The Project Gutenberg eBook of El proceso
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Title: El proceso
Author: Franz Kafka
Release date: November 25, 2025 [eBook #77334]
Language: Spanish
Original publication: Buenos Aires: El Cid, 1925
Credits: Andrés V. Galia, Santiago and the Online Distributed Proofreading Team at https://www.pgdp.net (This file was produced from images generously made available by The Internet Archive)
*** START OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK EL PROCESO ***
NOTAS DEL TRANSCRIPTOR
En la versión de texto sin formatear el texto en cursiva está
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El criterio utilizado para llevar a cabo esta transcripción ha sido el
de respetar las reglas vigentes de la Real Academia Española cuando
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puede consultar el mapa de Diccionarios Académicos de la Real Academia
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En la presente transcripción se adecuó la ortografía de las mayúsculas
acentuadas a las reglas indicadas por la RAE, que establecen que el
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Se han corregido errores evidentes de puntuación y otros errores
tipográficos y de ortografía.
* * * * *
Colección
CARRASCALEJO DE LA JARA
El proceso
Franz Kafka
El proceso
[Illustration]
Colección Clásicos en Español
El Cid Editor
Colección: Carrascalejo de la Jara
© El Cid Editor S.A.
Juan de Garay 2922
3000-Santa Fe
Argentina
TeleFax: 54 342 458-4643
ISBN 1-4135-1493-6
ÍNDICE
El proceso
La detención 8
Conversación con la señora Grubach. La señorita Bürstner 36
Primera citación judicial 59
En la sala de sesiones. El estudiante. Las oficinas del juzgado 86
El azotador 123
El tío Leni 134
El abogado. El fabricante. El pintor 169
El comerciante Block. K renuncia al abogado 246
En la catedral 295
El final 333
Fragmentos 342
La amiga de B 342
El fiscal 354
Hacia la casa de Elsa 362
Lucha con el subdirector 365
La casa 370
Visita a la madre 375
Anotaciones en los diarios de Kafka referentes a El proceso 381
=EL PROCESO=[1]
=LA DETENCIÓN=
Alguien tenía que haber calumniado a Josef K[2], pues fue detenido una
mañana sin haber hecho nada malo[3]. La cocinera de la señora Grubach,
su casera, que le llevaba todos los días a eso de las ocho de la mañana
el desayuno a su habitación, no había aparecido. Era la primera vez que
ocurría algo semejante. K esperó un rato más. Apoyado en la almohada,
se quedó mirando a la anciana que vivía frente a su casa y que le
observaba con una curiosidad inusitada. Poco después, extrañado y
hambriento, tocó el timbre. Nada más hacerlo, se oyó cómo llamaban a la
puerta y un hombre al que no había visto nunca entró en su habitación.
Era delgado, aunque fuerte de constitución, llevaba un traje negro
ajustado, que, como cierta indumentaria de viaje, disponía de varios
pliegues, bolsillos, hebillas, botones, y de un cinturón; todo parecía
muy práctico, aunque no se supiese muy bien para qué podía servir.
--¿Quién es usted?--preguntó Josef K, y se sentó de inmediato en la
cama.
El hombre, sin embargo, ignoró la pregunta, como si se tuviera que
aceptar tácitamente su presencia, y se limitó a decir:
--¿Ha llamado?[4]
--Anna me tiene que traer el desayuno--dijo K, e intentó averiguar en
silencio, concentrándose y reflexionando, quién podría ser realmente
aquel hombre. Pero éste no se expuso por mucho tiempo a sus miradas,
sino que se dirigió a la puerta, la abrió un poco y le dijo a alguien
que presumiblemente se hallaba detrás:
--Quiere que Anna le traiga el desayuno.
Se escuchó una risa en la habitación contigua, aunque por el tono no
se podía decir si la risa provenía de una o de varias personas. Aunque
el desconocido no podía haberse enterado de nada que no supiera con
anterioridad, le dijo a K con una entonación oficial:
--Es imposible.
--¡Es lo que faltaba!--dijo K, que saltó de la cama y se puso los
pantalones con rapidez--. Quiero saber qué personas hay en la
habitación contigua y cómo la señora Grubach me explica este atropello.
Al decir esto, se dio cuenta de que no debería haberlo dicho en voz
alta, y de que, al mismo tiempo, en cierta medida, había reconocido el
derecho a vigilarle que se arrogaba el desconocido, pero en ese momento
no le pareció importante. En todo caso, así lo entendió el desconocido,
pues dijo:
--¿No prefiere quedarse aquí?
--Ni quiero quedarme aquí, ni deseo que usted me siga hablando mientras
no se haya presentado.
--Se lo he dicho con buena intención--dijo el desconocido, y abrió
voluntariamente la puerta.
La habitación contigua, en la que K entró más despacio de lo que
hubiera deseado, ofrecía, al menos a primera vista, un aspecto muy
parecido al de la noche anterior. Era la sala de estar de la señora
Grubach. Tal vez esa habitación repleta de muebles, alfombras, objetos
de porcelana y fotografías aparentaba esa mañana tener un poco más de
espacio libre que de costumbre, aunque era algo que no se advertía al
principio, como el cambio principal, que consistía en la presencia de
un hombre sentado al lado de la ventana con un libro en las manos, del
que, al entrar K, apartó la mirada.
--¡Tendría que haberse quedado en su habitación! ¿Acaso no se lo ha
dicho Franz?
--Sí, ¿qué quiere usted de mí?--preguntó K, que miró alternativamente
al nuevo desconocido y a la persona a la que había llamado Franz, que
ahora permanecía en la puerta. A través de la ventana abierta pudo
ver otra vez a la anciana que, con una auténtica curiosidad senil,
permanecía asomada con la firme resolución de no perderse nada.
--Quiero ver a la señora Grubach--dijo K, hizo un movimiento como
si quisiera desasirse de los dos hombres, que, sin embargo, estaban
situados lejos de él, y se dispuso a irse.
--No--dijo el hombre de la ventana, arrojó el libro sobre una mesita y
se levantó--. No puede irse, usted está detenido.
--Así parece--dijo K[5]--. ¿Y por qué?--preguntó a continuación.
--No estamos autorizados a decírselo. Regrese a su habitación y
espere allí. El proceso se acaba de iniciar y usted conocerá todo en
el momento oportuno. Me excedo en mis funciones cuando le hablo con
tanta amabilidad. Pero espero que no me oiga nadie excepto Franz, y él
también se ha comportado amablemente con usted, infringiendo todos los
reglamentos. Si sigue teniendo tanta suerte como la que ha tenido con
el nombramiento de sus vigilantes, entonces puede ser optimista.
K se quiso sentar, pero ahora comprobó que en toda la habitación no
había ni un solo sitio en el que tomar asiento, excepto el sillón junto
a la ventana.
Ya verá que todo lo que le hemos dicho es verdad--dijo Franz, que se
acercó con el otro hombre hasta donde estaba K. El compañero de Franz
le superaba en altura y le dio unas palmadas en el hombro. Ambos
examinaron la camisa del pijama de K y dijeron que se pusiera otra
peor, que ellos guardarían ésa, así como el resto de su ropa, y que si
el asunto resultaba bien, entonces le devolverían lo que habían tomado.
--Es mejor que nos entregue todo a nosotros en vez de al
depósito--dijeron--, pues en el depósito desaparecen cosas con
frecuencia y, además, transcurrido cierto plazo, se vende todo, sin
tener en consideración si el proceso ha terminado o no. ¡Y hay que ver
lo que duran los procesos en los últimos tiempos! Naturalmente, el
depósito, al final, abona un reintegro, pero éste, en primer lugar,
es muy bajo, pues en la venta no decide la suma ofertada, sino la del
soborno y, en segundo lugar, esos reintegros disminuyen, según la
experiencia, conforme van pasando de mano en mano y van transcurriendo
los años.
K apenas prestaba atención a todas esas aclaraciones. Por ahora no le
interesaba el derecho de disposición sobre sus bienes, consideraba
más importante obtener claridad en lo referente a su situación. Pero
en presencia de aquella gente no podía reflexionar bien, uno de
los vigilantes--podía tratarse, en efecto, de vigilantes--, que no
paraba de hablar por encima de él con sus colegas, le propinó una
serie de golpes amistosos con el estómago; no obstante, cuando alzó
la vista contempló una nariz torcida y un rostro huesudo y seco que
no armonizaba con un cuerpo tan grueso. ¿Qué hombres eran ésos? ¿De
qué hablaban? ¿A qué organismo pertenecían? K vivía en un Estado de
Derecho, en todas partes reinaba la paz, todas las leyes permanecían en
vigor[6], ¿quién osaba entonces atropellarle en su habitación? Siempre
intentaba tomarlo todo a la ligera, creer en lo peor sólo cuando lo
peor ya había sucedido, no tomar ninguna previsión para el futuro, ni
siquiera cuando existía una amenaza considerable. Aquí, sin embargo,
no le parecía lo correcto. Ciertamente, todo se podía considerar una
broma, si bien una broma grosera, que sus colegas del banco le gastaban
por motivos desconocidos, o tal vez porque precisamente ese día cumplía
treinta años[7]. Era muy posible, a lo mejor sólo necesitaba reírse
ante los rostros de los vigilantes para que ellos rieran con él, quizá
fueran los mozos de cuerda de la esquina, su apariencia era similar, no
obstante, desde la primera mirada que le había dirigido el vigilante
Franz, había decidido no renunciar a la más pequeña ventaja que
pudiera poseer contra esa gente[8]. Por lo demás, K no infravaloraba
el peligro de que más tarde se dijera que no aguantaba ninguna broma.
Se acordó--sin que fuera su costumbre aprender de la experiencia--de
un caso insignificante, en el que, a diferencia de sus amigos, se
comportó, plenamente consciente, con imprudencia, sin cuidarse de las
consecuencias, y fue castigado con el resultado. Eso no debía volver a
ocurrir, al menos no esta vez; si era una comedia, seguiría el juego.
Aún estaba en libertad.
--Permítanme--dijo, y pasó rápidamente entre los vigilantes para
dirigirse a su habitación.
--Parece que es razonable--oyó que decían detrás de él.
En cuanto llegó a su habitación se dedicó a sacar los cajones del
escritorio, todo en su interior estaba muy ordenado, pero, a causa
de la excitación, no podía encontrar precisamente los documentos de
identidad que buscaba. Finalmente encontró los papeles para poder
circular en bicicleta, ya quería ir a enseñárselos a los vigilantes
cuando pensó que esos papeles eran insignificantes, por lo que
siguió buscando hasta que encontró su partida de nacimiento. Cuando
regresó a la habitación contigua, se abrió la puerta de enfrente y
apareció la señora Grubach. Sólo se vieron un instante, pues en cuanto
reconoció a K pareció confusa, pidió disculpas y desapareció cerrando
cuidadosamente la puerta.
--Pero entre--es lo único que K tuvo tiempo de decir.
Ahora se encontraba en el centro de la habitación, con los papeles
en la mano. Continuó mirando hacia la puerta, que no se volvió a
abrir, y le asustó la llamada de los vigilantes, quienes permanecían
sentados frente a una mesita al lado de la ventana abierta. Como K pudo
comprobar, se estaban comiendo su desayuno.
--¿Por qué no ha entrado la señora Grubach?--preguntó K.
--No puede--dijo el vigilante más alto--. Usted está detenido.--Pero
¿cómo puedo estar detenido, y de esta manera?
--Ya empieza usted de nuevo--dijo el vigilante, e introdujo un trozo de
pan en el tarro de la miel--. No respondemos a ese tipo de preguntas.
--Pues deberán responderlas. Aquí están mis documentos de identidad,
muéstrenme ahora los suyos y, ante todo, la orden de detención.
--¡Cielo santo!--dijo el vigilante--. Que no se pueda adaptar a
su situación actual, y que parezca querer dedicarse a irritarnos
inútilmente, a nosotros, que probablemente somos los que ahora estamos
más próximos a usted entre todos los hombres.
Así es, créalo--dijo Franz, que no se llevó la taza a los labios, sino
que dirigió a K una larga mirada, probablemente sin importancia, pero
incomprensible. K incurrió sin quererlo en un intercambio de miradas
con Franz, pero agitó sus papeles y dijo:
Aquí están mis documentos de identidad.
--¿Y qué nos importan a nosotros?--gritó ahora el vigilante más alto--.
Se está comportando como un niño. ¿Qué quiere usted? ¿Acaso pretende
al hablar con nosotros sobre documentos de identidad y sobre órdenes
de detención que su maldito proceso acabe pronto? Somos empleados
subalternos, apenas comprendemos algo sobre papeles de identidad, no
tenemos nada que ver con su asunto, excepto nuestra tarea de vigilarle
diez horas todos los días, y por eso nos pagan. Eso es todo lo que
somos. No obstante, somos capaces de comprender que las instancias
superiores, a cuyo servicio estamos, antes de disponer una detención
como ésta se han informado a fondo sobre los motivos de la detención y
sobre la persona del detenido. No hay ningún error. El organismo para
el que trabajamos, por lo que conozco de él, y sólo conozco los rangos
más inferiores, no se dedica a buscar la culpa en la población, sino
que, como está establecido en la ley, se ve atraído por la culpa y nos
envía a nosotros, a los vigilantes. Eso es ley. ¿Dónde puede cometerse
aquí un error?
--No conozco esa ley--dijo K.
--Pues peor para usted--dijo el vigilante.
--Sólo existe en sus cabezas--dijo K, que quería penetrar en los
pensamientos de los vigilantes, de algún modo inclinarlos a su favor o
ir ganando terreno. Pero el vigilante se limitó a decir:
--Ya sentirá sus efectos.
Franz se inmiscuyó en la conversación y dijo:
--Mira, Willem, admite que no conoce la ley y, al mismo tiempo, afirma
que es inocente.
--Tienes razón, pero no se puede conseguir que comprenda nada--dijo el
otro.
K ya no respondió. «¿Acaso--pensó--debo dejarme confundir por la
cháchara de estos empleados subalternos, como ellos mismos reconocen
serlo? Hablan de cosas que no entienden en absoluto. Su seguridad
sólo se basa en su necedad. Un par de palabras que intercambie con
una persona de mi nivel y todo quedará incomparablemente más claro
que en una conversación larga con éstos». Paseó de un lado a otro de
la habitación, seguía viendo enfrente a la anciana, que ahora había
arrastrado hasta allí a una persona aún más anciana, a la que mantenía
abrazada. K tenía que poner punto final a ese espectáculo.
--Condúzcanme hasta su superior--dijo K.
--Cuando él lo diga, no antes--dijo el vigilante llamado Willem--, y
ahora le aconsejo--añadió--que vaya a su habitación, se comporte con
tranquilidad y espere hasta que se disponga algo sobre su situación.
Le aconsejamos que no se pierda en pensamientos inútiles, sino que se
concentre, pues tendrá que hacer frente a grandes exigencias. No nos
ha tratado con la benevolencia que merecemos. Ha olvidado que nosotros,
quienes quiera que seamos, al menos frente a usted somos hombres
libres, y esa diferencia no es ninguna nimiedad. A pesar de todo,
estamos dispuestos, si tiene dinero, a subirle un pequeño desayuno de
la cafetería.
K no respondió a la oferta y permaneció un rato en silencio. Tal vez
no le impidieran que abriera la puerta de la habitación contigua o
la del recibidor, tal vez ésa fuera la solución más simple, llevarlo
todo al extremo. Pero también era posible que se echaran sobre él
y, una vez en el suelo, habría perdido toda la superioridad que, en
cierta medida, aún mantenía sobre ellos. Por esta razón, prefirió a
esa solución la seguridad que traería consigo el desarrollo natural de
los acontecimientos, y regresó a su habitación, sin que ni él ni los
vigilantes pronunciaran una palabra más.
Se arrojó sobre la cama y tomó de la mesilla de noche una hermosa
manzana que había reservado la noche anterior para su desayuno. Ahora
era su único desayuno y, como comprobó al darle el primer mordisco,
resultaba, sin duda, mucho mejor que el desayuno que le hubiera podido
subir el vigilante de la sucia cafetería. Se sentía bien y confiado.
Cierto, estaba descuidando sus deberes matutinos en el banco, pero
como su puesto era relativamente elevado podría disculparse con
facilidad. ¿Debería decir las verdaderas razones? Pensó en hacerlo. Si
no le creían, lo que sería comprensible en su caso, podría presentar
a la señora Grubach como testigo o a los dos ancianos de enfrente,
que ahora mismo se encontraban en camino hacia la ventana de la
habitación opuesta. A K le sorprendió, al adoptar la perspectiva de los
vigilantes, que le hubieran confinado en la habitación y le hubieran
dejado solo, pues allí tenía múltiples posibilidades de quitarse la
vida. Al mismo tiempo, sin embargo, se preguntó, esta vez desde su
perspectiva, qué motivo podría tener para hacerlo. ¿Acaso porque
esos dos de al lado estaban allí sentados y se habían apoderado de
su desayuno? Habría sido tan absurdo quitarse la vida, que él, aun
cuando hubiese querido hacerlo, hubiera desistido por encontrarlo
absurdo. Si la limitación intelectual de los vigilantes no hubiese
sido tan manifiesta, se hubiera podido aceptar que tampoco ellos, como
consecuencia del mismo convencimiento, consideraban peligroso dejarlo
solo. Que vieran ahora, si querían, cómo se acercaba a un armario,
en el que guardaba un buen aguardiente, cómo se tomaba un vaso como
sustituto del desayuno y cómo destinaba otro para darse valor, pero
este último sólo como precaución para el caso improbable de que fuera
necesario.
En ese instante le asustó tanto una llamada de la habitación contigua
que mordió el cristal del vaso.
--El supervisor le llama--dijeron.
Sólo había sido el grito lo que le había asustado, ese grito corto,
seco, militar, del que jamás hubiera creído capaz a Franz. La orden fue
bienvenida.
--¡Por fin!--exclamó, cerró el armario y se apresuró a entrar en la
habitación contigua. Allí estaban los dos vigilantes que le conminaron
a que volviera a su habitación, como si fuera algo natural.
--¿Pero cómo se le ocurre?--gritaron--. ¿Cómo pretende presentarse ante
el supervisor en mangas de camisa? ¡Le dará una paliza y a nosotros
también!
--¡Al diablo con todo!--gritó K, que ya había sido empujado hasta el
armario ropero--. Cuando se me asalta en la cama no se puede esperar
encontrarme en traje de etiqueta.
--No le servirá de nada resistirse--dijeron los vigilantes, quienes,
siempre que K gritaba, permanecían tranquilos, con cierto aire de
tristeza, lo que le confundía y, en cierta medida, le hacía entrar en
razón.
--¡Ceremonias ridículas!--gruñó aún, pero cogió una chaqueta de la
silla y la mantuvo un rato entre las manos, como si la sometiera al
juicio de los vigilantes. Ellos negaron con la cabeza.
--Tiene que ser una chaqueta negra--dijeron.
K arrojó la chaqueta al suelo y dijo:
--Aún no se puede tratar de la vista oral.
Los vigilantes sonrieron, pero no cambiaron de opinión:--Tiene que ser
una chaqueta negra.
--Si eso contribuye a acelerar el asunto, me parece bien--dijo K, que
abrió el armario, buscó un buen rato entre los trajes y por fin sacó
su mejor traje negro, un chaqué que por su elegancia había causado
impresión entre sus amigos. A continuación, sacó también una camisa y
comenzó a vestirse cuidadosamente. Creyó haber logrado un adelanto al
comprobar que los vigilantes habían olvidado que se aseara en el baño.
Los observaba para ver si se acordaban, pero naturalmente no se les
ocurrió; sin embargo, Willem no olvidó enviar a Franz al supervisor con
la noticia de que K se estaba vistiendo[9].
Una vez vestido tuvo que atravesar, pocos pasos por delante de Willem,
la habitación contigua, ya vacía, y entrar en la siguiente, cuya
puerta, de dos hojas, estaba abierta. Esta habitación, como muy bien
sabía K, había sido ocupada hacía poco tiempo por una mecanógrafa que
solía salir muy temprano a trabajar y llegaba tarde por las noches, y
con la que K apenas había cruzado algunas palabras de saludo. Ahora la
mesilla de noche había sido desplazada desde la cama hasta el centro de
la habitación para servir de mesa de interrogatorio, y el supervisor
se sentaba detrás de ella. Tenía las piernas cruzadas y apoyaba un
brazo en el respaldo de la silla. En una de las esquinas[10] de la
habitación había tres jóvenes que contemplaban las fotografías de la
señorita Bürstner, colgadas de la pared. Del picaporte de la ventana,
que permanecía abierta, colgaba una blusa blanca. En la ventana de
enfrente se encontraban de nuevo los dos ancianos, pero la reunión
había aumentado, pues detrás de ellos destacaba un hombre con la camisa
abierta, mostrando el pecho, que no paraba de retorcer y presionar con
los dedos su perilla pelirroja.
--¿Josef K?--preguntó el supervisor, tal vez sólo para captar su
atención dispersa.
K asintió.
--¿Le han sorprendido mucho los acontecimientos de esta
mañana?--preguntó el supervisor y, como si fueran elementos necesarios
para el interrogatorio, desplazó con ambas manos algunos objetos que
había sobre la mesilla: una vela, una caja de cerillas, un libro y un
acerico.
--Así es--dijo K, y le invadió una sensación de bienestar por haber
encontrado al fin a un hombre razonable con el que poder hablar sobre
su asunto--. Cierto, estoy sorprendido, pero de ningún modo muy
sorprendido.
--¿No muy sorprendido?--preguntó el supervisor, y puso ahora la vela en
el centro de la mesilla, mientras agrupaba el resto de los objetos a su
alrededor.
--Es posible que no me interprete bien--se apresuró a especificar--.
Quiero decir...--aquí K se interrumpió y buscó una silla--. ¿Puedo
sentarme?--preguntó.
--No es lo normal--respondió el supervisor.
--Quiero decir--dijo ahora K sin más pausas--que me ha sorprendido
mucho, pero como llevo treinta años en el mundo y he tenido que abrirme
camino solo en la vida, estoy endurecido contra todo tipo de sorpresas,
así que no las tomo por la tremenda[11]. Especialmente la de hoy, no.
--¿Por qué no especialmente la de hoy?
--No quiero decir que lo considere todo una broma, para ello me parecen
demasiado complicadas todas las precauciones que se han tomado.
Tendrían que participar todos los inquilinos de la pensión y también
todos ustedes, eso me parece rebasar los límites de una broma. Por eso
no quiero decir que se trata de una broma.
--En efecto--dijo el supervisor y se dedicó a contar las cerillas que
había en la caja.
--Por otra parte--continuó K, y se dirigió a todos, incluso le hubiera
gustado que los tres situados ante las fotografías se hubieran dado
la vuelta para escucharle--, por otra parte el asunto no puede ser de
mucha importancia. Lo deduzco porque he sido acusado, pero no puedo
encontrar ninguna culpa por la que me pudieran haber acusado. Pero
eso también es secundario. Las preguntas principales son: ¿Quién me
ha acusado? ¿Qué organismo tramita mi proceso? ¿Es usted funcionario?
Ninguno tiene uniforme, a no ser que su traje--y se dirigió a Franz--se
pueda denominar un uniforme, aunque a mí me parece más bien un traje de
viaje. Reclamo claridad en estas cuestiones y estoy convencido de que,
una vez que hayan sido aclaradas, nos podremos despedir amablemente.
El supervisor derribó la caja de cerillas sobre la mesa.
--Usted se encuentra en un grave error--dijo--. Estos señores, aquí
presentes, y yo, carecemos completamente, en lo que se refiere a su
asunto, de importancia, más aún, apenas sabemos algo de él. Podríamos
llevar los uniformes reglamentarios y su asunto no habría empeorado un
ápice. Tampoco puedo decirle si le han acusado, o mejor, ni siquiera
sé si le han acusado. Usted está detenido, eso es cierto, no sé más.
Es posible que los vigilantes hayan charlado de otra cosa, pero eso
sólo es una charla. Aunque no pueda responder a sus preguntas, sí
le puedo aconsejar que piense menos en nosotros y en lo que le pueda
ocurrir y piense más en sí mismo. Y tampoco alardee tanto de su
inocencia, estropea la buena impresión que da. También debería ser más
reservado al hablar, casi todo lo que ha dicho hasta ahora se podría
haber deducido de su comportamiento aunque hubiera dicho muchas menos
palabras, además, no resulta muy favorable para su causa.
K miró fijamente al supervisor. ¿Acaso recibía lecciones de un
hombre que probablemente era más joven que él? ¿Le reprendían por su
sinceridad? ¿Y no iba a saber nada de su detención ni del que la había
dispuesto? Se apoderó de él cierta excitación, fue de un lado a otro,
siempre y cuando nada ni nadie se lo impedía, se subió los puños de la
camisa, se tocó el pecho, se alisó el pelo, pasó al lado de los tres
señores, dijo «esto es absurdo», por lo que éstos se volvieron y le
contemplaron con amabilidad, pero serios, y, finalmente, se paró ante
la mesa del supervisor.
--El fiscal Hasterer es un buen amigo mío--dijo--, ¿le puedo llamar por
teléfono?
--Por supuesto--dijo el supervisor--, pero no sé qué sentido podría
tener hacerlo, a no ser que quisiera hablar con él de algún asunto
particular.
--¿Qué sentido?--gritó K, más confuso que enojado--. ¿Pero, entonces,
quién es usted? Usted pretende encontrar algún sentido y procede de la
manera más absurda. Esto es para volverse loco. Estos señores me han
asaltado y ahora están aquí sentados o pasean alrededor y me obligan a
comparecer ante usted como si fuera un colegial. ¿Qué sentido tendría
llamar a un fiscal si, como indican las apariencias, estoy detenido?
Bien, no llamaré por teléfono.
--Pero hágalo--dijo el supervisor, y extendió la mano en dirección al
recibidor, donde estaba el teléfono--, por favor, llame.
--No, ya no quiero--dijo K, y se acercó a la ventana. Desde allí podía
ver a las personas de enfrente, quienes ahora, al ver aparecer a K en
la ventana, se sintieron algo perturbadas en su papel de tranquilos
espectadores. Los ancianos querían levantarse, pero el hombre que
estaba detrás de ellos los tranquilizó.
--¡Allí hay unos mirones!--gritó K hacia el supervisor y los señaló con
el dedo--. ¡Fuera de ahí!
Los tres retrocedieron inmediatamente unos pasos, los dos ancianos se
colocaron, incluso, detrás del hombre, que con su ancho cuerpo los
tapaba. Por los movimientos de su boca se podía deducir que estaba
diciendo algo, aunque incomprensible desde la distancia. Pero no
llegaron a desaparecer del todo, más bien parecían esperar el instante
en que pudieran acercarse a la ventana sin ser notados.
--¡Gente impertinente y desconsiderada!--dijo K al volverse hacia la
habitación. El supervisor probablemente asintió, al menos así lo creyó
K al dirigirle una mirada de soslayo. Aunque también era posible que no
hubiera escuchado, pues había extendido una de sus manos en la mesa y
parecía comparar los dedos. Los dos vigilantes estaban sentados en un
baúl cubierto con un paño decorativo y frotaban sus rodillas. Los tres
jóvenes habían colocado las manos en las caderas y miraban alrededor
sin fijarse en nada. Había un silencio como el que reina en una oficina
vacía.
--Bien, señores--dijo K, pues le pareció que él era quien lo soportaba
todo sobre sus hombros--, de su actitud se puede deducir que han
concluido con mi asunto. Soy de la opinión de que lo mejor sería no
pensar más sobre si su actuación está justificada o no y terminar
el caso reconciliados, con un apretón de manos. Si comparten mi
opinión, entonces, por favor...--y se acercó a la mesa del supervisor
alargándole la mano.
El supervisor elevó la mirada, se mordió el labio y miró la mano
extendida de K. Aún creía K que el supervisor la estrecharía, pero éste
se levantó, cogió un sombrero que estaba sobre la cama de la señorita
Bürstner y se lo colocó cuidadosamente con las dos manos, como hace la
gente cuando se prueba un sombrero nuevo.
--¡Qué fácil le parece todo a usted!--dijo a K mientras se ponía
el sombrero--. Deberíamos terminar el asunto con una despedida
conciliadora, ¿ésa es su opinión? No, no, así no funcionan las
cosas, y con esto tampoco le estoy diciendo que se desespere. No,
¿por qué hacerlo? Usted está detenido, nada más. Eso es lo que tenía
que comunicarle, he cumplido mi misión y también he visto cómo ha
reaccionado. Con eso es suficiente por hoy, ya podemos despedirnos,
aunque sólo por el momento. Usted querrá ir al banco...
--¿Al banco?--preguntó K--. Pensé que estaba detenido.
K preguntó con cierto consuelo, pues aunque su apretón de manos no
había sido aceptado, desde que el supervisor se había levantado se
sentía mucho más independiente de aquella gente. Quería seguirles el
juego. Tenía la intención, en el caso de que se fueran, de ir detrás de
ellos hasta la puerta y ofrecerles su detención. Por eso repitió:
--¿Cómo puedo ir al banco, si estoy detenido?
--¡Ah, ya!--dijo el supervisor, que había llegado a la puerta--, me
ha entendido mal, usted está detenido, cierto, pero eso no le impide
cumplir con sus obligaciones laborales. Debe seguir su vida normal.
--Entonces estar detenido no es tan malo--dijo K, y se acercó al
supervisor.
--No he dicho nada que lo desmienta--dijo éste.
--Pero tampoco parece que haya sido necesaria la comunicación de
la detención--dijo K, y se acercó más. También los otros se habían
acercado. Todos se habían reunido en un pequeño espacio al lado de la
puerta.
--Era mi deber--dijo el supervisor.
--Un deber bastante tonto--dijo K inflexible.
--Puede ser--respondió el supervisor--, pero no vamos a perder el
tiempo con conversaciones como ésta. He pensado que querría ir al
banco. Como usted está al tanto de todas las palabras, añado: no
le obligo a ir al banco, sólo he supuesto que quería hacerlo. Para
facilitárselo y para que su llegada al banco sea lo más discreta
posible, he mantenido a estos tres jóvenes, colegas suyos, a su
disposición.
--¿Cómo?--gritó K, y miró asombrado a los tres.
Aquellos jóvenes tan anodinos y anémicos, que él aún recordaba sólo
como grupo al lado de las fotografías, eran realmente funcionarios de
su banco, no colegas, eso era demasiado decir, y demostraba una laguna
en la omnisciencia del supervisor, aunque, en efecto, se trataba de
funcionarios subordinados del banco. ¿Cómo no se había dado cuenta
antes? Hasta qué punto había concentrado la atención en el supervisor y
en los vigilantes, que había sido incapaz de reconocer a esos tres: al
torpe Rabensteiner, siempre agitando las manos, al rubio Kullych, con
los ojos caídos, y a Kaminer, con su sonrisa insoportable, producto de
una distrofia muscular crónica.
--¡Buenos días!--dijo K, pasado un rato, y ofreció su mano a los
señores, que se inclinaron correctamente--. No les había reconocido.
Bien, entonces nos vamos juntos al trabajo, ¿no?
Los tres jóvenes asintieron solícitos y sonriendo, como si hubieran
estado esperando ese momento durante todo el tiempo, sólo cuando K
echó de menos su sombrero, que se había quedado en su cuarto, se
apresuraron, uno detrás del otro, a recogerlo, de lo que se podía
deducir cierta perplejidad. K permaneció en silencio y vio cómo se
alejaban a través de las dos puertas abiertas, el último, naturalmente,
era el indiferente Rabensteiner, que se había limitado a adoptar
un elegante trote corto. Kaminer le entregó el sombrero, y K tuvo
que decirse expresamente, lo que, por lo demás, era necesario con
frecuencia en el banco, que la sonrisa de Kaminer no era intencionada,
que en realidad era incapaz de sonreír intencionadamente. En el
recibidor, la señora Grubach, que no aparentaba ninguna conciencia
culpable, abrió la puerta de la calle a todo el grupo, y K, como
muchas veces, se quedó mirando la cinta de su delantal, que ceñía
innecesariamente su poderoso cuerpo. Una vez fuera, K, con el reloj en
la mano, y para no aumentar el retraso de media hora, decidió llamar
a un taxi. Kaminer se acercó corriendo a una esquina para llamar a
uno, pero mientras los otros dos aparentemente intentaban distraer
a K, Kullych señaló repentinamente la puerta de enfrente, en la que
acababa de aparecer el hombre con la perilla pelirroja, quien quedó
algo confuso, ya que ahora se mostraba en toda su estatura, por lo que
retrocedió hasta la pared y se apoyó en ella. Los ancianos aún estaban
en las escaleras. K se enfadó con Kullych por haber llamado la atención
sobre el hombre al que ya había visto antes y al que incluso había
esperado.
--No mire hacia allí--balbuceó, sin darse cuenta de lo llamativa que
resultaba esa forma de expresarse cuando se dirigía a personas maduras.
Pero tampoco era necesaria ninguna explicación, pues acababa de llegar
el coche, así que se sentaron y partieron. En ese instante, K se acordó
de que no se había percatado de la partida del supervisor y de los
vigilantes, el supervisor le había ocultado a los tres funcionarios y
ahora los funcionarios habían ocultado, a su vez, al supervisor. Eso
no denotaba mucha serenidad, así que K se propuso observarse mejor.
No obstante, se dio la vuelta y se inclinó por si todavía existía la
posibilidad de ver al supervisor y a los vigilantes. Pero recuperó en
seguida su posición original sin ni siquiera haber intentado buscar a
alguien, reclinándose cómodamente en uno de los extremos del asiento
del coche[12]. Aunque no lo aparentaba, habría necesitado ahora algo de
conversación, pero los señores parecían cansados. Rabensteiner miraba
hacia la derecha, Kullych hacia la izquierda y sólo Kaminer estaba
a su disposición con sus muecas, y hacer una broma sobre ellas, por
desgracia, lo prohibía la humanidad.
NOTAS:
[1] En la primera edición de _El proceso_ de 1925, Max Brod comentaba
que el manuscrito no llevaba título. Sin embargo, Kafka, como Max Brod
documentó, siempre se refirió al texto con esa denominación. Por regla
general, Kafka se decidía por un título definitivo una vez concluida
la obra. No se puede excluir, por consiguiente, que _El proceso_ fuese
sólo un título provisional.
[2] Como en su novela _El castillo_ y en otros relatos, el personaje
principal se oculta tras un apellido reducido a inicial. Es muy posible
que Kafka hiciera referencia a su propio apellido. No obstante, Kafka
solía emplear este tipo de iniciales en sus anotaciones en diarios y,
según sus manifestaciones, «porque el escribir nombres me causa una
extraña confusión». Esta relación problemática se extendía a su propio
nombre, que evitaba escribir siempre que podía. Su firma era FK. En
sus diarios escribe: «Considero la K horrible, me repugna y, aun así,
la escribo, debe de ser característica de mí mismo» (27 mayo 1914).
En cuanto al nombre «Josef» es muy posible que hiciera referencia al
Emperador Francisco José I. En la obra de Kafka los nombres suelen
desempeñar un papel simbólico. De una anotación en su diario de 27
de enero de 1922 se deduce que Kafka se inscribió en un hotel con el
nombre «Josef K».
[3] La escena de la detención de Josef K se ha podido inspirar en
las _Memorias_ de Giacomo Casanova. En la novela hay más referencias
ocultas. Ya en el inicio, la unión de un término judicial, «detención»,
y otro moral, «malo», presagia la ambigua naturaleza del proceso y de
la judicatura.
[4] En el manuscrito el vigilante reacciona de una manera más brusca:
«¿Qué quiere?» Kafka lo tachó y eligió una fórmula más convencional.
[5] Tachado en el manuscrito: «dijo K sonriendo; sin haber estado
antes preocupado, ahora se sentía aliviado, pues se había expresado lo
imposible y, así, su imposibilidad se había tornado más evidente».
[6] No sin cierta ironía describe Kafka la situación jurídico--política
del momento. Kafka comenzó la novela el 11 de agosto de 1914, en
plena gestación de la I Guerra Mundial. Las referencias al «Estado
de Derecho» y al vigor de las leyes es interesante porque designa un
régimen que se somete al derecho en su forma de actuación. Un manto de
normalidad cubre la sociedad en la que se desenvuelve Josef K, no hay
ninguna perturbación del orden político ni ningún «estado de alarma,
excepción o sitio» que pudiera justificar la existencia de tribunales
de excepción.
[7] La acción de la novela transcurre en el periodo exacto de un
año. En la elección de la edad y de otras circunstancias temporales
se dan motivos autobiográficos, en concreto se reflejan determinados
acontecimientos relativos a su relación con Felice Bauer.
[8] Tachado en el manuscrito: «por el miedo de que se rieran más tarde
de su seriedad exagerada».
[9] Tachado en el manuscrito: «¡Aún tardaré un rato!--le gritó K por
simple petulancia, pero en realidad se dio toda la prisa que pudo».
[10] Desde la nota hasta «Josef K?» hay una versión alternativa en
el manuscrito: «El supervisor le contempló en silencio y con mirada
inquisitiva. "El interrogatorio parece limitarse a miradas--pensó K--.
Un rato se le puede permitir. Si supiera qué autoridad puede ser ésta
que, sólo por mi causa y sin la menor perspectiva de éxito, se puede
permitir el lujo de tomar semejantes medidas extraordinarias. Pues no
se puede dudar en calificarlas de extraordinarias. Me han asignado a
tres personas, han desordenado dos habitaciones ajenas, allí en la
esquina hay tres jóvenes que contemplan las fotografías de la señorita
Bürstner".
[11] A continuación, tachado en el manuscrito: «Alguien me dijo, ahora
no me acuerdo quién, que, cuando nos levantamos temprano, resulta
extraño encontrarlo todo en el mismo sitio en que se dejó por la noche.
La vigilia, al menos en apariencia, es un estado muy diferente al del
sueño y, como ese hombre dijo con razón, se necesita una gran presencia
de ánimo para, con los ojos abiertos, situar todos los objetos en el
mismo lugar en que quedaron la noche anterior. Por esto mismo, el
instante en el que despertamos es el más arriesgado, una vez que se
ha superado, sin quedar desplazado del lugar, podemos seguir viviendo
confiados el resto del día. A qué conclusiones llegó ese hombre--ahora
me acabo de acordar de quién era, pero su nombre es indiferente...».
[12] Tachado en el manuscrito: «se reclinó en el asiento del coche,
dijo "¡Dios mío!", y elevó las cejas al sonreír».
=CONVERSACIÓN CON LA SEÑORA GRUBACH
LA SEÑORITA BÜRSTNER=[13]
En esa primavera, K, después del trabajo, cuando era
posible--normalmente permanecía hasta las nueve en la oficina--, solía
dar un paseo por la noche solo o con algún conocido y luego se iba
a una cervecería, donde se sentaba hasta las once en una tertulia
compuesta en su mayor parte por hombres ya mayores. Pero había
excepciones en esta rutina, por ejemplo cuando el director del banco,
que apreciaba su capacidad de trabajo y su formalidad, le invitaba a
una excursión con el coche o a cenar en su villa. Además, una vez a
la semana iba a casa de una muchacha llamada Elsa, que trabajaba de
camarera en una taberna hasta altas horas de la madrugada y durante el
día sólo recibía en la cama a sus visitas.
Aquella noche, sin embargo--el día había transcurrido con rapidez por
el trabajo agotador y las numerosas felicitaciones de cumpleaños--,
K quería regresar directamente a casa. En todas las pequeñas pausas
del trabajo había pensado en ello. Sin saber con certeza por qué,
le parecía que los incidentes de aquella mañana habían causado un
gran desorden en la vivienda de la señora Grubach y que su presencia
era necesaria para restaurar de nuevo el orden. Una vez restaurado,
quedaría suprimida cualquier huella del incidente y todo volvería a
los cauces normales. De los tres funcionarios no había nada que temer,
se habían vuelto a sumir en el gran cuerpo de funcionarios del banco,
tampoco se podía notar ningún cambio en ellos. K les había llamado
con frecuencia, por separado o en grupo, a su despacho, sólo para
observarlos y siempre los había podido despedir satisfecho.
Cuando llegó a las nueve y media de la noche a la casa en que vivía, K
se encontró en la puerta con un muchacho que permanecía con las piernas
abiertas y fumando en pipa.
--¿Quién es usted?--preguntó K en seguida y acercó su rostro al del
muchacho, pues no se veía mucho en el oscuro pasillo de entrada.
--Soy el hijo del portero, señor--respondió el muchacho, se sacó la
pipa de la boca y se apartó.
--¿El hijo del portero?--preguntó K, y golpeó impaciente con el bastón
en el suelo.
--¿Desea algo el señor? ¿Debo traer a mi padre?
--No, no--dijo K. En su voz había un tono de disculpa, como si el
muchacho hubiera hecho algo malo y él le perdonara--. Está bien--dijo,
y siguió, pero antes de subir las escaleras, se volvió una vez más.
Habría podido ir directamente a su habitación, pero como quería hablar
con la señora Grubach, llamó a su puerta. Estaba sentada a una mesa
cosiendo una media. Sobre la mesa aún quedaba un montón de medias
viejas. K se disculpó algo confuso por haber llegado tan tarde, pero la
señora Grubach era muy amable y no quiso oír ninguna disculpa: siempre
tenía tiempo para hablar con él, sabía muy bien que era su mejor y más
querido inquilino. K miró la habitación, había recobrado su antiguo
aspecto, la vajilla del desayuno, que había estado por la mañana en la
mesita junto a la ventana, ya había sido retirada. «Las manos femeninas
hacen milagros en silencio--pensó--, él probablemente habría roto toda
la vajilla, en realidad ni siquiera habría sido capaz de llevársela».
Contempló a la señora Grubach con cierto agradecimiento.
--¿Por qué trabaja hasta tan tarde?--preguntó.
Ambos estaban sentados a la mesa, y K hundía de vez en cuando una de
sus manos en las medias.
--Hay mucho trabajo--dijo ella--. Durante el día me debo a los
inquilinos, pero si quiero mantener el orden en mis cosas sólo me
quedan las noches.
--Hoy le he causado un trabajo extraordinario.
--¿Por qué?--preguntó con cierta vehemencia; el trabajo descansaba en
su regazo.
--Me refiero a los hombres que estuvieron aquí esta mañana.
--¡Ah, ya!--dijo, y se volvió a tranquilizar--. Eso no me ha causado
mucho trabajo.
K miró en silencio cómo emprendía de nuevo su labor. «Parece asombrarse
de que le hable del asunto--pensó--, no considera correcto que hable de
ello. Más importante es, pues, que lo haga. Sólo puedo hablar de ello
con una mujer mayor».
--Algo de trabajo sí ha causado--dijo--, pero no se volverá a repetir.
--No, no se puede repetir--dijo ella confirmándolo y sonrió a K casi
con tristeza.
--¿Lo cree de verdad?--preguntó K.
--Sí--dijo ella en voz baja--, pero ante todo no se lo debe tomar muy
en serio. ¡Las cosas que ocurren en el mundo! Como habla conmigo con
tanta confianza, señor K, le confesaré que escuché algo detrás de la
puerta y que los vigilantes también me contaron algunas cosas. Se
trata de su felicidad, y eso me importa mucho, más, quizá, de lo que
me incumbe, pues no soy más que la casera. Bien, algo he oído, pero no
puedo decir que sea especialmente malo. No. Usted, es cierto, ha sido
detenido, pero no como un ladrón. Cuando se detiene a alguien como si
fuera un ladrón, entonces es malo, pero esta detención..., me parece
algo peculiar y complejo, perdóneme si digo alguna tontería, hay algo
complejo en esto que no entiendo, pero que tampoco se debe entender.
--No ha dicho ninguna tontería, señora Grubach, yo mismo comparto algo
su opinión, pero juzgo todo con más rigor que usted, y no lo tomo
por algo complejo, sino por una nadería. Me han asaltado de un modo
imprevisto, eso es todo. Si nada más despertarme no me hubiera dejado
confundir por la ausencia de Anna, me hubiera levantado en seguida
y, sin tener ninguna consideración con nadie que me saliera al paso,
hubiera desayunado, por una vez, en la cocina y me hubiera traído
usted el traje de mi habitación, entonces habría negociado todo breve y
razonablemente, no habría pasado a mayores y no hubiera ocurrido nada
de lo que pasó. Pero uno siempre está tan desprevenido. En el banco,
por ejemplo, siempre estoy preparado, allí no me podría ocurrir algo
similar, allí tengo a un ordenanza personal; el teléfono interno y el
de mi despacho están frente a mí, en la mesa; no cesa de llegar gente,
particulares o funcionarios; además, y ante todo, allí estoy siempre
sumido en el trabajo, lo que me mantiene alerta, allí sería un placer
para mí enfrentarme a una situación como ésa. Bien, pero ya ha pasado
y tampoco quiero hablar más sobre ello, sólo quería oír su opinión, la
opinión de una mujer razonable, y estoy contento de que coincidamos.
Pero ahora me debe dar la mano, una coincidencia así se tiene que
sellar con un apretón de manos.
«¿Me dará la mano? El vigilante no me la dio»--pensó, y miró a la mujer
de un modo diferente, con cierto aire inquisitivo. Ella se levantó,
porque él también se había levantado, y se mostró algo turbada, ya que
no había entendido todo lo que K había dicho. A causa de esa turbación
dijo algo que no quería haber dicho y que estaba completamente fuera de
lugar:
--No se lo tome muy en serio, señor K--dijo con voz temblorosa y,
naturalmente, olvidó darle la mano.
--No sabía que se lo tomaba tan en serio--dijo K, repentinamente
agotado al comprobar la inutilidad de todos los beneplácitos de aquella
mujer.
Ya desde la puerta preguntó:
--¿Está en casa la señorita Bürstner?
--No--dijo la señora Grubach, y sonrió con simpatía al dar esa breve y
seca información--. Está en el teatro. ¿Desea algo de ella? ¿Quiere que
le dé algún recado?
--Sólo quería conversar un poco con ella.
--Lamentablemente no sé cuándo regresará; cuando va al teatro suele
llegar tarde.
--Da igual--dijo K, e inclinó la cabeza hacia la puerta para irse--,
sólo quería disculparme por haber sido el causante de que ocuparan su
habitación esta mañana.
--Eso no es necesario, señor K, usted es demasiado considerado, la
señorita no sabe nada de nada, había abandonado la casa muy temprano,
ya está todo ordenado, usted mismo lo puede comprobar.
Abrió la puerta de la habitación de la señorita Bürstner.
--Gracias, lo creo--dijo K, pero fue hacia la puerta abierta. La luna
iluminaba la oscura habitación. Lo que pudo ver parecía en orden,
ni siquiera la blusa colgaba en el picaporte de la ventana. Los
almohadones de la cama alcanzaban una altura llamativa: sobre ellos
caía la luz de la luna.
--La señorita viene con frecuencia muy tarde por la noche--dijo K,
y contempló a la señora Grubach como si fuera responsable de esa
costumbre.
--¡Ah, la gente joven!--dijo la señora Grubach con un tono de disculpa.
--Cierto, cierto--dijo K--, pero no se deben extremar las cosas.--No,
claro que no--dijo la señora Grubach--. Tiene mucha razón, señor K. Tal
vez también en este caso. No quiero criticar a la señorita Bürstner,
ella es una muchacha buena y amable, ordenada, puntual, trabajadora,
yo aprecio todo eso, pero algo es verdad: debería ser más prudente y
discreta. Este mes ya la he visto dos veces con un hombre diferente
en calles apartadas. Para mí resulta muy desagradable; esto, pongo a
Dios por testigo, sólo se lo cuento a usted, pero es inevitable, tendré
que hablar sobre ello con la señorita. Y no es lo único en ella que
considero sospechoso.
--Está equivocada--dijo K furioso e incapaz de ocultarlo--, usted ha
interpretado mal el comentario que he hecho sobre la señorita, no
quería decir eso. Es más, le advierto sinceramente que no le diga nada,
usted está completamente equivocada, conozco muy bien a la señorita,
nada de lo que usted ha dicho es verdad. Por lo demás, tal vez he ido
demasiado lejos, no le quiero impedir que haga nada, dígale lo que
quiera. Buenas noches.
--Señor K...--dijo la señora Grubach suplicante, y se apresuró a ir
detrás de K hasta la puerta, que él ya había abierto--, por el momento
no quiero hablar con la señorita, naturalmente que antes quiero
observarla, sólo a usted le he confiado lo que sabía. Al fin y al
cabo intento mantener decente la pensión en beneficio de todos los
inquilinos, ése es mi único afán.
--¡Decencia!--gritó K a través de la rendija de la puerta--, si quiere
que la pensión continúe siendo decente, debería echarme a mí primero.
A continuación, cerró la puerta de golpe e ignoró un suave golpeteo
posterior.
Puesto que no tenía ganas de dormir, decidió permanecer despierto y
comprobar a qué hora regresaba la señorita Bürstner. Tal vez fuera aún
posible, por muy improcedente que resultara, intercambiar con ella
algunas palabras. Cuando estaba en la ventana y se frotaba los ojos
cansados llegó a pensar en castigar a la señora Grubach y en convencer
a la señorita Bürstner para que ambos rescindieran el contrato de
alquiler. Pero poco después todo le pareció terriblemente exagerado e,
incluso, alimentó la sospecha contra él mismo de que quería irse de
la vivienda por el incidente de la mañana. Nada podría haber sido más
absurdo y, ante todo, más inútil y más despreciable[14].
Cuando se cansó de mirar por la ventana, y después de haber abierto
un poco la puerta que daba al recibidor para poder ver a todo el
que entraba, se echó en el canapé. Permaneció tranquilo, fumando un
cigarrillo, hasta las once. Pero a partir de esa hora ya no lo resistió
más, así que se fue al recibidor, como si al hacerlo pudiese acelerar
la llegada de la señorita Bürstner. No es que deseara especialmente
verla, en realidad ni siquiera se acordaba de su aspecto, pero ahora
quería hablar con ella y le irritaba que su tardanza le procurase
intranquilidad y desconcierto al final del día. También la hacía
responsable de no haber ido a cenar y de haber suprimido la visita
prevista a Elsa. No obstante, aún se podía arreglar, pues podía ir a
la taberna en la que Elsa trabajaba. Decidió hacerlo después de la
conversación con la señorita Bürstner[15].
Habían pasado de las once y media cuando oyó pasos en la escalera. K,
que se había quedado ensimismado en sus pensamientos y paseaba haciendo
ruido por el recibidor, como si estuviera en su propia habitación, se
escondió detrás de la puerta. Era la señorita Bürstner, que acababa de
llegar. Después de cerrar la puerta de entrada se echó, temblorosa, un
chal de seda sobre sus esbeltos hombros. A continuación, se dirigió
a su habitación, en la que K, como era medianoche, ya no podría
entrar. Por consiguiente, tenía que dirigirle la palabra ahora; por
desgracia, había olvidado encender la luz de su habitación, por lo que
su aparición desde la oscuridad tomaría la apariencia de un asalto y se
vería obligado a asustarla. En esa situación comprometida, y como no
podía perder más tiempo, susurró a través de la rendija de la puerta:
--Señorita Bürstner.
Sonó como una súplica, no como una llamada.
--¿Hay alguien ahí?--preguntó la señorita Bürstner, y miró a su
alrededor con los ojos muy abiertos.
--Soy yo--dijo K abriendo la puerta.
--¡Ah, señor K!--dijo la señorita Bürstner sonriendo--. Buenas
noches--y le tendió la mano.
--Quisiera hablar con usted un momento, ¿me lo permite?
--¿Ahora?--preguntó la señorita Bürstner--. ¿Tiene que ser ahora? Es un
poco extraño, ¿no?
--La estoy esperando desde las nueve.
--¡Ah!, bueno[16], he estado en el teatro, usted no me había dicho nada.
--El motivo por el que quiero hablar con usted es algo que ha sucedido
esta mañana.
--Bien, no tengo nada en contra, excepto que estoy agotada. Venga
un par de minutos a mi habitación, aquí no podemos conversar,
despertaremos a todos y eso sería muy desagradable para mí, y no por
las molestias causadas a los demás, sino por nosotros. Espere aquí
hasta que haya encendido la luz en mi habitación y entonces apague la
suya.
Así lo hizo K, luego esperó hasta que la señorita Bürstner le invitó en
voz baja a entrar en su habitación.
--Siéntese--dijo, y señaló una otomana; ella permaneció de pie al lado
de la cama a pesar del cansancio del que había hablado. Ni siquiera se
quitó su pequeño sombrero, adornado con un ramillete de flores.
--Bueno, ¿qué desea usted? Tengo curiosidad por saberlo--dijo, y cruzó
ligeramente las piernas.
--Tal vez le parezca--comenzó K--que el asunto no era tan urgente como
para tener que hablarlo ahora, pero...
--Siempre ignoro las introducciones--dijo la señorita Bürstner.
--Bien, eso me facilita las cosas--dijo K--. Su habitación ha sido esta
mañana, en cierto modo por mi culpa, un poco desordenada. Lo hicieron
unos extraños contra mi voluntad y, como he dicho, también por mi
culpa. Por eso quisiera pedirle perdón.
--¿Mi habitación?--preguntó la señorita Bürstner, y en vez de mirar la
habitación dirigió a K una mirada inquisitiva.
Así ha sido--dijo K, y por primera vez se miraron a los ojos--. La
manera en que ha ocurrido no merece la pena contarla.
--Pero es precisamente lo interesante--dijo la señorita Bürstner.
--No--dijo K.
--Bueno, tampoco quiero inmiscuirme en los asuntos de los demás, si
usted insiste en que no es interesante, no objetaré nada. Acepto sus
disculpas, sobre todo porque no encuentro ninguna huella de desorden.
Dio un paseo por la habitación con las manos en las caderas. Se paró
frente a las fotografías.
--Mire--exclamó--, han movido mis fotografías. Eso es algo de mal
gusto. Así que alguien ha entrado en mi habitación sin mi permiso.
K asintió y maldijo en silencio al funcionario Kaminer, que no podía
dominar su absurda e inculta vivacidad.
--Es extraño--dijo la señorita Bürstner--, me veo obligada a prohibirle
algo que usted mismo se debería prohibir: entrar en mi habitación
cuando me hallo ausente.
--Yo le aseguro, señorita Bürstner--dijo K, acercándose a las
fotografías--, que yo no he sido el que las ha tocado. Pero como no
me cree, debo reconocer que la comisión investigadora ha traído a
tres funcionarios del banco, de los cuales uno, al que cuando se me
presente la primera oportunidad despediré del banco, probablemente tomó
las fotografías en la mano. Sí--añadió K, ya que la señorita le había
lanzado una mirada interrogativa--, esta mañana hubo aquí una comisión
investigadora.
--¿Por usted?--preguntó la señorita.
--Sí--respondió K.
--No--exclamó ella, y rió.
--Sí, sí--dijo K--, ¿cree que soy inocente?
--Bueno, inocente...--dijo la señorita--. No quiero emitir ahora un
juicio trascendente, tampoco le conozco, en todo caso debe de ser un
delito grave para mandar inmediatamente a una comisión investigadora.
Pero como está en libertad--deduzco por su tranquilidad que no se ha
escapado de la cárcel--, no ha podido cometer un delito semejante.
--Sí--dijo K--, pero la comisión investigadora puede haber comprobado
que soy inocente o no tan culpable como habían supuesto.
--Cierto, puede ser--dijo ella muy atenta.
--Ve usted--dijo K--, no tiene mucha experiencia en asuntos judiciales.
--No, no la tengo--dijo la señorita Bürstner--, y lo he lamentado con
frecuencia, pues quisiera saberlo todo y los asuntos judiciales me
interesan mucho. Los tribunales ejercen una poderosa fascinación,
¿verdad? Pero es muy probable que perfeccione mis conocimientos en este
terreno, pues el mes próximo entro a trabajar en un bufete de abogados
como secretaria.
--Eso está muy bien--dijo K--, así podrá ayudarme un poco en mi proceso.
--Podría ser--dijo ella--, ¿por qué no? Me gusta aplicar mis
conocimientos.
--Se lo digo en serio--dijo K--, o al menos en el tono medio en broma
medio en serio que usted ha empleado. El asunto es demasiado pequeño
como para contratar a un abogado, pero podría necesitar a un consejero.
--Sí, pero si yo tuviera que ser el consejero, debería saber de qué se
trata--dijo la señorita Bürstner.
Ahí está el quid, que ni yo mismo lo sé.
--Entonces ha estado bromeando conmigo--dijo ella muy decepcionada--,
ha sido algo completamente innecesario elegir una hora tan
intempestiva--y se alejó de las fotografías, donde hacía rato que
permanecían juntos.
--Pero no, señorita--dijo K--, no bromeo en absoluto. ¡Que no me quiera
creer! Le he contado todo lo que sé, incluso más de lo que sé, pues no
era ninguna comisión investigadora, le he dado ese nombre porque no
sabía cómo denominarla. No se ha investigado nada, sólo fui detenido,
pero por una comisión.
La señorita Bürstner se sentó en la otomana y rió de nuevo:
--¿Cómo fue entonces?--preguntó.
--Horrible--dijo K, pero ya no pensaba en ello, se había quedado
absorto en la contemplación de la señorita Bürstner, que, con la mano
apoyada en el rostro, descansaba el codo en el cojín de la otomana y
acariciaba lentamente su cadera con la otra mano.
--Eso es demasiado general--dijo ella.
--¿Qué es demasiado general?--preguntó K. Entonces se acordó y preguntó:
--¿Le puedo mostrar cómo ha ocurrido?--quería animar algo el ambiente
para no tener que irse.
--Estoy muy cansada--dijo la señorita Bürstner.
--Vino muy tarde--dijo K.
--Y para colmo termina haciéndome reproches: me lo merezco, pues no
debería haberle dejado entrar. Tampoco era necesario, como se ha
comprobado después.
--Era necesario, ahora lo comprenderá--dijo K--. ¿Puedo desplazar de su
cama la mesilla de noche?
--Pero, ¿qué se le ha ocurrido?--dijo la señorita Bürstner--. ¡Por
supuesto que no!
--Entonces no se lo podré mostrar--dijo K excitado, como si le causaran
un daño enorme.
--Bueno, si lo necesita para su representación, desplace la
mesilla--dijo la señorita Bürstner, y añadió poco después con voz débil:
--Estoy tan cansada que permito más de lo debido.
K colocó la mesilla en el centro de la habitación y se sentó detrás.
--Debe imaginarse correctamente la posición de las personas, es muy
interesante. Yo soy el supervisor, allí, en el baúl, se sientan los
dos vigilantes, al lado de las fotografías permanecen tres jóvenes,
en el picaporte de la ventana cuelga, lo que menciono sólo de pasada,
una blusa blanca. Y ahora comienza la función. Ah, se me olvidaba la
persona más importante, yo estaba aquí, ante la mesilla. El supervisor
estaba sentado con toda comodidad, las piernas cruzadas, el brazo
colgando sobre el respaldo, tamaña grosería. Y ahora comienza todo de
verdad. El supervisor me llama como si quisiera despertarme del sueño
más profundo, es decir grita, por desgracia tengo que gritar para que
lo comprenda, aunque sólo gritó mi nombre.
La señorita Bürstner, que escuchaba sonriente, se llevó el dedo índice
a los labios para evitar que K gritase, pero era demasiado tarde, K
estaba tan identificado con su papel que gritó:
--¡Josef K!
Aunque no lo hizo con la fuerza con que había amenazado, sí con la
suficiente como para que el grito, una vez emitido, se expandiera
lentamente por la habitación.
En ese instante golpearon la puerta de la habitación contigua; fueron
golpes fuertes, cortos y regulares. La señorita Bürstner palideció y se
puso la mano en el corazón. K se llevó un susto enorme, pues llevaba un
rato en el que sólo había sido capaz de pensar en el incidente de la
mañana y en la muchacha ante la que lo estaba representando. Apenas se
había recuperado, saltó hacia la señorita Bürstner y tomó su mano.
