Las aventuras de Telémaco seguidas de las de Aristonoo

By Fénelon

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Title: Las aventuras de Telémaco seguidas de las de Aristonoo

Author: François de Salignac de La Mothe- Fénelon

Illustrator: Teodoro Blasco Soler

Translator: Mariano Antonio Collado

Release date: October 17, 2025 [eBook #77072]

Language: Spanish

Original publication: Valencia: Librería de Casiano Mariana, 1843

Credits: Ramón Pajares Box. (This book was produced from images generously made available by Biblioteca Virtual del Patrimonio Bibliográfico, Ministerio de Cultura, Spain.)


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NOTA DE TRANSCRIPCIÓN

  * Las cursivas se muestran entre _subrayados_ y las versalitas se han
    convertido a MAYÚSCULAS.

  * Los errores de imprenta han sido corregidos, acudiendo al original
    francés para resolver las dudas.

  * La ortografía del texto original ha sido modernizada de acuerdo con
    las normas publicadas en 2010 por la Real Academia Española. La
    puntuación también ha sufrido ligeros retoques para su
    modernización.

  * Asimismo los nombres propios de persona y lugar de origen griego han
    sido modernizados según el uso actual de filólogos e historiadores.

  * Las ilustraciones han sido desplazadas ligeramente para evitar
    interrumpir un párrafo.

  * Se ha compilado y añadido un Índice de contenidos al final del
    volumen pese a que el original impreso no lo incluye.

  * Las páginas en blanco y la «Lista de los señores suscriptores» han
    sido eliminadas.




  AVENTURAS
  DE
  TELÉMACO

  SEGUIDAS DE LAS DE ARISTONOO,

  por Mr. Fenelón.


  VALENCIA
  LIBRERÍA DE
  CASIANO MARIANA




  AVENTURAS
  DE
  TELÉMACO

  SEGUIDAS DE LAS DE ARISTONOO,

  POR M. FENELÓN,

  Y DE UN ENSAYO SOBRE LA VIDA Y OBRAS DEL MISMO AUTOR.

  _NUEVA TRADUCCIÓN CASTELLANA_

  por D. Mariano Antonio Collado, Magistrado cesante,

  ilustrada con grabados

  por D. Teodoro Blasco Soler, Director honorario de la Academia Nacional
  de San Luis de Zaragoza.

  [Ilustración]

  VALENCIA: 1843.
  —
  LIBRERÍA DE CASIANO MARIANA.




  Esta obra es propiedad de los editores D. Casiano Mariana y D.
  Teodoro Blasco Soler, los que perseguirán ante la ley al que la
  reimprima sin su consentimiento.


IMPRENTA DE D. BENITO MONFORT.




[Ilustración]

El Traductor.


La primera traducción que hice de esta obra y publiqué en 1832, tuvo
por objeto no solo facilitar su lectura a las personas que careciesen
del conocimiento de la lengua francesa, sino presentar su texto vertido
literalmente en lo posible, a fin de que los que se dedicasen a
aprender aquella tuviesen mayor facilidad para traducir con exactitud,
sin incidir en la pésima locución que tan general se ha hecho para
el vulgo de traductores, que sin poseer la española, ni comprender
bien la francesa, han corrompido el original y afeado la primera por
medio de una locución defectuosa, adulterando sus modismos propios;
porque traducciones hay en que no se ha hecho otra cosa que calcar las
palabras, sustituyendo la material significación de las voces españolas
a las que encontraron en el original, de lo que, a más de hacer
desagradable la lectura, han resultado frases ininteligibles.

El público ilustrado tuvo la bondad de apreciar mi trabajo consumiendo
la primera edición; y siendo necesaria otra, me he creído obligado a
corregirla, o más bien a hacerla de nuevo; pues ya había desaparecido
el principal objeto de la primera. Aquella tuvo el indicado: esta solo
el de presentar a los conocedores de ambas lenguas una obra de que era
sensible careciese nuestra literatura, obra eminente y así considerada
en todos los países; y más sensible aún que en las traducciones
anteriores se hubiesen cometido tantos y tan graves errores.

Paréceme, pues, haber demostrado el objeto y necesidad de esta
publicación; mas no se crea tenga el orgullo y la vana presunción de
haber traducido bien: no. Por más que nada he omitido para verificarlo,
consultando todas las publicadas en inglés e italiano y el parecer de
personas instruidas y conocidas por su alto concepto literario; no por
ello creo haber hecho otra cosa que mejorar las anteriores, las cuales
juzgo no pueden compararse en nada con el presente fruto de mis tareas.

  M. A. C.




[Ilustración]

FENELÓN Y TELÉMACO.


En 6 de agosto de 1651 nació Francisco Salignac de la Mothe Fenelón
en el antiguo castillo de este nombre, y a no haber existido Bossuet,
hubiera sido el mayor escritor y literato del siglo XVII. Descendiente
de valerosos capitanes que se habían dado a conocer por su ardimiento y
lealtad en los infaustos reinados de los dos Carlos VI y VII, llegaron
a ser adictos de corazón a sus sucesores a fuerza de pelear con los
ingleses. Mas afortunadamente era feliz y gozaba de paz la monarquía
francesa en la época del nacimiento del que debía ser llamado por
excelencia arzobispo de Cambrai; época precursora de la profunda
ilustración del genio francés y del renacimiento de la bella poesía,
del teatro, de la elocuencia, del púlpito y de la historia cultivados
con celo, perseverancia y convicción. No era ya objeto único de los
franceses pelear contra la Inglaterra, sino suavizar la lengua por
tanto tiempo rebelde, y mejorada con inteligencia y estudio; obra
inmensa acabada por Corneille, Pascal, Molière, Bossuet, Lafontaine y
madama de Sevigné, y por los grandes maestros de la antigüedad Homero
y Virgilio, Platón y Cicerón, cuya poderosa influencia no era posible
dejase de obrar aun después de la época remota en que existieron.

A la corta edad de diez años ya escuchaba conmovido el tierno Fenelón
los armoniosos y poéticos períodos del bello lenguaje de los escritores
griegos y romanos, y con paso firme y seguro llegó a penetrar las
bellezas de la Odisea y de la Ilíada, pudiendo adivinarse desde
entonces llegaría a ser el continuador de Homero; pues conoció el poder
de la antigüedad clásica y pasó laboriosamente por todas las pruebas de
la retórica, de la filosofía y de la teología; porque en aquel siglo
nada se confiaba al acaso en la instrucción de la juventud.

Quince años contaba cuando fue llevado a París por su tío el teniente
general marqués de Fenelón, uno de aquellos nobles elegantes del
reinado de Luis XIV, cuya vida se empleaba en estudios serios,
conversaciones festivas y tolerancia religiosa, cosas desvanecidas
hoy, ya por no existir aquella clase de nobles, ya porque la rápida
carrera de la vida transcurre entre los diarios debates que ocasiona la
desaparición de unos en la escena del mundo, y la presencia de otros en
ella.

Fácil es persuadir que cuando el joven Fenelón, hermoso como un ángel,
inspirado como un poeta, se vio transportado desde su provincia
al salón de su anciano tío, debió producir un entusiasmo general.
Llegó, pues, a París poseído de aquel ardor que produce tan corta
edad, animado de la más activa emulación por los modelos griegos y
latinos que sabía de memoria, y preocupado de cuanto iba a ver y
observar en un mundo nuevo para él; si bien es cierto que contra lo
que ordinariamente acontece, no alucinó al joven la casa del tío, y
sí deslumbró a este el genio del sobrino. Grande emulación produjo:
disputábanse todos el gusto de verle, observar de cerca el fuego de
sus miradas, y dar ocasión a las salidas de su precoz elocuencia; y
no habrían sido tan generales la admiración y sorpresa, si de repente
hubiese aparecido en París algún joven alumno del pórtico o de la
academia, o algún discípulo de Platón en la más hermosa época de su
esplendor literario. Así fue que ocurrió a Fenelón entre los amigos de
su tío lo mismo que a Bossuet en el palacio de Rambouillet; porque el
talento de ambos fue conocido por unos y otros. Guardaban silencio al
escucharles y aplaudían los primeros esfuerzos de su entendimiento,
tratándoles como hombres formales en aquel siglo en que tan difícil
era aun a los literatos ser considerados así. Pero ni en Rambouillet,
ni en los salones de Fenelón, ni en las reuniones no menos animadas
que elocuentes de la señorita Lenclós, ni en los convites del anciano
Scarron presididos por madama Maintenon en persona, ni en París ni en
Versalles hubiera nadie consentido fuesen marchitados en la flor de
su edad aquellos dos grandes talentos Bossuet y Fenelón. Hoy por el
contrario hubiera sido tratada su adolescencia sin piedad ni respeto,
corrompiendo su corazón o abusando de sus nobles inclinaciones; y una
vez debilitado por las caricias y por la lisonja, ¡quién sabe lo que
hubieran llegado a ser! Mas el siglo de Luis XIV consideraba a la
juventud de otra manera que nosotros lo hacemos, respetando aquel verso
del poeta satírico que recomienda la veneración debida a la infancia.

Apenas hubo pronunciado Bossuet su primer sermón en el palacio de
Rambouillet, se le dedicó sin dilación a los estudios que debían
hacer de él más adelante un padre de la Iglesia; y apenas también el
joven Fenelón hubo dado a conocer en los salones de París su hermosa
fisonomía, su elocuencia y su saber precoz, fue encerrado por su
familia en las estrechas paredes de San Sulpicio, en cuyo venerable
recinto debían desaparecer los elogios mundanos; y desde entonces
acabaron para aquel joven los primeros encantos de la vida, y hubo
de abandonar a Platón y a Sócrates por el Evangelio. Reemplazó el
antiguo Testamento a los Idilios de Teócrito y a las Églogas de
Virgilio; San Juan Crisóstomo a Demóstenes, San Basilio a Cicerón,
y las lamentaciones de Jeremías a Tibulo y a Horacio; y ya no más
poesías profanas, epopeyas, fábulas, Sófocles, Eurípides, Teofrasto, y
aquella encantadora melodía de las dos costas del mar Jonio. Alzose la
austera Jerusalén sobre las ruinas de Troya, y en vano el joven Fenelón
escuchaba: no oía ya a la esposa de Héctor llorando sobre el cadáver
de su esposo, sino al profeta lamentándose sobre las ruinas de las
ciudades castigadas por la cólera de Dios.

Demasiado duro era este tránsito para aquel joven que entraba en
el seminario entusiasmado de la poesía profana; mucho más por ser
entonces un establecimiento en que se practicaba toda especie de
mortificaciones. Era silencioso el estudio, y comprendía a la vez
todas las partes de la Religión. Fácil es conocer los efectos de tal
camino en aquel joven amable, y cuán amarga debió parecer a sus labios
que aún paladeaban la deliciosa miel del monte Himeto aquella copa de
mortificación evangélica. Por fortuna supo sostenerse en tal prueba, ya
por convencimiento, ya por su natural inclinación a todo lo bueno, y
con la maravillosa condescendencia y conformidad que nunca le abandonó,
descubrió muy en breve la poesía del antiguo y del nuevo Testamento,
y hubiera arreglado una epopeya homérica con la divina historia de
los patriarcas, y hallado en los padres de la Iglesia griega y latina
aquella misma inspiración que tantas veces le había encantado al pie de
las dos tribunas de Atenas y de Roma. Así, pues, no debe causar tanta
compasión en su retiro de San Sulpicio; antes bien, entregado a sí
mismo hubiera llegado a ser un gran poeta; al paso que dedicado a tales
estudios lo fue en efecto al principio, y después preceptor de reyes,
el mayor prelado de la Iglesia, el salvador de su diócesis, y para
siempre un bienaventurado.

Salió de San Sulpicio poseído de celo, caridad y elocuencia, y en su
primer ardor habría deseado apoderarse del mundo para convertirle a
la fe. Deseaba partir a América y hacer por sus dilatados desiertos,
mucho antes que Chateaubriand, el mismo viaje que debía ejecutar este
algún día como cristiano y como poeta; mas opúsose a ello su familia
al verle débil y enfermo por consecuencia de las mortificaciones
que había sufrido; y entonces solicitó pasar a Grecia, su verdadera
patria. Parecíale ver ya a Atenas y el Pireo, Delfos y el Parnaso, cuna
ilustre de las musas: creíase compañero de Praxíteles y de Fidias; y
al mismo tiempo encontraba a San Pablo en Atenas y a San Juan en una
de las islas del Archipiélago; porque en su bella imaginación reinaba
siempre una confusión ingeniosa que admiraba apasionadamente _la
Ilíada_ y _la Biblia_, no pudiendo separar jamás los grandes talentos
que brillaron bajo el sol ateniense.

Poco duradera fue esta lucha; porque el señor Harlay, arzobispo a la
sazón de París, mandó al poeta cediese al misionero, y fue nombrado
Fenelón director de los nuevos convertidos cuando Luis XIV acababa de
dar el último golpe al edicto de Nantes. Aquel rey que creía alcanzarlo
todo de su poder, aspiraba a destruir las creencias después de haber
arrasado las murallas de la ciudad, considerando lícitos todos los
medios para convertir a los vasallos rebeldes, y empleando a la vez los
misioneros y los dragones, a Lamoignon y a Turena. Mas cuando aquel
apóstol inspirado le advirtió que por la gracia y por la convicción de
su palabra podía traer de nuevo al redil las ovejas extraviadas, se
ciñó a emplear un evangelista en tan útil servicio, conducido por su
justicia y bondad natural; pues en medio de un despotismo sin ejemplo,
llamó aquel monarca en su auxilio a los magistrados más severos, a
los guerreros más sanguinarios y a los mayores talentos de la Iglesia
de Francia, los corazones más humanos, los hombres más modestos, los
oradores más elocuentes. En este nuevo apostolado desplegó Fenelón
todas las dotes de su elocuencia. Hablaba de tal manera de Dios y de
sus terribles misterios que afianzaba la fe en las conciencias cuya
conversión reciente se hallaba poseída de temores; porque era tanta su
unción como Bossuet impetuoso y terrible. Fogoso este cual un torrente,
quebrantaba los obstáculos y también a las veces las almas; al paso
que regular aquel en su curso, introducía en todas y hasta en las más
rebeldes cierta calma y convicción íntima que producía los más felices
resultados; y al oírle hablar a los jóvenes luteranos, cuyos padres
se veían proscritos, con la más ingeniosa y solícita caridad, pudo
presentirse escribiría veinte años después su _Tratado de la educación
de las jóvenes_.

Concluido su primer apostolado con aplauso universal, se le envió
al Poitou para continuar tan recomendable obra; y queriendo Luis XIV
auxiliarle con algunas tropas, suplicó Fenelón al monarca le abandonase
a sus propias fuerzas diciéndole: «Nuestro ministerio es de paz, de
concordia, de persuasión: con ellas atraeremos a nuestros hermanos
extraviados; porque la violencia no es el medio de introducir el
convencimiento en las almas», y partió solo a aquella provincia agitada
por la discordia. Difícil era la empresa; pues debía hacer escuchar
la palabra divina en los lugares más remotos, en los valles, en las
montañas, en medio de las lagunas, y fortificar aquellos espíritus
feroces; peligros y afanes a que solo podía prestarse la caridad de
un apóstol. Preciso es decirlo en elogio de Fenelón. De todas las
provincias protestantes que intentó someter Luis XIV, aquella fue la
mejor conquistada; o más bien se rindió a la ardiente caridad, a la
pureza de costumbres, al convencimiento; y aquel prelado solo hizo más
por la unidad de la Iglesia y por la pacificación de la monarquía, que
todos los ejércitos.[1]

A su regreso de tan peligroso viaje, aguardaban otros trabajos al
celoso y ardiente predicador. El monarca que ha dado su nombre al siglo
XVII abrigaba el más alto concepto de la dignidad real. Cuanto más
descuidada había sido su infancia, tanto más experimentaba la necesidad
de confiar a hombres de talento la educación de los príncipes de su
sangre. Recordaba con indignación las vergonzosas condescendencias
que le tuviera en la infancia el cardenal Mazarino, y confesaba que
si faltaba algo a su grandeza, procedía del criminal descuido de sus
primeros años. Así fue que apenas su nieto el duque de Borgoña, hijo
mayor del Delfín, salió de las manos de su aya, eligió el rey por sí
mismo el hombre que debía educarle, recayendo su elección en el duque
de Beauvilliers, que contaba la edad de 37 años. Era este amigo íntimo
de Fenelón, y había dejado el rey a su cargo el cuidado de formar la
casa del príncipe. Buscó a su amigo y le confió la dirección del duque
de Borgoña; noble correspondencia a la confianza con que le honrara
Luis XIV, porque entre tantos hombres grandes como brillaran en aquel
siglo, ninguno más digno de abrir los difíciles senderos de la vida
ni de enseñar los deberes de un rey. Hacíase mucho más dificultosa
esta obligación por el carácter del príncipe. Indómito y rodeado de
lisonjeros, llegaba su cólera hasta el furor y su voluntad hasta la
obstinación, pues al nacer reunió el germen de todas las pasiones y de
los más desmedidos deseos a una inteligencia precoz, a un corazón tan
atrevido como su carácter. Derramaba a manos llenas la ironía desdeñosa
y el desprecio absoluto sobre todo lo humano que apenas le era
conocido, y sobresalía en él un extremado orgullo. Tal era el discípulo
que el rey confiaba al duque, y que este ponía a cargo de Fenelón.

Ciertamente no le faltaban motivos para acobardarse al considerar
la responsabilidad de tal confianza. La lucha era terrible por el
carácter del antagonista, y por la circunstancia de ser hijo de un rey.
Estremeciose el alma sensible de Fenelón y rehusó el honor que se le
dispensaba, haciendo conocer a su amigo la diferencia que mediaba entre
las lagunas de La Rochela y el palacio de Versalles; entre los recién
convertidos y el duque de Borgoña; entre una cuestión de herejía medio
resuelta por la voluntad del monarca y la completa educación de un
príncipe destinado tal vez al primer trono del universo, y que a ningún
precio quería ni podía aventurarse a tantos peligros; pues apenas había
consumado su propia educación vacilando aún entre su vocación presente
y los primeros estudios de su juventud; y por último que todas las
cuestiones de que se había ocupado su entendimiento no se hallaban
enteramente debatidas, puesto que examinando bien su conciencia, no
estaba seguro de inclinarse menos a Homero que a los libros sagrados.
Mas no era el duque hombre que cediese a semejantes excusas: rogó en
nombre de la amistad, habló en nombre del rey, y fue preciso obedecer.

Aceptó Fenelón obligación tan penosa, y empezó a desempeñarla sin que
le inspirase temor la indómita altivez de su discípulo; y a fuerza de
celo, perseverancia y talento, acabó por domarle haciendo de él otro
hombre y cambiando de tal suerte sus terribles defectos, que llegaron
a convertirse en las virtudes opuestas. De tan grande abismo salió un
príncipe afable, humano, sufrido, modesto, penetrado de sus deberes en
toda la extensión de ellos. ¡Pero cuántas penas, cuántos cuidados!
¡Qué lucha y qué resistencia! ¡Qué mortal desaliento! Ninguno se
atrevía a hablar cuando se enfurecía el duque de Borgoña; mas poco a
poco, y día por día, logró Fenelón completar su obra. Todo tuvo que
hacerlo en la educación del príncipe; hasta los libros elementales.
Escribió una gramática y varios apólogos, diálogos de los muertos,
y hasta versiones y temas, algunas de cuyas páginas son dignas de
los mejores escritores latinos. Así estudiaron a la vez el maestro y
el discípulo las obras de la antigüedad y los padres de la Iglesia,
pasando sin disgusto de la poesía a la creencia, de la fábula a la
historia, y de esta a la legislación; hasta que reconocido el príncipe
se arrojó a los brazos de su maestro exclamando: «No soy ya el duque
de Borgoña, sino el joven Luis». Esta fue la mayor recompensa de
Fenelón; porque Luis XIV, cuya principal ciencia consistía en conocer
a los hombres, adivinó que no sería nunca un adulador de su poder, y
descubrió la independencia que ocultaba bajo la exterioridad de un
cortesano.

Pero en medio de resultados tan felices y cuando Bossuet, maestro del
Delfín, admiraba la instrucción, talento y cortesanía del duque de
Borgoña, era Fenelón uno de los sacerdotes más pobres de su diócesis,
olvidado estudiadamente por Luis XIV, y sin que nadie hubiese cuidado
de informarse de los recursos con que contaba para vivir, sostener
la grandeza de su nombre, el brillo de su posición y la pobreza de
su familia. Más reconocido París que la corte, y más ilustrado que
Versalles, repetía diariamente su nombre con entusiasmo, habiéndose
esparcido su gloria por todas partes y a su pesar, sin embargo de
que solo eran conocidas entonces sus dos obras: _Tratado sobre la
educación de las jóvenes_ y _Sobre el ministerio pastoral_. Los mayores
talentos del siglo XVII le habían reconocido tácitamente como su rival
y maestro, y le hicieron su colega de la Academia Francesa con gran
sorpresa suya. Subyugada también madama Maintenon por tantas virtudes,
por tanta elocuencia, y por tan singular modestia, emprendió el
elogio de aquel hombre a quien nadie se atrevía a elogiar en la corte
a excepción del duque de Borgoña; y Luis XIV, que no gustaba de que
le diesen semejantes lecciones, le concedió su primera abadía de San
Valerio diciéndole: «Bastante he tardado en manifestaros mi gratitud:
he olvidado que hombres como vos jamás se presentan, y es preciso irlos
a buscar».

Contaba a la sazón 43 años, y era ya dueño de entregarse a los
impulsos de su corazón, por ser bastante rico para dar limosna, y
veíase rodeado de la estimación general, amado del príncipe cual un
padre, apreciado del rey y protegido por madama Maintenon. Mas tan
lisonjera situación adquirida a costa de tales trabajos, fue turbada
desgraciadamente por una de aquellas disputas religiosas que agitaron
el siglo de Luis XIV. Madama Guyon, viuda, de edad de 28 años, mujer
honrada, tierna, sensible, y cuyo espíritu religioso se había llegado
a exaltar, escribió dos libros que no merecían por cierto ni el ruido
que hicieron, ni los disturbios que ocasionaron; pues apenas son hoy
conocidos sus nombres. Era el uno _Método fácil para hacer oración_ y
_Explicación del Cantar de los Cantares_ el otro. Fueron denunciados
ambos a la censura eclesiástica; y compadecido Fenelón al verla
perseguida y encerrada en la Bastilla, y conmovido al oírla hablar con
tal elocuencia y unción que participaba de ascetismo, tomó a su cargo
la defensa de las dos obras: fue combatida su defensa con tanto ardor
de parte de Bossuet cuanto era ardiente y fogoso para todo, y llegó a
ser necesaria la intervención del Sumo Pontífice para poner término a
una disputa tan frívolamente empeñada. No permita el cielo que nuestra
admiración a los dos grandes talentos, cuya memoria honra la Francia,
nos conduzca a fijar nuestro juicio en pro o en contra de cualquiera
de ellos. Lamentaremos, sí, como una desgracia la división de aquellos
dos prelados de tanto influjo en la opinión pública. Dignos ambos
de admiración y respeto, les tributamos los homenajes debidos, como
héroes cristianos y escritores célebres; sin otra diferencia que haber
comprendido Bossuet el cristianismo en su parte austera y despótica,
mientras Fenelón le consideraba bajo el aspecto benéfico y paternal.
Cada uno de ellos debía tratar según su carácter la cuestión sobre
el quietismo, hoy enteramente olvidada; mas por una costumbre que no
debe aprobarse, se acusa de herejía al arzobispo de Cambrai cuando se
escribe la vida de Bossuet, y de injusticia y crueldad al de Meaux,
cuando se escribe la de Fenelón.

Entre tanto y antes que las máximas de los santos escritas por este
fuesen delatadas a la corte romana y condenadas, después de varias
dilaciones, por el papa Inocencio VIII, le nombró Luis XIV arzobispo
de Cambrai, cuya noticia consternó a sus enemigos que se preguntaban
el motivo de tan inesperado favor. Mas no lo era en realidad, sino
una desgracia, un destierro que le separaba para siempre del duque
de Borgoña; porque durante la disputa sobre el quietismo, había sido
conducido a Holanda por un doméstico infiel el _Telémaco_ prohibido
en Francia; y apenas apareció impreso apresuradamente sin el
consentimiento de su autor, se ocupó toda Europa de su obra, como el
mayor acontecimiento político; pues desde la _Utopía_ de Tomás Moro,
decapitado de orden de su soberano Enrique VIII, jamás se había dado
tanta latitud a la libertad de pensar, ni escrito más bella producción
del ingenio para bien de las sociedades humanas.

Excedió el _Telémaco_ a la _República_ de Platón; mas por desgracia
se consideró Luis XIV representado en ella con toda su corte, y quiso
alejar para siempre de ella al que llamaba ingrato e iluso. Pero es
fuerza decirlo. Nunca Fenelón intentó censurar a Luis XIV y su reinado,
porque tributaba al monarca los homenajes de su respeto y gratitud, y
hasta el último instante de su vida no cesó de protestar la falsedad de
las alusiones que quisieron encontrar en su obra. Mas era inevitable el
golpe; y en vano se arrojó el duque de Borgoña a los pies del monarca
para justificar la inocencia de su maestro. Víctima de la injusticia
y sin manifestarse quejoso, escribió a madama Maintenon expresándole
su reconocimiento por sus antiguos favores, y se apartó de los brazos
del duque de Borgoña y del de Beauvilliers, únicos amigos fieles en su
desgracia. Pasó a despedirse de sus antiguos maestros de San Sulpicio,
y allí vertió las únicas lágrimas que derramó en su vida al recordar
su juventud tranquila y estudiosa y sus arrebatos de poesía y religión
en aquel recinto sagrado. Oró por última vez ante aquellos altares
testigos de la exaltación de sus oraciones cuando contaba solo 18 años,
y dio el postrer adiós a París, teatro de su gloria, a la ingrata corte
que desconocía sus virtudes, y a la literatura francesa que había de
llegar algún día a honrarse con su nombre, y partió para su eterno
destierro.

Imponíale este nuevos deberes; porque no era Luis XIV monarca que
condenase a la ociosidad a un hombre que poseía los talentos de
Fenelón; y si bien se propuso alejarle de su persona, no de la
administración de las almas, privando a la Iglesia de su más digno
prelado, como había privado a la corte de su más bello ornamento.
Con tal propósito le confirió el arzobispado de Cambrai que debía
convertir en la primera diócesis del reino. Apenas empezó a desempeñar
sus funciones, consagrose a ellas con el ardor propio de su alto
ministerio que aceptó diciendo como Jesucristo: «Dejad llegar a mí
a los párvulos, a los pobres, a los enfermos, a los ancianos, y a
todos los hijos de Dios», confundíase con ellos familiarmente hasta
el punto de acompañar a una anciana o buscar una vaca que se le
había extraviado; enseñaba la doctrina los domingos y daba limosna
diariamente, llegando el que había sido maestro de reyes a ser el más
humilde de los diocesanos, haciéndose compañero de todas las miserias
y necesidades; y cuando después de la más duradera y gloriosa paz se
vio obligado Luis XIV a correr los azares de la guerra y el duque de
Borgoña se arrojó al peligro de las lides, fue preciso que Fenelón
volviese a tomar la pluma para dar a su augusto discípulo las lecciones
que su nueva posición exigía. No es fácil asegurar si era más admirable
la adhesión del discípulo a su maestro, que el afecto de este al
príncipe. Habíalos separado Luis XIV, mas era imposible se olvidasen,
y fue inútil les prohibiera escribirse: hacíanlo siempre que el duque
necesitaba de consejo o el consuelo de alguna esperanza; y por este
medio tratábanse entre ellos los mayores intereses de la monarquía.
¡Con qué ansiedad paternal seguía el arzobispo al príncipe en los
negocios y en los campos de batalla! ¡Cómo preveía y explicaba los
tratados! ¡Qué prudencia en la victoria y qué serenidad en la derrota!
¡Cómo comprendía los intereses políticos de la Francia y penetraba
el triste secreto de sus males! ¡Cuál se condolía de su desgracia! Y
cuando, por último, el poder de Luis XIV llegó a verse abatido, ¡cómo
pronunció Fenelón con recato, pero con valor, las palabras «estados
generales»! Por tales medios caminaba Fenelón adelantado a su siglo,
conduciendo de la mano a su ilustre discípulo; mas ¡ah!, no debía
este llegar a donde su maestro. Mientras vivió, viose sometido a
influencias extranjeras, y faltáronle recursos para romper este yugo.
Temía a Luis XIV; y aunque le protegía el Delfín su padre, era débil y
desconfiada su protección. Sobre todo, le abandonó la vida cuando la
muerte de este y la ancianidad de aquel le aproximaban al trono. Murió
súbitamente aquel heredero de tan vasta monarquía, sepultándose en el
panteón de San Dionisio la obra más perfecta de Fenelón, sin exceptuar
el _Telémaco_, cuando la Francia se hallaba combatida por todas partes;
y entonces el arzobispo de Cambrai, mirando con ojos llorosos la corte
de que se hallaba desterrado, sintiose conmovido al ver desaparecida su
antigua grandeza y poder, y no encontrando en ella otra cosa que ruinas
y sepulcros, un monarca de 76 años y a su heredero en la cuna. Lleno de
confianza en Dios, dedicose exclusivamente al bien de su diócesis, y
se ocupó más que nunca de aquel desgraciado país fronterizo que sufría
las plagas todas de la funesta guerra llamada de sucesión. A él se
habían dirigido las fuerzas enemigas y las de la Francia, y allí había
tenido el duque de Borgoña sus primeros encuentros al lado de Vendôme,
Boufflers, Berwick, Vauban y Villars, y era preciso defenderle palmo
a palmo protegiendo a unos contra la victoria y contra la derrota
a otros. La liberalidad de Fenelón fue inmensa como su caridad.
Convirtiose en hospital su palacio; asistía personalmente a los
moribundos; suministraba el último pedazo de su pan, el último vino de
su bodega, y hasta el lienzo de su uso para la curación de los heridos;
y, admirados los enemigos de su virtud, respetaban sus almacenes, sus
tierras y sus palacios siempre que les decían: «Esto es del arzobispo».
Sin embargo de que era un ejército inglés que sabía descender Fenelón
de los más valerosos capitanes de Carlos VI y Carlos VII; y entre tanto
consumía en limosnas lo que el enemigo le dejaba.[2]

Duró tan lamentable estado hasta que Luis XIV, rey todavía y alentado
por aquel orgullo que le llevó a consumar tantas cosas grandes, amenazó
sepultarse entre las ruinas de la monarquía, y entonces se salvó la
Francia en Denain por el valor de Villars. Después de la muerte del
duque de Borgoña, aún le quedaba a Fenelón un amigo que perder; el
duque de Beauvilliers. A la muerte del primero exclamó: «Se han roto
cuantos vínculos me unían a la tierra». A la del segundo escribió a su
viuda diciéndole: «Vos y yo volveremos a encontrar pronto lo que aún
no hemos perdido; nos acercamos a ello día por día, y dentro de poco
no tendremos por qué llorar». Cuatro meses después se sintió acometido
de una enfermedad mortal cuando contaba 64 años, quedando justificadas
aquellas palabras tiernas que repetía frecuentemente: «Yo vivo solo
de amistad». Murió al tercer día y después de haber rogado al cielo;
escribió al rey una carta digna de su alma grande; echó la bendición a
todos sus amigos y criados y expiró tranquilo, sin que se encontrara
en todo su palacio una sola moneda, pues todo lo había repartido a los
pobres. Así perdió la Francia un hombre cuya memoria honrará siempre a
la literatura y a la Iglesia.

Las desgracias de la guerra y la pérdida de su discípulo y de su
amigo le habían debilitado en extremo. Saint-Simon y madama Sevigné
le dispensaban su respeto, a pesar de que a nadie respetaban, ni aun
al mismo Luis XIV. El primero pinta a Fenelón como le conoció: alto,
delgado, bien formado, nariz larga y ojos vivos. Grave y afable a
la vez, serio y jovial a un tiempo. No es posible formar idea de la
delicadeza y armonía de sus facciones, que ofrecían a la vista un
sabio, un prelado y un gran señor.

Los que intenten colocar al autor del _Telémaco_ entre los escritores
por necesidad o por inclinación, se engañarán mucho. Nada escribió por
el deseo de gloria literaria, semejante en esta parte a Bossuet, porque
uno y otro comprendían demasiado elevada la misión del sacerdocio para
abatirse al extremo de aspirar a los elogios humanos. Escribieron por
cumplir los deberes de su estado y obedecer las inspiraciones de su
creencia, sin otro objeto que persuadir y convencer. Maestros de reyes
escribieron lecciones para sus discípulos, el _Telémaco_ el uno, la
_Historia universal_ el otro.

La mayor parte de las obras de Fenelón no han sido conocidas hasta
después de su muerte.[3] Sus primeros sermones rebosan elegancia y
entusiasmo, y a pesar de cierto desorden que se advierte en ellos, dan
a conocer al gran crítico a quien somos deudores de tan bellas páginas
sobre el arte oratoria. Su carta a la Academia Francesa, sus diálogos
sobre la elocuencia y algunos trozos admirables sobre Homero y los
antiguos con motivo de la disputa entre La Motte y Dacier, colocarían
a Fenelón en el primer lugar entre los críticos, si el _Telémaco_
no hubiera venido a colocarle a la cabeza de los poetas. Porque, en
efecto, es una continuación de la Odisea, según él mismo lo llamó en su
primera edición. Es verdaderamente la obra de un hombre educado en la
escuela de los antiguos. En la de Homero, cuyo poema ha continuado: en
la de Platón, cuya moral adoptó: en la de Jenofonte, su antecesor en el
arte de educar a los príncipes, autor de la _Ciropedia_ como Fenelón
del _Telémaco_. La historia de Filoctetes, ¿es otra cosa que una
admirable traducción de una tragedia de Sófocles? ¿Dónde se encuentra
a la bella Eucaris? En los _Idilios_ y entre los espesos bosques de
Teócrito. En cuanto a la instrucción que contiene su obra, comprende
a la vez la ambición, el orgullo, el amor, la gloria, el despotismo,
las pasiones todas buenas o malas, pudiendo decirse lo que Fedro en
una expresión que no puede traducirse.[4] Mas parece inútil detenerse
a hacer su elogio: baste decir es una obra maestra que se aprende
en Europa de memoria hace más de dos siglos: que es el libro de los
reyes y de los pueblos: escrito para la educación de un príncipe, ha
servido para educar a la gran familia humana; y cuando el arzobispo de
Cambrai introdujo en su obra las previsiones de su política liberal y
los derechos de los pueblos, como los deberes de los reyes, era muy
remota la época de que a más de una admirable utopía, llegara a ser una
realidad. Omitiremos, pues, el elogio del _Telémaco_ que nunca pudiera
alcanzar a su mérito: ¿qué puede decirse de un libro que a la vez nos
ofrece un código político digno de Montesquieu, un poema que puede
decirse obra de Homero; libro a propósito para los niños, de historia
para los adultos, novela, en fin, para entretener a todos, y catecismo
político para los reyes? Todas las pasiones nobles se hallan retratadas
con su más bello colorido en la obra de Fenelón, y al mismo tiempo se
encuentra en ella el modo de establecerse y acabarse los imperios,
fundarse las ciudades y dictarse las leyes; y al seguir al sabio Méntor
en su marcha profunda, compadecemos a Calipso y experimentamos cierta
simpatía amorosa hacia la tierna Eucaris. En su parte dramática, ¿puede
darse cosa que más afecte que la historia de Filoctetes? Como poema,
¿qué cosa más grande que el regreso de Ulises, ese bello trozo que
parece haberse arrebatado a la Odisea? ¿Y qué ficción podrá comprender
más moral ni afectar más el corazón humano que la de ver conducido a
Telémaco por la sabia Minerva a la morada de Plutón, entre los manes
felices de los Elíseos y a los más acerbos tormentos del averno? En
cuanto al lenguaje, es el autor del _Telémaco_ uno de los primeros
maestros de la lengua francesa por haberle dado gracia y melodía no
acostumbradas. La ha vestido de la toga romana y del manto griego; pues
a la manera que suavizó el carácter del duque de Borgoña sin exceso ni
violencia, así ha hecho obedecer a la lengua rebelde, especialmente en
las _Aventuras de Aristonoo_, escrita con la mayor perfección y de la
manera más ateniense.

Tal era aquel prelado célebre que fue sepultado en su iglesia, al
pie del altar y bajo un largo epitafio escrito en muy buen latín por
el jesuita Sanadon. ¿Mas su tumba necesitaba elogios? El día de sus
exequias ninguna oración fúnebre se pronunció en la catedral ni en la
academia. El mismo silencio guardó madama Maintenon; y Luis XIV, a
quien su confesor el padre Lachaise entregó la carta del arzobispo,
recibió con indiferencia pérdida tan grande; cuando esta hubiera sido
ocasión oportuna para que aquel monarca reparase con una lágrima al
menos todo el mal que había hecho al autor del _Telémaco_, al maestro
de su infeliz nieto el duque de Borgoña.[5]


NOTAS.

[1] Los mayores servicios que prestó Fenelón en sus dos misiones,
pueden contarse hechos en las costas de Saintonge y en el país de Aunis.

[2] Era tan respetado su nombre en toda Europa, que en aquella guerra
prohibió expresamente Marlborough tocasen las tropas a cosa que
perteneciese a Fenelón; y esta deferencia irritó a Luis XIV, que,
aborreciéndole, miró con disgusto tal demostración de respeto hacia un
vasallo suyo que no tenía más títulos que sus virtudes.

[3] También escribió los Diálogos sobre la elocuencia en general y
sobre la del púlpito en particular: un Compendio de las vidas de
los filósofos antiguos: Dirección de la conciencia de un rey: Obras
filosóficas o Demostración de la existencia de Dios por las pruebas de
la naturaleza; y Obras espirituales.

[4] Ferrago.

[5] La aversión de Luis XIV a Fenelón le condujo a mandar se quemasen
todos los manuscritos que había conservado el joven príncipe escritos
por su maestro.

  EL TRADUCTOR.

[Ilustración]




LIBRO I.


SUMARIO.

Conducido Telémaco por Minerva bajo la figura de Méntor, arriba,
después de un naufragio, a la isla de Calipso, que aún se lamentaba de
la partida de Ulises. Recíbele la diosa favorablemente; enamórase de
él, le ofrece hacerle inmortal y exige la relación de sus aventuras.
Refiere Telémaco su viaje a Pilos y a Lacedemonia, su naufragio en las
costas de Sicilia, el riesgo en que se halló de ser sacrificado a los
manes de Anquises, el auxilio que él y Méntor prestaron a Acestes en
una invasión de los bárbaros y el cuidado de aquel rey para recompensar
este servicio.


[Ilustración]

LIBRO I.

Sin consuelo vivía Calipso desde la partida de Ulises, y el exceso de
su dolor hacía se considerase más infeliz aun, por ser inmortal. No
resonaban ya en su gruta los armoniosos acentos de su dulce voz, ni las
ninfas que la acompañaban se atrevían a turbar su melancólico silencio.
Paseábase muchas veces por las floridas praderas que esmaltaban la
isla, encantando la vista con las gracias de una perpetua primavera;
mas lejos de templar su amargura la amenidad de tan deliciosos sitios,
traían a su memoria el triste recuerdo de Ulises, a quien había visto
complacida tantas veces a su lado. Quedábase inmóvil en la playa, y
bañándola con sus lágrimas volvía sin cesar el rostro hacia el sitio
por donde, rompiendo las olas, había desaparecido a sus ojos el navío
de Ulises.

Esta era su deplorable situación cuando descubrió los despojos de una
nave que acababa de naufragar: flotaban sobre las aguas el mástil,
las jarcias y el timón; veíanse esparcidos en la playa remos y bancos
hechos pedazos, y descubríanse a lo lejos dos hombres, uno anciano al
parecer, y el otro, aunque joven, semejante a Ulises en la arrogancia
de su agradable aspecto, estatura y paso majestuoso. Conoció Calipso
al momento que era Telémaco el hijo de aquel héroe; pero sin embargo
de que los dioses exceden en mucho a la inteligencia humana, no pudo
penetrar quién era el anciano venerable que le seguía, sin duda porque
las deidades superiores ocultan a las inferiores cuanto les place, y
Minerva, que acompañaba a Telémaco bajo la figura de Méntor, no quiso
ser conocida de Calipso.

Gozábase esta, entre tanto, en el naufragio que conducía a su isla
al hijo de Ulises, tan parecido a su padre. Adelantose hacia él, y
ocultando haberle conocido le dijo estas palabras: ¿Cuál es la causa de
que oses arribar a mi isla? Sabe, joven extranjero, que ninguno entra
en ella impunemente. Con cuya amenaza procuraba desfigurar el contento
que a pesar suyo brillaba en su semblante.

Oh vos, respondió Telémaco, quien quiera que seáis, mortal o diosa,
aunque al veros no es posible consideraros sino como una divinidad,
¿seríais insensible al infortunio de un hijo que ha visto perecer su
nave contra esas rocas, cuando corría en busca de su padre a merced de
los vientos y de las aguas? ¿Quién es ese padre que buscáis?, replicó
la diosa. Llámase Ulises, dijo Telémaco; y es uno de los reyes que han
arrasado la famosa ciudad de Troya, después de un sitio de diez años.
Su nombre se ha hecho célebre en toda la Grecia y en el Asia por su
valor en los combates, y más aún por su prudencia en los consejos. Mas
ahora, errante por la dilatada extensión de los mares, recorre los más
terribles escollos; mientras al parecer huye de él su propia patria.
Su esposa Penélope, y yo que soy su hijo, hemos perdido la esperanza
de volverle a ver. Corro iguales peligros para adquirir noticias de su
existencia. Pero ¿qué digo? Tal vez se hallará sumergido en el profundo
abismo de las aguas. Compadeced nuestras desgracias, y si sabéis, oh
diosa, lo que haya hecho el destino para salvar o perder a Ulises,
dignaos comunicarlo a su hijo Telémaco.

[Ilustración]

Admirada y enternecida Calipso al advertir en tan floreciente juventud
tal cordura y discreción, no se cansaba de mirarle y permanecía
silenciosa. Por último le dijo: Telémaco, yo os referiré lo que ha
acaecido a vuestro padre; mas la historia es larga y debéis ya
descansar de vuestras fatigas: venid a mi morada, yo os recibiré en
ella como un hijo: venid a consolarme en la soledad en que vivo: yo
proporcionaré vuestra dicha, si sabéis aprovecharos de ella.

Seguía Telémaco a la diosa cercada de hermosas ninfas, entre las cuales
sobresalía por su estatura, a la manera que la robusta encina eleva sus
corpulentas ramas en el bosque sobre todos los árboles que la rodean.
Admiraba el brillo de su belleza, la rica púrpura de su túnica larga
y flotante, su hermosa cabellera cogida a la espalda sin compostura,
aunque con gracia, el fuego de sus ojos y la dulzura que templaba la
vivacidad de ellos. Méntor seguía también a Telémaco con la cabeza baja
y guardando un modesto silencio.

Llegaron a la entrada de la gruta de Calipso, y quedó sorprendido
Telémaco al advertir todo lo que puede encantar la vista bajo las
apariencias de rústica sencillez. No se veían metales preciosos,
mármoles, columnas, pinturas ni estatuas: aquella gruta estaba abierta
en la roca en forma de bóveda cubierta de conchas y caracolas, y
vestida de robustos pámpanos que se extendían con igualdad por su
recinto. El agradable soplo de los céfiros conservaba la deliciosa
frescura que burla los ardores del sol: corrían manantiales con
apacible murmullo por entre las violetas y amarantos, y formaban en
varios sitios balsas tan puras y diáfanas como el cristal: mil flores
nuevas y lozanas esmaltaban el verde tapiz que cercaba la gruta. Ora
se veía un bosque de aquel árbol frondoso que produce manzanas de oro
y cuya flor renovada en cada estación esparce la más dulce fragancia,
coronando al parecer las bellas praderas y formando una sombra
impenetrable a los rayos del sol; ora se percibían los concertados
gorjeos de las aves, o el ruido de las aguas que, precipitándose desde
lo alto de una roca, descendían convertidas en espuma para perderse en
la pradera.

Hallábase situada la gruta de la diosa en el declive de una colina,
desde donde se descubría el mar sereno y transparente a las veces cual
un hermoso espejo, e irritado otras furiosamente contra las rocas, en
las cuales se estrellaba bramando y elevando espumosas olas hasta sus
cimas. Veíase por otra parte un río que formaba varias islas pobladas
de frondosos sauces y elevados olmos, cuyas copas competían con las
nubes. Canales formados por islas, parecían gozarse en las llanuras,
corriendo unos con rapidez, presentando otros sosegada y dormida su
corriente, y retrocediendo otros hasta su origen con largos rodeos cual
si no pudiesen dejar las encantadas riberas. Ofrecíanse a la vista de
lejos colinas y montañas que se perdían entre las nubes, cuyas formas
raras presentaban un horizonte tan agradable como pudiera desearse.
Las montañas vecinas estaban cubiertas de verdes pámpanos en forma
de festones, entre cuyas hojas sobresalía la uva encarnada cual la
púrpura, agobiando con su peso a las frondosas vides. El olivo y la
higuera, el granado y otros árboles formaban un hermoso jardín.

Después de haber mostrado Calipso a Telémaco estas bellezas naturales,
le dijo: Descansad: vuestros vestidos se hallan mojados y es tiempo ya
de mudarlos: volveremos a vernos y os referiré los sucesos de Ulises,
que afectarán vuestro corazón. Al mismo tiempo le hizo entrar con
Méntor en lo más secreto y retirado de una gruta inmediata a la en que
habitaba la diosa, en donde habían cuidado las ninfas de encender una
grande hoguera de cedro, cuyo aroma se esparcía por todas partes, y
dejado vestiduras para los dos huéspedes.

Al advertir Telémaco se había destinado para él una túnica de lana
fina, que excedía en blancura a la nieve, y un manto de púrpura
recamado de oro, experimentó el placer natural en un joven considerando
tal magnificencia.

¿Son esos, oh Telémaco, le dijo Méntor con gravedad, los sentimientos
que deben ocupar el corazón del hijo de Ulises? Procurad más bien
sostener la reputación de vuestro padre, venciendo al hado que os
persigue. El joven que gusta de adornarse vanamente como una mujer,
es indigno de la sabiduría y de la gloria; porque esta es debida
únicamente a los corazones que saben soportar los trabajos y despreciar
los placeres.

¡Que los dioses me sacrifiquen, respondió Telémaco suspirando, antes
que permitan se apoderen de mi corazón la molicie y la sensualidad!
No, no: jamás será vencido el hijo de Ulises por las delicias de una
vida ociosa y afeminada. Pero ¿qué protección del cielo nos favorece
encontrando después de nuestro naufragio a esta diosa o mortal que nos
colma de beneficios?

Temed, replicó Méntor, que os agobie de infortunios; temed su engañosa
dulzura mucho más que los escollos en que se ha estrellado vuestra
nave, porque el naufragio y la muerte son menos funestos que los
placeres que atacan la virtud. Guardaos de dar crédito a lo que os
refiera. La juventud es presuntuosa y todo se lo promete de sí misma:
aunque frágil, cree poderlo todo y no tener nada que temer, confiando
con ligereza y sin precaución. Guardaos de escuchar las palabras dulces
y lisonjeras de Calipso, que se deslizarán de su boca cual la serpiente
entre las flores; temed este veneno oculto, desconfiad de vos mismo y
escuchad siempre mis consejos.

[Ilustración]

Volvieron en seguida adonde se hallaba Calipso, que los esperaba:
sirvieron las ninfas, vestidas de blanco y con el cabello trenzado,
una comida sencilla, pero exquisita por el gusto y aseo. No se veían
otras viandas que las aves cogidas por aquellas en las redes, y los
animales que habían traspasado con sus flechas en la caza: circulaba un
vino más dulce que el néctar desde grandes vasijas de plata a tazas de
oro coronadas de flores. Trajeron en canastillos todas las frutas que
ofrece la primavera y que esparce el otoño sobre la tierra. Al mismo
tiempo comenzaron a cantar cuatro ninfas, primero el combate de los
dioses contra los gigantes, después los amores de Júpiter y de Semele,
el nacimiento de Baco y su educación dirigida por el viejo Sileno, la
carrera de Atalanta y de Hipómenes, vencedor con el auxilio de las
manzanas de oro traídas del jardín de las Hespérides; y por último
cantaron también la guerra de Troya, encumbrando hasta los cielos los
combates y prudencia de Ulises, acompañando la primera de las ninfas,
llamada Leucótoe, con la armonía de su lira la dulce voz de las demás.

Nuevo realce dieron a la hermosura de Telémaco las lágrimas que bañaron
sus mejillas al oír el nombre de su padre; y advirtiendo Calipso que no
podía comer porque se hallaba su corazón oprimido por el dolor, hizo
seña a las ninfas que, al momento, cantaron el combate de los centauros
con los lapitas, y la bajada de Orfeo a los infiernos para sacar a
Eurídice.

Acabada la comida, habló así la diosa dirigiéndose a Telémaco: Ya
veis, hijo del grande Ulises, cuán favorablemente os he recibido. Soy
inmortal y ninguno de los que no lo son puede entrar en esta isla sin
que sea castigada su temeridad: ni aun vuestro naufragio os libraría
de mi indignación si por otra parte yo no os amase. Vuestro padre tuvo
igual dicha que vos; mas ¡ah!, no supo aprovecharla. Le he detenido
por mucho tiempo en esta isla, y en él ha consistido no vivir conmigo
en estado de inmortalidad; mas la ciega pasión de regresar a su
miserable patria le hizo despreciar todas estas ventajas. Ved lo que ha
perdido por Ítaca, que aún no ha podido volver a ver. Quiso dejarme,
partió, y fui vengada por las tempestades: después de haber sido su
nave por mucho tiempo el juguete de los vientos, se sumergió en las
olas: aprovechaos de tan triste ejemplo. Su naufragio hace inútil la
esperanza de volverle a ver y de reinar en la isla de Ítaca: consolaos
de haberle perdido, pues halláis aquí una deidad dispuesta a haceros
feliz y un reino que os ofrece.

Añadió a estas palabras la diosa largos razonamientos para demostrar
cuán feliz había sido Ulises a su lado: refirió las aventuras de este
en la caverna del cíclope Polifemo y en casa de Antífates, rey de
los lestrigones, sin olvidar cuanto le ocurrió en la isla de Circe,
hija del Sol, ni los peligros que corrió entre Escila y Caribdis, y
la última tempestad excitada por Neptuno cuando se separó de ella,
procurando dar a entender había perecido en aquel naufragio, y
omitiendo su arribo a la isla de los feacios.

Telémaco, que se había entregado con ligereza al gozo que experimentaba
viéndose tan bien recibido de Calipso al principio de la narración de
esta, conoció al fin su artificio y la prudencia de los consejos que
Méntor acababa de darle, y respondió estas pocas palabras: Disimulad,
oh diosa, mi dolor: no puedo dejar de afligirme: tal vez más adelante
me hallaré en disposición de disfrutar la dicha que me ofrecéis;
dejadme ahora llorar a mi padre, pues conocéis mejor que yo cuán digno
era de ser llorado.

No se atrevió Calipso a instarle, y fingió participar de su dolor
enterneciéndose por la suerte de Ulises; mas deseosa de conocer
los medios de afectar el corazón del joven, le preguntó cómo había
naufragado y qué sucesos le condujeron a aquellas costas. La relación
de mis aventuras, respondió, sería demasiado larga. No, no, replicó la
diosa; me hallo impaciente por escucharlas: apresuraos a referírmelas;
y no pudiendo Telémaco resistir a sus ruegos habló de esta manera.

Partí de Ítaca para buscar a los otros reyes que habían regresado
del sitio de Troya con el objeto de adquirir noticias de mi padre.
Sorprendió mi partida a los amantes de mi madre Penélope, a quienes
había cuidado de ocultarla conociendo su perfidia. Vi a Néstor en Pilos
y en Lacedemonia a Menelao, que me recibió amistosamente; mas ni uno ni
otro pudieron decirme si aún existía. Cansado de vivir siempre en la
indecisión e incertidumbre, resolví pasar a Sicilia adonde me dijeron
haber sido arrojado por los vientos; mas el prudente Méntor, a quien
veis, se opuso a tan temeraria resolución, representándome por una
parte el peligro de los cíclopes, gigantes descomunales que devoran
a los hombres, y por otra la escuadra de Eneas y de los troyanos que
cruzaba en aquellas costas: estos, me dijo, se hallan irritados contra
todos los griegos, y derramarán con especial placer la sangre del
hijo de Ulises. Regresad a Ítaca: tal vez vuestro padre, protegido de
los dioses, llegará antes que vos. Mas si estos tienen determinada su
pérdida, si no debe volver nunca a su patria, id a lo menos a vengarle,
a dar libertad a vuestra madre, a mostrar vuestra prudencia a todos los
pueblos, y a hacer ver a toda la Grecia que sois tan digno de reinar
cual lo fue el mismo Ulises.

Tan saludable era este consejo como yo poco cuerdo para seguirle,
pues solo escuché a mi pasión. El sabio Méntor me dio una prueba de
su cariño siguiéndome en el temerario viaje que emprendía contra su
dictamen, y han permitido los dioses que yo cometa esta falta para
corregir mi presunción.

Mientras hablaba así Telémaco miraba Calipso a Méntor llena de
admiración, y creía descubrir en él algo sobrenatural; mas sin poder
descifrar sus confusas ideas. Permaneció largo rato sobrecogida y
llena de desconfianza observando a aquel incógnito; mas temiendo
fuese conocida su turbación, dijo a Telémaco: Proseguid: satisfaced mi
curiosidad. Y este continuó.

Tuvimos por largo tiempo un viento favorable para pasar a Sicilia;
mas después ocultó el cielo a nuestros ojos una oscura tempestad, y
nos vimos envueltos en la más tenebrosa noche. A la fugaz claridad de
los relámpagos descubrimos otras naves que corrían el mismo riesgo
que la nuestra, y que en breve advertimos ser la escuadra de Eneas,
tan temible para nosotros como los escollos. Entonces conocí, aunque
demasiado tarde, haberme arrastrado la fogosidad de la juventud,
impidiéndome reflexionar con madurez. En tal peligro se mantuvo Méntor
no solo sereno e intrépido, sino más alegre que solía: él me alentaba
inspirándome un ánimo invencible. Mientras el piloto estaba lleno de
turbación, daba él las órdenes oportunas. Mi querido Méntor, le decía
yo, ¿por qué no he seguido vuestros consejos? Soy desgraciado por
haberme escuchado a mí mismo en una edad en que ni hay previsión de lo
futuro, ni experiencia de lo pasado, ni prudencia para conducirse en
lo presente. Mas ¡ay!, si escapamos de esta borrasca, desconfiaré de
mí mismo como de mi mayor enemigo: solo vuestros consejos he de seguir
siempre.

Sonreíase Méntor diciéndome: No trato de haceros ver el yerro que
habéis cometido; basta le conozcáis y que os sirva de regla para
ser más circunspecto en vuestros deseos. Sin embargo, cuando haya
pasado el peligro, volveréis a ser presuntuoso. Ahora preciso es
mantenerse con esfuerzo; pues si bien han de temerse y precaverse los
peligros, también deben sufrirse con valor cuando llega la ocasión de
arrostrarlos. Obrad como hijo de Ulises, mostrando que os anima un
corazón superior a las desgracias que os amenazan.

Encantábanme el valor y la dulzura del sabio Méntor; pero todavía quedé
más sorprendido al ver la destreza con que libertó nuestro bajel de la
escuadra troyana. Cuando el cielo comenzaba a presentarse sereno, y por
estar cerca de los troyanos no era posible dejasen de reconocernos,
advirtió había sido extraviada por la borrasca una de sus naves, que
era muy semejante a la nuestra. Su popa estaba adornada con ciertas
flores, y se apresuró a colocar sobre la nuestra otras semejantes,
atándolas él mismo con cintas de igual color. Mandó a los remeros se
agachasen entre los bancos cuanto les fuese posible, con el objeto de
que no les conociesen los enemigos, y de este modo pasamos por medio de
ellos, que lanzaban aclamaciones de gozo cual si volviesen a ver a los
compañeros que creían perdidos. Obligonos la violencia de las olas a
navegar con ellos largo trecho, hasta que por fin nos fuimos quedando
atrás, y mientras la impetuosidad del viento los conducía hacia el
África, hicimos los mayores esfuerzos para arribar a fuerza de remos
sobre la inmediata costa de Sicilia, adonde llegamos en efecto.

Mas no era lo que buscábamos menos funesto para nosotros que la
escuadra de que huíamos; pues encontramos en la costa otros troyanos
enemigos de los griegos. Reinaba en aquella parte el viejo Acestes,
procedente de Troya. Apenas llegamos a la playa creyeron aquellos
habitantes que, o bien éramos de algún pueblo de la isla, armados para
sorprenderles, o extranjeros que venían a apoderarse de sus tierras. En
el primer arrebato quemaron nuestro bajel y degollaron a todos nuestros
compañeros, a excepción de Méntor y yo para presentarnos a Acestes con
el fin de que este se asegurase de nuestras intenciones y del punto de
donde veníamos. Entramos en la ciudad con las manos atadas a la espalda
y no debía retardarse nuestra muerte más tiempo que el preciso para que
sirviésemos de espectáculo a un pueblo cruel luego que supiesen éramos
griegos.

[Ilustración]

Presentáronnos a Acestes que, empuñando el cetro de oro, juzgaba a su
pueblo y se preparaba a un gran sacrificio. Preguntonos con gravedad
cuál era nuestro país y el objeto de nuestro viaje, y Méntor se
apresuró a responder diciéndole: Venimos de las costas de la grande
Hesperia, de la cual no dista mucho nuestra patria; evitando por este
medio decir que éramos griegos. Pero Acestes sin escucharle más, y
reputándonos por extranjeros que ocultaban su intención, mandó nos
condujesen a un bosque inmediato para que sirviésemos como esclavos a
los que guardaban sus ganados.

Esta condición me pareció más dura aún que la muerte, y exclamé: ¡Oh
rey!, condenadnos a la muerte antes de tratarnos tan indignamente:
sabed que soy Telémaco, hijo del sabio Ulises, rey de Ítaca. Busco
a mi padre por la dilatada extensión de los mares; pero si no puedo
hallarle, ni regresar a mi patria, ni evitar la esclavitud, quitadme
una vida que no sabré soportar.

Apenas hube pronunciado estas palabras, comenzó todo aquel pueblo
conmovido a gritar diciendo debía perecer el hijo del cruel Ulises,
cuyos ardides habían arrasado la ciudad de Troya. ¡Oh hijo de Ulises!,
me dijo Acestes, no me es posible negar vuestra sangre a los manes de
tantos troyanos, a quienes vuestro padre ha precipitado en las orillas
del negro Cocito: pereceréis con ese que os acompaña.

A este tiempo propuso un anciano de la multitud fuésemos inmolados
sobre el sepulcro de Anquises: su sangre, decía, será agradable a los
manes de aquel héroe, y el mismo Eneas, cuando tenga noticia de este
sacrificio, se complacerá de que améis tanto lo que él más amaba en el
mundo.

Aplaudió todo el pueblo esta proposición, y solo se trataba de
inmolarnos. Ya nos conducían al sepulcro de Anquises; ya estaban
preparados dos altares en que resplandecía la llama sagrada, y brillaba
a nuestros ojos la cuchilla que debía dividir nuestra garganta; ya
nos veíamos adornados de flores sin que pudiese asegurar nuestra vida
la menor compasión; ya en fin estaba decidida nuestra suerte, cuando
Méntor pidió permiso con serenidad para hablar al rey.

¡Oh Acestes!, le dijo, si el infortunio del joven Telémaco, que jamás
esgrimió sus armas contra los troyanos, no puede conmover vuestro
corazón, muévalo al menos el interés propio. El conocimiento que he
adquirido de los presagios y de la voluntad de los dioses me hace
anunciaros que antes de tres días seréis atacado por pueblos bárbaros,
que cual un torrente descienden de las más elevadas montañas para
inundar la ciudad y devastar todo el país. Apresuraos a evitar tantos
daños: haced que el pueblo tome las armas, y no perdáis un momento en
asegurar dentro de las murallas los numerosos rebaños que discurren por
la campiña. Si esta predicción no sale cierta, podéis inmolarnos dentro
de tres días; mas si llega a serlo, acordaos de que no debe privarse de
la vida a aquellos de quienes se recibe.

[Ilustración]

Sorprendieron a Acestes estas palabras de Méntor dichas con una
seguridad que jamás advirtió en mortal alguno: Bien veo, le respondió,
oh extranjero, que los dioses que tanto os han escaseado los bienes de
fortuna, os han concedido una sabiduría de más estima que la mayor
prosperidad. Al mismo tiempo dilató el sacrificio, y dio con urgencia
las órdenes oportunas para prepararse contra el ataque anunciado por
Méntor. Por todas partes se veían mujeres despavoridas, agobiados
ancianos, llorosos infantes que se retiraban presurosos y trémulos a la
ciudad. El toro bramador y el balador cordero venían en tropas dejando
sus abundantes pastos, y sin encontrar establos suficientes para estar
a cubierto. Por dondequiera se percibía la algazara confusa de las
gentes que se atropellaban, que no podían entenderse, que equivocaban
en medio de su turbación al desconocido con el amigo, y que corrían sin
saber adonde dirigían sus pasos. Entre tanto, se creían más cautos los
primeros personajes de la ciudad, que imaginaban ser la predicción de
Méntor una impostura para salvar su vida.

Antes de cumplirse los tres días, y mientras se hallaban poseídos
de esta idea, descubriose un torbellino de polvo sobre las montañas
vecinas, y después considerable número de bárbaros armados. Eran
estos los himerianos, pueblos salvajes reunidos con otras naciones
que habitan en los montes Nebrodi y en las cimas del Acragas, en
donde reina un perpetuo invierno jamás templado por los céfiros. Los
que habían despreciado la predicción de Méntor perdieron esclavos
y rebaños, y el rey dijo a este: Olvido que sois griegos: nuestros
enemigos se han convertido en amigos fieles. Los dioses os han enviado
aquí para salvarnos, y no me prometo menos de vuestro valor que de la
prudencia de vuestros consejos; apresuraos a socorrernos.

[Ilustración]

Los más intrépidos guerreros admiraron el denuedo de Méntor. Armado
de escudo, celada, espada y lanza, ordenó las tropas de Acestes, y a
su cabeza se dirigió hacia el enemigo; y aunque animoso aquel rey,
solo pudo seguirle de lejos a causa de su ancianidad. Hícelo yo más
de cerca; pero no pude igualar a su valor. Su coraza parecía ser la
égida inmortal y sus golpes llevaban la muerte por todas las filas
enemigas; semejante al león de Numidia cuando acosado por el hambre cae
sobre el rebaño de tímidas ovejas, las degüella y despedaza cebándose
en su sangre, en tanto que los pastores poseídos del miedo huyen
pavorosos para libertarse de su furor, en vez de proteger los ganados.
Prometíanse los bárbaros sorprender la ciudad; mas fueron sorprendidos
y deshechos, pues los soldados de Acestes, animados con el ejemplo y
disposiciones de Méntor, manifestaron un valor de que no se creían
capaces. Yo atravesé con mi lanza al hijo del rey de aquel pueblo
enemigo: contaba mi edad, mas era de mayor estatura; porque aquellos
salvajes descienden de una raza de gigantes del mismo origen que los
cíclopes. Despreciaba a un enemigo como yo; pero, sin intimidarme su
prodigiosa fuerza ni su aspecto salvaje y brutal, introduje la lanza
en su pecho, y arrojó con la vida torrentes de sangre. El ruido de
sus armas resonó en los valles y montañas: creyó que al caer podría
aniquilarme; mas recogí sus despojos y volví adonde se hallaba Acestes.
Acabó Méntor de desordenar a los enemigos, los dispersó e hizo retirar
a los fugitivos hasta los bosques.

El éxito de tan inesperado suceso hizo considerasen a Méntor como un
hombre favorecido e inspirado de los dioses, y agradecido Acestes
nos advirtió el peligro que nos amenazaba en el caso de que llegase
a Sicilia la escuadra de Eneas: nos facilitó un navío para que
regresásemos a nuestro país sin dilación, nos hizo varios presentes
instándonos para que partiésemos, deseoso de evitar las desgracias
que preveía; mas no quiso facilitarnos ningún piloto ni remero de
su nación, temiendo exponer sus vidas en las costas de Grecia, y sí
mercaderes fenicios que, por comerciar con todos los pueblos del mundo,
ningún peligro correrían, los cuales debían restituir el navío a
Acestes después que nos hubiesen dejado en Ítaca.

Pero ¡cómo frustran los dioses las intenciones del hombre! ¡Qué nuevos
infortunios nos tenían reservados!

[Ilustración]




LIBRO II.


SUMARIO.

Telémaco refiere que habiendo sido cogido por la armada de Sesostris
fue llevado a Egipto. Describe la belleza de aquel país y el sabio
gobierno de su monarca: que Méntor fue conducido a Etiopía como esclavo
y que Telémaco se vio reducido a guardar un rebaño en el desierto
de Oasis: que Termosiris, sacerdote de Apolo, le prestó consuelos
enseñándole a imitar a este dios, que había sido pastor del rey Admeto:
que las maravillas ejecutadas por Telémaco persuadieron al rey de su
inocencia, le llamó, le ofreció permitirle regresar a Ítaca; pero que
su muerte le sumergió de nuevo en la desgracia: que le encerraron en
una torre, desde la cual vio perecer al rey Boccoris en una refriega
contra los sediciosos.


[Ilustración]

LIBRO II.

La altivez de los tirios había suscitado la indignación del gran
Sesostris, que reina en Egipto después de haber conquistado tantas
provincias. Envanecidos aquellos pueblos con las riquezas adquiridas
por su comercio, y animados con la fortaleza y situación marítima de
la inexpugnable ciudad de Tiro, se resistieron a pagar a Sesostris el
tributo que les impuso cuando regresaba de sus conquistas, y auxiliaron
con tropas a su hermano, que intentó asesinarle en medio del regocijo y
profusión de un sarao.

Deseoso Sesostris de humillar su altivez, había resuelto impedirles
el comercio en todos los mares, y cruzaban por todas partes sus
bajeles en busca de los fenicios. Encontramos una escuadra egipcia
cuando empezábamos a perder de vista las montañas de Sicilia, y cuando
el puerto y la tierra huían de nosotros al parecer para ocultarse
entre las nubes. Acercose a nosotros cual una ciudad flotante, y al
reconocerla quisieron alejarse los fenicios; mas no era ya tiempo. Sus
bajeles eran más veleros que los nuestros, los favorecía el viento, y
llevaban mayor número de remeros: nos abordaron, ocuparon el navío, y
nos condujeron prisioneros a Egipto.

En vano les manifesté que no éramos fenicios, pues apenas me
escucharon: consideráronnos como esclavos, con quienes trafican los
fenicios, y solo se ocuparon de la utilidad de la presa. Descubrimos
las aguas del mar mezcladas ya con las del Nilo, y después de haber
visto las costas de Egipto casi tan bajas como el mar, llegamos a la
isla de Faros, inmediata a la ciudad de No, desde donde subimos por
aquel caudaloso río hasta Menfis.

[Ilustración]

Si el dolor consiguiente a la esclavitud no nos hubiese hecho
insensibles al placer, hubiera encantado nuestros ojos la vista
de aquel fértil país, semejante a un delicioso jardín regado por
innumerables canales. No era posible dirigirla a sus riberas sin
descubrir populosas ciudades, casas de campo, terrenos que sin
descansar jamás se cubren todos los años de doradas mieses, praderas
pobladas de ganados, labradores cuyas trojes no son suficientes para
encerrar los frutos abundantes de aquella tierra, y pastores que hacían
resonar en las quebradas de los valles vecinos los sonidos agradables
de sus rústicos instrumentos.

¡Feliz, decía Méntor, el pueblo a quien rige un sabio monarca, pues
vive dichoso en la abundancia amando al autor de su felicidad! Así, oh
Telémaco, debéis reinar para bien de vuestros pueblos, si algún día
os colocan los dioses en el trono de Ítaca. Amadlos como a vuestros
hijos, y gustaréis el placer de que os amen, y hacedles conocer que
nunca pueden vivir contentos y en paz sin recordar ser deudores de
estos beneficios al rey sabio y prudente que supo proporcionárselos. El
monarca que solo piensa en ser temido y en humillar a sus vasallos para
que vivan más sumisos es el azote de la especie humana: se le teme como
él desea; mas también se le aborrece y detesta, y tiene que temer de
aquellos más que estos de su tiranía.

¡Ah!, respondía yo a Méntor, en vano es recordar las máximas que debe
seguir un soberano, pues ya acabó Ítaca para nosotros: no volveremos a
ver nuestra patria, ni tampoco a Penélope; y aunque regrese Ulises a
su reino cubierto de gloria, no tendrá el placer de abrazar a su hijo
Telémaco, así como yo careceré también del de obedecerle para aprender
a reinar. Muramos, querido Méntor, muramos pues los dioses no se
apiadan de nosotros.

Esto decía yo, interrumpiendo mi voz sollozos repetidos. Pero Méntor,
que preveía los males antes de llegar, no sabía temerlos cuando se
presentaba la ocasión de sufrirlos. ¡Hijo indigno del sabio Ulises!,
exclamó, ¡cómo, pues, os dejáis vencer de las desgracias! Día llegará
en que volváis a ver a Ítaca y también a Penélope; veréis con todo
el esplendor de su primitiva gloria al que no habéis conocido, al
invencible Ulises, que en medio de infortunios mucho mayores que los
vuestros jamás se abatió: él os enseña a no abatiros; y si supiese
desde los remotos países adonde le arrojaron las tempestades que su
hijo no sabe imitar su valor y sufrimiento, se llenaría de oprobio,
y le sería esta nueva mucho más sensible aún que las desventuras que
sufre ha tanto tiempo.

Después de haber hablado así Méntor, me hizo notar el gozo y la
abundancia en que viven todos los habitantes de las veintidós mil
poblaciones que se cuentan en las llanuras de Egipto. La buena policía,
la justicia administrada con igualdad al pobre y al rico, la bien
dirigida educación de los niños a quienes acostumbran a la obediencia,
al trabajo, a la sobriedad y al amor a las ciencias y a las artes;
la exactitud en las ceremonias religiosas; y el interés, el honor
y la fidelidad hacia los hombres, y la veneración hacia los dioses
que inspiran los padres a sus hijos. No se cansaba de ponderar tan
sabio orden de administración, y a cada instante me decía: ¡Felices
los pueblos que así gobierna un rey sabio; pero más feliz todavía el
monarca que hace dichosos a tantos pueblos, y encuentra la felicidad
en su propia virtud, pues sujeta a los hombres por medio de un vínculo
cien veces más fuerte que el del temor; esto es, por el amor de sus
vasallos, que no solo le obedecen sino que desean obedecerle, y
reinando en los corazones de todos temen perderle y darían por él sus
vidas!

Examinaba yo cuanto me decía Méntor, y sentía reanimarse mi valor a
medida que le escuchaba.

Apenas llegamos a Menfis, ciudad opulenta y magnífica, mandó el
gobernador pasásemos a Tebas para presentarnos a Sesostris, que gusta
de examinar las cosas por sí mismo, y se hallaba irritado contra los
tirios. Volvimos a emprender la navegación por el Nilo, y subimos
hasta Tebas, ciudad famosa por sus cien puertas, donde reside aquel
poderoso rey, la cual nos pareció muy extensa y de mayor población que
las más florecientes de Grecia. Hállase allí la policía en estado de
perfección por el aseo de sus calles, por el mucho surtido de aguas,
comodidad de baños, adelantamiento en las artes y seguridad pública:
sus plazas están adornadas con fuentes y obeliscos; los templos son de
mármol y de una arquitectura sencilla, pero majestuosa. El palacio del
príncipe ocupa tanto como una gran ciudad, y en él solo se ven columnas
preciosas, pirámides, obeliscos, estatuas colosales, y muebles de oro y
plata.

Los que nos habían apresado dijeron a Sesostris haberlo sido en un
bajel fenicio. Escucha este diariamente y a horas señaladas a todos los
que tienen quejas que dar, o que comunicarle avisos, y no desprecia ni
rehúsa a ninguno, pues vive persuadido de que es rey para hacer bien a
sus vasallos, a quienes ama como hijos. En cuanto a los extranjeros los
recibe con benevolencia y quiere verlos, persuadido de que siempre se
aprende de ellos alguna cosa útil, instruyéndose de las costumbres y
máximas de pueblos lejanos.

Esta recomendable curiosidad de Sesostris dio margen a que nos
presentasen a él. Hallábase sobre un trono de marfil, y empuñaba
el cetro de oro. Es ya anciano, pero agradable y lleno de majestad
y dulzura. Administra justicia a sus pueblos con tal paciencia y
sabiduría que pudiera admirarse sin adulación; y después de haber
ocupado el día en arreglar los negocios y administrar una rigurosa
justicia, se solaza durante la noche escuchando hombres sabios u
honrados, a quienes sabe elegir antes de dispensarles su confianza.
En el decurso de su vida solo puede censurársele por haber triunfado
con excesivo aparato de los reyes vencidos, y fiádose de uno de sus
vasallos cuyo carácter describiré más adelante. Llamó su atención mi
juventud, me preguntó mi nombre y patria, y quedamos admirados al
oírle: la prudencia dictaba sus palabras.

[Ilustración]

Poderoso rey, le respondí, no ignoráis el sitio de Troya que ha durado
diez años, ni la ruina de aquella ciudad que tanta sangre ha costado
a la Grecia. Ulises mi padre ha sido uno de los principales reyes que
la han arrasado, y vaga por los mares sin encontrar la isla de Ítaca
que forma sus dominios. Yo le busco, y una desgracia igual a la suya
me ha arrastrado a la esclavitud. Volvedme a mi padre y a mi patria, y
quieran los dioses conservar a vuestros hijos y dejarles disfrutar el
gozo de vivir regidos por un padre tan bueno.

Compadeciose de mí, pero quiso saber si era cierto lo que le decía, y a
este fin nos entregó a uno de sus ministros, encargándole se informase
de los que nos habían apresado acerca de si éramos griegos o fenicios.
Si son fenicios, le dijo, preciso es castigarlos con mayor rigor por
ser enemigos, y haber intentado engañarnos valiéndose de una mentira.
Si griegos, quiero se les trate bien y que regresen a su patria en uno
de mis bajeles, porque estimo a la Grecia; muchos egipcios han dictado
leyes en ella; conozco la virtud de Hércules y la gloria de Aquiles, y
admiro cuanto me han referido de la prudencia del desdichado Ulises:
sobre todo, deseo proteger la virtud desgraciada.

El ministro encargado de este examen posee un corazón tan artificioso
y corrompido cuanto es el de Sesostris generoso y sincero. Llámase
Metofis, y nos hizo varias preguntas procurando sorprendernos; mas
advirtiendo que Méntor respondía con más sagacidad que yo, le miró con
aversión y desconfianza, porque los malos se irritan siempre contra los
buenos, y nos separó, desde cuyo momento ignoro lo que haya ocurrido a
Méntor.

Fue para mí esta separación un golpe mortal. Prometíase Metofis que
examinándonos separadamente podríamos contradecirnos; y sobre todo
que alucinándome con lisonjeras promesas, llegaría a confesar lo
que ocultase Méntor. Por último, no buscaba la verdad de buena fe, y
deseaba hallar algún pretexto para decir al rey que éramos fenicios,
con el objeto de hacernos esclavos. En efecto, sin embargo de nuestra
inocencia, y a pesar de la sabiduría de Sesostris, halló un medio para
engañarle.

¡Cuántos peligros rodean a los reyes! Aun los más sabios son engañados
muchas veces, porque en torno suyo se hallan siempre hombres falaces y
codiciosos. Huyen de ellos los buenos, porque ni adulan ni solicitan:
esperan ser buscados, y los reyes no saben hacerlo. Los malos, por
el contrario, son atrevidos, engañosos, solícitos para insinuarse
y agradar, diestros para fingir, y están dispuestos a hacerlo todo
contra el honor y la conciencia para satisfacer las pasiones de los que
reinan. ¡Ah! ¡Qué infelices son los reyes por estar expuestos a los
artificios del malo! Si no desoyen la lisonja, si no aman a los que les
dicen la verdad, cierta es su perdición. He aquí las reflexiones que yo
hacía en medio de mi desgracia, recordando cuanto había oído decir a
Méntor.

Enviome Metofis hacia las montañas del desierto de Oasis, en compañía
de otros esclavos, para que con ellos me ocupase en guardar sus
numerosos rebaños.

Y bien, interrumpió Calipso, ¿qué hicisteis entonces, vos que
preferisteis en Sicilia la muerte a la esclavitud?

Iba en aumento mi desgracia, respondió Telémaco: carecía hasta del
miserable consuelo de elegir entre la esclavitud y la muerte. Fue
preciso que me viese esclavo, y que agotase todos los rigores de la
fortuna. Ninguna esperanza me quedaba, y ni aun podía decir una sola
palabra para procurar mi libertad. Después me ha dicho Méntor que le
habían vendido a los etíopes y conducídole a Etiopía.

Llegué a aquellos espantosos desiertos en que solo se ven arenas
encendidas en la llanura, y nieves eternas que producen un continuo
invierno en las cumbres de las montañas: encuentran los ganados, entre
las breñas y en la parte media del declive de las escarpadas rocas, el
pasto que necesitan, y son tan profundos los valles que apenas luce en
ellos el encendido Apolo.

Allí no hallé otra cosa que pastores tan rústicos como el país.
Lastimábame de mi suerte durante la noche, y pasaba el día en pos
de mi rebaño para libertarme del furor brutal de un esclavo que se
prometía la libertad manifestándose celoso por los intereses de su
señor, acusando incesantemente a sus compañeros: llamábase Butis, y fue
preciso sucumbir a su rigor. Estrechado por el dolor, olvidé un día
el rebaño y me recosté sobre la yerba cerca de una caverna, y allí
aguardaba la muerte no pudiendo sobrellevar mi desgracia.

[Ilustración]

De improviso noté que se estremecía la montaña, que las corpulentas
encinas y elevados pinos se precipitaban al parecer desde las cumbres,
que los vientos suspendían su acelerado curso, y llegó a mi oído una
voz profunda y pavorosa que articuló estas palabras: Hijo del sabio
Ulises, imita el ejemplo de tu padre, y sé como él, grande por tu
sufrimiento. Los príncipes venturosos no siempre son dignos de serlo,
porque los corrompe la molicie y los embriaga la vanidad. ¡Cuán dichoso
serás si sufres resignado la desgracia y jamás la olvidas! Volverás
a Ítaca, y tu gloria competirá con los astros; pero cuando te veas
superior a los demás hombres, recuerda que has sido débil, pobre y
afligido como ellos, y complácete en consolarlos: ama a tu pueblo,
detesta la lisonja, y sabe que nunca serás grande si no llegas a ser
moderado y animoso para vencer tus pasiones.

Estas palabras celestiales penetraron hasta lo íntimo de mi corazón,
y reanimaron en él el gozo y el valor; mas no experimenté aquel pavor
que hace erizar el cabello y hiela la sangre en las venas cuando los
dioses se dejan oír de los mortales: levanteme con tranquilidad, y
adoré a Minerva postrado y con las manos alzadas hacia el cielo, por
haber creído que a ella debía este oráculo. Desde aquel momento me
sentí superior a la desgracia: la sabiduría ilustraba mi entendimiento,
y ya era capaz de moderar mis pasiones y contener la impetuosidad de
mi juventud. Me hice amar de todos los pastores del desierto, y mi
agrado, sufrimiento y exactitud vencieron al cruel Butis, que se había
complacido en atormentarme, y cuya autoridad reconocían todos los
esclavos.

Para hacer más soportable la esclavitud y la soledad me procuré
libros, pues me hallaba en extremo triste por no encontrar consejos
prudentes que pudiesen alimentar mi entendimiento y confortar mi
corazón. ¡Felices, decía yo, aquellos que disgustados de los placeres
violentos llegan a vivir satisfechos con el goce de ocupaciones
inocentes! ¡Y felices también los que se instruyen y recrean cultivando
el vasto campo de las ciencias! Adonde quiera que los conduzca una
fortuna adversa llevan recursos contra su desgracia, siéndoles
desconocido el disgusto que experimentan los demás hombres en el centro
mismo de los placeres. ¡Afortunado el que hallando su encanto en la
lectura no se ve como yo privado de ella!

Mientras que así discurría, iba internándome en un espeso bosque,
en donde vi cierto anciano que tenía en la mano un libro. Su frente
era espaciosa, aunque surcada de arrugas; cubríale el pecho la
blanca barba; su estatura era alta y majestuosa, y su tez aún fresca
y sonrosada; los ojos penetrantes; suave la voz e insinuantes las
palabras: nunca vi anciano tan venerable. Llamábase Termosiris, y era
sacerdote de Apolo, a quien servía en un templo de mármol, consagrado a
este dios por los reyes de Egipto en aquel bosque. El libro que tenía
en las manos era una colección de himnos en loor de los dioses.

Acercose a mí afectuosamente, y comenzamos a hablar. Refería de tal
manera las cosas pasadas que parecía estarlas viendo, mas con tal
concisión que nunca me cansaron sus narraciones, y preveía lo futuro
por la sabiduría profunda que le hacía conocer a los hombres y los
designios de que son capaces; pero a pesar de su prudencia era jovial,
complaciente, y no podía encontrarse en la más florida juventud tanta
gracia como la que se notaba en aquel hombre en medio de sus muchos
años: al mismo tiempo amaba a los jóvenes dóciles e inclinados a la
virtud. Bien pronto me amó con ternura: llamábame su hijo, y me dio
libros para entretenerme y consolarme. Sin duda, le decía yo muchas
veces, los dioses que me han arrebatado a Méntor, se apiadan de mí
dándome en vos un nuevo apoyo. Inspiraban los dioses a aquel hombre,
semejante a Orfeo y a Lino. Recitábame los versos que había hecho y los
de los más célebres poetas, y cuando revestido de su larga y blanca
túnica tomaba la lira de marfil y cantaba el poder de los dioses, la
virtud de los héroes y la sabiduría del hombre que prefiere la gloria
a los placeres, postrábanse los tigres y leones ante él para halagarle
y lamer su planta, abandonaban los sátiros los bosques para danzar en
torno suyo, parecían sensibles los troncos, y que conmovidas las peñas
se precipitaban desde la cima de los montes al compás de sus canoros
acentos.

[Ilustración]

Me excitaba a que cobrase ánimo, pues no podían abandonar los dioses
a Ulises ni a su hijo, y a que siguiese el ejemplo de Apolo enseñando
a los pastores a cultivar las musas. Apolo, me decía, indignado de que
Júpiter turbase el cielo con sus rayos en los días más serenos, quiso
vengarse hiriendo con sus flechas a los cíclopes que los forjaban.
Desde entonces cesó el Etna de vomitar torrentes de fuego, ya no se
oyeron los fuertes golpes de sus terribles martillos, que cayendo con
violencia en los yunques estremecían las profundas cavernas de la
tierra y los abismos del mar; y empezó a enrobinarse el hierro, a causa
de no trabajarle los cíclopes. Abandonó Vulcano su fragua, y aunque
cojo, subió presuroso al Olimpo cubierto de polvo y de sudor: quejose
amargamente a presencia de todos los dioses, e irritándose Júpiter
arrojó a Apolo de los cielos precipitándole en la tierra: entre tanto
seguía su hermoso carro el acostumbrado curso, y proporcionaba a los
hombres la oscuridad y la luz, dividiendo la noche del día, y marcando
el inalterable período de las estaciones.

Privado Apolo de sus rayos, viose precisado a ser pastor, y apacentó
los rebaños del rey Admeto. Tañía la flauta, y todos los pastores
concurrían a escucharle a la orilla de una clara fuente que nacía
risueña bajo la apacible sombra de copudos olmos. Todos ellos vivieron
hasta entonces cual feroces bestias, sin otra ocupación que apacentar
los ganados, esquilar las ovejas, y elaborar el queso, de modo que el
país parecía un horrible desierto.

Mas bien pronto les hizo conocer Apolo las delicias de la vida
campestre. Cantaba la hermosura de las flores que produce la primavera,
los aromas que exhalan, y la amena verdura que cubre la tierra en pos
de aquella estación florida: describía las hermosas noches del verano,
refrescadas por el soplo de los céfiros para consolar al hombre, y el
plateado rocío que mitiga la sed de la madre común. Eran objeto de sus
canciones las doradas mieses con que recompensa el otoño las afanosas
tareas del labrador, y la sosegada calma del invierno durante el cual
se divierte la tierna juventud danzando en derredor de la hoguera; y
por último representábales ora los sombríos bosques que cubren los
montes y profundos valles, ora los ríos que con mil rodeos discurren
por las praderas gozándose al regarlas, y también enseñó a los pastores
los encantos de la vida campestre para los que saben gozar de la
sencillez y gracias de la naturaleza.

Considerábanse los pastores más felices que los monarcas, y reinaban
en sus humildes chozas los placeres puros que huyen de los palacios.
Los juegos, la risa y la jovialidad acompañaban su inocencia. Eran
diarias las fiestas, y solo escuchaban el trinado gorjeo de las aves,
el agradable soplo de los céfiros que movían dulcemente las hojas del
árbol, el ruido de las aguas que se precipitaban desde las elevadas
rocas, o el melodioso canto que inspiraban las musas a los pastores
compañeros de Apolo. Aprendieron de este a ganar el premio en la
carrera y a herir con sus flechas al gamo y al ciervo. Envidiaron los
dioses la felicidad de los pastores, pareciéndoles la vida que gozaban
superior a su misma gloria, y volvió Apolo al Olimpo.

Hijo mío, añadía, la historia de Apolo debe instruiros, pues os halláis
en el mismo estado. Romped esta tierra inculta; haced como él que brote
flores el desierto; conozcan los pastores los encantos de la armonía;
dulcificad sus corazones salvajes; enseñadles la virtud, y lleguen a
conocer cuán agradable es la soledad, cuyos inocentes placeres nadie
puede quitarles. Vendrá un día, hijo mío, vendrá un día en que los
afanes propios de los que reinan os harán desear la vida pastoril.

Después de haber hablado así Termosiris, me dio una flauta, cuyos
agradables sonidos se repitieron en los ecos de los montes, y atrajeron
en torno mío a los pastores vecinos. Los acentos de mi voz encerraban
una armonía celestial; sentíame superior a mí mismo para cantar las
bellezas con que la naturaleza ha hermoseado los campos, y pasábamos
días enteros y parte de las noches cantando juntos. Todos los pastores
olvidaron sus cabañas y ganados, y permanecían como absortos en
derredor mío mientras yo les daba lecciones: al parecer nada tenían ya
de salvaje los desiertos; todo era en ellos agradable y risueño, pues
civilizados los habitantes, civilizábase la tierra por imitarlos.

Reuníamonos frecuentemente en el templo que servía el sacerdote
Termosiris para hacer sacrificios a Apolo. Iban los pastores coronados
de laureles en honor de este dios, y las pastoras danzando con
guirnaldas de flores y cestas sobre su cabeza, que contenían los dones
sagrados; y después del sacrificio celebrábamos un festín campestre,
siendo los más regalados manjares leche de las cabras y ovejas que
ordeñábamos nosotros mismos, y frutas recientes cogidas por nuestra
propia mano, como el dátil, el higo y la uva: sentábamonos sobre la
florida yerba, y dábannos los frondosos árboles sombra más grata que
los dorados techos de opulentos palacios.

Pero nada extendió mi fama entre los pastores como un león hambriento
que acometió a mi rebaño y comenzó a causar horribles estragos. Corrí a
él sin otras armas que el cayado. Erizó la melena, enseñó el carnívoro
diente y la terrible garra, y abriendo los encendidos ojos batía los
ijares con la cola. Tendile en tierra, y la débil cota de malla que
cubría mi pecho, según la costumbre de los pastores de Egipto, impidió
me despedazase. Tres veces quedó tendido en tierra, y otras tantas se
levantó: sus rugidos estremecían los bosques; por último, le ahogué
entre mis brazos, y los pastores testigos del vencimiento quisieron me
adornase con sus despojos vistiendo la hermosa piel de aquella fiera.

[Ilustración]

La fama de esta hazaña, y el cambio en el carácter y costumbres de los
pastores, se difundió por todo Egipto y llegó a oídos de Sesostris,
a quien dijeron que uno de los dos cautivos apresados como fenicios,
había hecho aparecer de nuevo el siglo de oro en aquellos desiertos
casi inhabitables, y quiso verme, porque era aficionado a las musas
e interesaba a su corazón cuanto podía instruir a los hombres. Me
presenté a él, me oyó con agrado, y averiguó haber sido engañado por la
codicia de Metofis, a quien condenó a una prisión perpetua privándole
además de las riquezas que injustamente poseía. Desdichados, decía,
aquellos que se encuentran en una condición superior a la de los demás
hombres. Las más veces no pueden descubrir la verdad por sí mismos.
Rodeados de personas que impiden llegue a los ojos del que manda, se
interesan en engañarle ocultando su ambición bajo aparente celo. Dicen
aman al rey; mas en realidad aman solo las riquezas que les da, y tan
escaso es su amor que le adulan y engañan solo para obtener su favor.

Desde entonces me trató Sesostris con particular estimación, y resolvió
regresase a Ítaca con tropas y bajeles para libertar a Penélope
de todos sus amantes. Ya estaba dispuesta la armada y pensábamos
embarcarnos. Admiraba yo la instabilidad de la fortuna que ensalza de
repente a los más abatidos; y con esta experiencia me prometía volviese
Ulises a su reino después de padecimientos prolongados, y que podría
hallar a Méntor aunque le hubiesen conducido a los países más remotos
de la Etiopía.

Pero mientras retardaba yo mi partida con la esperanza de lograr
nuevas del uno y del otro, murió repentinamente Sesostris, que era muy
anciano, quedando yo expuesto a nuevas calamidades.

Esta pérdida causó el mayor desconsuelo a todo el Egipto. Lamentábanse
de ella las familias cual pudieran hacerlo de la de su mejor amigo,
de su protector, de su padre. Alzaban las manos al cielo los ancianos
exclamando: ¡Jamás hubo en Egipto mejor rey, ni le habrá semejante!
¡Oh dioses, o no haberle dado a los hombres, o no privarles nunca de
él! ¿Por qué sobrevivimos al gran Sesostris? Murieron las esperanzas
de Egipto, decían los jóvenes: felices nuestros padres que han vivido
bajo el suave imperio de tan buen rey; mas desdichados nosotros que
solo le hemos conocido para lamentar su pérdida. Y sus criados lloraban
amarga e incesantemente. Por espacio de cuarenta días corrieron de
tropel los moradores de los más lejanos pueblos para asistir a sus
funerales, deseosos de ver el cadáver de Sesostris para grabar en la
memoria su imagen; y muchos de ellos quisieran ser encerrados con él en
el sepulcro.

Hizo su pérdida más dolorosa todavía el carácter de su hijo Boccoris,
que ni era humano con los extranjeros, ni protegía las ciencias, ni
amaba la virtud ni la gloria. La grandeza de su padre contribuyó a
hacerle indigno del cetro, pues, educado en la molicie y de carácter
altivo, despreciaba a los hombres por creerlos nacidos solo para
él, y ser de otra naturaleza que ellos; ocupándose únicamente de
satisfacer sus pasiones, dilapidando los inmensos tesoros reunidos
por su padre a costa de fatigas, afligiendo a los pueblos, chupando
la sangre de los desgraciados, y siguiendo por último los perniciosos
consejos de inexpertos jóvenes que le rodeaban, mientras alejaba de
sí con desprecio a los prudentes ancianos que obtuvieron la confianza
de aquel. Era un monstruo, no un rey. Lamentábase todo el Egipto, y
sin embargo de que la memoria de Sesostris era a los egipcios tan
cara y les hacía soportar las crueldades de su hijo, corría este a su
perdición, pues no podía ocupar el trono por mucho tiempo un príncipe
tan indigno de él.

Ninguna esperanza tenía de regresar a Ítaca. Permanecí en una torre
situada a las orillas del mar, cerca de Pelusio, en donde debía
haberse verificado mi embarque si no lo hubiese impedido la muerte de
Sesostris. Logró Metofis la libertad y el favor del nuevo rey, y me
hizo encerrar en aquella torre para satisfacer su encono por haber
sido causa de su desgracia. Pasaba allí los días y las noches en la
mayor aflicción, pareciéndome un sueño la predicción de Termosiris y
lo que había escuchado a la entrada de la caverna: me hallaba en un
abismo de dolor. Contemplaba las olas que venían a estrellarse al pie
de la torre, y los bajeles que, agitados por las borrascas, corrían el
peligro de perecer en las rocas que la servían de cimiento; y, lejos
de compadecer a los que tan próximos se veían al naufragio, envidiaba
su suerte. En breve, decía yo, hallarán término sus desgracias, o
arribarán a su patria; ¡pero triste de mí, que no puedo esperar lo uno
ni lo otro!

[Ilustración]

Cuando así me consumía inútilmente, descubrí una grande armada, cuyos
mástiles y entenas parecían un dilatado bosque. El mar se veía
cubierto de velas hinchadas por el viento, y el incesante golpe de
innumerables remos convertía en espuma la superficie de las aguas.
Por dondequiera llegaba a mis oídos una confusa gritería: corrían
espantados varios egipcios para tomar las armas, mientras corrían
otros en busca de la armada. Pronto conocí que los bajeles que la
componían, parte eran fenicios y parte de la isla de Chipre; porque mis
desgracias me habían suministrado experiencia acerca de la navegación.
Pareciome no estar de acuerdo los egipcios, y sin dificultad juzgué que
las violencias del insensato Boccoris habrían sublevado sus vasallos
encendiendo la guerra civil. Desde lo más elevado de la torre fui
testigo de un combate encarnizado.

Aquellos egipcios, que habían llamado en su auxilio a los extranjeros,
favorecieron el desembarco y en seguida acometieron a sus compatriotas,
a cuya cabeza venía el rey. Animábalos este con su ejemplo, y semejante
al dios Marte corrían en torno suyo ríos de sangre: teñíanse en ella
las ruedas de su carro, que apenas podían rodar sobre los montones
de cadáveres mutilados. Aquel joven rey, bien formado, vigoroso, de
aspecto altivo y fiero, tenía pintados en sus ojos el furor y la
desesperación, y cual un caballo desbocado guiaba el azar su valor
sin que le moderase la prudencia. Ni sabía reparar sus faltas, ni dar
órdenes precisas, ni preveía los males que le amenazaban, ni conducía
sus escuadrones adonde lo exigía la necesidad. Mas no porque le faltase
disposición, no: su valor y su talento eran iguales; sino porque jamás
había recibido las lecciones de la desgracia, y su corazón se hallaba
emponzoñado por la adulación de sus maestros. Embriagado con el poder
y la fortuna, pensaba que debía ceder todo a sus impetuosos deseos,
y le irritaba la menor resistencia. Entonces ya no raciocinaba y,
como fuera de sí, le convertía su propio orgullo en una bestia feroz,
abandonándole la razón y la bondad hasta verse obligados sus más fieles
servidores a huir de su lado; pues solo escuchaba a los que adulaban
sus pasiones. Por esta razón adoptaba siempre resoluciones violentas,
contrarias a sus verdaderos intereses, y detestaban su imprudente
conducta todos los hombres de bien.

Sostúvose por largo tiempo su valor contra una multitud de enemigos;
mas sucumbió. Yo le vi perecer: el dardo de un guerrero fenicio
atravesó su pecho, quedaron abandonadas las riendas de los caballos,
cayó del carro y expiró: cortó su cabeza un soldado de Chipre, y
alzándola del suelo cogida de la cabellera la presentó como en triunfo
al ejército victorioso.

[Ilustración]

Mientras viva no se borrará de mi memoria la vista de aquella cabeza
ensangrentada, con los ojos cerrados, el rostro desfigurado y pálido,
la boca entreabierta como si quisiese acabar la palabra comenzada, y
aquel aire altivo y amenazador que no pudo borrar la misma muerte.
Sí, toda mi vida estará ante mis ojos, y si los dioses me elevasen al
trono algún día, no olvidaré, después de tan funesto ejemplo, que un
rey no es digno del cetro, ni le hace dichoso el poder, si no le somete
a la razón. ¡Ah! ¡Qué desventura es para el hombre destinado a hacer la
felicidad pública, el ser superior a los demás hombres solo para causar
su desgracia!

[Ilustración]




LIBRO III.


SUMARIO.

Refiere Telémaco que el sucesor de Boccoris volvió todos los
prisioneros tirios: que él mismo fue conducido a Tiro en el navío de
Narbal, comandante de la armada tiria, y la pintura que este le hizo
de Pigmalión su rey, temible por su avaricia. Refiere también que
Narbal le instruyó en los reglamentos de comercio de Tiro y que ya iba
a embarcarse en un navío de Chipre para dirigirse por esta isla a la
de Ítaca cuando descubrió Pigmalión que era extranjero y quiso ponerle
preso: que estuvo entonces a pique de perecer; pero que Astarbé, dama
del tirano, le libertó haciendo morir en su lugar a un joven que la
tenía irritada porque había despreciado su amor.


[Ilustración]

LIBRO III.

Escuchaba Calipso con admiración tan sabios discursos; pero lo que más
le maravillaba era la ingenuidad con que Telémaco refería las faltas
que había cometido por precipitación y olvidando la docilidad que debía
al sabio Méntor, hallando una nobleza maravillosa en aquel joven que se
acusaba a sí mismo, y que había aprovechado su imprudencia para hacerse
prudente, cauto y moderado. Continuad, le decía, mi querido Telémaco:
deseo saber con ansia de qué modo salisteis de Egipto, y adónde
encontrasteis al sabio Méntor, cuya pérdida os fue tan justamente
sensible.

Los egipcios más virtuosos y fieles a su rey, prosiguió Telémaco,
tenían menos fuerza, y al verle muerto cedieron a sus enemigos, y
alzose otro rey llamado Termutis. Retiráronse los fenicios y las tropas
de la isla de Chipre después de haber ajustado alianza con el nuevo
rey. Diose libertad a todos los prisioneros fenicios, y yo también la
obtuve considerándome como tal. Salí de la torre, me embarqué con los
demás, y comenzó la esperanza a reanimar mi corazón. Hinchaba las velas
un favorable viento, azotaban los remeros las espumosas olas, hallábase
el mar cubierto de bajeles, gritaban gozosos los marineros, alejábanse
de nosotros las costas de Egipto, y desaparecían a nuestros ojos las
montañas y colinas; por último ya veíamos únicamente cielo y agua,
y entre tanto alzábase el sol, cuyos reflejos salían al parecer del
centro de las aguas, doraban sus rayos las cumbres de las montañas, que
apenas se percibían en el horizonte, y cubierta toda la bóveda celeste
de un oscuro azul, nos anunciaba un próspero viaje.

