Un antiguo rencor

By Georges Ohnet

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Title: Un antiguo rencor

Author: George (Jorge) Ohnet

Release Date: October 31, 2004 [EBook #13904]

Language: Spanish


*** START OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK UN ANTIGUO RENCOR ***




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JORGE OHNET

UN ANTIGUO RENCOR

TRADUCCIÓN

DE

F. SARMIENTO



[JORGE OHNET]



LIBRERÍA DE LA Vda DE CH. BOURET

PARÍS 23, Rue Visconti, 23

MÉXICO 14, Cinco de Mayo, 14


1895

Propiedad del editor.




ÍNDICE


CAPÍTULO


   --I.--De cómo se puede odiar por haber querido demasiado

  --II.--De cómo una casualidad vuelve á encender la guerra

 --III.--Donde hacen traición los aliados con quienes se creía poder
contar

  --IV.--El ataque y la defensa

   --V.--Donde la victoria se inclina del lado de la bondad

  --VI.--Dominada por la maldad

 --VII.--El rapto

--VIII.--El secuestro

  --IX.--El bloqueo

   --X.--En el que se rompen las cadenas

  --XI.--Que trata de un antiguo fuego oculto bajo la ceniza




UN ANTIGUO RENCOR




CAPÍTULO I

DE CÓMO SE PUEDE ODIAR POR HABER QUERIDO DEMASIADO.


Las campanas sonaban alegres en una atmósfera tibia y ligera; las
golondrinas pasaban rápidas, en bandadas, arrojando sus agudos
chillidos; el sol de junio derramaba sus rayos dorados á través de las
ramas, y á lo largo del paseo de tilos que conduce desde la plaza de la
iglesia hasta la quinta de la señorita Guichard, la boda caminaba
lentamente sobre el césped.

En el momento en que la comitiva, con los novios á la cabeza,
desembocaba ante la verja completamente abierta, todos los curiosos de
la aldea, agrupados cerca del pabellón del jardinero, prorrumpieron en
tan descompasados gritos, y los petardos, prendidos por el cochero,
estallaron con tal estrépito, que todos los pájaros que anidaban en el
ramaje volaron espantados. El novio sacó del bolsillo todo el dinero que
había preparado para las circunstancias y arrojó en círculo una lluvia
de monedas de cincuenta céntimos sobre aquella horda de desgreñados, que
se arrojó por el polvo con tal furor, que en un momento no se vió más
que una mezcla confusa de calzones, brazos y piernas enredados.

Después se deshizo el montón y con algunos pedazos de vestido de menos y
algunos bultos en los ojos de más, todos los alborotadores se marcharon
corriendo hacia la tienda de comestibles. La boda penetró en el jardín,
siguió solemnemente la orilla de la pradera, subió la escalinata y entró
en el salón completamente adornado con ramos blancos. Las señoras
rodearon á la novia, oculta bajo un largo velo y la felicitaron con
ardor. La señorita Guichard, apoyada en la chimenea, con el empaque de
una reina, recibía los cumplimientos de la parte masculina de la
reunión.

Era la tal una mujer alta y delgada, de cara amarillenta á la que
formaban cuadro unos cabellos de un negro azabache. Los ojos orgullosos,
coronados de espesas cejas, estaban como incrustados en una frente
estrecha y altanera. La boca era fina, sinuosa y como contraída con
desagrado. La barbilla puntiaguda indicaba á su pesar tendencias
autoritarias llevadas hasta la tiranía. En aquel momento hablaba con la
señora Tournemine, mujer del alcalde de la Celle-Saint-Cloud, sin dejar
de observar con el rabillo del ojo á los jóvenes desposados, que, poco á
poco, se habían quedado solos en el hueco de una ventana.

--Señorita, he aquí un día lleno de emociones para usted, dijo la
alcaldesa. Verdaderamente el señor Mauricio Aubry es un joven encantador
y que parece animado de las mejores disposiciones. Amará á usted tanto
más cuanto mayor sea la dicha que va á proporcionarle su deliciosa mujer
... y en vez de una sola afección, va usted á estar rodeada de una doble
ternura por esa amable pareja que nunca la abandonará....

--¡Jamás! exclamó con energía la señorita Guichard; el señor Aubry se ha
comprometido á ello formalmente.

--Sin duda, replicó con afectada dulzura la señora Tournemine; tiene
unos sentimientos bastante buenos para pensar nunca por sí mismo en
faltar á ese compromiso ... pero el tiempo trae frecuentemente
modificaciones en los planes mejor formados.... Los caracteres se
manifiestan libremente, las simpatías se debilitan, las ideas de
independencia se abren paso.... Ciertamente, usted es una persona
avisada y resuelta.... Usted sabe ver claro é imponer sus deseos....
Pero, sin embargo, bueno es prever que el marido pueda ser mal
aconsejado....

Hacia un instante que la señorita Guichard estaba agitada y moviendo los
pies como si quemase el suelo. Al oir las últimas palabras no pudo
contenerse y exclamó en voz alta:

--¡Mal aconsejado! ¡mal aconsejado! ¿Por quién?

--Cálmese usted, querida señorita, dijo con aire asustado la alcaldesa.
No tome usted en mal sentido mis palabras, inspiradas sólo en el interés
que por usted tenemos mi marido y yo....

--Su marido de usted ... interrumpió la fogosa solterona, ¿qué ha
sabido? Dígame usted la verdad!

--Pero si no sabe nada; supone solamente, como yo, que don Mauricio
podrá, en un momento dado, ser impulsado por una influencia ...
exterior....

--¡Cuál! Diga usted todo su pensamiento....

--¡Pero si eso sería tan natural, querida señorita!... El señor Roussel
de Pontournant....

--¡Oh! Ya se ha pronunciado ese nombre execrable, exclamó con amarga
sonrisa la señorita Guichard; si, el señor Roussel, el tutor de
Mauricio.

--Y primo hermano de usted, insinuó la señora Tournemine.

--Y mi más mortal enemigo, sí, señora. He aquí el peligro para mí....
Pero lo he prevenido de antemano. El señor Mauricio Aubry está
indispuesto con su tutor y la ausencia del señor Roussel en un día como
este es buena prueba de lo que la digo. Sí; para entrar en mi casa, el
marido de mi sobrina debía romper todos los lazos con el que me odia....
Era preciso que escogiera entre él y nosotras y así lo ha hecho. ¿Podría
haber dudado un solo instante?

Al decir esto, la señorita Guichard señalaba á los recién casados que
estaban de pie cerca de la ventana del jardín, muy cerca el uno del
otro, sonrientes y radiantes, formando un precioso grupo. La joven se
había quitado el velo y la corona y con el traje blanco cubierto de
flores de azahar, rubia y sonrosada y los ojos animados por la alegría,
era la imagen viva de la felicidad. Muy moreno, la barba en punta, el
cabello cortado coronando una hermosa frente, viva la mirada, Mauricio
había cogido la mano de Herminia y la hablaba con animación. ¿Qué decía?
La señorita Guichard no podía oírlo. Pero la joven movía la cabeza con
aire de duda y una cierta inquietud. Dió algunos pasos por la escalinata
y lentamente, seguida por Mauricio, descendió al jardín. Una vez allí,
seguros de estar á salvo de los indiscretos, reanudaron la conversación
empezada en medio de sus invitados.

--Era el único partido que podíamos tomar, dijo Mauricio.

--Pero ¡qué peligroso! suspiró Herminia.

--Si hubiéramos descubierto nuestros proyectos todo estaba perdido;
¿podíamos entonces obrar de otro modo que como lo hemos hecho?

--Es verdad. Pero, sin embargo, me oprime el corazón la idea de que
engaño á la que me ha servido de madre.

--Es por su misma tranquilidad.

--¿Estás bien seguro?

--Mi padrino está pronto á reconciliarse con ella.... Ayer mismo me lo
repitió y lo hará por cariño hacia mí. ¿Puedes admitir que la señorita
Guichard sea más intransigente y menos tierna?... Hay que contar con la
primera impresión que producirá á tu tía la presencia del señor Roussel.
Él está decidido á ofrecerle la mano y hasta á darle explicaciones, ¡y
bien sabe Dios que no se las debe!... Si ante tanta condescendencia la
señorita Guichard no se desarma, será preciso desesperar de todo. Yo
estoy lleno de esperanza porque te adoro, y sin esa reconciliación no
hay dicha posible para nosotros.

--¡Ah! Mauricio, hemos sido muy atrevidos ocultando la verdad á mi tía
...¡Acaso hubiera sido mejor decírselo todo!

--¿Para que un cuarto de hora después me hubiera puesto en la puerta y
me hubiera impedido volverte á ver?

--Es posible que yo la hubiera enternecido con mis súplicas y mis
lágrimas. Me quiere verdaderamente y hubiera dudado antes de causarme
tanta pena....

--Eso era dudoso, querida Herminia, mientras que ahora soy tu marido, me
perteneces, tengo derechos sobre ti. Y si fueran puestos en duda....

--Bien, ¿qué harías? preguntó la joven con encantadora sonrisa.

--Tomaría una resolución violenta. Te llevaría, de aquí, y lejos de las
luchas de familia, al abrigo de antiguos rencores, viviría para ti sola
y trataría de hacerte olvidar con mi ternura las afecciones
transitoriamente abandonadas....

--Eso sería una ingratitud.

--Eso sería habilidad. Ya verías como se establecía prontamente la
inteligencia. El vacío que haríamos traería la reflexión y la reflexión
produciría la reconciliación.... Créeme, querida Herminia, unidos somos
muy fuertes.... Y si me dejas conducirte, si obras como yo te lo
aconseje, tenemos segura la victoria.

--Me hace mucha falta creerlo así....

Estaban en este momento en una preciosa calle de frondosos árboles,
lejos de todas las miradas. Mauricio rodeó con el brazo el talle de su
joven esposa y la atrajo hacia sí. Herminia, ruborizada, bajó sus
hermosos párpados y con un movimiento de gracioso abandono, apoyó la
cabeza en el hombro de Mauricio.... Éste se inclinó hacia ella y
dulcemente acarició con un beso la blanca frente y los cabellos de oro
de la mujer amada.... Y con lentitud tomaron de nuevo el camino de la
casa, donde, en el salón, abierto de par en par, la señorita Guichard
seguía haciendo los honores, ignorando el peligro que le amenazaba.

"Antiguo rencor" había dicho Mauricio hablando de los disentimientos que
dividían hacía veinte años al señor Roussel y á la señorita Guichard.
Hubiera podido añadir "rencor de amor", porque si la tía de Herminia
odiaba tan ardientemente al tutor de Mauricio, era por haberle amado
demasiado. Una pasión convertida en aborrecimiento y cuya levadura
fermentaba siempre con violencia en el corazón de la solterona. Hacia
el año 1867, el señor Guichard, soltero muy rico y cuyos herederos eran
su sobrino, Fortunato Roussel y su sobrina Clementina Guichard, había
acariciado el sueño de no dividir su fortuna y de casar á sus sobrinos.
Esta alianza había sido fijada en una de las cláusulas de su testamento,
y queriendo servirse del interés como agente de su voluntad, había
desheredado al que se negase á casarse con su coheredero.

Después de haber llorado al difunto lo que pedían las conveniencias,
Fortunato y Clementina tuvieron una entrevista con el notario, el cual,
al ilustrarles sobre las intenciones de su tío, les procuró una sorpresa
que no era precisamente en los dos de la misma naturaleza. Mientras
Clementina saltó de gozo, pues había sentido siempre resuelta
inclinación por su primo, á quien se llamaba en su casa el bello
Roussel, Fortunato torció el gesto, pues se sentía menos que
medianamente predispuesto al matrimonio, por sus ideas generales acerca
del santo lazo y mucho menos aún por su gusto particular hacia la
señorita Guichard. Tan poco entusiasmo demostró, que su prima concibió
un violento despecho, que se manifestó, no ciertamente con frialdades,
sino con un aumento de amabilidad.

Lo peor del caso fué que este modo de estar amable tenía en Clementina
algo de molesto y de autoritario que crispaba los nervios de Fortunato.
Parecía decirle: "Estoy condescendiente con usted, porque usted me
pertenece. Mis bondades son una de las consecuencias de mi poder sobre
usted. Le tengo á usted en mi gracia, como á mis perros, á mis loros ó á
mis criados, si me acarician, me divierten y me sirven bien. Pero, ¡ay
de usted, como de ellos, si no procura por todos los medios
satisfacerme!" Y el diablo quiso, precisamente, que ese despotismo
afectuoso fuese, entre todas las formas de ternura, la que más
disgustase á Roussel, muy vivo, muy independiente, y absolutamente nada
inclinado á dejarse dirigir, siquiera fuese por una mujer bonita. Porque
Clementina, de edad de 23 años, era agradable, á pesar de un cierto aire
masculino que se indicaba por la abundancia de sus cejas, la firmeza de
su perfil, la dureza de su voz y ciertos movimientos bruscos que
hubieran gustado en una cantinera. Con todo, tenía estatura elevada,
buen aire, ojos magníficos, tez mate y admirable cabello negro.

¿Cómo, con tales prendas, Clementina no tenía pretendientes y se
disponía á la ingrata tarea de vestir imágenes? Fortunato daba la
explicación en pocas palabras: "Produce cierta inquietud y malestar,
decía; ¡le parece á uno que está haciendo la corte á un hombre!" Sin
embargo, no por ambición de dinero, porque Roussel estaba al frente de
un negocio muy lucrativo, sino por obedecer la última voluntad de su
tío, Roussel no había rechazado la idea de casarse con Clementina y
había resuelto intentarlo; lo que denotaba en él que era un buen
muchacho, porque su prima no le gustaba y él tendía poderosamente á la
libertad.

Convinieron en verse para tratar de ponerse de acuerdo y todas las
tardes iba Fortunato á tomar una taza de té en casa de Clementina. Ésta
se hacía de almíbar para recibirle y ordinariamente, cuando ella le
había instalado á un lado de la chimenea, Roussel se decía, mirándola á
buena luz: Verdaderamente, no es fea. Y procuraba por su parte romper el
hielo que se amontonaba entre ellos. Todo iba bien durante una hora,
pero después la provisión de amabilidad de Clementina y las reservas de
paciencia de Fortunato se agotaban poco á poco, y llegaban las
contradicciones, las discusiones, las frases agrias, y el primo salía de
la casa con precipitación, pensando: Dios mío; ¡qué desagradable es!
Ella le veía huir con pena, suspiraba y se echaba en cara su humor
batallador, porque se daba cuenta perfectamente de su defecto, y se
prometía poner de su parte el día siguiente cuanto fuera preciso para no
alterar la buena armonía, pero jamás lograba dominarse.

Un asunto de conversación la preocupaba sobre todo y le abordaba con
frecuencia, aunque fuese motivo para que su desacuerdo con Fortunato se
acentuase con violencia. El abuelo de Roussel, general del primer
imperio, había recibido de Napoleón primero el título de Barón después
de la campaña de 1813, en la cual se había portado como un héroe. El
barón Roussel había constituído un mayorazgo de diez mil francos de
renta y añadido á su título el nombre de la tierra de Pontournant. Su
hijo, que en tiempo de Luis Felipe se había dedicado á la industria,
creyó oportuno llamarse sencillamente Roussel, y Fortunato, continuador
de los negocios y partícipe de los escrúpulos de su padre, dejaba en el
olvido su título nobiliario. Ni la más insignificante enseña de nobleza;
ni el más pequeño _de_; nada de Pontournant; Roussel á secas; ¡el bello
Roussel! y aun, para los íntimos, ¡Roussel el menor! Y él se reía de
eso; ¡horror!

Á Clementina ese olvido no le hacía gracia ninguna. El título de Barón,
y ese nombre con rastrillo, con barbacana y con torres almenadas,
Pontournant, le fascinaba por su aire de la edad media y hubiera
querido llevarle. Ser baronesa de Pontournant con los ochenta mil
francos de renta del tío Guichard, con más la fortuna de su primo y la
suya; ¡qué sueño! ¡Y este Fortunato, poco complaciente, no quería que se
le hablase de tal asunto! se burlaba de las veleidades aristocráticas de
Clementina y no quería absolutamente proporcionarse el ridículo de
convertirse en barón de Pontournant á los cuarenta años y siendo un
notable comerciante, condecorado bajo el sencillo nombre de Roussel.

Cuanto mayor era su repugnancia á satisfacer ese deseo de su futura, más
grande se hacía el ardor con que ésta se empeñaba en imponérsele.
Discutiendo el pro y el contra del escudo nobilario habían roto ya
algunas lanzas y de esto vino todo el mal. Clementina, rechazada con
ironía, se había batido prudentemente en retirada; pero una retirada no
es una derrota para quien posee una voluntad decidida y nuestra heroína
acechaba una ocasión de volver victoriosamente á la carga. Fortunato
Roussel acababa de ser nombrado capitán de la Guardia Nacional de
caballería, cuerpo aristocrático en el que procuraban servir entonces
todos los elegantes de París. Al felicitarle por su nombramiento,
Clementina dijo á su primo:

--Ya estás enteramente metido en honores....

Serás recibido por el Emperador en las Tullerías.... Te estoy viendo
entrar en gran uniforme.... Estarás magnífico. Pero ¡cuánto mejor sería
el efecto si al entrar te anunciasen: "¡El señor capitán barón de
Pontournant!..."

--¡Bah! dijo el novio. El capitán Roussel suena muy bien.

--Sería de muy buen gusto volver á llevar el nombre de una ilustración
del primer imperio....

--Mi abuelo no pondría buena cara á un miembro de la caballería ligera
de la burguesía parisiense....

--Que podría entrar en la aristocracia tan fácilmente.

--¡Bonita ventaja!

--Un bonito nombre cuadra muy bien á un hombre arrogante.

--Prima, ¡tú te propasas!

--Pero, en fin, ¿á qué viene ese empeño de no llevar tu nombre?

--Porque yo soy un hombre de negocios.

--Déjalos.

--Dios mío, ¿y en qué pasaré mi tiempo?

--En ocuparte de mí.

Á estas palabras siguió un largo silencio, como si Roussel hubiera
estado midiendo todo el fastidio de semejante proposición y la señorita
Guichard calculando toda su inverosimilitud. Por fin, Clementina
reanudó la primera la conversación y dijo:

--¿Por tan fútil motivo vas á causarme una pena seria?

--Mi motivo no es más fútil que tu deseo.

--¿Tan testarudo eres?

--¿Y tú tan vanidosa?

--¡Tan desgraciado serías por haberme hecho baronesa!

--¿Y no es, acaso por serlo por lo que tanto deseas que nos casemos?

Aquí se detuvieron, espantados del cambio de sus fisonomías: Fortunato,
rojo como un gallo, estaba á dos dedos de la apoplejía y Clementina,
devorada por la bilis, parecía amenazada de ictericia. Se encontraron
mal y después de algunas palabras insignificantes, necesarias para
atenuar la amargura de sus réplicas, se separaron muy descontentos y á
mil leguas de una inteligencia. Roussel se fué á pie para calmar la
efervescencia de su sangre y dando al diablo á su tío Guichard y á sus
fantasías testamentarias.

--¡Bonita idea la de quererme casar con esta soltera rabiosa! ¿Creería
que por ochenta mil francos de renta iba á arriesgar la dicha de toda mi
vida? Pardiez, no necesito su dinero ...¡Que lo guarde ella, puesto que
el matrimonio es la condición _sine qua non_ de la herencia! Yo seré
siempre bastante rico, con tal de estar libre y tranquilo ... ¡Si fuese
marido de Clementina, gastaría todo el dinero del tío Guichard en
consolarme de vivir á su lado ...¡Mal negocio!

Una vez en su casa, durmió mal; tuvo pesadillas espantosas y se despertó
decidido á permanecer soltero. Clementina, después de haber pasado una
parte de la noche rabiando y llorando, acabó por calmarse y se levantó
con el propósito decidido de ceder en todos los puntos para no alejar á
Fortunato, sin perjuicio de reconquistar, una vez realizado el
matrimonio, todas las posiciones abandonadas. Se sentó á su mesa y
escribió á su primo la más amable de las esquelas invitándole á venir á
pasar la tarde con ella. Apenas había salido la doncella para llevarla,
llegó una carta de Roussel anunciando á Clementina que un negocio
imprevisto le obligaba á ausentarse por algunos días. La señorita
Guichard exhaló un suspiro, se propuso hacer pagar después á Fortunato
las humillaciones que la dedicaba, y no pudiendo hacer cosa mejor que
esperar, esperó.

Al cabo de quince días, como no recibiese noticias de su prometido ni
oyese hablar de él, perdió la paciencia y se decidió á informarse.
Interrogada la portera de la casa, respondió que el señor Roussel
estaba en París, del que no se había movido, y que acababa de entrar en
su casa. Á Clementina se le subió la sangre á la cabeza; se vió burlada,
desdeñada; el temor y la cólera la sublevaban al mismo tiempo.
Prorrumpió en una exclamación que asustó á la portera y enseguida,
tomando su partido en un segundo, se lanzó á la escalera, subió los dos
pisos, llamó con violencia, y sin preguntar nada al criado, que la
conoció y estaba estupefacto, entró como una avalancha en el gabinete de
su primo.

Fortunato, sentado en una gran butaca y con una excelente pipa en la
boca, leía tranquilamente su correo de la tarde, cuando la puerta, al
abrirse bruscamente, le hizo levantar la vista. Se levantó rápidamente
al reconocer á Clementina, colocó la pipa sobre la chimenea, metió las
cartas en el bolsillo y con voz un poco temblorosa, porque tenía la
sospecha de haberse conducido sin galantería, dijo:

--¡Calla! querida prima, ¿eres tú?

Después de esta vulgaridad, permaneció cortado, mirando con embarazo á
Clementina, que estaba pálida, verdosa, sofocada, con los ojos dorados
por la hiel. Por fin pudo recobrar la respiración y temblando de cólera,
dijo:

--¿Con que me ha engañado usted, diciéndome que se ausentaba? Yo le
creía de viaje y está usted en París....

--He vuelto antes de lo que pensaba, balbuceó Fortunato.

--No mienta usted; porque no ha salido de París.

--Pero....

--¡Oh! Ahora comprendo porqué no quiere usted llevar su título ... No
vendría bien con su carácter....

--¡Prima mía!...

--Se ha portado usted conmigo como un patán.

--¡Ah!

--Si, ¡lo que ha hecho usted es una cobardía!

Y excitándose con el ruido de sus propias palabras, animándose con sus
mismas violencias y viendo á Roussel consternado, Clementina llegó al
paroxismo del furor. Traspasando todo límite, perdió la cabeza y si su
primo hubiera respondido en el mismo tono, hubiera sido capaz de
pegarle. Pero él estaba tan pacífico como ella excitada. En vez de
replicar, de defenderse, observaba á su adversario y se afirmaba en la
resolución de no unirse con semejante furia. Y, sin embargo, si en ese
instante Fortunato hubiese proferido una sola palabra afectuosa; si
hubiera procurado hacer vibrar el corazón apasionado de la señorita
Guichard, la hubiese hecho prorrumpir en sollozos, la hubiera obligado á
pedir gracia y la hubiera permitido demostrar la verdadera ternura que
sentía por él. Y acaso el uno y el otro hubieran sido felices, hasta tal
punto arregla las cosas el amor. Pero Roussel no pronunció la palabra de
afecto y Clementina, ahogada por la rabia y no encontrando ya más
injurias que lanzar á la faz de su primo, arrojó un grito desgarrador y
cayó en el sofá, víctima de un ataque nervioso.

Fortunato, que era la bondad misma, se precipitó á su socorro y recibió
algunos puntapiés y alguna que otra tarascada, pero no retrocedió y
empezó á desabrochar á Clementina, que lanzaba débiles quejidos. Le mojó
concienzudamente las sienes con agua de Colonia y le hizo aspirar un
frasco de sales. Estando inclinado hacia su prima, abrió ésta los ojos,
le reconoció, se levantó de un salto, le dirigió una mirada de
indignación, se volvió á abrochar y de pie en el umbral de la puerta,
dijo:

--Conste que soy yo la que ha dado un paso de conciliación. Espero á
usted á su vez esta tarde. Reflexione usted en las intenciones de
nuestro tío Guichard y vea si le conviene sufrir las consecuencias de
desobedecerle.

Clementina había vuelto á ponerse dura y arisca y acabó de desagradar
definitivamente á Fortunato, el cual, creyendo necesario quemar sus
naves y cortarse por completo la retirada, dijo en tono muy dulce:

--La consecuencia que tocaré, querida prima, será verte tomar mi parte
en la herencia; tómala, pues: creo que no es un precio muy elevado para
la libertad.

Acababa de hacer oir á Clementina las palabras más crueles que pudiera
esperar de él. Su cara se descompuso y levantando una mano trémula á la
altura de la cabeza de Fortunato, respondió:

--Está bien; usted se arrepentirá toda su vida de lo que acaba de
contestarme. Desde hoy le considero á usted como mi más mortal enemigo.

Esperaba, acaso, en un arrepentimiento causado por la inquietud; pero
había escogido el peor de los medios para atraer á Roussel, que no
replicó; hizo una inclinación de cabeza; abrió la puerta á su prima y
cuando la vió en la escalera, volvió á entrar en su casa, encendió de
nuevo la pipa y continuó la lectura del correo de la tarde.

Sin embargo, no debía quedar tranquilo después de esta salida
amenazadora y muy pronto pudo darse cuenta de que Clementina, fuera de
su casa, era todavía más formidable. La señorita Guichard empezó una
guerra sorda contra aquel á quien odiaba con todas las fuerzas de su
amor engañado. Desde luego, como había que explicar el rompimiento á las
personas de su intimidad y esta explicación, dada por Clementina, tenía
que serle favorable y perjudicial, por tanto, para Roussel, la dulce
prima dió á entender que había descubierto en su primo cierto vicio que
le infundía temores por su tranquilidad en el porvenir. Y como se
hubiesen manifestado dudas, no exentas de curiosidad, había declarado
que la temperancia de Fortunato dejaba que desear. No hacía falta más
para que se esparciese el rumor de que aquel perfecto caballero, que
parecía tan sobrio y arreglado, bebía y volvía á su casa en situación de
necesitar, para subir la escalera, la intervención de su criado y de su
portero.

Estos rumores llegaron á oídos de Roussel, que empezó por encolerizarse,
pero después tomó el partido de reirse de ellos, contando con que la
gente que le conociese no daría crédito á tan ridícula especie. Pero si
la credulidad pública rechaza con fastidio lo que redunda en ventaja del
prójimo, acepta con apresuramiento lo que viene en su perjuicio. Decid á
cualquiera: "Parece que Fulano ha hecho una buena obra ó realizado una
hermosa acción," y ese cualquiera os responderá con aire contrito:
¡Puede!... Decidle, en cambio, que Fulano ha robado en el juego ó
cometido estafas y exclamará en tono de triunfo "¡Ah; eso era de
esperar!"

En seis semanas, Roussel pasó por un borracho. Tenía hacía diez años una
cocinera que le daba de comer á su gusto y Clementina se la llevó, á
fuerza de dinero, y cuando sus amigos la felicitaban por su delicada
cocina, ella respondía: "¿Qué quiere usted? No ha podido permanecer en
casa de Roussel, porque no pagaba jamás sus gastos. Había veces que le
tenía adelantados cuatro ó cinco mil francos, y cuando era absolutamente
indispensable entregar dinero, gritaba hasta el punto de hacer necesaria
la presencia del juez de paz. Entre nosotros, creo que los negocios de
Fortunato van bastante mal."

El primo de la señorita Guichard perdía clientes que habían oído decir
que Roussel podía muy bien "faltar" cualquiera mañana. Para desmentir
esos funestos rumores, no hizo, durante dos años, más que negociaciones
al contado.

Tenía en Montretout, enfrente del bosque de Bolonia, una casa de campo
encantadora, en la que sostenía un maravilloso lujo de flores. Sus
estufas estaban colocadas en condiciones tales que recibían el sol y la
luz desde por la mañana, gracias á un gran solar, no edificado, que las
separaba de las propiedades próximas. Ya Roussel había querido comprar
ese terreno para plantar legumbres, pero el propietario no había
accedido nunca á vendérsele. Por qué maniobras obtuvo éxito la señorita
Guichard donde su primo había fracasado, nadie pudo saberlo; pero una
mañana vió Fortunato unos contratistas y después una cuadrilla de
albañiles que se instalaban en el solar y elevaban una tapia que le
quitaba la luz. Fué preciso cambiar de sitio las estufas, que ya no
produjeron frutos ni flores tan buenos como antes. En una palabra, en
todo y por todo Clementina se ingenió para atormentar, molestar y vejar
al que se había empeñado en permanecer soltero.

Así como ella se mantuvo sin casarse, para consagrarse por completo á la
guerra continua que hacía á Fortunato. Acaso conservaba en el fondo de
su corazón un resto de sentimiento por ese monstruo, como ella le
llamaba. Clementina hubiese podido casarse fácilmente; era muy rica, no
muy madura y muy agradable para los que no temen á las mujeres del
género granadero. Pero ninguna proposición la encontró bien dispuesta.
¿Quién sabe si creía que á fuerza de malas partidas habría de traer á
buenas á Roussel y tener la dicha triunfal de verle á sus plantas
humillado, arrepentido y barón?

Sin embargo, al cabo de algunos años debió renunciar á toda esperanza,
porque su odio se hizo más concentrado y más mortal. Las calumnias
esparcidas por ella contra su primo habían acabado por disiparse; porque
la buena vida y las acciones claras son la mejor prueba de honradez que
puede dar un hombre. Roussel consiguió dominar la dura corriente de
malas voluntades desencadenada contra él. Hubo que reconocer, al
principio, que había alguna exageración en los rumores esparcidos á su
costa y llegó á resultar después evidente que eran falsos. No faltó
quien quiso averiguar el origen de aquel envenenamiento social, pero la
misma víctima se interpuso entre su verdugo y los curiosos. Por otra
parte, acababa de ocurrir un hecho importante que llevaba á su
existencia un elemento de interés que Fortunato no había jamás
sospechado.

Sin haberse casado, se convirtió en padre. Uno de sus amigos más
queridos murió, dejando solo en el mundo á un niño de ocho años. Llamado
á la cabecera del moribundo y como éste le rogara con el ardor de una
profunda angustia paternal que uo abandonase á su hijo, Roussel, sin
grandes frases ni actitudes dramáticas adquirió el compromiso de velar
sobre el huérfano, al que apenas conocía. Á fin de darle la triste
noticia, fué á verle al colegio y quedó conmovido ante aquel rubillo que
lloraba á lágrima viva, solo, enteramente solo ya, y sin otro apoyo que
el de un extraño.

Las palabras afectuosas que Fortunato no había encontrado para
Clementina, acudieron á sus labios para Mauricio. Al cabo de cinco
minutos, el muchacho estaba sobre las rodillas del solterón y éste
observaba que aquellos bracitos temblorosos que le estrechaban como á
una postrera esperanza, eran la más sólida de las cadenas. Y como
Mauricio no se calmaba, el buen Fortunato le llevó á su casa, le instaló
en una habitación próxima á la suya, y por la noche, al oirle suspirar,
se levantó para ver si estaba enfermo.

El niño, dormido, lloraba en la cama, soñando sin duda con su padre.

Gruesas lágrimas se deslizaban por sus mejillas y mojaban la almohada.
Roussel, en camisa y con el candelero en la mano, se sintió presa de un
súbito enternecimiento, y aun á riesgo de coger un resfriado, permaneció
contemplando al huérfano.

La luz, hiriendo los ojos de Mauricio, le despertó. Abrió éste un
instante los párpados hinchados por el llanto y viendo inclinada sobre
él una cara que expresaba bondad y ternura, murmuró en medio de su
sueño: "¿Estás ahí, papá?..." Roussel se sintió conmovido hasta en los
más íntimos repliegues del corazón é imprimiendo en la frente húmeda del
niño un tierno beso, dijo en alta voz, como para tomar por testigo al
muerto:

--Sí, duerme, hijo mío: ¡tu padre está aquí!

Mauricio no volvió al colegio. Fortunato había llegado á la edad en que
el hombre siente placer en vivir dentro de su casa á condición de no
estar en ella enteramente solo, y gracias á su hijo adoptivo, encontró
el atractivo que podía conducirle al hogar y retenerle en él. Al niño
debió, pues, la rectitud de su vida, la seriedad de sus pensamientos, la
dignidad sonriente de su madurez. Demasiado inteligente para no darse
cuenta de lo que así ganaba, agradeció á su pupilo haberle proporcionado
la ocasión de emprender una vida arreglada y se prometió pagarle en
felicidad la tranquilidad que por su causa gozaba.

Y tomó en serio su papel de padre. Terminados sus negocios, se ocupaba
de Mauricio. ¿Qué tal había trabajado? ¿Estaban contentos de él en el
instituto? ¿Había estudiado sus lecciones? ¿Á qué había jugado en el
recreo? Comía con el muchacho, que le daba conversación. Le veía
acostarse y dejándole al cuidado de su antigua ama de gobierno, salía
con el espíritu tranquilo, é iba al teatro ó á las sociedades, pero
jamás se retiraba tarde, atraído por el recuerdo de aquel muchacho tan
débil y que tan preferente lugar había tomado en la vida de su tutor.




CAPÍTULO II

DE CÓMO UNA CASUALIDAD VUELVE Á ENCENDER LA GUERRA.


Cuando la señorita Guichard supo que Fortunato tenía un niño á su lado,
su primer impulso fué esparcir el rumor de que sería algún pilluelo
escapado de Mettray ó de la prisión de jóvenes que éste había recogido
en la calle para jugarla una mala partida; pero, contra lo que ella
esperaba, la historia no hizo fortuna. Todo el mundo había conocido al
señor Aubry, el padre del huérfano, y la generosa intervención de
Roussel fué bien juzgada. Su primo Bobard, astuto abogado, llegó á
insinuar que el acto era hábil, porque, decidido á permanecer soltero,
Roussel se proporcionaba un heredero como medio de desheredar á la
señorita Guichard si moría antes que ella.

Clementina no había prestado nunca atención al desagradable pensamiento
de que si ella era heredera de su primo Fortunato, también éste debía
heredarla, en su caso. En un momento, esa perspectiva abierta por Bobard
la sublevó. ¡Cómo! ¡Algo de lo suyo podría ir á su enemigo! ¡Podría éste
jactarse de haberse desembarazado de su odio al mismo tiempo que se
apoderaba de su herencia! ¡Tendría la alegría salvaje de verla descender
á la tumba de familia y de gozar después no sólo de la fortuna del tío
Guichard, sino de la suya propia! ¡Nunca! Sus cabellos se erizaron de
horror, y exclamó:

--¡Ah! ¿Él tiene un hijo adoptivo? Pues bien, ¡yo también tendré otro!

Bobard, que tenía un hijo en el colegio, insinuó en seguida á Clementina
que podía encontrar en ese muchacho un hijo sólido, obediente y
respetuoso, pero un varón no convenía á la señorita Guichard. El
instinto de su sexo le hacía desear una niña. Hizo saber su deseo á un
médico y le declaró resueltamente las condiciones que debía llenar la
candidata; tener dos años al menos y tres cuando más; no tener madre ni
padre, á fin de evitar toda reclamación; ser bonita, rubia, con ojos
azules. En cuanto al carácter, ella se encargaría de formársele y sería
bueno.

Ocho días después la señorita Guichard recibía aviso de que una nodriza
de Courbevoie tenía una niña que realizaba absolutamente el programa
formulado. El padre y la madre habían muerto y como hacía un año que
nadie pagaba las mensualidades, aquella mujer, muy pobre, se iba á ver
precisada con gran sentimiento y después de haber tardado todo lo
posible, á llevar la criatura á la Inclusa. La señorita Guichard subió
inmediatamente al coche, se fué á Courbevoie, vió á la niña, que se
llamaba Herminia, la encontró á su gusto, dió quinientos francos á la
nodriza y se fué colmada de bendiciones y llevando triunfalmente á su
heredera.

En su condición de mujer soltera, le pareció inconveniente el ser
llamada mamá y enseñó á Herminia á llamarla "mi tía." Pudo desde
entonces desafiar á Roussel no sólo en el presente, sino también en el
porvenir. La hija de la una valía por el hijo del otro. Pero, cosa
singular, el corazón de Clementina no se fundió, como el de Fortunato,
al calor de esta nueva afección. Amó á Herminia, no por la dicha de
amar, sino porque le servía de aliada contra su enemigo. El encanto, la
gracia, la inocencia de la niña no lograron apoderarse por completo de
la señorita Guichard, que no fué verdaderamente sensible más que al útil
apoyo que le proporcionaba aquella criatura, en su lucha contra
Fortunato.

No pudo desconocer, ciertamente, la dicha que entraba en su casa, que
era, antes de la adopción de Herminia, como una jaula sin pájaro y que
ahora llenaba la niña con sus risas, con sus cantos, con su alegría.
Pero Clementina era menos accesible á estos goces deliciosos que á la
áspera satisfacción de pensar veinte veces al día: "He perjudicado á
Roussel."

Educó á Herminia con perfección pero severamente. La cuidó con el celo
de un artillero por su cañón. Cuando la niña estuvo enferma, la señorita
Guichard experimentó vivas inquietudes, llamó al mejor médico y hasta
pasó en vela algunas noches; pero jamás experimentó ese ardor espiritual
que templa la atmósfera en torno de un niño y le hace vivir en medio de
la mayor seguridad, en la evolución de un tranquilo desarrollo. Jamás su
corazón de mujer tuvo los pequeños refinamientos de afecto, las
delicadas atenciones que Roussel prodigaba á Mauricio.

