malhombre se volvía; intentó defenderse con el rompecabezas. Alvarito,
aún no repuesto de la sorpresa y del sofoco, se quedó amilanado,
perplejo.

—¡Ollarra! ¡Ollarra! —gritó Manón.

Malhombre vio la partida perdida y se dispuso a escapar; pero el perro
no le dejaba tranquilo. Ollarra, abandonando las caballerías, se le
acercaba con el garrote enarbolado. Malhombre sacó una navaja y le
esperó.

—Déjame —gritó—. Si no, te abro las tripas.

Ollarra, sin oírle, se echó sobre él, y le arreó tal garrotazo en la
cabeza, que Malhombre, dando vueltas sobre sí mismo, cayó en la nieve.
El palo saltó hecho astillas.

—¿Ahora, qué hacemos con este hombre? —preguntó Alvarito.

—Dejarlo ahí —contestó Ollarra—; si no se ha muerto, ya se morirá.

—¿Pero, hombre?

—¡Que se muera! ¡Qué importa! ¡Hala, hala, que nieva mucho!

Cogió Ollarra el farol con la mano izquierda, y hostigando a las mulas
con la derecha, armada del látigo, siguió su marcha, precediendo a
Álvaro y a Manón.

Caía la nieve sobre el monte.




IX

SUEÑOS


Al llegar de noche a Lesaca, y en la posada, se encontraron a una
muchacha, Gabriela la Roncalesa.

Gabriela habló con Manón de sus amigos y conocidos de Bayona y la
Roncalesa experimentó por la nieta de Chipiteguy, que le pareció un
chiquillo, gran simpatía.

Manón le contó su asunto y la Roncalesa dijo:

—Yo te ayudaré a libertar a tu abuelo; y si lo tiene secuestrado Martín
Trampa, mi futuro cuñado, le obligaré a que lo suelte.

—En Oyarzun nos han dicho que Martín esta en Echarri Aranaz.

—Es muy posible.

Al día siguiente salieron muy temprano, en compañía de Gabriela la
Roncalesa; pasaron por Yanci y Aranaz, y por caminos de cabras,
cubiertos de nieve, abordaron al caer de la tarde a la Venta Quemada,
del puerto de Velate.

En el puerto y en los montes de alrededor, completamente nevados, las
grandes hayas parecían forradas de plumones blancos.

Manón y Alvarito, no habituados a aquel ajetreo, llegaron a la venta
rendidos, y decidieron, de común acuerdo, descansar todo el día
siguiente. Gabriela, sin duda, acostumbrada a largas marchas, determinó
salir por la mañana temprano, camino de Pamplona.

Alvarito se metió en la cama tan destrozado, que no pudo dormir en
casi toda la noche. Le dolían los ojos del resplandor de la nieve. Al
amanecer logró conciliar el sueño, un sueño pesado y profundo...

De pronto se encontró en un cuarto misterioso, rojo, con cortinones
y unos espejos, en cuyo fondo, por arte de magia, corrían abismos
acuáticos y se veían paisajes nevados llenos de árboles.

Se había despertado en una alcoba lujosa, sobre una cama mullida,
llena de almohadones. Al mirar al balcón vio una sombra negra; luego
que alguien rompía un cristal, abría y entraba dentro con una linterna
sorda. ¿En dónde estaba? ¿Qué le había pasado?

De pronto notó el ruido de una respiración próxima, y, al mirar al
suelo, vio una gran serpiente, que se enroscaba en sí misma, de una
manera lenta. La serpiente, grande, pesada, estúpida, con barbas y ojos
tristes, más que miedo le producía asco y ganas de matarla a puntapiés.

Alvarito se tiró de la cama y arrancó un barrote con gran facilidad y
lo levantó en el aire. La serpiente, al verlo, tomó aire compungido:
se puso en dos pies, se inclinó humildemente, abrió la puerta de la
alcoba y desapareció...

Alvarito, entonces, se despertó de verdad; vio el cuarto encalado y
pobre de la venta del Puerto de Velate; la luz del día, nevado, entraba
por la rendija de las contraventanas.

A Alvarito le costó bastante trabajo convencerse de que había soñado.

—Aquí no hay sillones, ni espejos, ni serpientes con barbas. ¿Quién
podrá ser esta gran serpiente ridícula? —se preguntó después—. ¿A
quién podía representar? Quizá a Sagaset, el sátiro de Sara; quizá
a Malhombre o a Frechón. Al último no pudo presumir a quién podría
simbolizar aquel gran ofidio cómico y lacrimoso.




SEGUNDA PARTE

MANIOBRAS DE AVIRANETA




I

NOTICIAS POLÍTICAS


Mientras Alvarito y Manón trotaban por los caminos de Navarra, don
Eugenio de Aviraneta seguía en sus intrigas políticas.

En la primavera de 1839 supo don Eugenio que un comisionado del general
Maroto en París, el coronel Madrazo, se hallaba en Burdeos. Madrazo,
de acuerdo con Apponyi y los demás representantes de las potencias
del Norte, se dirigía al Cuartel Real, con instrucciones de la Junta
marotista del extranjero.

Aviraneta, sospechando la importancia del viaje de Madrazo, puso en
movimiento a sus confidentes para averiguar la trama de los partidarios
de Maroto.

Los marotistas pensaban exigir a don Carlos la abdicación a favor de
su hijo mayor. Después de la abdicación propondrían el matrimonio del
hijo de don Carlos con la hija de la reina Cristina, y si la reina o
el pretendiente no aceptaban la combinación, amenazarían con proclamar
la independencia de las cuatro provincias vascongadas, con un régimen
fuerista-republicano-clerical, nombrando a Maroto presidente de la
república de Vasconia, y haciendo ministros y consejeros a obispos y
a curas y expulsando a don Carlos y a su familia del territorio Vasco
Navarro.

Todo esto de acuerdo con Francia e Inglaterra, para lo cual se pedía el
beneplácito de Luis Felipe y el de lord John Hay.

Era un proyecto parecido al que el senador Garat expuso a Napoleón,
proponiéndole la independencia de las provincias vascongadas de más
acá y de más allá de los Pirineos, denominando a toda Vasconia, Nueva
Fenicia; a los departamentos franceses, Nueva Tiro, y a los españoles,
Nueva Sidón. En aquel tiempo, sin duda, los vascos eran fenicios, como
luego fueron celtas, iberos, ligures, berberiscos y mongoles, según el
viento que corría en la etnografía y en la lingüística.

En el proyecto separatista de los amigos de Maroto andaban mezclados
varios jefes importantes, vascongados; entre ellos, Cástor Andéchaga,
Simón de la Torre, Alzaá, Bernardo Iturriaga, Iturbe y otros.

Las noticias alarmaron a don Eugenio. Algunos oficiales vasconavarros
del incipiente partido separatista se presentaron a Maroto en Orozco,
indicándole la separación, como la mejor solución para el país. Había
que dar, según ellos, un puntapié definitivo al carlismo.

Naturalmente, a Maroto, la proposición no le hizo mucha gracia, no
siendo vasco y sintiéndose patriota. No tenía, además, la seguridad de
conservar su poder pasando de general en jefe a presidente.

Aviraneta pensó aprovecharse del momento para hacer abortar la
tentativa separatista de los vascos, que él consideraba peligrosa,
impidiendo que arraigara y tomara cuerpo.

Entre los carlistas se pensaba también formar un tercer grupo
transaccionista con Marcó del Pont, el vizconde de Mataflorida,
residente en París, y otros, partidarios de atraer a Cabrera a su
bando. Andaba en la combinación Zea Bermúdez, que de absolutista
ilustrado había pasado a carlista y enemigo furioso de Maroto; pero la
idea no alcanzaba el menor éxito.

Por su cuenta, y con otros planes más o menos fantásticos, maniobraban
los carlistas extranjeros, internacionales, como Mitchell, Lichnowsky,
el marqués de Lalande, el joven caballero de Montgaillard y otros.

La mayoría de las diversas maquinaciones e intrigas se fraguaban en
Bayona, y con ellas comenzaron a mezclarse las maniobras del infante
don Francisco, que pretendía la Regencia de España en la minoría de
Isabel II.

El infante don Francisco, Dracón en la masonería, Bragón y Bragazas le
apellidaban sus enemigos en broma, tenía muchos adictos entre carlistas
y cristinos. Los empleados de la Embajada de España en París y otros
clasificados entre los carlistas, como Valdés el de los gatos y el
libelista Martínez López, trabajaban por él.

Es posible que el infante contara entre los suyos al abate Miñano,
y que el abate, además de cristino, carlista y protestante, fuera
también franciscano. Indudablemente, el abate era un hombre pintoresco
y de convicciones elásticas.

En los campos se notaba ya el cansancio de la guerra. El país y las
tropas comenzaban a inclinarse decididamente por la paz, cuando el
cuartel general de la Reina dio la orden extraña de talar las mieses
e incendiar los campos. ¿Por qué una medida tan absurda? ¿Era pura
estupidez militar o había otra intención en ello?

No parecía sino que alguien del Gobierno tenía interés en que no se
acabara la guerra rápidamente. Aquellas disposiciones vandálicas fueron
una inyección de vida para el partido carlista, que comenzó a perder
su aire mortecino y lánguido y a sentirse de nuevo agresivo y lleno de
exaltación.

Los alaveses y los navarros pensaban segar en plena paz, e irritados
por la pérdida de las cosechas, comenzaron a exasperarse. Fue aquella
medida rara e incomprensible, de tipo bastante frecuente en las cosas
de España. No se sabía a qué atribuir disposición tan desdichada: a la
rutina, a la brutalidad, al rencor o a la falta de inteligencia en el
mando.

Se supuso a los jefes liberales irritados con la idea de un convenio
con los carlistas; se decía si tendrían la ilusión de que la campaña
se hallaba próxima a solventarse por las armas; pero esto no pasaba de
ser una esperanza quimérica, porque la tibieza de los carlistas en la
guerra dependía, en gran parte, de la idea de que se acercaban a una
transacción.

El caso fue que la medida incendiaria produjo gran encono. El general
Elío pudo inflamar el ardor de sus voluntarios, que llegaron a
infringir un gran descalabro a don Diego León cerca de Cirauqui.

La cólera latente hizo que poco después los batallones navarros y
alaveses no quisieran adherirse al Convenio de Vergara.

En cambio, para Vizcaya y Guipúzcoa se celebró un pacto en Mandázuri,
entre el comandante don Miguel Araoz y el de la línea enemiga,
don Bernardo Iturriaga, lo que ayudó después a que la obra de
reconciliación de los dos partidos enemigos fuera más fácil.

Por muchos de estos motivos, Aviraneta consideró oportuno el intentar
lo antes posible la escisión entre don Carlos y Maroto, y se dispuso a
introducir los documentos del Simancas en el Real de don Carlos, con lo
cual pensaba además socavar el prestigio de Maroto en la tropa para que
no pudiese el general maniobrar por su cuenta.




II

LA ACTITUD DE GAMBOA


Por aquellos días, Gabriela la Roncalesa se presentó en Bayona. Citó a
don Eugenio en la posada de Iturri.

—¿Qué dice tu novio y sus amigos? —le preguntó don Eugenio.

—Están indignados con la traición que prepara Maroto.

—¿Se han convencido?

—Sí; todo el mundo dice que Maroto es masón y republicano, y que tiene
cautivo a don Carlos.

—¿Y qué piensa hacer Bertache?

—Por ahora esperar las instrucciones de usted. Cree él y los demás que
usted les irá diciendo lo que tienen que hacer.

Aviraneta recomendó a la muchacha que se presentara al cura Echeverría
o al obispo de León, para explicarles con detalles el estado de
espíritu de las tropas, y como ella no se atrevía a ir sola, don
Eugenio mandó en su compañía a Iturri, el posadero, en calidad de
carlista fingido, que luego podría darle noticias.

El obispo, inconsolable como Calipso, porque habían prendido a su amigo
y confidente fray Antonio de Casares, fraile inquieto y turbulento,
no quiso hablar nada ni manifestar sus opiniones. Se entregaba a los
cuidados de su querida amiga doña Jacinta Soñanes, alias la Obispa.

Respecto a Echeverría, muy farruco, dijo a Gabriela que avisara a los
navarros del 5.º Batallón y a su coronel, Aguirre, su inmediata llegada
al campo, pues pronto se pondría él a la cabeza de todos ellos, para
acabar de una vez con el traidor Maroto.

El canónigo Echeverría profesaba a Maroto odio frenético, uno de esos
odios de cura reconcentrados e implacables.

Aviraneta, al oír a Iturri, que le contó lo hablado en las visitas,
se dio cuenta clara de que el eclesiástico, impulsado por el odio,
provocaría la rebelión de los navarros. Al marchar a su hotel, don
Eugenio comenzó a tomar las disposiciones necesarias para dar el golpe
ya meditado desde febrero.

Era tal su confianza en el plan, que escribió al ministro Pita Pizarro
estas palabras:

«Ha llegado el momento crítico; la mina reventará y puede usted
asegurar a Su Majestad la Reina que, tal como están atados los cabos
del Simancas, el estampido va a ser tremendo; los carlistas se
degollarán unos a otros, y daremos fin a la rebelión».

En aquella época, y por orden venida de Madrid, Aviraneta se vio
obligado a dar cuenta de sus gestiones al cónsul Gamboa, refiriéndole
con detalles el estado de sus maniobras con relación al Simancas.
Aviraneta explicó sus proyectos y añadió los planes que, según su
criterio, podían realizarse, cómo Espartero debía cerrar la frontera
para coger a don Carlos y a dónde se debía internar después al
Pretendiente.

Gamboa escuchaba a Aviraneta siempre un poco asustado del maquiavelismo
del conspirador.

—He de enviar de nuevo un confidente al campo carlista —concluyó
diciendo don Eugenio—; pero como temo que la policía francesa sorprenda
al emisario y le quite los papeles, quisiera que usted indique al
subprefecto que no molesten a mi enviado.

—Muy bien; yo le prometo a usted que así lo haré.

A pesar de la promesa, Gamboa, por envidia o por celos, hizo todo lo
contrario de lo prometido y, pocos días después, Roquet fue preso en
San Juan de Luz por los gendarmes y registrado minuciosamente.

El cónsul no se salió con la suya. Aviraneta y Roquet habían pensado
realizar aquel primer viaje como mero ensayo. Al francés le encontraron
papeles sin importancia. Estos papeles los recogió la policía y se
los llevaron al comisario, el comisario los envió al subprefecto, el
subprefecto al cónsul y el cónsul se los presentó a Aviraneta, sin duda
para demostrarle su omnipotencia.

Gamboa dijo a don Eugenio cómo él mismo había indicado a la policía la
conveniencia de registrar a Roquet, sospechándole portador de cartas
del obispo de León al Cuartel Real. Este subterfugio hizo sonreír al
conspirador con sarcasmo, pues bien sabía Gamboa, por sus confidentes,
que Roquet trabajaba por entonces al servicio de Aviraneta.

Dos días después, Gamboa, con sonrisa que quería ser amistosa y
cordial, dijo a don Eugenio:

—Por ahora no conviene que figure su nombre en las comunicaciones
oficiales referentes al asunto del Simancas. Más adelante diré al
Gobierno quién es el autor y el director de la empresa.

Don Eugenio, con todo su orgullo puesto en sus proyectos, pensó que el
cónsul pretendía anularle; dio su conformidad aparentemente, decidiendo
en su fuero interno tomar otras disposiciones.

Siguió Aviraneta comunicando con Pita Pizarro por el consulado inglés,
lo cual sospechaba Gamboa y le sacaba de quicio.

Como no tenía más remedio que enterar al cónsul de sus tramas,
Aviraneta le advirtió que iba a enviar de nuevo a Roquet con un paquete
de documentos a España.

Gamboa dijo:

—Creo, la verdad, lo más acertado que usted mismo, Aviraneta, los lleve
hasta Irún.

Para dar a la comisión carácter oficial, estampó el sello del consulado
al paquete que contenía el Simancas y lo envolvió en un papel con las
señas del gobernador militar de Irún.

Aviraneta dio orden a Roquet de ir dos días después al caserío llamado
Chapartiena de Azquen Portu, entre Irún y Behovia, donde un señor
Orbegozo le entregaría los documentos del Simancas, a las nueve y
media de la mañana.

Al mismo tiempo escribió a Orbegozo para que le esperara un día antes
en Irún, en la fonda de Echeandía.




III

A ORILLAS DEL BIDASOA


El día indicado, Aviraneta salió de Bayona de madrugada. Llevaba por
todo equipaje un maletín de mano. En el coche se encontró con el
caballero de Montgaillard, a quien saludó ligeramente. Al llegar a San
Juan de Luz entró en la misma diligencia, y fue hasta Behovia, don
Prudencio Nenín. Sospechaba Aviraneta que Nenín le espiaba por orden de
Gamboa.

El comisario de policía francés de la frontera, sin duda sobre aviso,
al examinar los pasaportes de los viajeros de la diligencia, mandó que
don Eugenio fuera detenido.

—¿Por qué me prenden? —preguntó don Eugenio.

—No está usted preso; solo detenido.

—¿Y por qué?

—Usted no es Ibargoyen, como dice el pase del subprefecto, sino
Aviraneta —aseguró el comisario.

—Cierto —contestó don Eugenio—; el cónsul de España y el subprefecto de
Bayona han decidido extender mi pase así.

—Pues no puede usted salir de Francia.

—Llevo una misión del Gobierno, señor comisario.

—No importa; si quiere usted pasar, tiene usted que dejar aquí todos
sus documentos.

—No traigo documentos.

—Abra usted la maleta.

Don Eugenio, a regañadientes, abrió el maletín.

—Venga ese paquete —dijo el comisario.

Aviraneta se lo dio.

—Ahora puede usted pasar —añadió el comisario, dándole una palmadita en
el hombro a don Eugenio.

Aviraneta, con aire enfadado, cogió su maletín y avanzó por el puente,
y al llegar a la orilla española, se echó a reír. Había entregado al
comisario francés un paquete de periódicos viejos, cuidadosamente
atados y sellados, pero no los documentos del Simancas.

Al llegar a Behovia española, Aviraneta se detuvo un momento en la
taberna de su antiguo amigo Juan Larrumbide (Ganisch); charló un rato
con él, le pidió que le proporcionara un carricoche y en él marchó a
Irún, a la fonda de su camarada de la infancia Ramón Echeandía.

—Guárdame estos papeles —dijo a su antiguo amigo.

Echeandía los guardó en su caja de caudales.

Poco después aparecieron en la fonda de Echeandía don Domingo Orbegozo,
y más tarde, don Prudencio Nenín, acompañado del caballero de
Montgaillard.

Nenín y Montgaillard, en unión del comisario francés, habían examinado,
llenos de curiosidad, los papeles cogidos por el comisario a Aviraneta
y se encontraron chasqueados al ver el paquete formado únicamente por
periódicos viejos.

Nenín recibió, sin duda, órdenes terminantes, porque al ver que no se
incautaban de los papeles que deseaba, entró inmediatamente en España,
preguntó en Behovia, en dos o tres casas, por Aviraneta y marchó
decididamente a la fonda de Echeandía, donde almorzó, en compañía de
Montgaillard.

Aviraneta advirtió el espionaje de Nenín y del joven francés.

Después de hablar don Eugenio con Orbegozo y de darle instrucciones
para el día siguiente, Aviraneta celebró larga conferencia con el
gobernador de la plaza de Irún, don Valentín de Lezama.

Le contó lo que pensaba hacer con el Simancas; dijo cómo aquella
colección de documentos falsos iría a parar a manos del Pretendiente;
cómo se produciría la ruptura de don Carlos y Maroto, y le advirtió,
para su prevención, la conveniencia de comunicar al comandante general
de Guipúzcoa que en el plazo de una semana, lo más tarde, se sublevaría
la parte furibunda del partido carlista, en Navarra, contra Maroto y
los suyos, lo que produciría sucesos extraordinarios transcendentales
en la marcha de la guerra.

El gobernador de Irún escuchó con gran interés las palabras de
Aviraneta, y no dudó de su importancia, y hasta pensó que sus planes
podían ser decisivos para la solución de la guerra.

—Si algo necesita usted, dígamelo —le advirtió.

—Quisiera que me desembarazara usted de un espía que me ha puesto el
cónsul de España en Bayona, que me sigue los pasos y me estorba.

—¿Pero el cónsul no es amigo de usted?

—Sí, es amigo, y hasta debía de ser colaborador y protector; pero tiene
celos de mí y trata de deslucir todos mis proyectos.

—¡Qué absurdo!

—Completamente absurdo.

—¿Y quién es el espía?

—Es un tal Nenín, Prudencio Nenín. Le acompaña un joven francés,
carlista, de Bayona, que no sé si será su ayudante o solo un amigo.

—¿Qué quiere usted que haga con ellos? —preguntó Lezama—: ¿prenderlos?

—Por lo menos a Nenín quisiera obligarle a que durante el día de mañana
no saliera de su cuarto.

—¿Y al otro?

—Al otro, nada.

—¿Y dónde vive ese Nenín?

—Hoy ha comido en la fonda de Echeandía, lo mismo que yo; creo que allí
parará.

—Muy bien; mañana mandaré dos de la policía para que no le dejen salir
a la calle.

Aviraneta se despidió de Lezama, volvió a la fonda y se acostó.

Al día siguiente, Aviraneta se levantó a las ocho de la mañana, pidió
el paquete de documentos guardado por Echeandía, lo empaquetó en
un hule, llamó en el cuarto de don Domingo Orbegozo, que ya estaba
preparado y vestido y le ordenó que fuera sigilosamente al caserío
Chapartiena, de la orilla del Bidasoa, y lo entregara allí, a Roquet.
Dio las señas del francés y dijo cómo este se presentaría a las nueve y
media a recogerlo.

Salió Orbegozo, le vio Aviraneta marchar por la calle y no le siguió,
para no llamar la atención. Como el asunto era para Aviraneta de gran
importancia, pensó todas las probabilidades de éxito y de fracaso.
Se le ocurrió pensar lo extraño de que Nenín, que tanto interés
manifestaba el día anterior en espiarle, no apareciera por allí; volvió
otra vez a avistarse con el amo de la fonda.

—Oye —le dijo.

—¿Qué hay?

—Ese Nenín, de Bayona, que comió ayer aquí, ¿ha quedado a dormir en
casa?

—No.

Aviraneta se alarmó. El agente de Gamboa, como hombre activo, podía
intentar todavía algo. Se vistió rápidamente, se puso una boina, metió
dos pistolas en los bolsillos y marchó camino de Chapartiena. Al llegar
frente al caserío, le chocó ver a la puerta dos tipos franceses, como
de guardia. Eran indudablemente gendarmes, vestidos de paisano.

Muy inquieto, Aviraneta marchó a toda prisa a la taberna de Ganisch, le
llamó, contó lo ocurrido y manifestó su mucho miedo de que la policía
francesa pudiera registrar unos documentos de gran importancia traídos
por él.

—No tiene nada de raro —saltó Ganisch—. Hace poco más de una hora que
han pasado en barca el comisario francés y unos gendarmes.

—¡Qué cochina gente! ¿Qué tienen ellos que hacer en España?

—Así son; se quieren meter en todo.

—¿Tú puedes venir?

—Sí.

—¿No podrías traer más gente?

—Llevaré dos chapelgorris que están aquí de guardia cerca del puente.

—Pero ha de ser en seguida.

—En un momento.

Vinieron los dos chapelgorris, a quienes Aviraneta explicó en vascuence
de qué se trataba. Los cuatro hombres se acercaron a Chapartiena, casa
edificada entre el camino y el río.

—Por aquí —dijo Ganisch.

Saltaron la tapia, abrieron una puerta, recorrieron un pasillo y se
encontraron en un cuarto, en donde el comisario de policía francés
de la frontera, Nenín y Montgaillard, examinaban tranquilamente los
documentos del Simancas, disponiéndose a copiarlos. Las tres personas,
al ver a los chapelgorris con los sables desenvainados, a Ganisch
y Aviraneta que les apuntaban con las pistolas, se entregaron sin
protesta.

Aviraneta hizo registrar a los tres y se les quitaron armas y papeles.

—Nos han dado esta orden —dijo el comisario francés, excusándose.

—En España, usted no es nada —le contestó Aviraneta duramente—, y aquí
no le pueden dar orden alguna.

Luego don Eugenio se sentó a la mesa y examinó los papeles del Simancas.

—Aquí falta un documento. A ver usted, señor comisario; quítese usted
la chaqueta. Registraremos a todos hasta encontrar el documento.

El comisario se quitó la chaqueta. Había guardado el papel en el pecho.

—Bueno, señor comisario —le dijo Aviraneta—, usted está despachado;
puede usted marcharse con sus gendarmes.

El comisario y los dos gendarmes cruzaron la huerta de la casa,
desataron la barca y se fueron como perros azotados, la cola entre
piernas, a la otra orilla.

—Usted, señor Nenín, y el caballero de Montgaillard, vendrán con
nosotros a Irún, y allá nos explicarán sus atribuciones para registrar
estos documentos y quién les había dado orden para ello...

—Hombre, Aviraneta, yo... —comenzó a decir Nenín.

—Nada, nada. Iremos a Irún.

Montgaillard permaneció callando largo rato; luego dijo:

—Señor Aviraneta.

—¿Qué hay?

—En mis papeles hay cartas de una mujer que creo que no tienen interés
político ninguno. Desearía que me las devolviera.

—Se las devolveré en Irún.

De pronto, Aviraneta pensó en Orbegozo, a quien él había enviado desde
la fonda al caserío con los documentos.

—¿Y Orbegozo? —preguntó—. ¿Qué han hecho ustedes de él?

—Lo hemos encerrado en un cuarto —dijo Nenín.

Efectivamente, se lo encontraron metido en un cuartucho.

Eran las nueve y media, hora de la cita con Roquet.

—¿Le habrá pasado algo a ese hombre? —se preguntó Aviraneta.

Un minuto después estaba Roquet en un carricoche a la puerta del
caserío Chapartiena y tomaba el Simancas de manos de don Eugenio.

—¿Va usted seguro? —le preguntó Aviraneta.

—Sí; tengo escolta, que me espera poco después de Behovia; luego me
acompañará el coronel Lanz desde Vera a Tolosa.

—Pero desde aquí hasta Behovia no tiene usted acompañamiento.

—No; pero no creo que en este camino tan corto me vaya a ocurrir nada.

—Sin embargo, haré que le acompañen a usted estos dos chapelgorris
hasta pasar Behovia; de allí en adelante seguirá usted con la escolta
carlista.

Montaron Roquet y los dos chapelgorris en el cochecito y se alejaron.

Ganisch buscó un carrucho en una casa cercana y don Eugenio llevó sus
dos presos a Irún. El Gobernador Militar mandó meterlos en la cárcel.

Aviraneta vio los documentos de Nenín y de Montgaillard y pudo
comprobar que Gamboa era su enemigo y que trabajaba en su contra.
Luego examinó las cartas de Montgaillard, encontró algunas de Sonia
Volkonsky, las apartó y se las envió al joven francés bajo sobre.

Entre los papeles de Montgaillard el juez encontró documentos
importantes del príncipe de Lichnowsky y sus amigos, y a consecuencia
de esto, decidió enviar al francés preso al castillo de la Mota, de
San Sebastián.

Al día siguiente, Aviraneta convidó a comer a Ganisch y a los dos
chapelgorris, sus ayudantes en el asunto del caserío Chapartiena,
en una taberna de Irún de la calle de Larrechipi. Luego tomó la
diligencia, y, al pasar por Behovia, el comisario de policía francés le
saludó, inclinándose ceremoniosamente.

Al llegar a Bayona, don Eugenio fue al Consulado a contar cómo había
realizado su expedición, y se encontró a Nenín y a Gamboa. Ninguno de
los dos podía ocultar su malhumor y su despecho.

Gamboa, días antes, al saber que Lezama, por instigación de Aviraneta,
tenía a Nenín en la cárcel, envió un propio al Gobernador Militar de
Irún pidiéndole que le soltara, y así lo hizo.

Las diversas fases de la intriga transcendieron algo entre los
carlistas de Bayona, y se dijo que Aviraneta había preparado una
emboscada al joven caballero de Montgaillard hasta conseguir hundirlo
en una prisión.

Aviraneta, además de los anónimos que le enviaban habitualmente,
comenzó a recibir otros amenazadores de los amigos de Sonia Volkonsky.

Desde que el caballero de Montgaillard fue preso, a Sonia se la veía
poco en la calle; no iba a ninguna reunión y, por lo que se decía,
frecuentaba mucho la iglesia.




TERCERA PARTE

CALAMIDADES DE LA GUERRA




I

EL TÍO TOMÁS Y EL ESQUELETO


Tras del sueño pesado y profundo en el cuarto de la Venta Quemada,
Alvarito se levantó todavía molido del viaje y salió al camino.

Se hallaba la venta en medio del puerto de Velate, dominando un gran
panorama de montañas y de barrancos. Enormes hayedos, entonces sin
hojas, daban al paisaje noble gravedad. A un lado y a otro se abrían
profundas hondonadas. Todo se hallaba cubierto de nieve: montes,
árboles y piedras; únicamente dominaba lo blanco y lo negro.

Después de asomarse a contemplar el campo, Alvarito volvió a la venta y
vio a Manón, que estaba ya preparada.

—¿Has descansado de tanta fatiga? —le dijo.

—Sí. ¿Y tú?

—Yo, parte de la noche, he dormido muy mal; pero por la madrugada he
quedado como un tronco.

Por la tarde permanecieron en la venta, al lado del fuego. El viejo de
la casa contó cómo años antes anduvo con los realistas de Juanito de la
Rochapea. Álvaro le dijo que ellos iban al campo carlista.

—¿Adónde vais?

—A Echarri Aranaz.

—¿Sabéis el camino?

—Pensamos ir por Villava.

—Vais a tener que meteros entre los negros. Más cuenta os tendría ir a
Larrainzar; ahora que tiene el inconveniente de que no encontraríais el
camino.

—Entonces iremos por Villava.

—No, os acompañaré yo.

Salieron al día siguiente muy de mañana. La niebla espesa cubría las
hondonadas y barrancos, como un mar gris; sobre este mar, los picos de
los montes, con sus árboles, parecían islas.

Alvarito, Manón y Ollarra montaron a caballo; el viejo de la venta se
dispuso a caminar a pie, para mostrar, sin duda, su resistencia, a
pesar de sus años.

Marcharon un par de horas.

—¿Ha habido aquí alguna batalla en esta guerra? —preguntó Alvarito.

—Aquí se pegaron de firme hace pocos años el tío Tomás y el Esqueleto
—contestó el viejo.

—¿El tío Tomás? —exclamó Álvaro con asombro.

—Sí, el tío Tomás o el tío Tomasito; era el mote que daban los
carlistas a Zumalacárregui.

—¿Y el Esqueleto?

—El Esqueleto era don Francisco Espoz y Mina.

—¿Y usted tomó parte en la batalla?

—Yo ya era viejo para alistarme en la guerra.

—¿Y fue aquí?

—Sí, en estos barrancos que vamos cruzando.

—Pero en estos barrancos debe ser muy difícil que evolucionen las
tropas —replicó Alvarito.

—Muy difícil es, claro está.

—No se encontrarían los enemigos.

—Cierto; como que las dos columnas, la carlista y la de los negros,
tardaron mucho en darse la cara. El tiempo estaba como el de hoy; el
campo, lleno de nieve. Por fin, los enemigos se encontraron, no podía
menos, y comenzó la acción y se batió bien el cobre.

—¿Quién salió mejor librado?

—El tío Tomás tenía más cabeza; el Esqueleto era valiente, como pocos.
Lucharon como perros rabiosos el guipuzcoano y el navarro, en medio
de la nieve. Allí no se daba cuartel; al que caía lo atravesaban a
bayonetazos.

—¿Y usted vio a Mina y a Zumalacárregui? —preguntó Alvarito.

—Sí.

—¿Cómo eran?

—Mina era un viejo escuálido, con patillas grises y cara de muerto; por
eso le llamaban el Esqueleto. Iba con levita larga, capote y sombrero
de copa, forrado de hule, encima de un pañuelo de colores liado a la
cabeza. Montaba en una mula.

—¿Y Zumalacárregui? —preguntó Alvarito.

—Zumalacárregui —contestó el viejo— era hombre triste, flaco, de aire
enfermo y de mal color, también con patillas y vestido de negro.

—¡Cuánto mejor hubiera sido que esos dos viejos arrugados hubieran
estado en la cama que no matándose en estos vericuetos! —dijo Manón.

—Hay que defender las ideas —replicó Alvarito.

—¡Las ideas! ¡A cualquier tontería llaman los hombres ideas! —repuso
Manón.

—¿Y cuánto duró la batalla? —preguntó el muchacho al viejo.

—Casi todo el día. Se batían con rabia. Los negros tenían buenos jefes:
Narváez, Ros, y sobre todo Oráa, el Lobo Cano, un navarro de por aquí,
duro como la piedra.

—¿Y los carlistas?

—¿Los carlistas? Tenían también buena gente: uno de ellos era José
Miguel Sagastibelza, coronel del quinto batallón de Navarra, nacido en
Dona María. La noche anterior a la batalla durmió en nuestra venta.

—¿Y qué tipo era?

—Así, pequeño de talla, esbelto y muy fuerte. Hablaba el vascuence
bajo, con suavidad y con amabilidad; pero cuando gritaba en castellano
para dar órdenes sacaba una voz como de metal. Era hombre guapo, de
cara viva y muy morena, por el sol y el aire. Llevaba levitón azul,
boina blanca y una cruz en el pecho.

—¿Vive aún?

—No; lo mató un inglés, un casaca gorri (casaca roja) de los de Lacy
Evans, delante de San Sebastián.

—¿Y quién había más de los carlistas?

—Estaba también Guibelalde.

—¿Otro navarro?

—No; don Bartolomé de Guibelalde era guipuzcoano, de Lizarza, y había
comenzado a pelear en la guerra de la Independencia con Mina. Tenía
facha de buen hombre, tipo de militar, usaba bigote y perilla y hablaba
muy bien el vasco.

Esto, sin duda, para el dueño de la venta debía tener mucha importancia.

—¿Y cómo acabó la batalla?

—El tío Tomás iba comiéndose a los negros, pero dejaba para lo último
lo principal.

—¿Y qué era lo principal?

—¿Lo principal? Que tenía la columna de Elío preparada para cortar la
retirada a las tropas de Mina. Si llega a conseguirlo, no queda un
negro para contarlo.

—¿Y usted se hubiera alegrado? —preguntó Manón.

—Ahora... ya... no sé —dijo el viejo, encogiéndose de hombros.

—¿Y no pudo cortar la retirada a Mina? —preguntó Alvarito.

—No, porque el Esqueleto era un viejo lleno de marrullerías, y al
saber que Elío se le acercaba a retaguardia, le escribió un despacho
falsificado, como si fuera de Zumalacárregui, mandándole que
inmediatamente dejara el camino de Pamplona al Baztán y se acercara
a Larrainzar. Elío obedeció, dejando libre el paso del Baztán, y el
Esqueleto se corrió por allí, llevándose sus heridos, que eran más de
doscientos.

—Si no llega a pasar eso hay una catástrofe.

—Hubieran muerto todos los liberales. Mina perdió su tienda de campaña
y dos burras de leche que le seguían. Tenía, según decían, una tos
fuerte, y los médicos le habían recomendado ese remedio.

—¿Y no quedaron heridos en el monte?

—Muchos.

—¿Y los recogieron?

—¿Quién iba a recogerlos? La mayoría murieron.

—¡Qué barbaridad!

—Al terminar la tarde, por toda la extensión de campo que se extendía
ante los ojos se vio un gran número de hombres muertos y de caballos y
regueros negros como caminos en todas direcciones, hechos por el paso
de los soldados. De noche se oyeron lamentos y gritos en medio del
campo. ¿Pero quién se aventuraba entre los barrancos, llenos de nieve?
Al día siguiente volvió a nevar y no se vio ni se oyó nada.

—¡Qué asco de guerra! —murmuró Manón—. ¡Parece mentira que los hombres
sean tan brutos!

Indudablemente pensó Alvarito era cosa brutal de animal carnicero morir
y matar así sin piedad en medio de la naturaleza inclemente; pero
también tenía su belleza el acabar con entusiasmo por una idea más o
menos abstracta. Al menos, en el campo de batalla, el ambiente era
limpio; no había la peste de la ciudad, formada por todas las vilezas
del vivir amontonado de las gentes sedentarias.

Había salido el sol. Su claridad iluminaba las cimas de los montes y
el fondo de los barrancos, llenos de nieve. En aquellas laderas de
blancura inmaculada, la luz se descomponía en colores de arco iris.
Las sombras de las nubes parecían como encajes negros dibujados en lo
blanco. Las sombras azuladas de las personas y de los caballos se
extendían largas con el sol bajo del crepúsculo. Los árboles y las
chozas parecían negros.

Alvarito podía darse cuenta clara del terreno donde se había
desarrollado la batalla entre Larrainzar, Ilarregui y las Ventas de
Ulzama.

El viejo les mostró la piedra donde antes de comenzar la acción se
celebró la misa y el sitio en donde el tío Tomás estuvo arrodillado
oyéndola.

Al llegar a Ilarregui, el viejo de Venta Quemada se despidió, para
volverse a su casa.

Álvaro y Manón decidieron descansar un momento. Desde aquellos altos
se veía la llanura de Pamplona, verde, a la que bajaban caminos y
senderos. Como marco a los campos de sembradura, ya brotados, aparecían
los montes blancos, cubiertos de nieve. Alvarito comenzaba a tener la
cabeza pesada y los ojos hinchados.

—¿Te has acatarrado? —le dijo Manón.

—Sí; creo que sí.

—Es la nieve —advirtió Ollarra—; no haciendo caso de esos catarros, se
pasan en seguida.

Manón recomendó a Álvaro que montara a caballo, envuelto en dos mantas.

Siguieron el camino, pasaron por una aldea y se encontraron con un
pelotón de lanceros cristinos, que abrevaban sus caballos. En las
ventanas de algunas casas se asomaban los soldados con gorras de
cuartel. Un cabo les salió al encuentro y les preguntó adónde iban.

—A Irurzun —respondieron, y les dejaron pasar.

Ya comenzaban a tomar el aire de la gente del país, envueltos en sus
mantas, jinetes en sus caballejos.

Llegaron por la tarde a Irurzun. Preguntaron, al entrar en el pueblo,
por la posada a un herrador y él mismo les acompañó. El herrador,
hombre enorme, redondo, sonriente, con sonrisa cómicamente maliciosa,
en medio del ir y venir de carlistas y de liberales, y en la lucha de
los unos con los otros, vivía tranquilo, sin preocuparse de lo que
pasaba fuera de su casa, dándole al martillo y encogiéndose de hombros
ante los acontecimientos.

En la posada no había más que una cama libre y Manón decidió que se
acostara en ella Alvarito. Este no quiso y protestó; pero a lo último
se acomodó a ello.

El muchacho pasó la noche febril estornudando y tosiendo. A cada
instante tenía un sueño, que a penas le duraba un minuto, y en este
tiempo imaginaba una serie de cosas confusas entre montes cubiertos de
nieve y trozos de hielo.

Cuando despertaba comenzaba a pensar en la batalla contada por el viejo
de la Venta Quemada. No podía apartar de su imaginación a los heridos
y moribundos, gritando de noche, en medio de la nieve, y recordó
varias veces la frase de Chipiteguy de que la guerra era una suciedad
abominable. Y todo aquello, ¿para qué?

De las marchas y contramarchas, de las emboscadas y asechanzas, de
los muertos en los rincones, de los gritos de los fusilados, de los
incendios, de los planes de los generales, no había quedado nada.
¡Nada! Cosa terrible.

Sí; la guerra era una porquería abominable y una de las más grandes
locuras de la humanidad, la más digna de figurar en La Nave de los
Locos... pero aun así, a él le producía una gran curiosidad y una gran
admiración.




II

EL VALLE DE ARAQUIL


Al tomar al día siguiente la carretera de Irurzun a Echarri Aranaz, el
aire de país devastado se fue acentuando. La impresión de los pueblos
era triste: no brotaba humo por las chimeneas de las casas, no se
asomaba gente a las ventanas y portales, nadie trabajaba en las huertas.

Para Alvarito, que iba marchando febril, montado en su caballejo, con
la cabeza pesada y dolorida, el campo y los pueblos tomaban las más
extrañas perspectivas.

Muchas casas de aquellas aldeas se veían quemadas, los techos hundidos,
las paredes sucias y negras, algunas ventanas cerradas, otras tapiadas
con maderas, con ladrillos o hierba. Al asomarse al interior se
advertían las cocinas ahumadas, sin blanquear; si quedaba en ellas
alguna mesa o banco, salvados del incendio, aparecía negro de grasa o
de vetustez.

En los campos no se araba con bueyes, y los aldeanos labraban la
tierra con el azadón o la laya, mirando siempre hacia el camino, con
recelo, por si aparecía alguna columna, que carlista o cristina era
siempre enemiga. Los árboles se hallaban destrozados y desmochados; a
cada paso se abrían zanjas y se cruzaban parapetos.

En todas partes era el mismo espectáculo: las calles sucias, las
iglesias cerradas, los cementerios abandonados, llenos de zarzas y de
cardos; en ninguna parte gente, todo silencioso, sombrío. Solo se oían
de cuando en cuando las campanadas del reloj de la torre y los sonidos
de los tambores y de las cornetas.

A mitad del camino de Echarri Aranaz se detuvieron Alvarito y Manón en
una aldea, pueblecillo por donde había pasado toda la barbarie y toda
la estupidez de la guerra. No era solo la necesidad estratégica de
ataque o de defensa la que produjo el montón desordenado y confuso de
tejados abiertos, paredes agujereadas, ventanas desvencijadas y caídas,
con los cristales rotos; era más bien aquello la consecuencia de la
brutalidad, del rencor y de los malos instintos de la fiera humana.

Entre el agrupamiento de construcciones derruidas encontraron una
casa convertida en venta, en donde entraron a comer. La casa, grande,
con señales de incendio, tenía paredes de ladrillo negras, muy altas,
sostenidas por extraño equilibrio.

Por dentro, la venta era un gran hueco; desde la cuadra se veía el
tejado. En un ángulo de aquel anchurón ruinoso, vacío como la nave de
una iglesia, había una cocina grande, negra por el humo; la chimenea
ocupaba casi la mitad de la cocina con su gran hogar; en medio colgaba
un caldero por una cadena y alrededor hervían varios pucheros de barro.

Entraron Alvarito, Manón y Ollarra y se instalaron junto al fuego. El
posadero se lamentó de que se marchara una media compañía de soldados
de la aldea. Ya muchos de aquellos pueblos se hallaban en situación tan
miserable que veían al soldado, no como a gente rapaz y dañina, sino
como alguien a quien podían explotar.

La posadera preparó la comida a nuestros viajeros. Álvaro, con su
catarro, tenía poco apetito.

Mientras comían entró un sargento, que les preguntó si tenían papeles.
Se los mostraron.

—¿Adónde vais? —les preguntó luego.

—A Echarri Aranaz.

El sargento Zamarra, así se llamaba el recién llegado, era hombre
todavía joven, con los ojos brillantes, la tez muy morena y los dientes
de gran blancura. Zamarra hablaba con acento aragonés, aunque dijo
había nacido en un pueblo navarro próximo a Tudela.

Alvarito le convidó a tomar con ellos un bocado; el sargento aceptó y
se sentó a la mesa. El sargento formaba en el 5.º Batallón de Navarra,
que se encontraba entonces entre Irurzun y Echarri Aranaz.

En su cabeza, un poco confusa, Alvarito encontró lejano parecido a
Zamarra con el tipo del Patibulario del grupo de los Asesinos, de las
figuras de cera de Chipiteguy.

Alvarito y Zamarra hablaron largo rato de la campaña. Zamarra no hizo
más que contar barbaridades de los liberales y de los carlistas.

—Ya no se _afusila_ —decía Zamarra, al parecer, con cierto
sentimiento—. Al principio a todos los prisioneros los _afusilábamos_.

No solo se _afusilaba_, como decía el sargento, al principio, sino que
se robaba, se violaba y se incendiaba. Esto era la guerra, la porquería
abominable que decía Chipiteguy.

—¿Y los otros, los liberales —preguntó Alvarito—, fusilaban lo mismo
que ustedes?

—Igual; quizá algo menos. Tenían más disciplina. Era el ejército
regular. A nosotros no nos mandaba nadie. Hacíamos lo que queríamos.

En esto, sin motivo aparente, Ollarra se incomodó y dijo que le iba a
dar dos bofetadas al sargento carlista, que le estaba molestando con
su petulancia y su majadería. Afortunadamente, como no sabía bien el
castellano, Ollarra se embrolló en sus explicaciones, y Manón intervino
con tal habilidad, que el sargento no se enteró de las intenciones
agresivas del joven salvaje.

Manón le dijo a Ollarra que el dueño de la venta le quería convidar a
una copa y el muchacho se fue al mostrador.

Álvaro siguió hablando con el sargento. Le preguntó si en el 5.º de
Navarra conocía al subteniente Bertache, y el sargento Zamarra le dijo
que sí.

—Ese es de los más atravesados que hay en el 5.º Batallón.

—Sí, ¿eh?

—Mucho; tiene muy mala sangre.

—¿Dónde estará ahora?

—¿Bertache? Me figuro que estará en Echarri Aranaz. ¿Lo queréis ver?

—Sí; sobre todo, quisiéramos hablar con su hermano.

—A su hermano no le conozco. Si veis a Bertache, decidle que vais de
parte del sargento Zamarra.

—Muy bien; ya se lo diremos.

Se marchó el sargento, y Manón, Alvarito y Ollarra tomaron por el
camino de Echarri Aranaz, a donde llegaron al caer de la tarde.

Buscaron alojamiento, lo que les costó mucho tiempo, y al fin
instalados, Álvaro y Manón marcharon en busca del subteniente Bertache
y lo encontraron en la taberna de una cantinera, en el portal de una
casa vieja, punto de reunión de la soldadesca carlista.

La taberna estaba atestada de soldados, la mayoría sucios, andrajosos y
malolientes, con uniformes zurcidos, remendados con torpeza y con hilos
de distintos colores y con las botas rotas, que dejaban salir los dedos
de los pies. Algunos usaban alpargatas o abarcas. Muchos se componían
la chaqueta o las medias con aguja e hilo, otros fumaban o jugaban
a las cartas. Había dos muchachas entre los soldados, una de ellas
claramente sifilítica, con granos en la cara y la nariz medio carcomida.

En un grupo se hablaba de la marcha de la guerra; se quejaban todos de
que no se cobraban las pagas y se abominaba de los generales y de los
hojalateros.

Bertache recibió muy ásperamente a Alvarito y a Manón, manifestando
por su actitud su poca gana de charla; pero se humanizó cuando le
convidaron a tomar café y una copa de aguardiente. Al olor del alcohol
se desarrugó el ceño del oficial y mandó a la moza de la taberna que
pusiera en la mesa una botella de caña.

Cuando le explicaron detalladamente a lo que iban y lo que buscaban,
Bertache dijo que no sabía dónde estaba su hermano. Alvarito y Manón
insistieron y Álvaro indicó que don Eugenio de Aviraneta le había
recomendado a él.

Álvaro contó su viaje a Almandoz, su entrevista con la madre y la
hermana de Bertache y cómo no pudo verse con Martín ni enterarse del
paradero de Chipiteguy.

Ellos deseaban hablar con Martín y resolver la cuestión del rescate.

—¿Y vosotros lleváis ahí el dinero para el rescate? —preguntó Bertache
con un resplandor en la mirada.

—Aquí, no —respondió Manón—; pero está depositado en Bayona.

—¿Cuánto es?

—Treinta mil francos.

—¡Demonio! Es buena cantidad. ¿Y la darían en seguida?

—Al momento.

—Es lástima; el caso es que yo no sé dónde está Martín.

Después Bertache se puso a hablar de los asuntos carlistas, que, según
él, iban de mal en peor.

Bertache se manifestó irritado contra todo el mundo. El subteniente
temía haber trabajado para otros; no sabía para quién, y esto le ponía
frenético y fuera de tino. La idea de ser instrumento en manos ajenas
le indignaba.

—Están jugando con nosotros —gritó varias veces con furor.

Por encima de su avidez de dinero, una sorda irritación contra la
humanidad, un fondo de exasperación y de rabia le hacía desear a
Bertache las mayores catástrofes. No sabía si odiaba más a los
carlistas que a los liberales, a los españoles que a los franceses, a
los vascos que a los castellanos. Se consideraba con motivo para desear
el mal a todo el mundo. Hubiera querido ser una plaga, un azote, una
calamidad pública.

Volviendo a la cuestión de Chipiteguy, Bertache suponía que su hermano
y Malhombre habrían tomado muchas precauciones para que el viejo no se
les escapara.

—Me parece que Martín debe estar en Estella —concluyó diciendo Bertache.

—¿Y cree usted que andará por allí también Chipiteguy?

—Me figuro que no. Supongo que al viejo, Martín lo habrá llevado hacia
Elizondo o hacia Urdax y lo habrá metido en algún rincón seguro.

Se despidieron Alvarito y Manón de Bertache y al volver a la posada
decidieron ir a Estella. Allí decían que se encontraba el Batallón
del Requeté, en el que era oficial René Lacour, el pariente de Max
Castegnaux.

Alvarito, que seguía febril, se acostó temprano. Durmió mal. Soñó
que se hallaba en la cocina negra de una casa ruinosa. Se veían en
ella, con toda clase de detalles, distintos utensilios de cobre, de
hojadelata y de loza. La cocina se hallaba iluminada por una ventana y
desde esta se veía batirse a soldados rígidos, como si fueran de plomo,
que caían en largas filas y se desplomaban como muñecos.

Dentro de la cocina, unos aldeanos desharrapados e insinuantes
indicaban a Alvarito que saliera al campo. Pero, ¿cómo salir?
Custodiaba la puerta una guardia enemiga. Era indispensable presentar
documentos para pasar y él no los tenía.

—Tome usted —decían los aldeanos—. Esto le servirá de documento. Y
le daban un papel cualquiera, un pedazo de periódico viejo, lo que a
Álvaro le indignaba profundamente.