Aunque había obtenido la libertad como fenicio, no era conocido de
los que me acompañaban. Narbal, que mandaba el bajel en que yo iba,
me preguntó mi nombre y patria. ¿De qué ciudad de la Fenicia sois? me
dijo. De ninguna, le respondí; pero los egipcios me apresaron en una
nave fenicia: bajo este nombre he padecido mucho tiempo, y bajo el
mismo me han dado libertad. ¿De qué país sois pues?, replicó Narbal. Y
yo le hablé así: Soy Telémaco, hijo de Ulises, rey de Ítaca en Grecia.
Mi padre se ha hecho célebre entre todos los reyes que asediaron la
ciudad de Troya; mas los dioses no le han permitido regresar a su
patria: le he buscado en varios países, y la fortuna me ha perseguido
como a él: ved en mí un desgraciado que suspira únicamente por volver a
su país y hallar a su padre.

Mirome Narbal lleno de admiración, creyendo descubrir en mí alguna cosa
de las que conceden los dioses para hacer dichosos a los que quieren
proteger, y que no son comunes a los demás. Era naturalmente generoso
y sincero: excitó su compasión mi desgracia, y me trató con la mayor
confianza, inspirado sin duda por los dioses para salvarme de un gran
peligro.

Telémaco, me dijo, no dudo de lo que me decís, ni debo dudar de ello,
porque no me permiten desconfiar de vos la aflicción y la virtud que
se ven retratadas en vuestro semblante, y aun creo que los dioses, a
quienes siempre he procurado servir, os protegen inclinándome a que
os ame cual un hijo. Os daré un consejo saludable, y en recompensa
solo exijo de vos el secreto. No temáis, le respondí, tenga que
violentarme para callar lo que me confiéis: aunque joven, ya es en mí
vieja la costumbre de no decir mis secretos, y aun mucho más la de no
burlar la confianza del que deposita los suyos en mi pecho. ¿Y cómo
habéis podido, volvió a decirme, contraer ese hábito siendo tan joven?
Mucho celebraría me dijeseis los medios que os han hecho adquirir tan
recomendable cualidad, que es el fundamento de la prudencia, y sin la
cual son inútiles los más esclarecidos talentos.

Al partir Ulises, le respondí, para ir al sitio de Troya, me sentó
sobre sus rodillas y me estrechó entre sus brazos, según me han
referido, y después de besarme con ternura, me dijo estas palabras,
aunque no podía yo entenderlas por mis pocos años: Hijo mío, no
permitan los dioses que vuelva a verte jamás; antes la guadaña de la
parca corte el hilo de tu vida ahora que apenas comienzas a existir, a
la manera que el segador corta con su hoz la tierna flor que empieza
a crecer; que mis enemigos te despedacen a los ojos de tu madre y a
los míos, si ha de llegar día en que corrompido por el vicio abandones
la virtud. ¡Oh amigos míos!, continuó: os dejo este hijo que tan caro
me es: cuidad de su infancia: si me amáis, alejadle de la perniciosa
adulación; enseñadle a vencerse, cual al tierno arbusto cuyas ramas se
doblan para darles dirección. Sobre todo, nada olvidéis para hacerle
justo, benéfico, sincero y fiel para guardar un secreto; porque
cualquiera que sea capaz de mentir, es indigno de que se le considere
como hombre; y el que no sabe callar no es digno del cetro.

[Ilustración]

Os he referido estas palabras, porque han cuidado de repetírmelas, y,
penetrando hasta el fondo de mi corazón, yo también las repito muchas
veces.

Cuidaron los amigos de mi padre de acostumbrarme desde niño al
secreto, y aun me hallaba en la infancia cuando ya me confiaban sus
penas al ver expuesta a mi madre a la temeridad de los muchos que
deseaban enlazarse con ella, y tratáronme desde entonces como a un
hombre prudente y formado, ocupándome en asuntos de importancia e
instruyéndome de cuanto practicaban para alejar a aquellos obstinados
pretendientes. Complacíame tal confianza, y me consideraba ya como
hombre experimentado; pero nunca abusé de ella, ni salió de mi boca una
sola palabra que pudiese descubrir el menor secreto. Por el contrario,
procuraban aquellos muchas veces les dijese cuanto hubiese visto u
oído, con la esperanza de que por ser niño no sabría callarlo; mas
respondíales sin mentir ocultándoles lo que no debían saber.

Ya veis, Telémaco, me dijo entonces Narbal, el poder de los fenicios:
son temibles a todas las naciones vecinas por el crecido número de
sus bajeles, y porque el comercio que hacen, hasta las columnas de
Hércules, les proporciona riquezas mucho mayores que las de los
pueblos más florecientes. El gran Sesostris, que nunca hubiera
podido vencernos por mar, con dificultad nos venció por tierra con
los numerosos ejércitos que conquistaron todo el oriente, y nos
impuso un tributo que hemos pagado poco tiempo, pues nos hallábamos
demasiado ricos y poderosos para sufrir con paciencia el yugo de la
dependencia, y recobramos nuestra libertad. La muerte ha impedido a
Sesostris terminar la guerra. Cierto es que debíamos temerlo todo de
su prudencia, más aún que de su poder; pero pasando este a las manos
de su hijo, conocimos haber llegado el término de nuestros temores.
En efecto, lejos de invadir de nuevo los egipcios nuestro territorio
para sojuzgarnos segunda vez, se han visto precisados a llamarnos en su
auxilio para libertarles del ominoso yugo de su impío rey, y hemos sido
sus libertadores. ¡Qué nueva gloria para la libertad y opulencia de los
fenicios!

Pero mientras les damos libertad somos esclavos. ¡Oh Telémaco!, temed
caer entre las manos de nuestro rey Pigmalión; en aquellas manos
crueles, manchadas con la sangre de Siqueo, esposo de su hermana Dido,
que deseosa de venganza huyó de Tiro con muchas naves, seguida de casi
todos los que aprecian la virtud y la libertad para establecerse en
la costa de África, fundando la famosa ciudad de Cartago. Pigmalión
se hace cada vez más odioso por la insaciable sed de riquezas que le
atormenta: el poseerlas es un delito en Tiro, pues el que las posee se
hace sospechoso a sus ojos codiciosos: persigue al rico y desconfía del
pobre.

Mas para él, es mayor delito la virtud; pues conoce que los buenos no
pueden soportar sus injusticias, y condenado por la virtud se exaspera
e irrita contra los virtuosos. Todo agita, inquieta y atormenta su
corazón; teme a su propia sombra, no reposa de día ni de noche, y los
dioses le colman de tesoros, que no se atreve a disfrutar, sin duda
para confundirle: así es que lo mismo que busca para ser dichoso, le
hace infeliz: siente dar, y temiendo perder no se sacia de adquirir.

Rara vez se le ve: hállase solo, triste, abatido en el retiro de su
palacio, sin que osen acercarse a él sus amigos para evitar sospeche de
ellos. El palacio está siempre circuido de una terrible guardia, armada
de picas y de espadas desnudas. Habita encerrado en treinta aposentos
que se comunican unos con otros, y todos ellos tienen gruesas puertas
de hierro, cada una con seis cerrojos; pero jamás puede saberse en cuál
se entrega al descanso, y aun aseguran no ocupa uno mismo dos noches
seguidas, temeroso de que le asesinen. Le son desconocidos los placeres
inocentes, y hasta la amistad que es todavía más grata; y cuando
le dicen que se entregue al gozo, siente que huye de él, rehusando
albergarse en su corazón. En sus ojos hundidos brilla un fuego feroz,
vagan inquietos sin cesar de un objeto a otro, cáusale desasosiego
el menor ruido, píntase la palidez en su rostro, y descúbrese el
remordimiento en su arrugada frente. Siempre taciturno y suspirando,
lanza del pecho profundos ayes, y no puede ocultar los remordimientos
que despedazan sus entrañas. Disgústanle los más exquisitos manjares, y
lejos de fundar esperanzas en sus hijos, son para él objeto de terror,
porque los considera sus más peligrosos enemigos. En su vida ha gozado
un momento de tranquilidad: consérvase a fuerza de sangre, derramando
la de aquellos a quienes teme. ¡Insensato! ¿No ve que su crueldad
producirá su muerte? Tal vez alguno de sus domésticos, tan suspicaz
y desconfiado como él, se apresurará a librar al mundo de semejante
monstruo.

[Ilustración]

Por mi parte temo a los dioses: a costa de cualquier sacrificio
permaneceré fiel al rey que me han dado: será preferible para mí
decrete él mi muerte que arrebatarle yo la vida, y también que olvide
la obligación de defenderle. Mas vos, Telémaco, guardaos de decirle
que sois hijo de Ulises, porque os encerraría en una prisión con la
esperanza de la considerable suma que daría por vuestro rescate a su
regreso a Ítaca.

Seguí el consejo de Narbal después que llegamos a Tiro, y hallé
confirmada la verdad de cuanto me había referido, sin que pudiese
comprender de qué modo llegaría un hombre a hacerse tan despreciable
como parecía Pigmalión a mis ojos.

Sorprendido del espantoso cuadro que se me ofrecía, nuevo para mí,
exclamaba: He aquí un hombre que ha procurado ser feliz: ha creído
llegar a serlo en el centro de las riquezas, y revestido de un poder
absoluto: posee cuanto puede desear: sin embargo vive miserable a
causa de sus tesoros y de su autoridad. Si fuese pastor, cual yo en
otro tiempo, viviría tan feliz como yo lo era entonces; gozaría sin
remordimiento los placeres inocentes del campo; no temería el puñal
ni la ponzoña; amaría a los hombres y sería también amado; carecería
de las riquezas que le son tan inútiles como el barro, pues no osa
tocarlas; pero gozaría libremente los frutos hermosos de la tierra,
y no experimentaría ninguna necesidad verdadera. Este hombre obra en
todo según desea, mas es preciso que no lo haga, pues le conducen sus
impetuosas pasiones arrastrado siempre por la codicia, por el temor y
por la sospecha; y mientras se le cree señor de los demás hombres, no
lo es ni aun de sí mismo, porque tiene tantos dueños y tantos verdugos
cuantos son sus violentos deseos.

Así juzgaba de Pigmalión sin conocerle, pues no se le veía: solo
era lícito mirar aquellas elevadas torres, rodeadas día y noche de
guardias, donde se había encerrado con sus tesoros cual un preso, y al
mirarlas no se hacía sin temor. Comparaba a este invisible rey con el
amable Sesostris, tan accesible, tan afectuoso, tan solícito de conocer
a los extranjeros, tan atento para escuchar a todos y para extraer del
corazón humano la verdad que se oculta siempre a los reyes. Sesostris,
decía yo, ni temía, ni debía temer nada; presentábase a sus vasallos
como a sus hijos: Pigmalión todo lo teme y debe temerlo. Este mal rey
se ve a todas horas amenazado de un fin funesto, aun dentro de su
propio palacio y rodeado de sus guardias. Por el contrario, Sesostris
vivía seguro entre la multitud, cual un buen padre de familia en su
hogar y en medio de sus hijos.

Mandó Pigmalión regresasen a la isla de Chipre las tropas que habían
venido a auxiliar a las suyas a consecuencia de la alianza de ambos
pueblos, y aprovechó Narbal esta ocasión para darme libertad,
haciéndome pasar revista entre los soldados chipriotas, porque aquel
sospechaba hasta de las cosas de menos importancia.

Es defecto ordinario en los príncipes demasiado fáciles y descuidados
depositar una confianza ciega en favoritos corrompidos y falaces; mas
el de Pigmalión era desconfiar de los más honrados: no sabía conocer
la ingenuidad y rectitud de los que obraban sin doblez, y por esta
razón nunca vio a su lado hombres de bien, pues estos no buscan a un
rey corrompido. Además, desde que se halló en el trono advirtió tal
fingimiento y perfidia en los que le servían, y tantos vicios horribles
disfrazados con las apariencias de virtud, que consideraba a los
hombres, sin distinción, como si estuviesen enmascarados. Suponía que
no existe sobre la tierra virtud sincera, y por consecuencia de tal
error, considerábalos a todos iguales. Cuando hallaba un hombre falso
y corrompido no cuidaba de buscar otro, juzgando no le hallaría mejor;
y parecíanle los buenos peores que los malos más declarados, porque los
creía tan malos como ellos y más engañosos.

[Ilustración]

Mas volviendo a mí, confundiéronme con los chipriotas, y burlé la
penetrante suspicacia del rey. Temblaba Narbal temeroso de que fuese
descubierto, porque a él y a mí nos hubiera costado la vida. Deseaba
con impaciencia que partiese, mas detuviéronme largo tiempo en Tiro los
vientos contrarios.

Aproveché esta detención para instruirme de las costumbres de los
fenicios, tan célebres en todas las naciones conocidas. Admiraba la
situación ventajosa de aquella gran ciudad, edificada sobre una isla.
La costa inmediata es deliciosa por su fertilidad, por los frutos
exquisitos que produce, por las muchas y contiguas poblaciones que
se ven en ella, y últimamente por la benignidad de su clima; pues
defendida por las montañas de los abrasados vientos del mediodía, la
refresca el norte que sopla por la parte del mar. Hállase aquel país al
pie del Líbano, cuya alta cima atraviesa las nubes y se empina para
tocar con los astros. Hielos eternos cubren la cresta y precipítanse
ríos de nieve desde las rocas que coronan la cumbre. Debajo de ella
crece un dilatado bosque de cedros tan viejos al parecer como la tierra
que los sustenta, alzando atrevidos sus pobladas copas hacia el cielo:
a su sombra hallan los ganados pastos abundantes en el declive de la
montaña; y allí se ven vagar el toro y la oveja con sus crías, paciendo
a la vez y retozando: deslízanse por entre la yerba cristalinos
arroyos, y reinan por último a un mismo tiempo la primavera y el otoño
en la parte baja, formando un delicioso jardín que produce a la par
flores y frutas; y ni el bravo aquilón ni los infestados soplos del
mediodía, que todo lo secan y abrasan, han osado jamás borrar los vivos
colores que adornan aquel hermoso vergel.

Cerca de aquella hermosa costa se halla la isla en que está situada la
ciudad de Tiro, que parece flotar sobre las aguas y señorear los mares.
A ella arriban los mercaderes de toda la tierra, y sus habitantes
hacen el comercio más extenso del universo. Al entrar en ella parece
llegar, no a la capital de una nación, sino a la metrópoli común, al
centro del comercio universal. Tiene dos grandes muelles, que a manera
de dos brazos se extienden hacia el mar y ciñen un anchuroso puerto al
abrigo de los vientos, en el cual se ve un bosque de mástiles, pues sus
bajeles son tan numerosos que apenas puede descubrirse el agua en que
flotan. Todos los moradores se dedican al comercio, y sus riquezas no
los distraen del trabajo necesario para aumentarlas. Encuéntrase allí
por todas partes el delicado lino de Egipto y la admirable púrpura de
Tiro dos veces teñida, cuyo doble tinte no puede borrar el tiempo:
úsanle para las telas finas de lana, que recamadas de oro y plata
adquieren un nuevo realce. El comercio de los fenicios se extiende
hasta Gades, y penetrando en el vasto océano han abrazado toda la
tierra. También han hecho largas navegaciones en el mar Rojo, y por
este camino van a buscar a islas desconocidas el oro, los aromas, y
varios animales que no se hallan en ninguna otra parte.

No me cansaba yo de considerar el cuadro que presentaba aquella gran
capital, donde todo era actividad, todo era vida, todo movimiento. No
se veían, como en otras ciudades de Grecia, ociosos y noveleros que
corren a los sitios públicos a adquirir noticias, o pasean los muelles
para ver a los extranjeros que arriban. Ocupábanse los hombres en
descargar las naves, trasportar las mercaderías o venderlas, colocarlas
en los almacenes, llevar cuenta exacta de sus créditos contra los
negociantes de otros países, y las mujeres en doblar piezas de ricas
telas, hilar lanas, o hacer diseños para los bordados.

¿Cuál es la causa, pregunté a Narbal, de que los fenicios se hayan
hecho dueños del comercio de toda la tierra, y de que por este medio
se enriquezcan a costa de los demás pueblos? La situación de Tiro, me
respondió, es como veis a propósito para el comercio. Nuestra patria
tiene la gloria de haber inventado la navegación; pues si hemos de
dar crédito a lo que nos refiere la más remota antigüedad, los tirios
fueron los primeros que humillaron las olas mucho tiempo antes de
la época de Tifis y de los argonautas tan ponderados en Grecia. Los
tirios, digo, fueron los primeros que osaron confiarse a un frágil leño
al capricho de las olas y de los vientos, para sondar los abismos del
mar, para observar los astros lejos de su patria, según la ciencia de
los egipcios y babilonios, y que reunieron en fin tantos pueblos que
habían separado los mares. Son industriosos, sufridos, laboriosos,
aseados, sobrios y económicos: su policía es exacta, viven en la más
estrecha armonía, y jamás pueblo alguno fue más constante y sincero,
más fiel y seguro, ni más cómodo para los extranjeros.

He aquí, sin buscar otra, la causa de que sea suyo el imperio de
los mares, y de que florezca en su puerto tan útil comercio. Si se
introdujesen entre ellos la rivalidad y la discordia; si comenzasen a
afeminarse con los deleites y la ociosidad; si desdeñasen el trabajo
y la economía las primeras personas de la nación; si cesasen de ser
honradas en Tiro las artes; si desapareciese la buena fe para con los
extranjeros; si sufriesen la menor alteración las reglas establecidas
para su libre comercio; si descuidasen las manufacturas y suspendiesen
los grandes desembolsos necesarios para la perfección de cada una de
las mercancías, bien pronto veríais declinar el poder que admiráis.

Pero explicadme, le dije, los medios a propósito para establecer yo
un día en Ítaca igual comercio. Haced, contestó, lo que aquí se hace:
recibid bien y sin dificultad a todos los extranjeros: hallen en
vuestros puertos absoluta libertad, seguridad, comodidades, y no os
dejéis nunca arrastrar por la codicia y la vanidad, pues el verdadero
medio de ganar mucho, es no aspirar nunca a ganar demasiado, y saber
perder a propósito. Procurad que os amen los extranjeros, toleradles
algunas cosas, y guardaos de excitar su envidia: sed constante en
observar las reglas de comercio, pues son tan fáciles y sencillas:
acostumbrad a vuestros pueblos a que las guarden inviolablemente:
castigad con severidad el fraude, el descuido, y hasta el lujo de los
mercaderes, que arruina el comercio al mismo tiempo que a ellos.

Sobre todo absteneos de poner trabas al comercio para conducirle a
vuestros fines; porque no debe el príncipe mezclarse en él, temeroso
de estrecharle, dejando toda la utilidad a los vasallos que sufren
las penalidades que le son anejas: de otra manera se desalentarán
estos; él ya obtendrá grandes ventajas por las grandes riquezas que
entrarán en sus estados. El comercio es semejante a algunos manantiales
que se agotan si se intenta alterar su corriente. La utilidad y las
comodidades atraen a los negociantes, y si hacéis el comercio incómodo
o poco útil, se retirarán insensiblemente y no volverán, porque
aprovechándose otros pueblos de vuestra imprudencia, los atraerán a
sus puertos y se acostumbrarán aquellos a pasar sin el que hacían en
los vuestros. Sin embargo, es preciso convenir en que la gloria de
Tiro hace algún tiempo que se ve oscurecida. ¡Oh mi querido Telémaco,
si hubieseis sido testigo de ella antes del reinado de Pigmalión,
os hubiera admirado mucho más! Aquí no halláis ahora otra cosa que
reliquias tristes de una grandeza que amenaza ruina. ¡Desventurada
Tiro! ¡En qué manos has venido a caer! ¡En otro tiempo te traía el mar
tributos de todos los pueblos de la tierra!

Mas Pigmalión todo lo teme de los extranjeros y de sus vasallos, y en
vez de abrir sus puertos, según costumbre antigua, a todas las naciones
más lejanas concediéndoles libertad absoluta, quiere saber el número de
bajeles que arriban, de dónde, el nombre de los pasajeros, el objeto de
su comercio, la clase y precio de sus mercancías, y el tiempo que deben
permanecer en ellos. Y aun hace cosas peores, pues obra con engaño para
sorprender a los negociantes y confiscar las mercancías inquietando
a los que juzga más opulentos, estableciendo impuestos nuevos bajo
diversos pretextos. Quiere negociar, y todo el mundo teme hacerlo con
él, y así desfallece el comercio y olvidan poco a poco los extranjeros
el camino de Tiro, tan grato para ellos en otro tiempo; y si Pigmalión
no cambia de conducta, bien pronto pasarán nuestra gloria y poder a
otro pueblo mejor gobernado que nosotros.

Pregunté en seguida a Narbal cómo se habían hecho los tirios tan
poderosos por mar, pues deseaba no ignorar cosa alguna de las que
pueden ser útiles para gobernar un estado. Los bosques del Líbano,
me respondió, nos proveen de maderas para las naves: a cuyo objeto
las reservamos cuidadosamente, pues jamás se cortan sino para usos de
utilidad pública, y tenemos además la ventaja de hábiles operarios para
la construcción.

¿Y cómo habéis podido encontrar esos operarios?, repliqué.

Han ido formándose poco a poco en el país, me respondió; porque cuando
hallan recompensa los aventajados en las artes, puede asegurarse que en
breve haya quien las lleve al mayor grado de perfección, dedicándose a
ellas los que poseen grandes talentos con el estímulo de considerables
recompensas. Aquí se honra a cuantos sobresalen en las artes y ciencias
útiles a la navegación: se dispensan consideraciones al buen geómetra;
se aprecia mucho al hábil astrónomo; se colma de bienes al piloto que
aventaja a los demás; no se desprecia al buen carpintero, al contrario,
se le paga y trata bien; halla recompensas ciertas y proporcionadas
a sus servicios el diestro remero, se le alimenta y asiste cuando se
halla enfermo, se cuida de su familia en su ausencia, se indemniza a
esta si aquel perece en el naufragio, regresa a sus hogares después
de haber servido por determinado tiempo, y por este medio se hallan
cuantos son necesarios. Complácese el padre en dedicar al hijo a tan
buena ocupación, y se apresura a instruirle en el manejo del remo desde
la primera edad, a tender el cable y despreciar las borrascas. Así se
conduce a los hombres sin violencia por el camino de las recompensas
y del buen orden, y es en vano que la autoridad sola quiera producir
el bien, porque no basta para ello la obediencia de los inferiores:
preciso es ganar los corazones, y que hallen los hombres ventajas en
aquellas mismas cosas en que haya de aprovechar su industria.

Después de haber hablado así Narbal, me condujo a los almacenes,
arsenales y demás menesteres destinados a la construcción naval:
exigía yo la explicación de cada cosa, y escribía cuanto me era nuevo,
recelando olvidar alguna circunstancia útil.

Sin embargo, como me amaba y conocía a Pigmalión, esperaba con
impaciencia mi partida, temeroso de que fuese descubierto por los
espías del rey, que día y noche discurrían por la ciudad; mas los
vientos me impedían realizarla. Cuando nos ocupábamos en reconocer
detenidamente el puerto e instruirnos de varios negociantes, se acercó
a nosotros un ministro de Pigmalión que dijo a Narbal: El rey acaba de
saber por uno de los capitanes de las naves que han regresado con vos
de Egipto, que habéis conducido un extranjero que pasa por chipriota:
quiere que sea detenido y que se averigüe con certeza de qué país es:
con vuestra cabeza responderéis de su persona. Hallábame yo a alguna
distancia ocupado en observar las proporciones empleadas por los
tirios en la construcción de una nave casi nueva, que por guardarlas
exactamente en todas sus partes decían ser la más velera que se
había visto en el puerto, y me informaba del que había dirigido su
construcción.

[Ilustración]

Sobrecogido y lleno de temor, Narbal respondió: Voy a buscar a ese
extranjero que es de la isla de Chipre. Mas luego que le perdió de
vista corrió a avisarme del peligro en que me hallaba. Ya lo había yo
previsto, me dijo, mi querido Telémaco: estamos perdidos. El rey, a
quien atormenta día y noche la desconfianza, sospecha que no sois de la
isla de Chipre; manda se os arreste, y que yo perezca si no os pongo
en sus manos. ¿Qué haremos? ¡Dioses, inspiradnos para salir de este
peligro! No habrá otro remedio, Telémaco, que conduciros al palacio
del rey: sostened que sois chipriota, natural de Amatunte, e hijo de
un estatuario de Venus: yo diré que he conocido a vuestro padre, y
acaso os dejará partir sin más investigaciones: no hallo otro medio de
salvar vuestra vida y la mía.

Dejad perezca un desgraciado a quien el destino persigue, respondí
a Narbal: yo sé morir, y os debo demasiado para envolveros en mi
infortunio. No puedo resolverme a mentir: ni soy chipriota, ni diré
tampoco que lo soy. Los dioses ven mi sinceridad, y a ellos toca
conservar mi vida si les place; mas no pretendo salvarla por medio de
una mentira.

Telémaco, replicó Narbal, esta nada tiene que no sea inocente, ni aun
los dioses pueden condenarla: sin perjudicar a nadie, salva a dos
inocentes, y engaña al rey sin otro objeto que impedirle un crimen.
Lleváis al extremo el amor a la virtud y el temor de ofender a la
religión.

Basta, le dije yo, que la mentira lo sea, para considerarla indigna de
un hombre que habla en presencia de los dioses y que todo lo consagra
a la verdad: el que la empaña ofende a aquellos y a sí mismo, pues
habla contra su conciencia. No me propongáis, Narbal, lo que es indigno
de vos y de mí. Si los dioses se compadecen de nosotros, ellos nos
libertarán: si quieren que perezcamos, seremos víctimas de la verdad
y dejaremos un ejemplo a los hombres de haber preferido la virtud sin
mancha a una vida prolongada: la mía ya es demasiado larga para ser tan
desventurado. Por vos solo se aflige mi corazón, mi querido Narbal.
¿Por qué ha de seros tan funesta la amistad que habéis dispensado a un
infeliz extranjero?

Así permanecíamos largo tiempo cuando vimos acercarse presuroso a otro
ministro del rey, que venía de parte de Astarbé.

Era esta bella como una diosa: a las gracias del cuerpo reunía
los talentos: jovial, lisonjera, insinuante, pero estos atractivos
engañosos ocultaban un corazón cruel y maligno como el de las sirenas;
pues poseía el arte de disfrazar sus sentimientos por medio de la
ficción y el artificio. Su belleza, su talento, su encantadora voz y
su armoniosa lira habían ganado el corazón de Pigmalión, que, ofuscado
por un amor violento hacia ella, abandonó a la reina Tofa, su esposa.
Solo pensaba en satisfacer los deseos de la ambiciosa Astarbé, cuyo
amor no le era menos funesto que su infame codicia. Pero sin embargo de
amarla tanto, causábale a ella el rey desprecio y disgusto, ocultando
sus verdaderos sentimientos y aparentando desear vivir solo para él
mientras era este insufrible a sus ojos.

Había en Tiro un joven de Lidia llamado Malacón, de maravillosa
hermosura pero afeminado, delicado y encenagado en todos los placeres:
cuidaba solo de conservar la finura de su tez, peinar el rizado cabello
que descendía sobre la espalda, perfumarse, llevar con garbo los
vestidos, y cantar sus amores acompañado de la lira. Viole Astarbé y
le amó con frenesí. Despreciola él, porque amaba a otra y porque temía
además exponerse al cruel resentimiento del rey: ofendiose esta al
verse despreciada, y en el exceso de su desesperación imaginó podía
lograr pasase Malacón por el extranjero a quien buscaban de orden del
rey, y que decían haber llegado a Tiro en compañía de Narbal.

En efecto, persuadió a Pigmalión y corrompió a cuantos podían haberle
desengañado, pues como este no apreciaba a los hombres virtuosos, ni
sabía conocerlos, estaba rodeado de personas interesadas, artificiosas
y dispuestas a ejecutar sus órdenes injustas y sanguinarias, las
cuales temían la autoridad de Astarbé, y contribuían a engañar al rey
temerosos de desagradar a aquella mujer altiva, que gozaba toda su
confianza; y así, aunque conocido Malacón por lidio en toda la ciudad,
fue reputado por el joven extranjero que Narbal condujera de Egipto, y
se le puso en prisión.

[Ilustración]

Recelando Astarbé se presentase Narbal al rey y descubriese su
impostura, envió apresuradamente a aquel ministro que le dijo estas
palabras: Astarbé os prohíbe descubráis al rey quien es el extranjero
que habéis conducido de Egipto: solo exige guardéis silencio, y obrará
de modo que el rey quede satisfecho de vos. Sin embargo, daos prisa
a que se embarque con los chipriotas a fin de que no sea visto en la
ciudad. Prometió callar Narbal lleno de gozo al ver podría salvar por
este medio su vida y la mía; y satisfecho aquel ministro de haber
logrado lo que deseaba, fue a dar cuenta a Astarbé de su comisión.

Admiramos la bondad de los dioses que recompensaban nuestra sinceridad,
y cuidan solícitos de aquellos que todo lo arriesgan por la virtud.

Mirábamos con horror a un monarca entregado a la codicia y la
sensualidad. El que con tanto exceso, decíamos, teme ser engañado,
merece serlo y lo es casi siempre groseramente. Desconfía de los
hombres de bien y deposita su confianza en los malvados, y solo él
ignora lo que pasa. Ved a Pigmalión que es juguete de una mujer
liviana. No obstante, los dioses hacen a la mentira instrumento de
salvación para los buenos que prefieren la verdad a la vida.

Notamos haber cambiado los vientos y que eran ya favorables para
navegar a Chipre. Los dioses manifiestan su voluntad, exclamó Narbal:
quieren salvaros, Telémaco: huid de esta tierra de maldición y de
crueldad. ¡Ojalá pudiera seguiros a las más desconocidas riberas
para vivir y morir a vuestro lado! Mas un destino adverso me une a
mi desdichada patria, y es preciso padecer con ella: tal vez me veré
obligado a sepultarme entre sus ruinas: no importa, con tal que diga
siempre la verdad y ame mi corazón la justicia. En cuanto a vos, caro
Telémaco, quieran los dioses guiaros y concederos hasta el último
instante de vuestra vida la virtud, don el más precioso de todos los
dones. Vivid, regresad a Ítaca, consolad a Penélope y libradla de sus
temerarios amantes. Vean vuestros ojos, estrechen vuestros brazos al
sabio Ulises, y halle él en vos un hijo que le iguale en sabiduría;
pero en medio de vuestra felicidad acordaos del desventurado Narbal y
conservadle siempre en vuestro corazón.

Al acabar estas palabras le estrechaba silencioso en mis brazos, porque
los sollozos enmudecían mi voz y bañábale con mis lágrimas. Me acompañó
hasta el navío, permaneció en la orilla del mar, y partí sin que
dejásemos de mirarnos mutuamente mientras pudimos vernos.

[Ilustración]




LIBRO IV.


SUMARIO.

Calipso interrumpe a Telémaco para que descanse. Repréndele Méntor
a solas porque había hecho tan exacta narración de sus aventuras y
le aconseja que las acabe de contar, pues que ya las había empezado.
Telémaco refiere que durante su navegación desde Tiro tuvo un sueño
en que vio a Venus y a Cupido contra quienes le protegía Minerva: que
después le pareció haber visto también a Méntor que le exhortaba a que
huyese de aquella isla: que al despertar notó que se había levantado
una borrasca en la que sin duda hubiera perecido si él mismo no hubiera
tomado el timón del navío, porque los chipriotas se habían embriagado
de modo que no estaban en estado de dirigirle: que a su arribo a la
isla vio con horror los ejemplos más contagiosos, pero que hallándose
también en ella el sirio Hazael, de quien Méntor había venido a ser
esclavo, le devolvió a este su sabio director y los embarcó en su navío
para llevarlos a Creta, en cuya travesía vieron el hermoso espectáculo
de Anfitrite en su carro tirado de caballos marinos.


[Ilustración]

LIBRO IV.

Inmóvil había permanecido Calipso arrebatada de gozo escuchando las
aventuras de Telémaco; mas le interrumpió recordándole la necesidad de
descanso. Tiempo es, le dijo, de que vayáis a disfrutar las dulzuras
del sueño después de tantos trabajos. Aquí nada debéis temer: todo os
es propicio. Regocijaos y disfrutad la paz y todos los demás beneficios
de que van a colmaros los dioses; y mañana cuando la Aurora descubra
con su purpúrea mano las puertas doradas del oriente, y cuando los
caballos de Febo salgan de las aguas para difundir la luz del día
ahuyentando las estrellas que reverberan en el éter, volveremos a
emprender la historia de vuestros infortunios. ¡Caro Telémaco, nunca
Ulises os igualó en valor y sabiduría! Aquiles vencedor de Héctor,
Teseo después de su salida del averno, hasta el grande Alcides que
purgó la tierra de tantos monstruos, no mostraron jamás tal esfuerzo
y valor como vos. Ojalá que rendido al dulce sueño se os haga corta la
noche; mas ¡ay!, ¡cuán larga será para mí!, ¡cuánto se retardará el
placer de veros, de escucharos y de haceros referir de nuevo lo que ya
sé y lo que aún no me habéis referido! Retiraos con el sabio Méntor a
quien os han restituido los dioses; id a esa gruta retirada en donde
todo se halla preparado para que descanséis. Quiera Morfeo derramar los
más dulces encantos sobre vuestros cansados párpados, que circule por
vuestros fatigados miembros un bálsamo divino, y que se presenten a
vuestra fantasía las más placenteras imágenes, que, volando risueñas en
torno vuestro, embriaguen de placer los sentidos alejando cuanto pueda
sacaros de los brazos del sueño.

Ella misma condujo a Telémaco a una gruta separada de la suya, que no
era menos rústica, ni menos agradable. Corría desde el extremo de ella
una fuente, cuyo murmullo convidaba al sueño, y allí habían preparado
las ninfas dos lechos de tierna y olorosa verdura, y extendido sobre
ellos dos hermosas pieles, una de león para Telémaco y otra de oso para
Méntor.

Os habéis dejado llevar, dijo este a Telémaco antes que el sueño
cerrase sus ojos, de la satisfacción de referir vuestras aventuras y
encantado a Calipso describiendo los peligros de que os han sacado el
valor y la astucia, y con ello no habéis hecho otra cosa que inflamar
más y más su corazón, preparándoos una esclavitud más duradera.
¿Cómo esperáis que os deje salir de esta isla habiéndola encantado
vuestra narración? El amor de una gloria vana os ha hecho olvidar la
prudencia. Prometió decir los sucesos ocurridos a Ulises y cuál haya
sido su destino; mas ha encontrado medio de hablar mucho sin decir
nada, comprometiéndoos a explicar cuanto deseaba saber. He aquí los
ardides de las mujeres lisonjeras y apasionadas. ¿Cuándo tendréis,
¡oh Telémaco!, cordura y discreción para que la vanidad no dicte
vuestras palabras? ¿Cuándo sabréis callar lo que os sea ventajoso y
no debáis decir? Admiran todos vuestra prudencia en una edad en que
es disimulable no tenerla; pero yo nada puedo disimularos, porque soy
el único que os conoce y que os ama bastante para dejar de advertiros
vuestros yerros. ¡Cuán distante os halláis todavía de la cordura de
vuestro padre Ulises!

[Ilustración]

¿Cómo, pues, dijo Telémaco, podía yo negarme a referir a Calipso mis
desgracias? No: replicó Méntor: debíais hacerlo, mas únicamente de
aquello que pudiera excitar su compasión. Dijerais que os habíais
visto, ora errante, ora cautivo en Sicilia y en Egipto: esto era
suficiente; lo demás solo ha servido para dar pábulo al veneno que
abrasa sus entrañas. ¡Quieran los dioses preservar de él vuestro
corazón!

¿Qué haré pues?, exclamó Telémaco con docilidad. No es ya tiempo,
respondió Méntor, de ocultar el resto de vuestras aventuras, pues sabe
Calipso demasiado para dejarse engañar en lo que aún ignora, y vuestra
reserva solo serviría para irritarla. Terminad mañana la relación de
cuanto han hecho los dioses en beneficio vuestro, y sed más cauto en
adelante para hablar de lo que pueda atraeros alguna alabanza.

Recibió Telémaco amistosamente tan acertado consejo; y entregáronse al
descanso.

Apenas acababa el encendido Febo de difundir sus primeros rayos sobre
el horizonte, cuando oyó Méntor los acentos de la diosa que llamaba a
las ninfas en el bosque, y despertó a Telémaco diciéndole: Tiempo es ya
de abandonar el sueño. Vamos a ver a Calipso; pero desconfiad de sus
lisonjeras palabras: no descubráis vuestro corazón: temed la ponzoña
de sus alabanzas. Ayer os encumbró sobre la gloria de Ulises, sobre la
del invencible Aquiles, del famoso Teseo y hasta del inmortal Hércules.
¿No conocéis el exceso de tal ponderación? ¿Creisteis lo que os dijo?
Pues sabed que tampoco ella lo cree. Os alaba porque os considera débil
y demasiado vano para dejaros seducir, celebrando con exageración
vuestras acciones.

Dicho esto pasaron adonde los esperaba la diosa. Sonrió al verlos,
ocultando bajo una apariencia de gozo el temor que la inquietaba, pues
preveía que, conducido Telémaco por Méntor, huiría de ella como Ulises.
Apresuraos, Telémaco, dijo, a satisfacer mi curiosidad: durante la
noche he creído veros partir de Fenicia para buscar nuevo destino en la
isla de Chipre: decidnos, pues, el término de este viaje: no perdamos
un momento; y en seguida sentáronse a la agradable sombra de un espeso
bosque, sobre la hermosa yerba tapizada de fragantes violetas.

Sin cesar dirigía Calipso la vista a Telémaco pintándose en sus ojos
el amor y la ternura; pero al mismo tiempo se llenaba de indignación
al notar que observaba Méntor con el mayor cuidado todas sus acciones.
Entre tanto guardaban silencio las ninfas, y prestaban atención
colocadas en forma de medio círculo para ver y escuchar más fácilmente,
y todos inmóviles tenían fija la vista en el gallardo joven.

Bajó este los párpados, y suspirando con mucha gracia continuó así el
hilo de su narración.

No bien hinchó las velas un viento favorable, cuando desapareció
a nuestros ojos la tierra de Fenicia. Como iba en compañía de los
chipriotas, cuyas costumbres ignoraba, resolví callar, notarlo todo y
observar las reglas que dicta la prudencia para captarme su estimación;
mas durante mi silencio se apoderó de mí un sueño agradable que embotó
mis sentidos sumergiéndome en una calma, en un gozo profundo que
embriagó mi corazón.

Al momento creí ver a Venus hendiendo las nubes sobre un etéreo carro,
tirado por dos palomas. Tenía aquella admirable belleza, aquella
floreciente juventud, aquellas gracias seductoras que aparecieron en
ella y deslumbraron al mismo Júpiter cuando salió de las espumas del
Océano. Descendió sobre mí volando con rapidez, me puso la mano sobre
el hombro y, llamándome por mi nombre, me dijo risueña estas palabras:
Joven griego, vas a entrar en mi reino: en breve llegarás a aquella
isla afortunada en donde nacen en pos de mí los placeres, la risa y
los regocijos. Allí quemarás aromas en mis aras y yo te sumergiré
en un piélago de delicias: abre tu corazón a lisonjeras esperanzas,
y guárdate de resistir a la más poderosa de las deidades que quiere
hacerte dichoso.

[Ilustración]

Al mismo tiempo vi al niño Cupido, que agitando las ligeras alas
volaba placentero en torno de su madre. Aunque brillaban en su rostro
la ternura, las gracias y la candidez de la infancia, había en sus
penetrantes ojos cierta cosa que me causaba temor. Reíase al mirarme:
pero su risa era maligna, engañosa y cruel. Sacó de la aljaba de oro
la más aguda de sus flechas, tendió el arco y ya iba a herirme, cuando
se dejó ver Minerva repentinamente y me cubrió con su égida. No tenía
el rostro de esta diosa aquella afeminada hermosura, aquella languidez
amorosa que había advertido en el rostro y actitudes de Venus. Por el
contrario, era sencilla su belleza, modesta y sin compostura, y en ella
todo grave, vigoroso, noble y majestuoso. No pudiendo la flecha de
Cupido penetrar la égida, cayó al suelo, y Cupido, indignado, suspiró
amargamente y quedó avergonzado al verse vencido. ¡Huye de aquí, gritó
Minerva, huye, niño audaz! Nunca vencerás sino a los cobardes que
prefieren los vergonzosos placeres a la sabiduría, a la virtud y a la
gloria.

Irritado el Amor al oír estas palabras, desapareció volando, y
remontándose Venus hacia el Olimpo, vi por largo tiempo el carro y las
palomas en una nube de oro y azul: mas al fin la perdí de vista. Bajé
los ojos a la tierra y ya no hallé a Minerva.

Pareciome haber sido trasportado a un delicioso jardín tal como
describen los Campos Elíseos, en donde vi a Méntor que me dijo estas
palabras: Huid de esta tierra cruel, de esta corrompida isla en donde
solo se respira sensualidad. La más sólida virtud debe temblar en
ella, y solo puede salvarse huyendo. Al verle quise abrazarle, mas
sentí que no podían moverse mis pies: que desfallecían mis rodillas,
y que procurando alcanzar con las manos a Méntor, buscaban una sombra
vana que jamás podía encontrar. Estos esfuerzos ahuyentaron el sueño,
y conocí que aquella misteriosa visión era un aviso celestial.
Sintiéndome animoso contra los placeres y desconfiando de mí mismo,
detesté la vida sensual de los chipriotas; pero lo que afligió mi
corazón fue haber creído que no existía ya Méntor, y que después de
atravesar las aguas de la Estigia habitaba la dichosa mansión de las
almas justas.

Esta idea me hizo derramar un torrente de lágrimas. Preguntáronme por
qué lloraba, y yo les respondí: demasiado debe llorar un desventurado
extranjero que vaga errante sin esperanza de volver a su patria. Sin
embargo, entregáronse todos los chipriotas que iban a bordo de la
nave a una inconsiderada alegría. Los remeros, enemigos del trabajo,
dormían sobre los remos; coronado de flores el piloto, abandonaba el
timón; tenía en la mano una gran copa de vino que casi había consumido,
y, agitados los demás por los furores de Baco, entonaban cánticos
capaces de causar horror a cuantos aman la virtud, en loor de Venus y
de Cupido.

[Ilustración]

Mientras que así olvidaban los peligros que ofrece el mar, se oscureció
el cielo y agitó las aguas una repentina borrasca. Desencadenados los
vientos bramaban con furor soplando contra las velas, y estrellábanse
las espumosas olas en los costados de la nave, que crujía al recibir
multiplicados golpes. Ora nos remontábamos sobre las irritadas olas,
ora parecían elevarse las aguas sobre la nave para precipitarnos en
su seno. Descubríamos cerca de nosotros quebradas rocas, contra las
cuales embestían con horrísono estruendo las aguas; y entonces conocí
por experiencia que los hombres corrompidos por los placeres, carecen
de ánimo en los peligros, como tantas veces lo había oído decir a
Méntor. Consternados los chipriotas lloraban cual mujeres; solo se oían
lamentos, lastimeros ayes por dejar las delicias de la vida, y promesas
a los dioses de algún sacrificio si arribaban al puerto. Pero ninguno
tenía el ánimo necesario para mandar ni ejecutar las maniobras, y creí
que salvando mi vida debía salvar también la de los demás. Empuñé el
timón, pues perturbado el piloto por el vino, cual si estuviera en una
bacanal, no se hallaba en estado de conocer el peligro que corría la
nave; alenté a los asustados marineros, les hice amainar las velas,
remaron esforzadamente, y aunque vimos de cerca los horrores de la
muerte, burlamos todos los escollos.

Mirábanme con asombro los que me eran deudores de la vida, a quienes
pareció un sueño el éxito de la azarosa borrasca. Arribamos a la isla
de Chipre en el mes de la primavera, consagrado a Venus, pues decían
aquellos naturales ser la época más propia de esta divinidad; porque al
parecer se anima la naturaleza produciendo los placeres del mismo modo
que las flores.

Llegado a la isla sentí un aire agradable que a la vez laxaba la
fibra, inclinando a la pereza, e inspiraba alegría y liviandad; y
noté hallarse casi inculta la campiña, sin embargo de ser aquella
tierra naturalmente fértil, lo cual me hizo conocer eran sus naturales
poco laboriosos. Por todas partes vi al bello sexo que, adornado con
desenvoltura, se dirigía al templo de Venus entonando cánticos en loor
de esta diosa, y en cuyos rostros sobresalían a un tiempo la belleza,
las gracias, el gozo y la sensualidad; mas su gracia era afectada,
pues no se descubría aquella noble sencillez, aquel insinuante
pudor que forma la mayor hermosura. Su aire muelle y afeminado, el
artificio estudiado de sus rostros, los vanos adornos, paso lánguido,
miradas que parecían buscar al sexo opuesto, rivalidad por inspirar
vehementes pasiones, y en una palabra, todo era en ellas despreciable,
y esforzándose para agradar, dejaban de agradarme.

Condujéronme al templo de la diosa. Tiene varios en esta isla, pues
en Citera, en Idalia y en Pafos se la adora particularmente, aunque
tiene otros muchos en aquella isla. Era el templo de mármol, y su forma
de un perfecto peristilo, sus columnas de tal grosura y elevación
que hacían majestuoso el edificio. Sobre el arquitrabe y el friso
sobresalían en cada una de sus fachadas grandes medallones, en donde
se veían esculpidas de bajo relieve las aventuras más agradables de
aquella deidad; y a todas horas había a la puerta del templo multitud
de personas que llegaban a él a presentar sus ofrendas.

Jamás se degüella víctima alguna en el recinto de aquel lugar sagrado,
ni se quema tampoco como en otros templos la grasa de los toros, ni se
derrama su sangre; y solamente se presentan ante el altar las víctimas
que se ofrecen, sin que pueda hacerse de ninguna que no sea nueva,
blanca, y sin defecto ni mancha, cubiertas siempre de bandas de púrpura
bordadas de oro, dorados sus cuernos y adornados de ramilletes de
olorosas flores, y después de haber sido presentadas delante del altar,
las conducen a un sitio retirado en donde las degüellan para que sirvan
en los festines de los sacerdotes de la diosa.

Ofrecen también toda clase de aguas olorosas y vino más dulce que el
néctar. Los sacerdotes visten largas túnicas blancas, con cinturones
de oro y franjas de la misma clase en la falda de ellas. Día y noche
queman en los altares los más exquisitos perfumes del oriente, los
cuales forman una densa nube que se eleva hacia el cielo. Penden
festones de las columnas del templo, son de oro todos los vasos que
sirven para los sacrificios, y ciñe su recinto un bosque sagrado de
mirtos. Solo pueden presentar las víctimas a los sacerdotes y atreverse
a encender el fuego en los altares los varones jóvenes o las hembras
de extraordinaria belleza; mas deshonran aquel magnífico templo la
disolución y la impudencia.

Causábame horror al principio cuanto veía; pero insensiblemente
fui acostumbrándome a ello. El vicio no me asustaba, y cuantos
me acompañaban me inspiraban cierta especie de inclinación a la
sensualidad. Burlábanse de mi inocencia y pudor, y mi reserva era el
escarnio de aquellos habitantes disolutos. Nada dejaron de hacer para
excitar en mí todas las pasiones: tendíanme lazos para despertar en
mi corazón el gusto a los placeres. Sentíame más débil cada día, y
apenas bastaba a sostenerme la buena educación que había recibido;
pero mis buenos propósitos se evaporaban, viéndome sin fuerzas para
resistir el mal que me rodeaba por todas partes, y aun me ruborizaba
de ser virtuoso, a la manera que es arrastrado por la corriente el que
nadando en un caudaloso río rompe las aguas al principio, logra vencer
su acelerado curso, mas llegando a la escarpada ribera ni puede salir a
ella ni mantenerse, y abandonándole las fuerzas poco a poco quedan sin
acción sus fatigados miembros y perece anegado.

Del mismo modo desfallecía el corazón y comenzaban a oscurecerse mis
ojos, sin que pudiese recobrar la razón, ni recordar la memoria y
virtudes de mi padre, habiendo acabado de desalentarme el sueño en que
me pareció ver al sabio Méntor en los Campos Elíseos. Apoderábase de
mí una languidez interior agradable; amaba la ponzoña lisonjera que
corría por mis venas y penetraba hasta la médula de mis huesos. Sin
embargo, lanzaba todavía profundos suspiros, vertía amargas lágrimas,
rugía como un furioso león. ¡Oh desventurada juventud!, decía: ¡oh
dioses que os burláis cruelmente de los hombres! ¿Por qué les hacéis
pasar por esta edad que puede llamarse locura y fiebre ardiente? ¡Ah!
¡Por qué no veo mi cabeza encanecida, agobiado mi cuerpo y próximo a la
tumba cual Laertes mi abuelo! La muerte sería para mí menos terrible
que la flaqueza vergonzosa en que me hallo.

Conocía así templarse mi dolor después de hablar, y que embriagado mi
corazón de una pasión frenética casi olvidaba el pudor; mas después
veíame sumido en un abismo de remordimientos. Mientras duraba esta
agitación, vagaba de una parte a otra del bosque sagrado, cual la
cierva que herida por el cazador atraviesa corriendo la dilatada selva
buscando el alivio de su dolor, mas habiendo penetrado la flecha en su
costado corre con ella el cruel instrumento de su muerte. Del mismo
modo corría yo en vano procurando olvidarme de mí mismo; mas nada
remediaba la herida de mi corazón.

Así me encontraba cuando vi a bastante distancia y entre la espesa
sombra del bosque al sabio Méntor; pero pareciome tan pálido su rostro,
tan triste y austero que no experimenté ningún placer. ¿Sois vos,
exclamé, oh caro amigo, mi única esperanza? ¿Sois vos? ¡Qué! ¿Sois vos
mismo, o viene a engañar mis ojos una visión falaz? ¿Sois vos Méntor?
¿Es todavía vuestra sombra sensible a mis desgracias? ¿No os halláis
en el número de las almas afortunadas que gozan la recompensa de su
virtud; y a quienes dan los dioses goces puros en una paz eterna en
los Campos Elíseos? Hablad, Méntor, ¿vivís todavía? ¿Seré tan feliz
que aún pueda poseeros, o bien sois una sombra vana? Diciendo estas
palabras corría yo hacia él enajenado, pudiendo apenas respirar.
Esperábame él tranquilamente y sin dar un paso hacia mí. ¡Oh dioses!
¡Vosotros sabéis cuál fue mi júbilo cuando mis manos le tocaron! ¡No,
no es una vana sombra, yo toco, yo abrazo a mi querido Méntor! Así
exclamé; y entre tanto bañaban mis lágrimas su rostro, permanecía
abrazado a su cuello sin poder articular palabra, y él me miraba triste
y poseído de una afectuosa compasión.

[Ilustración]

Finalmente le dije: ¿De dónde venís? ¡En qué peligros me he visto
durante vuestra ausencia! ¿Y qué sería de mí sin vos en esta ocasión?
¡Huid!, me respondió con voz terrible sin satisfacer a mis preguntas;
¡huid con presteza! Aquí solo produce veneno la tierra; el aire que se
respira está emponzoñado; y, corrompidos los hombres, solo se comunican
para trasmitir un veneno mortal. La vil e infame sensualidad, que es la
más horrible de las plagas que abortó la caja de Pandora, enerva los
corazones y destierra todas las virtudes. ¡Huid! ¿Qué os detiene? Ni
aun volváis el rostro cuando os alejéis de esta execrable isla: borrad
de vuestra memoria hasta el menor recuerdo de ella.

Dijo: y al momento advertí disiparse una especie de nube densa que
me dejó ver con toda su pureza la verdadera luz, y renacer en mi
corazón la alegría; pero alegría bien diferente de la sensual y
voluptuosa que había embotado mis sentidos, pues esta producía en mí
la inquietud y enajenamiento, interrumpidos de accesos de furor y de
agudos remordimientos, y aquella, por el contrario, satisfacía mi razón
proporcionándome un no sé qué de felicidad celestial, permanente e
inalterable, de tal naturaleza que arrebataba mi alma sirviéndome de
mayor consuelo a medida que se introducía en ella. Entonces me arrancó
el gozo las lágrimas y conocí cuán agradable es llorar por tal causa.
¡Felices, exclamé, aquellos a quienes se muestra la virtud con toda su
belleza! ¡Podrá conocerse sin apreciarla! ¡Podrá apreciarse sin ser
feliz!

Debo dejaros, interrumpió Méntor: parto, no puedo detenerme. ¿A dónde
vais?, le repliqué. ¿A qué tierra por inhabitable que sea no os
seguiré? No penséis apartaros de mí: antes moriré siguiendo vuestras
huellas; y al decirle estas palabras le estrechaba en mis brazos con
todas mis fuerzas. En vano es, me dijo, pretendáis detenerme, porque
el cruel Metofis me vendió a los árabes o etíopes, y habiendo pasado
estos a Damasco en la Siria para traficar, quisieron deshacerse de mí
pensando adquirir una suma considerable de Hazael, que deseaba hallar
un esclavo griego para instruirse de las costumbres de la Grecia y de
nuestras ciencias, y en efecto me compró Hazael por crecido precio.
Lo que le he referido acerca de nuestras costumbres, le ha excitado
a pasar a la isla de Creta para aprender las sabias leyes de Minos.
Los vientos nos han obligado a recalar en la de Chipre, y ha venido
al templo para presentar sus ofrendas en tanto que comienza a soplar
el que nos sea favorable: hele allí; ya sale; los vientos nos llaman;
ya se hinchan nuestras velas: adiós, caro Telémaco; un esclavo que
teme a los dioses debe seguir fielmente a su señor. Ellos impiden
que sea libre mi voluntad: si lo fuese, también saben que solo sería
vuestro. Adiós: acordaos de los trabajos de Ulises y de las lágrimas de
Penélope; acordaos de los justos dioses. ¡Oh deidades, protectoras de
la inocencia, en qué país me es forzoso abandonar a Telémaco!

No, no, exclamé, mi querido Méntor: no dependerá de vos el dejarme
aquí: moriré antes que partáis solo. ¿No conocerá la piedad ese sirio
de quien sois esclavo? ¿Le habrán nutrido las fieras en su infancia?
¿Querrá arrancaros de entre mis brazos? O habrá de darme la muerte, o
permitirá que os siga. ¡Me exhortáis a huir y os negáis a que huya con
vos! Hablaré a Hazael; tal vez compadecerá mi juventud y mis lágrimas.
Pues aprecia la sabiduría y va a buscarla tan lejos, no puede ser
insensible su corazón: me arrojaré a sus pies, estrecharé sus rodillas,
y no le dejaré partir hasta que me haya concedido la gracia de
seguiros. Mi querido Méntor, seré esclavo por acompañaros, me ofreceré
a serlo suyo; y si lo rehúsa, se decidirá mi suerte: me arrebataré la
vida.

[Ilustración]

A este tiempo llamó Hazael a Méntor; postreme ante él, y le sorprendió
ver en tal postura a un desconocido. ¿Qué queréis?, me dijo. La vida,
respondí: pues no podré conservarla si no me permitís seguir a Méntor,
que es esclavo vuestro. Soy el hijo del grande Ulises, rey el más sabio
de los de Grecia que han destruido la soberbia ciudad de Troya, célebre
en toda el Asia. No os hablo de mi nacimiento por orgullo, sino para
que mis desgracias os exciten a la piedad. He buscado a Ulises por la
dilatada extensión de los mares, en compañía de este hombre que era mi
segundo padre. Para colmo de mis infortunios me le ha arrebatado la
fortuna y le ha hecho esclavo vuestro: permitid que yo lo sea también.
Si es cierto que amáis la justicia, y que corréis a Creta para aprender
las leyes del sabio rey Minos, hallen acogida en vuestro corazón mis
lágrimas y mis suspiros. Aquí tenéis al heredero de un reino, que se ve
reducido a pedir la esclavitud como su único remedio. En otro tiempo
quise morir en Sicilia por evitarla; mas ¡ay!, mis primeras desgracias
eran solo anuncios de los ultrajes que me preparaba el destino; y en
prueba de ello me encuentro ahora temeroso de no ser recibido en el
número de vuestros esclavos. ¡Ved, oh dioses, mis males! ¡Oh Hazael!,
acordaos de Minos, cuya sabiduría admiráis, y que ha de juzgarnos un
día en el oscuro reino de Plutón.

No ignoro la sabiduría y virtudes de Ulises, me dijo Hazael, mirándome
bondadosamente y extendiendo su brazo para alzarme: varias veces me
ha referido Méntor la gloria que adquirió entre los griegos; además
de que su nombre se ha extendido entre todos los pueblos de oriente
con celebridad. Seguidme, hijo de Ulises; yo os serviré de padre hasta
que hayáis encontrado al que os dio el ser, pues aun cuando fuese
insensible a la gloria de este, a sus infortunios y a los vuestros, la
amistad de Méntor me empeñaría en cuidar de vos. Cierto es que lo he
adquirido como esclavo, mas le conservo como un amigo fiel; y la suma
que desembolsé al adquirirle me ha proporcionado el mejor amigo: a él
debo la sabiduría y el amor a la virtud que arde en mi pecho. Ya es
libre; también lo sois vos: solo os pido a ambos el afecto de vuestro
corazón.

Pasé de repente del más acerbo dolor al más vivo gozo que pueden
experimentar los mortales. Veíame libre del mayor peligro; aproximábame
a mi país y encontraba auxilios para regresar a él; gustaba las
delicias, el consuelo de estar cerca de un hombre que me amaba ya por
amar la virtud; en fin, lo hallé todo al encontrar de nuevo a Méntor
para no dejarle jamás.

Adelantose Hazael hacia la orilla y le seguimos: entramos en la nave,
azotaron los remeros las pacíficas olas, dio impulso a nuestras velas
una ligera brisa que animando el bajel le movió suavemente, y en
breve desapareció la isla de Chipre. Hallábase Hazael impaciente por
penetrar mis sentimientos, y me preguntó cuál era mi opinión acerca de
las costumbres de aquella isla. Díjele con ingenuidad los peligros que
corriera en ella mi juventud, y la lucha interior que había sufrido.
Complaciose notando mi horror al vicio, y dijo estas palabras: ¡Oh
Venus, conozco vuestro poder y el de vuestro hijo: he quemado inciensos
en vuestros altares; pero permitid deteste la infame sensualidad de
los habitantes de la isla de Chipre, y la impudencia con que celebran
vuestras fiestas!

En seguida hablaron él y Méntor de aquella primera causa que creó
cielo y tierra; de aquella luz perpetua e inalterable que todo lo
alumbra sin dividirse; de aquella universal y suprema verdad que
ilumina los espíritus como el sol los cuerpos. El que jamás ha visto,
decía, aquella pura luz, puede compararse con el ciego de nacimiento,
pues pasa la vida en una oscura noche, semejante a los pueblos que
no alumbra el sol durante algunos meses del año: considérase sabio y
es insensato; cree verlo todo y todo se le oculta; muere sin haber
visto nada; y descubre cuando más, tinieblas, falsos resplandores,
vanas sombras, y fantasmas que nada tienen de realidad. Así son
arrastrados los hombres por el placer de los sentidos y las delicias
de la imaginación. Ninguno sobre la tierra puede llamarse hombre
verdaderamente, sino el que busca, aprecia y sigue a la razón, que
nos inspira cuando pensamos rectamente y nos reprende si caemos en el
error. A ella lo debemos todo; y es como un grande océano de luz, de
donde salen a manera de pequeños arroyos los entendimientos humanos
para volver a él, y perderse en el inmenso caudal de su origen.

Sin embargo de que aún no comprendía yo perfectamente la profunda
sabiduría de este discurso, hallele puro y sublime: inflamábase mi
corazón, y brillaba al parecer la hermosa verdad en todas sus palabras.
Continuaron hablando del origen de los dioses, de los héroes y poetas,
del siglo de oro, del diluvio, de las primeras historias de la especie
humana, del Leteo o río del olvido en donde se anegan las almas de los
muertos, de las penas eternas preparadas al impío en la oscura mansión
del Tártaro, y de aquella paz dichosa que goza el justo en los Campos
Elíseos sin temor de perderla.

[Ilustración]

Mientras hablaban Hazael y Méntor, descubrimos muchos delfines
cubiertos de una escama que parecía de oro y azul, los cuales elevaban
las aguas en torbellinos de espuma. En pos de ellos venían los tritones
sonando las trompas con sus retorcidas caracolas en torno del carro
de Anfitrite, arrastrado por dos caballos marinos más blancos que la
nieve, que cortando las aguas señalaban su camino por el surco que
seguía su dirección; arrojaban fuego sus ojos, humo sus bocas. Era el
carro de la diosa una concha de maravillosa estructura, blanca cual
el marfil, y sus ruedas de oro, cuyo acelerado movimiento parecía
ser un vuelo sobre la superficie de las pacíficas aguas. Nadaban en
derredor del carro varias ninfas coronadas de flores, cuyas hermosas
cabelleras descendían sobre la espalda flotando a merced del viento.
Empuñaba la diosa en una mano el cetro de oro con que manda las aguas,
y con la otra sujetaba al pequeño dios Palemón, su hijo, que sentado
sobre la rodilla pendía de su pezón. Resplandecía en su rostro la
serenidad, y una especie de majestad agradable que ahuyentaba los
vientos inquietos y las oscuras nubes. Guiaban los tritones con riendas
doradas a los caballos, y flotaba encima del carro una vela de púrpura,
medio hinchada por el soplo de multitud de ligeros céfiros que se
esforzaban a arrojar su aliento. En el espacio de los aires veíase a
Eolo presuroso e inquieto, cuyo aspecto melancólico, frente arrugada,
largas y pobladas cejas, y vista encendida y sombría, rechazaba las
nubes e imponía silencio a los fieros aquilones. Ballenas enormes, y
otros monstruos marinos, salían acelerados de las grutas profundas que
les sirven de guarida deseosos de ver a la diosa, y alteraban las aguas
el soplo repetido de sus prodigiosas fosas nasales.

[Ilustración]




LIBRO V.


SUMARIO.

Refiere Telémaco que al llegar a Creta supo que Idomeneo, rey de
aquella isla, había sacrificado a su hijo único por cumplir un voto
indiscreto: que los cretenses, queriendo vengar la muerte del hijo,
habían obligado al padre a abandonar el país, y que después de largas
deliberaciones se hallaban a la sazón congregados para elegir otro rey.
Asimismo refiere Telémaco que los cretenses le admitieron en aquella
asamblea: que ganó el premio de diferentes juegos: que resolvió las
cuestiones dejadas por Minos en el libro de sus leyes, y que, viendo su
sabiduría, los ancianos, jueces de la isla, y el pueblo le quisieron
hacer su soberano.


[Ilustración]

LIBRO V.

Después de haber admirado lo que acabo de describir, comenzaron a
ofrecerse a nuestros ojos las montañas de Creta, que aún distinguíamos
con bastante trabajo de las nubes y olas del mar. En breve descubrimos
la cima del monte Ida, que descollaba sobre las otras montañas de
la isla, cual eleva su poblada cabeza el viejo ciervo sobre los
cervatillos que le siguen; y poco a poco fuimos viendo distintamente
sus costas, que presentaban la perspectiva de un anfiteatro,
pareciéndonos tan cultivada, tan fértil y adornada con frutos de todas
especies por la laboriosidad de sus habitantes, cuanto inculta y
descuidada la de Chipre.

Por todas partes descubríamos opulentas ciudades y poblaciones bien
edificadas que competían con ellas. No veíamos ningún campo donde no se
hallase impresa la mano del diligente labrador: por donde quiera había
dejado hondos surcos el corvo arado, siendo desconocidas allí todas
las plantas que alimenta la tierra inútilmente. Ora recreaban nuestra
vista hondos valles en que pacían piaras de toros, por hallar pastos
abundantes en las orillas de arroyos cristalinos; ora numerosos rebaños
que se apacentaban en el declive de una colina; ora dilatadas campiñas
cubiertas de doradas mieses, presentes ricos de la fecunda Ceres; ora
en fin coronadas las montañas de frondosos pámpanos y roja uva, que
ofrecía a los vendimiadores los agradables beneficios de Baco para
templar las penalidades y fatigas del hombre.

Díjonos Méntor haber estado en Creta en otro tiempo, y nos explicó
cuanto le era conocido. Esta isla, dijo, admirada de todos los
extranjeros, y célebre por sus cien ciudades, alimenta con comodidad
a los innumerables habitantes que la pueblan; pues nunca se cansa la
tierra de derramar sus frutos sobre los que la cultivan, ni pueden
agotarse sus fecundas entrañas. Cuanto mayor es el número de brazos
en un país, si son laboriosos, tanto mayor es la abundancia: nunca
se excita la envidia entre ellos, porque la tierra multiplica cual
buena madre sus dones en proporción del número de hijos, que por el
trabajo se hacen acreedores a los frutos de ella. La ambición y la
codicia de los hombres son los únicos manantiales de su desgracia:
aspiran a poseerlo todo, y se hacen infelices por desear lo superfluo:
si deseasen vivir sencillamente; si se contentasen con satisfacer sus
necesidades verdaderas, verían por donde quiera la abundancia y el
gozo, la paz y la fraternidad.

Así pensaba Minos, el mejor y más sabio de los reyes: cuanto veáis de
más admirable en esta isla es fruto de sus leyes, pues la educación
que prescribe a los niños da salud y robustez a sus cuerpos,
acostumbrándolos desde el principio a una vida sencilla, frugal y
laboriosa; y suponiendo que la sensualidad debilita el cuerpo y el
alma, les proponen como único placer el ser invencibles por la virtud
y adquirir mucha gloria. Aquí no solo se hace consistir el valor en
despreciar la muerte en los peligros de la guerra, sino también las
mayores riquezas y los deleites vergonzosos; y se castigan tres vicios
que alienta la impunidad en los demás pueblos, a saber: la ingratitud,
la simulación y la codicia.

El lujo y la molicie no se castigan en Creta, porque son desconocidos.
Trabajan todos, y ninguno piensa en enriquecerse, considerando cada
cual recompensado su trabajo con una vida pacífica y arreglada que deja
gozar en paz la abundancia de lo que es verdaderamente necesario para
vivir. No se permiten muebles preciosos, festines, vestidos magníficos,
ni opulentos palacios. Visten ropas de lana fina y hermosos colores;
pero sin bordados ni adornos. Las comidas son sobrias: beben poco vino,
y consiste su principal alimento en buen pan, frutas que ofrecen los
árboles casi espontáneamente, leche de los ganados, y cuando más alguna
carne sin salsas ni condimento, cuidando de conservar las mejores reses
para que ocupadas en la agricultura florezca esta. Respiran las casas
el mayor aseo, son cómodas y alegres, pero sin adornos de lujo; no
porque se desconozca la sublime arquitectura, sino porque la reservan
para los templos de los dioses, y no osarían los hombres levantar para
usos profanos edificios semejantes a los que están destinados a los
seres inmortales. He aquí los grandes bienes que forman la riqueza de
los cretenses: salud, robustez, valor, paz y fraternidad entre las
familias, libertad de los ciudadanos, abundancia de lo necesario,
desprecio de lo superfluo, costumbre de trabajar y horror a la
ociosidad, emulación por la virtud, sumisión a las leyes y temor a los
justos dioses.

¿En qué consiste, le pregunté, la autoridad de un rey? En que todo
lo puede, me contestó, sobre sus vasallos, aunque nada hay en lo
humano superior a las leyes: en que es absoluto para hacer bien, y se
hallan ligadas sus augustas manos para el mal a que tal vez pudieran
arrastrarle el error u otras causas: en que a su autoridad están
confiados los pueblos que rige, cual un rico depósito; pero con la
condición de que haya de ser el padre de sus vasallos, porque el objeto
de las leyes es que un hombre solo haga la felicidad de muchos hombres
con su moderación y sabiduría; no que estos contribuyan a lisonjear
el orgullo y molicie de uno solo sumidos en la miseria e infame
esclavitud. Ni debe tampoco gozar más que cualquiera otro hombre, a
excepción de aquello que es necesario para aliviarle de sus penosas
funciones, o para imprimir en sus vasallos el respeto debido siempre
al protector de las leyes. Por el contrario, ha de ser más sobrio, más
enemigo de la molicie, y estar más exento del fasto y altivez que el
común de los hombres; siendo mayor su sabiduría, su virtud y su gloria.
Fuera de sus dominios, el defensor de su pueblo, poniéndose a la cabeza
de los ejércitos; y en lo interior, el juez de sus vasallos, para
hacerlos buenos, sabios y felices. A este fin le han elevado los dioses
a la dignidad real; para que sea el director, el apoyo de sus vasallos;
para que consagre a estos sus tareas, su solicitud y su afecto; y en
tanto es digno del cetro un soberano, en cuanto se olvida de sí mismo
para sacrificarse por el público bien.

No quiso Minos que reinasen sus hijos después de él, sino con la
condición de que obrarían según sus máximas; pues para él era más
caro su pueblo que su familia. Con tal sabiduría ha hecho a Creta más
poderosa y feliz, borrando con esta moderación la gloria de todos los
conquistadores que intentan hacer a los pueblos instrumentos de su
propia grandeza, es decir, de su vanidad; y su justicia le ha hecho
digno de ser en el averno supremo juez de los muertos.

En tanto que así hablaba Méntor, arribamos a la isla, en donde vimos el
famoso laberinto, obra de las ingeniosas manos de Dédalo, que era una
imitación del gran laberinto que habíamos visto ya en Egipto. Mientras
considerábamos aquel curioso edificio, notamos ocupada la playa por el
pueblo, que corría de tropel a un sitio bastante inmediato a la orilla
del mar: preguntamos la causa, y voy a referiros lo que nos contó un
cretense llamado Nausícrates.

[Ilustración]

Idomeneo, nos dijo este, hijo de Deucalión y nieto de Minos, había
concurrido al sitio de Troya como los demás reyes de la Grecia, y
después de la ruina de aquella ciudad regresaba a Creta; mas sobrevino
una tempestad tan violenta que el piloto de su nave y todos los demás,
que eran muy experimentados en la náutica, creyeron inevitable el
naufragio. Veíanse todos próximos a la muerte y abiertos los abismos de
las aguas para sumergirlos: lamentaban su desgracia, sin esperanza ni
aun del triste reposo concedido a los manes que logran cruzar las aguas
de la Estigia después de haber sido sepultados. Alzó Idomeneo hacia el
cielo las manos y la vista, e invocando a Neptuno: ¡Oh poderoso dios!,
exclamó, tú que tienes el imperio de las aguas, dígnate escuchar a un
desgraciado: si me dejas regresar a la isla de Creta, sin embargo del
furor de los vientos, inmolaré en holocausto de tu divinidad la primera
cabeza que lleguen a ver mis ojos.

Entre tanto apresurábase su hijo a abrazarle lleno de impaciencia por
volverle a ver: ¡desdichado!, ignoraba que corría a su perdición.
Llegó el padre salvo al deseado puerto; daba gracias a Neptuno por
haber escuchado sus votos; mas en breve conoció cuán funestos le eran.
Presintiendo su desgracia arrepentíase de su indiscreto voto: temía
llegar al seno de su familia y ver de nuevo lo que le era más caro. La
cruel Némesis, deidad implacable que vela para castigar a los hombres,
y sobre todo a los reyes orgullosos, conducía a Idomeneo con su
invisible pero fatal mano. Llega: apenas se atreve a levantar los ojos.
Ve a su hijo: retrocede lleno de horror; y en vano procura su vista
encontrar otra cabeza menos querida que pueda servirle de víctima.

Arrójase el hijo a los brazos del padre, y llena a todos de admiración
no corresponda este a su ternura: le ve y comienza a correr su llanto.
¡Oh padre mío!, exclama, ¿cuál es la causa de vuestra tristeza? ¿Podrá
disgustaros después de tan dilatada ausencia veros entre vuestros
vasallos y llenar de júbilo a vuestro hijo? ¿Qué ha hecho este?
¡Apartáis la vista por no mirarle! Traspasado de dolor Idomeneo nada
respondía; mas después de profundos y multiplicados suspiros: ¡Ah!,
dijo, ¡qué te he prometido, Neptuno! ¡A qué precio me has libertado del
naufragio! Vuélveme a las aguas, a las rocas en donde debía estrellarme
y acabar mi triste vida: deja vivir a mi hijo. ¡Oh dios cruel! He aquí
mi sangre, no se derrame la suya: y al decir esto desnudó su espada
para herirse; mas le detuvieron los que se hallaban cerca de él.

[Ilustración]

Asegurole el anciano Sofrónimo, intérprete de la voluntad de los
dioses, que podía aplacar a Neptuno sin sacrificar a su hijo.
Imprudente, le dijo, ha sido vuestra promesa: no agrada a los dioses
que se les honre con crueldad; guardaos bien de añadir a esta falta la
de consumarla contra las leyes de la naturaleza. Presentad a Neptuno
cien toros blancos cual la nieve; corra la sangre de ellos en derredor
de su altar coronado de flores; quemad en honor suyo olorosos inciensos.

Escuchaba esto Idomeneo silencioso y con la cabeza baja; brillaba el
furor en sus ojos; alterábase a cada momento el color de su rostro
pálido y desfigurado, y veíanse temblar sus miembros. Vedme aquí, padre
mío, le decía su hijo entre tanto; vuestro hijo se halla dispuesto a
morir para aplacar a Neptuno; no excitéis su enojo: yo muero contento,
pues mi muerte asegura vuestra vida. Herid; no receléis encontrar en mí
un hijo indigno de vos que tema morir.

Entonces fuera de sí Idomeneo, y como poseído de las furias infernales,
sorprendió a cuantos le observaban introduciendo la espada en el pecho
de su hijo: sácala cubierta de sangre inocente para traspasar con ella
sus propias entrañas; mas lograron impedirlo segunda vez los que le
rodeaban.

Cae el hijo envuelto en su sangre: oscurecen sus ojos las sombras de la
muerte; procura abrirlos; mas apenas son heridos de la luz no pueden
soportarla. A la manera que el hermoso lirio cortado en su raíz por
la aguda reja, desfallece y cae sin haber aún perdido el color blanco
y hermoso que recreaba la vista, y sin que la tierra le nutra ya; así
el hijo de Idomeneo, cual una tierna flor, pereció en la lozanía de su
primera edad.

Quedó insensible el padre en el exceso de su dolor, sin saber dónde se
hallaba, qué hacía ni debía hacer, y caminó vacilante hacia la ciudad
clamando por su hijo.

Compadecido el pueblo del desgraciado hijo de Idomeneo, y lleno de
horror por la bárbara acción que acababa este de ejecutar, alzó la
voz diciendo haberle entregado a las furias los justos dioses; e
introduciendo la discordia su ponzoña en los corazones de aquellos
habitantes, armáronse de palos y de piedras, llevados de su ciego
furor. Los cretenses, los sabios cretenses, olvidaron la prudencia
que tanto respetaran, y desconocieron al nieto del sabio Minos. Los
adictos a Idomeneo no encontraron para él otro medio de salvación
que conducirle de nuevo a la armada; y embarcándose con él huyeron a
merced de las aguas. Restablecida la calma en el corazón de Idomeneo,
manifestó su gratitud por haberle sacado de aquella tierra regada
con la sangre de su hijo, en donde no hubiera podido habitar, y
conduciéndolos el viento a la Hesperia, fundaron un nuevo reino en el
país de los salentinos.

Hallándose sin rey los cretenses, resolvieron elegir uno que mantuviese
la pureza de las leyes establecidas: para ello convocaron a los
principales ciudadanos de las cien ciudades de la isla; celebraron
varios sacrificios, reuniendo a todos los sabios más célebres de los
países vecinos para examinar la aptitud de los que parecieren dignos de
gobernar; prepararon juegos y ejercicios públicos para el combate de
los candidatos, pues deseaban dar la corona al que juzgasen vencedor,
ora por los talentos, ora por la fuerza, a fin de lograr un rey
esforzado y ágil, que se hallase adornado de prudencia y sabiduría, y
convocaron también a todos los extranjeros.

Después de habernos referido Nausícrates tan maravillosa historia,
nos dijo: Apresuraos, oh extranjeros, a concurrir a nuestra asamblea:
combatiréis con los demás, y si los dioses conceden la victoria a uno
de vosotros, reinará en la isla. Seguímosle sin deseo de vencer, y
solo por la curiosidad de examinar tan extraordinario acontecimiento.

Llegamos a una especie de circo muy extenso, ceñido por un espeso
bosque en cuyo centro estaba preparada la arena para los combatientes,
y en derredor de él había un grande anfiteatro formado de floridos
céspedes, en donde se hallaba sentado por su orden innumerable
concurso. Nos recibieron honrosamente, pues no hay sobre la tierra
pueblo que ejerza la hospitalidad más generosa y religiosamente.
Concediéronnos asiento y nos convidaron al combate; pero Méntor
y Hazael se excusaron, aquel por su avanzada edad, y este por su
quebrantada salud.

No me daba lugar a excusa alguna mi robustez y juventud; pero sin
embargo dirigí la vista a Méntor para descubrir su intención, y
advirtiendo deseaba que combatiese, acepté la oferta que me hacían.
Me despojé de los vestidos, bañaron mis miembros con lustroso y suave
aceite, y me mezclé entre los combatientes. Decían por todas partes era
yo el hijo de Ulises, venido para alcanzar el premio, y me reconocieron
varios cretenses que habían estado en Ítaca durante mi infancia.

[Ilustración]

La lucha fue el primer combate, y venció a cuantos osaron presentarse
un rodio que contaría treinta y cinco años. Hallábase todavía en
el vigor de la juventud: eran sus brazos fornidos y nerviosos, y
descubríanse en ellos todos los músculos al menor movimiento que
hacían: su agilidad igualaba a su fuerza. No le parecí yo digno de
ser vencido, y mirando compasivo mis pocos años quiso retirarse; pero
presentándome ante él, nos asimos estrechándonos tanto que nos era
difícil respirar. El pecho del uno oprimía el del otro, y pisándonos
mutuamente el pie, enlazados nuestros brazos cual dos serpientes,
dirigíanse los esfuerzos de cada uno a levantar de tierra al contrario.
Ora procuraba sorprenderme inclinando mi cuerpo a la derecha, ora
haciéndolo con todas sus fuerzas hacia la izquierda; pero mientras que
por tales medios tanteaba las mías, le estreché la cintura con tanta
violencia que cayó en la arena, arrastrándome al caer. Procuró en vano
ponerse encima de mí, pero le hice permanecer inmóvil debajo. ¡Victoria
al hijo de Ulises!, gritó el pueblo, y entonces ayudé a levantarse al
rodio confundido y avergonzado.

Fue más difícil y peligroso el cesto, pues había adquirido gran
reputación en él el hijo de un rico ciudadano de Samos. Venció a todos
los demás; y solo yo esperaba vencerle. Diome al principio en la cabeza
y después en el pecho dos fuertes golpes, que me hicieron vomitar
sangre y turbaron mi vista. Vacilaba yo, pues me estrechaba tanto que
podía apenas respirar; mas reanimáronme las palabras de Méntor que
exclamó: ¡Oh hijo de Ulises!, ¿serás vencido por ventura? Y dándome la
cólera nueva fuerza, burlé muchos golpes que me hubieran aniquilado.
Cuando el samio acababa de dirigirme uno, que no me alcanzó, y tenía
extendido el brazo e inclinado el cuerpo, alcé yo el cesto para
descargarle con más fuerza; quiso evitarlo, pero perdió el equilibrio,
proporcionándome la ocasión de hacerle caer: así sucedió, y apenas le
vi en tierra tendile el brazo para ayudarle a levantarse, mas hízolo
él solo, cubierto de polvo y sangre: su vergüenza fue grande y no osó
renovar el combate.

Al momento comenzó la carrera de los carros, que se distribuyeron por
suerte. Me cupo el menos ligero a causa de sus ruedas y poco vigor de
los caballos. Emprendimos la carrera y se levantó una nube de polvo
que cubrió el cielo. Al principio de ella dejé pasasen los demás, y un
joven lacedemonio, llamado Crántor, los dejó atrás a todos. Seguíale de
cerca un cretense nombrado Polícleto. Hipómaco, pariente de Idomeneo,
y que aspiraba a sucederle, aflojó las riendas de sus caballos que
humeaban cubiertos de sudor; iba inclinado sobre las flotantes crines
de ellos, siendo tan veloz el movimiento de las ruedas de su carro,
que parecían fijas cual las alas del águila cuando corta con rapidez
los aires. Animáronse poco a poco mis caballos: dejé muy atrás a los
que con tanto ardor habían comenzado la carrera; y castigando Hipómaco
demasiado a los suyos, cayó el más vigoroso, dejando a su dueño sin la
esperanza de reinar.

Inclinándose demasiado Polícleto sobre los caballos que arrastraban
su carro, no pudo mantenerse erguido en una sacudida; escapáronsele
las riendas de la mano, cayó, y no fue pequeña su fortuna en evitar
la muerte. Advirtiendo Crántor con indignación que me hallaba muy
cerca de él, aumentó sus esfuerzos, ora invocando a los dioses, ora
prometiéndoles ricas ofrendas, ora hablando a sus caballos para
animarlos. Recelaba pasase yo entre su carro y la espina, porque mis
caballos, mejor manejados que los suyos, se hallaban en estado de
adelantarle, y no le quedaba otro recurso que cerrarme el paso. Para
conseguirlo se aventuró a tropezar contra la espina, y efectivamente
quebró una de las ruedas. Procuré rodearle con presteza para que este
accidente no me impidiese llegar al término de la carrera, adonde
afortunadamente me vi a breves momentos, y segunda vez gritó el pueblo:
¡Victoria al hijo de Ulises, pues a él destinan los dioses para que
reine sobre nosotros!

Nos reunimos después en un bosque sagrado en que no podían penetrar
los hombres profanos, y adonde fuimos conducidos por los cretenses más
sabios e ilustres, a quienes Minos había establecido por jueces del
pueblo y depositarios de las leyes; pero solo admitieron a los que
habíamos combatido en los juegos. Abrieron el libro en donde estaban
reunidas las leyes de Minos. Al acercarme a aquellos ancianos a quienes
la edad hacía venerables, sin quitarles el vigor del alma, me sentí
lleno de respeto y vergüenza. Hallábanse sentados por su orden, y
permanecían inmóviles en sus asientos: tenían unos blanco el cabello
y carecían otros de él. Resplandecían en sus rostros la gravedad, la
prudencia y la calma. No se precipitaban al hablar, ni decían otra cosa
que lo que habían resuelto decir. Cuando no era conforme su parecer,
lo sostenían con moderación, de modo que podía creerse eran todos de
una misma opinión. La dilatada experiencia de las cosas pasadas, y el
hábito del trabajo les suministraban grandes conocimientos sobre todo;
pero lo que más perfeccionaba su razón era la calma de ánimo, libre ya
de insensatas pasiones y de los caprichos de la juventud. Guiábales
solamente la sabiduría, y el fruto de sus ejercitadas virtudes les
proporcionaba el resultado de tener a raya las inclinaciones y de no
escuchar otra cosa que la razón. Admirábalos yo, y deseaba pasase mi
vida para llegar en breve a tan apreciable senectud; pues consideraba
infeliz la edad juvenil por ser impetuosa y distar tanto de la virtud
pacífica e ilustrada de aquellos ancianos.

[Ilustración]

El primero de ellos abrió el libro de las leyes de Minos. Era grande, y
le custodiaban en una caja de oro que contenía además varios perfumes.
Besáronle todos con respeto, porque decían que después de los dioses,
de quienes proceden las buenas leyes, nada hay tan sagrado a los ojos
del hombre como las destinadas a hacerle bueno, sabio y feliz: que
aquellos que las tienen en su mano para gobernar a los pueblos, deben
dejarse siempre gobernar por ellas: que la ley y no el hombre ha de
reinar. Tal era el parecer de aquellos sabios; y en seguida propuso el
que presidía tres cuestiones, que debían ser resueltas por las máximas
de Minos.

Fue la primera relativa a cuál sea el más libre entre todos los
hombres. Respondieron unos que el rey que tiene sobre sus vasallos un
poder absoluto, y triunfa de sus enemigos. Sostuvieron otros que el
hombre que por su riqueza puede satisfacer todos sus deseos. Dijeron
otros que el que jamás se casa, y viajando siempre por varios países
no se sujeta a las leyes de ninguno. Imaginaron otros que el salvaje
que se mantiene de la caza entre los bosques, independiente de las
necesidades de la sociedad. Creyeron otros que el recién salido de la
esclavitud, porque al verse exento de los rigores de ella, goza más
que otro alguno las dulzuras de la libertad; y otros finalmente que el
moribundo, porque la muerte le liberta de todo sin que ejerza poder
sobre él el de todos los hombres reunidos.

No tuve dificultad en responder cuando me tocó, porque no había
olvidado lo que tantas veces oí a Méntor. El más libre de todos los
hombres, dije, es aquel que puede serlo en la esclavitud misma. En
cualquier país, en cualquiera condición que viva, puede ser libre con
tal que solo tema a los dioses; en una palabra, es verdaderamente libre
el que desnudo de temor y deseos se someta únicamente a los dioses y a
la razón. Miráronse los ancianos sonriéndose, y quedaron sorprendidos
al ver que mi solución era precisamente la de Minos.

Propusieron después la segunda cuestión concebida en estos términos:
¿Cuál es el más infeliz de todos los hombres? Dijeron todos lo que les
pareció, a saber: que el que carece de bienes, de salud y de honor:
que el que no cuenta con ningún amigo: que el que tiene hijos ingratos
e indignos de él; y por último dijo un sabio de la isla de Lesbos: El
que cree serlo, porque la desgracia depende menos de los padecimientos
que se sufren que de la impaciencia con que se acrecienta la desgracia
misma.

Aplaudió toda la asamblea esta solución, y creyeron que el lesbio
obtendría el premio; mas preguntáronme y respondí con arreglo a las
máximas de Méntor. Entre todos los hombres ninguno más infeliz que un
monarca que cree ser dichoso haciendo miserables a sus vasallos; pues
por su ceguedad es doblemente infeliz, porque ni conoce su desgracia,
ni puede evitarla al mismo tiempo que teme conocerla. La verdad no
puede llegar a él por entre la turba de lisonjeros que le rodean: se ve
tiranizado por sus pasiones; desconoce sus deberes, y jamás ha gozado
la satisfacción de producir el bien, ni experimentado las delicias
de la virtud. Vive infeliz y digno de serlo, porque su desgracia se
aumenta de día en día; corre a su perdición, y los dioses se preparan
a confundirle en un castigo eterno. Convino toda la asamblea en que
yo había vencido al sabio lesbio, y declararon los ancianos haber
penetrado el verdadero sentido de Minos.

La tercera cuestión que propusieron fue esta: ¿Cuál es preferible
de dos reyes, uno conquistador e invencible en la guerra y otro sin
experiencia de ella, pero a propósito para gobernar con sabiduría a
sus vasallos en el seno de la paz? Respondió la mayor parte debía
preferirse al primero; porque ¿de qué sirve, decían, tener un rey
que sepa gobernar con acierto en la paz, si no sabe defender su
territorio en la guerra? Le vencerán sus enemigos haciendo esclavos
a sus vasallos. Sostuvieron otros, por el contrario, sería mejor un
rey pacífico porque temiendo la guerra la evitaría cuidadosamente; y
otros dijeron que un rey conquistador procuraría a la vez su gloria
y la de sus pueblos, haciendo por este medio a sus vasallos señores
de las otras naciones, al paso que el pacífico los tendría sumidos en
vergonzosa ociosidad. Quisieron saber mi parecer, y respondí de esta
manera.

El rey que solo sabe gobernar en la paz o en la guerra, y que no es
capaz de regir a sus pueblos en uno y otro estado, puede considerarse
que llena a medias sus deberes; mas si comparáis al que solo conoce la
guerra con el que, sin ser práctico en ella, sabe sostenerla por medio
de sus caudillos cuando es necesaria, le hallaréis preferible al otro.
Un monarca dedicado absolutamente a la guerra, querrá hacerla siempre
para extender su dominación y su propia gloria, y así arruinará a su
pueblo. ¿Qué utilidad presta a una nación el que su rey subyugue a las
demás si es infeliz durante su reinado? Además las guerras producen
siempre grandes desórdenes, y los mismos vencedores se corrompen
en tales períodos de confusión. Ved cuánto ha costado a la Grecia
triunfar de Troya: carecer de sus reyes por espacio de más de diez
años. Cuando el fuego de la guerra todo lo consume, debilítanse la
agricultura y las artes, y enérvase la acción de las leyes; porque
aun los mejores príncipes se ven obligados a causar grandes males
para sostenerla, tolerando la licencia y aprovechando los servicios
de hombres malvados. ¡Cuántos de estos serían castigados en la paz,
y cuya audacia es preciso recompensar en el desorden de aquella!
Nunca el pueblo gobernado por un rey conquistador dejó de padecer por
efecto de su ambición, pues embriagado con el brillo de la gloria
marcial, arruina poco menos a la nación victoriosa que rige que a las
vencidas. El príncipe que carece de las cualidades necesarias para
la paz, no podrá hacer que sus vasallos gocen el fruto de una guerra
terminada felizmente, semejante al colono que defendiese su propiedad
de la agresión del vecino y que usurpase la de este, pero sin saber
cultivarla ni sembrarla para recoger ningún fruto; pues parece haber
nacido para destruir, asolar y trastornar el mundo, y no para hacer
feliz a su pueblo gobernándole con sabiduría.

Contraigámonos ahora al rey pacífico. Ciertamente no es a propósito
para grandes conquistas, es decir, que no ha nacido para turbar la
felicidad de su pueblo, deseoso de vencer a las demás naciones, que no
ha sometido a su cetro la justicia; pero si lo es verdaderamente para
gobernar en la paz, reúne todas las cualidades necesarias para poner
en seguridad a sus pueblos contra las agresiones de sus enemigos. He
aquí de qué manera: Justo, moderado, accesible a sus vecinos, jamás
emprende contra ellos cosa alguna que pueda alterar la paz: fiel en las
alianzas, le aman sus aliados, no les inspira recelo, y por lo mismo
depositan en él una entera confianza. Si tienen algún vecino inquieto,
altivo y ambicioso, únense a él para evitar que sea oprimido, pues como
pacífico no les causa recelo al paso que temen al díscolo e inquieto.
Su probidad, su buena fe, su moderación le hacen árbitro de todos los
estados limítrofes; y mientras que el monarca emprendedor se hace
odioso a sus iguales, y se ve expuesto incesantemente a coaliciones,
tiene el que describimos la gloria de ser el padre, el tutor de todos
los reyes. Tales son las ventajas que disfruta fuera de sus dominios.

Pero todavía son más sólidas las que goza en lo interior de ellos,
pues sabiendo gobernar en la paz, supongo que ha de hacerlo por leyes
sabias. Reprime el fasto, la ociosidad y todas las artes cuya utilidad
se ciñe a lisonjear los vicios; haciendo florecer las que son útiles
a las necesidades verdaderas de la vida, aplicando principalmente
sus vasallos a la agricultura. Por medio de ella les proporciona la
abundancia de las cosas necesarias; y este pueblo laborioso, sencillo
en sus costumbres, habituado a vivir con poco, y adquiriendo fácilmente
el sustento con el cultivo de la tierra, se multiplica prodigiosamente,
presentando una población innumerable, sana, robusta, vigorosa, no
debilitada por la sensualidad, ejercitada en la virtud, no apegada a
las dulzuras de una vida infame y deliciosa, que sabe despreciar la
muerte, y que antes moriría que perder la libertad que goza bajo el
cetro de un rey sabio, dedicado a reinar para mantener el imperio de
la razón. Ataque en buen hora sus dominios un pueblo belicoso: tal vez
no le hallará bastante habituado a acampar, a ordenarse en batalla
o a usar de las máquinas de guerra para formalizar el sitio de una
plaza; mas le encontrará invencible por su multitud, valor, sufrimiento
en las fatigas, hábito de soportar las privaciones, esfuerzo en los
combates, y por una virtud que no sucumbirá ni aun a los más infelices
acontecimientos. Además, si tal rey no fuese capaz de mandar por sí
los ejércitos, pondrá a la cabeza de ellos caudillos que lo sean, de
quienes sabrá aprovecharse sin deprimir su propia autoridad. Obtendrá
socorros de sus aliados, preferirán sus vasallos la muerte a la
dominación de otro rey violento e injusto, y los mismos dioses pelearán
en su favor. ¡Ved cuántos recursos en medio de los mayores peligros!

Concluyo pues: el rey pacífico que ignora el arte de la guerra,
es monarca imperfecto, pues no sabe llenar uno de sus mayores
deberes cual es vencer a los enemigos; pero añado que es sin embargo
infinitamente superior al rey conquistador a quien faltan las
cualidades necesarias en la paz, y solo es apto para la guerra.

Advertí en la asamblea muchas personas que no aprobaban esta opinión;
porque la mayor parte de los hombres, alucinados con el brillo exterior
de las cosas, dan la preferencia a las victorias y conquistas sobre lo
que es sencillo y sólido como la paz y el buen orden de los pueblos;
pero todos los ancianos declararon haber yo hablado como Minos.

Veo cumplido, exclamó el primero de estos, un oráculo de Apolo sabido
en toda la isla. Había consultado Minos a este dios para saber cuánto
tiempo reinaría su dinastía, según las leyes que acababa de dictar; y
respondiole Apolo: Dejarán de reinar los tuyos cuando entre en la isla
un extranjero para hacer reinar tus leyes. Habíamos recelado viniese
alguno a conquistar la isla de Creta; pero la desgracia de Idomeneo
y la sabiduría del hijo de Ulises, que entiende cual ningún otro
mortal las leyes de Minos, nos aclara el sentido del oráculo. ¿Por qué
tardamos en colocar la corona sobre las sienes del que nos dan por rey
los destinos?

[Ilustración]




LIBRO VI.


SUMARIO.

Refiere Telémaco que rehusó la corona de Creta para volver a Ítaca:
que también la rehusó Méntor a quien con este motivo instó la asamblea
a que en nombre de la nación eligiese el que conceptuase más digno.
Que a este fin expuso lo que acababa de saber de las virtudes de
Aristodemo, el cual fue al instante proclamado rey. Refiere finalmente
que se embarcaron para Ítaca; pero que Neptuno, por complacer a Venus
irritada, les hizo padecer un naufragio, de cuyas resultas acababa de
recibirles Calipso en su isla.


[Ilustración]

LIBRO VI.

Salieron los ancianos del bosque sagrado, y tomándome de la mano
uno de ellos, anunció al pueblo (que esperaba con impaciencia la
resolución) haber yo obtenido el premio; y apenas acabó de hablar
cuando se percibió un confuso ruido en toda la asamblea. Lanzaban todos
aclamaciones de júbilo, que resonaban en la playa y montañas vecinas,
diciendo: ¡Reine en Creta el hijo de Ulises, tan semejante a Minos!

Detúveme un momento haciendo señal con la mano para dar a entender
que deseaba me escuchasen; y entre tanto decíame estas palabras
Méntor: ¿Renunciáis a vuestra patria? ¿La ambición de una corona os
hará olvidar a Penélope, que os aguarda cual su única esperanza, y al
grande Ulises, a cuyos brazos han resuelto volveros los dioses? Estas
palabras penetraron en mi corazón haciéndome superior al vano deseo de
reinar.

¡Oh ilustres cretenses!, exclamé aprovechándome del momento en que
advertí un profundo silencio en aquella tumultuosa asamblea: no soy
digno de gobernaros. El oráculo que acaban de citar manifiesta que
cesará de reinar la dinastía de Minos luego que entre en esta isla un
extranjero y establezca el imperio de las leyes de aquel sabio rey;
mas no dice el oráculo que haya de reinar. Creeré en buen hora ser yo
el que designa el oráculo. Ya cumplí la predicción, pues arribando a
esta isla he explicado el sentido verdadero de las leyes, y anhelo
que mi explicación contribuya a hacerlas reinar con el hombre a quien
elijáis. Pero doy la preferencia a mi patria, la pequeña isla de Ítaca,
sobre las cien ciudades de Creta, y sobre la gloria y opulencia de tan
poderoso reino. Permitid siga la suerte que me señalan los hados. Si
combatí en vuestros juegos no era con la esperanza de reinar en Creta,
sino para procurar merecer el aprecio y compasión de los cretenses,
con el objeto de que me suministraseis medios de regresar con brevedad
al lugar de mi nacimiento; pues quiero más obedecer a mi padre Ulises
y consolar a mi madre Penélope que mandar a todos los pueblos del
universo. ¡Cretenses!, vosotros veis el fondo de mi corazón: me es
preciso dejaros; mas solo la muerte podrá borrar de él mi gratitud. Sí:
hasta el postrer suspiro serán caros a Telémaco los cretenses, y se
interesará en la gloria de ellos como en la suya propia.

Apenas hube acabado de hablar se suscitó en la asamblea un sordo rumor,
semejante al que causan las olas del mar embravecido cuando chocan
en el furor de la tempestad. ¿Es por ventura, decían unos, alguna
divinidad bajo la forma humana? Sostenían otros conocerme por haberme
visto en varios países; y otros por último exclamaban debía obligárseme
a reinar en Creta. Volví a tomar la palabra, y apresuráronse todos a
guardar silencio ignorando si iba a aceptar lo que había rehusado antes.

Permitid, les dije, oh cretenses, que os manifieste mi opinión. Sois el
pueblo más sabio de todos; pero entiendo que la prudencia reclama una
precaución que no habéis tenido presente. Debe recaer vuestra elección
no en el hombre que mejor discurra sobre las leyes, sino en el que las
practique con la más constante virtud. Yo soy joven, y por lo mismo
carezco de experiencia: estoy expuesto a la violencia de las pasiones,
y más bien en estado de instruirme obedeciendo para mandar un día, que
en el de gobernar ahora. No busquéis, pues, al vencedor en los juegos
y ejercicios, sino al que se haya vencido a sí mismo: buscad al que
tenga grabadas en su corazón vuestras leyes, y las practique en todo el
decurso de su vida, pues así os las hará observar más con el ejemplo
que con las palabras.

Encantados al escucharme todos los ancianos, y advirtiendo que iban en
aumento los aplausos de la asamblea, me dijeron: Pues los dioses nos
quitan la esperanza de veros reinar en medio de nosotros, ayudadnos
al menos a elegir un rey que haga observar nuestras leyes. ¿Conocéis
alguno que pueda gobernarnos según ellas? Conozco, les dije, un hombre
a quien debo todo lo que estimáis en mí: no mi sabiduría, sino la suya
acaba de dictar mis palabras: él me ha inspirado las respuestas que
habéis escuchado de mi boca.

Al mismo tiempo dirigieron todos la vista a Méntor, a quien les
presenté conduciéndole de la mano. Referí sus cuidados durante mi
infancia, los peligros de que me había libertado, y los infortunios que
experimenté desde que dejé de seguir sus consejos.

[Ilustración]

Al principio no habían reparado en él a causa de la sencillez y
descuido de sus vestiduras, aspecto modesto, silencio casi continuo,
y exterior tranquilo y reservado; mas luego que comenzaron a mirarle
con cuidado, descubrieron en su rostro cierta firmeza y superioridad,
notando la viveza de sus ojos y el vigor con que ejecutaba hasta las
menores acciones. Preguntáronle, y le admiraron: resolvieron elegirle
rey, y se excusó sin alterarse diciéndoles prefería las dulzuras de
la vida privada al brillo de la diadema; que los mejores reyes son
desgraciados porque rara vez hacen el bien que desean, y causan muchos
males involuntarios sorprendidos por la lisonja; que si es miserable
la esclavitud, no lo es menos la dignidad real por ser una esclavitud
disfrazada, pues un rey, decía, depende de todos aquellos a quienes
necesita para hacerse obedecer. ¡Feliz el que no está obligado a
mandar! Solo a la patria debemos el sacrificio de nuestra libertad para
contribuir a su bien cuando nos confía la autoridad.

