Sab (novela original)

By Gertrudis Gómez de Avellaneda

The Project Gutenberg eBook of Sab
    
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Title: Sab

Author: Gertrudis Gómez de Avellaneda y Arteaga

Release date: January 17, 2025 [eBook #75126]

Language: Spanish

Original publication: Paris: Agencia general de librería, 1920

Credits: Chuck Greif and the Online Distributed Proofreading Team at https://www.pgdp.net (This book was produced from images made available by the HathiTrust Digital Library.)


*** START OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK SAB ***





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                             DIRIGIDA POR

                          Hugo D. BARBAGELATA

                   *       *       *       *       *

                     GERTRUDIS GÓMEZ DE AVELLANEDA

                                  SAB

                          (_Novela Original_)

                        [Illustration: colofón]

                          _Venta exclusiva_:

                       AG                   ERÍA
                          EDITORIAL EXCELSIOR
                       27, Quai de la Tournelle
                                 PARIS




Gertrudis Gómez de AVELLANEDA

(1814-1873)


_El sol la alumbró con sus primeros rayos en Puerto Príncipe, el 23 de
marzo de 1814._

_En el apogeo literario de esta mujer, cuyos íntimos llamaron_ Tula,
_Cuba no era, por sus adelantos, uno de los tantos islotes perdidos en
la inmensidad de los mares, ni tampoco sólo histórico lugar recordador
de todas las angustias, de todos los dolores, de todas las alegrías y de
todos los anhelos que en confuso tropel se presentaran ante la
imaginación caldeada y ambiciosa del genovés iluminado; era algo más,
pues si los recuerdos del pasado la hacían grande, las glorias del
presente la elevaban por encima del yugo inquebrantable que sobre ella
hiciera pesar España_.

_«Poco antes que la silva de Bello--afirma Rodó--viese la luz en las
páginas de aquel_ Repertorio Americano, _que fué como gallarda
ostentación de la inteligencia y cultura de la América libre en el seno
de la vida europea, habíanse publicado en Nueva York los versos de un
desterrado de Cuba, cuyo nombre debía tener para la posteridad la
resonancia del Niágara a que aquellos versos daban ritmo.» También,
antes que él, antes que el cubano José María de Heredia, un autor con un
libro había abierto el pórtico de oro que mostraba, exuberante de savia
y de verdura, la pródiga vegetación americana, y descorrido el velo que
cubría bajo sus pliegues poco diáfanos el don sublime del romántico
decir junto a la prodigiosa facultad creadora del poeta: ese libro era_
René, _y ese autor Chateaubriand_.

_A aquella patria, a la que produjo a Heredia, Plácido, Zenea y Martí, y
que no era la península donde el novelista francés se inspirara,
pertenece la Avellaneda. Sin embargo, su obra literaria se distingue de
la de sus compatriotas. En éstos domina la nota triste y gemebunda;
sufrieron la influencia de las circunstancias extraordinarias que los
rodeaban. Hijos de una generación cuyo ideal fué la independencia de la
isla, a él consagraron sus estrofas y algunos hasta su vida; los
contrastes y las persecuciones, lejos de apagar, enardecían su
entusiasmo, y cuando la censura pretendía ahogar su voz, cantaban a
Polonia, a Grecia, a Irlanda, a todos los pueblos cuya suerte se
asemejaba a la de Cuba martirizada. La literatura francesa, y sobre todo
la romántica, la de la época de_ Athala, Pablo y Virginia, Graciela _y_
Los Destinos, _fué también la que ejerció mayor influencia sobre esos
espíritus melancólicos y desesperados_.

_La Avellaneda no sintió sólo esas influencias; desde muy joven,
acontecimientos privados la separaron de ese ambiente de aspiraciones
patrióticas; a ella, retoño vigoroso de un feliz connubio de andaluza y
americana sangre; a ella, que por los temas en que se inspira y por la
energía resaltante de sus versos parece más bien nacida para cantar a
los mártires y a los héroes que para imitar a Arriaza y Meléndez._

_Quintana sí merecía ese honor, y también Byron el excelso._

_Mas, ella pagó su tributo a Natura, que hizo originales a los hombres,
relegando al olvido a las mujeres. Por eso sus producciones son
reposadas, serenas, de corte clásico. «La poesía de Cuba--afirma
Merchán,--ha sido quejumbrosa en los últimos treinta años (1881); de
todas nuestras grandes arpas sólo la de Gertrudis Gómez de Avellaneda ha
sido herida por otros vientos, y es claro que habiéndose formado su
genio en España no pudo sufrir, como todos los demás, la acción opresora
de un Gobierno que no quería ni debía hacerse amar.»_

_El talento de doña Gertrudis fué de una precocidad admirable. Si es
verdad que el poeta nace y no se hace, esta_ Melpómene moderna, _como
alguien la ha llamado, nació con el estro de la poesía: a la edad de
ocho años perdió a su padre, y en tiernas estrofas lloró su duelo y su
orfandad. A aquellas siguieron otras composiciones poéticas que su
autora entregó más tarde al fuego, porque las consideraba simples
ensayos, indignos de perdurar._

_«Nadie podría--escribe un crítico español--negarle la supremacía sobre
cuantas personas de su sexo han pulsado la lira castellana, así en éste
como en los pasados siglos.» Fué también la primera que logró hacer
representar obras dramáticas en los lugares donde antes actuara como
actriz aficionada: en 1840, escribió, en Sevilla, su primer drama_,
Leoncia, _que obtuvo un éxito lisonjero en los teatros de Cádiz, Málaga
y Granada_.

_En 1844, ya perfeccionado su gusto y su estilo gracias a los benéficos
consejos de don Juan Gallego, el ilustre traductor de Manzoni, publicó_
Alfonso Munio, _tragedia de estilo clásico, imitada de Byron, y también_
Saúl, _según Durieu «uno de los más atrevidos y felices rasgos de
ingenio del teatro español.»_

_Tras otras varias, dió a luz_ Baltazar, _tragedia de argumento bíblico,
que algunos críticos estiman como su obra maestra, bien que no se
desprende en ella la autora de la influencia del soldado de Missolonghi;
no obstante el corte clásico del drama, se notan en él ciertos
caracteres románticos a través del estilo y la tendencia_.

_Publicó, por último, varias novelas, a las cuales la crítica las juzga,
con motivo, la parte más débil de su actividad literaria, a pesar del
aplauso que le prodigaron sus contemporáneos._

_En sus célebres sonetos_ A Washington, Al Sol, _y_ Al Partir, _escrito
en 1836, cuando por primera vez se alejaba de la perla de las Antillas,
se descubre el carácter vigoroso, la energía intensa de doña Gertrudis
que, según su biógrafo don Manuel de la Cruz, «no sintió nunca afectos
dulces o apacibles.»_

_Finalizamos, pues, nuestro modesto juicio, y sin rayar en las
exageraciones de aquellos que, en su sed de ensalzar lo grande ya de por
sí, hacen a la Avellaneda superior a Hugo, a Goldsmith, a Meléndez, a
Tíbulo, a Racine y a Corneille, nos vemos en la necesidad de
considerarla mujer incomparable y poetisa de alto vuelo, que perdurará
mientras perdure la lengua castellana, y mientras haya amantes de lo
bello, de lo grande y de lo extraordinario._

       *       *       *       *       *

_Tal cosa escribimos, niños casi, en una revista destinada a difundir
entre los compañeros de aula el conocimiento de la literatura
hispanoamericana; de la literatura que Rodó, catedrático en esa época,
nos enseñaba a amar en los claustros de la Universidad de Montevideo.
Era en tiempos en que nos placía repetir con el poeta de_ Los Novios:
«_Poco noto ad altrui, poco a me stesso--gli uomini e gli anni me diran
chi sono._»

_Con algo más de experiencia y con algunas canas prematuras plateando
nuestra frente, no nos desdecimos de lo que antecede, pero sí
aprovechamos la ocasión para divulgar en el continente colombino la
parte menos conocida de la obra de una mujer que seguimos considerando
extraordinaria hija de Cuba; de Cuba, que nunca olvidó y a cuyo príncipe
de los poetas a la par que gran patriota dedicara sentida elegía; de
Cuba, a la que más de una vez se refiriera, cuando hablaba del «amargo
adiós postrero que al suelo damos donde el sol primero alimentó nuestra
vida.» Acaso por eso y como resarcimiento de afirmaciones semi
infantiles, engalanamos hoy nuestra biblioteca con una novela de la
Avellaneda, no de las más populares aunque de las mejores en su género,
en un período histórico en el que Doña Gertrudis ocupó con brillo un
lugar entre los literatos de su lengua._

SAB _es novela cubana, y debe interesarnos más que_ Dolores, _que_ El
artista barquero _o que_ Espatolino. _Indígena es Sab, mulato esclavo,
más nuestro que los personajes de las tres obras citadas, cuyos
episodios pasan, sin embargo, en tres países latinos cual son España,
Francia e Italia._ SAB, _la primera novela de nuestra autora, es también
más indoamericana que_ Guatimotzín _y que_ El cacique de Turmequé,
_otras dos novelas de aquélla inspiradas en temas de Hispanoamérica.
Pretendemos descubrir en_ SAB _menos ingenuidades, menos
inverosimilitudes que en_ El artista barquero, _por ejemplo, libro en el
que la Avellaneda nos recuerda por momentos a Dumas, y en el que se nos
antoja algo así como la precursora de los hacedores de novelas de
aventuras, de los novelones para cines con los que se llenan hoy
columnas enteras de los periódicos de ambos mundos. Escapa, acaso, a esa
objeción el segundo tomo de_ Dos mujeres.

_Aunque admiradora de Madame de Staël, a la que creía parecerse, y de
Walter Scott, que hizo entrar su romanticismo dentro del género
histórico entonces en boga, la Avellaneda gustaba pintar seres de
excepción aunque de existencia posible, a la manera de un dramaturgo
francés actual de los que más nos atraen. A uno de esos seres, a Sab, lo
hace nacer cubano, contemporáneo suyo, por lo que el libro que nos lo
pinta resulta uno de aquellos que ocupan un lugar intermedio entre la
novela histórica y la de costumbres._

_Y cabe aquí consignar que el tema que en_ SAB _se desarrolla tiene el
mérito, si ese es uno, de no haber sido inspirado por los populares
volúmenes de Miss Stowe sobre_ La Cabaña del tío Tomás, _pues éstos
fueron publicados entre 1850 y 1852, o sea once años más tarde que
aquél. En cambio_, Nuestra señora de París _de Hugo e_ Indiana _de Sand
dieron la vuelta al mundo antes que_ SAB _la de la Península ibérica.
Mas, pasemos, que harto daría que hacer la Avellaneda con sus novelas
llenas de apreciaciones personales, sin que buscásemos en aquéllas
influencias no difíciles de descubrir._

_Hora es de terminar una nota en la que no se pretende dar ningún juicio
crítico completo. Y, parodiando a Lamartine, la finalizamos convencidos
de que aunque los enemigos de todo lo que huele a romanticismo se
obstinen en no detenerse a considerar las obras de sus mejores cultores
latinoamericanos que demos, de nuevo, a luz, de acuerdo con nuestro
eclecticismo literario, siempre habrá unas manos femeninas, las cuales,
cada mañana, dejarán ocultos, bajo la almohada de su lecho, libros como
el de_ SAB _que hoy reproducimos._


                                                 _Hugo D. BARBAGELATA._

_Paris, 1920._




DOS PALABRAS AL LECTOR


Por distraerse de momentos de ocio y melancolía han sido escritas estas
páginas. La autora no tenía entonces la intención de someterlas al
terrible tribunal del público.

Tres años ha dormido esta novelita casi olvidada en el fondo de su
papelera; leída después por algunas personas inteligentes que la han
juzgado con benevolencia y habiéndose interesado muchos amigos de la
autora en poseer un ejemplar de ella, se determina a imprimirla,
creyéndose dispensada de hacer una manifestación del pensamiento, plan y
desempeño de la obra, al declarar que la publica sin ningún género de
pretensiones.

Acaso si esta novelita se escribiese en el día, la autora, cuyas ideas
han sido modificadas, haría en ella algunas variaciones; pero sea por
pereza, sea por la repugnancia que sentimos en alterar lo que hemos
escrito con una verdadera convicción (aun cuando ésta llegue a vacilar),
la autora no ha hecho ninguna mudanza en sus borradores primitivos, y
espera que si las personas sensatas encuentran algunos errores
esparcidos en estas páginas, no olvidarán que han sido dictadas por los
sentimientos algunas veces exagerados pero siempre generosos de la
primera juventud.

[Illustration]




[Illustration: * SAB *]

PRIMERA PARTE




CAPITULO I

    --¿Quién eres? ¿cuál es tu patria?
       . . . . . . . . .
       . . . . . . . . .
    --Las influencias tiranas de mi
    estrella, me formaron monstruo de
    especies tan raras, que gozo de heroica
    estirpe allá en las dotes del
    alma siendo el desprecio del mundo.
                CAÑIZARES.


Veinte años hace, poco más o menos, que al declinar una tarde del mes de
junio un joven de hermosa presencia atravesaba a caballo los campos
pintorescos que riega el Tínima, y dirigía a paso corto su brioso alazán
por la senda conocida en el país por el nombre de camino de Cubitas, por
conducir a las aldeas de este nombre, llamadas también tierras rojas.
Hallábase el joven de quien hablamos a distancia de cuatro leguas de
Cubitas, de donde al parecer venía; y a tres de la ciudad de Puerto
Príncipe, capital de la provincia central de la isla de Cuba en aquella
época, como al presente, pero que hacía entonces muy pocos años había
dejado su humilde dictado de villa.

Fuese efecto de poco conocimiento del camino que seguía, fuese por
complacencia de contemplar detenidamente los paisajes que se ofrecían a
su vista, el viajero acortaba cada vez más el paso de su caballo y le
paraba a trechos como para examinar los sitios por donde pasaba. A la
verdad, era harto probable que sus repetidas detenciones sólo tuvieran
por objeto admirar más a su sabor los campos fertilísimos de aquel país
privilegiado, y que debían tener mayor atractivo para él si como lo
indicaban su tez blanca y sonrosada, sus ojos azules, y su cabello de
oro había venido al mundo en una región del Norte.

El sol terrible de la zona tórrida se acercaba a su ocaso entre
ondeantes nubes de púrpura y de plata, y sus últimos rayos, ya tibios y
pálidos, vestían de un colorido melancólico los campos vírgenes de
aquella joven naturaleza, cuya vigorosa y lozana vegetación parecía
acoger con regocijo la brisa apacible de la tarde, que comenzaba a
agitar las copas frondosas de los árboles agostados por el calor del
día. Bandadas de golondrinas se cruzaban en todas direcciones buscando
su albergue nocturno, y el verde papagayo con sus franjas de oro y de
grana, el cao de un negro nítido y brillante, el carpintero real de
férrea lengua y matizado plumaje, la alegre guacamaya, el ligero
tomeguín, la tornasolada mariposa y otra infinidad de aves indígenas,
posaban en las ramas del tamarindo y del mango aromático, rizando sus
variadas plumas como para recoger en ellas el soplo consolador del aura.

El viajero después de haber atravesado sabanas inmensas donde la vista
se pierde en los dos horizontes que forman el cielo y la tierra, y
prados coronados de palmas y gigantescas ceibas, tocaba por fin en un
cercado, anuncio de propiedad. En efecto, divisábase a lo lejos la
fachada blanca de una casa de campo, y al momento el joven dirigió su
caballo hacia ella; pero lo detuvo repentinamente y apostándole a la
vera del camino pareció dispuesto a esperar a un paisano del campo, que
se adelantaba a pie hacia aquel sitio, con mesurado paso, y cantando una
canción del país cuya última estrofa pudo entender perfectamente el
viajero.

      Una morena me mata
    tened de mí compasión,
    pues no la tiene la ingrata
    que adora mi corazón[1].

El campesino estaba ya a tres pasos del extranjero, y viéndole en
actitud de aguardarle detúvose frente a él y ambos se miraron un
momento antes de hablar. Acaso la notable hermosura del extranjero causó
cierta suspensión al campesino, el cual por su parte atrajo
indudablemente las miradas de aquél.

Era el recién llegado un joven de alta estatura y regulares
proporciones, pero de una fisonomía particular. No parecía un criollo
blanco, tampoco era negro ni podía creérsele descendiente de los
primeros habitadores de las Antillas. Su rostro presentaba un compuesto
singular en que se descubría el cruzamiento de dos razas diversas, y en
que se amalgamaban, por decirlo así, los rasgos de la casta africana con
los de la europea, sin ser no obstante un mulato perfecto.

Era su color de un blanco amarillento con cierto fondo oscuro; su ancha
frente se veía medio cubierta con mechones desiguales de un pelo negro y
lustroso como las alas del cuervo; su nariz era aguileña pero sus labios
gruesos y amoratados denotaban su procedencia africana. Tenía la barba
un poco prominente y triangular, los ojos negros, grandes, rasgados,
bajo cejas horizontales, brillando en ellos el fuego de la primera
juventud, no obstante que surcaban su rostro algunas ligeras arrugas. El
conjunto de estos rasgos formaba una fisonomía característica; una de
aquellas fisonomías que fijan las miradas a primera vista y que jamás se
olvidan cuando se han visto una vez.

El traje de este hombre no se separaba en nada del que usan generalmente
los labriegos en toda la provincia de Puerto Príncipe, que se reduce a
un pantalón de cotín de anchas rayas azules, y una camisa de hilo,
también listada, ceñida a la cintura por una correa de la que pende
ancho machete, y cubierta la cabeza con un sombrero de yarey bastante
alicaído:[2] traje demasiado ligero, pero cómodo y casi necesario en un
clima abrasador.

El extranjero rompió el silencio y hablando en castellano, con una
pureza y facilidad que parecían desmentir su fisonomía septentrional,
dijo al labriego:--Buen amigo, ¿tendrá usted la bondad de decirme si la
casa que desde aquí se divisa es la del ingenio[3] de Bellavista,
perteneciente a don Carlos de B...?

El campesino hizo una reverencia y contestó:--Sí, señor, todas las
tierras que se ven allá abajo, pertenecen al señor don Carlos.

--Sin duda es usted vecino de ese caballero y podrá decirme si ha
llegado ya a su ingenio con su familia.

--Desde esta mañana están aquí los dueños, y puedo servir a usted de
guía si quiere visitarlos.--El extranjero manifestó con un movimiento
de cabeza que aceptaba el ofrecimiento, y sin aguardar otra respuesta,
el labriego se volvió en ademán de querer conducirle a la casa, ya
vecina. Pero tal vez no deseaba llegar tan pronto el extranjero, pues
haciendo andar muy despacio a su caballo volvió a entablar con su guía
la conversación, mientras examinaba con miradas curiosas el sitio en que
se encontraba.--¿Dice usted que pertenecen al señor de B... todas estas
tierras?

--Sí, señor.

--Parecen muy feraces.

--Lo son, en efecto.

--Esta finca debe producir mucho a su dueño.

--Tiempos ha habido, según he llegado a entender,--dijo el labriego
deteniéndose para echar una ojeada hacia las tierras objeto de la
conversación,--en que este ingenio daba a su dueño doce mil arrobas de
azúcar cada año, porque entonces más de cien negros trabajaban en sus
cañaverales; pero los tiempos han variado y el propietario actual de
Bellavista no tiene en él sino cincuenta negros, ni excede su zafra[4]
de seis mil panes de azúcar.

--Vida muy fatigosa deben de tener los esclavos en estas
fincas,--observó el extranjero,--y no me admira se disminuya tan
considerablemente su número.

--Es una vida terrible a la verdad,--respondió el labrador arrojando a
su interlocutor una mirada de simpatía:--bajo este cielo de fuego el
esclavo casi desnudo trabaja toda la mañana sin descanso, y a la hora
terrible del mediodía, jadeando, abrumado bajo el peso de la leña y de
la caña que conduce sobre su espaldas, y abrasado por los rayos del sol
que tuesta su cutis, llega el infeliz a gozar todos los placeres que
tiene para él la vida: dos horas de sueño y una escasa ración. Cuando la
noche viene con sus brisas y sus sombras a consolar a la tierra
abrasada, y toda la naturaleza descansa, el esclavo va a regar con su
sudor y sus lágrimas el recinto donde la noche no tiene sombras, ni la
brisa frescura, porque allí el fuego de la leña ha sustituído al fuego
del sol, y el infeliz negro, girando sin cesar en torno de la máquina
que arranca a la caña su dulce jugo, y de las calderas de metal en las
que este jugo se convierte en miel a la acción del fuego, ve pasar horas
tras horas, y el sol que torna le encuentra todavía allí... ¡Ah! sí; es
un cruel espectáculo la vista de la humanidad degradada, de hombres
convertidos en brutos, que llevan en su frente la marca de la esclavitud
y en su alma la desesperación del infierno.

El labriego se detuvo de repente como si echase de ver que había hablado
demasiado, y bajando los ojos, y dejando asomar a sus labios una
sonrisa melancólica, añadió con prontitud:

--Pero no es la muerte de los esclavos causa principal de la decadencia
del ingenio de Bellavista: se han vendido muchos, como también tierras,
y sin embargo, aun es una finca de bastante valor. Dichas estas palabras
tornó a andar con dirección a la casa, pero detúvose a pocos pasos
notando que el extranjero no le seguía, y al volverse hacia él,
sorprendió una mirada fija en su rostro con notable expresión de
sorpresa. En efecto, el aire de aquel labriego parecía revelar algo de
grande y noble que llamaba la atención, y lo que acababa de oirle el
extranjero, en un lenguaje y con una expresión que no correspondían a la
clase que denotaba su traje pertenecer, acrecentó su admiración y
curiosidad. Habíase aproximado el joven campesino al caballo de nuestro
viajero con el semblante de un hombre que espera una pregunta que
adivina se le va a dirigir, y no se engañaba, pues el extranjero no
pudiendo reprimir su curiosidad le dijo:--Presumo que tengo el gusto de
estar hablando con algún distinguido propietario de estas cercanías. No
ignoro que los criollos, cuando están en sus haciendas de campo, gustan
vestirse como simples labriegos, y sentiría ignorar por más tiempo el
nombre del sujeto que con tanta cortesía se ha ofrecido a guiarme. Si no
me engaño es usted amigo y vecino de don Carlos de B...

El rostro de aquel a quien se dirigían estas palabras no mostró al
oirlas la menor extrañeza, pero fijó en el que hablaba una mirada
penetrante: luego, como si la dulce y graciosa fisonomía del extranjero
dejase satisfecha su mirada indagadora, respondió bajando los ojos:

--No soy propietario, señor forastero, y aunque sienta latir en mi pecho
un corazón pronto siempre a sacrificarse por don Carlos, no puedo
llamarme amigo suyo. Pertenezco,--prosiguió con sonrisa amarga,--a
aquella raza desventurada sin derechos de hombres... soy mulato y
esclavo.

--¿Con que eres mulato?--dijo el extranjero tomando, oída la declaración
de su interlocutor, el tono de despreciativa familiaridad que se usa con
los esclavos:--bien lo sospeché al principio; pero tienes un aire tan
poco común en tu clase, que luego mudé de pensamiento.

El esclavo continuaba sonriéndose; pero su sonrisa era cada vez más
melancólica y en aquel momento tenía también algo de desdeñosa.
Es,--dijo volviendo a fijar los ojos en el extranjero,--que a veces es
libre y noble el alma, aunque el cuerpo sea esclavo y villano. Pero ya
es de noche y voy a conducir a su merced[5] al ingenio ya próximo.

La observación del mulato era exacta. El sol como arrancado
violentamente del hermoso cielo de Cuba, había cesado de alumbrar aquel
país que ama, aunque sus altares estén ya destruídos, y la luna pálida y
melancólica se acercaba lentamente a tomar posesión de sus dominios.

El extranjero siguió a su guía sin interrumpir la conversación.

--¿Con que eres esclavo de don Carlos?

--Tengo el honor de ser su mayoral[6] en este ingenio.

--¿Cómo te llamas?

--Mi nombre de bautismo es Bernabé, mi madre me llamó siempre Sab, y así
me han llamado luego mis amos.

--¿Tu madre era negra, o mulata como tú?

--Mi madre vino al mundo en un país donde su color no era un signo de
esclavitud: mi madre,--repitió con cierto orgullo,--nació libre y
princesa. Bien lo saben todos aquellos que fueron como ella conducidos
aquí de las costas del Congo por los traficantes de carne humana. Pero
princesa en su país fué vendida en éste como esclava.

El caballero sonrió con disimulo al oir el título de princesa que Sab
daba a su madre, pero como al parecer le interesase la conversación de
aquel esclavo, quiso prolongarla.--Tu padre sería blanco
indudablemente.

--¡Mi padre!... yo no le he conocido jamás. Salía mi madre apenas de la
infancia cuando fué vendida al señor don Félix de B... padre de mi amo
actual, y de otros cuatro hijos. Dos años gimió inconsolable la infeliz
sin poder resignarse a la horrible mudanza de su suerte; pero un
trastorno repentino se verificó en ella pasado este tiempo, y de nuevo
cobró amor a la vida porque mi madre amó. Una pasión absoluta se
encendió con toda su actividad en aquel corazón africano. A pesar de su
color era mi madre hermosa, y sin duda tuvo correspondencia su pasión
pues salí al mundo por entonces. El nombre de mi padre fué un secreto
que jamás quiso revelar.

--Tu suerte, Sab, será menos digna de lástima que la de los otros
esclavos, pues el cargo que desempeñas en Bellavista, prueba la
estimación y afecto que te dispensa tu amo.

--Sí, señor, jamás he sufrido el trato duro que se da generalmente a los
negros, ni he sido condenado a largos y fatigosos trabajos. Tenía
solamente tres años cuando murió mi protector don Luis, el más joven de
los hijos del difunto don Félix de B... pero dos horas antes de dejar
este mundo aquel excelente joven tuvo una larga y secreta conferencia
con su hermano don Carlos, y, según se conoció después, me dejó
recomendado a su bondad. Así hallé en mi amo actual el corazón bueno y
piadoso del amable protector que había perdido. Casóse algún tiempo
después con una mujer... un ángel! y me llevó consigo. Seis años tenía
yo cuando mecía la cuna de la señorita Carlota, fruto primero de aquel
feliz matrimonio. Más tarde fuí el compañero de sus juegos y estudios,
porque hija única por espacio de cinco años, su inocente corazón no
medía la distancia que nos separaba y me concedía el cariño de un
hermano. Con ella aprendí a leer y a escribir, porque nunca quiso
recibir lección alguna sin que estuviese a su lado su pobre mulato Sab.
Por ella cobré afición a la lectura; sus libros y aun los de su padre
han estado siempre a mi disposición, han sido mi recreo en estos
páramos, aunque también muchas veces han suscitado en mi alma ideas
aflictivas y amargas cavilaciones.

Interrumpíase el esclavo no pudiendo ocultar la profunda emoción que a
pesar suyo revelaba su voz. Mas hízose al momento señor de sí mismo;
pasóse la mano por la frente, sacudió ligeramente la cabeza, y añadió
con más serenidad:

--Por mi propia elección fuí algunos años calesero, luego quise
dedicarme al campo, y hace dos que asisto en este ingenio.

El extranjero sonreía con malicia desde que Sab habló de la conferencia
secreta que tuviera el difunto don Luis con su hermano, y cuando el
mulato cesó de hablar le dijo:

--Es extraño que no seas libre, pues habiéndote querido tanto don Luis
de B... parece natural te otorgase su padre la libertad, o te la diese
posteriormente don Carlos.

--¡Mi libertad!... sin duda es cosa muy dulce la libertad... pero yo
nací esclavo: era esclavo desde el vientre de mi madre, y ya...

--Estás acostumbrado a la esclavitud;--interrumpió el extrangero, muy
satisfecho con acabar de expresar el pensamiento que suponía en el
mulato.

No le contradijo éste; pero se sonrió con amargura, y añadió a media voz
y como si se recrease con las palabras que profería lentamente:

--Desde mi infancia fui escriturado a la señorita Carlota: soy esclavo
suyo, y quiero vivir y morir en su servicio.

El extranjero picó un poco con la espuela a su caballo. Sab andaba
delante apresurando el paso a proporción que caminaba más de prisa el
hermoso alazán de raza normanda en que iba su interlocutor.

--Ese afecto y buena ley te honran mucho, Sab, pero Carlota de B... va a
casarse y acaso la dependencia de un amo no te será tan grata como la de
tu joven señorita.

El esclavo se paró de repente, y volvió sus ojos negros y penetrantes
hacia el extranjero que prosiguió, deteniendo también un momento su
caballo:

--Siendo un sirviente que gozas la confianza de tus dueños, no ignorarás
que Carlota tiene tratado su casamiento con Enrique Otway, hijo único de
uno de los más ricos comerciantes de Puerto Príncipe.

Siguióse a estas palabras un momento de silencio, durante el cual es
indudable que se verificó en el alma del esclavo un incomprensible
trastorno. Cubrióse su frente de arrugas verticales, lanzaron sus ojos
un resplandor siniestro, como la luz del relámpago que brilla entre
nubes oscuras, y como si una idea repentina aclarase sus dudas, exclamó
después de un instante de reflexión:

--¡Enrique Otway! ese nombre lo mismo que vuestra fisonomía indican un
origen extranjero... Vos[7] sois pues, sin duda, el futuro esposo de la
señorita de B...!

--No te engañas, joven, yo soy en efecto Enrique Otway, futuro esposo de
Carlota, y el mismo que procurará no sea un mal para ti su unión con tu
señorita: lo mismo que ella, te prometo hacer menos dura tu triste
condición de esclavo. Pero he aquí la taranquela:[8] ya no necesito
guía. Adiós, Sab, puedes continuar tu camino.

Enrique metió espuelas a su caballo, que atravesando la taranquela
partió a galope. El esclavo le siguió con la vista hasta que le vió
llegar delante de la puerta de la casa blanca. Entonces clavó los ojos
en el cielo, dió un profundo gemido, y se dejó caer sobre un ribazo.




CAPITULO II

      Diré que su frente brilla
    más que nieve en valle oscuro:
    diré su bondad sencilla,
    y el carmín de su mejilla
    como su inocencia puro.
              GALLEGO.


--¡Qué hermosa noche! acércate Teresa, ¿no te encanta respirar una brisa
tan refrigerante?

--Para ti debe ser más hermosa la noche y las brisas más puras: para ti
que eres feliz. Desde esta ventana ves a tu buen padre adornar por sí
mismo con ramas y flores las ventanas de esta casa; este día en que
tanto has llorado debe ser para ti de placer y regocijo. Hija adorada,
ama querida, esposa futura del amante de tu elección, ¿qué puede
afligirte, Carlota? tú ves en esta noche tan bella la precursora de un
día más bello aún: del día en que verás aquí a tu Enrique. ¿Cómo lloras
pues?... Hermosa, rica, querida... no eres tú la que debes llorar.

--Es cierto que soy dichosa, amiga mía, pero cómo pudiera volver a ver
sin profunda melancolía estos sitios que encierran para mi tantos
recuerdos? La última vez que habitamos en este ingenio gozaba yo la
compañía de la más tierna de las madres. También era madre tuya, Teresa,
pues como tal te amaba: aquella alma era toda ternura!... cuatro años
han corrido después de que habitó con nosotras esta casa. Aquí lucieron
para ella los últimos días de felicidad y de vida. Pocos transcurrieron
desde que dejamos esta hacienda y volvimos a la ciudad, cuando la atacó
la mortal dolencia que la condujo prematuramente al sepulcro. ¿Cómo
fuera posible que el volver a estos sitios, que no había visto desde
entonces, no sintiese el influjo de memorias tan caras?

--Tienes razón, Carlota, ambas debemos llorar eternamente una pérdida
que nos privó, a ti de la mejor de las madres, a mí, pobre huérfana
desvalida, de mi única protectora.

Un largo intervalo de silencio sucedió a este corto diálogo, y nos
aprovecharemos de él para dar a conocer a nuestros lectores las dos
señoritas cuya conversación acabamos de referir con escrupulosa
exactitud, y el local en que se verificara la mencionada conversación.

Era una pequeña sala baja y cuadrada, que se comunicaba por una puerta
de madera pintada de verde oscuro, con la sala principal de la casa.
Tenía además una ventana rasgada casi desde el nivel del suelo, que se
elevaba hasta la altura de un hombre, con antepecho de madera formando
una media luna hacia fuera, y compuertas también de madera, pero que a
la sazón estaban abiertas para que refrescase la estancia la brisa
apacible de la noche.

Los muebles que adornaban esta habitación eran muy sencillos pero
elegantes, y veíanse hacia el fondo, uno junto a otro, dos catres de
lienzo de los que se usan comunmente en todos los pueblos de la isla de
Cuba durante los meses más calurosos. Una especie de lecho flotante,
conocido con el nombre de hamaca, pendía oblicuamente de una esquina a
la otra de la estancia, convidando con sus blandas ondulaciones al
adormecimiento que produce el calor excesivo.

Ninguna luz artificial se veía en la habitación alumbrada únicamente por
la claridad de la luna que penetraba por la ventana. Junto a ésta y
frente una de otra estaban las dos señoritas sentadas en dos anchas
poltronas, conocidas con el nombre de butacas. Nuestros lectores
hubieran conocido desde luego a la tierna Carlota en las dulces lágrimas
que tributaba todavía a la memoria de su madre muerta hacía cuatro años.
Su hermosa y pura frente descansaba en una de sus manos, apoyando el
brazo en el antepecho de la ventana; y sus cabellos castaños, divididos
en dos mitades iguales, caían formando multitud de rizos en torno de un
rostro de diez y siete años. Examinado escrupulosamente a la luz del
día, aquel rostro acaso no hubiera presentado un modelo de perfección;
pero el conjunto de sus delicadas facciones, y la mirada llena de alma
de dos grandes y hermosos ojos pardos, daban a su fisonomía, alumbrada
por la luna, un no sé qué de angélico y penetrante imposible de
describir. Aumentaba lo ideal de aquella linda figura un vestido
blanquísimo que señalaba los contornos de su talle esbelto y gracioso, y
no obstante hallarse sentada, echábase de ver que era de elevada
estatura y admirables proporciones.

La figura que se nota frente a ella presentaba un cierto contraste.
Joven todavía, pero privada de las gracias de la juventud, Teresa tenía
una de aquellas fisonomías insignificantes que nada dicen al corazón.
Sus facciones nada ofrecían de repugnante, pero tampoco nada de
atractivo. Nadie la llamaría fea después de examinarla; nadie empero la
creería hermosa al verla por primera vez, y aquel rostro, sin expresión,
parecía tan impropio para inspirar el odio como el amor. Sus ojos de un
verde oscuro bajo dos cejas rectas y compactas, tenían un mirar frío y
seco que carecía igualmente del encanto de la tristeza y de la gracia
de la alegría. Bien riese Teresa, bien llorase, aquellos ojos eran
siempre los mismos. Su risa y su llanto parecían un efecto del arte en
una máquina, y ninguna de sus facciones participaba de aquella
conmoción. Sin embargo, tal vez cuando una gran pasión o un fuerte
sacudimiento hacía salir de su letargo a aquella alma apática, entonces
era pasmosa la expresión repentina de los ojos de Teresa. Rápida era su
mirada, fugitiva su expresión pero viva, enérgica, elocuente; y cuando
volvían aquellos ojos a su habitual nulidad, admirábase el que los veía
de que fuesen capaces de un lenguaje tan terrible.

Hija natural de un pariente lejano de la esposa de don Carlos, perdió a
su madre al nacer, y había vivido con su padre, hombre libertino que la
abandonó enteramente al orgullo y dureza de una madrastra que la
aborrecía. Así fué desde su nacimiento oprimida con el peso de la
desventura, y cuando por muerte de su padre fué recogida por la señora
de B.... y su esposo, ni el cariño que halló en esta feliz pareja, ni la
tierna amistad que la dispensó Carlota fueron ya suficientes a despojar
a su carácter de la rigidez y austeridad que en la desgracia había
adquirido. Su altivez natural, constantemente herida por su nacimiento y
escasa fortuna que la constituía en una eterna dependencia, habían
agriado insensiblemente su alma, y a fuerza de ejercitar su
sensibilidad parecía haberla agotado. Ocho años hacía, en la época en
que comienza nuestra historia, que se hallaba Teresa bajo la protección
del señor de B...., único pariente en quien había encontrado afecto y
compasión, y aunque fuese este tiempo el que pudiera señalar por el más
dichoso de su vida, no había estado exento para ella de grandes
mortificaciones. El destino parecía haberla colocado junto a Carlota
para hacerla conocer por medio de un triste cotejo, toda la inferioridad
y desgracia de su posición. Al lado de una joven bella, rica, feliz, que
gozaba el cariño de unos padres idólatras, que era el orgullo de toda
una familia, y que se veía sin cesar rodeada de obsequios y alabanzas,
Teresa, humillada y devorando en silencio su mortificación, había
aprendido a disimular, haciéndose cada vez más fría y reservada. Al
verla siempre seria e impasible se podía creer que su alma imprimía
sobre su rostro aquella helada tranquilidad, que a veces se asemeja a la
estupidez; y sin embargo, aquella alma no era incapaz de grandes
pasiones, mejor diré, era formada para sentirlas. Pero ¿cuáles son los
ojos bastante perspicaces para leer en un alma, cubierta con la dura
corteza que forman las largas desventuras? En un rostro frío y severo
muchas veces descubrimos la señal de la insensibilidad, y casi nunca
adivinamos que es la máscara que cubre el infortunio.

Carlota amaba a Teresa como a una hermana, y, acostumbrada ya a la
sequedad y reserva de su carácter, no se ofendió nunca de no ver
correspondida dignamente su afectuosa amistad. Viva, ingenua e
impresionable, apenas podía comprender aquel carácter triste y profundo
de Teresa, su energía en el sufrimiento y su constancia en la apatía.
Carlota, aunque dotada de maravilloso talento, había concluído por
creer, como todos, que su amiga era uno de aquellos seres buenos y
pacíficos, fríos y apáticos, incapaces de crímenes como de grandes
virtudes, y a los cuales no debe pedírseles más de aquello que dan,
porque es acaso el tesoro de su corazón.

Inmóvil Teresa enfrente de su amiga, estremecióse de repente con un
movimiento convulsivo.--Oigo,--dijo,--el galope de un caballo: sin duda
es tu Enrique.

Levantó su linda cabeza Carlota de B.... y un leve matiz de rosa se
extendió por sus mejillas.--En efecto,--dijo,--oigo galopar; pero
Enrique no debe llegar hasta mañana: mañana fué el día señalado para su
vuelta de Guanaja. Sin embargo, puede haber querido anticiparlo.... ¡Ah,
sí, él es!.... ya oigo su voz que saluda a papá. Teresa, tienes
razón,--añadió echando su brazo izquierdo, al cuello de su prima
mientras enjugaba con la otra la última lágrima que se deslizaba por su
mejilla;--tienes razón en decirlo.... ¡soy muy dichosa!

Teresa, que se había puesto en pie y miraba atentamente por la ventana,
volvió a sentarse con lentitud; su rostro recobró su helada y casi
estúpida inmovilidad, y pronunció entre dientes:--¡Sí, eres muy dichosa!

No lloraba ya Carlota; los penetrantes recuerdos de una madre querida se
desvanecieron a la presencia de un amante adorado. Junto a Enrique nada
ve más que a él. El universo entero es para ella aquel reducido espacio
donde mira a su amante; porque ama Carlota con todas las ilusiones de un
primer amor, con la confianza y abandono de la primera juventud y con la
vehemencia de un corazón formado bajo el cielo de los Trópicos.

Tres meses habían corrido desde que se trató su casamiento con Enrique
Otway, y en ellos diariamente habían sido pronunciados los juramentos de
un eterno cariño: juramentos que eran para su corazón tierno y virginal
tan santos e inviolables como si hubiesen sido consagrados por las más
augustas ceremonias. Ninguna duda, ningún asomo de desconfianza había
emponzoñado un afecto tan puro, porque cuando amamos por primera vez
hacemos un Dios del objeto que nos cautiva. La imaginación le prodiga
ideales perfecciones, el corazón se entrega sin temor y no sospechamos
ni remotamente que el ídolo que adoramos puede convertirse en el sér
real y positivo que la experiencia y el desengaño nos presentan, con
harta prontitud, desnudo del brillante ropaje de nuestras ilusiones.

Aun no había llegado para la sensible isleña esta época dolorosa de una
primera desilusión: aun veía a su amante por el encantado prisma de la
inocencia y del amor, y todo en él era bello, grande y sublime.

¿Merecía Enrique Otway una pasión tan hermosa? ¿Participaba de aquel
divino entusiasmo que hace soñar un cielo en la tierra? ¿Comprendía su
alma a aquella alma apasionada de la que era señor?... Lo ignoramos; los
acontecimientos nos lo dirán en breve y fijarán en este punto la opinión
de nuestros lectores. No queriendo anticiparles nada, nos limitaremos
por ahora a darles algún conocimiento de las personas que figuran en
esta historia, y de los acontecimientos que precedieron a la época en
que comenzamos a referirla.




CAPITULO III

    Mujer quiero con caudal.
              CAÑIZARES.


Sabido es que las riquezas de Cuba atraen en todo tiempo innumerables
extranjeros, que con mediana industria y actividad no tardan en
enriquecerse de una manera asombrosa para los indolentes isleños, que
satisfechos con la fertilidad de su suelo, y con la facilidad con que se
vive en un país de abundancia, se adormecen por decirlo así, bajo un sol
de fuego, y abondonan a la codicia y actividad de los europeos todos los
ramos de agricultura, comercio e industria, con los cuales se levantan
en corto número de años innumerables familias.

Jorge Otway fué uno de los muchos hombres que se elevan de la nada en
poco tiempo a favor de las riquezas en aquel país nuevo y fecundo. Era
inglés; había sido buhonero algunos años en los Estados Unidos de la
América del Norte, después en la ciudad de la Habana, y últimamente
llegó a Puerto Príncipe traficando con lienzos, cuando contaba más de
treinta años, trayendo consigo un hijo de seis, único fruto que le
quedara de su matrimonio.

Cinco años después de su llegada a Puerto Príncipe, Jorge Otway en
compañía de dos catalanes tenía ya una tienda de lienzos, y su hijo
despachaba con él detrás del mostrador. Pasaron cinco años más y el
inglés y sus socios abrieron un soberbio almacén de toda clase de
lencería. Pero ya no eran ellos los que se presentaban detrás del
mostrador; tenían dependientes y comisionistas, y Enrique, de edad de
diez y seis años, se hallaba en Londres enviado por su padre con objeto
de perfeccionar su educación, según decía. Otros cinco años
transcurrieron y Jorge Otway poseía ya una hermosa casa en una de las
mejores calles de la ciudad, y seguía por sí solo un vasto y lucrativo
comercio. Entonces volvió su hijo de Europa, adornado de una hermosa
figura y de modales dulces y agradables, con lo cual y el crédito que
comenzaba a adquirir su casa no fué desechado en las reuniones más
distinguidas del país. Puede el lector dejar transcurrir aún otros cinco
años y verá a Jorge Otway, rico negociante, alternando con la clase más
pudiente, servido de esclavos, dueño de magníficos carruajes y con todos
los prestigios de la opulencia.

