Cenizas

By Grazia Deledda

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Title: Cenizas

Author: Grazia Deledda

Translator: Miguel Domenge Mie

Release date: July 4, 2024 [eBook #73965]

Language: Spanish

Original publication: Barcelona: Heinrich & C, 1906

Credits: Andrés V. Galia and the Online Distributed Proofreading Team at https://www.pgdp.net (Biblioteca Nacional de España. )


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                  NOTAS DEL TRANSCRIPTOR


En la versión de texto sin formatear el texto en cursiva está
encerrado entre guiones bajos (_cursiva_), el texto en versalitas se
representa en mayúsculas como en VERSALITAS y el texto en negritas como
=negritas=.

El criterio utilizado para llevar a cabo esta transcripción ha sido el
de respetar las reglas vigentes de la Real Academia Española cuando
la presente edición de esta obra fue publicada. El lector interesado
puede consultar el Mapa de Diccionarios Académicos de la Real Academia
Española.

En la presente transcripción se adecuó la ortografía de las mayúsculas
acentuadas a las reglas indicadas por la RAE, que establecen que el
acento ortográfico debe utilizarse, incluso si la vocal acentuada está
en mayúsculas.

Se han corregido errores evidentes de puntuación y otros errores
tipográficos y de ortografía.

La portada incluida en este libro electrónico fue modificada por
el transcriptor y se cede al dominio público.


                   *       *       *       *       *


                 BIBLIOTECA DE NOVELISTAS DEL SIGLO XX

                            GRACIA DELEDDA
                                CENIZAS

                             TRADUCCIÓN DE
                          MIGUEL DOMENGE MIR

                            [Illustration]

                            BARCELONA--1906
                  IMPRENTA DE HENRICH Y Cª--EDITORES
                         Calle de Córcega, 348

                  HENRICH Y C.ª--EDITORES--BARCELONA


                   OBRAS PUBLICADAS Y EN PUBLICACIÓN


           Biblioteca Ilustrada de Novelistas Contemporáneos


                                Autores               Ilustración de
                           ----------------     ------------------------
INSOLACIÓN  (3.ª edición)  E. PARDO BAZÁN      J. CUCHY
MORRIÑA     (3.ª edición)  E. PARDO BAZÁN      J. CABRINETY
LA HONRADA (agotada)       J. OCTAVIO PICÓN    J. L. PELLICER y J. CUCHY
LA ESPUMA   (2 tomos)      A. PALACIO VALDÉS   M. ALCÁZAR y J. CUCHY
AL PRIMER VUELO (Ag.)
  (2 t.)                   J. M.ª DE PEREDA    APELES MESTRES
LAS PERSONAS DECENTES      ENRIQUE GASPAR      P. ERIZ
LA HEMBRA (_agotada_)      F. TUSQUETS         P. ERIZ
EL PADRE NUESTRO           F. TUSQUETS         P. ERIZ
EN ROMA                    ANDRÉS MELLADO      R. DE VILLODAS
CUENTOS ILUSTRADOS (1 t.)  NILO M.ª FABRA      Reputados artistas.

            Cada tomo en rústica, 4 ptas.--En tela, 5 ptas.


                Biblioteca de Escritores Contemporáneos

                           Obras publicadas

    LA LITERATURA DEL DÍA       URBANO GONZÁLEZ SERRANO
    AL TRAVÉS DE MIS NERVIOS    EMILIO BOBADILLA (_Fray Candil_)
    PSICOLOGÍA Y LITERATURA     RAFAEL ALTAMIRA
    LETRAS É IDEAS              E. GÓMEZ DE BAQUERO
    EL HISTRIONISMO ESPAÑOL     ELOY LUIS ANDRÉ


                              En prensa

   ARTE DE BATALLA                J. BETANCORT (_Ángel Guerra_)
   CRÍTICA MILITANTE              RAMIRO DE MAEZTU
   LA FILOSOFÍA DE LEOPOLDO ALAS
      (_Clarín_)                  ADOLFO POSADA
   APUNTES Y PARECERES            R. D. PERÉS

                    Cada tomo en rústica, 3 pesetas

                             Obras varias

        MEMORIAS DE UN PENSIONADO EN ROMA (LA VIDA ARTÍSTICA),
                          por LUIS DE LLANOS.

             Un volumen de 366 páginas en rústica, 2 ptas.


    GRAN DICCIONARIO GEOGRÁFICO, ESTADÍSTICO É HISTÓRICO DE ESPAÑA
                           Y SUS PROVINCIAS.

                 Cuatro tomos encuadernados, 40 ptas.


            AMERICANOS CÉLEBRES (GLORIAS DEL NUEVO MUNDO),
               por la BARONESA DE WILSON (2.ª edición).

          Dos tomos rústica, 10 ptas.--Encuadernados, 12'50.


        APÉNDICES AL CÓDIGO CIVIL, por D. LEÓN BONEL Y SÁNCHEZ.

       Cinco tomos, 7'50 ptas. uno.--La obra completa, 35 ptas.


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     por el DR. BREHM.--Guía práctica para la cría y alimentación
 de los canarios, ruiseñores, mirlos, etc., con 6 láminas en colores.

                        En rústica, 1'50 ptas.


     IRREIVINDICACIÓN DE EFECTOS AL PORTADOR EN LOS CASOS DE ROBO,
                          HURTO Ó EXTRAVÍO,
por D. JUAN MALUQUER Y VILADOT, Fiscal del Tribunal Supremo de Justicia,
            con un prólogo del Excmo. SR. D. ANTONIO MAURA.

                     Encuadernada en tela, 4 ptas.


                           NUESTRA AMÉRICA,
                      por CARLOS OCTAVIO BUNGE,
            con un prólogo de RAFAEL ALTAMIRA. (_Agotada._)

                      Un tomo en rústica, 3 ptas.


                                CENIZAS


                 BIBLIOTECA DE NOVELISTAS DEL SIGLO XX


                            GRACIA DELEDDA




                                CENIZAS

                             TRADUCCIÓN DE
                          MIGUEL DOMENGE MIR

                            [Illustration]

                            BARCELONA--1906
                  IMPRENTA DE HENRICH Y Cª--EDITORES
                         Calle de Córcega, 348


                             ES PROPIEDAD




                             PRIMERA PARTE


                                   I

Era la víspera de San Juan al anochecer. Olí[1] salió de la caseta
de peón caminero, situada á la orilla del camino que va de Nuoro á
Mamojada, y marchó campo á través. Tenía unos quince años. Era alta
y hermosa, con grandes ojos felinos, glaucos, un poco oblicuos, y
boca voluptuosa, cuyo labio inferior, algo hendido en su mitad,
parecía formado por dos cerezas. De la cofia encarnada, atada bajo
la puntiaguda barbilla, salían dos mechones de negros y relucientes
cabellos, ensortijados alrededor de las orejas. Este peinado y lo
pintoresco del traje, falda roja y corpiño de brocado terminado por
dos puntas recurvadas que sostenían el seno, daban á la chiquilla una
gracia oriental. Entre los dedos, llenos de anillitos de metal, llevaba
cintas y lazos escarlata, para _señalar las flores de San Juan_[2],
ó sean matas de gordolobo, tomillo y asfódelo, que, cogidas á la
madrugada del día siguiente, servían de medicina y amuletos.

Aun cuando Olí no hubiese _señalado_ las plantas que quería arrancar,
no había peligro de que alguien las tocara. Todo el campo, alrededor de
la caseta donde vivía con su padre y hermanitos, estaba completamente
desierto. Sólo á lo lejos las ruinas de una casa de labranza
sobresalían entre un campo de trigo, cual escollo en un verde lago.
En la campiña agonizaba la salvaje primavera sarda; se deshojaban las
flores del asfódelo, se desgranaban los dorados racimos de la retama;
las rosas palidecían en los matorrales, amarilleaba la hierba; un
fuerte olor de heno perfumaba la pesada atmósfera.

La vía láctea y los últimos resplandores del horizonte, que parecía
una faja de mar lejano, daban á la noche claridad de crepúsculo. Cerca
del río, cuyas escasísimas aguas reflejaban las estrellas y el cielo
violáceo, encontró Olí á dos de sus hermanitos que cazaban grillos.

--¡Á casa! ¡De prisa!--les dijo con su hermosa voz aún infantil.

--¡No quiero!--contestó uno de los chiquillos.

--¡Mira que esta noche no verás abrirse el cielo! ¡Los niños buenos, en
la noche de San Juan, ven abrirse el cielo y ven el Paraíso y Nuestro
Señor y los ángeles y el Espíritu Santo!... Pero vosotros veréis unos
cuernos, si no marcháis á casa. ¡Pronto, en seguida!

--Vámonos, dijo pensativo el mayor de los hermanos. El otro protestó
algo, pero concluyó por dejarse llevar.

Olí siguió andando. Pasó el cauce del río, pasó el sendero, pasó el
bosquecillo de olivos; allá y acullá se encorvaba y ataba con un lazo
las ramas de algún matojo, después erguía el cuerpo y sondaba la noche
con la penetrante mirada de sus ojos felinos.

El corazón le palpitaba fuertemente, de ansia, de temor y de alegría.
La fragante noche invitaba al amor, y Olí amaba. Olí tenía quince años,
y con el pretexto de _señalar_ las flores de San Juan, iba á una cita
amorosa.

Seis meses atrás, una noche de invierno, un joven campesino había
entrado en la caseta á pedir lumbre. Era quintero de un rico
propietario de Nuoro, y estaba sembrando los campos, alrededor de la
casa en ruinas que se distinguía desde la caseta. Joven, alto, con
largos cabellos negros, relucientes de aceite; sus ojos negrísimos
apenas se dejaban mirar ¡tanto brillaban! Solamente Olí se atrevía á
mirarlos con los suyos, que no se bajaban delante de nadie.

El peón caminero, joven aún, pero ya canoso, consumido por la fatiga,
sufrimientos y miseria, le acogió benévolamente, le alargó la piedra y
el pedernal, le interrogó sobre su amo, y le invitó á volver siempre
que quisiera.

Desde entonces el campesino frecuentó asiduamente la casa. En las
veladas de lluvia contaba cuentos á los chiquillos reunidos junto al
humoso hogar; y enseñó á Olí los sitios en que mejor crecían los hongos
y demás plantas comestibles.

Un día llevó á la muchacha hasta las ruinas de un _nuraghe_[3]
situado sobre una altura, rodeado de matorrales cubiertos de rojas
bayas, y le dijo que entre las grandes piedras de aquella tumba
gigantesca, estaba escondido un tesoro.

--Además, conozco otros muchos _accusorgios_[4]--añadió con voz grave,
mientras Olí cogía hinojo;--acabaré por encontrar uno, y entonces...

--¿Entonces, qué?--preguntó Olí algo burlona, alzando los ojos, que
parecían verdes, por el reflejo del paisaje.

--Entonces marcharé muy lejos; y si quieres venir te llevaré conmigo al
Continente. Conozco bien el Continente, porque hace poco he vuelto del
servicio militar. He estado en Roma y en Calabria, y en otros muchos
sitios. Allí todo es hermoso... Si tú lo vieras...

Olí se reía, muy bajito, contenta y feliz, aunque algo irónica. Detrás
del _nuraghe_ dos de sus hermanitos, escondidos en unas matas, silbaban
fingiendo el reclamo de un gorrión. En la inmensidad del paisaje no se
oía voz humana, no pasaba nadie.

El joven cogió á Olí por la cintura, la levantó y la besó cerrando
los ojos. Desde aquel momento se amaron con amor salvaje, revelando
el secreto de su pasión á las espesuras más silenciosas, al césped
de la orilla del río, y á los obscuros escondrijos de los solitarios
_nuraghes_.

Impulsada por la soledad y la miseria, Olí amaba al joven por las
tierras maravillosas que había visto, por la ciudad de donde venía, por
el rico amo á quien servía, por los fantásticos proyectos que trazaba
para el porvenir; y él amaba á Olí, porque era hermosa y ardiente.
Ambos inconscientes, primitivos, impulsivos y egoístas, se amaban por
exuberancia de vida y necesidad de goce.

También la madre de Olí, según decía la hija, había sido una mujer
fantaseadora y ardiente.

--Su familia estaba en buena posición--contaba Olí--y tenía parientes
nobles que querían casarla con un viejo propietario. Mi abuelo, el
padre de mi madre, era un poeta; en una noche improvisaba tres ó cuatro
canciones, y eran tan hermosas, que apenas un ciego las cantaba por
las calles, todo el pueblo las aprendía y repetía con entusiasmo. ¡Ah,
sí, mi abuelo era un gran poeta! Yo sé algunas de sus poesías, me las
enseñó mi madre. Escucha, escucha esta.

Olí recitaba algunas estrofas en dialecto logodorense[5], y después
continuaba:

--El hermano de mi abuelo, tío Merzioro Desogos, pintaba en las
iglesias y esculpía los púlpitos. Se mató por no tener que sufrir una
condena. Sí; los parientes de mi madre eran nobles é ilustrados; pero
ella no quiso casarse con el viejo propietario. En cambio vió á mi
padre, que entonces era hermoso como un sol[6], se enamoró y huyó con
él. Recuerdo que á veces decía: «Mi padre me ha desheredado, pero no
me importa. ¡Que tengan los otros sus riquezas, yo tengo á Miguel y me
basta!».

                   *       *       *       *       *

Un día el peón caminero marchó á Nuoro á comprar trigo, y volvió más
triste y abatido que de costumbre.

--¡Olí, mucho ojo!--dijo á la hija, amenazándola con el puño.--¡Si
aquel hombre se atreve á poner los pies en esta casa, pobre de él!
Hasta en el nombre nos ha engañado. Dijo que se llamaba Quirico y
se llama Anania. Es oriundo de Orgosolo, de mala casta, pariente de
bandidos y presidiarios. Mucho ojo, pequeña: ¡Está casado!

Olí lloró, y sus lágrimas cayeron, mezcladas con el trigo, en el arca
de madera negra; pero apenas se cerró el arca y tío Miguel volvió al
trabajo, la chiquilla corrió junto al amante.

--¡Te llamas Anania! ¡Y estás casado!--le dijo, echando lumbre por los
ojos.

Anania acababa de sembrar el grano en el campo recién arado; dos mirlos
cantaban revoloteando en las frondas de un olivar. Grandes nubes
blancas hacían más intenso el azul del cielo. Todo respiraba dicha,
silencio, olvido.

--Sí,--dijo el joven, que aún tenía las alforjas sobre la
espalda,--estoy casado con una vieja. Me obligaron por fuerza... como
á tu madre que querían casarla con aquel viejo... porque yo soy pobre
y _ella_ tiene muchos cuartos. ¿Pero qué importa? Es vieja y morirá
pronto; nosotros somos jóvenes, y te quiero á ti solamente. Si tú me
dejas, me muero.

Olí se enterneció y le creyó.

--¿Ahora qué haremos?--preguntó.--Mi padre me pegará si sigo amándote.

--Ten paciencia, corderita mía. Mi mujer se morirá pronto; y aun cuando
no se muera, yo encontraré un tesoro, y marcharemos al Continente.

Olí protestó, lloró, no confió mucho en el tesoro, pero continuó sus
amores con el joven.

Había terminado la siembra, pero Anania iba con frecuencia al campo
á ver si el grano despuntaba, y á cavar y arrancar las malas hierbas.
En las horas de descanso, en vez de echarse un rato, derribaba el
_nuraghe_ con la excusa de construir una pared con las piedras
arrancadas del monumento, pero en realidad para buscar el tesoro.


--¡Si no aquí, en otro sitio; pero yo lo encontraré!--decía á
Olí.--Mira, en Maras, un joven como yo, encontró un manojo de varillas
de oro. No se dió cuenta que eran de oro y las vendió á un herrero.
¡Estúpido! No me pasará á mí esto... En los _nuraghes_,--seguía
diciendo,--habitaban los gigantes, que tenían todos los utensilios
de oro. Hasta los clavos de sus zapatos eran de oro. ¡Oh, buscando
bien, siempre se acaba por encontrar algún tesoro! En Roma, cuando era
soldado, vi un sitio en donde se conservan las monedas de oro y los
objetos escondidos por los antiguos gigantes. Ahora mismo, en otras
partes del mundo, hay gigantes, y son tan ricos, que tienen los arados
y las hoces de plata.

Hablaba muy seriamente, con los ojos brillantes por tanto sueño áureo;
pero si alguien le hubiese preguntado qué pensaba hacer de los tesoros
que buscaba, probablemente no hubiera sabido contestar. Por de pronto
se preocupaba solamente de la fuga con Olí; en el porvenir sólo pensaba
de un modo fantástico.

Por la Pascua, la muchacha tuvo ocasión de ir á Nuoro y tomar informes
acerca de la mujer de Anania. Le dijeron que era de alguna edad, pero
no vieja y mucho menos rica.

--Pues bien,--dijo, cuando Olí le echó en cara sus mentiras,--sí, ahora
es pobre, pero cuando me casé era rica. Después de casado marché al
servicio, enfermé y gasté mucho dinero; también enfermó mi mujer. ¡Oh,
tú no sabes lo que cuesta una larga enfermedad! Además, nos pidieron
dinero prestado y no nos lo devolvieron. Y luego, yo creo una cosa:
que mi mujer, mientras yo estaba fuera, vendió las tierras y tiene el
dinero escondido. ¡Te juro que es verdad!

Hablaba siempre muy seriamente y Olí le creía. Le creía porque tenía
necesidad de creer, y porque Anania la había acostumbrado á creer
en todo, sugestionado, él mismo, por lo que inventaba. Un día, á
principios de Junio, cavando en el huerto de su amo, encontró un grueso
anillo de un metal rojizo que creyó oro.

--De seguro hay aquí un tesoro,--pensó;--y corrió en seguida á contar á
Olí sus nuevas esperanzas.

Reinaba la primavera en la silvestre campiña. El río, azul, reflejaba
las flores del saúco; la cálida hierba exhalaba voluptuosas fragancias.
En las noches, templadas y silenciosas, alumbradas por la luna ó por la
vía láctea, parecía difundirse por el aire un filtro embriagador.

Olí vagaba por aquellos campos, los ojos velados por la pasión; y en
los largos y luminosos crepúsculos, y en las siestas deslumbradoras,
cuando las lejanas montañas se confundían con el cielo, seguía con
mirada triste á sus hermanitos medio desnudos, parecidos á pequeñas
estatuas de bronce, que animaban el paisaje con sus gritos de pájaros
salvajes, y pensaba en el día que tendría que abandonarles para siempre.

Había visto el anillo encontrado por el joven, y esperaba y confiaba,
mientras la ardiente primavera hacía hervir la sangre en sus venas.

                   *       *       *       *       *

--¡Olí!--gritó Anania, escondido en un matorral.

Estremecióse Olí, avanzó cautamente y cayó en los brazos del joven.
Sentáronse sobre la hierba aún caliente, al lado de unos poleos y
laureles silvestres que exhalaban su fuerte perfume.

--Creí no poder venir,--dijo el joven.--El ama está de parto esta
noche, y mi mujer, que tiene que asistirla, quería que yo me quedase en
casa. «No, le he dicho; esta noche debo coger el poleo y el laurel; ¿no
te acuerdas que mañana es San Juan?» Y he venido, y aquí estoy.

Estaba buscando algo que llevaba escondido en el pecho, mientras Olí,
tocando el laurel, preguntó para qué servía.

--¿No lo sabes? El laurel cogido esta noche sirve de medicina y para
muchas otras cosas; por ejemplo, si tú esparces las hojas de este
laurel por las paredes que cercan una viña ó un corral de ovejas,
ningún animal podrá entrar para comerse las uvas ó robar un corderito.

--Pero tú no eres pastor.

--Pero he de guardar las viñas del amo; además echaré hojas alrededor
de la era para que las hormigas no me roben el grano. ¿Vendrás,
cuando la trilla? Habrá mucha gente, y por la noche cantaremos y nos
divertiremos mucho.

--¡Mi padre no querrá!--dijo ella, suspirando.

--¡Qué hombre más raro! Ya se ve que no conoce á mi mujer; _es más
vieja que una roca_,--dijo Anania, siempre buscando algo en el
pecho.--¿Dónde la habré puesto?

--¿Á quién? ¿Á tu mujer?--preguntó maliciosamente Olí.

--¡Quiá! ¡Una cruz! He encontrado una cruz de plata.

--¡Una cruz de plata!--¡Donde encontraste el anillo! ¿Y no me lo decías?

--¡Hela aquí! Sí; es de plata de veras.

Y sacó del pecho un pequeño envoltorio. Olí lo desenvolvió, cogió la
crucecita y preguntó ansiosa:

--¿Pero es verdad? ¿Hay un tesoro?

Parecía estar tan contenta que, aun cuando Anania había encontrado la
crucecita en el campo, no quiso quitarle la ilusión.

--Sí, allí, en el huerto. ¡Quién sabe cuántos objetos preciosos habrá!
Tendré que ir todas las noches á ver si encuentro algo.

--Pero el tesoro es del amo.

--¡No; es de quien lo encuentra!--contestó Anania.

Y para dar mayor fuerza á su afirmación, cogió á Olí entre los brazos y
empezó á besarla.

--¡Si encuentro el tesoro ya verás!--le dijo temblando.--¿Vendrás, di,
rosita de Abril? Es preciso que lo encuentre en seguida porque no puedo
vivir más sin ti. ¡Ah! Mira, cuando veo á mi mujer, siento ganas de
morir, y en cambio quisiera vivir mil años contigo, capullito mío.

Olí escuchaba y temblaba. Á su alrededor un silencio profundo; las
estrellas brillaban como piedras preciosas, como ojos embriagados de
amor; y de cada vez más suaves se difundían por el aire los perfumes de
las hierbas aromáticas.

--Mi mujer morirá pronto,--decía Anania.--¿Qué hacen aquí abajo los
viejos? ¡Quién sabe! Tal vez dentro de un año seremos marido y mujer.

--¡Que San Juan lo haga!--suspiró Olí.--Pero no hay que desear la
muerte á nadie. Y ahora déjame marchar.

--Quédate un poquitín,--suplicó él con voz infantil.--¿Por qué quieres
marcharte? ¿Qué haré sin ti?

Ella se levantó toda palpitante.

--Nos veremos mañana á la madrugada, porque yo vendré á coger las
hierbas antes de que salga el sol. Te haré un amuleto contra las
tentaciones...

Para tentaciones estaba. Se arrodilló, cogió á Olí entre sus brazos y
se puso á suplicar:

--¡No, no te vayas, no te vayas, vida; quédate un poquito nada más!
¡Olí, corderita mía; tú eres mi vida; mira, beso la tierra en donde
pones los pies, pero quédate, un poquito nada más; mira que si te
marchas me muero!

Y gemía, y temblaba, y su voz conmovía á Olí hasta hacerla llorar.

No se marchó.

                   *       *       *       *       *   *       *

Hasta el otoño no se enteró el tío Miguel de que su hija había pecado.
Una cólera feroz se apoderó de aquel pobre hombre, aniquilado y
enfermo, que había conocido todos los dolores de la vida, menos la
deshonra. No pasó por ello. Cogió á Olí por un brazo y la echó de su
casa. Ella suplicó y lloró, pero el tío Miguel fué inexorable. Se lo
había advertido mil veces; había fiado demasiado en ella. Tal vez la
hubiese concedido el perdón si hubiera faltado con un hombre libre;
pero con aquél, no se lo podía perdonar.

Durante unos días, Olí vivió en las ruinas, alrededor de las cuales
Anania había sembrado el grano. Sus hermanitos le llevaban algún pedazo
de pan, pero lo advirtió el tío Miguel y les zurró.

Entonces Olí, viendo que el otoño empezaba á cubrir el cielo de grandes
nubes grises y llovía con frecuencia, y el viento húmedo soplaba á
través del matorral rociado por la fría niebla, para no morirse de
hambre y frío, marchó á Nuoro á pedir protección á su amante. Fuese
casualidad ó presentimiento, á mitad del camino encontró á Anania que
la consoló, la cubrió con su capote, y la condujo á Fonni, pueblo de la
montaña, más allá de Mamojada.

--No tengas miedo,--le decía,--ahora te llevo á casa de una parienta
mía, en donde estarás muy bien; no tengas cuidado, que yo no te
abandonaré jamás.

La llevó á casa de una viuda que tenía un chiquillo de cuatro años. Al
verle tan morenucho, mal alimentado, todo ojos y orejas, Olí pensó en
sus hermanitos y lloró. ¿Quién cuidaría á los pobrecitos huérfanos?
¿Quién les daría de comer y beber? ¿Quién amasaría el pan? ¿Quién
lavaría la ropa en el río azul? ¿Qué sería del tío Miguel, solo,
enfermo y desgraciado? Olí lloró un día y una noche; después miró á su
alrededor con mirada hosca.

Anania se había marchado. La viuda _fonnense_, pálida y descarnada,
con cara de espectro, con una venda amarilla alrededor de su cabeza,
hilaba, sentada ante una pobre llama de menudas ramas; por todas partes
miseria, andrajos y hollín. De las tablas del techo, ennegrecidas por
el humo, pendían, temblorosas, grandes telarañas; algunos muebles de
madera formaban todo el ajuar de la pobre casa. El chiquillo de las
orejas grandes, vestido á la usanza del país, con un gran gorro de
piel lanuda, no hablaba ni reía nunca; se divertía únicamente asando
castañas en las calientes cenizas.

--Ten paciencia, hija mía,--decía la viuda á la muchacha, sin quitar
los ojos del huso.--Son cosas del mundo. ¡Oh! Ya verás cosas peores, si
vives. Hemos nacido para sufrir; también de muchacha he reído; después
he llorado: ahora todo se acabó.

Olí sintió helársele el corazón. ¡Oh, qué tristeza! ¡Qué inmensa
tristeza! Era de noche, hacía frío; el viento retumbaba con fragor
de agitado mar. Á la amarillenta luz de la llama, la viuda hilaba y
recordaba; y también Olí, acurrucada en un rincón, recordaba la noche
cálida y voluptuosa de San Juan, el perfume del laurel, las luces de
las sonrientes estrellas...

Las castañas estallaban, esparciendo la ceniza por el hogar. El viento
golpeaba furiosamente á la puerta, cual monstruo correteando de noche
por las calles del pueblo.

--También yo,--dijo la viuda, después de un largo silencio,--también yo
soy de buena familia. El padre de este chiquirritín se llamaba Zuanne;
porque mira, hija mía, á los hijos es preciso darles siempre el nombre
del padre, para que se le parezcan. ¡Ah, sí; mi marido era muy hábil!
Alto como un álamo; mira, mira allí su capote, que aún está colgado de
la pared.

Olí se volvió y vió colgado de la pared color de tierra, un largo
capote de _orbace_[7] negro, entre cuyos pliegues las arañas habían
tejido sus polvorientos velos.

--Nunca lo tocaré,--continuó la viuda,--aun cuando tuviese que morirme
de frío. Mis hijos se lo pondrán cuando sean hábiles como su padre.

--¿Pero qué oficio tenía el padre?--preguntó Olí.

--¿Qué oficio?--dijo la viuda, sin cambiar de tono, pero con ligera
animación en su cara de espectro,--era bandido. Diez años fué bandido,
sí, diez años. Tuvo que echarse al campo pocos meses después de nuestra
boda. Yo iba á verle en los montes del Gennargentu; cazaba ovejas
salvajes, águilas y buitres, y cada vez que yo iba, mandaba asar una
pierna de oveja. Dormíamos al descubierto, á la intemperie, en lo alto
de los montes; nos cubríamos con aquel capote, y las manos de mi marido
ardían siempre, aunque nevase. Á veces teníamos compañía...

--¿De quién?--preguntó Olí, que escuchando á la viuda olvidaba sus
penas.

El chiquillo también escuchaba con sus grandes orejas muy atentas;
parecía una liebre que oye el aullido lejano del zorro.

--...De los otros bandidos. Eran hombres diestros, ágiles, prontos á
todo y sin miedo á la muerte. ¿Crees tú que los bandidos son gente
mala? Te engañas, hija mía; son hombres que tienen precisión de ejercer
su habilidad y nada más. Mi marido decía: «¡Antiguamente los hombres
iban á la guerra; ahora no hay guerras, pero como los hombres tienen
necesidad de combatir, cometen rapiñas, salteamientos, _bardanas_[8],
no por hacer mal, sino para demostrar de alguna manera su fuerza y su
habilidad!».

--¡Bonita habilidad!--observó Olí.--¿Por qué no daban con la cabeza
contra la pared, si no tenían otra cosa en qué ocuparse?

--No lo entiendes, hija mía,--dijo la viuda, triste y altiva.--Es el
destino que así lo quiere. Te voy á contar por qué mi marido _se hizo_
bandido.

Dijo _se hizo_, con acento digno, no exento de vanidad.

--Sí, cuente, cuente,--contestó Olí, sintiendo un ligero calofrío por
la espalda.

Condensábanse las sombras, el viento aullaba más fuerte con su continuo
retumbar de trueno; parecíale estar en un bosque batido por el huracán,
y las palabras y la figura cadavérica de la viuda, en aquella estancia
obscura, iluminada sólo por alguna débil llamarada del mortecino
fuego, daban á Olí un infantil estremecimiento de terror. Le parecía
presenciar alguno de aquellos pavorosos cuentos que Anania narraba á
sus hermanitos, y que ella, hasta ella misma, en su desgracia infinita,
tomaba parte en la triste historia.

La viuda empezó:

--Hacía pocos meses que nos habíamos casado. Estábamos acomodados,
hija mía; teníamos trigo, patatas, castañas, pasas, tierras, casa,
caballo y perro. Mi marido era propietario, tenía muy poco que hacer
y se aburría. Entonces decía: «Me voy á hacer comerciante; tan ocioso
no puedo vivir, porque estando sano, siendo fuerte é inteligente, y
no teniendo nada que hacer, sólo se me ocurren malas ideas». Pero no
teníamos dinero bastante para meterse á comerciar. Entonces un amigo le
dijo: «Zuanne Atonzu, ¿quieres tomar parte en una _bardana_? Seremos
muchos, guiados por hábiles bandidos, y asaltaremos, muy lejos de aquí,
la casa de un señor que tiene tres cajas llenas de plata y de monedas.
Un hombre de aquel lugar ha venido á propósito al _Cabo di sopra_[9]
para enterar á los bandidos, invitándoles á una _bardana_; él mismo
nos servirá de guía. Hay que atravesar bosques, franquear montañas,
vadear ríos. Ven». Mi marido me contó la proposición de su amigo. Yo le
dije: «¿Qué necesidad tienes de la plata de aquel señor?». «Ninguna,
contestó mi marido, me c... en el tenedor que pueda tocarme en el
reparto del botín, pero hay que atravesar bosques y montañas, hay que
ver cosas nuevas y me divertiré. Además tengo curiosidad de ver cómo
se las arreglarán los bandidos. No sucederá nada malo, ¡ea!; también
irán otros muchos jóvenes, para dar pruebas de su destreza y pasar el
tiempo. ¿No sería peor que me fuera á la taberna y me emborrachara?».
Lloré, supliqué,--continuó diciendo la viuda, sin dejar de torcer el
hilo con sus afilados dedos, y siguiendo con sus apagados ojos el
movimiento del huso,--pero partió. Dijo que se marchaba á Cagliari para
unos negocios.


--Partió,--repitió la viuda, suspirando,--y me quedé sola; estaba
encinta. Después supe lo que pasó. Formaban la cuadrilla cerca de
sesenta hombres; viajaban en pequeños grupos, pero de cuando en cuando
se reunían en ciertos sitios indicados de antemano, para ponerse
de acuerdo. Les servía de guía el hombre del pueblo hacia donde se
dirigían. Era capitán de la _bardana_ el bandido Corteddu; un hombre
de ojos de fuego y con el pecho cubierto de vello rojo; un gigante
Goliat más fuerte que el rayo. En los primeros días del viaje llovió,
se desencadenó el huracán, los torrentes se salieron de madre y el
rayo mató á uno de la cuadrilla. De noche andaban á la luz de los
relámpagos. Cuando llegaron á un bosque cerca del monte de «los
Siete Hermanos», el capitán reunió los jefes de la _bardana_ y les
dijo: «Hermanos míos, las señales del cielo no nos son propicias; la
empresa saldrá mal. Además siento el olor de la traición; creo que el
guía es un espía. Hagamos una cosa; disolvamos la cuadrilla; quiere
decirse que otro día realizaremos la empresa». Muchos aprobaron la
proposición, pero Pilatos Barras, el bandido de Orani, que llevaba la
nariz de plata, porque una bala le había quitado la suya, se sonrió
y dijo: «Hermanos míos en el Señor,--era costumbre suya empezar de
esta manera;--hermanos míos en el Señor, yo rechazo la proposición.
No: no porque llueva quiere decir que el cielo no nos protege; al
contrario, algo de molestia es conveniente, acostumbra á los jóvenes á
vencer su flojedad. Si el guía nos traiciona, le mataremos. ¡Adelante,
muchachos!»[10]. Corteddu sacudió su cabeza de león, mientras otro
bandido murmuraba con desprecio: «¡Cómo se conoce que no tiene
olfato!». Entonces Pilatos Barras gritó: «¡Hermanos míos en el Señor,
sólo los perros tienen olfato, pero no los cristianos! Mi nariz es de
plata y la vuestra _de huesos de muerto_. Escuchad bien lo que os digo:
si ahora disolvemos la cuadrilla, daremos un feo ejemplo de cobardía;
pensad que entre nosotros hay jóvenes que hacen sus primeras armas;
no desean más que poder desplegar su valor como quien despliega al
viento una nueva bandera; si ahora vosotros les mandáis á sus casas,
les daréis ejemplo de cobardía, y se meterán de nuevo entre las cenizas
de su hogar, permanecerán ociosos y no servirán para nada. ¡Adelante,
muchachos!». Entonces otros cabecillas dieron la razón á Pilatos Barras
y se marchó adelante. Corteddu tenía razón; el guía era un traidor.
En casa del rico hacendado estaban escondidos los soldados; lucharon,
y muchos bandidos fueron heridos, reconocieron á otros, y mataron á
uno. Para que no pudieran conocerle, sus compañeros le desnudaron, le
cortaron la cabeza, llevándosela junto con los vestidos para enterrarla
en el bosque. Á mi marido le conocieron y tuvo que hacerse bandido...
Yo aborté.

Mientras hablaba, la viuda había dejado de hilar, poniendo el huso
sobre el regazo y acercando las manos al fuego. Olí se estremecía de
frío, de terror y de gusto. ¡Qué horrible y hermoso era lo que contaba
la viuda! ¡Y Olí, que siempre había creído que los bandidos eran mala
gente! No; eran hombres desgraciados, empujados por la fatalidad, como
lo había sido ella misma.

--Y ahora cenemos,--dijo la mujer, desperezándose.

Se levantó, encendió un primitivo candelero de hierro, todo ennegrecido
y preparó la cena. Patatas, siempre patatas. Hacía dos días que Olí no
comía más que patatas y alguna que otra castaña.

--Anania, ¿es pariente suyo?--preguntó la muchacha, después de un largo
silencio, mientras cenaban.

--Sí, mi marido era pariente de Anania en último grado. No era
natural de Fonni; sus abuelos eran de Orgosolo. Pero Anania no se
parece en nada al _beato_[11],--contestó la viuda, moviendo la cabeza
despreciativamente.--¡Ah, hija mía, mi marido se hubiese colgado de una
encina, antes que cometer la vil acción que ha cometido Anania contigo!

Olí se echó á llorar; se sentó en un rincón junto al fuego, y como
el pequeño Zuanne se le sentara al lado, le hizo apoyar la cabeza
sobre sus rodillas, le estrechó su manecita basta y sucia, y continuó
llorando y pensando en sus abandonados hermanitos.

De pronto dijo:

--Estarán como los tiernos pajaritos dentro del nido, cuando la madre,
muerta por un cazador, no vuela á su lado. ¿Quién les dará de comer?
¿Quién les servirá de madre? Figúrese que el último, el más chiquitito,
aún no se sabe vestir ni desnudar.

--¡Dormirá vestido!--dijo la viuda para consolarla.--¿Por qué lloras,
tonta? Debías haber pensado en ello antes, y no ahora; ahora es inútil.
Ten paciencia. Dios no abandona á las aves en su nido.

--¡Qué viento! ¡Qué viento!--decía poco después Olí, quejándose.--¿Cree
usted en los muertos?

--¿Yo?--dijo la viuda, apagando la candela y cogiendo otra vez el
huso.--Yo no creo ni en los muertos ni en los vivos...

Zuanne alzó la cabeza y dijo bajo, muy bajito:--_¡Yo chi!_--y volvió á
esconder su cabeza en el regazo de Olí.

La viuda reanudó su relato:

--Después tuve otro hijo que ahora tiene ocho años y es pastor de
ovejas. Después tuve á éste. ¡Ah, hija mía, somos muy pobres! Mi marido
no era ladrón, no; vivía de lo suyo y por esto tuvimos que venderlo
todo, excepto esta casa.

--¿Y cómo murió?--preguntó la joven, acariciando la cabeza del
chiquillo que parecía dormido.

--¿Cómo murió? En una _empresa_. Nunca estuvo en la cárcel,--dijo con
orgullo la viuda,--aun cuando la justicia le buscase como el cazador
acosa al jabalí. Siempre escapaba diestramente de toda emboscada, y
mientras la justicia le buscaba por los montes, él pasaba la noche
aquí; sí, aquí, delante de este hogar donde estás sentada...

El chiquillo alzó la cabeza, con sus grandes orejas muy coloradas, y
después la volvió á apoyar sobre el regazo de Olí.

--Sí, aquí mismo. Una vez, hace dos años, supo que una patrulla debía
recorrer la montaña buscándole. Entonces me mandó un recado: «Mientras
los soldados me buscan yo tomaré parte en una _empresa_; cuando
termine, pasaré la noche en casa; mujercita mía, espérame». Yo esperé,
esperé, tres, cuatro noches. Hilé todo un vellón de lana negra.

--¿Dónde había ido?

--¿No te lo he dicho?--¡Á una _empresa_, á una _bardana_!--exclamó
la viuda, algo nerviosa; después bajó la voz.--Esperé cuatro noches,
estaba triste, cada pisada que oía me hacía palpitar el corazón.
Pasaban las noches, y mi corazón se encogía, se encogía hasta volverse
más pequeño que una almendra. Á la cuarta noche oí llamar á la puerta
y abrí. «Mujer, no esperes más», me dijo un hombre enmascarado. Y me
entregó el capote de mi marido. ¡Ay!

La viuda echó un suspiro que parecía un grito, después calló. Olí la
estuvo mirando durante largo tiempo; pero de pronto, su mirada fué
atraída por la mirada de espanto de Zuanne, cuyas manecitas bastas y
morenas como patitas de un pajarillo, se agitaban y señalaban á la
pared.

--¿Qué tienes? ¿Qué pasa?

--Un _mueto_...--murmuró.

--¡Qué muerto!...--dijo ella, riendo, poniéndose de pronto alegre.

Pero cuando estuvo en la cama, sola, en un camaranchón obscuro y frío,
sobre cuyo techo el viento rugía con más furia, removiendo y sacudiendo
las tablas, recordó lo contado por la viuda: el hombre enmascarado que
le había dicho: «¡Mujer, no esperes más!», el largo capote negro, el
chiquillo que veía los muertos, los tiernos pajaritos en el abandonado
nido (sus pobres hermanitos), el tesoro de Anania, la noche de San
Juan, su madre muerta; y tuvo miedo, y se puso triste, tan triste, que
aun creyéndose condenada al fuego eterno, deseó la muerte.


                                NOTAS:

[1] Rosalía.

[2] _Señalar las flores_; significa, en Cerdeña, atarlas con una cinta
para que nadie las toque.

[3] Cerdeña es tal vez la comarca de Europa Occidental más rica
en monumentos prehistóricos. Entre ellos se encuentran algunos
que seguramente fueron destinados al culto de alguna divinidad
oriental, pues los fenicios y cartagineses habitaron por largo tiempo
la isla, y fundaron las importantes ciudades de Caralis, Nora y
Tharros. Un afortunado descubrimiento, hecho por un inglés en las
ruinas de Tharros, hizo que se despertara la afición á la busca de
tesoros, siendo innumerables los naturales que se dedicaron á ello,
especialmente en el litoral de Oristaño, en donde se encontraron gran
número de ídolos y otros objetos de oro, egipcios en su mayor parte,
llevados allí por los comerciantes fenicios.

Pero la verdadera manifestación de la antigua civilización sarda, son
los famosos _nuraghi_, que se distinguen desde lejos, en lo alto de las
colinas, como restos de antiguas fortalezas. La meseta de Giara, capa
caliza de gran regularidad, que se eleva casi en el centro de la isla,
al norte de la llanura de Campidono, está rodeada y como defendida por
un verdadero recinto de _nuraghi_. Por toda la isla se encuentran estos
notables monumentos, á veces reunidos y dispuestos regularmente, á
veces aislados. El número de _nuraghi_, reconocidos como tales, pasan
de 4,000, y dada su antigüedad, es posible presumir el gran número que
habrán sido destruidos por el tiempo.

Mucho se ha discutido sobre el origen y uso de estos monumentos. Según
unos eran templos, según otros tumbas: «torres del silencio», lugares
sagrados en que se adoraba el fuego; torres de refugio; hogares de
gigantes, pues se les ha dado toda clase de destinos; y fenicios,
troyanos, iberos, thyrrenos, therpianos, pelasgos, cananeos, orientales
de origen desconocido y hasta antidiluvianos han sido considerados como
sus probables constructores. Al fin, gracias al infatigable explorador
de antigüedades sardas Sr. Spano, las dudas han desaparecido, estando
conformes la mayor parte de los arqueólogos en que los nuraghi eran
habitaciones, y su nombre fenicio significa sencillamente «casa
redonda». Los más groseramente construidos, que resisten tal vez desde
hace cuarenta siglos las inclemencias atmosféricas, no encierran más
que una sola cámara interior, datan de la edad de piedra, y como
habitación humana representan la edad de civilización que siguió al
período de los trogloditas. Los más modernos, construidos durante la
edad de bronce y la del hierro, están hechos con más arte, pero sin
empleo de mortero y se componen de dos ó tres cámaras sobrepuestas,
á las cuales se sube por escalera construida con grandes piedras.
Algunas cámaras de la planta baja son capaces para 40 ó 50 personas
y están precedidas de antecámaras, reductos y pequeños salientes
semicirculares. El de Su Domu de S' Orm, cerca de Domus Novas, ya
demolido, se componía de diez habitaciones y cuatro patios; era una
fortaleza al mismo tiempo que un grupo de casas; podía contener más de
100 personas, y resistir un sitio.

[Illustration: _Nuraghe_ (Corte)]

Entre los restos de toda especie acumulados en el suelo de los
_nuraghi_ se han encontrado una porción de objetos que dan idea de la
vida de sus antiguos pobladores y testimonian su relativa civilización.
En las capas inferiores sólo se encuentran armas y útiles de piedra,
y cacharros hechos á mano; en cambio en las superiores, y por
consiguiente más modernas, se hallan muchos objetos de bronce.

Los _nuraghi_, de Cerdeña (de uno de los cuales da idea el corte
y vista adjuntos), son análogos por su forma, destino y época de
construcción, á los _Clapers d'es Gegants y Talayots_ que se encuentran
en nuestras Baleares.

[Illustration: _Nuraghe_ (Vista)]

Cerca de los _nuraghi_ se hallan á veces otros monumentos de
construcción ciclópea, llamados «Tumbas de los Gigantes», y al darles
este nombre no se han equivocado los naturales del país, más que á
medias; aquellos montones de piedras, colocados en los extremos de un
gran círculo de grandes rocas, son, en efecto, sepulturas; todas las
estudiadas por el Sr. Spano, contenían cenizas humanas.--N. del T.

[4] Tesoros ocultos.

[5] En Cerdeña se hablan dos dialectos, el de Logodoro ó Logadmo en
el N. de la isla y el de Cagliari en el S. La lengua más generalmente
hablada es el sardo, parecidísimo al latino en las palabras, pues se
encuentran más de quinientos términos absolutamente idénticos, lo cual
ha hecho que algunos poetas, para demostrar su ingenio, escribieran
versos que pertenecían á ambas lenguas. En la construcción son, sin
embargo, bastante distintas. El idioma sardo, además, conserva palabras
griegas, recuerdos de la antigua dominación; y contiene otras que no ha
sido posible referir á ninguna lengua europea, que deben proceder de
sus primitivos pobladores.

En la ciudad de Sassari y algunos puntos del litoral próximo, hablan un
_patois_ especial, parecido al genovés y corso.

En la ciudad de Alghero se conserva el catalán casi sin mezcla alguna,
de tal manera que el Sr. Toda (Dominación Española en Cerdeña. Boletín
de la Sociedad Geográfica de Madrid, tomo XXV) se pudo entender en
catalán con los naturales. Los nombres de las calles y plazas son
catalanes, lo mismo que las conversaciones de la gente del pueblo,
y las canciones de los niños, y hasta en las sesiones del Consejo
Municipal se habla en catalán, recuerdos de la dominación catalana que
á mediados del siglo XIV invadió la isla.

Por último los Maurelli ó Maureddus, cerca de Iglesias, que son
probablemente antiguos berberiscos, han introducido algunas palabras
africanas en la lengua del país.--N. del T.

[6] _Bello come una bandiera_, dice el original. ¡Qué lástima no poder
traducir tan hermosa imagen!--N. del T.

[7] _Orbace_: paño impermeable tejido por las mujeres sardas.

[8] _Bardana_ (derivado de la palabra italiana _guardana_: correrías de
tropas). Empresa de bandidos para la cual se reunían un gran número de
hombres armados, y marchaban unidos al asalto de un corral de ganado,
de un predio, ó á cometer otras fechorías por el estilo.

[9] La provincia de Sassari.

[10] En el original dice: _Avanti, puledri_ (adelante, potrillos).

[11] Al muerto.




                                  II


El hijo de Olí nació en Fonni, al empezar la primavera. Por consejo
de la viuda, que lo llevó á la pila bautismal, le pusieron Anania.
Pasó su infancia en Fonni, y siempre recordó fantásticamente aquel
extraño lugar situado en lo alto de un monte, como buitre en reposo.
Durante el largo invierno todo era nieve y niebla; pero en la primavera
la hierba invadía hasta las pendientes callejuelas del caserío,
empedradas de gruesas piedras, en las cuales los escarabajos dormían
plácidamente al sol, y las hormigas salían y entraban tranquilamente
en sus hormigueros. Las casuchas de piedra obscura con los techos
de _scandule_[12] sobrepuestas á modo de escamas, con sus negras
puertecitas y sus carcomidos balcones de madera, tenían al exterior
la escalerita casi siempre enguirnaldada por una parra; el pintoresco
campanario de la iglesia de los Mártires, sobresaliendo entre las
verdes encinas del patio del antiguo convento, dominaba el pueblecito,
proyectándose sobre el azul del diáfano cielo.

Un horizonte fantástico rodeaba al pueblo; las altas montañas del
Gennargentu, de luminosas cumbres que parecían perfiladas de plata,
dominaban los grandes valles de la Barbagia, que subían,--inmensas
conchas verdes,--hasta la cresta en que Fonni, con sus casas de tablas
y sus callejas de piedra, desafiaba el viento y las tormentas.

En el invierno el país se quedaba casi desierto, porque los numerosos
pastores nómadas que lo poblaban (hombres fuertes como el viento y
astutos como zorros) bajaban con sus rebaños á las templadas llanuras
meridionales; pero durante el buen tiempo un continuo ir y venir de
caballos, perros y pastores viejos y jóvenes, animaba las callejuelas.

Zuanne, el hijo de la viuda, á los once años era ya pastor. Durante
el día, llevaba á pastar, por los salvajes contornos del pueblo,
unas cuantas cabras pertenecientes á varias familias _fonnenses_; al
amanecer recorría las calles silbando, y las cabras, que conocían su
silbido, salían de las casas y le seguían mansamente; al anochecer las
conducía hasta la entrada del pueblo, desde donde los inteligentes
animalitos se iban tranquilamente á casa de sus amos.

El pequeño Anania acompañaba casi siempre á su amigo Zuanne el de las
orejas grandes; ambos siempre descalzos, llevaban unas calzas y un
chaleco de _orbace_, calzoncillos de gruesa tela, muy sucios, y un
gorro de piel de carnero. Anania tenía siempre los ojos enfermos, y,
por consiguiente, legañosos; de su roja naricita salía continuamente un
líquido salado, que no titubeaba en lamer ó esparcir con su manecita
sucia á un lado y otro de la nariz, formándose de este modo unos
bigotes de una materia indefinible.

Mientras las cabras pacían en los montañosos contornos del pueblo,
entre hierbas aromáticas y rocas cubiertas de verdes madreselvas,
los dos chiquillos vagabundeaban, bajando hasta la carretera para
apedrear á la gente que pasaba, entrando en los campos de patatas donde
trabajaban diligentes mujeres, buscando, en las grandes sombras húmedas
de los gigantescos nogales, algún fruto arrancado por el viento. Zuanne
era alto y esbelto. Anania, más fuerte y más atrevido. Ambos embusteros
á cual más, y con una gran imaginación. Zuanne hablaba siempre de su
padre con orgullo, proponiéndose imitar su ejemplo y vengar su memoria;
Anania quería ser soldado.

--Yo te prenderé,--decía tranquilamente; y Zuanne respondía con
calor:--Y yo te mataré.

Á menudo jugaban á los bandidos, armados con fusiles de caña. Habían
encontrado un bosquecillo donde jugar, y Anania no conseguía nunca
descubrir al bandido, aun cuando éste, desde el matorral donde
se escondía, imitaba la voz del cuclillo. Un cuclillo de veras
contestaba á lo lejos, y los dos chiquillos, deponiendo sus fieros
propósitos, se entregaban á la busca del melancólico pájaro; busca
no menos infructuosa que la del bandido. Cuando creían estar cerca
del misterioso asilo, la triste queja se repetía más lejana, cada vez
más lejana. Entonces los dos hermanitos en desventura, hundidos en
la hierba ó echados sobre el musgo de las rocas, se contentaban con
interrogar al cuclillo.

Zuanne era modesto; preguntaba solamente:

    Cuclillo hermoso y agreste,
    Dime qué hora es[13];

y el pájaro contestaba con siete gritos, aunque ya fuesen las diez.

Á pesar de ello Anania lanzaba su atrevida pregunta:

    Cuclillo hermoso del mar,
    Dime cuántos años tardaré en casar[14].

--Cu-cu-cu-cu...

--¡Diablo! ¡cuatro años! ¡Pronto te casas!--decía burlándose Zuanne.

--Chitón, es que no ha entendido bien.

    Cuclillo hermoso del lirio,
    Dime cuántos años tardaré en tener un hijo[15].

Á veces el cuclillo daba una respuesta razonable; y los dos chiquillos,
en el inmenso silencio del paisaje, interrumpido tan sólo por la voz
del melancólico oráculo, seguían haciéndole preguntas, no siempre
alegres:

    Cuclillo hermoso de la hermana,
    Dime cuántos años tardaré en morir[16].

Una vez Anania marchó solo por la montaña, y subió y subió por la
blanca carretera, á través de arboledas y bloques de granito, por la
vertiente cubierta de las florecillas violeta del _tirtillo_[17],
hasta que creyó haber llegado á una altura grandísima. El sol se había
puesto, pero detrás de las azuladas montañas del horizonte, parecían
arder grandes hogueras que lanzaban á lo alto, sobre el cielo todo
rojo, una luz violentísima. Anania tuvo miedo de aquel cielo lodo
rojo, de la altura á donde había llegado, del terrible silencio que
le rodeaba. Pensó en el padre de Zuanne y miró por todas partes con
terror. ¿Por qué aun cuando deseaba tomar la carrera de las armas,
tenía miedo de los bandidos?; y en cambio Zuanne deseaba vivamente
verlos, pero el largo capotón negro colgado sobre la pared ahumada, le
causaba espanto. Bajó casi rodando, de la alta cima desde donde había
visto el cielo todo rojo y las montañas azules, y oyó que Zuanne le
llamaba, lanzando grandes aullidos. Contó de dónde venía, y añadió que
_los había visto_. El hijo de la viuda, al principio muy enfadado,
llegó á conmoverse, y á mirar con respeto á Anania; después regresaron
al pueblo pensativos y taciturnos, seguidos por las cabras, cuyas
esquilas resonaban tristemente en el silencio del crepúsculo.

Cuando no acompañaba á Zuanne, el pequeño Anania pasaba el día en el
gran patio de la iglesia de los Mártires, con los hijos del cerero que
trabajaba en una mala casucha pegada á la iglesia. Grandes árboles
daban sombra al melancólico patio, rodeado de arcadas ruinosas. Una
escalinata de piedra conducía á la iglesia, sobre cuya sencillísima
fachada había pintada una cruz. Sobre esta escalinata Anania y los
hijos del cerero pasaban horas y horas al sol, que apenas calentaba,
jugando con piedrecitas y fabricando pequeños cirios de barro. Á las
ventanas del antiguo convento se asomaba alguno que otro carabinero
aburrido; dentro de las celdas se veían zapatos y capotes soldadescos,
y se oía una voz de falsete que cantaba, con acento napolitano:

    _A te questo rosario!_

Algún frailuco, de los últimos que quedaban en el vetusto y húmedo
convento, desastrado, sucio, con las sandalias rotas, rezando en
dialecto atravesaba el patio. Á menudo el carabinero de la ventana y
el fraile desde la escalinata, trababan pueriles conversaciones con
los niños del patio. Á veces el carabinero se dirigía directamente á
Anania, pidiéndole noticias de su madre:

--¿Qué hace tu madre?

--Hila.

--¿Y nada más?

--Va á la fuente.

--Dile que se venga por acá, que he de hablar con ella.

--Sí señor,--contestaba el pobre inocente.

Y lo contaba á su madre, y Olí le daba en cambio algún bofetón y le
prohibía que volviera al patio (sin embargo una vez la vió que hablaba
con un carabinero); pero, como es natural, la desobedecía, porque no
sabía estar sino con Zuanne ó con los hijos del cerero.

Excepto los domingos y el día de la fiesta de los Mártires, en
primavera, una triste soledad reinaba en la Basílica,--cuyas pinturas
y estucos parecían consumirse por el abandono y olvido en que se les
tenía,--en el gran patio asoleado, en las arcadas ruinosas llenas del
olor de la cera, y bajo el enorme nogal que á Anania le parecía más
alto que el Gennargentu; y sin embargo, siempre recordó con nostálgica
dulzura aquel sitio solitario en donde, en primavera, crecía la avena
entre las piedras, y en otoño las hojas secas del nogal caían como alas
de pájaros muertos. Zuanne, que también sentía rabiosos deseos de jugar
en el patio y se aburría cuando Anania no le acompañaba, estaba celoso
de los hijos del cerero, y hacía todo lo que podía para que su amigo no
fuera con ellos.

--Ven mañana conmigo,--decía á Anania, mientras asaban castañas
sobre las brasas del hogar.--Te mostraré un nido de liebres. Hay
muchas, muchas, mira, muy chiquititas, como los dedos de la mano;
no tienen pelo, con unas orejas muy largas.--Y terminaba, fingiendo
maravillarse:--¡Diablo! ¡qué orejas más largas tienen!

Anania iba en busca de los lebratos y, como es natural, no los
encontraba. El otro juraba que antes estaban, que debían haber
escapado.--¡Mejor; hubieses venido antes!

--¡Te vas con _aquéllos_!--le decía despreciativamente.--Peor para ti;
¡ahora puedes hacerte unos lebratos de cera! ¡Ves, hubieses venido ayer
conmigo!

--¿Y por qué no los cogiste tú?

--Porque quería cogerlos contigo, ¡eso! Vamos á ver si encontramos el
nido de cornejas.

El pastorcillo hacía todo lo que sabía para entretener á Anania, pero
el chiquillo empezaba á tener frío allá arriba, al pie del monte detrás
del cual asomaban las nieblas del otoño, y volvía al lugar. De aquella
época conservaba pocos recuerdos de su madre, porque apenas la veía;
siempre estaba fuera. Trabajaba á jornal en las casas ó en el campo, en
el cultivo de la patata, y volvía á casa, al anochecer, cansadísima,
amoratada por el frío y hambrienta. Desde hacía mucho tiempo el padre
de Anania no había vuelto á Fonni; y, por lo tanto, el pequeño no se
acordaba de haberlo visto nunca.

La viuda del bandido hacía las veces de madre al pobrecillo bastardo,
y de ella conservó Anania un nítido recuerdo. La viuda le había mecido,
le había dormido muchas veces con el sonsonete melancólico de extrañas
canciones. ¡Cuántas veces le había lavado la cabeza, cuántas veces
cortado las uñas de los piececitos y manecitas llenas de tierra, y
quitado, á la fuerza, los mocos! Todas las veladas, hilando junto
al fuego, narraba las heroicas hazañas del bandido. Los chiquillos
escuchaban ansiosamente, pero Olí ya no se conmovía, y hasta llegaba
á interrumpir á la viuda, ó abandonaba el hogar para irse á echar
en su camastro. Anania dormía con ella, á los pies de la cama. Á
menudo encontraba á su madre, ya dormida, fría, helada, y trataba de
calentarle los pies con sus piececitos calientes.

Más de una vez la oyó sollozar en el silencio de la noche, y no se
atrevió á preguntarle nada porque le intimidaba, pero se confió con
Zuanne, y después de esta confidencia, el pastorcillo creyó un deber
informarle de ciertas cosas. Le dijo:

--Has de saber que eres un bastardo, es decir, que tu padre no es el
marido de tu madre. Hay muchos así; ¿sabes?

--¿Y por qué no se casó con ella?

--Porque tiene otra mujer; se casarán cuando ésta se muera.

--¿Y cuándo se morirá?

--Cuando Dios quiera. Has de saber que tu padre antes venía á veros, yo
le conozco, ¿sabes?

--¿Cómo es?--preguntaba Anania, frunciendo el entrecejo, con ímpetu de
odio instintivo hacia aquel padre desconocido que no venía á verle, al
pensar que su madre tal vez lloraba por su causa.

--Mira,--decía Zuanne haciendo memoria,--es guapo, alto, ¿sabes?, con
los ojos como dos luciérnagas. Lleva un capote de soldado.

--¿Dónde vive?

--En Nuoro. Nuoro es una gran ciudad, que se ve desde el Gennargentu.
Yo conozco al obispo de Nuoro, porque me confirmó.

--¿Has estado en Nuoro?

--Sí, sí, estuve,--afirmaba Zuanne, mintiendo.

--No, no es verdad, tú no has estado. Recuerdo que no has estado.

--Estuve antes que nacieras. ¡Tú qué sabes!

Anania, después de estas conversaciones, seguía muy á gusto á Zuanne
á pesar del frío, y continuamente le interrogaba acerca de su padre,
de Nuoro, del camino que había que recorrer para llegar á la ciudad. Y
casi todas las noches soñaba con aquel camino, y veía una ciudad con
muchas iglesias, con casas muy altas, con montañas más grandes que el
Gennargentu.

Una noche, á últimos de noviembre, Olí, que había estado en Nuoro por
la fiesta de Nuestra Señora de Gracia, riñó con la viuda. Desde hacía
tiempo reñía con todo el mundo y zurraba á los chiquillos.

Anania la oyó llorar toda la noche, y aun cuando el día antes le había
pegado, tuvo gran lástima de ella; hubiera querido decirle:

--Cállese, mamá; Zuanne dice que si fuese yo, cuando fuera grande, iría
á Nuoro á buscar á mi padre, obligándole á que viniera aquí. Yo no
quiero esperar, voy á ir en seguida; déjame ir, mamita mía...

Pero no se atrevía ni á respirar.

Era de noche aún cuando Olí se levantó, bajó á la cocina, volvió á
subir, volvió á bajar y vino por último trayendo un lío.

--Levántate,--dijo al muchacho.

Después le ayudó á vestirse y le colgó al cuello una cadenita, de la
cual pendía una bolsa de brocado verde, muy bien cosida.

--¿Qué hay dentro?--preguntó el chiquillo, palpando el saquito.

--Una _rizetta_[18] que te traerá suerte; me la regaló un fraile muy
viejo que encontré en la carretera... Llévalo siempre sobre el pecho;
no lo pierdas nunca.

--¿Era muy viejo el fraile?--preguntó Anania pensativo.--¿Llevaba una
barba muy larga? ¿Y un bastón?

--Sí, una barba larga y un bastón...

--¿No sería Él?

--¿Quién es Él?

--¿Nuestro Señor Jesucristo?...

--Tal vez...--dijo Olí.--Mira, prométeme que no perderás ni darás á
nadie la bolsita. Júramelo.

--¡Lo juro!--contestó gravemente Anania.--¿Es fuerte la cadenilla?

--Sí; es fuerte.

Olí cogió el lío con una mano, y con la otra la manecita del niño, y le
llevó á la cocina en donde le hizo tomar una taza de café y un pedazo
de pan. Le echó sobre las espaldas un saco viejo, y salieron á la calle.

Amanecía.

Sentíase un frío intenso. La niebla llenaba el valle, cubría casi todos
los montes; sólo sobresalía alguna que otra cresta nevada, plateada,
confundiéndose con las blancas nubes; el monte Spada aparecía y volvía
á aparecer--enorme macizo de bronce--entre los movibles velos de la
niebla.

Anania y su madre atravesaron las solitarias sendas, pasaron frente
al inmenso panorama occidental, sumergido entre nieblas, y empezaron
á bajar la carretera gris y húmeda, que allá abajo, muy abajo, se
internaba en una lejanía llena de misterio. Anania sintió palpitar su
corazoncito. Aquella carretera gris, vigilada por las últimas casas
de Fonni, cuyos techos de tablas parecían grandes alas negruzcas
desplumadas, aquella carretera que baja, y baja sin cesar hacia un
abismo desconocido lleno de niebla, es la carretera de Nuoro.

Madre é hijo caminaban de prisa; á menudo el pequeño tenía que correr
para alcanzarla, pero no se cansaba. Estaba acostumbrado á andar, y
á medida que bajaban se sentía más ágil, más vivo, ligero como un
pajarillo. Muchas veces preguntó:

--¿Dónde vamos, madre?

--Á coger castañas,--contestóle una vez, y después dijo:--al campo; ya
lo verás.

Anania bajaba, corría, daba saltos; á cada momento se palpaba el pecho
en busca de la bolsita.

La niebla se iba aclarando. En lo alto, el cielo aparecía de un azul
pálido surcado de grandes pinceladas de albayalde; las montañas se
veían, á través de la niebla, casi moradas. Un amarillento rayo de sol
iluminaba, por fin, la pequeña iglesia de Gonare, situada en la cresta
de la montaña piramidal, que surgía de entre unas nubes color de plomo.

--¿Vamos allá?--preguntó Anania, señalando un bosque de castaños,
rociados por la niebla y cargados de frutos espinosos ya abiertos. Un
pajarillo gorjeaba en aquel lugar y hora tan silenciosos.

--¡Más allá!--dijo Olí.

Anania reanudó su desenfrenada carrera. Nunca había ido tan lejos en
sus excursiones, y aquel continuo descenso al valle, el paisaje, la
hierba que cubría las laderas, los muros verdes por el musgo, los
bosques de avellanos, el césped cubierto de rojas bayas, el gorjeo de
los pájaros, todo le resultaba nuevo y agradable.

La niebla desaparecía. El sol, triunfante, iluminaba las montañas. Las
nubes que rodeaban el monte Gonare, habían tomado un hermoso color
amarillo-rosado, sobre cuyo fondo la pequeña iglesia se destacaba
claramente, pareciendo tan próxima que se podía tocar con la mano.

--¿Pero dónde está este endiablado lugar?--preguntó Anania,
volviéndose á su madre con las manecitas abiertas, y fingiendo enfado.

--Pronto llegamos. ¿Estás cansado?

--¡No estoy cansado!--gritó, echando á correr.

Pronto llegó el momento en que empezó á sentir un dolorcito en las
rodillas. Entonces disminuyó las carreras, se puso al lado de Olí y
empezó á charlar; pero ella, con su lío sobre la cabeza, el rostro
amoratado y con grandes ojeras, apenas le hacia caso y contestaba
distraída.

--¿Regresaremos esta noche?--le preguntaba.--¿Por qué no me ha dejado
decírselo á Zuanne? ¿Está lejos el bosque? ¿Está en Mamojada?

--Sí, en Mamojada.

--¡Ah, en Mamojada! ¿Cuándo es la fiesta de Mamojada? ¿Es verdad que
Zuanne ha estado en Nuoro? Ésta es la carretera de Nuoro; sí, sí, se
necesitan diez horas á pie, para llegar á Nuoro. ¿Y usted ha ido alguna
vez á Nuoro? ¿Cuándo es la fiesta de Nuoro?

--Ya fué, fué hace pocos días,--dijo Olí, como despertando.--¿Te
gustaría vivir en Nuoro?

--¡Ya lo creo! Y además... además...

--Ya sabes que en Nuoro vive tu padre,--dijo Olí, adivinando el
pensamiento del chico.--¿Te gustaría estar con él?

Anania lo pensó; después dijo vivamente, frunciendo el entrecejo:

--¡Sí!

¿En qué pensaba al decir «sí»? La madre no profundizó tanto; se
contentó con preguntarle:

--¿Quieres que vayamos á verle?

--Sí, repitió el muchacho.

Hacia medio día se detuvieron cerca de un huerto, en donde una mujer,
con las faldas cosidas entre las piernas, á modo de pantalones,
cavaba con furia; un gato blanco iba á veces detrás de la mujer, y
otras corría, lanzándose hacia una verde lagartija, que aparecía y
desaparecía entre las piedras del muro.

Siempre recordó Anania estos detalles. El día era templado, el cielo
azul. Las montañas, secadas por el sol, eran grises, salpicadas de
obscuros bosques; el sol, que casi quemaba, calentaba la hierba y hacía
brillar el agua de los arroyos.

Olí, sentada en el suelo, desató el lío y llamó á Anania, que se había
encaramado sobre el muro para ver á la mujer y al gato.

En aquel momento apareció por un recodo de la carretera el coche-correo
que bajaba de Fonni, guiado por un hombre de cara roja, con bigotes
castaños, que parecía reirse siempre por tener los carrillos muy
mofletudos.

Olí quería esconderse; pero el hombrón la vió en seguida y gritó:

--¿Á dónde vas, chiquilla?

--Á donde me parece y me da la gana,--contestó ella, en voz baja.

Anania, aún encaramado sobre el muro, miró dentro del coche, y viéndolo
vacío dijo al cochero:

--¡Lléveme, tío Bautista, lléveme en el coche, lléveme!

--¿Á dónde vais? ¿Á dónde?--gritó el hombrón, acortando el paso de los
caballos.

--Pues bien, ¡así revientes! vamos á Nuoro. ¿Quieres llevarnos un poco
en el coche por caridad?--dijo Olí, comiendo.--Estamos más cansados que
burros de carga.

--Oye,--contestó el hombrón,--ve más allá de Mamojada, mientras yo
recojo el correo, y allí subiréis.

Les cumplió la promesa. Más allá de Mamojada hizo sitio á su lado en
el pescante á los dos viajeros, y empezó á charlotear con Olí.

Anania, muy cansado, sentía un verdadero placer al encontrarse sentado,
entre su madre y el hombrón que agitaba continuamente el látigo, frente
á los risueños paisajes del valle azul que se encuadraban en el arco de
la capota del carruaje, mientras los caballos iban al trote largo.

Las altas montañas habían desaparecido, desaparecido para siempre, y el
chiquillo pensaba en lo que diría Zuanne al enterarse de este viaje.

--¡Cuando vuelva, cuántas cosas tendré que contarle!--pensaba.--Le
diré: Yo he ido en coche y tú no.

--¿Por qué diablos vais á Nuoro?--volvió á preguntar el hombrón vuelto
hacia Olí.

--¿De veras quieres saberlo?--contestaba ésta.--Voy á ponerme á servir.
Tengo ya colocación con una buena señora. En Fonni no podía vivir por
más tiempo: la viuda de Zuanne Atonzu me echó de su casa.

--No es verdad,--se dijo Anania.--¿Por qué mentía su madre? ¿Por qué
no decía la verdad, que iba á Nuoro para buscar al padre de su hijo?
Sin embargo, si mentía tendría sus razones: y Anania no se metió en más
honduras, pues tenía mucho sueño. Inclinó la cabeza sobre el regazo de
su madre y cerró los ojos.

--¿Quién vive ahora en la caseta?--preguntó Olí, de pronto.--¿Mi padre
ya no está?

--Ya no está.

Ella suspiró profundamente. El coche se paró un momento, después
reanudó su marcha y Anania acabó de dormirse.

En Nuoro tuvo una gran desilusión. ¿Esto era la ciudad? Sí; las casas
eran más grandes que las de Fonni, pero no tanto como se las había
imaginado; y además las montañas, proyectándose sobre el violáceo
cielo de la fría tramontana, eran tan pequeñas que casi daban risa.
Los chiquillos que encontraban por las calles--las cuales, á decir
verdad, le parecían muy anchas--le chocaban grandemente porque vestían
y hablaban de muy distinta manera que los muchachos fonnenses.

Madre é hijo callejearon por Nuoro hasta la caída de la tarde, y
entonces entraron en una iglesia. Había mucha gente; el altar lleno de
cirios; un canto dulce se unía á una música aún más dulce, que salía no
se sabía de dónde. ¡Ah! Esto le pareció muy hermoso á Anania, que en
seguida pensó en Zuanne, y en el gusto de poderle contar lo que estaba
viendo.