--No tema usted nada--le susurró--, yo lo arreglaré todo. Pero, ¿quién
puede ser? Aquí al lado sólo está el salón y nadie duerme en él.
--¡Oh, sí!--susurró la señorita Bürstner al oído de K--, desde ayer
duerme un sobrino de la señora Grubach, un capitán. Ahora mismo no
queda ninguna habitación libre. También yo lo había olvidado. ¡Cómo se
le ocurre gritar así! Soy muy infeliz por su culpa.
--No hay ningún motivo--dijo K, y besó su frente cuando ella se reclinó
en el cojín.
--Fuera, márchese--dijo ella, y se incorporó rápidamente--, márchese.
Qué quiere, él escucha detrás de la puerta, lo escucha todo. ¡No me
atormente más!
--No me iré--dijo K--hasta que se haya calmado. Venga a la esquina
opuesta de la habitación, allí no nos puede escuchar.
Ella se dejó llevar.
--Piense que se trata sólo de una contrariedad, pero que no entraña
ningún peligro. Ya sabe cómo me admira la señora Grubach, que es la
que decide en este asunto, sobre todo considerando que el capitán es
sobrino suyo. Se cree todo lo que le digo. Además, depende de mí, pues
me ha pedido prestada una gran cantidad de dinero. Aceptaré todas sus
propuestas para una aclaración de nuestro encuentro, siempre que sea
oportuno, y le garantizo que la señora Grubach las creerá sinceramente
y así lo manifestará en público. No tenga conmigo ningún tipo de
miramientos. Si quiere que se difunda que la he sorprendido, así será
instruida la señora Grubach y lo creerá sin perder la confianza en mí,
tanto apego me tiene.
La señorita Bürstner contemplaba el suelo en silencio y un poco
hundida.
--¿Por qué no va a creerse la señora Grubach que la he
sorprendido?--añadió K. Ante él veía su pelo rojizo, separado por una
raya, holgado en las puntas y recogido en la parte superior[17]. Creyó
que le iba a mirar, pero ella, sin cambiar de postura, dijo:
--Discúlpeme, me he asustado tanto por los golpes repentinos, no por
las consecuencias que podría traer consigo la presencia del capitán.
Después de su grito estaba todo tan silencioso y de repente esos
golpes, por eso estoy tan asustada. Yo estaba sentada al lado de la
puerta, los golpes se produjeron casi a mi lado. Le agradezco sus
proposiciones, pero no las acepto. Puedo asumir la responsabilidad por
todo lo que ocurre en mi habitación y, además, frente a cualquiera. Me
sorprende que no note la ofensa que suponen para mí sus sugerencias,
por más que reconozca sus buenas intenciones. Pero ahora márchese,
déjeme sola, ahora lo necesito mucho más que antes. Los pocos minutos
que usted había pedido se han convertido en media hora o más.
K tomó su mano y luego su muñeca.
--¿No se habrá enfadado conmigo?--dijo él.
Ella retiró su mano y respondió:
--No, no, soy incapaz de enfadarme.
K volvió a tomar su muñeca y ella, esta vez, lo aceptó, pero le condujo
así hasta la puerta. Él estaba firmemente decidido a irse, pero al
llegar a la puerta, como si no hubiera esperado encontrarse allí con
semejante obstáculo, se detuvo, lo que la señorita Bürstner aprovechó
para desasirse, abrir la puerta, deslizarse hasta el recibidor y, desde
allí, decirle a K en voz baja:
Ahora váyase, se lo pido por favor. Mire--ella señaló la puerta del
capitán, por debajo de la cual asomaba un poco de luz--, ha encendido
la luz y nos está espiando.
Ya voy--dijo K, salió, la estrechó en sus brazos y la besó en la boca,
luego ávidamente por todo el rostro, como un animal sediento que
introduce la lengua en el anhelado manantial. Finalmente la besó en
el cuello, a la altura de la garganta: allí dejó reposar sus labios
un rato. Un ruido procedente de la habitación del capitán le obligó
a mirar.--Ya me voy--dijo él, quiso llamarla por su nombre de pila,
pero no lo sabía. Ella asintió cansada, le dejó la mano, mientras se
volvía, para que la besara, como si no quisiera saber nada más y se
retiró, encogida, a su habitación. Poco después K yacía en su cama.
Se durmió rápidamente, aunque antes de dormirse pensó un poco en su
comportamiento. Estaba satisfecho, pero se maravilló de no estar aún
más satisfecho. Se preocupó seriamente por la señorita Bürstner a causa
del capitán.
NOTAS:
[13] Max Brod fundió los dos primeros capítulos en uno. Del manuscrito,
sin embargo, se puede deducir que Kafka los concibió como dos capítulos
independientes.
[14] Tachado en el manuscrito: «Ante la casa paseaba un soldado con
el paso regular y fuerte de un centinela. K se tuvo que inclinar
mucho para poder verlo, ya que se encontraba muy cerca de la pared.
"¡Hola!"--le gritó, pero no tan alto como para que pudiera oírle.
Por lo demás, resultó que sólo estaba esperando a una criada que
había ido a la cervecería de enfrente para traerle una cerveza y que
ahora aparecía en la puerta iluminada. K se planteó la pregunta de si
realmente había creído por un momento que el soldado estaba allí por
él. Pero no pudo responderla».
[15] Tachado en el manuscrito: «Pasaban de las once y media cuando
escuchó a alguien en la escalera. K, que se encontraba en el vestíbulo
sumido en sus pensamientos, dando fuertes caladas al cigarro según su
costumbre, se vio obligado a reflexionar un poco antes de huir hacia
su habitación. A través del agujero de la cerradura comprobó que no se
trataba de la señorita B, sino del capitán...».
[16] Tachado en el manuscrito: «Si quería hablar conmigo--aunque no me
puedo imaginar de qué--ha tenido muchas oportunidades para hacerlo».
[17] Tachado en el manuscrito: «La felicidad de estar en su
habitación, en su proximidad, podía terminar en cualquier momento».
=PRIMERA CITACIÓN JUDICIAL=
A K le habían comunicado por teléfono que el domingo próximo tendría
lugar una corta vista para la instrucción procesal de su causa. Se
le advertía que esas vistas se celebraban periódicamente, aunque no
todas las semanas. También le comunicaron que todos tenían interés
en concluir el proceso lo más rápidamente posible; sin embargo, las
investigaciones tenían que ser minuciosas en todos los aspectos,
aunque, al mismo tiempo, el esfuerzo unido a ellas jamás debía durar
demasiado. Precisamente por este motivo se había elegido realizar
ese tipo de citaciones cortas y continuadas. Se había optado por
el domingo como día de la vista sumarial para no perturbar las
obligaciones profesionales de K. Se presumía que él estaría de acuerdo,
pero si prefería otra fecha se intentaría satisfacer su deseo. Las
citaciones podían tener lugar también por la noche, pero K no estaría
lo suficientemente fresco. Así pues, y mientras K no objetase nada,
la instrucción se llevaría a cabo los domingos. Era evidente que
debía comparecer, ni siquiera era necesario advertírselo. Le dijeron
el número de la casa: estaba situada en una calle apartada de los
suburbios en la que K jamás había estado.
Una vez oído el mensaje, K colgó el auricular sin contestar; estaba
decidido a ir el domingo: con toda seguridad era necesario; el proceso
se había puesto en marcha y tenía que dejar claro que esa citación
debía ser la última. Aún permanecía pensativo junto al aparato, cuando
escuchó detrás de él la voz del subdirector, que quería llamar por
teléfono. K le obstruía el paso.
--¿Malas noticias?--preguntó el subdirector sin pensar, no para saber
algo, sino simplemente para apartar a K del teléfono.
--No, no--dijo K, que se apartó pero no se alejó.
El subdirector cogió el auricular y, mientras esperaba la conexión
telefónica, se dirigió a K:
--Una pregunta, señor K, ¿le apetecería venir a una fiesta que doy
el domingo en mi velero? Nos reuniremos un buen grupo y encontrará
conocidos suyos, entre otros al fiscal Hasterer. ¿Quiere venir? ¡Venga,
anímese!
K intentó prestar atención a lo que decía el subdirector. No carecía de
importancia para él, pues esa invitación del subdirector, con el que
nunca se había llevado bien, suponía un intento de reconciliación de su
parte y, al mismo tiempo, mostraba la importancia que K había adquirido
en el banco, así como lo valiosa que le parecía al segundo funcionario
más importante del banco su amistad o, al menos, su imparcialidad. Esa
invitación suponía, además, una humillación del subdirector, por más
que la hubiera formulado por encima del auricular mientras esperaba la
conexión telefónica. Pero K se vio obligado a ocasionarle una segunda
humillación, dijo:
--¡Muchas gracias! Pero por desgracia el domingo no tengo tiempo, tengo
un compromiso.
--Es una pena--dijo el subdirector, que se concentró en su conversación
telefónica. No fue una conversación corta y K permaneció todo el tiempo
pensativo al lado del teléfono. Cuando el subdirector colgó, K se
asustó y dijo para disculpar su pasiva permanencia allí:
--Me acaban de llamar por teléfono, tendría que ir a algún sitio, pero
se les ha olvidado decirme la hora.
--Pregunte usted--dijo el subdirector.
--No es tan importante--dijo K, aunque así dejaba sin fundamento su ya
débil disculpa anterior. El subdirector habló todavía sobre algunas
cosas mientras se iba, K hizo un esfuerzo para responderle, pero sólo
pensaba en que lo mejor sería ir el domingo a las nueve de la mañana,
pues ésa era la hora en que todos los juzgados comenzaban a trabajar
los días laborables.
El domingo amaneció nublado. K se levantó muy cansado, ya que se
había quedado hasta muy tarde por la noche en una reunión de su
tertulia. Casi se había quedado dormido. Deprisa, sin apenas tiempo
para pensar en nada ni para recordar los distintos planes que había
hecho durante la semana, se vistió y salió corriendo, sin desayunar,
hacia el suburbio indicado. Curiosamente, y aunque apenas tenía tiempo
para mirar a su alrededor, se encontró con los tres funcionarios
relacionados con su causa: Rabensteiner, Kullych y Kaminer. Los dos
primeros pasaron por delante de K en un tranvía, Kaminer, sin embargo,
estaba sentado en la terraza de un café y se inclinó con curiosidad
sobre la barandilla cuando K pasó a su lado. Todos miraron cómo se
alejaba y se sorprendieron por la prisa que llevaba. Era una suerte
de despecho lo que había inducido a K a no coger ningún vehículo para
llegar a su destino, pues quería evitar cualquier ayuda extraña en
su asunto, por pequeña que fuera; tampoco quería recurrir a nadie ni
ponerle al corriente de ningún detalle; finalmente tampoco tenía
ganas de humillarse ante la comisión investigadora con una excesiva
puntualidad. No obstante, corría, pero sólo para llegar alrededor de
las nueve, aunque tampoco le habían citado a una hora concreta.
Había pensado que podría reconocer la casa desde lejos por algún
signo, que, sin embargo, no se había podido imaginar, o por cierto
movimiento ante la puerta. Pero en la calle Julius, que era en la que
debía estar, y en cuyo inicio permaneció K un rato, sólo se alineaban a
ambos lados casas grises de alquiler, altas y uniformes, habitadas por
gente pobre. En aquella mañana de domingo estaban todas las ventanas
ocupadas, hombres en camiseta se apoyaban en los antepechos y firmaban
o sostenían cuidadosamente entre sus brazos a niños. En otras ventanas
colgaba la ropa de cama, sobre la que de vez en cuando aparecía por
un instante la cabeza desgreñada de alguna mujer. Se llamaban unos
a otros a través de la calle: una de esas llamadas provocó risas
sobre K. Repartidas con regularidad, a lo largo de la calle se
encontraban, algo por debajo del nivel de la acera, algunas tiendas
a las que se descendía por unas escaleras y en las que se vendían
distintos alimentos. Se veía cómo entraban y salían mujeres de ellas:
otras permanecían charlando ante la puerta. Un mercader de fruta,
que pregonaba su mercancía y circulaba sin prestar atención, casi
atropella a K, también distraído, con su carro. En ese momento comenzó
a sonar un gramófono de un modo criminal: era un viejo aparato que sin
duda había conocido tiempos mejores en un barrio más elegante.
K avanzó lentamente por la calle, como si tuviera tiempo o como si el
juez de instrucción le estuviera viendo desde una ventana y supiera que
K iba a comparecer. Pasaban pocos minutos de las nueve. La casa quedaba
bastante lejos, era extraordinariamente ancha, sobre todo la puerta
de entrada era muy elevada y amplia. Aparentemente estaba destinada
a la carga y descarga de mercancías de los distintos almacenes que
rodeaban el patio y que ahora permanecían cerrados. En las puertas de
los almacenes se podían ver los letreros de las empresas. K conocía a
alguna de ellas por su trabajo en el banco. Aunque no era su costumbre,
permaneció un rato en la entrada del patio dedicándose a observar
detenidamente todos los pormenores. Cerca de él estaba sentado un
hombre descalzo que leía el periódico. Dos muchachos se columpiaban en
un carro. Una niña débil, con la camisa del pijama, estaba al lado de
una bomba de agua y miraba hacia K mientras el agua caía en su jarra.
En una de las esquinas del patio estaban tendiendo un cordel entre dos
ventanas, del que colgaba la ropa para secarse. Un hombre permanecía
debajo y dirigía la operación con algunos gritos.
K se volvió hacia la escalera para dirigirse al juzgado de instrucción,
pero se quedó parado, ya que aparte de esa escalera veía en el patio
otras tres entradas con sus respectivas escaleras y, además, un pequeño
corredor al final del patio parecía conducir a un segundo patio. Se
enojó porque nadie le había indicado con precisión la situación de
la sala del juzgado. Le habían tratado con una extraña desidia o
indiferencia, era su intención dejarlo muy claro. Finalmente decidió
subir por la primera escalera y, mientras lo hacía, jugó en su
pensamiento con el recuerdo de la máxima pronunciada por el vigilante
Willem, que el tribunal se ve atraído por la culpa, de lo que se podía
deducir que la sala del juzgado tenía que encontrarse en la escalera
que K había elegido casualmente.
Al subir le molestaron los numerosos niños que jugaban en la escalera
y que, cuando pasaba entre ellos, le dirigían miradas malignas. «Si
tengo que venir otra vez--se dijo--, tendré que traer caramelos para
ganármelos o el bastón para golpearlos». Cuando le quedaba poco para
llegar al primer piso, se vio obligado a esperar un rato, hasta que
una pelota llegase, finalmente, a su destino; dos niños, con rostros
espabilados de granujas adultos, le sujetaron por las perneras de los
pantalones. Si hubiera querido desasirse de ellos, les tendría que
haber hecho daño y él temía el griterío que podían formar.
La verdadera búsqueda comenzó en el primer piso. Como no podía
preguntar sobre la comisión investigadora, se inventó a un carpintero
apellidado Lanz--el nombre se le ocurrió porque el capitán, sobrino de
la señora Grubach, se apellidaba así--, y quería preguntar en todas las
viviendas si allí vivía el carpintero Lanz, así tendría la oportunidad
de ver las distintas habitaciones. Pero resultó que la mayoría de las
veces era superfluo, pues casi todas las puertas estaban abiertas y los
niños salían y entraban. Por regla general eran habitaciones con una
sola ventana, en las que también se cocinaba. Algunas mujeres sostenían
niños de pecho en uno de sus brazos y trabajaban en el fogón con el
brazo libre. Muchachas adolescentes, aparentemente vestidas sólo con
un delantal, iban de un lado a otro con gran diligencia. En todas las
habitaciones las camas permanecían ocupadas, yacían enfermos, personas
durmiendo o estirándose. K llamó a las puertas que estaban cerradas y
preguntó si allí vivía un carpintero apellidado Lanz. La mayoría de
las veces abrían mujeres, escuchaban la pregunta y luego se dirigían a
alguien en el interior de la habitación que se incorporaba en la cama.
--El señor pregunta si aquí vive un carpintero, un tal Lanz.
--¿Carpintero Lanz?--preguntaban desde la cama.
--Sí--decía K, a pesar de que allí indudablemente no se encontraba
la comisión investigadora y que, por consiguiente, su misión había
terminado.
Muchos creyeron que K tenía mucho interés en encontrar al carpintero
Lanz, intentaron recordar, nombraron a un carpintero que no se
llamaba Lanz u otro apellido que remotamente poseía cierta similitud,
o preguntaron al vecino, incluso acompañaron a K hasta una puerta
alejada, donde, según su opinión, posiblemente vivía un hombre con
ese apellido como subinquilino, o donde había alguien que podía dar
una mejor información. Finalmente, ya no fue necesario que siguiese
preguntando, fue conducido de esa manera por todos los pisos. Lamentó
su plan, que al principio le había parecido tan práctico. Antes de
llegar al quinto piso, decidió renunciar a la búsqueda, se despidió de
un joven y amable trabajador que quería conducirle hacia arriba, y bajó
las escaleras. Entonces se enojó otra vez por la inutilidad de toda la
empresa. Así que volvió a subir y tocó a la primera puerta del quinto
piso. Lo primero que vio en la pequeña habitación fue un gran reloj de
pared, que ya señalaba las diez.
--¿Vive aquí el carpintero Lanz?--preguntó.
--Pase, por favor--dijo una mujer joven con ojos negros y luminosos,
que lavaba en ese preciso momento ropa de niño en un cubo, señalando
hacia la puerta abierta que daba a una habitación contigua.
K creyó entrar en una asamblea. Una aglomeración de la gente más
dispar--nadie prestó atención al que entraba--llenaba una habitación de
mediano tamaño con dos ventanas, que estaba rodeada, casi a la altura
del techo, por una galería que también estaba completamente ocupada y
donde las personas sólo podían permanecer inclinadas, con la cabeza y
la espalda tocando el techo. K, para quien el aire resultaba demasiado
sofocante, volvió a salir y dijo a la mujer, que probablemente le había
entendido mal:
--He preguntado por un carpintero, por un tal Lanz.
--Sí--dijo la mujer--, pase usted, por favor.
La mujer se adelantó y cogió el picaporte: sólo por eso la siguió; a
continuación dijo:
--Después de que entre usted tengo que cerrar, nadie más puede entrar.
--Muy razonable--dijo K--, pero ya está demasiado lleno.
No obstante, volvió a entrar.
Acababa de pasar entre dos hombres, que conversaban junto a la
puerta--uno de ellos hacía un ademán con las manos extendidas hacia
adelante como si estuviera contando dinero, el otro le miraba fijamente
a los ojos--, cuando una mano agarró a K por el codo. Era un joven
pequeño y de mejillas coloradas.
--Venga, venga usted--le dijo.
K se dejó guiar. Entre la multitud había un estrecho pasillo libre que
la dividía en dos partes, probablemente en dos facciones distintas.
Esta impresión se veía fortalecida por el hecho de que K, en las
primeras hileras, apenas veía algún rostro, ni a la derecha ni a la
izquierda, que se volviera hacia él, sólo veía las espaldas de personas
que dirigían exclusivamente sus gestos y palabras a los de su propio
partido. La mayoría de los presentes vestía de negro, con viejas y
largas chaquetas sueltas, de las que se usaban en días de fiesta. Esa
forma de vestir confundió a K, que, si no, hubiera tomado todo por una
asamblea política[18] del distrito.
En el extremo de la sala al que K fue conducido, había una pequeña
mesa, en sentido transversal, sobre una tarima muy baja, también llena
de gente, y, detrás de ella, cerca del borde de la tarima, estaba
sentado un hombre pequeño, gordo y jadeante, que, en ese preciso
momento, conversaba entre grandes risas con otro--que había apoyado
el codo en el respaldo de la silla y cruzado las piernas--, situado
a sus espaldas. A veces hacía un ademán con la mano en el aire, como
si estuviera imitando a alguien. Al joven que condujo a K le costó
transmitir su mensaje. Dos veces se había puesto de puntillas y había
intentado llamar la atención, pero ninguno de los de arriba se fijó en
él. Sólo cuando uno de los de la tarima reparó en el joven y anunció su
presencia, el hombre gordo se volvió hacia él y escuchó inclinado su
informe, transmitido en voz baja. A continuación, sacó su reloj y miró
rápidamente a K.
--Tendría que haber comparecido hace una hora y cinco minutos--dijo.
K quiso responder algo, pero no tuvo tiempo, pues apenas había
terminado de hablar el hombre, cuando se elevó un murmullo general en
la parte derecha de la sala.
--Tendría que haber comparecido hace una hora y cinco minutos--repitió
el hombre en voz más alta y paseó rápidamente su mirada por la sala. El
rumor se hizo más fuerte y, como el hombre no volvió a decir nada, se
apagó paulatinamente. En la sala había ahora menos ruido que cuando K
había entrado. Sólo los de la galería no cesaban en sus observaciones.
Por lo que se podía distinguir entre la oscuridad y el polvo, parecían
vestir peor que los de abajo. Algunos habían traído cojines, que habían
colocado entre la cabeza y el techo para no herirse.
K había decidido no hablar mucho y observar, por eso renunció a
defenderse de los reproches de impuntualidad y se limitó a decir:
--Es posible que haya llegado tarde, pero ya estoy aquí.
A sus palabras siguió una ovación en la parte derecha de la sala.
«Gente fácil de ganar»--pensó K, al que sólo le inquietó el silencio en
la parte izquierda, precisamente a sus espaldas, y de la que sólo había
surgido algún aplauso aislado. Pensó qué podría decir para ganárselos a
todos de una vez o, si eso no fuera posible, para ganarse a los otros
al menos temporalmente.
--Sí--dijo el hombre--, pero yo ya no estoy obligado a interrogarle--el
rumor se elevó, pero esta vez era equívoco, pues el hombre continuó
después de hacer un ademán negativo con la mano--, aunque hoy lo haré
como una excepción. No obstante, un retraso como éste no debe volver a
repetirse. Y ahora, ¡adelántese!
Alguien bajó de la tarima, por lo que quedó un sitio libre que K ocupó.
Estaba presionado contra la mesa, la multitud detrás de él era tan
grande que tenía que ofrecer resistencia para no tirar de la tarima la
mesa del juez instructor o, incluso, al mismo juez.
El juez instructor, sin embargo, no se preocupaba por eso, estaba
sentado muy cómodo en su silla y, después de haberle dicho una última
palabra al hombre que permanecía detrás de él, cogió un libro de notas,
el único objeto que había sobre la mesa. Parecía un cuaderno colegial,
era viejo y estaba deformado por el uso.
--Bien--dijo el juez instructor, hojeó el libro y se dirigió a K con un
tono verificativo:
--¿Usted es pintor de brocha gorda?
--No--dijo K--, soy el primer gerente de un gran banco.
Esta respuesta despertó risas tan sinceras en la parte derecha de
la sala que K también tuvo que reír. La gente apoyaba las manos en
las rodillas y se agitaba tanto que parecía presa de un grave ataque
de tos. También rieron algunos de la galería. El juez instructor,
profundamente enojado, como probablemente era impotente frente a los
de abajo, intentó resarcirse con los de la galería. Se levantó de un
salto, amenazó a la galería, y sus cejas se elevaron espesas y negras
sobre sus ojos.
La parte de la izquierda aún permanecía en silencio, los espectadores
estaban en hileras, con los rostros dirigidos a la tarima y, mientras
los del partido contrario formaban gran estruendo, escuchaban con
tranquilidad las palabras que se intercambiaban arriba, incluso
toleraban que en un momento u otro algunos de su facción se sumaran
a la otra. La gente del partido de la izquierda, que, por lo demás,
era menos numeroso, en el fondo quería ser tan insignificante como
el partido de la derecha, pero la tranquilidad de su comportamiento
les hacía parecer más importantes. Cuando K comenzó a hablar, estaba
convencido de que hablaba en su sentido.
--Su pregunta, señor juez instructor, de si soy pintor de brocha
gorda--aunque en realidad no se trataba de una pregunta, sino de una
apera afirmación--, es significativa para todo el procedimiento que
se ha abierto contra mí. Puede objetar que no se trata de ningún
procedimiento, tiene razón, pues sólo se trata de un procedimiento
si yo lo reconozco como tal. Por el momento así lo hago, en cierto
modo por compasión. Aquí no se puede comparecer sino con esa actitud
compasiva, si uno quiere ser tomado en consideración. No digo que sea
un procedimiento caótico, pero le ofrezco esta designación para que
tome conciencia de su situación.
K interrumpió su discurso y miró hacia la sala. Lo que acababa de decir
era duro, más de lo que había previsto, pero era la verdad. Se había
ganado alguna ovación, pero todo permaneció en silencio, probablemente
se esperaba con tensión la continuación, tal vez en el silencio se
preparaba una irrupción que pondría fin a todo. Resultó molesto que en
ese momento se abriera la puerta. La joven lavandera, que probablemente
había concluido su trabajo, entró en la sala y a pesar de toda su
precaución, atrajo algunas miradas. Sólo el juez de instrucción le
procuró a K una alegría inmediata, pues parecía haber quedado afectado
por sus palabras. Hasta ese momento había escuchado de pie, pues el
discurso de K le había sorprendido mientras se dirigía a la galería.
Ahora que había una pausa, se volvió a sentar, aunque lentamente, como
si no quisiera que nadie lo advirtiera. Probablemente para calmarse
volvió a tomar el libro de notas.
--No le ayudará nada--continuó K--, también su cuadernillo confirma lo
que le he dicho.
Satisfecho al oír sólo sus sosegadas palabras en la asamblea, K
osó arrebatar, sin consideración alguna, el cuaderno al juez de
instrucción. Lo cogió con las puntas de los dedos por una de las hojas
del medio, como si le diera asco, de tal modo que las hojas laterales,
llenas de manchas amarillentas, escritas apretadamente por ambas caras,
colgaban hacia abajo.
--Éstas son las actas del juez instructor--dijo, y dejó caer el
cuaderno sobre la mesa--. Siga leyendo en él, señor juez instructor, de
ese libro de cuentas no temo nada, aunque no esté a mi alcance, ya que
sólo puedo tocarlo con la punta de dos dedos.
Sólo pudo ser un signo de profunda humillación, o así se podía
interpretar, que el juez instructor cogiera el cuaderno tal y como
había caído sobre la mesa, lo intentara poner en orden y se propusiera
leer en él de nuevo.
Los rostros de las personas en la primera hilera estaban dirigidos a K
con tal tensión que él los contempló un rato desde arriba. Eran hombres
mayores, algunos con barba blanca. Es posible que ésos fueran los más
influyentes en la asamblea, la cual, a pesar de la humillación del juez
instructor, no salió de la pasividad en la que había quedado sumida
desde que K había comenzado a hablar.
--Lo que me ha ocurrido--continuó K con voz algo más baja que antes,
buscando los rostros de la primera fila, lo que dio a su discurso un
aire de inquietud--, lo que me ha ocurrido es un asunto particular
y, como tal, no muy importante, pues no lo considero grave, pero es
significativo de un procedimiento que se incoa contra otros muchos.
Aquí estoy en representación de ellos y no sólo de mí mismo.
Había elevado la voz involuntariamente. En algún lugar alguien aplaudió
con las manos alzadas y gritó:
--¡Bravo! ¿Por qué no? ¡Otra vez bravo!
Los ancianos de las primeras filas se acariciaron las barbas, pero
ninguno se volvió a causa de la exclamación. Tampoco K le atribuyó
ninguna importancia, seguía animado. Ya no creía necesario que todos
aplaudieran, le bastaba con que la mayoría comenzase a reflexionar
sobre el asunto y que alguno, de vez en cuando, se dejara convencer.
--No quiero alcanzar ningún triunfo retórico--dijo K, sacando
conclusiones de su reflexión--, tampoco podría. Es muy probable que
el señor juez instructor hable mucho mejor que yo, es algo que forma
parte de su profesión. Lo único que deseo es la discusión pública de
una irregularidad pública. Escuchen: fui detenido hace diez días, me
río de lo que motivó mi detención, pero eso no es algo para tratarlo
aquí. Me asaltaron por la mañana temprano, cuando aún estaba en la
cama. Es muy posible--no se puede excluir por lo que ha dicho el juez
instructor--que tuvieran la orden de detener a un pintor, tan inocente
como yo, pero me eligieron a mí. La habitación contigua estaba ocupada
por dos rudos vigilantes. Si yo hubiera sido un ladrón peligroso, no
se hubieran podido tomar mejores medidas. Esos vigilantes eran, por
añadidura, una chusma indecente, su cháchara era insufrible, se querían
dejar sobornar, se querían apropiar con trucos de mi ropa interior y de
mis trajes, querían dinero para, según dijeron, traerme un desayuno,
después de haberse comido con desvergüenza inusitada el mío ante mis
propios ojos. Y eso no fue todo. Me llevaron a otra habitación, ante el
supervisor. Era la habitación de una dama, a la que aprecio mucho, y
tuve que ver cómo esa habitación, por mi causa aunque no por mi culpa,
fue ensuciada en cierto modo por la presencia de los vigilantes y del
supervisor. No fue fácil guardar la calma. No obstante, lo conseguí,
y pregunté al supervisor con toda tranquilidad--si estuviera aquí
presente lo tendría que confirmar--por qué estaba detenido. ¿Y qué
respondió ese supervisor, al que aún puedo ver sentado en el sillón
de la mencionada dama, como la personificación de la arrogancia más
estúpida? Señores, en el fondo no respondió nada, tal vez ni siquiera
sabía nada, me había detenido y con eso quedaba satisfecho. Pero había
hecho algo más, había introducido a tres empleados inferiores de mi
banco en la habitación de esa dama, que se entretuvieron en tocar y
desordenar unas fotografías, propiedad de la dama en cuestión. La
presencia de esos empleados tenía, sin embargo, otra finalidad, su
misión, como la de mi casera y la de la criada, consistía en difundir
la noticia de mi detención para dañar mi reputación y, sobre todo,
para poner en peligro mi posición en el banco. Pero no han conseguido
nada. Hasta mi casera, una persona muy simple--quisiera mencionar aquí
su nombre como timbre de honor, la señora Grubach--, hasta la señora
Grubach tuvo la suficiente capacidad de juicio para comprender que
semejante detención no tenía más importancia que un plan ejecutado por
algunos jóvenes mal vigilados en una callejuela. Lo repito, lo único
que me ha proporcionado todo esto han sido contrariedades y un enojo
pasajero, pero ¿no hubiera podido tener acaso peores consecuencias?
Cuando K dejó de hablar y miró hacia el silencioso juez de instrucción,
creyó notar que éste le hacía un signo con la mirada a alguien de la
multitud. K se rió y prosiguió:
--El juez instructor acaba de hacer a alguien de ustedes una señal
secreta. Parece que entre ustedes hay personas que se dejan dirigir
desde aquí arriba. No sé si esa señal debe despertar ovaciones o
silbidos, pero, al descubrir a tiempo el truco, renuncio a averiguar
el significado del signo. Me es completamente indiferente y autorizo
públicamente al señor juez instructor para que imparta sus órdenes a
sus empleados asalariados de ahí abajo de viva voz y no con signos
secretos, que diga algo como: «ahora silben» o «ahora aplaudan».
A causa de su confusión o de su impaciencia, el juez instructor no
cesaba de removerse en su silla. El hombre que estaba detrás, y con
el que había conversado anteriormente, se inclinó de nuevo hacia él,
ya fuese para insuflarle valor o para darle un consejo. Abajo, la
gente conversaba en voz baja, pero animadamente. Los dos partidos, que
en un principio parecían tener opiniones contrarias, se mezclaron.
Algunas personas señalaban a K con el dedo, otras al juez instructor.
La neblina que había en la estancia era muy molesta, incluso impedía
que el público más alejado pudiera ver con claridad. Tenía que
ser especialmente molesto para los de la galería, quienes, no sin
antes lanzar miradas temerosas de soslayo hacia el juez instructor,
se veían obligados a preguntar a los participantes en la asamblea
para enterarse mejor. Las respuestas también se daban en voz baja,
disimulando con la mano en la boca.
--Ya termino--dijo K, y como no había ninguna campanilla, dio un
golpe con el puño en la mesa; debido al susto, las cabezas del juez
instructor y del consejero se separaron por un instante--. Todo este
asunto apenas me afecta, así que puedo juzgarlo con tranquilidad.
Ustedes podrán sacar, suponiendo que tengan algún interés en este
supuesto tribunal, alguna ventaja si me escuchan. Les suplico, por
consiguiente, que aplacen sus comentarios para más tarde, pues apenas
tengo tiempo y me iré pronto.
Nada más terminar de decir estas palabras, se hizo el silencio, tal
era el dominio que K ejercía sobre la asamblea. Ya no se lanzaron
gritos como al principio, ya no se aplaudió más, parecían convencidos o
estaban en vías de serlo.
--No hay ninguna duda--dijo K en voz muy baja, pues sentía cierto
placer al percibir la tensa escucha de toda la asamblea; de ese
silencio surgía un zumbido más excitante que la ovación más
halagadora--, no hay ninguna duda de que detrás de las manifestaciones
de este tribunal, en mi caso, pues, detrás de la detención y del
interrogatorio de hoy, se encuentra una gran organización. Una
organización que, no sólo da empleo a vigilantes corruptos, a necios
supervisores y a jueces de instrucción, quienes, en el mejor de los
casos, sólo muestran una modesta capacidad, sino a una judicatura de
rango supremo con su numeroso séquito de ordenanzas, escribientes,
gendarmes y otros ayudantes, sí, es posible que incluso emplee a
verdugos, no tengo miedo de pronunciar la palabra. Y, ¿cuál es el
sentido de esta organización, señores? Se dedica a detener a personas
inocentes y a incoar procedimientos absurdos sin alcanzar en la mayoría
de los casos, como el mío, un resultado. ¿Cómo se puede evitar, dado
lo absurdo de todo el procedimiento, la corrupción general del cuerpo
de funcionarios? Es imposible, ni siquiera el juez del más elevado
escalafón lo podría evitar con su propia persona. Por eso mismo, los
vigilantes tratan de robar la ropa de los detenidos, por eso irrumpen
los supervisores en las viviendas ajenas, por eso en vez de interrogar
a los inocentes se prefiere deshonrarlos ante una asamblea. Los
vigilantes me hablaron de almacenes o depósitos a los que se llevan
las posesiones de los detenidos; quisiera visitar alguna vez esos
almacenes, en los que se pudren los bienes adquiridos con esfuerzo de
los detenidos, o al menos la parte que no haya sido robada por los
empleados de esos almacenes.
K fue interrumpido por un griterío al final de la sala; se puso
la mano sobre los ojos para poder ver mejor, pues la turbia luz
diurna intensificaba el blanco de la neblina que impedía la visión.
Se trataba de la lavandera, a la que K había considerado desde su
entrada como un factor perturbador. Si era culpable o no, era algo
que no se podía advertir. K sólo podía ver que un hombre se la había
llevado a una esquina cercana a la puerta y allí se apretaba contra
ella[19]. Pero no era la lavandera la que gritaba, sino el hombre, que
abría la boca y miraba hacia el techo. Alrededor de ambos se había
formado un pequeño círculo, los de la galería parecían entusiasmados,
pues se había interrumpido la seriedad que K había impuesto en la
asamblea[20]. K quiso en un primer momento correr hacia allí, también
pensó que todos estarían interesados en restablecer el orden y, al
menos, expulsar a la pareja de la sala, pero las personas de las
primeras filas permanecieron inmóviles en sus sitios, ninguna hizo el
menor ademán ni tampoco dejaron pasar a K. Todo lo contrario, se lo
impidieron violentamente. Los ancianos rechazaban a K con los brazos,
y una mano--K no tuvo tiempo para volverse--le sujetó por el cuello. K
dejó de pensar en la pareja; le parecía como si su libertad se viera
constreñida, como si lo de detenerle fuera en serio. Su reacción fue
saltar sin miramientos de la tarima. Ahora estaba frente a la multitud.
¿Acaso no había juzgado correctamente a aquella gente? ¿Había confiado
demasiado en el efecto de su discurso? ¿Habían disimulado mientras
él hablaba y ahora que había llegado a las conclusiones ya estaban
hartos de tanto disimulo? ¡Qué rostros los que le rodeaban! Pequeños
ojos negros se movían inquietos, las mejillas colgaban como las de los
borrachos, las largas barbas eran ralas y estaban tiesas, si se las
cogía era como si se cogiesen garras y no barbas. Bajo las barbas, sin
embargo--y éste fue el verdadero hallazgo de K--, en los cuellos de
las chaquetas, brillaban distintivos de distinto tamaño y color. Todos
tenían esos distintivos. Todos pertenecían a la misma organización,
tanto el supuesto partido de la izquierda como el de la derecha, y
cuando se volvió súbitamente, descubrió los mismos distintivos en el
cuello del juez instructor, que, con las manos sobre el vientre, lo
contemplaba todo con tranquilidad.
--¡Ah!--gritó K, y elevó los brazos hacia arriba, como si su repentino
descubrimiento necesitase espacio--. Todos vosotros sois funcionarios,
como ya veo, vosotros sois la banda corrupta contra la que he hablado,
hoy os habéis apretado aquí como oyentes y fisgones, habéis formado
partidos ilusorios y uno ha aplaudido para ponerme a prueba. Queríais
poner en práctica vuestras mañas para embaucar a inocentes. Bien, no
habéis venido en balde. Al menos os habréis divertido con alguien que
esperaba una defensa de su inocencia por vuestra parte. ¡Déjame o te
doy!--gritó K a un anciano tembloroso que se había acercado demasiado a
él--. Realmente espero que hayáis aprendido algo. Y con esto os deseo
mucha suerte en vuestra empresa.
Tomó con rapidez el sombrero, que estaba en el borde de la mesa, y
se abrió paso entre el silencio general, un silencio fruto de la más
completa sorpresa, hacia la salida. No obstante, el juez instructor
parecía haber sido mucho más rápido que K, pues ya le esperaba ante la
puerta.
--Un instante--dijo.
K se detuvo, pero no miró al juez instructor, sino a la puerta, cuyo
picaporte ya había cogido.
--Sólo quería llamarle la atención, pues no parece consciente de algo
importante--dijo el juez instructor--, de que hoy se ha privado a sí
mismo de la ventaja que supone el interrogatorio para todo detenido.
K rió ante la puerta.
--¡Pordioseros!--gritó--. Os regalo todos los interrogatorios.
Abrió la puerta y se apresuró a bajar las escaleras. Detrás de él se
elevó un gran rumor en la asamblea, otra vez animada, que probablemente
comenzó a discutir lo acaecido como lo harían unos estudiantes.
NOTAS:
[18] Tachado en el manuscrito: «socialista».
[19] Tachado en el manuscrito con varias correcciones: «...cuya blusa
abierta le colgaba de la cintura y contra la que se apretaba un hombre
en camisa».
[20] Tachado en el manuscrito: «K quiso ir hacia allí en seguida para
restablecer el orden y poner fin a aquel comportamiento desvergonzado.
El juez instructor se mostraba incapaz de hacerlo, ni siquiera miraba
hacia allí, se limitaba a esperar para ver la reacción de K. Pero éste
no pudo bajar de la tarima, había demasiada gente que se lo impedía».
=EN LA SALA DE SESIONES
EL ESTUDIANTE
LAS OFICINAS DEL JUZGADO=
Durante la semana siguiente K esperó día tras día una notificación:
no podía creer que hubieran tomado literalmente su renuncia a ser
interrogado y, al llegar el sábado por la noche y no recibir nada,
supuso que había sido citado tácitamente en la misma casa y a la
misma hora. Así pues, el domingo se puso en camino, pero esta vez
fue directamente, sin perderse por las escaleras y pasillos; algunas
personas que se acordaban de él le saludaron, pero ya no tuvo que
preguntarle a nadie y encontró pronto la puerta correcta. Le abrieron
inmediatamente después de llamar y, sin ni siquiera mirar a la mujer
de la otra vez, que permaneció al lado de la puerta, quiso entrar en
seguida a la habitación contigua.
--Hoy no hay sesión--dijo la mujer.
--¿Por qué no?--preguntó K sin creérselo. Pero la mujer le convenció al
abrir la puerta de la sala. Realmente estaba vacía y en ese estado se
mostraba aún más deplorable que el último domingo. Sobre la mesa, que
seguía situada sobre la tarima, había algunos libros.
--¿Puedo mirar los libros?--preguntó K, no por mera curiosidad, sino
sólo para aprovechar su estancia allí.
--No--dijo la mujer, y cerró la puerta--. No está permitido. Los libros
pertenecen al juez instructor.
--¡Ah, ya!--dijo K, y asintió--, los libros son códigos y es propio
de este tipo de justicia que uno sea condenado no sólo inocente, sino
también ignorante.
Así será--dijo la mujer, que no le había comprendido bien.
--Bueno, entonces me iré--dijo K.
--¿Debo comunicarle algo al juez instructor?--preguntó la mujer.
--¿Le conoce?--preguntó K.
--Naturalmente--dijo la mujer--. Mi marido es ujier del tribunal.
K advirtió que la habitación, en la que la primera vez sólo vio un
barreño, ahora estaba amueblada como el salón de una vivienda normal.
La mujer notó su asombro y dijo:
--Sí, aquí disponemos de vivienda gratuita, pero tenemos que limpiar la
sala de sesiones. La posición de mi marido tiene algunas desventajas.
--No me sorprende tanto la habitación--dijo K, que miró a la mujer con
cara de pocos amigos--, como el hecho de que usted esté casada.
--¿Hace referencia al incidente en la última sesión, cuando le molesté
durante su discurso?--preguntó la mujer.
--Naturalmente--dijo K--. Hoy ya pertenece al pasado y casi lo he
olvidado, pero entonces me puso furioso. Y ahora me dice que es una
mujer casada.
--Mi interrupción no le perjudicó mucho. Después se le juzgó de una
manera muy desfavorable.
--Puede ser--dijo K, desviando la conversación--, pero eso no la
disculpa.
--Los que me conocen sí me disculpan--dijo la mujer--, el que me abrazó
me persigue ya desde hace tiempo. Puede que no sea muy atractiva, pero
para él sí lo soy. Aquí no tengo protección alguna y mi marido ya se
ha hecho a la idea; si quiere mantener su puesto, tiene que tolerar
ese comportamiento, pues ese hombre es estudiante y es posible que se
vuelva muy poderoso. Siempre está detrás de mí, precisamente poco antes
de que usted llegara, salía él.
--Armoniza con todo lo demás--dijo K--, no me sorprende en absoluto.
--¿Usted quiere mejorar algo aquí?--dijo la mujer lentamente y con
un tono inquisitivo, como si lo que acababa de decir fuese peligroso
tanto para ella como para K--. Lo he deducido de su discurso, que
a mí personalmente me gustó mucho. Por desgracia, me perdí el
comienzo y al final estaba en el suelo con el estudiante. Esto es tan
repugnante--dijo después de una pausa y tomó la mano de K--. ¿Cree
usted que podrá lograr alguna mejora?
K sonrió y acarició ligeramente su mano.
--En realidad--dijo--, no pretendo realizar ninguna mejora, como usted
se ha expresado, y si usted se lo dijera al juez instructor, se reiría
de usted o la castigaría. Jamás me hubiera injerido voluntariamente
en este asunto y las necesidades de mejora de esta justicia no me
habrían quitado el sueño. Pero me he visto obligado a intervenir al ser
detenido--pues ahora estoy realmente detenido--, y sólo en mi defensa.
Pero si al mismo tiempo puedo serle útil de alguna manera, estaré
encantado, y no sólo por altruismo, sino porque usted también me puede
ayudar a mí.
--¿Cómo podría?--preguntó la mujer.
--Por ejemplo, mostrándome los libros que hay sobre la mesa.
--Pues claro--exclamó la mujer, y lo acompañó hasta donde se
encontraban.
Se trataba de libros viejos y usados; la cubierta de uno de ellos
estaba rota por la mitad, sólo se mantenía gracias a unas tiras de
papel celo.
--Qué sucio está todo esto--dijo K moviendo la cabeza, y la mujer
limpió el polvo con su delantal antes de que K cogiera los libros.
K abrió el primero y apareció una imagen indecorosa: un hombre y
una mujer sentados desnudos en un canapé; la intención obscena del
dibujante era clara, no obstante, su falta de habilidad había sido
tan notoria que sólo se veía a un hombre y a una mujer, cuyos cuerpos
destacaban demasiado, sentados con excesiva rigidez y, debido a una
perspectiva errónea, apenas distinguibles en su actitud. K no siguió
hojeando, sino que abrió la tapa del segundo volumen: era una novela
con el título: _Las vejaciones que Grete tuvo que sufrir de su marido
Hans._
--Éstos son los códigos que aquí se estudian--dijo K--. Los hombres que
leen estos libros son los que me van a juzgar.
--Le ayudaré--dijo la mujer--. ¿Quiere?
--¿Puede realmente hacerlo sin ponerse en peligro? Usted ha dicho que
su esposo depende mucho de sus superiores.
--A pesar de todo quiero ayudarle--dijo ella--. Venga, hablaremos del
asunto. Sobre el peligro que podría correr, no diga una palabra más.
Sólo temo al peligro donde quiero temerlo. Venga conmigo--y señaló la
tarima, haciendo un gesto para que se sentara allí con ella.
--Tiene unos ojos negros muy bonitos--dijo ella después de sentarse y
contemplar el rostro de K--. Me han dicho que yo también tengo ojos
bonitos, pero los suyos lo son mucho más. Me llamaron la atención
la primera vez que le vi. Fueron el motivo por el que entré en la
asamblea, lo que no hago nunca, ya que, en cierta medida, me está
prohibido.
«Así que es eso--pensó K--, se está ofreciendo, está corrupta como todo
a mi alrededor; está harta de los funcionarios judiciales, lo que es
comprensible, y saluda a cualquier extraño con un cumplido sobre sus
ojos».
K se levantó en silencio, como si hubiera pensado en voz alta y le
hubiese aclarado así a la mujer su comportamiento.
--No creo que pueda ayudarme--dijo él--. Para poder hacerlo realmente,
debería tener relaciones con funcionarios superiores. Pero usted sólo
conoce con seguridad a los empleados inferiores que pululan aquí entre
la multitud. A éstos los conoce muy bien, y podrían hacer algo por
usted, eso no lo dudo, pero lo máximo que podrían conseguir carecería
de importancia para el definitivo desenlace del proceso y usted habría
perdido el favor de varios amigos. No quiero que ocurra eso. Mantenga
la relación con esa gente; me parece, además, que le resulta algo
indispensable. No lo digo sin lamentarlo, pues, para corresponder a
su cumplido, le diré que usted también me gusta, especialmente cuando
me mira con esa tristeza, para la que, por lo demás, no tiene ningún
motivo. Usted pertenece a la sociedad que yo combato, pero se siente
bien en ella, incluso ama al estudiante o, si no lo ama, al menos lo
prefiere a su esposo. Eso se podría deducir fácilmente de sus palabras.
--¡No!--exclamó ella, permaneciendo sentada y cogiendo la mano de K,
quien no pudo retirarla a tiempo--. No puede irse ahora, no puede
irse con una opinión tan falsa sobre mí. ¿Sería capaz de irse ahora?
¿Soy tan poco valiosa para usted que no me quiere hacer el favor de
permanecer aquí un rato?
--No me interprete mal--dijo K, y se volvió a sentar--, si es tan
importante para usted que me quede, lo haré encantado, tengo tiempo,
pues vine con la esperanza de que hoy se celebrase una reunión. Con lo
que le he dicho anteriormente, sólo quería pedirle que no emprendiese
nada en mi proceso. Pero eso no la debe enojar, sobre todo si piensa
que a mí no me importa nada el desenlace del proceso y que, en caso de
que me condenaran, sólo podría reírme. Eso suponiendo que realmente
se llegue al final del proceso, lo que dudo mucho. Más bien creo que
el procedimiento, ya sea por pura desidia u olvido, o tal vez por
miedo de los funcionarios, ya se ha interrumpido o se interrumpirá
en poco tiempo. No obstante, también es posible que hagan continuar
un proceso aparente con la esperanza de lograr un buen soborno, pero
será en vano, como muy bien puedo afirmar hoy, ya que no sobornaré a
nadie. Siempre sería una amabilidad de su parte comunicarle al juez
instructor, o a cualquier otro que le guste propagar buenas noticias,
que nunca lograrán, ni siquiera empleando trucos, en lo que son muy
duchos, que los soborne. No tendrán la menor perspectiva de éxito, se
lo puede decir abiertamente. Por lo demás, es muy posible que ya lo
hayan advertido, pero en el caso contrario, tampoco me importa mucho
que se enteren ahora. Así los señores podrían ahorrarse el trabajo, y
yo algunas incomodidades, las cuales, sin embargo, soportaré encantado,
si al mismo tiempo suponen una molestia para los demás. ¿Conoce usted
al juez instructor?--dijo la mujer--, en él pensé al principio, cuando
ofrecí mi ayuda. No sabía que era un funcionario inferior, pero como
usted lo dice, será cierto. Sin embargo, pienso que el informe que
él proporciona a los escalafones superiores posee alguna influencia.
Y él escribe tantos informes. Usted dice que los funcionarios son
vagos, no todos, especialmente este juez instructor no lo es, él
escribe mucho. El domingo pasado, por ejemplo, la sesión duró hasta
la noche. Todos se fueron, pero el juez instructor permaneció en la
sala; tuve que llevarle una lámpara, una pequeña lámpara de cocina,
pues no tenía otra, no obstante, se conformó y comenzó a escribir en
seguida. Mientras, mi esposo, que precisamente había tenido libre
ese domingo, ya había llegado, así que volvimos a traer los muebles,
arreglamos nuestra habitación, vinieron algunos vecinos, conversamos a
la luz de una vela, en suma, nos olvidamos del juez instructor y nos
fuimos a dormir. De repente me desperté, debía de ser muy tarde, al
lado de la cama estaba el juez instructor, tapando la lámpara para que
no deslumbrase a mi esposo. Era una precaución innecesaria, mi esposo
duerme tan profundamente que no le despierta ninguna luz. Casi grité
del susto, pero el juez instructor fue muy amable, me hizo una señal
para que me calmase y me susurró que había estado escribiendo hasta
ese momento, que me traía la lámpara y que jamás olvidaría cómo me
había encontrado dormida. Con esto sólo quiero decirle que el juez
instructor escribe muchos informes, especialmente sobre usted, pues su
declaración fue, con toda seguridad, el asunto principal de la sesión
dominical. Esos informes tan largos no pueden carecer completamente de
valor. Además, por el incidente que le he contado, puede deducir que el
juez instructor se interesa por mí y que, precisamente ahora, cuando
se ha fijado en mí, podría tener mucha influencia sobre él. Además,
tengo aún más pruebas de que se interesa por mí. Ayer, a través del
estudiante, que es su colaborador y con el que tiene mucha confianza,
me regaló unas medias de seda, al parecer como motivación para que
limpie y arregle la sala de sesiones, pero eso es un pretexto, pues
ese trabajo es mi deber y por eso le pagan a mi esposo. Son medias muy
bonitas, mire--ella extendió las piernas, se levantó la falda hasta las
rodillas y también miró las medias--. Son muy bonitas, pero demasiado
finas, no son apropiadas para mí.
De repente paró de hablar, puso su mano sobre la de K, como si quisiera
tranquilizarle y musitó:
--¡Silencio, Bertold nos está mirando!
K levantó lentamente la mirada. En la puerta de la sala de sesiones
había un hombre joven: era pequeño, tenía las piernas algo arqueadas
y llevaba una barba rojiza y rala. K lo observó con curiosidad, era
el primer estudiante de esa extraña ciencia del Derecho desconocida
con el que se encontraba, un hombre que, probablemente, llegaría a ser
un funcionario superior. El estudiante, sin embargo, no se preocupaba
en absoluto de K, se limitó a hacer una seña a la mujer llevándose un
dedo a la barba y, a continuación, se fue hacia la ventana. La mujer se
inclinó hacia K y susurró:
--No se enoje conmigo, se lo suplico, tampoco piense mal de mí, ahora
tengo que irme con él, con ese hombre horrible, sólo tiene que mirar
esas piernas torcidas. Pero volveré en seguida y, si quiere, entonces
me iré con usted, a donde usted quiera. Puede hacer conmigo lo que
desee, estaré feliz si puedo abandonar este sitio el mayor tiempo
posible, aunque lo mejor sería para siempre.
Acarició la mano de K, se levantó y corrió hacia la ventana.
Involuntariamente, K trató de coger su mano en el vacío. La mujer le
había seducido y, después de reflexionar un rato, no encontró ningún
motivo sólido para no ceder a la seducción. La efímera objeción de que
la mujer lo podía estar capturando para el tribunal, la rechazó sin
esfuerzo. ¿Cómo podría hacerlo? ¿Acaso no permanecía él tan libre que
podía destruir, al menos en lo que a él concernía, todo el tribunal?
¿No podía mostrar algo de confianza? Y su solicitud de ayuda parecía
sincera y posiblemente valiosa. Además, no podía haber una venganza
mejor contra el juez instructor y su séquito que quitarle esa mujer y
hacerla suya. Podría ocurrir que un día el juez instructor, después
de haber trabajado con esfuerzo en los informes mendaces sobre K,
encontrase por la noche la cama vacía de la mujer. Y vacía porque ella
pertenecía a K, porque esa mujer de la ventana, ese cuerpo voluptuoso,
flexible y cálido, cubierto con un vestido oscuro de tela basta, sólo
le pertenecía a él.
Después de haber ahuyentado de esa manera las dudas contra la mujer,
la conversación en voz baja que sostenían en la ventana le pareció
demasiado larga, así que golpeó con un nudillo la tarima y, luego,
con el puño. El estudiante miró un instante hacia K sobre el hombro
de la mujer, pero no se dejó interrumpir, incluso se apretó más
contra ella y la rodeó con los brazos. Ella inclinó la cabeza, como
si le escuchara atentamente, el estudiante la besó ruidosamente en el
cuello, sin detener, aparentemente, la conversación. K vio confirmada
la tiranía que el estudiante, según las palabras de la mujer, ejercía
sobre ella, se levantó y anduvo de un lado a otro de la habitación.
Pensó, sin dejar de lanzar miradas de soslayo al estudiante, cómo
podría arrebatársela lo más rápido posible, y por eso no le vino nada
mal cuando el estudiante, irritado por los paseos de K, que a ratos
derivaban en un pataleo, se dirigió a él:
--Si está tan impaciente, puede irse. Se podría haber ido mucho antes,
nadie le hubiera echado de menos. Sí, tal vez debiera haberse ido
cuando yo entré y, además, a toda prisa.
En esa advertencia se ponía de manifiesto la cólera que dominaba al
estudiante, pero sobre todo salía a la luz la arrogancia del futuro
funcionario judicial que hablaba con un acusado por el que no sentía
ninguna simpatía. K se detuvo muy cerca de él y dijo sonriendo:
--Estoy impaciente, eso es cierto, pero esa impaciencia desaparecerá en
cuanto nos deje en paz. No obstante, si usted ha venido a estudiar--he
oído que es estudiante--, estaré encantado de dejarle el espacio
suficiente y me iré con la mujer. Por lo demás, tendrá que estudiar
mucho para llegar a juez. No conozco muy bien este tipo de justicia,
pero creo que con esos malos discursos que usted pronuncia con tanto
descaro aún no alcanza el nivel exigido.
--No deberían haber dejado que se moviese con tanta libertad--dijo
como si quisiera dar una explicación a la mujer sobre las palabras
insultantes de K--. Ha sido un error. Se lo he dicho al juez
instructor. Al menos se le debería haber confinado en su habitación
durante el interrogatorio. El juez instructor es, a veces,
incomprensible[21].
--Palabras inútiles--dijo K, y extendió su mano hacia la mujer--. Venga
usted.
--¡Ah, ya!--dijo el estudiante--, no, no, usted no se la queda--y
con una fuerza insospechada levantó a la mujer con un brazo y corrió
inclinado, mirándola tiernamente, hacia la puerta.
No se podía ignorar que en esa acción había intervenido cierto miedo
hacia K, no obstante osó irritar más a K al acariciar y estrechar con
su mano libre el brazo de la mujer. K corrió unos metros a su lado,
presto a echarse sobre él y, si fuera necesario, a estrangularlo, pero
la mujer dijo:
--Déjelo, no logrará nada, el juez instructor hará que me recojan,
no puedo ir con usted, este pequeño espantajo--y pasó la mano por el
rostro del estudiante--, este pequeño espantajo no me deja.
--¡Y usted no quiere que la liberen!--gritó K, y puso la mano sobre el
hombro del estudiante, que intentó morderla.
--No--gritó la mujer, y rechazó a K con ambas manos--, no, en qué
piensa usted? Eso sería mi perdición. ¡Déjele! ¡Por favor, déjele! Lo
único que hace es cumplir las órdenes del juez instructor, me lleva con
él.
--Entonces que corra todo lo que quiera. A usted no la quiero volver
a ver más--dijo K furioso ante la decepción y le dio al estudiante
un golpe en la espalda; el estudiante tropezó, pero, contento por no
haberse caído, corrió aún más ligero con su carga. K le siguió cada vez
con mayor lentitud, era la primera derrota que sufría ante esa gente.
Era evidente que no suponía ningún motivo para asustarse, sufrió la
derrota simplemente porque él fue quien buscó la lucha. Si permaneciera
en casa y llevara su vida habitual, sería mil veces superior a esa
gente y podría apartar de su camino con una patada a cualquiera de
ellos. Y se imaginó la escena tan ridícula que se produciría, si
ese patético estudiante, ese niño engreído, ese barbudo de piernas
torcidas, se arrodillara ante la cama de Elsa y le suplicara gracia con
las manos entrelazadas. A K le gustó tanto esta idea que decidió, si se
presentaba la oportunidad, llevar al estudiante a casa de Elsa.
K llegó hasta la puerta sólo por curiosidad, quería ver adónde se
llevaba a la mujer; no creía que el estudiante se la llevara así, en
vilo, por la calle. Comprobó que el camino era mucho más corto. Justo
frente a la puerta de la vivienda había una estrecha escalera de
madera que probablemente conducía al desván, pero como hacía un giro
no se podía ver dónde terminaba. El estudiante se llevó a la mujer
por esa escalera; ya estaba muy cansado y jadeaba, pues había quedado
debilitado por la carrera. La mujer se despidió de K con la mano y alzó
los hombros para mostrarle que el secuestro no era culpa suya, pero el
gesto no resultaba muy convincente. K la miró inexpresivo, como a una
extraña, no quería traicionar ni que estaba decepcionado ni que podía
superar fácilmente la decepción.
Los dos habían desaparecido por la escalera; K, sin embargo, aún
permaneció en la puerta. Se vio obligado a aceptar que la mujer no
sólo le había traicionado, sino que le había mentido al contarle que
el estudiante la llevaba con el juez instructor. Éste no podía esperar
sentado en el desván. La escalera de madera tampoco aclaraba nada, al
menos a primera vista. Entonces K advirtió una pequeña nota al lado de
la escalera, fue hacia allí y leyó las siguientes palabras escritas con
letra infantil y tosca: «Subida a las oficinas del juzgado». ¿Aquí,
en el desván de una casa de alquiler se encontraban las oficinas del
juzgado? No era un lugar que infundiera mucho respeto; por lo demás,
era tranquilizante para un acusado imaginarse la falta de medios que
estaban a disposición de un juzgado que albergaba sus oficinas donde
los inquilinos, pertenecientes a las clases más pobres, arrojaban
todos sus trastos inútiles. No obstante, tampoco se podía excluir que
dispusiera del dinero suficiente, pero que el cuerpo de funcionarios se
arrojase sobre él antes de que lo destinasen a los fines judiciales.
Eso era, según las últimas experiencias de K, incluso muy probable;
para el acusado, sin embargo, semejante robo a la justicia, si bien
resultaba algo indigno, era más tranquilizador que la pobreza real
del juzgado. También le parecía comprensible que se avergonzaran de
citar al encausado en el desván para el primer interrogatorio y que se
prefiriera molestarle en su propia vivienda. La posición en la que K se
encontraba frente al juez, sentado en el desván, se podía caracterizar
del siguiente modo: K disfrutaba en el banco de un gran despacho con
su antedespacho y un enorme ventanal que daba a la animada plaza.