Enrique no era ya únicamente uno de los más gallardos jóvenes del país,
era también considerado como uno de los más ventajosos partidos. Sin
embargo, en esta misma época, en que llegaba a su apogeo la rápida
fortuna del buhonero inglés, algunas pérdidas considerables dieron un
golpe mortal a su vanidad y a su codicia. Habíase comprometido en
empresas de comercio demasiado peligrosas y para disimular el mal éxito
de ellas, y sostener el crédito de su casa, cometió la nueva imprudencia
de tomar gruesas sumas de plata a un rédito crecido. El que antes fué
usurero, vióse compelido a castigarse a sí mismo siendo a su vez víctima
de la usura de otros. Conoció harto presto que el edificio de su
fortuna, con tanta prontitud levantado, amenazaba una ruidosa caída y
pensó entonces que le convendría casar a su hijo antes que su decadencia
fuese evidente para el público.

Echó la vista a las más ricas herederas del país y creyó ver en Carlota
de B... la mujer que convenía a sus cálculos. Don Carlos, padre de la
joven, había heredado como sus hermanos un caudal considerable, y aunque
se casó con una mujer de escasos bienes, la suerte había favorecido a
ésta últimamente, recayendo en ella una herencia cuantiosa e inesperada,
con la cual la casa ya algo decaída de don Carlos se hizo nuevamente una
de las opulentas de Puerto Príncipe. Verdad es que gozó poco tiempo en
paz del aumento de su fortuna, pues con derechos quiméricos, o justos,
suscitóle un litigio cierto pariente del testador que había favorecido a
su esposa, tratando nada menos que anular dicho testamento. Pero esta
empresa pareció tan absurda, y el litigio se presentó con aspecto tan
favorable para don Carlos, que no se dudaba de su completo triunfo. Todo
esto tuvo presente Jorge Otway cuando eligió a Carlota para esposa de su
hijo. Había muerto ya la señora de B... dejando a su esposo seis hijos:
Carlota, primer fruto de su unión, la más querida según la opinión
general, y debía esperar de su padre considerables mejoras; Eugenio,
hijo segundo y único varón, que se educaba en un colegio de la Habana,
había nacido con una constitución débil y enfermiza y acaso Jorge no
dejó de especular con ella, presagiando de la delicada salud del niño un
heredero menos a don Carlos. Además, don Agustín su hermano mayor era
un célibe poderoso, y Carlota su sobrina predilecta. No vaciló, pues,
Jorge Otway y manifestó a su hijo su determinación. Dotado el joven de
un carácter flexible, y acostumbrado a ceder siempre ante la enérgica
voluntad de su padre, prestóse fácilmente a sus deseos, y no con
repugnancia esta vez, pues además de los atractivos personales de
Carlota, no era Enrique indiferente a las riquezas, y estaba demasiado
adoctrinado en el espíritu mercantil y especulador de su padre.

Declaróse, pues, amante de la señorita de B... y no tardó en ser amado.
Se hallaba Carlota en aquella edad peligrosa en que el corazón siente
con mayor viveza la necesidad de amar, y era además naturalmente tierna
e impresionable. Mucha sensibilidad, una imaginación muy viva, y gran
actividad de espíritu, eran dotes, que, unidas a un carácter más
entusiasta que prudente, debían hacer temer en ella los efectos de una
primera pasión. Era fácil prever que aquella alma poética no amaría
largo tiempo a un hombre vulgar, pero se adivinaba también que tenía
tesoros en su imaginación bastantes a enriquecer a cualquier objeto a
quien quisiera prodigarlos. El sueño presentaba, hacía algún tiempo, a
Carlota la imagen de un ser noble y bello formado expresamente para
unirse a ella y poetizar la vida en un deliquio de amor. ¿Y cuál es la
mujer, aunque haya nacido bajo un cielo menos ardiente, que no busque,
al entrar con paso tímido en los áridos campos de la vida, la creación
sublime de su virginal imaginación? ¿Cuál es aquella que no ha
entrevisto en sus éxtasis solitarios un sér protector, que debe sostener
su debilidad, defender su inocencia, y recibir el culto de su
veneración?... Ese sér no tiene nombre, no tiene casi una forma
positiva, pero se le halla en todo lo que presenta grande y bello la
naturaleza. Cuando la joven ve un hombre, busca en él los rasgos del
ángel de sus ilusiones... ¡Oh! ¡qué difícil es encontrarlos! ¡Y
desgraciada de aquella que es seducida por una engañosa semejanza!...
Nada debe ser tan doloroso como ver destruído un error tan dulce, y por
desgracia se destruye harto presto. Las ilusiones de un corazón ardiente
son como las flores del estío: su perfume es más penetrante pero su
existencia más pasajera.

Carlota amó a Enrique, o mejor diremos amó en Enrique el objeto ideal
que le pintaba su imaginación, cuando vagando por los bosques, o a las
orillas del Tínima, se embriagaba de perfumes, de luz brillante, de
dulces brisas; de todos aquellos bienes reales, tan próximos al
idealismo, que la naturaleza, joven y superabundante de vida, prodiga al
hombre bajo aquel ardiente cielo. Enrique era hermoso e insinuante;
Carlota descendió a su alma para adornarla con los más brillantes
colores de su fantasía; ¿qué más necesitaba?

Noticioso Jorge del feliz éxito de las pretenciones de su hijo, pidió
osadamente la mano de Carlota, pero su vanidad y la de Enrique sufrieron
la humillación de una repulsa. La familia de B... era de las más nobles
del país y no pudo recibir sin indignación la demanda del rico
negociante, porque aun se acordaba del buhonero. Por otra parte, aunque
el viejo Otway se hubiese declarado desde su establecimiento en Puerto
Príncipe un verdadero católico apostólico, romano, y educado a su hijo
en los ritos de la misma iglesia, su apostasía no le había salvado del
nombre de hereje con que solían designarle las viejas del país; y si
toda la familia de B... no conservaba en este punto las mismas
preocupaciones, no faltaban en ella individuos que oponiéndose al enlace
de Carlota con Enrique fuesen menos inspirados por el desprecio al
buhonero que por el horror al hereje. La mano de la señorita de B...
fué, pues, rehusada al joven inglés y se la ordenó severamente no pensar
más en su amante. ¡Es tan fácil dar estas órdenes! La experiencia parece
que no ha probado bastante todavía su inutilidad. Carlota amó más desde
que se le prohibió amar, y aunque no había ciertamente en su carácter
una gran energía, ni mucho menos una fría perseverancia, la exaltación
de su amor contrariado, y el pesar de una niña que por primera vez
encuentra oposición a sus deseos, eran más que suficientes para producir
un efecto contrario al que se esperaba. Todos los esfuerzos empleados
por la familia de B... para apartarla de Enrique fueron inútiles, y su
amante desgraciado fué para ella mucho más interesante. Después de
repetidas y dolorosas escenas, en que manifestó constantemente una
firmeza que admiró a sus parientes, el amor y la melancolía la
originaron una enfermedad peligrosa que fué la que determinó su triunfo.
Un padre idólatra no pudo sostener por más tiempo los sufrimientos de
tan hermosa criatura, y cedió a pesar de toda su parentela.

Don Carlos era uno de aquellos hombres apacibles y perezosos que no
saben hacer mal, ni tomarse grandes fatigas para ejecutar el bien. Había
seguido los consejos de su familia al oponerse a la unión de Carlota con
Enrique, pues él por su parte era indiferente, en cierto modo, a las
preocupaciones del nacimiento, y acostumbrado a los goces de la
abundancia, sin conocer su precio, tampoco tenía ambición ni de poder ni
de riquezas. Jamás había ambicionado para su hija un marido de alta
posición social o de inmensos caudales; limitábase a desearle uno que la
hiciese feliz, y no se ocupó mucho, sin embargo, en estudiar a Enrique
para conocer si era capaz de lograrlo. Inactivo por temperamento, dócil
por carácter y por el convencimiento de su inercia, se opuso al amor de
su hijo sólo por contemporizar con sus hermanos, y cedió luego a los
deseos de aquélla, menos por la persuación de que tal enlace labraría
su dicha, que por falta de fuerzas para sostener por más tiempo el papel
de que se había encargado. Carlota, empero, supo aprovechar aquella
debilidad en su favor, y antes de que su familia tuviese tiempo de
influir nuevamente en el ánimo de don Carlos, su casamiento fué
convenido por ambos padres y fijado para el día primero de septiembre de
aquel año, por cumplir en él la joven los diez y ocho de su edad.

Era a fines de febrero cuando se hizo este convenio, y desde entonces
hasta principios de junio en que comienza nuestra narración, los dos
amantes habían tenido para verse y hablarse toda la lícita libertad que
podían desear. Pero la fortuna, burlándose de los cálculos del codicioso
inglés, había trastornado en este corto tiempo todas sus esperanzas y
especulaciones. La familia del señor de B... altamente ofendida con la
resolución de éste, y no haciendo misterio del desprecio con que miraba
al futuro esposo de Carlota, había roto públicamente toda relación
amistosa con don Carlos, y su hermano don Agustín hizo un testamento a
favor de los hijos de otro hermano para quitar a Carlota toda esperanza
de su sucesión. Mas esto era poco: otro golpe más sensible se siguió a
éste y acabó de desesperar a Jorge. Contra todas las probabilidades y
esperanzas fallóse el pleito, por fin, en contra de don Carlos. El
testamento que constituía heredera a su esposa fué anulado justa o
injustamente, y el desgraciado caballero hubo de entregar al nuevo
poseedor las grandes fincas que mirara como suyas hacía seis años. No
faltaron personas que, juzgando parcial e injusta esta sentencia,
invitasen al agraviado a apelar al Tribunal Supremo de la nación; mas el
carácter de don Carlos no era a propósito para ello, y sometiéndose a su
suerte, casi pareció indiferente a una desgracia que le despojaba de una
parte considerable de sus bienes. Un estoicismo de esta clase, tan noble
desprendimiento de las riquezas debían merecerle al parecer generales
elogios, mas no fué así. Su indiferencia se creyó más bien efecto de
egoísmo que de desinterés.

--Es bastante rico aún,--decían en el pueblo,--para poder gozar mientras
viva de todas las comodidades imaginables, y no le importa nada una
pérdida que sólo perjudicará a sus hijos.

Engañábanse empero los que juzgaban de este modo a don Carlos.
Ciertamente, la pereza de su carácter y el desaliento que en él producía
cualquier golpe inesperado, influían no poco en la aparente fortaleza
con que se sometía desde luego a la desgracia, sin hacer un enérgico
esfuerzo para contrarrestarla, pero amaba a sus hijos y había amado a su
esposa con todo el calor y la ternura de una alma sensible aunque
apática. Hubiera dado su vida por cada uno de aquellos objetos queridos,
pero por la utilidad de estos mismos no hubiera podido imponerse el
deber de una vida activa y agitada: oponíanse a ella su temperamento, su
carácter y sus hábitos invencibles. Desprendiéndose con resignación y
filosofía de un caudal, con el cual contaba para asegurar a sus hijos
una fortuna brillante, no fué sin embargo insensible a este golpe. No se
quejó a nadie, acaso por pereza, acaso por cierto orgullo compatible con
la más perfecta bondad; pero el golpe hirió de lleno su corazón
paternal. Alegróse entonces interiormente de tener asegurada la suerte
de Carlota, y no vió en Enrique al hijo del buhonero, sino al único
heredero de una casa fuerte del país.

Todo lo contrario sucedió a Jorge. Carlota, privada de la herencia de su
tío y de los bienes de su madre que la pérdida del pleito le había
quitado, Carlota con cinco hermanos que debían partir con ella el
desmenbrado caudal que pudiera heredar de su padre (joven todavía y
prometiendo una larga vida), no era ya la mujer que deseaba Jorge para
su hijo. El codicioso inglés hubiera muerto de dolor y rabia si las
desgracias de la casa de B... hubieran sido posteriores al casamiento de
Enrique, mas por fortuna suya aun no se había verificado, y Jorge estaba
resuelto a que no se verificara jamás. Demasiado bajo para tener
vergüenza de su conducta, acaso hubiera roto inmediatamente, sin ningún
pudor ni cortesía, un compromiso que ya detestaba, si su hijo a fuerza
de dulzura y de paciencia no hubiese logrado hacerle adoptar un sistema
más racional y menos grosero.

Lo que pasó en el alma de Enrique cuando vió destruídas en un momento
las brillantes esperanzas de fortuna que fundaba en su novia, fué un
secreto para todos, pues aunque fuese el joven tan codicioso como su
padre, era por lo menos mucho más disimulado. Su conducta no varió en lo
más mínimo, ni se advirtió la más leve frialdad en sus amores. El
público, si bien persuadido de que sólo la conveniencia le había
impulsado a solicitar la mano de Carlota, creyó entonces que un
sentimiento más noble y generoso le decidía a no renunciarla. Carlota
era acaso la única persona que ni agradecía ni notaba el aparente
desinterés de su amante. No sospechando que al solicitar su mano tuviese
un motivo ajeno del amor, apenas pensaba en la mudanza desventajosa de
su propia fortuna, ni podía admirarse de que no influyese en la conducta
de Enrique. ¡Ay de mí! solamente la fría y aterrada experiencia enseña a
conocer a las almas nobles y generosas el mérito de las virtudes que
ellas mismas poseen... ¡Feliz aquel que muere sin haberlo conocido!




CAPITULO IV

    No hay mal para el amor correspondido,
    no hay bien que no sea mal para el ausente.
               LISTA.


A la conclusión de una larga calle de naranjos y tamarindos, sentados
muellemente en un tronco de palma estaban Carlota y su amante la tarde
siguiente a aquella en que llegó éste a Bellavista, y se entretenían en
una conversación al parecer muy viva.

--Te repito,--decía el joven,--que negocios indispensables de mi
comercio me precisan a dejarte tan pronto, bien a pesar mío.

--¿Conque veinticuatro horas solamente has querido permanecer en
Bellavista?--contestó la doncella con cierto aire de impaciencia.--Yo
esperaba que fuesen más largas tus visitas: de otro modo no hubiera
consentido en venir. Pero no te marcharás hoy, eso no puede ser. Cuatro
días más, dos por lo menos.

--Ya sabes que te dejé hace ocho para ir al puerto de Guanaja, al cual
acababa de llegar un buque consignado a mi casa. El cargamento debe ser
transportado a Puerto Príncipe y es indispensable hallarme yo allí; mi
padre con su edad y sus dolencias es ya poco a propósito para atender a
tantos negocios con la actividad necesaria. Pero escucha, Carlota, te
ofrezco volver dentro de quince días.

--¡Quince días!--exclamó Carlota con infantil impaciencia.--¡Ah! no;
papá tiene proyectado un paseo a Cubitas, con el doble objeto de visitar
las estancias[9] que tiene allí, y que veamos Teresa y yo las famosas
cuevas[10] que tú tampoco has visto. Este viaje está señalado para
dentro de ocho días y es preciso que vengas para acompañarnos.

Iba Enrique a contestar cuando vieron venir hacia ellos al mulato que
hemos presentado al lector en el primer capítulo de esta historia.

--Es hora de la merienda,--dijo Carlota,--y sin duda papá envía a Sab
para advertírnoslo.

--¿Sabes que me agrada ese esclavo?--repuso Enrique, aprovechando con
gusto la ocasión que se le presentaba de dar otro giro a la
conversación.--No tiene nada de la abyección y grosería que es común en
gentes de su especie; por el contrario, tiene aire y modales muy finos y
aun me atrevería a decir nobles.

--Sab no ha estado nunca confundido con los otros esclavos,--contestó
Carlota,--se ha criado conmigo como un hermano, tiene suma afición a la
lectura y su talento natural es admirable.

--Todo eso no es un bien para él,--repuso el inglés,--porque ¿para qué
necesita del talento y la educación un hombre destinado a ser esclavo?

--Sab no lo será largo tiempo, Enrique: creo que mi padre espera
solamente a que cumpla veinticinco años para darle libertad.

--Según cierta relación que me hizo de su nacimiento,--añadió el joven
sonriéndose,--sospecho que tiene ese mozo, con algún fundamento, la
lisonjera presunción de ser de la misma sangre que sus amos.

--Así lo pienso yo también porque mi padre le ha tratado siempre con
particular distinción, y aun ha dejado traslucir a la familia que tiene
motivos poderosos para creerle hijo de su difunto hermano don Luis. Pero
¡silencio!... ya llega.

El mulato se inclinó profundamente delante de su joven señora y avisó
que la aguardaban para la merienda.--Además,--añadió,--el cielo se va
oscureciendo demasiado y parece amenazar una tempestad.

Carlota levantó los ojos y viendo la exactitud de esta observación,
mandó retirarse al esclavo diciéndole que no tardarían en volver a la
casa. Mientras Sab regresaba a ella, internándose entre los árboles que
formaban el paseo, volvióse hacia su amante y fijando en él una mirada
suplicatoria:--Y bien,--le dijo,--¿vendrás pues a acompañarme a Cubitas?

--Vendré dentro de quince días: ¿no son lo mismo quince que ocho?

--¡Lo mismo!--repitió ella dando a sus bellos ojos una notable expresión
de sorpresa.--¡Pues qué! ¿no hay siete días de diferencia? ¡Siete días,
Enrique! Otros tantos he estado sin verte en esta primera separación y
me han parecido una eternidad. ¿No has experimentado tú cuán triste cosa
es ver salir el sol, un día y otro... sin que pueda disipar las
tinieblas del corazón, sin traernos un rayo de esperanza... porque
sabemos que no veremos con su luz el semblante adorado? Y luego, cuando
llega la noche, cuando la naturaleza se adormece en medio de las sombras
y las brisas, ¿no has sentido tu corazón inundarse de una ternura dulce,
indefinible como el aroma de las flores?... ¿No has experimentado una
necesidad de oir la voz querida en el silencio de la noche? ¿No te ha
agobiado la ausencia, ese malestar continuo, ese vacío inmenso, esa
agonía de un dolor que se reproduce bajo mil formas diversas, pero
siempre punzante, inagotable, insufrible?

Una lágrima empañó los ojos de la apasionada criolla, y levantándose del
tronco en que se hallaba sentada, entróse por entre los naranjos que
formaban un bosquecillo hacia la derecha, como si sintiese la necesidad
de dominar un exceso de sensibilidad que tanto le hacía sufrir.

Siguióla Enrique paso a paso, como si temiese dejar de verla, sin desear
alcanzarla, y pintábase en su blanca frente y en sus ojos azules una
expresión particular de duda e indecisión. Hubiérase dicho que dos
opuestos sentimientos, dos poderes enemigos dividían su corazón. De
repente detúvose, quedóse inmóvil mirando de lejos a Carlota, y escapóse
de sus labios una palabra... pero una palabra que revelaba un
pensamiento cuidadosamente disimulado hasta entonces. Espantado de su
imprudencia, tendió la vista en derredor para cerciorarse de que estaba
solo, y agitó al mismo tiempo su cuerpo un ligero estremecimiento. Era
que dos ojos, como ascuas de fuego, habían brillado entre el verde
oscuro de las hojas, flechando en él una mirada espantosa. Precipitóse
hacia aquel paraje porque le importaba conocer al espía misterioso que
acababa de sorprender su secreto, y era preciso castigarle u obligarle
al silencio. Pero nada encontró. El espía sin duda se deslizó por entre
los árboles, aprovechando el primer momento de sorpresa y turbación que
su vista produjera.

Enrique se apresuró entonces, y logró reunirse a su querida, a tiempo
que ésta atravesaba el umbral de la casa, en donde les esperaba don
Carlos servida ya la merienda.

La noche se acercaba mientras tanto, pero no serena y hermosa como la
anterior, sino que todo anunciaba ser una de aquellas noches de
tempestad, que en el clima de Cuba ofrecen un carácter tan terrible.

Hacía un calor sofocante que ninguna brisa temperaba; la atmósfera
cargada de electricidad pesaba sobre los cuerpos, como una capa de
plomo; las nubes, tan bajas que se confundían con las sombras de los
bosques, eran de un pardo oscuro con anchas bandas de color de fuego.
Ninguna hoja se estremecía, ningún sonido interrumpía el silencio
pavoroso de la naturaleza. Bandadas de auras[11] poblaban el aire,
oscureciendo la luz rojiza del sol poniente; y los perros, baja y
espeluznada la cola, abierta la boca y la lengua seca y encendida, se
pegaban contra la tierra; adivinando por instinto el sacudimiento
espantoso que iba a sufrir la naturaleza.

Estos síntomas de tempestad, conocidos de todos los cubanos, fueron un
motivo más para instar a Otway dilatase su partida hasta el día
siguiente por lo menos. Pero todo fué inútil y se manifestó resuelto a
partir en el momento, antes que se declarase la tempestad. Dos esclavos
recibieron la orden de traer su caballo, y don Carlos le ofreció a Sab
para que le acompañase.

Estaba determinado con anterioridad que el mulato partiese al día
siguiente a la ciudad a ciertos asuntos de su amo, y haciéndole
anticipar algunas horas su salida, proporcionaba éste a su futuro yerno
un compañero práctico en aquellos caminos. Agradeció Enrique esta
atención y levantándose de la mesa, en la que acababan de servirles la
merienda, según costumbre del país en aquella época, se acercó a Carlota
que con los ojos fijos en el cielo parecía examinar con inquietud desde
una ventana los anuncios de la tempestad, cada vez más próxima.

--Adiós, Carlota,--le dijo tomando con cariño una de sus manos,--no
serán quince los días de nuestra separación, vendré para acompañarte a
Cubitas.

--Sí,--contestó ella,--te espero, Enrique... pero, ¡Dios mío!--añadió
estremeciéndose y volviendo a dirigir al cielo los hermosos ojos, que
por un momento fijara en su amante.--Enrique, la noche será horrorosa...
la tempestad no tardará en estallar... ¿por qué te obstinas en partir?
Si tú no temes, hazlo por mí, por compasión de tu Carlota... Enrique, no
te vayas.

El inglés observó un instante el firmamento y repitió la orden de
traerle su caballo. No dejaba de conocer la proximidad de la tormenta,
pero convenía a sus intereses comerciales hallarse aquella noche en
Puerto Príncipe, y cuando mediaban consideraciones de esta clase, ni
los rayos del cielo ni los ruegos de su amada podían hacerle vacilar;
porque educado según las reglas de codicia y especulación, rodeado desde
su infancia por una atmósfera mercantil, por decirlo así, era exacto y
rígido en el cumplimiento de aquellos deberes que el interés de su
comercio le imponía.

Dos relámpagos brillaron con cortísimo intervalo seguidos por la
detonación de dos truenos espantosos, y una palidez mortal se extendió
sobre el rostro de Carlota, que miró a su amante con indecible ansiedad.
Don Carlos se acercó a ellos haciendo al joven mayores instancias para
que difiriese su partida, y aun las niñas hermanas de Carlota se
agruparon en torno suyo y abrazaban cariñosamente sus rodillas rogándole
que no partiese. Un solo individuo de los que en aquel momento encerraba
la sala permanecía indiferente a la tempestad, y a cuanto la rodeaba.
Este individuo era Teresa que apoyada en el antepecho de una ventana,
inmóvil e impasible, parecía sumergida en profunda distracción.

Cuando Enrique sustrayéndose a las instancias del dueño de la casa, a
las importunidades de las niñas y a las mudas súplicas de su querida, se
acercó a Teresa para decirla adiós, volvióse con un movimiento
convulsivo hacia él, asustada con el sonido de su voz.

Enrique al tomarla la mano notó que estaba fría y temblorosa, y aun
creyó percibir un leve suspiro ahogado con esfuerzo entre sus labios.
Fijó en ella los ojos con alguna sorpresa, pero había vuelto a colocarse
en su primera postura, y su rostro frío, y su mirada fija y seca, como
la de un cadáver, no revelaban nada de cuanto entonces ocupaba su
pensamiento y agitaba su alma.

Enrique montó a caballo; sólo aguardaba a Sab para partir, pero Sab
estaba detenido por Carlota que llena de inquietud le recomendaba su
amante.

--Sab,--le decía con penetrante acento,--si la tempestad es tan terrible
como presagian estas negras nubes y esta calma espantosa, tú, que
conoces a palmo este país, sabrás en donde refugiarte con Enrique.
Porque, por solitarios que sean estos campos, no faltará un bohío[12] en
que poneros al abrigo de la tormenta. ¡Sab!, yo te recomiendo mi
Enrique.

Un relámpago más vivo que los anteriores, y casi al mismo tiempo el
estampido de un trueno, arrancaron un débil grito a la tímida doncella,
que por un movimiento involuntario cubrió sus ojos con ambas manos.
Cuando los descubrió y tendió una mirada en derredor vió cerca de sí a
sus hermanitas, agrupadas en silencio unas contra otras y temblando de
miedo, mientras que Teresa permanecía de pie, tranquila y silenciosa, en
la misma ventana en que había recibido la despedida de Enrique. Sab no
estaba ya en la sala. Carlota se levantó de la butaca en que se había
arrojado casi desmayada al estampido del trueno, e intentó correr al
patio en que había visto a Enrique montar a caballo un momento antes, y
en el cual le suponía aún, pero en el mismo instante oyó la voz de su
padre que deseaba a los que partían un buen viaje, y el galope
acompasado de dos caballos que se alejaban. Entonces volvió a sentarse
lentamente y exclamó con dolorido acento.--¡Dios mío! ¿se padece tanto
siempre que se ama? ¿Aman y padecen del mismo modo todos los corazones,
o has depositado en el mío un germen más fecundo de afectos y
dolores?... ¡Ah! ¡si no es general esta terrible facultad de amar y
padecer, cuán cruel privilegio me has concedido!... porque es una
desgracia, es una gran desgracia sentir de esta manera.

Cubrió sus ojos llenos de lágrimas y gimió; porque levantándose de
improviso allá en lo más íntimo de su corazón no sé qué instinto
revelador y terrible, acababa de declararle una verdad, que hasta
entonces no había claramente comprendido: que hay almas superiores sobre
la tierra, privilegiadas para el sentimiento y desconocidas de las almas
vulgares; almas ricas de afectos, ricas de emociones... para las cuales
están reservadas las pasiones terribles, las grandes virtudes, los
inmensos pesares... y que el alma de Enrique no era una de ellas.




CAPITULO V

    ...La tormenta umbría
    en los aires revuelve un océano
    que todo lo sepulta...
             HEREDIA.


La noche más profunda enlutaba ya el suelo. Aun no caía una gota de
lluvia, ni la más ligera corriente de aire refrigeraba a la tierra
abrasada. Reinaba un silencio temeroso en la naturaleza, que parecía
contemplar con profundo desaliento la cólera del cielo y esperar con
triste resignación el cumplimiento de sus amenazas.

Sin embargo, en tan horrible noche dos hombres atrevidos atravesaban a
galope aquellas sabanas abrasadas, sin el menor indicio de temor. Estos
dos hombres ya los conoce el lector: eran Enrique y Sab, montado el uno
en su fogoso alazán, y el otro en un jaco negro como el ébano, más
ligero que vigoroso. El inglés llevaba ceñido un sable corto de puño de
plata cincelada, y dos pistolas en el arzón delantero de su silla; el
mulato no llevaba más arma que su machete.

Ni uno ni otro proferían una palabra, ni parecía que echasen de ver los
relámpagos, más frecuentes por momentos, porque cada uno de ellos estaba
dominado por un pensamiento que absorbía cualquier otro. Es indudable
que Enrique Otway amaba a Carlota de B... y ¿cómo no amar a una criatura
tan bella y apasionada? Cualesquiera que fuesen las facultades del alma
del inglés, la altura o bajeza de sus sentimientos, y el mayor o menor
grado de su sensibilidad, no cabe duda en que su amor a la hija de don
Carlos era una de las pasiones más fuertes que había experimentado en su
vida. Pero esta pasión, no siendo única, era contrastada evidentemente
por otra pasión rival y a veces victoriosa: la codicia.

Pensaba, pues, alejándose de su querida, en la felicidad de poseerla, y
pesaba esta dicha con la de ser más rico, casándose con una mujer menos
bella acaso, menos tierna, pero cuya dote pudiera restablecer el crédito
de su casa decaída y satisfacer la codicia de su padre. Agitado e
indeciso en esta elección, se reconvenía a sí mismo de no ser bastante
codicioso para sacrificar su amor a su interés, o bastante generoso para
posponer su conveniencia a su amor.

Diversos pensamientos más sombríos, más terribles, eran sin duda los que
ocupaban el alma del esclavo. ¿Pero quién se atrevería a querer
penetrarlos? A la luz repercutida de los relámpagos veíanse sus ojos
fijos, siempre fijos en su compañero, como si quisiera registrar con
ellos los senos más recónditos de su corazón; y por un inconcebible
prodigio pareció por fin haberlo conseguido, pues desvió de repente su
mirada, y una sonrisa amarga, desdeñosa, inexplicable, contrajo
momentáneamente sus labios.--¡Miserable!--murmuró con voz inteligible;
pero esta exclamación fué sofocada por la detonación del rayo.

La tempestad estalla por fin súbitamente. Al soplo impetuoso de los
vientos desencadenados el polvo de los campos se levanta en sofocantes
torbellinos; el cielo se abre vomitando fuego por innumerables bocas; el
relámpago describe mil ángulos encendidos; el rayo troncha los más
corpulentos árboles y la atmósfera encendida semeja una vasta hoguera.

El joven inglés se vuelve con un movimiento de terror hacia su
compañero.

--Es imposible continuar,--le dice,--absolutamente imposible.

--No lejos de aquí,--responde tranquilamente el esclavo,--está la
estancia de un conocido mío.

--Vamos a ella al momento,--dijo Enrique que conocía la imposibilidad de
tomar otro partido.

Pero apenas había pronunciado estas palabras una nube se rasgó sobre su
cabeza: el árbol bajo el cual se hallaba cayó abrasado por el rayo, y su
caballo lanzándose por entre los árboles, que el viento secudía y
desgajaba, rompió el freno con que el aturdido jinete se esforzaba en
vano en contenerle. Chocando su cabeza contra las ramas y vigorosamente
secudido por el espantado animal, Enrique perdió la silla y fué a caer
ensangrentado y sin sentido en lo más espeso del bosque.

Un gemido doliente y largo designó al mulato el paraje en que había
caído, y bajándose de su caballo se adelantó presuroso y con admirable
tino, a pesar de la profunda oscuridad. Encontró al pobre Otway pálido,
sin sentido, magullado el rostro y cubierto de sangre, y quedóse de pie
delante de él, inmóvil y como petrificado. Sin embargo, sombrío y
siniestro, como los fuegos de la tempestad, era el brillo que despedían
en aquel momento sus pupilas de azabache, y sin el ruido de los vientos
y de los truenos hubiéranse oído los latidos de su corazón.

--¡Aquí está!--exclamó por fin con horrible sonrisa.--¡Aquí
está!--repitió con acento sordo y profundo, que armonizaba de un modo
horrendo con los bramidos del huracán.--¡Sin sentido! ¡Moribundo!...
mañana llorarían a Enrique Otway muerto de una caída, víctima de su
imprudencia..., nadie podría decir si esta cabeza había sido despedazada
por el golpe o si una mano enemiga había terminado la obra. Nadie
adivinaría si el decreto del cielo había sido auxiliado por la mano de
un mortal..., la oscuridad es profunda y estamos solos..., solos él y yo
en medio de la noche y de la tempestad!... Helo aquí a mis pies, sin
voz, sin conocimiento, a este hombre aborrecido. Una voluntad le
reduciría a la nada, y esa voluntad es la mía...; la mía ¡pobre esclavo
de quien él no sospecha que tenga un alma superior a la suya... capaz de
amar, capaz de aborrecer..., un alma que supiera ser grande y virtuosa y
que ahora puede ser criminal! ¡He aquí tendido a ese hombre que no debe
levantarse más!

Crujieron sus dientes y con brazo vigoroso levantó en el aire, como a
una ligera paja, el cuerpo esbelto y delicado del joven inglés.

Pero una súbita e incomprensible mudanza se verifica en aquel momento en
su alma, pues se queda inmóvil y sin respiración cual si lo subyugase el
poder de algún misterioso conjuro. Sin duda un genio invisible,
protector de Enrique, acaba de murmurar en sus oídos las últimas
palabras de Carlota:

--Sab, yo te recomiendo mi Enrique.

--¡Su Enrique!--exclamó con triste y sardónica sonrisa:--¡El! ¡Este
hombre sin corazón! ¡Y ella llorará su muerte! ¡Y él se llevará al
sepulcro sus amores y sus ilusiones!... Porque muriendo él, no conocerá
nunca Carlota cuán indigno era de su amor entusiasta, de su amor de
mujer y de virgen... muriendo vivirá por más tiempo en su memoria,
porque le animará el alma de Carlota, aquella alma que el miserable no
podrá comprender jamás. Pero ¿debo yo dejarle la vida? ¿Le permitiré que
profane a ese ángel de inocencia y de amor? ¿Le arrancaré de los brazos
de la muerte para ponerle en los suyos?

Un débil gemido que exhaló Otway hizo estremecer al esclavo. Dejó caer
su cabeza que sostenía, retrocedió algunos pasos, cruzó los brazos sobre
su pecho, agitado de una tempestad más horrible que la de la naturaleza;
miró al cielo que semejaba un mar de fuego, miró a Otway en silencio y
sacudió con violencia su cabeza empapada por la lluvia, rechinando unos
contra otros sus dientes de marfil. Luego se acercó precipitadamente al
herido, y era evidente que terminaban sus vacilaciones y que había
tomado uno resolución decidida.

Al día siguiente hacía una mañana hermosa como lo es por lo regular en
las Antillas la que sucede a una noche de tormenta. La atmósfera
purificada, el cielo azul y espléndido, el sol vertiendo torrentes de
luz sobre la naturaleza regocijada. Solamente algunos árboles desgajados
atestiguaban todavía la reciente tempestad.

Carlota de B... veía comenzar aquel deseado día apoyada en la ventana de
su dormitorio, la misma en que la hemos presentado por primera vez a
nuestros lectores. El encarnado de sus ojos, y la palidez de sus
mejillas, revelaban las agitaciones y el llanto de la noche, y sus
miradas se tendían por el camino de la ciudad con una expresión de
melancolía y fatiga.

Repentinamente en su fisonomía se pintó un espanto indescribible y sus
ojos, sin variar de dirección, tomaron una expresión más notable de
zozobra y agonía. Lanzó un grito y hubiera caído en tierra si acudiendo
Teresa no la recibiera en sus brazos. Pero como si fuese tocada de una
conmoción eléctrica, Teresa, en el momento de llegar a la fatal ventana,
quedó tan pálida y demudada como la misma Carlota. Sus rodillas se
doblaron bajo el peso de su cuerpo, y un grito igual al que la había
atraído a aquel sitio se exhaló de su oprimido pecho.

Pero nadie acude a socorrerlas: la alarma es general en la casa, y el
señor de B... está demasiado aturdido para poder atender a su hija.

El objeto que causa tal consternación no es más que un caballo con silla
inglesa, y las bridas despedazadas, que acaba de llegar conducido por su
instinto al sitio de que partiera la noche anterior. ¡Es el caballo de
Enrique! Carlota, vuelta en su acuerdo, prorrumpe en gritos
desesperados. En vano Teresa la aprieta entre sus brazos con no usada
ternura, conjurándola a que se tranquilice y esforzándose a darle
esperanzas; en vano su excelente padre pone en movimiento a todos sus
esclavos para que salgan en busca de Enrique. Carlota a nada atiende,
nada oye, nada ve sino a aquel fatal caballo mensajero de la muerte de
su amante. A él interroga con agudos gritos y en un rapto de
desesperación precipítase fuera de la casa y corre desatinada hacia los
campos, diciendo con enajenamiento de dolor:

--Yo misma, yo le buscaré..., yo quiero descubrir su cadáver y expirar
sobre él.

Parte veloz como una flecha y al atravesar la taranquela se encuentra
frente a frente con el mulato. Sus vestidos y sus cabellos aun están
empapados por el agua de la noche, mientras que corren de su frente
ardientes gotas de sudor que prueban la fatiga de una marcha
precipitada.

Carlota al verle arroja un grito y tiene que apoyarse en la taranquela
para no caer. Sin fuerzas para interrogarle, fija en él los ojos con
indecible ansiedad, y el mulato la entiende, pues saca de su cinturón un
papel que le presenta. Igualmente tiemblan la mano que le da y la que le
recibe... Carlota devora ya aquel escrito con sus ansiosas miradas, pero
el exceso de su conmoción no le permite terminarlo, y alargándoselo a su
padre, que con Teresa llegaba a aquel sitio, cae en tierra desmayada.

Mientras don Carlos la toma en sus brazos cubriéndola de besos y
lágrimas, Teresa lee en alta voz la carta. Decía así:

«Amada Carlota: salgo para la ciudad en un carruaje que me envía mi
padre, y estoy libre al presente de todo riesgo. Una caída del caballo
me ha obligado a detenerme en la estancia de un labrador conocido de
Sab, de la cual te escribo para tranquilizarte y prevenir el susto que
podrá causarte el ver llegar mi caballo, si como Sab presume, lo hace
así. He debido a este joven los más activos cuidados. El es quien
andando cuatro leguas de ida y vuelta, en menos de dos horas acaba de
traerme el carruaje en el que pienso llegar con comodidad a Puerto
Príncipe. Adiós, etc.»

Carlota vuelta apenas en su conocimiento, hizo acercar al
esclavo y, en un exabrupto de alegría y agradecimiento, ciñó
su cuello con sus hermosos brazos.--¡Amigo mío! ¡Mi ángel de
consolación!--exclamaba:--¡bendígate el cielo!.... ya eres libre, yo lo
quiero.

Sab se inclinó profundamente a los pies de la doncella y besó la
delicada mano que se había colocado voluntariamente junto a sus labios.
Pero la mano huyó al momento y Carlota sintió un ligero estremecimiento,
porque los labios del esclavo habían caído en su mano como una ascua de
fuego.--Eres libre,--repitió ella, fijando en él su mirada sorprendida
como si quisiera leer en su rostro la causa de una emoción que no podía
atribuir al gozo de una libertad largo tiempo ofrecida y repetidas veces
rehusada; pero Sab se había dominado y su mirada era triste y tranquila,
y serio y melancólico su aspecto.

Interrogado por su amo, refirió en pocas palabras los pormenores de la
noche, y acabó asegurando a Carlota que no corría ningún peligro su
amante y que la herida que recibiera en la cabeza era tan leve que no
debía causar la menor inquietud. Quiso en seguida volver a marchar a la
ciudad a desempeñar los encargos de su amo, pero éste considerándole
fatigado le ordenó descansar aquel día y partir al siguiente con el
fresco de la madrugada. El esclavo obedeció retirándose inmediatamente.

Las diversas y vivas emociones que Carlota había experimentado en pocas
horas, agitáronla de tal modo que se sintió indispuesta y tuvo necesidad
de recogerse en su estancia. Teresa la hizo acostar y colocóse ella a la
cabecera del lecho mientras el señor de B... fumando cigarros y
columpiándose en su hamaca, pensaba en la extremada sensibilidad de su
hija, tratando de tranquilizar su corazón paternal de la inquietud que
esta sensibilidad tan viva le causaba, repitiéndose a sí mismo:--Pronto
será la esposa del hombre que ama; Enrique es bueno y cariñoso, y la
hará feliz. Feliz como yo hice a su madre cuya hermosura y ternura ha
heredado.

Mientras él discurría así, sus cuatro hijas pequeñas jugaban alrededor
de la hamaca. De rato en rato llegábanse a columpiarle, y don Carlos las
besaba reteniéndolas en sus brazos.

--Hechizos de mi vida,--las decía,--un sentimiento más vivo que el
afecto filial domina ya el corazón de Carlota, pero vosotras nada
conocéis todavía más dulce que las caricias paternales. Cuando un esposo
reclame toda su ternura y sus cuidados, vosotras consagraréis los
vuestros a hermosear los últimos días de vuestro anciano padre.

Carlota, reclinada su linda cabeza en el seno de Teresa, hablábale
también de los objetos de su cariño: de su excelente padre, de Enrique a
quien amaba más en aquel momento, porque ¿quién ignora cuanto más caro
se hace el objeto amado, cuando le recobramos después de haber temido
perderle?

Teresa la escuchaba en silencio; disipados los temores, había recobrado
su glacial continente, y en los cuidados que prodigaba a su amiga había
más bondad que ternura.

Rendida por último a tantas agitaciones como sufriera desde el día
anterior, durmióse Carlota sobre el pecho de Teresa, cerca del mediodía
y cuando el calor era más sensible. Teresa contempló largo rato aquella
cabeza tan hermosa, y aquellos soberbios ojos dulcemente cerrados, cuyas
largas pestañas sombreaban las más puras mejillas. Luego colocó
suavemente sobre la almohada la cabeza de la bella dormida y brotó de
sus párpados una lágrima largo tiempo comprimida.

--¡Cuán hermosa es!--murmuró entre dientes.--¿Cómo pudiera dejar de ser
amada? Luego miróse en un espejo que estaba al frente y una sonrisa
amarga osciló sobre sus labios.




CAPITULO VI

      Y mirando enternecido
    al generoso animal,
    le repite:--mientras viva
    mi fiel amigo serás.
              _Romance anónimo._


Habiendo descansado una gran parte del día y toda la noche, despertóse
Carlota al amanecer del siguiente, y observando que aun todos dormían,
echóse fuera del lecho queriendo salir a respirar en el campo el aire
puro de la madrugada. Su indisposición, producida únicamente por la
fatiga de una noche de insomnio, y las agitaciones que experimentara en
las primeras horas del otro día, había desaparecido enteramente después
de un sueño largo y tranquilo, y encontrábase contenta y dichosa cuando
al despertar, a la primera lumbre del sol, se dijo a si misma: Enrique
vive y está libre de todo riesgo; dentro de ocho días le veré junto a
mí, apasionado y feliz; dentro de algunos meses estaré unida a él con
lazos indisolubles.

Vistióse ligeramente y salió sin hacer ruido para no despertar a Teresa.
La madrugada era fresca y hermosa, y el campo no había parecido nunca a
Carlota tan pintoresco y florido.

Al salir de casa llevando en su pañuelo muchos granos de maíz,
rodeáronla innumerables aves domésticas. Las palomas berberiscas sus
favoritas, y las gallinas americanas, pequeñas y pintadas, llegaban a
coger el maíz a su falda y posaban aleteando sobre sus hombros.

Más lejos el pavo real rizaba las cinéreas y azuladas plumas de su
cuello, presentando con orgullo a los primeros rayos del sol su
tornasolada y magnífica cola; mientras el pacífico ganso se acercaba
pausadamente a recibir su ración. La joven sentíase en aquel momento
feliz como un niño que encuentra sus juguetes al levantarse del seno de
su madre, saliendo de su sueño de inocencia.

El temor de una desgracia superior hace menos sensible a los pesares
ligeros. Carlota después de haber creído perder a su amante sentía mucho
menos su ausencia. Su alma fatigada de sentimientos vehementes reposaba
con delicia sobre los objetos que la rodeaban, y aquel día naciente, tan
puro, asemejábase a los ojos de la doncella a los días apacibles de su
primera edad.