Olí le dijo al oído:

--Voy á ver si encuentro una amiga mía á cuya casa iremos á dormir; no
te muevas de aquí hasta que yo vuelva...

Se quedó solo en la iglesia; tenía un poco de miedo, pero se distraía
mirando la gente, los cirios, las flores, los santos. Además le daba
valor el pensar en el amuleto que llevaba escondido en el pecho. De
pronto se acordó de su padre.

¿Dónde estaba? ¿Por qué no iban á buscarle?

Olí volvió pronto; esperó que terminase la novena, tomó á Anania de
la mano, y le hizo salir por una puerta distinta de la que habían
entrado. Recorrieron algunas calles, hasta que ya no hubo más casas.
Era de noche, hacía frío; Anania tenía hambre y sed, se sentía triste
y recordaba el hogar de casa, la viuda, las castañas y la charla de
Zuanne.

Llegaron á un callejón cerrado por un seto, por detrás del cual se
veían las montañas que habían llamado la atención del chiquillo por su
pequeñez.

--Oye,--dijo Olí, con voz temblorosa,--¿has visto aquella última casa,
con aquel gran portón abierto?

--Sí.

--Allí dentro está tu padre. ¿Tú quieres verle, no es verdad? Mira:
ahora volveremos atrás; tú entras en el portón; enfrente hay una puerta
también abierta; entras allí y miras; hay una almazara; un hombre alto,
arremangado, con la cabeza descubierta, va detrás del caballo. Aquél es
tu padre.

--¿Por qué no viene usted conmigo?--preguntó el chico.

Olí empezó á temblar.

--Entraré después. Tú vas delante; en seguida que entres dices: «Yo soy
el hijo de Olí Derios». ¿Has comprendido? Pues en marcha.

Volvieron atrás; Anania sentía á su madre temblar y castañetearle los
dientes. Frente al portón, se inclinó, colocó bien el saco sobre las
espaldas del niño, y le dió un beso.

--Entra, entra,--dijo, empujándole.

Anania entró por el portón: vió la otra puerta iluminada y entró. Se
encontró en un sitio negro, todo negro, donde una caldera hervía sobre
un hornillo encendido, y un caballo negro hacía dar vueltas á una rueda
grande y pesada, chorreando aceite, dentro de una especie de estanque
circular. Un hombre alto, arremangado, con la cabeza descubierta, con
el traje sucio, negro de aceite, daba vueltas detrás del caballo,
removiendo dentro del estanque, con una pala de madera, las aceitunas
trituradas por la rueda. Otros dos hombres iban y venían, empujando
hacia delante y hacia atrás la palanca de una prensa, de la cual salía
negro y echando humo el aceite.

Ante el fuego estaba sentado un muchacho con un gorro colorado, y este
muchacho fué el primero en advertir la presencia del chiquillo. Le miró
fijamente, y creyéndole un mendigo, gritó con malos modos:

--¡Fuera, fuera de aquí!

Anania, tímido, inmóvil, con su saco sobre la espalda, no contestó. Lo
veía todo confuso y esperaba que su madre entrase.

El hombre de la pala le miró con ojos brillantes, y avanzó hacia él
diciendo:

--¿Qué quieres?

¿Aquél era su padre? Anania le miró tímidamente, pronunciando con voz
apagada las palabras enseñadas por su madre:

--Soy el hijo de Olí Derios.

Los dos hombres que daban vueltas á la prensa, se pararon de pronto, y
uno de ellos gritó:

--¡Tu hijooo!

El hombre alto tiró la pala al suelo, corrió hacia Anania, le miró
fijamente, y preguntó:

--¿Quién... te ha enviado? ¿Qué quieres? ¿Dónde está tu madre?

--Ahí fuera... ahora vendrá...

El almazarero salió corriendo, seguido por el muchacho del gorro
colorado, pero Olí había desaparecido, y nunca más se supo de ella.

                   *       *       *       *       *

Enterada del caso, vino la tía Tatana, la mujer del almazarero, no muy
joven, pero aún guapa, gorda y blanca, de dulces ojos castaños rodeados
de arrugas y de labio superior algo levantado, sombreado por ligero
bozo rubio. Venía tranquila, casi contenta. Apenas entró en la almazara
cogió á Anania por los hombros, se inclinó, y le examinó atentamente.

--No llores, pobrecillo,--le dijo con dulzura.--Ahora, ahora vendrá.
¡Y vosotros á callar!--dijo á los hombres y al muchacho, que se metían
un poco más de lo regular en el asunto.

Anania lloraba desconsoladamente, y no contestaba á las preguntas de
los hombres, ni á las del muchacho que le miraba fijamente con sus dos
ojillos azules y picarescos, y una burlona sonrisa en su cara colorada
y mofletuda.

--¿Dónde se ha marchado? ¿No viene? ¿Dónde la encontraré?--preguntaba
con desesperación el pequeño abandonado.

Habrá tenido miedo. ¿Dónde estará? ¿Por qué no viene? ¿Y aquel hombre
sucio, chorreando aceite, tan malo, aquel hombre era su padre?

Las caricias y dulces palabras de la tía Tatana le consolaron algo.
Acabó de llorar, se lamió las lágrimas, y las esparció por toda la cara
con su gesto habitual; después pensó en la próxima fuga.

La mujer, el almazarero, los hombres, el muchachillo, todos gritaban,
disputaban, reían y se insultaban.

--No puedes negar que sea tu hijo; ¡tiene tu misma cara!--decía la
mujer, hablando con su marido.

Y éste gritaba:

--¡No le quiero en casa, no, no le quierooo!...

--¡Qué malo eres!... ¡Mala entraña! ¡Oh, Santa Catalina mía! ¿Es
posible que haya hombres tan malos?--decía la tía Tatana, medio en
broma, medio en serio.--¡Ah, Anania, Anania, siempre serás el mismo!

--¿Y quién quieres que sea? Ahora mismo voy á dar parte á la policía.

--¡Tú no irás á ninguna parte, estúpido! _¡Quieres sacarte los cuernos
del bolsillo y ponértelos en la frente!_[19]--dijo con energía la mujer.

Como insistiese, ella añadió:

--Pues bien, ya irás mañana. Ahora termina tu trabajo y acuérdate de lo
que decía el rey Salomón: «La rabia de hoy déjala para mañana...».

Los tres hombres reanudaron el trabajo; pero al echar bajo la rueda la
masa de las aceitunas trituradas, el almazarero gritaba, murmuraba,
maldecía de tal manera, que su mujer le dijo tranquilamente:

--¡Ea, _no tomes para ti la parte mayor_![20]. ¡Debía enfadarme yo,
Santa Catalina mía! Acuérdate, Anania, que Dios no castiga con piedra
ni palo.

--Cállate, hijito,--dijo después al chiquillo, que de nuevo
sollozaba,--mañana ajustaremos cuentas. ¡Los pajaritos vuelan del nido
apenas tienen alas!

--¿Sabíais que existía este renacuajo?--preguntó riendo uno de los
hombres que movían las palancas de la prensa.

--¿Dónde habrá marchado tu madre? ¿Qué tal es tu madre?--preguntaba el
muchacho, plantado ante Anania.

--¡Bustianeddu,--gritó el molinero,--si no te marchas pronto, te echo á
patadas!...

--¡Quisiera verlo!--contestó descaradamente éste.

--¡Oye tú, explícale á éste qué tal es Olí!--exclamó uno de los dos
hombres.

Al otro le dió tanta risa que tuvo que soltar la palanca para apretarse
el vientre.

Mientras tanto, la tía Tatana empezó á interrogar al chiquillo,
acariciándole y examinando su pobre vestidito. El niño contó todo lo
que sabía, con su vocecita intranquila y quejumbrosa, interrumpida á
cada momento por sollozos.

--¡Pobrecito, pobrecito! ¡Pajarito sin plumas; sin plumas y sin
nido!--decía la mujer piadosamente.--Calla, alma mía; ¿tendrás hambre,
verdad? Ahora vamos á casa y la tía Tatana te dará de comer y después
te meterá en la cama con el ángel guardián, y mañana ajustaremos
cuentas.

Con estas promesas se lo pudo llevar á una casita vecina, y le dió de
cenar pan blanco y queso, un huevo y una pera.

Anania nunca había comido tan bien; y la pera, unida á las maternales
caricias y dulces palabras de la tía Tatana, acabó de confortarle.

--Mañana...--decía la mujer.

--Mañana...--repetía el chico.

Mientras comía, y ella preparaba la cena para su marido, le interrogaba
y daba buenos consejos, avalorándolos con la afirmación de que habían
sido dictados por el rey Salomón y hasta por Santa Catalina.

De pronto, al levantar la vista, descubrió, atisbando por la
ventanilla, la carita mofletuda de Bustianeddu.

--¡Fuera de ahí!--dijo;--¡fuera, renacuajo, que hace frío!

--Déjeme entrar,--suplicó.--¡Hace frío de veras!

--¡Vete á la almazara!

--No; está mi padre y acaba de echarme. ¡Si usted supiera cuánta gente
ha ido por allá!

--Entra, pues;--dijo la mujer, abriendo la puerta.--Entra, pobrecito
huérfano, que tú tampoco tienes madre. ¿Qué cosas dice el tío Anania?
¿Aún grita?

--¡Déjelo que grite!--aconsejó Bustianeddu, sentándose junto á Anania,
recogiendo y mordisqueando el corazón de la pera, que éste había echado
después de sacarle todo el jugo.

--Ha ido todo el mundo,--contaba, hablando y gesticulando como un
hombre.--El maestro Pane, mi padre, el tío Pera, aquel embustero de
Francisco Carchide, la tía Corredda, en una palabra, todos...

--¿Y qué decían?--preguntó la mujer con viva curiosidad.

--Todos decían que debíais adoptar á este niño. El tío Pera decía
riendo: «¿Anania, si no recoges al chiquillo, á quién dejarás tus
bienes?». El tío Anania le persiguió con la pala, y todos reían como
locos.

Á la mujer debió vencerla la curiosidad, porque de pronto encargó á
Bustianeddu que no dejara solo á Anania y marchó al molino.

Una vez solos, Bustianeddu empezó á hacer confidencias al chiquillo
abandonado.

--Mi padre tiene cien liras en el cajón de la cómoda y yo sé dónde
tiene las llaves. Vivimos ahí al lado; tenemos unas tierras y pagamos
el impuesto; pero una vez vino el alguacil y embargó la cebada... ¿Qué
hay dentro la cazuela que hace glu-glu-glu? ¿No te parece que se ahuma?
(alzó la cobertera y miró). ¡Demonio, son patatas! Creí que era otra
cosa. Voy á probarlas.

Con dos deditos cogió una patata hirviente, sopló unas cuantas veces y
se la comió; cogió otra...

--¿Qué haces?--dijo Anania, con algo de envidia.--¡Si aquella mujer
viene!...

--Nosotros, yo y mi padre, sabemos hacer macarrones,--dijo Bustianeddu,
imperturbable.--¿Tú sabes hacerlos? ¿Y la salsa?

--Yo no,--contestó Anania, melancólicamente.

Seguía pensando en su madre, asediado por tristes reflexiones.
¿Dónde había ido? ¿Por qué no había entrado con él? ¿Por qué le había
abandonado y olvidado? Ahora que había comido y entrado en calor,
Anania tenía más ganas de llorar y de escaparse. ¡Escapar! ¡Buscar á su
madre! Esta idea se apoderó de él, para no abandonarle jamás!

Poco después volvió la tía Tatana acompañada de una mujer
miserablemente vestida, tambaleándose, con una gran nariz muy encarnada
y una boca enorme, amoratada, con el labio inferior colgante.

--¿Éste es... éste es... el pajarito?...--preguntó balbuceando la
horrorosa mujer, mirando con ternura al pequeño abandonado.--¡Déjame
ver tu carita, y que Dios te bendiga! ¡Es hermoso como un lucero, de
veras lo digo! ¿Y él no le quiere? Pues mira, Tatana Atonzu, recógelo
tú, y guárdalo como un confite...

Se acercó y besó á Anania, que retiró la cara con disgusto porque
aquella boca enorme apestaba á vino y aguardiente.

--¡Tía Nanna,--dijo Bustianeddu, haciendo el gesto de beber,--buena la
ha cogido hoy!

--¿Qué... qué... dices? ¿Qué haces aquí? ¡Mosquito, pobre huérfano, á
la cama!

--¡Tú también debías ir á la cama!--observó la tía Tatana.--Vamos,
vamos, marchad los dos: ya es tarde.

Empujaba dulcemente á la borracha, quien, antes de salir, pidió de
beber. Bustianeddu llenó en el cántaro una escudilla de agua y se la
dió; la cogió de buena gana, pero apenas le echó la vista, separó
violentamente la cabeza y dejó la escudilla. Después se marchó
tambaleando.

La tía Tatana echó también á Bustianeddu y cerró la puerta.

--Estarás cansado, alma mía,--dijo al niño:--ahora te acostaré.

Le llevó á un gran cuarto contiguo á la cocina, y le ayudó á
desnudarse, siempre hablándole dulcemente.

--No tengas miedo; mira, mañana vendrá tu madre, y si no viene, iremos
á buscarla. ¿Sabes hacer la señal de la cruz? ¿Sabes el Credo? Mira,
es preciso que reces el Credo, todas las noches. Yo te enseñaré muchas
oraciones, una de ellas para San Pascual para que nos avise la hora
de nuestra muerte. Amén. ¡Ah! ¿Tienes una _rizetta_? ¡Qué bonita! Muy
bien, San Juan te protegerá; él era un niño tan pobre como tú, y sin
embargo bautizó á Nuestro Señor Jesucristo. Duerme, duerme, alma mía.
En nombre del Padre, del Hijo, y del Espíritu Santo. Amén.

Anania se encontró en una cama muy grande con almohadas encarnadas.
La tía Tatana le abrigó bien y salió, dejándole á obscuras. Puso sus
manecitas sobre el amuleto, cerró los ojos y no lloró, pero no pudo
dormir.

Mañana... mañana... ¿Pero no habían transcurrido muchos años desde
que salieron de Fonni? ¿Qué pensaría Zuanne al ver que su amigo no
regresaba? Pensamientos confusos, extrañas imágenes pasaron por aquella
cabecita; y entre todas las cosas resaltaba clarísima la imagen de
su madre. ¿Dónde había marchado? ¿Tendría frío? Mañana la veré...
Mañana... Si no le llevaban donde estaba su madre, se escaparía...
Mañana...

Oyó al almazarero retirarse y discutir con su mujer. Aquel mal hombre
gritaba:

--¡No quiero! ¡No quiero!

Después todo quedó en silencio. De pronto, alguien abrió la puerta,
entró, andando de puntillas, se acercó á la cama y levantó con mucho
cuidado el embozo. Un bigote áspero rozó ligeramente la mejilla de
Anania, y él, que fingía dormir, entreabrió un poquitín un ojo y vió
que el hombre del beso era su padre.

Poco después entró tía Tatana y se acostó en la cama junto á Anania,
quien la oyó rezar durante largo rato entre susurros y suspiros.


                                NOTAS:

[12] Tablas.

[13]

    _Cuccu bellu agreste
    Narami itte ora est._


[14]

    _Cuccu bellu 'e mare
    Cantos annos bi cheret a m' isposare?_


[15]

    _Cuccu bellu 'e lizu
    Cantos annos bi cheret a fagher fizu?_


[16]

    _Cuccu bello e sorre
    Cantos annos bi cheret a mi morrer?_


[17] _Tirtillo_, planta especial de la Cerdeña. (N. del T.)

[18] La _rizetta_. Estos saquitos-amuletos contienen exorcismos,
oraciones escritas sobre un pedacito de papel, hierbas y flores cogidas
la noche de San Juan, pedacitos de carbón, cenizas, piedrecitas,
pedacitos de la _vera-cruz_, etc., etc.

[19] Expresión local. Dar escándalo en daño propio.

[20] Expresión local. Ofenderse, cuando se tiene toda la culpa.




                                  III


Nadie denunció á la autoridad el abandono del pequeño Anania, y Olí
pudo desaparecer sin ser molestada. Nunca se supo con certeza dónde
se había marchado; alguien dijo que la había visto en el vapor que
hacía la travesía de Cerdeña á Civitavecchia. Mucho tiempo después,
un comerciante fonnense que había ido al continente á sus negocios,
aseguró haber encontrado á Olí, en Roma, vestida de señora, en compañía
de mujeres de vida alegre y que hasta habían pasado juntos algunas
horas.

Todo esto se repetía en la almazara, ante el chiquillo que escuchaba
todo oídos. Igual que un animal salvaje, en apariencia domesticado,
siempre pensaba en la fuga; del mismo modo que en Fonni, viviendo
con su madre, pensaba en escaparse para buscar á su padre, ahora que
había encontrado á éste, soñaba en emprender un viaje para reunirse
con Olí. Mejor si estaba lejos, más allá del mar; cuanto más lejos
estuviese, más capaz se sentía de encontrarla. Y, sin embargo, él no
la quería; no la quería, porque de ella había recibido más palizas que
caricias, y además por la afrenta del abandono, del cual se sentía,
instintivamente, avergonzado. Pero tampoco quería á su padre, aquel
hombre chorreando aceite, que en los primeros momentos del abandono le
había producido un terror y una repugnancia, de las cuales conservaba
en el alma como una especie de reflejo; aquel hombre que le besaba á
escondidas y ante la gente le maltrataba y humillaba continuamente.

Tía Tatana le protegía y le amaba, y él, poco á poco, le fué tomando
cariño. Ella le lavaba, le peinaba, le vestía, le enseñaba las
oraciones y las sentencias del rey Salomón, le llevaba á la iglesia,
le acostaba y le daba de comer cosas muy buenas. En poco tiempo se
transformó, engordó, convirtiéndose en un señorito, cambiando las
bastas ropas fonnenses por un trajecito de fustán obscuro. Además
empezó á hablar en nuorense y á copiar los modales desenvueltos de
Bustianeddu.

Pero su corazoncito no cambiaba, no podía cambiar. Extraños sueños de
fuga, de aventuras, de extraordinarios sucesos, se confundían en su
pequeña alma con la instintiva nostalgia del lugar en que había nacido,
de las personas y cosas que allí había dejado; con la añoranza de la
salvaje libertad hasta entonces gozada; y finalmente con un oculto
sentimiento, mezcla de piedad y vergüenza, al pensar constantemente,
con secreto anhelo, en su ingrata madre.

Aquella pequeña bestia salvaje sentía el cambio brusco de costumbres,
aun cuando estuviese ahora mucho mejor que antes; el pequeño ser
racional deseaba algo desconocido, quería tener á su madre, porque
todos la tenían, y porque el no tenerla le causaba, más que dolor,
humillación. Ya comprendía que ella no podía vivir con el almazarero
porque éste tenía otra mujer; pero entre ellos dos, prefería vivir con
su madre. Instintivamente se daba cuenta de que era la más débil, y se
ponía de su parte.

En el transcurso del tiempo estos sentimientos, ó mejor instintos,
iban palideciendo pero no borrándose de su corazoncito; del mismo modo
que en su pequeña memoria se transformaba, pero no desaparecía, la
figura moral y física de su madre.

Un día supo una cosa extraordinaria por conducto de Bustianeddu, que le
perseguía con su amistad, más que aceptada, sufrida.

--Mi madre no ha muerto,--le confió el muchachillo, casi
vanagloriándose.--Se encuentra en el continente, como la tuya; se
escapó una vez que mi padre estuvo en la cárcel. Cuando sea grande iré
á buscarla; ¡oh, sí, te lo juro! Tengo, además, un tío que estudia en
el continente; nos escribió que había visto á mi madre por la calle, y
quiso pegarla, pero la gente le sujetó. Mira, este gorro encarnado era
de mi tío.

Esta breve historia consoló muchísimo á Anania y le unió con una viva
amistad á Bustianeddu. Pasaron muchos años juntos; en la almazara,
en casa de tía Tatana y por las callejuelas de los alrededores.
Bustianeddu tenía casi la misma edad que Zuanne, el amigo perdido, y en
el fondo era bueno y cariñoso. Iba, ó decía que iba, á la escuela; pero
muy á menudo el maestro mandaba billetitos á su padre pidiendo noticias
del invisible alumno; entonces el autor de sus días,--que comerciaba
en lanas y pieles--ataba al chico con una cuerda y le encerraba en
un cuarto, para que estudiara á la fuerza. Y del mismo modo que los
hombres salen de la cárcel, él salía de aquella especie de prisión más
astuto y endurecido que antes. Solamente era formal cuando se quedaba
solo en casa durante las largas y frecuentes ausencias de su padre;
parecía comprender la responsabilidad de su posición; guardaba la
casa, barría, preparaba la comida y lavaba la ropa. Á menudo Anania
le ayudaba de buena gana; y en cambio Bustianeddu le aconsejaba y le
enseñaba muchas cosas buenas y muchísimas malas. Pasaban la mayor parte
de los días y de las tardes frías en la almazara, en donde Anania
_grande_,--como le llamaban para distinguirle de su hijo,--trabajaba
por cuenta del señor Daniel Carboni, rico propietario á quien
pertenecía la prensa.

El almazarero,--que según las estaciones se transformaba en labrador,
hortelano, ó viñador,--daba al señor Carboni el respetuoso dictado
de _amo_ porque hacía muchos años que estaba á su servicio, pero su
trabajo era muy independiente, bien remunerado y no exento de gangas.

La almazara tenía una de las dos fachadas mirando á un patio, del
cual se salía á la callejuela por donde había entrado Anania el día
del abandono, y la otra tenía salida á un huerto que bajaba hasta la
carretera que atraviesa el valle. Un hermoso huerto, algo silvestre,
lleno de rocas, setos de chumberas y espinos, albérchigos y almendros,
y una encina de carcomido tronco, nido de grandes arañas, saltamontes,
orugas y pájaros. Era propiedad del señor Carboni y el sueño dorado
de todos los granujillas de la vecindad, que el viejo hortelano, tío
Pera _Sa Gattu_ (el gato), armado de una gruesa tranca, no dejaba
nunca entrar. Desde él se veía á las hermosas y esbeltas muchachas
nuorenses bajar á la fuente, con el cántaro sobre la cabeza cual
mujeres bíblicas; y el tío Pera las miraba de soslayo con sus ojos de
sátiro, mientras sembraba habas y judías, poniendo tres semillas en
cada agujero y gritando para espantar los pájaros.

Desde la ventanuca del molino, Anania y Bustianeddu contemplaban
con intenso deseo el asoleado huerto, esperando que se ausentase el
hortelano; pero el tío Pera era un hombre chiquitito, seco, de cara
terrosa tirando á roja, sin pelo en la cara y muy mordaz, y quería
demasiado á sus habas y coles para dejarlas tan pronto; solamente ya
casi de noche subía á la almazara para calentarse y echar un párrafo.

Aquel año había muy buena cosecha; hasta los propietarios de los
pueblos próximos se apresuraban á comprometer la prensa, que trabajaba
día y noche; de cada _majadura_ de cerca dos hectolitros de olivas se
sacaban dos litros de aceite. Junto á la puerta había una lata para
el aceite de la lámpara de tal ó cual virgen, y las personas devotas
echaban en ella un poco del producto de las olivas prensadas durante
el día. Sacos de negras y relucientes aceitunas, borujo echando humo,
barriles y otros grasientos recipientes, llenaban la negra, sucia y
caldeada sala; y en este ambiente, alrededor de la rueda movida por
el caballo bayo, ante la caldera siempre hirviendo, la prensa siempre
en movimiento, siempre chorreando, entre el olor no desagradable,
pero demasiado penetrante, del borujo y heces del aceite, se movían
de continuo una porción de tipos notables. Por la noche se reunían
alrededor del fuego de la caldera las personas más friolentas de la
vecindad; por lo regular se componía la tertulia, además del almazarero
y sus ayudantes que movían las palancas de la prensa, de cinco ó
seis individuos medio borrachos. Uno de ellos, Efes Cau, antes rico
propietario y ahora reducido á la extrema miseria por el vicio de la
bebida, dormía casi todas las noches en la almazara, infestando de
miseria el rincón en donde se tumbaba.

Por causa suya, una tarde surgió una disputa entre el almazarero y un
rico labrador que había encontrado un bicho en un saco de aceitunas.

--¡Por Dios, no sé cómo no te da vergüenza!--gritaba el
labrador.--¿Por qué dejas entrar á todos estos vagabundos, que todo lo
ensucian?

--¡Éste era rico, mucho más que tú!--gritó Anania, defendiendo á Cau.

--Lo cual no impide que ahora viva de limosna y esté lleno de
piojos,--contestó el otro con desprecio.

Entonces el tío Pera, que estaba sentado junto al fuego con la tranca
entre las piernas, echó una canción:

      Todo viviente
    lleva piojos.
    --¡Y tú que lo dices
    llevas uno que anda
    sobre tu cuello![21].

El labrador se llevó instintivamente la mano al cuello, y todos se
echaron á reir. Hasta él mismo se rió, y ya calmado, mandó á su casa á
por un jarro de vino.

Anania y Bustianeddu, sentados en un rincón sobre el caliente borujo,
se divertían escuchando la conversación de los mayores; y cuando llegó
Efes, borracho como siempre, tambaleándose, vestido con un traje viejo
de caza del señor Carboni, Bustianeddu le salió al encuentro cantándole
la canción del tío Pera:

    Todo viviente...

Efes le miró con sus ojos vidriosos, redondos, saltones, que se
destacaban sobre sus mejillas amarillentas y colgantes, y también llevó
la mano al grasiento cuello del chaleco que llevaba abrochado.

Todos volvieron á reir; el borracho miró á su alrededor dando
traspiés, y se echó á llorar al ver que se burlaban.

--¡Efes!--gritó tío Pera, enseñándole un vaso lleno de vino que al
reflejo del fuego parecía color de rubí.

El borracho dejó de llorar y avanzó riendo, con risa idiota.

--No,--dijo Francisco Carchide, el zapatero y bordador de cinturones,
joven guapo, galán y de sonrosado rostro,--si no bailas, no bebes.

Y, cogiendo el vaso de las manos del viejo, lo levantó muy alto; el
borracho lo seguía con la vista y alzaba los brazos, animado por el
brutal deseo del vino.

--Dame, dame...

--No; si no bailas, no.

Dió una rápida vuelta sobre sí mismo, sin perder el equilibrio.

--¡También tienes que cantar, Efes!

Abrió su fétida boca y con voz ronca, cantó:

    Cuando Amelia tan pura y tan sencilla...

Cantaba siempre lo mismo; y al llegar á la última palabra, hacía muecas
y aspavientos buscando en vano el verso siguiente que no recordaba.

Anania y Bustianeddu que, acurrucados sobre el borujo, parecían dos
polluelos, reían hasta reventar.

--Oye,--propuso Bustianeddu,--vamos á ponerle alfileres en el sitio
donde se tumba.

--¿Por qué quieres ponerle alfileres?

--¡Toma, para que se pinche; entonces sí que bailará de veras! Yo
traigo alfileres.

--Bueno,--contestó el otro, aunque de mala gana.

El borracho seguía bailando, tambaleando y medio cayéndose, con las
manos extendidas hacia el vaso; y toda la gente y los chiquillos reían.

Pero la alegría llegó al colmo cuando entró en el molino, Nanna, la
borracha. Aquella noche estaba en sus _cabales_; llevaba un vestido
limpio y la cara menos asquerosa que de costumbre; en sus ojillos
brillaba cierta inteligencia. Había estado todo el día cogiendo
hierbas silvestres comestibles y venía á pedir un poco de aceite para
aliñarlas. Viendo á Efes en aquel estado, ludibrio de aquella gente,
un relámpago de cólera brilló en sus ojos; avanzó, cogió al borracho
por un brazo y sin mucho trabajo le sentó sobre un saco de aceitunas á
pesar de las cómicas protestas del rico labrador.

--¿No te da vergüenza?--decía al borracho.--¿No ves que todos estos
pordioseros, toda esta _canalla_ se está riendo de ti? ¿Y por qué han
redoblado las risas al verme? ¡Y sin embargo hoy he trabajado, he
trabajado, como hay Dios! ¡Ah, Efes, Efes! ¡Acuérdate de lo rica que
era tu casa! Yo iba á llevaros agua de la fuente y me acuerdo que tu
madre llevaba los botones de la camisa, de oro, más gordos que mis
puños; tu casa parecía una iglesia, tan rica y limpia estaba. Si no te
hubieras dejado dominar por el vicio, ahora todos te querrían recoger
como se recoge un confite. Y en cambio, ahora hacen mofa de ti hasta
los más miserables mendigos; y todos se ríen de ti como del oso que
baila por las calles... Mira, aún se están riendo, y como hay Dios, son
ellos más borrachos que nosotros. Ea, pronto, almazarero, dame un poco
de aceite; tu mujer es una santa, pero tú eres un demonio. ¿Qué, aún no
has encontrado el tesoro?

--Verdaderamente trabaja algo más que tú; ¿por qué te metes con
él?--preguntó tío Pera, señalando á Anania.

--¡Viejo pecador,--contestó la mujer,--donde yo esté te callas!...

--¡Bah! ¡Bah! ¡Bah!--dijo despreciativamente el viejo.--Hoy te dedicas
á predicar, porque no llevas vino en el cuerpo.

--Yo sé llevar en el cuerpo vino y otras muchas cosas... Dame el
aceite, Anania Atonzu; esta tarde en el valle he visto una cosa;
parecía una moneda de oro.

--¿Y no la has cogido?--le preguntó, apoyándose sobre la pala todo
negra de pasta de aceitunas.

--Mírala,--contestó Nanna, buscando en el bolsillo y acercándose al
almazarero, que se limpió las manos sobre sus rodillas y después
examinó una moneda de cobre, ya verdinegra.

Bustianeddu y Anania corrieron á verla.

Entretanto Efes, sentado sobre el saco, lloraba recordando á su madre y
la rica casa paterna, evocada por la mujer borracha, y en vano Carchide
trataba de consolarle, ofreciéndole vino. No, ni la bebida podía
amortiguar el dolor de aquel recuerdo. Sin embargo, Efes cogió el vaso
y bebió sin dejar de llorar.

El rico labrador y el padre de Bustianeddu, joven de color aceitunado,
ojos azules y barba roja, tramaban algo para emborrachar á Nanna, y
hacerle contar todo lo que sabía del tío Pera; mientras el hortelano
chillaba á los dos hombres que movían la palanca, porque, según decía,
no desplegaban toda la fuerza.

--¡_Que un mal tiro os parta el hígado_! ¡No os fatiguéis,
muchachos!--decía irónicamente.--¡Qué haraganes son los jóvenes de hoy!

--¡Os parece!--contestó uno de ellos.--¡Pues póngase aquí, en el sitio
de las aceitunas, y probará nuestra fuerza!

--¡_Que un mal tiro os parta las entrañas, que un mal tiro os destroce
el talón_!...--seguía diciendo el tío Pera.

--¡Bueno, bueno!--exclamó maestro Pane, el viejo carpintero giboso,
que sólo tenía unos cuantos pelos grises sobre una gran bocaza sin
dientes;--¡bueno! Y después fué y puso un clavo debajo.

Hablaba en voz alta, dándose golpes sobre las rodillas, sentado en el
suelo, apoyando la espalda en la pared, bajo la ventana; nadie le hacía
caso, pues tenía la costumbre de hablar consigo mismo en alta voz.

--Nanna,--dijo el labrador,--ahora van á traer la cena de mi casa.
Quédate.

--¿Quieres divertirte?--dijo la mujer mirándole con picardía.--¿No te
basta con Efes?

Pero se quedó, y acercándose al infeliz que aún lloraba empezó á
reñirle, aconsejándole que no bebiera más, que no fuera la deshonra
de sus parientes; y entretanto sucedía una cosa singular. Carchide le
enseñaba el vaso lleno de vino, haciéndole señas invitándola á beber y
ella contemplaba el vino fascinada.

--¡Dámelo!--prorrumpió por fin.

Bustianeddu y Anania de pie, detrás de aquellos dos infelices
borrachos, reían hasta no poder más.

--¡Dios mío, qué feo eres!--decía maestro Pane, siempre hablando
consigo mismo.

Nanna tomo el vaso, bebió hasta emborracharse, y empezó á contar sucias
historias del tío Pera. Sí, el viejo hortelano, por la mañana muy
temprano, esperaba que alguna chiquilla pasase por la carretera camino
de la fuente; la llamaba prometiéndole ensaladas, y cuando la tenía en
el huerto, trataba...

--¡Asquerosa!--gritó tío Pera, amenazándola con la tranca.--Espera,
espera un poco...

--¿Qué? ¿Qué he dicho?... trataba de enseñarle... el Avemaría...

Y todos se reían y hasta Anania se reía, aun cuando no comprendiese por
qué tío Pera quería enseñar á la fuerza el Avemaría á las chiquillas
que iban á la fuente.

Entretanto Bustianeddu había llenado de alfileres el sitio en donde
Efes solía tumbarse. Anania lo vió y no se opuso, pero apenas estuvo
en casa, acostado en la gran cama de tía Tatana, sintió un ímpetu
de remordimiento. No podía dormir; daba vueltas y más vueltas,
pareciéndole que también él estaba atormentado por millares de
alfileres.

--¿Qué tienes, chiquillo?--preguntó tía Tatana, con su acostumbrada
dulzura.--¿Te duele el vientre?

--No, no...

--¿Pues entonces qué tienes?

Al pronto no contestó, pero después de algunos momentos reveló su
secreto.

--Hemos puesto alfileres en el sitio donde duerme Efes Cau...

--¡Ay, qué malos! ¿Y por qué lo habéis hecho?

--Porque se emborracha...

--¡Ay, santa Catalina de mi alma!--suspiró la buena mujer.--¡Qué malos
son los muchachos de hoy en día! ¿Y si alguien pusiera alfileres
donde vosotros dormís? ¿Os gustaría? No, ¿verdad? Pues vosotros sois
peores que Efes. En el mundo todos somos muy malos, corderito mío,
y es preciso que tengamos compasión del prójimo; de otro modo, nos
devoraríamos unos á otros como los peces en el mar. El rey Salomón
decía que solamente Dios debe juzgar... ¿Has comprendido?

Anania pensó en su madre, en su madre que había sido tan mala
abandonándole, y se puso triste, muy triste.


                                NOTAS:

[21]

      _Onzi pessone bia
    Nde juchet de munnia.
    --E tue chi lu ses nende
    Nde juches unu andende
    Issu collette!_




                                  IV


Un día, á mediados de marzo, Bustianeddu invitó á almorzar á su amigo
Anania.

El traficante en pieles había tenido que marchar improvisamente, y
el chiquillo se encontraba solo en casa, solo y libre después de dos
días de encierro por una de sus acostumbradas faltas á la escuela; aún
conservaba en la mejilla derecha la señal de una soberbia bofetada con
que le obsequió su padre.

--¡Quieren que estudie!--dijo á Anania, cerrando los puños y
abriéndolos con aquel gesto suyo de hombre formal.--¡Y á mí no me da la
gana! Quiero ser pastelero: ¿por qué no me dejan?

--Claro, ¿por qué no te dejan?--preguntó Anania.

--¡Porque es una vergüenzaaa...!--exclamó el otro, alargando la palabra
con irónico acento.--¡Es una vergüenza trabajar, aprender un oficio,
cuando se puede estudiar! Esto dice mi familia; pero ahora voy á
burlarme de todos. ¡Ya verás, ya verás!

--¿Qué vas á hacer?

--Ya te lo diré; ahora á comer.

Había preparado los macarrones; así llamaba á una especie de buñuelos
duros y del tamaño de almendras, cocidos con salsa de tomates. Los dos
amigos comían en compañía de un gatito gris que con sus zarpas cogía
familiarmente los buñuelos del plato común y los llevaba picarescamente
á un rincón de la cocina.

--¡Qué listo es!--decía Anania, siguiéndole con los ojos.--Á nosotros
nos han robado el gato.

--También á nosotros. ¡Han robado muchos! Desaparecen y no se sabe
dónde van á parar.

--¡Desaparecen todos los gatos de la vecindad! ¿Qué harán con ellos?

--Pues, los ponen al asador. La carne es buena, ¿sabes?, parece carne
de liebre. En el continente la venden como liebre, según dice mi padre.

--¿Ha estado tu padre en el continente?

--Sí. Y yo también iré, y pronto.

--¡Tú!--dijo Anania, riéndose con algo de envidia.

Bustianeddu creyó que había llegado el momento de revelar á su amigo
sus atrevidos proyectos.

--Yo no puedo vivir aquí por más tiempo,--dijo quejándose;--no, yo
quiero marcharme. Buscaré á mi madre y veré si encuentro colocación en
una pastelería; si quieres venir, te vienes.

Anania se puso colorado por la emoción y sintió latir su corazón
fuerte, muy fuerte.

--No tenemos dinero,--observó.

--Mira, cogeremos las cien liras que están en el cajón de la cómoda; si
quieres, las cogemos ahora mismo; después las escondemos, porque si nos
marchamos en seguida mi padre verá que yo las he cogido; esperamos que
ya no haga frío y después nos marchamos. Ven.

Condujo á Anania á un cuarto sucio y desarreglado, lleno de apestantes
pieles de cordero, buscó la llave en un escondrijo, é hizo que le
ayudara para abrir el cajón; además del billete rojo de cien liras,
había otros billetes y monedas de plata, pero los dos ladronzuelos
domésticos cogieron sólo el billete rojo, cerraron y volvieron á
colocar la llave en su sitio.

--Ahora lo guardas tú,--dijo Bustianeddu, metiendo el billete en
el pecho de Anania;--esta noche lo esconderemos en el huerto de la
almazara, en aquel agujero de la encina, ¿sabes? y esperaremos.

Antes de poderse dar cuenta de ello, Anania se encontró con el billete
en el pecho, junto al amuleto de brocado; y pasó un día de fiebre,
lleno de remordimientos, de miedo, de esperanzas y proyectos.

¡Huir! ¡huir! El cómo y el cuándo no lo sabia, pero sentía que iba á
realizarse su sueño y experimentaba alegría y espanto. ¡Huir, pasar
el mar, penetrar en aquel misterioso continente donde su madre se
escondía! ¡Qué ansias, qué sueño, qué alegría! Las cien liras le
parecían un tesoro inagotable; pero comprendía el grave delito cometido
al robarlas y no veía llegar el momento de librarse de ellas.

No era la primera vez que los dos amigos penetraban en el huerto
cultivado por tío Pera, saltando por la ventanilla de la sala contigua
á la almazara; pero de noche no habían estado nunca; así es que lo
pensaron mucho antes de arriesgarse. La noche era clara y fría; la
luna llena salía por entre las negras peñas del Orthobene, iluminando
el huerto con áurea claridad. Llegaba á los dos chicos, asomados á la
ventana, un desesperado maullido, parecido á un lamento.

--¿Oyes? ¡Debe ser el diablo!--dijo Anania.--Yo no bajo, no; tengo
miedo.

--¡Entonces quédate! ¿No comprendes que es un gato?--dijo el otro con
desprecio.--Bajaré yo; escondo el dinero en la encina, en donde tío
Pera nunca mira, y vuelvo en seguida. Tú quédate vigilando; si hay
peligro, das un silbido.

Cuál podía ser el peligro, no lo sabían ninguno de los dos; pero ambos
encontraban un placer agudo en hacer fantástica la aventura, á la cual
la luz de la luna y el desgarrador lamento del gato, daban un sabor
especial.

Bustianeddu saltó al huerto, y Anania se quedó en la ventana, algo
avergonzado del miedo que le hacía temblar, pero todo ojos y oídos.
Apenas su compañero hubo desaparecido en dirección de la encina,
pasaron dos sombras por bajo de la ventana. Anania se estremeció;
dió un silbido tenue, muy tenue, y se escondió, acurrucándose. ¡Qué
ímpetu de terror y placer extraño sintió en aquel momento! ¿Cómo se
habría escapado Bustianeddu? ¿Qué habría pasado? Y en seguida, los
lamentos del gato redoblaron, se unieron todos en un gemido rabioso
y desgarrador; después cesaron. Silencio. ¡Qué misterio, qué horror!
Anania sentía estallarle el corazón. ¿Qué le pasaba á su amigo? ¿Lo
habrían cogido, lo habrían prendido? Ahora le llevarán á la cárcel, y
él, también él, tendrá su parte de castigo.

Sin embargo, no pensó ni por un solo instante en ponerse en salvo, y
esperó valerosamente acurrucado bajo la ventana.

Y de pronto pasos, una respiración jadeante, una voz queda y trémula.

--¡Anania! ¿Dónde diablos te has metido?

Anania se puso de pie y tendió la mano al compañero sano y salvo.

--¡Diablo!--dijo Bustianeddu, jadeante aún,--¡de buena he escapado!

--¿No has oído el silbido? Sin embargo, he silbado bien fuerte.

--No he oído nada. Sólo he oído los pasos de dos hombres y me he
escondido bajo las coles. ¿Y sabes quiénes eran los dos hombres? Tío
Pera y maestro Pane. ¿No sabes qué han hecho? Pues mira, tienen puesto
un lazo para los gatos; el gato que maullaba estaba cogido en el lazo,
y el tío Pera lo ha matado con su tranca. Maestro Pane cogió al pobre
animal, lo escondió bajo la capa y dijo, muy contento: «¡Dios mío, qué
gordo está! Menos mal, porque el de anteayer parecía un palillo». Y se
marcharon.

--¡Oh!--exclamó Anania, con un palmo de boca abierta.

--Ahora lo asan y se lo comen, ¿comprendes? ¡Son ellos los que roban
los gatos, cogiéndolos en el lazo! ¡Menos mal que no me han visto!

--¿Y el dinero?

--Escondido. Ea, mameluco; no eres bueno para nada.

Anania no se dió por ofendido; cerró la ventana y entró en la almazara
donde se desarrollaba la escena de costumbre. Efes, rascándose la
espalda contra la pared, cantaba:

    Cuando Amelia tan pura y tan sencilla...

y Carchide contaba que había ido á un pueblo cercano á unos negocios.

--El alcalde era amigo de mi padre, de cuando éramos ricos,--decía el
buen mozo, cuya familia había estado siempre en la miseria.--Apenas se
entera que he llegado al pueblo, me manda llamar y me lleva á su casa.
¡Cuánta riqueza! ¡Treinta criados y siete criadas! Para llegar á las
habitaciones hay que atravesar tres patios, con muros altísimos; las
puertas de la calle son de hierro, todas las ventanas tienen rejas.

--¿Y para qué?--preguntó el almazarero.

--Por miedo á los ladrones, amigo. Porque el alcalde es rico como un
rey.

--¡Bah! ¡Bah!--gritó un hombre de los que movían las palancas.

--¿Y tú qué sabes?--siguió diciendo Carchide, mirándole con
desprecio.--¡El alcalde y sus hermanos, cuando murió su padre, se
repartieron las monedas de oro con una medida tan grande como un
hectolitro! ¡Además, la mujer del alcalde, tiene ocho _tancas_, una al
lado de otra, regadas por un riachuelo y más de cien fuentes! Y dicen
que el padre del alcalde encontró un _ascusorju_[22], en donde el rey
de España escondió más de cien mil escudos de oro, cuando hacía la
guerra á Leonor d'Arborea.

--¡Ah!--exclamó el almazarero, estremecido por la emoción, apoyándose
sobre la negra pala.

--Aquéllos sí, aquéllos sí que son señores ricos,--dijo Carchide.--¡Y
no los roñosos nuorenses!

--¡Mi amo es muy rico!--protestó Anania;--tiene él más riquezas en el
rincón donde guarda las escobas, que todos tus alcaldes piojosos.

--¡Quiá!--gritó el joven, haciendo un corte de mangas.--¡No sabes lo
que te pescas!

--¡Quien no lo sabe eres tú!

--Tu amo está lleno de deudas; veremos el final. ¡Vaya si lo veremos!

--¡Antes ciegues!

--¡Antes revientes!

Á poco más, el almazarero y el joven zapatero llegan á las manos; pero
su disputa fué interrumpida por un ataque de _delirium tremens_ que dió
al pobre Efes Cau. Cayó sobre el borujo, dando vueltas, retorciéndose,
saltando como un gusano, con los ojos desencajados y las facciones
contraídas.

Anania corrió á un rincón, gritando y llorando todo espantado,
mientras Bustianeddu, el almazarero y todos los demás sujetaban al
desdichado. Poco á poco volvió en sí, se sentó sobre el desparramado
borujo y miró á su alrededor con sus ojos saltones llenos de espanto,
aún todo contraído y tembloroso. Le dieron de beber, le animaron.

--¿Quién... quién me ha pegado? ¿Por qué me habéis pegado? ¿No os
parece que bastante me castiga Dios, para que vosotros aun me peguéis?

Y se echó á llorar.

Le acostaron, y se adormeció, delirando, llamando á su madre y á una
hermanita muerta.

Anania le miraba con terror y piedad; hubiese querido hacer algo para
ayudarle, y al mismo tiempo sentía un instintivo malestar al ver aquel
hombre antes rico, y ahora reducido á un lío de fétidos andrajos,
tumbado sobre el borujo como un montón de inmundicias.

Llamada por Bustianeddu vino tía Tatana; se inclinó piadosamente sobre
el enfermo, le tocó, le interrogó, le puso un saco bajo la cabeza.

--Es preciso darle un poco de caldo,--dijo alzándose.--¡Oh, el pecado
mortal, el pecado mortal!

--Hijito,--dijo á Anania,--ve á casa del amo y pide un poco de caldo
para Efes Cau. ¡Mira, mira á dónde lleva el pecado mortal! Vete, coge
una taza; vete.

Se fué de buena gana y Bustianeddu le acompañó. La casa del amo no
estaba muy lejos y Anania iba allá, con frecuencia, para recoger la
ración del caballo, las mechas para las luces de la almazara y á otros
muchos recados.

La calle estaba iluminada, á trechos, por la luna; grupos de
labradores pasaban cantando un coro melancólico y apasionado. Ante la
blanca casa del señor Carboni, había un patio cuadrado rodeado de altos
muros y con un gran portón pintado de rojo. Los dos chiquillos tuvieron
que dar fuertes golpes para que les abrieran; y Anania entregó la taza,
contando lo sucedido á Efes Cau.

--¿No será para vosotros el caldo?--dijo sonriéndose la criada,
mientras miraba de arriba abajo, sospechosa, á los dos chicos.

--¡Vete al cuerno, María Iscorronca![23]. ¡Nosotros no tenemos
necesidad de caldo!--gritó Bustianeddu.

--¡Animal, te voy á dar insultos!--dijo la criada persiguiéndole por la
calle.

Pero logró escaparse, mientras Anania entraba en el patio iluminado por
la luna.

--¿Quién es, qué quieren?--preguntaba una vocecita sutil, oculta en la
sombra de una galería, en donde se abría la puerta de la cocina.

--¡Soy yo!--gritó Anania, adelantándose con la taza en la mano.--Efes
Cau se ha puesto enfermo en la almazara, y _mi madre_ me envía para ver
si la señora quiere darme un poco de caldo para aquel infeliz.

--¡Ven, ven!--contestó la vocecita.

En aquel momento entró la criada, y no habiendo podido coger á
Bustianeddu, empezó á dar empujones al pobre Anania. Entonces la niña
que había dicho «ven, ven» salió á la defensa del hijo del almazarero.

--Déjale. ¿Qué te ha hecho?--dijo, tirando á la criada de la
falda.--Dale en seguida el caldo. ¡Pronto!

Aquella protección, el tono de mando, la figurilla regordeta y sana,
el vestido de franela azul, la nariz grande y algo arremangada entre
dos gordos carrilletes, los ojos brillando á la luz de la luna entre
dos rizadas cocas de cabellos casi rojos, agradaron inmensamente á
Anania. Ya conocía de antes á la hija del amo, Margarita Carboni, como
la llamaban todos los chicos que iban por la almazara; otras veces
le había dado las mechas para las luces y la cebada para el caballo;
casi todos los días la veía en el huerto y de cuando en cuando en la
almazara á donde iba con su padre; pero nunca se pudo imaginar que
aquella señorita sonrosada y regordeta y de aire tan altivo, fuese tan
amable y cariñosa.

Mientras la criada estaba en la cocina en busca del caldo, Margarita
preguntó á Anania algunos detalles de la enfermedad de Efes Cau.

--Hoy ha comido ahí, en este patio,--decía con gran seriedad.--Parecía
estar bien.

--Es una enfermedad que ataca á los borrachones,--replicó Anania.--Se
retorcía como un gato...

Apenas pronunció esta palabra se puso colorado recordando el gato
cogido por el tío Pera y las cien liras robadas y escondidas en el
huerto. ¡Cien liras robadas! ¿Qué hubiera dicho Margarita Carboni, si
hubiese sabido que él, Anania, el hijo del almazarero, el criado, con
el cual la señorita se dignaba mostrarse afable y buena, había robado
cien liras y que estas cien liras estaban escondidas en el huerto?
¡Ladrón! ¡Sí, era un ladrón y de una cantidad enorme! Sólo entonces vió
lo vergonzoso de su proceder y sintió dolor, humillación, remordimiento.

--¡Ay, como un gato!--dijo Margarita, apretando los dientes y torciendo
la boca.--¡Dios mío, Dios mío; es mejor que se muera!

La criada volvió con la taza llena de caldo. Anania ya no pudo
seguir charlando; cogió la taza y se marchó poco á poco, procurando
no verterlo. Sentía muchas ganas de llorar, y cuando se juntó con
Bustianeddu en la esquina de la calle, repitió las palabras de
Margarita:

--¡Es mejor que se muera!

--¿Quién? ¿Está caliente el caldo? Voy á probarlo...--dijo el otro
acercando la boca á la taza.

Anania se puso terrible.

--¡No lo toques!--gritó.--¡Tú eres muy malo! Serás lo mismo que Efes.
¿Por qué has cogido el dinero?--añadió bajando la voz.--Robar es un
pecado mortal. Vete á buscarlo y vuélvelo á poner en el cajón.

--¡Bah, bah! ¿Estás loco?

--¡Si no, se lo diré á _mi madre_!

--¡Á tu madre!--dijo el otro irónicamente.--¡Échale un galgo!

Y seguían andando poco á poco, y Anania miraba siempre la taza para que
el caldo no se vertiera.

--¡Somos unos ladrones!--dijo en voz baja.

--El dinero es de mi padre y tú eres un _mameluco_. ¡Me marcharé yo
solo, yo solo y nadie más que yo!--dijo con energía Bustianeddu.

--¡Mejor, y ojalá no vuelvas!--exclamó el otro.--Pero yo se lo diré
á... á tía Tatana (¡le daba vergüenza volver á decir _mi madre_!)

--¡Soplón!--gritó Bustianeddu, amenazándole con los puños cerrados.--Si
hablas te mato como á un perro, te rompo la cara, te pateo hasta que
eches las tripas por la boca.

Anania bajó la cabeza, por miedo de verter el caldo y recibir los
puñetazos de su amigo, pero no retiró la amenaza de contarlo todo á tía
Tatana.

--¿Qué diablo te han dicho en aquel patio?--prosiguió diciendo el otro
temblando de cólera.--¿Qué te ha dicho aquella criaducha? Habla.

--Nada. Pero yo no quiero ser un ladrón.

--Lo que tú eres, es un bastardo,--gritó entonces Bustianeddu.--¡Eso
eres! Y ahora mismo voy, recojo el dinero y no vuelvo á mirarte á la
cara.

Y se marchó corriendo, dejando á Anania presa de una profunda pena.
¡Ladrón, bastardo, abandonado! ¡Era demasiado, era demasiado! Y se echó
á llorar y sus lágrimas caían dentro del caldo.

--¡Y ahora, Bustianeddu también me abandonará y marchará solo! ¿Y yo,
cuándo podré marcharme? ¿Cuándo podré ir á _buscarla_?

--¡Cuando sea mayor!--se respondió á sí mismo, animándose.--Ahora no
puedo.

Apenas entregó el caldo á tía Tatana corrió á la ventana de la
almazara. Silencio. No se veía á nadie; no se oía nada en el húmedo
huerto iluminado por la luna. Las montañas azules se recortaban sobre
el fondo del vaporoso cielo; todo respiraba silencio y calma.

De pronto oyó la voz de Bustianeddu.

--¿No ha recogido el dinero?--dijo Anania.--¿No ha entrado en el
huerto? ¿Y si yo fuera?

Tuvo miedo; volvió á la almazara y empezó á dar vueltas como un gatito
hambriento al rededor de tía Tatana que cuidaba al enfermo. Ella le
hizo la pregunta de costumbre:

--¿Qué tienes? ¿Te duele el vientre?

--Sí, vámonos á casa.

Comprendió que el chico quería decirle algo y le acompañó.

--¡Jesús, Jesús, Santa Catalina bendita!--exclamó la buena mujer cuando
lo supo.--¡En qué mundo vivimos! ¡Hasta los pajarillos, hasta los
pollitos dentro del cascarón, ya pecan!

Anania nunca supo cómo tía Tatana había convencido á Bustianeddu para
que volviera á poner el dinero en el cajón; pero desde entonces los
dos amigos se miraban de reojo y por nada se insultaban y venían á las
manos.

Pasó el invierno, y hasta abril siguió funcionando la prensa, pues la
abundancia de oliva había sido aquel año extraordinaria. Sin embargo,
algunos días, Anania el almazarero, cerraba la almazara y marchaba al
campo á cavar los trigos del amo, llevándose al pequeño Anania del
cual quería hacer un labrador; y el chiquillo le seguía, muy contento
de servir para algo, llevando, con orgullo, á la espalda, su azada y
la alforja con la comida. Los sembrados que aquel año cultivaba el
almazarero se extendían en una ondulada llanura, en la cual arrojaban
su larguísima sombra dos altos pinos, sonoros como dos torrentes. Era
un paisaje dulce y melancólico, sin árboles y sin sombras, salpicado de
cuando en cuando por alguna solitaria viña. La voz humana se perdía sin
eco, como atraída y tragada por el murmullo único de los pinos, cuyas
copas inmensas parecían sobrepujar las montañas grises y azuladas del
horizonte.

Mientras el padre cavaba, inclinado sobre aquella extensión verde-clara
del trigo, Anania se perdía á través de los campos desnudos y
melancólicos, gritando á los pájaros y buscando hierbas y hongos. Á
veces el padre, alzándose, le veía á lo lejos y sentía una punzada en
el corazón, porque el sitio, el trabajo, la figurita del chiquillo,
todo le recordaba á Olí, sus hermanitos, la falta cometida, el amor y
los placeres gozados.

¿Dónde estará Olí? ¡Quién sabe! Se había perdido, se había extraviado
como un pajarito en el campo; ¡peor para ella! Anania el almazarero
creía cumplir de sobra con su deber criando al chico; si encontraba
el tesoro con que siempre soñaba, daría carrera al niño; si no, haría
de él un buen labrador; ¿se podía hacer algo más? ¿Y los que no
reconocen á sus propios hijos y en lugar de recogerlos y educarlos
cristianamente, como él hacía, los abandonan á la miseria y á la mala
vida? Hasta gente rica, hasta ciertos señores obraban de esta manera.
Sí, hasta el amo obraba así; sí, hasta el señor Carboni... Anania
_grande_ se consolaba pensando en lo que hacían otros muchos, pero
aún le quedaba en el corazón algo de melancolía, y mirando á lo lejos
le parecía descubrir los muros que rodeaban la caseta en donde había
vivido Olí; y durante la comida, ó mientras descansaban á la sombra
de los pinos sonoros, interrogaba á su hijo sobre los sucesos de su
infancia. Anania estaba cohibido ante su padre y no se atrevía nunca á
mirarle á los ojos; pero una vez empujado por la vía de los recuerdos,
charlaba de buena gana, entregándose al placer nostálgico de contar
tantas cosas pasadas. Lo recordaba todo: Fonni, la casa, los cuentos
de la viuda, el buen Zuanne de las orejas grandes, los carabineros,
los frailes, el patio del convento, las castañas, las cabras, las
montañas, la cerería. Pero hablaba muy poco de su madre, y en cambio el
almazarero le preguntaba siempre cosas de ella.

--Oye, ¿te pegaba mucho tu madre?

--¡Nunca, jamás!--protestaba Anania.

--Yo sé que te pegaba.

--¡Que me quede ciego si miento!--perjuraba el chiquillo.

--Y díme... ¿qué hacía?

--Trabajaba siempre...

--¿Es verdad que un carabinero se quería casar con ella?

--¡No es verdad! Los carabineros me decían: Di á tu madre que venga;
tenemos que hablar.

--¿Y ella?--preguntaba con ansia el almazarero.

--¡Oh, se ponía furiosa!

--¡Ah!

El molinero respiraba; sentía algo de alegría oyendo que no andaba en
tratos con los carabineros. Pues bien, sí; aún la quería, aún recordaba
con ternura sus ojos claros y ardientes, á sus hermanitos, al pobre y
desgraciado peón caminero; ¡pero él no podía hacer nada! Si hubiese
sido libre, de seguro se habrían casado; y en cambio había tenido que
abandonarla. Ahora era completamente inútil pensar más en ello.

--Mira,--decía á Anania, cuando terminaban la frugal comida,--ves allí,
donde hay una chumbera, ¿la ves?, había una casa antiquísima. Ve, y
escarba en el suelo, tal vez encuentres algo.

El chiquillo salía corriendo, experimentando un sentimiento de
liberación al alejarse de aquel hombre sucio y triste, mientras el
padre pensaba:

--Las almas inocentes encuentran más fácilmente los tesoros. ¡Si
encontrase algo! Señalaría una renta á Olí, y cuando se muriera mi
mujer me casaría con ella. Después de todo, he sido yo el primero en
«engañarla».

Pero Anania no encontraba nada. Al anochecer padre é hijo volvían
lentamente al pueblo, recorriendo las blancas calles en cuyo fondo
ardía un crepúsculo de oro. Tía Tatana les esperaba con la cena á punto
y un montón de crujientes brasas en el limpio hogar. Quitaba los mocos
al pequeño Anania, le limpiaba los ojos y contaba á su marido los
sucesos del día.

Nanna, la borracha, se había caído sobre el fuego; Efes Cau llevaba un
par de zapatos nuevos; tío Pera había apaleado á un chiquillo; el señor
Carboni había ido á la almazara para ver el caballo.

--Dice que está horrorosamente flaco.

--¡Diablo! ¡después de tanto trabajar! ¡qué se creía el amo! También
los animales son de carne y hueso.

Después de cenar, el almazarero se iba á la taberna, no acordándose ya
de Olí ni de sus aventuras; y tía Tatana hilaba y contaba cuentos á su
hijo adoptivo. Á veces les hacia compañía Bustianeddu.

--«Pues señor, érase una vez un rey que tenía siete ojos de oro en la
frente, que parecían siete estrellas...».

Ó el cuento del «_Dragón y Mariedda_». Mariedda se escapaba de la casa
del Dragón:

--«...ella corría y corría, echando clavos que se multiplicaban, se
multiplicaban y ya cubrían todo el campo. El señor Dragón la seguía, la
seguía, pero no llegaba á alcanzarla porque los clavos se le clavaban
en los pies...». ¡Dios mío, con qué placer veían los dos chicos que se
escapaba Mariedda!

¡Cuánta diferencia entre la cocina, el aspecto y las narraciones de la
viuda de Fonni, y la cocina limpia y caliente, la figura apacible y los
maravillosos cuentos de tía Tatana! Y sin embargo, Anania se aburría, ó
al menos no experimentaba las emociones de terror que los cuentos de la
viuda le habían producido en otro tiempo; tal vez debido á que en lugar
del buen Zuanne, del querido hermanito, estaba Bustianeddu, malo y de
mala intención, que le pellizcaba continuamente y le llamaba _soplón_
y _bastardo_ hasta delante de la gente y á pesar de los sermones de
tía Tatana. Una noche le llamó bastardo delante de Margarita Carboni,
que con la criada había venido á un recado á casa del almazarero.
Tía Tatana se le echó encima para taparle la boca, pero llegó tarde.
_Ella_ lo había oído, y Anania sintió un dolor indecible, que no
pudo endulzar el pan untado de miel que tía Tatana les dió á él y á
Margarita. Á Bustianeddu nada. ¿Pero qué era un pedazo de pan untado de
miel comparado con la profunda amargura de ser llamado bastardo ante
Margarita Carboni? Llevaba un vestido verde, medias de color violeta
y una toquilla de un rosa muy vivo, que aumentaba el color de sus
mofletes y hacía resaltar más el azul de sus ojos angelicales. Aquella
noche Anania soñó con ella, tan hermosa, con todos los colores del
iris, y también durante el sueño sentía la pena de haber sido llamado
bastardo en su presencia.

                   *       *       *       *       *

En Semana Santa,--aquel año la Pascua caía á últimos de abril,--el
almazarero cumplió el precepto pascual y el confesor le ordenó que
legitimara á su hijo. Al mismo tiempo, Anania, que cumplía ocho años,
fué confirmado, siendo su padrino el señor Carboni. Fué un gran
acontecimiento para el chico y para la ciudad entera que se dió cita en
la catedral en donde monseñor Demartis, el guapo é imponente obispo,
confirmó á centenares de niños. Por las puertas abiertas de par en
par, que á Anania le parecían inmensas, penetraba la primavera con su
luz intensa y su templada fragancia dentro de la iglesia, atestada de
mujeres con vestidos colorados, de señores y de alegres chiquillos.
El señor Carboni, con la cara y el pelo rojos y los ojos azules, con
el chaleco de terciopelo cruzado por una enorme cadena de oro, era
saludado, respetado, buscado por los personajes más conspicuos, por
los campesinos y campesinas, por las señoras y niños que llenaban la
iglesia. Anania se sentía orgulloso y feliz con tal padrino; pues si
bien era verdad que el señor Carboni debía apadrinar á otros diez y
siete niños, esto no quitaba importancia al honor especial de cada uno
de ellos.

Después del acto, los diez y ocho ahijados, con sus respectivos
padres, acompañaron al padrino á su casa, y Anania pudo admirar la
_sala_ de Margarita,--de la cual había oído contar maravillas,--una
gran sala empapelada de un papel grana, con una sillería del siglo
pasado, cómodas adornadas con flores artificiales cubiertas por
campanas de cristal, fruteros con frutas de mármol y platitos con rajas
de embutidos y queso, también de mármol.

Les sirvieron licores, café, bizcochos y amargos; y la hermosa señora
Carboni, que tenía dos profundos hoyuelos en las mejillas y llevaba
el pelo negro muy tirante, muy tirante de las sienes, elegantemente
vestida con un traje de casa de indiana á cuadros azul y rosa, con
volantes y encajes, estuvo amable con todos y besó á los niños
entregando á cada uno un paquetito.

Anania recordó durante mucho tiempo todos estos detalles. Recordó
que en vano había esperado ardientemente que Margarita entrase en la
_sala_ y se fijase en su vestidito nuevo, de fustán amarillo, duro
como la piel del diablo; recordó que la señora Carboni besándole y
dándole suaves golpecitos con su mano llena de sortijas sobre la cabeza
horrorosamente pelada, había dicho al almazarero:

--¡Oh, compadre! ¿por qué lo ha pelado de esta manera? Parece calvo...

--Así está mejor, comadre,--había contestado Anania _grande_, siguiendo
la broma de la señora, de la cual en realidad no era compadre;--la
cabeza de este polluelo parecía un bosque...

--¿Ya ha cumplido con su deber?--prosiguió diciendo el ama.

--¡Sí, señora! ¡Sí, señora!

--Me alegro. Créame, sólo los hijos legítimos son el apoyo de los
padres en la vejez.

Después se acercó el señor Carboni.

--¡Qué ojos más picarescos tiene este montañés!--dijo, mirando al
chico.--¿Por qué los bajas? ¿Te ríes? Ah, diablillo...

Anania reía de alegría al verse contemplado por el padrino y mirado
afectuosamente por la señora Carboni.

--¿Qué quieres ser, diablillo?

El pequeño bajaba y alzaba los ojos brillantes (que la limpieza de tía
Tatana había curado por completo) y trataba de esconderse detrás de su
padre.

--¡Vamos, contesta al padrino!--exclamó éste cogiéndolo por un brazo.

--¿Qué quieres ser, diablillo?

--¿Almazarero?--preguntó la señora.

Con la cabeza dijo que no, que no.

--¿Ah, no te gusta? ¿Labrador?

No, y siempre no.

--¿Entonces, querrás estudiar?--preguntó astutamente el almazarero.

--Sí.

--¡Ah, muy bien!--dijo el señor Carboni.--¿Conque quieres estudiar?
¿Quieres ser cura?

Siguió diciendo que no.

--¿Abogado?--preguntó el molinero.

--Sí.

--¡Diablo! ¡Diablo! ¡Ya decía yo que tenía los ojos vivos! ¡Quiere ser
abogado el ratoncito!

--¡Ay, pobre hijo mío, somos muy pobres!--dijo suspirando su padre.

--¡Si el chico tiene voluntad de estudiar, la providencia no le
faltará!--dijo el amo.

--¡No le faltará!--repitió como un eco el ama.

Estas palabras decidieron el destino de Anania, y no las olvidó nunca
jamás.

                   *       *       *       *       *

Por fin se cerró definitivamente, por aquel año, la almazara, y el
almazarero se transformó por completo en labrador.

Una primavera ardiente amarilleaba los campos; las avispas y abejas
zumbaban al rededor de la casita de tía Tatana; el gran saúco del
pequeño patio parecía cubierto de un maravilloso encaje de flores
amarillas.

En el patio de casa Anania se reunían casi todos los días los que antes
acostumbraban hacerlo en la almazara; tío Pera con su tranca, Efes y
Nanna siempre borrachos, el guapo zapatero Carchide, Bustianeddu, su
padre, y algunas otras personas de la vecindad. Además tío Pane había
abierto tienda en una casucha en frente del patio; todo el santo día
era un ir y venir de gente que reía, gritaba, se insultaba y soltaba
palabrotas.

El pequeño Anania pasaba todo el tiempo entre aquella gente miserable
y mal hablada, de la cual aprendía actos y palabras indecentes,
acostumbrándose al espectáculo de la embriaguez y de la miseria
inconsciente.

Al lado de la del tío Pane, había una tenducha negra y llena de
telarañas, en donde se consumía una pobre muchacha enferma, cuyo padre
marchó muchos años atrás á trabajar en unas minas africanas, y del cual
no se supieron más noticias. La infeliz criatura, llamada Rebeca, vivía
sola, abandonada, llena de llagas, tendida sobre una sucia estera,
asaltada por millares de insectos y moscas.

Más allá habitaba una viuda con cinco hijos que todos pedían
limosna; el mismo tío Pane la pedía á menudo. Y, sin embargo, aquella
gente estaba siempre alegre; los cinco niños pordioseros siempre se
reían. Maestro Pane hablaba consigo mismo en alta voz contándose
historietas risueñas y recordando hechos alegres de su juventud. Y en
las deslumbrantes siestas, cuando la vecindad callaba y las avispas
zumbaban entre las flores del saúco, conciliando el sueño del pequeño
Anania echado boca arriba en el umbral de la puerta, sólo vibraba en el
pesado silencio el agudo lamento de Rebeca, que subía, se ensanchaba,
moría, volvía á empezar subiendo á lo alto, enterrándose muy hondo,
y parecía atravesar el silencio (por decirlo así) con un silbido de
flecha. Aquel lamento encerraba el dolor, los males, la miseria, el
abandono, la desesperación oculta por todo el pueblo; era la voz
interna de las cosas, los lamentos de las piedras que caían una á una
de los negros muros de las casas prehistóricas, de los techos que se
derrumbaban, de las escaleras exteriores y de las balaustradas de
carcomida madera que amenazaban ruina; de los euforbios que crecían
en las callejuelas pedregosas y de la grama que cubría los muros; de
la gente que no comía; de las mujeres que no tenían ropa que mudarse;
de los hombres que se embriagaban para aturdirse, y pegaban á su
mujer, á sus hijos y á los animales porque no podían desahogarse con
el Destino; de las enfermedades incurables, de la miseria aceptada
inconscientemente, como la vida misma. ¿Pero quién pensaba en ello?

Anania, echado boca arriba sobre el umbral de la puerta, espantaba las
moscas y las avispas con un ramo de saúco, y pensaba instintivamente:

--¡Ay! ¿Por qué grita siempre _aquélla_? ¿Por qué grita de este modo?
¡No debía haber enfermos en el mundo!

Se había puesto redondo como una bola, á causa de las abundantes
comidas, la dulce ociosidad, y, sobre todo, del mucho dormir.

Siempre dormía. Y en las silenciosas siestas, á pesar del grito
continuo de Rebeca, terminaba por dormirse, con la flor del saúco en
la manecita roja, y la nariz cubierta de moscas. Y soñaba que aún se
encontraba allá arriba, en casa la viuda, en la cocina vigilada por
el capotón negro que parecía un fantasma colgado; pero su madre no
estaba allí, había huido, lejos, á una tierra desconocida. Y venía un
fraile del convento y enseñaba á leer y escribir al pequeño abandonado,
que quería estudiar para poder viajan y buscar á su madre. El fraile
hablaba, pero Anania no lograba entenderle porque del capote salía un
lamento agudo y desgarrador que ensordecía. ¡Dios mío, qué miedo! Era
la voz del alma del difunto bandido. Y además del miedo, Anania sentía
una gran molestia en la nariz y en los ojos. Eran las moscas.