Se hizo amar por su hija adoptiva, pero se hizo más respetar. El nombre
de "tía" convenía por su frialdad á las relaciones afectuosas que
Herminia tenía con la señorita Guichard: llamarla mamá hubiera sido
imposible, porque en realidad era tratada como una sobrina.

Durante quince años la vida no ofreció graves incidentes. El rencor de
Clementina no estaba extinguido, sino en ese estado de incubación
semejante al de los volcanes que no revelan su actividad interior más
que por los tenues hilos de humo que se escapan por sus costados. Ni
Roussel ni la señorita Guichard habían hablado de sus disentimientos á
Mauricio y á Herminia, obedeciendo al miedo de sembrar el odio en
aquellos sencillos espíritus.

Los dos muchachos crecieron y entraron en la edad juvenil. Mauricio,
después de terminar sus estudios, había manifestado una afición muy
marcada por la pintura. Como estaba llamado á ser rico, pues el capital
de su padre, cuidadosamente administrado, producía treinta mil francos
de renta y Mauricio le había asegurado una considerable fortuna por una
donación _inter vivos_, poseía todos los medios necesarios para realizar
sus aspiraciones artísticas. Roussel, siempre práctico, no se contentó
con que su hijo fuese un simple aficionado.

--Todo lo que se hace, le decía, es preciso hacerlo con perfección.
Deseas pintar, no me opongo; pero te exijo que trabajes como si tuvieras
necesidad de tu paleta para vivir. Vas á entrar en la escuela de Bellas
Artes; te recomendaré á Baudry, que es amigo mío, y á Meissonier, á
quien conocí en la Guardia nacional. Si quieres hacer grandes cuadros á
la manera de los grandes maestros italianos del Renacimiento, el primero
te será útil; si prefieres dedicarte al arte minucioso de los Flamencos,
el segundo te dará consejos; pero, cualquiera que sea tu elección,
conviene que te apliques á ella con todas tus fuerzas.

Mauricio adquirió ese compromiso y le cumplió. Á los veintitrés años
obtuvo el segundo premio y por una rara delicadeza, no quiso concurrir
al año siguiente, aunque estaba casi seguro de la victoria. Para
explicarlo, dió á su tutor razones que le conmovieron vivamente:

--Tengo tres concurrentes enteramente pobres y pueden desesperarse por
un fracaso. Cualquiera de ellos que obtenga el primer premio tiene su
carrera asegurada. ¿Voy yo, que soy rico, gracias á mi padre y á usted,
á servir de obstáculo á ese porvenir que puede ser tan fecundo y tan
dichoso? Puedo hacerlo, materialmente, pero moralmente no tengo ese
derecho. Mi segundo premio me da bastante distinción; soy conocido y
apreciado. ¿He llegado al fin que usted me había mandado alcanzar?
¿Exige usted que haga más?

--No, dijo Roussel abrazando á su hijo; eres un buen muchacho.

El año siguiente, Mauricio expuso su gran cuadro "La orgía en Caprera",
que hizo profunda sensación, y el retrato de su tutor; y obtuvo una
tercera medalla.

La señorita Guichard supo por los periódicos el éxito del pupilo de
Fortunato y quiso ir á la exposición de pinturas. Fué sola temiendo
venderse y que Herminia conociese su ira. Buscó la sala A., donde, en
medio de los cien lienzos colgados en la pared, se destacaba una figura,
como una aparición fantástica, apoderándose de sus miradas y ejerciendo
sobre ella como una especie de atracción hipnótica: Roussel, de un
parecido inverosímil, fresco, sonrosado, con sus cabellos blancos,
satisfecho, pacífico. Se salía, literalmente, del cuadro y Clementina
creyó que se dirigía hacia ella desafiándola con su mirada dichosa, y
con su boca sonriente; injuriándola con su insolente alegría. La
señorita Guichard avanzó hacia él atrevida, amenazadora y llegada ante
el lienzo, con la cabeza trastornada por la cólera, los labios apretados
para no estallar en injurias, levantó su sombrilla con actitud furiosa é
iba á golpear á su enemigo cuando una mano la detuvo, al mismo tiempo
que una voz decía:

--Pero, señora, ¿qué hace usted?

Volvió en sí y se encontró al lado de un guarda de la exposición que la
miraba con asombro y refunfuñaba. Clementina balbuceó:

--Hace mucho calor aquí.... He tenido un momento de turbación....

Y fuera de sí, no pudiendo permanecer ante aquel retrato sin ceder al
deseo de rasgar la tela, huyó, mientras el empleado decía severamente:

--¡No se debía dejar entrar aquí á las locas!

La señorita Guichard volvió á su casa confesándose que Roussel poseía
sobre ella una marcada superioridad y que jamás Herminia tendría ni un
gran talento para pintar, ni gran voz para hacer sensación como
cantante, ni buen arte como pianista para rivalizar con los Poloneses.
Dijo cosas desagradables á su sobrina, que no comprendía nada de todo
aquello, y se acostó preguntándose qué mala partida podría jugar á
Fortunato.

La casualidad, ese cómplice de los que nada pueden, se encargó de
proporcionarle un terrible desquite. Se había instalado en la
Celle-Saint-Cloud, como todos los años, para pasar el verano, y en sus
paseos por el bosque de Saint-Cucufa, veía en la eminencia de Montretout
la casa de su primo. Con mucha frecuencia pensaba: "Si tuviera á mi
disposición durante un día uno de los grandes cañones del Mont-Valerien,
¡cómo aniquilaría la casucha de ese miserable! Sería asunto de algunos
cañonazos bien dirigidos."

Pero el Estado francés no presta sus cañones á los particulares, aunque
sea para bombardearse en familia, y Clementina tuvo que resignarse á ver
la casa maldita que se levantaba á lo lejos, punto blanco en el
horizonte verdoso de los bosques. Fuera de esto, vivía tranquila en
aquel país encantador gozando de un bonito jardín y de sus hermosas
flores. Herminia especialmente, era dichosa en la Celle-Saint-Cloud.
Amaba la tranquila libertad del campo y pasaba los días bajo un
emparrado adornado con guirnaldas de madreselvas, cultivando la amistad
de los jilgueros que venían á cantar para ella, revoloteaban al alcance
de su mano y comían miguitas de su merienda. De vez en cuando, vibraba
una voz fuerte que decía: ¡Herminia!, y los pajarillos volaban
espantados hacia el espeso follaje, la arena rechinaba bajo el peso de
un pie varonil y aparecía la señorita Guichard con su labor, se sentaba
cerca de su sobrina, bajo la sombra embalsamada, y se ponía á trabajar,
manejando las agujas de su malla como si fueran espadas y atravesando la
lana á grandes pinchazos, como si se hubiera tratado del pecho del
aborrecido Roussel. La joven se ingeniaba entonces para agradar á la
terrible solterona, la hablaba con amabilidad y trataba de arrancar una
sonrisa á sus labios severos y una caricia á sus manos nerviosas.

Una tarde de julio, estaban juntas en aquel sitio, cuando oyeron sonar
en la plaza risas estrepitosas, acompañadas de piafar de caballos. Eran
unos empleados de comercio y algunas jóvenes, que montados en caballos
de alquiler, se dirigían á Ville-d'Avray para ir después á París. El
jardinero de la señorita Guichard, ocupado en rastrillar un terraplén
que caía sobre el bosque á lo largo de una calleja, miraba por encima de
la tapia la partida de la bulliciosa cabalgata, que había salido al
galope y no podía contener los caballos, estimulados por un pienso
extraordinario. De repente, el buen hombre lanzó un grito, levantó los
brazos al aire y dejando caer de golpe el rastrillo, dijo con voz
alterada:

--¡Ah Dios mío! ¡Acaban de atropellar á un hombre!...

La señorita Guichard y el jardinero llegaron al mismo tiempo á la puerta
del jardín. La cabalgata se alejaba más de prisa de lo que hubiera
deseado, entre una nube de polvo, y sobre las piedras del camino se
encontraba caído un joven, sin conocimiento y con la frente
ensangrentada y el bastón, roto en dos pedazos, cerca de él. Clementina
tenía un genio resuelto, probado en muchas circunstancias. Con voz
vibrante llamó á su cochero, que estaba á alguna distancia, y dijo
dirigiéndose al jardinero:

--Hay que llevar este desgraciado al pueblo....

--¡Oh! tía mía, exclamó con angustia Herminia, ¿estará muerto?

--¡Muerto! Bah ... no se muere así como así. Está desvanecido.... Un
poco de agua en la cara ... vinagre en la nariz y esto no será nada....

El jardinero y el cochero cogieron al joven el uno por los pies y el
otro por los hombros, se le llevaron y le extendieron sobre unos
almohadones, en la cochera, sin que recobrase el conocimiento. El
cochero le lavó la cara para quitar la sangre que le desfiguraba y le
puso bajo la nariz el vinagre que le servía para los caballos, pero nada
de esto sirvió. Pálido, los labios contraídos, los ojos cerrados, el
desconocido permanecía inerte y la señorita Guichard tuvo miedo.

--¡Oh! Oh! ¿Acaso será esto más serio de lo que había pensado? Será
preciso llevarle á la alcaldía.

--¡Oh, tía mía!, suplicó Herminia; ¿dónde puede estar mejor cuidado que
en nuestra casa?

--¡Es verdad!, contestó con convicción la señorita Guichard. En todo
caso, habrá que llamar un médico....

--Señorita, el doctor Fortier ha vuelto á su casa hace una media
hora.... Le he visto pasar en su coche por el camino....

--Vaya usted á buscarle.

--Algunos minutos después, el médico de la Celle-Saint-Cloud, el
excelente doctor Fortier, llegaba á toda prisa.

--¿Qué pasa, señoras? preguntó; ¡se mata á las gentes en la puerta de
esta casa! ¡Oh! ¡Oh!... Vamos á ver qué razones puede tener este mozo
para no responder á tan excelentes cuidados ...¡He! diablo! Ha recibido
un revolcón tremendo ... y tiene ... sí, tiene el hombro izquierdo
dislocado....

--¡Dislocado! exclamó la señorita Guichard; ¡pero eso es espantoso! Eso
es....

--Casi nada; una bagatela, interrumpió el doctor.... Vamos á ponerle
esto en su sitio inmediatamente.... Tiene una contusión en la cabeza....
Parece que le han atropellado unos caballos, según me ha dicho el
jardinero.... Sin duda la herida de la frente ha sido causada por una
herradura.... El pulso es bueno ... la respiración, regular.... Si
ustedes quieren darme media docena de toallas le arreglaré este hombro,
con la ayuda de estos dos buenos muchachos....

--Herminia, corre al ropero....

Herminia, como una sílfide, estaba ya en la escalinata.

--Es un hombre distinguido, dijo el doctor; su porte es cuidado y tiene
una buena fisonomía.... Algún excursionista á quien han atropellado esos
locos.... El alquilador de caballos de Ville-d'Avray me vale
ciertamente, un año con otro, diez brazos rotos y costillas
fracturadas.... ¡Ah! Aquí están las toallas.... Señoras, la operación
que voy á practicar no es nada peligrosa, pero sí penosa hasta más no
poder.... Agradecería á ustedes mucho que por algunos minutos me dejasen
solo con el herido y mis ayudantes.

--Pero ¿qué va usted á hacer?

--Amarrar el herido á la pared, engancharnos en su brazo y tirar hasta
que el hombro vuelva á su sitio.... Es doloroso y, sin embargo, muy
sencillo....

El doctor las empujó hacia el patio. Cuando se encontraron solas, oyeron
ruido de pisadas detrás de la puerta de la cochera, después órdenes
dadas en voz breve y por último ese grito casi inarticulado que lanzan
los marineros cuando tiran del cabrestante. De repente se oyó un quejido
desgarrador; un clamor de tortura que aterró á las dos mujeres, y casi
en seguida se abrió la puerta y apareció el doctor, enjugándose la
frente y diciendo:

--¡Esto se acabó!

El herido yacía sobre los almohadones, más pálido que antes y todavía
inanimado.

--¿Es él quien ha gritado? preguntó la señorita Guichard.

--Sí, el dolor le ha despertado, pero se ha desmayado otra vez....

--¿Y qué vamos á hacer?

--Yo no creo prudente trasladarle por el momento. ¿No podría usted darle
hospitalidad por veinticuatro horas?

--Y bien, elijan ustedes una habitación adecuada ... y que sea á
propósito.

--La que habita el primo Bobart cuando viene, podíamos darle....

--Sea por el cuarto del primo Bobart.... Así la humanidad será respetada
y las conveniencias satisfechas.

--Herminia, sábanas....

--La joven volvió á desaparecer, como si hubiera tenido alas. La
señorita Guichard, un poco inquieta, decía al médico:

--Y diga usted doctor, ¿no tendremos enfermedad para tres meses?

--Mañana estará en pie ó, poniéndonos en lo peor, en estado de ser
conducido á su casa....

--Entonces, todo va bien.

Se subió al herido durante este tiempo y la joven volvió cargada de
fundas de almohada, sábanas, mantas....

--Sería preciso tratar de averiguar con quién nos las habemos, sin
embargo, dijo la señorita Guichard, con un resto de desconfianza;
porque, al fin, le hemos recogido en medio del camino y acaso es un
vagabundo.

--No tiene absolutamente trazas de eso, dijo Herminia.

--¡Vea usted esto!, dijo Clementina riendo; presumes, á lo que parece,
de tener buen golpe de vista!... ¡Hele aquí garantido por Herminia; no
hay más que hablar!

--¡Oh! tía mía, usted se burla y eso no es caritativo.

--Bueno; tampoco yo quiero mal á tu protegido. Vamos á cuidarle.

Subieron, precedidas por el doctor, una escalerilla y en un bonito
cuarto, tapizado de tela persa, encontraron al herido confortablemente
acostado en un mullido lecho, en el fondo de una alcoba. El médico le
reconoció de nuevo, puso una receta y anunció que volvería á primera
hora de la noche. Las dos mujeres quedaron solas cerca de su huésped,
un poco inquietas, á pesar de los buenos presagios del médico, por
aquella prolongada inmovilidad. Le miraban en silencio y el interés que
les inspiraba su estado resultaba aumentado por una singular simpatía
causada por la dulzura de su cara. Tenía verdaderamente una fisonomía
atrayente y aun estando pálido, con los ojos cerrados y la frente
cubierta con una compresa, resultaba sumamente agradable. Herminia, que
iba y venía por la habitación, encontró sobre una silla, en desorden, la
ropa del desconocido. Creyó que debía arreglarla y estaba haciéndolo
cuando cayó una carta de uno de los bolsillos.

--Dame ese papel, dijo la señorita Guichard; en él encontraremos acaso
alguna indicación acerca del nombre y la condición social de este
joven....

Herminia entregó dócilmente la carta y no bien su tía hubo echado sobre
ella una mirada, palideció, y con una emoción inexplicable exclamó:

--¡Es su letra!

Buscó febrilmente la firma y llena de horror descubrió estos dos nombres
execrados: _Fortunato Roussel_.

Herminia, asombrada, permanecía en pie delante de su tía sin comprender
sus acciones ni sus palabras. Por fin se arriesgó á preguntar:

--¿Usted sabe, pues, tía mía, quién es este joven?

--¡Es él, es él! exclamó Clementina con ímpetu.

Después, mirando á su sobrina y viéndola llena de curiosidad dijo
severamente:

--¿Por qué te ocupas en lo que no te concierne? Vuélvete á nuestras
habitaciones, tu sitio no es este.

Herminia, extrañada por este repentino cambio, dirigió una última mirada
al enfermo y abriendo la puerta, salió de la habitación.

En cuanto se vió sola, la señorita Guichard se apoderó de la _jaquette_
de su huésped, la registró con mano febril, descubrió una cartera, la
abrió y tomando una tarjeta, leyó: _Mauricio Aubry_. Dejó la cartera
sobre la chimenea y sombría, con la carta en la mano, se sentó,
reflexionando profundamente en el concurso singular de circunstancias
que conducía bajo su techo al hijo del que ella odiaba implacablemente.
Poco á poco su vista cayó sobre la hoja de papel cubierta con la letra
aborrecida y leyó maquinalmente:

"Querido hijo mío; mi viaje empieza bien. Los créditos que he venido á
realizar...." Aquí Clementina saltó algunos renglones pues los negocios
de Roussel le parecieron insignificantes.... "No estaré de vuelta antes
de tres semanas y Dios sabe si voy á echarte de menos durante ese
tiempo, ingrato, por no haber querido acompañarme.... Afirmas que
Inglaterra no es un país artístico.... Si vieras qué interesantes son
estos centros manufactureros de Manchester y Birmingham ... en ellos se
toma el pulso de la actividad de un país...." ¡Espíritu prosaico y
mercantil! murmuró Clementina.... "La Escocia es una maravilla.... He de
traerte aquí y verás hasta qué punto eran erróneas tus ideas. Cuídate
bien, porque sabes que no tengo más que á ti en el mundo y que si tú me
faltases, todo habría acabado para tu viejo amigo...."

La carta se deslizó de los dedos de Clementina y cayó sobre la alfombra.
Aquella mujer reflexionaba. Los veinte años que acababan de transcurrir
acudían á su memoria llenos de malos procederes, de acciones pérfidas,
imaginadas por ella para atormentar á Roussel, y ante la afección, tan
sencillamente expresada, que éste experimentaba por aquel joven, la
solterona comprendía porqué sus venganzas habían resultado infructuosas
y que si sus artimañas no habían producido efecto, era porque el corazón
de su enemigo no ofrecía más que un punto vulnerable. No habiendo
asestado sus tiros contra ese punto, no le había herido jamás
seriamente.

Y este niño, que lo era todo para su enemigo, según él mismo declaraba,
estaba allí, á su disposición.... Adoptó una actitud terrible ante el
lecho, como si quisiera aniquilar aquellos rehenes que la casualidad le
había entregado, pero se contuvo. Mauricio acababa de arrojar un
profundo suspiro y había abierto los ojos. Paseó enderredor una mirada
turbada, se incorporó sobre el codo derecho y dijo con voz débil:

--¡Ah! es usted, señora, la que me ha recogido, cuidado, salvado....

--Usted no ha estado en peligro..., interrumpió secamente Clementina,
como si no quisiera haber contraído tales méritos respecto del hijo de
su enemigo.

--¡No importa! Estoy sumamente agradecido....

La solterona hizo un gesto que significaba: "Como usted guste", ó "No
hay de qué," y dijo:

--Voy á hacer venir una persona para que le cuide.

Se despidió con una brusca inclinación de cabeza y salió.

Por la noche, el doctor Fortier encontró á su enfermo mucho mejor y le
ordenó una sopa y un ala de pollo. La señorita Guichard envió á su
huésped todo lo necesario, pero no pareció por su habitación. Al día
siguiente, á las diez de la mañana, el médico dió de alta á Mauricio y
éste, ya vestido y ofreciendo el aspecto de un bello mozo, solicitó en
vano el favor de dar las gracias á la dueña de la casa. Dejó una carta,
en la que prometía volver, subió en un coche y se dirigió á Montretout.

Si Clementina se había negado á recibir á Mauricio, Herminia había
presenciado su partida, á través de las transparentes cortinillas de su
ventana, y su aturdimiento había crecido al ver que su tía no quería
despedirse del que tan caritativamente había cuidado. Había en esto un
enigma para ella y en vano se esforzaba en buscar la solución.

Después que el enfermo hubo partido pareció que Clementina respiraba más
libremente. Salió de su habitación, en la que se había encerrado, y bajó
al jardín, pero permaneció turbada. Un pensamiento importuno atormentaba
á su espíritu y á veces, Herminia, que no la perdía de vista, con la
industriosa paciencia de las gatas y de las mujeres, la sorprendía
hablando sola. Pero si no comprendía las palabras incoherentes que la
preocupación arrancaba á su tía, veía, sin embargo, que eran de
violencia y de odio.

¡Odio, rencor! ¡Cómo su bienhechora, que era para ella el ideal de la
generosidad y de la bondad, podía abrigar semejantes sentimientos! ¿Y
por qué prodigio aquel joven desconocido los despertaba en su corazón?
Porque, no habla duda, era la lectura de aquella carta, cuyo autor era
conocido por su tía, puesto que había exclamado: "Es su letra," lo que
había producido semejante desencadenamiento de pasiones.

En esto pensaba la pobre Herminia mientras la señorita Guichard, incapaz
de dominar su agitación, se paseaba por el salón, con las manos en la
espalda y el cuerpo inclinado, en una postura meditabunda, digna de
Napoleón. Una tempestad formidable se formaba desde la víspera en su
cerebro. Había pasado toda la noche sin dormir, rumiando proyectos
espantosos de venganza. ¿Por qué? ¿Qué nueva afrenta había sufrido?
¿Cómo explicar tanta exasperación? ¿Qué razón había para tanta
animosidad contra aquel muchacho á quien nunca había visto y á quien
execraba tanto como al otro, al horrible, al infame Roussel?

Una sola frase de la carta leída había hecho este monstruoso milagro:
"tú lo eres todo para mí." Esas seis palabras habían valido á Mauricio
el odio de la señorita Guichard. Puesto que era tan querido de
Fortunato, debía ser, en proporción, odioso á Clementina. Pensó un
instante en recibirle cuando él pedía despedirse, para darse el gusto
de ponerle en la puerta diciéndole lo que pensaba de su padre adoptivo,
pero después pensó que era más digno sustraerse á su agradecimiento y
responder á su urbanidad con un silencio desdeñoso. Ella también le vió
partir oculta detrás de una cortina y no pudo evitar el encontrarle
elegante, sencillo y agraciado. Tan pronto como hubo salido, tiró
violentamente de la campanilla para llamar al cochero y al jardinero.
Interrogados, los dos servidores no escasearon los elogios.

--¡Ah! ¡Es un bello joven!

--Nos ha dado las gracias como si le hubiésemos salvado la vida.

--Y estaba muy contrariado por no ver á la señorita.

--Nos ha encargado mucho que dijésemos á la señorita que estaba muy
agradecido....

--Y después, no habrá partido sin gratificaros, dijo Clementina, deseosa
de coger á Mauricio en flagrante delito de tacañería. Supongo que os
habrá dado una moneda á cada uno....

--¡Una moneda! dijo el cochero; nos ha puesto buenamente un billete de
cien francos en la mano y nos la ha apretado al mismo tiempo!

La señorita Guichard se mordió los labios y dijo á sus gentes con voz
ruda:

--¡Está bien! Salid.

Después añadió con acento de desprecio.

--¡Estrechar la mano á mis criados! tiene los gustos bajos de su padre.

Esta conclusión la satisfizo, aunque no fuera justa, y Clementina volvió
á entregarse á sus ocupaciones habituales. Á los tres días y á eso de
las tres de la tarde, estaba Herminia trabajando bajo el emparrado,
cuando la hizo estremecerse una campanada que sonó en la verja. El
jardinero abrió y la puerta dió paso á Mauricio Aubry. Llevaba el brazo
izquierdo en cabestrillo y su cara estaba todavía pálida. Esperando que
vinieran á decirle si iba á ser recibido, se acercó maquinalmente al
pabellón del portero. Tenía verdaderamente un aire distinguido y
Herminia, que le miraba con sencillez, encontraba en verle un vivo
placer. El tiempo que el jardinero empleó en ir á prevenir al criado,
pareció á la joven sumamente corto. Y cuando oyó crujir la arena bajo
los zuecos del jardinero, pensó: "¿Qué tiene hoy Giraud, que corre
tanto?" Aprestó el oído para oir la respuesta, que fué seca y
terminante.

--La señorita está delicada y no recibe.

--¡Qué mentira! murmuró Herminia, que sintió de pronto un involuntario
descontento.

--¡Ah! Esto me contraría verdaderamente. Pero, ¿qué día podré ver á la
señorita?

--No lo ha dicho.

--Bueno; volveré. Por el bosque, es un paseo.

Y salió. ¿Cómo sucedió que Herminia se levantase y dejando el emparrado
se dirigiese hacia el terraplén que daba sobre el camino en que había
sido atropellado Mauricio? No es posible explicárselo más que por uno de
esos impulsos instintivos que son una especie de autosugestión.
Mauricio, deseando ver el sitio donde había rodado á los pies de los
jinetes de Ville-d'Avray, entró en la calle y se encontró en presencia
de Herminia que le miraba desde lo alto del terraplén. La saludó con
política sonriendo amablemente. Herminia se puso tan turbada al verse
cogida en flagrante delito de curiosidad, que hizo un brusco movimiento
y el bordado se escapó de sus manos y vino á caer á los pies de
Mauricio. La joven palideció de contrariedad y las lágrimas acudieron á
sus ojos, mientras Mauricio recogía la labor y se la ofrecía
sencillamente á Herminia, que hubiera querido que la tierra la tragase.
Pensó un momento en huir por el jardín, pero sus piernas se negaron á
prestarle ese servicio y se vió obligada á poner buena cara, coger su
bordado y dar las gracias con voz tan débil como un suspiro, pero que
pareció deliciosa al joven. Éste saludó de nuevo y un poco animado,
dijo:

--Tenga usted la bondad de dispensarme, señorita, si me permito
dirigirle la palabra sin tener el honor de conocerla....

Herminia tembló, pensando: "¿Qué va á preguntarme?"

El joven dijo sencillamente:

--¿Seré tan dichoso que esté hablando con alguna amiga ó pariente de la
señorita Guichard?

Era preciso responder, so pena de pasar por una grosera.

--Soy su sobrina, balbuceó Herminia.

--¡Oh! Me alegro infinito! dijo él con calor. Usted podrá ser intérprete
cerca de ella de mi reconocimiento, en tanto que puedo expresárselo yo
mismo....

Herminia, aterrorizada por la necesidad de sostener la conversación
desde lo alto del terraplén, contestó con las primeras palabras que
vinieron á su mente y que, naturalmente, fueron las que respondían mejor
á sus íntimos sentimientos:

--¡Ah! señor, buen susto nos ha dado usted.... y fuimos muy dichosas
cuando tuvimos certeza de que no estaba usted gravemente herido.

Se interrumpió, se puso muy encarnada y permaneció delante de Mauricio,
asombrada é inquieta por haber hablado tanto. El joven la miraba con un
placer manifiesto. Herminia estaba vestida con un traje de batista muy
clara y en el terraplén, sobre un fondo de follaje, coronado de racimos,
su silueta se dibujaba de un modo encantador para un artista. Mauricio
vió en un momento la composición de un cuadro y prolongando su sensación
artística, examinó á su gracioso modelo, detallando su fino cuerpo, sus
hombros redondos, su cabeza orlada de cabellos rubios que un rayo de sol
hacía brillar como un nimbo de virgen. El pintor pensó: "Es bonita como
un ángel y tímida y adorable en su cortedad. Siento no poder pedirle que
me deje sacar un croquis, pero esto sería poco correcto." Se quitó el
sombrero y dijo muy respetuosamente:

--Veo, señorita, que usted también ha tenido la bondad de interesarse
por mí; reciba, por ello, mi más vivo agradecimiento....

Y con pena, pero comprendiendo que las conveniencias lo exigían, se
alejó. Herminia le siguió con la vista mientras pudo y volvió á su
cuarto soñando por vez primera en su vida. Mauricio tomó un camino de
travesía por el bosque y se volvió á Montretout, donde comió y pasó la
noche pensando en la joven del terraplén.




CAPÍTULO III

DONDE HACEN TRAICIÓN LOS ALIADOS CON QUIENES SE CREÍA PODER CONTAR.


Al siguiente día de su accidente, Mauricio escribió á su tutor para
contarle la ocurrencia. Tenía entonces el corazón lleno de gratitud
hacia la mujer hospitalaria que tan bien le había cuidado, pero ahora la
encontraba mucho mejor y sus sentimientos se complicaban con un interés
muy vivo por la encantadora persona que vivía con ella, y cuyo nombre no
sabía siquiera. Desde que había conocido á la sobrina, amaba cien veces
más á la señorita Guichard.

Pasó una noche muy agitada y por la mañana se encerró en su estudio y,
de memoria, hizo un boceto de Herminia sobre el terraplén. Trabajó
durante cuatro horas con ardor y cuando el criado vino á anunciarle que
el almuerzo estaba servido, el cuadro se destacaba de un modo
encantador. La cabeza solamente permanecía borrosa. Sus rasgos estaban
grabados en la memoria del pintor, pero éste tenía miedo de
desfigurarlos al fijarlos en el lienzo. Prefirió guardar confusa la
dulce imagen y pensó:

--Volveré á la Celle-Saint-Cloud y veré de nuevo á mi modelo. Entonces,
seguro de mí, le daré un parecido perfecto. Hasta entonces, que
permanezca en la vaguedad de un ensueño.

Pasó tarareando al comedor y al lado del plato encontró un telegrama que
acababa de llegar. Le abrió y vió con alegría la firma de su tutor; pero
al leerle quedó asombrado; leyó de nuevo y vió que decía:

"Bajo ningún pretexto vuelvas casa señorita Guichard. Explicaré todo....
Vuelvo apresuradamente. Roussel."

Dejó el papel azul sobre la mesa y siguió almorzando, presa de un
asombro indecible. Su tutor volvía repentinamente, interrumpiendo un
viaje importante, diferido hacía dos años y volvía al saber que él había
sido cuidado en casa de la señorita Guichard á quien no conocía y de la
que nunca había oído hablar. ¿Qué significaba esto? ¿De qué se trataba?
¿Acaso la señorita Guichard era una persona poco recomendable?
Entonces, su sobrina ... no, eso era imposible: con aquéllos ojos tan
cándidos no podía ser más que un ángel. Entonces, ¿qué pensar?

No se razona siempre bien el primer impulso y las facilidades de
comunicación que el telégrafo y el teléfono han creado en la sociedad,
ofrecen á las personas vivas de genio numerosas ocasiones para dejarse
llevar del calor de una impresión. Apenas pagó Roussel su telegrama y le
vió pasar á manos del telegrafista, sintió una contrariedad. "He hecho
una tontería, se dijo. No hubiera debido advertir á Mauricio. Hubiera
ido á casa de la señorita Guichard, que le hubiera hablado mal de mí; él
no la hubiera creído, hubiera salido de allí con indignación y asunto
terminado; mientras que ahora le voy á meter en pleno drama y á excitar
su imaginación: ¡quién sabe si hará alguna tontería!"

Iba á abrir la boca para pedir el telegrama, cuando vió al empleado
desaparecer con él en el cuarto donde estaban los aparatos de
transmisión. Desistió ante las explicaciones que tendría que dar;
suspiró y salió pensando: "¡Sea lo que Dios quiera! Después de todo,
puede que Mauricio sea más razonable á los veintiocho años que su tutor
á los sesenta."

Roussel no se engañaba contando con el buen juicio de su hijo adoptivo,
pero la prudencia de los hombres es engañada frecuentemente por el
capricho de los acontecimientos. El joven pintor, después de haber
meditado sobre el telegrama de Roussel, sin conseguir imaginar, ni poco
ni mucho, la verdadera situación, había resuelto observar
escrupulosamente la consigna: "Bajo ningún pretexto vuelvas casa
señorita Guichard."

Sin embargo, encerrado en el estudio y vuelto del lado de la pared el
boceto trazado por la mañana, Mauricio se puso á trabajar en un cuadro
de género que tenía empezado, y que representaba una joven recién casada
despojándose del velo ayudada por la madrina, mientras otra joven miraba
con curiosidad las alhajas de la canastilla. La composición de esta
escena era agradable. El estudio del vestido blanco, destacándose de un
fondo muy claro, había interesado á Mauricio, que miraba su lienzo con
cierta satisfacción pensando que no estaba mal. De repente, la cabeza
morena de la desposada le desagradó; era una mancha brutal de tinta en
la tierna escala de tonos delicados que había agrupado tan
armoniosamente. Cogió un raspador y de un solo golpe decapitó á la
novia. Entonces, con pincel acariciador rehizo la cabeza cambiando
enteramente su carácter. En lugar de la cara acentuada de su modelo
ordinario, una hermosa muchacha de Batignolles, de ojos negros, pómulos
salientes y labios rojos, surgía poco á poco en el lienzo una dulce y
delicada faz que no era sino el retrato de Herminia, con sus guedejas
rubias, sus ojos azules y su boca sonrosada. Era ella rasgo por rasgo y,
sin embargo, no lo era bastante todavía, según el gusto de Mauricio,
porque dejó la paleta sobre el taburete, arrojó los pinceles con
desaliento y mirando su obra con profunda atención, murmuró:

--¡Ah! qué lejos estoy de la realidad!... ¡tendría que verla otra vez
para estar completamente seguro de lo que hago!...

Encendió un cigarrillo, se tendió en un sofá y permaneció arrojando
círculos de humo que subían, formando espirales, hacia el techo del
estudio. Meditaba, sin dejar de seguir en sus evoluciones caprichosas
las bocanadas de humo, mientras que en el fondo de su ánimo se preparaba
sordamente una capitulación de conciencia:

--Después de todo, mi padrino me ha prohibido que vaya á casa de la
señorita Guichard, pero no á los alrededores de esa casa. No entraré
ciertamente en ella, pero ¿por qué no he de rondarla para tratar de ver
á la gentil sobrina? Se trata sencillamente de un capricho de
artista.... Tengo ya dos cuadros arrinconados por falta de ese parecido
exacto, porque yo no podría nunca ver á mi desposada de otro modo que
con la cara de la encantadora virgen del bordado ... Y sería lástima no
terminar el bonito esbozo que la representa inclinada sobre el
terraplén. ¿Qué mal habría en que tratase de verla?... ¡Bah! ¡Allá voy!

Y poniéndose en pie empezó á quitarse el batín que usaba en el taller.
Entró en su cuarto; se vistió con mucho esmero para un pintor que va
sencillamente á buscar un apunte, y tomó el camino del bosque.

Si Roussel estaba alarmado por la carta de Mauricio y si éste
experimentaba hacía dos días una extraña agitación, la señorita Guichard
y Herminia tampoco estaban tranquilas. Después de haberse negado á
recibir al joven, Clementina había reflexionado y el resultado de sus
reflexiones fué la certeza humillante de que había cometido una torpeza.
De este modo Roussel y su enemiga estaban en la misma situación moral
por haber cedido uno y otro á sus primeros impulsos. En cuanto á
Mauricio y Herminia, sus sensaciones y sus aspiraciones eran en un todo
semejantes, pues cada uno de ellos se ocupaba únicamente del otro y
ambos soñaban con la dicha de volverse á ver.

La señorita Guichard, encerrada en su cuarto, había analizado friamente
la situación creada por la aparición del hijo adoptivo de Roussel en su
vida, y no había podido menos de pensar que esa situación podía ser
fecunda en ventajas, siempre que ella supiese aprovecharla en todo lo
posible. Lo menos que podía obtener era sembrar la discordia y alterar
las relaciones del pupilo y del tutor. Bastaba para esto aparecer como
una buena señora, halagar al joven, atraerle, hablarle de Roussel con
respeto y de este modo, lo malo que Fortunato diría seguramente de ella
sería considerado como prueba de la más injusta malquerencia. Y
precisamente había adoptado, desde el primer momento, la línea de
conducta más opuesta. Había tratado duramente á Mauricio, le había hecho
despedir por su criado y, en fin, se había conducido al contrario de lo
que exigía el sentido común. Si el joven tenía más orgullo que
agradecimiento, no volvería y todo habría terminado. ¡Qué hermosa
ocasión perdida de asestar un golpe certero á aquel monstruo de
Fortunato!

Herminia, muy inocentemente, pensaba en Mauricio, porque le había visto
al principio muy enfermo y, al marcharse, muy interesante, y después muy
sano y mucho más interesante aún. Tenía en el oído el sonido de su voz,
y la mirada límpida, franca y ¡tan dulce! que le había dirigido, había
penetrado hasta su alma. Habiéndose negado su tía á recibirle, era lo
más probable que no le viese más y esto le producía una tristeza
inexplicable. Por primera vez sintió una especie de pesadez, que la
oprimía el corazón y no podía definir con precisión si era alegría ó
pena lo que experimentaba. Pero era, eso sí, una sensación muy fuerte
que le parecía que había de durar toda su vida.

Como por casualidad había descubierto un banco en el terraplén, no en el
sitio en que ella se encontraba cuando Mauricio pasó por el
camino,--allí estaba demasiado en evidencia,--sino al extremo de la
tapia y detrás de un vallado. Desde aquel sitio, se veía sin ser visto,
á todo el que pasara, á menos de poner un poco de su parte, con buena
voluntad, é inclinarse como para coger las clemátides que tapizaban el
muro y pendían hacia fuera. Pero Herminia no pensaba inclinarse, sino
ver, y esto era ya en ella muy extraordinario.

Pasó las primeras horas del día con la señorita Guichard y á eso de las
tres se dirigió al terraplén. Allí, sentada en el banco de piedra, con
la labor sobre la falda, se asemejaba á la Virgen del bordado, como
decía Mauricio. No trabajaba gran cosa y pensaba ... pensaba más que
había pensado desde su nacimiento. Esperaba que vendría la persona por
la cual se había apostado en observación; puesto que ella había tenido
la idea de acechar su paso, le parecía muy natural que á él le hubiese
ocurrido la de pasar.