No había en Puerto Príncipe, en la época de nuestra historia, grande
afición a los jardines; apenas se conocían; acaso por ser todo el país
un vasto y magnífico vergel formado por la naturaleza y al que no osaba
el arte competir. Sin embargo, Sab, que sabía cuánto amaba las flores su
joven señora, había cultivado vecino a la casa de Bellavista un pequeño
y gracioso jardín hacia el cual se dirigió la doncella, luego que dió de
comer a sus aves favoritas.

No dominaba el gusto inglés ni el francés en aquel lindo jardinillo: Sab
no había consultado sino sus caprichos al formarle.

Era un recinto de poca extensión defendido del ardiente viento del sur
por triples hileras de altas cañas de hermoso verde oscuro, conocidas en
el país con el nombre de pitos, que batidas ligeramente por la brisa
formaban un murmullo dulce y melancólico, como el de la ligera corriente
de un arroyo. Era el jardín un cuadro perfecto, y los otros tres frentes
los formaban arcos de juncos cubiertos por vistosos festones de
cambustera y balsamina, cuyas flores carmíneas y doradas libaban
zumbando los colibríes[13] brillantes como esmeraldas y topacios. Sab
había reunido en aquel pequeño recinto todas las flores que más amaba
Carlota. Allí lucían la astronomía, de pomposos ramilletes morados, la
azucena y la rosa, la clavellina[14] y el jazmín, la modesta violeta y
el orgulloso girasol enamorado del rey de los astros, la variable
malvarrosa[15], la aleluya con sus flores nacaradas, y la pasionaria[16]
ofreciendo en su cáliz maravilloso las sagradas insignias de la pasión
del Redentor. En medio del jardín había un pequeño estanque en el que
Sab había reunido varios pecesitos de vistosos colores, rodeándole de un
banco de verdura sombreado por las anchas hojas de los plátanos.

Carlota recorría el jardín llenando de flores su blanco pañuelo de
batista; de rato en rato interrumpía esta ocupación para perseguir las
mariposas pintadas que revoloteaban sobre las flores. Luego sentábase
fatigada a orillas del estanque; sus bellos ojos tomaban gradualmente
una expresión pensativa, y distraídamente deshojaba las flores que con
tanto placer había escogido, y las iba arrojando en el estanque.

Una vez sacóla de su distracción un leve rumor que le pareció producido
por las pisadas de alguno que se acercaba. Creyó que despertando Teresa
y advirtiendo su ausencia vendría buscándola, y la llamó repetidas
veces. Nadie respondió y Carlota volvió a caer insensiblemente en su
distracción. No fué larga sin embargo; la más linda y blanca de las
mariposas que había visto hasta entonces llegó atrevidamente a posarse
en su falda, alejándose después con provocativo vuelo. Carlota sacudió
la cabeza como para lanzar de ella un pensamiento importuno, siguió con
la vista la mariposa y vióla posar sobre un jazmín cuya blancura
superaba. Entonces se levantó la joven y se precipitó sobre ella, pero
el ligero insecto burló su diestro ataque, saliéndose por entre sus
hermosos dedos, y alejándose veloz y parándose a trechos provocó largo
tiempo a su perseguidora cuyos deseos burlaba en el momento de creerlos
realizados. Sintiéndose fatigada, redobla Carlota sus esfuerzos, acosa a
su ligera enemiga, persíguela con tenacidad, y arrojando sobre ella su
pañuelo logra por fin cogerla. Su rostro se embellece con la expresión
del triunfo, y mira a la prisionera por una abertura del pañuelo con la
alegría de un niño; pero inconstante como él, cesa de repente de
complacerse en la desgracia de su cautiva: abre el pañuelo y se regocija
con verla volar libre, tanto como un minuto antes se gozara en
aprisionarla.

Al verla tan joven, tan pueril, tan hermosa, no sospecharían los hombres
inflexivos que el corazón que palpitaba de placer en aquel pecho por la
prisión y la libertad de una mariposa, fuese capaz de pasiones tan
vehementes como profundas. ¡Ah! ignoran ellos que conviene a las almas
superiores descender de tiempo en tiempo de su elevada región: que
necesitan pequeñeces aquellos espíritus inmensos a quienes no satisface
todo lo más grande que el mundo y la vida pueden presentarles. Si se
hacen frívolos y ligeros por intervalos, es porque sienten la necesidad
de respetar sus grandes facultades y temen ser devorados por ellas.

Así el torrente tiende mansamente sus aguas sobre las yerbas del prado,
y acaricia las flores que en su impetuosa creciente puede destruir y
arrasar en un momento.

Carlota fué interrumpida en sus inocentes distracciones por el bullicio
de los esclavos que iban a sus trabajos. Llamóles a todos,
preguntándoles sus nombres uno por uno, e informándose con hechicera
bondad de su situación particular, oficio y estado. Encantados los
negros respondían colmándola de bendiciones y celebrando la humanidad de
don Carlos y el celo y benignidad de su mayoral Sab. Carlota se
complacía escuchándoles, y repartió entre ellos todo el dinero que
llevaba en sus bolsillos con expresiones de compasión y afecto. Los
esclavos se alejaron bendiciéndola y ella les siguió algún tiempo con
los ojos llenos de lágrimas.

--¡Pobres infelices!--exclamó.--Se juzgan afortunados porque no se les
prodigan palos e injurias, y comen tranquilamente el pan de la
esclavitud. Se juzgan afortunados y son esclavos sus hijos antes de
salir del vientre de sus madres, y los ven vender luego como a bestias
irracionales... ¡A sus hijos, carne y sangre suya! Cuando yo sea la
esposa de Enrique,--añadió después de un momento de silencio,--ningún
infeliz respirará a mi lado el aire emponzoñado de la esclavitud.
Daremos libertad a todos nuestros negros. ¿Qué importa ser menos ricos?
¿Seremos por eso menos dichosos? Una choza con Enrique es bastante para
mí, y para él no habrá riqueza preferible a mi gratitud y mi amor.

Al concluir estas palabras estremeciéronse los pitos, como si una mano
robusta los hubiese sacudido y Carlota asustada salió del jardín y se
encaminó precipitadamente hacia la casa.

Tocaba ya en el umbral de ella cuando oyó a su espalda una voz conocida
que la daba los buenos días; volvióse y vió a Sab.--Te suponía ya
andando para la ciudad,--le dijo ella.

--Me ha parecido,--respondió el joven con alguna turbación,--que debía
aguardar que se levantase su merced para preguntarla si tenía algo que
ordenarme.

--Yo te lo agradezco Sab, y voy ahora mismo a escribir a Enrique; vendré
a darte mi carta dentro de un instante.

Entróse Carlota en la casa, en la que dormían profundamente su padre,
sus hermanitas y Teresa, y Sab la vió ocultarse a su vista exclamando
con hondo y melancólico acento:

--¡Por qué no puedes realizar tus sueños de inocencia y de entusiasmo
ángel del cielo!... ¿Por qué el que te puso sobre esta tierra de miseria
y crimen no dió a ese hermoso extranjero el alma del mulato?

Inclinóse su frente con profundo dolor y permaneció un rato abismado en
triste meditación. Luego se dirigió a la cuadra en que estaban su jaco
negro y el hermoso alazán de Enrique. Puso su mano sobre el lomo del
primero mirándole con ojos enternecidos.

--Leal y pacífico animal,--le dijo,--tú soportas con mansedumbre el peso
de este cuerpo miserable. Ni las tempestades del cielo te asustan y te
impulsan a sacudirle contra las peñas. Tú respetas tu inútil carga
mientras ese hermoso animal sacude la suya, y arroja y pisotea al hombre
feliz, cuya vida es querida, cuya muerte sería llorada, ¡Pobre jaco mío!
si fueses capaz de comprensión como lo eres de afecto, conocerías cuánto
bien me hubieras hecho estrellándome contra las peñas al bramido de la
tempestad. Mi muerte no costaría lágrimas..., ningún vacío dejaría en la
tierra el pobre mulato, y correrías libre por los campos o llevarías una
carga más noble.

El caballo levantaba la cabeza y le miraba como si quisiera
comprenderle. Luego le lamía las manos y parecía decirle con aquellas
caricias:--Te amo mucho para poder complacerte: de ninguna otra mano que
la tuya recibo con gusto el sustento.

Sab recibía sus caricias con visible conmoción y comenzó a enjaezarlo
diciéndole con voz por instantes más triste:

--Tú eres el único sér en la tierra que quiera acariciar estas manos
tostadas y ásperas; tú el único que no se avergüenza de amarme; lo mismo
que yo naciste condenado a la servidumbre..., pero, ¡ay! ¡tu suerte es
más dichosa que la mía!, pobre animal; menos cruel contigo el destino,
no te ha dado el funesto privilegio del pensamiento. Nada te grita en tu
interior que merecías más noble suerte, y sufres la tuya con
resignación.

La dulce voz de Carlota le arrancó de sus sombrías ideas. Recibió la
carta que le presentó la doncella, despidióse de ella respetuosamente y
partió en su jaco llevando del cabestro el alazán de Enrique.

Ya se había levantado toda la familia y Carlota se presentó para el
desayuno. Nunca había estado tan hermosa y amable; su alegría puso de
buen humor a todos, y la misma Teresa parecía menos fría y displicente
que de costumbre. Así se pasó aquel día en agradables conversaciones y
cortos paseos, y así transcurrieron otros que duró la ausencia de
Enrique.

Carlota empleaba una gran parte de ellos gozando anticipadamente con el
pensamiento la satisfacción de hacer una divertida viajata con su
amante. ¡Tal es el amor! anhela un ilimitado porvenir, pero no desprecia
ni el momento más corto. Esperaba Carlota toda una vida de amor, y se
embelesaba a la proximidad de algunos días, como si fuesen los únicos en
que debiera gozar la presencia de su amante.

Presentía el placer de viajar por un país pintoresco y magnífico con el
objeto de su elección, y a la verdad nada es más grato a un corazón que
sabe amar que el viajar de este modo. La naturaleza se embellece con la
presencia del objeto que se ama y éste se embellece con la naturaleza.
Hay no sé qué mágica armonía entre la voz querida, el susurro de los
árboles, la corriente de los arroyos y el murmullo de la brisa. En la
agitación del viaje todo pasa por delante de nuestra vista como los
paisajes de un panorama, pero el objeto amado está siempre allí, y en
sus miradas y en su sonrisa volvemos a hallar las emociones deliciosas
que produjeran en nuestro corazón los cuadros variados que van
desapareciendo.

Aquel que quiera experimentar en toda su plenitud estas emociones
indescribibles, viaje por los campos de Cuba con la persona querida.
Atraviese con ella sus montes gigantescos, sus inmensas sabanas, sus
pintorescas praderías; suba en sus empinados cerros, cubiertos de rica e
inmarchitable verdura; escuche en la soledad de sus bosques el ruido de
sus arroyos y el canto de sus sinsontes. Entonces sentirá aquella vida
poderosa, inmensa, que no conocieron jamás los que habitan bajo el
nebuloso cielo del Norte; entonces habrá gozado en algunas horas toda
una existencia de emociones... pero que no intente encontrarla después
en el cielo y en la tierra de otros países. No serán ya para él ni cielo
ni tierra.




CAPITULO VII

    ...Lo que quiere
    son talegos y no trastos.
    lo primero los doblones.
              CAÑIZARES.


Ocho días después de aquel en que partió Enrique de Bellavista, a las
diez de la mañana de un día caluroso se desayunaban amigablemente en un
aposento bajo de una gran casa, situada en una de las mejores calles de
Puerto Príncipe, Enrique Otway y su padre.

El joven tenía aún en el rostro varias manchas moradas de las
contusiones que recibiera en la caída, y en la frente la señal reciente
de una herida apenas cerrada. Sin embargo, en la negligencia y desaliño
a que le obligaba el calor, su figura parecía más bella e interesante.
Una camisa de transparente batista velaba apenas su blanquísima espalda,
y dejaba enteramente descubierta una garganta que parecía vaciada en un
bello molde griego, en torno de la cual flotaban los bucles de sus
cabellos, rubios como el oro.

Frente por frente de tan graciosa figura veíase la grosera y repugnante
del viejo buhonero; la cabeza calva sembrada a trechos hacia atrás por
algunos mechones de cabellos rojos matizados de blanco, las mejillas de
un encarnado subido, los ojos hundidos, la frente surcada de arrugas,
los labios sutiles y apretados, la barba puntiaguda y envuelto su cuerpo
alto y enjuto en una bata blanca y almidonada.

Mientras Enrique desocupaba con buen apetito un ancho pocillo de
chocolate, el viejo tenía fijos en él los cavernosos ojos, y con voz
hueca y cascarrona le decía:

--No me queda duda, Carlota de B... aun después de heredar a su padre,
no poseerá más que una módica fortuna; y luego en fincas deterioradas,
perdidas!... Bah, bah, estos malditos isleños saben mejor aparentar
riquezas que adquirirlas o conservarlas. Pero en fin, no faltan en el
país buenos caudales; y no, no te casarás con Carlota de B... mientras
haya otras varias en que escoger, tan buenas y más ricas que ella.
¿Dudas tú que cualquiera de estas criollas, la más encopetada, se dará
por muy contenta contigo? Ja, ja, de eso respondo yo. Gracias al cielo y
a mi prudencia, nuestro mal estado no es generalmente conocido, y en
este país nuevo la llamada nobleza no conoce todavía las rancias
preocupaciones de nuestra vieja aristocracia europea. Si don Carlos de
B... hizo algunos melindres, ya ves que tuvo a bien tomar luego otra
marcha. Yo te fío que te casarás con quien se te antoje.

El viejo hizo una mueca que parodiaba una sonrisa, y añadió en seguida
frotándose las manos y abriendo cuanto le era posible sus ojos
brillantes con la avaricia.--¡Oh! ¡y si se realizase mi sueño de
anoche!... Tú, Enrique, te burlas de los sueños, pero el mío es notable,
verosímil, profético... ¡Soñar que era mía la gran lotería! ¡Cuarenta
mil duros en oro y plata! ¿Sabes tú que es una fortuna? ¡Cuarenta mil
duros a un comerciante decaído!... Es un bocado sin hueso, como dicen en
el país. El correo de la Habana debía llegar anoche, pero ese maldito
correo parece que se retarda de intento para prolongar la agonía de esta
espectativa.

Y, en efecto, pintábase en el semblante del viejo una extremada
ansiedad.

--Si habéis de ver burlada vuestra esperanza,--dijo el joven,--cuanto
más tarde será mejor. Pero en fin, si sacabais el lote bastaría a
restablecer nuestra casa y yo podría casarme con Carlota.

--¡Casarte con Carlota!--exclamó Jorge poniendo sobre la mesa un pocillo
de chocolate que acercaba a sus labios, y que dejara sin probarle al oir
la conclusión desagradable del discurso de su hijo.--¡Casarte con
Carlota cuando tuvieras cuarenta mil duros más! ¡Cuando fueras partido
para la más rica del país! ¿Has podido pensarlo, insensato? ¿Qué
hechizos te ha dado esa mujer para trastornar así tu juicio?

--¡Es tan bella!--repuso el joven, no sin alguna timidez.--¡Es tan
buena! ¡Su corazón tan tierno! ¡Su talento tan seductor!...

--¡Bah! ¡Bah!--interrumpió Jorge con impaciencia,--¿y qué hace de todo
eso un marido? Un comerciante, Enrique, ya te lo he dicho cien veces, se
casa con una mujer lo mismo que se asocia con un compañero, por
especulación, por conveniencia. La hermosura, el talento que un hombre
de nuestra clase busca en la mujer con quien ha de casarse, son la
riqueza y la economía. ¡Qué linda adquisición ibas a hacer en tu bella
melindrosa, arruinada y acostumbrada al lujo de la opulencia! El
matrimonio, Enrique, es...

El viejo iba a continuar desenvolviendo sus teorías mercantiles sobre el
matrimonio cuando fué interrumpido por un fuerte golpe dado con el
aldabón de la puerta; y la voz conocida de uno de sus esclavos gritó por
dos veces:--El correo; están aquí las cartas del correo.--Jorge Otway se
levantó con tal ímpetu, que vertió el chocolate sobre la mesa y echó a
rodar la silla, corriendo a abrir la puerta y arrebatando con mano
trémula las cartas que el negro le presentaba haciendo reverencias. Tres
abrió sucesivamente y las arrojó con enfado diciendo entre dientes:--Son
de negocios.--Por último rompe un sobre y ve lo que busca: el diario de
la Habana que contiene la relación de los números premiados. Pero el
exceso de su agitación no le permite leer aquellas líneas que deben
realizar o destruir sus esperanzas, y alargando el papel a su
hijo.--Toma,--le dice,--léelo tú; mis billetes son tres: números 1,750,
3,908 et 8,004. Lee pronto, el premio mayor es el que quiero saber; los
cuarenta mil duros; acaba.

--El premio mayor ha caído en Puerto Príncipe,--exclamó el joven con
alegría.

--¡En Puerto Príncipe! ¡Veamos!... ¡El número, Enrique, el número!--Y el
viejo apenas respiraba.

Pero la puerta, que había dejado abierta, da paso en el mismo momento a
la figura de un mulato, harto conocido ya de nuestros lectores, y Sab,
que no sospecha lo intempestivo de su llegada, se adelanta con el
sombrero en la mano.

--¡Maldición sobre ti!--grita furioso Jorge Otway.--¿Qué diablos quieres
aquí, pícaro mulato, y cómo te atreves a entrar sin mi permiso? ¿Y ese
imbécil de negro qué hace? ¿Dónde está que no te ha echado a palos?

Sab se detiene atónito a tan brusco recibimiento, fijando en el inglés
los ojos mientras se cubría su frente de ligeras arrugas, y temblaban
convulsivamente sus labios, como acontece con el frío que precede a una
calentura. Diríase que estaba intimidado al aspecto colérico de Jorge
si el encarnado que matizó en un momento el blanco amarillento de sus
ojos, y el fuego que despedían sus pupilas de azabache, no diesen a su
silencio el aire de la amenaza más bien que el del respeto.

Enrique, vivamente sentido del grosero lenguaje empleado por su padre
con un mozo al cual miraba con afecto desde la noche de su caída,
procuró hacerle menos sensible con su amabilidad la desagradable acogida
de Jorge, al cual manifestó que siendo aquella su habitación particular,
y habiendo concedido a Sab el permiso de entrar en ella a cualquiera
hora, sin preceder aviso, no era culpable del atrevimiento que se le
reprendía.

Pero el viejo no atendía a estas disculpas, porque habiendo arrancado de
manos de Enrique el pliego deseado, lo devoraba con sus ojos; y Sab,
satisfecho al parecer con la benevolencia del joven y repuesto de la
primera impresión que la brutalidad de Jorge le causara, abría ya los
labios para manifestar el objeto de su visita, cuando un nuevo arrebato
de éste fijó en él la atención de los dos jóvenes. Jorge acababa de
despedazar entre sus manos el pliego impreso que leía, en un ímpetu de
rabia y desesperación.

--¡Maldición!--repitió por dos veces.--¡El 8014! ¡El 8014 y yo tengo el
8004!... ¡Por la diferencia de un guarismo! ¡Por sólo un guarismo!...
¡Maldición!...--Y se dejó caer con furor sobre una silla.

Enrique no pudo menos que participar del disgusto de su padre,
pronunciando entre dientes las palabras fatalidad y mala suerte, y
volviéndose a Sab le ordenó seguirle a un gabinete inmediato, deseando
dejar a Jorge desahogar con libertad el mal humor que siempre produce
una esperanza burlada.

Pero quedó admirado y resentido cuando al mirar al mulato vió brillar
sus ojos con la expresión de una viva alegría, creyendo desde luego que
Sab se gozaba en el disgusto de su padre. Echóle en consecuencia una
mirada de reproche, que el mulato no notó, o fingió no notar, pues sin
pretender justificarse dijo en el momento:

--Vengo a avisar a su merced, que me marcho dentro de una hora a
Bellavista.

--¡Dentro de un hora! El calor es grande y la hora incómoda,--dijo
Enrique,--de otro modo iría contigo, pues tengo ofrecido a Carlota
acompañarla en el paseo que piensa hacer tu amo por Cubitas.

--A buen paso,--repuso Sab,--dentro de dos horas estaríamos en el
ingenio y esta tarde podríamos partir para Cubitas.

Enrique reflexionó un momento.

--Pues bien,--dijo luego,--da orden a un esclavo de que disponga mi
caballo y espérame en el patio: partiremos.

Sab se inclinó en señal de obediencia y salióse a ejecutar las órdenes
de Enrique, mientras éste volvía al lado de su padre, al que encontró
echado en un sofá con semblante de profundo desaliento.

--Padre mío,--dijo el joven dando a su voz una inflexión afectuosa, que
armonizaba perfectamente con su dulce fisonomía,--si lo permitís partiré
ahora mismo para Guanaja. Anoche me dijisteis que debía llegar de un
momento a otro a aquel puerto otro buque que os está consignado, y mi
presencia allá puede ser necesaria. De paso veré a Cubitas y procuraré
informarme de las tierras que don Carlos posee allí, de su valor y
productos; en fin, a mi regreso podré daros una noticia exacta de todo.

--Así,--añadió bajando la voz,--podréis pesar con pleno conocimiento las
ventajas, o desventajas, que resultarían a nuestra casa de mi unión con
Carlota, si llegara a verificarse.

Jorge guardó silencio como si consultase la respuesta consigo mismo y
volviéndose luego a su hijo.--Está bien,--le dijo,--ve con Dios, pero no
olvides que necesitamos oro, oro o plata más que tierras, ya sean rojas
o negras: y que si Carlota de B... no te trae una dote de cuarenta o
cincuenta mil duros, por lo menos, en dinero contante, tu unión con ella
no puede realizarse.

Enrique saludó a su padre sin contestar y salió a reunirse con Sab, que
le aguardaba.

El viejo al verle salir exhaló un triste suspiro y murmuró en voz
baja:--¡Insensata juventud! Tan sereno está ese loco como si no hubiera
visto deshacérsele entre las manos una esperanza de cuarenta mil duros!




CAPITULO VIII

      Cantó, y amorosa
    venció su voz blanda
    la voz de las aves
    que anuncian el alba.
              LISTA.


Los dos viajeros atravesaron juntos por segunda vez aquellos campos;
pero en lugar de una noche tempestuosa molestábales entonces el calor de
un hermoso día. Enrique, para distraerse del fastidio del camino en hora
tan molesta, dirigía a su compañero preguntas insidiosas sobre el estado
actual de las posesiones de don Carlos, a las que respondía Sab con
muestra de sencillez e ingenuidad. Sin embargo, a veces le fijaba
miradas tan penetrantes, que el joven extranjero bajaba las suyas como
temeroso de que leyese en ellas el motivo de sus preguntas.

--La fortuna de mi amo,--díjole una vez,--está bastante decaída y sin
duda es una felicidad para él casar a su hija mayor con un sujeto rico,
que no repare en la dote que puede llevar la señorita.

Sab no miraba a Otway al decir estas palabras y no pudo notar el
encarnado que tiñó sus mejillas al oirlas; tardó un momento en responder
y dijo al fin con voz mal segura:

--Carlota tiene una dote más rica y apreciable en sus gracias y
virtudes.

Sab le miró entonces fijamente; parecía preguntarle con su mirada si él
sabría apreciar aquella dote. Enrique no pudo sostener su muda
interpelación y desvió el rostro con algún enfado. El mulato murmuró
entre dientes:

--¡No, no eres capaz de ello!

--¿Qué hablas, Sab?--preguntó Enrique, que si bien no había podido
entender distintamente sus palabras, oyó el murmullo de su voz.--¿Estás
por ventura rezando?

--Pensaba, señor, que este sitio en que ahora nos hallamos es el mismo
en que vi a su merced sin sentido, en medio de los horrores de la
tempestad. Hacia la derecha está la cabaña a la que os conduje sobre mis
espaldas.

--Sí, Sab, y no necesito ver estos sitios para acordarme que te debo la
vida. Carlota te ha concedido ya la libertad, pero eso no basta y
Enrique premiará con mayor generosidad el servicio que le has hecho.

--Ninguna recompensa merezco,--respondió con voz alterada el mulato,--la
señorita me había recomendado vuestra persona y era un deber mío
obedecerla.

--Parece que amas mucho a Carlota,--repuso Enrique parando su caballo
para coger una naranja de un árbol que doblegaban sus frutos.

El mulato lanzó sobre él su mirada de águila, pero la expresión del
rostro de su interlocutor le aseguró que ningún designio secreto de
sondearle encerraban aquellas palabras. Entonces contestó con serenidad,
mientras Enrique mondaba con una navaja la naranja que había cogido:

--Y ¿quién que la conozca podrá no amarla? La señorita de B... es a los
ojos de su humilde esclavo lo que debe ser a los de todo hombre que no
sea un malvado: un objeto de veneración y de ternura.

Enrique arrojó la naranja con impaciencia y continuó andando sin mirar a
Sab. Acaso la voz secreta de su conciencia le decía en aquel momento que
trocando su corazón por el corazón de aquel sér degradado sería más
digno del amor entusiasta de Carlota.

Al ruido que formaba el galope de los caballos, la familia de B...,
conociendo que eran los de Enrique y Sab corrieron a recibirlos, y
Carlota se precipitó palpitante de amor y de alegría en los brazos de su
amante. El señor de B... y las niñas le prodigaban al mismo tiempo las
más tiernas caricias, y le introdujeron en la casa con demostraciones
del más vivo placer.

Solamente dos personas quedaron en el patio: Teresa de pie, inmóvil en
el umbral de la puerta que acababan de atravesar sin reparar en ella
los dos amantes, y Sab de pie también, y también inmóvil enfrente de
ella, junto a su jaco negro del cual acababa de bajarse. Ambos se
miraron y ambos se estremecieron, porque como en un espejo había visto
cada uno de ellos en la mirada del otro la dolorosa pasión que en aquel
momento les dominaba. Sorprendidos mutuamente exclamaron al mismo
tiempo:

--¡Sab!

--¡Teresa!

Se han entendido y huye cada uno de las miradas del otro. Sab se interna
por los cañaverales, corriendo como el venado herido que huye del
cazador llevando ya clavado el hierro en lo más sensible de sus
entrañas. Teresa se encierra en su habitación.

Mientras tanto el júbilo reinaba en la casa, y Carlota no había gozado
jamás felicidad mayor que la que experimentaba al ver junto a sí a su
amante, después de haber temido perderle. Miraba la cicatriz de su
frente y vertía lágrimas de enternecimiento. Referíale todos sus
temores, todas sus pasadas angustias para gozarse después en su dicha
presente; y era tan viva y elocuente su ternura, que Enrique subyugado
por ella, a pesar suyo, sentía palpitar su corazón con una emoción
desconocida.

--¡Carlota!--la dijo una vez,--un amor como el tuyo es un bien tan alto
que temo no merecerlo. Mi alma acaso no es bastante grande para
encerrar el amor que te debo. Y apretaba la mano de la joven sobre su
corazón, que latía con un sentimiento tan vivo y tan puro, que acaso
aquel momento en que se decía indigno de su dicha fué uno de los pocos
de su vida en que supo merecerla.

Hay en los afectos de las almas ardientes y apasionadas como una fuerza
magnética, que conmueve y domina todo cuanto se les acerca. Así un alma
vulgar se siente a veces elevada sobre sí misma, a la altura de aquella
con quien está en contacto, por decirlo así, y sólo cuando vuelve a
caer, cuando se halla sola y en su propio lugar, puede conocer que era
extraño el impulso que la movía y prestada la fuerza que la animaba.

El señor de B... llegó a interrumpir a los dos amantes.

--Creo,--dijo sentándose junto a ellos--que no habréis olvidado nuestro
proyectado paseo a Cubitas. ¿Cuándo queréis que partamos?

--Lo más pronto posible,--dijo Otway.

--Esta misma tarde será,--repuso don Carlos,--y voy a prevenir a Teresa
y a Sab para que se disponga todo lo necesario a la partida, pues
veo,--añadió besando en la frente a su hija,--que mi Carlota está
demasiado preocupada para atender a ello.

Marchóse en seguida y las niñas, regocijadas con la proximidad de la
viajata, le siguieron saltando.

--Estaré contigo dos o tres días en Cubitas,--dijo Enrique a su
amada,--me es forzoso marchar luego a Guanaja.

--Apenas gozo el placer de verte,--respondió ella con dulcísima
voz,--cuando ya me anuncias otra nueva ausencia. Sin embargo, Enrique,
soy tan feliz en este instante que no puedo quejarme.

--Pronto llegará el día,--repuso él,--en que nos uniremos para no
separarnos más.

Y al decirlo preguntábase interiormente si llegaría en efecto aquel día,
y si le sería imposible renunciar a la dicha de poseer a Carlota. Miróla
y nunca le había parecido tan hermosa. Agitado, y descontento de sí
mismo, levantóse y comenzó a pasearse por la sala, procurando disimular
su turbación. No dejó, sin embargo, de notarla Carlota y preguntábale la
causa con tímidas miradas. ¡Oh si la hubiera penetrado en aquel
momento!... Era preciso que muriese o que cesase de amarle.

Enrique evitaba encontrar los ojos de la doncella, y se había reclinado
lejos de ella en el antepecho de una ventana. Carlota se sintió herida
de aquella repentina mudanza, y su orgullo de mujer sugirióle en el
instante aparentar indiferencia a una conducta tan extraña. Estaba junto
a ella su guitarra, tomóla y ensayó cantar. La agitación hacía flaquear
su voz, pero hízose por un momento superior a ella y sin elección, a la
casualidad, cantó estas estrofas, que estaba muy lejos de sospechar
pudiesen ser aplicables a la situación de ambos:

    Es Nice joven y amable
    y su tierno corazón
    un afecto inalterable
    consagra al bello Damón.
    Otro tiempo su ternura
    pagaba ufano el pastor;
    mas ¡ay! que nueva hermosura
    le ofrece otro nuevo amor.
    Y es Nice pobre zagala
    y es Laura rica beldad,
    que si en amor no la iguala
    la supera en calidad.
    Satisface Laura de oro
    de su amante la ambición;
    Nice le dá por tesoro
    su sensible corazón.
    Cede el zagal fascinado
    de la riqueza al poder,
    y ante Laura prosternado
    le mira Nice caer.
    Al verse sacrificada,
    por el ingrato pastor,
    la doncella desgraciada
    maldice al infausto amor.
    No ve que dura venganza
    toma del amante infiel,
    y en su cáliz de esperanza
    mezcla del dolor la hiel.
    Tardío arrepentimiento
    ya envenena su existir,
    y cual señor opulento
    comienza el tedio a sentir.
    Entre pesares y enojos
    vive rico y sin solaz:
    huye el sueño de sus ojos
    y pierde su alma la paz.
    Recuerda su Nice amada
    y suspira de dolor;
    y en voz profunda y airada
    así le dice el amor:
    «Los agravios que me hacen
    los hombres lloran un día,
    y así sólo satisfacen,
    Damón, la venganza mía.
    Que yo doy mayor contento,
    en pobre y humilde hogar,
    que con tesoros sin cuento,
    puedes ¡insano! gozar»

Terminó la joven su canción, y aun pensaba escucharla Enrique. Carlota
acababa de responder en alta voz a sus secretas dudas, a sus ocultos
pensamientos. ¿Habíalos por ventura adivinado? ¿Era tal vez el cielo
mismo quien le hablaba por la boca de aquella tierna hermosura?

Un impulso involuntario y poderoso le hizo caer a sus pies y ya abría
los labios, acaso para jurarla que sería preferida a todos los tesoros
de la tierra, cuando apareció nuevamente don Carlos; seguíale Sab, mas
se detuvo por respeto en el umbral de la puerta, mientras Enrique se
levantaba confuso de las plantas de su querida, avergonzado ya del
impulso desconocido de generosa ternura que por un momento le había
subyugado. También las mejillas de Carlota se tiñeron de púrpura, pero
traslucíase al través de su embarazo la secreta satisfacción de su alma;
pues si bien Enrique no había hablado una sola palabra al arrojarse a
sus pies, ella había leído en sus ojos, con la admirable perspicacia de
su sexo, que nunca había sido tan amada como en aquel momento.

Don Carlos dirigió algunas chanzas a los dos amantes, mas notando que
aumentaba su turbación, apresuróse a variar de objeto.

--Aquí tenéis a Sab,--les dijo,--señalad la hora de la partida, pues él
es el encargado de todas las disposiciones del viaje, y como práctico en
estos caminos sera nuestro guía.

El mulato se acercó entonces, y don Carlos, sentándose entre Carlota y
Enrique, prosiguió dirigiéndose a éste:

--Hace diez años que no he estado en Cubitas, y aun antes de esta época
visité muy pocas veces las estancias que tengo allí. Estaban casi
abandonadas, pero desde que Sab vino a Bellavista, sus frecuentes
visitas a Cubitas les han sido de mucha utilidad, según estoy informado;
y creo que las hallaré en mejor estado que cuando las vi la última vez.

Sab manifestó que dichas estancias estaban todavía muy distantes del
grado de mejora y utilidad a que podían llegar con más esmerado cultivo,
y preguntó la hora de la partida.

Carlota señaló las cinco de la tarde, hora en que la brisa comienza a
refrescar la atmósfera y hace menos sensible el calor de la estación, y
Sab se retiró.

--Es un excelente mozo,--dijo don Carlos,--y su celo y actividad han
sido muy útiles a esta finca. Su talento natural es despejadísimo y
tiene para todo aquello a que se dedica admirables disposiciones; le
quiero mucho y ya hace tiempo que fuera libre si lo hubiese deseado.
Pero ahora es fuerza que lo sea y que anticipe yo mis resoluciones, pues
así lo quiere mi Carlota. Ya he escrito con este objeto a mi apoderado
en Puerto Príncipe y tú mismo, Enrique, a tu regreso te verás con él y
entregarás con tus manos a nuestro buen Sab su carta de libertad.

Enrique hizo con la cabeza un movimiento de aprobación, y Carlota
besando la mano de su padre, exclamó con vehemencia:

--¡Sí, que sea libre!... Ha sido el compañero de mi infancia y mi primer
amigo... es,--añadió con mayor ternura,--el que te prodigó sus cuidados
la noche de tu caída, Enrique, y quien, como un ángel de consuelo, vino
a volver la paz a mi corazón sobresaltado.

Teresa entró en la sala en aquel momento; la comida se sirvió
inmediatamente y ya no se trató más que de la partida.




CAPITULO IX

    ¿Do fué la raza candorosa y pura
    que las Antillas habitó?--La hiere
    del vencedor el hierro furibundo,
    tiembla, gime, perece,
    y como niebla al sol desaparece.
              HEREDIA.


Un viaje es a la infancia origen del más inquieto placer y de la más
exaltada alegría. El movimiento y la variedad son necesidades imperiosas
en aquella edad en la que libre todavía el alma de pasiones agitadoras,
pero sintiendo el desarrollo de su actividad naciente sin un objeto en
que emplearla, lánzale, por decirlo así, a lo exterior; buscando en la
novedad y en el bullicio un desahogo a la febril vivacidad que le agita.

Las cuatro hermosas niñas, hermanas de Carlota, apenas apareció Sab con
los carruajes y caballerías dispuestos para la partida, lo rodearon
haciéndole mil caricias con las que manifestaban su regocijo. El mulato
correspondía a sus infantiles halagos con melancólica sonrisa.

--Así,--pensaba él,--así saltaba a mi cuello Carlota hace diez años
cuando me veía después de una corta ausencia. Así sus labios de rosa
estampaban alguna vez en mi frente un beso fraternal, y su lindo rostro
de alabastro se inclinaba sobre mi rostro moreno; como la blanca
cavellina que se dobla sobre la parda peña del arroyo.

Y abrazaba Sab a las niñas, y una lágrima, deslizándose lentamente por
su mejilla, cayó sobre la cabeza de ángel de la más joven y más linda de
las cuatro hermanas.

Carlota se presentó en aquel momento. Un traje de montar, a la inglesa,
daba cierta majestad a su airoso talle, y se escapaban del sombrerillo
de castor que cubría su cabeza algunos rizos ligeros, que sombreaban su
rostro, embellecido con la expresión de una apacible alegría. Subió al
semblante de Sab un fuego que secó en su mejilla la huella reciente de
su llanto, y presentó temblando a Carlota el hermoso caballo blanco
dispuesto para ella.

Todos los viajeros se reunieron en torno de la linda criolla, y Sab les
manifestó entonces su plan de marcha. Iba,--dijo,--a conducirlos a
Cubitas, no por el camino real, sino por una senda poco conocida, que
aunque algo más dilatada, les ofrecería puntos de vista más agradables.
Aprobada por unanimidad la proposición, sólo se trató de partir.

Había dos volantes (nombre que se daba a la especie de carruajes más
usados en Cuba en aquella época), y el señor de B... ocupó una de ellas
con las dos niñas mayores, tomando la otra Teresa con las más pequeñas.
Carlota, Enrique y Sab montaron a caballo. Así partió la caravana entre
los alegres gritos de las niñas y el relincho de los caballos.

Sin reglas de equitación, las damas principeñas son generalmente
admirables jinetes; pero Carlota sobresalía entre todas por la gracia y
nobleza de su aire cuando montaba. Galopaba aquella tarde junto a su
amante con notable seguridad y elegancia, y la brisa naciente, hinchando
y batiendo alternativamente el blanco velo que pendía del sombrero en
torno de su esbelto talle, presentábala como una de aquellas sílfides
misteriosas, hijas del aire y soberanas de la tierra.

Eran hermosos los campos que atravesaban. Enrique se acercó al estribo
del carruaje en que iba don Carlos y entabló conversación con éste
respecto a la prodigiosa fertilidad de aquella tierra privilegiada, y el
grado de utilidad que podía sacarse de ella. Sab seguía de cerca a
Carlota y contemplaba alternativamente al campo y a la doncella, como si
los comparase; había en efecto cierta armonía entre aquella naturaleza y
aquella mujer, ambas tan jóvenes y tan hermosas.

En tanto costaba esfuerzos a Teresa contener a sus dos tiernas
compañeras. Una campanilla[17], un pájaro que revolotease sobre ella,
cualquier objeto excitaba sus infantiles deseos y querían bajar del
carruaje para posesionarse de él.

La noche se acercaba mientras tanto, y sus pardas sombras robaban
progresivamente a los viajeros los paisajes campestres que les rodeaban.
La rica vegetación no ofrecía ya sus variadas tintas de verdura, y las
colinas lejanas presentábanse a la vista como grandes masas de sombras.

A medida que se aproximaban a Cubitas, el aspecto de la naturaleza era
más sombrío; bien pronto desapareció casi del todo la vigorosa y variada
vegetación de la tierra prieta, y la roja no ofreció más que
esparramados yuraguanos[18], y algún ingrato jagüey[19] que parecían en
la noche figuras caprichosas de un mundo fantástico. El cielo empero era
más hermoso en estos lugares: tachonábase por grados de innumerables
estrellas, y cual otro ejército de estrellas errantes, poblábase el aire
de fúlgidos cocuyos, admirables luciérnagas de los climas
tropicales.[20]

Carlota detuvo de repente su caballo e hizo observar el mulato una luz
vacilante y pálida que oscilaba a lo lejos en lo más alto de una
empinada loma.

--¿Está allí Cubitas?--preguntó.--¿Será esa luz, que a distancia parece
tan pequeña, algún fanal que se coloque en esa altura para que sirva de
dirección a los viajeros?

Antes que Sab hubiese podido contestar, el señor de B... cuyo carruaje
emparejaba ya con el caballo de Carlota, dejó oir una estrepitosa
carcajada, mas Enrique, que no había andado nunca de noche aquel camino,
participaba de la admiración y curiosidad de su amada y preguntó como
ella el origen de aquella luz singular. Pero la luz desapareció en el
mismo instante y la vista no pudo ya distinguir sino la gran masa de
aquella eminencia, que como un gigante del aire proyectaba su enorme
sombra en el lejano horizonte.

--Parece,--dijo riendo don Carlos,--que os deja mohinos la ausencia de
la linda lucecita, pero esperad... voy a evocar el genio de estos campos
y volverá a lucir el misterioso fanal.

Apenas había concluído estas palabras, la luz apareció con un resplandor
más vivo, y Enrique y las dos señoritas manifestaron una sorpresa igual
a la de las niñas. El señor de B..., testigo ya muchas veces de este
fenómeno[21], se divertía con la admiración de sus jóvenes compañeros.
Los naturalistas,--les dijo,--os darían del fenómeno que estáis mirando
una explicación menos divertida que la que os puede dar Sab, que
frecuenta este camino y trata a todos los cubiteros. El sin duda les
habrá oído relaciones muy curiosas respecto a la luz que tanto os ha
llamado la atención.

Las niñas gritaron de alegría regocijadas con la esperanza de oir un
cuento maravilloso, y Enrique y Carlota colocaron sus caballos a los dos
lados del de Sab para oirle mejor. El mulato volvió la cabeza hacia el
carruaje de su amo y le dijo:

--Su merced no habrá olvidado a la vieja Martina, madre de uno de sus
mayorales de Cubitas, que murió dejándola el legado de su mujer y tres
hijos en extrema pobreza. La generosa compasión de su merced la socorrió
entonces por mi mano, hace cuatro años, pues habiéndole informado de la
miserable situación en que se encontraba esta pobre familia, me dió una
bolsa llena de plata con la que fué socorrida.

--Me acuerdo de la vieja Martina,--respondió el caballero,--su difunto
hijo era un excelente sujeto, ella, si mal no recuerdo, tiene sus puntos
de loca: ¿no pretende ser descendiente de la raza india y aparenta un
aire ridículamente majestuoso?

--Sí, señor,--repuso Sab,--y ha logrado inspirar cierta consideración a
los estancieros de Cubitas, ya porque la crean realmente descendiente de
aquella raza desventurada, casi extinguida en esta isla, ya porque su
grande experiencia, sus conocimientos en medicina de los que sacan tanta
utilidad, y el placer que gozan oyéndola referir sus sempiternos cuentos
de vampiros y aparecidos, le den entre estas gentes una importancia
real. A esa vieja, pues, a Martina es a quien he oído, repetidas veces,
referir misteriosamente e interrumpiéndose por momentos con exclamación
de dolor y pronósticos siniestros de venganza divina, la muerte horrible
y bárbara que, según ella, dieron los españoles al cacique Camagüey,
señor de esta provincia; y del cual pretende descender nuestra pobre
Martina. Camagüey, tratado indignamente por los advenedizos, a quienes
acogiera con generosa y franca hospitalidad, fué arrojado de la cumbre
de esa gran loma y su cuerpo despedazado quedó insepulto sobre la tierra
regada con su sangre. Desde entonces, esta tierra tornóse roja en muchas
leguas a la redonda, y el alma del desventurado cacique viene todas las
noches a la loma fatal, en forma de una luz, a anunciar a los
descendientes de sus bárbaros asesinos la venganza del cielo que tarde o
temprano caerá sobre ellos. Arrebatada Martina en ciertos momentos por
este furor de venganza, delira de un modo espantoso y osa pronunciar
terribles vaticinios.