                                NOTAS:

[22] Escondrijo conteniendo un tesoro.

[23] Apodo despreciativo, que equivale á bruja ó cosa parecida.




                                   V


Al fin se realizó su sueño.

Una mañana de octubre se levantó más pronto que de costumbre, y tía
Tatana después de lavarle y peinarle le mandó ponerse el vestido nuevo,
aquél de fustán duro como la piel del diablo.

Anania _grande_ estaba desayunándose con hígado de oveja asado; al ver
al chico dispuesto para ir á la escuela, echóse á reir alegremente y le
dijo, amenazándole con el dedo:

--¡Á ver, á ver cómo te portas! Si no te portas bien, te mando con
maestro Pane á hacer ataúdes...

Bustianeddu vino á buscar á Anania y le acompañó con cierto aire de
despreciativa protección. La mañana era espléndida; el aire, límpido,
olía al dulce olor del mosto, del café, del vino en fermentación;
los gallos y gallinas cantaban en medio de la calle; los labradores
se marchaban al campo con sus grandes carros cubiertos de pámpanos,
precedidos por alegres y juguetones perros.

Anania se sentía contento, aun cuando su compañero hablase mal de la
escuela y de los maestros.

--Tu maestro,--decía,--parece un gallo, con su gorro colorado y su voz
ronca. He tenido que tragarlo todo un año. ¡Que el diablo se lo lleve
de una pata!

La escuela estaba en el otro extremo de Nuoro, en un convento rodeado
de huertos melancólicos. La clase de Anania, en planta baja, daba sobre
la solitaria calle; el polvo cubría en gran cantidad las paredes; la
tarima del maestro estaba en muchos sitios comida por los ratones;
y manchas de tinta, incisiones y rasguños, y nombres que parecían
jeroglíficos adornaban los bancos.

Anania experimentó una gran desilusión al ver aparecer, en lugar del
maestro descrito por Bustianeddu, una maestra vestida al uso del país,
pequeña y descolorida, con dos discretos bigotes negros en el labio
superior, parecidos á los de tía Tatana.

Cuarenta chiquillos, casi siempre llenos de mocos, animaban la clase.
Anania era el mayor de todos, y tal vez por esto la maestrita, que
además del bigote tenía dos terribles ojos negros, se dirigía á él con
preferencia, llamándole por su nombre y hablándole un poco en sardo,
otro poco en italiano.

Esta obstinada atención le fastidiaba algo, pero le enorgullecía. Á las
tres horas de escuela, ya sabia leer y escribir dos vocales; y si bien
una de ellas era la o, esto no quitaba mérito á su aplicación.

Cerca de las once ya estaba harto de la escuela y de la maestra, no
menos que del vestido nuevo que le molestaba bastante; pensaba en el
patio (en el saúco, en el cesto de los higos chumbos, en donde tan á
menudo metía mano, ya acostumbrado á las espinas) y empezó á bostezar.

¿No llegaría nunca la hora de salir? Muchos de los chiquillos lloraban
y la maestra se desgañitaba en vano, predicando el amor á la escuela y
la paciencia.

Por último se abrió la puerta. Apareció y desapareció como un
relámpago, la cara afeitada del bedel,--también en traje del país,--y
resonó su voz:

--¡Ha dado la hora!

Y los chiquillos se lanzaron hacia la puerta, empujándose y gritando.
Anania quedó el último, al lado de la maestra, que le acarició la
cabeza con su mano pequeña y descarnada.

--Muy bien,--le dijo.--¿Eres el hijo de Anania Atonzu?

--Sí, señora.

--Muy bien. Memorias _á tu madre_.

Naturalmente, comprendió que este saludo era para la tía Tatana; y de
pronto la maestra, que le dejó para poner orden en la turba de los
muchachos que alborotaban, le resultó simpática.

--¿Pero qué es esto?--gritaba á los chicos, sujetándolos y poniéndolos
en orden.--¡De dos en dos! ¡En fila!

Los puso de dos en dos, y de este modo atravesaron el corredor,
salieron, recorrieron un trozo de calle; después se les dejó en
libertad y se dispersaron por todas partes como pajarillos escapados de
las redes, corriendo y gritando. De las demás clases salían los alumnos
ya mayores y más formales en buen orden. Bustianeddu cayó sobre Anania,
dándole con los cuadernos en la cabeza y lo arrastró consigo.

--¿Te ha gustado?--le preguntó.

--Sí,--contestó Anania;--pero tengo hambre. No terminaba nunca.

--¿Qué, te creías era sólo un minuto?--dijo el otro, con su aire de
mayor.--¡Ya verás, ya verás! ¡Te caerá el moco y la baba, tendrás
hambre y sed! ¡Mira, mira, Margarita Carboni!

La chiquilla, con medias violeta, toquilla rosa, y mitones de lana
verde, avanzaba entre un sin fin de alumnas,--salidas de la escuela
después que los chicos,--y pasó por delante los dos amigos sin dignarse
mirarles. Detrás del grupo que la rodeaba, venían otros grupos de
muchachitas, ricas y pobres, del campo y de la ciudad, algunas ya
talluditas y coquetuelas.

Los muchachos de cuarto y quinto se paraban á mirarlas y se reían entre
ellos.

--Les hacen el amor,--dijo Bustianeddu.--¡Si los maestros les ven!...

Anania no contestó, pues estaba convencido que los alumnos y alumnas de
cuarto y quinto tenían bastante edad para hacerse el amor.

--¡Hasta se cambian cartas!--prosiguió Bustianeddu, con gran énfasis.

--¡También nosotros, cuando estemos en cuarto, haremos el amor!--dijo
sencillamente Anania.

--¡Tú qué vas á hacer, mameluco!--gritó el otro, mirándole con cara de
risa.--¡Antes aprende á limpiarte los mocos!

Y cogiéndole de la mano echaron á correr.

                   *       *       *       *       *

Después de aquel día pasaron otro y otros. Volvió el invierno, de nuevo
se abrió la almazara, empezaron otra vez las escenas del año anterior.
Anania era el primero de la clase, tal vez porque era también el de más
edad, y desde entonces nadie puso en duda que llegaría á ser abogado,
médico, ó tal vez juez.

Todos sabían que el señor Carboni había prometido pagarle los
estudios; y aun cuando él también lo sabía, no conseguía formarse una
idea clara del valor de tal promesa. Sólo mucho más tarde empezó á
sentir gratitud. Entonces sólo sentía una sujeción invencible y al
propio tiempo una verdadera dicha cuando veía la risueña y afable
cara de su padrino. Á menudo le convidaban á almorzar en casa del
señor Carboni; pero, extraño convite, debía comer en la cocina con los
criados y los gatos; de lo cual no se quejaba, porque le parecía que en
la mesa, con los señores, la cortedad y la alegría no le habrían dejado
abrir la boca.

Después del almuerzo, Margarita entraba en la cocina y estaba un rato
con él, por lo general, informándose de las personas que frecuentaban
la almazara; después le llevaba de un sitio á otro, al patio, á los
graneros, á la despensa, complaciéndose cuando le oía exclamar con los
gestos de Bustianeddu: «¡Demonio, cuántas cosas tenéis!», pero nunca se
rebajaba á jugar con él. Aparte de que Anania tampoco era aficionado al
juego; era tímido y formal, y sin darse cuenta aún de toda su tristeza,
sentía ya la irregularidad de su situación.

Pasaron los años.

Después de la maestrita bigotuda, llegó el turno del maestro que
parecía un gallo; después vino un viejo, fumador sempiterno, que,
señalando con el dedo la isla de Spitzberg, decía llorando: «Aquí
estuvo prisionero Silvio Pellico»; después, un maestro chiquitín con
la cabeza como una bola, pálido, muy alegre, que se suicidó. Todos los
alumnos quedaron malamente impresionados del triste suceso. Durante
mucho tiempo no pensaron ni hablaron de otra cosa, y Anania, que
no podía comprender por qué el maestro se había suicidado, siendo
un hombre tan alegre, declaró en plena escuela que estaba pronto á
suicidarse á la primera ocasión.

Afortunadamente no se presentó la ocasión. En aquella época no tenía
disgustos; estaba sano, su familia le quería en extremo y era el
primero de la clase. Á su alrededor la vida se desarrollaba siempre
igual, con las mismas figuras y los mismos sucesos,--un día semejante
al otro, un año semejante al otro,--como una tela, siempre con la misma
muestra, que el tendero despliega de una pieza interminable.

En invierno se reunían en la almazara siempre las mismas personas, los
mismos tipos, y se renovaban las mismas escenas.

En primavera, el saúco florecía en el patio, las moscas y las avispas
zumbaban en el aire luminoso; en las calles y casas se veían las
mismas personas; tío Barchitta, el loco, con sus ojos azules fijos y
la barba y cabellera partida, parecido á un viejo Jesús mendigando,
seguía en su inofensiva extravagancia; maestro Pane aserraba tablas y
hablaba consigo mismo en voz alta; Efes pasaba tambaleándose; Nanna
le seguía; los chiquillos, llenos de granos y llagas, jugaban con los
perros, gatos, gallinas y lechones; las mujerzuelas se insultaban; los
muchachos cantaban coros melancólicos en las serenas noches, iluminadas
por la luna; el lamento de Rebeca vibraba en el aire como el canto de
un cuclillo en la tristeza de un terreno inculto.

Como aparece el sol por un repentino desgarrón del nublado cielo,
algunas veces aparecía en el miserable barrio de Anania, la risueña
figura del señor Carboni. Las mujeres salían al portal para saludarle y
sonreirle; los hombres que no trabajaban, tumbados indolentemente, se
ponían de pie de un salto todo avergonzados; los chiquillos le corrían
detrás, besando sus manos, que bonachonamente llevaba cruzadas por
detrás de la espalda.

En un riguroso invierno de carestía, proveyó de _polenta_[24] y
aceite á todo el barrio. Todos recurrían á él para pequeños préstamos,
jamás restituidos; por todas partes, por todas aquellas callejuelas
llenas por el viento de hojas, paja y basura, encontraba chiquillos y
muchachos que le llamaban «padrino» y mujeres y hombres que le llamaban
«compadre»; ya no recordaba el número de sus ahijados, y tío Pera
afirmaba maliciosamente que no pocos se fingían compadres y comadres
suyos para sacarle dinero.

--¡Además, muchos esperan que les pague los estudios de sus
hijos!--dijo un día el viejo hortelano, sentado ante el homo de la
almazara, con la tranca sobre sus rodillas.

--¡Á alguno ayudará seguramente!--observó el almazarero, sin disimular
su satisfacción mirando á Anania que estaba asomado á la ventana.

--¡Pero sólo á uno! ¡Le gusta darse importancia, pero no se arruinará!

--¿Por qué decís esto, mal bicho?--exclamó el almazarero,
enfadándose.--Sois como el diablo, cuanto más viejo más malo.

--¡Vamos á ver!--respondió el viejo esputando y tosiendo.--¿Tú crees
que no se sabe todo? ¡Sólo los perros consiguen tapar sus basuras! ¿Por
qué el amo no paga los estudios á sus bastardos?

Anania, que miraba por la ventana, bajo la cual exhalaba sus olores un
montón de borujo aún echando humo, sintió un estremecimiento correrle
por el espinazo, como si alguien le pegase.

Pero no se movió.

El almazarero esputó y tosió á su vez, y hubiese querido que Anania no
oyera las sacrílegas palabras del hortelano, pero no pudo contenerse y
empezó á desatarse contra el viejo.

--¡Cochino, mala persona! ¿Qué manera de hablar es ésa?

--¡Como si todo no se supiera!--repetía el viejo, cogiendo la tranca
con la mano, como para defenderse de un probable ataque.--¿El chico
que trabaja en la tienda de Francisco Carchide, es acaso hijo de
Jesucristo? Pues entonces, ¿por qué el amo no hace estudiar á aquel
muchacho que es hijo suyo?

--¡Es hijo de un cura!--dijo el almazarero, bajando la voz.

--No es verdad, es del amo. Fíjate bien en él. Es idéntico á Margarita.

--Bueno,--respondió desarmado por completo;--aquel muchacho es de la
piel del diablo. No se le puede hacer estudiar. ¿Qué hay que hacer si
es más duro que una roca?

--¡Bueno, bueno!--murmuró tío Pera, atacado de un golpe de tos.

Anania siguió en la ventana, escupiendo sobre el montón de borujo,
oprimido de una misteriosa tristeza. Conocía al chiquillo que trabajaba
con Carchide, y sabía que era díscolo, pero no más que Bustianeddu y
tantos otros que asistían á la escuela. ¿Por qué el señor Carboni no se
lo llevaba á su casa, si era su hijo, como había hecho el almazarero
con él? Después pensó:--¿Tiene madre aquel muchacho?--¡Ah, la madre,
la madre! Á medida que iba creciendo, que se abría su mente, sus ideas
y sensaciones tomaban forma,--sin que nadie se fijara en él, como no
se fijan en los pétalos de una flor silvestre,--y el recuerdo de su
madre se destacaba cada vez más claro en la aurora de la conciencia
naciente. Por aquel entonces asistía á la quinta clase elemental,
entre muchachos de todas clases y caracteres, y empezaba á vislumbrar
algo de la ciencia del bien y del mal. Se daba cuenta de la vergüenza
que le asaltaba cuando alguien aludía á su madre, y recordaba que
hasta entonces se había avergonzado solamente por instinto; y sentía,
al propio tiempo, un inmenso deseo de averiguar dónde se encontraba,
de volverla á ver, de reprocharle su abandono. La tierra ignorada,
lejana y misteriosa donde _ella_ se había refugiado, empezaba á tomar,
á los ojos de Anania, líneas y aspecto definidos, como la tierra que
entre las nieblas del alba se va acercando á los navegantes. Estudiaba
con gran placer la geografía, conociendo perfectamente el itinerario
que había que recorrer para ir desde la isla al continente, donde se
escondía su madre. Y así como antes, en la aldea, soñaba en la ciudad
donde su padre vivía, ahora pensaba en las grandes ciudades descritas
en los libros y por el maestro; y en una de ellas, y en todas, veía
á su madre,--cuya imagen se iba debilitando en su memoria como una
fotografía antigua,--y la veía siempre vestida en traje del país,
descalza, esbelta y triste.

Un suceso acaecido pocos años después, trastornó por completo sus
ensueños. Fué la vuelta de la madre de Bustianeddu.

Por aquella época, Anania iba al Gimnasio y estaba enamorado
secretamente de Margarita Carboni. Se creía una persona formal y fingió
no interesarse en el hecho, que preocupaba á toda la vecindad, mientras
un sinnúmero de impresiones le oprimían el ánimo día y noche.

Al principio no vió á la mujer, oculta en casa de una parienta, pero
cada día recibía las confidencias de Bustianeddu, que se había hecho un
joven serio y astuto.

Como el tío Pera apenas podía trabajar, se había asociado con el
almazarero para el cultivo de las habas y de los cardos, y Anania tenía
libre entrada en el huerto, y gustábale sentarse en la parte alta,
sobre la hierba, á la estrecha sombra de las chumberas y estudiar,
contemplando el salvaje panorama de los montes y del valle. Allí iba
Bustianeddu á buscarle y confiarle sus impresiones, que expresaba con
algo de escepticismo, con palabras frías que despertaban un cúmulo de
emociones en el alma de Anania.

--¡Ha vuelto!--decía Bustianeddu, echado boca abajo y moviendo las
piernas.--¡Mejor era que no hubiese vuelto! Mi padre quería matarla,
pero después le han calmado.

--¿La has visto?

--¡Ya lo creo que la he visto! Mi padre no quiere que vaya, pero yo
voy. Está gruesa, viste como una señora. ¡No la habría conocido!

--¿No la habrías conocido?--exclamaba Anania, palpitante, todo
maravillado y pensando en su madre. Ah, ¡él sí que la reconocería en
seguida!

Pero después pensaba:

--También irá vestida de señora con el peinado de moda... ¡Dios mío,
Dios mío! ¿cómo irá?

La figura de su madre se borraba, dejándole confuso; pero de pronto
procuraba tomar ánimos confiando en su instinto.

--De todos modos, estoy seguro que la conocería. ¡Oh, estoy seguro de
ello!--pensaba.

--¿Por qué ha vuelto tu madre?--preguntó un día á Bustianeddu.

--¿Por qué? ¡Vaya una gracia! Porque éste es su país. Cosía á máquina
en una sastrería de Turín. Se ha cansado y ha vuelto.

Á estas palabras siguió una gran pausa. Los dos chiquillos sabían
que la historia de la sastrería era una mentira, pero la aceptaban
incondicionalmente. Poco después dijo Anania:

--Ahora tu padre debería hacer las paces.

--¡No!--dijo Bustianeddu, tomando la defensa de su padre.--Él tiene
razón. ¡Ella no tenía necesidad de ponerse á trabajar para vivir!

--¿Pero tu padre no trabaja? ¿Es vergonzoso trabajar?

--¡Mi padre es comerciante!--respondió el otro.

--¿Y ahora, qué hará tu madre? ¿Y tú, con quién vivirás?

--¡No sé!

Y de cada día las noticias eran más emocionantes.

--¡Si supieras cuánta gente viene á casa para convencer á mi padre de
que haga las paces con _ella_! ¡Hasta el diputado; sí, si! Después,
ayer noche, vino la abuela, y dijo á mi padre: Jesucristo perdonó á la
Magdalena; piensa, hijo mío, que hemos de morir; piensa que en la otra
vida sólo nos sirven las buenas acciones. Mira cuán descuidada está tu
casa; los ratones corriendo por todas partes.

--¿Y tu padre?

--¡Ea, fuera!--dice rabioso.--¡Pronto, fuera! ¡Debía daros vergüenza!

Al día siguiente, dijo Bustianeddu:

--¡Ahora se ha mezclado en el asunto la tía Tatana! ¡Vaya un sermón!
Mira,--ha dicho á mi padre,--figúrate que tomas una amiga. Recógela:
está arrepentida y se enmendará. ¿Si la rechazas, qué será de ella? El
rey Salomón tenía setenta amigas en su casa y era el hombre más sabio
del mundo.

--¿Y tu padre qué dijo?

--Estuvo más duro que una piedra. Sólo dijo que las amigas hicieron
perder la cabeza al rey Salomón.

En efecto, el comerciante no cedió nunca. La mujer se fué á vivir á la
otra parte del pueblo, hacia el convento en donde estaban las escuelas.
Volvió á ponerse el traje del país, pero algo falseado, lleno de
lazos y cintas, en el cual se reconocía en seguida á la mujer de fama
equívoca. El marido no perdonó y ella siguió su camino.

Anania un día al ir al colegio la vió, y después la siguió viendo
casi siempre. Vivía en una casa negruzca, alrededor de cuyas ventanas
blanqueaba una faja de cal terminada en una cruz. Ante la puerta había
cuatro escalones, y á menudo se la veía, alta y hermosa, aunque ya no
muy joven, y de cara muy morena, sentada en un escalón, cosiendo ó
zurciendo una camisa. En verano no llevaba nada á la cabeza, peinaba
sus negrísimos cabellos algo levantados, en forma de tupé, sobre su
estrecha frente, y cubría su esbelto cuello con un pañolito de seda
amarilla.

Anania se ponía colorado cada vez que la veía. Sentía por ella una
morbosa simpatía, y al propio tiempo le parecía odiarla. Hubiese
querido dar un rodeo por no verla, y una fuerza oculta y maldita le
llevaba siempre por aquel camino.


                                NOTAS:

[24] _Polenta_, pasta de arroz que se hace en Italia.




                                  VI


Eran las vacaciones de Pascua.

Un día Anania, mientras estudiaba la gramática griega, paseando por un
estrecho sendero, abierto entre el verde ceniciento de un plantío de
cardos, oyó llamar á la verja.

Estaban también en el huerto, el almazarero, que cavaba canturriando
una poesía amorosa del poeta Luca Cubeddu; Nanna, que arrancaba las
malas hierbas, ayudándole el tío Pera; y Efes Cau, tumbado sobre el
césped, y, como de costumbre, borracho.

Casi hacía calor. Rosadas nubecillas corrían por el blanquecino cielo,
perdiéndose tras los azulados picos de los montes de Oliena. Subían del
valle, cual de inmensa concha colmada de verdor, perfumes y sonidos
esfumados en la cálida atmósfera.

De cuando en cuando Nanna se incorporaba, apoyando una mano en la
cintura, y con la otra echaba besos al estudiante.

--¡Alma mía!--decíale tiernamente.--¡Que Dios te bendiga! ¡Miradle cómo
estudia, parece un santito! ¡Quién sabe á dónde llegará! Tal vez será
juez. Todas las muchachas de la ciudad lo querrán coger como si fuera
un confite. ¡Ay, mi pobre espalda!

--¡Trabaja!--decíale el tío Pera.--¡Así te _traspasen el hígado_,
trabaja y deja tranquilo al chico!...

--¡Así os saquen todo el jugo! Si fuera una chiquilla de trece años,
no me hablaríais de esta manera...--contestaba ella maliciosamente,
volviendo al trabajo. Después volvía á incorporarse y á echar besos á
Anania, que no se enteraba ni poco ni mucho.

--¿Quién es?--gritó el almazarero, oyendo llamar á la verja.

Anania y Efes alzaron la vista, el uno del libro, el otro del césped,
casi con la misma expresión de angustiosa espera. ¿Que no fuera el
señor Carboni? Anania y el borracho experimentaban casi la misma
sujeción vergonzosa cuando el señor Carboni les sorprendía en el
huerto; Efes Cau sentía todo el peso de su abyección, cuando aquel
hombre bondadoso, con una mirada dulce y triste, sin dirigirle--único
entre tantos--inútiles palabras de reproche, le saludaba y se
entretenía un rato con él. Anania se acordaba de su madre y sentía
vergüenza de sí mismo, que se atrevía á pensar en Margarita; y sin
embargo, los dos, estudiante y vicioso, después de haber visto la
bonachona figura de aquel hombre recto, sentían una grata y suave
alegría.

Volvieron á llamar.

--¿Quién es?--gritó el almazarero, cesando de cantar y de cavar.

--¡Ya voy!--dijo Anania, echando á correr y agitando el libro al aire,
mientras el tío Pera decía:

--Si es el amo, es preciso que Efes se levante y haga como que trabaja;
es una vergüenza que siempre le encuentre ahí, tumbado en el suelo como
un perro.

Nanna echó una especie de gruñido, recogiéndose, entre las negras
piernas casi al descubierto, la falda toda desgarrada. El tío Pera
gritó, dirigiéndose al borracho:

--¡Ea, tú, tumbón, levántate y finge ayudarnos!...

Efes hizo un movimiento para levantarse, pero en seguida se sublevó
Nanna.

--¿Y por qué? ¿Por qué debe fingir que nos ayuda? ¿Por qué le
insultáis, tío Pera, _Sa gattu_? ¡Así os dejen sin camisa! ¿No sabéis
que era rico, y que aun siendo como es, vale siempre más que vos?

--¡Le defiendes! ¡Sois lobos de una misma camada!--dijo burlonamente
el viejo, aludiendo al vicio de la bebida. Pero la disputa terminó con
la vuelta de Anania acompañado de un jovencito con el traje de los
campesinos de Fonni, delgado y paliducho, con una carita de ratón.

--¿Le conocéis?--preguntó el estudiante, dirigiéndose á su padre.--Yo
no le hubiera conocido.

--¿Quién eres?--preguntó el almazarero, limpiándose las manos con un
manojo de hierba.

El muchacho rióse tímidamente y miró á Anania.

--¡Es Zuanne Atonzu!--gritó el estudiante.--¡Cuánto ha crecido!

--¡Bien venido!--exclamó el almazarero, abrazándole.--Me alegro de
verte. ¿Cómo está tu madre?

--Bien.

--¿Á qué has venido?

--Soy testigo en una causa.

--¿Dónde has dejado el caballo? ¿En la posada? ¿No te acordabas que
somos parientes? ¿Qué? ¿Porque somos pobres no quieres venir á casa?

--¡Como yo soy tan rico!...--observó riendo el muchacho.

--Pues entonces vámonos y traeremos el caballo á casa,--dijo Anania,
metiéndose el libro en el bolsillo.

Salieron juntos. Anania, muy contento de volver á ver al pobre
pastorcito con su tosco vestido, que le recordaba todo un mundo salvaje
ya lejano; Zuanne, dominado por una gran timidez, ante aquel señorito
de piel blanca y rosada, cuya corbata destacábase sobre su reluciente
cuello.

--Mamá, danos café,--gritó Anania desde la calle. Después llevó al
huésped á su cuartito y empezó á enseñarle muchas cosas.

Muebles extraños llenaban el cuarto largo y estrecho, con el lecho
de cañas cubiertas de cal, y el piso de tierra. Dos arcas de madera,
parecidas á los antiguos cofres venecianos, en las cuales un
artista primitivo había esculpido grifos, águilas, jabalíes, flores
fantásticas; una cómoda monumental; cestos colgados de la pared junto á
pequeños cuadros con el marco de corcho; en un rincón una tinaja para
el aceite, en otro la camita de Anania, cubierta por una manta de lana
gris hilada por tía Tatana; y entre la camita y la ventana, que daba
sobre el saúco del patio, una mesita con un tapete de percal verde y
una estantería de madera blanca en cuyas esquinas la fantasía artística
de maestro Pane había labrado, tal vez imitando las arcas, hojas y
flores antediluvianas. En la mesa y estantería había pocos libros y
muchos cuadernos, todos éstos escritos por Anania, unas cuantas cajitas
misteriosamente atadas, calendarios y paquetes de periódicos sardos.
Todo estaba limpio y ordenado. Por la ventana entraban oleadas de luz
y de perfumes, por el suelo obscuro y hendido á trechos, revoloteaban,
persiguiéndose y jugueteando, dos hojas de saúco. Sobre la mesita
estaba abierto un tomo de _Los Miserables_.

¡Cuántas, pero cuántas cosas hubiese querido enseñar Anania al joven
forastero, como á un hermano esperado por largo tiempo! Pero el aspecto
estúpido de Zuanne, mientras él abría y cerraba alguna de aquellas
cajitas atadas misteriosamente, echó un jarro de agua fría sobre su
alegría pueril.

¿Para qué? ¿Para qué había llevado á aquel pastor á su cuartito,
donde junto á la fragancia de la miel, de la fruta y de los manojos de
espliego que tía Tatana conservaba dentro las arcas, se esparcía el
perfume de sus solitarios sueños; desde cuya ventanita, que daba sobre
el saúco, sobre los techos llenos de hierba de las casetas de piedra,
el mundo se abría ante él, virgen y florido como los graníticos montes
del vecino horizonte?

Después de la alegría sintió un ímpetu de tristeza; sintió caer al
suelo algo desprendido de su propio ser, como roca que se desprende de
la montaña para no volver nunca jamás. La aldea nativa, el pasado, los
primeros años de su infancia, los nostálgicos recuerdos, el poético
afecto por su hermanito adoptivo, todo desapareció en un instante.

--Vámonos,--dijo casi indignado.

Y llevó al pastorcito por las calles de Nuoro, evitando los compañeros
de escuela, por miedo de que lo pararan y preguntasen quién era aquel
tosco campesino que paseaba con él.

Al pasar por delante la casa del señor Carboni, vieron asomarse, de
pronto, al portón, una cara regordeta, de muy buen color, que hacía aún
más intenso el reflejo de una flamante blusa roja.

Anania se quitó rápidamente el sombrero, mientras el reflejo de
la blusa parecía también iluminar su cara. Margarita le sonrió, y
nunca redondas mejillas de señorita fueron marcadas por hoyuelos más
encantadores.

--¿Quién es aquella mujer?--preguntó groseramente Zuanne, apenas
rebasaron la casa.

--¿Mujer? ¡Si es una muchacha de mi edad!--exclamó algo bruscamente
Anania.--Sólo tiene nueve meses más que yo.

Zuanne se quedó sin saber qué decir, y no se atrevió á replicar; pero
Anania sintió un fenómeno extraño desarrollarse rápidamente en él.
Habló, como si la voluntad no fuese capaz de detener su lengua, mintió
á sabiendas, pero gozando de una gran felicidad al pensar que lo que
decía podía llegar á ser cierto, y dijo:

--Es mi novia.

                   *       *       *       *       *

Aquella noche, mientras el almazarero, tumbado en la cocina, se hacía
contar por Zuanne el descubrimiento de las ruinas de Sorrabile, la
antigua ciudad desenterrada en las cercanías de Fonni, preguntándole si
aún podrían encontrarse tesoros, Anania contemplaba desde su ventanita
el lento surgir de la luna entre los negros dientes del Orthobene.

¡Por fin estaba solo! Reinaba la noche, vibrante y dulce, y el cuclillo
llenaba de palpitantes gritos la soledad del valle.

¡Invadido por una gran tristeza, Anania sentía gritar y palpitar su
corazón en una soledad infinita!

¿Por qué había mentido? ¿Y por qué aquel estúpido pastor había
callado al oir la gran revelación? ¿Acaso no comprendía qué cosa era
el amor,--amor hacia una criatura superior,--amor sin límites y sin
esperanza? ¿Por qué se había rebajado hasta la mentira? ¡Qué vergüenza,
qué vergüenza! Creía haber calumniado á Margarita, tan indigno y lejos
de ella se encontraba. Pensaba que el mismo espíritu de vanidad y el
deseo de lo inverosímil, que una vez le llevó á contar á Zuanne el
encuentro de los bandidos en la montaña--hacía ya tanto tiempo--le
había llevado ahora á revelar aquel amor imposible. ¡Dios mío! ¡Dios
mío!

Apoyó sus mejillas ardientes en sus manos heladas, con la vista fija
en el rostro melancólico de la luna, y se estremeció. Recordaba un
plenilunio de invierno, luminoso y frío, la vergüenza y la revelación
del hurto de las cien liras, la figura de Margarita apareciendo ante
él, como la sombra de una flor sobre el áureo disco de la luna. Tal vez
su amor nació aquella noche; pero solamente ahora, después de tantos
años, brotaba rompiendo la piedra bajo la cual, hasta entonces, había
estado encerrado, como una fuente que no quiere correr por más tiempo
bajo tierra.

Estas comparaciones--de la flor ante la luna, y de la fuente que
brotaba de pronto,--eran de Anania, que se complacía con sus
pensamientos poéticos, sin conseguir borrar con ellos la vergüenza y el
remordimiento que le atormentaban.

--¡Qué miserable soy!--pensaba.--¡Que embustero! Podré estudiar, llegar
á ser abogado, pero moralmente siempre seré el hijo de una mujer
perdida...

Estuvo largo rato asomado á la ventana. Un canto triste pasó y llenó
la calle, despertando en el alma del adolescente los recuerdos de la
salvaje comarca donde nació, de las sangrientas puestas de sol, de los
primeros años de su infancia; pero con una sensación completamente
distinta de la que, poco antes, había experimentado.

Un sueño melancólico y luminoso como la luna surgió de su alma. Creía
encontrarse aún en Fonni. No había estudiado, no había sentido nunca
la vergüenza de su posición social. Trabajaba, era pastor, un poco
rústico, como Zuanne. Y hete aquí que se encuentra en el borde de la
carretera, en un rojo crepúsculo de estío; y ve á Margarita que pasa,
también pobre y desterrada á lo alto de la montaña, con las caderas
ceñidas por la falda de _orbace_, el ánfora sobre la cabeza, semejante
á las mujeres bíblicas resucitadas en las mujeres de la Barbagia[25].
Él la llamaba y ella volvía la cabeza, iluminada por el resplandor del
crepúsculo, sonriéndole voluptuosamente.

--¿Dónde vas, hermosa?--le preguntaba.

--Voy á la fuente.

--¿Quieres que te acompañe?

--Ven si quieres, Anania.

Y él iba; y andaban juntos por el borde de la carretera,--en lo alto de
valles inmensos, en cuya profundidad la noche había extendido su manto,
esperando que el purpúreo cielo perdiera sus colores y echase velos de
sombra sobre todas las cosas,--y bajaban á la fuente. Margarita ponía
el ánfora bajo el argentino chorro del agua murmuradora, que cambiaba
de tono,--de monótono se convertía en alegre,--como si al caer dentro
del cántaro interrumpiese su eterno aburrimiento. Los dos jóvenes se
sentaban ante la fuente, sobre la ancha piedra, y hablaban de sus
amores. El ánfora se llenaba, el agua se vertía, y por unos instantes
callaba, como escuchando á los dos amantes. Y hete aquí que el cielo
perdía sus colores y extendía velos de sombra sobre las faldas más
altas y luminosas de la montaña, igual á la noche que cubría el fondo
del valle y que los deseos de Anania habían invocado. Entonces ceñía
con su brazo la cintura de la muchacha; ella apoyaba la cabeza sobre su
hombro; él la besaba...

                   *       *       *       *       *

Por aquel tiempo, cuando apenas había cumplido diez y siete años,
no tenia amigos, y no marchaba muy de acuerdo con sus compañeros de
escuela, porque era desconfiado y quisquilloso. Temía continuamente
que alguno le echara en cara su origen, y un día, habiendo sorprendido
frases sueltas de una conversación entre dos condiscípulos, uno de
los cuales decía: «en su caso no viviría con mi padre», creyó que
se referían á él. No volvió á saludar al rico compañero que había
pronunciado aquellas palabras, pero le dió la razón desde el fondo de
su alma.

--¡Sí!--pensaba,--¿por qué sigo viviendo con este hombre sucio que
ha engañado y precipitado por el camino del mal á mi madre? Yo ni le
quiero ni le odio, pero no le desprecio como debía. No es malo, ni tan
vulgar como todos nuestros vecinos. Sus sueños infantiles de tesoros
y cosas maravillosas, su respetuoso afecto hacia su vieja mujer, su
constante fidelidad para la familia del _amo_, le hacen simpático, y
esto me desagrada, porque yo debo y quiero despreciarle. ¿Qué es para
mí? ¿Le he pedido acaso que me diera la vida? Debía abandonarle, ahora
que soy consciente...

Pero un poco de afecto y mucha familiaridad le unían á tía Tatana,
que le adoraba. No había conseguido hacer de él lo que había soñado,
esto es, un muchacho religioso y obediente, pero aun así como
era, incrédulo, hablando mal de los curas y del rey, orgulloso y
despreocupado, le quería igualmente y vivía casi del todo dedicada
á él, convencida de que llegaría á ser un grande hombre. Él reía y
bromeaba con ella, la cogía y la hacía bailar, le contaba todo lo que
pasaba en el pueblo. Todas las mañanas ella le llevaba á la cama una
taza de café y le anunciaba el estado del tiempo. Todos los domingos le
prometía dinero si iba á misa.

--No, tengo sueño,--respondía;--ayer noche estudié mucho.

--¿Entonces irás más tarde?--insistía. Anania no contestaba, pero tía
Tatana le daba, de todas maneras, los cuartos prometidos.

Á su alrededor desarrollábase siempre la misma escena con los mismos
personajes. Seguía el saúco perfumando el aire y echando sus hojas
dentro del cuartito silencioso, arrastradas por el viento, que traía
de los valles los olores de la salvaje primavera nuorense. Seguían
las abejas zumbando en la templada atmósfera, y seguían vibrando, á
intervalos, los lamentos de Rebeca.

Anania visitaba todas las casas de la vecindad, y especialmente los
domingos se entretenía en un sitio y otro, llevando á las míseras y
negras casuchas la elegancia de su traje azul, de su corbata encarnada,
y del cuello alto, bajo el cual ocultábase el cordoncito y el amuleto
de Olí.

                   *       *       *       *       *

Al día siguiente del sueño idílico, soñado á la luz de la luna sobre
el antepecho de la ventana, apenas regresó Zuanne del Tribunal, Anania
se lo llevó á la calle para convidarle á tomar una copa de anís en la
taberna del barrio.

--¡Quién sabe cuándo volveremos á vemos!--dijo el pastor.--¿Cuándo
vendrás por casa? Vente por la fiesta de los Mártires.

--No podré,--dijo Anania, dándose importancia.--Tengo que estudiar
mucho. Este año debo terminar mis estudios en el Gimnasio.

--¿Y después dónde irás? ¿Al continente?

--Sí,--dijo con viveza.--Iré á Roma.

--Hay muchos conventos en Roma y más de cien iglesias, ¿verdad?

--¡Oh, ya lo creo! ¿Quién te lo ha dicho?

--Ayer noche tu padre me contaba que cuando era soldado...

--¿Y tú, irás á servir al rey?--interrumpió Anania, que apenas se
fijaba en Zuanne.

--Irá mi hermano. Yo...

Y no dijo nada más. Entraron en la taberna, desierta, apestando á
tabaco y aguardiente. Las moscas de siempre zumbaban al rededor de una
chiquilla morena, guapa, pero desgreñada y sucia, que estaba sentada en
un banco.

--Buenos días, Ágata. ¿Cómo has pasado la noche?

--¿Qué quieres?--preguntó levantándose y dirigiéndose á Anania con
vulgar familiaridad.

--¿Qué quieres?--preguntó éste á Zuanne.

--Lo que tú quieras,--contestó cohibido el pastorcito.

La muchacha se puso á imitar la voz y los modales de Zuanne.

--Lo que tú quieras... ¿Y tú qué quieres, corderito mío?

Miró descaradamente á Anania, y éste también la miró. Después de todo,
no era un santo; pero advirtió que Zuanne se ruborizaba y bajaba la
vista, y cuando salieron oyó que le preguntaba tímidamente:

--¿Ésta es también novia tuya?

--¿Por qué lo dices?--contestó medio enfadado, medio alegre.--¿Porque
me miraba? ¿Y para qué sirven los ojos? ¿Es que tú vas á hacerte fraile?

--Sí,--dijo sencillamente.

--¿Tú vas á hacerte fraile?--exclamó Anania riendo.--Vamos á ver el
camposanto; así nos alegraremos.

--¡Allí debemos ir á parar todos!--dijo gravemente Zuanne.

Al regresar á casa, encontraron un condiscípulo de Anania, un muchacho
feo, que se había hecho crecer los bigotes y la barba á fuerza de
afeitarse.

--Atonzu,--le gritó al verle,--iba á buscarte. El director te llama. Es
preciso que hagas de mujer.

--¿Yo? ¿De mujer yo? ¡Estás fresco!--contestó Anania con mucha calma.

--¿Qué haremos entonces? ¡Tienes el tipo á propósito! ¿Verdad que
parece una mujer? ¿Verdad?--exclamó el estudiante feo, dirigiéndose
bruscamente á Zuanne.

--Sí, de veras es guapo...--dijo tímidamente éste, que no comprendía de
qué hablaban.

--¡Un millón de gracias!--contestó Anania inclinándose y quitándose el
sombrero.

--¡Ea, no te hagas el modesto! ¡Eres guapo!--repitió el estudiante
feo.--Vámonos á ver al director.

--Más tarde iré, pero no haré de mujer; ¡palabra de honor!

Cuando Zuanne se hubo marchado, fué á ver al director, pero no
quiso aceptar el papel de primera actriz en una comedia que iban á
representar en una función á beneficio de los estudiantes pobres.

--¡Yo también soy pobre! ¡Haced la comedia á beneficio mío!--dijo á sus
compañeros.

--¿Pobre tú? ¡No oís lo que dice! Vete al cuerno, tú eres más rico que
todos nosotros,--exclamó un estudiante, dándole un golpe en la espalda.

--¿Qué quieres decir?--preguntó Anania, amenazador, poniéndose sombrío
al solo pensamiento de que pudieran hacer referencia á la protección
del señor Carboni.

--Eres guapo, eres el primero de la clase,--dijo el otro
prudentemente.--Llegarás á ser juez, y todas las muchachas te querrán
comer como si fueras un _confite_...

Esta expresión, que Nanna repetía siempre, hizo reir á los demás
y calmó á Anania; pero mantuvo su palabra y no tomó parte en la
comedia. Y no se arrepintió de ello, porque la noche de la función
pudo presenciarla sentado en segunda fila, precisamente detrás de su
padrino (entonces Alcalde de Nuoro) á cuyo lado Margarita, con un traje
encarnado y un sombrero blanco, resplandecía como una llama.

El capitán de Carabineros, el secretario de la Subprefectura, el asesor
y el director del Gimnasio, estaban sentados en primera fila al lado
del Alcalde y su espléndida hija; pero ésta no parecía muy satisfecha
de la compañía, porque de vez en cuando volvía la cabeza mirando con
dignidad á los estudiantes y oficiales.

En el fondo de la sala, adornada con guirnaldas de hiedra y viburno,
antes iglesia del convento y hoy convertida en teatro en donde se
celebraban todas las grandes ceremonias nuorenses, ondulaba el telón
de percal, remendado á trechos, dejando ver parejas de estudiantes
que bailaban alegremente. Por fin se alzó el telón con gran trabajo y
empezó la comedia.

La escena se remontaba nada menos que á las Cruzadas y desarrollábase
en un vetusto castillo rodeado de torres por el invisible exterior; en
cuanto al interior, estaba amueblado con una sola mesa redonda y media
docena de sillas de Viena.


La fiel Hermenegilda, un estudiante que se había pintado la cara con
papel encarnado[26], metido en un vestido inmenso de la señora Carboni,
las piernas cruzadas indecentemente, bordaba una banda para el no menos
fiel Godofredo que luchaba en tierras lejanas.

--Se va á pinchar los dedos,--murmuró Anania, inclinándose hacia
Margarita.

Ésta se inclinó á su vez, poniéndose el pañuelo en la boca para sofocar
la risa.

El capitán de carabineros, que estaba sentado á su lado, volvió
lentamente la cabeza, y dirigió una mirada terrible al estudiante.
Pero Anania sentíase muy dichoso, y tenía locos deseos de reir y de
comunicar á Margarita toda la felicidad que su presencia le producía.

En el segundo acto, el conde Manfredo, padre de Hermenegilda, quería
que la muchacha olvidara á Godofredo y se casase con el rico barón de
Castelfiorito.

--«¡Padre mío!--decía la doncella, abriendo las piernas de un modo
lamentable.--¿Á qué me quieres obligar? Mientras el valiente Godofredo
languidece, tal vez, en una horrenda prisión, atormentado por el
hambre, la sed y...».

--...Los insectos _garibaldinos_...[27]--dijo Anania inclinándose
nuevamente hacia Margarita.

El señor capitán, que ya no podía más, porque aquella era la sexta
observación insolente del estudiante, se volvió del todo y le dijo con
desprecio:

--¡Á ver si se calla!

Anania se estremeció, se echó atrás, con una sensación parecida á la
que debe experimentar el caracol cuando al sentirse tocado se retira
dentro su concha; y durante unos momentos no vió ni oyó nada. «¡Á ver
si se calla!». Sí, él no podía bromear, no podía hablar; sí, lo había
comprendido perfectamente; ni siquiera podía alzar los ojos: era pobre,
hijo del pecado... «¡Á ver si se calla!». ¿Qué hacía allí, entre todos
aquellos señores, entre todos aquellos muchachos ricos y honrados?
¿Cómo le habían permitido la entrada? ¿Cómo se había atrevido á
inclinarse al oído de Margarita Carboni y cuchichearle frases vulgares?
Porque ahora comprendía toda la vulgaridad de las observaciones hechas.
Pero no podía hablar de otro modo el hijo de un almazarero y de una
mujer... «¡Á ver si se calla!».

Poco á poco fué tomando ánimo. Contempló con odio la roja nuca y la
cabeza calva del capitán, las puntas engomadas de sus bigotazos que
le sobresalían por detrás de las deformes orejas, y sintió un deseo
horrible de darle tantos puñetazos como pelos le quedaban en su odiosa
cabeza.

No oyéndole reir ni hablar, Margarita volvió un poquitín la cabeza y le
miró. Él seguía con la vista los movimientos de ella. Sus miradas se
encontraron, y ella se disgustó al verle triste, y él, advirtiéndolo,
le sonrió. Inmediatamente se pusieron alegres los dos. Ella volvió la
vista al escenario, pero _sentía_ que los ojos grandes y medio cerrados
de Anania, no cesaban de mirarla y sonreirle. Una ligera embriaguez les
envolvía.

Después de la comedia que, como es natural, terminó con las bodas de
Godofredo y Hermenegilda, se representó un sainetón que hizo reir de
buena fe al señor Carboni. También á Margarita y Anania les divirtió,
pero no se rieron. Margarita casi se llegó á enfadar viendo á su
padre reirse como un chiquillo, porque había leído que los grandes
personajes, cuando van al teatro, no miran al escenario y mucho menos
se ríen; y hubiese querido que su padre volviera las espaldas al
escenario, como hacía muy á menudo el secretario de la Subprefectura.

Era cerca de media noche cuando Anania acompañó á los Carboni hasta su
casa. El asesor, un médico viejo y charlatán, iba al lado del Alcalde,
contándole que un doctor norteamericano había descubierto que los
microbios son necesarios al organismo humano. Anania y Margarita iban
delante, riendo y tropezando con las piedras de la calle, oscura y en
malísimo estado. Grupos de personas pasaban, riendo y charlando.

La noche era oscura, pero templada y suave. Á intervalos, cual nota
lejana, llegaba, desaparecía y retornaba, un soplo de levante, una onda
de perfume silvestre del bosque lleno de humedad. Estrellas y planetas,
infinitos como las lágrimas humanas, brillaban en el cielo sin límites;
sobre el Orthobene, Júpiter resplandecía.

¿Quién no conserva entre los recuerdos de su primera juventud, alguna
de estas noches? Estrellas centelleando en la oscuridad de una noche
más luminosa que un crepúsculo, estrellas que no se miran pero que se
_sienten_, prontas á caer sobre nuestra frente. La Osa brillante, cual
carro de oro que nos espera para llevarnos á un lejano país de ensueño;
una calle oscura, la Felicidad muy cerca, tan cerca que podemos
estrecharla en nuestros brazos y no abandonarla nunca jamás.

Dos ó tres veces Anania sintió la mano de Margarita rozar la suya;
pero el solo pensamiento de cogerla y estrecharla, le pareció un
delito. Sentía como una especie de desdoblamiento moral. Hablaba, y le
parecía callar y pensar en cosas bien lejanas de las que decía. Andaba
y tropezaba, y le parecía que sus pies apenas tocasen el suelo. Reía,
y se sentía triste y pronto á llorar. Veía á Margarita á su lado, tan
cerca que le podía estrechar la mano, y la creía lejana, inaccesible
como el soplo del viento que llegaba y pasaba.

Ella reía y bromeaba con él. Anania había visto su desdeñosa tristeza
reflejada en los ojos de Margarita, pues le parecía que sólo podía
considerarle como á un perro fiel. «Si ella,--pensaba,--pudiese
imaginarse que me mata el deseo de cogerle una mano, gritaría
horrorizada como si sintiera la mordedura de un perro rabioso».

¿Qué se dijeron aquella noche estrellada, andando por la calle oscura,
hacia el viento perfumado? No lo recordó nunca; pero durante largo
tiempo tuvo presente la conversación entre el señor Carboni y el asesor
que hablaban de cosas indiferentes.

De pronto la voz nasal y aguda del médico calló. Margarita y Anania
se pararon, saludaron y volvieron á emprender la marcha, pero el
estudiante pareció despertar de un sueño. Volvió á sentirse solo,
triste, tímido, vacilante en la soledad de la calle oscura.

--¡Muy bien, muy bien!--dijo el Alcalde, que se había colocado entre
los dos jóvenes.--¿Te ha gustado la comedia?

--Es una estupidez,--sentenció Anania sin titubear.

--¡Braaavo!--exclamó maravillado el padrino.--¡Eres un crítico terrible!

--¡Son comedias que ya no deben ponerse! Pero como el director es un
fósil, no podía escoger otra cosa. ¡La vida, la vida no es aquello,
ni lo ha sido nunca! Y el teatro debe ser la vida; si no, resulta
ridículo. Si quería poner una cosa de la Edad Media, podía encontrar
algo menos estúpido, algo verdadero, humano, conmovedor. Leonor
D'Arborea que muere asistiendo á los apestados después de haber...

--Me parece, sin embargo,--observó bonachonamente el señor
Carboni, maravillado con la elocuencia de Anania,--y dispensa si te
interrumpo... me parece que nuestro teatro no se prestaría mucho á una
escena tan grandiosa.

--Podían haber puesto una comedia moderna, interesante. ¡Aquellas
estúpidas condesas ya han pasado de moda!--dijo Margarita tomando el
tono y acento de Anania.

--¡Bravo! ¡También tú! Sí, tenéis razón; debían haber puesto algo
más interesante y conmovedor; por ejemplo: la comedia de aquellos
americanos que cuando la mujer está de parto se meten en la cama, como
si también ellos fueran parturientes... ¿No habéis oído al asesor
cuando lo contaba?

Margarita se echó á reir. Anania también se rió, pero su risa se apagó
de pronto, como truncada por un pensamiento triste. Siguieron andando
en silencio.

--¡La verdad es que será preciso ocuparnos de los faroles! ¡Así no se
puede andar!--dijo el señor Carboni hablando bajo, como consigo mismo.
Después añadió en alta voz:--¿Qué has dicho que era el director?

--Un fósil.

--¡Bravo! ¡Y si voy y se lo digo!

--¡No me importa! De todos modos, el año que viene pienso marcharme.

--¿Ah, conque piensas marcharte? ¿Y á dónde?

Anania se puso colorado, recordando que no podía marchar sin la ayuda
del señor Carboni. ¿Qué significaba su pregunta? ¿No recordaba su
promesa? ¿Ó es que se burlaba? ¿Ó que quería hacer valer su protección,
teniéndole en ansia, dándole á entender que sin su ayuda no podía hacer
nada?

--No lo sé,--dijo en voz baja.

--¡Ah!--siguió diciendo el señor Carboni.--¿Quieres salir de aquí? ¿No
ves la hora de marchar? Marcharás, marcharás; quieres volar, agitas
las alas, ¡pobre pajarito! Pues bien, ¡sssst! ¡vuela!--Hizo el ademán
de soltar un pájaro y golpeó cariñosamente la espalda de su ahijado. Y
Anania dió un suspiro y se sintió ligero, alegre y conmovido como si
verdaderamente hubiese alzado el vuelo.

Margarita reía; y en el silencio de la noche su risa vibrante parecía á
Anania, convertido en pajarito, el misterioso temblor de una arboleda
florida que convidaba á posarse en ella para cantar.


                                NOTAS:

[25] _Barbagia._ Región montañesa de la Cerdeña. (N. del T.)

[26] Un papel encarnado empleado para fabricar flores artificiales,
con el cual se suelen teñir ó pintar la cara los muchachos mojándolo
previamente con agua ó saliva.

[27] _Insectos garibaldinos_: expresión figurada para indicar toda
clase de animales parásitos, piojos, chinches, pulgas, etc.




                                  VII


Avanzaba el otoño.

Eran los últimos días que Anania pasaba en su casa, y un cúmulo de
sentimientos le pesaba sobre el alma; sentía cada vez más intenso
el alegre impulso del pájaro que va á emprender el vuelo, pero una
secreta tristeza nublaba su alegría, le atormentaba un vago temor de lo
desconocido. Mientras se preguntaba cómo era el mundo hacia el cual se
lanzaba con el pensamiento, debía decir adiós lentamente, día por día,
al mundo humilde y triste en donde había pasado su incolora infancia,
sólo obscurecida por el lejano dolor del abandono de su madre, sólo
iluminada por el fantástico amor á Margarita. La estación, lánguida
y dulce, contribuía á ponerle más sentimental. El otoño velaba el
cielo de infinita dulzura, el horizonte desvanecíase tras las montañas
produciendo el efecto de un velo lácteo que medio ocultase, dejándolo
adivinar, un mundo de ensueños inefables.

En los verdi-rojizos crepúsculos, aclarados por rosadas nubes que
serpenteaban, desvanecíanse y volvían á aparecer sobre el cielo glauco,
Anania sentía los chasquidos y el olor de hierba seca quemada por los
labradores, y le parecía que algo de su alma se desvanecía con el humo
de aquellas melancólicas hogueras.

¡Adiós, adiós, huertos que miráis al valle; adiós ruido lejano del
torrente precursor del invierno; adiós canto del cuclillo anunciador
de la primavera; adiós, gris y salvaje Orthobene, con tus encinas
proyectadas sobre las nubes, como cabellos rebeldes de un gigante
dormido; adiós, montañas lejanas, rosadas y azules; adiós, hogar
tranquilo y hospitalario, cuartito perfumado de miel, de frutas y
de ensueños! ¡Adiós, humildes criaturas inconscientes de la propia
desdicha, viejo tío Pera vicioso, Efes y Nanna desventurados, Rebeca
infeliz, maestro Pane extravagante, locos, mendigos, delincuentes,
muchachas hermosas é ignorantes, chiquillos consagrados al dolor, gente
infeliz ó despreciable á las cuales Anania no tiene cariño alguno, pero
las siente unidas á su vida como el musgo á la roca, y que abandona con
alegría y pena!

¡Adiós, dulzura y luz sobre tantos dolores obscuros, arco iris rodeando
cual marco de perlas el agrietado cuadro de una miseria antigua y
eterna! ¡Adiós, Margarita!

Se acercaba el día de la marcha. Tía Tatana preparaba una infinidad de
cosas, y tenía presentes en la memoria muchas más; camisas, calcetines,
dulces, frutas, hogazas brillantes como el marfil, piezas de queso,
un pollo y doce huevos conservados en sal, vino, miel, y uvas pasas,
llenaban alforjas, cestas y cajones.

--¡Diablo!--observaba Anania,--¡parece que debe partir todo un ejército!

--¡Cállate, hijo mío! Cuando estés allá ya verás cómo nada te sobra.
Allá nadie se ocupará de ti, pobrecito mío; ¿cómo te arreglarás?

--No se preocupe, ya me arreglaré.

El almazarero y su mujer tenían largos coloquios secretos, y Anania
adivinaba el motivo; una tarde les vió salir juntos y estuvo ansioso
esperando su regreso.

Tía Tatana volvió sola.

--Anania,--dijo,--¿dónde has decidido marchar? ¿Á Cagliari ó á Sassari?

Hasta entonces había acariciado el sueño de pasar el mar; pero aquellas
palabras le hicieron comprender que alguien había acordado no dejarle
ir, por aquella vez, más allá de la costa sarda.

--¿Ha ido usted á casa del señor Carboni?--preguntó con cruel
amargura.--No lo niegue. ¿Va usted á tener secretos conmigo? Lo sé
todo. ¿Por qué no me deja marchar al continente? ¡Se lo restituiré todo!

--¡Bah! ¡bah! ¡bah!--exclamó tía Tatana, mortificada y adolorida por el
ímpetu de fiereza del estudiante.--¡Santa Catalina de mi vida! ¿Pero
qué cosas te figuras?

Anania suspiró, inclinó el rostro hacia un libro sin ver una sola
letra. La buena mujer se le acercó y apoyó una mano sobre su espalda.

--¿Qué contestas, hijo mío, Cagliari ó Sassari? ¿No has estado diciendo
siempre, hasta esta mañana misma, que querías ir á uno de estos dos
puntos? ¿Por qué quieres ahora marchar más allá? ¡Jesús mío! El mar es
una mala cosa. Dicen que se padece mucho y hasta pueden morirse. ¿Y si
hay tormenta? ¿No piensas en las tormentas?

--No sabe usted ni una palabra...--dijo Anania, enfadado, con la
vista fija en el libro y volviendo las páginas como si leyera
vertiginosamente.

--¡Lo dices tú!--prosiguió tía Tatana.--¡Son caprichos tuyos! ¿No se
estudia lo mismo en Cerdeña que en el continente? ¿Por qué quieres ir
allá...?

¡Ay! ¿Por qué quería ir allá? ¿Qué sabían ellos? ¿Era sólo para
estudiar que quería atravesar el mar? ¿Acaso, desde el primer
día--aquel día del dulce otoño--en que Bustianeddu le había acompañado
á la escuela, no había pensado en algo, que no era el estudio?

Las razones de tía Tatana calmaron algo su impaciencia.

--Mira, aún eres un chiquillo; ¿á los diez y siete años ya quieres
correr por el mundo? ¿Quieres morir en el mar, solo, lejos de todos
nosotros ó extraviarte en una ciudad que tú mismo dices que es más
grande que un bosque? Ahora te vas á Cagliari; el señor Carboni te
dará muchas cartas de recomendación; conoce á todo Cagliari; hasta
conoce un marqués. Ten paciencia. ¡Santa Catalina mía! Ya irás, ya irás
allá, cuando seas mayor. Tú eres como un lebrato apenas destetado, que
primero deja la madriguera para dar una pequeña vuelta hasta el muro de
la _tanca_; después vuelve, crece, se atreve á ir un poco más lejos, de
cada vez un poco más lejos, mira por donde puede ir y examina el camino
que debe recorrer. Ten paciencia. Piensa que estaremos muy cerca, que
podrás venir con más facilidad si hace falta. En las vacaciones de
Navidad podrás venir...

--¡Bueno, iré á Cagliari!--dijo Anania, ya calmado.

Al día siguiente empezó sus visitas de despedida. Al director del
Gimnasio, á un canónigo amigo de tía Tatana, al médico, al diputado,
y por último al sastre, al cafetero y al zapatero Francisco Carchide,
aquel joven guapo que tiempos atrás frecuentaba la almazara. Carchide
había hecho fortuna, no se sabía cómo ni cuándo; era dueño de una
hermosa tienda; tenía cinco ó seis oficiales, vestía casi de señor,
hablaba con afectación, ¡y se permitía bromear con las señoritas á
quienes calzaba!

--Adiós--dijo Anania, entrando en la tienda;--pasado mañana salgo para
Cagliari. ¿Quieres algo de por allá?

--¡Sí,--dijo uno de los oficiales, alzando su rostro risueño,--que
le mandes un anillo de diamantes porque debe casarse con la hija del
Alcalde!

--¿Y por qué no?--exclamó orgullosamente Carchide.--Siéntate, hombre.

Pero Anania, molestado por la broma, que le parecía un insulto á
Margarita, no quiso sentarse, y se despidió en seguida.

Al salir encontró en el portal al joven que la voz pública señalaba
como hijo del señor Carboni; un muchacho muy alto para su edad, algo
encorvado, pálido, de quijadas salientes y ojos azules, tristes,
ojerosos, muy parecidos á los de Margarita.

--Adiós, Antonino,--dijo el estudiante, mientras el otro le miraba
fijamente, con un relámpago de odio en su melancólica mirada.

Al volver á casa, Anania informó de todo á tía Tatana, quien, sentada
ante un hornillo, preparaba un dulce de corteza de naranja, almendras
y miel[28] que tenía que llevar de regalo á un personaje importante de
Cagliari.

--Oiga,--decía Anania,--el canónigo me ha regalado un escudo y el
médico dos liras. Yo no las quería...

--¡Ay muchacho, muchacho! Es costumbre regalar dinero á los estudiantes
cuando marchan por primera vez,--observó, removiendo y mezclando
cuidadosamente, con dos tenedores, las delgadas tiras de corteza de
naranja dentro del reluciente caldero de cobre.

Un fuerte olor de miel hirviente perfumaba la plácida cocina; por todas
partes asomaban los cestos amarillos preparados con provisiones para el
estudiante.

Anania sentóse junto á tía Tatana, puso el gato sobre sus rodillas y
empezó á acariciarle.

--¿Dónde estaré de hoy en ocho?--preguntaba pensativo.--¡Estáte quieto,
abajo la cola! El canónigo me ha echado un largo sermón.

--Te aconsejaría que confesaras y comulgaras antes de partir.

--Esto se hacía hace veinte años, cuando se iba á caballo á Cagliari,
empleando tres días en el viaje... Ahora ya no se hace,--contestó
maliciosamente.

--¡Ay hijito, qué malo eres! ¡Tú ya no crees en Dios! ¿Entonces, qué
será de ti en Cagliari, Santa Catalina mía? Espero que por lo menos
irás á visitar la Sea (catedral) donde, según dicen, hay tantos santos
que hacen milagros. En Cagliari la gente es muy religiosa; ¿tú no
hablarás mal de la religión, verdad que no?

--¡Me río yo de la gente de Cagliari!--protestó Anania.--Cada uno cree
lo que le parece y quiere; en el fondo del corazón adoro á Dios mucho
más que todos los hipócritas...

Estas palabras consolaron algo á la buena mujer, quien le contó el
episodio bíblico de Elías. Después le preguntó:

--¿Qué visitas has hecho?

Mientras él empezó á contar, el gatito se le subió sobre los hombros
y le lamía las orejas, produciéndole unas extrañas cosquillas que le
hacían, sin saber por qué, pensar en Margarita.

Cuando contaba la estúpida broma de Carchide, entró Nanna, á quien
tía Tatana había mandado á comprar confites chiquititos para adornar
el dulce. Apestaba á vino, llevaba la falda rota, enseñando por sus
agujeros las piernas leñosas y violáceas, y estaba más repugnante que
de costumbre.

--Toma,--dijo, sacando del pecho el paquetito de los confites,
quedándose para escuchar á Anania.

--¿Has oído?--exclamó ingenuamente tía Tatana.--Aquel asqueroso de
Francisco Carchide quiere casarse con Margarita Carboni.

--¡No es eso!--dijo Anania enfadado.--¡No entiende usted las cosas!

--Sí,--dijo Nanna,--ya lo sé; está loco. Ha pedido la mano de la hija
del médico: ¡quería una ú otra! Lo han echado á la calle á escobazos.
Y ahora quiere á Margarita, porque ha ido á tomarle medida para unos
zapatitos y le ha estrechado el pie...

--¡Debía haberle dado un puntapié!--gritó Anania levantándose de un
salto, con el gatito agarrado al cuello.--¡Un puntapié en las narices!

Nanna le miró; sus ojillos brillaban de un modo extraño.

--Eso es lo que yo decía,--dijo, abriendo el paquetito con sus manos
temblorosas.--También hay un militar, un oficial ó un general, que
quiere casarse con Margarita. Pero yo digo: no, ella es una rosa y
debe casarse con un clavel... Toma uno,--añadió acercándose á Anania y
alargándole los confites; pero él dió un paso hacia atrás, mientras el
gatito trataba de meter sus patitas en el paquete.

--¡Apesta usted como un tonel! ¡Fuera de ahí!

Nanna tropezó; algunos confites cayeron y rodaron por el suelo.

--¡Clavelito mío!--dijo cariñosamente, á pesar de las palabras duras de
Anania.--¡Tú eres el clavel de Margarita! ¿De modo que te marchas? Ve,
estudia y vuelve hecho un señor doctor.

Anania se inclinó hacia el suelo para recoger los confites; después se
echó á reir y dijo todo contento:

--Así me cogerán las muchachas, ¿verdad?

Y se puso á bailar con el gatito entre los brazos. Pero de pronto se
puso sombrío.

¿Quién sería el militar que quería casarse con Margarita? ¿Tal vez
aquel capitán que en el teatro le había dicho con desprecio: «¡Á ver si
se calla!»? De pronto pasó por su mente una visión horrible: Margarita
esposa de un hombre joven y rico. ¡Margarita perdida para siempre!

Colocó el gatito en el suelo, huyó á encerrarse en su cuarto y se asomó
á la ventana. Parecíale que se ahogaba. No había tenido celos jamás, ni
nunca había pensado que Margarita pudiese casarse tan pronto.

--No, no,--pensaba, estrechando y sacudiendo su cabeza entre las
manos;--no debe casarse. Es necesario que espere, hasta que... ¿Por qué
debe esperar? Yo no podré casarme nunca con ella. Soy un bastardo, soy
el hijo de una mujer perdida. Yo no tengo más misión que buscar á mi
madre y sacarla del abismo en que se encuentra... Margarita no puede
descender hasta mí; pero hasta que no haya terminado mi misión tengo
necesidad de ella, como de un faro. _Después_ podré morir contento.

Pero no pensaba que su _misión_ podía prolongarse indefinidamente y sin
éxito, y le parecía monstruosa la idea que renunciando á su _misión_
hubiese podido esperar en el amor de Margarita.

El pensamiento de encontrar á su madre crecía y se desarrollaba en él,
palpitaba con su corazón, vibraba con sus nervios, se infiltraba en su
sangre, sólo podía arrancarlo la muerte; y precisamente pensaba en la
muerte de su madre, al desear que aquel encuentro no tuviese lugar;
pero esta solución, mejor dicho, el deseo de esta solución, le parecía
una gran vileza.

Más tarde se preguntaba si había sido su naturaleza sentimental quien
había creado el pensamiento de su _misión_, ó si este pensamiento
había formado su naturaleza sentimental; pero la víspera de su marcha
aceptaba sus sensaciones y sentimientos sin analizarlos; y aceptándolos
de este modo, como si fuera un chiquillo, arraigaban con más fuerza
en su alma y en su cuerpo, de tal modo, que ninguna lógica y ningún
razonamiento hubiesen podido arrancárselos después.

Pasó una noche febril. ¡Cuán lejos aquel tiempo en que se contentaba
con ver á Margarita por los pequeños senderos del huerto, casi sin
fijarse en el color de sus cabellos y en las formas de su cuerpo!
Entonces soñaba cosas fantásticas, raptos, encuentros, fugas á lugares
misteriosos, hasta á las blancas llanuras de la luna; pero si le
hubiesen dado la noticia de su casamiento no habría sufrido. Una vez
proyectó convencerla de que debía seguirle á lo alto de una montaña;
allí tomarían un veneno que no deformase los cadáveres; se acostarían
sobre una roca, sobre una alfombra de hiedra y flores, y morirían
juntos; y durante aquel sueño no se había presentado ni siquiera el
deseo de un beso, de un apretón de manos.

Después vino el sueño idílico de la fuente de Fonni, el beso, el
abandono de Margarita; y más tarde la noche del teatro, durante la cual
la proximidad de sus cabellos, de sus ojos, de su cuerpo, le habían
producido embriagueces sutiles.

Y ahora sufría al pensar que podía ser de otro; y en su sueño febril,
se afanaba por escribirle una carta desesperada, que no lograba
terminar nunca, cuando recordó haber compuesto, en dialecto, un soneto
para ella y pensó en mandárselo.

Despertó, se levantó y abrió la ventana. El alba se acercaba. En el
cielo límpido, una estrella, grande, rojiza, tramontaba tras una punta
negra del Orthobene, cual lucecita que se apaga sobre un candelabro de
piedra. Cantaban los gallos, contestándose en una contienda de roncos
gritos, y parecían enfadados unos contra otros por lo que cantaban, y
todos juntos contra la luz que no acababa de llegar. Anania miraba el
cielo bostezando; de pronto un calofrío le sacudió de pies á cabeza.
¿Qué le pasaba? Algo quería escapársele del alma, y quedar bajo aquel
cielo, ante aquellas montañas salvajes cuyas crestas servían de
candelabros á las estrellas. Cual caminante, que agobiado por una carga
demasiado pesada, quiere dejar parte de ella para proseguir su camino,
él sentía necesidad de confiar parte de su secreto á Margarita. Cerró
la ventana y sentóse ante la mesita, temblando y bostezando.

--¡Qué frío!--dijo en voz alta.

El soneto estaba ya copiado, con su mejor letra, en una hoja de papel
color de rosa con fajas transversales violadas: llevaba un título
elocuente: «Margarita» y desarrollaba una especie de apólogo no menos
elocuente.

«Una hermosísima margarita crecía en un verde prado. Todas las demás
flores la admiraban, y más que ninguna un ranúnculo pálido y humilde,
crecido á su lado y que moría de amores por su bella vecina. En un
espléndido día de primavera, una chiquilla hermosísima se paseaba por
el prado; de pronto arranca la margarita, la besa, la coloca sobre
su mórbido seno, y sin fijarse, sin darse cuenta, aplasta al pobre
ranúnculo que, viéndose sin su vecina adorada, recibe gustoso la
muerte».

Al releer los versos el poeta sintió un triste despecho, al ver en
lugar de la simbólica chiquilla un capitán de carabineros de largos
bigotazos; dobló el papel, lo metió en un sobre, pero estuvo largo rato
indeciso pensando si debía cerrarlo ó no. ¿Qué se figuraría Margarita?
¿Recibiría ella misma el soneto? Sí, porque siempre que el cartero
llamaba al portón con tres golpes terribles, que parecían dados por
la férrea mano del destino, Margarita corría á recibir el correo. El
cartero pasaba al medio día y á la noche; era preciso buscar una hora
en que ella estuviese en casa. Al medio día con toda seguridad estaba;
entonces era preciso echar la poética carta en seguida.

Una agitación febril se apoderó de Anania; fuera de la determinación
tomada, no veía ni entendía nada. Cerró la carta, salió y echó á
andar como un sonámbulo por las callejas oscuras y desiertas. ¿Qué
hora era? No lo sabía. Tras los muros de los patios, en los rústicos
sotechados de las campesinas casas los gallos continuaban sus cantos
despechosos; el aire húmedo olía á rastrojo; una pobre hornera de pan
de cebada que iba ó volvía de cumplir su fatigoso oficio, atravesó una
callejuela; las pisadas de dos carabineros, altos y negros, resonaron
siniestramente en el empedrado del Corso; después nadie.