No pudiendo los cretenses salir de su sorpresa, preguntáronle cuál era
el hombre a quien debían elegir. Al que os conozca bien, les respondió,
pues al mismo tiempo que os gobierne temerá gobernaros. El que desea
la corona ignora el peso de ella: ¿cómo, pues, llenará los deberes que
impone no conociéndolos? La busca para sí, mas vosotros debéis desear
un hombre que la acepte para vuestro bien.

Llenáronse de admiración los cretenses al ver rehusaban dos extranjeros
la corona a que tantos aspiraban, y quisieron saber quién los había
conducido. Nausícrates que nos acompañó desde el puerto hasta el circo,
les mostró a Hazael con quien Méntor y yo arribamos desde la isla de
Chipre; pero aumentose su admiración al saber que Méntor había sido
esclavo de Hazael; que persuadido de la sabiduría y virtudes de su
esclavo le consideraba como su director y mejor amigo; que este mismo
esclavo, obtenida su libertad, era el que acababa de rehusar el cetro;
y por último, que Hazael venía desde Damasco en Siria para instruirse
de las leyes de Minos, pues tal imperio ejercía en su corazón el amor a
la sabiduría.

No osaremos rogaros que nos gobernéis, dijeron a Hazael los ancianos;
pues creemos pensaréis como Méntor. Despreciáis demasiado a los hombres
para tomar a vuestro cargo dirigirlos: además, influyen poco en
vuestro ánimo las riquezas y el brillo de la diadema, para que deseéis
adquirir uno y otro en cambio de las penalidades que trae consigo el
gobierno de los pueblos. No creáis, cretenses, respondió Hazael, que
yo desprecie a los hombres. No, no: conozco cuán grande es ocuparse en
hacerlos buenos y dichosos; mas tal ocupación trae consigo penalidades
y peligros, y el brillo que proporciona es un oropel que solo puede
alucinar a las almas orgullosas. La vida humana es corta: la grandeza
inflama los deseos mucho más de lo que es capaz de satisfacerlos; y
vengo de tan lejanos países no para adquirir bienes falaces, sino
para buscar los medios de vivir contento sin ellos. Adiós, cretenses.
No deseo otra cosa que volver a la vida retirada y pacífica; que la
sabiduría ilumine mi entendimiento, y que las esperanzas de mejor vida
que proporciona la virtud, cuando haya dejado de existir, me sirvan
de consuelo en las penalidades de ella. Si algo tuviera que desear
no sería el ceñir la corona, y sí el no separarme jamás de estos dos
hombres que veis.

Decidnos, ¡oh el más sabio y grande de todos los mortales!, exclamaron
por último los cretenses hablando con Méntor: decidnos, pues, a quién
podemos elegir por rey: no os dejaremos partir hasta que nos hayáis
indicado la elección que debemos hacer. Cuando me hallaba confundido
entre la multitud de espectadores, respondió Méntor, ha llamado mi
atención un anciano robusto que manifestaba serenidad, y me han dicho
llamarse Aristodemo. He sabido después se hallaban sus dos hijos entre
los combatientes, sin que haya él dado al oír esto señales de gozo,
diciendo que al uno de ellos no le desea los peligros del trono, y que
ama demasiado a su patria para permitir reine el otro en ella. Esto
me ha hecho conocer que es racional el cariño al uno de sus hijos por
sus virtudes, y que no lisonjea al otro disculpando sus extravíos; y,
habiendo excitado mi curiosidad, he preguntado la clase de vida del
referido anciano. Ha empuñado las armas largo tiempo, me ha respondido
uno de vuestros ciudadanos, y su cuerpo se halla cubierto de heridas;
mas su virtud, sinceridad y odio a la lisonja le habían atraído la
enemistad de Idomeneo. Por esta razón no se sirvió de él en el sitio
de Troya, temiendo a un hombre cuyos prudentes consejos no podría
resolverse a seguir, y aun excitó su emulación la gloria que adquiriría
en breve: olvidó sus buenos servicios; dejole aquí pobre, despreciado
de los hombres soeces e infames que solo dan estimación a las riquezas.
Sin embargo, contento en la miseria, vive en un sitio retirado de la
isla cultivando la tierra con sus propias manos; con él trabaja uno
de sus hijos; se aman con ternura y viven felices. Su frugalidad y
laboriosidad les proporcionan la abundancia de cuanto es necesario a
una vida sencilla, dando ese sabio anciano a los pobres enfermos del
contorno lo que sobra después de satisfechas sus necesidades y las de
sus hijos. Proporciona trabajo a los jóvenes, y los exhorta e instruye,
termina las discordias de sus vecinos y es el patriarca de todas las
familias; mas causa la desgracia de la suya un hijo que desoye sus
consejos: después de haberle sufrido mucho tiempo, esforzándose a
corregir sus vicios, le ha arrojado de su casa, y desde entonces se ha
entregado a los placeres y a una loca ambición.

He aquí, ¡oh cretenses!, lo que me han referido: vosotros sabréis si es
cierto. Pero si es tal como me le han pintado, ¿a qué celebráis juegos
y ejercicios?, ¿a qué convocar a tantos desconocidos? Tenéis en medio
de vosotros un hombre que os conoce y a quien conocéis; que sabe el
arte de la guerra y ha acreditado su valor, no solo contra los dardos y
las flechas, sino contra los rigores de la miseria; que ha despreciado
las riquezas que proporciona la vil adulación; que aprecia el trabajo;
que conoce la utilidad que presta la agricultura; que detesta el
fasto; que no se deja ablandar por el ciego amor hacia sus hijos,
estimando las virtudes de uno y condenando los vicios del otro; en una
palabra, un hombre que ya es padre de su pueblo. He aquí vuestro rey,
si es cierto que deseáis lleguen a gobernaros las leyes del sabio Minos.

Verdaderamente, gritó el pueblo, es Aristodemo tal cual decís: merece
la corona. Hiciéronle llamar los ancianos: buscáronle entre la multitud
en donde se hallaba confundido con las últimas clases del pueblo.
Presentose con serenidad, y le anunciaron que le elegían por rey. Solo
puedo aceptar, respondió, con tres condiciones. Primera, que dejaré
el cetro dentro de dos años si no os hago mejores de lo que sois, o
si resistís las leyes. Segunda, que tendré la libertad de continuar
viviendo con frugalidad y sencillez. Tercera, que mis hijos no gozarán
ninguna distinción, y que después de mis días serán tratados según su
mérito como los demás ciudadanos.

Resonaron mil exclamaciones de júbilo al oír estas palabras: los
ancianos custodios de las leyes colocaron la corona en las sienes de
Aristodemo e hicieron sacrificios a Júpiter y otros supremos dioses.
Hízonos varios presentes Aristodemo, no con la magnificencia que es
ordinaria en los reyes, pero sí con noble franqueza: dio a Hazael las
leyes de Minos, escritas por aquel mismo rey legislador, y un compendio
de la historia de Creta desde la época de Saturno hasta el siglo de
oro: proveyó su bajel de toda clase de frutos de Creta, desconocidos en
Siria, y le ofreció además cuantos auxilios pudiese necesitar.

Como nos urgía partir, hizo preparar una nave con gran número de buenos
remeros y soldados, y nos suministró ropas y provisiones. Levantose al
momento un viento favorable para navegar a Ítaca, y por ser contrario
a Hazael le fue preciso detenerse. Vionos este partir y nos abrazó como
amigos a quienes no volvería a abrazar jamás. Los dioses, decía, son
justos: ven una amistad fundada solo en la virtud; algún día volverán
a unirnos en aquellos campos afortunados en donde dicen gozan los
justos de una paz perpetua después de la muerte, y en donde se juntarán
de nuevo nuestras almas para no separarse nunca. ¡Ah!, si pudiesen
mis cenizas ser recogidas con las vuestras. Al decir estas palabras
derramaba un torrente de lágrimas, y los sollozos enmudecían su voz: no
llorábamos nosotros menos que él; y nos acompañó llorando hasta la nave.

[Ilustración]

Vosotros, nos dijo Aristodemo, acabáis de hacerme rey: acordaos de los
peligros en que me habéis puesto. Rogad a los dioses que me inspiren
la verdadera sabiduría, y que sea tan superior en moderación a los
demás hombres cuanto lo es mi autoridad. Por mi parte les suplico os
lleven con felicidad a vuestra patria para confundir allí la insolencia
de vuestros enemigos, y que os dejen ver en paz a Ulises reinando en
compañía de su cara Penélope. Telémaco, os doy un buen bajel lleno de
soldados y remeros que podrán serviros contra esos hombres injustos
que persiguen a vuestra madre. ¡Oh Méntor!, vuestra sabiduría que de
nada necesita, no me deja que desearos cosa alguna. Id los dos, vivid
felices juntos, acordaos de Aristodemo; y si alguna vez pueden ser
útiles a Ítaca los cretenses, contad conmigo hasta el postrer aliento.
Abrazonos, y en justa retribución de sus lágrimas no pudimos negarle
las nuestras.

Entre tanto nos anunciaba próspero viaje el favorable viento que
hinchaba nuestras velas. Ya el monte Ida se nos ofrecía semejante a
una colina: ya desaparecían las playas, y se adelantaban al parecer
hacia el mar las costas del Peloponeso para venir a encontrar el bajel;
cuando de improviso cubrió el cielo una oscura tempestad que agitó las
aguas: trocose en noche el día: presentose la muerte a nuestros ojos.
¡Oh Neptuno, vuestro soberbio tridente irritó las olas! Deseando Venus
vengar el desprecio hecho a su divinidad hasta en el templo de Citera,
corrió en busca de Neptuno, y bañados en lágrimas sus hermosos ojos,
pintole su dolor: al menos así me lo ha asegurado Méntor, que se halla
instruido de las cosas divinas. ¿Sufriréis, dijo Venus a Neptuno, que
esos impíos burlen mi poder impunemente? ¡Se han atrevido a condenar
cuanto se hace en mi isla, y los mismos dioses se sujetan al yugo de mi
imperio! Considéranse sabios a toda prueba, y llaman locura al amor.
¿Olvidáis que he nacido en el seno de las aguas? ¿Por qué tardáis en
sumergir en los profundos abismos de ellas a esos temerarios que me son
insoportables?

Apenas acabó de hablar alteró Neptuno las olas elevándolas hasta el
cielo, y complacíase Venus considerando inevitable el naufragio.
Turbado el piloto gritaba no poder resistir los vientos que nos
impelían hacia las rocas: cayó roto uno de los mástiles, y al momento
oímos el choque del bajel, que tropezando en un escollo abrió paso
a las aguas. Entraban estas por mil partes, y sumergíase la nave:
lanzaban gritos de dolor los remeros, y abrazándome yo a Méntor:
He aquí la muerte, dije: esperémosla con valor. Los dioses nos han
libertado de tantos peligros para que perezcamos hoy. Muramos, Méntor,
muramos; me sirve de consuelo morir a vuestro lado: inútil sería poner
resistencia a la muerte contra el furor de la tempestad.

[Ilustración]

El verdadero valor, me respondió, halla siempre algún recurso. No basta
prepararse a recibir la muerte con serenidad; preciso es, sin temerla,
hacer esfuerzos para rechazarla. Tomemos uno de los bancos de los
remeros. Mientras que esta multitud de hombres cobardes y sobresaltados
siente perder la vida olvidando los medios de conservarla, no
desperdiciemos nosotros un momento. Empuñó un hacha, acabó de cortar
el mástil, que por hallarse roto se inclinaba a tocar con las aguas:
lo arrojó fuera de la nave, se tiró sobre él, y me llamó por mi nombre
alentándome para que le siguiese. A la manera que un grueso árbol,
contra el cual se conjuran los huracanes, permanece inmóvil sostenido
por sus profundas raíces, sin que la tempestad le cause otro daño
que dar acelerado movimiento a sus hojas; del mismo modo se mantenía
Méntor, no solo animoso y sereno, sino dominando al parecer los vientos
y las aguas. Seguile yo. ¡Ah!, ¿quién hubiera podido dejar de hacerlo
animado con su ejemplo?

Conducíamonos sobre el flotante leño que nos servía de grande auxilio,
porque podíamos sentarnos sobre él, y se hubieran agotado bien pronto
nuestras fuerzas si hubiésemos tenido que nadar sin descanso. Pero
muchas veces retrocedía el leño de nuestra salvación impelido por la
borrasca, y nos veíamos sumergidos en el mar. Entonces bebíamos sus
aguas, que arrojábamos por boca y nariz, y nos era forzoso luchar con
las olas para asirnos de nuevo a él. Algunas veces cubríannos olas
elevadas cual una montaña, y nos agarrábamos al leño con todas nuestras
fuerzas, temerosos de que al violento impulso que recibía se nos
escapase y quedásemos privados de nuestra única esperanza.

Mientras que nos hallábamos en tan deplorable situación, me decía
Méntor con la misma serenidad que si estuviera sentado sobre este
florido césped: ¿Creéis, Telémaco, esté abandonada vuestra vida a
los vientos y a las aguas? ¿Teméis perecer sin la voluntad de los
dioses? No, no, ellos deciden de todo: a ellos, no a las aguas, debe
temerse. Ora os vieseis en lo más profundo del abismo, ora elevado
sobre el Olimpo contemplando los astros a vuestros pies, podría Júpiter
sacaros del uno, sumergiros en el otro o precipitaros entre las llamas
del oscuro Tártaro. Escuchábale yo, y le admiraba, sirviéndome de
algún consuelo; pero no me hallaba en estado de responderle. Ni él
me veía, ni yo podía verle. Pasamos toda la noche yertos de frío y
desfallecidos, sin saber a dónde nos conduciría la tempestad. Por
último, comenzó a amainar el viento, y bramando las aguas cual el
que por haber estado largo tiempo irritado conserva solo un resto de
inquietud y se halla fatigado de los accesos de la ira, causaba un
sordo rumor, y eran sus olas semejantes a los surcos que se ven en un
campo labrado.

[Ilustración]

Presentose la aurora para abrir las puertas del cielo al dorado Apolo,
y nos anunció un hermoso día. Aparecía el oriente cual una grande
hoguera; y las estrellas, escondidas por largo tiempo, volvieron a
presentarse para esconderse de nuevo al comenzar Febo su carrera.
Descubrimos a lo lejos la tierra, y el viento nos aproximaba a ella:
entonces renació la esperanza en mi corazón. No vimos a ninguno de
nuestros compañeros: sin duda les abandonaría el valor y los sumergiría
la tempestad a todos con el bajel. Cuando nos vimos cerca de la
tierra, arrojábanos el mar contra las rocas, en donde nos hubiéramos
estrellado; pero procurábamos presentarles el extremo del leño, del
cual hacía Méntor el mismo uso que hace del timón el diestro piloto.
Así nos salvamos de este nuevo peligro, y llegamos a encontrar una
costa agradable y llana, y nadando sin dificultad arribamos sobre la
arena. Allí nos visteis, gran diosa que habitáis esta isla; allí fue en
donde os dignasteis recibirnos.

[Ilustración]




LIBRO VII.


SUMARIO.

Admira Calipso a Telémaco y sus aventuras, y no perdona medio para
retenerle en su isla y enamorarle. Sostiénele Méntor contra sus
artificios y contra Cupido que llevó Venus consigo para socorrerla.
Telémaco, sin embargo, y la ninfa Eucaris conciben una mutua pasión
que excita al principio los celos de Calipso y su enojo luego. Jura
por la Estigia que Telémaco saldrá de la isla. Va Cupido a consolarla
y obliga a sus ninfas a que mientras Méntor se llevaba a Telémaco
para embarcarle, quemasen el navío que a este fin había construido.
Alégrase interiormente Telémaco de verle arder, y conociéndolo Méntor
le precipita consigo al mar para ganar a nado otro navío que veía cerca
de la costa.


[Ilustración]

LIBRO VII.

Cuando hubo acabado Telémaco esta narración, comenzaron a mirarse las
ninfas que habían permanecido inmóviles con la vista fija en él, y se
preguntaban llenas de admiración: ¿Quiénes son estos dos hombres tan
favorecidos de los dioses? ¿Oyéronse jamás aventuras tan maravillosas?
Ya es Telémaco superior a Ulises en elocuencia, sabiduría y valor.
¡Qué gallardía! ¡Qué afabilidad! ¡Qué modestia! ¡Qué heroísmo! Si
ignorásemos ser hijo de un mortal, creeríamos que era Baco, Mercurio,
o el mismo Apolo. Pero ¿quién será ese Méntor, al parecer oscuro y de
mediana condición? Al mirarle atentamente se encuentra en él cierta
cosa inexplicable superior a los seres mortales.

Escuchaba Calipso estas palabras con una turbación que procuraba
ocultar en vano, y sin cesar dirigía la vista ora a Méntor, ora a
Telémaco. Deseaba a veces volviese a comenzar este la historia de sus
aventuras; mas en breve se arrepentía de ello, hasta que levantándose
por último con precipitación, condujo a Telémaco a un bosque de mirtos,
e hizo todos sus esfuerzos para cerciorarse de si era Méntor alguna
divinidad que se ocultase bajo la forma humana; pero nada podía este
decirla, pues Minerva, que le acompañaba bajo la de Méntor, no se había
dado a conocer a causa de los pocos años de aquel joven, no fiándose
todavía de él para revelarle sus designios: además de que deseaba
experimentarle en los mayores peligros, y los hubiera despreciado
sabiendo le acompañaba Minerva, confiado en tan poderoso auxilio.
Ignoraba quién era Méntor, y por esta razón fueron inútiles todos los
ardides de Calipso para saber lo que deseaba.

Reunidas entre tanto las ninfas alrededor de Méntor, se entretenían
en hacer varias preguntas a este; ora acerca de la circunstancia de
su viaje a Etiopía, ora de lo que había visto en Damasco, ora en fin
si conocía a Ulises antes del sitio de Troya. Respondió a todas con
afabilidad, y aunque sus palabras eran sencillas les fueron agradables
en extremo.

Mas no las dejó disfrutar Calipso de su conversación por largo tiempo:
volvió adonde se hallaban; y mientras recogían varias flores, cantando
para divertir a Telémaco, llamó a Méntor a un sitio apartado con el
objeto de hablarle. No es el dulce sueño más grato a los cansados
párpados del hombre, cuyos miembros se hallan fatigados por el exceso
del trabajo, que fueron lisonjeras las palabras de la diosa para
seducir el corazón de Méntor; pero semejante este a la escarpada roca
cuya cima se oculta entre las nubes y burla el ímpetu furioso de los
huracanes, rechazaba inalterable los esfuerzos de la diosa, dejando le
estrechase para que concibiese la esperanza de que le envolvería con
sus reiteradas preguntas y extraería la verdad; aunque en el momento en
que se gloriaba de haber obtenido el triunfo, desvanecíanse aquellas
por medio de una sola palabra de Méntor que la sumía de nuevo en la
incertidumbre.

Así pasaba los días ocupada, ora en lisonjear a Telémaco, ora empleando
los medios de apartarle de Méntor, de quien no se prometía extraer lo
que deseaba: y valíase de las ninfas más hermosas para hacer brotar el
amor en el corazón de aquel joven, cuya empresa fue protegida por una
poderosa divinidad que vino en su auxilio.

Resentida Venus de haber visto menospreciado por Méntor y Telémaco el
culto que se la tributaba en la isla de Chipre, no hallaba consuelo al
considerar que aquellos dos mortales temerarios hubiesen burlado los
vientos y las olas en la tempestad suscitada por Neptuno. Dio a Jove
amargas quejas: sonriose este, y ocultando haber sido Minerva quien
bajo la figura de Méntor salvó al hijo de Ulises, permitió a Venus
procurase los medios de satisfacer su venganza.

Deja el Olimpo la diosa del amor; olvida los suaves perfumes que ardían
en los altares de Pafos, de Citera y en la Idalia; vuela en el carro
tirado por las palomas; llama a su hijo; y aumentándose las gracias de
su hermosura, le habla de esta manera:

¿Ves, hijo mío, esos dos hombres que desprecian nuestro poder? ¿Quién
nos adorará desde hoy? Ve, hiere con tus flechas sus insensibles
corazones: desciende conmigo a la isla en donde se encuentran: yo
dirigiré a Calipso mi voz. Dijo: y hendiendo los aires la dorada nube,
preséntase a Calipso que a la sazón se hallaba sola cerca de una fuente
bastante lejana de su gruta.

Desventurada deidad, le dice: el ingrato Ulises os despreció, y su
hijo aun más endurecido que él, prepárase a hacer otro tanto; pero el
Amor, el mismo Amor viene a vengaros. Yo os dejo: él permanecerá entre
vuestras ninfas, cual en otro tiempo el joven Baco que fue alimentado
por las de la isla de Naxos. Le verá Telémaco y no le conocerá; no le
inspirará desconfianza, y en breve reconocerá su poder. Apenas dijo
estas palabras se remontó en la misma nube en que había descendido,
despidiendo un olor de ambrosía que embalsamó todos los bosques de la
isla.

Quedose el Amor en el regazo de Calipso; y aunque deidad, sintió el
fuego que emanaba de él. Por aliviar su mal diole a la ninfa Eucaris
que la acompañaba; mas ¡ay!, ¡cuántas veces se arrepintió de haberlo
hecho! Nada le parecía al principio más inocente, más agradable,
ingenuo y gracioso que aquel niño, pues al verle jovial, lisonjero
y siempre risueño, era indudable que no pudiese producir más que
placeres; pero apenas se entregaron a sus caricias sintieron la fuerza
de su veneno. El maligno y engañoso niño acariciábalas sin otro objeto
que engañarlas, riendo de los daños que había causado o intentaba
causar.

Mas no osaba aproximarse a Méntor, porque su aspecto severo le
atemorizaba; conocía era invulnerable a sus flechas aquel desconocido.
Aunque las ninfas experimentaron en breve el fuego que encendía en
sus corazones el niño falaz, sin embargo, ocultaban cuidadosamente la
profunda herida que produjera en ellos.

Vio entre tanto Telémaco aquel hermoso niño que jugaba con las ninfas,
y encantado de su belleza le abrazó: ora le ponía sobre la rodilla, ora
le abrazaba de nuevo, experimentando una inquietud cuya causa le era
desconocida; y mientras más se entretenía en tan inocentes caricias,
era mayor su turbación y desfallecimiento. ¿Veis, decía a Méntor, cuán
diferentes son estas ninfas de las mujeres de la isla de Chipre, cuya
inmodestia disminuía su hermosura? Estas bellezas inmortales encantan
por su inocencia, recato y sencillez; y al decir esto, ruborizábase
sin saber el motivo. Hablaba sin querer; mas apenas comenzaba a hablar
faltábanle las palabras, y su discurso era oscuro, interrumpido, y
algunas veces vacío de sentido.

[Ilustración]

¡Oh Telémaco!, le decía Méntor: nada eran los riesgos que corríais
en la isla de Chipre comparados con los que ninguna desconfianza os
inspiran ahora. El vicio causa horror, indignación la impudencia; pero
es mucho más peligrosa la modesta hermosura, pues amándola se cree
amar la virtud, dejándose llevar insensiblemente de los atractivos
engañosos de una pasión que solo se conoce cuando no es tiempo de
sofocarla. Huid, querido Telémaco, huid de esas ninfas que fingen pudor
para engañaros más fácilmente; huid los peligros de la juventud, y
sobre todo de ese niño a quien no conocéis. El Amor se halla en esta
isla conducido por su madre Venus para vengarse del desprecio que
hicisteis del culto que se la tributa en Citera; él ha traspasado el
corazón de Calipso que se halla enamorada de vos; inflamado también
a las ninfas que la rodean; y vos, desventurado joven, vos mismo os
abrasáis sin conocerlo.

Y ¿por qué, interrumpía Telémaco muchas veces, no hemos de permanecer
en esta isla? Ulises ya no existe; pues hace tiempo le habrán sumergido
las aguas; y Penélope no habrá podido resistir a sus pretendientes
viendo no regresamos ni el esposo, ni el hijo: su padre Ícaro la habrá
obligado a enlazarse con otro. ¿Regresaré para verla unida con nuevos
vínculos, olvidada la fe que juró a mi padre? Quizá los de Ítaca le
hayan olvidado también: y no podemos volver a aquella isla sino para
arriesgarnos a una muerte cierta, porque los amantes de Penélope
ocuparán todas las entradas del puerto para asegurar mejor nuestra
pérdida cuando regresemos.

He ahí, respondía Méntor, los efectos de una pasión naciente. Búscanse
con sutileza cuantas razones la favorecen, extraviándose con el recelo
de no ver las que pueden condenarla, y siendo ingeniosos para engañarse
y sofocar el remordimiento. ¿Se ha borrado de vuestra memoria cuanto
han hecho los dioses para conduciros de nuevo a vuestra patria? ¿Cómo
salisteis de Sicilia? ¿No se trocaron en prosperidad repentinamente
las desgracias que os afligieron en Egipto? ¿Qué mano invisible
protegió vuestra vida contra los peligros que os amenazaron en Tiro? Y
después de tan repetidas maravillas, ¿ignoráis aún lo que os prepara
el destino? Pero ¿qué digo?, sois indigno de su protección: yo parto:
buscaré los medios de salir de esta isla, y vos, hijo infame de padre
tan sabio y generoso, quedaos a vivir sin honor en el seno de la
molicie y rodeado de mujeres: haced, a pesar de los dioses, lo que
Ulises juzgó indigno de su gloria.

Penetró hasta el corazón de Telémaco el desprecio que envolvían estas
palabras, conmoviéndole y experimentando a la vez dolor y vergüenza:
temía la indignación y ausencia del sabio Méntor, a quien tanto
debía; mas la pasión naciente, que aún no le era conocida, hacía
fuese ya otro hombre. ¡Cómo pues!, replicaba bañados en lágrimas sus
ojos, ¿en nada tenéis la inmortalidad que me ofrece la diosa? En
nada tengo, interrumpía Méntor, todo lo que es contrario a la virtud
y a los decretos del Olimpo. Aquella os llama a Ítaca para regresar
a los brazos de Ulises y de Penélope, y os prohíbe entregaros a una
loca pasión; y estos, que os han libertado de tantos peligros para
prepararos una gloria igual a la de vuestro padre, os ordenan salir de
esta isla. Solo puede deteneros en ella el Amor, ese vergonzoso tirano.
¡Ah!, ¿de qué os serviría la inmortalidad sin virtud, sin libertad, sin
gloria? En ella seríais aún más infeliz, porque no tendría término.

Solo respondía Telémaco suspirando. Deseaba algunas veces que Méntor
le arrancase de la isla, y parecíale otras tardaba en partir para no
tener a la vista aquel amigo severo que le reprendía su flaqueza.
Agitábanle alternativamente contrarios afectos; mas ninguno de ellos
era permanente, pues veíase su corazón cual el mar, cuyas olas se
agitan al capricho de los vientos. Ora permanecía inmóvil tendido
en la playa, ora en lo más espeso de algún bosque sombrío vertiendo
amargas lágrimas y lanzando gritos semejantes a los rugidos del león.
Enflaqueciose, resplandecía en sus hundidos ojos un fuego devorador; y
al mirarle pálido, abatido y desfigurado, podía dudarse fuera el mismo
Telémaco. Abandonábanle el vigor y gallardía, y semejante a la flor que
exhala agradables perfumes al abrirse con la Aurora, y se marchita poco
a poco al ausentarse Febo, desapareciendo con él sus hermosos colores;
así desfallecía el hijo de Ulises, que se veía próximo al sepulcro.

[Ilustración]

Considerando Méntor que no podía Telémaco resistir la violencia de
aquella pasión, formó el plan de libertarle de tan gran peligro por
medio de un ardid. Había observado le amaba Calipso con frenesí y que
este amaba igualmente a la ninfa Eucaris, pues el cruel amor para
atormentar a los mortales hace que nadie ame a quien le ama. Resolvió
excitar los celos de Calipso, y debiendo Eucaris acompañar a Telémaco a
una cacería, dijo a la diosa: He advertido en Telémaco una inclinación
a la caza que jamás había notado en él. Esta diversión comienza a
alejarle de las demás, prefiriendo a todo las selvas, los bosques y las
más escabrosas montañas. ¿Por ventura seréis vos quien le inspira esta
ardiente pasión?

Experimentó Calipso cruel enojo al escuchar estas palabras, y no
pudiendo contenerse respondió: Telémaco, que ha menospreciado cuantos
placeres le ofrecía la isla de Chipre, no puede resistir a la mediana
belleza de una de mis ninfas. ¿Cómo osa vanagloriarse de haber
ejecutado tan maravillosos hechos, cuando su corazón se debilita
vilmente por la sensualidad, y cuando parece nacido para vivir
oscurecido y rodeado de mujeres? Observando Méntor con satisfacción que
los celos inquietaban el corazón de Calipso, nada más dijo recelando
inspirarla desconfianza; pero se manifestó melancólico y abatido.
Descubríale la diosa sus pesares, y dábale sin cesar nuevas quejas;
habiendo acabado de excitar su furor la cacería que Méntor indicó.
Supo que Telémaco había procurado burlar la vigilancia de las demás
ninfas para hablar con Eucaris; y proponiendo ya otra en que no dudaba
ejecutase otro tanto, declaró su voluntad de asistir a ella para dejar
sin efecto los proyectos de Telémaco, a quien, no pudiendo contener su
resentimiento, habló de esta suerte:

¿Para esto, oh temerario joven, has arribado a mi isla por escapar del
justo naufragio que te preparaban Neptuno y la cólera de los dioses?
¿Has pisado esta isla inaccesible a todo otro mortal para despreciar
mi poder y el amor que te he manifestado? ¡Oh deidades del Olimpo y
de la undosa Estigia, escuchad a una desventurada diosa! ¡Apresuraos
a aniquilar a este pérfido, a este ingrato e impío! Pues que eres aún
más duro e injusto que tu padre, ¡quieran los dioses hacerte sufrir
males todavía más prolongados y crueles que los suyos! ¡No, no: jamás
vuelvas a ver tu patria, la pequeña y miserable isla de Ítaca, que no
has tenido vergüenza de preferir a la inmortalidad! ¡Antes perezcas
mirándola de lejos en medio de los mares, y hecho tu cuerpo juguete de
las aguas, sea arrojado sin esperanza de sepultura sobre la arena de
estas playas! ¡Véante mis ojos devorado por los buitres! Vea también
tu cadáver la que amas: véalo, sí: esto despedazará su corazón, y su
desesperación producirá mi ventura.

Así hablaba Calipso con los ojos inflamados sin fijar la vista en
ningún objeto. Temblábale el mentón y cubríase su rostro de manchas
lívidas y negras, que a cada instante le alteraban. Ora esparcíase
sobre su faz una palidez mortal, ora cesaban de correr sus lágrimas
con la abundancia que solían, agotadas al parecer por la rabia y la
desesperación, humedeciendo sus mejillas solamente alguna, ora en fin
articulaba las palabras con voz trémula, ronca e interrumpida.

Observábala Méntor sin decir nada a Telémaco, considerándole como un
enfermo desahuciado, aunque de cuando en cuando le miraba compasivo.

Conocía Telémaco cuán culpable e indigno era de la amistad de Méntor,
y no osaba alzar la vista temiendo encontrar la de su amigo, cuyo
silencio le condenaba. Quería algunas veces correr a sus brazos para
darle una prueba de que no desconocía su error; mas ora le contenía la
vergüenza, ora el temor de avanzar demasiado para huir del peligro,
pues le parecía este agradable, y no podía aún resolverse a vencer la
vehemente pasión que le arrastraba.

Reunidos entre tanto en el Olimpo, los dioses y diosas guardaban
un profundo silencio, y con la vista fija sobre la isla de Calipso
esperaban la victoria de Minerva o del Amor. Jugando este con las
ninfas había introducido en la isla un fuego devorador, mientras
Minerva, bajo la figura de Méntor, se servía de los celos inseparables
del Amor, contra el Amor mismo; y Jove, que había resuelto ser
espectador de la lucha, permanecía neutral.

Eucaris, que temía se escapase Telémaco de sus lazos, empleaba mil
artificios para detenerle en ellos. Ya iba a partir con él a la
segunda cacería, vestida cual Diana, embellecida con nuevas gracias
que derramaron sobre ella Venus y Cupido, de suerte que su hermosura
era superior aquel día a la de la diosa Calipso; cuando viéndola esta
de lejos, y mirándose al mismo tiempo en el trasparente líquido de una
fuente clara, se avergonzó, y ocultándose en lo interior de su gruta
comenzó a hablar sola diciendo:

[Ilustración]

Inútil me ha sido el proyecto de inquietar a los dos amantes
manifestando mi voluntad de acompañarles a la cacería. ¿Y lo haré?
¿Iré para contribuir al triunfo de Eucaris, y para que mi belleza haga
sobresalir la suya? ¿Será posible que al verme Telémaco se aumente su
pasión hacia Eucaris? ¡Desventurada! ¿Qué he hecho? No, no iré; ni
ellos tampoco: yo lo impediré. Buscaré a Méntor, le rogaré saque a
Telémaco de la isla y le conduzca a la de Ítaca. Mas ¿qué digo? ¡Ah!,
¿qué será de mí después de la ausencia de Telémaco? ¿Dónde estoy?
¿Qué podré hacer? ¡Venus, cruel Venus, cómo me habéis engañado! ¡Qué
presente me habéis hecho! ¡Pernicioso niño, emponzoñado Amor, yo te
abrí mi corazón con la esperanza de vivir feliz con Telémaco, y has
introducido en él la desesperación y la inquietud! Las ninfas se han
rebelado contra mí, y el ser inmortal sirve solo para hacer eterna mi
desgracia. ¡Ah!, si fuese libre para privarme de la vida, hallaría
término mi dolor. Pero toda vez que yo no puedo morir, preciso es
muera Telémaco. Yo vengaré su ingratitud; heriré su pecho a los ojos
de Eucaris. Mas ¡cómo me extravío! ¡Oh Calipso infeliz! ¿Qué intentas
hacer? ¡Que perezca el inocente a quien has sumido en un abismo de
infortunios! Yo encendí la llama fatal en el casto seno de Telémaco.
¡Qué inocencia!, ¡qué virtud!, ¡qué horror al vicio!, ¡qué valor contra
los placeres vergonzosos! ¿A qué emponzoñar su corazón? ¡Me hubiera
abandonado! Mas ¿no será preciso que lo haga ahora también, o que sea
yo testigo de su desprecio y de que vive solo para mi rival? No, no;
lo que sufro lo he merecido bien. Partid, Telémaco; id al otro lado
de los mares: dejad sin consuelo a Calipso que no puede soportar la
vida ni esperar la muerte: dejadla inconsolable, cubierta de oprobio y
desesperación en compañía de la orgullosa Eucaris.

Así hablaba sola en lo interior de la gruta; mas saliendo de ella con
precipitación: ¿Adónde estáis, dijo, oh Méntor? ¿De este modo sostenéis
a Telémaco contra el vicio que le vence? Dormís mientras vela contra
vos el Amor. Yo no puedo soportar por más tiempo la vil indiferencia
que manifestáis. ¿Veréis tranquilo al hijo de Ulises deshonrar a su
padre y olvidar el alto destino que le aguarda? ¿Es a vos o a mí a
quien los padres de Telémaco han confiado su conducta? Busco yo los
medios de curar la llaga de su corazón, y ¿no haréis nada vos para
lograrlo? En lo interior y más apartado del bosque existen álamos
robustos muy a propósito para la construcción de un bajel: de ellos se
valió Ulises para construir el que le sirvió cuando salió de esta isla.
En el mismo sitio encontraréis una profunda caverna en donde hay todos
los instrumentos necesarios para cortar y unir las piezas de la nave.

Apenas acabó de decir estas palabras se arrepintió de haberlas dicho;
pero sin perder un instante Méntor, corrió a la caverna, halló las
herramientas, cortó los árboles, y en un día construyó un bajel y le
puso en estado de flotar, pues el poder e industria de Minerva no
necesitan largo tiempo para ejecutar las más grandes obras.

Era terrible el estado en que se hallaba Calipso, por una parte deseaba
saber si adelantaba su trabajo Méntor, y por otra no podía resolverse a
faltar a la cacería en que Telémaco y Eucaris gozarían entera libertad.
No le permitían los celos que perdiese de vista a los dos amantes, y
procuraba dirigirlos hacia el sitio en donde se hallaba Méntor ocupado
en construir el bajel. Oía los golpes del hacha y del martillo, que
la estremecían; mas al mismo tiempo recelaba que esta distracción la
ocultase alguna señal o mirada de Telémaco a la ninfa Eucaris.

¿No teméis, decía esta entre tanto a Telémaco irónicamente, que os
reprenda Méntor por haber venido sin él a la caza? ¡Oh, cuán digno sois
de lástima por vivir sujeto a tan severo preceptor! Nada es bastante
para templar su austeridad: afecta ser enemigo de todos los placeres,
y no puede tolerar que disfrutéis de ninguno: las cosas más inocentes
os las reprende como crímenes. En buen hora dependieseis de él mientras
no os hallabais en estado de conduciros; pero no debéis permitir que os
trate cual un niño después de haber mostrado tanta sabiduría.

Penetraban en el corazón de Telémaco estas artificiosas palabras, y
le llenaban de enojo contra Méntor, cuyo yugo deseaba sacudir. Temía
volverle a ver, y nada respondía a Eucaris por el estado de turbación
en que se hallaba. Por último, al fin de la tarde y después de esta
continua agitación, llegaron a una parte del bosque, muy inmediata al
sitio en donde había estado Méntor trabajando todo el día. Vio Calipso
desde lejos acabado el bajel, y al momento cubriéronse sus ojos de una
espesa nube semejante a las pálidas sombras de la muerte.

Trémulas sus rodillas la sostenían con dificultad; corría por todo su
cuerpo un sudor frío, y viose obligada a apoyarse en las ninfas que la
rodeaban: tendiole Eucaris el brazo para sostenerla; mas le rechazó
mirándola con indignación.

Cuando Telémaco vio la nave y no a Méntor, por haberse ya retirado
después de concluido su trabajo, preguntó a Calipso a quién pertenecía
y el objeto a que se destinaba. No pudo responderle esta al principio;
mas por último le dijo: La he mandado construir para que parta Méntor,
a fin de que no os embarace este amigo severo que se opone a vuestra
dicha, y cuya envidia se excitaría al veros gozar de la inmortalidad.

¡Me abandona Méntor!, exclamó Telémaco: ¡qué será, pues, de mí! Si él
me deja, solo me quedáis vos, Eucaris. Escapáronsele involuntariamente
estas palabras en el exceso de su pasión, y aunque conoció el daño que
había hecho al pronunciarlas, no le fue posible contenerse. Admiráronse
todas las ninfas y guardaron silencio. Ruborizada Eucaris y con la
vista en el suelo, permaneció detrás de ellas llena de turbación y
procurando ocultarse; pero mientras que el rubor alteraba su rostro,
gozábase interiormente. Apenas podía persuadirse Telémaco haber hablado
con tanta indiscreción. Parecíale un sueño; mas sueño en que permanecía
confuso y alterado.

Corría Calipso por el bosque sin dirección fija, más furiosa que
la leona a quien arrebataron el fruto de sus entrañas, y sin saber
adónde iba; hasta que hallándose a la entrada de la gruta en donde
la aguardaba Méntor: Salid, dijo, oh extranjeros que habéis venido a
turbar mi reposo: huya lejos de mí ese insensato joven; y vos, anciano
imprudente, vos experimentaréis la cólera de una deidad si no le sacáis
inmediatamente de la isla. No quiero verle más, ni sufrir que ninguna
de mis ninfas le hable ni le mire. Lo juro por las aguas de la Estigia,
juramento que estremece a los mismos dioses; mas sepa Telémaco que
no han terminado sus desgracias: ¡ingrato!, saldrás de mi isla para
ser blanco de nuevos infortunios. Quedaré vengada: te acordarás de
Calipso; pero en vano. Irritado todavía Neptuno contra tu padre por
haberle ofendido en Sicilia, y excitado por Venus a quien despreciaste
en Chipre, te prepara nuevas tempestades. Verás a tu padre, que aún
existe; mas sin conocerlo. Te reunirás a él en Ítaca; pero antes
sufrirás una suerte cruel. Ve: yo invoco el poder celestial para mi
venganza, y quieran los dioses que en medio de los mares, pendiente de
la elevada punta de una roca y herido del rayo, invoques inútilmente a
Calipso, a quien colmará de gozo tu suplicio.

No bien acabó de hablar así cuando ya se hallaba inclinada a adoptar
resoluciones contrarias. El amor excitaba el deseo de detener a
Telémaco. Viva, decía: permanezca en la isla: tal vez llegará a conocer
mi pasión. Eucaris no podrá como yo concederle la inmortalidad. ¡Oh
alucinada Calipso! Tu juramento ha hecho traición a tu voluntad: ya
estás ligada; y las aguas de la Estigia, por las cuales juraste, no te
dejan esperanza. Nadie la escuchaba; pero veíanse retratadas las furias
en su rostro, y exhalaba de su pecho al parecer los envenenados hálitos
del negro Cocito.

Llenose Telémaco de horror. Conociolo Calipso; porque ¿qué no adivina
el amor celoso?, y el horror que manifestaba Telémaco aumentó el furor
de la diosa, que corría por el bosque con un dardo en la mano llamando
a las ninfas y amenazándolas de que atravesaría con él a las que no la
siguiesen, cual la bacante que llena de alaridos los aires, haciéndolos
repetir por los ecos de las elevadas montañas de Tracia. Corrían
aquellas despavoridas en tropa al oír sus amenazas, y acercose a ella
la misma Eucaris vertiendo lágrimas y mirando de lejos a Telémaco, a
quien no se atrevía a dirigir la palabra. Estremeciose Calipso al verla
a su lado, y en vez de apaciguarla la sumisión de la ninfa, excitó de
nuevo su furor advirtiendo que la aflicción aumentaba la belleza de
Eucaris.

Hallábase Telémaco entre tanto en compañía de Méntor. Abrazó sus
rodillas, pues no se atrevía ni aun a mirarle, y comenzó a derramar
copioso llanto; quería hablar, mas faltábanle la voz y las palabras,
e ignoraba lo que hacía, lo que deseaba y lo que debía hacer. Por
último, ¡oh mi verdadero padre!, exclamó: ¡oh Méntor, salvadme de
tantos males! Ni puedo abandonaros ni seguiros. ¡Libertadme de mí
mismo: dadme la muerte!

Abrazole Méntor para consolarle, y le animó enseñándole a sufrirse a
sí mismo sin lisonjear su pasión, diciéndole: Hijo del sabio Ulises a
quien tanto han protegido los dioses y a quien todavía protegen: por
un efecto de su protección sufrís males tan horribles; pues el que no
ha experimentado su flaqueza y la violencia de las pasiones, no puede
llamarse sabio, porque no se conoce ni sabe desconfiar de sí mismo.
Los dioses os han conducido hasta el borde del precipicio para que
conozcáis su profundidad; pero sin dejaros caer en él. Conoced ahora
lo que nunca hubierais conocido a no haberlo experimentado. En vano os
hubieran hablado de las traiciones de Amor, que lisonjea para arrastrar
a la perdición, y que bajo las apariencias del deleite oculta las más
crueles amarguras. Se os presentó risueño, jovial y lleno de gracias
y de encantos. Le visteis: arrebató vuestro corazón, experimentando
placer cuando os le arrebataba. Buscabais pretextos para desconocer la
llaga que padecíais, y procurabais engañarme y engañaros vos mismo sin
temor alguno. Ved los efectos de vuestra temeridad: pedís la muerte
como la única esperanza que os queda. Agitada, la diosa parece una
furia infernal: abrásase Eucaris por un fuego devorador más cruel que
las angustias de la muerte, y, celosas todas las ninfas, se hallan
próximas a despedazarse: ¡he aquí los efectos del pérfido Amor, tan
delicioso al parecer! Recobrad el valor. ¡Cuánto os protegen los
dioses, pues os abren un camino fácil para huir del Amor y restituiros
a la patria querida! La misma Calipso se ve obligada a arrojaros de la
isla. La nave nos aguarda: ¿por qué tardamos en dejar este suelo en
donde no puede habitar la virtud?

[Ilustración]

Mientras decía Méntor estas palabras conducía de la mano hacia la
playa a Telémaco, y seguíale este aunque con repugnancia y dirigiendo
la vista a la espalda. Consideraba que Eucaris se alejaba de él, y no
pudiendo descubrir su rostro miraba su hermoso cabello trenzado, sus
vestidos flotantes y su noble continente, y hubiera deseado poder besar
sus huellas; y aun después que la perdió de vista, prestaba el oído
imaginando escuchar su voz. Veíala aunque ausente, y pintada al vivo
ante sus ojos: creía hablar con ella sin saber dónde se hallaba, ni
poder escuchar a Méntor.

Por último, volviendo en sí, como si despertase de un profundo sueño,
dijo a Méntor: Me resuelvo a seguiros; pero no me he despedido de
Eucaris, y preferiría la muerte a abandonarla con ingratitud. Esperad
a que la dé un adiós eterno: permitid que al menos la diga: ¡Oh ninfa!,
los crueles dioses, envidiosos de mi felicidad, me obligan a partir;
pero antes me privarán de la existencia que os borren de mi memoria.
¡Oh caro padre!, o dejadme este último consuelo, que tan puro es, o
arrancadme la vida en este mismo instante. No: ni quiero permanecer en
esta isla, ni abandonarme al amor. Este no ha triunfado de mi corazón:
solo me anima la amistad y la gratitud hacia Eucaris. Me basta decirla
adiós una sola vez, y partiré con vos sin dilación.

¡Os compadezco!, respondió Méntor: vuestra pasión es tan frenética
que no la conocéis. Os parece estar tranquilo, ¿y pedís la muerte? Os
atrevéis a decir que no ha triunfado de vuestro corazón el amor, ¿y no
podéis apartaros de la ninfa que amáis? No veis ni escucháis sino a
ella; estáis sordo y ciego cual el enfermo a quien la calentura hace
delirar, y niega estarlo. ¡Oh alucinado Telémaco!, ¿estabais resuelto a
renunciar a Penélope que os aguarda, a Ulises a quien volveréis a ver,
a Ítaca en donde debéis reinar, a la gloria y altos destinos que os han
prometido los dioses por tantas maravillas como han obrado en vuestro
favor? ¡A todos estos beneficios renunciabais por vivir deshonrado con
Eucaris! ¿Y aun diréis que no os arrastra el amor hacia ella? ¿Qué,
pues, os inquieta? ¿Por qué deseáis la muerte? ¿Por qué hablasteis
tan enajenado en presencia de Calipso? No os haré el cargo de mala
fe; pero me lastimo de vuestra ceguedad. ¡Huid, Telémaco, huid! La
fuga es el único medio de vencer el amor. Contra tan terrible enemigo,
el verdadero valor consiste en temerle y huirle; pero huyendo sin
reflexionar y sin detenerse a mirar hacia atrás. No habréis olvidado
los cuidados que me costáis desde la infancia y los peligros que
habéis burlado por mis consejos: o seguidlos ahora o sufrid que os
abandone. ¡Si supieseis cuán doloroso es para mí el veros correr a
vuestra perdición, y cuánto he padecido mientras que no me atreví a
hablaros de esta suerte! Menos padecería la madre que os llevó en sus
entrañas cuando os dio a luz. He callado y sufrido mi pena; he sofocado
mis suspiros con la esperanza de que volvieseis a mí. ¡Oh hijo mío,
hijo mío querido!, consolad mi corazón, volvedme lo que me es todavía
más caro que mis propias entrañas: restituidme a Telémaco a quien he
perdido: volveos a vos mismo. Si la sabiduría vence al amor, vivo y
viviré feliz; mas si el amor os arrastra a pesar de la sabiduría,
Méntor no podrá ya existir.

En tanto que así hablaba seguía andando hacia la orilla, y Telémaco que
aún no se hallaba con el valor necesario para seguirle voluntariamente,
lo estaba ya para dejarse llevar sin resistencia. Oculta Minerva bajo
la figura de Méntor, cubría a Telémaco invisiblemente con su égida,
y esparciendo en torno de él un rayo divino, excitó en su corazón el
ánimo que no había experimentado desde que se hallaba en la isla. Por
último, llegaron a la parte más escarpada de la orilla del mar, donde
existía una roca batida siempre por sus espumosas olas, desde cuya
elevación miraron si la nave preparada por Méntor se hallaba en el
mismo sitio; mas observaron un triste acontecimiento.

Resentido el Amor de que aquel anciano desconocido no solamente fuera
insensible a sus flechas, sino de que le arrebatase también a Telémaco,
lloraba despechado, y fue en busca de Calipso que vagaba por lo más
sombrío del bosque. No pudo esta verle sin estremecerse, sintiendo
renovaba las llagas todas de su corazón. ¿Sois deidad, dijo el Amor,
y os dejáis vencer por un débil mortal a quien tenéis cautivo en
vuestra isla? ¿Por qué le permitís salir de ella? ¡Oh malhadado Amor!,
respondió Calipso, no quiero escuchar tus perniciosos consejos: tú me
has arrebatado la dulce paz en que vivía para precipitarme en un abismo
de desgracias. Ya está hecho: juré por las aguas de la Estigia que
dejaría partir a Telémaco. El mismo Jove, padre de los dioses, con todo
su poder no osaría contrariar tan terrible juramento. Telémaco sale de
mi isla; sal tú también, pernicioso niño, pues me has hecho más daños
que a él.

Riose maligno el Amor, y enjugando sus lágrimas: Ciertamente, dijo, he
aquí una gran dificultad. Dejadme obrar: no alteréis vuestro juramento,
ni os opongáis a la partida de Telémaco; pero ni vuestras ninfas ni
yo hemos jurado por las aguas de la Estigia dejarle partir. Yo les
inspiraré el proyecto de incendiar la nave construida por Méntor con
tal brevedad, y su actividad, que tanto os ha sorprendido, quedará
sin efecto. Sorprenderase él también, y no le quedará arbitrio para
arrebataros a ese joven.

Hicieron renacer la alegría y la esperanza en el corazón de Calipso las
lisonjeras palabras del Amor, produciendo igual efecto que la frescura
del céfiro cuando sopla a orillas de un cristalino arroyo para aliviar
las fatigas del ganado en la abrasada estación del verano. Serenose
su rostro, templose el fuego de su vista, y alejáronse de ella por un
momento la pesadumbre y los cuidados que la devoraban: detúvose, y se
sonrió Amor falaz, preparándola nuevo dolor mientras le acariciaba.

Gozoso el Amor de haberla persuadido, corrió a persuadir también a
las ninfas, que vagaban dispersas por las montañas cual un rebaño de
tímidas ovejas a quienes alejó el lobo hambriento de los pastores
que las custodiaban. Reuniolas el Amor y les dijo: Todavía se halla
Telémaco en vuestro poder: apresuraos a incendiar el bajel que ha
construido el temerario Méntor para huir de la isla. Encendieron
antorchas al momento, y corrieron a la playa llenas de furor poblando
el aire de alaridos, con el cabello flotante como lo hacían en las
bacanales. Elévase la llama, consume el bajel construido de madera seca
cubierta de brea, arrojando torbellinos de humo y fuego hasta las nubes.

Miraban Telémaco y Méntor aquella hoguera desde la roca en donde se
hallaban, y percibían las voces de las ninfas: poco faltó a Telémaco
para alegrarse, pues aún no estaba fortificado su corazón, y Méntor
consideraba su pasión cual un fuego mal apagado que, ardiendo oculto
entre cenizas, arroja chispas de tiempo en tiempo. Vedme aquí, dijo
Telémaco, ligado de nuevo con las mismas ataduras: ninguna esperanza
nos queda ya de salir de esta isla.

Conoció Méntor que iba a caer de nuevo Telémaco en la flaqueza, y que
por lo mismo no debía perder ni un momento; y descubriendo a lo lejos
en medio de las aguas un bajel que no osaba aproximarse a la isla, pues
todos los pilotos sabían que era inaccesible a los mortales, empujó a
Telémaco, que se hallaba sentado en el borde de la roca, le precipitó
en el mar y se arrojó en seguida. Sorprendido Telémaco de esta violenta
caída, tragó sus aguas, y quedó hecho juguete de las olas; pero
volviendo en sí y viendo a su lado a Méntor, que le tendía el brazo
para ayudarle a nadar, se ocupó solo de alejarse de la isla fatal.

Las ninfas que habían creído retenerles en la isla lanzaron gritos
de furor cuando advirtieron que no podían impedirles la fuga, e
inconsolable Calipso entrose en la gruta, en cuyas bóvedas resonaban
sus repetidos ayes, y el Amor, que vio trocado su triunfo en vergonzosa
derrota, elevose en los aires sacudiendo sus ligeras alas, y voló
presuroso al bosque de Idalia en donde le aguardaba su cruel madre; y
más cruel aún que esta, se consoló riendo con ella de los males que
había causado.

A medida que Telémaco se alejaba de la isla, sentía con placer que
renacían en su corazón el valor y el amor a la virtud. Experimento,
exclamaba hablando a Méntor, lo que me decíais y lo que no podía creer
por falta de experiencia: no se triunfa del vicio sino huyendo de él.
¡Oh amado padre mío! ¡Cuánto me han protegido los dioses concediéndome
piadosos vuestro auxilio! Merecía verme privado de él y abandonado a mí
mismo; mas ya no temo a las aguas, a los vientos, ni a las tempestades,
sino a mis pasiones. El amor solo es más temible que todos los
naufragios.

[Ilustración]




LIBRO VIII.


SUMARIO.

El navío que vio Méntor desde la roca era tirio, y su capitán un
hermano de Narbal llamado Adoam, el cual los recibió favorablemente,
y reconociendo a Telémaco le refirió la muerte trágica de Pigmalión y
de Astarbé, y la elevación de Baleazar que a persuasión de ella estaba
en desgracia de su padre. Mientras Adoam da un refresco a Telémaco y
Méntor, se llegan alrededor del bajel los tritones, las nereidas y
demás divinidades del mar, atraídas del dulce canto de Aquitoas: toma
entonces Méntor una lira y sobrepuja a aquel. Refiere después Adoam
las maravillas de la Bética: describe el suave temperamento del aire y
demás circunstancias de aquel país: la vida tranquila de los habitantes
y la simplicidad de sus costumbres.


[Ilustración]

LIBRO VIII.

Era fenicio el bajel: dirigíase al Epiro; y aunque los que venían a
su bordo habían visto a Telémaco en su viaje a Egipto, no pudieron
conocerle en medio de las aguas; pero luego que Méntor se halló
bastante próximo para que pudiesen entenderle, dijo en alta voz y
alzando la cabeza sobre las olas: ¡Fenicios, protectores de todas las
naciones!, no neguéis la vida a dos hombres que la esperan de vuestra
humanidad. Si os mueve el respeto a los dioses, recibidnos en vuestro
bajel: nosotros iremos doquiera que vayáis. Os recibiremos con gusto,
respondió el que mandaba la nave, pues no ignoramos lo que debe hacerse
con los desconocidos, al parecer desgraciados; y al momento fueron
recibidos.

Apenas saltaron a la nave quedaron inmóviles y sin aliento, porque
habían nadado largo espacio y con esfuerzo para vencer las olas; mas
recobraron poco a poco las fuerzas; diéronles vestidos; y luego que
estuvieron en estado de hablar, rodeáronles los fenicios deseosos de
escuchar sus aventuras. ¿Cómo habéis podido entrar en esa isla de donde
venís?, les preguntó el comandante del bajel. Según dicen, la posee
una deidad cruel que no permite arriben a ella; está defendida por
rocas escarpadas en donde va a estrellarse el mar con braveza, y no es
posible acercarse a ellas sin naufragar.

Hemos sido arrojados a esa isla, respondió Méntor: somos griegos:
nuestra patria es la isla de Ítaca, vecina al Epiro adonde os dirigís;
y aun cuando no quisieseis recalar en aquella isla situada en vuestro
derrotero, bastaría nos condujeseis al Epiro, pues allí encontraremos
amigos que cuidarán de proporcionarnos la corta travesía que resta, y
os seremos deudores para siempre de la satisfacción de ver de nuevo lo
que nos es más caro sobre la tierra.

Así hablaba Méntor que llevaba la voz y a quien dejaba hablar Telémaco,
porque los yerros que cometiera en la isla de Calipso le hicieron más
prudente. Desconfiaba de sí mismo: conocía la necesidad de seguir
siempre los sabios consejos de Méntor, y cuando no le era posible
preguntarle su parecer, consultaba al menos sus ojos procurando
adivinar sus pensamientos.

Mirando con atención a Telémaco el comandante fenicio, creyó acordarse
de haberle visto; pero era tan confuso este recuerdo que no podía
descifrarlo. Permitid, le dijo, os pregunte si hacéis memoria
de haberme visto otra vez, como me parece hacerla yo; no me son
desconocidas vuestras facciones, y desde el principio llamaron mi
atención, mas no puedo recordar en dónde os haya visto: tal vez vuestra
memoria ayudará a la mía.

Al veros, le respondió Telémaco con sorpresa, me ha sucedido lo que
a vos: os he visto, os conozco; mas no puedo recordar si ha sido en
Tiro o en Egipto: y oyendo esto el fenicio exclamó repentinamente, cual
aquel a quien abandona el sueño por la mañana y va recordando poco a
poco el que desapareció al despertar: Sois Telémaco con quien estrechó
amistad Narbal al regresar de Egipto, y yo su hermano, de quien os
habrá hablado sin duda muchas veces. Os dejé en su compañía cuando me
fue preciso cruzar los mares para ir a la famosa Bética, situada cerca
de las columnas de Hércules. Por esta causa os vi alguna vez, y no debe
parecer extraño me haya costado tanto trabajo el reconoceros ahora.

Conozco, respondió Telémaco, que sois Adoam: os vi entonces pocas
veces; pero os he conocido por las conversaciones de Narbal. ¡Qué
gozo experimento al hallaros y adquirir noticias de un hombre que
será siempre caro a mi corazón! ¿Permanece en Tiro? ¿Se ve maltratado
por el bárbaro y suspicaz Pigmalión? Sabed, Telémaco, interrumpió
Adoam, que la fortuna os pone en manos de quien se empleará gustoso
en complaceros. Yo os conduciré a Ítaca antes de pasar al Epiro, y la
amistad del hermano de Narbal no será inferior a la de Narbal mismo.

Al acabar de decir estas palabras advirtió comenzaba a soplar el viento
que aguardaba: hizo levar anclas, desplegar velas, partió el bajel, y
llamando aparte a Telémaco y a Méntor, dijo al primero:

Voy a satisfacer vuestra curiosidad. Pigmalión ya no existe: los justos
dioses han purgado de él a la tierra. Como de nadie se fiaba, ninguno
podía tener confianza de él. Contentábanse los buenos con lamentarse y
evitar su crueldad sin resolverse a causarle el menor daño; pero los
malos no creían aseguradas sus vidas sino acabando con la suya; pues
no había tirio alguno que diariamente no corriese el peligro de ser
objeto de sus sospechas, y aun era mayor el riesgo de sus guardias,
como custodios de su vida, por cuya razón le eran más temibles que los
demás hombres y los sacrificaba al menor recelo. Por este medio hallaba
menos seguridad cuanto eran mayores sus esfuerzos para vivir seguro.
Los depositarios de su vida corrían un peligro continuo a causa de su
excesiva desconfianza, y no podían salir de tan horrible estado sino
previniendo con la muerte de aquel tirano los efectos de su suspicacia.

[Ilustración]

La impía Astarbé, de quien habréis oído hablar tantas veces, fue la
primera que resolvió la ruina de Pigmalión, pues amaba en extremo a
un joven tirio muy rico, llamado Joazar, y se prometió colocarle en
el trono. Para conseguirlo persuadió al rey que su primogénito Fadael
había conspirado contra su vida, impaciente por sucederle, y halló
testigos perjuros que probaron la conspiración, cuya trama costó la
vida al desgraciado Fadael. El hijo segundo Baleazar fue enviado a
Samos con el pretexto de que se instruyese de las ciencias cultivadas
en Grecia y de las costumbres de aquel país; pero en realidad hizo
entender Astarbé al rey que era preciso alejarle para evitar adquiriese
relaciones con los malcontentos. Apenas partieron cuando corrompidos
por aquella mujer cruel los que le conducían, procuraron naufragar
durante la noche, arrojaron al mar al joven príncipe, y se salvaron a
nado en los barcos extranjeros que les aguardaban.

Solo Pigmalión ignoraba la pasión de Astarbé, imaginando ser el único
objeto de sus amores. Así, depositaba una ciega confianza en tan
perversa mujer aquel príncipe desconfiado: el amor le cegaba hasta el
extremo; pero al mismo tiempo le inspiró pretextos la avaricia para
sacrificar al amante de Astarbé, pensando solo en despojarle de las
riquezas que poseía.

Mientras Pigmalión era presa de la desconfianza, de la codicia y del
amor, se apresuró Astarbé a privarle de la vida, creyendo que tal vez
había descubierto sus infames amores con aquel joven; además de que
sabía que la avaricia sola bastaba para que el rey cometiese cualquiera
acción cruel con Joazar, y de todo ello dedujo que no debía perder un
momento para evitarlo. Veía dispuestos a los principales ministros de
palacio a teñir sus manos en la sangre del rey; oía diariamente hablar
de nuevas conjuraciones; pero temía confiarse a alguno que la vendiese.
Por último, le pareció más seguro envenenar a Pigmalión.

Comía este las más veces solo con Astarbé, y preparaba él mismo los
manjares que debía comer, pues no quería fiarse de otras manos, y
se encerraba en el sitio más retirado del palacio para ocultar mejor
su desconfianza y para que nadie le observase mientras preparaba
los alimentos. No osaba entregarse a ninguno de los placeres de la
mesa, ni podía resolverse a comer lo que no sabía preparar por sí
mismo; de consiguiente, no solo no hacía uso de las carnes cocidas y
sazonadas por los cocineros, sino ni aun del vino, pan, sal, aceite,
leche y todos los demás alimentos ordinarios, comiendo únicamente las
frutas cogidas por su mano en el jardín, y las legumbres sembradas y
condimentadas por él. Tampoco bebía otra agua que la cogida por él
mismo en una fuente cerrada en cierto sitio del palacio, cuya llave
guardaba; y aunque al parecer dispensaba tanta confianza a Astarbé,
no por ello omitía las precauciones, haciéndola comer y beber de
todo antes que él, con el objeto de que no pudiesen envenenarle sin
envenenarla a ella, y de que no quedase a esta ninguna esperanza de
sobrevivirle. Pero tomó Astarbé cierto contraveneno que le suministró
una anciana más perversa que ella y protectora de sus amores, después
de lo cual ningún temor le quedó de emponzoñar al rey.

Ved de qué manera lo consiguió. Cuando iba este a comenzar la comida,
hizo ruido la anciana en una puerta, y el rey que recelaba siempre iban
a asesinarle, se llenó de turbación y corrió a cerciorarse de si estaba
bien cerrada. Retirose la anciana, y quedó Pigmalión sobresaltado, no
sabiendo a qué atribuir lo que había oído, y sin atreverse a abrir la
puerta para averiguarlo. Tranquilizole Astarbé, le aduló y le estrechó
a que comiese; mas ya había derramado el veneno en su copa de oro
mientras corrió a la puerta. La hizo beber primero Pigmalión, según su
costumbre; bebió esta sin recelo confiada en el contraveneno; bebió
también aquel, y poco tiempo después cayó desmayado.

[Ilustración]

Conociendo Astarbé que era capaz Pigmalión de matarla si llegase
a concebir la menor sospecha, comenzó a desgarrar sus vestidos,
arrancarse el cabello y lanzar gritos de dolor: abrazó al moribundo
rey, a quien estrechaba entre sus brazos derramando un torrente de
lágrimas que nada costaban a aquella mujer artificiosa: mas luego que
le vio exánime, pasó de las caricias y tiernas señales de amistad
al más horrible furor: se arrojó sobre él y le ahogó, temiendo que
si volvía en sí quisiese obligarla a morir con él; y en seguida le
arrebató el anillo real, le quitó la diadema e hizo entrase Joazar
a quien entregó uno y otro. Se persuadía que no dejarían de seguir
su parcialidad todos los que la habían sido adictos, y que su amante
sería proclamado rey; pero los más solícitos de agradarla eran bajos
y mercenarios, e, incapaces de un sincero afecto, les faltaba también
el valor y temían a los muchos enemigos de Astarbé, cuya elevación les
inspiraba mayor recelo por la simulación y crueldad de aquella impía
mujer que deseaban todos pereciese por su propia seguridad.

Entre tanto era el palacio teatro del más espantoso desorden: ¡El
rey ha muerto!, resonaba en todos los ángulos de él. Aterrados unos,
corriendo otros a empuñar las armas, y todos al parecer ocupados de las
consecuencias; pero sobrecogidos por el acaecimiento, que se extendió
con velocidad de boca en boca sin que hubiese en la populosa Tiro quien
lamentase la pérdida de Pigmalión, porque su muerte servía de consuelo
y dejaba en libertad al pueblo.

Consternado Narbal por lo repentino de tan terrible suceso, lamentó
como hombre de bien la desgracia de su soberano, que confiándose a la
impía Astarbé se había vendido a sí mismo, y que prefirió ser tirano a
llenar los deberes de rey, siendo padre de sus vasallos. Pensó en el
bien de su patria, y apresurose a reunir a las personas honradas, a fin
de oponerse a Astarbé, cuya elevación habría sido más insoportable aún
que la anterior.

Sabía que Baleazar no había perecido cuando le arrojaron al mar, pues
aunque lo aseguraron así a Astarbé persuadidos de ello, logró salvarse
a nado favorecido de la oscuridad de la noche, y fue recibido en un
bajel mercante de Creta, excitados de compasión los que iban a su
bordo; que no había osado regresar al reino sospechando la intención
de sacrificarle, y temiendo tanto a la cruel rivalidad de Pigmalión
como a los artificios de Astarbé; que permanecía había mucho tiempo
errante y disfrazado en las costas de Siria, adonde le dejaron los
mercaderes cretenses, llegando al extremo de verse obligado a guardar
un rebaño para proporcionarse el sustento, pues halló conducto para
enterar de todo a Narbal, creyendo podía confiarle su secreto y su vida
como hombre de experimentada virtud; porque aunque maltratado Narbal
por el padre, no dejó de amar al hijo ni de ocuparse de sus intereses,
si bien no cuidó de otra cosa que de impedir faltase a lo que debía a
su soberano y padre mientras este vivió, aconsejándole sufriese con
paciencia su desgraciada suerte.

Si juzgáis que puedo regresar, enviadme un anillo de oro, había avisado
Baleazar a Narbal, y al momento comprenderé que ha llegado el tiempo
de ir a reunirme con vos. Sin embargo, mientras existió Pigmalión no
lo creyó oportuno, pues hubiera arriesgado la vida del príncipe y la
suya, según era difícil burlar la rigurosa vigilancia de Pigmalión;
mas luego que aquel desgraciado monarca halló el fin que merecían sus
delitos, se apresuró Narbal a enviarle la señal convenida. Partió
Baleazar inmediatamente, y llegó a las puertas de Tiro cuando toda la
ciudad se hallaba alarmada por ignorar quién sucedería a Pigmalión.
Reconociéronle con facilidad los principales tirios, y también todo el
pueblo; y como le amaban no por ser hijo de su rey, a quien odiaban
todos, sino por su afabilidad y moderación, diéronle los prolongados
infortunios cierto realce que aumentaba sus buenas cualidades e
interesaba a los tirios en su favor.

Reunió Narbal a los jefes del pueblo, a los ancianos que componían
el consejo y a los sacerdotes de la gran deidad de Fenicia, quienes
saludaron a Baleazar por su soberano y le hicieron proclamar por los
reyes de armas, correspondiendo el pueblo con mil aclamaciones de
júbilo, que hirieron los oídos de Astarbé encerrada en lo interior
del palacio con el cobarde e infame Joazar, abandonada de los pérfidos
que la habían servido mientras vivió Pigmalión, por ser propiedad del
malo temer al que lo es y no desear verle ensalzado desconfiando de él;
pues el hombre corrompido conoce cuánto abusarán de la autoridad sus
semejantes, y la violencia con que obrarán, al paso que se acomodan
mejor con el bueno, prometiéndose encontrar en él al menos moderación e
indulgencia. Solo permanecían con Astarbé algunos cómplices de sus más
atroces delitos, que esperaban el suplicio.

Forzaron el palacio sin que los malvados se atreviesen a resistir mucho
tiempo, ocupados de huir. Quiso Astarbé salvarse entre la multitud en
traje de esclava; mas la conoció un soldado, fue detenida, y costó gran
trabajo impedir que la despedazase el pueblo enfurecido. Ya habían
comenzado a arrastrarla, mas la sacó Narbal de las manos del populacho.
Solicitó hablar a Baleazar prometiéndose le alucinarían sus gracias, y
le haría concebir la esperanza de que descubriría secretos importantes,
y no pudo Baleazar negarse a escucharla. Al principio mostró a la par
de su belleza tal modestia y dulzura que podía aplacar el más irritado
corazón; adulando a Baleazar con alabanzas delicadas e insinuantes,
manifestándole cuánto la amara Pigmalión, y suplicándole por las
cenizas de este tuviese clemencia de ella: invocó a los dioses como si
los hubiese adorado sinceramente; vertió abundantes lágrimas; se arrojó
a los pies del nuevo rey, y concluyó esforzándose a hacerle sospechosos
a los más fieles servidores. Acusó a Narbal de haber tomado parte en
una conjuración contra Pigmalión, y procurado seducir al pueblo para
alzarse rey en perjuicio de Baleazar, añadiendo que intentaba envenenar
a este. Inventó calumnias semejantes contra todos los demás tirios que
amaban la virtud, esperando hallar en el corazón del nuevo rey igual
desconfianza que en el de su padre; mas no pudiendo tolerar la maldad
de aquella mujer, la interrumpió y llamó a las guardias. Pusiéronla
en prisión, y fueron encargados de examinar todas sus acciones los
ancianos más sabios.

Descubrieron con horror que había envenenado y ahogado a Pigmalión, y
que toda su vida era una cadena no interrumpida de atroces delitos.
Iba a ser condenada al suplicio destinado en Fenicia para el castigo
de los grandes crímenes, que consistía en perecer entre las llamas;
pero cuando se persuadió de que ninguna esperanza le quedaba, se
convirtió en una furia abortada por el averno, y bebió el veneno que
llevaba siempre encima para darse la muerte cuando quisiesen hacerla
sufrir grandes tormentos. Advirtieron los que la custodiaban que
padecía dolores violentos, y trataron de socorrerla; mas nunca les
quiso responder, indicándoles por señas que ningún auxilio necesitaba.
Habláronla de los justos dioses a quienes había irritado; pero en vez
de dar señales de la confusión y arrepentimiento que merecían sus
delitos, dirigió la vista al cielo con desprecio y arrogancia como para
insultar al Olimpo.

[Ilustración]

Ya no existían las gracias y belleza que causaran la desdicha de tantos
hombres. Su rostro moribundo solo ofrecía los furores de la impiedad:
vagaban sus ojos de un objeto en otro sin fijarse en ninguno: agitaba
sus labios un movimiento convulsivo, y abierta la boca presentaba
horrible magnitud: contraídas las facciones hacia gestos espantosos,
y habíase apoderado de su cuerpo el frío y la lividez de la muerte.
Algunos momentos parecía reanimarse; mas era solo para lanzar alaridos.
Al fin expiró dejando llenos de horror y espanto a cuantos la miraban;
y sus manes impíos bajaron sin duda a aquellos tristes lugares en donde
las crueles Danaides sacan sin cesar el agua en vasijas horadadas;
en donde Ixión hace girar perpetuamente su rueda; en donde abrasado
Tántalo de sed, no puede beber el agua que huye de sus labios; allí
donde Sísifo da vueltas a una peña que torna a caer al instante, y en
donde las entrañas de Ticio no serán devoradas jamás por el buitre que
sin cesar las muerde.

Libre Baleazar de tal monstruo, dio gracias a los dioses y empieza su
reinado por una conducta opuesta enteramente a la de Pigmalión. Se
ha dedicado a restablecer el comercio, que desfallecía diariamente;
sigue el consejo de Narbal en los asuntos de más importancia, pero sin
ser gobernado por este, pues desea verlo todo por sí mismo; oye los
diferentes dictámenes que le dan, y resuelve en seguida conforme al
que mejor le parece. Ámale el pueblo, y poseyendo los corazones posee
mayores tesoros que había reunido la cruel avaricia de su padre; porque
no hay una sola familia que no le diese cuanto tiene si se hallara en
necesidad urgente, y de este modo es más suyo lo que les deja que lo
que aquel les quitaba. Ninguna necesidad tiene de precauciones para
la seguridad de su persona, porque siempre vela en torno suyo la más
segura guardia, que es el amor del pueblo. Todos sus vasallos temen
perderle, y arriesgarían su propia vida para asegurar la de un rey
tan bueno. Vive feliz, y lo es con él todo su pueblo: teme exigirles
demasiado, y estos temen también no ofrecerle bastante porción de sus
bienes. Les proporciona vivir en la abundancia; mas esta no los hace
indóciles ni insolentes, pues son laboriosos, inclinados al comercio,
y constantes en conservar la pureza de las antiguas leyes. Se ha
elevado la Fenicia al más alto grado de poder y de gloria, y debe esta
prosperidad a su actual joven monarca.

Narbal merece su confianza. ¡Oh Telémaco! ¡Si os viese ahora, con
cuánto placer os colmaría de presentes! ¡Qué satisfacción sería para él
restituiros con opulencia a vuestra querida patria! ¿No soy yo feliz
en ejecutar lo que él mismo desearía hacer, pasando a la isla de Ítaca
para colocar en el trono al hijo de Ulises, a fin de que reine allí con
tanta sabiduría como Baleazar en Tiro?

Luego que Adoam acabó de hablar le abrazó Telémaco afectuosamente,
encantado de la historia que acababa de referir, y más aún de las
señales de amistad que recibía de él en su desgracia; y en seguida le
preguntó aquel qué aventura le había conducido a la isla de Calipso.
Contole Telémaco su salida de Tiro; el paso a la isla de Chipre;
cómo había vuelto a encontrar a Méntor; el viaje a Creta; los juegos
públicos para la elección de rey, después de la fuga de Idomeneo; la
cólera de Venus; el naufragio; el júbilo con que le recibió Calipso;
los celos que inspiró a esta diosa una de sus ninfas, y la acción de
Méntor que le arrojó al mar cuando descubrió el bajel fenicio.

[Ilustración]

Hizo Adoam servir una comida espléndida, reuniendo cuantos placeres
podían gozar para manifestarle el mayor júbilo; y durante ella, que fue
servida por jóvenes fenicios vestidos de blanco y coronados de flores,
quemaron los más exquisitos perfumes del oriente. Los bancos de remeros
se hallaban ocupados por músicos que tañían varios instrumentos,
interrumpiéndoles Aquitoas de tiempo en tiempo con la dulce consonancia
de su voz acompañada de la lira, dignas una y otra de adornar la mesa
de los dioses, y de arrebatar el oído del mismo Apolo. Los tritones,
las nereidas, las divinidades todas que obedecen a Neptuno, y hasta
los monstruos marinos, salían de sus profundas grutas para venir en
derredor de la nave encantadas de aquella melodía. Una comparsa de
jóvenes fenicios de extraordinaria belleza, vestidos de delicado
lino más blanco que la nieve, bailaron largo tiempo las danzas de su
país, las de Egipto y las de Grecia. Resonaba en las aguas y hasta en
las remotas orillas de tiempo en tiempo el eco de los clarines; y el
silencio de la noche, la serenidad del mar, el incierto resplandor de
la luna reflejando sobre la superficie de las aguas, y el oscuro azul
de la etérea bóveda sembrada de brillantes estrellas, hacían más bella
y majestuosa la escena que describimos.

Gozaba Telémaco tan sabrosos placeres por ser de natural vivo y
sencillo; pero sin entregarse a ellos, pues desde que en la isla de
Calipso tuvo desengaños vergonzosos de la facilidad con que se inflama
la juventud, inspirábanle temor aun los más inocentes: sospechaba de
todo, y mirando a Méntor procuraba leer en su semblante el juicio que
debía formar de lo que veía.

Complacíase este de verle indeciso aunque disimulaba conocerlo;
mas encantado de la moderación de Telémaco, le dijo sonriéndose:
Comprendo lo que teméis, y es laudable vuestro temor; pero conviene
que no seáis excesivamente tímido. Ninguno os deseará más que yo el
goce de los placeres; pero sin exceso, y de aquellos que no enerven
vuestro entendimiento, pues bastan los que distraen y se disfrutan sin
dejarse arrastrar de ellos. Gocéis en buen hora los que no os priven
de la razón y no os hagan semejante a una bestia feroz. Ahora deben
hallar alivio vuestras penas. ¡Regocijaos, Telémaco, regocijaos! Sed
complaciente con Adoam, porque la sabiduría desecha la austeridad
y afectación: ella proporciona los verdaderos placeres; solo ella
sabe sazonarlos para hacerlos puros y duraderos, combinando el
entretenimiento y la risa con las ocupaciones graves, preparando el
placer para el trabajo y aliviando la fatiga de este con la diversión.
Por último, la sabiduría no se ruboriza de aparecer jovial cuando es
preciso.

[Ilustración]

Luego que Méntor dijo estas palabras, tomó una lira y la tocó con tanta
destreza que Aquitoas dejó la suya disgustado y lleno de envidia:
encendiéronse sus ojos, alterósele el color del rostro, y se hubieran
notado su turbación, sentimiento y vergüenza si los dulces acentos de
la lira de Méntor no hubiesen arrebatado los oídos de todos. Ninguno
osaba respirar temiendo turbar el silencio y perder solo un acento de
su divino canto, y todos temían cesase de cantar demasiado pronto; mas
no era su voz afeminada, sino flexible, sonora y expresiva.

Cantó primero las alabanzas de Júpiter, padre y rey de los dioses y de
los hombres, cuyo menor movimiento estremece al universo. Representó
después a Minerva saliendo de la cabeza de Júpiter, es decir, a la
sabiduría que formó dentro de sí mismo y que arroja bondadoso de sí
para instruir al hombre dócil. Cantó Méntor estas verdades con voz tan
expresiva y con tal veneración, que todos los circunstantes creyeron
hallarse trasportados a lo más elevado del Olimpo y a la presencia
de Júpiter, cuya vista es más penetrante que sus rayos; y por último
la desgracia del joven Narciso, que enamorado locamente de su propia
hermosura, y contemplándola sin cesar desde la orilla de una clara
fuente, llegó a verse consumido de dolor, y fue convertido en la flor
que lleva su nombre; y la muerte lamentable del bello Adonis, a quien
despedazó un jabalí sin que pudiese Venus, enamorada de él, resucitarle
a pesar de dirigir al cielo fervorosas plegarias.

No pudieron contener las lágrimas cuantos le escuchaban, pero se
complacían al llorar. ¿Es Orfeo?, decía uno de los fenicios que llenos
de admiración habían escuchado: del mismo modo domesticaba las fieras
con su lira y daba movimiento a los troncos y a las peñas; del mismo
modo encantó al Cerbero, suspendió los tormentos de Ixión y de las
Danaides, y aplacó al inexorable Plutón para sacar de los infiernos a
la hermosa Eurídice. No, exclamaba otro: es Lino, hijo de Apolo. Os
engañáis, replicaba otro: es el mismo Apolo; y entre tanto no estaba
Telémaco menos sorprendido que los demás, porque ignoraba supiese
Méntor cantar y tocar la lira con tanta perfección.

Aquitoas, que había tenido tiempo para ocultar su envidia, comenzó
a alabarle; mas avergonzábase al hacerlo, y no pudo terminar su
discurso. Advirtiendo Méntor su turbación, tomó la palabra como si
quisiese interrumpirle, y procuró consolarle elogiando su habilidad
cual merecía: mas no halló consuelo aquel, conociendo que Méntor le
aventajaba aún más por su moderación que por su destreza en la lira y
por los encantos de su voz.

Recuerdo, dijo Telémaco a Adoam, me habéis hablado del viaje que
hicisteis a la Bética después que salimos de Egipto; y como es un
país del cual refieren maravillas que apenas pueden creerse, os ruego
me digáis si es cierto lo que dicen. Lo haré con gusto, respondió
Adoam, describiéndoos aquel famoso país, digno de vuestra curiosidad y
superior a cuanto publica de él la fama; y al momento comenzó a hablar
de esta suerte:

Corre el Betis por un suelo fértil, y bajo un cielo despejado y siempre
sereno: el país ha tomado nombre del caudaloso río que desagua en el
Océano, muy cerca de las columnas de Hércules, y del sitio en donde
rompiendo sus diques el furioso mar separó en otro tiempo la tierra de
Tarsis de la grande África. En aquel país se han conservado al parecer
las delicias del siglo de oro. Son templados allí los inviernos,
y nunca soplan los fuertes aquilones. Mitigan el ardor del verano
los frescos céfiros a la hora del mediodía, de modo que todo el año
es un feliz enlace de otoño y primavera. En los valles y campiñas
produce la tierra dos cosechas al año: los caminos están poblados de
laureles, granados, jazmines y otros árboles siempre verdes y floridos:
pacen en las montañas rebaños numerosos que producen finas lanas,
estimadas de todas las naciones conocidas: encuéntranse allí muchas
minas de oro y plata: mas aquellos naturales, sencillos y felices en
la sencillez, miran con desprecio estos metales sin querer contarlos
entre las riquezas, porque solo dan estimación a las cosas que sirven
verdaderamente a las necesidades del hombre.

Cuando comenzamos a comerciar con ellos encontramos la plata y el oro
destinados a iguales usos que el hierro; por ejemplo, para rejas de
arado, pues no haciendo ningún comercio exterior, no necesitan especie
alguna de moneda. Casi todos ellos son labradores o pastores: hay pocos
artesanos, y solo cultivan aquellas artes útiles a las verdaderas
necesidades, y aun no dejan todos de ejercitar las que lo son a su vida
sencilla y frugal como dedicados a la agricultura y ganadería.

[Ilustración]

Elaboran las mujeres aquella hermosa lana de que fabrican telas finas
de maravillosa blancura: hacen el pan y preparan los demás alimentos,
siéndoles fácil este trabajo porque se alimentan de frutas o de leche,
y rara vez de carnes. Destinan las pieles del ganado lanar a su calzado
y al de sus esposos e hijos: construyen tiendas, unas de pieles
enceradas y otras de cortezas de árbol; y elaboran y lavan los vestidos
de la familia manteniendo el orden interior de las casas, y conservando
en ellas admirable aseo. Las vestiduras son fáciles de hacer, porque
en aquel suave clima usan un ropaje de tela fina y ligera sin forma
de talle, que cada cual distribuye en pliegues alrededor de la cintura
dándoles la forma que más le agrada.

Además del cultivo de las tierras y de la custodia de los ganados,
no se ejercitan los hombres en otra cosa que en trabajar el hierro y
la madera; y aun no se sirven del primero sino para los instrumentos
necesarios a la labranza. Las artes relativas a la arquitectura les son
inútiles, pues no edifican casas; porque es, dicen, adherirse demasiado
a la tierra establecer una morada mucho más duradera que la vida, y
basta estar al abrigo de la inclemencia de las estaciones. En cuanto
a las demás artes, tan estimadas entre los griegos, egipcios y otros
pueblos civilizados, las detestan como invenciones de la vanidad y de
la molicie.

Si les hablan de los pueblos que poseen el arte de construir opulentos
edificios, de alhajas de oro y plata, de telas adornadas con bordaduras
y piedras preciosas, de perfumes exquisitos, manjares delicados, o de
instrumentos cuya armonía encanta; oíd su respuesta: ¡Cuán desdichados
son esos pueblos que han empleado tanto trabajo e industria para
corromperse! Lo superfluo enflaquece, embriaga, atormenta al que lo
posee, e incita a los que se ven privados de ello para que procuren
adquirirlo por medio de la violencia e injusticia. ¿Puede nombrarse una
sola cosa de las superfluas que no contribuya a pervertir al hombre?
¿Son por ventura los naturales de esos países más sanos y robustos
que nosotros? ¿Viven acaso más largo tiempo, o están más unidos entre
sí? ¿Gozan más libertad, viven más tranquilos y contentos? Por el
contrario, deben sin duda vivir con más rivalidad entre sí, corroídos
por la negra e infame envidia, agitados siempre por la ambición, por el
temor y la avaricia, y desconocer los placeres puros y sencillos, pues
son esclavos de tantas necesidades ficticias en que hacen consistir su
felicidad.

Así hablan, continuó Adoam, aquellos hombres cuerdos, que han llegado
a serlo estudiando a la naturaleza. Inspírales horror nuestra cultura;
y debe confesarse que no es inferior la suya, a pesar de la apreciable
simplicidad en que viven reunidos todos sin división alguna de sus
tierras, y gobernada cada familia por el jefe, que es un verdadero
rey. El padre de familia tiene derecho a castigar a cualquiera de sus
hijos o descendientes cuando ejecuta alguna mala acción; pero antes
de ejercer su autoridad debe oír el parecer de toda la familia. Sin
embargo, tales castigos tienen lugar pocas veces, porque en aquella
venturosa tierra hallan su mansión la inocencia de costumbres, la
buena fe, la obediencia y el horror al vicio; y parece que Astrea,
que suponen haberse retirado al cielo, existe todavía oculta entre
aquellos moradores. No han menester jueces, porque les juzga su
propia conciencia; y todos los bienes son comunes entre ellos, porque
las frutas de los árboles, las legumbres y la leche de los ganados,
producen tan abundantes riquezas que no tienen necesidad de dividirlas
aquellos habitantes sobrios y moderados. Errantes las familias,
trasportan sus tiendas de un lugar a otro luego que han consumido los
frutos o agotado los pastos del sitio en donde habitaban. Por esta
razón no tienen intereses que defender unos contra otros, y se aman
cual hermanos sin que nada altere su amor; y esta unión, esta paz y
libertad, es el resultado feliz de no conocer las vanas riquezas y
engañosos placeres, pues todos son iguales.

No se encuentra entre ellos ninguna distinción, sino las que provienen
de la experiencia de ancianos sabios o de la sabiduría precoz de los
jóvenes que compiten con los consumados en la virtud. Jamás se ha oído
en aquel país favorecido de los dioses la voz cruel e inficionada
del fraude, de la violencia, del perjurio, ni menos de las guerras
ni procesos; y jamás tampoco se vio regada con sangre humana aquella
tierra, pues apenas se derrama la del inocente cordero. Cuando se les
habla de batallas sangrientas, conquistas rápidas o revoluciones de los
estados que son frecuentes entre otras naciones, no pueden contener su
admiración. ¡Qué!, dicen, ¿no están los hombres demasiado sujetos a la
muerte, sino que todavía quieren dársela unos a otros? ¡Cuán corta es
la vida!, sin embargo, al parecer la consideran como de larga duración.
¿Acaso existen sobre la tierra para despedazarse y hacerse mutuamente
infelices?

Por lo demás no pueden comprender los pueblos de la Bética por qué se
admira tanto a los conquistadores que subyugan dilatados imperios. ¡Qué
locura es, dicen, fijar la felicidad en gobernar a los demás hombres,
cuando el hacerlo cuesta tantas penas si se les ha de regir con razón
y justicia! ¿Y por qué complacerse en gobernarlos a su pesar? Lo que
puede hacer el hombre sabio es sujetarse a mandar a un pueblo dócil,
cuyo gobierno le han encargado los dioses, o del que le suplican
lo haga como padre y protector; mas gobernar a los hombres contra
su voluntad, es quererse hacer desventurado por el falso honor de
sujetarlos. El conquistador es un hombre a quien los dioses, irritados
contra el género humano, han enviado a la tierra en su cólera para
asolar los imperios, para esparcir por todas partes el espanto, la
desesperación y la miseria, y para convertir a los hombres en esclavos.
El que ambiciona gloria ¿no encuentra bastante en regir con sabiduría
a aquellos que los dioses han puesto a su cargo? ¿O creen que no
pueden llegar a merecer elogios no siendo violentos, injustos, altivos,
usurpadores y tiranos de todos sus vecinos? Nunca debe pensarse en
la guerra sino para defender la independencia de una nación, y feliz
la que no siendo esclava de otra, carezca de la loca ambición de
dominarla. Esos grandes conquistadores, que nos pintan cubiertos de
gloria, son semejantes a los ríos caudalosos que saliendo de madre
destruyen las campiñas fértiles que deberían solo regar.

Después que Adoam acabó de hacer la descripción de la Bética,
preguntole Telémaco, encantado, varias cosas curiosas. ¿Usan el vino,
le dijo, aquellos naturales?

No cuidan de beberlo, contestó Adoam, porque jamás han querido
elaborarlo; no porque les falte la uva, pues ninguna tierra la produce
más delicada, sino porque se contentan con comerla cual las otras
frutas, temiendo al vino como corruptor de los mortales. Es una especie
de veneno, dicen, que pone furioso al hombre, y aunque no le hace
morir, le convierte en bestia; y bien puede conservarse sin él la salud
y el vigor, al paso que usándole se corre el peligro de destruirla y
olvidar las buenas costumbres.

Desearía saber, replicó Telémaco, qué leyes arreglan los matrimonios en
aquella nación.

Nadie, contestó Adoam, puede tener más que una esposa, y debe
conservarla mientras viva. En aquel país depende tanto el honor del
esposo de su fidelidad para con la esposa, cuanto en otros se hace
consistir el de esta en su fidelidad a aquel; y jamás pueblo alguno
fue más honrado ni más celoso de la pureza. Allí es el bello sexo
agradable, pero sencillo, modesto y laborioso; y los matrimonios
pacíficos, fecundos e irreprensibles. Parecen los esposos una sola
persona en dos cuerpos diferentes, y se hallan distribuidos entre
ellos los cuidados domésticos. El esposo arregla los exteriores,
y dedícase la esposa a la economía interior, aliviando a aquel y
pareciendo no haber nacido sino para agradarle, por cuyos medios
adquiere su confianza, y le embelesa menos con su belleza que con su
virtud, siendo tan duradero como su vida este verdadero encanto de la
sociedad conyugal. La sobriedad, la moderación y las costumbres puras
de aquellos naturales les proporcionan una vida prolongada y exenta de
dolencias; pues se encuentran ancianos de ciento y ciento veinte años,
que conservan todavía el vigor y la jovialidad.

Réstame saber, volvió a preguntar Telémaco, por qué medios evitan la
guerra con los pueblos limítrofes.

La naturaleza, respondió Adoam, los ha separado de ellos por el mar,
y al norte por elevadas montañas; y los respetan además, a causa de
su virtud. Discordes sus vecinos muchas veces, los han elegido por
árbitros de sus diferencias, y confiádoles las posesiones o plazas
que se disputaban; pues como aquella nación sabia no causó violencia
jamás, nadie desconfía de ella. Excita su risa el oír que los reyes
no puedan convenir en el arreglo de las fronteras de sus respectivos
dominios, y dicen: ¿Podrán temer falte la tierra a los hombres cuando
existirá siempre más de la que pueden cultivar? Mientras haya terrenos
libres e incultos, ni aun quisiéramos defender los nuestros de los que
intentasen apoderarse de ellos. Entre los habitantes de la Bética no se
encuentran ni orgullo, ni altivez, ni mala fe, ni deseo de extender su
dominación; por lo que jamás han inspirado temor a sus vecinos, pues no
pueden aspirar a ser temibles: así es que los dejan vivir tranquilos,
y aun abandonarían el país que habitan o se entregarían a la muerte
antes que tolerar dominación extraña; por cuya razón ofrece tantas
dificultades el subyugarlos, cuanto son incapaces de subyugar a los
demás, y de todo ello resulta la profunda paz que reina entre ellos y
los pueblos limítrofes.

Terminó Adoam este discurso refiriendo el modo de hacer su comercio
los fenicios en la Bética. Sorprendiéronse, continuó, aquellos
habitantes al observar que surcando los mares venían de remotos países
los extranjeros; pero nos dejaron fundar una ciudad en la isla de
Gades, y nos recibieron bondadosamente e hicieron partícipes de lo que
poseían sin querer recibir ninguna recompensa; ofreciéndonos además
liberalmente cuanto les sobrase de sus lanas, después de haber acopiado
las necesarias para su uso. Y en efecto, hiciéronnos un rico presente
de ellas, porque se complacen en dar a los extranjeros cuanto les sobra.

[Ilustración]

Ninguna repugnancia tuvieron en abandonarnos las minas, pues eran
inútiles para ellos; pareciéndoles no ser cordura en los hombres
arrostrar tantas fatigas para ir a buscar en las entrañas de la
tierra lo que no puede hacerlos dichosos, ni satisfacer ninguna
necesidad verdadera. No penetréis tanto, nos decían, en lo interior
de la tierra: contentaos con cultivarla y os dará bienes ciertos
para alimentaros: sacaréis de ella frutos de más valor que el oro y
la plata; pues no aprecia el hombre estos metales sino en cuanto le
proporcionan los alimentos que sostienen su existencia.

Hemos intentado muchas veces enseñarles la navegación, y conducir
a la Fenicia algunos jóvenes de aquel país; pero nunca han querido
que aprendiesen sus hijos a vivir como nosotros. Contraerán, nos
decían, necesidades de cosas que han llegado a serlo entre vosotros:
querrán tenerlas, y abandonarán la virtud para procurárselas por malos
medios, llegando a hacerse semejantes al hombre que teniendo buenas
piernas, y habiendo perdido el hábito de andar, se acostumbra al fin
a ser conducido de un sitio a otro como impedido. En cuanto a la
navegación la admiran a causa de la industria de este arte; pero la
creen perniciosa. Si tenéis, dicen, en vuestro país lo suficiente de
cuanto es necesario a la vida, ¿qué vais a buscar fuera de él?, ¿por
ventura no os basta lo que es suficiente a la naturaleza?, mereceríais
naufragar, pues buscáis la muerte en medio de las tempestades para
satisfacer la avaricia de los mercaderes, y lisonjear las pasiones de
los demás hombres.

Encantado escuchaba Telémaco este discurso de Adoam, y complacíase de
que todavía existiese un pueblo que, siguiendo las leyes naturales,
viviese reunido, sabio y dichoso. ¡Oh!, exclamaba: ¡cuánto distan
sus costumbres de las vanas y ambiciosas de otros pueblos que se
consideran más sabios que ellos! Tan corrompidos estamos que apenas
creemos posible pueda ser cierta su natural sencillez: consideramos
las costumbres de aquel pueblo como una feliz invención, y ellos deben
considerar las nuestras cual un sueño monstruoso.

[Ilustración]




LIBRO IX.


SUMARIO.

Siempre indignada Venus contra Telémaco, pide a Júpiter que le
destruya; pero no permitiéndolo los hados concierta con Neptuno que
le aleje de Ítaca adonde Adoam le conducía. Válense para ello de una
engañosa divinidad que haga al piloto Acamas entrar a toda vela en
el puerto de Salento, creyendo arribar a la isla deseada. Entran con
efecto, y el rey Idomeneo recibe a Telémaco en su nueva corte a tiempo
que estaba preparando un sacrificio a Júpiter por el éxito de la
guerra que tenía con los mandurianos. Consultadas por el sacerdote las
entrañas de las víctimas, da al rey las esperanzas más halagüeñas y le
persuade de que será deudor de su felicidad a los dos nuevos huéspedes.


[Ilustración]

LIBRO IX.

Mientras que así se entretenían Adoam y Telémaco, y olvidaban el
descanso sin advertir se hallaba ya la noche en medio de su carrera,
alejábalos una deidad enemiga y falaz de la isla de Ítaca, adonde
procuraba en vano arribar el piloto Acamas. Aunque favorable Neptuno
a los fenicios, no podía soportar por más tiempo hubiese escapado
Telémaco de la tempestad que le arrojara sobre los escollos de la
isla de Calipso. Estaba aún más irritada Venus de ver triunfase aquel
joven después de haber vencido al Amor y a todos sus atractivos, y
en el exceso de su dolor abandonó a Citera, Pafos e Idalia, y todos
los homenajes que se la tributan en la isla de Chipre, pues no podía
permanecer en los lugares en que había despreciado Telémaco su poder,
y dirigiose hacia el Olimpo donde se hallaban reunidos los dioses en
derredor del trono de Júpiter. Desde allí ven rodar los astros a sus
pies; el globo de la tierra como una pequeña bola de barro, y los
inmensos mares cual una gota de agua que la humedece: los más dilatados
imperios son a sus ojos un corto desierto que cubre la superficie de
la tierra, y los pueblos innumerables, y los ejércitos más numerosos,
hormigas que se disputan un poco de yerba; juegos pueriles, los más
importantes negocios que agitan a los débiles mortales; y flaqueza y
miseria lo que estos llaman gloria, grandeza y sabia política.

En aquella mansión tan elevada sobre la tierra, ha colocado Júpiter su
inmutable trono. Desde él penetra su vista hasta los profundos abismos,
y registra lo más recóndito de los corazones. Sus miradas apacibles
y serenas esparcen el gozo y la calma en todo el universo; mas por
el contrario, se estremecen los cielos y la tierra cuando sacude su
cabellera, y deslumbrados los mismos dioses con los rayos de gloria que
brillan en torno suyo, aproxímanse a él temblando.

[Ilustración]

Acompañábanle todas las deidades celestes cuando se presentó Venus
engalanada con sus gracias inseparables.Su túnica flotante tenía más
brillo que los colores de que se adorna Iris en medio de la oscuridad
de la nube, cuando viene a prometer a los sobresaltados mortales el
término de la tempestad anunciándoles el tiempo sereno, ajustada con
el famoso cinturón en el que aparecen las Gracias, y cogido el cabello
con una trenza de oro. Sorprendió su hermosura a todos los dioses cual
si jamás la hubiesen visto, quedando deslumbrados sus ojos como sucede
a los mortales cuando después de una prolongada noche se presenta Febo
a alumbrar con sus rayos. Mirábanse unos a otros llenos de sorpresa,
y sus ojos venían siempre a fijarse en ella; mas la vieron bañada en
lágrimas, y advirtieron pintado en su rostro el más acerbo dolor.

Acercábase entre tanto hacia el trono de Júpiter con planta veloz,
semejante al vuelo rápido del ave que atraviesa el espacio inmenso de
los aires. Mirola complacido, sonriose benigno y, levantándose, la
abrazó diciendo: Hija querida, ¿cuál es vuestra pena? No puedo ver con
indiferencia vuestras lágrimas: no temáis abrirme vuestro corazón, pues
conocéis mi ternura y bondad.