--¿Y cuáles son?--preguntó don Carlos con cierta curiosidad inquieta,
que mostraba haber sospechado ya lo que preguntaba. Sab se turbó algún
tanto, pero dijo al fin con voz baja y trémula:

--En sus momentos de exaltación, señor, he oído gritar a la vieja
india:--La tierra que fué regada con sangre una vez, lo será aún otra;
los descendientes de los opresores serán oprimidos, y los hombres negros
serán los terribles vengadores de los hombres cobrizos.

--Basta, Sab, basta,--interrumpió don Carlos con cierto disgusto; porque
siempre alarmados los cubanos, después del espantoso y reciente ejemplo
de una isla vecina, no oían sin terror en la boca de un hombre del
desgraciado color cualquiera palabra que manifestase el sentimiento de
sus degradados derechos y la posibilidad de reconquistarlos. Pero
Carlota, que había atendido menos a los pronósticos de la vieja que a la
relación lamentable de la muerte del cacique, volvió hacia Enrique sus
bellos ojos llenos de lágrimas.

--Jamás he podido,--dijo,--leer tranquilamente la historia sangrienta de
la conquista de América. ¡Dios mío, cuántos horrores! Paréceme empero
increíble que puedan los hombres llegar a tales extremos de barbarie.
Sin duda se exagera porque la naturaleza humana no puede, es imposible,
ser tan monstruosa.

El mulato la miraba con indescribible expresión. Enrique se burló de sus
lágrimas.

--Eres una niña, querida mía,--la dijo,--¿lloras ahora, por la relación
de una vieja loca, la muerte de un sér que acaso no existió nunca sino
en la imaginación de Martina?

--No; Enrique,--respondió con tristeza la doncella,--no lloro por
Camagüey, que ni sé si existió realmente; lloro sí al recordar una raza
desventurada que habitó la tierra que habitamos, que vió por primera vez
el mismo sol que alumbró nuestra cuna, y que ha desaparecido de esta
tierra de la que fué pacífica poseedora. Aquí vivían felices e inocentes
aquellos hijos de la naturaleza; este suelo virgen no necesitaba ser
regado con el sudor de los esclavos para producirles: ofrecíales por
todas partes sombras y frutos, aguas y flores, y sus entrañas no habían
sido despedazadas para arrancarle con mano avara sus escondidos tesoros.
¡Oh Enrique! lloro no haber nacido entonces y que tú, indio como yo, me
hicieses una cabaña de palmas en donde gozásemos una vida de amor, de
inocencia y de libertad.

Enrique se sonrió del entusiasmo de su querida haciéndola una caricia;
el mulato apartó de ella sus ojos preñados de lágrimas.

--¡Ah! ¡sí! pensó él:--no serías menos hermosa si tuvieras la tez negra
o cobriza. ¿Por qué no lo ha querido el cielo, Carlota? Tú, que
comprendes la vida y la felicidad de los salvajes, ¿por qué no naciste
conmigo en los abrasados desiertos del Africa o en un confín desconocido
de la América?

El señor de B... le arrancó de estos pensamientos dirigiéndole algunas
preguntas respecto a Martina.--¿Vive todavía?--le dijo.

--Sí, señor, vive a pesar de haber experimentado en estos últimos años
dolorosos infortunios.

--¿Qué le ha sucedido, pues?--replicó con interés el caballero.

--Su nuera murió hace tres años, y diez meses después dos de sus
nietecitos. Un incendio consumió su casa, hace un año, y la dejó
reducida a mayor miseria que aquella de que la sacara la bondad de su
merced. Hoy día vive en una pequeña choza, cerca de las cuevas, con el
único nieto que le queda, que es un niño de seis años al cual ama tanto
más cuanto que el pobre chico está enfermo, y no promete una larga vida.

--La veremos,--dijo don Carlos,--y la dejaremos instalada en una de mis
estancias. ¡Pobre mujer! aunque extravagante es muy buena.

--¡Ah! ¡sí.... muy buena!--exclamó con emoción el mulato, y animando con
un grito a su caballo, se adelantó a prevenir la llegada de sus amos al
mayoral de la estancia donde iban a desmontar.

Eran las nueve de la noche cuando los viajeros entraron en Cubitas. La
casa elegida para su domicilio, si bien de mezquina apariencia, era
grande en lo interior, y el mayoral y su mujer procuraron a los recién
llegados todas las comodidades posibles. La cena que se les sirvió fué
parca y frugal, pero la alegría y el apetito la hicieron parecer
deliciosa. Nunca don Carlos había estado tan jovial, ni Carlota tan
risueña ni amable. La misma Teresa parecía menos displicente que de
costumbre, y Enrique estaba encantado.

Cuando llegó la hora de recogerse a descansar,--Amigo mío,--le dijo
Carlota deteniéndose en el umbral del cuartito señalado para su
dormitorio, y al cual él la conducía por la mano:--¡cuán fácilmente
pueden ser dichosos dos amantes tiernos y apasionados! En esta pobre
aldea, en esta miserable casa, con una hamaca por lecho, y un plantío
de yucas por riqueza, yo sería dichosa contigo, y nada vería digno de mi
ambición en lo restante del universo. Y tú ¿pudieras tampoco desear más?

Enrique por única contestación besó con ardor su hermosa mano, y ella
atravesó el umbral sonriéndole con ternura. Dióle las buenas noches y
cerró lentamente la puerta, que tornó a abrir para repetirle:--Buenas
noches,--con una mirada inefable. Por fin la puerta se cerró enteramente
y Enrique, inmóvil y pensativo, quedó un momento como si aguardase que
volviese a abrirse aún otra vez. Luego sacudió la cabeza y murmuró en
voz baja:--¡No hay remedio! esta mujer será capaz de volverme loco y
hacerme creer que no son necesarias las riquezas para ser feliz.

--Señor, aguardo a su merced para conducirle a su dormitorio,--dijo una
voz conocida, a la espalda de Enrique. Volvióse éste y vió a Sab.

--¿Cuál es pues mi cuarto?--preguntó con cierta turbación.

--Ese de la izquierda.

Enrique se entró en él precipitadamente y Sab le siguió hasta la puerta,
a la cual se detuvo dándole las buenas noches.

Una hora después todos dormían en la casa; sólo se veía un bulto inmóvil
junto a la puerta de la habitación de la señorita de B..., pero al menor
ruido que en el silencio de la noche se percibía en la casa, aquel bulto
se movía, se elevaba y salía de él una respiración agitada y fuerte;
entonces podía conocerse que aquel bulto era un hombre.

Una vez, hacia la madrugada, oyóse un ligero rumor acompasado, que
parecía producido por las pisadas cautelosas de alguno que se acercaba.
El bulto se estremeció profundamente y brilló en la oscuridad la hoja de
un ancho machete. Los pasos parecían cada vez más próximos. El bulto
habló en voz baja pero terrible:--¡Miserable! no lograrás tus inicuos
deseos.--Un prolongado ladrido respondió a esta amenaza. Los pasos que
se habían oído eran los de un perro de la casa.

El machete cesó de brillar y el bulto volvió a quedar inmóvil en su
sitio; solamente el perro repitió por dos veces su ladrido, pero como
acercándose más hubo de conocer olfateando a aquel cuya voz le había
alarmado, calló también luego y todo quedó sumergido en profundo
silencio.




CAPITULO X

    ...La mezcla de extravagancia y de
    entusiasmo que reinaba en sus discursos
    rara vez dejaba de producir la más
    viva impresión en aquellos que la
    escuchaban. Sus palabras, con frecuencia
    entrecortadas, eran empero demasiado
    claras e inteligibles para que
    pudiese sospechársele en un verdadero
    estado de locura.
              WALTER SCOTT.
        Guy Maunering.


Las cuevas de Cubitas son ciertamente una obra admirable de la
naturaleza, que muchos viajeros han visitado con curiosidad e interés, y
que los naturales del país admiran con una especie de fanatismo. Tres
son las principales, conocidas con los nombres de _Cueva grande o de los
negros cimarrones, María Teresa, y Cayetano_. La primera está bajo la
gran loma de Toabaquei y consta de varias salas, cada una de las cuales
se distingue con su denominación particular, y comunicadas todas entre
sí por pasadizos estrechos y escabrosos. Son notables entre estas salas
la de _La Bóveda_ por su capacidad, y la del _Horno_ cuya entrada es una
tronera a flor de tierra por la que no se puede pasar sino muy
trabajosamente y casi arrastrándose contra el suelo. Sin embargo, es de
las más notables salas de aquel vasto subterráneo y las incomodidades
que se experimentan, al penetrar en ella, son ventajosamente compensadas
con el placer de admirar las bellezas que contiene. Deslúmbrase el
viajero que al levantar los ojos, en aquel reducido y tenebroso recinto,
ve brillar sobre su cabeza un rico dosel de plata sembrado de zafiros y
brillantes, que tal parece en la oscuridad de la gruta el techo singular
que la cubre. Empero, pocos minutos pueden gozarse impunemente de aquel
bello capricho de la naturaleza, pues la falta de aire obliga a los
visitadores de la gruta a arrojarse fuera, temiendo ser sofocados por el
calor excesivo que hay en ella. El alabastro no supera en blancura y
belleza a las piedras admírales de que aquellas grutas, por decirlo así,
se hallan entapizadas. El agua, filtrando por innumerables e
imperceptibles grietas, ha formado bellísimas figuras al petrificarse.
Aquí una larga hilera de columnas parecen decorar el peristilo de algún
palacio subterráneo; allá una hermosa cabeza atrae y fija las miradas;
en otra parte se ven infinitas petrificaciones sin formas determinadas,
que presentan masas de deslumbrante blancura y figuras raras y
caprichosas.

Los naturales hacen notar en la cueva llamada de _María Teresa_ pinturas
bizarras designadas en las paredes con tintas de vivísimos e imborrables
colores, que aseguran ser obra de los indios, y mil tradiciones
maravillosas prestan cierto encanto aquellos subterráneos desconocidos;
que realizando las fabulosas descripciones de los poetas, recuerdan los
misteriosos placeres de las hadas.

Nadie ha osado todavía penetrar más allá de la undécima sala; se dice
empero vulgarmente que un río de sangre demarca su término visible, y
que los abismos que le siguen son las enormes bocas del infierno. La
ardiente imaginación de aquel pueblo ha adoptado con tal convicción esta
extravagante opinión que, por cuanto hay en el mundo, no se atreverían a
penetrar más allá de los límites a que se han concretado hasta el
presente los visitadores de las cuevas, y lo estrecha y peligrosa que se
va haciendo la senda subterránea, a medida que se interna, parece
justificar sus temores.

Don Carlos de B... y su familia, llevando a Sab por Cicerone,
emprendieron, al día siguiente de su llegada a Cubitas, la visita de
estas grutas. En la bajada, que es peligrosa, Carlota tuvo miedo, y el
mulato, más diestro y vigoroso que Otway, fué esta vez también más
dichoso, pues bajó casi en sus brazos a la doncella.

Teresa apenas necesitó ayuda; ágil y valiente descendió sin palidecer un
momento, y con aquella fría serenidad que formaba su carácter. Sab bajó
luego una a una con el mayor esmero a las niñas, y ayudó al señor de
B.... siendo Enrique el último que verificó aquel descenso, con más
animosidad que destreza. A pesar del auxilio de una gruesa cuerda, y de
la robusta mano de un negro, fallóle un pie en la mitad del declive y
hubiera indudablemente y caído, arrastrando consigo al esclavo, si Sab,
que bajaba detrás de él, conduciendo una gran tea de madera resinosa,
que en el país llaman cuaba, no le hubiese socorrido con tanta
oportunidad como osadía.

--Sab,--díjole el inglés cuando todos juntos empezaban a recorrer las
salas subterráneas,--te soy segunda vez deudor de la vida y casi me
persuado que eres en la tierra mi ángel protector.

Sab no respondió nada, pero sus ojos se fijaron en Carlota, cuyas
miradas le expresaban con mayor elocuencia cuánto sabía agradecer aquel
nuevo servicio prestado a su amante.

Sab, que buscaba aquella gratitud, no pudo sin embargo soportarla;
apartó la vista de ella, suspiró profundamente y se dirigió hacia su amo
al cual entretuvo con la relación de algunas tradiciones populares
relativas a los sitios que recorrían.

Las paredes estaban llenas con los nombres de los visitadores de las
grutas, pero la compañía no pudo dejar de manifestar la mayor sorpresa
al ver el nombre de Carlota entre ellos, no habiendo ésta visitado hasta
entonces aquellos sitios. En fin, después de emplear una gran parte del
día en recorrer diferentes salas, las señoritas fatigadas mostraron
deseos de descansar, y ya declinaba la tarde cuando a instancias suyas
salieron de las grutas.

Sab les tenía dispuesta la comida, de antemano, en la choza de Martina,
de la que ya nuestros lectores han oído hablar en el capítulo
precedente, y toda la compañía se preparó con placer a ver a la vieja
india.

Distaba poco de las cuevas la habitación de ésta, y los viajeros se
vieron al umbral de su humilde morada a los seis minutos de marcha.

Prevenida la vieja por Sab, salió a recibir a sus huéspedes con cierto
aire ridículamente majestuoso, y que podía llamarse una parodia de
hospitalidad. Rayaba Martina en los sesenta años, que se echaban de ver
en las arrugas que surcaban en todas direcciones su rostro enjuto y su
cuello largo y nervioso, pero que no habían impreso su sello en los
cabellos, que si bien no cubrían sino la parte posterior del cráneo,
dejando descubierta la frente que se prolongaba hasta la mitad de la
cabeza, eran no obstante de un negro perfecto. Colgaba este mechón de
pelo sobre la espalda descarnada de Martina, y la parte calva de su
cabeza contrastaba de una manera singular, por su lustre y blancura, con
el color casi cetrino de su rostro. Este color empero era todo lo que
podía alegar a favor de sus pretensiones de india, pues ninguno de los
rasgos de su fisonomía parecía corresponder a su pretendido origen.

Sus ojos eran extremadamente grandes y algo saltones, de un blanco
vidriado sobre el cual resaltaban sus pequeñas pupilas de azabache; la
nariz larga y delgada parecía haber sido aprensada, y la boca era tan
pequeña y hundida que apenas se le veía, enterrada, por decirlo así,
entre la prominencia de la nariz y la de la barba, que se avanzaba hacia
afuera hasta casi nivelarse a ella.

La estatura de esta mujer era colosal en su sexo, y a pesar de sus años
y enflaquecimiento manteníase derecha y erguida, como una palma,
presentando con una especie de orgullo el semblante superlativamente feo
que hemos procurado describir.

Al encontrarse con dos Carlos inclinó ligeramente la cabeza, diciendo
con parsimonia:

--Bien venido sea, tres veces bien venido el señor de B.... a esta su
casa.

--Buena Martina--respondió el caballero entrando sin cumplimiento en una
pequeña sala cuadrada, y sentándose en una silla, (si tal nombre merecía
un pedazo de madera mal labrado),--tengo el mayor gusto en volver a ver
a una tan antigua conocida como sois vos, pero me pesa hallaros en tan
extremada pobreza. Sin embargo, Martina, los años no pasan por vos, lo
mismo estáis que cuando os vi hace diez años. No diréis otro tanto de
mí: leo en vuestros ojos que me halláis muy viejo.

--Es verdad, señor,--repuso ella,--que estáis muy diferente de
como os vi la última vez. Es natural,--añadió con cierto aire
melancólico,--porque aun no habéis llegado a ser lo que yo soy y los
años hallan todavía algo que quitaros. El árbol viejo del monte, cuando
ya seco y sin jugo sólo alimenta curujeyes,[22] ve pasar años tras años
sin que ellos le traigan mudanza. El resiste a los huracanes y a las
lluvias, a los rigores del sol y a la aridez de la seca; mientras que
el árbol todavía verde sufre los ataques del tiempo y pierde poco a
poco sus flores, sus hojas y sus ramas. Pero he aquí,--añadió echando
una ojeada sobre Enrique y las dos señoritas y luego en las cuatro
niñas que la rodeaban,--he aquí tres hermosos árboles en todo el vigor
de su juventud, con todos los verdores de la primavera, y cuatro
tiernos arbolitos que van creciendo llenos de lozanía. ¿Son todos hijos
vuestros? Pensaba que no teníais tantos.

Don Carlos tomó de la mano a Enrique.--No es mi hijo este mancebo,--la
dijo,--pero lo será en breve. Os presento en él, querida Martina, al
esposo de mi Carlota.

--¡Al esposo de vuestra Carlota!--repitió la vieja con tono de sorpresa
e inquietud y echando en torno suyo una mirada cuidadosa, que pareció
detenerse en el mulato que se mantenía respetuosamente detrás de sus
amos. Luego volviéndose hacia las dos señoritas, examinólas
alternativamente.--Una de ellas es mi hija y otra mi pupila,--dijo don
Carlos notando aquel examen,--vamos a ver si adivináis cuál es Carlota.
No he olvidado, Martina, que os preciáis de fisonomista.

La vieja miró fijamente a Teresa, cuyos ojos distraídos recorrían el
reducido recinto de la pequeña sala en que se hallaba, y luego desviando
lentamente su mirada la detuvo en Carlota, que se sonreía encendida como
la grana. Los ojos de la india (pues no pretendemos disputarla este
nombre) se encontraron con los de linda criolla.

--Esta es,--exclamó al momento Martina,--esta es Carlota de B..., he
conocido esa mirada... sólo esos ojos podrían....--y se detuvo como
turbada, añadiendo luego con viveza:--Solamente ella puede ser tan
hermosa.

Carlota se mortificó de un elogio que le pareció poco atento en
presencia de su amiga, mas Teresa no atendía a la conversación y tenía
fijos los ojos en aquel momento en un objeto extraño y lastimoso, en
cual aun no había reparado nadie sino ella.

En una especie de tarima de cedro, sobre una estera de guano yacía
acurrucada en un rincón oscuro de la sala una criatura humana, que al
pronto apenas podía reconocerse por tal. Mirándole con más detención,
notábase que era niño, pero la horrible enfermedad que le consumía había
casi del todo contrahecho su figura. Su cabeza voluminosa, cubierta por
cabellos pobres y ásperos, se sostenía con trabajo sobre un cuello tan
delgado, que parecía quebrantado por su peso, y sus ojos pequeños y
hundidos aparecían rodeados de una aureola cárdena, que se extendía
hasta sus pálidas mejillas. Sonreía el infeliz y se entretenía con un
perrillo que estaba tendido entre sus dos flacas piernecitas, reclinada
su cabeza en el abultado vientre del niño.

Las miradas de Teresa habían dirigido hacia aquel sitio las de todos los
individuos de la compañía, y Martina, observándolo, exclamó con
tristeza:

--¡Es mi nieto, mi único nieto!... Nada más me queda en el mundo... Mi
hijo, mi nuera, mis dos nietecitos, tan lindos y tan robustos...., todos
han muerto! Esta pobre criatura raquítica es lo único que me queda....,
es la última hoja marchita que se desprenderá de este viejo tronco.

Don Carlos y sus hijos conmovidos se aproximaron al pequeño enfermo,
pero divisando a Sab en aquel momento, arrojó el niño un grito
penetrante de alegría, y el perro saltó, ahullando también. Arrastrábase
el niño fuera de la tarima para acercarse al mulato, brillando en sus
apagados ojos una vislumbre de felicidad, y el perro saltaba moviendo la
cola y ahullando, y mirando alternativamente al niño y al mulato, como
si quisiera indicar a éste que debía aproximarse a aquél. Hízolo Sab y
al momento la pobre criatura se colgó de su cuello y el animal
redoblando sus ahullidos, como si celebrase tan tierna escena, corría
en torno de los dos, y se levantaba ora poniendo sus manos sobre los
muslos del mulato, ora sobre la espalda del niño.

Martina contemplaba aquel cuadro con visible emoción; la ridícula
gravedad con que se presentara a sus huéspedes había desaparecido y
volviendo a don Carlos sus negros ojos, en los que temblaba una lágrima:

--Ya lo véis,--le dijo,--su cuerpo está casi muerto, pero aun hay vida
en su corazón. ¡Pobre desgraciado!, vive todavía para amar: ama a Sab, a
su perro y a mí, a las únicas criaturas que pueden apreciar y
corresponder su cariño. ¡Pobre desgraciado! Y enjugó con su delantal la
lágrima que ya había resbalado por su mejilla.

--Martina,--le dijo don Carlos,--habéis sido muy desgraciada, lo sé.

--Aun pude serlo más,--respondió ella,--vi expirar en mis brazos, uno
tras otro, mis hijos y mis nietos; quedábame uno solo.... ¡Este! un
incendio consumió mi casa y hubiera perecido entre las llamas mi pobre
único nieto sin el valor, la humanidad....

Martina se detuvo repentinamente. El mulato, que acababa de desprenderse
del niño y del perro, habíase puesto de pie frente a ella y su mirada
imperiosa ahogó en sus labios las palabras que iba a proferir. Don
Carlos y sus hijos la invitaron en vano a continuar su comenzada
relación. Martina varió de objeto y preguntó a don Carlos si quería que
se les sirviese la comida. Luego que Sab se alejó para prepararla,
volvióse la anciana a sus huéspedes y con voz baja y cautelosa, y acento
más conmovido, prosiguió:

--Sí, él fué, él quien salvó a mi pobre Luis, pero no se puede hablar de
ello en su presencia: oféndele la expresión de mi gratitud. Mas ¡ah!
¿por qué había yo de ahogarla? ¿por qué?...., me es tan dulce repetir:
¡A él debo la vida de mi último nieto!

Carlota a estas palabras aproximó su silla a la de Martina, escuchándola
con vivísimo interés. El mismo Enrique le prestaba atención; sólo Teresa
manteníase algo desviada y como distraída. Martina prosiguió:

--Una feliz casualidad trajo a Sab a esta aldea algunos días antes del
fatal incendio que me redujo a la indigencia. Visitábame a menudo y yo
le amaba, porque él había asistido en sus últimos momentos a mi hijo,
porque él fué nuestro consolador cuando había otros séres que
participasen mis dolores. Luego que los perdí, todavía estuvo él junto a
mí y lloramos juntos. El acompañó a su última morada a mis dos
nietecitos, y el día en que enterró al último de ellos, volviendo a casa
traía los ojos llenos de lágrimas y me abrazó gimiendo. Sab,--le dije en
mi dolor señalando a mi pobre Luis,--ya no tengo más que a él en el
mundo...., no me queda otro hijo.--Aun tenéis otro, madre mía,--exclamó
uniendo sus lágrimas a las mías y con un acento que me parece estar
oyendo todavía;--yo soy también un pobre huérfano: nunca di a ningún
hombre el dulce y santo título de padre, y mi desgraciada madre murió en
mis brazos: soy también huérfano como Luis, sed mi madre, admitidme por
vuestro hijo.

--Sí, yo te admito,--le respondí levantando al cielo mis trémulas
manos.--El se arrodilló a mis pies y en presencia del cielo le adopté
desde aquel momento por mi hijo.

Martina se detuvo para enjugar las lágrimas que hilo a hilo caían de sus
ojos; Carlota lloraba también; don Carlos tosía para disimular su
conmoción, y aun Enrique se mostraba enternecido. Teresa verosímilmente
no atendía a lo que se hablaba, entretenida al parecer en limpiar con su
pañuelo un pedazo de piedra muy hermosa, que había cogido en las grutas.

--Sab estaba en Cubitas cuando el incendio de mi casa,--prosiguió
Martina,--de aquella casa que yo debía a vuestra bondad, señor don
Carlos, y a la eficacia de mi hijo adoptivo. El incendio consumía mi
morada y yo medio desmayada en brazos de algunos vecinos atraídos por la
compasión, o la curiosidad, veía los rápidos progresos del fuego y
gritaba en vano con todas mis fuerzas:--¡Mi nieto! ¡Mi Luis!--Porque el
niño, abandonado por mí en el primer instante de susto y sorpresa, iba
a ser devorado por las llamas, que ya veía yo avanzar hacia el lado en
que se encontraba el infeliz. Dejadme ir,--gritaba yo,--dejadme salvarle
o morir con él. Pero me agarraban estorbando mi desesperado intento, y
aunque penetrados de compasión todos, ninguno se atrevía a exponer su
vida por salvar la de un pobre niño enfermo.

--¡Y Sab le salvó!--exclamó con viveza y emoción la señorita de
B...--¿No lo habéis dicho así, buena Martina?

--¡Sab le salvó, sí!--respondió la anciana olvidando su cautela y
levantando la voz en el exceso de su entusiasta gratitud.--¡Sab le
salvó! Por entre las llamas y quemados los pies y ensangrentadas las
manos, sofocado por el humo y el calor cayó exánime a mis pies, al poner
en mis brazos a Luis y a Leal..., a este perro que entonces era
pequeñito y dormía en la cama de mi nieto. ¡Sab los salvó a ambos! Sí,
su humanidad se extendió hasta el pobre animalito.

Y Martina acariciaba con mano trémula al perrillo, que al oir su nombre
había corrido a echarse a sus pies.

Carlota lloraba todavía y todavía tosía don Carlos, pero Enrique se
había distraído de la relación de la anciana con la piedra que limpiaba
Teresa y de la cual ambos admiraban el brillo extraordinario.

--¡Es hermosa!--decía Enrique.

--¡Oh! sí, ¡es hermosa!--repetía Martina que no echara de ver la
distracción de dos de sus oyentes.--¡Es hermosa el alma de ese pobre
Sab, muy hermosa! Luego que quedé sin casa, sin más bienes que mi nieto
enfermo y su perro, no hallé otro asilo que esas cuevas, morada algunas
veces de los negros cimarrones y siempre de los cernícalos y
murciélagos.

Allí hubiera acabado miserablemente mis tristes días sin el ángel
protector de mi vida. Sab, el mismo Sab ha levantado para su vieja madre
adoptiva esta choza, en que tengo el honor de recibiros; él ha trabajado
con sus manos los toscos muebles que me eran necesarios; él me ha dado
todos sus ahorros de muchos años para aliviar mi miseria; él con su
cariño, con su bondad, ha hecho renacer en este viejo y lacerado corazón
las emociones deliciosas del placer y la gratitud. Sí, todavía palpita
este pecho cuando le veo atravesar el umbral de mi humilde morada;
todavía vierten estos ojos lágrimas de enternecimiento y alegría cuando
le oigo llamarme su madre, su querida madre. ¡Oh Dios mío, Dios
mío!--añadió elevando al cielo sus manos descarnadas:--¿Por qué ha de
ser desgraciado siendo tan bueno?

En aquel momento Sab se presentó trayendo una mesita de cedro, que
estaba destinada a la comida, y su presencia aumentó la conmoción que el
relato de Martina había producido. Don Carlos, olvidando que se le había
confiado a escondidas del mulato la historia de sus buenas acciones,
alargóle la mano y haciéndole aproximar a su silla: Sab,--le
dijo,--Sab,--repitió cada vez con más viva expresión,--¡eres un
excelente mozo!

El mulato pareció adivinar de lo que se trataba y arrojó a Martina una
mirada de reconvención.

--Sí, hijo mío,--exclamó la vieja,--sí, puedes reconvenirme porque he
faltado a la promesa que me exigiste; pero ¿por qué quieres Sab, querido
Sab, por qué quieres privar a tu vieja madre del placer de bendecirte, y
de decir a todos los corazones buenos y generosos: mi hijo se os parece?
Sab, amigo mío, perdóname, pero yo no puedo, no puedo complacerte.

Carlota redobló su llanto, y cubrió su lindo rostro con sus manos, como
para ocultar el exceso de su emoción; pero Sab había ya visto correr sus
lágrimas y cayó de rodillas.

--Madre mía,--prorrumpió con trémula y enternecida voz;--sí, yo os
perdono y os doy gracias; yo os debo las lágrimas de Carlota, añadió,
pero estas últimas palabras fueron proferidas tan débilmente que nadie,
excepto Martina, pudo percibirlas.

--Sab,--dijo el señor de B...., levantándole y abrazándole con extrema
bondad:--yo me envanezco de tu bello corazón; sabes que eres libre y
desde hoy te ofrezco proporcionarte los medios de seguir los generosos
impulsos de tu caritativo corazón. Sab, continuarás siendo mayoral de
Bellavista, y yo te señalaré gajes proporcionados a tus trabajos, con
los cuales puedas tú mismo irte formando una existencia independiente.
Respecto a Martina corren de mi cuenta ella, su nieto y su buen Leal.
Quiero que al marcharme de Cubitas quede instalada en la mejor de mis
estancias y la señalaré una pensión vitalicia, que recibirá anualmente
por tu mano.

Sab volvió a arrojarse a los pies de su amo, cuya mano cubrió de besos y
lágrimas. Carlota se colgó de su cuello besando también la frente y los
cabellos del buen papá, y su vestido rozando en aquel momento con el
rostro del mulato fué asido tímidamente, y también recibió un beso y una
lágrima. ¿Y quién no lloraría con tan tierna escena? ¡Teresa, únicamente
Teresa! Aquella criatura singular se había alejado fríamente del cuadro
patético que se presentaba a sus miradas, y parecía entonces ocupada en
examinar de cerca la figura deforme del pobre niño. Enrique, menos frío
que ella, miraba conmovido ora a don Carlos, ora a su querida, y luego
dando un golpecito en el hombro de Sab, que aun permanecía
arrodillado:--Levántate, buen muchacho,--le dijo,--levántate que has
procedido bien y quiero yo también recompensarte. Diciendo esto puso en
su mano una moneda de oro, pero la mano se quedó abierta y la moneda
cayó en tierra.

--Sab,--dijo Carlota con tierno acento,--Enrique quiere sin duda que des
esa moneda, en nombre suyo, al pequeño Luis.

El mulato levantó entonces la moneda y la llevó al niño que la tomó con
alegría. Teresa estaba sentada en la misma tarima de Luis, y Sab creyó
al mirarla que tenía los ojos humedecidos; pero sin duda era una ilusión
porque el rostro de Teresa no revelaba ninguna especie de emoción.

Martina quiso dar las gracias al señor de B.... por su caritativa
promesa, pero éste, que deseaba cortar una conversación que le había
causado ya demasiado enternecimiento, mandó traer la comida, rogando a
Martina no se ocupase por entonces sino en hacer dignamente los honores
de la casa. Servida la comida, el señor de B.... quiso absolutamente que
se sentasen con ellos no solamente Martina sino también Sab. La vieja
india, que pasado el primer momento del entusiasmo de su gratitud había
recobrado su aire ridículamente majestuoso, y tal cual ella creía
convenir a la descendiente de un cacique, ocupó sin hacerse de rogar una
cabecera de la mesa, y Sab se vió precisado por su amo a colocarse en un
frente, en medio a la mayor de sus niñas y de Teresa. Martina aprovechó
la ocasión que le dieron algunas preguntas de Carlota para repetir los
maravillosos cuentos que ya mil veces había contado, de la muerte de
Camagüey y las apariciones de su alma en aquellos alrededores. Las niñas
la escuchaban abriendo sus grandes ojos con muestras de vivo interés y
admiración, sin cuidarse ya de comer. Enrique no parecía tampoco con
gran apetito y se notaba en su aire cierto descontento, acaso por un
pueril sentimiento de vanidad, que le hacía no aprobar la excesiva
bondad de don Carlos, en sentar a su mesa a un mulato que quince días
antes aun era su esclavo. Ninguna vanidad tan ridículamente, susceptible
como la de aquellos hombres de la nada que se ven repentinamente, por un
capricho de la suerte, elevados a la fortuna.

Carlota, por el contrario, estaba radiante de placer y agradecía a su
padre la ligera distinción que concedía al libertador de Luis y
bienhechor de Martina. Ella era siempre la que se adelantaba a ofrecer
al confuso mulato, ya de este ya de aquel plato; ella la que le dirigía
la palabra con acento más dulce y afectuoso, y la que, con exquisita
delicadeza, evitaba que en la conversación general se escapase una sola
palabra que pudiese herir la sensibilidad o la modestia de aquel
excelente joven, cuyo corazón merecía tantos miramientos; hizo ella
misma el plato destinado a Luis, y no olvidó tampoco a Leal. Mirábala de
rato en rato Martina, aunque no cesase de relatar sus sempiternos
cuentos, y luego miraba también a Sab. Una vez después de estas miradas
suspiró profundamente y sus ojos se cargaron de lágrimas: era
precisamente cuando refería la triste historia del cacique Camagüey, y
nadie extrañó su conmoción.

Era necesario regresar a la estancia de don Carlos, pues se iba
haciendo tarde; al despedirse de Martina dejóle éste su bolsillo lleno
de dinero, y la vieja lo colmó de bendiciones. Enrique le dió cariñosos
adioses, y Carlota la abrazó con las lágrimas en los ojos, e igualmente
al pequeño Luis; luego acarició a Leal recomendándoselo al niño y salió
a juntarse con el resto de la compañía, que la aguardaba para partir.

La despedida de Sab fué más larga: tres veces le abrazó Martina y otras
tantas tornó a abrazarle con mayor afecto. Luego Luis, colgado de su
cuello, parecía reanimado por el cariño que su hermano adoptivo le
inspiraba. Sab iba por último a arrancarse de sus brazos, dándole con
paternal afecto el último beso, cuando el niño, reteniéndole con extraña
tenacidad,--escucha,--le dijo,--tengo que pedirte una cosa, una cosa muy
bonita que me han dado para ti; pero que tú, que eres tan bueno, querrás
dejarme. El mulato oyó la voz de su amo que le llamaba para partir, y
apartándose de Luis,--Sí,--le contestó, sin atender al objeto que
excitaba los deseos del niño y éste apretaba en su mano derecha, cerrada
con fuerza:--sí, yo te la regalo.

--Ya lo sabía yo,--exclamó con pueril regocijo el enfermo.--¡Ah! qué
bueno eres: ya lo sabía yo desde que me dió este regalo aquella señora,
que lloraba al dármelo para ti; pero tú no lloras porque se lo das a tu
hermano; tú eres mejor que ella.

--¡Cómo! ¿Una señora te dió ese regalo para mí?--exclamó el mulato
volviendo a arrodillarse sobre la tarima de Luis.

--Sí, una de esas que han estado hoy en casa, y me dijo que tú le
amarías mucho: ¡ya la creo! ¡es tan bonito! pero tú amas más a tu
hermano y por eso se lo has dado,--y el niño acariciaba la cabeza de
Sab, pero éste no atendía ya a sus halagos.


--¡Una de estas señoras te lo ha dado! ¡Para mí! ¡Oh! ¡dámelo,
dámelo!--y arrancó de la mano del niño, que defendía su tesoro con todas
sus fuerzas, aquel objeto que excitaba ya su más ardiente anhelo.

--¡No me lo quites; tú me lo has dado! ¡es mío, es mío!--gritaba
llorando Luis, y Sab precipitándose junto a la mesa, donde ardía una
bugía, devoraba con los ojos aquel presente misterioso. Era un brazalete
de cabellos castaños de singular hermosura, y el broche lo formaba, un
pequeño retrato en miniatura.

--¡Es mío! ¡Dámelo!--repetía el niño tendiendo sus descarnados brazos y
sus manitas transparentes.

--¡Es ella!--exclamaba sin oirlo el mulato.--¡Es su retrato! ¡Su pelo!
¡Dios mío, es ella!

Volvió a caer de rodillas junto a la tarima del enfermo y enajenado,
convulso, fuera de sí, apretaba el brazalete y al niño sobre su pecho,
gritando siempre:--¡Es ella! ¡Es ella!--El niño casi sofocado entre sus
brazos procuraba desasirse sin dejar de repetir:--¡Es mío! ¡Es mío!

--En nombre del cielo,--le dice Sab,--en nombre del cielo repíteme lo
que me has dicho. Luis, dímelo otra vez, dime que fué ella quien te ha
dado esto para mí.

--Sí, pero tú me lo has regalado,--decía la pobre criatura.

--¡Oh! yo te daré mi vida, mi alma, todo lo que quieras, Luis, pero
dímelo: ¿fué ella? Y oprimía entre las suyas las delicadas manos del
niño.

--¡Me haces mal!--gritó amedrentado de los arrebatos de su hermano
adoptivo:--¡Sab, déjame! No te pediré! No te pediré más esa cosa tan
bonita. ¡Suéltame! Ay! Me rompes las manos.--Lloraba el niño y Sab era
insensible a su llanto.

--¡Fué ella! ¡Fué ella!--repetía cada vez más enajenado.

--Sí, ella,--respondió balbuceando Luis,--esa señora, la más chica de
las dos grandes, esa de los ojos verdes, y....

--¡Oh! ¡Teresa! ¡Teresa!--le interrumpió tristemente Sab, soltando las
manos del niño:--¡Teresa ha sido!

--Mira, me le dió envuelto en este papelito y yo le saqué para mirarle.
Toma el papel, y dame eso, dámelo querido Sab, tú me lo ofreciste.

Sab tomó el papel en el cual escritas con lápiz leyó estas palabras:
«Luis ofrece al que ha salvado dos veces la vida de Enrique Otway esta
prenda, en compensación de los beneficios que le debe.»

--¡Teresa! ¡Teresa!--exclamó Sab;--tú has penetrado, pues, en este
corazón, tú conoces todos sus secretos, tú sabes cuánto aborrezco esa
vida que he salvado dos veces y comprendes todo el precio de mi
generosidad. ¡Oh Teresa! Este presente tuyo es lo más precioso que
podías darme; pero acaso pueda yo pagarte muy en breve: sí, lo haré, lo
haré y te bendeciré mientras palpite este corazón, del cual no se
apartará jamás el inestimable tesoro que me has creído digno de poseer.

La voz del señor de B...., impaciente ya con la tardanza del mulato, se
oyó en aquel momento, llamándole para partir. Sab ocultó en su pecho el
precioso brazalete y arrancándose de los brazos del niño, que aun le
repetía:--¡Dámelo!,--lanzóse fuera de la sala. Encontróse a Martina que
entraba a buscarle; todos los viajeros estaban ya a caballo y sólo por
él se aguardaba.

Sab, todo turbado, murmuró una excusa insignificante y tomando su jaco
se adelantó a paso largo sirviendo de guía a los viajeros.




CAPITULO XI

    ¿Cuál es vuestro designio? ¿Qué
    significa ese lenguaje misterioso?
              SHAKESPEARE.
          Macbeth.


En efecto, aquel brazalete tejido con cabellos de la hermosa hija de don
Carlos, y cuyo broche era retrato de ésta, fué regalado a Teresa por su
amiga hacía algunos años y desde entonces pocas veces dejaba de
llevarlo, pues si su carácter, seco y huraño, la hacía poco afectuosa
con Carlota, su corazón, noble y agradecido, sabía apreciar dignamente
la preciosa prenda de una amistad tan sincera como aquella que debía a
su interesante compañera.

Sab, poseedor de tan inestimable joya, apretábala a su seno mil y mil
veces, bendecía a Teresa y buscaba sus miradas deseoso de que leyera en
las suyas la inmensa gratitud de su corazón. Pero eran vanos sus
esfuerzos. Durante el camino Teresa, sepultada en el fondo del carruaje,
no levantó los ojos de un libro que al parecer leía, y llegaron de noche
a la estancia sin que Sab hubiese podido dirigirla ni una mirada de
agradecimiento.

Inútilmente buscó después proporción de hablarla un momento. Teresa lo
evitó con tanto cuidado que le fué imposible conseguirlo.

Dos días más pasaron en Cubitas nuestros viajeros, empleados por don
Carlos en hacer conocer a su futuro yerno todas las tierras que le
pertenecían, y en mostrar a las señoritas otras curiosidades naturales
del país. Entre ellas el río Máximo, llamado de los Cangilones, cuyas
límpidas aguas corren mansamente por medio de dos simétricas paredes de
hermosas piedras, y en cuyas márgenes pintorescas florecen las
clavellinas, y una infinidad de plantas raras y preciosas. Sab les hizo
ver también los Paredones, cerros elevados y pedregosos por medio de los
cuales se extiende un camino de doce o catorce varas de ancho. El
viajero que transita por dicho camino no puede levantar la vista hacia
la altura sin sentir vértigos y cierto espanto, al aspecto imponente de
aquellas grandes moles, paralelas y de admirable igualdad, que no ha
levantado ninguna mano mortal.

Carlota hubiera deseado aguardar en Cubitas la vuelta de su amante, que
se veía obligado a ir por algunos días a Guanaja; pero el señor de B....
había determinado de antemano regresar a Bellavista el mismo día que
Otway partiese a Guanaja. Estaba impaciente el buen caballero por enviar
a Sab a Puerto Príncipe y acercarse él mismo a aquella ciudad, a fin de
tener más presto las noticias que deseaba. En el último correo de la
Habana no había tenido carta de su hijo ni de sus preceptores. Sab, que
había ido a la ciudad, como sabe el lector, llevando entre otros el
encargo de sacar las cartas del Correo, había declarado al llegar (el
día en que partieron para Cubitas), que no había carta ninguna para el
señor de B.... Extraño era este silencio de su hijo que no dejaba de
escribirle un solo correo, y extraño también que su corresponsal de
negocios no le mandase, como acostumbraba, los periódicos de la Habana,
mayormente cuando debían contener la noticia del sorteo de la gran
lotería; que ya sabía don Carlos por Enrique haber caído el premio mayor
en Puerto Príncipe. Deseaba, pues, con toda la impaciencia de que era
susceptible su carácter, tener noticias de su hijo, cuyo silencio le
inquietaba, y saber cuál era el número premiado. Aunque, como ya hemos
dicho, no era don Carlos codicioso, ni diese demasiada importancia a las
riquezas, no dejaba de conocer con dolor cuánto las suyas estaban
desmembradas, y cuán bello golpe de fortuna sería, para él sacar 40,000
duros a la lotería. Por tanto, al saber que este premio cayera en Puerto
Príncipe, latió su corazón de esperanza y acordándose que tenía dos
billetes, y Teresa y Carlota cada una otro;--¿Quién sabe,--dijo,--si uno
de estos cuatro billetes será el premiado? ¡Oh! ¡Si fuese el de Carlota!
¡Qué felicidad!--Pero, no,--añadió prontamente el generoso
caballero;--más bien deseo que sea el de Teresa; ella lo necesita más.
¡Pobre huérfana, que no ha heredado más que un mezquino patrimonio!
Carlota será sin la lotería bastante rica, mayormente casándose con
Enrique Otway.

Enrique partió para Guanaja pasados tres días en Cubitas y la familia de
B.... para Bellavista, después de dejar instalada a Martina en su nuevo
domicilio, colmándola de regalos y recibiendo en cambio sus bendiciones.

¡Cómo pierden su hermosura los objetos mirados por los ojos de la
tristeza! Carlota al restituirse a Bellavista miraba con indiferencia
aquellos mismos campos, fértiles y hermosos, que tan grata impresión le
causaran tres días antes, admirándolos con Enrique.

Iba a estar ocho días separada de aquel objeto de toda su ternura, y su
tristeza era tanto mayor cuanto que una vaga inquietud, un indefinible
temor atormentaban por primera vez su imaginación.