Anania iba pegado á la pared, por miedo de ser conocido á pesar de
la oscuridad, y apenas hubo echado la carta apretó á correr. Volvió
á ver los carabineros en el fondo de una calle, dió la vuelta y se
encontró, casi sin advertirlo, en su prehistórico barrio. Pero no entró
en su casa; se ahogaba, tenía necesidad de aire, de espacio, y echó á
correr, con el sombrero en la mano, hacia la carretera; al llegar á
ella no sintió alivio alguno; el horizonte estaba cerrado, el valle
oscuro. Salió de la carretera monte arriba, y sólo cuando se encontró
al pie del Orthobene respiró á sus anchas, abriendo las narices como un
potrillo que ha escapado de un lazo. Tenía deseos de gritar de gusto
y alegría. Clareaba; tenues velos azulados cubrían los grandes valles
llenos de humedad, las últimas estrellas se apagaban. Sin saber por qué
Anania repetía unos versos:

    Caras estrellas de la Osa, yo no creía...

y procuraba apartar de su pensamiento lo que acababa de hacer, al
propio tiempo que se sentía feliz por ello, feliz hasta el delirio.

Empezó la subida del Orthobene, arrancando hojas, lanzando piedras
y riendo; parecía loco. El césped perfumaba el aire; tras el enorme
acantilado cerúleo del monte Albo se teñía el cielo de un color rosa
violáceo. Anania se paró sobre una roca, contemplando la intensa mancha
azulada de las lejanas montañas heridas por el delicado reflejo de la
aurora, y de pronto se quedó pensativo.

¡Adiós! Mañana estaría más allá de aquellas montañas, y Margarita
pensaría en vano en quién podría ser el desconocido ranúnculo que tanto
la amaba.

Un paro-carbonero cantó en su nido hecho en el corazón de una encina,
poniendo en su nota temblorosa la impresión de soledad del lugar y de
la hora; el muchacho sintió repercutir aquella nota en su interior,
y recordó el canto de otro pajarito entre el húmedo follaje de un
castaño, en una lejana mañana de otoño, allá, allá arriba, en una de
aquellas montañas del horizonte, tal vez en aquella mancha de allá
enfrente rosada por la aurora; y junto á una mujer melancólica, vió
á un niño que bajaba el monte alegremente, ignorante de su triste
porvenir.

--¡También ahora,--pensó entristeciéndose,--también ahora marcho
alegremente, sin saber lo que me espera!

                   *       *       *       *       *

Volvió á su casa pálido y triste.

--¿Dónde has estado, _galanu meu_? ¿Por qué has salido antes del
alba?--preguntó tía Tatana.

--¿Está el café?--dijo ásperamente.

--Toma el café. ¿Pero qué tienes, corazoncito mío? Estás pálido;
tranquilízate, cálmate antes de ir á casa del padrino. ¿Cómo? ¿Dices
que no? ¿No irás esta mañana á ver al padrino? ¿Qué miras? ¿Hay alguna
hormiga en el café?

Miraba fijamente la tacita roja fileteada de oro que servía para él
exclusivamente. Adiós, tacita; mañana el último día, y después adiós.
Las lágrimas le subían á los ojos.

--Ya iré más tarde á ver al padrino; ahora terminaré de arreglar la
ropa,--dijo bajo, bajito, como si hablara con la taza.

--¿Y si no nos volviéramos á ver?--preguntó.--¿Si me muriera antes
del regreso? Tal vez fuera mejor. ¿Por qué vivir tanto tiempo? Ya que
debemos morir, es mejor morir cuanto antes.

Tía Tatana le miró; hizo la señal de la cruz en el aire y dijo:

--¿Has tenido un mal sueño esta noche? ¿Por qué dices estas cosas,
_corderito sin lana_? ¿Te duele la cabeza?

--¡No comprende usted las cosas!--exclamó, poniéndose de pie.

Subió á su cuarto y empezó á colocar en una pequeña maleta los libros
y los objetos más queridos; de vez en cuando volvía los ojos hacia
la ventana abierta en cuyo fondo veíase un trozo de cielo otoñal que
producía el efecto de un bonito cuadro; una llanura blanquecina con
unos lagos azules.

¿Qué vería desde la ventana del cuarto que en Cagliari le esperaba?
¿El mar? ¿El mar de veras, la inmensidad infinita del agua azul bajo la
infinita inmensidad del cielo azul? Todo aquel azul, el que veía y el
que le esperaba, le tranquilizó; se arrepintió de haber entristecido á
tía Tatana. ¿Pero qué culpa tenía él? Sí, veía que era ingrato, pero
los nervios son los nervios y no es posible mandar en ellos. ¡Pero él
no quería ser ingrato del todo, no! Y... planta la maleta, libras y
cajitas, se precipita en la cocina, donde la buena mujer está barriendo
con aire entre melancólico y filosófico, tal vez pensando en las
fúnebres palabras del «corderito sin lana», y se le echa encima, la
estrecha entre sus brazos á ella y á la escoba, y la arrastra consigo
en una vuelta de baile vertiginoso.

--¡Ah, mala cabeza! ¿qué te pasa?--grita la vieja, llena de alegría.

Pero Anania no le contesta y se marcha corriendo é imitando los
resoplidos de un tren.

Terminado el equipaje fué á despedirse de los vecinos, empezando por
maestro Pane. La tienda del viejo carpintero, casi siempre llena de
gente, estaba desierta, y el estudiante tuvo que esperar un rato,
sentado sobre el escalón del portal, con los pies metidos entre las
abundantes virutas que cubrían el piso. Un ligero soplo de viento
entraba por la puerta, agitando las grandes telarañas del techo
cubiertas de serrín.

Al fin llegó maestro Pane. Llevaba una vieja chaqueta de soldado, de la
cual cuidaba en extremo los botones, siempre brillantes, y sonrió con
alegría infantil cuando Anania le dijo que parecía un general.

--¡Aún conservo el quepis!--dijo gravemente.--Me lo pondría si no fuera
porque los chiquillos se ríen. ¿De modo que te marchas, hijito? ¡Que
Dios te acompañe y te ayude! Yo no puedo regalarte nada!

--¡Pues no faltaba más!

--¡El corazón lo desea, pero no es bastante! Cuando seas doctor te haré
una escribanía; ya tengo el modelo. ¡Ahora verás!

Y buscó un catálogo, cuidadosamente oculto bajo un banco, y enseñó al
estudiante una espléndida escribanía con columnitas y calados.

--¿Qué? ¿no me crees capaz?--dijo, ofendido, advirtiendo que Anania se
sonreía.--¡Tú no conoces á maestro Pane! Yo no he construido muebles
de lujo porque no he tenido dinero, pero no faltaba más que yo no
supiera...

--¡Lo creo, lo creo!--dijo Anania.--Pues cuando sea doctor y rico, le
encargaré todos los muebles de mi palacio...

--¿De veras?--exclamó el pobre giboso alegrándose. Después preguntó,
hojeando el catálogo:--¿Y cuántos años te faltan aún?

--¿Quién sabe? Diez, quince...

--¡Son demasiados! Estaré en el cielo, en la tienda del glorioso San
José (á pesar de la broma, se persignó devotamente). ¿Dime,--prosiguió,
señalando una lámina del catálogo:--dime qué significa muebles es-ti-lo
Lu-is quin-ce?

--Era un rey...--empezó á decir Anania.

--¡Toma! Esto lo sé,--respondió prontamente maestro Pane, con maliciosa
sonrisa en su boca sin dientes.--Era un rey á quien gustaban mucho las
muchachas...

--¡Maestro Pane!--exclamó Anania maravillado,--¿cómo lo sabe usted?

El vejete empezó á reir, quitándose la chaqueta y plegándola
cuidadosamente.

--¿Y qué?--dijo, fingiendo ingenuo asombro, para no turbar la inocencia
de Anania,--¿porque uno es ignorante no debe saber nada de nada? Aquel
rey era aficionado á jugar con las chiquillas, como la reina Ester
cogía espigas y paseaba por los campos, y Víctor Manuel se entretenía
cavando en el huerto...

Pero Anania era más listo que maestro Pane, y preguntó con fingida
ingenuidad:

--¿Pero usted ha estudiado?

--¿Yo? Ya quería, pero no pude; hijo mío, no todos nacen bajo una buena
estrella como tú.

--¿Entonces cómo sabe todas estas historias?

--¡Demonio! ¡Las he oído contar! La historia de la reina Ester se la he
oído á tu madre, y la del rey á Pera _Sa Gattu_...

Anania marchóse asustado, recordando una historieta que muchos años
atrás contó Nanna, una noche en invierno, en la almazara.

Llamó á la puerta de Nanna, pero el viejo loco, sentado en una piedra
de por allí cerca, le dijo que no estaba en casa.

--Yo también la espero,--añadió,--porque Jesucristo me dijo ayer tarde
que tenía necesidad de una criada.

--¿Dónde le encontró?

--En la callejuela... allá abajo,--señaló el loco;--llevaba un capotón
y los zapatos rotos. ¿Oye Nania Atonzu, por qué no me das un par de
zapatos viejos?

--Serían demasiado estrechos,--dijo el estudiante mirándose los pies.

--¿Y por qué no vas descalzo? ¡_Que una bala te atraviese el
bazo_!--gritó el loco, amenazador, frunciendo sus erizadas cejas grises.

--Adiós,--dijo Anania, sin contestar á su amenaza,--me marcho mañana á
continuar mis estudios.

Los ojillos azules del viejo tomaron una expresión maliciosa.

--¿Vas á Iglesias?

--No, á Cagliari.

--En Iglesias hay muchos vampiros y comadrejas. Adiós, dame la mano.
Así, valiente; no tengas miedo, no te como. ¿Y tu madre por dónde anda?

--Adiós. Conservarse,--dijo Anania, apartando su manecita de la manaza
dura del loco.

--También yo me marcho,--dijo el viejo.--Voy á un sitio donde se comen
cosas muy buenas; habas, tocino, lentejas y mondongo de oveja.

--¡Buen provecho!--dijo Anania.--¡Adiós!

Anania se despidió de los demás vecinos, hasta de la mendiga, que le
recibió en una habitación muy limpia y le obsequió con una taza de buen
café.

--¿Irás á ver á Rebeca?--le preguntó con envidia.--¡Aquella estúpida se
ha puesto á mendigar! ¿No le da vergüenza, una muchacha joven? ¡Díselo
tú!

--¡Está llena de llagas!... apenas puede andar...--observó Anania.

--No. Está curada. ¿Qué miras? Es una hoz de segador.

--¿Por qué está colgada detrás de la puerta?

--Porque el vampiro, cuando entra en la casa, se pone á contar los
dientes de la hoz, y como sólo puede llegar al número siete, tiene que
volver á empezar, y así llega el día, y apenas ve la luz, escapa. ¿Te
ríes? Sin embargo es verdad. ¡Que Dios te bendiga!--dijo la pobre,
acompañándole hasta la calle.--Buen viaje; ¡á ver si honras al barrio!

Anania entró en casa de Rebeca; parecía una chiquilla, á pesar de sus
veinte años, lívida, calva, acurrucada en un rincón oscuro, como una
fiera enferma en su cubil. Al ver al estudiante se ruborizó, y toda
temblorosa le ofreció, en una tosca fuente, un racimo de uva negra.

--Tómelo... balbuceó.--No puedo ofrecerle otra cosa.

--¿Y por qué no me tuteas?--exclamó Anania, arrancando un grano del
racimo.

--¡No soy digna! ¡No soy como Margarita Carboni! ¡soy una infeliz
desgraciada!--dijo animándose.--¡Tome, tome todo el racimo! Está
limpio; ¡yo no lo he tocado! Me lo trajo tío Pera _Sa Gattu_.

--¿Tío Pera?--preguntó Anania, recordando con desagrado la historieta
de maestro Pane.

--¡Sí, pobrecito! Siempre se acuerda de mí, y todos los días me trae
algo. El mes pasado estuve muy mal porque se me volvieron á abrir las
llagas, y tío Pera trajo al médico y las medicinas. ¡Ah!, hace por mí
lo que hubiese hecho mi padre si... ¡Pero me abandonó! ¡No hablemos de
ello!--dijo Rebeca, advirtiendo que había tocado una tecla dolorosa
para Anania.--¿No toma el racimo? Mire que está limpio.

--¡Ea, dámelo!--exclamó el estudiante.--¿Pero dónde lo meto? Espera, lo
envolveré en este periódico. Ya sabes que marcho mañana á Cagliari para
continuar mis estudios. Hasta la vuelta; que te pongas buena.

--¡Adiós!--dijo ella, con los ojos llenos de lágrimas.--¡También yo
quisiera partir!

Anania salió, y viendo en la puerta de la taberna á la hermosa Ágata se
acercó para despedirse.

Apenas le vió, la muchacha empezó á sonreirle con sus ojos brillantes,
y á decirle adiós con la mano.

--¡Sí, sí, adiós!--dijo él acercándose y alargándole la suya.

--Estabas haciendo el amor á aquel montón de podredumbre?--preguntó la
muchacha, señalando á Rebeca, que estaba asomada á la puerta.--Aléjate,
que apestas horriblemente.

Anania se estremeció, pensando instintivamente en Margarita.

--¿Sabes,--prosiguió Ágata, riendo y mirándole voluptuosamente,--sabes
que tiene celos de mí? ¡Mira, cómo mira! ¡Estúpida! Siempre piensa en
ti, porque el año pasado, en los estrechos saliste con ella.

--¡Ya lo sé!--dijo aburrido.--Marcho mañana: adiós. ¿Tienes algo que
mandarme?

--¡Que me lleves contigo!--dijo con vehemencia.

Un pastor, que acababa de tragarse un vaso de aguardiente, salió de la
taberna y pellizcó á la muchacha.

--¡_Las manos siccas_[29], pelagatos!--gritó Ágata.

Después llevó á Anania dentro de la taberna y le preguntó qué quería
tomar.

--Nada, adiós, nada.

Pero Ágata le llenó un vaso de vino blanco, y mientras él bebía, ella
apoyábase lánguidamente en el banco, miraba hacia fuera y decía:

--Yo también pienso ir pronto á Cagliari; apenas tenga un vestido nuevo
y unos botones de oro para la camisa iré á Cagliari á buscar casa. Así
nos podremos ver... ¡Demonio! por allí viene Antonino; se quiere casar
conmigo y está muy celoso de ti. ¡Ay, rico mío! Adiós, márchate...

Y así diciendo se echó sobre él con un salto felino y le besó
ardientemente en la boca; después le empujó hacia la puerta, y él salió
aturdido y turbado; y encontrando nuevamente á Antonino comprendió el
por qué de su mirada de odio.

Durante unos minutos anduvo sin darse cuenta de nada: le parecía haber
besado á Margarita y el deseo de verla le daba calofrío.

--¡Ay!--gritó de pronto, encontrándose entre los brazos de una mujer.

--¡Hijito de mi corazón!--dijo Nanna, llorando cómicamente, y
entregándole un paquetito.--¿De modo que te marchas? El Señor te
acompañe y te bendiga como bendice la espiga del trigo. Aún nos
volveremos á ver, pero entretanto toma esto... y no lo rehúses, porque
me moriría de pena...

Para que no se muriera tomó el paquetito de Nanna; después se
estremeció sintiendo sobre su mejilla una cosa viscosa y un aliento
apestante de aguardiente.

--Mira,--balbuceó Nanna, después de haberle besado,--no he podido
resistir la tentación. Límpiate la cara; no, no te mancharán los besos
perfumados como el clavel, de las muchachas rubias como el oro, que te
cogerán como si fueras un confite.

Anania no protestó, pero aquel terrible choque con la realidad le
devolvió el equilibrio, borrando la sensación ardiente del beso de
Ágata. Al regresar á su casa abrió el paquetito que contenía trece
sueldos, y empezó á hacerlos sonar entre las manos.

--¿Has ido á ver al padrino?--preguntó tía Tatana.

--Iré dentro de un rato, después de comer.

Pero después de comer salió al corral y se tumbó sobre una estera,
bajo el saúco, al rededor del cual zumbaban abejas y moscas. El aire
era templado. Por entre las ramas Anania veía grandes nubes blancas
atravesar el cielo azul; miraba, y sentía caer de aquellas nubes una
dulzura infinita; parecía una lluvia de leche tibia. Lejanos recuerdos,
errantes y cambiantes como las nubes, apenas rozaban su mente, confusos
con las impresiones recientes. Recuerda el paisaje melancólico,
vigilado por los sonoros pinos, donde su padre ara la tierra para
sembrar el trigo del amo. Los pinos recuerdan, con su ruido, la voz
del mar. El cielo es profundo, tristemente azul. Anania recuerda unos
versos... ¿de quién?... ¿De Baudelaire?[30]: «Sus ojos son azules,
vacíos y profundos como el cielo». ¿Los ojos de Margarita? No: ofende
á Margarita pensando de este modo; pero entretanto es feliz por saber
versos tan originales... «Sus ojos son azules, profundos y vacíos como
el cielo».

¿Quién pasa por detrás del pino? El cartero de rojos bigotes. Sobre la
cabeza lleva una corneja con las alas abiertas, que golpea fuertemente
con el pico la frente del pobre hombre. ¡Pum, pum, pum! Margarita corre
á abrir la puerta, toma la carta rosa con manchas verdes, y emprende
el vuelo. Anania quiere seguirla, pero no puede. No puede moverse, no
puede hablar; y de pronto se acerca el cartero y le sacude...

--¡Ya son las tres, hijo mío! ¿Cuándo piensas ir á casa del
padrino?--preguntó tía Tatana sacudiéndolo.

Se puso en pie de un salto, con un ojo todavía cerrado, con una mejilla
pálida y la otra encarnada.

--¡Qué sueño tengo!--dijo desperezándose.--Esta noche pasada apenas he
dormido. Ahora iré.

Se fué á lavar; se peinó, perdiendo media hora en sacarse la raya á un
lado, después en medio, después en hacerla desaparecer. El corazón le
palpitaba de angustia.

--¿Qué me pasa? ¿Qué demonios es esto?--pensaba, queriendo dominarse y
no consiguiéndolo.

--¿Aún estás aquí? ¿Cuándo vas á marchar?--le gritó la anciana desde el
corral. Él se asomó á la ventana y preguntó:

--¿Qué debo decirle?

--Que mañana te vas; que te portarás bien; que siempre serás obediente
y respetuoso...

--¡Amén! ¿Y él qué me dirá?

--Te dará buenos consejos.

--No me hablará de aquello...

--¿Qué es aquello?

--¡De la cuestión de los cuartos!--dijo, bajando la voz, con la mano á
guisa de bocina.

--¡Pobrecito!--contestó la buena mujer, alzando los brazos.--¿Y tú qué
tienes que ver con ello? ¡Tú no sabes nada!

--Bueno; entonces voy...

Pero antes fué á ver á Bustianeddu, después al huerto para despedirse
de tío Pera y hasta de los higos chumbos, de los cardos, del panorama,
del horizonte... Encontró al vejete tumbado sobre la hierba con la
tranca á su lado como si ésta también descansara.

--Al fin me marcho, tío Pera; adiós, conservarse y divertirse,--dijo el
estudiante, burlándose del hortelano.

--¿Eh?--preguntó éste, que se volvía sordo y ciego.

--¡Que me voy!--gritó Anania.--Voy á Cagliari á estudiar...

--¡Ah! ¡El mar!... Sí, en Cagliari hay el mar. ¡Que Dios te acompañe y
te bendiga, hijo mío! El pobre tío Pera no tiene nada que regalarte,
pero rezará por ti...

Anania se arrepintió de haberse burlado del pobre viejo, que, á pesar
de todo, hacía limosna á Rebeca.

--¿No me encarga usted nada?--preguntó, encorvándose apoyando las manos
sobre las rodillas.

El viejo se incorporó, le miró fijamente y sonrió:

--¿Qué quieres que te encargue? ¡También yo voy á partir!

--¿Usted también?--exclamó el estudiante, riéndose de que todos, hasta
los viejos decrépitos, tenían la manía de marchar.

--¡Yo también!

--¿Y á dónde, tío Pera?

--¡Ah! ¡Á un país muy lejano!--contestó el viejo extendiendo la mano
hacia el horizonte.--¡Á la eternidad!

                   *       *       *       *       *

Ya muy tarde, después de haber pasado y repasado por delante las
ventanas de Margarita sin poderla ver, Anania entró y preguntó por su
padrino.

--No hay nadie en casa. Espérate, que no pueden tardar en volver,--dijo
la criada con aire arrogante.--¿Por qué no has venido antes?

--Porque hago lo que me da la gana,--contestó entrando.

--¡Claro, es preferible perder el tiempo con aquella asquerosa de Ágata
que venir á dar las gracias á sus bienhechores!

--¡¡Eh!!--exclamó despreciativamente, apoyándose en el marco de la
ventana del despacho.

¡Ah! La criada le humillaba como en aquella noche lejana, cuando
acompañado de Bustianeddu había ido á pedir una taza de caldo. Nada
había cambiado; seguía siendo lo mismo, un siervo, un protegido.
Lágrimas de rabia le humedecieron los ojos.

--¡Pero yo soy un hombre!--pensó.--Puedo renunciar á todo, labrar la
tierra, sentar plaza, y no ser un miserable. Me voy.

Y se separó de la ventana; pero pasando por junto la escribanía
iluminada por la luna, descubrió, entre las cartas echadas encima, de
cualquier manera, un sobre color de rosa con manchas verdes.

La sangre le subió á la cabeza; las orejas le ardieron, sacudidas
por una vibración metálica; inconscientemente se inclinó y cogió el
sobre. Sí, era su sobre, roto y vacío. Le pareció tocar unos despojos,
sagrados para él, que habían sido violados y dispersos. ¡Ay! Todo, todo
había acabado; su alma había sido vaciada y desgarrada como aquel sobre.

De pronto una luz viva inundó el cuarto; vió entrar á Margarita, y
apenas tuvo tiempo de dejar caer el sobre, pero advirtió que ella había
adivinado su acción y una gran vergüenza se unió á su pena.

--¡Buenas noches!--dijo Margarita colocando la luz sobre la
escribanía.--Te han dejado á oscuras.

--¡Buenas noches!--murmuró, decidido á tener una explicación y después
marchar para no volver nunca más.

--Siéntate.

Él la miraba fijamente con ojos espantados. Sí, sí, era Margarita, pero
en aquel momento la odiaba.

--Dispénsame,--empezó á decir balbuciente.--Ha sido sin querer, no soy
un miserable, pero he visto el... el sobre (y lo tocó con el dedo) y no
he podido resistir... Lo iba á guardar...

--¿Es tuyo?

--Es mío.

Margarita se ruborizó, mientras Anania, libre de un gran peso,
empezaba á ver claro y razonar. Su orgullo, ofendido por la vergüenza
sufrida, le aconsejaba que dijera que todo había sido una broma; ¡pero
Margarita, con su vestido de paseo, con un cinturón verde brillante,
estaba tan guapa, que el ímpetu de odio desapareció por completo!
Anania sentía deseos de apagar la luz, y al quedar solos y alumbrados
por la luna, caer á sus pies llamándola con los nombres más dulces;
pero no podía, no podía, aun cuando advertía que también ella alzaba y
bajaba los ojos con delicioso espanto, en espera de un grito de amor.

--¿Lo ha leído tu padre?--preguntó en voz baja.

--Sí; y se reía,--contestó, conmovida.

--¿Se reía?...

--Sí, se reía. Por fin me dió el papel y dijo: «¿Quién diablo será?»

--¿Y tú? ¿Y tú?

--Yo...

Hablaban bajo, ansiosos, rodeados del misterio de una deliciosa
complicidad; pero de pronto Margarita cambió de voz y aspecto.

--¡Papá; está aquí Anania!--exclamó, corriendo hacia la puerta, y
saliendo rápidamente, mientras Anania volvía á caer en una turbación
grandísima.

Sintió la mano caliente y blanda del padrino estrecharle la suya, y vió
los ojos azules y el brillo de la cadena de oro, pero no pudo recordar
nunca los buenos consejos y las bromas que le prodigó aquella noche el
padre de Margarita.

Una amarga duda le atormentaba. ¿Margarita había ó no, comprendido el
verdadero sentido del soneto? ¿Cuál era su opinión? No había dicho
nada acerca de ello, en los preciosos momentos que tan estúpidamente
había dejado escapar. Su aspecto de turbación no le satisfacía; no era
bastante claro. No, él quería saber algo más, saberlo todo...

--¿Y qué?--se preguntó con tristeza.--Nada. Todo es inútil. Aun cuando
hubiese comprendido, aun cuando ella le quisiera... ¡Todo aquello eran
tonterías! ¡Todo era inútil! Un vacío inmenso le rodeaba, y en él la
voz del señor Carboni se perdía sin ser escuchada, como en un desierto
infinito.

--¡Alégrate y no pienses más que en estudiar!--terminó diciendo el
padrino, viendo que Anania suspiraba.--¡Alégrate, pues! ¡Sé hombre, y á
ver cómo te portas!

Margarita entró acompañada de su madre, quien prodigó al estudiante
su parte de consejos dándole ánimos. Margarita iba y venía; se había
arreglado coquetonamente el pelo, dejándose un rizo en la sien
izquierda, y, lo que es más importante, ¡se había empolvado! Los ojos y
los labios deslumbraban; estaba hermosísima, y Anania la seguía con la
mirada delirante, pensando en el beso de Ágata. Tal vez ella comprendió
y fué atraída por la fascinación de aquella mirada, porque al marcharse
le acompañó hasta el portón. La luna iluminaba el patio, como en
aquella lejana noche, en que su aspecto altivo, pero al propio tiempo
suave, había despertado en el niño la conciencia del deber; también
entonces aparecía altiva y suave, y caminaba ligera, con un rumor de
alas, pronta á emprender el vuelo. ¡Ah! era de veras un ángel, y Anania
creía seguir soñando, y la veía volar y desaparecer sin que él pudiese
alcanzarla; y el deseo de estrecharle la cintura sutil, adornada con la
cinta brillante, le producía vértigos.

--¡No la veré nunca más! Caeré muerto apenas cierre el portón,--pensó,
cuando llegaron al límite fatal.

Margarita tiró de la cadena, y se volvió alargando la mano al
estudiante. Estaba muy pálida.

--Adiós... Te escribiré...--murmuró.

--Adiós,--dijo él, temblando de alegría.

Y el contacto de sus manos hizo, seguramente, explotar algo terrible y
grandioso en el aire, porque sintieron el estruendo, el fuego y la luz
del rayo mientras se besaban frenéticamente.


                                NOTAS:

[28] La renombrada _aranciata_ (naranjada) con la cual, probablemente,
el sardo primitivo ha querido imitar ó reproducir un panal de miel;
pues la _aranciata_ toma su forma, color y gusto.

[29] Las manos quietas.

[30] Hace referencia á estos versos:

    «_Le mystère de ces yeux bleus
    vides, profonds comme les cieux_» (N. del T.)




                                 VIII


En Cagliari Anania cursó el Liceo y dos años de Universidad. Estudiaba
leyes.

Aquellos años fueron como un intermedio de su vida; una música dulce y
ardiente.

En el tren, mientras atravesaba los paisajes solitarios que el otoño
hacía más tristes, sentía una nueva vida. Le parecía ser otro; haber
cambiado de ropa, poniéndose un traje nuevo, holgado y cómodo,
quitándose el roto y estrecho que llevaba. ¿Le hacía feliz el beso de
Margarita, el adiós á todas las cosas pequeñas y mezquinas del pasado,
la alegría algo temerosa de la libertad, ó el pensar en el mundo
desconocido hacia el cual corría?

Ni lo sabia ni trataba de averiguarlo.

Una embriaguez profunda, compuesta de orgullo y voluptuosidad, le
envolvía de un vaporoso perfume, á través del cual vislumbraba
horizontes jamás soñados. ¡Cuán bella y fácil era la vida! Sentíase
fuerte, guapo, victorioso. Todas las mujeres le amaban, todas las
puertas se abrían á su paso.

Durante el viaje de Nuoro á Macomer estuvo siempre sobre la plataforma
del vagón, sacudido fuertemente por los desagradables movimientos de
aquel tren en miniatura. Poca gente subía y bajaba en las solitarias
estaciones, donde las acacias, aburridas por la soledad, parecían
esperar el paso del tren para arrojarle nubes de hojas amarillas.

--¡Ea!--decían las acacias al tren,--toma, monstruo antipático;
nosotras estamos siempre quietas y tú caminas. ¿Qué más deseas?

--Sí,--pensaba el estudiante,--la vida está en el movimiento.

Y creía sentir la fuerza alegre del agua corriente, cuando hasta
entonces su alma había sido un pequeño pantano con sus orillas
ahogadas por fétidas plantas. Sí, las solitarias acacias de las
inmóviles soledades sardas tenían razón. Sí, moverse, andar, correr
vertiginosamente, esto era vivir.

--¿Pero no marcha aún este diablo de tren?--preguntó el estudiante á un
empleado, durante una de las interminables paradas.

El empleado, que conocía á Anania como á casi todos los demás viajeros,
encendió tranquilamente la pipa y dijo chupando:

--¡Ya llegarás! Si tienes prisa, echa á volar.

--¡Ojalá pudiera!

Anania contempló, sobre un picacho, un _nuraghe_ negro, parecido á un
nido de gigantescos pájaros, y deseó encontrarse allí, con Margarita,
solos entre las ruinas y los recuerdos, aspirando el silvestre olor del
lentisco; solos, sugestionados por las sombras y fantasmas de pasiones
épicas. ¡Ah, cuán grande se sentía!

De pronto, las azules montañas de la nativa Barbagia se pierden en el
horizonte; por detrás de otros montes violáceos, aún se ve una cresta
del Orthobene, destacando sobre un cielo pálido; aún se ve un pedazo,
una punta, una piedra... ya no se ve nada. También los montes se
ocultan como el sol y la luna, dejando un triste crepúsculo en el alma.

Adiós, adiós. Anania sintióse triste, y para animarse pensó
intensamente en el beso de Margarita, cuyo recuerdo no le abandonaba
un instante. ¡Ah! Le parecía tener siempre á su lado á la deliciosa
criatura. La impresión vivísima de su cara y el contacto eléctrico de
su fresca boca, le producían estremecimientos de placer. Viéndola no
hubiese sentido la embriaguez que sentía pensando en ella; no sufría al
marcharse, porque quedándose en Nuoro no habría sabido vivir lejos de
ella.

De cuando en cuando un estremecimiento recorría su cuerpo. ¿No
sería todo aquello un sueño? ¿Y si ella olvidaba ó se arrepentía?
Inmediatamente el orgullo le hacia recobrar las esperanzas. Aquella
embriaguez duró bastantes días, todo el tiempo que duró el aturdimiento
de la nueva vida.

Todo le salía á pedir de boca. Parecía que la fortuna, arrepentida de
las injusticias con él cometidas, se había empeñado en favorecerle
hasta en las cosas más insignificantes.

Apenas llegó á Cagliari encontró una hermosísima habitación con dos
balcones; de uno de ellos se gozaba de un panorama limitado por las
montañas y el luminoso mar, á veces tan en calma, que los vapores y
veleros parecían grabados sobre una placa de acero; desde el otro
balcón descubríase casi toda la ciudad, rosada, avanzando sus baluartes
y el castillo entre palmeras y flores, como una ciudad moruna.

Durante mucho tiempo Anania prefirió este balcón, bajo el cual pasaba
una blanca calle, separando la casa nueva donde él habitaba, de una
hilera de casitas viejas, recién pintadas de rosa,--que daban la idea
de viejas recompuestas,--con balcones salientes llenos de claveles, y
de andrajos puestos á secar al sol.

Anania no se fijaba en las casitas. Sus fascinados ojos recorrían el
admirable escenario de la ciudad moruna, donde las casas pintadas de
color rosa, subían hasta la línea de palacios medioevales proyectados
sobre un cielo oriental.

En los últimos días de octubre aún hacía calor. El aire estaba
impregnado de extrañas fragancias, y las señoras que pasaban por bajo
el balcón de Anania hacia la iglesia de San Lucífero, llevaban trajes
de muselina ú otras telas delgadas. Al estudiante le parecía estar en
un país encantado, y el aire fragante y enervador, la comodidad de su
espléndida habitación, y la dulzura de su nueva vida, le producían la
vaga impresión de un sueño. Se apoderó de él una especie de somnolencia
voluptuosa, y á través de ella las impresiones de su nueva existencia
y los recuerdos del pasado tan reciente, le llegaban dulces y velados.
Todo le parecía hermoso y grande: las calles, las iglesias, las casas.
¡Cuánta gente había en Cagliari! ¡Cuánta elegancia y cuánto lujo!

La primera vez que pasó por delante del _Café Montenegro_ y vió un
grupo de jóvenes elegantes con los bigotes hacia arriba y las botas
de color, sintió una extraña impresión recordando la almazara y la
gente sucia que allí se reunía. ¿Qué debe pasar por allá? La vida
humilde de la pobre gente del barrio proseguiría indudablemente su
curso melancólico, mientras aquí, en los cafés resplandecientes, en las
calles luminosas, en las altas casas batidas por el sol, el viento y el
aire del mar, todo era luz, alegría y lujo.

La primera carta de Margarita aumentó su alegría de vivir. Era una
carta sencilla y tierna, escrita en una hoja grande de papel blanco,
con caracteres redondos, casi masculinos. Indudablemente Anania
esperaba una cartita azul, con una flor dentro; y en un principio le
pareció que tratándole de aquel modo, sin etiqueta, Margarita quería
dominarle, y hacerle sentir desde el primer momento su superioridad;
pero después, por las frases sencillas y afectuosas, que parecían
continuación de una larga é ininterrumpida correspondencia, comprendió
que ella le amaba sinceramente, con ingenuidad y fuerza, y sintió una
dulzura inexplicable.

Le decía en su carta que cada noche pasaba largas horas en la ventana,
creyendo que debía verle pasar de un momento al otro, como solía
hacerlo antes de partir. Le disgustaba mucho la separación, pero le
servía de consuelo pensar que él estaba estudiando y preparando de este
modo el porvenir.

Y por último le decía dónde debía dirigir la contestación, encargándole
el secreto más absoluto, porque si sus padres se enteraban de sus
amores, se opondrían rigurosamente como era natural.

Anania contestó en seguida, temblando de amor y felicidad, si bien algo
oprimido por el remordimiento de traicionar á su bienhechor.

Y raciocinando á lo sofista, decíase:

--Si amando á la hija la hago feliz, no hago daño alguno al padre...

Le describía las maravillas de la ciudad y de aquel hermoso otoño.

«Mientras te escribo, oigo croar las ranas en los lejanos huertos, y
veo asomar la luna, como un rostro de alabastro, por el verdoso cielo
del templado crepúsculo. ¡Es la misma luna que veía salir del solitario
horizonte nuorense, es el mismo rostro redondo y melancólico que
veía asomarse por los picachos del Orthobene, pero cuánto más dulce,
cambiado y sonriente me parece ahora!».

Después de echar al correo su primera carta, Anania sintió el mismo
impetuoso deseo de correr al aire libre, monte arriba, que cuando mandó
el soneto: y no pudiendo correr, empezó á andar deprisa hacia la colina
de Bonaria.

La espléndida noche daba una placidez oriental al paisaje. El sendero
que conducía al Santuario estaba desierto, y la luna empezaba á brillar
entre los árboles inmóviles. El cielo azul verdoso tomaba, junto á la
línea nacarada del mar, un color verde inverosímil, surcado por nubes
rosadas y violáceas.

Parecía un sueño.

Anania sentóse en la explanada del Santuario, iluminada por la luna,
entregándose á la magnífica visión del mar. Las olas reflejaban la
verde luminosidad del cielo y la fosforescencia de las nubes de colores
y de la luna, y cual enormes conchas de líquido nácar, rompían al pie
de la colina, deshaciéndose en plateada espuma. Cuatro barcas de vela,
alineadas en el fondo luminoso, parecían inmensas mariposas, bebiendo ó
descansando sobre el agua.

Nunca volvió á sentirse tan feliz como en aquel momento. Le parecía que
su alma fuese ondulante, esplendorosa, tan grande como el mar; y que un
hada benéfica le había transportado á un misterioso país de Oriente,
dejándole en el umbral de un palacio encantado, pronto á abrirle sus
puertas.

Á la luz de la luna y del crepúsculo, descifró algunas frases de la
carta de Margarita. Después la besó, la guardó, y de mala gana se
levantó para regresar á la ciudad. Ahora la luna sembraba el sendero de
monedas y encajes de plata. Aún se oían las ranas y el canto de unos
pescadores. Todo era plácido, pero el estudiante sintió una extraña
melancolía y casi un presentimiento.

Al llegar al jardincito de San Lucífero, oyó gritos, chillidos de
mujeres y voces de hombres que pronunciaban frases insultantes. Echó
á correr y al llegar vió, delante de las casitas color de rosa que
se descubrían desde su balcón, un montón de gente peleándose. En las
ventanas de la casa donde vivía no había nadie asomado. Parecía que
los vecinos estaban acostumbrados á presenciar aquellas escenas, á ver
aquella gente que reñía en medio de una gritería infernal, soltando
las injurias más asquerosas que el hombre puede vomitar contra sus
semejantes.

Ante el jardincito, un hombre gordo, con un traje de terciopelo negro,
inmóvil, iluminado por la luna, gozaba contemplando la escena.

--¿Pero y los guardias? ¿Por qué no vienen?--le preguntó Anania,
conmovido.

--¿Qué harían los guardias?--contestó el hombre sin mirar al
estudiante.--¡No pasa semana que no vengan! Empujón de aquí, empujón de
allá, queda todo en paz y vuelve á empezar al día siguiente. ¡Mientras
no se lleven á todas estas mujeres!--Y añadió, amenazando desde lejos
á los que alborotaban:--¡Esperad un poco! ¡Esperad un poco que todos
hayamos firmado el recurso al jefe de policía!

--¿Pero qué pasa?--preguntó Anania, de cada momento más asombrado.

El hombre le miró despreciativamente.

--¡Son mujeres perdidas! ¡No hay por qué asustarse!

Anania subió á su casa pálido y jadeante, y la patrona advirtió su
turbación.

--¿Qué tiene?--le preguntó.--¿Se ha asustado usted? Son mujeres
alegres, con sus... fulanos, que pelean por celos. Pero ahora las vamos
á echar. Hemos recurrido á la policía.

--¿De dónde son?--preguntó.

--Una es de Cagliari; la otra creo que del _Capo di Sopra_. ¿Quién
sabe?

La gritería aumentaba. Sobresalía la voz de una mujer quejándose cual
si la matasen, y el llanto de un chiquillo... ¡Dios santo, qué horror!
Anania temblaba, y atraído por una fuerza irresistible corrió á abrir
el balcón. Arriba, en el cielo purísimo, la luna y las estrellas;
abajo, en el primer término del vaporoso cuadro de la ciudad, la
bestial escena, de donde salían, como de un grupo de condenados, gritos
de rabia y blasfemias. Anania estuvo mirando angustiosamente, con el
alma oprimida por un pensamiento tremendo...

Llegaron corriendo los guardias. Dos hombres se separaron del grupo,
huyendo hacia el jardín; los demás se calmaron, las mujeres corrieron
á encerrarse en sus casas. En un momento callaron todas las voces,
la calle quedó desierta, y en el silencio resonó solamente el lejano
rodar de un coche y el croar de las ranas á la luna. Pero en el alma de
Anania continuó el doloroso tumulto, ¡como si en el luminoso mar que
había sentido en su interior, mientras releía la carta de Margarita
sobre la colina de Bonaria, se hubiese levantado formidable tormenta!

                   *       *       *       *       *

--¡Dios mío! ¡Que haya muerto! ¡Que haya muerto! ¡Dios mío! ¡Tened
piedad de mí!--decía sollozando, durante aquella noche, atormentado por
el insomnio y los tristes pensamientos.

La idea de que una de las mujeres que vivían en las casitas color
de rosa pudiera ser su madre, se había desvanecido después de las
informaciones que durante la cena le dió la patrona. ¿Pero qué
importaba? Si no allí, en otro sitio desconocido, pero real, en
Cagliari, en Roma ó en otra parte, _ella_ vivía y llevaba, ó había
llevado, una vida semejante á la de las mujeres que los vecinos de la
calle de San Lucífero querían echar de su barrio.

--¿Por qué me habrá escrito Margarita?--pensaba con angustia.--¿Y por
qué le habré contestado? _Aquella mujer_ nos separará siempre. ¿Por qué
he soñado? Mañana escribiré á Margarita y se lo contaré todo.

--¿Pero qué puedo decirle?--pensó después, dando vueltas y más vueltas
en la cama.--¿Y si aquella _mujer_ ha muerto? ¿Por qué renunciar á la
felicidad? ¿Acaso no debe saber Margarita que soy hijo del pecado? Si
se avergonzara de mí, no me habría escrito. Sí; pero seguramente cree
que mi madre ha muerto, ó que para mí es como si no existiera; mientras
que yo _siento_ que vive, y no renuncio á mi deber, que consiste en
buscarla, encontrarla y sacarla del vicio... ¿Y si se ha enmendado? No,
no, no se ha enmendado. ¡Ah, es horrible! ¡Yo la odio, la odio!... La
mataré...

Crueles visiones pasaban por su mente. Veía á su madre peleando con
otras mujeres, con hombres sucios y groseros, oía gritos terribles y
temblaba de odio y repugnancia.

Hacia media noche tuvo una crisis de lágrimas; sofocó los sollozos
mordiendo las almohadas, encogiendo los brazos y clavándose las uñas
en el pecho. Durante aquella crisis, arrancó el amuleto que Olí le
había colgado del cuello el día de la fuga de Fonni, y lo lanzó contra
la pared. ¡Del mismo modo hubiera querido arrancar y echar lejos de
sí el recuerdo de su madre! De pronto se asombró de haber llorado.
Se levantó y buscó el amuleto, pero no se lo volvió á colgar del
cuello. Después se preguntó si habría sufrido igualmente pensando en
su madre, en el caso de no amar á Margarita. Se contestó que sí. De
vez en cuando se hacía una especie de vacío en su mente. Cansado de
atormentarse, su pensamiento vagaba persiguiendo visiones extrañas al
cruel problema que le preocupaba. Oía el rugido del viento y la voz
del mar, que parecía el mugido de innumerables toros embistiendo en
vano contra la escollera; y por contraste pensaba en un bosque agitado
por el viento y plateado por la luna; y recordaba los bosques del
Orthobene donde tantas veces, mientras cogía violetas, el rumor del
viento en las encinas le había producido la ilusión del mar. Pero de
pronto el problema cruel le asaltaba con renovada angustia... ¿Y si se
hubiese enmendado? ¡Es igual; es igual! Yo debo buscarla, encontrarla
y socorrerla. Ella me abandonó por mi bien, porque de otro modo, nunca
habría tenido un nombre ni un puesto en la sociedad. Siguiendo á su
lado hubiera llegado á mendigar; tal vez hubiese vivido deshonrado;
tal vez habría llegado á ser un ladrón, un criminal... ¿Y ser como soy
no es lo mismo? ¿No estoy igualmente deshonrado?... ¡No, no! ¡No es
lo mismo! ¡Ahora soy hijo de mis obras! Pero Margarita no querrá ser
mía, porque... ¿Pero por qué no? ¿Por qué? ¿Por qué no querrá ser mía?
¿No soy un hombre honrado? ¿Qué culpa tengo yo de lo que me pasa? Ella
me quiere; sí, ella me quiere, precisamente porque soy hijo de mis
obras. ¡Además, tal vez _aquella mujer_ ha muerto! ¡Ah! ¿Á qué hacerme
ilusiones? No ha muerto, lo presiento; vive y aún es joven. ¿Cuántos
años tendrá ahora? Unos treinta y tres... ¡Ay, es joven, es joven!

La idea de que era joven le enternecía algo.

--Si tuviera cincuenta años no podría perdonarla. ¿Pero por qué me
abandonó? Si me hubiese conservado á su lado no habría vuelto á caer en
el mal. Yo habría trabajado, y ahora sería labrador, pastor, obrero...
No conocería á Margarita, no sería desgraciado...

Aquel pensamiento le disgustaba. No amaba el trabajo ni la gente pobre.
Había soportado el miserable ambiente en donde transcurrió hasta
entonces su vida, porque confiaba firmemente en librarse de ella.

--¡Dios mío! ¡Que haya muerto! ¡Dios mío!...

--¿Por qué hago esta estúpida plegaria?--se preguntó furioso.--No, no
ha muerto. ¿Y por qué debo buscarla? ¿Acaso ella no me abandonó? Soy
un loco, y Margarita se reiría si supiera que yo sostengo tan estúpida
lucha. ¿Soy el primer hijo del pecado que se eleva y consigue el
aprecio de los demás? Pero _ella_ es mi mala sombra. Yo debo buscarla y
llevarla á vivir conmigo, y en este caso una mujer honrada nunca querrá
vivir con _nosotros_; _ella_ y yo seremos una misma persona. Mañana
debo escribir á Margarita. Sí, mañana. ¿Y si ella, á pesar de todo,
siguiese queriéndome?

Creyó desmayarse de gusto á este solo pensamiento; pero comprendió en
seguida todo lo absurdo que era y recayó en la desesperación.

Ni al día siguiente, ni nunca, pudo escribir á Margarita el secreto
propósito que le perseguía, elevándole, arrastrándole por el suelo,
como hoja juguete del viento.

--Se lo diré de palabra,--pensaba; pero comprendía que no tendría
valor para ello, y se enfadaba contra su cobardía, y al propio tiempo
se alegraba secretamente, sin atreverse á confesarlo, de que aquella
cobardía le impidiese siempre realizar lo que llamaba su _misión_.
Sin embargo, á veces le parecía tan heroica aquella misión, que la
idea de renunciar conscientemente á ella le apenaba.--¡Mi vida sería
inútil como lo es para la mayoría de los hombres, si renunciara
á mi _misión_!--pensaba. Y en aquellos momentos de romanticismo
experimentaba cierto placer, al sentir la lucha entre su deber terrible
y su amor aumentado morbosamente por la misma lucha.

Desde la noche del escándalo no volvió á asomarse al balcón. La vista
de las casitas,--de las cuales ni hasta recurriendo á la policía se
conseguía echar á las infelices inquilinas,--le molestaba en extremo.
Sin embargo, saliendo y entrando de su casa veía con frecuencia á las
dos mujeres en el balcón, entre claveles y trapos colgados, ó sentadas
en el portal.

Una especialmente,--la del _Cabo de Sopra_,--alta y esbelta, con los
cabellos muy negros y los ojos de un azul obscuro, atraía su atención.
Se llamaba Marta Rosa: estaba casi siempre borracha. Unos días vestía
miserablemente, y rodaba por las calles desgreñada, descalza ó con
unos zapatos viejos, y otros se ponía sombrero, un vestido elegante y
un abrigo de terciopelo color de violeta, adornado con plumas blancas.
Á veces estaba sentada en el balcón, fingiendo coser, y cantando, con
voz aguda y afinada, bonitas canciones de su país, interrumpiéndose
para decir insolencias á la gente que la molestaba con sus bromas, ó á
las vecinas con las que disputaba continuamente porque seducía á sus
maridos ó á sus hijos. Cuando cantaba, su voz llegaba hasta el cuarto
de Anania, quien sufría oyéndola.

Cantaba á menudo esta canción:

    El soldado en la guerra,
    Dicen que se ha olvidado,
    Que no se acuerda de Dios.
    Se reduce el cuerpo mío.
    Después de estar sepultado.
    Á siete onzas de tierra[31]

--¿Por qué no piensa en lo que canta?--se preguntaba Anania.--¿Por qué
no piensa en la muerte, en Dios, y se enmienda? Pero, por otra parle,
¿qué podría hacer ella sola? Nadie le daría trabajo; la sociedad no
cree en el arrepentimiento de esas mujeres. Pero podría matarse; es la
única solución.

Marta Rosa le daba rabia y lástima al mismo tiempo, y aunque sabía
de qué país era, y hasta de qué familia, á veces volvía con sus
locas hipótesis de que pudiera ser su madre. Sí, por lo menos deben
parecerse... ¡Ah, qué triste y terrible obsesión!

Una noche, Marta Rosa y su compañera--una rubiecita picada de
viruelas--pararon al estudiante en medio de la calle, invitándole á
seguirlas. Él dió un empujón á la rubia y escapó, estremecido de asco y
horror. ¡Dios mío! ¡Dios mío! Le parecía que era _ella_ quien le había
parado...

Desde aquella noche, cuando le veían las dos mujeres, se reían de él, y
le insultaban. Despechado, firmó un segundo y un tercer recurso de los
vecinos, pero después se arrepintió.

Entretanto pasaba el tiempo. Al caluroso otoño siguió un invierno
templadísimo; excepto los días de viento furioso que envolvía á la
ciudad en nubes de polvo, parecía estar en primavera.

Anania estudiaba con afán y escribía largas cartas á Margarita.

Su amor era completamente igual á infinitos amores entre estudiantes
pobres y señoritas ricas; pero Anania creía que en el mundo nadie amaba
como se amaban ellos, y que nadie había amado con la vehemencia de
su amor. Á pesar de la duda de que Margarita pudiese abandonarle si
llegaba á encontrar á su madre, era feliz; la sola idea de ver á su
novia le ponía frenético de alegría.

Contaba los días y las horas. En todo el porvenir, misterioso y oculto,
sólo descubría un punto luminoso: volver á ver á Margarita en las
vacaciones de Pascua.

Á medida que pasaba el tiempo, aumentaba su afán. Sólo recordaba la
cara colorada y los ojos de Margarita; todos los demás desaparecían
ante la imagen querida.

En Cagliari, durante el primer año de Liceo, no tuvo amigos ni
conocidos. Cuando no estudiaba ni paseaba á solas por la orilla del
mar, soñaba desde su balcón, desde donde descubría el rutilante cuadro
de las olas y del cielo, sobre cuyo fondo metálico parecían grabados
los vapores y los barcos de vela.

Un día, á la puesta del sol, marchó hacia el Monte Urpino, más allá de
unos campos en donde los almendros florecían en enero, y su exploración
dió resultados maravillosos. Descubrió, en efecto, un pinar lleno de
senderos desiertos, abandonados, cubiertos de alfombras de musgo, sobre
las cuales el sol poniente, á través de los rosados pinos, dejaba
caer reflejos delicados. Á la izquierda se entreveían verdes prados,
almendros en flor, arboledas enrojecidas por el ocaso. Á la derecha
bosquecillos de pinos y valles, en sombra, cubiertos de lirios.

El estudiante empezó á correr por todas partes lleno de alegría;
no sabia dónde pararse, tan deliciosos eran todos los sitios y tan
fascinantes las lejanías. Cogió un manojo de lirios murmurando el
nombre de Margarita. Subió á una alturita llena de verdes gamones,
desde donde se gozaba la triple visión de la ciudad, roja por el ocaso,
de los azulados pantanos y del mar que parecía un inmenso crisol de
oro fundido. El cielo ardía; la tierra exhalaba delicadas fragancias.
Un grupo de nubes azules, perdidas en el horizonte, con perfiles de
camellos y guerreros, daban la idea de una caravana desapareciendo
hacia los esplendores del África vecina.

Anania sintióse tan feliz, que agitó su pañuelo y se puso á gritar
saludando á un ser invisible,--al alma del mar, al resplandor del
cielo, al espíritu de lejanías inefables: ¡á Margarita!

Desde entonces los pinares de Monte Urpino fueron el reino de sus
sueños. Poco á poco llegó á considerarse casi dueño de aquel lugar, de
tal manera, que le molestaba encontrarse con algún paseante por los
solitarios senderos. Á menudo permanecía en el pinar hasta la caída de
la tarde, presenciando desde allí los rojos ocasos reflejados por el
mar, ó sentado entre los lirios contemplaba el salir de la luna, grande
y amarilla, por entre los inmóviles pinos. Un día, sentado sobre el
césped de una ladera, más allá de un pequeño barranco, oyó el tintineo
de un rebaño, y le asaltó un ímpetu de nostalgia como nunca había
sentido.

Ante él, más allá del barranco, el sendero perdíase misteriosamente á
lo lejos. Los rosados pinos esfumábanse sobre un cielo puro, el musgo
tenía reflejos de terciopelo. Venus brillaba en el rojo horizonte, sola
y risueña, asomándose antes que las demás estrellas para gozar, sin
estorbos, de la dulzura del crepúsculo.

¿En qué pensaba la solitaria estrella? ¿Tenia el amante ausente?
Anania se atrevió á compararse con el astro radiante, tan solo en el
cielo como él en la tierra. Tal vez en aquellos momentos Margarita
contemplaba la estrella de la tarde. ¿Qué debía hacer la tía Tatana? El
fuego ardía en el hogar y la buena viejecita preparaba melancólicamente
la cena, pensando en su querido hijito ausente. Y en cambio él, casi
nunca pensaba en ella; era un ingrato y un egoísta. ¿Pero qué culpa
tenía? Si en el puesto de la tía Tatana hubiese habido otra mujer, su
pensamiento hubiera volado constantemente de aquel hogar á una ventana
de las cercanías... Y en cambio _aquella mujer_... ¿Dónde estaría? ¿Qué
debía hacer en aquel momento? ¿Descubrirían sus ojos la estrella de la
tarde? ¿Había muerto? ¿Vivía? ¿Era rica ó pobre? ¿Y si estuviera ciega?
¿Ó en la cárcel? Tal vez esta última hipótesis era originada por el
tintineo del lejano rebaño que vigilaba,--según sabía Anania,--un preso
de la penitenciaría de San Bartolomé, un antiguo pastor que aún debía
purgar un año de prisión. ¡Basta ya! Para apartar los pensamientos
melancólicos, el estudiante se levantó, bajó y subió corriendo el
barranco, y se internó por el sendero, pensando que se acercaba la
Pascua.

                   *       *       *       *       *

Por fin llegó el día del regreso. Anania partió, lleno de una felicidad
casi angustiosa; tenía miedo de morir durante el viaje, de no llegar á
ver las queridas montañas, la calle tan conocida, el dulce horizonte,
la cara de Margarita...

--Pero si me muriera ahora,--pensaba con la frente apoyada en la
mano,--si me muriera ahora, ella no podría olvidarme jamás...

Afortunadamente llegó sano y salvo. Volvió á ver sus queridas montañas,
los salvajes valles, el dulce horizonte, la cara amoratada de Nanna que
fué á esperarle á la estación.

Hacía más de una hora que le esperaba. Apenas vió la cara de Anania,
abrió los brazos y empezó á llorar.

--¡Hijito mío! ¡Hijito mío!

--¿Qué tal? ¿Cómo está? ¡Tome!--gritó Anania, echándole entre los
brazos la maleta, un paquete y un cesto, para librarse del no deseado
abrazo.

--¡Vaya, vaya!--dijo después.--Vaya delante, por allá, yo me marcho por
aquí. ¡Vaya!

Y echando casi á correr desapareció dejando estupefacta á Nanna.
¡Ya! ¡Por fin solo! Debía pasar por la calle tan conocida; _ella_ le
esperará en la ventana y no tienen necesidad de testigos para verse.
¡Qué pequeñas son las casas de Nuoro, y las calles cuán estrechas
y desiertas! ¡Mejor! ¡Casi hace frío en Nuoro! Ya ha llegado la
primavera, pero pálida y delicada como una niña convaleciente. ¡Ea, ya
viene gente!; y entre ella Francisco Carchide, que, reconociendo al
estudiante, empieza á hacer demostraciones de alegría. ¡Mecachis!

--¡Hola! ¿Cómo estás? ¡Bien llegado, hombre, bien llegado! ¡Chico,
cuánto has crecido! ¡Pues no vienes poco elegante!

Carchide no acaba de contemplar los zapatos de color que lleva Anania,
quien se muere de impaciencia.

Por fin se ve libre. ¡De prisa, de prisa! El corazón le palpita
de cada vez más fuerte. Una mujer se asoma á la puerta, mirando
curiosamente, pero Anania pasa corriendo y desde lejos oye que dicen:
«¡Es él! ¡Vaya, vaya si es él!». Sí, es él. ¿Y qué os importa? ¡Ah!
¡Ya! ¡Por fin! Ésta es la calle que conduce á la otra, á la conocida,
á la querida calle. ¡Por fin! ¿Pero no está soñando? Oye pasos y se
exaspera; por fortuna son unos chiquillos que juegan, tropiezan con él
y huyen corriendo. ¿Y en su calle habrá alguien? Bien quisiera correr
como aquellos chiquillos, pero no puede, no debe. Por el contrario,
toma un aspecto formal, grave, se arregla la corbata, sacude con las
puntas de los dedos las solapas del abrigo. Sí; lleva un abrigo largo,
claro, elegante, que _ella_ aún no ha visto. ¿Le conocerá en seguida
con aquel abrigo? Tal vez no. ¡Por fin! ¡Por fin ahí está la calle!
Allí el portón rojo. Allí está la casa blanca con las persianas verdes.
Pero ella no está asomada! ¿Por qué? ¿Por qué no está asomada, Dios mío?

Anania se para, palpitante. Afortunadamente la calle está desierta.
Solamente una gallina negra pasea tranquilamente, alzando mucho la pata
antes de apoyarla en tierra y entreteniéndose en picotear la pared.
Qué gusto saca con ello no se sabe. Tal vez quiere cazar hormigas, tal
vez quiere probar la resistencia del muro... ¡Ea, es preciso seguir
andando, á menos de exponerse á que le vean algunos ojos curiosos!
Y empieza á andar, lentamente, como la gallina; y aun cuando no hay
nadie en la ventana, no cesa de mirarla fijamente un solo instante y se
conmueve y siente que el corazón le da saltos en el pecho.

De pronto cree desmayarse. Margarita se ha asomado, pálida por la
emoción, y le mira con ojos apasionados. Él también se pone pálido y
no piensa en saludarla, ni en sonreírse; no piensa en nada, y durante
largo rato no ve más que aquellos ojos apasionados de los cuales se
desprende una inefable voluptuosidad.

Anduvo automáticamente, volviéndose á cada paso, perseguido por
aquellos ojos embriagadores. Y sólo cuando Nanna, con la maleta sobre
la cabeza, el paquete bajo el brazo y el cesto en una mano, apareció
jadeante en el fondo de la calle, salió de su asombro y apretó el paso.


                                NOTAS:

[31]

    _Su soldadu in sa guerra,
    Nan chi s'est olvidadu,
    No s'ammentat de Deu.
    Torrat su colpus meu,
    Pus tis ch'est sepultadu
    A sett'unzas de terra._

Estas canciones, llamadas _mufos_, son improvisadas por las mujeres
nuorenses. Los asuntos de los dos tercetos son siempre independientes;
las dos estrofas sólo se relacionan por la rima.




SEGUNDA PARTE




                                   I


Era la hora en que la tristeza envuelve á los navegantes y á los que
van á zarpar hacia costas desconocidas.

Anania era uno de éstos. El tren le llevaba hacia el mar. Caía una
tarde plácida de otoño, grave y melancólica. Los dentellados montes de
la Gallura se borran en la violácea lejanía, el aire huele á brezos. Á
lo lejos se distingue un pueblecito: su campanario gris destaca sobre
el cielo color de violeta. Anania contempla los extraños perfiles de
los montes, el color del cielo, las matas temblando entre las rocas, y
sólo el temor de parecer ridículo á los otros dos viajeros,--un cura
y un estudiante campidonense, compañero suyo de escuela,--le impide
llorar.

Y sin embargo ahora ya es un hombre. Verdad es que creía ser _un
hombre_ desde que tenía quince años; pero entonces creía ser un hombre
joven, mientras que ahora se cree un _joven viejo_. Y la salud y la
juventud brillan en sus ojos. Es alto, esbelto, con seductores bigotes
castaños de puntas de oro.

Se acercaba la noche. Alguna que otra estrella aparecía «sobre los
montes de Gallura» y alguna que otra hoguera brillaba en el verde negro
de los brezales. Adiós tierra nativa, isla triste, madre querida,
pero no lo bastante para que una voz potente, de más allá del mar, no
arranque tus hijos mejores de tu blando regazo, como el viento llama á
los aguiluchos, incitándoles á abandonar el nido y la solitaria roca.

El estudiante contemplaba el horizonte y sus ojos se obscurecían á
medida que se obscurecía el cielo. ¡Cuántos y cuántos años hacía que
escuchaba una voz que desde lejos le llamaba!

Recordaba la aventura con Bustianeddu y su proyecto infantil de fuga;
después los sueños sin interrupción, el deseo nunca apagado de un viaje
atravesando el mar; y ahora, á punto de dejar la isla nativa, se sentía
triste y se arrepentía de no haber continuado sus estudios en Cagliari.
¡Había sido tan feliz allí! Durante el último mes de mayo, Margarita
se había presentado entre el esplendor fantástico de las fiestas de
Santa Efes, y á su lado, en compañía de alegres grupos de amigos, había
pasado horas inolvidables. Ella era elegante, muy alta y bien formada;
sus cabellos espléndidos y sus ojos azules sombreados por grandes cejas
negras, atraían la atención de la gente que se volvía para mirarla.
Anania, menos alto y más delgado, iba á su lado temblando de placer y
de celos. Le parecía imposible que aquella hermosa criatura, majestuosa
y taciturna, en cuyos ojos desdeñosos vibraba la mirada orgullosa de
una raza dominadora, descendiera hasta él, no tan sólo para mirarle,
sino para quererle.

Ella hablaba muy poco. No era coqueta, y no cambiaba de aspecto
ni voz, como hacen casi todas las muchachas, cuando los hombres le
dirigían la palabra ó la miraban; y Anania se preguntaba si aquello era
en ella superioridad ó soberbia, sencillez ó deseo de homenajes.

--¿Es posible que se contente conmigo?--se preguntaba.--Sí; claro que
sí, porque comprende que ningún otro amor puede superar al que yo le
consagro, y en el cual está concentrada la vehemencia de todas las
demás pasiones que ella pudiese despertar.

Verdaderamente la quería mucho. Sólo la veía á ella, sólo miraba á las
demás para compararlas con ella y encontrarlas inferiores; y cuanto más
pasaba el tiempo, más aumentaba su pasión. Tenía días y largos periodos
de delirio, durante los cuales le parecía imposible que tuviesen
que pasar años y años antes de que ella fuese suya, largos años en
que tenía que consumirle el deseo; pero por lo general su amor era
constante, tranquilo y puro.

Durante las últimas vacaciones se habían encontrado solos bastantes
veces, en el patio de casa Margarita,--protegidos por la criada que
facilitaba su correspondencia.--solos bajo los discretos ojos de las
estrellas ó el rostro impasible de la luna. Por lo general, los dos
enamorados callaban, y mientras Margarita, por miedo ó pudor temblaba
ligeramente, vigilante y melancólica. Anania suspiraba, sonreía y
gemía, completamente olvidado del tiempo, del espacio, de las cosas y
de los sucesos humanos.

--¡Qué fría estás conmigo!--le decía.--¿Por qué no repites de palabra
lo que me escribes?

--Tengo miedo...

--¿De qué? Si tu padre nos sorprende, yo me echaré á sus plantas
y le diré: «No, no hacemos nada malo, somos el uno del otro para
siempre...». No tengas miedo, seré digno de ti. Ante mí tengo un
hermoso porvenir... ¡Llegaré á ser _algo_!

Ella no contestaba. No le decía que si el señor Carboni les
sorprendía, el _porvenir_ podía quedar destruido; pero seguía vigilando.

En el fondo, esta frialdad no desagradaba á Anania, y aumentaba su
pasión. Á menudo, contemplando á Margarita tan bella y fría, con los
ojos iluminados por la luna, como los ojos de perlas de un ídolo, no se
atrevía á besarla, y la miraba silencioso y estremeciéndose, no sabía
si de angustia ó de felicidad. Sólo una vez le dijo.

--Oye, Margarita, me parece ser un mendigo á quien un hada bienhechora
ha regalado un palacio maravilloso, y está de pie en el umbral, no
atreviéndose á entrar en él...

                   *       *       *       *       *

--El mar está en calma. ¡Bendito sea Dios!--dijo el cura.

Anania despertó de sus recuerdos y miró la línea verde dorada del
mar, que á la luz del crepúsculo parecía una llanura iluminada por la
luna. Las ruinas de una capillita, un sendero á través del matorral
que se pierde al llegar al borde mismo de la costa, trazado tal vez
por un soñador con la esperanza de proseguirlo por encima del jaspeado
terciopelo de las olas, atraían la atención de Anania. Sin saber por
qué pensó en Renato de Chateaubriand, creyendo vislumbrar su perfil
sobre una roca, contemplando el mar.

No, no es Renato... es otro... tal vez Eudoro, que sobre las rocas
marinas de la Galia salvaje, sueña con las flores de la Hélada
lejana... Pero no, tampoco es Eudoro... es un poeta que pregunta:

    ¿Por qué esta roca granítica
    surge del fondo del mar?

...Y hete aquí que la roca, la capillita y el sendero han desaparecido,
y con ellos el perfil del incierto personaje...

La tristeza del estudiante aumentaba. Preguntas extrañas vibraban en su
mente, cayendo sin respuesta, como piedras lanzadas al agua.

¿Por qué no podía quedarse en aquella costa salvaje, dulcemente
melancólica, y por qué el perfil vislumbrado sobre la roca no tenía
que ser el suyo? ¿Por qué no podía construir una casa sobre las
ruinas de la capillita? ¿Por qué pensaba en aquellos sentimentalismos
estúpidos? ¿Por qué iba á Roma? ¿Por qué estudiaba, por qué estudiaba
leyes? ¿Quién era él? ¿Qué era la vida, la nostalgia, el amor, la
tristeza? ¿Qué hacia Margarita? ¿Por qué la amaba? ¿Por qué su padre
era un criado? ¿Por qué su padre le había advertido, repetidamente,
que visitara en cuanto llegase á Roma, _aquellos sitios_ donde se
conservan monedas de oro encontradas bajo tierra ó en las ruinas
antiguas? ¿Era su padre un delincuente, ó un loco poseído de la idea
fija de los tesoros? ¿Qué había heredado de su padre? La idea fija en
forma distinta. ¿Era solamente una idea fija, una enfermedad mental, el
pensamiento constantemente dirigido hacia _aquella mujer_? ¿Estaba de
veras en Roma y la encontraría?

--_Anninia_,--dijo el estudiante campidonense con voz lenta é
indolente, dando á Anania el mote que le habían sacado sus compañeros,
imitando el canto monótono con que las madres duermen á sus
pequeñuelos.--¿Te duermes? ¡Ea! no llores, así es la vida; un billete
circular con derecho de paradas más ó menos largas. Consuélate al menos
pensando que el mareo no vendrá á interrumpir los sueños de amor...

El cura, joven y despreocupado, dijo, burlándose también de Anania:

    --Consuélate, corazón duro,
    Porque en el infierno hay truchas...[32]

Y añadió:--Dejamos la patria querida, pero no nos marearemos.

En efecto, el mar estaba en calma completa y la travesía empezaba con
los mejores auspicios. La luna se ocultaba iluminando fantásticamente
la costa y la enorme roca del Cabo Figari, parecida á un centinela
ciclópeo, vigilando el melancólico sueño de la isla abandonada.

¡Adiós, adiós, tierra de destierro y de ensueños! Anania permaneció
inmóvil, apoyado en la borda del vapor, hasta que la última visión
del Cabo Figari y de las islitas, surgiendo azules de entre las olas,
como nubes petrificadas, se desvanecieron en el vaporoso horizonte.
Después se sentó en un banco, golpeándose despechadamente la frente
con un puño, para no dejar salir las lágrimas que le velaban los ojos.
Su compañero, que no se encontraba bien aun estando el mar en calma,
se retiró en seguida, y Anania quedóse solo sobre cubierta, pálido y
ojeroso, molestado por la brisa húmeda, triste y desesperado, hasta que
la luna, roja como un hierro sacado del fuego, desapareció á lo lejos,
en el horizonte turbio y sangriento. Por fin se marchó al camarote,
pero tardó en dormirse. Le parecía que su cuerpo se alargaba y acortaba
incesantemente, y que una hilera interminable de carros pasaban por
encima de su cuerpo entumecido. Los recuerdos más tristes de su vida
pasaban por su imaginación. Le parecía oir, en el ruido del agua
hendida por el vapor, el rumor del viento en la casita de la viuda, en
Fonni... ¡Oh! ¡Cuán triste era la vida, cuán inútil y vana! ¿Qué era la
vida? ¿Por qué vivir?

Se durmió tristemente; pero al despertar se sintió otro, ágil, fuerte,
feliz. Se había dormido en un paisaje tétrico, entre ondas lívidas,
vigiladas por una luna sangrienta, y despertaba en un mar de oro, en un
paisaje de luz, cerca de Roma.

--¡Roma!--pensó temblando de alegría.--¡Roma! ¡¡Roma!! ¡Patria eterna,
madre y amante, hechicera y amiga, curadora de todos los dolores, río
de olvido, canto de promesas, abismo de todo mal y fuente de todo bien!

Creía poderla abrazar toda, sentíase capaz de conquistar el mundo
entero. Ya en Civitavecchia, húmeda y negra bajo el cielo matutino,
todo le parecía hermoso, si bien de una hermosura un poco decaída, y
decía á su compañero Daga:

--Mira, me parece estar en el vestíbulo sencillo, pero ya misterioso,
de una maravillosa gruta marina.

Daga, que había vivido un año en Roma, sonreía burlonamente, aun cuando
envidiaba el entusiasmo de su amigo.

La llegada ruidosa y terrorífica del exprés, produjo en el joven
provinciano una sacudida eléctrica, una especie de terror, la primera
impresión vertiginosa de una civilización casi violenta y destructora.
Le pareció que aquel gran monstruo de ojos rojos lo arrastrase, como
el viento á la hoja, lanzándole en un crisol de nueva vida, hirviente,
lleno de placeres y dolores terribles. Aquello era la vida verdad, la
civilización profunda, la humana marea, la omnipotente palpitación
que desde su primer viaje á través de su isla natal había soñado, sin
poderlo percibir nunca en su grandiosa realidad.