De pronto, por la ventana comenzaba a penetrar una columna de humo
denso e irritante que le hacía toser. Sentía necesidad de salir a
respirar. Se presentaba a la guardia enemiga y pasaba por un arco como
el de una puerta de las murallas de Pamplona.

Los centinelas le detenían y perezosamente le decían con voz suave y
baja:

—No se puede avanzar. Hay esa orden.

Entonces él daba media vuelta, cruzaba un campo con árboles, agitados
locamente por el viento sobre un fondo de montañas nevadas, veía una
calle estrecha de ciudad y avanzaba por ella jadeante, hasta meterse
en un portal. Luego comenzaba a subir unas escaleras que no terminaban
nunca; hala, hala, y llegaba a la taberna de la cantinera, donde
Bertache le miraba con aire amenazador.

Después Bertache, ayudado por el sargento Zamarra, con un hacha iba
cortando la cabeza a unos cuantos muñecos...




III

PAPÁ LACOUR


Al día siguiente, Alvarito, tirando mal que bien de su cuerpo, Manón
y Ollarra salieron de Echarri Aranaz por el túnel de Lizárraga y
comenzaron a acercarse a los pueblos del valle de Yerri. Cruzaron
varias veces una antigua calzada romana, sin comprender qué podrían ser
aquellos trozos de caminos abandonados.

En todas las aldeas del paso, y a medida que avanzaban hacia Estella,
la miseria producida por la guerra iba acentuándose. Había lugares
quemados y saqueados repetidas veces por carlistas y liberales.

Era un peligro entrar dentro de las casas, estaban plagadas de
chinches, pulgas y piojos; la tiña y la sarna, cuando no la viruela y
el tifus, abundaban por allí que era una bendición de Dios.

Siguieron por el camino que serpenteaba por las estribaciones de la
sierra de Andía y cruzaron varias posiciones ocupadas por fuerzas
carlistas, entre las cuales figuraban cuerpos extranjeros, de
alemanes, ingleses, franceses, austriacos y polacos.

En las proximidades de Lezáun se encontraron con tropas del Requeté.
Preguntaron a unos soldados harapientos por el oficial francés René
Lacour.

—Sí, hombre, sí —contestó uno—. ¡Lacour!, ¿quién no le conoce? Aquí le
llaman papá Lacour. ¿Es vuestro padre?

—No.

—¡Como dicen que tiene tantos hijos naturales!

—¿Y tu madre, cuántos hijos naturales tiene? —preguntó Ollarra al
soldado.

La pregunta hubiera producido una riña a no ser porque muchos la
tomaron a broma.

—Si buscáis a papá Lacour —dijo un cabo—, preguntad cerca de Abárzuza y
allá os darán razón.

Efectivamente, antes de llegar a Abárzuza se encontraron con un grupo
de carlistas, entre los que andaba un fraile gordo y pesado, con
los ojos brillantes, que pretendía sacar dinero a aquellos soldados
harapientos.

Preguntaron a un oficial por Lacour.

—Ahora voy a verle. ¿Qué hay que decirle? —indicó.

—Dígale usted —contestó Álvaro— que aquí hay un pariente suyo francés.

—Muy bien; se lo diré.

Media hora más tarde apareció un militar grueso, rojo, canoso, de
cabeza gorda, con bigote y perilla y uniforme remendado de capitán. Era
papá Lacour. Lacour preguntó con voz ronca:

—¿Quién me llama? ¿Quién es ese pariente mío que pregunta por mí?

Alvarito saludó al militar y le explicó cómo Chipiteguy había
desaparecido, cómo se creía que un hermano del teniente Bertache
le tenía secuestrado y cómo él, con el nieto de Chipiteguy, iba
buscándole, para ver de rescatar al viejo.

—¿Pero dice usted nieto? —exclamó Lacour—. Chipiteguy no tiene nieto;
tiene una nieta, por cierto una chica muy mona y muy simpática.

Alvarito se acercó a papá Lacour, y como le pareció un buen hombre,
hablándole en francés, dijo:

—Este muchachito que viene conmigo es la nieta de Chipiteguy.

—¿De verdad? ¿Manón?

—La misma. Viene disfrazada de chico. Creo que no conviene que esta
gente lo sepa.

—No, no lo sabrá. Vayan ustedes a Abárzuza y pregunten por el
alojamiento del capitán Lacour. Yo ahora no les puedo acompañar, porque
tengo que hacer.

Siguieron las indicaciones del militar. Se acercaron al pueblo y
llegaron a una casa muy limpia y muy arreglada. Una mujer salió a
preguntarles qué deseaban, y al saber que buscaban a Lacour, les hizo
pasar y sentarse.

Ollarra dejó en la cuadra las caballerías. Hubo un ligero conflicto,
porque Chorua, que seguía a Ollarra, se vio amenazado por un perro de
lanas muy feo, que le ladró hasta ahuyentarlo.

—Basta, Flin Flan, basta —dijo la mujer—. Sin duda el perro de la casa
se llamaba así y estaba indignado al ver la intromisión de un extraño.

Poco después vino papá Lacour, que abrazó a Manón con entusiasmo.

—Eh, Dominica —gritó luego el militar, dirigiéndose a la mujer que
había recibido a Manón y a Alvarito—, ven.

La mujer que vivía con papá Lacour era una paleta castellana que el
francés había conocido en un pueblo de Guadalajara cuando la Expedición
Real a Madrid. Era una matrona gruesa, de cara ancha y juanetuda, ojos
azules y voz un poco chillona, de tónica muy alta.

—Esta es mi mujer, y esta es mi sobrina; abrazaos.

Las dos se abrazaron.

—Ahora, Dominica, en la calle no hay que decir a nadie que este
muchacho es una muchacha.

—No diré nada, Lacour; no tengas cuidado —contestó ella.

—No dirá nada —advirtió papá Lacour en confianza a Alvarito—; es una
mujer que vale lo que pesa y pesa bastante.

Papá Lacour estaba entusiasmado con su Dominica, y, efectivamente, a
pesar de que la primera impresión era de mujer ordinaria y basta, se
veía en ella, además de muy buen fondo, gran delicadeza de sentimientos.

—Bueno; ahora, querida sobrina, cuenta con detalles lo que ha pasado en
tu casa.

Manón contó lo ocurrido con su abuelo.

Papá Lacour escuchó con atención, llamando de cuando en cuando a la
muchacha mi pequeño amor, mi encanto y otras frases galantes por el
estilo.

—Así son las chicas de mi país —dijo con entusiasmo Lacour—. Capaces de
todo: de meterse en la guerra disfrazadas de hombres, de enamorarse y
de mandarle a cualquiera a paseo.

Papá Lacour era todo un tipo; su cara parecía incendiada por el sol y
el aire, los bigotes erizados como los de un gato, la perilla larga,
rubia y entrecana. En su mano velluda aparecía un tatuaje complicado.

Lacour, gran charlatán, gran espadachín y gran borracho, había peleado
con Zumalacárregui y con Iturralde al principio de la guerra, y fue él
quien preparó la mina que hizo saltar las defensas de Echarri Aranaz,
construidas por los liberales. Esta empresa le dio en el campo carlista
fama de buen ingeniero. Se dijo después que trató de pasarse a los
argelinos liberales del coronel Bernelle, por lo cual no ascendía en
las filas de don Carlos.

Papá Lacour hablaba el castellano como un francés con giros vascos.

—Preguntaremos en Estella por el hermano del subteniente Bertache —dijo
Lacour a Manón—, y si está en el pueblo nos entenderemos con él.

Después de hablar largo rato, la mujer de papá Lacour preparó la cena y
cenaron todos.

Luego, la Dominica llevó a Manón al mejor cuarto de la casa.

—Si no le importa a usted —dijo la muchacha—, yo preferiría que
durmiera en este cuarto el joven que me acompaña, que está enfermo. Yo
dormiré en cualquier otro lado.

—¿Es el novio de usted? —preguntó la Dominica.

—No; solo es pretendiente.

—¿No le importará a usted dormir en el suelo?

—A mí, nada.

—Pues sacaré el colchón de mi cama al suelo y dormiremos en el mismo
cuarto; hoy Lacour está de guardia.

—Muy bien.

Se arreglaron todos para pasar la noche en buena armonía, y hasta Flin
Flan y Chorua llegaron a hacer amistades.

A la mañana siguiente se levantó Manón y ayudó en sus quehaceres de la
casa a la Dominica. Alvarito estaba un poco mejor de su catarro.

A media mañana se presentó papá Lacour de vuelta de la guardia. Vestía
chaqueta gris, pantalón del mismo color, alpargatas, gorra de cuartel
vieja, el sable y una bota.

Papá Lacour tenía dos asistentes: el uno francés, a quien llamaban
Chandarma, y el otro navarro, Anthica. El oficial y sus ordenanzas eran
amigos y se presentaban los tres al frente del enemigo llevando cada
uno una bota grande llena de morapio de Navarra o de la Rioja, a la que
llamaban el biberón.

Anthica y Chandarma iban todos los días a casa de Lacour a recibir
órdenes de la Dominica. Los tres discutían cuestiones de cocina y
pensaban la manera de surtir, fuese por la compra o por el robo, la
casa del capitán francés.

Alvarito dijo a la mujer de papá Lacour que ellos tenían que participar
en el gasto de la casa. La Dominica rechazó la idea, se negó repetidas
veces; pero a lo último se arreglaron.

A los pocos días de vivir en Abárzuza, papá Lacour dijo a Alvarito:

—Adviertan ustedes a ese muchacho que han traído de criado que no haga
tonterías; le van a tomar por un espía o por un merodeador y le van a
fusilar.

Lacour se refería a Ollarra.

—¿Qué ha hecho Ollarra?

—Pues, nada; que como no encontraba pienso para las mulas, no se le ha
ocurrido otra cosa que ir a un cobertizo que está de aquí más de dos
leguas y ha cargado con un saco de cebada y dos fardos de paja y se los
ha traído.

—¿Y no le han visto?

—Sí; le han visto y le han hecho fuego, primero los carlistas y luego
los liberales.

—Sí, es un bárbaro.

—Pues adviértanle ustedes lo que le va a pasar.

—Es inútil. No hace caso. Cree que la guerra es una broma.

—¡Qué tipo! Ese sí que haría un buen guerrillero.

Ollarra, siempre independiente y salvaje, con su humor extraño y
vagabundo, andaba de un lado a otro cazando y merodeando, y volvía de
noche a casa a dormir, como un perro.

Ollarra se iba manifestando borracho y jugador, atrevido y pendenciero.
Todo le parecía lícito; si no robaba a Alvarito y a Manón, era porque
le gustaba ir con ellos y les profesaba afecto. Además, la confianza
que tenían en él, y el dejarle el cuidado de los caballos, le halagaba
mucho.

Manón se asustaba de los aspectos peligrosos que iba tomando el
carácter de Ollarra.

Encontraba en Ollarra su tipo, o, por lo menos, uno de sus tipos. Aquel
joven salvaje, guapo, fuerte, valiente, decidido, sin miedo a nada y
a nadie, a quien cualquier empresa le parecía posible, le atraía. Le
veía además desdeñoso para todo cuanto fuese sentimentalismo.

Ollarra sentía gran odio por lo establecido. Lo establecido le parecía
que se hallaba vigente en contra de él.

Bueno para los animales y para los chicos, a los hombres, y
principalmente a los viejos, les profesaba un odio profundo; para él,
los viejos usurpaban un lugar en la tierra que no les pertenecía.

Ollarra no sabía nada de nada; pero tenía una idea de severidad y de
rigidez curiosa. Todo lo que fuera algo así como inquietud, blandura,
sentimentalismo o miedo, era despreciable. De ahí, sin duda, el nombre
que había puesto a su perro Chorua (el loco), como reproche a su
nerviosidad y a su afecto.

Ollarra tenía un aire paradójico y de doblez, como todo el que es
puramente instintivo, no de la doblez maquiavélica pensada, sino de la
doblez espontánea. Tan pronto parecía querer como odiar. Nunca se había
tomado el trabajo de contrastar sus sentimientos ni de armonizarlos o
de ver si alguno dominaba sobre los demás. Se entregaba a la pasión que
sentía en el momento, sin pensar en un posible cambio de opinión.

Tipo voluntarioso y arrebatado, quería hacer siempre lo que le daba la
gana. Cuando se encontraba con algún obstáculo, enrojecía de cólera, y
si lo llegaba a vencer, le brillaban los ojos con aire de orgullo.

Ollarra no tenía ningún sentido social. Quitar el dinero al que lo
posee. ¿Por qué no? Llevarse la hija de este o del otro. ¿Si se puede?,
decía él. En último término, robar al vecino o destriparle le parecía
también lícito. Vivía fuera de toda idea social y de consideración al
prójimo, como un perfecto salvaje.

A Manón, en el fondo, le maravillaba. Era una naturaleza indisciplinada
y rebelde como la suya, más pura en su salvajismo, menos contaminada
por la civilización.

Ciertamente, por días iba tomando cariño a Alvarito, caballeresco
y generoso, pero le quería como a un hermano pequeño; en cambio, a
Ollarra le admiraba.




IV

LOS EXTRANJEROS


La sociedad de papá Lacour y su mujer era bastante mixta y turbulenta.
Solían ir a su casa con frecuencia varios oficiales extranjeros a
hablar, a beber una copa y a jugar a las cartas.

En Abárzuza y en las proximidades de Estella había por entonces, al
mismo tiempo que compañías del Requeté, gentes extranjeras: austriacos,
franceses, alemanes y polacos.

Más que legiones extranjeras, como los liberales, los carlistas tenían
cuerpos de soldados de diversos países en sus batallones; de ahí que se
reuniera en el Norte una extraña mescolanza de tipos de todas partes.

La mayoría de los soldados de otros países, principalmente los
oficiales y sargentos, iban acompañados de mujeres, que les seguían. La
suerte de estas no era siempre muy buena: algunas se vieron obligadas
a pasar, del campamento liberal, al carlista, y viceversa; otras,
consideradas como botín de guerra, fueron adjudicadas al mejor postor.

Entre los amigos del capitán Lacour había uno, un teniente inglés,
procedente del cuerpo liberal de Lacy-Evans, hombre amable, hecho
prisionero en la batalla de Oriamendi; otro era un polaco muy
mentiroso, y el tercero, un sargento francés, a quien llamaban Gamelle,
especialista en cazar gatos, guisarlos y comerlos.

Los soldados extranjeros no valían más que los españoles, ni por su
cultura, ni por su energía, ni por su moralidad. Realmente, el hombre,
acostumbrado a mandar y a obedecer, como soldado, tiene ya para toda su
vida una tara mental. Será siempre un hombre inferior y sin recursos.
Ningún filósofo ha salido del cuartel, casi tampoco ningún aventurero.

Del cuartel no pueden salir más que burócratas, estúpidos, de cerebro
rapado. El soldado, cuanto más se acerca al militar burocrático, es más
mezquino, menos inteligente, más ordenancista y más fantoche.

Cuando el soldado es guerrillero, o franco tirador u hombre de partida,
entonces puede llegar a héroe y a hombre completo. El soldado moderno
no pasa de militar y burócrata; de aquí su inferioridad y su carácter
mediocre.

Los _argelinos_, que con la legión inglesa formaban los tercios
extranjeros liberales, en la guerra carlista, eran grandes soldados,
pero muy bárbaros y muy ladrones. Se les fusilaba por cualquier cosa.
Les mandaba un francés, el coronel Bernelle, que marchaba a caballo en
primera fila, con el sable desenvainado, cargando contra los carlistas,
y que a veces le acompañaba su mujer, también a caballo, y con un
látigo en la mano.

Los extranjeros de las filas carlistas, en su mayoría, no pasaban de
ser gentuza de mala índole. Los franceses y los ingleses eran borrachos
y pendencieros; los italianos, ladrones y traidores; los alemanes,
bárbaros y crueles. Casi todos ellos, y principalmente los alemanes,
desertaban con facilidad; la cuestión religiosa y dinástica que se
debatía en España no la sentían.

Mostraban los alemanes, con frecuencia, un furor bestial; destructores
sistemáticos, si entraban en una casa, en pocas horas la dejaban hecha
polvo.

Tenía la suya los caracteres de una brutalidad cósmica, sin objetivo,
de algo como una plaga o una peste, muy diferente a la crueldad bien
definida y concreta del latino. No era fácil saber cuál de las dos
formas de crueldad podía considerarse más repugnante y más odiosa.

Los alemanes se burlaban de la religión de los españoles; cantaban
con frecuencia, en su lengua, canciones anticatólicas y sucias, que
aseguraban ser sus himnos nacionales.

La gente de los pueblos odiaba a los oficiales extranjeros, y más que
nada, a los polacos, orgullosos, fanfarrones, llenos de petulancia, y
muy crueles cuando venía el caso.

La crueldad y la maldad de los polacos era proverbial. Así habían sido
también en la guerra de la Independencia, cuando vinieron con Napoleón,
y entonces, el nombre de polaco, producía horror en las aldeas
españolas.

Alvarito y Manón conocieron a los oficiales amigos de papá Lacour.
En el alojamiento del francés aparecían muchos tipos de soldados
extranjeros, con uniforme raro, cubiertos de tricornios, quepis y
chacós; de cara y nariz colorada, con la pipa en la boca. Algunos
estaban medio inválidos; otros, enfermos de calenturas, de enteritis,
de sífilis y de sarna.

En aquellas reuniones todos rivalizaban en contar mentiras y
heroicidades de la guerra. Si no se elogiaban directamente a sí mismos,
alababan al Cuerpo donde servían y a sus jefes.

Álvaro y Manón oyeron discutir entre ellos, varias veces, cuál
sería el mejor general de don Carlos. Unos, la mayoría, decían que
Zumalacárregui; otros, que Cabrera; quiénes afirmaban que Gómez;
pero algunos refutaban esta opinión diciendo que la expedición de
Gómez había salido relativamente bien por casualidad; también había
partidarios de Maroto y de Villarreal. Nadie sabía una palabra de
geografía del país en donde se operaba, ni se manejaba un mapa mediano.

Algunos de los extranjeros habían practicado la guerra en otros países,
y, por lo que contaban, tenía los mismos caracteres de brutalidad y de
maldad que en España.

Uno de los oficiales, aristócrata francés, guapo, bien vestido, de la
familia de Brancas, joven realista, hacía la campaña como un vendeano,
con la sonriente y amable estupidez del Antiguo Régimen. Brancas
sonreía y saludaba como si estuviera en la corte de Luis XIV. Leía a
Chateaubriand —este jorobado solemne, el más petulante de los grandes
hombres de la época—, y parecía haberse amamantado con el _Qu’il
mourût_, de Corneille.

Una de las veces, al francés se le ocurrió decir a Alvarito que en
la guerra no se tenía miedo; papá Lacour, que oyó la frase, replicó
vivamente, diciendo:

—Todo el mundo tiene miedo. No he conocido a nadie que no lo tenga, más
que a los locos.

—¿Siempre se tiene miedo? —preguntó Alvarito.

—Siempre. Hay momentos en que se pierde el miedo: se distrae, se
enfurece uno y se olvida; pero al oír silbar las balas otra vez, se
tiene miedo, aunque se disimule.

—Y entonces, ¿cómo se tiene afición a ser militar?

—Ahí está, pues —contestó papá Lacour, con esta frase de vasco, que no
quería decir nada—; a pesar del miedo, esto tiene atractivo.

En las reuniones de su casa, papá Lacour bebía con exceso, y después de
beber, se dedicaba a cantar, porque creía poseer hermosa voz.

Lo mismo le daban a Lacour las canciones francesas legitimistas, que
las republicanas. Cantaba igualmente _Partant pour la Syrie_ que la
Carmañola. Naturalmente; no hubiese cantado La Marsellesa porque la
hubieran conocido los compañeros.

Este eclecticismo lo extendía a las canciones españolas y a las vascas.

Le gustaba cantar cuando estaba alegre, lo que le ocurría a menudo, el
_Ay, ay, mutillá_; y si pasaba de la alegría corriente a un grado más
alto de excitación, entonaba la marcha del Requeté. Como los soldados
de aquel batallón iban materialmente cubiertos de harapos, la canción
tenía este estribillo:

      Vamos andando; tápate,
    que te se ve el Requeté.

Para los momentos que le parecían solemnes entonaba una canción de la
Dama Blanca, que empezaba diciendo:

      Chantez, chantez, joyeux menestrel;
    chantez refrain d’amour et de guerre.

Por la noche, mientras se hablaba, se bebía y se cantaba entre aquella
gente, alegre, brutal y presuntuosa; Alvarito solía mirar desde la
ventana el cielo estrellado del invierno y las hogueras de los vivacs.




V

PAREJAS DE SOLDADOS


Papá Lacour proporcionó la ocasión de ir a Estella con unos oficiales
carlistas. Fue Alvarito solo y estuvo dos días. Preguntó en todas
partes por Martín Trampa y encontró un posadero que le conocía. Este
posadero le dijo que el tratante había dicho, al marcharse, que
probablemente volvería a la siguiente semana. El posadero quedó de
acuerdo con Álvaro en avisarle a Abárzuza si llegaba Martín.

Sin objeto en Estella, Álvaro volvió a casa de papá Lacour a esperar
allí unos días.

Aunque, en general, las visitas de Lacour eran casi siempre de
extranjeros, solían ir también oficiales carlistas, algunos casados, o,
por lo menos, enredados con una mujer.

Alvarito y Manón conocieron a varios de estos.

Los oficiales no coincidían en sus opiniones con papá Lacour, por lo
cual el francés los despreciaba. Los carlistas creían que el ejército
liberal no valía nada. El _soldau scharra_ (el soldado viejo), que
decían con desdén los vascos, era torpe, sin acometividad y sin
brío. Los liberales, según ellos, habían ganado algunas batallas por
casualidad o por traición.

A Lacour le parecía ridículo denigrar al enemigo, cuando el enemigo le
pegaba a uno. Hasta entonces, el ejército liberal, salvo excepciones de
tropas escogidas, parecía superior al carlista, y precisamente, cuando
el entusiasmo decrecía entre los carlistas, empezaban a organizarse con
regularidad algunos servicios en las tropas de don Carlos.

Papá Lacour, además de su manía musical, tenía la de la estrategia.
Cuando no cantaba, hablaba de estrategia. Sus ideas, en arte militar,
se condensaban en estas frases:

—Nadie ha inventado nada en la guerra. En la guerra, todo es posible y
todo es imposible.

A pesar de que con la mayoría de los oficiales españoles carlistas papá
Lacour no se entendía bien, distinguía por su amistad a algunos.

Uno de ellos era un riojano, subteniente, pequeño, vivo, hombre
bastante bruto, alegre, aficionado a jugar, a quien llamaban de mote,
por sus ojos brillantes y negros, el Ratón. El Ratón llevaba una
pelliza de algún oficial extranjero, de pelos largos, aunque calva en
muchas partes. Le bromeaban preguntándole si era aquella su propia piel.

Para el Ratón, los asuntos de la guerra eran perfectamente aburridos y
no le interesaban.

—Hay que comer, hay que vivir, y esto lo explica todo. Los liberales,
¡pse! —añadía—, a mí no me han hecho ningún daño.

Y a poco de decir esto, sacaba del bolsillo los naipes e invitaba a
echar una partida a cualquier juego, pues todos los dominaba. A pesar
de su habilidad, a lo último perdía. Siempre andaba derrotado y tenía
la paga empeñada.

El Ratón vivía con una muchacha inglesa, rubia, muy guapa, aunque muy
sosa: Betty. Betty había venido a España con su marido, según ella;
otros decían con un amante, oficial de la Legión inglesa mandada por
Lacy-Evans. En la batalla de Oriamendi, su amante, o marido, murió a
manos de los carlistas. Entonces los de la Legión le obligaron a Betty
a tomar otro amante, cirujano del ejército. El cirujano, un metodista
riguroso, aburría y fastidiaba tan profundamente a Betty, que la
inglesa se alegró de caer prisionera en manos de los carlistas.

Al mismo tiempo que ella quedaron prisioneros unos cuantos músicos,
algunos soldados y tres mujeres. A unos los incorporaron a las filas
carlistas, a otros los fusilaron, a los músicos los llevaron a formar
parte de una banda y a las mujeres las subastaron entre los oficiales.

El Ratón tenía dinero y le gustaba la inglesa, y se quedó con ella. Los
dos hicieron, con el tiempo, muy buenas migas.

—¡Qué bruto eres y qué feo! —decía la inglesa, mirando al Ratón con
entusiasmo.

—Pero te gusto a ti, ¡recontra! —gritaba él.

—Es verdad; parece mentira —suspiraba ella.

Vivían en tan buena armonía, que cuando acabara la guerra habían
pensado en casarse y establecerse en el campo, porque el Ratón poseía
haciendas en Labastida y en San Vicente de la Sonsierra.

Con sus ojos azules, su cabello rubio y su aire distinguido, a Alvarito
le pareció la inglesa completamente estúpida.

Otra pareja curiosa era la de un militar austriaco, alto, pálido, muy
fino en sus modales, y una guipuzcoana blanca, rubia, alborotada, muy
chillona, que había vivido la vida aventurera de la guerra, hoy con uno
y mañana con otro. La Prudencia, o Prudenschi, era una mujer nacida
para reír; nada tomaba en serio, no le importaba ni le preocupaba nada.

La Prudenschi ceceaba al hablar; pronunciaba algunas palabras con
cierta dificultad y reía siempre. De ella se podía decir que su gracia
consistía en no tenerla. Así como su amante se mostraba siempre muy
atildado y ceremonioso, ella era todo lo contrario.

—Yo soy muy _zarpalla_ —exclamaba en su dialecto donostiarra, con
lo que quería decir su afición a lo vulgar, a lo ordinario y a lo
chabacano.

Su gracia favorita, muy oída y ramplona, era decir, refiriéndose a su
amante:

—Este es barón. ¿Barón con b o varón con v? —le suelen preguntar—.
Varón con todo —replicaba ella.

Tal simpleza bastaba a la Prudenschi para reír de manera tan
escandalosa que a todos contagiaba.

La Prudenschi cantaba y bailaba muy ligera de ropa. Una de sus
canciones predilectas era el _Ay, ay, ay, mutillá_, con esta letra:

      Azpeitico nescachac
    camisan zuloa;
    andic aguerizayo
    labe zomorrua.
    Ay, ay, ay, mutillá,
    labe zomorrua.

(Las chicas de Azpeitia tienen un agujero en la camisa; desde allí se
les ve la cucaracha. Ay, ay, muchacho, la cucaracha.)

Al cantar, danzaba moviendo el pecho y las caderas y riendo. A veces, a
papá Lacour se le ocurría hacer la pareja con la Prudenschi, bailando
el fandango, castañeteando los dedos, y lo hacía con cierta gracia
francesa.

—¡Qué viejo loco! —decía Ollarra con algo de risa y admiración.

El amante de la Prudenschi, el austriaco, la contemplaba con el
mayor asombro. Ella se crecía y se manifestaba más petulante y más
estrepitosa. Entonces el Ratón lanzaba alguna de sus reflexiones de
riojano chiquito y duro o sentenciaba algún refrán, como este, por
ejemplo:

—La mujer y la gaviota, cuanto más vieja más loca.

—Cállate tú —gritaba ella—, que eres más bruto que un cerrojo.

—Si _vivirías_ conmigo, ya verías tú cómo yo te domaba —decía el Ratón.

—¿Tú domarme a mí? ¡Ah, ja, ja, ja! A los ratones yo les trato con la
zapatilla.

Y la Prudenschi cantaba algo o marcaba una figura coreográfica.

La Prudenschi bailaba también un baile andaluz, especie de tango, que
producía gran entusiasmo en los oficiales de la casa de papá Lacour. Su
falta de gracia hacía a la guipuzcoana más incitante. Su cuerpo, sin
picardía natural, daba a su desvergüenza y a su cinismo aire de juego
sin profundidad. Con gran frecuencia, algún oficial, si podía, la daba
algún tiento.

—Tú, ¡bruto!, ¡animal!, ¡tócate las narices! —gritaba ella.

La Prudenschi, a pesar de sus locuras, era mujer de buen corazón.

Su amante tenía un amigo, otro oficial austriaco, a quien le cortaron
una pierna y se le gangrenaba el muñón. La Prudenschi le cuidaba y le
mimaba y hasta bailaba en el cuarto del enfermo para entretenerle.

Manón, Alvarito y Ollarra fueron a visitar al amputado; se encontraba
muy débil, con la cara como espiritualizada por el dolor. El pobre
hombre tenía un silbato para llamar cuando necesitaba algo; pero era
tan sufrido, que no llamaba más que cuando no podía menos.

—¿Qué tal, cómo estás hoy? —le preguntó la Prudenschi.

—Bien, estoy muy bien. La pierna cortada me duele un poco.

Alvarito y Manón hablaron largo rato con el austriaco para distraerle.

Al salir de la casa, Ollarra dijo:

—Este me recuerda al sepulturero de Vera.

—¿Pues por qué?

—El sepulturero de Vera era un viejo en cuya casa estuve yo de criado,
ayudándole a enterrar y a limpiar las tumbas. Estaba muy enfermo y no
tenía fuerza para andar; pero él decía que se encontraba muy bien.
«¿Qué tal?», le preguntaban. «Muy bien, muy bonitamente, _Ederqui_»,
contestaba él. El último día estaba el hombre sobre una tumba fumando
su pipa. «¿Qué tal?», le preguntó el médico. «Muy bien, muy bien»,
dijo, y no se había alejado el médico veinte pasos cuando el enterrador
se había muerto.

La Prudenschi, al oír a Ollarra y al verlo con su perro, sintió gran
admiración por él, y hasta parece que le dijo que se quedara allí; pero
él rechazó la idea desdeñosamente. Manón presenció la tentativa de
conquista de la guipuzcoana y se alegró mucho de la actitud de Ollarra.

Manón se mostraba en casa de papá Lacour petulante, atrevida y llena de
animación. El traje de chico la transformaba. La Dominica le arregló
un dolmán de húsar, con el cual estaba encantadora. Era un verdadero
diablillo. Hablaba con gran atrevimiento, se burlaba de los curas y
de las monjas, elogiaba a los republicanos, cantaba la Marsellesa y
bailaba con la Prudenschi.

—Manón, mi querida —decía papá Lacour, con ironía afectuosa,
manifestándose desolado, aunque rebosando de satisfacción por tener
una sobrina tan brillante—, vas a hacer que nos fusilen a todos por
jacobinos.

Manón coqueteaba con unos y con otros. Aunque ya los amigos de papá
Lacour sabían que era una muchacha, seguía vestida de chico.

A veces, en medio de sus coqueterías, pensaba en Alvarito y volvía a él
a hablarle y a consultarle sobre cualquier cosa.

Manón veía a Álvaro demasiado seguro y debía pensar que con él no
necesitaba emplear, más que rara vez, las armas de la coquetería;
en cambio, para los demás la coquetería sí debía ser, según ella,
indispensable. Mientras bailaba con unos y con otros, miraba con
el rabillo del ojo a Alvarito, como diciéndole: Nada de esto tiene
importancia y nuestra amistad es lo principal.

Alvarito se ilusionaba y se desilusionaba fácilmente; muchas veces
pensaba que odiaba a Manón y otras que la quería más que nunca y que
sería capaz por ella de hacer cualquier sacrificio.

Manón, con respecto a Alvarito, tenía sentimientos menos variables; por
lo mismo quizá que su entusiasmo era más pequeño.

Solamente la presencia de Ollarra le quitaba el buen humor a Manón.
El salvajismo de su compañero de viaje le maravillaba. Aquella
despreocupación del muchacho por los demás le llenaba de asombro. Para
Ollarra, indudablemente, no había centinelas, ni líneas estratégicas,
ni santo y seña. Todo ello no pasaba de ser una broma que se continuaba
por que sí. Eran maniobras, simulacros, sandeces hechas por pura
pedantería.

Mientras sonaban los tiros, él buscaba nidos en los árboles, pescaba en
los arroyos o cogía leña, como si los disparos nada tuviesen que ver
con él...

Aquella Prudenschi, tan loca, tan ingenua y, al mismo tiempo, tan
desvergonzada; papá Lacour, con sus extravagancias; Manón, coqueteando
con todo el mundo; el austriaco, quejándose de los dolores en la pierna
ya cortada, y Ollarra, tan salvaje, tan independiente y tan sombrío,
daban a Alvarito la impresión de que seguía viviendo en pleno carnaval
grotesco y zarrapastroso, cuyas figuras eran dignas de ocupar un lugar
dentro de La Nave de los Locos.




VI

BELASCOÁIN


Las gestiones hechas por papá Lacour y por el posadero de Estella para
averiguar el paradero de Martín Trampa, no dieron resultado. Se dijo
que el tratante había estado en Belascoáin y que quizá después marchara
a Almandoz, su pueblo natal.

Alvarito y Manón decidieron ir a Pamplona, pasando por Belascoáin.

El día de la marcha, papá Lacour les obsequió con una cena espléndida
en su casa y a la mañana siguiente el capitán francés y su mujer
besaron a Manón y estrecharon efusivamente la mano a Alvarito.

Lacour indicó a Álvaro que si iban a Belascoáin preguntara por el
capitán Zalla, que era amigo suyo. La mujer de Lacour recomendó a Manón
que llevara por si acaso un paquete con ropa femenina y le dio una
falda y un corpiño. Ella, por lo que dijo, se había visto obligada a
pasar entre tropas disfrazada de hombre y en momentos de peligro le
convino el poder cambiar rápidamente de indumentaria. Alvarito pensó
que estos disfraces los usaría la Dominica en época en la cual no
tuviese la corpulencia de entonces.

Salieron de Abárzuza con buen tiempo, pero al mediodía se nubló y
empezó a llover. Iban atravesando el valle de Guesalaz. En el camino,
al comenzar la tarde, se perdieron, y como llovía mucho se refugiaron
en una casa abandonada y medio derruida y esperaron a que pasara el
chubasco.

Al ponerse de nuevo en marcha, un escuadrón de caballería cristina
cruzó al galope por delante de ellos. Los caballos de Álvaro, Manón y
Ollarra, asustados, echaron a correr en distinta dirección por el campo
y fue imposible darles alcance. Ollarra quería no parar hasta cogerlos,
pero anochecía y pensaron dejarlos abandonados.

Iban desorientados, mojados por la lluvia, cuando toparon con un
campesino que alumbraba con un farol el sendero entre las matas y las
piedras.

—¿Vamos bien a Belascoáin? —le preguntó Alvarito.

—Sí; yo también voy allá.

El campesino les preguntó a qué iban y se lo dijeron; luego añadió por
su cuenta:

—Yo tengo un chico enfermo y voy a ver si encuentro algún médico,
aunque sea médico militar, para que lo vea; en nuestra aldea no hay más
que un cirujano y ese está ahora fuera del pueblo. Me han dicho que
andan por aquí los liberales y los carlistas a tiros estos días; pero
aunque anduvieran demonios, no dejaría a mi chico sin que le viera el
médico.

Los tres compañeros de viaje siguieron al campesino del farol, hasta
que, al llegar a unos matorrales, vieron avanzar dos sombras.

—¡Alto!

—Estamos quietos —contestó el campesino.

A la luz del farol aparecieron dos carlistas, uno de ellos con el fusil
en actitud de apuntar.

Explicó el campesino el objeto de su viaje; dijo Alvarito el suyo, y
después de enseñar los documentos y de mostrar que no llevaban armas,
los dejaron pasar.

Llegaron a Belascoáin y fueron recibidos por una patrulla, que les
contempló con asombro. Preguntaron por la posada y entraron en ella. La
posadera, una mujer joven, les recibió estupefacta y al mismo tiempo
malhumorada.

—¡A buen tiempo llegan ustedes! —les dijo—. ¿Para qué vienen ustedes
aquí?

Manón explicó cómo venían desde Abárzuza mojados y cómo se les habían
escapado los caballos. La posadera, poco a poco, se humanizó y llegó
a sonreír a Manón y a Alvarito. Se sentaron los tres al lado de la
lumbre, cenaron y se fueron a acostar.

A la mañana siguiente, Alvarito pudo notar que su catarro había
empeorado con la mojadura del día anterior. Salió a recorrer el pueblo
y lo recorrió pronto; apenas contaba con cincuenta casas.

El pueblecillo, con su iglesia de torre baja y cuadrada, se levantaba
sobre una pequeña altura a la izquierda del río Arga, cruzado por el
puente construido a principios del siglo. En la orilla había una casa
de baños; al lado de la iglesia, en la carretera, un atrio cubierto,
donde la gente se reunía y paseaba los días de lluvia.

Alvarito vio con sorpresa que los carlistas le miraban con asombro.
Preguntó por el capitán Zalla, amigo de Lacour, y tuvo la suerte de dar
con él.

—¿A qué ha venido usted aquí? —le preguntó el capitán.

—Pues hemos venido a ver si encontramos a un tal Bertache, tratante de
ganado.

Alvarito contó al capitán el secuestro de Chipiteguy y las gestiones
que habían hecho para socorrerlo.

—Ese Bertache ya no está en el pueblo —dijo Zalla—. ¿Quiénes han venido
ustedes?

—Un muchacho criado, un niño y yo.

—¿Y cómo han pasado?

—Fácilmente; nadie nos ha estorbado el paso.

—¡Pero no es posible!

—Para nosotros no ha habido ninguna dificultad.

—Pues lo deben ustedes sentir.

—¿Por qué?

—Porque no podrán ustedes marcharse.

—¿Pues qué pasa?

—Pasa que está sitiado el pueblo. El general León nos va a atacar.
Todos los paisanos han de ir a trabajar en nuestras defensas. ¿Usted
qué tiene? No parece que se encuentre muy bien.

—No; estoy con un catarro muy fuerte.

—Bueno; pues preséntese usted de mi parte al comandante. Se paseará
ahora en el atrio de la iglesia. Le dice usted cómo está de salud y
envía usted a su criado por si hay algo que hacer.

Alvarito contó a Manón y Ollarra lo que ocurría, aunque ellos, por su
parte, se habían enterado ya del asedio del pueblo.

Ollarra dijo que él había de encontrar manera de recuperar los
caballos para escaparse. Sin duda estaba cavilando en ello; pero al
día siguiente se vio que no solo no consiguió su objeto, sino que fue
arrestado.

Alvarito contó a la posadera cómo Manón era una muchacha francesa,
venida de su país para buscar a su abuelo, secuestrado por criminales.
Decidieron que Manón se vistiera de mujer. La posadera diría en todas
partes que era su sobrina.

Ya tranquilo respecto a esto, Alvarito fue a encontrar al comandante
carlista de quien le había hablado el capitán Zalla. Se explicó, intimó
algo con él y le acompañó hasta las trincheras. Recorrió a su lado, y
con varios oficiales a caballo, la línea de fortificaciones del pueblo,
el camino de Puente la Reina, el de Arraiza y las demás entradas. Todas
se hallaban bien defendidas, como la casa de baños, la iglesia y el
puente sobre el Arga.

Alvarito oyó silbar las balas con relativa serenidad y el comandante
carlista le felicitó, dándole palmadas en el hombro.

Al volver a la posada supo el arresto de Ollarra por su carácter
díscolo y por negarse a trabajar.

El capitán Zalla dio a Alvarito unos cuantos papeles para copiar en
vista de su enfermedad y de que no podía tener otras ocupaciones más
penosas.

Alvarito fue al siguiente día a ver al comandante y a presenciar por
curiosidad los trabajos de fortificación en diversos puntos. En la
iglesia, los carlistas trabajaban de noche para no ofrecer blanco a los
cristinos, ya a tiro de fusil. Iban concluyendo un parapeto de piedra
en la torre, una muralla en el atrio y las aspilleras en la casa del
puente.

Carlistas y cristinos se hablaban y se insultaban desde lejos.

Según dijeron a Álvaro, hacía ya cerca de una semana que las tropas
cristinas se iban reuniendo al otro lado del río. Habían transportado
desde Pamplona la batería de arrastre de la Legión Británica y la de
montaña de obuses españoles.

Al hacerse de día, los cañones cristinos comenzaban el fuego y les
contestaban los carlistas con los de la torre y los de la casa
aspillerada.

  ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...

El segundo día, Alvarito, con el comandante, esperó a que amaneciera
para presenciar el fuego desde la torre.

Durante la noche se veían las luces y las hogueras del campamento de
los cristinos. Ya de día, comenzaron los preparativos de las tropas de
don Diego León, que iban emplazando las piezas de artillería.

A veces disparaban; el humo salía como una nube de la boca de los
cañones. Las granadas sonaban como latas golpeadas, al pasar por el
aire, y se aplastaban en las casas con un ruido blando.

Estando Alvarito en la torre, vio aparecer un general carlista a
caballo, con sus ayudantes. Sin duda los cristinos lo advirtieron,
porque arreció entonces la lluvia de balas. Los carlistas disparaban
desde el parapeto de la torre, tendidos en el suelo.

El general a poco se retiró.

Alvarito fue a la posada y dijo a Manón:

—Creo que podemos estar tranquilos. Los liberales no entrarán en el
pueblo.

—Sí; pero si esto dura mucho, no será mejor.

Al día siguiente Álvaro salió a ver al comandante; pero no lo encontró
en la iglesia; volvió y pasó el tiempo en casa, hablando con Manón.

El cuarto de esta daba hacia el campo y tenía una solana, y desde ella
se veía el río y la formación de las tropas liberales en orden de
batalla.

Al amanecer comenzaron los estampidos del cañón, arreciaron los tiros y
por la puerta de la solana entraron dos balas que dieron en la pared.

Alvarito dispuso el poner un colchón colgado como una cortina en la
puerta. Así lo hicieron. Al mediodía se oyó gran estrépito de cañonazos
y de tiros.

—¿Tienes miedo tú? —preguntó Manón a Alvarito.

—A veces; no siempre.

—Yo no tengo tampoco mucho. ¿Y si nos mataran?

—Si nos mataran, ya no habría cuestión, al menos aquí —contestó
Alvarito.

—¿En dónde la habría?

—En el cielo, en el infierno o en el purgatorio.

—¡Ah! ¿Tú crees eso?

—Yo, sí.

—Yo no creo en nada.

—¿No eres cristiana?

—No sé; pero no creo en ninguna de esas cosas.

En esto vino Ollarra, malhumorado, furioso, porque le habían tenido
trabajando. Al entrar y ver a Manón vestida de mujer, no quedó
extrañado.

—¿Te choca verme así? —preguntó Manón.

—¡Bah! Ya lo sabía —y el muchacho se encogió de hombros, como indicando
que a él nada le importaba, y aseguró que iba a echarse a dormir al
desván y estarse allí todo el tiempo posible.

Alvarito se preocupaba de Manón más que de sí mismo. A ella le conmovía
tal generosidad. Álvaro resultaba leal, valiente y caballeresco.
Ollarra, en cambio, no se preocupaba de nada ni de nadie, y, sin
embargo, ella le admiraba más.

  ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...

En el portal de la casa prepararon los carlistas una ambulancia, y era
para Álvaro muy desagradable y muy triste el oír los lamentos de los
heridos.

Alvarito encontró en el piso alto dos observatorios: la ventana de
un cuarto y un agujero de la guardilla por la que se veía el campo.
Alternaba uno y otro observatorio.

La ventana daba a una de las entradas del pueblo. Abajo se veía un
gran parapeto hecho con piedras, sacos y maderas. Grupos de soldados
carlistas se reemplazaban para disparar desde el parapeto, otros en una
esquina hacían el rancho. Se les oía hablar; no debían creer que el
ataque se fuera a formalizar, ni que los enemigos pensaran recurrir al
asalto. Se relevaban de dos en dos horas y unos venían y otros iban con
el fusil al hombro.

Por el agujero de la guardilla se veía a los cristinos formados y el
humo de sus cañones tan pronto aquí como allá. Todo el día sonaron los
cañonazos.

  ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...

Después de cenar, Álvaro se despidió de Manón y se marchó a su cuarto.
Abrió la ventana. En la calle, oscuridad y silencio; no se hacían
fuego carlistas y liberales; se oía de tarde en tarde el alerta de los
centinelas y algún ¿Quién vive? de las patrullas.

En el cielo, dramático, después de las ráfagas de viento que dominaron
por la tarde, habían quedado nubes blancas y fantásticas que iluminaba
la luna; a lo lejos aparecían los cerros pelados y cerca los paredones
blancos de las casas y las guardillas.

—¡Bah!, no pasará nada —se dijo Alvarito—, no entrarán.

  ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...

Alvarito durmió profundamente y se despertó ya entrada la mañana con un
ruido terrible de cañonazos y de fusilería. Salió de su cuarto, y al
ver a la posadera, exclamó:

—¿Qué pasa?

—¡Que entran los cristinos!

Alvarito corrió a mirar por el boquete de la guardilla.

El campo estaba inundado de sol, que se derramaba brillante por la
tierra; el día, claro magnífico; los liberales avanzaban corriendo
entre el polvo y el humo; con ellos iban hombres a caballo y llegaban a
lo lejos sonidos de cornetas.

  ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...

Alvarito marchó a la ventana del cuarto alto que daba a una de las
entradas del pueblo. Era, sin duda, peligroso asomarse allí. Sin
embargo, fue perdiendo el miedo y se asomó. Silbaban las balas.
Abajo había hombres heridos y alguno muerto; uno se arrastraba
echando sangre, a otro le faltaban las fuerzas y caía, un tercero, un
oficialito joven, de bigote, escapaba cojeando.

El parapeto de piedras y maderas iba desapareciendo a fuerza de
cañonazos; sin duda los carlistas no se atrevían ya a recomponerlo;
tal era la lluvia de balas que cruzaban entre las dos casas. Algunos
carlistas disparaban desde las ventanas. Viéndoles de cerca, como les
veía Alvarito, se notaba cómo se estremecían los músculos de su cara
por el terror.

En el suelo aumentaba el número de hombres heridos y muertos que no se
podían recoger.

Un general carlista, a caballo, seguido de su ayudante, se acercó
al parapeto muy pálido y gritó algo; nadie le hizo caso. El oficial
ayudante bajó del caballo para dar órdenes, porque se exponía a las
balas que debían silbar alrededor de su cabeza. Luego montó de nuevo;
el caballo se encabritó. A Alvarito le pareció que había sido herido;
pero no debió ser así, porque salió disparado, arrancando con los
cascos chispas de las piedras del suelo.

Algunos soldados cristinos se dieron cuenta, sin duda, de la ventana
abierta desde donde miraba Alvarito, y de repente la ventana y la
contraventana fueron acribilladas a balazos.

Alvarito se retiró y se sentó en el suelo. No supo el tiempo que estuvo
así, asustado, pensando en su peligro, en Manón y en los recuerdos de
su vida.

  ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...

De pronto oyó estrépito de puertas y ventanas.

—Ya están los cristinos. Ya vienen, ya vienen.

Alvarito, despacio, se asomó de nuevo a la ventana. La casa de
enfrente estaba ardiendo. Había caído en ella una granada e incendiado
un pajar.

Por la entrada del pueblo llegaban ahora los soldados liberales,
gritando, llenos de barro, con la cara negra de pólvora, empujándose
unos a otros para pasar de prisa. Se entablaban luchas cuerpo a cuerpo
con los que se resistían, que terminaban cosiendo a bayonetazos al
enemigo.

Tocaban las campanas; se oían descargas cerradas; trozos de pared y
montones de tejas caían a la calle.

Resonaban gritos por todas partes. Sonaban las cornetas. Sin duda era
la embriaguez del triunfo.

  ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...

De pronto, la calle quedó completamente en silencio. Con el silencio
comenzaron a oírse en la casa los lamentos de los heridos y luego gran
estrépito de pasos en la escalera.

Don Diego León había tomado el pueblo. En la casa reinaba el desorden.
El portal se hallaba lleno de heridos, que los sanitarios iban
trasladando; el suelo lo manchaban charcos de sangre. Se oían gritos
desgarradores. Los cristinos establecieron un hospital en la iglesia y
en la casa de baños y los cirujanos empezaban a cortar piernas y brazos.

Los liberales obligaban a que se abrieran todas las puertas y estaban
registrando las casas.

  ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...

Alvarito buscó a Manón y la encontró tranquilamente en la cocina
hablando con dos oficiales cristinos, que la galanteaban. Álvaro
frunció el ceño al verlo. Manón le presentó, como si fuera primo suyo,
a los dos oficiales; uno, el teniente Robles, y el otro, el capitán
Centurión. Los dos oficiales, muy petulantes, galleaban mucho, y uno de
ellos, el teniente Robles, presumía porque hablaba un poco de francés y
podía lucirse con Manón.

Manón, según dijo, en el fragor de la batalla, llevada por la
curiosidad y asomada a la solana de la casa, había presenciado la toma
del pueblo. Contempló a don Diego León montado en un soberbio caballo
inglés, negro, con un magnífico uniforme de húsares, azul y blanco, y
estaba entusiasmada con él.

—Es nuestro Murat —dijo el oficial que sabía algo de francés.

—Un Murat un poco sordo —replicó el otro.

Manón vio a don Diego, en medio de las balas, saltar a caballo por
encima de las troneras de un parapeto y a los soldados cristinos
atravesando el río, mientras sonaban cañones y fusiles.

Uno de los oficiales, el capitán Centurión, que se acariciaba el bigote
rubio al hablar, contó cómo él, con las tropas de Aspiroz, había
atravesado el Arga con el agua hasta el pecho. Una de las granadas de
los liberales estalló en aquel momento, derribando la bandera carlista
del fuerte en pedazos, lo que hizo prorrumpir en gritos de entusiasmo a
los sitiadores.

Luego contó con orgullo cómo habían matado a siete u ocho enemigos que
les estorbaban el paso.

—¡Qué extraña vanidad esta de matar —pensó Álvaro—; cosa, después de
todo, tan fácil!

Relataron más hazañas de sus tropas y de su jefe.

—¿Qué van a hacer con nosotros? —preguntó Álvaro, a quien las glorias
de don Diego León y de sus soldados no interesaban mucho.

—Tendrán ustedes que venir a Pamplona —contestó el teniente Robles—;
pero allá no se les detendrá mucho tiempo.

Habría que ir a Pamplona sin más remedio. A Manón, al parecer, no
le incomodaba mucho el trasladarse a Pamplona; quizá alguno de los
oficialitos que conversaban con ella no le desagradaba. Álvaro recordó
el romance del marqués de Mantua, que aparece en el _Quijote_, y lo
recitó interiormente:

      ¿Dónde estás, señora mía,
    que no te duele mi mal?
    O no lo sabes, señora,
    o eres falsa o desleal.