¡Oh padre de los dioses y de los hombres!, contestó Venus con voz
agradable, pero interrumpida de profundos suspiros: vos que todo lo
veis, ¿podéis ignorar la causa de mi dolor? No se ha contentado Minerva
con haber arrasado hasta los cimientos la opulenta ciudad de Troya que
yo defendía y vengádose de Paris, que prefirió a la suya mi belleza;
sino que conduce por toda la tierra y por todos los mares al hijo de
Ulises, el cruel enemigo de Troya. Acompañado Telémaco por Minerva,
se ve impedida esta de presentarse aquí con las otras deidades.
Ella condujo a Chipre al temerario joven para que me ultrajase.
Ha despreciado este mi poder, no solamente desdeñándose de quemar
incienso en mis altares, sino manifestando horror a las fiestas que
celebran en honor mío, y ha cerrado su corazón a todos los placeres que
proporciono. En vano, accediendo a mis ruegos, ha irritado Neptuno los
vientos y las olas contra él para castigarle: pues arrojado Telémaco a
la isla de Calipso por un naufragio horrible, ha triunfado del mismo
Amor a quien yo había enviado para seducir el corazón del joven griego.
Ni su juventud, ni las gracias de Calipso y de sus ninfas, ni los tiros
abrasados de Amor, han podido vencer los artificios de Minerva. Ella
le ha arrancado de aquella isla; y heme aquí confundida: ¡un inexperto
joven triunfa de mí!

Cierto es, hija mía, respondió Júpiter para consolar a Venus, que
Minerva protege el corazón de ese joven griego contra todas las
flechas de vuestro hijo, y que le prepara una gloria que jamás mereció
otro alguno. Me llena de indignación que haya despreciado vuestros
altares; mas no puedo someterle a vuestro imperio. Por amor hacia vos,
permito que aún vaya errante por mar y tierra, y que viva lejos de su
patria expuesto a toda clase de males y peligros; pero no permiten
los destinos que perezca, ni que sucumba su virtud a los placeres con
que lisonjeáis al hombre. Consolaos, pues, hija mía, y contentaos con
sujetar a vuestro imperio a tantos héroes y a tantos seres inmortales.

Al decir estas palabras dirigió a Venus una sonrisa llena de majestad y
de gloria: brilló en sus ojos una chispa de luz semejante al más vivo
relámpago, y besándola con ternura se difundió un olor de ambrosía que
perfumó todo el Olimpo. No pudo dejar la diosa de manifestarse sensible
a esta caricia del más poderoso de los dioses; y a pesar de sus
lágrimas y dolor, apareció el gozo en su semblante y dejó caer el velo
para ocultar el rubor retratado en sus mejillas, y la turbación en que
se hallaba. Aplaudieron todos los dioses las palabras de Júpiter, y sin
perder Venus un momento fue en busca de Neptuno para concertar con él
los medios de vengarse de Telémaco.

Refirió a Neptuno cuanto le había dicho Júpiter, y respondiole aquel
de esta suerte: Ya yo sabía el orden inmutable de los destinos; pero
si bien no podemos abismar a Telémaco en las aguas, no olvidemos al
menos nada de lo que le haga desdichado y retarde su regreso a Ítaca.
No puedo permitir perezca el bajel fenicio que le conduce, porque amo
a los fenicios, les llamo mi pueblo, y ninguna otra nación frecuenta
más mi imperio; pues por ellos ha llegado a ser el mar vínculo de la
sociedad universal de todos los pueblos. Me honran con sacrificios
continuos sobre mis altares; son justos, sabios y laboriosos para el
comercio, y llevan por todas partes la comodidad y la abundancia. No,
no: no puedo permitir naufrague ningún bajel fenicio; pero haré pierda
el piloto su derrotero y le aleje de Ítaca adonde quiere arribar.

Satisfecha Venus con esta promesa riose maligna, y regresó sobre su
aéreo carro a los floridos contornos de Idalia, en donde danzando en
torno suyo sobre las flores que embalsaman aquella deliciosa mansión
las gracias, los juegos y la risa, manifestaron su gozo al verla.

Envió inmediatamente Neptuno una divinidad engañosa semejante a los
sueños; sin otra diferencia que estos engañan mientras se duerme, al
paso que aquella encanta los sentidos del que se halla despierto.
Este maléfico dios, circundado de una tropa innumerable de mentiras
aladas, que volaban en torno suyo, vino a derramar cierto licor sutil
y encantado en los ojos del piloto Acamas, que contemplaba atento la
claridad de la luna, el curso de las estrellas y las costas de Ítaca,
cuyas escarpadas rocas descubría ya a corta distancia.

Desde este momento ya no vieron los ojos del piloto cosa alguna
verdadera. Presentábasele un cielo aparente y una tierra fingida:
parecíanle las estrellas cual si hubiesen trocado su curso; que todo
el Olimpo se movía por leyes nuevas, y que se había cambiado la misma
tierra. Para alucinar al piloto, ofrecíase siempre a sus ojos una falsa
Ítaca mientras se alejaba de la verdadera; y cuanto más se acercaba
a la imagen engañosa de sus costas, más se alejaban estas huyendo de
él, sin que pudiese apurar la causa. Juzgaba algunas veces percibir el
rumor que se oye en los puertos de mar, y preparábase según la orden
que había recibido para abordar secretamente a la pequeña isla situada
cerca de la grande, con el objeto de ocultar a los amantes de Penélope
conjurados contra Telémaco el regreso de este joven príncipe. Otras
veces temía los escollos que se hallan en aquella costa, y le parecía
oír el horrible rumor de las olas que van a estrellarse contra ellos;
mas de repente notaba hallarse todavía lejos la tierra. A sus ojos eran
las montañas semejantes a las pequeñas nubes que oscurecen el horizonte
a las veces mientras el sol se pone. Hallábase Acamas sobrecogido, y
el influjo de la engañosa divinidad, que encantaba su vista, le hacía
experimentar un desaliento que jamás le fuera conocido; y aun se
inclinaba a creer que dormía y le preocupaban las ilusiones del sueño.

Entre tanto mandó Neptuno soplar al viento del oriente para arrojar
el bajel sobre las costas de Hesperia, y obedeció con tal violencia
que llegó en breve al punto que había señalado. Ya la aurora anunciaba
el día; ya las estrellas que temen los rayos del sol, iban llenas
de envidia a ocultar en el océano su oscuro brillo, cuando gritó el
piloto: Por fin, ya no puedo dudar: nos hallamos cerca de la isla de
Ítaca. Alegraos, Telémaco; dentro de una hora podréis ver a Penélope y
tal vez encontrar a Ulises sobre su trono.

[Ilustración]

Estas palabras despertaron a Telémaco que se hallaba inmóvil en los
brazos del sueño, y levantándose corrió al timón, abrazó al piloto, y
miró atentamente la costa vecina cuando apenas acababa de abrir los
ojos; y viendo no eran las de su patria, exclamó estremecido: ¡Ay!,
¿dónde estamos? ¡No es mi cara Ítaca! Os habéis engañado, Acamas:
conocéis mal esta costa distante de vuestro país. No, no, replicó
Acamas: no puedo engañarme mirando las riberas de esta isla. ¡Qué de
veces he entrado en su puerto! Conozco hasta las menores rocas, y las
playas de Tiro no están más grabadas en mi memoria. Reconoced aquella
montaña: ved esa roca que se eleva cual una torre: ¿no escucháis las
olas que rompen contra las otras rocas que parece amenazan al mar con
su caída? ¿No observáis el templo de Minerva que compite con las nubes?
Ved allí la fortaleza y el palacio de vuestro padre Ulises.

Os engañáis, Acamas, respondió Telémaco: yo veo por el contrario,
una costa bastante alta pero unida: una ciudad que no es Ítaca. ¡Oh
dioses!, ¿así burláis al hombre?

Mientras hablaba Telémaco de este modo, despejáronse los ojos de Acamas
repentinamente. Desapareció el encanto: vio las costas como eran
verdaderamente, y conoció su error. Lo confieso, Telémaco, exclamó:
alguna deidad enemiga había encantado mis ojos: creía ver a Ítaca y se
me presentaba su imagen; pero en este momento ha desaparecido cual un
sueño, y veo otra ciudad que sin duda es Salento, acabada de fundar en
la Hesperia por Idomeneo fugitivo de Creta; veo los muros que edifican
y que aún no se hallan acabados, y el puerto que todavía no está
fortificado del todo.

En tanto que Acamas observaba las varias obras nuevamente hechas en
aquella naciente ciudad, y lamentaba Telémaco su desgracia, les hizo
entrar el viento que obedecía a Neptuno a toda vela en una rada en
donde se hallaron al abrigo y muy cerca del puerto.

No ignoraba Méntor la venganza de Neptuno ni los artificios de Venus,
que había quedado complacida del engaño del piloto Acamas; y luego que
estuvieron en la rada dijo a Telémaco: Júpiter quiere probaros, mas
no desea vuestra perdición: por el contrario, lo hace para abriros el
camino de la gloria. Acordaos de los trabajos de Hércules, y no se
borren de vuestra memoria los de Ulises. El que no sabe padecer no
es de corazón esforzado; y debéis cansar a la fortuna que se complace
en perseguiros oponiéndola el sufrimiento y el valor. Juzgo que os
debe ser menos temible el cruel influjo de Neptuno que las caricias
lisonjeras de Calipso. No retardemos la entrada en el puerto: es un
pueblo amigo: arribamos adonde habitan griegos. Tal vez Idomeneo tan
perseguido de la fortuna compadecerá nuestras desgracias. Al momento
entraron en el puerto, en donde fue recibido sin dificultad el bajel
fenicio por hallarse estos en paz y comerciar con todos los pueblos del
universo.

Observaba Telémaco con admiración aquella ciudad naciente, semejante a
la planta nueva, que nutrida por el fresco rocío de la noche, siente
al comenzar la mañana los rayos del sol que la hermosean y vivifican,
y crece, abre el tierno botón, extiende la verde hoja, y ensancha la
olorosa flor con mil nuevos colores, apareciendo con mayor brillo cada
vez que se la mira. Así florecía la nueva ciudad de Idomeneo situada a
la orilla del mar. Cada día, cada hora se aumentaba su magnificencia,
mostrando de lejos a los extranjeros nuevos ornamentos de arquitectura
que se elevaban hasta el cielo. Resonaban en toda la costa los gritos
de los obreros y los golpes del martillo: y veíanse suspendidas en el
aire gruesas piedras. Desde la aurora animaban los jefes al trabajo, y
el rey Idomeneo daba las órdenes por sí mismo, haciendo adelantar las
obras con increíble actividad.

Luego que arribó el navío fenicio dieron los cretenses a Telémaco y a
Méntor todas las señales de sincera amistad. Apresuráronse a avisar
a Idomeneo de la llegada del hijo de Ulises. ¡El hijo de Ulises!,
exclamó: ¡de Ulises mi querido amigo!, ¡de aquel héroe por quien hemos
arrasado la ciudad de Troya! conducidle aquí: quiero darle una prueba
de cuanto amé a su padre; y presentándole inmediatamente a Telémaco,
pidiole este hospitalidad diciéndole quién era.

Aunque no me hubiesen dicho quién erais, le respondió Idomeneo afable
y risueño, creo os hubiera conocido. He aquí al mismo Ulises: ved sus
ojos llenos de fuego, y cuyas miradas eran tan vigorosas: su aspecto
tranquilo y reservado que ocultaba tanta gracia y vivacidad: reconozco
hasta aquella sonrisa expresiva, aquella actitud no afectada, aquella
agradable voz insinuante y sencilla, que persuadía antes que hubiese
tiempo de desconfiar de las palabras que articulaba. Sí, sois sin duda
el hijo de Ulises y también lo seréis mío. ¡Oh hijo, hijo mío querido!
¿Qué acaso os conduce a esta costa? ¿Por ventura buscáis a vuestro
padre? ¡Ah!, ninguna noticia tengo de él: la fortuna nos ha perseguido
a entrambos. Él ha tenido la desgracia de no regresar a su patria, y
yo la de volver a la mía para encontrarla hecha blanco de la cólera
celeste.

Mientras que Idomeneo decía estas palabras, fijaba la vista en Méntor,
como si no le fuese desconocido su rostro, aunque sin poder recordar su
nombre.

Disimulad el dolor, que no sabría ocultar cuando debiera manifestaros
mi gozo y reconocimiento a vuestras bondades, interrumpió Telémaco
bañados en lágrimas sus ojos. El sentimiento que manifestáis por
la pérdida de Ulises, me enseña a sentir la desgracia de no poder
encontrarle. Ya ha largo tiempo que le busco por todas partes; mas los
dioses irritados no me permiten hallarle, saber si ha naufragado, ni
regresar a Ítaca, en donde desfallece Penélope agitada por el deseo de
que la libren de sus importunos amantes. Creí encontraros en la isla de
Creta; mas supe allí vuestro cruel destino, y nunca pensé acercarme
a la Hesperia en donde habéis fundado un nuevo reino. La fortuna que
burla los proyectos humanos, y que me hace vagar por todos los países
distantes de Ítaca, me trae al fin a vuestras costas; y entre todos los
males que he padecido, es este para mí el más tolerable, pues si bien
me aleja de mi patria, al menos me deja conocer al monarca más generoso.

Abrazó Idomeneo tiernamente a Telémaco, y conduciéndole a su palacio
le dijo: ¿Quién es ese prudente anciano que os acompaña?, me parece
haberle visto muchas veces. Es Méntor, contestó Telémaco; Méntor, el
amigo de Ulises y a quien ha confiado mi infancia. ¡Cómo podría yo
deciros lo mucho que le debo!

Acercose Idomeneo, y dando la mano a Méntor: Nos hemos visto otra vez,
le dijo. ¿Os acordáis del viaje que hicisteis a Creta y de los buenos
consejos que me disteis? Pero entonces me arrastraba la juventud a
los vanos placeres; y ha sido preciso me instruya la desgracia para
que aprenda lo que no quería creer. ¡Pluguiera a los dioses que os
hubiese creído, respetable anciano! Advierto con sorpresa que no os
habéis demudado en tantos años; pues veo la misma frescura en vuestras
facciones, y el mismo vigor en vuestro cuerpo: solo el cabello se ha
encanecido algún tanto.

Poderoso rey, respondió Méntor, si supiese adularos diría también que
conserváis la floreciente juventud que brillaba en vuestro rostro antes
del sitio de Troya; pero quiero más desagradaros que ofender la verdad:
a más de que vuestro razonamiento me ha hecho conocer que os disgusta
la adulación, y que nada se arriesga en hablaros con sinceridad. Estáis
bien trocado: me hubiera costado trabajo conoceros. No desconozco
la causa, pues sin duda habréis padecido grandes infortunios; mas
habéis ganado mucho padeciendo, pues llegasteis a ser sabio. Fácil
es consolarse de las arrugas que afean el rostro cuando se ejercita
la virtud y el corazón se fortifica con ella. Sabed también que los
reyes se consumen más pronto que el común de los hombres, porque la
prosperidad y las delicias que proporciona la vida sensual destruyen
más todavía que los trabajos de la guerra; y en la adversidad, los
afectos morales y la fatiga del cuerpo los envejecen prematuramente.
Nada más dañoso a la salud que aquellos placeres en que no puede el
hombre moderarse. De aquí procede que ora en la paz, ora en la guerra,
experimenten los reyes placeres y penas que anticipan la vejez antes de
la edad en que debe agobiarles naturalmente. Una vida sobria, moderada,
sencilla, libre de inquietudes y de pasiones, arreglada y laboriosa,
conserva el vigor de la juventud en los miembros del hombre cuerdo, que
sin estas precauciones está siempre expuesto a verla desaparecer en las
veloces alas del tiempo.

Encantado Idomeneo del discurso de Méntor, habríale escuchado mucho
tiempo si no le hubiesen avisado hallarse dispuesto el sacrificio que
debía tributar a Júpiter. Acompañáronle Méntor y Telémaco seguidos de
un numeroso pueblo, cuya curiosidad excitaban los dos extranjeros.
Decíanse unos a otros los salentinos: ¡Qué diferentes son estos dos
hombres! descúbrese en el joven cierta viveza y amabilidad: las gracias
de la belleza y de la juventud resaltan en su cuerpo y facciones; mas
sin afeminación y pareciendo vigoroso, robusto y endurecido en el
trabajo, sobresale en él la lozanía de la juventud. El otro de edad
más avanzada, no ha perdido aún el vigor. A primera vista se descubren
también en él menos gracias y elevación; pero mirándole atentamente, se
observan señales de sabiduría y de virtud en su exterior sencillo, y
una majestad que sorprende. Sin duda cuando han descendido los dioses
sobre la tierra para comunicar con los mortales, tomaron la figura de
extranjeros o de viajeros.

Llegaron entre tanto al templo de Júpiter que había adornado con toda
magnificencia Idomeneo, descendiente de este dios. Estaba circuido de
un doble orden de columnas de mármol, cuyos capiteles eran de plata,
y cubierto todo él de mármoles con bajorrelieves que representaban a
Júpiter metamorfoseado en toro, el rapto de Europa, su paso a Creta
al través de las aguas; y sin embargo de hallarse bajo formas tan
extrañas, inspiraba respeto su divinidad. Veíase después el nacimiento
y adolescencia de Minos; y por último a este sabio rey, de edad más
avanzada, dictando leyes a toda la isla para hacerla feliz por siempre.
Observó también Telémaco los principales sucesos del sitio de Troya,
en donde adquiriera Idomeneo renombre de caudillo célebre. Buscó a
su padre entre los combates que veía representados; y le reconoció
cogiendo la cabellera de Reso, a quien acababa de matar Diomedes; y
después disputando con Áyax las armas de Aquiles a presencia de todos
los capitanes del ejército griego; y finalmente, saliendo del caballo
fatal para derramar la sangre de tantos troyanos.

Reconociole al momento Telémaco por estos famosos hechos que oyera
referir tantas veces, con especialidad a Néstor, y comenzó a correr
su llanto, se alteraron sus facciones, y apareció lleno de turbación.
Advirtiolo Idomeneo a pesar de que procuraba Telémaco ocultarlo, y le
dijo: No os cause vergüenza el dar a conocer cuánto os conmueven la
gloria e infortunios de vuestro padre Ulises.

Reuníase de tropel el pueblo bajo los anchurosos pórticos formados
por el doble orden de columnas que rodeaban el templo. Allí había
dos tropas de jóvenes de ambos sexos que cantaban himnos en loor de
la divinidad que tiene en su mano los rayos. Iban todos vestidos de
blanco, coronada la cabeza de rosas, suelto el cabello a la espalda,
y habían sido escogidos entre los de más gallarda presencia. Ofrecía
Idomeneo a Júpiter un sacrificio de cien toros para hacérsele propicio
en la guerra que había emprendido contra sus vecinos. Humeaba por
todas partes la sangre de las víctimas, y caía a borbotones en grandes
vasijas de oro y plata.

[Ilustración]

Durante el sacrificio tuvo el anciano Teófanes, favorecido de los
dioses y sacerdote del templo, cubierta la cabeza con uno de los
extremos de su purpúrea ropa talar; consultó después las entrañas aún
palpitantes de todas ellas, y colocándose sobre la trípode sagrada
exclamó: ¡Oh dios!, ¿quiénes son estos dos extranjeros que el cielo
nos envía? Funesta sería para nosotros sin ellos la guerra comenzada;
y antes de acabar de edificar a Salento, quedaría arruinada. Yo veo a
un joven héroe, a quien lleva de la mano la sabiduría misma... no es
permitido decir más a mi labio mortal.

Cuando decía estas palabras resplandecían sus ojos, veíasele fiero el
semblante, y se ocupaba al parecer de otros objetos que los que tenía
presentes; inflamado el rostro, alteradas las facciones, fuera de sí,
erizado el cabello, cubierta la boca de espuma, inmóviles y alzados los
brazos, y con la voz mucho más vigorosa que la de ningún mortal. Por
último, faltábale la respiración y no podía contener dentro de su pecho
el espíritu celestial que le agitaba.

¡Oh afortunado Idomeneo!, volvió a exclamar: ¡qué ven mis ojos!,
¡cuántas desgracias evitadas!, ¡qué paz interior! Y en lo exterior,
¡qué de combates!, ¡qué victorias! ¡Oh Telémaco!, tus infortunios son
mayores que los de tu padre: el fiero enemigo yace entre el polvo
oprimido por los golpes repetidos de tu acero, y caen a tus pies
puertas de hierro e inaccesibles murallas. ¡Oh poderosa deidad!, que su
padre.... ¡Oh joven!, al fin volverás a ver...

Expiró la voz entre sus labios, y calló a pesar suyo lleno de
admiración.

Quedó todo el pueblo sobrecogido de temor; y trémulo Idomeneo no osó
decirle que acabase. El mismo Telémaco, sorprendido, pudo apenas
comprender lo que acababa de escuchar, y persuadirse de haber oído tan
altas predicciones. Méntor fue el único a quien no causó alteración
el espíritu celestial. Ya oísteis, dijo a Idomeneo, la voluntad de
los dioses. Contra cualquier nación que hayáis de combatir, tendréis
la victoria en vuestras manos; y seréis deudor al hijo de Ulises del
triunfo de vuestras armas. Evitad la envidia, y aprovechaos solamente
de los beneficios que os proporcionan los dioses por su medio.

No habiendo aún vuelto en sí Idomeneo, en vano procuraba hablar,
pues permanecía inmóvil su lengua. Menos tardío Telémaco, dijo así
a Méntor: Tanta gloria prometida, no me envanece; mas ¿qué pueden
significar aquellas últimas palabras: Tú volverás a ver? ¿Será a mi
padre o solamente a Ítaca? ¡Ah, por qué no acabaría! Me ha dejado en
mayores dudas. ¡Oh Ulises! ¡Oh padre querido! ¿Seréis vos, vos mismo a
quien vuelva a ver? ¿Será cierto? Pero me engaño. ¡Cruel oráculo!, te
complaces en burlar a un desgraciado: solo una palabra más y llegaría a
su colmo mi ventura.

Respetad, interrumpió Méntor, lo que revelan los dioses, y no tratéis
de descubrir lo que quieren ocultar; pues la curiosidad temeraria
merece ser confundida. Por un efecto de la bondad y sabiduría de los
dioses, ocultan en impenetrable noche el destino que aguarda a los
débiles mortales. Útil es prever lo que depende de nuestra voluntad
para ejecutarlo bien; pero no lo es menos ignorar lo que depende de la
de los dioses, y lo que quieran hacer de nosotros.

Penetrado Telémaco de este razonamiento, contúvose, aunque con mucha
dificultad.

Vuelto ya en sí Idomeneo, comenzó a alabar al poderoso Júpiter que le
enviaba al joven Telémaco y al sabio Méntor para proporcionarle la
victoria contra sus enemigos; y después de la opulenta comida que se
siguió al sacrificio, habló de esta manera a los dos extranjeros:

[Ilustración]

Confieso que no conocía bastante bien el arte de reinar cuando
regresé a Creta después del sitio de Troya. Sabéis, caros amigos, las
desgracias que me han privado del cetro de aquella poderosa isla,
pues según decís habéis estado en ella después de mi partida; y felice
yo, si los crueles golpes de la fortuna han servido para instruirme y
hacerme más moderado. Crucé los mares cual un fugitivo a quien persigue
la venganza de los dioses y de los hombres, y toda mi grandeza anterior
sirvió solo para hacer más vergonzosa e insoportable mi caída. Vine a
refugiar mis Penates en esta costa inhabitada, donde solo hallé tierra
inculta cubierta de malezas, bosques tan antiguos como la tierra, y
rocas casi inaccesibles adonde alejé a las bestias feroces. Perdida ya
la esperanza de regresar a la afortunada isla que me habían dado por
cuna los dioses para que reinase en ella, me vi reducido al extremo
de considerarme dichoso con la posesión de esta tierra salvaje que
debía ser mi patria, formándola con un corto número de soldados y
compañeros que quisieron seguirme en la desgracia. ¡Ah, qué cambio!,
exclamaba yo: ¡qué ejemplo tan terrible se ofrece en mí a los reyes!
Deberían mostrarme a cuantos reinan para que mi ejemplo les instruyese.
Imaginan no tener nada que temer a causa de su elevación sobre los
demás hombres; pero ella misma hace que deban temerlo todo. Lo era yo
de mis enemigos; amado de mis súbditos; gobernaba una nación pujante
y belicosa; la fama había llevado mi nombre a los más remotos países.
Reinaba en una isla fértil y deliciosa; cien ciudades me daban cada
año el tributo de su opulencia, reconociéndome todas ellas como un
vástago de la familia de Júpiter nacido en aquel país, y amábanme como
nieto del sabio Minos, cuyas leyes los hacían poderosos y felices.
¿Qué faltaba, pues, a mi ventura sino haber sabido gozar de ella con
moderación? Mi orgullo y la adulación a que daba oídos hicieron vacilar
mi trono. Del mismo modo caerán cuantos reyes se hagan esclavos de sus
deseos o escuchen el consejo de hombres lisonjeros.

Esforzábame durante el día para aparecer alegre y lleno de esperanzas,
a fin de alentar a los que me habían seguido. Edifiquemos, les decía,
una ciudad nueva para hallar consuelo de lo mucho que hemos perdido.
Estamos rodeados de pueblos que nos han dado ejemplo para nuestra
empresa. Ved a Tarento, que edifican cerca de nosotros: en ella funda
Falanto un nuevo reino con algunos lacedemonios. Filoctetes da el
nombre de Petilia a la gran ciudad que levanta en esta misma costa; y
Metaponto es todavía una colonia semejante. ¿Y haremos acaso menos que
esos extranjeros errantes cual nosotros? La fortuna no nos es menos
propicia.

Pero en tanto que así procuraba yo suavizar los trabajos de mis
compañeros, ocultaba un dolor acerbo en el fondo del corazón;
sirviéndome de consuelo me dejase la luz del día, y viniese la noche a
envolverme en sus tinieblas para lamentar con libertad mi deplorable
suerte. Era desconocido el sueño a mis ojos, y brotaban dos fuentes de
amargo llanto. El nuevo día me daba nuevo esfuerzo para comenzar el
trabajo con más ardor; y he aquí, Méntor, la causa de que me halléis
tan aviejado.

Luego que acabó Idomeneo de referir sus penas, pidió a Méntor y a
Telémaco le auxiliasen en la guerra en que se hallaba empeñado. Os
restituiré, les dijo, a Ítaca cuando haya terminado; entre tanto
enviaré bajeles a todas las costas más lejanas para que adquieran
noticias de Ulises, y le sacaré de cualquiera de los países
desconocidos adonde le hayan conducido las tempestades o el enojo de
alguna deidad. ¡Ojalá exista todavía! A vosotros os conduciré en los
mejores bajeles que se hayan construido en la isla de Creta con las
maderas cortadas en el Ida, cuna del poderoso Júpiter, cuyos leños
respetarán y temerán las aguas y las rocas; y el mismo Neptuno, en el
exceso de su enojo, no osará inquietarlas contra ellos. Vivid seguros
de que regresaréis sin dificultad a Ítaca; y de que en la travesía
corta y fácil, ninguna divinidad enemiga podrá ofenderos. Despedid
el bajel fenicio que os ha conducido, y ocupaos solo de adquirir la
gloria de establecer el nuevo reino de Idomeneo para que pueda reparar
sus desgracias. De esta manera, oh hijo de Ulises, seréis considerado
digno de tal padre, y aunque los destinos le hubiesen sepultado en el
tenebroso reino de Plutón, la Grecia entera entusiasmada creerá verle
revivir en vos.

Despidamos el bajel fenicio, interrumpió Telémaco. ¿Por qué tardamos en
tomar las armas para atacar a vuestros enemigos? Ya lo son nuestros; y
si vencimos en Sicilia peleando en favor de Acestes, troyano y enemigo
de la Grecia, ¿no seremos aún más animosos y más favorecidos de los
dioses haciéndolo en defensa de uno de los héroes griegos que arrasaron
la ciudad de Príamo? ¿Por ventura nos permite dudar de ello el oráculo
que acabamos de escuchar?

[Ilustración]




LIBRO X.


SUMARIO.

Informa Idomeneo a Méntor del motivo de la guerra. Cuéntale cómo los
mandurianos le cedieron desde luego la costa en que fundó la ciudad
y se retiraron a los montes vecinos; y que habiendo sido maltratados
algunos por los suyos, le diputaron dos ancianos con quienes arregló
los tratados de paz que hicieron: que después de una infracción de
estos tratados, hecha por unos vasallos suyos que los ignoraban,
se disponían a hacerle la guerra. Estando refiriendo esto Idomeneo
se presentaron los mandurianos a las puertas de Salento llevando
en su ejército a Néstor, Filoctetes y Falanto, a quienes el rey
creía neutrales. Sale Méntor de la ciudad y propone a los enemigos
condiciones de paz.


[Ilustración]

LIBRO X.

¡Oh hijo de Ulises!, exclamó Méntor al ver a Telémaco inflamado del
noble ardor de las lides, me complace hallar en vos tanta inclinación
a la gloria; pero recordad que no la adquirió vuestro padre entre los
griegos en el sitio de Troya sino mostrándose más sabio y moderado que
todos ellos. Aunque invencible e invulnerable Aquiles, y sin embargo de
que estaba seguro de llevar la muerte y el terror por donde quiera que
peleaba, no pudo tomar aquella ciudad y pereció al pie de sus muros,
que triunfaron del vencedor de Héctor; mientras que Ulises, cuyo valor
conducía la prudencia, introdujo el fuego y el hierro en medio de los
troyanos, siendo debida a él la destrucción de las elevadas y soberbias
torres que amenazaran por espacio de diez años al poder de toda la
Grecia. Cuanto Minerva es superior a Marte, tanto el valor discreto
y previsor sobrepuja al valor fogoso y temerario. Instruyámonos,
pues, de las circunstancias de esta guerra que vamos a sostener. No
me arredran los peligros, ¡oh Idomeneo!, pero creo debéis explicarnos
antes de comenzarla, si es justa, contra quién la hacéis, y por último
con qué fuerzas contáis para prometeros un resultado feliz.

Cuando llegamos a esta costa, respondió Idomeneo, encontramos en ella
un pueblo salvaje que vagaba por los bosques, manteniéndose de la caza
y de las frutas que espontáneamente producían los árboles, conocido
bajo el nombre de mandurianos, y retiráronse a las montañas aterrados
al observar nuestras armas y bajeles; mas encontráronse con los
salvajes fugitivos varios soldados que desearon internarse en el país
y perseguir la caza, a quienes dijeron sus caudillos: Hemos abandonado
las placenteras orillas del mar para cedéroslas, y solo nos quedan
montañas inaccesibles en donde al menos era justo nos dejaseis gozar
de paz e independencia. Os encontramos ahora errantes, dispersos y más
débiles que nosotros, y sin dificultad podríamos sacrificaros, y hasta
impedir que vuestros compañeros tuviesen noticia de vuestro infortunio;
mas no queremos teñir nuestras manos en la sangre de los que son
hombres como nosotros. Id: acordaos de que debéis la vida a nuestros
sentimientos de humanidad, y no olvidéis jamás recibisteis esta lección
de generosidad y mansedumbre de un pueblo que llamáis salvaje.

Regresaron a nuestro campo y refirieron cuanto les había sucedido.
Todos se admiraron al saberlo, y juzgaron como afrenta debiesen la
vida algunos cretenses a aquella tropa de fugitivos, que a su entender
eran más semejantes a los osos que a los hombres; y fuéronse a la
caza en mayor número que los primeros, llevando toda clase de armas.
Encontraron en breve a los salvajes, y les acometieron. Fue cruel la
pelea. Volaban las flechas de una y otra parte cual el granizo que
cae en los campos durante la tempestad; mas viéronse los salvajes
obligados a retirarse a las escabrosas montañas, sin que los soldados
se atreviesen a internarse en ellas.

Poco tiempo después me enviaron dos ancianos respetables para pedirme
la paz, conduciendo varios presentes, que consistían en pieles de
fieras que habían muerto, y algunas frutas del país: y después de
haberme ofrecido uno y otro, me dijeron, trayendo en una mano la espada
y en la otra una rama de oliva:

¡Oh rey!, tenemos como ves la espada en una mano y la oliva en la
otra. He aquí la paz y la guerra: elige. Apetecemos más la primera,
y por ello no hemos reputado como afrenta cederte las placenteras
orillas del mar en donde el sol fertiliza la tierra, y produce esta
deliciosos frutos; porque es más dulce que ellos la paz que nos ha
hecho retirar a las altas montañas cubiertas siempre de hielo y nieve,
y en donde nunca se ven las flores que hace brotar la primavera, ni
las frutas que produce el otoño. Miramos con horror esa brutalidad
que bajo los nombres de ambición y de gloria arrasa locamente las
provincias, y derrama la sangre de los hombres que son todos hermanos.
Si te conmueve esa falsa gloria, no te la envidiamos: por el contrario,
te compadecemos y suplicamos a los dioses nos preserven de semejante
furor; y si las ciencias que con tanto esmero cultivan los griegos, y
la civilización de que se glorían, no les inspiran otra cosa que tan
detestable injusticia, nos creemos demasiado dichosos por no gozar de
tales ventajas. Cifraremos nuestra gloria en ser siempre ignorantes
y bárbaros, pero justos, humanos, fieles, desinteresados, avezados a
contentarnos con poco, y a despreciar la vana cultura que acostumbra
al hombre a desear mucho, estimando únicamente la salud, la frugalidad,
la libertad, el vigor del cuerpo y del alma, el amor a la verdad, el
temor a los dioses, el afecto a nuestros semejantes, adhesión al amigo,
lealtad para con todos, moderación en la prosperidad, firmeza en la
desgracia, valor para decir atrevidamente la verdad en todas ocasiones,
y horror a la lisonja. Tales son los pueblos que te ofrecemos como
vecinos y aliados. Si irritados los dioses te cegasen hasta el extremo
de desechar la paz, conocerás, aunque tarde, que los que por moderación
la desean, son más temibles en la guerra.

[Ilustración]

Mientras que así hablaban los ancianos no separaba yo de ellos
la vista. Era larga y descuidada su barba, el cabello corto pero
encanecido, espesas las cejas, penetrante la vista, su aspecto firme,
la voz grave y llena de autoridad, y todas sus acciones llanas e
ingenuas. Las pieles que les servían de vestiduras las llevaban atadas
al hombro, dejando desnudo el brazo, más nervioso y fornido que el de
nuestros atletas. Respondí a los dos mensajeros que deseaba la paz, y
arreglamos de común acuerdo y con buena fe muchas condiciones, tomando
a los dioses por testigos, y enviándoles a sus hogares colmados de
presentes.

Mas aún no estaban cansados de perseguirme los dioses que me arrojaron
del reino de mis progenitores. Algunos cazadores, que no pudieron
estar enterados de las condiciones de la paz que acababa de ajustarse,
encontraron el mismo día una gran tropa de bárbaros que acompañaba a
los mensajeros cuando regresaban a su campo: les atacaron con denuedo,
mataron gran parte de ellos, y persiguieron a los demás hasta los
bosques; cuyo suceso encendió de nuevo la guerra, por creer no podían
ya fiarse de nuestras promesas y juramentos.

Para hacerse más poderosos contra nosotros llamaron en su auxilio a
los locrios, apulios, lucanios y brucios, y a los pueblos de Crotona,
Nerita, Mesapia y Brindes. Traen los lucanios carros armados de agudas
hoces: cada uno de los segundos viene cubierto con la piel de alguna
fiera muerta por su mano, y están armados con gruesas mazas nudosas
y guarnecidas de púas de hierro: se aproxima su estatura a la de los
gigantes, y se hacen sus cuerpos tan robustos por los ejercicios
penosos a que se dedican, que inspira temor el verlos solamente.
Procedentes de la Grecia los locrios, recuerdan todavía su origen, y
son más humanos que los otros pueblos; pero unida la exacta disciplina
de las tropas griegas al vigor de los bárbaros y al hábito de soportar
una vida campestre, se han hecho invencibles. Llevan escudos ligeros,
tejidos de mimbre y cubiertos de pieles, y son largas las espadas que
usan. Igualan los brucios en la carrera a los ciervos y gamos, sin
dejar huella alguna cuando corren por la arena, y sin que aun la yerba
más tierna parezca hollada por su planta. Véseles caer de golpe sobre
sus enemigos, y desaparecer con igual velocidad. Son los de Crotona
diestros en extremo para disparar las flechas, y ningún griego podría
tender el arco como lo hacen ellos comúnmente; pues si hubiese alguno
que les igualase obtendría el premio en nuestros juegos. Sus flechas
están emponzoñadas con el jugo de ciertas yerbas venenosas que traen,
según dicen, de las orillas del río Averno, cuyo veneno es mortal. Los
de Nerita, Mesapia y Brindes, solo poseen las fuerzas del cuerpo y un
valor sin arte. Lanzan al ver a sus enemigos gritos espantosos, y se
sirven de la honda, oscureciendo el sol con la nube de piedras que
arrojan; pero pelean sin orden.

Ya sabéis, Méntor, lo que deseabais, pues conocéis el origen de esta
guerra y también a nuestros enemigos.

Impaciente Telémaco por pelear, creía no restaba otra cosa que empuñar
las armas: pero le contuvo Méntor hablando a Idomeneo de esta suerte:

¿Cuál es la causa de que hasta los locrios, ordinarios de la Grecia,
se unan a los bárbaros contra los griegos, y de que florezcan en esta
costa tantas colonias de aquella nación sin que hayan tenido que
sostener iguales guerras que vos? ¡Oh Idomeneo!, decís que los dioses
no se han cansado de perseguiros, y yo os digo que no han acabado
todavía de enseñaros; pues tantas desgracias como habéis sufrido no os
han bastado para aprender lo que debe hacerse para evitar la guerra.
Lo que acabáis de decir acerca de la buena fe de los bárbaros, basta
para convenceros de que hubierais podido vivir en paz con ellos,
si el orgullo y la fiereza no diesen origen a las más peligrosas
guerras. ¿Por qué no darles rehenes y recibirlos de ellos? ¿Por qué
no enviar con los mensajeros algunos de vuestros caudillos para que
los condujesen con seguridad? ¿Por qué no haber procurado apaciguarlos
después de renovada la guerra, haciéndoles ver fueron atacados
ignorando la alianza que acababa de jurarse? Era preciso haberles
ofrecido cuantas seguridades reclamasen, y establecido penas rigurosas
contra cualquiera de vuestros súbditos que las quebrantase. ¿Y qué ha
sucedido después de comenzada la guerra?

Entiendo, respondió Idomeneo, no hubiéramos podido sin deshonra buscar
de nuevo a los bárbaros que reunían aceleradamente a cuantos se
hallaban en edad de empuñar las armas, e imploraban el socorro de todos
los pueblos vecinos, a quienes han procurado, hacernos sospechosos
u odiosos. Me pareció que era el partido más seguro apoderarme
sin dilación de ciertos pasos de las montañas que se hallaban mal
guardados. Conseguímoslo sin dificultad, y por este medio nos vemos
en estado de arruinar a los bárbaros. He hecho construir torres en
ellos, desde donde pueden nuestras tropas acribillar con las flechas a
cuantos enemigos quieran bajar de las montañas e invadir nuestro país.
Podemos entrar en el suyo cuando queramos, y asolar sus principales
habitaciones; y de consiguiente, estamos en disposición de resistir,
aunque con fuerzas inferiores, al sinnúmero de bárbaros que nos rodean.
Pero se ha hecho muy difícil la paz entre ellos y nosotros, porque no
les entregaríamos esas torres sin quedar expuestos a sus incursiones,
y porque las miran como fortalezas de que intentamos servirnos para
reducirlos a la esclavitud.

Sois monarca sabio, replicó Méntor, y queréis os digan la verdad sin
disfraz: no como esos hombres débiles que temen escucharla, y que
faltos de valor para corregir sus yerros, emplean su autoridad en
sostenerlos. Conoced, pues, que ese pueblo bárbaro os ha dado una
lección maravillosa cuando vino a solicitar la paz. ¿La pedía acaso
por debilidad? ¿Le faltaban el valor o los recursos para haceros la
guerra? Ya veis que no, pues está aguerrido y le sostienen tantos
aliados temibles. ¿Por qué no imitáis su moderación? Porque un mal
entendido honor y una falsa gloria os han acarreado esta desgracia.
Teméis hacer demasiado soberbios a vuestros enemigos, y no demasiado
poderosos dando lugar con vuestra altivez e injusticia a que se unan
contra el vuestro tantos pueblos. ¿De qué sirven esas torres que tanto
celebráis, sino para poner a todos vuestros vecinos en la necesidad de
perecer o destruiros para preservarse de la esclavitud que les amenaza?
Las habéis edificado para vuestra seguridad, y por ellas os veis en tan
grande peligro.

La justicia, la moderación, la buena fe, y la seguridad en que se
hallen vuestros vecinos de que sois incapaz de usurpar sus dominios;
he aquí el muro más fuerte que puede defender un estado. Las murallas
inexpugnables pueden caer por varios accidentes imprevistos, pues la
fortuna es caprichosa e inconstante en la guerra; pero el amor y la
confianza de los vecinos, cuando han conocido la moderación, hace no
pueda ser vencido jamás un estado y casi nunca invadido, aun cuando
se le ataque injustamente, porque interesados en su conservación los
demás, toman inmediatamente las armas para defenderle. Este apoyo de
tantos pueblos, que hallarían su verdadero interés en sostener el
vuestro, os hubiera hecho mucho más poderoso que esas torres, que hacen
irremediables vuestros males. Si hubieseis cuidado desde el principio
de evitar la envidia de vuestros vecinos, prosperaría la ciudad en una
paz venturosa, y seríais árbitro de todas las naciones de la Hesperia.

Detengámonos ahora a examinar de qué modo puede repararse lo pasado.

Me dijisteis que se hallan en esta costa varias colonias griegas, las
cuales no es posible dejen de estar dispuestas a socorreros; pues
no habrán olvidado el nombre de Minos, hijo de Júpiter, ni vuestros
trabajos en el sitio de Troya, en donde os señalasteis tantas veces
entre todos los príncipes griegos en favor de la querella común a toda
la Grecia. ¿Por qué no procuráis atraerlas a vuestro partido?

Todas están resueltas a permanecer neutrales, respondió Idomeneo, no
porque carezcan de voluntad para auxiliarme, sino porque excita su
espanto la demasiada opulencia que han advertido en esta ciudad desde
su fundación: y estos griegos, como los demás pueblos, temen abriguemos
el designio de privarles de su libertad. Han juzgado que después de
subyugar a los bárbaros de las montañas, llevaríamos adelante nuestra
ambición; y en suma, todo se declara contra nosotros; pues aun los que
no nos hacen guerra ostensible, desean nuestro abatimiento: así que
ningún aliado nos deja la envidia.

¡Singular extremidad!, replicó Méntor. Deseando parecer muy poderoso,
arruináis vuestro poder: mientras que en lo exterior de vuestros
dominios sois objeto de temor y de odio para los vecinos, agotáis
los recursos en lo interior de ellos por los esfuerzos necesarios
para sostener la guerra. ¡Oh desventurado Idomeneo, a quien la misma
desgracia no ha podido acabar de instruir! ¿Necesitaréis aún otra caída
para saber prever los males que amenazan a los más poderosos monarcas?
Dejadme obrar, y referidme por menor cuáles son las ciudades griegas
que rehúsan vuestra alianza.

Tarento, contestó Idomeneo, es la principal, fundada hace tres años por
Falanto. Reunió este en Laconia gran número de jóvenes nacidos de las
esposas que olvidaron a sus maridos ausentes mientras duró la guerra de
Troya, y que procuraron aplacarles a su regreso confesando su falta.
Pero nacidos aquellos jóvenes fuera de matrimonio, no conocían al padre
ni a la madre, y de consiguiente vivían licenciosamente. Reprimía sus
excesos la severidad de las leyes, y se reunieron bajo la conducta de
Falanto, jefe atrevido, intrépido, ambicioso, cuyos artificios saben
ganar los corazones; y pasando a estas costas han hecho de Tarento otra
Lacedemonia. Filoctetes, que tanta gloria adquirió en el sitio de Troya
llevando a ella las flechas de Hércules, ha edificado también los muros
de Petilia, menos poderosa a la verdad que Tarento, pero gobernada
con más sabiduría; y finalmente, existe cerca de aquí la ciudad de
Metaponto, fundada por el sabio Néstor con los pilios.

¡Qué!, replicó Méntor, ¿existe en la Hesperia Néstor y no habéis sabido
atraerle a vuestros intereses? ¡Néstor, que tantas veces os vio pelear
con los troyanos, y con quien os unió la amistad! La he perdido,
contestó Idomeneo, por los artificios de estos pueblos que solo tienen
de bárbaro el nombre; pues han logrado persuadirle quería yo tiranizar
a la Hesperia. Le desengañaremos, interrumpió Méntor. Antes que viniese
a fundar su colonia, y de que emprendiésemos nuestros viajes para
buscar a Ulises, le vio Telémaco en Pilos: aún no habrá olvidado la
memoria de aquel héroe, ni las señales de ternura con que recibió a su
hijo. Pero lo principal es que desaparezca su desconfianza, porque
las sospechas que habéis inspirado a vuestros vecinos han encendido la
guerra, y solo disipándolas puede extinguirse su llama: dejadme obrar,
vuelvo a deciros.

Al oír esto, Idomeneo abrazó a Méntor, y conmovido su corazón podía
apenas hablar. Por último, con voz interrumpida le dijo: ¡Sabio
anciano, a quien me envían los dioses para reparar mis muchas faltas!,
confieso hubiera excitado mi indignación cualquiera que me hubiese
hablado con la libertad que vos, y que ningún otro habría podido
moverme a buscar la paz. Había resuelto morir o vencer a todos mis
enemigos; mas es justo dar crédito a vuestros consejos antes que a
mi pasión. ¡Oh afortunado Telémaco! Con tal conductor, ¿quién podrá
extraviaros jamás? Sois dueño de todo, Méntor, pues os acompaña la
sabiduría de los dioses, y Minerva misma no podría dar tan acertados
consejos. Id: prometed, concluid, dad cuanto sea mío: Idomeneo aprobará
todo lo que juzguéis oportuno ejecutar.

En tanto que así razonaban llegó a sus oídos repentinamente un ruido
confuso de carros, de caballos que relinchaban, de hombres que lanzaban
alaridos espantosos, y de trompetas que repetían sonidos marciales. ¡He
aquí los enemigos, gritaron, que habiendo hecho un largo rodeo para
evitar los pasos defendidos, vienen a sitiar a Salento! Consternados
ancianos y mujeres: ¡Ay!, exclamaban, ¡era preciso abandonar la patria
querida, la fértil Creta, y seguir a un malhadado rey al través de
tantos mares para fundar esta ciudad que será convertida en cenizas
como Troya! Desde lo alto de las murallas acabadas de edificar se
descubría la vasta llanura en donde ofuscaba la vista el brillo de los
cascos, corazas y escudos de los enemigos, y veíase la tierra cubierta
de lanzas, cual el campo en que hondean las doradas mieses que Ceres
produce en las campiñas de Enna en Sicilia, en la abrasada estación del
verano, para recompensar las fatigas del labrador: descubríanse también
carros armados de agudas hoces, y se distinguía sin dificultad cada uno
de los pueblos que concurrían a aquella guerra.

[Ilustración]

Subió Méntor a una elevada torre para observarlos mejor, siguiéndole
Idomeneo y Telémaco; y apenas llegó a lo alto de ella, vio a Filoctetes
y a Néstor con su hijo Pisístrato. Era fácil conocer a Néstor por su
venerable ancianidad. ¡Cómo, pues, exclamó Méntor, habíais creído que
Filoctetes y Néstor se contentaban con no auxiliaros! ¡Vedlos allí!
¡Han tomado las armas contra vos!, y si yo no me engaño, aquellas
tropas que marchan en tan buen orden y con tanta lentitud, son
lacedemonios mandados por Falanto. Todo se declara contra vos: no
hay uno solo entre los pueblos que habitan esta costa que no hayáis
convertido involuntariamente en enemigo vuestro.

Bajó acelerado Méntor de la torre, se dirigió a una de las puertas de
la ciudad, situada a la parte por donde se acercaba el enemigo, y la
hizo abrir sin que Idomeneo se atreviese a preguntarle el motivo. Salió
de la ciudad, hizo seña para que nadie le siguiese, y se adelantó hasta
donde se hallaban los enemigos, a quienes sorprendió ver se aproximaba
a ellos un hombre solo. Mostroles de lejos una rama de oliva en señal
de paz, y luego que pudieron oírle pidió se reuniesen los caudillos, y
haciéndolo estos efectivamente, les habló de esta manera:

¡Ilustres varones reunidos de tantas naciones que florecen en la
rica Hesperia! Bien sé venís movidos por el interés de vuestra
independencia. Aplaudo vuestro celo; mas permitid os indique un medio
fácil de conservar la libertad y la gloria sin derramar sangre humana.
Néstor, sabio Néstor que me escucháis: ¡bien sabéis cuán funesta sea
la guerra aun para aquellos que la emprenden con justicia y protegidos
de los dioses! Guerra, he aquí el mayor de los males que afligen a
la humanidad. No habréis olvidado lo que padecieron los griegos por
espacio de diez años delante de los muros de la desventurada Troya.
¡Qué de discordias entre sus caudillos! ¡Qué inconstancia en los
sucesos! ¡Cuántos griegos sacrificados por la mano de Héctor! ¡Qué
calamidades producidas por la guerra en las ciudades más poderosas
durante la ausencia de sus reyes! Naufragaron unos en el promontorio
Cafareo, y hallaron otros muerte funesta en el tálamo conyugal. ¡Oh
dioses, en vuestro enojo armasteis a los griegos para aquella famosa
expedición! ¡Pueblos de la Hesperia, quieran los dioses no daros jamás
una victoria tan funesta! Se convirtió en cenizas Troya, es cierto;
pero sería preferible para los griegos permaneciese aun en toda su
opulencia, y que el cobarde Paris gozase de sus infames amores con
Helena. Filoctetes, vos que os habéis visto infeliz y abandonado por
tanto tiempo en la isla de Lemnos, ¿no teméis volver a encontrar
iguales desgracias en una guerra semejante a aquella? Bien sé que
los habitantes de la Laconia experimentaron también las turbulencias
propias de la ausencia dilatada de los principales capitanes y soldados
que fueron a pelear contra los troyanos. ¡Oh griegos que habéis pasado
a la Hesperia! Solo os han traído a ella los infortunios producidos por
la guerra de Troya.

Luego que acabó de hablar de esta suerte, se acercó Méntor hacia los
pilios, y conociéndole Néstor se adelantó también para saludarle. Con
placer, le dijo, os vuelvo a ver, Méntor. Hace muchos años que os
vi por primera vez en la Fócida, cuando contabais la corta edad de
quince; y desde entonces preví seríais tan sabio como efectivamente
habéis llegado a serlo. ¿Por qué casualidad os vuelvo a hallar en estos
lugares? ¿Por qué medios intentáis terminar esta guerra? Idomeneo nos
ha obligado a atacarle; pero solo deseábamos la paz, pues cada uno de
nosotros tenía para ello un interés urgente. Sin embargo, no podíamos
prometernos de él seguridad alguna, por haber violado todas las
promesas hechas a sus más próximos vecinos. La paz con él no lo sería
sino pretexto para deshacer nuestra liga, único recurso que nos queda.
Ha manifestado a todos los pueblos sus intenciones de destruir nuestra
independencia, y no nos ha dejado otro medio de defenderla que procurar
destruir su nuevo reino. La mala fe de Idomeneo nos ha reducido al duro
trance de aniquilarle, o recibir de él el yugo de la servidumbre. Si
encontráis algún recurso para que podamos fiarnos de él, y asegurar una
paz ventajosa, depondrán voluntariamente las armas todas las naciones
que aquí veis, y confesaremos con satisfacción que es vuestra sabiduría
superior a la nuestra.

Sabio Néstor, le contestó: no ignoráis que Ulises confió a mi cuidado
a su hijo Telémaco. Impaciente este por descubrir el destino de aquel,
pasó a Pilos, en donde le recibisteis con la cordialidad que podía
prometerse del fiel amigo de su padre, y aun le disteis por compañero
a vuestro propio hijo. Hizo largos viajes por mar, pasando a Sicilia,
Egipto, e islas de Chipre y Creta; pero los vientos, o más bien los
dioses, le han arrojado a esta costa cuando deseaba regresar a Ítaca,
y hemos arribado precisamente para evitar los horrores de una guerra
cruel. No ya Idomeneo, sino el hijo del sabio Ulises y el mismo Méntor,
os responden de cuanto se os prometa.

[Ilustración]

Mientras se hallaba razonando con Néstor de esta suerte en medio de
las tropas confederadas, le observaban desde los muros de Salento
Idomeneo, Telémaco y cuantos cretenses empuñaban las armas, con la
mayor atención por si comprendían el efecto que causaban sus palabras,
y aun hubieran deseado escuchar de cerca a los dos sabios ancianos.
Había sido considerado siempre Néstor como el más elocuente y
experimentado de todos los reyes de la Grecia. Él moderaba durante el
sitio de Troya el ardor fogoso de Aquiles, el orgullo de Agamenón, la
arrogancia de Áyax y el valor impetuoso de Diomedes. Corría de sus
labios cual un arroyo de miel la dulce persuasión: hacíase oír su voz
de todos los héroes, que enmudecían cuando empezaba a hablar: y solo
él podía apagar en el campo griego la discordia fatal. Sin embargo de
que comenzaba ya a experimentar los efectos de la senectud, respiraban
todavía sus palabras afabilidad y energía: contaba lo pasado para que
la experiencia instruyese a la juventud, y hacíalo con gracia aunque
pausadamente.

Mas había perdido al parecer la elocuencia y majestad aquel anciano
sabio a quien admiraba toda la Grecia desde que Méntor se dejó
ver, debilitándose la veneración debida a su senectud, ya abatida
cuando se comparaba con Méntor en quien los años habían respetado la
robustez y el vigor. Su lenguaje era enérgico, aunque grave y llano;
circunstancias que empezaban ya a faltar a Néstor. Producíase con
laconismo, mas con precisión y viveza: no incidía en repeticiones ni
decía jamás lo que no era necesario para decidir el punto de que se
trataba; y a pesar de que hablase muchas veces de una misma cosa para
inculcarla o llegar a persuadir, era siempre por imágenes nuevas y
comparaciones palpables, poseyendo cierto estilo insinuante y jovial
cuando quería adaptarse a las necesidades de los demás para convencer
de alguna verdad. Ambos ancianos atrajeron la atención de tantos
pueblos reunidos.

[Ilustración]




LIBRO XI.


SUMARIO.

Viendo Telémaco a Méntor en medio de los aliados, vase a juntar con
él y contribuye con su presencia a que sean aceptadas las condiciones
de paz que aquel les había propuesto en nombre de Idomeneo. Entran
los reyes como amigos en Salento: ratifícanse los tratados, se dan
recíprocos rehenes, y hacen un sacrificio entre la ciudad y el campo en
confirmación de la alianza.


[Ilustración]

LIBRO XI.

En tanto que los confederados enemigos de Salento se apresuraban a
acercarse para observarlos y escuchar de cerca sus sabios discursos,
se esforzaban Idomeneo y los suyos a leer con ojos ansiosos en sus
acciones y rostros.

Impaciente Telémaco separose de la multitud que le acompañaba, corrió
a la puerta por donde había salido Méntor, y mandó abrirla. Creía
Idomeneo tenerle a su lado, mas en breve se llenó de sorpresa viéndole
correr fuera de la ciudad y llegar adonde se hallaba Néstor, que le
conoció; y aunque con paso trémulo y tardío se adelantó a recibirle.
Le abrazó Telémaco, permaneciendo así algún tiempo sin decirle cosa
alguna; mas al fin exclamó: ¡Oh padre querido!, no temo llamaros así,
porque la desgracia de no hallar al que verdaderamente lo es, y las
bondades con que me habéis favorecido, me dan derecho a servirme de
nombre tan tierno: ¡padre, caro padre mío!, vuelvo a veros; ¡ojalá
pudiera abrazar del mismo modo a Ulises! Si alguna cosa alcanzase a
consolarme después de haberle perdido, sería sin duda el hallar en vos
otro Ulises.

No pudo Néstor contener las lágrimas conmovido de gozo al ver las que
corrían por las mejillas de Telémaco. La hermosura, afabilidad y noble
calma de aquel joven desconocido, que cruzaba sin la menor precaución
por entre número tan crecido de tropas enemigas, llenó de sorpresa
a los confederados. ¿Es, preguntaban, el hijo de ese anciano que ha
venido a hablar con Néstor? Sin duda: en los dos se descubre igual
sabiduría, sin embargo de que se hallan en edades opuestas: en este
comienza a florecer, y en el otro produce ya con abundancia los más
sazonados frutos.

Méntor, a quien llenó de satisfacción la ternura con que Néstor acababa
de recibir a Telémaco, aprovechó tan feliz ocasión y le dijo: Ved aquí
al hijo de Ulises, tan caro a toda la Grecia y a vos mismo, ¡sabio
Néstor!, aquí le tenéis: yo os le entrego en rehenes y como prenda la
más preciosa que se os puede dar de la fidelidad de las promesas de
Idomeneo. Bien comprenderéis no puedo yo querer suceda la pérdida del
hijo a la del padre, y que la desventurada Penélope pueda reconvenir
a Méntor por haber sacrificado a su hijo a la ambición del nuevo rey
de Salento. ¡Pueblos reunidos de tantas naciones diferentes!, con esta
prenda que ha venido a ofrecerse espontáneamente, y que os envían los
dioses protectores de la paz, empezaré a proponeros las condiciones de
ella, para que sea sólida y duradera.

Al pronunciar la palabra paz, dejose oír un confuso rumor en todo el
ejército. Temblaban de cólera aquellas diferentes tropas, creyendo
desperdiciaban todo el tiempo que tardaban en comenzar la pelea,
e imaginaban que los discursos entre los dos ancianos no tenían
otro objeto que entibiar su furor y arrebatarles la presa; y los
mandurianos, con especialidad, se llenaban de impaciencia al
considerar podría prometerse Idomeneo engañarles de nuevo. Intentaron
varias veces interrumpir a Méntor recelando que sus palabras llenas de
sabiduría hiciesen impresión en sus aliados; y empezaron a desconfiar
de todos los caudillos griegos. Notándolo Méntor se apresuró a dar
pábulo a su desconfianza para dividirlos.

Confieso, les dijo, que los mandurianos tienen motivos para quejarse
y pedir alguna reparación de los daños que han sufrido; pero tampoco
es justo que los griegos que establecen colonias en esta costa, sean
sospechosos y odiosos a los antiguos habitantes del país, cuando por
el contrario deben estar los griegos unidos entre sí para obligarlos
a que les traten bien: basta sean moderados y que no intenten jamás
usurparles sus tierras. Cierto es que Idomeneo ha tenido la desgracia
de inspiraros recelos; pero es fácil que desaparezcan. Telémaco y yo
nos ofrecemos por rehenes que respondan de la buena fe de Idomeneo,
y permaneceremos en vuestro poder hasta que se haya cumplido
enteramente todo lo que se os prometa. Lo que inflama vuestro furor, oh
mandurianos, añadió alzando la voz, es que las tropas de los cretenses
se han apoderado de los pasos de las montañas por sorpresa, y que
esto les facilita la entrada en el país adonde os habéis retirado por
dejarles las orillas del mar, a pesar vuestro, siempre que lo intenten;
y esos pasos que han fortificado con altas torres, guarnecidas de
soldados, son el verdadero móvil de la guerra. Respondedme: ¿hay otro
alguno?

[Ilustración]

¡Qué no hemos hecho para evitar la guerra!, dijo a esta sazón el
caudillo de los mandurianos adelantándose algunos pasos. Los dioses
son testigos de que no hemos renunciado a la paz sino después de
perdida la esperanza de ella, a causa de la inquieta ambición de los
cretenses, e imposibilidad en que nos han puesto de fiarnos de sus
juramentos. ¡Nación insensata que nos ha reducido a nuestro pesar a la
dura necesidad de adoptar contra ella el partido de la desesperación,
y de no poder hallar nuestra seguridad sino en su ruina! Mientras se
conserven los pasos de las montañas, viviremos persuadidos de que
quieren usurparnos nuestras tierras y reducirnos a esclavitud. Si
fuese cierto que no piensan en otra cosa que en vivir en paz con sus
vecinos, se contentarían con lo que les hemos cedido sin dificultad,
y no se empeñarían en conservar las entradas en un país contra cuya
independencia no formarían ningún proyecto ambicioso. Pero no los
conocéis bien, ¡sabio anciano! Nosotros hemos llegado a conocerlos
por desgracia. ¡Hombre favorecido por los dioses!, no retardéis
esta guerra justa y necesaria, sin la cual jamás podrá la Hesperia
prometerse una constante paz. ¡Nación ingrata, engañosa, cruel, que los
dioses irritados han enviado para turbar nuestra paz y castigarnos de
nuestros defectos! Mas después de habernos castigado nos vengaremos.
¡Oh dioses!, no seréis menos justos contra nuestros enemigos que contra
nosotros.

Conmoviose toda la asamblea al escuchar estas palabras; y parecía que
Marte y Belona corrían por entre las filas encendiendo en los corazones
el furor de las lides que Méntor procuraba disipar. Volvió este a tomar
la palabra y les dijo:

Si solo tuviese promesas que haceros, podríais negaros a confiar en
ellas; pero os ofrezco cosas ciertas y presentes. Si no os satisface
tenernos en rehenes a Telémaco y a mí, haré os den doce cretenses de
los más valientes y nobles; pero es justo los deis también por vuestra
parte, pues Idomeneo desea la paz sinceramente, la desea sin temor ni
bajeza. La desea como vosotros decís haberla deseado; por prudencia,
por moderación, no por apego a una vida muelle ni por flaqueza al
considerar los peligros con que la guerra amenaza a los hombres. Está
dispuesto a vencer o morir, aunque sin dejar de serle más agradable la
paz que la mayor victoria. Se avergonzaría si temiese ser vencido; pero
teme ser injusto, y no se ruboriza de querer enmendar sus yerros. Os
ofrece la paz con las armas en la mano; sin que aspire a proponeros
las condiciones de ella con altivez, pues la desdeñaría si fuese
forzada. Desea que todos queden contentos de ella, que ponga término a
la rivalidad, sofoque los resentimientos, y cicatrice las llagas que
abriera la desconfianza. En una palabra, las intenciones de Idomeneo
son las que pudierais desear vosotros mismos, y solo se trata de
convenceros de ello, lo cual no será difícil si queréis escucharme con
calma y sin preocupación.

¡Pueblos valientes, oídme pues, y vosotros, prudentes caudillos,
escuchad también lo que ofrezco a nombre de Idomeneo! No es justo que
él entre en las tierras de sus vecinos, ni tampoco que estos puedan
hacerlo en las suyas; y consiente en que los pasos que ha fortificado
con torres elevadas, sean guardados por tropas neutrales. Néstor,
Filoctetes, sois griegos, y sin embargo os habéis declarado contra
Idomeneo en esta ocasión, de consiguiente no podéis ser sospechosos
como demasiado afectos a sus intereses. Si lo que os mueve es el
interés común de la paz y de la independencia de la Hesperia, sed
depositarios y custodios de los pasos que promueven la guerra; pues
no sois menos interesados en impedir que los antiguos pobladores de
Hesperia destruyan a Salento, nueva colonia de griegos semejante a
las que habéis fundado, que en no dar lugar a que Idomeneo usurpe
los dominios de sus vecinos. Mantened el equilibrio entre los unos y
los otros, y reservaos la gloria de ser jueces y medianeros en vez
de llevar el hierro y el fuego al seno de un pueblo que debe seros
caro. Me diréis que estas condiciones os parecerían ventajosas si
pudieseis aseguraros de que las cumplirá Idomeneo de buena fe; mas voy
a satisfaceros.

Hasta que se hayan depositado en vuestras manos todos los pasos
fortificados, habrá para seguridad recíproca los rehenes que os he
indicado; y cuando la salud de toda la Hesperia, la de Salento y la
del mismo Idomeneo se halle en vuestras manos, ¿estaréis satisfechos?
¿De quién podréis desconfiar entonces? ¿Será de vosotros mismos? No os
atrevéis a fiaros de Idomeneo, y este es tan incapaz de engañaros que
quiere fiarse de vosotros. Sí, quiere confiaros el reposo, la vida,
la independencia de su pueblo y la suya propia. Si es cierto que solo
deseabais una paz ventajosa, ya la tenéis para quitaros todo pretexto
de retroceder. Mas no imaginéis, vuelvo a decir, reduzca a Idomeneo
el temor a haceros estas proposiciones: la prudencia, la justicia
le empeñan en tomar este partido, sin el recelo de que atribuyáis a
debilidad lo que es efecto de virtud. Cierto es cometió yerros en un
principio; pero hoy fija su gloria en reconocerlos por medio de las
ofertas con que se adelanta a vuestros deseos: y si bien el pretender
ocultarlos aparentando sostenerlos con arrogancia y altivez es efecto
de flaqueza y de vanidad, y de hallarse en ignorancia estúpida de los
propios intereses; el que, por el contrario, los confiesa a su enemigo
y ofrece repararlos, manifiesta la incapacidad de cometerlos de nuevo,
y debe ser más temible a sus enemigos por su firmeza y prudencia si
no lograse la paz. Evitad llegue el caso de que os cause igual daño
algún día; porque si rehusáis la paz y la justicia que se os presentan,
una y otra serán vengadas, pues Idomeneo, que debía temer estuviesen
los dioses irritados contra él, volverá su enojo contra vosotros.
Pelearemos Telémaco y yo por la buena causa, y tomo por testigos de
las justas proposiciones que acabo de haceros a todas las deidades del
cielo y de los infiernos.

[Ilustración]

Al acabar de decir Méntor estas palabras alzó el brazo para enseñar a
todos los confederados el ramo de oliva que llevaba en la mano como
signo de paz. Los caudillos que más de cerca le miraban se llenaron
de asombro al advertir el fuego divino que brillaba en sus ojos.
Descubríanse en él cierta majestad y autoridad superiores a cuanto se
ve en los más poderosos mortales. Arrebataba los corazones el encanto
de sus palabras insinuantes y enérgicas, semejantes a aquellas que en
el profundo silencio de la noche detienen en medio del Olimpo el curso
de la luna y de las estrellas, aplacan el agitado mar, imponen silencio
a los vientos y a las olas, y suspenden las corrientes más rápidas.

Hallábase Méntor en medio de aquellos pueblos enfurecidos como Baco
cuando rodeado de tigres olvidaban estos su fiereza y venían, movidos
de su dulce voz, a lamerle la planta y sometérsele cariñosos. Al
principio guardó profundo silencio todo el ejército: mirábanse los
caudillos, sin poder resistir a aquel hombre ni comprender quién
fuese; e inmóviles los soldados tenían la vista fija en él. Ninguno
osaba hablar, temiendo tuviese alguna cosa que decir todavía e impedir
fuese oído; y aunque nada podía añadirse a cuanto había dicho, hubieran
deseado todos hablase más largo tiempo. Conservaban en la memoria las
palabras de Méntor, pues cuando hablaba se hacía querer y respetar;
y permanecían todos como suspensos para no perder ninguna de las que
pronunciaba su labio.

Por último, después de tan prolongado silencio se percibió un sordo
rumor que fue extendiéndose poco a poco. Mas no era ya aquella confusa
gritería de los soldados que temblaban de indignación, sino un murmullo
favorable. Descubríase ya en sus rostros cierta serenidad y blandura,
y al parecer iban a caer las armas de las manos de los mandurianos,
tan irritados antes. El feroz Falanto vio con sorpresa enternecidas
sus entrañas, y los demás empezaron a suspirar por la dichosa paz que
acababan de ofrecerles. Más sensible Filoctetes por la experiencia de
sus infortunios, no supo contener sus lágrimas: y no pudiendo Néstor
hablar, arrebatado por el discurso que acababa de pronunciar Méntor,
le abrazó tiernamente: y todo el ejército a la vez, cual si hubiese
sido esta la señal, comenzó a gritar diciendo: ¡Sabio anciano, tú nos
desarmas! ¡La paz, la paz!

Intentó hablar Néstor un momento después; pero impacientes todas las
tropas temieron quisiese oponer alguna dificultad, y volvieron de nuevo
a gritar: ¡La paz, la paz!, sin que pudiese imponérseles silencio hasta
que pronunciaron la misma voz todos los caudillos del ejército.

Conociendo Néstor no hallarse en estado de pronunciar un largo
razonamiento, le dijo: Ya veis, Méntor, el efecto de la palabra del
hombre honrado. Cuando hablan la virtud y la sabiduría, sofocan todas
las pasiones. Los justos resentimientos se han trocado en amistad y en
deseos de una paz duradera. Al tiempo que hablaba así Néstor, alzaron
el brazo todos los caudillos en prueba de su consentimiento.

Dirigiose Méntor hacia las puertas de Salento para hacerlas abrir y
para manifestar a Idomeneo saliese de la ciudad sin precaución alguna,
y entretanto abrazaba Néstor a Telémaco diciéndole: Hijo el más amable
del mayor sabio de la Grecia, ¡ojalá lo seáis cual él y más feliz!
¿Nada habéis sabido acerca de su destino? La memoria de un padre a
quien sois tan semejante, ha contribuido a sofocar nuestra indignación.

Aunque feroz el carácter de Falanto, y a pesar de que jamás había visto
a Ulises, no por ello dejaron de afectarle sus desgracias y las de su
hijo; y cuando instaban a este para que refiriese sus aventuras, volvió
Méntor en compañía de Idomeneo, seguidos de toda la juventud cretense.

Excitose de nuevo la ira de los confederados al ver a Idomeneo; mas
las palabras de Méntor sofocaron aquel fuego que ya comenzaba a
arder. ¿Qué tardamos, les dijo, en concluir esta alianza santa que
protegerán los dioses sirviendo de testigos? Tomen ellos venganza del
impío que ose quebrantarla, y en vez de afligir los estragos de la
guerra a los pueblos inocentes y fieles a ella, agobien al perjuro y
execrable ambicioso que huelle los respetos sagrados de los derechos
que establezca; detéstenle a un tiempo los dioses y los hombres;
no goce jamás el fruto de su perfidia; vengan a excitar su rabia y
desesperación las furias infernales, bajo figuras las más horribles
y asquerosas; muera repentinamente y sin esperanza de sepultura;
sea devorado su cuerpo por buitres y perros hambrientos; sea sumido
en los infiernos en el más profundo abismo del Tártaro, atormentado
perpetuamente con mayor rigor que Tántalo, Ixión y las Danaides. Pero
no: más bien sea esta paz indestructible cual el elevado Atlas que
sirve de apoyo a los cielos; que la respeten todas las naciones y
gocen los frutos de ella de generación en generación; que el nombre de
los que acaban de jurarla sea caro y venerable a sus últimos nietos;
que esta paz, fundada en la justicia y buena fe, sirva de modelo a
cuantas ajusten en lo sucesivo todas las naciones de la tierra; y por
último, que los pueblos que aspiren a ser felices por medio de la unión
fraternal, procuren imitar a los que habitan hoy la Hesperia.

Dichas estas palabras, juraron la paz bajo las condiciones convenidas
Idomeneo y los otros reyes, dándose en rehenes doce individuos de
cada parte. Quiso Telémaco ser uno de los que debían recibir los
confederados; pero no pudieron estos consentir que lo fuese Méntor, por
serles preferible permaneciera al lado de Idomeneo para que respondiese
de la total ejecución de lo pactado. Inmolaron entre la ciudad y el
campo de los confederados cien terneras blancas como la nieve, e
igual número de toros del mismo color, cuyas astas estaban doradas y
adornadas de flores. Resonaban hasta en las montañas más lejanas los
bramidos espantosos de las víctimas que caían bajo la cuchilla sagrada:
humeaba y corría por todas partes la sangre; y entre tanto se vertía
con abundancia un exquisito vino para las libaciones. Consultaban los
arúspices las entrañas aún palpitantes, y quemaban los sacerdotes sobre
los altares el incienso que formaba una espesa nube, cuyo perfume se
esparcía por toda la campiña.

Los soldados entre tanto no se miraban ya como enemigos; por el
contrario, entreteníanse con la relación de sus aventuras. Reposaban
de sus fatigas, y gustaban anticipadamente las delicias de la
paz. Muchos de ellos que habían seguido a Idomeneo en el sitio de
Troya, reconocieron a los de Néstor que pelearon en aquella guerra.
Abrazábanse afectuosamente, y contábanse mutuamente cuanto les
acaeciera después de arrasada aquella opulenta ciudad, emporio del
Asia; y descansando sobre el matizado suelo, coronábanse de flores y
bebían mezclados el vino traído de la ciudad en grandes vasijas para
celebrar tan feliz jornada.

[Ilustración]

Desde hoy, interrumpió Méntor dirigiendo su voz a los reyes y capitanes
que se hallaban reunidos, desde hoy formaréis un solo pueblo, aunque
con nombres diferentes y bajo caudillos diversos. Por este medio
disponen los justos dioses, llenos de amor hacia el hombre a quien han
formado, el vínculo eterno de su perfecta unión. El género humano es
una familia sola, esparcida por la superficie de la tierra, y todos los
pueblos hermanos, que deben amarse como tales. ¡Desgracias, desventuras
sobre la cabeza del impío que busca la gloria a costa de la sangre de
sus semejantes, que es la suya propia!

Necesaria es la guerra algunas veces, no hay duda; mas es oprobio para
el género humano que se la considere inevitable en ciertas ocasiones.
¡Poderosos monarcas!, no digáis que debe desearse para adquirir gloria,
porque esta si es verdadera no puede hallarse fuera de la humanidad.
El que prefiera la suya a los sentimientos que aquella inspira, es un
monstruo de orgullo a quien no debe llamarse hombre. Jamás alcanzará
una gloria verdadera inseparable de la moderación y la bondad. Podrán
lisonjearle para satisfacer su loca vanidad: sin embargo, cuando hablen
de él en secreto, y quieran hacerlo con sinceridad, dirán: Tan indigno
es de la gloria cuanto la busca injustamente. No merece la estimación
de los hombres, pues los ha estimado tan poco prodigando su sangre
impelido por la más insensata vanidad. Feliz el monarca que ama a sus
vasallos y es amado de ellos; que se fía de sus vecinos e inspira a
estos confianza; que en vez de hostilizarles impide se hostilicen, y
que hace envidien todas las naciones extranjeras la fortuna que gozan
sus vasallos con un rey semejante.

Cuidad de reuniros de tiempo en tiempo, vosotros que gobernáis las
poderosas ciudades de Hesperia. Celebrad de tres en tres años un
congreso general, en donde reunidos cuantos reyes os halláis presentes,
sea renovada la alianza con nuevo juramento para consolidar la amistad
prometida y deliberar sobre los intereses comunes. Mientras viváis
unidos tendréis paz interior en este delicioso país, prosperaréis en
la abundancia, y seréis fuera de él invencibles; porque únicamente
la discordia, abortada por el infierno para atormentar al hombre
insensato, puede turbar la dicha que os preparan los dioses.

La facilidad con que aceptamos la paz, respondió Néstor, debe
convenceros de cuán distantes nos hallamos de apetecer la guerra
por vanagloria o injusta codicia de engrandecernos en perjuicio de
nuestros vecinos. Mas ¿qué puede hacerse viviendo cerca de un príncipe
violento que no conoce otra ley que su interés, y que no desperdicia
ocasión alguna para invadir los demás estados? No penséis que hablo
de Idomeneo: no, no pienso así de él; hablo de Adrasto, rey de los
daunios, que a todos nos inspira temor. Desprecia a los dioses;
juzga que el hombre existe solo para ensalzar su gloria por medio
de la esclavitud; desdeña al vasallo si ha de ser a la vez padre y
soberano de él, pues solo quiere esclavos y adoradores, de quienes se
hace tributar homenajes propios de la divinidad. La ciega fortuna ha
protegido hasta el día sus injustas empresas; y nos apresurábamos a
atacar a Salento para deshacernos del enemigo más débil que comenzaba
a establecerse en esta costa, a fin de dirigir en seguida nuestras
armas contra el más poderoso que ha ocupado ya varias ciudades de
nuestros aliados, y vencido en algunas batallas a los de Crotona. Hace
Adrasto cuanto es posible para satisfacer su ambición: la violencia
y el artificio, todo es para él igual con tal que destruya a sus
enemigos. Ha logrado acumular grandes tesoros; se hallan disciplinadas
y aguerridas sus tropas; experimentados sus capitanes: le sirven todos
bien, y vela por sí mismo sin cesar sobre los que le obedecen: castiga
severo las menores faltas, y recompensa con liberalidad los servicios
que le hacen. Su valor alienta el de sus tropas, y sería un rey
completo si la justicia y la buena fe sirviesen de regla a su conducta;
mas ni teme a los dioses ni le inquieta el remordimiento de la
conciencia. Considera la reputación como cosa inútil, mirándola cual un
vano fantasma que solo debe contener a las almas débiles; siendo para
él bienes sólidos y reales poseer grandes riquezas, inspirar temor, y
hollar con su planta a todo el género humano. En breve se presentará
su ejército en nuestros dominios, y si la unión de tantos pueblos
no nos pone en estado de resistirle, desaparecerá toda esperanza de
independencia. Interesa a Idomeneo como a nosotros oponerse a un rey
que no puede tolerar viva independiente ningún pueblo vecino, porque si
fuésemos vencidos, amenazaría igual desgracia a Salento: apresurémonos,
pues, a evitarlo reunidos.

[Ilustración]

Hablando así Néstor se iban acercando a la ciudad, pues había rogado
Idomeneo a los reyes y caudillos principales entrasen en ella para
reposar aquella noche.

[Ilustración]




LIBRO XII.


SUMARIO.

Pídele Néstor a Idomeneo que les ayude contra los daunios; pero
Méntor, que quiere establecer el mejor orden en la ciudad y hacerla
agricultora, les contenta con cien nobles cretenses capitaneados por
Telémaco. Parten con efecto y empieza Méntor a realizar su proyecto por
una exacta revista de la ciudad y del puerto: infórmase de todo: hace
que Idomeneo establezca nuevas ordenanzas de policía y de comercio:
que divida el pueblo en siete clases cuya jerarquía y nacimiento se
distinga por la diversidad de los trajes, y hácele por último que
modere el lujo y las artes inútiles para que sus artesanos se dediquen
a la labranza.


[Ilustración]

LIBRO XII.

El ejército confederado armaba las tiendas, estaba cubierta la campiña
de ricos pabellones de toda clase de colores, donde se prometía hallar
sueño benéfico el fatigado guerrero. Cuando entraron los reyes en
la ciudad con su comitiva, se admiraron de que en tan corto tiempo
se hubieran podido levantar tantos edificios magníficos, ni que la
preocupación por la guerra hubiera impedido se embelleciese y creciese
a la vez aquella ciudad naciente.

También excitó su admiración la sabiduría y vigilancia de Idomeneo,
que había sabido fundar tan bello reino, y de ello deducían todos que
ajustada la paz con él, serían muy poderosos los aliados si entrase
en la liga contra Adrasto. Propusiéronlo a Idomeneo, que no pudiendo
desechar tan justa proposición, ofreció tropas.

Pero como no ignoraba Méntor cosa alguna de las que son necesarias
para que florezca un estado, conoció no ser las fuerzas de Idomeneo
tan grandes como parecían, y hablando a solas con él le dijo de esta
suerte:

Ya veis no han sido inútiles mis cuidados: Salento está libre de las
desgracias que le amenazaban. En vos solo consiste elevar su gloria
hasta los cielos, igualando en el gobierno de vuestro pueblo al sabio
Minos vuestro abuelo. Seguiré hablándoos con libertad, pues supongo
lo queréis así y que detestáis la lisonja. Mientras que estos reyes
ensalzaban vuestra magnificencia, consideraba yo la temeridad con que
habéis procedido.

[Ilustración]

Al oír Idomeneo la palabra temeridad se alteró su rostro, se le turbó
la vista, se estremeció, y faltó poco para que interrumpiese a Méntor
manifestándole su resentimiento; mas este le dijo con modestia y
respeto, pero con tono franco y atrevido:

Bien conozco que la palabra temeridad os ha causado extrañeza;
cualquier otro que yo hubiera hecho mal en servirse de ella, porque es
preciso respetar a los reyes y conducirse con delicadeza aun cuando
se les reprenda, pues demasiado les hiere la verdad por sí misma sin
añadir a ella palabras fuertes. He creído toleraríais que os hablase
así para haceros conocer vuestro error. Mi objeto ha sido habituaros a
oír dar a las cosas su verdadero nombre, y a comprender que cuando os
den consejos acerca de vuestra conducta, jamás se atreverán a deciros
lo que piensan; y si queréis no ser engañado, deberéis comprender
siempre más de lo que os digan sobre aquello que os sea desventajoso.
En cuanto a mí templaré las palabras según la necesidad; pero os es
inútil que sin interés ni consecuencia os hablen con dureza en secreto.
Ningún otro se atreverá a ello, y envuelta en bellos disfraces la
verdad la veréis a medias.

He aquí, contestó Idomeneo, perdido ya el primer impulso de su enojo y
avergonzado al parecer de su delicadeza, lo que puede la costumbre de
ser adulado. Os debo la salud de mi nuevo reino, y no hay verdad alguna
que no me crea dichoso al escucharla de vuestro labio; pero compadeced
a un rey emponzoñado por la lisonja, y que ni aun en la desgracia ha
podido hallar hombres generosos que le digan la verdad. No: jamás
encontré quien me amase bastante para desagradarme diciéndome la verdad
desnuda.

Al decir estas palabras abrazaba afectuosamente a Méntor, y humedecían
las lágrimas sus ojos. Con dolor, le contestó el sabio anciano, me
veo obligado a deciros cosas duras; ¿mas puedo engañaros ocultándoos
la verdad? Poneos en mi lugar. Si fuisteis engañado hasta ahora,
habéis querido serlo, temiendo a los consejeros demasiado sinceros.
¿Habéis buscado acaso a los hombres más desinteresados y capaces de
contradeciros? ¿Cuidasteis de oír a los menos solícitos de agradaros,
a los más imparciales en su conducta, a los más capaces, en fin, de
condenar vuestras pasiones e injustos sentimientos? Cuando hallasteis
al lisonjero, ¿le habéis huido?, ¿habéis desconfiado de él? No, no: sin
duda no habéis hecho lo que aquellos que aman la verdad y son dignos de
conocerla. Veamos ahora qué haréis al veros humillado por la verdad que
os condena.

Decía, pues, que lo que tanto elogian en vos, merece ser vituperado;
porque mientras teníais tantos enemigos exteriores que amenazaban
vuestro reino, apenas empezado a fundar, solo os ocupabais de lo
interior de la nueva ciudad, elevando edificios magníficos. Esto
es lo que os ha costado tantas vigilias como habéis confesado vos
mismo. Habéis agotado vuestras riquezas sin cuidar del aumento de la
población y cultivo de las tierras fértiles de esta costa. ¿No era
preciso considerar como los dos fundamentos esenciales de vuestra
pujanza el tener muchos hombres buenos, y tierras bien cultivadas para
alimentarlos? Requeríase para ello una larga paz a los principios para
favorecer la multiplicación de brazos: debíais ceñiros al fomento de
la agricultura y al establecimiento de sabias leyes: pero la ambición
os ha arrastrado hasta el borde del precipicio, y esforzándoos para
aparecer grande, habéis arriesgado vuestra verdadera grandeza.
Apresuraos a enmendar los yerros: suspended todas esas grandes obras:
renunciad al lujo que arruinará a esta nueva ciudad: dejad respire
en la paz vuestro pueblo: dedicaos a proporcionar la abundancia para
facilitar los matrimonios. Sabed que en tanto seréis rey en cuanto
tengáis pueblos que gobernar, y que vuestro poder debe medirse no
por la extensión de las tierras que ocupéis, sino por el número de
hombres que las habiten y estén obligados a obedeceros. Poseed un país
bueno aunque de mediana extensión: pobladlo con brazos innumerables,
laboriosos e instruidos: procurad que os amen; y por tales medios
seréis más poderoso, más feliz y mayor vuestra gloria que la de todos
los conquistadores que asolan tantos reinos y provincias.

¿Qué haré, pues, con estos reyes?, contestó Idomeneo: ¿les confesaré
mi debilidad? Cierto es que he descuidado la agricultura, y aun el
comercio tan fácil en esta costa, ocupado únicamente en edificar una
ciudad opulenta. ¿Será preciso, mi querido Méntor, llenarme de oprobio
haciendo ver mi imprudencia a tantos monarcas reunidos? Si es preciso,
quiero hacerlo: lo haré sin dudar por más que pueda serme sensible;
porque me habéis hecho ver que el buen rey que se consagra al bien de
sus pueblos debe preferir la salud del reino a su propia fama.

Dignos son esos sentimientos de un monarca padre de su pueblo, replicó
Méntor: en esa bondad, no en la magnificencia vana de Salento,
reconozco en vuestro corazón el de un verdadero rey; mas preciso es
atender a vuestro honor por el interés del reino. Dejadme obrar: yo
haré entiendan estos monarcas que os halláis empeñado en restablecer
a Ulises, si aun existe, o al menos a su hijo en el trono de Ítaca,
y que pretendéis arrojar por fuerza de aquella isla a los amantes de
Penélope. Comprenderán sin dificultad que esta empresa exige tropas
numerosas, y consentirán en que les deis un corto auxilio contra los
daunios.

Conocéis, caro amigo, mi honor, y la reputación de esta ciudad
naciente, cuya debilidad ocultaréis a todos mis vecinos, replicó
Idomeneo, aliviado al parecer de la pena que oprimía su corazón.
¿Pero qué apariencia de verdad puede tener el decir que quiero enviar
mis tropas a Ítaca para restablecer en el trono a Ulises o a su hijo
Telémaco, mientras que este se compromete a ir con ellos a la guerra
contra los daunios?

Nada os inquiete, replicó Méntor: solo diré lo que sea cierto. Los
bajeles que enviéis para establecer vuestro comercio, irán a las
costas del Epiro y harán dos cosas a un tiempo: llamar a las vuestras
a los mercaderes extranjeros a quienes alejan de Salento excesivos
impuestos, y procurar nuevas de Ulises. Si existe, no debe distar
mucho de estos mares que separan la Grecia de la Italia, pues aseguran
haberle visto en Feacia; y aun cuando ninguna esperanza nos quedase de
hallarle, harían vuestros bajeles a su hijo un señalado servicio, pues
esparcirían en Ítaca y en todos los países vecinos el terror del nombre
del joven Telémaco, a quien creen muerto como a Ulises. Los amantes
de Penélope se llenarán de sorpresa cuando sepan que puede regresar
Telémaco sin dilación con el auxilio de un aliado poderoso: recibirá
consuelo aquella, y se negará a elegir nuevo esposo: los de Ítaca no se
atreverán a sacudir el yugo de su actual dominación; y de esta manera
os ocuparéis en beneficio de Telémaco, mientras lo está él con los
aliados en la guerra contra los daunios.

¡Feliz el monarca que encuentra el auxilio de prudentes consejos!,
exclamó Idomeneo. El amigo sabio y leal presta mayores utilidades
a un rey que los ejércitos victoriosos. ¡Pero más feliz todavía el
que conoce su dicha y sabe aprovecharse de ella haciendo buen uso de
los consejos acertados! Porque ocurre muchas veces que alejan de su
confianza a los hombres sabios y virtuosos, cuyo mérito les inspira
temor, para dar oídos a los lisonjeros cuya traición no temen. Yo
cometí este error, y os referiré todas las desgracias que he sufrido
por un falso amigo que lisonjeaba mis pasiones con la esperanza de que
protegiese las suyas.

Fácilmente persuadió Méntor a los reyes confederados debía cuidar
Idomeneo de restablecer a Telémaco en Ítaca, mientras que este les
acompañaba; y se contentaron con llevarle en su ejército a la cabeza de
cien jóvenes cretenses, que era la flor de la nobleza venida con este
rey desde Creta. Habíalo aconsejado así Méntor a Idomeneo, diciéndole:
Durante la paz debe cuidarse de multiplicar la población; pero enviarse
a las guerras extranjeras a los jóvenes nobles para evitar que la
nación se afemine y llegue a ignorar el arte de la guerra. Esto basta
para mantener en toda ella cierta emulación de gloria en la inclinación
a las armas; desprecio de las fatigas y aun de la muerte: y por último,
la experiencia del arte militar.

Partieron de Salento los reyes confederados satisfechos de Idomeneo,
encantados de la sabiduría de Méntor, y llenos de gozo por llevar en
su compañía al joven Telémaco, que no pudo sofocar los efectos de su
dolor al separarse de su amigo. Mientras que aquellos se despedían de
Idomeneo y le juraban una eterna alianza, abrazaba Méntor a Telémaco
anegado en lágrimas. Soy insensible, decía este, al júbilo que debía
inspirarme el correr a la gloria; solo experimento el dolor de dejaros.
Paréceme que vuelvo a padecer el infortunio que me hicieron sufrir los
egipcios, arrebatándome de vuestros brazos y privándome hasta de la
esperanza de volveros a ver.

Bien diferente es esta separación, replicó Méntor con afabilidad para
consolar a Telémaco; porque es voluntaria, será de corta duración, y
corréis a la victoria. Vuestro amor hacia mí debe ser más animoso y
menos tierno: acostumbraos a la ausencia, hijo querido: no siempre
viviré con vos; y es preciso que la prudencia y la virtud os conduzcan
más bien que mi presencia.

[Ilustración]

Al decir estas palabras Méntor, bajo cuya figura se ocultaba la diosa,
cubría esta a Telémaco con su égida, y derramaba sobre él el espíritu
de la sabiduría y de la previsión, el valor intrépido y la moderación,
que rara vez se hallan reunidos.

Corred, le decía, a los mayores peligros, siempre que sea útil
arrostrarlos; porque más deshonra a un príncipe evitarlos en los
combates que no ir jamás a la guerra, y no debe ser dudoso al soldado
el valor de su caudillo. Si es necesario a un pueblo conservar los
días del monarca, lo es todavía mucho más que nunca sea dudosa la
reputación del valor de este. Acordaos de que el que manda debe
dar ejemplo a los que obedecen, para animar a todo el ejército. No
temáis ningún peligro, y pereced en la lid antes de que se dude de
vuestro valor; porque los aduladores que más se esfuercen a alejaros
del riesgo, serán los primeros que dirán en secreto que sois flaco de
corazón, si lo logran con facilidad.

Mas no busquéis los peligros sin utilidad; porque el valor no es virtud
cuando no le dirige la prudencia, sino desprecio insensato de la vida
y ardor brutal: el valor arrebatado nada tiene de seguro. El que no
se domina en las ocasiones de peligro, es más fogoso que valiente, y
debe estar fuera de sí para ser superior al temor; porque no puede
vencerle cuando su corazón se halla en el estado natural que si no le
inclina a huir, le sobresalta al menos haciéndole perder la libertad
del ánimo que necesitaría para dictar órdenes acertadas, aprovechar las
ocasiones, destruir a sus enemigos y servir a la patria. Posee el ardor
de un guerrero, pero no el discernimiento de un caudillo; y aun le
falta el verdadero valor del simple soldado, porque este debe conservar
en la pelea la serenidad y moderación necesarias para obedecer. El
que se expone temerariamente, turba el orden y disciplina militar,
presentando un ejemplo de temeridad que expone muchas veces a grandes
desgracias todo un ejército; y los que prefieren la vana ambición al
interés de la causa común, merecen castigos en vez de recompensas.

Guardaos bien, hijo querido, de buscar con impaciencia la gloria;
porque el verdadero medio de hallarla es aguardar tranquilamente la
ocasión de alcanzarla. La virtud se hace más digna de respeto cuando
es más sencilla, más modesta y más enemiga del fasto; y a medida que
crece la necesidad de arrostrar el peligro, deben aumentar siempre los
auxilios de la previsión y del valor. Por lo demás, acordaos de que es
preciso no excitar la envidia, y no seáis por vuestra parte rival de
la prosperidad de ninguno: load siempre al que merezca elogio; pero
con discernimiento, diciendo lo bueno complacido, y ocultando lo malo
condoliéndoos de ello.

Nunca decidáis en presencia de esos caudillos ancianos y llenos de una
experiencia que os falta: escuchadlos con deferencia: consultad con
ellos: rogad a los más consumados que os instruyan, y no os avergoncéis
de atribuir a sus instrucciones vuestros mejores hechos. Por último,
jamás deis oídos a los que intenten excitar vuestra desconfianza y
rivalidad contra los otros jefes: habladles con ingenuidad y confianza,
y si creéis que os han faltado, descubridles vuestro corazón,
explicadle vuestras razones. Si son capaces de conocer la nobleza de
semejante conducta, obtendréis su estimación y lograréis de ellos
lo que deseaseis; y si, por el contrario, desconociesen vuestros
sentimientos, penetraréis por vos mismo la injusticia que debéis
soportar, adoptaréis medidas prudentes para no comprometeros mientras
dure la guerra, y de nada tendréis que arrepentiros. Pero sobre todo
nunca digáis los motivos de queja que creáis tener contra los caudillos
del ejército a aquellos aduladores que se ocupan en sembrar la
discordia entre los que obedecen.

Yo permaneceré aquí para auxiliar a Idomeneo en la necesidad en que se
halla de ocuparse en beneficio de su pueblo, y para hacerle enmendar
los yerros a que le ha arrastrado el mal consejo de la adulación al
establecer su nuevo reino.

No pudo dejar Telémaco de manifestar su sorpresa y desprecio acerca
de la conducta de Idomeneo; mas replicole Méntor con severidad:
¿Os maravilláis, le dijo, de que obren como hombres los más dignos
de estimación, y aun de que manifiesten debilidades propias de la
humanidad en medio de los escollos innumerables e inseparables de la
dignidad real? Cierto es que Idomeneo ha sido educado en el fasto y
la altivez; ¿pero qué filósofo podría encontrar defensa contra la
adulación si hubiese ocupado su lugar? Sin duda se ha dejado convencer
por los que obtuvieron su confianza; pero los reyes más sabios son
engañados muchas veces por más precauciones que tomen para evitarlo,
porque un monarca no puede pasar sin ministros que le alivien y de
quienes se fíe, pues le es imposible hacerlo todo por sí. Además los
reyes conocen con mayor dificultad que los demás hombres a aquellos
que les rodean, porque en su presencia están siempre enmascarados, y
emplean toda clase de artificios para engañarles. ¡Ah, demasiado lo
experimentaréis, Telémaco! No se encuentran en los hombres las virtudes
y los talentos que se buscan; y aunque es bueno estudiarlos para
penetrar en sus corazones, cométense yerros cada día, y jamás se logra
sean mejores como lo exige la utilidad pública. Todos son obstinados y
rivales, y ni llega a persuadírseles ni se les corrige con facilidad.

Cuanto es mayor el número de pueblos que hay que gobernar, debe serlo
el de los ministros que hagan lo que el monarca no puede hacer por sí
mismo, y de consiguiente más necesidad tienen de hombres en quienes
depositar la autoridad, y mayor también el peligro de engañarse en
la elección. Critica hoy sin piedad a los reyes quien, si reinase
mañana, reinaría peor que ellos y cometería los mismos yerros u otros
infinitamente mayores; porque la condición del hombre privado, si reúne
facilidad para hablar bien, oculta los defectos naturales, realza los
talentos y aparece digno de todos los empleos de que se ve distante,
pues sola la autoridad sujeta la capacidad del entendimiento a una
prueba difícil que pone de manifiesto grandes defectos.

El poder es semejante al vidrio que aumenta los objetos. En los empleos
elevados aparecen mayores los defectos, y de grande consecuencia
las cosas más pequeñas; y las menores faltas tienen repercusiones
violentas. Ocúpase el mundo entero en observar incesantemente a un
hombre solo y en juzgarle con el mayor rigor, mientras que al hacerlo
carecen de experiencia acerca del estado en que se halla, y sin conocer
las dificultades desconocen también que es hombre, según exigen
sea perfecto. Por bueno y sabio que sea un rey, al fin es hombre;
su talento y su virtud tienen límites. No siempre puede reprimir
los hábitos, el genio y las pasiones: hállase rodeado de personas
interesadas y artificiosas, y no encuentra los auxilios que procura:
padece cada día algún error, arrastrado ora por sus pasiones, ora por
las de sus ministros; y apenas ha enmendado uno cuando vuelve a caer en
otro. Tal es la condición de los reyes más ilustrados y virtuosos.

Los reinados mejores y de mayor duración son demasiado cortos e
imperfectos para enmendar en su último período lo que involuntariamente
erraron al principio. Acompañan a la diadema todas las miserias, y la
impotencia humana sucumbe al enorme peso de ellas; así que es preciso
compadecer y disculpar a los reyes. ¿No son dignos de compasión por
tener que gobernar a tantos hombres, cuyas necesidades son infinitas, y
que dan tantos sinsabores a los que intentan gobernarles bien? Hablando
francamente puede decirse que los hombres merecen compasión, porque
debe gobernarlos un rey, que es hombre como ellos; pues para dirigirlos
sería preciso un dios. Pero también son dignos de ella los reyes por
ser hombres; es decir, débiles e imperfectos, si se considera que han
de gobernar a la innumerable multitud de seres corrompidos y engañosos.

Idomeneo perdió por culpa suya el reino de sus progenitores en Creta,
respondió con viveza Telémaco; y sin vuestros consejos hubiera perdido
otro en Salento. Confieso, replicó Méntor, que ha padecido grandes
errores; pero buscad en Grecia y en los países más civilizados un
rey que no los haya cometido indisculpables. El hombre más grande
tiene en su temperamento y en su carácter defectos que le arrastran,
y los más dignos de elogio son aquellos que poseen bastante valor
para conocer y reparar sus extravíos. ¿Pensáis que Ulises, el grande
Ulises vuestro padre, modelo de todos los reyes de Grecia, no tiene
también sus debilidades y defectos? ¡Cuántas veces hubiera sucumbido a
los peligros y dificultades que le ha presentado la fortuna si no le
hubiese conducido Minerva paso a paso! ¡Qué de veces le ha detenido o
guiado para conducirle siempre a la gloria por el camino de la virtud!
No esperéis hallarle sin imperfección cuando le veáis reinar lleno de
gloria en Ítaca: le veréis sin duda. Grecia, Asia y todas las islas le
han admirado a pesar de sus defectos, que han realzado mil cualidades
maravillosas. Demasiado feliz seréis en poderle admirar también, y en
estudiarle sin cesar como el modelo que debéis seguir.

Telémaco, acostumbraos a no esperar de los hombres más grandes otra
cosa que lo que puede hacer la humanidad. La inexperta juventud se
entrega a una crítica presuntuosa, que le hace ver con disgusto los
modelos que le es preciso seguir, y que le conducen a una indocilidad
incurable. No solamente debéis amar, respetar, imitar a Ulises por
más que no sea perfecto; sino estimar en mucho a Idomeneo, a pesar de
lo que he reprendido en él, porque es naturalmente sincero, recto,
equitativo, liberal, benéfico y perfecto su valor: detesta el fraude
cuando le conoce, y sigue libremente las inclinaciones de su corazón.
Sus talentos son proporcionados al lugar que ocupa. La ingenuidad con
que confiesa su error, su dulzura, sufrimiento para permitir le diga
las cosas más desagradables, el valor con que enmienda públicamente sus
yerros, y se hace superior a la crítica humana, manifiestan un alma
verdaderamente grande. La fortuna o el consejo de otro pueden preservar
de ciertos errores al hombre de mediana capacidad; mas solo una virtud
extraordinaria alcanza a empeñar a un rey, largo tiempo seducido por la
adulación, a que repare los yerros que haya padecido; y es mucho más
glorioso levantarse de este modo que no haber caído jamás.