Asomado á la ventanilla, miraba las líneas melancólicas de la campiña
romana, verde rosada á la luz del sol de otoño, que le recordaba las
llanuras de su patria. Pero las impresiones del paisaje y los recuerdos
desaparecían, vencidos por la sensación de la vida nueva hacia la cual
marchaba. Todo, los muros, los árboles, el césped, el aire mismo,
parecían huir locamente, locos de terror, perseguidos por invisible
monstruo; y sólo el exprés, monstruo benigno y protector, enorme
guerrero de la civilización, iba violentamente al encuentro del dragón
monstruoso, para saltarle encima y destruirlo.

                   *       *       *       *       *

En Roma, los dos estudiantes fueron á vivir en un tercer piso de una
casona inmensa de la plaza de la Consolación, en casa de una viuda,
madre de dos graciosas muchachas, telegrafistas en las oficinas de un
periódico. La compañía de Daga, tipo camaleóntico, á veces alegre,
á veces hipocondríaco, á menudo colérico, con frecuencia apático y
siempre egoísta, sirvió de gran alivio á Anania durante los primeros
días de estancia en la capital.

Los dos estudiantes dormían en la misma habitación, dividida por una
especie de cortina formada por un cobertor amarillo. El cuarto era
grande, pero algo obscuro, con el suelo muy gastado, y una ventanita
que daba á un patio interior.

La primera vez que Anania se asomó á la ventana, experimentó una
desesperada sensación de angustia. Del sucio fondo del patio, se
alzaban altísimos muros de un amarillo negruzco, agujereados por largas
ventanas irregulares, de donde salían pesados olores de cocina y en
especial el penetrante y dulce olor de la cebolla frita. Á lo largo de
las paredes, y atravesando el patio, había unos alambres, y colgados de
ellos trapos de una blancura equívoca. Uno de los alambres, con anillas
corredizas, de las que colgaban trozos de bramante, pasaba por delante
la ventana de los estudiantes. Mientras Anania miraba con desesperada
tristeza los muros amarillos perderse en el cielo pálido de la tarde,
Bautista Daga sacudió el alambre y empezó á reirse.

--Mira,--decía,--mira cómo bailan las anillas y los bramantes. Parecen
personas. Es divertido.

Anania miró y en efecto le pareció que las anillas y los hilos tomaban
movimientos de títeres. Bautista prosiguió:

--Así es la vida; un alambre á través de un patio sucio. Los hombres se
agitan, casi siempre, sobre un abismo de porquería.

--¡No me fastidies, hombre!--dijo Anania.--¡Bastante melancólico estoy
para aguantar tus consideraciones filosóficas! Salgamos: me ahogo.

Salían y andaban, y andaban, cansándose horriblemente, aturdidos por el
ruido de los coches y los tranvías, por el resplandor de las luces, el
cruce violento y el ronco aullido de los automóviles y sobre todo por
el vaivén de la muchedumbre indiferente.

Anania sentíase más triste que nunca. Entre el gentío, cogido del
brazo de su compañero, le parecía encontrarse solo en un desierto,
en un mar tempestuoso. Le parecía que si se encontrase en peligro y
pidiese socorro, nadie acudiría á sus gritos, y que la muchedumbre
pasaría por encima de su cuerpo sin verle siquiera. Recordaba á
Cagliari con nostalgia desesperante. ¡Oh balcón encantado, horizonte
marino, dulce Venus brillando en el fondo inefable del pinar! Aquí no
había estrellas, ni luna, ni horizonte; tan sólo un horroroso conjunto
de piedras, y entre ellas un hormigueo de hombres que al estudiante
barbaginense[33] le parecían de una raza distinta é inferior á la suya.

Especialmente durante los primeros días, vista á través del
aturdimiento, del cansancio, de la melancólica sugestión del oscuro
cuarto de la Plaza de la Consolación, Roma le produjo una tristeza casi
febril. La ciudad vieja, con sus calles estrechas, sus tiendas mal
olientes, de interiores miserables, con puertas que parecían bocas de
cavernas y escalerillas que se perdían en lugares tenebrosos, llenos
de dolor, le recordaba los más miserables pueblecitos sardos, los
cuales, por lo menos, tienen aire y luz. En la Roma nueva se encontraba
perdido, todo le parecía enorme; las calles trazadas por un gigante,
para uso de los gigantes; las casas, montañas; las plazas, _tancas_
sardas; hasta el cielo era demasiado alto y demasiado profundo. ¡Ah,
no, no era ésta la Roma embriagadora, inmensa, pero no opresora, que
había creído vislumbrar desde Civitavecchia!

Hasta en la Universidad, donde empezó á asistir asiduamente á los
cursos de Derecho civil y penal y á las lecciones de Ferri, le esperaba
un desencanto. Los estudiantes no hacían más que alborotar, reirse y
burlarse de todo. Parecían tomar á broma la vida misma. Especialmente
en el aula núm. 4, mientras esperaban á Ferri, el estruendo y alboroto
pasaba el límite. Á lo mejor un estudiante subía á la cátedra y
empezaba una parodia de lección acogida por aullidos, silbidos,
aplausos y gritos de «Viva el Papa», «Viva San Alfonso de Ligorio»,
«Viva Pío IX». Á veces el estudiante, desde la cátedra, con un descaro
indescriptible, imitaba el mayar de un gato ó el canto del gallo.
Entonces los gritos y los silbidos redoblaban; se lanzaban pelotas de
papel, plumas, fósforos encendidos contra el estudiante que resistía
hasta que podía, ó hasta que la llegada del profesor, acogida por
aplausos ensordecedores, ponía fin á la escena y entraba todo en orden.

Más tarde Anania también tomó parte en los alborotos y tumultos
estudiantiles; pero durante los primeros días, la alegría
despreocupada, el escepticismo, la vanidad y el egoísmo de sus
compañeros, le hería tristemente. Sintióse más que nunca solo,
diferente de todos los demás, y se arrepintió de haber ido á Roma.

Una vez él y Daga atravesaron la calle Nacional al anochecer. Las
aceras estaban casi desiertas. El resplandor lunar de las lámparas
eléctricas fundíase en el crepúsculo azulado. Las ventanas del palacio
ocupado por el Banco, estaban vivamente iluminadas.

Los dos jóvenes se pararon un momento.

--Mira,--dijo Daga.

--Parece que todo el oro encerrado dentro, brilla á través de las
ventanas. ¡Me explico, eh!--dijo Anania.

--¡Bravoooo, hombre!--gritó el otro.--Cómo se ve que mi compañía te
desbasta.

Más adelante se volvieron á parar, esta vez entusiasmados los dos.

Á la izquierda, sobre el indescriptible fondo de la calle de las Cuatro
Fuentes, el cielo presentaba un oscuro color de violeta. Á la derecha
la luna llena, grande y amarilla, asomaba por detrás del negro perfil
de Santa María la Mayor, que parecía dibujada sobre una lámina de plata.

--¿Vamos al Coliseo?--propuso Anania.

Y fueron allá, dando largas vueltas en el divino misterio de aquel
lugar, contemplando la luna á través de cada arco. Después se sentaron
sobre una columna reluciente y entrambos suspiraron.

--Siento una alegría parecida al dolor,--dijo Anania.

Daga no respondió, pero después de un largo silencio, dijo:

--Me parece estar en la luna. ¿No te parece que en la luna se debe
sentir lo mismo que se siente aquí, en este gran mundo muerto?

--Sí,--dijo Anania, con voz apagada, respondiendo á una pregunta
íntima.--¡Esto es Roma!


                                NOTAS:

[32]

    _Consolati, coro duru,
    Ca in s'ifferru bi at trotta._


[33] Natural de Barbagia, región montañosa de Cerdeña.




                                  II


Llovía copiosamente.

Una penumbra gris pesaba sobre la alcoba, de la cual Daga había cedido
á su compañero la parte menos oscura, no por delicadeza, sino porque
dormía hasta las diez de la mañana y no quería ser molestado por la
escasa luz que entraba por la ventana. Echado sobre la cama, Anania
miraba la cortina amarilla, que le parecía un bajo relieve de mármol
vuelto amarillo por la humedad y falta de luz, y sentía una melancolía
y un desaliento tan profundos, que casi le producían la opresión de un
malestar físico.

También Daga, presa de una racha de malhumor, suspiraba dando vueltas y
más vueltas en su cama, más allá de la cortina. Anania pensaba:

--¿Qué debe tener aquella bestia? ¿Por qué suspira? ¿No es feliz, rico,
honrado, inteligente?

Y empezó á establecer comparaciones.

--Aquel estúpido no está enamorado, sus padres le quieren con
delirio... es independiente... ¡Mientras que yo!... ¿Yo? ¿Yo, qué?
¿Acaso no soy feliz? ¿No me pongo triste ante la sombra de nubes vanas,
de nebulosos monstruos? ¡Estoy loco, palabra de honor que estoy loco!
Amo, soy amado; tengo ante mí un porvenir de paz y amor. Soy algo
ambicioso, pero tal vez con sólo alargar los brazos puedo abarcar el
mundo. Margarita es guapa, rica, me ama y me espera. ¿Qué más puedo
desear? ¿Por qué esta estúpida tristeza?

También había desaparecido la nostalgia. Ante los ojos del estudiante,
Roma había descorrido sus velos, y aparecía como un maravilloso
panorama saliendo de las nieblas de la mañana; y había llegado á
quererla tanto, que un día, dominándola, desde el mirador de Villa
Médicis, refulgente, rodeada por la verde cuenca de la campiña otoñal
como una ciudad de nácar encerrada en concha inmensa de esmeralda, y
mirando al propio tiempo el solitario horizonte que le recordaba las
soledades de su patria, se preguntaba quién era más fuerte ahora, el
antiguo amor por su tierra natal ó el nuevo amor por Roma.

Había empezado una vida de estudio, y sentía, por fin, el alma eterna
de Roma, impulsar, dulce y severa, su pequeña alma. Frecuentaba
asiduamente las lecciones de la Universidad, las bibliotecas, galerías
y museos. Algunos cuadros le producían extraña impresión, pareciéndole
haberlos visto en otra parte... ¿Dónde? ¿Cuándo? No lo sabía. ¿En una
vida anterior? Á veces advertía que aquellas sensaciones nacían de
la semejanza de ciertas figuras con personas de su tierra. Así, por
ejemplo, en una Virgen de Coreggio vió la cara morena de la madre de
Bustianeddu, en un viejo del Spagnoletto reconoció el obispo de Nuoro,
y encontró, viva y hablando, en una copia del _Retrato_ de Ignoto
Toscano, cuyo original se encuentra en Venecia, la fisonomía sarcástica
de tío Pera el hortelano.

Cada día, en las calles, en las iglesias, en las galerías ó en los
escaparates descubría algo nuevo, objetos bellos y artísticos que le
arrancaban gritos de entusiasmo. ¡Qué hermosa era Roma y cómo empezaba
á quererla!

Pero por encima de todos los amores y de todos los entusiasmos, como
la nube que cubre todas las cosas, pasaba una sombra...

La noche antes de aquel día lluvioso, hacia las once, mientras los
dos estudiantes sardos bajaban, charlando en dialecto, por la calle
Nacional, casi desierta y silenciosa bajo la luz violácea de las
lámparas eléctricas algo veladas, una de las _mariposas nocturnas_ que
vagabundeaban por las aceras, les había parado saludándoles en sardo.

--_Bonas tardas, pizzocheddos_...

Era alta, morena, con grandes ojeras. La luz eléctrica daba á su
carita, surgiendo del cuello de pieles de un largo abrigo claro, una
palidez cadavérica.

Como en Cagliari, la noche en que Rosa y su compañera le habían parado,
Anania se estremeció, horrorizado, arrastrando consigo á Daga que
contestaba insolentemente á la mujer.

Y cada vez que en las calles ó callejuelas desiertas, en las
melancólicas noches veladas levemente por la niebla, encontraba alguna
errante fantasma del vicio, sentía frío en el alma.

¿Era _ella_? ¿Podía ser _ella_? ¡Sí, esta vez, sí!... Aquella mujer
había hablado en sardo; era sarda... podía ser ella...

Tumbado sobre la cama, después de horas y horas de amargura, de dudas,
de opresora melancolía, pensaba:

--Es inútil hacerse ilusiones. No estoy loco, no; no es posible vivir
de esta manera; es preciso que yo sepa... ¡Oh, si hubiera muerto! ¡Si
hubiera muerto! Es preciso que busque. ¿No he venido á Roma para esto?
¡Mañana! ¡Mañana! Desde el día que llegué repito esta palabra, y llega
el mañana y yo no hago nada. ¿Pero qué puedo hacer? ¿Dónde debo acudir?
¿Y si la encuentro?

¡Ah! ¡Esto es lo que le daba miedo! No quería pensar en lo que
sucedería _después_...

De pronto se preguntó:--¿Y si pidiera consejo á Daga? Si le dijese:
«Bautista, voy á salir, voy á las oficinas de la policía para pedir
informes...». ¿Qué me aconsejaría? Á punto de empezar mi misión, tengo
necesidad de poner mi confianza en alguien, de pedir consejo y ayuda...
de descubrir mi triste secreto. ¡Ah! ¡No puedo más! Hace tantos años
que arrastro conmigo tan pesada carga, que ahora quisiera librarme
de ella, echarla, como se echa un peso que nos oprime... librarme...
respirar... Es preciso que arroje de mi cuerpo este gusano roedor...
Me dirán que soy un estúpido, me convencerán de ello, me dirán que lo
deje... ¡Y tanto mejor si me convencen!... ¡Qué día más triste! Me
parece leer una novela de Dostoyewski, ver una turba de gente gris y
hambrienta pasar por el fondo de la alcoba... El cielo se oscurece
de cada vez más... ¿Tengo sueño? Es preciso que vaya en seguida.
Bautista,--dijo incorporándose, con el codo sobre la almohada.--¿No vas
á salir?

--No.

--¿Me prestas el paraguas?

Esperaba que le preguntase adónde iba á ir, pero Daga dijo:

--¿No me harías el favor de comprarte uno?

Anania sentóse en la cama, de cara á la cortina, y dijo lentamente:

--Quiero ir á las oficinas de policía...

Y esperó que una voz fraternal le preguntase su secreto... Ya pensaba,
palpitante, el modo de empezar...

Pero á través de la cortina una voz burlona le preguntó:

--¿Vas para que pongan presa á la lluvia?

Anania se rió, mientras el secreto volvía á caer sobre su corazón, más
amargo, más pesado que antes. ¡Ah! No una cortina, una muralla inmensa,
insuperable, le separaba de la confianza y caridad del prójimo. No
debía pedir ni esperar ayuda de nadie; debía bastarse á sí mismo.

Se levantó, se peinó cuidadosamente, y buscó en la cómoda su partida de
bautismo. Después abrió la puerta.

--Oye, coge el paraguas. ¿Se puede saber á qué vas?--preguntó el otro,
en medio de un enorme bostezo.

No contestó y salió.

Llovía sin interrupción, copiosamente. Bajando la oscura escalera,
Anania se detuvo un momento, escuchando el sonoro ruido del agua
sobre los cristales de la lumbrera. Le parecía el ruido de una
cascada que debía de un momento á otro hacer añicos los cristales, y
precipitarse en el hueco de la escalera, ya inundada por el estruendo
de la inminente ruina. Una tristeza y un frío de muerte le oprimió
el corazón. Salió y paseó á la ventura, durante largo rato, por las
calles lavadas por la lluvia. Subió por una callejuela desierta, pasó
por bajo un arco negro y misterioso, miró con infinita tristeza las
húmedas penumbras de ciertos interiores, de algunas tenduchas, en donde
se dibujaban pálidas figuras de mujeres, hombres vulgares, chiquillos
sucios; antros donde los carboneros tomaban aspectos diabólicos, donde
los cestos de verdura y frutas se pudrían en la fangosa oscuridad, y
el herrero, el remendón y la planchadora se consumían en un imaginario
lugar de pena, más triste que las cárceles, porque era más melancólico
y para toda la vida.

Anania recordó la cabaña de la viuda de Fonni, donde había pasado los
primeros años de su infancia; después la casa de su padre, la almazara,
el barrio miserable y las melancólicas figuras que en él vivían; y le
pareció estar condenado á vivir siempre en lugares de tristeza y entre
cuadros de dolor.

Después de largo é inútil vagabundear, volvió á su casa y se puso á
escribir á Margarita.

«Estoy mortalmente triste,--escribió;--tengo sobre el alma un peso que
me oprime y me mata. Hace muchos años que quería decirte lo que hoy
te escribo, en este día lluvioso y melancólico. No sé cómo acogerás
la revelación que voy á hacerte; pero cualquiera que sea tu modo de
pensar, no olvides, Margarita, que si me decido á hacer lo que pienso,
es porque á ello me arrastra una fatalidad inexorable, un deber más
amargo que un delito... Tal vez... Pero yo no quiero pensar... yo no
quiero inclinarte á esta ó aquella resolución, aunque de ella dependa
mi vida ó mi muerte. Y hablando de muerte quiero decir muerte moral;
aquella muerte que no mata el cuerpo, pero le condena á una lenta
agonía... Pero antes te voy á explicar... ¡No puedo! ¡No puedo! Me
parece que en seguida que te habré dicho lo que quiero hacer, me vas á
rechazar; y sin embargo mi dolor es tan inmenso que siento la necesidad
de arrodillarme á tus pies y esconder el rostro en tu regazo, como un
chiquillo que llora, y depositar en ti mi angustia, antes...».

Al llegar á la palabra «antes» se paró y empezó á leer la carta
comenzada. Volvió á coger la pluma, pero no pudo continuar, dominado
por una repentina frialdad. ¿Quién era Margarita? ¿Y él quién era?
¿Quién era _aquella mujer_? ¿Y la vida, qué era? Y empezaban otra vez
las estúpidas preguntas. Contempló durante largo tiempo á través de los
cristales, destacándose sobre un fondo amarillento, el gotear de los
alambres, y las anillas y bramantes agitados por el viento. Pensó:

--¿Si me suicidara?

Rompió lentamente la carta, primero en largas tiras, después en
cuadritos que colocó en columna, y volvió á contemplar estúpidamente
los cristales, los alambres y los bramantes que parecían títeres
mojados.

Por la tarde cesó la lluvia y los dos estudiantes salieron juntos.
Serenábase el cielo. En el aire suave vibraban los rumores de la
reanimada ciudad, y el arco iris rodeaba, cual maravilloso marco, el
cuadro húmedo del Foro Romano.

El buen tiempo había dado á Daga una alegría despreocupada; y en
cambio Anania sentíase más oprimido por sus tristes ideas. Con las
manos en los bolsillos, el sombrero ante los ojos, callado, caminaba
automáticamente, sin ver nada de lo que pasaba á su alrededor.

Como de costumbre, los dos amigos subieron por la calle Nacional, y
Daga se paró á mirar los periódicos ante casa Garroni, mientras Anania
seguía andando distraído, al encuentro de una fila de seminaristas
vestidos de rojo, hablando una lengua extraña, y tropezó ligeramente
con uno de ellos. Entonces pareció despertar de un sueño, echó una
maldición en sardo y volvió la cara. Los seminaristas se alejaban;
el reflejo de sus hábitos escarlata daba un resplandor sangriento al
empedrado mojado, y las aceras parecían iluminadas. Aquellos jóvenes
extranjeros iban alegres y sin preocupaciones, vivos y oscilantes como
llamas que pasaban iluminando la calle y llenándola con su charla y
sus risas. Del mismo modo pasaban por la vida, sin preocupaciones,
inconscientes, porque ante ellos no surgía la sombra de ninguna pasión,
y no brotaba más llama que la de sus hábitos talares. Anania pensó en
ellos casi con envidia, y dijo al compañero que acababa de alcanzarle:

--Cuando chico conocí al hijo de un bandido famoso. El chiquillo estaba
lleno de pequeñas pasiones salvajes, y se proponía vengar á su padre. Y
después he sabido que se ha hecho fraile. ¿Cómo te lo explicas?

--¡Estará loco!--contestó Daga con indiferencia.

--¡Pues no!--replicó Anania animándose.--Siempre explicamos ó queremos
explicar muchos misterios psicológicos, dando el calificativo de loco á
quien los realiza.

--Por lo menos es un monomaníaco. Por otra parte, también la locura es
un misterio psicológico complicado, un árbol cuya rama más potente es
la monomanía.

--Admitido. Pero el individuo en cuestión tenía la monomanía del
bandolerismo; podríamos decir monomanía atávica. De modo que, al
hacerse fraile, á pesar de ser un hombre casi primitivo, ha querido
librarse de su dolencia...

--Muy bien... y ha ido de mal en peor; acabará por enloquecer de veras.
Un hombre normal, consciente, dominado por una idea fija cualquiera,
debe librarse de ella, secundándola plenamente. Y sino, vamos á ver. El
amor. ¿Qué es el amor? Una idea fija, el deseo de estar al lado de una
persona determinada. Al lado y... solos. Pues bien, no hay otro remedio
para curarse, que estar una temporada al lado... de la idea fija.
¡Espera que voy á ver una cosa!--dijo, parándose ante un mostrador para
examinar una cartera.--Es de piel de cocodrilo.

--Tal vez tengas razón,--dijo Anania pensativo.

--Seguramente; es de cocodrilo.

--Hablaba de la idea fija...

--Pensar que aquella cartera vivía en el Nilo...

--¡Qué estúpido eres!--exclamó Anania.--¿Oye, sabes dónde están las
oficinas de Policía?--preguntó después.

--¡Yo qué sé! No he tenido nunca relaciones con esta señora,--contestó
el otro.--Pero veo que tú...

--¡Ea! Hablo seriamente. ¿Dónde están?

--¿Pero tú crees estar en Nuoro? Hay muchos puestos; sé que hay uno
aquí cerca, en San Martín del Monte, porque un día encontré un delegado
sardo conocido mío...

--¿Quieres acompañarme?--preguntó Anania, tomando por la calle de
Depretis.

Repentinamente se había puesto pálido y las manos le temblaban dentro
de los bolsillos.

--¿Pero qué tienes?--preguntó asombrado su compañero.--¿Qué quieres de
la policía? ¿Qué te ha pasado? ¿Has cometido algún delito?

--Quiero averiguar... me han encargado que averigüe las señas de una
persona... Vamos, vamos.

Apretó el paso, y su compañero le siguió curioso y algo turbado.

--¿Quién es esta persona? ¿Quién te ha dado el encargo? ¿Es paisana
tuya? ¿No se puede saber? Habla de una vez...

Pero el otro andaba de prisa y no contestaba.

--Oye, tú,--dijo Daga, al llegar frente á Santa María la Mayor.--¿Por
quién me tomas? ¿Por un perrito? Si no abres la boca, te planto y me
voy...

--Espérame un momento,--dijo Anania sin pararse,--ya te contaré...

Puesto en curiosidad, Daga esperó, paseando por la escalinata de Santa
María. Pasó casi una hora. Poco á poco el estudiante fué olvidando la
ocupación misteriosa de su compañero, absorto en la contemplación de la
grandiosa escena que se desplegaba ante sus ojos. Del purísimo cielo
caía la luz rosada del crepúsculo, y en el inmenso abanico de calles
que parten de la plaza del Esquilino, brillaban las grandes perlas
amarillas de las lámparas eléctricas. En la plaza aún con luz natural,
la gente y los carruajes pasaban como en una platea enorme, ante un
escenario único é inmenso.

--...Un hilo invisible impulsa á los hombres como si fueran
títeres,--pensaba el estudiante.--¡Helos ahí que pasan, se apresuran,
desaparecen! Todos ellos se creen grandes, el eje del mundo, y creen
que el mundo existe sólo para ellos. ¡Y cuán pequeños son! ¿Cuántos
habrán cometido algún delito, tal vez aquel señor que lleva una
chistera tan brillante? ¿Tal vez ha envenenado á alguien? Todos tienen
preocupaciones... no, todos no; es mentira que la humanidad sufra; la
inmensa mayoría no sufre ni goza. ¡Por ejemplo, toda la gente que va
al Pincio! ¿Es posible que aquella gente sienta placer ni dolor? ¿Es
Anania Atonzu aquél? Sí, ya viene; también él parece una figurilla de
cartón. Tiene el mismo aspecto que Polichinela cuando dice: «¡La suerte
está echada!».

Y con olímpica superioridad, el estudiante acogió con una sonrisa, como
nunca burlona, el regreso de su compañero.

--¿La suerte está echada?--le preguntó con énfasis, haciendo la acción
de echar algo.

--Sí,--contestó Anania, apoyándose indolentemente en la pared.

Durante unos momentos se sumergió en la contemplación de la plaza,
donde las luces de los faroles empezaban á vencer la luz del
crepúsculo. En el fondo de la calle central, que le produjo la idea de
una carretera á través de un bosque, vió el monte Mario, cual lejana
muralla proyectándose sobre un cielo rojo; y sin saber por qué recordó
la noche que, siendo niño, subió á la falda del Gennargentu y vió
un cielo amenazador, todo rojo, donde revoloteaban las almas de los
bandidos.

En aquel momento también sentía el misterio revolotear á su alrededor,
é infundíale espanto la visión de la ciudad; bosque de piedra
atravesado por calles luminosas, por ríos, cuyo oleaje era movido por
el palpitar de la humanidad doliente.




                                  III


Sí; como decía Bautista Daga y como se lee en las antiguas historias
románticas, la suerte estaba echada. La policía, después de la petición
é informaciones de Anania, se ocupó de la busca de Rosalía Derios, y
hacia fines de marzo participó al estudiante que en el número tantos de
la calle del Seminario, en el último piso, vivía una mujer sarda que
alquilaba habitaciones, cuyo pasado y señas coincidían casi en todo con
las de Olí.

Esta señora se llamaba, ó se hacía llamar, María Obinu, natural de
Nuoro. Vivía en Roma hacía catorce años, y durante los primeros había
vivido algo... irregularmente. Desde hacía algún tiempo llevaba muy
buena vida,--al menos en apariencia,--alquilar habitaciones amuebladas.

Anania no se conmovió al recibir estas informaciones. No recordaba
fijamente la fisonomía de su madre, pero sabía que era alta, con el
pelo negro y los ojos claros; y la señora Obinu era alta, con el
pelo negro y los ojos claros. Además estaba seguro de que en Nuoro
no existía ninguna familia que se llamara Obinu, y que ninguna mujer
nuorense viviese en Roma teniendo casa de huéspedes. Evidentemente la
señora Obinu ocultaba su verdadero nombre y su país natal...

Sin embargo _presintió_ que la mujer cuyas señas le había dado la
policía, no _podía ser_ su madre, y sintió una sensación de libertad.
Ya había cumplido con su deber. María Obinu no era ni podía ser Rosalía
Derios; ésta no vivía en Roma, toda vez que la policía no conseguía dar
con ella. De modo que mientras viviese en Roma, no estaba obligado á
proseguir sus investigaciones. Después de días y meses de opresión, por
fin pudo respirar tranquilo.

La primavera penetraba hasta en el patio melancólico de la casona de
la plaza de la Consolación, en aquel inmenso pozo amarillo exhalando
olores de comida y animado por el canto de las criadas y los gorjeos de
los canarios prisioneros. El aire era templado y dulce; por el cielo
azul pasaban nubecillas y el viento llevaba fragancias de lilas y
violetas.

Asomado á la ventana, el estudiante se dejaba llevar de nuevo por una
nostalgia lánguida, pero no desesperada. El olor de las violetas, las
rosadas nubecillas, la templada primavera, le recordaban la tierra
nativa, los vastos horizontes, las nubes que, desde la ventana de su
cuartito, veía asomarse ó tramontar entre las encinas del Orthobene.
Recordaba después el pinar del monte Urpino, el silencio de la colina
cubierta de gamones y lirios color de violeta, el misterio de los
senderos vigilados por la mirada pura de las estrellas. Y en el fondo
cerúleo de los recuerdos, la querida figura de Margarita surgía y
dominaba, con los piececitos sobre el césped de los aplacibles paisajes
nativos, esfumándose sus cabellos color de cobre en el fulgor del cielo
metálico.

La primavera romana sólo le conmovía por los recuerdos que despertaba
en él. Parecíale una primavera artificial con exceso de flores y
perfumes, con las puestas de sol demasiado encendidas, casi exageradas.
La Plaza de España, adornada como un altar, con la escalinata cubierta
de hojas de rosa movidas por el viento; el Pincio, con los árboles
llenos de flores violáceas; las calles, perfumadas por las cestas de
violetas y peonias que las descaradas floristas paradas en el borde de
las aceras ofrecían á los transeúntes, toda aquella ostentación, todo
aquel mercado de la primavera, daba al joven la idea de una fiesta
insubstancial que á la larga acababa por entristecer y desagradar.

La primavera palpitaba más allá del horizonte; joven, salvaje y pura,
correteaba por las _tancas_ cubiertas de hierbas altas y ondeantes;
cantaba con las aves palustres á la orilla de solitarios torrentes;
jugueteaba con las ovejas salvajes y las liebres saltadoras entre los
pamporcinos, bajo las inmensas encinas, consagradas por los viejos
pastores de la Barbagia; se dormía á la sombra de las rocas tapizadas
de musgo, en las siestas voluptuosas; y alrededor de su cama de
helechos, los dorados insectos zumbaban amándose, y las abejas libaban
las rosas silvestres extrayendo su amargo jugo, amargo y dulce como el
alma sarda.

Anania amaba y vivía aquella primavera lejana; y para gozarla mejor
se pasaba largas horas sentado junto á la ventana, estudiando ó
contemplando las rosadas nubecillas, ó simplemente el cielo azul,
imaginándose ser un prisionero enamorado. Un sueño agradable le velaba
el alma, quitándole la fuerza y la voluntad de pensar. Las ideas
llegaban y pasaban por su mente,--como la gente pasa por la calle,--y
no hacía el más pequeño esfuerzo para sujetarlos; pero le parecía que
sus ideas, semejantes á personas melancólicas, pasaban lánguidamente,
dejando un rastro de tristeza sobre sus huellas.

Amaba más que nunca la soledad; hasta la presencia del compañero le
irritaba, tanto más cuanto que no marchaban muy de acuerdo.

Daga le molestaba; le pedía dinero prestado y no se lo devolvía; se
burlaba de él continuamente, y disputaban siempre.

--Vemos la vida desde dos puntos de vista distintos,--decía el
campidonense;--mejor dicho, yo la veo, y tú no. Yo soy miope y veo,
con el auxilio de poderosos lentes, las cosas y los sucesos humanos
claramente, aunque muy pequeños; tú eres miope y no tienes lentes.

Y en efecto, á veces creía Anania tener un velo ante los ojos, y
sentía que la desconfianza, el dolor y el temor se infiltraban en su
sangre. Hasta su amor por Margarita estaba compuesto, en el fondo,
de tristeza y miedo; y la nostalgia, el placer de la soledad, la
modorra primaveral, la indiferencia con que veía la vida que palpitaba
y zumbaba á su alrededor con un rumor de mar,--de aquella vida
potente que había presentido y que no conseguía sujetarle,--todo, era
desconfianza, dolor y temor; y él se daba cuenta de ello.

                   *       *       *       *       *

Un día de los últimos de mayo, Anania sorprendió á su compañero en
íntimo y tierno coloquio con la mayor de las hijas de la patrona.

--¡Eres una bestia!--le dijo despreciativamente.--¿No haces el amor á
la otra hermana? ¿Por qué te burlas de las dos?

Y empezaron á disputar agriamente.

--Perdona, estúpido; son ellas las que vienen á buscarme, ¿las voy á
rechazar?--preguntó cínicamente Daga.--Ya que el mundo está perdido,
aprovechémonos. Ahora son las mujeres las que seducen á los hombres: y
yo sería más estúpido que tú, si no me dejase seducir... hasta cierto
punto...

--¡Para un joven de veinte años no está mal!--dijo Anania.--¿Pero por
qué será que ciertas cosas no pasan más que á ciertos tipos? Á mí nunca
me ha pasado nada parecido.

--Porque á los asnos no puede pasarles lo que les pasa á los hombres.
El asno sardo, ¿sabes? aquel asno proverbial, _sardu molente_, lleva
siempre vendados los ojos y no tiene más misión que dar vueltas á la
muela. Aunque el mundo se venga abajo, él no verá nada, y da vueltas
y más vueltas... La muela es su idea fija. Si, por casualidad, algún
día un desdichado historiador quisiese narrar la vida de aquel asno,
consideraría inútil explicar cómo comía ó dormía el héroe, qué materias
estudiaba, si quiso ser abogado, médico, ó farmacéutico, si vivía un
la tierra, en el mar, ó en las estrellas; porque todas estas cosas no
entraban para nada en la existencia de la bestia eximia, como forman
parte de la de los demás mortales.

--Pero podría decir que no fué una bestia inmoral.

--Te podría preguntar qué cosa es la moral, pero de seguro no sabrías
contestarme. Te diré, en cambio, que muchas veces la moral ó la
moralidad es efecto de la ocasión. Un asno es moralísimo cuando
no tiene ocasión de ser lo contrario. ¿Qué culpa tengo yo, si las
señoritas de la casa saben que tú estás prometido y creen oportuno
concederme á mí, que no lo estoy, sus suaves descargas eléctricas?

--¿Prometido yo?...--exclamó Anania,--¿quién lo ha dicho?

--¡Quien lo sabe! Enamorado de una Margarita, cuya miel, según parece,
esta vez se ha hecho para la boca de _un asno_.

--¡Te prohíbo que repitas este nombre!--dijo Anania, acercándose con
los puños amenazadores á Daga.--¿Entiendes? ¡te lo prohibo!

--¡Abajo los puños, que me vas á sacar los ojos! Yo me río de ti y de
todos los enamorados del mundo.

Temblando de cólera Anania se puso á empaquetar febrilmente sus libros
y sus cartas.

--¡Ah!--decía con rabia;--¡me voy en seguida, cuanto antes! ¿De modo
que aquí hay gente curiosa, del mismo modo que hay gente aficionada á
divertirse? ¡Pues bien, divertirse mucho, sinvergüenzas, asquerosos!
Pero yo me marcho en seguida.

--¡Adiós, hombre!--decía Bautista, tumbado sobre la cama.--Acuérdate,
por lo menos, que durante los primeros días de tu llegada, si no es por
mí, te aplastan como á un escarabajo los tranvías eléctricos, que tú
tomabas por bestias feroces...

--Y tú acuérdate...--gritó Anania, molestado sobre todo por la burla y
tranquilidad de su compañero.

Pero se avergonzó y no terminó la frase.

--Lo recuerdo muy bien; te debo veintisiete liras. Y me c... en tus
veintisiete liras. Mi padre tiene siete _tancas_ una al lado de otra,
¿sabes?...

--¡Y hasta con un río en medio!--dijo el otro, echando un montón de
libros sobre la mesa.--Y yo me río de tus _tancas_, de ti, de tu
padre...

--Y yo también...

Y así se separaron los dos pequeños superhombres que en el Coliseo se
habían creído vivir en la luna, y Anania abandonó la oscura alcoba y la
cortina amarilla con el propósito de no volver nunca más.

Apenas salió, con el corazón rebosando hiel, se dirigió
automáticamente hacia el Corso, y casi sin darse cuenta se encontró en
la calle del Seminario. Un caluroso levante hacía muy pesada la tarde;
las cortinas de las tiendas volaban molestando desagradablemente á los
escasos transeúntes; por el aire, junto al olor húmedo de la tierra
mojada, pasaban perfumes de flores y olores de barnices, drogas y de
comida.

Anania sentía vibrar sus nervios como cuerdas metálicas. En la calle
del Seminario pasó por entre un grupo de curas y seminaristas, cuyos
manteos volaban, y le pareció atravesar un campo lleno de bandadas de
cuervos. Recordaba la tarde en que se había peleado con Bustianeddu,
y sentía ímpetu de odio contra Daga que representaba la raza de los
sardos vanos y cínicos.

En esta situación de ánimo llamó á la puerta de María Obinu.

Una mujer alta y pálida, modestamente vestida de negro, salió á abrir,
y Anania sintió repentino estremecimiento, pareciéndole que había visto
otras veces aquellos ojos grandes y verdosos.

--¿La señora Obinu?--preguntó.

--Servidora de usted--contestó la mujer con voz gruesa.

--No,--pensó el joven;--no es _ella_; no es su voz.

Entró. La señora Obinu le hizo atravesar un pequeño vestíbulo oscuro
y le introdujo en un saloncito gris, triste, casi á oscuras, donde
le causaron repentina impresión varios objetos sardos, especialmente
una cabeza de ciervo y una piel de oveja colgadas de la pared.
Inmediatamente pensó en su salvaje país natal y sintió renacer sus
dudas.

--Quisiera una habitación; soy un estudiante sardo,--dijo examinando á
la mujer de pies á cabeza.

Podía tener treinta y siete ó treinta y ocho años; era pálida y flaca,
con la nariz afilada, casi transparente, pero los abundantes cabellos
negros, peinados á la sarda, ó sea en trenzas estrechas, sujetadas
fuertemente sobre la nuca, le daban un aire gracioso.

--¿Usted es sardo? ¡Cuánto me alegro...!--contestó desenvuelta y con
una simpática sonrisa.

--Ahora no tengo ninguna habitación disponible, pero si pudiese
esperar, dentro de quince días tendré una que actualmente ocupa una
señorita inglesa.

Pidió permiso para ver la habitación, en donde reinaba un desorden
indescriptible. La cama estaba en medio del cuarto entre dos montones
de libros viejos y objetos antiguos. Dentro una bañera de goma
plegable, que servía para el baño de la miss, exhalaban sus perfumes
un haz de mimosas. Desde la ventana se descubría un melancólico
jardincito, donde no penetraba jamás el sol. Sobre el antepecho
estaba abierto un libro de versos: «Madre» de Juan Cena, y Anania se
impresionó vivamente al verlo. Decidió tomar la habitación, y al pasar
por el vestíbulo y ver una ancha otomana, dijo:

--Tengo necesidad de marchar en seguida de la casa donde vivo. Podría
dormir aquí hasta que se marche la miss; me acuesto tarde y me levanto
temprano...

--Mire que la antesala es de paso...--dijo la mujer.

--Ya lo veo; por esto es antesala. Pero si usted quiere, yo me doy por
satisfecho...--insistió Anania.

--La miss se retira pronto, pero los otros dos huéspedes se retiran
tarde.

--No me importa. ¡Por unas cuantas noches!

Volvieron á la salita, y Anania se puso á mirar la cabeza del ciervo.

--¿Y si fuese _ella_?--pensaba. Y se extrañaba de su tranquilidad y
creía que no se habría conmovido si María Obinu le hubiese revelado,
en aquel mismo momento, que era _ella_. Y en realidad una misteriosa
turbación le agitaba impulsándole á examinar aquella mujer y el
ambiente donde ella vivía.

--Esto es sardo,--dijo tocando la piel amarilla de la oveja
salvaje.--¿Por qué no la emplea como alfombra?

--Es un recuerdo de mi padre que era cazador,--respondió la mujer,
sonriendo bondadosamente.

--Miente,--pensó Anania.

Después preguntó, mirando atentamente, de una parte y otra, la cabeza
del ciervo:

--¿Usted es de Nuoro?

--Sí, pero nací allí por casualidad, estando mis padres de paso.

--También yo nací, por casualidad, en un pueblecito, en Fonni,--dijo
fingiendo aire distraído, tocando los cuernos del ciervo.--Sí, nací en
Fonni; me llamo Anania Atonzu Derios.

Apenas hubo pronunciado su nombre se volvió y miró á la mujer. Ésta no
pestañeó siquiera.

--¡No, no es _ella_!--pensó, y se sintió feliz, segurísimo de que no
era su madre. Pero la misma tarde, después que hubo hecho trasladar á
la nueva habitación sus libros y su equipaje, María le dijo:

--Durante estos quince días le cederé mi cuarto.

Fueron vanas las protestas. Ella colocó los libros y el equipaje en
su alcoba y obligó á Anania á ocuparla, y éste sintió una impresión de
sorpresa y dulzura entrando en aquella habitación larga y estrecha,
que parecía la celda de una monja, y cuya camita blanca, oliendo
á espliego, recordaba los sencillos camastros de las patriarcales
familias sardas. Lo mismo que en las alcobas de su país, María Obinu
había colgado de las paredes grises una serie de cuadritos é imágenes
sagradas: tres cirios, tres crucifijos, un ramo de olivo y un enorme
rosario de confites[34]; además, dos racimos de medallas benditas,
colgaban á la cabecera de la cama. En una esquina ardía una lamparita
ante una estampa donde las benditas almas del Purgatorio, pintadas de
azul, rogaban entre llamas ensangrentadas.

¡Qué diferencia entre el cuarto de la miss y el de María Obinu! Cuatro
ó cinco siglos los separaban.

Anania fué asaltado otra vez por las dudas.

¿Por qué le cedía el cuarto? ¡Se mostraba demasiado cuidadosa y
cariñosa con él!

Mientras arreglaba el equipaje, María llamó á la puerta y, sin entrar,
preguntó si deseaba que apagase la lamparita de las Ánimas Benditas.

--No,--contestó en voz alta,--pase, pase, que quiero enseñarle una cosa.

Ella entró, pálida, simpática, risueña; parecía conocer desde siempre
al nuevo huésped, y tenerle mucho cariño.

Él tenía entre las manos un objeto extraño, un saquito de tela sudado,
unido á una cadenita ennegrecida por el tiempo. Y colgándose el amuleto
al cuello, dijo:

--Mire, también yo soy devoto. Ésta es la _rizetta_ de San Juan, que
aleja las tentaciones.

La mujer miraba. De pronto dejó de sonreir, y Anania sintió el corazón
palpitarle fuerte.

--¿Usted no cree en estas cosas?--le dijo severamente.--Pues por lo
menos no se burle de ellas. Son cosas sagradas.

                   *       *       *       *       *

Aquella noche, acostado en la camita que olía á espliego, Anania
pensó, largamente, en el secreto que llevaba en el alma.

...¿Y si María Obinu fuera Olí? ¿Si fuera Olí? ¡Tan próxima y tan
lejana! ¿Qué hilo misterioso le había conducido hasta ella, hasta la
almohada, donde debía llorar continuamente, ó por lo menos recordar al
hijo abandonado? ¡Qué extraña es la vida! Un alambre, sí, un alambre
del cual colgaban los hombres, bailando como títeres, como trocitos de
bramante agitados por el viento.

¿Era ella de veras? ¿de veras? De modo que había llegado á su destino,
impulsado por una fuerza de voluntad latente que había sugestionado...
¿Á quién? ¿Qué? ¿Pero estaba loco? ¡Cuánta tontería, cuánta tontería!
No, no era _ella_, ¡no podía ser _ella_! ¿Y si lo fuera? ¡Tan lejana!
¿Sabría ella que estaba junto á su hijo, mientras él se agitaba entre
dudas? ¿Por qué no se daba á conocer? ¿Qué temía? ¿Qué esperaba?
¿Habría reconocido el amuleto?

No, no podía ser ella. Una madre no puede fingir, no puede callar
al volver á encontrar á su hijo. Era absurdo. ¡Tonterías, ideas
convencionales! Una mujer sabe dominar hasta las más terribles
emociones. _Ella_ debía tener miedo; ¡había abandonado á su hijo!
Tanto peor; debía, por lo mismo, venderse, gritar, llorar. Una madre
es siempre madre; no es lo mismo que una mujer cualquiera. Y además,
¿podía Olí, mujer tosca, simple hija de la naturaleza, haberse
asimilado la perfidia de las grandes ciudades, hasta el extremo
de fingir, como una comedianta, de saberse dominar de aquel modo?
Imposible. Era absurdo. María Obinu, era María Obinu. Mujer simpática,
sencilla é inconsciente, que había tenido la suerte, más que la fuerza,
de arrepentirse, y que suplía el arrepentimiento, tal vez no sentido,
con la ingenua ostentación de un sentimiento religioso muy discutible.
No, no podía ser _ella_.

--Me informaré mejor; haré que me cuente su vida...--pensaba.--Pero no
es ella. Soy un estúpido sólo al pensarlo. No, no es ella,--insistía
consigo mismo.--Te digo que no es ella, imbécil, estúpido, torpe.

Y entretanto recordaba la primera noche pasada en Nuoro y el beso
furtivo que su padre había depositado sobre su frente. Y de un momento
á otro esperaba puerilmente que se abriera la puerta, y que una sombra
deslizándose á la luz oscilante de la lamparilla repitiese aquel beso
misterioso...

--Y entonces... ¿qué haría yo?--se preguntaba temblando.--Fingiría
dormir... ¡Pero qué estúpido soy, Dios mío!

Los rumores de la calle y de la vecina plaza del Panteón disminuían,
debilitándose, alejándose, como si se retiraran, cansados, á un lugar
de descanso. Anania oyó entrar los trasnochadores huéspedes; después
todo calló, en la casa, en la calle, en la ciudad. ¡Y él seguía
despierto! ¡Ah! ¿Tal vez aquella lamparilla?... ¡Qué fastidio!... Voy á
apagarla...

Pensó largamente en ello, y por fin se decidió. Levantóse. Un rumor,
un roce de faldas... ¿Se abre la puerta? ¡Oh, Dios mío! Se echó
rápidamente en la cama, cerró los ojos y esperó. El corazón y las
sienes le palpitaban febrilmente.

Pero la puerta siguió cerrada, y él se calmó, riéndose de sí mismo.
Pero no apagó la lamparilla.


                                NOTAS:

[34] En Cerdeña, como en ciertas regiones de España, hay la costumbre
de engarzar confites ó dulces en forma de rosario.--(N. del T.)




                                  IV


    «Roma, 1.º de junio.

«_Margarita mía_: Acabo de recibir tu carta y contesto en seguida.
Estoy algo atolondrado. Durante estos días he cogido por lo menos
veinte veces la pluma para escribirte, sin conseguirlo. Y sin embargo
tengo muchas cosas que decirte. He cambiado de casa. El otro día me
disgusté con Bautista Daga, porque le sorprendí en tierno coloquio
con la mayor de las hijas de la patrona, cuando me consta que tiene
relaciones íntimas con la menor. Me dió asco, y cambié en seguida de
casa. Además, estaba muy lejos de la Universidad. Debía hacer casi un
viaje para ir, cosa que me fastidiaba bastante, con el calor excesivo
que empieza á sentirse.

«Con Daga hice las paces al día siguiente. Tropecé con él cerca de la
casa donde vivo; probablemente venía á buscarme, aun cuando dijo que
no. Yo estoy ahora muy bien. La nueva patrona, una señora sarda que,
según dice, ha nacido en Nuoro, es muy buena, muy simpática y muy
devota. Tiene conmigo cuidados casi maternales, tanto, que me ha cedido
su alcoba mientras se marcha una hermosísima señorita inglesa, cuya
habitación debo ocupar.

«Esta miss se te parece de un modo extraordinario, pero te suplico
que no tengas celos: primero, porque estoy locamente enamorado de una
señorita nuorense; segundo, porque la miss debe marchar dentro de ocho
días; tercero, porque es loca de atar; cuarto, porque está prometida, y
quinto, porque estoy bajo la salvaguardia de todas las santas y santos
del cielo, colgados de la pared de mi alcoba, y hasta de las Benditas
Ánimas del Purgatorio, iluminadas día y noche por una _mariposa_[35],
que, no sé por qué, también me parece un alma en pena. (¡Ya empiezo á
escribir lo que tú llamas tonterías!).

«No, espera; antes te quiero decir que en casa de la nueva patrona
viven otros extranjeros que sólo están de paso: un empleado del
ministerio de la Guerra, un sastre piamontés, elegantísimo y muy
instruido, y un viajante francés capaz de soltar ochenta mentiras en
cinco minutos. Me recuerda al muy ilustre señor Francisco Carchide, de
Nuoro, tu desgraciado pretendiente.

«Ayer tarde, por ejemplo, mientras la miss y el sastre discutían en
inglés si los boers tienen derecho ó no á ser un pueblo libre, Mr.
Pilbert me contaba, medio en francés y medio en latín, como _fece_
salir los cabellos de uno de sus chiquillos por medio de la sugestión;
en una hora crecieron un centímetro, después cesaron de crecer durante
varios días, y, por último, empezaron á _se développer naturellement_.

«La señora Obinu,--así se llama la patrona,--tiene de cocinera una
vieja sarda, que hace treinta años vive en Roma y aún no ha conseguido
aprender el italiano. ¡Pobre vieja tía Bárbara! La sacó de Cerdeña,
casi á la fuerza, el amo á quien servía, un capitán _de los dragones_
(como ella dice) de un carácter muy violento y que le daba mucho
miedo. Me da mucha lástima esta viejecita, negrucha y pequeña como
una _jana_[36], que conserva cuidadosamente guardado su traje del
país, y lleva un ridículo vestido comprado en el _Campo di Fiori_ y
un sombrerito que debió pertenecer á la primera mujer de Napoleón. Á
menudo me meto en la cocina oscura y caliente, para hablar en dialecto
con la tía Bárbara, que llora y me pide noticias de la gente de su
país, y sueña continuamente en regresar á Cerdeña, aun cuando tiene
un miedo horrible al mar, que cree siempre en pleno temporal, como la
única vez que lo ha pasado. No se forma idea alguna del lugar donde
vive. Para ella Roma es _un lugar donde todas las cosas son caras_ y un
sitio peligroso donde se puede morir de un momento á otro, atropellado
por un coche. Me dice que los tranvías, de los cuales tiene mucho
miedo, le parecen ciervos (y no ha visto nunca un ciervo vivo); y que
no oye nunca misa en el Panteón, porque en aquella iglesia redonda, con
un agujero en la bóveda, como un horno sardo, le dan ganas de reirse.
Me preguntó si hacíamos el pan en casa; le dije que sí, y se echó á
llorar, recordando las bromas y los juegos de los días en que cocían
el pan en su casita paterna. Quiso saber si aún existen pastores y si
éstos comen sentados en el suelo, á la sombra de los árboles. ¡Cómo
suspiraba recordando un _banquete_ de Pascua, celebrado en un redil,
en el cual, hace cuarenta años, había tomado parte. La tía Bárbara no
puede sufrir á la miss, y ésta, á su vez, considera á la vieja como
una salvaje primitiva. Á veces la pobre canta en dialecto logodorense,
y entre otras canciones, una nenia fúnebre también popular en Nuoro:
¿sabes? aquélla que dice:

    Corazón, nana, nanita.
    Estoy dispuesto á marchar
    Y pronto á hacer testamento...[37]

«Á la noche, ama y criada rezan el rosario en dialecto, y yo me
entretengo en contestar desde mi cuarto, haciendo rabiar á la tía
Bárbara, que interrumpe sus rezos para insultarme.

«--_Su diaulu chi ti ha fattu_...[38].

«--¡Tía Bárbara!--dice entonces la patrona, enfadándose á su
vez.--¿Pero está usted loca?

«--¡Pues que se calle _cusso pizzinnu de s'inferru_![39].

«Basta ya, Margarita mía, querida Margarita de mi vida; ahora
hablemos de nosotros. Por aquí hace ya mucho calor; pero al anochecer,
generalmente, refresca. De día estudio sin descanso: estudio de
veras... porque es mi deber y también mi placer. Asisto á la
Universidad y frecuento las Bibliotecas como ninguno de mis compañeros,
y por esto mismo los profesores me aprecian. Al anochecer salgo á
pasear por la orilla del Tíber y me paso horas y más horas mirando el
agua corriente, haciéndome preguntas completamente inútiles; como, por
ejemplo: «¿Qué es el agua?». No es verdad que el Tíber sea rubio; no,
á veces tiene un color amarillo térreo, más á menudo verdoso, alguna
vez como amoratado, y también azul de cuando en cuando. Ciertas noches
tranquilas el río es lechoso, refleja las luces, los puentes y la luna,
como un mármol bien pulimentado. Comparo el curso continuo del agua
al amor que tú me inspiras; como él es mi amor, continuo, silencioso,
avasallador, inagotable. ¿Por qué, por qué no estás tú aquí, conmigo,
Margarita mía? Todas las cosas me parecen más bellas y más profundas
cuando las miro pensando en ti. ¡Cuán luminosas é intensas me
parecerían, si pudiera verlas reflejadas en tus adorados ojos! ¿Cuándo,
cuándo se podrá realizar el ansioso y encantador ensueño de nuestras
almas? En ciertos momentos me parece imposible que pueda vivir tanto
tiempo separado de ti, y una angustia inexplicable hace palpitar mi
corazón: después me estremezco de alegría pensando que dentro de dos
meses nos veremos.


«Margarita mía, adorada, yo no sé expresarte todo lo que siento, y me
parece que ninguna palabra humana podría conseguirlo. Siento un fuego
continuo que me consume y devora, y una sed inextinguible que sólo una
fuente puede apagar. Tú eres la fuente en donde apagaré mi sed, tú
el jardín entre cuyas flores se deleitará mi alma ardiente, ansiosa
de amores é ideales. Estoy solo, solo en el mundo, Margarita mía
adorada; tú eres, para mí, todo el mundo, y cuando me pierdo entre la
muchedumbre, en un mar inmenso de gente desconocida, basta que piense
en ti para que mi alma vibre de amor hacia todos los seres que me
rodean, y sienta palpitar el alma de la multitud, como un mar sonoro.

«Á veces, cuando recibo tus cartas, siento una felicidad tan grande
que llega hasta el delirio; me parece haber subido á la cúspide de una
montaña maravillosa, y que sólo deba alargar la mano para alcanzar las
estrellas... Es demasiada dicha... demasiada... casi me da miedo; miedo
de caer en el abismo, miedo de ser reducido á cenizas por el contacto
sobrehumano de los astros vecinos. ¿Qué sería de mí si tú llegases á
faltarme? ¡Ah! Tú no sabes, tú no puedes comprender la tontería que
escribes, cuando escribes que tienes celos de las mujeres hermosas é
instruidas que puedo encontrar en Roma. Ninguna mujer puede ser, puede
representar, para mí, lo que tú eres y representas. Eres tú la vida, el
pasado, la raza, el ensueño; eres la esencia misteriosa que llena hasta
los bordes la vacía copa de la vida. Sí; yo me figuro la vida como una
copa que debemos tener continuamente junto á los labios. Para muchos
está vacía, y ansiando beber lo que no existe, mueren lentamente por
falta de alimento, mejor dicho, de bebida espiritual. En cambio, para
otros,--y afortunadamente yo me cuento en su número,--la copa contiene
una ambrosía más ó menos divina...».

                   *       *       *       *       *

«He interrumpido la carta porque Bautista ha venido á verme. Tiene
miedo de comprometerse con las hijas de la patrona que quieren
seducirle á toda costa, y desea venir á vivir conmigo. Veremos.
Hablaré con la patrona apenas vuelva. No le guardo rencor, porque,
después de todo, como dice mi amigo Mr. Pilbert, la ofensa es una
cosa insubsistente. Si uno, por ejemplo, me llama ladrón, ¿qué daño
puede causarme el sonido producido por las palabras que mi ofensor ha
pronunciado?

--»¿Y los palos, Mr. Pilbert?--le pregunté».

                   *       *       *       *       *

«Vuelvo á coger la pluma, aturdido por una confidencia íntima que acaba
de hacerme la tía Bárbara. La viejecita entró en el cuarto con el
pretexto de cambiar el agua y me dijo que conocía á Bautista Daga por
haber venido algunas veces á visitar á la patrona.

«Una duda me asaltó, porque no sé si te he dicho que el pasado de la
patrona no es del todo inmaculado. Miré á la tía Bárbara, pero ella
apretó los labios y dijo que no con la cabeza, con aire de misterio.
Me marcó con preguntas acerca de Bautista, á las cuales contesté
pacientemente. Después le interrogué á mi vez, y prometiéndole ir
estas vacaciones á su país para informarla minuciosamente de todo lo
que ha pasado desde treinta años á esta parte, conseguí que me contara
que María Obinu dejó en Cerdeña varios hijos, uno de los cuales fué
adoptado por un rico propietario campidonense.

«Y la tía Bárbara sospecha que Bautista Daga es hijo de María Obinu...».

                   *       *       *       *       *

Anania interrumpió de nuevo la carta, cuya última hoja había escrito
casi automáticamente, bajo el impulso de una turbación repentina. Leyó
y releyó las últimas líneas. Una pequeña hormiga negra pasó por encima
de la hoja y la miró con ojos llenos de profundo asombro. ¿Qué cosa
era aquel pequeño ser llamado «hormiga»? ¿Y por qué existía? ¿Debía
aplastarla con un dedo? ¿Ó no debía aplastarla? ¿Existía el libre
albedrío?

En aquella época, si bien asistía á la clase de Ferri, aún creía en el
libre albedrío, y á menudo cometía pequeñas faltas, para probarse á sí
mismo que _quería_ cometerlas. Pero esta vez dejó pasar la hormiga,
que desapareció tranquilamente por debajo de un libro, ignorando el
terrible peligro que acababa de correr. Como otras veces, rasgó la
última parte de su carta. Apoyó la frente entre las manos y se puso
á leer las primeras hojas, y á medida que leía, sentía una oleada de
amargura inundarle el corazón.

--Sí,--pensó,--vivo demasiado cerca de las estrellas... y no veo el
abismo en donde inevitablemente caeré... ¡No, no, no!--dijo después
entre dientes, desesperadamente, sacudiendo la cabeza, con los puños
apretados contra las sienes.--¿Por qué me obstino? Tal vez es mi
madre... y Bautista Daga viene á buscarla... ¿Por qué no me habló nunca
de ella? ¿Y por qué debía hacerlo? Nunca me contaba nada referente á
sus aventuras. Y él... él viene aquí... ¿para qué?... ¡Oh, Dios mío!
¡Dios mío!... ¡Yo... yo soy el hijo de María Obinu! Ella debe saber
toda mi vida. Ha contado á su manera á la vieja _jana_, que he sido
adoptado por un rico propietario... ¿Ha dejado en Cerdeña otros hijos?
No, no es verdad; porque ella partió en seguida que me hubo abandonado.
Lo contará así para despistar... para... ¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío!

Sollozaba sin derramar lágrimas, balbuceando palabras sin sentido y
sacudiendo locamente la cabeza; pero de pronto se levantó de un salto,
pálido, rígido, con los ojos vítreos.

--Es preciso acabar,--pensó,--es preciso que salga de dudas. ¿Á qué
vienen esta lamparilla, estos cuadritos, tanto rezar? Pues á _esto_
precisamente. Pero yo te sabré desenmascarar, alma extraviada. Sí,
yo te mataré, te aplastaré; sí, yo, porque eres mi desgracia, y la
desgracia de mi querida, de mi adorada Margarita... ¡Pobre Margarita
mía!

Dejó caer su puño cerrado sobre la carta, mientras sus ojos
relampagueaban de odio; y, tembloroso, se desplomó sobre la silla,
dando con la frente sobre la mesa. ¡Ojalá se hubiese abierto la
cabeza!... No pensar en nada, olvidar, desaparecer...

Sintióse vil, parecióle ser viscoso y negro como un cuerpo amasado
con fango; carne de la carne prostituida de su madre, y como ella,
delincuente, miserable, abyecto. Tumultuosos recuerdos pasaron por su
mente; recordó los generosos propósitos tantas veces acariciados de
_buscarla_ y _redimirla_, la piedad infinita por la inconsciencia y la
irresponsabilidad de _ella_, el orgullo que experimentaba al sentir
tanta piedad, tan inmensa sed de sacrificio...

¡Todo mentira! Bastaba un vago indicio, dado por una vieja chocha, para
despertar en su alma una tempestad de fango, la idea de un delito.

--¡La mataré! Y al pronunciar aquellas palabras comprendía que acababa
de cometer el delito, aunque sólo pensaba vagamente en él.

Pensó en la paz que gozaba desde que vivía cerca de María Obinu, y alzó
la frente, herido por una nueva impresión. Durante aquella semana,
pasada en la casa, en la alcoba monacal de María, había creído siempre,
en el fondo de su conciencia, que era su madre; y la comprobación
de su vida honrada y su redención le habían hecho feliz. Y así como
al principio había rechazado la idea de que María fuese _su madre_,
después había esta idea arraigado fuertemente en él. Su horizonte se
aclaraba; su pensamiento, libre de un peso que antes le aplastaba y le
clavaba en el suelo, podía, por fin, volar hasta las estrellas.

Y toda vez que _ella_, por castigarse, por miedo, ó por amor de
independencia, renunciaba á su hijo, él era feliz pudiendo renunciar á
ella, cuya existencia estaba asegurada, cuya vida estaba purificada.
Ya que no podía hacerle ningún bien, no quería hacerle ningún mal,
mezclándose en su vida. Ya no debía buscar más. Su _misión_ no podía
cumplirse, el terrible problema se había resuelto: después de tanto y
tan largo sufrimiento, podía seguir tranquilamente su camino hacia la
felicidad. Había cumplido su deber con sólo el deseo de cumplirlo; y
este deber ideal le había costado tanto, le parecía tan heroico y tan
grande, que le llenaba el alma de orgullo. Las estrellas ya estaban
cercanas. Pero de pronto, de repente, el abismo se abría otra vez.
Todo era mentira, dentro y fuera de él, todo ilusión, todo sueños en
«aquella cosa extraña» que llamaban vida. ¡Hasta las estrellas eran
mentira é ilusión!

--¿Y si la ilusión fuese lo que ahora pienso?--se preguntó.--¿Si yo
me engañase? ¿Si María Obinu no fuese _ella_? ¿Y qué? Si no es _ella_,
será otra,--terminó diciendo desesperado.--_Ella_, próxima ó lejana,
existe y me llama, y yo debo volver sobre mis pasos, volver á empezar,
y encontrarla viva ó muerta. ¡Oh, si hubiese muerto!

Siguió esperando el regreso de la patrona, y para calmarse algo, trató
de analizar la extraña pasión que le dominaba. Y, como tantas otras
veces, sintió que su pena mayor provenía, más que de la pasión, del
cruel contraste que formaba su _yo_ al desdoblarse. Uno de los dos era
un chiquillo fantaseador, apasionado y triste, con el alma enferma.
Seguía siendo el mismo que bajaba de los montes nativos soñando en un
mundo misterioso; el mismo que en la casa del almazarero había meditado
durante largos años la fuga, sin realizarla jamás; el mismo que en
Cagliari había llorado creyendo que Marta Rosa pudiera ser su madre. El
otro ser, normal é inteligente, criado junto al chiquillo incurable,
veía claramente la vanidad de los fantasmas y de los monstruos que
atormentaban á su compañero, pero por mucho que luchase y gritase, no
conseguía librarle de la obsesión.

Una lucha continua, un contraste cruel agitaba día y noche á los
dos seres; y el chiquillo fantaseador é ilógico, víctima y tirano,
resultaba siempre vencedor. Quería saber, quería descubrir, quería
alcanzar su intento; y sufría, de lo vano de sus investigaciones,
igualmente que de la esperanza de llegar á conseguir su propósito.
Muchas veces se había preguntado si, libre del amor de Margarita,
hubiese sufrido de igual manera. Y siempre había contestado
afirmativamente.

María Obinu regresó al anochecer.

--Señora María,--gritó el estudiante abriendo la puerta,--venga en
seguida, que tengo que decirle una cosa.

--¿Qué quiere?--preguntó entrando.

Iba vestida de negro, llevaba un sombrero de terciopelo morado, ya
descolorido, y respiraba fatigosamente por haber subido la escalera de
prisa, de buen color contra la costumbre, la frente reluciente por el
sudor.

--¿Qué le pasa?--preguntó malhumorado Anania.

--¿Á mí? ¡Nada!--contestó con extrañeza. Después volvió á su simpática
sonrisa de siempre.--¿Pero por qué está á obscuras? ¿Qué tiene que
decirme?

--Vaya, vaya á cambiarse de vestido; se lo diré después.

Pareció impresionarse por el acento de malhumor y el entrecejo fruncido
del estudiante, tanto más cuanto que aquella mañana le había dicho que
se encontraba un poco mal.

--¿No se encuentra bien?--preguntó afectuosamente.--¡Qué calor hace,
Dios mío! Se ahogan. Diga, diga qué quiere.

--¡Vaya á desnudarse antes!--repitió Anania, acercándose á la pared
para restregar un fósforo.

--¿Pero qué es lo que quiere? Hable...

--Mejor es,--pensó rápidamente Anania, encendiendo el fósforo,--mejor
es que la coja de improviso, antes que pueda hablar con aquella tía
vieja.

--¿Dónde, dónde estará la vela? Pues oiga, ha venido... ¡al fin!... ha
venido... _su diaulu chi t'a fattu_, ¿no te vas á encender? ¡Vaya unas
velitas!

Alzó la vista y miró fijamente á la mujer que seguía con ojos
tranquilos sus movimientos.

--Ha venido el estudiante sardo Bautista Daga; quisiera una habitación;
supongo que podrá tenerla.

--Veremos,--contestó tranquilamente.--¿Para cuándo la quisiera?

Anania empezó á enfadarse.

--Usted le conoce, ¿verdad?

--Yo no.

--La tía Bárbara me ha dicho que le ha visto aquí otras veces...

María Obinu frunció las cejas y entornó los ojos esforzándose en
recordar. De pronto echando chispas y con voz irritada dijo:

--Oiga, si es un joven pálido, con la nariz algo torcida, con una cara
de malas pasiones... dígale que en mi casa no hay sitio alguno para
él...

--¿Por qué? Dígame, cuente; yo no sé nada... de veras... Hemos dormido
en una misma alcoba durante seis meses, pero no sé nada de él... de
veras... Dígame...

Anania estaba sentado junto á la mesita, é inadvertidamente iba
empujando la vela hacia la pared, de la que colgaba un calendario.

--No tengo nada que contarle,--siguió diciendo la mujer:--no tengo que
dar cuenta á nadie de mis actos. ¡Déjenme en paz! Vivo de mi trabajo
y no pido nada á nadie; y soy mucho más honrada que muchas señoras
ante las cuales sus _señorías_ (sonrióse irónicamente) se quitan el
sombrero. ¡Ay!--siguió diciendo, suspirando profundamente.--¡La vida es
muy larga! ¡También á ustedes, también á ustedes les llegarán días de
amarga prueba! ¡Ojalá Dios les libre de ellos! Entonces conocerán el
mundo, conocerán la espesa hilera de serpientes que se levanta á los
dos lados del camino de la vida; y encontrarán la piedra que les hará
tropezar. ¡Y cuántos, señor Anania, cuántos no saben levantarse otra
vez, y dan con la frente en la piedra y mueren del golpe! ¡Y son tal
vez los más dichosos! ¡Ay! ¡Pero el Señor es misericordioso! ¡Por mi fe
de cristiana aseguro que el Señor es misericordioso!...

Se puso una mano sobre su corazón y volvió á suspirar profundamente.

--¡Finge!--pensó Anania.

Y añadió algo irónico:

--_Boste est sapia che i s'abba_[40]. Pero no entiendo nada de sus
discursos, palabra de honor. ¿Qué tiene que ver Bautista Daga con todo
esto? ¿Qué le ha hecho? ¡Dígamelo!...

--¡Apague, apague pronto la vela!... ¡Mire, que está ardiendo el
calendario!... ¿Dónde tiene la cabeza?--gritó María, corriendo hacia la
mesa.--¡Virgen María! ¡Usted me va á arruinar!

Rápidamente Anania separó la vela y apagó el fuego.

--¡Qué cabeza! ¿Y si ahora le diera cuatro tirones, no serían bien
merecidos?--gritó María, tirando del mechón de pelo que el estudiante
llevaba sobre la frente.

--¡Señora María! ¿Qué hace? Déjeme. ¡Caramba, usted no
bromea!--exclamó, bajando y sacudiendo la cabeza, mientras un recuerdo
repentino relampagueaba en su mente. Sí, hace mucho tiempo, en un lugar
muy lejano, en una cocina llena de hollín y guardada por el fúnebre
capotón del bandido, Olí, malhumorada por la miseria y las penas,
tiraba á veces de las greñas salvajes de un melancólico chiquillo... Y,
cosa extraña, en vez de disgustarle, aquel recuerdo le conmovió.

Cogió la mano de María y la miró con mirada loca. ¿Era la misma que le
pegaba de chico, la misma que le guió hasta la puerta de la almazara,
aquella noche fatal?

--¡Qué cabeza! ¡Qué loco!--continuaba diciendo la mujer.--Si no llego á
estar, de seguro que sucede una desgracia. Ahora, déjeme marchar.

El alzó la cabeza y dijo:

--Me parece haber visto su mano otras veces. Otras veces esta mano me
tiró de los cabellos, me pegó, me acarició...

--«¿Se vuelve usted loco?--exclamó la mujer, retirando bruscamente la
mano y acercándola á la cara.

--Señora María,--prosiguió diciendo, mientras ella se miraba la mano,
algo estúpidamente.--¿Cree usted en los espíritus? ¿No? Pues existen, y
usted debería creer en ellos. Yo creo. Pues bien, cada noche me aparece
un espíritu amigo que me revela muchas cosas. Entre otras, me dice que
usted es mi madre.