Al cabo de una hora, Herminia no había hecho progresar gran cosa su
bordado, pero había dirigido muchas miradas por encima del muro.
Empezaba á impacientarse y á dirigir mentalmente acusaciones á Mauricio,
cuando, al sonar la hora en la iglesia del pueblo, se oyó un paso ligero
que rompía el pesado silencio de la calleja. El que se aproximaba no
venía por la plaza, sino por detrás de Herminia, del lado del bosque. La
joven pensó: "¿Seré tonta? ¿Cómo podía haber atravesado todo el país? Es
mucho más prudente en él llegar á la quinta por caminos solitarios."

Los pasos se aproximaban. La joven, en su banco, estaba enteramente
oculta y no tenía que hacer sino permanecer sentada para que Mauricio
pasase sin verla; ¿fué una emoción repentina? ¿fué el deseo de ver mejor
al que pasaba, ó fué cualquiera otra la razón de que se levantase? Ello
fué que estando el joven pintor examinando con cuidado el muro, un
ligero ruido de ramaje llegó á sus oídos. Retrocedió prontamente algunos
pasos y, alargándose su perspectiva, descubrió á la sobrina de la
señorita Guichard en su nido de verdes hojas.

Como la víspera, la saludó sonriendo y dirigiéndose á ella como si
fuese una antigua conocida, dijo:

--¿Seré hoy más dichoso que ayer y podré llegar hasta la señorita
Guichard?

Herminia juntó las manos y dirigió á Mauricio una mirada suplicante.

--Hable usted más bajo, se lo suplico ... ¡Si nos oyeran, sería
terrible!

--¿Por qué?

--Porque desde que usted entró en esta casa, el carácter de mi tía ha
cambiado por completo. Está inquieta, atormentada....

--¡Ella también!, exclamó impensadamente Mauricio.

--¿Cómo ella también? Acaso por parte de usted....

--¡Oh! no: me he equivocado al decir esto. Continúe usted; se lo
suplico....

--Existe, por fuerza, entre mi tía y usted, ó alguno que le toque de
cerca, una diferencia grave y que yo ignoro.

--¡Y yo también!

--¡Ah! ¿Ve usted como hay algo?

--Es verdad; hay algo, pero ¿qué?

--Entonces, ¿no se trata de usted?

--Hace tres días, no conocía á la señorita Guichard.

--¿Luego no es usted el culpable? ¡Tanto mejor!

--¡ El culpable!, exclamó Mauricio; pero, señorita, esté usted segura de
que la persona que yo supongo que está en desacuerdo con su tía de usted
no tiene ciertamente nada de qué acusarse....

--¡Mi tía tampoco!

--Hace usted muy bien en defenderla.... Pero lo único claro en todo esto
es que soy víctima de una hostilidad á la que en modo alguno he
contribuído; que encuentro cerrada la puerta de esta casa y que si no
tuviera la fortuna de hablar con usted....

--Por encima de la tapia, ¡lo que está muy mal hecho!

--No hubiera sabido siquiera porqué he sido despedido tan
deliberadamente por la señorita Guichard ... con harto sentimiento mío,
porque tengo un placer infinito en ver á usted y en oirla.

Herminia comprendió que la conversación tomaba un giro que podía llegar
prontamente á ser peligroso, y dijo, adoptando un aire grave:

--Dispense usted, señor mío; he respondido á usted acerca de los puntos
que le interesaban.... Creo que no tenemos nada más que decirnos.

--¡Cómo! ¡Nada que decirnos!, exclamó con vehemencia Mauricio. Apenas
hemos cambiado diez palabras y tenemos que esclarecerlo todo.... Porque
es imposible que nuestras familias permanezcan enojadas ... Á nosotros
corresponde reconciliarlas.... ¿No quiere usted?

--¡De todo corazón!

--Al menos, debemos conocer las causas de sus diferencias ... Usted
parece mejor informada que yo....

--No, señor.

--Entonces, ¿quién nos dirá la verdad?

--¡Yo!, dijo detrás de los jóvenes una robusta voz. Y al mismo tiempo la
señorita Guichard, surgiendo de la espesura desde donde escuchaba hacía
un momento á Mauricio y á Herminia, apareció majestuosa y terrible.

--¡Mi tía!, exclamó Herminia aterrada. Y levantando los brazos con
ademán desesperado, tomó la fuga y desapareció, ligera como una corza,
por el extremo de la alameda.

Mauricio, esforzándose en aparecer tranquilo, quedó solo en presencia de
la señorita Guichard. Sin embargo, se creía algo en ridículo, al pie del
muro y con el sombrero en la mano, y pensaba: "Debo parecer un mendigo
pidiendo limosna" ... Pero tuvo una agradable sorpresa.

--Puesto que usted, caballero, tiene curiosidad de saber lo que nos
tiene divididos al señor Roussel y á mí, va usted á oírlo. Más para tal
confidencia el sitio me parece incómodo, aunque sea usted quien le ha
elegido. Tenga, pues, la bondad de seguir la tapia hasta la verja y allí
me encontrará usted para abrírsela.

Y con la mano le indicó la dirección que debía tomar, aunque él la
conocía muy bien, y descendió del terraplén. Al dirigirse hacia la
verja, Clementina se preguntaba: "¿Qué hará? He visto en su mirada la
idea de huir y no volver. Si se marcha, se acabó el episodio; no le
volveré á ver jamás. Si viene ... ¡entonces, nos veremos, señor Roussel!
Es tu bien más querido, y voy á tratar de quitártelo."

Mauricio, andando por el camino, pensaba: "Mi tutor me ha prohibido
entrar en su casa y verla y me veo obligado á desobedecerle. Si emprendo
la carrera y huyo sin tambores ni trompetas, no obraré con política,
aunque sí, acaso, con prudencia. Pero de este modo quedaría en ridículo
... ¿Qué pensaría de mí la Virgen del bordado? Me tomaría por un lacayo,
por un don Juan de villorrio, que intenta emprender intrigas con las
jóvenes por encima de las tapias, y no la volvería á ver! ¡Vamos, pues!
Á mal tiempo, buena cara. Salgamos de este mal paso lo más correctamente
que sea posible."

Al llegar Mauricio á la verja, se abrió el postigo y la señorita
Guichard, muy amable, dijo:

--Entre usted. Le encuentro con mejor salud que la primera vez, por lo
que me felicito.

--Y yo se lo agradezco á usted, porque á sus buenos cuidados lo debo,
señora....

--Llámeme usted "señorita" dijo Clementina con aire majestuoso.

--Pues bien, señorita, acentuó Mauricio, usted ha sido tan buena, para
mí....

--Y no lo siento, dijo Clementina, admitiendo el elogio, aunque usted
sea singularmente emprendedor y merezca severas reprensiones ... ¿Es el
señor Roussel quien le ha enseñado á hablar con las jóvenes sin el
consentimiento de sus padres?...

--El señor Roussel no me ha dado más que buenos ejemplos, dijo
dulcemente Mauricio, y confieso que si él me hubiera encontrado donde
estaba hace un momento, hubiera sido, sin duda, menos indulgente que
usted....

--¿Porque se trataba de mi sobrina?

--Porque se trataba de una señorita, á las cuales él me ha enseñado que
se debe respetar infinitamente.

--Vamos, pues ... Puesto que usted mismo se acusa ... yo estoy
desarmada.

--Contra mí, dijo Mauricio sonriendo; pero contra mi tutor....

--¡Él! Eso es otra cosa ... Yo tengo el deber de defenderme.

--Pero, ¿es usted atacada?

Hablando así, habían entrado bajo el emparrado, y se sentaron.

--¡Atacada! replicó la señorita Guichard. Hace veinte años no he dejado
de serlo ... Puedo decir que las únicas penas de mi vida han venido del
señor Roussel.

--Señorita, dijo Mauricio con estupor, no puedo suponer que usted me
engañe, ... y sin embargo, lo que me está contando es tan extraño, tan
inverosímil ... Hace veinte años que estoy al lado del señor Roussel y
es esta la primera vez que oigo hablar de tales disensiones. Mi tutor no
me ha dicho jamás una sola palabra y nada indicaba en su actitud un
hombre turbado por las combinaciones de una guerra intestina ... Sí, su
espíritu estaba libre....

--¿ Cree usted que Herminia....

--¡Ah! su sobrina de usted se llama Herminia?... interrumpió Mauricio.

--Sí, señor ... ¿Cree usted que esta niña ha podido sospechar algo? La
he ocultado cuidadosamente mis tristezas y mis temores, como el señor
Roussel disimulaba delante de usted sus agitaciones....

--Pero, Dios mío, señorita, ¿por qué esa hostilidad? ¿Qué son ustedes
el uno para el otro?

--Somos primos hermanos y hemos estado para casarnos.

Mauricio no encontró una sola palabra que responder. En su pensamiento,
asociaba la sonriente bondad de Roussel con la sequedad angulosa de la
señorita Guichard y no se daba cuenta de la posibilidad de una unión
entre estos dos seres tan poco á propósito para entenderse. En verdad,
comprendía que se hubiesen repelido, como los elementos afines de la
electricidad, y adivinaba qué sacudidas habían debido producir esas
corrientes encontradas.

Clementina, viéndole absorto, continuó sus explicaciones, en las que
siempre se adjudicaba la mejor parte. Pintó su corazón herido por el
abandono de un hombre á quien amaba y á quien su tío la había destinado
desde la infancia. No habló de sus pretensiones, de sus calumnias, de
sus maldades ni de toda aquella guerra de alfilerazos que había hecho al
pobre Roussel. No; la víctima era ella; inocente y dulce criatura
abandonada por un prometido infiel é ingrato. Se mostró llorosa como
Dido después de la partida del hijo de Anquises; pero ella no había
subido ¡ay! á la pira fatal, sino que había consumido su vida en las
penas. Una reclusión completa había sido la consecuencia de la cruel
decepción experimentada. Había renunciado al mundo y llorando su perdido
porvenir se había consagrado á la educación de Herminia, su hija
adoptiva, que era la sola alegría de su soledad.

Escuchando á la señorita Guichard, Mauricio pensaba: "¿Será posible que
mi tutor se haya mostrado tan duro con esta pobre mujer? ¡Cómo!
¿tiernamente amado, la abandonó? ¡Quién pensara, al verle ahora con su
cara rubicunda y sus cabellos blancos, que en otro tiempo había hecho
desgraciadas! No era muy seductora su prima Clementina ... pero, después
de todo, la palabra es palabra. Si esta mujer me contase la verdad ...
¿Y cómo no? el telegrama enviado desde Liverpool, prohibiéndome volver á
casa de la señorita Guichard, prueba la aversión que mi tutor dedica á
su exprometida ... ¿Qué habrá pasado entre ellos? ¿Y por qué, sobre
todo, no me ha hecho jamás la menor alusión á todas estas historias?
¿Será eso una prueba de que es suya la falta? ¡Sería entonces la única
de su vida!"

Esta disculpa en favor de su tutor alivió á Mauricio, que hacía un
momento se estaba haciendo aliado de Clementina y no bastante defensor
de su padre adoptivo. Clementina decía:

--Usted juzgará de mi emoción cuando esta carta caída de su bolsillo y
que está firmada por el señor Roussel, me reveló quién era usted....

--¿Luego usted me conocía? preguntó ligeramente Mauricio.

--La naciente celebridad de usted no me permitía ignorar su nombre.

--El pintor se inclinó ruborizándose.

--Lo poco que yo valgo se lo debo al señor Roussel.

--¡Tiene tanto gusto y tan admirable inteligencia! exclamó Clementina
con una admirable hipocresía. ¡Ah, señor! Era muy seductor, cuando
joven; ¿cómo no había de agradar? Yo no quiero que mi sobrina sea tan
desgraciada como yo ... Ahora que nos hemos explicado, no vuelva usted
más, caballero ... Todo nos separa....

--Pero, señorita ... dijo Mauricio en tono de protesta y muy molestado.

--¡Oh! no se defienda usted ... Es encantadora y sé lo que usted piensa
de ella. Les escuchaba hace un momento cuando usted la hablaba al pie
del terraplén. Todas las dulzuras que usted la dedicaba me recordaban
los artificios en que yo misma me dejé coger!... Si usted ama á
Herminia, pierde el cariño de su tutor ... Vea, pues, si no es mejor que
no vuelva usted jamás....

--Déjeme usted al menos hablarle ... explicarle.... dijo Mauricio con
calor, sin observar que, muy diestramente, le acababan de entregar
Herminia.

--¡No, nada, no vuelva usted! Es usted un amable joven y si ella le
volviese á ver, ¡sabe Dios lo que podría suceder á esta niña, de corazón
tan sencillo y tan puro!...

--Pero, señorita, mi tutor tiene por mí una intensa afección y estoy
seguro de que conseguiría vencer sus prevenciones....

--¿Usted lo cree? ¿Es usted un hombre honrado?

--¿Y puede usted dudarlo?

--No lo dudo y la prueba es que le autorizo para quedarse ... ¡Qué
dicha, el poder acogerle sin desconfianza! Usted me agradó desde el
primer momento ... No diga usted ni una palabra á Herminia ... No le
permito hacerle la corte sin que el señor Roussel haya dado su
consentimiento.... Pero comerá usted con nosotras y observará que no
somos tan malas personas.... ¡Herminia!

La Virgen del bordado, viendo que la conversación se prolongaba y
devorada por la curiosidad, había tomado el partido de dejar ver el
extremo de su traje blanco por el otro lado del vallado. Á la llamada de
su tía, se acercó llena de emoción y por eso mismo más encantadora ...
Y Mauricio, perdiendo en su presencia la poca resolución que le quedaba,
olvidó las órdenes de su tutor y entró en aquella casa de la que hubiera
debido huir.

Al día siguiente, Mauricio tuvo ocasión de acabar el cuadro y el boceto,
porque tenía en el pensamiento, clara y precisa, la deliciosa cara de
Herminia. Trabajó todo el día con ardor, pero sin alegría, porque, en el
fondo, estaba descontento de sí mismo. "¿Cómo explicar á mi tutor lo que
ha pasado? se decía; y ¿cómo va á tomar mi desobediencia? ¡Ah! si
conociese á Herminia, me comprendería y me disculparía! Pero no conoce
más que á la señorita Guichard y es fuerza confesar que no es lo mismo
... Y, sin embargo, no es mala esa mujer. Lo peor que tiene es aquel
aire tan hombruno; ... eso será lo que habrá alejado á mi tutor. Y,
¡diablo! ¡él era un buen mozo cuando joven, á juzgar por sus retratos, y
el rompimiento debió ser penoso para la tierna Clementina, que le
quería!... ¡Oh!, de veras. Mi tutor creía que en esa casa me hablarían
mal de él y esto le contrariaba. ¡Como si todo cuanto pudieran decirme
fuese á hacerme olvidar sus bondades! Aunque fuera un monstruo, no por
eso habría dejado de ser mi segundo padre.

Por la noche, la soledad de la casa y el silencio del campo le
fastidiaron y se fué á París. Entró en un teatro; encontró insípida la
obra que se representaba, á pesar de que llevaba doscientas
representaciones, y volvió á Montretout en el último tren. Dormía
profundamente por la mañana, cuando la puerta de su cuarto se abrió
bruscamente y entró el señor Roussel diciendo:

--¡Soy yo! ¡Cómo, perezoso! ¿estás todavía en la cama? Ven á abrazarme.

Mauricio no se lo hizo repetir. Saltó al suelo y estrechó á su tutor
entre sus brazos.

--Vamos; vístete, dijo Fortunato; vas á coger frío.

--Pero, ¿cómo es que llega usted tan de mañana?

--Tomé el vapor ayer por la tarde; he corrido toda la noche en
ferrocarril y aquí estoy.

--Pero debe usted estar muy cansado....

--Nada, absolutamente. Hablemos de ti.

Durante este tiempo, Mauricio se había vestido.

--Pasemos á tu estudio y estaremos mejor que aquí, dijo Roussel.

Cogió al joven por el brazo, apretándoselo tiernamente, dichoso por
tenerle allí, como si hubiera abrigado el temor secreto de no
encontrarle en su casa al volver. Llegados al estudio, se sentó, sin
haber examinado los lienzos puestos en el caballete, como tenía por
costumbre, y dijo, mirando á su hijo adoptivo:

--Cuéntame con detalles tu accidente y tus aventuras con la señorita
Guichard.

--El accidente es de los más sencillos y de los más estúpidos ...
Imagine usted que fuí cogido en una calleja por una cabalgata de
horteras y atropellado antes de haber podido guarecerme.... Tenía la
frente contusionada y dislocado un hombro, cuando el jardinero de la
señorita Guichard me vió sin conocimiento en medio del camino.... La
señorita Guichard me hizo transportar á su casa y me cuidó perfectamente
... No hay más.

--¡No hay más!, murmuró Roussel en tono de sospecha.

--¡Nada!

--Entonces ¿has visto al monstruo mismo?

--Un monstruo nada feroz, dijo Mauricio riendo.

--¡Diablo! ¿Cómo te las has compuesto?... Pero, sin duda, ella no te
conocía cuando te acogió é ignoraba el vínculo que nos une.

--Es verdad que, en cuanto lo supo, su actitud cambió completamente.

--¡Ah! ¿Lo ves? exclamó Roussel triunfante.

--Sí; pero si cesó de venir á mi cuarto, siguió teniéndome en su casa y
sus atenciones, dignas de todo agradecimiento, no se interrumpieron....
Acaso permaneció alejada por delicadeza.

--¿Por delicadeza? ¡Ah! Decididamente, no la conoces. Sería menos
peligroso tratar de aprisionar leones ó tigres, que vivir en buena
inteligencia con ella ... ¡Oh! ya veo que se ha hecho de miel contigo;
cuando quiere, sabe ser amable.... pero eso es imposible que dure ... yo
lo sé bien.... He tratado de domarla durante seis semanas y tuve que
apelar á la fuga ... ¿Te habrá dicho que soy un bandido, eh?

--Todo lo contrario. Me ha contado que le había amado á usted mucho ...
Y por su actitud, por el tono con que me hablaba, juraría que aún....

--¡Calla, desgraciado! interrumpió Fortunato con un ademán de horror.
Gracias á Dios esto libre de ella y el diablo mismo no me haría ponerme
voluntariamente en su presencia ... ¡Calla! ¿has cambiado la cabeza de
tu desposada?

Roussel, paseándose de arriba abajo, en la agitación que le producían
aquellos recuerdos, se había detenido delante del cuadro empezado por
Mauricio antes de su partida y miraba con atención la figura que
representaba á Herminia.

--Sí, dijo Mauricio; me ha parecido que el rubio estaba mejor en la
escala de los colores: el moreno resultaba brutal.

--La fisonomía es encantadora. ¿De qué modelo te has servido?

--De ninguno: está hecho de imaginación....

--¡Ah! Pues no es esa tu costumbre....

Se calló. Acababa de ver el estudio de la virgen del bordado y le
examinaba con aire cuidadoso. De una ojeada había reconocido el
terraplén de la quinta del tío Guichard, en el que había jugado durante
toda su infancia. Y en aquella joven inclinada hacia la callejuela y
rodeada de follaje, volvía á encontrar á la desposada cuya cara había
cambiado Mauricio por un repentino capricho. ¡Una extraña coincidencia,
verdaderamente, y muy á propósito para alarmar á Roussel! Éste
permanecía delante del lienzo, no atreviéndose á volverse por no mostrar
á su hijo adoptivo su cara sombría, pero viendo, sin embargo, que era
necesaria una explicación. Por fin, se armó de valor, y dijo:

--¿Es nuevo este boceto?

--Sí, padrino; he emprendido este cuadrito después que usted se marchó.

--Es la misma cabeza de la desposada ... ¿También de imaginación?...

Levantó la frente y clavó su mirada en los ojos de Mauricio. El joven se
sonrojó un poco y dijo sencillamente:

--No he mentido á usted nunca y no he de empezar á mi edad ... Esta
cara es la de la sobrina de la señorita Guichard.

--¿Ha venido aquí? preguntó Roussel con violenta angustia; ¿la has hecho
entrar en mi casa?

--No; no ha venido; he hecho este retrato de memoria....

--¡De memoria! repitió Fortunato moviendo la cabeza. ¿Cuántas veces la
has visto entonces?

--Dos veces.

--¿Dónde?

--La primera en el terraplén, tal como usted la ve en este boceto ... Su
graciosa silueta me pareció que encuadraba bonitamente en el follaje....
Había en esto un precioso asunto ... La pinté de memoria y después, como
la cabeza no me satisfacía....

--¡Has vuelto!

--Sí, padrino; y esta vez, estando hablándola, fuí sorprendido por la
señorita Guichard....

--Que te echó una reprimenda ... Yo en su lugar....

--Nada de eso; que me rogó que entrase, se explicó muy cordialmente
conmigo, me acogió con gran benevolencia ... y después....

--¿Y después? repitió Fortunato estremeciéndose.

--Y después, me hizo quedarme á comer.

--¿Has comido en su casa?

--Antes de ayer.

--No te ha hablado mal de mí; te ha acogido con benevolencia y te ha
convidado á comer, resumió Roussel ... ¡Ah! Hijo mío, todo esto es más
grave de lo que había previsto. Veamos; vamos á poner los puntos sobre
las íes, porque va en ello mi tranquilidad presente y tu seguridad en el
porvenir. Dímelo todo, como á un padre.... Esa joven ... encantadora si
es como tú la has pintado ... ¡Ay! sé muy bien cómo logras los parecidos
... esa joven ... ¿te ha gustado?

--¡Oh! sí, mi querido padrino, exclamó Mauricio con fuego. Si usted
supiera hasta qué punto es bonita, dulce, sencilla....

--¡Eh! todo lo que tú quieras ... un ángel.

--Un ángel, sí, padrino....

--¡Pero tiene el diablo á su lado! ¡Y no tendrás el ángel sin verte
obligado á cargar también con el diablo!... ¡Ah! querido hijo mío, tú
sabes cuánto te quiero y cómo te lo he probado desde hace veinte años.
Debes estar convencido de que si sólo se tratase de sacrificar mi reposo
á tu dicha, no dudaría ... Pero tener á Clementina por suegra ...
¡porque sería tu suegra! no habría en el infierno suplicio semejante.
Hay que haberla conocido joven para sospechar lo que debe ser ahora que
es vieja. Y su plan lo adivino ahora como si lo estuviera viendo ...
Quiere robarme tu cariño ... Ha puesto á su sobrina como un cebo para
cogerte en sus redes ... Sí, ya sé lo que me vas á decir; la sobrina es
encantadora ... ¡Al casarse con una joven, no se casa uno con su madre y
mucho menos con su tía! Pero estoy seguro de que Clementina tomaría sus
precauciones, que se impondría á la joven pareja ... ¿qué digo? que la
secuestraría y exigiría al marido que jurase vivir con ella ... Este es
el secreto de su buena acogida.... Ha visto en ti el yerno ideal ... Un
muchacho guapo, bien educado, rico y ya célebre y como remate mi hijo
adoptivo ... Su sueño es apoderarse de ti para que yo quede solo, á mi
edad, y me muera de pena en mi rincón, como un pobre perro abandonado.

Y hablando así el buen Fortunato se había enternecido. Su voz se perdió
en un sollozo y las lágrimas rodaron por sus mejillas. Ante esta pena
tan sincera del hombre que le había educado, Mauricio se abandonó á su
emoción: se abalanzó á Roussel, le estrechó entre sus brazos, le obligó
á sentarse en una butaca, se colocó en un taburete cerca de él, le cogió
la mano y, llorando también, dijo:

--Basta, mi querido padrino; ni una palabra más ... Usted no me conoce
... ¡yo, abandonarle! ¡Dejarle acabar su vida, que espero será todavía
muy larga, sin aprovechar la dicha de su continua presencia! ¿Cómo ha
podido usted pensarlo? ¡Preferiría renunciar á todas las mujeres de la
tierra, mejor que causar á usted una pena ... Usted llora, mi bueno y
único amigo, por mi causa.... Es la primera vez y será la última ...
Tranquilícese usted; jamás haré nada que le atormente ni que siquiera le
disguste; sería un ente desnaturalizado si pensase en otra cosa que en
complacerle. Los hijos deben obediencia á sus padres y usted es aún más
que un padre para mí, porque no es la naturaleza la que le ha hecho
serlo, sino su voluntad.... Yo soy su hechura moral ... No creo que haya
en el mundo lazos más fuertes que los de mi cariño y mi
reconocimiento....

Roussel lloraba todavía, pero al mismo tiempo se sentía dichoso, porque
veía la sinceridad con que hablaba Mauricio. Le abrazó con efusión y ya
ruborizado, el buen señor, por el egoísmo con que aceptaba la renuncia
de su querido hijo:

--Casi no la conoces, exclamó, y olvidarás fácilmente á esa joven ...
¡Bah! Ya buscaremos otra, aun más bonita y que no dependa de la atroz
Clementina ... Si tú supieras....

--No quiero saber nada; creo á usted bajo su palabra.

--¡Ah! eres un buen muchacho, dijo Fortunato con efusión, y en este
momento me pagas veinte años de ternura....

--Entonces, no se hable más del asunto, contestó Mauricio con afectada
calma y que se borre hasta el recuerdo de esta aventura.

Roussel y Mauricio volvieron á emprender su plan de vida ordinario, en
apariencia al menos, porque, en realidad se había producido entre ellos
una causa de molestia. El pintor no buscaba, como en otro tiempo, la
presencia de su padrino, é, instintivamente, Fortunato estaba retraído.
No podían hablarse sin reticencias y se veían obligados á reflexionar,
antes de emprender una conversación, á fin de asegurarse de que no había
de descarrilar del asunto principal, en desenvolvimientos peligrosos.
Ocupados incesantemente en dominarse, afectaban una tranquilidad que
estaba muy lejos de sus espíritus. No se atrevían á dirigirse mutuas
preguntas y se espiaban, temiendo sorprender en sus fisonomías la huella
de una inquietud, la prueba de una pena. Hubieran querido convencerse de
que habían renunciado, Roussel á sus prevenciones y Mauricio á su
amor.... Pero sabían que esto era imposible y ambos sufrían. Estos dos
seres que habían vivido tanto tiempo en una deliciosa intimidad, no se
veían ahora más que á las horas en que les era imposible evitarse; por
la mañana en el almuerzo y por la tarde durante la comida y de
sobremesa, y aun entonces estaban juntos con alguna inquietud. De este
modo, Clementina había conseguido introducir la turbación en casa de su
enemigo y envenenar su tranquila felicidad.




CAPÍTULO IV


EL ATAQUE Y LA DEFENSA.

Durante quince días Roussel sufrió valerosamente esta situación tan
nueva y tan penosa. Pensaba: "Es el primer momento; esto pasará. Un
nuevo capricho seguirá al actual y ya no habrá cuestión. Podremos
entonces respirar, lejos de la horrible Clementina, y vivir en paz."
Pero sus esperanzas optimistas no se realizaron. ¿Era que Mauricio
estaba más seriamente enamorado que lo que había dicho? ¿Era que la
violencia hecha á sus sentimientos había aumentado su fuerza en vez de
disminuirla? Mauricio cambiaba mucho, física y moralmente. Él, que era
la actividad misma, pasaba días enteros tendido en el diván de su
estudio, fumando cigarrillos. No cogía un pincel. El boceto de la
_Virgen del bordado_ y el cuadro de los _Desposados_ estaban vueltos
hacia la pared. Tenía en completo abandono los estudios empezados para
la decoración de la sala de actos de la alcaldía de Saint-Denis;
importante trabajo obtenido en buena lid, en un concurso en el que tuvo
por antagonistas á los más célebres pintores. Nada le interesaba. Estaba
sufriendo una crisis de desaliento y de disgusto.

Por la primera vez en su vida, Roussel le veía de este modo, lo que le
alarmaba seriamente. Disimulaba, sin embargo y no lo interrogaba,
temiendo una respuesta que abriese de nuevo el debate. Esperaba todavía
que "aquello pasara", pero veía que no "pasaba" jamás.

Por las tardes Mauricio salía solo con frecuencia. Las primeras veces,
Roussel le había preguntado: "¿Adónde vas?" y el joven le había enseñado
un álbum, y respondido: "Voy á buscar apuntes ..." Y no había invitado á
su tutor á que le acompañase y hasta, pareciendo temer que éste se lo
propusiera, casi se había escapado. Roussel no había repetido la
pregunta; pero un día en que el álbum de los croquis estaba sobre una
mesa, en ausencia del pintor, había levantado la cubierta, recorrido las
hojas y adquirido la certeza de que todas estaban inmaculadas. Entonces,
¿en qué pasaba Mauricio los días? ¿Habría faltado á su promesa y vuelto
á casa de la señorita Guichard? Roussel no lo sospechó siquiera; sabía
que era incapaz de faltar á un compromiso. Y sin embargo, ¿qué hacía?

Resolvió seguirle, y una tarde en que Mauricio había salido por el
camino de Saint-Cloud con el famoso álbum de las hojas en blanco,
Fortunato se dispuso á ir de lejos en su seguimiento. Pudo sin
dificultad no perderle de vista, porque el joven marchaba sin
desconfianza. Ni una sola vez se volvió y en el camino polvoriento, su
silueta se destacaba visible á quinientos pasos de distancia. Volvió
hacia la derecha; tomó un sendero de travesía que conducía al bosque y
una vez llegado á la espesura, se sentó, con el álbum sobre las rodillas
y permaneció más de una hora sin moverse, como si esperase á alguien,
pero nadie llegó. Salió de su abstracción y á paso lento, siguiendo su
paseo, se dirigió hacia la Celle-Saint-Cloud.

Fortunato se estremeció. ¿Se habría engañado? ¿Sería capaz Mauricio de
tanto disimulo? ¡Qué! ¿iría á casa de la señorita Guichard? ¡No!
imposible. Y, sin embargo, tomaba una dirección nada dudosa hacia una
plazoleta en la que desembocaba la callejuela donde el joven había sido
atropellado. Pero Mauricio, en vez de apretar el paso, como aquel á
quien se espera, le acortaba. Dobló la esquina de la calleja y allí se
detuvo su tutor. Mauricio avanzó hasta que pudo descubrir el terraplén
de la quinta y allí, oculto detrás de una espesura de madreselvas que
brotaban en la cerca de un jardín, esperó.

Desde su puesto de observación, Roussel le veía mirar con insistencia
hacia la finca de la señorita Guichard. Y hasta le veía la cara lo
bastante para notar su profunda tristeza. ¿Esto era, pues, el objeto de
sus paseos misteriosos? Venía á contemplar el sitio donde había visto
por primera vez á Herminia. Esperaba verla de lejos si pasaba por la
alameda de las ramas colgantes. Acaso ella se mostrase tan triste como
él y entonces, esa identidad de sentimientos sería un alivio para su
pena. Y el curtido corazón de Fortunato se apretó al recibir esta prueba
de la pena efectiva y devoradora del hijo á quien amaba tan tiernamente.

Una gran melancolía se apoderó de él. Presintió que estaba destinado al
más cruel de los sacrificios; el de la tranquilidad de sus últimos días.
Vió que no podría dudar entre su dolor y el de Mauricio. Estimó que no
era justo aceptar el sufrimiento de aquella juventud como precio de la
quietud de su vejez. No había igualdad entre la vida del uno, en su
aurora, y la del otro, en su ocaso. Por último, temió que Mauricio le
juzgase egoísta y tuviese de Clementina mejor opinión que de él y quiso
demostrar la diferencia que había entre ellos y hacer apreciar su
abnegación comparada con la inflexibilidad de la señorita Guichard.

Mauricio dejó su sitio lentamente y como á disgusto. Aquel día Herminia
no había aparecido en el jardín. Tomó de nuevo el camino del bosque, con
la cabeza baja y al llegar á la plazoleta, arrojó un grito ahogado y
palideció: su tutor estaba delante de él. El anciano estaba grave y un
poco pálido, pero su fisonomía y su actitud no acusaban enfado alguno.
Viendo á Mauricio perplejo, se adelantó sin hablar, le cogió
afectuosamente el brazo y marchó á su lado en dirección á Montretout.

Después de algunos minutos de silencio, levantó la cabeza, miró á su
hijo adoptivo con dulzura y dijo con voz enternecida:

--Así pues, hijo mío; ¿_eso_ es más fuerte que tú? ¿Es absolutamente
preciso que la vuelvas á ver?

Á estas palabras tan afectuosas, tan verdaderamente paternales,
Mauricio, conmovido, balbuceó con voz alterada:

--¡Oh! mi querido padrino, perdóneme usted, pero ¡es tanta mi pena!...

--Vamos, hijo mío; has hecho lo que has podido, bien lo veo; á mí me
toca hacer el resto.

--¡Padrino mío!...

--¿Acaso has creído que te he criado como lo he hecho, durante veinte
años, para cambiar de repente, el mejor día, y hacerte desgraciado? ¡No,
no! Te quiero para ti mismo y no para mí y no puedo soportar la idea de
que alimentas una pena que una palabra mía puede disipar.

--¡Oh! pero yo no aceptaré que usted tenga el menor disgusto por mi
causa, interrumpió Mauricio con energía. Soy un cobarde por no haber
sabido soportar mejor esta decepción. Pero yo daré buena cuenta de mi
debilidad ... Hace mucho tiempo que estoy proyectando un viaje á España
... Partiré ... partiremos juntos.

--¡No!, dijo tristemente Roussel; porque llevarías contigo el recuerdo
de Herminia y serías aún más desgraciado estando lejos de ella ... Y yo
tendría la doble tristeza de verte sufrir y de pensar que sufrías por
ser yo un egoísta ... Lo que me impedía dejarte en libertad de amar á
esa muchacha, que es sin duda adorable y buena....

--¡Ah! mi querido padrino; si usted hablase con ella solamente un cuarto
de hora, estaría usted seguro de ello. La dulzura de su voz, la gracia
de su mirada, todo atestigua un corazón exquisito.

--Yo creo que si tú te has puesto á amarla tan deprisa y tan fuerte,
dijo Fortunato sonriendo, es que tiene un encanto irresistible.

--Y con todo eso, es tan modesta, tan bien educada....

--¡Oh! no se parece á Clementina ... Pero te decía que me había
contenido el temor de que fueses víctima de la señorita Guichard, como
lo he sido yo ... He pensado mucho en todas estas cosas desde que volví
de mi viaje y he adquirido la certidumbre de que podrás escapar al
peligro. ¿Qué es lo que tú quieres, en suma? Una mujer y no una fortuna.
Y bien; cásate con Herminia, y si la señorita Guichard te atormenta,
coges á tu mujer del brazo y te la llevas. Tú serás siempre
independiente. Así pues si Herminia te ama....

--Me amará.

--¡Debe amarte ya! Pero la señorita Guichard estará, de seguro, furiosa
por no haberte visto desde hace dos semanas. Va á ser preciso jugar mano
á mano con esa buena pieza. ¿Estás dispuesto á seguir el plan que te voy
á trazar?

--Ciegamente.

--Pues bien, escucha. Si cometieras la imprudencia de presentarte mañana
en la Celle-Saint-Cloud, con el aire radiante y diciendo á Clementina:
"¡Heme aquí! Mi tutor consiente en que me case con su sobrina de usted;
¿quiere usted concederme su mano?" puedes estar seguro de que te
pondrían en la puerta con todos los honores debidos á tu posición de
hijo adoptivo de un hombre execrado. Será, pues, necesario que te
presentes con cara de contricción y de inquietud, que pidas hablar en
secreto con la señorita Guichard y que cuentes que te he sorprendido
yendo á su casa y que ha habido entre los dos una escena violenta, cuya
conclusión ha sido este _ultimátum_ formulado por mí: romper toda
relación con mi enemiga ó abandonar mi casa.

--¡Cómo! ¿Será preciso abandonar á usted?

--Durante el tiempo necesario para las capitulaciones y hasta el
matrimonio. Si Clementina te viese continuar viviendo conmigo, como es
lista, sospecharía alguna astucia y te daría que sentir. La única
probabilidad de éxito que tienes con ella es aparecer enfadado conmigo y
que sea yo el condenado á sufrir. De este modo te acogerá como á un
aliado, porque, es triste decirlo, pero ella no entrega su sobrina á un
buen muchacho capaz de hacerla feliz, sino á un hijo ingrato que pone en
peligro la dicha de mi vida. No protestes; yo sabré, naturalmente, á qué
atenerme y la apariencia de la falta bastará. Tú, continuarás amándome
tanto más cuanto más grande te parezca mi sacrificio. Pero no dejes
sospechar nuestro convenio ni demuestres cariño hacia mí: el día en que
Clementina no vea en ti un instrumento de rencor, te odiará y todo se
habrá perdido.

--Pero ¿después?

--¡Oh! Después ... después será cuando empiecen las verdaderas
dificultades. Tendrás que mostrarte lleno de deferencia por la señorita
Guichard. Si no haces causa común con ella contra mí, si confiesas una
reconciliación con tu tutor, el diablo se desencadenará y entonces
sabrás á ciencia cierta lo que es esa señora ... Porque, amigo mío,
ahora no puedes juzgarla ... no la conoces.

--Es usted tan bueno, dijo Mauricio con alguna indecisión, que me voy á
atrever á dirigirle una pregunta verdaderamente arriesgada ... Llegado
el caso, ¿consentiría usted en reconciliarse con la señorita Guichard?