Y mientras Alvarito se dedicaba a sus reflexiones melancólicas, la
música militar de las fuerzas de don Diego León atronaba triunfante en
la aldea.




VII

PRISIONEROS


A los dos días se organizó el convoy para marchar a Pamplona. Se hizo
todo con espantosa confusión. Nadie sabía su cometido, ni por dónde ir,
y las órdenes contradictorias se repetían.

Los dos oficiales, el capitán Centurión y el teniente Robles,
dispusieron que Manón marchase en un carro con dos Hermanas de la
Caridad. Podía viajar así bastante cómodamente. Manón pretendió que
Álvaro subiera también al carro; pero no se lo permitieron.

Se formó una gran fila de carretas: prisioneros, ganados, caballos, y
se puso el convoy pesadamente en movimiento.

Manón intimó con las monjas, una valenciana y otra malagueña; se
ganó sus simpatías y consiguió que Alvarito pudiese descansar de la
caminata, sentándose a veces en el carro.

Como, al parecer, entre Ciriza, Echauri e Ibero aparecían grandes
núcleos carlistas, decidieron los cristinos llevar los heridos y
prisioneros a Pamplona por Puente la Reina, retrocediendo algo en el
camino.

Alvarito tuvo que caminar a pie en un grupo de carlistas, vigilado por
soldados. Con la recomendación de los oficiales le permitían acercarse
al carro de Manón.

—¿Vas bien? ¿Tienes calor? ¿Tienes sed? —preguntaba.

Manón contestaba:

—Todo va perfectamente. Siéntate un poco.

Para no escandalizar a las monjitas le recomendaba que se colocara
junto al carretero. Álvaro entabló conversación con este. Por la
conversación del soldado conductor del carro pudo comprender que para
él las batallas o las acciones no tenían gran importancia. Lo principal
consistía en trasladar aquella impedimenta pesada: los carros cargados
con patatas, habichuelas, heno y paja. Algunos carros iban llenos de
heridos.

En el camino, al principio, se vieron muertos sin enterrar y el cuerpo
de un merodeador, ahorcado, en la rama de un árbol, por los liberales.
Era una visión de Danza Macabra.

El carretero mostró las bandadas de cuervos que revoloteaban en
derredor.

—¿Sabe usted lo que esperan? —le preguntó a Álvaro.

—No.

—Pues esperan que alguno de los heridos muera y lo entierren con poca
tierra para caer sobre él.

Los soldados, al marchar, entonaban canciones liberales, alternando con
el himno de Riego. Una de las que cantaron era esta:

      De las diez ciudades
    de Navarra bella,
    Tudela y Corella
    el ejemplo dan.

De aquí pasaban al himno que llamaban de Valladolid:

      A la lid, a la lid,
    nacionales valientes.

También se cantó la tonada semigrotesca, que decía así:

      Antiguamente, a los chiquillos
    se les vestía de monaguillos;
    pero ahora, los liberales
    a todos visten de nacionales.
    ¡Alegría, ciudadanos!
    ¡Viva la Constitución!,
    que los tiranos que nos mandaban,
    ya no nos mandan, no, no, no.

No parecía que para los soldados ocurriera nada grave ni serio.

Álvaro, al ver este largo convoy, con sus furgones, sus ganados, sus
prisioneros y la tropa, pensó también en las estampas de la Nave de
los Locos. Así estaban representados en aquellos viejos grabados los
hombres y las mujeres, en sus carros toscos, tirados por caballos
percherones, que iban al país de la locura.

Así marchaban ellos, aunque no al país de la locura, porque ya estaban
en él, a un destino desconocido, presenciando a cada paso escenas
dignas de una Danza Macabra y de una Nave de los Locos.

Comieron en medio del camino, y por la noche, al llegar a Puente la
Reina, llevaron a los carlistas, entre ellos a Alvarito, a dormir a la
iglesia. A los prisioneros carlistas harapientos no faltó quien les
cantara la canción del Requeté:

      Vamos andando; tápate,
    que te se ve el Requeté.

El sacristán, compadecido, probablemente carlista, proporcionó a los
prisioneros algunas alfombras, sobrepellices y capas de los curas, para
emplearlas como almohadas.

Al ir a dormir Alvarito, se le acercó Ollarra a proponerle la fuga.

—¿Pero y la muchacha? ¿Manón?

—Dejarla.

—Yo no la puedo dejar —replicó Alvarito—. Además, ¿para qué nos vamos a
escapar? Nos van a llevar a Pamplona y allí nos pondrán en libertad.

—Yo no quiero estar con estos militares ni un momento —aseguró Ollarra
con aire sombrío—; ni con los unos, ni con los otros.

Alvarito se encogió de hombros.

Durmieron en el suelo, y al día siguiente, por la mañana, les sacaron
a todos de la iglesia. Alvarito fue a ver a Manón. Había dormido en el
carro muy bien.

Se formó otra vez la comitiva, se agregaron nuevos prisioneros y más
carros y comenzaron a marchar todos camino de Pamplona.

Al llegar cerca de Legarda, hacia la sierra del Perdón, se hizo alto,
y poco después corrió la voz de que cuatro prisioneros se habían
escapado, entre ellos Ollarra.

Alvarito lo sintió mucho, porque, no conociendo el país, era muy
difícil que Ollarra pudiera escapar.

Salieron a perseguir a los fugitivos varios pelotones de caballería y a
las pocas horas los traían atados.

Traían tres de los fugitivos: Ollarra; un tipo de vagabundo, hirsuto,
peregrino o ermitaño, a juzgar por su balandrán pardo, lleno de
cruces y medallas, y el sombrero grande, con una concha, y un soldado
carlista, flaco, moreno y mal encarado. El cuarto, sin duda, había
conseguido escabullirse entre los carrascales.

A los tres presos los iban a juzgar en consejo de guerra. Al parecer,
los tres se habían resistido y herido gravemente a un soldado.

Ollarra, además, para empeorar su situación, al llevarlo delante de los
oficiales, le quisieron registrar; no lo permitió y pegó un puñetazo al
teniente en el morrión y se lo tiró al suelo.

En el consejo de guerra sumarísimo condenaron a los tres fugitivos a
ser fusilados al amanecer.

Cuando Alvarito se lo dijo a Manón, esta quiso hablar con los oficiales
conocidos y con el jefe de la columna, viejo malhumorado, que ni
siquiera la recibió.

—Vete a verle —dijo Manón a Alvarito, con voz llena de sollozos.

Alvarito pretendió ver a Ollarra; pero le dijeron que dormía sobre la
paja de su calabozo tranquilamente.

La noche fue horrible para Alvarito y Manón. Al amanecer sacaron a
los tres presos y los llevaron escoltados hasta un corral, próximo al
pueblo.

Era un día precioso, de sol claro y alegre; una mañana espléndida.

Al formar el cuadro, Ollarra reía con inconsciencia extraña; el
ermitaño, de mal aspecto, conservaba un aire amenazador y sombrío; el
soldado carlista, sostenido por un cura, marchaba cayéndose.

Ollarra estaba tranquilo; saludó, como si no pasara nada, a Alvarito y
a Manón, y se puso donde le dijeron, delante de una tapia, silbando y
mirando al cielo.

El ermitaño era un tipo repugnante, chato, con barbas negras, espesas,
el labio belfo y los dientes puntiagudos.

Estaba atontado.

Al ermitaño le mandaron acercarse a Ollarra, y lo hizo con su aire
siniestro; el soldado carlista tuvo que apoyarse sobre la tapia,
desfallecido.

Comenzó a tocar un tambor, y un pelotón de doce hombres, con un
oficial, se destacó de la tropa y al paso se colocó delante de los
presos.

Entonces Ollarra empezó a cantar su canción absurda:

      Six sous costaren,
    six sous costaren les esclós.

Había, sin duda, en su canción, desprecio y burla. Como los antiguos
cántabros en la cruz, el muchacho desafiaba la muerte con su actitud
orgullosa. Alvarito sintió frío en todo el cuerpo.

—¡Es un valiente! —dijo uno de los soldados, riendo.

—¡Lástima! Guapo mozo —murmuró otro.

El pelotón se colocó a cinco o seis pasos.

—Apunten —gritó el teniente.

Luego levantó la espada y al bajarla disparó todo el pelotón. Ollarra
cayó como herido por un rayo. Alvarito dio un salto; le pareció que
estallaba una mina a sus pies.

El carlista, que se había acercado a la tapia, quedó un momento de pie
y un sargento le remató de un tiro en la sien.

Manón sollozó y bajó el rostro, rendido por el dolor, y lo levantó
bañado en lágrimas.

Luego desfiló la media compañía, tocando el tambor por delante de los
tres cadáveres.

—Le recogeremos para enterrarlo —dijo Manón.

Cuando quisieron acercarse al lugar del fusilamiento, unos cuantos
merodeadores se habían echado sobre los muertos a quitarles la ropa y
alguien ordenó llevar los cadáveres lejos y enterrarlos.

El perro de Ollarra, Chorua, no aparecía; probablemente lo habrían
matado también.




VIII

LA CÁRCEL


Al llegar a Pamplona, Alvarito y Manón marcharon cada uno por su lado
y se separaron con lágrimas en los ojos. Desde el fusilamiento de
Ollarra, Manón estaba quebrantada y tenía tendencia a llorar. Manón se
hospedó en una fonda de la plaza del Castillo.

A Alvarito, por primera providencia, lo metieron en una cuadra o
calabozo inmundo de la Ciudadela. Tenía como compañeros varios
carlistas aldeanos, y entre ellos un hombre sombrío, torvo, que parecía
vivir en un sueño triste, hipocondriaco y amargo. Su risa sardónica
cuadraba bien con su figura de cuervo, melancólica y siniestra.

Otro de los prisioneros, loco, pasaba el tiempo bailando, riendo y
cantando.

—¿No hace daño este hombre? —preguntó Alvarito.

—A veces se echa sobre alguno de nosotros y hay que separarle a
puntapiés —contestó el misántropo.

La especialidad del loco consistía en cantar la letra que los soldados
habían puesto a los toques de corneta, parecida a los monstruos que los
libretistas ponen a la música de las canciones antes de las palabras
definitivas.

Sonaba un toque y en seguida el loco gritaba:

    Para ti, para ti las patatas.

Cuando pasaba la guardia, el loco, llevando con el cuerpo el compás,
solía cantar:

      Rancho patancho
    de la catedral
    el señor obispo
    no nos quiere dar.

Al cabo de algún tiempo se oía otro son y el loco entonaba:

      No comerás cordero; no,
    no, no, no.
    No comerás cordero; no,
    no, no, no.

El repertorio no era bastante divertido para amenizar las horas de la
prisión. Aquel calabozo oscuro y siniestro de la Ciudadela, con el
demente, era también un buen escenario para otra estampa de La Nave de
los Locos.

A primera hora de la noche llevaron a la cuadra el rancho y tuvieron
que prepararse para dormir. A Alvarito le entregaron un colchón viejo y
se tendió en él en un rincón.

Al despertarse sintió que le picaba todo el cuerpo.

—¿Qué demonio tiene uno aquí? No hace uno más que rascarse —se preguntó
en voz alta.

—Son los piojos —dijo el misántropo—. A eso también se acostumbra uno
—añadió con terrible filosofía.

Aquello achicó la moral de Alvarito y pensó en la vida horrible que le
esperaba en la mazmorra. Por fortuna para él, el encierro no fue muy
largo.

Al mediodía, a Alvarito le sacaron de la cuadra y le llevaron a
declarar. Le acusaban de ser confidente de los carlistas.

Un comandante comenzó a interrogar al muchacho; cuando Álvaro
respondía, el oficial hablaba con un sargento de asuntos del servicio y
no se enteraba de cuanto decía Alvarito.

Álvaro explicó por qué había entrado en España desde Bayona. Pudo
comprobar, con cierta sorpresa, que su padre era desconocido como
carlista, pues si no, su apellido hubiera bastado de indicio a su
filiación política. Después de declarar le metieron en la cuadra otra
vez. Alvarito, horrorizado, pensaba en la noche que le esperaba, cuando
le sacaron de nuevo del calabozo, y se encontró con Manón, una señora y
el teniente Robles, uno de los oficiales de Belascoáin.

Manón había conseguido que a Álvaro le llevaran a un pabellón, donde
viviría con la familia del sargento guardaalmacén.

Le traía ropa nueva para mudarse y agua de colonia; lo mejor que le
podía traer después de aquella noche horrible en el calabozo.

Al despedirse, Manón, triste y pensativa, dijo afectuosamente:

—Adiós, hasta mañana; mañana vendré sin falta.

Alvarito fue a la fuente a lavarse, y después a mudarse; la sospecha de
mantener en el cuerpo aquella población parásita, cogida en la cuadra,
le duró mucho tiempo.

El segundo día de arresto y los siguientes fueron muy agradables para
Alvarito. Le permitían pasear por la Ciudadela, y, sobre todo, esperaba
y pensaba en Manón. Llegaba ella y hablaban largo tiempo. Su melancolía
hacía a la muchacha más amable y encantadora. Manón había mandado un
propio a Bayona y aguardaba la contestación.

Una semana después, Manón se presentó en la Ciudadela con la andre
Mari. Traían buenas noticias de Chipiteguy; Gabriela la Roncalesa lo
había encontrado en Urdax y en un mulo le condujo al Roncal, porque
la frontera estaba, por el lado de Urdax, muy vigilada. Chipiteguy
volvería pronto a su casa.

—Ahora irás a Bayona —preguntó Álvaro a Manón.

—Sí; tú también saldrás pronto de aquí —dijo ella.

—Sí; creo que sí.

—Ya es hora de que todos volvamos a nuestra vida normal —añadió la
andre Mari.

Alvarito se despidió de la andre Mari y de Manón. Ella le ofreció la
mejilla y él la besó muy conmovido. Alvarito quedó triste, esperando
con ansia la primera carta. Paseaba melancólico por la plaza de la
Ciudadela, se acercaba a los baluartes y miraba al cielo con angustia
creciente.

Cuando pasó una semana y no recibió carta, Alvarito se desesperó.

Mientras vivía inquieto y desesperado, alguien le miraba con placer,
alguien que se consideraba gravemente ofendido por él.

Había un muchacho joven en la Ciudadela, hijo del carcelero, con
muy mala sangre, que siempre buscaba la manera de molestar a los
prisioneros carlistas. Le llamaban Visera o Viserita.

Viserita era hijo de un sargento que hizo la campaña de Alaix contra
Gómez. Alaix, años antes, había sido capitán general en Pamplona. Como
al general Alaix los soldados le apodaban Visera, al sargento, que
constantemente hablaba de él, le llamaron también así, y lo mismo a su
hijo, aunque a este más frecuentemente le decían Viserita.

Una de las vejaciones habituales de Viserita consistía en entrar en los
calabozos de los carlistas entonando el Himno de Riego o algún otro
cántico odiado por ellos. Viserita tuteaba a los oficiales carlistas,
aunque fueran viejos, y si alguno se molestaba, le amenazaba con
denunciarle.

Según decían, Viserita guardaba las cartas de los presos de la
Ciudadela; las leía y se divertía después dando bromas a los
interesados sobre lo que les escribían sus mujeres o sus madres.

Alvarito había provocado la envidia del hijo del carcelero hablando en
francés con Manón y después no haciéndole suficiente caso, y Viserita
se vengó.

Las cartas que vinieron de Francia para Alvarito no llegaron a su
poder. Ponían el nombre y debajo Ciudadela, Pamplona. Viserita, con
malicia, borraba Pamplona y ponía Menorca, y la carta marchaba hacia el
Mediterráneo.

El no recibir cartas de Manón puso a Alvarito en un estado de inquietud
tal, que cayó enfermo.

Los dos oficiales conocidos en Belascoáin estuvieron a verle.

Poco después, el juez militar ordenó su libertad y el capitán Centurión
y el teniente Robles se lo llevaron a su casa de huéspedes.

Alvarito hizo un esfuerzo y escribió una carta a su hermana, pidiéndole
noticias de Manón y diciéndola fuera a verla.

Luego cayó en cama, febril, y su conciencia se perdió en el delirio.




IX

FANTASÍAS


Una enfermedad es como el viaje hecho por un mar de dolor, de angustia
y de melancolía, con islas extrañas, canales misteriosos y acantilados
cortados a pico. Un dolor se parece a veces a la nube ensombrecedora
del horizonte; otro, al escollo peligroso por delante del cual se ha de
pasar.

La enfermedad es también Nave de los Locos, con tripulaciones de
sombras gesticulantes y disparatadas; es un carnaval del cerebro con
bacanales furiosas y fantásticas zarabandas.

Cuando el espíritu pierde sus frenos, los colores, los sonidos y los
dolores se convierten unos en otros, una punzada se transforma en
imagen luminosa y desagradable, la pulsación de una arteria en rumor de
catarata o en molino donde se muelen piedras sin ningún objeto.

¡Cuántas veces, al cerrar los ojos, a Alvarito se le convertía
la retina en extraño caleidoscopio! ¡Cuántas veces le vino a la
imaginación el río oscuro de Bayona y se sintió arrastrado por la
corriente y envuelto en sus aguas negras y sombrías!

En ocasiones pensaba encontrarse en estado de lucidez extraordinaria,
consecuencia única de la fiebre, y creía resolver y comprender muchas
cosas hasta entonces para él completamente oscuras.

Una porción de sueños sombríos y espantosos le sobrecogieron en aquella
temporada. Algunos de estos sueños se confundieron, se esfumaron y
llegaron a borrarse; otros, no; quedaron grabados fuertemente en su
espíritu, como la huella de un buril en el metal.

Uno de los sueños, sobre todo, tardó mucho tiempo en olvidar. En este
sueño se encontraba preso en un calabozo inmundo, con hombres horribles
y famélicos, astrosos, tristes y amarillos, como figuras de cera.

De pronto comprendía la posibilidad de escapar, y por una aspillera
estrecha, metiendo el cuerpo con grandes dificultades y apuros, salía
al glacis de la muralla y echaba a correr por un foso lleno de agua
negra y fangosa.

Atravesaba arcos, galerías, corredores; miraba desde el parapeto de una
torre parecida a la de la iglesia de Belascoáin y salía por una poterna
estrecha a un pueblo misterioso, de calles angostas, análogas a las del
barrio viejo de Bayona.

Marchaba por una calle igual a la de los Vascos, pero muy distinta en
detalles, cuando de pronto veía a un hombre dentro de una tienda, un
hombre gris, con gabán gris y anteojos.

¿Era el voceador del crimen de las figuras de cera o el señor
Silhouette? No lo sabía y se empeñaba en averiguarlo. Debía de ser el
señor Silhouette, porque en la tienda, y siguiendo las prácticas de su
oficio de empresario de pompas fúnebres, tomaba las medidas de unos
muertos colocados simétricamente sobre una mesa y veía si coincidían
con las de unos ataúdes.

El hombre de pelo gris, gabán gris y anteojos, salía a la calle, y al
ver a Alvarito manifestaba una gran repulsión e intentaba alejarse,
escabullirse de su lado. Álvaro marchaba detrás de él con una rabia de
sabueso de policía, irritado por producir tanto desprecio.

El hombre del gabán gris corría mucho, y cuando llevaba gran delantera,
se paraba y espiaba desde una esquina. Álvaro iba decidido con cólera
hacia él, y el hombre, entonces, le volvía la espalda y marchaba de
prisa con un movimiento burlón e insultante.

Por fin, aquella figura gris entraba sin ruido en una casa negra.

Esta casa Alvarito la conocía muy bien, aunque no recordaba su nombre.
Parecía la casa del Reducto; pero se diferenciaba de ella en ser más
alta, más sombría y tener muchas más ventanas.

El hombre misterioso comenzaba a subir una escalera. Alvarito iba
detrás. Eran unas escaleras interminables. Alvarito conocía muchísimo
estas escaleras. No había visto otra cosa. Estaban llenas de puertas
y se abrían en lucernas pálidas que parecían ojos. Se llegaba a un
rellano y venía otro, y después otro...

De pronto, el hombre gris se detenía en un descansillo, abría una
mampara verde con un óvalo de cristal, que daba a una sala con unas
cortinas, unos espejos y una alfombra. En la sala misteriosa, un señor
melancólico, de negro, con una carta en la mano, la metía rápidamente
en una carpeta.

El hombre gris abría otra puerta; Álvaro le seguía y se encontraba con
otro señor que repetía la misma operación: cogía una carta de encima de
la mesa y la guardaba con cuidado.

Por último, el hombre gris abría una tercera puerta y por ella se veía
un campo con un río y luego al joven Ollarra que caía desde lo alto de
una tapia y se rompía en pedazos en el suelo.

La indignación de Alvarito, al ver estas fantasías, iba en aumento.
Dispuesto a aplastar al hombre gris, se lanzaba sobre él y le cogía, y
al agarrarle se encontraba con sorpresa que no tenía más que ropa.

Desesperado, le entraban ganas de llorar, y entonces veía al voceador
con su traje gris, parecido al señor Silhouette, y a todas las figuras
de cera alineadas en el almacén de Chipiteguy.

Alvarito sintió intenso deseo de tirarlas al suelo y de patearlas; pero
notó que alguien le sujetaba los brazos y se despertó bañado en sudor.




CUARTA PARTE

VUELTA A BAYONA




I

NOTICIAS


Cuando Alvarito se encontró mejor, lo bastante bien para salir a la
calle, se sintió muy melancólico.

Todas las ideas y preocupaciones tristes se agolparon en su
imaginación. Lo visto y lo imaginado, la realidad y el sueño, le
parecieron igualmente horribles pesadillas.

Alvarito recordó también las estampas de la Nave de los Locos, de
casa de Chipiteguy, y pensó que considerar el mundo como absurdo y
zarrapastroso carnaval no es una locura, pues lo visto por él en el
viaje más parecía una serie de extravagancias carnavalescas que otra
cosa.

La Dama Locura se paseaba por los rincones de España, asolados y
destrozados por la guerra; pero la Dama Locura de los campos españoles
no era mujer fina y sonriente, graciosa y amable, como la de las
estampas de Holbein, sino una mujerona bestial, que negra de humo y de
pólvora, borracha de maldad y de lujuria, iba quemando casas, fusilando
gente, violando y matando.

Ya comenzaba Alvarito a encontrarse bien cuando recibió carta de su
hermana Dolores y de su padre.

Su hermana le contaba las últimas noticias de Bayona. Manón le había
escrito varias veces a la Ciudadela, sin recibir respuesta. Manón
preguntó después en Pamplona por Álvaro y le contestaron que se
encontraba bien. Manón, probablemente ofendida con Alvarito por su
silencio, aceptando la proposición de su abuelo, se había marchado a un
colegio a París.

Alvarito se desesperó. ¿Por qué causa no recibió las cartas? Pensó
en averiguarlo; pero ya, ¿para qué? El mal estaba hecho. Alvarito se
sentía fatalista y deprimido.

—Es el Destino —se dijo a sí mismo.

Al recuperar las fuerzas volvió a Bayona. En casa le encontraron muy
flaco y muy triste.

Su hermana Dolores le contó cómo Manón, preocupada con su silencio,
había llegado a creer, sin duda, que él tenía algún motivo contra ella
y que por eso no la quería escribir.

Alvarito se desesperó.

—¡Qué se va a hacer! —se dijo—. Es el Destino adverso.

Días después, Álvaro recibió una de las cartas de Manón, que venía
devuelta, y en cuyo sobre estaba borrado Pamplona y puesto Menorca.
¿Quién podía ser el autor de esta mala obra? ¿Qué causa podía tener de
enemistad contra él? No lo comprendía.

Al día siguiente, Alvarito fue a la casa del Reducto y Chipiteguy le
recibió conmovido y le abrazó llorando. El viejo parecía más débil, más
impresionable y más sentimental que antes.

Se contaron sus respectivas aventuras.

Chipiteguy había andado tres meses en España de un lado para otro,
maltratado por sus carceleros.

En Almandoz, el sacristán, que le vigilaba, le reprochaba a cada paso
el sacrilegio de haber robado las cruces de las iglesias y le hablaba
constantemente del infierno, que le esperaba muy próximo, porque le
quedaba poco tiempo de vida. El se justificaba diciendo que le habían
encargado de llevar las custodias a Francia, y aseguraba que sus
enemigos no querían más que sacarle dinero. Cuando llegaba Malhombre,
le amenazaba.

De Almandoz, Chipiteguy fue llevado a Zugarramurdi, y allí le tuvieron
una semana metido en la cueva de las Lamias, en compañía de unos
prisioneros liberales, la mayoría muchachos jóvenes.

De Zugarramurdi, trasladado a Urdax, vivió varias semanas, enfermo y
muy miserablemente, en un granero, hasta que Gabriela la Roncalesa le
montó en un mulo y lo llevó en distintas etapas hasta un pueblo del
Roncal y desde allá pudo entrar en Francia.

Chipiteguy quiso que Alvarito volviera a su casa.

—Pero si ha cerrado usted la tienda y no hay nada que hacer —dijo
Alvarito—. ¿Para qué quiere usted que esté aquí?

—No importa, ven; todavía tenemos que hacer. Además vivirás conmigo.

El viejo mandó a la andre Mari que pusiera el cuarto de Alvarito en el
segundo piso, y como si estuviera más contento que de ordinario, entonó
su canción de bravura, Atera, atera; pero la voz, cascada, temblaba al
cantar.

Desde que el viejo Chipiteguy volvió de su cautiverio de Urdax se
encontraba enfermo y malhumorado. La gota exacerbada le producía
grandes y agudos dolores; sufría con los cálculos, le ahogaba la tos y
se quejaba de todo.

Su suspicacia había aumentado de tal manera, que la menor cosa le
producía desconfianza.

Chipiteguy adquirió carácter de viejo maniático.

A la andre Mari y a la Baschili las reñía a cada paso; únicamente
trataba bien a Alvarito.

De Manón hablaba poco, y si algún extraño comenzaba a referirse a ella,
cortaba en seguida la conversación. Unas veces daba a entender que la
muchacha se hallaba en París en un colegio, otras que estaba en casa de
unos parientes.

Alvarito se enteró entonces por primera vez de que una hermana de
Chipiteguy, bastante más joven que él, servía desde hacía muchos años
de ama de llaves en una familia aristocrática parisiense. Al parecer,
la señorita Dollfus tenía gran ascendiente en la casa. Alvarito no
sabía sus señas. De saberlo hubiera escrito a Manón, por si acaso vivía
allí.

Chipiteguy pasaba horas y horas en sus almacenes, en donde aún quedaba
mucho género. A veces, aunque pocas, pedía a Alvarito que le ayudase.

Mientras el viejo revolvía todas sus antiguallas, se dedicaba al
soliloquio. Alvarito le escuchaba con gran interés. Muchas veces el
viejo le daba la impresión de un sonámbulo o de un loco.

Un día le encontró sentado registrando unos cajones y con un gran cesto
delante.

—Haremos liquidación de todo —mascullaba el viejo—: cruces...,
insignias de estos miserables, Orleans y Borbones que son capaces de
vender a su pueblo y a su madre... al cesto... ¡Hem! ¡Hem! paparruchas
teatrales de Bonaparte y compañía... al cesto... Uniformes, espadines,
tricornios y bonetes de cura..., al cesto. Es lo que debía hacer la
sociedad, coger los trastos de la religión y de la Monarquía y echarlos
a la basura. ¡Hem! ¡Hem! Es donde debían de estar... pero esto haría la
sociedad si tuviera sentido común... ¿y cuándo la sociedad y el hombre
han tenido sentido común? Nunca, ¿y cuándo la tendrán? En el mismo
tiempo. Es decir, nunca jamás. Es como yo. Igual que yo. ¡Hem! ¡Hem!
¿Quién anda ahí? ¿Anda ahí alguien?

El viejo se levantó, miró por los rincones del almacén, se asomó a la
puerta y volvió a sentarse.

—Parece que no hay nadie —murmuró medio gruñendo—. Sí, la sociedad es
como yo. Yo le he dicho a mi nieta: Manón, no me escribas, no te ocupes
de mí. Tienes que vivir en una sociedad estúpida, que si sabe que eres
la nieta de un trapero, te lo echará en cara y te despreciará. Pues
bien, que no lo sepan esos miserables. No te ocupes de mí, olvídame.
¡Hem! ¡Hem! ¿Y ella que ha hecho? Ella ha tomado al pie de la letra la
recomendación y no se acuerda de mí que la quiero con toda mi alma y no
me escribe. Ah, ¡viejo imbécil! ¿De qué te ha servido la experiencia?
¡Hem! ¡Hem! ¿No sabías que las mujeres son así, crueles, indiferentes,
duras para los débiles y humildes para los fuertes? ¿Es que creías que
tu nieta iba a ser una excepción a la regla? Lo que te pasa es justo
castigo a tu imbecilidad. ¡Hem! ¡Hem! Podías haber pensado en ti antes
que en ella y entonces ella te hubiera contemplado, te hubiese mirado
como a un viejo amable, con quien hay que ser cariñoso. Se hubiera
casado con algún buen muchacho, como Alvarito y hubiéramos sido todos
felices. Pero las ambiciones nos han perdido. Yo las tenía por ella y
para ella. Me he permitido la estupidez de ser generoso, de no pensar
más que en ella. ¡Hem! ¡Hem! Ahora sí creo que anda alguien. ¿Qué
diablos me quieren? ¿Quién me busca? No, pues no hay nadie, será alguno
en la calle que grita o algún carro que pasa.

El viejo escuchó atentamente. No se oía nada.

—Tengo alucinaciones —exclamó con tristeza—. ¡Qué le vamos a hacer!,
ya no me queda más que un resto de vida, que es como un harapo sucio
y roto. ¡Hem! ¡Hem! Si aún tuviera fuerza, saldría, con el saco al
hombro, a gritar: ¡Atera! ¡Atera! por las calles, y alguno al verme
diría: Ese trapero tiene una nieta que es una princesa; pero no tengo
fuerza, soy tan viejo y tan estropeado como estas antiguallas que me
rodean y a mí me tendrán que echar el primero al cesto de la basura.
¡Hem! ¡Hem!

En todos sus soliloquios que repetía con frecuencia, el viejo
Chipiteguy, se mostraba siempre así, misántropo, hipocondriaco, más
anticlerical y más antimonárquico que nunca.




II

LO QUE HACÍA AVIRANETA


Alvarito fue a visitar a don Eugenio al Hotel de Francia con la
esperanza de que el conspirador supiese algo de Manón, pero Aviraneta
se encontraba preocupado con los acontecimientos políticos y no se
enteró de lo que le contó Álvaro de Chipiteguy y de Manón.

—Vivimos en plena intriga —le dijo don Eugenio—. Hace unos días ha
venido a visitarme Valdés el de los gatos en compañía de Pedro Martínez
López el del folleto contra María Cristina. ¿Sabe usted lo que me
proponían?

—¿Qué?

—Trabajar en favor del infante don Francisco, para hacerle a este
señor, regente. Me negué a ello. Valdés en la conversación quería
convencerme de que los dos éramos compadres y de la misma escuela, pero
yo puse los puntos sobre las íes. Valdés me oyó con una sonrisa amable,
Martínez López estaba malhumorado porque yo no le hacía caso. Valdés
quiso demostrarme que había sido liberal toda su vida. «Habrá sido en
secreto», le dije yo. «¿Así que no puede usted trabajar por el Infante
don Francisco?», me preguntó. «No». «¿No quiere usted tampoco trabajar
con el marqués de Miraflores en la Embajada de París?». «¿Va a la
Embajada Manuel Salvador?». «Sí». «Pues donde vaya él no iré yo, porque
es el hombre que más odio». Y ahí tiene usted al marqués de Miraflores,
nuestro Embajador en París, llenando la Embajada de antiliberales y
de carlistas, de gentes como Valdés que trabajan por el Infante don
Francisco y de otros como Salvador que siguen siendo carlistas y que
será muy difícil saber a quién sirven y a quién traicionan.

Alvarito escuchó a Aviraneta un poco cariacontecido. ¡Estaba tan lejos
el mundo del enamorado del mundo del político!

—¿Qué le importará que sea regente el uno o el otro? —pensó Alvarito—
probablemente todo ha de seguir igual. ¡Cuánto más importante sería que
me diera noticias de Manón!

Álvaro se despidió de don Eugenio, desilusionado.

En aquellos días se encontraba Aviraneta en plena actividad, en el
dominio de todos los hechos necesarios y de todas sus facultades;
las disposiciones que daba a sus agentes eran claras y precisas, sin
vaguedades ni confusiones.

Conocía el tablero en que tenía que jugar la partida, conocía a los
enemigos y a los suyos; sabía sus cualidades y defectos, sabía excitar
su vanidad e insinuar sus propias ideas a los demás.

Pocos días después de la marcha de Roquet, cuando Aviraneta suponía ya
inoculado el virus de la rebelión entre los carlistas y marotistas
en Navarra a consecuencia del Simancas, don Eugenio comunicó sus
instrucciones a los comisionados de la línea de Andoáin para que allí
se hiciera campaña a favor de Maroto, desacreditando a don Carlos y
ganando el espíritu de los sargentos a favor de la paz.

Por entonces se volvió a presentar de nuevo Gabriela la Roncalesa
en Bayona y fue a casa de don Eugenio a darle noticias y a pedirle
instrucciones.

Aviraneta preguntó dónde estaba Bertache. Ella le dijo que en aquel
momento debía encontrarse en Elizondo.

—Entonces lo mejor sería que fueras a verle.

—¿Qué le digo?

—Dile que siga haciendo propaganda en contra de Maroto y de los demás
generales castellanos y que cuando el coronel Aguirre, que está en
San Juan de Pie del Puerto, dé el aviso, intente arrastrar a todos
los sargentos y soldados de influencia del 5.º de Navarra para que se
subleven. Iturri el posadero será el encargado de enviar a Bertache el
dinero que se necesite.

—Bueno —dijo Gabriela—. Pasado mañana estoy aquí.

Al mismo tiempo que a Bertache se envió dinero a García Orejón,
a Zabala y a otros para que provocaran la insubordinación de los
batallones navarros.

A los tres días Gabriela volvió. Se había visto con Bertache en
Elizondo y este necesitaba instrucciones, porque según él los
acontecimientos se precipitaban.

Gabriela dio nuevos informes a don Eugenio. Bertache y la mayoría de
los oficiales y sargentos del 5.º de Navarra estaban repuestos del
espanto producido por las primeras medidas de Maroto. Se hallaban
dispuestos a entablar la lucha contra el general francamente.

Respecto a García Orejón, perseguido por Maroto, se había refugiado en
el pueblo de Gabriela en el Roncal.

—¿Qué piensas hacer ahora? —preguntó don Eugenio a la Roncalesa.

—Voy a volver.

—Bueno, pues diles a Bertache y a los demás que se sabe positivamente
que Maroto está ya en tratos con los cristinos.

—¿Sí?

—Sí, su plan consiste en entregar a don Carlos y a la familia real al
general Espartero que fue compañero suyo.

—Mejor sería que escribiese usted todo eso.

Aviraneta lo escribió. Les inducía a los oficiales a desacreditar a
Maroto por todos los medios y a trabajar en ganar los sargentos y en
ponerse a la defensiva. Aviraneta explicaba lo ocurrido y lo que iba a
ocurrir y como los antiguos avisos suyos se cumplieron, los nuevos se
consideraron como indudables. Al parecer, los oficiales y sargentos, al
saber las noticias, manifestaron gran indignación contra Maroto y se
prepararon a defenderse.

Gabriela volvió del campo carlista rápidamente con recado verbal de
Bertache. El oficial del 5.º de Navarra pensaba que don Eugenio había
adivinado desde hacía tiempo los planes ocultos de Maroto: todos los
jefes y oficiales de los batallones navarros ya alarmados por los
fusilamientos de Estella y la expulsión de los personajes del Cuartel
Real, se veían amenazados por un desastre y estaban dispuestos a
intentar algo contra Maroto, más les faltaba dirección y jefe.

Bertache esperaba que Aviraneta le indicase inmediatamente qué debían
hacer. Unos días después Aviraneta tuvo una conferencia en Bayona con
Duffeau, el secretario de Maroto, y por él supo que Espartero y Maroto
estaban en negociaciones para hacer la paz.

¿En qué condiciones? ¿Sobre qué bases? Eso es lo que no pudo adivinar.

Duffeau era un jefe de batallón francés. En otoño de 1838 se presentó
en el cuartel general de Maroto, a donde llegó sin recomendaciones y
sin dinero.

Maroto, brusco con los extranjeros, se negó varias veces a verle; pero
al fin le vio, conferenció con él y le hizo su secretario particular.

Duffeau se puso en relación con el intendente Arizaga, hombre listo,
corrido y cínico y entre los dos empujaron a Maroto hacia el convenio.




III

ROSA, DOLORES Y MANÓN


Alvarito fue a visitar a Rosa y a Madama Lissagaray, y les preguntó por
Manón. Le contestaron ellas con indiferencia. Estaba en París, escribía
muy poco a su abuelo, y, por lo que se decía, frecuentaba la alta
sociedad. ¿Sus señas? No las sabían o no las querían decir.

Si refiriéndose a Manón se mostraron madre e hija indiferentes, en
cambio con Álvaro estuvieron muy amables. Todos los arrumacos, todas
las amabilidades de Rosa y de su madre no podían conseguir que Alvarito
olvidase a la nieta de Chipiteguy.

Rosa se ruborizó con mucha frecuencia al hablar con el muchacho. No
parecía sino que había pasado algo entre los dos desde que no se veían.

Dolores llamó la atención a su hermano sobre ello.

—Rosa está muy interesada por ti —le dijo.

Alvarito oyó la observación con indiferencia.

Otros días fue Álvaro a visitar a Rosa y a Madama Lissagaray con la
esperanza de encontrar noticias de la parisiense.

Dolores intervenía con habilidad impidiendo que se mentara a Manón y al
mismo tiempo intentaba que su hermano tomara actitud más apasionada con
Rosa.

Unos días después, Dolores dijo que entre Madama Lissagaray y ella
habían pensado si Alvarito podría ir de dependiente o de encargado
al bazar El Paraíso Terrenal. Álvaro no tenía ocupación en casa de
Chipiteguy.

Álvaro contestó que lo consultaría con el trapero. Al viejo le pareció
la idea muy bien.

—Trabaja si quieres en el bazar —le dijo—, pero ven a comer y a cenar
conmigo. El cuarto seguirá también siendo tuyo en esta casa.

Alvarito estaba encariñado con la casa del Reducto. Le parecía suya,
por guardar para él los más bellos recuerdos de su vida.

El despacho de El Paraíso Terrenal, a donde fue a trabajar días
después, era mucho más limpio y arreglado que el de Chipiteguy.

Alvarito desconocía la teneduría de libros, pero según Madama
de Lissagaray esto no importaba gran cosa. Ellas necesitaban
principalmente un hombre de confianza.

Mientras trabajaba llevando las cuentas en El Paraíso Terrenal, Álvaro
soñaba con Manón, su compañera de aventuras. El viaje hecho a través de
Navarra, tomaba en su imaginación proporciones de algo lejano admirable
y maravilloso. Aquella estancia en Abárzuza, papá Lacour con su mujer,
la Prudenschi, Ollarra, el Ratón. ¡Qué tipos!

Muchas veces Rosa le estudiaba con mirada fija y al verle absorto,
dedicado al trabajo maquinal y con el alma ausente, hacía una mueca de
tristeza.

Por entonces Dolores recibió dinero de París. Se lo enviaba, según
decía en la carta, una señora española para que pusiera un taller por
su cuenta. Alvarito pensó si sería Manón.

Dolores alquiló una tienda pequeña en la calle Mayou y para adornarla
Alvarito pidió a Chipiteguy dos bustos de cera, el de la Española
y el de la Dama Bonita, que colocaron cubiertos de bordados, en el
escaparate.

Algún tiempo después, Alvarito, con el corazón destrozado, supo que
Manón se iba a casar en París con el vizconde de Saint Paul.

La andre Mari le dijo que debía olvidar a su sobrina.

—Manón se casa por ser vizcondesa y por figurar. Olvídala.

—No es eso siempre fácil.

—Pues haz un esfuerzo. Manón es una mujer sin sentimientos. Tú debías
casarte con Rosa.

El viejo Chipiteguy decía lo mismo.

—Tú debías de casarte con Rosita.

Álvaro le oía siempre con tristeza.

En su pequeño círculo todo el mundo iba viviendo bien y mejorando un
poco, menos Chipiteguy y Alvarito, los dos unidos por su entusiasmo por
Manón.

El viejo a fuerza de cariño por su nieta no había querido que viniera
a Bayona antes de su boda y pensaba satisfecho que brillaba en París,
aunque el tenerla lejos le entristecía.

Alvarito se encontraba siempre mal.

Algunas veces que el viejo habló de Manón él le preguntó:

—¿Dónde está ahora?

—¿Para qué quieres saberlo? Nos ha olvidado, olvidémosle nosotros a
ella.

—¿Por qué se queja usted? —le preguntó una vez con rudeza Alvarito—.
¿No ha sido usted mismo el que la ha mandado que no se acuerde de usted
y que no le escriba?

—Yo le he recomendado eso, es verdad, porque era su conveniencia
—contestó humildemente Chipiteguy—. ¿Pero tú hubieras hecho eso aunque
te lo recomendaran? No; yo por su bien he cortado nuestras relaciones
para que no le reprochen sus nuevos amigos que es la nieta de un
trapero. En ella estaba no seguir el consejo tan al pie de la letra.
¡Qué se va hacer! Es ingrata. Es dura de corazón.

—Pero, usted, la llamará alguna vez.

—No, no la llamaré, aunque me esté muriendo en mi rincón. No la
llamaré. Le he dado todo, pero no quiero nada de ella. Todas son así,
Alvarito, igualmente egoístas, vanidosas y volubles. No tienen corazón.
Frialdad, orgullo, coquetería, deseo de lucir y triunfar. Nada más.
Ha sido para ti una suerte no casarte con ella. Te hubiera hecho
desgraciado.

—Triste suerte —pensaba Alvarito.

Una noche soñó que se hallaba en el entresuelo de El Paraíso Terrenal,
en la parte del bazar llena de juguetes. Estaba arreglando las muñecas
con sus ojos azules, metidas muy alegres en sus ataúdes de cartón;
los polichinelas, con sus trajes multicolores y sus platillos; los
conejos blancos, que tocan el tambor; los caballos fogosos, con sus
crines de estopa y sus ojos brillantes; los soldados de plomo y las
arcas de Noé, cuando de pronto un barco de marfil que colgaba del
techo se movió y comenzó a navegar por el aire. En el barco iban unas
muñequitas de porcelana, muy bonitas y adornadas. Manón, Rosa, Morguy y
su hermana. Todas, al pasar, le saludaban amablemente; pero en una de
las vueltas, al deslizarse el barco por delante de su ojos, Manón había
desaparecido. ¿Dónde estaba? ¿Dónde se había ocultado? Entonces a él no
se le ocurría más que recitar el romance del marqués de Mantua:

      ¿Dónde estás, señora mía,
    que no te duele mi mal?
    O no lo sabes, señora,
    o eres falsa o desleal.




IV

LAS PREOCUPACIONES DE CHIPITEGUY


El viejo Chipiteguy iba sintiendo remordimientos de no haber tenido
en cuenta el entusiasmo de Alvarito por su nieta y quería sincerarse
con él, repetirle que con Manón hubiera sido desgraciado, porque era
ingrata, voluble y olvidadiza.

Álvaro la mayoría de las veces no contestaba pensando en sí mismo y en
su vida aniquilada. Comprendía que no había esperanza para él. Quizá
hombres de naturaleza más exuberante podían poseer almas más propicias
para el entusiasmo amoroso y después de uno, vivir con otro; pero él
comprendía que toda su fuerza espiritual, toda su capacidad de ilusión,
la había puesto en la nieta de Chipiteguy y que ya no volvería a sentir
otro entusiasmo parecido.

¿Qué iba hacer él ya, en la vida? No tenía esperanza alguna. Ya no
podía aspirar más que a la tranquilidad, al reposo, a vivir sin
angustia.

La melancolía ahogaba el resentimiento en Alvarito, la tristeza le
impedía tener rencor, no así en el viejo que uniendo odio y cariño por
Manón, insistentemente se mortificaba y ensanchaba su herida; deseaba
hablar de su nieta, tan pronto bien y tan pronto mal.

Cuando Chipiteguy no hablaba de Manón, volvía a sus manías que por
momentos iban aumentando.

Decía a cada paso que la gente sospechosa rondaba la casa del Reducto.

Una noche, Alvarito creyó ver a Frechón muy tapado, con gabán y bufanda
en el puente de barcas del Adour y luego en la plaza del Reducto
mirando la casa de Chipiteguy como si la estudiara.

—¿Estás seguro de que era él? —preguntó el viejo, cuando contó Álvaro
lo que había visto.

—No del todo seguro, porque era de noche. Si otra vez le veo, ¿qué
hago? ¿Le denuncio?

—No, aumentaremos la vigilancia.

Chipiteguy mandó poner barras de hierro en puertas y ventanas y dio
nuevas instrucciones a Quintín y a Castegnaux.

Unos días después les despertó, por la mañana, un gran alboroto.

—¿Qué hay, qué pasa? —gritó Chipiteguy espantado.

No pasaba nada. Era Abadejo, el loco de la vecindad, que, después de
reunir todas las latas y botes de conservas encontrados en la calle y
de atarlos con cuerdas, corría gritando furiosamente, haciéndose la
ilusión de que llevaba un tropel de caballos.

Otra vez el susto se lo dieron a Chipiteguy varios chiquillos de la
vecindad, que pasaron al anochecer dando aldabonazos en las casas.




V

PROYECTO DE NUEVO VIAJE


Alvarito pasó así, triste, ensimismado y deprimido, varios meses. Su
malhumor habitual, su aburrimiento le impedían el gusto por todo.

A medida que se mostraba menos amable, los demás le trataban mejor.
Tenía una tristeza melancólica, inquieta y sin calma. Lo único
agradable para él era leer. Pedro D’Arthez le prestaba libros y él se
los tragaba. La literatura, y sobre todo la historia, le entretenían
mucho.

Sus ideas iban cambiando y comprendía que las absolutas verdades de
antes podían muy bien no ser ciertas o llegar a lo más a verdades
pasajeras. El carlismo suyo, herencia de su padre, descompuesto y
evaporado, le parecía una de tantas cosas con mucha fachada y por
dentro vacías.

Al comienzo de la primavera, don Francisco Xavier Sánchez de Mendoza
recibió una carta de España. Acababa de morir el padre de su mujer,
abuelo materno de Alvarito, en Cañete. Debía haber dejado alguna
herencia. ¿Cuánto? No se sabía.

—¿No te parece que sería conveniente que Álvaro fuese allá? —preguntó
don Francisco a su mujer.

—Sí, sí; pero aquello debe estar muy mal y no creo que tenga que
cobrarse gran cosa.

—Tú has dicho muchas veces que tu hermano Jerónimo estaba rico y hasta
que había encontrado un tesoro.

—Sí, eso se contaba en el pueblo; pero yo no sé la verdad que hay en
ello.

—Decías también que había alquilado un castillo.

—Sí, sí, todo eso es cierto; pero yo no sé si esa fortuna de Jerónimo
es de verdad o es pura fantasía.

—Algo habrá, cuando se habla de ello.

—Es posible; pero yo no quiero que Alvarito se exponga inútilmente y
pierda el empleo que tiene en casa de Madama Lissagaray. Todo aquel
país debe de estar muy mal con la guerra.

—¡Bah, por allí no ocurre nada! Cree que más peligros que los que ha
pasado en Navarra no se le presentarán.

—Sí, es cierto; pero no siempre se sale bien de los peligros.

Sánchez de Mendoza preguntó a su hijo qué le parecía el proyecto de ir
a Cañete.

—Bien, muy bien —contestó con indiferencia Álvaro.

Al muchacho no le disgustaba la perspectiva de otro viaje aventurero.
Sin datos fehacientes no creía gran cosa en la fortuna de su tío
Jerónimo. Le había nacido cierta desconfianza por las grandezas de la
familia.

Don Francisco Xavier habló a Madama Lissagaray y ella dijo que
esperaría a Álvaro el tiempo necesario y le reservaría el empleo.

Madama Lissagaray notaba que su hija, muy interesada con Alvarito, no
era correspondida; que este seguía pensando constantemente en Manón. Un
viaje largo, y hasta un tanto peligroso, convenía a Alvarito y también
a su hija.

Que el muchacho volvía con la misma pasión, o que no volvía, ella haría
lo posible para que Rosa olvidara sus amores con la ausencia. Si volvía
curado, la cuestión se hallaba resuelta.

Chipiteguy dijo a don Francisco Xavier que a Alvarito le convendría un
viaje largo, pues le creía enamorado como un loco de su nieta Manón,
que los había trastornado a todos.

Chipiteguy dio a Alvarito mil pesetas para el viaje; Álvaro comenzó sus
preparativos; su madre le hizo grandes recomendaciones para que no se
expusiera y para cuando viera en Cañete a su hermano Jerónimo. Su padre
le dijo que debía acercarse a su casa de Iniesta, cerca de Minglanilla.

—No es una gran casa —advirtió el hidalgo—, quizá a ti no te guste,
pero yo tengo la idea de que no está mal. Es una casa de pueblo,
naturalmente.

El buen hidalgo, ensalzador de los esplendores de su casa solariega,
cuando nadie podía verla, en el momento que su hijo pensaba visitarla,
iba quitando hierro y encontrándola sin grandes méritos.

Alvarito compró el mapa de España en una librería y días después se
dispuso a salir.

Comprendió por instinto que el andar, el deambular, el dejar de ver el
sitio de sus amores, le curaría seguramente de sus penas. ¡Adelante y
con valor!, se dijo a sí mismo.

¡Vengan lluvias, nieves, tormentas y temporales! ¡Venga un buen catarro
o una buena fiebre! ¡Venga el peligro de una emboscada! Eso me curará
definitivamente de mis melancolías.

¡A digerir la tristeza, a seguir el camino más largo!

Esta idea no le impacientaba, sino que le agradaba.




QUINTA PARTE

RASTROS DE LA GUERRA




I

UN DOMINGO DE CARNAVAL EN VITORIA


El mayoral iba gritando:

—¡Coronela! ¡Coronela!... ¡Ya, ya!...