María se echó á reir con risa forzada, como si ocultara un secreto
terror; y el joven comprendió en seguida que había escogido un método
muy ingenuo para conseguir conmoverla. ¡Qué estúpido era! ¿Y por qué
estúpido? Si de veras hubiese sido su madre, se habría turbado del
mismo modo, comprendiendo que él sabía ó sospechaba algo. Y, por el
contrario, se reía, si bien algo asustada por la idea de los espíritus,
en los cuales creía.

--¡No y no!--pensó él.--Estoy loco, loco de veras.

Ella dijo, como si fuera un eco:

--Está usted loco, loco de veras. ¡Ojalá fuese de veras su madre!

Se oyó la voz de la tía Bárbara que llamaba á la patrona.

--¡Cuánto tiempo me hace perder!--dijo ésta, pronta á salir, mientras
Anania se arreglaba el mechón y reía.

--¿Qué debo contestar á Daga?--preguntó mirándose atentamente en el
espejo.

--Que si vuelve y estoy en casa, le echaré escaleras abajo. ¿Entiende?

--¿Pues sabes, chiquillo, que me quedo sin entender una palabra de
nada?--dijo Anania como si hablara con su imagen reflejada por el
espejo.

--¡Señora María, espere un poco!--gritó corriendo hacia la
puerta.--¡No se marche sin explicarme!... ¡Qué manera de dejarle á uno!
Venga.

Pero ella desaparecía en lo obscuro de la antesala, desabrochándose el
cinturón y soplando por el calor y la rabia.

--Venga usted, oiga...--repetía el estudiante agitando el peine que aún
tenia en la mano.--Oiga...

Ella no contestó.

--¡Ya entiendo! Le habrá hecho alguna proposición...--pensó Anania,
cerrando la puerta.--¡Qué muchacho más endiablado! ¿Y á mí qué me
importa? Cada cual tiene sus cosas.

Y volvió frente al espejo.


                                NOTAS:

[35] En español en el original.

[36] Hada enana de los cuentos sardos.

[37]

    _Coro anninnò, anninnò
    Dego de partire sò
    E de fagher testamentu..._


[38] ¡Al demonio que te ha hecho!

[39] Aquel muchacho del infierno.

[40] Sabia como el agua.--Muy sabia.




                                   V


El día de la marcha se acercaba.

--Tía Bárbara,--decía el estudiante, mientras la vieja preparaba el
café,--¡qué feliz soy! ¡Parece que me salen alas! ¡Dentro de unos
cuantos días... adiós! Sí, me parece tener alas. Salto sobre la
ventana, hago lissst... y fuera. Me pongo á volar, y ya estoy en
Cerdeña.

Y se acercaba á la ventana, haciendo como si saltara sobre el antepecho.

--¡Aaaah!--gritaba la vieja, cómicamente asustada.--¡No se suba á la
ventana, _corazón_ mío! ¡Que se va á caer!... ¡Oh, Dios mío!

--Pues déme una tacita de café, sólo una tacita muy chiquitita, sino me
pongo á volar. ¡Ay, qué rico está su café! ¿Cómo es que lo sabe hacer
tan rico? Sólo mi madre, en Nuoro, lo hace tan bueno como usted.

La vieja, halagada lo indecible, le daba una taza de café, que
resultaba muy exquisito por ser el primero que se sacaba de la cafetera.

--¡Dios mío, qué rico está!--decía Anania, abriendo la boca y poniendo
los ojos extáticos.--¡Es tan bueno, que me da nostalgia!

--¿Qué es la _nostargia_?

--Un estremecimiento en el corazón, tía Bárbara, aquel estremecimiento
que nos da cuando pensamos en el paraíso. ¡Ay, qué rico está el café!
¿Quiere usted venir conmigo? ¡Ea, en marcha! ¡Qué gusto!

La vieja suspiraba exageradamente. ¡Ah, si no fuese por el mareo!

--¿Eres muy rico?--preguntaba al estudiante.

--¡Toma! ¡ya lo creo!

--¿Cuántas _tancas_ tienes?

--Siete ú ocho, no recuerdo.

--¿Tienes colmenas? ¿Y pastores?

--¡De todo, tía Bárbara, de todo!

--¿Entonces por qué has venido á este lugar de perdición? ¿Qué
necesidad tienes de estudiar?

--Porque mi novia quiere que me haga doctor.

--¿Y quién es tu novia?

--La hija del barón de _Baronia_.

--¡Ah! ¿Aún viven los barones de Baronia? Yo había oído contar que su
castillo estaba lleno de fantasmas. Una vez una mujer que había ido
á coger leña, pasó de noche por delante del castillo y vió una dama,
con una gran cola de oro, que parecía un cometa. ¿Tú sabes qué es un
cometa? ¡Oh, Nuestra Señora del Buen Consejo! Me vas á arruinar... mira
que te va á hacer daño tanto café.

--Cuente, cuente, tía Bárbara. ¿Cuando aquella mujer vió á la dama, qué
hizo?--insistía el estudiante, echándose otra taza de café.

La tía Bárbara seguía contando. Confundía la leyenda del castillo de
Burgos con la del castillo de Galtelli. Mezclaba recuerdos históricos,
transmitidos por tradición, con sucesos acaecidos durante su lejana
infancia. Entre otras leyendas contaba la de aquel caballero extraviado
en una gran llanura, que sólo al caer la tarde, oyendo el tañido de una
campana, pudo encontrar un lugar habitado. La alegría del caballero,
tan rico como infelizote, fué tal, que prometió dejar todos sus bienes
á la iglesia de cuya campana había oído el sonido. Desde entonces,
todas las tardes, la campana de la iglesia toca para que los hombres
extraviados puedan encontrar el verdadero camino.

--¡Ésta es la leyenda de Santa María la Mayor!--decía Anania.

--¡No, _corazoncito_ mío! Es la iglesia de Illorai! Hasta te puedo
decir el nombre del señor extraviado! Se llamaba Don Gonario Arca.--¡Y
los _nuraghes_!--proseguía, andando de un lado para otro, en la cocina
caliente y húmeda.--¿Aún existen _nuraghes_? ¡Cuántos tesoros ocultos!
Cuando los moros iban á la Cerdeña para robar las mujeres y el ganado,
los sardos escondían las monedas en los _nuraghes_. Y tú, estúpido,
¿por qué no buscas tesoros en tus _tancas_?

Anania pensaba en su padre, que hacía poco le había escrito rogándole
que visitara los museos «donde se conservan las antiguas monedas de
oro».

--Una vez,--seguía diciendo tía Bárbara,--una vez fui á recoger
espigas junto á un _nuraghe_. Me acuerdo como si fuera hoy. Me dió
fiebre, y á la caída de la tarde tuve que tumbarme sobre el rastrojo,
esperando que pasase algún carro que me llevara al pueblo. Y de pronto
veo una cosa. Detrás del _nuraghe_, el cielo era de color de fuego;
parecía una tela color de escarlata. De pronto veo un gigante en
el _patiu_[41], que empieza á echar humo por la boca. Y en seguida
el cielo se puso obscuro. ¡Nuestra Señora del Buen Consejo, qué
miedo! Pero de pronto vi á San Jorge que llevaba la luna llena en la
cabeza y en una mano una _leppa_ más limpia que el agua. ¡_Tiffeti
taffati_!--terminó diciendo, como si manejara un gran cuchillo de
cocina.--San Jorge cortó la cabeza del gigante y el cielo se aclaró.

--Era la fiebre que le hacía ver tantas cosas, tía Bárbara.

--Sería la fiebre, pero yo vi al gigante y á _Santu Jorgi_. Sí, les vi
con estos dos ojos,--afirmaba la vieja, poniéndose dos dedos en los
ojos.

Después preguntaba si en los días de fiesta solemne, aún corrían los
caballos por la falda de la montaña, montados por chiquillos medio
desnudos, adornados con cintas de colores. Y si por San Antonio
encendían hogueras, y si en medio de las hogueras colocaban palos,
llevando en lo alto, rojos racimos de naranjas, granadas y madroños, y
de los cuales colgaban ratones muertos.

Anania escuchaba con gusto los sugestivos cuentos y preguntas de la
tía Bárbara; y á veces, mientras á dos pasos de distancia zumbaban los
tranvías y se oía el amoroso maullido de los gatos entre las columnas
del Panteón, se identificaba tanto con los recuerdos de la vieja, que
le parecía sólo tener que asomarse á la puerta para encontrarse en un
solitario paisaje sardo, en el terraplén de un _nuraghe_, guardado por
las almas de los gigantes,--ó en la algazara salvaje de unas carreras
en la Barbagia,--acompañado de un viejo pastor filósofo y contemplador,
de alma grande como las nubes. En las palabras nostálgicas de la vieja
desterrada, sentía el perfume de la tierra nativa, la brisa cargada
de esencias salvajes del Orthobene y Gennargentu, y se sentía sardo,
profunda y exclusivamente sardo.

--¡Ah, cómo me voy á divertir estas vacaciones!--decía á la
vieja.--Voy á ir á todas las fiestas, quiero visitar el lugar donde
nací; subiré al Gennargentu, al monte Rasu, al castillo de Burgos. Sí,
sobre todo quiero subir al Gennargentu. ¡Vivirán aún fulano y zutano de
Fonni! ¿Y los frailes, qué harán? ¿Y Zuanne?

Y de un modo inconsciente, se ponía nostálgico como la tía Bárbara.

--¿Y usted, no va á volver nunca á Cerdeña?--preguntó á María Obinu, un
momento que entró en la cocina.

--¿Yo?--contestó ésta algo triste.--¡Jamás! ¡Jamás!

--¿Por qué? ¡Acérquese á la ventana y mire usted qué luna más hermosa!
¿No le gustaría ir en peregrinación á Nuestra Señora de Gonare, con una
luna tan espléndida? Subir á caballo, poco á poco, atravesando bosques,
bordeando precipicios, subiendo, siempre subiendo, mientras la ermita
se dibuja sobre el cielo, arriba, arriba, muy arriba...

María movía la cabeza y hacía con los labios un mohín de indiferencia.
La tía Bárbara, al contrario, se estremecía de pies á cabeza y alzaba
los ojos, ¡como si buscara la ermita proyectada sobre el claro azul del
cielo lunar, arriba, arriba, muy arriba!...

--¡Excepto usted y las personas que le aprecien...--exclamaba María
maldiciendo,--y excepto las iglesias y los devotos de Nuestra Señora...
que el fuego arrase la Cerdeña antes de que yo vuelva por allá!

--¿Pero por qué?

Tía Bárbara, atenta á la cocina, cerraba los ojos con infinita piedad,
no pudiendo protestar contra el odio que el ama sentía por la patria
lejana.

--¡Ah, corazón mío!--dijo á Anania, apenas María se hubo
marchado.--¡Tiene mucha razón! Allí la asesinaron...

--¡Pero si está tan viva, tía Bárbara!

--¡Ah, tú no sabes! Es mejor asesinar á una persona que traicionarla...

Anania pensaba en su madre, y la duda, la quimera, el ensueño, se
apoderaban otra vez de él.

--Tía Bárbara,--decía, acercándose á la vieja.--Usted ha dicho que la
engañó un señor... Dígame cómo se llama... trate usted de saberlo.
Diga: ¿la señora María tiene cartas escondidas? ¿Dónde las tendrá? Yo
podría ayudarla, buscar á aquel señor, conmoverle... También usted
saldría ganando.

--¿Para qué conmoverle?

--Para que la ayude...

--Ella no tiene necesidad de ayuda. ¡Tiene dinero! Déjala en paz,
porque ella no quiere que se le recuerde su desgracia. ¡Ni una palabra!
¡Me mataría si supiera que hablo de ella contigo!...

--Ella tendrá cartas...--repitió Anania.

Las había buscado inútilmente en el cuarto de María. No poseía
documento alguno y, como decía la tía Bárbara, no quería que se hablara
de su pasado.

El estudiante se moría de ganas de saber algo antes de marchar. Había
momentos en que se estremecía ante la pregunta de siempre: «¿Si María
Obinu y Olí fueran la misma persona?». ¿Por qué no trataba de descubrir
el misterio? ¿Por qué no volvía á preguntar á la policía, por qué no
escribía á Cerdeña, por qué no seguía tirando del hilo que le podía
llevar hasta el fin del misterio, y, sobre todo, por qué dejaba correr
inútilmente el tiempo, y no arrojaba lejos de sí la inercia vil que le
dominaba? Muchas veces se había propuesto preguntar á María, inventar
una escena, obligarla á descubrirse; pero desde el coloquio á propósito
de Daga, había hablado con ella sólo de cosas indiferentes. Se pasaban
días enteros en que ni siquiera la veía y sin que él tratara de hacer
algo por verla.

--Y sin embargo, es preciso que yo sepa algo,--pensaba, andando
distraído por las calles aún animadas, pero de cada vez con menos
gente.--¿Si no es ella, por qué atormentarme? ¿Pero dónde, dónde
estará? ¿Qué hace? ¿Está cerca ó lejos? ¿En el ruido de la ciudad, en
este rumor que parece la voz de un monstruo de millares de cabezas, van
mezclados su respiración, sus gemidos, sus risas? ¿Y si no está aquí,
dónde está?

Aquella noche tuvo un ataque de fiebre,--tal vez producido por el
filtro malsano, si bien poético, de los largos sueños que casi todas
las tardes fantaseaba en el silencio del Coliseo,--y en la calentura
creyó ver muchas veces á María inclinada sobre la almohada. ¿Era
delirio ó realidad? La luz de la luna y el reflejo de una ventana
iluminada, alumbraban vagamente el cuarto del calenturiento. Además de
la figura de María, veía un caballero en traje del siglo XVIII con una
bandeja, en la cual había una copa de champagne y el amuleto de Olí;
y al propio tiempo que veía que la figura del caballero, inmóvil en
la penumbra, era irreal, la figura de la mujer le parecía bien real.
Quería encender la vela, pero no podía moverse. Creía estar acostado
al borde de un abismo, sobre una piedra que, atraída por una fuerza
oculta, corría vertiginosamente, seguida por todas las cosas que le
rodeaban, hacia un punto al cual no se llegaba nunca.

Después de la primera aparición de María Obinu, pensó:

--Tengo fiebre, bien lo sé, pero no deliro. Era ella. He hecho mal en
fingir que dormía. Debía haber fingido el delirio á ver qué hacía. Si
por lo menos volviese... ¿Si la sugestionara?... ¡Ven! ¡ven!--empezó á
decir, invocándola, hablando en voz queda, esforzándose en imponerle su
propia voluntad.--¡Ven, ven, María Obinu! ¡Quiero que vengas!

Pero ella no vino en seguida, y en cambio, la carrera extraña de
la piedra, sobre la cual le parecía estar acostado, redoblaba su
velocidad. Visiones apocalípticas, nubes monstruosas, surgían,
se perseguían, se mezclaban, desaparecían en el fondo del abismo
fantástico, hacia donde el alma del enfermo miraba espantada. Entre
otras cosas, veía el _nuraghe_ y el San Jorge del sueño febril de la
tía Bárbara; pero la luna huía de la cabeza del santo y volaba hacia
el cielo. Otras dos lunas, rojas é inmensas, la seguían. Era inminente
un cataclismo. Un gentío enorme se apretaba en una playa, azotada por
un mar tempestuoso. Las olas eran caballos marinos luchando contra
espíritus invisibles. De repente un alarido salió del mar: ¡_La
suegra_! ¡_La suegra_! Anania se estremeció horrorizado, abrió los ojos
y le pareció tenerlos azules.

--¡Qué estupidez!--pensó.--¿Por qué la fiebre hará ver cosas tan
extrañas?

María Obinu volvió á abrir la puerta, avanzó calladamente y se inclinó
sobre el calenturiento.

--¡Ahora á fingir bien!--pensó, y empezó á quejarse débilmente. La
mujer permaneció inmóvil.

--¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío!--decía el estudiante suspirando
fuerte.--¿Quién me pega en la cabeza? ¡Dejadme, no me matéis! La luna
ya se marcha. ¿Te acuerdas, mamá? Tú me enseñabas la canción:

    Luna lunera,
    Cascabelera...[42]

¿Por qué no quieres decirme que eres mi mamaíta? ¡Dímelo! Si de todos
modos yo lo sé, sé que tú eres mi mamaíta, pero debes decírmelo tú
también. ¿Ves aquel caballero, con el amuleto que me diste _aquella_
mañana? ¿Es posible que no te acuerdes de aquella mañana, cuando
bajábamos... y los pinzones cantaban entre los húmedos castaños, y las
nubes volaban hacia el monte Gonare? ¡Sí, sí que te acuerdas! Dime que
sí... no tengas miedo... Yo te quiero mucho. Viviremos siempre juntos.
Contesta.

La mujer callaba. El enfermo fué asaltado de un verdadero espasmo de
ternura y angustia, y empezó á delirar de veras.

--Madre,... madre mía, habla; no me hagas sufrir de esta manera; ya
no puedo más. ¡Si tú supieras cómo sufro! ¿Tú eres Olí, no es verdad?
Es inútil que digas que no; tú eres Olí. ¿Qué has hecho hasta ahora?
¿Dónde tienes tus cartas? Ó si no, no hablemos del pasado. ¡Todo ha
terminado! Ahora ya no nos separaremos nunca más... ¿Pero te marchas?
No, no, ¡por Dios! espera... no te marches...

Se incorporó sobre la cama, con los ojos extraviados, mientras la
figura se alejaba lentamente y desaparecía... El caballero con la
bandeja seguía allí mismo, inmóvil en la penumbra, y todas las cosas
daban vueltas á su alrededor.

La visión volvió más tarde, y volvió á desaparecer. Anania siguió
lamentándose, gimiendo infantilmente, seguro de haber visto á su
madre. Y conservó esta impresión, dulce y angustiosa, hasta después de
desaparecer la fiebre.

Al día siguiente despertóse tarde, y aun cuando tenía el cuerpo como si
le hubiesen pegado una paliza, se levantó y salió sin tratar de ver á
María.

Durante tres ó cuatro noches la fiebre siguió atormentándolo, pero
entre los fantasmas de sus pesadillas no volvió á presentarse la figura
de aquella mujer. Esto le dió mucho que pensar. ¿De modo que había sido
una aparición real? Y debía tener miedo después de cuanto le había
dicho durante la primer noche, y por esto no volvía.

Todos los días, antes de salir y al volver, agotado por la fatiga
y tensión nerviosa de los exámenes, siempre algo calenturiento, se
proponía descifrar el enigma, pero siempre en vano. Pensaba:

--Ahora la llamaré, la suplicaré, le haré mil preguntas, la amenazaré;
le diré que la policía me ha informado de su pasado verdadero, armaré
un escándalo. Ella hablará... ¿Y si es _ella_?

Y, como de costumbre, esta hipótesis le entontecía y daba miedo. Á
veces pensando en el momento de la revelación, imaginaba una escena
dramática entre él y su madre; á veces le parecía que ni una sola
fibra de su corazón se conmovía. Pero al verla, pálida y sonriente,
con su modesto vestido obscuro, siempre atareada en los cuartos de
los huéspedes ó en la cocina, siempre tranquila, inconsciente, casi
insensible, sentía helarse la sangre en sus venas.

Un velo caía entre él y la aparición real del fantasma que tanto le
atormentaba. En lugar de la escena violenta ó del drama sentimental que
tantas veces había imaginado, se desarrollaba entre él y la patrona una
conversación insulsa, con la inevitable intervención de la tía Bárbara.

Hasta pocos momentos antes de partir no tomó la solemne resolución de
dejar en suspenso, hasta la vuelta, todas las pesquisas y los vanos
proyectos. Se encontraba cansado, quebrantadísimo. El calor, los
exámenes, la fiebre y tanto preocuparse, le habían agotado.

--Descansaré,--pensaba, al preparar rápidamente su equipaje, y
recordando, algo irónicamente, los largos preparativos de la primera
vez que salió de Nuoro.--¡Cómo voy á dormir estas vacaciones! Tengo
necesidad de dormir, olvidar, descansar, restablecerme. No quiero
ponerme neurasténico. Subiré á las montañas nativas, al Gennargentu,
virgen y salvaje. ¡Cuánto tiempo hace que sueño con esta excursión!
Visitaré á la viuda del bandido, á Zuanne, al hijo del cerero. ¿Y el
patio del convento?... ¿Y aquel carabinero que cantaba

    para ti este rosario?

El pensamiento de ver dentro de poco á Margarita, de poderla besar y
sumergirse en su fresco amor como en un baño perfumado, le producía una
dicha tan intensa que le hacía estremecer. Trataba de huir de aquella
placidez devoradora; pero, alejada de la mente, le corría por sus
venas, vibraba en sus nervios, y llenaba su corazón hasta producirle
una sensación dolorosa.

Momentos antes de marchar, la tía Bárbara le dió un pequeño cirio para
que lo llevara á la Basílica de los Mártires de Fonni, y María una
medalla bendecida por el Pontífice.

--Si usted no la quiere, descreído, llévela á su madre,--dijo
sonriendo, algo conmovida.--Adiós. Que tenga buen viaje y vuelva
pronto. Ya sabe que el cuarto estará siempre á su disposición. Que le
vaya bien, y escríbame.

--Adiós,--contestó Anania, tomando la medalla;--ruegue por mí á las
Benditas Ánimas del Purgatorio.

--Pierda usted cuidado,--dijo ella, amenazándole con un dedo.--Le
protegerán contra las tentaciones.

--Amén. ¡Hasta la vuelta!

--¡Hasta la vuelta!--gritó desde abajo de la escalera, mientras María,
inclinada sobre el pasamanos, le saludaba aún.

Al llegar á la calle pensó en volver atrás para ver si lloraba. Se
paró un momento. Después prosiguió hacia la plaza, seguido por la tía
Bárbara, que iba llorando.

--¡Hijito de mi corazón!--decía la vieja,--saluda en mi nombre á la
primera persona que encuentres en tierra sarda. Buen viaje y acuérdate
de llevar el cirio.

Le acompañó hasta el tranvía, á pesar del miedo que le producía, y
le besó en la mejilla, llorando amargamente. Anania recordó el beso
de Nanna, la borracha, antes de marchar de Nuoro; pero esta vez se
conmovió y abrazó á la tía Bárbara, pidiéndole perdón por si alguna vez
la había hecho enfadar.

Después todo desapareció: la vieja que, al despedir al joven, lloraba
su destierro de la patria querida; la calle melancólica donde se alzaba
la casa en que vivía María; la plaza entonces desierta y sofocante; el
Panteón triste como una tumba ciclópea; los gatitos adormilados entre
las grandes ruinas..., y Anania, con la cara refrescada por un soplo de
viento, se sintió feliz, como si acabara de librarse de una pesadilla.


                                NOTAS:

[41] Una especie de terraplén que rodea casi todos los _nuraghes_.

[42] En el original:

    _Luna luna,
    Porzedda luna._




                                  VI


Antes de bajar á cenar, Anania se asomó á la ventanita de su cuarto y
quedó sorprendido del profundo silencio que reinaba en el patio, en
el barrio, en el pueblo, por todas partes, cerca y lejos, hasta el
horizonte. Le hizo el efecto de haberse vuelto sordo, y sintió una
triste opresión. Pero la voz de la tía Tatana resonó en el patio, bajo
del saúco.

--Nania, hijo mío, baja.

Bajó, y al llegar á la cocina sentóse ante una mesita preparada sólo
para él. Sus «padres», según costumbre, comían sentados en el suelo
ante una cesta llena de comida y de una gran hogaza.

Nada había cambiado. La cocina la misma de siempre, pobre y oscura,
pero limpia; con el hogar en el centro, las paredes adornadas de
cacerolas y cuchillos de cocina, grandes cestas, cribas, cedazos y
otros utensilios para cerner la harina; en una esquina había dos sacos
llenos hasta los bordes de cebada; cerca de la puerta abierta de par en
par estaba colgada la _tasca_ (bolsa) de cuero para llevar la semilla y
la comida del labrador.

Un lechón gruñía débilmente y daba tirones á la cuerda que le sujetaba
al saúco del patio.

Un gatito rojizo se acercó tranquilamente á la mesita y empezó á
bostezar, alzando sus ojazos amarillos hacia Anania que miraba por
todas partes con cara de asombro. No, nada había cambiado; y sin
embargo, sentía la impresión de encontrarse por vez primera en aquel
ambiente, con aquel labrador de ojos aún brillantes y de largos
cabellos grasientos, y con aquella viejecita graciosa, gorda y blanca
como una paloma.

--¡Por fin estamos solos!--dijo Anania _grande_, que comía la ensalada
cogiéndola sencillamente entre dos pedazos de hogaza.--¡Ya verás, cómo
no te van á dejar en paz! Atonzu por aquí, Atonzu por allá. Sí, ahora
eres un hombre importante, porque has estado en Roma. Hasta yo cuando
regresé del servicio...

--¡Vaya unas comparanzas!--protestó algo indignada la tía Tatana.

--¡Y qué, déjame acabar! Me acuerdo que encontraba alguna dificultad en
hablar en dialecto. ¡Me parecía estar en un mundo nuevo!

El estudiante miró á su padre y sonrióse.

--¡Lo mismo me pasa á mí!--dijo.

--¡Tú, tú menos mal! Yo tuve que acostumbrarme de nuevo; pero tú, antes
de tres días estás harto de este pueblucho... y... y...

La anciana le miró frunciendo las cejas, y cambió rápidamente de
conversación.

--¡Y qué grande es aquella endiablada Roma! ¿verdad? Dame el vaso,
viejecita mía. ¡Vaya una cara que pones! ¿Porque tenemos en casa un
hombre de tanta importancia?

Pero Anania había olido algo y dijo gravemente:

--¿Qué pasa? Diga, diga, ¿qué dicen de mí?

--¡Nada, nada! Déjales ladrar...--contestó la tía Tatana.

El joven se turbó; creyó durante un instante que en Nuoro sabían algo
de María Obinu. Dejó el tenedor en el plato y declaró que no seguiría
comiendo si no hablaban...

--¡Qué impetuoso eres! ¡No has cambiado!--observó la anciana.--Decía el
rey Salomón que el hombre impetuoso era igual al viento...

--¡Aún dura el rey Salomón! ¡Creía que ya se había olvidado de
él!--dijo el joven con voz burlona.

Tía Tatana se calló, ofendida; el marido la miró, después miró á Anania
y quiso reprenderle.

--El rey Salomón decía siempre verdades.--Después añadió
rápidamente:--Pues dicen en Nuoro que tienes amores con Margarita
Carboni.

Anania se ruborizó; volvió á coger el tenedor, empezó á comer
automáticamente y murmuró:

--¡Qué estúpidos!

--¡Oye, no, no son tan estúpidos!--dijo el padre mirando dentro del
vaso medio lleno de vino.--Si la cosa es verdad, tienen razón en
murmurar, porque tú debes hablar francamente al amo y decirle: «Padrino
y protector, yo ahora soy un hombre; perdóneme que le haya ocultado mis
esperanzas, como las tenía ocultas á mis padres».

--¡Cállese! ¡Usted no entiende estas cosas!--exclamó enfadado y
colérico el joven.

--¡Ah, Santa Catalina mía!--suspiró la tía Tatana que ya había
perdonado la interrupción de antes.--Déjale en paz al pobre muchacho;
¿no ves que está cansado? Ya tendrás tiempo de hablarle de estas cosas;
tú eres un campesino y un ignorante que no entiende de nada.

El campesino bebió, movió la mano como diciendo «calma, calma», y
después habló con voz tranquila:

--Sí, yo soy un ignorante y mi hijo es instruido; ¡está bien! Pero yo
soy mucho más viejo que él. Mis cabellos, míralos (cogió un mechón,
lo acercó á sus ojos, buscó y arrancó un cabello blanco) empiezan
á volverse blancos. La experiencia de la vida hace al hombre más
instruido que un doctor. Pues bien, hijo mío, yo te digo una sola cosa;
interroga tu conciencia, y verás cómo ésta te dice que no se debe
engañar á nuestro bienhechor.

El estudiante dió tan fuerte con el vaso sobre la mesa, que el gatito
pegó un salto.

--¡Qué estúpidos! ¡Qué estúpidos!--gritó, después de haber suspirado
fuerte; pero vió que su padre, que aquel hombre inconsciente y
primitivo tenía razón.

--Sí, hijo mío,--prosiguió el almazarero, echándose hacia atrás sus
grasientos cabellos,--tú debes ir á buscar al amo, besarle la mano y
decirle: «Yo soy hijo de un pobre, pero por obra de vuestra bondad y
de mi talento llegaré á ser doctor, rico y todo un caballero. Yo amo á
Margarita, y Margarita me quiere; la haré feliz, la recompensaré por
haberse rebajado á escoger por esposo al hijo de su criado. Vuestra
Señoría nos bendiga en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu
Santo».

--¿Y si en vez de bendecirle le da un puntapié y le echa como si fuera
un perro?--preguntó la anciana.

Aun cuando esta duda fuese poco lisonjera para él, Anania se echó á
reir algo nerviosamente; después se puso serio y escuchó la respuesta
del padre.

--¡Vete allá, mujeruca--exclamó con algo de desprecio el molinero,
echándose más vino,--tu rey Salomón también decía que las mujeres no
saben lo que se dicen! Y si yo hablo es porque antes he pesado bien mis
palabras. El amo bendecirá.

--¡Pero si no hay nada!--exclamó Anania, lleno de gozo. Se levantó, se
acercó á la puerta y empezó á silbar; no sabía lo que le pasaba, sentía
el corazón palpitarle fuerte, inundado de una oleada de felicidad;
hubiese querido interrogar á su padre, revelárselo todo, pero no podía.
«El amo bendecirá». Para poder afirmarlo tan categóricamente, sus
razones debía tener. ¿Qué había pasado? ¿Por qué Margarita nunca había
hecho referencia á las buenas disposiciones de su padre? Y si ella no
sabia nada, ¿cómo podía saberlo un criado?

--Dentro unas cuantas horas la veré, y lo sabré todo,--pensó Anania, y
todas sus dudas, el ansia, el cansancio del viaje, y la misma alegría
de las nuevas esperanzas se borraron ante el dulce pensamiento: «Dentro
de poco la veré».

                   *       *       *       *       *

Al débil empuje de la mano del joven, el portalón se abrió
silenciosamente.

--Bien llegado--murmuró la criada que protegía la correspondencia de
los dos enamorados.--_Ella_ vendrá en seguida.

--¿Cómo estás?--dijo con voz conmovida.--Mira, toma un recuerdo que te
traigo de Roma.

--¡Pero por qué has hecho esto!--dijo, cogiendo deprisa el
paquetito.--¡Siempre te molestas! Espera.

Se quedó solo durante un minuto que le pareció una hora; apoyado
en el muro aún caliente del patio, bajo aquel cielo velado por una
noche callada y casi tétrica, vibraba de alegría angustiosa, y cuando
Margarita corrió, sin poder apenas respirar, á echarse entre sus
brazos, más que verla la _sintió_; sintió su cara suave y caliente, su
corazón palpitando agitadamente contra el suyo, su vida ágil si bien no
sutil, y creyó desmayarse.

Inconscientemente, locamente, empezó á besarla, cegado por una
inextinguible y casi cruel sed de besos.

--¡Basta, basta!--dijo ella, volviendo en sí la primera.--¿Cómo te
encuentras? ¿Estás ya bien?

--Sí, sí,--contestó impetuosamente.--¡Por fin, Dios mío! Oye cómo me
palpita el corazón.

--¡Ah!--prosiguió, respirando penosamente, y estrechando la mano de
ella sobre su pecho,--casi no puedo ni hablar... No he podido pasar por
frente tu ventana porque... porque... no me han dejado en paz ni un
solo momento... ¡Y ahora apenas te puedo ver! ¡Ah, si trajeras una luz!

--¡Qué dices, Nino! Ya nos veremos mañana; ahora nos
_sentimos_,--contestó, riendo bajo, bajito, mientras bajo la palma de
su mano, que Anania se apretaba contra el pecho, sentía el agitado
palpitar de su corazón.--¡Cómo palpita tu corazón! ¡parece el de un
pájaro herido! ¿Pero estás curado del todo?

--¡Curado, curado del todo!... Margarita ¿dónde estás? ¿Pero de veras
estamos juntos?

Y miraba intensamente, esforzándose para distinguir las facciones de
ella, en el vacío incoloro de la nublada noche. Las grandes nubes de
terciopelo obscuro que pasaban sin cesar por el cielo gris, dejaban un
hueco de forma oval, rodeado de espesos bordes, parecido á un rostro
misterioso, con dos estrellas rojizas por ojos, asomado para espiar á
los dos enamorados. Anania sentóse sobre un banco de piedra y atrajo
sobre sus rodillas á la muchacha, sujetándola estrechamente, á pesar de
sus protestas, en el círculo de sus brazos temblorosos.

--Déjame--decía,--peso demasiado; estoy muy gruesa...

--Eres más ligera que una pluma--afirmó él galantemente.--¿Pero
es de veras que estamos juntos?--repitió después, siempre con más
fogosidad.--¡Ah, me parece un sueño! ¡Cuántas veces he soñado este
mismo momento, que me parecía no tenía que llegar jamás! ¡Y ahora,
estamos juntos, juntos, juntos! ¿entiendes? ¡juntos! Me parece
enloquecer. ¿Pero eres de veras tú, Margarita? ¿pero es de veras que
te tengo aquí, sobre mi corazón? Habla, dime algo, pínchame con un
alfiler; si no creeré que estoy soñando.

--¿Qué quieres que te diga? Á ti te toca contarme muchas cosas. Yo te
lo he escrito todo, todo: habla tú, Nino; ¡tú sabes hablar tan bien!
Cuéntame cosas de Roma; habla tú, yo no sé...

--¡No, no! tú sabes hablar muy bien. ¡Tienes una voz tan dulce! Nunca
he oído hablar á una mujer como tú hablas...

--¡No digas mentiras!...--exclamó Margarita muy juiciosamente. Pero
Anania no creía mentir, y con la buena fe de su delirio amoroso siguió
diciendo:

--¡Te juro que no miento! ¿Para qué mentir? Tú eres la más hermosa, tú
la más noble, tú la más buena de todas las mujeres. ¡Si supieras cómo
pensaba en ti, cuando las hijas de mi patrona, durante los primeros
meses de estancia en Roma, nos venían á buscar á mí y á Bautista Daga!
Me parecía estar junto á criaturas apestadas, y pensaba en ti, como si
fueras una santa, suave, pura, fresca y bella.

--Pues ahora, yo... también...--observó ella.

--¡Es otra cosa! No blasfemes, Margarita--exclamó.--Ves, me enfado
cuando estás fría. Nosotros somos esposos; ¿no es verdad que somos
esposos? Dime que sí.

--Sí.

--Di que me amas.

--Sí.

--_Sí_, no me basta. Di: ¡Te... a... mo!

--Te... a... mo... ¿Si no te amara estaría así contigo?--preguntó
ella, animándose.--¡Te amo, te amo! Yo no sé expresarme, pero te amo,
tal vez mucho más que tú á mí.

--No es verdad; yo te amo más. Pero sé que tú también me
quieres--siguió diciendo casi serio,--tú que podías aspirar á mucho
porque eres guapa y rica.

--¡Rica... quién sabe! ¿Y si no lo fuera?

--Estaría mucho más contento.

Callaron, ambos serios, casi separándose para seguir cada cual su
propio pensamiento.

--Oye--dijo él de pronto, tímidamente, siguiendo el curso de sus
ideas,--me han dicho que tu familia está enterada de nuestros amores.
¿Es verdad?

--Es verdad--contestó Margarita después de una breve duda.

--¿Qué me dices? ¿Y tu padre no está enfadado?

Margarita volvió á dudar; después alzó la cabeza y contestó fríamente:

--¡No lo sé!--y en su acento Anania vió algo triste, raro, que no
llegó á comprender. ¿Qué pasaba? ¿El alma de la muchacha se le cerraba
para ocultarle un secreto desagradable? Este pensamiento le turbó
profundamente; su mente corrió hacia _ella_, hacia el lejano fantasma,
preguntándose si sería la terrible sombra que se interponía entre él y
la familia de Margarita.

--Oye--dijo, pensativo, acariciándole distraídamente la mano:--debes
contestarme sinceramente. ¿Qué pasa? ¿Puedo ó no aspirar á ti? ¿Puedo
seguir esperando? Tú ya sabes quién soy: un pobre, un protegido de tu
familia, el hijo de uno de tus criados.

--¡Qué cosas dices!--exclamó, más nerviosa que triste.--Tu padre no es
precisamente un criado, ¡y aun cuando lo fuera, es un hombre honrado y
basta!

--¡Un hombre honrado!--repitió para sí Anania, herido en el
alma.--¡Oh, Dios mío, pero _ella_, ella no es una mujer honrada!

Y en seguida pensó que si Margarita hablaba de aquel modo, era porque
no se acordaba de _aquella mujer_, que tal vez la familia Carboni daba
por muerta.

Indudablemente había otra cosa.

--Margarita--insistió, esforzándose en vano para conservarse
tranquilo,--es preciso que me abras toda tu alma y me guíes y me
aconsejes. Dime qué debo hacer. ¿Debo esperar? ¿Debo hacer algo? Mi
orgullo y mi conciencia me dicen que debo presentarme á tu padre y
contárselo todo; de otro modo puede considerarme como un traidor,
como un hombre sin honor y sin lealtad. Pero yo seguiré tus consejos;
todo, antes que perderte. Sería mi muerte, mi muerte moral. Yo soy
ambicioso, y lo digo en voz alta, porque si tú no me abandonas, mi
ambición no será estéril. Yo no soy ambicioso como tantos otros
jóvenes, especialmente sardos, que quisieran llegar en seguida y, no
pudiendo, sufren, y se consumen envidiando ferozmente á los que ya han
llegado. Por ejemplo, Bautista Daga. En su envidia llega hasta al odio;
me acuerdo de la noche que en el Costanzi estrenaron _Le Maschere_.
Nosotros estábamos en el atrio, entre una muchedumbre ansiosa; á medida
que llegaban noticias del desastre, Bautista temblaba de alegría. Yo,
en cambio, no soy envidioso; tengo calma para esperar y llegaré. No
seré célebre, pero estoy seguro de que llegaré á conquistarme un puesto
elevado en la sociedad. Apenas me haya licenciado me presentaré á las
mejores oposiciones; viviremos en Roma, donde estudiaré y lucharé. Y
todo por ti. Creo que en el fondo de la ambición de todos los hombres
hay siempre una mujer; muchos no se atreven á confesarlo; yo lo digo
francamente y me enorgullezco de ello. Siempre te lo he dicho, ¿verdad?

--Sí--respondió Margarita, algo embriagada por las promesas del joven.

Él prosiguió:

--Tú eres el móvil de mi vida; hay hombres que viven por el amor, como
otros por el arte, la gloria, la vanidad; yo soy de los primeros; me
parece haber amado siempre, desde que nací, y que amaré siempre aun
cuando tenga que vivir hasta la extrema vejez. Y siempre, siempre á ti.
Si me llegases á faltar, no tendría fuerzas, ni voluntad para nada;
moriría moralmente y tal vez de veras. Pero si tú me dijeras: «Amo á
otro», entonces yo...

--¡Basta! ¡Cállate!--dijo con voz de mando Margarita.--¡Ahora eres tú
quien blasfema! ¿Llueve?

Una gota de agua había caído sobre sus manos juntas. Ambos alzaron la
cabeza y miraron las nubes que pasaban más lentas, más densas, cual
misteriosos monstruos de lento andar.

--Oye--dijo Margarita, hablando algo distraída y deprisa, como si
tuviera miedo de que la lluvia interrumpiera la cita.--No estamos tan
ricos como antes. Los asuntos de mi padre van mal. Además, ha prestado
dinero á todos los que se lo han pedido, dinero que... no le devolverán
jamás. Es demasiado bueno. Nuestro pleito con el Ayuntamiento de Orlei,
aquel pleito eterno por los bosques incendiados, va tomando mal aspecto
para nosotros; si lo perdemos, y así parece será, ya no seré rica.

--¿Por qué no me lo escribías?

--¿Para qué escribírtelo? Además, yo misma, hasta hace pocos días, lo
ignoraba casi. ¡Oye, pero llueve de veras!

Se levantaron, refugiándose en la galería. Un relámpago brilló entre
las nubes, y en su resplandor color de lila Anania vió á Margarita
pálida como la luna.

--¿Qué tienes? ¿Qué te pasa?--preguntó estrechándola entre sus
brazos.--No tengas miedo del porvenir. Si no eres tan rica, serás mucho
más feliz. No temas.

--¡Oh no! Tiemblo porque mi madre, que tiene mucho miedo de los
rayos, puede levantarse de la cama. Vete, vete...--dijo, empujándole
dulcemente.--Vete...

Él obedeció, pero tuvo que esperar un buen rato bajo el portalón á que
cesase de llover. Una penetrante sensación de alegría le iluminaba de
cuando en cuando el alma, violentamente, como la luz metálica de los
relámpagos alumbraba la noche. Recordó aquel día de lluvia, en Roma,
cuando el pensamiento de la muerte le había atravesado el alma con
la rapidez del rayo. Sí; el dolor y la alegría eran iguales; ambos
quemaban.

Pero poco á poco, mientras se dirigía á su casa, bajo las últimas gotas
de la lluvia, sentimientos menos egoístas le enternecieron.

--¡Cuán vil soy!--pensó.--Me alegro de la desgracia de mi protector.
¡Qué cosa más asquerosa es el corazón humano!

Al día siguiente muy de mañana, escribió una carta á Margarita
exponiéndole muchos proyectos, uno más heroico que otro. Quería buscar
lecciones para continuar sus estudios sin ser gravoso á su padrino;
quería presentarse al señor Carboni para hacerle la petición de
matrimonio; quería, por último, hacer comprender á la familia que le
había protegido, que llegaría á ser su ayuda y su orgullo.

Mientras terminaba de escribir la carta, ante la ventana abierta, por
donde entraban, con el silencio impregnado de rocío de la mañana, la
fragancia de los campos refrescados por la lluvia nocturna, oyó á su
espalda una risa reprimida, y volviendo la cara vió á Nanna, desastrada
y vacilante, con los ojos llenos de lágrimas y la lívida boca abierta
por la risa. Traía con las dos manos una taza llena de café, que corría
el peligro de volcar á cada momento.

--Buenos días, Nanna. ¿Qué tal? ¿Aún no te has muerto?--gritó.

--¡Buenos días tenga su Señoría! ¡No he logrado sorprenderle! He rogado
á la tía Tatana que me permitiera traerle el café. Ahí lo tiene.
Llevo las manos limpias; sépalo su Señoría. ¡Oh qué alegría, qué
alegría!--dijo riendo y llorando al mismo tiempo.

--¿Dónde está esta Señoría con quien hablas?--preguntó el estudiante,
mirando por todas partes.--Espero que seguirás tuteándome como antes.
Trae el café y cuéntame algo.

--¡Ah! nosotros vivimos en cuevas, como lo que somos, como bestias
feroces. ¡Cómo puedo tutear á su Señoría que es un sol resplandeciente!

--¡Ah! ¿de modo que ya no soy un confite?--dijo bebiendo el café en la
antigua taza de filete dorado, y pensando en la tía Bárbara.

--¡Bendito, bendito seas!... ¡Ah! perdone, pero siempre le veo como
cuando era pequeñuelo. ¿Se acuerda de la primera vez que volvió de
Cagliari? Margarita le esperaba en la ventana. ¿Cómo es posible que la
luna no espere al sol?

Anania se levantó y colocó la taza sobre el antepecho de la ventana;
después respiró fuerte. ¡Qué feliz se sentía! ¡Qué cielo tan azul,
qué aire tan fragante! ¡Qué grandiosidad en el silencio de aquellas
cosas tan humildes, en el ambiente aún no profanado por el soplo y
el estruendo de la civilización! Hasta la tía Nanna no era la mujer
horrible y asquerosa de un tiempo; bajo la capa inmunda de aquel cuerpo
negro y mal oliente, saturado de alcohol, palpitaba un alma poética...

--¡Oye, oye estos versos!--dijo Anania, manoteando:

      _Ella era assisa sopra la verdura
    Allegra; e ghirlandetta avea contesta:
    Di quanti fior creasse mai Natura
    Di tanti era dipinta la sua vesta.
    E come in prima al giovin pose cura
    Alquanto paurosa alzò la testa:
    Poi con la bianca man ripreso il lembo
    Levossi in piè con di fior pieno un grembo[43]._

Nanna escuchaba, sin entender una palabra, y abría la boca para
decir... para decir... y por fin lo dijo:

--Ya los había oído otra vez.

--¿Á quién?--exclamó Anania.

--...¡Á Eíes Cau!

--¡Embustera! Y ahora, márchate, pronto, pronto, si no te doy una
paliza. No, espera; cuéntame todo lo que ha pasado en Nuoro durante mi
ausencia.

Ella empezó á charlar, haciendo una extraña confusión de lo que le
había pasado á ella con los sucesos más interesantes del país; á cada
momento volvía á Margarita. Era la más guapa, la rosa más hermosa entre
todas las rosas, el clavel, el confite. ¡Y sus vestidos! ¡Oh Santo
Dios! no se había visto nunca nada tan maravilloso; cuando pasaba, la
gente se la quedaba mirando como se mira una estrella con rabo. Un
señor le había encargado á ella misma, que robara el lazo del zapato de
Margarita para colocárselo sobre el corazón. La criada de casa Carboni
decía que todas las mañanas su señorita encontraba en la ventana cartas
de declaración atadas con cintas azules...

--Pero la rosa es única y no puede unirse más que con el clavel... ¡Ea!
dame la taza... ¡Ah!--exclamó la borracha, dándose con la mano en la
boca.--¡Es inútil! Como he visto á su Señoría cuando enseñaba la cola,
ahora no puedo acostumbrarme á tratarle de usted...

--Oye, ¿y cuándo enseñaba yo la cola?--gritó Anania amenazándola.

La mujer escapó, tambaleándose, riendo y tapándose la boca; y poco
después salió al corral y dijo vuelta hacia la ventana donde estaba
asomado el estudiante:

--La cola de la camisita...

Anania seguía amenazándola; ella siguió tambaleándose y riendo. El
lechón se había desatado y empezó á oler los pies de la borrachona; una
gallina saltó sobre el lechón, picándole en las orejas; un gorrión se
posó sobre el saúco, meciéndose elegantemente en el extremo de una rama.

Y el estudiante se sintió tan feliz que empezó á recitar en alta voz
otros versos de Poliziano:

      _Portate, venti, questi dolci versi
    Dentro all'orecchie della Ninfa mia;
    Dite quante per lei lacrime versi,
    E la pregate que crudel non sia;
    Dite che la mia vita fugge via,
    E si consuma come brina al sole..._[44]

Recitando, sentía la impresión de ser ágil y ligero como el gorrión
que se mecía en el extremo de una rama. Más tarde fué á la huerta donde
pudo entregar á la criada de Margarita la carta que tenía preparada.

El huerto, húmedo aún por la lluvia nocturna, exhalaba un fuerte olor
de tierra mojada y de hierba seca. Las orugas habían reducido las
coles á manojos de extraños encajes grisáceos; las flores amarillas,
parecidas á copitas de oro, de los higos chumbos se deshojaban; los
malvaviscos salpicados de capullos y flores moradas, sin tallo,
recortaban el fondo azulado del cielo con sus extraños dibujos. En el
nacarado horizonte las montañas surgían vaporosas, sumergidos sus picos
más altos en nubes de oro. En un rincón del huerto encontró Anania á
Eíes Cau, borracho, envejecido, convertido en un montón de andrajos y
le tocó con el pie; el infeliz alzó la cabeza, dejando ver su cara que
parecía una máscara de cera ennegrecida, abrió un ojo vítreo, murmuró
sus versos favoritos:

    Cuando Amelia tan pura y tan blanca;

y dejó caer su cabeza, sin haber conocido al estudiante. Un poco más
allá el tío Pera, completamente ciego, se obstinaba en extirpar las
malas hierbas, que conocía por el tacto y el olor.

--¿Cómo se encuentra?--gritó Anania.

--Soy un cadáver, hijo mío--contestó el viejo.--No veo, ni oigo.

--Ánimo... se pondrá bien...

--En el otro mundo, donde todos nos curaremos, donde todos veremos y
oiremos; ¡ah, hijo mío! no me importa no ver; cuando veía con los ojos
de la cara, mi alma era ciega; y ahora en cambio, _yo veo_, veo con los
ojos del alma. Pero cuéntame; ¿has visto al Papa?

Al salir del huerto, Anania siguió vagando por todo el barrio; ¡aquel
rincón del mundo era siempre el mismo! El loco seguía sentado sobre una
piedra, recostado en las paredes amenazando ruina, esperando el paso de
Jesucristo; la mendiga miraba de reojo la puerta de Rebeca, sobre cuyo
umbral la pobre criatura temblaba de fiebre y se vendaba sus llagas;
maestro Pane, entre telarañas, aserraba tablas hablando en alta voz;
en la taberna, Ágata, guapa como siempre, coqueteaba con jóvenes y
viejos; Antonino y Bustianeddu se emborrachaban y de cuando en cuando
desaparecían durante unos meses y volvían á aparecer con la cara algo
más blanca, por _haber estado á la sombra_[1]; la tía Tatana preparaba
dulces para su querido _pequeño_, soñando en el día en que tomaría el
grado, y pasando revista á los _presentes_ que enviarían los amigos y
parientes; y Anania _grande_, en los días de descanso, sentado en medio
de la calle bordaba un cinturón de cuero, y pensaba en los tesoros
escondidos en los _nuraghes_.

No, nada había cambiado; pero el estudiante veía las cosas y los
hombres como no los había visto nunca, y todo le parecía bello, de una
belleza triste y salvaje. Pasaba y miraba como si fuera un extranjero;
y en el cuadro cristalizado de aquellos tugurios negros y amenazando
ruina, de aquellos seres primitivos, le parecía ser un gigante. Sí,
gigante y pájaro al mismo tiempo; gigante por su superioridad, pájaro
por su alegría.

                   *       *       *       *       *


Á últimos de Agosto, después de dudar mucho, Margarita consintió que
Anania revelase sus relaciones al señor Carboni.

--Me parece que tu padre me trata de otra manera--dijo el
estudiante;--estoy cohibido y tengo remordimientos. Me mira con mirada
fría, escrutadora; no puedo soportar su mirada.

--Entonces, si te atreves, cumple... con tu deber--contestó Margarita,
algo maliciosamente.

--¿Qué debo decirle?--preguntó el joven, completamente turbado.

--Lo que quieras; cualquier cosa que digas estará bien; cuanto más te
confundas más efecto producirás. ¡Mi padre es tan bueno!

--¡De modo que puedo esperar!--exclamó Anania conmovido, como si hasta
entonces hubiese dudado.--¿Es de veras? ¿Es de veras?

--¡Síí...!--dijo ella, con voz mimada, acariciándole el pelo de un modo
casi maternal.

Él la estrechó entre sus brazos, cerró los ojos, escondió su cara sobre
su espalda, concentrándose para ver toda la inmensidad de su fortuna.
¿Era posible? ¿Margarita sería suya? ¿De veras suya? ¿Suya en la vida
real como lo había sido en sueños? Recordó aquel tiempo en que no se
atrevía á confesar ni á sí mismo su amor; ¿y ahora?...

--¡Cuántas cosas pasan en el mundo!--pensó.--¿Pero qué es el mundo?
¿Qué es la realidad? ¿Dónde empieza el sueño y dónde la realidad? ¿Y no
es posible que todo sea un sueño? ¿Quién es Margarita? ¿Y yo quién soy?
¿En qué consiste esta alegría misteriosa que me eleva, como la luna á
las olas? ¿Y el mar qué es? ¿_Siente_ el mar? ¿Vive? ¿Y la luna qué es?
¿Y todo esto es real?

Alzó la cara y se rió de sus preguntas. La luna iluminaba el patio; y
en el silencio profundo de la noche diáfana, el canto trémulo de los
grillos le hizo pensar en un pueblo de duendes pequeñísimos, sentados
sobre las hojas humedecidas por el rocío y plateadas por la luna, que
sonaban una cuerda sola de invisibles violines.

Todo era sueño y todo realidad. Anania creía ver los duendes músicos
y al propio tiempo distinguía claramente la blusa color de rosa, la
cadenita y las sortijas de Margarita. Le apretó la muñeca, puso un dedo
sobre la perla de un anillo que llevaba en el dedo meñique, se puso á
contemplar las uñas de las cuales distinguía las manchitas blancas; sí,
todo era verdad, visible, tangible. La realidad y el sueño no tenían
límites que les separaran; todo se podía ver, tocar y alcanzar, desde
el sueño más disparatado al objeto menos visible...

En aquel momento le parecía que así como tocaba el anillo de Margarita,
hubiese podido, con sólo alargar la mano, coger la luna, ó apretar
dentro su puño el canto de los grillos.

Unas cuantas palabras de Margarita le señalaron, de nuevo, los límites
entre el sueño y la realidad.

--¿Qué dirás á mi padre?--preguntó, siempre un poco burlona.--Vamos á
ver, qué le vas á decir. «Padrino mío... yo... yo y... y su hija... su
hija Margarita... tene... tenemos...».

--¡Cállate!--dijo él, avergonzándose al comprender que nunca tendría
el valor suficiente para presentarse á su protector, y confesarle su
amor...--No me atreveré jamás... confesó.--Se lo escribiré.

--¡Oh! ¡esto sí que no!--dijo Margarita, poniéndose seria.--Es preciso
decírselo de palabra; se convencerá más fácilmente. Si tú no puedes,
mandas á alguien.

--¿Y quién voy á mandar?

Margarita pensó un instante, y después dijo tímidamente:

--Á _tu madre_.

Comprendió que se refería á la tía Tatana, pero su pensamiento corrió
á _la otra_, y le pareció que Margarita también pensaba en _aquella
mujer_. Una sombra densa, una oleada de angustia le envolvió el alma;
¡ah, sí! la realidad y el sueño estaban bien separados por confines
terribles; un abismo insuperable, igual al que existe entre la tierra y
el sol, les separaba.

--Si por lo menos...--pensó rápidamente,--¡si pudiera hablar ahora!
¡Éste es el momento; si se me escapa, no lo encuentro otra vez! Tal vez
aquel abismo se podría salvar. ¡Ahora! ¡ahora!

Abrió los labios. Sintió que el corazón le palpitaba con fuerza, pero
no pudo hablar; pasó aquel momento.

La tarde siguiente, la tía Tatana, muy turbada, pero mucho más
orgullosa que turbada, y confiando en la ayuda del Señor, después de
haber rezado muchísimo y _fatta la salita_ arrastrándose de rodillas
desde el portal hasta el altar de la iglesia del Rosario, fué á
desempeñar su _embajada_.

Anania se quedó en casa, esperando ansiosamente el regreso de la
anciana. Durante un largo rato estuvo tumbado en la cama, leyendo un
libro del cual no recordaba ni siquiera el título.

--¡Estoy tranquilo!--pensaba.--¿Por qué temer? El buen éxito es más que
seguro...

Y entre tanto leía palabra por palabra, pasaba las líneas, pasaba las
páginas; pero su mente no retenía ni una sola de las sílabas impresas.
El pensamiento, como un ojo omnividente, corría detrás de la anciana y
veía...--La tía Tatana camina lentamente, convencida de la solemnidad
de su misión. Tiene algo de miedo, la buena viejecita, paloma blanca
y suave: ¡pero paciencia! Con la ayuda del Señor, de Santa Catalina y
de María Santísima del Rosario, algo podrá hacerse... Se ha puesto su
mejor vestido; la _túnica_ adornada con tres lacitos, verde, blanco,
verde, el corpiño de brocado verdoso, el cinturón de plata, el delantal
bordado, el pañuelo de la cabeza ligeramente teñido de azafrán. Y no
se ha olvidado de los anillos; no faltaba más que olvidara sus grandes
anillos prehistóricos, adornados de camafeos sobre piedras amarillas y
verdes, y de cornalinas incrustadas. Y de este modo, grave y compuesta,
parecida á una imagen antigua de Nuestra Señora, avanza lentamente,
saludando con solemnes ademanes á las personas que encuentra en su
camino. Anochece; es la hora dedicada á estas graves misiones de amor.
Al caer de la tarde la paraninfa está segura de encontrar en casa al
jefe de la familia á la cual lleva el arcano mensaje...

La tía Tatana va andando... andando, cada vez más grave y más
lentamente... Parece que tiene miedo de llegar; ha llegado al límite
fatal, ante el portalón cerrado, callado y obscuro como la puerta del
destino; duda un momento, se compone los anillos, el lazo del delantal,
el cinturón; se aprieta el pañuelo bajo la barbilla, y por fin se
decide y llama á la puerta...

Aquel golpe parece repercutir en el pecho de Anania. Se puso de pie de
un salto, cogió una vela y se miró al espejo.

--¡Ya lo decía! Estoy pálido. ¡Si seré estúpido!--murmuró.--¡Ea! no
quiero pensar más en ello...

Se asomó á la ventana. Los últimos resplandores del día apenas
alumbraban el corral; el saúco inmóvil proyectaba una mancha oscura.
Silencio absoluto. Las gallinas ya dormían y también dormía el lechón.
Las estrellas brotaban, cual chispas de oro, entre la azulada ceniza
del crepúsculo caluroso. Más allá del corral, en el silencio de la
callejuela, pasaba á caballo un pastorcillo, cantando en dialecto:

    La noche convierto en día
    Cantando á mi _palma dorada_...[45]

Anania recordó su infancia, la viuda, Zuanne. ¿Qué estaría haciendo su
hermano adoptivo en un convento, sobre aquellos montes?

--¡Y pensar que quería hacerse bandido! ¡Cuánto me agradaría
verle!--pensó--Un día de este mismo mes me llegaré á Fonni.

¡Ah! De pronto su pensamiento volvió á donde se resolvía su
destino.--La vieja paloma está en el despacho sencillo y tan ordenado
del señor Carboni. Allí, allí está la mesa escritorio que una
noche el estudiante estuvo registrando y... ¡Oh Dios mío! ¿pero es
posible que él haya cometido acción tan vil? Sí; los chiquillos no
son conscientes; todo resulta fácil, todo posible. ¡Cuántas locuras
cometemos de chiquillos! ¡Hasta podríamos cometer un delito con la
mayor inconsciencia! Basta; la tía Tatana está allí; y también el señor
Carboni, gordo, tranquilo, con la cadena de oro brillando sobre su
pecho.

--¿Qué cosas estará diciendo la viejecita?--pensó Anania, sonriendo
nerviosamente.--Me gustaría ver cómo se las compone. ¡Si pudiera estar
presente, sin que me vieran! Si tuviese el anillo que hace á uno
invisible, me lo pondría y... pum... en seguida llegaba... ¿Y si el
portalón estuviese cerrado? ¡Qué diablo! ¡Llamaría! Mariucha saldría á
abrirme, y, al ver que no había nadie, se enfadaría contra los chicos
que llaman á las puertas y escapan corriendo; mientras tanto yo...
¡Pero qué chiquillo soy! ¡Pues no me paso el tiempo pensando en estas
tonterías! ¡Ea! ¡no quiero pensar más en ello!...

Se apartó de la ventana, cogió la vela, bajó á la cocina, donde estaba
encendido el fuego, é inconscientemente se sentó ante el hogar. En
seguida se acordó de que era el verano y echóse á reir; después se puso
á contemplar durante largo tiempo el gatito rojo que estaba en acecho
delante del horno, inmóvil, con los bigotes erizados y la cola tiesa,
pronto á lanzarse sobre el primer ratón que se presentara.

--No--dijo para sí Anania, pensando en el pobre ratoncito;--esta noche
no dejo que lo caces; soy demasiado feliz para que nadie, ni siquiera
un ratón, sufra esta noche en esta casa.

--_¡Usciu, usssciuu!_[46]--gritó, corriendo hacia el gatito que se
estremeció y saltó sobre el horno.

Agitado por una nerviosa inquietud, Anania se puso á dar vueltas por
la cocina; y parándose de cuando en cuando junto á los sacos llenos de
cebada, la manoseaba murmurando:

--Mi padre no es tan pobre como parece; es un arrendatario del señor
Carboni, aun cuando se obstine en llamarle «amo». No, él no está pobre;
pero seguramente no podría restituirle lo... que gasto, si no sucediese
lo que... debe suceder. ¿Pero qué pasará? ¿Qué está pasando en este
momento?

La tía Tatana ha hablado... ¿Qué ha dicho? ¡Ah! no, no, no, mejor es
no pensar en ello... Pensemos, por lo contrario, en la respuesta que
dará, que está dando el padre... ¿Qué dirá aquel hombre, el más leal
del mundo, al enterarse de que su protegido se ha atrevido á burlar
su buena fe? Empieza, pensativo, á dar paseos por el despacho; la tía
Tatana le mira, pálida, oprimida...

--¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Qué pasará?--exclamó Anania apretándose la
cabeza entre las manos. Creía ahogarse; salió al patio, se asomó á la
tapia, prestó oído atento, escuchó. Nada, nada.

Volvió á la cocina, y viendo al gatito de nuevo en acecho, lo volvió á
espantar; recordó los gatos durmiendo entre las columnas del Panteón;
pensó en la tía Bárbara y en el cirio que debía llevar en su nombre á
la Basílica de los Mártires; pensó en su padre que estaba terminando
de recoger la paja del trigo en las _tancas_ del amo; pensó en el pino
sonoro que murmuraba como un gigante iracundo, rey de un solitario
reino de rastrojos y matas; pensó en el _nuraghe_ y en las visiones
de la tía Bárbara, reflejadas en él, durante su fiebre, y recordó
un brazalete de oro que había visto en el Museo de las Termas de
Diocleciano... Y después de todos aquellos recuerdos fugitivos, dos
pensamientos profundos se cruzaron y compenetraron, cual si fueran
dos nubes--una tétrica y otra luminosa--que en el espacio se hubiesen
encontrado. El pensamiento de _aquella mujer_. El pensamiento de lo que
estaba pasando en el despacho del señor Carboni.

--¡No! ¡Ya he dicho que no quiero pensar en ello!--murmuró con rabia. Y
echó fuera al gatito, como hubiese querido hacer con las ideas que le
asaltaban felinamente, contra su voluntad.

Volvió á salir al patio; miró, escuchó. Nada. Un cuarto de hora después
resonaron dos voces detrás de la pared; después una tercera, una
cuarta; eran los vecinos que se reunían cada noche ante la tienda del
maestro Pane, para disfrutar del fresco y charlar.

--¡Virgen santa!--decía Rebeca con su voz estridente.--He visto caer
del cielo cinco estrellas. ¡Oh! ¡Y eso no sucede porque sí!... Sucederá
alguna desgracia...

--¡Que tú vas á parir el Anticristo!--dijo la voz irónica de un
labriego.--Dicen que tiene que nacer de un animal.

--El Anticristo lo parirá tu mujer ¡bicho asqueroso!--contestó airada
la muchacha.

--¡Vuelve á por otra!--dijo la hermosa Ágata, que comía, reía y hablaba
al mismo tiempo.

El labriego empezó á soltar insolencias; hasta que el viejo carpintero
se enfadó y gritó:

--Si no te callas, te rompo las narices.

Pero el labriego prosiguió su _hermosa misión_; entonces las mujeres
se levantaron y fueron á sentarse sobre el murete del patio, y la tía
Sorichedda--una viejecita que cuarenta años antes había servido en casa
del Intendente--empezó á contar por milésima vez la historia de su ama.

--Era una marquesa. Su padre era amigo íntimo del rey de España, y le
había dado mil escudos de oro de dote. ¿Cuánto son mil escudos?

--¿Y qué son mil escudos?--dijo Ágata despreciativamente.--Margarita
Carboni tiene cuatro mil...

--¿Cuatro mil?--observó Rebeca.--¡Más de cuarenta mil!

--¡No sabéis lo que estáis diciendo!--gritó la tía Sorichedda.--Mil
escudos de oro no los tiene ni siquiera don Frasquito.

--¡Váyase á paseo! Parece usted una chiquilla--gritó Ágata
acalorándose.--¿Qué se figura que son mil escudos? ¡Sólo en suela los
tiene Francisco Carchide!

La cuestión se puso seria; las mujeres empezaron á insultarse.

--Tú lo dices para alabar á tu Francisco Carchide; ¡aquella porquería
con su traje nuevo!...

--La porquería lo será usted, vieja pecadora.

--¡Ah!

      Piensa el ladrón
    Que todos son de su condición...

Anania escuchaba, y de pronto, á pesar de las inquietudes que le
agitaban, se echó á reir.

--¡Oh!--exclamó Ágata, asomándose á la pared.--¡Que tenga felices
noches su Señoría! ¿Qué estás haciendo á oscuras como un murciélago?
Deja que veamos tu hermoso rostro.

--¡Por favor!--contestó, acercándose y pellizcándola en un brazo,
mientras Rebeca, que al oir la carcajada del joven se había acurrucado
en el suelo como queriendo esconderse, pellizcaba á Ágata en una pierna.

--¡Al diablo que os ha parido!--exclamó la muchacha.--¡Esto es
demasiado! ¡Dejadme... ó lo digo!

Los dos siguieron pellizcando más fuerte.

--¡Ay, ay! ¡Demonio! Rebeca, es inútil que tengas celos... ¡ay! La tía
Tatana esta noche... ha ido á pedir... ¿hablo ó no hablo? ¡Ah!...

Anania la dejó, preguntándose cómo aquel diablo de chica había...

--¡Corazoncito, otra vez respeta á la tía Ágata!--dijo con retintín,
mientras Rebeca, que había comprendido, callaba y la tía Sorichedda
preguntaba:

--Haz el favor, Nania Atonzu; ¿crees que en Nuoro puede haber mil
escudos de oro?

El labriego también se acercó.

--Oye, Nania; ¿es verdad que el Papa tiene setenta y siete mujeres para
su servicio? ¿Eh?...

El joven no contestó, tal vez ni siquiera los había oído; veía
acercarse una persona desde el fondo de la callejuela, y sentíase
desfallecer. Era ella, la vieja paloma mensajera, era ella que volvía
llevando en sus labios, como una flor de vida ó de muerte, la palabra
fatal.

Anania se retiró cerrando la puertecita del patio, al propio tiempo que
la tía Tatana entraba por la otra parte y cerraba la puerta principal.
Ella suspiraba y aún estaba un poco pálida y oprimida, como Anania
la había visto con la imaginación; al reflejo del hogar, las alhajas
primitivas, los bordados, el cinturón, los anillos, brillaron vivamente.

Anania corrió á su encuentro y la miró ansioso, y como ella callase, le
preguntó con impaciencia:

--¿Qué han dicho?

--¡Ten paciencia, hijo! Ahora te diré...

--No. Dígalo en seguida. ¿Consienten?

--¡Sííí...! ¡Consienten, sí, consienten!--exclamó la vieja abriendo los
brazos.

Anania sentóse, aturdido, cogiéndose la cabeza entre las manos; la tía
Tatana le miró piadosamente meneando la cabeza, mientras con las manos
temblorosas se desabrochaba.

--¡Consienten! ¡consienten! ¿Es posible?--repetía para sí Anania.

Ante el horno, el gatito seguía esperando el paso del ratón, y debía
oir algún ruido, porque agitaba la cola; en efecto, poco después,
Anania oyó un chillido, un pequeño grito de muerte; pero en aquel
momento su felicidad era tan completa, que no le consentía pensar que
en el mundo pueda existir dolor.

                   *       *       *       *       *

La detallada relación de la tía Tatana echó un poco de agua fría sobre
aquel inmenso incendio de dicha.

La familia de Margarita no se oponía á los amores de los dos
jóvenes, pero, naturalmente, no daba aún un consentimiento completo,
irrevocable. El «padrino» había sonreído, restregándose las manos y
meneado la cabeza como diciendo: «¡buena me la han jugado!». Había
dicho: «¡Pronto echan á volar estos chicos de hoy en día!», pero
después se puso serio y pensativo.

--Pero por fin, ¿qué habéis acordado?--exclamó Anania, poniéndose
también serio y pensativo.

--¡Que es preciso esperar! ¡Santa Catalina mía! ¿Pero no has
comprendido? El «ama» dijo: es preciso que interroguemos á
Margarita.--Me parece inútil, contestó el padrino, restregándose las
manos. Yo me sonreí.

También Anania se sonrió.

--Hemos acordado... ¡Fuera de ahí!--gritó la tía Tatana, tirando de la
falda, sobre la cual el gatito se había cómodamente tumbado, lamiéndose
los bigotes con gran satisfacción.--Hemos acordado que es preciso
esperar. El amo me dijo:--Que el «muchacho» piense en estudiar mucho
y conseguir triunfos. Cuando haya conseguido una posición le daremos
la mano de nuestra hija; entretanto, que sigan amándose y que Dios les
bendiga.--¡Y ahora me parece que puedes cenar tranquilo!

--Pero ¿puedo presentarme en su casa como prometido?

--Por ahora no; ¡por este año no! ¡Corres demasiado, _galanu meu_! La
gente diría que el señor Carboni se ha vuelto un chiquillo; antes debes
licenciarte...

--¡Ah!--exclamó Anania airado--de modo que es mejor...--Iba á decir:
¿de modo que es mejor que nos veamos de noche, á escondidas, para
que su susceptibilidad no padezca?--pero en seguida pensó que, en
efecto, era mejor verse de noche, á escondidas y solos, que de día y
en presencia de los padres, y se calmó por completo. ¡Peor para ellos!
De este modo no tendría remordimientos si se veía obligado á visitar
secretamente á su prometida.