--¡Consentiré en todo para hacerte dichoso! Pero no te hagas ilusiones;
es á Clementina á la que habrá que decidir. Yo jamás le he hecho nada
malo, si se exceptúa el no querer llamarme barón de Pontournant y
dejarla para vestir imágenes.... No puedo hacer más que ofrecerme á
estrechar su mano ... Y te doy mi palabra de que tendré ese heroísmo....

--Entonces todo saldrá á pedir de boca. Usted exagera su rencor. La
edad ha amortiguado los fuegos de su cólera ... Se ha calmado mucho.

--Eso me asombra ... El vino gana en sabor al hacerse viejo, pero el
vinagre, por el contrario, aumenta en acidez ... Y la acidez de
Clementina.... Cuando la conozcas, verás lo que es bueno.

--¡Padrino mío!

--No; no lo digo para retirar mi promesa. Estoy decidido, pero sé á lo
que me comprometo. Hace veinte años, retrocedí ante el abismo; ahora me
arrojaré á él. ¿No hubo en Roma un ser sublime llamado Curtius que se
echó armado en una sima para apaciguar á los dioses?

--Sí, padrino mío; ese fué el asunto de mi primer concurso para el
premio de Roma.

--Pues bien ¡yo imitaré á ese mártir! Pero, cuando esté en el fondo, ¿no
me dejarás solo?

--Seremos dos para acompañar á usted, para amarle.

--Entonces, corriente. Dame hoy doble ración de ternura, porque desde
mañana viviremos separados ... ¡Así lo exige la política!

Habían llegado á la verja de la quinta de Montretout; entraron y pasaron
la velada haciendo proyectos para el porvenir.

Al día siguiente, como había dispuesto Roussel, Mauricio se presentó en
la Celle-Saint-Cloud y fué recibido sin dificultades. Introducido en el
salón, tuvo que esperar algún tiempo. Sin duda la señorita Guichard
quería tomarse tiempo para pensar lo que iba á decir y acaso también
enseñar á Herminia adornada con elegante sencillez. Sin embargo, la
dueña de la casa apareció sola y avanzó con la frente oscurecida por una
nube.

--Celebro infinito ver á usted, señor Aubry, dijo con voz bastante
firme. Sin duda ha estado usted enfermo, porque hace quince días que no
sabemos de usted.

--Dispénseme usted, señorita, pero no he estado enfermo.

--¡Ah! exclamó Clementina con severidad amenazadora. Entonces habrá
usted estado ausente.

--No, señorita; he estado en Montretout....

--¿Tan cerca?, dijo expresando una áspera ironía. Entonces, ¿qué le ha
impedido á usted venir?

--He tenido vivos disgustos ... disgustos de familia ... Mi tutor ha
vuelto y....

--¿Y qué?... interrogó Clementina, devorada por una ardiente curiosidad.

--Y se han producido entre nosotros algunas dificultades....

--Las palabras salían penosamente de la boca de Mauricio. Era preciso
que amase mucho á Herminia y que su padrino, en el momento de salir, le
hubiese recomendado de nuevo el disimulo, para que se decidiese á mentir
de aquel modo. Pero no le fué necesaria mucha habilidad. En un instante,
la actitud de la señorita Guichard había cambiado. Su violencia
desapareció, las nubes de su frente se disiparon y con la faz radiante,
sonrió á Mauricio como á un amigo. Le tomó la mano, le atrajo hacia ella
en un canapé y exclamó, con los ojos brillantes de alegría:

--¡Pobre joven! cuénteme usted eso.

Mauricio contó lo que había convenido con Roussel y pudo comprender en
la triunfante exaltación de Clementina hasta qué punto su padrino le
había dicho la verdad. Sí; el móvil único de la señorita Guichard era su
rencor implacable; todo estaba subordinado en su existencia al deseo de
hacer mal á Fortunato. Era esto tan evidente, tan claro, que á Mauricio
se le pasaron ganas de levantarse y exclamar: "Todo lo que estoy
contando es falso de la cruz á la fecha. Mi padrino es el mejor de los
hombres y antes que causarme la más pequeña pena está dispuesto á
olvidar lo que usted le ha hecho y á reconciliarse con usted."

Pero no tuvo tiempo. La señorita Guichard se levantó, llamó y dijo al
criado: "Ruegue usted á la señorita Herminia que venga." Esta sencilla
frase borró los escrúpulos de Mauricio. Pensó que iba á ver á la Virgen
del bordado y que podría acabar su boceto del natural. El amor al arte,
su ternura por Herminia; todo iba á ser satisfecho al mismo tiempo.
Bendijo mentalmente al hombre que le proporcionaba todas estas
satisfacciones y juró indemnizarle del esfuerzo que le habría costado el
resignarse. Precisamente la señorita Guichard se volvía hacia él con
complacencia y le decía con énfasis:

--Olvide usted el mal proceder de un hombre egoísta. Yo le devolveré la
afección que él le retira.... y usted encontrará en mi casa, cerca de
mí, la compensación de sus cuidados....

Una última sacudida de su honradez indignada estuvo á punto de
apoderarse de Mauricio ... Ya abría la boca para responder: "No necesito
compensaciones y usted sería incapaz de amar á nadie, ni á su sobrina,
como yo soy amado por mi tutor."

Pero entró Herminia, rubia, sonrosada, fresca, sonriente; y todo quedó
olvidado.

El plan formado por Roussel resultaba, por otra parte, en todas sus
partes, y Mauricio, con el egoísmo natural del hombre, gozaba tan
plenamente de su dicha como su padrino tenía el corazón á la vez
satisfecho y desgarrado. Sin embargo, el joven no olvidaba al que se
había sacrificado por él y le escribía largo y tendido todas las tardes
al volver á París, después de haber comido en la Celle-Saint-Cloud,
porque comía todas las tardes con su futura, hasta tal punto temía
Clementina que se le escapase su prisionero. Sus cartas estaban llenas
de noticias sóbrela actitud de Clementina, sobre sus palabras, sobre la
gracia y la bondad de Herminia. Roussel respondía dando instrucciones á
su hijo y recomendándole prudencia y, sobre todo, discreción. Jamás se
permitía una palabra desagradable respecto de su enemiga; nunca una
crítica amarga. Desde el día en que Mauricio fué admitido en casa de la
señorita Guichard, Fortunato pensó, con mucha delicadeza, que convenía
poner en buen lugar ante su pupilo á una mujer con la que iba á estar
unido por estrechos lazos.

De vez en cuando, cuando se aburría mucho en Montretout, hacía una
escapada á París é iba á sorprender á Mauricio, por la mañana, en su
estudio. Llegaba con la cara radiante y las manos llenas de flores de
sus estufas; abrazaba á su querido hijo, le contemplaba, le acosaba á
preguntas y daba vueltas á su alrededor con inquieta ternura. Pero
prontamente veía que Mauricio no había dejado de quererlo y se iba
dichoso.

Tomaba precauciones, parque sabía que era espiado. En varias ocasiones
había sorprendido rondando su casa al primo Bobart, el confidente de
Clementina, y hasta le había visto seguirle á París. El darle esquinazo
no había sido más que un juego. Las robustas piernas de Fortunato habían
burlado fácilmente el espionaje del antiguo abogado. Preguntado Mauricio
acerca de este personaje había contado que Bobart iba con mucha
frecuencia á casa de la señorita Guichard. Una vez había llevado consigo
á su hijo, oficial de húsares y aspirante desahuciado á la mano de
Herminia. Pero ni el padre ni el hijo parecían peligrosos. Roussel, sin
embargo, ponía á su pupilo en guardia contra ellos.

--Mientras no hayas salido de la iglesia con tu mujer del brazo, le
decía, no habrán acabado las dificultades. Y realmente, entonces
empezarán de nuevo. Navegas entre escollos; no lo olvides. No sabes de
lo que es capaz Clementina. Es mujer que por una sospecha puede echarlo
todo á rodar el último día, en la alcaldía misma. Por mucho que
desconfíes, nunca será bastante.

Mauricio encontraba un poco pueriles tantas precauciones. Había dado un
largo paseo por el jardín con Herminia y sabía que podía contar con
ella por completo, porque también le amaba. Aquellos corazones se
habían entregado al mismo tiempo y no debían separarse jamás.

Una mañana, al llegar al estudio, Roussel encontró á su hijo más
contento que de costumbre y cuando le preguntó la causa, éste sacó del
bolsillo una carta y se la entregó. Era de Herminia, que llamaba á
Roussel "querido padre," le daba las gracias por su abnegación, le
prometía pagársela con su cariño, y le abrazaba, entretanto, de todo
corazón. El buen señor se enterneció al principio y aseguró que aquella
chiquilla era verdaderamente deliciosa, pero después reflexionó y acabó
por no aprobar que Mauricio la hubiese revelado su táctica. ¡Las mujeres
son tan charlatanas! ¿Podrían estar seguros de que, con la mejor
intención, no cometería Herminia alguna indiscreción, aunque fuese
ligera? Porque si Clementina vislumbraba solamente la verdad....

Esta vez Mauricio trató á su tutor de visionario y dijo que exageraba
verdaderamente el carácter de las personas. La misma señorita Guichard
estaba tan contenta con este matrimonio, que si ahora se le descubriese
la buena inteligencia de Mauricio y de su tutor, no cambiaría en nada
sus proyectos. Herminia y él estaban convencidos de que aquella
atmósfera de pura alegría había dulcificado su corazón y de que se
prestaría de buen grado á reconciliarse con Roussel.

Éste, ante una afirmación que no podía combatir más que por suposiciones
fundadas en su experiencia, movía la cabeza y respondía deseando que no
se equivocasen. De este modo llegó la víspera del gran día.

Por la tarde, después de una comida muy alegre, y en el momento en que
Herminia y Mauricio se disponían á bajar al jardín, la señorita Guichard
se adelantó hacia el pintor y le dijo:

--Querido hijo mío, desearía hablar cinco minutos con usted ... Herminia
me perdonará que le separe á usted de ella ... será la última vez ...
Anda, hermosa mía, ve á coger un ramo de rosas para Mauricio ... Cuando
hayas acabado, te le devolveré....

Herminia cambió una mirada inquieta con Mauricio y salió. Puestos en
presencia el uno del otro, el prometido y la tía se observaron un
momento. Ambos estaban sonrientes pero sus fisonomías aparecían un tanto
contraídas. La señorita Guichard tomó la palabra y dijo con voz firme:

--Mi querido Mauricio, henos ya en el día decisivo. Usted me hará la
justicia de reconocer que ni una sola vez le he hablado de mí y que no
he tenido otra preocupación que la dicha de ustedes dos. Conviene, sin
embargo, que tratemos á fondo un asunto importante; el de nuestras
relaciones en el porvenir. Usted sabe cómo he educado á Herminia y ve la
afección que tiene por mí. Su ausencia de mi casa produciría aquí un
vacío muy cruel y me atrevo á lisonjearme de que yo también haría alguna
falta á esa niña.... No quiero, sin embargo, ser obstáculo á la libertad
necesaria á dos jóvenes, ni interponerme entre vosotros ... He
reflexionado mucho en estos detalles, que no dejarán de tener influencia
en nuestra tranquilidad futura, y he aquí lo que voy á proponer á usted.
Acabaremos aquí el verano y el año que viene haré preparar vuestras
habitaciones y un hermoso estudio en el edificio donde están situados
los cuartos de los amigos ... Usted le conoce, porque allí fué donde
pasó la enfermedad producida por su accidente ... Estaréis, por tanto,
independientes, y yo gozaré de vuestra presencia.... Comeréis conmigo,
si así lo queréis, y recibiréis á vuestros amigos como si fueseis los
dueños de la casa ... Yo seré la que represente el papel de una invitada
... En París os ofrezco el entresuelo de mi casa de la calle de
Courcelles ... Yo vivo en el primero. Estaréis, pues, en vuestra casa,
en completa separación, si eso os conviene ... El estudio lo tendrá
usted donde guste, porque no le hay en la casa y, por otra parte, las
idas y venidas de los modelos podrían molestaros. Es mejor que ni su
mujer de usted ni yo nos encontremos con esas personas, ordinariamente
un poco ... libres ... Ya ve usted que soy un poco exigente, aunque no
lo parezca; mi pretensión se reduce á no separarme por completo de mi
sobrina y gozar también un poco de vuestra dicha.

Hubo un momento de silencio.

--¡Y bien!, continuó Clementina, ¿no responde usted? ¿Qué le sucede?
¡Parece usted estupefacto!

Mauricio lo estaba, en efecto. El exordio lleno de precauciones de
Clementina le había hecho inundarse en sudor frío, porque había previsto
complicaciones horribles. Pero la exposición de aquellas pretensiones,
después de un miedo tal, le parecía de una moderación absoluta. Imbuído
en las prevenciones de su padrino, esperaba que la señorita Guichard
intentaría acapararle enteramente, tenerle en tutela, convertirle en una
especie de cartujo privado. Y en lugar de tales medidas de rigor,
reclamaba modesta y casi humildemente que no se prescindiese de ella. El
tirano se metamorfoseaba casi en víctima. Negarla lo que pedía hubiera
sido conducirse como un hombre sin educación y sin delicadeza. No
pensaba que consentir en habitar la Celle-Saint-Cloud en verano, aunque
fuese en edificio separado, y en invierno en la calle de Courcelles, aun
en otro piso que Clementina, era consentir en la proscripción de
Roussel. Porque, sin una completa reconciliación, ¿cómo iba á poder
Fortunato ir á casa de la señorita Guichard para ver á sus hijos?

Mauricio, en la expansión de su alegría, no miraba tan lejos. Además
para él la reconciliación era segura; y como quiera que fuese, en casa
de la señorita Guichard ó en otra parte, la vida se le aparecía de color
de rosa.

--Estoy estupefacto, respondió, por la ingeniosa y práctica sencillez de
las combinaciones de usted.

--¿Le parecen á usted, pues, satisfactorias?

--Absolutamente.

--Entonces, ¿las acepta usted?

--Con muchísimo gusto.

--¡Ah! querido hijo mío; ven, quiero abrazarte.

--Y le estrechó en un abrazo vigoroso, y le plantó en cada mejilla un
beso sonoro. Si Mauricio hubiera estado en aquel momento capaz de
reflexionar, la ardiente alegría que la señorita Guichard demostraba, le
hubiera puesto en guardia contra la facilidad con que acababa de acceder
á las pretensiones de la despótica solterona; hubiera pensado que, para
empezar, el paso á que se lo obligaba era muy largo y que si el segundo
iba á ser del mismo tamaño, le conduciría infaliblemente á la
esclavitud.

Pero en aquel momento y gracias á la óptica especial del amor, la
señorita Guichard le parecía muy moderada. Al volver Herminia, con un
haz de flores entre los brazos, encontró á su tía y á su prometido
encantados el uno del otro y se regocijó cándidamente por su buen
acuerdo.

Clementina triunfaba y apenas podía contener los transportes de su
alegría. Una vez franqueado aquel desfiladero, cuyo ataque venía
preparando, hacía una semana, con habilidad consumada, no veía ante ella
obstáculo alguno. Mauricio, caído en su poder, gracias á la maga que lo
había encantado, estaba separado de Roussel y la empresa de odio
emprendida hacía veinte años recibía su complemento.

Roussel, con el cual pasó Mauricio la mañana, antes de ir á la
Celle-Saint-Cloud para firmar el contrato, no se engañó acerca del valor
de las concesiones que Clementina había arrancado tan diestramente al
joven. Se juzgó amenazado del modo más grave y comprendió que la mujer
que había dirigido contra él tan formidables baterías, no habría de
desarmarse como esperaban los jóvenes esposos. Pero tuvo el supremo
valor de callar sus inquietudes, por no aminorar la alegría de su hijo,
no queriendo ver ni una sola arruga en aquella frente radiante. Y para
estar más seguro de no ser causa de una complicación á última hora,
anunció á Mauricio que partía para el Havre.

--¿Pero volverá usted mañana por la mañana? preguntó Mauricio con algún
cuidado.

--Mañana por la tarde. Cuando estéis casados, me presentaré en casa de
la señorita Guichard según vuestro deseo, y haré cuanto sea posible para
asegurar la concordia general.

--Gracias, querido padrino, en nombre de Herminia y en el mío.

--¡Abrázame y que seáis dichosos!

--El padre y el hijo se estrecharon en un tierno abrazo con una efusión
extraordinaria. Y Mauricio partió para la Celle-Saint-Cloud, donde
Herminia y la señorita Guichard le esperaban para almorzar antes de ir á
la alcaldía.




CAPÍTULO V

DONDE LA VICTORIA SE INCLINA DEL LADO DE LA BONDAD.


En el hermoso jardín, cerca del terraplén que había sido testigo de sus
primeras palabras, Herminia y Mauricio se paseaban, bajo la bóveda de
árboles, mientras la señorita Guichard recibía á los invitados. El señor
Tournemine, muy felicitado por el precioso discurso que había
pronunciado el día anterior en la alcaldía, acababa de llevar á su
mujer, y faltaban los Chevalier, primos de Clementina por parte de
madre, los Bobart y los Truchelet, cuyo jefe, Eduardo Truchelet, miembro
del Instituto, es el gran profeta de las variaciones atmosféricas.

Cuando Truchelet publica en los periódicos y revistas científicas que el
mes de junio será lluvioso y el de diciembre glacial, no hay cuidado;
habrá una sequía excepcional y el invierno será benigno. Nunca se ha
hecho justicia á la memoria de sabio de Truchelet, y sin embargo, en
teoría, sus pronósticos son indiscutibles.

Bobart padre, antiguo abogado, acababa de hacer entrar al miembro del
Instituto en su terreno favorito, preguntándole qué influencia ejercía
el viento norte sobre el cultivo de los albaricoques en el centro de
Francia, y Truchelet, apoyado en la chimenea, se disponía á probar que
el descenso más ó monos rápido de la temperatura polar, produciendo
mayor ó menor calor en las corrientes submarinas, era causa de las
buenas ó malas cosechas en el país más templado de Europa, cuando la
señorita Guichard llamó á Bobart con un ademán y lo hizo acercarse á
ella.

Encontrándose libre, por primera vez desde por la mañana, quería
interrogar á su factótum.

--¿Cómo va la construcción de la tienda para el baile de esta noche?

--El patio está ya cubierto ... Los obreros del señor Belloir no tienen
que hacer más que clavar una tela en el suelo y arreglar las sillas ...
Se entrará por el jardín y por las ventanas del piso bajo ... Está muy
hábilmente dispuesto.

--¿Cuántas personas podrán estar sentadas?

--Por lo menos, doscientas.

--Perfectamente. La música del pueblo, ¿será exacta?

--Á los postres, es decir, á eso de las nueve, empezará á tocar.

--Seremos treinta y dos á la mesa. ¿Habrá espacio para todos?

El jefe de cocina asegura que cabrían cincuenta.

--Entonces, todo está bien.

--Tú triunfas; pero has jugado una partida muy arriesgada. Si ese joven
no hubiera sido tan fácil de conducir, hubieras podido sufrir alguna
avería ... Mientras que otro ...

--Tu hijo, ¿no es verdad?

--Sí, mi hijo; respondió Bobart con aire contristado.

--No agradaba á Herminia ...

--Si le hubieras dejado hacerle la corte ...

--¡Él se la ha hecho, sin pedirme permiso!

--¿Mi hijo? exclamó estupefacto el antiguo abogado.

--Sí, tu hijo, el oficial de húsares en persona. Y de tal modo, que se
ha permitido escribir á mi sobrina una esquelita, que Herminia me
entregó, naturalmente, sin abrir ... Está escrita con un buen estilo la
tal esquela ... Podrás leerla, si quieres ...

--¡Cómo! ¿Se ha atrevido?...

--Se ha atrevido. Y yo, sin decirte nada, para no disgustarte, mi pobre
primo, me atreví por mi parte á decirle que si no cambiaba de proceder,
le pondría en la puerta con todos los honores debidos á sus galones ...

--Puedes creer, respetable prima mía, que yo ignoraba ...

--Hubo un momento en que pensé que eras tú el que habías impulsado á ese
badulaque, pero la torpeza de su conducta me probó claramente que obraba
por su propia iniciativa. Yo no os quiero mal, Bobart. Bien sabes que os
profeso una antigua afección ... En resumen, la adopción de Herminia ha
destruído las esperanzas que tu hijo podía abrigar respecto de mi
herencia, y hace mucho tiempo que he resuelto reparar este perjuicio que
os causaba. En mi testamento he asegurado doscientos mil francos á tu
oficial de húsares ... Esto le consolará ...

Bobart, abrumado por esta liberalidad inesperada, se deshizo en
protestas; pero Clementina, con la autoridad de una soberana sobre su
vasallo, cortó aquellas expansiones entrando en un orden de ideas que le
parecía más interesante:

--¿Y hay noticias de Roussel esta mañana?

--Partió ayer, como te dije, por el ferrocarril del Havre ... Se ha ido
á digerir su fastidio en la orilla del mar ... Se ha dado el golpe
mortal ...

--Le permito vivir, declaró magnánimamente la señorita Guichard, á
condición de que, en adelante, permanezca en su puesto ...

--¿Y qué remedio tiene? Has cortado las garras á ese león y ya está
domado ...

--Han sido necesarios veinte años de lucha para llegar á ese resultado
... Pero no me arrepiento de mis esfuerzos.

¡Veinte años de lucha! Clementina llamaba lucha á la persecución que
había hecho sufrir al buen Fortunato y contra la cual ni una sola vez se
había éste rebelado. Una lucha á aquella serie no interrumpida de
vejaciones y de infamias, sufridas por su enemigo con la paciencia
inalterable de un hombre que se da cuenta del peligro de que ha escapado
y que se dice: "Habiendo evitado tal desdicha, puedo soportarlo todo con
resignación." ¡Al fin, la señorita Guichard le permitía vivir!

Y él estaba decidido á usar de ese permiso, porque apenas las últimas
palabras de la tía de Herminia se habían confundido con el hueco rumor
de las disertaciones de Truchelet, cuando entró un criado, se aproximó á
la dueña de la casa, é inclinándose respetuosamente, murmuró esta frase:

--El señor Fortunato Roussel pregunta si la señorita tendrá á bien
recibirle.

Un rayo cayendo sobre la casa; las palabras proféticas del festín de
Baltasar apareciendo en la pared en letras de fuego; el nivel del Sena
cambiando de repente y haciendo que el río se precipitase sobre el
jardín; el Presidente de la República apareciendo de pronto escoltado
por su cuarto militar para bailar en la boda de Herminia; ningún
cataclismo, ninguna manifestación divina, ninguna inverosimilitud
social, hubieran causado á Clementina un estupor semejante al que
sintió.

Sus ojos se abrieron inmensos; una llama subió á su frente; después se
puso pálida como una muerta y sus manos se abrieron y se cerraron en el
vacío. Quiso hablar y no pudo más que producir un ruido que lo mismo
expresaba alegría que terror.

Ya Bobart extendía el brazo para sostener á su respetable amiga, cuando
por un supremo esfuerzo de la voluntad, Clementina recobró su aplomo,
dominó á su cerebro y tomando una decisión, dijo:

--Hágale usted entrar en el saloncillo.

Y como Bobart, con la boca abierta, parecía pedir una explicación, le
dirigió una mirada fulminante y le dijo:

--¡Conque estaba en el Havre!

--Pero, mi bella prima ...

En los momentos críticos, Bobart tenía la costumbre de desarmar á
Clementina llamándola "bella prima." La lisonja hizo su efecto. Una
sonrisa altanera crispó los labios de la señorita Guichard; lanzó un
vigoroso suspiro que la libró de su opresión y dijo, mirando con
altanería á su primo aterrado:

--¿Crees que le temo? Ahora vamos á vernos los dos.

--Viene, sin duda, á pedir gracia, insinuó Bobart.

Este pensamiento conmovió á Clementina. Hasta entonces no había
imaginado más que un Roussel amenazador y terrible, avanzando armado de
derechos iguales á los suyos y reclamando su parte de afecciones, de
dicha y de esperanza, y en un momento se figuró un Roussel aniquilado,
vencido, aproximándose tímido, suplicante y dispuesto á consentir que se
pusiera sobre su cabeza un pie victorioso. Se estremeció de alegría y
haciendo un ademán de soberbia, contestó:

--¡Es probable! Viene á capitular ... Bueno, ¡vamos á ver!.. Sustitúyeme
con mis convidados y que nadie sospeche lo que aquí sucede.

--Vete tranquila.

Abrió la puerta y alta la frente, firme la mirada, entró en la
habitación donde esperaba Fortunato.

Éste estaba de pie cerca de la ventana y miraba á Herminia y á Mauricio,
que paseaban por el jardín. Ignoraban su llegada y, entregados por
completo á la dicha de verse juntos, marchaban con ese andar perezoso é
igual, propio de las parejas enamoradas. En verdad que el paso que
Fortunato daba en este momento era para él muy penoso, pero todo lo daba
por bien empleado al ver á los jóvenes tan plenamente dichosos.

La puerta, al abrirse, le hizo volver la cabeza. Clementina, majestuosa
y soberbia estaba delante de él.

Ambos se examinaron en silencio durante unos instantes. Ella le encontró
bien con su cabello blanco y rizado que servía de apropiado marco á una
cara llena y sonrosada. Tenía, como siempre, hermosa presencia y su
elegancia era propia de su edad. Con una amargura que no pudo vencer,
Clementina pensó: "No tiene trazas de haber sufrido mucho."

Roussel la saludó con sonriente cortesía y ella hizo una ligera y seca
inclinación de cabeza.

--He aquí, dijo, una visita que yo no esperaba y que más que
sorprenderme ...

--La vida no es más que una serie de sorpresas, mi querida prima,
respondió. Fortunato en tono amable; y seré feliz si ésta que te
proporciono te parece agradable.

--¿Te burlas?

--La ocasión no me parece bien escogida para eso.

--¡Oh! tu tacto y tu delicadeza me inspiran muy poca confianza.

--Enhorabuena, dijo Roussel riendo; veo que no has cambiado ... en lo
que se refiere al carácter, al menos.

--¿Te atreverás á dirigirme impertinencias en mi propia casa?

--¡No lo quiera Dios! mi querida prima. Eres siempre la misma en lo
moral, pero no en lo físico ... Has ganado mucho.

--Hazme gracia de tus piropos, dijo Clementina en tono más dulce, y ten
la bondad de decirme el objeto de tu visita.

Pues qué, ¿no es bastante visible? ¿Hacen falta explicaciones? Nuestros
hijos se han casado esta mañana, ¿no es este mi sitio en día semejante?
Sé las consideraciones que se te deben. Eres la madre de la desposada;
yo he servido de padre al novio; la boda se hace en tu casa ... y he
venido.

--Jamás ha existido lazo alguno de parentesco entre ese joven y tú ... y
después de la indignidad de tu conducta respecto de él, no tiene ningún
motivo de reconocimiento. Por consiguiente tu presencia no está
justificada y nos veremos en la precisión de evitarla.

Roussel no se movió.

--Es verdad, dijo, que en el primer momento, cuando supe por Mauricio
que so quería casar con tu sobrina, experimenté un vivo descontento
contra él y le obligué á abandonar mi casa. Pero, después he
reflexionado: la soledad es buena consejera. He pensado que, después de
todo, ese muchacho tenía el derecho de amar á quien quisiera y me he
resignado con tu sobrina. Mis informes han sido muy favorables á
Herminia, debo confesarlo; he cambiado de modo de pensar y me he
arrepentido de mi conducta con Mauricio. Apruebo su matrimonio, lo
reintegro en su situación de heredero, le devuelvo mi cariño y me
preparo á rivalizar contigo en ternura para la joven pareja.

--¡Dios mío! exclamó Clementina levantando los brazos con estupor; ¿qué
es lo que oigo?

--Lo que oyes, querida prima, es el lenguaje de la sana razón. Acaso
habías perdido la costumbre de oirle en los veinte años que hace que no
nos vemos, pero nunca es tarde para ceder á los buenos consejos. Ya ves
con qué confianza he venido á buscarte ...; os que, en realidad, no se
trata ya de ti ni de mí, sino de esos muchachos, que merecen ser
dichosos ...

--Nos pasaremos sin ti para su dicha como nos hemos pasado para su
matrimonio; llegas tarde. Cuando se quiere imponer condiciones es
preciso formularlas antes de firmar las capitulaciones. Hemos arreglado
nuestros asuntos sin ti y sin ti continuaremos, quieras ó no. ¡Está
bien! ¡He aquí un divertido personaje que viene á adjudicarse él mismo
su parte en una dicha á cuya preparación ha sido extraño! Tú has
prescindido de nosotros; no te conocemos.

--Pero yo os conozco todavía. Me he juzgado más firme de lo que soy en
realidad. He creído que podría vivir sin estar rodeado de las atenciones
á que estaba dulcemente acostumbrado y he visto después que me engañaba
y que moriría de pena en la soledad.

--Muere; no vemos en ello ningún inconveniente.

--Habla por ti, querida prima; pero no en nombre de Mauricio. Estoy
seguro de que bastará una sola palabra para hacerle venir á mí y con él
á su mujer.

Á esta afirmación la señorita Guichard se estremeció, porque veía su
verosimilitud. Toda su combinación estaba fundada en un resentimiento
que, gracias al rencor de que suponía animado á Roussel debía ser
definitivo. Y de repente, el que ella creía separado de Mauricio por
sentimientos que necesariamente debían irse agravando, se presentaba
calmado, sereno, con palabras de conciliación en los labios y prendas de
paz en las manos. Ni Mauricio ni Herminia podían ser rigorosos con él:
uno y otro iban á saltar de alegría á las primeras insinuaciones de
Fortunato; él obedeciendo á su antiguo cariño y ella seducida por la
novedad del personaje, serían conquistados sin remedio. Y ella,
Clementina, quedaba en descubierto, en el momento en que se creía
invulnerable, y era desposeída de sus más seguras posiciones por este
hábil movimiento envolvente del enemigo.

"No tengo, pensó, más que una probabilidad de salirme con la mía; buscar
querella á Fortunato, hacerle salir de sus casillas, obligarle á
pronunciar una palabra violenta y llamar en mi socorro á Mauricio y
Herminia, procurando que consideren mi causa como suya Entonces le pongo
en la puerta y todo se ha salvado." No bien formado por ella este plan,
empezó á ponerle por obra. Realmente, si la política es, como muchos
creen, el arte de embrollar las situaciones para hacer daño al
adversario y sacar provecho para sí mismo, la señorita Guichard poseía
estas cualidades en su esfera privada. Se volvió hacia Roussel y dijo
con áspera ironía.

--En resumen; ¿vienes guiado únicamente por el egoísmo? Me decías ahora
que no he cambiado ... ¡pues tú tampoco!

--Soy modesto y no me gustan los privilegios.

--Posees uno, sin embargo, y bastante raro; el de olvidar las injurias
... cuando te lo exige tu interés.

--¡Humildad cristiana!

--Pues yo te he conocido menos paciente.

--Se calma uno cuando envejece.

--Y, sin embargo, te he jugado muy malas partidas.

--Eres la única que las recuerda; yo las he olvidado.

--¿Y la tapia que he construído delante de tu jardín?

--Me ha proporcionado excelentes espaldares.

--¿Y el criado que tanto te convenía y que te quité á peso de oro?

--Empezaba á servirme mal.

--¿Y el descrédito que he arrojado sobre tus costumbres?

--¡Bah! No me ha disgustado pasar por un vividor.

--En fin; todo lo que he hecho en veinte años que hace que te aborrezco,
y que te lo pruebo, ¿ha sido perder el tiempo?

--No; porque ha servido para demostrar que no podías olvidarme.

--¡Eres un insolente!

--Y tú eres adorable.

Clementina se había avalanzado hacia él con la cara descompuesta, los
ojos inflamados y la mano amenazadora. Fortunato permanecía impasible y
sonriente. La solterona le miró un instante con extravío, preguntándose
si no era juguete de una pesadilla. Todo cuanto veía y escuchaba hacía
un cuarto de hora, le parecía fantástico. Pero Roussel no se desvaneció
como una aparición; permaneció en su sitio y con mucha sangre fría dijo:

--Mi querida prima; creo que debes haber agotado las malas palabras; no
busques más en tu fondo de reserva, porque sería inútil. Comprende que
cuando me he decidido á afrontar tu presencia, es que me sentía seguro
de mí mismo. No conseguirás hacerme montar en cólera, porque me importan
poco todas las injurias. Renuncia, pues, á provocar un escándalo y
resígnate. Estoy aquí y, como dijo un ilustre hombre de guerra, aquí me
quedo.

Clementina se vió vencida; arrojó un grito sordo, se le subió la sangre
á la cabeza y le pareció que la habitación daba vueltas con
extraordinaria rapidez. Extendió los brazos buscando un punto de apoyo y
oyó á su enemigo que exclamaba:

--¡Bueno!; ahora una congestión: no faltaba más que esto.

Clementina se desmayó. Cuando recobró el conocimiento, estaba medio
tendida en el sofá; el cuerpo de su vestido estaba desabrochado y
Roussel tenía cogida su mano y se inclinaba sobre ella con inquietud.
Después de veinte años, se encontraban en la misma situación que el día
de su rompimiento. Se levantó azorada y dijo con amargura:

--¡Confiesa que has deseado mi muerte!

--¡Dios mío! ¿Yo?, respondió Roussel con un horror sincero; he hecho
cuanto he podido para reanimarte; ¿por quién me tomas? Vamos, pues;
ahora debes estar calmada. Escúchame y verás las ventajas que estoy
dispuesto á concederte. Nuestra enemistad es demasiado pública para que
pueda cesar sin que demos una explicación del cambio. Esa explicación
quiero que sea enteramente favorable para ti. Diremos que tú has
olvidado tus agravios y que yo he pedido el perdón de mis faltas. Yo
habré dado todos los pasos y tú habrás tenido la grandeza de alma de
perdonar. Considera que semejante concesión á tu amor propio merece
alguna indulgencia y que yo la reclamo, no ficticiamente, sino con
verdad. Todo lo que pido, es el derecho de amar á esos muchachos tanto
como tú. Te invito á una nueva lucha, pero pacífica, en la cual el
vencedor será el más tierno, el más cariñoso para esa joven pareja, que
es preciso encuentre fácil y expedito el camino del porvenir.

Clementina exhaló un gemido. Aquella grandeza de alma de su enemigo la
aniquilaba. Enseguida pensó: "¿Por qué no ha sido tan generoso cuando se
trataba de mí? ¡Cuán pequeñas eran las concesiones que yo le pedía
comparadas con las que se impone él mismo! ¿Tanto me odiaba que no quiso
concederme nada? Si él hubiera querido, sin embargo, hace veinte años
seríamos dichosos y esta hija que se casa podría ser nuestra ... ¡Oh!
qué duro, qué ingrato, qué culpable ha sido ... y ¡cuánto le detesto!"

No obstante, no le miraba ya del mismo modo que al principio de la
conversación. La ternura que había abrigado por Fortunato debía estar
bien arraigada en su corazón, porque, después de tantos años, se
encontraban aún vestigios de ella. Así las antiguas ciudades de Oriente,
enterradas bajo el polvo de los siglos, y cuyos restos aparecen inmensos
á los viajeros y les dan ideado una civilización colosal.

Miraba á Roussel; le encontraba todavía seductor y se exasperaba más y
más.

--En fin, dijo, es preciso que arreglemos nuestra respectiva situación.
¿Tú pides la paz?

--La imploro.

--¿Reconoces, pues, que no tienes medio de resistir?

--Lo reconozco, y todo lo que tú quieras por añadidura.

--Así pues, soy yo la que dicta las condiciones del tratado.

--Tú.

--Será preciso que respetes las estipulaciones hechas por mí con
Mauricio.

--Si no tienen por objeto impedirme ver á esos muchachos, las suscribo.

--No contienen semejante cláusula.

--Entonces está convenido. Venga esa mano.

Clementina se la dió con profunda satisfacción al ver que salía
victoriosa de su guerra de veinte años. Porque resultaba victoriosa, en
el fondo, puesto que Roussel había tenido que hacer acto de contrición,
y en la forma, porque obtenía públicamente el laurel de la victoria.
Tuvo un instante de orgulloso delirio y cuando Roussel la besó con
galantería el extremo de los dedos murmuró:

--¡Ah! Roussel, si hubieras querido!

Fortunato tuvo miedo de este enternecimiento y respondió con
volubilidad:

--No pensemos en eso, querida prima. Preparémonos á ser compadres. Y á
propósito, hazme el favor de presentarme á tu encantadora sobrina.

La frente de Clementina se contrajo. Esta primera ejecución del convenio
le padecía humillante. Tuvo, sin embargo, que resignarse y abriendo la
puerta del salón, llamó "¡Bobart!" El antiguo abogado apareció, con aire
de inquietud, no sabiendo si manifestar cordialidad ó reserva. La
actitud de Roussel aumentó su indecisión: el mortal enemigo de la
señorita Guichard estaba allí como en su casa y Clementina no parecía
dispuesta á hacerle arrojar á la calle.

--¿Quieres tener la bondad, amigo mío, de enviarme á Herminia y al señor
Aubry?...

--No les prevenga usted que estoy aquí, Bobart, añadió tranquilamente
Fortunato; quiero gozar de su sorpresa.