No obstante, él carecía de ingresos extraordinarios procedentes de
sobornos o malversaciones y no podía hacer que el ordenanza le trajera
una mujer al despacho sobre el hombro. Pero a eso K podía renunciar,
al menos en esta vida.
K aún permanecía frente a la nota, cuando un hombre bajó por la
escalera, miró a través de la puerta en el salón de la vivienda, desde
donde también se podía ver la sala de sesiones, y finalmente preguntó a
K si no había visto hacía poco a una mujer.
--Usted es el ujier del tribunal, ¿verdad?--preguntó K.
--Sí--dijo el hombre--, ah, ya, usted es el acusado K, ahora le
reconozco, sea bienvenido--y extendió la mano a K, que no lo había
esperado.
--Hoy no hay prevista ninguna sesión--dijo el ujier al ver que K
permanecía en silencio.
--Ya sé--dijo K, y contempló la chaqueta del ujier, cuyos únicos
distintivos oficiales eran, junto a un botón normal, dos botones
dorados que parecían haber sido arrancados de un viejo abrigo de
oficial--. Hace un rato he hablado con su esposa, pero ya no está aquí.
El estudiante se la ha llevado al juez instructor.
--¿Se da cuenta?--dijo el ujier--, una y otra vez se la llevan de mi
lado. Hoy es domingo y no estoy obligado a trabajar, pero sólo para
alejarme de aquí me mandan realizar los recados más inútiles. Por
añadidura, no me mandan muy lejos, de tal modo que siempre conservo la
esperanza de que, si me doy prisa, tal vez pueda regresar a tiempo.
Así que corro, tanto como puedo, grito sin aliento mi mensaje a través
del resquicio de la puerta en el organismo al que me han mandado, tan
rápido que apenas me entienden, y regreso también corriendo, pero el
estudiante se ha dado más prisa que yo, además él tiene que recorrer un
camino más corto, sólo tiene que bajar las escaleras. Si no fuese tan
dependiente hace tiempo que habría estampado al estudiante contra la
pared. Aquí, junto a la nota. Sueño con hacerlo algún día. Le veo ahí,
aplastado en el suelo, los brazos extendidos, las piernas retorcidas y
todo alrededor lleno de sangre. Pero hasta ahora sólo ha sido un sueño.
--¿No hay otra posibilidad?--dijo K sonriendo.
--No la conozco--dijo el ujier--. Y ahora es aún peor, antes se la
llevaba a su casa, pero ahora, como yo ya presagiaba, se la lleva al
juez instructor.
--¿No tiene su mujer ninguna culpa?--preguntó K. Se vio obligado a
realizar esa pregunta, tanto le espoleaban los celos.
--Pues claro--dijo el ujier--, ella es incluso la que tiene más culpa.
Ella se lo ha buscado. En lo que a él respecta, corre detrás de todas
las mujeres. Sólo en esta casa ya le han echado de cinco viviendas en
las que se había deslizado. Por lo demás, mi mujer es la más bella de
toda la casa, y yo no puedo defenderme.
--Si todo es como usted lo cuenta, entonces no hay otra
posibilidad--dijo K.
--¿Por qué no?--preguntó el ujier--. Cada vez que el estudiante,
que, por cierto, es un cobarde, tocase a mi mujer habría que pegarle
tal paliza que no se atreviera a hacerlo más. Pero no puedo, y otros
tampoco me hacen el favor, pues todos temen su poder. Sólo un hombre
como usted podría hacerlo.
--¿Por qué yo?--preguntó K asombrado.
--A usted le han acusado, ¿no?
--Sí--dijo K--, pero entonces debería temer con más razón que una
acción así pudiera influir en el desarrollo del proceso o, al menos, en
la pre-instrucción.
--Sí, es verdad--dijo el ujier, como si la opinión de K fuese tan
cierta como la suya--, pero aquí, por regla general, no se conducen
procesos sin ninguna perspectiva de éxito.
--No soy de su opinión--dijo K--, pero eso no me impedirá que ajuste
las cuentas de vez en cuando al estudiante.
--Le quedaría muy agradecido--dijo el ujier con cierta formalidad, pero
no parecía creer mucho en la realización de su mayor deseo.
--Tal vez--prosiguió K--haya otros funcionarios que merezcan lo mismo.
--Sí, sí--dijo el ujier como si fuera algo evidente. Entonces miró a K
con confianza, como hasta ese momento, a pesar de la amabilidad, aún no
había hecho, y añadió--: Uno se rebela siempre.
Pero la conversación parecía serle ahora un poco desagradable, pues la
interrumpió al decir:
--Ahora tengo que presentarme en las oficinas. ¿Quiere venir conmigo?
--No tengo nada que hacer allí--dijo K.
--Podría ver las oficinas del juzgado. Nadie se fijará en usted.
--¿Hay algo que merezca la pena?--preguntó K algo indeciso, aunque
tenía ganas de ir.
--Bueno--dijo el ujier--, pensé que podría interesarle.
--Bien--dijo K--, iré--y subió las escaleras más deprisa que el ujier.
Estuvo a punto de caerse nada más entrar, pues había un escalón detrás
de la puerta.
--No tienen mucha consideración con el público--dijo él.
--No tienen consideración alguna--dijo el ujier--, si no mire aquí la
sala de espera.
Era un largo corredor en el que había puertas toscamente labradas
que conducían a los distintos departamentos del desván. Aunque no
había ninguna entrada directa de luz, no estaba completamente oscuro,
pues algunos departamentos no estaban separados del corredor por una
pared, sino por unas rejas de madera que llegaban hasta el techo,
a través de las cuales penetraba algo de luz y se podía ver cómo
algunos funcionarios escribían o simplemente permanecían en las rejas
observando a la gente que esperaba en el corredor. Había poca gente
esperando, probablemente porque era domingo. Daban una pobre impresión.
Todos vestían con cierto descuido, aunque la mayoría, ya fuese por la
expresión de sus rostros, por su actitud, por la barba cuidada o por
otros detalles, parecían pertenecer a las clases altas. Como no había
perchas, habían colocado los sombreros debajo del banco, probablemente
siguiendo uno el ejemplo de otro. Cuando los que estaban sentados más
cerca de la puerta vieron a K y al ujier, se levantaron para saludar.
Como el resto vio que se levantaban, se creyeron obligados a hacer lo
mismo, así que se fueron levantando conforme pasaban los dos. Nunca
permanecieron completamente rectos, las espaldas estaban encorvadas,
las rodillas ligeramente flexionadas, parecían mendigos. K esperó al
ujier, que venía algo retrasado, y le dijo:
--Qué humillados parecen.
--Sí--dijo el ujier--, son acusados, todos los que usted ve aquí son
acusados.
--¿Sí?--dijo K--. Entonces son mis colegas.
Se dirigió al más próximo, un hombre alto y delgado, con el pelo canoso.
--¿Qué está esperando aquí?--preguntó K con cortesía.
La inesperada pregunta le dejó confuso, y su actitud se volvió más
penosa por el hecho de parecer un hombre de mundo, que en otro lugar,
sin duda, hubiera sabido dominarse y al que le costaba renunciar a la
superioridad que había adquirido sobre los demás. Allí, sin embargo, no
sabía responder a una pregunta tan simple, y se limitaba a mirar a los
demás como si estuvieran obligados a ayudarle o como si nadie pudiese
reclamar una respuesta sin dicha ayuda. Entonces intervino el ujier
para tranquilizar y animar al hombre:
--Este señor sólo le pregunta a qué está esperando. Responda.
La voz familiar del ujier tuvo mejor efecto.
--Espero...--comenzó, pero no pudo seguir. Era probable que hubiese
elegido ese inicio para responder con toda exactitud a la pregunta,
pero ahora no sabía continuar.
Algunos de los que esperaban se habían aproximado y rodeaban al grupo.
El ujier se dirigió a ellos:
--Vamos, vamos, dejen el corredor libre.
Retrocedieron un poco, pero no hasta sus sitios. Mientras tanto, el
hombre al que le habían preguntado se había serenado y respondió
incluso con una sonrisa:
--Hace un mes que presenté unas solicitudes de prueba para mi causa y
espero a que se concluya su tramitación.
--Parece tomarse muchas molestias--dijo K.
--Sí--dijo el hombre--, se trata de mi causa.
--No todos piensan como usted--dijo K--. Yo, por ejemplo, también soy
un acusado, pero, por más que desee una absolución, no he presentado
una solicitud de prueba ni he emprendido nada similar. ¿Cree usted que
eso es necesario?
--No lo sé con seguridad--dijo el hombre completamente indeciso.
Probablemente creía que K le estaba gastando una broma, por eso le
hubiera gustado repetir, por miedo a cometer un nuevo error, su primera
respuesta, pero ante la mirada impaciente de K se limitó a decir:
--En lo que a mí concierne, he presentado solicitudes de prueba.
--Usted no se cree que yo sea un acusado--dijo K.
--Oh, por favor, claro que sí--dijo el hombre, y se echó a un lado,
pero en la respuesta no había convicción, sino miedo.
--¿Entonces no me cree?--preguntó K, y le cogió del brazo, impulsado
inconscientemente por la actitud humillada del hombre, como si quisiera
obligarle a que le creyese. Aunque no quería causarle daño alguno, en
cuanto le tocó ligeramente, el hombre gritó como si K en vez de con dos
dedos le hubiese agarrado con unas tenazas ardiendo. Ese grito ridículo
terminó por hartar a K. Si no se creía que era un acusado, mucho mejor.
Quizá le tomaba por un juez. Y para despedirse lo cogió con más fuerza,
lo empujó hacia el banco y siguió adelante.
--La mayoría de los acusados son muy sensibles--dijo el ujier.
Detrás de ellos, todos los que habían estado esperando se arremolinaron
alrededor del hombre, que ya había dejado de gritar, y parecían
preguntarle detalladamente sobre el incidente. Al encuentro de K vino
ahora un vigilante; al que identificó por el sable, cuya vaina, al
menos por el color, parecía hecha de aluminio. K se quedó asombrado y
quiso tocarla con la mano. El vigilante, que había venido por el ruido,
preguntó acerca de lo ocurrido. El ujier trató de tranquilizarlo con
algunas palabras, pero el vigilante declaró que prefería comprobarlo
personalmente, así que saludó y siguió adelante con pasos rápidos pero
cortos, posiblemente por culpa de la gota.
K ya no se preocupó de él, ni de la gente, sobre todo porque una vez
que había llegado a la mitad del corredor, vio la posibilidad de doblar
a la derecha, a través de un umbral sin puerta. Habló con el ujier
para comprobar si ése era el camino correcto y éste asintió, por lo
que torció. Le resultaba molesto tener que ir dos pasos por delante
del ujier, podía despertar la impresión de que era conducido como
un detenido. Por esta razón, esperaba con frecuencia al ujier, pero
éste siempre se quedaba atrás. Finalmente, K, para terminar con esa
sensación desagradable, le dijo:
--Bien, ya he visto cómo es esto; ahora quisiera irme.
--Pero aún no lo ha visto todo--dijo el ujier con naturalidad.
--Tampoco lo quiero ver todo--dijo K, que realmente se sentía
cansado--. Quiero irme, ¿cómo se llega a la salida?
--¿No se habrá perdido?--dijo el ujier asombrado--. Vaya hasta la
esquina, luego tuerza a la derecha, atraviese el corredor y encontrará
la puerta.
--Venga conmigo--dijo K--. Muéstreme el camino, si no me perderé, aquí
hay tantos pasillos...
--Sólo hay un camino--dijo el ujier ahora lleno de reproches--. No
puedo regresar con usted; tengo que llevar un recado y ya he perdido
mucho tiempo por su culpa.
--¡Acompáñeme!--repitió K, esta vez con un tono más cortante, como si
hubiera descubierto al ujier en una mentira.
--No grite así--susurró el ujier--, todo esto está lleno de despachos.
Si no quiere regresar solo, acompáñeme un trecho o espéreme aquí hasta
que haya cumplido mi encargo, entonces le acompañaré encantado.
--No, no--dijo K--, no esperaré aquí, y usted vendrá ahora conmigo.
K no había mirado en torno suyo para comprobar dónde se hallaba, sólo
ahora, cuando una de las muchas puertas que le rodeaban se abrió, miró
a su alrededor. Una muchacha, que había salido al oír el tono elevado
de K, le preguntó:
--¿Qué desea el señor?
Detrás, en la lejanía, se podía ver en la semioscuridad a un hombre que
se aproximaba. K miró al ujier. Éste había dicho que nadie se fijaría
en K y ahora venían dos personas, poco más se necesitaba para que
todos los funcionarios se fijasen en él y pidieran una explicación de
su presencia. La única explicación comprensible y aceptable era hacer
valer su condición de acusado: podía aducir que quería conocer la fecha
de su próximo interrogatorio, pero ésa era precisamente la explicación
que no quería dar, sobre todo porque no era toda la verdad, pues sólo
había venido por pura curiosidad o, lo que era imposible de aducir
como explicación, para comprobar que el interior de esa justicia era
tan repugnante como el exterior. Y parecía que con esa suposición
tenía razón, no quería adentrarse más, ya se había deprimido lo
suficientemente con lo que había visto. Ahora no estaba en condiciones
de encontrarse con un funcionario superior, como el que podía surgir
detrás de cada puerta; quería irse y, además, con el ujier, o solo si
no había otra manera.
Pero quedarse allí mudo sería llamativo y, en realidad, la muchacha
y el ujier ya le miraban como si se estuviera produciendo en él una
extraña metamorfosis que no querían perderse de ningún modo. Y en la
puerta estaba el hombre que K había visto en la lejanía: se mantenía
aferrado a la parte de arriba del umbral y se balanceaba ligeramente
sobre las puntas de los pies, como un espectador impaciente.
La muchacha, sin embargo, fue la primera en reconocer que el
comportamiento de K tenía como causa un ligero malestar, así que trajo
una silla y le preguntó:
--¿No quiere usted sentarse?
K se sentó en seguida y apoyó los codos en los brazos de la silla para
mantener mejor el equilibrio.
--Está un poco mareado, ¿verdad?--le preguntó.
Su rostro estaba ahora cerca del suyo, mostraba la expresión severa que
tienen algunas mujeres en lo mejor de su juventud.
--No se preocupe--dijo ella--, aquí no es nada extraordinario, casi
todos padecen un ataque semejante cuando vienen por primera vez. ¿Usted
viene por primera vez? Bien, no es nada extraordinario, ya le digo.
El sol cae sobre el tejado y la madera caliente provoca este aire tan
enrarecido. El lugar no es el más adecuado para instalar despachos, por
más ventajas que ofrezca en otros sentidos. Pero en lo que concierne al
aire, los días en que hay mucha gente, y eso ocurre prácticamente todos
los días, se torna casi irrespirable. Si considera, además, que aquí
se cuelga ropa para que se seque--es algo que no se puede prohibir a
los inquilinos--, entonces no se sorprenderá de haber sufrido un ligero
mareo. Pero uno llega a acostumbrarse muy bien a este aire. Si viene
por segunda o tercera vez, apenas notará este ambiente opresivo. ¿Se
siente ya mejor?
K no respondió, le parecía algo lamentable depender de aquellas
personas a causa de esa debilidad repentina; por añadidura, al conocer
los motivos de su mareo, no se sintió mejor, sino un poco peor. La
muchacha lo notó en seguida y, para refrescar a K, asió un gancho que
colgaba de la pared y abrió un pequeño tragaluz, situado precisamente
encima de K. Pero cayó tanto hollín que la joven tuvo que cerrarlo
de inmediato y limpiar la mano de K con un pañuelo, pues K estaba
demasiado cansado como para ocuparse de sí mismo. Le habría gustado
permanecer allí sentado hasta que hubiera recuperado las fuerzas
suficientes para irse, y eso ocurriría antes si no se preocupaban de
él. Pero en ese momento añadió la muchacha:
--Aquí no puede quedarse, interrumpimos el paso.
K preguntó con la mirada a quién interrumpían el paso.
--Le llevaré, si lo desea, al botiquín.
--Ayúdeme, por favor--le dijo ella al hombre de la puerta, que ya
se había acercado. Pero K no quería que lo llevaran al botiquín,
precisamente eso era lo que quería evitar, que lo siguieran adentrando
en las oficinas; cuanto más avanzase, peor.
--Ya puedo irme--dijo por esta razón, y se levantó temblando,
acostumbrado a la cómoda silla. Pero no pudo mantenerse de pie.
--No, no puedo--dijo moviendo la cabeza y volvió a sentarse con un
suspiro. Se acordó del ujier, que a pesar de todo le podría conducir
fácilmente hacia la salida, pero parecía haberse ido hacía tiempo. K
atisbó entre la joven y el hombre, que permanecían de pie ante él, pero
no pudo encontrar al ujier.
--Creo--dijo el hombre, que vestía elegantemente: sobre todo llamaba la
atención un chaleco gris que terminaba en dos largas puntas--, creo que
la indisposición del señor se debe a la atmósfera de estas estancias;
sería lo mejor, y probablemente lo que él preferiría, que no se le
llevase al botiquín, sino fuera de las oficinas.
--Así es--exclamó K, que de la alegría había interrumpido al hombre--,
me sentiré mucho mejor, tampoco estoy tan débil, sólo necesito un poco
de apoyo, no les causaré muchas molestias, el camino no es largo,
condúzcanme hasta la puerta, me sentaré un rato en los escalones y
me recuperaré, nunca he padecido este tipo de mareos, yo mismo estoy
sorprendido. También soy funcionario y estoy acostumbrado al aire de
las oficinas, pero aquí es muy malo, usted mismo lo ha dicho. ¿Tendrían
la amabilidad de acompañarme un trecho? Estoy algo mareado y me pondré
peor si me levanto sin ayuda.
Levantó los hombros para facilitarles que le cogieran bajo los brazos.
Pero el hombre no siguió sus indicaciones, sino que se mantuvo
tranquilo, con las manos en los bolsillos y rió en voz alta.
--Ve--le dijo a la muchacha--, he acertado. Al señor no le sienta bien
estar aquí.
La muchacha rió también y dio un golpecito con la punta del dedo en el
brazo del hombre, como si se hubiese permitido una broma pesada con K.
--Pero, ¿qué piensa?--dijo el hombre entre risas--. Yo mismo conduciré
al señor hasta la salida.
--Entonces está bien--dijo la muchacha inclinando un instante su bonita
cabeza--. No le dé mucha importancia a la risa--dijo la joven a K, que
se había vuelto a entristecer, miraba fijamente ante sí y no parecía
necesitar ninguna explicación--; este señor, ¿puedo presentarle?--el
hombre dio su permiso con un gesto--, este señor es el informante. Él
da a las partes que esperan toda la información que necesitan y, como
nuestra justicia no es muy conocida entre la población, se reclama
mucha información. Conoce la respuesta a todas las preguntas. Si alguna
tiene ganas, puede probar. Pero no sólo posee ese mérito, otra de
sus virtudes es su elegante forma de vestir. Nosotros, es decir los
funcionarios, opinamos que el informante, como es el primero en tratar
con las partes, debe vestir con elegancia para dar una impresión digna.
Los demás, como puede comprobar conmigo, nos vestimos muy mal y pasados
de moda. No tiene sentido gastar mucho en vestir, ya que estamos casi
todo el tiempo en las oficinas, incluso dormimos aquí. Pero como he
dicho, creemos que el informante tiene que vestir bien. Como no había
dinero disponible para ropa elegante en nuestra administración, que en
este sentido es algo peculiar, hicimos una colecta--en la que también
participaron los acusados--y le compramos ese bonito traje y otros.
Ahora está preparado para dar una buena impresión, pero lo estropea
todo con su risa y asusta a la gente.
--Así es--dijo el hombre con tono burlón--, pero no entiendo, señorita,
por qué le cuenta a este señor todas nuestras intimidades, o mejor, le
obliga a oírlas, pues no creo que tenga ganas de conocerlas. Mire si no
cómo permanece ahí sentado ocupado en sus propios asuntos.
K no tenía ganas de contradecirle. La intención de la muchacha podía
ser buena, tal vez pretendía distraerle para darle la posibilidad de
recuperarse, pero el medio elegido era inadecuado.
--Quería aclararle el motivo de su risa--dijo la muchacha--, era
insultante.
--Creo que me perdonaría peores ofensas a cambio de que le condujera a
la salida.
K no dijo nada, ni siquiera miró, dejó que ambos hablaran sobre él como
si fuese un objeto, incluso lo prefería así. Pero de repente sintió la
mano del informante en uno de sus brazos y la de la joven en el otro.
Arriba, hombre débil--dijo el informante.
--Se lo agradezco mucho a los dos--dijo alegremente sorprendido, se
levantó lentamente y llevó él mismo las manos ajenas a las zonas en que
más necesitaba su apoyo.
--Parece--musitó la joven al oído de K, mientras se acercaban al
corredor--como si fuera muy importante para mí hablar bien del
informante, pero sólo quiero decir la verdad. No tiene un corazón duro.
No está obligado a conducir hasta la salida a las partes que se ponen
enfermas y, sin embargo, lo hace, como puede ver. Ninguno de nosotros
es duro de corazón, sólo queremos ayudar, pero como funcionarios
judiciales damos la impresión de ser duros de corazón y de no querer
ayudar a nadie. Yo sufro por eso.
--¿Quiere sentarse aquí un poco?--preguntó el informante: ya se
encontraban en el corredor, precisamente ante el acusado con el que
K había hablado anteriormente. K se avergonzó ante él, se había
mantenido tan recto en su presencia y ahora se tenía que apoyar en dos
personas, con la cabeza descubierta, pues el informante balanceaba su
sombrero con los dedos, despeinado y con la frente bañada de sudor.
Pero el acusado no pareció notar nada, permanecía humillado ante el
informante, que ni siquiera lo miró, como si quisiera pedir perdón por
su mera presencia.
--Ya sé--se atrevió a decir el acusado--, que hoy no puedo recibir los
resultados de mis solicitudes. No obstante, aquí estoy, he pensado que
podía esperar, es domingo, tengo tiempo y no estorbo.
--No debe disculparse--dijo el informante--, su esmero es digno de
elogio; aunque está ocupando inútilmente un sitio, no le impediré
seguir el transcurso de su proceso mientras no moleste. Cuando se ha
visto gente que ha descuidado vergonzosamente su deber, se aprende a
tener paciencia con personas como usted. Siéntese.
--Cómo sabe hablar con los acusados--susurró la muchacha a K. Éste
asintió, pero se sobresaltó cuando el informante le preguntó de nuevo:
--¿No quiere sentarse aquí?
--No--dijo K--, no quiero descansar.
Lo dijo con decisión, pero en realidad le habría venido muy bien
sentarse. Se sentía mareado, como si estuviera en un barco en plena
tormenta. Le parecía oír cómo el agua del mar golpeaba las paredes
de madera, como si del fondo del corredor llegase el bramido de una
catarata, y luego sintió que el corredor se balanceaba y le dio la
impresión de que los acusados subían y bajaban.
La tranquilidad de la muchacha y del hombre que le acompañaban le
parecía, en esa situación, completamente incomprensible. Dependía de
ellos: si le dejaban, caería al suelo como una tabla. Lanzaban miradas
penetrantes a un lado y a otro, K sentía sus pasos regulares, pero no
los podía imitar, pues prácticamente le llevaban en vilo. Finalmente,
notó que le hablaban, pero no entendía lo que decían, sólo escuchaba un
ruido que lo abarcaba todo, a través del cual se podía distinguir lo
que podría ser el sonido de una sirena.
--Hablen más alto--musitó con la cabeza inclinada, aunque sabía que
habían hablado con voz lo suficientemente alta. De repente, como si
se hubiese derrumbado la pared ante él, sintió una corriente de aire
fresco y oyó que decían a su lado:
Al principio quería salir, luego se le repite mil veces que ésta es la
salida y no se mueve.
K notó que se hallaba en la puerta de salida, que la muchacha acababa
de abrir. Le pareció como si le regresaran todas las fuerzas de una
vez. Para sentir un anticipo de la libertad, bajó uno de los escalones
y se despidió desde allí de sus acompañantes, que en ese instante se
inclinaban sobre él.
--Muchas gracias--repitió, estrechó las manos de ambos y las dejó
cuando creyó ver que ellos, acostumbrados al aire de las oficinas,
difícilmente soportaban el aire fresco que subía por la escalera.
Apenas pudieron responder, y la muchacha tal vez se hubiera caído si K
no hubiese cerrado la puerta a toda prisa. K permaneció un momento en
silencio, se atusó el pelo con ayuda de un espejo de bolsillo, se puso
el sombrero, que habían dejado en el siguiente escalón--el informante
lo había arrojado al suelo--y bajó las escaleras tan fresco y con pasos
tan largos que casi tuvo miedo del cambio repentino que acababa de
experimentar. Su estado de salud, por otro lado siempre bastante bueno,
jamás le había procurado una sorpresa semejante. ¿Acaso pretendía
su cuerpo hacer una revolución e incoarle un nuevo proceso, ya que
soportaba el otro con tanto esfuerzo? No descartó del todo la idea de
ver a un médico, pero lo que sí se afianzó en su mente fue el firme
propósito--en esto él mismo se podía aconsejar--de emplear mejor las
mañanas de los domingos.
NOTAS:
[21] Tachado en el manuscrito: «K quiso coger la mano de la mujer.
Ella intentaba, temerosa aunque visiblemente, acercarse a él, pero K
comenzó a prestar atención a las palabras del estudiante. Era un hombre
hablador y petulante. Tal vez podría obtener de él alguna información
acerca de su acusación. En cuanto tuviera en sus manos esa información
estaría en disposición de terminar el proceso, así, de un manotazo,
para sorpresa de todos».
=EL AZOTADOR=[22]
Cuando K, una de las noches siguientes, pasó por el pasillo que
separaba su despacho de las escaleras--esta vez se iba a casa uno
de los últimos, sólo en el departamento de expedición quedaban dos
empleados en el pequeño radio luminoso de una bombilla--, oyó detrás
de una puerta, que siempre había creído que daba a un trastero,
aunque nunca lo había constatado con sus propios ojos, una serie de
quejidos. Se detuvo asombrado y escuchó detenidamente para comprobar
si se había equivocado. Durante un rato todo quedó en silencio, pero
los suspiros comenzaron de nuevo. Al principio pensó en traer a uno
de los empleados--tal vez necesitara un testigo--, pero le invadió
una curiosidad tan indomable que él mismo abrió la puerta. Se trataba,
como había supuesto, de un trastero. Detrás del umbral se acumulaban
formularios inservibles y frascos de tinta vacíos. Pero también había
tres hombres inclinados en un espacio de escasa altura. Una vela
situada en un estante les iluminaba.
--¿Qué hacen aquí?--preguntó K, precipitándose por la excitación, pero
no en voz alta. Uno de los hombres, que parecía dominar a los otros
y que fue el primero que atrajo su atención, estaba embutido en una
suerte de traje oscuro, que dejaba al aire el cuello hasta el pecho y
todo el brazo. No respondió. Pero los otros dos gritaron:
--¡Señor! Nos tienen que azotar porque te has quejado de nosotros ante
el juez instructor.
Y ahora comprobó K que, en efecto, se trataba de los vigilantes Franz y
Willem. El tercero sostenía un látigo para azotarlos.
--Bueno--dijo K, y los miró fijamente--, no me he quejado, sólo
he dicho lo que ocurrió en mi habitación. Y desde luego no os
comportasteis de una manera irreprochable.
--Señor--dijo Willem, mientras Franz intentaba protegerse del tercero
detrás de él--, si usted supiera lo mal que nos pagan, nos juzgaría
mejor. Yo tengo que alimentar a una familia y Franz quiere casarse;
uno intenta ganar dinero como puede, sólo con el trabajo no es posible,
ni siquiera con el más fatigoso: a mí me tentó su fina ropa blanca. Por
supuesto que está prohibido que los vigilantes actúen así, es injusto,
pero es tradición que la ropa blanca pertenezca a los vigilantes,
así ha sido siempre, créame. Además, es muy comprensible, pues ¿qué
significan esas cosas para una persona tan desgraciada como para ser
detenida? No obstante, si el detenido habla de ello públicamente, la
consecuencia es el castigo.
--No sabía lo que me estáis diciendo. Tampoco he reclamado ningún
castigo para vosotros; para mí es una cuestión de principios.
--Franz--se dirigió Willem al otro vigilante--, ¿no te dije que el
señor no había reclamado que nos castigasen? Ya has oído que ni
siquiera sabía que nos tenían que castigar.
--No te dejes conmover por esos discursos--dijo el tercero a K--, el
castigo es tan justo como inevitable.
--No le escuches--dijo Willem, y se calló sólo para llevar rápidamente
la mano, que acababa de recibir un azote, a la boca--, nos castigan
sólo porque tú nos has denunciado, en otro caso no nos hubiera
pasado nada, incluso si se hubiera sabido lo que habíamos hecho. ¿Se
puede llamar a esto justicia? Nosotros dos, y sobre todo yo, somos
vigilantes desde hace mucho tiempo. Tú mismo reconocerás que, mirado
desde la perspectiva del organismo que representamos, hemos vigilado
bien. Habríamos tenido posibilidades de ascender, con toda seguridad
en poco tiempo habríamos llegado a ser azotadores, como éste, que tuvo
la suerte de no ser denunciado por nadie, pues una denuncia semejante
es muy rara. Y ahora, señor, todo está perdido, tendremos que trabajar
en puestos aún más subordinados que el del servicio de vigilancia y,
además, recibiremos unos espantosos y dolorosos azotes.
--¿Puede causar ese látigo tanto dolor?--preguntó K, y examinó el
látigo que el azotador sostenía ante él.
--Nos tendremos que desnudar--dijo Willem.
--¡Ah, ya!--dijo K, y contempló más detenidamente al azotador. Estaba
bronceado como un marinero y tenía un rostro lozano y feroz.
--¿Hay alguna posibilidad de ahorrarles los azotes?--le preguntó K.
--No--dijo el azotador, sacudiendo la cabeza sonriente--. Quitaos la
ropa--ordenó a los vigilantes y, a continuación, le dijo a K:
--No tienes que creerte todo lo que te dicen. Su mente se ha debilitado
por el miedo a los azotes. Lo que éste--y señaló a Willem--te ha
contado sobre su posible carrera es completamente ridículo. Mira lo
gordo que está, los primeros azotes se perderán en la grasa. ¿Sabes por
qué se ha puesto tan gordo? Tiene la costumbre de comerse el desayuno
de todos los detenidos. ¿Acaso no se ha comido también el tuyo? Ya lo
dije. Pero un hombre con semejante estómago jamás podrá llegar a ser
azotador, eso es imposible.
--Hay azotadores así--afirmó Willem, que acababa de soltarse el
cinturón.
--¡No!--dijo el azotador, que le rozó el cuello con el látigo
causándole un sobresalto--. No tienes que escuchar lo que decimos, sino
desnudarte.
--Te recompensaría bien, si los dejaras marchar--dijo K, sin mirar al
azotador--esos negocios se cierran mejor con los ojos cerrados--y sacó
la cartera.
--Tú quieres denunciarme también a mí--dijo el azotador--, y procurarme
también unos azotes.
--No, sé razonable--dijo K--, si hubiese querido que azotasen a estos
hombres, no trataría ahora de liberarlos del castigo. Simplemente
cerraría la puerta, no querría ver ni oír nada y me iría a mi casa.
Sin embargo, no lo hago, sino que pretendo seriamente liberarlos. Si
hubiera sospechado que los iban a castigar, no hubiera mencionado sus
nombres. No los considero culpables, culpable es la organización,
culpables son los funcionarios superiores.
--Así es--dijeron los vigilantes y recibieron de inmediato un latigazo
en sus desnudas espaldas.
--Si tuvieras a un juez a merced de tu látigo--dijo K, y bajó el látigo
que ya se elevaba otra vez--, no te impediría que lo azotases, todo lo
contrario, te daría dinero para motivarte.
--Lo que dices suena creíble--dijo el azotador--, pero yo no me dejo
sobornar. Mi puesto es el de azotador, así que azoto.
El vigilante Franz, que se había mantenido reservado hasta ese momento,
tal vez con la esperanza de que la intercesión de K tuviera éxito, se
acercó ahora a K, sólo vestido con los pantalones, y se arrodilló ante
él cogiéndole la mano. A continuación, musitó:
--Si no puedes lograr que nos remitan a los dos el castigo, al menos
intenta liberarme a mí. Willem es mayor que yo, menos sensible en todos
los sentidos, incluso recibió hace un par de años una pena de azotes;
yo, sin embargo, aún no he perdido el honor, fue Willem, mi maestro
tanto en lo bueno como en lo malo, quien me indujo a actuar así. Abajo,
en la puerta del banco, espera mi prometida, siento tanta vergüenza--y
secó su rostro lleno de lágrimas en la chaqueta de K.
--Ya no espero más--dijo el azotador, tomó el látigo con ambas manos
y azotó a Franz, mientras Willem rumiaba en una esquina y miraba a
hurtadillas, sin atreverse a girar la cabeza. Entonces se elevó un
grito procedente de Franz, ininterrumpido e intenso; no parecía humano,
más bien parecía generado por un instrumento de tortura, resonó por
todo el pasillo, se tuvo que escuchar en todo el edificio.
--¡No grites!--exclamó K. No se pudo contener y mientras miraba tenso
en la dirección en la que deberían venir los empleados, empujó a Franz,
no muy fuerte pero lo suficiente como para que cayera al suelo y allí
se arrastrara, convulso, con ayuda de las manos. Pero ni aun así pudo
evitar los azotes, el látigo supo encontrarle también en el suelo;
mientras él se agitaba bajo los golpes, la punta del látigo bajaba
y subía con perfecta regularidad. Y entonces apareció en la lejanía
uno de los empleados, y dos pasos detrás, el segundo. K salió y cerró
la puerta a toda prisa, se acercó a una pequeña ventana que daba al
patio y la abrió. El vigilante dejó de gritar. Para no dejar que los
empleados se acercaran, gritó:
--¡Soy yo!
--Buenas noches, señor gerente--le respondieron--, ¿ha ocurrido algo?
--No, no--respondió K--, es sólo un perro en el patio.
Como los empleados no se movían añadió:--Pueden seguir con su trabajo.
Para no continuar con la conversación, se inclinó por la ventana.
Cuando, transcurrido un rato, miró por el pasillo, ya se habían ido.
K, sin embargo, permaneció en la ventana, no se atrevía a volver al
trastero y tampoco quería regresar a casa. Se limitó a contemplar el
patio cuadrado que tenía ante él; alrededor había oficinas, todas las
ventanas estaban oscuras, sólo las más altas recibían el reflejo de
la luna. K se esforzó por discernir una de las oscuras esquinas del
patio, en el que había dos carretas de mano. Le atormentaba no haber
podido detener los azotes, pero no era culpa suya no haberlo logrado.
Si Franz no hubiese gritado--cierto, tuvo que hacerle mucho daño,
pero en determinados momentos decisivos hay que saber dominarse--, si
no hubiera gritado, K habría encontrado con toda seguridad un medio
para convencer al azotador. Si todos los empleados inferiores eran
canalla, ¿por qué iba a constituir una excepción el azotador, que,
además, ejercía el cargo más inhumano? K había observado muy bien
cómo le habían brillado los ojos al ver los billetes. Posiblemente se
había tomado en serio lo de los azotes para subir un poco la suma del
soborno. Y K no habría ahorrado medios, realmente hubiera querido
liberar a los vigilantes. Si había comenzado a combatir la corrupción
de esa judicatura, era evidente que también tenía que intervenir en
ese ámbito. Pero en el momento en el que Franz había comenzado a
gritar, todo había acabado. K no podía permitir que los empleados, y
quién sabe qué otras personas, vinieran y le sorprendieran tratando
con los tipos del trastero. Nadie podía reclamar de K semejante
sacrificio. Si se hubiera propuesto hacerlo, hubiera sido muy fácil, K
se habría desnudado y se habría ofrecido al azotador como sustituto.
Ciertamente, el azotador no hubiera admitido semejante cambio, pues
sin obtener beneficio alguno habría tenido que incumplir seriamente
su deber y, muy probablemente, por partida doble, pues K, mientras
permaneciera sujeto al procedimiento, debía ser inviolable para todos
los empleados del tribunal. Es posible, no obstante, que en ese terreno
hubiera disposiciones especiales. Pero, en todo caso, K no podía haber
hecho otra cosa que cerrar la puerta, aunque ni siquiera así había
alejado del todo el peligro. Que al final hubiera tenido que empujar a
Franz era algo lamentable y sólo se podía disculpar por su estado de
excitación.
Oyó en la lejanía los pasos de los empleados. Para no llamar la
atención cerró la ventana y avanzó en dirección a la escalera
principal. Permaneció un rato escuchando al lado de la puerta del
trastero. Silencio. El hombre podía haber matado a azotes a los
vigilantes, estaban sometidos a su poder. K ya había extendido la mano
para coger el picaporte, pero se arrepintió. Era tarde para ayudar
a nadie y los empleados tenían que estar al llegar. No obstante, se
propuso hablar del asunto e intentar que castigasen convenientemente
a los culpables reales, es decir, a los funcionarios superiores, que
aún no habían tenido el valor de presentarse ante él. Mientras bajaba
la escalinata del banco, observó cuidadosamente a los paseantes, pero
no había ninguna muchacha en las cercanías que pudiera estar esperando
a alguien. La indicación de Franz, de que su prometida le estaba
esperando, no era más que una mentira, si bien disculpable, cuyo único
objetivo había sido despertar una mayor compasión.
El día siguiente K siguió pensando en los vigilantes. Como no se podía
concentrar en el trabajo, decidió obligarse a permanecer más tiempo en
el banco que el día anterior. Cuando pasó por el trastero para irse a
casa, abrió la puerta como si fuera una costumbre. Quedó desconcertado
ante la inesperada escena que se mostró ante sus ojos. Todo estaba
exactamente igual que la noche anterior, cuando abrió la puerta. Los
formularios y los frascos de tinta se acumulaban detrás del umbral; el
azotador con el látigo; los vigilantes, completamente vestidos; la vela
sobre el estante. Los vigilantes comenzaron a quejarse y gritaron:
--¡Señor!
K cerró la puerta de inmediato y la golpeó con los puños, como si sólo
así pudiera quedar cerrada del todo. Al borde de las lágrimas se fue a
ver a los empleados, que trabajaban tranquilamente con una multicopista
y permanecían absortos en su actividad.
--¡Ordenad de una vez el trastero!--gritó--. La inmundicia nos va a
llegar al cuello.
Los empleados se mostraron dispuestos a hacerlo al día siguiente. K
asintió con la cabeza. No podía obligarles a realizar el trabajo tan
tarde, como había previsto antes. Se sentó un rato, para tener a los
empleados cerca, desordenó algunas copias, queriendo dar la impresión
de que estaba examinando algo, pero comprobó que los empleados no se
atreverían a salir con él, así que se fue a casa cansado y con la mente
en blanco.
NOTAS:
[22] Max Brod, en el epílogo a la tercera edición de _El proceso_,
especulaba con la posibilidad de que este capítulo fuese, en realidad,
el segundo. Aquí, sin embargo, seguimos la opinión de Pasley por
considerarla más fundada y acorde con la acción. No obstante, la
posición del capítulo sigue siendo objeto de polémica.
=EL TÍO LENI=
Una tarde, cuando K estaba ocupado abriendo la correspondencia, el
tío de K, Karl, un pequeño terrateniente de la provincia, se abrió
paso entre dos empleados que llevaban algunos escritos y entró en el
despacho. K se asustó menos de la llegada del tío de lo que le había
asustado la simple idea de su posible visita. El tío iba a venir, de
eso estaba seguro desde hacía un mes. Ya al principio había creído
verlo, cómo le alcanzaba la mano derecha sobre el escritorio, algo
inclinado, con su sombrero de jipijapa en la mano izquierda, mostrando
una prisa desconsiderada y arrollando todo lo que se le ponía en su
camino. El tío siempre tenía prisa, pues le perseguía el infeliz
pensamiento de que en su estancia de un día en la ciudad tenía que
tener tiempo para realizar todo lo que se había propuesto, sin perderse
tampoco cualquier conversación, negocio o placer que ocasionalmente
pudiera surgirle. En todo ello tenía que ayudarle K, pues había sido su
tutor y estaba obligado; además le tenía que dejar dormir en su casa. K
le solía llamar «el fantasma rural».
Inmediatamente después de saludarse--no tenía tiempo para seguir la
invitación de K y sentarse en el sillón--, le pidió a K si podían
conversar a solas.
--Es necesario--dijo, tragando con esfuerzo--, es necesario para mi
tranquilidad.
K hizo salir a los empleados del despacho con instrucciones de que no
dejaran pasar a nadie.
--¿Qué ha llegado a mis oídos, Josef?--exclamó el tío en cuanto se
quedaron solos. A continuación, se sentó sobre la mesa y, sin verlos,
puso varios papeles debajo para sentarse con más comodidad.
K no respondió: sabía lo que vendría a continuación, pero,
repentinamente relajado al dejar el fatigoso trabajo, se apoderó de
él una agradable lasitud, por lo que se limitó a mirar por la ventana
hacia la calle de enfrente, de la que desde su sitio sólo se podía ver
una pequeña esquina, la pared desnuda de una casa entre dos escaparates
de tiendas.
--¡Y te dedicas a mirar por la ventana!--exclamó el tío alzando los
brazos--. ¡Por amor al Cielo, Josef ¡Respóndeme! ¿Es verdad? ¿Puede
ser verdad?
--Querido tío--dijo K, y salió de su ensimismamiento--, no sé qué
quieres de mí.
--Josef--dijo el tío advirtiéndole--, siempre has dicho la verdad, por
lo que sé. ¿Acaso tengo que tomar tus últimas palabras como un mal
signo?
--Supongo lo que quieres--dijo K sumiso--. Probablemente has oído
hablar de mi proceso.
Así es--respondió el tío, asintiendo con la cabeza lentamente--, he
tenido noticia de tu proceso.
--¿Quién te lo ha dicho?--preguntó K.
--Ema[23] me lo ha escrito--dijo el tío--. No tiene ningún trato
contigo, por desgracia no te preocupas mucho de ella, sin embargo se ha
enterado. Hoy he recibido la carta y he venido de inmediato. Por ningún
otro motivo, pues me parece motivo suficiente. Te puedo leer la parte
de la carta que se refiere a ti.
Sacó la carta del bolsillo.
--Aquí está. Escribe: «Hace tiempo que no veo a Josef, hace una semana
estuve en el banco, pero Josef estaba tan ocupado que no me dejaron
verle. Estuve esperando casi una hora, pero tuve que irme a casa porque
tenía la lección de piano. Me hubiera gustado hablar con él, es posible
que se presente otra oportunidad. Para mi cumpleaños me envió una gran
caja de bombones de chocolate, fue muy atento y cariñoso. Se me olvidó
escribíroslo, pero ahora que me preguntáis, lo recuerdo. Los bombones
no duran mucho en la pensión, apenas tiene uno conciencia de que le
han regalado bombones, cuando ya se han acabado. En lo que concierne a
Josef os quería decir algo más. Como os he mencionado, en el banco no
me dejaron entrar a verle porque en ese momento estaba tratando algo
importante con un hombre. Después de esperar tranquilamente durante
un buen rato, pregunté a un empleado si la reunión duraría mucho más.
Él contestó que podría ser, pues probablemente tenía que ver con el
proceso que se había incoado contra el gerente. Pregunté qué proceso
y si no se equivocaba y me respondió que no se equivocaba, que era un
proceso y, además, grave, pero que no sabía más. A él mismo le gustaría
ayudar al gerente, pues le consideraba un hombre bueno y justo, pero
que no sabría cómo empezar, sólo deseaba que personas influyentes lo
apoyaran. Era muy probable que esto ocurriera, y todo terminaría bien,
pero por ahora, como se desprendía del mal humor del señor gerente,
las cosas no iban nada bien. Por supuesto, no di mucha importancia
a esta información, intenté tranquilizar al sencillo empleado, le
aconsejé que no hablase de ello con otros y lo tuve todo por rumores
infundados. Sin embargo, tal vez fuera conveniente que tú, querido
padre, le visitaras la próxima vez que vinieras, a ti te será fácil
averiguar algo y, si realmente fuera necesario, podrías intervenir
con algunos de tus influyentes amigos. Y si no resulta necesario, que
será lo más probable, al menos le darás a tu hija la oportunidad de
abrazarte, lo que le alegrará mucho».
--Una niña encantadora--dijo el tío al terminar de leer la carta y se
secó algunas lágrimas que brotaban de sus ojos.
K asintió. A causa de todos los problemas que había tenido en los
últimos tiempos, había olvidado por completo a Ema, incluso se había
olvidado de su cumpleaños y la historia de los bombones había sido sólo
una fábula para protegerle frente a sus tíos. Era algo enternecedor, y
ni siquiera se lo podría pagar con las entradas para el teatro que, a
partir de ahora, pensaba enviarle con regularidad, pero no se sentía
con fuerzas para visitarla en la pensión, ni tampoco para sostener
una conversación con una niña de diecisiete años que aún acudía al
instituto.
--Y ¿qué dices tú ahora?--preguntó el tío, que daba la impresión de
haberlo olvidado todo debido a su excitación y parecía leer la carta de
nuevo.
--Sí, tío--dijo K--, es verdad.
--¿Es verdad?--exclamó el tío--. ¿Qué es verdad? ¿Cómo puede ser
verdad? ¿Qué tipo de proceso? ¿No será un proceso penal?
--Un proceso penal--respondió K.
--¿Y estás aquí sentado tan tranquilo mientras tienes un proceso penal
al cuello?--gritó el tío, que iba elevando cada vez más el tono de voz.
--Cuanto más tranquilo esté, mejor para el desenlace--dijo K cansado--.
No temas nada.
--¡Eso no me puede tranquilizar!--gritó el tío--. Josef, querido Josef,
piensa en ti, en tus parientes, en nuestro buen nombre. Hasta ahora has
sido nuestro orgullo, no puedes convertirte en nuestra vergüenza. Tu
actitud--y miró a K con la cabeza ligeramente inclinada--, tu actitud
no me gusta, así no se comporta ningún acusado inocente que aún posee
fuerzas. Dime en seguida de qué se trata para que pueda ayudarte.
¿Acaso se trata del banco?
--No--dijo K, y se levantó--. Hablas demasiado alto, querido tío,
el empleado está seguramente detrás de la puerta y oye todo lo que
decimos. Esto es muy desagradable para mí. Es mejor que nos vayamos.
Contestaré a todas tus preguntas lo mejor que pueda. Sé muy bien que
soy responsable ante la familia.
--Exacto--exclamó el tío--, exacto, date prisa, Josef, date prisa.--Aún
tengo que dar unos encargos--dijo K, y llamó por teléfono a su
sustituto, que entró poco después. El tío, en su excitación, señaló
con la mano a K para indicar que éste era el que le había llamado, de
lo que naturalmente no había ninguna duda. K, que permanecía detrás
del escritorio, aclaró en voz baja a su sustituto, un hombre joven,
que, sin embargo, escuchaba con seriedad, todo lo que tenía que hacer
en su ausencia, mostrándole distintos escritos. El tío molestaba al
permanecer allí de pie, con los ojos muy abiertos y mordiéndose los
labios; aunque en realidad no escuchaba, la impresión de que lo hacía
era muy incómoda. Luego comenzó a pasear de un lado a otro de la
habitación, deteniéndose un rato ante la ventana o ante un cuadro y
pronunciando expresiones como: «Me es completamente incomprensible» o
«ahora dime adónde va a ir a parar todo esto». El hombre joven hacía
como si no notase nada, escuchó tranquilamente las instrucciones de
K, anotó algunas cosas y salió, después de haber realizado una ligera
inclinación ante K, así como ante el tío, que, sin embargo, le volvió
la espalda, miró por la ventana y cerró los visillos. Apenas se había
cerrado la puerta, el tío exclamó:
--Al fin se ha ido ese pelele, ahora podemos irnos. ¡Ya era hora!
Por desgracia, no hubo ningún medio para que el tío dejase las
preguntas sobre el proceso cuando pasaban por el vestíbulo del banco,
donde se encontraban algunos funcionarios, entre ellos el subdirector.
--Bien, Josef--comenzó el tío, mientras saludaba con inclinaciones de
cabeza a los presentes--, dime ahora abiertamente qué tipo de proceso
es.
K hizo algunos gestos para que no dijera nada, sonrió un poco y sólo
cuando llegaron a la escalinata explicó al tío que no había querido
hablar ante la gente.
--Has hecho bien--dijo el tío--, pero ahora habla.
Escuchó con la cabeza inclinada, fumando un cigarrillo con nerviosismo.
Ante todo, tío, no se trata de un proceso ante un tribunal
ordinario[24].
--Malo--dijo el tío.
--¿Qué?--dijo K, y miró al tío.
--Eso es malo, según creo--repitió el tío.
Estaban al comienzo de la escalinata que conducía a la calle. Como el
portero parecía escuchar, K se llevó al tío hacia abajo. El animado
tráfico de la calle los acogió. El tío, que se había asido del brazo
de K, ya no quiso hablar con tanta urgencia sobre el proceso, incluso
anduvieron un rato en silencio.
--Pero, ¿cómo ha podido ocurrir?--preguntó finalmente el tío, y se
detuvo tan súbitamente que los que venían detrás le tuvieron que
esquivar asustados--. Esas cosas no surgen así, de repente, se van
preparando con mucho tiempo de antelación, ha tenido que haber signos.
¿Por qué no me has escrito? Ya sabes que hago todo lo que puedo por ti,
en cierta medida sigo siendo tu tutor, y hasta hoy he estado orgulloso
de serlo. Por supuesto que seguiré ayudándote, aunque ahora que el
proceso está en marcha, será muy difícil. Lo mejor sería que te tomaras
unas pequeñas vacaciones y te vinieras con nosotros al campo. Estás un
poco delgado, ahora lo noto. En el campo recuperarás las fuerzas, eso
será bueno, pues te esperan grandes esfuerzos. Además, así eludirás al
tribunal. Aquí disponen de todos los medios coercitivos y los pueden
aplicar automáticamente. En el campo tienen que delegar en un órgano
o intentar influir sobre ti por correspondencia, telégrafo o teléfono.
Eso debilita, naturalmente, los efectos. Aunque no te libera, al menos
te da un respiro.
--Me pueden prohibir salir de la ciudad--dijo K, que parecía entrar
algo en el proceso mental del tío.
--No creo que lo hagan--dijo el tío pensativo--, con tu partida no
sufren una pérdida excesiva de poder.
--Yo pensaba--dijo K, y tomó a su tío del brazo para impedirle que se
detuviera--que le darías menos importancia que yo, y ahora compruebo
que tú mismo lo tomas como algo muy serio.
Josef--exclamó el tío, e intentó desasirse para detenerse, pero K no
le dejó--, estás cambiado, siempre has tenido una gran inteligencia,
¿y precisamente ahora no la empleas? ¿Acaso quieres perder el proceso?
¿Sabes lo que eso significa? Eso significa que te suprimirán, y a todos
tus parientes contigo o, al menos, quedarán humillados, a la altura del
suelo. Josef, concéntrate. Tu indiferencia me desespera. Al verte así
se puede creer el refrán: «Proceso incoado, proceso perdido».
--Querido tío--dijo K--, es inútil excitarse. Excitándose no se ganan
los procesos. Deja que me guíe también por mis experiencias, del
mismo modo en que respeto las tuyas, por más que algunas veces me
asombren. Como dices que también la familia quedará afectada--lo que no
puedo entender, pero es un asunto secundario--, seguiré tus consejos.
Pero no considero una estancia en el campo como algo ventajoso, pues
significaría reconocer mi culpa y podría entenderse como una huida.
Además, aquí, es cierto, me pueden perseguir mejor pero también puedo
actuar e influir en el asunto.
--Cierto--dijo el tío en un tono reconciliador--, sólo te hice
esa proposición porque veía que peligraba todo el asunto con tu
indiferencia y me parecía que la única salida viable era tomarlo todo
en mis manos. Pero si quieres llevar tú mismo el asunto y con todas tus
fuerzas, será desde luego mucho mejor.
--Entonces estamos de acuerdo--dijo K--. ¿Tienes algún consejo sobre lo
que podría hacer?
--Aún tengo que meditar algo sobre el asunto--dijo el tío--. Como
sabes, vivo ininterrumpidamente en el campo desde hace veinte años y
así se pierde el instinto para estas cosas. Mis contactos con gente
importante, que tal vez conozcan mejor estos asuntos, se han debilitado
con el tiempo. En el campo estoy algo solo. Precisamente uno lo nota
cuando se producen este tipo de incidentes. Además, todo esto ha
sido inesperado, por más que después de la carta de Ema sospechase
algo, que se convirtió en certeza nada más verte. Pero eso no tiene
importancia, lo más importante es no perder el tiempo.
Mientras hablaba había hecho señas a un taxi, poniéndose de puntillas,
y cuando éste paró, subió, le dijo una dirección al conductor e
introdujo a K en el interior.
--Vamos a hacer una visita al abogado Huld[25]--dijo el tío--, fuimos
compañeros de colegio. ¿Conoces el nombre? ¿No? Es muy extraño. Tiene
gran fama como defensor y abogado de los pobres. Yo tengo mucha
confianza en él como persona.
--Me parece bien todo lo que emprendas--dijo K, aunque la manera
precipitada de actuar del tío le causara cierto malestar. No era muy
agradable visitar a un abogado para pobres siendo un acusado.
--No sabía--dijo--que en un asunto así se podía consultar a un abogado.
--Pues claro, naturalmente, ¿por qué no? Y ahora cuéntamelo todo para
que esté bien informado de lo que ha ocurrido.
K se lo comenzó a contar, sin silenciar nada. Su completa sinceridad
fue la única protesta que se pudo permitir contra la opinión del tío
de que el proceso era una gran vergüenza. El nombre de la señorita
Bürstner lo mencionó sólo una vez y de pasada, pero eso no influyó en
la sinceridad de su exposición, pues ella no tenía ninguna relación con
el proceso. Mientras hablaba, miraba por la ventanilla y observaba cómo
se acercaban a los suburbios en los que se hallaban las oficinas del
juzgado. Se lo dijo a su tío, pero éste no creyó que la coincidencia
fuese digna de ser tenida en cuenta. El coche se detuvo ante una casa
oscura. El tío llamó a la primera puerta de la planta baja. Mientras
esperaban, sonrió, hizo rechinar sus grandes dientes y musitó:
--Las ocho, una hora inusual para recibir a los clientes. Huld no me lo
tomará a mal.
En la mirilla de la puerta aparecieron dos grandes ojos negros, que
contemplaron durante un rato a los huéspedes y desaparecieron. La
puerta permaneció cerrada. El tío y K se confirmaron mutuamente haber
visto los dos ojos.
--Una criada nueva que tiene miedo a los extraños--dijo el tío y llamó
otra vez. Volvieron a aparecer los ojos, parecían tristes, pero podía
ser una ilusión producida por la llama de gas que ardía por encima de
sus cabezas y que apenas alumbraba.
--¡Abra!--gritó el tío golpeando la puerta con el puño--, somos amigos
del señor abogado.
--El señor abogado está enfermo--susurró alguien a sus espaldas. En
una puerta al otro lado del pasillo había un hombre en bata que era el
que se había dirigido a ellos con voz tan baja. El tío, que ya estaba
enfurecido por la espera, se dio la vuelta bruscamente y gritó:
--¿Enfermo?--y se fue hacia él con actitud amenazadora, como si el otro
fuese la misma enfermedad.
--Ya les han abierto--dijo el hombre, señaló la puerta del abogado, se
ajustó la bata y desapareció.
Era cierto, habían abierto la puerta, una muchacha--K reconoció en
seguida los ojos oscuros, un poco saltones--permanecía con un delantal
blanco en el vestíbulo y mantenía una vela en la mano.
--La próxima vez abra antes--dijo el tío en vez de saludar, mientras la
muchacha hacía una ligera inclinación de cabeza.
--Vamos, Josef--dijo a K, que pasó lentamente al lado de la muchacha.
--El señor abogado está enfermo--dijo la joven, ya que el tío se
dirigió directamente hacia una puerta sin detenerse. K aún contemplaba
asombrado a la muchacha, cuando ella se volvió para impedir la entrada.
Tenía un rostro redondo como el de una muñeca, pero no sólo las pálidas
mejillas y la barbilla poseían una forma redondeada, sino también las
sienes y la frente.
--Josef--volvió a llamar el tío y, a continuación, le preguntó a la
joven:
--¿Es el corazón?
--Creo que sí--dijo ella, había tenido tiempo para avanzar con la vela
y abrir la puerta de la habitación. En una de las esquinas, aún no
iluminada, se elevó de la cama un rostro con una larga barba.
--Leni, ¿quién viene?--preguntó el abogado, que, deslumbrado por la luz
de la vela, aún no había podido reconocer a los visitantes.
--Soy Albert, tu viejo amigo--dijo el tío.
--¡Ah!, Albert--dijo el abogado, y se dejó caer sobre la almohada, como
si esa visita no necesitase ninguna atención especial.
--¿Tan mal estás?--preguntó el tío, y se sentó al borde de la cama--.
No lo creo. Es una de tus recaídas, pero pasará como las anteriores.
--Es posible--dijo el abogado en voz baja--, pero es peor que otras
veces. Respiro con dificultad, no duermo y voy perdiendo fuerzas día a
día.
--Vaya--dijo el tío, y presionó su sombrero de jipijapa contra la
rodilla--, son malas noticias. ¿Te están cuidando bien? Esto está tan
triste, tan oscuro. Ha pasado ya mucho tiempo desde la última vez que
estuve aquí, pero antes esto era más agradable. Tampoco tu pequeña
señorita parece muy alegre, o tal vez disimula.
La muchacha permanecía con la vela cerca de la puerta. Parecía fijarse
más en K que en el tío, aun cuando éste se refirió a ella. K se apoyó
en una silla que él mismo había desplazado hasta las proximidades de la
joven.
--Cuando se está tan enfermo como yo--dijo el abogado--, hay que tener
tranquilidad, a mí no me parece triste.
Después de una pequeña pausa añadió:
--Y Leni me cuida muy bien, es muy buena[26].
El tío, sin embargo, no se dejó convencer. Tenía un prejuicio contra
la enfermera y aunque no replicó nada al enfermo, persiguió con mirada
severa a la muchacha cuando ésta se acercó a la cama, dejó la vela
en la mesilla de noche, se inclinó sobre el enfermo y le susurró algo
mientras le arreglaba la almohada. El tío prácticamente abandonó
toda consideración hacia el enfermo, se levantó, estuvo paseando de
un lado a otro detrás de la enfermera y a K no le hubiera asombrado
que la hubiera cogido por la falda para apartarla de la cama. K, sin
embargo, lo contemplaba todo con tranquilidad. Incluso la enfermedad
del abogado era algo que no le venía mal, no había podido oponer nada a
la actividad que el tío había desarrollado por su causa, pero el freno
que experimentaba ahora ese celo, sin intervención alguna de K, lo tomó
como algo positivo. Entonces el tío, tal vez sólo con la intención de
ofender a la enfermera, dijo:
--Señorita, por favor, déjenos un momento a solas, tengo que tratar con
mi amigo un asunto personal.
La enfermera, que se había inclinado aún más sobre el enfermo y
precisamente en ese momento alisaba la sábana, volvió la cabeza y dijo
con toda tranquilidad, que contrastaba con el silencio furioso y la
verborrea del tío:
--Ya ve, el señor está muy enfermo, no puede hablar de ningún asunto
personal.
Probablemente había repetido las palabras del tío sólo por comodidad,
pero por alguna persona ajena se podría haber tomado como una burla.