Ha padecido Idomeneo errores en que inciden casi todos los reyes;
pero es muy raro el que procura enmendarlos, y no podía yo dejar de
admirarle cuando me permitía contradecirle. Admiradle vos también,
querido Telémaco: por utilidad vuestra, más bien que por su reputación,
os doy este consejo.

De este modo hizo conocer Méntor a Telémaco el peligro de ser injustos,
dejándose llevar a una crítica rigurosa contra los demás hombres, y
sobre todo contra aquellos que tienen que vencer las dificultades del
gobierno; y en seguida le dijo: Tiempo es de que partáis: adiós. Yo os
aguardaré, caro Telémaco. No olvidéis que el que teme a los dioses nada
tiene que temer de los hombres. Os veréis en los mayores peligros; pero
sabed que Minerva no os abandonará.

Al oír Telémaco estas palabras juzgó hallarse en presencia de la
diosa; y aun hubiera creído ser ella quien las decía para inspirarle
confianza, si no le hubiese recordado la idea de Méntor añadiendo: No
olvidéis, oh hijo mío, la solicitud con que os he cuidado durante la
infancia para haceros sabio y valeroso como Ulises. Nada hagáis que no
sea digno de los grandes ejemplos que os ha dado, y de las máximas de
virtud que he procurado inspiraros.

Ya el sol comenzaba a elevarse y doraba las altas cimas de las
montañas, cuando salieron de Salento los reyes confederados para
reunirse con sus tropas, que acampadas alrededor de la ciudad se
pusieron en marcha bajo sus órdenes. Relucía por todas partes el hierro
de las agudas picas, ofuscaba la vista el brillo de los escudos, y
se elevaba hasta las nubes un torbellino de polvo. Acompañáronles
Idomeneo y Méntor hasta el campo, y se alejaron de los muros de la
ciudad. Por último, se separaron después de haberse dado mutuas pruebas
de verdadera amistad; sin que dudasen sería durable la paz luego que
conocieron el bondadoso corazón de Idomeneo, que les habían pintado
muy diferente de lo que era, sin duda juzgando de él no por sus
sentimientos, sino por los consejos lisonjeros e injustos a que había
dado oídos.

Después de la marcha del ejército condujo Idomeneo a Méntor a todos los
barrios de la ciudad. Veamos, decía este, cuántos habitantes existen
en ella y su campiña: enumerémoslos para saber cuántos labradores hay,
y lo que produce la tierra de trigo, vino, aceite y otras especies,
para deducir si basta a alimentarlos, y si puede hacerse un comercio
útil de lo superfluo con los extranjeros. Examinemos también el número
de bajeles y marineros para formar juicio de vuestras fuerzas. En
efecto, visitó el puerto y las naves, informándose acerca de los países
adonde navegaban para comerciar, en qué mercancías traficaban para la
exportación e importación, gastos de viaje, anticipos que mutuamente
se hacían los traficantes y sociedades que formaban, con el objeto de
averiguar si eran equitativas y las observaban con fidelidad; y por
último, el riesgo de los naufragios y de otras desgracias propias del
comercio, para evitar la ruina de los mercaderes, que alucinados con la
ganancia emprenden lo que es superior a sus fuerzas.

Manifestó su deseo de que fuesen castigadas con severidad las quiebras,
porque las que no adolecen de mala fe son casi siempre efecto de la
temeridad; dictando al mismo tiempo reglas para evitarlas. Estableció
magistrados a quienes diesen cuenta los negociantes de los efectos,
beneficios y gastos de las empresas; y no se les permitió arriesgar
capitales ajenos ni más de la mitad de los suyos. Hacían las empresas
por compañías cuando no podían verificarlo por sí solos; y el método
de estas era inviolable por el rigor de las penas impuestas a los que
faltaran a ellas, y absoluta la libertad del comercio, pues lejos de
gravarlo con impuestos, se ofrecían recompensas a los que atrajesen al
puerto de Salento traficantes de cualquiera otra nación.

Por este medio corrieron en breve a Salento muchos pobladores. Su
comercio era semejante al flujo y reflujo de las aguas del océano,
acumulándose en la ciudad las riquezas cual se suceden incesantes sus
olas. Era libre la entrada y salida de toda clase de géneros; y tan
útiles los que se introducían como los que se exportaban, dejaban
unos y otros beneficio en Salento. En su puerto presidía la más recta
justicia a cuantas naciones concurrían a él; y la sinceridad, el candor
y la buena fe llamaban al parecer desde aquellas elevadas torres a los
negociantes de los países más lejanos: viviendo con toda seguridad en
Salento como en su propia patria los que, ora venían de las playas
de oriente donde sale el sol cada día del fondo de las aguas, ora del
vasto mar en donde cansado de su carrera este astro benéfico, apaga sus
abrasados rayos.

[Ilustración]

En lo interior de la ciudad visitó los almacenes, tiendas de artesanos
y todas las plazas públicas. Prohibió a los mercaderes extranjeros que
introdujesen efectos de lujo para no alentar la molicie. Ordenó los
trajes, alimentos, muebles, capacidad y adorno de las casas para cada
clase de habitantes. Proscribió todo adorno de oro y plata, diciendo
a Idomeneo: Solo hallo un medio para que sea este pueblo moderado en
sus gastos, y es que vos le deis ejemplo. En vuestra exterioridad
debe resplandecer cierto aspecto de majestad; mas vuestro poder se
señalará sobradamente por las guardias y ministros principales que
os acompañen. Contentaos con un traje de lana muy fina teñida de
púrpura: vistan igual tela los primeros personajes del estado, sin
otra diferencia que el color y la sencillez de la bordadura de oro que
llevaréis al extremo del vuestro; y la variedad de colores servirá para
distinguir la diferencia de condiciones sin necesidad de oro, plata ni
pedrerías.

Arreglad las clases por el nacimiento. Colocad en la primera a aquellos
cuya nobleza sea más antigua y opulenta. Los que tengan mérito y
autoridad se hallarán bastante satisfechos al verse postergados a
aquellas antiguas e ilustres familias que viven en la dilatada posesión
de las primeras honras; y los que no les igualen en nobleza cederán
sin dificultad, con tal que no les habituéis a desconocer su origen en
una fortuna súbita, y dispenséis elogios a la moderación de los que
sean modestos en la prosperidad, sirviéndoos de regla invariable que
la distinción menos expuesta a los tiros de la envidia es aquella que
proviene de una serie dilatada de ascendientes.

También será ejercitada la virtud, y hallará el estado quien le sirva
solícito, si concedéis coronas y estatuas como recompensa de las buenas
acciones, y señaláis este principio de nobleza para los hijos de
aquellos que las ejecuten.

Las personas de mayor jerarquía vestirán de blanco con una franja de
oro en la parte inferior del vestido, adornará su dedo un anillo de
oro, y llevarán pendiente del cuello una medalla del mismo metal con
vuestra efigie. Los de la jerarquía inmediata vestirán de azul con
la franja de plata y el mismo anillo, pero sin la medalla: los de la
siguiente de verde sin franja ni anillo, pero con la medalla de plata:
los de la cuarta de amarillo: de color de rosa los de la quinta: del
de flor de lino los de la sexta; y los de la séptima, compuesta de la
plebe, del blanco y amarillo mezclados.

Los esclavos de las siete clases enumeradas usarán el color de ceniza
oscuro, y de esta manera se distinguirá cada uno según su condición
respectiva, desterrándose de Salento las artes todas que se dirigen a
fomentar el lujo; y los que hoy se emplean en ellas, se dedicarán al
escaso número de las necesarias, o bien a la agricultura o al comercio.
Pero no se permitirá jamás ninguna alteración en la clase de telas
ni en la hechura de los vestidos; porque es indigno de los hombres
destinados a una vida seria y noble entretenerse en inventar adornos
afectados, y también el que lo permitan a sus esposas a quienes sería
menos vergonzoso caer en semejantes excesos.

Imitando Méntor al diestro jardinero que corta del árbol la madera
inútil, procuraba evitar el lujo que corrompe las costumbres,
estableciendo en todo la frugalidad y sencillez. Ordenó al mismo tiempo
los alimentos que debían usar los ciudadanos y los esclavos. ¡Qué
oprobio es, decía, haga consistir su grandeza el hombre de más elevada
clase en los manjares que debilitan el alma y arruinan insensiblemente
la salud del cuerpo! Deberían cifrar su dicha en la moderación, en
la posibilidad que tienen de hacer bien a sus semejantes, y en la
reputación de las buenas acciones. La sobriedad halla sabrosos los
alimentos más simples, conserva la robustez, y proporciona los placeres
puros y constantes. Es necesario, pues, limitéis vuestros alimentos a
los mejores; pero preparados sin ningún aderezo, porque es un arte para
emponzoñar a los hombres excitar su apetito más allá de la verdadera
necesidad.

Conoció Idomeneo haber obrado mal dejando corromper las costumbres
de los habitantes de Salento, con infracción de las leyes dictadas
por Minos acerca de la sobriedad; pero le hizo advertir Méntor que
hasta las leyes, aunque renovadas, serían inútiles si el ejemplo del
rey no les daba la autoridad que no podían adquirir de otro modo.
Reformó Idomeneo su mesa sin dilación, admitiendo solo en ella el pan
exquisito, el vino del país, que es agradable en extremo, pero en corta
cantidad, y algunos manjares sencillos, a imitación de lo que hicieron
los demás griegos durante el sitio de Troya; y nadie osó quejarse de
una ley que el monarca se imponía a sí mismo, corrigiéndose todos de la
profusión que comenzaba a advertirse en las mesas.

Proscribió en seguida Méntor la música tierna y afeminada, que corrompe
a la juventud, y condenó con igual severidad la que embriaga no menos
que el vino, excitando a la impudencia y liviandad, circunscribiéndola
a las fiestas de los templos para cantar las alabanzas de los dioses
y de los héroes que dieran ejemplos de las más señaladas virtudes.
Tampoco permitió, sino en los templos, las columnas, medallones,
pórticos y demás adornos de arquitectura, dictando modelos con
sencillez y elegancia para edificar en corto espacio casas cómodas
y alegres, capaces de numerosas familias; de forma que convertidas
a un aspecto sano, fuesen las habitaciones separadas unas de otras,
conservando con facilidad el orden y el aseo sin grandes desembolsos.

Procuró que todas las casas de alguna consideración tuviesen un salón
y un pequeño peristilo con aposentos reducidos para las personas
libres; mas prohibió severamente la superfluidad y magnificencia. Estos
diferentes modelos, proporcionados al número de cada familia, sirvieron
para hermosear una parte de la ciudad, y para darle regularidad sin
crecidas expensas; mientras que la otra parte de ella, edificada según
el capricho y fasto de los particulares, era menos agradable y cómoda
a pesar de su magnificencia. Aquella parte de la ciudad fue acabada en
poco tiempo, porque la costa inmediata de la Grecia suministró buenos
arquitectos, y se trajeron del Epiro y de otros países gran número de
operarios, con la condición de que después de acabar su trabajo se
establecerían en las inmediaciones de Salento, y se les adjudicarían
terrenos para ponerlos en cultivo y poblar la campiña.

Pareciéronle a Méntor la pintura y la escultura artes que no debían
abandonarse; pero sin permitir se dedicasen muchos a ellas dentro de
la ciudad. Estableció una escuela presidida por profesores de gusto
exquisito que examinasen a los alumnos. Nada indigno o mediano, decía,
debe permitirse en estas artes que no son absolutamente necesarias.
Por lo mismo dedíquense a ellas los jóvenes cuyo genio prometa mucho
y tiendan a la perfección: los demás han nacido para las artes menos
nobles, y han de ser empleados con mayor utilidad en las necesidades
ordinarias de la república. Empléense en buen hora los escultores
y pintores en conservar la memoria de los hombres grandes y de los
memorables hechos: en los edificios públicos o en los sepulcros
ha de transmitirse el recuerdo de lo que se obró por una virtud
extraordinaria, o para utilidad de la patria.

Pero la moderación y frugalidad de Méntor no impidieron autorizase los
grandes edificios destinados a las carreras de carros y caballos, a
los combates de la lucha y del cesto, y de todos los que ejercitan el
cuerpo para hacerle más ágil y vigoroso.

Expelió un considerable número de mercaderes que vendían varias telas
de países lejanos, bordaduras de alto precio, vasijas de oro y plata
con efigies de dioses, de hombres y de animales, y por último aguas
de olor y perfumes; y aun quiso que los muebles fueran sencillos
y construidos de manera que durasen largo tiempo: de modo que los
salentinos que se lamentaban de su pobreza, comenzaron a experimentar
las muchas riquezas superfluas que conocían; pero riquezas engañosas
que les empobrecían, haciéndose efectivamente ricos a medida que tenían
valor para desprenderse de ellas. Despreciar tales riquezas, se decían
unos a otros, es enriquecerse, porque agotan el estado: disminuyamos,
pues, nuestras necesidades reduciéndolas a las que establece la
naturaleza como verdaderas.

[Ilustración]

Reconoció sin dilación los arsenales y almacenes para cerciorarse de
si se hallaban en buen estado las armas y lo demás necesario para
la guerra; porque siempre, decía, se debe estar en disposición de
emprenderla para no verse nunca reducidos a la desgracia de soportarla.
Halló faltaban muchas cosas, y al momento reunió a los operarios para
que labrasen el hierro, acero y alambre. Veíanse fraguas encendidas,
y torbellinos de humo y de llamas semejantes al fuego subterráneo que
vomita el monte Etna: estremecíase el yunque a los repetidos golpes del
martillo, que resonaban en las playas y montañas vecinas; de modo que
podía creerse estar en aquella isla en donde, animando Vulcano a los
cíclopes, forja rayos para el padre de los dioses: esta sabia previsión
producía que en el seno de la paz se viesen los preparativos de la
guerra.

En seguida salió Méntor de la ciudad con Idomeneo, y halló incultas
grandes porciones de tierras fértiles, mal cultivadas otras por el
descuido y miseria de los labradores que carecían de brazos para el
cultivo, y también de valor y fuerzas para perfeccionar la agricultura;
y viendo Méntor desolada aquella campiña, dijo al rey: Aquí está
dispuesta la tierra a enriquecer a los habitantes; mas no hay número
suficiente de estos. Hagamos cultivar estas llanuras y colinas a los
muchos artesanos que existen en la ciudad, y cuya industria sirve
únicamente para corromper las costumbres. Verdaderamente es una
desgracia que estos hombres dedicados a las artes no estén ejercitados
en el trabajo, porque aquellas requieren una vida sedentaria; pero he
aquí los medios de remediarlo. Dividiremos entre ellos los terrenos
incultos, y llamaremos en su auxilio a los pueblos vecinos, que
bajo su dirección harán los más penosos trabajos, si se les ofrecen
recompensas proporcionadas con los frutos de las tierras que cultiven,
permitiéndoles poseer parte de ellas, incorporándose por este medio
a vuestro pueblo que todavía no es bastante numeroso; y con tal que
sean laboriosos y dóciles a las leyes, no tendréis mejores vasallos, y
acrecentarán vuestro poder. Los artesanos de la ciudad transportados al
campo educarán a sus hijos habituándoles al trabajo e inclinándoles a
la vida campestre. Además, todos los operarios extranjeros que trabajen
en edificar la ciudad se obligarán a desbrozar cierta porción de
tierra y también a cultivarla: agregadlos a vuestro pueblo luego que
hayan acabado su trabajo, pues se complacerán en pasar sus vidas bajo
la dominación que hoy es tan suave. Como son robustos y laboriosos,
servirá su ejemplo para excitar al trabajo a los que hayan salido de la
ciudad, con quienes se mezclarán, y en lo sucesivo se verá poblado todo
el país por familias robustas y dedicadas a la labranza.

No os desveléis por el aumento de la población: en breve será
innumerable si facilitáis los matrimonios. Los medios no ofrecen
dificultad. Casi todos los hombres tienen inclinación a él, y solo la
miseria les impide realizarlo: si los libertáis de impuestos, vivirán
sin grande trabajo con sus hijos y esposas; pues jamás fue ingrata
la tierra: alimenta siempre con sus frutos a los que la cultivan
cuidadosamente, sin negar sus beneficios más que a aquellos que se
desdeñan de emplear en ella su trabajo. Cuanto mayor es el número de
hijos de un labrador, lo es también su riqueza si el príncipe no los
empobrece, porque desde la infancia comienzan todos ellos a serle
útiles. Apacenta el menor los carneros; los de más edad conducen ya
los rebaños, y los mayores trabajan al lado de su padre. Entre tanto
prepara la madre una comida sencilla para el esposo y los queridos
hijos, que deberán regresar fatigados del trabajo del día: cuida de
ordeñar las vacas y ovejas, y se ven correr ríos de leche: enciende
un gran fuego, a cuyo derredor se entretiene en cantar durante la
noche toda la familia inocente y pacífica mientras llega la hora de
entregarse al sueño; y prepara también el queso, la castaña y las
frutas conservadas con tanta frescura como si acabase de cogerlas del
árbol.

Regresan los pastores y cantan acompañados de la flauta las canciones
nuevas que han aprendido en las cabañas vecinas, oyéndoles la familia
reunida. Entra el labrador con el arado, cuyos cansados bueyes se
aproximan con la cabeza inclinada y paso lento a pesar del aguijón
que les hostiga, y allí acaba el trabajo con el día; las adormideras,
que por disposición de los dioses esparce el sueño sobre la tierra,
sofocan con sus encantos el cuidado y la pesadumbre, produciendo en la
naturaleza un sueño agradable, y todos duermen sin prever el trabajo
del siguiente día.

¡Feliz el hombre exento de ambición, desconfianza y artificio, si le
dan los dioses un rey bueno que no turbe su inocente júbilo! ¡Pero qué
horrible inhumanidad arrebatarle por miras de ambición y de opulencia
los frutos de la tierra, debidos únicamente a la liberalidad de la
naturaleza y al sudor de su frente! La naturaleza por sí sola arrojará
de sus entrañas fecundas lo que baste a un infinito número de hombres
moderados y laboriosos; pero el orgullo y la molicie de algunos sume a
los demás en una espantosa pobreza.

[Ilustración]

¿Que haré, replicó Idomeneo, si descuidan el cultivo los que disemine
en estas fértiles campiñas?

Lo contrario, respondió Méntor, de lo que se hace comúnmente. Los
príncipes codiciosos y faltos de previsión, cuidan únicamente de
cargar de impuestos a los vasallos más vigilantes e industriosos para
aumentar sus tesoros, porque se prometen ser pagados más fácilmente; y
al mismo tiempo cargan menos a aquellos a quienes la pereza hace más
miserables. Alterad este mal orden que agobia a los buenos, recompensa
al vicio, e introduce una negligencia tan funesta al monarca como al
estado: poned tasas, estableced multas, y si es preciso otras penas
rigurosas contra aquellos que descuiden sus campos, a la manera que
castigaríais al soldado que abandonase su puesto en la guerra; y por
el contrario, dad gracias y conceded exenciones a las familias que
multiplicándose aumenten a proporción el cultivo de sus tierras: en
breve se multiplicarán y se animarán todos al trabajo, que llegará a
ser ocupación honrosa, y no se verá despreciado el labrador. Volverá a
honrarse el arado manejándole la mano victoriosa que haya defendido a
la patria; y no será inferior el mérito de cultivar durante una dichosa
paz el patrimonio de los ascendientes, que haberlo defendido con valor
durante la agitación de la guerra. Florecerán los campos: se coronará
Ceres con doradas espigas: hollando Baco con su planta la uva, hará
correr raudales de vino más dulce que el néctar: repetirán los hondos
valles el canto de los pastores, uniendo la consonancia de sus voces e
instrumentos a orillas de cristalinos arroyos, en tanto que retozando
los ganados sobre la yerba y entre las flores no teman al carnívoro
lobo.

¿No seréis demasiado feliz proporcionando tantos beneficios, y haciendo
vivir en sosiego a tantos pueblos a la sombra de vuestro nombre?
¡Oh Idomeneo!, esta gloria es de mayor precio que asolar la tierra
y esparcir por todas partes, y aun en vuestros dominios en medio de
las victorias como entre el extranjero, la carnicería, la turbación,
el horror, el desfallecimiento, la consternación, el hambre y la
desesperación.

¡Feliz el monarca favorecido de los dioses y dotado de un corazón capaz
de formar las delicias de su pueblo, y de mostrar a los venideros
siglos el período de cuadro tan risueño! Toda la tierra se humillará a
sus pies para suplicarle que la gobierne en vez de resistir su poder.

Pero cuando los pueblos se vean felices en la abundancia y en la paz,
respondió Idomeneo, les corromperán las delicias, y emplearán contra mí
las fuerzas que les haya dado.

No lo temáis, dijo Méntor; ese es un pretexto de que se valen siempre
para lisonjear a los príncipes pródigos que quieren agobiar con
impuestos a sus pueblos. El remedio es fácil. Las leyes que acabamos
de establecer para la agricultura los harán laboriosos; y en medio de
la abundancia solo tendrán lo necesario, porque hemos proscrito las
artes que alimentan lo superfluo. Esta abundancia se disminuirá por la
facilidad de los matrimonios y por la multiplicación de las familias;
y siendo estas numerosas y poca la tierra que cultiven, la cultivarán
sin descanso. La ociosidad y la molicie hacen a los pueblos rebeldes e
insolentes; el vuestro tendrá pan en abundancia, pero solo pan y frutos
adquiridos con su propio sudor.

Mas para que sea moderado ha de fijarse desde ahora la porción de
terreno que pueda poseer cada familia. Ya sabéis que las hemos dividido
en siete clases según sus diferentes condiciones, y es preciso no
permitir que ninguna de ellas pueda poseer más de la absolutamente
necesaria para la subsistencia del número de personas de que conste.
Siendo invariable esta regla, no hará el noble adquisiciones sobre
el pobre: tendrán todos terrenos, pero de corta extensión, y serán
excitados a cultivarlos bien; y si la dilatada serie de los tiempos
llega a producir falta de tierras, formaranse colonias que aumenten el
poder del estado.

También creo debéis evitar el excesivo uso del vino: si se han plantado
muchas viñas, que las arranquen; porque es el origen de muchos males
causando enfermedades, riñas, sediciones, ociosidad, tedio al trabajo
y desórdenes domésticos. Resérvese, pues, como un remedio, o cual
un raro licor que solo se emplee en los sacrificios y festividades
extraordinarias; mas no esperéis que esta importante regla sea
observada si vos mismo no dais el ejemplo.

Deben guardarse además inviolablemente las leyes de Minos para la
educación de la infancia, estableciendo escuelas públicas en donde se
enseñe el temor a los dioses, el amor a la patria, el respeto a las
leyes, y la preferencia del honor sobre los placeres y aun sobre la
misma vida.

Haya magistrados que vigilen a las familias y sus costumbres: velad
también vos mismo que sois rey, es decir, pastor, para hacerlo noche
y día sobre vuestro rebaño; y de este modo evitaréis gran número de
excesos y delitos; los que no podáis evitar castigadlos severamente
al principio; pues el hacerlo así envuelve clemencia, porque el
escarmiento contiene los efectos de la impunidad. Poca sangre vertida
oportunamente, ahorra mucha y produce el temor sin necesidad de ser
riguroso.

¡Pero qué máxima tan detestable la de creer que solo puede hallarse la
seguridad en la opresión de los vasallos! No facilitarles instrucción,
no conducirlos a la virtud, no hacerse amar, estrecharlos con el
terror hasta el extremo de la desesperación, ponerlos en la dura
necesidad de o no poder jamás respirar libremente, o sacudir el yugo
de una dominación tiránica, ¿es acaso el medio seguro de reinar sin
inquietud?, ¿es el verdadero camino que conduce a la gloria?

Acordaos de que los monarcas menos poderosos son aquellos cuya
dominación es más tiránica. Todo lo toman y lo arruinan; solo ellos
poseen el estado, mas este se aniquila: vense incultos y casi desiertos
los campos: deterióranse las ciudades y agótase el comercio; y el
rey que no puede serlo solo, y a quien hacen grande sus pueblos,
se empobrece también poco a poco por el aniquilamiento insensible
de aquellos de quienes extrae el poder y las riquezas. Se agota el
numerario y faltan hombres; pérdida la mayor y más irreparable. Su
tiránico poder convierte en esclavos a los vasallos, que le adulan, le
adoran al parecer, aunque tiemblan hasta de sus miradas. Pero aguardad
la más leve revolución; y este poder monstruoso, llevado hasta el
extremo de una excesiva violencia, no será duradero, pues no hallará
recurso alguno en el corazón de los vasallos, porque ha irritado a
todas las clases y obligado a sus individuos a que suspiren por un
cambio que mejore su suerte. Derrocado el ídolo al primer golpe, se
quiebra y son pisados sus pedazos. El desprecio, el odio, el temor, el
resentimiento, la desconfianza, en una palabra, todas las pasiones se
arman contra la autoridad aborrecida; y el rey que en la prosperidad
no encontraba uno solo bastante atrevido para decirle la verdad, no
encontrará tampoco en la desgracia quien le disculpe ni quien le
defienda contra sus enemigos.

[Ilustración]

Persuadido Idomeneo por los discursos de Méntor, repartió sin tardanza
los terrenos vacantes entre los artesanos dedicados a oficios inútiles,
y ejecutó cuanto ya tenía resuelto; reservando únicamente los que
destinaba para los operarios que no podían cultivarlos hasta que
hubiesen concluido los edificios de la ciudad.

[Ilustración]




LIBRO XIII.


SUMARIO.

Refiere Idomeneo a Méntor la confianza que hizo de Protesilao, y los
artificios con que este favorito, de concierto con Timócrates, conspiró
contra Filocles. Le confiesa que engañado por ellos dio comisión a
Timócrates para que le matase; pero que habiendo este errado el golpe
en la ejecución, le perdonó aquel dejándole el mando que tenía en
la armada, y se retiró a la isla de Samos: que sin embargo de que
posteriormente descubrió Idomeneo la traición de Protesilao, no había
tenido valor para castigar ni alejar de sí a tan pérfido valido.


[Ilustración]

LIBRO XIII.

Ya la fama del gobierno suave y moderado de Idomeneo atraía pobladores
de todas partes, los cuales venían a buscar su dicha bajo tan apacible
dominación: ya los campos cubiertos por largo tiempo de abrojos y
espinas, prometían cosechas abundantes y frutos desconocidos hasta
entonces. Abría la tierra sus entrañas a la tajante reja preparándose
a recompensar las fatigas del labrador, en cuyo corazón renacía la
esperanza: veíanse en los valles y colinas rebaños de ovejas que
retozaban sobre la yerba, y grandes piaras de toros y de vacas, cuyos
bramidos se repetían en los ecos de las elevadas montañas: unos y
otros prestaban abono a los terrenos, y esas piaras eran debidas
a Méntor, que halló medios para traerlas aconsejando a Idomeneo
hiciese intercambios con los peucetas, pueblos inmediatos, trocando
lo superfluo que no quería permitir en Salento por los ganados de que
carecían los salentinos.

La ciudad y poblaciones de su contorno abundaban de gallardos jóvenes
que, sumidos por largo tiempo en la miseria, no osaran contraer
matrimonio para no aumentar sus desgracias; pero cuando advirtieron los
sentimientos de humanidad que animaban a Idomeneo, y que deseaba obrar
cual un padre, perdieron el temor al hambre y a las demás plagas con
que el cielo aflige a la tierra, y solo se escuchaban gritos de júbilo
y cánticos de los pastores y labradores que celebraban sus himeneos:
pudiendo creerse haber aparecido entre ellos el dios Pan con una tropa
de sátiros y de faunos mezclados entre las ninfas, bailando a la sombra
de los bosques al son de sus instrumentos. Todo se hallaba tranquilo y
risueño; mas era el gozo moderado, y los placeres, aunque más vivos y
puros, solo servían al reposo de las faenas.

[Ilustración]

Admirados los ancianos al ver lo que no se atrevían a esperar al
cabo de su edad avanzada, lloraban de gozo y de ternura; y alzando
las trémulas manos al cielo exclamaban: Bendecid, oh gran Júpiter, a
este rey tan semejante a vos, don el mayor que nos habéis dispensado.
Ha nacido para bien de los hombres: retribuidle todos los beneficios
que recibimos de él. Nuestros últimos nietos, procedentes de los
matrimonios que protege, le serán deudores de todo, hasta de la vida;
y de este modo será verdaderamente padre de todos sus vasallos. Los
jóvenes de ambos sexos que se desposaban daban señales de júbilo
entonando cánticos en loor del que causaba su contento. El nombre
de Idomeneo ocupaba continuamente el labio y el corazón: creíanse
dichosos al verle, temían perderle, y su pérdida hubiera sumido en el
desconsuelo a todas las familias.

Entonces confesó Idomeneo no haber experimentado jamás placer que
igualase al de ser amado y hacer felices a tantos. Nunca lo hubiera
creído, decía: parecíame que toda la grandeza de los príncipes
consistía únicamente en ser temidos, que el resto de los hombres
existía para ellos, y todo lo que había oído decir de los reyes amados
de sus pueblos, cuyas delicias formaban, lo consideraba como una
fábula: mas ahora conozco la verdad. Pero debo contaros de qué manera
habían emponzoñado mi corazón desde la infancia acerca de la autoridad
de los reyes, que es el origen de todas las desgracias de mi vida.
Entonces empezó Idomeneo la siguiente narración.

El primer objeto de mi cariño fue Protesilao, que con corta diferencia
era de más edad que yo, porque su carácter vivo y osado convenía con
el mío. Tomaba parte en mis placeres, lisonjeaba mis pasiones, y logró
hacer sospechoso a mis ojos a otro joven llamado Filocles, a quien yo
también amaba. Temía este a los dioses, era moderado, mas de un alma
grande, haciendo consistir su grandeza no en elevarse, sino en vencerse
y en no ejecutar acción alguna indecorosa: hablábame con libertad de
mis defectos, y cuando no se atrevía a hacerlo me daban a entender lo
que deseaba reprenderme su silencio y la tristeza que advertía en su
semblante.

Esta sinceridad me agradaba al principio, y le aseguraba yo muchas
veces que le escucharía toda mi vida lleno de confianza, como
preservativo contra la lisonja. Decíame él cuanto debía yo hacer para
seguir las huellas de mi abuelo Minos en beneficio de mi reino; y
aunque su sabiduría no era tan profunda como la vuestra, ¡oh Méntor!,
poseía sin embargo máximas buenas que reconozco ahora. Los artificios
de Protesilao, a quien excitaban la ambición y la envidia, fueron
disgustándome poco a poco de Filocles; y como este no era solícito,
dejaba prevaleciese aquel, contentándose con decirme siempre la verdad
cuando quería yo escucharle: procuraba mi bien, no su fortuna.

Insensiblemente llegó Protesilao a persuadirme ser Filocles un espíritu
melancólico y soberbio que censuraba todas mis acciones, que nada me
pedía por el orgullo de no deberme cosa alguna, y que aspiraba a la
reputación de hombre superior a los honores: añadiendo que del mismo
modo que me hablaba de mis propios defectos, lo hacía a los demás con
igual libertad; que daba a entender bastantemente que no me estimaba,
y que abatiendo de este modo mi reputación pretendía abrirse el camino
para el trono por el brillo de una virtud austera.

No pude persuadirme al principio quisiese destronarme Filocles; porque
la verdadera virtud encierra cierto candor e ingenuidad que no es
posible desfigurar, y que no puede desconocerse siempre que se esté
atento. Pero comenzaba a disgustarme la firmeza de Filocles contra
mis debilidades; al paso que la complacencia de Protesilao y su
inagotable mañosidad para provocar nuevos placeres me presentaba aun
más intolerable la austeridad de aquel.

No pudiendo Protesilao sufrir que yo no diese crédito a lo que me
decía contra su rival, tomó el partido de no hablarme y persuadirme
de algún otro modo más convincente que las palabras. He aquí de que
modo acabó de engañarme. Me aconsejó diese a Filocles el mando de los
bajeles que debían ir a pelear con los de Carpatia; y para resolverme a
ello me dijo: Bien sabéis que no puedo ser sospechoso en mis alabanzas
hacia él: confieso tiene valor y genio para la guerra; os servirá en
ella mejor que nadie, y prefiero el interés de vuestro servicio a mis
resentimientos personales.

Quedé encantado al hallar tanta rectitud y equidad en el corazón
de Protesilao, a quien había yo confiado la administración de los
negocios más delicados; y le abracé arrebatado de gozo considerándome
muy dichoso en haber depositado toda mi confianza en un hombre que me
parecía superior a las pasiones. Pero ¡ah, cuán dignos de compasión
son los monarcas! Conocíame él mejor que yo mismo, y sabía ser estos
por lo común inaplicados y desconfiados: desconfiados, por la continua
experiencia que tienen de los hombres corrompidos que les rodean:
inaplicados, porque les arrastran los placeres y están acostumbrados
a ver a otros ocupados en pensar por ellos, sin que tomen el cuidado
de hacerlo por sí mismos. Conoció, pues, que no le sería difícil
inspirarme envidia y desconfianza de un hombre que no dejaría de
ejecutar grandes hechos, dándole sobre todo la ausencia mayor facilidad
para tenderle lazos.

Previó Filocles al partir lo que podía suceder. Acordaos, me dijo, de
que ya no podré defenderme; de que solo escucharéis a mi enemigo, y de
que mientras voy a serviros con peligro de mi propia vida, me arriesgo
a no hallar otra recompensa que vuestra indignación. Os engañáis, le
respondí: no habla de vos Protesilao como vos lo hacéis de él: os
elogia y estima creyéndoos digno de los cargos más importantes; y si
comenzase a hablarme contra vos, perdería mi confianza. Nada temáis;
y ocupaos solo de servirme bien. Partió en efecto, quedando yo en una
situación particular.

Debo confesarlo, Méntor: veía yo claramente cuán necesario me era tener
muchas personas con quienes consultar, y que nada era más perjudicial
a mi reputación y al éxito de mis empresas que hacerlo con una sola.
Tenía yo experiencia de que los prudentes consejos de Filocles me
habían libertado de muchos errores peligrosos en que me hiciera caer el
orgullo de Protesilao, y reconocía haber en aquel un fondo de probidad
y de máximas dictadas por la equidad que eran desconocidas a este; pero
había dejado tomar a Protesilao un tono decisivo a que apenas podía
resistir. Fatigábame el estar siempre entre aquellos dos hombres, que
nunca se hallaban de acuerdo, y preferí por debilidad arriesgar alguna
cosa en perjuicio de los negocios públicos para respirar libremente. No
hubiera yo osado confiar ni aun de mí mismo la razón vergonzosa de este
partido; pero aunque no me atrevía a descubrirla, sin embargo no dejaba
de obrar secretamente en mi corazón, y fue la causa verdadera de lo que
hacía.

Sorprendió Filocles al enemigo, consiguió una completa victoria, y se
apresuró a volver para evitar los malos oficios que debía temer; pero
Protesilao, que aun no había tenido tiempo suficiente para engañarme,
le escribió que yo deseaba hiciese un desembarco en la isla de
Carpatia para coger el fruto de aquella victoria. En efecto, me había
persuadido que podría conquistarla con facilidad; pero obró de tal
manera que faltaron a Filocles muchas cosas necesarias para la empresa,
y le sujetó a ciertas órdenes precisas que debían producir varios
contratiempos en su ejecución.

Entre tanto valiose Protesilao de un criado muy corrompido, a quien yo
tenía cerca de mi persona, y que observaba hasta lo que era de menos
importancia para referírselo, a pesar de que parecía que apenas se
trataban, y de no estar nunca de acuerdo en cosa alguna.

Llamábase Timócrates, y vino cierto día a decirme con gran secreto
haber descubierto un asunto de la mayor importancia. Filocles, me dijo,
intenta aprovecharse de vuestra armada para hacerse rey de la isla de
Carpatia. Los jefes de las tropas son adictos a él, y ha ganado a los
soldados por su liberalidad, y más aún por la perniciosa licencia en
que les deja vivir. Le ha envanecido la victoria; he aquí la carta que
ha escrito a uno de sus amigos acerca del proyecto de hacerse rey: con
esta prueba tan evidente no cabe ya dudar.

Leí la carta, que me pareció de puño de Filocles: habían imitado
perfectamente su letra entre Protesilao y Timócrates. Su lectura me
llenó de sorpresa: la leí varias veces, y no podía persuadirme fuese
de Filocles, recordando en medio de mi agitación los rasgos notables
de su desinterés y buena fe. Sin embargo, ¿qué podía yo hacer? ¿Cómo
resistir a una carta en que me parecía reconocer seguramente la letra
de Filocles?

[Ilustración]

Cuando vio Timócrates que no podía yo resistir a su artificio, aspiró a
más. ¿Me atreveré, añadió vacilando, a haceros notar una palabra que se
halla escrita en esta carta? Dice Filocles a su amigo que puede hablar
con toda confianza a Protesilao sobre cierta cosa que expresa por una
cifra: seguramente habrá entrado este en los proyectos de Filocles,
conviniéndose en perjuicio vuestro. Ya sabéis que Protesilao os
estrechó a que enviaseis a Filocles contra los carpatianos, y después
ha dejado de hablaros de él como antes lo hacía: por el contrario, le
elogia y disculpa, y se miran de algún tiempo a esta parte con bastante
benevolencia. Sin duda habrán ambos tomado medidas para partirse la
conquista de Carpatia. Considerad también que él quiso se hiciese esta
empresa contra toda regla, y que ha expuesto a perecer toda vuestra
armada para satisfacer su ambición. ¿Creéis que Protesilao quisiera
servir de este modo a Filocles si estuviesen aún desavenidos? No, no;
no es posible dudar que los dos se han reunido para elevarse a la vez
a una grande autoridad, y acaso para derrocar el trono que ocupáis. Al
hablaros de este modo, sé que me expongo a su resentimiento, si contra
mis consejos sinceros dejáis por más tiempo en sus manos el poder; mas
¡qué importa con tal que os diga la verdad!

Hicieron grande impresión en mí estas últimas palabras de Timócrates:
ya no dudé de la traición de Filocles, y desconfié de Protesilao como
amigo suyo. Entre tanto no cesaba Timócrates de decirme: Si aguardáis a
que Filocles haya conquistado la isla de Carpatia, ya no será tiempo de
desbaratar sus planes: no perdáis tiempo en aseguraros de él mientras
podéis hacerlo. Causábame horror la disimulación de los hombres, y
no sabía ya de quién fiarme; porque después de haber descubierto la
traición de Filocles, no encontraba ninguno sobre la tierra cuya virtud
me inspirase confianza. Estaba yo resuelto a sacrificar sin dilación a
este pérfido; mas temía a Protesilao, y no sabía qué hacer con respecto
a él: temía hallarle culpable, y no menos fiarme de él.

Por último, en medio de mi agitación no pude menos de decirle que
Filocles había excitado sospechas en mi corazón. Aparentó sorprenderse,
y me recordó su moderación y la rectitud de su conducta; ponderó sus
servicios; y en una palabra, hizo cuanto era necesario para persuadirme
de su buena correspondencia con él. Por otra parte no perdía ocasión
Timócrates para llamar mi atención acerca de la inteligencia de ambos,
y para obligarme a perder a Filocles mientras que aún era tiempo de
asegurarme de él. Ved, caro Méntor, cuán desgraciados son los reyes, y
el peligro que corren de ser juguete de los demás hombres, hasta en
los momentos mismos en que parece tiemblan humillados a sus plantas.

Creí yo dar un golpe de profunda política y desconcertar los planes
de Protesilao enviando a Timócrates secretamente a la armada para
que diese muerte a Filocles. Llevó Protesilao su disimulo hasta un
extremo tal, que me engañó tanto más cuanto aparentó con naturalidad
dejarse engañar. Partió, pues, Timócrates, y halló a Filocles bastante
embarazado en el desembarco, pues carecía de todo; porque ignorando
Protesilao si la supuesta carta bastaría para que pereciese su enemigo,
quiso tener preparado al mismo tiempo otro recurso en el mal éxito de
una empresa de que me había hecho concebir tantas esperanzas, y que por
esta razón no dejaría de irritarme contra Filocles. El valor de este,
su genio y el amor de las tropas sostenían aquella guerra difícil;
y a pesar de que todos conocían que era temerario el desembarco, y
debía ser funesto a los cretenses, esforzábanse a realizarle como si
estuviese unido el éxito de él a su felicidad y a su vida, contentos en
arriesgarla bajo las órdenes de un caudillo tan prudente como solícito
de hacerse amar.

Debía temerlo todo Timócrates al dar muerte a aquel capitán en medio
de un ejército que le amaba con entusiasmo; mas la ambición extremada
ciega al hombre, y ninguna dificultad hallaba tratándose de dar gusto
a Protesilao, con quien se prometía gobernar absolutamente después de
la muerte de Filocles. No podía tolerar Protesilao existiese un hombre
de bien, cuya sola vista le reprendía secretamente sus delitos, y que
abriéndome los ojos podía llegar a destruir sus proyectos.

[Ilustración]

Asegurose Timócrates de dos capitanes que estaban siempre al lado de
Filocles, ofreciéndoles en mi nombre grandes recompensas, y en seguida
le manifestó haber ido para decirle de mi parte cosas reservadas que
no podía confiar sino en presencia de aquellos capitanes. Filocles se
encerró con ellos y con Timócrates; y entonces este dio una puñalada
a Filocles: resbaló el acero y no penetró. Sin alterarse, Filocles
le arrebató el puñal, y con él se defendió de los tres: dio voces,
acudieron, franquearon la puerta, y le sacaron de manos de los tres que
llenos de turbación le habían atacado débilmente. Fueron aprisionados,
y los hubieran despedazado según la indignación de todo el ejército, a
no contener Filocles a la multitud. Habló a solas con Timócrates, y le
preguntó con afabilidad las causas de haberse resuelto a ejecutar tan
detestable hecho; y temiendo este le diesen la muerte, se apresuró a
mostrar la orden que yo le diera por escrito para que le matase; y como
el traidor es siempre cobarde, creyó salvar su vida descubriéndole la
traición de Protesilao.

Horrorizado Filocles al ver tanta malicia entre los hombres, tomó un
partido prudente. Declaró a todo el ejército que se hallaba Timócrates
inocente, le puso en salvo enviándole a Creta, y entregó el mando de
la armada a Polimenes, a quien nombraba yo para el mando, en la orden
escrita de mi puño, cuando hubiesen dado muerte a Filocles, y por
último exhortó a las tropas a que cumpliesen con el deber de fidelidad
que me debían; y durante la noche se embarcó en un pequeño barco que
le condujo a la isla de Samos, en donde vive tranquilamente pobre y
solitario, ocupado en hacer estatuas para proporcionarse el sustento,
sin querer oír hablar de los hombres engañosos e injustos, y sobre todo
de los reyes, a quienes considera más ciegos e infelices que el común
de los hombres.

Y bien, interrumpió Méntor: ¿tardasteis mucho en averiguar la verdad?
No, respondió Idomeneo: poco a poco llegué a conocer los artificios
de Protesilao y Timócrates: desaviniéronse ambos, porque los malvados
no pueden estar unidos mucho tiempo; y su discordia acabó por ponerme
de manifiesto el abismo en que me habían precipitado. ¿Y no tomasteis
el partido, replicó Méntor, de deshaceros del uno y del otro? ¡Ah!,
contestó Idomeneo: ¿ignoráis acaso, querido Méntor, la flaqueza y
embarazo en que se hallan los príncipes? Una vez entregados a hombres
osados y corrompidos, que poseen el arte de hacerse necesarios, ya no
pueden prometerse libertad. Aquellos a quienes más desprecian, son los
que mejor tratan y a quienes colman de beneficios: causábame horror
Protesilao, mas depositaba en sus manos toda mi autoridad. ¡Extraña
quimera! Complacíame en conocerle; pero faltábame energía para recobrar
el poder que le había confiado. Además, le hallaba complaciente,
industrioso para lisonjear mis pasiones y solícito por mis intereses,
y finalmente tenía una razón para excusar mi propia debilidad, pues
desconocía la verdadera virtud; y por no haber elegido personas de
probidad que dirigiesen mis negocios, creía no haberlos sobre la tierra
y que la probidad era un fantasma. ¿Qué importa, decía yo, dar un gran
golpe para salir de las manos de un hombre corrompido para caer en las
de otro como él, que no será más desinteresado ni sincero?

[Ilustración]

Entre tanto regresó la armada conducida por Polimenes: ya no me ocupé
de la conquista de la isla de Carpatia; y Protesilao no pudo disimular
tanto que yo no conociese cuánto le afligía se hallase Filocles en
seguridad en la isla de Samos.

Volvió a interrumpir Méntor a Idomeneo para preguntarle si después
de tan infame traición había continuado dispensando a Protesilao su
confianza.

Era yo, contestó Idomeneo, demasiado enemigo de los negocios, y en
extremo descuidado para sacarlos de sus manos: hubiera sido necesario
alterar el orden que había yo establecido para mi comodidad, e instruir
en ellos a otro; y jamás tuve resolución para emprenderlo. Prefería
cerrar los ojos para no ver los artificios de Protesilao, y solo
hallaba consuelo dando a entender a ciertas personas de mi confianza
que no desconocía su mala fe; pues por este medio imaginaba ser
engañado a medias, porque sabía que me engañaban. Al mismo tiempo
hacía entender a Protesilao de cuando en cuando la impaciencia con que
soportaba su yugo, y complacíame en contradecirle muchas veces, en
vituperar públicamente cosas que él había hecho, y en decidir contra
su parecer. Mas como él conocía mi orgullo y mi pereza, no le causaba
embarazo mi pesadumbre, y volvía obstinadamente a la carga, valiéndose
ora de medios urgentes, ora de la superchería y de la insinuación; y
sobre todo cuando advertía estar yo ofendido, redoblaba su solicitud
para proporcionarme nuevas diversiones capaces de ablandarme, o bien
para empeñarme en algún negocio que diese ocasión a que él se hiciera
necesario, y hacer valer el celo que le animaba por mi reputación.

Aunque me hallaba prevenido contra él, arrastrábame siempre este modo
de lisonjear mis pasiones. Conocía mis secretos y me aliviaba en los
cuidados: hacía respetar a todos mi autoridad; y por último, no pude
resolverme a perderle. Pero conservándole en el lugar que ocupaba,
impedí a todos los hombres de bien me hiciesen conocer mis verdaderos
intereses; y desde entonces ya no oí en mis consejos una sola palabra
pronunciada con libertad: alejose de mí la verdad, y fui castigado
del error que prepara la caída de los reyes por haber sacrificado a
Filocles a la cruel ambición de Protesilao; creyéndose dispensados de
desengañarme, después de un ejemplo tan terrible, aun los más celosos
por el bien del estado y de mi persona.

Querido Méntor, yo mismo temía que la verdad disipase la nube y llegase
hasta mí a despecho de los lisonjeros; porque careciendo de valor
para seguirla, me era importuna su luz, y sentía interiormente que me
hubiera causado temores y remordimientos sin sacarme de tan funesto
compromiso. Mi negligencia, y el ascendiente que había llegado a
adquirir sobre mí insensiblemente Protesilao, llegaron a quitarme la
esperanza de recobrar mi perdida libertad. No quería conocer mi estado
ni dejar le conociesen los demás. Ya sabéis, Méntor, el amor propio
y la falsa gloria en que se educa a los reyes: jamás quieren estos
conocer su error; y así es que para cubrir uno cometen ciento. Antes
de confesar haberse engañado, y de tomarse el trabajo de enmendar el
error, se dejarán engañar para toda su vida. Esta es la situación de
los príncipes débiles e inaplicados, y esta era precisamente la mía
cuando me fue preciso marchar al sitio de Troya.

Al partir quedó Protesilao árbitro de los negocios públicos, y durante
mi ausencia se condujo con altivez e inhumanidad. Gemía todo el reino
de Creta oprimido por su tiranía; pero nadie osaba advertirme la
opresión que sufrían mis pueblos, porque sabían que yo temía saber la
verdad, y que abandonaría al resentimiento de Protesilao a cualquiera
que se resolviese a hablarme contra él. Pero cuanto más callaban,
crecía con mayor violencia el mal. Más adelante me estrechó a separar
de mi lado al bizarro Meríones, que me había seguido al sitio de Troya
con tanta gloria; pues había llegado a inspirar envidia a Protesilao,
como sucedía con todos aquellos a quienes distinguía yo por poseer
algún mérito.

Quiero que sepáis, Méntor, que este ha sido el origen de todas mis
desgracias. La muerte de mi hijo no fue la causa de la sedición de
los cretenses, sino la venganza de los dioses irritados contra mí, y
el odio público que me había atraído Protesilao. Cuando yo derramé la
sangre de aquel, cansados los cretenses de mi severo gobierno, se
agotó su paciencia, y el horror de esta última acción no hizo otra cosa
que mostrar exteriormente lo que sentían los corazones mucho tiempo
antes.

Me acompañó Timócrates al sitio de Troya, e informaba secretamente
a Protesilao en sus cartas de cuanto podía llegar a descubrir. Bien
conocía yo la cautividad en que me hallaba; mas procuraba no pensar
en ello desesperado de encontrar remedio. Cuando los cretenses se
sublevaron a mi regreso, los primeros que huyeron fueron Protesilao y
Timócrates; y me hubieran abandonado sin duda si no me hubiese visto
precisado a huir casi al mismo tiempo que ellos. Contad, Méntor, con
que el hombre insolente en la prosperidad es siempre tímido y débil
en la desgracia: cámbiase su carácter al momento que se escapa de
sus manos la autoridad ilimitada; véseles tan humillados cuanto eran
altaneros, pasando momentáneamente de un extremo a otro.

¿Y por qué, dijo Méntor, conserváis todavía a vuestro lado a esos dos
hombres perversos, siendo así que los conocéis? No me sorprende que
os hayan seguido, pues no podían hacer cosa más conveniente a sus
intereses: también conozco que habéis sido generoso concediéndoles un
asilo en vuestro nuevo establecimiento; mas ¿por qué entregaros a ellos
todavía después de tan infausta experiencia?

Ignoráis, respondió Idomeneo, cuán inútil sea la experiencia a los
príncipes débiles y negligentes que viven sin reflexión. Todo les
desagrada, y no tienen valor para corregir cosa alguna. El hábito de
tantos años era una cadena de hierro que me estrechaba a esos dos
hombres que me sitiaban a toda hora. Desde que me hallo aquí me han
empeñado en los gastos excesivos que habéis visto, agotando la riqueza
de este estado naciente, y acarreándome la guerra que sin vuestro
auxilio iba a aniquilarme. Bien pronto hubiera yo experimentado en
Salento iguales infortunios que en Creta; pero al fin me habéis
abierto los ojos, inspirándome el ánimo de que carecía para salir de
la esclavitud: ignoro lo que habéis obrado en mí; pero me siento otro
hombre desde que os halláis en Salento.

Preguntó en seguida Méntor a Idomeneo cuál era la conducta de
Protesilao en el cambio de los negocios. Nada hay más artificioso,
respondió, que su comportamiento después de vuestra llegada. Al
principio no omitió cosa alguna para inspirarme sospechas. Nada decía
contra vos; mas venían a mí varias personas y me advertían ser muy
temibles los dos extranjeros. El uno, decían, es hijo del falaz Ulises;
y el otro un incógnito de grandes talentos: están acostumbrados a vagar
de un reino a otro; y ¿quién sabe si habrán formado algún designio
sobre este? Ellos mismos refieren haber causado grandes turbulencias
en los países por donde han transitado: este es un estado naciente, no
consolidado aún, y podría arruinarse al menor movimiento.

Nada me decía Protesilao, mas procuraba que entreviese el peligro y
exceso de todas las reformas que me hacíais adoptar, valiéndose de mi
propio interés. Si colocáis a los pueblos, decía, en la abundancia,
no trabajarán; haranse altivos e indóciles, y estarán dispuestos
siempre a sublevarse: solamente la debilidad y la miseria los hace
dóciles y les impide resistir a la autoridad. Muchas veces procuraba
recobrar su antiguo influjo para seducirme, escudándose con el celo
por mi servicio, y me decía: Queriendo aliviar al pueblo humilláis
la autoridad real; haciendo a aquel un daño irreparable, porque es
necesario tenerle abatido para que goce de tranquilidad. Respondíale
yo que sabría contener al pueblo en su deber haciéndome amar, sin
que se debilitase mi autoridad al procurar aliviarle; castigando
con severidad a los delincuentes, y proporcionando por último buena
educación a la juventud, y exacta subordinación a todo el pueblo para
mantenerle en una vida sencilla, sobria y laboriosa. ¡Por ventura
no podrá someterse un pueblo si no se le hace morir de hambre! ¡Qué
inhumanidad! ¡Qué bárbara política! ¡Cuántos pueblos vemos gobernados
con dulzura y fieles en extremo a sus príncipes! La causa de las
revoluciones son la ambición e inquietud de los grandes, cuando se
les ha tolerado una licencia excesiva y no se ha puesto límites a sus
pasiones; la multitud de grandes y pequeños que viven en la molicie,
en el lujo y la ociosidad; la muchedumbre de hombres dedicados a la
guerra, descuidando las ocupaciones útiles en tiempo de paz; y por
último, la desesperación de los que se ven maltratados, la dureza y
altivez de los reyes, y la molicie de estos que los hace incapaces de
velar sobre todos los miembros del estado para evitar la sedición.
He aquí la causa de las revoluciones, no el pan que se deja comer
tranquilo al labrador después que le ha adquirido con el sudor de su
frente.

Desde que me ve inalterable en mis máximas, ha tomado un partido
enteramente opuesto a su conducta anterior: ha empezado a seguirlas
no habiéndolas podido destruir; aparenta aprobarlas, estar convencido
de su utilidad, y serme deudor de haberle ilustrado en esta parte.
Anticípase a cuanto yo puedo desear para alivio de los pobres; y es
el primero que me representa sus necesidades y declama contra los
gastos excesivos. Vos mismo sabéis que os elogia, que os manifiesta su
confianza, y que nada olvida para complaceros. En cuanto a Timócrates
comienza a desaparecer su buena inteligencia, pues ha intentado hacerse
independiente excitando los celos de Protesilao; y a sus discordias
debo en parte haber descubierto su perfidia.

¡Cómo, pues, respondió Méntor sonriéndose, habéis sido tan débil que os
hayáis dejado tiranizar tantos años por dos traidores, cuya traición
conocéis! ¡Ah!, replicó Idomeneo, ignoráis la influencia de los hombres
artificiosos en el ánimo de un rey débil e inaplicado que se entrega a
ellos para toda clase de negocios. Además, ya os he dicho que en el día
contribuye Protesilao a todas vuestras miras por el bien público.

Demasiado veo, continuó Méntor con gravedad, cuánto prevalecen los
malos sobre los buenos cerca de los reyes: de ello dais un ejemplo
terrible. Decís que os he abierto los ojos en cuanto a Protesilao,
y aún los tenéis cerrados para dejar el gobierno en manos de ese
hombre indigno de vivir. Sabed que los malos no son incapaces de hacer
el bien: lo ejecutan con la misma indiferencia que el mal cuando
puede convenir a su ambición. Ningún sacrificio les cuesta producir
este, porque carecen de bondad y no les detiene principio alguno de
virtud; y causan aquel sin trabajo, porque su corrupción les inclina
a aparecer buenos para engañar a los demás. Hablando con propiedad,
son incapaces de virtud, aunque parece practicarla; pero no lo son de
los vicios más horribles que constituye la hipocresía. Mientras estéis
dispuesto absolutamente a hacer el bien, lo estará él para conservar su
autoridad; mas por poca facilidad que advierta en vos para retroceder,
nada omitirá de cuanto pueda contribuir a proporcionaros la nueva caída
en el error, a fin de recobrar libremente su natural engañoso y feroz.
¿Podéis vivir con honor y en reposo mientras os asedie a toda hora un
hombre como él, y mientras sepáis que el sabio y leal Filocles se halla
pobre y deshonrado en la isla de Samos?

Bien conozco, Idomeneo, que los hombres osados y engañosos que instan,
arrastran a los príncipes débiles; pero debéis añadir que estos tienen
todavía otra desgracia que no es menor, a saber: olvidar con facilidad
los servicios y virtudes del que está lejos. La multitud de los que
rodean a los monarcas es la causa verdadera de que ninguno haga en
ellos grande impresión: se afectan de los presentes y de los que les
adulan; todos los demás se borran pronto de su memoria. Sobre todo les
mueve poco la virtud, porque en vez de lisonjearles reprueba y condena
sus debilidades. ¿Causará sorpresa que no sean amados, no siendo ellos
amables, y cuando solo aprecian su grandeza y sus placeres?

[Ilustración]




LIBRO XIV.


SUMARIO.

Persuade Méntor a Idomeneo para que destierre a Protesilao y a
Timócrates a la isla de Samos, restituya en sus honores y vuelva a su
lado a Filocles. Comisiónase para ello a Hegesipo, que lo pone gustoso
en ejecución, llegando con ambos a Samos donde torna a ver a su amigo
Filocles tan contento en la pobreza y soledad que resiste volver a los
suyos; mas después que reconoce que esta era la voluntad de los dioses,
se embarca con Hegesipo y arriba a Salento donde le recibe Idomeneo
amistosamente.


[Ilustración]

LIBRO XIV.

Después de haber hablado así Méntor, persuadió a Idomeneo de la
necesidad de expulsar inmediatamente a Protesilao y Timócrates, para
llamar de nuevo a Filocles. La única dificultad que detenía al rey era
el temor que le inspiraba la severidad de Filocles. Confieso, decía,
que no puedo dejar de temer algún tanto su regreso, a pesar de que le
aprecio y estimo. Desde la infancia estoy acostumbrado a los elogios,
a la solicitud y a la complacencia que no puedo prometerme de este
hombre, pues cuando hacía alguna cosa que él no aprobaba, su aspecto
melancólico me daba a entender que me reprendía; y cuando se hallaba
a solas conmigo, eran sus acciones respetuosas y moderadas, pero
desabridas.

¿No veis, repuso Méntor, que los príncipes corrompidos por la
adulación encuentran desabrido y austero todo lo que es franco e
ingenuo? Llegan a imaginar que no son celosos de su servicio y que
no aman su autoridad aquellos que no poseen una alma baja y no están
dispuestos a lisonjearles cuando hacen el uso más injusto de su poder.
Cualquier palabra franca y generosa les parece atrevida, censurable y
sediciosa; y llegan a ser tan delicados que les hiere e irrita todo
lo que no adula. Pero pasemos más adelante. Supongo que Filocles sea
efectivamente desabrido y austero; ¿y su austeridad no vale más que la
perniciosa adulación de vuestros consejeros? ¿Dónde hallaréis un hombre
sin defectos? Y el de deciros atrevidamente la verdad ¿no deberá seros
el menos temible? Pero, ¡qué digo!, ¿no es un defecto necesario para
corregir los vuestros, y para vencer el desabrimiento a la verdad a que
os ha conducido la adulación? Necesitáis un hombre que ame solo a vos y
a la verdad; que os ame más de lo que vos mismo os amáis; que os diga
la verdad a pesar vuestro; que venza toda vuestra oposición; y este
hombre necesario es Filocles. Acordaos de que un monarca es demasiado
feliz cuando durante su reinado nace un solo hombre dotado de esta
virtud, que es el más precioso tesoro; y que el perderle es también
el mayor castigo que pueden enviarle los dioses, si llega a hacerse
indigno de sus servicios por no saber aprovecharse de ellos.

En cuanto a los defectos de que adolece el hombre honrado, preciso
es saber conocerlos y no dejar de servirse de él. Corregidle: no os
entreguéis jamás ciegamente a su indiscreto celo; pero escuchadle
favorablemente, honrad sus virtudes, mostrad al público que sabéis
distinguirle, y sobre todo guardaos de ser por más tiempo cual habéis
sido hasta ahora. Los príncipes corrompidos como vos lo estabais se
contentan con despreciar al hombre corrompido; pero sin dejar de
emplearle confiados y colmándole de dones. Por otra parte se precian
de conocer también al virtuoso, aunque sin darle otra cosa que vanos
elogios, ni atreverse a confiarle los empleos, ni admitirle en su
trato familiar, ni dispensarle beneficios.

Entonces manifestó Idomeneo que era vergonzoso haber retardado tanto
dar libertad al inocente oprimido, y castigar a los que le habían
engañado; y ninguna dificultad halló Méntor en determinarle a la ruina
de Protesilao, porque tan pronto como llegan a hacerse los favoritos
sospechosos e importunos a sus señores, cansados y embarazados estos
no procuran otra cosa que deshacerse de ellos: evapórase su amistad,
olvidan los servicios, y nada les cuesta su caída con tal que no
vuelvan a verles.

[Ilustración]

Inmediatamente dio orden el rey a Hegesipo, uno de los principales
ministros de su casa, para que condujese con seguridad a la isla de
Samos a Protesilao y Timócrates, y los dejase en ella trayendo a
Filocles de su destierro. Sorprendido Hegesipo al recibir esta orden
no pudo menos de llorar de gozo. Ahora, dijo, vais a llenar de júbilo
a vuestros vasallos. Los dos han causado vuestras desgracias y las de
vuestro pueblo: veinte años ha que hacen gemir a todos los hombres de
bien, que apenas se atreven a quejarse según es cruel su tiranía: ellos
aniquilan a los que pretenden llegar a vos por otro conducto que el
suyo.

En seguida le descubrió Hegesipo gran número de perfidias e
inhumanidades de que nunca oyera hablar Idomeneo, porque ninguno osaba
acusarlos; y le refirió también haber descubierto una conjuración
secreta para dar muerte a Méntor, llenándose de horror el rey al
escucharlo.

[Ilustración]

Apresurose Hegesipo a ir a casa de Protesilao, no tan grande como
el palacio del rey, pero sí más agradable y cómoda, de mejor gusto
su arquitectura, y adornada a costa del desvalido y del miserable.
Hallábase Protesilao en un salón de mármol próximo a los baños, sobre
un lecho de púrpura recamado de oro, fatigado al parecer de las tareas
del gobierno, y pintándose en sus ojos cierta agitación sombría y
feroz. Colocados a su derredor los primeros personajes del estado sobre
ricos tapices, ajustaban sus facciones sobre las de Protesilao, del que
observaban hasta el menor movimiento. Callaban todos cuando abría los
labios para admirar lo que aún no había dicho. Uno de ellos refería
con exageraciones ridículas cuanto hiciera Protesilao en obsequio de
su rey. Otro le aseguraba que habiendo engañado Júpiter a su madre,
fuera autor de su vida, y que era hijo del padre de los dioses.
Acababa de cantar varios versos un poeta, en los cuales decía que
instruido Protesilao por las musas había igualado a Apolo en todas las
producciones del entendimiento; y otro, más infame e impudente todavía,
le llamaba inventor de las bellas artes, y padre de los pueblos a
quienes hacía felices, pintándole con el cuerno de la abundancia en la
mano.

Escuchaba Protesilao estas alabanzas con desabrimiento, distraído y
desdeñoso, como quien sabe que las merece mayores todavía, y hace un
favor en dejarse alabar. Hubo un adulador que se tomó la libertad
de hablarle al oído diciéndole alguna chanza contra la policía que
procuraba establecer Méntor, y se sonrió Protesilao, comenzando en
seguida a reír cuantos se hallaban presentes, a pesar de que la mayor
parte de ellos no podían saber lo que le habían dicho; mas recobrando
en breve su aspecto severo y arrogante, guardaron todos silencio.
Procuraban varios nobles la ocasión de que se volviese a ellos para
escucharles; y entre tanto permanecían inquietos y sobresaltados,
porque tenían que pedirle gracias; su actitud de suplicantes hablaba
por ellos, y parecían tan sumisos cual lo está la madre al pie de los
altares cuando pide a los dioses la salud del hijo único. Aparentaban
todos estar contentos, satisfechos y llenos de admiración hacia
Protesilao: sin embargo, le aborrecían con un odio implacable.

En aquellos momentos entró Hegesipo, se apoderó de la espada de
Protesilao, y le declaró de orden del rey que iba a conducirle a la
isla de Samos. Al oír estas palabras cayó la arrogancia de aquel
favorito, cual la peña que se desgaja de la cima de una escarpada roca.
Póstrase trémulo y lleno de turbación a los pies de Hegesipo, llora
balbuciente, vacila, tiembla, abraza sus rodillas sin embargo de que
poco antes no se hubiera dignado concederle una mirada; y todos los
que le rodean cambian en insultos las adulaciones al verle perdido sin
recurso.

No quiso Hegesipo dejarle tiempo ni para despedirse de su familia, ni
para recoger varios papeles reservados: todo lo requisó y fue llevado
al rey. Al mismo tiempo se arrestó a Timócrates, llegando al extremo
su sorpresa porque creía que, no estando de acuerdo con Protesilao,
no podía ser envuelto en su ruina. Partieron en un bajel preparado
al efecto, y llegaron a Samos, en donde dejó Hegesipo a los dos
desventurados, y para colmo de infortunio los dejó juntos. Allí se
reconvinieron con furor mutuamente por los delitos que habían cometido
y que produjeron su caída: allí se encuentran sin esperanza de regresar
jamás a Salento, condenados a vivir lejos de sus esposas e hijos; no
digo que lejos de sus amigos porque ninguno tenían. Dejáronles en una
tierra desconocida, en donde ningún otro recurso debían tener para
subsistir que su propio trabajo, después de haber pasado tantos años
en la opulencia y las delicias; y semejantes a las bestias feroces
siempre están dispuestos a despedazarse.

Se informó Hegesipo del lugar en donde residía Filocles, le dijeron que
en una gruta de cierta montaña muy distante de la ciudad, hablándole
todos con admiración de aquel extranjero. Desde que se halla en esta
isla, le decían, a nadie ha ofendido: todos admiran su paciencia y
laboriosidad. Sin poseer nada aparenta estar siempre contento; y aunque
se halla lejos de los negocios, sin bienes y sin autoridad, no deja
de obligar a aquellos que lo merecen, y se vale de mil arbitrios para
agradar a sus vecinos.

Acércase Hegesipo a la gruta que halla abierta, porque la pobreza
y sencillez de costumbres de Filocles hacía que al salir de ella
no tuviese necesidad de cerrarla. Una tosca estera de junco le
servía de cama: encendía el fuego rara vez, porque no usaba manjares
condimentados, alimentándose en el verano de las frutas acabadas de
coger, y en el invierno del dátil e higo seco. Apagaba su sed cierto
manantial que formaba una balsa al caer de la inmediata roca. No
se veían en la gruta sino instrumentos necesarios a la escultura,
y algunos libros que leía a ciertas horas; no para enriquecer sus
talentos ni para satisfacer su curiosidad, sino para instruirse
aliviando sus fatigas y aprender a ser bueno. En cuanto a la escultura,
ocupábase en ella únicamente para ejercitar el cuerpo, evitar la
ociosidad, y proporcionarse el sustento sin dependencia de nadie.

[Ilustración]

Al entrar Hegesipo en la gruta admiró las obras que tenía comenzadas.
Observó una estatua de Júpiter, cuyo rostro sereno estaba tan lleno
de majestad que se conocía fácilmente ser el padre de los dioses y de
los hombres. A otro lado se veía a Marte, cuyo aspecto era fiero y
amenazador; pero lo que más excitó su admiración fue la de Minerva,
que daba impulso a las artes: era su rostro noble y agradable; alta y
desembarazada su estatura, y su actitud tan expresiva que podía creerse
hallarse animada.

Después de haber examinado Hegesipo estas obras con satisfacción,
salió de la gruta y vio lejos de ella a Filocles leyendo sentado sobre
el florido césped y bajo un copudo árbol: dirigiose a él, y al verle
Filocles ignoraba lo que debía creer. ¿No es Hegesipo, se dijo, con
quien he vivido tantos años en Creta? ¿Mas a qué vendrá a esta lejana
isla? ¿Será acaso su sombra que después de muerto venga de las orillas
de la Estigia?

Mientras le agitaban estas dudas, llegose a él Hegesipo, que no pudo
dejar de conocerle y también de abrazarle. ¿Sois vos, le dijo, mi
querido y antiguo amigo? ¿Qué acaso, qué borrasca os arroja a esta
costa? ¿Por qué habéis dejado la isla de Creta? ¿Por ventura os aleja
de vuestra patria alguna desgracia semejante a la mía?

No la desgracia, respondió Hegesipo, el favor de los dioses me trae
a este sitio: y en seguida le refirió la prolongada tiranía de
Protesilao, sus intrigas con Timócrates, los infortunios en que habían
precipitado a Idomeneo, la caída de este príncipe, su fuga a las
costas de la Hesperia, la fundación de Salento, la llegada de Méntor
y de Telémaco, las sabias máximas que este había inspirado al rey,
y la desgracia de los dos traidores; añadiendo haberles conducido a
Samos para que sufrieran el destierro que hicieran sufrir a Filocles;
y concluyó diciéndole llevar orden para conducirle a Salento, pues
persuadido el rey de su inocencia, quería volverle su confianza y
colmarle de beneficios.

¿Veis esa gruta, respondió Filocles, más a propósito para guarida de
fieras que para habitación de racionales? Pues en ella he gozado por
espacio de muchos años una tranquilidad y unas delicias que no gocé
bajo los dorados techos de los palacios opulentos de la isla de Creta.
Ya no pueden engañarme los hombres; porque ni los veo ni escucho sus
discursos falaces y emponzoñados: vivo sin necesidad de ellos, porque
encallecidas mis manos del trabajo, me proporcionan con facilidad el
sencillo alimento que he menester; y como veis, me basta una ligera
tela para cubrirme. No teniendo necesidades, gozando de calma y de
agradable independencia, de que me enseña a hacer buen uso la sabiduría
de los libros que leo, ¿qué iré a buscar entre los hombres, llenos de
envidia, falaces e inconstantes? No, no, querido Hegesipo: no envidiéis
mi fortuna. Protesilao se ha engañado a sí mismo queriendo engañar al
rey y arruinarme; pero ningún daño me ha hecho: al contrario, me ha
proporcionado el mayor bien libertándome del tumulto y esclavitud de
los negocios: a él soy deudor de esta grata soledad, y de todos los
inocentes placeres que disfruto en ella.

Volved, Hegesipo, volved cerca del rey: ayudadle a soportar las
miserias de su elevación, y haced a su lado lo que desearíais que
yo hiciera. Toda vez que sus ojos, cerrados por tanto tiempo a la
verdad, han llegado a abrirse por fin a merced de los esfuerzos de
ese hombre sabio que llamáis Méntor, consérvele a su lado. En cuanto
a mí, no es conveniente después del naufragio dejar el puerto adonde
afortunadamente me ha conducido la borrasca, para entregarme de nuevo
al capricho de las olas. ¡Oh, y cuán dignos son de compasión los
monarcas! ¡Cuánto los que se emplean en su servicio! Si malvados, ¡qué
de males hacen sufrir a los hombres, y qué tormentos se les preparan
en el oscuro Tártaro! Si buenos, ¡cuántas dificultades no tienen que
vencer!, ¡cuántos lazos que evitar!, ¡cuántos males que sufrir! Otra
vez vuelvo a decir, Hegesipo, que me dejéis en mi dichosa pobreza.

Mientras que hablaba así Filocles con vehemencia, le miraba sorprendido
Hegesipo. Le había visto en otro tiempo en Creta cuando manejaba los
negocios, flaco, lánguido, extenuado; porque su carácter fogoso y
austero le consumía en las tareas del gobierno. Miraba con indignación
impunes los vicios; apetecía cierta exactitud en los negocios que rara
vez se encuentra, y las ocupaciones deterioraban su quebrantada salud.
Pero en Samos le veía grueso y vigoroso: a pesar de los años habíase
renovado en su semblante la juventud florida, y llegado a formar
un temperamento nuevo en aquel género de vida sobria, tranquila y
laboriosa.

¿Os causa sorpresa verme tan trocado?, dijo entonces Filocles
sonriendo: la soledad me ha dado esta frescura y perfecta salud; mis
enemigos me han proporcionado lo que nunca hubiera podido hallar
en la mayor elevación. ¿Queréis que pierda los bienes ciertos para
correr tras los falsos, y para sumergirme de nuevo en las antiguas
calamidades? No seáis más cruel que Protesilao; al menos no me
envidiéis la dicha que le debo.

Le representó Hegesipo cuanto creyó capaz de afectarle; pero en vano.
¿Seréis, le decía, insensible al placer de ver de nuevo vuestros deudos
y amigos que suspiran por vuestro regreso, y a quienes llena de júbilo
la sola esperanza de abrazaros? Si teméis a los dioses y apreciáis
vuestro deber, ¿cómo os desentenderéis de servir a vuestro rey,
ayudarle a hacer los beneficios que desea, y procurar la felicidad de
tantos pueblos? ¿Es permitido acaso entregarse a una filosofía salvaje,
para preferirse el hombre a todo el género humano, y estimar en más el
propio reposo que la felicidad de sus conciudadanos? Además, creerán
que os negáis a ver al rey por resentimiento. Si os ha hecho mal es
por no haberos conocido: no fue su ánimo que pereciese el verdadero,
el bueno, el justo Filocles; sino castigar a un hombre muy diferente
de él. Mas ahora que os conoce, y que no os equivoca con ningún otro,
revive en su corazón la antigua amistad: os aguarda, os tiende los
brazos para estrecharos en ellos, y lleno de impaciencia cuenta los
días y las horas que tardáis en llegar. ¿Tendríais corazón tan duro que
fueseis inexorable para con vuestro rey y vuestros más tiernos amigos?

Filocles, que se había enternecido al ver a Hegesipo, recobró su
natural austeridad al oír este razonamiento. Permanecía inmóvil,
semejante a la roca en que inútilmente se estrellan los huracanes, y a
cuyo pie rompen bulliciosas las inquietas olas; sin que las súplicas ni
la razón misma pudiesen penetrar en su corazón. Mas cuando ya empezaba
a desesperar Hegesipo, descubrió Filocles, habiendo consultado a los
dioses, por el vuelo de las aves, entrañas de las víctimas y otros
presagios diversos, que debía seguir a aquel.

[Ilustración]

Entonces ya no resistió más: preparose a partir; pero no sin
sentimiento al dejar el desierto en donde pasara tantos años. ¡Ah!,
decía, ¡preciso es dejarte, amable gruta, bajo cuya rústica bóveda
venía cada noche el pacífico sueño a aliviar los trabajos del día! Aquí
hilaban las parcas en medio de mi pobreza días de oro y de seda. Se
arrodilló lloroso para adorar a la náyade que por tanto tiempo había
satisfecho su sed en aquel cristalino manantial, y a las ninfas que
habitaban en las montañas vecinas. Oyó Eco sus lamentos, y los repitió
con triste voz a todas las divinidades campestres.

En seguida pasó con Hegesipo a la ciudad para embarcarse. Creía que
el desgraciado Protesilao no querría verle, poseído de resentimiento
y vergüenza; pero se engañó, pues los hombres corrompidos carecen de
pundonor y están siempre dispuestos a toda clase de bajezas. Ocultábase
Filocles con modestia, temiendo ser visto de aquel desgraciado y
aumentar su miseria poniendo a su vista la prosperidad de un enemigo
a quien iban a elevar sobre sus ruinas; pero buscábale con ansia
Protesilao, deseoso de excitar su piedad y de empeñarle a que pidiese
al rey le permitiera regresar a Salento. Era demasiado sincero Filocles
para ofrecerle que se ocuparía en hacerle volver, pues sabía mejor que
ningún otro cuán pernicioso debía ser su regreso; pero le habló con
la mayor afabilidad, le manifestó su compasión, procuró consolarle, y
le exhortó a aplacar a los dioses con la pureza de costumbres y con
el sufrimiento en la desgracia. Como sabía haber privado el rey a
Protesilao de todos los bienes que adquiriera injustamente, le ofreció
dos cosas que ejecutó en lo sucesivo: la una cuidar de su esposa y de
sus hijos, que permanecían en Salento en la mayor pobreza, expuestos a
la indignación pública: la otra enviarle a aquella isla remota algún
socorro pecuniario para aliviar su miseria.

Entre tanto hinchó las velas un favorable viento, y lleno de
impaciencia Hegesipo se apresuró a partir con Filocles. Viole embarcar
Protesilao, cuya vista permaneció fija en la playa sin apartarla
del bajel, que cortando las olas se alejaba presuroso; y cuando ya
no alcanzaba a verle, presentábaselo su imaginación. Por último,
turbado, furioso, entregado a la desesperación, arráncase el cabello,
se arrastra sobre la arena, reconviene a los dioses por su rigor, llama
en vano en su auxilio a la cruel muerte, sin ánimo para arrebatarse la
vida, y sorda a sus ruegos se niega a aliviar su desgracia.

Favorecido el bajel por Neptuno y por los vientos llega en breve a
Salento: avisan al rey que entraba ya en el puerto: corre este en
compañía de Méntor a encontrar a Filocles; le abraza con ternura, y
le manifiesta su sentimiento por haberle perseguido tan injustamente.
Lejos de considerar los salentinos como efecto de flaqueza esta
confesión, reputáronla como el esfuerzo de una alma grande, que
haciéndose superior a los propios defectos, los confiesa con valor para
enmendarlos. Lloraban todos de gozo al ver de nuevo a aquel hombre
honrado que siempre amó al pueblo, y no menos al oír de boca de su rey
tal sabiduría y bondad.

Recibió Filocles las afectuosas demostraciones del rey con respeto y
modestia, lleno de impaciencia por ocultarse a las aclamaciones del
pueblo, y le siguió a su palacio. Bien pronto llegó a estrecharse la
confianza de Méntor y de Filocles, como si hubiesen vivido siempre
juntos, a pesar de que nunca se habían visto; sin duda porque los
dioses que han negado a los malos perspicacia para conocer a los
buenos, la han dado a estos para conocerse unos a otros, y porque
aquellos que aprecian la virtud no pueden estar juntos sin que los
estreche la virtud que aman.

No tardó mucho Filocles en pedir al rey le permitiese retirarse a una
soledad inmediata a Salento, en donde continuó viviendo pobremente como
lo había hecho en Samos. Iba Idomeneo a verle casi diariamente con
Méntor a aquel desierto, y allí examinaban los medios de consolidar
las leyes y de dar una forma estable al gobierno para beneficio público.

Las dos cosas que examinaron principalmente fueron: la educación de la
juventud y el modo de vivir durante la paz.

En cuanto a la juventud, decía Méntor, pertenece menos a sus padres
que al estado: es hija del pueblo, su esperanza, su fuerza; y no se
la puede corregir después que se ha corrompido. No basta excluirla
de los empleos cuando se ha hecho indigna de ellos; porque es mejor
prevenir el mal que verse en el caso de castigarle. El rey, añadía,
que es padre de su pueblo, lo es todavía más particularmente de la
juventud, flor de la nación, y en ella debe preparar los frutos que
haya de dar con el tiempo. No desdeñe el rey, pues, vigilar y hacer
que vigilen sobre la educación de la infancia; haga observar con
firmeza las leyes de Minos, que prescriben se la eduque inspirándola
desprecio al dolor y a la muerte: hágase consistir el honor en huir
las delicias y las riquezas, y preséntensela como vicios infames la
injusticia, la mentira, la ingratitud y la molicie: enséñesela desde
la cuna a cantar las alabanzas a los héroes favorecidos de los dioses,
que ejecutaran hazañas por su patria, haciendo brillar el valor en las
lides: apodérense de su alma los encantos de la música para hacer sus
costumbres suaves y puras: aprendan a ser tiernos para con sus amigos,
fieles con los aliados, equitativos con todos sus semejantes y hasta
con sus mayores enemigos: teman menos la muerte y los tormentos que el
más leve remordimiento de su conciencia. Si con tiempo imbuyen a los
niños en estas máximas, y las hacen penetrar en sus corazones por medio
de la dulzura del canto, habrá pocos a quienes no inflame el amor a la
gloria y a la virtud.

Añadió Méntor que era indispensable establecer escuelas públicas para
acostumbrar a la juventud a los ejercicios más duros, y para evitar
la molicie y ociosidad que corrompen las mejores índoles: deseaba
animasen al pueblo variedad de juegos y espectáculos, y sobre todo los
que ejercitan las fuerzas del cuerpo para hacerlos diestros, ágiles y
vigorosos; estimulando con premios para excitar una noble ambición.
Pero lo que más apetecía para las buenas costumbres era que los jóvenes
verificasen sin dilación los matrimonios, y que libres sus padres de
toda mira interesada, les permitiesen elegir esposa que reuniese las
perfecciones del alma y del cuerpo para que pudiesen estimarla.

Mientras que por tales medios intentaba conservar la pureza, inocencia,
laboriosidad y docilidad de la juventud, e inclinarla a la gloria,
Filocles, que tenía inclinación a la guerra, decía a Méntor: En vano
ocuparéis a la juventud en esos ejercicios, si la dejáis desfallecer en
una paz continua, pues no adquirirá ninguna experiencia de la guerra ni
tendrá necesidad de experimentar su valor. Debilitaréis insensiblemente
la nación, se enervará el valor, y los placeres corromperán las
costumbres; y de este modo la vencerán sin dificultad otros pueblos
belicosos; y habiendo querido evitar los males que trae consigo la
guerra, caerá aquella en una esclavitud espantosa.

Los males de la guerra, respondió Méntor, son todavía más horribles que
pensáis. Aniquila al estado y le pone siempre a peligro de perecer,
aun cuando logre las más señaladas victorias. Cualesquiera que sean
las ventajas con que se empieza, nunca hay seguridad de acabarla sin
riesgo de exponerse a las alteraciones más trágicas de la fortuna;
y sea cual fuere la superioridad de fuerzas con que se empeñe una
batalla, un leve descuido, un terror pánico, la menor cosa arrebata la
victoria que ya se creía segura trasladándola al enemigo. Aun cuando la
victoria siguiese vuestro campo, no os destruiréis menos al destruir a
vuestros enemigos; porque se despuebla el país, quedan casi incultos
los campos, se altera el comercio, y lo que aún es peor, pierden su
fuerza las buenas leyes, dejando corromper las costumbres, olvida
la juventud las letras, hace la necesidad urgente que se tolere una
perniciosa licencia en las tropas, y este desorden trasciende a la
justicia y policía. Un rey que derrama la sangre de tantos hombres, que
causa tantas desgracias por adquirir un poco de gloria o extender los
límites de su monarquía, es indigno de la gloria que busca, y merece
perder lo que posee por haber querido usurpar lo que no le pertenece.

He aquí los medios de ejercitar el valor de un pueblo en tiempo de paz.
Habéis oído los ejercicios del cuerpo que establecemos, los premios
que excitarán la emulación, las máximas de virtud y de gloria que se
introducirán en las almas desde la cuna por el canto de los hechos
memorables de los héroes; y añado a todo ello el auxilio de una vida
sobria y laboriosa. Pero aún no es esto todo: luego que cualquier
pueblo aliado se vea comprometido a una guerra, debéis enviarle la flor
de la juventud, señaladamente aquellos en quienes se adviertan talentos
para ella, y sean más a propósito para aprovecharse de la experiencia.
Así conservaréis gran reputación entre los aliados, será apetecida
vuestra alianza y temerán perderla, y sin tener la guerra en vuestro
territorio, ni hacerla a vuestras expensas, podréis contar siempre con
una juventud intrépida y aguerrida. Aunque gocéis de paz en vuestros
dominios, no por ello dejaréis de dispensar grandes honras a cuantos
sobresalgan en talentos para la guerra; porque el verdadero medio de
evitarla, conservando una paz dilatada, es cultivar el arte de hacerla,
honrar a los que poseen conocimientos para ella, tenerlos siempre de
esta clase ejercitados en países extranjeros que conozcan las fuerzas,
disciplina y modo de hacer la guerra los vecinos; y ser tan incapaz de
hostilizar por ambición, como de temerla por afeminación. Por tales
medios se llega a no tener que hacerla jamás, dispuesto siempre a
sostenerla por necesidad.

[Ilustración]

Cuando los aliados estén dispuestos a hostilizarse, os corresponde ser
el medianero: así adquiriréis una gloria más sólida y cierta que la de
los conquistadores, captándoos la estimación de los extranjeros que os
necesitan, reinando sobre ellos por la confianza que les inspiráis,
cual lo hacéis sobre vuestros vasallos; siendo depositario de sus
secretos, árbitro de sus tratados y dueño de sus corazones: vuela
vuestra fama a los más remotos países, y llega a ser vuestro nombre
cual un perfume delicioso que exhalándose de país en país corre a los
pueblos más lejanos. En tal estado, atáqueos en buen hora una nación
vecina contra las leyes de la justicia: os encontrará aguerrido y
preparado, y lo que es más, amado y socorrido; pues persuadidos los
demás de que vuestra conservación contribuye a la seguridad común, se
alarmarán por vuestro peligro. He aquí una fortaleza más segura que
todas las murallas y que todas las plazas fuertes: he aquí la verdadera
gloria. ¡Pero cuán pocos son los reyes que saben buscarla y que no se
alejan de ella! Corren tras una sombra falaz, y dejan a la espalda el
verdadero honor sin conocerlo.

Cuando Méntor hubo acabado de hablar de esta suerte, mirole sorprendido
Filocles; y dirigiendo después la vista a Idomeneo, se complació al
observar el esmero con que procuraba quedasen grabadas en su corazón
las palabras de Méntor, de cuyos labios se desprendía la sabiduría
misma.

Por tales medios establecía Minerva en Salento, bajo la figura de
Méntor, las mejores leyes y las más acertadas máximas de gobierno; no
tanto para que floreciese el reino de Idomeneo, cuanto para presentar
a Telémaco cuando regresase ejemplos sensibles de lo que puede hacer
un sabio gobierno en beneficio público, y para proporcionar gloria
duradera al buen monarca.

[Ilustración]




LIBRO XV.


SUMARIO.

Granjéase Telémaco la estimación de Filoctetes a pesar de la aversión
con que este miraba a su padre. Cuéntale Filoctetes sus aventuras en
cuya narración refiere por incidencia las particularidades de la muerte
de Hércules ocasionada por haberse vestido la túnica emponzoñada que
el centauro Neso dio a Deyanira. Refiérele a su vez como obtuvo las
fatales flechas de aquel héroe sin las cuales no se hubiera tomado la
ciudad de Troya: dícele que por haber revelado un secreto fue castigado
con los crueles males que sufrió en la isla de Lemnos, y le cuenta por
fin cómo Ulises se valió de Neptuno para atraerle a la isla de Troya
donde los hijos de Esculapio le curaron su herida.


[Ilustración]

LIBRO XV.

Manifestaba Telémaco su valor en los peligros de la guerra, procurando
captarse la voluntad de los ancianos capitanes cuya reputación y
experiencia eran extremadas. Néstor, que le había visto en Pilos, y a
quien siempre fue caro Ulises, le trataba como a su propio hijo. Dábale
instrucciones apoyadas con ejemplos; le refería las aventuras de su
juventud y lo más notable que viera ejecutar a los héroes de la edad
pasada; pues la memoria de aquel sabio anciano, cuya vida se prolongó
por espacio de la de tres hombres, podía considerarse como la historia
de los antiguos tiempos grabada sobre el mármol y el bronce.

Al principio no fue la inclinación de Filoctetes hacia Telémaco
cual la de Néstor, porque le alejaba de él el odio a su padre, y no
podía ver sin disgusto cuánto preparaba en favor de aquel joven la
protección de los dioses para hacerle comparable con los héroes que
arrasaran la ciudad de Troya. Mas la moderación de Telémaco venció el
resentimiento de Filoctetes, que no pudo dejar de apreciar su virtud
afable y modesta. Muchas veces le decía de esta suerte: Hijo mío (pues
no temo ya llamaros así), confieso que hemos sido enemigos largo tiempo
vuestro padre y yo, y que después de arrasada la soberbia ciudad de
Troya aún no se había cicatrizado la llaga de mi corazón: cuando os he
visto, me ha sido sensible tener que apreciar la virtud del hijo de
Ulises. Varias veces me he reprendido a mí mismo, mas todo lo vence la
virtud. Y en seguida le fue refiriendo insensiblemente los motivos que
introdujeran en su corazón el odio a Ulises.

Preciso es, dijo, tomar de muy arriba el hilo de mi historia. Seguía a
todas partes al gran Hércules que purgó la tierra de tantos monstruos,
y en cuya presencia eran todos los héroes cual la débil caña al lado
de la robusta encina, o lo que el pequeño pajarillo comparado con el
águila. Sus infortunios y los míos emanaron de una pasión que produce
los más funestos estragos: el amor. Vencedor Hércules de tantos
monstruos, no pudo hacerse superior a esta pasión vergonzosa: burlábase
de él el cruel Cupido. Recordaba con rubor el olvido de su propia
gloria hasta el extremo de ocuparse en hilar al lado de Ónfale, reina
de Lidia, como el hombre más cobarde y afeminado: a tal extremo le
arrastró un ciego amor. Ciento y más veces me confesó que este período
de su vida había marchitado su virtud, y casi borrado lo glorioso de
sus hazañas.

Sin embargo, ¡oh dioses!, tanta es la flaqueza e inconstancia humana,
que todo se lo promete el hombre de sí mismo y a nada puede resistir.
¡Ah, cayó de nuevo el grande Hércules en los lazos del amor que había
detestado tantas veces: amó a Deyanira; y feliz él si hubiera sido
constante su pasión a la que llegó a ser su esposa! Pero en breve
arrebató su corazón la juventud de Íole, en cuyo rostro resplandecían
las gracias. Celosa Deyanira, se acordó de la fatal túnica que la
legara al morir el centauro Neso, como medio seguro para despertar el
amor de Hércules cuantas veces la desdeñase por otra. Aquella túnica,
empapada en la sangre venenosa del centauro, estaba envenenada con la
ponzoña de las flechas con que fuera herido aquel monstruo. Ya sabéis
que las flechas de Hércules, que dio muerte al pérfido centauro, habían
sido emponzoñadas con la sangre de la hidra de Lerna, de modo que eran
incurables las heridas que causaba con ellas.

Vistió Hércules aquella túnica, y al momento sintió el fuego devorador
que se introducía hasta la médula de sus huesos: lanzaba gritos
espantosos que estremecían el monte Eta y repetía el eco de los
profundos valles: hasta el mar se conmovía al parecer; y el bramido
de los toros más bravos en el calor de la lucha no hubiera causado
tan espantoso ruido. Osó aproximarse a él el desventurado Licas, que
le trajo la túnica de parte de Deyanira, y cogiéndole Hércules en el
exceso del dolor le arrojó cual lo hace el hondero con la piedra;
y cayendo desde aquella elevada montaña en las aguas del mar, fue
trasformado en roca que conserva todavía la forma humana y que, batida
incesantemente por las irritadas olas, causa espanto de lejos a los más
experimentados pilotos.

[Ilustración]

Creí no poderme ya fiar de Hércules después del infortunio de Licas,
y cuidé de ocultarme en las cavernas más profundas. Desde allí le
veía arrancar sin dificultad los pinos elevados y viejas encinas, que
por espacio de muchos siglos despreciaran los huracanes y borrascas;
y en tanto que así lo hacía con una mano, esforzábase con la otra
inútilmente a desnudarse de aquella fatal túnica, pues se había
adherido a su piel e incorporádose a los miembros de su cuerpo. A
medida que la rasgaba, rasgaba también su piel y sus carnes, brotaba la
sangre y manchaba con ella la tierra. Por último, superando el ánimo
al dolor exclamó: Querido Filoctetes, tú eres testigo de los males que
me hacen padecer los dioses: son justos: los he ofendido violando el
amor conyugal. Después de haber vencido a tantos enemigos me he dejado
vencer cobardemente por el amor a una peregrina belleza: muero, y muero
contento por aplacar la cólera de los dioses. Mas ¡ay querido amigo!,
¿por qué huyes de mí? Cierto es que arrebatado del dolor he cometido
con el infortunado Licas una crueldad que excita mi remordimiento;
pues ignoraba el veneno de que era portador y no merecía le hiciese
padecer: ¿mas presumes pueda yo olvidar la amistad que te debo y que
pretenda arrancarte la vida? No, no, jamás dejaré de amar a Filoctetes:
él recibirá en su seno mi espíritu próximo a exhalarse: él recogerá mis
cenizas. ¿A dónde estás, pues, mi querido Filoctetes, única esperanza
que me queda sobre la tierra?

Al oír yo estas palabras corrí acelerado hacia él. Tendiome los brazos
para abrazarme; mas contúvole el temor de introducir en mis venas el
cruel fuego que le abrasaba. ¡Ay!, dijo, ¡ni aun este consuelo me es
permitido! Y reuniendo todos aquellos troncos que acababa de arrancar,
levantó una pira en la cima de la montaña, subió tranquilamente sobre
ella, extendió la piel del león Nemeo, que por largo tiempo cubriera
sus hombros cuando marchaba de un extremo a otro de la tierra para
destruir a los monstruos y libertar a los desgraciados; y apoyándose en
la clava me previno encendiese la hoguera.

Lleno de horror y con mano trémula no pude negarme a prestarle este
cruel servicio, pues ya no era para él la vida un presente de los
dioses según le era funesta; y aun recelé que el exceso del dolor le
condujera a algún extravío indigno de aquella virtud que llenó de
admiración al universo. Al ver que la llama comenzaba a prender en
la pira, exclamó: Ahora conozco, querido Filoctetes, tu verdadera
amistad; pues apreciáis más mi fama que mi vida. ¡Ojalá te den los
dioses recompensa! Te dejo lo que hay más precioso en la tierra, estas
flechas empapadas en la sangre de la hidra de Lerna, cuyas heridas son
incurables: con ellas serás invencible cual yo lo he sido, y mortal
ninguno osará pelear contigo. Acuérdate de que muero fiel a nuestra
amistad, y nunca olvides cuán caro fuiste a mi corazón. Pero si es
cierto que compadeces mi desgracia puedes darme el último consuelo:
prométeme no descubrir nunca mi muerte a mortal alguno, ni el lugar en
donde hayas ocultado mis cenizas. ¡Ah!, se lo prometí, y aun lo juré
regando con mis lágrimas la hoguera. Brilló en sus ojos el gozo al
escucharme; mas de repente le envolvió un torbellino de fuego sofocando
su voz y ocultándole por algunos momentos a mi vista. Sin embargo,
veíale yo todavía entre las llamas con semblante sereno, cual si se
hallase en el regocijo de un festín cubierto de perfumes, rodeado de
sus amigos y coronado de flores.

[Ilustración]

En breve consumió el fuego cuanto había en él de terrestre y mortal,
sin que le quedase cosa alguna de lo que recibiera al nacer de su
madre Alcmena; mas por orden de Júpiter conservó aquella naturaleza
sutil e inmortal, aquella celeste llama, principio verdadero de la
vida que le diera el padre de los dioses, y pasó a habitar con ellos
y a beber en su compañía el dulce néctar bajo las doradas bóvedas del
excelso Olimpo, donde obtuvo por esposa a la amable Hebe, diosa de la
juventud, que derramaba el néctar en la copa del gran Júpiter antes de
que recibiese tan alto honor el joven Ganimedes.

Mas hallé yo en aquellas flechas que me diera para hacerme superior
a todos los héroes un manantial inagotable de pesares. Emprendieron
a poco tiempo los reyes coligados la venganza de Menelao, que robó
a Helena, esposa de Paris, y la ruina del imperio de Príamo; y el
oráculo de Apolo les reveló que no debían tener esperanza de terminar
felizmente aquella guerra mientras no llevasen a ella las flechas de
Hércules.

Ulises, que fue siempre el más ilustrado y sagaz en los consejos, se
encargó de persuadirme les acompañase al sitio de Troya y condujese las
flechas que creía tener en mi poder. Largo tiempo había ya que no se
dejaba ver Hércules sobre la tierra: ninguno hablaba de nuevas hazañas
de este héroe, y los malvados y los monstruos comenzaban a presentarse
impunemente. Ignoraban los griegos lo que debían juzgar de su
desaparición: decían unos haber muerto; y sostenían otros su viaje al
congelado septentrión para domar a los escitas. Pero no dudaba Ulises
hubiese muerto, y se resolvió a arrancarme el secreto. Vino en busca
mía cuando aún no hallaba yo consuelo por la pérdida del invencible
Alcides. Costole gran trabajo acercarse a mí, porque no podía ver a
los hombres ni sufrir me arrancasen de los desiertos del monte Eta, en
donde había visto perecer a mi amigo: ocupábame solo en representarme
la imagen de aquel héroe, y en llorar a la vista de aquellos tristes
lugares. Mas pendía de los labios de Ulises la seductora y eficaz
persuasión: aparentó igual aflicción que la mía, vertió lágrimas, e
insensiblemente supo ganar mi corazón y confianza: se esforzó para
que compadeciese a los reyes de Grecia que iban a pelear por una
causa justa y que sin mí no podían triunfar. Sin embargo, jamás pudo
arrancarme el secreto de la muerte de Hércules, que había jurado no
revelar a nadie; mas no dudaba él hubiese muerto, y me instaba a que le
descubriese el lugar en donde depositara sus cenizas.

¡Ah!, causome horror cometer un perjurio diciéndole el secreto que
había prometido a los dioses no revelar; pero tuve la flaqueza de
eludir mi juramento no atreviéndome a violarle, y por ello me han
castigado los dioses. Di con el pie en tierra en el mismo sitio en que
descansaban las cenizas de Hércules, y en seguida pasé a reunirme con
los reyes coligados, que me recibieron con igual júbilo que hubieran
recibido al mismo Hércules. Al transitar por la isla de Lemnos quise
dar una prueba a los griegos de lo que podían prometerse de mis
flechas; y cuando me preparaba a herir a un gamo que corría hacia el
bosque, dejé caer por descuido la flecha del arco sobre el pie, y me
causé una herida de que aún me resiento. Sentí inmediatamente iguales
dolores que había sentido Hércules: resonaban en la isla mis ayes
noche y día, y manando de la herida una sangre corrompida y negra,
infestaba el aire esparciendo en el campo griego una fetidez capaz de
sofocar al hombre más vigoroso. Causaba horror a todo el ejército verme
en tal extremidad, y convenían todos en que era un suplicio a que me
condenaban los justos dioses.

El primero que me abandonó fue Ulises, sin embargo de haberme empeñado
en aquella guerra. Después me he convencido de que lo hizo prefiriendo
el interés común de la Grecia y la victoria a los motivos de amistad y
de beneficencia. No podían celebrarse los sacrificios en el campo, y
era tal el horror que inspiraba mi herida, su infección y la violencia
de mis lamentos, que turbaban a todo el ejército. Cuando me vi
abandonado de todos los griegos por consejo de Ulises, pareciome esta
política la más horrible inhumanidad y la mayor perfidia. ¡Ah!, estaba
ciego, y por lo mismo no veía era justo se declarasen contra mí los
varones más prudentes, así como los dioses a quienes había irritado.