Estupefacto por la desenvoltura de Roussel, Bobart consultó á
Clementina con una mirada. Ella asintió con la cabeza. Entonces el
complaciente primo, adivinando que acababan de ocurrir acontecimientos
de extraordinaria gravedad, se lanzó al jardín en busca de los jóvenes
esposos. Apenas Fortunato y Clementina tuvieron tiempo de advertir la
molestia de encontrarse juntos, porque enseguida entraron Herminia y
Mauricio. No fué necesaria presentación alguna. Al ver á Roussel, el
novio gritó:

--¡Mi padrino!

Y enseguida Herminia añadió en una exclamación de alegría:

--¡Qué dicha!

Sin pedir explicación alguna, una súbita sospecha hirió á la señorita
Guichard como un rayo de luz; pero no tuvo tiempo de reflexionar.

Mauricio, empujando á su mujer hacia los brazos de Roussel se arrojó en
los de Clementina.

--¡Ah! mi querida y respetada tía! ¡Cómo agradecer á usted su bondad!...
¡Porque á usted debemos la dicha de ver aquí á mi padrino en este día!

Y la abrazaba con una efusión que no dejaba de tener sus encantos para
la solterona. Ésta pensaba volviendo con obstinación á su impresión
primera: "Pero, ¿cómo sabe tan bien lo que acaba de pasar entre
Fortunato y yo? Y Herminia, ¿cómo no manifiesta sorpresa y exclama de
buenas á primeras: ¡Qué dicha!"

Roussel hablaba con Herminia y la señorita Guichard se vió obligada á
interrumpir sus reflexiones para escuchar lo que decían:

--Cuando usted sepa, señora, cuánto quiero á este muchacho, comprenderá
el deseo que tenía de conocerla ...

--¡Oh! sé lo bueno que usted ha sido para Mauricio ... Me ha contado su
infancia ...

He conocido á usted tarde, interrumpió Roussel, que encontraba que la
joven no fingía bastante sorpresa, pero espero recuperar el tiempo
perdido ... Usted verá que no soy tan áspero como mi acceso de rigor
puede haberla hecho creer ... Me arrepiento de él y para hacer que usted
olvide la contrariedad que he podido causarle ...

Sacó del bolsillo un paquetito, desenvolvió el papel que le rodeaba y
entregó á Herminia un estuche de tafilete blanco con las iniciales H.A.

--He aquí mi regalo de boda ...

La joven abrió la caja y arrojó un grito de admiración, de confusión, de
alegría. El estuche no contenía más que dos perlas negras, pero gruesas
como avellanas y de un oriente, de una redondez, de un brillo
incomparables. Era aquel el regalo elegante, refinado, de un hombre que
no procura deslumbrar pero que sobresale sobre todos los demás por la
rareza y el gusto de lo que regala.

--¡Oh! señor, dijo Herminia, ¿cómo me atreveré á adornarme con una
alhaja de tan gran precio?

--Hija mía, dijo Roussel sonriendo, esa joya no tendrá verdadero valor
más que cuando usted se la ponga.

--Habría que recorrer todas las joyerías de París y no se encontrarían
otras semejantes, dijo Mauricio examinando los pendientes como artista
enamorado de todo lo bello.

La señorita Guichard no pronunció más que una palabra:

--¡Soberbios!

Permaneció pensativa, extrañada del singular acuerdo que revelaban las
palabras y las acciones de aquellas tres personas que debían estar
violentas al encontrarse juntas y que, sin embargo, parecían unidas por
la mayor confianza como si se hubieran visto el día anterior.

La situación pareció tan peligrosa á Roussel, que juzgó conveniente
abreviarla, por muy dulce que le resultase este momento, esperado por él
durante un mes.

--Pero hace mucho tiempo, querida prima, que te estoy sustrayendo á tus
convidados, dijo, y añadió con graciosa galantería, inclinándose ante
ella:

--¿Qué ordenas ahora á tu servidor?

--¿Qué deseas que yo te ordene? replicó ella con una acritud mal
disimulada por su sonrisa.

--Comer con vosotros esta tarde, si me lo permitís.

--Pues bien, ve á ponerte un frac y vuelve á las siete.

--Muchas gracias. Voy á Montretout. Durante mi ausencia tendréis el
tiempo necesario de preparar á nuestros parientes y amigos para mi
aparición.

Y saludó, no atreviéndose á ofrecer la mano á Clementina, tanto era su
miedo de embrollar las cosas. Mauricio y Herminia hicieron un movimiento
para acompañarle, pero la señorita Guichard detuvo á su sobrina por
medio de una imperiosa mirada.

--Hasta luego, dijo Roussel; y salió con Mauricio.

Apenas estuvo sola con Herminia, la cara de la señorita Guichard cambió
de expresión y poniéndose sonriente, dijo:

--He aquí una feliz sorpresa, ¿no es verdad, hija mía? ¿Tú no esperabas
ver aquí al tutor de Mauricio el día de tu matrimonio?

--¡Oh! Estábamos seguros, Mauricio y yo, de que os reconciliaríais,
respondió Herminia con convencimiento. Toda vez que el señor Roussel se
prestaba á ello, era evidente que usted, tan buena, no había de
negarse....

--¡Ah! dijo alegremente Clementina; ¿se trataba pues de un efecto
preparado? ¿Había un complot? ¿Y desde cuándo data la intriga?

--Mi querida tía, mucho me habían encargado no dejar á usted sospechar
nada.... Pero ahora que todo está arreglado, ¿no es verdad? el secreto
no tiene objeto.... Mauricio no ha estado nunca enfadado con su tutor.
Temía que usted no le acogiera bien si aparecía en buen acuerdo con un
hombre á quien usted tiene tantas razones para no amar, y, entonces,
para destruir sus prevenciones....

--Me ha representado una comedia.

--La voz de Clementina sonó con tal dureza, que Herminia se estremeció,
miró á su tía con inquietud y preguntó:

--Pero usted no le quiere mal, tía mía, ¿no es verdad?

--¿Yo? ¡El pobre muchacho! ¿No está todo arreglado á pedir de boca,
gracias á su pequeña añagaza? Entonces, él veía á su tutor....

--Casi todos los días....

--¿Y se ponían de acuerdo sobre lo que convenía decir y hacer?

--¿No han maniobrado bien?

--Maravillosamente. Debo, en realidad, mucho al uno y al otro por lo que
han hecho y dicho, pero toda vez que estaba en el programa que yo no
supiera nada, supongamos que nada sé todavía. No digas una palabra, ni á
Mauricio, de tu amable y afectuosa confidencia. Yo continuaré
aparentando que no estoy al corriente de la verdad.

--Si, tía mía. Pero déjeme usted que la abrace para demostrarle mi
agradecimiento por haber sido tan buena. Gracias á usted, vamos todos á
ser muy dichosos.

--Ahí vuelve Mauricio, dijo la señorita Guichard, mirando por la
ventana; ve á su encuentro. Yo vuelvo al salón.

Herminia bajó al jardín y Clementina quedó sola.




CAPÍTULO VI

DOMINADA POR LA MALDAD


La señorita Guichard se sentó en una butaca y con la faz alterada, la
boca contraída por la amargura y los ojos sombríos, se abismó en sus
pensamientos. De modo, que había sido burlada, ella, que se creía tan
fuerte. Dos niños la habían llevado por la punta de la nariz hasta
concluir un arreglo que alteraba toda su vida, turbaba todas sus ideas,
cambiaba sus combinaciones y la imponía la presencia del ser á quien más
detestaba en el mundo. Pero ahora que estaba advertida, ¿iba á dejar
correr las cosas? ¿Soportaría tal humillación? ¿Aceptaría semejante
servidumbre? Ella que siempre había sometido á los demás á su voluntad;
ella, á quien nadie, fuera de aquel Roussel aborrecido, había sabido
jamás resistir, ¿se confesaría vencida? ¿Dejaría á sus adversarios
reirse de ella? Porque, ciertamente, se reirían de su credulidad, de su
tontería....

Todas las palabras pronunciadas durante su conversación con Roussel
venían á su memoria y la hacían encogerse de hombros, de lástima de si
misma, ¡Cómo! ¿Y era ella la que había hablado así? ¿Donde tenía la
cabeza cuando había dado aquellas lastimosas respuestas? Hubiera sido
preciso decir tal ó cual cosa y Roussel se hubiera visto confundido ...
Realmente no había estado á su habitual altura: la sorpresa, la emoción,
la habían privado de sus facultades. ¿Pues no había cerrado la discusión
desmayándose? ¡Desmayarse, cuando hubiera debido arrojarse á la cara de
aquel malvado y sacarle los ojos! Recordaba que había tenido esa
intención, pero la habían hecho traición sus fuerzas.

Después pensó: "Ha debido encontrarme degenerada. ¡Y estaba irónico, el
muy ... ¡Bien se ha burlado de mí! ¡Oh! yo tendré mi desquite y le
enseñaré que todavía sirvo para darle una lección. Pero, ahora, ¿qué
hacer?... ¡Ante todo, no quedar bajo el peso de esta derrota!..."

Reflexionó profundamente y cuanto más examinaba los diversos aspectos de
la situación más peligrosa la encontraba. Era evidente que Mauricio
había sido cómplice de su tutor en todo este negocio, y que sabía á qué
atenerse sobre las relaciones que habían existido entre Roussel y ella.
¿Cómo había adquirido el compromiso que ella le había exigido antes del
matrimonio? Eso era que estaba decidido á no cumplirlo. La señorita
Guichard se puso en el caso del joven y se confesó que ella hubiera
también obrado del modo de que le suponía capaz. Y con furor lleno de
espanto comprendió que estaba á merced de sus adversarios y que éstos
podían hacerla sufrir el mismo tratamiento que les tenía preparado.
Roussel, & quien creta tener en su poder, la tenía á su discreción. Él
seria quien se llevarla á Herminia, gracias al ascendiente de Mauricio.
Y esta muchacha, ¿no estaba decidida de antemano? ¿No lo probaba la
acogida que había hecho á aquel hombre maldito? Sí; todo se venía abajo;
el desastre era inevitable, si un golpe de fuerza no restablecía sus
ventajas y cambiaba repentinamente su derrota en victoria.

Para esto, no había más que un medio: deshacer su propia obra; romper
los lazos que ella había atado; indisponer aquel matrimonio antes de que
tuviese tiempo de consolidarse; aplastar en germen la sublevación
tramada contra ella. Y esto enseguida, sin perder un segundo; provocar
la discusión, procurar una querella y á favor del desacuerdo llevarse á
Herminia, á fin de que no pudieran volverse á ver, ni, por consecuencia,
reconciliarse. Acaso Mauricio muriera de pena y su sobrina también;
pero, en su exasperación contra ellos, no veía en esto inconveniente
alguno. Hubiera prendido fuego á la casa y se hubiera quemado viva, si
hubiera estado segura de que Roussel y la joven pareja ardían también.
Ningún escrúpulo, ninguna debilidad, ninguna conmiseración debía
detenerla en su plan. Y su plan era, sencillamente, destruir la
felicidad de dos hijos.

No pensó ni un solo momento en dirigirse al corazón de Herminia y á la
razón de Mauricio. Y, sin embargo, aquel era el punto débil en el que
hubiera sido preciso herir para asegurar la victoria. Como ella era toda
odio, no hizo entrar en sus cuentas el cariño que Herminia la profesaba.
Mujer pérfida, no fundó esperanza alguna en la lealtad de Mauricio. Á
las primeras explicaciones, sin embargo, Herminia se hubiera arrojado á
su cuello y á los primeros cargos el pupilo de Roussel se hubiera
sonrojado por haber engañado á una mujer que le acogía sin desconfianza.
Ciertamente, todo se hubiera allanado y por una conversación de un
cuarto de hora la tranquilidad de todos hubiera quedado asegurada. Pero
Clementina no quiso explicaciones: se juzgó vendida y sólo pensó en
preparar secretamente su desquite.

Por de pronto, quiso ser informada jurídicamente y abriendo la puerta,
llamó á Bobart, que, desde la aparición de Roussel en la casa, estaba en
acecho. Fuera de que siempre había profesado al hermoso y rico Fortunato
la animosidad propia del hombre feo y pobre, sentía ahora cierta
inquietud á causa de la actividad desplegada por él en servicio de la
señorita Guichard. "Si se reconcilian, pensaba, será á costa mía y yo
seré quien pague los gastos de la guerra." Se apresuró, pues, á acudir
en cuanto vió á Clementina hacerle una seña y respiró al observar que
Roussel se había marchado. "Le ha puesto á la puerta, se dijo, y su
fisonomía se esclareció."

--Y bien, amiga mía, preguntó, ¿el monstruo ha partido?.

--Por el momento, replicó con rudeza Clementina; pero va á volver
enseguida.

--¿Para qué?

--Para comer.

--¿Para comer ... en tu casa?

--En mi casa.

Los dos se miraron, él con estupor, ella con cólera.

--Me has dado, por cierto, muy exactas noticias ... Te felicito ...
Parece que Mauricio y él no han cesado de verse en su vida. ¿Quién era
el que les espiaba por encargo tuyo?

--El portero del señor Aubry.

--Pues te ha robado el dinero y se ha burlado de ti.

--¿De quién fiarse entonces?

--De sí mismo, y esto á condición de no ser un mentecato.

--Pero, amable prima....

--¡Basta! El mal está hecho: tratemos de repararle. ¿Qué recursos ofrece
la ley para romper un matrimonio?

--Romper un matrimonio.... ¿Acaso?...

--¡Nada de comentarios!... Responde categóricamente.

--En la legislación actual, tenemos la separación y el divorcio.... La
primera deja subsistir el lazo legal, poniendo la persona y los bienes,
ó los bienes tan sólo, de la esposa, por ejemplo, al abrigo de las
disipaciones ó de las sevicias del marido; y el segundo, que disuelve
completamente el matrimonio y hace á los esposos extraños el uno al
otro.

--El divorcio me gustaría más.... Pero es una palabra muy dura, que
asustaría á mi sobrina....

--¿Luego es ella?...

--¿Y quién quieres que sea? exclamó Clementina; te pones enteramente
obtuso....

Pero, amiga mía; semejante resolución ¿no es para sorprender? Si me
fuera permitido darte un consejo, acaso, en efecto, la separación
bastaría, por el momento ... Después sería más cómodo convertirla en
divorcio.

--¡Bueno! No nos ocupemos entonces más que en la separación. ¿Cuáles son
los motivos ó los pretextos que la ley juzga suficientes?

--Por de pronto, la mala conducta del marido ó de la mujer....

--Adelante, interrumpió púdicamente Clementina.

--Los excesos, las sevicias ó las injurias graves.

--¿Y qué entendéis por excesos?

--La embriaguez por ejemplo, y otras malas acciones que es difícil
detallar ante ti.

--Adelante. ¿Y no hay más?

--Secuestro de la mujer, privación de alimentos, negativa de dinero....

--¡Todo eso es estúpido! Otra cosa....

--Negativa del marido á habitar con la mujer....

--¡Ah! ¡Ah! Esto pudiera ser ... con un poco de habilidad ... pero seria
muy difícil ... ¡Se aman!

Esta atroz circunstancia, que era la condenación de la tentativa de la
señorita Guichard, no turbó á Bobart, que no vió en la confidencia de
Clementina sino una dificultad más. No pensó ni un segundo en la dicha
de aquellos jóvenes, en su porvenir, en todo lo que podían perder de
esperanza, de paz y de alegría en aquel enredijo judicial. El abogado
respondió con una risa espantosa.

--¡Bah! En mi larga carrera he contribuído á separar más de doscientas
parejas que se adoraban y á los cuales sus padres han probado que no
podían vivir juntos!

--Entonces, ¿me secundarás?

--¿Puedes dudarlo?

--¡Ah! Tú eres un verdadero amigo....

--Y sin embargo, no has parecido creerlo. Si hubieras entregado Herminia
á mi hijo....

--No volvamos á eso, interrumpió Clementina con fastidio; ya no es
tiempo.

--Si, lo es, si rompes el matrimonio.

--En efecto, es verdad.

La señorita Guichard creyó necesario dejar esta esperanza á su cómplice.
"Me servirá mejor, pensó, si trabaja para sí mismo al mismo tiempo que
para mi."

--¿Y qué instrucciones me das? preguntó Bobart.

--Vigila atentamente á Roussel cuando venga y trata de saber lo que
prepara. Pero sé prudente. Yo velaré por mi parte ... Y todo lo que haya
de hacerse lo decidiré yo sola ... No llamemos la atención de Mauricio
y de Herminia con una conversación demasiado larga ... Volvamos al
salón.

El número de los convidados había crecido durante aquellos tempestuosos
debates. Los parientes alojados en la casa y en los pabellones se habían
puesto de veinticinco alfileres. Los notables del país, invitados á
comer, iban llegando. Clementina tuvo que pensar en su atavío. En las
angustias de su situación, había olvidado que el tiempo pasaba y que era
preciso sacrificarse por el decoro. Pasó rápidamente entre los
convidados, á quienes Mauricio y Herminia hacían los honores de la casa,
y encontró que ya se había propagado el rumor de la reconciliación. En
el ardor de su alegría, los recién casados no habían podido contenerse y
habían difundido la buena noticia. Todos los amigos que conocían las
antiguas diferencias y los recientes malos tratos, estaban llenos de
curiosidad. Una vaga esperanza de alguna sorpresa de efecto germinaba en
los espíritus. Aquel cordial acuerdo, tan repentino, ¿era sincero? ¿No
se podía presagiar que la armonía, difícilmente restablecida, no duraría
mucho tiempo? Las caras sonreían; las palabras aprobaban; pero cada
cual, allá, en su interior, hacía las necesarias reservas....

Encontrando el terreno preparado, la señorita Guichard, con la firmeza
habitual de su carácter, no evitó las explicaciones. Se multiplicó para
dar testimonios de alegría. Sí, una enemistad antigua, había terminado.
La boda de aquellos queridos hijos había sido la ocasión de perdonar las
injurias. El señor Roussel había llegado con los brazos abiertos
pidiendo que todo se olvidase y ella no había creído que debía negarse á
la indulgencia. Tal conducta no hubiera sido propia de una mujer ni de
una cristiana. Perdonaba, pues, y todos iban á vivir en adelante en la
más perfecta concordia. El señor Roussel había ido á su casa para
vestirse y volvería para comer con la familia y los amigos de la
señorita Guichard.

Algunos de los presentes no conocían á Fortunato; otros le conocían sólo
de vista. Muchos le consideraban como un hombre muy importante por su
fortuna y por su posición social. Todos tenían gran deseo de verle de
cerca y de presenciar aquella comedia de la cesación de una hostilidad
inveterada.

El doctor Truchelet aventuró una alusión sabia á las bodas de Pirito,
ensangrentadas por el combate de los Centauros y de Lapites, y felicitó
á la señorita Guichard por no haber renovado las luchas de las Amazonas
contra Hércules y Teseo. Acaso la comparación con Hércules hubiese
agradado á Roussel, pero el ser asimilada con las Amazonas extrañó
singularmente á Clementina, quien por vez primera empezó á sospechar que
un académico podía muy bien ser un imbécil, y deploró que esta
desagradable excepción recayese precisamente en su familia.

Desapareció para ir á ponerse un traje muy historiado. Pero jamás era
pesada en su atavío y al dar las seis, volvía á entrar en el salón. Era
tiempo, porque á la sazón llegaba Roussel. Éste no se había puesto de
negro; se presentó con un pantalón gris, chaleco blanco y frac azul, con
botones de oro. Estaba en realidad muy elegante de este modo y produjo
una favorable impresión en la parte femenina de la concurrencia. Los
hombres intentaron criticarle, pero fracasaron ante la admiración de sus
compañeras. La señorita Guichard se puso amarilla de despecho. Puso, sin
embargo, á mal tiempo buena cara, y adelantándose hacia su primo, le
presentó á los convidados.

Roussel se sometió con gracia á sufrir este mal paso y se mostró
sencillo y cordial, con un cierto matiz de altanería que á Clementina le
pareció que contrapesaba desagradablemente la ventaja que ella había
obtenido públicamente de la sumisión de aquel rebelde. Creyó que se
levantaba un poco deprisa y vió en esta actitud un indicio del doblez
con que, á su juicio, se había conducido.

Si hubiera podido penetrar en la mente del buen señor, hubiera quedado
asombrada, pues no hubiese hallado ninguno de los pensamientos
amenazadores que le atribuía. Roussel no pensaba sino en regocijarse, en
gozar de la hora presente y en tratar de que se arreglase el porvenir de
un modo soportable. La astucia que Clementina le imputaba como un
crimen, era supuesta, ilusoria y quimérica. La mala fe de Fortunato no
existía más que en la imaginación de Clementina. Herminia y Mauricio
eran todo expansión y todo sonrisas. Se encontraban dichosos entre
aquellos dos enemigos reconciliados por ellos y á quienes amaban tan
sinceramente.

El jefe de comedor se presentó y pronunció las importantes palabras:

--¡La señorita está servida!

Entonces Clementina, con aire de reina, se adelantó hacia Mauricio y
después, adoptando el ceremonial en uso, dijo en tono imperioso:

--Herminia, toma el brazo del señor Roussel.

Y pasaron en comitiva al comedor, que debía servir por la noche de salón
de baile, y que ostentaba en su centro una gran mesa. Un toldo de tela
rayada, adornada con plantas verdes, adornaba todo el patio y tres
arañas difundían una viva claridad. El mantel estaba resplandeciente de
cristalería y de plata; unas guirnaldas de flores serpenteaban alrededor
de la mesa y servían de marco á un espléndido servicio de postres de
antigua porcelana de la China, que procedía del tío Guichard. Roussel le
dirigió una mirada de antiguo amigo; era la única cosa que hubiera
deseado de la herencia tan espléndidamente abandonada á su prima.

La señorita Guichard se sentó entre Mauricio y el sabio Truchelet;
Roussel á la derecha de Herminia, porque Clementina había adjudicado
doblemente la presidencia á las señoras en su persona y en la de su
sobrina. Roussel estaba transportado de júbilo: le hubieran colocado en
una esquina de la mesa y no hubiera chistado. Se encontraba al lado de
Herminia y radiante, rejuvenecido, empezó desde luego á hacer la corte
en toda regla á su nuera de adopción.

Siempre había sido amable, con cierto aire florido, un tanto pasado de
moda; pero en esta ocasión se excedía á sí mismo y todo en él tendía
hacia este fin: agradar á aquella niña, de la que quería hacerse amar.
No tenía, por otra parte, grandes esfuerzos que hacer; la puerta que
pretendía forzar estaba abierta de par en par para él. Aquel joven
corazón se ofrecía con ternura filial y no habla que hacer más que
apoderarse de él.

Herminia escuchaba á Roussel con placer no disimulado. Le encontraba
galante, gracioso, encantador. Fortunato tuvo la habilidad de hablarle
de Mauricio y de referirle episodios de su infancia y con tan agradable
historia la tuvo atenta toda la velada. Clementina, separada de ellos
solamente por la mesa, no les quitaba ojo. Veía á Roussel desplegar
todas sus gracias y pensaba: "No pierde el tiempo para apoderarse de la
muchacha; ¡cómo la engatusa! La pobre se dejará coger por sus hermosas
palabras, porque no le conoce, pero yo la ilustraré acerca de ese zorro
viejo y ella volverá al justo conocimiento de las cosas."

La señorita Guichard escuchaba distraidamente las protestas afectuosas
de Mauricio; cuanto el joven le decía era para ella letra muerta.
Consideraba su amabilidad como un ardid de guerra y la consideraba nula.
Todo lo que Mauricio le hablaba de cariño y de reconocimiento no tenía
más efecto que distrerla desagradablemente de la conversación de Roussel
con Herminia.

En cuanto á Truchelet, disertó en vano acerca de los epitalamios, porque
Clementina no le oía siquiera.

El fin de la comida, amenizado por variados brindis, pareció
mortalmente largo á la dueña de la casa; y como el joven Héctor Bobart,
que estaba un poco achispado con el Champagne, anunció que en su
condición de testigo reclamaba la liga de la desposada, Clementina, con
una mirada fulminante, levantó la sesión y condujo á sus convidados al
salón mientras se quitaba la mesa para transformar el sitio del banquete
en salón de baile.

Sin embargo, el joven oficial de húsares, no dándose por vencido después
del primer fracaso, se había aproximado al grupo que formaban Herminia,
Roussel y Mauricio y, alegremente, pedía indemnizaciones; por lo menos
la primera contradanza, puesto que Mauricio debía abrir el baile con la
señorita Guichard. Pero Fortunato hizo valer oportunamente sus derechos
y el hijo del abogado tuvo que contentarse con un vals ... Mauricio
sentía una instintiva hostilidad hacia aquel mozo tan insignificante, ya
porque le hiciese responsable de la cautelosa oposición de su padre, ó
ya porque le desagradasen sus maneras familiares con Herminia, y no
pudiendo contenerse, hizo observar á la señorita Guichard la actitud un
poco descomedida del heredero Bobart. Clementina respondió melosamente:

--¡Oh! Eso no tiene importancia; Herminia y él se han criado juntos.

Esta respuesta tan sencilla y tan natural, tuvo, sin embargo, el
privilegio de irritar á Mauricio, que estaba sin duda un poco nervioso
aquella noche. Pero razonó friamente y se dijo "¡Soy un tonto! ¿Voy á
preocuparme por este majadero, cuya existencia mi mujer no tiene trazas
de sospechar siquiera?" Pero sus nervios no se calmaron y su cara
expresó un descontento que llamó la atención de Clementina hasta el
punto de pensar si el mal humor de Mauricio no sería ventajosamente
explotable.

¿Por qué no fomentar aquel pequeño acceso de celos, en vez de disiparlo?
¡Quién sabe si podría obtener de ese modo algún provecho! Después de
todo, Héctor Bobart era un pretendiente desdeñado y ... de repente vino
á la memoria de Clementina el recuerdo de las cartas que aquél había
dirigido á Herminia y vió en aquellas delgadas hojas de papel el medio
de prender un incendio. Hacerlas caer diestramente en manos de Mauricio,
provocar una explicación entre Herminia y él, una escena acaso, ¿no era
medio de excitar la discordia? ¡Es tan fácil irritar las pasiones y tan
difícil calmarlas! El orgullo, la cólera, obran tan pronto sus efectos y
hacen tales estragos en un cerebro humano, que es imposible saber hasta
donde puede ir un incidente así comenzado. De todos modos, si el
resultado no era como ella esperaba, ella se encargaría de imprimirle el
impulso decisivo.

Reflexionando así, subió á su cuarto y dió instrucciones á la doncella
para que los últimos regalos ofrecidos á Herminia fuesen llevados á las
nuevas habitaciones, y ella misma se propuso entregar á su sobrina un
cofrecillo que contenía sus joyas de soltera y algunos pequeños
recuerdos cuidadosamente conservados.

Al cogerle, le ocurrió una idea que la hizo sonreir. Abrió su
escritorio, buscó en un cajón y sacó cinco ó seis pliegos de papel,
doblados. Eran las cartas dirigidas por Héctor á Herminia y que ésta
había entregado á la señorita Guichard sin leerlas: cartas
insignificantes de un buen muchacho á una prima á quien quiere inflamar
y que no salían del nivel de la medianía en achaque de amplificaciones
sentimentales.

Sin dudar ante la atrocidad de la acción que cometía y disculpándose,
acaso, en el fondo, por la necedad misma de aquellas epístolas,
Clementina cogió las cartas y las colocó muy á la vista en el
cofrecillo, encima de todos los objetos cuidadosamente arreglados por
Herminia. Después cerró la caja y quitando la llave, descendió al salón.

Los invitados llegaban en montón y el salón de baile rebosaba. Todos
los alrededores habían enviado lo más escogido de sus habitantes. La
música de la Celle, reforzada por la señorita Guichard, no esperaba más
que la señal del alcalde, señor Tournemine, para hacer sonar sus
trompetones. El tendero había preparado petardos y los bomberos,
igualmente aptos para apagar que para encender, se habían encargado de
las bengalas que debían iluminarlas arboledas del jardín.

El salón pequeño había sido prudentemente reservado por la señorita
Guichard para el caso de que alguien se sintiera fatigado ó indispuesto
en medio de aquellos regocijos, y allí fué á donde ella se dirigió. Puso
el cofrecillo sobre la chimenea y después de dirigir una última mirada á
su máquina infernal, se fué con admirable tranquilidad á reunirse con
aquellos á quienes soñaba con hacer sus víctimas.




CAPÍTULO VII

EL RAPTO.


El aspecto del salón de baile era encantador. En un tablado, al fondo,
estaban colocados los músicos. Todo alrededor, sillones para la gente
seria y sillas para los bailarines. El jardín, iluminado con faroles á
la veneciana, aparecía invadido por los invitados. La señorita Guichard
se vió en seguida rodeada por sus parientes y por sus amigos. Á una
señal de Bobart se desencadenó la tempestad instrumental y exaltó á la
concurrencia. Si Clementina hubiera tenido libre el espíritu, ¡qué
satisfacción hubiera experimentado en este instante en que dominaba á
toda aquella reunión por en medio de la cual se paseaba majestuosamente
siendo el blanco de todas las miradas y el objeto de todas las sonrisas!
Pero su alegría estaba envenenada por preocupaciones malvadas, y sin
dejar de recibir saludos, Clementina pensaba:

--¿Conseguiré destruir esta dicha que todos proclaman, elogian y
envidian?

Vió á Mauricio que hablaba alegremente con Herminia, mientras Roussel,
en un círculo de señoras, prodigaba sus gracias y sus amabilidades. Una
nube oscureció la frente de la solterona. Con una señal llamó al joven y
cogiéndole del brazo le dijo con tono indiferente.

--Acabo de hacer llevar á vuestras habitaciones los últimos regalos
recibidos por Herminia, porque ahora no debo guardar nada suyo....

--Excepto ella misma, interrumpió galantemente Mauricio.

--¡Oh! Pertenece á usted por completo, replicó la señorita Guichard
observando al joven.

--Nos la repartiremos, respondió éste.

Clementina pensó: "¡Hipócrita! intenta engañarme, pero no sabe que estoy
apercibida: sus astucias no tendrán efecto." Y en voz alta añadió:

--En el saloncillo, sobre la chimenea, encontrará usted un cofrecillo
que contiene los recuerdos de soltera de Herminia. Ábrale usted mismo;
he aquí la llave.

Mauricio la cogió, la guardó en el bolsillo del chaleco y respondió:

--Voy enseguida. Pero hubiera usted podido, mi querida tía, esperar á
mañana para entregarnos esas cosas. En parte alguna ese tesoro hubiera
estado más seguro que en el sitio donde usted le ha puesto ...

--¡No! ¡no! ¡es preciso hacer las cosas con regularidad!

--Como usted guste.

Mauricio le dirigió su más amable sonrisa y se encaminó hacia el
saloncillo, sin sospechar el lazo que se le tendía. Entró en la
habitación, á la sazón desierta, y vió el cofrecillo sobre la chimenea.
Era una caja de forma cuadrada con incrustaciones de marfil, como se
hacen tantas en Florencia. Debajo, vió Mauricio al volverla, grabadas en
la madera, estas palabras: "Pellegrini, via Maggio." Conocía muy bien
aquella via Maggio y en el momento acudieron á su memoria el
Ponte-Vecchio, con sus tiendas y el Arno cenagoso, corriendo entre sus
muelles de piedra.

Tenía en la mano el cofrecillo y un ruido metálico se produjo en el
interior, como el sonido de anillos de oro. Mauricio pensó: "Son las
joyas de Herminia; sus adornos de soltera." Y un gran deseo de verlos se
apoderó de él. No pensó que fuese grande la indiscreción que cometía; lo
que había visto la tía, podía muy bien verlo el marido. La llave pareció
ponerse espontáneamente entre sus dedos como si una adversa y
misteriosa influencia mandase á su voluntad. Abrió la caja y al levantar
la tapa vió desde luego las cartas acusadoras.

Las tomó, sin sospechar nada malo. "Alguna correspondencia de colegiala,
pensó; dulces y sencillos secretos de la infancia." Desdobló uno de los
pliegos y le echó una mirada, sin intención de leerlo. Pero aquella
letra de hombre cambió enseguida sus disposiciones. Sintió primero
asombro, después sorda irritación y por último un ardiente deseo de
saber lo que aquello significaba. Leyó y, á medida que avanzaba en la
lectura, su frente se contraía con sombrío descontento. Nada más vulgar
que aquella carta, clásica declaración de un oficial de curia á una
obrera florista, y firmada "Héctor," sin apellido. Pero no había duda
posible; era del hijo de Bobart, del oficial de húsares, del comensal,
un poco atrevido, del banquete de boda.

El primer movimiento de Mauricio, como Clementina había previsto con
toda exactitud, fué cerrar el cofrecillo, volver al salón de baile,
llevarse á Héctor á un rincón solitario y allí aplicar sobre su nutrida
cara un buen par de bofetadas. Pero resistió esta tentación y juzgó más
razonable hacer á su tutor árbitro de la situación. Se metió las cartas
en el bolsillo, cerró la caja y salió de la habitación. Á veinte pasos
de él, Roussel hecho como siempre un héroe de madrigal, completaba la
conquista de las mujeres, jóvenes y viejas, cuya seducción se había
propuesto hacer. En su alegría, hubiera seguido la misma conducta hasta
con Clementina. Su sorpresa fué, pues, desagradable, cuando sintió que
le tocaban en el hombro y vió á su lado la fisonomía alterada de
Mauricio. Más por muy amortiguadas por la alegría que estuviesen sus
desconfianzas, tuvo enseguida el presentimiento de que alguna cosa
anormal había ocurrido y apartándose con su hijo algunos pasos,
preguntó:

--¿Qué hay?

--Venga usted conmigo y lo sabrá.

Atravesaron la multitud, entraron en el saloncillo y, una vez solos,
dijo Mauricio, entregándole una carta:

--¡Lea usted!

--Roussel recorrió vivamente la carta, frunció las cejas y volviendo á
tomar toda su gravedad, dijo:

--¿Dónde has encontrado esto?

--En ese cofrecillo.

--¿Y quién te le ha entregado?

--La señorita Guichard; hace un instante.

--¿Con la llave?

--Sí.

--¿De qué modo estaban colocadas las cartas, encima, muy á la vista?

--¿Cómo lo sabe usted?

--¡Desdichado! ¿Es difícil de adivinar? Es esa malvada Clementina la que
ha dado el golpe.

--¡Padrino!

--Es capaz hasta de haber falsificado las cartas.

--Pero, ¿con qué objeto?

--Con el de producir un disturbio entre tu mujer y tú. Por medio de una
querella, de una riña, de una explicación, cuenta con arrojar la cizaña
entre vosotros, apoderarse de Herminia y ... ¿quién sabe? ¡acaso
separaros para siempre!

--¿Es serio lo que usted habla? ¿Sospecha usted de la señorita Guichard?

--Y tú, ¿sospechas de tu mujer? replicó con energía Roussel. Tienes que
escoger: ó Herminia es una farsante que tiene por cómplice al ejército
francés representado por el hijo de Bobart, ó Clementina es una bribona
que ha aprovechado una casualidad, si es que ella misma no la ha
provocado, para ponerte ante los ojos una correspondencia que debía
impulsarte á algún acto violento. Por mi parte, mi elección está hecha;
acuso á Clementina.

--¿Pero Herminia ... padrino mío?...

--¡Herminia! Es posible que ni siquiera conozca esas cartas ... En todo
caso es preciso tener el valor de preguntárselo.

Á esta declaración Mauricio palideció.

--¡Qué! ¿Ponerla al corriente de esta infamia? ¿Interrogarla sobre tal
asunto?

--Sí, ponerla al corriente; no interrogarla: consultarla lealmente como
persona leal que es. Y verás como, si está inocente de todo compromiso,
y esto me atrevo á jurarlo, aprecia tu franqueza y tu confianza.

--Sea, pues. Así como así, no puedo soportar por más tiempo una sospecha
semejante. Hágame usted el favor de enviármela.

--¿De enviártela? No, por cierto: yo te la traeré. Quiero asistir, si me
lo permites, á vuestra conversación, aunque no sea más que para impedir
que digas tonterías....

--¡Padrino!

--Pues qué, ¿no habías empezado á decirlas hace un momento?

--Sí, tiene usted razón. Permanezca usted y sea mi consejero y mi apoyo,
como siempre.

--Puedes estar tranquilo. Seré aún más moderado por tu cuenta que lo he
sido por la mía. Espéranos aquí.

Y salió. Mauricio quedó solo, sumergido en dolorosas reflexiones. Veía
sombrío el porvenir; pensó por primera vez que acaso su tutor no había
exagerado las malas acciones de que le había hecho víctima Clementina, y
no estuvo lejos de creer que la tía de Herminia fuese un monstruo.
Estimó, en todo caso, que la perfidia con que acababa de obrar le
dispensaba de toda gratitud y le devolvía su libertad de acción, y se
propuso, no devolverla mal por mal, pero al menos impedirla que siguiese
haciéndole daño.

Sin embargo, por muy culpable que apareciese la señorita Guichard, había
un hecho que no se la podía atribuir y era la correspondencia misma,
punto de partida del incidente. Pensara Roussel lo que quisiera, las
cartas procedían efectivamente del hijo de Bobart; había, pues, existido
un amorcillo entre Herminia y él, y este solo pensamiento le exasperaba.
Y, no obstante, no podía imaginar siquiera a la Virgen del Bordado
cambiando amores tiernos con aquel húsar. Esto no estaba dentro del
orden de las cosas admisibles, ni en armonía con su naturaleza delicada
ni con el tono de sus cándidos ojos. Había evidentemente una pérfida
maniobra en todo aquello ... ¡Pero ella había recibido las cartas!