La diligencia, con su cochero y sus zagales, marchaba por las
llanuras de Álava, arrastrada por siete mulas, con sus cascabeles
correspondientes. Alvarito contemplaba desde la ventanilla la tierra
alavesa, con sus montañas grises y redondas y sus valles anchos, con
su aire hidalguesco y guerrero. Aquellas explanadas le parecían un
escenario natural para batallas. Al contemplar el país pensaba si en
esta cañada o en aquel barranco habría tropas en acecho.

Así como Álava es tierra clásica para la guerra de batallas campales,
la Navarra de la montaña es más para la guerrilla, para el corso, y
Guipúzcoa para la partida.

La diligencia marchaba llena de bote en bote.

Aquello podía considerarse como la Caja de Pandora o el Arca de Noé.
Había una mujer con un gato en una cesta, un cazador con dos perros,
una niña con un canario, un aldeano con hortalizas, una señora con un
tiesto, dos frailes que, según dijeron, vivían en comunidad privada, a
pesar de que legalmente no existían ya en España conventos; un cura y
otras varias gentes de tipo y de carácter mal definidos. Los hombres,
como si se hubieran puesto de acuerdo, tosían, fumaban y escupían.

Alvarito estaba cansado, rendido ya del viaje.

—En Vitoria voy a bajar —pensó.

No tenía mucho interés por Vitoria. Ya conocía en parte el país
vasco. Ansiaba conocer Castilla, la tierra suya y la tierra de sus
ascendientes.

Su billete servía hasta Vitoria y decidió quedarse allí.

Por consejo del empleado de la diligencia, no sacó de la estación de
parada todo su equipaje, sino un maletín pequeño.

Le chocó la serie de dificultades que le puso la policía para entrar
en la ciudad; pero con paciencia y algunas pequeñas propinas salió del
paso.

Fue a hospedarse a la fonda Nueva. Se lavó, se arregló un poco y
después salió a la calle.

Era domingo de Carnaval. Hacía un tiempo espléndido y había máscaras.
La gente, después de los años tristes de la guerra, sentía sin duda
ganas de divertirse.

En el paseo de la Florida, después de misa mayor, paseaban muchas
chicas bonitas, de aire vivo y decidido, tocadas con mantillas negras;
había máscaras elegantes y zarrapastrosas, jóvenes peripuestos y
oficiales muy petulantes.

Por la tarde el paseo estuvo más animado y Alvarito se divirtió de lo
lindo, cruzando las miradas con las chicas guapas, viendo a la cocinera
disfrazada de hombre con sus poderosas caderas, contemplando las
zanganadas del oso que se tiraba al suelo o del hombre del _alhiguí_.

Al anochecer, antes de sonar el Ángelus, en esa hora dionisiaca del
crepúsculo de Carnaval, Alvarito marchaba trastornado detrás de una
modista vitoriana que le magnetizaba con sus miradas.

Hubiese podido, si hubiera sabido alemán, recordar las estrofas que
el poeta revolucionario Julius Petrus Gunzenhausen de Aschaffenburg
escribió en un ejemplar de La Nave de los Locos, que guardaba
Chipiteguy y que decían así:

«¡Carnaval! ¡Carnaval! Eres de las pocas cosas transcendentales legadas
por el pasado. Junto a ti las fiestas religiosas, las académicas y las
patrióticas no son más que pobres farsas insustanciales. El sacerdote
revestido con sus hábitos, el académico con su frac, el militar con su
uniforme, el diplomático con su espadín, parecen más serios que las
máscaras con su careta, y no lo son, no lo han sido nunca.

»¡Carnaval! ¡Carnaval! Eres antiguo como el hombre. Tus raíces se
hunden en la animalidad del troglodita ardiente y fiero, llegan al
rojo gorila o al moreno chimpancé. Cuando el simiandro vivía en la
selva había ya organizado tu culto: se disfrazaba unas veces de animal
y otras de hombre. Lo tienes todo: la risa, el arte, el disimulo, el
miedo, lo inseguro, la inquietud, la perfidia humana, los sentimientos
ancestrales...

»¡Carnaval! ¡Carnaval! Los imbéciles, cada vez en mayor número, te
odian; los pedantes abominan de tus fiestas. Creen que en ellas hay un
bajo histrionismo, cuando en ti es todo naturaleza.

»¡Carnaval! ¡Carnaval! Los pintados y los teñidos y los encorsetados,
los graves puritanos y los sesudos moralistas temen tus gritos y tus
actitudes pánicas. Tus farsas desenmascaran las farsas solemnes que
ellos quieren conservar; tus risas descomponen la seriedad estólida del
funcionario lógico y petulante.

»¡Carnaval! ¡Carnaval! A tu lado, las religiones y sus templos son de
ayer, las academias son de ayer, los títulos son de ayer, la ciencia
y el arte son de ayer, y en cambio tú, en una forma o en otra, eres
eterno».

En el momento de más entusiasmo y de más excitación en que Alvarito
comenzaba a sentirse dionisíaco y elocuente, casi tanto como Julius
Petrus Gunzenhausen de Aschaffenburg, sonaron las campanas de la queda,
los alguaciles obligaron a quitar la careta a todos y la fiesta se
acabó tristemente.

Alvarito se fue a la fonda, cenó, y como no tenía ganas de acostarse,
decidió ir al teatro. Representaban _Treinta años, o la vida de un
jugador_, melodrama truculento y lacrimoso, traducido del francés,
no muy propio de un Domingo de Carnaval. La sala estaba elegante y
vistosa, muy bien iluminada con candilejas y quinqués de petróleo.

En los palcos y plateas se lucía la aristocracia del pueblo: chicas
bonitas, mamás gruesas llenas de joyas, señores viejos y jóvenes
civiles y militares.

Tocó la orquesta y comenzó la función.

Al melodrama, terrible y de sentimentalismo absurdo y enfático, la
manera de representarlo le hacía más grotesco. El jugador, héroe
del melodrama, hombre bajito, disimulaba la pequeñez de su estatura
con zapatos de tacón muy alto; estaba pintarrajeado como una careta,
llevaba barba rubia postiza que le temblaba al hablar con su voz de
falsete y miraba con una insistencia cómica al apuntador. La mujer
del primer galán, legítima al parecer en la realidad y en el drama,
embarazada de ocho meses, declamaba lloriqueando con hipo angustioso.
El padre del jugador parecía un energúmeno, daba miedo y hacía reír
al mismo tiempo, y únicamente el traidor era gracioso y resultaba
simpático, a pesar de su maldad melodramática.

Alvarito ya comprendía que el melodrama era malo y que no lo
representaban bien; pero le hacía efecto y muchas veces le daba
ganas de llorar. En los palcos veía algunas mujeres que se secaban
disimuladamente los ojos con el pañuelo.

En la butaca, al lado de Alvarito, un hombre con aire mixto de
ciudadano y de lugareño hizo algunas observaciones muy atinadas y muy
sensatas acerca de la comedia y de los cómicos, y Alvarito le dio la
razón.

Salió el muchacho del teatro y al entrar en la fonda se encontró con el
vecino de la butaca.

—¿Se aloja usted aquí? —le preguntó.

—Sí, señor.

—¿Parece que somos vecinos en el teatro y en la fonda?

—Así parece —contestó Alvarito.

—Bueno, pues adiós. Buenas noches, que duerma usted bien.

—Adiós.

Al día siguiente, al levantarse de la cama y al ir a desayunar, se
encontró Alvarito de nuevo con el vecino de la butaca. Era hombre
ancho, de cara redonda, picada de viruelas, con ojos claros y expresión
un poco ruda de ingenuidad y de franqueza.

Le parecía a Alvarito que aquel tipo mixto de ciudadano y lugareño
respiraba lealtad y buena fe.

Charlaron los dos largamente. El vecino dijo que era comerciante en
Almazán. Le llamaban el señor Blas el mantero. En los últimos años
realizó un buen negocio de mantas con el ejército y comerciaba también
en lanas. Probablemente aquel sería su último viaje, porque pensaba
retirarse.

A la hora de comer se encontraron de nuevo en la mesa Alvarito y el
señor Blas. El mantero produjo al joven Sánchez de Mendoza bastante
confianza para contarle su vida, sus amores y sus proyectos.

Al oírle el señor Blas, dijo a Alvarito:

—Perdone usted, joven, que le haga una observación.

—Usted dirá.

—Creo que lo que piensa usted hacer es algo peligroso. Usted piensa ir
a Madrid, de Madrid a Cuenca y de Cuenca a Cañete, ¿no es eso?

—Sí.

—Pues no creo que sea prudente. Hasta Madrid, y quizá hasta Cuenca, no
le pasará a usted nada; pero de Cuenca a Cañete puede ser otra cosa.
Por la parte de Castilla la Nueva y de la Mancha, por tierras donde
ande todavía la guerra, no vaya usted, a no ser que tenga usted algún
conocido, y si lo tiene, avísele usted con anticipación.

—¿Cree usted que sea peligroso?

—Sí; la guerra todo lo estropea y lo echa a perder, y para el que no es
del país, andar en parajes extraños con guerra es mal negocio.

—¿Usted qué cree que debía hacer?

—Yo le voy a proponer a usted una cosa. Que venga usted conmigo a
Almazán y de Almazán vaya usted a Cañete.

—¡Hombre!

—Si desconfía usted, no venga.

—No; ¿por qué voy a desconfiar? Pero me parece que se pierde mucho
tiempo haciendo ese viaje por ahí.

—¡Ah! Si tiene usted prisa, no le digo nada.

—No, prisa no tengo.

—De aquí a Almazán tardaremos una semana. De Almazán a Cañete, por
Teruel, puede usted ir en un par de días; pero quizá le pueda acompañar
algún conocido de confianza. Yo le ofrezco a usted una mula que tengo
libre, usted paga sus gastos y yo los míos. Usted se preguntará,
pensando en mí: ¿Qué puede salir ganando este hombre con ir conmigo?
Nada; tener un compañero de viaje amable.

—¡Muchas gracias!

—Ya se sabe lo que dice el refrán: «Compañía de dos, compañía de Dios».
Conque piénselo usted. Yo mañana me voy.

—Le agradezco a usted mucho el ofrecimiento.

—Nada, nada. Usted esta noche me dice sí o no y tan amigos.

—El caso es que traigo equipaje bastante grande, una maleta y un
maletín, que no creo que serán fáciles de llevar en un mulo.

—Pues si me quiere usted hacer caso a mí, no lleve usted más que el
maletín. Una muda o dos y basta.

—¿Y qué hago con la maleta?

—La devuelve usted a su casa. Usted no sabe lo molesto que es llevar
equipaje; que aquí la aduana, que allá los consumos... el policía
que necesita ver si lleva usted papeles sospechosos. Es un martirio.
En cambio, con el maletín va usted mejor, lo puede usted llevar en
la mano. ¿Que se le estropea a usted una cosa? La compra usted en el
camino y adelante.

—Sí, creo que tiene usted razón.

—En fin, usted piénselo.




II

EL SEÑOR BLAS, EL MANTERO


Alvarito pensó en el ofrecimiento del señor Blas y consultó su
mapa. Era indispensable dar un rodeo bastante grande para seguir el
itinerario del mantero; él no tenía prisa. El señor Blas parecía buena
persona y hombre perfectamente enterado. Por otra parte, el viaje en
diligencia se le antojaba incómodo y de una estupidez extraordinaria.

Alvarito se decidió por seguir el itinerario del señor Blas; envió
su maleta grande a Bayona, se quedó con su maletín y por la mañana
siguiente salía en su mula camino de Miranda de Ebro.

El señor Blas, gran compañero de viaje, servicial, amable y decidor, no
se impacientaba. Conocía muy bien todos los pueblos del trayecto y de
todos sabía un gran montón de historias y anécdotas.

Fuera de la carretera principal, por donde rodaban las diligencias, los
demás caminos de herradura estaban imposibles, descuidados, deshechos,
llenos de baches, con relejes profundos y en parte borrados por las
matas y las hierbas parásitas.

En leguas enteras, sobre aquellos caminos formados por cantos de río,
los caballos y los mulos apenas podían andar. En algunas partes, los
arroyos cruzaban las carreteras. No se pisaba más que lodo o polvo,
lodo donde se hundían los caballos hasta los corvejones y polvo que se
levantaba en nubes espesas.

Alvarito se sorprendió de este abandono.

—Es la guerra —dijo el señor Blas—. Cuando vaya usted por el mediodía
verá que allí los caminos son todavía peores. Toda la parte de Castilla
que vamos a cruzar se puede recorrer con relativa seguridad, porque ya
no hay carlistas, aunque quedan malhechores sueltos que pretenden dar a
sus fechorías de bandidos un aire político. En todo queda el rastro de
la guerra, miseria, hambre, desorden, peste; pero no hay gran peligro
de ser acometido.

Alvarito vio que en casi todos los pueblos un poco granados por donde
pasaron, el mantero visitaba a sus corresponsales para preguntarles si
deseaban algo.

—Veo que cultiva usted su clientela —observó Alvarito.

—Amigo, ya se sabe —contestó el señor Blas sentenciosamente, y añadió—:
En esta vida caduca, el que no trabaja no manduca.

El señor Blas se manifestaba como hombre alegre, expansivo y bien
avenido con la vida.

En todas las posadas y paradores de los pueblos castellanos viejos
donde se detuvieron, entre Miranda y Burgos, oyeron relatar hazañas del
cura Merino, de Balmaseda y del Empecinado.

Fuera de los asuntos cotidianos de comprar y de vender, era lo único
que interesaba.

Al principio, la incomodidad del alojamiento hizo quejarse a Alvarito
a solas; pero se acostumbró, como se acostumbra uno a todo, al frío de
las posadas y mesones y a dormir casi siempre vestido.

En los primeros días el viaje fue monótono. La llegada a Burgos por la
mañana y la vista de la ciudad, con su aire severo, las agujas caladas
y grises de su catedral y sus casuchas pequeñas alrededor, produjeron a
Álvaro gran impresión. Creía asomarse a la Edad Media.

El Arlanzón lo encontró muy pequeño. Acostumbrado a Bayona, con sus dos
ríos, y a Burdeos, que también había visto, con el magnífico Gironda,
los pueblos de España, con sus riachuelos, le daban la impresión de
secos. No se veía agua por ningún lado, montes secos, tierra seca, todo
seco.

En Burgos, el señor Blas y Álvaro fueron a una posada de la calle de la
Calera, y después Álvaro cruzó el puente y se acercó a la catedral.

Tenía idea vaga del arte gótico, cogida en el _Magasin Pittoresque_ y
en _Nuestra Señora de París_, de Víctor Hugo, idea no solo vaga, sino
también oscura.

Entró en la catedral y se quedó maravillado. No sabía gran cosa de
aquello y se fue acercando a un sacristán o pertiguero con la idea de
hacerle algunas preguntas.

El pertiguero peroraba comentando una corrida de toros, en el centro de
un grupo de mendigos y de granujas.

El taurófilo sacaperros, no contento con las explicaciones verbales, se
puso a marcar las suertes de Paquiro Montes, con la capa en una mano y
la pértiga en la otra, y después de agitar la capa, dijo convencido:

—Ni Jesucristo lo hace mejor.

Esta invocación de Jesucristo en una cuestión de tauromaquia le dejó
a Alvarito asombrado y le quitó el deseo de hacer ninguna pregunta al
pertiguero.

Al oírlo, pensó en Chipiteguy y supuso que al viejo seguramente le
hubiera parecido que la Dama Locura, con su gorro de cascabeles, no
andaba muy lejos de por allá.

Al salir por una de las puertas, Alvarito se vio acosado por una nube
de mendigos pedigüeños y escapó, después de luchar a brazo partido con
ellos.

Eran tipos de mendigos extraordinarios. Un ciego arrodillado, inmóvil
como una estatua, con la cabeza hacia arriba y un platillo en la mano,
exclamaba con voz dramática: ¡No hay prenda como la vista! ¡Santa Lucía
bendita les conserve este precioso don! Otro, vendado, con úlceras
en las piernas, andando con dos muletas, gritaba: Tengan lástima y
compasión de este pobre baldado. Un tercero, sin duda mudo, aullaba y
agitaba una campanilla y mostraba un plato para que echaran en él la
limosna.

Aquella nube de mendigos desarrapados producía verdadero terror.

Alvarito, volviendo a la posada, creía observar que la gente tomaba el
sol y hablaba mucho en los corros y trabajaba poco.

—Veo que aquí hay mucho vago —dijo al señor Blas.

—Esa es una planta que abunda más cuando más al mediodía se va. Quizá
sea cuestión de clima.

Permanecieron en Burgos dos días y por la tarde del segundo salieron
camino de Lerma. El señor Blas contó a Alvarito su vida y sus trabajos
con grandes pormenores.

En Lerma se hospedaron en el Parador de las Diligencias; y aunque el
señor Blas tenía un amigo, no quiso ir a su casa.

—¿Por qué no va usted? Si es por mí, no tenga usted escrúpulo. Yo iré
al parador solo —dijo Alvarito.

—No; ya he estado en casa de ese señor varias veces y hay que seguir el
refrán: «Al amigo y al caballo no hay que cansallo».

Fueron los dos compañeros al parador y el señor Blas a visitar a sus
clientes.

A medida que andaba y trajinaba, Alvarito notaba dos efectos, muy
importantes para él: soñaba poco y pensaba menos en sus penas. No
era, naturalmente, la curación, pero sí el apaciguamiento, especie de
insensibilidad en su herida, que se le producía al perder el espíritu
su concentración; al esparcirse en la naturaleza y al preocuparse por
los mil detalles del camino.




III

RECUERDOS DE MERINO Y DE BALMASEDA


Durante el viaje, Alvarito fue reflexionando y comparando. En el camino
de Lerma comenzó a llover. Álvaro pensó que la lluvia parecía más fea
en Castilla que en Vasconia. Aquellos días lluviosos, suaves, de los
alrededores de Bayona; aquella lluvia mansa sobre los prados verdes no
era la de los campos castellanos. En cambio, en Castilla encontraba el
sol más dorado, más hermoso.

Al llegar a Lerma, Álvaro, a quien no le molestaba, después del
ajetreo de los días anteriores, pasar unas horas quieto, se sentó en
la chimenea de la cocina de la posada a oír hablar a los arrieros y
tratantes, que iban y venían de pueblos lejanos.

La gente, a pesar de que debía de estar ya cansada de hablar de
la guerra, seguía ocupándose de ella con apasionamiento. Se debía
haber discutido mil veces las aventuras y los hechos de Merino y de
Balmaseda. Era el Romancero de la época, sobre todo de los campos.
En las ciudades, la literatura corriente estaba más influida por la
política.

Los viejos de los pueblos, como para demostrar la superioridad de su
tiempo, hablaban de la guerra de la Independencia, de la Francesada,
como decían ellos; pero la guerra civil apasionaba más.

Acabada la tarea de Lerma, Alvarito y el señor Blas tomaron el camino
de Aranda, camino largo, pesado, que recorrieron, en parte, a fuerza de
hablar, de discutir y de contarse todas las historias que sabían. No
pudieron llegar hasta Aranda porque en algunas partes el camino estaba
infranqueable, por lo fangoso, y se detuvieron cerca de Gumiel de Izán
en el mesón del Galgo.

Mientras esperaban la cena siguió Alvarito contando al señor Blas la
vida de alguno de sus conocidos en Bayona, y entre ellos citó varias
veces a don Eugenio de Aviraneta.

—¡Caramba, don _Ugenio_! —dijo un hombre que estaba en la cocina—. Yo
le conozco mucho.

—¿Usted le conoce?

—Sí; aquí en Aranda estuvo de regidor y de jefe de la _melicia_
nacional hace más de quince años. Yo he sido _meliciano_ con él.

—¡Hombre! ¡Qué extraño!

—Sí. Algunas barbaridades hicimos juntos; pero también nos las dieron
buenas.

—Es raro que encuentre uno aquí gentes que conocen a los amigos de
Bayona —exclamó Alvarito.

—Este mundo es un pañuelo —dijo sentenciosamente el señor Blas.

—¿Y qué hace ahora don _Ugenio_? —preguntó el ex miliciano.

—Está en Bayona.

—Aquel siempre andará con sus intrigas y sus maquinaciones. Es
_atravesao_, de la piel del diablo.

El ex miliciano habló con cierta ironía de la milicia nacional de su
tiempo, de la campaña de Cataluña en 1823, a las órdenes de Mina, y del
antiguo entusiasmo por la Constitución, cuando Miniussir, un italiano,
teniente coronel del regimiento de Barbastro, preguntaba a su tropa:
«Barbastro, ¿cuál será tu suerte?». Y los soldados contestaban a coro:
«Constitución o muerte».

El antiguo miliciano se reía al recordar tales cosas.

Al día siguiente, Alvarito y el señor Blas fueron a Aranda, pueblo
convertido en barrizal con la lluvia del día anterior. En la posada,
con pretensiones de fonda, les sirvieron café con leche y pan, y
Alvarito, creyéndose en casa de Chipiteguy, dijo al mozo:

—Deme usted también un poco de manteca de vaca.

—Aquí no se gasta eso —contestó el mozo con rudeza.

Y una vieja añadió:

—Esa es comida de protestantes.

—¿De protestantes? —exclamó Alvarito asombrado—. No veía la relación
entre el protestantismo y la mantequilla; pero pensando en ello
comprendió que, así como el catolicismo es fundamentalmente aceitoso,
el protestantismo está más bien impregnado de manteca.

Alvarito comentó con el señor Blas la molestia que produce en la gente
el tener costumbres que no son las suyas.

—¿Qué quiere usted? —dijo el mantero—. Costumbre buena o mala, el
villano quiere que vala o que valga, que es igual.

Realmente, la costumbre antigua y rutinaria tiene indudablemente
grandes ventajas y comodidades.

Por la noche, el señor Blas llevó a Alvarito a un café, con honores
de casino, de la plaza. Se reunían allí arrieros, capataces de fincas
y aperadores, unos carlistas y otros liberales. Estaba también un
relojero, el señor Schültze, suizo, que conoció a Aviraneta en su época
de regidor constitucional, y un farmacéutico, el señor Castrillo.

Se habló de la guerra, y principalmente de Merino y de Balmaseda.
De Merino, Álvaro había oído a su padre y a los carlistas de Bayona
relatar varias anécdotas, pero no de Balmaseda, cuya existencia
ignoraba.

Uno de los contertulios de café, un arriero, contó rasgos de la vida de
este cabecilla.

—Balmaseda es de Fuentecén —dijo—, pueblo que está en el camino entre
Aranda y Nava de Roa. Yo soy de un lugar de al lado y he oído contar
muchas historias de su vida.

—¿Qué tipo es? —le preguntaron.

—Es un tipo extraordinario; tiene una estatura de gigante, unas fuerzas
de toro y la piel atezada y negra.

—¿Usted le ha conocido?

—¡Sí, le he conocido! Ya lo creo. Juan Manuel, así se llama Balmaseda,
es un frenético, un loco. Siempre ha querido ser el primero a toda
costa; por eso se puso contra don Basilio en la expedición que mandaba
este, y luego, contra Maroto. En sus proclamas hablaba siempre de
exterminar a los traidores, de destruir la infame canalla y de acabar
con la anarquía. Si entraba en un pueblo, Balmaseda fusilaba a todo
el mundo, aunque hubiera dado palabra de respetar la vida de los
prisioneros. Dejaba a los soldados que saquearan libremente. Se robaba,
se violaba a las mujeres y se acababa incendiando todo.

—¿Tan bruto era? —preguntó Alvarito.

—Sí; desde mozo fue así —dijo el arriero—. Una vez, siendo Juan Manuel
muchacho, riñó con un tío de su pueblo, el tío Freilón, y le pegó
un puñetazo en la cara que le saltó tres dientes. Antes de comenzar
la guerra andaba escapado por sospechoso; cuando volvió a su pueblo
se metió en casa de don Diego Gibaja, su enemigo; le cogió el mejor
caballo y se lo llevó. Luego, en la guerra, cuando entró en el pueblo,
fusiló a muchos de sus amigos porque no eran carlistas; les mató las
mulas, los caballos y hasta los gatos, y les quemó las casas.

—Pero eso no es un hombre, sino una fiera, un animal salvaje —dijo
Alvarito.

—Pues así era él —replicó el arriero—. Cuando entró en Fuentecén vio
impasible cómo fusilaban a un amigo con quien antes de echarse al monte
jugaba al tresillo; cómo mataron a un mozo que había estado de criado
suyo y cómo violaron a una muchacha, amiga de su familia, y luego la
mataron de un culatazo en la cabeza.

—Allí ya se sabía cuál era la _consinia_ —dijo un aldeano—: _afusilar_
a todo Cristo.

—Era un tío muy bragado —añadió un viejo.

—Sí; pero a pesar de eso —dijo Castrillo, el farmacéutico—, cuando
vino el manco, don Saturnino...

—Otro que tal baila, que ha sido traidor a todos —saltó uno con aire de
labrador.

—Bien, eso no tiene nada que ver; pero don Saturnino el Manco le dio
una paliza a Balmaseda en Campisábalos que lo dejó turulato y por poco
no le coge, y eso que llevaba menos gente que el otro.

Los carlistas no hicieron mucho caso de las palabras del farmacéutico.

—Juan Manuel es un hombre que no puede resistir la contradicción
—indicó un aperador carlista.

—Entonces, ¿cómo obedecía a Merino? —preguntó el relojero suizo.

—Merino le tenía miedo.

—Merino siempre ha sido un pastelero —dijo el farmacéutico liberal—;
con toda su apariencia de hombre terrible e intransigente, se ha
acomodado a todo.

—Con Balmaseda estaba de acuerdo por su crueldad —replicó el suizo.

—¿Y qué hace Balmaseda ahora? —preguntó uno.

—Pues dicen que se va a Rusia.

Alvarito, indignado, oyendo aquellas fechorías de Balmaseda, pensaba
que no podía nadie enorgullecerse de ser carlista, de ser español, ni
aun siquiera de ser hombre.

Sin embargo, era necesario reconocer que a la mayoría de las personas
que iba viendo en España les parecía mal la crueldad de la guerra, la
gente no tenía instintos tan fieros y todos se daban cuenta de la
barbarie de los cabecillas.

¿Cómo, sin embargo, habían ocurrido crueldades de aquella clase hacía
tan pocos años?

El tiempo transcurrido no era bastante para que los españoles
cambiaran de sentimientos. ¿Es que la gente, en tiempo de guerra, es
distinta a la que vive en tiempo de paz? —se preguntó Álvaro—. ¿Es
que hay dos clases de gentes? Sería difícil averiguarlo. Todo país
es indudablemente un enigma, porque cada hombre lo es también. Quizá
la naturaleza hace emisiones de locos y emisiones de cuerdos, como
el Estado fabrica billetes de Banco de distintas clases o monedas de
distinto cuño, que luego se recogen o se pierden. Tales alternativas
de brutalidad y de dulzura quizá sean de influencia cósmica, como los
períodos glaciares en las épocas prehistóricas.

Al retirarse del café para ir a la posada, el señor Blas le dijo a
Alvarito:

—Un consejo. Cuando llegue usted a un pueblo que no conozca, no haga
comentarios. Oír, ver y callar. Aquí no importa que se haya corrido
usted un tantico de la lengua, porque este pueblo es ya grande; hay
gente de un partido y de otro, y además, a mí me conocen; pero en otro
lado, chitón.




IV

PUEBLOS DE CASTILLA


De Aranda fueron a Sepúlveda, en compañía de un comerciante de paños,
amigo del señor Blas, que se llamaba García de Dios.

El señor García de Dios, alto, de cara muy larga de caballo, la barba
negra, huesudo, anguloso, con las manos cuadradas y los pies grandes,
hubiera parecido enérgico sin la boca, con el labio belfo, de hombre
débil.

—¡Anda, Dios! —le decían en broma.

Era el señor García de Dios perezoso y poco activo, un dios de Sábado
bíblico.

A mitad de camino, el señor Blas, García de Dios y Alvarito se
detuvieron a comer en la posada de un pueblo. Charlaron largo rato
entre ellos y con la moza rubia, muy guapa, que por la expresión, el
color del pelo y de los ojos se le hubiese tomado por alemana.

Dejaron la posada y al salir oyeron gritos. Volvieron la cabeza y
vieron un chiquillo que corría hacia ellos con los pies desnudos y
llevando algo bajo el brazo. Se detuvieron.

—Esta manta que se han dejado olvidada —gritó el chico, y se la entregó
al señor Blas.

Alvarito fue a dar unos cuartos al chico, que, sin esperar, se volvió
corriendo al pueblo.

—Y luego dirán que los españoles somos ladrones por naturaleza —exclamó
Álvaro.

—Todas las gentes pobres que marchan mal tienen mala fama —contestó el
señor Blas.

—Así que para tener buena fama no es lo principal obrar bien, sino
tener fuerza —preguntó Alvarito.

—Por lo menos, en la práctica, así es —contestó el mantero, sin dar
mucha importancia a la frase suya, que encerraba una profunda filosofía
bastante inmoral del éxito.

Hablaron el mantero y el señor García de Dios de sus asuntos de
comercio con gran discreción y hablaron también de cuestiones
familiares. Al oírlos, se preguntaba Alvarito:

—¿De dónde brotan esos hombres feroces y violentos de la guerra? ¿Por
qué si hay en España una mayoría de gente como el señor Blas y el señor
García de Dios no pueden imponerse a los frenéticos y a los locos?

Se podía encontrar indudablemente en España pobreza, abandono en las
cosas materiales, egoísmo e indiferencia; pero no parecía que el número
de la gente feroz y salvaje fuera tan grande para poder dominar el país.

Al llegar a Sepúlveda, el señor Blas y su amigo García de Dios se
quedaron en el mesón de la Gallarda, donde acostumbraba a ir el mantero
de Almazán. No había sitio allí y Alvarito fue llevado a una casa de
la plaza, cerca del arco, que era antigua entrada del pueblo, a una
posada, frecuentada casi exclusivamente por el señorío. A Alvarito le
dieron un cuarto desde el cual se veía la torre de la antigua muralla,
con un reloj flamante que acababan de poner.

En el comedor Alvarito conoció a una señora joven, sevillana, muy
remilgada y muy redicha acompañada de un niño. La señora se encontraba
en Sepúlveda con su padre y su chico, y como estaba aburrida de la
soledad y deseosa de hablar, entabló conversación con Álvaro.

Por lo que contó, su padre era un indiano vizcaíno que, de vuelta de
América, se había establecido en Sevilla. Ella estaba casada con un
rico propietario de Marchena.

Su padre, con la manía de los negocios, había ido a Sepúlveda para ver
si compraba una finca. Siempre andaba en movimiento, era su pasión,
a ella en cambio le gustaba la tranquilidad. Y si le acompañaba a su
padre era porque estaba ya muy viejo y no quería dejarle solo. Ella no
deseaba más que volver a Marchena. ¡Ay! su Marchena.

—Mi chico _etaba_ en un colegio del Puerto —le dijo a Álvaro con una
volubilidad de canario—, pero no tiene _afisión a estudiá_. Muy bien,
hijo mío, le he contestado yo, ¿para qué te _va a calentá la cabesa?
Tenemo_ una hermosa posesión en Marchena y otra en el Arahal (_el
Arahá_ pronunciaba ella) allí hay _pájaro y flore. Dejémono de cuidao y
vamo_ a la posesión, pero mi padre no quiere.

—Se aburrirá.

—Eso _e_, se aburre.

Entró el padre de la andaluza, un tipo curioso, hombre pesado,
asmático, sombrío, vestido de negro, con el pelo blanco, la cara triste
y cetrina y las cejas enmarañadas, con aire de desolación profunda.
El hombre hablaba con acento vizcaíno en el que se enredaban algunas
palabras pronunciadas a la andaluza.

La señora le presentó a Alvarito. Este se mostró un poco seco con
el viejo y el vizcaíno por eso quizá le apreció más. Para el viejo
los _negosios_ era lo único importante en la vida, donde no había
_comersio_ no se podía esperar nada. En su desdén por todo lo que no
fuera dinero, no sabía ni los nombres de los pueblos donde estuvo
en América, y dijo repetidas veces que había vivido largo tiempo en
_Guandalajara_, de Méjico.

—Si la cuestión única en la vida es ganar dinero —pensó Alvarito—, la
cosa tiene poco interés.

La norma de vivir para ganar dinero le parecía a Alvarito demasiado
estúpida para tenerla en cuenta. Este absolutismo del dinero no podía
ser buena tesis más que para judíos y para vizcaínos enriquecidos en
América.

Álvaro pensó que parecía mentira que de aquel hombre rudo, torpe y
pesado, como hecho con un tronco de árbol y vestido con la más dura
de las telas, hubiera salido aquella mujer vaporosa, insustancial y
ligera. Al verlos juntos y saber que eran padre e hija se hubiese
pensado en una mariposa hija de un elefante o en un megaterio padre de
un mosquito.

Comieron en la mesa redonda y en la comida apareció un procurador y
anticuario de Atienza, llamado don Matías Raposo, que venía a tratar
de negocios con el vizcaíno. Hablaron mucho pero al parecer no se
pusieron de acuerdo. Cuando no tenía argumento que oponer el viejo
vizcaíno decía:

—Sí, sí..., pero no.

El señor Raposo, hombre de unos cincuenta años, pequeño, gordito,
ya cano, afeitado, con anteojos, un poco barrigudo y con la sonrisa
maliciosa, hablaba con ingenio.

Al ver que no había posibilidad de llegar a un acuerdo con el vizcaíno
en el negocio de la venta de las fincas, se puso a charlar con la
andaluza y con Alvarito.

El señor Raposo, por lo que dijo, era soltero y tenía mucha afición a
la lectura. Estaba formando una gran biblioteca en su casa, comprando
libros de algunos conventos cerrados por la desamortización. En alguna
época, según dijo, le llegaban los libros a carros, y él los examinaba,
quedándose con los interesantes y vendiendo los demás.

El señor Raposo sabía mucho de cosas populares y para demostrar sus
conocimientos recitó romances antiguos: el de Baldovinos, el del
Marqués de Mantua, el de don Gaiferos y Gerineldo, el de Fontefrida y
de la Bella malmaridada.

A Alvarito le produjo gran placer el oír aquellos romances que no
conocía.

Después se habló de la guerra, del distinto carácter que había tomado
esta en el norte, en el centro y en levante, y el procurador, hombre
culto, hizo un paralelo entre Cabrera y Zumalacárregui, que a Alvarito
le produjo cierta sorpresa.

—Cabrera, es, indudablemente —dijo el procurador—, un hombre de suerte
y de genio.

—¿Cree usted?

—Sí, él es el hombre del Mediterráneo, como Zumalacárregui lo era del
Cantábrico.

—¿Quién de los dos sería más valiente?

—Tenían un valor distinto. El valor de Cabrera es frenético, el de
Zumalacárregui era sereno.

—¿Y de talento, quién cree usted que tuviera más?

—También son dos clases de talento distinto. El ingenio de Cabrera es
agudo y brillante, el de Zumalacárregui profundo y tranquilo. Cabrera
se confiaba en la intuición; Zumalacárregui, en la intuición y en la
reflexión. Cabrera veía como fin el hacer un efecto; Zumalacárregui, el
conseguir un resultado.

—Cabrera era indudablemente más cómico —dijo Alvarito.

—Sí, un hombre para seducir a la multitud —repuso el señor Raposo—, un
improvisador. Zumalacárregui era un organizador y un técnico.

—¿A quién compararía usted a Cabrera? —le preguntó Álvaro.

—Lo compararía con un artista como Ribera o como Salvator Rosa.

—¿Y a Zumalacárregui?

—A Zumalacárregui con un matemático y también con San Ignacio de Loyola.

A la andaluza a quien aburría esta conversación, quiso convencer a
Alvarito que debía ir a Marchena y dejarse de cuidados, pero Álvaro no
se convenció de que Marchena fuera la panacea universal.

Al día siguiente vio Alvarito con gusto que al señor Blas y a él se
les unían García de Dios y el señor Raposo.

En el camino el procurador recitó nuevos romances a cual más expresivos
y pintorescos.

Llegaron a Riaza, pueblo limpio, frío, con mucha agua por las calles,
una plaza bonita y un paseo agradable, el paseo del Rasero.

Comieron en la fonda de la plaza todos, menos el procurador. Este se
presentó después y dijo que iba a llamar al dueño, ex soldado de la
facción.

Efectivamente, se presentó el dueño y el procurador con mucha habilidad
le hizo hablar de su campaña con Merino y de la expedición de don
Basilio durante la cual Balmaseda al pasar por allí pretendió avanzar
hasta La Granja y apoderarse de la reina Cristina, y quizá fusilarla;
pero don Basilio no quiso y riñeron y se insultaron, llamándose el uno
al otro: bandido, ladrón, timador y estafador.

El señor Raposo celebró mucho y con gran malicia su manera de sonsacar
al fondista.

En la fonda de Riaza comía en la misma mesa un señor flaco y bastante
raído, con aire de militar retirado. Al principio dio la impresión
de hombre muy veraz y muy severo, pues lo contado por el fondista le
pareció sospechoso de falsedad.

De Riaza los cuatro compañeros se dispusieron a tomar el camino de
Ayllón y el militar retirado fue también con ellos. Llovía, el camino
se hallaba lleno de lodo y las mulas a veces metían las patas en los
charcos hasta el vientre.

Poco a poco, el militar retirado, tan severo con las narraciones del
fondista, se reveló como charlatán frenético y, sobre todo, como
mentiroso de marca mayor. Conocía, según dijo, a todo el mundo; había
visitado todos los pueblos.

—¿En Bayona? ¿Si conozco Bayona? —preguntó a Alvarito—. No conozco otra
cosa. He vivido allí muchos años.

A pesar de sus conocimientos no recordaba a ninguna persona ni ningún
detalle del pueblo.

Las naciones de Europa, el militar, las tenía al dedillo; las de
América, lo mismo; allí había peleado él contra los insurrectos; de
África conocía las costas y el interior; de Asia, la India, la China y
la Siberia; de Oceanía, Borneo y las Filipinas.

Alvarito notó que, al tratar de los distintos países, no decía más que
frases vagas y lugares comunes.

El señor Raposo que lo había calado, se divertía preguntándole por los
pueblos más lejanos.

—¿Conoce usted la Cochinchina?

—¡Uf!... si la conozco... es admirable, magnífica, maravillosa...
aquellos ríos tan anchos, aquellas montañas...

Al llegar a Ayllón el señor Blas tuvo marcado interés en separarse del
militar retirado y no entrar en su compañía en la fonda.

—Es un hombre muy mentiroso —dijo a Alvarito— y no puede ser más que un
petardista.

—¿Usted cree que miente?

—La cuestión sería saber si ha dicho alguna vez algo que sea verdad
—contestó el mantero.

El señor Blas calculó que si se sumaban los años que aquel señor
permaneció en distintas ciudades del mundo, llegarían a más de
doscientos y él no parecía pasar de cuarenta a cincuenta.

El señor Raposo dijo que iba a comer en casa de un amigo del pueblo. El
señor Raposo se escabullía siempre a las horas de comer.

En Ayllón quedaban algunos recuerdos de la guerra carlista, hacía poco
tiempo aún que al entrar Balmaseda se llevó todo el dinero del pueblo.

El señor Raposo se reunió con Alvarito, el mantero y García de Dios
después de comer.

—¿Saben ustedes? —les preguntó.

—¿Qué pasa?

—El militar retirado que se me ha acercado a pedirme tres duros.

—Y usted ¿qué ha hecho?

—Pues nada. Me he reído un poco de él y no se los he dado.

Por su vitola el procurador no parecía hombre a quien se le pudiera
sacar dinero.

Pasearon por Ayllón, pero como llovía se guarecieron en un cafetucho de
la plaza.

—En este pueblo —dijo el señor Raposo— vivió el condestable don Álvaro
de Luna y aquí predicó también San Vicente Ferrer un sermón célebre,
mandando que los cristianos no se mezclasen con judíos ni con moros,
que los unos llevasen tabardos con una señal roja, la rodela bermeja, y
los otros, capuces verdes con medias lunas claras, para ser conocidos
desde lejos.

Se discutió con motivo de esto acerca de los judíos y de los moros.
El procurador simpatizaba con los judíos, le parecían muy justas y
naturales las ideas de esto sobre la prepotencia del dinero. Verdad es
que por su tipo un naturalista hubiera clasificado al señor Raposo como
un _pajarracus semiticoide_.

El señor Blas también había oído decir que la expulsión de los judíos
y de los moros fue perjudicial para la industria y la agricultura de
España, García de Dios no tenía opinión formada, Alvarito tampoco; pero
se inclinaba a creer que la expulsión era defendible en parte y que la
permanencia de los judíos y de los moros hubiera africanizado más el
país.

El señor Raposo creía que los judíos habían influido en España en la
aristocracia y en parte del pueblo, dándoles algunas de sus condiciones.

Al día siguiente, domingo, fueron los cuatro a Atienza y comenzaron
a ver al mediodía la silueta grave de aquella ciudad, asentada sobre
un cerro, bajo una aguda peña coronada por el castillo. El día estaba
frío, el sol pálido iluminaba los tejados grises del pueblo.

Al llegar, el señor Raposo se marchó a su casa, García de Dios se
despidió y el mantero y Alvarito fueron a hospedarse a la posada
llamada del Cordón, por ostentar en su portada un gran cordón de
relieve tallado en la piedra sillar y varias inscripciones góticas.
Esta casa fue, según se decía, antigua lonja de los judíos.

El mantero preguntó maliciosamente al dueño de la posada por el señor
Raposo y el dueño les dijo que el procurador era de una roña y de una
avaricia increíble.

—¿De verdad?

—Usted no sabe. En su casa no se come ni se enciende el fuego.

—Pues él dice que compra antigüedades y libros...

—Sí, para venderlos.

—¿Pero tan avaro es?

—No tienen ustedes idea.

Al parecer, el señor Raposo resultaba hermano espiritual del licenciado
Cabra y el posadero contó detalles de la sordidez del procurador que
más de avaro parecían de loco.

Después de comer, el señor Raposo se presentó en la posada, para
ofrecerse a acompañar a Alvarito por si quería ver el pueblo y el
castillo. Sin duda el procurador deseaba lucir sus conocimientos
arqueológicos.

Salieron de la posada. La tarde estaba desapacible, fría; corría un
viento helado. Cruzaron varias calles y al subir hacia el castillo, en
la cuesta, vieron a un cura sentado en el repecho con un bastón en la
mano, en actitud pensativa. Era un hombre de cara sombría y desesperada.

—¿Qué hace este cura aquí? —preguntó Alvarito.

—Es un cura loco —dijo el procurador—. Se suele sentar en las piedras
del camino y pasa así el tiempo hablando solo tristemente.

Alvarito le contempló con curiosidad y con pena.

Subieron al antiguo castillo, levantado en el cerro, sobre una gran
roca caliza y Álvaro escuchó las disertaciones del procurador. Le
mostró los muros, las puertas, la plaza de armas, los arcos y los
torreones.

Desde lo alto del castillo explicó el señor Raposo la extensión antigua
del pueblo, hasta donde llegaban los distintos barrios y dónde caía la
judería.

Como hacía frío allá arriba, Alvarito no preguntó nada y, a la menor
insinuación del señor Raposo de bajar al pueblo, aceptó y fueron los
dos a refugiarse en el casino de la plaza.

Más de lo que contó el procurador, le impresionó a Álvaro aquella
figura trágica del cura, sentado sobre una peña en la tarde helada.
¡Qué estampa para La Nave de los Locos!

Entraron en el casino del pueblo, que ocupaba el piso principal de un
viejo caserón de la plaza.

Para el señor Raposo regía la costumbre inveterada por principios de no
tomar nada más que cuando le convidaban y Alvarito le convidó.

Como día de fiesta, la sala del casino estaba llena de gente, y llena
también de humo.

El señor Raposo calificó a los reunidos allí de gente vulgar, inculta,
sin ningún carácter. Había algún tipo curioso, como un liberal, alto,
de grandes barbas, anticlerical frenético. Este hombre se echaba al
campo a caballo, con su carabina y sus pistolas y desafiaba a todo
el que no profesara sus ideas, como si estuviese en tiempo de la
caballería andante.

Aquel hombre exaltado luchaba rabioso con la indiferencia del ambiente.
Cuando no tenía con quien reñir, se lanzaba en su caballo, a galope, a
rienda suelta, por cualquier barranco o pedregal, a riesgo de romperse
la crisma.

Otro tipo, de bufón y de jugador de ventaja, el señor Raposo indicó a
Alvarito. Se llamaba Sarmiento de apellido y por apodo el Capitán.

El Capitán era un viejo alto, con la nariz gruesa y roja, bigote rubio,
cano, y ojos tiernos. Andaba siempre metido en chanchullos de casas de
juego y de casas de citas. No era mala persona, pero sí muy cínico,
parecía el hazmerreír de todo el mundo.

Alvarito preguntó qué decía y el señor Raposo le explicó que el Capitán
trabucaba a propósito todas las frases hechas para hacerlas más
cómicas. Así decía, por ejemplo: Yo me lavo las manos como Mahoma. Se
marcha usted por los _forros_ de Úbeda. Es un país donde se _asan_ los
perros con longaniza.

Alvarito escuchaba a los unos y a los otros. Tenía ya idea de la
pobreza del país, pero esto no le chocaba tanto como la sequedad
espiritual y la agresividad de la gente, el poco afecto que se
mostraban los unos a los otros y la malevolencia con que se atacaban.

Cuando Álvaro volvió a la fonda y contó al señor Blas cómo había pasado
la tarde, el mantero dijo:

—Si desea usted quedarse aquí, por mí, no le importe. Yo seguiré solo.

—No, no, yo voy con usted. Por ahora me ha ido muy bien en su compañía
y quiero seguir.

La perspectiva de nuevas conversaciones eruditas con el señor Raposo ya
no le seducían.




V

LA MONJITA DE ALMAZÁN


A pesar de la lluvia, al día siguiente, día de mercado, salieron el
señor Blas y Alvarito de Atienza; caminaron durante algún tiempo con
campesinos de clásica silueta, sombreros redondos y capas pardas, y
mujeres con el refajo en la cabeza, jinetes en mulos y borriquillos.

Comieron en el camino, sobre un ribazo, y al comenzar la tarde se les
echó encima una niebla espesa y fría. El sol comenzó a languidecer
rápidamente y fue quedando como un disco de color naranja y luego
blanco, como una luna pálida, en el horizonte gris amarillento, hasta
que al fin desapareció. La niebla fría picaba en la cara.

Se encontraron en el camino con unos arrieros que iban de Madrid a
Navarra y, unidos a ellos, siguieron marchando en medio del mar de
niebla, en el cual no se veía a tres metros de distancia.

—Estamos cruzando, en este momento, el Campo de las Brujas, de Barahona
—dijo el señor Blas.

—Siento no verlo —exclamó Alvarito—; debe ser curioso.

—No; no es más que una gran llanura, pedregosa y desierta —replicó el
mantero—. Antes se conservaban por aquí las ruinas de un pueblo llamado
Hoyos, con su picota y su horca.

—¿Y por qué se llama esto el Campo de las Brujas? —preguntó Alvarito.

—Pues no lo sé —contestó el señor Blas—. A muchos se lo he preguntado,
pero nadie me lo ha sabido decir.

—Demonio, hace frío por aquí —murmuró Alvarito.

—Ya se sabe; ya lo dice el refrán —replicó el mantero—: «En el campo de
Barahona, vale más mala capa que buena azcona».

—Lo cual quiere decir que en estos campos hace frío, pero no hay
peligro.

—Eso mismo que usted dice.

—Entre la niebla y el viento, aquí se hiela uno.

—Hay que seguir otro refrán, que sirve para todos los tiempos —añadió
el señor Blas.

—¿Y cuál es?

—Es este: «Si quieres vivir bueno y sano, la ropa del invierno llévala
en verano».

La niebla seguía espesándose; no se veía a dos pasos de distancia.
Había que ir despacio. Al llegar, horas más tarde, a una casa del
camino, el señor Blas dijo:

—Yo, por mi gusto, seguiría adelante hasta Almazán; pero todavía nos
faltan tres leguas largas, y cuando oscurezca, con esta niebla y con
el camino perro, lo vamos a pasar muy mal. Así que, si usted no tiene
prisa, nos quedaremos por esta noche en la venta.

—A mí me parece muy bien.

—Bueno, pues vamos a la casa del Duende.

—¿Así se llama?

—Así se llamaba por lo menos antes.

—¡Demonio!

—¿Le da a usted miedo?

—No mucho; ¿y a usted?

—A mí, tampoco gran cosa.

—¿Es que había duendes en esta posada?

—Allá donde vive alguna viudita alegre y guapa, o alguna muchacha
ligera de cascos, siempre se dice que aparecen duendes; pero en estos
campos, desde que la gente usa escopetas, ya no hay duendes.

Entraron en la venta, llevaron las caballerías a la cuadra y fueron a
la cocina, donde lucía gran fuego, y sobre una pala de hierro, teas
de resina para alumbrar, que echaban humo irrespirable. Cenaron, se
tendieron a dormir en el pajar y se despertaron muy de mañana con las
voces de uno que gritaba:

—¡Eh!, arrieros, a levantarse, que está amaneciendo.

Se presentó un día hermoso de sol; montaron en sus mulas y, sin darse
prisa y descansadamente, llegaron a Almazán para la hora de comer.

El señor Blas quiso hospedar a Alvarito en su casa; pero el muchacho
se negó a ello. La familia del mantero no parecía tan abierta y tan
expansiva como él; sin duda este era hombre de mejor pasta y, además,
los viajes le habían dado un carácter de libertad y benevolencia.
Alvarito fue a la fonda.

Comió y después marchó a dar un vistazo por la ciudad.

Almazán, con sus murallas, al lado del Duero, con su hermosa plaza con
soportales, sus puertas, sus cubos y torreones, presentaba agradable
aspecto. Vio las iglesias, el palacio de la plaza, de sillería roja;
anduvo por la parte alta del pueblo, metiéndose por las callejuelas.
Contempló las casas de adobes, torcidas y derrengadas, de color
arcilloso las tapias de los corrales, con bardas de ramas revocadas con
manteo de barro y paja.

Luego salió por una puerta al puente, cruzó el río y se alejó un poco
para contemplar la ciudad en conjunto.