Permanecí casi todo el tiempo que duró el sitio de Troya, solo, sin
auxilio, sin esperanza y sin consuelo, entregado a horribles dolores en
aquella isla desierta e inculta, en donde solo percibía el ruido de las
olas del mar que venían a estrellarse en las rocas. En medio de aquella
soledad encontré una caverna vacía en cierta roca que elevaba hacia el
cielo dos cumbres semejantes a dos cabezas, de una de las cuales manaba
una cristalina fuente. Era aquella caverna guarida de fieras, a cuyo
carnívoro diente me veía expuesto día y noche. Reunía algunas hojas de
árbol que me servían de lecho, y no me quedaban otros bienes que un
tosco vaso de barro, y algunas vestiduras desgarradas con que vendaba
la herida para contener la sangre, y de las cuales me servía también
para limpiarla. Allí, abandonado de los hombres y entregado a la cólera
celeste, me ocupaba en herir con mis flechas a las aves que volaban en
torno de la roca; y cuando había muerto alguna para que me sirviese de
alimento, me era preciso arrastrarme sobre la tierra con aumento de mis
dolores para ir en busca de la presa: de este modo me proporcionaban
mis manos el sustento.

Es verdad que al partir los griegos me dejaron algunas provisiones; mas
las consumí en breve. Encendía el fuego con pedernales; y a pesar de
lo horroroso de la vida que soportaba, me hubiera parecido agradable,
lejos de hombres ingratos y engañosos, si no me hubiese oprimido el
dolor y recordado sin cesar mi desgraciada aventura. ¡Cómo!, decía yo,
¡sacar a un hombre de su patria cual el único que puede vengar a la
Grecia, y abandonarle después en esta isla desierta cuando descansaba
en brazos del sueño! Porque durmiendo yo, partieron los griegos. Juzgad
cuál sería mi sorpresa y cuántas lágrimas derramaría al despertar
viendo surcar las aguas a los bajeles en que iban. ¡Ah!, recorriendo
por todas partes aquella isla inculta y horrible hallé únicamente el
dolor.

En ella no hay puerto, comercio, hospitalidad ni mortal alguno que
arribe voluntariamente a sus costas. En ella solo se ven desgraciados a
quienes arrojan las tempestades, y no puede esperarse sociedad sino por
efecto de los naufragios; y aun aquellos que arribaban, no se atrevían
a llevarme en su compañía temiendo la cólera de los dioses y el enojo
de los griegos. Diez años hacía ya que me hallaba sufriendo oprobio,
dolor y hambre, y que alimentaba una herida que me devoraba: hasta la
esperanza había desaparecido de mi corazón.

Tal era mi estado, cuando al regreso de buscar varias plantas
medicinales para mi herida, vi a la entrada de la gruta a un gallardo
joven lleno de nobleza, y cuyo aspecto era el de un héroe. Creí mirar a
Aquiles según eran semejantes a las de este sus facciones y ademanes;
pero la edad me convenció de que no podía ser él. Descubrí en su rostro
compasión y perplejidad, pues se conmovió al observar el trabajo y
lentitud con que me arrastraba; y se enterneció su corazón al oír mis
agudos y dolorosos quejidos, que resonaban en toda la playa.

[Ilustración]

¡Oh extranjero!, le dije cuando aún me hallaba a bastante distancia
de él, ¿qué infortunio te conduce a esta isla inhabitada? Tu traje es
griego, traje todavía grato para mí. ¡Ah, cuánto deseo oír tu voz y
escuchar de tus labios aquella lengua que aprendí en la infancia, y
que no puedo hablar con nadie ha tanto tiempo en esta soledad! No te
espante ver a un hombre tan desdichado: lastímate de su suerte.

Apenas me hubo dicho Neoptólemo: Soy griego, exclamé: ¡Oh dulces
palabras después de tantos años de silencio, de dolor y desconsuelo!
¡Hijo mío! ¿qué desgracia, qué tempestad, o más bien, qué favorable
viento te ha conducido aquí a poner término a mis males? Soy de la
isla de Esciro, respondió, adonde regreso: dicen soy hijo de Aquiles;
ya lo sabéis todo.

No dejaron satisfecha mi curiosidad estas pocas palabras, y le dije:
¡Hijo de un padre a quien tanto yo he querido!, amable vástago de
Licomedes, ¿por qué vienes a este lugar?, ¿de dónde? Respondiome que
del sitio de Troya, y volví a decirle: Tú no fuiste de la primera
expedición. ¿Y tú?, me contestó. Ya veo que no conoces, le respondí,
ni el nombre de Filoctetes ni sus infortunios. ¡Ah, desdichado de mí!
Mis perseguidores me insultan en la miseria: ignora la Grecia lo que yo
padezco: se aumenta mi dolor, y los Atridas me han reducido al estado
en que me veo: ¡quieran los dioses darles la recompensa!

En seguida le referí de qué manera me habían abandonado los griegos;
y apenas acabó de oír mis quejas comenzó a referirme las suyas
diciendo: Después de la muerte de Aquiles... (¿Qué? ¡No existe
Aquiles!, repliqué. Perdona, hijo mío, interrumpa tu narración con las
lágrimas debidas a tu padre). Me consoláis al interrumpirme, respondió
Neoptólemo: ¡cuán agradable me es ver llorar a Filoctetes la muerte de
mi padre!

Después de la muerte de Aquiles, prosiguió Neoptólemo, me buscaron
Ulises y Fénix asegurándome que sin mí no podrían arrasar la ciudad de
Troya. Ninguna dificultad les costó llevarme en su compañía; porque
el sentimiento de la muerte de Aquiles, y el deseo de heredar su
gloria en aquella guerra memorable, me estimulaban a seguirles. Llego
a Sigeo: reúnese el ejército en derredor mío: protestan todos ver en
mí a Aquiles; mas ¡ay!, ya no existía. Joven y sin experiencia, creí
podía prometérmelo todo de los que tanto me elogiaban. Reclamé de los
Atridas las armas de mi padre, y me respondieron con la mayor crueldad:
Te se dará todo lo demás que le pertenecía; mas no sus armas, que ya
están destinadas a Ulises.

Lleneme de turbación, lloré y llegué a enfurecerme; pero sin alterarse
por ello Ulises me dijo: ¡Joven! no has participado de los peligros
de este prolongado asedio: no mereces aún esas armas, y hablas ya con
demasiada arrogancia: nunca las obtendrás. Despojado injustamente de
ellas por Ulises, regresé a la isla de Esciro, menos indignado contra
él que contra los Atridas. ¡Dispensen los cielos su favor a cualquiera
que sea enemigo de estos! ¡Oh Filoctetes!, ya os he informado de todo.

Pregunté a Neoptólemo cómo no había impedido tal injusticia Áyax
Telamonio. Murió, dijo. ¡Murió, exclamé, y no muere Ulises! Al
contrario, ¡vive en la prosperidad! Le exigí noticias de Antíloco,
hijo del sabio Néstor, y de Patroclo, tan querido de Aquiles. Murieron
ambos, me respondió; y volví a exclamar: ¡Murieron! ¡Ah, qué me dices!
¡Así sacrifica la cruel guerra al bueno y conserva al malvado! ¿Vive
Ulises? ¿Sin duda vivirá también Tersites? He aquí cómo obran los
dioses; ¡y todavía alabaremos sus decretos!

En tanto que me hallaba yo poseído de furor contra Ulises, continuó
engañándome Neoptólemo añadiendo estas tristes palabras: Voy a vivir
contento en la isla inculta de Esciro, lejos del ejército griego donde
el mal prevalece contra el bien. Adiós, yo parto: ¡quieran los dioses
daros la salud!

Hijo mío, le dije al momento, ruégote por los manes de tu padre, por
tu madre y por todo aquello que te sea más caro sobre la tierra, no me
dejes solo entregado a los males que padezco. No ignoro cuán gravoso
te seré; mas el abandonarme sería vergonzoso para ti. Arrójame en la
proa, en la popa, en la misma sentina de tu bajel o en cualquiera otro
lugar en donde menos pueda incomodarte. Los grandes corazones conocen
únicamente cuánta gloria se adquiere obrando bien. No me dejes en
este desierto donde no se encuentra ningún vestigio humano: llévame a
tu patria o a la Eubea, no muy distante del monte Eta, de Traquinia
y de las agradables orillas del río Esperqueo: vuélveme a mi padre.
Mas ¡ay!, temo no exista ya. Habíale yo avisado para que me enviase
un bajel; pero sin duda ha muerto o no le han informado de la miseria
en que vivo los que me prometieron hacerlo. A ti recurro, ¡hijo mío!
Recuerda la inestabilidad de las cosas humanas: el que se halla en la
prosperidad debe guardarse de abusar de ella, negándose a socorrer al
desvalido.

El exceso del dolor me hacía hablar de esta suerte a Neoptólemo.
Prometió llevarme en su compañía, y al oírlo exclamé: ¡Día venturoso!
¡Amable Neoptólemo, digno de la gloria de tu padre Aquiles! ¡Queridos
compañeros de viaje, permitid me despida de esta triste mansión! Ved
dónde he vivido; comprended lo que habré padecido aquí: ningún otro
hubiera podido sufrir tanto. La necesidad me ha instruido, pues enseña
a los hombres lo que no pudieran saber por otro medio. El que jamás ha
padecido nada sabe; desconoce los bienes y los males, y no se conoce a
sí mismo. Dichas estas palabras tomé mi arco y mis flechas.

Me suplicó Neoptólemo le permitiese besar aquellas armas célebres,
consagradas por el invencible Hércules. Puedes hacerlo, respondí, tú
que hoy me vuelves a la luz, a mi patria, a mi padre agobiado por
la senectud, a mis amigos y a mí mismo: tú puedes tocar esas armas,
y lisonjearte de ser el único entre todos los griegos que lo haya
merecido; e inmediatamente entró Neoptólemo en la gruta para admirarlas.

Entre tanto acometiome un dolor excesivo que me dejó lleno de
turbación; y sin saber lo que hacía, pido un acero para cortarme el
pie y exclamo: ¡Oh muerte deseada!, ¿por qué no vienes? ¡Oh joven,
quémame cual yo lo hice con el hijo de Júpiter! ¡Oh tierra, recibe a
un moribundo que ya no puede recobrar la salud! El exceso del dolor
me hizo caer repentinamente como acostumbraba en un profundo letargo:
comenzó a correr copioso sudor por mi cuerpo, y sangre corrompida y
negra de mi herida, proporcionándome algún alivio; y aunque hubiera
sido fácil a Neoptólemo partir con las armas durante mi letargo, era
hijo de Aquiles y no había nacido para engañarme.

Conocí su turbación al volver en mí: suspiraba como el que obra contra
los sentimientos de su corazón y no sabe disimular. ¿Pretendes acaso
sorprenderme?, le dije: ¿cuál es la causa de tu agitación? Preciso es,
respondió, me sigáis al sitio de Troya. ¿Qué has dicho, hijo mío?,
repliqué inmediatamente: vuélveme ese arco: he sido engañado: no me
prives de la vida. ¡Ah!, nada respondes; me miras tranquilo y sin
conmoverte. ¡Oh playas y promontorios de esta isla!, ¡oh fieras!, ¡oh
escarpadas rocas!, escuchad mis quejas; pues solo a vosotros puedo
dirigirlas: acostumbrados estáis a oír mis lamentos. ¡Por ventura me
era preciso ser engañado por el hijo de Aquiles! Él me arrebata el arco
sagrado de Hércules, quiere conducirme al campo de los griegos para
triunfar de mí, sin considerar que triunfa de un muerto, de una sombra,
de una vana imagen. ¡Ah, si me hubiese atacado cuando conservaba mis
fuerzas!... mas aun ahora lo hace sorprendiéndome. ¿Qué haré? Vuélveme
las armas, hijo mío: imita a tu padre, sé digno de ti mismo. ¿Nada
me dices?... ¡Ampárame de nuevo, árida montaña! A ti vuelvo desnudo,
miserable, abandonado y sin alimento: moriré solo en esta caverna
por faltarme el arco con que daba muerte a las fieras, y llegarán a
devorarme; sea en buen hora. Mas tú, hijo mío, no pareces malvado:
algún consejo siniestro dirige tus acciones: restitúyeme mis armas, y
parte.

¡Pluguiera a los dioses, exclamaba Neoptólemo en voz baja y vertiendo
lágrimas, que nunca partiera yo de Esciro! ¿Qué veo?, exclamé: ¿no es
Ulises? y al momento oigo su voz que articulaba estas palabras: Sí, yo
soy. Si el oscuro reino de Plutón se hubiera presentado a mis ojos, y
dejádome ver el negro Tártaro, que inspira temor a los mismos dioses,
no hubiese yo experimentado mayor horror: lo confieso. ¡Oh tierra de
Lemnos, exclamé, sírveme de testigo! Y tú, ¡oh sol!, ¿cómo lo permites?
Júpiter lo ordena, respondió Ulises sin alterarse, y yo ejecuto sus
decretos. ¿Cómo osas, le dije, nombrar a Júpiter? Mira a ese joven que
no ha nacido para el fraude cuánto padece al ejecutar lo que tú le
obligas a hacer. No venimos a engañarte, replicó Ulises, ni a causarte
daño alguno, sino a libertarte, a curar tu herida, y a proporcionarte
la gloria de destruir a Troya y restituirte después a tu patria. El
enemigo de Filoctetes no es Ulises, lo eres tú mismo.

Dije entonces a Ulises cuanto podía inspirarme el furor. Pues que me
abandonaste en esta playa, le repuse, ¿por qué no me dejas tranquilo
en ella? Corre en busca de la gloria marcial y de los placeres: goza
en buen hora de ellos con los Atridas: déjame soportar la miseria y
el dolor. ¿Por qué quieres sacarme de aquí? Ya nada puedo, dejé de
existir. ¿Cómo no piensas hoy cual en otro tiempo, que no podría yo
partir, que mis lamentos y la infección de mi herida impedirían la
celebración de los sacrificios? ¡Oh Ulises!, autor de mis desgracias,
¡quieran los dioses!... Mas no: no me escuchan: por el contrario,
favorecen a mi enemigo. ¡Oh tierra querida de mi amada patria que
jamás volveré a ver!... ¡Oh dioses!, si alguno hay entre vosotros cuya
justicia se duela de mi suerte, castigad a Ulises: entonces dejaré de
padecer.

Mientras que hablaba yo de esta suerte mirábame Ulises con serenidad,
aunque compasivo, como quien lejos de hallarse irritado, tolera y
disculpa la agitación de un desdichado a quien persigue la fortuna.
Considerábale yo cual la roca que, situada en la cima de la montaña,
burla el furor de los vientos y deja agoten su rabia mientras permanece
inmóvil; pues del mismo modo esperaba terminase mi enojo, porque
conocía que no deben atacarse las pasiones del hombre para reducirle
a la razón hasta que han comenzado a debilitarse. ¡Oh Filoctetes!,
me dijo: ¿qué es de vuestro valor y cordura? He aquí el momento de
que os aprovechen. Si os negáis a seguirnos para llenar los grandes
designios de Júpiter, adiós: seréis indigno de dar libertad a la Grecia
y destruir a Troya. Permaneced en Lemnos: estas armas que llevaré, me
proporcionarán una gloria destinada para vos. Partamos, Neoptólemo:
inútil es hablar más: la compasión hacia un solo hombre no debe
hacernos abandonar la salud de toda la Grecia.

Al oír esto me sentí cual la leona que, por haberle arrebatado sus
hijos, llena de rugidos los bosques inmediatos. ¡Oh caverna, exclamé,
jamás saldré de tu recinto: tú me servirás de sepultura! ¡Oh mansión
del dolor, acabaron para mí el alimento y la esperanza! ¿Quién me dará
un acero para traspasar mi pecho? ¡Ojalá fuese presa de carnívoras
aves!... ¡ya no podré herirlas con mis flechas! ¡Arco precioso, arco
consagrado por la mano del hijo del mismo Jove! Querido Hércules, si
aún eres capaz de sentir, ¿no te llenarás de indignación al ver que
ya no se halla tu arco en las manos del más fiel de tus amigos, y sí
en las impuras y engañosas de Ulises? ¡Aves y fieras carnívoras, no
huyáis de esta caverna pues ya no poseo las flechas! ¡Desdichado!, ya
no puedo dañaros; venid a devorarme, o más bien confúndame un rayo del
inexorable Júpiter.

Después de haber empleado Ulises todos los ardides que creyó oportunos
para persuadirme, juzgó no quedarle otro recurso que restituirme las
armas; y haciendo cierta señal a Neoptólemo, al momento me las devolvió
este. Hijo digno de Aquiles, le dije yo: das una prueba de que lo eres;
pero déjame atravesar el pecho de mi enemigo: y queriendo tirar una
flecha a Ulises, me detuvo Neoptólemo diciendo: La ira os ciega, y no
os deja ver lo indigno de la acción que vais a ejecutar.

Entre tanto permanecía tranquilo Ulises, tan indiferente a mis flechas
como a mis injurias; y su intrepidez y paciencia no dejaron de hacerme
impresión. Me avergoncé de haber querido dar la muerte con mis armas
al mismo que me las había restituido; pero como todavía no estaba
sofocado mi resentimiento, me llenaba de desconsuelo el considerar que
era deudor de ellas a quien tanto odiaba. Sabed, me decía Neoptólemo,
que el divino Héleno, hijo de Príamo, salido de la ciudad de Troya por
orden e inspiración de los dioses, nos ha revelado los arcanos del
porvenir. Caerá, ha dicho, la desventurada Troya; pero su caída no
tendrá efecto hasta que sea atacada por el que posee las flechas de
Hércules: no gozará este de salud mientras no se presente delante de
las murallas de Troya, donde le curarán los hijos de Esculapio.

Al momento comencé a dudar en la indecisión: complacíame la sinceridad
de Neoptólemo y la buena fe con que me había restituido el arco; mas
no podía resolverme a acceder a los deseos de Ulises, teniéndome en la
irresolución el pundonor y la vergüenza. ¿Qué pensarán de mí, decía yo,
al verme con Ulises y con los Atridas?

[Ilustración]

En tal incertidumbre me encontraba cuando percibí una voz sobrehumana,
y se presentó a mis ojos Hércules rodeado de una refulgente nube y de
rayos divinos. Reconocí con facilidad sus facciones algo ásperas, su
cuerpo vigoroso y ademanes sencillos; mas nunca me había parecido
mayor la estatura del domador de tantos monstruos.

Ves y escuchas a Hércules, me dijo. He dejado el alto Olimpo, y vengo
a anunciarte los decretos de Júpiter. Bien conoces las fatigas con
que he llegado a adquirir la inmortalidad. Preciso es acompañes al
hijo de Aquiles para seguir mis huellas en el camino de la gloria.
Recobrarás la salud: atravesarás con mis flechas a Paris, autor de
tantas desgracias; y después de tomada la ciudad de Troya, enviarás
ricos despojos a tu padre Peante, en el monte Eta, para que los coloque
sobre mi tumba como trofeos de la victoria debida a mis flechas. Y tú,
¡oh hijo de Aquiles!, sabe que no puedes vencer sin Filoctetes, ni este
sin ti. Corred cual dos leones aunados contra la presa: yo enviaré a
Esculapio al campo griego, para que dé la salud a Filoctetes. Sobre
todo, amad y observad la religión: todo perece mientras ella no deja de
existir jamás.

Después de haber oído estas palabras exclamé: ¡Venturoso día, cuya
grata luz aparece al cabo de tantos años! Obedezco: parto después de
haber saludado estos lugares. Gruta querida, adiós. Adiós, ninfas de
estas apacibles praderas: ya no percibirá mi oído el sordo rumor de
las olas de estos mares. Adiós, playas, testigos por tanto tiempo de
lo que me ha hecho padecer la intemperie de las estaciones. Adiós,
promontorios, cuyo eco repitió multiplicados mis lamentos. Adiós,
cristalinas corrientes que por largo tiempo me habéis sido amargas.
Tierra de Lemnos, adiós; déjame partir venturoso, pues voy a llenar los
votos del Olimpo y los de mis amigos.

Partimos en efecto, y llegamos al sitio de Troya, en donde Macaón y
Podalirio, depositarios de la divina ciencia de Esculapio, me dieron la
salud, o a lo menos me pusieron en el estado en que me veo, y dejé de
padecer, recobrado mi antiguo vigor, aunque he quedado algo cojo. Hice
caer a Paris cual el tímido cervatillo a quien hiere con su flecha el
diestro cazador: fue Ilión reducida en breve a cenizas: ya sabéis lo
demás.

Conservaba yo sin embargo alguna aversión a Ulises, aversión producida
por el recuerdo de mis padecimientos; mas la vista de un hijo que le es
tan semejante, y a quien en vano me esforzaría a no amar, enternecen mi
corazón.

[Ilustración]




LIBRO XVI.


SUMARIO.

Tiene Telémaco algunas diferencias con Falanto sobre la pertenencia de
unos prisioneros: acomete y vence a Hipias porque, menospreciándole
por sus pocos años, se apodera orgulloso de aquellos a nombre de su
hermano; pero malcontento con su victoria se reprende interiormente
la temeridad con que ha procedido. Informado al mismo tiempo Adrasto
de que los monarcas aliados no se ocupaban de otra cosa que de la
extirpación de estas diferencias, acomételes de improviso, gánales por
sorpresa cien navíos, pone fuego a su campamento, mata a Hipias y hiere
de herida mortal a Falanto.


[Ilustración]

LIBRO XVI.

Durante la narración de Filoctetes había permanecido Telémaco como
absorto e inmóvil con la vista fija en el héroe a quien escuchaba,
agitándole sucesivamente y dejándose ver en su rostro las diferentes
pasiones que agitaran a Hércules, Filoctetes, Ulises y Neoptólemo, a
medida que iba refiriéndolas en el curso de ella. Cuando describió
Filoctetes la perplejidad de Neoptólemo, incapaz de disimular, viose
igualmente perplejo Telémaco; y en aquel momento hubiera podido creerse
que era el mismo Neoptólemo.

Marchaba entre tanto en buen orden el ejército de los confederados
contra Adrasto, rey de los daunios, que despreciaba a los dioses y
aspiraba únicamente a engañar a los hombres. Halló Telémaco grandes
dificultades para conducirse entre tantos reyes émulos entre sí,
pues le era preciso no hacerse sospechoso a ninguno de ellos, y
proporcionarse el afecto de todos. Su carácter era sincero; mas poco
expresivo y complaciente: no tenía apego a las riquezas, pero tampoco
sabía darlas; de modo que poseyendo un corazón generoso e inclinado al
bien, no parecía afable ni sensible a la amistad, liberal ni reconocido
a los favores que le dispensaban, ni atento a distinguir el mérito.
Obraba sin reflexión según sus inclinaciones, y habíale educado su
madre Penélope, contra la opinión de Méntor, inspirándole tal orgullo y
altivez que empañaban todas sus buenas cualidades. Considerábase como
de otra especie que los demás hombres, y nacidos estos para agradarle,
servirle y prevenir sus deseos, y para que le consagrasen todas sus
acciones cual a una divinidad. Pensaba que el honor de servirle era
una alta recompensa para los que le servían: nunca debía hallarse cosa
imposible cuando se trataba de complacerle; y la menor retardación
irritaba su natural fogoso.

Los que hubiesen observado su carácter habrían juzgado que era incapaz
de amar otra cosa que a sí mismo, y solo sensible a sus placeres y a
su gloria. Mas su indiferencia hacia los demás, y la atención continua
hacia sí mismo, no tenía otro origen que la agitación continua a que
le conducía la violencia de las pasiones. Habíale lisonjeado su madre
desde la cuna, y presentaba un ejemplo de la infelicidad de aquellos
que nacen en la elevación. Los rigores de la fortuna experimentados
desde la infancia no alcanzaron templar la impetuosidad de su carácter.
Aunque desprovisto de todo, abandonado y expuesto a tantos infortunios,
conservaba siempre su natural arrogancia; y cual se eleva la ligera
palma, cualesquiera que sean los esfuerzos para abatirla; así recobraba
en todas ocasiones la fiereza de su carácter.

Cuando se hallaba Telémaco en compañía de Méntor no se notaban sus
defectos; al contrario, disminuían diariamente, pues semejante al
brioso caballo que salta en la dilatada pradera sin que le sirvan de
obstáculo rocas escarpadas, precipicios ni torrentes, y que solo
conoce la mano y la voz de un solo hombre capaz de domeñarle, así,
lleno de ardor, no podía contenerle otro alguno: una mirada de Méntor
le servía de freno en el exceso de su impetuosidad: conocía lo que
significaba, y llamaba a su corazón los sentimientos de virtud; porque
la sabiduría de Méntor hacía aparecer su semblante agradable y sereno.
No aplaca Neptuno más repentinamente las oscuras tempestades cuando
alza su tridente y amenaza a las irritadas olas.

Mas lejos de Méntor, seguían su curso las pasiones de Telémaco,
reprimidas cual un torrente por fuertes diques. Éranle intolerables
Falanto y los lacedemonios que mandaba; porque venidos para fundar a
Tarento aquellos jóvenes nacidos durante el sitio de Troya, faltos
de educación a causa de su ilegítimo nacimiento y desarreglo de sus
madres, eran bárbaros y feroces, y más semejantes a una tropa de
bandidos que a una colonia de griegos.

Procuraba Falanto contradecir a Telémaco en todas ocasiones;
interrumpíale en las asambleas, despreciando su parecer como el de un
joven inexperto; burlábase de él cual de hombre débil y afeminado, y
llamaba la atención de los jefes del ejército acerca de sus más leves
faltas, esforzándose a introducir la envidia y hacer odioso a los
aliados el orgullo de Telémaco.

Hizo este cierto día varios prisioneros a los daunios, y pretendía
Falanto que le pertenecían, porque, según decía, era quien a la cabeza
de los lacedemonios derrotara a los enemigos; y porque hallándolos
Telémaco vencidos y entregados a la fuga, no había tenido que hacer
otra cosa que dejarles la vida y conducirlos al campo. Sostenía
Telémaco por el contrario, haber impedido venciesen los daunios a
Falanto y obtenido la victoria sobre estos. Iban los dos a defender su
causa ante la asamblea de los reyes confederados y se propasó Telémaco
a amenazar a Falanto; y hubieran peleado los dos inmediatamente a no
haberlos contenido.

[Ilustración]

Tenía Falanto un hermano llamado Hipias, célebre en todo el ejército
por su fuerza, valor y destreza. Pólux, decían los tarentinos, no
peleaba mejor con el cesto: Cástor no le excedía en habilidad para
manejar un caballo. Su estatura y su fuerza eran casi iguales a las de
Hércules. Todo el ejército le temía; y era aún más díscolo y brutal que
esforzado y valiente.

Habiendo visto Hipias la arrogancia con que Telémaco amenazó a su
hermano, corrió a apoderarse de los prisioneros para conducirlos a
Tarento sin aguardar la resolución de la asamblea. Súpolo Telémaco, y
salió lleno de ira, cual corre el jabalí en busca del cazador que le
ha herido, blandiendo el dardo con que intentaba atravesarle. Le halló,
por fin, y al verle se redobló su furor. No era ya el sabio Telémaco
instruido por Minerva bajo la figura de Méntor, sino un frenético, un
furioso león.

¡Detente, oh el más infame de los hombres! ¡Detente!, dice a Hipias:
veamos si puedes arrebatarme los despojos de los que he vencido. No los
conducirás a Tarento; baja a las oscuras orillas de la Estigia. Dijo, y
lanzó el dardo; pero con tanto furor que erró el golpe sin que tocase
a Hipias. Desnudó inmediatamente la espada, cuyo puño era de oro, y le
diera Laertes al partir de Ítaca como prenda de su ternura. Habíase
servido de ella Laertes con mucha gloria en su juventud, tiñéndola en
la sangre de varios capitanes célebres entre los epirotas, en cierta
guerra en que había quedado victorioso. Apenas la hubo desnudado se
arrojó Hipias a él para arrebatársela, queriendo aprovecharse de
la superioridad de sus fuerzas; y quedando hecha pedazos entre las
manos de ambos, se asieron fuertemente. Veíaseles cual dos fieras
que pretenden despedazarse: despedían fuego sus ojos: se encogían y
estiraban: se bajaban y volvían a alzarse, y se arrojaban mutuamente,
cubiertos de sangre; enlazados sus pies y manos, y estrechándose uno
a otro, parecían un solo cuerpo. Debía Hipias vencer a Telémaco, por
ser de más edad aquel y menos membrudo este: falto de aliento, sentía
ya flaquear sus rodillas, y redoblaba Hipias sus esfuerzos al verle
vacilar. Decidida estaba la suerte del hijo de Ulises: iba a sufrir la
pena de su temeridad y arrojo si Minerva, que velaba por él y que no le
abandonaba en tal extremidad sino para instruirle, no hubiese inclinado
la victoria en su favor.

[Ilustración]

No abandonó esta deidad el palacio de Salento; pero envió a Iris,
veloz mensajera de los dioses, que volando con ligeras alas atravesó
el espacio inmenso de los aires, dejando tras sí una huella luminosa
que figuraba una nube de mil colores diversos, hasta situarse sobre
la playa en donde se hallaba acampado el innumerable ejército de
los confederados, desde cuyo sitio observaba la pelea, y el ardor y
esfuerzos de los dos combatientes. Se estremeció a vista del peligro
que amenazaba al joven Telémaco, y aproximándose a él le envolvió en
una nube transparente que había formado de vapores sutiles; y en el
momento mismo en que conociendo Hipias su fuerza se creyó vencedor,
cubrió Iris al joven alumno de Minerva con la égida que le había
confiado esta sabia deidad, e inmediatamente comenzó a reanimarse
Telémaco, cuyas fuerzas se hallaban ya agotadas. A medida que se
animaba Telémaco llenábase Hipias de turbación, sintiendo cierta cosa
sobrenatural que le causaba opresión y sorpresa. Estréchale Telémaco
en una y otra actitud; le estremecía sin dejarle un solo momento para
asegurarse, hasta que por último le arroja en tierra cayendo sobre él.
La caída de una encina robusta del monte Ida, cortada en mil pedazos
por el hacha, cuyos golpes resonaran en toda la selva, no produce mayor
estrépito: se estremeció la tierra y también cuanto se hallaba en torno
de los dos combatientes.

Sin embargo, al recobrar Telémaco las fuerzas había recobrado también
la prudencia; y apenas acabó de vencer a Hipias, vio su exceso en
atacar al hermano de uno de los reyes confederados, y en cuyo auxilio
venía en el ejército; y recordando lleno de confusión los sabios
consejos de Méntor, se avergonzó de la victoria conociendo haber
merecido que le venciese Hipias. Poseído Falanto de furor corrió a
auxiliar a su hermano, y hubiera atravesado a Telémaco con el dardo
que empuñaba, a no contenerle el temor de atravesar también a Hipias
sobre el cual se hallaba Telémaco. Con facilidad pudiera este haber
dado muerte a su enemigo; mas sosegado su enojo pensaba únicamente
en reparar su falta mostrándose moderado, y levantándose le dijo:
¡Hipias!, me basta haberos enseñado a no menospreciar mi juventud;
vivid: admiro vuestro esfuerzo y valor. Los dioses han querido
protegerme: ceded a su alto poder, y en adelante empleémonos en vencer
a los daunios.

En tanto que así hablaba Telémaco, levantose Hipias cubierto de
sangre y polvo, y lleno de vergüenza y enojo. No se atrevía Falanto
a privar de la vida a quien tan generosamente acababa de darla a su
hermano, y encontrábase perplejo y fuera de sí. Acudieron todos los
reyes confederados, y separaron a Telémaco de Falanto y de Hipias, que
perdida la fiereza no osaba alzar la vista. Admiraba todo el ejército
que a pesar de sus pocos años, y careciendo del vigor propio de edad
más avanzada, hubiese podido vencer a Hipias, semejante en fuerzas y
estatura a aquellos gigantes hijos de la tierra que intentaron en otro
tiempo arrojar del Olimpo a los seres inmortales.

Pero distaba mucho el hijo de Ulises de gozar el placer del
vencimiento; y en tanto que no cesaban de admirarle se retiró a su
tienda avergonzado de su exceso y lamentando su imprudencia. Conoció
la injusticia y sinrazón de sus arrebatos, y la vanidad, flaqueza e
infamia de su excesiva arrogancia; persuadiéndose al mismo tiempo de
que la verdadera grandeza consiste en la moderación, justicia, modestia
y humanidad. Así lo conocía; pero no osaba esperar corregirse después
de tantas caídas: reconveníase a sí mismo, y oíasele rugir cual un
furioso león.

Por espacio de dos días permaneció encerrado a solas en su tienda, sin
poder resolverse a concurrir a sociedad alguna y castigándose a sí
mismo. ¡Ay de mí!, decía, ¿cómo osaré presentarme a Méntor? ¿Soy yo
el hijo de Ulises, conocido por el más sabio y sufrido de todos los
hombres? ¿He venido acaso para introducir la discordia y el desorden en
el ejército confederado? ¿Es la sangre de estos o la de los daunios sus
enemigos la que debo derramar? He sido temerario: no he sabido lanzar
el dardo; me he expuesto a pelear con Hipias con fuerzas desiguales;
y solo debía prometerme la muerte y la afrenta de ser vencido. Sin
embargo, ya no seré por más tiempo aquel temerario Telémaco, aquel
joven insensato a quien no aprovechan los consejos: la afrenta acabará
con mi vida. ¡Ah, felice yo, felice yo mil veces si a lo menos
pudiera esperar no cometer de nuevo el exceso que me ha conducido al
desconsuelo! Pero tal vez antes que termine el día ejecutaré o desearé
ejecutar iguales excesos que los que ahora me cubren de horror y
vergüenza. ¡Oh funesta victoria! ¡Oh elogios que no puedo tolerar, y
que son para mí remordimientos crueles!

Tal era el desconsuelo de Telémaco cuando vinieron a visitarle Néstor
y Filoctetes. Quiso el primero hacerle ver el daño que había causado;
mas bien pronto conoció aquel sabio anciano la desolación del joven
Telémaco, y trocó sus reconvenciones en palabras cariñosas para mitigar
su desesperación.

Detenía a los príncipes confederados la querella de Telémaco, Hipias
y Falanto, y no podían marchar hacia el enemigo hasta que estuviesen
reconciliados; pues temían que los tarentinos acometiesen a los cien
jóvenes cretenses que seguían a Telémaco: todo era turbación por la
falta que había este cometido, y a la vista de tantos males y peligros,
y de ser autor de todos ellos, se entregaba al más acerbo dolor. Todos
los caudillos se hallaban en el mayor apuro: no se atrevían a poner en
marcha el ejército recelando que en ella peleasen los cretenses que
mandaba Telémaco, y los tarentinos a cuya cabeza iba Falanto; pues
habían podido detenerlos dentro del campo a costa de gran trabajo y
guardándolos estrechamente. Néstor y Filoctetes iban y venían sin
cesar de la tienda de Telémaco a la del implacable Falanto, que solo
respiraba venganza, sin que la persuasiva elocuencia de Néstor ni la
autoridad del gran Filoctetes pudiesen moderar aquel corazón feroz,
irritado a cada paso por los discursos de su hermano Hipias inspirados
por el enojo. Mucho más flexible estaba Telémaco; más abatido también
por el sentimiento, nada bastaba a consolarle.

Todas las tropas se hallaban consternadas mientras sus caudillos
permanecían en tal agitación; y el campo confederado presentaba el
cuadro del hogar desolado por la pérdida del padre de familia, el
apoyo de los deudos y la esperanza de los hijos y nietos.

En medio de tal desorden y desolación, percibieron de improviso
un ruido espantoso de carros y de armas, relinchos de caballos y
alaridos de hombres, vencedores unos y animados por la carnicería que
causaban, y otros fugitivos, heridos o moribundos. Cubrió el cielo
un torbellino de polvo en forma de espesa nube que oscureció todo el
campo; y en breve aumentó la oscuridad un humo tan denso que impedía
la respiración, dejándose oír cierto ruido sordo, semejante al que
producen los torbellinos de fuego que vomita el monte Etna de sus
abrasadas entrañas, cuando Vulcano y los cíclopes forjan rayos para el
padre de los dioses: el espanto se apoderó de todos los corazones.

Vigilante Adrasto infatigablemente, había logrado sorprender a los
confederados. Instruido de las intenciones de estos y ocultándoles
la suya, hizo en dos noches una marcha increíble para faldear la
montaña poco menos que inaccesible, cuyos pasos tenían ocupados,
persuadidos de que defendiendo sus desfiladeros se hallaban seguros,
y aun podían caer sobre el enemigo a la otra parte de la montaña,
luego que se les hubiesen reunido algunas tropas que aguardaban.
Adrasto, que derramaba el oro a manos llenas, conocía los planes de sus
enemigos, y había llegado a penetrar sus intenciones; porque Néstor
y Filoctetes, caudillos tan sabios y experimentados, no guardaban la
reserva conveniente al éxito de sus empresas. El primero, ya en el
último tercio de su vida, se complacía en referir cuanto era capaz de
atraerle algún elogio, y aunque menos inclinado a hablar el segundo,
era pronto, y por poco que excitasen su vivacidad lograban dijese lo
que había resuelto callar. Las personas artificiosas habían encontrado
la llave de su corazón para extraerle los más importantes secretos.
Para conseguirlo bastaba exasperarle, pues entonces prorrumpía en
amenazas fogoso y fuera de sí, se vanagloriaba de tener medios seguros
de obtener el objeto que se proponía, y como aparentasen dudar del
éxito de sus planes, se apresuraba a explicarlos inconsideradamente,
escapándosele el secreto de mayor importancia. El corazón de aquel
caudillo célebre no podía guardar cosa alguna, semejante a un vaso
precioso pero horadado, del cual salen los licores que contiene.

Los traidores corrompidos por el oro de Adrasto, se burlaban de la
fragilidad de ambos reyes. Lisonjeaban a cada paso a Néstor con vanos
elogios, recordándole sus antiguas victorias, admirando su previsión y
no dejando nunca de aplaudirle. Por otra parte tendían continuos lazos
al carácter impaciente de Filoctetes, hablándole solo de dificultades,
contratiempos, peligros, inconvenientes y faltas irremediables; y
al momento que se inflamaba su carácter violento, le abandonaba la
prudencia y era ya otro hombre.

A pesar de los defectos de Telémaco, que ya hemos referido, era
mucho más cauto para guardar el secreto, acostumbrado a ello por sus
infortunios y por la necesidad en que se había visto desde la infancia
de ocultarse a los amantes de Penélope; pero sin decir mentira carecía
hasta del aire de reserva y de misterio que tienen por lo común las
personas reservadas. Aparecía no estar cargado con el peso del secreto
que debía guardar, y encontrábasele en todas ocasiones franco, natural,
ingenuo, como el que tiene el corazón en los labios. Mas al decir todo
aquello que podía sin consecuencias, sabía detenerse precisamente y sin
afectación en lo que inspirase sospecha y comprometiese el secreto;
por lo mismo era impenetrable su corazón, y hasta sus mejores amigos
ignoraban lo que no creía útil decirles para extraerles consejos
prudentes: únicamente Méntor era la persona para quien no tenía la
menor reserva. Confiábase de otros amigos; pero en grados diversos, y a
proporción de la prudencia y amistad que experimentaba en ellos.

Había observado Telémaco que se divulgaban en el campo confederado las
resoluciones del consejo, y advertídolo a Néstor y a Filoctetes; pero
estos, a pesar de su consumada experiencia, no hicieron el aprecio
debido de tan saludable aviso, porque la senectud no cede fácilmente,
teniéndola casi encadenada el continuado hábito de los años, sin que
haya recurso alguno en lo humano que ponga término a sus resabios.
Semejantes los viejos al árbol cuyo nudoso y áspero tronco se ha
endurecido con los años, y que no puede enderezarse fácilmente, así en
cierta edad no se doblegan contra las costumbres que han envejecido con
ellos, introduciéndose hasta la médula de sus huesos. Conócenlo a las
veces, pero tarde, y se lamentan de ello en vano: la juventud es el
único período de la vida en que superior el hombre a sus defectos puede
corregirlos.

Seguía el ejército Eurímaco, natural de Tesalia, adulador sagaz que
sabía acomodarse al gusto e inclinaciones de todos los príncipes, e
industrioso para encontrar nuevos medios de agradarles: nada parecía
difícil al escucharle. Cuando le preguntaban su opinión, adivinaba la
que agradaría más al que le preguntaba: era complaciente, satirizaba a
los débiles, lisonjeaba a los que le inspiraban temor, y poseía el arte
de sazonar los elogios con tal delicadeza que no disgustasen al hombre
más modesto. Circunspecto con los que lo eran, jovial con los de humor
festivo, pues ningún trabajo le costaba adoptar las formas distintas
de todos los caracteres. Los hombres sinceros y virtuosos, siempre
inalterables por acomodarse a los preceptos de la virtud, no llegarán
jamás a ser tan agradables a los príncipes como aquellos que lisonjean
sus pasiones dominantes. Conocía, pues, Eurímaco el arte de la guerra,
y tenía capacidad para ocuparse en ella; y sin embargo de ser un
aventurero que seguía a Néstor, había llegado a obtener su confianza, y
extraía de él cuanto deseaba, por ser aquel algo vano y sensible a la
adulación.

Aunque Eurímaco no inspiraba confianza a Filoctetes, la cólera
e impaciencia de este producía iguales efectos que en Néstor la
confianza que le dispensaba. No tenía Eurímaco que hacer otra cosa
que contradecirle, pues en llegando a irritarle lo descubría todo.
Tal era el hombre que había recibido grandes sumas de Adrasto para
penetrar los designios de los aliados, teniendo en el ejército
cierto número de tránsfugas que sucesivamente debían escaparse del
campo de los confederados y regresar al suyo, como lo ejecutaban,
haciéndolos partir Eurímaco cuando tenía que informar a Adrasto de
alguna cosa de importancia. No era posible descubrir este engaño,
porque los tránsfugas no conducían papel ni carta, y en el caso de
ser sorprendidos nada se hubiera encontrado que hiciera sospechoso a
Eurímaco.

De esta manera prevenía Adrasto las intenciones de los confederados, y
apenas adoptaba el consejo una resolución, hacían los daunios lo que
convenía para impedir sus consecuencias; y aunque no dejaba Telémaco de
buscar la causa, y excitar la desconfianza de Néstor y de Filoctetes,
era inútil su solicitud porque ambos se hallaban obcecados.

Se había resuelto en el consejo esperar las tropas numerosas que debían
llegar, y adelantar con secreto durante la noche cien naves para
transportarlas al campo confederado desde un sitio de la costa muy
escabroso, adonde debían llegar, y entre tanto se consideraban seguros
por ocupar los pasos de la montaña vecina a la costa casi inaccesible
del Apenino. Campaba el ejército sobre las orillas del río Galeso,
bastante próximo al mar, en un terreno delicioso y abundante de pastos
y demás frutos necesarios a la subsistencia de las tropas. A la otra
parte de la montaña se hallaba Adrasto, que tenían por cierto no podía
pasarla; mas conociendo este las escasas fuerzas de los confederados,
sabiendo que esperaban grande refuerzo, que los bajeles aguardaban las
tropas que debían llegar, y que reinaba la desunión en el ejército por
la discordia de Falanto con Telémaco, se apresuró a dar un gran rodeo,
y marchó día y noche con velocidad hacia la orilla del mar, por caminos
que se habían considerado siempre como absolutamente impracticables.
Así vence los mayores obstáculos el trabajo y la osadía; así hay pocas
cosas imposibles para aquellos que saben atreverse a sufrir; y así
por último merecen ser sorprendidos y aniquilados los que duermen
persuadidos de que es imposible lo que únicamente ofrece dificultades.

Sorprendió Adrasto al amanecer las cien naves de los confederados,
apoderándose de ellas sin resistencia por estar mal guardadas y no
tener la menor desconfianza, y transportó en ellas sus tropas con
celeridad increíble a la embocadura del Galeso, subiendo en seguida por
las riberas de él. Creyeron los que se hallaban en los puntos avanzados
del campo, hacia la parte del río, que aquellas naves conducían las
tropas que aguardaban, y prorrumpieron en exclamaciones de júbilo.
Desembarcó Adrasto sus soldados antes que pudiesen reconocerle, y
cayó sobre los confederados que nada recelaban, a quienes halló en un
campamento abierto, sin orden y sin jefe y desarmados.

[Ilustración]

La parte primera del campamento que atacó fue la que ocupaban los
tarentinos que mandaba Falanto. Entraron los daunios tan impetuosamente
que, sorprendidos los jóvenes lacedemonios, no pudieron resistir, y
mientras corrían estos a las armas, embarazándose unos a otros en tal
confusión, hizo Adrasto pegar fuego al campamento. Elévase al momento
la llama entre las tiendas hasta tocar con las nubes, percíbese el
ruido causado por el fuego, cual el de un copioso torrente al inundar
la llanura y arrastrar en su rápido curso gruesas encinas, mieses,
granjas, establos y ganados: arroja el viento la llama de tienda en
tienda, y en breve presenta el campamento el aspecto semejante a un
viejo bosque incendiado por leve chispa.

Falanto, que ve más de cerca el peligro, no alcanza a remediarlo:
considera que todas las tropas deben perecer abrasadas si no se
apresuran a abandonar el campamento; pero al mismo tiempo conoce cuán
temible es retirarse en desorden delante de un enemigo victorioso: hace
empiecen a salir los jóvenes lacedemonios todavía medio desarmados; mas
no les dejaba respirar Adrasto: por una parte les dirige gran número de
flechas; por otra arrojan sobre ellos los honderos una nube de gruesas
piedras; y el mismo Adrasto, marchando con la espada en la mano a la
cabeza de una tropa de daunios escogidos y los más intrépidos, persigue
a los fugitivos al resplandor de la llama. Destruye con el hierro lo
que escapa del fuego: nada en sangre, no le sacia la mortandad; y
los tigres y leones no igualan su furia al despedazar a los pastores
con los rebaños que custodiaban. Abandona el valor a los soldados de
Falanto, y sucumben. Conducida la pálida muerte por una furia infernal,
cuya cabeza cubren horribles serpientes, hiela la sangre en sus venas;
entorpece la agilidad de sus miembros, y vacilantes sus rodillas,
pierden hasta la esperanza de salvarse con la fuga.

[Ilustración]

Todavía conservaba Falanto un resto de vigor, mas al ver caer a sus
pies a su hermano Hipias, herido por el terrible acero de Adrasto,
alzó la vista y las manos al cielo lleno de desesperación y vergüenza.
Tendido Hipias en tierra, revuélcase en el polvo arrojando de la
profunda herida que le atraviesa el costado un torrente de sangre negra
y humeante: ciérranse sus ojos a la luz, y abandónale la vida. Cubierto
Falanto con la sangre de su hermano, y sin poderle socorrer, se ve
envuelto por los enemigos que se obstinan en rendirle: herido en varias
partes de su cuerpo, inutilizado su escudo, después de haber recibido
millares de golpes, no puede contener a sus soldados fugitivos, y los
dioses no tienen piedad del estado en que se encuentra.

[Ilustración]




LIBRO XVII.


SUMARIO.

Revestido Telémaco con sus armas divinas vuela al socorro de Falanto,
derriba a Ificles, hijo de Adrasto, rechaza al enemigo victorioso y
hubiera alcanzado el triunfo más completo si una tempestad no hubiese
puesto fin a la batalla. Terminada esta, manda recoger a los heridos,
cuida de ellos, hace honrosas exequias a Hipias, y le presenta a su
hermano sus cenizas en una urna de oro.


[Ilustración]

LIBRO XVII.

Observaba Júpiter desde lo alto del Olimpo, y rodeado de todas las
divinidades celestes, la mortandad de los confederados; consultaba al
mismo tiempo los inmutables destinos, y veía los guerreros cuyo hilo
debía cortar aquel mismo día la tijera de la Parca. Todas las deidades
observaban atentas su semblante para penetrar cuál sería su voluntad
suprema; mas el padre de los dioses y de los hombres les dijo con voz
agradable y majestuosa: Ya veis la extremidad a que se ven reducidos
los confederados, y a Adrasto que destruye a todos sus enemigos:
sin embargo, esta perspectiva es muy engañosa, porque la gloria y
prosperidad del malvado es poco duradera. Impío y odioso Adrasto por su
mala fe, no alcanzará una completa victoria. Sobreviene esta desgracia
a los confederados para enseñarles a corregirse y a guardar mejor el
secreto en sus empresas. La sabia Minerva prepara aquí una nueva gloria
al joven Telémaco que forma sus delicias. Calló Júpiter, y todos los
dioses continuaron observando en silencio la pelea.

Enterados entre tanto Néstor y Filoctetes de haber consumido ya el
fuego una parte del campamento, de que conducida la llama por el
viento aumentaba aquel sus estragos, de que las tropas se hallaban en
desorden, y de que Falanto no podía oponer resistencia al ímpetu de los
enemigos; corren inmediatamente a las armas, reúnen a los capitanes, y
ordenan que sin dilación salgan todos del campamento para no perecer en
el incendio.

Aunque inconsolable y en extremo abatido Telémaco, olvida su dolor,
viste sus armas, don precioso de la sabia Minerva, que apareciendo bajo
la figura de Méntor fingió haberlas recibido de un excelente artífice
de Salento, pero que las había hecho fabricar a Vulcano en las oscuras
cavernas del Etna.

Aquellas armas estaban bruñidas como un espejo, y brillaban cual los
rayos del sol. Veíase en ellas a Neptuno y a Palas que se disputaban la
gloria de dar nombre a una ciudad naciente. Hería Neptuno la tierra con
su tridente, y salía de sus entrañas un brioso caballo: vomitaba espuma
su boca, fuego sus ojos: flotaban sus crines a merced del viento, y
se doblaban con vigor y ligereza sus piernas delicadas y nerviosas:
no andaba; saltaba con tal viveza que no dejaba huella alguna, y al
parecer se oían sus relinchos.

Presentaba Minerva a los habitantes de la nueva ciudad el fruto
del árbol plantado por su mano; y la rama de que pendía la oliva
simbolizaba la abundancia y la paz, preferible a las turbulencias de la
guerra, de que era símbolo el caballo: y los dones útiles y sencillos
de aquella deidad daban a esta la victoria y su nombre a la ciudad de
Atenas.

Veíase a la misma diosa reuniendo en torno suyo a las bellas artes,
representadas por genios alados que, temerosos del furor brutal de
Marte que todo lo destruye, venían a refugiarse en derredor de ella,
cual el cordero balador corre al lado de la madre oveja huyendo del
hambriento lobo, cuya ancha e inflamada boca amenaza devorarle. Con
semblante irritado y desdeñoso, confundía Minerva, por la excelencia de
sus obras, la loca temeridad de Aracne, que osó disputar con ella sobre
la perfección de los tapices; descubriéndose a aquella desventurada a
quien se veía trasformada ya en araña.

Aparecía en otra parte de las armas Minerva, cuyos consejos siguió el
mismo Júpiter en la guerra contra los gigantes, con sorpresa de los
demás dioses. Representábase a aquella deidad con escudo y lanza sobre
las orillas del Janto y el Simois conduciendo a Ulises por la mano,
reanimando a las fugitivas tropas de los griegos, oponiendo resistencia
a los esfuerzos de los más bizarros capitanes troyanos, y hasta del
temible Héctor; y por último, introduciendo Ulises en Troya aquella
máquina fatal que debía destruir en un momento el imperio de Príamo.

Representaba el escudo a Ceres en las campiñas fértiles de Enna,
situadas en Sicilia, reuniendo a los pueblos divididos por varias
partes, buscándose el alimento ora en la caza, ora en las frutas
silvestres que se desprendían de los árboles. Enseñaba la diosa a
aquellos hombres rústicos el arte de cultivar la tierra, y extraer de
sus fecundas entrañas especies para alimentarse; presentándoles un
arado y haciéndoles uncir a él los bueyes. Veíase rota la tierra en
surcos por la aguda reja, y después las doradas mieses que ondeaban en
aquellas dilatadas campiñas: cortaba el segador con la hoz los frutos
de la tierra para recompensar las fatigas del hombre, por cuyo medio,
el hierro destinado al parecer a destruirlo todo, preparaba en aquellos
lugares la abundancia, dando origen a todos los placeres.

Coronadas de flores las ninfas danzaban en la pradera a la orilla de
cierto río cerca de un bosque: tocaba la flauta el dios Pan, y saltaban
alegres los sátiros en otra parte. Veíase también a Baco coronado de
yedra, apoyando una de sus manos sobre el tirso, y llevando en la
otra una frondosa vid cubierta de pámpanos y racimos. Su belleza era
afeminada, y aunque noble, lánguida y desfallecida, semejante a como
apareció a la desgraciada Ariadna cuando la halló sola, abandonada y
sumergida en el dolor en una ignorada playa.

Por último, veíase por todas partes un numeroso pueblo: ancianos que
conducían a los templos las primicias de sus frutos; jóvenes que
regresaban al seno de sus esposas fatigados del trabajo; esposas que
marchaban delante de ellos acariciando a los niños a quienes llevaban
de la mano, y pastores que cantaban mientras danzaban otros al son de
sus instrumentos rústicos. Todo presentaba el aspecto de la paz, de
la abundancia y de las delicias: todo parecía festivo y dichoso. El
lobo y el cordero gozaban juntos en los pastos: el león y el tigre,
perdida su fiereza, convivían apaciblemente con los tiernos corderos,
conduciéndoles un pastorcito con el cayado; y tan agradable imagen
recordaba las delicias del siglo de oro.

Vistió Telémaco aquellas armas divinas, embrazó en lugar del escudo
la terrible égida que le enviara Minerva por Iris, mensajera de los
dioses, y que esta había trocado con el escudo sin que lo advirtiese
Telémaco, dejando en su lugar la égida temible aun a los mismos dioses.

Corrió Telémaco fuera del campamento huyendo del incendio. Llama en
alta voz a los caudillos del ejército, y su voz reanima a todos los
confederados. Brilla el fuego divino en los ojos del joven guerrero:
preséntase sosegado a dictar órdenes cual pudiera hacerlo un anciano
sabio, atento a dirigir su familia y dar instrucción a sus hijos;
pero activo en la ejecución y pronto en dictarlas, semejante al río
impetuoso que no solo hace correr precipitadamente sus espumosas aguas,
sino que arrastra en su curso a los mayores bajeles que flotan en su
superficie.

[Ilustración]

Filoctetes, Néstor, los jefes mandurianos y de las otras naciones
reconocen en el hijo de Ulises una superioridad a que ceden todos:
falla la experiencia a los ancianos, y a los caudillos el consejo y la
prudencia; y hasta la envidia, inseparable de los corazones humanos,
desaparece: callan todos, admiran a Telémaco, pónense en orden para
obedecer sin titubear como si tuviesen costumbre de hacerlo. Se
adelanta Telémaco, y montando sobre una colina observa a los enemigos,
y juzga no debe perder tiempo para sorprenderlos en el desorden en
que se encuentran incendiando el campo de los confederados. Da con
presteza un rodeo para envolverlos, y le siguen todos los caudillos más
experimentados del ejército.

Atacó a los daunios cuando consideraban estos a los confederados
envueltos en las llamas del incendio, y esta sorpresa les llena de
turbación, cayendo a los golpes de Telémaco cual las hojas del árbol
en los últimos días del otoño a impulsos del fiero aquilón, precursor
del invierno, que estremece gruesos troncos y agita sus ramas. Cúbrese
la tierra de hombres heridos por su mano. Atraviesa con el dardo el
corazón de Ificles, el más joven de los hijos de Adrasto, que se
atrevió a pelear con él para salvar la vida de su padre, creyendo que
lo había sorprendido Telémaco. Este e Ificles eran bellos, vigorosos,
ágiles y valientes, de igual estatura, afabilidad y juventud, e
igualmente queridos de sus padres y deudos; pero Ificles era semejante
a una flor que se abre en el campo para que la corte la hoz aguda del
segador. Derriba después Telémaco a Euforión, lidio el más célebre
que llegara a Etruria; y por último hiere con su espada a Cleómenes,
que acababa de casarse y prometió a su esposa ricos despojos de los
enemigos: mas no debía volver a verla jamás.

Temblaba de ira Adrasto al ver muerto a su hijo querido con tantos
otros caudillos, y que la victoria huía de sus banderas. Caído Falanto
a sus pies se hallaba cual la víctima próxima a ser degollada, que para
libertarse de la sagrada cuchilla huye presurosa del altar: faltábale a
Adrasto un solo momento para consumar la pérdida de este lacedemonio.

Cubierto Falanto con su sangre y con la de los soldados que peleaban
a su lado, oye la voz de Telémaco que se adelanta a socorrerle, y
al momento se disipan las sombras que oscurecían sus ojos, y se ve
restituido a la vida. Este imprevisto ataque hace que los daunios
dejen a Falanto para rechazar a un enemigo más temible. Hallábase
Adrasto como el tigre a quien arrebatan los pastores la presa que iba a
devorar. Buscábale Telémaco deseoso de acabar de un golpe la guerra, y
libertar a los confederados de su implacable enemigo.

Mas no era la voluntad de Júpiter dar al hijo de Ulises una victoria
tan rápida y poco difícil. La misma Minerva quería padeciese males más
dilatados para que mejor aprendiera a gobernar a los hombres; y el
impío Adrasto fue conservado por el padre de los dioses a fin de que
Telémaco tuviese tiempo para adquirir mayor gloria y mayores virtudes.
Salvó a los daunios una nube que reunió Júpiter, declarando la voluntad
del Olimpo un espantoso trueno: podía creerse iban a desplomarse las
bóvedas eternas del alcázar de los dioses sobre las cabezas de los
débiles mortales: atravesaba el relámpago de uno a otro extremo de
la nube, y en el momento mismo en que deslumbraba los ojos su fuego
penetrante, volvía a caerse en las sombras tenebrosas de la noche;
sirviendo además para separar a los dos ejércitos una copiosa lluvia
que comenzó a caer al momento.

Aprovechose Adrasto del favor de los dioses sin reconocer su poder,
cuya ingratitud le hizo merecedor de una venganza más cruel todavía.
Pasaron con precipitación sus tropas entre el campamento medio
incendiado y una laguna que se extendía hasta el río con tal destreza
y celeridad, que su retirada mostró los recursos de su imaginación y
su serenidad en los peligros. Querían perseguirle los confederados a
quienes animaba Telémaco; mas favorecido por la tempestad se alejó cual
el ave de ligeras alas de las redes tendidas por el cazador.

No pensaron los confederados en otra cosa que en regresar a su campo
para reparar la pérdida sufrida; y al entrar en él vieron lo más
lamentable que comprende la guerra. Faltos de fuerzas los heridos y
enfermos para abandonar sus tiendas, no habían podido libertarse del
fuego; y medio abrasados y con voz lamentable y moribunda dirigían al
cielo dolorosos quejidos. Conmovió esto el corazón de Telémaco: vertió
lágrimas y apartó muchas veces la vista de ellos lleno de horror y
compasión; pues no podía ver sin estremecerse aquellos cuerpos vivos
aún, condenados a una muerte tan prolongada como cruel, que presentaban
el aspecto de las víctimas que devora el fuego sobre el ara, y cuyo
olor se esparce en torno del altar.

[Ilustración]

¡Ay!, exclamaba Telémaco, ¡he aquí los males que ocasiona la guerra!
¡Qué ciego furor arrastra a los desventurados mortales! Demasiado
corta es su vida sobre la tierra; harto miserables son sus días:
¿por qué, pues, precipitar una muerte tan próxima?, ¿por qué añadir
padecimientos espantosos a las penalidades que por decreto de los
dioses son consiguientes a la corta vida del hombre? Todos son
hermanos y se despedazan sin embargo unos a otros: menos crueles son
las fieras, pues no se hacen la guerra el león al león, ni el tigre
al tigre: atacan a los animales de diferente especie: solo el hombre,
dotado de razón, hace lo que jamás las bestias que carecen de ella.
¿Y por qué estas guerras? ¿Acaso no hay en el universo más tierra de
la que pueden cultivar? ¡Cuántos desiertos existen que no alcanzaría
a poblar el género humano! ¿Y por qué la falsa gloria, el título vano
de conquistador a que aspira un tirano enciende la guerra en países
inmensos? ¡Un solo hombre, don de la cólera de los dioses, sacrifica
así a su vanidad a tantos semejantes suyos! ¡Ha de ser preciso que
todo perezca, que todo se anegue en sangre humana o sea devorado por
las llamas, y sucumba al hambre, todavía más cruel, el que burle los
estragos del hierro, para que el que desoye la naturaleza halle su
gloria y su placer en la universal destrucción! ¡Monstruosa gloria! ¿Y
podrá aborrecerse y despreciarse cual merecen los que así olvidan la
humanidad? No, no: lejos de ser considerados cual héroes, ni aun son
hombres; y deben ser execrados de todos los siglos que creyeron habrían
de admirarles. ¡Ah, cuánto deben cuidar los monarcas de las guerras que
emprenden! Han de ser justas y aun necesarias al bien público; porque
la sangre de un pueblo debe solo derramarse en el último extremo para
salvar al pueblo mismo. Mas por desgracia consejos lisonjeros, ideas
falsas de gloria, vanas rivalidades, injusticia, ambición, cubiertas
con el velo de especiosos pretextos, y por último empeños temerarios,
producen casi siempre guerras que hacen desgraciados a los príncipes,
arriesgándolo todo sin necesidad, con igual perjuicio de sus súbditos
que de sus enemigos. Así discurría Telémaco.

Al mismo tiempo procuraba disminuir los males de la guerra, no contento
con lamentarse de ellos. Socorría personalmente a los enfermos y
moribundos con medicinas y numerario; consolando y animando a unos
y otros con afabilidad, y cuidando de que lo verificasen otros con
aquellos a quienes no podía visitar por sí mismo.

Entre los cretenses que le acompañaban había dos ancianos llamados
Traumáfilo y Nosófugo.

Había concurrido el primero al sitio de Troya con Idomeneo, y aprendido
de los hijos de Esculapio el arte divino de curar las heridas.
Derramaba en las más profundas y emponzoñadas un bálsamo oloroso que
consumía las carnes muertas y corrompidas, sin necesidad de incisiones,
y que formaba con prontitud nuevas carnes más sanas que las primeras.

El segundo jamás vio a los hijos de Esculapio; pero poseía por medio
de Meríones un libro sagrado y misterioso que les diera aquel. Era
Nosófugo además protegido de los dioses, había compuesto himnos en loor
de los hijos de Latona, y ofrecía diariamente a Apolo el sacrificio de
una oveja blanca y sin mancha, cuyo dios le inspiraba muchas veces.
Apenas veía un enfermo, conocía la causa de su dolencia examinando
la vista, el color de la tez, la respiración y la estructura de su
cuerpo. Ora administraba remedios que hacían sudar y manifestaban en su
resultado cuánto altera la transpiración la máquina del cuerpo humano,
suprimida o facilitada; ora ciertos brebajes que fortificaban poco a
poco a los que padecían languidez o desfallecimiento para rejuvenecer
al hombre y dulcificar su sangre. Pero aseguraba tenía este muchas
veces que acudir a la medicina por carecer de virtudes y de valor.
Vergüenza es, decía, padezca tantas enfermedades; porque las buenas
costumbres producen la salud: su intemperancia convierte en venenos
mortales los alimentos destinados a conservar la vida. Más la abrevian
los placeres inmoderados, que pueden prolongarla los remedios. Menos
enfermedades aquejan al pobre a quien falta el alimento, que al rico
que lo tiene con exceso; porque los alimentos que excitan demasiado
el paladar, y se usan en más cantidad que la necesaria, emponzoñan
en lugar de nutrir. Las medicinas son en sí mismas males verdaderos
que destruyen la naturaleza y que deben usarse en las necesidades
urgentes. El gran remedio siempre inocente y útil es la sobriedad, la
templanza en los placeres, la tranquilidad interior y el ejercicio
del cuerpo; pues se forma una sangre dulce y templada disipando los
humores superfluos. De esta manera se admiraba menos a Nosófugo por sus
remedios que por el régimen que prescribía para evitar las dolencias y
hacer inútiles los remedios.

Ambos fueron enviados por Telémaco para visitar a todos los enfermos
del ejército. Curaron a muchos con sus remedios; y más todavía por
el cuidado con que los aplicaron oportunamente, pues se dedicaron a
procurarles aseo, impidiendo por este medio se corrompiese el aire, y
a hacerles observar exactamente un régimen sobrio en su convalecencia.
Todos los soldados tributaban gracias a los dioses por haber enviado a
Telémaco al ejército de los confederados.

No es hombre, decían, sino una divinidad bienhechora en forma humana:
si lo es, se asemeja menos a los hombres que a los dioses: solo existe
para hacer beneficios; y es más amable por su dulzura y bondad que
por su valor. ¡Ah, si pudiésemos obtenerle por rey! Mas los dioses le
reservan para otro pueblo más feliz a fin de que renueve en él el siglo
de oro.

Cuando por precaución contra los ardides de Adrasto visitaba de noche
Telémaco los cuarteles del campamento, oía estos elogios, que no podían
sospecharse producidos por la adulación, como aquellos que dicen muchas
veces los lisonjeros en presencia de los príncipes, persuadidos de que
carecen de modestia y delicadeza, y que basta adularlos inmoderadamente
para lograr su favor. El hijo de Ulises no podía gozar otros que
los ciertos; ni tolerar sino los que le daban en secreto lejos de
su presencia, y los que verdaderamente merecía. No era insensible a
ellos su corazón. Experimentaba aquel placer puro y delicioso que los
dioses han hecho inseparable de la virtud, y que no puede concebir
ni creer el malvado por no conocerla; pero no se abandonaba a este
placer: presentábanse de tropel a su imaginación cuantas faltas había
cometido, sin olvidar su natural altivez e indiferencia hacia los
hombres; y avergonzábase interiormente de parecer bueno habiendo nacido
con carácter tan duro. Atribuía a la sabia Minerva toda la gloria que
aplaudían en él, sin creer merecerla.

Vos, ¡oh gran deidad!, exclamaba, me habéis dado a Méntor para que
me instruya y corrija; prudencia para aprovecharme de mis propios
defectos, desconfiando de mí mismo: vos reprimís mis impetuosas
pasiones: me dejáis gozar el placer de aliviar a los desventurados; y
sin vos sería odiado y digno de serlo, cometería errores irreparables,
y me vería cual el infante que sin conocer su propia flaqueza abandona
a la madre y cae a los primeros pasos.

Admirábanse Néstor y Filoctetes al ver a Telémaco tan afable y
cuidadoso para obligar a sus semejantes, tan solícito e ingenioso para
prevenir sus necesidades; y no sabían qué pensar no reconociendo en
él los defectos de que antes adolecía. Pero nada les sorprendió tanto
como su esmero en celebrar los funerales de Hipias. Él mismo recogió
su cuerpo ensangrentado y desfigurado del sitio en donde se hallaba
con otros muchos cadáveres: vertió lágrimas compasivo, y exclamó: ¡Oh
esclarecida sombra, ahora conoces cuánto aprecié tu valor! Cierto es
que tu orgullo me irritaba; pero tus defectos provenían de una juventud
fogosa, y bien conozco cuán disimulables son los yerros en tal edad.
Con el tiempo hubiéramos llegado a unirnos sinceramente: yo tampoco
supe comportarme por mi parte. ¡Oh dioses! ¿Por qué privarme de él
antes de que hubiese podido obligarle a que me estimase?

En seguida hizo lavar el cadáver con varios aromas y preparar una
hoguera. A los reiterados golpes del hacha caían desde la cumbre de
los montes hasta las orillas del Galeso los altos pinos, las encinas
robustas, que ostentaban amenazar a los cielos, los olmos siempre
verdes y poblados de hoja, y las hayas honor de los bosques. Hizo
elevar una pira, guardando el orden y regularidad de los edificios, y
comenzando a tomar cuerpo la llama despidió un torbellino de humo que
se elevaba hasta incorporarse con las nubes.

Adelantáronse los lacedemonios con paso lento y lúgubre, llevando hacia
el suelo las agudas picas, y con la vista fija en él: veíase retratado
el dolor más acerbo en sus semblantes, y corrían las lágrimas por su
rostro en abundancia; y en pos de ellos venía Ferécides, anciano a
quien abatía menos el número de los años que la pena de sobrevivir a
Hipias, a quien educara desde la infancia: anegado en lágrimas, alzaba
al cielo las manos y la vista. Desde la muerte de Hipias rehusaba el
alimento, y el benéfico sueño no había podido cerrar sus párpados
ni suspender un momento el agudo dolor que le aquejaba; seguía a la
multitud ignorando a dónde caminaba; aunque sin articular una sola
palabra por hallarse su corazón oprimido, guardando el silencio que
produce la desesperación. ¡Oh Hipias!, exclamó lleno de furor al ver
encendida la hoguera: ¡Hipias, ya no te verán mis ojos! ¡Hipias no vive
y aún existo! ¡Oh mi querido Hipias! ¡Yo, yo soy el cruel, el inhumano
que te enseñó a despreciar la muerte! Esperaba cerrarían tus manos mis
párpados, y que recibieses mi postrer aliento; mas ¡oh desapiadados
dioses!, ¿prolongáis mi vida para que sea testigo de la muerte de
Hipias? ¡Hijo querido, a quien alimenté y que me fue deudor de tan
solícitos cuidados, ya no te veré más! Pero sí a tu madre, que morirá
de dolor; sí a tu joven esposa, despedazando su pecho y arrancando su
hermoso cabello. Me reconvendrán por haber sido causa de tu muerte:
¡y lo soy, por mi desgracia! ¡Sombra querida!, llámame desde las
orillas de la Estigia: me es ya odiosa la luz: solo a ti anhelo ver,
Hipias querido. ¡Hipias, caro Hipias, solo conservo la existencia para
tributar a tus cenizas los últimos honores!

Entre tanto veíase el cuerpo del joven Hipias extendido sobre un
féretro, cubierto de púrpura y adornado de oro y plata en el cual le
conducían. La muerte que había cerrado sus ojos no pudo borrar su
belleza, y aún se veían medio retratadas las gracias en su lívido
rostro. En torno de su cuello, más blanco que la nieve, pero inclinado
a la espalda, flotaba la larga y negra cabellera, más hermosa que la de
Atis o de Ganimedes, que iba a ser reducida a cenizas, y advertíase en
el costado la herida profunda, que dando salida a toda la sangre le
hiciera descender al oscuro reino de Plutón.

Triste y abatido Telémaco, seguía de cerca el cadáver esparciendo
flores sobre él; y luego que llegaron a la hoguera no le fue posible
dejar de derramar nuevas lágrimas, al ver cómo penetraba la llama en
las ricas telas que cubrían el cuerpo. ¡Adiós, exclamó, magnánimo
Hipias!, pues no osaré llamarte mi amigo: ¡sombra que mereciste tanta
gloria, aplácate! Si no te amase envidiaría tu dicha, pues te libertas
de las miserias que aún padecemos, y has salido de ellas por el camino
más glorioso. ¡Cuán dichoso sería yo si cual tú terminase mi carrera!
Dé la Estigia libre paso a tu sombra: ábranse los Campos Elíseos,
conserve la fama tu nombre a todas las edades, y reposen en paz tus
cenizas.

Apenas hubo pronunciado estas palabras interrumpidas de sollozos,
lanzó un grito de dolor todo el ejército, compadecíanse todos de
Hipias, cuyas hazañas referían, y recordando sus buenas cualidades el
sentimiento de su muerte, olvidábanse los defectos de una juventud
impetuosa y de la mala educación que recibiera. Pero todavía les
afectaban más las tiernas demostraciones de Telémaco. ¿Es este, decían,
aquel joven griego tan fiero, altivo, desdeñoso e intratable? Vedle ya
humano, afable y compasivo. Sin duda le ama Minerva, que tanto amó a su
padre Ulises, y le ha concedido el más precioso don que pueden otorgar
los dioses al hombre, haciéndole sensible a la amistad y dándole la
sabiduría.

Ya habían consumido las llamas el cadáver. Derramó Telémaco aguas
aromáticas sobre las humeantes cenizas; colocó estas en una urna de oro
que adornó con flores, y la llevó a Falanto. Hallábase este tendido
sobre un lecho cubierto de heridas, y en medio de su extrema debilidad
descubría las puertas oscuras del averno.

Habíanle ya prodigado todos los auxilios de su arte Traumáfilo y
Nosófugo, enviados a este fin por el hijo de Ulises: fue recobrando
poco a poco el espíritu próximo ya a exhalarse reanimando sus fuerzas
insensiblemente, difundiéndose por sus venas un bálsamo de vida, y
un calor benéfico que le arrebató de los yertos brazos de la Parca.
Desapareciendo el desfallecimiento sucedió a él el dolor: comenzó a
lamentar la muerte de su hermano, que hasta entonces no se hallara
en estado de sentir. ¡Ay!, decía, ¿por qué tantos cuidados para
conservarme la vida? ¿No sería mejor seguir a mi caro Hipias? ¡Yo le
vi perecer a mi lado! ¡Oh Hipias, delicia de mi vida, hermano, querido
hermano, ya no existes! ¡Ya no podré verte, escucharte, abrazarte,
referirte mis penas, ni aliviar las tuyas! ¡Oh dioses, enemigos del
hombre, ya no existe Hipias para mí! ¡Será posible! ¿Pero no es un
sueño? No, sino demasiado cierto. ¡Oh Hipias!, te he perdido; he sido
testigo de tu muerte, y debo vivir aún todo el tiempo necesario para
vengarte: quiero inmolar a tus manes al cruel Adrasto teñido con tu
sangre.

Mientras que así hablaba Falanto, se esforzaban a mitigar su dolor
aquellos dos hombres celestiales, temiendo acrecentase el mal de
sus heridas e hiciese ineficaces los remedios. Preséntase a él de
improviso Telémaco, y al verle agitaron su corazón dos opuestos
afectos. Conservaba aun el resentimiento de lo acaecido con Hipias, y
le aumentaba el dolor de haberle perdido; y por otra parte conocía era
deudor de la vida a Telémaco, que le sacó cubierto de sangre y próximo
a expirar de las manos de Adrasto. Pero a vista de la urna de oro que
encerraba las caras cenizas de su hermano Hipias, derramó copioso
llanto, abrazó a Telémaco sin poder articular una sola palabra, y con
voz desfallecida le dijo sollozando:

Hijo digno de Ulises, vuestra virtud me obliga a amaros. Os debo
el resto de vida que por momentos se extingue; pero todavía os soy
deudor de un bien mucho más grato para mí. Por vos dejará de ser
presa de carnívoras aves el cuerpo de mi hermano; y su sombra privada
de sepultura, no vagará desgraciada en las orillas de la Estigia,
rechazada siempre por el desapiadado Caronte. ¡Por qué me dispensa
tan señalados beneficios un hombre a quien tanto he aborrecido!
¡Recompensadlo, oh dioses, y libradme de vida tan infeliz! Y vos, oh
Telémaco, haced conmigo iguales oficios que habéis hecho con mi hermano
para que nada falte a vuestra gloria.

Dichas estas palabras permaneció algún tiempo Falanto agobiado por el
exceso de su dolor, y cerca de él Telémaco sin atreverse a hablarle
esperando recobrase las fuerzas. Verificado así tomó Falanto la urna
de los brazos de Telémaco, la besó una y mil veces bañándola con sus
lágrimas, y exclamó: ¡Oh caras y preciosas cenizas! ¿Cuándo serán
depositadas las mías en esta misma urna? ¡Oh sombra de Hipias! yo te
sigo al averno: a entrambos nos vengará Telémaco.

[Ilustración]

Disminuía diariamente el cuidado y el mal de Falanto por la
asistencia de los dos célebres profesores de la ciencia de Esculapio.
Acompañábales Telémaco incesantemente para que redoblasen sus
esfuerzos, y todo el ejército admiraba más la bondad con que socorría a
su mayor enemigo, que el valor y prudencia que mostrara salvando a todo
el ejército confederado.

Al mismo tiempo mostrábase infatigable Telémaco en las duras fatigas
de la guerra: era escaso su sueño, interrumpido muchas veces ora por
los avisos que a cada instante recibía de día y noche y ora por sus
repetidas visitas a todos los cuarteles del campamento, que nunca
verificaba a las mismas horas para sorprender a los que no vigilaban
cual debían. Regresaba muchas veces a su tienda cubierto de polvo y
sudor: era sencillo el alimento que usaba, viviendo como el soldado
para darle ejemplo de sobriedad y de paciencia; pues habiendo en
el campamento escasez de víveres, consideró necesario contener la
murmuración sometiéndose voluntariamente a iguales privaciones.
Lejos de debilitarse su cuerpo con vida tan penosa, se fortificaba
y endurecía diariamente; comenzaban a desaparecer aquellas gracias
afeminadas que acompañan a la edad juvenil, oscureciéndose su tez, y
haciéndose sus miembros más vigorosos y fornidos.

[Ilustración]




LIBRO XVIII.


SUMARIO.

Persuadido Telémaco por varios sueños de que su padre había salido
de esta vida, concibe y ejecuta el proyecto de irle a buscar a los
infiernos, y toma para ello dos cretenses que le acompañan hasta la
cueva Aqueroncia. Entra en ella, llega a las márgenes de la Estigia y
le recibe Caronte en su barca. Permítele Plutón que busque a su padre,
atraviesa el Tártaro donde ve los tormentos que padecen los ingratos,
los perjuros, los hipócritas y particularmente los malos reyes.


[Ilustración]

LIBRO XVIII.

Habíase retirado Adrasto, disminuidas sus tropas en el combate, a la
parte opuesta del monte Aulón, y allí aguardaba varios refuerzos,
con la esperanza de sorprender segunda vez al enemigo; semejante al
hambriento león que rechazado del redil se oculta en la espesa selva, y
regresa a su caverna para afilar el diente y la garra mientras llega el
momento favorable para degollar el rebaño.

Después de haber establecido Telémaco en el ejército la más exacta
disciplina, pensó únicamente en ejecutar un proyecto que había
concebido y ocultaba a todos los caudillos. Largo tiempo hacía que le
agitaban por las noches varios sueños en que se le aparecía Ulises,
cuya imagen querida se le representaba siempre al fin de la noche, y
antes de que el resplandor naciente de la Aurora borrase del firmamento
el brillo de las inciertas estrellas, y de la superficie de la tierra
el dulce sueño acompañado de insubsistentes ilusiones. Ora creía
ver desnudo a Ulises en cierta isla afortunada a orillas de un río,
adornado de flores en medio de la pradera, y rodeado de ninfas que
le suministraban vestiduras para cubrirse; ora percibía su voz en un
palacio en que brillaban el oro y el marfil, y en donde coronados de
flores prestaban atención a sus palabras algunos hombres llenos de
admiración al escucharle; ora finalmente entre el regocijo y placeres
de los saraos y las tiernas consonancias de suaves voces, acompañadas
de la lira, más dulces que la de Apolo y las de las Musas.

Despertaba Telémaco y entristecíase con tan agradables imágenes.
¡Oh padre!, exclamaba: ¡oh mi amado padre Ulises! Estas imágenes de
felicidad me hacen comprender que habéis descendido ya a la mansión
de los bienaventurados, en donde los dioses recompensan las virtudes
con una eterna paz. Paréceme que veo los Campos Elíseos. ¡Ah, cuán
cruel es para mí esperar por más tiempo! ¡Qué, caro padre mío, jamás
volveré a veros! ¡Jamás estrecharán mis brazos al que tanto me amaba y
a quien busco a costa de tantas fatigas! ¡Jamás escucharé las palabras
articuladas por aquellos labios que pronunciaban la sabiduría! ¡Jamás
besaré aquellas manos queridas y victoriosas que abatieron tan crecido
número de enemigos! ¡No podrán estas castigar a los insensatos amantes
de Penélope! ¡Ya Ítaca no se restablecerá nunca de su actual ruina!
¡Oh dioses enemigos de mi padre, autores de estos sueños funestos
que privan a mi corazón de esperanza! ¿Por qué no me arrebatáis la
vida? No puedo existir en medio de tal incertidumbre. Mas ¡qué digo!:
¡ay!, demasiado cierto debo estar de que no existe ya. Corro a buscar
su sombra hasta el averno. A él descendió Teseo: Teseo, aquel impío
que deseaba ultrajar a las deidades infernales, al paso que yo soy
conducido por la piedad. Bajó también Hércules; y aunque tan inferior
a este, me será glorioso atreverme a imitarle. Logró Orfeo con la
relación de sus infortunios enternecer el corazón de aquel dios que
se supone inexorable, y que volviese Eurídice a morar entre los
vivientes. Más digno soy yo de compasión que Orfeo, pues aún es mayor
que su pérdida la mía. ¿Quién podrá comparar la de una joven doncella,
semejante a tantas otras, con la del sabio Ulises a quien admira toda
la Grecia? Muramos si es preciso. ¿Por qué temer la muerte cuando
proporciona tantos padecimientos la vida? ¡Plutón! ¡Proserpina! En
breve experimentaré si sois tan desapiadados como se supone. ¡Oh padre
querido!, después de haber vagado inútilmente por la tierra y los mares
deseoso de hallaros, veré si lo consigo en la morada tenebrosa de los
muertos. Si los dioses se niegan a que goce de vuestra compañía sobre
la tierra, y bajo la ardiente luz del sol, tal vez no me negarán que
vea al menos vuestra sombra en la mansión de la noche.

Al decir estas palabras Telémaco, regaba con lágrimas su lecho:
levantándose de repente, buscaba en la luz alivio al agudo dolor que le
causaran tales sueños; mas había traspasado su corazón una flecha, y la
llevaba clavada en él por todas partes.

Lleno de congoja se resolvió a descender al averno por un sitio no
muy distante del campamento. Era este cierto lugar célebre llamado
Aqueroncia, a causa de existir en él una espantosa caverna por la que
se descendía a las orillas del Aqueronte: nombre que al jurar por
él, inspiraba temor a los mismos dioses. Estaba la ciudad sobre una
roca, colocada cual el nido en la copa del árbol; y al pie de ella
se encontraba la caverna adonde no osaban aproximarse los tímidos
mortales, y aun los pastores cuidaban de alejar de ella sus rebaños.
Infestaba el aire el vapor de azufre de la laguna Estigia que exhalaba
sin cesar su espantosa boca: no crecían allí la yerba ni las flores, ni
soplaban jamás los agradables céfiros; no se veían las risueñas gracias
de la primavera, ni los ricos dones del otoño: árida y desfallecida, la
tierra nutría solamente algunos arbustos deshojados, y varios cipreses
funestos. Aun lejos de ella negaba Ceres al labrador doradas mieses.
Prometía inútilmente Baco agradables frutos, secándose la uva en vez
de madurar. Tristes las náyades, no daban curso al agua cristalina,
siempre turbia y amarga. Jamás cantaba el ave en aquella tierra poblada
de espinas y de abrojos, ni hallaba bosque alguno adonde retirarse,
corriendo a cantar sus amores bajo más apacible cielo. Solo se
percibían allí el graznido del cuervo y la voz lúgubre del búho, hasta
la yerba era amarga y los ganados que la pacían no retozaban contentos
al morderla. Huía de la vaca el toro bramador, y olvidaban los pastores
sus instrumentos rústicos.

Arrojaba de tiempo en tiempo la caverna un humo denso y negro que
oscurecía la luz del sol; y redoblaban sus sacrificios los pueblos
vecinos para aplacar a las deidades infernales. Sin embargo,
complacíanse estas muchas veces en inmolar a impulso de tan funesto
contagio al joven vigoroso y robusto que se halla en la flor de la
edad, o al tierno infante que acaba de entrar en la carrera de la vida.

Por aquella caverna determinó Telémaco buscar el camino de la oscura
morada de Plutón, dispuesto ya en favor suyo por Minerva, que
incesantemente le protegía cubriéndole con su égida; y el mismo Júpiter
accediendo a las súplicas de la diosa, había ordenado a Mercurio que
al descender al averno, como lo ejecuta diariamente para entregar
a Caronte cierto número de muertos, previniese al monarca de las
tinieblas dejase penetrar en ellas al hijo de Ulises.

Aléjase del campo Telémaco durante la noche, y camina a la claridad
de la luna invocando a esta poderosa deidad, que siendo en el cielo
astro brillante de la noche y sobre la tierra la casta Diana, es en los
infiernos la temible Hécate. Oye favorablemente los ruegos de Telémaco
para conocer la pureza de su corazón, y que es conducido por el amor
filial. Apenas estuvo a la entrada de la caverna, oye bramar la región
subterránea: tiembla el suelo que pisa, y brillan en el firmamento
el fuego y el relámpago, que descienden al parecer sobre la tierra.
Túrbase el corazón del hijo de Ulises, cúbrese su cuerpo de un sudor
frío; pero sin abandonarle el valor alza las manos y la vista hacia el
cielo y exclama: ¡Dioses poderosos!, acepto estos anuncios que juzgo
favorables: consumad vuestra obra. Dijo: y acelerando el paso continúa
con osadía su camino.

Disípase al momento la espesa humareda que tan funesta hacía la entrada
de la caverna a cuantos animales se acercaban a ella, desapareciendo
por algunos instantes el olor emponzoñado que arrojaba. Penetra en
ella Telémaco solo; porque ¿qué otro mortal osaría seguirle? Los dos
cretenses que le acompañaran hasta cierta distancia de ella, y a
quienes comunicó su proyecto, permanecían trémulos y próximos a expirar
en un templo bastante lejano de la caverna, dirigiendo plegarias a los
dioses y sin esperanza de volver a ver a Telémaco.

Entre tanto penetra el hijo de Ulises en aquellas horrorosas tinieblas
con la espada en la mano, y en breve percibe una claridad escasa y
opaca, semejante a la que se ve sobre la tierra durante la noche.
Advierte frágiles sombras que vuelan en derredor suyo, y las aleja
con la espada. Ve en seguida las tristes orillas del cenagoso río,
cuyas aguas pantanosas y estancadas se mueven sobre su mismo álveo; y
descubre en sus márgenes innumerable porción de muertos, privados de
sepultura, que en vano se presentan al desapiadado Caronte. Este dios,
cuya eterna senectud es siempre triste y melancólica, aunque vigorosa,
les amenaza y resiste, recibiendo en seguida al joven griego en su
barca. Entra en ella, y hieren su oído los gemidos lamentables de una
sombra que no hallaba consuelo.

[Ilustración]

¿Cuál es vuestra desgracia?, le dice, ¿quién erais sobre la tierra?
Nabofarzán, le responde aquella sombra, rey de la soberbia Babilonia.
Todos los pueblos del oriente temblaban al escuchar mi nombre: híceme
adorar por los babilonios en un templo de mármol bajo el simulacro
de una estatua de oro, ante la cual quemaban día y noche los más
ricos aromas de la Etiopía: ninguno osó jamás contradecirme, sin ser
castigado al momento: inventábanse diariamente nuevos placeres para
hacerme más deliciosa la vida. Era yo todavía joven y robusto: ¡ah,
qué de prosperidades me quedaban aún que gozar sobre el trono! Mas
¡ay!, una mujer a quien yo amaba, y que no correspondía a mi amor,
me ha hecho conocer que no era dios: me ha envenenado; ya no existo.
Depositaron ayer mis cenizas con pompa fúnebre en una urna de oro:
lloraron, arrancáronse el cabello, mostraron deseos de arrojarse entre
las llamas de la hoguera para morir conmigo; van aun a gemir al pie
de la soberbia tumba donde han colocado mis cenizas. Sin embargo,
no lamentan mi muerte; mi memoria causa horror a mi propia familia;
mientras padezco aquí horribles tormentos.

¿Fuisteis verdaderamente feliz mientras reinasteis? ¿Sentíais aquella
dulce paz, sin la cual permanece siempre el corazón oprimido y
disgustado en el centro mismo de los placeres?, le preguntó Telémaco
lleno de compasión al escucharle. No, respondió Nabofarzán: ni aun
entiendo lo que queréis decir. Ponderan los sabios esa paz como
el único bien; mas ¡ay!, no la he conocido jamás, porque siempre
agitaron mi corazón deseos, esperanzas y temores. Procuraba engañarme
distrayéndome con el continuo choque de mis pasiones, esforzándome
a prolongar la embriaguez en que vivía para hacerla continua, pues
el menor intervalo de razón y de calma habría sido para mí amargo en
extremo. He aquí la paz de que gozaba: todo lo demás era para mí una
fábula, un sueño: he aquí los bienes cuya pérdida lloro.

Así hablaba Nabofarzán, llorando cual hombre cobarde, corrompido en la
prosperidad y no acostumbrado a sufrir constantemente la desgracia.
Había cerca de él algunos esclavos a quienes obligaran a morir para
honrar sus funerales, y los entregó Mercurio a Caronte con Nabofarzán,
dándoles un absoluto poder sobre este a quien habían servido en la
tierra. Las sombras de los esclavos no temían ya a la de Nabofarzán:
teníanla encadenada, y la maltrataban cruel e indignamente. Ora le
preguntaban: ¿No éramos hombres como tú?, ¡insensato!, ¿pudiste creerte
dios? ¿Por qué no te acordabas de que eras de la misma especie que los
demás hombres? Ora le insultaban de esta suerte: Razón tenías para no
querer que te considerasen hombre, pues eras un monstruo inhumano. Ora
en fin, le decían: ¿A dónde están tus lisonjeros aduladores? Nada te
queda que dar, ¡desgraciado!, ya no puedes hacer mal alguno: mírate
esclavo de tus propios esclavos: la justicia de los dioses suele
tardar: pero al fin llegan a hacerla.

Al oír Nabofarzán tales injurias, fijaba la vista en el suelo, y en el
exceso de la rabia y desesperación se arrancaba el cabello. Pero el
mismo Caronte decía a los esclavos: Arrastradle de su propia cadena;
levantadle a su pesar: no tendrá ni aun el consuelo de ocultar su
infamia; todas las sombras de la Estigia deben ser testigos de ella
para justificar a los dioses que por tanto tiempo han permitido reinase
sobre la tierra este impío. Ahora comienzan tus tormentos: prepárate
para ser juzgado por el inexorable Minos, juez de los infiernos.

En tanto que el terrible Caronte hablaba de esta suerte, tocaba ya
la barca la orilla del imperio de Plutón. Corrieron a ella todas las
sombras para contemplar a aquel hombre vivo que aparecía en medio de
los muertos; pero al momento mismo de poner Telémaco el pie en tierra,
desaparecieron cual las tinieblas de la noche al aparecer un rayo de
luz. Mortal favorecido de los dioses, dijo Caronte al joven griego,
mostrándole menos arrugada su frente y con ojos menos feroces de lo que
solía: pues te es dado entrar en el reino de la noche, inaccesible a
los vivos, apresúrate para ir adonde te llaman los destinos: ve por ese
oscuro camino al palacio de Plutón, a quien encontrarás sobre su trono:
él te permitirá entrar en los lugares cuyo secreto me está prohibido
revelarte.

Adelántase al momento Telémaco presuroso: preséntansele por todas
partes sombras inquietas, en mucho mayor número que los granos de arena
que cubren las orillas del mar; y apodérase de su corazón el espanto al
observar el profundo silencio de aquellos espaciosos lugares. Erízase
su cabello al acercarse a la oscura mansión de Plutón, vacilan sus
rodillas, fáltale la voz, y apenas puede pronunciar estas palabras:
¡Deidad terrible!, aquí tenéis al hijo del desgraciado Ulises: vengo a
saber de vos si ha bajado mi padre a vuestro imperio, o si todavía va
errante por la superficie de la tierra.

Ocupaba Plutón un trono de ébano: era su rostro pálido y severo,
hundidos y centelleantes sus ojos, su frente rugosa y amenazadora.
Odiaba la vista de un vivo, cual aborrecen la luz aquellos animales
no acostumbrados a salir de sus tenebrosas guaridas sino durante la
noche. A su lado se hallaba Proserpina, único objeto de sus miradas, y
la sola que al parecer dulcificaba algún tanto su corazón: gozaba esta
de una hermosura siempre nueva; mas parecía haber reunido a sus gracias
sobrehumanas, parte de la dureza y crueldad de su esposo.

Hallábase al pie del trono la implacable muerte aguzando sin cesar su
ominosa guadaña, y a su lado multitud de pesares, sospechas y venganzas
cubiertas de sangre y de heridas, injustos odios, insaciable avaricia
y desesperación, devorándose aquella a sí misma y despedazándose esta
con sus propias manos. Veíanse allí también la ambición frenética, la
traición nutriéndose con sangre y sin alcanzar nunca el goce de los
males que causa, la envidia derramando mortífera ponzoña convertida en
rabia por la impotencia de producir el daño a que aspira, la impiedad
abriéndose un abismo sin término para precipitarse en él sin el
consuelo de la esperanza; y por último horribles espectros, fantasmas
representando a los muertos para causar espanto a los vivos, visiones,
insomnios, volando inquietos en torno de la muerte y rodeando el trono
del fiero Plutón.

Joven mortal, respondió con voz ronca que hizo estremecer todo el
Érebo: pues los hados te han permitido violar este sagrado asilo de las
sombras, continúa por la senda que te franquea tu alto destino. No te
diré dónde está tu padre: basta dejarte libertad para que le busques.
Toda vez que ha sido rey entre los vivos, recorre por una parte el
lugar destinado en el negro Tártaro para castigo de los malos reyes, y
por otra los Campos Elíseos donde hallan recompensa los buenos. Pero
no podrás llegar a ellos sin pasar el Tártaro: apresúrate, pues, y sal
cuanto antes de mi imperio.

Corría Telémaco precipitadamente por aquellos espacios inmensos, en
alas del deseo que le animaba de ver a su padre, y alejarse de la
horrible presencia del tirano que inspira temor a los que existen y no
existen; y en breve se halló a corta distancia del negro Tártaro, que
arrojaba un humo negro y denso, cuyo emponzoñado hálito causaría la
muerte si se difundiese en la mansión de los vivos. Cubría el humo un
raudal de fuego que arrojaba torbellinos de llamas, causando un ruido
semejante al que producen los torrentes cuando caen impetuosamente de
las más elevadas rocas hasta el fondo de los abismos; de modo que nada
podía entenderse distintamente en aquellos pavorosos lugares.

Animado interiormente Telémaco por Minerva, penetró sin temor hasta
la profundidad del abismo. Vio al principio gran número de hombres
que vivieran en humildes condiciones, y eran castigados porque habían
buscado las riquezas por medio del fraude, la traición y la crueldad.
Advirtió muchos impíos hipócritas, que con la apariencia de respetar
la religión se habían servido de ella como pretexto para satisfacer su
ambición y burlar a los hombres crédulos. Tales hombres, que abusaran
de la virtud misma, sin embargo de ser el más estimable don de los
dioses, sufrían el mayor castigo como los más malvados de todos; y ni
los hijos que privaran de la existencia a sus padres, ni los esposos
que tiñeran sus manos en la sangre de las esposas, ni los traidores
que vendieran la patria al enemigo después de violar sus juramentos,
eran castigados con mayor rigor que los hipócritas. Así lo habían
decretado los tres jueces del averno: he aquí la razón. No se contenta
el hipócrita con ser malvado como los demás impíos, sino que aspira
a parecer bueno, y por medio de una virtud aparente induce a los
demás a que desconfíen de la verdadera virtud; y los dioses a quienes
menospreciaron, contribuyendo a que no fuesen acatados por los demás
hombres, se complacen en desplegar todo su poder para vengar este
insulto.

Después de estos había otros a quienes no considera el vulgo fácilmente
culpables, sin embargo de que los persigue inexorable la venganza
divina: tales son los ingratos, los embusteros, los aduladores que
elogiaran el vicio, los críticos malignos que se esforzaran para
marchitar la más sólida virtud, y por último, aquellos que juzgaran
temerariamente de las cosas sin conocerlas a fondo, en perjuicio de la
reputación de personas inocentes.

Pero entre todas las ingratitudes, se castiga como la mayor la que
se comete contra los dioses. ¡Qué, decía Minos, se considera un
monstruo al que falta a la gratitud debida al padre, o al amigo de
quien recibiera favores, y ha de gloriarse el hombre de ser ingrato
a los dioses a quienes debe la existencia y todos los beneficios que
disfruta! ¿No es deudor a ellos de su nacimiento, más que al padre y a
la madre de quienes ha nacido? Cuanto estos crímenes quedan impunes o
hallan excusa sobre la tierra, tanto más son en los infiernos objeto de
una venganza implacable de que nadie se libra.

Viendo Telémaco sentados a los tres jueces, y que iban a condenar a
un hombre, osó preguntarles cuáles eran sus delitos; y al momento
tomando la palabra el condenado dijo: Jamás perjudiqué a ninguno:
mi placer fue siempre hacer bien; fui magnánimo, generoso, justo,
compasivo: ¿qué pueden, pues, echarme en cara? Nada, replicó Minos,
con respecto a los hombres; ¿pero no debías menos a estos que a los
dioses? ¿Cuál es esa justicia de que te glorías? No has faltado
a ninguna de tus obligaciones a los hombres que nada son: fuiste
virtuoso, pero atribuyéndote a ti mismo la virtud, y no a los dioses
que te la habían concedido; porque pretendías gozar el fruto de tu
propia virtud encerrado dentro de ti mismo: tú has sido tu divinidad.
Pero los dioses, que todo lo criaron para sí, no pueden renunciar a
sus derechos: los olvidaste, también te olvidarán ellos: te entregarán
a ti mismo, pues has querido ser tuyo y no de los dioses. Busca ahora
si puedes consuelo en tu corazón. Mírate separado para siempre de
los hombres, a quienes quisiste agradar: mírate solo contigo mismo,
pues fuiste tu propio ídolo: aprende así que no hay virtud verdadera
sin respeto y amor a los dioses, a quienes todo es debido. Aquí será
confundida tu falsa virtud, que fascinó por largo tiempo a los hombres
fáciles de engañar, que no juzgan los vicios ni las virtudes sino por
aquello que llama su atención o les conviene, siendo ciegos en cuanto
al bien y al mal; mas aquí deshace todos los juicios superficiales
una luz divina que condena muchas veces lo que aquellos admiran, y
justifica lo que condenan.

Al oír estas palabras no podía aquel filósofo soportarse a sí mismo
cual herido de un rayo. La complacencia que tuviera otras veces
contemplando su moderación, su valor e inclinaciones generosas, se
había trocado en desesperación. Servíale de suplicio el conocimiento de
su propio corazón enemigo de los dioses: se contemplaba a sí mismo sin
cesar; veía la vanidad que encierra el juicio de los hombres, a quienes
se había dedicado a complacer en todas sus acciones; verificándose en
su interior un trastorno universal, cual si se alterasen sus entrañas,
faltándole el apoyo de su corazón, la conciencia, cuyo testimonio
le había sido tan agradable, reprendíale amargamente el extravío e
ilusión de tantas virtudes que no tuvieron el principio y fin debido
en el culto de los dioses. Turbado, consternado, lleno de vergüenza,
remordimientos y desesperación, pero sin atormentarle las furias por
ser bastante haberle entregado a sí mismo, y que su propio corazón
vengase el desprecio hecho a las divinidades; no pudiendo ocultarse a
sí mismo, procuraba hacerlo en los lugares más sombríos: buscaba las
tinieblas sin poder hallarlas, pues a todas partes le seguía una luz
importuna, y los rayos penetrantes de la verdad, vengaban a la verdad
misma cuyo camino abandonara. Érale ya odioso cuanto amó, por ser
origen de los males que nunca tendrán término. ¡Insensato!, exclama,
ni conocí a los dioses, ni a los hombres, ni a mí mismo. Todo lo he
desconocido, pues nunca amé el único y verdadero bien: he caminado de
uno en otro extravío: mi sabiduría era demencia, mi virtud orgullo
impío y ciego: yo era mi propio ídolo.