El tío, naturalmente, se comportó como si le hubieran acuchillado.
--Tú, condenada--logró decir con voz gutural y casi incomprensible por
la excitación.
K se asustó, aunque había esperado una reacción semejante, así que
corrió hacia él con la intención de taparle la boca con las manos.
Felizmente, el enfermo se incorporó detrás de la muchacha. El
rostro del tío se tornó sombrío, como si se estuviera tragando algo
repugnante, y dijo algo más tranquilo:
--Por supuesto que aún no hemos perdido la razón; si lo que reclamo no
fuera posible, no lo habría dicho. Por favor, váyase.
La enfermera estaba de pie al lado de la cama, mirando al tío, y con
una de sus manos, como creyó advertir K, acariciaba la mano del abogado.
--Puedes decir lo que quieras en presencia de Leni--dijo el enfermo con
un tono de súplica.
--No me concierne a mí--dijo el tío--, no es mi secreto.
Y se dio la vuelta, como si no pensara participar en más negociaciones,
pero concediera un periodo de reflexión.
--Entonces, ¿a quién concierne?--preguntó el abogado con voz apagada, y
volvió a echarse.
--A mi sobrino--dijo el tío--, lo he traído conmigo.
Se lo presentó:
--Gerente Josef K.
--¡Oh!--dijo el enfermo con súbita vivacidad, y le extendió la mano--,
disculpe, no había advertido su presencia.
--Retírate, Leni--dijo a la enfermera, que ya no se opuso, y le dio la
mano como si se despidiera por largo tiempo.
--Así que no has venido a hacer una visita a un enfermo--dijo
finalmente al tío, que se había acercado ya reconciliado--, vienes por
motivos profesionales.
Era como si la idea de una visita de enfermo hubiese paralizado hasta
ese momento al abogado, tan fortalecido aparecía ahora. Permaneció
apoyado en el codo, lo que tenía que ser bastante fatigoso, y tiró una
y otra vez de un pelo de su barba.
--Parece--dijo el tío--que te has recuperado algo desde la salida de
esa bruja.
Se interrumpió y musitó:
--Apuesto a que está escuchando--y saltó hacia la puerta. Pero detrás
de la puerta no había nadie. El tío regresó, pero no decepcionado, sino
amargado, pues creía ver en el comportamiento recto de la muchacha una
mayor maldad.
--No la conoces--dijo el abogado, sin proteger más a la enfermera. Tal
vez sólo quería expresar con ello que no necesitaba protección. Pero
prosiguió en un tono más interesado:
--En lo que se refiere al asunto de tu señor sobrino, me consideraría
feliz si mis fuerzas bastasen para una tarea tan extremadamente
difícil; me temo, sin embargo, que no bastarán, pero tampoco quiero
dejar de intentarlo; si no puedo, siempre será posible solicitar la
ayuda de otro. Para ser sincero, el asunto me interesa demasiado como
para dejarlo pasar y renunciar a toda participación. Si mi corazón no
lo soporta, al menos encontrará aquí una buena ocasión para fallar del
todo.
K no creyó comprender ni una sola palabra de lo que había dicho. Miró
al tío para encontrar una explicación, pero éste estaba sentado en la
mesilla de noche, de la que se acababa de caer sobre la alfombra un
frasco de medicinas. Con la vela en la mano, el tío asentía a lo que
decía el abogado, se mostraba de acuerdo en todo y miraba de vez en
cuando a K como si requiriera un asnos similar. ¿Acaso había hablado ya
el tío con el abogado acerca del proceso? Pero eso era imposible, todo
lo acaecido hablaba en contra. Por esta causa, dijo:
--No entiendo.
--¿Acaso le he interpretado mal?--preguntó el abogado tan asombrado y
confuso como K--. Tal vez me he precipitado. ¿Sobre qué quería hablar
conmigo? Creía que se trataba de su proceso.
--Naturalmente--dijo el tío, que entonces preguntó a K--: Pero ¿qué te
pasa?
--Sí, pero, ¿de qué me conoce y cómo sabe de mi proceso?--inquirió K.
--¡Ah, ya!--dijo el abogado sonriendo--, soy abogado, trato con
miembros de los tribunales, se habla de distintos procesos, sobre todo
de los más llamativos, y cuando afectan al sobrino de un amigo se
quedan en la memoria. No es nada extraño.
--Pero ¿qué te pasa?--volvió a preguntarle el tío--. Estás muy nervioso.
--¿Usted tiene trato con los miembros de los tribunales?--preguntó K.
--Sí--dijo el abogado.
--Haces preguntas de niño--dijo el tío.
--¿Con quién voy a tratar si no es con gente de mi gremio?--añadió el
abogado.
Sonó tan irrebatible que K fue incapaz de contestar. «Usted trabaja
en las estancias del palacio de Justicia pero no en las del desván»,
hubiera querido decir, pero no se atrevió.
--Tiene que tener en cuenta--continuó el abogado, como si le estuviera
explicando algo evidente y superfluo--que de ese trato saco muchas
ventajas para mis clientes y, además, en múltiples sentidos, pero de
eso no se puede hablar. Naturalmente estoy algo impedido a causa de mi
enfermedad; no obstante sigo recibiendo visitas de buenos amigos de
los tribunales y me entero de algunas cosas. Es posible que me entere
de mucho más de lo que se pueden enterar algunos que gozan de la mejor
salud y se pasan todo el día en los tribunales. Precisamente ahora
tengo una visita entrañable--y señaló hacia una de las esquinas.
--¿Dónde?--preguntó K de un modo algo grosero por la sorpresa. Miró a
su alrededor con inseguridad, la luz de la vela no llegaba hasta la
pared opuesta. Y realmente algo comenzó a moverse en la esquina. A la
luz de la vela, que ahora el tío sostenía en alto, se podía ver a un
señor bastante mayor sentado frente a una mesita. Era como si todo ese
tiempo hubiera aguantado la respiración para permanecer inadvertido.
Ahora se levantó algo molesto, insatisfecho por haber acaparado la
atención. Era como si quisiera evitar, moviendo las manos como pequeñas
alas, cualquier presentación o saludo, como si no quisiera molestar a
los demás con su presencia y como si suplicase que le dejaran de nuevo
en la oscuridad y en el olvido. Pero ya no se lo podían consentir.
--Nos habéis sorprendido--dijo el abogado como explicación e hizo una
seña al señor para animarle a que se aproximara, lo que éste hizo
lentamente, dudando, mirando alrededor y con cierta dignidad.
--El señor jefe de departamento judicial..., ¡ah!, perdón, no les he
presentado. Aquí mi amigo Albert K, aquí su sobrino, el gerente Josef
K, y aquí el señor jefe de departamento. Bien, pues el señor jefe de
departamento ha sido tan amable de hacerme una visita. El valor de una
visita así sólo puede ser apreciado por alguien que sepa lo cargado de
trabajo que está el señor jefe de departamento. No obstante ha venido,
y conversábamos tranquilamente, tanto como lo permitía mi debilidad.
No habíamos prohibido a Leni que dejara entrar a visitantes, pues no
esperábamos a ninguno, pero opinábamos que debíamos permanecer solos;
entonces se oyeron tus golpes, Albert, y el señor jefe de departamento
se retiró con su sillón a una esquina, pero ahora parece que tenemos
un asunto para discutir en común y puede volver con nosotros. Señor
jefe de departamento--dijo con una inclinación y una sonrisa sumisa,
señalando una silla en la cercanía de la cama.
--Por desgracia sólo podré permanecer unos minutos--dijo amablemente
el jefe de departamento, se sentó cómodamente en la silla y miró el
reloj--, pues el trabajo me llama. Pero tampoco quiero perder la
oportunidad de conocer a un amigo de mi amigo.
Inclinó ligeramente la cabeza hacia el tío, quien parecía muy
satisfecho por su nuevo conocido, satisfacción que, sin embargo, no
supo manifestar, ya que, por su naturaleza, era incapaz de mostrar
ningún sentimiento de sumisión, limitándose a acompañar las palabras
del jefe de departamento con una risa confusa. ¡Una visión horrible!
K podía contemplarlo todo tranquilamente, pues nadie se preocupaba de
él. El jefe de departamento, como parecía que era su costumbre, tomó
la palabra. El abogado, por su parte, cuya debilidad inicial parecía
que sólo había servido para expulsar a la nueva visita, escuchaba con
atención, con la mano en el oído; el tío, que mantenía la vela--la
balanceaba sobre su muslo y el abogado le miraba frecuentemente con
preocupación--había superado su confusión previa y seguía encantado la
manera de hablar del jefe de departamento y los movimientos ondulados
de manos con que éste acompañaba a sus palabras. K, que se apoyaba
en la pata de la cama, era completamente ignorado por el jefe de
departamento, probablemente con toda intención, y permaneció como mero
oyente. Además, no sabía de qué estaban hablando y se dedicó a pensar
en la enfermera, en el trato tan malo que había recibido del tío y
llegó a considerar si no había visto ya al jefe de departamento, tal
vez en la asamblea durante su primera comparecencia. Si se equivocaba,
el jefe de departamento habría armonizado perfectamente con los
participantes de las primeras filas, aquellos ancianos con sus barbas
ralas.
En ese preciso momento todos se quedaron escuchando pues se había
producido un ruido como el que hace la porcelana al romperse.
--Voy a ver qué ha podido ocurrir--dijo K, y salió lentamente, como si
quisiera dar la oportunidad de que le detuvieran. Apenas había entrado
en el vestíbulo e intentaba orientarse en la oscuridad, cuando una mano
pequeña, mucho más pequeña que la de K, se posó sobre la suya, aún en
el picaporte, y cerró suavemente la puerta. Era la enfermera, que había
estado esperando allí.
--No ha ocurrido nada--susurró ella--, he arrojado un plato contra la
pared para sacarle de la habitación.
K dijo algo confuso:
--También yo he pensado en usted.
--Mucho mejor--dijo la enfermera--. Venga.
Llegaron a una puerta con un cristal opaco. La enfermera la abrió.
--Entre--dijo ella.
Era el despacho del señor abogado. Por lo que se podía apreciar a
la luz de la luna, que sólo alumbraba con intensidad un espacio
rectangular del suelo bajo dos grandes ventanas, los muebles eran
antiguos y pesados.
--Venga aquí--dijo la enfermera, y señaló un oscuro arcón con forma de
asiento provisto de un respaldo de madera labrada.
Cuando K se sentó, miró a su alrededor: era una habitación amplia y
elevada, la clientela del abogado de los pobres se debía de sentir
perdida[27]. K creyó apreciar los pequeños pasos con los que los
visitantes se acercaban al poderoso escritorio. Pero poco después lo
olvidó y sólo tuvo ojos para la enfermera, que estaba sentada junto a
él y casi le presionaba contra uno de los brazos del arcón.
--Pensé--dijo ella--que vendría conmigo sin necesidad de llamarle.
Ha sido muy extraño. Primero me estuvo mirando al entrar casi
ininterrumpidamente y luego me dejó esperando. Por lo demás, llámeme
Leni--añadió rápida e inesperadamente, como si no quisiera desperdiciar
ni un segundo de esa conversación.
--Encantado--dijo K--. Pero en lo que concierne a su extrañeza, Leni,
se puede explicar fácilmente. En primer lugar, tenía que escuchar la
cháchara de los dos ancianos y no podía salir sin motivo alguno; en
segundo lugar, soy más bien tímido, y usted, Leni, no tenía el aspecto
de poder ser conquistada en un instante.
--No ha sido eso--dijo Leni, que apoyó el brazo en el respaldo y
contempló a K--, lo que pasa es que no le gusté al principio y
probablemente tampoco le gusto ahora.
--«Gustar» no expresaría bien lo que siento--dijo K, eludiendo una
respuesta directa.
--¡Oh!--exclamó ella sonriendo, y ganó gracias a las últimas palabras
de K cierta superioridad. Por esta causa, K permaneció un rato
en silencio. Como ya se había acostumbrado a la oscuridad de la
habitación, pudo distinguir algunos objetos. En concreto, le llamó
la atención un gran cuadro que colgaba a la derecha de la puerta. Se
inclinó para verlo mejor. En él estaba retratado un hombre con la
toga de juez, sentado en un sitial, cuyos adornos dorados destacaban
intensamente. Lo insólito era que ese juez no estaba sentado en una
actitud digna y reposada, sino que presionaba con fuerza el brazo
izquierdo contra el respaldo y contra el brazo del sitial, mientras
mantenía libre el brazo derecho, cuya mano se aferraba al otro brazo
del asiento como si en el instante siguiente fuera a saltar con un giro
violento para decir algo decisivo o pronunciar una sentencia[28]. Se
suponía que el acusado estaba al inicio de una escalera, de la cual
sólo se podían ver los peldaños superiores, cubiertos con una alfombra
amarilla.
--Tal vez sea éste mi juez--dijo K, y señaló el cuadro con el dedo.
--Yo le conozco--dijo Leni, que también miró el cuadro--, viene a
menudo de visita. El retrato lo pintaron cuando era joven, pero jamás
ha podido parecerse al del cuadro, pues es muy bajito. Sin embargo, se
hizo retratar con esa estatura porque es muy vanidoso, como todos los
de aquí. Pero yo también soy vanidosa y estoy muy insatisfecha por no
gustarle a usted.
K sólo respondió a este último comentario atrayendo a Leni hacia él
y abrazándola: ella reclinó en silencio la cabeza en su hombro. A
continuación, K le preguntó:
--¿Qué rango tiene?
--Es juez de instrucción--dijo ella, tomó la mano de K, con la que él
la abrazaba y jugó con sus dedos.
--Otra vez sólo un juez instructor--dijo K decepcionado--, los
funcionarios superiores se esconden, pero él está sentado en un sitial.
--Eso es todo un invento--dijo Leni, poniendo el rostro en la mano de
K--, en realidad está sentado en una silla de cocina, cubierta por una
vieja manta para caballerías. Pero ¿tiene que pensar siempre en su
proceso?--añadió lentamente.
--No, no, en absoluto--dijo K--, incluso creo que pienso demasiado poco
en él.
--Ése no es el error que está cometiendo--dijo Leni--. Usted es
demasiado inflexible, al menos eso es lo que he oído.
--¿Quién ha dicho eso?--preguntó K. Sintió su cuerpo en su pecho y
contempló su mata de pelo oscuro.
--Revelaría demasiado si se lo dijera--respondió Leni--. Por favor, no
pregunte nombres, pero rectifique su error, no sea tan inflexible. No
hay defensa posible contra esta judicatura, hay que confesar. Haga la
confesión en la próxima oportunidad que se le presente. Sólo así tendrá
la posibilidad de escapar, sólo así. No obstante, le será imposible sin
ayuda. No tema por esa ayuda, yo se la prestaré.
--Usted sabe mucho de esta justicia y de todas las trampas necesarias
para moverse en ella--dijo K, y, como se apretaba mucho a él, decidió
sentarla sobre sus rodillas.
--Así estoy bien--dijo ella, y se acomodó un poco la falda y la camisa.
Luego puso las manos en torno a su cuello, se inclinó un poco hacia
atrás y lo contempló durante un rato.
Y si no confieso, ¿no me podrá ayudar?--preguntó K de prueba. Reúno
ayudantes femeninos--pensó con asombro--, primero la señorita Bürstner,
luego la esposa del ujier y por último esta pequeña enfermera, que
parece sentir una incomprensible atracción hacia mí. ¡Se sienta en mis
rodillas como si fuese su lugar preferido!».
--No--respondió Leni y sacudió lentamente la cabeza--. En ese caso no
podría ayudarle. Pero está claro que usted no quiere mi ayuda, usted es
obstinado y no se deja convencer. ¿Tiene una amante?--preguntó después
de un rato de silencio.
--No--dijo K.
--¡Oh, sí!--dijo ella.
--Sí, claro que sí--dijo K--. La he negado y, no obstante, llevo una
fotografía suya.
Siguiendo su petición, le mostró la fotografía, que ella estudió hecha
un ovillo sobre sus rodillas. Era una fotografía al natural: la tomaron
mientras Elsa bailaba una danza trepidante, como las que le gustaba
bailar en el local donde trabajaba; su falda volaba a su alrededor
agitada por sus giros y apoyaba las manos en las caderas, al mismo
tiempo miraba sonriendo hacia un lado con el cuello estirado. No se
podía reconocer en la foto a quién dirigía esa sonrisa.
--Se ha ceñido demasiado el corpiño--dijo Leni, y señaló el lugar donde
se podía apreciar--. No me gusta, es torpe y vulgar. Tal vez sea con
usted dulce y amable, eso se podría deducir de la fotografía. Mujeres
tan altas y fuertes no saben a menudo otra cosa que ser dulces y
amables; pero, ¿sería capaz de sacrificarse por usted?
--No--dijo K--, ni es dulce ni amable, ni tampoco se sacrificaría por
mí. Aunque hasta ahora no he reclamado de ella ni lo uno ni lo otro. Y
no he contemplado la fotografía con tanto detenimiento como usted.
--Entonces no tiene mucha importancia para usted--dijo Leni--, no es su
amante.
--Sí lo es--dijo K--, no voy a desmentirlo ahora.
--Bueno, por mucho que sea su amante--dijo Leni--, no la echaría de
menos si la perdiera o la sustituyera por otra, por ejemplo por mí.
--Cierto--dijo K sonriendo--, eso sería posible, pero ella tiene una
ventaja frente a usted, no sabe nada del proceso y si supiera algo, no
pensaría en convencerme para que condescendiera.
--Eso no es ninguna ventaja--dijo Leni--. Si no tiene más ventajas, no
perderé la esperanza. ¿Tiene algún defecto corporal?
--¿Un defecto corporal?--preguntó K.
--Sí--dijo Leni--, yo tengo un pequeño defecto, mire.
Estiró los dedos corazón e índice de su mano derecha y una membrana
llegaba prácticamente hasta la mitad del dedo más corto. La oscuridad
impidió ver a K lo que quería mostrarle, así que ella llevó su mano
hasta el sitio indicado para que él lo tocara.
--Qué capricho de la naturaleza--dijo K, y añadió mientras miraba toda
la mano--: Qué garra tan hermosa.
Leni contempló con orgullo cómo K abría y cerraba asombrado los dos
dedos hasta que, finalmente, los besó ligeramente y los soltó.
--¡Oh!--exclamó ella en seguida--. ¡Me ha besado!
Ayudándose con las rodillas, trepó por el cuerpo de K con la boca
abierta; K la miró consternado, ahora que estaba tan cerca notó que
despedía un olor amargo y excitante, como a pimienta; atrajo su cabeza,
se inclinó sobre ella y la mordió y besó en el cuello, luego mordió su
pelo.
--La ha sustituido por mí--exclamaba ella--, ve, ¡la ha sustituido por
mí!
Sus rodillas resbalaron y cayó hasta casi tocar la alfombra lanzando un
pequeño grito. K la abrazó para sujetarla, pero ella lo atrajo.
--Ahora me perteneces[29]--dijo ella.
--Aquí tienes la llave de la casa, ven cuando quieras--fueron sus
últimas palabras y un beso al azar le alcanzó en la espalda mientras
se alejaba. Cuando salió de la casa comprobó que caía una fina lluvia,
quería llegar a la mitad de la calle para poder ver a Leni en la
ventana, pero de un automóvil, que esperaba cerca de la casa, y que K
no había advertido, salió el tío, le cogió del brazo y le empujó contra
la puerta de la casa, como si quisiera apuntalarle contra ella.
--¡Pero cómo has podido hacerlo!--gritó--. Has dañado gravemente tu
causa cuando ya iba por el buen camino. Te ocultas con esa cosa sucia
que, además, es la amante del abogado y permaneces ausente durante
horas. Ni siquiera buscas una excusa, no, ni disimulas, sino que
abiertamente corres hacia ella y te quedas con ella. Y mientras tanto
nosotros permanecemos allí sentados, tu tío, que se esfuerza por ti,
el abogado, al que hay que ganarse para que te defienda y, sobre
todo, el jefe de departamento, ese gran señor, que domina tu caso en
su estado actual. Queríamos hablar sobre cómo se te podía ayudar, yo
tenía que hablar cuidadosamente con el abogado y luego éste con el jefe
de departamento y al menos tendrías que haberme apoyado. En vez de
eso permaneces ausente. Al final ya no se puede ocultar, son hombres
educados, no hablan de ello, me guardan consideración, pero llega un
momento en que ya no lo pueden tolerar, y como no pueden hablar del
caso, enmudecen. Hemos permanecido allí sentados minutos y minutos sin
decir una palabra, escuchando si venías o no. Todo en vano. Finalmente,
el jefe de departamento, que ha permanecido más tiempo del que quería,
se ha levantado y se ha despedido de mí, compadeciéndome y sin poder
ayudarme. Luego esperó amablemente un tiempo en la puerta y se fue.
Naturalmente, yo estaba feliz de que se hubiera ido, ya no podía ni
respirar. Al abogado le ha sentado mucho peor, el pobre hombre no
podía hablar cuando me despedí de él. Probablemente has contribuido a
que sufriese una recaída y así aceleras la muerte del hombre del que
dependes. Y me dejas a mí, a tu tío, aquí, bajo la lluvia, mira, estoy
empapado, he esperado horas[30].
NOTAS:
[23] En el manuscrito, en un principio, «Laura». Ema se llamaba la
hermana de Felice Bauer, con la que Kafka permaneció en contacto aun
después de la ruptura de relaciones con Felice.
[24] En el manuscrito, después de «ordinario» aparece tachado
«estatal». Kafka se decantó así por mantener cierta ambigüedad respecto
a la calificación del tribunal, aunque todas las referencias refuerzan
la impresión de que se trataba de una organización al margen del Estado.
[25] En el manuscrito, en un principio, «abogado Massal». En «yiddisch»
«massel» significa «suerte». «Huid» significa «favor» o «benevolencia».
[26] A continuación, tachado en el manuscrito: «Esa alabanza no hizo
efecto alguno en la muchacha, ni siquiera le impresionó lo que el
tío dijo a continuación: "Puede ser. No obstante, te enviaré lo más
pronto posible, incluso hoy mismo, una enfermera. Si no cumple con sus
obligaciones, la despides, pero hazme el favor e inténtalo. En este
ambiente y con este silencio no se puede vivir". "No siempre es tan
silencioso--dijo el abogado--. Sólo tomaré a tu enfermera si es algo
obligatorio". "Lo es"--dijo el tío.
[27] Tachado en el manuscrito: «El escritorio, que casi ocupaba la
habitación en toda su longitud, se hallaba cerca de la ventana. Estaba
de tal manera dispuesto que el abogado daba la espalda a la puerta.
Así, el visitante tenía que atravesar toda la habitación como un
intruso antes de poder ver el rostro del abogado, si éste no tenía la
amabilidad de volverse hacia el visitante».
[28] Tachado en el manuscrito «para terror del acusado». Según M.
Pasley, Kafka se inspiró en la obra de Freud _El Moisés de Miguel
Ángel_ para la descripción de la actitud del juez retratado.
[29] En un principio Kafka planeó terminar el capítulo con esta frase.
En el manuscrito aparece la palabra «Fin». No obstante, más tarde se
decidió por continuar el capítulo para dar una mayor consistencia al
argumento.
[30] Kafka tuvo problemas para terminar este capítulo y no quedó
satisfecho. Se ha conservado otra continuación, publicada por Max Brod:
«Cuando salieron del teatro lloviznaba ligeramente. K estaba cansado
por la mala representación. El pensamiento de que tenía que albergar
a su tío le deprimía, precisamente ese día necesitaba hablar con F.
B., podría haber encontrado una oportunidad para verla. La compañía
del tío, sin embargo, se lo impedía. Salía un tren nocturno que el
tío podía coger, pero convencerle para que se fuera ese día, en que
habían estado tan ocupados con el proceso, era completamente imposible.
No obstante, K hizo el intento, aunque sin esperanzas: "Temo,
tío--dijo--, que necesitaré tu ayuda en el futuro. Aún no sé en qué,
pero la necesitaré con toda seguridad". "Puedes contar conmigo--dijo
el tío--, no paro de pensar en cómo te puedo ayudar". "Eres el mismo
de siempre--dijo K--, sólo temo que la tía se enoje conmigo si te
pido que vuelvas a la ciudad". "Tu asunto es mucho más importante que
esas molestias". "En eso no coincido--dijo K--, no quiero separarte
inútilmente de la tía. Te necesitaré muy pronto, así que podrías irte a
casa mientras tanto". "¿Mañana?"--dijo el tío. "Sí, mañana--respondió
K--, o, tal vez, lo más cómodo sería que viajases esta misma noche en
el tren nocturno"».
=EL ABOGADO
EL FABRICANTE
EL PINTOR=
Una mañana de invierno--fuera caía la nieve y la luz era mortecina--,
K estaba sentado en su despacho, exhausto a pesar de encontrarse en
las primeras horas de la mañana. Para protegerse de los funcionarios
inferiores, había encargado a su ordenanza que no dejase pasar a nadie;
puso como excusa que estaba muy ocupado. Pero en vez de trabajar,
giraba en su sillón, desplazaba lentamente distintos objetos sobre
el escritorio y, sin ser muy consciente de lo que hacía, terminó por
extender el brazo sobre la mesa y permanecer inmóvil con la cabeza
inclinada.
El proceso ya no abandonaba sus pensamientos. Con frecuencia había
considerado la posibilidad de redactar un escrito de defensa y
presentarlo al tribunal. En él incluiría una corta descripción de su
vida y aclararía, respecto a cada acontecimiento importante, por qué
motivos había actuado así, si esa forma de actuar, según su juicio
actual, era reprochable o no, y las justificaciones que se podían
aducir en uno u otro caso. Las ventajas de un escrito de defensa con un
contenido similar, en comparación con la simple defensa a través del
abogado, por lo demás tampoco libre de objeciones, eran indudables. K
no sabía lo que el abogado emprendía; en todo caso no era mucho, hacía
un mes que no le llamaba y en ninguna de las visitas previas tuvo la
impresión de que ese hombre pudiera alcanzar algo. Ni siquiera le había
preguntado apenas nada. Y, sin embargo, había tanto que preguntar.
Preguntar era, sin duda, lo principal. K tenía la sensación de que
él mismo podía plantear todas las preguntas necesarias del caso. El
abogado, por el contrario, en vez de preguntarle, contaba cosas él
mismo o permanecía en silencio, inclinándose sobre el escritorio--tal
vez por su dureza de oído--, tirándose de un pelo de la barba y mirando
fijamente la alfombra, es posible que hacia el lugar en el que habían
yacido K y Leni. De vez en cuando le hacía alguna vacía advertencia,
como se hace con los niños[31]. Palabras tan inútiles como aburridas,
que K no pensaba pagar ni con un un céntimo cuando le enviara la cuenta
final. Una vez que el abogado creía haberle humillado lo suficiente,
comenzaba, como de costumbre, a infundirle un poco de ánimo. Según
le contaba, él había ganado ya total o parcialmente muchos procesos
similares, procesos que, si bien no habían sido tan difíciles como el
suyo, al menos se habían presentado igual de desesperanzados. Tenía
una lista con esos procesos en su cajón--al decirlo golpeteaba en uno
de los laterales de la mesa--, pero por desgracia no podía mostrar
el material, pues se trataba de un secreto oficial. Naturalmente,
decía, toda su experiencia revertía en favor de K. Había comenzado
a trabajar de inmediato y el primer escrito judicial ya casi estaba
redactado. Su importancia consistía en que al ser la primera impresión
que daba la defensa, a menudo determinaba esencialmente el posterior
desarrollo del procedimiento. No obstante, por desgracia, se veía
obligado a advertirle que a veces ocurría que los primeros escritos
presentados al tribunal no se leían. Simplemente se agregaban a
las actas y se estimaba que provisionalmente era más importante el
interrogatorio y la observación del acusado que todas las alegaciones
realizadas por escrito. Si el solicitante mostraba apremio, se aducía
que antes de la sentencia definitiva se reuniría todo el material,
incluidas las actas respectivas, y se examinarían también los primeros
escritos. Lamentablemente, esto no ocurría siempre así, el primer
escrito se solía traspapelar o simplemente se extraviaba y, aunque se
conservase hasta el final--esto lo había sabido el abogado sólo por
rumores--, apenas se leía. Todo eso era lamentable, pero no carecía
de justificación. K no debía sacar la falsa conclusión de que el
procedimiento no era público, podía ser público, si el tribunal lo
consideraba necesario, pero la ley no prescribía su publicidad. Como
consecuencia de esto, los escritos judiciales, ante todo el escrito
de acusación, eran inaccesibles para el acusado y la defensa, por
consiguiente no se sabía con exactitud a qué se debía referir, en
concreto, el primer escrito, así que éste sólo podía contener por
casualidad algo que fuera importante para la causa. Datos exactos y
aptos para servir de prueba se podían elaborar con posterioridad,
cuando los interrogatorios del acusado hicieran aparecer con más
claridad los cargos que se le imputaban o permitieran deducirlos con
mayor precisión. Naturalmente, bajo estas condiciones, la defensa se
encontraba en una situación muy desfavorable y difícil. Pero también
esto era deliberado. En realidad, la ley no permitía una defensa, sólo
la toleraba, no obstante, incluso respecto al texto legal del que se
podía deducir una tolerancia, existía una fuerte disensión doctrinal.
Por consiguiente, estrictamente hablando, no podía haber ningún abogado
reconocido por los tribunales, todos los abogados que comparecían
ante ese tribunal eran abogados intrusos. El gremio consideraba esta
situación indignante y si K, en su próxima visita a los juzgados, se
fijaba en el despacho de los abogados, lo comprobaría. Probablemente
quedaría horrorizado al ver en qué condiciones se reunía allí la gente.
Ya la estancia estrecha mostraba el desprecio que la Justicia tenía
por ese gremio. La luz sólo penetraba por una claraboya, situada a
tal altura que si alguien quería mirar por ella tenía que buscar a
un colega para subirse a sus espaldas. Por añadidura, el humo de una
chimenea cercana le entraría por la nariz y le dejaría la cara negra.
En el suelo de esa estancia--sólo para añadir un ejemplo más del estado
en que se encontraba aquello--, había, desde hacía más de un año, un
agujero, no tan grande como para que un hombre pudiese caer por él,
pero sí lo suficiente como para poder meter una pierna. El despacho
de los abogados estaba en el segundo piso, si alguien se hundía, la
pierna aparecía en el primer piso, precisamente en el corredor donde
esperan los acusados. No exageraba al decir que en los círculos de
abogados esa situación se consideraba vergonzosa. Las quejas a la
Administración de Justicia no habían tenido el más mínimo éxito, lo
único que se había conseguido era que se prohibiera severamente que
los abogados cambiasen algo en la habitación asumiendo ellos mismos
los costes. Pero también esta forma de tratar a los abogados tenía
un fundamento. Se quería impedir la defensa y se pretendía que todo
recayese sobre el acusado. No era un mal criterio, pero sería un error
deducir que en esa justicia los abogados no servían para nada. Todo
lo contrario, en ningún lugar eran tan necesarios. El procedimiento
no sólo no era público, sino que también permanecía secreto para el
acusado. Naturalmente, todo lo secreto que era posible, pero era
posible en su mayor parte. El acusado tampoco tenía acceso a los
escritos judiciales y deducir de los interrogatorios el contenido
de ellos era muy difícil, sobre todo para el acusado, confuso y
lleno de preocupaciones. Aquí es cuando debía actuar la defensa.
Por regla general, la defensa no podía estar presente durante los
interrogatorios, así que se veía obligada a preguntar al acusado, si
era posible en la misma puerta del despacho del juez instructor, acerca
del interrogatorio e intentar deducir de esos informes, la mayoría de
las veces muy vagos, la información conveniente. Pero esto no era lo
más importante, pues así no se podía averiguar mucho, aunque, si bien
era cierto, una persona competente averiguaría más que otra que no lo
era. Lo más importante eran las relaciones personales del abogado, en
ellas consistía la calidad de la defensa. K ya había sabido por propia
experiencia que los rangos inferiores de esa organización judicial
no eran del todo perfectos, que en ellos abundaban los empleados
corruptos y aquéllos que olvidaban fácilmente el cumplimiento del
deber, por lo que la severa configuración judicial mostraba algunas
lagunas. Aquí es donde la gran masa de abogados encontraba su campo
de actuación, aquí se sobornaba y se espiaba, no hacía mucho tiempo,
incluso, se produjeron robos de actas. No se podía dudar que de esa
manera se podían conseguir resultados sorprendentemente favorables
para el acusado, aunque sólo momentáneos. Los pequeños abogados los
aprovechaban para hacerse publicidad y vanagloriarse, pero para el
posterior transcurso del proceso no significaba nada o nada bueno.
Lo que a fin de cuentas poseía más valor eran las buenas y sinceras
relaciones personales y, además, con los funcionarios superiores, con
lo que sólo se hacía referencia a los funcionarios superiores de los
grados inferiores. Gracias a estas relaciones se podía influir en el
desarrollo del proceso, al principio de una manera inapreciable, más
tarde con mayor claridad. Esto lo conseguían muy pocos abogados, y
aquí la elección de K se mostraba muy acertada. Tal vez sólo uno o dos
abogados podían poseer unas relaciones similares a las suyas. Estos
abogados, sin embargo, no se ocupaban de los clientes presentes en el
despacho de abogados y no tenían nada que ver con ellos. Y precisamente
esa circunstancia era la que fortalecía--vínculo con los funcionarios
judiciales. Ni siquiera era necesario que el Dr. Huld acudiera a los
tribunales, que esperase allí a la casual aparición del juez instructor
y que consiguiese algún éxito, dependiendo del humor del magistrado,
o ni siquiera eso. No, K ya lo había podido ver, los funcionarios, y,
entre ellos, algunos superiores, se presentaban por su propia voluntad,
ofrecían espontáneamente alguna información, clara o fácilmente
interpretable, hablaban sobre el posterior desarrollo del proceso, sí,
incluso había casos en que se dejaban convencer y adoptaban encantados
los puntos de vista ajenos. No obstante, tampoco se podía confiar
mucho en ellos en este último aspecto. Por muy positiva que fuese su
opinión para la defensa, nada impedía que regresasen a su despacho y
al día siguiente emitiesen una sentencia completamente contraria y
mucho más severa para el acusado que la pensada en un primer momento,
de la que, sin embargo, afirmaban estar convencidos del todo. Contra
esto no hay defensa posible, pues lo que han dicho en confianza sólo
se ha dicho en confianza y no admite ninguna consecuencia pública,
ni siquiera en el caso de que la defensa no se esforzara en mantener
el favor de los señores. Por otra parte, resultaba cierto que estos
señores no se ponían en contacto con la defensa, naturalmente con una
defensa especializada, por amor al género humano o por sentimientos
de amistad, también ellos, en cierta manera, dependían de ella. Aquí
salía a la luz uno de los defectos de una organización judicial que
establecía la confidencialidad del tribunal. A los funcionarios les
faltaba el contacto con la población, para los procesos habituales
estaban bien dotados, un proceso así prácticamente avanzaba por sí
mismo y sólo necesitaba un pequeño empujón de vez en cuando, pero
en los casos más simples o en los más difíciles se mostraban con
frecuencia perplejos. Como estaban sumidos noche y día en la ley,
carecían del sentido para las relaciones humanas y en algunos casos lo
echaban de menos. Entonces acudían a los abogados para tomar consejo
y detrás de ellos venía un empleado con esas actas que, en realidad,
se supone, son tan secretas. En esa ventana había visto a algunos
señores, de los que jamás se hubiera podido esperar una actitud así,
mirando hacia la calle desconsolados, mientras el abogado estudiaba las
actas para darle un buen consejo. Por lo demás, en esas situaciones se
podía comprobar la enorme seriedad con que esos señores se tomaban su
trabajo y cómo se desesperaban cuando topaban con impedimentos que,
por su naturaleza, no podían superar. Su posición tampoco era fácil,
se les haría una injusticia si se pensase que su posición era fácil.
La estructura jerárquica de la organización judicial era infinita y
ni siquiera era abarcable para el especialista. El procedimiento en
los distintos juzgados era, por regla general, también secreto para
los funcionarios inferiores, por consiguiente jamás podrían seguir los
asuntos que trataban en las fases subsiguientes; las causas judiciales
entraban en su ámbito de competencias sin que supieran de dónde venían
y luego seguían su camino sin que supieran adónde iban. Así pues,
estos funcionarios no podían sacar ninguna enseñanza del estudio de
las distintas fases procesales, de las decisiones y fundamentos de
las mismas. Sólo podían ocuparse de aquella parte del proceso que la
ley les atribuía y del resultado de su trabajo sabían con frecuencia
menos que la defensa, que, por regla general, permanecía en contacto
con el acusado hasta el final del proceso. También a este respecto
podían conocer a través de la defensa alguna información valiosa.
Si K todavía se asombraba, teniendo en cuenta todo lo dicho, de la
irascibilidad de los funcionarios--todos tenían la misma experiencia--,
que con frecuencia se dirigían a las partes de un modo insultante,
debía considerar que todos los funcionarios estaban irritados,
incluso cuando parecían tranquilos. Era natural que los abogados
sufrieran mucho por esa circunstancia. Se contaba, por ejemplo, una
historia, que, según todos los indicios, podía ser verdadera: Un viejo
funcionario, un señor bueno y silencioso, había estudiado una noche y
un día, sin interrupción--estos funcionarios eran más diligentes que
nadie--, un asunto judicial bastante difícil, especialmente complicado
debido a los datos confusos aportados por el abogado. Por la mañana,
después de un trabajo de veinticuatro horas, probablemente no muy
fecundo, se fue hacia la puerta de entrada, permaneció allí emboscado
y arrojó por las escaleras a todos los abogados que pretendían entrar.
Los abogados se reunieron al pie de las escaleras y discutieron qué
podían hacer. Por una parte, no tenían ningún derecho a entrar, así que
no podían emprender acción judicial alguna contra el funcionario y,
además, tenían que cuidarse mucho de poner al cuerpo de funcionarios
en su contra. Por otra parte, como no hay día perdido en el juzgado,
tenían la necesidad de entrar realmente, se pusieron de acuerdo en
intentar cansar al funcionario. Una y otra vez mandaron a un abogado
que volvía a ser arrojado escaleras abajo al ofrecer una resistencia
meramente pasiva. Todo esto duró alrededor de una hora; entonces
el hombre, ya viejo, debilitado por el trabajo nocturno, realmente
fatigado, regresó a su despacho. Los de abajo no se lo querían creer,
así que enviaron a uno para que mirase detrás de la puerta y comprobara
que ya no estaba. Sólo entonces entraron, pero no se atrevieron ni a
rechistar. Pues los abogados--y hasta el más ínfimo de ellos podía
abarcar, al menos en parte, las circunstancias que allí prevalecían--no
pretendían introducir ni imponer ninguna mejora en el funcionamiento
de los tribunales, mientras que casi todos los acusados--y esto era lo
significativo--, incluso gente muy simple, empezaban a pensar nada más
entrar en proposiciones de mejora y así desperdiciaban el tiempo y las
energías, que podrían emplear mucho mejor de otra manera. Lo correcto
era adaptarse a las circunstancias. Aun en el supuesto de que a alguien
le fuera posible mejorar algunos detalles--aunque sólo se trataba de
una superstición absurda--, lo único que habría conseguido, en el mejor
de los casos, sería mejorar algo para asuntos futuros, pero se habría
dañado extraordinariamente a sí mismo, pues habría llamado la atención
del cuerpo de funcionarios, siempre vengativo. ¡Jamás había que llamar
la atención! Había que esforzarse por comprender que ese gran organismo
judicial en cierta manera estaba suspendido, como si flotara, y si
alguien cambiaba algo en su esfera particular podía perder el suelo
bajo los pies y precipitarse, mientras que el gran organismo, para
paliar esa pequeña distorsión, encontrar fácilmente un repuesto en
otro lugar--todo está conectado--y permanecería así invariable o, lo
que era aún más probable, todavía más cerrado, más atento, más severo,
más perverso. Así que lo mejor era ceder el trabajo a los abogados
en vez de molestarlos. Los reproches no servían de nada, sobre todo
cuando no se podían comprender los motivos que los generaban, y no se
podía negar que K, con su actitud frente al jefe de departamento, había
dañado mucho su causa. A ese hombre tan influyente, que pertenecía a
aquéllos que pueden hacer algo por él, ya había que tacharlo de la
lista. Desoía incluso las menciones más fugaces del proceso y, además,
intencionadamente. En algunas cosas los funcionarios se comportaban
como niños. Con frecuencia se podían ofender por pequeñeces--y
la actitud de K, por desgracia, no quedaba encuadrada en esta
categoría--, y entonces dejaban de hablar incluso con buenos amigos,
los evitaban y los perjudicaban en todo lo que podían. Pero de pronto,
sorprendentemente, sin un motivo que lo explicase, se les hacía reír
con una broma, fruto de la desesperación, y se reconciliaban. El trato
con ellos era al mismo tiempo difícil y fácil, no había reglas. A veces
resultaba asombroso que una vida normal alcanzase para poder abarcar
tanto y obtener aquí algún éxito laboral. Había, por supuesto, horas
sombrías, como las que tiene cualquiera, en las que se creía no haber
conseguido nada, en las que a uno le parecía que un proceso, con buenas
perspectivas desde el principio hasta el final y con un buen resultado,
podría haber llegado a la misma conclusión sin trabajo alguno, mientras
otros muchos se habían perdido a pesar de todo el esfuerzo, de las
muchas idas y venidas, de los pequeños éxitos aparentes, sobre los
que uno tanto se alegraba. Entonces todo parecía inseguro y uno no
osaría negar, incluso, que procesos con buenas expectativas se habían
descarrilado precisamente por la ayuda prestada. También eso era una
cuestión de confianza en uno mismo, y esa confianza era lo único
que quedaba. A estos ataques--sólo eran pequeños ataques, caídas de
ánimo, nada más--estaban expuestos los abogados cuando, de repente,
se les quitaba un proceso que habían llevado durante mucho tiempo y
satisfactoriamente. Esto era lo más enojoso que le podía ocurrir a
un abogado. No era el acusado el que le quitaba el proceso, eso no
sucedía nunca, un acusado que había nombrado a un abogado tenía que
quedarse con él ocurriera lo que ocurriese. ¿Cómo podría defenderse
solo si ya había pedido ayuda? Eso no sucedía, aunque podía ocurrir
alguna vez que el proceso tomase un curso que el abogado ya no pudiese
seguir. Entonces al abogado se le privaba del proceso, del acusado y
de todo lo demás. En esta situación ya no podían ayudar las mejores
relaciones con los funcionarios, pues ni siquiera ellos sabían algo.
El proceso había entrado en una fase en la que ya no se podía prestar
ayuda alguna. De él se ocupaban ahora juzgados accesibles, donde el
acusado no podía ser localizado por su defensor. Un día el abogado
llegaba a casa y encontraba sobre la mesa todas las anotaciones y datos
reunidos con tanto esfuerzo y con tantas esperanzas.--Se los habían
devuelto, pues no poseían valor alguno en la nueva fase procesal,
eran desperdicios. Pero tampoco había que dar por perdido el proceso,
en absoluto, al menos no había ningún motivo decir que avalase esa
suposición, lo único que ocurría es que ya no se sabría nada del
proceso. Afortunadamente, estos casos eran excepcionales y, aun en el
supuesto de que el proceso de K pudiera convertirse en uno de ellos,
por ahora estaría muy lejos de una fase semejante. Todavía quedaban
muchas oportunidades para el trabajo del abogado y de que él las
aprovecharía, de eso K podía estar seguro. El escrito, como le había
mencionado, aún no había sido entregado, tampoco había prisa, mucho más
importantes eran las entrevistas introductorias con los funcionarios
decisivos y éstas ya se habían producido. Con distinto éxito, había que
reconocerlo. Por ahora era mejor no revelar detalles, pues K podría
ser influido desfavorablemente por ellos, ya fuera despertando en él
demasiadas esperanzas o provocándole angustia; sí se podía decir, sin
embargo, que algunos se mostraron muy favorables y dispuestos, mientras
que otros se mostraron menos favorables, pero tampoco se habían
negado a ayudar. El resultado, por consiguiente, muy satisfactorio,
aunque tampoco se podían sacar conclusiones, pues todas las vistas
preliminares comenzaban así y sólo el posterior transcurso del proceso
podía mostrar el valor de esas vistas. En todo caso, aún no había nada
perdido y si fuera posible ganarse al jefe de departamento--ya había
emprendido algo en ese sentido--, entonces todo era, como dirían los
cirujanos, una herida limpia y se podía esperar confiado el desarrollo
posterior del proceso.
En discursos como éste el abogado era incansable. Se repetían en cada
visita. Siempre había progresos, pero nunca podía comunicar de qué
progresos se trataba. Se trabajaba sin cesar en el primer escrito,
pero nunca se terminaba, lo que en la siguiente visita resultaba una
gran ventaja, pues precisamente los últimos tiempos, lo que no se podía
haber previsto, habían sido desfavorables para entregarlo. Si K algunas
veces, agotado por el discurso, añadía que, teniendo en cuenta todas
las dificultades, parecía que el asunto iba muy lento, se le replicaba
que no iba nada lento, pero que ya habrían avanzado mucho más si K se
hubiera dirigido al abogado en el momento oportuno. Por desgracia,
había descuidado esa medida y un descuido así traería más desventajas,
y no sólo temporales.
La única interrupción bienhechora en esas visitas era la aparición de
Leni, que siempre sabía arreglárselas para traer el té al abogado en
presencia de K. Luego permanecía detrás de K, aparentaba contemplar
cómo el abogado se servía y sorbía inclinado el té, con una suerte
de avaricia, y dejaba que K cogiese su mano en secreto. Reinaba un
completo silencio. El abogado bebía, K estrechaba la mano de Leni y
Leni se atrevía a veces a acariciar suavemente el cabello de K.
--¿Aún estás aquí?--preguntaba el abogado, después de haber terminado
de beber.
--Quería llevarme el servicio--decía Leni, se producía un último
apretón de manos, el abogado se secaba la boca y comenzaba a hablar a
K con nuevas energías.
¿Era consuelo o desesperación lo que quería conseguir el abogado? K no
lo sabía, no obstante pronto tuvo por seguro que su defensa no estaba
en buenas manos. Es posible que todo lo que el abogado contaba fuese
verdad, aunque estaba claro que siempre quería permanecer en un primer
plano y que muy probablemente jamás había llevado un proceso tan grande
como, según su opinión, era el de K. Lo más sospechoso, sin embargo,
eran las supuestas relaciones con los funcionarios, de las que no
dejaba de vanagloriarse. ¿Acaso debían ser empleados sólo en beneficio
de K? El abogado jamás se olvidaba de indicar que siempre se trataba
de funcionarios inferiores, es decir de funcionarios en puestos muy
dependientes, y cuyo ascenso podría verse influido por ciertos cambios
en el proceso. ¿No podrían estar utilizando al abogado para conseguir
cambios que, por supuesto, siempre serían contrarios al acusado?
Probablemente no lo hicieran en todos los procesos, cierto, pero seguro
que habían procesos en los que podían conseguir ventajas a través del
abogado, pues les interesaba mantener incólume su buen nombre. Si era
así, ¿de qué modo podrían intervenir en el proceso de K, el cual,
como aclaraba el abogado, era un proceso muy difícil e importante y
había llamado la atención en los tribunales desde el principio? No
era muy difícil sospechar lo que harían. Se podían descubrir algunas
señales de esto en el mero hecho de que ni siquiera se había entregado
el primer escrito, a pesar de que el proceso ya duraba meses y según
las indicaciones del abogado se encontraba en los inicios, lo que,
naturalmente, era muy adecuado para adormecer al acusado y mantenerlo
desamparado, hasta que, de repente, se abalanzaban sobre él con la
sentencia o, al menos, con la comunicación de que la investigación,
concluida en su perjuicio, se había trasladado a estancias superiores.
Era absolutamente necesario que K actuara por su propia cuenta.
Precisamente en momentos de gran cansancio, como en esa mañana
invernal, cuando todo pasaba inerte por su cabeza, ese convencimiento
le parecía irrefutable. El desprecio que había sentido en un principio
hacia el proceso había desaparecido. Si hubiera estado solo en el
mundo, habría podido desdeñar fácilmente el proceso, aunque estaba
seguro que en ese caso no habría habido proceso. Pero el tío le había
llevado al abogado, había intereses familiares que contaban. Su
posición no era por completo independiente del curso del proceso, él
mismo había mencionado imprudentemente el asunto, con una inexplicable
satisfacción, a conocidos, otros se habían enterado a través de
fuentes desconocidas, la relación con la señorita Bürstner parecía
vacilar conforme al curso que tomaba el proceso, en resumen, ya no
tenía la elección de aceptar o rechazar el proceso, estaba metido en él
de lleno y tenía que defenderse. Si estaba cansado, peor para él.
Pero por ahora no había motivo para una preocupación exagerada. Había
sabido ascender en el banco, en relativamente poco tiempo, a una
posición elevada, y mantenerse en ella reconocido por todos. Sólo tenía
que emplear estas capacidades, que le habían posibilitado su éxito,
en el proceso y no había duda de que todo saldría bien. Ante todo,
si quería lograr algo, era necesario rechazar de antemano cualquier
pensamiento sobre una posible culpabilidad. No había culpa alguna. El
proceso no era otra cosa que un gran negocio, como él mismo los había
cerrado anteriormente con ventaja para el banco, un negocio en el cual,
como era la regla, amenazaban distintos peligros, que, sin embargo,
se podían evitar. Para alcanzar este objetivo, no podía perder el
tiempo pensando en una posible culpa, sino aferrarse al pensamiento
del beneficio propio. Considerado desde esta perspectiva, también era
inevitable privar al abogado de su defensa, aquella misma noche si
fuera posible. Según lo que le había contado, sería algo inusitado e,
incluso, insultante, pero K no podía tolerar que sus esfuerzos en el
proceso tropezasen con impedimentos que podían provenir de su propio
abogado. Una vez que hubiera prescindido del abogado, tendría que
presentar el escrito de inmediato e insistir todos los días para que
lo tuvieran en cuenta. Para alcanzar este objetivo no sería suficiente
que K se quedara sentado como los demás en el corredor y colocara
su sombrero bajo el banco. Él mismo, las mujeres o algún mensajero
tendrían que perseguir a los funcionarios para obligarles a sentarse en
la mesa, en vez de mirar a través de las rejas hacia el corredor, y así
presionarlos para estudiar el escrito de K. No había que cejar en estos
esfuerzos, todo tenía que ser organizado y vigilado, la justicia tenía
que toparse, por fin, con un acusado que sabía hacer valer sus derechos.
Aunque K tenía la esperanza de aplicar este método, la dificultad de
redactar el escrito le resultaba insuperable. Hacía una semana había
pensado con un sentimiento de vergüenza que en algún momento se vería
obligado a redactar él mismo ese escrito, pero jamás hubiera creído
que pudiera ser tan difícil. Recordó cómo una mañana, cuando estaba
desbordado por el trabajo, lo dejó repentinamente todo a un lado y
tomó un cuaderno e intentó bosquejar un escrito judicial para ponerlo
a disposición del abogado, y cómo precisamente en ese instante se
abrió la puerta del despacho contiguo y entró el subdirector riendo.
Fue muy desagradable para K, aunque, naturalmente, el subdirector no
se había reído de su escrito, del que no sabía nada, sino sobre un
chiste bursátil que acababa de oír, un chiste que necesitaba, para
comprenderse, de un dibujo, que el subdirector, inclinado sobre la mesa
de K y con su lápiz, trazó en el cuaderno destinado a la redacción del
escrito.
Pero K ya no conocía la vergüenza, el escrito se tenía que redactar.
Si no encontraba tiempo para escribirlo en la oficina, lo tendría que
hacer en su casa por las noches. Si las noches no bastaban, tendría
que tomar unas vacaciones. Lo que no podía hacer era quedarse a medio
camino, eso era lo más absurdo y no sólo en el mundo de los negocios,
sino en todos los ámbitos. El escrito judicial significaba un trabajo
interminable. No era necesario tener un carácter miedoso para llegar
a creer que era imposible terminar un escrito semejante. Y no por
pereza o astucia, lo que sin duda impedía a los abogados concluir su
redacción, sino porque tenía que recordar y examinar concienzudamente,
toda su vida, sin tener conocimiento de la acusación y de sus posibles
ampliaciones. Y, por añadidura, qué trabajo tan triste. Tal vez fuera
adecuado para ocupar a un anciano senil en los días vacíos de su
jubilación. Pero, ahora que K necesitaba invertir toda su capacidad
mental en su trabajo, ahora que cada minuto pasaba raudo--ya que se
encontraba en plena promoción y representaba un serio peligro para el
subdirector--, y ahora que, como un hombre joven, deseaba disfrutar las
cortas tardes y las noches, precisamente ahora tenía que comenzar a
redactar ese escrito. Otra vez sus pensamientos se tornaron en quejas.
Casi sin advertirlo, sólo para ponerles fin, apretó el botón del timbre
que se oía en el antedespacho. Mientras lo presionaba miró la hora.
Eran las once, habían transcurrido dos horas; con sus reflexiones
había perdido un tiempo precioso y estaba más cansado que antes. De
todos modos, tampoco había perdido el tiempo del todo. Había tomado
decisiones que podían ser muy valiosas. El empleado trajo, además
del correo, dos tarjetas de visita pertenecientes a dos señores que
ya esperaban a K desde hacía un tiempo. Precisamente se trataba de
importantes clientes del banco a los que no se les debería haber hecho
esperar en ningún caso. ¿Por qué habían venido en un momento tan poco
propicio y por qué, parecían preguntarse aquellos señores detrás de
la puerta cerrada, por qué empleaba el laborioso K el mejor momento
para hacer negocios en asuntos particulares? Cansado por el tiempo
transcurrido y cansado por lo que se le avecinaba, K se levantó para
recibir al primero.
Era un señor pequeño y alegre. Lamentó haber molestado a K en un
trabajo importante y K lamentó por su parte haber hecho esperar al
fabricante tanto tiempo. Pero esa disculpa la expresó de un modo
tan maquinal, con una acentuación tan falsa, que el fabricante, si
no hubiera estado tan sumido en sus asuntos de negocios, lo habría
advertido. En vez de eso, sacó a toda prisa, de todos sus bolsillos,
cuartillas llenas de cifras y tablas, las extendió ante K, le aclaró
algunos detalles y corrigió un pequeño error de cálculo que le había
llamado la atención al supervisarlo superficialmente, luego recordó a
K que hacía un año había cerrado con él un negocio similar y añadió
de pasada que esta vez había otro banco que se interesaba en el
proyecto. Finalmente, se calló para oír la opinión de K. Éste había
seguido al principio la explicación del fabricante, también él había
reconocido la importancia del negocio, pero, por desgracia, no por
mucho tiempo, pronto perdió el hilo, se limitó a asentir con la cabeza
a las aclaraciones del fabricante y, poco después, omitió hasta eso,
dedicándose simplemente a contemplar la cabeza calva inclinada sobre el
papel y a preguntarse cuándo se daría cuenta el fabricante de que todos
sus esfuerzos eran inútiles. Cuando se calló, K creyó en un principio
que eso sólo ocurría para darle la oportunidad de reconocer que era
incapaz de escuchar nada. Por desgracia, notó en la mirada tensa del
fabricante, quien parecía estar preparado para cualquier eventualidad,
que la entrevista de negocios tenía que continuar. Así que inclinó
la cabeza, como si se le hubiera impartido a una orden y comenzó a
desplazar el lápiz por los papeles, deteniéndose un lugar u otro y
contemplando fugazmente alguna cifra. El fabricante supuso que tenía
objeciones, era posible que las cifras no cuadraran, tal vez no fueran
lo decisivo, en todo caso el fabricante tapó los papeles con la mano y,
aproximándose más a K, comenzó a dar una idea general del negocio.
--Es difícil--dijo K frunciendo los labios y reclinándose contra
el brazo de su sillón, ya que los papeles, lo único inteligible,
estaban tapados. Incluso miró débilmente hacia arriba cuando se abrió
la puerta del despacho contiguo y apareció, algo borroso, como si
estuviera detrás de un velo, el subdirector. K ya no pudo reflexionar
más, simplemente auspició el resultado, que sería satisfactorio
para él. Pues el fabricante se levantó de un salto y se apresuró a
saludar al subdirector; K, sin embargo, hubiese querido que se hubiera
levantado diez veces más rápido, ya que temía que el subdirector
pudiera desaparecer. Era un temor inútil, los señores se saludaron y
se acercaron juntos a la mesa de K. El fabricante se quejó de que
había encontrado poco interés por parte del gerente hacia el negocio y
señaló a K, que, bajo la mirada del subdirector, se inclinó de nuevo
sobre los papeles. Cuando ambos se apoyaron en la mesa y el fabricante
intentó ganarse al subdirector, a K le pareció como si dos hombres,
cuya estatura él se imaginó exagerada, estuvieran discutiendo sobre
él. Lentamente, elevando los ojos con precaución, intentó enterarse
de lo que ocurría arriba, tomó al azar un papel de la mesa, lo puso
en la palma de la mano y lo elevó poco a poco, mientras se levantaba,
hacia los señores. Al hacerlo no pensó en nada concreto, sólo tenía
la impresión de que así era como tendría que comportarse si hubiera
terminado su gran escrito judicial que finalmente le aliviaría de toda
carga. El subdirector, que prestaba gran atención al fabricante, miró
fugazmente el papel, pero no lo leyó, pues lo que era importante para
el gerente no lo era para él, se limitó a cogerlo de la mano de K y
dijo:
--Gracias, ya lo sé--y lo volvió a colocar tranquilamente en la mesa.
K lo miró de soslayo con amargura. El subdirector, sin embargo, no lo
notó o, en el caso de haberlo notado, le produjo un efecto positivo,
pues rió con frecuencia, confundió al fabricante con una réplica
aguda, le sacó de la confusión haciéndose a sí mismo un reproche y,
finalmente, le invitó a ir a su despacho para terminar allí el asunto.
--Es un negocio muy importante--le dijo al fabricante--, ya lo veo.
Y al señor gerente--y al hacer esta indicación siguió hablando sólo
con el fabricante--le gustará con toda certeza que le privemos de él.
El asunto reclama una reflexión cuidadosa. El gerente parece hoy, sin
embargo, sobrecargado de trabajo, aún espera gente desde hace horas en
y el antedespacho.
K tuvo la suficiente serenidad para apartar la mirada del subdirector
y dirigirle una sonrisa amable pero rígida al fabricante, aparte de
eso no emprendió nada, se apoyó con las dos manos en el escritorio,
como un dependiente de comercio detrás del mostrador, y contempló cómo
ambos señores recogían, mientras conversaban, todos los papeles de la
mesa y desaparecían en el despacho del subdirector. Antes de salir,
el fabricante se volvió y le dijo que no se despedía, que informaría
naturalmente al gerente sobre el éxito de la entrevista y que aún tenía
que comunicarle algo.
Al fin estaba solo. No pensó en recibir al resto de los clientes. Era
agradable pensar que la gente del antedespacho creería que aún estaba
hablando con el fabricante, así no entraría nadie, ni siquiera el
ordenanza. Fue hacia la ventana, se sentó en el antepecho, asió el
picaporte con la mano y contempló la plaza. Aún caía la nieve, no
había aclarado.
Así permaneció mucho tiempo sin saber lo que realmente le preocupaba,
sólo de vez en cuando miraba asustado por encima del hombro hacia la
puerta del antedespacho, donde creía haber oído erróneamente un ruido.