Enfrente aparecía el pueblo con varios campanarios puntiagudos, la
parte de atrás de un gran palacio de piedra amarilla y la muralla
dorada. Desde el muro bajaba un talud verde hasta el río y se veía una
alameda, de follaje nuevo, brillando al sol. Por el puente pasaban
algunos carromatos y recuas de mulas y de caballos que llevaban los
chicos a beber al río.

Un viejo de anguarina parda le pidió limosna. Alvarito le dio una
moneda de cobre y le hizo algunas preguntas. El viejo, idiota o
escamón, no quiso contestar, y Alvarito volvió al pueblo y entró en
casa del señor Blas.

El mantero no sabía nada de la ciudad. No le interesaban, ni las
iglesias, ni lo arqueológico.

—Y en ese hermoso palacio de la plaza, ¿quién vive? —preguntó Álvaro.

—Ahora, no vive nadie —le contestó el mantero.

—Pero, ¿de quién es?

—No sé; aquí le llaman únicamente el palacio.

En la calle preguntó a dos o tres, y nadie lo sabía ni tenía la menor
curiosidad por ello.

Alvarito sacó en consecuencia que en la mayoría de los pueblos de
España no quedaba aristocracia, o que, si quedaba, nadie se cuidaba de
ella. Realmente los pueblos vivían como si la aristocracia no existiera.

Notó el señor Blas, el mantero, que Alvarito no era recibido en su casa
amablemente, y le dijo, sin duda como compensación, que le llevaría al
convento de Santa Clara para presentarle a su sobrina.

—Le gustará a usted —añadió.

—¿Pero, cómo, es una monja?

—Sí.

—¿Y quiere usted que me guste?

—Hay que entender; no digo que le guste para que le haga usted el amor,
sino para hablar con ella.

El convento de religiosas de Santa Clara, en Almazán, no muy grande,
estaba muy bien situado y tenía una hermosa huerta y balcones y
galerías que daban al río.

El señor Blas y Alvarito entraron en el convento, pasaron a un patio
empedrado con losas y un corredor blanco.

Al entrar en el locutorio, sonó la esquila y cuatro o cinco religiosas
salieron escapadas por una puerta, con un ruido de faldas que daba la
impresión de una fuga de fantasmas.

—¡Qué brujas! —dijo el señor Blas, y murmuró después:

      Aleluya, aleluya,
    padre vicario,
    que se suben las monjas
    al campanario.

Luego, sentándose en un sillón antiguo e indicándole otro a Alvarito,
añadió:

—Siéntese usted; las monjas se escapan, pero están deseando que se
venga a visitarlas. Algunas son muy alegres.

A Alvarito no le dieron semejante impresión. Las caras que vislumbró
tenían un aire de estupor petrificado, duro e inexpresivo; como si la
vida, retirándose de aquellos rostros, solo dejara una máscara helada.
No había en conjunto en la casa más que siete u ocho monjas.

En el locutorio, grande y blanqueado, con tres ventanas altas y
enrejadas, colgaban en las paredes cuadros negros y, en medio de un
testero, un crucifijo. Alrededor había varios sillones fraileros y
sillas de cuerda de esparto; en el suelo, ruedos blancos. Olía allí a
húmedo, a cerrado.

De pronto se abrió la puerta y apareció la superiora, Sor María de los
Ángeles, con la sobrina del señor Blas, la hermana Visitación, todavía
novicia.

La superiora vestía hábito gris oscuro, toca blanca, un cordón también
blanco en la cintura, velo negro en la cabeza, sandalias y un escudo de
la Concepción en el pecho. Era gruesa, de cara que parecía de cera, los
ojos negros y una sombra de bigote sobre el labio.

La sobrina del señor Blas, la hermana Visitación, llevaba velo blanco
alrededor de la cabeza, sin duda distintivo de su noviciado. La hermana
Visitación era agraciada y gentil. Se adivinaba tras de su hábito un
cuerpecito esbelto y bien formado.

El señor Blas contó a su sobrina las peripecias de su viaje con
Alvarito y le instó a este para que explicara sus impresiones de la
guerra.

Alvarito relató sus aventuras con sencillez, narró lo visto por él,
recalcando los detalles crudos. La novicia hizo reflexiones acerca
de la barbarie, de la sensualidad y de las pasiones de la gente,
entregada al mundo, al demonio y a la carne. Se oía con gusto su voz
dulce, suave, y si a veces se le podía reprochar cierta tendencia a la
petulancia y a la pedantería, quedaba como velada por su gracia natural.

Luego, incitada por la madre superiora, mujer un poco absurda, que
deseaba se luciese su novicia, la chica recitó de memoria capítulos
enteros de _Los Desengaños Místicos_, del padre Arbiol.

Toda aquella sabiduría amanerada, de confesor, en estilo académico y
florido, en boca de una muchachita aldeana, en aquel convento triste,
tenía aire tan absurdo y antinatural, que Alvarito contempló a la vieja
superiora y a la novicia, pensando si a alguna de las dos, o a las dos,
se les aparecerían de repente los cascabeles de la Dama Locura de La
Nave de los Locos. Se despidieron de las monjas.

El señor Blas condujo a Álvaro a casa de un arriero para que le llevara
a Medinaceli y le recomendó a un comerciante de este pueblo.

Al día siguiente, por la mañana, el joven Sánchez de Mendoza paseó,
contemplando el mirador del convento y pensando en la gentil novicia y
en su mística sabiduría. Fue luego a despedir al señor Blas, quien le
apretó efusivamente la mano y emprendió su camino.




VI

PUEBLOS Y CAMPOS DE CASTILLA


Hay en España tierras sin más variedad que la variedad de color de
las estaciones y de la luz del cielo; no hay en ellas dibujo, no hay
accidentes; son como el mar, como el desierto; sugieren ideas de
misticismo, de unidad, de monoteísmo. En primavera verde claras, en el
verano verde más oscuras, son en el otoño doradas y en la época del
barbecho negruzcas o rojas.

Sobre su extensión monótona vierte el cielo unas veces la luz de un
azul uniforme, otras el resplandor de sus nubes blancas y la claridad
cernida del horizonte encapotado. Toda su variedad proviene del
contraste entre el color del suelo y el color del aire.

La tierra recorrida por Alvarito no era igual, ni monótona ni uniforme;
no semejaba a un mar de distintas entonaciones, según la luz; era una
región convulsa, violenta, con dibujo caprichoso y siempre distinto;
un terreno vario de forma y de color, verde y gris y con las entrañas
teñidas de ocre.

El fondo del horizonte lo cerraba con frecuencia una línea de montes
bajos, largos, grises; una ola de piedra en la juventud del planeta,
que limitó después seguramente la hondonada de algún gran lago.

Al marchar en su camino, el viajero veía sucederse valles de tierra
fértil, montes con matorrales y con encinas, cerros grises, áridos,
plomizos, con vetas amarillas y bermejas y laderas blancas y yesosas.

Tras de la aridez, tras de los terrenos con aire estéril, como
sembrados de sal por alguna maldición bíblica, tras de las ramblas
con juncales y los descampados llenos de piedras y de espejuelos,
con algunos pobres cardos secos, venía la tierra cultivada y el
olivar triste y dramático; tras de los montes erosionados en cárcavas
profundas, las huertas a orillas de un arroyo; tras de los cerros secos
e infecundos, los campos cuadriculados, los rectángulos, de un verde
luminoso, del trigo y de la cebada.

Alvarito recogía con cariño las impresiones de aquella tierra áspera,
violenta y cambiante.

Por la mañana, al levantarse y al prepararse para salir de la aldea,
cantaban los gallos en los corrales, sonaba la campana de la primera
misa, corría vientecillo frío y sutil y el sol doraba las piedras del
cerro próximo, como si las pusiera candentes.

Los labradores salían con arados y yuntas; algunos burros, con sus
serones, atados a las rejas, miraban con ojo observador; recuas de
mulas aguardaban a la puerta del mesón, y la diligencia, desmantelada y
polvorienta, esperaba en la plazoleta o en la rinconada a que un mozo
le quitara el barro, echándola cubos de agua.

En las calles del pueblo sorprendía el aroma de la retama y de la
jara, salido de los hornos de cocer el pan, y el olor de orujo de las
alquitaras.

Luego, al comenzar a marchar por la carretera, si se quería echar una
última mirada al pueblo, se le veía dorado al sol, con la torre de
la iglesia triunfadora; los tejados, las azoteas y las guardillas,
brillantes e incendiadas...

Avanzaba la mañana; se cruzaba con galeras y con recuas por el camino
polvoriento; rebaños de ovejas blancas y negras se esparcían por el
campo.

Al mediodía, el sol, en el cénit, brillaba con todo su esplendor. Era
difícil encontrar una sombra para descansar. Se comía, se tendía un
momento a mirar al cielo y se experimentaba como la embriaguez del
abismo azul. Se sentía sed de beber el espacio, envidia de las águilas,
viajeras solemnes de las alturas.

Cuando el calor apretaba, el aire parecía vibrar en los contornos
de los montes y de los árboles. Los cuervos pasaban graznando y las
urracas volaban y saltaban, agitando su larga cola.

Por la tarde, el dorado del campo se acentuaba y las sombras comenzaban
a alargarse. El castillo, en la punta del cerro, amarilleaba; la
silueta borrosa del pueblo, en la falda de una colina, con su espadaña,
se esfumaba en la vibración de oro, tembladora de la luz. Los arroyos
de agua medio estancada, blanco verdosa, brillaban en alguna presa, y
los chopos, unos con aire de plumeros erizados, otros torcidos y sin
ramas, como grandes látigos, bordeaban sus orillas.

Avanzaba el día y el sol iba declinando. El campo, en los cerros
pedregosos, parecía de corcho; la tierra mostraba sus entrañas más
sangrientas a la luz de la tarde. La línea de los montes lejanos,
bajos, largos, grises; la ola de piedra de la antigua hondonada, límite
de un lago, en otro tiempo, iba quedando azul.

Los pastores, harapientos, con sus anguarinas y sus mantas pardas
y negras y sus cayados blancos, aparecían en actitudes inmóviles y
reposadas.

Las lomas grises, pedregosas y áridas, tomaban color de cobre, y sobre
el cobre y el oro viejo de las colinas se destacaban los riscos como
castillos ciclópeos, amarillos y rojos, formados por calizas coloreadas.

El río, como un espejo, reflejaba el cielo, entre cerros parduscos, y
volvía a aparecer después en la amarillez del campo.

Al caer de la tarde, el labrador, arando con sus mulas o con sus bueyes
en la soledad, tomaba aire solemne, y al destacarse a contra luz se le
veía, como a las yuntas, gigantesco.

Los pastores llevaban a beber a sus rebaños a los arroyos, y mientras
las ovejas se desparramaban en la barrancada del río, el pastor y el
zagal las vigilaban inmóviles, en su actitud triste y misteriosa.

Luego venía el alargarse las sombras y la fantasmagoría de los
crepúsculos; venía el horizonte de naranja y de grana; las nubes,
incendiadas, como islas de metal fundido; los archipiélagos de fuego,
los peces grises, las ballenas y los dragones.

La luna llena aparecía sin color en un cielo pálido, azul, con alguna
nubecilla opalescente; otras veces salía enorme por encima de una loma,
como una cara inyectada, y otras se presentaba de improviso en lo alto
con aspecto de piedra helada y rota.

Las humaredas tenues brotaban de las chimeneas de los pueblos,
metidos en las hondonadas, y estas humaredas flotaban en el aire,
se complicaban con la frialdad y con la negrura de la noche y se
convertían en nubes.

Luego comenzaban a brillar las estrellas. Al acercarse al pueblo en
donde se había de dormir, se amontonaban en confusión los carros y las
recuas, los labradores montados en burros y las mujeres jornaleras; en
los caminos, llenos de barrizales. El viajero sentía la angustia y el
temor de entrar en la posada.

—¿Qué me deparará la suerte? —se preguntaba.

Dentro del pueblo, el viento, frío, comenzaba a soplar por las
encrucijadas.

En la calle pedregosa pasaban las mujeres, llevando cántaros en la
cabeza, riendo y hablando en alta voz.

La posada aparecía como un zaguán negro y prolongado por un pasillo
también negro.

Los arrieros iban y venían, llevando el pienso a sus mulas,
alumbrándose con un candil.

Los domingos, esta llegada al anochecer al pueblo desconocido era más
triste aún. Algunas muchachas, ataviadas de día de fiesta, aparecían en
la carretera; en los corrales jugaba la gente a las cartas; grupos de
hombres se amontonaban a las puertas de las tabernas; algunas parejas
paseaban en la plaza; había rumores de guitarras, gritos en las
callejuelas y retumbaban las campanas a cada paso.

Luego, fuese día de labor o de fiesta, la noche era grave, triste y
silenciosa. Corría un vientecillo helado y de tiempo en tiempo se
repetía el canto melancólico de los serenos.




VII

FERIA EN SIGÜENZA


El arriero con quien fue Alvarito de Almazán a Medinaceli no era hombre
amable y jovial como el señor Blas, sino, por el contrario, malhumorado
y antipático. Quiso explotar al viajero, cobrándole más de lo justo;
pero Álvaro se resistió con energía y con tranquilidad, y, a pesar de
las amenazas embozadas del hombre, no pagó más que lo ajustado.

Vio Alvarito claramente que el consejo del señor Blas de no ir nunca a
ninguna parte sin amistades era bueno y comprendió cómo no le convenía
marchar solo por aquellos pueblos. Valía más ir despacio que no
exponerse a ser engañado o robado.

La persona a quien le recomendó el señor Blas en Medinaceli era un
botero. Al ir a visitarlo, Alvarito no lo encontró, y en la botería
le dirigieron a un hombre, dueño de una tiendecilla con baratijas,
estampas, marcos y objetos de escritorio.

El comerciante le recibió con estúpida e injustificada suspicacia, como
si no quisiera dar las palabras de balde, cosa que tan poco vale en
España, y lo único útil que le dijo fue que el camino estaba seguro,
que podía marchar en un carro hasta Sigüenza, pues iban a esta ciudad
arrieros, sobre todo los miércoles y sábados, que eran días de mercado.

Alvarito dio un paseo por el pueblo antes de retirarse a la posada.

Medinaceli le pareció pueblo frío, de alrededores pelados, con montes a
lo lejos, de extrañas siluetas.

Hacía día de viento seco y polvoriento.

Álvaro vio el arco romano, que la gente llama el Portillo; la torre
de la parroquia, convertida en baluarte, y en el cementerio, resto de
una fortaleza, con grandes muros exteriores y matacanes, contempló las
maniobras de una rata, sin duda antropófaga, que corría por entre las
tumbas abandonadas.

Luego pasó por delante del Humilladero y recorrió el paseo de la Luneta
contemplando el paisaje. El cielo se presentaba gris, el horizonte
turbio, las nubles blancas y pesadas. Aquella tierra le pareció a
Alvarito más triste y más desolada bajo la atmósfera sin transparencia
y la polvareda que venía en el aire.

A lo lejos se oían los tañidos de una campana, melancólicos y
angustiosos.

Después de separarse del señor Blas, Álvaro se sentía más solo y más
triste.

Pensó que su espíritu se mostraba en aquel momento con un color
parecido al del ambiente; gris, descolorido. En este cuadro gris
oía sonar en sus oídos la voz de la monjita novicia de Almazán, tan
graciosa y de tan infantil pedantería. Se sentó en un banco y sintió
frío.

Las ráfagas de viento le traspasaban el cuerpo. Se dirigió a la posada
a calentarse al lado del fuego.

Le contaron en la cocina cómo Cabrera, a mediados de la guerra, penetró
en el pueblo; cómo fingió prender al obispo de Pamplona, confinado allí
por el Gobierno de la Reina por sospechoso, y le mandó con escolta a la
corte de don Carlos.

Nuestro viajero se levantó muy temprano, y en un carro comenzó a bajar
la cuesta del cerro de Medinaceli. Llegó a Sigüenza antes del mediodía.

Le acompañaba un prestidigitador y su criado, que iba a dar funciones
en el pueblo.

El prestidigitador, llamado en los carteles Merlín, hombre de unos
cincuenta años, moreno, de ojos brillantes, el pelo negro y rizado y la
cara roja de borracho, hablaba por los codos. El criado Severo, a quien
su amo llamaba Severísimo en broma, era flaco hasta transparentarse,
afilado y narigudo.

Las relaciones entre amo y criado tenían un carácter extraño; por el
motivo más fútil reñían y se insultaban.

Sigüenza, a lo lejos, con su caserío extenso, las dos torres grandes,
almenadas, como de castillo, de la catedral, y su fortaleza en lo alto,
le produjo a Alvarito gran efecto.

El arriero llevó al prestidigitador, a su criado y a Álvaro a una
posada de la calle Travesaña Baja, donde él paraba. La posada, medio
derruida, ostentaba este letrero, escrito con letras negras en la
pared:

  SE GISA A LA PERFEZIÓN

A Alvarito le llevaron a un cuarto grande y destartalado, frío como el
Polo Norte, con telas de araña en el techo.

En las proximidades de la catedral, en la Plaza Mayor, en la calle
de Guadalajara había gran mercado y muchos puestos de todas clases:
herramientas para el campo, pucheros, cazuelas, ropas, mantas, alforjas
de colores muy vivos, loza basta y bujerías. Con estos baratillos
alternaban verduleras con hermosas coliflores, cardos y alcachofas y
muchos aldeanos con corderos y ristras de ajos al hombro.

Pasaban los hombres con calzón corto, pañuelo en la cabeza o zorongo, y
otros con grandes capas pardas, sombrero de pico, abarcas y un cayado
blanco de espino en la mano.

Alvarito creía que solo en Aragón llevaban los hombres este zorongo,
resto del turbante; pero, sin duda, la morería en España ocupó una zona
de acción más extensa de lo que él pensaba.

Las mujeres traían varios refajos de campana, hechos con bayetas rojas
y amarillas, y algunas se echaban uno por encima de la cabeza.

En las puertas de las posadas se agrupaban burros blanquecinos, con
aire de viejos sabios, cubiertos con sus albardas. Subían hacia el
pueblo arrieros, con recuas de seis o siete mulas, de aire cansado.
Entre la multitud correteaban, muy vivos y animados, los estudiantes de
cura, con su hábito y su tricornio.

Álvaro entró en la catedral; le pareció enorme, majestuosa. Le
produjo verdadero asombro. En un reborde de poca altura, a todo lo
largo de la nave lateral y del triforio, había una fila de sillas
y de reclinatorios, verdes y rojos. Algunas pocas viejas rezaban,
arrodilladas, bisbiseando.

En el fondo de una capilla se veía una puerta abierta, con dos
escalones para subir. La capilla parecía llena de misterio. En el altar
había abierto un libro rojo. Vio también Álvaro, en otra capilla, la
estatua funeraria de un doncel leyendo un libro.

Era del sepulcro de un comendador de Santiago, muerto por los moros en
la vega de Granada.

Álvaro oyó un sermón sorprendente. El predicador, cura joven, se
esforzaba en exponer un tema de teología oscuro, propio de Seminario.
Para aclarar sus conceptos, que ninguno de los fieles, la mayoría
pobres aldeanos, entendían, soltaba de cuando en cuando frases en latín
de algún padre de la Iglesia.

Con un poco de malicia se podía pensar que el predicador se burlaba de
la gente. A Alvarito le vino la idea de que por encima de la tonsura
del sacerdote iban a aparecer los cascabeles de la Dama Locura.

Casi lo temió, un momento, pero se tranquilizó pronto; sin duda el cura
no se daba cuenta de lo lejos que andaban sus tiquis miquis oratorios
de la imaginación de los fieles, o si se daba cuenta, no le importaba
gran cosa, y, en medio de sus disquisiciones metafísicas, no pensaba
más que en la buena comida que iban a servirle en casa del deán.

Alvarito salió de la catedral. Fue a la posada, comió sin gran
_perfezión_, el parador de la calle Travesaña no legitimaba su letrero,
y salió a la calle. Estuvo contemplando la Plaza Mayor, con sus casas
antiguas, algunas con las piedras carcomidas. El pueblo parecía poca
cosa al lado de su iglesia y como si se hubiese construido solo para
legitimar la catedral.

Callejeó y se alejó del centro hacia el castillo. Algunas viejas
hilaban en los portales. La tarde estaba fría; el cielo, azul, con
algunas nubes grises y blancas; el sol, muy amarillo, iluminaba las
torres y los remates de las casas.

En todas las calles se veían edificios desplomados, que, sin duda,
no se había tratado de restaurar. Volvió a la Plaza Mayor. Mendigos
llenos de harapos, de calzón corto, con largas greñas y tufos por
encima de las orejas, le importunaron. Uno de ellos, vagabundo, con
aire amenazador, ennegrecido por el sol y la lluvia, le persiguió largo
rato; otro, un viejo, con sombrero alto, cayado en la mano, abarcas,
anguarina llena de remiendos y una alforja en el hombro, le agarró del
abrigo.

Se deshizo como pudo de los pedigüeños y entró de nuevo en la catedral.
Ahora cantaban vísperas. Alvarito no las había oído nunca. Era algo
terrible y solemne, con ese aire de majestad y de venganza de los
cultos romanos y semíticos. En aquella enorme iglesia, helada, aquellos
cantos le dejaron sobrecogido. Salió al claustro y después a una gran
terraza con una verja, con puertas de hierro monumentales.

Después bajó al paseo del pueblo, a la Alameda, y se sentó en un banco,
al sol, cerca de una estatua de piedra de un hombre arrodillado.

Pasaron algunos estudiantes de cura en fila, con su manteo y su
tricornio.

Unos chiquillos, que andaban jugando, comenzaron a gritar: ¡Cua!,
¡cua!, ¡cua!, imitando el graznido de los cuervos.

Alvarito quedó asombrado ante esta manifestación anticlerical de un
pueblo de clerigalla, del que decía un cantar satírico que todos sus
habitantes eran hijos de frailes y de curas.

—A veces parece que ya no va a haber religión en España —se dijo—;
a veces parece todo lo contrario. Realmente, mi país es un tanto
enigmático.

Comenzaron a doblar las campanas; al cesar estas en su sonido se oía el
murmullo del arroyo. Alvarito veía a un lado y a otro lomas rojizas,
sangrientas, y otras de color de ocre. El sol comenzó a ponerse sobre
los árboles del paseo, coloreados por el fuerte verdor de las hojas
nuevas.

Alvarito se dirigió al centro del pueblo, frío, helado, desierto, y
después a la posada. Luego, buscando un sitio en donde charlar, se
metió en la cocina.

Allí, además de un viejo, padre de la posadera; del prestidigitador
Merlín y de su criado, se calentaban a la lumbre el sacristán y un
estudiante de cura, con su tricornio destrozado y el manteo hecho
jirones.

Alvarito preguntó por las ideas y costumbres del pueblo, y el
sacristán, un hombre pequeño, le dijo:

—Aquí, todo el mundo, gracias a Dios, es carlista.

En Sigüenza habían entrado, al principio de la guerra, Balmaseda con
su gente y después Cabrera y Quílez.

El sacristán carlista, a quien llamaban de apodo el Feotón, porque era
de familia de _feotas_, tenía unas opiniones bastante raras para todo
el mundo y hasta para un carlista de Sigüenza.

Habló de un pasquín, que él conceptuaba muy ocurrente, puesto hacía
años contra María Cristina en la puerta de la catedral, que terminaba
así:

«Fuera esa vil mujer y que se vaya a su país a soldar calderas».

El Feotón sabía quién redactó el pasquín; pero no quería decirlo.

Era curiosa la idea de los carlistas sobre María Cristina. La llamaban
la calderera, la piojosa, la zarrapastrosa, y probablemente, gente de
buena fe, creía que, en su tierra de Nápoles, María Cristina anduvo con
algún oso o con algún mono tocando la pandereta.

A don Carlos lo consideraban como un héroe; los liberales eran,
naturalmente, todos masones y vendidos al diablo; los extranjeros,
hambrientos y miserables, que no conocían el pan blanco. Creían también
que ellos engrandecerían a España restableciendo la Inquisición y
las fiestas religiosas, terapéutica sencilla y fácil de llevar a la
práctica.

Ciertamente se comprendían algunas de sus ideas; por ejemplo, su
mala opinión acerca de María Cristina. Aquellos buenos españoles,
acostumbrados a ver desde lejos en el rey una persona respetable y casi
santa, se encontraban de pronto gobernados por una extranjera, que se
enredaba además con un guardia de corps, hijo de un estanquero.

Cierto que tales contubernios no eran nada raro en los Borbones
para el que vivía cerca de ellos. Estos buenos Borbones siempre se
distinguieron por su rijosidad y parte por su estupidez y su mala fe,
a pesar de lo cual produjeron siempre, sobre todo en los franceses,
un gran entusiasmo. Había que reconocer que nunca se había llegado
hasta entroncar públicamente con el estanco como en la época de María
Cristina.

El viejo contó cómo en el invierno de 1812 Espoz y Mina venció en
Sigüenza a los franceses, mandados por el general Abbé, y cómo un
mes después, en el Rebollar, fue sorprendido el Empecinado por los
franceses del general Guy, que llevaban como jefe de Estado Mayor a don
Saturnino Abuín, el Manco, antiguo segundo del Empecinado, pasado a los
franceses. Don Saturnino derrotó a su antiguo jefe y le hizo perder mil
doscientos hombres.

El Empecinado estuvo a punto de caer prisionero y se salvó echándose a
rodar por un barranco.

Alvarito pudo notar que para los carlistas intransigentes, como para el
Feotón, los héroes de la guerra de la Independencia no eran simpáticos,
porque para ellos el mérito máximo consistía en defender, no España,
sino el trono y el altar, sobre todo el altar.

Alvarito se acostó cerca de la media noche y se despertó tarde. Una
chica cantaba a voz en grito y unos burros rebuznaban escandalosamente.
Se vistió y fue a la calle. En la plaza había mucha gente.

Quedaban todavía restos de la feria, y entre los puestos de pucheros y
de baratijas un hombre sostenía un cuadro o estandarte con figuras y
otro las explicaba con un puntero. El estandarte o cartel sostenido en
el palo, por un lado llevaba pintada la Fiera Corrupia o la llegada al
mundo de la gran bestia del Apocalipsis, y por el otro, las escenas de
la vida de Candelas, el ladrón célebre, subdivididas en muchos cuadros,
desde su primer robo hasta que le agarrotaron en el Campo de Guardias,
de Madrid.

El del puntero vendía papeles verdes y rojos y explicaba las escenas
del cartel. En la llegada de la Fiera Corrupia al mundo se amontonaban
muchas de las tonterías y absurdos del Apocalipsis, con mil y un
presagios para el porvenir, a cual más ridículos.

En la vida de Candelas había menos necedades.

El del puntero comenzaba su relación dirigiéndose a los padres _que
tenían hijos_, poniéndoles el ejemplo de Candelas, de adonde conducen
la mala conducta y las malas compañías. Al final, señalando la última
escena pintada, el hombre recitaba estos versos con una voz mortecina y
triste:

      Ya lo sacan de la cárcel,
    lo llevan por la carrera,
    hasta llegar a la plaza,
    donde turbado se queda.

A Alvarito le recordaban aquellas pinturas horribles las figuras de
cera de Chipiteguy y las contempló largo rato. Después estuvo oyendo
las explicaciones de un charlatán que vendía todo a real y medio la
pieza. Era, indudablemente, un hombre listo. Mientras tenía en la mano
una cosa cualquiera le daba un aire de ser buena y al ir a otras
manos, como por arte de magia, se convertía en algo sin valor. Los
aldeanos, a pesar de su cazurrería y de su desconfianza, se quedaban
maravillados, como pensando en qué consistiría este sortilegio.

Miraban lo que habían comprado atentamente; a veces hacían un gesto de
desagrado o de resignación. Quizá algunos no protestaban para no pasar
por tontos y otros dejaban con malicia que el compañero cayese en el
mismo lazo que ellos.

Alvarito oyó muy entretenido al hombre del baratillo.

Al volver a la posada preguntó al viejo, padre de la posadera, cómo
iría más seguro y mejor a Molina de Aragón.

—Aquí para —le dijo el viejo— un arriero, a quien llaman por mal nombre
Malos Ajos, porque es bastante mal hablado, y mañana por la mañana va a
Molina.

—¿Es buena persona?

El viejo se encogió de hombros.

—Creo que sí; no sé que haya robado a nadie. Al menos con trabuco.
Quedarse con algo, si ha podido, me figuro que se habrá quedado. Va
también con él ese estudiante de cura que estaba ayer aquí que se llama
Tiburcio Lesmes. Ese sí es un buen peje; un granuja de marca mayor.
Suele llevar siempre barajas marcadas e invita a jugar y le saca los
cuartos a cualquiera; pero otras fechorías no hará, porque es cobarde
como una liebre.

Habló Alvarito a Malos Ajos, quedó con él de acuerdo y por la mañana
entró en su carro para ir a Molina en compañía del arriero y de
Tiburcio el estudiante.

A la salida del pueblo se encontraron con un lañador, con su taladro
y sus alicates, sus alambres, un berbiquí y un saco. Era hombre muy
desharrapado, muy sucio, con una manta destrozada y calañés en la
cabeza. Sus ojos claros y su tez oscura le daban aire de gitano. Era
de los que gritan: A componer tinajas y artesones, barreños, platos y
fuentes.

El lañador, conocido de Malos Ajos, pretendió entrar en el carro.

Alvarito notó que olía muy mal y se lo dijo, lo que produjo la cólera y
el refunfuñamiento del gitano.

El tío Malos Ajos era un pedante. La enfermedad de la pedantería es
frecuente en Castilla, y además, incurable.

El tío Malos Ajos había tañado a Alvarito, considerándolo un infeliz,
a quien podría explotar, y como mala persona se decidió a ello sin
escrúpulo.

—Hace usted bien —dijo el arriero a Alvarito— en ir con gente de
confianza, porque este camino es poco seguro. Aquí, no muy lejos de
Sigüenza, cerca de la Venta del Puñal, entre Grajanejos y Almadrones,
mataron hace un mes a un amigo mío.

—Por esa misma época —dijo el estudiante Tiburcio—, un grupo de
vagabundos y de ladrones desvalijaron una casa de aquí cerca.

Al poco rato, Malos Ajos añadió, señalando un recodo:

—Ahí mismo mataron a un viejo que volvía de la feria.

—¿Ahí? —preguntó Álvaro con indiferencia.

—Ahí mismo. Un poco más lejos le robaron a un recluta que volvía al
pueblo.

—Y en aquel cerrillo, según dicen —agregó el estudiante—, se le
apareció un fantasma a un ermitaño.

Alvarito notó la intención de asustarle y se puso en guardia.

—¡Bah! —dijo de pronto—. Yo no tengo miedo a los ladrones, al revés;
estoy tan desesperado, que me alegraría que salieran para matarme con
alguien. No me pueden robar, no llevo un cuarto en el bolsillo.

—¿Y cómo sale usted de casa sin dinero? —preguntó el estudiante.

—El dinero lo tengo que recoger en Molina. No llevo un cuarto; en
cambio tengo unas pistolas que hay que verlas.

El arriero, el estudiante y el gitano se miraron uno a otro con
sorpresa.

Comieron en el camino. Dos o tres horas antes de llegar a Maranchón el
cielo comenzó a ponerse negro como la tinta y empezó a relampaguear y a
tronar. La tormenta fue de gran violencia.

Gruñía la tempestad, silbaba el viento y los rayos iluminaban el campo
con sus zigzags cárdenos. Con redoble de lluvia y de granizo llegaron a
un parador solitario, se acogieron corriendo a él y se metieron en la
cocina.

Alvarito observó que tanto el tío Malos Ajos como Tiburcio Lesmes
y el lañador gitano eran muy cobardes; temblaban cuando tronaba
fuerte. Alvarito se acurrucó en un rincón y notó poco después que
el estudiante intentaba investigar en sus bolsillos. Comprendiendo
que la mansedumbre resultaría peor que la violencia, a la segunda
investigación se levantó y pegó un puntapié al estudiante, que comenzó
a chillar. Luego se abrochó bien la chaqueta y se dispuso a hacer como
que dormía.

Poco después el estudiante le dio una palmada en el hombro.

—¡Eh! Usted, joven —le dijo—, ¿quiere usted echar una partida? —y sacó
unos naipes.

—No —contestó Alvarito.

—¿Y por qué no?

—Porque no me da la gana y porque estoy cansado.

El tío Malos Ajos, sorprendido de la entereza de Alvarito, le miraba
con asombro.

Jugaron Malos Ajos, dos arrieros y Tiburcio a las cartas, y al final
del juego se acusaban unos a otros de tramposos y de jugadores de
ventaja.

Después de cenar, el ventero dijo que disponía de pocas habitaciones.
Tiburcio tendría que dormir en el mismo cuarto que Álvaro. Álvaro
aseguró que prefería dormir en el pajar.

El ventero le mostró el pajar a Alvarito y este entró sin luz y se
tendió en el suelo.

Había un agujero en la pared por donde entraba el viento helado.

—¡Qué frío hace aquí! —exclamó Álvaro.

—Esta es la venta del Mal Abrigo —dijo un arriero que estaba tendido en
el suelo, con la cabeza liada en una manta.

Alvarito se deslizó hasta un rincón y se dispuso a pasar la noche
sentado.

A poca distancia de él cuchicheaban dos personas en murmullo apenas
perceptible, como el de un chorro de agua lejano.

¿Quiénes podían ser?

Alvarito aguzó el oído. Le parecieron las voces de Malos Ajos y del
gitano. Uno de ellos decía que Alvarito era un tonto, que iba a cobrar
unos dineros en Molina y que lo debían de coger y meterlo en cualquier
lado y mandar a alguien a cobrar.

Alvarito, inmediatamente de oír esto, salió despacio al corral, se
acercó al carro de Malos Ajos, cogió su maletín, abrió la puerta y
salió al camino.

Realmente, aquella era la Venta del Mal Abrigo, como decía el arriero,
si es que no era el puerto de Arrebata Capas.

Valía más ir por la carretera.

Tronaba, pero no llovía; las estrellas comenzaban a aparecer en el
cielo. El aire venía cargado de olores aromáticos.

—Adelante —se dijo—. Cuanto más lejos, mejor; adelante.

Fue marchando de prisa por un páramo estéril y pedregoso, muy contento,
hasta llegar a un pueblo: Maranchón.

Entró en una posada; junto a un hermoso fuego se calentó y se fue a la
cama.

Durmió de un tirón hasta muy entrada la mañana.

En Maranchón, pueblo de vendedores de caballos y de cerdos, se tiritaba
de frío.

Quedaban también allí recuerdos de Balmaseda. En 1836, el cabecilla,
después de sorprender a la guarnición liberal del pueblo, se dedicó a
una terrible matanza.

A la mañana siguiente, el arriero Malos Ajos y Tiburcio se presentaron
a Alvarito en Maranchón y le preguntaron por qué causa se marchó,
dejándolos.

—Nada; tenía ganas de andar.

—¿Vendrá usted con nosotros?

—No; voy a seguir solo.

—¿Por qué? ¿Tiene usted miedo?

—No tengo que dar explicaciones.

La insistencia de los dos le convenció de su imprevisión de fiarse de
gente desconocida. Alvarito se fue a ver al alcalde del pueblo, chalán
que había estado en Bayona, quien le dijo que cortara toda relación con
los dos tunantes y que unos días después podría seguir su viaje con un
arriero de confianza.




VIII

REFLEXIONES SOBRE LAS FONDAS MODERNAS Y ASÉPTICAS


En el prólogo de este libro hemos fantaseado, con más o menos
ingenio, sobre la pintura, la novela y la filosofía aséptica, y ahora
divagaremos un poco acerca de las fondas españolas, donde la asepsia
tiene indudablemente más objeto que en los bodegones pintados y en la
literatura.

Los franceses, con su habitual petulancia, nos han hablado de la
pobreza y miseria de las posadas españolas y de las ventas; pobreza y
miseria indudablemente cierta, aunque quizá sin los colores que les
han dado ellos, llevados por la visión amanerada, que es peculiar y
característica de nuestros vecinos.

La verdad es que todos los pueblos meridionales han sido natural
y espontáneamente sucios, quizá por el clima, quizá por la raza,
quizá por profesar la verdadera religión, que es, como se sabe, el
catolicismo. Sea por lo que sea, es lo cierto que los hábitos de
limpieza en Europa han venido del Norte, de Inglaterra, de Holanda y de
Escandinavia.

Cuenta un escritor francés que en el libro de viajeros de una fonda
española un cura escribió esta sentencia: «Piensa que muerto serás
comido por los gusanos»; y el escritor añadió: «Y vivo, por las pulgas».

Nadie duda de la exactitud de los hechos. Los gusanos y las pulgas, y
otros parásitos aun más desagradables, son una realidad en todos los
países latinos y católicos. Sin embargo, es posible que esta anécdota
sea tan verdadera como la otra del que llegaba a una mísera venta
española y decía:

—Yo quisiera tomar algo.

Y el ventero le contestaba:

—Pues tome usted asiento.

Los dos chascarrillos pueden servir de contribución al conocimiento de
la España pintoresca.

A pesar de las pulgas, de los demás parásitos y del tome usted asiento
de las ventas y mesones de nuestro país, hay que convenir que son casi
más odiosas las fondas españolas modernas, con sus pretensiones de
asepsia y de desinfección, que las antiguas.

Esta fonda moderna española aséptica, con su aire anglo jesuítico,
es de una antipatía perfecta. Todo en ella es rapado, mezquino y
desagradable.

Algunas poseen el aire de clínica económica. Parece que, en vez de
llevar el manjar sangriento al comedor, lo van a llevar a uno al
quirófano a abrirle en canal.

Todo se acerca a estar bien en nuestras modernas fondas asépticas; pero
nada está bien del todo.

El comedor, en sitio oscuro y mal ventilado, con luz de acuario; el
mantel, medio húmedo y de blancura gris; las alcobas, en los sitios
más sombríos, a veces con ventanas a patios o a pasillos, como si el
viajero fuera un plato de carne que se puede meter en una fresquera.
El retrete no huele mucho, pero huele bastante para que se note su
existencia; las criadas son malhumoradas; el amo o el ama, adustos,
como si temieran que los huéspedes se fuesen sin pagar. Todo es
aséptico, de economía y sordidez que dejan frío.

Los españoles actuales que frecuentamos estas fondas nos sentimos con
el corazón tan aséptico como ellas.

Es extraña la pedantería que se desarrolla en una fonda española
moderna. Todo el mundo aparece afectado, engolado, desdeñoso, de una
manera tan absurda, que se siente vergüenza de pertenecer a una especie
zoológica tan ridícula como la del viajero.

El mérito parece que está en decir: Yo desdeño a los demás y los demás
no me desdeñan a mí. Esa es la gran preocupación. El que puede fruncir
los labios con más desprecio; el que puede demostrar que cuando escribe
una carta no se ha enterado de que existe otro ciudadano a su lado; el
que prueba de una manera palmaria e irrefutable su majadería, es el que
bate el _record_.

Alguien dirá: ¿Es que en los hoteles de otros países la humanidad es
más amable o más simpática? No. Indudablemente, en todas partes el
género es el mismo; el matiz es lo que varía. Se puede asegurar que
todos los hoteles y fondas nacionales son aburridos y monótonos.

Solo cuando el hotel es internacional empieza a ser divertido, porque
se convierte en algo como una fiesta de circo o una jaula de monos.

El francés, petulante, hablando en falsete; el alemán, sin cogote,
con la cara lustrosa, como untada con tocino; el inglés, con aire de
perro; el yanqui, amojamado; el español, inoportuno y exigente; el
sudamericano, triste y amulatado; el judío, aguileño; las mujeres de
los diversos tipos, pintadas, con pieles, gasas, joyas, todo esto es un
espectáculo ameno y contradictorio.

Pero nuestros hoteles y nuestras fondas no son espectaculares, sino
sombríos, siniestros, de una gravedad y de una seriedad funerarias. Se
sube, se baja, se entra en el cuarto, como si se fuera a acompañar un
entierro.

Si hay ascensor, no se puede prescindir de él. El subir unos escalones
se considera, no solo como un trabajo ímprobo, sino como una ofensa.

En los comedores de estas fondas triunfa el comisionista, que emplea
el palillo desdeñosamente, como si fuera algo que nos regocijara a
los demás; el ver que se saca piltrafas de carne de los agujeros de
los dientes. Al lado del comisionista, triunfante con su palillo,
como una hiena sentada en un cementerio, está el que toma píldoras, o
polvos, o bicarbonato. En las alcobas vemos las etiquetas pegadas a las
paredes por los viajantes que han pasado por allí, muchas anunciando
específicos para la tuberculosis, para la tiña o para la sarna; siempre
cosas alegres.

Los americanos, sobre todo, son gentes que, cuando vienen a España, nos
reprochan nuestro provincialismo y nuestro abandono.

Yo he llegado a pensar que actualmente tenemos demasiados escaparates
lujosos, baños, inodoros, asfaltos y ascensores; en cambio, no nos
distinguimos gran cosa por nuestro ingenio. Al extranjero le interesa,
naturalmente, más nuestra higiene que nuestro ingenio; pero a nosotros
nos puede interesar más nuestro ingenio que nuestra higiene.

España es pueblo proletario y algo zarrapastroso, que a veces tiene
simpatía e intuiciones geniales. Los extranjeros quieren que dejemos
nuestra intuición y nuestra simpatía a un lado y que seamos españoles
asépticos.

Es un plan que indudablemente nos seduce poco. Eso de no poder pasar
de ser guardas de monumentos, porteros de nuestras catedrales o de las
baratijas de yeso de la Alhambra, es un poco triste. Yo creo que es
preferible ser séptico e infeccioso y divertirse lo más posible.

A mí, al menos, la asepsia no me entusiasma del todo; creo que prefiero
la infección. En el género fonda me gustan más que estos hoteles
asépticos y funerarios aquellas fondas clásicas, grandes, sucias, con
el suelo torcido, las sillas rotas, las cortinas llenas de polvo, el
sofá desvencijado, con durezas terribles; las estampas de santos y las
cómodas ventrudas, con un Niño Jesús con su bola de plata en la mano.

En una fonda aséptica actual sabemos que encontraremos comida más o
menos auténtica, un cuarto, café con achicoria y sociedad distinguida
de viajantes de comercio o de millonarios, que no se diferencian nada
de los viajantes.

En la fonda española clásica, séptica e infecciosa, había sorpresas.
Se buscaba una comida regular, y se encontraba una aventura política;
se iba detrás de un guiso de carnero, y se salía enamorado de la
criada; se oían gritos en el cuarto de al lado, y se averiguaba que
había un loco furioso; se miraba por un agujero de la pared, y se veía
una mujer muy guapa; salía uno al balcón, y se encontraba uno con un
loro o con un mono de algún indiano venido a España, en compañía de una
negra.

Un poco de suciedad, con simpatía y gracia, es más agradable que esta
tiesura de ahora, con su asepsia y su pedantería correspondiente; y no
es que defienda uno lo antiguo por amor al turismo y a la chatarra de
lo pintoresco. No.

Sin duda no podemos ser cuidadosos, minuciosos, meticulosos. No lo
seamos. ¿Qué importa? ¿Que el extranjero nos denigra un poco? ¿Que el
rasta americano se crea superior a nosotros, porque la porcelana de sus
comunes es superior a la nuestra? Nada de eso nos debe preocupar.

Si la fonda aséptica se generaliza y aumenta aún más en antipatía, en
aspecto funerario y en pedantería, nuestro grito va a llegar a ser
este: ¡Viva la fonda séptica y la novela séptica e infecciosa, donde se
encuentran cosas inesperadas, y vaya al diablo la teoría microbiana!




IX

EL CURA ADMIRADOR DE CABRERA


Molina de Aragón es un pueblo de cierto empaque aristocrático, con
casas hermosas, calles bastante anchas y una gran fortaleza que volaron
los franceses en la guerra de la Independencia, dejando de ella
solamente varios torreones, altos y dramáticos.

Llegó Alvarito a Molina y fue a parar a una fonda de la plaza, en donde
le destinaron una alcoba y un gabinete de papel rameado, con un loro
charlatán en el balcón y una jaula dentro con dos canarios.

En medio del cuarto había un velador, y sobre él, algunos números
encuadernados del _Semanario Pintoresco Español_, de _El Museo de las
Familias_ y de _El Panorama_.

Alvarito habló largo tiempo con la dueña de la casa y con sus hijas
y logró inspirarlas confianza. La dueña, muy charlatana, le contó
antiguas historias del año 1823, cuando estuvo en Molina el conde de
España y mandó fusilar al general Bessieres.

Alvarito empezaba a saber tratar a la gente. Sabía ser amable y cortés,
sin presentarse como el forastero que va a pedir o a sacar algo.

En general, quien visita los pueblos, tiene que dar la impresión de que
va a algo concreto, y a poder ser, con un fin interesado y egoísta,
porque eso se comprende bien por todo el mundo, y hasta presta cierta
respetabilidad.

Si en una aldea a una persona se le ocurre decir que no lleva más
objeto que ver el paisaje o la silueta de una montaña, se expone a que
le tomen, por lo menos, por asesino.

Alvarito consultó el mapa para ver si podía ir directamente desde
Molina a Cañete en dos o tres jornadas, por el monte; pero el camino
era frecuentado y recorrido por restos de partidas carlistas. La dueña
de la fonda le recomendó fuese a Teruel con algún arriero, y de allí,
por la carretera, a Cañete. Debía esperar, por lo menos, dos días.

En el comedor de la fonda de Molina, Alvarito conoció a un abogado,
joven y melenudo, a quien no le interesaba nada de cuanto pasaba a su
alrededor, y que vivía soñando en Madrid, y sobre todo en París.

El abogadito creía ver la ciencia completa del mundo en Balzac,
de quien tenía muchas novelas. Trastornado por aquella literatura
aristocrática quería imitar a los personajes favoritos de sus libros
y se dedicaba a vestirse elegante, a cuidar de sus melenas y a llevar
siempre las manos enguantadas. Era afectado y repipiado hasta más no
poder. Gesticulaba con ademanes de madama y a cada paso se miraba a
sus manos, que sin duda por algún motivo especial le encantaban. En la
fonda, y al parecer también en el pueblo, se reían de sus levitas, de
sus melenas y de sus guantes.

Un prestigio de la casa, y también de la ciudad, era el cura don Juan
Juvenal. En la hora de comer Alvarito no vio a este cura, porque había
ido a un pueblo próximo a echar un sermón. De don Juan Juvenal se
hablaba con gran entusiasmo. De noche Álvaro encontró a don Juan en el
comedor de la fonda.

Era el clérigo un hombrecillo moreno, feo, de ojos negros muy
brillantes como el azabache, las cejas cerdosas, salientes, la tez
pajiza, de hombre enfermo, el labio belfo y los dientes amarillentos y
ennegrecidos; una fisonomía atormentada, pero de gran expresión.

El cura, sin duda malo del estómago, comió muy poco, tomó bicarbonato,
después café y habló por los codos con voz chillona. Se expresaba con
facilidad y elocuencia, pero siempre había en sus palabras un deje de
pedantería de seminario.

Se puso a hablar ante los huéspedes, y entre ellos el abogado
balzaquiano, un poco ex cátedra, observando el efecto producido por sus
palabras en un forastero como Álvaro.

El clérigo tenía la costumbre de inclinarse en la silla cuando estaba
en el comedor, de balancearse y apoyar la cabeza en la pared, con lo
cual había dejado una mancha oscura y grasienta en el papel.

El abogado le gastó varias bromas estólidas sobre un poema que al
parecer escribía el cura, cantando las hazañas de Cabrera.

Don Juan, con gran ingenio y con muchos textos, defendió la tesis de
que los príncipes debían de ser ignorantes para ser buenos, y los
grandes capitanes, bárbaros y crueles. Aquella paradoja le permitió
hacer gala de memoria y de erudición.

El abogado le llevaba la contraria sin ninguna gracia y le recordó que
no sabía multiplicar. El cura se jactó de ello. Al parecer don Juan, en
vez de multiplicar, sumaba repetidas veces.

Dijo luego el cura que los escritores defensores de causas justas y
sensatas se hacen aburridos a la larga, porque al cabo de algún tiempo
sus doctrinas se convierten en lugares comunes.

La afirmación le pareció un enorme sofisma a Alvarito, pero no dijo
nada en contra.

En vista de que no hablaba, don Juan Juvenal interpeló a Alvarito
de una manera un tanto grosera e insolente y Álvaro contestó con
discreción y prudencia.

Como el abogadillo balzaquiano se marchó a una tertulia, don Juan
familiarmente invitó a Alvarito a ir a su cuarto a charlar y a fumar un
cigarro.

En el cuarto del cura, un cuarto de bohemio, se veían los hábitos
colgados en clavos, y entre ellos una guitarra. Amueblaban la
habitación una mesa, un sillón frailero, una estantería llena de libros
y muchos legajos de papeles y cartas sobre una consola, sobre el sofá,
sobre las sillas, entre botas, cajas de puros, peines y botellas de
tinta vacías.

En el suelo se amontonaban las colillas y los periódicos. La confusión
y el polvo indicaban que el cura era hombre descuidado y poco limpio.
Hablaron, o, mejor dicho, habló don Juan. Una mezcla de familiaridad,
de candidez y de grosería, que al principio de tratarle no era muy
agradable, demostraban lo muy plebeyo de su carácter.

Al cabo de cierto tiempo se llenó el cuarto de tal manera de humo de
tabaco, que comenzaron a picarle a Alvarito los ojos.

Mientras tanto, el clérigo hablaba sin parar. Había pensado componer
un poema con la vida de Cabrera, pero no sabía cuándo lo comenzaría.
Sentía gran entusiasmo por el caudillo tortosino y a todos los actos
del cabecilla quería darles aire mesiánico y simbólico.

Don Juan Juvenal se explicaba, sin duda, con mucho ingenio, citaba
con frecuencia en latín y tenía una gran admiración embozada por el
gongorismo, admiración que disimulaba como si le produjera risa. Era un
retórico y un dialéctico, lleno de argucias y de malicia conceptuosa.

Le gustaba llamar a la Virgen, sacro asombro, animado y epítome de
Dios; a las nubes, cándidas holandas del ambiente; a los ángeles,
océanos cerúleos del Empíreo, y a los apóstoles, participios del verbo
que se perora.

Todas las ingeniosidades y frases felices de Góngora, de Argensola, de
Quevedo, citadas en la _Agudeza y arte de ingenio_, del padre Gracián,
le encantaban.