No tuvo tiempo de llevar más lejos sus inducciones, porque Herminia
entraba con Roussel. El joven no tuvo tiempo de abrir la boca para
formular una pregunta; su tutor exclamó, apenas hubo cerrado la puerta:

--¡Todo está aclarado! Ni siquiera ha leído las cartas, la pobre niña;
se las entregó cerradas á su tía.

¡Cerradas! Mauricio tuvo tal acceso de alegría, que saltó al cuello de
Fortunato, pero éste dijo sonriendo y defendiéndose mal del apretón:

--¡No es á mi á quien debes abrazar, majadero!

Y les impulsó el uno hacia el otro.

Por primera vez Mauricio, cogiendo á Herminia en los brazos, la estrechó
contra su corazón y desfloró con sus labios aquella rubia cabellera.

--¡Había que ser verdaderamente maligno para adivinar que Clementina os
preparaba esta emboscada! Hijos míos, la situación es grave. Juzgad por
lo que acaba de hacer como principio de juego, de lo que es capaz si no
consigue enseguida separaros....

--¡Separarnos!

Y al decir esto formaron tan hermoso conjunto, que Roussel no pudo menos
de sonreir.

--¡Vamos! He aquí una unanimidad tranquilizadora! Pero desconfiad,
queridos hijos; estáis en peligro ... En el estado de mis relaciones
con la señorita Guichard, no me es posible daros un consejo; parecería
que abogaba contra ella y en favor mío. Es evidente que mi repentina
intrusión es lo que ha modificado las intenciones y cambiado los
proyectos de Clementina. Ha realizado un formidable cambio de frente y
trata á Mauricio como enemigo en vez de considerarle como aliado. Ya
estáis advertidos. Tomad una resolución, pero que sea adoptada por
vuestras propias inspiraciones. No veáis sino vuestro interés y no me
tengáis en cuenta para nada, pero contad conmigo. Cuando hayáis
resuelto, pondré tanta energía en apoyaros como reserva he empleado en
daros consejos. Ahora, os dejo. Os amáis; defended vuestra dicha.

Herminia y Mauricio quedaron solos y se miraron un instante sin hablar.
Después, el marido cogió la mano de su mujer y atrayéndola hacia sí,
dijo:

--Mira como estamos; y no hace veinticuatro horas que me perteneces;
¿qué nos prepara, pues, el porvenir? Una serie incesante de
dificultades, de luchas que no habremos hecho nada para suscitar y á las
que no podremos sustraernos. ¡Qué tristeza, Herminia, después de la
esperanza de tantas alegrías!

--Pero Mauricio, ¿es posible que mi tía lo haya hecho ver esas cartas
que yo ni conocía?

--¡Ay! Herminia; es muy cierto; pero no la acuses; ha obrado bajo la
influencia de la cólera y no de su corazón.

--¿ Tú la disculpas? Y sin embargo, contra ti estaba tramada esta
horrible maniobra ... Pero qué locura inspira el odio para que en un
momento haya cambiado completamente una mujer tan buena, que ha sido
para mi una verdadera madre....

--Me aborrece ahora, bien lo ves, tanto como á mi padrino. No tiene más
que una idea; separarnos. No lo ha conseguido esta vez, poro volverá á
empezar hasta que en una ocasión más favorable....

--¿Podrá encontrarla?

--La hará nacer, como hoy.

--Entonces ¿qué va á pasar?

--¿Tienes confianza en mí, Herminia?

--Absoluta.

--¿Crees que mi único deseo, fuera de toda consideración extraña á
nosotros, es nuestra propia dicha?

--Lo creo.

--¿Y piensas que aquí, entre mi tutor y tu tía, podremos escapar á los
disturbios y á las malas influencias?

--Creo que no.

--Entonces, deduce tú misma la consecuencia. La joven permaneció un
instante pensativa y con la rubia cabeza inclinada y algunas lágrimas
rodaron por sus ojos. Después murmuró:

--¡Es preciso huir!

--Sí, marcharnos, niña querida; salvarnos, para ser el uno del otro,
lejos de todo lo que no sea confianza y ternura.

--Pero eso, ¿no será mostrarme ingrata hacia la mujer que me ha educado
y que ha sido excelente para mí?

--Eso será mostrarte fiel al que te ama y al que tú habrás de amar.

--Y al que amo ya, Mauricio, dijo Herminia, sonriendo á través de sus
lágrimas. Pero yo no soy más que una mujer y no tengo valor para decidir
entre lo que me parece mi deber y lo que es mi deseo ... Tú, que tienes
la firmeza necesaria, manda; yo obedeceré.

Mauricio movió la cabeza.

--No, Herminia; yo no puedo hacer lo que pides. Por graves que hayan
sido las faltas de la señorita Guichard hacia mí, no me considero como
absolutamente desligado de los compromisos que con ella contraje. He
prometido no obligarte jamás á separarte de ella; te dejo, pues, en
libertad. Si quieres quedarte, nos quedamos. Si partimos, es preciso
que sea por que hayas dicho: "¡Quiero partir!"

--¡Oh! Mauricio, ¿qué exiges de mi?

--Que salves tú misma, y sola, nuestra dicha. ¿Es mucho? Reflexiona
acerca de lo que sucede enderredor. Aquí está el desorden donde perecerá
nuestro reposo; fuera de aquí, la calma, la libertad de amarnos.
Herminia, ¡tenemos tanto tiempo delante, y tan hermoso! Algunos días
bastarán para que la que nos ha hecho tanto daño recobre la razón y nos
llame, y entonces podremos volver y gozar en paz de la tranquilidad que
tan bien habremos ganado. ¿Es esto tan espantoso? ¿Prefieres correr los
riesgos de una guerra en la que todos los tiros vendrán á herirnos en el
corazón?

--Mauricio....

Herminia dudaba. Mauricio se puso á sus plantas y mirándola hasta el
fondo del alma, añadió:

--Herminia, un minuto de resolución; una palabra decisiva, y todo se ha
salvado. ¿Tienes miedo de confiar en mi? Bien sabes que te adoro. En el
mundo no hay más que nosotros dos; lo demás poco importa. ¿Quieres
sacrificarnos á rencores pueriles y á odios vergonzosos? ¿Qué hemos
hecho nosotros para merecer tales sufrimientos? ¿Cuál es nuestro
crimen, amarnos? ¡Crimen muy dulce, por cierto!

La joven se había inclinado hacia él. Mauricio tomó su mano y la apoyó
contra el corazón. Herminia lanzó un gran suspiro y después dijo con voz
firme:

--¡Partamos!

--¡Ah! ¡Qué dichoso soy!

Herminia le dirigió una mirada que probaba que aquella exclamación de
alegría recompensaba su esfuerzo. En este momento entró Roussel.

--Hijos míos, es preciso volver al salón. Os buscan por todas partes y
ya he tenido que impedir á Bobart que viniera á interrumpiros ...
¿Estáis de acuerdo?

--Sí, padrino mío; nos vamos. Herminia es la que lo quiere.

--Y tiene razón. Yo no quiero aconsejaros, pero en esta época, una
temporada en la orilla de los lagos de Italia, en Bellaggio, por
ejemplo....

Los ojos de Herminia se iluminaron. Nunca había viajado y no conocía
nada. Roussel se arrepintió de haber introducido aquel elemento tentador
en la resolución de Herminia, y pensó: "Esto no es juego limpio; pero
¡cómo se manifiesta siempre y en todo la mujer! ¡Qué mirada la de esta
muchacha!

--Querido Mauricio, decídelo todo ahora, dijo Herminia; yo vuelvo al
lado de nuestros amigos.

Y desapareció ligera y casi alegre. Roussel se volvió hacia su hijo y
dándole golpecillos en el hombro, le dijo:

--¡Ah, bribón, no tienes de qué quejarte! ¿Vas, naturalmente, á llevarte
á tu mujer?

--Usted lo ha dicho. Son las nueve y media: á las doce prescindo de la
compañía de la gente de la boda.

--Tengo una excelente carretela que me espera en la plaza: ¿la quieres?

--¿Me llevará á París?

--Desde luego. Es cuestión de propina.

--Entonces, está dicho. Prevenga usted al cochero.

--Enseguida. Tu mujer, ¿ha puesto mucha resistencia?

--La necesaria para que su decisión tenga una significación cariñosa ...
¡Es un ángel!

--¡Bueno! Se lo pagaremos después.

Fueron interrumpidos por una tempestad de armonías: era la banda que, en
el patio, empezaba, al unísono con la orquesta, el rigodón de honor. En
este momento se mostró en la puerta la fisonomía inquieta de Bobart.

--Señor Aubry, le buscan á usted por todas partes.... La señorita
Guichard le reclama....

--¡Anda! Ve á cumplir tus deberes, dijo Roussel cambiando una mirada con
Mauricio. Mientras, tomaré el aire en el jardín. Hace aquí un calor
terrible.

Se separaron y Mauricio se dirigió, á través de las filas de curiosos,
hacia la señorita Guichard que le esperaba en pie, altanera y masculina,
en medio del salón de baile, teniendo enfrente á su sobrina, del brazo
del señor Tournemine.

--¡Ah! ¡Por fin! dijo dirigiéndole una mirada imperiosa. Vamos;
colóquese usted ahí y empecemos.

Rugieron los instrumentos, y las parejas, poniéndose en movimiento al
mismo tiempo, emprendieron la primera figura del rigodón.

Bobart, preocupado con el doble conciliábulo que acababa de verificarse
en el saloncillo, primero entre Herminia y Mauricio y después entre
Mauricio y Roussel, en lugar de entrar en el salón de baile, se aventuró
por el jardín en seguimiento de Fortunato. Por instinto adivinaba una
maniobra ofensiva por parte de los enemigos de su prima. Amargamente
vituperado por Clementina, que le acusaba de no haber vigilado
suficientemente á Roussel, tenía empeño en tomar un desquite. Y su amor
propio, su odio y su interés reunidos le impulsaban á seguir las
huellas del solterón.

La noche estaba oscura y serena. Los faroles venecianos alumbraban las
calles de árboles en torno de la casa. Las arboledas del jardín y el
terraplén estaban en la sombra. Roussel empezó por pasearse por el
parque con aire indiferente y después, poco á poco, se aproximó á la
puertecilla que daba al rincón de la callejuela en que estaba la tapia
en la cual Mauricio había visto por primera vez á Herminia. Roussel se
volvió para observar si era espiado, y Bobart apenas tuvo tiempo por
esconderse detrás de un árbol. Desde allí vió al tutor abrir la puerta y
salir vivamente.

Echó á correr y llegó al terraplén á tiempo para ver á Roussel acercarse
á un coche que estaba parado en la plaza y hacer señas al cochero para
que acercase el vehículo á la esquina de la callejuela, á dos pasos de
la puertecilla.

Mientras la carretela atravesaba la plaza para colocarse al pie del
terraplén, Roussel la seguía con aire plácido. Se aproximó al cochero y
antes de entrar de nuevo en el jardín, le dijo á media voz:

--¿Ha entendido usted bien, no es verdad? Un caballero y una señora,
dentro de hora y media. Tendrá usted veinte francos de propina al llegar
París.... Y sobre todo, permanezca usted ahora en el coche hasta el
momento de partir.

--Vaya usted tranquilo, señor Roussel, dijo el cochero.

Inclinado sobre el muro del terraplén, en la sombra, Bobart no había
perdido ni una palabra de estas recomendaciones. Pensó: "¡Un caballero y
una señora que el cochero debe conducir á París en el coche de Roussel!
Esto es claro como la luz; se trata de Mauricio y Herminia. La
intervención de mi excelente prima produce su efecto: los recién casados
meditan una fuga. No es esto ciertamente lo que la señorita Guichard
esperaba; luego es preciso prevenirla."

Fortunato atravesó el jardín con paso tranquilo y entró en el salón de
baile; Bobart le siguió y al llegar á la puerta vió que llamaba á
Mauricio y Herminia y les daba explicaciones que los jóvenes escuchaban
con extraordinaria atención. Después se separaron y Herminia y Mauricio
recorrieron del brazo el salón mientras Roussel se paseaba con aire
distraído. En estas circunstancias cuya gravedad adivinaba, Bobart no
dudó; se fué derecho á la señorita Guichard, que parecía una reina en
medio de sus convidados, y llevándosela al pie del tablado de la
orquesta, dijo:

--Procura no dejar que se altere tu cara, mi excelente amiga, porque
nos observan y tengo que darte serias noticias. Dentro de hora y media
parten Mauricio y Herminia para París.

--¿Qué dices ahí? exclamó la señorita Guichard con voz temblorosa por la
cólera.

--Cálmate y escucha. Lo he descubierto todo hace un instante. Roussel es
quien ha aconsejado y preparado el plan.

--¡El miserable!

--Su coche espera al lado de la puertecilla del jardín y va á servir á
los recién casados para alejarse de aquí.

--¿Y qué hacer para impedírselo?

--No perder de vista á tu sobrina.

--Pero mañana volverán á las andadas. Y la ocasión sería tan buena para
romper.... Ellos me provocan.... Yo no hago más que defenderme....
Quieren quitarme á Herminia ... ¡Si fuese yo quien se la quitase!...

--¡Admirable idea! Cambias la situación. Creían vencerte y serás tú la
que triunfe....

--Pero ¿cómo?

--Adelanta la hora de la partida. Envía á buscar á tu sobrina una
persona con cuya fidelidad puedas contar.

--Su doncella.

--¡Bueno! Esa muchacha previene á Herminia que su marido la espera en
el coche.... La joven baja sin desconfianza.... En lugar del marido
encuentra á la tía y.... ¡Arrea, cochero!...

--Me voy á París y desde allí á Rouxmesnil, en Normandía.... Una
propiedad aislada, en la que soy inexpugnable....

--¡Magnífico! ¿No cambias de traje para partir?

--Tengo en París todo lo necesario.

--Es probable que tu sobrina vaya á quitarse su vestido blanco.

--Dejémosla libre en sus movimientos. Pero tú, dedícate á Mauricio y no
le pierdas de vista.

--Convenido.

Mientras se urdía este doble complot la fiesta llegaba á su apogeo y era
fácil prever que el baile duraría hasta por la mañana. En la plaza del
pueblo se había instalado una música al aire libre y las gentes del país
saltaban sobre el césped á la luz de unos faroles á la veneciana
colocados por el tendero. La señorita Guichard había enviado algunos
toneles de vino para que refrescasen los bailarines, y estos diversos
atractivos hacían que se agrupase delante de la verja una gran multitud.

En la callejuela sombría esperaba la carretela. El cochero, fiel á su
promesa, no la había abandonado, pero se había hecho llevar una botella
de vino y bebía á la salud de los novios. Las once acababan de dar en
el campanario del pueblo. El momento de la partida se aproximaba. El
cochero quitó la manta á los caballos, les puso las riendas y enseguida
montó en el pescante, un poco aturdido por la oscuridad y por el vino.
Empezaba á quedarse dormido, cuando se abrió la puertecilla y una señora
muy tapada y que hablaba con alguien que se quedaba en el jardín, abrió
vivamente la portezuela del coche y montó.

En el mismo momento, otra mujer de alta estatura y maneras desenvueltas,
se adelantó hacia el coche y dijo dirigiéndose al cochero:

--¡Volando! ¡Á París.

El cochero, asombrado, dijo:

--Pero mis viajeros debían ser un caballero y una señora....

--El caballero no parte ya ... ¡Vivo!

Y abrió la portezuela. Un grito: "¡Dios mío! mi tía!" se oyó en el
interior del coche; pero la portezuela golpeó, vigorosamente atraída, y
el ruido de las ruedas ahogó el resto de las quejas de Herminia.

En el salón de baile los invitados se removían con ardor. Mauricio sacó
su reloj y vió que eran las once y media. Hacía algunos momentos ya que
Herminia había desaparecido. La señorita Guichard acababa de
encaminarse al saloncillo á fin de dar órdenes, sin duda, para la cena.
Juzgó que la ocasión era favorable. Bajó al patio, atravesó los
pabellones, subió ligeramente la escalera que conducía á sus nuevas
habitaciones; llamó, y como nadie le respondía, entró.

En el cuarto, alumbrado por una lámpara, estaba extendido sobre la cama
el vestido de novia de Herminia. Los cajones estaban abiertos y todo
indicaba los preparativos de un viaje.

Mauricio pensó "Está ya en el coche." Cogió su abrigo y un sombrero y
bajó vivamente. Salió por la puertecilla, volvió la esquina de la
calleja y no vió coche alguno. Supuso que el cochero, habría entendido
mal y esperaría, acaso en el otro extremo de la calle, y corrió á
cerciorarse. La callejuela estaba desierta.

Volvió á la plaza, latiéndole el corazón y con el espíritu turbado por
un principio de inquietud. Allí una fila de coches esperaban á los
invitados y todos los cocheros estaban en el café. Muy alarmado,
Mauricio volvió al jardín, se quitó el abrigo y entró en el salón en
busca de su tutor. Roussel no tuvo más que mirar á su hijo para
comprender que ocurría un incidente inesperado. Se le llevó á un rincón
y le preguntó con acento inquieto:

--¿Qué hay?

--Hay, que no he encontrado el coche y que no sé dónde está Herminia.

--¿Qué es lo que dices?

--Herminia se ha vestido y, evidentemente, ha ido á la carretela. Pero
la carretela no está.

Se miraron, con un principio de sospecha.

--¿Dónde está Clementina? preguntó Roussel.

--Ha salido del salón hace más de un cuarto de hora.

--¡Busquémosla, preguntemos por ella ... en la casa ...¡Ah! ¡Bobart!...
¡Apoderémonos de Bobart!

Cayeron sobre el abogado, que con aire inocente saboreaba un helado,
sentado en un mullido sillón, y allí, sin levantarla voz, pero con
miradas muy expresivas, preguntaron:

--Bobart, ¿qué es de la señorita Guichard?

--Pues lo ignoro, balbuceó el abogado, levantándose para escapar á las
preguntas.

--¡No se mueva usted! y responda, dijo Roussel. ¿Dónde está la señorita
Guichard?

--¡No sé! señores, contestó Bobart gritando para llamar la atención
sobre él. No comprendo vuestra insistencia....

--Hable usted más bajo, dijo Mauricio, ó le llevo al salón inmediato y
allí ... va usted á ver.

Estaba tan amenazador, que Bobart, espantado, permaneció en su butaca
sin hacer un movimiento, sin pronunciar una palabra.

--Le doy á usted un minuto para decidirse á responder. Dentro de un
minuto le haré á usted responsable de la emboscada que aquí se ha
ejecutado.

--¡La emboscada! exclamó Bobart, fuera de sí por el terror. ¿Quién la ha
preparado?

--¡Ah! ¿Usted sabe, pues, lo que ha sucedido? Usted conviene en ello....

Yo no convengo en nada.... Ustedes me violentan ... me amenazan....

--Sí; todo lo que convenga para saber dónde está la señorita
Guichard....

--Pues bien.... ¡Ha partido!

--¡Ha partido! ¿Con la señora de Aubry?

--Con la señora de Aubry y en la propia carretela de usted. Vaya; ¿está
usted satisfecho? dijo Bobart con expresión de radiante alegría.

--¿Adónde la conduce?

--¡Vaya usted á preguntárselo!

--¿La ha obligado á acompañarla?

--¡Obligado! exclamó Bobart. ¿Cómo es eso posible? ¿Por qué no robado á
la fuerza? ¡En medio de quinientas personas! ¡No, no! La señora de Aubry
ha seguido á su tía de buen grado.... La señorita Guichard la ha
ilustrado acerca del aspecto moral del acto que iba á cometer. La joven
ha reconocido que había sido inducida á error y ha partido libremente y
por su propia voluntad!...

--¡Viejo tunante! exclamó Mauricio exasperado, y cogiendo á Bobart por
un hombro, le sacudió tan rudamente que Roussel vino al socorro del
abogado y sé interpuso entre su ahijado y él.

--Vamos, hijo mío, un poco más de calma. En todo lo que el señor dice no
hay sin duda ni una palabra de verdad. Hemos jugado una partida y
acabamos de perderla: tratemos de tomar el desquite. Para esto no nos
las entendamos con los lacayos, sino con los dueños.

--¡Lacayos! repitió Bobart. Sepa usted señor mío....

--¡Nada! interrumpió Roussel; conozco á usted hace mucho tiempo, señor
hipócrita, señor pedante.... He dicho lacayo y hubiera podido decir
espía....

--¡Y si no está usted contento, añadió Mauricio, puede usted enviarme su
hijo!

--No, señor, declaró enfáticamente Bobart. Soy muy suficiente para
vengar yo mismo mis injurias. Usted sabrá lo que cuesta tener que
habérselas con un hombre como yo....

--¡Los clientes de usted lo han sabido muy bien, maestro en vilezas!
dijo Roussel. Pero téngase por advertido y que no le encuentre yo en mi
camino, ó le hago pagar las costas con más gracia que usted mismo lo
hacía....

Y tomando á su hijo por el brazo, dijo:

--Ven, Mauricio, ven. No tenemos nada que hacer aquí.




CAPÍTULO VIII

EL SECUESTRO.


Por la mañana del siguiente día, estaba Roussel todavía dormido cuando
entró Mauricio en su cuarto, descorrió las cortinas y se sentó en una
butaca al pie de la cama.

--¿Qué hora es pues? preguntó Fortunato incorporándose.

--Las cinco. Perdóneme usted que interrumpa tan pronto su sueño, pero
estando solo, me volvía loco....

--¡Oh! hijo mío; has hecho muy bien en despertarme. Espera, voy á
levantarme.

--No, permanezca usted acostado; lo mismo podemos conversar y con tal de
que me hable usted de Clementina, quedaré aliviado....

--¿Tú no has dormido? mi pobre hijo....

--¡No! Pero eso importa poco. Sufriría todas las penas sin quejarme con
tal de saber dónde está mi pobre mujer.

--Tranquilízate; lo sabremos. Y entonces.... Pero, ahora pienso ...
Federico, ¿está levantado?... Sí. Llama.

--¿Para qué?

--Vas á verlo.

Mauricio llamó. Al cabo de un instante apareció el ayuda de cámara de
Roussel. Era un excelente servidor que había sustituído al criado modelo
que la señorita Guichard había quitado á Fortunato veinte años antes.
Ningún ofrecimiento había hecho mella en Federico; por eso, en sus días
de buen humor, Roussel le llamaba Hipócrates. Un día en que el ayuda de
cámara se atrevió á preguntar á su señor porqué le llamaba así, éste le
respondió: "Por causa de los presentes de Artajerjes." Federico no
comprendió mucho más y permaneció estupefacto. Y Roussel añadió "¡
Bueno! No se caliente usted la cabeza: Hipócrates era un hombre
incorruptible." Federico se dió por satisfecho y adquirió mucho mayor
importancia á sus propios ojos. Con el tiempo se había hecho enteramente
adepto y, sobre todo, adoraba á Mauricio.

--Federico, dijo Roussel, ¿está usted todavía en buena inteligencia con
el portero del señor Bobart?

--Sí, señor. Por recomendación del señor, yo he sido quien le ha
proporcionado su plaza.

--Bueno. Federico, va usted á salir inmediatamente para París. Irá usted
á ver á su protegido y le pedirá, como un servicio de capital
importancia, que, en el caso de que el señor Bobart salga de París,
indique á usted la estación por donde ha partido. Y si puede usted
obtener que le informe acerca del departamento ó el país extranjero de
donde lleguen cartas para el señor Bobart, nos prestará á Mauricio y á
mí una ayuda inapreciable.... Usted nos conoce muy bien para creer que
se trata de algo vituperable....

--¡Oh, señor! Con los ojos cerrados le obedeceré.... Con los ojos
cerrados....

--Y bien, no los cierre usted.... Ábralos, por el contrario, todo lo que
pueda.... Quédese usted en París y á las horas de la distribución del
correo esté siempre en casa del portero ...¿El señor Bobart le conoce á
usted?

--No, señor.

--Tan pronto como tenga usted noticias que darnos, vuelve sin perder ni
un segundo.

--El señor puede contar conmigo.

Y salió. Mauricio permanció sentado, interrogando á su tutor con la
mirada.

--He aquí mi idea, dijo éste. Está fuera de toda duda para mí que el
tunante de Bobart es cómplice de la señorita Guichard. Él nos espió la
noche última y él fué quien la previno. Es, pues, cierto, que tan pronto
como se crea en seguridad, Clementina va á escribirle y acaso á llamarle
cerca de ella. Por el sello de la carta sabremos dónde está y si Bobart
se marcha, la estación de que parta será una nueva indicación.

--¿Y entonces qué haremos?

--No lo sé todavía; es preciso reflexionarlo. Por otra parte, acaso no
sea por Federico por quien sepamos donde está la señorita Guichard ...
Tu mujer es muy capaz de burlar la vigilancia de Clementina y escribirte
...

El joven movió tristemente la cabeza.

--¿Cómo ha consentido en acompañarla?

--¡Buena es esa! ¿Sabes cómo habrán pasado las cosas? La señorita
Guichard es robusta como un coracero ... ¿Quién te dice que no se ha
llevado á Herminia por la fuerza?

--No es posible. ¡En medio de quinientas personas! ¡Cuando el cochero no
estaba prevenido y hubiera bastado un grito de llamada, un acto de
resistencia, por débil que fuese, para que el coche se detuviese!

--¿Y si Clementina ha mentido? Si la ha dicho que era solamente de mí de
quien huían, pero que tú irías á buscarlas por la mañana ... Con la
señorita Guichard, ¿entiendes? es posible todo. Es una vieja Eva sin
Adán, que por distraerse en su paraíso vacío, se ha comido todas las
manzanas y ha domesticado á la serpiente!

--Esperemos, pues.

--Paciente y cuerdamente. Piensa que tienes el porvenir delante de ti,
¡y qué porvenir! ¡Herminia sin la señorita Guichard! Porque, después de
semejante barrabasada, estarás en tu derecho tomando precauciones, y la
primera....

--Consistirá en separar á Herminia de ese monstruo de maldad.

--¡Ah! ¡Ah! dijo Roussel. Te ha llegado la vez. ¡Te hacías ilusiones
sobre Clementina y no estabas lejos de acusarme de exageración! ¿Cómo la
encuentras ahora tan deliciosa tía? Pues bien, amigo mío, ahí tienes la
esposa que el difunto Guichard, ¡paz á sus cenizas! había soñado
imponerme de por vida. ¿Comprendes que me haya defendido como un tigre?
¡El dichoso esposo de Clementina! Cuando pienso en esto me estremezco
todavía.

Hablando y paseándose por el estudio y por el jardín, los dos hombres
llegaron al medio día y se sentaron melancólicamente en el hermoso
comedor. No era así como Mauricio había pensado almorzar aquella mañana.
Roussel leía este pensamiento en su cara y estaba triste por su
tristeza. El día se pasó más pronto de lo que hubieran creído; pero la
velada, largamente prolongada, tanto temían uno y otro no dormir, les
pareció interminable. Por la mañana, estaban de pie al despuntar la
aurora. La impaciencia de Mauricio rayaba en el frenesí. Se paseaba á lo
largo del estudio como una fiera en la jaula. Roussel, sentado en un
sofá miraba sin hablar al joven: no hubiera sabido qué decirle, fuera de
las vulgaridades agotadas hacía mucho tiempo. El correo llegó sin carta
de Herminia. Y sin embargo, hubiera tenido tiempo de escribir si hubiera
querido ó podido hacerlo. Era evidente que no había podido. En esto
encontraba Roussel un gran campo de discusión y le aprovechaba, ocupando
á Mauricio con sus razonamientos y forzándole á distraer su dolor en
controversias. En resumen, sospechaban que la señorita Guichard había
secuestrado á la señora de Aubry de un modo tanto más criminal cuanto
que no tenía sobre la joven ni derechos naturales ni derechos
adquiridos. Además la impedía que llenase sus deberes respecto de su
marido habitando con él y donde á él le conviniera. Y Roussel citaba el
código. En suma, si Mauricio quería, había allí materia para un gran
proceso, y tomando un ilustre abogado, se podía poner á Clementina en
una posición muy desagradable.

Llegaron así al almuerzo, que les reunió otra vez en el comedor, tristes
y sin apetito. Hacia las dos, la sobrexcitación de Mauricio era tan
aguda, que hablaba de marcharse á París, subir á casa de Bobart y
cogerle por la garganta para obligarle á revelar los secretos de la
señorita Guichard y decir dónde ocultaba á Herminia. Á las tres, mirando
por la ventana hacia el camino, como si esperase ver á su mujer aparecer
súbitamente y correr á él con los brazos abiertos, lanzó un grito:

--¡Ahí está Federico!

--Seguramente tiene noticias, puesto que vuelve.

Mauricio había bajado ya la escalera. Cogió al criado por el brazo,
preguntándole, aturdiéndole y, sobre todo, impidiéndole hablar.
Solamente en presencia de Roussel, encontró Federico su equilibrio. Se
enjugó la frente y dijo:

--Ya sé lo que el señor deseaba averiguar.

--¡Buen Federico!

--Mauricio le estrechó en sus brazos.

--Si el señorito Mauricio quisiera no ahogarme, podría contarle lo que
he sabido.

--Veamos; déjale hablar. Este muchacho....

Mauricio se sentó en el sofá; y Federico volvió á tomar la palabra.

--Desde ayer no he dejado la portería de la casa del señor Bobart.
Francisco, que es mi amigo, me instaló en un rincón de su cuarto y allí
he esperado los acontecimientos. Nada ocurría; ningún suceso, ninguna
agitación. El señor Bobart se retiró ayer á las diez. Esta mañana no
salió. La distribución del correo nada había indicado. Yo estaba
consternado, cuando á medio día, en un montón de cartas, se encontró una
para el señor Bobart. Examinado el timbre de salida, nos dió esta
indicación: Clères (Sena Inferior).

--¡Ah! exclamó Roussel; ya la tenemos.

--Espere el señor, que la cosa se va á hacer más precisa dentro de un
segundo ... Hacia las doce y media, la cocinera del señor Bobart entró
en la portería. Iba á buscar un coche para su señor y entraba para rogar
á Francisco que subiese, á fin de ayudar al criado á bajar un baúl.
"¿Según eso se va de viaje su amo de usted? dijo Francisco.

--Sí, respondió ella ... Va á ver á unos parientes á Rouen...."

--¡Bravo! interrumpió Roussel. Rouen y después Clères. La señorita
Guichard está en Rouxmesnil, una tierra que posee en Normandía, cerca
de Dieppe ... Gracias, amigo Federico; ha maniobrado usted como un
verdadero agente de policía.

--¿Y el señor Bobart partió?

--Partió, sí, señor; un cuarto de hora después.

--¡Bueno! Federico. Ahora puede usted bajar; su misión ha terminado.
Coma usted, beba, descanse.

--Doy mil gracias al señor.

Roussel y Mauricio, al quedar solos, se miraron, y enseguida, como si
les animara un pensamiento único, dijeron á un tiempo:

--¡Partamos!

--Hay un tren esta tarde; tenemos tiempo de hacer nuestros preparativos,
añadió Roussel. Y no nos ilusionemos; va á ser preciso, acaso, emplear
la fuerza para dar buena cuenta de la señorita Guichard.

--La emplearemos.

En todo caso, empecemos con precaución, para no poner en guardia al
enemigo. Si fuésemos reconocidos, Clementina sería capaz de cambiar de
residencia y nuestras pesquisas tendrían que empezar de nuevo.

--Pues bien, si es preciso, nos disfrazaremos. Yo le desfiguraré á
usted.

--¡Ah! Por fin te veo animado. ¿Vives ahora?

--Sí, empiezo á esperar.

--Ve á preparar tu maleta. No llevaremos más que lo estrictamente
necesario. ¡Nada de caja de colores ni de caballete de campo sobre todo!
Un pintor llamaría la atención en diez leguas á la redonda.

--Tiene usted razón.

El joven entró en su cuarto y un instante después, Roussel, con una
satisfacción profunda, le oyó tararear.

El castillo de Rouxmesnil es una edificación blanca, perdida entre el
verdor de un parque de diez hectáreas y rodeada de muros y de
precipicios. Un espeso bosque de hayas centenarias la defiende del
viento del mar, que barre furiosamente toda la llanura. Una importante
hacienda dependía del castillo, que no estaba habitado hacía mucho
tiempo. Al tío Guichard le gustaba esta propiedad, que había heredado de
su padre. Pasaba en ella dos meses del año, en la época de la caza. Las
llanuras y los bosques que rodean á Rouxmesnil son muy sinuosos. El
mobiliario de las habitaciones, conservado tal cual, aunque parecía
incómodo y pasado de moda, había vuelto á ser del gusto del día. Estaba
formado por aquellas encantadoras maderas estilo Luis XVI, cubiertas de
terciopelo de Utrecht, camas, armarios y cómodas de caoba, adornadas con
cobre dorado. Los tapices eran antiguas telas de Jouy, de colores
amortiguados por el tiempo. El polvo del abandono cubría los muebles. El
piso bajo, ventilado solamente dos veces al mes por el jardinero, que al
mismo tiempo era conserje, olía á humedad. Pero las ventanas daban á una
gran pradera á la que servían de marco hermosas arboledas, y á lo lejos,
más allá de la llanura, los bosques comunales de Saint-Victor extendían
sus ramas sombrías en las que cantaban los melancólicos cucos.

Al llegar á Rouxmesnil, Herminia, que no había estado allí más que dos
veces con la señorita Guichard y llevaba los ojos hinchados de llorar,
la cabeza aturdida por el insomnio y el corazón oprimido por el
pensamiento de la pena que debía experimentar Mauricio, creyó que
entraba en una prisión. Las maderas cerradas hacían reinar una oscuridad
húmeda en todas las habitaciones. Un silencio profundo reinaba en la
finca y, para colmo de tristeza, una lluvia torrencial, que había
empezado en Clères, al salir del tren, borraba el horizonte en una bruma
gris.

La señorita Guichard, afectando con Herminia una dulzura llena de
compasión, como si acabase de arrancarla al más espantoso peligro, daba
órdenes á la doncella que las había acompañado, y decía en su habitual
tono de mando:

--¡El departamento de Herminia, ante todo! Que esta querida niña tenga
enseguida un sitio para descansar! ¡Tiene de ello tal necesidad después
de semejantes emociones!... Envíe usted á buscar gentes á la quinta ...
Quiero que dentro de dos horas esté todo en orden en el castillo ...
¿Cómo te sientes, querida hija mía? ¡Esperarás el almuerzo!...

--¡Oh! No tengo apetito ninguno, tía ...

--Es preciso comer, niña querida, para ponerte en estado de soportar la
prueba ...

--Pero, tía mía, ¿qué prueba? preguntó Herminia con irritación.

--¡Paciencia, hija mía; ya lo sabrás todo! Entonces comprenderás la
infamia de que ibas á ser víctima y yo contigo ...

--¡Una infamia!... ¡De Mauricio, es imposible!

--No era él el culpable ... Pero el abominable mentor que le dirige!
Dejemos estas explicaciones para después; sabes que puedes contar con mi
afección ... ¡No te abandonaré jamás!

Herminia ahogó un suspiro. La perspectiva de no dejar nunca á la
señorita Guichard no era á propósito para tranquilizarla. La señorita
Guichard sin Mauricio, ó Mauricio sin la señorita Guichard; tal era la
disyuntiva que se ofrecía á su pensamiento, y en aquella hora no era
posible dudar: hubiera querido estar con Mauricio.

Había sido preciso todo el ascendiente moral que ejercía sobre ella su
bienhechora, y un poco, también, la violencia material, para impedirla
saltar del coche cuando había visto aparecer á Clementina en lugar de su
marido. Clementina tuvo necesidad de cogerla por la cintura, sin dejar
de dirigirle los más violentos reproches. Hasta París, Herminia no había
hecho más que sollozar. Toda la noche había estado inquieta en el lecho,
regando las almohadas con sus lágrimas. Por la mañana había sido aún
necesario violentarla para llevarla al ferrocarril.

Y ahora, en aquel antiguo castillo, frío, húmedo y desolado, continuaba
rebelándose. No lo hacía en voz alta, porque tenía miedo á su tía, pero
en el fondo juzgaba severamente su manera de obrar. La sublevación moral
de la joven era tan visible, que Clementina se creyó obligada á algunas
explicaciones. No esperaba encontrar tal energía en aquella delicada
rubia que había obedecido tan perfectamente desde que dependía de ella.
¿Pero qué importaba la resistencia á la fogosa Clementina? Á los que la
resistían, los aniquilaba. Roussel y Mauricio sabían algo de esto.

Condujo á Herminia á una habitación del primer piso y abriendo vivamente
las persianas, dijo:

--Esta es la habitación que yo habitaba en otro tiempo, cuando vivía el
tío Guichard ... Te la doy, hija mía ... Comunica con otro cuarto que
será, para tu marido cuando haya cesado de enfurruñarse y venga á
reunirse contigo.

--¿Podrá, entonces, venir?

--Sin duda alguna.

--Pero, ¿sabe que estamos aquí?

--Voy á escribírselo yo misma, inmediatamente.

--¡Oh! Déjeme usted ese cuidado, tía mía, exclamó la joven.