Pero como nadie venía, se fue tranquilizando. A continuación, entró en
el lavabo, se lavó con agua fría y volvió a la ventana con la cabeza
más despejada. La decisión de asumir su propia defensa le parecía ahora
más ardua de lo previsto. Desde que había traspasado la defensa al
abogado, el proceso le había afectado poco, lo había observado desde la
lejanía y, aunque apenas se había logrado nada, había podido comprobar,
siempre que había querido, cómo estaba el asunto, retirándose cuando
lo creía oportuno. No obstante, si asumía su propia defensa, tendría
que dedicarse plenamente al proceso, el éxito supondría una completa
y definitiva liberación, pero para alcanzarla tendría que exponerse a
peligros mayores. Si quedaba alguna duda, la visita del subdirector y
del fabricante se la había aclarado. ¡Cómo se había quedado sentado
completamente sumido en su decisión de defenderse a sí mismo! ¿Hasta
dónde podría llegar? ¡Qué días le esperaban! ¿Lograría encontrar el
camino que lleva a un buen fin? ¿Acaso no significaba una defensa
cuidadosa--y cualquier otra cosa era absurda--la necesidad de aislarse
al mismo tiempo de todo lo demás? ¿Podría superarlo con éxito? ¿Y cómo
podría llevarlo a cabo en el banco? No se trataba sólo del escrito,
para lo que quizá hubieran bastado unas cortas vacaciones, aunque
solicitar ahora unas vacaciones supondría una empresa arriesgada, se
trataba de todo el proceso, cuya duración era imposible de prever. ¡Qué
impedimento había sido arrojado repentinamente en la carrera de K!
¿Y ahora tenía que trabajar para el banco? Miró hacia el escritorio.
¿Ahora tendría que dejar pasar a los clientes para entrevistarse con
ellos? ¿Tenía que preocuparse por los negocios del banco mientras
su proceso seguía su curso, mientras arriba, en la buhardilla, los
funcionarios judiciales se sentaban ante los escritos de su proceso?
¿No parecía todo una tortura, reconocida por la justicia, y que
acompañaba al proceso? ¿Y se tendría en cuenta en el banco a la hora de
juzgar su trabajo la situación delicada en la que se encontraba? Nunca
jamás. Su proceso tampoco era tan desconocido, aunque no estuviera
muy claro quién sabía de él y cuánto. Aparentemente el rumor no había
llegado hasta el subdirector, si no ya se habría visto claramente cómo
éste lo utilizaba contra K, sin espíritu de solidaridad y sin la más
mínima humanidad. ¿Y el director? Cierto, mostraba simpatía hacia K, y
si hubiese sabido algo del proceso habría querido ayudarle aligerándole
el trabajo, pero no hubiera intervenido, pues ahora que se había
perdido el equilibrio formado por K quedaba sometido a la influencia
del subdirector, quien se aprovechaba del estado de debilidad del
director para fortalecer su propio poder. ¿Qué podía esperar entonces
K?[32] Era posible que con tanta reflexión estuviera debilitando su
capacidad de resistencia, pero también resultaba necesario no hacerse
ilusiones y verlo todo con la mayor claridad posible.
Sin un motivo especial, sólo para no tener que volver al escritorio,
abrió la ventana. Se abría con dificultad, tenía que girar el picaporte
con ambas manos. Al abrirse penetró una bocanada de niebla mezclada con
humo que se extendió por toda la habitación, acompañada de un ligero
olor a quemado. También penetraron algunos copos de nieve.
--Un otoño horrible--dijo el fabricante detrás de K, que había entrado
desde el despacho del subdirector sin que K lo hubiese advertido.
K asintió y miró, inquieto, la cartera del fabricante, de la que
parecía querer sacar los papeles para comunicarle los resultados de su
entrevista con el subdirector. Pero el fabricante siguió la mirada de
K, golpeó su cartera y dijo sin abrirla:
--Quiere oír qué tal ha ido. No ha ido mal. Casi llevo el negocio
cerrado en la cartera. Un hombre encantador, el subdirector, pero nada
inocente--y rió estrechando la mano de K, intentando que también él
riera. Pero a K le pareció sospechoso que el fabricante no quisiera
mostrarle los papeles y no encontró nada divertida la insinuación del
fabricante.
--Señor gerente--dijo el fabricante--, le sienta mal este tiempo.
Parece deprimido.
--Sí--dijo K y se llevó una mano a la sien--, dolores de cabeza,
preocupaciones familiares.
--Ya lo conozco--dijo el fabricante, que era un hombre siempre con
prisas y no podía escuchar tranquilamente a nadie--, cada uno tiene que
llevar su cruz.
K había dado un paso involuntario hacia la puerta, como si quisiera
acompañar al fabricante, pero éste dijo:
--Aún tengo algo que decirle al señor gerente. Temo importunarle
precisamente hoy con esto, pero ya he estado dos veces aquí y siempre
lo he olvidado. Si sigo aplazándolo, al final ya no tendrá ningún
sentido. Y sería una pena, porque es muy probable que mi información
sea valiosa.
Antes de que K hubiese tenido tiempo para responder, el fabricante se
le acercó, le golpeó ligeramente con el dedo en el pecho y dijo en voz
baja:
--Usted está procesado, ¿verdad?
K retrocedió y exclamó:
--¿Se lo ha dicho el subdirector?
--No, no--dijo el fabricante--, ¿de dónde podría saberlo el subdirector?
--¿Y usted?--dijo K recuperando algo el sosiego.
--Yo me entero aquí y allá de alguna cosa relativa a los
tribunales--dijo el fabricante--, precisamente de eso quería hablarle.
--¡Tanta gente está en contacto con los tribunales!--dijo K con la
cabeza inclinada y llevó al fabricante hasta la mesa. Se sentaron como
antes y el fabricante continuó:
--Por desgracia no es mucho lo que le puedo decir. Pero en estas cosas
no se debe despreciar nada por mínimo que sea. Por lo demás, siento
cierta inclinación a ayudarle, aunque mi ayuda sea tan modesta. Hasta
ahora hemos sido buenos compañeros de negocios, ¿verdad? K quiso
disculparse por su comportamiento en la entrevista de ese día, pero el
fabricante no toleró ninguna interrupción. Puso la cartera bajo el
brazo para mostrar que tenía prisa y dijo:
--He sabido algo de su proceso a través de un tal Titorelli. Es un
pintor; Titorelli es sólo su nombre artístico, desconozco su nombre
verdadero. Viene desde hace mucho tiempo a mi despacho y trae algunos
cuadros por los que le doy--es casi un mendigo--alguna limosna. Además,
son cuadros bonitos, paisajes y cosas parecidas. Estas compras--ya
nos habíamos acostumbrado ambos a ellas--se producían con cierta
regularidad y sin perder el tiempo. Pero durante un periodo sus visitas
se hicieron tan frecuentes que le hice alguna objeción, entonces
conversamos, me interesé por cómo podía subsistir sólo pintando y me
enteré, para mi sorpresa, de que sus principales ingresos procedían de
los retratos. Me dijo que trabajaba para los tribunales. Le pregunté
para qué tribunal en concreto y entonces me contó acerca de esa
justicia. Se puede figurar mi sorpresa al oír lo que me contaba. Desde
ese día cada vez que me visita me entero de alguna novedad concerniente
al tribunal y así me hago una idea del asunto. Titorelli es, sin
embargo, bastante hablador y a veces tengo que pararle los pies, y no
sólo porque miente, sino también porque un hombre de negocios como yo,
abrumado de trabajo, tampoco puede ocuparse en cosas ajenas. Pero esto
sea dicho sólo de paso. He pensado que Titorelli, tal vez, podría
serle de alguna ayuda, conoce a muchos jueces y aunque no tenga mucha
influencia, al menos podría darle algún consejo sobre cómo se puede
encontrar a gente influyente. Y aunque estos consejos, considerados en
sí mismos, no sean decisivos, creo que, en su posesión, pueden adquirir
alguna importancia. Usted es casi un abogado. Yo suelo decir siempre:
el gerente K es casi un abogado. Oh, no me preocupo en absoluto por
su proceso. ¿Quiere ir a ver a Titorelli? Con mi recomendación hará
todo lo que sea posible. Creo que debería visitarlo. No tiene que ser
hoy, en alguna ocasión. Por supuesto, tengo que añadir, no está usted
obligado por mi consejo a visitarle. No, si cree que puede prescindir
de Titorelli, es mejor dejarlo de lado. Tal vez ya tenga un plan y
Titorelli pueda estropearlo. No, entonces no vaya. También cuesta algo
de superación aceptar consejos de un tipo así. Como usted quiera. Aquí
tiene mi carta de recomendación y aquí la dirección.
K tomó decepcionado la carta y se la guardó en el bolsillo. En el caso
más favorable, la ventaja que podría obtener de la recomendación sería
mucho menor que los daños ocasionados por el hecho de que el fabricante
se hubiera enterado del proceso y de que el pintor siguiera extendiendo
la noticia. Apenas se sentía capaz de agradecerle el consejo al
fabricante, que ya se dirigía a la puerta.
--Iré--dijo él, al despedirse del fabricante en la puerta--, o, como
estoy muy ocupado, le escribiré para que venga a mi despacho.
--Ya sabía--dijo el fabricante--que encontraría la mejor solución.
No obstante, pensé que evitaría invitar al banco a tipos como este
Titorelli para hablar del proceso. Tampoco resulta muy ventajoso poner
cartas en manos de esa gente. Pero estoy seguro de que usted lo ha
pensado muy bien y sabe lo que tiene que hacer.
K asintió y acompañó al fabricante hasta el antedespacho. Pero a
pesar de su tranquilidad aparente, estaba horrorizado. Que escribiría
a Titorelli sólo lo había dicho para mostrar de alguna manera al
fabricante que apreciaba su recomendación y que reflexionaría sobre
las posibilidades de entrevistarse con él, pero si realmente hubiese
considerado valiosa su ayuda no hubiera dudado en escribirle. No
obstante, había reconocido los peligros que encerraba hacerlo gracias a
la mención del fabricante. ¿Podía confiar tan poco en su inteligencia?
Si era posible que invitara con una carta explícita a un hombre de
dudosa reputación para visitarle en el banco, y allí, sólo separados
por una puerta del despacho del subdirector, pedirle consejos acerca
de su proceso, ¿no sería posible, incluso muy probable, que hubiera
ignorado otros peligros o se estuviera metiendo de cabeza en ellos? No
siempre iba a estar alguien a su lado para advertirle. Y precisamente
ahora, cuando tenía que hacer acopio de todas sus fuerzas, tenían
que asaltarle esas dudas sobre su capacidad para prestar atención.
¿Comenzarían a producirse en el proceso las mismas dificultades que ya
tenía en la realización de su trabajo? No podía comprender cómo había
sido capaz de pensar en escribir a Titorelli e invitarle a venir al
banco para hablar del proceso.
Aún sacudía la cabeza ante semejante disparate, cuando el empleado
se acercó hasta él y le indicó a tres señores que esperaban sentados
en el antedespacho. Ya esperaban desde hacía mucho tiempo. Ahora,
aprovechando la ocasión, se levantaron para intentar hablar con K. Como
recibían un tratamiento tan desconsiderado por parte del banco, tampoco
ellos quisieron tener ninguna consideración.
--Señor gerente--dijo uno de los que esperaban. Pero K le había pedido
al empleado que le trajera el abrigo. Mientras le ayudaba a ponérselo,
dijo a las tres personas presentes:
--Discúlpenme, señores, por desgracia no tengo tiempo de recibirles.
Les pido perdón, pero tengo que terminar un negocio urgente y debo
salir de inmediato. Ya han visto todo el tiempo que me han tenido
ocupado. ¿Serían tan amables de venir mañana o cuando puedan? ¿O quizá
prefieren que tratemos el asunto por teléfono? Tal vez prefieran
informarme ahora brevemente y yo les daré una respuesta detallada por
escrito. Lo mejor sería, sin embargo, que vinieran otro día.
Estas proposiciones de K dejaron a aquellos hombres, que habían
esperado inútilmente tanto tiempo, tan asombrados que se miraron
mutuamente sin decir palabra.
--Entonces, ¿estamos de acuerdo?--preguntó K, y se volvió hacia el
empleado, que traía su sombrero. A través de la puerta abierta del
despacho de K se podía ver que nevaba con fuerza. K se subió el cuello
del abrigo y se abrochó el último botón.
En ese instante, el subdirector salió de su despacho, miró sonriendo
cómo K, con el abrigo puesto, trataba con los señores, y preguntó:
--¿Se va ya, señor gerente?
--Sí--dijo K enderezándose--. Tengo que terminar un negocio.
Pero el subdirector ya se había vuelto hacia los señores.
--¿Y los señores?--preguntó--. Ya esperan desde hace tiempo.
--Ya nos hemos puesto de acuerdo--dijo K. Pero los señores ya no se
callaron, rodearon a K y explicaron que no habrían esperado tantas
horas si sus asuntos no fueran importantes y no fuera necesario
tratarlos confidencial y detalladamente. El subdirector les prestó
atención, contempló a K, que sostenía el sombrero en la mano y le
quitaba el polvo, y dijo:
--Señores, hay una solución muy fácil. Si no tienen nada en contra,
asumiré encantado las gestiones del señor gerente. Sus asuntos,
naturalmente, deben ser tratados en seguida. Somos hombres de negocios
y sabemos valorar en su justa medida el tiempo de los hombres de
negocios. ¿Quieren entrar a este despacho?--y abrió la puerta que
conducía a su antedespacho.
¡Cómo se las arreglaba el subdirector para apropiarse de todo a lo que
K se veía obligado a renunciar! ¿Acaso no renunciaba K a más de lo que
era necesario? Mientras se apresuraba a visitar con pocas e inciertas
esperanzas a un pintor desconocido, su prestigio allí sufría un daño
irreparable. Habría sido mucho mejor quitarse el abrigo y ganarse a
los dos señores que aún esperaban. K lo habría intentado si en ese
instante no hubiese visto al subdirector en su despacho, buscando en
los anaqueles de libros, como si todo fuera suyo. Cuando K, irritado
por la intrusión, se aproximó a la puerta, el subdirector exclamó:
--Ah, aún no se ha ido--y volvió el rostro, cuyas arrugas no parecían
ser huellas de la edad sino un signo de fuerza, y comenzó de nuevo a
buscar.
--Busco la copia de un contrato--dijo--, que, según el representante
de la empresa, tendría que estar en su despacho. ¿No quiere ayudarme a
buscar?
K dio un paso, pero el subdirector dijo:
--Gracias, ya lo he encontrado--y regresó a su despacho con un paquete
de escritos, que no sólo contenía la copia del contrato, sino mucho más.
--«Ahora no le puedo hacer sombra--se dijo K--, pero cuando logre
arreglar mis dificultades personales, él será el primero en enterarse y
además con amargura».
Tranquilizado con estos pensamientos, encargó al empleado, que mantenía
abierta para él la puerta del pasillo, que le dijera al director, si se
presentaba la ocasión, que había salido a realizar una gestión. Luego
abandonó el banco casi feliz de poder dedicarse con exclusividad a su
asunto.
Fue directamente a ver al pintor, que vivía en los arrabales,
precisamente en la dirección opuesta a donde se encontraba el juzgado
en el que había estado. Era un barrio aún más pobre, las casas eran
más oscuras, las calles estaban llenas de suciedad, que se acumulaba
alrededor de la nieve. En la casa en que vivía el pintor sólo estaba
abierta una hoja de la puerta, en la otra habían abierto un agujero, a
través del cual, cuando K se aproximó, fluía una repugnante sustancia
amarilla y humeante, de la que huyó una rata metiéndose en un canal
cercano. A los pies de la escalera había un niño boca abajo que
lloraba, pero sus sollozos apenas se oían por el ruido ensordecedor
reinante, procedente de un taller de hojalatería, situado en la parte
opuesta. La puerta del taller estaba abierta, tres empleados rodeaban
una pieza y la golpeaban con martillos. Una gran plancha de hojalata
colgaba de la pared y arrojaba una luz pálida que penetraba entre dos
de los empleados e iluminaba los rostros y los mandiles. K sólo dedicó
una mirada fugaz a ese cuadro, quería salir de allí lo más pronto
posible, hacer un par de preguntas al pintor y regresar al banco en
seguida. Si alcanzaba el más pequeño éxito, ejercería un buen efecto en
su trabajo en el banco. Al llegar al tercer piso tuvo que ir más lento,
le faltaba la respiración; los peldaños, así como las escaleras, eran
excesivamente altos y el pintor debía de vivir en el ático. El aire
también era muy opresivo, no había hueco en la escalera, sino que ésta,
muy estrecha, estaba cerrada a ambos lados por muros, en los que sólo
de vez en cuando había una pequeña ventana. Precisamente en el momento
en el que K se detuvo para descansar, salieron varias niñas de una
vivienda y, riéndose, adelantaron a K. Las siguió lentamente, alcanzó a
una de las niñas que había tropezado y se había quedado rezagada y le
preguntó, mientras las demás seguían subiendo:
--¿Vive aquí un pintor llamado Titorelli?
La niña, de apenas trece años y algo jorobada, le golpeó con el codo
y le miró de soslayo. Ni su juventud ni su defecto corporal habían
impedido que se corrompiese. Ni siquiera le sonreía, sino que lanzaba a
K miradas provocativas. K hizo como si no hubiera notado su actitud y
preguntó:
--¿Conoces al pintor Titorelli?
Ella asintió y preguntó a su vez:
--¿Qué quiere usted de él?
A K le pareció ventajoso obtener algo de información sobre Titorelli.
--Quiero que me haga un retrato--dijo él.
--¿Un retrato?--preguntó ella, abrió desmesuradamente la boca, golpeó
ligeramente a K con la mano, como si hubiera dicho algo sorprendente
o desacertado, se levantó sin más su faldita y corrió todo lo rápido
que pudo detrás de las otras niñas, cuyo griterío se fue perdiendo
conforme subían. K volvió a encontrarse con las niñas en el siguiente
rellano. Aparentemente habían sido informadas por la jorobada y le
esperaban. Estaban colocadas a ambos lados de la escalera y se
apretaron contra la pared para que K pudiera pasar cómodamente entre
ellas. Se limpiaban las manos en sus delantales. Sus rostros, así como
su formación en fila, indicaban una mezcla de infantilismo y perdición.
Arriba, al final de la hilera de niñas, que se juntaron por detrás
de K y rieron, estaba la jorobada, que había tomado el liderato. K
tenía que agradecerle haber encontrado con rapidez el camino correcto.
Quería seguir subiendo, pero ella le mostró un desvío que conducía a
la vivienda de Titorelli. La escalera que tuvo que tomar era aún más
estrecha, muy larga, sin giros y finalizaba directamente ante la puerta
cerrada de Titorelli. Esa puerta, provista de una pequeña claraboya y,
por esta causa, mejor iluminada que la escalera, estaba hecha de tablas
ensambladas sin blanquear, en las que estaba pintado con un pincel
grueso con pintura roja el nombre de Titorelli. Cuando K, acompañado
de su séquito, llegó a la mitad de la escalera, la puerta se abrió,
probablemente debido al ruido de los numerosos pasos, y apareció un
hombre en pijama.
--¡Oh!--gritó, al ver cómo se acercaba tal cantidad de gente y
desapareció. La jorobada aplaudió de alegría y el resto de las niñas
empujaron a K para que subiese con mayor rapidez.
Aún no habían llegado, cuando el pintor abrió la puerta del todo,
invitó a entrar a K con una profunda inclinación. A las niñas, sin
embargo, las rechazó. No las quiso dejar pasar por más que se lo
suplicaron. Sólo la jorobada logró deslizarse hasta el interior pasando
por debajo de su brazo, pero el pintor la persiguió, la cogió por la
falda, la sacudió a un lado y a otro y la puso en la puerta con las
otras niñas, que, mientras el pintor había estado ausente, no se habían
atrevido a cruzar el umbral. K no sabía qué pensar, parecía como si
todo fuese una broma. Las niñas estiraron los cuellos y dirigieron al
pintor algunas burlas, que K no entendió y de las que también se rió el
pintor. Mientras, la jorobada estuvo a punto de escaparse de sus manos.
Luego el pintor cerró la puerta, se inclinó una vez más ante K, le
estrechó la mano y dijo:
--Pintor Titorelli.
K señaló la puerta, detrás de la cual se oía a las niñas susurrar, y
dijo:
--Parece que le quieren mucho en la casa.
--¡Ah, esas pordioseras!--dijo el pintor, que intentó en vano
abrocharse el último botón de la camisa del pijama. Estaba descalzo y
llevaba puestos unos pantalones de lino amplios y amarillentos, que
estaban ajustados a la cintura con un cordel, cuyos largos cabos se
balanceaban de un lado a otro.
--Esas pordioseras son una verdadera carga--continuó, dejó de intentar
abrocharse el botón, pues había terminado por arrancarlo, acercó una
silla para K y casi le obligó a sentarse.
--Hace tiempo pinté a una de ellas, aunque no estaba entre las que
usted ha visto, y desde esa vez me persiguen todas. Cuando estoy solo
entran si se lo permito, pero cuando me voy siempre entra alguna. Se
han hecho una llave de la cerradura y se la prestan unas a otras.
No se puede imaginar lo pesadas que son. Una vez vine con una dama
para pintarla, abrí la puerta con mi llave y encontré a la jorobada
pintándose los labios de rojo con el pincel, mientras sus hermanas
pequeñas, a las que tenía que vigilar, andaban por toda la habitación
ensuciándolo y revolviéndolo todo. O regreso, como me ocurrió ayer,
tarde por la noche--le suplico que, en consideración a ello, perdone
mi estado y el desorden de la habitación--, quiero irme a la cama y
de repente noto un pellizco en la pierna, miro debajo de la cama y
saco a una de esas pordioseras. No entiendo por qué la han tomado
conmigo, pues intento rechazarlas, ya lo ha visto usted. Naturalmente
que estorban mi trabajo. Si no hubieran puesto gratuitamente a mi
disposición este estudio ya me habría mudado hace tiempo.
Precisamente en ese momento se oyó a través de la puerta una vocecita
suave y temerosa:
--Titorelli, ¿podemos pasar ya? El pintor no respondió.
--¿Yo tampoco?--preguntó otra de las niñas.
--Tampoco--dijo el pintor, se acercó a la puerta y la cerró con llave.
K, mientras tanto, se había dedicado a examinar la habitación, jamás
podría haberse imaginado que aquel cuartucho pudiera recibir el nombre
de estudio. Apenas se podían dar dos pasos a lo largo y a lo ancho.
Todo, suelo, paredes y techo, era de madera, entre las tablas había
resquicios. Frente a K estaba situada la cama, cubierta con mantas de
distinto color. En medio de la habitación, sobre un caballete, había un
cuadro cubierto con una camisa, cuyas mangas llegaban hasta el suelo.
Detrás de K estaba la ventana, pero la niebla no permitía ver más que
la nieve acumulada en el tejado de la casa de enfrente.
El ruido de la llave al girar recordó a K que quería irse lo más pronto
posible. Así que sacó del bolsillo la carta del fabricante, se la dio
al pintor y dijo:
--Me la ha dado un conocido suyo y, siguiendo su consejo, he venido a
visitarle.
El pintor leyó la carta fugazmente y la arrojó sobre la cama. Si el
fabricante no hubiera hablado del pintor como de un conocido suyo, como
un pobre hombre dependiente de sus limosnas, se hubiera podido creer
que Titorelli no conocía al fabricante o no se acordaba de él. Por
añadidura, el pintor preguntó:
--¿Desea comprar algún cuadro o quiere que le haga un retrato?
K miró con asombro al pintor. ¿Qué es lo que había escrito el
fabricante en la carta? K había considerado evidente que el fabricante
informaría al pintor en la carta de que K sólo tenía interés en
preguntar acerca de su proceso. ¿Se había precipitado al venir de
un modo tan rápido e irreflexivo? Pero ahora tenía que responder al
pintor. Mientras miraba hacia el caballete, dijo:
--¿Está trabajando en un cuadro?
--Sí--dijo el pintor, y arrojó la camisa, que colgaba sobre el
caballete, en la cama, sobre la carta--. Es un retrato. Un buen
trabajo, pero aún no está terminado.
La ocasión era propicia para que K hablase sobre el tribunal, pues,
según todas las apariencias, se trataba del retrato de un juez.
Además, era muy similar al que había en el despacho del abogado. No
obstante, era otro juez, un hombre gordo con barba poblada y negra que
le cubría por completo las mejillas, pero el del despacho del abogado
era un retrato al óleo, mientras que éste era al pastel, por lo que
la figura aparecía imprecisa y difuminada. Todo lo demás era similar,
pues también aquí el juez quería que lo pintaran en el momento de
incorporarse con actitud amenazadora, aferrando con fuerza los brazos
del sitial.
«Es un juez», hubiera querido decir K de inmediato, pero se contuvo y
se aproximó al cuadro como si quisiera estudiar algunos detalles. No
pudo aclararse la presencia de una gran figura detrás del sitial, así
que le preguntó al pintor sobre su significado.
--Tengo que trabajar más en ella--respondió el pintor, cogió un lápiz
para pintar al pastel y realzó un poco el contorno de la figura, pero
sin que apareciese más precisa para K.
--Es la justicia--dijo finalmente el pintor.
--Ahora la reconozco--dijo K--. Ahí está la venda y aquí la balanza.
Pero posee alas en los talones y está en movimiento.
--Sí--dijo el pintor--, pero la tengo que pintar así por encargo, en
realidad representa al mismo tiempo a la justicia y a la diosa de la
victoria.
--No es una buena combinación--dijo K sonriendo--. La justicia debería
estar quieta, si no oscilaría la balanza y entonces no sería posible
una sentencia justa.
--Me tengo que adaptar a los gustos de mi cliente--dijo el pintor.
--Sí, claro--dijo K, que no había querido molestar al pintor con su
indicación--. Ha pintado la figura tal y como aparece detrás del sitial.
--No--dijo el pintor--, no he visto ni la figura ni el sitial, todo es
pura invención, pero me indicaron qué es lo que tenía que pintar.
--¿Cómo?--preguntó K, y fingió que no comprendía del todo lo que decía
el pintor--. Pero se trata de un juez sentado en un sitial de juez.
--Sí--dijo el pintor--, pero no es ningún juez supremo y jamás se ha
sentado en un sitial así.
--¿Y, no obstante, se hace pintar en una actitud tan solemne? Parece el
presidente de un tribunal supremo.
--Sí, los señores son vanidosos--dijo el pintor--. Pero tienen permiso
de sus superiores para pintarse así. A cada uno de ellos se le
prescribe con exactitud cómo se le tiene que retratar. Por desgracia,
en el cuadro no se pueden apreciar los detalles del traje y del sitial,
la pintura al pastel no es adecuada para este tipo de retratos.
--Sí--dijo K--, es extraño que lo haya tenido que pintar al pastel.
--Así lo ha querido el juez--dijo el pintor--, es para una dama.
La contemplación del cuadro parecía haber infundido ganas de trabajar
en el pintor. Se subió las mangas de la camisa, cogió unos lápices.
K observó cómo bajo la punta temblorosa del lápiz iba surgiendo
alrededor de la cabeza del juez una sombra rojiza que, adoptando una
forma estrellada, llegaba hasta los bordes del cuadro. Paulatinamente,
juego de sombras que rodeaba la cabeza se convirtió en una suerte de
adorno honorífico. La figura que representaba a la justicia quedó
de una tonalidad clara, y esa claridad la hacía resaltar, pero
apenas recordaba a la diosa de la justicia, aunque tampoco a la de
la victoria, más bien se parecía a la diosa de la caza. K se sintió
atraído por el trabajo del pintor más de lo que hubiese querido. Al
final, sin embargo, se hizo reproches por haber permanecido allí tanto
tiempo y no haber emprendido nada en lo referente a su asunto.
--¿Cómo se llama ese juez?--preguntó de repente.
--No se lo puedo decir--respondió el pintor. Se había inclinado hacia
el cuadro y descuidaba claramente a su huésped, al que, sin embargo,
había recibido con tanta consideración. K lo atribuyó a un cambio de
humor y se enojó porque debido a esa causa estaba perdiendo el tiempo.
--¿Es usted un hombre de confianza del tribunal?--preguntó.
El pintor dejó el lápiz a un lado, se irguió, se frotó las manos y miró
a K sonriente.
--Bueno, vayamos al grano--dijo él--. Usted quiere saber algo del
tribunal, como consta en su carta de recomendación, y ha comenzado
a hablar sobre mis cuadros para halagarme. Pero no lo tomo a mal,
usted no puede saber que para mí eso es una impertinencia. ¡Oh, por
favor!--dijo en actitud defensiva, cuando K quiso objetar algo, y
continuó:
--Por lo demás, usted tiene razón con su indicación, soy un hombre de
confianza del tribunal.
Hizo una pausa, como si quisiera dejarle tiempo a K para adaptarse a
las circunstancias. Se oyó otra vez a las niñas detrás de la puerta.
Era probable que se estuvieran peleando por mirar a través del ojo de
la cerradura, aunque también era probable que pudieran ver a través de
los resquicios. K decidió no disculparse, pues no quería que el pintor
cambiase de tema, pero tampoco quería que el pintor se ufanase y se
creyera inalcanzable, así que preguntó:
--¿Es un puesto reconocido oficialmente?
--No--dijo el pintor brevemente, como si con esa pregunta le impidiese
continuar hablando. Pero K no quería que se callase y dijo:
--Bueno, con frecuencia ese tipo de puestos no reconocidos son más
influyentes que los otros.
--Ése es mi caso--dijo el pintor, y asintió con la frente arrugada--.
Ayer hablé con el fabricante sobre su problema, me preguntó si no
quería ayudarle, yo respondí: «Puede venir a mi casa si quiere», y
ahora estoy encantado de poder recibirle tan pronto. Parece que el
asunto le afecta bastante y no me extraña. ¿No desea quitarse antes el
abrigo?
Aunque K tenía previsto quedarse muy poco tiempo, aceptó de buen grado
la proposición del pintor. El aire de la habitación le resultaba
opresivo, con frecuencia había dirigido su mirada asombrada hacia una
estufa de hierro, situada en una esquina, y que con toda seguridad
estaba apagada. El bochorno en la habitación era inexplicable. Mientras
se quitaba el abrigo y se desabrochaba la chaqueta, el pintor le dijo
con un tono de disculpa:
--Tengo que tener la habitación templada. Se está muy confortable,
¿verdad? La habitación está muy bien situada.
K no dijo nada, no era el calor lo que le molestaba, sino el aire,
tan enrarecido que dificultaba la respiración; era ostensible que
hacía mucho tiempo que no ventilaban la habitación. Esta sensación
desagradable se intensificó, ya que el pintor le invitó a sentarse en
la cama, mientras él se sentaba en la única silla de la habitación,
frente al caballete. Además, el pintor interpretó mal por qué K quería
permanecer al borde de la cama, ya que le pidió que se pusiera cómodo
y, como K dudase, se acercó él mismo y le puso en medio de la cama
con los almohadones. A continuación, regresó a su silla y le hizo la
primera pregunta, cuyo efecto fue que K olvidase todo lo demás:
--¿Es usted inocente?--preguntó.
--Sí--dijo K--. La respuesta a esta pregunta le causó alegría,
especialmente porque la respondió ante un particular, es decir sin
asumir responsabilidad alguna. Nadie hasta ese momento le había
preguntado de un modo tan directo. Para disfrutar de esa alegría,
añadió:
--Soy completamente inocente.
--Bien--dijo el pintor, bajó la cabeza y pareció reflexionar. De
repente subió la cabeza y dijo:
--Si usted es inocente, entonces el caso es muy fácil.
La mirada de K se nubló, ese supuesto hombre de confianza del tribunal
hablaba como un niño ignorante.
--Mi inocencia no simplifica el caso--dijo K, que, a pesar de todo,
tuvo que reír, sacudiendo lentamente la cabeza--. Todo depende de
muchos detalles, en los que el tribunal se pierde. Al final, sin
embargo, descubre un comportamiento culpable donde originariamente no
había nada.
--Sí, cierto, cierto--dijo el pintor, como si K estorbase
innecesariamente el curso de sus pensamientos--. Pero usted es inocente.
--Bueno, sí--dijo K
--Eso es lo principal--dijo el pintor.
No había manera de influir en él con argumentos en contra; a pesar
de su resolución, K no sabía si hablaba así por convicción o por
indiferencia. K quiso comprobarlo, así que dijo:
--Usted conoce este mundo judicial mucho mejor que yo, yo no sé más que
lo que he oído aquí y allá, aunque lo oído procedía de personas muy
distintas. Todos coinciden en que no se acusa a nadie a la ligera y que
el tribunal, cuando acusa a alguien, está convencido de la culpa del
acusado y que es muy difícil hacer que abandone ese convencimiento.
--¿Difícil?--preguntó el pintor, y elevó una mano--. Nunca se le puede
disuadir. Si pintase a todos los jueces aquí en la pared, uno al lado
del otro, y usted se defendiese ante ellos, tendría más éxito que ante
un tribunal real.
--Sí--dijo K para sí mismo y olvidó que sólo había querido sondear un
poco al pintor.
Una de las niñas volvió a preguntar a través de la puerta:
--Titorelli, ¿se irá pronto?
--¡Callaos!--gritó el pintor hacia la puerta--, ¿acaso no veis que
estoy hablando con este señor?
Pero la muchacha no quedó satisfecha con esa respuesta, así que
preguntó:
--¿Le vas a pintar?
Y cuando no recibió respuesta del pintor, añadió:
--Por favor, no pintes a un hombre tan feo.
A estas palabras siguió una confusión de exclamaciones incomprensibles
aunque aprobatorias. El pintor dio un salto hacia la puerta, la abrió
un resquicio--se podían ver las manos extendidas de las niñas en
actitud de súplica--, y dijo:
--Si no os calláis, os arrojo a todas por la escalera. Sentaos aquí, en
el escalón, y comportaos bien.
No debieron de seguir sus instrucciones, así que tuvo que impartirles
órdenes.
--¡Aquí, en el escalón!
Sólo entonces se callaron.
--Disculpe--dijo el pintor cuando regresó.
K apenas se había vuelto hacia la puerta, había dejado a su discreción
si quería protegerle y cómo. Tampoco se movió cuando el pintor se
acercó hasta él y se inclinó para decirle algo al oído:
--También las niñas pertenecen al tribunal.
--¿Cómo?--preguntó K, que inclinó el rostro y miró al pintor. Éste, sin
embargo, se sentó de nuevo y añadió medio en serio medio en broma:
--Todo pertenece al tribunal.
--No lo había notado--dijo K brevemente.
La indicación general del pintor al señalar a las niñas, quitaba a la
información toda su carga inquietante. No obstante, K contempló un
rato la puerta, detrás de la cual permanecían las niñas, ya calladas y
sentadas en el escalón. Una de ellas había introducido una pajita por
una de las ranuras entre las tablas y la metía y sacaba lentamente.
--Por lo que parece aún no se ha hecho una idea del tribunal--dijo el
pintor, que había estirado las piernas y golpeaba el suelo con las
puntas de los pies--. No necesitará ser inocente. Yo mismo le sacaré
del problema.
--¿Y cómo pretende conseguirlo?--preguntó K--. Hace poco usted me ha
dicho que el tribunal es inaccesible a cualquier tipo de argumentación.
--Inaccesible a cualquier argumentación que se plantee ante él--dijo el
pintor, y elevó el dedo índice como si K no hubiese percibido la sutil
diferencia--. Pero esa regla pierde su validez cuando se argumenta
a espaldas del tribunal oficial, es decir en los despachos de los
asesores, en los pasillos o, por ejemplo, aquí, en mi estudio.
Lo que el pintor acababa de decir no le pareció a K tan descabellado,
todo lo contrario, coincidía con lo que le habían contado otras
personas. Incluso parecía otorgar muchas esperanzas. Si los jueces se
dejaban influir tan fácilmente por sus relaciones personales, como el
abogado había manifestado, entonces las relaciones del pintor con los
vanidosos jueces eran muy importantes y de ninguna manera se podían
menospreciar. En ese caso el pintor se adaptaba perfectamente al
círculo de ayudantes que K paulatinamente iba reuniendo a su alrededor.
Una vez habían elogiado en el banco su talento organizador, aquí, en
una situación en la que dependía exclusivamente de sí mismo, había una
buena oportunidad para ponerlo a prueba. El pintor observó el efecto
que su aclaración había ejercido en K y dijo, no sin cierto temor:
--¿No le llama la atención que hablo casi como un jurista? Es por el
trato ininterrumpido con los señores del tribunal, que tanto me ha
influido. Por supuesto, saco muchos beneficios de ello, pero el impulso
artístico se pierde en parte.
--¿Cómo entró en contacto con los jueces?--preguntó K. Quería ganarse
primero la confianza del pintor, antes de tomarlo a su servicio.
--Muy fácil--dijo el pintor--, he heredado mi posición. Ya mi padre
fue pintor judicial. Es un puesto hereditario. No se necesitan nuevas
personas que ejerzan el oficio. Para pintar a los distintos grados de
funcionarios se han promulgado tantas reglas secretas y, además, tan
complejas, que no se pueden dominar fuera de determinadas familias.
Por ejemplo, ahí, en el cajón, tengo los apuntes de mi padre, que no
enseño a nadie. Sólo el que los conoce está capacitado para pintar a
los jueces. Aun en el caso de que los perdiera, guardo en la memoria
tal cúmulo de reglas que nadie podría aspirar a ocupar mi puesto.
Los jueces quieren que se les pinte como se pintó a los jueces en el
pasado, y eso sólo lo puedo hacer yo.
--Eso es digno de envidia--dijo K, que pensó en su puesto en el
banco--. Su posición, por consiguiente, es inalterable.
--Sí, inalterable--dijo el pintor, y alzó los hombros con orgullo--.
Por eso mismo me puedo atrever de vez en cuando a ayudar a algún pobre
hombre que tiene un proceso.
--Y, ¿cómo lo hace?--preguntó K, como si no fuera él a quien el
pintor había llamado pobre hombre. El pintor, sin embargo, no se dejó
interrumpir, sino que dijo:
--En su caso, por ejemplo, ya que usted es completamente inocente,
emprenderé lo siguiente.
A K le comenzaba a resultar molesta la repetida mención de su
inocencia. Le parecía que el pintor, con esas indicaciones, hacía
depender su ayuda de un resultado positivo del proceso, en cuyo caso la
ayuda carecería de cualquier valor. A pesar de esta duda, K se dominó
y no interrumpió al pintor. No quería renunciar a su ayuda, estaba
decidido, además le parecía que esa ayuda no era más cuestionable
que la del abogado. K incluso la prefirió, pues era más inofensiva y
sincera que esta última.
El pintor había acercado la silla a la cama y continuó con voz apagada:
--He olvidado preguntarle al principio qué tipo de absolución prefiere.
Hay tres posibilidades, la absolución real, la absolución aparente
y la prórroga indefinida. La absolución real es, naturalmente, la
mejor, pero no tengo ninguna influencia para lograr esa solución. Aquí
decide, con toda probabilidad, la inocencia del acusado. Como usted es
inocente, podría confiar en alcanzarla, pero entonces no necesitaría ni
mi ayuda ni la de cualquier otro.
Esta gama de posibilidades desconcertó al principio a K, luego dijo
también en voz baja, como había hablado el pintor:
--Creo que se contradice.
--¿Por qué?--preguntó el pintor con actitud paciente, y se reclinó
sonriente.
Esa sonrisa despertó en K la impresión de que no se proponía cubrir
contradicciones en las palabras del pintor, sino en el mismo
procedimiento judicial. No obstante, continuó:
--Hace poco comentó que el tribunal es inaccesible para todo tipo de
argumentación, después ha limitado la validez de ese principio al
tribunal oficial y ahora dice, incluso, que el inocente no necesita
ayuda alguna ante el tribunal. Ahí se produce una contradicción.
Además, antes ha dicho que se puede influir personalmente en los
jueces, pero ahora pone en duda que se pueda llegar a la absolución
real, como usted la llama, mediante una influencia personal. Ahí se
incurre en una segunda contradicción.
--Esas contradicciones son fáciles de aclarar--dijo el pintor--. Aquí
está hablando de dos cosas distintas, de lo que la ley establece y
de lo que yo he experimentado personalmente; no debe confundir ambas
cosas. En la ley, aunque yo no lo he leído, se establece por una
parte que el inocente tiene que ser absuelto, pero por otra parte no
se establece que los jueces puedan ser influidos. No obstante, yo he
experimentado lo contrario. No he sabido de ninguna absolución real,
pero he conocido muchas influencias. Es posible que en los casos que
he conocido no se diera la inocencia del acusado. Pero, ¿no es acaso
improbable que en tantos casos no haya ni uno solo en el que el
acusado haya sido inocente? Ya cuando era niño escuchaba a mi padre
cuando contaba algo de los procesos, también los jueces hablaban sobre
procesos cuando le visitaban en su estudio, en nuestro círculo no se
hablaba de otra cosa, siempre que tuve la oportunidad de ir a los
juicios, siempre la aproveché, he presenciado innumerables procesos
y he seguido sus distintas fases, tanto como era posible y, lo debo
reconocer, no he conocido ninguna absolución real.
--Así pues, ninguna absolución--dijo K como si hablase consigo mismo y
con sus esperanzas--. Eso confirma la opinión que tengo del tribunal.
Tampoco por esa parte tiene sentido. Un único verdugo podría sustituir
a todo el tribunal.
--No debe generalizar--dijo el pintor insatisfecho--, sólo he hablado
de mis experiencias.
--Eso basta--dijo K--, ¿o acaso ha oído de absoluciones en otros
tiempos?
--Ha debido de haber ese tipo de absoluciones--respondió el pintor--.
Pero es difícil constatarlo. Las sentencias definitivas del tribunal
no se hacen públicas, ni siquiera son accesibles para los jueces, por
eso sólo se han conservado leyendas sobre casos judiciales antiguos.
Estas leyendas, en su mayoría, contienen absoluciones reales, se puede
creer en ellas, pero no se pueden demostrar. No obstante, no se deben
descuidar, contienen una cierta verdad, y son muy bellas, yo mismo he
pintado varios cuadros que tienen como tema esas leyendas.
--Simples leyendas no pueden hacerme cambiar de opinión--dijo K--,
¿acaso se pueden invocar esas leyendas en juicio?
El pintor rió.
--No, no se puede--dijo.
--Entonces es inútil hablar de ellas--dijo K. Quería aceptar
provisionalmente todas las opiniones del pintor, aun en el caso de
considerarlas improbables o que contradijeran otros informes. Ahora no
disponía del tiempo preciso para analizar todo lo que el pintor había
dicho y constatarlo o refutarlo de acuerdo con la verdad. Se daría por
satisfecho si lograse que el pintor le ayudase incluso de una manera no
decisiva. Así que dijo:
--Dejemos entonces la absolución real. Usted mencionó otras dos
posibilidades.
--La absolución aparente y la prórroga indefinida. Sólo hay estas dos
posibilidades--dijo el pintor--. Pero, ¿no quiere quitarse la chaqueta
antes de que continuemos? Parece que tiene calor.
--Sí--dijo K, que hasta ese momento sólo había prestado atención a las
explicaciones del pintor, pero que ahora, al recordársele el calor,
sintió cómo el sudor bañaba su frente--. El calor es casi insoportable.
El pintor asintió como si entendiese perfectamente el malestar de K.
--¿No se puede abrir la ventana?--preguntó K.
--No--dijo el pintor--. No es más que un vidrio fijo, no se puede abrir.
Ahora se daba cuenta K de que todo el tiempo había alimentado la
esperanza de que el pintor, o él mismo, se levantaría y abriría la
ventana. Estaba incluso preparado para respirar la niebla a todo
pulmón. La sensación de estar allí encerrado le produjo un mareo.
Golpeó ligeramente la cama con la mano y dijo con voz débil:
--Es un ambiente opresivo e insano.
--¡Oh, no!--dijo el pintor en defensa de su ventana--. Precisamente
porque no se puede abrir mantiene mejor el calor que una ventana
doble. Si quiero airear, lo que no es muy necesario, pues penetra aire
suficiente por los resquicios de las tablas, puedo abrir una de las
puertas o ambas.
K, consolado un poco por esa explicación, miró en torno para descubrir
esa segunda puerta. El pintor lo notó y dijo:
--Está detrás de usted. La tuve que tapar con la cama.
Ahora vio K la pequeña puerta en la pared.
--Esto es muy pequeño para ser un estudio--dijo el pintor, como si
quisiera salir al paso de una crítica de K--. Tuve que instalarme como
pude. La cama, justo delante de la puerta, está, naturalmente, en un
mal lugar. El juez al que estoy retratando, por ejemplo, entra siempre
por la puerta de la cama y le he dado una llave para que cuando no esté
yo en casa pueda esperarme. Pero suele venir por la mañana temprano,
cuando aún duermo. Naturalmente me despierta siempre del sueño más
profundo cuando abre la puerta. Le perdería el respeto a todos los
jueces si oyera las maldiciones con las que le recibo cuando se sube
a mi cama tan temprano. Le podría quitar la llave, pero con eso sólo
conseguiría enojarle. Todas las puertas de esta casa se podrían sacar
de sus quicios sin hacer muchos esfuerzos.
Mientras hablaba el pintor, K pensaba si se debía quitar la chaqueta,
finalmente reconoció que si no lo hacía sería incapaz de permanecer
allí por más tiempo, así que se la quitó y la puso sobre sus rodillas
para podérsela poner en cuanto terminara la conversación. Apenas se
había quitado la chaqueta, una de las niñas gritó:
--¡Ya se ha quitado la chaqueta!--y se oyó cómo todas se apresuraban a
mirar por las rendijas para contemplar el espectáculo.
--Las niñas--dijo el pintor--creen que le voy a pintar y que por eso se
desnuda.
--¡Ah, ya!--dijo K poco animado, pues no se sentía mucho mejor que
antes aunque estuviera sentado en mangas de camisa. Casi de mal humor
preguntó:
--¿Cómo denominó las otras dos posibilidades?
Ya había olvidado las expresiones que el pintor había empleado.
--La absolución aparente y la prórroga indefinida--dijo el pintor--.
Usted elige. Ambas se pueden lograr con mi ayuda, naturalmente no sin
esfuerzo, la diferencia en este sentido radica en que la absolución
aparente requiere un esfuerzo intermitente y concentrado, mientras
que la prórroga, uno más débil, pero continuado. Bien, comencemos por
la absolución aparente. Si eligiese ésta, escribiré en un papel una
confirmación de su inocencia. El texto para una confirmación así lo he
heredado de mi padre y resulta irrefutable. Con esa confirmación hago
una ronda con los jueces que conozco. Por ejemplo, comienzo hoy por la
noche con el juez al que estoy pintando, cuando venga a la sesión. Le
presento la confirmación, le aclaro que usted es inocente y me hago
garante de su inocencia. Pero no se trata de una garantía superficial o
ficticia, sino real y vinculante.
En la mirada del pintor había un aire de reproche por el hecho de que K
le cargase con esa responsabilidad.
--Sería muy amable de su parte--dijo K--. ¿Y el juez, en el caso de que
le creyera, tampoco me absolvería realmente?
--Como ya le dije--respondió el pintor--. Pero tampoco es seguro que
todos me crean, algún juez reclamará, por ejemplo, que le conduzca
hasta él. Entonces no le quedará otro remedio que venir. En un supuesto
así, se puede decir que la causa está casi ganada, especialmente porque
antes le informaré de cómo tiene que comportarse ante el juez. Peor
resulta con aquellos jueces que no me atienden desde el principio,
esto también puede ocurrir. Nos veremos obligados a renunciar a ellos,
aunque no falten algunos intentos, pero podemos permitirnos ese lujo,
que unos cuantos jueces aislados no son decisivos. Si consigo un número
suficiente de firmas de jueces en esta confirmación de inocencia,
entonces voy a ver al juez que lleva su caso. Es posible que tenga
ya su firma; en ese supuesto, todo va un poco más rápido. En general
ya no hay muchos más impedimentos, ha llegado el momento para que el
acusado tenga una gran confianza. Es extraño, pero cierto, la gente
se encuentra en esa fase más confiada que después de la absolución.
Ya no es necesario esforzarse más. El juez posee en la confirmación
de inocencia la garantía de un número de jueces y puede absolver sin
preocuparse. Así lo hará, sin duda, para hacerme un favor a mí y a
otros conocidos, después de realizar algunas formalidades. Usted sale
del ámbito del tribunal y es libre.
--Entonces soy libre--dijo K indeciso.
--Sí--dijo el pintor--, pero sólo libre en apariencia o, mejor dicho,
libre provisionalmente. La judicatura inferior, a la que pertenecen mis
conocidos, no posee el derecho a otorgar una absolución definitiva,
este derecho sólo lo posee el tribunal supremo, inalcanzable para
usted, para mí y para todos nosotros. No sabemos lo que allí pasa
y, dicho sea de paso, tampoco lo queremos saber. Nuestros jueces
carecen del gran derecho a liberar de la acusación, pero entre sus
competencias está la de poder desprenderle de ella. Eso quiere decir
que si obtiene este tipo de absolución, queda liberado momentáneamente
de la acusación, pero pende aún sobre usted y puede suceder, si llega
la orden desde arriba, que entre en vigor de inmediato. Como tengo tan
buenos contactos con el tribunal, puedo decirle también cómo se refleja
exteriormente en los reglamentos de la Administración de Justicia
la diferencia entre una absolución real y otra aparente. En caso de
una absolución real, se deben reunir todas las actas procesales,
desaparecen por completo del procedimiento, todo se destruye, no sólo
la acusación, sino también todos los escritos procesales, incluida la
absolución. En la absolución aparente ocurre de un modo algo diferente.
No se produce ninguna modificación más de las actas, a ellas se
añaden la confirmación de inocencia, la absolución y el fundamento
de la absolución. Por lo demás, las actas continúan en el proceso,
se trasladan, como exige el continuo trámite administrativo, a los
tribunales supremos, vuelve a los inferiores, y oscila entre unos
y otros con mayor o menor fluidez. Esos caminos son impredecibles.
Considerado desde el exterior, se podría llegar a la conclusión de que
todo se ha olvidado hace tiempo, que las actas se han perdido y que
la absolución es completa. Un especialista no lo creerá jamás. No se
pierden las actas, el tribunal no olvida. Un día--nadie lo espera--,
un juez cualquiera toma el acta, le presta poco de atención, comprueba
que la acusación aún está en vigor y ordena la detención inmediata. He
dado a entender que entre la absolución aparente y la nueva detención
transcurre un largo periodo de tiempo, es posible y conozco algunos
casos, pero también es posible que el absuelto llegue a su casa desde
los tribunales y ya allí le esperen unos emisarios para detenerle de
nuevo. Entonces, por supuesto, se ha terminado la vida en libertad.
--¿Y el proceso comienza otra vez?--preguntó K incrédulo.
--Así es--dijo el pintor--, el proceso comienza de nuevo, y también
existe la posibilidad, como al principio, de obtener una absolución
aparente. Hay que concentrar otra vez todas las fuerzas y no rendirse.
Lo último lo dijo el pintor probablemente guiado por la impresión de
que el ánimo de K se había hundido.
--Pero, ¿no resulta más difícil obtener la segunda absolución que la
primera?--preguntó K, como si quisiera anticiparse a alguna de las
revelaciones del pintor.
--No se puede decir nada seguro al respecto--dijo el pintor--. ¿Quiere
decir si el juez se puede ver influido desfavorablemente en su
sentencia por la primera detención? No, ése no es el caso. Los jueces
ya han previsto la detención en el momento de dictar la absolución.
Esa circunstancia apenas tiene efecto. Pero otros muchos motivos
pueden influir ahora en el humor del juez y en su enjuiciamiento
jurídico del caso, y los esfuerzos se tendrán que adaptar a las nuevas
circunstancias, siendo necesario, por supuesto, actuar con la misma
fuerza y decisión que antes de la primera absolución.
--Pero esa segunda absolución tampoco es definitiva--dijo K, y giró la
cabeza con actitud de rechazo.
--Por supuesto que no--dijo el pintor--, a la segunda absolución sigue
la tercera detención; a la tercera absolución, la cuarta detención.
Esto está implícito en el mismo concepto de absolución aparente.
K permaneció en silencio.
--La absolución aparente no le resulta muy ventajosa, ¿verdad?--dijo el
pintor--. Tal vez prefiera la prórroga indefinida. ¿Desea que le narre
en qué consiste la prórroga indefinida?
K asintió con la cabeza.
El pintor se había reclinado cómodamente en la silla, su camisa del
pijama estaba abierta y se rascaba el pecho con la mano.
--La prórroga--dijo el pintor, y miró un momento ante sí como si
buscara las palabras adecuadas--, la prórroga consiste en que el
proceso se mantiene de un modo duradero en una fase preliminar.
Para lograrlo es necesario que el acusado y el ayudante, sobre todo
el ayudante, permanezca continuamente en contacto personal con el
tribunal. Repito, aquí no es necesario gastar tantas energías como para
lograr una absolución aparente y, sin embargo, sí es necesario prestar
una mayor atención. No se puede perder de vista el proceso, hay que ir
a ver al juez competente en periodos de tiempo regulares y, además, en
ocasiones especiales, y hay que intentar mantenerlo contento. Si no se
conoce personalmente al juez, se puede intentar influir en él a través
de otros jueces, sin por ello renunciar a las entrevistas personales.
Si no se descuida nada a este respecto, se puede decir con bastante
certeza que el proceso no pasará de su primera fase. El proceso, sin
embargo, no se detiene, pero el acusado queda casi tan a salvo de una
condena como si estuviera libre. Frente a la absolución aparente, la
prórroga indefinida tiene la ventaja de que el futuro del acusado
es menos incierto, evita los sustos de las detenciones repentinas
y no tiene que temer, precisamente en aquellos periodos en que sus
circunstancias son inapropiadas, los esfuerzos y las irritaciones que
cuestan el logro de la absolución aparente. No obstante, la prórroga
también posee ciertas desventajas para el acusado que no se deben
subestimar. Y no pienso en que aquí el acusado nunca es libre, pues
tampoco lo es, en un sentido estricto, en la absolución aparente. Se
trata de otra desventaja. El proceso no se puede detener sin que, al
menos, haya motivos evidentes para ello. Por lo tanto, y de cara al
exterior, tiene que suceder algo en el proceso. Así pues, de vez en
cuando se tomarán algunas disposiciones, se interrogará al acusado, se
realizarán algunas investigaciones, etc. El proceso debe girar dentro
de los estrechos límites a los que se le ha reducido artificialmente.
Eso produce algunas molestias al acusado que, sin embargo, tampoco
debe imaginarse que son tan malas. Todo es de cara al exterior; los
interrogatorios, por ejemplo, son muy cortos, cuando se tiene poco
tiempo o, simplemente, no se tienen ganas de comparecer, se puede
faltar presentando una disculpa, incluso con algunos jueces se pueden
fijar de antemano las fechas de determinadas formalidades, se trata,
en definitiva, ya que uno es un acusado, de presentarse ante el juez
competente de vez en cuando.
Ya durante las últimas palabras K se había colocado la chaqueta en el
brazo y se había levantado.
--¡Se ha levantado!--gritaron en seguida al otro lado de la puerta.
--¿Ya se quiere ir?--preguntó el pintor también levantándose--. Seguro
que es el aire viciado por lo que se va. Me resulta muy desagradable.
Me quedaban más cosas por decirle, tenía que haber abreviado. Espero
que me haya comprendido.
--¡Oh, sí!--dijo K, al que le dolía la cabeza por el esfuerzo realizado
para escuchar. No obstante esta confirmación, el pintor se lo resumió
otra vez, como si quisiera que K se llevase consigo algún consuelo.
--Ambos métodos tienen en común que impiden una condena del acusado.
--Pero también impiden la absolución real--dijo K en voz baja, como si
se avergonzase de haberlo descubierto.
--Ha comprendido el meollo del asunto--dijo el pintor con rapidez.
K puso la mano en el abrigo, pero no podía decidirse a ponérselo. Le
hubiera gustado recogerlo todo y salir a respirar el aire fresco.
Tampoco las niñas le motivaban a vestirse, por más que desde el
principio se gritaran entre ellas que se estaba vistiendo. El pintor
intentó conocer el estado de ánimo de K, así que dijo:
--No se ha decidido respecto a mis proposiciones. Lo apruebo, yo mismo
le hubiera desaconsejado que se decidiera en seguida. Las ventajas y
las desventajas son nimias. Hay que valorarlo todo con exactitud.
--Le volveré a visitar pronto--dijo K, que con decisión repentina se
puso la chaqueta, se echó el abrigo sobre los hombros y se apresuró
hacia la puerta. Las niñas, al advertirlo, comenzaron a gritar.
--Pero debe mantener su palabra--dijo el pintor, que le había
seguido--, si no, me presentaré en su banco y preguntaré por usted.
--Abra la puerta--dijo K, al notar cómo las niñas hacían fuerza en el
picaporte.
--¿Acaso quiere que las niñas le molesten? Salga mejor por la otra
puerta--y señaló la puerta situada detrás de la cama.
K estuvo de acuerdo y retrocedió hasta la cama. Pero el pintor, en vez
de abrir la puerta, se metió debajo de la cama y preguntó desde allí:
--¿No quiere ver un cuadro que le podría vender?
K no quería ser descortés, el pintor se había portado bien y le había
prometido seguir ayudándole, además K se había olvidado de hablar sobre
la recompensa por la ayuda, por este motivo no pudo zafarse y dejó
que le mostrara el cuadro, aunque temblase de impaciencia por salir
del estudio. El pintor sacó de debajo de la cama un montón de cuadros
sin enmarcar tan llenos de polvo que, cuando el pintor sopló sobre el
primero, K estuvo un tiempo sin poder respirar ni ver bien.
--Un paisaje de landa--dijo el pintor, y alcanzó el cuadro a K.
Representaba unos árboles débiles, muy alejados entre sí, rodeados de
hierba oscura. En segundo plano se veía un policromo crepúsculo.
--Muy bonito--dijo K--, lo compro.
K se había expresado con tal brevedad de una forma impensada. Por eso
se alegró cuando el pintor en vez de tomarlo a mal, levantó otro cuadro
del suelo.
--Aquí tiene un contraste con el anterior--dijo el pintor.
Se habría concebido como un contraste, pero no había la más mínima
diferencia con el anterior, ahí estaban los árboles, la hierba y en el
fondo el crepúsculo. Pero a K no le importaba.
--Son paisajes muy bonitos--dijo--. Se los compro. Los colgaré en mi
despacho.
--Parece que el motivo le gusta. Casualmente tengo un tercer cuadro
similar.
No era similar, más bien se trataba de un paisaje idéntico. El pintor
aprovechaba la oportunidad para vender cuadros viejos.
--También lo compro--dijo K--. ¿Cuánto cuestan los tres cuadros?
--Ya hablaremos de eso--dijo el pintor--. Ahora tiene prisa, pero vamos
a permanecer en contacto. Por lo demás, me alegra que le hayan gustado
los cuadros. Le daré todos los que tengo debajo de la cama. Todos son
paisajes de landa, ya he pintado muchos. Hay personas que les tienen
cierta aversión porque son melancólicos, otros, sin embargo, entre los
que usted se cuenta, aman precisamente esa melancolía. Pero K ya no
tenía ganas de oír las experiencias profesionales del pintor pedigüeño.
--Empaquete los cuadros--exclamó, interrumpiendo al pintor--, mañana
vendrá mi ordenanza y los recogerá.
--No es necesario--dijo el pintor--. Creo que podré conseguir que
alguien se los lleve ahora.
Finalmente, salió de debajo de la cama y abrió la puerta.
--Súbase a la cama--dijo el pintor--, lo hacen todos los que entran.
K tampoco habría tenido ninguna consideración si el pintor no hubiese
dicho nada. En realidad ya tenía puesto un pie encima de la cama, pero
entonces se quedó mirando hacia la puerta abierta y volvió a retirar el
pie.
--¿Qué es eso?--preguntó al pintor.
--¿De qué se asombra?--preguntó éste, asombrado a su vez--. Son
dependencias del tribunal. ¿No sabía que aquí había dependencias
judiciales? Este tipo de dependencias las hay en prácticamente todas
las buhardillas, ¿por qué habrían de faltar aquí? También mi estudio
pertenece a las dependencias del tribunal, éste es el que lo ha puesto
a mi disposición.