Le hubiera gustado escribir un libro y llamarlo: Silva de varia lección.

Se veía que el clérigo era hombre asombrado de tener ingenio, como
quien encuentra un filón que no sospecha. Naturalmente, abusaba de su
ingeniosidad. Ya se sabe que el mendigo a caballo lo hace galopar hasta
la muerte.

—Todo el mundo tiene cualidades y defectos —dijo don Juan—; los
defectos son muchas veces como las conteras de las cualidades. Ahora,
que en muchos hombres todas son conteras.

Envolviéndolo en frases de retórica conceptuosa, hizo un gran elogio de
Cabrera.

El cura explicaba el que muchos carlistas no comprendieran la
superioridad de Cabrera por torpeza de meollo del vulgo.

—Cuando una fruta empieza a madurar o se halla del todo madura —dijo—,
el inteligente afirma: Ya está; pero el público no la encuentra madura
hasta que no empieza a pudrirse.

Esto le ocurría a Cabrera, según él. Pasados veinte o treinta años,
todo el mundo le admiraría.

Cabrera tenía algo de azote de Dios; su paso se hallaba señalado en
muchos versículos del Antiguo y del Nuevo Testamento. ¿Que se le
atribuían crueldades? Eran ciertas; las mismas que los escritores
latinos y griegos atribuían a los bárbaros del norte que iban a
regenerar el mundo.

Don Juan Juvenal variaba fácilmente de opinión; tan pronto se
manifestaba partidario de los bárbaros como de los romanos de la
decadencia. En su astucia oponía, como dice Gracián, frase que a don
Juan debía parecer admirable, a juzgar por las veces que la repetía, la
milicia a la malicia.

Cabrera poseía, según el cura, el don de la adivinación; la víspera de
la batalla de Maella había dicho: Mañana morirán Pardiñas (que era el
jefe de la fuerza enemiga) y uno de los que están aquí, y así sucedió.

El clérigo contó algunas ocurrencias de Cabrera, que Alvarito se
atrevió a calificar de fantochadas.

—¡Ah, claro! —replicó don Juan—; así tiene que ser. _Totus mundus
exercet histrionem_, ha dicho o le han hecho decir a Petronio, frase
que no hay necesidad de traducir porque se entiende. Un buen político,
un buen caudillo, ¿qué necesita ser? Un buen histrión. Es lo primero,
lo transcendental.

Alvarito se sentía un poco mareado de oír exponer teorías tan
contrarias al buen sentido de un Chipiteguy.

El cura siguió diciendo que allí mismo don Juan Palarea, el médico,
el guerrillero de la guerra de la Independencia, infringió un golpe
terrible a Cabrera en los alrededores de Molina, haciéndole más de
quinientos muertos, otros tantos heridos y rescatando trescientos
prisioneros que los carlistas cogieron en Terrer; pero esto no era nada
para el gran campeón de Tortosa. Las desgracias hacían crecer al adalid
del trono y del altar, al gran Macabeo que cruzaba el fuego sin peligro
como las salamandras.

Don Juan habló de las hazañas de Cabrera y, entre ellas, de sus
fusilamientos, como si también fueran hazañas.

En Nogueruelas, en Alcotas, en Ulldecona, en el Hornajo había fusilado
soldados y nacionales a cientos; en algunos lados obligándoles antes
a cavar su sepultura. En otra parte, después de mandar desnudar a
cincuenta soldados, había mandado que los persiguieran a sablazos y a
lanzadas.

Había cometido otras fechorías del mismo orden. En Codoñera fusiló a
dos niños; en Valderrobles, a tres mujeres; en Gandesa, a Joaquina
Foz de Beceite, embarazada, por tener un hermano liberal; en Maella
sacó cuarenta heridos del hospital para fusilarlos en la plaza; en
Villahermosa mandó matar a siete niños menores de diez años. Cuando
abandonó Cantavieja, ordenó pegar fuego a los hospitales, llenos de
heridos cristinos, y al retirarse hacia Francia y pasar el Ebro, echó
al río algunos nacionales que llevaba prisioneros.

El cura contó otro rasgo de humorismo de Cabrera. Habían sido cogidos
y llevados a Morella un joven oficial cristino y veinticinco soldados
para ser fusilados sobre la marcha. Cabrera fumaba, apoyado en un
balcón de su alojamiento que daba a la plaza. La hija del dueño de la
casa se acercó a Cabrera y pidió a don Ramón que no fusilara al oficial
cristino, a quien conocía.

—Está bien; no se le fusilará —dijo Cabrera secamente.

Los veinticinco hombres fueron fusilados y el oficial no. Al día
siguiente Cabrera llamó al oficial y luego a la muchacha.

—Matadlo a bayonetazos —dijo a sus soldados, mostrándoles el oficial,
y volviéndose a la muchacha, añadió irónicamente—: Ya ve usted que he
cumplido mi promesa de no fusilarlo.

El cura afirmó que la guerra había que hacerla así: con crueldad,
aterrorizando al pueblo.

Alvarito se retiró a su cuarto mareado; le parecía que el vaho de la
sangre llegaba hasta él. ¿Qué país era el suyo? ¿Era un país o el patio
de un manicomio? Se sintió avergonzado de ser español; creyó que si
le hubieran dicho que era de un pueblo de antropófagos no le hubiera
producido esto más repugnancia.

Era cierto que en la guerra de la Vendée y de la Chuaneria los
franceses habían hecho cosas tan horribles; pero esto no era ningún
consuelo.

Le empezaba a parecer su país un pueblo de locos, de energúmenos, de
gente absurda.

No era la Dama Locura fina, sonriente y burlona de una Nave de los
Locos, amable, la que se había paseado por España, sino una mujerona
repugnante y bestial, con instintos fieros, una diosa caníbal, adornada
con las calaveras de los enemigos.

Al entrar Alvarito en la cama se sintió turbado; soñó varias cosas,
y entre los sueños se le apareció la Fiera Corrupia del cartel de la
feria de Sigüenza. Era un gran dragón, de una tela impalpable, con tres
cabezas, alas y uñas afiladas. Se movía a impulsos del viento. Sus ojos
tomaban alternativamente una expresión feroz y sardónica, como los ojos
del cura. El viento, cada vez más fuerte, producía tal temblor en el
dragón, que Alvarito temía que lo envolviera a él por completo.

Al fin el viento llevó el cartel de la feria por el aire y Álvaro se
encontró en el paseo de la Luneta de Medinaceli...

El día siguiente compró en una papelería un librito que el año anterior
acababa de publicarse en Valencia y que se titulaba: _Vida y hechos de
Ramón Cabrera_.

En este libro se acusaba a Cabrera de fatuo, de presuntuoso y de
ignorante, y se insistía mucho sobre sus crueldades.

Un día después volvió a la misma tienda a preguntar si había algún
libro más sobre Cabrera. No lo encontró y habló con el dueño de la
papelería. Este le dijo que la gente de Molina no participaba del
entusiasmo del cura Juvenal por Cabrera. A la mayoría de los mismos
carlistas les parecía su crueldad horrible, aunque algunos la
legitimaban por el fusilamiento de su madre. Otros muchos carlistas
no tenían gran entusiasmo por Cabrera porque no era del país; algunos
creían que su segundo o su tercero valían más que él.

Esa opinión que incita a pensar que los segundos deben ser los primeros
es muy frecuente tratándose de todas las personas que figuran. Quizá en
el fondo, tal simpatía por los segundones procede de un sentimiento de
justicia, quizá solo de envidia y de rencor.




SEXTA PARTE

NOTICIAS DE FRANCIA




I

GONZÁLEZ MORENO


Alvarito escribió a su familia, a Rosa y a sus amigos desde distintos
puntos del camino, y en Molina de Aragón recibió varias cartas y
periódicos. Le contestaron Rosa, su hermana Dolores y D’Arthez. Le
contaban todos las mismas historias, aunque con distintos detalles.
D’Arthez le daba más pormenores sobre el convenio de Vergara y el fin
de la guerra en el Norte.

Uno de los empleados del almacén de vinos de su padre, según le decía,
había presenciado la muerte del general González Moreno.

Fue el empleado a ver de cobrar varias facturas a Urdax; se hallaba en
un caserío cuando oyó gritos y, temiendo la llegada de los liberales,
se subió a la guardilla. Desde un agujero vio el alboroto de los
soldados del 11 batallón de Navarra, que empezaron a amotinarse. Se
hablaba en contra del general González Moreno; se decía que quería
escaparse a Francia con las maletas llenas de oro. El empleado vio
al general con su levitón negro y su cara larga, siniestra y cetrina,
una cara de cuervo, entrar y salir en la casa del gobernador de Urdax,
Iribarren, con su mujer y otras señoras.

Se decía que el general había pedido pasaporte y escolta y que el
comisario de la frontera ponía dificultades.

Poco a poco comenzaron a reunirse, delante de la casa del gobernador,
grupos de soldados, furiosos.

—Ahora se van con el dinero —decía uno.

—Dinero de la traición —añadió otro.

—Ya se llevan todas nuestras pagas.

—Sí; ellos, ahora, vivirán bien en Francia y nosotros nos moriremos de
hambre.

—¡Canallas! Todos son iguales.

Al aparecer González Moreno en la calle, el grupo de soldados comenzó a
gritar:

—¡Mueran los traidores! ¡Muera Moreno! ¡Muera Maroto! ¡Viva Elío!

Moreno quiso interpelar a los que le increpaban y levantó el bastón en
el aire; un soldado se lo arrancó de la mano, otro se atrasó, le apuntó
y le disparó un tiro.

El viejo general cayó; los carlistas le remataron a bayonetazos y a
culatazos y le arrastraron por el suelo.

D’Arthez contaba las distintas versiones que circulaban acerca de los
instigadores de la muerte de González Moreno; quiénes decían que la
instigación había partido de Maroto; otros, de los absolutistas puros.
Se aseguraba también que el intendente Arizaga, que estaba en Añoa
cuando mataron a Moreno en Urdax, fue el inductor de la muerte del que
los liberales llamaban el Verdugo de Málaga. El intendente Arizaga pasó
la frontera, en compañía de dos hijos de Maroto, y declaró en la aduana
de Behovia que llevaba una maleta llena de onzas de oro.

A González Moreno le mataron los carlistas sin instigación misteriosa
alguna. Al menos, así lo pensaba D’Arthez.

González Moreno, según decía D’Arthez, era un general sin genialidad
ninguna y sin simpatía, muy enemigo de las tropas de voluntarios y de
los guerrilleros.

Viejo antipático, misántropo, gruñón, andaluz a quien molestaba oír
hablar vascuence, se manifestaba muy déspota.

Los vascos y los navarros le tenían mucho odio porque les trataba con
desdén.

Era González Moreno como la representación del burócrata, palaciego y
ordenancista, en medio de aldeanos irritados y furiosos.

Pedro D’Arthez hacía reflexiones sobre la terminación de la guerra
carlista. Creía que España, ya libre de la teocracia y de la cuestión
de la legitimidad, se orientaría en pocos años hacia la República.

A Alvarito le chocó mucho el que alguien pensara en la República, con
relación a España. En su viaje no había oído hablar a nadie de ello.




II

LAS MUJERES Y AVIRANETA


Por aquellos días, a juzgar por las noticias que le mandaban, tuvieron
los bayoneses el espectáculo de ver pasar por la ciudad a los jefes
carlistas, que algunos gozaban por entonces de cierta fama en Francia;
quién le había visto a Merino, y reconocido por los grabados, muy
flaco, muy arrugado, con cara de vieja, vestido con levita, pantalón
azul y sombrero de copa; otro había identificado a Villarreal, con su
aire de enfermo; al barón de los Valles, muy rozagante; a Elío, al
duque de Granada, a Valdespina o al príncipe de Lichnowsky. Se hablaba
mucho de todos, con detalles; sabían sus condiciones personales, si
tenían o no talento, y en Bayona se les conocía tanto como en España.

Un domingo de septiembre Bayona se transformó en un campamento
carlista. A las once y media de la mañana, dos compañías francesas
llegaron, batiendo marcha, conduciendo a la Subprefectura al séquito
del Pretendiente. A la cabeza de las compañías iban varios oficiales
montados a caballo.

Se vio al infante don Sebastián, con aire sombrío y huraño, vestido
de uniforme y con la espada al cinto; al parecer se opuso a entregar
sus armas al jefe de Policía francesa, quien no insistió, al ver la
negativa, por comprender que el desarme del infante era una pura
fórmula.

A la misma hora entraban en el parque del castillo de Marracq de tres
a cuatro mil carlistas desarmados, escoltados por la tropa francesa.
Se fueron todos tendiendo en la hierba, cansados e indiferentes. Los
hombres y las mujeres de Bayona acudieron a verlos con curiosidad.

—No son tan negros —decían las francesas.

—Ni tan feos.

—Algunos están muy bien —añadían otras.

—Ya han acabado ustedes la guerra —les dijo un señor francés, viejo,
hablando en castellano.

—Sí, afortunadamente —contestó un navarro.

—Mucho traidor hemos tenido y gente falsa —añadió un vasco.

—Déjate de eso, que ya ha pasado —replicó un castellano—. La cuestión
es que nos den de comer.

—¿Nos darán de comer? —preguntó otro.

—Sí, sí —les contestó una dama española, probablemente carlista—. ¿Qué,
tienen ustedes mucha hambre?

—Mucha.

En la Plaza de Armas, cuando la gente veía pasar los restos del
malparado ejército carlista, el señor Sánchez de Mendoza, padre de
Alvarito, que estaba acompañando a Dolores y a Rosa, conoció entre el
público a don Eugenio de Aviraneta.

Se le acercaron tres mujeres: María Luisa de Taboada, la señora de
Vargas, que había conocido a don Eugenio en tiempo de la guerra de
la Independencia, y Sonia Volkonsky. Las tres miraban furiosamente
a Aviraneta. María, de pronto, se destacó, se acercó a él, dio una
palmada en el hombro al conspirador y le dijo con voz sorda:

—¡Infame, traidor! Esa es tu obra.

El señor Sánchez de Mendoza, cuyo espíritu estaba siempre en Babia, se
quedó asombrado.

Después de decir esto, la señorita de Taboada se reunía con Sonia y con
la señora de Vargas, y las tres se metían en un grupo de carlistas.

Unas semanas después se dijo, con relación a la señorita de Taboada,
que iba a entrar en un convento de Carmelitas, de Bayona. Se había
hablado antes de que María iba a casarse con el general don Bruno
Villarreal. Se suponía que Villarreal aceptaría el convenio de Vergara;
pero no lo aceptó y se quedó sin ningún destino.

Villarreal estaba tísico y tenía vómitos de sangre, lo que no le
impidió vivir bastante tiempo.

María de Taboada no quería un marido enfermo y se metía monja.

El odio de las tres mujeres contra Aviraneta sirvió de pasto a la
conversación en casa de Madama Lissagaray. Se sabía que María Luisa
había colaborado con Aviraneta en sus intrigas y se suponía que estaba
descontenta. De Sonia Volkonsky se sospechaba que su hostilidad
provenía del asunto del caballero de Montgaillard, que seguía preso, y
con relación a la señora de Vargas, se pensaba que la causa del odio
debía ser muy antigua.




III

AVIRANETA Y MERINO


El señor Sánchez de Mendoza, que tuvo por la mañana la sorpresa de oír
el exabrupto de María de Taboada a Aviraneta, escuchó por la noche
una conversación en la fonda de Francia, que le sumió en el colmo del
estupor.

Había ido Sánchez de Mendoza por la tarde a visitar al ex ministro
carlista Cabañas, su antiguo jefe en las oficinas del Real, quien le
convidó a cenar. Don Francisco Xavier escuchó las opiniones del ex
ministro con gran atención y recogió sus confidencias en su pecho como
en un vaso sagrado.

Al terminar la cena, Cabañas dijo a Sánchez de Mendoza:

—Yo estoy un poco cansado y me voy a la cama. ¿Usted podría en un
momento repasar unas cuentas?

—Sí, señor; ya lo creo, con mucho gusto.

—Entonces, yo me marcho. Pida usted algo, si quiere, aquí.

—Muy bien; pediré un café.

Se marchó el ex ministro Cabañas y el señor Sánchez de Mendoza quedó
en un rincón del comedor, medio oculto por un gran armario, haciendo
números.

No había nadie en la sala más que Aviraneta, que estaba cenando de
espaldas a él. Sánchez de Mendoza pensó en acercarse a don Eugenio;
pero la frase de infame traidor que había oído por la mañana, dirigida
a Aviraneta, le contuvo. No sabía qué fondo podía tener aquello; pero
de todas maneras no le pareció oportuno acercarse a él.

En esto se abrió la puerta de cristales del comedor de la fonda y
apareció un viejo pequeño, vestido de negro, muy atezado, con levita
larga y sombrero redondo.

El viejo se sentó a una mesa y llamó imperiosamente, dando con un
cuchillo en el plato.

Era un viejo flaco, calvo, con un pañuelo negro en la cabeza y algunos
pelos grises en las sienes; los ojos hundidos en las órbitas, la
expresión dura y sardónica y la boca de labios finos.

Aviraneta, al ver entrar al viejo, debió de mirarlo, y el viejo se
acercó a él.

—¿Eres tú, Eugenio? —le preguntó con sorpresa.

—Yo soy, don Jerónimo.

Sánchez de Mendoza comprendió, al oír el nombre, que aquel viejo era el
cura Merino, el célebre guerrillero, el paladín esforzado del trono y
del altar.

—No creí que te vería ya —dijo Merino.

—Yo tampoco a usted —replicó Aviraneta.

—Ya hace treinta y tantos años que nos conocimos.

—Es verdad. ¿Va usted a cenar?

—Sí. Tomaré un par de huevos. ¿Tú quieres cenar?

—He cenado ya. Gracias. Tomaré otro café.

Merino encargó su cena. Echó los huevos a un vaso y se puso a tomarlos
con un poco de pan. Después comió una manzana, bebió un vaso de agua,
encendió un cigarro y comenzó a fumar. Sus ojos brillaban como los de
un aguilucho bajo las cejas espesas y cerdosas; los pocos dientes,
amarillos, de su boca mascaban el cigarro.

—¿Qué haces aquí, si se puede saber? —preguntó don Jerónimo.

—Veo lo que pasa.

—¿Y qué te parece?

—¡Qué me va a parecer! Bien. ¿Y a usted?

—A mí, mal. ¿Sigues siendo revolucionario?

—Sí. ¿Usted sigue siendo servil?

—¡Servil! Nunca lo he sido.

—Cierto; fue usted liberal en algún tiempo.

—No es verdad.

—A mí me habló usted en Madrid, hace veinticinco años, de trabajar por
la Constitución.

—Siempre he aborrecido la canalla.

—No sé a qué llama usted la canalla.

—A los liberales, a los cristinos, a los que quieren cambiar la
religión y la forma de un país porque sí —repuso Merino con cólera.

—Yo llamo canalla a ese pobre imbécil de don Carlos —replicó
Aviraneta—; llamo también canalla a esos aristócratas grotescos, con
los cuales usted se mezcla; usted, el cura de Villoviado, guerrillero
y pastor; usted, plebeyo, unido con esa gente ridícula, como un perro
de ganado con perrillos falderos; llamo también canalla a esa tropa de
curas y de frailes que quieren jugar a los grandes generales...

—¡Con qué gusto te fusilaría! —exclamó Merino, pegando un puñetazo en
la mesa.

—Yo también le hubiera fusilado a usted cuando le cogí preso en
Tordueles. Si no lo hice no fue por falta de ganas. Ahora, ya no. ¿Para
qué? Ya no es usted nadie.

—¿Y tú?

—Yo nadie tampoco, pero veo la realidad.

—Crees verla.

—No; la veo y unas veces me río y otras siento tristeza. Pensar
que gran parte de esta guerra se ha hecho por la legitimidad, ¡la
legitimidad de don Carlos!, del hijo de una mujer como María Luisa que
reconoció en Roma que ninguno de sus hijos era de su marido.

—¿Y eso qué importa?

—Nada; a mí, nada; pero me da risa y tristeza.

—Todo eso está en la significación —arguyó Merino—. ¿A mí qué me
importa de quién es hijo Carlos V? ¿Es que hay alguna diferencia entre
una bandera roja, una negra y otra blanca, que la que le da el teñido?
El pedazo de algodón o de hilo es igual y, sin embargo, los unos nos
agrupamos alrededor de una y morimos por ella, y los otros también. Esa
bandera es la idea. Me extraña que no lo comprendas.

—Sí, lo comprendo, lo comprendo. Una cosa tan estúpida y tan bestia
como esta guerra tiene que tener una razón.

—¿A ti te parece estúpida y bestia?

—Completamente.

—¿Solo por nuestra parte?

—No, por las dos partes. Los unos y los otros han hecho mil
bestialidades y mil torpezas.

—Los liberales las han hecho mayores.

—Y ustedes también.

—Yo he hecho lo que han hecho todos.

—¡Bah! ¿Qué ha hecho usted? Asesinar, matar para mayor gloria de Dios.
Si se mira usted las manos las tiene usted que ver llenas de sangre.

—¿Y tú?

—Yo no soy cura. Yo no predico que todos somos hermanos. Además, he
predicado más noblemente que usted. Usted ha sabido escaparse como un
conejo cuando le perseguían, ha defendido usted a un pobre mentecato en
su derecho al trono. Poco haber para pasar a la historia.

—¿El tuyo es mayor?

—Yo al menos he vivido con entusiasmo ideas nobles, que serán las del
porvenir; he peleado con el Empecinado, que valía más que usted, al
menos como hombre, porque tenía más corazón y más alma. Sí, he peleado
con el Empecinado a quien asesinaron los amigos de usted de una manera
miserable, he acompañado a Lord Byron en Grecia. Ahora peleo por la
libertad.

—¡Gran mérito!

—Para mí, grandísimo.

—Como militar has fracasado, Eugenio.

—Sí; es verdad. Entre nosotros los liberales y entre ustedes ha habido
siempre un ambiente de intrigas y de zancadillas, en el cual una
persona digna no podía vivir ni prosperar.

—En otro país hubieras avanzado más.

—Seguramente.

—¿Ves? Eres enemigo de España.

—No.

—Sí, eres enemigo de España, indisciplinado y soberbio. Todos los
vascos os creéis que no necesitáis para nada de los demás. Os bastan
vuestros fueros, no queréis ni rey ni Roque.

—Se puede vivir con república.

—No me importa que seas republicano, lo que no acepto es tu
antiespañolismo.

—¿Yo antiespañol?

—Sí. Recuerda en la guerra de la Independencia. Tú querías hacer la
guerra de distinta manera que los campesinos: querías lucirte, hacer el
faraute, tener conferencias con los franceses. Yo, no; yo quería lo que
quería el pueblo, porque soy más demócrata que tú.

—En ese sentido no digo que no.

—En todos.

Los dos hombres estuvieron un momento callados, contemplándose
atentamente. Sánchez Mendoza los miraba desde su escondrijo presa del
mayor asombro. Las palabras de Aviraneta le tenían trastornado.

—Has de reconocer que en la guerra he marchado más lejos que tú —dijo
Merino.

—No lo dudo. Ha sido usted un buen militar; el grado de general se lo
ha ganado usted con sus puños.

—¿Lo reconoces?

—¿Cómo no reconocerlo? Pero ha puesto usted todas sus condiciones en
una mala causa. Dentro de cien años, España será liberal, todo lo
liberal que pueda ser España. Quedará lejanamente el nombre de Mina,
del Empecinado, de Espartero, de Zurbano..., del cura Merino, ¿quién se
acordará? Nadie.

—Es verdad. Nadie se acuerda de los vencidos.

—De algunos, sí.

—Somos enemigos irreconciliables, Eugenio, y, sin embargo...

—Ese mismo sin embargo digo yo.

—¡Adiós, Eugenio!

—¡Adiós, don Jerónimo!

Ninguno de los dos se alargó la mano, pero los dos se pusieron de pie,
rígidos, duros, implacables. Aquellos dos pajarracos siniestros se
contemplaron un momento pensativos. Don Francisco Xavier los miraba con
una estupefacción creciente. Alvarito quizá hubiera pensado que tanto
el uno como el otro eran muy dignas figuras de aparecer en la Nave de
los Locos. Después de un momento de silencio Merino tomó la palabra.

—Ya, probablemente, no nos volveremos a ver; le queda a uno poco que
vivir.

—Todavía está usted bien.

—No. Esto va para abajo. No tengo miedo a la muerte.

—Ya lo sé.

—¡Adiós!

—¡Adiós!

El cura Merino salió del comedor; Aviraneta dio un paseo cabizbajo y se
marchó a su habitación.

Sánchez Mendoza se levantó e hizo delante de un espejo varios gestos de
asombro.

El cura Merino salía al día siguiente de Bayona hacia su destierro de
Alenzón, donde murió tres años después.

Todas aquellas historias le interesaban a Alvarito; pero, naturalmente,
le hubiera interesado mucho más que le proporcionaran algunas noticias
de Manón. Ni Dolores ni Rosa en sus cartas mentaban a la nieta de
Chipiteguy. Parecía como si hubiera desaparecido del planeta.




SÉPTIMA PARTE

LOCOS Y CUERDOS




I

EL PEINADO


La dueña de la fonda de Molina y don Juan Juvenal, el cura, le
recomendaron a un arriero. El arriero iba a Albarracín. Se llamaba
Antonio Gómez, el Peinado.

—El Peinado no es hombre simpático —advirtió el cura a Alvarito—; es un
manchego muy pagado de sí mismo, pero hombre de confianza. Eso sí, muy
pedante. Le dirá a usted que la _diferiencia_ que hay entre una cosa
y otra es grande y si usted le dice que sí, que efectivamente, que la
diferencia es grande, él le corregirá y volverá a decir _diferiencia_,
para que usted se fije bien y tome nota. Le dirá también aptitud por
actitud, ojepto por objeto, etcétera, etc.

A Alvarito esto no le importaba gran cosa; no iba a tratar con un
arriero de asuntos gramaticales.

Llamaron al Peinado, Alvarito se entendió con él respecto al precio y
al día siguiente salieron juntos.

El Peinado, hombre pequeño, moreno, de cara juanetuda, pelo negro
entrecano, frente estrecha y color oscuro, usaba bigote grueso y
patillas cortas. Muy sabihondo, muy redicho, de gran sentido práctico
sanchopancesco y de gran seriedad, no reía nunca.

El Peinado se manifestaba muy puntilloso, con una idea de la honra
exageradísima, muy mala opinión de las mujeres y no muy buena de los
hombres. Tipo con alma de seminarista o de leguleyo, para él el refrán
a tiempo o el juego de palabras oportuno, constituía una victoria. Los
triunfos en la conversación envanecían al Peinado y los consideraba de
gran importancia.

Era también el arriero el hombre de los distingos.

—¿Esto es así o no? —le preguntaban.

—Puede que sí y puede que no —contestaba él puntualizando y
echándoselas de ingenioso.

—¿Pero es bueno o es malo?

—Según. Es bueno y malo. Es bueno en tal caso y malo en tal otro.

Todos aquellos distingos y sutilezas impacientaban e irritaban a
Alvarito, que recordaba el buen sentido tranquilo de Chipiteguy.

El Peinado, muy partidario de los refranes, como el señor Blas,
recordaba sobre todo con fruición los mal intencionados y crueles.

Al comenzar el viaje, hablaron Álvaro y el arriero manchego de la fonda
de Molina, y el Peinado contó que la dueña estaba reñida con su hijo, y
para explicar las disensiones de la familia, añadió:

—Ya se sabe que humo, gotera y mujer vocinglera, echan al hombre de su
casa fuera.

El Peinado siempre hacía el comentario malévolo. Poco después de salir
de Molina, al pasar por una encrucijada del camino, en el puente del
río Gallo, al parecer lugar de mala fama, dijo con intención aviesa:

—Aquí, desde tiempo inmemorial, se asegura que suelen apostarse los
ladrones.

—¡Bah!, no tengo miedo a los ladrones —saltó Alvarito—. Lo que me choca
es que los arrieros que andan por estos caminos tengan siempre tanto
miedo.

El Peinado protestó y dijo que él no conocía el miedo.

—Pues yo creía que estaba usted asustado —le replicó con sorna Alvarito.

—Se lo advertía a usted.

—¿Para qué? si se presentan ladrones en ese sitio es inútil advertirlo
de antemano, a no ser que quisiera uno renunciar al viaje, y yo no
pienso en ello.

El Peinado contempló a su compañero con sorpresa.

Alvarito, acostumbrado a viajar sin premura, se iba olvidando de todos
sus asuntos y preocupaciones; ya apenas recordaba nada; Manón se le
presentaba como una imagen borrosa; lo próximo era la jornada del día,
el comer, el cenar, el dormir...

Hablaron mucho el Peinado y Álvaro. El arriero, además de su tendencia
conceptuosa, manifestó un espíritu agresivo en coplas contra los
pueblos. Al hablar de las mujeres de Molina, el Peinado cantó:

      Carlistas las de Molina,
    las de Sigüenza valientes,
    bonitas las de Brihuega,
    y p... las de Cifuentes.

Estas chicas de Cifuentes, aunque probablemente sin más culpa que las
de otros pueblos, tenían mala fama y en otra relación del Peinado,
Alvarito le oyó decir:

      No compres mula en Tendilla,
    ni en Brihuega compres paño,
    ni te cases en Cifuentes,
    ni amistes en Marchamalo.
      La mula te saldrá falsa,
    el paño te saldrá malo,
    la mujer te saldrá p...
    y hasta el amigo contrario.

El Peinado advirtió con malicia que los de Cifuentes, en vez de decir:
Ni te cases en Cifuentes, decían: Ni te cases en Sigüenza.

Verdaderamente, la hidalguía castellana andaba muy por los suelos en
estos dichos.

Todavía el Peinado recitó otra relación desacreditadora, que decía así:

      En Sayatón,
    en cada casa un ladrón;
    en casa del alcalde,
    los hijos y el padre;
    en casa del alguacil,
    hasta el candil.

Musa, tan fríamente agresiva, no era muy del gusto de Alvarito, quien
ante todo deseaba el sentimiento poético y popular o si no la alegría
un poco loca y estruendosa.




II

LOS GUERRILLEROS DE PALILLOS


Orihuela del Tremedal es un pueblo blanco, con aire andaluz o
valenciano, con bastantes calles y la plaza con una fuente en medio.

En un cerro próximo se alza un famoso santuario, quemado por los
franceses en tiempo de la guerra de la Independencia. Los tremedales
o tembladeras son lugares cenagosos de turbas que tiemblan y engañan,
pues parecen firmes y en ellos puede desaparecer a veces hasta un
hombre a caballo.

Poco antes de llegar a Orihuela, Alvarito y el Peinado vieron en el
camino un hombre y una mujer, los dos de negro; él, andando a pie con
una guitarra cruzada en la espalda, y ella, montada en un borrico.
Tenían un poco el aspecto de las figuras clásicas de la huida a Egipto.

En vez de niño, la vieja llevaba un saco negro en los brazos.

Al acercarse a ellos, Alvarito y el Peinado, el hombre les pidió una
limosna. Era ciego, de aire trágico y terrible, la cara llena de
cicatrices, el aspecto enfermizo y un pañuelo atado con cuatro nudos a
la cabeza.

La vieja, vestida de negro, arrugada y seca como un sarmiento, miraba
con sus ojos brillantes como dos azabaches.

Alvarito dio al ciego una moneda de cobre, siguieron marchando y
llegaron a Orihuela. La posada de Orihuela era grande, encalada, con
zaguán ancho, seguido de un pasillo y puertas azules. El Peinado
conocía a la posadera; la encargó la comida y se fue a dar de comer a
sus mulas a la cuadra. Entre tanto, Alvarito anduvo por la posada y
bajó al zaguán.

Al poco rato apareció el ciego del camino con la vieja. Llevó ella el
borrico a la cuadra, el hombre dejó la guitarra en un rincón, se sentó
en un arca del zaguán e hizo rápidamente su tocado. Se quitó el pañuelo
de la cabeza, se puso chaqueta nueva, se caló un sombrero de zaranda,
alto, ya destrozado y comenzó a picar tabaco con un cuchillo.

Alvarito le observó: era hombre flaco, esquelético, amojamado, la cara
atezada, negruzca, un ojo turbio y el otro como una cicatriz; patillas
entrecanas; el pelo gris, fuerte y lustroso. Hablaba de manera muy
insinuante, vestía traje negro, raído, pantalones cortos y alpargatas.

Emanaba algo extraño aquel tipo y Alvarito preguntó a la posadera:

—¿Quién es este hombre?

—Es un hombre que canta y toca la guitarra. Además es saludador.

—¿Saludador? No sé lo que es eso.

—Los saludadores curan las enfermedades de las caballerías y de las
personas con oraciones y con ensalmos.

—No lo sabía. Es un tipo raro.

—Antes ha sido guerrillero con Orejita y Palillos.

Alvarito contempló al saludador carlista con gran curiosidad. Se acercó
a él y le dijo:

—Eh, buen amigo, ¿quiere usted tomar algo?

—Si me convida usted...

—Sí, le convido; ¿qué quiere usted tomar?

—Tomaré pan y vino y un poco de queso.

—Muy bien. Me han dicho que es usted saludador.

—Eso dicen; ¿y usted es de aquí?

—No, señor; yo vengo de camino.

—¿De dónde viene usted, si se puede saber?

—Vengo de Francia.

—De Francia; ¡qué lejos!

—Sí; ¿usted ha sido guerrillero?

—Sí, señor; yo he sido soldado de Palillos.

—¿Palillos, dice usted? —exclamó Alvarito—. No he oído hablar nunca de
él.

—¿No ha oído hablar de Palillos?

—No.

El ciego saludador comenzó a comer el queso y el pan que le trajo la
posadera, cortándolos con una navaja en pedazos pequeños.

—Pues Palillos ha sido muy famoso —dijo el ciego—. Palillos padre, don
Vicente Rugero, era un viejo muy ladino; tenía una partida muy bien
organizada y muy militar. Ya lo creo. Y no piense usted que era fácil
entrar en ella.

—¿No?

—No. Para entrar en la partida se necesitaban muchas condiciones. Había
que tener menos de treinta años, ser fuerte, buen caballista, estar
acostumbrado a la vida del campo y no tener parientes ni amigos entre
los cristinos.

—¿Y usted, qué edad tiene?

—Yo, treinta y siete. Parezco más viejo, ¿verdad?

—Sí.

—Las desgracias.

—¿Y los jefes también tenían que ser tan jóvenes?

—No; los jefes podían ser más viejos. Al que entraba en la partida se
le hacían muchas preguntas y luego se iba a comprobar lo que había
dicho, y si algo no resultaba cierto, no se le admitía.

—¿Y tenían ustedes paga?

—Sí.

—¿Llevaban ustedes uniforme?

—Todos íbamos igual. Se llevaba calañés alto, de pana o de terciopelo
negro, adornado con algunas carreras de botones; medallas, cintas
rizadas y un plumerito negro. La mayor parte usaba patillas. Se vestía
marsellés corto, guarnecido de cinco botonaduras de monedas de plata,
pesetas o reales columnarios. Algunos jefes lucían doblillas de oro y,
en vez del calañés, boina blanca o sombrero redondo con funda de hule.
Se gastaba calzón corto, de pana o de terciopelo negro; ancha faja para
el puñal y los cachorrillos; polainas de cuero y zapatos de una pieza.
En el arzón del caballo se ponían las pistolas y el trabuco.

El saludador explicó a Alvarito las acciones en que tomó parte, casi
todas ellas en la Mancha. Ninguna pasaba de ser una requisa como de
carabineros. Si encontraban un enemigo fuerte para medirse con ellos,
huían rápidamente.

—Cuando Palillos se proponía sacar contribuciones en una comarca,
dividía su caballería en partidas de treinta a cuarenta hombres —siguió
diciendo el ciego—; ocupaban todos los lugares en un espacio de seis a
ocho leguas cuadradas. Cada paisano debía suministrar todo lo necesario
para un jinete y un caballo. Los pueblos se veían obligados a entregar
a Palillos la misma contribución que pagaban al gobierno de la Reina.
Entrábamos nosotros en un lugar, y lo primero, para que nadie tocase
a rebato y diera señal de alarma, nos apoderábamos de la torre de
la iglesia y poníamos en el campanario un centinela. El centinela
observaba cuanto pasaba a larga distancia y si veía algo tocaba la
campana, y según las campanadas nos entendíamos. Era como la línea de
telégrafo de señales del Gobierno. Así, don Vicente Rugero sabía con
rapidez si aparecía el enemigo y por dónde. La mayoría de las partidas
tenían jefes propios, que no se ponían de acuerdo más que para cobrar
las contribuciones.

—¿Y eran famosos estos jefes?

—Entre nosotros, sí; a todos ellos los conocíamos por sus apodos.
Teníamos a Palillos, Orejita, Parra, La Diosa, Chaleco, El Rubio, El
Presentado, Cipriano, El Veneno, El Arcipreste, Matalauva, Escarpizo,
Peco, El Perfecto, Manolo el Pare Pare, El Apañado, El Feo de Buendía,
Perdiz, Cuentacuentos, El Curita de Bujalance, El Mantequilla, El
Barba, Cuatrocuartos, Calero, El Bombi, Sin Penas y otros. Se vivía
sobre el país, y cuando una comarca no podía dar lo suficiente para
alimentarnos, íbamos a otra.

—¿Y estaban ustedes bien avenidos unos con otros?

—No. Yo solo tenía un poco de confianza en el Manquillo, que estaba
conmigo a las órdenes del capitán Calero, porque el Manquillo era un
hombre que, como yo, hacía su agosto por si venían los tiempos malos.

—¿Así que no había muchas amistades entre los guerrilleros?

—Pocas. Abundaban los granujas y los perdularios, que hacían daño sin
aprovecharse nada. El Manquillo, no.

—¿Ese, era algún manco?

—Sí. Al Manquillo le faltaba la mano derecha y tenía para sustituirla
un gancho de acero en la muñeca cortada, que parecía un colmillo de
jabalí y que lo manejaba con gran habilidad. El Manquillo era capaz de
saquear una casa en cinco minutos.

—¿Y qué le pasó a usted para quedarse como está? ¿Fue en alguna batalla?

—No; la cosa es un poco larga de contar.

—Si no tiene usted nada que hacer, cuéntela usted. Mi compañero de
viaje no viene y nuestra comida no debe estar arreglada.

—Bueno; entonces que me traigan otro poco de queso y de pan y un vaso
de vino.

El saludador comenzó a comer despacio y a beber el vino a sorbos, y
luego empezó así su narración:

—Como le he dicho a usted, he sido yo siempre muy arreglado y amigo
del ahorro, y como comprendía que la guerra no había de durar siempre,
guardaba mis dineros para la vejez. Tenía una casa en Pinarejo, en la
Mancha, que me costaba muy poco, y había llevado allí a mi madre, a mi
mujer y a una sobrina suya, moza muy guapa, la Teodora. Mi mujer estaba
muy enferma, tísica, desde hacía algunos años, y el cirujano decía que
no tenía cura. Los vecinos contaban que yo me entendía con la Teodora,
mi sobrina; pero no era verdad. Ahora, si mi mujer se hubiera muerto,
yo me hubiera casado con ella. ¿Usted no tendrá un cigarro?

Alvarito le dio un cigarro al ex guerrillero, quien lo encendió
despacio, y, después de unas chupadas, siguió así:

—Yo no hablaba a nadie de la partida de mi casa de Pinarejo, ni de
la gente de mi familia. No sé cómo, pero el Papaceite, Perdiz y el
Cuentacuentos averiguaron dónde yo tenía la casa y hasta que guardaba
dinero. Aquellos hombres me tenían a mí rencor porque veían que no
gastaba locamente como ellos.

Estos contaron al capitán Calero, a quien llamábamos Calerito, lo que
ocurría.

Calero empieza a rondar mi casa, habla con la Teodora, se entiende
con ella y un día se lleva el saquito de monedas de oro, que yo había
guardado a costa de tanto esfuerzo, y a la chica.

—¿Y se casó con ella? —preguntó Álvaro.

—No; el capitán Calero estaba casado; pero era hombre joven, buen mozo
y la engañó y trastornó a la sobrina de mi mujer. Le dijo que yo era un
avaro, un roñoso, que mientras los demás gastaban con los compañeros,
yo ahorraba como un miserable, y la convenció para que entre los dos
cogieran mis ahorros y se los gastaran alegremente.

Supe que hubo francachelas en que tiraron el dinero y después la
Teodora y el capitán fueron a vivir a una casa de Santa María de los
Llanos.

La primera vez que me encontré a solas con Calero, le dije:

—Devuelva usted ese dinero.

—Es tan tuyo como mío —me contestó él—; además, que ya nos lo hemos
gastado alegremente.

—Devuélvame usted lo que queda, porque si no, lo vamos a pasar mal.

—Lo pasarás mal tú —contestó él.

Entonces yo le agarré del brazo y él se separó y me dio un golpe con el
mango de la pistola en la cabeza. No le maté porque había gente delante.

Fui a mi casa de Pinarejo y le dije a mi mujer lo que pasaba. Ella,
celosa, replicó que yo quería vengarme porque estaba enamorado de la
Teodora. Le contesté que no. Ella me replicó que pasara la noche con
ella.

Todas las horas de aquella noche las pasé desvelado y pensando.

Por la mañana, al despertar, miré a mi mujer; había tenido un vómito de
sangre y estaba muerta.

Me levanté, cogí el trabuco y lo cargué con balas cortadas y con bolas
de cera.

—¿Y con bolas de cera para qué? —preguntó Alvarito.

—Dicen que al que se le tira así, arde. Después arreglé mi caballo y
salí camino de Santa María de los Llanos.

Busqué la casa del capitán Calero, llamé en ella y encontré a mi
sobrina; la dije lo que tenía que decir y pregunté por el capitán.

—No está —me contestó ella.

—¡Bah!, me han dicho que sí. Dime dónde está, porque tengo que hablar
con él.

—Registre usted la casa, si quiere, y verá usted cómo no está —replicó
ella.

Recorrí toda la casa, con mi trabuco en la mano, hasta llegar a una
alcoba, cerrada con una puerta ligera.

—¿No hay nadie aquí? —pregunté.

—No.

—¿Lo juras?

—Sí.

Cogí mi trabuco y disparé sobre la puerta. La puerta se abrió y
apareció el capitán, malherido, echando sangre.

—Me has matado —dijo—; ¡toma! —y me disparó a boca de jarro su trabuco.
Me llevaron al hospital de Quintanar de la Orden y allí pasé más de dos
meses.

—¿Y Calero? —preguntó Alvarito.

—Se murió.

—¿Y de la sobrina, qué fue?

—No sé; escapó, anda haciendo mala vida por ahí. Ya ve usted; yo, que
tenía la vejez asegurada. Es el sino de las personas.

No había en el ex guerrillero ni asomo de remordimiento ni idea de que
podía haber obrado mal.




III

EL OFICIO DE SALUDADOR


El guerrillero, con un sentido práctico de manchego cuco, al salir del
hospital, casi ciego, y no pudiendo practicar ningún oficio, se echó
al camino a tocar la guitarra y luego se hizo saludador. Tenía varios
ensalmos para sanar las vacas y el ganado. A las personas las curaba
con agua; pero él no daba ni el agua siquiera, porque sabía que dando
el agua los médicos podían denunciarle.

El saludador no creía absolutamente en nada de sus prácticas
misteriosas; pero consideraba que, así como de guerrillero robó lo
posible, como saludador debía engañar a toda persona cándida para creer
en sus embustes.

Aquel hombre no sentía la tendencia natural y espontánea del
campesino, de dar a las cosas una explicación sobrenatural y mística.
El ex guerrillero consideraba todo en la vida natural justificado y
determinado, y si engañaba a los demás, lo hacía a sabiendas.

—¿Pero usted cree que puede curar con sus oraciones? —le preguntó
Alvarito.

—La fe es lo que salva —contestó aquel hombre que no creía en nada.

—¿Y cómo ha comprendido usted su virtud de saludador? —le volvió a
preguntar Alvarito.

—Porque me lo han dicho.

—¿Y en qué lo han conocido?

—Me han asegurado que yo soy de los pocos que tienen la rueda de Santa
Catalina en el paladar.

—¿Y qué es la rueda de Santa Catalina?

El ex guerrillero no contestó a este punto; luego dijo:

—Algunas gentes comprenden quienes son saludadores y quienes no.

—¿Cómo?

—No sé. Yo dicen que sirvo para saludador. Mi abuelo fue zahorí, y con
la vara de avellano, terminada en una horquilla, indicaba dónde se
debía cavar para encontrar agua, o minerales ricos, debajo de la tierra.

—¿Y cómo sabía eso?

—Porque las dos ramas de la horquilla se torcían cuando la vara se
encontraba cerca del agua o del mineral.

—¿Y usted lo vio?

—Yo, no señor.

—¿Y usted no sirve para zahorí?

—Yo, no.

—¿Y, en cambio, sirve usted para saludador?

—Eso dicen: que tengo mucha virtud.

—¿Y qué hace usted? ¿Cómo cura usted el ganado?

—Unas veces, soplando; otras, recitando oraciones en latín.

—¿Usted las entiende?

—No; pero dicen que por eso no dejan de tener eficacia.

—¿Y usted cree que cura de verdad?

—Eso aseguran. ¿Usted dónde vive?

—Yo vivo en Francia, en Bayona.

—¡Hombre! ¡En Bayona! Yo he oído decir a uno de la partida que en
Bayona se venden demonios familiares, metidos dentro de una caña, con
los que se consigue lo que se quiere. ¿Será verdad?

—Yo no he oído nunca eso —contestó Alvarito.

—Yo lo he oído, pero no comprendo lo que pueda ser.

La madre del saludador se acercó a su hijo a decirle que le llamaban.
La mujer no parecía mucho más vieja que él; era harapienta, escuálida,
siniestra, de color amarillo oscuro. Sin duda colaboraba en los engaños
de su hijo. ¡Qué par de figuras de cera y qué par de personajes para
una Nave de los Locos!

Llegó el Peinado; Alvarito se separó del saludador y fue a comer
al piso principal, en compañía del arriero, a un cuarto grande,
blanqueado, con un friso de añil y vigas azules en el techo.




IV

EL TEJEDOR DE ALBARRACÍN


A la vuelta de un camino, Alvarito divisó Albarracín a lo lejos, sobre
cerros blancos y amarillentos, en un cielo azul, tachonado de nubes
como bloques de mármol.

Cuando Álvaro vio Albarracín desde larga distancia, le dio la impresión
de que debía de ser ciudad importante y grande.

Pararon en una posada de las afueras, y Álvaro se lanzó a subir por
la principal calle de Albarracín, y se encontró, con sorpresa, con un
pueblo vacío. Era día de fiesta, Jueves Santo; no se veía un alma por
ninguna parte.

Pensó si la gente se hallaría en la iglesia; pero, no; en la ancha nave
habría quince o veinte personas en conjunto; entre ellas un vendedor
de carracas, con una especie de percha en la mano izquierda y en la
derecha una carraca grande.

Llegó a la parte alta de la ciudad, donde se terminaban las casas.
Aquel pueblo trágico, fantasmático, erguido en un cerro con aire de
ciudad importante, con catedral y sin gente ni en las calles, ni en las
ventanas, ni en las puertas, le produjo enorme sorpresa.

Bajó de nuevo por la misma cuesta, contemplando algunos miradores en
las aristas de los edificios y las rejas con sus adornos y sus clavos.
Dos o tres mujeres, vestidas de fiesta, con pañoletas de color, y tres
o cuatro hombres, formaban en conjunto toda la población vista por él
en Albarracín.

Marchó a la posada, comió y, en compañía del Peinado, fue después a un
café pequeño, en donde se reunían docena y media de personas.

Estaban el boticario, hombre ya viejo, de aire cansado y burlón, con
un gorro griego en la cabeza, y el maestro de escuela, tipo famélico y
mal vestido, que parecía representar el pedagogo descrito por Villegas
burlonamente en un epigrama:

      Aquel que con tanta gloria
    anda enseñando el Francés,
    la Gramática y la Historia,
    y los dedos de los pies.

El Peinado conocía a todos y presentó a Álvaro en la reunión.

Entre ellos charlaba un hombrecillo flaco, chato, tostado por el sol,
con calañés en la cabeza, de mal aspecto, con los ojos torcidos, que
parecía un chino. Este hombrecillo sorbía de cuando en cuando un poco
de aguardiente de una copa.

El hombre aquel hablaba muy bien. El Peinado dijo que era de oficio
tejedor. Le llamaban el Epístola. Había vagabundeado por España y
vivido y trabajado en Lyon.

Quizá por cierto aristocratismo estético, después de todo natural,
Alvarito se figuraba que un tipo pequeño, feo y negro no podía ser tan
inteligente como el bien hecho, guapo y rubio.

Cometía el Epístola, al hablar, faltas no raras en hombre sin cultura.
Decía, como el Peinado, _diferiencia_ y _ojecto_, y pronunciaba muy a
menudo _Ingalaterra_.

En la conversación, el tejedor se confesó sansimoniano, cosa para
Alvarito poco recomendable. Álvaro concebía todos los sansimonianos
como Palassou, el zapatero melenudo, vecino suyo, de la calle de los
Vascos; es decir, como un tipo ridículo y extraño.

El Epístola explicó cómo las desigualdades humanas venían de la
desigualdad económica, y cómo el ideal de la justicia distributiva
sería la realización del programa sansimoniano, encerrado en esta
frase: «A cada uno, según su capacidad; a cada capacidad, según sus
obras».

—Todos creemos —le replicó Alvarito un poco rudamente— que la fortuna
no nos da lo que merecemos; ¿quién va a calcular nuestros merecimientos
y nuestras obras?

—Tiene usted razón, caballero —dijo el Epístola—; pero es el ideal.

Aquel hombre, aquel obrero, era un metafísico amigo de divagar,
de disertar sobre las cosas de la vida. A pesar de que en ciertas
cuestiones no estaba bien enterado, se veía que discurría como persona
muy inteligente y que valía la pena de oírle.

Según el Epístola, uno debía vivir para todos y todos para uno. El
individualismo constituía la muerte de la sociedad. La sociedad, cuanto
más viva, era más colectiva y sentía más su cuerpo como algo único.

Alvarito se quedó asombrado al oír a aquel hombre explicarse tan bien.