Llegó Telémaco finalmente adonde se hallaban los reyes condenados
por haber abusado de su poder. Presentábales una furia vengadora un
espejo donde veían la deformidad de sus vicios, su vanidad grosera y
codiciosa de los más ridículos elogios, su rigor para con los hombres
cuya felicidad debieron hacer, su indiferencia a la virtud, su temor de
escuchar la verdad, su inclinación a los hombres viles y lisonjeros,
su molicie y negligencia, su injusta desconfianza, su fasto y excesiva
magnificencia a expensas de los pueblos, su ambición por adquirir una
vana y escasa gloria a costa de la sangre de los ciudadanos; y por
último, su crueldad que apetecía diariamente nuevas delicias entre las
lágrimas y desesperación de tantos infelices. Mirábanse sin cesar en
aquel espejo, y hallábanse más horribles y monstruosos que la quimera
vencida por Belerofonte, la hidra de Lerna abatida por Hércules, y
el mismo Cerbero, sin embargo de arrojar por sus tres bocas siempre
abiertas una sangre negra y venenosa capaz de infestar a cuantos
mortales existen sobre la tierra.

Al mismo tiempo repetíales otra furia en tono injurioso todos los
elogios que les diera la adulación durante su vida, presentándoles
otro espejo en que se veían tales como les pintara la adulación, y el
contraste de estas dos imágenes tan opuestas formaba el suplicio de su
vanidad. Pero los más defectuosos eran aquellos a quienes se habían
dado mayores elogios, por ser más temibles que los buenos, y exigir
sin pudor la infame lisonja de los poetas y oradores de su tiempo.

[Ilustración]

Oíanse sus gemidos en aquella tenebrosa oscuridad, en donde sufrían
insultos y escarnios: cuanto existía en torno suyo les contradecía,
rechazaba y confundía; y en vez de despreciar a los hombres cual si
hubiesen nacido para emplearse en su servicio, como lo creyeron durante
su vida, estaban entregados en el infierno al capricho de cierto número
de esclavos, que les hacían sufrir una cruel servidumbre: servíanles
afligidos, sin esperanza de poder suavizar jamás su esclavitud:
maltratábanles los esclavos convertidos en desapiadados tiranos, como
al yunque los golpes repetidos del martillo de los cíclopes cuando
Vulcano les hostiga para que trabajen en las fraguas encendidas del
monte Etna.

Vio allí Telémaco varios rostros pálidos, consternados y horribles,
y retratada en ellos aquella tétrica melancolía que consume a los
delincuentes: causábanse horror a sí mismos, horror inseparable de su
naturaleza: servíanles de castigo sus propios crímenes, viéndolos con
toda su enormidad y como espectros que les perseguían por todas partes;
y para libertarse de ellos buscaban una muerte más terrible que la que
les separó de sus cuerpos, que borrase toda sensación y conocimiento, y
pedían al abismo les sepultase para evitar les hiriese el rayo vengador
de la verdad. Pero les aguarda una venganza sin término, que destila
sobre su cabeza gota a gota. Temen ver la verdad, pues advierten que
les condena y hiere cual un rayo. Derrite su alma a la manera que el
metal en el horno encendido; y sin dejarles consistencia alguna, no
acaba de consumirles: disuelve todo principio de vida, mas no pueden
morir. Enajenados de sí mismos no hallan apoyo ni descanso un solo
instante: alienta su vida la rabia, y la absoluta carencia de esperanza
les arrastra al furor.

Entre estos objetos que erizaban el cabello, vio Telémaco muchos de los
antiguos reyes de Lidia, castigados por haber preferido las delicias de
una vida regalada a las tareas inseparables de la dignidad real para
alivio de los pueblos.

Reprendíanse mutuamente aquellos reyes la ceguedad en que vivieron; y
ora decía uno de ellos a su propio hijo, que le había sucedido en el
trono estas palabras: ¿No te recomendé una y mil veces en el decurso
de mi senectud, que reparases los males que produjera mi descuido?, ora
respondía el hijo de esta suerte: ¡Desventurado padre, vos sois la
causa de mi perdición! Vuestro ejemplo me inspira el fasto, el orgullo,
la sensualidad, y la aspereza para con los hombres; pues viéndoos
entregado a la molicie, rodeado de aduladores viles, me habitué a los
placeres y a la lisonja. Juzgué que el común de los hombres era con
respecto a los reyes lo que un caballo y otros animales de carga son
respecto del hombre; es decir, bestias que solo se estiman en cuanto
prestan servicios y contribuyen a la comodidad. Así lo juzgaba, y vos
me hicisteis juzgarlo; y por ello padezco ahora los males a que me ha
conducido el haberos imitado: añadiendo a estas reconvenciones las
maldiciones más espantosas, y apareciendo dispuestos a despedazarse
arrebatados por la rabia.

[Ilustración]

En torno de aquellos reyes volaban todavía cual nocturnas aves,
sospechas, falsos temores, desconfianza que venga a los pueblos del
rigor excesivo de sus soberanos, sed insaciable de riquezas, falsa
gloria siempre tiránica e infame, y molicie que aumenta los males que
padecen sin proporcionar jamás placeres sólidos.

Veíanse muchos de ellos castigados con severidad, no por los males
que causaran, sino por los bienes que habrían podido hacer. Todos los
delitos que proceden de la negligencia con que hacen observar las
leyes, se imputaban a aquellos monarcas que debían reinar únicamente
para que fuesen observadas. Imputábanseles también los desórdenes que
produjeron el fasto, el lujo y los demás excesos que arrastran al
hombre a un estado violento, y a despreciar las leyes para adquirir
riquezas; y sobre todo, trataban con el mayor rigor a los reyes que
en vez de obrar cual buenos y vigilantes pastores de sus pueblos, se
habían ocupado en destruir su rebaño cual carnívoro lobo.

Pero lo que más afligió a Telémaco fue ver en aquel abismo de males y
de tinieblas gran número de reyes que habían sido considerados buenos
en la tierra, los cuales se hallaban condenados a padecer en el Tártaro
por haberse dejado gobernar por hombres malvados y artificiosos, pues
se les castigaba por los males que les dejaran hacer a la sombra de su
autoridad; y la mayor parte de aquellos monarcas no habían sido buenos
ni malos: tan grande había sido su debilidad que ni temieron no conocer
la verdad, ni poseyeron la virtud, ni cifraron su dicha en hacer
beneficios.

[Ilustración]




LIBRO XIX.


SUMARIO.

Entra Telémaco en los Campos Elíseos: conócele su bisabuelo Arcesio,
el cual le asegura que Ulises vive, que le tornará a ver en Ítaca y
que será su sucesor en el trono de aquella isla. Descríbele luego
la felicidad de que gozan los justos, particularmente los reyes que
sirvieron a los dioses y procuraron el bienestar de sus vasallos.
Hácele notar que los héroes que solo sobresalieron en el arte de la
guerra están en un lugar separado y son menos venturosos. Retírase
Telémaco para volver al campo de los aliados.


[Ilustración]

LIBRO XIX.

Luego que salió Telémaco de aquellos lugares se sintió aliviado de un
grave peso; y esto le hizo conocer la desventura de los que se hallaban
encerrados en ellos sin esperanza de salir jamás. Causábale espanto
el considerar cuánto eran castigados los reyes con mayor rigor que
los demás culpables. ¡Cómo!, exclamaba, ¡tantas obligaciones, tantos
peligros, tantos lazos y dificultades para conocer la verdad, para
guardarse de sí mismo y de los demás hombres; y por último, tormentos
tan horribles en los infiernos después de haber vivido en la agitación,
envidiados y contrariados en el corto espacio de la vida! ¡Insensato
aquel que apetece la diadema! ¡Dichoso el que se ciñe a la condición
privada y pasiva, que hace menos difícil la virtud!

Al hacer estas reflexiones llenábase de turbación, se estremecía
hasta llegar a caer en la desesperación de los desventurados a quienes
acababa de ver; pero a medida que se alejaba de aquella tenebrosa
mansión de horror, iba recobrando el valor: respiraba ya, y descubría
de lejos la luz pura y agradable de la morada de los héroes.

Allí habitaban los buenos reyes que hasta entonces habían reinado con
sabiduría, los cuales estaban separados de los demás justos; pues a
la manera que los malos príncipes padecían en el Tártaro tormentos
infinitamente más rigurosos que los demás que vivieron en la condición
privada, así los buenos reyes gozaban en los Campos Elíseos una dicha
infinitamente superior que el resto de los mortales a quienes animó la
virtud mientras existieron.

[Ilustración]

Acercose Telémaco a aquellos reyes que discurrían por entre olorosos
bosques, hollando con la planta céspedes siempre floridos y nuevos,
regados por pequeños arroyos de hermosas y cristalinas aguas, que
producían una frescura deliciosa, a cuyas orillas resonaban los
trinados gorjeos de crecido número de aves. Hermanábanse allí las
flores de la primavera y los ricos frutos del otoño: jamás se
experimentaban los ardores de la abrasada canícula, ni se atrevía
el aquilón a soplar. La guerra sedienta de sangre, la envidia que
muerde con su venenosa boca y abriga ponzoñosas víboras, la rivalidad,
la desconfianza, el temor, los vanos deseos; nada turba aquella
afortunada mansión de la paz. No tiene allí término el día, ni se
conocen las sombras de la noche. En torno de los cuerpos de aquellos
hombres justos se difunde una luz pura y agradable que les cubre como
las vestiduras; pero aquella luz no es semejante a la opacidad que
alumbra a los mortales, y que no es otra cosa que tinieblas: más que
luz, es gloria celestial: penetra los cuerpos de mayor espesor más
sutilmente que los rayos del sol el cristal: no deslumbra jamás; al
contrario, fortifica la vista y produce en el alma cierta especie de
serenidad: solo ella alimenta a los bienaventurados: de ellos sale y a
ellos vuelve, penetrando e incorporándose con ellos cual el alimento
a los vivientes. La ven, la sienten y la respiran; produce en ellos
un manantial inagotable de paz y de goces, quedando sumergidos en un
abismo de delicias cual los peces en las aguas del mar. Nada apetecen:
poséenlo todo sin tener cosa alguna, porque satisfecho su corazón con
aquella luz pura no conocen deseos, y la plenitud y abundancia les
hace superiores a cuanto desean gozar sobre la tierra los hombres
hambrientos e insaciables. Desprecian las delicias que disfrutan,
porque el exceso de su felicidad interior no les deja sentir los goces
exteriores: semejantes a los dioses que, saciados con la ambrosía y
el néctar, desdeñarían cual manjares groseros los que les presentasen
de la mesa más exquisita de cualquier mortal. Huyen todos los males
de aquellos lugares de quietud y de paz: la muerte, las dolencias, la
pobreza, el dolor, el pesar, el remordimiento, el temor, la discordia,
el disgusto, el enojo, y hasta la esperanza que produce a las veces
penas iguales al temor, no penetra allí jamás.

Las elevadas montañas de la Tracia, cuyas altas cimas cubiertas
de nieve y de hielo desde los primeros tiempos del mundo hienden
las nubes, serían arrancadas de sus cimientos colocados en el
centro de la tierra con mayor facilidad que pudiera conmoverse el
corazón de aquellos hombres justos. Compadecen sin embargo las
miserias que agobian a los mortales, aunque la compasión en nada
turba su inalterable dicha. Juventud eterna, perdurable felicidad,
celestial gloria, están retratadas en sus rostros; pero no es su
alegría inmodesta e inconsiderada, sino agradable, noble, y llena de
majestad: enajenados con el goce sublime de la verdad y de la virtud,
experimentan a cada instante y sin interrupción aquella sorpresa que
siente una madre al ver al hijo querido cuya muerte había llorado; mas
el gozo que abandona en breve a la madre, permanece por siempre en el
corazón de aquellos héroes sin desfallecer un momento y renovándose
incesantemente: sienten la enajenación del ebrio; pero no la ceguedad y
turbación que produce la embriaguez.

Diviértense con lo que gozan: fijan con desprecio la planta en lo
que formaba el regalo y ostentación de la clase en que vivieran, cuya
suerte lamentan: recuerdan complacidos aquellos tristes pero pasajeros
años que tuvieron la desgracia de combatir contra sí mismos y contra
el torrente de hombres viciosos para llegar a ser buenos: admiran el
auxilio de los dioses que como por la mano les condujeran a la virtud
en medio de tantos peligros. Circula sin cesar por sus corazones
cierto espíritu divino, cual un torrente de la misma divinidad que se
incorpora con ellos: ven y conocen su dicha, y que serán eternamente
dichosos. Cantan en loor de los dioses a una voz, con un pensamiento y
un solo corazón; y produce la felicidad en sus almas unidas un flujo y
reflujo continuo.

En este enajenamiento divino pasan los siglos con más velocidad que
los mortales las horas; y sin embargo no se disminuye su felicidad
inalterable en mil y otros mil siglos. Reinan todos a la vez; mas no
sobre tronos que pueda destruir el influjo del hombre, sino en sí
mismos y con un poder inmutable; pues no necesitan hacerse temibles
usando de la autoridad que emana de una nación vil y miserable. No usan
coronas, cuyo brillo oculta tantos disgustos y sinsabores: los mismos
dioses han ceñido su sien con diademas que no puede alterar ningún
influjo humano.

Telémaco, que buscaba a su padre, y que temiera antes hallarle en
aquellos lugares deliciosos, quedó tan complacido de la paz y ventura
que gozaban, que habría deseado encontrarle allí, y aun se afligía al
considerar le era preciso volver a la sociedad de los mortales. Aquí,
decía, se encuentra la verdadera vida: la que ofrece el mundo es una
verdadera muerte. Pero lo que más le maravillaba era haber visto tantos
reyes castigados en el Tártaro, y tan corto número de ellos premiados
en los Campos Elíseos; y de aquí dedujo ser escasa la porción de ellos
bastante animosos y esforzados para resistir su propio poder, y la
adulación de los muchos que se dedican a excitar sus pasiones. Así
es que son raros los buenos reyes, y que no serían justos los dioses
si habiendo tolerado el abuso de su poder mientras vivieron, no les
castigasen más allá de la vida.

No encontrando Telémaco a su padre Ulises entre aquellos reyes, buscó
al divino Laertes su abuelo, y mientras que lo hacía inútilmente,
acercose a él un anciano respetable y lleno de majestad; mas no era su
vejez semejante a la de los hombres, a quienes agobia el peso de los
años. Conocíase, sí, haber muerto en la senectud, y reunía la gravedad
de ella a las gracias de la adolescencia; porque estas se renuevan aun
en los más caducos ancianos luego que entran en los Campos Elíseos.
Adelantábase hacia Telémaco apresuradamente, y le miraba con cierta
complacencia cual si fuese para él persona muy querida. Entre tanto
hallábase Telémaco cuidadoso y perplejo por no conocerle.

[Ilustración]

Querido hijo mío, le dijo el anciano, yo te perdono que no me conozcas:
soy Arcesio, padre de Laertes. Terminé la carrera de mis días antes
que Ulises mi nieto partiese al sitio de Troya, y niño todavía tú,
ibas en los brazos de la nodriza. Desde entonces concebí de ti grandes
esperanzas, y no me he engañado; pues veo desciendes al reino de Plutón
en busca de tu padre, y que los dioses te favorecen en esta empresa.
¡Venturoso joven! ¡Los dioses te protejen y preparan una gloria igual
a la de tu padre! ¡Venturoso yo también pues vuelvo a verte! Cesa,
cesa de buscar a Ulises en estos lugares: vive todavía, y a él está
reservado el restablecimiento de nuestra dinastía en la isla de Ítaca.
El mismo Laertes, aunque oprimido por los años, existe también, y
espera el regreso de su hijo para que cierre sus párpados. Trascurre
la vida del hombre como las flores que se abren por la mañana, y a la
tarde se marchitan y son despreciadas. Trascurren las generaciones
cual la corriente de un caudaloso río, y nada alcanza a detener la
marcha presurosa del tiempo, que arrastra en pos de sí lo que parece
más inmutable. Tú, hijo mío, tú mismo, tú mismo que ahora gozas de una
juventud vigorosa y fecunda en placeres, considera que esta hermosa
edad no es otra cosa que una flor que se secará apenas haya nacido:
tú te verás trocado insensiblemente: se desvanecerán cual un sueño
las encantadoras gracias y agradables placeres que te acompañan, la
robustez, el gozo, la salud, y solo te quedará de todo ello un triste
recuerdo: la senectud desfallecida y enemiga de los placeres vendrá
a arrugar tu rostro, a agobiar tu cuerpo, debilitar tus miembros,
a agotar en tu corazón el manantial del gozo, a disgustarte de lo
presente, a inspirarte temor de lo futuro, a hacerte insensible a todo
a excepción del dolor.

Acaso esta época te parezca remota; mas ¡ay!, te engañas, hijo mío:
se acerca veloz: ya llega; pues lo que se aproxima con tal rapidez no
dista mucho, mientras lo presente que pasa fugitivo está ya bien lejos,
porque se aniquila mientras lo decimos y no puede retroceder. Jamás
cuentes con lo presente, hijo mío: sigue el camino áspero y trabajoso
de la virtud con la vista siempre fija en el porvenir. Prepárate un
lugar en la mansión dichosa de la paz por medio de costumbres puras y
amor a la justicia.

Por último, en breve verás a tu padre recobrar la autoridad en Ítaca:
reinarás después de él. Pero ¡ah, hijo mío!, ¡cuánto engaña la diadema!
Cuando se mira de lejos brillan en ella grandezas y delicias; mas
considerada de cerca solo se hallan espinas. Puede el ciudadano vivir
sin deshonra oscurecido en agradable vida; mas un rey no puede preferir
sin deshonrarse las comodidades y la ociosidad a las penosas funciones
del gobierno. Debe ocuparse de los que gobierna y jamás de sí mismo:
sus menores faltas son de gran consecuencia, pues acarrean la desgracia
de los pueblos tal vez por muchos siglos: deben reprimir la audacia
de los malos, proteger la inocencia y extirpar la calumnia. No basta
que dejen de hacer mal: preciso es causen todo el bien posible que el
estado ha menester: tampoco basta produzcan el bien por sí mismos,
sino que están obligados a impedir todo el mal que harían los demás
si no les contuviesen. Teme, pues, hijo mío, teme una condición tan
peligrosa: ármate de valor contra ti mismo, contra tus pasiones y
contra la adulación.

Mientras decía estas palabras Arcesio, parecía animado de un espíritu
divino, y se manifestaba en su rostro la compasión por los males que
acompañan al cetro. Cuando se empuña, decía, para satisfacer las
pasiones, es una tiranía monstruosa: cuando para llenar los deberes
y conducir a un numeroso pueblo cual el padre a sus hijos, es una
servidumbre penosa que requiere valor y sufrimiento heroico; y de aquí
es que los que reinan con virtud sincera, poseen en los Campos Elíseos
cuanto puede darles el poder de los dioses para complemento de su
felicidad.

Penetraban las palabras de Arcesio hasta el corazón de Telémaco,
grabándose en él a la manera que el buril del diestro artífice
esculpe en el bronce las figuras que quiere conservar indelebles a
la posteridad más remota, o como un fuego sutil que se introducía en
sus entrañas: sentíase conmovido e inflamado, y descendía al parecer
sobre él cierto espíritu divino que le consumía interiormente, sin que
pudiese contener, soportar ni resistir tan viva y deliciosa sensación,
mezclada con un tormento capaz de producir la muerte.

Comenzó Telémaco a respirar con mayor libertad al advertir en las
facciones de Arcesio mucha semejanza con las de Laertes; y aun le
parecía recordar confusamente que las había visto en el rostro de su
padre Ulises cuando partió al sitio de Troya.

Este recuerdo enterneció el corazón de Telémaco: corrían por sus
mejillas lágrimas de gozo: quería estrechar en sus brazos a tan
querida sombra, y lo procuró muchas veces, pero en vano; pues huía cual
el sueño engañoso, y semejante al que duerme, y ora sigue con la boca
abierta y sedienta la fugitiva corriente, ora procura articular con
torpe labio palabras que no puede pronunciar, ora extiende las manos
esforzándose inútilmente; del mismo modo enternecido Telémaco veía a
Arcesio, le oía y le hablaba, aunque sin poder encontrar su cuerpo. Por
último, preguntole quiénes eran aquellos hombres que veía en torno suyo.

En ellos estás viendo, hijo mío, respondió el anciano, los hombres
célebres que fueron el adorno de su siglo y la gloria del género
humano. Entre ellos se encuentra el escaso número de reyes que fueron
dignos de la corona, y cumplieron con fidelidad las funciones de
dioses de la tierra. Los que ves a su inmediación, aunque separados
por una nube trasparente, gozan gloria inferior; y sin embargo de que
verdaderamente son héroes, no puede compararse el valor de sus proezas
militares con la gloria de los reyes sabios, justos y benéficos.

Entre esos héroes verás a Teseo con semblante un tanto melancólico:
siente la desgracia de haber sido demasiado crédulo para con una mujer
artificiosa, y aún se aflige al recordar la injusticia con que pidió a
Neptuno la muerte de su hijo Hipólito: ¡dichoso él si no hubiera sido
tan pronto y fácil de irritar! También verás a Aquiles apoyado sobre la
lanza, a causa de aquella grave herida que recibió en el talón, hecha
por el infame Paris, y que terminó su vida. Si su sabiduría, moderación
y justicia hubiesen igualado a su intrepidez, le hubieran concedido los
dioses un reinado más duradero; mas doliéronse de los dólopes y ftiotas
sobre quienes debía reinar después de Peleo, y no quisieron confiar
tantos pueblos a un hombre más propenso al enojo que el proceloso
mar. Abreviaron las Parcas el hilo de sus días, y fue cual la flor que
corta la reja del arado apenas se abrió, y expira el mismo día que la
vio nacer. Sirviéronse los dioses de él para castigar a los hombres de
sus delitos como de las tempestades y torrentes, haciendo que abatiese
Aquiles las murallas de Troya para vengar el perjurio de Laomedonte
y los injustos amores de Paris: y después de haberle empleado como
instrumento de su venganza, aplacados ya, se negaron a las lágrimas de
Tetis, y a dejar por más tiempo sobre la tierra a aquel joven héroe,
que no era a propósito para otra cosa que para inquietar a los hombres
y asolar ciudades y reinos.

¿Ves aquel otro con semblante feroz? Es Áyax, hijo de Telamón y deudo
de Aquiles, cuya gloria en las lides tal vez no te sea desconocida.
Muerto Aquiles pretendió que solo a él debían adjudicar sus armas:
creyó tu padre no ser inferior a él, y juzgaron los griegos en favor
de este. Desesperado Áyax diose la muerte, y aun se ven retratados
en su rostro la indignación y el furor. No te acerques a él, hijo
mío, pues creería que ibas a insultarle en la desgracia, y debe ser
compadecido. ¿No reparas que nos mira con disgusto, y que se introduce
aceleradamente en aquel bosque sombrío por serle odiosa nuestra
vista? Observa a este otro lado a Héctor, que habría sido invencible
si el hijo de Tetis no hubiera existido en su tiempo. Pero he allí a
Agamenón, que lleva todavía sobre sí las señales de la perfidia de
Clitemnestra. ¡Ah hijo mío!, me estremezco al recordar las desgracias
de la familia del impío Tántalo. La discordia de los dos hermanos
Tiestes y Atreo ha llenado de horror y de sangre esta mansión. ¡Ah,
cuántos delitos acarrea un solo crimen! Regresando Agamenón del sitio
de Troya a la cabeza de los griegos, no tuvo tiempo para gozar
tranquilo la gloria que adquiriera: tal es el destino del mayor número
de los conquistadores. Todos estos héroes que ves fueron temibles en la
guerra; pero nunca amables por sus virtudes, y por lo mismo se hallan
en la segunda morada de los Campos Elíseos.

Los demás reinaron con justicia y obtuvieron el amor de sus pueblos:
por esta causa son los favoritos de los dioses. Mientras que Agamenón
y Aquiles conservan todavía el disgusto y defectos de que adolecieron,
y se lamentan en vano de sus discordias y peleas, y de la vida que
perdieron afligiéndose por no ser otra cosa que sombras vanas e
impotentes; nada tienen que desear para su dicha estos reyes justos,
purificados por la luz divina que les alimenta. Ven compasivos la
inquietud de los mortales, y parécenles juegos de la infancia los
negocios que ocupan al hombre ambicioso: sus corazones se hallan
saciados con la verdad y la virtud que beben en su fuente. Nada tienen
que sufrir de sí ni de otro: sin deseos, sin necesidades ni temores,
todo acabó para ellos a excepción de su dicha, que no puede acabarse.

Observa, hijo mío, al antiguo Ínaco que fundó el reino de Argos. Su
vejez agradable y majestuosa, las flores que nacen a sus pies, paso
ligero semejante al vuelo de las aves, la lira de marfil que lleva
en la mano con la cual acompaña el canto eterno en alabanza de las
maravillas de los dioses. Su boca y su corazón exhalan un perfume
exquisito, y los acentos de su armoniosa lira y de su voz arrobarían a
los dioses y a los hombres. De este modo ha sido recompensado el amor
a los pueblos que reunió dentro del recinto de nuevas murallas, y a
quienes dictó leyes.

[Ilustración]

También puedes observar entre aquellos mirtos al egipcio Cécrope,
que reinó el primero en Atenas, ciudad consagrada a la diosa de la
sabiduría, y cuyo nombre se le dio. Conduciendo Cécrope desde Egipto
leyes útiles dio origen en Grecia a las ciencias y buenas costumbres,
suavizó el carácter feroz de los habitantes del Ática, y los reunió con
vínculos sociales. Fue justo, humano, compasivo: dejó en la abundancia
a los pueblos mientras quedaba su familia en la medianía, no queriendo
obtuviesen la autoridad sus hijos después de su muerte, porque juzgaba
había otros más dignos que ellos.

Preciso es te señale en aquel pequeño valle a Erictonio, que inventó
el uso de la plata para acuñar moneda con el objeto de facilitar el
comercio entre las islas de Grecia, aunque previendo los inconvenientes
de su invención. Aplicaos, decía a todos los pueblos, a multiplicar en
vuestro suelo las riquezas que proporciona la naturaleza, que son las
verdaderas: cultivad la tierra para tener en abundancia trigo, vino,
aceite y frutas: multiplicad los rebaños para que os alimenten con
la leche y os cubran con la lana: de este modo os pondréis en estado
de no temer jamás la pobreza. Seréis más ricos cuanto sea mayor el
número de vuestros hijos, con tal que los hagáis laboriosos; porque es
inagotable la tierra, y su fecundidad se aumenta a medida del número de
brazos que se ocupan en cultivarla cuidadosamente: a todos recompensa
con liberalidad, al paso que se hace avara e ingrata para con los
que descuidan su cultivo. Dedicaos principalmente a las riquezas
verdaderas que satisfacen las necesidades del hombre. La moneda debe
solo apreciarse en cuanto es necesaria, bien para sostener las guerras
exteriores inevitables, bien para el comercio de las mercancías que
siendo precisas falten en vuestro país; y aun sería de desear se
hiciese únicamente el comercio de aquellas cosas que no sirven para
mantener el lujo, la vanidad y la molicie.

Mucho temo, decía varias veces el sabio Erictonio, mucho temo, hijos
míos, haberos hecho un presente funesto inventando la moneda. Preveo
excitará la avaricia, el fasto y la ambición; que sostendrá infinito
número de artes perniciosas que corromperán las costumbres; que os hará
molesta la feliz sencillez que proporciona el reposo y seguridad de
la vida; y por último, que os conducirá a despreciar la agricultura,
fundamento de la vida humana y origen de los bienes verdaderos; pero
los dioses son testigos de la pureza de corazón con que os he dado esta
invención útil en sí misma. Finalmente, cuando advirtió Erictonio que
la moneda corrompía los pueblos, según lo había previsto, se retiró
lleno de sentimiento a los montes, en donde vivió pobre y retirado de
los hombres hasta una extremada senectud, sin querer mezclarse en el
gobierno de ellos.

Apareció poco tiempo después en Grecia el célebre Triptólemo, a quien
enseñara Ceres el arte de cultivar la tierra y de poblarla anualmente
de doradas mieses; no porque los hombres desconocieran todavía el
trigo y los medios de multiplicarlo sembrándole, sino porque ignoraban
la perfección de la labranza, y enviado Triptólemo por Ceres, vino a
ofrecer con el arado en la mano los dones de aquella deidad a todos
los pueblos que tenían bastante ánimo para vencer su natural pereza y
dedicarse a un trabajo asiduo. En breve enseñó Triptólemo a los griegos
a romper la tierra, fecundizarla y abrir sus entrañas; en breve las
cortadoras hoces abatieron las tiernas espigas que poblaban los campos;
y luego que fue conocido el medio de cultivar el trigo y alimentarse
con el pan, suavizaron sus costumbres hasta los pueblos más salvajes
que vagaban por las selvas del Epiro y la Etolia, sustentándose con
bellotas, y se sometieron al yugo de las leyes.

Hizo conocer Triptólemo a los griegos cuán lisonjero sea deber las
riquezas al propio trabajo, y extraer de la tierra todo lo necesario
para vivir con comodidad. Esta inocente y sencilla abundancia,
inherente a la agricultura, hizo recordasen los prudentes consejos de
Erictonio, y empezaron a despreciar la moneda y todas las riquezas, que
coloca en el número de ellas la imaginación de hombres a quienes seduce
el deseo de placeres peligrosos, alejándoles del trabajo en que antes
hallaban bienes efectivos y costumbres puras en la vida independiente.
Conocieron, pues, que un campo fértil y bien cultivado es un verdadero
tesoro para una familia que desee vivir con frugalidad cual vivieron
sus padres. ¡Dichosos habrían sido los griegos si hubiesen subsistido
en estas máximas tan capaces de hacerles poderosos, independientes,
felices y dignos de serlo por una virtud sólida! Mas ¡ah!, las
olvidaron, empezaron a apreciar las falsas riquezas, descuidando
poco a poco las verdaderas, y llegaron a degenerar de su primitiva y
maravillosa sencillez.

¡Hijo mío!, reinarás algún día, y entonces acuérdate de inclinar a los
hombres a la agricultura, de honrarla y de aliviar a los que se dedican
a ella; y no permitas viva ninguno en la ociosidad, ni ocupado en las
artes que mantienen el lujo y la corrupción. Aquí se ven favorecidos
de los dioses dos hombres que fueron sabios en la tierra. Repara, hijo
querido, cuán superior es su gloria a la de Aquiles y a la de otros
héroes que solo se distinguieron en la guerra; superioridad semejante a
la hermosa primavera que excede en ventajas al invierno, o a la luz del
sol que brilla infinitamente más que la luna.

En tanto que Arcesio hablaba de esta suerte, advirtió tenía Telémaco
fija la vista en un pequeño bosque de laureles y un cristalino arroyo,
cuyas orillas se veían sembradas de violetas, rosas y otras muchas
flores, cuyos colores variados imitaban a los de Iris cuando desciende
a la tierra para anunciar a los mortales los decretos del Olimpo.
Encontrábase en aquel lugar el gran rey Sesostris, a quien conoció
Telémaco, lleno de una majestad infinitamente mayor que la que en él
se advertía cuando ocupaba el trono de Egipto: despedían sus ojos una
agradable luz que ofuscaba los de Telémaco; y al verle hubiera podido
creérsele embriagado con el néctar, según le había hecho superior a la
razón humana el espíritu divino para recompensar sus virtudes.

Reconozco, dijo Telémaco a Arcesio, reconozco, padre mío, a aquel sabio
rey de Egipto a quien vi no ha mucho tiempo.

[Ilustración]

Hele allí, respondió Arcesio: su ejemplo te convencerá de la
munificencia con que los dioses premian a los buenos monarcas. Pero es
preciso sepas que toda su felicidad actual nada es en comparación de la
que le estaba destinada, si la prosperidad no le hubiese hecho olvidar
los preceptos de la moderación y de la justicia. El deseo de abatir el
orgullo de los tirios le empeñó en ocupar aquella ciudad: la conquista
de ella excitó el nuevo deseo de otras conquistas, y seducido por la
gloria vana de los conquistadores, subyugó, o para decirlo mejor, asoló
toda el Asia. Regresó a Egipto cuando su hermano se había apoderado
del reino y alterado las mejores leyes con su injusto gobierno, y de
consiguiente las gloriosas conquistas de Sesostris produjeron solo el
efecto de turbar el sosiego de su imperio. Pero lo que le hace menos
disculpable es haberse dejado llevar del amor a su propia gloria,
arrastrando al carro de su triunfo los reyes más soberbios a quienes
había vencido. Llegó a conocer este error, y se avergonzó de su
inhumanidad. Tal fue el fruto de sus victorias, y he aquí lo que hacen
los conquistadores en perjuicio suyo y de los estados que gobiernan
cuando tratan de usurpar los de sus vecinos. Esto perjudicó la gloria
de un monarca, por otra parte justo y benéfico; gloria que le tenían
preparada los dioses.

¿Ves aquel otro, cuya herida parece reciente? Es Dioclides, rey de
Caria, que se inmoló voluntariamente en una batalla por el bien de su
pueblo, por haber presagiado el oráculo que en la guerra de los carios
con los licios vencería la nación cuyo rey pereciese.

Considera aquel otro sabio legislador que, habiendo dictado leyes
capaces de hacer felices a sus vasallos, exigió de ellos jurasen no
violarían jamás ninguna durante su ausencia; y hecho este juramento se
desterró voluntariamente de su patria, y murió pobre fuera de ella para
obligarles a guardar por siempre leyes tan útiles.

También estás viendo a Eunésimo, rey de los pilios, y uno de los
progenitores del sabio Néstor. En cierta peste que asolaba la tierra,
y cubría de nuevas sombras las orillas del Aqueronte, suplicó a los
dioses aplacaran su enojo contentándose con su muerte para que se
salvasen millares de inocentes: oyéronle propicios, y le proporcionaron
aquí una verdadera corona en nada comparable con las que ofrece el
mundo.

Aquel anciano que ves coronado de flores es el famoso Belo que reinó
en Egipto, se enlazó con Anquínoe, hija del dios Nilo, que oculta el
origen del manantial de sus aguas y enriquece las tierras que riega
cuando las inunda: tuvo dos hijos; Dánao, cuya historia no ignoras,
y Egipto que dio su nombre a aquel hermoso reino. Creyose Belo más
poderoso por la abundancia que proporcionaba a su pueblo y por el
amor de sus súbditos, que por todos los tributos que hubiera podido
imponerles.

Todos estos hombres, a quienes crees muertos, viven aún, hijo mío; pero
no como lo hacen los que arrastran la vida miserable del mundo, que es
una verdadera muerte: solamente se han trocado sus nombres. ¡Plegue a
los dioses merezcas esta dichosa vida, que nada puede turbar ni hallará
término! Apresúrate, pues: ya es tiempo de que vayas en busca de tu
padre. Antes de hallarle, ¡ay!, ¡cuánta sangre verás derramada! ¡Pero
qué gloria te espera en las campiñas de la Hesperia! Recuerda los
consejos del sabio Méntor: si obras según ellos será célebre tu nombre
entre todas las naciones y por todos los siglos.

[Ilustración]

Dijo: y al momento condujo a Telémaco hasta la puerta de marfil que
da salida al tenebroso imperio de Plutón. Separose de él Telémaco
bañado en lágrimas sin poder abrazarle; y saliendo de aquellos lugares
sombríos, regresó con celeridad al campo de los confederados, después
de haberse reunido a los dos jóvenes cretenses que le acompañaron hasta
cerca de la caverna, y que no tenían esperanzas de volverle a ver.

[Ilustración]




LIBRO XX.


SUMARIO.

Reunidos en consejo los jefes del ejército para determinar si
convendría apoderarse de Venusa por sorpresa, se opone Telémaco a este
dictamen y triunfa su opinión. Dase una batalla, y Telémaco y Adrasto
se buscan recíprocamente deseosos de matarse. Mezclado y confundido
este último con los aliados, hace una horrible matanza hasta que
encontrándole Telémaco le vence, concediéndole la vida bajo ciertas
condiciones. Repuesto Adrasto después del vencimiento, intenta herir a
su vencedor y pierde la vida a consecuencia de su traición.


[Ilustración]

LIBRO XX.

Reuniéronse entre tanto los caudillos del ejército confederado para
deliberar si convendría apoderarse de Venusa, plaza fuerte usurpada por
Adrasto en otro tiempo a los apulios peucetios, que habían tomado parte
contra él en la liga para reclamar la injusticia de esta agresión. Con
el fin de apaciguarlos puso Adrasto en depósito aquella ciudad en poder
de los lucanios; pero corrompiendo con sus dádivas a la guarnición y
al jefe de ella, de manera que los lucanios tenían menos autoridad que
él en Venusa, y en esta negociación fueron engañados los apulios, que
convinieron en que la guardasen los lucanios.

Cierto ciudadano de Venusa, llamado Demofonte, había ofrecido a los
confederados franquearles durante la noche una de las puertas de la
ciudad; y esta ventaja era tanto mayor cuanto tenía Adrasto todas las
provisiones de boca y guerra en un castillo inmediato a ella, que no
podía defenderse tomada Venusa. Opinaron Néstor y Filoctetes debía
aprovecharse tan feliz ocasión, y arrastrados por la autoridad de
estos, y alucinados con la utilidad de tan fácil empresa, aprobaban su
dictamen todos los caudillos; pero hizo Telémaco los últimos esfuerzos
para que abandonasen este proyecto.

No ignoro, les dijo, que si algún hombre merece ser sorprendido
y engañado es Adrasto, que tantas veces engañó al mundo entero.
Conozco que sorprendiendo a Venusa lograríais ocupar una ciudad que
os pertenece por ser de los apulios, pueblo confederado. Confieso
pudierais hacerlo con más apariencia de razón que Adrasto; porque
puesta en depósito la ciudad, ha corrompido al comandante y tropas
que la guarnecen para ocuparla cuando lo juzgue oportuno. Por último,
comprendo como vosotros que ocupada Venusa seríais dueños al día
inmediato del castillo en donde se hallan todas las provisiones y
preparativos de guerra que ha reunido Adrasto, y que de este modo en
dos días terminaríais esta formidable guerra. ¿Pero no vale más perecer
que alcanzar la victoria por tales medios? ¿Deberá oponerse el fraude
al engaño? ¿Se dirá que tantos reyes, confederados para castigar los
engaños del impío Adrasto, son tan engañosos como él? Si nos es lícito
obrar como Adrasto, no es culpable él y somos injustos en querer
castigarle. ¿Acaso la Hesperia entera, sostenida por tantas colonias
griegas y por tantos héroes regresados del sitio de Troya, no tiene
otras armas contra el perjurio y perfidia de Adrasto que la perfidia y
el perjurio?

Jurasteis por lo más sagrado dejar a Venusa en depósito en poder de los
lucanios; mas decís que la guarnición ha sido corrompida por el oro de
Adrasto: lo creo así; pero esta guarnición se halla a sueldo de los
lucanios, no ha rehusado obedecerles, ha guardado a lo menos en la
apariencia la neutralidad, y ni Adrasto ni los suyos han entrado jamás
en Venusa: subsiste el pacto, y los dioses no han olvidado vuestro
juramento. ¿No se cumplirá la palabra dada sino cuando falten pretextos
para violarla? ¿Ni habrá fidelidad y juramento sino cuando ninguna
utilidad proporcione el violar la fe de él? Si el amor a la virtud y
el temor a los dioses no os mueven, muévaos al menos vuestro interés
y reputación; porque si dais a los hombres el pernicioso ejemplo de
faltar a vuestra palabra, y violar el juramento para terminar una
guerra, ¿cuántas excitaréis con la impiedad de semejante conducta? ¿Qué
vecino vuestro no os detestará temiéndolo todo de vosotros? ¿Quién
podrá desde hoy fiar en vuestra palabra, aun en la necesidad más
urgente? ¿Qué seguridad podéis dar cuando pretendáis ser sinceros, y
os sea conveniente persuadir a vuestros vecinos de vuestra sinceridad?
¿Algún pacto solemne? Ya habéis hollado uno. ¿Algún juramento? ¡Ah!,
¿no sabrán todos que no respetáis a los dioses cuando el perjurio puede
proporcionaros alguna ventaja? Para vosotros no tendrá la paz mayor
seguridad que la guerra. Cuanto hagáis será considerado como una guerra
fingida o declarada: seréis enemigos perpetuos de los que tengan la
desgracia de vivir cerca de vosotros: os serán imposibles todas las
negociaciones que exijan reputación, probidad y confianza, y no os
quedará otro recurso que hacer creer aquello que prometáis.

He aquí, añadió Telémaco, un motivo más poderoso que debe llamar
vuestra atención, si aún respetáis la probidad y conocéis vuestros
intereses: a saber, que un comportamiento tan falaz ataca la integridad
de la liga, y la arruinará; porque vuestro perjurio proporcionará el
triunfo a Adrasto.

Al oír esto preguntáronle todos cómo se atrevía a decir que arruinaría
la liga una acción que debía proporcionar la victoria.

¿Podréis fiar unos de otros, respondió Telémaco, si llegáis a hollar
una sola vez los vínculos de la sociedad, de la confianza y de la buena
fe? Después que hayáis establecido la máxima de que es lícito violar la
fe, cuando median grandes intereses, ¿quién de vosotros podrá fiarse
de los demás, si estos hallan ventajas considerables en faltar a su
palabra y engañaros? ¿Qué será de vosotros? ¿Quién no prevendrá con el
artificio los engaños de su vecino? ¿Qué es una liga de muchas naciones
cuando convienen estas en que es permitido hostilizarse y violar la fe
jurada? ¿Cuál será vuestra mutua desconfianza, vuestras discordias,
vuestros esfuerzos para destruiros? No tendrá Adrasto necesidad de
atacaros: vosotros mismos os destruiréis justificando su engañosa
conducta.

¡Sabios y poderosos monarcas que regís con prudencia numerosas
naciones!, no desoigáis los consejos de un inexperto joven. Si algún
día llegáis a padecer aquellas calamidades espantosas que suele
acarrear la guerra, podréis restableceros con vigilancia y con los
esfuerzos que proporciona la virtud; porque nunca llega a abatirse el
verdadero ánimo. Pero una vez traspasada la barrera del honor y de
la buena fe, se hará irreparable vuestra pérdida, porque no podréis
restablecer la confianza necesaria al buen éxito de los negocios
importantes, ni atraer a los hombres a las máximas de la virtud después
de haberles enseñado a despreciarlas. ¿Qué os acobarda? ¿Acaso no
tenéis valor suficiente para vencer sin engañar? ¿No bastará vuestra
virtud unida a los esfuerzos de tantas naciones? Peleemos, muramos si
es preciso antes que obtener la victoria por medios indignos. Adrasto,
el impío Adrasto será vencido, si nos causa horror imitar su infamia y
mala fe.

Al acabar Telémaco este razonamiento conoció haber salido de sus labios
la dulce persuasión, e introducídose en los corazones de los que le
escuchaban. Notó en la asamblea un profundo silencio: todos pensaban
no en él ni en la elocuencia de sus palabras, sino en la fuerza de la
verdad que encerraba su discurso, y en los semblantes de todos se veía
la admiración. Por último, percibiose un rumor que fue difundiéndose
por toda la asamblea: mirábanse unos a otros, aunque sin atreverse a
romper el silencio, esperando lo hiciesen los primeros caudillos del
ejército, y costábales violencia ocultar su opinión.

Digno hijo de Ulises, exclamó en fin el grave Néstor, los dioses han
movido vuestro labio; y Minerva que inspiró a vuestro padre tantas
veces, os ha dictado el consejo sabio y generoso que acabáis de darnos.
No atiendo a vuestros pocos años; considero haber hablado Minerva
por vuestra boca. Recomendáis la virtud, sin la cual son verdaderas
pérdidas las mayores ventajas, y se excita en breve la venganza de los
enemigos, la desconfianza de los aliados, la indignación de los hombres
de bien y el justo enojo de los dioses. Dejemos, pues, a Venusa en
poder de los lucanios, y pensemos solo en vencer a Adrasto empleando
para ello nuestro propio valor.

Dijo: y toda la asamblea aplaudió sus palabras; pero al aplaudirlas
volvían todos la vista maravillados hacia el hijo de Ulises, que les
parecía inspirado por Minerva.

Suscitose en seguida otra cuestión que proporcionó igual gloria a
Telémaco. El pérfido y cruel Adrasto envió al campo de los confederados
a un tránsfuga llamado Acanto, que debía envenenar a los más
distinguidos caudillos, con encargo especial de no omitir cosa alguna
para dar muerte a Telémaco, que era el terror de los daunios. Conducido
este por su valor y candidez, recibió bondadoso a aquel desgraciado
que había visto a Ulises en Sicilia, y referídole las aventuras de
este héroe. Le alimentaba y procuraba consolarle en su desgracia;
porque se lamentaba Acanto de haberle engañado y tratado indignamente
Adrasto. Así mantenía y abrigaba en su seno a la ponzoñosa víbora que
se preparaba a causarle una herida mortal.

[Ilustración]

Fue sorprendido otro tránsfuga llamado Arión, a quien enviaba Acanto
para informar a Adrasto del estado del campo confederado, y asegurarle
de que al día siguiente envenenaría a los principales reyes y a
Telémaco en cierto festín que debía este darles; y confesó su traición.
Sospecharon que estaba de acuerdo con Acanto por ser ambos amigos; pero
este, llevando al extremo su intrepidez y simulación, se defendió con
tal destreza, que ni se le pudo hacer confesar ni descubrir la trama de
la conjuración.

Opinaron algunos reyes debía sacrificarse a Acanto en obsequio de la
pública seguridad. Preciso es, decían, que perezca: la vida de un
hombre nada vale cuando se trata de asegurar la de tantos monarcas.
¿Qué importa perezca un inocente para conservar a los que representan
en la tierra a los dioses?

¡Qué máxima tan inhumana!, ¡qué bárbara política!, interrumpió
Telémaco. ¡Cómo sois tan pródigos de sangre humana, vosotros que
os halláis establecidos pastores de los hombres, y que solo tenéis
autoridad sobre ellos para conservarlos cual lo hace el pastor con su
rebaño! Sois carnívoros lobos en vez de pastores, o a lo menos lo sois
únicamente para esquilmar el ganado en lugar de conducirle al saludable
pasto. Según vosotros, es delincuente el que se ve acusado; merecedor
de la muerte el que una sospecha acrimina; está la inocencia a merced
de la calumnia y de la envidia; y a medida que se aumente en vuestros
corazones la desconfianza tiránica, será preciso degollar mayor número
de víctimas.

Pronunciaba Telémaco estas palabras con tal vehemencia y autoridad,
que arrastraba los corazones y llenaba de oprobio a los que dieran tan
infame consejo; y moderándose algún tanto, continuó diciendo: No amo
tanto la vida que pretenda conservarla a tal precio: más quiero sea
malvado Acanto que serlo yo: prefiero que me arrebate la vida por medio
de la traición, a sacrificarle en duda injustamente; pero escuchadme,
vosotros que sois reyes, es decir, jueces de vuestros pueblos:
escuchad. Debéis saber juzgar a los hombres con justicia, prudencia y
moderación: permitidme interrogar a Acanto en vuestra presencia.

Al momento comenzó a hacer preguntas a este acerca de sus relaciones
con Arión, estrechándole sobre múltiples circunstancias: diole a
entender algunas veces que iba a entregarle a Adrasto como un tránsfuga
digno de castigo, con el objeto de observar si le inspiraba temor esta
amenaza; pero permanecían inalterables la voz y el rostro de Acanto.
Por último, no pudiendo arrancarle la verdad, le dijo: Dadme vuestro
anillo, quiero enviarlo a Adrasto. Al oír esto Acanto se turbó y
perdió el color del rostro: lo notó Telémaco, cuyos ojos estaban fijos
en él, y tomó el anillo diciéndole: Voy a enviarlo a Adrasto por un
lucanio llamado Politropio, a quien conocéis, y que irá secretamente
de parte vuestra. Si por este medio descubrimos vuestra inteligencia
con Adrasto, pereceréis inhumanamente en medio de los más acerbos
tormentos; si por el contrario, confesáis ahora vuestro delito, se os
perdonará la vida y seréis enviado a una isla en donde nada os faltará.
Entonces lo confesó todo Acanto, y logró Telémaco que fuese perdonado,
porque así se lo había prometido, enviándole a una de las islas
Equínadas en donde vivió pacíficamente.

Poco tiempo después vino cierta noche al campo de los confederados
un daunio, de nacimiento oscuro pero atrevido y violento, llamado
Dióscoro, a ofrecer que degollaría al rey Adrasto en su propia tienda.
Podía ejecutarlo, porque cualquiera es dueño de la vida de otro cuando
en nada estima la suya. Respiraba solo venganza por haberle Adrasto
quitado la esposa a quien amaba con delirio, y cuya hermosura igualaba
a la de Venus. Estaba resuelto a dar muerte a Adrasto, recobrar la
esposa o perecer en la demanda, y tenía inteligencias secretas para
introducirse de noche en la tienda del rey, favorecido por varios
capitanes daunios; pero creía necesario atacasen los reyes confederados
al mismo tiempo el campo de Adrasto, para poder salvarse con más
facilidad y extraer a su esposa, y hallábase resuelto a perecer si no
podía conseguirlo después de dar muerte al rey.

Apenas manifestó Dióscoro su proyecto, volviéronse todos hacia donde se
hallaba Telémaco como para pedirle una resolución.

Los dioses, dijo, que nos han preservado de traidores, nos prohíben
servirnos de ellos. Aunque no tuviésemos bastante virtud para detestar
la traición, bastaría a resistirla nuestro propio interés; porque
luego que la hayamos autorizado con nuestro ejemplo, mereceremos
se vuelva contra nosotros, y entonces, ¿quién vivirá seguro? Podrá
evitar Adrasto el golpe que le amenaza, y hacer caiga sobre los reyes
confederados. Así dejará la guerra de ser guerra, serán inútiles la
virtud y la prudencia, y solo se verán traición, perfidia, asesinatos.
Experimentaremos nosotros mismos sus consecuencias funestas; y lo
mereceremos por haber autorizado el mayor de los males. Concluyo, pues,
ser necesario enviar este traidor a Adrasto. Confieso no lo merece tal
rey; pero la Hesperia y toda la Grecia, que nos observan atentas, son
acreedoras a que observemos esta conducta para captarnos su estimación.
Nos debemos a nosotros mismos este horror a la perfidia, y sobre todo
lo debemos a los justos dioses.

Fue enviado Dióscoro a Adrasto, el cual se estremeció al considerar
el peligro que había corrido, y se sorprendió de la generosidad de
sus enemigos; porque el malvado no puede comprender los efectos de la
virtud. Admiraba Adrasto a su pesar lo que acababa de ver, y no se
atrevía a elogiarlo. La noble acción de los confederados cubría con un
velo de infamia todos sus engaños y crueldades: procuraba disminuir la
generosidad de sus enemigos, y se ruborizaba de obrar con ingratitud en
tanto que les era deudor de la vida. Pero los hombres corrompidos se
endurecen fácilmente contra lo que pudiera afectarles, y advirtiendo
crecía por momentos la reputación de los confederados, creyó urgente
ejecutar contra ellos alguna acción célebre; pero no pudiendo
inspirársela la virtud, procuró al menos obtener alguna ventaja
considerable con las armas, y se apresuró a pelear con ellos.

Llegó el día de la batalla, y apenas abría la aurora las puertas de
oriente para proporcionar la salida del sol por un camino sembrado de
rosas, cuando el joven Telémaco, previniendo cuidadoso la vigilancia
de los más experimentados caudillos, dejó el pacífico sueño y puso
en movimiento a todo el ejército. Brillaba ya en su cabeza el casco
adornado de crines flotantes, y vestida la coraza deslumbraba a todos
los guerreros: obra de Vulcano, tenía además de su perfección natural
el celestial brillo de la égida que ocultaba. Con una mano blandía la
lanza, y señalaba con la otra los puntos que debían ocuparse.

Había dado Minerva a sus ojos un fuego divino, y tal majestad y fiereza
a su semblante que anunciaba ya la victoria. Marchaba y seguían sus
pasos todos los reyes confederados, olvidando su senectud y dignidad,
arrastrados por una fuerza superior que les obligaba a ello, sin que
tuviese entrada en sus corazones la débil envidia; porque todo cedía
al que invisiblemente guiaba Minerva de la mano. Sus movimientos ni
eran impetuosos ni precipitados: manifestábase agradable, tranquilo,
sufrido, dispuesto siempre a escuchar a todos, y a aprovecharse de sus
consejos; pero activo, lleno de previsión, atento a las necesidades
más remotas, arreglando todas las cosas en buen orden sin embarazarse
en nada, ni embarazar a los demás, excusando las faltas, reparando los
descuidos, previendo las dificultades, y sin exigir nunca demasiado e
inspirando a todos libertad y confianza.

[Ilustración]

Si daba una orden, lo hacía en los términos más claros y sencillos,
repitiéndola para instruir mejor al que debía ejecutarla, y notaba en
sus ojos si la había comprendido: hacía en seguida que la explicase
familiarmente para cerciorarse de si había llegado a enterarse del
objeto de su empresa; y luego que por este medio penetraba su buen
sentido, y las miras que se proponía, no le dejaba partir hasta haberle
dado algunas señales de estimación y de confianza para alentarle. Por
esta razón se esforzaban todos a agradarle y complacerle; pero sin
detenerles el temor de que les atribuyese el mal resultado, porque
excusaba todas aquellas faltas que no provenían de mala voluntad.

Aparecía encendido el oriente por los primeros rayos de Febo, y
brillaba en las aguas el naciente día: veíase toda la costa cubierta
de hombres, armas, caballos y carros, todos en movimiento: percibíase
un confuso ruido, semejante al de las olas embravecidas cuando agita
Neptuno violentas borrascas. De esta manera comenzaba Marte a excitar
la ira en los corazones, por el estrépito de las armas y aparato
terrible de la guerra. Cubrían la tierra las erizadas picas, cual las
espigas cubren los surcos en la estación de las mieses. Ya se levantaba
una nube de polvo que poco a poco iba oscureciendo cielo y tierra, y
acercábanse la confusión, el horror y la desapiadada muerte.

Apenas arrojaron las primeras flechas, levantó Telémaco las manos y la
vista hacia el cielo y dijo estas palabras:

¡Júpiter, padre y dios de los hombres!, ya veis se hallan de nuestra
parte la justicia y la paz, que no hemos creído afrentoso recobrar.
Peleamos por necesidad: desearíamos no fuese derramada la sangre de
tantos hombres: no aborrecemos a nuestro enemigo, a pesar de que sea
cruel, pérfido y sacrílego. Presenciad y decidid entre él y nosotros;
y si es preciso morir, nuestra vida se halla en vuestras manos: sí,
libertad la Hesperia y abatid al tirano: confesaremos ser deudores de
la victoria a vuestro poder y a la sabiduría de Minerva vuestra hija;
y os será debida la gloria. Vos, con la balanza en la mano, pesáis la
suerte de las batallas: pelearemos por vos; y pues sois justo, más
enemigo vuestro es Adrasto que nuestro. Si triunfa vuestra causa, antes
que termine el día correrá sobre vuestros altares la sangre de una
hecatombe.

Dijo: y al momento guió sus caballos fogosos a las filas que más
estrechaba el enemigo. Encontró a Periandro, locrio, cubierto con la
piel del león que matara en Sicilia durante sus viajes, y armado cual
Hércules de una enorme maza: su estatura y su fuerza le igualaban con
los gigantes. Al ver a Telémaco despreció sus pocos años y la hermosura
de su rostro. Joven afeminado, le dijo: ¿te toca a ti disputar la
gloria en las lides? ve; ve a buscar a tu padre entre las sombras; y
al decir estas palabras alzó la nudosa y pesada maza armada de púas
de hierro, cual un grueso tronco, cuya caída inspiraba temor a todos.
Amenazaba la cabeza del hijo de Ulises; pero evitó el golpe y se arrojó
sobre Periandro con la velocidad del águila que corta los aires. Quebró
la maza al caer la rueda de un carro inmediato al de Telémaco, y entre
tanto hirió el joven griego a Periandro en la garganta con un dardo,
sofocando su voz la sangre que corría a borbotones de su ancha herida;
y sintiendo sus fogosos caballos abandonadas las riendas, conducíanle a
una parte y otra hasta que cayó del carro, cerró sus ojos a la luz, y
apareció la pálida muerte en su desfigurado rostro. Compadeciose de él
Telémaco: entregó el cadáver a sus criados, y guardó como trofeos de la
victoria la piel del león y la maza.

Corrió en busca de Adrasto precipitando al averno una tropa de
enemigos: Hileo, cuyo carro tiraban dos caballos semejantes a los
del sol, que alimentaron las dilatadas praderas que riega el Aufido;
Demoleón, que rivalizó con Érice en el combate del cesto en Sicilia:
Crántor, huésped y amigo de Hércules cuando pasando por la Hesperia
privó de la vida al infame Caco; Menécrates, semejante a Pólux en
la lucha; Hipocoonte, salapio, imitador de Cástor en la destreza y
elegancia para manejar un caballo; Eurímedes, célebre cazador manchado
siempre con sangre de osos y jabalíes, que mataba en las cumbres
cubiertas de nieve del frío Apenino, y que según decían fue tan querido
de Diana que le enseñó a lanzar las flechas; Nicóscrates, vencedor de
un gigante cuya boca arrojaba fuego en el monte Gargano; Cleantes,
esposo futuro de la joven Foloé, hija del río Liris, prometida por
este al que la librase de la serpiente alada nacida en las orillas del
río de su nombre, que debía devorarla dentro de breves días según la
predicción de cierto oráculo. Este joven conducido por el exceso de su
amor, consagró su vida a la muerte del monstruo: lo consiguió; pero no
pudo gozar el fruto de su victoria, y en tanto que se preparaba Foloé
a tan tierno himeneo, y esperaba llena de impaciencia a Cleantes,
supo había este seguido a Adrasto y cortado la Parca el hilo de sus
días. Resonaban sus lamentos en los bosques y montañas inmediatas al
río, anegábanse en lágrimas sus ojos, arrancábase el hermoso y rizado
cabello, olvidaba las guirnaldas de flores que solía coger, y declamaba
contra la injusticia del cielo; y como no cesase de llorar noche y día,
compadeciéronse de ella los dioses, y accediendo a los ruegos del río
pusieron término a su dolor, y a fuerza de verter lágrimas fue trocada
en fuente que, mezclándose con las aguas del dios su padre, aumentaba
el caudal de ellas. Mas todavía son amargas las de aquella fuente: no
florece nunca la yerba en sus orillas, ni se encuentra en ellas otra
sombra que la de lúgubres cipreses.

Sabiendo Adrasto que Telémaco difundía el terror por todas partes, le
buscaba ansioso con la esperanza de que fácilmente vencería al hijo
de Ulises por su tierna edad, llevando en su compañía treinta daunios
de extraordinaria fuerza, audacia y agilidad, a quienes prometió
considerables recompensas si en la batalla sacrificaban a Telémaco de
cualquiera manera que fuese: y si le hubieran encontrado entonces, sin
duda habrían cercado los treinta hombres el carro de Telémaco, mientras
Adrasto le hubiese atacado de frente; pero Minerva impidió su encuentro.

Creyó Adrasto oír a Telémaco en un lugar retirado de la llanura, al
pie de cierta colina en donde había gran número de combatientes, y al
momento corre para saciarse con su sangre; pero en vez de Telémaco
descubre al anciano Néstor que con mano trémula lanzaba al azar algunos
dardos. Lleno de furor, Adrasto quiso herirle; pero arrojáronse en
torno de Néstor varios pilios.

Oscureció el sol una nube de flechas: solo se oían gritos lastimeros
de los moribundos y el estrépito de las armas de los que caían
peleando: estremecíase la tierra al hacinarse tantos cadáveres, y
corrían por doquier ríos de sangre. Marte y Belona, acompañadas de las
Furias infernales vestidas de túnicas manchadas de sangre, renovaban
incesantemente la ira en los corazones; y estas divinidades enemigas
del hombre ahuyentaban la compasión generosa, el valor moderado y
la sensible humanidad. En aquella aglomeración confusa de hombres
encarnizados todo era mortandad, venganza, desesperación y furor, y a
su vista se estremeció y retrocedió horrorizada la sabia e invencible
Palas.

Marchaba a paso lento Filoctetes en socorro de Néstor, llevando las
flechas de Hércules. No habiendo podido Adrasto alcanzar al divino
anciano, arrojaba sus dardos a los pilios arrebatando la vida a muchos,
entre ellos a Ctesilao, tan veloz en la carrera que apenas dejaba
huellas en la arena, y que aventajaba a las corrientes más rápidas del
Alfeo y el Eurotas. A sus pies habían caído Eutifrón, más hermoso que
Hilas, y cazador tan fogoso como Hipólito; Pterelao, que acompañó a
Néstor en el sitio de Troya, y a quien apreció el mismo Aquiles por su
fuerza y valor; Aristogitón, que, habiéndose bañado en las aguas del
río Aqueloo, recibió de este dios la virtud de adoptar toda especie de
formas, y que era tan ágil y pronto en sus movimientos que escapaba de
las manos del hombre más vigoroso. Sin embargo, dejole Adrasto inmóvil
de una lanzada y privole de la vida.

Olvidó Néstor el peligro que le amenazaba, y exponía inútilmente su
ancianidad al ver caían a los golpes de Adrasto los más valientes
guerreros, cual la dorada espiga cede a la hoz del infatigable segador:
habíale abandonado la prudencia: cuidaba solo de seguir con la vista
a su hijo Pisístrato, que sostenía denonado el combate para alejar el
peligro que amenazaba a su padre. Mas había llegado el momento fatal en
que Pisístrato debía hacer conocer a Néstor la desventura que ocasiona
a veces una prolongada vida.

Descargó Pisístrato con la lanza tan fuerte golpe a Adrasto que debió
este sucumbir; pero le evitó, y mientras que Pisístrato recogía y
enarbolaba de nuevo su lanza, le hirió Adrasto con una jabalina en el
vientre. Comenzó a abandonarle la sangre, se marchitó el color de su
rostro como la flor que acaba de coger la ninfa en la pradera, y ya
casi estaban cerrados sus ojos y había perdido la voz. Alceo, su ayo,
que se hallaba a su lado, impidió cayese y tuvo tiempo únicamente para
conducirle a los brazos de su padre: quiso hablar Pisístrato para dar a
Néstor las últimas pruebas de su ternura filial; mas expiró al abrir la
boca.

Mientras que Filoctetes causaba mortandad y horror en torno suyo para
rechazar los esfuerzos de Adrasto, estrechaba Néstor entre sus brazos
el cadáver de su hijo, lamentando su desgracia. ¡Desventurado, decía,
desventurado de mí por haber sido padre y vivido tantos años! ¡Ah!,
cruel destino, ¿por qué no has terminado mi vida, ora en la caza del
jabalí en Calidón, ora en el viaje a Cólquida, ora en el primer sitio
de Troya? Habría muerto con gloria y sin pesadumbre; mas ahora arrastro
una senectud dolorosa, despreciada, impotente, y solo vivo para sufrir
los males y sentir la aflicción. ¡Hijo mío, caro Pisístrato! Tú me
consolabas cuando perdí a tu hermano Antíloco; pero ya no existes, y
nada me servirá de consuelo: acabó todo para mí, hasta la esperanza,
único alivio de las penas del hombre. ¡Antíloco, Pisístrato, hijos
queridos!, me parece que os pierdo hoy a entrambos: la muerte del uno
renueva la herida que hiciera la del otro en mi corazón. ¡Ya no volveré
a veros! ¿Quién cerrará mis párpados, quién recogerá mis cenizas? ¡Oh
Pisístrato!, moriste cual valiente como tu hermano: solo yo no puedo
hallar la muerte.

[Ilustración]

Al decir estas palabras, quería herirse con un dardo; mas detuviéronle
y le arrebataron el cuerpo de su hijo: condujeron a su tienda
desfallecido al desgraciado anciano en donde después de haber recobrado
algún tanto las fuerzas quiso volver de nuevo a la lid, mas se lo
impidieron a su pesar.

Buscábanse entre tanto Adrasto y Filoctetes, semejantes al león y
el leopardo que aspiran a devorarse mutuamente en las orillas del
Caístro: llenos de bélico furor y cruel venganza esparcían la muerte
por doquiera, y mirábanles con espanto cuantos peleaban. Descubriéronse
uno a otro, y ya tenía Filoctetes en la mano una de aquellas terribles
flechas nunca inciertas, y cuyas heridas eran incurables; pero Marte,
que favorecía al intrépido y sanguinario Adrasto, impidió pereciese tan
pronto deseoso de prolongar los horrores de la guerra, y multiplicar
la mortandad por su mano, pues todavía le consagraban los dioses a su
justicia para castigar al hombre y derramar su sangre.

Cuando intentó acometerle Filoctetes, fue herido este por Anfímaco,
joven lucanio más bello que el famoso Nireo, cuya hermosura solo
cedía a la de Aquiles entre todos los griegos que pelearon en el
sitio de Troya. Apenas recibió Filoctetes la herida, lanzó la flecha
a Anfímaco, y le atravesó el corazón; y al momento oscureciéronse sus
ojos cubriéndose de las pálidas sombras de la muerte; marchitose su
boca más bermeja que las rosas que siembra Aurora en el horizonte;
desapareció el color de sus mejillas, sucediéndose a él una palidez
cárdena, y quedó desfigurado repentinamente su delicado rostro. El
mismo Filoctetes le compadeció, y todos los guerreros se estremecieron
al verle cubierto de su propia sangre, y arrastrada por el polvo la
cabellera de aquel joven, más hermosa que la del mismo Apolo.

Vencido Anfímaco, viose obligado Filoctetes a abandonar la lid por la
mucha sangre que perdía, y hasta su antigua herida estaba al parecer
próxima a abrirse de nuevo y renovar sus dolores con los esfuerzos
hechos para pelear; porque los hijos de Esculapio no habían podido
curarle enteramente a pesar de su divina ciencia. Ya iba a caer sobre
un montón de cadáveres; mas en el momento en que Adrasto le hubiera
hecho perecer a sus pies le retiró Arquidamo, el más diestro y valiente
de todos los ebalios que le acompañaran para fundar la ciudad de
Petilia. Nada osaba resistir a Adrasto ni retardarle la victoria:
sucumbían todos o huían cual de un torrente que habiendo salido de
madre arrastra furioso mieses, rebaños, aldeas y pastores.

Percibió Telémaco la gritería de los vencedores, y advirtió el desorden
de los confederados, que huían delante de Adrasto como la manada de
tímidos ciervos cuando perseguida por el cazador atraviesa dilatadas
llanuras, bosques, montañas, y hasta los ríos de más rápido curso.

Estremeciose Telémaco: apareció la indignación en sus ojos, y dejó los
lugares en donde combatiera largo tiempo con tanta gloria como riesgo.
Voló a socorrerlos, avanzando por entre una multitud de enemigos a
quienes dejó tendidos, y lanzó un grito que hirió los oídos de todos
los guerreros.

Había dado Minerva a su voz un sonido terrible, que repitieron las
vecinas montañas, más espantoso que la del fiero Marte cuando invoca
la guerra y la muerte en los montes de Tracia. Su voz excitó la
audacia y el valor en el corazón de todos sus guerreros, y cubrió de
espanto a los enemigos, avergonzándose el mismo Adrasto al observarse
lleno de turbación. Estremecíanle funestos presagios, y animábale la
desesperación más bien que el valor. Tres veces vacilaron sus trémulas
rodillas; tres veces retrocedió sin saber lo que hacía: cubrió sus
miembros un frío sudor y una palidez mortal: su voz ronca e incierta
no podía acabar las palabras, y llenos los ojos de un fuego sombrío
parecía iban a saltar de sus órbitas: agitábanle como a Orestes las
furias, y todos sus movimientos eran convulsivos. Entonces comenzó a
creer que existían los dioses, imaginándose verlos irritados y escuchar
su voz que salía de lo profundo del abismo para llamarle al oscuro
Tártaro. Todo le hacía sentir una mano celeste e invisible que iba a
descargar sobre su cabeza, y retardaba el golpe para herirle con mayor
fuerza: había desaparecido la esperanza de su corazón, y disipádose la
audacia como la luz del día cuando el sol se oculta en las olas del
océano y cubren a la tierra las sombras de la noche.

El impío Adrasto, tolerado largo tiempo por los dioses si no les
hubiera sido necesario como instrumento de su justicia; el impío
Adrasto se aproximaba a su última hora, corriendo a su inevitable
destino, y llevando en pos de sí horror, remordimientos, furor,
consternación, desesperación y rabia. Descubre a Telémaco, y al momento
cree ver abierto el Averno y las llamas que arroja el oscuro Flegetonte
que van a consumirle. Exclama, y queda abierta su boca sin que pueda
articular una sola palabra, semejante al que duerme y hace esfuerzos
dormido para hablar, sin que la voz le salga. Con mano trémula y
acelerada arroja el dardo a Telémaco: mas este se cubre con el escudo
con aquella intrepidez que distingue a los favorecidos de los dioses,
y, cual si la Victoria le defendiese con sus alas, descúbrese la
corona del triunfo sobre su cabeza: se ven en sus ojos el valor y la
serenidad, y obra con tal prudencia en medio de tan grandes peligros,
que podía considerársele cual si fuese la misma Minerva. Rechaza su
escudo el dardo arrojado por Adrasto, y apresúrase este a desnudar
la espada para evitar que aquel le lance el dardo, y al advertirlo
Telémaco desnuda también la suya.

[Ilustración]

Cuando los demás guerreros los vieron dispuestos a pelear, depusieron
las armas para observarlos silenciosos, esperando del éxito de
aquella lid el destino de la guerra. Cruzábanse muchas veces los dos
aceros brillando como la chispa que produce los rayos, multiplicando
golpes inútiles sobre las bruñidas armas que resonaban al recibirlos:
separábanse y se aproximaban, se abatían, volvían a levantarse hasta
que por último se asieron. La hiedra, que nace al pie del olmo, no
estrecha tanto el tronco duro y nudoso entretejiéndose hasta las
más elevadas ramas, como ambos combatientes se oprimían uno a otro.
Conservaba Adrasto toda su fuerza, y Telémaco aun no había desplegado
la suya. Hizo el primero esfuerzos repetidos para sorprender y abatir
a su enemigo procurando apoderarse de la espada del joven griego; pero
en vano, porque al momento mismo de procurarlo le levantó y le tendió
sobre la tierra. Entonces manifestó un cobarde temor a la muerte aquel
impío que siempre despreciara a los dioses, y aunque avergonzándose
de pedir la vida no pudo menos de manifestar que deseaba conservarla,
procurando excitar la compasión de Telémaco. Hijo de Ulises, le dijo,
ahora conozco la justicia de los dioses: me castigan cual merezco:
solo la desgracia abre al hombre los ojos a la verdad: yo la veo, ella
me condena. Pero el infortunio de un rey desgraciado traiga a vuestra
memoria la de vuestro padre, todavía lejos de Ítaca, y este recuerdo
mueva vuestro corazón.

Jamás he apetecido otra cosa que la victoria y la paz de las naciones,
en cuyo auxilio vengo, respondió Telémaco teniéndole bajo su rodilla
y con el acero levantado para degollarle: no deseo derramar sangre.
Vivid, pues, Adrasto, pero sea para reparar vuestras faltas: restituid
cuanto habéis usurpado: restableced la tranquilidad y la justicia en la
costa de la grande Hesperia que habéis manchado con tantos homicidios
y traiciones: vivid y sed desde hoy otro hombre. Enséñeos vuestra
caída que los dioses son justos. ¡Infeliz el malvado que se engaña
buscando la felicidad en la violencia, en la inhumanidad y la mentira!
Por último, nada es más lisonjero y venturoso que la virtud: dadnos,
pues, como rehenes a vuestro hijo Metrodoro y doce personajes de los
principales de vuestra nación.

Dichas estas palabras dejó a Adrasto levantarse ofreciéndole la mano
sin desconfiar de su mala fe; mas al momento arroja Adrasto a Telémaco
otro dardo pequeño que ocultaba, tan agudo y arrojado con tanta
destreza, que hubiera atravesado su armadura a no haber sido fabricada
por manos divinas, y al mismo tiempo se guareció Adrasto tras el tronco
de un árbol para evitar le persiguiese el joven griego. Daunios,
exclamó este, ya lo veis: la victoria es nuestra: este impío se salva
por medio de la traición: el que no teme a los dioses teme a la muerte:
por el contrario, ninguna otra cosa que los dioses inspira temor al que
teme a ellos.

[Ilustración]

Se adelantó Telémaco hacia los daunios haciendo seña a sus soldados que
se hallaban a la otra parte del árbol para que interceptasen el paso
al pérfido Adrasto que, temiendo ser sorprendido, aparentó retroceder
con intención de salvarse por entre los cretenses que se lo impedían;
pero cayó sobre él repentinamente Telémaco, con la celeridad que se
desprende del rayo que la diestra del padre de los dioses lanza desde
el alto Olimpo para herir las cabezas de los delincuentes, y asiéndole
con mano victoriosa le tiende en tierra cual el fuerte aquilón a la
tierna espiga que descuella en el campo y, sin escucharle, sin embargo
de que aún se atreve a abusar de su bondadoso corazón, introduce el
acero en su cuerpo precipitándole en las hogueras del oscuro Tártaro,
castigo digno a sus maldades.

[Ilustración]




LIBRO XXI.


SUMARIO.

Muerto Adrasto tienden los daunios la mano a los aliados en señal de
paz, y les piden permiso para elegirse un rey de su propia nación.
Inconsolable Néstor por la muerte de su hijo, no asiste al consejo que
celebran los jefes en cuyo consejo opinan algunos por que se reparta
el país de los vencidos y por ceder a Telémaco el territorio de Arpi,
pero lejos de aceptar este el generoso ofrecimiento les hace ver que
conviene al interés común de los aliados elegir a Polidamante como
monarca de los daunios y dejarles sus tierras. Persuade luego a estos
pueblos para que le den la comarca de Arpi a Diomedes, y practícase uno
y otro.


[Ilustración]

LIBRO XXI.

Apenas dejó de existir Adrasto, regocijáronse todos los daunios por su
libertad, en vez de llorar su derrota y la pérdida de su caudillo, y
ofrecieron la mano a los confederados en señal de paz y reconciliación.
Huyó cobardemente Metrodoro, hijo de Adrasto, a quien educara este en
las máximas de simulación, inhumanidad e injusticia: mas un esclavo,
cómplice de sus infamias y crueldades, colmado de riquezas después de
haberle hecho libre, y el único a quien confió su fuga, le sacrificó
a su propio interés, y dándole muerte le cortó la cabeza y la condujo
al campo de los confederados prometiéndose grandes recompensas por
este delito que terminaba la guerra, mas causó horror aquel malvado y
pereció en el suplicio. Al ver Telémaco la cabeza de Metrodoro, joven
de maravillosa hermosura, de buen carácter, y a quien habían corrompido
los placeres y el mal ejemplo, no pudo contener sus lágrimas. ¡Ay!,
exclamó: he aquí los efectos que produce el veneno de la prosperidad en
un príncipe joven: cuanto es mayor su elevación y vivacidad, tanto más
se le extravía y se le aleja de los sentimientos que inspira la virtud.
Tal vez me vería yo como él, si las desgracias en que he nacido (merced
al favor de los dioses) y las instrucciones de Méntor no me hubieran
enseñado a moderarme.

Reunidos los daunios exigieron, como la única condición para la paz,
que se les permitiese elegir un rey de su nación que borrase con sus
virtudes el oprobio con que el impío Adrasto había cubierto el reino.
Tributaron gracias al cielo por haber derrocado al tirano: venían en
tropel a besar la mano de Telémaco, que se tiñera en la sangre de aquel
monstruo, y era para ellos su derrota un verdadero triunfo. De esta
manera cayó en un momento el poder que amenazaba a toda la Hesperia,
y hacía temblar a tantos pueblos; semejante a aquellos terrenos
firmes y sólidos al parecer, pero que se socavan poco a poco por sus
cimientos, burlan por largo tiempo el débil trabajo que los destruye,
no se debilita su fuerza, permanecen unidos, nada les conmueve, y sin
embargo se arruinan lentamente hasta hundirse y presentar un abismo.
De esta manera el poder injusto y falaz abre un precipicio a sus
pies, cualquiera que sea la prosperidad que se procure por medio de
la violencia; pues el fraude y la inhumanidad minan con lentitud los
fundamentos más sólidos de la autoridad legítima; se la admira y teme,
se tiembla delante de ella hasta el momento mismo en que ha dejado de
existir: cae por su propio peso, y nada basta a levantarla de nuevo,
porque ha destruido con su propia mano el verdadero apoyo de la buena
fe y de la justicia, que proporcionan la confianza y el amor.

Reuniéronse a la mañana siguiente los caudillos del ejército para
conceder rey a los daunios. Complacíanse al ver confundidos los dos
campos con amistad inesperada, y que ambos ejércitos componían uno
solo. No pudo asistir a la asamblea el sabio Néstor, porque el dolor
y la senectud oprimían su corazón a la manera que la lluvia abate y
marchita por la tarde la flor que durante la mañana y al amanecer la
aurora fue gloria y ornato de la verde pradera. Convertidos sus ojos
en dos fuentes de lágrimas que no podían agotarse, huía de ellos el
benéfico sueño que calma las penas más acerbas: había desaparecido de
su corazón la esperanza, verdadera vida del corazón humano: a aquel
anciano desgraciado le era amargo el alimento, odiosa la luz, y su
alma pedía solo abandonar el cuerpo para sumergirse en la eterna noche
del imperio de Plutón. Procuraban en vano sus amigos consolarle:
negábase su abatido corazón a la amistad cual el enfermo a los mejores
alimentos, y a cuanto le decían para mitigar su dolor no daba otra
respuesta que suspiros y gemidos. ¡Pisístrato, Pisístrato!, decía de
tiempo en tiempo: ¡hijo mío Pisístrato, tú me llamas! Yo te sigo, tú me
harás agradable la muerte. ¡Oh querido hijo mío!, no deseo otro bien
que volverte a ver en las orillas de la Estigia. Trascurrían horas
enteras sin pronunciar una sola palabra; pero gimiendo, levantando las
manos al cielo y con los ojos anegados en llanto.

[Ilustración]

Entre tanto esperaban reunidos los príncipes a Telémaco, que se hallaba
cerca del cadáver de Pisístrato, esparciendo sobre él flores a manos
llenas, olorosos perfumes y amargas lágrimas. ¡Querido compañero!,
decía: jamás olvidaré haberte visto en Pilos, seguido a Esparta y
vuelto a encontrarte en las costas de la grande Hesperia: te soy deudor
de mil y mil cuidados: te amaba, tú me amabas también. Conocí tu
valor que hubiera sobrepujado al de muchos griegos célebres. Él te ha
hecho perecer con gloria; mas ¡ah!, también ha privado al mundo de una
virtud naciente que hubiera sido igual a la de tu padre. Sí, tu cordura
y elocuencia hubieran sido en la edad madura semejantes a las de ese
anciano a quien admira toda la Grecia. Adornábate ya aquella dulce
persuasión a que nada resiste cuando habla, aquellas maneras francas
para referir, aquella prudente moderación que aplaca como un encanto
el enojo, aquella autoridad que proporcionan la prudencia y la fuerza
de los buenos consejos. Cuando hablabas, prestaban todos el oído, te
oían con prevención y deseaban hallar la razón en tu discurso, y tus
palabras, sencillas y sin ostentación, penetraban en los corazones
cual el rocío en la tierna yerba. ¡Ah!, ¿por qué perdemos para siempre
tantos bienes que poseíamos hace pocas horas? Pisístrato, a quien
abracé esta mañana, ya no existe; solo nos queda de él un triste
recuerdo. Si al menos hubieras tú cerrado los párpados de Néstor antes
que nosotros cerrásemos los tuyos, no vería lo que hoy ve, no sería el
más desventurado de los padres.

Luego que dijo estas palabras hizo lavar la sangrienta herida que se
veía en el costado de Pisístrato, y que extendiesen el cadáver sobre un
lecho de púrpura, en el cual, inclinada la cabeza desfigurada con la
palidez de la muerte, presentaba la imagen del tierno árbol que después
de haber cubierto con su sombra la tierra, y dirigido hacia el cielo
sus ramas floridas, se ve abatido por la cortante hacha del leñador, y
no hallando apoyo en la tierra, madre fecunda que nutrió sus tallos,
pierde el verdor, vacila, llega a caer, y vienen a arrastrarse entre
el polvo, secas y marchitas, aquellas ramas que ocultaban el cielo,
convirtiéndose en un tronco despojado de todos sus adornos. De esta
manera Pisístrato, presa de la muerte, era conducido por los que debían
colocarle en la hoguera fatal. Ya la llama se elevaba hacia el cielo,
y le conducía pausadamente una tropa de pilios con los ojos bajos y
bañados en lágrimas, llevando las armas en señal de duelo; puesto
en la hoguera y consumido en breve el cadáver por el fuego, fueron
colocadas sus cenizas en una urna de oro que confió Telémaco cual un
tesoro inestimable a Calímaco, ayo de Pisístrato, diciéndole: Guardad
esas cenizas, tristes pero preciosos restos del que tanto amabais:
guardadlas para su padre; mas esperad a presentárselas cuando haya
recobrado fuerzas bastantes para pedirlas, pues lo que aumenta el dolor
en una ocasión lo templa en otra.

[Ilustración]

En seguida entró Telémaco en la asamblea de los reyes confederados,
en la cual guardaron todos silencio luego que se presentó deseosos
de escucharle. Se ruborizó y no pudieron hacerle hablar; porque los
elogios que le daban y las aclamaciones públicas, sobre todo por lo
que acababa de ejecutar, aumentaron su vergüenza y hubiera deseado
poder ocultarse: esta fue la primera ocasión en que se le vio turbado e
indeciso. Por último, pidió como una gracia que no le tributasen ningún
elogio, diciendo: No porque yo no los aprecie, señaladamente cuando
los dan tan buenos jueces, sino porque temo apreciarlos demasiado, y
sé que corrompen al hombre llenándole de orgullo y haciéndole vano y
presuntuoso. Es preciso merecer los elogios y huir de ellos, porque
los exagerados son semejantes a los no merecidos. Los tiranos se hacen
elogiar más que nadie por los aduladores, sin embargo de ser los
mayores malvados. ¿Qué placer puede proporcionar el ser elogiado como
ellos? Los elogios verdaderos serán aquellos que me deis cuando no esté
presente, si tengo la fortuna de llegar a merecerlos. Si me creéis
verdaderamente bueno, debéis creer también que deseo ser modesto y que
temo la vanidad: omitidlos, pues, si me estimáis, y no me elogiéis por
creerme deseoso de escucharlo.

Acabó de hablar Telémaco, y no dio respuesta alguna a los que
continuaban ensalzándole, porque les impuso silencio el aire de
indiferencia que manifestó. Comenzaron a temer se disgustase, y por lo
mismo terminaron los elogios; pero acrecentose su admiración al saber
su ternura hacia Pisístrato, y su esmero en tributarle los últimos
deberes: todo el ejército admiró más estos rasgos de bondad que los
prodigios de valor y prudencia de que acababan de ser testigos. Es
prudente y valeroso, se decían unos a otros, favorecido de los dioses
y el verdadero héroe de nuestro siglo: es sobrehumano: cuanto obra es
maravilloso y nos llena de sorpresa. Humano, bondadoso, amigo fiel y
tierno, compasivo, liberal, benéfico, consagrado todo a los que debe
amar, forma las delicias de cuantos viven con él, y ha desaparecido de
su carácter la altivez, indiferencia y arrogancia: así cautiva nuestros
corazones y nos convence de sus virtudes, y he aquí la causa de que
estemos todos dispuestos a sacrificar por él nuestras vidas.

No retardaron por más tiempo tratar de la necesidad de elegir rey de
los daunios. Opinaron la mayor parte de los príncipes que concurrían
al congreso debía dividirse entre ellos el país como conquistado, y
ofrecieron a Telémaco la fértil comarca de Arpi, que produce dos veces
al año los ricos dones de Ceres, los agradables presentes de Baco, y
el fruto siempre verde de la oliva consagrado a Minerva. Este país,
le decían, debe haceros olvidar la pobre isla de Ítaca, sus cabañas,
las espantosas rocas de Duliquio y las escabrosas selvas de Zacinto.
No penséis ya en Ulises, que habrá perecido sin duda en las aguas del
promontorio Cafareo, víctima de la venganza de Nauplio y en desagravio
de Neptuno, ni en Penélope, a quien poseen sus amantes desde vuestra
partida, ni tampoco en vuestra patria, cuya tierra no es favorecida del
cielo como la que os ofrecemos.

Escuchaba tranquilo Telémaco estos razonamientos; pero no son más
sordas las rocas de la Tracia y de la Tesalia, ni más insensibles a las
quejas del desesperado amante, que lo eran sus oídos a tales ofertas.
Ni me mueven, dijo, las riquezas ni las delicias: ¿de qué sirve poseer
gran porción de terrenos y mandar considerable número de hombres? De
mayor embarazo y menos libertad. Demasiadas desgracias acompañan la
vida del hombre más sabio y moderado para añadirle todavía el trabajo
de gobernar a otros hombres indóciles, inquietos, injustos, engañosos e
ingratos. Cuando se aspira a ser señor de los hombres por amor propio,
sin atender a otra cosa que a la autoridad, placeres y gloria, se llega
a ser impío, tirano, azote de la especie humana. Por el contrario, si
se les quiere gobernar para su bien, siguiendo las verdaderas reglas,
se llega a ser tutor más que dueño, y entonces cuesta infinito trabajo,
pero es preciso no abrigar el deseo de extender los límites de la
autoridad; porque el pastor que no se come el rebaño, que le defiende
del carnívoro lobo con peligro de su vida, que vela noche y día para
conducirle al saludable pasto, no aspira a aumentar el número de las
reses ni a arrebatar las de su vecino, pues en tal caso aumentaría
también su trabajo y su cuidado. Aunque nunca goberné, las leyes, y los
hombres sabios que las dictaron, me han hecho conocer cuán penoso es
regir los imperios y las ciudades. Me contento, pues, con la pobre isla
de Ítaca, por más que sea pequeña y pobre: harta gloria me cabrá si
llego a reinar en ella con justicia, valor y piedad, aunque recelo que
siempre será demasiado pronto para llegar a ocupar el trono.

¡Plegue a los dioses burle mi caro padre el furor de las olas, y reine
hasta la más extremada senectud para que su ejemplo me enseñe a vencer
las pasiones y moderar las de todo un pueblo!

¡Príncipes aquí reunidos!, escuchad lo que a mi entender conviene a
vuestros intereses. Si dais a los daunios un rey justo, los regirá
con justicia y les enseñará a conocer la utilidad de conservar la
buena fe, y de no usurpar nunca las tierras de sus vecinos, ventajas
que no han podido disfrutar bajo el cetro del impío Adrasto; y
mientras sean regidos por él nada tendréis que temer, porque os
serán deudores de un buen monarca, y de la paz y prosperidad en que
vivan, y lejos de atacaros os bendecirán sin cesar, por cuyo medio
el rey y su pueblo vendrán a ser obra de vuestras manos. Si por el
contrario, aspiráis a adjudicaros el país, ved aquí las desgracias
que os presagio. Desesperado, este mismo pueblo volverá a comenzar
la guerra, peleará con justicia por su independencia, y en su favor
estarán los dioses, enemigos de la tiranía; y si estos le protegen,
llegaréis a ser confundidos tarde o temprano, disipándose cual el
humo vuestra prosperidad, faltará a vuestros caudillos el consejo y
la prudencia, huirá el valor de vuestras banderas, y la abundancia de
vuestras campiñas. Podréis lisonjearos, seréis temerarios en vuestras
empresas, impondréis silencio a los hombres honrados que quieran decir
la verdad. Sin embargo, caeréis repentinamente, y dirán de vosotros:
¿Son acaso estos aquellos pueblos florecientes que debían dictar
leyes al universo?, y en el día huyen delante de sus enemigos, hechos
ludibrio de todas las naciones que los desprecian hoy: he aquí la obra
de los dioses, he aquí el castigo merecido de las naciones soberbias
e inhumanas. Considerad además que si tratáis de repartiros el país
conquistado, todos se unirán contra vosotros, y llegará a hacerse
odiosa la liga formada en defensa de la independencia común de la
Hesperia contra el usurpador Adrasto, y de este modo os acusarán con
razón de aspirar a la tiranía universal.

Pero supongo alcancéis la victoria contra los daunios y contra todas
las demás naciones: la misma victoria os destruirá: he aquí la razón.
Esta empresa introducirá la discordia entre vosotros; porque como
no está apoyada en la justicia, careceréis de regla para establecer
límites a las pretensiones de cada uno: cada cual deseará que la
conquista sea proporcionada a su poder; y ninguno tendrá autoridad
bastante para hacer la distribución pacíficamente, y este será
el origen de una guerra que no verán terminada vuestros nietos.
¿No vale más ser justos y moderados que seguir los consejos de la
ambición arrostrando tantos peligros y a través de tantas desgracias
inevitables? La paz, los placeres inocentes y agradables que la
acompañan, la venturosa abundancia, la amistad de las naciones vecinas,
la gloria inseparable de la justicia, la autoridad que se adquiere
haciéndose árbitro de los pueblos extranjeros por medio de la buena
fe, ¿no son bienes más apetecibles que la vanidad insensata de una
conquista injusta? ¡Reyes, veis que os hablo por vuestro interés,
escuchad pues al que os ama bastante para contradeciros y desagradaros
haciéndoos conocer la verdad!

Mientras hablaba Telémaco de esta suerte, cual si fuera un ser más que
humano, y admiraban suspensos los reyes la sabiduría de sus consejos,
hirió sus oídos un confuso rumor que difundiéndose por todo el campo
llegó a penetrar hasta el sitio en donde se hallaban reunidos. Acaba
de arribar, decían, a estas costas un extranjero acompañado de varios
hombres armados: este desconocido es de alta estatura, y todo parece en
él heroico: se advierte ha padecido largo tiempo, y que el valor le ha
hecho superior a sus padecimientos. Al principio han querido rechazarle
como enemigo los naturales del país que defienden la costa recelando
viniese a invadirlo; pero después de desnudar la espada con intrepidez,
ha manifestado sabría defenderse si le hostilizaban, aunque solo pedía
la paz y reclamaba la hospitalidad. Al momento ha presentado una rama
de olivo en señal de paz; le han escuchado, ha exigido le condujesen a
la presencia de los que gobiernan en esta costa de Hesperia, y le traen
aquí para que hable con los reyes que se hallan reunidos.

Apenas fueron informados de esta novedad, se presentó a ellos un
incógnito que les llenó de sorpresa, y hubieran podido creer fácilmente
ser el dios Marte cuando reúne sus sanguinarias tropas en las montañas
de Tracia.

[Ilustración]

¡Oh vosotros, comenzó a decir, pastores de vuestros pueblos, reunidos
aquí sin duda, ora para defender la patria contra sus enemigos, ora
para hacer observar las leyes más justas: escuchad a un hombre a quien
persigue la fortuna! ¡No permitan los dioses padezcáis nunca los
infortunios que me agobian! Soy Diomedes, rey de Etolia, que hirió a
Venus en el sitio de Troya. La venganza de esta deidad me persigue
por todas partes, y Neptuno, que nada puede rehusar a la celestial
hija de los mares, me ha entregado al furor de los vientos y de las
olas, que repetidas veces han hecho zozobrar los bajeles en que
navegaba. Venus inexorable me ha privado de la esperanza de regresar
a mi reino, de abrazar a mi familia, y de ver aquella hermosa luz del
país do comencé a existir. No, jamás verán mis ojos lo que me era más
caro sobre la tierra. Después de tantos naufragios, vengo a buscar
en estas costas desconocidas un albergue seguro para vivir con algún
descanso. Si teméis a los dioses, y sobre todo a Júpiter protector de
los extranjeros, si sois compasivos, no me neguéis en estos dilatados
países una corta porción de tierra inculta, algún desierto, arenal o
roca escarpada para fundar con mis compañeros una ciudad que a lo menos
sea imagen de la perdida patria. Solo pedimos un pequeño espacio que
sea inútil para vosotros: viviremos en paz y estrecha alianza: vuestros
enemigos lo serán nuestros, tomaremos parte en vuestros intereses sin
exigir otra cosa que la libertad de vivir según nuestras leyes.

En tanto que Diomedes hablaba de esta suerte, mirábale Telémaco
dejándose ver en su rostro las diferentes pasiones que le agitaban, y
cuando aquel comenzó a referir sus largos infortunios se prometió fuese
Ulises; mas luego que declaró su nombre se alteraron sus facciones,
cual se marchita la flor al recibir el soplo del helado aquilón. Las
palabras de Diomedes, quejándose del prolongado enojo de una divinidad,
conmovieron su corazón recordándole iguales desgracias padecidas por él
y por su padre: bañaron sus mejillas lágrimas de dolor y de gozo, y se
arrojó a los brazos de Diomedes.

Soy, le repuso, el hijo de Ulises a quien habéis conocido, y que no os
fue inútil cuando tomasteis los famosos caballos de Reso. Los dioses
le han tratado sin compasión como a vos. Si los oráculos del Érebo no
son falaces, vive todavía; mas ¡ay, no vive para mí! Abandoné a Ítaca
para correr en busca suya, y ni he podido hallarle ni regresar a Ítaca:
juzgad, pues, por mis desgracias la compasión que excitarán en mi
corazón las vuestras. Esta es la única ventaja que proporciona el ser
desgraciado: saber compadecer las desgracias de otro. Aunque extranjero
en este país, puedo, ¡oh gran Diomedes! (porque, sin embargo de las
miserias que agobiaron a mi patria durante mi infancia, no ha sido tan
descuidada mi educación que ignore cuánta sea vuestra gloria en las
lides), puedo, digo, ¡oh el más invencible de los griegos después de
Aquiles!, ofreceros algún socorro. Los monarcas que veis, son humanos
y saben que no hay virtud, verdadero valor ni gloria duradera sin
humanidad. El infortunio añade nuevo lustre a la gloria de los hombres
grandes: les falta alguna cosa cuando nunca fueron desgraciados; pues
carece su vida de ejemplos de firmeza y sufrimiento, porque la virtud
perseguida conmueve todos los corazones que aún respetan el nombre de
ella. Dejadnos el cuidado de procuraros consuelo: toda vez que los
dioses os conducen entre nosotros, es un presente que nos ofrecen, y
debemos creernos dichosos al poder dulcificar vuestras penas.

Mirábale Diomedes atentamente lleno de admiración, y sentíase
conmovido al escucharle: abrazáronse ambos como si largo tiempo les
hubiese unido estrecha amistad. ¡Hijo digno del sabio Ulises!, exclamó
Diomedes, reconozco en vuestras facciones las suyas, la elegancia en
las palabras, la elocuencia, la generosidad de sus sentimientos y la
sabiduría de su recto juicio.

[Ilustración]

Al mismo tiempo abrazaba Filoctetes al célebre hijo de Tideo, y
referíanse ambos sus tristes aventuras. Sin duda, dijo Filoctetes,
os complacerá ver al sabio Néstor: acaba de perder a Pisístrato, el
último de sus hijos, y solo le resta en la carrera de la vida un camino
de lágrimas que le conduce al sepulcro. Venid a consolarle; porque un
amigo desventurado es más a propósito que otro alguno para aliviar
su dolor. Al momento pasaron a la tienda de Néstor, que pudo apenas
conocer a Diomedes: tan abatido se hallaba su espíritu. Lloró con él
al principio, y su entrevista aumentó el pesar del anciano; mas poco a
poco fue templando su corazón la presencia de aquel amigo, y llegó a
conocer que la satisfacción de referirle sus padecimientos y escuchar
los de Diomedes daba alivio al mal que le aquejaba.

Reunidos entre tanto los reyes con Telémaco, se ocupaban de lo que
debían ejecutar. Aconsejábales este adjudicasen a Diomedes la tierra
de Arpi, y eligiesen a Polidamante rey de los daunios por ser de
su nación. Era este un famoso capitán a quien nunca había querido
emplear Adrasto por envidia, temiendo le atribuyesen los éxitos cuya
gloria apetecía para sí solo, y que más de una vez le advirtiera
en secreto exponía demasiado su vida por la salud del estado en
aquella guerra contra tantas naciones, intentando atraerle a que
observase con sus vecinos una conducta más recta y moderada. Mas por
desgracia los hombres que aborrecen la virtud aborrecen también a
los que se atreven a decirla, sin que les mueva su sinceridad, celo
y desinterés. Endurecía el corazón de Adrasto una prosperidad falaz
contra los consejos más saludables, y desoyéndolos triunfaba cada
día de sus enemigos; porque el orgullo, la mala fe y la violencia
le proporcionaban siempre la victoria, y porque nunca llegaban las
desgracias que hacía tanto tiempo le anunciara Polidamante. Por
lo mismo burlábase de la prudencia tímida que preveía siempre
inconvenientes, y le era insoportable Polidamante: le alejó de los
empleos, y le dejó padecer solitario en la pobreza.

Esta desgracia agobió a Polidamante al principio; mas le proporcionó
aquello de que carecía, convenciéndole de la vanidad de las grandes
fortunas: llegó a ser sabio, y se regocijó de su desgracia: aprendió
a callar, a vivir con poco, a cultivar las virtudes privadas, más
apreciables aún que las ostensibles; y por último, a no depender
de los hombres. Moraba al pie del monte Gargano en un desierto,
sirviéndole de techo la bóveda imperfecta de una roca: apagaba su
sed un cristalino arroyo que se precipitaba de la montaña: dábanle
frutas algunos árboles: tenía dos esclavos que cultivaban una escasa
porción de tierra, y trabajaba con ellos: recompensaba la tierra
con usura su trabajo, y nada le faltaba. No solamente no carecía de
frutas y legumbres en abundancia, sino de toda especie de flores, y
allí deploraba las desgracias de los pueblos que arrastra a la ruina
la insensata ambición de un monarca; y esperaba que los dioses,
justos aunque pacientes, derrocasen el poder de Adrasto. Cuanto más
aumentaba su prosperidad tanto más próxima e irremediable le parecía
su caída, porque la imprudencia, feliz en sus errores, y el poder
llevado al último grado de absoluta autoridad, son precursores de la
destrucción de los reyes y de los imperios; y cuando supo la derrota
y muerte de Adrasto no se manifestó gozoso ni de haberla previsto, ni
de encontrarse libre de aquel tirano: únicamente se lamentó temiendo
cayesen los daunios en la servidumbre.

Este fue el hombre a quien propuso Telémaco para elevarle al trono.
Hacía ya tiempo que conocía su valor y sus virtudes; porque siguiendo
los consejos de Méntor no cesaba de informarse de las cualidades
buenas o malas de todas las personas que ocupaban algún empleo
considerable, no solo en las naciones confederadas que concurrían
a aquella guerra, sino en las enemigas. Su principal cuidado era
averiguar qué hombres poseían algún talento o virtud particular en
dondequiera que estuviesen.