--Eso no sería ni correcto ni conveniente, contestó Clementina.
Parecería que te sustraías á mi jurisdicción y que hacías concesiones,
cuando es él quien debe hacerlas ...

--¡Oh! tía mía, nada más que una palabra al final de la carta ...

--Una palabra, sea, dijo la señorita Guichard, pensando que, después de
todo, un ruego de Herminia activaría la sumisión de Mauricio. El pobre
muchacho está tan mal aconsejado que sería capaz de no venir.

--¿Lo cree usted?

--Lo creo todo mientras Roussel esté cerca de él. ¡Ese hombre es su
genio malo!

Saltó, dejando á su sobrina entregada á sus reflexiones. El plan que
había formado era muy sencillo. Por segunda vez quería obligar á
Mauricio á adquirir compromisos y el primero sería renunciar á Roussel.
¿No accedía? pues no tendría á su mujer. Había que elegir: ó venía á
buenas y cumplía siquiera la mitad de sus promesas, caso en el cual la
dicha de Roussel estaría muy comprometida, ó no cedía, y entonces era
fácil hacer pasar su resistencia por egoísmo, por indiferencia, y
procurar una disensión entre los esposos. En el primer caso, Clementina
triunfaba y continuaba siendo omnipotente; en el segundo, se vengaba
terriblemente de los que hablan intentado burlarla, y esto era también
una victoria.

En sus nuevas posiciones se creía muy fuerte; casi invencible. Por de
pronto, su Rouxmesnil le parecía inexpugnable. Para llegar hasta
Herminia sin permiso y sin entrar por la puerta grande, había que
escalar el muro, franquear el foso y atravesar el parque, y el guarda,
prevenido, rondaría constantemente. El arrendador de la hacienda le
había prestado un perro que vigilaba de día y era feroz de noche. Por
último, Clementina llamaría á Bobart en su ayuda. En semejantes
circunstancias tenía necesidad de los consejos jurídicos y de las
artimañas de aquel práctico astuto.

Le escribió enseguida. Á Mauricio le escribiría al día siguiente:
convenía que el tiempo calmase su cólera y produjese el desaliento. Por
la mañana, en efecto, entró en el cuarto donde Herminia había acabado
por dormirse con un sueño febril y puso una carta sobre la mesa,
diciendo:

--Lee y añade lo que quieras.

--La carta era amistosa, decía á Mauricio que se esperaba su llegada y
terminaba así: "He olvidado el daño que ha querido usted hacerme, porque
sé muy bien que no obedecía usted á sus propias inspiraciones, y estoy
pronta á acogerle como á un hijo respetuoso y sumiso." Herminia no echó
de ver con qué pérfida habilidad habían sido escogidos los términos de
esta carta para herir á Mauricio, á quien se trataba como un niño por la
que tan duramente acababa de hacerle sentir su autoridad. La joven no
vió más que la llamada á su marido y esto bastó. Cogió una pluma y al
pie de la carta escribió. "Ven, mi querido Mauricio, te espero con mucha
impaciencia. Cree que soy toda tuya." Ardía en deseos de añadir: "Te
abrazo y te amo," pero no se atrevió. Firmó con letra un poco alterada,
porque el corazón le latía y le parecía que arriesgaba su vida en este
momento. La señorita Guichard cerró el sobre y dijo:

--Tú misma darás la carta para que la pongan en el correo al ir á
esperar á Bobart.

--¿El señor Bobart llega?

--Claro está. ¿Crees que vamos á vivir como dos prisioneras? No nos
ocultamos, porque no hemos hecho nada malo.

Sin embargo, Herminia vió muy bien que se adoptaban todas las
precauciones para que ella no pudiese tener comunicación alguna con el
exterior. Por la tarde llegó el desagradable Bobart. Comió y enseguida
se encerró con la señorita Guichard. Herminia se refugió en su
habitación y con la ventana abierta soñó, contemplando la luna que
aparecía por encima de las hayas y las plateaba con su luz. Una paz
profunda reinaba en la campiña. Solamente los buhos hacían oir en los
abetos su grito monótono y triste.

La joven pensó que acaso estaba destinada á vivir siempre en aquella
soledad y aquel silencio. Si Mauricio no acudía; ¿cómo conseguir
reunirse con él? ¿Quién los aproximaría? ¿Quién disiparía todos aquellos
errores interesados? ¿Cómo caerían los obstáculos acumulados por
voluntades hostiles? Una gran tristeza se apoderó de ella y rodaron
sobre su cara gruesas lágrimas, lentas y amargas.

Era cerca de media noche cuando subieron Clementina y Bobart. Herminia
cerró la ventana, se desnudó, hizo su oración, rogando al cielo que la
devolviese su marido, y se durmió más calmada. Por la mañana se
presentó para el almuerzo y tuvo que sufrir los cumplimientos insidiosos
del ex-abogado. Durante el día Clementina propuso un paseo por el
parque, pero á Herminia le pareció un suplicio pasear entre Bobart y la
señorita Guichard. Pretextó una jaqueca y se quedó.

Pasó este día y el siguiente en una profunda ansiedad y prestó el oído á
todos los ruidos del camino creyendo á cada instante ver llegar á
Mauricio. Todas las noches se acostaba con el corazón oprimido,
diciéndose: "¡Mañana será!" Y el día siguiente no traía tampoco noticias
del marido esperado, que no venía.




CAPÍTULO IX

EL BLOQUEO.


Al cabo de cuatro días Herminia empezó á sentir cierto despecho.
Verdaderamente, Mauricio era muy indiferente ó muy orgulloso. ¡Qué! ¿No
podía decidirse á venir al lado de su mujer? ¿Estaba tan ofendido por su
partida en la noche de la boda? ¿No debía creer que no lo había hecho
por su voluntad? Sin embargo, no perdía la esperanza.

Observaba siempre al guarda en acecho y oía ladrar al perro feroz todas
las noches. Su tía le lanzaba maliciosas miradas como queriendo decirla:
"¿Eh? Ahí tienes tu amor, mira lo que es ... ¡Su intensidad no es
bastante para hacer olvidar á un hombre su amor propio ofendido!" ...
Cuando la hablaba la llamaba con afectación: "Mi pobre hija" con un tono
de lástima que molestaba extraordinariamente á Herminia.

La señorita Guichard empacaba á pensar seriamente que Mauricio estaba
resuelto y no volvería y esto la agradaba en extremo, porque era la
separación y el divorcio asegurados. Le pareció que seria buena política
redoblar su cariño por la joven y mostrarle alguna confianza. Sin
aflojar la vigilancia exterior, dejó á la joven algo más libre en el
parque. La invitó á que se paseara, diciendo:

--Toma el aire, anda. De otro modo caerás enferma, y ¿qué dirá tu marido
cuando se decida á venir?

Herminia no respondió y sonrió tristemente.

Hacia cerca de una semana que estaban en Rouxmesnil, cuando una tarde,
en que se paseaba á lo largo de un foso que daba sobre la llanura, la
joven vió al pasar, echado en un campo de trigo, un hombre de blusa, con
el sombrero apabullado, que dormía á pierna suelta, á consecuencia, sin
duda, de algunas copas de aguardiente. Iba á pasar con alguna
repugnancia, cuando el borracho se volvió lentamente de lado, levantó el
brazo que le ocultaba la cara y debajo de aquellos sórdidos harapos y en
aquel hombre echado en el polvo, Herminia reconoció con estupor al señor
Roussel, que la dijo en voz baja:

--¿Está usted sola?

Ella respondió:

--Si; pero, ¡cuidado! me vigilan siempre.

--Lo sé. Hace seis días que rondamos la propiedad.

--¡Dios mío! ¿Mauricio está aquí pues?

--¿Dónde quiere usted que esté? En este momento acecha en la entrada del
castillo ... Está vestido como yo, pero á él no le reconocerá usted ...
tiene una barba gris....

--¿Cómo verle? ¿Por qué no viene á mi encuentro?

--¿Y su tía de usted?...

--Le ha escrito para que viniera á reunirse conmigo.

--No ha recibido la carta. ¿Puede usted venir mañana á misma hora?

--Lo procuraré ... Tenga usted cuidado ... alguien viene.

Roussel volvió la cara hacia el césped y se volvió á dormir. El que
llegaba era Bobart, con una escopeta al hombro.

--¡Cómo! señor Bobart; ¿caza usted? dijo Herminia con volubilidad para
distraer al abogado, que miraba con desconfianza al hombre echado al
lado del foso.

--Sí, señorita; me distraigo matando maricas. Hay muchas en este
país.... Vea usted, un borracho ... ¡Oh! La embriaguez es la plaga de
los campos!...

--Un ronquido sonoro respondió á las lamentaciones humanitarias de
Bobart. Herminia dejó al ex-abogado y volvió al castillo.

Si no hubiera estado vigilada, hubiera cantado, tan alegre tenía el
corazón. En un segundo todo había cambiado para ella. El porvenir, antes
tan negro se había vuelto de color de rosa. Mauricio, á quien creía
indiferente y orgulloso, era tierno y amante. No había pensado más que
en reunirse con ella y ciertamente, en cuanto hablase con él cinco
minutos, se presentaría en el castillo. Se puso á reír sola pensando en
la figura tan graciosa que hacia Roussel echado en el césped y vestido
como un harapiento, él, á quien había conocido de punta en blanco el día
de la boda ... Después se preguntó porqué todas aquellas precauciones y
tan raras estratagemas. ¿La situación era, pues, más complicada de lo
que había pensado?

Reflexionando sobre esto, relacionó el disimulo de Mauricio y de Roussel
con la vigilancia ejercida por la señorita Guichard; y los disfraces de
los unos le pareció que correspondían exactamente á las medidas de la
otra. Rondas y perros feroces por la noche, y paseo de Bobart con una
escopeta al hombro ... Herminia pensó: "No sé exactamente lo que pasa;
no comprendo la razón precisa de los actos de mi tía. Hay algo muy grave
y yo corro un peligro."

Su imaginación se exaltó y llega á una situación verdaderamente
novelesca. Se figuró que era una joven princesa guardada estrechamente
en una torre por crueles tiranos; una Pía de Tolomei, á quien amigos
devotos se esforzaban en libertar. Y no tuvo más que una idea, la de
facilitar la misión de los libertadores. Ante todo, quería ver á
Mauricio, hasta con una barba gris. Dió vuelta alrededor del castillo,
entró en el patio de honor y llegó hasta la mohosa verja, que daba á una
gran calle de castaños. Miró con interés y no vió á nadie que pudiera
dar la más remota idea de Mauricio disfrazado. Á cien metros de la
entrada estaba un viejecito sentado sobre la cerca de madera de un prado
y un enorme perro gris se revolcaba en el polvo. El hombre no se movió
ni hizo señal alguna de haberla reconocido. Al cabo de algunos segundos
Herminia se decidió á alejarse y al volverse, vió, en una ventana del
primer piso á la señorita Guichard, que la miraba. Juzgó necesario
hacerla un saludo gracioso con la sombrilla y continuó lentamente su
paseo, pensando: "Acaso ese viejecito era mi marido. Habrá visto á mi
tía y no se habrá atrevido á moverse. Tengamos paciencia y esperemos á
mañana."

El resto del día no le pareció largo; ya no se aburría. Su vida estaba
llena por un interés inmenso. Llegó hasta á no disimular bastante y
estando Bobart y su tía hablando cerca de la chimenea, Herminia rompió á
reír sola de un modo tan repentino y tan poco justificado, que la
señorita Guichard levantó los ojos con severidad y dijo agriamente:

--¿Qué te pasa, hija mía? ¿Somos, acaso, Bobart y yo, más cómicos de lo
que habíamos creído?

Herminia se quedó helada y permaneció muda durante toda la velada, pero
las sospechas de Clementina se habían despertado y, cuando la joven se
fué á sus habitaciones, preguntó:

--Dime, Bobart, ¿no has observado nada anormal alrededor del castillo?
Esa alegría repentina de Herminia es muy singular ... Tenía esta tarde
una cara tan regocijada ... ¿No habrá recibido alguna advertencia ...
alguna noticia?...

--Nada he observado, querida prima, que pueda justificar tus temores ...
¿Quieres que haga venir al guarda?

--Te lo agradeceré. Tengo inquietudes ... Me parece presentir la
presencia de Roussel en estos alrededores.

Román Rouet, introducido en el salón, declaró que no había visto nada
sospechoso en sus rondas. Era el tal un viejo, medio labrador, medio
guarda y, más que nada, cazador furtivo, con la cara curtida por la
lluvia y el sol, enmarañadas cejas, que se hacía cortar como el cabello,
y dientes destrozados por la acidez de la sidra.

--Mi ama, nadie ha llegado al país y nada he visto que se parezca á
gentes malintencionadas ... Siempre se arrastran algunos harapientos por
el camino ... Éste, que viene de Maromme ... Aquél, que va á
Fontaine-le-Bourg ... Pero gentes que quieran entrar ... Yo estoy aquí
para impedirlo ...

--¡Bueno! dijo Clementina. Vaya usted y vigile.

--Con los dos ojos, mi ama.

--¿Por qué estaba tan alegre esa muchacha?... repitió la señorita
Guichard pensativa.

Pasó la velada jugando al _bezigue_ con Bobart y soñó por la noche que
Roussel había entrado á viva fuerza en el castillo, con la cara
embadurnada de negro, como los antiguos bandidos, y la había puesto un
puñal en la garganta para obligarla á decir dónde había ocultado á su
sobrina. Un vivo dolor la despertó; debatiéndose en su cama, acababa de
pincharse la barbilla con una horquilla desprendida de ana cabellos.

Había muy buenas razones para que el guarda de la señorita Guichard
ignorase la presencia de Mauricio y de Roussel en el país. Éstos no
habitaban en él. Román Rouet había podido recorrer todas las tabernas
del país sin encontrar indicio alguno. Roussel y Mauricio se hablan
quedado á cuatro leguas de Rouxmesnil, en Auffai, en casa del dueño de
una gran fábrica de hilados, amigo de Fortunato desde la infancia.
Alojados en el castillo de Perceville, los dos parisienses estaban allí
á sus anchas y hacia seis días recorrían á su gusto los alrededores, sin
que fuese notada su presencia.

Tomaban el ferrocarril; se bajaban en Cléres y desde allí se iban á la
propiedad de la señorita Guichard. Mauricio había hecho amistad, desde
el primer día, con un perro de ganado, de talla colosal, que el dueño de
Perceville había traido de Irlanda, y escoltado por aquel formidable
compañero, de un olfato admirable, bloqueaba las cercanías de la prisión
de Herminia. El viejo que la joven había visto de lejos, sentado en la
cerca, era Mauricio.

Éste se había estremecido viendo en la verja, al principio una sombrilla
de color, después una vaga silueta y por último á su mujer, que se
aproximaba mirándole. Estuvo á punto de levantarse y correr hacia ella;
pero la aparición repentina de la señorita Guichard en la ventana, había
helado su entusiasmo y, renegando y dando al diablo á la solterona,
había permanecido inmóvil, mirando á su compañero, que se revolcaba al
sol. Por la noche, su envidia fué extremada cuando supo que Roussel
había tenido la buena fortuna de hablar con la joven, y no se serenó más
que por la seguridad de que él tendría la misma dicha al día siguiente.
Pero Roussel no se daba por satisfecho con la ventaja, demasiado
platónica, de haber conversado y conversar otra vez con Herminia, y
necesitaba resultados prácticos, materiales y decisivos.

--Me vas á hacer el favor, ¿eh?, de no perder mañana el tiempo en
arrullos, como Romeo en el balcón de Julieta. Los campos están llenos de
alondras que te cantarán la canción de la partida. Ahora bien, esa
partida no debes efectuarla solo. Toma tus disposiciones con Herminia
para llevártela el mismo día, si es posible. Tendremos todo el día y
toda la noche una excelente silla de posta en la aldea de Rongemare, á
un kilómetro del sitio en que debes encontrar á tu mujer....

--Esté usted tranquilo, padrino; no perderé la ocasión. El tiempo
apremia ... y acabaremos por ser despistados. Es premiso, pues,
violentar las cosas y si hay resistencia....

--Yo estaré allí para prestarte ayuda ... Á nosotros dos sería preciso
el diablo para ponernos en derrota.

Mientras se formaban estos proyectos agresivos, la señorita Guichard,
más y más inquieta, preparaba una maniobra sumamente peligrosa para
nuestros conspiradores. Por la mañana se había presentado en el cuarto
de su sobrina, á la que había encontrado en peinador, ocupada en peinar
sus admirables cabellos rubios. La joven sin más que mirar el aire de su
tía, presintió complicaciones graves y se dispuso á hacerlas frente.

--Hija mía, dijo Clementina sentándose cerca de la ventana; ayer hizo
una semana que estamos aquí ... Sabes que el día siguiente mismo de
nuestra llegada escribí á tu marido para rogarle que viniese á reunirse
con nosotras ... ¿Cómo es que no ha venido, ni ha dado siquiera noticias
suyas?

--Pero, tía mía, dijo claramente Herminia, si nosotras no hubiéramos
partido, no hubiera sucedido todo esto....

La señorita Guichard, asombrada por esta respuesta, levantó los ojos
sobre Herminia y viéndola muy tranquila, tuvo un movimiento de
irritación.

--Hija mía, si no hubiéramos partido lo hubierais hecho Mauricio y tú,
con desprecio de todos los compromisos adquiridos ... He parado,
sencillamente, un golpe que me asestaban....

--Tía mía, replicó Herminia con firmeza, el primer golpe no fué asestado
por mi marido; usted lo sabe muy bien.

--¿Qué quieres decir?

--Dispénseme usted de explicarme acerca de ese punto; pero sepa que no
ignoro nada de lo que ha pasado y que yo no puedo culpar á mi marido.

Á estas palabras, que eran una verdadera declaración de guerra, la
señorita Guichard se levantó. Su cara se puso lívida, sus ojos
despidieron llamas y extendiendo hacia Herminia una mano agitada por un
temblor nervioso, exclamó:

--¡Qué! Después de veinte años de cuidados, de afección, de protección;
cuando te he tratado como á una hija, ¿me hablas con semejante
ingratitud, por un advenedizo á quién no conocías hace seis semanas?
¿Contra todo respeto, juzgas mis actos y contra todo agradecimiento te
unes con mis enemigos? ¿Es esto lo que yo debía esperar de ti? ¡Eres un
monstruo!

--No, tía; no soy un monstruo, dijo la joven respirando con esfuerzo,
tan violenta era la emoción que la embargaba; no, yo no soy
irrespetuosa, ni ingrata; pero tampoco ciega ni estúpida. Sé lo que veo
y entiendo lo que oigo. Soy justa, créalo usted, y me hago cargo de la
irritación que debió usted experimentar viendo todos sus planes
desbaratados; pero no puedo admitir que por una cuestión tan mezquina,
por una diferencia tan antigua, por agravios que hace mucho tiempo
debieran estar olvidados, ponga usted en peligro mi dicha y la de mi
marido. Usted le acusa de ser orgulloso é indiferente ... ¿Qué hubiese
usted hecho en su lugar, usted, que ha perseguido por tan largo tiempo y
persigue todavía con su odio al señor Roussel, por una afrenta mucho
menor que la que usted ha infligido á Mauricio?...

--¡He aquí lo que tú piensas! gritó la señorita Guichard exasperada.
¡Oh, mal corazón y espíritu perverso! Eso es lo que tú murmurabas
durante tus largos silencios ... ¡Me hacías traición en pensamiento,
antes de hacérmela en acción! Pero ¡yo te arreglaré! ¡Tengo sobre ti
autoridad!

--Que usted se atribuye, pero que no existe. No tengo más dueño que mi
marido....

--¡Yo te separaré de él! gritó la solterona en el colmo del furor.

--Desafío á usted á que lo haga.

--¡Ah! ¿Tú me provocas? Pues bien, tú sabrás de lo que soy capaz cuando
se me fuerza.

--Me lo habían dicho y ya lo he visto. Pero jamás me hubiera atrevido á
creer que usted, tan buena, se convirtiese hasta tal punto en perversa.

--Yo te haré arrepentir de lo que has hecho.

--Usted me hará arrepentir de haberla amado: nada más.

--¡Herminia!

Clementina estaba con el brazo levantado y amenazador, la cara
descompuesta por la rabia, los ojos verdes de bilis, los dientes
apretados y crujientes. Herminia tuvo miedo de que la atacase una
congestión y muriese allí, herida por ella, á la que, en suma, había
servido hasta entonces de madre. Se levantó y con una inspiración
persuasiva propia para conmover hasta un alma tan dura, dijo,
arrojándose á sus pies:

--¡Por Dios, mi buena tía, olvide usted todo lo que la turba, lo que la
irrita, lo que la pone fuera de sí, porque usted no es dueña de sí misma
ahora, y vuelva á ser tal como yo la he conocido; justa, benévola y
generosa. No me obligue á luchar contra usted, lo que me causaría una
horrible pena. No me ponga en el trance de decidirme entre mi afección
antigua y mi nueva ternura. Tenga usted piedad de esta hija á quien ha
amado, á quien ama todavía. Devuélvame usted la libertad y la dicha.
Hágame usted feliz de buen grado, con sus propias manos, y yo la
bendeciré en todas las horas de mi vida por el favor que me habrá hecho
y con el cual habrá sobrepujado, en un momento, las liberalidades de que
me ha colmado durante toda mi existencia. Usted debe comprender que
quiero, que debo ir á buscar á mi marido. ¡Oh, tía mía querida! ¡Un
relámpago de bondad! Ponga usted todo en paz, usted que puede hacerlo,
¡seremos tan plenamente felices! ¡Y será tan grande nuestro
agradecimiento!...

Cogió las manos de la señorita Guichard y con sollozos y ruegos se las
besó apasionadamente. Ésta, torturada por aquella ardiente suplica,
helada por aquellos reproches tan dulces y tan humildes, humillada por
el sentimiento de su inferioridad ante aquella niña que la hablaba tan
leal y animosamente, permanecía inmóvil y muda. Por fin, dejó caer de
sus labios trémulos estas palabras:

--¡No, no cederé! tengo, para obrar como lo hago, razones superiores que
no puedes juzgar. Tú me darás después las gracias por el servicio que te
hago ... ¡Todos los hombres son infames!

--¡Tía mía! ¡Cuidado! gritó Herminia desesperada.

--¿Me amenazas?, dijo la señorita Guichard, no disimulando ya. ¡Tú debes
tener cuidado! Desde este momento no tengo confianza en ti. Sé que
tengo una enemiga en mi casa; no encontrarás, pues, extraordinario que
tome mis precauciones. Permanecerás hoy en tu cuarto y mañana nos
marcharemos al extranjero.

Y sin añadir ni una palabra, la señorita Guichard salió. Herminia quedó
sola y consternada, pero sin arrepentirse de su franqueza, por muy cara
que debiera costarle. Porque, ahora, la señorita Guichard había arrojado
la máscara y después de esta explicación no se podía esperar de ella el
menor acomodo.

La joven se preparó á hacer una resistencia desesperada. Una sorda
inquietud la molestaba hacía un momento; cómo sería interpretada su
ausencia á la cita dada por Roussel. Porque era seguro que no podría ya
pasearse por el parque. ¿Y qué pensaría Mauricio? ¿Supondría que le
abandonaba? ¡No! eso era imposible. Pensaría que había sido vigilada,
detenida. Y entonces sería capaz de entrar en el parque y llegar hasta
el castillo y, vestido de ese modo, el guarda ó Bobart podían tomarle
por un merodeador y pegarle un tiro.

Un miedo espantoso se apoderó de ella. En el desarreglo de su
pensamiento estuvo á punto de llamar á su tía y prevenirla para que, al
menos, no se hiciese daño á Mauricio, pero la detuvo una reflexión:
"¡Quién sabe si, en el estado de exasperación en que se encuentra, dará
mi tía las órdenes más rigurosas y atraeré el peligro sobre mi marido,
queriendo protegerle! Es preciso dejar que marchen los sucesos sin
intervenir; Mauricio es diestro y el señor Roussel prudente; ellos
conseguirán arrancarme de manos de mis perseguidores. Porque ya, para
ella, su tía, Bobart y el guarda eran sus perseguidores, y se sentía
dispuesta á todo para escapar. Hasta hubiera hecho de buena gana algún
daño á Bobart, que verdaderamente la atormentaba sin motivo, por gusto,
por amor al arte.

Examinó con cuidado la disposición de su cuarto, previendo que acaso
sería preciso evadirse. Una de las ventanas, la de la fachada, daba á
una estufa cuyos vidrios estaban colocados casi á plomo á dos metros por
debajo. Por aquí la evasión parecía imposible. La otra ventana, en
distinta dirección, daba sobre un bonito jardinillo á la francesa. Un
salto de seis metros y la perspectiva de enredarse en los sostenes de
los rosales; tampoco por allí podía hacerse nada. El cuarto de tocador
estaba cuatro escalones más bajo y ocupaba una torrecilla redonda en un
ángulo del castillo. Recibía la luz por una estrecha ventana, pero
tenía reja. Las precauciones estaban bien tomadas y la señorita Guichard
sabía lo que había hecho alojando á Herminia en aquellas habitaciones. Á
falta de las ventanas quedaba la puerta que daba á un largo corredor
embaldosado en cuyo extremo estaba la escalera de servicio que conducía
á las dependencias. Atravesadas éstas, se estaba en el patio, pero, para
llegar á la escalera era preciso pasar por delante de las habitaciones
de la señorita Guichard y de Bobart. ¡Cuántas probabilidades de ser
cogida antes de llegar al piso bajo! Y aquel era, sin embargo, el único
paso practicable.

El almuerzo llegó cuando Herminia se entregaba á estas combinaciones y
proyectos. La doncella de la señorita Guichard le traía en una bandeja.
Decididamente, Herminia estaba prisionera. No la encerraban con llave,
pero estaba, sin duda, estrechamente guardada. Resolvió cerciorarse y á
eso de las dos cogió el sombrero y la sombrilla y bajó. Al penetrar en
el vestíbulo encontró á la doncella cosiendo al lado de una mesa. La
muchacha levantó la cabeza y con cierta compasión dijo:

--La señorita ruega á la señora que entre en el salón.

Herminia no respondió y abriendo la puerta del salón encontró leyendo á
la señorita Guichard.

--¿Sales, hija mía?, preguntó la solterona con una perfecta
tranquilidad, como si nada hubiera pasado entre las dos aquella misma
mañana.

--Sí, tía mía; si usted no tiene inconveniente.

--Te acompaño, dijo la señorita Guichard, y se levantó.

--Es usted muy amable; respondió Herminia con serenidad.

Salieron por el parque y echaron á andar delante del castillo. Pero este
paseo tan lejos del foso en que se impacientaba Mauricio no entraba en
los cálculos de Herminia, que dijo al cabo de un instante:

--Hace mucho sol por aquí; ¿quiere usted que vayamos á la sombra?

--Como tú quieras, contestó la señorita Guichard.

Y tomaron un paseo circular.

No bien habían andado cien pasos, apareció Bobart armado con su
inseparable escopeta y escoltado, además, por el perro que tenía por
misión devorar á los merodeadores en general y á Roussel y á Mauricio en
particular. El abogado, como obedeciendo á una consigna, se colocó al
lado de Herminia. El perro abría la marcha. La joven tenía gran deseo de
volverse, pero al extremo de aquel camino estaba el foso donde había
visto el día anterior á Roussel y sin duda en este momento la esperaba
allí su marido. Al verla pasar con semejante escolta, comprendería lo
que había sucedido y tomaría resoluciones en consecuencia.

Apenas llegaban á la llanura que, bañada de sol, se presentaba en
perspectiva, el perro, que iba de vanguardia, empezó á gruñir
furiosamente y erizó los pelos del lomo. Herminia pensó "Ahí está;
contra él gruñe este dichoso animal. ¡Con tal que no le muerda! Avanzó
enseguida y en el mismo sitio en que el día anterior estaba Roussel vió
un hombre echado. Un gran perro gris estaba extendido cerca de él y amo
y perro parecían dormir. Sin embargo, la mano del hombre tenía cogido el
collar del perro como para contenerle. El mastín de la granja,
envalentonado por aquella inmovilidad, ladró con furia y enseñó los
dientes.

--¡Es increible! dijo Bobart en voz alta. ¡Un borracho en el mismo sitio
que ayer. Parece que le han tomado afición!

El perro tomó sin duda estas palabras por una orden, porque, de un
salto, franqueó el foso y se lanzó con la boca abierta y los ojos
feroces sobre el pacífico grupo. Pero en un segundo, la escena cambió.
El hombre levantó la cabeza y con voz enronquecida, que Herminia no
reconoció, dijo:

--¿Qué es esto? ¿Se hace devorar á los viajeros en este país? ¡Á él,
Dear!...

Soltó el collar y el gran perro gris, saltando con una ligereza y una
fuerza increibles, cayó sobre el mastín, que se mostró resistente é hizo
honor á Rouxmesnil sosteniendo el choque. Pero el perro gris era de una
agilidad increible y antes de que los espectadores de este combate
pudieran hacer un movimiento, los dos animales, enlazados, habían rodado
al fondo del foso.

--¡Llame usted á su perro! ¡Llame usted á su perro! gritó la señorita
Guichard, oyendo á su mastín aullar lastimeramente.

--¡Llame usted al suyo! respondió tranquilamente el hombre de la voz
ronca. ¿Acaso le hemos ido á buscar?

--¡Cuidado! creyó Bobart que debía exclamar; voy a pegarle un tiro!...

--¡El que toque al perro, toca á su dueño! respondió el hombre con una
expresión tan amenazadora, que Bobart se estuvo quieto.

Al hablar así se había levantado y Herminia no encontró ni un solo rasgo
de su marido bajo los cabellos grises y enmarañados y la ruda barba de
aquél hombre. Y, sin embargo, era él.

--¡Esto es una infamia! exclamó la señorita Guichard; ¡mi perro muerto!

Era verdad. El mastín, después de una resistencia honrosa, atestiguada
por las huellas sangrientas de la piel de su adversario, acababa de
morir.

--Usted me le pagará, buen hombre. Bobart, corre á buscar al guarda.

--¡Para qué! dijo el hombre con su voz aguardentosa; ¡para qué! Que pase
solamente el foso y hago con él lo que mi perro ha hecho con este otro.
¿Oye usted? So vieja.

--¡Vieja! gritó la señorita Guichard. ¡Insolente! Usted verá quién soy
yo ...

--¡Perfectamente! apoyó Bobart; una demanda de indemnización ...

--¡Sí! ¡Ya te daré yo la indemnización! vociferó el hombre con ademanes
violentos. ¡Ven aquí, que te voy á hacer que escondas la cabeza debajo
del ala, gallo viejo! ¿No te da vergüenza, á tu edad?

--¡Vámonos! ¡Está ebrio! exclamó la señorita Guichard.

--¡Ebrio! Pero no de amor por ti, carcamal ... Por la buena persona que
te acompaña, es posible.

Y volviéndose hacia Herminia, el harapiento apoyó una mano negra en los
labios y le envió un beso. Al mismo tiempo, de sus ojos, ocultos bajo
unas espesas cejas, brotó una mirada luminosa. Y esta vez Herminia,
roja de placer y latiéndole el corazón, adquirió la seguridad de que
tenía delante á su marido.

Hubiera querido permanecer allí, por singular que pareciese su
curiosidad; alguna palabra de doble sentido la hubiera trazado, acaso,
una línea de conducta. Hubiera sido una satisfacción refinada para
Herminia hablar con su libertador bajo la mirada misma de sus
carceleros; pero no pudo disfrutar ese placer. Su tía la tiraba del
brazo y Bobart se había ya pronunciado en retirada. Perseguidos por las
injurias que les dirigía el dueño del perro gris, volvieron á entrar en
el castillo.

--¡No has estado heroico, Bobart, dijo la señorita Guichard con acritud.
Nos has dejado insultar, á mi sobrina y á mi, por ese miserable, sin
contestar siquiera.

--Querida y respetable prima, respondió el abogado: el hombre no me
intimidaba; pero el maldito perro me infundía cierta aprensión ... Bien
has visto lo que ha hecho, de una dentellada, con el pobre Stop ...

--Haberle metido un tiro en el vientre ...

--Hubiera podido no acertarle y entonces ...

--Pero, ¿no sabes tirar?

--Te confieso que conozco mejor el código que el tiro.

La señorita Guichard arrojó á su auxiliar una mirada de desprecio y, sin
añadir una palabra, entró en el castillo con Herminia.




CAPÍTULO X

EN EL QUE SE ROMPEN LAS CADENAS.


La joven subió á su habitación. Era dichosa, aunque estuviese
secuestrada, y el beso de Mauricio la había dilatado el corazón. Un
sentimiento de orgullo la asaltaba, al verse tan ardientemente
disputada. ¡Cuán atrevido y diestro se había mostrado su marido! ¡Y su
disfraz era verdaderamente una maravilla! Si no hubiese estado
prevenida, jamás hubiera reconocido al elegante Mauricio, en aquel
pisaterrones.

Se rió sola de los horrores que Mauricio había dicho á Bobart y á su
tía. Pensaba que el joven se habría desatado en injurias de aquel modo
para disimular; y, sin embargo, debió tener un secreto placer en
maltratar así á sus enemigos. Pero, ¿de quién sería aquel terrible perro
gris que combatía tan valientemente por ella? Nunca había oído á
Mauricio hablar de un perro. Puede que fuese de Roussel; en todo caso,
le amaba.

Sonó la hora de comer y también se sirvió á Herminia en su cuarto, lo
que le causó sumo placer. La comida entre su tía y Bobart hubiera sido
insoportable. Comió con apetito, como si un secreto instinto le dijese
que muy pronto tendría necesidad de todas sus fuerzas. Vió al sol
descender por detrás de las negras hayas, y extenderse poco á poco la
sombra sobre el cielo rojizo, hasta quedarse todo obscuro. Cerró
entonces la ventana y cogió un libro.

En el salón, la señorita Guichard y Bobart no jugaban esta noche su
partida acostumbrada. La solterona estaba pensativa; el episodio del
perro le parecía muy extraño. Hizo venir á Román Rouet y le interrogó
detenidamente acerca de todos los perros grises que existían en el país.

--Un gran animal capaz de estrangular á Stop, decía el guarda, no, mi
ama; no le conozco ni gris, ni negro, ni rojo. ¡Ah! Diantre! ¡qué
desgracia no haber estado yo allí! ¡No correría por los caminos á estas
horas!

--Pero, en fin; ¿usted no supone á quién podría pertenecer? El perro era
demasiado hermoso para su amo....

--¡Bien puede ser que le hubiera robado!...

--¡No! El animal no le hubiera defendido á una simple indicación, como
lo ha hecho ...

--Á menos que no sea el gran perdiguero del señor Julleville d'Auffray
...

--¿Quién es ese señor Julleville?...

--Un almacenista del valle ...

--¿Y se pasea por los caminos en blusa y á pie?

--No, por cierto; prefiere ir de levita y en su carricoche de dos
caballos ...

--¿Prestaría su perro?

--Puede que sí ... y puede que no.

--¡Vaya usted, Rouet, dijo la señorita Guichard, y haga buena guardia
...

Se volvió hacia Bobart y dijo:

--Este es un ser absolutamente estúpido y no le creo leal. ¿Qué
confianza puedo tener en él? ¡Por veinte francos me haría traición!

--Pero, ¿qué es lo que temes, mi amable amiga?

--¡Todo! exclamó Clementina, como una explosión. ¡Me ha parecido
reconocer á Mauricio bajo la blusa de ese miserable de hace un momento!

--¡Á Mauricio!

--Sí, á Mauricio. No era su cara; no era su voz; y sin embargo, un
instinto me dice que era él. ¡Si yo lo supiese! Yo ...

Y Clementina se puso lívida.

--Vas á ponerte mala, dijo melosamente Bobart. Vete á tu cuarto ... Yo
voy á dar una vuelta para vigilar y ver si todo está tranquilo. Yo mismo
cerraré las puertas y las ventanas para que puedas dormir en paz....

--Tienes razón. Subo á mi cuarto, cierro con llave la puerta del de
Herminia y me acuesto. Buenas noches; hasta mañana.

Eran las diez. Herminia estaba todavía leyendo en su cuarto. Reinaba un
profundo silencio. De repente creyó la joven haber oído un ligero ruido
en los cristales de la ventana, y escuchó, creyendo que, acaso, algún
murciélago había rozado el vidrio con las alas. Un instante después, se
renovó el mismo ruido, que pareció como de fino granizo que hirióse los
cristales. Herminia miró al exterior; la noche estaba hermosa y el cielo
cuajado de estrellas. Abrió suavemente la ventana y un puñado de fina
arena cayó en el cuarto. Se inclinó vivamente con una palpitación de
esperanza, y á menos de un metro por debajo de la cornisa de piedra vió
una forma negra que estaba de pie en el herraje de la estufa. La joven
dejó escapar una exclamación. La sombra se separó un poco del muro y
Herminia reconoció á su marido.

--¡Mauricio, dijo, en nombre del cielo, bájate de ahí; ¡te vas á matar!

--¡Silencio! dijo el pintor en voz baja; no hay ningún peligro. Si no
temiera hacer ruido, ya estaría á tu lado. ¿Dónde habita tu tía?

--Al lado mío, respondió Herminia.

--Entonces, vamos despacio. ¿Tienes cortinas sólidas?

--Tengo algo mejor ... La cuerda con que estuvo atado mi baúl ... Es muy
gruesa....