En los tres días pasados en Cubitas habíale parecido su amante
frecuentemente triste y caviloso, y sus adioses fueron fríos. Cuando
Carlota le hablaba de su próxima unión, Enrique callaba o contestaba con
cierta confusión; cuando Carlota le reprochaba su displicencia, Enrique
se disculpaba con pueriles pretextos. Una desconfianza indeterminada,
pero cruel, oprimió por primera vez aquel cándido y confiado
corazón.--No me ama tanto como yo le amo, se atrevió Carlota a
confesarse a sí misma; alguna cosa le aflige que no se atreve a
confiarme.

¡Enrique tiene secretos para mí! ¡Para mí que le he entregado mi alma
toda entera! ¡Para mí que seré en breve su esposa!

Trataba en vano de adivinar la causa secreta de las cavilaciones de
Enrique, y preguntábasela a su propio corazón. ¡Ah! ¿Cómo había de
responderle aquel noble y desinteresado corazón? Carlota oyó decir a su
padre que Otway se había sorprendido al saber el poco valor y escasos
productos de las tierras que poseía en Cubitas; pero, ¿podía ella
sospechar remotamente que aquel descubrimiento influyese en la tristeza
y frialdad de su amante?... Si un desgraciado instinto se lo hubiese
revelado, Carlota no hubiera podido amar ya, pero acaso tampoco hubiera
podido vivir.

Melancólica y preocupada, llegó al anochecer a aquel ingenio del cual
saliera tres días antes con tan risueñas disposiciones, y sabiendo que
Sab debía partir al día siguiente para la ciudad pretextó tener que
escribir varias cartas a algunas de sus conocidas y se encerró en su
cuarto, para entregarse toda a su tristeza e inquietud; don Carlos
siguió su ejemplo retirándose a su escritorio, con el verdadero objeto
de escribir muchas cartas que debía Sab llevar al Correo, y las niñas,
fatigadas, no tardaron en dormirse. Así únicamente Teresa permanecía en
la sala al cuarto de hora de llegar al ingenio. Todos, al parecer, la
habían olvidado y hallóse sola enteramente. Levantóse entonces de la
butaca en que se había sentado, y acercándose con cautela a la puerta
del cuarto que servía de dormitorio a las dos, y en el cual se hallaba
entonces encerrada Carlota, aplicó el oído a la cerraja y escuchó
atentamente por espacio de algunos minutos. Luego volvióse muy despacio
a su silla.--¡No hay duda!--dijo en voz baja:--¡He oído sus sollozos!
¡Carlota! ¿Qué puede afligirte? ¡Eres tan dichosa! ¡Todos te aman!
¡Todos desean tu amor!... ¡Deja lágrimas para la pobre huérfana sin
riquezas, sin hermosura, a la que nadie pide amor, ni ofrece felicidad!

Inclinó lánguidamente la cabeza, y quedó sumida en tan larga y profunda
meditación, que durante más de dos horas no hizo el menor movimiento, ni
apenas podría percibirse que respiraba. La vela de sebo, que ardía a su
lado sobre una mesa, habíase gastado sin que ella lo advirtiese y estaba
ya próxima a extinguirse. Por fin, volviendo progresivamente de aquella
especie de letargo, exhaló primero un hondo suspiro; levantó luego con
lentitud la cabeza y echó una ojeada al reloj de mesa que estaba junto a
ella. ¡Las diez!--exclamó:--¡las diez! ¡Hace pues dos horas que estoy
aquí sola!--Miró luego la puerta del cuarto en que se hallaba Carlota, y
que permanecía cerrada todavía, y por último fijó los ojos en la vela
expirante, que ya apenas iluminaba débilmente los objetos, si bien
arrojaba por intervalos ráfagas de vivísima luz.--Así un corazón gastado
por los pesares,--dijo tristemente,--arroja aún de tiempo en tiempo
destellos de entusiasmo, antes de apagarse para siempre: así mi pobre
corazón cansado de amargura, despedazado de dolores, vierte todavía
sobre mis últimos años de juventud el resplandor siniestro de una llama
criminal y terrible!

La luz arrojó en aquel momento una ráfaga más viva que las anteriores;
pero fué la última: Teresa quedó en profunda oscuridad, y oyóse entonces
su voz proferir con acento más triste:

--Así te extinguirás, desgraciado fuego de mi corazón, así te
extinguirás también por falta de pábulo y de esperanza.

--¡No, Teresa! ¡Aún hay para vuestro amor una esperanza! Aún podéis
ser dichosa,--respondió otra voz no menos sombría, que Teresa
escuchó casi en su mismo oído. Lanzó ella un ligero grito, que al
parecer fué sofocado por una mano colocada oportunamente sobre su
boca.--¡Silencio!--repitió la misma voz,--silencio si no queréis
perdernos a ambos. Teresa, yo os debo mucho y acaso puedo pagaros; vos
habéis adivinado mi secreto y yo en cambio poseo el vuestro. Es preciso
que haya una explicación entre nosotros: es preciso que me oigáis. ¿Lo
entendéis, Teresa? Esta noche, cuando el reloj que hace un momento
mirabais, haya sonado las doce, os aguardo en las orillas del río a
espaldas de los cañaverales del Sur. Mañana debo partir y es forzoso
que me oigáis antes, porque esta conferencia, yo os lo juro, decidirá
de mi suerte y la vuestra. ¡Acaso también de la suerte de otros! ¿Juráis

acudir a la cita, que os pido en nombre de todo lo que más amáis?

--Sab,--respondió Teresa con voz trémula y asustada:--¿qué quieres
decir? soy una desgraciada a quien debes compadecer.

--Y a la que quiero y puedo hacer dichosa,--repuso con vivacidad su
interlocutor.--¡Yo os lo suplico por la memoria de vuestra madre,
Teresa! dignaos otorgarme lo que os pido. Mi vida, la vuestra acaso
depende de esta condescendencia.

--¡A las doce! ¡Sola! ¡Tan distante!--observó en voz baja la doncella.

--¡Y qué! ¿Tendréis miedo del pobre mulato, a quien creisteis digno de
recibir de vos el retrato de Carlota? ¿Me tendréis miedo, Teresa?

--No,--respondió ella con voz más segura:--¡Sab! yo te lo prometo,
acudiré a la cita.

--¡Bendita seas mujer! ¡Y bien! a las doce, a orillas del río, a
espaldas de los cañaverales del Sur.

--Allí me hallarás.

--¿Lo juras, Teresa?

--¡Lo juro!

A este diálogo habido en las tinieblas sucedió en la sala un silencio
profundo, y cuando tres minutos después salió don Carlos de su
escritorio llamando a Sab, para entregarle las cartas que debía llevar a
la ciudad, encontró a Teresa en la misma butaca en la que la había visto
al dejar la sala y al parecer profundamente dormida. A las voces del
señor de B...., y al ruido de la puerta del cuarto de Carlota, que se
abrió casi al mismo tiempo, despertó de su sueño, y oyó esperezándose la
dulce voz de su amiga que la decía abrazándola.

--Teresa mía, perdona el que te haya dejado sola por tanto tiempo.!Tenía
tanto que escribir!--Y al momento, como si se arrepintiese de ser poco
sincera con su amiga, añadió más bajo:--¡Tenía tanta necesidad de estar
sola!

Teresa, sin prestar atención a esta excusa, miró alrededor de sí, como
si después de un tan largo sueño apenas recordase el sitio en que se
hallaba.--¿Qué hora es?--preguntó seguidamente.

--Mira el reloj,--respondió Carlota,--son las diez dadas y creo justo
nos recojamos, tanto más cuanto parece estás muy dispuesta a volver a
dormirte. Pero he aquí a Sab que recibe órdenes y cartas; mañana al
amanecer marcha a la ciudad; voy a darle dos cartas que he escrito para
nuestras amigas. ¿No tienes tú nada que encargar a Puerto Príncipe?

--Nada,--contestó Teresa, levantándose y dirigiéndose hacia el
dormitorio, al cual la siguió Carlota después de poner en manos del
mulato sus dos cartas, y de recibir un beso y una bendición de su padre.

--Te habrás fastidiado mucho, mi buena Teresa,--dijo cariñosamente a su
compañera, después de cerrar la puerta y mientras se desnudaba para
acostarse:--¡tan sola como estabas! ¿Qué has hecho?

--Dormir, ya lo has visto,--respondió Teresa, que ya estaba en la cama y
al parecer muy próxima a volver a dormirse.

--He sentido mucho dejarte sola,--repuso Carlota;--pero mira: ¡tenía
tanta necesidad de soledad y silencio! ¡Estaba tan triste! ¡Tan agitada!

--Estabas triste, ¿qué tenías, pues?--dijo Teresa incorporándose un poco
en la almohada.

--Tenía... ¿qué sé yo? ¡Una opresión del corazón!... Necesitaba llorar,
lloré mucho y ya me siento aliviada.

--¿Has llorado?--repitió Teresa alargándola una mano, con más ternura en
su voz y en sus miradas que la que Carlota estaba acostumbrada a ver en
ella. Conmovida en aquel momento, a vista de este inesperado interés,
arrojóse la pobre niña en los brazos de su amiga y renovó su llanto.
Poco tuvo que insistir Teresa para arrancarla una entera confesión de
los motivos de su tristeza. No acostumbrada al dolor, pero dotada de un
alma capaz de recibirlo en toda su plenitud, Carlota había padecido
tanto aquella noche con sus cavilaciones e inquietudes, que sentía una
necesidad de pedir consuelo y compasión. Por otra parte, aunque Teresa
con su sequedad genial recibiese sus confianzas por lo común con
muestras de poco interés, Carlota había adquirido el hábito de
hacérselas, y reprochábala su corazón, como una falta, la reserva que en
aquella ocasión había tenido con su amiga. Así pues, abrazada de su
cuello y llenos los ojos de lágrimas, refirióle con candor y exactitud
todas las quejas que formaba de Enrique. Teresa la escuchaba con
atención, y luego que hubo concluído:

--¡Pobre Carlota!--la dijo:--¡Cómo te forjas tú misma motivos de
inquietud!

--¡Pues qué!--exclamó con ansiedad de temor y de esperanza,--¿piensas tú
que soy injusta?

--Lo eres indudablemente,--repuso Teresa.

--¿Piensas que me ama lo mismo que antes?

--Y ¿por qué no te amaría más cada día, querida Carlota? ¡Eres tan
buena, tan hermosa!

--¿Me adulas, Teresa?--preguntó Carlota, que a las primeras palabras de
su amiga había levantado su linda cabeza, enjugando sus lágrimas y
conteniendo sus sollozos, para oirla mejor.

--No ciertamente, eres amada y mereces serlo. ¿Por qué interpretas en tu
daño lo que puede ser, y es indudablemente, efecto de ese mismo amor del
cual dudas? ¿Es acaso extraño que Enrique esté triste y de mal humor,
cuando, acostumbrado a verte diariamente por espacio de tres meses, y
con la esperanza de verte en breve sin cesar, se halla sin embargo al
presente forzado por enojosos asuntos de comercio a dejarte con
frecuencia y a pasar semanas enteras lejos de ti? Esa frialdad de que te
quejas es una aprensión tuya, y además, ¿quieres que un hombre abrumado
de negocios esté tan entregado como tú a su ternura? ¿Quieres que no
haga otra cosa que suspirar de amor a tus pies? ¡Oh! eres injusta, no lo
dudes Carlota: Enrique no merece las sospechas de tu suspicaz ternura.

Escuchaba estas palabras Carlota con inexpresable alegría. Es tan fácil
persuadirnos de aquello que deseamos, y tan dulce esta persuasión, que
la apasionada joven no necesitó más que aquellas pocas palabras de
Teresa, para disipar todas sus inquietudes; y si aun no se mostró
convencida fué por el placer de que su amiga le repitiese que era
injusta y que Enrique la amaba. ¡Cuánto bien hacían a su corazón
aquellas palabras! ¡Cómo se aplaudía de haber confiado a Teresa sus
penas, reconviniéndose de no haberlo hecho antes! Teresa la parecía
aquella noche adorable, elocuente, sublime. Persuadíase con placer que
era mil veces más justa, más sensata que ella, y lloró entonces haber
ofendido a su amante con infundados recelos.

--He sido ciertamente muy injusta,--dijo entre sonrisas y
lágrimas;--pero merezco perdón. ¡Le amo tánto! Una palabra, una mirada
de Enrique es para mi corazón la vida o la muerte, la felicidad o la
desesperación. Tú no comprendes esto, Teresa, porque nunca has amado.

Teresa se sonrió tristemente.

--Estás tan poco acostumbrada a padecer,--la dijo después,--que el menor
contratiempo, hallando indefenso tu corazón, se posesiona y le oprime.
¡Oh Carlota! aun cuando la desgracia que sin razón has temido llegase a
realizarse, ¿deberías abandonarte así cobardemente al dolor? Si Enrique
fuese mudable, pérfido, ¿no tendrías bastante orgullo y fortaleza para
despreciarle, juzgando poco digna de tus lágrimas la pérdida de un
corazón inconstante?

Carlota desenlazó sus brazos de los de Teresa con un movimiento
convulsivo, y pintóse en sus ojos un triste sobresalto.

--¡Qué! ¿Intentas acaso prepararme? ¿Me has engañado al asegurarme que
me amaba? ¿Has conocido tú también su mudanza? ¿La sabes? dímelo ¡oh! en
nombre del cielo, dímelo, cruel!

--No, pobre niña,--exclamó Teresa,--¡no! no he conocido otra cosa sino
que serás desgraciada, no obstante tu hermosura y tus gracias, no
obstante el amor de tu esposo y de cuantos te conocen. Serás desgraciada
si no moderas esa sensibilidad pronta siempre a alarmarse.

--Sí,--respondió Carlota, con un hondo suspiro, mientras se sentaba
tristemente y con aire pensativo sobre su cama:--Sí, seré desgraciada;
no sé qué voz secreta me lo dice sin cesar; pero al menos la desgracia
contra la cual quieres prepararme, no será la que yo llore más largo
tiempo. Si Enrique fuese pérfido, ingrato...., entonces todo habría
concluído....; yo no sería ya desgraciada. No son los más temibles
aquellos males a los que hay la certeza de no poder sobrevivir.

Concluyendo estas palabras dejóse caer con abatimiento sobre la
almohada, y Teresa fijó los ojos en ella con profunda emoción.
Miraba con cierta sorpresa, y con la más tierna piedad, impreso
el dolor en aquella frente tan joven y tan pura, en la que ni el
tiempo ni las pasiones habían grabado hasta entonces su dolorosa
huella, y reconveníase por haber turbado un momento su deliciosa
serenidad.--Desgracia para aquellos, decía interiormente, que derraman
la primera gota de hiel en un alma dichosa. ¿Quiénes son los que,
surcado el rostro por las arrugas, que les han impreso los años o los
dolores, se acercan atrevidos a la juventud confiada y feliz, para
arrebatarle sus ilusiones inocentes y brillantes? Seres fríos y duros,
almas sin compasión que pretenden hacer un bien cuando anticipan el
momento fatal del desengaño: cuando ofrecen una triste realidad al que
despojan de sus dulces quimeras. Hombres crueles, que hielan la sonrisa
en los labios inocentes, que rasgan el velo brillante que cubre a los
ojos inexpertos, y que al decir: esta es la verdad, destruyen en un
momento la felicidad de toda una existencia.

¡Oh vosotros, los que ya lo habéis visto todo, los que todo lo habéis
comprendido y juzgado, vosotros los que ya conocéis la vida y os
adelantáis a su último término, guiados por la desconfianza! Respetad
esas frentes puras, en las que el desengaño no ha estampado su sello;
respetad esas almas ricas de esperanzas y poderosas por su juventud....;
dejadles sus errores...., menos mal les harán que esa fatal previsión
que queréis darles.

Teresa, haciendo estas reflexiones, se había inclinado hacia su prima y
la apretaba en sus brazos con no usada ternura. Carlota recibía sus
caricias sin devolverlas--tan preocupada estaba--hasta que Teresa
renovando la conversación procuró tranquilizarla repitiéndola, con
acento de convicción, que Enrique la amaba, que la amaría siempre y que
le ultrajaba en dudar un momento de su sinceridad y constancia.

Luego que la vió menos agitada, rogóla procurase dormir y ella misma
aparentó necesidad de reposo. Imposible fué sin embargo a Carlota
dormirse en algún tiempo; bien que sosegada de sus temores, sentíase
sobradamente conmovida, y ya Teresa dormía al parecer profundamente,
hacía más de media hora, cuando ella aun daba vueltas en su cama sin
poder sosegar. Por fin, después de esta agitación, el deseado sueño
descendió a sus ojos, y Carlota se quedó dormida al mismo tiempo que el
reloj sonaba distintamente las doce.




SEGUNDA PARTE




CAPITULO I

    Escúchame que no seré largo; la historia
    de un corazón apasionado es siempre
    muy sencilla.
              ALFREDO DE VIGNY.

      Cinq-Mars.--Una conspiración.


Era una de aquellas hermosas noches de los trópicos: el firmamento
relucía recamado de estrellas, la brisa susurraba entre los inmensos
cañaverales, y un sinnúmero de cocuyos resaltaban entre el verde oscuro
de los árboles y volaban sobre la tierra, abiertos sus senos brillantes
como un foco de luz. Sólo interrumpía el silencio solemne de la
medianoche el murmullo melancólico que formaban las corrientes del
Tínima, que se deslizaba a espaldas de los cañaverales entre azules y
blancas piedras, para regar las flores silvestres que adornaban sus
márgenes solitarias.

En aquella hora una mujer sola, vestida de blanco, atravesaba con paso
rápido y cauteloso los grandes cañaverales de Bellavista, y se
adelantaba guiada por el ruido de las aguas, hacia las orillas del río.
Al ligero rumor de sus pisadas, que en el silencio de la noche se
percibía claramente, levantóse de improviso de entre las piedras del río
la figura de un hombre de aventajada talla, y se oyó distintamente esta
exclamación, proferida al mismo tiempo por los dos individuos que
mutuamente se reconocían:--¡Teresa!--¡Sab! El mulato la tomó por la mano
y haciéndola sentar sobre las piedras de que acababa de levantarse,
postróse de rodillas delante de ella.--¡Bendita seáis Teresa! Habéis
venido como un ángel de salvación a dar la vida a un infeliz que os
imploraba; pero yo también puedo daros en cambio esperanza y consuelo:
nuestros destinos se tocan y una misma será la ventura de ambos.

--No te comprendo, Sab,--contestó Teresa;--he venido a este sitio porque
me has dicho que dependía de ello tu felicidad, y acaso la de otros;
respecto a la mía, no la deseo ni la espero ya sobre la tierra.

--Sin embargo, al hacer mi dicha haréis también la vuestra,--la
interrumpió el mulato;--un acaso singular ha enlazado nuestros destinos.
¡Teresa! vos amáis a Enrique y yo adoro a Carlota; vos podéis ser la
esposa de ese hombre, y yo quedaré contento con tal que no lo sea
Carlota. ¿Me entendéis ahora?

--Sab,--repuso con melancólica sonrisa la doncella,--tú deliras
seguramente.--¿Yo puedo ser, dices tú, la esposa de Enrique?

--Sí, vos podéis serlo, y soy yo quien puede daros los medios para
conseguirlo.

Teresa le miró con temor y lástima; sin duda creyó que estaba
loco.--¡Pobre Sab!--dijo ella desviándose involuntariamente;--cálmate en
nombre del cielo; no estás en tu juicio cuando crees....

--Escuchadme,--interrumpió con viveza Sab, sin darla tiempo de concluir
la frase que había comenzado.--Escuchadme. ¡Aquí, en presencia del cielo
y de esta magnífica naturaleza, voy a descubriros mi corazón todo
entero! Una sola cosa exijo de vos: prometedme que no saldrá de vuestros
labios una sola palabra de cuantas esta noche me escucharéis....

--Te lo prometo.

--¡Teresa!--prosiguió él, sentándose a sus pies--vos sabéis que este
desventurado se atreve a amar a aquella cuya huella no es digno de
besar; pero lo que no podéis saber es cuán inmensa, cuán pura es esta
pasión insensata. ¡Dios mismo no desdeñaría un culto semejante!

Yo he mecido la cuna de Carlota: sobre mis rodillas aprendió a
pronunciar--te amo--y a mí dirigieron por primera vez sus angélicos
labios esta divina palabra. Vos lo sabéis, Teresa: junto a ella he
pasado los días de mi niñez y los primeros de mi juventud; dichoso con
verla, con oirla, con adorarla, no pensaba en mi esclavitud y en mi
oprobio, y me consideraba superior a un monarca cuando ella me decía:
“te amo”.

El mulato, cuya voz fué sofocada por la conmoción, guardó un instante de
silencio y Teresa le dijo:

--Ya lo sé Sab: sé que te has criado junto a Carlota; sé que tu corazón
no se ha entregado voluntariamente a una pasión insensata, y que sólo
debe culparse a aquellos que te expusieron a los peligros de semejante
intimidad.

--¡Los peligros!--repitió tristemente el mulato;--ellos no los preveían,
porque no sospecharon nunca que el pobre esclavo tuviera un corazón de
hombre; ellos no creyeron que Carlota fuese a mis ojos sino un objeto de
veneración y de culto. En efecto, cuando yo consideraba aquella niña tan
pura, tan bella, que junto a mí constantemente, me dirigía una mirada
inefable, parecíame que era el ángel custodio que el cielo me había
destinado, y que su misión sobre la tierra era conducir y salvar mi
alma. Los primeros sonidos de aquella voz argentina y pura; aquellos
sonidos que me parecían un eco de la eterna melodía del cielo, no me
fueron desconocidos: imaginaba haberlos oído en otra parte, en otro
mundo anterior, y que el alma que les exhalaba se había comunicado con
la mía por los mismos sonidos, antes de que una y otra descendieran a la
tierra.

Así la amaba yo, la adoraba desde el primer momento en que la vi
reciennacida, mecida sobre las rodillas de su madre.

Luego la niña creció a mi vista y la hechicera criatura convirtióse en
la más hermosa de las vírgenes. Yo no osaba ya recibir una mirada de sus
ojos, ni una sonrisa de sus labios: trémulo delante de ella, un sudor
frío cubría mi frente, mientras circulaba por mis venas ardiente lava
que me consumía. Durmiendo, aun la veía niña y ángel descansar junto a
mí, o elevarse lentamente hacia los cielos de donde había venido,
animándome a seguirla con la sonrisa divina y la mirada inefable que
tantas veces me había dirigido. Pero cuando despertaba, era la mujer y
no el ángel la que veían mis ojos y amaba mi corazón. La mujer más
bella, más adorable que pudo hacer palpitar jamás el corazón de un
hombre: era Carlota con su tez de azucena, sus grandes ojos que han
robado su fuego al sol de Cuba; Carlota con su talle de palma, su cuello
de cisne, su frente de quince años...., y al contemplarla tan hermosa
pensaba que era imposible verla sin amarla; que entre tantos como la
ofrecerían un corazón encontraría ella uno que hiciese palpitar el suyo,
y que para él serían únicamente todos los latidos de aquel hermoso seno,
todas las miradas de aquellos ojos divinos y las sonrisas de aquellos
labios de miel.

¡Teresa!--añadió bajando la voz que había sido hasta entonces llena,
sonora y clara, y que fué luego tomando gradualmente un acento más
triste y sombrío.--¡Teresa! ¡Entonces recordé también que era vástago de
una raza envilecida! ¡Entonces recordé que era mulato y esclavo....!
Entonces mi corazón, abrasado de amor y de celos, palpitó por primera
vez de indignación, y maldije a la naturaleza que me condenó a una
existencia de nulidad y oprobio; pero yo era injusto, Teresa, porque la
naturaleza no ha sido menos nuestra madre que la vuestra. ¿Rehusa el sol
su luz a las regiones en que habita el negro salvaje? ¿Sécanse los
arroyos para no apagar su sed? ¿No tienen para él conciertos las aves,
ni perfumes las flores?.... Pero la sociedad de los hombres no ha
imitado la equidad de la madre común, que en vano les ha dicho: ¡Sois
hermanos! Imbécil sociedad, que nos ha reducido a la necesidad de
aborrecerla, y fundar nuestra dicha en su total ruina!

Calló un momento, y Teresa vió brillar sus ojos con un fuego siniestro.

--¡Sab!--dijo entonces con trémula voz:--¿me habrás llamado a este sitio
para descubrirme algún proyecto de conjuración de los negros? ¿Qué
peligro nos amenaza? ¿Serás tú uno de los....

--No,--la interrumpió él con amarga sonrisa:--tranquilizaos, Teresa,
ningún peligro os amenaza; los esclavos arrastran pacientemente su
cadena; acaso sólo necesitan para romperla oir una voz que les grite:
¡Sois hombres! pero esa voz no será la mía, podéis creerlo.--Teresa
alargó su mano a Sab, con alguna emoción; él fijó en ella sus ojos y
prosiguió con tristeza más tranquila:

--Era puro mi amor como el primer rayo del sol en un día de primavera,
puro como el objeto que le inspiraba, pero ya era para mi un tormento
insoportable. Cuando Carlota se presentaba en el paseo o en el templo y
yo iba en su seguimiento, observaba todos los ojos fijarse sobre ella y
seguía con ansiedad la dirección de los suyos. Si un momento los paraba
en algún blanco y gentil caballero, yo suspenso, convulso, quería
penetrar a su corazón, sorprender en él un secreto de amor y morir. Si
la veía en casa melancólica y pensativa dejar caer el libro que leía, o
el pañuelo que bordaba; si revelaba el movimiento desigual de su pecho
una secreta emoción, mil dolores desgarraban el mío, y me decía con
furor: Ella siente la necesidad de amar; ella amará y no será á mí.

No pude sufrir mucho tiempo aquel estado de agonía; conocí la necesidad
de huir de Carlota y ocultar en la soledad de mi amor, mis celos y mi
desesperación. Vos lo sabéis, Teresa, solicité venir a este ingenio, y
hace dos años que me he sepultado en él, volviendo a ver raras veces
aquella casa en que pasé días de tanta felicidad y de tanta amargura, y
aquel objeto adorable, que ha sido mi único amor sobre la tierra; pero
lo que no podéis saber ni yo podré deciros, es cuánto he padecido en
estos dos años de voluntaria ausencia. ¡Preguntádselo a esos montes, a
este río, a estas peñas! Sobre ellas he derramado mis lágrimas que el
río arrastraba en su corriente. ¡Oh Teresa! preguntádselo también a este
cielo que ostenta sobre nosotros sus bóvedas eternas; él sabe cuántas
veces le rogué me descargase del peso de una existencia que no le había
pedido, ni podía agradecerle; pero siempre había un muro de bronce
interpuesto entre él y yo, y el eco de la montaña me volvía los lamentos
de dolor, que el cielo no se dignaba acoger.

Una gruesa y ardiente lágrima se desprendió de los ojos de Sab, cayendo
sobre la mano de Teresa, que aun retenía en las suyas; y otra lágrima
cayó también al mismo tiempo y resbaló por la frente del mulato; esta
lágrima era de Teresa, que inclinada hacia él, le fijaba una mirada de
simpatía y compasión.

--¡Pobre mujer!--dijo él--¡Vos también habéis padecido! lo sé; los
hombres al ver vuestro aspecto frío y vuestro rostro siempre sereno,
han creído que ocultábais un corazón insensible, y han dicho acaso: ¡Qué
feliz es! pero yo, Teresa, yo os he hecho justicia; porque conozco que
para ahogar el llanto y disfrazar bajo una frente serena el dolor que
despedaza el corazón, es preciso haber sufrido mucho.

Siguió a estas palabras un nuevo intervalo de silencio y luego
prosiguió:

--Bajo un cielo de fuego, con un corazón de fuego, y condenado a no ser
jamás amado, he visto pasar muchos días de mi estéril y triste juventud.
En vano quería apartar a Carlota de mi imaginación, y apagar la llama
insana que me consumía; en todas partes encontraba la misma imagen, a
todas llevaba el mismo pensamiento. Si en las auroras de la primavera
quería respirar el aire puro de los campos y despertar con toda la
naturaleza a la luz primera de un nuevo día, a Carlota veía en la aurora
y en el campo: la brisa era su aliento, la luz su mirar, su sonrisa el
cielo. De amor me hablaban las aves que cantaban en los bosques, de amor
el arroyo que murmuraba a mis pies, y de amor el gran principio de vida
que anima el universo.

Si, cansado del trabajo venía a la caída del sol a reposar mis miembros
a orillas de este río, aquí también me aguardaban las mismas ilusiones;
porque aquella hora de la tarde, cuando el sinsonte canta girando en
torno de su nido, cuando la oscuridad va robando por grados la luz y el
color a los campos, aquella hora, Teresa, es la hora de la melancolía y
de los recuerdos. Todos los objetos inspiran una indefinible ternura, y
al suspiro de la brisa se mezcla involuntariamente el suspiro del
corazón. Entonces veía yo a Carlota aérea y pura vagar por las nubes que
doraba el sol en sus últimos rayos, y creía beber en los aromas de la
noche el aliento de su boca. ¡Oh! cuántas veces, en mi ciego delirio, he
tendido los brazos a aquel fantasma hechicero y le he pedido una palabra
de amor, aun cuando a esta palabra hubiese de desplomarse el cielo sobre
mi cabeza, o hundirse la tierra debajo de mis plantas!

¡Vientos abrasadores del Sur! cuando habéis acudido a mis desesperados
clamores, trayendo en vuestras alas la tempestades del cielo, también
vosotros me habéis visto salir a recibiros, y mezclar mis gritos a los
bramidos del huracán y mis lágrimas a las aguas de la tormenta! He
implorado al rayo y le he atraído en vano sobre mi cabeza: junto a mí ha
caído, tronchada por él, la altiva palma, reina de los campos, y ha
quedado en pie el hijo del infortunio! Y ha pasado la tempestad de la
naturaleza y no ha pasado nunca la de su corazón!

--¡Oh Sab, pobre Sab! ¡Cuánto has padecido!--exclamó conmovida
Teresa,--¡Cuán digno es de mejor suerte un corazón que sabe amar como el
tuyo!

--Soy muy desgraciado, es verdad,--respondióla con voz sombría;--vos no
lo sabéis todo; no sabéis que ha habido momentos en que la desesperación
ha podido hacerme criminal. Sí, vos no sabéis qué culpables deseos he
formado, qué sueños de cruel felicidad han salido de mi cabeza
abrasada.... arrebatar a Carlota de los brazos de su padre, arrancarla
de esa sociedad que se interpone entre los dos, huir a los desiertos
llevando en mis brazos a ese ángel de inocencia y de amor.... ¡Oh, no es
esto todo! He pensado también en armar contra nuestros opresores, los
brazos encadenados de sus víctimas; arrojar en medio de ellos el
terrible grito de libertad y venganza; bañarme en sangre de blancos;
hollar con mis pies sus cadáveres y sus leyes y perecer yo mismo entre
sus ruinas, con tal de llevar a Carlota a mi sepulcro; porque la vida o
la muerte, el cielo o el infierno.... todo era igual para mí, si ella
estaba conmigo.

Otro nuevo intervalo de silencio sucedió a estas palabras. Sab parecía
haber caído en profundo enajenamiento, y Teresa, fijos en él los ojos,
sentía en su corazón nuevas y extraordinarias sensaciones. Teresa, que
jamás había oído de la boca de un hombre la declaración de una pasión
vehemente, hallábase entonces como fascinada por el poder de aquel amor
inmenso, incontrastable, cuya fogosa expresión acababa de oir. Había
algo de contagioso en las pasiones terribles del hombre con quien se
hallaba; acaso el aire que respiraba saliendo encendido de su pecho, se
extendía quemando cuanto encontraba. Teresa temblaba, y una sensación
muy extraordinaria se apoderó entonces de su corazón; olvidaba el color
y la clase de Sab; veía sus ojos llenos del fuego que le devoraba; oía
su acento que salía del corazón trémulo, ardiente, penetrante, y acaso
no envidió ya tanto a Carlota su hermosura y la felicidad de ser esposa
de Enrique, como la gloria de haber inspirado una pasión como aquella.
Parecióle también que ella era capaz de amar del mismo modo y que un
corazón como el de Sab era aquel que el suyo necesitaba.

El mulato, que absorto en sus pensamientos apenas atendía a ella,
levantó por fin la cabeza y tomó otra vez la palabra, con más
tranquilidad.

--En las pocas veces que iba a Puerto Príncipe, apenas veía a Carlota,
pero interrogaba a todas sus criadas con mal disimulada ansiedad,
deseando saber el estado de su corazón y temblando siempre de
conseguirlo; pero mis temores quedaban desvanecidos. Belén, su esclava
favorita como sabéis, me decía que aunque Carlota era el objeto de mil
obsequios y pretensiones, no concedía a ningún hombre la más ligera
preferencia; solía añadir que a su joven ama repugnaba el matrimonio y
no escuchaba sin llorar la menor insinuación que respecto a esto le
dirigía su padre. Tantas veces me fueron repetidas estas dulces
palabras, que mis inquietudes se disipaban por fin poco a poco y....
¿osaré confesarlo, Teresa? Sólo a vos, a vos únicamente podía hacer la
penosa confesión de mi insensato orgullo. ¡Me atreví a formar absurdas
suposiciones! Osé creer que aquella mujer cuya alma era tan pura, tan
apasionada, no encontraría en ningún hombre el alma que fuese digna de
la suya; me persuadí que un secreto instinto, revelándole que no existía
en todo el universo más que una que fuese capaz de amarla y
comprenderla, la había también instruído de que se encerraba en el
cuerpo de un sér degradado, proscripto por la sociedad, envilecido por
los hombres.... y Carlota, condenada a no amar sobre la tierra, guardaba
su alma virgen para el cielo. ¡Para aquella otra vida donde el amor es
eterno y la felicidad inmensa! Donde hay igualdad y justicia, y donde
las almas que en la tierra fueron separadas por los hombres, se reunirán
en el seno de Dios por toda la eternidad.

¡Oh delirio de un corazón abrasado! ¡a ti debo los únicos momentos de
felicidad que después de cuatro años haya experimentado!

Una de las veces que estuve en la ciudad, no pude ver a Carlota, aunque
permanecí tres días con este objeto. Belén me dijo que la señorita
apenas salía de su cuarto; que se hallaba ligeramente indispuesta y muy
triste, y rehusaba recibir hasta vuestras visitas, Teresa, y las de sus
parientes. Según me ha confesado después, nadie ignoraba en la casa el
motivo de su tristeza: su mano había sido rehusada a Enrique Otway; pero
entonces nadie me comunicó estas noticias. A pesar de lo impenetrable
que yo creía mi secreto, Belén lo había adivinado, y según me ha dicho
después, ella rogó a las esclavas no hablar en mi presencia de los
amores de la señorita. Inquieto con lo que se me decía de su poca salud
y no logrando verla, pasaba las noches pegado a la ventana de su cuarto
que da sobre el patio, y allí me encontraba la aurora, contento si en el
silencio de la noche había podido percibir un suspiro, un movimiento de
Carlota.

La última noche que pasé en la ciudad, estando más atento que nunca al
más leve rumor que se sentía en aquella habitación querida, ya avanzada
la noche creí oir andar a Carlota, y poco después aproximarse a la
ventana contra la cual estaba apoyado; redoblé entonces mi atención y oí
distintamente su dulce voz. Sabiendo que dormía sola, causóme admiración
y poniendo toda mi alma en el oído, para entender lo que decía, conocí
en breve que estaba leyendo. Era sin duda el libro de los evangelios el
que ocupaba su atención, pues después de haber leído algunos minutos en
voz baja, que no permitía oir distintamente las palabras, profirió por
fin más alto: “Venid a mí los que estéis cargados y fatigados, y yo os
aliviaré”[23]. Después de estas tiernas y consoladoras palabras, que
repitió dos veces, dejé de oir la argentina voz y sólo pude percibir
algunos suspiros. Trémulo, conmovido hasta lo más profundo del alma,
repetía yo interiormente las palabras de consuelo que había oído y
parecíame ¡insensato! que a mí habían sido dirigidas. Súbitamente sentí
descorrer el cerrojo de la ventana, y apenas tuve tiempo de ocultarme
detrás del rosal que la da sombra, cuando apareció Carlota. A pesar de
ser la noche una de las más frescas del mes de noviembre, no tenía
abrigo ninguno en la cabeza, cuyos hermosos cabellos flotaban en
multitud de rizos sobre su pecho y espalda. Su traje era una bata
blanquísima, y la palidez de su rostro y el brillo de sus ojos
humedecidos, daban a toda su figura algo de aéreo y sobrenatural. La
luna en su plenitud colgaba del azul mate del firmamento, como una
lámpara circular, y rielaban sus rayos entonces sobre la frente virginal
de aquella melancólica hermosura.

Yo me arrastré por tierra hasta colocarme otra vez junto a la ventana, y
de pecho contra el suelo mis ojos y mi corazón se fijaron en Carlota.
También ella parecía agitada, y un minuto después la vi caer de rodillas
junto a la reja; entonces estábamos tan cerca, que pude besar un canto
de la cinta que ceñía la bata a su cintura, y que colgaba fuera de la
reja, mientras apoyaba en ella sus dos hermosos brazos y su cabeza de
ángel. Permaneció un momento en esta postura, durante el cual yo sentía
mi corazón que me ahogaba, y abría mis secos labios para recoger
ávidamente el aire que ella respiraba. Luego levantó lentamente la
cabeza y sus ojos llenos de lágrimas tomaron naturalmente la dirección
del cielo. ¡Paréceme verla aún! Sus manos desprendiéndose de la reja se
elevaron también y la luz de la luna, que bañaba su frente, parecía
formar en torno suyo una aureola celestial. ¡Jamás se ha ofrecido a las
miradas de los hombres tan divina hermosura! Nada había de terrestre y
mortal en aquella figura: era un ángel que iba a volar al cielo abierto
ya para recibirle, y estuve próximo a gritarle: ¡Detente, aguárdame!
Dejaré sobre la tierra esta vil corteza y mi alma te seguirá.

La voz de Carlota, que sonó en mis oídos más dulce, más aérea que
la voz de los querubines, ahogó en mis labios esta imprudente
exclamación:--¡Oh tú, decía ella; tú, que has dicho:--Venid a mí todos
los que estéis fatigados y yo os aliviaré!--recibe mi alma que se
dirige a ti, para que la descargues del dolor que la oprime.--Yo uní
mis preces a las suyas, Teresa, y en lo íntimo de mi corazón repetí con
ella: Recibe mi alma que se dirige a ti. Yo creía sin duda que ambos
íbamos a morir en aquel momento y a presentarnos juntos ante el Dios
de amor y de misericordia. Un sentimiento confuso de felicidad vaga,
indefinible, celestial, llenó mi alma, elevándola a un éxtasis sublime
de amor divino y de amor humano; a un éxtasis inexplicable en el que
Dios y Carlota se confundían en mi alma.

Sacóme de él el ruido estrepitoso de un cerrojo; busqué a Carlota y ya
no la ví; la ventana estaba cerrada, y el cielo y el ángel habían
desaparecido. ¡Volví a encontrar solamente al miserable esclavo,
apretando contra la tierra un corazón abrasado de amor, celos y
desesperación!




CAPITULO II

    ¿Qué haré? qué medio hallaré
    donde no ha de hallarse medio?
    Mas si el morir es remedio,
    remedio en morir tendré.
              LOPE DE VEGA.


--¡Pobre Sab!--exclamó Teresa--cuánto habrás padecido al saber que ese
ángel de tus ilusiones quería entregarse a un mortal!

--¡Indigno de ella!--añadió con tristeza el mulato.--Si, Teresa, cien
veces más indigno que yo, no obstante su tez de nieve y su cabello de
oro. Si no lo fuese, si ese hombre mereciese el amor de Carlota,
creedme, el corazón que se encierra en este pecho sería bastante
generoso para no aborrecerle. ¡Hazla feliz! le diría yo, y moriría de
celos bendiciendo a aquel hombre. Pero no, él no es digno de ella: ella
no puede ser dichosa con Enrique Otway.... ¡Ved aquí el motivo de mi
desesperación! Carlota en brazos de un hombre era un dolor...., un dolor
terrible! pero yo hubiera hallado en mi alma fuerzas para soportarlo.
Mas Carlota entregada a un miserable.... ¡Oh Dios! ¡Dios terrible!....
¡Esto es demasiado! Había aceptado el cáliz con resignación y tú
quisiste empozoñar su hiel.

No volví a la ciudad hasta el mes anterior al pasado. Hacía ya cerca de
dos que estaba decidido el casamiento de Carlota, pero nada se me dijo
de él y no habiendo estado sino tres días en la ciudad, siempre ocupado
en asuntos de mi amo, no vi nunca a Otway y volví a Bellavista sin
sospechar que se preparaba la señorita de B.... a un lazo indisoluble.
Ni mi amo, ni Belén, ni vos, señora.... nadie me dijo que Carlota sería
en breve la esposa de un extranjero. ¡El destino quiso que recibiese el
golpe de la mano aborrecida!

Sab refirió entonces su primer encuentro con Enrique y, como si el
recuerdo de aquella tarde fatal fuese de un peso mayor que todos sus
otros dolores, quedó después de dicha relación sumido en un profundo
abatimiento.

--¡Sab,--díjole Teresa con acento conmovido--yo te compadezco, tú lo
conoces, pero ¡ah! ¿qué puedo hacer por ti?....

--Mucho,--respondió levantando su frente, animada súbitamente de una
expresión enérgica;--mucho, Teresa: vos podéis impedir que caiga Carlota
en los brazos de ese inglés, y supuesto que vos le amáis sed su esposa.

--¡Yo! ¿Qué estás diciendo, pobre joven? ¡Yo puedo ser la esposa del
amante de Carlota.

--¡Su amante!--repitió él con sardónica sonrisa--os engañáis, señora,
Enrique Otway no ama Carlota.

--¡No la ama! ¿Y por qué pues ha solicitado su mano?

--Porque entonces la señorita de B.... era rica;--respondió el mulato
con acento de íntima convicción--porque todavía no había perdido su
padre el pleito que le despoja de una gran parte de su fortuna; porque
aun no había sido desheredada por su tío. ¿Me entendéis ahora, Teresa?

--Te entiendo,--dijo ella,--y te creo injusto.

--No,--repuso Sab,--no escucho ni a mis celos ni a mi aborrecimiento al
juzgar a ese extranjero. Yo he sido la sombra que por espacio de muchos
días ha seguido constantemente sus pasos; yo el que ha estudiado a todas
horas su conducta, sus miradas, sus pensamientos....; yo quien ha
sorprendido las palabras que se le escapaban cuando se creía solo y aun
las que profería en sus ensueños, cuando dormía; yo quien ha ganado a
sus esclavos para saber de ellos las conversaciones que se suscitaban
entre padre e hijo, conversaciones que rara vez se escapan a un
doméstico interior, cuando quiere oirlas. ¡No era preciso tanto, sin
embargo! Desde la primera vez que examiné a ese extranjero, conocí que
el alma que se encerraba en tan hermoso cuerpo era huésped mezquino de
un soberbio alojamiento.

--Sab,--dijo Teresa,--me dejas atónita; luego tú crees....

El mulato no la dejó concluir. Creo,--respondió,--que Enrique está
arrepentido del compromiso que lo liga a una mujer que no es ya más que
un partido adocenado; creo que el padre no consentirá gustoso en esa
unión, sobre todo si se presenta a su hijo una boda más ventajosa; creo,
Teresa, que vos sois ese partido que el joven y el viejo aceptarán sin
vacilar.