Para consolarse reanudó las entrevistas la misma noche; la criada,
apenas le abrió la puerta, le dió la enhorabuena como si las nupcias ya
se hubiesen celebrado, y él le dió una propina y esperó temblando á la
que consideraba como esposa. Ella llegó, poco á poco, sin hacer ruido,
perfumada de lirio, con un traje claro, blanqueando en la diáfana
noche, y al verla y oler el perfume, sintió el joven una impresión
grande, violenta, cual si vislumbrase por vez primera el misterio del
amor. Se abrazaron largamente, callados, temblando, ebrios de dicha; el
mundo les pertenecía.

Por vez primera Margarita, segura ahora de poderse abandonar sin miedo
ni remordimiento al amor intenso que su guapo novio sentía por ella, se
mostró apasionada y vehemente, como Anania no se atrevía ni á soñarlo;
así es que salió de la cita, tambaleándose, ciego, fuera de sí.

La noche siguiente la entrevista fué aún más larga, más delirante. La
tercera noche, la criada, que vigilaba desde la cocina, probablemente
cansada de esperar, hizo la señal convenida para el caso _de sorpresa_
y los enamorados se separaron algo asustados.

Al día siguiente Margarita escribió: «Tengo miedo de que ayer
noche papá se enterara de algo. Procuremos no comprometernos, ahora
precisamente que somos tan felices; es preciso, por lo tanto, que no
nos veamos durante unos días. Ten paciencia, y ten valor como yo lo
tengo, pues hago un sacrificio enorme renunciando, por unos días,
á la felicidad inmensa de verte; me parecerá morir, porque te amo
ardientemente, porque no podré vivir sin tus besos», etc., etc., etc.

Él contestó: «Adorada de mi alma, tienes razón: eres una santa por
buena y por sabia, y en cambio yo soy un loco, loco de amores por
ti. No sé, no veo lo que hago. Ayer noche pude haber comprometido
todo nuestro porvenir y no me daba cuenta de ello. Perdóname; cuando
estoy á tu lado pierdo la razón. Se apodera de mí la fiebre; me
consumo, me parece que dentro de mí arde un fuego devastador. Renuncio
dolorosamente á la felicidad suprema de verte durante unas cuantas
noches; y como siento necesidad de ejercicio, de distracción, de
alejarme algo de tu lado, para calmar un poco este fuego que me devora
y me pone inconsciente y enfermo, he pensado emprender la excursión al
Gennargentu de la cual te hablé la otra noche. ¿Lo permites, verdad?
Contéstame en seguida, querida, adorada, mi encanto y mi gloria. Te
llevaré en el corazón; desde la más alta montaña sarda te enviaré un
saludo, gritaré al cielo tu nombre y mi amor, como quisiera proclamarlo
desde la montaña más elevada del mundo para que toda la Tierra se
enterara y asombrara. Te abrazo, te llevo conmigo, junto á mí, formando
un solo cuerpo, por toda una eternidad».

Margarita concedió el permiso para el viaje.

Otra carta de Anania: «Salgo mañana por la mañana con el correo de
Mamojada-Fonni. Pasearé por bajo tu ventana á las nueve. Quisiera verte
esta noche... pero quiero ser prudente. Ven, ven conmigo, Margarita
adorada, no me abandones un solo instante, ven, ven aquí, sobre mi
corazón, que el fuego de mi amor te consuma: hazme morir de amor».


                                NOTAS:

[43] Sentada sobre el verde césped, entreteníase alegremente tejiendo
guirnaldas: de toda cuanta flor creó Natura llevaba manchado su
vestido. Y de pronto advirtiendo la presencia del joven, algo miedosa
levantó la cabeza, recogió con sus blancas manos la falda, y alzóse con
el regazo lleno de flores.

[44] Llévate ¡oh viento! estos dulces versos junto al oído de la Ninfa
mía; dile cuántas lágrimas por ella vierto y ruégale que no sea cruel;
dile que mi vida ya no es vida y se consume como brizna al sol...

[45]

    _I noche mi fachet die
    Cantende a parma dorada_...

_Palma dorada_ es un título de honor que los novios sardos dan á sus
novias. (N. del T.)

[46] Sonido que se emplea en Cerdeña para alejar los gatos.




                                  VII


El correo atravesaba _tancas_ salvajes, amarillas por el rastrojo y el
ardiente sol, manchadas de cuando en cuando por la sombra de grupos de
olivos y encinas.

Anania, sentado en el pescante junto al cochero que no dejaba el látigo
en paz (dentro del coche se ahogaban de calor), sentía una sugestión
tan fuerte que casi olvidaba las impresiones febriles de los pasados
días. Revivía un día lejano, veía al cochero de bigotes rubios y cara
mofletuda, que no dejaba el látigo en paz, como tampoco lo dejaba ahora
el cochero pequeñito que se sentaba á su lado.

Á medida que el correo se acercaba á Mamojada, la sugestión de los
recuerdos se hacía casi dolorosa. En el arco de la capota se proyectaba
el mismo paisaje que Anania había visto _aquel día_, abandonando su
cabecita sobre su regazo, y cubría todo el panorama el mismo cielo de
un azul claro inmensamente melancólico.

Ahí está la caseta del peón: sobre el paisaje, de trazos fuertes,
ondulado, con verdes arboledas salvajes, pasa un soplo de inesperada
fragancia; acá y acullá se vislumbran hilos de agua violácea; se oyen
chillidos de pájaros palustres; un pastor, estatua de bronce sobre un
fondo luminoso, contempla el horizonte.

El correo se paró un momento ante la caseta del peón caminero. Sentada
en el umbral de la puerta estaba una mujer vestida á la usanza de
Tonara, vendada dentro sus toscos vestidos como una momia egipcia,
cardando lana negra con dos peines de hierro; á corta distancia, tres
chiquillos desarrapados y sucios jugaban, mejor dicho andaban á la
greña unos contra otros. En una ventana apareció el rostro demacrado y
amarillo de una mujer enferma, que miró el coche con dos grandes ojos
verdosos, llenos de asombro. Aquella caseta aislada parecía albergar
el hambre, la enfermedad y la porquería. Anania sintió oprimírsele
el corazón; recordaba detalladamente el triste drama desarrollado
veintitrés años antes en aquel lugar solitario, en aquel paisaje tosco
y primitivo, que hubiese conservado su pureza sin el inmundo paso del
hombre.

--¡Ay de mí!--suspiró el estudiante--¡qué miserable criatura es el
hombre! ¡Por donde pasa deja la huella de su miseria!

Y contempló al pastor de rostro aceitunado y sarcástico, firme sobre
el fondo deslumbrante del cielo, y pensó que también aquella figura
poética era un ser inconsciente y bárbaro--como su padre, como su
madre, como todas las criaturas esparcidas sobre aquel aislado trozo de
tierra--en cuya mente los malos pensamientos tenían que desarrollarse
por fatal necesidad, como los vapores en la atmósfera.

El correo reanudó el viaje; allí está Mamojada, surgiendo entre el
verdor de los huertos y de los nogales, con su blanco campanario
proyectado sobre el claro azul; de lejos parecía una bonita acuarela,
algo falsa, pero apenas el coche se internó por la polvorienta calle,
el cuadro fué tomando tintas más obscuras, aun más tristes que las
del paisaje. Delante las negras casuchas construidas sobre la roca
se agrupaban figuras características, desastradas y muy sucias;
mujeres graciosas, con los lucientes cabellos ensortijados alrededor
de las orejas, descalzas, sentadas en el suelo, cosían, daban de
mamar á sus pequeñuelos ó bordaban. Dos carabineros, un estudiante
aburrido--procedente también de Roma,--un labriego y un viejo noble,
también campesino, charlaban formando un grupo á la puerta de una
carpintería, en donde estaban colgados diversos cuadritos sagrados
pintados á varios colores.

El estudiante conocía á Anania; apenas le vió le salió al encuentro, se
lo llevó consigo y le presentó á la reunión.

--¿También estudias en Roma?--le preguntó en seguida el noble, sacando
el pecho y hablando con mucha prosopopeya.--¿Sí? Entonces conocerás á
don Pedro Bonigheddu, noble, jefe del Tribunal de Cuentas.

--No--dijo Anania,--Roma es muy grande, no es posible conocer á todo el
mundo.

--¡Sí, eh!--interrumpió el otro con gesto desdeñoso.--¡Pues don
Pedro es conocido de todo el mundo! ¡Aquél es un hombre rico! Somos
parientes. Pues... si le ves, le darás muchos recuerdos de parte de don
Zua Bonigheddu.

--¡No me olvidaré!--contestó Anania inclinándose burlonamente.

Después de un descanso de media hora, volvió á emprender la marcha el
correo.

--Y no te olvides de saludar á don Pedro--dijo el estudiante á Anania,
acompañándole al coche después de dar una vuelta por el pueblo.

Partió el coche, y después de aquella media hora de bromear con su
compañero, Anania recayó en sus tristes recuerdos. Mira, allí están las
ruinas de la ermita, allí el huerto, este es el principio de la cuesta
que sube á Fonni, esta la plantación de patatas, junto á la cual _la
otra_ vez se habían parado Olí y Anania.

Recordó claramente á la mujer que cavaba con las faldas cogidas entre
las piernas, y el gato blanco lanzándose sobre una verde lagartija
que se asomaba por los agujeros del muro. En el arco de la capota los
cuadros de los distintos paisajes aparecían siempre más frescos, con
fondos más luminosos: la pirámide grisácea del monte Gonare, las líneas
cerúleas y plateadas de la cadena del Gennargentu, se incrustaban sobre
el cielo metálico, siempre más cercano, siempre más majestuoso. ¡Ah,
sí! ahora respiraba de veras el aire nativo y sentía algo extraño, tal
vez un atávico instinto.

--Quisiera saltar del coche, correr por las pendientes, entre la fresca
hierba, entre las matas y las rocas, dando gritos de salvaje alegría,
imitando al potrillo que escapa al lazo y vuelve á la libertad de las
_tancas_, y después de haber estallado la embriaguez del alma primitiva
en gritos inconscientes, quisiera pararme, como aquel pastor errante,
sobre un fondo deslumbrador ó á la verde sombra de unos nogales,
sobre el pedestal de una roca ó el tronco de un árbol, sumergido en
la contemplación del espacio. Sí--pensaba, mientras el coche se ponía
al paso al subir la cuesta,--yo había nacido para pastor. Hubiese
sido un poeta maravilloso, tal vez un delincuente, tal vez un bandido
fantástico y feroz. ¡Contemplar las nubes desde lo alto de una montaña!
¡Figurarse ser pastor de un rebaño de nubes; verlas errantes sobre
un cielo de plata, perseguirse, transformarse, pasar, desvanecerse,
desaparecer!

--Ja, ja, ja!--se reía entre dientes. Después pensó:--¿Y qué? ¿Acaso
no soy un pastor de nubes? ¿Qué son las nubes? Entre las nubes y mis
pensamientos ¿qué diferencia existe? Yo mismo ¿no soy una nube? Si
tuviese que vivir forzosamente en estas soledades, me disolvería,
confundiéndome con el aire, con el viento, con la tristeza del paisaje.
¿Estoy vivo? Y después de todo, ¿en qué consiste la vida?

Como siempre, no supo contestarse; el coche subía lentamente, de cada
vez más lentamente, con un movimiento dulce, casi meciéndose; el
cochero dormitaba, el caballo también parecía caminar durmiendo. El sol
en lo alto del zenit dejaba caer un resplandor igual, melancólico; las
arboledas retiraban sus sombras; un silencio profundo y una ardiente
modorra invadían el paisaje inmenso. Anania creyó que de veras se
disolvía, se unificaba con aquel soñoliento panorama, con aquel cielo
luminoso y triste. Todo consistía en que tenía sueño y, como _la otra
vez_, terminó por cerrar los ojos y dormirse como un chiquillo.

                   *       *       *       *       *

--¡Tía Grathia! _¡Nonna!_[47]--exclamó aún con voz soñolienta, entrando
en la casucha de la viuda.

La cocina estaba desierta; desierta la callejuela asoleada; desierto
todo el pueblecito que en aquella soledad de la siesta parecía un
pueblo prehistórico abandonado desde muchos siglos.

Anania miró curiosamente á su alrededor. Nada había cambiado: miseria,
andrajos, hollín, un poco de ceniza en el hogar, grandes telarañas en
las tablas del techo; y, cruel emperador de aquel lugar de leyendas, el
largo fantasma del capotón negro colgado de la pared color de tierra.

--¡Tía Grathia! ¿dónde se ha metido?--gritó el joven, mirando por todas
partes.--¡Tía Grathia!

Por fin, la viuda, que había ido á buscar agua de un pozo vecino,
entró con un _malume_[48] sobre la cabeza y el cubo en la mano. Estaba
igual que antes, seca, amarilla, con la cara de espectro rodeada de
un pañuelo muy sucio: los años habían pasado sin envejecer más aquel
cuerpo disecado y consumido por las emociones de la lejana juventud.

Al verla, Anania se conmovió de un modo extraño; una oleada de
recuerdos subió de las profundidades de su alma, pareciéndole recordar
toda una existencia anterior, volver á ver un espíritu que había
habitado su cuerpo antes del que lo ocupaba en la actualidad.

--_¡Bonas dies!_--dijo la viuda, mirando asombrada al guapo joven
desconocido. Descargó primero el cubo, después el _malume_, lentamente,
sin quitar la vista del forastero. Pero apenas éste le preguntó
sonriendo:--¿Pero qué, no me conoce?--ella dió un grito y abrió los
brazos: Anania la abrazó, la besó y la mareó á preguntas.

¿Y Zuanne? ¿Dónde estaba? ¿Por qué se había hecho monje? ¿Iba á verla?
¿Era dichosa? ¿Y su hijo mayor? ¿Y los hijos del cerero? ¿Y aquél, y el
otro? ¿Qué había sucedido de nuevo en Fonni, durante aquellos quince
años? ¿Quién era el pretor?[49] ¿Podría al día siguiente subir al
Gennargentu?

--¡Hijo, hijito!--empezó á decir la viuda, vuelta en sí de su
asombro.--¡Cómo encuentras mi casa! ¡Desnuda y triste como un nido
abandonado! Siéntate y lávate; ahí tienes agua pura y fresca; la
fuente parece un chorro de plata; lávate, bebe y descansa. Mientras
tanto, voy á preparar un bocado. ¡Ah, no me lo rehúses, hijito de mis
entrañas! ¡no me lo rehúses, no me humilles! Quisiera poderte dar mi
corazón; pero acepta lo poco que puedo darte; ahora sécate; ¡alma mía!
¡qué guapo y grande te has hecho! Dicen que vas á casarte con una
muchacha rica y hermosa; ¡bien se ve que ha sabido escoger aquella
muchacha!--¿Pero por qué no me has escrito antes de venir? ¡Ah, hijito,
por lo menos tú no has olvidado á la pobre vieja abandonada!

--Pero ¿y Zuanne?--insistía Anania, lavándose con el agua fresquísima
del cubo.

La viuda se puso triste. Dijo:

--¡Mejor es que no hablemos de él! ¡Me ha dado tantos disgustos! Era
mejor que... hubiese seguido el ejemplo de su padre... ¡Ea! no hablemos
de él. No es un hombre; será un santo, como dicen ¡pero no es un
hombre! Si mi marido saliera de la tumba y viese á su hijo descalzo,
con el cordón y las alforjas, convertido en un fraile mendicante y
estúpido, ¿qué diría? Estoy segura que lo apalearía.

--¿Y ahora dónde se encuentra?

--En un convento muy lejano; en lo alto de un monte. ¡Si por lo menos
hubiese quedado en el convento de Fonni! pero no; está escrito que
todos tienen que abandonarme: Fidel, el otro hijo, se ha casado y
apenas se acuerda de mí; el nido está desierto, abandonado; el águila
vieja ha visto volar del nido á sus aguiluchos y morirá sola... sola...

--Véngase á vivir conmigo--dijo sinceramente Anania.--Cuando sea doctor
se vendrá conmigo, _nonna_.

--¿De qué te serviría? Antes, por lo menos, te lavaba los ojos y te
cortaba las uñas; ahora deberías hacerlo tú conmigo...

--Me contaría aquellas historias... á mí y á mis chiquillos...

--Ni para esto sirvo. Chocheo mucho: el tiempo, el tiempo se ha llevado
mi cerebro, como el viento se lleva la nieve de los montes. Toma,
chiquillo, come; no puedo ofrecerte nada más, pero te lo ofrezco de
todo corazón.--¡Oh! ¿este cirio es tuyo? ¿Á dónde lo llevas?

--Á la Basílica, _nonna_, ante las imágenes de San Proto y San
Gianuario. Viene de muy lejos, _nonna_; me lo entregó una viejecita
sarda que vive en Roma; también ella me contaba cuentos pero no tan
hermosos como los suyos.

--¿Vive en Roma? ¿Y cómo pudo llegar hasta allí? ¡Ah! ¡yo moriré sin
haber estado en Roma!...

Después de la frugalísima comida Anania buscó un guía con quien
combinó, para la mañana siguiente, la ascensión al Gennargentu; después
fué á la Basílica.

En el antiguo patio, bajo los grandes árboles susurrantes, sobre la
escalinata de corroídos escalones, en las ruinosas galerías, dentro
de la iglesia oliendo á humedad de tumba, en todas partes, soledad y
silencio. Anania depositó el cirio de la tía Bárbara sobre un altar
polvoriento, y después contempló los frescos primitivos de las paredes,
los estucos dorados por una luz melancólica, la tosca figura de los
santos sardos, todas aquellas cosas, en una palabra, que un tiempo
habían despertado en él tanta maravilla y terror, y sonrióse, pero con
el corazón oprimido por una lánguida tristeza. Al volver al patio,
vió, por una ventana abierta, el sombrero de un carabinero y un par de
zapatos colgados en la pared de una celda, y resonó en su memoria el
aria de la _Gioconda_: «_Á te questo rosario_».

El olor á cera llenaba el solitario patio: ¿dónde estaban los chicos,
sus compañeros de infancia, pajaritos semidesnudos y salvajes que
antes animaban la escalinata de la iglesia? Por nada del mundo hubiese
querido verles y darse á conocer; sólo el pensarlo le disgustaba; ¡y
sin embargo, con qué dulzura recordaba las horas pasadas jugando bajo
aquellos árboles, cuyas hojas secas caían como alas de pájaros muertos!

Una mujer descalza, con un ánfora sobre la cabeza, pasó por el fondo
del patio. Anania se estremeció ligeramente, pareciéndole que aquella
mujer se asemejaba á su madre. ¿Dónde estaría? ¿Por qué no se había
atrevido, deseándolo tanto, á hablar de ello á la viuda? ¿y por qué
ésta no hizo referencia alguna á su ingrata huéspeda? Para huir de
aquellos tristes recuerdos fué al correo á echar una tarjeta postal
para Margarita; después visitó al Rector, y hacia la puesta del sol
paseó por la carretera, hacia poniente, por la parte que miraba sobre
la inmensidad de los valles. Viendo las mujeres fonnenses ir á la
fuente, enfundadas en sus extrañas _túnicas_, recordó sus primeros
sueños de amor, cuando deseaba ser un pastor y que Margarita fuera una
campesina, esbelta y elegante, con el ánfora sobre la cabeza, semejante
á la figurita de un estuco pompeyano; y sonrió de nuevo, comparando la
impresión que la tosca ingenuidad de aquel sueño despertaba en él, con
la experimentada al volver á ver las maravillas de la Basílica. ¡Cuán
distinto y lejano del pasado era el presente!

Una puesta maravillosa cubría el horizonte; parecía un cuadro
apocalíptico. Las nubes dibujaban un paisaje trágico; una llanura
ardiente, surcada por lagos de oro y ríos de púrpura, de cuyo fondo
surgían montañas de bronce con aristas de ámbar y de nacarada nieve,
desgarradas, de cuando en cuando, por llameantes aberturas, parecidas
á bocas de cavernas de donde brotaban torrentes de sangre dorada. Una
batalla de gigantes solares, de formidables habitantes del infinito, se
desarrollaba dentro de aquellas montañas aéreas, en aquellas profundas
cavernas de las bronceadas nubes; por las bocas de las grutas se veía
el brillo relampagueante de las armas forjadas con los metales del sol;
y la sangre brotaba á torrentes, llenando los lagos de oro fundido,
culebreando en ríos que parecían rayos, inundando la llameante llanura
del cielo.

Con el corazón palpitando de alegría y admiración, Anania quedóse
absorto contemplando el magnífico espectáculo, hasta que las sombras de
la noche borraron el cuadro extendiendo un velo violáceo sobre todas
las cosas: entonces regresó á casa de la viuda y sentóse junto al hogar.

Le asaltaron los recuerdos. En la penumbra, mientras la vieja preparaba
la cena y hablaba con su voz tétrica, veía á Zuanne con sus grandes
orejas entretenido en asar castañas, y á otra figura callada y borrosa
como un fantasma.

--¿De modo que han matado á todos los bandidos nuorenses?--preguntaba
la vieja.--¿Y tú crees que pase mucho tiempo sin que salga una nueva
_compañía_ en un sitio ú otro? Te engañas, hijo mío. Mientras haya
hombres de sangre ardiente, hábiles para el bien como para el mal,
habrá bandidos. ¡Verdad es, que éstos de ahora son muy malos, y á veces
cobardes, ladrones y despreciables! ¡Pero en tiempo de mi marido era
otra cosa! ¡Qué valientes! Valientes y bondadosos. Una vez mi marido
encontró á una mujer que lloraba porque...

Anania no tomaba mucho interés en los recuerdos de la tía Grathia;
otros pensamientos le preocupaban.

--Oiga--dijo, apenas la viuda hubo acabado la piadosa historia de la
mujer que lloraba--¿no ha sabido nunca nada de mi madre?

La tía Grathia, que arreglaba cuidadosamente una _fritada_, no
contestó.

Anania esperó un poco, y pensó: «¡Sabe algo!» y se turbó sin querer.
Después de un rato, la tía Grathia observó:

--Si tú no sabes nada ¿cómo quieres que yo sepa algo? Y ahora, hijo
mío, siéntate en esta silla y acepta lo que te ofrezco de buen corazón.

Anania sentóse ante la bandeja de junco[50] que la viuda había colocado
sobre una silla y empezó á comer.

--Durante largo tiempo no supe nada de ella--dijo, confiándose con la
vieja como nunca había hecho con nadie.--Pero ahora creo seguir su
pista. Después que me hubo abandonado partió de Cerdeña, y un hombre la
encontró en Roma, vestida de señora.

--¿Pero la vió de veras?--preguntó vivamente la viuda.--¿Le habló?

--¡Algo más que hablarle!--contestó amargamente Anania.--Dijo que
había pasado unas horas en su compañía. Después no volví á saber nada
de ella; pero este año pedí informes á la policía, y supe que vive en
Roma, con un nombre supuesto. Pero se ha enmendado, sí, se ha enmendado
y ahora vive trabajando honradamente.

La tía Grathia se había colocado frente al joven y á medida que éste
hablaba, abría los oscuros ojillos, y se inclinaba y abría las manos
como para recoger las palabras de Anania.

Él se iba tranquilizando pensando en María Obinu; cuando dijo: «ahora
se ha enmendado» sintió un ímpetu de alegría, seguro, en aquel momento,
de no engañarse suponiendo que María era _ella_.

--¿Pero estás seguro, estás completamente seguro?--preguntó la vieja
sorprendida.

--¡Sí! ¡Síí...!--contestó, imitando á Margarita al pronunciar aquel sí
alegre y algo burlón.--He vivido dos meses en su casa.

Se echó vino, lo miró al trasluz de la llama rojiza de la vela,
colocada en el candelero de hierro, y pareciéndole turbio apenas lo
probó; después se limpió la boca, y notando que la vieja servilleta
grisácea estaba agujereada, se tapó bromeando la cara, y miró por el
agujero.

--¿Se acuerda cuando con Zuanne nos disfrazábamos?--preguntó.--Yo me
tapaba la cara con esta servilleta. Pero ¿qué le pasa?--exclamó de
pronto con la voz cambiada, destapándose la cara que había palidecido
ligeramente.

Veía el rostro de la viuda, casi siempre cadavérico é impasible,
animarse de un modo extraño, expresando además del asombro la piedad
más intensa; y comprendió inmediatamente que era él el objeto de
aquella profunda, casi violenta, piedad.

En un instante el edificio de sus sueños se vino abajo, desmoronándose
para siempre.

--¡Nonna! ¡Tía Grathia! ¡Usted sabe algo!--dijo con aire de espanto,
estirando nerviosamente la servilleta tanto como pudo.

--Acaba de cenar, después hablaremos. Acaba de cenar, hijo
mío--contestó la vieja, dominándose.--¿No te gusta este vino?

Pero Anania la miró casi con rabia y se puso en pie de un salto.

--¡Hable!--dijo imperiosamente.

--¡Oh, Dios mío!--se lamentó la tía Grathia, suspirando y temblándole
los labios;--¿qué quieres que te diga? ¿Por qué no acabas de cenar,
Anania, hijito mío?... Después hablaremos...

Él no oía ni veía.

--¡Hable! ¡hable! ¿De modo que lo sabe todo? ¿Dónde está? ¿Vive ó ha
muerto? ¿Dónde está? ¿dónde está? ¿dónde está?

Y la frase «¿dónde está?» la repitió por lo menos veinte veces,
mientras automáticamente daba vueltas por la cocina, plegando,
desplegando, estirando la servilleta, poniéndosela sobre la cara,
mirando á través del agujero: parecía volverse loco, y estar más
irritado que conmovido.

--Cálmate--empezó á decirle la vieja, andándole detrás,--yo creí que
lo sabías... Sí, ella vive, pero no es la mujer que te ha engañado
fingiendo ser tu madre.

--¡No me ha engañado, _nonna_! Lo creía yo... Ella ni siquiera sabe
que yo lo creyera... ¿De modo que no es ella?--añadió en voz baja,
asombrado, como si hasta aquel momento hubiese creído que María Obinu
era verdaderamente su madre.--¡Pero hable! ¿Por qué me tiene de esta
manera suspenso? ¿Por qué no me habla de ella? ¿Dónde está? ¿dónde está?

--¡Pero si nunca se ha movido de Cerdeña!--exclamó la viuda, andándole
siempre al lado.--De veras, creí que lo sabías; pero que no hacías
caso de ella. Yo la he visto este mismo año, á principios de mayo;
vino á Fonni por la fiesta de los Santos Mártires, iba con un joven
ciego, cantor de coplas. Venían á pie de un pueblo muy lejano, de
Neoneli; ella tenía la _malaria_ y parecía una vieja de sesenta años.
Al terminar las fiestas el ciego, que había ganado bastante dinero,
la abandonó para marchar con una comitiva de mendigos á la fiesta de
otro pueblo. Durante los meses de junio y julio segó en las _tancas_
de Mamojada. La fiebre la consumía; estuvo mucho tiempo enferma en la
caseta _de su Grumene_ y aún sigue allí...

Anania se paró, alzó la cabeza y abrió los brazos, con gesto de
desespero.

--¡Yo... yo... yo... la he... visto! ¡Yo la he visto! ¡La he visto!...
¿Está bien segura de lo que me dice?--preguntó mirando fijamente á la
viuda.

--Segurísima; ¿por qué tenía que engañarte?

--Diga--insistió--¿es de veras? Porque yo he visto una mujer
calenturienta, amarilla, terrosa, con ojos de gato... Estaba detrás de
la ventana... ¿Sería ella?... ¿Está usted segura?

--Segurísima. Era ella.

--¡Y yo... yo... la he visto!--repitió, apretándose la cabeza entre las
manos, golpeándosela, presa de una cólera violenta contra sí mismo que
se había engañado durante tanto tiempo, tan estúpidamente; que había
buscado á su madre más allá de los montes y del mar, cuando arrastraba
su miseria y su deshonra cerca de él; que se había conmovido ante caras
extrañas y no había sentido la más ligera emoción al descubrir el
rostro de la mendiga, de aquella miseria viva, encuadrada en la tétrica
ventanuca de la caseta.

¿Y esto era el hombre? ¿Esto el corazón humano? ¿Esto la vida, la
inteligencia, el pensamiento? ¡Ah, sí! sí, ahora estas preguntas
no subían á sus labios porque sí, ahora que el Destino movía sus
alas fúnebres inexorables y sacudía todas las cosas con uno de sus
imprevistos huracanes, ahora sabía que el hombre, el corazón y la vida
eran sólo mentira, mentira y mentira.

                   *       *       *       *       *

La tía Grathia acercó un escabel y obligó al desdichado Anania á
sentarse: ella se acurrucó delante, le cogió una mano y miróle de abajo
á arriba, largamente, piadosamente.

--¡Pobre hijo mío!--dijo estrechándole la mano;--llora, llora. ¡Te
aliviará! ¡Qué frío estás!

Anania arrancó la mano del duro cepo de las viejas manos de la viuda.

--¿Pero por quién me toma?--preguntó iracundo.--¡No soy ningún
chiquillo! ¿Por qué llorar?

--¡Porque te aliviaría, hijo mío! Sí, hijo, sí ¡por experiencia sé
cuánto alivian las lágrimas! Cuando llamaron á mi puerta, en una noche
terrible, y una voz que parecía la de la Muerte me dijo: «¡Mujer, no
esperes más!» me quedé de piedra. Durante horas y horas no pude llorar;
fueron éstos los momentos más horrorosos que pasé; me parecía que el
corazón se había convertido, dentro del pecho, en un hierro al rojo y
me quemaba, me quemaba las entrañas, y con su punta aguda me desgarraba
el pecho. Pero después el Señor me concedió las lágrimas, y el llanto
refrescó mi dolor, como el rocío refresca las piedras calentadas por el
sol. ¡Hijo mío, ten paciencia! Hemos nacido para sufrir; ¿qué vale tu
desgracia comparada con tantos otros dolores?

--¡Pero si yo no sufro!--protestaba Anania.--Este golpe debía
presumirlo; es más, lo esperaba. Una fuerza misteriosa me ha impulsado
á venir; una voz me decía: ¡ve, vete allá, allá sabrás lo que tanto
te interesa! Claro, he sentido una emoción, me he sorprendido... pero
ahora todo ha pasado; no se preocupe más.

Pero la viuda le miraba fijamente, le veía lívido, con los labios
pálidos y contraídos, y meneaba la cabeza. Él prosiguió:

--¿Por qué nadie nunca me ha dicho una palabra de esto? Indudablemente
algo debían saber. El mismo cochero, ¿es posible que no supiese nada?

--Tal vez no. Sólo ella podía haberle dicho algo; pero no, te tiene
demasiado miedo. Cuando por la fiesta del pueblo vino acompañando á
aquel miserable ciego que después la abandonó, no fué reconocida por
nadie, parecía mucho más vieja de lo que es, iba andrajosa, entontecida
por la miseria y la fiebre. Además, ni siquiera tú la has reconocido.
El ciego la llamaba con un feo mote; sólo á mí confió su verdadero
nombre, me contó su triste historia y me hizo jurar que nunca sabrías
nada de ella. Tiene miedo de ti...

--¿Por qué tiene miedo de mí?

--Tiene miedo que tú la mandes prender porque te abandonó. También
tiene miedo de sus hermanos, que son guardabarreras de la vía férrea de
Iglesias.

--¿Y su padre?--preguntó Anania, que no se había acordado nunca de
estos parientes suyos.

--¡Oh! hace mucho que murió. Según afirma ella, murió maldiciéndola, y
añade que esta maldición es lo que la persigue y la hace desgraciada.

--¡Sí! ¡Es que está loca rematada! Pero ¿qué ha hecho durante tantos
años? ¿Cómo ha vivido? ¿Por qué no ha trabajado?

Parecía, al decir esto, completamente tranquilo, casi indiferente;
parecía preguntar por simple curiosidad, con una curiosidad que le
permitía pensar en otras cosas muy lejanas; y en efecto, pensaba en lo
que debía hacer, y aunque le conmovían las desdichas de su madre, mucho
más le entristecía la idea de las consecuencias de aquel imprevisto y
desastroso encuentro.

La viuda alzó un dedo y dijo solemnemente:--¡Todo está en las manos
de Dios! Hijo mío, hay un hilo terrible que tira de nosotros. ¿Crees
tú que mi marido no hubiera preferido trabajar y morir en la cama,
bendecido por el Señor? ¡Y sin embargo...! ¡Lo mismo le ha pasado á tu
madre! Seguramente hubiese querido trabajar y vivir honestamente...
Pero el hilo ha tirado de ella...

Al oir Anania estas palabras subióle la sangre á la cabeza, retorcióse
las manos y de nuevo sintió una oleada de vergüenza que le ahogaba.

--¡Todo... todo ha acabado para mí!--decía sollozando.--¡Qué horror,
qué horror! ¡Cuánta miseria, cuánta vergüenza! Cuente, cuéntemelo todo.
¿Cómo ha vivido? ¡Quiero saberlo todo... todo... todo! ¿Entiende?
¡Todo! Prefiero morir de vergüenza, antes que... ¡Fuera!--dijo
sacudiendo la cabeza, como para alejar toda turbación vil y
miserable.--Cuente.

La tía Grathia le miraba con infinita piedad; hubiese querido cogerle
en brazos, sobre su falda, mecerle y cantarle, calmarle, dormirle; y
en cambio le torturaba.--¡Hágase la voluntad del Señor! ¡Hemos nacido
para sufrir; nadie se muere de pena!--La viuda intentó endulzar algo
el amargo cáliz que Dios, por medio de ella, presentaba al pobre
desdichado, y le dijo:

--Yo no puedo contarte cómo ha vivido y lo que ha hecho. Sólo sé que,
después de haberte abandonado, é hizo perfectamente, pues de otro modo
nunca hubieras tenido un padre y no serías tan afortunado como eres...

--¡Tía Grathia! ¡Por Dios, no me haga desesperar...!--interrumpió
impetuosamente Anania.

--¡Ten calma! ¡Paciencia!--gritóle la buena mujer.--¡No reniegues de
la bondad divina, hijo mío! ¿Qué sería de ti, si llegas á quedarte por
acá? ¡Tal vez hubieses acabado miserablemente, haciéndote fraile...
fraile mendicante... fraile poltrón!... ¡Basta, basta, no hablemos
más de ello! ¡Mejor morir, que vivir de esa manera! Y tu madre habría
llevado igual vida, porque tal era su destino. Aquí mismo, antes de
marcharse, ¿crees tú que llevaba buena vida? Pues no, no la llevaba:
éste era su destino. Durante los últimos meses tuvo amores con un
carabinero, que fué destinado á Nuraminis pocos días antes de vuestra
fuga. Cuando te hubo abandonado, al menos así me lo contó la pobre,
marchó á Nuraminis, á pie, escondiéndose durante el día, caminando
de noche, y de este modo atravesó media Cerdeña. Se reunió con el
carabinero y vivieron una temporada juntos; él había prometido casarse,
pero pronto se cansó de ella, la maltrató, y cuando estuvo ajada y
consumida la abandonó. Ella siguió su camino fatal. Me dijo, y la
pobrecita lloraba al contármelo, lloraba hasta conmover las rocas,
me dijo que buscó siempre trabajo, y que nunca pudo encontrarlo. ¡Ya
te lo he dicho, es el destino! El destino que priva del trabajo á
ciertos seres desdichados, como priva á otros de la razón, de la salud
y de la bondad. El hombre y la mujer se sublevan inútilmente. ¡No,
adelante, á morir, reventad, seguid el hilo que tira de vosotros!
Últimamente _ella_ se había enmendado; se había unido con un ciego,
y vivían como marido y mujer desde hacía dos años; ella le guiaba
por las carreteras, de una fiesta á otra; iban casi siempre á pie, á
veces solos, otras veces en compañía de otros mendigos vagabundos. El
ciego cantaba con su hermosa voz unas canciones que él mismo componía.
Me acuerdo que aquí cantó la _Muerte del rey_, una canción que hacía
llorar á todo el mundo. El Municipio le dió veinte liras, el Rector le
convidó á comer. En tres días que estuvo aquí, recogió más de veinte
escudos. ¡Miserable! También él prometía casarse con ella, y en cambio
cuando se enteró que estaba enferma, que no podía seguir andando, la
plantó, temiendo tener que gastar su dinero para curarla. De aquí aún
marcharon juntos; iban á la fiesta de San Elías; pero allá el ciego
asqueroso encontró una cuadrilla de mendigos _campidonenses_ que iban
á una fiesta campestre de la Gallura, y marchó con ellos, mientras la
pobre desdichada se moría de fiebre en la cabaña de unos pastores.
Después, como ya te he dicho, sintiéndose mejor, fué de un sitio á
otro, segando, recogiendo espigas, hasta que la fiebre la postró por
completo. Hace unos días, me mandó á decir que estaba un poco mejor...

Estremecimientos, inútilmente reprimidos, agitaban todo el cuerpo
de Anania. ¡Cuánta miseria, cuánta vergüenza, cuánto dolor, cuánta
iniquidad divina y humana se desprendía de aquel relato!

Ninguna de las sangrientas y tristes narraciones que durante su
infancia había oído contar á aquella extraña mujer, le había parecido
tan horrorosa como la que acababa de oir, ninguna le había hecho
estremecer tanto. De pronto recordó el pensamiento que cruzó por su
mente en una tarde lejana, tranquila, en el silencio del pinar apenas
interrumpido por el canto de pastor presidario. Y preguntó:

--¿También ha estado en la cárcel?

--Creo que sí, una vez. Encontraron en su casa unos objetos que un
_amigo_ suyo había _cogido_ de una iglesia campestre; pero fué absuelta
porque demostró no saber siquiera de qué se trataba...

--¡No mienta!--dijo Anania con voz sorda.--¿Por qué no me dice toda la
verdad? También ha sido ladrona... ¡por qué no decirlo! ¿Cree que me
importa algo? Nada me importa, nada, nada... ni tanto así--y señalaba
la punta del dedo meñique.

--¡Dios mío! ¡Qué uñas!--observó la viuda.--¿Por qué te dejas crecer
tanto las uñas?

No contestó, pero se puso de pie de un salto y empezó á recorrer la
habitación, furioso, rugiendo como una fiera.

La viuda no se movió, y él, poco después, volvió á calmarse
completamente. Parándose ante ella, le preguntó con voz doliente pero
tranquila:

--¿Por qué habré nacido? ¿Por qué me han hecho nacer? Ahora soy un
hombre perdido; toda mi vida ha sido destruida. No podré proseguir los
estudios, y la mujer con quien debía casarme y sin la cual no podré
vivir, ahora me dejará... mejor dicho, tendré que dejarla.

--¿Y por qué? ¿No sabe ella quién eres?

--Sí; lo sabe, pero cree que _aquella mujer_ ha muerto, ó que está tan
lejos que no se oye hablar de ella. ¡Y por lo contrario, vuelve! ¿Cómo
es posible que una chiquilla pura y delicada pueda vivir junto á una
mujer infame?

--¿Pero qué pretendes hacer? ¿No acabas de decir que no te importa nada
de _ella_?

--¿Qué me aconseja que haga?

--¿Yo? ¿Qué te aconsejo? Que la dejes proseguir su camino--contestó
cruelmente la viuda;--¿ella no te abandonó? Si tú quieres, tu esposa no
verá nunca á la pobre infeliz, y ni tú mismo la volverás á ver...

Anania la miró, con mezcla de piedad y desprecio.

--¡No me comprende usted, no es posible que pueda
comprenderme!--dijo.--Dejémoslo; ahora es preciso pensar en el modo de
poderla ver; es preciso que mañana por la mañana vaya á verla...

--Estás loco...

--No comprende...

Se miraron uno al otro; ambos con mirada despreciativa y piadosa. Y
empezaron á discutir y casi á pelear. Anania quería partir en seguida,
ó á la madrugada á más tardar; la viuda proponía mandar un recado á Olí
para que fuera á Fonni sin decirle quién la llamaba.

--¡Ve allá, ya que te empeñas! Pero yo la dejaría tranquila; así como
ha vivido hasta ahora, seguirá viviendo en adelante... Déjala en paz...

--Nonna--dijo él,--parece que también tiene usted miedo. ¡Qué tonta!
No pienso tocarle un solo cabello; me la llevaré conmigo; no quiero
hacerle daño, sino todo lo contrario, porque éste es mi deber...

--Sí, éste es tu deber; pero piénsalo bien y reflexiona. ¿Cómo
viviréis? ¿De qué viviréis?

--¡No quiero pensarlo!

--¿Cómo te arreglarás?

--¡No quiero pensarlo!

--¡Entonces, nada! Pero te advierto que te tiene un miedo atroz, y si
te presentas ante ella, de improviso, es capaz de cometer alguna locura.

--Entonces vamos á hacer que venga aquí; pero pronto, mañana por la
mañana.

--¡Sí, en seguida, volando! ¡Qué súbito eres, hijo de mis entrañas!
Ahora vete á descansar y no pienses más en ello. Mañana por la noche
puedes tener la seguridad de que estará aquí. Entonces harás lo que
quieras. Pero mañana por la mañana te marchas al Gennargentu; casi
sería mejor que no bajaras hasta pasado mañana...

--¡Ya veré!

--¡Ahora... vete á descansar!--repitió, empujándole cariñosamente.

En el cuartito, donde había dormido con su madre, nada había cambiado;
al ver el pobre camastro, bajo el cual había un montón de patatas aún
oliendo á tierra, recordó la camita de María Obinu y las ilusiones y
los sueños que durante tanto tiempo le habían perseguido.

--¡Qué chiquillo era!--pensó con amargura.--¡Y creía ser todo un
hombre! ¡Ahora, ahora solamente soy hombre! ¡Solamente ahora la vida ha
abierto de par en par sus horribles puertas! ¡Sí, ahora soy un hombre,
y quiero ser un hombre fuerte! ¡No, miserable vida, no me vencerás;
no, monstruo, no me abatirás! ¡Hasta ahora me has perseguido, me has
combatido con la cara cubierta, villana y cobardemente, y sólo hoy,
sólo en el día de hoy, más largo que un siglo, sólo hoy has descubierto
tu rostro asqueroso! ¡Pero no me vencerás, no, no me vencerás!

Abrió los vacilantes postigos de un viejo balcón de madera, de cuya
barandilla apenas quedaban vestigios, y se asomó.

La noche era límpida, fresca, clara y diáfana como toda noche de verano
en la montaña. Reinaba un silencio inmenso, infinito, apenas vencido
por la visión solemne de las montañas vecinas y por la vaga silueta de
las cumbres lejanas.

Anania, viendo casi á sus pies los profundos valles, sintió la
impresión de hallarse suspendido, si bien decidido á no caer, sobre un
admirable abismo; los contornos de las montañas lejanas despertaban en
su corazón una extraña dulzura, le parecían versos inmensos escritos
por la mano omnipotente de un divino poeta en la página celeste del
horizonte, y el coloso vecino, el negro-azulado monte Spada, destacado
de la formidable muralla del Gennargentu, le oprimía, le parecía la
sombra del monstruo á quien poco antes había lanzado el reto.

Y pensaba en su lejana Margarita, en su Margarita, que ya no era
suya, que en aquellos momentos seguramente pensaba en él, contemplando
también el horizonte; y, más que por él, sentía por ella una gran
piedad; lágrimas suaves y amargas, como la miel amarga, subían á sus
ojos, pero él las rechazaba enérgicamente, las rechazaba como á un
enemigo felino y desleal que tratase de vencerle á traición.

--¡Soy fuerte!--repetía, de pie sobre el balcón sin
barandilla.--¡Monstruo, yo, yo te venceré, ahora que te presentas ante
mí!

Y no advertía que el monstruo estaba á su espalda, inexorable.


                                NOTAS:

[47] Madrina.

[48] Recipiente que ha contenido azúcar; se le dan usos diversos y es
de empleo muy frecuente.

[49] Juez de paz.

[50] En una bandeja de junco se colocan en Cerdeña loa platos y
recipientes conteniendo la comida.--(N. del T.)




                                 VIII


Durante aquella larga noche, pasada en vela, Anania decidió, ó creyó
decidir, su propio destino.

--_La_ obligaré á vivir con la tía Grathia mientras veo el camino que
he de seguir. Hablaré francamente con el señor Carboni y con Margarita.
«Miren ustedes:--les diré,--las cosas están de la manera siguiente;
tengo el propósito de que mi madre viva conmigo apenas me lo consienta
mi posición; éste es mi deber y lo cumpliré aunque se hunda el mundo».
No me forjo ilusiones; me echarán como se echa á un perro sarnoso.
Entonces buscaré un empleo, seguramente lo encontraré, y me llevaré
á la desdichada y viviremos juntos, miserablemente, pero pagando mis
deudas y llegando á ser un hombre. ¡Un hombre!--y exclamó amargamente:

--¡Ó un cadáver con vida!

Creía encontrarse en calma, frío, muerto ya para todas las alegrías
de la vida; pero en el fondo del corazón sentía una embriaguez cruel
de orgullo, un deseo insano de luchar contra la fatalidad, contra la
sociedad y contra sí mismo.

--¡Después de todo, yo lo he querido!--pensaba.--Bien sabía que era
preciso terminar de esta manera, y, sin embargo, me he dejado arrastrar
por la fatalidad. ¡Ay de mí! Debo expiar. ¡Expiaré!

Este valor ficticio le sostuvo durante toda la noche y todo el día
siguiente mientras subía al Gennargentu. El día era triste, lleno de
nubarrones y niebla, pero sin viento; á pesar de ello quiso partir,
según decía, porque esperaba que el tiempo aclarase, pero en realidad
para empezar á darse á sí mismo una prueba de firmeza, de valor y
despreocupación.

¿Qué le importaba la montaña, los panoramas espléndidos y el mundo
entero? Pero él _quería_ hacer lo que antes había decidido. Sin
embargo, antes de partir dudó un momento.

--¿Y si _ella_, advertida de mi presencia se escapase? ¿Acaso no doy
tiempo para que así suceda?--se preguntó crudamente.

La viuda, para que se tranquilizara y marchase, le prometió que haría
venir á Olí lo más pronto posible; y confiando en esta promesa partió.
Delante de él, por los pendientes senderos, montado sobre un caballo
fuerte y manso iba el guía, á veces perdiéndose entre las nieblas de
las silenciosas lejanías, á veces destacándose sobre el fondo del
camino como sobre una tela gris una pintura á la aguada. Anania iba
detrás; dentro de él y á su alrededor todo era niebla, pero distinguía
detrás de aquel velo fluctuante el ciclópeo perfil del monte Spada, y
en su interior, entre las nieblas que le envolvían el alma, descubría
su propia alma grande, inmensa, dura, monstruosa como el monte.

Un silencio trágico rodeaba á los viajeros, solamente interrumpido
de vez en cuando por los gritos de los buitres. Á ambos lados del
sendero, abierto en la misma roca, se vislumbraban, entre la niebla,
formas extrañas; y los gritos de las aves de rapiña parecían las voces
salvajes de aquellas misteriosas apariciones, llenas de espanto y
cólera por la presencia del hombre. Anania creía andar entre nubes, á
veces sentía la sensación del vacío, y para vencer el vértigo tenía
que mirar intensamente el sendero, bajo los pies del caballo, mirando
fijamente las hojas húmedas y relucientes del suelo pizarroso y las
pequeñas matas violetas del _tirtillo_, cuya aguda fragancia difundíase
entre la niebla. Cerca de las nueve--afortunadamente para los viajeros
que recorrían entonces un peligroso y estrechísimo sendero recortado en
la cúspide misma del monte Spada--se rasgó la niebla; Anania prorrumpió
en gritos de admiración arrancados casi violentamente por la belleza
extraña y magnífica del panorama. Todo el monte aparecía cubierto de un
manto violeta del florido _tirtillo_; más allá la visión de los valles
profundos y de las altas cimas hacia las cuales se acercaban, vistas
á través del desgarrón de la niebla luminosa, entre juegos de luz y
sombra, bajo el cielo azul lleno de nubes extrañas que se desvanecían
lentamente, parecía el sueño de un artista desequilibrado, un cuadro de
inverosímil belleza.

--¡Qué grande es la naturaleza, qué hermosa y qué fuerte!--pensaba
Anania enternecido.--En su seno inmenso todo es puro; si nos
encontrásemos aquí los tres solos, Margarita, _ella_ y yo, ¿quién sería
capaz de pensar en las cosas impuras que nos separan?

Una ráfaga de esperanza pasó por su alma; ¿y si Margarita le amase de
veras, tanto como había demostrado amarle durante aquellos últimos
días? ¿Si consintiese...?

Llevando esta loca esperanza en el corazón, soñó largo rato, hasta
llegar al fondo de la vertiente del monte Spada para empezar de nuevo
la subida hacia la más alta cumbre del Gennargentu. Por el fondo del
valle pasaba un torrente, entre enormes rocas y alisos sacudidos por
ráfagas de viento. En el silencio profundo de aquel misterioso paraje
el rumor de los árboles causó en el joven una sensación extraña;
parecióle que aquel viento era movido por la esperanza que le animaba,
esperanza que conmovía todas las cosas, y hacía temblar los alisos
solitarios cual si fueran hombres salvajes asaltados por misteriosa
alegría en su hosca soledad.

Por contradicción de ideas recordó la impresión sentida pocos días
antes en un bosque del Orthobene sacudido por el viento; también
entonces los árboles le habían parecido hombres, pero hombres
desventurados que el dolor retorcía; y hasta cuando el viento calmaba,
seguían temblando, como seres hechos á la desventura que hasta en los
momentos de dicha, piensan en el próximo, inevitable, dolor.

De pronto recayó en sus sombrías ideas; un proyecto extravagante
relampagueó en su mente. Matar al guía y hacerse bandido. Después
sonrióse y se preguntó:

--¿Seré yo romántico? Y hasta sin matarle, ¿no me podría ocultar entre
estas montañas y vivir solo, alimentándome de hierbas y pájaros? ¿Por
qué el hombre no puede vivir solo, por qué no puede romper los lazos
que le unen á los demás y le ahogan? ¿Zarathustra? Sí; pero también
Zarathustra una vez escribió:

«...¡Qué solo estoy! No tengo nadie con quien reir, nadie que me
consuele dulcemente...».

                   *       *       *       *       *

La subida siguió lenta y peligrosa durante tres horas. El cielo se
despejó por completo; soplaba el viento; las cimas, de contextura
pizarrosa, brillaban al sol, con su perfil argentino, sobre el azul
infinito; la isla desarrollaba sus cerúleos panoramas, con sus montañas
de un azul pálido, sus pueblecitos grises, sus relucientes lagunas:
panoramas que allá y acullá se esfumaban en la vaporosa línea del mar.

Á cada momento Anania se distraía, admiraba, seguía con interés las
indicaciones del guía y miraba con los gemelos; pero no podía escapar á
su angustia que le recobraba con un zarpazo de tigre, cuando trataba de
saborear la dulzura del espléndido panorama.

Hacia medio día llegaron al pico Bruncu Spina. Apenas desmontaron,
Anania se arrastró hasta el montón de losas pizarrosas del vértice
trigonométrico y se echó al suelo para huir de la furia del viento que
soplaba de todas partes. Bajo su nerviosa mirada extendíase, iluminada
por el sol en el zenit, casi toda la isla, con sus montañas azules y su
mar de plata; sobre su cabeza el cielo turquí, inmenso é infinito como
el pensamiento humano. El viento resonaba furiosamente en el vacío y
sus ráfagas sacudían á Anania con rabia loca, con la ira violenta de
una formidable fiera que quisiese echar á todos los demás seres del
antro aéreo donde quería dominar sola.

El joven resistió durante largo tiempo; el guía se le acercó
arrastrándose, y colocado á gatas sobre las losas de pizarra, empezó
á señalarle, nombrándolos, los principales montes, los pueblos y
lugarejos.

El viento se llevaba las palabras y les quitaba la respiración.

--¿Aquello es Nuoro?--gritó Anania.

--Sí; la colina de San Onofre le divide.

--Es verdad. Se ve divinamente.

--¡Lástima que este endiablado viento sea tan rabioso! ¡Vete al
diablo, viento maldito!--gritó desaforadamente el guía.--¡Si no fuera
por él, casi podríamos enviar un saludo á Nuoro, tan cerca parece hoy!

Anania recordó la promesa hecha á Margarita:

«...Desde la más alta montaña sarda le enviaré un saludo; echaré al
aire tu nombre y mi amor, como quisiera hacerlo desde la cumbre más
elevada de la tierra á fin de que el mundo entero quedase atónito...».

Y le pareció que el viento le arrancaba el corazón, estrellándolo
contra los graníticos colosos del Gennargentu.

                   *       *       *       *       *

Al regreso creía encontrar á su madre en casa de la viuda y, después
de dejar el caballo al guía, corrió ansioso, atravesando el desierto
pueblo, hasta llegar á la negra puertecilla de la tía Grathia. Caía
tristemente la tarde, un viento fresco soplaba por las callejuelas
pendientes, de suelo rocoso; el cielo tenía un color pálido, parecía
un día de otoño. Anania se paró frente á la puertecita, escuchando.
Silencio. Á través de las rendijas veíase la luz rojiza del fuego.
Silencio.

Anania entró y sólo vió á la vieja que hilaba sentada en su escabel
de siempre, tranquila como un espectro. Sobre las brasas hervía la
cafetera, y de un pedazo de carne de oveja ensartado en un asador de
madera chorreaba la grasa sobre las ardientes cenizas.

--¿Y qué?--preguntó el joven.

--¡Ten paciencia, _joya de la casa_! No he encontrado ninguna persona
de confianza que fuera por allá abajo. Mi hijo no está en el pueblo.

--¿Y el cochero?

--¡Ya te he dicho que tengas paciencia!--exclamó la viuda,
levantándose y colocando el huso sobre el escabel.--Precisamente he
suplicado al cochero le dijera que es preciso que mañana sin falta
venga aquí. Le dije: «Le suplicarás en nombre mío que venga, porque
tengo que contarle una cosa importantísima que le interesa. No le digas
que Anania Atonzu está aquí; y que Dios te recompense, hijo mío, porque
harás una obra de caridad».

--¿Y él? ¿Él ha prometido...?

--Él ha prometido hacerlo como yo se lo he dicho; es más, me ha
prometido traerla en el coche.

--¡No vendrá! Ya veréis como no vendrá--dijo Anania inquieto.--Y menos
mal si no se escapa. He hecho mal en no ir yo mismo... pero aún tengo
tiempo...

Y quería marchar en seguida hacia la caseta del peón caminero; pero
después se dejó convencer fácilmente y esperó.

Pasó otra triste noche; á pesar del cansancio que le molía los huesos,
apenas pudo dormir sobre aquel duro camastro donde había recibido su
triste vida y donde hubiese querido morir aquella misma noche.

El viento pasaba aullando sobre el techo con rumor de mar tempestuoso,
y su voz retumbante recordaba á Anania su infancia melancólica, sus
terrores lejanos, las noches de invierno, el contacto de su madre que
se acercaba á él más por miedo que por cariño. No, no le había amado
nunca, ¿á qué forjarse ilusiones? no le había amado: y tal vez esta
había sido su más horrible desventura y causa de la pérdida inexorable
de Olí. Él lo veía, lo sabía; y sentía una tristeza morbosa, sentía una
imprevista piedad de sí mismo, víctima del destino y de los hombres.

Si ella hubiese llegado aquella noche, en uno de aquellos momentos
de terror y piedad que la voz del viento despertaba en el joven, la
habría acogido tiernamente y perdonado; pero pasó la noche y amaneció
un día que el viento hacía melancólico, y pasaron las horas más tristes
y ansiosas de su vida. Durante aquellas horas dió vueltas por las
callejuelas como impulsado por el viento, entró en algunas casas,
bebió aguardiente, volvió á casa de la viuda y sentóse junto al fuego,
asaltado por calofríos y dominado por una aguda nerviosidad.

La tía Grathia tampoco podía estarse quieta; iba de un lado á otro de
la casa y, apenas terminaron la modesta comida, salió al encuentro de
Olí, después de haber rogado á Anania que se tranquilizara.

--Ten en cuenta que ella te tiene miedo...

--¡Pierda cuidado, santa mujer!--contestó con desprecio.--Ni siquiera
la miraré; sólo le diré unas cuantas palabras.

Transcurrió más de una hora. El estudiante recordaba con amargura
aquellos momentos en que esperaba la vuelta de tía Tatana; y al propio
tiempo que anhelaba la llegada de Olí, la triste llegada que debía de
una vez poner fin á sus tormentos, se sentía devorado por un profundo
deseo: ¡que no llegase nunca, que hubiese huido, desaparecido para
siempre!

Y pensaba con triste resignación:--¡Está muy enferma, se morirá pronto!

La viuda entró, sola, apresurada.

--¡Cuidado, no te encolerices!--le dijo en voz baja,
rápidamente.--¡Viene, viene! Ya está ahí; se lo he dicho todo. ¡Mucho
cuidado! Tiene un miedo atroz. ¡No la maltrates, hijo mío!

Salió de nuevo, dejando abierta la puertecita que el viento empezó
á sacudir, empujándola, atrayéndola, cual si jugara con ella. Anania
esperaba pálido, inconsciente.

Cada vez que la puerta se abría, el sol y el viento penetraban en la
cocina, lo iluminaban y sacudían todo, y desaparecían para volver
á presentarse de nuevo. Durante uno ó dos minutos Anania siguió
inconscientemente el juego del sol y del viento, pero de pronto se
cansó y levantóse para cerrar la puerta, nervioso, colérico y con el
rostro ceñudo.

De este modo apareció ante la pobre mujer que avanzaba temblorosa,
tímida y cubierta de andrajos como una mendiga. Él la miró; ella le
miró: el espanto y la desconfianza se reflejaban en los ojos de ambos.
Ni él ni ella pensaron en tenderse los brazos, ni en saludarse: todo
un mundo de dolor y culpa se interponía entre ellos y les dividía
inexorablemente, mucho más que si fuesen dos enemigos mortales.

Anania sujetaba la puerta, apoyándose en ella, todo inundado de sol
y de viento, y seguía con los ojos á la desdichada Olí, que, casi
empujada por la tía Grathia, avanzaba hacia el hogar. Sí; era ella,
la pálida y descarnada aparición entrevista en la negra ventana de la
caseta del peón; en aquel rostro amarillo-grisáceo, los ojazos claros,
sin brillo por la debilidad y el miedo, parecían los ojos de un gato
salvaje enfermo. Apenas se sentó, la viuda tuvo una magnífica idea;
¡dejó solos á los dos huéspedes! Pero Anania, dando un portazo y muy
irritado, corrió detrás de la tía Grathia.

--¿Dónde va? ¡Venga, vuelva en seguida, si no, yo también me
marcho!--dijo ásperamente, alcanzando á la vieja mientras subía la
escalerilla.

Olí debió oir la amenaza, porque cuando Anania y la viuda volvieron
á la cocina, estaba llorando junto á la puerta pronta á marcharse.
Ciego de vergüenza y dolor, el joven corrió hacia ella, la cogió por un
brazo, la echó hacia dentro y cerró con llave la puerta.

--¡Nooo...!--gritóle, mientras la pobre se acurrucaba, formando casi
una bola y llorando convulsivamente.--¡No, no partirá V.! No volverá
á dar un solo paso sin mi consentimiento. Puede llorar todo lo que
quiera, pero de aquí no saldrá jamás. Los alegres días se han acabado.

Olí lloró más fuerte, sacudida toda ella por un temblor de espasmo; y
sus sollozos fueron como una frenética irrisión á las últimas palabras
de Anania; y él lo advirtió, y la vergüenza sentida por las monstruosas
palabras pronunciadas, aumentó su furor.

¡Ay! el llanto de aquella mujer le irritaba en vez de conmoverle;
vibraban en sus nervios temblorosos todos los instintos del hombre
primitivo, bárbaro y cruel; y él lo veía, pero no sabía dominarse.

La tía Grathia le miraba aterrada, comprendiendo que Olí tenía razón en
temerle; y sacudía la cabeza, amenazaba con sus manos levantadas, se
agitaba pronta á todo con tal de impedir una escena violenta; pero no
sabía qué decir, no podía hablar... ¡Ah! ¡Era endiablado aquel hermoso
muchacho, tan bien vestido; era peor y más terrible que un pastor
_orgolense_ con la _mastrucca_[51], más terrible que los bandidos que
había conocido en la montaña! ¡Ella se había imaginado una escena bien
distinta de aquella!

--Sí--continuó diciendo Anania, bajando la voz y parándose frente
á Olí:--sus viajes han acabado. Hablemos con calma y razonemos; es
inútil que llore; por lo contrario, debe alegrarse de haber encontrado
un buen hijo que le restituya bien por mal, porque debe esperar de
él mucho bien. De aquí no se moverá mientras no ordene lo contrario.
¿Entendido? ¿entendido?--repitió, alzando de nuevo la voz y golpeándose
el pecho.--Ahora yo soy el amo; ya no soy el chiquillo de siete años á
quien se engaña y abandona vilmente; ya no soy la inmundicia que echó
V. á la calle; ahora soy un hombre ¿entiende? y sabré defenderme, sí,
sabré defenderme, sabré defenderme, porque hasta ahora no ha hecho V.
más que ofenderme, matarme un día y otro siempre á traición ¡siempre!
¡siempre! y echarme por el suelo, ¿entiende? echarme por el suelo de
cada día más y más, como se derriba una casa, un muro; así, piedra á
piedra, piedra á piedra...

Y hacía el ademán de derribar un muro imaginario, encorvándose,
sudando, casi oprimido por un verdadero esfuerzo físico; pero de
pronto, improvisamente, mirando á Olí que lloraba sin cesar, sintió su
ira calmarse, desvanecerse. Se quedó frío, helado. ¿Quién era aquella
mujer á quien insultaba? ¿Quién era aquel montón de andrajos, aquel
bicho asqueroso, aquella mendiga, aquel ser sin alma? ¿Era capaz de
comprender lo que le estaba diciendo? ¿Lo que había hecho? Además
¿qué podía haber de común entre él y aquella criatura inmunda? ¿Era
verdaderamente su madre aquella mujer? ¡Y aunque lo fuera! No es madre
una mujer que realiza el acto material de dar á luz una criatura, fruto
de un momento de placer, y después lo abandona en medio de la calle, en
brazos del pérfido Acaso que lo hizo nacer. No, aquella mujer no era
su madre, no era _una madre_, ni aun inconsciente; nada le debía. Tal
vez no tenía el derecho de reprocharla, pero tampoco tenía el deber de
sacrificarse por ella. Su madre podía ser tía Tatana ó tía Grathia,
tal vez María Obinu, tal vez tía Bárbara ó Nanna la borrachona: todas,
excepto la miserable criatura que tenía delante.

--Hubiese hecho divinamente no ocupándome de ella, como me aconsejaba
la tía Grathia--pensó.--Tal vez sería mejor que emprendiese de nuevo su
camino. ¿Qué puede importarme su persona? No, no me importa nada.

Olí seguía llorando.

--Á ver si terminamos--dijo fríamente, sin cólera alguna; y viendo que
seguía llorando con más fuerza, se volvió hacia la viuda y le hizo una
señal para que tratara de consolarla y acallarla.

--¿No ves que tiene miedo?--murmuró la viuda al pasar por su lado.

--¡Vamos! ¡vamos!--dijo golpeando suavemente la espalda de Olí.--No
llores más, hija mía. Ten valor, ten paciencia. Es inútil que llores;
no te comerá; después de todo, es el hijo de tus entrañas. ¡Vamos!
¡vamos! Toma un poco de café y después hablaréis con más calma. Hazme
el favor, hijo mío, Anania, sal un poco á la calle; después hablaréis
con más calma. Sal, sal fuera, alhaja de la casa.

Él no se movió, pero Olí se calmó bastante y, cuando la tía Grathia
le trajo el café, cogió la taza con sus manos temblorosas y lo sorbió
ávidamente, mirando por todas partes con los ojos aún espantados,
temerosos, y que sin embargo reflejaban de cuando en cuando relámpagos
de placer. Le gustaba con delirio el café, como á casi todas las
mujeres sardas de la clase baja, y Anania, que había heredado algo esta
pasión, la miraba y contemplaba, habiendo recobrado por completo el
equilibrio; y le parecía ver una bestia salvaje y tímida, una liebre
mordisqueando uvas en la viña, estremeciéndose por el placer del pasto
y por el miedo de ser sorprendida.

--¿Quieres un poco más?--preguntó la tía Grathia, inclinándose hacia
ella y hablándole como á una chiquilla.--¿Sí? ¿No? Si quieres un poco
más lo dices. Dame la taza y levántate, lávate los ojos, tranquilízate.
¿Has oído? ¡Ea, arriba!

Olí se levantó, ayudada por la vieja, y fué derecho á la tinaja del
agua donde acostumbraba lavarse veinte años antes; primero quiso
lavar la taza, después se lavó la cara y se enjugó con el delantal
agujereado. Sus labios temblaban, algún sollozo sacudía aún su pecho,
y sus ojos, enrojecidos y profundos, enormes en su pequeño rostro más
pálido después de haberse lavado, huían la mirada fría de Anania.

Éste miraba el delantal agujereado y pensaba:

--Será preciso hacerle en seguida un vestido; verdaderamente va
asquerosa. Aún me quedan sesenta liras de las clases que he dado en
Nuoro; ¡qué bien hice en darlas!... Aun podré encontrar otras. Venderé
los libros... Es preciso vestirla y calzarla en seguida... De seguro
tendrá hambre...

Como si adivinara su pensamiento, la tía Grathia preguntó á Olí:

--¿Tienes hambre? Si tienes hambre dilo en seguida; no te dé vergüenza;
_quien tiene vergüenza no come_. ¿Tienes hambre? ¿No?

--No--contestó Olí con los labios temblorosos.

Anania se turbó al oir aquella voz; era la voz de un tiempo, sí, la voz
lejana, la voz de _ella_. ¡Sí, aquella mujer era _ella_, era _ella_,
era la madre, la sola, la verdadera, la única madre! Era la carne de
su carne, el órgano enfermo y podrido que le mataba, pero del cual
no podía separarse sin perder la vida; el órgano que debía curar,
sobreponiéndose á todos los espasmos de la terrible cura.

--Entonces siéntate aquí--dijo la tía Grathia, acercando dos escabeles
al hogar;--siéntate aquí, hija mía, y tú siéntate también, alhaja de la
casa. Sentaos juntos y hablad...

Hizo sentar á Olí y pretendía hacer otro tanto con Anania: pero éste se
desprendió bruscamente.

--Dejadme en paz; ¡ya he dicho que no soy ningún chiquillo!

--Además--siguió diciendo, andando de un lado á otro de la
cocina,--tenemos poco que hablar. Ya he dicho cuanto quería decir.
No se moverá de aquí mientras yo no lo disponga; le comprará V. unos
zapatos y un vestido... yo daré el dinero para ello... de todo esto
ya hablaremos más tarde... Y ahora--y alzó la voz para indicar que se
dirigía á Olí--conteste: ¿qué tiene V. que decir?

Olí no contestó creyendo que seguía hablando con la viuda.

--¿No has oído?--le dijo la tía Grathia con voz dulce.--¿Qué tienes que
decir?

--¿Yo?--dijo ella en voz baja.

--Sí, tú.

--Yo... nada.

--¿Tiene deudas?--preguntó Anania.

--No.

--¿No debe nada al peón caminero?

--No. Me han cogido todo lo que tenía.

--¿Qué le han cogido?

--Los botones de plata de la camisa, los zapatos nuevos, doce liras.

--¿No le queda á V. nada?

--Nada, _Come mi vedi, mi scrivi_[52]--dijo ella pasando las manos por
el delantal.

--¿Conserva algunos papeles?

--¿Qué papeles?

--¿Si tienes la fe de nacimiento ó algún otro papel importante?--dijo
la tía Grathia.

--Sí, tengo la fe de nacimiento--contestó palpándose el pecho.--La
llevo aquí.

--Á ver.

Sacóse un papel amarillento, manchado de grasa y sudor, mientras Anania
recordaba amargamente las pesquisas hechas para ver si María Obinu
poseía documentos reveladores.

La tía Grathia cogió el papel y lo entregó al joven, que lo desdobló,
le pasó la vista por encima y lo devolvió.

Era de fecha reciente.

--¿Para qué la ha sacado?--preguntó.

--Para casarme con Celestino...

--El ciego--dijo la viuda, y añadió murmurando:--¡aquel mal bicho!

Anania se calló, siempre andando de un extremo á otro de la cocina; el
viento aullaba sin descanso al rededor de la casita; de las rendijas
del techo caían oblicuamente rayos de sol que echaban fantásticas
monedas de oro sobre el negro pavimento. Anania se entretenía
automáticamente poniendo los pies sobre aquellas monedas como cuando
era chiquillo; se preguntaba qué le quedaba que hacer y le parecía
haber cumplido una parte de su grave misión, pero que aún le quedaba
mucho que realizar.

--Llamaré aparte á la tía Grathia--pensaba--y le entregaré el dinero
necesario para que le compre zapatos y un vestido y le dé de comer, y
después partiré y veré... Aquí ya no tengo nada que hacer; todo está
hecho...

--¡Todo está hecho!--repetía entre dientes con infinita
tristeza.--¡Todo ha terminado!