K no se horrorizó tanto por haber encontrado allí unas dependencias
judiciales, sino por su ignorancia en asuntos relacionados con el
tribunal. Según su opinión, una de las reglas fundamentales que debía
regir la conducta de todo acusado era la de estar siempre preparado,
no dejarse sorprender, no mirar desprevenido hacia la derecha, cuando
el juez se encontraba a su izquierda, y precisamente infringía esta
regla continuamente. Ante él se extendía un largo pasillo, por el que
corría un aire fresco en comparación con el del estudio. A ambos lados
del pasillo había bancos, como en la sala de espera de las oficinas
judiciales competentes para el caso de K. Parecían existir reglas
concretas para la construcción de las dependencias. En ese momento no
había mucho tráfico de personas. Un hombre permanecía casi tendido:
había apoyado la cabeza en el banco y se había cubierto el rostro con
las manos. Parecía dormir. Otro estaba al final del pasillo, en una
zona oscura. K se subió a la cama, el pintor le siguió con los cuadros.
Al poco tiempo encontraron a un empleado de los tribunales. K reconocía
a todos estos empleados por el botón dorado que llevaban en sus trajes
normales, junto a los otros botones usuales. El pintor le encargó que
acompañase a K con los cuadros. K vacilaba al caminar y avanzaba con el
pañuelo en la boca. Ya se encontraban cerca de la salida, cuando las
niñas irrumpieron frente a ellos, así que K ni siquiera se pudo ahorrar
esa situación. Habrían visto cómo abrían la otra puerta y habían
corrido para sorprenderlos.
--Ya no puedo acompañarle más--exclamó el pintor sonriendo y
resistiendo el embate de las niñas--. ¡Adiós! ¡Y no tarde mucho en
decidirse!
K ni siquiera le miró. Al salir a la calle tomó el primer taxi que
pasó. Deseaba deshacerse del empleado, ese botón dorado se le clavaba
continuamente en el ojo, aunque a cualquier otro ni siquiera le llamara
la atención. El empleado, servicial, quiso sentarse con K, pero éste
lo echó abajo. K llegó al banco por la tarde. Habría querido dejarse
los cuadros en el coche, pero temió necesitarlos en algún momento
para justificarse ante el pintor. Así que pidió que los subieran a su
despacho Y los guardó en el último cajón de su mesa. Allí estarían a
salvo de la curiosidad del subdirector, al menos durante los primeros
días.
NOTAS:
[31] Tachado en el manuscrito: «algunas advertencias, como que debería
irse temprano a la cama, no debería llevar trajes tan caros, debería
redactar en su casa su última voluntad, debería utilizar velas en vez
de luz eléctrica».
[32] Tachado en el manuscrito: «No, K no podía esperar nada de la
publicidad del proceso. El que no se elevara ante él como un juez
y le sentenciara ciegamente y antes de tiempo al menos intentaría
humillarle, ya que resultaba tan fácil».
=EL COMERCIANTE BLOCK
K RENUNCIA AL ABOGADO=
Por fin se había decidido K a renunciar a la representación del
abogado. Las dudas acerca de lo acertado de dicha medida no se podían
eliminar, pero el convencimiento de la necesidad de ese paso terminó
por prevalecer. La decisión, en el día que K tenía que visitar al
abogado, le había costado tiempo y esfuerzo, trabajó con excesiva
lentitud y tuvo que permanecer muchas horas en su despacho. Pasaban
de las diez de la noche cuando K se presentó ante la puerta del
abogado. Antes de llamar pensó si no sería mejor romper con el abogado
por teléfono o por escrito, pues la entrevista tendría que ser por
fuerza desagradable. Pero K decidió mantenerla; de otro modo el
abogado aceptaría la decisión de K con algunas palabras formales o con
silencio, y K, salvo lo que Leni le pudiera decir, desconocería su
reacción ante la medida y las consecuencias que, según la opinión nada
despreciable del abogado, ese paso tendría para K. No obstante, si K
estaba sentado frente al abogado, aunque éste no quisiera decir mucho,
al menos podría deducir bastante de sus gestos y de su actitud. Tampoco
se podía excluir que le convenciese para que el abogado continuase con
la defensa y que él renunciase a su decisión.
Como siempre, la primera llamada a la puerta quedó sin respuesta. «Leni
podría ser más rápida»--pensó K. Pero resultaba una ventaja que no
se inmiscuyeran los vecinos, como habitualmente, ya fuese el hombre
en bata o cualquier otro. Mientras K tocaba el timbre por segunda
vez, miró hacia la puerta vecina, pero permaneció cerrada. Finalmente
aparecieron dos ojos en la mirilla de la puerta, pero no eran los de
Leni. Alguien abrió la puerta, pero siguió apoyándose en ella, y gritó
hacia el interior:
--¡Es él!--y abrió del todo.
K había empujado también la puerta, pues ya había escuchado la llave
de la cerradura en la puerta de al lado. Cuando la puerta se abrió, se
precipitó hacia dentro y le dio tiempo a ver cómo Leni, a la que habían
dirigido antes el grito de advertencia, corría por el pasillo vestida
con una simple camisa. Se quedó mirándola un rato y luego se volvió
hacia el que había abierto la puerta. Era un hombre pequeño y delgado,
con barba, y sostenía una vela en la mano.
--¿Está empleado aquí?--preguntó K.
--No--respondió el hombre--, el abogado me defiende, estoy aquí por un
asunto judicial.
--¿Sin chaqueta?--preguntó K, y señaló con un movimiento de la mano su
forma inapropiada de vestir.
--¡Oh, disculpe!--dijo el hombre, y se iluminó a sí mismo con la vela,
como si advirtiese por primera vez su estado.
--¿Leni es su amante?--preguntó K brevemente. Había abierto algo las
piernas, las manos, que sostenían el sombrero, permanecían en la
espalda. Sólo por poseer un buen abrigo de invierno se sintió superior
a aquella figura esmirriada.
--¡Oh, Dios!--dijo, y alzó la mano ante el rostro en una actitud
defensiva--, no, no, ¿cómo puede pensar eso?
--Parece que dice la verdad--dijo K sonriendo--, no obstante, venga--le
hizo una seña con el sombrero y dejó que fuera por delante.
--¿Cómo se llama?--preguntó K mientras caminaban.
--Block, soy el comerciante Block--dijo, y al hacer su presentación se
volvió, pero K no dejó que se detuviera.
--¿Es su apellido de verdad?--preguntó K.
--Claro--fue la respuesta--, ¿por qué?
--Pensé que tenía razones para silenciar su apellido--dijo K. Se
sentía libre, tan libre como el que habla en el extranjero con gente
de baja condición, guarda para sí todo lo que le afecta y sólo habla
indiferente de los intereses de los demás, elevándolos o dejándolos
caer según su gusto. K se paró ante la puerta del despacho del abogado,
la abrió y gritó al comerciante, que había continuado:
--¡No tan deprisa! Ilumine aquí.
K pensó que Leni podía haberse escondido allí, por lo que obligó al
comerciante a buscar por todas las esquinas, pero la habitación estaba
vacía. K detuvo al comerciante ante el cuadro del juez cogiéndole por
los tirantes.
--¿Le conoce?--preguntó, y señaló con el dedo hacia arriba.
El comerciante elevó la vela, miró guiñando los ojos y dijo:
--Es un juez.
--¿Un juez supremo?--preguntó K, y se puso al lado del comerciante para
observar la impresión que le causaba el cuadro. El comerciante miraba
con admiración.
--Es un juez supremo--dijo.
--Usted no tiene mucha capacidad de observación--dijo K--. Entre todos
los jueces de instrucción inferiores, él es el inferior.
--Ahora me acuerdo--dijo el comerciante, y bajó la vela--, yo también
lo he oído.
--Naturalmente--exclamó K--, lo olvidé, claro que lo habrá oído.
--Pero, ¿por qué?, ¿por qué?--preguntó el comerciante, mientras se
dirigía hacia la puerta empujado por K. Ya en el pasillo, dijo K:
--¿Sabe dónde se ha escondido Leni?
--¿Escondido?--dijo el comerciante--. No, pero puede estar en la cocina
preparando una sopa para el abogado.
--¿Por qué no lo ha dicho en seguida?--preguntó K.
--Yo quería conducirle hasta allí, pero usted mismo es el que me
ha llamado--respondió el comerciante, algo confuso por las órdenes
contradictorias.
--Usted se cree muy astuto--dijo K--. ¡Lléveme entonces hasta ella!
K no había estado nunca en la cocina, era sorprendentemente grande y
estaba muy bien amueblada. El horno era tres veces más grande que los
normales; del resto podía ver muy poco, pues la cocina sólo estaba
iluminada por una pequeña lámpara situada a la entrada. Frente al fogón
se encontraba Leni con un delantal blanco, como siempre, y cascaba
huevos en una olla puesta al fuego.
--Buenas noches, Josef--dijo mirándole de soslayo.
--Buenas noches--dijo K, y señaló una silla en la que el comerciante se
debía sentar, lo que éste hizo sin vacilar. K, sin embargo, se aproximó
a Leni por detrás, se inclinó sobre su hombro y preguntó:
--¿Quién es ese hombre?
Leni rodeó la cabeza de K con una mano mientras con la otra daba
vueltas a la sopa, luego le atrajo hacia sí y dijo:
--Es un hombre digno de lástima, un pobre comerciante, un tal Block.
Míralo.
Ambos le miraron. El comerciante estaba sentado en la silla que K le
había asignado. Había apagado la vela, ya innecesaria, e intentaba
presionar el pabilo con los dedos para evitar que humease.
--Estabas en camisa--dijo K, girando la cabeza hacia el fogón. Ella
calló.
--¿Es tu amante?--preguntó K.
Ella quiso coger la olla, pero K tomó sus manos y dijo:
--¡Responde!
Ella musitó:
--Ven al despacho, te lo explicaré todo.
--No--dijo K--, quiero que lo aclares aquí.
Ella le abrazó y quiso besarle, pero K se resistió y dijo:
--No quiero que me beses ahora.
--Josef--dijo Leni, y miró a los ojos de K suplicante pero con
sinceridad--, ¿no estarás celoso del señor Block? Rudi--dijo ahora
volviéndose hacia el comerciante--, ayúdame y deja la vela, mira cómo
sospecha de mí.
Se podría haber pensado que no prestaba atención, pero seguía
perfectamente la conversación.
--No sé por qué tiene que estar celoso--dijo sin saber qué responder.
--Yo tampoco lo sé--dijo K, y contempló al comerciante sonriendo. Leni
rió en voz alta, se aprovechó del descuido de K para rodearse con su
brazo y susurró:
--Déjalo, ya ves la clase de hombre que es. Lo he tomado un poco bajo
mi protección porque es un buen cliente del abogado, por ningún otro
motivo. ¿Y tú? ¿Quieres hablar con el abogado? Hoy está muy enfermo,
pero si quieres te anuncio ahora mismo. Por la noche te quedas conmigo,
¿verdad? Hace tiempo que no vienes, el abogado ha preguntado por ti.
¡No descuides el proceso! También yo tengo que comunicarte algo que he
sabido hace poco. Pero ahora quítate el abrigo.
Ella le ayudó a quitárselo, también le cogió el sombrero, luego regresó
y comprobó cómo iba la sopa.
--¿Quieres que te anuncie ahora o prefieres que le lleve primero la
sopa?
--Anúnciame primero--dijo K.
Estaba enojado. En un principio tenía planeado hablar con Leni sobre la
posibilidad de renunciar al abogado, pero la presencia del comerciante
le había quitado las ganas. Ahora, sin embargo, consideraba el asunto
demasiado importante como para que ese comerciante bajito pudiera
interferir en él de una manera decisiva, así que llamó a Leni, que ya
estaba en el pasillo, y le dijo que regresara.
--Llévale primero la sopa--dijo--, tiene que fortalecerse para nuestra
entrevista, lo va a necesitar.
--¿Usted también es un cliente del abogado?--dijo el comerciante en voz
baja desde su esquina sólo para confirmar.
--¿Qué le importa a usted eso?--dijo K.
Pero Leni intervino:
--Quieres callarte. Bueno, entonces le llevo primero la sopa--dijo Leni
a K y sirvió la sopa en un plato--. Pero temo que se duerma; en cuanto
come, se duerme.
--Lo que voy a decirle le mantendrá despierto--dijo K.
--Quería dar a entender que pretendía decirle algo muy importante,
quería que Leni le preguntara qué era para luego pedirle consejo. Pero
ella se limitó a cumplir las órdenes. Cuando pasó a su lado con el
plato, le dio un golpe cariñoso y musitó:
--En cuanto se haya tomado la sopa, te anuncio, así te tendré conmigo
antes.
--Ve--dijo K--, ve.
--Sé más amable--dijo ella, y se volvió al llegar a la puerta.
K miró cómo se iba. Su decisión de despedir al abogado era definitiva.
Era mejor no haber hablado antes con Leni. Ella apenas tenía una visión
general del caso, le habría desaconsejado ese paso, probablemente
hubiera convencido a K para no darlo, habría seguido dudando,
permanecería inquieto y, finalmente, habría tenido que tomar la misma
decisión, pues era inevitable. Pero cuanto antes la tomara, más daños
se ahorraría. Tal vez el comerciante pudiera decir algo al respecto.
K se volvió; apenas lo notó el comerciante, quiso levantarse.
--Permanezca sentado--dijo K, y puso una silla a su lado--. ¿Es un
viejo cliente del abogado?--preguntó K.
--Sí--dijo el comerciante--, desde hace muchos años.
--¿Cuántos años hace que le representa?--preguntó K.
--No sé qué quiere decir--dijo el comerciante--, en asuntos jurídicos y
de negocios--tengo un negocio de granos--, me asesora desde que asumí
el negocio, hace casi veinte años, pero en mi proceso, a lo que usted
probablemente se refiere, desde su inicio hace más de cinco años. Sí,
hace más de cinco años--añadió, y sacó una cartera--. Lo tengo apuntado
aquí, si quiere le doy las fechas precisas. Es difícil mantenerlo todo
en la memoria. Mi proceso es posible que dure más, comenzó poco después
de la muerte de mi mujer, y de eso ya hace más de cinco años.
K se acercó aún más a él.
--Así que el abogado también se hace cargo de asuntos jurídicos
ordinarios--dijo K.
Esa conexión entre ciencias jurídicas y tribunal le pareció muy
tranquilizadora.
--Cierto--dijo el comerciante, y susurró a K--: Se dice incluso que es
más habilidoso en las cuestiones jurídicas que en las otras.
Pero inmediatamente pareció lamentar lo dicho, puso una mano en el
hombro de K y dijo:
--Le suplico que no me traicione.
K le dio unos golpecitos amistosos en el muslo y dijo:
--No se preocupe, no soy ningún traidor.
--Él es muy vengativo--dijo el comerciante.
--No hará nada contra un cliente tan fiel--dijo K.
--¡Oh, sí!--dijo el comerciante--, cuando se excita no conoce
diferencias. Además, no le soy tan fiel.
--¿Por qué no?--preguntó K.
--¿Puedo confiarle algo?--preguntó el comerciante indeciso.
--Creo que puede--dijo K.
--Bien, le confiaré una parte, pero usted debe decirme a su vez un
secreto, así estaremos en las mismas condiciones ante el abogado.
--Es usted muy precavido--dijo K--, le diré un secreto que le
tranquilizará por completo. Así que, ¿en qué consiste su infidelidad
con el abogado?
--Yo tengo...--dijo el comerciante indeciso, en un tono como si
estuviera confesando algo deshonroso--, además de él tengo otros
abogados.
--Eso no es tan malo--dijo K un poco decepcionado.
--Aquí sí--dijo el comerciante respirando con dificultad, aunque
después de las palabras de K tuvo más confianza--. No está permitido. Y
lo que no se tolera bajo ninguna circunstancia es tener otros abogados
intrusos junto al abogado propiamente dicho. Y eso es precisamente lo
que yo he hecho, además de él tengo cinco abogados.
--¡Cinco!--exclamó K, el número le dejó asombrado--. ¿Cinco abogados
además de éste?
El comerciante asintió:
--Ahora mismo estoy en tratos con el sexto.
--Pero, ¿para qué necesita tantos abogados?--preguntó K.
--Los necesito a todos--dijo el comerciante.
--¿Me lo puede explicar?
--Encantado--dijo el comerciante--. Ante todo no quiero perder el
proceso, eso es evidente. Así, no puedo omitir nada que me sea útil.
Aun cuando en un caso concreto las esperanzas de utilidad sean muy
pequeñas, no las puedo rechazar. Por consiguiente, he invertido todo
lo que poseo en el proceso. Por ejemplo, he sacado todo el dinero de
mi negocio; antes las oficinas de mi negocio ocupaban toda una planta,
ahora basta una pequeña estancia en la parte trasera de la casa,
en la que trabajo con un aprendiz. Este repliegue no se ha debido
exclusivamente a la carencia de dinero, sino también a la drástica
reducción de la jornada laboral. Quien quiere hacer algo por su
proceso, puede ocuparse muy poco de todo lo demás.
--Entonces, ¿usted mismo trabaja en los juzgados?--preguntó K--.
Precisamente sobre eso quisiera saber algo más.
--Precisamente sobre eso le puedo informar muy poco--dijo el
comerciante--. Al principio lo intenté, pero lo tuve que dejar. Es
demasiado agotador y no es una actividad que procure muchos éxitos.
Trabajar y negociar allí al mismo tiempo me resultó imposible.
Simplemente estar sentado y esperar supone un esfuerzo agotador. Ya
conoce usted ese aire opresivo de las oficinas.
--¿Cómo sabe que he estado allí?--preguntó K.
--Yo estaba precisamente en la sala de espera cuando usted pasó.
--¡Qué casualidad!--exclamó K, tan absorbido por la conversación que
había olvidado lo ridículo que le había parecido al principio el
comerciante--. ¡Entonces me vio! Estaba en la sala de espera cuando
pasé. Sí, yo pasé por allí una vez.
--No es tanta casualidad--dijo el comerciante--, estoy allí casi todos
los días.
--Tendré que ir más--dijo K--, pero no seré recibido con tanto decoro
como aquella vez. Todos se levantaron. Pensaron que yo era un juez.
--No--dijo el comerciante--, en realidad saludábamos al ujier. Nosotros
ya sabíamos que usted era un acusado. Esas noticias se difunden con
rapidez.
--Así que ya lo sabía--dijo K--, entonces mi comportamiento le debió de
parecer, tal vez, arrogante. ¿No hablaron sobre ello?
--No--dijo el comerciante--. Todo lo contrario. No son más que
tonterías.
--¿Que son tonterías?--preguntó K.
--¿Por qué pregunta eso?--dijo el comerciante enojado--. Parece no
conocer a la gente de allí y tal vez lo interpretase mal. Debe tener
en cuenta que en este tipo de procedimientos se habla de muchas cosas
para las que ya no basta el sentido común, uno está demasiado cansado
y confuso, así que se cae en las supersticiones. Hablo de los demás,
pero yo no soy mejor. Una de esas supersticiones es, por ejemplo, que
muchos pueden presagiar el resultado del proceso mirando el rostro
del acusado, especialmente por la forma de los labios. Esas personas
afirman que por sus labios deducen que usted será condenado en breve.
Repito, es una superstición ridícula y en la mayoría de los casos
refutada por los hechos, pero cuando se vive en esa compañía es
difícil deshacerse de esas opiniones. Piense sólo la fuerza con que
puede obrar esa superstición. Usted se dirigió a uno de los acusados
¿verdad? Él apenas le pudo responder. Hay muchas causas para quedar
confuso en una situación así, pero una de ellas era sus labios. Luego
contó que creía haber visto en sus labios el signo de su propia condena.
--¿En mis labios?--preguntó K, sacó un espejo y se contempló--. No noto
nada especial en mis labios, ¿y usted?
--Yo tampoco--dijo el comerciante--. Nada en absoluto.
--Qué supersticiosa es la gente--exclamó K.
--¿Acaso no lo dije?--preguntó el comerciante.
--¿Hablan mucho entre ustedes? ¿Intercambian sus opiniones?--preguntó
K--. Hasta ahora me he mantenido apartado.
--Por regla general no conversan entre ellos--dijo el comerciante--, no
sería posible, son demasiados. Tampoco hay intereses comunes. Cuando
alguna vez surge en un grupo la creencia en un interés común, resulta
al poco tiempo un error. No se puede emprender nada en común contra
el tribunal. Cada caso se investiga por separado, es el tribunal más
concienzudo. Así pues, en común no se puede imponer nada. Solo, un
individuo logra algo en secreto. Sólo cuando lo ha logrado, se enteran
los demás. Nadie sabe cómo ha ocurrido. Así que no hay nada en común,
uno se encuentra de vez en cuando con otro en la sala de espera, pero
allí se habla poco. Las supersticiones vienen ya de muy antiguo y se
difunden por sí mismas.
--Yo vi a los señores en la sala de espera--dijo K--, y su espera me
pareció inútil.
--Esperar no es inútil--dijo el comerciante--, inútil es actuar por sí
mismo. Ya le he dicho que yo, además de éste, tengo a cinco abogados.
Se podría creer--yo mismo lo creí al principio--, que podría delegar en
ellos todo el asunto. Eso sería falso. Les podría delegar lo mismo que
si tuviera a un solo abogado. ¿No lo entiende?
--No--dijo K, y puso su mano en la del comerciante para apaciguarle
e impedir que siguiese hablando con tanta rapidez--, pero quisiera
pedirle que hable un poco más despacio, son cosas muy interesantes para
mí y no le puedo seguir muy bien.
--Está bien que me lo recuerde--dijo el comerciante--, usted es nuevo,
un novato por así decirlo. Su proceso lleva en marcha medio año,
¿verdad? He oído de ello. ¡Un proceso tan joven! Yo, sin embargo, he
reflexionado sobre todas estas cosas mil veces, para mí son lo más
evidente del mundo.
--¿Está contento de que su proceso ya esté tan avanzado?--preguntó K,
aunque no quería preguntar directamente cómo le iban los asuntos al
comerciante. Pero tampoco recibió una respuesta clara.
--Sí, llevo arrastrando mi proceso desde hace cinco años--dijo el
comerciante hundiendo la cabeza--, no es un logro pequeño--y se calló
un rato.
K escuchó un momento para saber si Leni venía. Por una parte no quería
que viniese, pues aún le quedaba mucho por preguntar y no quería
encontrarse con ella en medio de una conversación tan confidencial; por
otra parte, sin embargo, le enojaba que permaneciera tanto tiempo con
el abogado a pesar de su presencia, mucho más del tiempo necesario para
servir una sopa.
--Recuerdo muy bien--comenzó de nuevo el comerciante, y K prestó
toda su atención--cuando mi proceso tenía la misma edad que el suyo
ahora. En aquel tiempo sólo tenía a este abogado, pero no estaba muy
satisfecho con él.
«Aquí me voy a enterar de todo»--pensó K, y asintió insistentemente con
la cabeza, como para animar así al comerciante a que revelase todo lo
que tuviera importancia.
--Mi proceso--continuó el comerciante--no progresaba, se llevaban a
cabo pesquisas, yo estuve presente en todas, reunía material, presenté
todos mis libros de contabilidad ante el tribunal, lo que, como me
enteré después, no había sido necesario, visité una y otra vez al
abogado, presentó varios escritos judiciales...
--¿Varios escritos judiciales?
--Sí, cierto--dijo el comerciante.
--Eso es importante para mí--dijo K--, en mi causa aún trabaja en el
primer escrito. Todavía no ha hecho nada. Ahora veo que me descuida
vergonzosamente.
--Que el escrito judicial no esté terminado se puede deber a múltiples
causas justificadas--dijo el comerciante--. Por lo demás, en lo que
respecta a mis escritos resultó que no habían tenido ningún valor. Yo
mismo he leído uno de ellos gracias a un funcionario judicial. Era
erudito pero sin contenido alguno. Ante todo mucho latín, que yo no
entiendo, también interminables apelaciones generales al tribunal;
adulaciones a determinados funcionarios, que, aunque no eran nombrados,
cualquier especialista podía deducir fácilmente de quién se trataba;
un elogio de sí mismo del abogado, humillándose como un perro ante el
tribunal y, finalmente, algo de jurisprudencia. Las diligencias, por
lo que pude comprobar, parecían haber sido hechas con todo cuidado.
Tampoco quiero juzgar en base a ellas el trabajo del abogado; además,
el escrito que leí no era más que uno entre muchos, aunque, en todo
caso, y de eso quiero hablar ahora, no percibí el más pequeño progreso
en mi causa.
--¿Qué progreso quería usted ver?--preguntó K.
--Sus preguntas son muy razonables--dijo el comerciante sonriendo--,
raras veces se pueden ver progresos en este procedimiento. Pero eso
no lo sabía al principio. Soy comerciante, y antaño lo era más que
ahora; yo quería ver progresos tangibles, todo tenía que aproximarse al
final o, al menos, tomar el camino adecuado. En vez de eso sólo había
interrogatorios, casi siempre con el mismo contenido. Las respuestas ya
las tenía preparadas, como una letanía. Varias veces a la semana venían
ujieres a mi negocio, a mi casa o a donde pudieran encontrarme, eso
era una molestia--hoy, con el teléfono, es mucho mejor--, además, se
empezaron a difundir rumores sobre mi proceso entre amigos de negocios
y, especialmente, entre mis parientes, sufría perjuicios por todas
partes, pero no había el más mínimo signo de que se fuera a producir
en un tiempo prudencial la primera vista. Así que fui a ver al abogado
y me quejé. Él me dio largas explicaciones, pero rechazó con decisión
hacer algo en mi favor, nadie tenía poder, según él, para influir en la
fijación de la fecha de la vista. Insistir sobre ello en un escrito,
como yo pedía, era algo inaudito y nos llevaría a los dos a la ruina.
Yo pensé: «Lo que este abogado ni quiere ni puede, es posible que otro
abogado lo quiera y pueda». Así que busqué otro abogado. Se lo voy
a anticipar: nadie ha impuesto o solicitado la fijación de la vista
principal, eso es imposible, con una excepción de la que le hablaré a
continuación. Respecto a ese punto el abogado no me había engañado.
Pero tampoco tuve que lamentar haberme dirigido a otro abogado. Ya
habrá oído algo sobre los abogados intrusos a través del Dr. Huld, él
se los habrá presentado como seres bastante despreciables y así son en
la realidad. Pero cuando habla de ellos y se compara siempre omite un
pequeño detalle. Denomina a los abogados de su círculo los «grandes
abogados». Eso es falso, cada cual puede llamarse, naturalmente, si le
place, «grande», pero en este caso sólo deciden los usos judiciales.
Este abogado y sus colegas son, sin embargo, los pequeños abogados, los
grandes, de los que sólo he oído hablar y a los que no he visto nunca,
están en un rango comparablemente superior al que ocupan éstos respecto
a los despreciables abogados intrusos.
--¿Los grandes abogados?--preguntó K--. ¿Quiénes son? ¿Cómo se puede
establecer contacto con ellos?
--Así que usted aún no ha oído hablar de ellos--dijo el comerciante--.
Apenas hay un acusado que después de haber conocido su existencia no
sueñe largo tiempo con ellos. Pero no se deje seducir por la idea.
Yo no sé quiénes son los grandes abogados y no tengo ningún acceso a
ellos. No conozco ningún caso en el que se pueda decir con seguridad
que han intervenido. Defienden a algunos, pero no se puede lograr su
defensa por propia voluntad, sólo defienden a los que quieren defender.
Sin embargo, los asuntos que aceptan ya tienen que haber pasado de las
instancias inferiores. Por lo demás, es mejor no pensar en ellos, pues
de otro modo todas las entrevistas con los otros abogados, todos sus
consejos y ayudas, aparecerán como algo completamente inútil, yo mismo
lo he experimentado, a uno le entran ganas de arrojarlo todo por la
borda, irse a casa, meterse en la cama y no querer saber nada más del
asunto. Pero eso sería, una vez más, una gran necedad, tampoco en la
cama se podría gozar por mucho tiempo de tranquilidad.
--¿Usted no pensó entonces en los grandes abogados?--preguntó K.
--No por mucho tiempo--dijo el comerciante, y sonrió otra vez--,
por supuesto no se les puede olvidar por completo, la noche es
especialmente favorable para que surjan esos pensamientos. Pero en
aquellos tiempos sólo pretendía éxitos inmediatos, así que fui a ver a
los abogados intrusos.
--Qué bien estáis sentados los dos juntos--exclamó Leni, que había
regresado con el plato de sopa.
Realmente estaban sentados muy cerca el uno del otro, al hacer el
mínimo movimiento podrían golpearse mutuamente con la cabeza. El
comerciante, que además de su pequeña estatura se mantenía encorvado
obligó a que K se inclinara para poder oír lo que decía.
--Un momento todavía--gritó K, rechazando a Leni y agitando impaciente
la mano que aún tenía sobre la del comerciante.
--Quería que le contase mi proceso--dijo el comerciante a Leni.
--Sigue, sigue contando--dijo ella. Hablaba al comerciante con cariño,
pero también algo despectivamente. A K no le gustó. Como acababa de
reconocer, ese hombre poseía un valor, al menos tenía experiencias que
sabía comunicar. Era posible que Leni le juzgara injustamente. Miró a
Leni enojado cuando ella le quitó la vela al comerciante, que había
sostenido en alto todo ese tiempo, le limpió la mano con el delantal y
se arrodilló a su lado para raspar algo de cera que le había caído en
el pantalón.
--Quería hablarme de los abogados intrusos--dijo K y, sin más
comentarios, dio una palmada en la mano de Leni.
--¿Qué quieres?--preguntó Leni, le devolvió la palmada y continuó su
trabajo.
--Sí, de los abogados intrusos--dijo el comerciante y se pasó la mano
sobre la frente, como si reflexionara.
K quiso ayudarle y dijo:
--Usted quería tener éxitos inmediatos y por eso buscó abogados
intrusos.
--Ah, sí, cierto--dijo el comerciante, pero no continuó hablando.
«Es posible que no quiera hablar delante de Leni»--pensó K. Dominó su
impaciencia por oír el resto y no le presionó más.
--¿Me has anunciado?--preguntó a Leni.
--Naturalmente--dijo ella--, te está esperando. Deja a Block, con él
puedes hablar más tarde, se quedará aquí.
K aún dudaba.
--¿Quiere quedarse aquí?--preguntó al comerciante. Quería oír su propia
respuesta. No le gustaba que Leni hablase del comerciante como si
estuviera ausente. Ese día estaba lleno de oscuros reproches contra
Leni. Pero otra vez fue Leni la que respondió:
--Duerme aquí con frecuencia.
--¿Duerme aquí?--preguntó al comerciante. K había creído que esperaría
allí hasta que él cumpliese rápidamente con el trámite de hablar con el
abogado, luego podrían continuar juntos y hablarlo todo sin molestias.
--Sí--dijo Leni--, no todos son como tú, Josef, que te presentas a ver
al abogado cuando quieres. Ni siquiera pareces asombrarte de que el
abogado te reciba a las once de la noche y a pesar de su enfermedad.
Aceptas todo lo que hacen tus amigos por ti como algo evidente. Bien,
tus amigos o, al menos, yo, lo hacemos encantados. No quiero ningún
otro agradecimiento, y tampoco lo necesito, salvo el de que me quieras.
«¿Que te quiera?»--pensó K en el primer momento, luego le pasó por la
cabeza: «Bien, sí, la quiero». Sin embargo, al responder ignoró sus
últimas palabras:
--Me recibe porque soy su cliente. Si fuese necesaria la ayuda de
extraños, debería estar mendigando a casa paso.
--¿Qué mal está hoy, verdad?--preguntó Leni al comerciante.
«Ahora soy yo el ausente»--pensó K, y casi se enoja con el comerciante
al asumir éste la descortesía de Leni y decir:
--El abogado también le recibe por otros motivos. Su caso es más
interesante que el mío. Además, su proceso está en la primera fase, es
decir, no ha avanzado mucho, por eso al abogado le gusta ocuparse de
él, más tarde será diferente.
--Sí, sí--dijo Leni, y contempló al comerciante sonriendo--. ¡Cómo
bromea! No le creas nada--dijo Leni volviéndose a K--. Es tan cariñoso
como hablador. A lo mejor es por eso que el abogado no le puede
soportar. Sólo le recibe cuando está de buen humor. Me he esforzado
mucho por cambiarlo, pero es imposible. Hay veces en que anuncio
a Block y le recibe tres días después. Si cuando lo llama no está
preparado para entrar, entonces está todo perdido y hay que anunciarle
de nuevo. Por eso le he permitido dormir aquí, ya ha ocurrido que le ha
llamado en plena noche. Ahora Block también está preparado de noche.
Pero puede ocurrir que el abogado, si resulta que Block está aquí,
cambie de opinión y cancele la visita.
K miró con gesto interrogativo al comerciante. Éste asintió y dijo
abiertamente, como antes había hablado con K, quizá algo confuso por la
vergüenza:
--Sí, uno termina volviéndose dependiente de su abogado.
--Sólo se queja para guardar las apariencias--dijo Leni--, le encanta
dormir aquí, como ha reconocido ante mí muchas veces.
Ella se acercó a una pequeña puerta y la abrió de golpe.
--¿Quieres ver dónde duerme?--preguntó.
K fue hacia allí y vio desde el umbral un recinto bajo y sin ventanas,
ocupado por completo por una cama estrecha. Sólo se podía subir a ella
escalando por la pata de la cama. En la cabecera había un hundimiento
en la pared, allí se podían ver, ordenados escrupulosamente, una vela,
un tintero, una pluma y unos papeles, probablemente escritos del
proceso.
--¿Duerme en la habitación de la criada?--preguntó K volviéndose hacia
el comerciante.
--Leni la ha arreglado para mí--respondió el comerciante--. Dormir en
ella es muy ventajoso.
K lo contempló un rato. La primera impresión que había recibido del
comerciante era, probablemente, la correcta. Tenía experiencia, pues
su proceso duraba ya mucho tiempo, pero la había pagado muy cara. De
repente, K no soportó por más tiempo la visión del comerciante.
--¡Llévatelo a la cama!--le gritó a Leni, que pareció no entenderle.
Él, sin embargo, quería ir a ver al abogado y, con su renuncia,
liberarse no sólo de él, sino también de Leni y del comerciante. Pero
antes de que llegase a la puerta, el comerciante se dirigió a él en voz
baja:
--Señor gerente.
K se volvió enojado.
--Ha olvidado su promesa--dijo el comerciante, que se estiró en su
sitio y miró a K suplicante--. Me tiene que decir un secreto.
--Es verdad--dijo K, y acarició ligeramente a Leni con una mirada. Ella
prestó atención a lo que iba a decir--. Escuche, aunque ya no es ningún
secreto. Voy a ver al abogado para despedirle.
--¡Le despide!--gritó el comerciante, saltó de la silla y corrió
alrededor de la cocina con los brazos en alto.
Una y otra vez gritaba:
--¡Despide al abogado!
Leni quiso acercarse a K, pero el comerciante se interpuso en su
camino, por lo que le dio un golpe con el puño. Aún con la mano
cerrada, corrió detrás de K, pero éste le llevaba ventaja. Acababa de
entrar en la habitación del abogado, cuando Leni logró alcanzarle. K
cerró la puerta, pero Leni la mantuvo abierta con el pie, le cogió del
brazo e intentó sacarle. K presionó tanto su muñeca que se vio obligada
a soltarle lanzando un quejido. No se atrevió a entrar de inmediato en
la habitación. K cerró la puerta con llave.
--Le espero desde hace tiempo--dijo el abogado desde la cama, dejó
un escrito, que había estado leyendo a la luz de una vela, sobre la
mesilla de noche y se puso las gafas, con las que miró a K con ojos
penetrantes. En vez de disculparse, K dijo:
--Me iré en seguida.
El abogado ignoró las palabras de K, porque no suponían ninguna
disculpa, y dijo:
--La próxima vez no le recibiré a una hora tan avanzada.
--No importa--dijo K.
El abogado le lanzó una mirada interrogativa.
--Siéntese--dijo.
--Como guste--dijo K, y trajo una silla hasta la mesilla de noche.
--Me parece que ha cerrado la puerta con llave--dijo el abogado.
--Sí--dijo K--, ha sido por Leni.
No tenía la menor intención de respetar a nadie. Pero el abogado
preguntó:
--¿Ha vuelto a ser atrevida?
--¿Atrevida?--preguntó K.
--Sí--dijo el abogado, y al reír sufrió un ataque de tos, pero continuó
riendo en cuanto se le pasó.
--Usted habrá notado ya su osadía--dijo, y dio unos ligeros golpecitos
en la mano de K, que, confuso, la había apoyado en la mesilla de noche,
retirándola ahora de inmediato.
--No le da importancia--dijo el abogado cuando K se quedó callado--,
mucho mejor. Si no hubiera tenido que disculparme ante usted. Es una
peculiaridad de Leni, que ya le he perdonado hace mucho tiempo y de
la que no hablaría si usted no hubiera cerrado la puerta con llave. A
usted sería a quien menos se le debería explicar esa peculiaridad, pero
como me mira tan consternado, lo haré. Esa peculiaridad consiste en
que Leni encuentra guapos a la mayoría de los acusados. Se encapricha
de todos, los ama, al menos aparentemente todos le corresponden;
para entretenerme, cuando le doy permiso, me cuenta algo. Para mí no
es ninguna sorpresa, como para usted parece serlo. Cuando se tiene
la perspectiva visual adecuada, se encuentra que, efectivamente, la
mayoría de los acusados son guapos. Se trata, en cierta manera, de
un fenómeno científico bastante extraño. A causa de la apertura del
proceso no se produce, naturalmente, una alteración clara y apreciable
del aspecto exterior de una persona. Pero tampoco es como en otros
asuntos judiciales, aquí la mayoría mantiene su forma de vida habitual
y, si tienen un buen abogado que cuide de ellos, el proceso apenas les
afectará. Sin embargo, los que poseen una dilatada experiencia son
capaces de reconocer a los acusados entre una multitud. ¿Por qué?,
preguntará. Mi respuesta no le satisfará. Los acusados son los más
guapos. No puede ser la culpa la que los embellece, pues--y aquí tengo
que hablar como abogado--no todos son culpables; tampoco puede ser la
pena futura la que les hace guapos, pues no todos serán castigados;
por consiguiente, se tendría que deber al proceso, que, de algún modo,
les marca. Aunque también hay que reconocer que entre todos ellos hay
algunos que se distinguen por una belleza especial. Pero todos son
guapos, incluso Block, ese gusano miserable.
Cuando el abogado terminó de hablar, K estaba tranquilo, incluso había
asentido con la cabeza a sus últimas palabras, confirmando así su
antigua opinión de que el abogado siempre intentaba confundirle con
informaciones generales ajenas al caso y, así, evitaba dar respuesta a
la cuestión de si había realizado algo en su favor. El abogado notó que
K estaba dispuesto a ofrecerle más resistencia que de costumbre, pues
se calló para dar a K la posibilidad de hablar. No obstante preguntó al
ver que K mantenía su silencio:
--Pero usted ha venido a verme con una intención especial, ¿verdad?
--Sí--dijo K y tapó un poco la vela con la mano para poder ver mejor al
abogado--, quería decirle que renuncio a partir del día de hoy a sus
servicios.
--¿Le he entendido bien?--preguntó el abogado, se incorporó en la cama
y se apoyó con una mano en la almohada.
--Creo que sí--dijo K, que estaba sentado muy recto, como si estuviera
al acecho.
--Bien, podemos discutir ese plan--dijo el abogado transcurrido un rato.
--Ya no es ningún plan--dijo K.
--Puede ser--dijo el abogado--, pero tampoco nos vamos a precipitar.
Utilizó la primera persona del plural, como si no tuviera la intención
de desprenderse de K y como si quisiera seguir siendo, si no su
defensor, sí, al menos, su consejero.
--No es precipitado--dijo K, y se levantó lentamente, poniéndose detrás
de la silla--, lo he pensado mucho y, quizá, demasiado tiempo. La
decisión es definitiva.
--Al menos permítame decir algunas palabras--dijo el abogado, que se
quitó la manta y se sentó en el borde de la cama. Sus piernas desnudas,
cubiertas de pelo blanco, temblaban de frío. Le pidió a K que le diera
una manta que había sobre el canapé. K le llevó la manta y dijo:
--Se expone inútilmente a un enfriamiento.
--El motivo es lo suficientemente importante--dijo el abogado, mientras
cubría la parte superior del cuerpo con la manta de la cama y luego
las piernas con la manta que le había llevado K--. Su tío es mi amigo
y también le he cogido cariño a usted. Lo reconozco abiertamente. No
necesito avergonzarme de ello.
Esos discursos enternecedores del viejo eran inoportunos para las
intenciones de K, pues le obligaban a dar una aclaración detallada, que
él hubiera querido evitar. Además, le confundían, aunque nunca lograban
que cambiase de decisión.
--Le agradezco mucho la amable opinión que tiene de mí--dijo--, también
reconozco que ha llevado mi asunto tan bien como le ha sido posible
y con la mayor ventaja para mí. No obstante, en los últimos tiempos
se ha afianzado en mí la convicción de que no es suficiente. Por
supuesto que jamás intentaré convencerle, a usted, a un hombre mucho
más experimentado y mayor que yo. Si lo he intentando alguna vez, le
ruego que me perdone. El asunto, como usted dice, es lo suficientemente
importante y estoy convencido de que es necesario actuar con más
energías en el proceso de las que se han empleado hasta ahora.
--Le comprendo--dijo el abogado--. Usted es impaciente.
--No soy impaciente--dijo K algo irritado, y ya no cuidó tanto sus
palabras--. Usted pudo notar, cuando vine la primera vez acompañado de
mi tío, que el proceso no me importaba mucho. Si no me lo recordaban
con insistencia, lo olvidaba por completo. Pero mi tío se empeñó en que
le encargase mi defensa, así lo hice, pero sólo para ser amable con él.
Y a partir de ese momento creí que soportar el proceso sería aún más
fácil para mí, pues al encargar al abogado la defensa, la carga del
proceso recaería sobre él. Pero ocurrió todo lo contrario. Nunca antes
de que usted asumiera mi defensa tuve tantas preocupaciones a causa
del proceso. Cuando estaba solo no emprendía nada a favor de mi causa,
pero apenas lo sentía; luego, sin embargo, dispuse de un defensor,
todo estaba dispuesto para que algo ocurriera, yo esperaba cada vez
más tenso sus diligencias, pero no se produjeron. Eso sí, de usted
recibí informaciones acerca del tribunal que no hubiera podido recibir
de otros. Pero eso no me puede bastar cuando el proceso, aunque sea en
secreto, me afecta cada vez más.
K había apartado la silla y permanecía de pie con las manos en los
bolsillos de la chaqueta.
--Desde un punto de vista práctico--dijo el abogado en voz baja y con
tranquilidad--, ya no se produce nada esencialmente nuevo. Usted está
ahora ante mí del mismo modo en que estuvieron muchos otros acusados en
la misma fase del proceso, y también dijeron lo mismo.
--Entonces todos esos acusados--dijo K--tenían la misma razón que yo
tengo. Eso no refuta mis ideas.
--Yo no pretendía refutar su opinión--dijo el abogado--, sólo quería
añadir que había esperado de usted una mayor capacidad de juicio, sobre
todo porque le he permitido hacerse una mejor idea de la judicatura y
de mi actividad que a otros. Y, sin embargo, ahora puedo comprobar que,
a pesar de mis esfuerzos, no me tiene mucha confianza. No me lo pone
muy fácil.
¡Cómo se humillaba el abogado ante K! Sin consideración alguna al honor
de su gremio, que en este punto es de lo más sensible. Y, ¿por qué lo
hacía? Según las apariencias era un abogado muy ocupado y, además, un
hombre rico, en su caso no se trataba ni de ganancias ni de la pérdida
de un cliente. Por añadidura, estaba enfermo y tenía que pensar en
reducir su trabajo. No obstante, se aferraba a K. ¿Por qué? ¿Acaso
era por el tío, o consideraba el proceso de K tan extraordinario que
podría distinguirse ya fuese ante K o--la posibilidad no se podía
excluir--ante sus amigos del tribunal? De su actitud no se podía
deducir nada, por muy desconsiderada que fuese su mirada escrutadora.
Se podría decir que esperaba con un gesto intencionadamente neutral el
efecto de sus palabras. En todo caso pareció interpretar el silencio de
K de un modo demasiado favorable, ya que continuó:
--Habrá notado que tengo un bufete grande pero que no empleo a
pasantes. Antes era distinto, hubo un tiempo en que trabajaban para
mí jóvenes juristas, hoy trabajo solo. En parte se debe a que me he
ido restringiendo a asuntos como el suyo, en parte debido al profundo
conocimiento que he ido acumulando acerca de esta judicatura. Pensé
que un trabajo así no se puede delegar en nadie, que al hacerlo
traicionaría al cliente y la tarea que había asumido. La decisión de
realizar todo el trabajo por mí mismo tuvo consecuencias naturales:
tuve que renunciar a casi todos los casos y sólo aceptar los que
tenían un interés especial para mí. A fin de cuentas hay suficientes
criaturas, y muy cerca de aquí, que se arrojan sobre cada mendrugo
que yo rechazo. Aun así me puse enfermo por el exceso de trabajo. No
obstante, no me arrepiento de mi decisión. Es posible que hubiera
debido rechazar más casos de los que rechacé, pero que lo he dado todo
en los procesos que he asumido es algo que ha resultado necesario y
ha sido premiado con éxitos. Una vez encontré muy bien expresada en un
escrito la diferencia entre la representación de mi cliente en asuntos
judiciales normales y la representación en este tipo de asuntos. Decía:
«Uno de los abogados lleva a su cliente de una hebra de hilo hasta la
sentencia, el otro sube a su cliente sobre sus hombros y lo lleva así,
sin bajarlo, hasta la sentencia e, incluso, más allá de ella». Así es.
Pero no era del todo cierto cuando dije que jamás he lamentado asumir
este trabajo tan pesado. Cuando usted, en su caso, se equivoca de
manera tan garrafal, sólo entonces es cuando lo lamento.
K no sólo no se dejó convencer, sino que se fue poniendo cada vez
más impaciente. Creyó percibir en el tono del abogado lo que le
esperaría si cedía: comenzarían de nuevo los consuelos; se repetirían
las menciones acerca de la redacción avanzada del escrito judicial,
acerca del estado de ánimo de los funcionarios, pero también sobre
las dificultades que se oponían al trabajo. En suma, todo eso, ya
conocido, se tendría que repetir hasta la saciedad para embaucar a K
con esperanzas inciertas y atormentarle con amenazas larvadas. Tenía
que impedirlo definitivamente, así que dijo[33]:
--¿Qué emprendería si mantuviese mi representación?
El abogado aceptó esa pregunta humillante y contestó:
--Continuar con las diligencias ya iniciadas.
--Ya lo sabía--dijo K--. Cualquier palabra más resulta superflua.
--Haré todavía un intento--dijo el abogado, como si lo que irritaba a K
le afectara en realidad a él--. Tengo la sospecha de que usted ha sido
llevado a su falso enjuiciamiento de mi trabajo y a su comportamiento
por el hecho de que, a pesar de ser un acusado, se le ha tratado
demasiado bien o, mejor expresado, con aparente indulgencia. También
esto último tiene su motivo. A menudo es mejor estar encadenado que
libre. Pero quiero mostrarle cómo se trata a otros acusados, tal vez
sea capaz de aprender una lección. Voy a llamar a Block, abra la
puerta y siéntese aquí, junto a la mesilla de noche.
--Encantado--dijo K, e hizo lo que el abogado le había pedido. Siempre
estaba dispuesto a aprender algo. Pero para asegurarse, preguntó:
--Pero, ¿se ha enterado de que le he retirado definitivamente mi
confianza?
--Sí--dijo el abogado--, pero hoy mismo puede rectificar.
Se acostó, se tapó con la manta hasta la barbilla y se volvió hacia la
pared. Entonces llamó. Al poco rato apareció Leni, intentó apreciar con
miradas fugaces qué había ocurrido. Que K permaneciera tranquilo al
lado de la mesilla de noche del abogado, era un signo positivo. Hizo
una ligera seña con la cabeza a K, que la contempló rígido, y sonrió.
--Trae a Block--dijo el abogado.
En vez de salir de la habitación para traerlo, se acercó a la puerta y
gritó:
--¡Block! ¡El abogado te llama!--luego se puso detrás de K, ya que el
abogado continuaba mirando hacia la pared y no se preocupaba de nada. A
partir de ese momento estuvo molestando a K, pues se inclinó sobre el
respaldo de su silla y acarició, con sumo cuidado y suavidad, su pelo y
mejillas. Finalmente, K intentó impedírselo al coger una de sus manos,
que ella, después de resistirse algo, dejó en su poder.
Block llegó en seguida, pero se quedó esperando en la puerta: parecía
reflexionar si debía entrar o no. Elevó las cejas e inclinó la
cabeza como si estuviera esperando a que se repitiese la orden del
abogado. K habría podido animarle a entrar, pero había decidido romper
definitivamente no sólo con el abogado, sino con todo lo que había en
aquella casa, así que permaneció imperturbable. Leni tampoco habló.
Block notó que nadie, en principio, le echaba, por lo que entró de
puntillas, con los músculos del rostro tensos y las manos a la espalda,
en una posición artificial. Dejó la puerta abierta para posibilitar una
retirada. No miró a K, sino que su vista siempre se dirigió a la manta
bajo la que se encontraba el abogado, al que ni siquiera podía ver por
la postura adoptada. Pero entonces se oyó su voz:
--¿Block aquí?--preguntó el abogado.
Esa pregunta, que le cogió por sorpresa cuando ya había avanzado un
buen trecho, le causó el mismo efecto que un golpe en el pecho y otro
en la espalda, se tambaleó, permaneció profundamente inclinado y dijo:
--A su servicio.
--¿Qué quieres?--preguntó el abogado--. Vienes en un momento
inoportuno.
--¿No me ha llamado?--preguntó Block, más a sí mismo que al abogado, y
puso las manos hacia adelante, como para protegerse, disponiéndose a
salir corriendo.
--Te he llamado--dijo el abogado--, pero vienes en un momento
inoportuno--y tras una pausa añadió--: Siempre vienes en un momento
inoportuno.
Desde que el abogado comenzó a hablar, Block ya no miraba hacia la
cama, más bien se quedó como petrificado en una esquina y se dedicaba
exclusivamente a escuchar, como si la visión del que hablaba le
deslumbrase tanto que no pudiese soportarlo. Pero escuchar al abogado
era difícil, pues seguía de cara a la pared y hablaba despacio y rápido.
--¿Quiere que me vaya?--preguntó Block.
--Bueno, ya que estás aquí--dijo el abogado---, ¡quédate!
Se podía creer que el abogado no había satisfecho el deseo de Block,
sino que le había amenazado con azotarle, pues Block comenzó a temblar.
--Ayer estuve con el tercer juez, mi amigo, y la conversación terminó
centrándose en ti. ¿Quieres saber lo que me dijo?
--¡Oh!, por favor--dijo Block.
Como el abogado no continuó hablando, Block repitió otra vez su súplica
y se inclinó como si se propusiera arrodillarse. Entonces K se dirigió
a él:
--¿Qué haces?--exclamó.
Leni intentó que no interviniera, por eso K cogió también su otra mano.
No las apretaba precisamente con amor. Ella se quejaba e intentaba
liberar las manos. Pero por culpa de la exclamación de K, el abogado
castigó a Block:
--¿Quién es tu abogado?--preguntó el Dr. Huld.
--Usted--dijo Block.
--¿Quién más?--preguntó el abogado.
--Nadie más--dijo Block.
--Entonces no obedezcas a nadie más.
Block reconoció la situación, dirigió a K miradas malignas y sacudió
la cabeza. Si se hubieran podido traducir esos gestos en palabras,
habrían sido graves insultos. ¡Con ese hombre había querido hablar
amigablemente K sobre su causa!
--Ya no te molestaré más--dijo K reclinado en la silla--. Arrodíllate o
ponte a cuatro patas si quieres, haz lo que te dé la gana, a mí no me
importa.
Pero Block tenía sentido del honor, al menos frente a K. Se lanzó hacia
él con los puños en alto y gritó, tanto como era capaz de hacerlo en la
cercanía del abogado:
--No me hable así, eso no está permitido. ¿Por qué me insulta? Y,
además, aquí, en presencia del señor abogado, donde ambos, usted y yo,
sólo somos tolerados por caridad. Usted no es mejor que yo, pues usted
también es un acusado y tiene un proceso. Si a pesar de ello sigue
siendo un señor, yo también, y aún más digno que usted. Y quiero que
se dirija a mí como corresponde. Si se cree que es un privilegiado
al estar sentado ahí y poder escuchar tranquilamente, mientras yo,
como usted dice, me pongo a cuatro patas, le recuerdo la vieja máxima
judicial: «Para el sospechoso es mejor moverse que sentarse, pues el
que cansa puede hacerlo, sin saberlo, sobre una balanza y ser pesado
según sus pecados».
K no dijo nada, se limitó a mirar asombrado, con ojos inmóviles, a ese
hombre perturbado. ¡Qué cambios había experimentado en las últimas
horas! ¿Sería acaso el proceso el que le confundía de esa manera, y el
que no le dejaba reconocer dónde estaba el amigo y dónde el enemigo?
¿No se daba cuenta de que el abogado le humillaba intencionadamente
y que no pretendía otra cosa que ufanarse de su poder ante K y así,
tal vez, someterlo? Si Block no era capaz de darse cuenta, o si tanto
temía al abogado que ese conocimiento no le ayudaba en nada, ¿cómo era
posible que repentinamente se tornase tan astuto u osado como para
intentar engañar al abogado y ocultarle que tenía a su servicio a otros
abogados? ¿Y cómo osaba atacar a K, que en cualquier momento podía
revelar su secreto? Pero se atrevió a más, se acercó a la mesa del
abogado y comenzó a quejarse de K:
--Señor abogado--dijo--, ¿ha oído cómo me ha tratado ese hombre? Se
pueden contar las horas de su proceso y quiere darme lecciones, a mí,
que ya llevo cinco años de proceso. Incluso me insulta. No sabe nada
y me insulta, a mí, que he estudiado, tanto como mis fuerzas lo han
permitido, lo que es decencia, deber y lo que son usos judiciales.
--No te preocupes--dijo el abogado--y haz lo que te parezca correcto.
--Cierto--dijo Block, como si él mismo se animase y, después de a corta
mirada de soslayo, se arrodilló junto a la cama--. Ya me arrodillo, mi
abogado--dijo.
Pero el abogado calló. Block acarició cuidadosamente la manta con una
mano. Leni, liberándose de las manos de K, rompió el silencio que ahora
reinaba:
--Me haces daño. Déjame. Me voy con Block.
Se fue hacia él y se sentó al borde de la cama. Block se alegró.
Inmediatamente le suplicó por medio de signos enérgicos que le ayudase
ante el abogado. Parecía necesitar urgentemente la información del
abogado, aunque tal vez sólo para dejarse explotar por el resto de los
abogados. Leni sabía muy bien cómo ganarse a Huld, señaló la mano del
anciano y frunció los labios como para dar un beso. Sin pensarlo, Block
le dio un beso en la mano y repitió el beso a petición de Leni. Pero
el abogado seguía callado. Leni, entonces, se acercó a él, su esbelta
figura se hizo visible al estirarse sobre la cama, y acarició su rostro
inclinada sobre su largo pelo blanco. Eso le obligó a contestar.
--Estoy dudando en decírselo--dijo el abogado y se pudo ver cómo
sacudió ligeramente la cabeza, tal vez para sentir mejor las caricias
de Leni. Block escuchaba con la cabeza humillada, como si al escuchar
estuviese incumpliendo un mandamiento.
--¿Por qué dudas?--preguntó Leni.
K tenía la impresión de que escuchaba una conversación estudiada, que
ya se había repetido con frecuencia y se seguiría repitiendo en el
futuro. Block era el único para el que no perdería su novedad.
--¿Cómo se ha portado hoy?--preguntó el abogado en vez de responder.
Antes de que Leni le contestase, miró hacia Block y observó un rato
cómo elevaba las manos entrelazadas en actitud de súplica. Finalmente,
ella asintió, se volvió hacia el abogado y dijo:
--Ha estado tranquilo y ha sido diligente.
Un viejo comerciante, un hombre con toda una barba, suplicaba a una
muchacha para que diera un buen testimonio de él. Por más que se
reservase sus pensamientos reales, nada podía justificarle ante los
ojos de sus congéneres. Casi degradaba al espectador. K no comprendía
cómo el abogado podía pensar en ganárselo con semejante representación.
Si no hubiese prescindido antes de él, lo habría hecho al contemplar
esa escena. Ésos eran, pues, los resultados del método empleado por el
abogado, al que K, por fortuna, no había estado expuesto mucho tiempo.
El cliente terminaba por olvidarse del mundo y esperaba arrastrarse
hasta el final del proceso por ese camino erróneo. Eso ya no era un
cliente, eso era el perro del abogado. Si éste le hubiera ordenado
meterse debajo de la cama como si fuera una caseta de perro, y ladrar
desde allí dentro, lo hubiera hecho con placer. K escuchó todo actitud
reflexiva e inquisidora, como si le hubieran encargado que retuviera
todo lo dicho para presentar una denuncia y un informe en una instancia
superior.
--¿Qué ha hecho durante todo el día?--preguntó el abogado.
--Le he encerrado en el cuarto de la criada--dijo Leni--, donde
normalmente duerme, para que no me molestase mientras trabajaba.
De vez en cuando le observé por la claraboya para ver qué hacía.
Ha estado todo el tiempo arrodillado al pie de la cama, con los
escritos que le has dejado abiertos, y no ha parado de leerlos. Eso
me ha causado una buena impresión. Además, la ventana da a un pozo
de ventilación, por lo que apenas tiene luz. Que Block, no obstante,
leyera, me ha mostrado lo obediente que es.
--Me alegra oírlo--dijo el abogado--, pero, ¿se enteraba de lo que leía?
Block, durante esa conversación, movía continuamente los labios,
aparentemente formulaba así las respuestas que esperaba de Leni.
--A eso no puedo responder con seguridad--dijo Leni--. Lo único que
sé es que le he visto leer concentrado. Ha leído durante todo el día
la misma página y al leer ha seguido las líneas con el dedo. Siempre
que le he mirado, suspiraba como si la lectura le costase un gran
esfuerzo. Los escritos que le has dejado son, con seguridad, difíciles
de entender.
--Sí--dijo el abogado--, sí que lo son. No creo que los entienda. Sólo
tienen que darle una idea de lo dura que es la lucha que yo dirijo en
su defensa. Y ¿para quién dirijo esa dura lucha? Es ridículo decirlo,
para Block. También tiene que aprender lo que eso significa. ¿Ha
estudiado sin interrupción?
--Casi sin interrupción--respondió Leni--, una vez pidió agua. Le di un
vaso a través de la claraboya. A las ocho le dejé salir y le di algo de
comer.
Block miró a K de soslayo, como si se estuviera contando algo honorable
de él y también tuviera que impresionar a K. Ahora parecía tener buenas
esperanzas, se movía con más libertad y, de rodillas como estaba, se
giraba a un lado y a otro. Pero sólo sirvió para que se notase más su
confusión al oír las palabras siguientes del abogado.
--Le alabas--dijo el abogado--, pero precisamente eso es lo que me
impide hablar. El juez no se ha manifestado de un modo favorable, ni
sobre Block ni sobre su proceso.
--¿No ha sido favorable?--preguntó Leni--. ¿Cómo es posible?
Block le dirigió a Leni una mirada tensa, como si le atribuyese la
capacidad de convertir en positivas las palabras pronunciadas por el
juez.