Teresa creyó que soñaba.--¡Yo!--repitió por tres veces.

--Vos misma,--respondió el mulato.--Jorge Otway preferirá una dote en
dinero contante (yo mismo se lo he oído decir), a todas las tierras que
puede llevar a su hijo la señorita de B.... y vos podéis ofrecer a
Enrique con vuestra mano una dote de cuarenta mil duros en onzas de oro.

--¡Sab!--exclamó con amargura la doncella,--no te está bien ciertamente
burlarte de una infeliz que te ha compadecido, llorando tus desgracias
aunque no llora las suyas.

--No me burlo de vos, señora,--respondió él con solemnidad.--Decidme ¿no
tenéis un billete de la lotería? le tenéis, yo lo sé: he visto en
vuestro escritorio dos billetes que guardáis; el uno tiene vuestro
nombre y el otro el de Carlota, ambos escritos por vuestra mano. Ella,
demasiado ocupada de su amor, apenas se acuerda de esos billetes, pero
vos los conserváis cuidadosamente, porque sin duda pensáis, siendo rica,
sería hermosa, sería feliz.... siendo rica, ninguna mujer deja de ser
amada.

--¡Y bien!--exclamó Teresa con ansiedad,--es verdad.... tengo un billete
de la lotería....

--Yo tengo otro.

--¡Y bien!

--La fortuna puede dar a uno de los dos cuarenta mil duros.

--Y esperas....

--Que ellos sean la dote que llevéis a Enrique. Ved aquí mi
billete,--añadió sacando de su cinturón un papel,--es el número 8014, y
el 8014 ha obtenido cuarenta mil duros. Tomad este billete y rasgad el
vuestro. Cuando dentro de algunas horas venga yo de Puerto Príncipe, el
señor de B.... recibirá la lista de los números premiados, y Enrique
sabrá que ya sois más rica que Carlota. Ya veis que no os he engañado
cuando os dije que había para vuestro amor una esperanza, ya veis que
aun podéis ser dichosa; ¿consentís en ello, Teresa?

Teresa no respondió; una sola palabra, no salió de sus labios. Pero no
eran necesarias las palabras. Sus ojos habían tomado súbitamente
aquella enérgica expresión que tan rara vez los animaba. Sab la miró y
no exigió otra contestación; bajó la cabeza avergonzado y un largo
intervalo de silencio reinó entre los dos. Sab lo rompió por fin con voz
turbada.

--Perdonadme, Teresa,--la dijo,--ya lo sé... nunca compraréis con oro un
corazón envilecido, ni legaréis la posesión del vuestro a un hombre
mezquino. Enrique es tan indigno de vos como de ella. ¡Lo conozco! Pero,
Teresa, no podéis aparentar algunos días que os halláis dispuesta a
otorgarle vuestra dote y vuestra mano?, y cuando vencido por el
atractivo del oro, que es su Dios, caiga el miserable a vuestros pies,
cuando conozca Carlota la bajeza del hombre a quien ha entregado su
alma, entonces abrúmenle vuestros desprecios y los suyos, entonces
alejad de vosotras a ese hombre indigno de miraros. ¿Consentís Teresa?
Yo os lo pido de rodillas, en nombre de vuestra amiga, de la hija de
vuestros bienhechores.... ¡De esa Carlota fascinada que merece vuestra
compasión! No consintáis en que caiga en los brazos de un miserable ese
ángel de inocencia y de ternura... no lo consintáis Teresa.

--En este corazón alimentado de amargura por tantos años,--respondió
ella,--no se ha sofocado, sin embargo, el sentimiento sagrado de la
gratitud; no, Sab, no he olvidado a la angélica mujer que protegió a la
desvalida huérfana, ni soy ingrata a las bondades de mi digno
bienhechor, que es padre de Carlota. ¡De Carlota, a quien yo he
envidiado en la amargura de mi corazón, y cuya felicidad que me hace
padecer, sería un deber mío comprar a costa de toda mi sangre. Pero
¡ay!... ¿Es la felicidad la que quieres darla?... Triste felicidad la
que se funde sobre las ruinas de todas las ilusiones! Tú te engañas,
pobre joven, o yo conozco mejor que tú el alma de Carlota. Aquella alma
tierna y apasionada se ha entregado toda entera; su amor es su
existencia, quitarle el uno es quitarle la otra. Enrique, vil,
interesado, no sería ya, es verdad, el ídolo de un corazón tan puro y
tan generoso; pero ¿cómo arrancar ese ídolo indigno sin despedazar aquel
noble corazón?

Sab cayó a sus pies como herido de un rayo.--¡Pues qué!--gritó con voz
ahogada,--¿ama tanto Carlota a ese hombre?

--Tanto,--respondió Teresa,--que acaso no sobrevivirá a la pérdida de su
amor. ¡Sab!--prosiguió con voz llena y firme,--si es cierto que amas a
Carlota con ese amor santo, inmenso, que me has pintado; si tu corazón
es verdaderamente capaz de sentirlo, desecha para siempre un pensamiento
inspirado únicamente por los celos y el egoísmo. ¡Bárbaro!... ¿Quién te
da el derecho de arrancarla sus ilusiones, de privarla de los momentos
de felicidad que ellas pueden proporcionarla? ¿Qué habrás logrado cuando
la despiertes de ese sueño de amor, que es su única existencia? ¿Qué le
darás en cambio de las esperanzas que le robes? ¡Oh! ¡desgraciado el
hombre que anticipa a otro el terrible día del desengaño!

Detúvose un momento y viendo que Sab la escuchaba inmóvil, añadió con
más dulzura: Tu corazón es noble y generoso, si las pasiones le
extravían un momento, él debe volverse más recto y grande. Al presente
eres libre y rico; la suerte, justa esta vez, te ha dado los medios de
elevar tu destino a la altura de tu alma. El bienhechor de Martina tiene
oro para repartir entre los desgraciados, y la dicha de la virtud le
aguarda a él mismo, al término de la senda que le abre la Providencia.

Sab miró a Teresa con ojos extraviados y como si saliese de un penoso
sueño.

--¡Dónde estoy!--exclamó.--¿Qué hacéis aquí? ¿A qué habéis venido?

--A consolarte,--respondió conmovida la doncella.--¡Sab! querido Sab...
vuelve en ti.

--¡Querido!--repitió él con despedazante sonrisa:--¡Querido!... no,
nunca lo he sido, nunca podré serlo.... ¿Veis esta frente, señora? ¿Qué
os dice ella? ¿No notáis este color opaco y siniestro?... Es la marca de
mi raza maldecida.... Es el sello del oprobio y del infortunio. Y sin
embargo,--añadió apretando convulsivamente contra su pecho las manos de
Teresa,--sin embargo, había en este corazón un germen fecundo de grandes
sentimientos. Si mi destino no lo hubiera sofocado, si la abyección del
hombre físico no se hubiera opuesto constantemente al desarrollo del
hombre moral, acaso hubiera yo sido grande y virtuoso. Esclavo, he
debido pensar como esclavo, porque el hombre sin dignidad ni derechos,
no puede conservar sentimientos nobles. ¡Teresa! debéis despreciarme....
¿Por qué estáis aquí todavía?... Huid, señora y....

--¡No!--exclamó ella inclinando su cabeza sobre la del mulato,
arrodillado a sus pies:--no me apartaré de ti sin que me jures respetar
tu vida.

Un sudor frío corría por la frente de Sab, y la opresión de su corazón
embargaba su voz; sin embargo, a los dulces acentos de Teresa levantó a
ella sus ojos, llenos de gratitud.

--¡Cuán buena sois,--la dijo;--pero ¿quién soy yo para que os intereséis
por mi vida?... ¡Mi vida! ¿Sabéis vos lo que es mi vida?... ¿A quién es
necesaria?... Yo no tengo padre ni madre... soy solo en el mundo: nadie
llorará mi muerte. No tengo tampoco una patria que defender, porque los
esclavos no tienen patria; no tengo deberes que cumplir, porque los
deberes del esclavo son los deberes de la bestia de carga, que anda
mientras puede y se echa en tierra cuando ya no puede más. Si al menos
los hombres blancos, que desechan de sus sociedades al que nació teñida
la tez de un color diferente, le dejasen tranquilo en sus bosques, allá
tendría patria y amores... porque amaría a una mujer de su color,
salvaje como él, y que como él no hubiera visto jamás otros climas ni
otros hombres, ni conocido la ambición, ni admirado los talentos. Pero
¡ah! al negro se rehusa lo que es concedido a las bestias feroces, a
quienes le igualan; porque a ellas se les deja vivir entre los montes
donde nacieron, y al negro se le arranca de los suyos. Esclavo
envilecido, legará por herencia a sus hijos esclavitud y envilecimiento,
y esos hijos desgraciados pedirán en vano la vida selvática de sus
padres. Para mayor tormento serán condenados a ver hombres como ellos,
para los cuales la fortuna y la ambición abren mil caminos de gloria y
de poder; mientras que ellos no pueden tener ambición, no pueden esperar
un porvenir. En vano sentirán en su cabeza una fuerza pensadora, en vano
en su pecho un corazón que palpite. ¡El poder y la voluntad! En vano un
instinto, una convicción que les grite: levantaos y marchad; porque para
ellos todos los caminos están cerrados, todas las esperanzas destruídas.
¡Teresa! esa es mi suerte. Superior a mi clase por mi naturaleza,
inferior a las otras por mi destino, estoy solo en el mundo.

--Deja estos países, déjalos,--exclamó con energía Teresa.--¡Pobre
joven! busca otro cielo, otro clima, otra existencia..., busca también
otro amor...; una esposa digna de tu corazón.

--¡Amor! ¡Esposa!--repitió tristemente Sab:--no, señora, no hay tampoco
amor ni esposa para mí; ¿no os lo he dicho ya? Una maldición terrible
pesa sobre mi existencia y está impresa en mi frente. Ninguna mujer
puede amarme, ninguna querrá unir su suerte a la del pobre mulato,
seguir sus pasos y consolar sus dolores.

Teresa se puso en pie. A la trémula luz de las estrellas pudo Sab ver
brillar su frente altiva y pálida. El fuego del entusiasmo centelleaba
en sus ojos y toda su figura tenía algo de inspirado. Estaba hermosa
en aquel momento: hermosa con aquella hermosura que proviene del alma,
y que el alma conoce mejor que los ojos. Sab la miraba asombrado.
Tendió ella sus dos manos hacia él y levantando los ojos al
cielo.--Yo--exclamó--yo soy esa mujer que me confío a ti; ambos somos
huérfanos y desgraciados... aislados estamos los dos sobre la tierra
y necesitamos igualmente compasión, amor y felicidad. Déjame pues,
seguirte a remotos climas, al seno de los desiertos... ¡Yo seré tu
amiga, tu compañera, tu hermana!

Ella cesó de hablar y aun parecía escucharla el mulato. Asombrado e
inmóvil fijaba en ella los ojos, y parecía preguntarle si no le engañaba
y era capaz de cumplir lo que prometía. Pero ¿debía dudarlo? Las miradas
de Teresa y la mano que apretaba la suya eran bastante a convencerle.
Sab besó sus pies, y en el exceso de su emoción sólo pudo exclamar:
¡Sois un ángel, Teresa!

Un torrente de lágrimas brotó en seguida de sus ojos; y sentado junto a
Teresa, estrechando sus manos contra su pecho, sintióse aliviado del
peso enorme que le oprimía, y sus miradas se levantaron al cielo, para
darle gracias de aquel momento de calma y consuelo que le había
concedido. Luego besó con efusión las manos de Teresa.

--¡Sublime e incomparable mujer!--la dijo:--Dios sabrá premiarte el bien
que me has hecho. Tu compasión me da un momento de dulzura que casi se
asemeja a la felicidad. ¡Yo te bendigo, Teresa!

Y tornando a besar sus manos, añadió:

--El mundo no te ha conocido, pero yo que te conozco debo adorarte y
bendecirte. ¡Tú me seguirías...! ¡Tú me prodigarías consuelos cuando
ella suspirase de placer en brazos de un amante!... ¡Oh! ¡Eres una
mujer sublime, Teresa! No, no legaré a un corazón como el tuyo mi
corazón destrozado... toda mi alma no bastaría a pagar un suspiro de
compasión que la tuya me consagrase. ¡Yo soy indigno de ti! Mi amor,
este amor insensato que me devora, principió con mi vida y sólo con ella
puede terminar; los tormentos que me causa forman mi existencia; nada
tengo fuera de él, nada sería si dejase de amar. Y tú, mujer generosa,
no conoces tú misma a lo que te obligas, no prevés los tormentos que te
preparas. El entusiasmo dicta y ejecuta grandes sacrificios, pero pesan
después con toda su gravedad sobre el alma destrozada. Yo te absuelvo
del complimiento de tu generosa e imprudente promesa. ¡Dios, sólo Dios
es digno de tu grande alma! En cuanto a mí ¡ya he amado, ya he
vivido...! ¡Cuántos mueren sin poder decir otro tanto! ¡Cuántas almas
salen de este mundo sin haber hallado un objeto en el cual pudiesen
emplear sus facultades de amar! El cielo puso a Carlota sobre la tierra,
para que yo gozase en su plenitud la ventura suprema de amar con
entusiasmo; no importa que haya amado solo. ¡Mi llama ha sido pura,
inmensa, inextinguible! No importa que haya padecido, pues he amado a
Carlota; a Carlota que es un ángel! ¡A Carlota digno objeto de todo mi
culto! Ella ha sido más desventurada que yo; mi amor engrandece mi
corazón y ella... ¡ah! ella ha profanado el suyo! Pero vos tenéis razón,
Teresa, sería una barbarie decirle: ese ídolo de tu amor es un miserable
incapaz de comprenderte y amarte. ¡No! ¡nunca! Quédese con sus
ilusiones que yo respetaré con religiosa veneración... ¡Cásese con
Enrique, y sea feliz!

Calló por un momento, luego volviendo a agarrar convulsivamente las
manos de Teresa, que permanecía trémula y conmovida a su lado, exclamó
con nueva y más dolorosa agitación:

--Pero ¿lo será?... ¿Podrá serlo cuando después de algunos días de error
y entusiasmo vea rasgarse el velo de sus ilusiones, y se halle unida a
un hombre que habrá de despreciar?... ¿Concebís todo lo que hay de
horrible en la unión del alma de Carlota y el alma de Enrique? Tanto
valdría ligar al águila con la serpiente, o a un vivo con un cadáver.

¡Y ella habrá de jurar a ese hombre amor y obediencia! ¡Le entregará su
corazón, su porvenir, su destino entero!... ¡Ella se hará un deber de
respetarle! ¡Y él... él la tomará por mujer, como a un género de
mercancía, por cálculo, por conveniencia... haciendo una especulación
vergonzosa del lazo más santo, del empeño más solemne! ¡A ella que le
dará su alma! ¡Y él será su marido, el poseedor de Carlota, el padre de
sus hijos!... ¡Oh! ¡no! ¡no, Teresa! Hay un infierno en este
pensamiento... lo véis, no puedo soportarlo... ¡Imposible!

Y era así, pues corría de su frente un helado sudor, y sus ojos
desencajados expresaban el extravío de su razón. Teresa le hablaba con
ternura ¡pero en vano! Un vértigo se había apoderado de él.

Parecíale que temblaba la tierra bajo sus pies y que en torno suyo
giraban en desorden el río, los árboles y las rocas. Sofocábale la
atmósfera y sentía un dolor violento, un dolor material como si le
despedazasen el corazón con dos garras de hierro, y descargasen sobre su
cabeza una enorme mole de plomo.

¡Carlota esposa de Enrique! ¡Ella prodigándole sus caricias! ¡Ella
envileciendo su puro corazón, sus castos atractivos con el grosero amor
de un miserable! Este era su único pensamiento, y este pensamiento
pesaba sobre su alma y sobre cada uno de sus miembros. No sabía dónde
estaba, ni oía a Teresa, ni se acordaba de nada de cuanto había pasado,
excepto de aquella idea clavada en su mente y en su corazón. Hubo un
momento en que, espantado él mismo de lo que sufría, dudó resistiese a
tanto la organización humana, y pasó por su imaginación un pensamiento
confuso y extravagante. Ocurrióle que había muerto, y que su alma sufría
aquellos tormentos inconcebibles que la ira de Dios ha preparador los
réprobos. Porque hay dolores cuya espantosa profundidad no puede medir
la vista del hombre; el cuerpo se aniquila delante de ellos y sólo el
alma, porque es infinita, puede sufrirlos y comprenderlos.

El desventurado Sab en aquel momento quiso levantarse, acaso para huir
del pensamiento horrible que le volvía loco; pero sus tentativas fueron
vanas. Su cuerpo parecía de plomo y, como sucede en una pesadilla, sus
esfuerzos agotando sus fuerzas, no acertaban a moverle de aquella peña
infernal en que parecía clavado. Gritos inarticulados, que nada tenían
del humano acento, salieron entonces de su pecho, y Teresa le vió girar
en torno suyo miradas dementes, y fijarlas por fin en ella con espantosa
inmovilidad. El corazón de Teresa se partía también de dolor al aspecto
de aquel desventurado, y ella lloraba sobre su cabeza atormentada,
dirigiéndole palabras de consuelo. Sab pareció por fin escucharla,
porque buscó con su mano trémula la de la doncella y asiéndola la apretó
sobre su seno, alzando hacia ella sus ojos encendidos; luego haciendo un
último y violento esfuerzo para levantarse, cayó a los pies de Teresa,
como si todos los músculos de su cuerpo se hubiesen quebrantado.

Inclinada sobre él y sosteniéndole la cabeza sobre sus rodillas,
mirábale la pobre mujer y sentía agitarse su corazón. ¡Desventurado
joven!--pensaba ella--¿quién se acordará de tu color al verte amar tanto
y sufrir tanto? Luego pasó rápidamente por su mente un pensamiento, y se
preguntó a sí misma ¿qué hubiera podido ser el hombre dotado de pasiones
tan ardientes y profundas, si bárbaras preocupaciones no le hubiesen
cerrado todos los caminos de una noble ambición? Pero aquella alma
poderosa obligada a devorar sus inmensos tesoros, se había entregado a
la única pasión que hasta entonces había probado, y aquella pasión única
la había subyugado.--No, pensaba Teresa, no debías haber nacido
esclavo... el corazón que sabe amar así, no es un corazón vulgar.

Al volver en sí el mulato miróla y la reconoció.

--Señora,--la dijo con desfallecida voz,--¿estáis aquí todavía? ¿No me
habéis abandonado como a un alma cobarde, que se aniquila delante la
desventura a que debiera estar tan preparada?

--No,--respondió ella con emoción,--estoy aquí para compadecerte y
consolarte. ¡Sab! has sufrido mucho esta noche.

--¡Esta noche! ¡ah! no...., no ha sido solamente esta noche; lo que he
padecido a vuestra vista una vez, eso he padecido otras mil, sin que una
palabra de consuelo cayese, como una gota de rocío, sobre mi corazón
abrasado; y ahora vos lloráis, Teresa ¡Bendígate Dios! ¡No, no es esta
noche la más desgraciada para mí. Teresa!.... acercaos, que sienta yo
otra vez caer en mi frente vuestro llanto. A no ser por vos, yo hubiera
pasado por la senda de la vida, como por un desierto, solo con mi amor y
mi desventura, sin encontrar una mirada de simpatía, ni una palabra de
compasión.

Guardaron ambos un momento de silencio, durante el cual Teresa lloraba,
y Sab sentado a sus pies parecía sumergido en profundo desaliento. Por
fin, Teresa enjugó sus lágrimas, y reuniendo todas sus fuerzas, señaló
con la mano al mulato el punto del horizonte en que aparecían ya las
nubes ligeramente iluminadas.

--¡Es preciso separarnos!--le dijo--¡Sab toma tu billete, él te da
riquezas...., puedas también encontrar algún día reposo y felicidad!

--Cuando tomé ese billete,--respondió él,--y quise probar la suerte,
Martina, la pobre vieja que me llama su hijo, estaba en la miseria; al
presente goza comodidades y el oro me es inútil.

--¡Y qué! ¿no hay otros infelices?

--No hay en la tierra mayor infeliz que yo, Teresa, no puedo compadecer
sino a mí mismo..... Sí, yo me compadezco, porque, lo conozco, no hay ya
en mi corazón sino un solo deseo, una sola esperanza.... ¡la muerte!

--Sab, no te abandones así a la desesperación; acaso el cielo se dispone
a ahorrarte el tormento de ver a Carlota esposa de Enrique. Si el viejo
Otway es tan codicioso como crees, si su hijo no ama sino débilmente a
Carlota, ya saben que no es tan rica como suponían, y ese enlace no se
verificará.

--Pero vos me habéis dicho,--exclamó con tristeza Sab,--que ella no
sobrevivirá a su amor... vos lo habéis dicho, vos lo sabéis.... pero lo
que no sabéis es que yo que os ofrezco el oro, para comprar la mano de
ese hombre, no os perdonaría nunca si lo hubieseis aceptado; ni a él ni
a mí mismo me perdonaría. Vos no sabéis que la sangre sacada de sus
venas, gota a gota, y mi propia sangre no me parecería suficiente
venganza, ni mil vidas inmoladas por mi mano pagarían una sola lágrima
de Carlota. ¡Carlota despreciada! ¡Despreciada por esos viles
mercaderes! ¡Carlota que haría el orgullo de un rey!.... No, Teresa, no
me lo digáis otra vez... vos no podéis comprender las contradicciones de
un corazón tan atormentado.

Teresa se puso en pie y escuchó por un momento.

--Adiós, Sab....,--dijo luego,--paréceme que los esclavos están ya
levantados y que se aproximan a los cañaverales; adiós, no dudes nunca
que tienes en Teresa una amiga, una hermana.

Ella aguardó en vano algunos minutos una contestación del mulato.
Apoyada la frente sobre una peña, inmóvil y silencioso, parecía sumido
en profunda y tétrica meditación. Luego de repente brillaron sus ojos
con la expresión que revela una determinación violenta y decidida, y
alzóse del suelo, grande, resignado, heroico.

Los negros se acercaban; Sab sólo tuvo tiempo de decir en voz baja
algunas palabras a Teresa, palabras que debieron sorprenderla, pues
exclamó al momento:

--¡Es posible!... ¿Y tú?

--¡Moriré!--contestó él haciéndole con la mano un ademán para que se
alejase. En efecto, Teresa se ocultó entre los cañaverales al mismo
tiempo que los esclavos llegaban al trabajo. Uno solamente, más perezoso
que los otros, o sintiéndose con sed, dejó su azada y se adelantó hacia
el río. Un fuerte tropezón que dió por poco le hace caer en tierra.

--Es un castigo de Dios, José,--le gritaron sus compañeros,--por lo
holgazán que eres.

José no respondía sino que estaba estático en el sitio en que acababa de
levantarse, los ojos fijos en el suelo con aire de pasmo.

--¿Qué es eso, José?--gritó uno de los negros--¿te habrás clavado en el
suelo?

José los llamó hacia él, no con la voz sino con aquellos gestos llenos
de expresión que se notan en la fisonomía de los negros.

Los más curiosos corrieron a su lado y al momento los que quedaron
oyeron una sola palabra repetida a la vez por muchas voces:--¡El
mayoral!

Sab estaba sin sentido junto al río; los esclavos le levantaron y le
condujeron en hombros al ingenio.

Cuando dos horas después se levantó don Carlos de B... oyó galopar un
caballo que se alejaba.

--¿Quién se marcha ahora?--preguntó a uno de los esclavos.

--Es el mayoral, mi amo, que se va a la ciudad.

--¡Cómo tan tarde! son las siete y yo le había encargado marcharse al
amanecer.

--Es verdad, mi amo,--respondió el esclavo,--pero el mayoral estaba tan
malo....

--¡Estaba malo!.... ¿qué tenía, pues?

--¿El mayoral, mi amo?... yo no lo sé, pero tenía la cara caliente como
un tizón de fuego, y luego echó sangre, mucha sangre por la boca.

--¡Sangre por la boca! ¡Cómo! ¡Sangre por la boca y se ha marchado
así!--exclamó don Carlos.

José, que pasaba cargado con un haz de caña, se detuvo al oirle y echó
una mirada de reconvención sobre el otro negro. José era el esclavo más
adicto a Sab, y Sab le quería porque era congo, como su madre.

--No haga caso su merced de lo que dice ese mentecato. El mayoral está
bueno, sólo que echó un poco de sangre por la nariz, y me dijo que a
las tres de la tarde tendría su merced las cartas del correo.

--Vaya, eso es otra cosa,--dijo el señor de B....,--este bruto me había
asustado.

El negro se alejó murmurando:--¡Bruto! yo soy bruto porque digo la
verdad.




CAPITULO III

    Echábase de ver en su traza que había
    corrido mucho, y que debía ser en gran
    manera interesante su mensaje.
              LABRA.
    (_El doncel de D. Enrique el Doliente._)


El buque consignado a Jorge Otway había anclado en puerto de Guanaja el
día antes de la llegada de Enrique, y a las pocas horas hubiera podido
éste volverse a Puerto Príncipe con el cargamento, pero no lo hizo así.
El cargamento fué enviado a su padre con un hombre de su confianza, y
aunque nada le detenía en Guanaja, Enrique permaneció allí, sin poder
explicarse a sí mismo el objeto de esta detención. Cuando sienten la
necesidad de tomar una resolución decisiva los espíritus débiles,
descansan, en cierto modo, retardándola; y un día, una hora les parece
un porvenir, durante el cual esperan algún acontecimiento poderoso a
decidirlos. Enrique veía ya positivamente detruídas sus últimas
esperanzas; sabía sin ningún género de duda el verdadero estado de la
fortuna de don Carlos, y conocía sobradamente a su padre para esperar
que consintiese en su unión con Carlota. Al volver a la ciudad seríale
forzoso confesar a Jorge la certeza que había adquirido del poco valor
de las fincas que el señor de B.... poseía en Cubitas, y la declaración
que el mismo don Carlos le había hecho de los considerables atrasos de
su caudal. Su casamiento estaba fijado para dentro de un mes, y el joven
veía que era llegado el momento de tomar una resolución y comenzar a
proceder consecuente a ella. ¿Y cuál sería esta resolución? Momentos
hubo en que la idea de renunciar a Carlota le pareció tan cruel, que si
no hubiera tenido un padre codicioso, si hubiese sido libre en su
elección, acaso la habría dado su mano con preferencia a la más rica
heredera de todas las islas; pero aun en estos momentos de exaltación
amorosa Enrique no pensó ni remotamente en contrariar la enérgica
voluntad de su padre, y ni aun siquiera intentar persuadirle. Según las
ideas en que había sido educado, nada era más razonable que la oposición
de su padre a un enlace que ya no le convenía, y Enrique se reprochaba
como una debilidad culpable el amor que le hacía repugnar la voluntad
paterna.

--Esto es un hecho, decía él hablando consigo mismo, esa mujer me ha
trastornado el juicio, y es una felicidad que mi padre sea inflexible,
pues si tuviese yo libertad de seguir mis propias inspiraciones es muy
probable que cometiera la locura de casarme con la hija de un criollo
arruinado.

Y sin embargo de raciocinar de este modo, hallábase confuso y casi
avergonzado al pensar que Carlota iba a conocerle por fin como a un
hombre interesado, y quizás a aborrecerle o despreciarle. ¿De qué modo
podría él sustraerse de un compromiso tan público y solemne sin dar a
conocer el motivo de su mudanza? ¿Y cómo dejar de aparecer a los ojos de
su querida, de su querida tan generosa, tan desinteresada sin el aspecto
odioso que su codicia debía darle?

Agitado con estos pensamientos, paseábase a orillas del mar la tarde del
segundo día de su llegada a Guanaja, y buscaba modo de decidirse a sí
mismo a volver al siguiente a Puerto Príncipe.

--Iré,--decía,--iré sin ver a Carlota, sin detenerme en Bellavista, diré
a mi padre la verdad de todo y le suplicaré se revista de prudencia y
discreción, para que al romper mis compromisos no hiera demasiado el
orgullo ni la sensibilidad de Carlota; le diré que busque, que invente
un pretexto plausible, que disfrace en lo posible la verdadera causa de
este rompimiento, y luego le pediré permiso para marcharme a la Habana,
a Filadelfia, a Jamaica... a cualquier parte. Viajaré cuatro o seis
meses para distraerme de esta pasión, que me torna débil como un niño.

Pero apenas había tomado esta resolución, parecía que algún mal espíritu
ponía delante de sus ojos a Carlota más bella, más tierna que nunca, y
la veía desolada reconvenirle por su abandono, echarle en cara su
avaricia y acaso despreciarle en su corazón. Luego (y este último
cuadro le afectaba más vivamente), luego la veía consolada de su
perfidia con el amor ardiente y desinteresado de un apasionado criollo,
y le juzgaba dichoso y a ella también dichosa. Entonces sentía que la
sangre se agolpaba a su cabeza y a su corazón, y que le ahogaba. Porque
los celos son a veces más omnipotentes que el mismo amor, y el hombre
menos capaz de sentir en su sublimidad esta noble pasión, es acaso
susceptible de conocer los celos en toda su terrible violencia. El
hombre, egoísta por naturaleza, se irrita de ver gozar a otro la
felicidad que él mismo ha despreciado, y muchas veces cesando de amar se
cree todavía con el derecho de ser amado. Las almas grandes, como las
débiles, los elevados y los bajos caracteres son susceptibles de celos;
pero; ¡cuán diverso aparece el mismo sentimiento! ¡Cómo las pasiones se
amoldan, por decirlo así, al corazón que dominan! Sab, sucumbiendo a los
celos devorados por largo tiempo en el secreto de su alma, Sab sintiendo
quebrantarse su corazón a la espantosa idea de un rival indigno y feliz,
sólo llora que sus tormentos no compren la felicidad de Carlota. Enrique
no puede sufrir esa felicidad de la mujer que abandona, y el pensamiento
de que un amante más digno goce un bien que él ha despreciado, le saca
de su habitual serenidad para hacerle probar un cáliz de amargura y de
furor.

La tarde era cálida y calmosa. Estábase a mediados de junio y ya
empezaba la atmósfera a tomar aquel aspecto amenazante que caracteriza
el verano de las Antillas. Después de la gran tempestad que se sintiera
algunos días antes, el tiempo había quedado fresco y hermoso, pero desde
su llegada a Guanaja Enrique había notado los signos que presagian las
tempestades, casi diarias en aquellos países desde junio hasta
septiembre. En la tarde a que nos referimos la calma era tan profunda
que el mar aparecía terso y bruñido como un espejo, y no se percibía ni
un soplo, ni un movimiento. La ribera estaba desierta; no se notaba nada
de aquel bullicio y de aquella actividad que parece indispensable en un
puerto de mar. Dos goletas y algunas otras embarcaciones más pequeñas
ancladas en el puerto, yacían tristes e inmóviles, sin que la canción o
los gritos de un marinero viniesen a dar vida a aquella inmensa soledad.
Solamente algunas grullas aparecían por intervalos en la playa, para
recoger silenciosamente los mariscos que la poblaban.

Enrique se había sentado tristemente en una peña, y fijos sus ojos en el
mar dejaba vagar su pensamiento.--¿Qué hará ahora Carlota?--decía
interiormente,--¿esa alma tan apasionada sentirá un presentimiento que
la anuncie que en este momento su Enrique piensa en el modo de
abandonarla, o bien confiada y alegre se gozará formando dulces
proyectos de felicidad en nuestra próxima unión? Y luego, he aquí este
puerto pobre y silencioso,--pensaba él,--cuando yo vuelva a ser tan rico
como era, en vez de estos miserables barquichuelos, esta bahía se verá
adornada con elegantes buques, que traigan a mis almacenes las
producciones de la industria de toda Europa. Sí, porque si yo fuese
poseedor de una fortuna mediana, sería centuplicada en mis manos antes
de veinte años, y luego ya no sería un triste traficante en una ciudad
mediterránea; sería un opulento negociante de New York o Filadelfia, y
mi nombre sería conocido por los comerciantes de ambos hemisferios. Y
entonces ¿qué me importaría que Carlota de B... tuviese un marido y me
olvidase por él? Ella llenaría su destino como yo el mío.

Enrique, como todo hombre que siente halagada su pasión dominante por
una esperanza, aunque sea remota e incierta, sintióse fuerte en aquel
momento contra toda oposición que pudiera presentarse al logro de sus
deseos. Amor, celos, todo desapareció entonces, o todo sucumbió a un
poder superior; porque la ambición de riquezas, lo mismo que todas las
ambiciones, es una pasión fuerte y enérgica. El avaro sediento de oro
huella con sus pies sus afectos, su propia ventura, si se le presentan
en el camino que sigue para alcanzarlo, así como la ambición más noble,
la de gloria, lo sacrifica todo para correr en pos del fantasma engañoso
que oculta bajo una corona de luz una frente de ceniza. ¡Oh! ambos son
igualmente insensatos, el que acumula oro para comprar un sepulcro, y el
que sacrifica su juventud a un porvenir que no alcanza, y expira con la
esperanza de que su nombre, pasando de año en año y de siglo en siglo,
llegue a perderse más tarde que él en el insondable abismo del eterno
olvido. Pero no digáis al sediento de oro que no le dará la felicidad,
ni al sediento de gloria que ella le conducirá al infortunio; ellos se
levantarán para deciros: no importa, mi alma lo necesita.

--Carlota,--decía Enrique fijando sus ojos en el anillo que brillaba en
su mano, prenda de amor que le otorgara su querida--yo no podré amar a
otra mujer tanto como a ti, ninguna podrá hacerme tan feliz como tú me
hubieras hecho; pero el destino nos separa. Es preciso que yo sea rico,
y tú no puedes hacerme rico, Carlota.

Se puso en pie entonces, decidido a volverse a la ciudad al día
siguiente, y echó una mirada orgullosa en torno suyo, como hombre que
acaba de triunfar de un enemigo poderoso. Detúvose empero esta mirada
quedando fija por algún tiempo, y su cabeza en la actitud de quien pone
toda su atención en escuchar alguna cosa. Y era que Enrique percibió,
primero confusamente y luego con más distinción, la carrera de un
caballo, que se aproximaba evidentemente al sitio donde se encontraba.
Parece que un instinto del corazón le advirtiera que algo de muy
interesante para él se le acercaba en aquel momento, pues anduvo algunos
pasos como para encontrar más presto a aquel que se le aproximaba. De
repente se paró; había ya descubierto al caballo y al hombre que le
montaba; era tan violenta la carrera de aquél, que el jinete, aunque
haciendo visibles esfuerzos, no pudo contenerle, como al parecer
deseaba; el caballo pasó como una saeta, y sólo se detuvo, poco a poco y
como a su pesar, a muchos pasos de distancia del sitio en que se hallaba
Enrique. Pudo ver, sin embargo, éste que el jinete echaba pie a tierra
y el caballo cubierto de espuma vacilaba, cayendo por fin a sus pies; el
hombre se inclinó sobre él, y parecióle a Enrique que hablaba al pobre
animal, el cual levantando lentamente la cabeza miró aún una vez a su
amo, como si quisiera responderle, y dejándola caer al momento se
estremeció en todo su cuerpo por dos o tres veces, y en seguida quedóse
inmóvil. El hombre permaneció inclinado y Enrique que se acercaba pudo
percibir dos hondos y ahogados gemidos. Detúvose, sin poder defenderse
de una cierta conmoción, y como el hombre inclinado levantase al mismo
tiempo la cabeza, pudo conocer al mulato.

--¡Sab!--exclamó; y al instante el mulato se puso en pie y se adelantó
hacia él.

Enrique le consideró un momento. El sudor empapaba su cabeza y corría
por su rostro en gruesas gotas; sus ojos tenían un brillo
extraordinario, y su color parecía más oscuro que lo era naturalmente.
En toda su fisonomía se notaba aquella especie de vivacidad triste y
extraña que presta comunmente la fiebre.

--Sab,--dijo Enrique--¿qué novedad ocurre? Cuando me separé de tu amo no
me dijo que vendrías a Guanaja; sin duda te conduce algún motivo
extraordinario y exigente, pues parece has hecho un viaje muy
apresurado.

--Ya lo ve su merced,--contestó el mulato señalando su caballo.--¡Está
reventado! ¡muerto!... Hace poco más de cuatro horas que salí de
Bellavista.

--¿Poco más de cuatro horas?--exclamó Enrique.--¡Diez leguas en cuatro
horas reventando tu jaco tan querido!... Sin duda es muy exigente el
motivo.

--Esta carta informará a su merced,--respondió Sab alargándole un papel
y dejándose caer quebrantado junto a su caballo. Enrique rompió el sello
con mano mal segura, y mientras leía, el mulato tenía en él fijos los
ojos, sonriendo con amargura al ver la notable turbación que se pintaba
en el rostro del inglés. La carta era del señor de B..., y decía así:

“Son las dos de la tarde, Enrique, y aun no hace una hora ha venido Sab
de la ciudad trayéndome la correspondencia de la Habana del correo
pasado, que no recibí a su debido tiempo, por no sé qué fatalidad
maldecida. Esperaba carta de mi hijo y en vez de ella he recibido una
del Director del colegio, en la que me participa que la tisis, que
parecía amenazar a mi hijo hace tantos años, que ya habíamos cesado de
temerla, se ha declarado súbitamente con extraordinaria violencia.
Eugenio se hallaba tan malo a la salida del correo que los médicos le
daban pocos días de vida. El hijo de mis entrañas mostrábase resignado a
la muerte cuya proximidad conocía, pero atormentado por el deseo de
verme una sola vez antes de dejarme para siempre. Ya conocerás, Enrique,
la fuerza que semejante deseo debe tener en el corazón de un padre.
Mañana mismo salgo para la Habana y no sé si podré volver; no sé si me
será posible resistir a este golpe después de tantos otros, y si podré
sobrevivir a mi hijo. Como quiera que sea, quiero al marcharme dejar con
su esposo a Carlota. Mis orgullosos parientes me han renunciado y yo no
puedo dejar solas a mis hijas. Por tanto, no salgo hoy mismo para la
Habana, porque quiero presenciar antes tu enlace con Carlota. Sab marcha
inmediatamente con toda la prontitud posible a llevarte esta carta, y tú
no debes dilatar ni un minuto tu regreso a Puerto Príncipe, para donde
salgo con mi familia dentro de dos horas. A tu llegada todo estará
dispuesto para que puedas casarte en mi casa inmediatamente, y un minuto
después partiré dejándote entregada mi familia, mis adoradas hijas, que
acaso no tendrán otro apoyo, ni otro padre que tú.

Ven sin dilación, hijo mío, a recibir el precioso depósito que quiere
confiarte,

                                                          CARLOS DE B.”

Enrique temblaba y una palidez lívida había sucedido, mientras leía esta
carta, al bello color de rosa que teñía comunmente sus mejillas. El
mulato, siempre fija en él su mirada penetrante.

--Y bien,--le dijo,--¿qué determináis?

Enrique tartamudeó algunas palabras, de las cuales Sab sólo pudo
comprender:--¡Imposible! no puedo sin orden de mi padre dejar a
Guanaja.--Sab calló, pero su mirada siempre fija en el inglés parecía
devorarle. Enrique lleno de turbación y desconcierto, apenas pudo leer
la posdata que seguía a las últimas líneas de la carta de don Carlos, y
que el mulato le indicó con un gesto expresivo. La posdata, decía:

“La suerte, por una cruel irrisión, ha querido compensar el golpe mortal
dado en mi corazón con la pérdida de mi hijo, otorgando fortuna a mi
hija mayor. Carlota ha sacado el premio de cuarenta mil duros en la
última lotería. Enrique, tú que no pierdes un hijo, puedes dar gracias
al cielo por este favor”.

Al concluir de leer Enrique estas palabras, Sab volvió a preguntarle:

--Y bien, señor ¿qué determina su merced?

--Marchar inmediatamente a Puerto Príncipe,--contestó el joven con
resolución.

--Ya lo sabía yo,--dijo el mulato con sonrisa sardónica, y apartó de
Enrique su mirada, que expresaba en aquel momento un profundo desprecio.

--Ven, vamos a marchar ahora mismo.

--Su merced marchará solo,--respondió Sab volviendo a sentarse junto a
su caballo,--estoy rendido de cansancio.

--Tienes razón, pobre Sab, yo no puedo perder un minuto, pero tú quédate
hasta mañana.

--Sí,--dijo Sab,--apresúrese su merced; yo tengo necesidad de reposar un
momento.

Enrique se alejó: Sab le siguió con los ojos hasta que le perdió de
vista, y luego dejóse caer sobre el cadáver del pobre animal tendido a
su lado.--Ya no existes,--dijo con triste voz:--ya no existes, mi pobre
amigo; has muerto, cumpliendo con tu deber, como yo moriré cumpliendo el
mío. ¡Pero es terrible este deber! ¡es terrible! mi corazón está
reventado como tú, mi pobre amigo, pero tú no sufres ya y yo sufro
todavía. ¡Esto es hecho!--añadió en seguida, levantando su cabeza
abatida y echando una mirada extraviada en torno suyo. ¡Esto es hecho;
ya no hay remedio!... ¡no hay esperanza! ¡Algunas horas más y ella será
suya! ¡Suya para siempre! ¡Para siempre! El cielo para él en esta vida y
para mí el infierno; porque el infierno está aquí, en mi corazón, y en
mi cabeza.

Levantóse y tendió su mirada en la extensión del mar que estaba delante
de él. Entonces se estremeció todo, y como si quisiera apartar de sí un
objeto importuno, extendió las manos con fuerza, desviando los ojos al
mismo tiempo: ¡La muerte! Era una terrible tentación para el
desventurado, y aquel mar se abría delante de él como para ofrecerle una
tumba en sus abismos profundos. ¡Mucho debió costarle resistir a esta
terrible invitación! Levantó al cielo su mirada y con ella parecía
ofrecer a Dios aquel último sacrificio, con ella parecía decirle: Yo
acepté el cáliz que me has mandado apurar, y no quiero arrojarlo
mientras tú no me lo pidas. Pero ya está vacío, rómpele tú, Dios de
justicia.

El cielo oyó sin duda sus votos y Dios tendió sobre él una mirada de
misericordia, pues en aquel momento sintió el infeliz quebrantarse todo
su cuerpo, y helar su corazón el frío de la muerte. Una voz interior
pareció gritarle: Pocas horas de sufrimientos te restan, y tu misión
sobre la tierra está ya terminada.

Sab aceptó aquel vaticinio, miró al cielo con gratitud, dejó caer la
cabeza sobre el cadáver de su caballo y le bañó con un caño de sangre
que brotó de su boca.

Un pescador que venía a tender sus redes a orillas del mar, pasando un
minuto después por aquel sitio, vió el extraño espectáculo de un hombre
y un caballo tendidos, y sangre en derredor. Creyó que acababa de
descubrir un asesinato, y su primer movimiento fué huir; pero un gemido
que oyó exhalar al que creía cadáver le obligó a acercarse. Registró en
vano todo su cuerpo buscando la herida de que saliese aquella sangre; y
con no poca admiración le halló ileso. Entonces le tomó en brazos para
transportarle a su casa que estaba cerca, y mientras se ocupaba en
levantarle con piadoso cuidado, el moribundo hizo un violento esfuerzo
para soltarse de sus brazos, y con pasmo indecible le vió el pescador
ponerse en pie, como un espectro pálido y cubierto de sangre.--¡Un
caballo! ¡Dadme un caballo en nombre del cielo! buen hombre;--exclamó
Sab--aun no estoy tan malo que no pueda andar siete leguas con el fresco
de la noche; dadme un caballo.