--¡Bueno! ¡átala á esta barra de apoyo ...

--Pero, ¿y si se rompe?...

--No se romperá.

--Pero, ¿qué intentas?

--Lo sabrás dentro de un instante ... ¡Cuidado! ... Se abre una
ventana....

Mauricio se pegó al muro y Herminia no se movió.

En el silencio de la noche se oyó la voz de Clementina, que decía:

--¿Eres tú, Bobart, el que está abajo?

--Sí, excelente amiga; respondió sordamente otra voz.

--Éntrate y echa bien los cerrojos.

La señorita Guichard cerró la ventana y Herminia respiró libremente.

--Herminia, dijo Mauricio con una alegría que, en tal momento, pareció
caballeresca á la joven; no es Bobart el que ha respondido, es mi tutor,
que está esperándome al pie de la estufa ...

La esposa acabó de atar la cuerda y la dejó caer hacia afuera; Mauricio
la cogió y de un solo esfuerzo llega hasta la cornisa. Su mujer tenía
tal miedo de verle caer, que le cogió del brazo y le atrajo hacia ella
con una fuerza inesperada. Tenía de este modo la boca tan cerca de la
cara de la mujer amada, que no pensó más que en aprovechar tan feliz
circunstancia y el grito de júbilo de Herminia se apagó con un beso.
Después la curiosidad recobró su imperio, y la joven preguntó:

--Pero, ¿cómo has llegado hasta aquí?

--Saltando el foso. El perro no estaba allí ya, para morderme las
pantorrillas ...

--¿Lo había intentado?

--Si, el primer día; entonces traje conmigo el perro gris ... y ya has
visto cómo le ha tratado.

--Pero, ¿y si hubieras encontrado al guarda?

--Le he encontrado varias veces ...

--¡Oh! Dios mío ...

--Lo que me ha costado veinte francos por vez ... Esta noche, ciento ...
pero hoy la cosa era más grave ... ¡había escalada!

--¡Qué dicha, que ese hombre sea un bribón!

--Si: ya lo ves, nada es inútil. Hasta los malvados sirven para algo.

--En fin, has llegado hasta aquí. Y ahora, ¿qué vamos á hacer para
marcharnos?

--¡Ah! Has dicho "marcharnos", dijo Mauricio alegremente.

--No creerás que quiero quedarme con mi tía ...

--¡No! querida Herminia; pero me llena de gozo que me hayas evitado
pedirte que me sigas.

--¡Oh! mi único amigo, exclamó llorando la joven, ¿qué me queda fuera de
ti? ¿Con qué puedo contar más que con tu ternura? ¡Ya ves qué
desgraciada soy y cuan injustamente ... ¡Ámame mucho, para consolarme de
tantas tristezas!

--¡Te amo! ¡Te amo! querida mía, con toda mi alma. No tengo más que á ti
y á mi buen padrino ... ¡ Oh, sí! Te amo y yo haré que todo lo olvides.

Un puñado de arena que venía del parque les volvió al sentido de la
realidad.

--Es mi padrino, que se impacienta ... Y tiene razón ... Vámonos.

--¿Por dónde?

--Por la puerta.

--Pero, está cerrada por fuera....

--¿No es más que eso?

Sacó del bolsillo un estuche complicado, abrió una hoja en forma de
destornillador y con la tranquila habilidad de un ladrón de oficio, se
puso á desmontar la cerradura, que á los cinco minutos estaba sobre la
mesa. Entonces, cogiendo la cuerda y metiéndola en el bolsillo, dijo:

--Ponte un abrigo y un sombrero y huyamos.

--Pero, si encontramos alguien....

--Le compro ó le mato; como él quiera.

--¡Vamos!

Herminia, en la exaltación propia del caso, llegaba á creer muy
naturales esos medios extraordinarios. Salieron al corredor y á paso de
lobo, se encaminaron hacia la escalera que bajaba á las dependencias.
Los criados debían estar durmiendo, porque todo estaba apagado en el
castillo. Un rayo de luna, muy molesto, iluminaba la galería y la
escalera; y el patio estaba enteramente blanco. Llegaron al piso bajo y
estaban orientándose para llegar á la cocina, que tenía una puerta al
patio, cuando del lado del vestíbulo, hacia la derecha, se oyeron unos
pasos. Los fugitivos se detuvieron en un rincón y Mauricio miró en
aquella dirección y murmuró:

--¡Es Bobart!

Herminia sintió un horrible temblor. El abogado avanzaba con una
linterna en la mano y su inevitable escopeta en bandolera. Había
declarado que no se servía de su arma habitualmente; pero ¿quién sabe
de lo que es capaz un torpe dominado por el miedo? Lo menos que podía
hacer, era despertar á todo el castillo. ¡Y entonces, escándalo, lucha,
prisión acaso! En un momento, el cerebro sobrexcitado de Herminia
imaginó muchos dramas.

Bobart venía, sin embargo, muy pacíficamente. Había cerrado todas las
puertas y se disponía á acostarse. Se aproximó al sitio en que los dos
jóvenes estaban como embutidos, y en el mismo instante, una mano tan
rápida como vigorosa le cogió la escopeta y se la arrancó. Con gran
espanto, Bobart se encontró frente á frente con Mauricio, que tenía á
Herminia á su lado.

--¡Señor!... exclamó....

Y no pudo acabar. Cinco dedos se habían enroscado á su cuello y le
apretaban tan enérgicamente, que su cara se puso morada.

--¡Ni una palabra! dijo Mauricio, ó te estrangulo como á un pollo....

Bobart no hubiera podido pronunciar esa palabra aunque le hubieran
ofrecido por ello el trono de Francia. No hubiera exhalado ni un
suspiro. Mauricio soltó su presa y dijo en un tono que no admitía
réplica:

--Nos vamos mi mujer y yo. Usted va á conducirnos hasta el extremo del
parque; allí quedará libre y no tendremos nada que temer de usted ni de
los suyos. Vaya usted delante y al menor intento de despertar la alarma,
no le dejo hueso sano. Bobart, cogido por el brazo, abrió él mismo la
puerta y como quisiera alumbrar el camino, con su linterna, dijo
Mauricio:

--¡Demasiadas atenciones! La luna basta ... y sobra. Hay que ir á buscar
á mi padrino á la estufa.

Ante la idea de encontrarse enfrente de Roussel, Bobart se estremeció,
pero echó á andar, sin embargo. No tenía deseo alguno de resistirse.
Pasaron por debajo de la ventana de Herminia, que aún estaba abierta, y
Roussel se les reunió sin hacer una pregunta y sin que pareciese que
había reconocido á Bobart. Atravesaron el parque, pero en vez de
dirigirse hacia el foso, llegaron á una puerta practicada en el muro.
Bobart la abrió y á cincuenta pasos vió un coche que estaba parado en la
esquina de un camino de travesía. Al llegar á la cabeza del caballo, un
hombre que guardaba el coche, se adelantó y dijo:

--¿Está aquí la señora?

--Aquí está, respondió Roussel, que habló entonces por primera vez.

--Suba usted, señora.

Herminia se disponía á poner el pie en el estribo; pero el tutor de
Mauricio, cogiéndola por el talle, la atrajo hacia sí y con emoción que
se comunicó á la joven, dijo:

--Ahora que está usted libre, niña querida, abracémonos.

Se volvió después hacia Bobart, y, con voz muy tranquila, añadió:

--Adiós, Bobart; estoy tan contento, que olvido todas sus canalladas.
Pero no abuse usted de mi benignidad para volver á las andadas, porque
en ese caso, no seré ya tan indulgente, ¡Mis recuerdos á Clementina!
Subió, y el coche partió al trote de un caballo que podía correr diez y
ocho kilómetros por hora.

Bobart, muy corrido, emprendió el camino del castillo, murmurando: "Y
ahora, ¿qué voy á hacer? ¿Conviene despertar á la señorita Guichard?
¿Conviene esperar á mañana para darle la fatal noticia? Si la despierto,
noche toledana ... pero si no la despierto, me acusará de falta de celo
... Ahora no hay que esperar que separe á Herminia de su marido; nada
une á dos jóvenes como una aventura corrida así, en común. Mauricio
resulta embellecido por un prestigio novelesco; ¡ha conquistado á su
mujer!... ¡Vaya usted á quitársela ahora! Herminia se dejaría morir de
hambre, se ahorcaría con sus cabellos, se arrojaría por la ventana,
alborotaría todo el barrio, mejor que seguir por segunda vez á la
señorita Guichard. El negocio está perdido, absolutamente perdido.
Clementina está derrotada en toda la línea ... ¡Falta saber cómo tomará
la cosa! Si se enfada, puede desheredar á su sobrina, y entonces yo
recobro la herencia ... ¡que vale la pena!... Así pues, debo mostrar un
gran celo en estas circunstancias; todo hace creer que recibiré la
recompensa con el tiempo."

Durante este monólogo, se acercó al castillo. Sin vacilar, fué á la
campana que servía para llamar á comer y, tirando vigorosamente, rompió
el silencio de la noche con un repique rabioso. Al cabo de un instante
aparecieron luces en los corredores y se mostraron en las ventanas
formas inquietas.

--¿Qué hay? preguntó el criado.

--¡Llame usted á la señorita, despiértela! gritó Bobart, con voz
entrecortada de intento.

--¿Hay fuego en el castillo? preguntó imperiosamente Clementina, que
apareció en chambra y gorro de dormir. ¿Qué significa ese ruido, Bobart?

--¡Ah! buena y querida amiga, balbuceó el abogado, ¡qué suceso!

--Pero ¿qué, qué ha sucedido? Habla, pues, en vez de gimotear!

--Pues bien ... ¡Tu sobrina ha partido!

--¡Ha partido! exclamó la señorita Guichard. ¿Pero cómo? ¿Por dónde?

--Con su marido; por la puerta.

--¡Ven aquí! ordenó la solterona; y levantando la cabeza hacia los
criados, que estaban asomados á las ventanas del piso superior, añadió:
"Vosotros, volved á acostaros!"

Todas las ventanas se cerraron y reinó de nuevo el silencio. Bobart
trepó por la escalera, y á penas llegado al descansillo, la mano
convulsa de Clementina le atrajo hacia el salonillo.

--¡Ahora ... veamos, Bobart; ¿qué es eso que dices ahí?... ¿Herminia?

--Se ha marchado con Mauricio, hace un cuarto de hora.

--¡Corramos! Los alcanzaremos....

--Tienen un caballo demasiado bueno para eso....

--Pero, ¿quién les ha abierto la puerta? gritó Clementina con
desesperación.

--Ellos mismos se la han abierto.

--¿Y Mauricio estaba en el castillo?

--Y por poco me estrangula.

--¿Dónde le has encontrado?

--En el piso bajo. Su mujer estaba con él.

--¡La infame!

--Se arrojó sobre mí de improviso y no pude defenderme.

--¡Haber tirado, al menos; ¿no tenías la escopeta?

--La tenía.

--Pero, según veo, no te sirve jamás....

--Me la arrancó al principio de la lucha....

--¡Luego ha habido lucha! ¡Y nadie ha oído nada! ¿No podías gritar?

--¿No te digo que me estrangulaba? Y su endiablado tutor vino en su
socorro.

--¡Roussel! ¿Estaba allí?

--Era el hombre de blusa del día anterior.

--¿Qué hombre de blusa?

--El que dormía al lado del foso.

--¿El que nos insultó?

--- ¡No! Éste debía ser Mauricio....

--¡Y me llamó "vieja." ¡Ira de Dios!

--É hizo devorar tu perro por aquella bestia rabiosa ... como me hubiera
asesinado hace un momento, si yo hubiera resistido....

--¡Es decir que no has resistido!

--Todo lo que he podido, buena y dulce amiga....

La buena y dulce amiga, no sabiendo sobre quién desahogar la bilis que
le carcomía el corazón y el cerebro, arrojó sobre su aliado una mirada
feroz y con la boca contraída por una amarga risa, dijo:

--¡Bobart! si no fueras tan estúpido, creería que me has hecho
traición....

--¡Mi buena amiga!...

--¡Bobart! tienes una cobardía que me repugna.

--¡Querida amiga!...

--¡Bobart! tú tienes la culpa de todo lo que ha sucedido. ¡Me has
aconsejado estúpidamente!...

--¡Yo no he....

--Y cuando era necesario mostrar energía, has sido blando como papel
mascado....

--¡Sin embargo!...

--El único partido que yo podía tomar era unirme sinceramente á la joven
pareja y reconciliarme con Roussel. Tú eres el que me ha extraviado con
tus maniobras interesadas y tus pérfidos consejos....

--¿Es posible? Pero si jamás....

--Después de lo que acaba de suceder, comprenderás que debemos
separarnos para siempre.

--¡Oh!

--Yo me voy á París mañana temprano. Tú, partirás cuando gustes. ¡Buenas
noches! Vete á descansar, rayo de la guerra; ¡bien lo has ganado!

Le asió por el brazo, le empujó hacia el corredor y cerró violentamente
la puerta detrás de él. Una vez sola, se sentó y meditó durante una
hora. Después se levantó y se encaminó á su cuarto pensando:

--Si; no me queda más que ese medio de arreglar mis asuntos de un modo
honroso, ¡Una reconciliación! Acaso de esto modo vuelva á adquirir
influencia con Roussel.

Tomada su resolución, entró en el cuarto, se acostó y se durmió.




CAPÍTULO XI

QUE TRATA DE UN ANTIGUO FUEGO OCULTO BAJO LA CENIZA.


En el hermoso comedor de la quinta de Montretout, Roussel, Herminia y
Mauricio acababan de comer. Los jóvenes y su padrino estaban locos de
alegría. Por la ventana, que daba al jardín, entraban perfumes de
clemátida y el sol, al ocultarse en el horizonte por detrás de los
bosques, se apagaba en un cielo matizado de rosa, verdoso y anaranjado.

--¡Qué diferencia! decía Herminia, entre esta deliciosa comida y las que
hacia en Rouxmesnil, entre mi tía y Bobart!

--Sí; ¡se acabó la tristeza! Mañana nos vamos á Florencia y Venecia.

--También debía partir para el extranjero con mi tía ... Estoy
predestinada á los viajes.

--Con la señorita Guichard ese viaje hubiera sido un destierro.

--Mientras que, contigo, querido Mauricio, voy á ver países ... ¡Qué
contenta estoy!

--¡Enhorabuena! dijo Roussel. Desde que empezamos á comer, esta es la
segunda vez que lo dices.

--¡Tengo tal placer en explayarme, en desbordar, en hablar como pienso y
en pensar como me agrada ... ¡Oh! aquí respiro ... renazco.

--¡Querida Herminia!

--Y es que usted no me turba absolutamente nada. Delante de mi tía no me
atrevía á decir una palabra ... Con usted, las ideas me acuden
naturalmente ... Y me parece que no soy tan imbécil como suponía el
señor Bobart....

--¿Cómo?

--Sí; un día, al pasar por delante de las ventanas del salón, oí á
Bobart que decía: "Esta pequeña es bastante bonita, pero imbécil como un
ganso ..."

--¡Viejo idiota! exclamó Roussel.

--¡Despreciable bribón! dijo Mauricio.

--¡Debe hacer una buena figura, añadió el joven, frente á frente de la
señorita Guichard, en el gran comedor de Rouxmesnil!

--¡Suponiendo que estén allí! dijo Roussel moviendo la cabeza.

--¿Dónde cree usted que podrán estar?

--Bobart, en el demonio; yo me refiero á Clementina. Desde el momento
en que no le ha necesitado, le habrá puesto en la calle sin tardanza.
Pero ... ¡Ella! ¡Tiemblo á la idea de que pudiese aparecer!

--¡Aquí! dijo Mauricio con un ademán de duda.

--Si, hijos míos; aquí.

Herminia se aproximó instintivamente á su marido, como si esperase
necesitar su protección.

--Desde esta mañana os veo regocijaros; os oigo cantar victoria ... y os
dejo hacer. Hay que gozar de los buenos instantes, cuando se presentan;
siempre es esto una ventaja sobre los fastidios de la existencia. Pero
yo, que soy viejo y experimentado y, sobre todo, que sé, á mi costa,
quién es Clementina, preveo el porvenir y espero algún nuevo asalto.

--¡Le rechazaremos!

--Sin duda. Pero siempre que hay batalla, hay golpes y heridas. Los
golpes, los daréis vosotros, sea; pero acaso echéis de menos el tiempo
en que los recibíais.

--¿Por qué?

--Porque contra Clementina tirano tenéis vuestra conciencia primero y la
opinión del mundo después. Mientras que contra Clementina víctima....

--¿Víctima? exclamó Mauricio; víctima de sus propias maquinaciones.

--Todo lo que tú quieras, pero víctima triste, abandonada, después de
haber educado á Herminia y de haberla educado bien. Si la hubiera casado
con X ó Z, hubiera sido excelente para el marido de su sobrina ... Las
personas que la conocen la encontrarán muy desgraciada y tendrán razón,
porque lo será ... Y nos acusarán de esa desgracia ... Olvidarán las
faltas, para no ver más que la expiación.

--Pero, ¡entonces! dijo Mauricio turbado.

--Entonces, la situación es delicada. Pienso en ello desde esta mañana.
Si tenemos la suerte de que la señorita Guichard arroje rayos y llamas y
nos cubra de maldiciones y de injurias, nuestro asunto será bueno ...
Pero si se enternece y viene á buenas ... ¡No sé cómo saldremos del
lance!

--¡Se sale siempre!

--Sin duda. Pero es preciso salir correctamente ... ¡Dios sabe si he
sido paciente, y tranquilo y silencioso, cuando me colmaba de malos
tratamientos! Pues bien, no han faltado personas que me quitaran la
razón, á pesar de todo, porque yo era hombre y Clementina, mujer.
¡Juzgad lo que se diría de vosotros, hijos rebelados contra una madre!

--¡Pero eso sería estúpido!

--¿Y crees que el mundo no lo es? Con una actitud sentimental bien
adoptada se le enternece, y está dado el golpe.

--Entonces, padrino mío, ¿usted supone que la señorita Guichard ha
dejado Rouxmesnil?

--Esta mañana, á primera hora.

--¿Y que está en París!

--Y acaso en camino para Montretout.

Como si las palabras de Roussel hubiesen tenido el poder de evocar á la
que todos temían ver aparecer, una campanada resonó en la puerta, la
verja del jardín se abrió y en la vaga obscuridad del crepúsculo, avanzó
una sombra negra, silenciosa, amenazadora. Siguió la calle de árboles,
llegó á la escalinata, la subió lentamente y desapareció en el
vestíbulo.

Roussel, Herminia y Mauricio, de pie delante de la mesa, se miraban
estupefactos, aterrorizados, mudos. Por último Mauricio, como si no
creyese á sus ojos, se inclinó hacia el jardín y buscó al espectro.

Pero no vió más que un coche de alquiler que se colocaba delante de la
verja, esperando á la terrible visitante.

--¡Es ella! dijo por fin Roussel en voz baja. ¡Vais á ver!

--¡Oh! Dios mío, suspiró Herminia, y se echó en los brazos de Mauricio,
como si temiese que los separasen de nuevo.

En este momento, se abrió la puerta del comedor y Federico, pálido,
avanzó diciendo en tono consternado:

--¡Señor! Es la señorita Guichard ...

--¡Oh! Bien la hemos visto, contestó Roussel con calma. Hágala usted
entrar en el salón.

Y volviéndose hacia los jóvenes, dijo:

--Hijos míos, no hay que titubear, es preciso recibirla ... así, con
sangre fría. Hablad poco ... y escuchad mucho ... Si se dicen
atrocidades, es mejor que las diga Clementina ... Aquí estoy yo ... ¿Sí?
Entonces, seguidme.

Abrió la puerta del salón y con la misma tranquila seguridad de ocho
días antes en el salón de la señorita Guichard, dijo:

--Buenas tardes, mi querida prima ... Sé bien venida á mi casa.

Clementina, de pie y contraída, esperaba el choque, y aquella acogida
cortés, después de tantas villanías hechas por ella, la desconcertó.
Cambió de fisonomía, sus manos temblaron, y viendo á Herminia que,
aterrada, se había detenido á tres pasos, se puso á gritar:

--¡Mi hija! ¡Oh, Dios mío! ¿Me aborreces ya? Entonces ¿qué va á ser de
mí?

Grandes sollozos sacudieron nerviosamente á la solterona, que,
avergonzada de su debilidad, se cubrió el rostro con las manos y cayó
aniquilada en una butaca.

No se rompen fácilmente los lazos de una afección de veinte años, cuando
se tiene un corazón tierno y generoso; Herminia fué la prueba. No pudo
ver llorar tan amargamente á la mujer que la había educado y dejando el
brazo de Mauricio, corrió á la señorita Guichard, con los ojos llenos de
lágrimas y exclamando:

--¡Tía mía! No llore usted más ... ¡Me desgarra usted el corazón!

--¡Ah! ¡Por fin te encuentro! balbuceó Clementina, estrechando á
Herminia hasta ahogarla. ¡Ah! querida niña, con la que he sido tan dura
y que me absuelve sin una vacilación!... ¡Oh! pequeña mía!... ¿Cómo
obtener jamás que olvides todo ese daño?... Pero ¡estaba loca!
¿sabes?¡No sabía lo que hacía!...

Las dos mujeres se abrazaron como si se vieran después de haber escapado
las dos de un gran peligro. Roussel las miraba con aire inquieto y
murmuró al oído de Mauricio:

--¡Esto es lo que yo temía! Y es mayor el peligro porque esta mujer
parece sincera.

--Si es sincera, todo puede arreglarse ...

--Sí ¡pardiez! por ocho días!... Pero, ¿después?...

La señorita Guichard, teniendo á Herminia como escudo contra el
resentimiento de los dos hombres, se volvió hacia Mauricio y dijo:

--Y usted, pobre amigo, ¿podrá perdonarme todo lo que le he hecho
sufrir? Estaba mal aconsejada ... Me han empujado en el sentido á que me
inclinaba, en lugar de contenerme ... Pero me doy cuenta de mi error y
¡quisiera á toda costa repararle!...

--No debo acordarme más de lo que usted me ha hecho, querida tía; es,
por tanto, inútil hablar de ello. Pero hay alguien respecto del cual
usted ha cometido faltas serias ... Á éste no le ha dicho usted nada
todavía ...

La señorita Guichard lanzó un doloroso suspiro y bajó la cabeza con
desesperación. ¿Sentía remordimientos por lo que había intentado contra
Roussel, ó solamente disgusto por no haber vencido? El diablo sólo
hubiera podido saberlo, porque sólo el diablo podía leer en el alma de
la solterona. Mauricio continuó:

--Si usted quiere que la semana que acaba de pasar se borre de nuestra
vida, es preciso que emprendamos de nuevo la existencia tal como la
habíamos arreglado el día de mi boda. La base de nuestra convenio era
el perdón franco y sin reservas de los daños recíprocos y la concordia
en la familia. ¿Está usted resuelta á firmar la paz en esas condiciones?

--Estoy á vuestra discreción, gimió la señorita Guichard.

--No; no es así como hay que responder, interrumpió Mauricio con
firmeza. Usted es libre; nada la imponemos; haga usted lo que desee.
¿Quiere usted vivir en adelante en buena inteligencia con todos
nosotros?

--De todo corazón.

--¿Comprende usted bien lo que quiere decir "todos?"

--Lo comprendo y lo aceptó.

--Entonces abracémonos, tía mía, y que no se hable más del asunto.

Á estas palabras, Herminia saltó de alegría, pero fué la única que
manifestó satisfacción cordial. Había ya pasado la efusión del primer
momento, y la señorita Guichard y Roussel tenían la frente cargada de
nubes. Mauricio los miraba con inquietud. Clementina pensaba: "¡Yo sufro
el yugo; no hay que decirlo: estoy vencida y él triunfa!" Roussel decía
para sus adentros: "Hemos obtenido una victoria como la de Pirro: ¡otra
como esta y estamos perdidos! ¿Quién se encargará de atar corto á esta
loca cuando haya vuelto á sus veleidades belicosas? Habrá perpetuamente
en nuestra vida causas de disgusto, y la tranquilidad de estos muchachos
no estará segura. Por otra parte. ¿Es sincera cuando promete mostrarse
razonable? ¿No representa una comedia? ¿No prepara nuevas baterías para
aplastarnos? Es preciso saberlo y yo soy el único que puede penetrar sus
intenciones."

Levantó la frente y adelantándose hacia Clementina:

--Has tratado con Mauricio y con Herminia: está muy bien, dijo
graciosamente; pero no estás arreglada conmigo. ¿No te parece, mi
querida prima, que tenemos algo que hablar? Es preciso no ocultar nada
en el corazón en una situación como la que vamos á afrontar. Vaciemos,
pues, nuestro saco, para no volver más sobre el asunto.

La señorita Guichard asintió con una inclinación de cabeza, pero su cara
estaba tan sombría que Mauricio y Herminia se miraron con ansiedad. De
esta conversación suprema, ¿saldría una nueva guerra ó la paz
definitiva? Todo era de temer. La pólvora y el fuego puestos en contacto
no podían producir más formidable explosión que Roussel quedándose en
presencia de Clementina. Sin embargo, á una señal de Fortunato, los
jóvenes se cogieron del brazo y salieron. Por lo menos ahora estaban
seguros de que nadie conseguiría separarlos.

En el salón, Roussel y Clementina se examinaban en silencio. Quien los
hubiera visto en este momento, difícilmente hubiera pensado que estaban
bien dispuestos el uno para el otro. Roussel tomó el primero la palabra
y dijo tranquilamente:

--Dime, querida prima, ¿es seria tu resolución?

--Si no lo fuera, replicó la señorita Guichard, ¿qué hacia yo aquí?

--¡Eh! ¡Buena es esa! Estás aquí porque no has tenido otro remedio. Si
Herminia estuviera todavía en Rouxmesnil, ¿nos ofrecerías la paz?

Á estas palabras que le recordaban la afrenta recientemente sufrida,
Clementina cambió de color, y con voz agria dijo:

--Primo, te felicito: llevas bien la blusa.

--¿Qué sabes tú, si no me has visto?

--Me lo han dicho.

--¿Quién? ¿Ese canalla de Bobart?

--Ese ... ¡tranquilízate; no le verás más!

--Después de su mala suerte, no lo dudo. Tú eres como Napoleón; en punto
á lugartenientes no te gustan los que no tienen suerte ...

--¡Ah! ¡Bien me la habéis jugado!

--¡Regular!

--Pero ¿dónde habitabais?

--Cerca de Auffay, en el castillo de Peroeville ... El perro gris
también era de allí ...

--Habéis hecho bien en no volverle á llevar. Le había hecho preparar
veneno.

--Lo sospechaba.

--¡Eres hábil!

--La escuela de la desgracia. Tú eres la que me has formado.

Se miraron, él desconfiado, ella, ya exasperada.

--Si no hubiera sido abandonada por Herminia, no me tendrías á tu
discreción.

--Bien lo sé. Debías haberte conducido con Herminia de modo tal que la
hiciese incorruptible. Mira como Mauricio no me ha abandonado ...

--¿Y por qué el uno ha sido fiel, mientras la otra me ha hecho traición?

--Voy á explicártelo. Eso proviene, sencillamente, de la diferencia de
nuestros caracteres. Yo he pasado mi vida amando á Mauricio por él
mismo. Tú, has amado á Herminia por ti. Esa niña no ha sido en tus manos
más que un instrumento de rencor y con ese tacto fino de las mujeres,
Herminia ha acabado por darse cuenta de ello. De aquí la pérdida
inmediata de toda confianza. Jamás ha dudado Mauricio de que yo
estuviese pronto á sacrificarlo todo por verle dichoso; por eso ha
seguido ciegamente mis consejos. Herminia no estaba completamente segura
de que tú obrases en su interés y, en un momento dado, ha visto que la
tratabas como enemiga. Entonces ha desertado. Esto es sencillo y lógico
y no podías evitarlo.

La señorita Guichard bajó la cabeza sin responder. Roussel continuó:

--Á estas horas, después de tus lágrimas y tus promesas, apostaría á que
esa niña no está muy segura de ti, se pasea por el jardín con su marido
y hablan ¿sabes de qué? de la situación que les produces, y dicen:
"¿Cómo acabará esto?" Y si acaba esta noche, ¿volverá á empezar mañana?
En la vida, llena de promesas de esos muchachos, has conseguido ser un
estorbo ...

Cogió á la señorita Guichard por la mano y, con autoridad, la acercó á
la ventana. La luna alumbraba los macizos del jardín y, cogidos del
brazo, los dos jóvenes paseaban á lo largo de las filas de plantas,
refrescadas por el aire de la noche. Iban lentamente, con paso
cadencioso, graciosos y encantadores.

--¡He ahí, sin embargo, lo que querías impedir, continuó Roussel con
severidad. Has opuesto tu veto á esa felicidad. Bien se conoce que nunca
has sabido lo que era amar.

Clementina levantó la frente, sus ojos brillaron, un ligero rubor
acudió á su cara, y dijo con voz entrecortada:

--¡Tú sabes muy bien que lo que dices es falso! Sí; he amado, y
demasiado exclusivamente, á un hombre que me ha despreciado ... ¡Sí! He
amado! Bien puedo confesártelo ahora que soy vieja. Por haber amado
demasiado, he sufrido tanto ... Yo también había soñado con andar en la
vida del brazo de un hombre que fuese todo para mí ... y mi sueño se ha
disipado. Yo hubiera sido, como otra cualquiera, tierna y buena con el
que amaba, si hubiera sabido disimular la vivacidad de mi carácter, un
poco absoluto acaso. Yo hubiera sido una esposa llena de abnegación y
una madre apasionada ... ¡Oh! Si hubiera tenido un hijo ... ¡mío! le
hubiera adorado! ¡Cuántas veces he llorado de pena y de cólera al pasar
por los jardines donde jugaban los niños á la vista de sus madres!... La
envidia, el pesar me oprimían el corazón y achacaba la responsabilidad
de mis torturas al que había desbaratado mis proyectos y destruído mi
porvenir. ¡Y eres tú el que me acusa de no haber amado! ¡Tú! Después de
lo que acabo de decirte, confiesa que es una ironía muy cruel y muy
inmerecida.

--Pero, Dios mío, mi querida prima, dijo Roussel con algún embarazo; me
haces más culpable de lo que lo he sido. Si hasta ese punto te
horrorizaba el celibato, con tu fortuna, hubieras podido sustituírme con
ventaja. Por falta de hombre el matrimonio no fracasa.

--Ninguno me agradaba sino tú.

--¡Por espíritu de contradicción!

--¡Á mi costa, en todo caso! Porque por ti he quebrado mi vida. Amaba el
mundo, y he tenido que vivir retirada. Sin familia, mi solo consuelo ha
sido la adopción de una niña que no era nada mío. He tenido que
comprimir todos mis sentimientos y he envejecido estéril é irritada ...
Todo por tu causa. Cuando te oía hace un momento enumerar mis faltas,
encontraba que eran muy pequeñas comparadas con las tuyas. Sí, he sido
mala; he querido vengarme de ti; pero ¿no has hecho tú todo lo posible
por incitarme á ello? Sí, tú, causa primera de nuestras disensiones,
debieras ser responsable de lo que ha sucedido, y yo sola soy castigada.
Porque, tú lo decías hace un instante y has tenido buen cuidado de
explicármelo; se me tolera, se me sufre, pero no se me ama. Si tengo un
poco de orgullo, después de lo que me has declarado, debo desaparecer y
marcharme á terminar mi vida en un rincón, sola, arrastrando mis últimos
días con el pensamiento devorador de que todo el mundo es dichoso,
menos yo!

Esta vez, era sincera. Roussel lo veía claramente y se conmovió. Su
conciencia se había sublevado al oir á Clementina y le advirtió de que
la mitad de las acusaciones que ésta le dirigía, eran ciertamente
merecidas. Le había faltado paciencia: había desconocido la voluntad
suprema del tío Guichard é infligido una cruel afrenta á la mujer que le
estaba destinada. Después de todo, el matrimonio acaso la hubiera
transformado. Otros milagros mayores se habían visto. ¡Quién sabe si
hubiera podido ser, como ella decía, buena esposa y excelente madre! Y
por él, por un amor exclusivo, que en el fondo le halagaba, y le hacía
sonreir con cierto deje de contento, había permanecido soltera. Aquello
era un agravio muy duro, por el cual no resultaba castigado ... La miró
con algo mayor benevolencia y experimentó un sentimiento tan parecido á
la simpatía, que se quedó asombrado. ¿Era posible que Clementina le
pareciese soportable? Fortunato dijo:

--¿Por qué exageras las cosas? ¿Quién te dice que te vayas? Si tu
orgullo te impulsa á marcharte, resístelo y permanece en medio de
nosotros.

--Sufriría demasiado. Mi situación será siempre inferior ... No
olvidaréis nuestros antiguos disentimientos, mi resistencia y mi derrota
... Á ti, te amarán; á mí, me tolerarán ... Yo no podré soportarlo y
volveré á ser mala ... y os haré daño á todos ...

Esta confesión turbó á Roussel más que todo lo que acababa de oir.
Puesto que la señorita Guichard se daba cuenta de su estado, todavía era
posible curarla. Si se la dejaba entregada á sí misma, los irresistibles
impulsos de su carácter batallador la arrojarían á cometer excesos que
serían causa de cuidados y penas para Mauricio y Herminia. Era preciso á
toda costa apoderarse de ella. Fortunato permaneció un momento
pensativo, y después, aproximándose á su enemiga, dijo:

--Veamos, Clementina; esos muchachos y nosotros empezamos una existencia
nueva. ¿Quieres que el porvenir sea en todo diferente del pasado? Estoy
decidido á ayudarte sinceramente. Retrocedamos veinte años. Tú no tienes
más que veintitrés y yo treinta y cinco. El tío Guichard acaba de morir
y nosotros somos prometidos ... Pretendes que hubieras podido ser una
buena esposa; pruébalo.

La señorita Guichard se puso pálida como si fuera á morir. Sus ojos
interrogaron confusamente la cara de Roussel, que estaba grave y
solemne. Después balbuceó:

--Fortunato ... ¿qué quieres decir? No me des una falsa alegría ... ¡Me
matarías!

--¡Lejos de mí tal pensamiento! Quiero que vivas para que te muestres
perfecta. En consecuencia, Señorita Guichard, ¿quiere usted hacerme el
honor de concederme su mano?

Clementina permaneció un momento inmóvil, vacilante, bajo aquel golpe
tan inesperado. Un temblor nervioso agitó sus labios y no pudo
responder. Su fisonomía, alterada, expresaba al mismo tiempo la pena del
pasado lamentablemente perdido, y la loca alegría de un porvenir por
tanto tiempo deseado y reconquistado por milagro.

Roussel creyó que perdía la cabeza. Pero todo duró el espacio de un
segundo. Se recobró y en un delirio de dicha que indemnizó á Roussel del
esfuerzo que acababa de realizar, exclamó:

--¿Que si quiero? ¡Ah! ¡Dios mío! hace veinte años que sueño con esas
palabras ...

Y con tanto vigor en la afección como había mostrado en el odio, saltó
al cuello de Fortunato.

En el mismo momento, Mauricio y Herminia, un poco inquietos al ver lo
que duraba la conferencia, abrieron la puerta del salón. El espectáculo
que se ofreció á sus ojos era de tal modo sorprendente, que
permanecieron inmóviles: la señorita Guichard y Roussel se abrazaban, y
no para ahogarse, porque ambos reían con algo de enternecimiento.

--Venid, hijos míos, dijo Roussel. Deseabais la concordia y vamos á
daros la unión. En adelante, formaremos una sola familia: me caso con la
señorita Guichard.

Mientras Herminia, dando un grito de júbilo corría hacia su tía,
Mauricio se inclinó hacia su padrino:

--Eso es más que adhesión, dijo; ¡es heroísmo!

--¡Bah! contestó Fortunato; hay que saberse sacrificar por los suyos. Y
luego, después de todo ... Acaso tengamos una sorpresa.

La tuvieron. Sin duda alguna, la merecían; pero, como hacía observar
Roussel á la joven pareja con sonriente filosofía, nadie es tratado en
la vida según sus méritos.

Una nueva Clementina, aquella á quien sólo Herminia había conocido hasta
su boda con Mauricio, se reveló á Fortunato. Buena, alegre, un poco
imperiosa, pero perfecta dueña de su casa, la baronesa--porque ha
conseguido ser baronesa y no desespera de serlo de Pontournant--asombra
á los suyos por las cualidades de su corazón. Calmado su rencor, ha
vuelto á lo que estaba destinada á ser; una mujer muy viva, pero
excelente, que se esfuerza en pagar con amabilidades los movimientos un
poco bruscos de su carácter. Roussel se acostumbró á ella prontamente. Y
un día en que se hablaba delante de él de una mujer muy dulce y un poco
pasiva:

--¡Desengáñense ustedes! exclamó; una mujer sin carácter es como una
ensalada sin vinagre!

--Sí, amigo mío, insinuó Clementina con deferencia; ¡pero también es
preciso que la ensalada tenga un poco de aceite!



FIN.



París.--Imprenta de la Vda de Ch. Bovary.










End of Project Gutenberg's Un antiguo rencor, by George (Jorge) Ohnet

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Professor Michael S. Hart was the originator of the Project Gutenberg-tm
concept of a library of electronic works that could be freely shared
with anyone.  For thirty years, he produced and distributed Project
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