El tejedor indicó cómo creía él iba a transformarse la agricultura y la
industria en España.

El boticario del pueblo dijo repetidas veces al Epístola:

—Aquí todos somos perezosos, descendientes de los moros, y tú no nos
convencerás de que debemos trabajar ni pensar.

Según el tejedor, la guerra carlista era en el fondo la lucha del campo
contra la ciudad.

—La ciudad quiere cambiar, agitarse y hacer ensayos —dijo—; el campo
es siempre partidario de la inmovilidad, y lo viejo, por ser viejo, le
parece respetable y adorable.

—¿Y no es así? —preguntó socarronamente el boticario.

—Para mí, no; lo nuevo, solo por ser nuevo, es siempre mejor.

La guerra había venido muy bien, según el Epístola a los locos
impulsivos, aventureros y sanguinarios, que no tenían ya Américas que
explotar. Todos estos tipos de españoles a la antigua seguían una
línea de ambición individual. Espartero, Zurbano, Narváez, León, los
carlistas convenidos en Vergara, y aun los no convenidos, como Cabrera,
en seis o siete años lograban convertirse en personajes.

La guerra carlista había sido una sangría; todo el elemento activo de
España se lanzó al campo, a prosperar ellos y a destruir el país.

—Se ha matado lo que se ha podido —siguió diciendo el Epístola—; se
ha quemado igualmente con profusión; ahora España no tiene ganas
de trabajar, ni ideal ninguno; ¿qué quiere usted que hagan estos
guerrilleros?; si pudieran, inventarían otra guerra por un quítame allá
esas pajas, y el hijo del carlista aparecería como republicano o como
cualquier cosa; la cuestión, naturalmente, sería pelear, no quedarse en
un sitio, andar de una parte a otra y probar la suerte.

—¿Usted no cree mucho en las ideas? —preguntó Alvarito.

—Las ideas han sido un pretexto: la legitimidad, la religión, cierta
tendencia de separación en las pequeñas naciones abortadas, como
Vasconia y Cataluña; pero en el fondo, barbarie. Después de estos
fulgores de locura y de fanatismo, como un cuerpo enfermo después
de la fiebre, España ha quedado casi muerta, y el individualismo se
ha ensanchado de tal manera que no se nota la sociedad. Desde que
la Iglesia ha perdido su asentimiento universal todo el mundo tira
a Robinsón en esta tierra. El pobre se muere en un rincón sin ayuda
ninguna, el rico se encierra en su propiedad a tragarse lo que tiene
sin ser visto, el obispo ahorra su sueldo para la familia y el cura
recoge las migajas del suelo. De tragadores ahítos y de lameplatos
hambrientos sin placer y sin gusto, de esta clase de gente se compone
hoy España. Nuestra tierra es un organismo desangrado y anémico, no
por esta guerra, sino por trescientos años de aventuras y de empresas
políticas. Es, además, país pobre, sin ríos navegables, sin lluvia
suficiente. Es lo primero que debía reconocer España ante el mundo,
que es un pueblo pobre, zarrapastroso, que se zafa de todos los
compromisos y que quiere vivir para él solo. Nuestra casa es una casa
mísera que ha gastado mucho y tiene que vivir ahora en la máxima
estrechez. Además, no conocemos nuestra tierra. Ahora vamos sabiendo un
poco de Geografía de la nación.

El Epístola bebió un sorbo de aguardiente y siguió diciendo:

—¿Qué ha pasado para que haya este vacío en la aldea y en la
pequeña ciudad española? En estos pueblos, si se ha fijado usted,
no hay sociedad, no hay jardines, no hay libros, no hay religión,
no hay amores, no hay complicaciones, no se come ni se bebe bien.
España no tiene cabeza. Madrid no se nota apenas en las provincias
y las provincias no notan Madrid más que cuando hay asonadas o
pronunciamientos. Se ve que nuestro país es un cuerpo débil, con la
cabeza débil.

—Es la guerra.

—Claro, es la guerra. Todo el elemento vivo y enérgico se ha empleado
en estos últimos años en la guerra. No se sabía lo que iba a pasar;
pero había ilusiones que se han desvanecido. Los compradores de bienes
nacionales, aunque por un lado desean que no haya frailes, por otro
los quieren, y esto va a terminar por favorecer nuevas comunidades,
probablemente a los jesuitas, que por otra parte no tienen derecho a
recuperar nada. Hoy, los conventos están vacíos; los exclaustrados
piden limosna y nadie los atiende; si va usted por los pueblos de
España verá usted que todos los conventos están convertidos en cárceles
y cuarteles. Aquí, a este pueblo, corresponden un obispo, ocho
canónigos y quince beneficiados. Casi todas las plazas están vacantes.
¿Esto quiere decir que no hay religión? Yo creo que estamos como los
enfermos débiles, que han perdido mucha sangre. No tenemos idea clara
de lo que queremos.

—Indudablemente, la despoblación de España influye mucho en este
marasmo —dijo Alvarito.

—¿Pero esto es un efecto o es una causa? —preguntó el boticario.

—No lo sabemos —contestó el Epístola—. Dos pueblos, a tres o cuatro
leguas, están tan aislados el uno del otro, que no tienen apenas
relaciones. Únicamente los carreteros y los guerrilleros conocen un
poco el país; los que vivimos en los pueblos, a más de tres leguas a
la redonda, ya no sabemos cómo es nuestra tierra. Con esta escasez de
asuntos en la vida, el español actual está irritado. Las enemistades de
los pueblos tienen los motivos más nimios. Un chico que haya tirado una
piedra a un perro, un hombre que no haya saludado a otro, una mujer que
haya cedido en la iglesia la silla a una vecina y no a otra, es motivo
suficiente para enemistades que duran años. El que lee un periódico ya
es un hombre ocupado.

—Es lo que me parece terrible de las aldeas españolas —dijo Alvarito—.
No hay nada que hacer; es el vacío.

—Hay gente que vive una vida tan pobre, tan mísera, que no tiene
huerta, ni libros; se pasa la vida haciendo solitarios o matando
moscas. Ni comer ni beber —agregó el Epístola.

—¿Aquí se come poco también?

—Poco y se guisa menos. Alguien ha dicho que el hombre es el animal
que guisa. Nosotros, los de estas regiones, debemos ser poco hombres
porque guisamos poco.

—Pero yo creo que aquí no faltarán cocinas.

—No, claro es, pero guisoteamos poco; se hacen cosas fritas en una
sartén, se comen verduras y ensaladas y se acabó. El único placer es el
de la fruta, cuando la hay. Para gente que vive así, naturalmente, una
ocasión de guerra es algo admirable.

El Epístola siguió hablando, divagando, siempre con originalidad.
Alvarito le miraba a veces asombrado: que aquel hambre chato, feo,
moreno, con aire de chino, sin cultura, que no había leído más que
unos cuantos periódicos en toda su vida, se explicara de una manera
original, le parecía un fenómeno maravilloso, algo como un milagro.




V

LA CASA DEL GENERAL


Al día siguiente de llegar a Albarracín, el boticario invitó a Alvarito
a ir a la casa mejor del pueblo, la del general Navarro. Era una visita
casi oficial para los forasteros distinguidos. La casa de Navarro, en
la calle mayor, daba por la parte de atrás a la muralla y dominaba las
rocas del río sobre el barranco del Guadalaviar.

Era una casona grande, con habitaciones inmensas, blanqueadas, con
zócalos azules y vigas del mismo color en el techo, con los suelos
de ladrillo rojo y algunos de tierra mezclada con cal. Tenía patios,
corrales, escaleras estrechas, un pozo y una porción de rincones y
de cobertizos. La cocina de la casa, inmensa, con el suelo de tierra
apisonada y una chimenea enorme, estaba cimentada sobre una piedra de
la antigua muralla del pueblo.

Ocupaban el primer piso varias salas, y entre ellas una grande, medio
biblioteca, con huecos de balcones a una galería. En la barandilla de
hierro de esta, el padre de Navarro había hecho muescas con números y
letreros para indicar hasta donde llegaba el sol en diferentes épocas
del año y a distintas horas.

En este salón biblioteca, el general Navarro tenía algunos libros de
Geografía y de Historia de América, varias obras que trataban de la
guerra de la Independencia española y distintos mapas en las paredes
con cruces pintadas, rojas y azules, indicadoras de la marcha de los
ejércitos y de las batallas.

El general pretendía haber sido hombre importante y guardaba todos los
documentos de bandos y órdenes firmados por él en su vida pública en
varias carpetas.

El salón tenía un aire oficinesco y burocrático; los sillones, las
sillas, el sofá, las mesas y dos armarios, todo era negro.

Desde la galería de esta sala se veía muy abajo el álveo del
Guadalaviar, como un barranco con calizas de ocre amarillento; el río,
verde en el fondo, con un color gelatinoso, y las orillas con muchas
huertas.

Don Joaquín Navarro, hombre viejo, derecho, estirado, con peluca,
con el bigote y la perilla teñidos, vestido de negro, había llegado
a mariscal de campo. Militó en la guerra de la Independencia a las
órdenes del conde de España, y después, en América, con Canterac.

El general estuvo largo tiempo separado de su mujer y después reñido
con su hija, por haberse casado esta con un pobre hombre sin recursos.

Don Joaquín Navarro se sintió artista al volver a su casa, retirado,
y pintó en las paredes muchos frescos sin maestría, pero con cierta
gracia.

Representó varios paisajes con molinos y puertos y una batalla naval
entre ingleses y españoles. Se retrató también él mismo en uno de
sus frescos en actitud amanerada, como la mayoría de los héroes de
la guerra de la Independencia, jinete en un caballo encabritado al
lado del puente levadizo de una fortaleza española en América. Todas
aquellas pinturas produjeron gran admiración en el pueblo.

Otras originalidades caracterizaban al general. Arregló en la casa un
teatro y una capilla.

Como don Joaquín tenía ideas propias, mandó construir una especie de
canal de albañilería entre la capilla y su alcoba para oír misa desde
su cuarto y quizá desde su cama. El general oía misa canalizada.

Don Joaquín Navarro se sentía un sátrapa, un bajá.

A veces daba funciones de teatro en su casa, sintiéndose gran señor,
y recibía a las damas y a los caballeros con una cortesía pomposa de
virrey español en América.

El general Navarro, absolutista acérrimo, no sentía simpatía por el
carlismo. Los desórdenes producidos por los carlistas le irritaban y la
genialidad de Cabrera le ponía fuera de sí. Un gobierno burocrático,
despótico, de palo, hubiera encantado a Navarro. Para él, la ordenanza,
la disciplina, era lo principal.

Dos años antes, cuando Espartero estuvo en Albarracín, quiso
albergarlo en su casa, pero el caudillo liberal pasó de largo. Desde
entonces Navarro fue enemigo de Espartero. Cabrera y Espartero le
parecían lobos de la misma camada. El general, como el hombre de más
significación de Albarracín, a pesar de no tener ningún cargo, creía
que su categoría en la milicia le daba autoridad y que debía ejercerla.

En el pueblo vivía un compañero de armas de Navarro, militar retirado
de América y Filipinas: el comandante Cañizo, hombre viejo, solitario y
silencioso.

El comandante, viudo, con una hija, muchacha muy bonita, vivía en el
barrio alto.

Cañizo, hombre de sonrisa triste y tez amarillenta, era partidario
decidido de la renunciación.

—¡Pse! Lo mismo da, todo es igual —decía—. Para lo que va a vivir uno.

Solía ir por las tardes a casa de Navarro, pasaba al despacho, leía
algún periódico, contemplaba el Guadalaviar horas y horas y las huertas
próximas al río.

Cuando oía al general Navarro hacer alguna descripción enfática de las
batallas de América, Cañizo se burlaba y se encogía de hombros.

—Allí no ha habido más que política —murmuraba—. Todo lo que se ha
hecho como estrategia o táctica militar no ha valido nada.

El general, impulsado por su egoísmo, vivía alejado de todos los
cuidados familiares y caseros. Algunos le reprocharon su indiferencia y
le echaron en cara el mal fin de sus nietos.

Fue un verdadero drama la vida de los nietos de Navarro, hijos de
la hija del general y de un pobre hombre oscuro, secretario del
Ayuntamiento de un pueblo de la provincia de Cuenca. Los nietos eran
dos, Antón y Pedro. Uniendo el apellido del padre y de la madre se
llamaban Gómez Navarro.

Pedro, el mayor, se caracterizó por su prudencia y por su genio
apacible; el menor, Antón, se mostró siempre decidido y violento,
partidario de exageraciones y de locuras.

Al morir el padre de estos niños, los dos, con su madre, marcharon a
Albarracín a la casa del general y poco tiempo después, cuando contaban
el uno doce y el otro quince años, quedaron huérfanos. El general les
puso para su cuidado una criada vieja.

Desde la infancia existió rivalidad entre Antón y Pedro.

La hija del general, madre de los niños, aseguró un día, estando
enferma, que en un sueño se le reveló que su hijo mayor, Pedro, iba a
ser obispo y santo. Por este sueño se envió a Teruel a estudiar en el
seminario al hijo mayor.

Pedro pasó en el seminario dos años y al comenzar la guerra volvió a
Albarracín sin deseo ninguno de seguir la carrera de cura.

Antón, mientras tanto, muchacho de gustos violentos, jugó en la casa a
los soldados, hizo pistolas y cañones con llaves viejas y con saúcos y
llegó a ganar la simpatía del abuelo, toda la simpatía posible en un
viejo egoísta que detestaba a los chicos.

Cuando Pedro volvió del seminario, después de muerta su madre, se
manifestó tranquilo y con deseos de establecer algún pequeño comercio.
Antón seguía siendo bárbaro y arrebatado y quería en todas ocasiones
mandar.

El general no se ocupaba de sus nietos, nadie les atendía, el pueblo
marchaba a la ruina y la época era detestable para intentar ninguna
empresa.

La vida de los dos mozos en aquella época fue casi salvaje; iban a
cazar a las tierras de los madereros, se pasaban los días en el campo y
reñían a todas horas.

Por aquel tiempo, Pedro y Antón fueron rivales. La hija del comandante
Cañizo, entonces un poco más joven que ellos, era muy bonita y los dos
hermanos se enamoraron de la muchacha.

Pedro tuvo éxito, se casó con la chica y se la llevó a Teruel, donde
consiguió un pequeño destino.

Quedó en el pueblo Antón exasperado, humillado, sin saber qué
resolución tomar. La guerra estaba terminando. Algunos jóvenes se
alistaban en la partida de Vicente Herrero, el Organista, natural
de Gea de Albarracín, cabecilla latro-faccioso, muy relajado de
costumbres. En esta partida abundaban los granujas.

Antón se decidió, supo que Herrero se hallaba en Cañete, se presentó a
él y le hicieron teniente.

Seguía el odio de los dos hermanos. Pedro, alistado en la milicia
nacional turolense, se distinguía por su entusiasmo liberal. Antón
alardeaba de su carlismo.

Un día, Antón supo que Pedro había ido a Albarracín a ver al abuelo a
comunicarle que tenía un hijo. Inmediatamente el oficial carlista salió
de Cañete con ocho de los suyos, esperó a su hermano en una de las
hoces del río, lo cogió y lo fusiló con los que le acompañaban.




VI

EL CAMPO


Por entonces, en casa del general Navarro, Alvarito conoció a un
profesor del Instituto de Teruel. El profesor pasaba en Albarracín
las vacaciones de Semana Santa. Era botánico, cazador, bibliófilo y
principalmente hombre de gran curiosidad por todo cuanto fuese del
dominio de las ciencias naturales.

El señor Golfín, hombre moreno, atezado, de barba negra y anteojos, se
hallaba curtido por el sol y el aire. Conocía la flora y la fauna del
país admirablemente, aunque según su opinión no la conocía bastante
bien.

El señor Golfín le invitó a Alvarito a hacer excursiones en su
compañía. Cuando finalizara la Semana Santa marcharían los dos a Teruel.

Con el profesor, Álvaro visitó los alrededores. Estos aledaños de
Albarracín eran despoblados, desnudos, de una terrible soledad.

El profesor le mostró a Alvarito las murallas de la ciudad antigua
y juntos recorrieron las colinas de peña caliza por donde pasa el
Guadalaviar desde las sierras Idúbedas.

Todo aquel campo tenía un aire desolado como pocos, era una tierra de
anarquismo cósmico, bronca y maravillosa; un paisaje para aventuras de
caballeros andantes; despoblado, desierto, sin aldeas, con barrancos
dramáticos llenos de árboles, con cuevas sugeridoras de monstruos y
endriagos. La tierra de las proximidades de Albarracín, según dijo el
profesor, se iba haciendo cada vez más fría, sin saber por qué, y la
viña desaparecía paulatinamente de los contornos. Unos días después, el
señor Golfín y Álvaro se alejaron de la ciudad, hacia el país de los
madereros. Allí no se notaba la guerra, ni la guerra ni la paz, porque
aquello parecía un lugar desierto y abandonado.

Alvarito vio cómo los madereros arreglaban los riachuelos para conducir
la madera cortada y cómo los descargaban en carros especiales para
llevar árboles enteros.

Pasados unos días de excursiones el profesor y Alvarito, en dos
caballejos, se dirigieron camino de Teruel.

Charlaron de muchas cosas. El profesor no tenía la genialidad del
Epístola ni su facundia, y lo que sabía, lo sabía a fuerza de estudio.

El señor Golfín le habló de su familia, procedente de Cáceres; de los
Golfines, dueños, en la parte vieja de la ciudad extremeña, de un gran
palacio. Según el profesor, el apellido Golfín procedía, probablemente,
del alemán Wolf (lobo) o de Wölfin (loba).

El señor Golfín llevaba en el bolsillo un libro, sacado de alguna casa
albarracinense, que se titulaba _Gobierno general, moral y político,
hallado en las fieras y animales silvestres_, por el padre Fray Andrés
Ferrer de Valdecebro, natural de Albarracín. El profesor leía, a veces,
trozos de este libro, impreso en Barcelona, a final del siglo XVII, y
le parecía tan disparatado, que se quedaba atónito.

El señor Golfín indicaba a Álvaro los árboles y las plantas con sus
nombres científicos. Alvarito no tenía memoria para recordar tanto
dato; quizá no sentía tampoco mucha afición por estos conocimientos.

En el campo veían las sabinas como árboles, el junípero, el boj,
el cantueso, el romero, el tomillo. Nubes de cuervos y de chovas
revoloteaban por el aire, y a veces pasaba el quebrantahuesos blanco,
la abubilla y la oropéndola.

El señor Golfín daba grandes explicaciones a Alvarito sobre la
geografía y la constitución de los terrenos.

Era el profesor un poco aficionado a las fantasías geográficas. Así,
muchas veces, Alvarito le oía decir: «Si los Pirineos estuvieran de
Norte a Sur, toda la vida española sería distinta».

Otra vez decía: «Si en España tuviéramos una región con lagos, nuestra
psicología, probablemente, no sería la misma».

El profesor y Alvarito se hicieron muy amigos; durmieron en la paja
de los desvanes y comieron en el campo, sentados sobre la manta,
extendida, mientras tenían ante los ojos una de las decoraciones más
extraordinarias de la vieja España.

Para comer al mediodía, como el sol apretaba ya mucho, solían buscar la
barrancada de algún río, y allí, en el prado con yezgos y lechetreznas,
o en el juncal, con matas redondas se detenían, contemplaban las rocas,
altas, amarillas y rojas, algunas llenas de cuevas.

Veían las peñas con aire de murallas quebradas, con altísimos escarpes,
llenos de pinos y de robles; las hoces, con recodos misteriosos, y los
resaltos, en donde nacían confundidos el espliego, la jara, la retama
y el tomillo. Después de comer, el señor Golfín se dedicaba a las
explicaciones científicas.

A veces subían por una calzada de piedras, detrás de alguna recua de
mulas con sus arrieros, y se oían las campanillas de las colleras y los
cascos de las caballerías, que echaban chispas.

El ver los pueblos al amanecer y al anochecer, el salir de la aldea
cuando los campesinos vuelven a sus hogares cantando, el entrar por
la calle del pueblo cuando van los labriegos a sus faenas, todo ello
es, sin duda, materia propicia para filosofar sobre la vida y sus
horizontes.

Los campesinos, por lo que notó Alvarito, estaban ya hartos de no poder
coger sus cosechas; muchos, al principio, quizá habían deseado la
guerra, pero ya ansiaban la paz de cualquier manera que fuese.

Era difícil, sin verlo, suponer la miseria de aquellos pueblos, su vida
estrecha y de tan poca sustancia.

El tiempo no le sobraba al profesor; aún estaban lejos, y tuvieron
que apresurarse y marchar en línea recta a Teruel, montados en sus
caballerías. Como en la célebre estampa del gran Durero, en donde va
el caballero tranquilo, cercado por la muerte y el diablo, así marchaba
Alvarito, pensando vagamente en la vida dejada atrás, en su familia y
en su dama.




VII

LOS ORIGINALES DE TERUEL


—Como ve usted, Teruel —dijo el profesor Golfín— es una ciudad colocada
en la meseta de una colina y casi rodeada de barrancos. La superficie
de la muela en que se asienta la urbe es irregular y ofrece su punto
más alto en la plaza de la Judería.

En tiempo de la guerra carlista tenía Teruel todavía murallas, con
sus aspilleras correspondientes; explanadas y garitas en los ángulos;
las puertas, en número de siete, estaban guardadas por la milicia
nacional. El señor Golfín y Alvarito necesitaron dar explicaciones a
los milicianos para entrar en la ciudad.

Alvarito fue a hospedarse a una fonda de la calle de los Ricos Hombres.

Teruel es una ciudad en donde la meseta hispánica se va asomando a
Levante; es un punto en el cual la tierra, seca, áspera y ruda, se
acerca a la huerta fértil y bien regada. El Turia pasa por cerca del
cerro, en donde se encuentra la población.

Alvarito suponía que Teruel sería un poblacho sin carácter; pero se
quedó un poco sorprendido al ver la plaza de la Catedral, las varias
torres airosas y ornamentadas, la Plaza Mayor con sus tiendas y el
Acueducto con los arcos, con cierta grandeza, como obra de romanos.

El señor Golfín le habló del arquitecto o maestro de obras francés que
supo levantar la torre mudéjar de San Martín cuando se caía, porque se
le desgastaban los cimientos, y apuntalarla con vigas y reparar su base.

El señor Golfín le invitó a comer, en su casa, a Álvaro, y conoció a
su familia y a una muchacha turolense, amiga de la hija del profesor,
rubia, pequeña, un poco desdeñosa, muy redicha y muy perfilada.

Con la hija del señor Golfín y con su amiga paseó Alvarito por los
arcos de la Plaza Mayor, produciendo la curiosidad del público, formado
por militares y por estudiantes.

El señor Golfín tenía amigos, compañeros del profesorado; pero no
estaba muy satisfecho de ellos porque no consideraban la ciencia con
la seriedad necesaria. Uno, profesor de Física, hombre de unos sesenta
años, encorvado, con la cara arrugada, curtida, de mal color, los ojos
pálidos y el bigote blanco, amarillento, caído, contaba este rasgo de
humorismo suyo, que lo repetía a todos los conocidos, y que producía la
estupefacción del señor Golfín.

—Antes —dijo el profesor de Física a Alvarito—, nuestra ciudad
se estaba poniendo en ridículo. Llegaba el verano, venían las
temperaturas máximas de toda España y se leía en el periódico: Máxima,
en Teruel, cuarenta grados a la sombra. Entraba el invierno, se cogía
el periódico y se leía: Mínima, en Teruel, doce grados bajo cero.
Desde que yo estoy ocupado de las observaciones meteorológicas, ya no
pasa esto; ni el termómetro sube ni baja tanto y Teruel no se pone en
ridículo.

Otro de los amigos de Golfín era el señor González Carrascosa, el
arqueólogo. El señor Carrascosa estudiaba los monumentos de la
provincia de Teruel, pero solo los de la provincia; los demás no le
interesaban nada. Alguna vez que había estado algún arqueólogo en
Teruel, el señor Carrascosa, como hombre amable, le acompañaba por
todas partes y le servía de cicerone, hasta dejarle, como decía él, en
los límites de la provincia. Más allá de los límites de la provincia,
el mundo no le interesaba.

Con el señor Carrascosa, Alvarito contempló la iglesia donde se
encuentran el amante y la amanta, como se dice en el pueblo; la torre
de San Martín, con sus mosaicos, sus arabescos y fayenzas, y el arco
ojival, una de las entradas del pueblo; vio también el antiguo colegio
de jesuitas, entonces convertido en cuartel, y su iglesia magnífica, de
gusto barroco, con unos decorativos miradores y el cuadro de _Las once
mil Vírgenes_, de Antonio Bisquert, en la catedral.

En una de aquellas visitas, el señor Carrascosa le presentó a un
pintor bajo, moreno, de color bronceado, pelo y barba negrísimos y muy
velludo. Este pintor, de origen valenciano, se llamaba Fuster. Fuster
trabajaba en un desván grande del colegio de jesuitas, donde tenía su
estudio. Vivía pintando algunos estandartes para las iglesias de los
alrededores, quemadas durante la guerra. Al conocerle a Alvarito le
invitó a ir a verlo.

Alvarito fue al estudio, y Fuster le enseñó sus estandartes y algunos
retratos que pintaba, de colores muy violentos, que le sorprendieron.

Estando allí apareció un señor alto, al parecer extranjero, aunque
conocía muy bien el castellano, que se puso a hablar con el pintor.
Este señor era hombre de edad indefinible, muy esbelto, ojos claros y
grises, la nariz bien hecha, la cara larga, la mandíbula grande, la
mano fina y aristocrática. Habló con gran elegancia y Alvarito quedó
muy sorprendido por las ideas, que a él le parecían nuevas, que tenía
sobre la guerra y sobre el arte.

Cuando el señor se marchó, Alvarito le preguntó al pintor:

—¿Quién es este hombre?

—No sé; es un señor recién llegado, que quiere comprarme un cuadro.

Fuster tenía aire de salvaje, era hombre violento, expresivo y tan
velludo, que, según él mismo contaba, una muchacha le había dicho
una vez: «_Chiquío_, por poco no naces burro». Fuster sentía gran
entusiasmo por su arte y momentos de desilusión y de tristeza.

Alvarito intimó rápidamente con él y le vio pintar sus santos y sus
retratos.

Alvarito quedaba muy sorprendido al ver los colores que empleaba
Fuster. Él no veía aquellos verdes ni aquellos amarillos que ponía el
pintor velludo en las caras de las personas.

—Yo me figuro lo que es pintar —decía Fuster—; pero no pintaré nunca.

—¿No se empeñará usted en poner colores que no hay? Yo no veo ese verde
en las caras —indicó Alvarito.

—Usted dice que no ve ese verde en la caras; pues lo hay. ¡Qué
desesperación!; la gente no ve las cosas como uno las ve. A mí me
gustaría buscar el carácter de las figuras; pero ahora no puede usted
pintar a una mujer, ni siquiera a un hombre, tal como es, sin que crean
que le han afeado y le han puesto más viejo. ¿Usted ha visto la familia
de Carlos IV, pintada por Goya en Madrid?

—No; no he estado en Madrid.

—Pues allí están pintadas gentes de la familia real, con sus narices,
con sus colores, con el parche en la sien de una vieja fea con aire
de lechuza. Ahora, no; ahora no puede usted pintar así. La hija del
zapatero tiene que ser una ninfa, el mondonguero debe aparecer como un
prócer, el carnicero quiere que le retraten de levita.

El pintor le acompañó a Alvarito a ver la antigua techumbre de la
catedral, con artesonados y pinturas ocultas desde hace tiempo por una
bóveda moderna.

Fuster llevaba una vela, la encendió. Vieron las pinturas con su luz.
Estaban representados todos los oficios, hasta la ramera y el verdugo.

Después de contemplar con atención aquellas tablas pintadas, el pintor
y Alvarito salieron al tejado de la catedral. El pintor llevaba un poco
de pan y queso y una botella de vino para merendar.

—Lo que me atormenta —dijo Fuster— es la idea de que la pintura no
tiene objeto; nadie cree que haya en ella problemas. Yo viviría a
gusto en un convento, estudiando a los maestros y viendo si podía
añadir algo a su obra. ¿Pero para qué? Cabrera sí tiene objeto, y
Mendizábal también; pero la vida de un pintor no se comprende, es una
estupidez; lo mejor sería tirarse desde aquí a la calle y acabar de una
vez.

Entre frase y frase desesperada, el pintor daba un tiento a la botella.

En España todo tenía que ser así, pensó Alvarito: todo roto, desgarrado
y triste.

Mientras hablaba el pintor, Alvarito contemplaba los tejados del
pueblo, y la luz del sol en las torres de ladrillo. Al mismo tiempo
ponía en claro las sensaciones que se experimentan en el tejado de una
catedral.

Quizá Alvarito había soñado alguna vez en sentarse sobre una roca negra
en el Atlántico, junto al cabo Norte; en cruzar un canal de Venecia
oyendo a un gondolero cantar una barcarola; en pasar en una gabarra por
uno de los canales de Rotterdam o de Hamburgo; en mirar desde una villa
napolitana los pinos que se destacan en el Mediterráneo azul. Quizá
soñó en cruzar el mar de los Sargazos o el cabo de Hornos en un velero,
o en ver bailar a las cortesanas de la reina Pomaré, púdicamente
desnudas; lo que sin duda no había soñado nunca era en merendar en el
tejado de la catedral de Teruel una tarde de primavera.




VIII

CAÑETE


Desde Teruel Alvarito escribió a su tío Jerónimo, preguntándole cuándo
y cómo podría ir a Cañete.

El tío le contestó diciéndole que se acercase a Salvacañete, a donde él
enviaría un amigo que le acompañaría a su casa.

Alvarito se concertó con un arriero para hacer el viaje. Desde aquella
parte del Bajo Aragón, la meseta hispánica se lanza con avidez a
buscar el mar y el clima del Mediterráneo. A las pocas horas de salir
de Teruel se está en plena huerta de aire valenciano. Alvarito pasó
por Villel, el pueblo ilustrado por el nacimiento de Calomarde; cruzó
el rincón de Ademuz, y dejando las tierras fértiles y templadas, por
Vallanca fue a Salvacañete.

Salvacañete se encuentra en un alto, en un terreno quebrado, poblado
de pinos, robles y encinas. Salvacañete era por entonces la frontera
del liberalismo en la provincia de Cuenca. Unos años antes, en marzo
de 1836, se batieron allí los liberales con los carlistas al mando de
Forcadell, quien, después de seis horas de acción, tuvo que retirarse.
Unos y otros dejaron en el campo muchísimos muertos.

A pesar de su guarnición, la mayoría de la gente de Salvacañete era
carlista; los movilizados liberales de las aldeas inmediatas, reunidos
en el pueblo, hacían que las fuerzas cristinas tuviesen allí un núcleo
considerable. El boticario, miliciano y geólogo, era de los jefes
de los movilizados. Las patrullas liberales iban cogiendo por los
campos a los carlistas y curas escapados y operaban en combinación
con la partida móvil del marquesado de Moya. Entre ellas prendieron
al cabecilla Potaje, uno de los últimos que campeaban por allí y lo
metieron en la cárcel.

Alvarito fue a parar en Salvacañete a la posada de un tío Blas, hombre
que en 1836 había estado a punto de ser fusilado, y a quien le quedó
del miedo un tic nervioso.

Alvarito esperó la llegada del enviado de su tío, viejo grueso y
alegre, llamado por mal nombre el Lechuzo o el Chuzo. En compañía del
Lechuzo, y a caballo, tomó Álvaro el camino de Cañete, por sendas y
vericuetos, y llegó dos días después.

Cañete, como muchos de los pueblos españoles, no tenía más que
nombre. En gran parte de nuestras cosas hay esto solo: nombre,
etiqueta, a veces muy sonora; debajo, nada o casi nada. Es un fenómeno
característico de todos los pueblos viejos.

Alvarito creía que iba a encontrarse con una hermosa ciudad y se halló
sorprendido al ver un pueblo mísero, con casas amarillentas, derruidas,
con calles como barrancos, pedregosas y sin aceras. Álvaro en su casa
había oído hablar a su madre de Cañete como de una Babilonia, llena de
complicaciones y de atractivos. Alvarito sintió ganas de reír, pero al
mismo tiempo le dio tristeza. Pensó en la extraña ilusión de su madre,
en el espejismo raro de recordar como un pueblo espléndido aquel pueblo
pobre, destartalado y derruido.

Cañete, lugar de señorío de don Álvaro de Luna, con su gran castillo
antiguo, propiedad de los condes de Montijo, no era más que un montón
de piedras y de casuchas miserables. Un año antes lo fortificaron los
carlistas, considerándolo como una de sus principales fortalezas de
la Mancha. Para ello, para restaurar la antigua muralla y construir
baluartes nuevos, fueron más de dos mil soldados.

En Cañete se habían reunido muchas familias carlistas de los contornos,
como en Moya se hallaban acogidas la mayoría de las familias liberales
de la comarca.

Cañete se hallaba rodeado de una muralla de piedra muy sólida, de diez
varas de altura y más de tres de grueso, con torreones de argamasa de
trecho en trecho.

Había dos entradas principales en el pueblo: la puerta de la Virgen,
próxima al camino de Boniches, y la de las Eras, que daba al camino de
Ademuz y al de Tragacete.

Dominando el pueblo, se destacaba el fuerte de San Cristóbal, con unos
cañones ya viejos.

Entraron en Cañete Alvarito y el Lechuzo, por el camino de Ademuz, y
tuvieron que sufrir un interrogatorio muy minucioso en la puerta.

El Lechuzo, al llegar a Cañete, llevó a Alvarito a casa de su tío
Jerónimo. El tío Jerónimo era un tipo raro, flaco, denegrido, de unos
cincuenta a sesenta años, con los ojos claros y el bigote blanco,
corto. Recibió a su sobrino con cierta suspicacia, y después de
invitarle a lavarse y a desayunar, le sometió a un interrogatorio.

—¿Qué tal está tu madre? —le preguntó.

—Bien, muy bien.

—¿Y tu padre?

—Bien.

—¿Está empleado?

—No.

—¿Dónde vivís ahora?

—En Bayona.

—¿En Francia?

—Sí.

—Aquello es muy pobre, aunque la gente es muy trabajadora. ¡Si allí
tuvieran este sol y esta tierra!

Alvarito pensó que cualquier barrio pobre de Bayona era más rico que
todo Cañete y sus contornos; pero no dijo nada. La casa de don Jerónimo
era fea, vieja, encalada, sin ninguna comodidad.

Alvarito no sabía que su tío estuviese casado. Poco después conoció a
su mujer, la Bruna. La Bruna era alta, corpulenta, con los ojos negros
rasgados, de facciones casi griegas, la boca pequeña, cuerpo grueso,
fofo y grasiento. La Bruna tenía una hija, la Dámasa, muy bonita,
morena, con los ojos como de azabache, la piel de color de limón y
los brazos delgados y un poco negros. Alvarito, aunque comprendía la
belleza de un tipo así, no le gustaba. Con la figura de Manón grabada
en el alma, para él no existía belleza, sino rubia y sonrosada.

Alvarito averiguó al momento de llegar que la Bruna había sido antes la
querida de su tío.

No tuvo don Jerónimo que discutir con el amor como en el _Diálogo entre
el Amor y un Viejo_, de Rodrigo de Cota, pues más que nada vio en su
matrimonio una cuestión de vanidad.

La Bruna, de viuda estaba enredada con don Jerónimo y al mismo tiempo
con un contratista. La Bruna quería casarse y dio celos a los dos
amantes, al uno con el otro, y don Jerónimo se adelantó y se casó con
ella.

Alvarito quedó sorprendido los días siguientes de las conversaciones y
de las ideas de su tío. Sospechó si andaría mal del caletre. El pobre
hombre vivía en un constante delirio de grandezas, creía que el mundo
entero le envidiaba. Todo lo próximo a él le parecía extraordinario.

Hablaba de los alrededores del pueblo y de las hoces del Cabriel como
de algo único, maravilloso y desconocido.

Alvarito sentía gran interés por averiguar qué habría de cierto en el
tesoro de su tío, y cuando este le dijo si quería ir a ver su museo,
fue con mucha curiosidad.

Don Jerónimo tenía alquilada, cerca de su casa, otra grande, medio
derruida, con una azotea, y allí se dedicaba a mil extravagancias.

A esta casa la llamaba él, unas veces, su museo, y otras, su
observatorio. Su azotea le parecía magnífica, extraordinaria, con unas
vistas como no había otras en el mundo.

En la cerca de la azotea, don Jerónimo hizo con clavos varios relojes
de sol y pintó después con pintura blanca y encarnada los signos del
zodíaco. En los ángulos de la terraza sujetaba molinos de papel como
los de los chicos y pretendía con ellos medir exactamente la velocidad
del viento.

Tenía también unas veletas de cartón. Decía que él había inventado una
veleta admirable. La novedad de la veleta de su invención consistía
en que serviría para el interior de una casa, pues tendría un vástago
giratorio que atravesaría el tejado y tendría otra flecha en el cuarto
donde se estuviera. Así, desde la cama se podría saber si soplaba
viento norte o sur.

Ahora, qué ventaja había en esto, él no lo decía.

Don Jerónimo tenía un higrómetro, formado con una palangana agujereada
y una botella, y un anteojo corriente, muy malo, con el cual se veía
todo envuelto en los colores del arco iris. Pretendía hacer con
aquellos útiles observaciones astronómicas y meteorológicas. A este
anteojo, sostenido por un trípode de cañas, le llamaba él su telescopio.

Don Jerónimo apuntaba sus observaciones diarias en un libro antiguo.

Día 25 de marzo: Viento flojo del NE. Buen tiempo.

Esto creía que en el porvenir tendría un gran interés.

El tío Jerónimo aseguró a Alvarito en serio que alguna vez publicaría
él sus estudios astronómicos, su teoría acerca del universo y acerca
de la electricidad celeste y de los fluidos magnéticos, para dar en la
cabeza a ciertas gentes presumidas.

Aquellas frases de la electricidad celeste y los fluidos magnéticos le
encantaban, le daban sin duda una impresión vaga, poética.

La electricidad celeste y los fluidos magnéticos eran, según él, la
causa de muchas cosas inexplicables. Hablaba de la electricidad celeste
y de los fluidos como de personas de la familia. La electricidad
celeste subía; el fluido magnético bajaba, se combinaba con el
oxígeno o con el nitrógeno de la atmósfera; lo mismo le daba. La tal
electricidad y los tales fluidos tenían un extraño dramatismo, que don
Jerónimo manifestaba con sus gestos y sus ademanes.

Él notaba la fuerza de los fluidos en todo: en las estrellas, en los
relojes de sol, en las veletas de cartón y en los molinos de papel. De
cuando en cuando, don Jerónimo echaba una cometa al aire y con esto
adquiría nuevos datos para el estudio de la electricidad celeste y de
los fluidos magnéticos.

—Hoy tiene mucha fuerza el fluido —decía seriamente.

—¿Y en qué lo nota usted? —le había preguntado alguno entre cándido y
burlón.

—Lo noto en todo —contestaba él categóricamente.

Don Jerónimo creía que el mundo le envidiaba los tesoros encerrados
en aquella casona derruida, y, como precaución, en la puerta puso
un artificio con unos cañones de fusil que se disparaban si alguien
pretendía entrar violentamente. No le bastaban, sin duda, los fluidos
para defender la casa.

A pesar de esto, uno entró una vez forzando la puerta y no le pasó
nada, porque no dispararon los cañones de fusil.

—¿Qué te parece esto? —le preguntó su tío a Álvaro, mostrándole su
azotea—. ¡No habrás visto nunca una casa así!

—Sí, es extraño.

—Extraño. Algo más que extraño.

Un día el tío Jerónimo quiso mostrar a Alvarito su tesoro; le bajó a
la cueva y le enseñó a la luz de un farol una caja llena de piritas de
cobre. Álvaro conocía aquellos minerales, porque se los había mostrado
idénticos varias veces el señor Golfín.

—¿No serán piritas de cobre? —preguntó Álvaro.

—¡Bah! Veo que no entiendes nada de esto —repuso don Jerónimo cerrando
la caja con desdén.

—¿Usted ha mandado analizar esos minerales?

—Yo, no. ¿Para qué?

Indudablemente así no había decepciones.

Álvaro pensó que su tío era un hombre extraordinario que cambiaba la
realidad a su gusto. Una palabra le bastaba para fantasear.

¡Qué bien hubiera ido en el carro naval, en La Nave de los Locos,
con su manto negro, lleno de estrellas de plata, y su cucurucho
en la cabeza, estudiando con un telescopio de cartón las diversas
manifestaciones de la electricidad celeste y de los fluidos magnéticos!

La vida en la casa de don Jerónimo no fue agradable para Alvarito. La
mujer de su tío, la Bruna, se mostraba siempre muy bestia, de mal genio
y de malos instintos. Era una mujer de burdel, holgazana, caprichosa,
rencorosa; tenía envidia y odio a su hija, al ver que esta iba llamando
la atención al hacerse una muchacha bonita.

La Dámasa, al revés de su madre, se manifestaba como una chica modosa,
sensata, muy discreta, con ese fondo de sabiduría de las razas viejas.
Trabajaba durante todo el día, siempre dispuesta a hacer cuanto le
mandaran, como la Cenicienta de la casa.

A veces el mal humor y la grosería de su madre le hacían saltar las
lágrimas a los ojos. Esta muchachita, morena, con sus hermosos ojos
negros y la tez trigueña, ya cerca de los veinte años, solía jugar como
una niña con las chicas de la vecindad.

Alvarito solía hablar con ella; le preguntaba si no pensaba casarse.

—Mejor se vive de soltera que de casada —contestaba ella con cierta
malicia amable—; más tranquila y más inocente.

En la vecindad de don Jerónimo, en varias casas blancas, bajas, vivían
unas mujeres a las que llamaban en gitano las Chais. Allí acudían los
soldados carlistas y solía haber grandes zambras. Uno de los puntos
fuertes en el leno de las Chais era el Lechuzo, el acompañante de
Alvarito desde Salvacañete. El Lechuzo, viejo truchimán libertino,
alegre a su modo, parásito proveedor y contertulio de las Chais y
jugador de ventaja, vivía en el lupanar como el pez en el agua.

La Bruna, muchas veces, cuando estaba incomodada, decía a su hija:

—A ti te voy a poner yo a servir en la casa de las Chais por melindrosa.

La Bruna sentía gran curiosidad por lo que ocurría en aquellas casas
blancas, regentadas por la Celestina, la Pintada y la Saltacharcos.

Para ella, tal mezcla de soldadismo y de prostitución formaba un
ambiente muy simpático. Se robaba en el campo, se gastaba el dinero
con las mujeres; todo ello era una combinación lógica y perfecta en su
género.

Al poco de llegar, Alvarito pudo comprender que la Bruna, su tía,
estaba enredada con un joven sargento a quien llamaban el Tronera.

El Tronera era pequeño, menudo, de mal color, por las tercianas, de
unos veinticinco años, la mirada clara, la sonrisa burlona, petulante y
desdeñosa. Había sido mancebo de botica y se manifestaba siempre sañudo
y de intenciones aviesas. No se le ocurría cosa buena; quería hacer
su pacotilla para después de la guerra, y todos los procedimientos le
parecían lícitos.

Álvaro sintió un profundo desprecio por la Bruna; le chocaba su maldad,
su bajeza. El odio que tenía por su hija le hería a él profundamente.
Realmente, la humanidad como espectáculo es algo poco grato —pensó
Álvaro—; es más agradable contemplar los montes o el mar que el fondo
encanallado de las pasiones del hombre.

El Tronera hizo amistades al principio con Alvarito y le llevó a
distintos puntos donde se reunían los carlistas: cafés, cantinas y
tabernas. Había en aquellos rincones un ambiente de matonería muy
desagradable. El matón valiente es una cosa odiosa; el cobarde es uno
de los personajes más ridículos y desagradables que se pueden topar.

Irritación, rabia, pedantería se encontraba únicamente en las reuniones
de los carlistas. Parecía que representaban alguna comedia guiñolesca,
con bravucones y matamoros: quién sacaba su puñal por cualquier cosa y
quién se limpiaba las uñas con la punta de una navaja.

Entre su tío, loco y absurdo; la Bruna, perversa y malintencionada;
y el Tronera, canallesco y matón, vivía la Dámasa oscuramente,
trabajando, cuidando a veces de los niños de las casas cercanas y
jugando con ellos.

Una de las veces, al entrar en la casa, Alvarito encontró a la muchacha
con un chico pequeño de la vecindad en los brazos, que sin duda tenía
fiebre.

—¿Tienes frío? —le preguntaba ella.

—Sí —contestaba el niño, acurrucándose en el regazo de la muchacha.




IX

LOS JEFES


A pesar de la pobreza y de la miseria del pueblo, a Alvarito no le
daban las gentes una impresión paralela de sequedad y de estupidez.
Quizá eran menos brutos de lo que hubieran sido en una aldea de
Francia, de Inglaterra o de Alemania. Ciertamente había algunos tipos
como encanijados, resecados, con un color terroso, tan mezquinos, que,
por no tener, no tenían ni nariz, y que para mirar abrían la boca como
los tontos.

A los tres o cuatro días llamó a Álvaro el gobernador de la plaza de
Cañete, don Heliodoro Gil, para interrogarle. En el interrogatorio
Alvarito estuvo muy hábil. Dijo que, prisionero de los liberales
en Pamplona, al volver a Bayona le dieron los carlistas una misión
confidencial. Después de realizada pensaba presentarse a sus jefes.

Al visitar al gobernador, este se hallaba en compañía de un ayudante
joven, el capitán Barrientos.

Don Heliodoro hizo muchas preguntas a Álvaro. Se notaba que creía que
las cosas marchaban mal. Luego los dos militares le acompañaron a ver
las defensas del pueblo. Cabrera había fortificado Cañete un año antes,
al volver de su expedición a las provincias de Cuenca y Guadalajara.
En aquel mismo año salió una columna carlista al mando del cabecilla
Chambonet, saqueó los pueblos de las orillas del Tajo y volvió con
muchos alcaldes presos y con cientos de cabezas de ganado. Cabrera dio
la orden de perseguir con severidad a las autoridades de los pueblos
que festejasen el convenio de Vergara.

La guarnición de Cañete tenía siete compañías del batallón del Cid
y dos del segundo de Cataluña, y víveres para una larga defensa. La
fortaleza del castillo contaba con varios cañones de a cuatro, quizá no
muy buenos.

A pesar de sus soldados, de sus murallas y de sus cañones, el
gobernador de la plaza no estaba muy tranquilo. Veía que los liberales
iban rodeando la comarca y no tenía mucha confianza en su gente.

Al terminar la visita, Alvarito se despidió del gobernador y se fue a
su casa. Le contó a su tío Jerónimo cómo había recorrido el castillo y
la muralla.

—¿Así, que has visto las defensas de Cañete? —dijo don Jerónimo—.
Son formidables. Además, tenemos todo el terreno minado. Ríete tú de
Numancia y de Sagunto. Aquí acabaremos todos o venceremos.

Por la tarde el capitán Barrientos fue a buscar a Alvarito y le
invitó a cenar en su compañía. Álvaro aceptó y marcharon los dos al
alojamiento del capitán. De sobremesa hablaron largamente.

—¿Qué hay de eso de que el terreno de Cañete está minado? —le preguntó
Álvaro.

—Nada. Es una fantasía. ¿Quién le ha dicho a usted esa bola?

—Mi tío Jerónimo.

—¡Don Jerónimo! Está loco.

—¿Cree usted de verdad?

—Sí, hombre, sí; completamente loco. ¿Usted ha visto su observatorio?

—Sí.

—¿Y duda usted de que esté loco?

—A veces, ¿quién sabe?, hay gente que parece loca y no lo está.

—Pues ese sí lo está.

Hablaron de don Jerónimo; pero al capitán no le interesaba mucho este
asunto y pasó a otra cosa.

Barrientos quería enterarse de la opinión de Alvarito sobre la guerra
y le hizo mil preguntas acerca de lo que se pensaba en Bayona del
porvenir del carlismo. Álvaro al principio habló con precaución,
pero viendo que el capitán Barrientos no se recataba con él en decir
francamente sus ideas expuso también sus opiniones con libertad. Él
creía que el carlismo marchaba mal y que después del convenio de
Vergara no podría esperarse más sino que le hicieran unos buenos
funerales.

—Yo creo lo mismo —repitió varias veces Barrientos.

Al día siguiente, por la mañana, el capitán se presentó de nuevo a
Alvarito y hablaron. Barrientos confesó que estaba buscando una ocasión
para escaparse de Cañete. La guerra que se hacía allí le asqueaba.

El capitán no tenía condiciones de militar y menos de guerrillero.
Le gustaba leer y tenía libros de historia y de literatura. Hablaron
Alvarito y Barrientos mucho de la guerra.

—En las provincias Vascongadas y Navarra —dijo el capitán—, la guerra
ha sido bárbara; en Castilla la Vieja, Merino y Balmaseda le han
dado un carácter más fiero; en Cataluña más cruel aún y al acercarse
a Valencia y a la Mancha ha sido lo peor de lo peor. Aquí ya no se
respeta la palabra, todo se hace con una saña repugnante. Esta es una
guerra de moros, se desnuda a los prisioneros para matarlos a lanzadas,
se desnuda a las mujeres para apalearlas y violarlas, se fusila a los
chicos. Esto es, sencillamente, una porquería.

—Es la escuela de Cabrera.

—Sí, Cabrera, con sus lugartenientes catalanes, valencianos y
manchegos, han deshonrado la guerra y el país. Aquí es corriente
cebarse en los cadáveres, mutilándolos y sacándoles los ojos.

—¡Qué horror!

—¡Es un asco; como le digo a usted, es una guerra de moros!

—Pero parece que en todas partes la guerra es poco más o menos lo mismo
—dijo Alvarito.

—No; allá, en el Norte, la guerra ha sido una guerra de fanatismo,
inspirada por los curas; esta es una guerra de ignorancia, de crueldad
y de botín.

El capitán Barrientos estuvo largo tiempo contemplando el suelo; luego,
dijo:

—La vista de la sangre derramada es una de las cosas más
desmoralizadoras para el pueblo. Todas las tradiciones de dulzura y de
piedad, formadas por el tiempo y por la razón, se rebasan como el agua
rebasa el obstáculo de una presa y en seguida aparece el hombre tal
como es, con toda su barbarie y su crueldad nativa.