--Si me pidierais una barca, podría serviros,--respondió todavía
sobrecogido el pescador,--pero un caballo, no le tengo. Sin embargo,
aquí cerca vive el tío Juan mi compadre, que podrá prestaros el suyo.

--Bien, llevadme adonde está ese hombre. El pescador presentó su brazo a
Sab, que se apoyó en él porque estaba trémulo; echó una lenta y última
mirada sobre el cadáver de su caballo, y se dejó conducir por el
pescador a la casa del tío Juan.




CAPITULO IV

    ...Por sus miembros todos
    que abandona la vida, un sudor frio
    vaga, y triste temblor.
              QUINTANA.


Era la una de la noche, y todo yacía en silencio y reposo en la aldea de
Cubitas; los labriegos de la tierra roja descansaban durmiendo de los
trabajos del día, y solamente algunos perros, únicos transeuntes de las
desiertas calles, interrumpían por intervalos con sus ladridos el
silencio de aquella hora de calma. Sin embargo, el viajero que por acaso
atravesase entonces la aldea, notaría en aquella oscuridad y reposo
general, la señal evidente de que un individuo, por lo menos, no gozaba
las dulzuras del sueño. La ventana principal de una de las casuchas de
menos mísera apariencia, estaba abierta, y la claridad que salía por
ella probaba haber luz en la habitación a que pertenecía. De rato en
rato esta luz parecía mudar de asiento, y el observador hubiera
fácilmente adivinado que una persona despierta, en aquella pieza,
variaba la posición. Sin embargo, el silencio era tan profundo dentro de
la casa alumbrada como fuera de ella, sin que pudiera percibirse ni el
ligero rumor de las pisadas.

Nosotros nos permitiremos penetrar dentro y descubrir quiénes eran las
personas que velaban solas, en aquella hora de reposo general.

En un pequeño catre de lienzo, entre sábanas gruesas pero muy limpias,
aparecía la cara enjuta y cadavérica de una criatura, al parecer de
pocos años, pues el bulto de su cuerpo apenas se distinguía en el catre.
La inmovilidad de aquel cuerpo era tan completa, que se le hubiera
creído muerto, a no ser por el aliento que se le oía exhalar con trabajo
por sus labios blancos y entreabiertos. Junto al lecho, sentada en una
silla de madera, estaba una mujer anciana de color cobrizo, fijos sus
ojos en la lívida cara del enfermo, y cruzados los brazos sobre el pecho
con muestras de triste resignación. Un perro estaba echado a sus pies.

De rato en rato levantábase esta mujer y con pasos ligeros se acercaba a
una mesilla de cedro colocada cerca de la ventana, abierta sin duda para
refrescar la habitación, en la cual por su pequeñez hacía un calor
excesivo, y tomaba de ella un vaso y una palmatoria de metal en la que
ardía una vela de sebo; volvíase en seguida poco a poco junto al lecho
del enfermo, colocando la luz en la silla que había ocupado, examinaba
atentamente su rostro, y humedecía sus labios con el licor contenido en
el vaso. El perro la seguía cada vez que se levantaba para esta
operación, y cuando colocaba otra vez en la mesa la palmatoria y el
vaso, y volvía a sentarse en su silla junto a la cama, el animal tornaba
también a echarse tranquilamente a sus pies, sin que en todo esto se
interrumpiese el silencio. Sin embargo, sobre las dos de la madrugada
serían cuando se abrió con cautela una puerta, por medio de la cual se
comunicaba aquella habitación con la sala principal de la casa, y un
hombre de edad avanzada entró por ella en puntillas hasta colocarse
junto a la vieja, a cuyo oído aproximó su boca diciéndole en voz muy
baja:--¿Cómo va el enfermo, Martina?

--Ya lo veis,--respondió ésta señalando con su mano afilada el rostro
del niño:--no verá el día, aunque son ya las dos de la madrugada.

--¡Cómo! tan pronto creéis que....

--Sí,--dijo Martina moviendo tristemente la cabeza.--Sí, mayoral, muy
pronto.

--Pues bien,--repuso el recién llegado:--id a descansar un rato,
Martina, y yo quedaré velándole. Hace cuatro noches que no cerráis los
ojos; id a descansar y yo quedaré en vuestro lugar.

--Gracias, mayoral, vos no podéis pasar malas noches, porque tenéis
harto trabajo durante el día, y don Carlos de B... os ha puesto aquí
para atender a sus intereses, y no para cuidar mis enfermos. Volveos a
vuestra casa y dejadme ¿qué importa una noche más sin descanso?
Mañana,--añadió con triste sonrisa,--mañana ya no tendrá necesidad de mí
el pobre Luis, y podré descansar.

--Haré lo que queráis, Martina,--respondió el mayoral de la estancia
encogiéndose de hombros,--pero ya sabéis que estoy en la habitación
inmediata para si algo se os ofreciere.

--Os doy las gracias, mayoral.

El anciano se volvía de puntillas, cuando al pasar la puerta detúvose, y
puso atención al galope de un caballo que se oía distintamente en el
silencio de la noche. El perro se alarmó también, pues se levantó
derechas las orejas y el oído atento.

--¿Oís Martina?--dijo en voz baja el mayoral.

--¡Y bien! ¿Qué os asusta? es alguno que pasa a caballo,--respondió la
vieja.

--Es que no pasa: que o yo me engaño mucho o el caballo se ha detenido
delante de vuestra puerta.

En acabando estas palabras, dos golpes sonaron sucesivamente en la
puerta principal de la sala contigua al cuarto de Martina. El perro
empezó a ladrar, y el mayoral exclamó:

--Es aquí, es aquí, ¿no lo decía yo? ¿Pero a estas horas quién puede
venir a molestaros? A menos que sea algún enviado del amo, y para que
venga a estas horas, preciso es que haya acontecido alguna cosa bien
extraordinaria...

--Id a abrir la puerta,--le interrumpió Martina,--he conocido a Sab en
los dos golpes... ¡oid, oid!... ya los repite: es Sab, mayoral, corred y
abridle la puerta. ¡Leal! silencio que es Sab.

El mayoral obedeció, y sea que el ruido de los cerrojos que descorría
para dejar libre la entrada, y los ladridos del perro asustasen al
enfermo, sea que en aquel momento su agonía comenzase a hacerse más
dolorosa, se estremeció todo y extendió sus bracitos descarnados. Sab se
presentó en la habitación y detúvose inmóvil delante del lecho del
moribundo.

--Hijo mío,--le dijo Martina,--ya lo ves... acércate, el cielo te ha
traído sin duda para recordarme que aun tengo un hijo. Tú solo quedarás
en el mundo para consolar los últimos días de esta pobre mujer.

Sab se puso de rodillas junto a la cama y besó la mano de Martina,
mientras el perro saltaba en torno suyo acariciándole, y Luis hacía
penosos esfuerzos para levantar la cabeza.

--Mírale hijo mío,--dijo Martina--tu presencia le ha reanimado; háblale,
sin duda te oye todavía. Sab se inclinó hacia el moribundo y le llamó
por su nombre; Luis entreabrió los ojos aunque sin dirigirlos a Sab, y
alargó sus manecitas transparentes como para asir alguna cosa. Las tomó
Sab entre las suyas, e inclinando el rostro sobre el del niño, dejó caer
sobre él una gruesa y ardiente lágrima.

--¿Me conoces?--le dijo,--soy yo, tu hermano.

Luis dirigió su mirada vidriada hacia el paraje de que partía la voz, y
apretó débilmente las manos de Sab; en seguida volvió el rostro al lado
opuesto y quedóse en su primera inmovilidad, solamente que su
respiración se hizo más trabajosa formando aquel sonido gutural y seco
que es el estertor de la agonía.

--Es preciso que descanséis, madre mía,--dijo Sab a Martina,--vuestro
semblante me dice que habéis pasado muchas noches de vigilia.

--¡Cuatro!--exclamó el mayoral de la estancia,--cuatro noches hace que
no cierra los ojos, y no porque yo haya dejado de decirla....

El mulato interrumpió al anciano, y tomando la mano de Martina,--Esta
noche descansaréis,--la dijo,--porque yo estoy aquí, yo velaré a mi
hermano.

--Sí y tú recibirás su último aliento,--respondió la india con amarga
resignación,--porque Luis no vivirá dos horas. ¡Bien! ¡Bien!--añadió
poniéndose en pie e inclinándose sobre la cama del niño.--Yo le dejo,
porque ya... ya no puedo servirle de nada al infeliz.

--Os engañáis madre mía,--díjola el mulato, mientras ayudado del mayoral
disponía una cama para Martina;--Luis no está tan malo como creéis, aun
me conoce.

--Sab, hijo mío, yo te dejo a su lado y me retiro tranquila; pero no
quieras alucinarme; harto sé que está agonizando. Pero por eso mismo le
dejo... he visto ya en igual trance, a mi nuera, y a dos de mis nietos,
y he recibido sus últimos suspiros, pero con todo me siento débil junto
a esta pobre criatura. Es el último, Sab, es mi último lazo que me une a
la vida, y me siento débil en este momento.

Sab tomó la mano de la vieja y la apretó entre las suyas. Martina dejó
caer la cabeza sobre su hombro y añadió con voz enternecida:

--Soy injusta, lo conozco, aun tengo un hijo. ¡Tú! tú me restas aún.

--¡Eh! no es ahora tiempo de llorar y hacernos llorar a todos,--dijo el
mayoral de la estancia acabando de arreglar la cama para
Martina.--Venid a acostaros y dejaos ahora de esas reflexiones; mañana
hablaréis largamente con Sab y le diréis todas esas cosas; lo que
importa al presente es que durmáis un rato.

Martina se inclinó y estampó un beso en la frente ya helada de su nieto,
dejándose conducir en seguida por Sab a la cama que se le había
preparado. El joven la colocó cuidadosamente y la cubrió él mismo con
una manta. Luego se volvió al mayoral de la estancia y le dijo con voz
que revelaba su agitación:

--Mañana temprano necesito un hombre de confianza para llevar una carta
a Puerto Príncipe a casa de mis amos, y os encargo procurármelo.

--Yo mismo iré, si lo permitís,--respondió el anciano.--Pero decidme,
Sab, ¿ocurre alguna novedad en la ciudad? Vuestra venida a estas horas y
esa carta...

Sab no le dejó concluir.--Ninguna novedad ocurre que pueda importaros
mayoral; mañana a las seis saldréis a llevar una carta a la señorita
Teresa, sobrina de mi amo, y a poneros a las órdenes de éste, al que
diréis el motivo de mi detención en Cubitas. Va a emprender un viaje y
acaso necesite un hombre de confianza que le acompañe. Yo debía ser ese
hombre, pero vos iréis en mi lugar.

--¡Oh! yo os aseguro, Sab, que aunque viejo soy tan capaz como vos...

--Lo creo,--interrumpió el mulato con alguna impaciencia.--Ahora,
mayoral, idos a dormir; buenas noches. Dadme solamente un pedazo de
papel y un tintero. Hasta mañana.

El viejo obedeció; había en el acento de aquel mulato un no sé qué de
autoridad y grandeza, que siempre le había subyugado.

Cuando Sab quedó solo, se puso de rodillas junto al lecho de Martina,
que incorporándose sobre su almohada y fijándole una mirada penetrante y
profundamente triste, le dijo:

--Conmigo, Sab, no tendrás reserva; yo exijo que me digas el motivo de
tu venida y el de ese viaje que dices debe emprender don Carlos.

El joven abrazó las rodillas de Martina inclinando la cabeza sobre ellas
en silencio.

--¡Sab!--exclamó la anciana bajando la suya sobre aquella cabeza querida
y oprimiéndola entre sus manos,--tu cabeza arde... el sudor cubre tu
frente... tú tienes calentura, hijo mío.

--Tranquilizaos,--la dijo esforzándose en sonreir--es la agitación del
viaje; estoy bueno, procurad descansar... mañana, lo sabréis todo, madre
mía.

--No, no,--gritó Martina con ansiedad--déjame coger esa luz y alumbrar
tu rostro... ¡Dios mío! ¡qué mudanza!... Tus ojos están hundidos y
brillan con el fuego de la fiebre. ¡Hijo mío! ¡hijo mío! ¿qué tienes?

Y se puso de rodillas delante de él.

--¡Por compasión!--exclamó el mulato, levantándola con una especie de
furor,--callad, callad Martina... tranquilizaos si no queréis verme
morir de dolor a vuestros pies.

Martina se dejó llevar otra vez al lecho y se esforzó la pobre mujer en
parecer tranquila.

--Siéntate aquí, a mi cabecera, hijo mío; yo no te importunaré más:
callaré como el sepulcro...; pero ven, hijo mío, que yo te oiga, que
oiga tu voz, que vea tus facciones, que sienta latir tu corazón junto al
mío. ¡Oh Sab! piensa que ya nada me queda en el mundo sino tú... que
eres mi único hijo, el único apoyo de esta larga y destrozada
existencia.

Sab la abrazó estrechamente y regó su frente con dos gruesas y ardientes
lágrimas.--Sí, madre mía,--la dijo,--descansad sobre mi pecho; mi voz
arrullará vuestro sueño. Yo os hablaré de Dios, y de los ángeles entre
los cuales va a habitar nuestro querido Luis. Yo os hablaré del eterno
descanso de los desgraciados y de las consoladoras promesas del
evangelio. Descansad en mis brazos; ¿estáis bien así?

Martina, agobiada de fatigas y de penas, dejóse colocar por Sab y
pareció sucumbir a aquella especie de letargo que sigue a las grandes
agitaciones.--Habla,--repetía ella,--habla hijo mío, yo te escucho. Sab
sólo murmuraba algunas palabras inconexas; en aquel momento también el
infeliz sufría horriblemente. Pero Martina descansando en su pecho se
sentía más tranquila, y se durmió por fin cuando Sab comenzaba a
hablarle de la resurrección de los justos. Sintiéndola dormida, colocó
suavemente su cabeza sobre la almohada; imprimió un largo y silencioso
beso en su frente y cayó de rodillas delante de la mesa, en la que el
mayoral le había dejado el papel y el tintero.

Entonces aquel humilde recinto presentó un cuadro dramático. Entre el
sueño de la vejez, y la tranquila muerte de la inocencia, aquella vida
juvenil despedazada por los dolores era un espectáculo terrible. Al lado
de Luis, frágil criatura que se doblada sin resistencia, débil caña que
cedía sin ruido, echábase de ver aquella fuerza caída, aquel hombre
lleno de vigor sucumbiendo como la encina a las tempestades del cielo.

Parecía que su alma a medida que abandonaba su cuerpo se trasladaba toda
a su semblante. ¡Ay! aquella terrible agonía no tuvo más testigos que el
sueño y la muerte. Nadie pudo ver aquella alma apasionada que se
revelaba en su hora suprema.

Pero Sab escribía y aquella carta fué todo lo que quedó de él.

Pasó desconocido el mártir sublime del amor, pero aquella carta le
sobrevivió y le conquistó el solo premio que sin esperarlo deseaba: ¡una
lágrima de Carlota!

Sab escribía con mano mal segura y que fué poniéndose más y más trémula.
Dejó por un instante la pluma y sacó de su pecho un objeto que contempló
largo rato con melancólica atención. Era el brazalete de Carlota que
Teresa le había regalado por mano de Luis en aquella misma habitación
cinco días antes.

--¡Hela aquí!--murmuró fijando sus ojos en el retrato.--¡Tan bella! ¡tan
pura! ¡para él! ¡toda para él!...

Sus dedos crispados dejaron caer el brazalete y un momento después
volvió a escribir. Pero era claro que sus fuerzas se debilitaban
rápidamente. Sin embargo escribió sin descanso más de una hora,
interrumpiéndose únicamente para acercase algunas veces a la cama de
Luis y humedecer sus labios, como lo había hecho Martina. Esta
continuaba sumida en una especie de letargo y de vez en cuando se la
veía agitarse y tender los brazos exclamando:

--¡Sab! no tengo otro hijo que tú.

El mulato la escuchaba y su mano temblaba más en aquellos momentos; pero
seguía escribiendo. La claridad del día penetraba ya por la ventana
cuando concluyó su carta.

Puso dentro de ella el brazalete, cerróla, quiso rotularla, pero su mano
no obedecía ya al impulso de su voluntad, y violentas convulsiones le
asaltaron en el momento.

Hubo entonces un instante en que el exceso de sus dolores le comunicó un
vigor pasajero y probó a ponerse en pie por medio de un largo y penoso
esfuerzo, pero volvió a caer como herido de una parálisis, y sus dientes
rechinaron unos contra otros al apretarse convulsivamente.

Sin embargo, consiguió arrastrarse trabajosamente hasta la cama de Luis,
y su mirada delirante y ardiente se encontró allí con la mirada vidriada
e inmóvil del moribundo. Sab quiso dirigirle un último adiós, pero se
detuvo espantado del sonido de su propia voz, que le pareció un eco del
sepulcro.

Entonces pasaron por su mente multitud de ideas y multitud de dolores.
Pensó que iba a morir también, y que en aquel mismo instante que él
sufría una dolorosa agonía, Enrique y Carlota pronunciaban sus
juramentos de amor. Luego ya no pensó nada: confundiéronse sus ideas,
entorpecióse su imaginación, turbóse su memoria; quebrantóse su cuerpo y
cayó sobre la cama de Luis bañándola con espesos borbotones de sangre
que salían de su boca.

El mayoral de la estancia había consultado al sol, su reloj infalible, y
no dudó fuesen ya las cinco. Dejó pues preparado su caballo a la puerta
de la casa, y acercándose poco a poco a la habitación de Martina, y
tocando ligeramente la puerta, para no despertar a la anciana si por
ventura dormía, llamó repetidas veces a Sab. Pero Sab no respondía. En
vano fué levantando progresivamente la voz y golpeando con mayor fuerza
la puerta, aplicando en seguida el oído con silenciosa atención. Reinaba
un silencio profundo dentro de aquella sala, y alarmado el mayoral
descargó dos terribles golpes sobre la puerta. Entonces ladró el perro y
despertó Martina, y echó en torno suyo una mirada de terror. ¡No vió a
Sab! Precipitóse con un grito hacia el lecho de su nieto. Allí estaban
los dos... Luis muerto, Sab agonizando.

Martina cayó desmayada a los pies de la cama, y el mayoral, echando
abajo la puerta, entró a tiempo de recoger el último suspiro del mulato.

Sab expiró a las seis de la mañana; en esa misma hora Enrique y Carlota
recibían la bendición nupcial.




CAPITULO V

    Esta es la vida, Garcés,
    Uno muere, otro se casa,
    Unos lloran, otros ríen....
    ¡Triste condición humana!
              GARCÍA GUTIÉRREZ.
        (_El Paje._)


Reinaba la mayor agitación en la casa del señor de B... que, verificado
el casamiento de su hija, había partido para el puerto de Nuevitas, en
el cual debía embarcarse para la Habana.

Jorge, que había estado presente a la celebración del matrimonio y
partida de don Carlos, volvióse a su casa dejando ya instalado a Enrique
en la de su esposa. La inquietud que inspiraba a ésta la situación de su
hermano, las dolorosas sensaciones que en ella había producido la
primera separación de un padre tiernamente querido, y su repentino
matrimonio verificado bajo tan tristes auspicios, teníanla en cierta
manera enajenada, e insensible, en aquellos primeros momentos, a la
ternura oficiosa que su marido la prodigaba.

Rodeábanla llorando sus hermanitas sin que ella acertase a dirigirles
una palabra de consuelo. Unicamente Teresa conservaba su presencia de
espíritu, y al mismo tiempo que daba órdenes a las esclavas
restableciendo en la casa la tranquilidad, momentáneamente alterada,
cuidaba de las niñas y aun de la misma Carlota. Instábala con cariño
para que se acostase algunas horas, temiendo que tantas agitaciones y
una noche de vigilia alterasen su salud delicada, y, vencida por fin de
sus ruegos, ya iba Carlota a complacerla cuando llegó el mayoral de las
estancias de Cubitas anunciando la muerte de Sab.

--Esta desgracia,--dijo,--era efecto sin duda de alguna gran caída, pues
según decía Martina, que era un oráculo para el buen labriego, Sab tenía
reventados todos los vasos del pecho.

Esta noticia, que algunos días antes hubiera sido dolorosísima a
Carlota, apenas pareció afectarla en un momento en que tanto había
sufrido. Acababa de separarse de su padre, su hermano expiraba tal vez
en aquel momento, y la pérdida del pobre mulato era bien pequeña al lado
de estas pérdidas.

Enrique manifestó con más viveza su pesar y su sorpresa.

--¡Pobre muchacho!--dijo,--estas muertes repentinas me aterran.--Luego,
como si se le presentase una idea luminosa, añadió: Martina tiene razón:
una caída del caballo ha sido indudablemente la causa de su muerte.
¡Pobre Sab! Ahora recuerdo lo pálido, lo demudado que estaba ayer cuando
llegó a Guanaja. Yo lo atribuí al cansancio del viaje tan precipitado;
reventó su jaco negro.

--Aquí traigo una carta sin sobrescrito,--dijo el mayoral,--pero que
creo es para la señora.

--¡Para Carlota! ¿Y de quién es esa carta, buen hombre?

--Del pobre difunto, señor,--respondió el mayoral presentándola.--Creo
que agonizando la escribió, pues me pidió el papel y la tinta a las tres
de la madrugada, y a las seis el desgraciado rindió su alma al Creador.
Pero parece que el asunto era de importancia, y luego, como yo debía
venir para acompañar al amo a la Habana... pero ya lo veo, he llegado
tarde y mi venida sólo habrá servido para traer esta carta.

En el breve tiempo que duró este discurso del mayoral, al que nadie
atendía, pasó una escena muy viva en aquella sala. Enrique, que se había
apoderado de la carta que decían ser para su esposa, rompió la cubierta
apresuradamente, y al abrir la carta cayó en tierra el brazalete, que
levantó sorprendido.

--¡Un brazalete!... Carlota..., este brazalete...

--Es mío:--dijo Teresa adelantándose con serenidad.--Es un regalo de
Carlota que yo estimo en tanto que sólo he podido cederlo a la persona a
quien he creido en este mundo más digna de mi afecto y estimación. Ahora
que vuelve a mis manos, quiero conservarle hasta el sepulcro. Dádmele,
pues, Enrique y esa carta que también es para mí.

Enrique estaba estupefacto y miraba a Teresa y luego a Carlota, como si
quisiese leer en sus rostros la aclaración de aquel enigma. Pero el
semblante de Teresa estaba pálido y sereno, y en la hermosa fisonomía de
Carlota sólo se veía en aquel momento la cándida expresión de la
sorpresa.

--Tened la bondad de darme esa carta y ese brazalete, Enrique,--repitió
con firmeza Teresa,--y conducid a Carlota a su aposento: tiene necesidad
de descanso.

Enrique echó una mirada sobre la carta, cuya primera línea leyó, y en
seguida la alargó con el brazalete a Teresa, diciéndole con una sonrisa
maliciosa:

--Efectivamente, para vos es, Teresa, pero yo ignoraba que tuvieseis
correspondencia con el mulato, y que os devolviese él una prenda que,
según decís, sólo podíais ceder al hombre a quien quisieseis y
estimaseis más.

--Pues si lo ignorabais, Enrique,--respondió ella con dignidad,--ya lo
sabéis.

Luego abrazó a Carlota rogándola nuevamente fuese a descansar algunas
horas con sus hermanitas, cuyos rostros infantiles estaban descoloridos
con la mala noche.

Carlota tomó en sus brazos, una después de otra, a las cuatro niñas.
Sí,--las dijo,--venid a descansar, pobres criaturas, que en toda la
noche habéis velado y llorado conmigo. Y tú, Teresa,--añadió fijando en
su amiga una mirada de indulgencia y compasión,--descansa también,
querida mía, porque también padeces.

Se levantó entonces y sostenida por Enrique y rodeada de sus hermanas,
como de un coro de ángeles, retiróse a su aposento, después de estampar
un beso en la frente pálida y resignada de su amiga.

Para obligar a acostarse a sus hermanitas, que no querían apartarse de
ella un momento, echóse vestida sobre la cama, y en torno suyo se
colocaron las cuatro niñas, que no tardaron en dormirse.

Enrique cerró la cortina recomendando a su joven esposa procurase
también dormir, mientras él se ocupaba en arreglar algunos papeles de
los que el señor de B... le había encargado.

--Sí,--dijo Carlota,--guardaré silencio para no despertar a estas pobres
niñas, pero no salgas del aposento, Enrique, porque, te lo confieso,
tengo miedo. Esta muerte de Sab tan repentina me ha causado una fuerte
impresión.

¡Oh querido mío! ¡qué tristes auspicios para nuestra unión!... ¡Muertes,
despedidas!... No me dejes sola, Enrique, paréceme que veo a la muerte
levantarse amenazando todas las cabezas queridas, y que si dejo de verte
un momento no volveré a verte más.

--Tranquilízate, vida mía,--contestó su marido,--aquí estaré velando tu
sueño. Pero no temas mi muerte porque no se muere uno cuando es tan
feliz como yo lo soy. Duerme tranquila, Carlota, para que vuelvan las
rosas a tus mejillas. ¿No sabes que quiero verte hermosa el día de
nuestra boda?

--¡El día de nuestra boda!--murmuró ella:--¡qué triste ha sido este día!

Pero Enrique se había puesto ya en el escritorio de don Carlos, donde se
ocupaba en leer y arreglar papeles, y Carlota sin esperanza de descanso,
pero deseando no interrumpir el de sus hermanas, cerró los ojos y
aparentó dormir. Cerca de una hora pudo mantenerse en la misma
posición, pero no le fué posible permanecer más tiempo, y sacando con
cuidado uno de sus brazos, sobre el cual descansaba la cabeza de la más
joven de sus hermanas, echóse poco a poco fuera del lecho.

--¿Ya estás despierta?--dijo Enrique llegándose a sostenerla;--¿no
quieres descansar una hora más, vida mía?

--No puedo,--contestó ella,--porque he estado pensando, Enrique, que en
la perturbación del primer momento de sorpresa y pesar, no me he
acordado de que se atendiese al buen hombre que nos ha traído la noticia
de la muerte de nuestro pobre Sab; y ciertamente debía haber dado orden
para que se le diese para refrescar; el buen viejo se ha apresurado, con
la mejor voluntad del mundo, a traernos la desagradable noticia. También
es preciso que se vuelva inmediatamente a Cubitas, y que lleve algún
dinero a Martina para el entierro de ese infeliz. ¡Y Teresa, Enrique, la
pobre Teresa!... La he dejado en un momento... debo hablarla, saber qué
misterio se encierra en esa carta y ese brazalete que ha recibido.

--Fácil es de adivinar,--dijo Enrique sonriendo,--Teresa amaba al
mulato.

--¡Amarle! ¡amarle!--repitió Carlota con tono de duda,--se me había
ocurrido esa sospecha, pero... ¡amarle!... ¡Oh! no es posible.

--Las mujeres, querida mía, tenéis caprichos tan inconcebibles y gustos
tan extraordinarios.

--¡Amarle!--repitió Carlota,--¡A él! ¡A un esclavo!... Luego, Teresa es
tan fría... ¡tan poco susceptible de amor!

--Acaso nos hemos engañado juzgando su corazón por su semblante, querida
mía.

--No, Enrique, yo no he juzgado su corazón por su semblante; sé que su
corazón es noble, bueno, capaz de los más grandes sentimientos; pero el
amor, Enrique, el amor es para los corazones tiernos, apasionados...
como el tuyo, como el mío.

--Es para todos los corazones, vida mía, y Teresa tiene un corazón.

--Ven pues, vamos a verla Enrique, y si es verdad que amó a ese infeliz,
compasión merece y no vituperio. El era mulato, es verdad, y nació
esclavo; pero tenía también un bello corazón, Enrique, y su alma era tan
noble, tan elevada como la tuya, como todas las almas nobles y elevadas.

Al oir estas palabras, la mirada de Enrique, que había estado
amorosamente clavada en los bellos ojos de su mujer, vaciló un tanto, y
como si su conciencia le hiciese penosa una comparación que sabía bien
no era merecida, se apresuró a contestar:

--Ven pues, Carlota, vamos a ver a tu prima, no creo que después de lo
que dijo, al pedirme el brazalete, quiera negar sus amores con Sab.

--Yo no trataré tampoco de arrancarla su secreto, pero si llora, lloraré
con ella;--contestó Carlota apoyándose en el brazo de su marido; y
hablando así salieron ambos del aposento y llegaron a la puerta del de
Teresa, que estaba abierta. Enrique se detuvo a la entrada y Carlota se
adelantó llamando a su amiga. Pero no estaba en el aposento. Carlota
hizo venir a Belén y preguntó por Teresa.

--¡Pues qué!--respondió admirada la esclava,--¿no advirtió a su merced
que iba a salir? Hace más de media hora que se marchó.

--¿Dónde? ¿Con quién?

--Dónde, no dijo, pero presumo que a la iglesia porque se puso su
vestido negro y se cubrió la cabeza con su mantilla. La acompañó el
mayoral que vino de Cubitas.

--¿Oyes, Enrique?--dijo Carlota sentándose tristemente en una silla que
estaba delante de la mesa de Teresa.

--¡Y bien! ¿Por qué te asustas, Carlota?

--¿Por qué? Porque Teresa no acostumbra salir a esta hora con un hombre
que apenas conoce y a pie, sin decírmelo... ¡Esto es extraordinario!

Carlota, en aquel momento notó un papel escrito sobre la mesa en que se
había apoyado, y conociendo la letra de Teresa, lo leyó con
apresuramiento. En seguida se lo alargó a su marido, deshaciéndose en
lágrimas, y Enrique lo leyó en alta voz. Decía así:

“Pobre, huérfana y sin atractivos ni nacimiento, hace muchos años que
miré el claustro como el único destino a que puedo aspirar en este
mundo, y hoy me arrastra hacia ese santo asilo un impulso irresistible
del corazón.

No te dejara en el día de la aflicción, si me creyese necesaria o
siquiera útil; pero tú tienes ya un esposo, Carlota, a quien amas y que
ha jurado hoy a Dios y a los hombres amarte, protegerte y hacerte feliz.
Con él te dejo, deseándote un porvenir de amor y de ventura. Tu destino
se ha fijado y yo quiero fijar el mío.

Por evitarme las reflexiones que me harías, para apartarme de esta
resolución en la que estoy irrevocablemente fijada, dejo tu casa sin
despedirme de ti sino por estas líneas, y me marcho al convento de las
Ursulinas, de donde no saldré jamás. Mi patrimonio, aunque corto, cubre
la dote que necesito para ser admitida, y dentro de un año espero que me
será permitido pronunciar mis votos.

Adiós Carlota, adiós Enrique... Amaos y sed felices.

                                                               TERESA.”

--¡Oh Enrique!--exclamó Carlota:--ya lo ves! todo se reune para
afligirme, para hacer triste y sombrío este día de nuestra unión; ¡este
día que tan dichoso debía ser!

--Ya no debe quedarte duda,--dijo Enrique, del amor de tu prima por
Sab.--Su muerte es la que le inspira esta resolución repentina de
hacerse religiosa. A la verdad que tu amiga tiene altas inclinaciones.

--No la condenes, Enrique, ten indulgencia con todas las debilidades del
corazón. ¡Pobre Teresa! ¡Harto desgraciada es! Pero ¿no podía esperar y
remitir el cumplimiento de su resolución para otro día? ¿Por qué ha
tenido la crueldad de añadir un disgusto a tantos como hoy he
experimentado? Me deja la ingrata el mismo día que ha partido mi padre,
sola..., abandonada.

--¡Sola! ¡Abandonada, Carlota!--repitió Enrique ciñéndola con sus
brazos,--cuando estás con tu esposo que te adora, cuando yo estoy aquí,
a tu lado, apretándote contra mi corazón. ¡Querida mía! Sensible es la
pérdida de un hermano, aunque sea de un hermano que no ves hace tres
años, y cuya débil y enfermiza constitución estaba ya de largo tiempo
preparando para este golpe; sensible la separación de un padre, aunque
esta separación será tan corta; sensible la muerte de un mulato que fué
para tu familia un esclavo fiel; y sensible también que una loca amiga
enamorada de él se quiera hacer monja, aunque se conozca que es lo mejor
que puede hacer. Pero ¿es todo esto motivo suficiente para desconsolarte
en estos términos, y amargarme el día más feliz de mi vida? ¿No es esto
una injusticia, Carlota, una ingratitud para con tu Enrique?

En vez de dicha ¿has de darme dolor, lágrimas en vez de caricias? ¡Ah!
tú me amabas hace cuatro días... hoy... hoy no me amas.

--¡No te amo!--exclamó ella con enajenamiento de pesar y ternura,--¡que
no te amo, dices; Ah, no te amo; te idolatro. Tú eres mi consuelo, mi
esperanza, mi apoyo... porque eres ya mi esposo, Enrique, y este día
será un día de ventura por más contrariedades que el destino arroje
sobre él. Acaso era necesario este contrapeso para que mi razón no
sucumbiese al exceso de tal felicidad. ¡Porque yo te amo, Enrique!

--Pues bien, pruébamelo, vida mía, no llores más; pruébamelo con una
sonrisa, con una mirada de placer... hazme dichoso con tu dicha,
Carlota...

--Sí, sí, yo soy dichosa,--le interrumpió ella con una especie de
delirio.--Mi padre, mi hermano, Teresa, Sab... ¿qué son todos al lado de
tu amor? Yo no tengo ahora a nadie más que a ti... pero tú lo eres todo
para el corazón de tu Carlota. Mira, no sientas que llore; son lágrimas
de placer, lágrimas muy dulces las que vierto en tu pecho. ¡Porque soy
tuya! ¡Porque te amo! ¡Porque soy feliz!

--Carlota, vida mía... dímelo otra vez; ¿qué nos importa todo lo demás
amándonos así?--exclamó Enrique transportado.

--Tienes razón,--añadió ella,--amándonos así, el cielo mismo no tiene
poder bastante para hacernos desgraciados.

--¡Carlota! ¡ya eres mía!

--¡Tuya para siempre!

--¡Cuán dichoso soy!

--¡Y yo! Enrique, ¡y yo!...

¡Y lo eran en efecto! Aquel era el primer día de su unión, y el primer
día de una unión pura y santa, aquel día en que se hace del más vivo y
ardiente de los afectos el más solemne de los deberes, es indudablemente
un día supremo. Debe haber en este día una plenitud de ventura que no
pertenece a esta tierra, ni a esta vida, y que el cielo no concede sino
por un día, para hacer comprender con ella la felicidad que reserva en
la eternidad de su gloria a las almas predestinadas. Porque la
bienaventuranza del cielo no es otra cosa que el eterno amor.

Una horrible tempestad bramaba sobre la tierra. Eran las tres de la
tarde y el firmamento, cubierto de un opaco velo, anunciaba una tarde
espantosa.

En aquella hora don Carlos, desafiando la tormenta, corría al
embarcadero de Nuevitas, pensando que un momento de dilación podía
impedirle hallar vivo a su hijo. En aquella hora, Teresa de rodillas
delante de un crucifijo, en una estrecha celda, imploraba la
misericordia de Dios en favor de los que ya no existían. En aquella hora
enterraban en Cubitas dos cadáveres, de un hombre y de un niño; y una
vieja lloraba sobre un lecho manchado de sangre, y un perro ahullaba a
sus pies. Y en aquella hora Carlota y Enrique eran felices, porque se
amaban, porque se habían casado aquel día, y se repetían sin cesar con
la voz y con las miradas: ¡Ya soy tuya! ¡Ya eres mía!

Tales contrastes los vemos cada día en el mundo: ¡Placer y dolor! Pero
el placer es un desterrado del cielo, que no se detiene en ninguna
parte. El dolor es un hijo del infierno que no abandona su presa sino
cuando la ha despedazado.




CONCLUSION

    Se e ciascun l’interno affanno,
    Si leggesse in fronte seritto,
    Quanti mai, che invidia fanno,
    Ci farebbero pietá!
              METASTASIO.

    Si la frente del hombre anunciase
    El interno pesar con que lidia,
    ¡Cuántos hay que nos causan envidia,
    Y excitarnos debieran piedad!


Era la tarde del día 16 de junio de 18... Cumplían en este día cinco
años de los acontecimientos con que termina el capítulo precedente, y
notábase alguna agitación en lo interior del convento de las Ursulinas
de Puerto Príncipe. Sin duda algo extraordinario producía esta
agitación, extraña en la vida monótona y triste de las religiosas. Pero
¿qué cosa nueva o extraña puede acontecer dentro de los muros de un
convento? ¡La muerte! Este es el acontecimiento notable que forma época
para las solitarias reclusas de un claustro: la muerte de alguna de
ellas; la muerte que únicamente vuelve a abrir para la infeliz monja las
puertas de hierro de aquel vasto sepulcro, que la arroja a otro sepulcro
más estrecho.

En el día de que hablamos era también la muerte la que motivaba el
movimiento que se advertía en el convento. Sor Teresa estaba en las
últimas horas de su vida, sucumbiendo a una consunción que padecía hacía
tres años, y todas las religiosas se consternaban a la proximidad de una
muerte que ya tenían prevista.

Sor Teresa era amada generalmente. Aunque fría y adusta, su severa
virtud, su elevado carácter, la sublime resignación con que había
soportado su larga enfermedad, y mil pequeños servicios que en diversas
circunstancias había prestado a cada una de sus compañeras, con la
inalterable aunque fría bondad que la caracterizaba, la habían granjeado
el afecto de todas, que sentían sinceramente perderla; aunque acaso
algunas de ellas gozaban una especie de satisfacción en que un
acontecimiento, cualquiera que fuese, diese alguna variedad y
movimiento a su triste congregación.

Eran las seis de la tarde y las monjas comenzaban a impacientarse de que
no hubiese llegado todavía la señora de Otway, a la que se había
despachado un correo a su ingenio de Bellavista, donde se hallaba,
informándola de la gravedad del mal de su prima y del deseo que
manifestaba de verla antes de morir. Esta dilación enfadaba a las buenas
religiosas porque, decían ellas, era una ingratitud de la señora de
Otway estar tan perezosa en correr al lado de la moribunda que tanto la
amaba, y a la que mostraba tan tierna correspondencia.

En efecto, muchas veces, principalmente en aquellos dos años últimos,
las religiosas habían murmurado en secreto las largas visitas de Carlota
a su prima, quizás por el enojo que les causaba no poder satisfacer su
curiosidad oyendo lo que hablaban las dos amigas en aquellas
conferencias, que tenían en frecuentes ocasiones en la celda de sor
Teresa. Era un escándalo, decían ellas, aquellas conversaciones a solas
infringiendo las reglas del instituto, y sólo las permitía la abadesa
por ser la señora de Otway parienta suya, y acaso más aún por los
frecuentes regalos que hacía al convento.

Si hubieran podido las pobres religiosas satisfacer su curiosidad oyendo
aquellas conversaciones, acaso se hubieran retirado de aquella celda más
satisfechas de su suerte y menos envidiosas de la de Carlota; porque
habrían oído que la mujer hermosa, rica y lisonjeada, la que tenía
esposo y placeres, venía a buscar consuelos en la pobre monja muerta
para el mundo. Hubieran visto que la mujer que creían dichosa lloraba, y
que la monja era feliz.

En efecto, Teresa había alcanzado aquella felicidad tranquila y solemne
que da la virtud. Su alma altiva y fuerte había dominado su destino y
sus pasiones, y su elevado carácter, firme y decidido, la había
permitido alcanzar esta alta resignación que es tan difícil a las almas
apasionadas como a los caracteres débiles. Su pasión por Enrique,
aquella pasión concentrada y profunda, única que se hubiese posesionado
en toda su vida de aquel corazón soberbio, se había apagado bajo el
cilicio, a la sombra de las frías paredes del claustro; su ambición,
teniendo por único objeto la virtud, había sido para ella un móvil útil
y santo, y a pesar de sus males físicos y de sus combates interiores,
coronóse del triunfo aquella noble ambición.

Carlota, por el contrario, era desgraciada, y lo era tanto más cuanto
que todos la creían feliz. Joven, rica, bella, esposa del hombre de su
elección, del cual era querida, estimada generalmente ¿cómo hubiera
podido hacer comprender que envidiaba la suerte de una pobre monja?
Obligada pues a callar delante de los hombres, sólo podía llorar
libremente dentro de los muros del convento de las Ursulinas, en el seno
de una religiosa que había alcanzado la felicidad del alma aprendiendo a
sufrir el infortunio.

Pero ¿por qué lloraba Carlota? ¿Cuál era su dolor? No todos los hombres
le comprenderían porque muy pocos serían capaces de sentirle. Carlota
era una pobre alma poética arrojada entre mil existencias positivas.
Dotada de una imaginación fértil y activa, ignorante de la vida, en la
edad en que la existencia no es más que sensaciones, se veía obligada a
vivir de cálculo, de reflexión y de conveniencia. Aquella atmósfera
mercantil y especuladora, aquellos cuidados incesantes de los intereses
materiales marchitaban las bellas ilusiones de su joven corazón. ¡Pobre
y delicada flor! tú habías nacido para embalsamar los jardines, bella,
inútil y acariciada tímidamente por las auras del cielo.

Mientras fué soltera, Carlota había gozado las ventajas de la riquezas
sin conocer su precio: ignoraba el trabajo que costaba el adquirirlas.
Casada, aprendía cada día, a costa de mil pequeñas y prosaicas
mortificaciones, cómo se llega a la opulencia. Sin embargo, de nada
carecía Carlota; comodidades, recreaciones y aun lujo, todo lo tenía.
Los dos ingleses sostenían su casa bajo un pie brillante. Pero aquellas
bellas apariencias, y aun las ventajas reales de la vida, estaban
fundadas y sostenidas por la incesante actividad, por la perenne
especulación y por un fatigante desvelo. Carlota no podía desaprobar con
justicia la conducta de su marido, ni debía quejarse de su suerte, pero
a pesar suyo se sentía oprimida por todo lo que tenía de serio y
material aquella vida del comercio. Mientras vivió su padre, hombre
dulce, indolente como ella, y con el cual podía ser impunemente pueril,
fantástica y apasionada, pudo estar también menos en contacto con su
nuevo destino, y sólo tuvo que llorar por ver a su esposo más ocupado
de su fortuna que de su amor, y por los frecuentes viajes que el interés
de su comercio le obligaba a hacer, ya a la Habana, ya a los Estados
Unidos de la América del Norte. Mas ella quedaba entonces al lado de su
padre que la adoraba, y cuya debilitada salud exigía mil cuidados, que
ocupaban su existencia.

Pero don Carlos sólo sobrevivió dos años a su hijo, y su muerte que
privó a Carlota de un indulgente amigo, y de un tierno consolador, fué
acompañada de circunstancias que rasgaron de una vez el velo de sus
ilusiones, y que envenenaron para siempre su vida.