--Nada favorables--dijo el abogado--. El juez, incluso, se mostró
desagradablemente sorprendido cuando comencé a hablar de Block. «No me
hable de Block», dijo. «Pero es mi cliente», dije yo. «Deja que abusen
de usted», dijo él. «No creo que su causa esté perdida», dije yo. «Deja
que abusen de usted», repitió él. «No lo creo», dije yo, «Block sigue
su proceso con diligencia. Prácticamente vive en mi casa para estar al
corriente. No se encuentra a menudo un celo semejante. Cierto, no es
una persona agradable, tiene malos modales y es sucio, pero desde una
perspectiva meramente procesal, es irreprochable». Dije irreprochable y
exageré intencionadamente. Él respondió: «Block es astuto. Ha acumulado
mucha experiencia y sabe cómo retrasar el proceso. Pero su ignorancia
es mucho más grande que su astucia. Qué diría si supiera que su proceso
ni siquiera ha comenzado; que ni siquiera se ha dado la señal para el
comienzo del proceso». Tranquilo, Block--dijo el abogado, pues Block
había comenzado a levantarse sobre sus inseguras rodillas y parecía
querer una explicación. Era la primera vez que el abogado se dirigía
directamente a Block. Le miró desde arriba con los ojos cansados,
aunque no fijamente. Block volvió a arrodillarse lentamente.
--Esa opinión del juez no tiene para ti ninguna importancia--dijo el
abogado--. No te asustes por cada palabra que oigas. Si se vuelve
a repetir, no te diré nada más. No se puede comenzar ninguna frase
sin que mires como si se fuera a pronunciar tu sentencia definitiva.
¡Avergüénzate ante mi cliente! También tú quebrantas su confianza en
mí. ¿Qué quieres? Aún vives, aún estás bajo mi protección. ¡Es un miedo
absurdo! Has leído en alguna parte que la sentencia definitiva, en
algunos casos, pronuncia de improviso, emitida por una boca cualquiera
en un momento arbitrario. Eso es verdad, con algunas reservas, pero
también es verdad que tu miedo me repugna y que en él sólo veo una
falta de confianza en mí. ¿Qué he dicho? Me he limitado a repetir
la opinión de un juez. Ya sabes que las opiniones más distintas se
acumulan en el proceso hasta lo inextricable. Ese juez, por ejemplo,
acepta el inicio del proceso en una fecha diferente a la mía. Una
diferencia de opiniones, nada más. En una determinada fase del proceso
se da una señal con una campanilla según una vieja costumbre. Según
la opinión de este juez a partir de ese preciso momento es cuando se
inicia el proceso. Ahora no te puedo decir todo lo que se puede objetar
a esa opinión. Tampoco lo entenderías, te basta con saber que hay mucho
que habla en contra.
Confuso, Block pasaba la mano sobre la manta, el miedo a las
declaraciones del juez le hizo olvidar provisionalmente su sumisión
frente al abogado. Sólo pensaba en él mismo y no cesaba de dar vueltas
a las palabras del juez.
--Block--dijo Leni con un tono admonitorio, y le tiró un poco hacia
arriba del cuello de la chaqueta--, deja la manta y escucha al abogado.
NOTAS:
[33] Tachado en el manuscrito: «No habla sinceramente conmigo y nunca
lo ha hecho. Por esto no se puede quejar si no le comprendo. Yo, sin
embargo, soy sincero. Se ha hecho cargo de mi proceso como si yo fuera
libre, pero a mí me parece que no sólo lo ha llevado mal, sino que ha
intentado ocultármelo, sin emprender en él nada serio, para impedir
que actuara por mí mismo, y con el fin de que un día se pronuncie la
sentencia en mi ausencia».
=EN LA CATEDRAL=
K había recibido el cometido de enseñar algunos monumentos históricos a
un buen cliente italiano del banco, que visitaba la ciudad por primera
vez. Era una obligación que, en otro tiempo, hubiera considerado un
honor, pero que ahora, cuando apenas lograba con esfuerzo mantener
su prestigio en el banco, asumía con desagrado. Cada hora que no
podía permanecer en el despacho le preocupaba. Por desgracia, tampoco
podía aprovechar como antes sus horas laborales, pasaba mucho tiempo
aparentando que trabajaba. Sin embargo, sus cuitas se hacían más
grandes cuando permanecía ausente de su despacho. Imaginaba que el
subdirector, siempre al acecho, entraba en su despacho, se sentaba
a su mesa, registraba sus papeles, recibía a los clientes con los
que K, desde hacía años, sostenía incluso una relación de amistad,
les enemistaba con él, descubría fallos, que K, durante el trabajo,
cometía sin darse cuenta y ya no podía evitar. Si se le encargaba
realizar una salida de negocios o irse de viaje, aunque fuese como
una distinción--semejantes encargos se habían hecho, casualmente, muy
frecuentes en los últimos tiempos--, siempre sospechaba que se le
quería alejar del despacho para examinar su trabajo o, simplemente,
porque creían que podían prescindir de él. Podría haber rechazado todos
esos encargos sin mayores dificultades, pero no se atrevió, pues,
aunque sus temores no estuvieran justificados, un rechazo significaba
una confesión del miedo qué sentía. Por este motivo aceptaba los
encargos con aparente indiferencia, incluso llegó a silenciar un
serio enfriamiento antes de emprender un agotador viaje de negocios
de dos días, para no correr el peligro de que suspendieran el viaje a
causa del mal tiempo otoñal. Cuando regresó de ese viaje con furiosos
dolores de cabeza, supo que le habían encomendado que acompañase al
día siguiente al hombre de negocios italiano. La tentación de negarse
por una sola vez fue muy grande, además no se trataba de un encargo
vinculado a su trabajo, por más que el cumplimiento de ese deber
social fuese lo suficientemente importante, aunque no para K, que
sabía muy bien que sólo se podía mantener con éxitos laborales y que
si no lo lograba, no poseería el menor valor, por mucho que llegara a
embelesar, de forma inesperada, al italiano. No quería que le apartaran
del trabajo ni siquiera un día, pues el miedo de que lo dejasen atrás
era demasiado grande, un miedo que él, como reconocía, era exagerado,
pero era un miedo que le asfixiaba. En este caso, sin embargo, era
casi imposible encontrar una excusa aceptable. El conocimiento que K
tenía de la lengua italiana no era bueno, pero bastaba para un caso
así. Lo decisivo, sin embargo, era que él poseía ciertos conocimientos
artísticos adquiridos hacía tiempo y conocidos en el banco, si bien
se exageraban un poco por el hecho de que K, aunque sólo por motivos
de negocios, había sido miembro de la Asociación para la Conservación
de los Monumentos Urbanos. El italiano, como habían sabido a través
de fuentes distintas, resultaba ser un amante del arte, así que la
elección de K era algo evidente.
Era una mañana fría y tormentosa. K, enojado por el día que le
esperaba, llegó a su despacho a las siete para, al menos, trabajar algo
antes de que la visita se lo impidiese. Estaba muy cansado, puesto que
había pasado parte de la noche estudiando algo de gramática italiana.
La ventana, junto a la que, últimamente, permanecía sentado con
demasiada frecuencia, le tentaba mucho más que la mesa, pero resistió y
continuó el trabajo. Por desgracia, al poco tiempo entró el ordenanza
y anunció que el director le había enviado para comprobar si el
gerente ya se encontraba en su despacho. Le pidió que fuese tan amable
de acudir a la sala de recepción, donde ya se encontraba el señor de
Italia.
--Ya voy--dijo K, se metió un pequeño diccionario en el bolsillo,
cogió un folleto turístico y, a través del despacho del subdirector,
entró en el del director. Se alegró de haber venido tan temprano
a la oficina y poder estar ya dispuesto, lo que nadie podía haber
esperado. El despacho del subdirector permanecía, naturalmente, aún
vacío, como en lo más profundo de la noche, tal vez el ordenanza
también le había buscado, aunque en vano. Cuando K entró en la sala
de recepción, se levantaron los dos señores de sus cómodos sillones.
El director sonrió amable, parecía muy contento de la llegada de K.
Le presentó en seguida, el italiano estrechó con energía la mano de
K y, sonriendo, dijo algo de madrugadores; K no entendió muy bien a
quién se refería, además era una palabra extraña, que K sólo pudo
comprender transcurrido un rato. Respondió con algunas frases hechas,
que el italiano escuchó sonriente, mientras, algo nervioso, acariciaba
su poblado bigote gris azulado. El bigote parecía perfumado, uno
casi se veía tentado a acercarse y olerlo. Cuando todos se sentaron
y comenzaron a hablar, K notó con gran disgusto que apenas entendía
al italiano. Cuando hablaba tranquilo, le entendía casi todo, pero
ésos eran momentos excepcionales la mayoría de las veces las palabras
manaban a borbotones de su boca y parecía sacudir la cabeza de placer
cuando esto ocurría. Mientras hablaba lanzaba frases enteras en un
dialecto extraño, que para K no tenía nada de italiano, pero que el
director no sólo comprendía, sino que lo hablaba, lo que K tendría
que haber previsto, ya que el italiano era originario del sur de
Italia, en donde el director había residido algunos años. K reconoció
que la posibilidad de comprenderse con el italiano se había reducido
drásticamente, pues su francés también era difícil de entender. Por
añadidura, el bigote ocultaba los labios, así que ni siquiera se
podía leer en ellos para averiguar qué era lo que estaba diciendo. K
comenzó a prever situaciones incómodas, provisionalmente renunció a
entender al italiano--en presencia del director, que le entendía tan
fácilmente, hubiera sido un esfuerzo innecesario--, así que se limitó
a observar malhumorado cómo éste descansaba tranquilo y semihundido
en el sillón, cómo estiraba de vez en cuando su chaqueta bien cortada
y cómo una vez, elevando el brazo y agitando las manos, intentaba
explicar algo que K no podía comprender, a pesar de que no perdía
de vista sus manos. Al final, K, que permanecía ausente, siguiendo
mecánicamente la conversación, empezó a sentir el cansancio previo y
se sorprendió a sí mismo, para su horror, aunque felizmente a tiempo,
cuando, guiado por su confusión, pretendía levantarse, darse la vuelta
y marcharse. Pero transcurrido un rato el italiano miró el reloj y
se levantó. Después de despedirse del director, se acercó a K y,
además, tanto, que K tuvo que desplazar el sillón para poderse mover.
El director, que por la mirada de K reconoció la situación apurada
de éste frente al italiano, se inmiscuyó en la conversación de un
modo tan inteligente que pareció como si simplemente añadiera algunos
consejos, mientras en realidad lo que estaba haciendo era traducir a K
todo lo que el incansable italiano decía con su fluidez proverbial. K
se enteró así de que el italiano aún debía terminar algunos negocios,
que sólo tenía poco tiempo y que no pretendía visitar todos los
monumentos. Más bien había decidido visitar--si K daba su aprobación,
en él recaía la decisión--sólo la catedral, pero detenidamente. Él se
alegraba mucho de poder realizar esa visita en compañía de un hombre
tan erudito y amable--con estas palabras estaba haciendo referencia a
K, que prescindía de las palabras del italiano e intentaba oír las del
director--, así que le pedía, si le parecía bien, que se encontraran
transcurridas dos horas, alrededor de las diez, en la catedral. Creía
poder estar allí a esa hora. K respondió algo adecuado, el italiano
estrechó primero la mano del director, luego la de K, y se dirigió,
volviéndose continuamente y sin parar de hablar, hacia la puerta
seguido por ambos. K permaneció un rato con el director, que ese día
parecía enfermo. Creyó tener que disculparse ante K--estaban juntos
en un trato de confianza--, al principio había previsto acompañar él
mismo al italiano, pero luego--no adujo ningún motivo--se decidió por
enviar a K. Si no entendía al italiano, no tenía por qué asustarse,
con un poco de práctica lo comprendería mejor, pero que en el caso
de que no lo hiciera, tampoco pasaba nada malo, para el italiano no
era importante que le entendieran. Por lo demás, el italiano de K era
sorprendentemente bueno y él cumpliría su misión a la perfección.
Con estas palabras se despidió de K. El tiempo que aún le quedaba lo
empleó en aprender algunos términos complejos que necesitaba para su
guía por la catedral, sacándolos del diccionario. Era un trabajo muy
pesado, el empleado le trajo la correspondencia, algunos funcionarios
vinieron con algunas preguntas y, al ver a K ocupado, se quedaron
esperando en la puerta, pero no se movieron hasta que K les atendió. El
subdirector tampoco perdió la ocasión de molestar, pasó varias veces
por su despacho, le quitó el diccionario de las manos y lo hojeó sin
intención alguna, incluso clientes emergían cuando las puertas se
abrían en la semioscuridad del antedespacho y se inclinaban indecisos,
ya que querían llamar la atención, pero no estaban seguros de que
les veían. Todo eso giraba en torno a K como si él fuese el centro,
mientras él pensaba en las palabras que iba a necesitar, las buscaba en
el diccionario, las apuntaba y las pronunciaba para, a continuación,
aprendérselas de memoria. No obstante, su buena memoria de los viejos
tiempos parecía haberle abandonado, algunas veces se puso tan furioso
con el italiano por haberle obligado a ese esfuerzo que enterró el
diccionario entre papeles con la firme intención de no prepararse más,
aunque luego comprendía que no podía permanecer mudo con el italiano
ante las obras de arte en la catedral, así que, aún más furioso, volvía
a coger el diccionario.
Precisamente a las nueve y media, cuando se disponía a salir, recibió
una llamada por teléfono. Leni le deseó buenos días y le preguntó sobre
su estado. K le dio las gracias a toda prisa y le advirtió que en ese
momento no podía conversar, que tenía que ir a la catedral.
--¿A la catedral?--preguntó Leni.
--Pues sí, a la catedral.
--¿Por qué precisamente a la catedral?--preguntó Leni.
K intentó explicárselo brevemente, pero apenas había comenzado, cuando
Leni le interrumpió bruscamente:
--Te están acosando.
K no toleró una compasión que él ni había requerido ni esperado. Se
despidió con dos palabras y, mientras colgaba el auricular, en parte
para sí, en parte dirigiéndose a la muchacha, que ya no le podía oír.
--Sí, me están acosando.
Miró el reloj, corría el peligro de llegar tarde. Decidió desplazarse
en automóvil, en el último momento se había acordado del folleto
turístico, pues no había tenido la oportunidad de entregárselo al
italiano, así que pensó en llevárselo. Lo mantenía sobre las rodillas y
tamborileaba en él con los dedos. La lluvia se había apaciguado, pero
el día era húmedo, frío y oscuro, podrían ver poco en el interior de la
catedral y, además, a causa de la humedad y de una larga permanencia de
pie el resfriado de K empeoraría con toda seguridad.
La plaza de la catedral estaba solitaria. K recordó que ya en su
infancia le había llamado la atención que todas las casas de esa
pequeña plaza siempre tenían las cortinas cerradas. Con ese tiempo, sin
embargo, era comprensible. Tampoco parecía haber nadie en el interior
de la catedral[34]. A nadie se le podía ocurrir visitar su interior
en un día así. K paseó por ambas naves laterales, sólo encontró a una
anciana envuelta en un mantón y arrodillada ante una imagen de la
virgen María. Desde lejos, sin embargo, vio cómo un sacristán cojo
desaparecía por una puerta. K había sido puntual, precisamente al
entrar tocaron las once[35], el italiano, sin embargo, aún no había
llegado. K regresó a la puerta principal, permaneció allí un rato
indeciso y, finalmente, dio una vuelta en torno a la catedral bajo la
lluvia para comprobar si el italiano no le estaba esperando en alguna
puerta lateral. No lo encontró por ninguna parte. ¿Acaso el director
había entendido mal la hora? ¿Cómo se podía comprender bien a ese
hombre? Fuera lo que fuese, K tenía que esperar como mínimo media hora.
Como estaba cansado, quiso sentarse, volvió a entrar en la catedral,
encontró en uno de los escalones un trozo de tela, que parecía de
una alfombra, lo llevó con la punta del pie hasta un banco cercano,
se envolvió bien en su abrigo, se subió el cuello y se sentó. Para
distraerse abrió el folleto, lo hojeó un poco, pero tuvo que dejarlo
pues se hizo tan oscuro que, cuando miró hacia arriba, apenas pudo
distinguir algo en la nave cercana.
En la lejanía brillaba un gran triángulo compuesto por velas. K no
podía decir con certeza si lo había visto antes. Tal vez las acababan
de encender. Los sacristanes son silenciosos, es un rasgo profesional,
así que no se les nota. Cuando K se volvió casualmente, vio, no muy
lejos de donde se encontraba, cómo ardía un cirio grande y grueso,
adosado a una columna. Por muy bello que fuera, era insuficiente para
iluminar las imágenes que colgaban en las tinieblas de las capillas
laterales, en realidad contribuía a aumentar esas tinieblas.
Era al mismo tiempo razonable y descortés que el italiano no se hubiera
presentado. No se podría haber visto nada, se tendrían que haber
limitado a buscar algunas imágenes con la linterna de K. Para comprobar
qué es lo que les esperaba, K se acercó a una capilla lateral, subió
un par de escalones hasta llegar a un bajo antepecho de mármol e,
inclinado sobre él, iluminó con la linterna el cuadro del altar. La luz
continua osciló inquietante. Lo primero que K, más que ver, adivinó,
fue un gran caballero con armadura, representado en uno de los extremos
del cuadro. Se apoyaba en su espada, que mantenía firmemente sobre
un suelo desnudo, a no ser por unas briznas de hierba aquí y allá.
Parecía observar con atención un incidente que tenía lugar ante él. Era
asombroso que se mantuviera en esa posición y no se aproximara. Tal vez
su misión consistía en vigilar. K, que hacía tiempo que no contemplaba
ningún cuadro, permaneció ante él un buen rato, aunque se veía obligado
a guiñar continuamente los ojos, pues no soportaba la luz verde de
la linterna. Cuando, a continuación, desplazó la luz hacia el resto
del cuadro, pudo ver una versión usual del entierro de Cristo; por lo
demás, se trataba de un cuadro moderno. Se guardó la linterna y volvió
a su sitio.
Era inútil seguir esperando al italiano; fuera, sin embargo, debía de
estar cayendo un chaparrón, y como en el interior no hacía tanto frío
como había esperado, decidió permanecer dentro. Cerca de él estaba
el púlpito, debajo del pequeño y redondo tornavoz había dos cruces
doradas que se cruzaban en sus extremos. La parte exterior del pretil
y el espacio que la unía a la columna sustentadora estaban adornados
con hojas verdes esculpidas, que querubines mantenían en sus manos,
unos con actitud vivaz, otros, reposada. K se acercó al púlpito y lo
examinó por todas partes, el grabado de la piedra era extremadamente
cuidadoso, la profunda oscuridad que reinaba entre los espacios
vacíos del follaje pétreo y la que se extendía detrás de éste parecía
atrapada, como si estuviera retenida; K introdujo su mano en uno de
esos espacios vacíos y palpó la piedra, nunca había tenido conocimiento
de la existencia de ese púlpito. En ese momento notó casualmente que
un sacristán permanecía detrás de un banco cercano, vestido con una
chaqueta negra colgante y arrugada, sosteniendo una cajita de rapé y
observándole.
«¿Qué quiere ese hombre?--pensó K--. ¿Acaso le parezco sospechoso?
¿O querrá una limosna?». Cuando el sacristán vio que K le observaba,
señaló con la mano derecha--entre dos dedos aún sostenía una
pulgarada de rapé--hacia una dirección incierta. Su comportamiento
era inexplicable. K esperó un rato, pero el sacristán no cesó de
señalarle algo con la mano e incluso llegó a reforzar sus gestos con un
movimiento de cabeza.
«¿Qué querrá?»--se preguntó K en voz baja. No se atrevía a gritar
allí dentro. Su reacción fue sacar su cartera y acercarse al hombre.
Pero éste hizo de inmediato un gesto de rechazo con la mano, alzó
los hombros y se alejó cojeando. Con un paso semejante K había
intentado imitar cuando era niño el trote de un caballo. «Un anciano
senil--pensó K--. Su inteligencia apenas llega para ayudar en la
iglesia. Se para cuando yo me paro y acecha por si sigo andando». K
siguió sonriendo al anciano por toda la nave lateral hasta llegar
al altar mayor, el anciano no paraba de señalarle algo, pero K no
se volvía. Esos gestos sólo tenían la intención de apartarle de sus
huellas. Finalmente le dejó, no quería asustarlo, tampoco quería
ahuyentarlo del todo, por si acaso venía el italiano.
Cuando entró en la nave principal para buscar el sitio en el que había
dejado el folleto descubrió, muy cerca de una columna casi adosada a
los bancos del coro del altar, un sencillo y pequeño púlpito lateral,
hecho de piedra desnuda y blanca. Era tan pequeño que desde lejos
parecía una hornacina aún vacía, destinada a albergar una estatua. El
sacerdote, con toda seguridad, apenas podría retroceder un paso desde
el pretil. Además, el tornavoz, sin ningún adorno, estaba situado a una
altura escasa y se inclinaba tanto que un hombre de mediana estatura
no podía permanecer recto en el interior del púlpito, sino que debía
agacharse y apoyarse en el pretil. Parecía diseñado específicamente
para atormentar al sacerdote, era incomprensible para qué podía
necesitarse ese púlpito, ya que se tenía el otro, más grande y decorado
con tanto primor.
A K no le hubiera llamado la atención ese pequeño púlpito, si no
hubiera descubierto una lámpara fijada en la parte superior, como
las que se suelen colocar poco antes de un sermón. ¿Se pronunciaría
ahora un sermón? ¿En la iglesia vacía? K miró hacia la escalera que,
bordeando la columna, conducía al púlpito y que era tan estrecha
que no parecía para uso humano, sino simplemente de adorno para la
columna. Pero al pie del púlpito, K sonrió de asombro, se encontraba,
efectivamente, un sacerdote. Apoyaba la mano en la barandilla,
preparado para subir, y miraba a K. Entonces asintió levemente con la
cabeza, porque K se persignó e inclinó, lo que debería haber hecho
antes. El sacerdote tomó un poco de impulso y subió al púlpito con
pasos cortos y rápidos. ¿Realmente iba a pronunciar un sermón? ¿Acaso
el sacristán carecía de tan poco sentido común que le había querido
conducir hasta el sacerdote, lo que, en vista de la iglesia vacía, era
necesario? Además, por algún lado había una anciana ante la imagen de
la Virgen María que también tendría que haber venido. Y, si se iba a
pronunciar un sermón, ¿por qué no había sido precedido por el órgano?
Pero éste permanecía en silencio y brillaba débilmente envuelto en las
tinieblas.
K pensó si no debería alejarse deprisa, o lo hacía ahora o ya no
tendría otra oportunidad, debería permanecer allí durante todo
el sermón; en la oficina había perdido tanto tiempo; ya no estaba
obligado a esperar más al italiano. Miró su reloj, eran las once.
Pero, ¿realmente se iba a pronunciar un sermón? ¿Podía K representar
a toda la comunidad de fieles? ¿Y si fuese un extranjero que sólo
pretendía visitar la iglesia? En el fondo así era. Era absurdo pensar
que se podía pronunciar un sermón, ahora, a las once de la mañana,
en un día laborable y con un tiempo tan horrible. El sacerdote--se
trataba sin duda de un sacerdote, un hombre joven con el rostro liso y
oscuro--parecía subir a apagar la lámpara, que alguien había encendido
por error.
Pero no fue así. El sacerdote, en realidad, examinó la luz, la ajustó
y se dio la vuelta lentamente hacia el pretil, apoyándose en él con
las dos manos. Así permaneció un rato y miró, sin mover la cabeza,
a su alrededor. K había retrocedido un trecho y se apoyaba con el
codo en el banco de delante. Con ojos inseguros, sin poder determinar
exactamente el lugar, vio cómo el sacristán, algo encorvado, se ponía
a descansar pacíficamente como si hubiera terminado su cometido. ¡Qué
silencio reinaba ahora en la catedral! Pero K tenía que romperlo,
no pretendía quedarse allí. Si era un deber del sacerdote predicar
a una hora determinada sin consideración a las circunstancias, que
lo hiciera, también podría cumplir su cometido en ausencia de K,
su presencia tampoco contribuiría a aumentar el efecto. K se puso
lentamente en camino y fue tanteando el banco de puntillas. Llegó a la
nave central y prosiguió sin que nadie le detuviera, sólo sus pasos
ligeros resonaban continuamente bajo las bóvedas con un ritmo regular y
progresivo. K, consciente de que el sacerdote podía estar observándole,
se sentía abandonado mientras avanzaba solo entre los bancos vacíos.
Las dimensiones de la catedral le parecían ahora rayar en los límites
de lo soportable para el ser humano. Cuando llegó al sitio que había
ocupado anteriormente, cogió el folleto sin detenerse. Apenas había
dejado atrás el banco y se acercaba al espacio vacío que le separaba de
la salida, cuando escuchó por primera vez la voz del sacerdote. Era una
voz poderosa y ejercitada. ¡Cómo se expandió por la catedral, preparada
para recibirla! Pero no era a la comunidad de fieles a quien llamaba,
su voz resonó clara, no había escapatoria alguna, exclamó:
--¡Josef K!
K se detuvo y miró al suelo. Aún era libre, podía seguir y escapar por
una de las pequeñas y oscuras puertas de madera, que no estaban lejos.
Pero eso significaría o que no había entendido o que había entendido
pero no quería hacer ningún caso. Si se daba la vuelta, se tendría que
quedar, pues habría confesado tácitamente que había comprendido muy
bien su nombre y que quería obedecer. Si el sacerdote hubiese gritado
de nuevo, K habría proseguido su camino, pero como todo permaneció
en silencio, volvió un poco la cabeza, pues quería ver qué hacía el
sacerdote en ese momento. Se le veía tranquilo en el púlpito, se podía
advertir que había notado el giro de cabeza de K. Hubiera sido un juego
infantil si K no se hubiese dado la vuelta por completo. Así lo hizo,
y el sacerdote le llamó con una señal de la mano. Como ya todo ocurría
abiertamente, avanzó--lo hizo en parte por curiosidad y en parte para
tener la oportunidad de acortar su estancia allí--con pasos largos y
ligeros hasta el púlpito. Se paró ante los bancos, pero al sacerdote
le parecía que la distancia era aún demasiado grande. Estiró la mano y
señaló con el dedo índice un asiento al pie del púlpito. K siguió su
indicación y, al sentarse, tuvo que mantener la cabeza inclinada hacia
atrás para poder ver al sacerdote.
--Tú eres Josef K--dijo el sacerdote, y apoyó una mano en el pretil con
un movimiento incierto.
--Sí--dijo K. Pensó cómo en otros tiempos había pronunciado su nombre
con entera libertad, pero ahora suponía una carga para él, también
ahora conocía su nombre gente a la que veía por primera vez. Qué bello
era que le presentaran y luego conocer a la gente.
--Estás acusado--dijo el sacerdote en voz baja.
--Sí--dijo K--, ya me lo han comunicado.
--Entonces tú eres al que busco--dijo el sacerdote--. Yo soy el
capellán de la prisión.
--¡Ah, ya!--dijo K.
--He hecho que te trajeran aquí para hablar contigo--dijo el sacerdote.
--No lo sabía--dijo K--. He venido para mostrarle la catedral a un
italiano.
--Deja lo accesorio--dijo el sacerdote--. ¿Qué sostienes en la mano?
¿Un libro de oraciones?
--No--respondió K--, es un folleto con los monumentos históricos de la
ciudad.
--Déjalo a un lado--dijo el sacerdote.
K lo arrojó con tal fuerza que se rompió y un trozo con las páginas
dobladas se deslizó por el suelo.
--¿Sabes que tu proceso va mal?--preguntó el sacerdote.
--También a mí me lo parece--dijo K--. Me he esforzado todo lo que he
podido, pero hasta ahora sin éxito. Además, aún no he concluido mi
primer escrito judicial.
--¿Cómo te imaginas el final?--preguntó el sacerdote.
--Al principio pensé que terminaría bien--dijo K--, ahora hay veces que
hasta yo mismo lo dudo. No sé cómo terminará. ¿Lo sabes tú?
--No--dijo el sacerdote--, pero temo que terminará mal. Te consideran
culpable. Tu proceso probablemente no pasará de un tribunal inferior.
Tu culpa, al menos provisionalmente, se considera probada.
--Pero yo no soy culpable--dijo K--. Es un error. ¿Cómo puede ser un
hombre culpable, así, sin más? Todos somos seres humanos, tanto el uno
como el otro.
--Eso es cierto--dijo el sacerdote--, pero así suelen hablar los
culpables.
--¿Tienes algún prejuicio contra mí?--preguntó K.
--No tengo ningún prejuicio contra ti--dijo el sacerdote.
--Te lo agradezco--dijo K--. Todos los demás que participan en mi
proceso tienen un prejuicio contra mí. Ellos se lo inspiran también a
los que no participan en él. Mi posición es cada vez más difícil.
--Interpretas mal los hechos--dijo el sacerdote--, la sentencia no se
pronuncia de una vez, el procedimiento se va convirtiendo lentamente
en sentencia.
--Así es, entonces--dijo K, y agachó la cabeza.
--¿Qué es lo siguiente que vas a hacer en tu causa?--preguntó el
sacerdote.
--Quiero buscar ayuda--dijo K, y elevó la cabeza para ver cómo el
sacerdote juzgaba su intención--. Aún quedan posibilidades que no he
utilizado.
--Buscas demasiado la ayuda de extraños--dijo el sacerdote con un tono
de desaprobación--, especialmente de mujeres. ¿Acaso no te das cuenta
de que no es la ayuda verdadera?
--Algunas veces, incluso con frecuencia podría darte la razón--dijo
K--, pero no siempre. Las mujeres tienen mucho poder. Si pudiera
convencer a algunas mujeres de las que conozco para que trabajen en
común para mí, podría abrirme paso. Especialmente en este tribunal,
que parece constituido por mujeriegos. Muéstrale una mujer al juez
instructor y arrollará la mesa y a los acusados para llegar hasta ella.
El sacerdote inclinó la cabeza hacia el pretil, ahora parecía como si
el tornavoz le presionase hacia abajo. ¿Pero qué tiempo podía estar
haciendo fuera? Ya no era sólo un día nublado y lluvioso, parecía
noche profunda. Ninguna de las vidrieras era capaz de iluminar con un
pobre resplandor los oscuros muros. Y precisamente en ese momento el
sacristán comenzó a apagar todas las velas del altar mayor.
--¿Estás enfadado conmigo?--preguntó K al sacerdote--. Es posible que
no conozcas el tipo de tribunal en el que prestas servicio.
No recibió ninguna respuesta.
--Son sólo mis experiencias--dijo K.
Arriba, en el púlpito, todo permaneció silencioso.
--No te he querido ofender--dijo K.
Entonces gritó el sacerdote hacia K:
--¿Acaso eres ciego?
Gritó con ira, pero también como alguien que ve caer a otro y, debido
al susto, grita sin voluntad de hacerlo.
Ambos se callaron un rato. El sacerdote no podía reconocer a K,
abajo, en la oscuridad, mientras que K podía ver claramente al
sacerdote gracias a la pequeña lámpara. ¿Por qué no bajaba? No había
pronunciado ningún sermón, sino que se había limitado a darle algunas
informaciones, que a él, si las consideraba con detenimiento, antes le
podrían dañar que beneficiar. No obstante, a K le parecía indudable la
buena intención del sacerdote, no sería imposible que pudieran llegar
a un acuerdo si bajaba, tampoco era imposible que recibiera de él un
consejo decisivo y aceptable, que le mostrara, por ejemplo, no cómo se
podía influir en el proceso, sino cómo se podía salir del proceso, cómo
se podía vivir al margen de éste. Esa posibilidad tenía que existir,
K había pensado mucho en ella en los últimos tiempos. Si el sacerdote
conocía esa posibilidad, a lo mejor se la decía si se lo pedía, aunque
perteneciera al tribunal, y a pesar de que K, al atacar al tribunal,
hubiese herido sus sentimientos y le hubiera obligado a gritar.
--¿No quieres bajar?--dijo K--. No vas a pronunciar ningún sermón. Baja
conmigo.
--Ya puedo bajar--dijo el sacerdote, parecía lamentar su grito.
Mientras descolgaba la lámpara, dijo--: Primero tenía que hablar
contigo guardando las distancias, si no me dejo influir fácilmente y
olvido mi misión.
K le esperó abajo, al pie de la escalera. El sacerdote le ofreció la
mano mientras bajaba los últimos escalones.
--¿Me podrías dedicar un poco de tu tiempo?
--Tanto como necesites--dijo el sacerdote, y le dio la lámpara a K
para que éste la llevase. Ni siquiera tan cerca perdió su actitud en
solemnidad.
--Eres muy amable conmigo--dijo K.
Comenzaron a recorrer la nave lateral uno al lado del otro.
--Eres una excepción entre todos los que pertenecen al tribunal. En
ti tengo más confianza que en cualquiera de los demás. Contigo puedo
hablar abiertamente.
--No te engañes--dijo el sacerdote.
--¿En qué podría engañarme?--preguntó K.
--Te engañas en lo que respecta al tribunal--dijo el sacerdote--, en la
introducción a la Ley se ha escrito sobre este engaño[36]:
«Ante la Ley hay un guardián que protege la puerta de entrada. Un
hombre procedente del campo se acerca a él y le pide permiso para
acceder a la Ley. Pero el guardián dice que en ese momento no le puede
permitir la entrada. El hombre reflexiona y pregunta si podrá entrar
más tarde».
--Es posible--responde el guardián--, pero no ahora.
«Como la puerta de acceso a la Ley permanece abierta, como siempre,
y el guardián se sitúa a un lado, el hombre se inclina para mirar a
través del umbral y ver así qué hay en el interior. Cuando el guardián
advierte su propósito[37], ríe y dice:
»--Si tanto te incita, intenta entrar a pesar de mi prohibición. Ten
en cuenta, sin embargo, que soy poderoso y que, además, soy el guardián
más insignificante. Ante cada una de las salas permanece un guardián,
el uno más poderoso que el otro. La mirada del tercero ya es para mí
insoportable.
»El hombre procedente del campo no había contado con tantas
dificultades. La Ley, piensa, debe ser accesible a todos y en todo
momento, pero al considerar ahora con más exactitud al guardián,
cubierto con su abrigo de piel, al observar su enorme y prolongada
nariz, la barba negra, fina, larga, tártara, decide que es mejor
esperar hasta que reciba el permiso para entrar. El guardián le da un
taburete y deja que tome asiento en uno de los lados de la puerta.
Allí permanece sentado días y años. Hace muchos intentos para que le
inviten a entrar y cansa al guardián con sus súplicas. El guardián le
somete a menudo a cortos interrogatorios, le pregunta acerca de su
hogar y de otras cosas, pero son preguntas indiferentes, como las que
hacen grandes señores, y al final siempre repetía que todavía no podía
permitirle la entrada. El hombre, que se había provisto muy bien para
el viaje, utiliza todo, por valioso que sea, para sobornar al guardián.
Éste lo acepta todo, pero al mismo tiempo dice:
»--Sólo lo acepto para que no creas que has omitido algo.
»Durante los muchos años que estuvo allí, el hombre observó al guardián
de forma casi ininterrumpida. Olvidó a los otros guardianes y éste
le terminó pareciendo el único impedimento para tener acceso a la
Ley. Los primeros años maldijo la desgraciada casualidad, más tarde,
ya envejecido, sólo murmuraba para sí. Se vuelve senil, y como ha
sometido durante tanto tiempo al guardián a un largo estudio ya es
capaz de reconocer a la pulga en el cuello de su abrigo de piel, por
lo que solicita a la pulga que le ayude para cambiar la opinión del
guardián. Por último, su vista se torna débil y ya no sabe realmente si
oscurece a su alrededor o son sólo los ojos los que le engañan. Pero
ahora advierte en la oscuridad un brillo que irrumpe indeleble a través
de la puerta de la Ley. Ya no vivirá mucho más. Antes de su muerte
se concentran en su mente todas las experiencias pasadas, que toman
forma en una sola pregunta que hasta ahora no había hecho al guardián.
Entonces le guiña un ojo, ya que no puede incorporar su cuerpo
entumecido. El guardián tiene que inclinarse hacia él profundamente
porque la diferencia de tamaños ha variado en perjuicio del hombre de
la provincia.
»--¿Qué quieres saber ahora?--pregunta el guardián--. Eres insaciable.
»--Todos aspiran a la Ley--dice el hombre--. ¿Cómo es posible que
durante tantos años sólo yo haya solicitado la entrada?
»El guardián comprueba que el hombre ha llegado a su fin y, para que su
débil oído pueda percibirlo, le grita:
»--Ningún otro podía haber recibido permiso para entrar por esta
puerta, pues esta entrada estaba reservada sólo para ti. Yo me voy
ahora y cierro la puerta».
--El centinela, entonces, ha engañado al hombre--dijo K en seguida,
fuertemente atraído por la historia[38].
--No te apresures--dijo el sacerdote--, no asumas la opinión ajena sin
examinarla. Te he contado la historia tal y como está escrita. En ella
no se habla en ningún momento de engaño.
--Pero está claro--dijo K--, y tu primera interpretación era correcta.
El vigilante le ha comunicado el mensaje liberador sólo cuando ya no
podía ayudar en nada al hombre.
--Pero él tampoco preguntó antes--dijo el sacerdote--, considera que
sólo era un vigilante y como tal se ha limitado a cumplir su deber.
--¿Por qué piensas que ha cumplido con su deber?--preguntó K--. No lo
ha cumplido. Su deber consistía en rechazar a los extraños, pero tenía
que haber dejado pasar al hombre para quien estaba destinada la entrada.
--No tienes el suficiente respeto a la letra escrita y cambias la
historia--dijo el sacerdote--. La historia contiene dos explicaciones
importantes del vigilante respecto a la entrada a la Ley, una al
principio y otra al final. Una dice: «que no podía permitirle la
entrada», y la otra: «esta entrada estaba reservada sólo para ti». Si
entre ambas explicaciones existiese una contradicción, tú tendrías
razón y el vigilante habría engañado al hombre. Pero no existe ninguna
contradicción. Todo lo contrario, la primera explicación, incluso,
indica la segunda. Se podría decir que el vigilante se excede en el
cumplimiento de su deber al plantear la posibilidad de una futura
entrada. En ese momento su único deber parecía consistir en no admitir
al hombre. Y, en efecto, muchos intérpretes se maravillan de que el
vigilante haya pronunciado semejante indicación, pues parece amar la
precisión y cumple escrupulosamente con su deber. No abandona su puesto
en tantos años y sólo cierra la puerta en el último momento, siendo
consciente de la importancia de su misión, pues dice: «soy poderoso».
Además, tiene respeto frente a sus superiores, pues dice: «soy el
guardián más insignificante». Cuando se trata del cumplimiento del
deber, no admite ruegos ni se deja ablandar, pues se dice: «cansa al
guardián con sus súplicas». Tampoco es hablador, pues durante todos
los años sólo plantea, como está escrito, preguntas «indiferentes».
No se deja sobornar, pues dice sobre un regalo: «sólo lo acepto para
que no creas que has emitido algo». Finalmente, su aspecto externo
indica un carácter pedante, por ejemplo la gran nariz y la larga y fina
barba tártara. ¿Puede haber un vigilante más fiel a su deber? Pero
en el vigilante se mezclan otros caracteres esenciales que resultan
muy favorables para quien solicita la entrada, y que, además, indican
la posibilidad, manifestada en su anterior insinuación, de que en el
futuro podría ir más allá de lo que le dicta el deber. No obstante, no
se puede negar que es algo simple y, en relación con este atributo,
presuntuoso. Si todas las menciones que hace referentes a su poder y
sobre el poder de los demás vigilantes, cuya visión, como él reconoce,
le es insoportable, son ciertas, entonces muestra, en la manera con que
las emite, que sus ideas están afectadas por su simpleza y arrogancia.
Los intérpretes aducen: «El correcto entendimiento de un asunto y
una incomprensión de éste no se excluyen mutuamente». En todo caso,
se debe reconocer que esa simpleza y arrogancia, por muy difuminadas
que aparezcan, debilitan la vigilancia de la entrada, son lagunas en
el carácter del vigilante. A esto se añade que el vigilante, según su
talante natural, parece amable, no siempre actúa como si estuviera de
servicio. Al principio dice en broma que, a pesar del mantenimiento
de la prohibición, le invita a entrar, pero, a continuación, no le
incita a entrar, sino que, como está escrito, le da un taburete y
le deja sentarse al lado de la puerta. La paciencia con la que,
durante tantos años, soporta las peticiones del hombre, los pequeños
interrogatorios, la aceptación de los regalos, la nobleza con la que
permite que el hombre a su lado maldiga en voz alta su desgraciado
destino, del que hace culpable al vigilante, todo eso indica el talante
compasivo del vigilante. No todos los vigilantes habrían actuado así
y, al final, se inclina profundamente hacia el hombre para darle la
oportunidad de plantear una última pregunta. Sólo deja traslucir una
débil impaciencia--el vigilante sabe que todo ha acabado--, cuando
dice: «Eres insaciable». Algunos intérpretes continúan, incluso, esta
línea exegética y afirman que las palabras «eres insaciable» expresan
una suerte de admiración, que, por supuesto, tampoco está libre de
altivez. Pero así la figura del vigilante adquiere un perfil distinto
al que tú le has atribuido.
--Tú conoces la historia con más detalle que yo y desde hace mucho más
tiempo--dijo K.
Permanecieron callados un rato. Luego K preguntó:
--¿Entonces crees que no engañó al hombre?
--No me interpretes mal--dijo el sacerdote--, sólo te menciono las
distintas opiniones sobre la leyenda. No debes fiarte tanto de las
opiniones. La escritura es invariable, y las opiniones, con frecuencia,
sólo son expresión de la desesperación causada por este hecho. En este
caso hay, incluso, una opinión según la cual precisamente el vigilante
es el engañado.
--Ésa es una interpretación que va demasiado lejos--dijo K--. ¿Cómo la
fundamentan?
--La fundamentación se basa en la simpleza del centinela. Él dice que
no conoce el interior de la Ley, sino sólo el camino que una y otra vez
tiene que recorrer ante la entrada. Las ideas que posee del interior
se consideran ingenuas y se cree que él mismo teme aquello que también
quiere hacer que el hombre tema. Sí, incluso él tiene más miedo que el
hombre, pues éste sólo quiere entrar, aun después de haber oído que hay
vigilantes más poderosos; el centinela, sin embargo, no quiere entrar,
al menos no se dice nada sobre ello. Otros, por el contrario, afirman
que él ha tenido que estar en el interior, pues fue admitido para
ponerse al servicio de la Ley y eso sólo puede ocurrir en el interior.
A esto se responde que una voz procedente del interior pudo nombrarle
vigilante y que, por consiguiente, es posible que no hubiese estado
en el interior, al menos no en la parte más interna, ya que él mismo
dice que no resiste la mirada del tercer centinela. Además, tampoco se
informa de que durante todos esos años haya mencionado, aparte de su
referencia a los otros vigilantes, algo del interior. Es posible que lo
tuviera prohibido, pero no se nos dice nada de esa prohibición. De todo
esto se deduce que no sabe nada del aspecto que presenta el interior
ni de su importancia y que, por lo tanto, permanece allí engañado.
Pero también está engañado respecto al hombre de la provincia, pues es
su subordinado y no lo sabe. Que él trata al hombre como si fuera un
subordinado, se reconoce en muchos detalles, fáciles de recordar. Pero
que realmente sea un subordinado debería derivarse, según esa opinión,
con la misma claridad. Ante todo es libre el que está por encima del
que permanece sujeto. Ahora bien, el hombre es el que realmente está
libre, él puede ir a donde quiera, sólo le está prohibida la entrada
a la Ley y, además, sólo por una persona, por el centinela. Si se
sienta en el taburete al lado de la puerta y allí pasa toda su vida,
lo hace voluntariamente, la historia no habla de ninguna obligación.
El centinela, sin embargo, está obligado por su cargo a permanecer en
su puesto, no se puede alejar; según las apariencias, tampoco puede
ir hacia el interior, ni en el caso de que así lo quisiera. Además,
aunque está al servicio de la Ley, sólo presta su servicio ante esa
entrada, es decir, en realidad está al servicio de ese hombre, el único
al que está destinada dicha entrada. También desde esta perspectiva
está subordinado a él. Se puede suponer que, a través de muchos años,
sólo ha prestado un servicio inútil, pues se dice que llega un hombre
maduro, es decir, que el centinela tuvo que esperar mucho tiempo
hasta que pudo cumplir su objetivo y, además, tuvo que esperar tanto
tiempo como quiso el hombre del campo, que vino voluntariamente. Pero
también el final de su servicio queda determinado por la muerte del
hombre, así que permanece subordinado a él hasta su fallecimiento. Y
una y otra vez se acentúa que el centinela no sabe nada de eso. No es
nada extraordinario, pues, según esta interpretación, el centinela es
víctima de un engaño mucho mayor, el que hace referencia a su servicio.
Al final habla de la entrada y dice: «Ahora me voy y la cierro», pero
al principio se dice que la puerta que da acceso a la Ley permanece
abierta, como siempre, así que siempre está abierta, siempre, con
independencia de la vida del hombre para el que está destinada esa
entrada, por consiguiente el vigilante no podrá cerrarla. Aquí divergen
las opiniones. Unos creen que el centinela, con el anuncio de que va
a cerrar la puerta, sólo pretende dar una respuesta o acentuar su
obligación; otros piensan que en el último momento quiere entristecer
al hombre e impulsarle a que se arrepienta. Muchos comentadores
coinciden en que no podrá cerrar la puerta. Opinan, incluso, que al
menos al final, también en lo que sabe, permanece subordinado al
hombre, pues éste ve cómo surge el resplandor de la Ley, mientras que
el centinela permanece de espaldas y no menciona nada que haga suponer
que ha advertido alguna transformación.
--Esta última interpretación está bien fundada--dijo K, que había
repetido para sí, en voz baja, algunos de los pasajes de la aclaración
del sacerdote--. Está bien fundada, y creo también que el centinela
está engañado. Pero al aceptar esto no me he apartado de mi primera
opinión, ambas se cubren parcialmente. No es algo decisivo si el
centinela ve claro o se engaña. Yo dije que han engañado al hombre.
Si el centinela ve claro, se podría dudar, pero si el centinela está
engañado, su engaño se transmite necesariamente al hombre. El centinela
no es, en ese caso, un estafador, pero sí tan simple que debería ser
expulsado inmediatamente del servicio. Tienes que considerar que el
engaño que afecta al centinela no le daña, pero sí al hombre, y con
crueldad.
--Aquí topas con una opinión contraria--dijo el sacerdote--. Muchos
dicen que la historia no otorga a nadie el derecho a juzgar al
centinela. Sea cual sea la impresión que nos dé, es un servidor de la
Ley, esto es, pertenece a la Ley, por lo que es inaccesible al juicio
humano. Tampoco se puede creer que el centinela esté subordinado al
hombre. Estar sujeto, por su servicio, a la entrada de la Ley es
incomparablemente más importante que vivir libre en el mundo. El hombre
viene a la Ley, el centinela ya está allí. La Ley ha sido la que le ha
puesto a su servicio. Dudar de su dignidad significa dudar de la Ley.
--Yo no comparto esa opinión--dijo K moviendo negativamente la
cabeza--, pues si se aceptan sus premisas hay que considerar que todo
lo que dice el vigilante es verdad. Pero eso es imposible, como tú
mismo has fundamentado con todo detalle.
--No--dijo el sacerdote--, no se debe tener todo por verdad, sólo se
tiene que considerar necesario.
--Triste opinión--dijo K--. La mentira se eleva a fundamento del orden
mundial.
K dijo estas palabras como conclusión, pero no eran su juicio
definitivo. Estaba demasiado cansado para poder abarcar todas las
posibilidades que ofrecía la historia, además conducía a razonamientos
inusuales, a paradojas; más adecuadas para funcionarios judiciales que
para él. Esa historia tan simple se había tornado en algo informe,
quería sacudírsela de encima y el sacerdote, que ahora mostró una gran
delicadeza de sentimientos, lo toleró y recibió en silencio la última
indicación de K, aunque con toda seguridad no coincidía con ella.
Siguieron andando un rato en silencio. K se mantenía muy cerca del
sacerdote, sin saber dónde se encontraba por las tinieblas que les
rodeaban. La vela de la lámpara hacía tiempo que se había apagado. Una
vez brilló ante él el pedestal de plata de un santo, pero volvió a
sumirse en la oscuridad. Para no depender por completo del sacerdote, K
le preguntó:
--¿No nos encontramos cerca de la salida principal?
--No--dijo el sacerdote--, estamos muy lejos. ¿Quieres irte ya?
Aunque en ese momento no pensaba en ello, K respondió en seguida:
--Es verdad, tengo que irme. Soy gerente en un banco, me esperan,
sólo he venido para enseñarle la catedral a un hombre de negocios
extranjero.
--Bien--dijo el sacerdote, y estrechó la mano de K--, entonces vete.
--No puedo orientarme bien aquí en la oscuridad--dijo K.
--Ve a la izquierda, hacia el muro--dijo el sacerdote--, luego síguelo
hasta que encuentres una salida.
El sacerdote sólo se había separado de él unos pasos, cuando K gritó:
--¡Por favor, espera!
--Espero--dijo el sacerdote.
--¿No quieres nada más de mí?--preguntó K.
--No--dijo el sacerdote.
--Al principio has sido tan amable conmigo--dijo K--, y me lo has
explicado todo, pero ahora me despides como si no te importase nada.
--Tienes que irte--dijo el sacerdote.
--Bien, sí--dijo K--, compréndelo.
--Comprende primero quién soy yo--dijo el sacerdote.
--Tú eres el capellán de la prisión--dijo K, y se acercó al sacerdote.
No necesitaba regresar tan pronto al banco como en un principio había
creído. Podía permanecer aún allí.
--Yo pertenezco al tribunal--dijo el sacerdote--. ¿Por qué debería
querer algo de ti? El tribunal no quiere nada de ti. Te toma cuando
llegas y te despide cuando te vas.
NOTAS:
[34] Para describir el interior de la catedral, Kafka se inspiró en
la catedral de Praga y, según algunos estudiosos de su obra, en la
catedral de Milán, que visitó en _1911_ durante sus vacaciones.
[35] Aquí se produce una incoherencia temporal. K había quedado con el
italiano a las diez y, sin embargo, dan las once. Max Brod lo consideró
un error y lo corrigió. Algunos intérpretes, no obstante, opinan que
puede tratarse de una divergencia consciente, mediante la cual Kafka
intentaba mostrar la confusión interna de K.
[36] Kafka separó de la novela el pasaje que sigue y lo publicó en
la revista semanal judía _Selbstwehr_ (1915). También lo incluyó,
ligeramente modificado, en su volumen de relatos _Un médico rural_
(Leipzig, 1919).
[37] Tachado en el manuscrito: «le hace retroceder con su vara y dice:
"Tampoco puedes mirar"».
[38] Tachado en el manuscrito: «dijo K en seguida. Estaba muy
agradecido al sacerdote. Su buena opinión sobre él se había
fortalecido. No se ufanaba, como los demás, de sus conocimientos acerca
de la Justicia, aunque, sin duda, los poseía».
=EL FINAL=
La noche anterior al día en que cumplía treinta y un años--serían las
nueve de la noche, tiempo de silencio en las calles--, dos hombres
llegaron a la vivienda de K. Vestían levitas, sus rostros eran pálidos
y grasientos, y estaban tocados con chisteras firmemente encajadas.
Después de intercambiar algunas formalidades ante la puerta de la
casa, repitieron las mismas formalidades, pero con más ceremonia, ante
la puerta de K. Aunque nadie le había anunciado la visita, K, poco
antes de la llegada de aquellos hombres, había permanecido sentado en
una silla cerca de la puerta, también vestido de negro, poniéndose
lentamente sus guantes, en una actitud similar a cuando alguien
espera huéspedes. Se levantó en seguida y contempló a los hombres con
curiosidad.
--¿Les han enviado para recogerme?--preguntó.
--Los hombres asintieron, uno de ellos hizo una seña a su compañero
con la chistera en la mano. K reconoció que había esperado una visita
distinta. Fue hacia la ventana y contempló una vez más la calle oscura.
Casi todas las ventanas de la calle de enfrente también estaban
oscuras, en muchas habían corrido las cortinas. En una de las ventanas
iluminadas se podía ver cómo jugaban dos niños detrás de unas rejas, se
tocaban con las manos, aún incapaces de moverse de sus sitios. «Viejos
actores de segunda fila es lo que envían para recogerme»--pensó K,
y miró a su alrededor, para convencerse otra vez de ello--. «Buscan
librarse de mí de la forma más barata». K se volvió de repente y
preguntó:
--¿En qué teatro actúan ustedes?
--¿Teatro?--preguntó uno de los hombres con un tic en la comisura del
labio, volviéndose hacia su compañero para buscar consejo. El otro hizo
gestos mudos, como el que lucha contra un ser fantasmal.
--No están preparados para que se les pregunte--se dijo K, y fue a
recoger su sombrero.
Ya en la escalera querían cogerle de los brazos, pero K dijo:
--Cuando estemos en la calle, no estoy enfermo.
No obstante, en cuanto llegaron a la puerta le agarraron de un modo
inaudito para K. Mantenían los hombros justo detrás de los suyos, no
doblaban los brazos, sino que los utilizaban para rodear los brazos de
K en toda su largura, por debajo agarraban las manos de K con una maña
de colegio, pero estudiada e irresistible. K iba muy recto entre ambos,
ahora los tres formaban tal unidad que, si alguien hubiese golpeado a
uno de ellos, todos habrían sentido el golpe. Constituían una unidad
como sólo la materia inanimada puede formar.
K, bajo la luz de las farolas, intentó a menudo contemplar mejor a sus
acompañantes de lo que lo había hecho en la penumbra de su vivienda, a
pesar de que la forma en que lo llevaban dificultaba esa operación. «A
lo mejor son tenores»--pensó al mirar sus dobles papadas. La limpieza
de sus rostros le daba asco. Vio cómo la mano lustrosa restregó el
rabillo del ojo, frotó el labio superior, rascó las arrugas de la
barbilla.
Cuando K lo advirtió, se detuvo, así que los otros también se
detuvieron. Se encontraban al borde de una plaza solitaria, adornada
con jardines.
--¡Por qué les han enviado precisamente a ustedes!--gritó más que
preguntó.
Los hombres no supieron qué contestar, se limitaron a esperar con
el brazo libre colgando, como enfermeros cuando el enfermo quiere
descansar.
--No sigo--dijo K para probarlos.
A eso no necesitaron contestar, apretaron las manos de K e intentaron
moverle de su sitio, pero K se resistió.
«No necesitaré más mi fuerza--pensó K--, la emplearé toda ahora».
Recordó a las moscas que intentan escapar con las patitas rotas del
papel encolado.
--Los señores van a tener trabajo--se dijo.
Ante ellos apareció en ese momento la señorita Bürstner, que salía por
la plaza de una calle lateral. No era seguro que fuese ella, aunque
se parecía mucho. Pero a K no le importaba si lo era o no, sólo tomó
conciencia de lo inútil de su oposición. No había nada de heroico en
ofrecer ahora resistencia, en poner dificultades a esos hombres, o en
intentar disfrutar de la vida aparente que aún le quedaba mediante una
defensa. Así que reanudó su camino y sintió algo de la alegría de sus
acompañantes por haberlo hecho. Toleraron que determinase la dirección
y él eligió seguir el camino de la señorita, y no porque la quisiera
alcanzar, no porque la quisiera ver el mayor tiempo posible, sino
simplemente para no olvidar la advertencia que ella significaba para él.
«Lo único que puedo hacer--se dijo, y la sincronicidad de sus pasos con
los de sus acompañantes confirmó sus pensamientos--, lo único que puedo
hacer es mantener el sentido común hasta el final. Siempre quise ir por
el mundo con veinte manos y, además, con un objetivo no autorizado.
Eso fue incorrecto, ¿acaso es necesario que diga que ni siquiera un
proceso de un año ha logrado hacerme aprender algo? ¿Acaso debo partir
como un ser humano obcecado? ¿Se puede decir de mí que quise terminar
el proceso en su inicio y que ahora, cuando termina, quiero comenzarlo
de nuevo? No quiero que se diga eso. Estoy agradecido de que me hayan
asignado para este camino a estos hombres necios y semimudos, y de que
se me haya permitido que yo mismo me diga lo necesario».
La señorita, mientras tanto, había doblado por una calle perpendicular,
pero K ya podía abandonarla, así que se dejó conducir por los
acompañantes. Los tres, en perfecta armonía, atravesaron un puente a
la luz de la luna. Los hombres permitían que K hiciera los pequeños
movimientos que deseaba. Cuando quiso girar un poco hacia la
barandilla, los hombres también giraron, quedando todos de frente.
El agua, brillante y temblorosa a la luz de la luna, se bifurcaba
ante una pequeña isla, en cuyas orillas crecían arbustos y una espesa
arboleda. Por debajo de ellos, invisibles, se extendían caminos de
arena, formando pequeñas playas en las que K, en algún verano, se había
tumbado para tomar el sol.
--En realidad, no quería pararme--dijo K a sus acompañantes,
avergonzado por su buena disposición hacia él. Uno de ellos, a espaldas
de K, pareció hacerle al otro un reproche por la equivocación, luego
siguieron adelante.
Pasaron por algunas calles empinadas, en las que, más lejos o más
cerca, vieron a algunos policías. Uno de ellos, con un bigote
poblado, se acercó al grupo con la mano en la empuñadura del sable,
probablemente le resultó sospechoso[39]. Los hombres se detuvieron, el
policía iba a abrir la boca, pero entonces K empujó a sus acompañantes
hacia adelante. Se volvió con frecuencia para comprobar si el policía
les seguía. Pero en cuanto doblaron una esquina y perdieron de vista al
policía, K comenzó a correr. Sus acompañantes tuvieron que correr con
él perdiendo el aliento.
Así, salieron rápidamente de la ciudad, que, en esa dirección, limitaba
prácticamente sin transición con el campo. Cerca de una casa de
pisos, como las de la ciudad, había una pequeña cantera, abandonada
y desierta. Allí se pararon, ya fuese porque ese lugar había sido su
destino desde el principio, ya porque estuvieran demasiado agotados
para seguir andando. Dejaron libre a K, que, mudo, se limitó a esperar.
Los dos hombres se quitaron las chisteras y, mientras inspeccionaban
con la mirada la cantera, se secaron el sudor de la frente con
un pañuelo. La luz de la luna iluminaba todo el escenario con la
naturalidad y tranquilidad que ninguna otra luz posee.
Después de intercambiar algunas cortesías sobre quién debería hacerse
cargo de las próximas tareas--aquellos señores parecían haber recibido
el encargo sin que les asignaran sus respectivas competencias--, uno de
ellos se acercó a K y le quitó la chaqueta, el chaleco y, finalmente,
la camisa. K tembló involuntariamente, por lo que uno de los hombres le
dio una palmada tranquilizadora en la espalda. A continuación, dobló
cuidadosamente las prendas, como si se fueran a utilizar otra vez,
aunque no en un periodo inmediato. Para no exponer a K al aire frío
de la noche, le tomó bajo su brazo y anduvo con él de un lado a otro,
mientras el compañero buscaba un lugar apropiado en la cantera. Cuando
lo hubo encontrado, hizo una seña y el otro acompañó a K hasta allí.