—¿A usted le parece un fenómeno general?

—Sí. Creo que si a todos los hombres se les sometiera a esa prueba
de la sangre, se quedaría uno asombrado de ver tanta gente feroz y
sanguinaria.

—¿Cree usted?

—Sí. Se ve que la mayoría de los hombres tienen un instinto homicida y
fiero que les hace recrearse en las convulsiones y en la agonía de los
demás.

—Es horrible.

—Y a medida que la crueldad y el instinto sanguinario se excitan
—siguió diciendo Barrientos—, crece con ellos también la lubricidad.
En toda esta gente, la crueldad y la sensualidad marchan a la par.
Las mujeres han tenido y tienen aquí, durante la guerra, mucho miedo
a salir al campo; cuando las han cogido no se han contentado con
violarlas, sino que han concluido por matarlas.

—Es extraño, no parece que la gente sea uno a uno tan salvaje.

—Es el contagio. Basta que a uno se le ocurra un acto cruel para que
los demás lo repitan y se desarrolle ese fondo de brutalidad innato en
el hombre.

—Una guerra así es peor que una peste.

—Mucho peor. Sobre esta desdichada España se han lanzado en estos
últimos años los asesinos, los ladrones, los aventureros y todos los
detritus que han venido del mundo.

—Y usted, ¿cómo ha podido soportar esto? —preguntó Alvarito.

—Yo entré engañado —repuso Barrientos—. Tenía en la cabeza una idea
caballeresca y ridícula; creía que la guerra sería para los héroes,
pero vi claramente que era para los asesinos y para los ladrones, para
los que ansían matar y robar sin peligro. Es el ladrón y el asesino
listo, que ven la impunidad de asesinar y de robar, el que se encuentra
en la guerra a su gusto. Es también el hombre mediocre el que puede
prosperar en épocas así.

Por toda España, según el capitán Barrientos, se veía cómo habían
fermentado los gérmenes del robo y del asesinato. Ya perdida la guerra
por los carlistas, la gente levantisca se resistía a la paz y a la
vida normal. Solo los soldados del ejército organizado, los de Maroto,
Villareal, etc., querían la paz, pero los cabecillas de las partidas
pequeñas no la querían.

—Son bandidos; lo mismo les da una cosa que otra —concluyó diciendo
Barrientos.

—Pero aquí forman ustedes parte del ejército regular —repuso Álvaro.

—A medias. Ha habido una época en que sí; teníamos el carácter de una
guarnición, pero lo vamos perdiendo. Las partidas van mandando y el
Gobernador, por debilidad, deja hacer crueldades inútiles y a medida
que esto lo notan los de las partidas se hacen más fuertes.

—¿Pero hay aquí partidas?

—Sí; sobre todo hay una que nos da mucho que hacer —contestó el
capitán—. A unas cuantas leguas de aquí hay un pueblo que se llama
Beteta, en el partido de Priego. Está en terreno muy quebrado, muy
abrupto y fácil de defender, y Cabrera lo fortificó el año pasado. En
Beteta se ha formado una partida de verdaderos bandidos que aterrorizan
a las gentes de los alrededores. Los manda el Cantarero, que tiene como
lugartenientes al Adelantado, de Cañete, y a Navarrito, de Albarracín.

—¿Al nieto del general?

—Al mismo. ¿Conoce usted al general?

—Sí, he estado en su casa.

—Es un fantoche.

—Completo.

—El Cantarero de Beteta es un hombre ya viejo que no piensa más que
en reunir dinero; el Navarrito es hombre muy violento y que mató a su
hermano; el Adelantado se caracteriza por ser muy mujeriego y andar
siempre de zambra en zambra. Los demás guerrilleros son gentes dignas
de estos jefes; ladrones, asesinos; algunos muy conocidos por sus
fechorías. Entre ellos están el Pastor, el Veneno, el Bizco, Caparrota,
la Rosa, el Baulero, el Aperador, el Garboso, Chispilla y algunos más.

—Gente distinguida.

—Son todos ellos de una violencia y de una crueldad terrible; dignos
del patio de un presidio. El Garboso, el Pastor y el Veneno llevaron,
no hace mucho, a un pobre viejo nacional, pegándole y pinchándole en
la plaza de un pueblo y le hicieron arrodillarse y poner el cuello
en un tajo. El viejo era valiente y gritó: ¡Viva la nación! ¡Viva la
libertad! El Garboso le cortó la cabeza a hachazos.

—¡Qué barbaridad!

—Fue un espectáculo repugnante. En esta partida del Cantarero, que
tiene su punto de refugio en Beteta, hay varias mujeres, cosa no muy
común en esta guerra.

—Sí, es verdad; no se ha hablado de guerrilleras.

—En cambio, como sabe usted seguramente, las mujeres tomaron parte muy
importante en la guerra de la Independencia.

—¿Y usted cree que ha sido una ventaja grande?

—Grandísima, porque de haber intervenido ellas, la guerra hubiera
tomado aún mayor ferocidad. Hay varias mujeres en la partida del
Cantarero, entre ellas Juana la Pintada, Vicenta Serra y la principal,
la que las capitanea a todas, la Rubia de Masegosa. La Rubia es la
querida del Adelantado. Esta Rubia tiene una idea romancesca y le gusta
montar a caballo y tomar aires de amazona. Es una mujer que no es fea,
tiene la tez blanca, la boca pequeña, los ojos de almendra y el pelo
negro. Yo la he visto. Cuando se enfurece se le crispa el labio y
muestra un colmillo blanco, con una fiereza de animal rabioso. Llama
cobardes a todos y quiere ver derramar sangre. Cuando el Garboso y el
Pastor decapitaron al viejo nacional, se sortearon entre todos para
ser verdugos y, al parecer, la Rubia entró en el sorteo, porque se
consideraba con fuerza bastante para cortar la cabeza de un hombre con
un hacha.

—¡Qué bestia!

—La Rubia de Masegosa vio también cómo violaron a una muchacha, que se
había burlado de ella, y luego la mataron clavándola una estaca en el
vientre.

—¡Cuánta brutalidad!

—Ahora hay otra cosa. Esta partida del Cantarero de Beteta está en
contra de nosotros. Nos tienen por tibios. Ellos, probablemente, si
los pescan los liberales serán fusilados, porque son todos bandidos;
en cambio, nosotros, no; somos militares y seríamos tratados como
militares. Aquí, en Cañete, el representante de la partida del
Cantarero es el Tronera, que quiere que la guarnición cometa toda clase
de brutalidades para ponerse como fuera de la ley y entonces hacerse
solidaria de la partida del Cantarero. Don Heliodoro no comprende esto,
y, como no lo comprende, yo voy a buscar la salvación por mi cuenta.

—Hace usted bien.

—No se lo diga usted a nadie.

—No tenga usted cuidado.

Cómo el capitán iba a buscar su salvación no se lo indicó claramente a
Alvarito.




X

ESCAPATORIA


Conversaron otras veces el capitán Barrientos y Alvarito y quedaron de
acuerdo en que debían marcharse juntos de Cañete; Alvarito volvería a
Bayona; Barrientos quería dejar el pueblo y las filas carlistas.

Alvarito le habló a su tío:

—Si tiene usted que darme algo de la herencia para mi madre, démelo
usted.

Don Jerónimo, refunfuñando, le entregó dos mil pesetas. Según él era
todo lo que le correspondía a cada hermano.

Alvarito habló en casa de que se marchaba.

—¿Se va usted? —le preguntó la Dámasa.

—Sí.

—Yo también quisiera irme.

—¿Por qué?

—Mi madre me trata muy mal y la vida se me está haciendo muy triste.

—¿Pero tiene usted sitio donde ir?

—Tengo tíos en San Clemente y ellos me recogerían.

—Bueno, pues nada; veremos la manera de salir de aquí.

Alvarito contó a Barrientos cómo la Dámasa quería marcharse también de
Cañete.

—Hará bien —dijo el capitán—. La tratan de muy mala manera. Su madre es
una bestia como hay pocas.

Decidieron los tres escaparse del pueblo. Barrientos dijo que unos días
más tarde podría él contar con caballos. Los apostarían cerca de la
puerta de la Virgen, montarían y marcharían a Pajaroncillo.

La Bruna y el Tronera, enterados de que don Jerónimo había dado dinero
a Alvarito, pensaron arrebatárselo.

La Bruna le propuso llevarle a una de las casas vecinas con una
muchacha muy guapa que ella conocía; el Tronera le quiso acompañar a un
cafetucho donde se jugaba una partida fuerte al monte.

Alvarito aplazó el ir a un lado y a otro y preparó la fuga. Dispusieron
entre el capitán, la Dámasa y Álvaro que el domingo siguiente un
muchacho estuviera con los caballos cerca del río, esperándoles a
ellos, que saldrían como a pasear.

No dijeron nada de sus planes; pero el Tronera olfateó la maniobra y
comenzó a espiarles.

El domingo por la mañana, el capitán Barrientos mandó a su asistente
con los caballos a beber al arroyo. El asistente quería también
marcharse.

La Dámasa y Alvarito salieron por la puerta de la Virgen, tomaron por
el camino de Boniches, cruzaron el río por un puente pequeño y fueron
marchando a cierta distancia del río hasta otro puente. Allá estaban
los caballos.

Poco después apareció el capitán Barrientos.

Montaron los cuatro a caballo, llegaron hasta una venta y se
encontraron con una patrulla que les pidió explicaciones. El capitán
se impuso y lograron pasar. Algún tiempo después notaron que les
perseguían. El Tronera y otros cinco o seis hombres a caballo se les
acercaban.

—Aquí no hay más solución que salvarse a uña de caballo —dijo
Barrientos—. Si la Dámasa no sabe montar yo la llevaré en brazos.

La Dámasa sabía montar y marchó valientemente al galope. El que no
sabía montar y anduvo con grandes dificultades, siempre expuesto a
caerse, fue Alvarito. Aquella carrera le pareció una eternidad.

Oyeron repetidas veces silbar las balas por encima de su cabeza.
Afortunadamente los caballos traídos por Barrientos eran muy buenos y
antes de la hora de comer estaban en Pajaroncillo, sanos y salvos.

En aquel pueblo había guarnición liberal, y Barrientos, con su
asistente y Alvarito, se presentaron en ella. El jefe de la guarnición,
después de oírles, los dejó en libertad y recomendó a Barrientos
siguiera hasta Cuenca para presentarse a las autoridades. El asistente
se quedó en Pajaroncillo, pues era de una aldea próxima.

La Dámasa quería ir a San Clemente, donde tenía unos tíos.

De Pajaroncillo tomaron los tres hacia Minglanilla y Alvarito aprovechó
la ocasión para acercarse a Graja de Iniesta, el pueblo de su padre.

Al llegar a la aldea, se quedó maravillado. Se encontraba ante un
grupo de casas míseras, de color amarillento y gris, con los tejados
inclinados al suelo, una iglesia pequeña y varios corrales con las
tapias de adobes.

El campo era una llanura parda, rojiza, sin árboles, con un molino de
viento fantástico en lo alto de una loma. A la entrada de la aldea
había un parador y a la puerta de este un carro. Se veía una calle
desierta y dos o tres cerdos que husmeaban en los rincones.

Aquel pueblo achaparrado, con sus paredones amarillentos, le pareció
terrible y no le dio ninguna gana de entrar en él, ni de preguntar por
sus parientes. ¿Se habría equivocado? ¿Dónde estaban los palacios, los
escudos, las huertas a que se refería su padre? No lo quiso averiguar,
porque iba teniendo más que la sospecha de que su padre mentía con una
tranquilidad absoluta.

Era el anochecer; el cielo se llenaba de luces rojas y le daba al campo
una gran melancolía.

Volvió a Minglanilla, y al día siguiente la Dámasa, Barrientos y
Alvarito marcharon en una tartana desvencijada camino de San Clemente.
Se detuvieron de noche a dormir en un pueblo del camino, en un gran
parador con pretensiones de fonda. A Alvarito le dieron un cuarto
grande, pintado, con molduras en las paredes y en el techo, y una cama,
también grande y alta, con una sábana almidonada.

Al poco tiempo de estar en la cama oyó algo que caía sobre la sábana
almidonada y hacía un ligero ruido.

—¿Qué demonio caerá aquí? —se preguntó.

Encendió un fósforo y vio sobre la manta varias pulgas.

—Qué pulgas más gruesas —se dijo.

Al coger una se le aplastó entre los dedos. Eran chinches.

—Qué cosa más repugnante —pensó—. En su casa, a pesar de la pobreza, no
había visto chinches; su madre tenía en esto mucho cuidado.

Sacó un colchón de la cama, lo llevó a otro extremo del cuarto, se
tendió y, a pesar de su preocupación, se durmió.

Soñó que se hallaba en una habitación llena de animales terribles,
todos pesados y adormecidos; una boa grande dejaba un rastro de humedad
en los ladrillos del suelo; una serpiente cascabel se escondía tímida
entre unas piedras; un cocodrilo bostezaba con la boca abierta. De
pronto, alguien le decía: ¡Afuera! Empieza la función. Salió del cuarto
seguido de dos tigres que saltaban y jugueteaban como gatos, y en
seguida, por una ventana de cristal vio todos aquellos animales; la
boa, el cocodrilo y los demás, agitándose de una manera furiosa.

Se despertó, volvió a dormirse y soñó de nuevo. Ahora se encontraba en
la barraca de las figuras de cera que estaban todas muy graves y muy
serias, cuando de un agujero del techo apareció una chinche monstruosa,
con los ojos rojos y amenazadores, y después una segunda y otra tercera.

Las chinches aquellas se ponían a hablar gravemente y después de
maduras reflexiones comenzaban a subirse por las piernas de las figuras
de cera y allí, donde mordían, salía una mancha roja.

Al despertarse Alvarito comprendió que las chinches, aunque sin hablar
y sin dialogar, le estaban devorando.

Al levantarse de la cama se lavó en la fuente con cuidado, y después de
almorzar con el capitán Barrientos y con la Dámasa tomaron en un coche
destartalado el camino de San Clemente.

En el pueblo, preguntando aquí y allá, dieron con la casa de los
parientes de la chica y fueron a verlos. Los tíos de la Dámasa eran
de la familia de Sor Patrocinio, la monja milagrera, amiga de los
reyes y con gran influencia en Palacio. Sus parientes del pueblo la
consideraban como una tunanta y que se hacía ella misma las llagas.

La familia aceptó con gusto el que la Dámasa fuera a vivir con ella.
La muchacha se despidió de Alvarito y del capitán Barrientos y estos
marcharon a Cuenca.




XI

LA TERRAZA DE LA CATEDRAL


El capitán Barrientos conocía gente en Cuenca, era de la provincia y
tenía un tío canónigo. Barrientos llevó a Alvarito a una casa de la
plaza y él comenzó a arreglar sus asuntos.

—Yo creo que voy a entrar en el ejército cristino —le dijo a Álvaro al
día siguiente—. ¿Usted qué piensa hacer?

—Yo tendría que ir a Bayona; pero la verdad es que no tengo ninguna
prisa.

—¿Se encuentra usted bien aquí?

—Sí; este es un pueblo agradable.

El capitán Barrientos presentó a Alvarito a su tío don Tomás, el
canónigo.

Don Tomás, alto, corpulento, había sido capitán de voluntarios
realistas, con los _feotas_. Era muy charlatán, no decía cosa de
provecho y no sabía nada de nada. Por ironía del destino se llamaba
García Liberal. A pesar de su ignorancia y de su necedad, hablaba mal
de todos sus compañeros. Del Obispo decía que era tan bruto que no
distinguía cuando subía y cuando bajaba las cuestas; lo que para un ex
guerrillero tenía que significar mayor brutalidad que no entender a los
padres de la Iglesia.

Con el canónigo, Alvarito pudo ver la catedral en todos sus rincones,
subir a las torres y meterse en los desvanes, donde se hallaban
amontonadas figuras rotas de los altares y de los pasos de Semana Santa.

Como le dejaron entrar y salir, escogió para pasar el tiempo un patio
de la catedral, al borde de la muralla que caía sobre la hoz del Huécar.

Desde allá se oía a los niños de coro en una casa cercana ensayando los
cánticos de las fiestas próximas. Aquel patio de la catedral, como una
terraza colgada sobre la hoz del río, tenía una porción de santos de
piedra, arrumbados y desnarigados.

Muchas veces Alvarito iba a aquella terraza, después de pasar el
claustro abandonado, y se quedaba allí, en el pretil, contemplando muy
abajo las aguas verdes del río y las piedras y los árboles de la hoz.

Desde aquella azotea, ante el sol claro, en aquel pueblo al cual no le
unía nada, ni recuerdos, ni amistades, Alvarito pensó muchas veces en
su vida. Le sorprendía el pensamiento de la inanidad de la existencia.
¿Qué sería de él?, ¿qué sería la vida?, ¿habría otra vida?, ¿no habría
nada y la muerte sería el sueño eterno? Si no había nada detrás,
¿tendría objeto el ser bueno? La bondad, el honor, la patria, ¿eran
algo o no eran más que ilusiones? ¿Por qué allí le sorprendían estas
ideas y no en otra parte?

Estos pueblos, como Cuenca, en alto, tienen algo de atalayas, de
miradores, y parece que al mismo tiempo que se puede extender la mirada
por un paisaje físico, se puede también, por paralelismo, extenderla
por un paisaje moral.

El porqué de las cosas, el porqué de la vida no se le hubiera puesto
como problema en un pueblo de poca altitud, como Bayona; allí, en
cambio, sobre la alta azotea de la catedral, se le planteaba casi
constantemente.

Se le figuró que en aquella España, seca y sin árboles, veía la vida
con mucha más claridad que mientras había estado en Bayona; le parecían
los horizontes vitales como clarificados y desprovistos de bruma;
pero tristes, llenos de desolación. Algunos días en el pórtico de la
catedral contemplaba la multitud de mendigos arremolinados allí.

A Alvarito le extrañaba que en una capital pequeña hubiera tal número
de mendigos. Era un pequeño ejército, una tropa numerosa de lisiados,
tullidos, ciegos, mudos y paralíticos. ¿Cómo vivían? ¿Quién los
alimentaba? No podía comprenderlo.

Al convertir en oficio la exhibición de su miseria, aquellas gentes le
daban un aspecto de pura decoración.

Había algunos mendigos de aire medieval, pedigüeños con retahílas
clásicas y antiguas. Entre todos se distinguían un militar, que
decía haber estado en la guerra de la Independencia, en la batalla
de Bailén, y un exclaustrado, vestido con un traje harapiento y un
sombrero de copa destrozado.

Conoció también Álvaro al ataudero del callejón de los Canónigos,
Damián, y le vio trabajar en sus ataúdes, delante de su reloj macabro,
acompañado de su cuervo y de su gato negro.




XII

UN HOMBRE ENIGMÁTICO


Unos días después, en la terraza de la catedral de Cuenca, Alvarito
encontró al señor alto y delgado, con facha de extranjero, a quien
conoció en el estudio del pintor de Teruel.

Estuvo hablando con aquel señor largo rato; le dijo él que vivía en un
carmen, en Granada; iba a ir días después a esta ciudad. Como tenía
sitio sobrante en su coche, le invitó a marchar a Alvarito en su
compañía.

¿Quién era aquel señor, y de dónde venía? Alvarito no lo supo. Parecía
hombre amable; sabía mucho de arte y de historia; manifestaba gran
simpatía por España y por la seriedad de la gente española, y le
ofrecía un puesto en su coche. Alvarito recordaba la buena compañía que
le deparó la casualidad con el señor Blas el mantero, y aceptó.

Se pusieron de acuerdo. El coche era un magnífico landó inglés; llevaba
un cochero y una especie de lacayo o de ayuda de cámara, encargado de
resolver todas las dificultades del camino.

—¿Cómo se llama su señor? —le preguntó Álvaro al criado.

—Llámele usted el Caballero.

El viaje se hizo con una gran facilidad; aquel hombre sabía viajar
cómodamente y aprovechar todos los elementos que podían proporcionar
los pueblos del camino.

El Caballero y Álvaro hablaron de una porción de cosas; Álvaro se
sorprendió de los conocimientos de aquel señor.

  ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...

Unos días después de salir de Cuenca, llegaron a un pueblo, colocado
en la falda de un cerro, que tenía en la punta una fortaleza y una
iglesia. Comieron en la fonda; recorrieron las calles, de casas blancas
con huertos, empedradas con guijos, y subieron hasta el castillo por
un camino pedregoso entre altas chumberas. Al llegar arriba veíase una
inmensa llanura; abajo, las calles anchas, largas y soleadas, y a lo
lejos una porción de pueblos entre campos verdes.

En lo alto del cerro, en un gran descampado, había un antiguo convento,
con la fachada blanca y el alero azul.

Encontraron en el atrio a un jorobadillo, con un aire de saltamontes, y
le preguntaron si no se podría entrar en el convento.

El jorobado dijo que sí. Aunque no quedaba legalmente ninguna comunidad
en España, algunos dominicos vivían allí.

Llamaron, les abrieron la puerta y pasaron a un patio; un fraile con
aire antiguo trabajaba de albañil, con una artesa delante y la paleta
en la mano.

Otro joven fraile, de tipo suspicaz, paseaba y rezaba.

El Caballero le preguntó si no había cuadros en el convento; el fraile
joven les mostró unos cuantos lienzos sin valor y una imagen, vestida,
dentro de un camarín. Luego el joven les llevó delante de otro fraile,
con aire imponente, que debía ser el superior. Aquel convento, grande
y deshabitado, le pareció a Alvarito una decoración de sueño. Al salir
del convento, el superior, el Caballero y él fueron a un raso empedrado
con piedras muy pequeñas, con una cerca con un banco, y se sentaron. El
jorobadillo andaba de un lado a otro, subiéndose al banco y poniendo su
extraña silueta sobre el horizonte. Parecía que se materializaba y se
desmaterializaba rápidamente: cuando corría por la azotea, en el fondo
de la pared del convento, no se le veía; en cambio, cuando subía a la
cerca se destacaba enorme y absurdo en el cielo azul, como una sátira
contra la belleza del lugar y de la hora.

Hablaron el fraile, el Caballero y Alvarito de la religión. El fraile
tenía una cara dura, imperiosa, ascética; no había en él la menor
benevolencia para nada ni para nadie. Habló de la injusticia de la
desamortización y de la abolición de las comunidades religiosas, de sus
esperanzas de que la Orden dominicana volviera a triunfar en España. Al
referirse a Mendizábal, dijo repetidas veces:

—Ese judío nos odia a muerte.

Se veía que aquel fraile era como un guerrillero de la religión, un
táctico, un estratega. No tenía el menor espíritu evangélico. Aspiraba
a restablecer las preeminencias de su Orden, no solo contra los
hombres del liberalismo, sino contra las comunidades rivales, y pensaba
que esto debía hacerse trabajando día tras día, poniendo piedra sobre
piedra, con tesón y constancia.

A Alvarito le hizo efecto aquel hombre tan duro, con la voz firme y la
mirada inflamada, de un guerrillero, de un militar.

Al despedirse, el Caballero se inclinó y besó la mano al fraile.
Alvarito retrocedió con un movimiento instintivo de protesta y saludó
solamente.

—Es un hombre de talento —dijo el Caballero.

—Sí, sin duda —asintió Alvarito—; pero a mí me ha parecido más bien un
político que un religioso.

El Caballero no contestó y estuvo preguntando al jorobadillo el nombre
de los distintos pueblos que se veían desde allá; luego, volviéndose a
Alvarito, hablando al parecer más consigo mismo que con los otros, dijo:

—Hay como tres naturalezas en el hombre: la naturaleza que se podría
llamar natural, la naturaleza social y la naturaleza divina. La
naturaleza natural la forman los instintos, las necesidades, las
pasiones, todo lo vivo y lo egoísta; la naturaleza social la forman las
convenciones, las fórmulas, los medios de relación entre unos y otros;
la naturaleza divina o heroica la constituye ese impulso de la bondad,
de amor al prójimo, que han tenido algunos hombres, tan exaltado, que
ha vencido sus naturalezas natural y social. Todos los hombres tenemos
algo de esos tres elementos; unos más, otros menos. ¿No le parece a
usted?

—Es posible —contestó Alvarito.

—A la primera naturaleza —siguió diciendo el Caballero— corresponde el
egoísmo; a la segunda, la sociedad; a la tercera, la bondad. Por encima
de la justicia escueta, equitativa y recta, de que hablaba este fraile,
hay una justicia superior, impregnada de piedad. Nosotros podemos
imaginar esta última; pero no llegamos a ella más que con grandes
esfuerzos. Esa aspiración a la justicia corriente está impregnando
el liberalismo y la democracia, y las palabras de este religioso; la
otra justicia superior, sería la santidad. Los hombres del siglo XIX,
religiosos o laicos, a lo más quieren aspirar a la rectitud y no pasan
de ahí.

El Caballero siguió afirmando que había que establecer, no la igualdad
y la libertad, sino la fraternidad entre los hombres.

Estas palabras místicas en este raso del convento solitario, en un día
espléndido de sol, con la silueta del jorobado como un saltamontes en
el horizonte azul, impresionaron a Álvaro.

Como había visto a todo el mundo defender la indiferencia y el egoísmo
por los demás, cosa sin duda normal y corriente, pensó que aquel
misterioso personaje debía de ser algo raro.

  ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...

Unas leguas antes de Granada, a la salida de un pueblo, se encontraron
con un hombrecillo bajo, vestido de negro, con patillas, sombrero
ancho y un saco al hombro, que iba montado en un burro. El Caballero
le conocía; le llamó y le invitó a subir en el coche. El hombre subió;
puso su saco, que parecía pesado, a sus pies, y ató el borrico al eje
del coche.

—¿Hay mucho trabajo, maestro? —le preguntó el Caballero.

—Siempre hay.

El hombrecito no parecía tener afición a referirse a sus faenas y habló
de lo hermoso que estaba el campo y de lo simpáticas que eran las
labores agrícolas.

—¿Quién será este tipo? —se preguntó Álvaro.

Era un hombre bajo y grueso, con unos ojos pequeños y vivos, el pelo
negro y fuerte; tenía una expresión ambigua en la cara, una mezcla de
fortaleza tranquila y de animalidad.

No parecía un obrero, ni un campesino; quizá era algún tratante;
pero para ser tratante daba la impresión de ser demasiado taciturno.
No le gustaba, sin duda, acercarse a nadie, y se veía que tenía
instintivamente la preocupación de apartarse. Era membrudo y con las
manos grandes y fuertes.

Un par de leguas antes de Granada, el hombrecillo dijo:

—Aquí me bajo.

—¿No tendrá usted obra? —le preguntó el Caballero.

—No; aquí tengo un amigo. ¡Buenas tardes, señores!

—Adiós, maestro.

El hombrecillo tomó su saco al hombro, y cogiendo al burro del ronzal,
entró por una callejuela.

Poco después, a la entrada de una aldea, un mendigo se acercó al coche
a pedir limosna.

—Fíjese usted en ese hombre —le dijo el Caballero a Alvarito, mientras
sacaba una moneda del bolsillo.

—¿Qué le pasa?

—Fíjese.

Era un pordiosero; tenía la piel abultada y blanquecina, los párpados
hinchados y los ojos pequeños y vivos.

—¿Qué le ocurre a ese hombre? —preguntó Álvaro de nuevo.

—Es un leproso.

Al llegar a Granada, el Caballero quiso hospedar en su casa, un carmen
del monte de la Alhambra, a Alvarito; pero este dijo que no, aunque lo
agradecía mucho, y se marchó a una fonda.

—Venga usted a verme —le dijo el Caballero.

—Iré con mucho gusto.

Aquel señor, cuyo nombre no sabía, le daba una impresión misteriosa.

Al día siguiente, por la mañana, preguntó en la fonda por el Caballero.
Por las señas se figuraban quién era y dónde vivía; pero no sabían más,
o no lo querían decir.

—Y uno a quien llaman el maestro aquí en Granada, ¿tampoco le conocen?

—¡El maestro! ¿Será un maestro de escuela?

—No, no. Es un hombre pequeñito, cano, con patillas, vestido de negro,
que viajaba en un burro y llevaba un saco.

—¿Con sombrero ancho?

—Sí.

—¿Y a ese le llamaban el maestro?

—Sí.

—Pues es el verdugo.

Alvarito dio un salto al oírlo.

Iba a ir a casa del Caballero, pero pensó si sería mejor dejar la
visita. Por otra parte tenía gran curiosidad. ¿Quién podía ser aquel
hombre, rico y culto, que hablaba como un filántropo y tenía amistad
con el verdugo? ¿Qué clase de tipo podía ser aquel, que manifestaba
simpatía y cordialidad por un ser envilecido?

Aunque quizá no era muy correcto, decidió enterarse y fue a los
alrededores de la casa del Caballero, que estaba en el monte de la
Alhambra, hacia el paseo de la Bomba. Entró en una cueva próxima. A un
gitano, sucio y mal encarado, le preguntó:

—Diga usted, ¿en esta casa vive un extranjero?

—¿Extranjero? No sé si lo _é_. Ahí vive un _zeñó_ rico, que tiene mucha
_afisión_ a los _chavaliyo_.

—¿Pues? ¿Por qué?

—Porque es un _manflorita_ —contestó el gitano con aire de cinismo.

No había que decir más. Alvarito sintió una gran impresión de desagrado
y volvió a la fonda.

Alvarito pensó, con cierto terror, si en el cristianismo, en el
socialismo, en toda tendencia filantrópica y hasta pedagógica, no
habría un comienzo de homosexualismo; es decir, de anormalidad.

El viajero que le había acompañado a Álvaro era uno más en el mundo de
la extravagancia, un personaje nuevo para la Nave de los Locos.

  ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...

Al día siguiente Alvarito tuvo un sueño extravagante. Cuidaba a un
ciego loco y agresivo. El hombre se le quería escapar por las rendijas
de las puertas, él lo impedía y el loco quería morderle. Esto ocurría
en un cuarto con una ventana. Desde la ventana se veía un valle
amarillo y dorado, lleno de flores, y enfrente unos montes altos, como
de cristal, todos de aristas puntiagudas. El valle se entenebrecía y
quedaba como un paisaje frío y lunar. Entonces él salía a una escalera
y empezaba a subirla por la parte de afuera de la barandilla y a
pulso, con grandes dificultades, seguido por un hombre que iba también
subiendo del mismo modo.

La escalera llegaba a una sala con columnas, en donde mucha gente iba
y venía y accionaba con frenesí. Desde un mirador se veía una gran
ciudad. En ella se celebraba una feria del mundo entero, al lado del
mar, en unas barracas hechas con esteras.

De vez en cuando entraban más hombres y más mujeres en la sala, y los
que estaban ya dentro, como disgustados por ello, les insultaban al
verlos entrar y les enseñaban los dientes. Una mujer medio desnuda se
paseaba echando una moneda al alto a cara y cruz. Cuando era cara,
cogía la moneda del suelo y la besaba; si cruz, la tiraba por la
ventana.

De pronto se puso a hablar esta mujer y apareció cerca de un pilar
próximo a donde se encontraba Álvaro una muchacha, vestida de chico,
parecida a Manón, que se reía.

Luego, Alvarito se halló con un trozo de papel en las manos, escrito en
una lengua extraña e incomprensible.

Necesitaba encontrar un sitio a propósito para leer, sin gente, y no lo
encontraba.

Estaba en una casa grande, destartalada, complicada; llevaba en la mano
su documento y buscaba un sitio recóndito, tranquilo, en donde nadie
le viera, para entregarse a la lectura. Abría la puerta de un cuarto,
lo miraba, lo inspeccionaba y le parecía bien cerrado. Sacaba su papel
e iba a leerlo, cuando de pronto, en la pared de enfrente, veía una
lucerna redonda, un ventanillo misterioso desde donde podían espiarle.

Guardaba el documento precipitadamente, entraba en otro cuarto, lo
examinaba, le parecía seguro y, al ir a leer, notaba la claraboya
misteriosa enfrente, y así una vez, y dos, y seis, pasaba cuartos y más
cuartos, sin poder leer su papel, hasta que, en medio de una galería,
sobre una mesa y dentro de una caja larga, como un ataúd, vio un cuerpo
con formas de mujer, envuelto en una arpillera y atado con estropajos.

Luego se asomaba al balcón. Tenía delante una montaña verde, de una
luminosidad extraordinaria, con unos palacios de mármol, blancos,
brillantes, un cielo azul espléndido y unas flores que chispeaban.

Absorto contemplaba el paisaje cuando se le acercó una figura de
cera que se parecía a Ollarra. El recuerdo de aquella figura de cera
le perseguía. Luego soñó que la veía bailar en silencio, mientras
un fraile, un fantasma blanco y negro, hacía girar el manubrio de
un organillo al cual no se oía. Era un baile vertiginoso; con el
movimiento, a la figura se le iban soltando las piernas, los brazos y,
por último, la cabeza...




XIII

VUELTA


De su estancia en Granada no pudo sacar Alvarito ningún gran entusiasmo
por la Alhambra, que, a pesar de estar considerada como una perla,
dentro de la retórica mundial, a él le pareció, con sus calados de
escayola o de estuco, algo como una decoración de teatro, buena para
ver, pasar y no volver. Aquel edificio famoso le impresionó mucho menos
que la catedral de Sigüenza.

La vega granadina le gustó más y le produjo cierta melancolía el
contemplarla, al anochecer, desde la azotea de un carmen.

De la Alhambra, el único recuerdo fuerte que conservó fue el de una
inglesa muy guapa y el de un señor que medía el palacio de Carlos V,
para averiguar si era circular o un poco elíptico, dando pasos con un
paraguas en la mano.

Granada le dio la impresión de un pueblo muy provinciano, con gente
irritada, reñidora y zarrapastrosa. Todo el mundo tenía una idea de
superioridad sobre el resto de los mortales un poco cómica, y la gente
de la clase rica una altivez de manchego, unida a la pretensión de ser
gracioso del andaluz. Además le parecieron las mujeres ásperas, y los
chicos de la calle, descuidados, sucios y con un aire de hospicianos.

Había entonces mucho entusiasmo en Granada por la indumentaria moruna:
turbantes, albornoces y babuchas; que parece conservaba para hacer
las delicias de los turistas y de los dependientes de comercio;
pero a nuestro viajero no se le contagió el entusiasmo por aquella
guardarropía.

Alvarito había podido notar el contraste de la España humilde y de la
España petulante; por una rara paradoja, la España humilde, olvidada, y
a la que nadie elogiaba, le había parecido hermosa y llena de sabor; en
cambio, aquella España, cantada antes y después por los Chateaubriand,
los Washington Irving y los Gautier, se le antojó un poco lugar común,
un tanto baratija teatral.

De Granada, al viajero se le ocurrió marchar a Málaga, y de allí,
partir y dar la vuelta a España, embarcado.

Salía una diligencia de Granada a Motril; pero estaban todos los sitios
ocupados, y Álvaro decidió alquilar un coche y marchar solo.

De Granada a Motril, el camino era muy malo y desierto. No se cruzó más
que con recuas de burros, al salir de Granada, y después, de tarde en
tarde, con algunas carretas. A un lado y a otro comenzaban a aparecer
grandes piteras con sus paletas verdes, casas pequeñas y ventorros
medio derruidos. En ciertos puntos de la carretera se pasaba entre
nubes de polvo.

A trechos muy largos, entre montes secos, con peñas y matorrales, se
veían algunos angostos valles fértiles.

Todo el campo le pareció trágico, abandonado, árido y solitario.

Ya muy entrada la noche llegó a Motril y durmió en la primera posada
que le salió al paso.

Al día siguiente alquiló otro cochecillo y se dispuso a marchar a
Málaga rápidamente. Cruzó por campos de caña de azúcar y por algunos
pueblos próximos al mar.

Comió en uno de estos, y poco después de comer, a primera hora de la
tarde, chocó el coche con una piedra, se torció una de las ruedas y
tuvieron que parar para componerla.

—Si quiere usted esperar —le dijo el cochero—, voy a ver si encuentro
al herrero del pueblo.

—Bueno. Esperaré.

Había cerca un pueblecillo; una aldea, respaldada sobre un cerro, con
casas cuadradas, de un piso, como las de un nacimiento de chicos. Cerca
del pueblo, a una distancia de un kilómetro próximamente, en la playa
se veía un fuerte militar abandonado.

Alvarito estuvo sentado al borde de la carretera, mirando al mar,
cuando se le acercó un campesino a ofrecérsele por si necesitaba algo.

El hombre le dijo:

—Si _uté_ quiere, yo _etaré_ aquí y _uté_ puede _asercarse_ a la playa.
Ya le avisaré cuando tengan _arreglao_ el coche.

Alvarito se sentó en el campo.

Estando tendido en la hierba se le acercó un carabinero, con su fusil;
un veterano, grueso, amable y sonriente, con un hablar de León o de
Zamora.

—¡Buenas tardes!

—Buenas tardes.

—¿Qué le ha pasado a usted, caballero? ¿Se le ha estropeado el coche?

—Sí; ha chocado contra una piedra y ha saltado la rueda. El cochero ha
ido al pueblo a ver si encuentra alguna herramienta y alguien que le
ayude.

—No sé si encontrará a nadie. Es un pueblo chico.

—¿Cómo se llama?

—La Herradura.

—Así que hemos dado en la herradura y no en el clavo —dijo Alvarito
filosóficamente.

—¿Usted no es de por aquí? —preguntó el carabinero.

—No.

—¿Dónde vive usted?, aunque sea mala pregunta.

—Vivo en Bayona, en Francia.

—¡Ah! Lo conozco. He estado de servicio en Irún. ¿Quiere usted venir a
tomar algo? Ahí, en ese cuartel antiguo, tenemos una cantina. El coche
tardará en arreglarse.

—Bueno; aquí en la carretera ha quedado un hombre y le voy a avisar.

—Dígale usted que, cuando tengan arreglado el coche, que le llamen.

Alvarito volvió a la carretera.

—¿No ha llegado aún el cochero? —preguntó al campesino.

—_No zeñó._

—Cuando venga, llame usted; yo estaré ahí abajo.

—_Zi zeñó._

—No se le olvide.

—_No tenga uté cuidao. Yo, cuando me pongo a zervir, me tiro de cabesa._

La frase hizo reír a Alvarito. Bajó con el carabinero a la cantina,
estuvo charlando con él, hasta que le llamó el campesino. Habían
arreglado el coche. Subió a la carretera con dos carabineros y tomó de
nuevo el camino de Málaga.

—_Eso carabinero son muy tuno_ —le dijo el cochero riendo.

—Pues ¿por qué?

—Que _etaban hasiendo_ un alijo de tabaco de contrabando con el _vito_
bueno de _lo carabinero_ cuando usted se ha _plantao presisamente_ en
el sitio desde donde se veía _to_. Han debido _etar_ al principio muy
_amocaos_ al verle.

—Tiene gracia.

Con mucho retraso y ya entrada la noche pudo llegar Alvarito a Málaga.

Al día siguiente marchó al puerto a enterarse. No había ningún barco
que fuese al Cantábrico o a Burdeos. Le dijeron que para hacer el
viaje por mar sería mejor trasladarse a Cádiz y esperar allí a ver si
encontraba algún vapor que saliera en la dirección deseada.

Como veía la cosa difícil y estaba cansado de tener iniciativa, se
decidió ir a Madrid en diligencia.

En Madrid no le chocó nada, llegando de aldeas pobres y de campos
desolados todo le pareció grande, cómodo y hasta magnífico.

En la fonda se encontró con gente muy divertida, entre ella un cómico
que hacía los papeles de barba en el teatro del Príncipe, un barítono
italiano de ópera y un torero.

Los tres tenían gran amistad y solían ir a verse trabajar y se
juzgaban unos a otros severamente.

El cómico era el más vanidoso de todos; luego, el torero, y el
barítono, cosa rara en un cantante, era el más modesto.

Alvarito vio, por primera vez, una corrida en la que toreaba el
compañero de la fonda; pero el espectáculo no le produjo más que
desagrado. Luego, en la mesa, oyó los comentarios del actor y del
barítono juzgando la faena del torero.

El barítono tenía muy buena idea del cómico.

—Es un hombre genial —le dijo a Álvaro—, pero se va a malograr. Tiene
inspiración, fuego; pero no basta la inspiración, hay que estudiar,
hay que trabajar y él no estudia. Bebe mucho y la voz se le va a
enronquecer en seguida. Es una lástima.

Álvaro fue al teatro del Príncipe a ver al cómico.

No representaba la compañía casi nunca obras españolas; la mayoría
de las veces ponían en escena traducciones de comedias y melodramas
franceses, de Dumas, Scribe y de Bouchardy, arreglados, mutilados, lo
que les daba un aire híbrido y falso.

En algunos momentos felices, el cómico le pareció a Alvarito que estaba
inspirado; pero en general, se le veía distraído y se comprendía que
no se sabía el papel, por lo mucho que miraba al apuntador. Álvaro no
podía compararle con otros actores, porque no había visto ninguno de
importancia; pero encontró que sus buenos momentos no compensaban del
todo el descuido que tenía en el resto de la obra.

El barítono Campana se hizo amigo de Alvarito. Campana era un cantante
que cumplía siempre y que trabajaba a gusto.

—Es lo que nos pasa a los medianos —decía él—, tenemos en general la
seriedad y la puntualidad que no tienen los ilustres.

Álvaro fue varias veces a la ópera a oírle.

El barítono Campana conocía al caballero Aquiles Ronchi, uno de los
amigos y confidentes de la reina María Cristina. Campana le dijo a
Alvarito que le llevaría a casa de Ronchi.

Efectivamente, fueron los dos a visitarle. Ronchi vivía en la plaza de
Oriente. Estaba muy rico. La dirección de las Loterías y la protección
decidida de María Cristina, le habían llevado a la opulencia.

Alvarito se quedó sorprendido con la exuberancia y la facundia del
napolitano. Hablaba una mezcla de castellano, francés e italiano muy
cómica. Estaba vestido de comendador de una Orden napolitana, parecía
un cochero de casa grande. En aquel momento salía para Palacio.

Ronchi, le conocía mucho a Aviraneta.

Cuando le dijo Álvaro que veía a don Eugenio en Bayona todos los días,
el italiano se alegró.

—_¿Que fa nosso amico Afiranetta?_ —le preguntó al joven.

—Está allí, en Bayona.

—_¿Sempre intrigando?_

—Siempre.

—_¡Oh, quel tipo! ¡Que imaginazione! ¡Que folontá! Ferdaderamente
Afiranetta es un uomo extraordinario._

—Sí, es un tipo raro.

—_Oh, raro no... marafillosso, stupendo. ¡Que fitalidá! ¡Que enerchia!
Yo le dico a la nossa Rechina fachiano algo por este uomo admirable y
no quieren hacer niente, niente._

Ronchi dijo que presentaría a Álvaro a la reina Cristina; pero Álvaro
se negó; dijo que él no tenía categoría para ser presentado en Palacio;
que no era más que un empleado de una tienda.

—_Está bene. Está bene_ —dijo Ronchi dando palmadas en el hombro del
muchacho.

Ronchi bajó las escaleras de su casa acompañado por Álvaro y Campana y
al tomar el coche les dijo que fueran a almorzar al día siguiente con
él.

—¿Vendremos? —preguntó Campana a Alvarito—. ¿Tiene usted algún
compromiso?

—Yo, ninguno.

—Entonces _¡Addio! ¡Addio! ¡A rivederci!_ —gritó Ronchi al subir en el
coche saludando con la mano. Al día siguiente en el almuerzo Ronchi
contó una porción de anécdotas de su vida de cuando fue revolucionario.
Había estado indicado para matar al Rey de Nápoles antes de la
revolución de 1799.

Preso por regicida y condenado a muerte, se fugó de la prisión. Cuando
relató su escapatoria, por el tejado de la cárcel, en calzoncillos, el
día mismo de la ejecución, Alvarito y Campana se rieron a carcajadas.
Desde aquella época, y viendo la traición de sus compañeros, el
napolitano había dejado la política asqueado. Luego contó sus
impresiones cuando en una ciudad de Argelia estuvo a punto de ser
empalado, y él reclamaba la cuerda. Después sus aventuras en los
bulevares de París en donde vendía chucherías a cincuenta céntimos.

Para Ronchi la vida no había sido más que un eterno Carnaval. Todo era
locura en el mundo, de arriba a abajo. La lotería, que el mismo Ronchi
dirigía en España... ¡Qué engaño! ¡Qué saca cuartos! El Palacio. ¡Qué
Carnaval! La guerra. ¡Qué farsa!

¡Y qué decir de María Cristina, su _padrona_ enamorada como una loca
del _signore_ Muñoz, el hijo del estanquero de Tarancón, echando todos
los años un crío al mundo! Estaba loca. ¿No traía a la familia de su
amante al _Palazzo_ para exhibirla ante el público? ¿No se hablaba de
tú con los padres del _signore_ Muñoz? Era una _follia_, una _pazzia_.

Alvarito, en las palabras de Ronchi, encontró una nueva edición de la
Nave de los Locos...

Al día siguiente, Alvarito tomó la diligencia para la frontera.
Mientras iba en el coche, pensaba en ese gran misterio que somos unos
para otros y a veces uno para sí mismo.

¿Quién sabe lo qué pensará ese hombre, lo que preocupará a esta mujer,
lo que soñara esa jovencita, si es que sueña con algo? —se decía.

Al llegar a la frontera, al notar la tranquilidad y el orden que
reinaba en Francia, llevó su imaginación inmediatamente, con
melancolía, hacia las tierras de España, a aquella Nave de los Locos,
desgarrada, sangrienta, zarrapastrosa y pobre que era su país.


  Madrid, marzo de 1925.


FIN DE LA NAVE DE LOS LOCOS




ÍNDICE


                                                        Páginas.

  PRÓLOGO                                                      7


  PRIMERA PARTE
  EN BUSCA DE CHIPITEGUY

     I.—La Nave de los Locos                                  51
    II.—Alvarito y Manón                                      54
   III.—El sátiro de Sara                                     58
    IV.—En Vera                                               64
     V.—Ollarra                                               68
    VI.—Las habilidades de Ollarra                            74
   VII.—Los Bertaches                                         80
  VIII.—Frechón y Malhombre                                   87
    IX.—Sueños                                                94


  SEGUNDA PARTE
  MANIOBRAS DE AVIRANETA

     I.—Noticias políticas                                    97
    II.—La actitud de Gamboa                                 102
   III.—A orillas del Bidasoa                                107


  TERCERA PARTE
  CALAMIDADES DE LA GUERRA

     I.—El tío Tomás y el Esqueleto                          117
    II.—El valle de Araquil                                  126
   III.—Papá Lacour                                          134
    IV.—Los extranjeros                                      143
     V.—Parejas de soldados                                  149
    VI.—Belascoáin                                           157
   VII.—Prisioneros                                          170
  VIII.—La cárcel                                            177
    IX.—Fantasías                                            183


  CUARTA PARTE
  VUELTA A BAYONA

     I.—Noticias                                             187
    II.—Lo que hacía Aviraneta                               193
   III.—Rosa, Dolores y Manón                                198
    IV.—Las preocupaciones de Chipiteguy                     203
     V.—Proyecto de nuevo viaje                              205


  QUINTA PARTE
  RASTROS DE LA GUERRA

     I.—Un domingo de Carnaval en Vitoria                    209
    II.—El señor Blas, el mantero                            217
   III.—Recuerdos de Merino y de Balmaseda                   222
    IV.—Pueblos de Castilla                                  229
     V.—La monjita de Almazán                                242
    VI.—Pueblos y campos de Castilla                         249
   VII.—Feria en Sigüenza                                    255
  VIII.—Reflexiones sobre las fondas modernas y asépticas    271
    IX.—El cura admirador de Cabrera                         277


  SEXTA PARTE
  NOTICIAS DE FRANCIA

     I.—González Moreno                                      287
    II.—Las mujeres y Aviraneta                              290
   III.—Aviraneta y Merino                                   293


  SÉPTIMA PARTE
  LOCOS Y CUERDOS

     I.—El Peinado                                           301
    II.—Los guerrilleros de Palillos                         306
   III.—El oficio de saludador                               315
    IV.—El tejedor de Albarracín                             318
     V.—La casa del general                                  326
    VI.—El campo                                             332
   VII.—Los originales de Teruel                             337
  VIII.—Cañete                                               343
    IX.—Los jefes                                            354
     X.—Escapatoria                                          363
    XI.—La terraza de la catedral                            369
   XII.—Un hombre enigmático                                 373
  XIII.—Vuelta                                               383




OBRAS COMPLETAS

DE AZORÍN

           DON JUAN
           EL CHIRRIÓN DE LOS POLÍTICOS
           UNA HORA DE ESPAÑA (ENTRE 1560-90)
      I.   EL ALMA CASTELLANA
     II.   LA VOLUNTAD
    III.   ANTONIO AZORÍN
     IV.   LAS CONFESIONES DE UN PEQUEÑO
           FILÓSOFO (AUMENTADA)
      V.   ESPAÑA
     VI.   LOS PUEBLOS
    VII.   FANTASÍAS Y DEVANEOS
   VIII.   EL POLÍTICO
     IX.   LA RUTA DE DON QUIJOTE
      X.   LECTURAS ESPAÑOLAS
     XI.   LOS VALORES LITERARIOS
    XII.   CLÁSICOS Y MODERNOS
   XIII.   CASTILLA
    XIV.   UN DISCURSO DE LA CIERVA
     XV.   AL MARGEN DE LOS CLÁSICOS
    XVI.   EL LICENCIADO VIDRIERA
   XVII.   UN PUEBLECITO
  XVIII.   RIVAS Y LARRA
    XIX.   EL PAISAJE DE ESPAÑA
           VISTO POR LOS ESPAÑOLES
     XX.   ENTRE ESPAÑA Y FRANCIA
    XXI.   PARLAMENTARISMO ESPAÑOL
   XXII.   PARÍS, BOMBARDEADO, Y
           MADRID, SENTIMENTAL
  XXIII.   LABERINTO
   XXIV.   MI SENTIDO DE LA VIDA
    XXV.   AUTORES ANTIGUOS
           (ESPAÑOLES Y FRANCESES)
   XXVI.   LOS DOS LUISES Y OTROS ENSAYOS
  XXVII.   DE GRANADA A CASTELAR





*** END OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK LA NAVE DE LOS LOCOS ***


    

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