Durante las últimas semanas de la vida del pobre caballero, Jorge no se
apartaba un instante de la cabecera de su lecho, velándole las noches en
que Carlota descansaba. Agradecía ella esta asistencia con todo el calor
de su corazón sensible y noble, incapaz de penetrar sus viles motivos;
pero al descubrirlos, su indignación fué tanto más viva cuanto mayor
había sido su confianza.

Débil de carácter don Carlos y más débil aún después de dos años de
enfermedad, que habían enflaquecido a la vez su cuerpo y su espíritu,
fué una blanda cera entre las manos de hierro del astuto y codicioso
inglés, que logró hacerle dictar un testamento en el cual dejaba a
Carlota todo el tercio y quinto de sus bienes. Ignoró Carlota esta
injusticia hasta que, muerto su padre, se la enteró de sus últimas
disposiciones, en las cuales vió la prueba inequívoca de la avaricia y
bajeza de su suegro. Explicóse franca v enérgicamente con Enrique,
declarando su resolución de no aprovecharse de aquel abuso cometido,
devolviendo a sus hermanas, injustamente despojadas, aquellos bienes
arrancados a la debilidad por la codicia.

Carlota se había persuadido que su marido pensaría lo mismo que ella,
pero Enrique encontró absurda la demanda de su mujer y la trató como
fantasía de una niña que no conoce aún sus propios intereses. Aquel
testamento era legal y Enrique no concebía los escrúpulos delicados de
Carlota, ni por qué le llamaba injusto y nulo.

Todas las súplicas, las lágrimas, las protestaciones de Carlota sólo
sirvieron para malquistarla con su suegro, sin que Enrique la escuchase
jamás de otro modo que como a un niño caprichoso, que pide un imposible.
La acariciaba, la prodigaba tiernas palabras y concluía por reírse de su
indignación.

Carlota luchó inútilmente por espacio de muchos meses, después guardó
silencio y pareció resignarse. Para ella todo había acabando. Vió a su
marido tal cual era; comenzó a comprender la vida. Sus sueños se
disiparon, su amor huyó con su felicidad. Entonces tocó toda la
desnudez, toda la pequeñez de las realidades, comprendió lo erróneo de
todos los entusiasmos, y su alma que tenía necesidad, sin embargo, de
entusiasmos y de ilusiones, se halló sola en medio de aquellos dos
hombres pegados a la tierra y alimentados de positivismo. Entonces fué
desgraciada, entonces las secretas y largas conferencias con la
religiosa Ursulina fueron más frecuentes. Su único placer era llorar en
el seno de su amiga sus ilusiones perdidas y su libertad encadenada; y
cuando no estaba con Teresa huía de la sociedad de su marido y de su
suegro. Muchas veces se iba a Bellavista y pasaba allí meses enteros en
una absoluta soledad, o sin otra compañía que sus hermanas; que eran sin
embargo demasiado jóvenes para poder consolarla. En Bellavista respiraba
más libremente; sentía su pobre corazón necesidad de entregarse, y ella
le abría al cielo, al aire libre del campo, a los árboles y a las
flores.

Así en el día en que comienza este último capítulo de nuestra historia,
hallábase fuera de la ciudad, mientras las monjas la esperaban con
impaciencia y Teresa agonizaba. Había ya cumplido ésta con todos sus
deberes de católica, pero parecía escuchar con distracción las bellas
cosas que le decía el religioso que la auxiliaba, y profería por
momentos el nombre de Carlota.

Por fin llegó ésta. Un carruaje se detuvo delante de la puerta del
convento, y la señora de Otway, pálida y asustada, se precipitó en la
celda de la moribunda.

Teresa pareció reanimarse a la vista de su amiga, y con voz débil pero
clara pidió que las dejasen solas.

Carlota se puso de rodillas junto al lecho, a cuya cabecera ardían dos
velas de cera, alumbrando una calavera y un crucifijo de plata. Teresa
se incorporó un poco sobre sus almohadas y le tendió la mano.

--Yo muero,--dijo después de un instante de silencio,--y nada poseo,
nada puedo legar a la compañera de mi juventud. Pero acaso pueda
dejarle un extraño consuelo, un triste pero poderoso auxilio contra el
mal que marchita sus años más hermosos.

Carlota, tú estás cansada de la vida, y detestas al mundo y a los
hombres... sin embargo, tú has sido una mujer feliz, Carlota: tú has
sido amada con aquel amor que ha sido el sueño de tu corazón, y que
hubiera hecho la gloria de mi vida si yo le hubiese inspirado. Tú has
poseído sin conocerla una de esas almas grandes, ardientes, nacidas para
los sublimes sacrificios, una de aquellas almas excepcionales que pasan
como exhalaciones de Dios sobre la tierra. Y bien, Carlota ¿te cansa la
existencia material? ¿necesitas la poesía del dolor? ¿anhelas un objeto
de culto?... Desata de mi cuello este cordón negro... en él está una
pequeña llave; abre con ella ese cofrecito de concha... ¡bien! ¿No ves
dentro de él un papel ajado por mis lágrimas?... Toma ese papel,
Carlota, y consérvale como yo le he conservado.

No recibí del cielo una rica imaginación, ni un alma poética y exaltada;
no he vivido, como tú, en la atmósfera de mis ilusiones. Para mí la vida
real se presentó siempre desnuda, y la triste experiencia del infortunio
me hizo comprender y adivinar muchos horribles secretos del corazón
humano; sin embargo de eso, Carlota, muero creyendo en el amor y en la
virtud, y a ese papel debo esta dulce creencia que me ha preservado del
más cruel de los males: el desaliento.

La voz de Teresa se extinguió por un momento; pidió a su prima un vaso
de agua y después le reveló con más firmeza el noble sacrificio del
mulato.

El te dió el oro,--la dijo,--que decidió a Enrique a llamarte su esposa,
pero no desprecies a tu marido, Carlota; él es lo que son la mayor parte
de los hombres. ¡Y cuántos existirán peores!...

Quiera el cielo que no vuelvas algún día los ojos con dolor hacia el
país en que has nacido, donde aun se señalan los vicios, se aborrecen
las bajezas y se desconocen los crímenes; donde aun existen en la
oscuridad virtudes primitivas. Los hombres son malos, Carlota, pero no
debes aborrecerlos ni desalentarte en tu camino. Es útil conocerlos y no
pedirles más que aquello que pueden dar; es útil perder esas ilusiones
que acaso no existen ya sino en el corazón de una hija de Cuba. Porque
hemos sido felices, Carlota, en nacer en un suelo virgen, bajo un cielo
magnífico, en no vivir en el seno de una naturaleza raquítica, sino
rodeadas de todas las grandes obras de Dios, que nos han enseñado a
conocerle y amarle.

Acaso tu destino te aleje algún día de esta tierra en que tuviste tu
cuna y en donde yo tendré mi sepulcro; acaso en el ambiente corrompido
de las ciudades del viejo hemisferio buscarás en vano una brisa que
refresque tu alma, un recuerdo de tu primera juventud, un vestigio de
tus ilusiones; acaso no hallarás nada grande y bello en que descansar tu
corazón fatigado. Entonces tendrás ese papel; ese papel es toda un alma;
es una vida, una muerte; todas las ilusiones resumidas, todos los
dolores compendiados... el aroma de un corazón que se moría sin
marchitarse. Las lágrimas que te arranque ese papel no serán venenosas,
los pensamientos que te inspire no serán mezquinos. Mientras leas ese
papel creerás como yo en el amor y en la virtud, y cuando el ruido de
los vivos fatigue tu alma, refúgiate en la memoria de los muertos.

Teresa imprimió un beso en la frente de su amiga. Carlota la estrechó
entre sus brazos... pero ¡ay! ¡sólo abrazada ya a un cadáver!

A la melancólica luz de las velas, que alumbraban la calavera y el
crucifijo, Carlota de rodillas, pálida y trémula, leyó junto al cadáver
de Teresa la carta de Sab. Luego... ¿para qué decir lo que sintió luego?
Esa carta nosotros, los que referimos esta historia, la hemos visto;
nosotros la conservamos fielmente en la memoria. Hela aquí:

    CARTA DE SAB A TERESA

Teresa: la hora de mi descanso se acerca: mi tarea sobre la tierra va a
terminar. Cuando dejo este mundo, en el que tanto he padecido y amado,
solamente de vos quiero despedirme.

He venido a morir cerca de mi madre y de mi hermano; pensé
que su presencia,--la presencia de estos dos seres que me han
amado,--dulcificaría mi agonía; pero me engañaba. Dios me guardaba aquí
mi última prueba, mi postrer martirio.

Ella duerme, la pobre anciana, y la muerte la rodea; ella duerme junto a
dos moribundos: ¡sus dos hijos que van a abandonarla! Os lo confieso;
al ver hace un momento su frente calva, surcada por los años y por los
dolores, reposar fatigada sobre mi pecho, y cuando su voz, aquella voz
que me ha dado el dulce nombre de hijo, me decía: Sólo tú me quedas en
el mundo; en aquel momento he deseado la vida y he llevado
convulsivamente las manos sobre mi corazón, para arrancar de él el dolor
que me mata.

¡Ah! sí: la muerte era mi único deseo, mi única esperanza, y al sentir
su mano fría apretar mi corazón, he gozado una alegría feroz y he
levantado a Dios mi corazón para pedirle: Yo reconozco tu misericordia.

Pero al aspecto de esta anciana, que duerme arrullada por el estertor de
un moribundo junto al cadavérico cuerpo de su último nieto, y que aun
durmiendo me tiende los brazos y me dice: Sólo tú me quedas en el mundo;
sufro un nuevo género de combate, una terrible lucha. Siento el deseo de
vivir y la necesidad de morir. Sí, por ti quisiera vivir, pobre anciana,
que te has compadecido del huérfano y que le has dicho: Yo seré tu
madre; por ti que no te has avergonzado de amar al siervo, y que le has
dicho: Levanta tu frente, hijo de la esclava, las cadenas que aprisionan
las manos no deben oprimir el alma. Por ti quisiera vivir, para cerrar
tus ojos y enterrar tu cadáver, y llorar sobre tu sepultura; y el
abandono en que te dejo hace amarga para mí mi hora solemne y deseada.

Y bien ¡Dios mío! yo acepto esta nueva prueba y agoto, sin hacer un
gesto de repugnancia, la última gota de hiel que has arrojado en el
cáliz amargo de mi vida.

Yo muero, Teresa, y quiero despedirme de vos. ¿No os lo he dicho ya?
Creo que sí.

Quiero despedirme de vos y daros gracias por vuestra amistad, y por
haberme enseñado la generosidad, la abnegación y el heroísmo. Teresa,
vos sois una mujer sublime, yo he querido imitaros; pero ¿puede la
paloma tomar el vuelo del águila? Vos os levantáis grande y fuerte,
ennoblecida por los sacrificios, y yo caigo quebrantado. Así, cuando
precipita el huracán su carro de fuego sobre los campos, la ceiba se
queda erguida, iluminada su cabeza vencedora por la aureola con que la
ciñe su enemigo; mientras que el arbusto, que ha querido en vano
defenderse como ella, sólo queda para atestiguar el poder que le ha
vencido. El sol sale y la ceiba le saluda diciéndole: Veme aquí; pero el
arbusto sólo presenta sus hojas esparcidas y sus ramas destrozadas.

Y sin embargo, vos sois una débil mujer. ¿Cuál es esa fuerza que os
sostiene y que yo pido en vano a mi corazón de hombre? ¿Es la virtud
quién os la da?... Yo he pensado mucho en esto; he invocado en mis
noches de vigilia ese gran nombre: ¡la virtud! Pero ¿qué es la virtud?,
¿en qué consiste?...., yo he deseado comprenderlo, pero en vano he
preguntado la verdad a los hombres. Me acuerdo que cuando mi amo me
enviaba a confesar mis culpas a los pies de un sacerdote, yo preguntaba
al ministro de Dios qué haría para alcanzar la virtud.--La virtud del
esclavo,--me respondía,--es obedecer y callar, servir con humildad y
resignación a sus legítimos dueños, y no juzgarlos nunca.

Esta explicación no me satisfacía. ¡Y qué! pensaba yo ¿la virtud puede
ser relativa?

¿La virtud no es una misma para todos los hombres? ¿El gran jefe de esta
gran familia humana, habrá establecido diferentes leyes para los que
nacen con la tez negra, y la tez blanca? ¿No tienen todos las mismas
necesidades, las mismas pasiones, los mismos defectos? ¿Por qué pues
tendrán los unos el derecho de esclavizar y los otros la obligación de
obedecer? Dios, cuya mano suprema ha repartido sus beneficios con
equidad sobre todos los países del globo, que hace salir al sol para
toda su gran familia dispersa sobre la tierra, que ha escrito el gran
dogma de la igualdad sobre la tumba, Dios ¿podrá sancionar los códigos
inicuos en los que el hombre funda sus derechos para comprar y vender al
hombre; y sus intérpretes en la tierra dirán al esclavo: Tu deber es
sufrir; la virtud del esclavo es olvidarse de que es hombre, renegar de
los beneficios que Dios le dispensó, abdicar la dignidad con que le ha
revestido, y besar la mano que le imprime el sello de la infamia? No,
los hombres mienten; la virtud no existe entre ellos.

Muchas veces, Teresa, he meditado en la soledad de los campos y en el
silencio de la noche, en esta gran palabra: ¡la virtud! Pero la virtud
es para mí como la providencia: una necesidad desconocida, un poder
misterioso que concibo pero que no conozco. Entre los hombres la he
buscado en vano. He visto siempre que el fuerte oprimía al débil, que
el sabio engañaba al ignorante, y que el rico despreciaba al pobre. No
he podido encontrar entre los hombres la gran armonía que Dios ha
establecido en la naturaleza.

Nunca he podido comprender estas cosas, Teresa, por más que se las he
preguntado al sol, y a la luna, y a las estrellas, y a los vientos
bramadores del huracán, y a las suaves brisas de la noche. Las densas
nubes de mi ignorancia cubrían a pesar mío los destellos de mi
inteligencia, y al preguntaros ahora si debéis a la virtud vuestra
fortaleza, se me ocurre una nueva duda, y me pregunto a mí mismo si la
virtud no es la fortaleza, y si la fortaleza no es el orgullo. Porque el
orgullo es lo más bello, lo más grande que yo conozco, y la única fuente
de donde he visto nacer las acciones nobles y brillantes de los hombres.
Decídmelo, Teresa, esa grandeza y abnegación de vuestra alma ¿no es más
que orgullo?... ¡Y bien! ¿qué importa? Cualquiera que sea el nombre del
sentimiento que dicta las nobles acciones, es preciso respetarle. Pero
¿de qué carezco que no puedo igualarme con vos? ¿Es la falta del
orgullo?... ¿Es que ese gran sentimiento no puede existir en el alma del
hombre que ha sido esclavo?... Sin embargo, aunque esclavo yo he amado
todo lo bello y lo grande, y he sentido que mi alma se elevaba sobre mi
destino. ¡Oh! sí, yo he tenido un grande y hermoso orgullo; el esclavo
ha dejado volar libre su pensamiento, y su pensamiento subía más allá de
las nubes en que se forma el rayo. ¿Cuál es pues la diferencia que
existe entre vuestra organización moral y la mía? Yo os la diré, os
diré lo que pienso. Es que en mí hay una facultad inmensa de amar; es
que vos tenéis el valor de la resistencia y yo la energía de la
actividad; es que a vos os sostiene la razón y a mí me devora el
sentimiento. Vuestro corazón es del más puro oro, el mío es de fuego.

Había nacido con un tesoro de entusiasmos. Cuando en mis primeros años
de juventud Carlota leía en alta voz delante de mí los romances, novelas
e historias que más le agradaban, yo la escuchaba sin respirar, y una
multitud de ideas se despertaban en mí, y un mundo nuevo se desenvolvía
delante de mis ojos. Yo encontraba muy bello el destino de aquellos
hombres que combatían y morían por su patria. Como un caballo belicoso
que oye el sonido del clarín, me agitaba con un ardor salvaje a los
grandes nombres de patria y libertad; mi corazón se dilataba, hinchábase
mi nariz, mi mano buscaba maquinal y convulsivamente una espada, y la
dulce voz de Carlota apenas bastaba para arrancarme de mi enajenamiento.
A par de esta voz querida, yo creía escuchar músicas marciales, gritos
de triunfos y cantos de victorias; y mi alma se lanzaba a aquellos
hermosos destinos hasta que un súbito y desolante recuerdo venía a
decirme al oído: eres mulato y esclavo. Entonces un sombrío furor
comprimía mi pecho y la sangre de mi corazón corría como veneno por mis
venas hinchadas. ¡Cuántas veces las novelas que leía Carlota referían el
insensato amor que un vasallo concebía por su soberana, o un hombre
oscuro por alguna ilustre y orgullosa señora!... Entonces escuchaba yo
con una violenta palpitación, y mis ojos devoraban el libro; pero ¡ay!
aquel vasallo o aquel plebeyo eran libres, y sus rostros no tenían la
señal de reprobación. La gloria les abría las puertas de la fortuna, y
el valor y la ambición venían en auxilio del amor. Pero ¿qué podía el
esclavo a quien el destino no abría ninguna senda, a quien el mundo no
concedía ningún derecho? Su color era el sello de una fatalidad eterna,
una sentencia de muerte moral.

Un día Carlota leyó un drama en el cual encontré por fin a una noble
doncella que amaba a un africano, y me sentí transportado de placer y
orgullo cuando oí a aquel hombre decir: “No es un baldón el nombre de
africano, y el color de mi rostro no paraliza mi brazo”. ¡Oh sensible y
desventurada doncella! ¡cuánto te amaba yo! ¡oh Otelo! ¡qué ardientes
simpatías encontrabas en mi corazón! ¡Pero tú también eras libre! Tú
saliste de la Libia ardiente y brillante como su sol; tú no te
alimentaste jamás con el pan de la servidumbre, ni se dobló tu soberbia
frente delante de un dueño. Tu amada no vió en tus manos triunfantes la
señal de los hierros, y cuando le referías tus trabajos y hazañas,
ningún recuerdo de humillación hizo palidecer tu semblante. ¡Teresa! el
amor se apoderó bien pronto exclusivamente de mi corazón; pero no le
debilitó, no. Yo hubiera conquistado a Carlota a precio de mil
heroísmos. Si el destino me hubiese abierto una senda cualquiera, me
habría lanzado en ella... la tribuna o el campo de batalla, la pluma o
la espada, la acción o el pensamiento... todo me era igual; para todo
hallaba en mí la aptitud y la voluntad... ¡Sólo me faltaba el poder!
Era mulato y esclavo.

¡Cuántas veces, como el paria, he soñado con las grandes ciudades ricas
y populosas, con las sociedades cultas, con esos inmensos talleres de
civilización en que el hombre de genio encuentra tantos destinos! Mi
imaginación se remontaba en alas de fuego hacia el mundo de la
inteligencia. ¡Quitadme estos hierros! gritaba en mi delirio ¡quitadme
esta marca de infamia! yo me elevaré sobre vosotros, hombres orgullosos;
yo conquistaré para mi amada un nombre, un destino, un trono.

No he conocido más cielo que el de Cuba; mis ojos no han visto las
grandes ciudades con palacios de mármol, ni he respirado el perfume de
la gloria; pero acá en mi mente se desarrollaba, a la manera de un
magnífico panorama, un mundo de opulencia y de grandeza, y en mis
insomnios devorantes pasaban delante de mí coronas de laurel y mantos de
púrpura. A veces veía a Carlota como una visión celeste, y la oía
gritarme: ¡Levántate y marcha! Y yo me levantaba, pero volvía a caer al
eco terrible de una voz siniestra que me repetía: ¡Eres mulato y
esclavo!

Pero todas estas visiones han ido desapareciendo, y una imagen única ha
reinado en mi alma. Todos mis entusiasmos se han resumido en uno solo:
¡el amor! Un amor inmenso que me ha devorado. El amor es la más bella y
pura de las pasiones del hombre, y yo la he sentido en toda su
omnipotencia. En esta hora suprema, en que víctima suya me inmolo en el
altar del dolor, paréceme que mi destino no ha sido innoble ni vulgar.
Una gran pasión llena y ennoblece una existencia. El amor y el dolor
elevan el alma, y Dios se revela a los mártires de todo culto puro y
noble.

En este momento, Teresa, yo le veo grande en su misericordia y me arrojo
confiado en su seno paternal. Los hombres le habían disfrazado a mis
ojos, ahora yo le conozco, le veo, y le adoro. El acepta el culto
solitario de mi alma... El sabe cuánto he amado y padecido; esas blancas
estrellas, que velan sobre la tierra y oyen en el silencio de la noche
los gemidos del corazón, le han dicho mis lamentos y mis votos. ¡El los
ha escuchado! Yo muero sin haber mancillado mi vida ¡yo muero abrasado
en el santo fuego del amor! No podré hacer valer delante de su trono
eterno las virtudes de la paciencia y de la humildad, pero he poseído el
valor, la franqueza y la sinceridad. Estas cualidades son buenas para la
fuerza y la libertad, y en el esclavo han sido inútiles a los otros y
peligrosas para él, pero han sido involuntarias.

Los hombres dirán que yo he sido infeliz por mi culpa; porque he soñado
los bienes que no estaban en mi esfera, porque he querido mirar al sol,
como el águila, no siendo sino un pájaro de la noche; y tendrán razón
delante de su tribunal, pero no en el de mi conciencia: ella
respondería:

Si el pájaro de la noche no tiene ojos bastante fuertes para soportar la
luz del sol, tiene el instinto de su debilidad, y ningún impulso
interior más fuerte que su voluntad le ha lanzado a la región a que no
nació destinado. ¿Es culpa mía si Dios me ha dotado de un corazón y de
un alma? ¿Si me ha concedido el amor de lo bello, el anhelo de lo justo,
la ambición de lo grande? Y si ha sido su voluntad que yo sufriese esta
terrible lucha entre mi naturaleza y mi destino, si me dió los ojos y
las alas del águila para encerrarme en el oscuro albergue del ave de la
noche ¿podrá pedirme cuenta de mis dolores? ¿podrá decirme: ¿Por qué no
aniquilaste el alma que te di? ¿porqué no fuiste más fuerte que yo, y te
hiciste otro y dejaste de ser lo que yo te hice?

Pero si no es Dios, Teresa, si son los hombres los que me han formado
este destino, si ellos han cortado las alas que Dios concedió a mi alma,
si ellos han levantado un muro de errores y preocupaciones entre mí y el
destino que la providencia me había señalado, si ellos han hecho
inútiles los dones de Dios, si ellos me han dicho: ¿Eres fuerte? pues sé
débil ¿Eres altivo? pues sé humilde ¿Tienes sed de grandes virtudes?
pues devora tu impotencia en la humillación ¿Tienes inmensas facultades
de amar? pues sofócalas, porque no debes amar a ningún objeto bello y
puro y digno de inspirarte amor. ¿Sientes la noble ambición de ser útil
a tus semejantes y de emplear en el bien general y en tu gloria, las
facultades que te oprimen? Pues dóblate bajo su peso y desconócelas, y
resígnate a vivir inútil y despreciado, como la planta estéril o como el
animal inmundo.... Sí, son los hombres los que me han impuesto este
horrible destino, ellos son los que deben temer al presentarse delante
de Dios; porque tienen que dar una cuenta terrible, porque han contraído
una responsabilidad inmensa.

¿Saben ellos lo que puedo haber sido?... ¿Por qué han inventado estos
asesinatos morales aquellos que castigan con severas penas al que quita
a otro hombre la vida? ¿Por qué establecen grandezas y prerrogativas
hereditarias? ¿Tienen ellos el poder de hacer hereditarias las virtudes
y los talentos? Por qué se rechazará al hombre que sale de la oscuridad
diciéndole: ¡Vuelve a la nada, hombre sin herencia, y consúmete en tu
cieno, y si tienes las virtudes y los talentos que faltan a tus dueños,
ahógales, porque te son inútiles!

¡Teresa! qué multitud de pensamientos me oprime... la muerte que hiela
ya mis manos, aun no ha llegado a mi cabeza ni a mi corazón. Sin
embargo, mis ojos se ofuscan..., paréceme que pasan fantasmas delante de
mí. ¿No veis? Es ella, es Carlota, con su anillo nupcial y su corona de
virgen... ¡Pero la sigue una tropa escuálida y odiosa!..., son el
desengaño, el tedio, el arrepentimiento... y más atrás ese monstruo de
voz sepulcral y cabeza de hierro... ¡lo irremediable! ¡Oh! ¡las mujeres!
¡Pobres y ciegas víctimas! Como los esclavos, ellas arrastran
pacientemente su cadena y bajan la cabeza bajo el yugo de las leyes
humanas. Sin otra guía que su corazón ignorante y crédulo, eligen un
dueño para toda la vida. El esclavo al menos puede cambiar de amo, puede
esperar que juntando oro comprará algún día su libertad; pero la mujer,
cuando levanta sus manos enflaquecidas y su frente ultrajada, para pedir
libertad, oye al monstruo de voz sepulcral que le grita: En la tumba.
¿No ois una voz, Teresa? Es la de los fuertes que dice a los débiles:
Obediencia, humildad, resignación... esta es la virtud. ¡Oh! yo te
compadezco, Carlota, yo te compadezco aunque tú gozas y yo expiro,
aunque tú te adormeces en los brazos del placer y yo en los de la
muerte. Tu destino es triste, pobre ángel, pero no te vuelvas nunca
contra Dios, ni equivoques con sus santas leyes, las leyes de los
hombres. Dios no cierra jamás las puertas al arrepentimiento. Dios no
acepta los votos imposibles. Dios es el Dios de los débiles como de los
fuertes, y jamás pide al hombre más de lo que le ha dado.

¡Oh, qué suplicio!... No es la muerte, no son vulgares celos los que me
martirizan; sino el pensamiento, el presentimiento del destino de
Carlota... ¡Verla profanada, a ella! ¡a Carlota, flor de una aurora que
aun no había sido tocada sino por las auras del cielo...! ¡Y el remedio
imposible!... ¡Lo imposible! ¡Qué palabra de hierro!... ¡Y estas son las
leyes de los hombres, y Dios calla... y Dios las sufre! ¡Oh! adoremos
sus juicios inescrutables... ¿Quién puede comprenderlos?... ¡Pero no, no
siempre callarás, Dios de toda justicia! no siempre reinaréis en el
mundo error, ignorancia y absurdas preocupaciones; vuestra decrepitud
anuncia vuestra ruina. La palabra de salvación resonará por toda la
extensión de la tierra, los viejos ídolos caerán de sus inmundos altares
y el trono de la justicia se alzará brillante, sobre las ruinas de las
viejas sociedades. Sí, una voz celestial me lo anuncia. En vano, me
dice, en vano lucharán los viejos elementos del mundo moral contra el
principio regenerador; en vano habrá en la terrible lucha días de
oscuridad y horas de desaliento... el día de la verdad amanecerá claro y
brillante. Dios hizo esperar a su pueblo cuarenta años la tierra
prometida, y los que dudaron de ella fueron castigados con no pisarla
jamás; pero sus hijos la vieron. Sí, el sol de la justicia no está
lejos. La tierra le espera para rejuvenecer a su luz; los hombres
llevarán un sello divino, y el ángel de la poesía radiará sus rayos
sobre el nuevo reinado de la inteligencia.

¡Teresa! ¡Teresa! La luz que ha brillado a mis ojos los ha cegado... no
veo ya las letras que formo... las visiones han desaparecido... la voz
divina ha callado... una oscuridad profunda me rodea... un silencio...
¡no! lo interrumpe el estertor de un moribundo, y los gemidos que
arranca la pesadilla de una vieja que duerme. Quiero verlos por última
vez... ¡Pero yo no veo ya!... quiero abrazarlos... ¡Mis pies son de
plomo!... ¡Oh! ¡la muerte! la muerte es una cosa fría y pesada como...
¿cómo qué? ¿con qué puede compararse la muerte?

¡Carlota!... acaso ahora mismo...; muera yo antes. ¡Dios mío!... mi alma
vuela hacia ti... adiós, Teresa... la pluma cae de mi mano... ¡adiós!...
yo he amado, yo he vivido... ya no vivo... pero aun amo.

Pocos días después de la muerte de la religiosa, Carlota cuya delicada
salud declinaba visiblemente, manifestó a su marido el deseo de probar
si la mejoraban los aires de Cubitas, reputados generalmente por muy
saludables.

En efecto, a principios del mes siguiente dejó la ciudad, y acompañada
únicamente de Belén y dos de sus más fieles esclavos, trasladóse a
Cubitas, donde fué recibida por todos aquellos honrados labriegos con
manifestaciones del mayor regocijo.

Su primer cuidado fué preguntar por la vieja Martina al mayoral de la
estancia, pero con gran pesar supo que había muerto hacía seis meses.

--La buena vieja,--añadió el mayoral,--desde la muerte de Sab y de su
último nieto, puede decirse que no vivía. Constantemente enferma, sólo
se la veía salir todas las tardes, cerca del anochecer, amarilla y flaca
como un cadáver, par ir a su paseo favorito seguida de su perro.

Carlota no tuvo necesidad de preguntar cuál era su paseo favorito, pues
un labriego que se hallaba presente añadió inmediatamente:

--Es muy cierto lo que dice mi compadre; todas las noches cuando venía
yo de mi estancia veía dos bultos, uno grande y otro más pequeño, a los
dos lados de la cruz de madera que pusimos sobre la sepultura del pobre
Sab, y donde también enterramos al nieto de Martina. Aquellos dos bultos
no llamaban ya la atención de nadie; todos sabíamos que eran la vieja y
el perro. Desde que murió la una, ya no vemos más que un bulto, pero ese
está constantemente allí. De día y de noche se ve al pobre Leal tendido
al pie de la cruz y sólo desampara su puesto alguna que otra vez, para
venir a recibir de mi compadre algún hueso o piltrafa.

--Eso no es exactamente verdad,--repuso el mayoral,--que no pocas veces
son buenas presas de vaca, y no piltrafas ni huesos, las que se engulle
el tal animalito. Pero ¿quién ha de tener corazón para negarle un bocado
a ese perro tan fiel, que pasa su vida al lado de los huesos de sus
amos, y que además está ya viejo y ciego?

La señora de Otway despidió a los dos interlocutores dándoles pruebas de
su generosidad, y manifestándose agradecida al mayoral de la que, según
decía, había usado con el pobre animalillo que ya no tenía dueño.

Permaneció más de tres meses en Cubitas, pero su salud continuaba en tan
mal estado y vivía en un retiro tan absoluto, que nadie volvió a verla
en la aldea. Al principio hablábase mucho entre los estancieros de
aquella rara dolencia de la señora de Otway, que nadie, ni aun su
esclava favorita, acertaba a calificar; y se murmuraba la indiferencia
de su marido que la dejaba sola en situación tan delicada. Pero bien
pronto la atención de los pocos habitantes de la aldea fué llamada hacia
otra parte y se dejó de pensar en Carlota.

Circulaba rápidamente la voz de un acontecimiento maravilloso, cual era
que la vieja india, al cabo de medio año de estar enterrada, volvía
todas las noches a su paseo habitual, y que se la veía arrodillarse
junto a la cruz de madera que señalaba la sepultura de Sab, exactamente
a la misma hora en que lo hacía mientras vivió y con el mismo perro por
compañero. Este rumor encontró fácil acceso, pues siempre se había
creído en Cubitas que Martina no era una criatura como las demás. Los
más incrédulos quisieron observar aquella pretendida aparición, y el
asombro fué grande y la certeza absoluta cuando éstos mismos confirmaron
la verdad del hecho; sólo sí que adornado con la extraña circunstancia
de que la vieja india al volver a la tierra, se había transformado de
una manera singular, pues los que la habían sorprendido en su visita
nocturna aseguraban que no era ya ni vieja, ni flaca, ni de color
aceitunado, sino joven, blanca y hermosa cuanto podía conjeturarse, pues
siempre tenía cubierto el rostro con una gasa.

El ruido de esta visión ocupaba exclusivamente las noches ociosas de los
labriegos y nadie se acordó más de Carlota, hasta el día en que
agravándose su dolencia, se vió precisada a volverse a Puerto Príncipe.

Por una coincidencia singular, aquel mismo día murió Leal y dejó de
verse la visión. Los observadores de la visitadora nocturna, cuando
fueron aquella vez, sólo encontraron el cadáver del fiel animalito, que
por dictamen del mayoral fué sepultado junto a sus amos; honor debido
justamente a su prodigiosa lealtad.

Desde entonces nadie ha vuelto sin duda a orar al pie de la tosca cruz
de madera, único monumento erigido a la memoria de Sab; pero acaso se
acuerde todavía algún sencillo labrador de la tierra roja, del tiempo en
que una vieja y un perro venían a visitar aquella humilde sepultura, y
de la visión misteriosa que posteriormente se dejó ver todas las noches,
por espacio de tres meses, en el mismo lugar.

Desearíamos también dar noticias al lector de la hermosa y doliente
Carlota, pero aunque hemos procurado indagar cuál es actualmente su
suerte, no hemos podido saberlo. Verosímilmente su marido, cuyas
riquezas se habían aumentado considerablemente en pocos años, muerto su
padre, habrá creído conveniente establecerse en una ciudad marítima y de
más consideración que Puerto Príncipe. Acaso Carlota, como lo había
previsto Teresa, existirá actualmente en la populosa Londres. Pero,
cualquiera que sea su destino y el país del mundo donde habite ¿habrá
podido olvidar la hija de los trópicos, al esclavo que descansa en una
humilde sepultura bajo aquel hermoso cielo?


_Fin de la novela._


NOTAS:

[1] Sólo el que haya estado en la isla de Cuba y oído estas canciones
en boca de la gente del pueblo, puede formar idea del dejo inimitable
y la gracia singular con que dan alma y atractivo a las ideas más
triviales y al lenguaje menos escogido.

[2] El yarey es un arbusto mediano, de la familia de los guanos, de
cuyas hojas largas y lustrosas se hacen en el país tejidos bastante
finos para sombreros, cestos, etc.

[3] Ingenio es el nombre que se da a la máquina que sirve para demoler
la caña, mas también se designan comunmente con este nombre las mismas
fincas en que existen dichas máquinas.

[4] Zafra: el producto total de la molienda, que puede llamarse la
cosecha de azúcar.

[5] Los esclavos de la Isla de Cuba dan a los blancos el tratamiento de
su merced.

[6] Mayoral se llama al director o capataz que manda y preside el
trabajo de los esclavos. Rarísima vez se confiere a otro esclavo
semejante cargo: cuando acontece, lo repita éste como el mayor honor
que puede dispensársele.

[7] El tratamiento de vos no ha sido abolido enteramente en Puerto
Príncipe hasta hace muy pocos años. Usábase muy comunmente en vez de
usted, y aun le empleaban algunas veces en sus conversaciones personas
que se tuteaban. No tenía uso de inferior a superior y sólo lo permito
a Sab por disculparle la exaltación con que hablaba en aquel momento
que no daba lugar a la reflexión.

[8] Taranquela: Son unos maderos gruesos colocados a cierta distancia,
con travesaños para impedir la salida del ganado, etc.

[9] Se da el nombre de estancias a las posesiones pequeñas de labranza,
pero en Cubitas se llaman así particularmente los plantíos de yucas,
raíz blanca y dura, de la que se hace una especie de pan llamado
casabe. En cada una de estas estancias hay regularmente su choza en la
que habita el mayoral, y estas chozas forman el caserío de las aldeas
de Cubitas.

[10] Las cuevas de Cubitas son una obra admirable de la naturaleza, y
dignas de ser visitadas. Más adelante hablaremos de ellas con alguna
más extensión.

[11] El aura es un ave algo parecida al cuervo, pero más grande. Cuando
amenaza la tempestad innumerables bandadas de estas aves pueblan el
aire, y por lo bajo de su vuelo conocen los del país la densidad de la
atmósfera.

[12] Bohío; choza o cabaña.

[13] El colibrí es un pájaro muy pequeño conocido únicamente en las
tierras más cálidas de América. Su plumaje es hermosísimo por el matiz
y brillo de sus colores. Liba las flores como la abeja haciendo oir un
zumbido parecido al de los mosquitos, por lo cual en algunos países le
llaman rezumbador, y en otros pica flores.

[14] La clavellina cubana, llamada también lirio en algunos pueblos
de la isla, es una planta que no tiene analogía con la del clavel; su
flor, que despide un aroma suavísimo, es blanca al nacer y después
rosada.

[15] La malvarrosa es blanca por la mañana y encarnada por la tarde.

[16] Esta flor extraordinaria la produce una planta parecida a la vid
silvestre blanca. Antes de abrirse es de color de jacinto claro, y
abierta descubre otras hojas más blancas formando un círculo que imita
una corona. Del centro de la flor se eleva un tallo cilíndrico a manera
de una columna que remata en una especie de cáliz del cual nacen tres
clavos. Presenta además lo interior del cáliz la figura de un martillo,
y por todos estos signos se la llama flor de pasión o pasionaria.

[17] Campanilla: es una flor silvestre de la figura de una campana; la
produce un bejuco muy común en aquellos campos.

[18] El yuraguano es un arbusto de la familia de los guanos con muchas
hojas parecidas algún tanto a las de la palma; aquellos a que se
hace referencia en esta historia, y que abundan en las inmediaciones
de Cubitas, son más altos que los yuraguanos comunes. No crece este
arbusto recto y airoso como la palma, antes por el contrarío su tronco
se tuerce por lo regular, y a veces se tiende casi horizontalmente.

[19] El jagüey al principio no es más que un bejuco que se enreda a un
árbol. Crece prodigiosamente: cubre y oprime con sus ramas el tronco
que le ha sostenido y acaba por secarle. Entonces conviértese él en
árbol corpulento; y la multitud de sus ramas que tiende de una manera
caprichosa, sus raíces gruesas y visibles sobre la superficie de la
tierra y las desigualdades de su tronco le dan un aspecto particular.

[20] Los cocuyos son en clase de luciérnagas las más raras y vistosas,
como también las más grandes. Su alimento es el jugo de la caña de
azúcar y por eso abundan en los cañaverales. Tienen cuatro alas, dos
depósitos de luz en el cuerpo y dos en la cabeza.

[21] Los cubiteros han forjado en otros tiempos extraños cuentos
relativos a una luz que decían aparecer todas las noches en aquel
paraje, y que era visible para todos los que transitaban por el
camino de la ciudad de Puerto Príncipe y Cubitas. Desde que dicha
aldea fué más visitado y adquiriá cierta importancia en el país, no
ha vuelto a hablarse de este fenómeno cuyas causas jamás han sido
satisfactoriamente explicadas. Un sujeto de talento, en un artículo que
ha publicado recientemente en un periódico con el título de «Adición
a los apuntes para la historia de Puerto Príncipe», hablando sobre
este objeto dice que eran fuegos fatuos, que la ignorancia calificó de
aparición sobrenatural. Añade el mismo que las quemazones que se hacen
todos los años en los campos pueden haber consumido las materias que
producían el fenómeno.

Sin pararnos a examinar si es o no fundada esta conjetura, y dejando a
nuestros lectores la libertad de formar juicios más exactos, adoptamos
por ahora la opinión de los cubiteros y explicaremos el fenómeno, en la
continuación de la historia, tal cual nos ha sido referido y explicado
más de una vez.

[22] El curujey es una especie de planta parásita que nace en el tronco
de los árboles viejos.

[23] Evangelio de San Mateo, capítulo 42.








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START: FULL LICENSE

THE FULL PROJECT GUTENBERG LICENSE

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1.C. The Project Gutenberg Literary Archive Foundation (“the
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damages. If any disclaimer or limitation set forth in this agreement
violates the law of the state applicable to this agreement, the
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unenforceability of any provision of this agreement shall not void the
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the following which you do or cause to occur: (a) distribution of this
or any Project Gutenberg™ work, (b) alteration, modification, or
additions or deletions to any Project Gutenberg™ work, and (c) any
Defect you cause.

Section 2. Information about the Mission of Project Gutenberg™

Project Gutenberg™ is synonymous with the free distribution of
electronic works in formats readable by the widest variety of
computers including obsolete, old, middle-aged and new computers. It
exists because of the efforts of hundreds of volunteers and donations
from people in all walks of life.

Volunteers and financial support to provide volunteers with the
assistance they need are critical to reaching Project Gutenberg™’s
goals and ensuring that the Project Gutenberg™ collection will
remain freely available for generations to come. In 2001, the Project
Gutenberg Literary Archive Foundation was created to provide a secure
and permanent future for Project Gutenberg™ and future
generations. To learn more about the Project Gutenberg Literary
Archive Foundation and how your efforts and donations can help, see
Sections 3 and 4 and the Foundation information page at www.gutenberg.org.

Section 3. Information about the Project Gutenberg Literary Archive Foundation

The Project Gutenberg Literary Archive Foundation is a non-profit
501(c)(3) educational corporation organized under the laws of the
state of Mississippi and granted tax exempt status by the Internal
Revenue Service. The Foundation’s EIN or federal tax identification
number is 64-6221541. Contributions to the Project Gutenberg Literary
Archive Foundation are tax deductible to the full extent permitted by
U.S. federal laws and your state’s laws.

The Foundation’s business office is located at 809 North 1500 West,
Salt Lake City, UT 84116, (801) 596-1887. Email contact links and up
to date contact information can be found at the Foundation’s website
and official page at www.gutenberg.org/contact

Section 4. Information about Donations to the Project Gutenberg
Literary Archive Foundation

Project Gutenberg™ depends upon and cannot survive without widespread
public support and donations to carry out its mission of
increasing the number of public domain and licensed works that can be
freely distributed in machine-readable form accessible by the widest
array of equipment including outdated equipment. Many small donations
($1 to $5,000) are particularly important to maintaining tax exempt
status with the IRS.

The Foundation is committed to complying with the laws regulating
charities and charitable donations in all 50 states of the United
States. Compliance requirements are not uniform and it takes a
considerable effort, much paperwork and many fees to meet and keep up
with these requirements. We do not solicit donations in locations
where we have not received written confirmation of compliance. To SEND
DONATIONS or determine the status of compliance for any particular state
visit www.gutenberg.org/donate.

While we cannot and do not solicit contributions from states where we
have not met the solicitation requirements, we know of no prohibition
against accepting unsolicited donations from donors in such states who
approach us with offers to donate.

International donations are gratefully accepted, but we cannot make
any statements concerning tax treatment of donations received from
outside the United States. U.S. laws alone swamp our small staff.

Please check the Project Gutenberg web pages for current donation
methods and addresses. Donations are accepted in a number of other
ways including checks, online payments and credit card donations. To
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Section 5. General Information About Project Gutenberg™ electronic works

Professor Michael S. Hart was the originator of the Project
Gutenberg™ concept of a library of electronic works that could be
freely shared with anyone. For forty years, he produced and
distributed Project Gutenberg™ eBooks with only a loose network of
volunteer support.

Project Gutenberg™ eBooks are often created from several printed
editions, all of which are confirmed as not protected by copyright in
the U.S. unless a copyright notice is included. Thus, we do not
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