Estaba cerca del corte, al lado de una piedra desprendida. Los hombres
sentaron a K en el suelo, le apoyaron contra la piedra y reclinaron
su cabeza. A pesar del esfuerzo que ponían y de toda la ayuda de K,
su posición quedaba forzada e inverosímil. Uno de los hombres pidió
al otro que le dejase a él buscar una postura mejor, pero tampoco
logró nada. Finalmente, dejaron a K en una posición que ni siquiera
era la mejor entre todas las que habían probado. Entonces uno de los
hombres abrió su levita y sacó de un cinturón que rodeaba al chaleco un
cuchillo de carnicero largo, afilado por ambas partes; lo mantuvo en
alto y comprobó el filo a la luz. De nuevo comenzaron las repugnantes
cortesías, uno entregaba el cuchillo al otro por encima de la cabeza de
K, y el último se lo devolvía al primero. K sabía que su deber hubiera
consistido en coger el cuchillo cuando pasaba de mano en mano sobre su
cabeza y clavárselo. Pero no lo hizo; en vez de eso, giró el cuello,
aún libre, y miró alrededor. No podía satisfacer todas las exigencias,
quitarle todo el trabajo a la organización; la responsabilidad por
ese último error la soportaba el que le había privado de las fuerzas
necesarias para llevar a cabo esa última acción. Su mirada recayó en
el último piso de la casa que lindaba con la cantera. Del mismo modo
en que una luz parpadea, así se abrieron las dos hojas de una ventana.
Un hombre, débil y delgado por la altura y la lejanía, se asomó con un
impulso y extendió los brazos hacia afuera. ¿Quién era? ¿Un amigo? ¿Un
buen hombre? ¿Alguien que participaba? ¿Alguien que quería ayudar? ¿Era
sólo una persona? ¿Eran todos? ¿Era ayuda? ¿Había objeciones que se
habían olvidado? Seguro que las había. La lógica es inalterable, pero
no puede resistir a un hombre que quiere vivir. ¿Dónde estaba el juez
al que nunca había visto? ¿Dónde estaba el tribunal supremo ante el que
nunca había comparecido? Levantó las manos y estiró todos los dedos.
Pero las manos de uno de los hombres aferraban ya su garganta, mientras
que el otro le clavaba el cuchillo en el corazón, retorciéndolo dos
veces. Con ojos vidriosos aún pudo ver cómo, ante él, los dos hombres,
mejilla con mejilla, observaban la decisión.
--¡Como a un perro!--dijo él: era como si la vergüenza debiera
sobrevivirle.
NOTAS:
[39] Tachado en el manuscrito: «El Estado me ofrece su ayuda--dijo
K al oído de uno de sus acompañantes--. ¿Qué ocurriría si trasladase
el proceso al ámbito de la ley estatal? Es posible que tuviera que
defender a los señores del Estado».
=FRAGMENTOS=
=LA AMIGA DE B=
En los días siguientes, a K le había sido imposible intercambiar ni
siquiera unas palabras con la señorita Bürstner. Intentó acercarse
a ella por diversos medios, pero ella supo impedirlo. Después de
la oficina se iba directamente a casa, permanecía en su habitación
sin encender la luz, sentado en el canapé o simplemente se limitaba
a observar el recibidor. Si pasaba, por ejemplo, la criada, y ésta
cerraba la puerta de la habitación, aparentemente vacía, K se levantaba
pasado un rato y la abría de nuevo. Por las mañanas se levantaba una
hora más temprano que de costumbre para poder encontrarse a solas con
la señorita Bürstner, cuando ella se iba a la oficina. Pero ninguno
de estos intentos culminó con éxito. Así pues, decidió escribirle una
carta tanto a la oficina como a casa, en ella intentó justificar
su comportamiento, ofreció una satisfacción, prometió no volver a
sobrepasarse y pidió que le diera una oportunidad para hablar con
ella, sobre todo porque no quería emprender nada respecto a la señora
Grubach mientras no hubiesen hablado. Finalmente, le comunicaba que el
domingo próximo permanecería todo el día en su habitación esperando
un signo suyo, que él partía de la consideración de que cumpliría su
petición o que, en caso contrario, le explicaría los motivos de su
negativa, aunque él le había prometido plegarse a todos sus deseos. No
devolvieron las cartas, pero tampoco recibió respuesta. Sin embargo, el
domingo hubo un signo lo suficientemente claro. Por la mañana temprano
K percibió a través del ojo de la cerradura un movimiento inusual
en el recibidor, que pronto encontró una explicación. Una profesora
de francés, que, por lo demás, era alemana y se llamaba Montag, una
muchacha débil y pálida, que cojeaba un poco y que hasta el momento
había vivido en su propia habitación, se estaba mudando a la habitación
de la señorita Bürstner. Se la vio arrastrar el pie por el recibidor
durante horas. Siempre quedaba una prenda o una tapadera o un libro
olvidados que había que ir a recoger y traer a la nueva habitación.
Cuando la señora Grubach le trajo el desayuno--desde que enojó tanto a
K ya no delegaba en la criada ningún servicio--, K no se pudo contener
y le habló por primera vez en seis días.
--¿Por qué hay hoy tanto ruido en el recibidor?--preguntó mientras se
servía el café--. ¿No se podría evitar? ¿Necesariamente hay que limpiar
el domingo?
Aunque K no miró a la señora Grubach, notó que respiró aliviada.
Consideraba esas palabras severas de K como un perdón o como el
comienzo del perdón.
--No están limpiando, señor K--dijo ella--, la señorita Montag se está
mudando a la habitación de la señorita Bürstner y traslada sus cosas.
No dijo nada más, se limitó a esperar a que K hablase o consintiese que
ella lo siguiera haciendo. K, sin embargo, la puso a prueba, removió
pensativo el café con la cuchara y calló. Luego la miró y dijo:
--¿Ha renunciado ya a su sospecha referente a la señorita
Bürstner?--Señor K--exclamó la señora Grubach, que había estado
esperando esa pregunta, doblando las manos ante K--, usted tomó tan
mal hace poco una mención ocasional. Jamás he pensado en insultar a
nadie. Usted me conoce ya desde hace mucho tiempo, señor K, para estar
convencido de ello. ¡No sabe lo que he sufrido los últimos días! ¡Yo,
difamar a uno de mis inquilinos! ¡Y usted, señor K, lo creía! ¡Y dijo
que debería echarle! ¡Echarle a usted!
El último grito se ahogó entre las lágrimas, se llevó el delantal al
rostro y sollozó.
--No llore, señora Grubach--dijo K, y miró a través de la ventana.
Seguía pensando en la señorita Bürstner y en que había admitido en su
habitación a una persona extraña.
--No llore más--repitió al volverse hacia el interior de la habitación
y ver que aún seguía llorando--. Tampoco lo dije con tan mala
intención. Ha habido una confusión, eso es todo. Le puede ocurrir a
viejos amigos.
La señora Grubach apartó el delantal de los ojos para ver si K
realmente se había reconciliado.
--Bien, así es--dijo K y, como del comportamiento de la señora Grubach
se podía deducir que el capitán no había contado nada, se atrevió a
añadir:
--¿Acaso cree que me voy a enemistar con usted por una muchacha
desconocida?
--Así es, precisamente--dijo la señora Grubach; su desgracia consistía
en decir algo inadecuado cada vez que se sentía un poco libre--,
siempre me pregunté: ¿por qué se toma tan en serio el señor K el asunto
de la señorita Bürstner? ¿Por qué discute conmigo por su causa aun
sabiendo que cada una de sus malas palabras me quita el sueño? De la
señorita Bürstner sólo he dicho lo que he visto con mis ojos.
K no dijo nada, la tendría que haber echado de la habitación nada más
abrir la boca, pero no quería hacerlo. Se contentó con tomarse el café
y con hacer notar a la señora Grubach que allí sobraba. Fuera se volvió
a oír el paso arrastrado de la señorita Montag, que atravesaba todo el
recibidor.
--¿Lo oye?--preguntó K, y señaló con la mano hacia la puerta.
--Sí--dijo la señora Grubach, y suspiró--, la he querido ayudar, y
también le dije que la criada podía ayudarla, pero es obstinada, ella
quiere mudarlo todo sola. Con frecuencia me resulta desagradable tener
a la señorita Montag de inquilina. La señorita Bürstner, sin embargo,
se la lleva incluso a su habitación.
--Eso no debe preocuparle--dijo K, y deshizo los restos de azúcar en la
taza--. ¿Le resulta perjudicial?
--No--dijo la señora Grubach--, en lo que a mí respecta no hay ningún
problema. Además, así se queda una habitación libre y puedo alojar allí
a mi sobrino, el capitán. Desde hace tiempo temo que le moleste por
vivir ahí al lado, en el salón. Él no es muy considerado.
--¡Qué ocurrencia!--dijo K, y se levantó--. Ni una palabra sobre eso.
Parece que me toma por un hipersensible sólo por el hecho de que no
puedo soportar los paseos de la señorita Montag, y ahí la tiene, ya
regresa otra vez.
La señora Grubach se vio impotente.
--¿Quiere que le diga que retrase el resto de la mudanza? Si usted
quiere, lo hago en seguida.
--¡Pero tiene que mudarse a la habitación de la señorita Bürstner!
--Sí--dijo la señora Grubach, que no entendió muy bien lo que K quiso
decir.
--Bien--dijo K--, pues entonces tendrá que trasladar todas sus cosas.
La señora Grubach se limitó a asentir. Esa impotencia muda, que se
reflejaba exteriormente en un gesto de consuelo, irritaba aún más a
K. Comenzó a pasear de un lado a otro de la habitación, de la ventana
hasta la puerta y de ésta, de nuevo, a la ventana, y la señora Grubach
aprovechó la oportunidad para alejarse, lo que probablemente hubiera
hecho de todos modos.
Acababa de llegar K a la puerta, cuando alguien llamó. Era la criada.
Anunció que la señorita Montag deseaba hablar con el señor K y por
eso le pedía que fuera al comedor, donde ella le esperaba. K escuchó
pensativo a la criada, luego se volvió hacia la asustada señora
Grubach con una mirada irónica. Esa mirada parecía decir que K hacía
tiempo que esperaba esa invitación y que se adaptaba perfectamente al
tormento que los inquilinos de la señora Grubach le estaban infligiendo
esa mañana dominical. Envió a la criada con la respuesta de que iría
en seguida, se acercó al armario para cambiarse de chaqueta y como
respuesta a la señora Grubach, que se quejaba en voz baja de esa
persona tan desagradable, le pidió que se llevara la vajilla del
desayuno.
--Pero si apenas ha comido algo--dijo la señora Grubach.
--¡Ah, lléveselo ya!--exclamó K, le parecía como si la señorita Montag
se hubiera mezclado con el desayuno y lo hiciera repugnante. Cuando
atravesó el recibidor, miró hacia la puerta cerrada de la habitación de
la señorita Bürstner. Pero no estaba invitado allí, sino en el comedor,
cuya puerta abrió sin llamar.
Era una habitación larga y estrecha, con una sola ventana. Había
tanto espacio libre que se hubieran podido colocar en las esquinas,
a ambos lados de la puerta, dos armarios, mientras que el resto del
espacio quedaba acaparado por una larga mesa que comenzaba cerca de la
puerta y llegaba casi hasta la ventana, que permanecía prácticamente
inaccesible. La mesa estaba puesta y, además, para muchas personas,
pues el domingo comían allí todos los inquilinos.
En cuanto K entró, la señorita Montag vino desde la ventana, a lo
largo de la mesa, para encontrarse con K. Se saludaron sin pronunciar
palabra. A continuación, la señorita Montag, con la cabeza demasiado
erguida, como siempre, dijo:
--No sé si me conoce.
K la miró con ojos entornados.
--Claro que sí--dijo él--. Vive desde hace tiempo en casa de la señora
Grubach.
--Usted, sin embargo, según creo--dijo la señorita Montag--, no se
preocupa mucho de la pensión.
--No--dijo K.
--¿No quiere sentarse?--dijo la señorita Montag.
Llevaron dos sillas en silencio hacia el extremo de la mesa y allí
se sentaron uno frente al otro. Pero la señorita Montag se volvió a
levantar al poco tiempo, pues se había dejado el bolso en la ventana,
así que fue a recogerlo. Cuando regresó, balanceando ligeramente el
bolso, dijo:
--Quisiera hablar con usted sólo un momento, por encargo de mi amiga.
Quería haber venido ella misma, pero hoy no se siente bien. Le pide que
la disculpe y que me oiga a mí en vez de a ella. No le hubiera podido
decir nada diferente a lo que le voy a decir yo. Todo lo contrario,
creo que yo le voy a decir más, ya que no tengo ningún interés en el
asunto, ¿no cree?
--¡Qué podría decir yo!--respondió K, ya cansado de que la señorita
Montag no parase de mirar sus labios. Así se arrogaba un dominio sobre
lo que él quería decir.
--La señorita Bürstner, como veo, no está dispuesta a sostener conmigo
la entrevista que le he solicitado.
--Así es--dijo la señorita Montag--, o, mejor, no es así, usted
lo expresa con demasiada dureza. En general las conversaciones
ni se conceden ni se niegan. Pero puede ocurrir que determinadas
conversaciones se consideren inútiles, y éste es uno de esos casos.
Después de su mención, ya puedo hablar abiertamente. Usted ha pedido
por escrito u oralmente a mi amiga que sostenga una entrevista con
usted. Pero mi amiga no sabe, al menos eso es lo que yo deduzco,
cuál puede ser el objeto de esa entrevista y, por motivos que
desconozco, está convencida de que, si tuviera lugar, no sería útil
para nadie. Por lo demás, ayer me explicó, aunque de un modo fugaz,
que a usted tampoco le podía importar mucho esa conversación, que se
le debía de haber ocurrido por casualidad y que reconocería pronto,
sin necesidad de aclaraciones, lo absurdo de la pretensión. Yo le
respondí que podía tener razón, pero que sería más ventajoso, para
una clarificación completa del asunto, hacerle llegar una respuesta.
Yo me ofrecí a asumir esa tarea y, después de dudar algo, mi amiga
consintió en ello. Espero haber trabajado también en su beneficio, pues
la menor inseguridad en el asunto más insignificante siempre resulta
desagradable. Además, si se puede resolver fácilmente, como en este
caso, lo mejor es hacerlo en seguida.
--Se lo agradezco--dijo K con rapidez, se levantó lentamente, miró a la
señorita Montag, luego deslizó su mirada a lo largo de la mesa hasta
dejarla reposar en la ventana--en la casa de enfrente daba el sol--y,
finalmente, se dirigió hacia la puerta.
La señorita Montag le siguió unos pasos como si no confiase en él. No
obstante, ambos tuvieron que apartarse nada más llegar a la puerta,
pues el capitán Lanz entró. K era la primera vez que lo veía de cerca.
Era un hombre alto, de unos cuarenta años, con un rostro carnoso y
bronceado. Hizo una ligera inclinación, también dirigida a K, luego se
acercó hasta donde estaba la señorita Montag y besó obsequioso su mano.
Su cortesía frente a la señorita Montag contrastaba con la actitud que
K había tenido ante ella. Pero la señorita Montag no parecía enojada
con K, pues, según le pareció, quiso presentarle al capitán. Pero K
no quería que le presentaran, no hubiese sido adecuado ser amable
con el capitán o con la señorita Montag; el beso en la mano la había
unido, para él, a un grupo que, bajo la apariencia de una extremada
inocencia y desinterés, intentaba apartarle de la señorita Bürstner. K
no sólo creyó reconocer esto, sino también que la señorita Montag había
escogido un buen medio, aunque de dos filos. Por una parte, exageraba
la importancia de la relación entre la señorita Bürstner y K, por
otra, exageraba la importancia de la entrevista solicitada e intentaba
darle la vuelta a la argumentación, de tal modo que K apareciese como
el que lo exageraba todo. Se equivocaba, K no quería exagerar nada, K
sabía que la señorita Bürstner no era más que una pequeña mecanógrafa
que no podría ofrecerle resistencia durante mucho tiempo. Ni siquiera
había tomado en cuenta lo que la señora Grubach sabía de la señorita
Bürstner. Reflexionó sobre todo esto mientras salía de la habitación
sin apenas despedirse. Quiso volver de inmediato a su cuarto, pero oyó,
desde el comedor, la risa de la señorita Montag, y pensó que podría
prepararles una sorpresa a ambos, tanto a ella como al capitán. Miró
alrededor y escuchó por si acaso podía ser descubierto por alguien
de las habitaciones vecinas. Reinaba el silencio, sólo se oía la
conversación en el comedor y, en el pasillo que conducía a la cocina,
la voz de la señora Grubach. La oportunidad parecía favorable. K se
acercó a la puerta de la habitación de la señorita Bürstner y tocó
sin hacer apenas ruido. Como no se oyó nada, volvió a llamar, pero
tampoco obtuvo respuesta. ¿Dormía o realmente se encontraba mal? ¿O
tal vez no quería abrir porque sospechaba que esa forma de llamar sólo
podía proceder de K? K supuso que no quería abrir, así que golpeó la
puerta con más fuerza. Como tampoco tuvo éxito, abrió la puerta con
precaución, aunque no sin el sentimiento de hacer algo incorrecto, y
además inútil. En la habitación no había nadie. Apenas recordaba a la
habitación que K había visto. En la pared había dos camas contiguas,
habían situado tres sillas cerca de la puerta y estaban repletas de
ropa; un armario permanecía abierto. Era posible que la señorita
Bürstner hubiera salido mientras K conversaba con la señorita Montag
en el comedor. K no estaba muy desilusionado, no había esperado poder
encontrar tan fácilmente a la señorita Bürstner. Lo había intentado
sólo como consuelo contra la señorita Montag. Más desagradable fue,
cuando K, mientras cerraba la puerta, vio, a través de la puerta
del comedor, cómo conversaban la señorita Montag y el capitán. Era
probable que ya permanecieran así antes de que K hubiese abierto la
puerta, evitaban dar la impresión de que le observaban, se limitaban
a conversar en voz baja y seguían los movimientos de K con la mirada,
como se mira distraído durante una conversación. Pero a K esas miradas
le afectaron especialmente: se apresuró a llegar a su habitación sin
separarse de la pared.
=EL FISCAL=
A pesar de los conocimientos psicológicos y de la experiencia adquirida
durante su larga actividad bancaria, sus compañeros de tertulia
siempre le habían parecido dignos de admiración y jamás negaba que
para él suponía un gran honor pertenecer a un grupo semejante. Estaba
constituido casi exclusivamente por jueces, fiscales y abogados; a
algunos jóvenes funcionarios y pasantes se les admitía en la reunión,
pero se sentaban al final de la mesa y sólo podían intervenir en
los debates cuando se les preguntaba expresamente algo. Pero esas
preguntas solían tener el único objetivo de divertir a la concurrencia:
especialmente el fiscal Hasterer, habitual vecino de mesa de K, gustaba
de avergonzar así a los jóvenes. Cuando ponía su gran mano peluda en
el centro de la mesa, la extendía y miraba hacia el extremo, todos
aguzaban los oídos. Y cuando uno de los jóvenes se adjudicaba la
pregunta, pero o no podía descifrarla o se quedaba mirando la cerveza
pensativo, moviendo las mandíbulas en vez de hablar, o--lo que era
más enojoso defendía con un torrente de palabras una opinión falsa o
desautorizada, entonces todos los señores volvían a acomodarse riendo
en sus asientos y sólo a partir de ese momento parecían sentirse
realmente a gusto. Las conversaciones serias y especializadas quedaban
reservadas para ellos.
K había sido introducido en esa sociedad por el asesor jurídico del
banco. Hubo un tiempo en que K tuvo que sostener largas entrevistas
con ese abogado hasta muy tarde por la noche y se había adaptado a
su costumbre de cenar en la tertulia, gustándole la compañía. Allí
podía ver a eruditos, a hombres poderosos y de gran prestigio, cuya
diversión consistía en intentar resolver cuestiones ajenas a la vida
común. Aunque él podía intervenir muy poco, al menos disfrutaba de
la posibilidad de acumular conocimientos, lo que más tarde o más
temprano le procuraría ventajas en el banco. Además, podía conseguir
importantes contactos personales con el mundo de la justicia, que
siempre podían ser de utilidad. Pero también el grupo parecía
tolerarle. Pronto fue reconocido como un experto en negocios y su
opinión en esa materia--muchas veces emitida con ironía--resultaba
irrefutable. Ocurría con frecuencia que dos personas, que juzgaban de
manera diferente una cuestión jurídica, solicitaban a K su opinión,
de tal modo que el nombre de K quedaba involucrado en todas las
intervenciones, incluso en los análisis más abstractos, en los que K se
perdía. No obstante, poco a poco iba comprendiendo las argumentaciones
más complejas, pues contaba a su lado con el fiscal Hasterer, un
buen consejero que le ayudaba amigablemente en esas cuestiones.
Algunas veces K le acompañaba por la noche a casa, aunque no se podía
acostumbrar a ir al lado de un hombre tan enorme, que le podría haber
ocultado en los faldones de su abrigo.
A lo largo del tiempo se hicieron tan amigos que las diferencias de
educación, de profesión y de edad desaparecieron. Hablaban entre ellos
como si hubieran estado juntos desde siempre y, aunque en la relación
a veces parecía que uno mostraba cierta superioridad, no era Hasterer,
sino K el que quedaba algo por encima, pues sus experiencias prácticas
le daban con frecuencia la razón, no en vano las había adquirido
directamente, como nunca ocurre en un despacho judicial.
Esa amistad era conocida entre los contertulios; al final, sin embargo,
se olvidó quién había introducido a K en la sociedad, aunque Hasterer
le cubría en todo momento. Si el derecho de K a sentarse entre ellos
hubiese sido puesto en duda, habría podido apelar a Hasterer con todo
derecho. Por eso K ocupó una posición privilegiada, pues Hasterer era
tan admirado como temido. La fuerza de su argumentación jurídica era
digna de admiración, pero había otros señores que estaban a su altura
en ese terreno. No obstante, ninguno de ellos alcanzaba la impetuosidad
con que defendía su opinión. K tenía la impresión de que Hasterer,
cuando no podía convencer a su contrario, al menos le quería asustar,
sólo ante su dedo índice admonitorio había más de uno que retrocedía.
Entonces era como si el oponente olvidara que estaba en la compañía de
buenos conocidos y colegas, que sólo se trataba de cuestiones teóricas
y de que en realidad no podía ocurrirle nada. A pesar de todo esto,
enmudecía y un ligero balanceo de cabeza ya era un acto de valor.
Era un espectáculo patético cuando el oponente estaba sentado lejos;
Hasterer sabía que con esa distancia no se podría llegar a ninguna
unanimidad, a no ser que desplazara el plato de la cena y se levantase
lentamente para buscar al hombre en cuestión. Los que estaban a su lado
miraban hacia arriba para observar su rostro. Pero esos incidentes eran
relativamente escasos; ante todo se irritaba tratando de cuestiones
jurídicas, principalmente en aquellas que aludían a procesos en los que
él mismo participaba o había participado. Si no se trataba de esas
cuestiones, permanecía tranquilo y amable, su sonrisa era cariñosa y
su pasión era comer y beber. Podía ocurrir incluso que no escuchase la
conversación, se volviera hacia K, pusiera el brazo sobre el respaldo
de la silla de éste, le preguntase algo en voz baja acerca del banco,
luego hablase él sobre su propio trabajo y contase algo sobre las damas
que conocía, que le daban tanto o más trabajo que el tribunal. Con
ningún otro hablaba así, podía ocurrir, incluso, que cuando alguien
quería solicitar algo de Hasterer--la mayoría de las veces para lograr
una reconciliación con algún colega--se dirigiera primero a K y le
pidiera su intercesión, a lo que él siempre accedía. Sin aprovecharse
en este sentido de la amistad con Hasterer, K era amable y modesto con
todos los demás y sabía distinguir--lo que era mucho más importante que
la cortesía y la modestia--los distintos rangos jerárquicos y tratar a
cada uno según su posición. Hasterer le ilustraba a este respecto una y
otra vez, ésas eran las únicas normas que ni siquiera Hasterer rompía
en sus debates más enconados. Por el respeto a estas normas se juzgaba
también a los jóvenes situados al fondo de la mesa, que aún no poseían
rango alguno y a los que se dirigían como si no fueran individuos,
sino una masa compacta. Pero precisamente estos jóvenes eran los que
brindaban mayores honores a Hasterer, y cuando se levantaba a las once
para irse a casa, siempre había uno dispuesto a ayudarle a ponerse el
pesado abrigo y otro que con inclinaciones se apresuraba a abrirle la
puerta y, naturalmente, la mantenía abierta hasta que K abandonaba la
estancia detrás de él.
Mientras que al principio K acompañaba a Hasterer, o este último a K,
un trecho del camino, más tarde Hasterer comenzó a invitar a K para
que subiese a su vivienda y conversaran un rato. Permanecían alrededor
de una hora juntos bebiendo licor y fumando cigarros. A Hasterer le
gustaban tanto esas veladas que no quiso renunciar a ellas cuando una
mujer, Helene de nombre, vivió allí durante unas semanas. Era una
mujer gorda y ya mayor, con una piel amarillenta y rizos negros que le
caían por la frente. K al principio sólo la vio en la cama: permanecía
tendida sin vergüenza alguna, leyendo una novela y sin interesarse
por la conversación de los dos hombres. Sólo cuando se había hecho
tarde acostumbraba estirarse y bostezar. Y si así no podía llamar la
atención, entonces le arrojaba la novela a Hasterer. Éste se levantaba
sonriendo y se despedía de K. Después, cuando Hasterer comenzó a
cansarse de Helene, ésta perturbaba considerablemente los encuentros.
Esperaba la llegada de ambos completamente vestida y, además, con un
traje que ella, probablemente, consideraba muy elegante, pero que
en realidad era un vestido de baile pasado de moda, y que llamaba
desagradablemente la atención por una serie de volantes que ella
misma le había añadido como adorno. K ignoraba el aspecto real que
podía haber tenido ese vestido, él se negaba a mirarlo y permanecía
sentado durante horas con los ojos bajos, mientras ella iba y venía
contoneándose por la habitación o se sentaba cerca de él. Más tarde,
cuando su situación empezaba a ser insostenible, intentó dar, llevada
por la desesperación, un trato de preferencia a K para, así, poner
celoso a Hasterer. Era sólo por desesperación, no por maldad, cuando
apoyaba su grasienta espalda desnuda en la mesa, acercaba su rostro
a K y le quería obligar a que la mirara. Ella sólo consiguió que K
renunciase a visitar a Hasterer y cuando, transcurrido un tiempo,
regresó, ya se había desembarazado de Helene. K lo tomó como algo
evidente. Esa noche permanecieron juntos más de lo habitual, celebraron
su hermandad por iniciativa de Hasterer y K regresó a casa algo mareado
a causa de los cigarros y del licor.
Precisamente a la mañana siguiente, el director del banco, durante
una conversación de negocios, mencionó que le había parecido ver a
K la noche anterior. Si no se equivocaba, había visto a K andando
con el fiscal Hasterer cogidos del brazo. Al director le parecía
tan extraño, que nombró la iglesia--esto correspondía a su pasión
por la exactitud--en cuyo muro lateral, cerca de la fuente, se había
producido ese encuentro. Si hubiese querido describir un espejismo,
no lo hubiera podido expresar mejor. K le explicó que el fiscal era
amigo suyo y que, en efecto, la noche anterior habían pasado por la
iglesia mencionada. El director rió asombrado y pidió a K que se
sentase. Era uno de esos momentos por los que K tenía tanto cariño al
director. Eran instantes en que ese hombre enfermo y débil, que apenas
dejaba de toser, sobrecargado de trabajo y lleno de responsabilidad,
se preocupaba por el bienestar de K y por su futuro. Se trataba de una
preocupación que, según otros funcionarios que habían experimentado
algo parecido, se podía denominar fría y superficial, pues no era
nada más que un buen método para ganarse a valiosos funcionarios por
muchos años con el sacrificio de dos minutos. Pero fuera lo que fuese,
K quedaba sometido al director en esos instantes. Tal vez el director
hablaba con K de un modo algo diferente, jamás olvidaba su posición
para ponerse al mismo nivel de K--esto, sin embargo, lo hacía con
regularidad en las relaciones usuales de negocios--, pero sí parecía
olvidar la posición de K, ya que hablaba con él como con un niño o
como con un joven ignorante que pretende un puesto de trabajo y,
por motivos inescrutables, cae simpático al director. K no habría
tolerado semejante tratamiento de nadie, ni siquiera del director,
si su preocupación no le hubiera parecido sincera o si al menos la
posibilidad de esa preocupación, como se mostraba en esos instantes, no
le hubiera hechizado de ese modo. K reconocía sus debilidades. Tal vez
el motivo era que en él había algo infantil, ya que no había recibido
el cariño de un padre, pues éste había muerto muy joven. Además,
había salido muy pronto de casa y no se había sentido atraído por la
ternura de la madre, que, medio ciega, vivía en una de esas ciudades de
provincia por las que no pasa el tiempo y a la que había visitado por
última vez hacía dos años.
--No sabía nada de esa amistad--dijo el director, y sólo una débil y
amable sonrisa dulcificó la severidad de sus palabras.
=HACIA LA CASA DE ELSA=
Una noche, poco antes de irse, K recibió una llamada en la que le
exhortaban a que se presentase inmediatamente en las oficinas del
juzgado. Se le advertía que obedeciese. Sus inauditas indicaciones
acerca de la inutilidad de los interrogatorios, de que éstos no
conducían a nada, de que él no volvería a comparecer, de que no
atendería ninguna notificación, ni por teléfono ni por escrito, y de
que echaría a todos los ujieres, todas esas indicaciones constaban en
acta y ya le habían perjudicado mucho. ¿Por qué no se quería plegar?
¿Acaso no se esforzaban, sin considerar el tiempo invertido ni los
costes, en ordenar algo su confusa causa? ¿Acaso pretendía molestar y
que se tomasen medidas violentas, de las que hasta ahora había sido
eximido? La citación de ese día era un último intento. Que hiciera lo
que quisiese, pero que supiese que el tribunal supremo no iba a tolerar
que se burlasen de él.
Precisamente esa noche K había avisado a Elsa de su visita y por ese
motivo no podía comparecer ante el tribunal. Estaba contento de poder
justificar su incomparecencia con ese motivo, aunque, naturalmente,
jamás utilizaría semejante excusa ni, con toda probabilidad, acudiría
esa noche al tribunal aun cuando no tuviera la obligación más nimia.
En todo caso, con la conciencia de estar en su derecho, planteó la
pregunta de qué ocurriría si no fuera.
--Sabremos encontrarle--fue la respuesta.
--¿Y seré castigado porque no me he presentado
voluntariamente?--preguntó K, y sonrió en espera de lo que le iban a
responder.
--No--fue la respuesta.
--Estupendo--dijo K--, ¿qué motivo podría tener entonces para cumplir
con la citación de hoy?
--No se suele acosar con los medios punitivos del tribunal--dijo la voz
ya debilitada y que terminó por extinguirse.
«Es muy imprudente si no se hace--pensó K mientras se marchaba--. Hay
que conocer esos medios punitivos».
Se dirigió a casa de Elsa sin pensarlo dos veces. Sentado cómodamente
en la esquina del coche, con las manos en los bolsillos del
abrigo--empezaba a hacer frío--, contempló las animadas calles. Pensó
con cierta satisfacción que le causaría dificultades al tribunal, si
realmente estaban trabajando, pues no había dicho con claridad si se
iba a presentar o no. Así que el juez estaría esperando, quizá toda la
asamblea, pero K, para decepción de toda la galería, no aparecería. Sin
tomar en consideración al tribunal, iba a donde quería. Por un momento
dudó de si, por distracción, le había dado al conductor la dirección
del tribunal, así que le gritó la dirección de Elsa. El conductor
asintió, la dirección que le había dado era la correcta. A partir de
ese momento K se fue olvidando del tribunal y los pensamientos del
banco comenzaron a invadir su mente, como en los viejos tiempos.
=LUCHA CON EL SUBDIRECTOR=
Una mañana K se encontró mucho más fresco y fuerte que de costumbre.
Apenas pensaba en el tribunal. Cuando se acordaba de él, le parecía
como si, palpando en la oscuridad un mecanismo oculto, pudiera manejar
fácilmente a esa gran organización inabarcable, desgarrarla y hacerla
trizas. Su ánimo extraordinario le tentó a invitar al subdirector
para que viniera a su despacho y tratar de un asunto de negocios
que urgía desde hacía tiempo. En esas ocasiones, el subdirector
solía fingir que sus relaciones con K no se habían alterado en los
últimos meses. Entraba tranquilo, como en los tiempos de continua
competencia con K, le escuchaba paciente, mostraba su interés con
pequeñas indicaciones amistosas y de confianza, y sólo confundía
a K, sin que se notase ninguna intención expresa en ello, al no
desviarse un ápice del asunto de negocios, al mostrarse receptivo
y concentrado mientras los pensamientos de K, ante ese modelo de
cumplimiento del deber, comenzaban a dispersarse y le obligaban, casi
sin resistencia, a cederle todo el asunto. Una vez la situación fue
tan mala que el subdirector se levantó repentinamente y regresó a su
oficina en silencio. K no sabía lo que había ocurrido, era posible
que la entrevista hubiera concluido, pero también era posible que
el subdirector la hubiera interrumpido porque K, sin saberlo, le
había molestado, o porque había dicho alguna necedad, o porque al
subdirector le había resultado indudable que K no escuchaba y estaba
ocupado en otros asuntos. Era posible, incluso, que K hubiese tomado
una decisión ridícula o que el subdirector le hubiese sonsacado
algo absurdo y ahora se apresurase a difundirlo para dañar a K.
Por lo demás, ya no volvieron a hablar de ese asunto. K no quería
recordárselo y el subdirector permaneció inaccesible al respecto.
Tampoco hubo, al menos provisionalmente, consecuencias visibles.
Pero K no aprendió del incidente; cuando encontraba una oportunidad
adecuada y se sentía con algo de fuerzas, ya estaba en la puerta del
despacho del subdirector invitándole a ir al suyo o pidiendo permiso
para entrar. Ya no se escondía de él como había hecho anteriormente.
Tampoco tenía la esperanza de que se produjera una pronta decisión que
le liberase de una vez por todas de sus cuitas y que restableciera
la relación originaria con el subdirector. K comprendió que no podía
ceder; si retrocedía, como, tal vez, exigían las circunstancias,
corría el peligro de no poder avanzar más. No se podía dejar que el
subdirector creyese que K estaba acabado, no podía permanecer sentado
tranquilamente en su despacho con esa suposición, había que ponerlo
nervioso, tenía que experimentar con tanta frecuencia como fuera
posible que K vivía y que, como todo lo que poseía vida, un día podía
sorprender con nuevas capacidades, por muy inofensivo que pareciese
hoy. A veces, sin embargo, K se decía que con ese método lo único que
conseguía era luchar por su honor, pero que no le sería de ninguna
utilidad, puesto que siempre que se enfrentaba al subdirector terminaba
fortaleciendo la posición de éste y, además, le daba la oportunidad de
realizar observaciones y tomar las medidas adecuadas que reclamaban
las circunstancias que en ese momento se imponían. Pero K no hubiera
podido alterar su comportamiento, estaba sometido a ilusiones generadas
por él mismo, a veces creía que podía medirse con el subdirector con
despreocupación. No aprendió de las experiencias más desgraciadas; lo
que no había resultado en diez intentos, creía que podría resultar
en el decimoprimero, aunque las circunstancias eran las mismas y
todo estaba en su contra. Cuando, después de uno de esos encuentros,
regresaba agotado, sudoroso, con la mente vacía, no sabía si lo que
le había impulsado a entrevistarse con el subdirector había sido la
esperanza o la desesperación. En la siguiente ocasión fue claramente
la esperanza la que le indujo a apresurarse hacia la puerta del
subdirector.
Así era hoy. El subdirector entró en seguida, permaneció cerca de
la puerta, limpió sus quevedos--era una nueva costumbre que había
adquirido--, miró a K y, a continuación, para no dar la impresión
de fijarse demasiado en él, paseó la mirada por la habitación. Era
como si aprovechase la oportunidad para examinar su vista. K resistió
sus miradas, incluso sonrió un poco e invitó al subdirector a que
tomase asiento. K se reclinó en su sillón, lo acercó un poco al
subdirector, tomó los papeles necesarios y comenzó a informarle. El
subdirector parecía como si apenas escuchara. La tabla de la mesa
de K estaba rodeada por una pequeña moldura labrada. Toda la mesa
estaba excepcionalmente trabajada y también la moldura era de madera y
estaba sólidamente adosada a la tabla. Pero el subdirector hizo como
si hubiese encontrado ahí precisamente una pieza suelta y quisiera
repararla con el dedo índice. K pensó en interrumpir su informe,
pero el subdirector no quiso, pues él, como explicó, lo escuchaba
y comprendía todo. Mientras K era incapaz de sonsacarle una mera
indicación, la moldura parecía requerir un tratamiento especial, pues
el subdirector sacó una navaja de bolsillo, tomó la regla de K como
palanca e intentó elevar la moldura para poder encajarla mejor. K había
incluido en su informe una propuesta novedosa, la cual esperaba que
ejerciera un efecto especial en el subdirector, pero cuando llegó el
momento de mencionarla, no pudo parar, tanto le obsesionaba el trabajo
o, mejor, tanto se alegraba de esa conciencia, cada vez más rara, de
que aún era alguien en el banco y de que sus pensamientos tenían la
fuerza de justificarle. Tal vez fuese esa forma de justificarse la
mejor, y no sólo en el banco, sino también en el proceso, quizá mucho
mejor que cualquier otra defensa ya intentada o planeada. Con su
prisa por decirlo todo, K no tuvo tiempo de desviar la atención del
subdirector de su actividad, se limitó, dos o tres veces, mientras
leía, a pasar la mano sobre la moldura con un ademán tranquilizador,
para, así, sin ser consciente de ello, mostrar al subdirector que la
moldura no tenía ningún defecto y que, si encontraba uno, era más
importante escuchar y comportarse decentemente que cualquier mejora en
el mueble. Pero el subdirector, como ocurre con frecuencia con hombres
activos, asumió ese trabajo con celo, ya había levantado un trozo
de moldura y ahora sólo le quedaba ir introduciendo las columnitas
en sus agujeros respectivos. Eso era lo más difícil de todo. El
subdirector se tuvo que levantar e intentó presionar con las dos manos
la moldura contra la tabla. Pero no lo consiguió ni empleando todas
sus fuerzas. K, mientras leía--aunque combinaba la lectura con muchas
explicaciones--, sólo había percibido fugazmente que el subdirector
se había levantado. Aunque apenas había perdido de vista la actividad
complementaria del subdirector, supuso que el movimiento de éste se
había debido a su informe, así que también se levantó y le extendió un
papel al subdirector. El subdirector, mientras tanto, había comprendido
que la presión de las manos no bastaría, así que se sentó con todo
su peso encima de la moldura. Ahora lo consiguió, las columnitas se
introdujeron chirriando en sus agujeros, pero una de ellas se quebró y
la moldura se partió en dos.
--La madera es mala--dijo el subdirector enojado, dejó la mesa y se
sentó...
=LA CASA=
Sin una intención concreta, K, en diversas ocasiones, había intentado
enterarse del domicilio del organismo del que partió la primera
denuncia en su causa. Lo averiguó sin dificultades, tanto Titorelli
como Wolfhart le dieron el número de la calle cuando les preguntó.
Titorelli completó la información, con la sonrisa que siempre tenía
preparada para aquellos planes secretos que no se le presentaban
para su examen pericial, diciendo que ese organismo no tenía ninguna
importancia, sólo ejecutaba lo que se le encargaba y sólo era el
órgano externo de la autoridad acusatoria, que era inaccesible para los
acusados. Si se deseaba algo de la autoridad acusatoria--naturalmente
siempre había muchos deseos, pero no siempre era inteligente
manifestarlos--, había que dirigirse al mencionado organismo, pero así
ni se lograba acceder a la autoridad acusatoria, ni que el deseo fuese
transmitido a ésta.
K ya conocía la manera de ser del pintor, así que no le contradijo,
tampoco quiso pedirle más información, se limitó a asentir y a darse
por enterado. Una vez más le pareció que Titorelli, cuando se trataba
de atormentar, superaba al abogado. La diferencia consistía en que K
no dependía tanto de Titorelli y hubiera podido liberarse de él cuando
hubiese querido. Además, Titorelli era hablador, incluso parlanchín, si
bien antes más que ahora y, en definitiva, también K podía atormentar a
Titorelli.
Y así lo hizo en esa oportunidad, habló con frecuencia a Titorelli
de esa casa como si quisiera ocultarle algo, como si tuviera algún
contacto con ese organismo, aunque no lo suficientemente intenso como
para darlo a conocer sin peligro. Titorelli intentó obtener alguna
información de K, pero éste, repentinamente, ya no volvió a hablar más
del asunto. K se alegraba de esos pequeños éxitos, él creía después
que entendía mejor a esas personas del tribunal, incluso que podía
jugar con ellas, estar por encima y disfrutar, al menos en algunos
instantes, de una mejor visión de las cosas, ya que ellas estaban
en el primer nivel del tribunal. Pero, ¿qué ocurriría si perdía su
posición? Aún habría una posibilidad de salvación, no tenía nada más
que deslizarse entre esas personas, si no le habían podido ayudar
en su proceso a causa de su bajeza o por otros motivos, al menos le
podrían aceptar y esconder, sí, ni siquiera, si él lo planeaba bien y
ejecutaba su plan en secreto, podrían rechazar ayudarle de esa manera,
especialmente Titorelli no podría denegarle ayuda, ya que se había
convertido en un benefactor.
Sin embargo K no se alimentaba diariamente de esas esperanzas, en
general aún distinguía con precisión y se guardaba mucho de ignorar o
pasar por alto alguna dificultad, pero a veces--normalmente en estados
de agotamiento por la noche, después del trabajo--encontraba consuelo
en los más pequeños y significativos incidentes del día. Usualmente
permanecía tendido en el canapé de su despacho--no podía abandonar su
despacho sin tener que recuperarse después una hora en el canapé--y
se dedicaba a encadenar en su mente observación tras observación. No
se limitaba a las personas que pertenecían a la organización de la
justicia, en ese estado de duermevela se mezclaban todos, entonces
se olvidaba del enorme trabajo del tribunal, le parecía que él era
el único acusado y veía cómo el resto de las personas, una confusión
de funcionarios y juristas, pasaban por los pasillos de un edificio.
Ni los más lerdos hundían la barbilla en el pecho, todos mostraban
los labios fruncidos y una mirada fija de reflexión responsable.
Los inquilinos de la señora Grubach siempre aparecían como un grupo
cerrado, permanecían juntos uno al lado del otro con las bocas
abiertas, como los miembros de un coro. Entre ellos había muchos
desconocidos, pues K hacía tiempo que no prestaba ninguna atención a
la pensión. A causa de los muchos desconocidos le causaba desagrado
acercarse al grupo, lo que a veces se veía obligado a hacer cuando
buscaba entre ellos a la señorita Bürstner. Sobrevoló, por ejemplo,
el grupo y, de repente, brillaron dos ojos completamente desconocidos
que lo detuvieron. No encontró a la señorita Bürstner, pero cuando
siguió buscando para evitar cualquier error, la encontró en el centro
del grupo, rodeando a dos hombres con sus brazos. No le causó ninguna
impresión, sobre todo porque esa visión no era nueva, sino un recuerdo
imborrable de una fotografía de la playa que había visto una vez en la
habitación de la señorita Bürstner. Esa visión separaba a K del grupo
y aun cuando regresaba una y otra vez, sólo lo hacía para atravesar
a toda prisa el edificio del tribunal. Conocía muy bien todas las
estancias; incluso los pasillos perdidos, que no había visto nunca,
le resultaban familiares, como si le hubieran servido de morada desde
siempre. Los detalles quedaban grabados en su cerebro con una exactitud
dolorosa. Un extranjero, por ejemplo, paseaba por una antesala, vestía
como un torero, el talle apretado, su chaquetilla corta y rígida estaba
adornada con borlas amarillas, y ese hombre, sin parar de pasear, se
dejaba admirar por K. Éste, encogido, le contemplaba con los ojos muy
abiertos. Conocía todos los dibujos, todos los flecos, todas las líneas
de la chaquetilla y, aun así, no se cansaba de mirarla. O, mejor, hacía
tiempo que se había cansado de mirarla o, aún más correcto, nunca la
había querido mirar, pero no le dejaba. «¡Qué mascaradas ofrece el
extranjero!»--pensó, y abrió aún más los ojos. Y fue seguido por ese
hombre hasta que se echó y presionó el rostro contra el canapé[40].
=VISITA A LA MADRE=
De repente, durante la comida, se le ocurrió visitar a su madre. La
primavera ya estaba llegando a su fin y con ella se cumplía el tercer
año desde que no la había visto. Su madre le había pedido hacía tres
años que fuese a su cumpleaños y él había cumplido la promesa, a pesar
de algunos impedimentos. Luego le había prometido visitarla en todos
sus cumpleaños, una promesa que había dejado de cumplir dos veces.
Ahora no quería esperar hasta su cumpleaños: aunque sólo faltaran
catorce días, deseaba viajar en seguida. Sin embargo, se dijo que no
había ningún motivo para salir tan rápido, todo lo contrario, las
noticias que recibía regularmente, en concreto cada dos meses, de su
primo, que poseía un comercio en la pequeña ciudad y administraba
el dinero que K le enviaba a su madre, eran más tranquilizadoras
que nunca. La vista de la madre se apagaba, pero eso, según lo que
le habían dicho los médicos, ya lo esperaba K desde hacía años, no
obstante su estado había mejorado en general, determinadas dolencias
de la edad habían disminuido en vez de agravarse, al menos ella se
quejaba menos. Según el primo, se podría deber a que en los últimos
años--K ya había advertido algo con disgusto en su visita--se había
vuelto muy piadosa. El primo le había descrito en una carta, de manera
muy ilustrativa, cómo la anciana, que antes se había arrastrado con
esfuerzo, ahora andaba muy bien cogida de su brazo cuando la llevaba
los domingos a la iglesia. Y K podía creer al primo, pues éste era
miedoso y solía exagerar en sus informes lo malo antes que lo bueno.
Pero K se había decidido a partir. Desde hacía tiempo había confirmado
en su temperamento, entre otras cosas desagradables, una cierta
inclinación a quejarse, así como una ansiedad irrefrenable por
satisfacer todos sus deseos. Bien, en este caso particular, ese defecto
serviría para una buena acción.
Se acercó a la ventana para ordenar un poco sus pensamientos, luego
mandó que se llevasen la comida, envió al ordenanza a casa de la señora
Grubach para que le anunciase su partida y para recoger el maletín, en
el que la señora Grubach podía meter lo que considerase conveniente.
A continuación, dejó unos encargos, referentes a algunos negocios, al
señor Kühne, para que los realizase durante el tiempo en que iba a
estar ausente; esta vez apenas se enojó por las malas maneras con que
últimamente recibía sus encargos, sin ni siquiera mirarle, como si
supiera de sobra lo que tenía que hacer y sólo tolerase ese reparto
de encargos como una ceremonia. Finalmente, se fue a ver al director.
Cuando le pidió dos días libres para visitar a su madre, el director
preguntó, naturalmente, si la madre de K estaba enferma.
--No--dijo K, sin más explicaciones. Permanecía en medio de la
habitación, con las manos entrelazadas a la espalda. Reflexionaba con
la frente arrugada. ¿Acaso se había precipitado con los preparativos
del viaje? ¿No era mejor quedarse? ¿Quería viajar sólo por puro
sentimentalismo? ¿Y si por ese sentimentalismo descuidaba algo allí,
por ejemplo perdía una importante oportunidad para actuar, que,
además, podía surgir en cualquier momento, sobre todo ahora, cuando el
proceso, desde hacía semanas, no había experimentado cambio alguno y
no había surgido ninguna noticia referente a él? ¿Y no asustaría a la
pobre mujer, ya mayor? Eso era algo que no pretendía en absoluto y,
sin embargo, podía ocurrir contra su voluntad, pues ahora muchas cosas
ocurrían contra su voluntad. Y la madre tampoco había manifestado su
deseo de verle. Antes, en las cartas de su primo, se habían repetido
regularmente las urgentes invitaciones de la madre, pero desde hacía
un tiempo se habían interrumpido. Así que por la madre no iba, eso
estaba claro. Si iba, no obstante, por alguna esperanza referida a él,
entonces era un completo demente y allí, en la desesperación final,
recibiría la recompensa por su demencia. Pero, como si estas dudas
no fueran las suyas propias, sino que intentasen convencer a gente
extraña, mantuvo, al despertar de su ausencia mental, la determinación
de viajar. El director, mientras tanto, casualmente o, lo que era más
probable, por especial consideración a K, se había inclinado sobre el
periódico, pero ahora elevó los ojos, estrechó la mano de K y le deseó,
sin plantearle más preguntas, un buen viaje.
K esperó en su despacho al ordenanza paseando de un lado a otro,
rechazó casi en silencio al subdirector, que quiso entrar varias veces
para preguntarle por los motivos de su viaje y, cuando al fin tuvo el
maletín, se apresuró a llegar hasta el coche. Se encontraba aún en la
escalera, cuando arriba apareció el funcionario Kullych con una carta
en la mano, con la que aparentemente quería solicitar algo de K. Éste
le rechazó con la mano, pero terco y necio como era ese hombre rubio
y cabezón, interpretó mal el gesto de K y bajó las escaleras con el
papel dando unos saltos en los que ponía en peligro su vida. K se enojó
tanto que, cuando Kullych le alcanzó en la escalinata, le arrebató la
carta y la rompió. Cuando K se volvió ya en el coche, Kullych, que
probablemente aún no había comprendido el error cometido, permanecía
estático en el mismo sitio y miraba cómo se alejaba el coche, mientras
el portero, a su lado, se quitaba la gorra. Así que K aún era uno de
los funcionarios superiores del banco, el portero rectificaría la
opinión de quien lo quisiera negar. Y su madre le tendría, incluso, y
a pesar de todos sus desmentidos, por el director del banco y, eso,
desde hacía años. En su opinión jamás descendería de rango, por más que
su reputación sufriese daños. Tal vez era una buena señal que justo
antes de salir se hubiera convencido de que aún era un funcionario que
incluso tenía conexiones con el tribunal, podía arrebatar una carta y
romperla sin disculpa alguna. Pero no pudo hacer lo que más le hubiera
gustado, dar dos sopapos en las mejillas pálidas y redondas de Kullych.
NOTAS:
[40] En el manuscrito hay varios intentos para continuar el fragmento:
«Así permaneció largo tiempo y realmente pudo descansar. Aunque seguía
reflexionando, lo hacía en la oscuridad y sin que nadie le molestara.
Pensaba en Tit. Tit. estaba sentado en una silla y K permanecía
arrodillado ante él, acariciando sus brazos y adulándolo de todas las
maneras posibles. Tit. sabía lo que K pretendía, pero hacía como si no
lo supiera y así le atormentaba un poco. No obstante, K sabía que al
final conseguiría lo que se proponía, pues Tit. era un imprudente, un
hombre fácil de convencer, sin conciencia del deber. Era incomprensible
cómo el tribunal podía tener tratos con un tipo así. K se dio cuenta:
era posible influir en él. No se dejó confundir por su sonrisa
desvergonzada, dirigida al vacío, se mantuvo en su petición y alzó las
manos hasta acariciar con ellas las mejillas de Tit. No se esforzaba
mucho, lo hacía casi con pereza, prolongó su gesto por puro placer,
estaba seguro de su éxito. ¡Qué fácil era engañar al tribunal! Como
si obedeciera a una ley natural, Tit. se inclinó hacia él y un guiño
de ojos amigable y lento le mostró que estaba dispuesto a concederle
su favor. Estrechó la mano de K con fuerza, éste se levantó, sintió
que era un momento solemne, pero Tit. no toleró ninguna solemnidad,
abrazó a K y se lo llevó. Llegaron en seguida al edificio del tribunal
y se apresuraron a subir las escaleras, pero no sólo subieron, se
deslizaron hacia arriba y hacia abajo como si estuvieran en una barca.
Y precisamente cuando K observaba sus pies y llegaba a la conclusión
de que esa bella forma de desplazarse no era propia de su vida vulgar,
precisamente en ese momento se produjo la transformación sobre su
cabeza inclinada. La luz, que hasta ese momento procedía de la parte
de atrás, cambió y les dio de frente, cegándoles. K miró hacia arriba,
Tit. asintió y se dio la vuelta. Otra vez se encontraba K en el pasillo
del juzgado, pero estaba mucho más tranquilo, no había nada que llamase
la atención. K lo contempló todo, se soltó de Tit. y siguió su propio
camino. K llevaba un traje nuevo, largo y negro, era pesado y cálido.
Sabía lo que acababa de ocurrirle, pero estaba contento de no querer
reconocerlo. En un rincón del pasillo, en el que había una gran ventana
abierta, encontró sus ropas, la chaqueta negra, los pantalones y la
camisa arrugada».
=ANOTACIONES EN LOS DIARIOS
DE KAFKA REFERENTES A
EL PROCESO=
«Josef K, el hijo de un rico comerciante, se dirigió una noche, después
de una gran disputa con su padre--el padre le había reprochado su
vida licenciosa y le había exigido que cambiase de vida--, hacia la
casa de comercio, situada en las cercanías del puerto, sin ninguna
intención definida, inseguro y cansado. El guardián ante la puerta se
inclinó profundamente. Josef le miró fugazmente sin saludarle. "Estas
personas mudas y subordinadas hacen todo lo que se espera de ellas
pensó--. Si pienso que me observa con mirada impertinente, así lo hace
en realidad". Y se volvió de nuevo hacia el guardián de la puerta sin
saludar. Éste se volvió a su vez hacia la calle y contempló el cielo
cubierto» (29 de julio de 1914).
«Comencé con tantas esperanzas y ahora rechazado por las tres
historias, hoy más que nunca. Tal vez sea conveniente trabajar en la
historia rusa después del Proceso. En esta ridícula esperanza, que sólo
se apoya en una fantasía maquinal, comienzo de nuevo el Proceso. No fue
del todo en vano» (21 de agosto de 1914).
«Fracaso al intentar terminar el capítulo, otro ya comenzado no podré
continuarlo tan bien, mientras que aquella vez, por la noche, me habría
sido posible. No puedo abandonarme, estoy completamente solo» (29 de
agosto de 1914).
«Frío y vacío. Siento demasiado los límites de mi capacidad, que,
cuando no estoy plenamente concentrado, se estrechan» (30 de agosto de
1914).
«Un completo desamparo, apenas 2 páginas escritas. Hoy he estado muy
cansado, aunque he dormido bien. Pero sé que no puedo doblegarme si
quiero llegar a la gran libertad que tal vez me espera más allá de los
padecimientos más bajos de mi actividad literaria, tan nimia a causa de
mi forma de vida» (1 de septiembre de 1914).
«Otra vez sólo 2 páginas. Al principió pensé que la tristeza provocada
por las derrotas austríacas y el miedo ante el futuro (un miedo que
me parece al mismo tiempo ridículo e infame) me impedirían seguir
escribiendo. No ha sido así, sólo una abulia que me asalta una y otra
vez y que tengo que superar continuamente. Para la tristeza hay tiempo
suficiente cuando no escribo» (13 de septiembre de 1914).
«He tomado una semana de vacaciones para dar un impulso a la novela.
He fracasado, estoy en la noche del miércoles, el lunes se acaban las
vacaciones. He escrito poco y débil» (7 de octubre de 1914).
«14 días, en parte un buen trabajo, comprensión completa de mi
situación» (15 de octubre de 1914).
«Desde hace 4 días no he trabajado apenas nada, alguna hora y un par de
líneas, pero he dormido mejor, los dolores de cabeza prácticamente han
desaparecido por esta razón» (21 de octubre de 1914).
«Paralización casi completa del trabajo. Lo que he escrito no
parece espontáneo, sino el reflejo de un buen trabajo realizado con
anterioridad» (25 de octubre de 1914).
«Ayer, después de un largo espacio de tiempo, avancé un buen trecho,
hoy de nuevo casi nada, los 14 días de vacaciones se han perdido
prácticamente del todo» (1 de noviembre de 1914).
«--...A causa del miedo al dolor de cabeza, que ya ha comenzado, como
he dormido poco por la noche, no he trabajado nada, en parte también
porque temo estropear un pasaje soportable escrito ayer. El cuarto día
desde agosto en el que no he escrito nada» (3 de noviembre de 1914).
«No puedo seguir escribiendo. He llegado al límite definitivo en el
que tendré que permanecer otra vez muchos años, luego comenzaré, a lo
mejor, otra historia, que probablemente también quedará inconclusa.
Este destino me persigue. También estoy frío y confuso, sólo me ha
quedado el amor senil a la completa tranquilidad. Y como un animal
cualquiera apartado del hombre vuelvo a balancear el cuello y quisiera
intentar conseguir de nuevo a F durante el tiempo intermedio. Realmente
lo volveré a intentar, si las náuseas que me causo a mí mismo no me lo
impiden» (30 de noviembre de 1914).
«(...) Seguir trabajando como sea. Triste de que hoy no sea posible,
pues estoy cansado y padezco dolores de cabeza, ya los tuve por la
mañana, como una premonición, en la oficina. Seguir trabajando como
sea, tiene que ser posible a pesar del insomnio y de la oficina» (2 de
diciembre de 1914).
«Ayer, y por primera vez desde hace mucho tiempo, con la capacidad
para realizar un buen trabajo. Sin embargo, sólo he escrito la primera
página del capítulo de la madre. Puesto que no había dormido en dos
noches, padecí ya desde por la mañana dolores de cabeza y tenía
demasiado miedo al día siguiente. Otra vez he comprobado que todo lo
escrito fragmentariamente y no a lo largo de la mayor parte de la noche
(o durante toda ella) es de escaso valor y que estoy condenado a esa
calidad inferior debido a mis condiciones de vida» (8 de diciembre de
1914).
«En vez de trabajar (sólo he escrito una página--exégesis de la
leyenda--), he leído los capítulos concluidos y los he encontrado en
parte buenos. Siempre con la conciencia de que tendré que pagar todo
sentimiento de satisfacción o de felicidad, como el que por ejemplo
tengo frente a la leyenda, y, además, para no disfrutar jamás de
descanso, lo tendré que pagar con posterioridad» (13 de diciembre de
1914).
«El trabajo se arrastra lamentablemente, tal vez en el lugar más
importante, donde hubiera sido necesaria una buena noche» (14 de
diciembre de 1914).
«No he trabajado nada» (15 de diciembre de 1914).
«He trabajado desde agosto, en general bastante y bien, pero ni en el
primer sentido ni en el segundo hasta los límites de mi capacidad,
como debería haber sido, sobre todo considerando que mi capacidad,
según todos los indicios (insomnio, dolores de cabeza, insuficiencia
cardíaca), no durará mucho. He trabajado en algunos textos incompletos:
_El proceso_, _Recuerdos del Kaldabahn_, _Un maestro rural_, _El
ayudante del fiscal_ y pequeños inicios. Completado sólo: _En la
colonia penitenciaria_ y un capítulo de _El ausente_, ambos durante los
14 días de vacaciones. No sé por qué hago este repaso, no es propio de
mí» (31 de diciembre de 1914).
«He resistido los muchos deseos de comenzar una nueva historia. Todo es
inútil. No puedo seguir escribiendo las historias durante las noches,
se interrumpen y se pierden, como con _El ayudante del fiscal_» (4 de
enero de 1915).
«He dejado provisionalmente _Un maestro rural_ y _El ayudante del
fiscal_, pero también incapaz de continuar _El proceso_» (6 de enero de
1915).
«También se lo he leído a ella (Felice), las frases irrumpían
repugnantes y confusas, ninguna conexión con la oyente, que yacía en el
canapé con los ojos cerrados y muda. Una tibia solicitud para llevarse
el manuscrito y copiarlo. Gran atención a la historia del centinela
y buena observación. En ese momento comprendí la importancia de la
historia, también ella la comprendió correctamente, luego hicimos
algunos burdos comentarios acerca de ella, yo comencé» (24 de enero de
1915).
*** END OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK EL PROCESO ***
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