Pasó por su mente la idea de sentarse un rato cerca de su madre,
de que le contara su vida, de dirigirle una sola palabra de piedad
y de perdón; pero no podía, no podía; sólo mirarla le causaba
profundo disgusto; le parecía que apestaba (y verdaderamente emanaba
de su cuerpo el olor desagradable especial de los mendigos), y no
veía llegar la hora de marcharse, de huir, de quitarse de la vista
aquel espectáculo doloroso. Y sin embargo, algo le sujetaba allí;
veía que aquello no podía terminar de aquel modo, con unas cuantas
frases; pensaba que tal vez Olí sentía, mezclado con el miedo y la
vergüenza, la alegría de tener un hijo hermoso, fuerte, ilustrado y
que esperaba con ansia unas dulces palabras, la mirada compasiva que
no podía dirigirle; y en medio de su repugnancia, en medio de su dolor
encontraba algo de consuelo pensando:

--Por lo menos no es descarada; tal vez aún pueda redimirse. Es
inconsciente, pero no descarada. No se rebelará.

Y sin embargo, se rebeló.

--Bueno--empezó diciendo Anania, después de un largo silencio,--no
se moverá de aquí hasta que arregle mis asuntos. La tía Grathia le
comprará zapatos y vestidos...

La voz de Olí, aún fresca, pero llorosa, resonó claramente:

--Yo no quiero nada. Yo no...

--¿Cómo no?--preguntó él, parándose de repente ante el hogar.

--No me quedaré aquí.

--¿Qué?--gritó, avanzando hacia ella, con los puños cerrados y los ojos
desencajados.--¿Qué quiere V. decir?

¡Ah! ¿De modo que aún no había terminado todo? ¿Se atrevía á oponerse?
¿Por qué se atrevía? ¿De modo que no comprendía que su hijo había
sufrido y luchado durante toda su vida para conseguir un fin: el de
retirarla de la vía del pecado y del vagabundeo, sacrificándole si
fuera preciso todo su porvenir? ¿Por qué se atrevía á rebelarse?
¿por qué quería escaparle de nuevo? ¿No comprendía que era capaz de
impedírselo aun á costa de un delito?

--¿Qué quiere V. decir?--repitió, dominando con mucho trabajo su cólera.

Y se puso á escuchar, tembloroso, exaltado, clavándose las uñas
puntiagudas en la palma de la mano, mientras su cara iba poco á poco
transformándose á causa de un dolor indefinible.

La tía Grathia no le quitaba la vista de encima, pronta á interponerse,
si se atrevía á tocar á Olí. En medio de aquellos tres seres salvajes,
reunidos al rededor del hogar, la llama de un tizón surgía azulada y
crepitante; parecía llorar.

--Escucha--dijo Olí animándose;--no te encolerices, pues ahora ya es
inútil. El mal está hecho y nadie puede remediarlo; puedes matarme,
pero no conseguirás con ello ningún beneficio. Lo mejor que puedes
hacer es no ocuparte más de mi persona. Yo no puedo quedarme; me
marcharé lejos y nunca más volverás á saber noticias mías. Figúrate que
no me has encontrado nunca...

--¿Dónde vas á ir?--preguntó la viuda.--También yo _le_ dije lo mismo,
pero _él_ no lo comprende; habría un medio aún mejor... Te quedas
aquí, en vez de seguir rodando; no diremos quién eres y _él_ vivirá
tranquilo, como si tú estuvieses muy lejos. Porque si te vas de aquí,
pobrecita, ¿dónde irás?

--Donde Dios quiera...

--¿Dios?--exclamó Anania, golpeándose fuertemente el pecho.--Dios
ahora le manda que me obedezca. No se atreva á repetirlo que no quiere
quedarse. No se atreva á repetirlo--dijo casi delirando.--¡No crea V.
que bromee! No se atreva á dar un solo paso sin mi permiso, ó de lo
contrario seré capaz de cualquier cosa...

--Escúchame, escúchame por tu bien--insistió, afrontando la cólera
del joven.--No seas cruel conmigo, que he sido víctima de toda maldad
humana, cuando me han dicho que eres indulgente con tu padre, con aquel
miserable que fué la causa de mi desgracia...

--¡Tiene razón!--dijo la viuda.

--¡Á callar!--exclamó Anania.

Olí siguió tomando más ánimo.

--Yo no sé hablar--dijo,--yo no sé expresarme porque las desgracias me
han entontecido; pero voy á decirte una sola cosa: ¿no saldría ganando
quedándome aquí? ¿si quiero marcharme no es por tu bien? Responde. ¡Ah!
¡ni siquiera me escucha!--dijo, volviéndose hacia la viuda.

Anania había empezado de nuevo á dar paseos por la cocina y
verdaderamente parecía no escuchar las palabras de Olí; pero de pronto
estremecióse y gritó:

--¡Escucho!

Ella siguió hablando humildemente, contenta en el fondo de que ya no la
amenazase:

--¿Por qué quieres que me quede? Déjame seguir mi camino; y así como un
día te causé un mal, deja ahora que te haga un bien. Déjame marchar; yo
no quiero servirte de estorbo; déjame marchar... por tu bien...

--¡Nooo...!--exclamó.

--Déjame marchar, te lo suplico; aún puedo trabajar. Tú no volverás á
saber nada de mí; desapareceré como hoja arrastrada por el viento...

Se puso pensativo; una terrible tentación le asaltó. ¡Dejarla marchar!
Durante un fugaz momento una alegría loca resplandeció en su alma, al
solo pensamiento que todo podía convertirse en una triste pesadilla;
una palabra sola y el sueño se desvanecía y volvía la dulce realidad...
Pero de pronto tuvo vergüenza de sí mismo; y su cólera aumentó y sus
gritos resonaron de nuevo en la tétrica cocina.

--¡No!

--Eres una fiera--murmuró Olí;--no eres una persona; eres una fiera que
muerde sus propias carnes. Déjame marchar, por Dios, déjame...

--¡No!

--¡Verdaderamente eres una fiera!--confirmó la tía Grathia, mientras
Olí callaba y parecía vencida.--¿Qué necesidad tienes de berrear de
este modo? ¡Nooo...! ¡Noo...! ¡Noo...! Desde la calle te oyen y creerán
que aquí dentro hay un toro encerrado. ¿Esto es lo que te han enseñado
en la escuela?

--En la escuela me han enseñado esto y otras cosas--contestó bajando la
voz que se le había puesto ronca.--Me han enseñado que el hombre antes
que dejarse deshonrar debe morir... ¡Pero no me podéis comprender!
Terminemos de una vez y á ver si os calláis las dos...

--¿Que yo no te entiendo? ¡Pues te entiendo perfectamente!--protestó la
vieja.

--_Nonna_, ¿de veras me entiende? Pues acuérdese... Pero ¡basta!
¡basta!--exclamó él, agitando las manos, fatigado, asqueado de sí mismo
y de todos.

Las palabras de la vieja le habían impresionado; volvía á ser
consciente, recordaba que siempre se había considerado como un ser
superior y quería poner fin á la escena dolorosa y vulgar.

--Basta--se repetía á sí mismo, dejándose caer sentado en un rincón de
la cocina y cogiéndose la cabeza entre las manos.--He dicho que no, y
basta. Acabemos de una vez--añadió con voz ronca.

Pero Olí vió que por lo contrario había llegado el momento de luchar;
ya no tenía miedo y se atrevió á todo.

--Óyeme--dijo con voz humilde, siempre más humilde,--¿por qué quieres
labrar tu desgracia «hijo mío»? (Sí, ella tuvo el valor de llamarle
así, y él no protestó). Lo sé todo... Sé que debes casarte con una
muchacha rica y guapa; si se entera de que tú no reniegas de mí, te
rechazará. Y tendrá razón; porque una rosa no puede vivir en medio de
podredumbre... Hazlo por ella; déjame marchar, y creerá siempre que ya
no existo. Ella es inocente ¿por qué debe sufrir? Yo marcharé lejos,
cambiaré de nombre, desapareceré arrastrada por el viento. Ya basta el
mal que te hice involuntariamente... sí... involuntariamente; no, hijo
mío, no quiero causarte más daño. ¡Ah! ¿cómo es posible que una madre
pueda causar daño á su hijo? Déjame, déjame marchar.

Él tuvo ganas de gritar: «Y sin embargo, sólo me ha causado daño en
su vida», pero se dominó. ¿Á qué gritar? Era inútil é indecoroso; no,
no quería gritar; con la cabeza cogida entre las manos, y con voz al
propio tiempo quejumbrosa é iracunda, seguía diciendo:--No, no, no.

Comprendía que Olí tenía razón en el fondo, y que quería marcharse sólo
para no hacerle desgraciado; pero precisamente la idea de que en aquel
momento se mostraba más generosa y consciente que él, le irritaba y la
hacía aún más odiosa. Ella se había transformado; sus ojos relucientes
le miraban suplicantes y amorosos; y cuando repetía «Déjame marchar»,
su voz aún juvenil vibraba con dulzura infinita y todo su rostro
expresaba indefinible tristeza.

Tal vez un sueño suave, que hasta entonces nunca había iluminado el
horror de su existencia, acariciaba su alma: quedarse, vivir para _él_,
encontrar por fin la paz. Pero desde lo más hondo del alma primitiva
el instinto del bien--la chispa que se oculta hasta en la sílice--la
impulsaba á no hacer caso de aquel sueño. Una sed de sacrificio la
devoraba, y Anania lo comprendía y veía por fin que ella también
quería, á su modo, cumplir con su deber, del mismo modo que él quería
cumplir con el suyo. Pero él era el más fuerte y quería y debía vencer
por todos los medios, haciendo uso de la violencia, con la necesaria
crueldad del médico que para curar al enfermo raja y corta.

De pronto ella se echó á sus pies, empezó á llorar, á suplicar y
gritar. Anania siguió siempre contestando que no.

--¿Qué debo hacer entonces?--decía sollozando.--Virgen María ¿qué debo
hacer? ¿Será preciso que te abandone otra vez engañándote? ¿que te haga
el bien á la fuerza? Sí, yo te abandonaré, me marcharé. Tú no puedes
mandar en mí. No sé quién eres... Soy libre... y me marcharé.

Él alzó la cabeza y la miró.

Ya no se mostraba colérico; pero sus ojos fríos y su rostro pálido,
envejecido repentinamente, infundían espanto.

--Oiga--dijo con voz firme;--acabemos de una vez. Está todo decidido
y no hay más que hablar. No dará un solo paso sin que yo lo sepa. Y
tenga bien presentes mis palabras cual si fueran pronunciadas por un
moribundo: si hasta ahora he podido soportar la deshonra y el dolor de
su vida vergonzosa, era porque no podía impedirlo y porque esperaba
poner fin á tal estado de cosas. Pero de hoy en adelante ya será otra
cosa. ¡Si se atreve á marcharse de aquí, la perseguiré, la mataré y me
mataré después! ¡Por lo que me importa la vida!...

Olí le contemplaba con una especie de terror; en aquel momento era
parecidísimo al tío Miguel, á su padre, cuando la había echado de la
caseta: los mismos ojos fríos, el mismo rostro tranquilo y terrible, la
misma voz cavernosa, el mismo acento inexorable. Creyó ver el fantasma
del viejo que resucitaba para castigarla y sintió á su alrededor todo
lo horrible de la muerte. No dijo una palabra más, y se acurrucó en el
suelo, temblando de espanto y desesperación.

                   *       *       *       *       *

Una noche triste cubrió el pueblecito barrido por el viento.

Anania, que no había podido encontrar un caballo para marchar en
seguida, tuvo que pasar la noche en Fonni, una noche extraña, una noche
parecida á la primera de un condenado á muerte después de la sentencia.

Olí y la viuda quedaron largo tiempo en vela junto al fuego; Olí sentía
el frío precursor de la fiebre, tiritaba, bostezaba y gemía. Como en
una noche lejana el viento retumbaba sobre la cocina guardada por el
negro capotón del bandido, y la viuda hilaba, á la luz amarillenta
de las llamas, impasible y pálida como un espectro; pero ahora no se
entretenía en contar á la huéspeda la historia de su marido, y ni
siquiera trataba de consolarla. Sólo, de vez en cuando, le suplicaba
inútilmente que se fuera á la cama.

--Me acostaré si me hacéis un favor--dijo por fin Olí.

--Habla.

--Preguntadle si aún conserva la _rezetta_ que le entregué el día que
nos escapamos de aquí, y rogadle que me la enseñe.

La vieja lo prometió y Olí se levantó del escabel; todo su cuerpo
temblaba, y bostezaba tanto que sus quijadas crujían. Deliró toda
la noche, presa de la fiebre; á cada momento pedía la _rezetta_,
lamentándose infantilmente porque la tía Grathia, que estaba acostada
al lado, no iba á pedírsela á Anania.

Durante el delirio pasó por su mente una duda: que Anania no fuese
su hijo. No, era demasiado cruel y despiadado; ella, que había sido
atormentada por todas las personas con quienes tropezó en la vida, no
podía convencerse de que su hijo debiera torturarla aún más que los
otros.

Delirando contó á tía Grathia que había colgado aquella _rezetta_ al
cuello de Anania para poderle reconocer cuando fuera rico.

--Yo quería ir á encontrarle, un día, cuando fuese vieja, muy
viejecita, apoyada en un bastón. ¡Pom! ¡pom! llamaba á la puerta.
«¡Soy María Santísima convertida en mendiga!». Los criados se reían
y llamaban al amo. «Viejecita ¿qué quieres?». Yo sé que llevas una
bolsita colgada al cuello así y asá; y sé quién te la dió; si ahora
tienes muchas _tancas_ y criados y bueyes lo debes á aquella pobre
alma de la cual sólo quedan ahora siete onzas de polvo. Adiós, dame un
poco de pan con miel. «Y perdona á aquella pobre alma». «Muchachos,
persignaos, esta viejecita que todo lo adivina es María Santísima...».
Ja, ja, ja... la _rezetta_, la quiero... no es... él... La _rezetta_...
la _rezetta_...

Apenas fué de día la tía Grathia entró en el cuarto de Anania y se lo
contó todo.

--¡Ah!--exclamó con amarga sonrisa--¡sólo esto faltaba! ¡que dudase!
¡Ya le haré ver si soy ó no soy su hijo!

--Hijo mío, no seas mal hijo; conténtala por lo menos en una cosa tan
insignificante...--suplicó la tía Grathia.

--Pero si no sé dónde para aquella bolsita; la eché no sé dónde; si la
encuentro se la mandaré.

Tía Grathia insistió para poder saber el resultado del coloquio que
Anania debía tener con su prometida.

--Si verdaderamente te quiere se alegrará de tu buena acción--le dijo
para confortarle.--No, no te rechazará, aun cuando le digas que tú
no reniegas de tu madre. ¡Ah! ¡el verdadero amor no mira las _cosas_
del mundo! yo amaba locamente á mi marido cuando todos los demás le
despreciaban...

--¡Veremos!--exclamó Anania melancólicamente,--ya escribiré...

--¡No, por caridad, alhaja de la casa, no me escribas! Yo no sé leer y
no quiero que nadie se entere de tus cosas.

--¿Entonces...?

--Mira, mándame una _señal_. Mira, si ella no te rechaza me mandas la
_rezetta_ envuelta en un pañuelo blanco; y si te rechaza, la mandas
envuelta en un pañuelo de color...

Prometió contentar á la vieja, aprobando su idea ingeniosa.

--¿Cuándo volverás?

--No lo sé; seguramente no tardaré mucho, apenas haya arreglado mis
asuntos.

Partió sin volver á ver á Olí, que por fin se había dormido; una
inmensa angustia le dominaba; el viaje le parecía eterno y, sin
embargo, tenía deseos de no llegar nunca á su destino... Aún le
sostenía una muy débil esperanza.

--Ella me ama--pensaba,--tal vez me ama como tía Grathia amaba á
su marido. Su familia me despreciará, no querrán saber nada de mí;
pero ella me dirá: te esperaré, te amaré siempre... Pero ¿qué podré
prometerle? Ahora mi porvenir ha sido destruido.

Otra esperanza, esperanza inconfesable, fermentaba en el fondo de su
alma: que Olí se escapase; no se atrevía á revelársela á sí mismo,
pero la sentía, la sentía, á su pesar corría por su sangre como una
gota de veneno, y se avergonzaba de ello, comprendía toda su vileza,
pero no podía desprenderse de ella... Cuando había exclamado: «la
mataré y me mataré después» había sido sincero, pero ahora todo le
parecía una horrible pesadilla; y al volver á ver la carretera y los
paisajes que tres días antes había recorrido con tanta alegría en el
alma, y al acercarse á Nuoro, el sentido de la realidad le atormentaba
dolorosamente.

Apenas llegó buscó la bolsita y, por una idea supersticiosa--pues creía
que las cosas previstas no se realizan,--la envolvió en un pañuelo de
color. Pero después pensó que los tristes sucesos de aquellos días
siempre los había esperado y previsto, y se irritó contra su puerilidad.

--Además ¿por qué debo mandarle la bolsita? ¿Por qué debo
complacerla?--decía entre sí, arrojando el pañuelo con la _rezetta_
contra la pared.--Pero en seguida lo recogió del suelo y se calmó.

--Lo haré por tía Grathia--pensó.

--Á las cuatro iré á casa del señor Carboni y se lo contaré todo. Es
preciso resolverlo hoy mismo, y portarme como un hombre. Y ahora, á
dormir.

Se echó sobre la cama y cerró los ojos. Eran cerca de las dos de una
tarde calurosísima y silenciosa. Anania tenía aún en los oídos el
ruido del viento, recordaba el frío de la noche anterior en Fonni,
y sentía una extraña impresión. Le parecía haber bajado al fondo de
un abismo lleno de peñas, rodeado de montañas de mucha pendiente,
áridas, que reducían aún más el breve horizonte; del fondo de su alma
brotaban mil ideas extravagantes, innumerables sensaciones lejanas;
recordaba las febriles noches pasadas en Roma, el fragor del viento
en Bruncu Spina, una poesía de Lenau: _Los bandidos en la taberna de
la landa_, la canción del pastor que pasó por la callejuela la tarde
que la tía Tatana fué á pedir la mano de Margarita. Y en el fondo de
su pensamiento aparecía siempre sombríamente la cocina de la viuda, el
capote negro y vacío como un símbolo, y la figura de Olí con sus ojazos
de gato salvaje. ¡Qué dolor y qué tristeza le producían ahora aquellos
ojos!

Estuvo mucho tiempo sin moverse, sin poder dormir, pero con los ojos
obstinadamente cerrados, sumergido en profundo entorpecimiento.

--¿Y si me hiciera fraile?--pensó de pronto.

Después pensó en la muerte, extrañándose de que esta idea no se le
hubiese ocurrido antes.

--Nada hay tan seguro como la muerte; y sin embargo, nos parece
imposible que pueda llegar, y nos atormentamos por cosas que pasarán
inexorablemente. Todo pasará; todos moriremos; ¿á qué sufrir?... ¿Y si
á las cuatro me suicidara? Sí.

Durante unos momentos esta resolución heló la sangre en sus venas.
Después pasó, pero dejándole una opresión tan espantosa que sintió la
necesidad de moverse para librarse de ella. Sólo entonces advirtió
que, en el fondo, aun cuando creía ser presa de la más profunda
desesperación, seguía siempre esperando.

--¡Margarita! ¡Margarita! Hablaré con ella esta noche; me dirá que no
diga nada á su padre, que espere, que finja. No, no quiero ser cobarde.
Quiero ser hombre. Á las cuatro estaré en casa del señor Carboni.

Y, en efecto, á las cuatro pasó por delante de la puerta de casa
Margarita y no se atrevió á entrar ni á llamar. Y pasó completamente
avergonzado, pensando volver más tarde, pero convencido en el fondo de
no atreverse jamás á una entrevista con su padrino.

Transcurrieron de este modo dos días y dos noches, en una verdadera
lucha de pensamientos cambiantes como olas agitadas. Nada parecía
cambiado ni en su vida ni en sus costumbres; había reanudado las
lecciones á los estudiantes en vacaciones, leía, comía, pasaba por
delante de la ventana de casa Margarita y al verla la miraba con
vehemencia; pero durante la noche tía Tatana le oía pasear por la
alcoba, bajar al patio, salir, entrar, dar vueltas; parecía un alma en
pena, y la buena mujer le creía enfermo.

¿Qué esperaba?

El día siguiente después de su regreso, viendo á un hombre de Fonni
atravesar la calle, se puso pálido como un muerto.

Sí, esperaba algo... algo horrible; la noticia de que _ella_ había
desaparecido de nuevo; y comprendía perfectamente su vileza, pero al
propio tiempo estaba pronto á realizar su amenaza: «la seguiré, la
mataré, me mataré después». Había momentos en que le parecía que nada
de aquello era verdad; en casa de la viuda sólo había la vieja, con su
capotón y sus leyendas; nadie más... nadie más...

La segunda noche después de su regreso oyó á tía Tatana contar un
cuento á un chiquillo de la vecindad: «...La mujer huía, huía, echando
clavos que se multiplicaban, se multiplicaban y cubrían todo el
campo. El señor Dragón la perseguía, la perseguía, pero no conseguía
alcanzarla porque los clavos le agujereaban los pies...».

¡Qué placer más lleno de angustia había despertado aquel cuento en
Anania, cuando niño, especialmente durante los primeros días después de
su abandono! Aquella noche soñó que el hombre de Fonni, que había visto
dos días antes, le había traído la noticia: se había escapado... él la
perseguía... la perseguía... por un campo lleno de clavos... Allí está,
allí, en el horizonte; dentro de un momento la alcanzará y la matará,
pero tiene miedo, tiene miedo... porque no es Olí; es un pastor que
canta, el mismo pastor que pasó por la callejuela mientras tía Tatana
estaba en casa del señor Carboni... Anania corre, corre; los clavos
no le pinchan y, sin embargo, él quisiera que le pinchasen... Olí
convertida en pastor canta; canta los versos de Lenau: _Los bandidos
en la taberna de la landa_, que desde hace dos días no se aparta del
pensamiento de Anania; ¡ya! ya casi la alcanza, ya va á matarla, y un
frío de muerte le hiela...

Despertó cubierto de un sudor frío, mortal; el corazón apenas latía, y
prorrumpió en sollozos de violenta angustia.

El tercer día, extrañada Margarita de que no le escribiese, le invitó á
la cita de costumbre. Acudió á ella, contó la expedición, se abandonó á
sus caricias, como un cansado viajero se abandona sobre el césped, á la
sombra de un árbol, á la orilla del camino; pero no pudo decir una sola
palabra del terrible secreto que le consumía.

                   *       *       *       *       *

    «18 de septiembre, á las dos de la noche.

«Margarita: Acabo de llegar á casa después de haber paseado á la
ventura por las calles del pueblo. Temo enloquecer y este temor me
obliga á confiarte--después de una larga é indecible indecisión--la
pena que me mata. Quiero ser breve. Margarita, tú sabes quién soy
yo; tú sabes que soy hijo del pecado, abandonado por mi madre, más
desgraciada que culpable; he nacido bajo una mala estrella y debo
expiar delitos que no he cometido. Inconsciente de mi triste destino,
impulsado por la fatalidad, he arrastrado conmigo, al abismo de donde
nunca más podré salir, á la criatura á quien quiero sobre todas las
criaturas de la tierra: Á ti, Margarita... ¡Perdóname, perdóname,
Margarita mía! Esto es lo que más siento, en medio de mi inmenso dolor,
éste es el remordimiento que no me abandonará en todo lo que me resta
de vida, si es que vivo... Óyeme: Mi madre no ha muerto; después de una
vida de culpas y desdichas, se ha presentado ante mí como un fantasma.
La pobre, está enferma, envejecida por el dolor y las privaciones. Mi
deber (tú misma lo piensas en este momento) es redimirla. Y he decidido
vivir con ella, trabajar para sostenerla y sacrificarle mi vida si hace
falta para cumplir mi deber.

«Margarita; ¿qué más debo decirte? Nunca como ahora he sentido la
necesidad de descubrirle mi alma semejante á un mar tempestuoso, y
nunca he sentido faltarme las palabras como me faltan ahora, en este
momento decisivo de mi vida.

«Hasta la razón me falta; aún conservo en mis labios el perfume de tus
besos y tiemblo de pasión y de angustia... ¡Margarita, Margarita mía,
mi vida está en tus manos! Ten piedad de mí y de ti. ¡Sé buena como yo
he soñado! Piensa que la vida es breve y que la única realidad de la
vida es el amor, y que ningún hombre de la tierra te amará como te amo,
y como te amaré. No pisotees nuestra felicidad á causa de los humanos
prejuicios, de los prejuicios que fueron inventados por los hombres
envidiosos, para hacerse unos á otros desdichados. Tú eres buena, estás
por encima del nivel ordinario; dame por lo menos una esperanza.

«Pero ¿qué estoy diciendo? Me vuelvo loco; perdóname y acuérdate de que
suceda lo que suceda, siempre seré tuyo, eternamente tuyo. Contéstame
en seguida...

    A.».

                   *       *       *       *       *

    «19 septiembre.

«Anania: Tu carta me ha parecido una horrible pesadilla. Tampoco yo
encuentro palabras para expresarme. Ven esta noche, á la hora de
siempre, y decidiremos juntos nuestro destino. Yo soy quien debe decir:
mi vida está en tus manos. Ven, te espera ansiosamente...

    M.».

                   *       *       *       *       *

    «19 septiembre.

«Margarita: Tu billete ha helado la sangre de mis venas; creo que mi
destino está ya decidido, pero una tenue esperanza me anima aún. No, no
puedo acudir á la cita; aunque quisiera, no podría. No iré mientras no
me des una palabra de esperanza. Sólo entonces correré á tu lado para
darte las gracias, arrodillarme á tus pies y adorarte como á una santa.
Pero ahora no, no puedo y no quiero. Cuanto te escribí la pasada noche
es mi irrevocable decisión; escríbeme, no permitas que esta espera
terrible me mate.

«Tu desgraciadísimo

    A.».

                   *       *       *       *       *

    «19 septiembre, á media noche.

«Anania, Nino mío: He estado esperándote hasta ahora, palpitante de
pena y de amor, pero tú no has venido, tal vez no vendrás nunca y yo
te escribo, en las dulces horas de nuestras citas, con la muerte en el
alma y llenos de lágrimas los ojos. La pálida luna recorre el cielo
todo nublado, la noche es melancólica, casi lúgubre y me parece que
toda la creación está triste por la desventura que pesa sobre nuestro
amor.

«Anania, ¿por qué me has engañado?

«Ya sabía, como tú dices, quién eras tú, y te amaba precisamente porque
soy superior á los prejuicios humanos, porque quería recompensarte de
las injusticias que el destino te había causado, y sobre todo porque
creía que también tú estabas por encima de los prejuicios y habías
puesto en mí toda la vida, como yo había puesto toda la mía en ti.

«Y veo que me engañaba; ó mejor dicho, me has engañado, callando
tus verdaderos sentimientos. Yo creía, he creído siempre y aún sigo
creyendo que sabías que tu madre no se había muerto, que sabías dónde
se hallaba y que no ignorabas (como nadie lo ignoraba) la vida que
seguía llevando; pero creía que tú, vilmente abandonado, no hacías caso
de una madre desnaturalizada, causa de tu desgracia y deshonra, y la
considerabas como si hubiese muerto para ti y para todos... Es más,
estaba convencida de que si algún día, como ha sucedido, se atrevía á
presentarse ante ti, no te habrías ni siquiera dignado mirarla... ¡Y
en cambio...! En cambio, echas de tu lado á quien tanto te ha amado y
siempre te amará, para sacrificar tu vida y tu honra á quien te hubiese
dado la muerte ó abandonado en el bosque para librarse de ti, si no
llega á tener un sitio donde poderte dejar.

«Creo inútil escribirte estas cosas, porque seguramente las comprendes
mejor que yo, y es inútil también que sigas tratando de evocar en mí
sentimientos que no puedo sentir desde el momento que tú tampoco los
sientes.

«Porque veo perfectamente que quieres sacrificarte, no por cariño, ni
siquiera por generosidad--porque probablemente odias con mucha razón á
aquella mujer que fué la causa de tu desdicha--sino precisamente por
los prejuicios humanos que _fueron inventados por los hombres para
hacerse unos á otros desdichados_.

«Sí, sí; tú quieres sacrificarte para el mundo; quieres matarte y matar
á quien tanto te quiere, sólo por la vanidad de oir como dicen: ¡_ha
cumplido su deber_!

«Eres un chiquillo, y permíteme te diga que tu sueño es, además de
peligroso, ridículo.

«Cuando la gente lo sepa te alabará, pero en el fondo se reirán de tu
ingenuidad.

«Anania, vuelve en ti; sé bueno contigo y conmigo y sobre todo sé
hombre, como tú mismo dices.

«No; yo no pretendo que abandones á tu madre, ahora que está enferma y
es desgraciada, como ella te abandonó; no, la ayudaremos, trabajaremos
para ella, si hace falta, pero que viva lejos de nosotros, que jamás
venga á interponerse entre los dos, á turbar nuestra vida con su
presencia. ¡No, que no venga jamás! ¿Á qué engañarte, Anania mío? No
puedo ni siquiera admitir la posibilidad de vivir con ella... ¡No!
Sería una vida horrible, una tragedia continua; mejor morir de una
sola vez, que morir lentamente de rencor y malestar. No he querido
nunca á aquella desgraciada; ahora siento por ella compasión, pero no
puedo quererla; y te suplico que no insistas en tu loca resolución si
no quieres que de nuevo la odie mil veces más que antes. Ésta es mi
resolución: socorrerla, pero lejos de nosotros, que no la vea nunca,
que en lo posible el mundo donde vivamos ignore su existencia y donde
se encuentra.

«Piensa que hasta ella misma preferirá vivir lejos de ti, pues tu
presencia sería un remordimiento continuo. Dices que está envejecida y
enferma por el dolor y las privaciones; pero ¿quién tiene la culpa de
todo, sino ella? Por ti, y también por ella, es mejor que así sea; de
este modo no volverá á vagabundear y no seguirá deshonrándote; ¡bueno
fuera que después de haberte hecho tanto daño cuando se encontraba sana
y joven, hiciese hoy un arma de su miseria y enfermedad para exigir el
sacrificio de tu dicha!... ¡Ah! esto no debes permitirlo de ninguna
manera.

«¡No, no es posible que realices tan fatal aberración! Á menos que ya
no me ames y aproveches la ocasión para... ¡No, no, no! ¡No quiero
dudar de ti, de tu lealtad y de tu amor!

«Anania, vuelve en ti, no seas malo y cruel conmigo que te he dado toda
mi juventud y todo mi porvenir, (pues sin ti se desvanecen todos mis
ensueños), para ser generoso con quien tanto te ha odiado y ha sido la
causa de tu desgracia.

«Ten piedad de mí... ya ves, estoy llorando... te lo ruego, hasta
por ti, que quisiera ver tan dichoso... ¡Acuérdate de todo nuestro
amor, de nuestro primer beso, de nuestros juramentos y de nuestros
sueños, de nuestros proyectos, de todo, acuérdate de todo! Procura que
no se reduzca todo á un puñado de cenizas, que no muera de pena, que
no tengas que arrepentirte de tu loco proceder. Si no quieres hacer
caso de mis consejos, consulta á personas formales, á gente buena y
devota, y verás como todos te dirán cuál es tu deber, y verás como te
aconsejarán que no seas ingrato, pero tampoco cruel.

«¡Acuérdate, Anania! Hasta ayer noche me decías que desde lo más alto
del Gennargentu gritaste nuestro amor, proclamándolo eterno y superior
á todas las demás pasiones humanas. Y al parecer mentías; ¿ayer noche
mentías? ¿Por qué mentías...? ¿Por qué me tratas así? ¿Qué he hecho
yo para merecer tal desventura? ¿Es que no te acuerdas de lo mucho
que siempre te he querido? ¿Te acuerdas que una tarde, estando en la
ventana, me echaste una flor, después de haberla besado? Aún conservo
aquella flor para coserla en mi vestido de boda; y digo _conservo_
porque estoy segura de que tú serás mi esposo querido, que no querrás
que tu Margarita se muera (¿te acuerdas de tu soneto?), que seremos muy
felices, en nuestra casita, solos, solos con nuestro amor y nuestro
deber. Estoy esperando con impaciencia una palabra de esperanza. Dime
que todo fué una pesadilla; dime que has recobrado la razón y que te
arrepientes de haberme hecho sufrir.

«Mañana por la noche, ó mejor dicho esta misma noche, porque ya ha
dado la una te espero; no faltes; ven, idolatrado Anania, ven, mi
querido, mi adorado esposo, ven; te esperaré como la flor espera el
rocío bienhechor después de un día de sol ardiente; ven á darme la
vida, á que todo lo olvide; ven, adorado mío, mis labios ahora bañados
por amargo llanto, se posarán sobre tu querida boca como...».

¡No! ¡no! ¡no!--exclamó Anania, convulso, arrugando la carta antes de
acabar de leerla.--¡No iré! ¡Cuán vil, cuán vil eres! Moriré de pena,
pero no me volverás á ver.

Y con la carta en la mano estrechamente cerrada se echó sobre la cama,
hundiendo el rostro en la almohada, mordiéndola, reprimiendo los
sollozos que le ahogaban.

Un estremecimiento de pasión le recorría todo el cuerpo, subiendo en
oleadas vibrantes desde los pies á la nuca; las últimas líneas de la
carta le habían causado vehemente impresión, habían despertado el
ardiente deseo de los besos de Margarita--deseo tanto más espasmódico
cuanto más desesperado--y tuvo que luchar ferozmente contra el loco
impulso de releerla, de releerla hasta las últimas líneas.

Poco á poco recobró la conciencia de sí mismo y de lo que sentía. Le
pareció haber visto á Margarita completamente desnuda, sintiendo por
ella un amor delirante y un asco tan profundo que mataba el amor.

¡Cuán vil, cuán vil se mostraba! ¡Vil hasta llegar al descaro...! ¡Vil,
y conscientemente vil! La diosa cubierta con el manto de majestad
y bondad había echado sus áureos peplos y se presentaba desnuda,
manchada de egoísmo y crueldad; la Minerva taciturna abría la boca para
blasfemar; el símbolo se abría, se abría como un fruto maduro, rosado
por fuera, negro y podrido por dentro. Era la Mujer, completa, con
todas sus feroces astucias.

Pero lo que más cruel martirio le producía era pensar que ella
adivinaba sus más secretos sentimientos y que tenía razón; sobre todo
cuando le reprochaba el engaño, y cuando pretendía que él cumpliera sus
deberes de gratitud y de amor.

--¡Todo ha terminado!--pensó.--Debía terminar así.

Se levantó y releyó la carta; cada palabra le ofendía, le disgustaba y
le humillaba. De modo que Margarita le había amado por compasión, aun
creyéndole tan vil como ella misma. Tal vez esperaba convertirle en
instrumento de sus placeres, en un siervo complaciente, en un marido
bonachón; ó tal vez no había pensado en nada, y le había amado tan sólo
por instinto, porque fué el primero en besarla, en hablarle de amor.

--¡No tiene alma!--pensó el desdichado.--Cuando yo deliraba, cuando
me remontaba hasta las estrellas, y sentimientos sobrehumanos me
exaltaban, ella callaba porque estaba el vacío en su alma, y yo adoraba
aquel silencio que me parecía divino; sólo ha hablado cuando se han
despertado sus sentidos, y ahora que la amenaza el peligro vulgar de
mi abandono. No tiene alma, ni corazón. ¡Ni una palabra de piedad!
¡ni siquiera el pudor de disfrazar su egoísmo! Y además ¡cuán astuta!
Su carta es copiada y vuelta á copiar, aun cuando se vea en ella su
tosca ignorancia; ¡cuántas veces emplea la palabra _que_! Me producen
el efecto de martillazos, prontos á romperme el cráneo... Las últimas
líneas son una obra maestra femenil... antes de escribirlas ya presumía
el efecto que debían causarme... es más experta que yo... me conoce
perfectamente, mientras yo empiezo ahora á conocerla... quiere llevarme
á la cita porque sabe de sobra que si acudo pierdo la cabeza y me
envilezco... ¡Mentiras, mentiras y mentiras! ¡Cómo la desprecio! ¡Ni
una palabra de bondad, ni un impulso generoso, nada, nada! ¡Ah, qué
rabia! (Y arrugó de nuevo la carta). ¡Os odio á todos! ¡siempre os
odiaré! También quiero ser malo, también quiero reduciros todos á polvo
y escupir encima. Quiero haceros sufrir, destrozaros, mataros... ¡Y
vamos á empezar!

Cogió la bolsita aún envuelta en el pañuelo de color, lo envolvió todo
en un periódico, y bien sellado lo mandó en seguida á tía Grathia.

--¡Todo ha terminado!--repetía á cada instante. Y le parecía caminar en
el vacío, sobre heladas nubes, como cuando subía al Gennargentu; pero
ahora miraba inútilmente abajo y á su alrededor; no había escape; todo
era niebla, abismo infinito.

Durante el día pensó muchísimas veces en el suicidio; se informó de
si podía presentarse en seguida á exámenes para maestro elemental ó
secretario de Ayuntamiento; estuvo en la taberna y cogiendo entre sus
brazos á la hermosa Ágata (ya prometida de Antonino) la besó en la
boca. Ráfagas de odio y de amor le atravesaban el alma; cuanto más
releía la carta más perfidia parecía encerrar; cuanto más se alejaba
Margarita, más la quería y deseaba.

Al besar á Ágata recordaba la impresión violenta que un día habían
despertado en él los besos de la hermosa campesina; pero entonces
Margarita estaba muy lejos y un mundo de poesía y de misterio les
dividía; y ahora aquel mismo mundo, hecho pedazos, los volvía á dividir.

--¿Qué te pasa?--preguntó Ágata dejándose besar.--¿Has peleado con
_ella_? ¿Por qué me besas?

--Porque me da la gana... Porque apestas...

--Me parece que has bebido--dijo ella riendo.--Si te gustan las mujeres
así, puedes ir á ver á Rebeca... ¡Pero cuidado que Margarita no se
entere!

--¡Cállate!--contestó Anania enfadándose.--No permito que pronuncies
siquiera su nombre...

--¿Por qué?--preguntó Ágata, con calma maliciosa.--¿No va á ser
cuñada mía? ¿Es distinta de las demás? Es una mujer como nosotras.
¿Porque nosotras somos pobres? ¡Quién sabe si ella será siempre rica!
¡Si hubiese tenido seguridad de serlo, no te habría tenido de reserva
mientras encontraba un partido mejor!

--Si no acabas te pego...--dijo furioso.

--Me parece que estás borracho; ¡vete á ver á Rebeca!--repitió Ágata.

Sus insinuaciones aumentaron los tormentos de Anania; pero ahora
consideraba á Margarita capaz de cualquier cosa. Salió de la taberna
y le pasó por la mente las ganas de ir á ver á Rebeca; pero se echó
á reir y, viendo que Ágata le observaba, dió un traspiés fingiéndose
borracho.

Al anochecer se acostó, pretextando un poco de fiebre y decidido á no
levantarse al día siguiente, para que Margarita supiese que estaba
enfermo y sufriera. Llegó á imaginar que ella, creyéndole gravemente
enfermo, le visitaba en secreto; este sueño le produjo una ternura
desfallecedora; pensando en la escena que se desarrollaría temblaba de
placer. Y de pronto vió lo pueril y sentimental de este sueño y tuvo
vergüenza de sí mismo. Se levantó y salió á la calle.

Á la hora de costumbre se encontró frente al portón de casa Margarita.
Ella misma abrió. Se abrazaron y echaron á llorar; pero apenas
Margarita empezó á hablar, sintió hacia ella una profunda antipatía,
después una sensación de frío, semejante á la que sintió al mirar á Olí.

No, ya no la amaba, ya no la deseaba. Se levantó y salió á la calle sin
decir una palabra.

Al llegar al final de la calle volvió atrás y acercándose al portón
gritó:

--¡Margarita!

Y el portón siguió cerrado.


                                NOTAS:

[51] _Mastrucca._ Es una especie de pelliza hecha con cuatro pieles, de
carnero ó cabra, generalmente sin curtir. Suelen llevarse con el pelo
hacia fuera ó hacia dentro según la estación.

[52] Expresión local: «No tengo nada más que lo que llevo puesto».




                                  IX


    «20 septiembre.

«Tu proceder de ayer noche ha acabado de revelarme tu carácter y
tus sentimientos. Creería inútil decirte que todo ha terminado,
_inexorablemente_ terminado, entre nosotros, si no fuera por miedo de
que tomaras mi silencio como señal de humillante espera. Adiós para
siempre.

    M.

«P. D. Deseo que me remitas mis cartas, así como yo te remitiré las
tuyas».

                   *       *       *       *       *

    «Nuoro, 20 septiembre.

«Mi querido padrino: Quería ir en persona para decirle lo que ahora voy
á escribirle, pero en este mismo momento recibo de Fonni la noticia
de que mi madre está gravemente enferma y me veo obligado á partir
inmediatamente. Tenía que decirle lo siguiente:

«Su hija me acaba de avisar que retira su promesa de matrimonio, que
nos habíamos dado con el consentimiento de ustedes. Su hija le podrá
explicar mejor, si es que ya no lo ha hecho, la causa de su resolución,
que yo acepto completamente por mi parte. Nuestros caracteres
son demasiado diversos para que podamos entendernos: por fortuna
nuestra y de las personas queridas, hemos hecho á tiempo este triste
descubrimiento, que si bien ahora nos causa una pena, nos evita cometer
un error que podría haber sido la desgracia de toda la vida.

«Su hija seguramente será todo lo feliz que merece y encontrará un
hombre digno de ella; nadie lo desea más que yo; yo... seguiré mi
destino...

«¡Querido padrino! ¡al leer esta carta, después de las explicaciones
de su hija, no me acuse de ingrato ni de orgulloso! No; suceda lo
que suceda, quede ó no libre de cumplir gravísimos deberes hacia mi
desgraciada madre, doy por terminada toda relación entre mi persona y
su familia y renuncio á toda protección que sería absurda y humillante
para todos; pero en el corazón conservaré siempre, mientras quede en mí
un soplo de vida, el agradecimiento y sobre todo la veneración hacia
usted.

«En estos dolorosos momentos de la vida, mientras los sucesos me
llevan á desesperar de todo y de todos, y especialmente de mí mismo,
su figura, querido padrino, su figura buena y caritativa me guía aún,
como me ha guiado desde el primer día que le conocí: es como un rayo
de esperanza en la honradez humana. Y el deber de mi gratitud hacia
usted me anima á vivir, mientras la luz de la vida se apaga á mi
alrededor... No sé qué decirle; pero el porvenir le demostrará mejor
mis sentimientos y espero que no llegará á arrepentirse de haberme
protegido.

«Su agradecidísimo

    «ANANIA ATONZU».

                   *       *       *       *       *

Á las tres de la madrugada Anania iba ya camino de Fonni, montado en
un caballo tuerto que verdaderamente no se portaba como lo exigían las
circunstancias. ¡Ay!, ¿para qué ocultarlo? Anania no llevaba prisa, aun
cuando el conductor del coche-correo, por medio de quien la tía Grathia
mandó el recado de la gravedad de Olí, le dijese:

--Es necesario que marche en seguida; tal vez ya la encuentre muerta.

Durante largo rato Anania pensó solamente en la carta que él mismo, al
pasar, había entregado á la criada del señor Carboni.

--Me despreciará--pensaba.--Dará la razón á su hija cuando ésta le
cuente mis extrañas pretensiones. Sí; cualquiera otra hubiese obrado
como ella; comprendo que es mía la culpa, pero también yo hubiese
obrado del mismo modo con cualquiera otra mujer...

Después recordó las últimas líneas de su carta.

--Producirán buena impresión. Tal vez debía haber añadido que la culpa
es toda mía, pero que no _podía_ obrar de otra manera; pero quiá,
_ellos_ no podrán comprenderme, ni tampoco podrán perdonarme. Todo ha
terminado.

Improvisamente sintió un ímpetu de alegría recordando que su madre se
estaba muriendo; y en seguida _trató_ de horrorizarse de sí mismo.

--Soy un monstruo--pensó; pero su alegría era tan profunda y cruel
que hasta las palabras «soy un monstruo» le sonaron á algo burlesco y
alegre.

Pero poco después sintió verdadero horror de sus sentimientos.

--Se muere--pensó--y yo soy quien la mata; se muere de miedo,
de remordimientos y de pena. Sí, el otro día la vi encorvarse,
acurrucarse, con los ojos llenos de desesperación; mis palabras la han
herido como si fueran puñales. ¡Qué cosa más asquerosa es el corazón
humano! Estoy gozándome en mi delito y me alegro como un prisionero
que recobra la libertad después de haber matado al carcelero; y en
cambio llamo vil á Margarita y la desprecio porque con toda sinceridad
declara que no puede querer á una mujer perdida. ¡Yo, yo soy mucho más
vil! ¡cien veces más vil! ¿Pero puedo tener otros sentimientos? ¡Qué
ráfagas de espantosas contradicciones, de fuerzas malvadas arrastran
y retuercen el alma humana! ¿Y por qué, comprendiendo y odiando estas
fuerzas, no podemos vencerlas? El Mal es el dios que gobierna al
universo; un dios monstruoso que vive en nuestro interior como el rayo
en la nube, y estalla á cada momento. Y tal vez, mientras me alegro por
la muerte probable de aquella desdichada, esta misma potencia infernal
que nos oprime y se burla de nosotros, hace mejorar á la infeliz y la
cura para castigarme.

Esta idea le entristeció durante un buen rato; y sintió el horror de
aquella tristeza, como antes había sentido el horror de su alegría;
pero no pudo dominarse.

Le cogió la puesta del sol entre Mamojada y Fonni: una dulzura inmensa
cubría el rosado paisaje; las sombras se extendían y descansaban
sobre la dorada alfombra del rastrojo, evocando la idea de personas
entregadas al sueño, y las rojas montañas casi se fundían con el cielo
también rojo, en el cual la luna parecía un pedacito de uña nacarada.

Anania empezó á sentirse menos malo; también su alma se elevaba hacia
un paisaje místico y puro.

--Hubo un tiempo en que creí ser bueno--pensaba--y era mentira,
mentira y siempre mentira. Al pensar en _ella_ me exaltaba como al
pensar en Margarita; creía amarla y poderla, redimir, dando de este
modo un fin útil á mi existencia, y por lo contrarío he sido causa de
su muerte. ¿Qué debo hacer ahora? ¿Qué haré de mi libertad? ¿De mi
miserable tranquilidad qué debo hacer? Ya no puedo ser feliz; no creeré
ni en los demás ni en mí mismo. Ahora, sí, ahora sí que puedo saber lo
que es el hombre; es una llama loca que pasa por la vida reduciéndolo
todo á cenizas, y sólo se apaga cuando no le queda nada por destruir...

Á medida que iba subiendo, el ocaso se hacía más espléndido; al pasar
por bajo un árbol paró el caballo para poder contemplar un trozo del
paisaje que parecía un cuadro simbólico: las montañas habían tomado un
color violeta; una gran nube del mismo color oscurecía la parte más
alta del cielo; y entre la nube y las montañas veíase una atmósfera
color de oro y un sol carmesí sin rayos. En aquel momento, sin saber
por qué, Anania se sintió bueno; bueno y triste. Llegó á desear
sinceramente la curación de su madre; creyó sentir por ella una piedad
infinita, y el hermoso sueño infantil de una vida de sacrificio,
dedicada enteramente á la redención de la infeliz, brilló en su alma,
grande y melancólico como aquel sol moribundo.

Y en seguida advirtió que soñaba bien inútilmente--porque en aquel
momento nadie le quedaba--y comparó su tardía generosidad á un
arco-iris sobre unos campos arrasados por el huracán: esplendor inútil.

--¿Qué haré?--repetíase desesperadamente.--Ya no puedo amar, ya no
puedo creer. La novela de mi vida ha terminado. Terminado á los
veintidós años, cuando para los demás empieza.

                   *       *       *       *       *

Llegó á Fonni ya de noche.

La luna nueva iluminaba melancólicamente el callado pueblecito,
cayendo sobre el claro cielo recortado por el negro perfil de los
techos de tablas. El aire era fresco y perfumado; se oían distintamente
los tintineos de las cabras regresando de pastar, las pisadas de los
caballos y los ladridos de los perros; Anania pensó en Zuanne y recordó
su infancia lejana como no la había recordado durante su primera
estancia en Fonni.

Su llegada á la casa de la viuda hizo asomar á las ventanucas, á las
puertecitas, á los balconcitos de madera de las casitas vecinas, muchas
cabezas curiosas. Debían esperar su llegada; oyó á su alrededor un
cuchicheo misterioso que le envolvía, oprimiéndole como si fuera una
cadena pesada y fría.

--¡Debe haber muerto!--pensó, desmontando del viejo caballo que se
quedó inmóvil.

Tía Grathia salió en seguida á la puerta con una luz en la mano; estaba
más cadavérica que de costumbre, con sus ojillos rojos hundidos en un
gran círculo lívido.

Anania la miró inquieto.

--¿Cómo está?--preguntó, esforzándose para dar un tono de desconsuelo á
su voz.

--¡Ah! ¡Está bien! ¡Ha terminado su penitencia en la tierra!--contestó
la vieja con trágica solemnidad.

Anania comprendió que su madre había muerto; no se entristeció pero
tampoco sintió alivio alguno.

--¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Por qué no me ha avisado V. antes? ¿Á qué
hora ha expirado? ¿Podré, por lo menos, verla?--preguntó con ansia en
parte verdadera y en parte fingida, entrando en la cocina iluminada
por una gran hoguera. Sentado junto al hogar vió á un campesino que
parecía un sacerdote egipcio, pálido, con una larga barba negrísima
cuadrada, y dos ojos negros, redondos, desmesuradamente abiertos. Al
ver á Anania, aquel tipo extraño, que tenía un gran rosario negro
entre las manos, le miró ferozmente, y el joven lo advirtió y empezó á
sentir una misteriosa inquietud. Una idea terrible pasó por su mente.
Recordó el aire de embarazo del cochero que le dió la noticia de la
grave enfermedad de su madre; recordó que pocos días antes había dejado
á Olí delicada, pero no seriamente enferma, y empezó á creer que se le
ocultaba algo horrible. Todo esto lo pensó en un instante mientras la
viuda, que seguía cerca de la puerta, decía al campesino:

--Fidel, cuida del caballo; toma, ahí tienes paja. Muévete.

--¿Á qué hora ha muerto?--preguntó Anania, volviéndose hacia
el campesino cuyos ojos negros, redondos como dos agujeros, le
sugestionaban extraordinariamente.

--¡Á las dos!--le contestó una voz de bajo profundo.

--¡Á las dos! ¡Á la hora misma en que recibía la noticia! ¿Por qué no
me habéis avisado antes?

--¿Qué podías hacer tú?--observó la viuda cuidando siempre del
caballo.--Muévete. Fidel, hijo mío--añadió algo impaciente.

--¿Por qué no me ha avisado antes?--repetía Anania con voz quejumbrosa,
encorvándose automáticamente para quitarse las espuelas.--¿Qué ha
pasado? ¿Qué ha hecho el médico?... ¡Dios mío, Dios mío!... ¡y yo sin
saber nada!... ¡Quiero verla!

Se puso derecho y lanzóse hacia la escalerilla; pero la tía Grathia,
siempre con la luz en una mano, le siguió y detuvo cogiéndole por un
brazo.

--¿Qué te pasa, hijo mío?... ¿Qué quieres ver?... ¡Un cadáver!--gritó,
casi aterrada.

Anania se turbó profundamente.

--¡_Nonna_!--exclamó--¿cree que tengo miedo? ¡Suélteme!

--¡Bueno, te suelto... pero espera!--dijo la vieja y empezó á subir
delante de él la escalerita de madera; su sombra deforme tembló sobre
el muro, alargándose hasta el techo.

Ante la puerta del cuarto donde yacía la muerta, tía Grathia se paró
dudando y de nuevo estrechó el brazo de Anania; advirtió que la vieja
temblaba y sin saber por qué sintió también un calofrío.

--Hijo--dijo tía Grathia en voz baja, casi en secreto--no te asustes.

Anania palideció; el pensamiento deforme y monstruoso, como la sombra
temblante sobre las paredes, que hacía un momento le atormentaba, tomó
forma llenándole el alma de terror.

--¿Qué ha pasado?--gritó, adivinando por completo la horrible verdad.

--¡Hágase la voluntad del Señor...!

--¿Se ha suicidado?

--Sí...

--¡Dios mío! ¡Qué horror! ¡Qué horror!--exclamó, y sus cabellos se le
erizaron y sintió resonar su voz en el lúgubre silencio de la casita.
Pero se dominó en seguida y él mismo empujó la puerta.

Sobre el camastro, donde él había dormido, vió el cadáver delineado
bajo la sábana que lo cubría; por la abierta ventana entraba el aire
fresco de la tarde, y la llama de un cirio que ardía junto á la cama,
parecía querer escaparse, huir hacia la noche fragante.

Anania se acercó á la cama y cautamente, como si temiera despertarle,
descubrió el cadáver. Una venda, llena de manchas negruzcas de sangre
ya seca, rodeaba su cuello, pasaba por bajo la barbilla y por detrás
de las orejas, y se ataba entre los espesos cabellos de la muerta; en
este trágico marco su rostro se dibujaba grisáceo, con la boca aún
torcida por el espasmo; á través de sus grandes párpados entornados se
descubría la línea vítrea de los ojos.

Anania comprendió en seguida que Olí se había cortado la carótida y,
siniestramente impresionado por las manchas de sangre, volvió á tapar
aquel rostro, dejando, sin embargo, algo descubiertos los cabellos
enredados en lo alto de la almohada; los ojos de Anania se habían
llenado de terror, en su boca se dibujaba una mueca, imitando la
contorsión espasmódica de la boca de la muerta.

--¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Qué horror, qué horror!--dijo entrelazándose
los dedos y sacudiendo con desesperación las manos.--¡Sangre! ¡Ha
derramado su sangre! ¿Cómo ha sido? ¿Cómo ha podido hacerlo? ¿Se ha
cortado la garganta? ¡Qué horror! ¡Cuán culpable soy! ¡Dios mío! ¡Dios
mío!... No, no tía Grathia, no cierre... me ahogo, me ahogo. He sido yo
quien le ha dicho que se matase... ¡Ay! ¡ay!...

Y sollozó, sin derramar una lágrima, ahogado por el remordimiento y el
espanto.

--Ha muerto desesperada--añadió--y sin que yo le haya dicho una sola
palabra de consuelo. Después de todo era mi madre y sufrió al darme á
luz... ¡Y yo... yo la he matado... y vivo!

Nunca como entonces, ante el terrible misterio de la muerte, había
sentido toda la grandeza y el valor de la vida. ¡Vivir! ¿No bastaba,
para ser feliz, vivir, moverse, sentir en las noches serenas el
murmullo de la perfumada brisa? ¡La vida! ¡La cosa más bella y más
sublime que una voluntad eterna é infinita ha podido crear!--Y él
vivía; y debía la vida á la miserable criatura que ahora tenía ante
sus ojos, privada de este inmenso bien. ¿Por qué no había pensado
nunca en aquello? Nunca había comprendido el valor de la vida, porque
nunca había _visto_ de cerca el horror y el vacío de la muerte. Y sólo
_ella_, sólo ella le había revelado, con el dolor de su muerte, la
suprema alegría de vivir; ella, pagando con su propia vida, le hacía
nacer por segunda vez, y esta nueva vida moral era inconmensurablemente
más grande que la primera.

Una venda le cayó de los ojos; _vió_ toda la mezquindad de sus
pasiones, de sus odios, de sus pasados dolores. ¡Había sufrido al
pensar que su madre había pecado, que lo había abandonado y había
vivido en la deshonra! ¡Imbécil! ¿Qué importaba todo aquello? ¿Qué
importaban todas aquellas nimiedades ante la grandeza de la vida?
¿No bastaba que Olí le hubiese dado á luz, para que fuera para él
la primera de las criaturas humanas, y tuviese que amarla y estarle
reconocido?

Siguió sollozando, con el corazón lleno de un extraño sentimiento de
angustia, á través del cual llegaba hasta él la alegría de vivir. Sí,
sí, sufría, y por consiguiente vivía.

La viuda se le acercó, cogió entre sus manos las suyas que estrechaba
convulsamente, le consoló, le dió ánimos y después le suplicó que
saliera.

--Vamos abajo, hijo mío, vámonos. No, no te atormentes; ha muerto
porque debía morir. Tú has cumplido con tu deber y ella... tal vez
también ella ha cumplido con el suyo, aun cuando el Señor nos haya dado
la vida para que hagamos penitencia, obligándonos á vivir... Vamos
abajo.

--¡Aún era joven!--dijo Anania, calmándose algo y mirando fijamente
los cabellos de la difunta.--No, no tengo miedo, tía Grathia,
espérese, quédese aquí un momento. ¿Cuántos años tenía? ¿Treinta y
ocho? Dígame--preguntó después--¿á qué hora ha muerto? ¿Cómo ha sido?
Cuéntelo todo. ¿Ha venido el juez?

--Vámonos; te lo contaré todo, vámonos--repetía la tía Grathia,
dirigiéndose hacia la puerta.

Pero él no se movió; seguía mirando el pelo de la muerta, extrañándose
de que fuese tan negro y tan abundante: hubiese querido taparlo con la
sábana, pero sentía un extraño miedo de acercarse nuevamente al cadáver.

La viuda se acercó á la cama, tapó los cabellos y, cogiendo á Anania
por las manos, lo arrastró consigo. Éste se volvió para mirar la mesita
colocada junto á la pared, á los pies de la cama; después, cuando
hubieron salido se sentó en un escalón.

La viuda colocó la luz en el suelo, sentóse también en la escalera, y
empezó á contar una larga historia, de la cual conservó Anania, siempre
vivos en la memoria, estos tristes fragmentos:

«...Siempre me estaba diciendo: ¡oh! me marcharé, ya verá, me marcharé,
aunque él no quiera. Ya le hice bastante daño, tía Grathia; ahora es
preciso que le libre de mi presencia, de manera que él no oiga mi
nombre jamás. Le abandonaré por segunda vez, ahora que no quisiera
separarme nunca de él... le abandonaré de nuevo para expiar la falta
del primer abandono...».

«...Hizo afilar el cuchillito que siempre llevaba consigo...».

«...Cuando recibimos la bolsita envuelta en el pañuelo encarnado,
se puso lívida; después rasgó un poquitín la bolsita y se echó á
llorar...».

«...Sí, se cortó la garganta. Sí, esta mañana á las seis, mientras yo
había ido á la fuente. Cuando volví la encontré en un lago de sangre;
aún vivía, tenía los ojos extraordinariamente abiertos...».

«Toda la justicia, el sargento, el pretor y el secretario invadieron
la casa. ¡Parecía esto un infierno! Todo el pueblo en la calle, las
mujeres llorando como chiquillas. El pretor secuestró el cuchillo, me
miró con ojos terribles, me preguntó si tú habías amenazado alguna
vez á tu madre. Después vi que también él tenía los ojos llenos de
lágrimas...».

«...Vivió casi hasta medio día; fué una agonía para todos. Hijo, ya
sabes que he visto cosas horrorosas en mi vida; pero ninguna como la
de hoy. No, no se muere de dolor, ni de piedad, porque hoy yo no me he
muerto. ¡Ah! ¿por qué habremos nacido?»--y se calló y se echó á llorar.

Anania sintió una fuerte impresión al ver llorar á aquella extraña
mujer, que el dolor parecía haber petrificado desde mucho tiempo atrás;
y él, que la noche antes había llorado de amor en brazos de Margarita,
no pudo llorar de remordimiento ni de angustia; sólo de cuando en
cuando le oprimía la garganta algún sollozo convulsivo.

Se levantó y rogó á la viuda que le dejara entrar un momento en la
alcoba.

--Quiero ver una cosa...--dijo, con voz trémula de chiquillo.

La viuda cogió la luz, abrió la puerta, dejó pasar al joven y esperó;
tan triste y negra, con aquel antiguo candil de hierro en la mano,
parecía la figura de la Muerte en acecho. Anania se acercó de puntillas
á la mesita, sobre la cual había visto su bolsita, medio rota y
colocada en un platito de vidrio. Antes de tocarla la miró con algo de
desconfianza, después la cogió y vació. De dentro de ella salió una
piedrecilla amarilla y cenizas, cenizas ennegrecidas por el tiempo.

¡Cenizas!

Anania palpó repetidas veces, con las dos manos, aquella ceniza negra,
restos de algún recuerdo amoroso de su madre; aquella ceniza que
durante tantos años había llevado sobre su pecho, que durante tanto
tiempo había oído los latidos más profundos de su corazón.

En aquel memorable momento de su vida, del cual comprendía no sentir
aún toda la solemne significación, aquel montoncito de cenizas le
pareció un símbolo del destino. Sí, todo eran cenizas: la vida, la
muerte, el hombre, hasta el mismo destino.

Y sin embargo, en aquel momento supremo, vigilado por la figura de la
vieja fatal que parecía la Muerte en acecho, y ante los restos de la
más mísera de las criaturas humanas, que había muerto para el bien
ajeno, después de hacer y sufrir el mal en todas sus manifestaciones,
comprendió que entre las cenizas se oculta la chispa, origen de la
llama luminosa y purificadora, y esperó, y amó la vida.

                                  FIN


                   *       *       *       *       *


                         JUICIOS DE LA PRENSA
                                 SOBRE
                     NOSTALGIA, DE GRACIA DELEDDA


                          CRÍTICAS ESPAÑOLAS

    «Gracia Deledda es hoy día una de las grandes figuras de la
    novela italiana y bien merecida tiene su reputación, que ha
    traspasado las fronteras de su patria...».

    «Buen asunto sería el de _Nostalgia_ en manos de un hombre;
    pero en las de una mujer es doblemente interesante, porque
    la Deledda es una delicadísima artista y un alma grande, un
    cerebro bien organizado. ¡Qué hermosas aquellas páginas finales
    del libro, cuando, después de tender constantemente un último
    velo de discreción, de misterio, sobre la vida del marido,
    llegamos á la confesión suprema, hecha con los ojos y no con
    la palabra, porque sólo esto permite la lucha entre el orgullo
    y la verdad!... Final bellísimo y moral es éste, de un libro
    que no tiene nada de ñoño ni de inocente, pero sobre el cual se
    cierne, dominando la realista descripción de las costumbres,
    un alto y noble espíritu de honradez, que tiene tanto de
    femenino como de masculino, y parece, aunque de fijo no lo sea,
    adquirido en la experiencia de las luchas de la vida por una
    potente y bien pertrechada inteligencia conocedora de un mundo
    en el que ha vivido mucho».--R. D. PERÉS.

                   *       *       *       *       *

    «Cuando da la nota ingenua y sentida; cuando hace hablar á
    los niños, su prosa es tierna, con calor maternal: parece que
    acaricia. Mas cuando expresa la vida de los labriegos, cuando
    los muestra en sus luchas, es dolorosa, casi cruel. Tiene
    pinceladas que torturan el ánimo, que se lastima de todos los
    humanos padeceres».--ÁNGEL GUERRA.

                   *       *       *       *       *

    «Gracia Deledda tiene la dulzura, el poético colorido y la
    vehemencia meridional; ostenta la gracia bronceada y salobre
    de las gentes isleñas, la inagotable fluidez femenina, el
    sentido del matiz llevado hasta lo imperceptible y más tenue...
    En poquísimos escritores será dado encontrar una fusión tan
    completa del alma con el mundo exterior ni una interpretación
    de las cosas inanimadas tan elocuente y justa. Diríase que el
    espíritu de Gracia Deledda circula y se derrama por el paisaje,
    el cual existe, gracias á esa extensión subjetiva, de la misma
    manera que las cosas se hacen visibles á los sentidos, no en
    virtud de su propia existencia, sino porque hay sol y luz en el
    espacio».--MIGUEL S. OLIVER.

                   *       *       *       *       *

    «Lo predominante en esa obra (_Nostalgia_) es la sutil
    penetración y el arte maravilloso con que en un relato
    sin complicaciones está sostenido el interés de la acción
    y estudiado el conflicto de dos almas, que queriéndose
    entrañablemente no logran encontrarse. Leyendo esas páginas
    se piensa á cada paso en la alada, en la poética musa de
    Turgueneff».

    «Es un libro edificante, un libro consolador. Vosotros, los
    que os creéis desgraciados por no encontrar en el matrimonio
    la poesía idílica de los preludios de todo cariño, debéis
    leerlo atentamente, pensando en vuestra propia vida y en
    vuestras propias culpas. Esas páginas conmovedoras que acaban
    dolorosamente con una resignación y una renuncia, os enseñarán
    á no pedir á la vida y al amor más de lo que el amor y la
    vida os pueden ofrecer buenamente. Os enseñarán que en todas
    las almas hay un límite infranqueable y un más allá que no
    se revela nunca. Os dirán, en fin, que el amor (y en el amor
    el respeto y el perdón mutuos) es el solo báculo capaz de
    conllevar con nosotros esas grandes tristezas de las almas
    eternamente solas».--MIGUEL SARMIENTO.

                   *       *       *       *       *

    «¡Admirable novela! (_Nostalgia_). Llena de tan complejas y
    bellas cosas como se podría esperar de la insondable alma
    femenina...».

    «...El arte sólo es acaso una vida revivida mentalmente, ó bien
    una vida elaborada en el prodigioso taller de la fantasía: la
    curiosidad humana que nos llena á todos, nos invita siempre á
    buscar nuevos motivos de emoción en la consideración de la vida
    de otro hombre. Pero si transformáis el hombre en una mujer, el
    encanto se duplica, porque es doble el misterio, y romper velos
    es el gran encanto de la vida;--velos morales y velos físicos
    ¡oh rasgar los trajes de las novias y rasgar los tules de las
    almas!--Revelaciones de éstas, de las cuales son tan avaras las
    mujeres, las tenemos á granel en la obra de Gracia Deledda».

    «Hay tal aglomeración de bellas impresiones, que esta novela
    parece que crea dentro ele nosotros una segunda vida. Ésta es
    la propiedad de toda gran obra de arte. Éste es el distintivo
    de todo supremo artista».--ANDRÉS GONZÁLEZ-BLANCO.


                          CRÍTICAS INGLESAS

    _Nostalgia_ es la primera novela de Gracia Deledda traducida al
    inglés.

    Después de haberla leído aconsejamos la publicación de las
    demás novelas de la misma autora, porque raramente tendrá el
    crítico la fortuna de encontrar un libro tan verdadero, de
    una psicología tan delicada, tan atrevido en la exposición de
    los escándalos sociales y de los pequeños errores humanos, y
    al propio tiempo tan sencillo y tan sano. Todo aficionado á
    la lectura debe leer esta novela, cuyas páginas justifican el
    prefacio en donde la autora dice que _Nostalgia_ es un trozo de
    vida real. Por su perfección artística y por la pintura fiel
    de los caracteres. _Nostalgia_ quedará por mucho tiempo en la
    memoria del reconocido lector.--_Pall Mall Gazette._

                   *       *       *       *       *

    ...Gracia Deledda, fiel á su principio de representar sólo lo
    que ha observado íntimamente, nos da en _Nostalgia_ un cuadro
    hermoso y vivido de la burguesía romana. El último y bellísimo
    capítulo lleno de gracia y ternura con que termina la novela,
    merece ser especialmente señalado, porque nos hace esperar
    que Gracia Deledda nos librará, en su novela próxima, de la
    melancolía que como losa de plomo oprime toda la literatura
    europea.--_Daily Telegraph._

                   *       *       *       *       *

    En iguales ó parecidos términos se expresan los periódicos
    y revistas siguientes: _The Westminster Gazette_, _The
    Queen_, _The Manchester Guardian_, _The Scotsman_, _Speaker_,
    _Birmingham Post_, _The Evening Standard_, _The Outlook_, _The
    Irish Times_. _Sheffield Daily Telegraph_, _Books and News
    Trade Gazette_, _Glasgow Herald & Daily Mail_, _The Western
    Mail_, _Manchester Couriere_, _etc., etc._


                          CRÍTICAS FRANCESAS

    Gracia Deledda, la ilustre novelista sarda, cuyas obras han
    merecido tan excelente acogida del público europeo, siente la
    noble necesidad de renovarse. Renunciando á sus historias de
    pastores y bandidos, ha escrito una novela cuyos protagonistas
    lo mismo pueden ser del Norte que del Mediodía, de Londres que
    de Roma.

    _Nostalgia_ nos cuenta la historia de un gran número de almas y
    hogares de nuestro tiempo. Se la comprenderá en todas partes,
    pero en las grandes capitales saborearán mejor la cruel verdad
    que encierra, puesto que es en Roma donde se desarrolla la
    última novela de la más notable novelista italiana...--_Le
    Journal des Debats._


                          CRÍTICAS ITALIANAS

    La autora ha elegido un tipo, un tipo de mujer que no tiene
    nada de excepcional; por lo contrario, es muy común, y por lo
    mismo sumamente instructivo al ser tratado por una maestra de
    psicología femenil. Un libro como _Nostalgia_ es en cierto modo
    una revelación, no de cosas nuevas, sino de cosas eternas.
    Schopenhauer, el misógino, lo citaría con gusto como un
    documento...

    Todas las sensaciones de la protagonista al llegar á Roma
    son verdaderas; parecen nimiedades, pero es más fácil reirse
    de ellas que comprenderlas bien. En esto está la fuerza de
    Deledda, en el valor de expresar lo que los autores refinados
    no saben ó no se atreven á expresar por miedo á parecer
    vulgares.--DINO MANTOVANI.





*** END OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK CENIZAS ***


    

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