Manifestaron alguna repugnancia al principio los reyes confederados
acerca de colocar en el trono a Polidamante, diciendo: Hemos
experimentado cuán temible sea un rey que apetece la guerra y la
sabe hacer. Polidamante es gran capitán, y puede acarrearnos muchos
peligros. Cierto es, respondió Telémaco, que Polidamante conoce el
arte de la guerra, pero desea la paz, y he aquí las dos circunstancias
que podéis desear; porque persuadido de las desgracias, riesgos y
dificultades de aquella, es más capaz de evitarla que el que ninguna
experiencia tiene de ellos. Habituado a gozar las delicias de una vida
tranquila, ha condenado las empresas de Adrasto y previsto sus funestas
consecuencias. Más temible os debe ser un príncipe débil, ignorante y
falto de experiencia, que el que conocerá y decidirá por sí todas las
cosas. El primero lo verá todo por los ojos de un favorito apasionado,
o de un ministro lisonjero, inquieto o ambicioso, y este príncipe
ciego se empeñará en la guerra sin querer hacerla. Jamás podréis
vivir seguros de él, porque no podrá estarlo de sí mismo: faltará a
su palabra, y en breve os reducirá a la extremidad sensible que haga
indispensable, bien que le destruyáis, bien que él os destruya. ¿Y
no es más útil y seguro, y al mismo tiempo más justo y más noble,
corresponder fielmente a la confianza de los daunios dándoles un rey
que sea digno de regirles?

Logró persuadir a cuantos le escuchaban. Lo propusieron a los daunios,
que esperaban llenos de impaciencia, y al oír el nombre de Polidamante
dijeron: Ahora nos convencemos de que los reyes confederados obran
de buena fe, y quieren establecer una paz perpetua, pues nos dan rey
tan virtuoso y capaz de gobernarnos. Si nos hubieran propuesto un
hombre afeminado, cobarde e inexperto, habríamos creído que procuraban
abatirnos y corromper la forma de nuestro gobierno, y esta conducta
artificiosa hubiese producido un secreto resentimiento en nuestros
corazones; mas la elección de Polidamante nos hace conocer el candor
con que proceden. Sin duda nada se prometen de nosotros que no sea
justo y noble, pues nos conceden un rey incapaz de obrar contra la
libertad y gloria de nuestra nación. Por lo mismo, protestamos a la
faz de los justos dioses que antes retrocederán las aguas de los ríos
hacia sus fuentes que dejemos de amar a tan benéficos monarcas. ¡Ojalá
que nuestros últimos nietos no olviden jamás el beneficio que hoy nos
hacen, y que se renueve de generación en generación la paz del siglo de
oro en toda la extensión de las costas de Hesperia!

En seguida propuso Telémaco concediesen a Diomedes la comarca de Arpi
para establecer en ella una colonia, diciendo: Este nuevo pueblo os
será deudor de su establecimiento en un país que no ocupáis. Acordaos
de que todos los hombres deben amarse mutuamente, de que la tierra
es demasiado dilatada, de que es preciso tener vecinos, y que son
preferibles aquellos que están obligados desde su fundación. Muévaos la
desgracia de un rey que no puede regresar a su país. Unidos Polidamante
y Diomedes por los vínculos de la virtud y de la justicia, que son los
únicos duraderos, viviréis en paz y os haréis temibles a todos los
pueblos vecinos que aspiren a engrandecerse. ¡Daunios!, ya veis que os
hemos dado un rey capaz de hacer llegue vuestra gloria hasta el cielo:
dad vosotros también, pues os lo pedimos, la tierra que os es inútil a
un monarca acreedor a toda clase de auxilios.

[Ilustración]

Respondieron los daunios que nada podían negar a Telémaco, pues
a él debían un rey como Polidamante, e inmediatamente partieron
a buscarle al desierto para colocarle en el trono; pero antes de
partir adjudicaron a Diomedes las feraces campiñas de Arpi para
que estableciese un nuevo reino. Esto llenó de complacencia a los
confederados, porque la nueva colonia griega podría auxiliarlos
poderosamente, si alguna vez intentaban los daunios renovar la
usurpación de que había dado Adrasto el mal ejemplo.

Ya no pensaron los reyes más que en separarse. Partió Telémaco con su
tropa derramando lágrimas, después de haber abrazado afectuosamente
al valeroso Diomedes, al sabio e inconsolable Néstor, y al célebre
Filoctetes, digno heredero de las flechas de Hércules.

[Ilustración]




LIBRO XXII.


SUMARIO.

Arriba Telémaco a Salento y sorpréndese al ver tan bien cultivada la
campiña y tan poca magnificencia en la ciudad. Explícale Méntor la
causa; le hace notar los defectos que impiden comúnmente que florezca
un estado, y le propone por modelo la conducta y el gobierno de
Idomeneo. Descúbrele el hijo de Ulises su inclinación a Antíope, hija
de este rey, y su designio de pedirla por esposa. Apruébalo Méntor;
elogian ambos sus buenas cualidades y le asegura que los dioses se
la tienen destinada; pero que por entonces su único pensamiento debe
ser tornar a Ítaca y librar a Penélope de las persecuciones de sus
pretendientes.


[Ilustración]

LIBRO XXII.

Deseaba con impaciencia el hijo de Ulises volver a reunirse con Méntor
en Salento, y embarcarse en su compañía para Ítaca adonde esperaba
arribaría en breve su padre. Luego que se aproximó a Salento le
sorprendió hallar cultivados, convertidos en jardín y poblados de
labradores todos los campos inmediatos a la ciudad, conociendo ser
obra de la sabiduría de Méntor; y dentro ya de sus muros advirtió ser
más escaso en ella el número de artesanos dedicados a proporcionar
los goces delicados de la vida, y desterrada en parte la antigua
magnificencia. Llamó esto su atención, porque su carácter le inclinaba
a todo aquello que tenía las exterioridades de opulencia y cultura;
pero ocuparon su imaginación otras ideas. Descubrió de lejos a Idomeneo
y a Méntor, y al momento conmovieron su corazón el gozo y la ternura.
Sin embargo del éxito de sus empresas durante la guerra contra Adrasto,
temía no estuviese Méntor satisfecho de su conducta, y a medida que se
acercaba a él procuraba descubrir en su semblante si algo tendría que
reprenderle.

[Ilustración]

Abrazó Idomeneo a Telémaco cual pudiera hacerlo con su propio hijo y
en seguida se arrojó Telémaco a los brazos de Méntor bañándole con sus
lágrimas. Me hallo satisfecho de vos, le dijo Méntor: habéis cometido
grandes yerros; pero os han servido para conoceros y desconfiar de vos
mismo. Muchas veces proporcionan mayor fruto los errores que las bellas
acciones; porque estas envanecen al hombre inspirándole una presunción
peligrosa, al paso que aquellas le hacen conocer su interior y le
proporcionan la prudencia que perdiera protegido por la fortuna. Solo
os falta alabar a los dioses, y no desear que vuestros semejantes os
alaben. Grandes cosas habéis hecho; pero confesad la verdad, no habéis
sido vos solo quien las ha ejecutado. ¿No es cierto que al obrarlas
habéis conocido proceder de una causa extraña que obraba dentro de
vos mismo? ¿No erais incapaz de ejecutarlas por vuestra impetuosidad
y falta de prudencia? ¿No conocéis que Minerva os ha trasformado al
parecer en otro hombre superior a lo que sois para obrar lo que habéis
ejecutado? Esta deidad ha suspendido los efectos de vuestros errores,
como aplaca y suspende Neptuno las tempestades y las irritadas olas.

En tanto que Idomeneo preguntaba con curiosidad a los cretenses que
habían regresado de la guerra, escuchaba Telémaco los sabios consejos
de Méntor, y mirando a todas partes lleno de admiración decía a
este: He aquí un cambio cuya causa no comprendo: ¿ha ocurrido alguna
calamidad en Salento durante mi ausencia? No veo metales ni piedras
preciosas; los trajes son sencillos; los edificios menos vastos
y adornados; desfallecen las artes, y la ciudad ha llegado a ser
comparable con la soledad.

¿Habéis observado, respondió Méntor sonriendo, el estado de los campos
inmediatos a ella? Sí, replicó Telémaco, por todas partes he visto
honrada la labranza, y entrados en cultivo los campos. ¿Y qué vale
más, volvió a decir Méntor, una ciudad opulenta en mármoles y ricos
metales, cuyos campos se hallen descuidados y estériles, o una campiña
bien cultivada y fértil con una ciudad mediana, y en cuyas costumbres
resplandezca la modestia? Una gran ciudad bien poblada de artesanos
que se ocupen en debilitar las costumbres, proporcionando delicias a
la vida, cuando su territorio sea pobre y esté mal cultivado, puede
compararse a un monstruo cuya cabeza sea de enorme tamaño, y el cuerpo
extenuado por falta de alimento y sin ninguna proporción con ella. El
número de la población y la abundancia de los alimentos, forman la
fuerza y riqueza verdadera de un rey. En el día cuenta Idomeneo con un
numeroso pueblo, infatigable en el trabajo que ocupa toda la extensión
de su país. Este forma una sola ciudad, cuyo centro es Salento. Hemos
trasportado a la campiña los brazos que faltaban en ella y eran
superfluos en la ciudad, y atraído además a este país muchos pueblos
extranjeros. Mientras más se multipliquen estos, más multiplicarán
también los frutos de la tierra con su trabajo; y esta multiplicación,
tan agradable como pacífica, proporcionará mayor aumento a su reino que
las conquistas. Hemos arrojado de la ciudad las artes superfluas que
alejan al pobre del cultivo de la tierra que sufraga a sus necesidades
verdaderas, y corrompen al rico entregándole al lujo y la molicie;
pero sin perjudicar a las bellas artes y a los que poseen talentos
para cultivarlas, y por este medio es más poderoso Idomeneo que cuando
admirabais su magnificencia, porque aquel brillo ocultaba la flaqueza y
miseria que en breve hubieran destruido su imperio. Ahora es mayor el
número de hombres, y los alimenta con más facilidad; y acostumbrados
todos ellos al trabajo, al sufrimiento y al desprecio de la vida, por
su adhesión a las buenas leyes, están dispuestos a pelear en defensa
de la tierra que cultivan con sus propias manos. El estado que hoy
creéis abatido, será en breve maravilla de la Hesperia.

[Ilustración]

Acordaos, Telémaco, de que en el gobierno de los pueblos hay dos cosas
perniciosas que rara vez procuran remediarse: una la autoridad injusta
y demasiado violenta de los reyes, otra el lujo que corrompe las
costumbres.

Cuando se acostumbran los monarcas a obrar sin otras leyes que su
voluntad, y no ponen freno a sus pasiones, todo lo pueden; pero al
mismo tiempo debilitan el fundamento de su poder, porque careciendo de
regla y máxima cierta para gobernar, no rigen pueblos sino esclavos,
cuyo número disminuye diariamente, a pesar de que todos les adulan
a porfía. ¿Y quién les dirá la verdad? ¿Quién opondrá diques a este
torrente? Todo sucumbe: huyen los sabios, y se ocultan lamentando las
desgracias públicas; y si acaso una revolución repentina y violenta
hace entrar en sus antiguos límites el poder que los había traspasado,
no pocas veces le conduce a su ruina el golpe mismo que pudiera
salvarle. Ninguna cosa amenaza la funesta caída como la autoridad que
llega a ser ilimitada, porque puede compararse a un arco cuya cuerda
se estira con exceso, que llega a romperse de repente si aquella no
se afloja; mas ¿quién osará hacerlo? Hallábase Idomeneo corrompido
hasta el fondo de su corazón por la autoridad que le lisonjeaba tanto,
y aunque caído de su trono no había llegado a desengañarse. Ha sido,
pues, necesario que los dioses nos enviasen aquí para que olvidase el
abuso del poder ciego y opresivo que no conviene a los hombres, y aun
así ha sido preciso también obrar maravillas para convencerle.

El otro mal, poco menos que incurable, es el lujo; porque así como la
excesiva autoridad seduce a los reyes, seduce el lujo a las naciones.
Suponen que este proporciona subsistencia al pobre a expensas del rico,
como si aquel no pudiera hallarla con mayor utilidad multiplicando
los frutos de la tierra, sin debilitar al rico extraviándole en la
sensualidad. Se acostumbra una nación entera a considerar las cosas
superfluas como necesarias a la vida: se inventan diariamente estas,
y no pueden vivir sin lo que era desconocido treinta años antes, y a
esto se da el nombre de buen gusto, perfección de las artes y cultura
de la nación. Elógiase como virtud este vicio que acarrea otros muchos,
y comunica su contagio desde el monarca hasta la plebe. Quieren los
deudos de aquel imitar su opulencia, la de estos los grandes del
estado, rivalizar con estos las clases medianas, porque ¿quién se hace
justicia a sí mismo?, y a estos quieren igualarse los pobres. Hacen
todos más de lo que pueden, unos por fasto y por prevalerse de sus
riquezas, otros por vergüenza mal entendida y por ocultar su pobreza,
y aun aquellos que son bastante cuerdos para desaprobar el desorden,
no lo son para corregirle los primeros, dando ejemplos opuestos.
Arruínase la nación, y se confunden todas las clases. El deseo de
adquirir bienes para sostener gastos inútiles corrompe las más puras
almas, y solo se trata de ser ricos, porque la pobreza es infamia. El
sabio, el hábil, el virtuoso, el que instruye a sus semejantes, el
vencedor en las batallas, el que salva la patria, el que sacrifica
todos sus intereses, será despreciado si la opulencia no hace brillar
sus talentos. Hasta el que nada posee quiere aparecer rico: gasta cual
si tuviese: contrae deudas, engaña, y para conseguirlo se vale de mil
artificios indignos. ¿Y quién remediará tantos males? Preciso es trocar
el gusto y las costumbres de una nación, y darla leyes nuevas. Pero
¿quién podrá verificarlo sino un monarca filósofo que con el ejemplo de
su moderación sepa avergonzar a los inclinados a gastos superfluos, y
alentar al sabio, que adquirirá influencia sobre el pueblo viviendo en
la honrosa frugalidad?

Escuchaba Telémaco a Méntor como el que despierta de un profundo sueño:
conocía la verdad de sus palabras, y se grababan estas en su corazón a
la manera que el escultor diestro imprime los rasgos que quiere sobre
el mármol, dándoles vida y movimiento. Nada respondía; pero recordaba
lo que le acababa de decir, y observaba con la vista los cambios
ejecutados en la ciudad, y en seguida decía de esta suerte.

[Ilustración]

Por vos ha llegado a ser Idomeneo el más sabio de los reyes: le
desconozco y también a su pueblo. Confieso que lo que habéis hecho
vale infinitamente más que nuestras victorias; porque la casualidad y
la fuerza tienen gran parte en los éxitos de la guerra, y por lo mismo
debe ser el soldado partícipe de la gloria en las batallas, al paso
que vuestra obra procede de una sola cabeza, y ha sido preciso hayáis
trabajado solo para corregir al rey y a su pueblo. Los sucesos de la
guerra son siempre odiosos y funestos, y aquí todo es obra de una
sabiduría divina, todo es agradable, puro, amable, y en todo ello se
ven rasgos de un poder superior al del hombre. Cuando este apetece la
gloria, ¿por qué no se la procura empleándose en ejecutar el bien? ¡Ah,
qué mal la comprenden cuando la buscan asolando la tierra y derramando
sangre humana!

Manifestó Méntor su gozo al advertir desaprobaba Telémaco las victorias
y las conquistas, sin embargo de hallarse en una edad en que era muy
natural le alucinase la gloria que acababa de adquirir.

Cierto es, dijo Méntor, que cuanto veis aquí es bueno y laudable; pero
sabed que podrían hacerse cosas todavía mejores. Idomeneo modera sus
pasiones y se esfuerza en gobernar con justicia. Sin embargo, no deja
de padecer algunos errores, consecuencias desgraciadas de los que antes
ha cometido; porque cuando el hombre quiere huir el mal, le persigue
este al parecer por largo tiempo, pues el hábito enerva su carácter con
errores inveterados y prevenciones casi incurables. ¡Feliz el que jamás
se extravió! Solo él puede obrar el bien con perfección. Telémaco, los
dioses exigirán de vos más que de Idomeneo, pues habéis conocido la
verdad desde la juventud, y jamás os entregasteis a las seducciones de
una excesiva prosperidad.

Idomeneo, continuó Méntor, es prudente e ilustrado; pero se ocupa
demasiado en los detalles, y no medita bastante sobre la generalidad
de los negocios para formar planes. La habilidad de un monarca,
superior a los demás hombres, no consiste en hacerlo todo por sí
mismo; porque es grosera vanidad esperar conseguirlo o intentar
persuadir al mundo de tener capacidad para ello. El rey debe gobernar
eligiendo y dirigiendo a los que gobiernan bajo su autoridad, sin que
sea preciso ejecute los pormenores, porque sería hacer lo que toca a
estos; sino exigir le enteren de su ejecución y saber bastante para
verificarlo con discernimiento. Elegir y aplicar según sus talentos
a los que gobiernan es hacerlo maravillosamente; pues el gobierno
supremo y perfecto consiste en gobernar a los que gobiernan. Para ello
es preciso observarlos, experimentarlos, moderarlos, corregirlos,
animarlos, elevarlos o abatirlos, cambiarlos de lugar y no dejar nunca
de vigilarlos. Aspirar el monarca a examinarlo todo por sí mismo,
es pequeñez, desconfianza, entregarse a los detalles, que absorben
el tiempo y la libertad del entendimiento que requieren las cosas
de importancia; porque para formar grandes proyectos, debe estar
el entendimiento libre y reposado, y pensar con quietud, separado
absolutamente de la expedición de los negocios delicados. El talento
agobiado con los pormenores puede compararse con las heces del vino que
carecen de fuerza y no agradan al paladar, y el que gobierna por ellos
se ocupa de lo presente sin entrar en las miras de un porvenir remoto;
y arrastrados siempre por el negocio del día, cual su única ocupación,
se contrae demasiado a ella y hace limitado su entendimiento, porque
no se juzga bien de los negocios sino cuando se les compara en globo,
ordenándolos para que tengan consecuencia y proporción. Desviarse de
esta regla es imitar al músico que se contentase con hallar sonidos
armoniosos sin tomarse el trabajo de unirlos y ordenarlos para componer
una música agradable, o al arquitecto que creyese haberlo hecho todo
aglomerando hermosas columnas y piedras bien labradas, sin pensar en
el orden y proporción de los adornos del edificio; pues al levantar
un salón no prevé ha de ser necesaria la escalera, y cuando edifica
el todo del edificio no cuida del portal ni del patio. Su obra será
una aglomeración confusa de partes magníficas que no convendrán unas
con otras, y lejos de hacerle honor será un monumento que perpetuará
su oprobio; porque hará ver que no pensó con bastante extensión para
concebir a la vez el plan general de la obra, carácter propio de un
entendimiento escaso. El que ha nacido con entendimiento limitado a
los pormenores, solo es apto para ejecutar dirigido por otro. No lo
dudéis, Telémaco; el gobierno de un reino requiere cierta armonía como
la música, y justas proporciones como la arquitectura.

Si todavía queréis que me sirva de la comparación de estas dos artes,
os haré conocer cuán medianos son los hombres que gobernando se ocupan
de los detalles. El músico que solo canta en un concierto, por bien que
lo ejecute nunca será otra cosa que un cantor; pero el que le dirige y
ordena a la vez todas sus partes, es el verdadero maestro de capilla.
Del mismo modo es operario o peón el que labra las columnas o levanta
una parte del edificio, mientras que el que ha ideado la totalidad
de él, tiene en la cabeza todas sus proporciones, es el verdadero
arquitecto. Por igual principio son los que menos gobiernan aquellos
que se ocupan en el mayor número de negocios; porque el verdadero genio
que rige el estado es el que no ejecutando nada, hace se ejecute todo,
el que medita, inventa, penetra en lo futuro, retrocede a lo pasado,
arregla, proporciona, prepara de lejos, se concentra sin cesar para
luchar contra la fortuna como el nadador contra el torrente de las
aguas, y cuida noche y día de no fiar nada a la casualidad.

¿Pensáis, Telémaco, trabaje asiduamente un célebre pintor desde la
mañana hasta la noche para concluir sus obras con más prontitud? No:
esta tarea agotaría el fuego de su imaginación; no inventada, porque
es preciso hacerlo todo con irregularidad y por rasgos, según los
produce el gusto y los excita el entendimiento. ¿Juzgáis que pase el
tiempo en moler los colores y preparar los pinceles? Tampoco; porque
esta ocupación es de aprendices, y él se reserva el cuidado de meditar,
y se dedica a ejecutar rasgos atrevidos que den a las figuras vida,
pasión y nobleza. Tiene en su cabeza los conceptos, los sentimientos
de los héroes que quiere representar, se trasporta a los siglos en que
florecieron y a las circunstancias en que se hallaron; y a esta especie
de entusiasmo debe reunir capacidad para retenerle en su imaginación,
y para que todo sea verdadero, correcto y proporcionado. ¿Y creéis
sea preciso menos ingenio y menos esfuerzos del entendimiento para
formar un gran monarca que un célebre pintor? Concluid, pues, que la
ocupación de un rey debe ser crear grandes proyectos, y elegir hombres
a propósito para ejecutarlos.

Creo comprender todo lo que me decís, respondió Telémaco; pero en tal
caso se vería engañado muchas veces el monarca no tomando parte en los
detalles. Vos sí que os engañáis, replicó Méntor; lo que impide ser
engañado es el conocimiento general del gobierno. Los que no conocen
los negocios ni tienen verdadero discernimiento van siempre a ciegas, y
la casualidad solamente impide que se engañen; porque ni saben lo que
buscan ni lo que deben buscar, y sin hacer otra cosa que desconfiar,
desconfían más bien del honrado que les contradice que del engañoso
que les adula. Por el contrario, los que conocen el arte de gobernar
y aquello de que es capaz el hombre saben lo que pueden prometerse de
ellos y los medios de conseguirlo: penetran bastante, cuando menos
en globo, si aquellos que les auxilian son instrumentos a propósito
para sus planes, y si entran en sus miras para lograr el objeto que
se proponen; y como además no entran en los pormenores penosos, se
halla más libre su entendimiento para penetrar de un golpe de vista el
todo de la obra, y si se dirige al fin principal. Si son engañados,
no es en lo esencial; y superiores a la envidia propia de almas bajas
y talentos limitados, conocen que es imposible dejar de ser engañados
en los negocios importantes, porque es imposible dejar de ocupar en
ellos a los hombres que con tanta generalidad son engañosos. Pero se
pierde mucho más en la irresolución que produce la desconfianza, que
se perdería en dejarse engañar alguna vez; y es demasiada fortuna ser
solo engañado en las cosas de poca monta, porque las importantes no
dejan de presentarse y esto es lo único que debe preocupar a un hombre
grande. Preciso es reprimir con severidad el engaño cuando se descubre;
pero también debe tolerarse algún engaño para no ser verdaderamente
engañado. El artesano todo lo ve y ejecuta por sí mismo; mas el
monarca no puede hacerlo y verlo todo, pues solo debe ejecutar lo que
ningún otro pueda hacer bajo su dirección, ocupándose únicamente en la
decisión de cosas importantes.

Finalmente, dijo Méntor a Telémaco, los dioses os protegen y preparan
un reinado lleno de sabiduría. Cuanto aquí veis, lo hacen menos por la
gloria de Idomeneo que para instruiros. Los establecimientos sabios que
admiráis en Salento son una sombra de lo que haréis algún día en Ítaca,
si corresponden vuestras virtudes al alto destino que os aguarda.
Tiempo es ya de que pensemos en partir: Idomeneo tiene preparado un
bajel al efecto.

Inmediatamente le abrió Telémaco su pecho, aunque con repugnancia,
acerca de la causa que le hacía sensible dejar a Salento. Tal vez,
dijo, vituperaréis que me sea tan fácil en dejarme llevar de mis
inclinaciones en los lugares por donde paso; pero serían continuos mis
remordimientos si os ocultase que amo a Antíope, hija de Idomeneo.
Querido Méntor, no es esta una pasión ciega como aquella de que me
curasteis en la isla de Calipso: he conocido bien la profundidad
de la herida que abrió el amor inspirado por Eucaris, y todavía no
puedo pronunciar su nombre sin sentirme agitado: ni el tiempo ni la
ausencia han podido cicatrizarla, y esta funesta experiencia me ha
enseñado a desconfiar de mí mismo. Pero en nada es semejante a aquella
mi inclinación a Antíope: no es un amor apasionado, sino estimación,
afecto, persuasión de que seré feliz si vivo con ella. Si alguna vez
me restituyen los dioses a mi padre, y me permiten elegir una esposa,
lo será Antíope. Lo que me inclina a ella es su modestia, reserva,
retiro, asiduo trabajo, perfección en las labores de lana y brocado,
aplicación a los cuidados domésticos después de perdida su madre, su
desprecio a los vanos adornos, y el olvido e ignorancia de su hermosura
que sobresale en ella. Cuando la encarga Idomeneo dirigir las danzas
de jóvenes cretenses al compás de la música, podría equivocársela
con Venus risueña, acompañada de las Gracias: cuando la lleva en
su compañía a la caza, se presenta llena de majestad, y maneja con
destreza el arco cual Diana en medio de sus ninfas: todos la admiran;
solo ella ignora lo que vale. Si entra en los templos, llevando sobre
la cabeza los canastillos que contienen las ofrendas sagradas, pudiera
creerse es la divinidad misma que habita en ellos. ¡Con qué temor y
respeto religioso no la vemos ofrecer sacrificios, y aplacar el enojo
de los dioses, cuando es necesario expiar alguna falta o vencer un
funesto presagio! Por último, al verla rodeada de mujeres con la aguja
de oro en la mano, parece a Minerva que tomando forma humana inspira
las bellas artes al hombre. Anima a todos al trabajo, dulcificando su
tarea con los encantos de su voz cuando canta la historia maravillosa
de los dioses, y aventaja a la más exquisita pintura la delicadeza de
sus bordados. ¡Venturoso el hombre que una a ella un dulce himeneo! No
tendrá que temer otra cosa que perderla y sobrevivirla.

[Ilustración]

Querido Méntor, pongo a los dioses por testigos de que me hallo
dispuesto a partir; porque si bien amaré a Antíope mientras viva, no
por ello dilataré mi regreso a Ítaca. Si otro alguno debiera poseerla,
trascurriría el resto de mis días triste y desconsolado. Sin embargo,
me apartaré de ella aunque supiese que la ausencia podía hacérmela
perder. No quiero hablar a ella ni a su padre de mi amor, pues solo a
vos debo hacerlo hasta tanto que, sentado Ulises sobre el trono, preste
su consentimiento. Por lo que acabo de decir podéis persuadiros de cuán
diferente es este afecto, de aquella pasión hacia Eucaris que tanto me
obcecó.

Telémaco, respondió Méntor, conozco la diferencia. Antíope es amable,
prudente y sensible; sus manos no desdeñan el trabajo; prevé de lejos y
acude a todo; sabe callar y obrar sin precipitación: se la ve ocupada
a todas horas, y lo hace todo con oportunidad, formando sus delicias
el arreglo doméstico, que la adorna más que su propia hermosura;
y sin embargo de extender su cuidado a todo, y de estar encargada
de corregir, negar y economizar (cosas que producen odiosidad),
se ha hecho amable a los ojos de todos, por no encontrar en ella
parcialidad, ligereza ni obstinación como en las demás, pues de una
sola mirada se hace entender, y temen todos desagradarla. Ordena con
precisión, y solo aquello que puede ser ejecutado; reprende bondadosa,
y al hacerlo alienta a los que la obedecen. Descansa en ella Idomeneo,
a la manera que el fatigado viajero a la sombra sobre la verde yerba;
y en efecto, tenéis razón en decir que Antíope es un tesoro digno de
ser buscado en los países más remotos. Ni su entendimiento ni su cuerpo
se adornan jamás con ostentación; y aunque de imaginación viva, es
discreta, habla solo por necesidad, y cuando llega a abrir los labios
corren de ellos la persuasión y la ingenuidad: hace callar a todos, y
se ruboriza de ello; y si advierte que la escuchan con atención, falta
poco para que olvide lo que intentaba decir. Así es que apenas hemos
oído su voz.

[Ilustración]

¿Os acordáis, Telémaco, del día en que su padre la hizo venir al sitio
en que nos hallábamos? Se presentó con la vista baja, cubierta con
un velo, y solo habló para templar el enojo de Idomeneo que deseaba
castigar rigurosamente a uno de sus esclavos. Al principio tomó
parte en su pesadumbre, y después la calmó: por último le manifestó
cuanto podía disculpar a aquel desgraciado, y sin dar a entender al
rey que se había dejado arrastrar demasiado de su enojo, le inspiró
sentimientos de compasión y de justicia. No aplaca Tetis con más
dulzura las irritadas olas cuando adula al viejo Nereo. Un día dirigirá
Antíope el corazón de su esposo, sin procurarse autoridad alguna ni
prevalerse de sus gracias; a la manera que hoy toca la lira cuando
pretende producir en sus cuerdas agradables consonancias. Vuestro amor,
Telémaco, vuelvo a decir, es justo: los dioses la destinan a vos:
la amáis razonablemente, y es preciso aguardar a que os la otorgue
Ulises. Alabo no hayáis osado descubrir vuestras intenciones; mas sabed
que si hubieseis procurado hacerlo, las hubiera desechado y dejado
de estimaros, porque nunca se ofrecerá a nadie: dejará que su padre
la otorgue, y no se enlazará con el que no tema a los dioses y posea
virtudes. ¿No habéis observado que se deja ver menos, y baja más la
vista después de vuestro regreso? Sabe los acontecimientos felices que
os han ocurrido en la guerra, vuestro nacimiento, vuestras aventuras,
y cuanto los dioses han hecho en vuestro favor, y esto la hace más
reservada y modesta. Partamos, Telémaco; partamos a Ítaca: no me resta
otra cosa que proporcionaros el encuentro con Ulises, y poneros en
estado de obtener una esposa digna de la edad del siglo de oro. Y aun
cuando fuese pastora en el frío Álgido, en vez de hija del rey de
Salento, seríais demasiado feliz en llegar a poseer a Antíope.

[Ilustración]




LIBRO XXIII.


SUMARIO.

Sintiendo Idomeneo que se verificase la partida de sus huéspedes,
intentó retardarla, diciéndole a Méntor que le era imposible despachar
sin su consejo una multitud de negocios de gran consideración.
Propónele Méntor las reglas que debía observar para ello, e insiste en
tornar a Telémaco a su patria. Proyecta Idomeneo detenerlos excitando
la pasión que el hijo de Ulises tenía a su hija y les convida al efecto
a una cacería a la que también debía concurrir Antíope, y en la que fue
salvada por su amante de los riesgos de ser despedazada a que la expuso
un jabalí. Resístese de nuevo Telémaco a partir, empero triunfa Méntor
y verifícase la partida.


[Ilustración]

LIBRO XXIII.

Idomeneo, que temía la partida de Méntor y de Telémaco, se ocupaba
únicamente de retardarla. Manifestó a Méntor no podía arreglar sin su
consejo cierta discordia suscitada entre Diófanes, sacerdote de Júpiter
Conservador, y Heliodoro que lo era de Apolo, acerca de los presagios
que se extraían del vuelo de las aves y de las entrañas de las víctimas.

¿Por qué, respondió Méntor, os mezcláis en las cosas sagradas? Dejad
la decisión a los etrurios, que poseen la tradición de los oráculos
más antiguos, y se hallan inspirados para ser intérpretes de los
dioses; y emplead solamente vuestra autoridad en sofocar en su origen
tal discordia. Pero sin manifestar parcialidad ni prevención, y
contentándoos con apoyar la decisión cuando haya recaído. No olvidéis
que el monarca debe estar sometido a la religión, y no entrometerse
jamás a arreglarla; porque viene de los dioses y es superior a
los reyes. Cuando estos quieren hacerlo, la esclavizan en vez de
protegerla; pues son tan poderosos, y tan débiles los demás hombres,
que si se les dejase intervenir en las cuestiones relativas a ella,
todo correría el riesgo de ser trastornado a su voluntad. Dejad,
pues, en libertad a los favorecidos de los dioses para que decidan, y
limitaos a reprimir a aquellos que no obedezcan su juicio luego que
haya sido pronunciado.

En seguida se lamentó Idomeneo de la perplejidad en que se hallaba
sobre gran número de procesos entre varios particulares que le instaban
para que los decidiese.

Hacedlo, respondió Méntor, resolviendo todas las cuestiones nuevas
que hayan de establecer máximas generales de jurisprudencia o para
interpretar las leyes; pero nunca toméis a vuestro cargo juzgar los
casos particulares, pues acudirán todos de tropel, seréis el único
juez de vuestro pueblo, e inútiles los demás jueces: os agobiarán los
negocios de poca entidad, distrayéndoos de los de grande importancia,
y no os será posible arreglar el pormenor de ellos. Guardaos bien de
dar lugar a esto; remitid los negocios particulares a los magistrados
ordinarios; no hagáis sino lo que ningún otro pueda hacer para
aliviaros, y de este modo llenaréis las funciones verdaderas de rey.

También me estrechan, decía Idomeneo, a que haga varios matrimonios;
porque las personas distinguidas que me han acompañado a la guerra, y
perdido grandes bienes de fortuna por servirme, desearían encontrar
alguna recompensa enlazándose con ciertas jóvenes ricas, y solo una
palabra mía basta a procurarles el establecimiento que apetecen.

Cierto es, replicó Méntor, que solo os costaría una palabra; pero
también lo es que esta podría costaros muy cara. ¿Querríais privar
al padre y a la madre de la libertad y consuelo de elegir yernos, y
de consiguiente herederos? Sería poner a todas las familias en la
esclavitud más rigurosa, y seríais además responsable de las desgracias
domésticas de vuestros ciudadanos. Hartas espinas tiene en sí el
matrimonio, sin agravarle con esta pesadumbre. Si tenéis servidores
fieles que recompensar, dadles tierras incultas, añadidles honores
proporcionados a su condición y a sus servicios, y aun algún numerario
tomado de los fondos destinados a otros gastos; pero no paguéis jamás
vuestras deudas sacrificando a las jóvenes ricas contra la voluntad de
sus padres.

De esta cuestión pasó Idomeneo con brevedad a otra, diciendo: Se quejan
los sibaritas de que hemos usurpado las tierras que les pertenecen,
y dádolas como campos incultos a los extranjeros establecidos aquí:
¿cederé yo a sus pretensiones? Si lo hago, creerán todos estar
autorizados para hacerlas en perjuicio nuestro.

No es justo, respondió Méntor, creer a los sibaritas en causa propia;
mas tampoco lo es creeros en la vuestra. ¿A quién creeremos pues?,
replicó Idomeneo. A ninguna de las dos partes, prosiguió Méntor.
Preciso es elegir como árbitro un pueblo que no sea sospechoso a
unos ni a otros: tales son los sipontinos, que ningún interés tienen
contrario al vuestro.

¿Pero acaso, respondió Idomeneo, estoy yo obligado a someterme a un
árbitro? ¿No soy rey? ¿Deberá someterse un soberano a los extranjeros
acerca de los límites de su dominación?

Pues no queréis ceder, prosiguió Méntor, debéis juzgar ser bueno
vuestro derecho. Por otra parte tampoco lo harán los sibaritas
sosteniendo ser cierto el suyo, y en tal oposición o ha de aveniros un
árbitro elegido por ambas partes, o ha de decidir la suerte de las
armas: no hay término medio. Si entraseis en una república en que no
hubiese magistrados ni jueces, y en la cual se creyeran autorizadas las
familias para hacerse justicia por medio de la fuerza, lamentaríais
su desventura y os causaría horror tan espantoso desorden, pues se
armarían unas contra otras. ¿Y creéis que los dioses no miren con el
mismo horror al mundo entero, que no es otra cosa que la república
universal, si cada pueblo, que es una gran familia, se cree con derecho
a hacerse justicia a sí mismo por medio de la violencia contra los
demás pueblos? El particular que posee un campo como patrimonio de sus
progenitores, no puede mantenerse en él sino por la autoridad de las
leyes y el juicio de los magistrados; y si pretendiese conservar por
la fuerza lo que le ha dado la justicia, sería castigado con severidad
cual sedicioso. ¿Juzgáis que los monarcas puedan emplear la fuerza para
apoyar sus pretensiones, sin haber tentado antes los medios suaves y
humanos? ¿No es aún más sagrada la justicia, y más inviolable para
los reyes con relación a la totalidad de otros países, que para las
familias relativamente a algunos terrenos cultivados? ¿Será injusto y
raptor cuando se apodera únicamente de cortas porciones de tierra, y
justo y héroe si ocupa provincias? Si se previene y lisonjea, si se
ciega en los pequeños intereses del particular, ¿no deberá temerse
todavía más que suceda así en los grandes intereses del estado? ¿Se
creerá a sí mismo en lo que hay tantas razones para desconfiar del
juicio propio? ¿No temerá engañarse en los casos en que el error de un
solo hombre produce consecuencias terribles? El error de un monarca que
se lisonjea en sus pretensiones, causa muchas veces estragos, hambres,
mortandades, pérdidas, depravación de costumbres, cuyos funestos
efectos se trasmiten a edades remotas. ¿Y no temerá lisonjearse
en tales ocasiones el rey que siempre está rodeado de lisonjeros?
Si conviene en algún árbitro que termine su diferencia, manifiesta
equidad, moderación y buena fe; publica las razones sólidas en que se
apoya su derecho, y el árbitro elegido es un mediador amigable, no un
juez riguroso. Mas no se somete ciegamente a sus decisiones, sino que
se le mira con deferencia: no pronuncia la decisión como juez soberano,
hace proposiciones, y por sus consejos se sacrifica algo para conservar
la paz. Si a pesar de sus cuidados por conservarla sobreviene la
guerra, le tranquiliza al menos el testimonio de su conciencia, goza
la estimación de sus vecinos y la protección del cielo. Convencido
Idomeneo, consintió en que los sipontinos fuesen mediadores entre él y
los sibaritas.

Viendo el rey eran inútiles todos sus esfuerzos para detener a los
dos extranjeros, procuró conseguirlo por un vínculo más fuerte.
Había observado que Telémaco amaba a Antíope, y se prometió lograrlo
excitando su pasión: con este objeto la hizo cantar muchas veces
durante los festines; y aunque lo ejecutó por obediencia a su padre,
fue con tanta modestia y disgusto que no podía desconocerse el que
experimentaba al obedecerle: y aun llegó Idomeneo a pretender cantase
la victoria alcanzada sobre Adrasto y los daunios; pero no pudo
resolverse a celebrar las alabanzas de Telémaco: negose con respeto,
y no osó insistir en ello su padre. Penetraba su agradable voz en el
corazón del hijo de Ulises: escuchábala absorto; e Idomeneo, que no
apartaba de él la vista, se regocijaba al observar su turbación. Sin
embargo, aparentaba Telémaco no conocer los designios del rey. No le
era posible en ciertas ocasiones dejar de conmoverse; mas la razón
era superior a sus sentimientos: ya no era aquel Telémaco a quien
una tiránica pasión cautivara en otro tiempo en la isla de Calipso.
Mientras cantaba Antíope guardaba el mayor silencio, y cuando había
acabado se apresuraba a atraer la conversación a cualquier otro objeto.

[Ilustración]

No pudiendo el rey lograr por este medio su designio, se resolvió a
preparar una gran cacería para complacer a su hija. Lloró Antíope
no queriendo concurrir a ella, mas fue preciso ejecutar la orden
terminante de su padre. Montó un fogoso caballo, semejante a los que
domaba Cástor para las lides; y le guiaba sin dificultad, siguiéndola
una tropa de hermosas doncellas, entre las cuales aparecía cual Diana
en las florestas. La vio Idomeneo y no se cansaba de mirarla, y al
verla olvidaba todos sus infortunios: viola también Telémaco, y más le
conmovió la modestia de Antíope que su destreza y sus gracias.

Perseguían los perros a un jabalí enorme, y tan furioso como el de
Calidón, cuyas largas y erizadas cerdas eran semejantes a los dardos:
centelleábanle los ojos, y sus bufidos se percibían a larga distancia
cual el ruido de los vientos cuando los encierra Eolo en su gruta para
calmar las tempestades: cortaba los troncos con el corvo colmillo del
mismo modo que pudiera hacerlo la hoz del segador: despedazaba a los
perros que osaban aproximarse a él, y los más atrevidos cazadores
temían esperarle al perseguirle.

Mas no temió acercarse a él Antíope corriendo con la velocidad del
viento: le arrojó un dardo y quedó herido en el lomo; y comenzando a
correrle la sangre, se aumentó su furor y corrió hacia la mano que le
había herido. Estremecido el caballo de Antíope, retrocede a pesar de
su fiereza, arrójase a él el jabalí cual la pesada máquina cuyo golpe
estremece las murallas más sólidas, vacila el caballo, cae, y queda
tendida en tierra Antíope sin arbitrio para evitar el fatal golpe del
colmillo del jabalí deseoso de vengar su herida. Pero a este tiempo ya
había descendido Telémaco del caballo, cuidadoso por el peligro que
pudiera correr Antíope, y con la celeridad del rayo se coloca entre el
caballo y la fiera, e introduce por el costado de esta un dardo que la
hizo caer llena de furor.

[Ilustración]

Divide al instante del cuerpo la cabeza que todavía inspiraba temor al
verla de cerca, y cuya magnitud sorprende a los cazadores: preséntala a
Antíope, ruborízase esta, y procura descubrir en los ojos de su padre
lo que debía hacer, e indícale este la acepte, complacido al verla
fuera de peligro después de haberle llenado de espanto la situación en
que se viera. Recibo de vos llena de gratitud, dijo Antíope a Telémaco
al recibirla, otro don más grande, pues os debo la vida; y apenas hubo
acabado de decir estas palabras, temió haber dicho demasiado, bajó la
vista, y al observar Telémaco su turbación no se atrevió a hablar cual
deseaba, y solo la dijo estas palabras: ¡Venturoso el hijo de Ulises,
pues ha conservado vida tan preciosa!, pero todavía más venturoso
si pudiese pasar la suya a vuestro lado. Oyole Antíope, y sin darle
respuesta se incorporó precipitadamente con las demás jóvenes que la
acompañaban, y volvió a subir a su caballo.

En aquel momento mismo hubiera Idomeneo ofrecido su hija a Telémaco;
pero quiso estimular su pasión dejándole en la incertidumbre, y aun
creyó retenerle en Salento por el deseo de asegurar su enlace. Así
pensaba Idomeneo; mas los dioses burlan la sabiduría humana, y lo que
debía detener a Telémaco fue precisamente el motivo que aceleró su
partida, pues lo que comenzaba a sentir en su corazón introdujo en él
una desconfianza justa de sí mismo.

Redobló su solicitud Méntor para inspirar a Telémaco un deseo
impaciente de regresar a Ítaca, instando al mismo tiempo a Idomeneo
para que les dejase partir. Ya se hallaba dispuesto el bajel; porque
Méntor, que dirigía todos los momentos de la vida de Telémaco para
elevarle al más alto grado de gloria, no le permitía permanecer en
lugar alguno sino en cuanto le era necesario para ejercitar sus
virtudes y proporcionarle lecciones de experiencia, y había tenido
cuidado de preparar el navío desde su regreso del campo confederado.

Idomeneo que con tanta repugnancia le viera preparar, cayó en una
mortal tristeza y en un desconsuelo que causaba compasión cuando
vio iban a abandonarle los dos huéspedes que tantos auxilios le
proporcionaran. Encerrábase en los sitios más retirados del palacio, y
en ellos desahogaba su pecho sollozando y vertiendo lágrimas: olvidó
el alimento, huyó el sueño de sus párpados y consumíale la inquietud:
semejante al corpulento árbol cuyas pobladas ramas proporcionaran
sombra a la madre tierra, respetado en otro tiempo por el hacha del
leñador y nunca estremecido por los huracanes; pero que, comenzado
a roer por el gusano que se introdujera en los canales por donde
circulaba la nutridora savia, llega a convertirse en un tronco vestido
de corteza y poblado de secos tallos, porque debilitándose sin causa
conocida, se marchitó y perdió el adorno frondoso de su hoja: tal era
el estado de Idomeneo.

Enternecido Telémaco no osaba abrir los labios: temía la hora de la
partida, buscaba pretextos para retardarla, y hubiera permanecido largo
tiempo en tal incertidumbre si no le hubiese dicho Méntor: Me complace
veros tan demudado: nacisteis de carácter duro y altanero: no afectaban
vuestro corazón sino las comodidades e intereses propios; mas por fin
habéis llegado a ser hombre, y por la experiencia de los males propios
comenzáis a compadecer los ajenos. Sin esta compasión no hay bondad,
virtud, ni capacidad para gobernar a los hombres; pero es preciso no
llevarla al extremo ni caer en la flaqueza. Hablaré gustoso a Idomeneo
para que nos permita partir, y os evitaré la turbación consiguiente;
pero no quiero que la vergüenza y la timidez dominen vuestro corazón,
porque debéis acostumbraros a hermanar el valor y la firmeza con la
tierna y sensible amistad, temiendo afligir al hombre cuando no sea
necesario, tomando parte en sus penas cuando no puedan evitarse, y
dulcificando en lo posible el golpe que no esté en vuestras manos
evitar. Por eso mismo, respondió Telémaco, sería para mí preferible
supiese Idomeneo por vos nuestra partida.

Os engañáis, replicó Méntor, querido Telémaco: habéis nacido como los
hijos de los reyes, nutridos entre púrpura, que pretenden se haga todo
a su gusto, y que la naturaleza entera obedezca su voluntad, pero sin
tener ánimo para resistir a persona alguna cara a cara; no porque
desprecien a los hombres, ni porque llenos de bondad teman afligirles,
sino porque deseosos de su propia comodidad no quieren ver en torno
suyo al melancólico ni al descontento. No les afectan las miserias
y calamidades humanas cuando no se hallan a su vista, y si oyen
hablar de ellas se entristecen considerándolo inoportuno, pues para
agradarles siempre ha de decírseles que viven todos contentos; y en
tanto que se entregan a los placeres, nada quieren ver ni oír que pueda
interrumpirlos. Si es preciso reprender, corregir, desengañar a alguno,
resistir a las pretensiones o injustos deseos de hombres importunos, lo
encargan a otro; y en vez de hablar por sí mismos con entereza y agrado
en tales ocasiones, permitirán les arranquen gracias las más injustas,
y perjudicarán los negocios de mayor interés, por no decidir contra el
parecer de aquellos con quienes tratan diariamente. Esta flaqueza que
experimentan en sí mismos, hace que cada cual procure aprovecharse de
ella: se les insta e importuna, se les agobia, y haciéndolo se llega a
obtener lo que se apetece. Lisonjéaseles y se les inciensa al principio
para insinuarse; pero luego que se ha obtenido su confianza, y se
está cerca de ellos en empleos de alguna categoría, se les subyuga:
laméntanse de ello y desean sacudir el yugo: sin embargo, arrástranle
toda su vida. Aparentan celo por no ser gobernados; mas lo son siempre,
y no pueden dejar de serlo, semejantes al débil tallo de la vid, que
careciendo de apoyo propio lo busca en el tronco de algún árbol robusto.

No permitiré caigáis en tal flaqueza, que hace al hombre imbécil para
el gobierno. La ternura que impide os atreváis a hablar a Idomeneo,
desaparecerá luego que estéis fuera de Salento; porque no es su dolor
lo que os estremece, sino que os embaraza su presencia. Id, hablad a
Idomeneo; aprended en esta ocasión a ser a la vez tierno y animoso:
manifestadle vuestro sentimiento por apartaros de él; pero al mismo
tiempo hacedle ver con tono decisivo la necesidad de nuestra partida.

No se atrevía Telémaco a resistir a Méntor ni a presentarse a Idomeneo:
ruborizábase de su timidez; mas no tenía valor para hacerse superior a
ella: vacilaba, y dando algunos pasos retrocedía inmediatamente para
alegar alguna excusa que lo retardase. Sin embargo, una sola mirada de
Méntor le imponía silencio y desaparecían todos los pretextos. ¿Sois
vos, decía Méntor sonriendo, el vencedor de los daunios, el libertador
de la grande Hesperia, el hijo del sabio Ulises, que después de los
días de este ha de ser oráculo de la Grecia? ¡No os atrevéis a decir
a Idomeneo no seros posible retardar más vuestro regreso a la patria
para abrazar al que os dio el ser! Pueblo de Ítaca, ¡cuán desventurado
serás si algún día llegas a tener un rey dominado por la mal entendida
vergüenza, y que sacrifica los mayores intereses a sus debilidades en
las cosas de menos importancia! Ved aquí, Telémaco, cuánta diferencia
media entre el valor necesario en las lides y el que es propio de los
negocios: no os inspiraron temor las armas de Adrasto, y teméis a la
tristeza de Idomeneo. He aquí lo que deshonra a los príncipes que
ejecutaron las mayores hazañas: después de haber obrado cual héroes en
la guerra, lo hacen como el menos capaz en las ocasiones ordinarias en
que otros se mantienen con esfuerzo.

[Ilustración]

Penetrado Telémaco de la verdad de estas palabras, y ofendido de las
reconvenciones de Méntor, partió con celeridad; pero apenas se presentó
en el lugar en que se hallaba sentado Idomeneo con la vista en el
suelo, desfallecido de tristeza, temiéronse uno a otro y no se atrevió
a mirarle. Entendíanse sin hablar palabra, y temían recíprocamente
romper el silencio: comenzaron a llorar uno y otro, y por último,
arrebatado Idomeneo por el exceso de su dolor, exclamó: ¡De qué sirve
buscar la virtud si recompensa tan mal a los que la estiman! ¡Después
de haberme hecho ver mis flaquezas, me abandonan! Incidiré de nuevo
en el infortunio: no se me hable más de gobernar bien: no, no puedo
hacerlo: me hallo ya cansado de los hombres. ¿A dónde queréis ir,
Telémaco? Vuestro padre no existe: le buscáis inútilmente: Ítaca es
presa de vuestros enemigos, y os sacrificarán si regresáis a ella:
vuestra madre se habrá entregado ya a los brazos de otro esposo.
Permaneced aquí: seréis mi yerno y mi heredero: reinaréis después de
mis días y aun durante mi vida será aquí absoluto vuestro poder: no
tendrá límites mi confianza. Pero si sois insensible a todas estas
ventajas, dejadme al menos a Méntor, que es mi único apoyo. Hablad,
respondedme; no se endurezca vuestro corazón: tened piedad del más
infeliz de los hombres. ¡Qué! ¡Nada respondéis! ¡Ah!, comprendo cuán
desapiadados son para mí los dioses: sí, los veo todavía más rigurosos
que cuando en Creta traspasé el pecho de mi propio hijo.

No soy mío, respondió Telémaco con voz tímida y turbada: los destinos
me llaman a mi patria; y Méntor, que posee la sabiduría de los dioses,
me manda partir en nombre de ellos. ¿Qué queréis que haga? ¿Renunciaré
al padre, a la madre, y a la patria que debe serme todavía más cara?
Nacido para ocupar el trono, no me hallo destinado a una vida tranquila
y agradable, ni a obrar según mis inclinaciones. Más rico y poderoso es
vuestro reino que el de Ulises; pero debo preferir el que me destinan
los dioses al que tenéis la bondad de ofrecerme. Me contemplaría feliz
si tuviese por esposa a Antíope sin la esperanza de sucederos en el
reino; mas para hacerme digno de ella, debo ir adonde me llama mi
deber, y debe ser también mi padre el que pida su mano para mí. ¿No me
prometisteis enviarme a Ítaca? ¿No he peleado por vos contra Adrasto
en el ejército confederado en virtud de esta promesa? Tiempo es ya de
que repare las desgracias domésticas. Los dioses que me han dado a
Méntor, han encomendado también a este el hijo de Ulises para que le
haga cumplir sus destinos. ¿Queréis que pierda a Méntor después que lo
he perdido todo? Ni poseo bienes de fortuna, ni tengo adonde retirarme,
ni padre, ni madre, ni patria segura: solo me queda un hombre sabio y
virtuoso, don el más precioso de Júpiter. Juzgad vos mismo si puedo
renunciar a él y consentir en que me abandone. No, antes moriré.
Arrancadme la vida, que nada es, y no me dejéis sin Méntor.

A medida que hablaba Telémaco, era más vigorosa su voz, y desaparecía
su timidez. No hallaba Idomeneo qué responderle, ni podía convenir en
lo que le decía el hijo de Ulises; y cuando no le era posible hablar,
procuraba al menos excitar su compasión con sus gestos y miradas.
Entonces vio aparecer a Méntor, que le dijo con gravedad:

No os aflijáis: os dejamos; mas permanecerá a vuestro lado la sabiduría
que preside a los consejos de los dioses: pensad solamente que habéis
sido demasiado feliz en que nos haya enviado Júpiter para salvar
vuestro reino y sacaros del extravío en que vivíais. Filocles, a quien
os hemos restituido, os servirá fielmente, y permanecerán siempre en su
corazón la inclinación a la virtud, el amor al pueblo y la compasión
al desgraciado. Escuchadle: servíos de él lleno de confianza y sin
envidia. El mayor servicio que puedo haceros es obligarle a que os haga
ver vuestros errores sin contemplación; pues el mayor valor de un buen
monarca consiste en buscar amigos verdaderos que le digan sus defectos.
Si tenéis ánimo para ello, en nada os perjudicará nuestra ausencia y
viviréis feliz; pero si la lisonja, que se desliza cual la serpiente,
vuelve a encontrar camino para introducirse en vuestro corazón, estáis
perdido. No dejéis que os abata el dolor, y esforzaos a seguir la
virtud. He dicho a Filocles cuanto debe hacer para aliviaros y para no
abusar jamás de vuestra confianza: yo os respondo de él, pues os le han
dado los dioses como me han dado a mí a Telémaco. Cada cual debe seguir
animoso su destino: inútil es afligirse; si alguna vez tenéis necesidad
de mí, volveré después que haya restituido a Telémaco su padre y su
patria. ¿Qué podría yo hacer más agradable para mí? No busco bienes
de fortuna ni autoridad sobre la tierra, solo quiero ayudar a los que
desean la virtud y la justicia. ¿Cómo podré yo olvidar la confianza y
amistad con que me habéis tratado?

Este razonamiento cambió repentinamente la situación de Idomeneo:
sintió aplacado su corazón, a la manera que Neptuno aplaca con su
tridente las olas embravecidas y las tempestades. Experimentaba
únicamente un dolor pasivo, que era más bien tristeza y efecto de
ternura que aflicción; y comenzaban a renacer en su pecho el valor, la
confianza, la virtud y la esperanza de ser auxiliado por los dioses.

Pues bien, mi querido Méntor, dijo Idomeneo: lo perderé todo resignado;
pero al menos acordaos de mí cuando hayáis llegado a Ítaca, en donde
vuestra sabiduría os conducirá a la prosperidad. No olvidéis ha sido
obra vuestra Salento, en cuya ciudad dejáis un rey desgraciado, que
ninguna esperanza tiene sino en vosotros. Partid, digno hijo de Ulises,
ya no os detengo más; no pretendo resistir a los dioses que me habían
proporcionado tan inestimable tesoro: partid vos también, oh Méntor,
el más grande y más sabio de los hombres (si es que la humanidad
puede hacer lo que vos habéis ejecutado, y si acaso no sois divinidad
que haya adoptado la forma humana para instruir a los débiles e
ignorantes); conducid al hijo de Ulises, más venturoso aún por poseeros
que por la victoria alcanzada contra Adrasto. Partid ambos: no me
atrevo a deciros más; perdonad mis suspiros. Id, viváis felices juntos:
nada me resta sobre la tierra sino la memoria de que hayáis vivido
conmigo. ¡Venturosos días, cuyo precio no he conocido nunca bastante
bien, días trascurridos con demasiada rapidez, ya no volveréis, ya mis
ojos no volverán a ver lo que ahora miran!

Aprovechó Méntor para la partida este momento: abrazó a Filocles,
que sin poder hablar una sola palabra le bañó con su llanto. Quiso
Telémaco dar la mano a Méntor para libertarse de las de Idomeneo; pero
colocándose este entre los dos, se dirigió con ellos hacia el puerto.
Mirábalos, suspiraba, comenzaba a hablar; mas no podía acabar palabra
alguna.

[Ilustración]

Entre tanto percibieron en la playa la confusa gritería de los
marineros: prepararon estos las jarcias, izaron las velas y comenzó
a soplar un viento favorable. Despídense del rey Telémaco y Méntor
llorosos, estréchales por largo tiempo entre sus brazos Idomeneo,
siguiéndoles con la vista mientras pudo divisarlos.

[Ilustración]




LIBRO XXIV.


SUMARIO.

Durante la navegación hace Telémaco que le explique Méntor varias
dificultades que acerca del modo de gobernar se le ofrecían. Al
finalizar la conversación obligoles el mar a abordar en una isla en
donde se encontraba Ulises recientemente arribado. Telémaco le ve y le
habla sin conocerle; mas una secreta conmoción que siente al mirarle
partir de nuevo, sin atinar la causa le tiene confuso hasta que Méntor
se la explica consolándole con la idea de que pronto verá a su padre.
Retardada la partida para hacer un sacrificio a Minerva, abandona esta
la figura con que hasta entonces se había ocultado, y desaparece.
Arriba Telémaco a su patria y encuentra a Ulises en la casa del fiel
Eumeo.


[Ilustración]

LIBRO XXIV.

Hínchanse las velas, levantan las anclas, y la tierra empieza a huir
al parecer de su vista. Percibe de lejos el experimentado piloto los
montes de Léucade, cuyas cimas se ocultan entre un torbellino de
heladas escarchas, y los Acroceraunios, que ostentan su orgullosa
frente humillada tantas veces por el rayo celeste.

Durante la navegación decía Telémaco a Méntor: Ahora me parece
comprendo las máximas de gobierno que me habéis explicado. Parecíanme
un sueño al principio; mas poco a poco se van desarrollando en mi
entendimiento, presentándose con claridad, a la manera que todos los
objetos aparecen sombríos y en confusión al amanecer y cuando brillan
los primeros crepúsculos de la aurora, y saliendo de un caos al lucir
la luz que crece insensiblemente, se les distingue dándoles las figuras
y colores naturales. Estoy bien persuadido de que lo esencial en el que
gobierna es distinguir los diferentes caracteres del entendimiento
para elegir y aplicar a cada uno según sus talentos; pero réstame saber
de qué manera puede conocerse a los hombres.

Es preciso estudiarlos para conocerlos, respondió Méntor; y para
conocerlos, verlos y tratarlos. Los reyes deben hablar con los
súbditos, consultarlos, experimentarlos en los empleos de poca
importancia, de los cuales hagan les den cuenta para cerciorarse de
si son capaces de otros más elevados. ¿Cómo es, mi querido Telémaco,
que en Ítaca adquiristeis conocimientos de las buenas o malas
propiedades de los caballos? A fuerza de observarlos y observar sus
defectos o perfecciones junto a gente experimentada. Del mismo modo
llegaréis insensiblemente en lo posible a conocer las buenas o malas
cualidades de los hombres, hablando con los sabios y virtuosos que por
largo tiempo hayan estudiado sus caracteres. ¿Quién os ha enseñado
a distinguir los poetas buenos de los malos? La frecuente lectura y
las reflexiones de personas que conocen la poesía. ¿Por qué medios
habéis adquirido discernimiento en la música? Aplicándoos a observar
varios músicos. ¿Cómo podrá esperarse gobernar bien a los hombres sin
conocerlos? ¿Y cómo se llegará a conocerlos no habiendo vivido jamás
con ellos? Porque no es vivir con ellos verlos en público, cuando solo
dicen cosas indiferentes o preparadas con estudio, sino tratarlos
en particular, extraer del fondo de sus corazones los secretos que
encierran, tantearlos y sondearlos para descubrir sus máximas. Mas
para juzgar de ellos perfectamente, ha de conocerse primero lo que
deben ser, y el mérito sólido y verdadero, para distinguir a los que le
tienen de los que carecen de él.

Sin conocer el mérito y la virtud, se habla continuamente de uno y
otro, que para la mayor parte de los hombres no son otra cosa que
palabras que se honran de pronunciar a toda hora. Pero es preciso tener
principios ciertos de justicia, de razón y de virtud para conocer al
justo y virtuoso, y poseer las máximas de un gobierno sabio y bueno
para distinguir al que las profesa del que se aleja de ellas por medio
de sutilezas ingeniosas. Por último, para pesar muchos cuerpos es
indispensable un peso fijo; y para juzgar, principios constantes a que
se reduzcan todos nuestros juicios, y penetrar con exactitud el objeto
de la vida humana y qué fin se debe buscar al gobernar a los hombres.
Este objeto único, esencial, es no apetecer jamás la autoridad y el
poder para sí; porque en este caso arrastrará la ambición a satisfacer
el orgullo tiránico; sino sacrificarse a las infinitas penalidades del
gobierno para hacer al hombre bueno y feliz. De otro modo se camina
a ciegas por la senda de la vida, entregándose a la casualidad, a la
manera que el bajel surca los mares sin piloto, sin consultar los
astros, y desconociendo las inmediatas costas: necesariamente ha de
naufragar.

Por ignorar muchas veces los príncipes en qué consiste la verdadera
virtud, ignoran también lo que deben buscar entre los hombres. A sus
ojos se presenta la verdadera virtud con cierta aspereza; les parece
demasiado austera e independiente; les espanta y disgusta, y dan oídos
a la lisonja: desde este momento ya no pueden hallar sinceridad ni
virtud, y corren en pos de un fantasma de falsa gloria que les hace
indignos de la verdadera. En breve se acostumbran a juzgar que no
existe virtud sólida sobre la tierra; pues así como el bueno conoce al
malo, desconoce este a aquel y no se persuade de que exista ninguno.
Tales príncipes solo saben desconfiar de todos; se ocultan, se aíslan,
envidian las cosas de menor importancia, y a todos temen mientras de
todos son temidos. Huyen la luz, procurando no aparecer cuales son:
sin embargo, aspirando a no ser conocidos no pueden lograrlo, porque
la maligna curiosidad de los súbditos todo lo penetra y adivina.
Complácense al verles inaccesibles las personas interesadas que les
rodean; porque saben que siéndolo a los hombres lo son también a
la verdad, y por lo mismo se esfuerzan a oscurecer el mérito con
relaciones infames para alejar de su lado a los que pudieran abrirles
los ojos. Los monarcas que obran de esta suerte, pasan la vida en una
grandeza estúpida, en la cual temiendo a cada paso ser engañados,
llegan a serlo inevitablemente, y merecen serlo; porque desde el
momento que no hablan sino a un corto número de personas, se obligan
a recibir el influjo de las pasiones y preocupaciones de estas, y
hasta los buenos tienen defectos y prevenciones. Además se entregan al
arbitrio de los chismosos, raza infame y maligna que se alimenta de
veneno, que emponzoña las cosas más inocentes, abulta las pequeñas,
inventa el mal antes de dejar de perjudicar, y se goza por interés
propio en sembrar la desconfianza e indigna curiosidad en el corazón de
un príncipe débil y suspicaz.

Conoced, pues, mi querido Telémaco, conoced a los hombres: examinadlos
haciendo que hablen unos de otros; experimentadlos poco a poco sin
entregaros a ninguno. Aprovechaos de vuestra experiencia cuando hayáis
sido engañado en vuestros juicios; porque lo seréis alguna vez, y
porque los malos poseen demasiado bien el arte de sorprender al bueno
por medio del fingimiento. Aprended por tales medios a no juzgar bien
ni mal con precipitación: lo uno y lo otro es igualmente peligroso; y
así os instruirán con utilidad los yerros padecidos. Cuando encontréis
talentos y virtud en un hombre, servíos de él sin desconfianza; porque
el hombre de bien apetece sea reconocida su rectitud, y aprecia más
la estimación y la confianza que los tesoros. Pero cuidad de no
corromperlos dándoles un poder ilimitado; porque tal vez siempre habría
sido virtuoso el que no lo es por haberle dado demasiada autoridad y
excesivas riquezas. Bastante favorecen los dioses al que encuentra
en un reino dos o tres amigos verdaderos, de bondad y sabiduría
constantes; pues en breve halla por su medio personas semejantes a
ellos que ocupen los empleos inferiores. Confiándose el monarca a los
buenos, conoce lo que no es posible conozca por sí mismo.

¿Pero será preciso, decía Telémaco, servirse de los malos cuando
son hábiles, como he oído decir tantas veces? Es necesario hacerlo
frecuentemente, respondió Méntor; porque en una nación agitada y en
desorden, se hallan hombres injustos y artificiosos que ya tienen
poder, que poseen empleos de importancia de que no puede despojárseles,
y que han adquirido la confianza de ciertas personas poderosas con
quien es preciso contemporizar; y debe hacerse también porque se les
teme como malvados capaces de trastornar la sociedad. Indispensable
es servirse de ellos por algún tiempo; mas debe cuidarse de que poco
a poco lleguen a ser inútiles. Guardaos bien de depositar en ellos
jamás vuestra íntima y verdadera confianza; porque pueden abusar de
ella y sujetaros a pesar vuestro, por la importancia del secreto que
les confiéis, cadenas mucho más difíciles de romper que las de hierro.
Servíos de ellos para cosas de poca importancia, tratadlos bien,
empeñadlos por su propio interés en que os sean fieles; único medio de
lograrlo; mas no les deis parte en vuestras secretas deliberaciones.
Tened siempre dispuesto un resorte que obre según vuestra voluntad;
pero sin darles jamás la llave de vuestro corazón. Y cuando el estado
goce de quietud, regido por hombres sabios y de probidad, de quienes
estéis seguro, irán siendo inútiles los malvados que os fuera preciso
emplear. Entonces continuad tratándoles bien, porque nunca es lícito
ser ingrato aun con los malvados; pero tratándolos bien, procurad sean
buenos, sin olvidaros de que es necesario tolerar ciertos defectos a la
humanidad, recobrando sin embargo la autoridad poco a poco, y evitando
los males que harían si no se les reprimiese. Es un mal producir el
bien valiéndose del malo, y aunque aquel sea inevitable muchas veces,
debe procurarse que desaparezca. Un monarca sabio, que solo apetece la
justicia, llegará a conseguirla con el tiempo sin el auxilio de hombres
corrompidos y engañosos, y encontrará hombres de bien, dotados de la
aptitud necesaria.

Pero no basta encontrarlos: preciso es formar otros nuevos. Eso,
respondió Telémaco, debe producir grandes dificultades. Ninguna,
replicó Méntor, porque dedicándoos a buscar hombres hábiles y virtuosos
para ensalzarlos, excitaréis y animaréis a los que posean valor o
talentos, y todos se esforzarán en merecerlo. ¡Cuántos yacen en una
oscura ociosidad, que serían grandes hombres si les estimulase al
trabajo la emulación o la esperanza! ¡Cuántos a quienes la miseria
o la imposibilidad de medrar por la virtud arrastra a lograrlo por
el delito! Si destináis las recompensas y los honores al talento y
a la virtud, ¡cuántos formaréis adornados de uno y otra! ¡Y cuántos
haciéndoles ascender de grado en grado desde los primeros empleos hasta
los de mayor importancia! Ejercitaréis sus talentos, experimentando la
extensión de ellos y la sinceridad de su virtud; y los que lleguen a
los más elevados, habrán servido a vuestra vista en los inferiores,
y juzgaréis de ellos no por sus palabras sino por la serie de sus
acciones.

[Ilustración]

En tanto que discurrían de esta suerte Méntor y Telémaco, descubrieron
un bajel feacio que había recalado en cierta isla pequeña, inculta y
desierta, rodeada de espantosos peñascos; y al mismo tiempo cesaron
de soplar los vientos, suspendiendo al parecer sus agradables soplos:
serenose el mar cual un espejo: no podían las velas dar movimiento al
bajel, y eran inútiles los esfuerzos de los fatigados remeros. Fue
preciso arribar a la isla, que era más bien un escollo que propia para
habitarla los hombres. En tiempo de menos calma no habrían podido
arribar a ella sin gran peligro.

Los feacios, que aguardaban el viento para partir, no se hallaban menos
impacientes de continuar su viaje que los salentinos: acercose a ellos
Telémaco por entre aquellas escarpadas riberas, y preguntó al primero
a quien halló si había visto a Ulises, rey de Ítaca, en el palacio del
rey Alcínoo.

[Ilustración]

No era feacio el que casualmente fue preguntado por Telémaco, sino
un extranjero desconocido, de semblante majestuoso, aunque abatido
y triste; pensativo al parecer apenas escuchó al principio lo que le
preguntaba Telémaco; mas al fin le respondió: No os engañáis: Ulises
fue recibido en el palacio del rey Alcínoo, como asilo en donde se teme
a Júpiter y en donde se ejerce la hospitalidad; mas ya no está allí,
y le buscaríais inútilmente: partió para Ítaca, si es que los dioses
aplacados ya, permiten pueda saludar a sus penates.

Apenas hubo pronunciado el extranjero estas tristes palabras, se
introdujo en un pequeño bosquecillo que señoreaba una roca, desde el
cual miraba atentamente las aguas, huyendo de los hombres afligido al
parecer por no poder partir.

Tenía Telémaco fija la vista en él, y se aumentaba su conmoción y
sorpresa cuanto más le miraba. Este desconocido, decía a Méntor, me ha
respondido como el que apenas escucha lo que le dicen por hallarse
lleno de pesadumbre: compadezco a los desgraciados desde que lo soy, y
siento que se interesa mi corazón por este hombre sin conocer la causa.
Me ha recibido mal, apenas se ha dignado escucharme y responderme: sin
embargo, no me es posible dejar de desear el término de sus desgracias.

He ahí, respondió Méntor sonriendo, el fruto de los infortunios de la
vida: hacer a los príncipes moderados y sensibles a los padecimientos
del hombre. Cuando solo han gozado el veneno halagüeño de la
prosperidad, se consideran dioses, quieren que para satisfacer sus
deseos humillen sus cumbres las montañas, desprecian a los hombres,
y se burlan de la naturaleza entera. Si oyen hablar de padecimientos
ignoran lo que sean considerándolos como un sueño; pues jamás han
visto la distancia que media entre el bien y el mal. El infortunio
solamente puede hacerlos sensibles y cambiar sus corazones de peña
en corazones humanos. En este caso llegan a conocer que son hombres,
y cómo deben tratar a sus semejantes. Si un desconocido excita tanto
vuestra compasión, porque como vos va errante por esta costa, ¿cuánta
deberá excitaros el pueblo de Ítaca cuando le veáis un día padecer,
considerando que os le confiaron los dioses cual el rebaño al pastor,
y que será tal vez desgraciado a causa de vuestra ambición, lujo o
imprudencia? Porque no padecen las naciones sino por culpa de los reyes
que deberían vigilar para impedir que padeciesen.

Mientras hablaba así Méntor, hallábase Telémaco melancólico y
disgustado; mas al fin le respondió algo conmovido: Si todas esas
cosas son ciertas, bien infeliz es el rey; porque llegará a ser
esclavo de los que manda: nacido para ellos, a ellos debe consagrarse
enteramente. Encargado de sus necesidades, será padre del pueblo y
de cada individuo: deberá acomodarse a sus debilidades, corregirles
cual padre y hacerlos sabios y felices. La autoridad que tiene no es
al parecer suya, sino de aquellos: nada puede hacer para su gloria ni
para sus comodidades. Únicamente reside en él la de las leyes; ha de
obedecerlas para dar ejemplo a los vasallos; y hablando con propiedad,
es el defensor de ellas para hacerlas obedecer. Para mantenerlas ha de
velar y trabajar incesantemente; porque goza menos libertad y quietud
que los demás, y es un esclavo que sacrifica su reposo y libertad por
la libertad y felicidad públicas.

Cierto es, respondió Méntor, que el rey lo es únicamente para cuidar de
su pueblo, como el pastor del rebaño, o cual el padre de la familia;
pero ¿pensáis Telémaco que sea infeliz por tener que hacer bien a tanto
número de personas? Corrige al malo castigándole, alienta al bueno con
la recompensa, y representa a los dioses conduciendo por el camino
de la virtud a todo el género humano. ¿No le cabe bastante gloria en
hacer observar las leyes? La de hacerse superior a ellas es una falsa
gloria que merece desprecio y horror. Si es malo no puede dejar de
ser infeliz, porque no sabrá hallar paz en el seno de la vanidad y de
las pasiones; y si bueno debe gozar el más puro y sólido de todos los
placeres, trabajando en obsequio de la virtud y esperando de los dioses
la recompensa eterna.

Agitado interiormente Telémaco, parecía no haber llegado a persuadirse
jamás de estas máximas, a pesar de enseñarlas a los otros. Contra
estos sentimientos le suministraba la melancolía cierto espíritu de
contradicción y sutileza para resistir las verdades que le explicaba
Méntor, oponiendo a ellas la ingratitud tan común entre los hombres.
¡A qué, decía, esforzarse a costa de tantas fatigas para hacerse amar
de ellos, cuando acaso no os amarán nunca! ¡A qué hacer bien a los
malvados que se servirán de los beneficios para causaros daño!

Debe contarse con la ingratitud de los hombres, respondió Méntor con
serenidad; pero sin dejar por ello de hacerles beneficios, pues ha
de ejecutarse así, menos por amor hacia ellos que por satisfacer a
los dioses, porque nunca es perdido el bien que se hace: si llegan
a olvidarle los hombres, los dioses lo recompensan. Además, si la
multitud es ingrata, siempre se encuentran algunos virtuosos que se
interesan por la virtud; y aun la multitud misma, aunque caprichosa e
inconstante, no deja de hacer justicia tarde o temprano al virtuoso.

Pero si aspiráis a evitar la ingratitud de los hombres, no os
ocupéis únicamente en hacerlos poderosos, ricos, temibles por sus
armas, felices por la variedad de placeres; porque esta gloria,
esta abundancia de delicias llegarán a corromperles, y al paso que
se aumentará su maldad, crecerá su ingratitud. Esto es hacerles un
presente funesto; ofrecerles un veneno delicioso. Aplicaos a mejorar
sus costumbres, a inspirarles sentimientos de justicia, de sinceridad,
de temor a los dioses, de humanidad, de fidelidad, moderación y
desinterés; y haciéndolos buenos, impediréis sean ingratos: les
proporcionaréis el verdadero bien, que es la virtud; y si es sólida,
les inclinará al que se la haya inspirado. De esta suerte os haréis
bien a vos mismo dándoles bienes ciertos, y no deberéis temer su
ingratitud. ¿Por qué ha de causar sorpresa que sean ingratos los
hombres para con un príncipe que solo les ha ejercitado en la
injusticia, ambición, envidia, inhumanidad, altivez y mala fe? No
debe prometerse el príncipe otra cosa de sus vasallos, que lo que les
ha enseñado a hacer. Si emplease su poder y su ejemplo en hacerlos
buenos, encontraría el premio de sus fatigas en las virtudes de
aquellos, o al menos hallaría en las suyas y en el favor de los dioses
motivos de consuelo en sus errores.

Apenas terminó su discurso Méntor, se acercó Telémaco presuroso hacia
los feacios del bajel que se hallaba detenido en aquella costa; y
dirigiéndose a un anciano, preguntole de dónde venían, a dónde se
dirigía su navegación, y si habían visto a Ulises.

[Ilustración]

Venimos de la isla de Feacia, respondió el anciano, y navegamos hacia
el Epiro en busca de mercancías. Ulises, como ya os han dicho, pasó
a nuestra patria; mas partió de ella. ¿Y quién es, añadió Telémaco,
ese hombre poseído de tristeza, que busca los lugares más apartados
mientras vuestro bajel se da a la vela? Es, contestó, un extranjero a
quien no conocemos: dicen se llama Cleómenes, natural de Frigia, y que
un oráculo había presagiado a su madre, antes que él naciese, sería rey
con tal que no permaneciera jamás en su patria; y que si permanecía,
experimentarían los frigios el enojo de los dioses sufriendo una peste
cruel. Luego que nació le entregaron sus padres a unos marineros que
le condujeron a la isla de Lesbos, y allí fue alimentado en secreto
a expensas de su patria, tan interesada en que permaneciese lejos de
ella. Pronto llegó a ser vigoroso, robusto, afable, y diestro en todos
los ejercicios corporales, y aun se aplicó gustoso a las ciencias y
nobles artes; pero no pudieron sufrirle en ningún país. La predicción
le hizo célebre; fue conocido en breve por donde quiera que iba, y
causaba temor a todos los reyes, que recelaban les arrebatase la
corona. Así vaga desde la juventud, sin hallar lugar alguno en que
pueda permanecer. Ha transitado por varias naciones muy lejanas de
la suya; mas apenas llega a una ciudad, descubren su nacimiento y el
oráculo anunciado, y cree conveniente ocultarse y elegir en cada lugar
un género de vida oscura: sin embargo, en todas partes sobresalen
sus talentos a pesar suyo, según dicen, ora en la guerra, ora en las
letras, ora en los negocios de mayor importancia; porque en cada país
se presenta alguna ocasión imprevista que le obliga a ser conocido del
público. Su mérito le hace desdichado; pues por él es temible y se
ve desterrado de todas las naciones en que quiere morar. Su destino
le hace digno de estimación y de aprecio; pero le aleja de todos los
países conocidos. No es ya joven, y sin embargo aún no ha podido hallar
ninguna costa del Asia ni de la Grecia en donde le hayan permitido
vivir con reposo. No le seduce la ambición, ni corre tras la fortuna:
se consideraría feliz si el oráculo no le hubiese anunciado jamás la
corona. Ninguna esperanza le queda de volver a su patria; porque sabe
no podría llevar a ella sino duelo y lágrimas a todas las familias.
La misma corona, causa de sus padecimientos no le parece apetecible:
corre tras ella a su pesar, arrastrado por la fatalidad, de nación en
nación, mientras aquella huye de él para gozarse en su desgracia hasta
la senectud. ¡Presente funesto de los dioses que llena sus días de
inquietud, y le causa pesares en la edad en que debilitado el hombre
solo ha menester el reposo! Corre, dice, hacia la Tracia en busca
de algún pueblo salvaje e insociable para reunirle, civilizarle y
regirle por algunos años; y después de haber cumplido el anuncio del
oráculo, nada tendrán que temer de él las naciones más florecientes,
y se promete retirarse a una aldea de la Caria para dedicarse a la
agricultura, que aprecia con pasión. Es sabio y moderado, teme a los
dioses, conoce a los hombres, y sabe vivir en paz en medio de ellos
sin estimarlos. He aquí lo que refieren de ese extranjero por quien me
preguntáis.

Durante esta conversación volvía la vista Telémaco repetidamente
hacia el mar, que comenzaba a agitarse. Elevaba el viento las olas,
que venían a estrellarse contra las rocas y las cubría de espuma, e
improvisadamente prosiguió el anciano: Me es preciso partir: no pueden
esperarme mis compañeros; y al decir estas palabras corre a la orilla,
se embarca, y solo se percibe la confusa gritería de los marineros que
desean con impaciencia continuar su viaje.

El desconocido a quien llamaban Cleómenes había andado errante algún
tiempo por lo interior de la isla, subiendo a la cumbre de las rocas y
contemplando el espacio inmenso de los mares con semblante melancólico,
sin perderle de vista Telémaco y observando todos sus pasos. Había
interesado su corazón aquel hombre virtuoso, errante, desgraciado,
destinado a los más grandes hechos, y convertido en blanco de la
rigurosa fortuna lejos de su patria. Al menos, decía Telémaco, yo veré
tal vez a Ítaca, pero Cleómenes jamás podrá regresar a Frigia. El
ejemplo de un hombre aún más desgraciado que él, mitigaba las penas de
Telémaco. Por último, viendo preparado su bajel, el hombre descendió
de las rocas escarpadas con tanta agilidad y ligereza como el mismo
Apolo en las selvas de la Licia, tras recoger el rizado cabello, pasa
a través de los precipicios para herir con sus flechas a los ciervos
y jabalíes. Llegó el desconocido al bajel, y cortando este las aguas
comenzó a alejarse de la tierra.

[Ilustración]

Entonces se apoderó del corazón de Telémaco una secreta impresión:
afligíase sin conocer la causa, lloraba, y llorando hallaba consuelo.
Al mismo tiempo descubrió a los marineros de Salento tendidos sobre
la yerba y entregados al sueño. Hallábanse cansados y abatidos, y el
benéfico sueño se había insinuado en sus miembros, derramándose sobre
ellos los narcóticos de la noche en medio del día por el influjo de
Minerva. Maravillose Telémaco al observar la pereza de los salentinos,
mientras diligentes y atentos los feacios habían aprovechado el viento
favorable; pero todavía se hallaba aún más ocupado en observar el bajel
feacio, próximo a desaparecer entre las olas, que de acercarse a los
salentinos para despertarlos de su profundo sueño. Una admiración y
agitación interior le arrastraban a seguir con la vista el bajel, del
cual solo descubrían las velas que blanqueaban algún tanto sobre el
campo azulado de las aguas. Ni aun escuchaba a Méntor que le hablaba; y
fuera de sí, era su agitación semejante a la de las Ménades cuando con
el tirso en la mano hacen resonar sus gritos en las riberas del Hebro,
y en las montañas de Ródope y de Ismaro.

Por último volvió de la especie de encanto en que se hallaba, y
comenzaron a correr de nuevo sus lágrimas. No me maravilla, dijo
entonces Méntor, veros llorar: la causa de vuestro dolor, que os es
desconocida, no la ignora Méntor: la naturaleza habla y se hace sentir,
y ella enternece vuestro corazón. El desconocido que ha producido en
vos tan viva inquietud es el grande Ulises; y cuanto os ha referido
de él el anciano feacio bajo el nombre de Cleómenes es una ficción
dirigida a ocultar con más seguridad el regreso de Ulises a su reino.
Va en derechura a Ítaca, ya se halla cerca del puerto, y vuelve por fin
a ver aquellos lugares tanto tiempo deseados. Le habéis visto según
os predijeron en otro tiempo; pero sin conocerle: en breve le veréis,
le conoceréis y él os conocerá; pero los dioses no podían permitirlo
ahora fuera de Ítaca. No ha estado su corazón menos agitado que el
vuestro; pero es demasiado prudente para descubrirse a mortal alguno
en unos lugares en que pudiera verse expuesto a las asechanzas de los
crueles amantes de Penélope. Ulises es el más sabio de los hombres; su
corazón es semejante a un profundo pozo, del cual no podría extraerse
el secreto. Ama la verdad, y jamás dice lo que puede ofenderla; pero
solo dice lo necesario, y la prudencia tiene cerrados sus labios cual
un sello para articular palabras inútiles. ¡Cuán agitado se hallaba
mientras os habló! ¡Cuánta violencia se hizo para no descubrirse!
¡Cuánto ha padecido al veros! He aquí la causa de su tristeza y
abatimiento.

Lloraba Telémaco mientras Méntor hablaba, y los sollozos le impidieron
responder en mucho tiempo. Por último exclamó: ¡Ah, mi querido Méntor!
no en balde experimentaba yo que este desconocido alteraba mis
entrañas. ¿Mas por qué, conociéndole, no me habéis dicho que era Ulises
antes que partiese? ¿Por qué le habéis dejado partir sin hablarle y sin
manifestar que le conocíais? ¿Qué misterio es este? ¿Seré yo siempre
desgraciado, o querrán los dioses, irritados contra mí, tenerme lleno
de agitación como a Tántalo sediento, embelesado con una agua engañosa
que huye sin cesar de su abrasado labio? ¡Ulises! ¡Ulises! ¿Os habré
perdido para siempre? ¡Acaso no le volveré a ver! ¡Acaso también le
harán caer los amantes de Penélope en los lazos que me tendían! Si al
menos le siguiese, moriría con él. ¡Ulises! ¡Ulises! Si las tempestades
no os conducen a algún nuevo escollo (porque todo lo temo de la enemiga
fortuna), tiemblo al considerar si os aguardará en Ítaca suerte tan
funesta como la de Agamenón en Micenas. Mas, querido Méntor, ¿por qué
me habéis privado de tanta dicha? En este momento le abrazaría, me
hallaría con él en el puerto de Ítaca, y pelearíamos ambos para vencer
a nuestros enemigos.

He ahí, respondió Méntor sonriendo, cómo son los hombres, mi querido
Telémaco: os halláis desconsolado por haber visto a Ulises sin
conocerle. ¿Cuánto habríais dado ayer por tener seguridad de que
existía? Sin embargo, asegurado hoy por vuestros propios ojos de que
vive, os causa pesadumbre lo que ayer habría colmado de gozo vuestro
corazón. De esta manera desprecia el corazón del hombre lo que más
deseaba luego que lo posee; y así se atormenta a sí mismo sobre lo que
aún no ha poseído.

Para ejercitar vuestro sufrimiento, obran de este modo los dioses;
y mientras consideráis perdidos estos momentos, sabed son los más
útiles de vuestra vida, pues os empleáis en la más necesaria de todas
las virtudes para el que debe mandar. Porque para ser el hombre dueño
de sí mismo y de los demás, debe ser sufrido; pues la impaciencia,
que se reputa como vigor del alma, es una flaqueza, una impotencia
para sobrellevar las penas. El que no sabe aguardar y padecer, puede
compararse al que no sabe callar un secreto: ambos carecen de firmeza
para reprimirse, como el que corre en un carro sin fuerza bastante
para contener a los briosos caballos, que desobedeciendo el freno,
se precipitan arrastrando en su caída al hombre débil cuya mano
no obedecen. El hombre impaciente se ve arrastrado a un abismo de
desgracias por sus propios deseos; y cuanto mayor es su poder, más
funesta le es la impaciencia. Nada le contiene; todo lo violenta para
satisfacerse; rompe las ramas del árbol para coger el fruto antes de
maduro; destroza las puertas antes que aguardar a que se las abran, y
quiere segar la mies cuando la siembra el labrador prudente. Cuanto
hace con precipitación y fuera de tiempo, tiene tan poca duración
como sus inconstantes deseos. Tan insensato es el hombre que todo cree
preverlo y se entrega a deseos impacientes abusando de su poder. Para
enseñaros a sufrir ejercitan los dioses vuestra prudencia, y se gozan
al parecer en la vida errante e incierta en que siempre os tienen. Si
os presentan los bienes que apetecéis, y huyen cual el sueño, es para
enseñaros que aquello que cree el hombre tener en la mano desaparece en
un instante. Las lecciones más sabias de Ulises no serían tan útiles
para vos como su larga ausencia y las penas que padecéis por buscarle.

[Ilustración]

Todavía quiso Méntor poner a prueba el sufrimiento de Telémaco de
un modo más fuerte. Cuando corría a estrechar a los marineros para
que apresurasen la partida, le detuvo Méntor para que ofreciese a
Minerva un sacrificio; y con la mayor docilidad lo ejecutó. Prepararon
dos altares de césped, ardió el incienso y corrió la sangre de las
víctimas. Dirigió Telémaco al cielo fervorosas súplicas, y reconoció la
poderosa protección de la diosa.

Acabado el sacrificio siguió Telémaco a Méntor por las sendas sombrías
de un pequeño bosque, y observa alteradas repentinamente las facciones
de su amigo; y a la manera que borra Aurora las sombras de la noche
cuando al abrir las puertas de oriente inflama el horizonte, así
desaparecen las arrugas que afeaban su rostro: bórrase el colorido
de sus ojos, y resplandece en ellos un fuego celestial en vez de la
austeridad de sus miradas: huye la descuidada y blanca barba, y admira
Telémaco las facciones de una mujer de aspecto majestuoso y agradable
al mismo tiempo; y en su tez, más fresca y hermosa que aparece la
tierna flor que se abre al nacer Apolo, descubre el albor del lirio y
el carmín de la rosa. Sobresalían en su rostro juventud permanente,
sencillez y majestad: exhalaba ambrosía el flotante cabello, y veíanse
brillar en las vestiduras los vivos colores que pinta el sol al
comenzar su carrera en las oscuras bóvedas del firmamento y en las
nubes que dora. El pie de la deidad no descansaba en tierra: vagaba
por los aires cual el ave de ligera pluma, y empuñaba una lanza que
causaría temor a las ciudades y naciones más guerreras, y aun al mismo
Marte. Su voz era sonora y agradable; pero introducíanse sus palabras
cual el rayo en el corazón de Telémaco. Brillaba en su pecho la
terrible égida, y aparecía sobre el casco el ave de Atenas.

Estas señales hicieron conocer a Telémaco que era Minerva, y exclamó:
¡Oh diosa! ¡Sois vos la que os dignáis conducir al hijo de Ulises
por amor hacia su padre!.... Más quería decir; pero faltole la voz,
y esforzábase en vano para expresar las ideas que cual un raudal le
presentaba el entendimiento. La presencia de la diosa le sobrecogía, y
hallábase como el que oprimido por el sueño no puede articular palabra
alguna por la agitación que entorpece su labio.

Hijo de Ulises, dijo por último la diosa, escuchadme por la postrera
vez. A ningún mortal he instruido con tal solicitud como a ti: te he
conducido por la mano a través de los naufragios, guerras sangrientas,
tierras desconocidas, y cuantos males pueden poner a prueba el corazón
del hombre. Te he hecho ver por medio de la experiencia las máximas
verdaderas y falsas para reinar, y tus errores no te han sido menos
útiles que las desgracias; porque ¿cuál es el hombre que pueda gobernar
sabiamente si nunca ha padecido ni aprovechádose de los padecimientos a
que le han arrastrado sus errores?

Semejante a tu padre han llenado la tierra y los mares tus tristes
aventuras: ya eres digno de seguir sus huellas. Ve: nada te falta sino
la corta y fácil travesía hasta Ítaca, adonde tu padre arriba en este
momento: pelea a su lado y obedécele como el último de sus vasallos: da
ejemplo a estos. Será Antíope tu esposa, y vivirás feliz con ella por
haber buscado menos la belleza que la virtud y la sabiduría.

Cuando ocupes el trono, cifra tu gloria en renovar el siglo de oro:
escucha a todos, cree a muy pocos; guárdate de creerte a ti mismo: teme
engañarte; pero nunca temas conozcan que has sido engañado.

Ama al pueblo y nada omitas para hacerte amar; porque el miedo solo
es necesario cuando falta el amor, y debe únicamente emplearse con
disgusto como remedio violento y el más peligroso.

Considera en todas ocasiones las consecuencias de tus empresas,
previendo los mayores inconvenientes, persuadido de que el verdadero
valor consiste en prever los peligros y arrostrarlos cuando
son inevitables. El que no quiere verlos carece de ánimo para
sobrellevarlos con tranquilidad; y el que los ve todos y evita los que
puede, arrostrando los demás con esfuerzo, es el sabio y magnánimo.

Huye la molicie, el fasto y la profusión, cifrando tu gloria en la
sencillez. Las virtudes y las buenas acciones sean el ornato de tu
persona y de tu palacio, y la guardia que te custodie: aprendan todos
en ti a conocer en lo que consiste el verdadero honor.

No olvides nunca que los reyes no reinan para su propia gloria, sino
para el bien de sus pueblos: que los beneficios que hacen se trasmiten
a los más remotos siglos, y los males que causan se multiplican de
generación en generación a la remota posteridad; pues un mal rey
produce a veces calamidades para muchos siglos.

Sobre todo está siempre alerta contra tu genio, enemigo que llevarás
hasta el sepulcro, y que tomará parte en tus decisiones, y te engañará
si le escuchas. Él te hará perder las ocasiones más importantes,
producirá inclinaciones o aversiones semejantes a las de la niñez,
en perjuicio de tus verdaderos intereses: él decide los negocios de
mayor consecuencia por razones frívolas; y él por último oscurece los
talentos, abate el valor, y hace al hombre inconsecuente, débil, infame
e insoportable. Desconfía pues de este enemigo.

¡Teme a los dioses, oh Telémaco! Este temor es el mayor tesoro del
corazón humano: a él acompañan la sabiduría, la justicia, la paz,
el gozo, los placeres puros, la verdadera libertad, la agradable
abundancia y la gloria sin mancilla.

¡Hijo de Ulises!, yo te dejo; pero nunca te abandonará mi sabiduría
con tal que no olvides jamás que nada puedes sin ella. Ya es tiempo de
que aprendas a marchar solo. No me separé de ti en Egipto y en Salento
sino para acostumbrarte a la privación de mi compañía, a la manera que
se desteta al infante cuando ha llegado el tiempo de suministrarle
alimentos más sólidos.

[Ilustración]

Luego que la diosa terminó este discurso se fue remontando en el aire,
y ocultándose en una nube de oro y azul, desapareció. Maravillado
Telémaco se prosternó lloroso y alzando las manos al cielo. Fue
después a despertar a sus compañeros; se apresuró a partir, corrió a
Ítaca, y reconoció a su padre en casa del fiel Eumeo.

[Ilustración]

FIN DEL TELÉMACO.




AVENTURAS DE ARISTONOO.


[Ilustración]

AVENTURAS DE ARISTONOO.

Después de haber perdido Sofrónimo todos los bienes que heredara de
sus mayores, por consecuencia de naufragios y otros infortunios, vivía
retirado en la isla de Delos, y allí buscaba en su propia virtud
consuelo a tantas pérdidas. Al compás de su lira de oro cantaba
las maravillas de la divinidad que aquellos naturales adoraban; y
favorecido de las musas, ora estudiaba con atención los secretos de la
naturaleza, el curso de los astros, su movimiento y la fábrica entera
del universo; ora las propiedades de las plantas y la conformación de
los animales; ora en fin procuraba conocerse a sí mismo y perfeccionar
su corazón con el ejercicio de las virtudes, burlando así los caprichos
de la fortuna, que queriendo oprimirle le elevaba a la verdadera gloria.

En tanto que vivía feliz en su retiro, sin haberes, vio cierto día a
la orilla del mar un venerable anciano que le era desconocido. Era un
extranjero que acababa de llegar a la isla, y admiraba los bordes
del mar en que sabía haber flotado en otro tiempo la isla entera;
contemplaba la costa sobre cuyos arenales y rocas se alzaban vistosas
colinas que perpetuaban el verdor y las flores, y las cristalinas
aguas de los ríos y fuentes que regaban tan delicioso país; y al
acercarse a los bosques sagrados que circuían el templo, maravillábale
su permanente verdura que los más violentos aquilones no osaron nunca
marchitar. Examinaba con asombro la bella arquitectura del templo
edificado en mármol de Paros, blanco cual la nieve y adornado de
altas columnas de jaspe; y entretanto no ocupaba menos la atención de
Sofrónimo el aspecto del extranjero. Caíale sobre el pecho la blanca
barba: surcado el rostro de arrugas, pero sin deformidad, se conservaba
aún exento de las injurias de la edad senil. Era su estatura alta y
majestuosa, aunque algo encorvado su cuerpo, y apoyábase en un bastón
de marfil. ¡Oh extranjero!, le dijo Sofrónimo. ¿Qué buscas en esta isla
que parece te es desconocida? Si es el templo de la divinidad que la
protege, hele allí: me ofrezco a encaminarte a él; pues respeto a los
dioses, y sé lo que ordena Júpiter en cuanto a los socorros que deben
prestarse a los extranjeros.

Gustoso acepto, contestó el anciano, lo que con tanta bondad y cortesía
me ofreces; y plazca a los dioses remunerar tu piadosa protección a los
extranjeros: vamos, pues, al templo, y mientras llegaban a él refiriole
el motivo de su viaje.

Aristonoo es mi nombre, le dijo: nací en Clazómenas, ciudad célebre
de la Jonia situada en la hermosa costa que se extiende hasta el mar,
y que parece va a unirse con la isla de Quíos, patria afortunada de
Homero. Fue pobre mi familia, aunque noble. Mi padre Polístrato,
cargado de hijos, no quiso darme a criar, y encargó a uno de sus
amigos de Teos que me expusiese. Criome en su casa con la leche de
una cabra cierta anciana de Eritras, que poseía una heredad próxima
al lugar en que me habían expuesto; mas era tan pobre aquella infeliz
mujer que, al llegar yo a la edad en que ya era capaz de servir, me
vendió a un mercader de esclavos que me condujo a la Licia. Vendiome
este en Patara a Alcino, hombre rico y virtuoso que cuidó de mi
educación y protegió mi juventud. Parecile dócil, moderado, sencillo e
inclinado a todo lo bueno y honesto que podía enseñárseme, y me dedicó
a las artes favorecidas de Apolo. Hízome aprender la música y los
ejercicios corporales, y sobre todo el arte de curar las llagas, que
en breve me hizo célebre, inspirándome Apolo maravillosos secretos; y
Alcino, cuyo cariño se aumentaba de día en día, satisfecho en extremo
de mi buena correspondencia a sus cuidados, me dio la libertad y me
envió a Polícrates, tirano de Samos, que en medio de su increíble
prosperidad, abrigaba el temor de que llegase a abandonarle la fortuna
que por tanto tiempo le fuera favorable. Amaba la vida, llena para
él de delicias, y temía perderla, esforzándose a prevenir hasta las
más leves apariencias de enfermedad; por cuya razón veíasele siempre
rodeado de los hombres más célebres y experimentados en la medicina.
Complaciole en extremo mi resolución de pasar mi vida en su compañía,
y para que le fuera más adicto, diome grandes riquezas y me colmó de
honores. Permanecí mucho tiempo en Samos admirando los favores que le
dispensaba la fortuna, en todo conforme a sus deseos. Si emprendía la
guerra, alcanzaba la victoria; y hasta sus más arduos proyectos se
efectuaban con brevedad. Crecían diariamente sus tesoros en tanto que
sus enemigos se humillaban a sus pies, y conservaba la salud a la par
de la prosperidad.

Cuarenta años habían corrido desde que aquel afortunado tirano tenía
al parecer cautiva la fortuna, sin que en tanto tiempo le hubiese
esquivado esta sus favores una sola vez; y tan inaudita prosperidad
excitó mis temores, porque le amaba cordialmente, y me atreví a
comunicarle mis recelos. Causáronle alguna impresión mis palabras;
pues aunque afeminado por los placeres y engreído con su poder,
conservaba afecto a la humanidad, cuando le recordaban los dioses y la
inconstancia de las cosas terrenales. Me permitió le dijese la verdad,
y moviéronle tanto mis temores, que resolvió interrumpir su dicha.
Bien veo, me dijo, que no hay hombre exento de la persecución de los
hados; y cuanto más favorables han sido estos, más temibles deben ser
los reveses. Largos años me han colmado de bienes, y debo por lo mismo
temer los mayores infortunios, si no huyo los que me amenazan. Quiero,
pues, prevenir las traiciones que me prepare la lisonjera fortuna; y al
acabar de decir estas palabras, sacó del dedo su precioso anillo, muy
estimable para él, y le arrojó en mi presencia al mar desde una elevada
torre, prometiéndose haber satisfecho con esta voluntaria pérdida la
necesidad de sufrir una vez a lo menos en la vida los rigores de la
fortuna. Mas cegábale la prosperidad; pues no deben reputarse como
adversidades aquellas que elegimos o nos causamos por nuestra propia
mano, ni nos afligen otras que las forzosas e inesperadas con que nos
castigan los dioses. Ignoraba Polícrates que el medio más seguro para
prevenir los golpes de la fortuna, es desprenderse con moderación y
prudencia de los bienes caducos con que nos enriquece. Desdeñó la
fortuna el anillo que le sacrificaba Polícrates, y viose, a pesar suyo,
más dichoso que nunca. Había un pez tragado el anillo: cayó en la red,
fue llevado a casa de Polícrates, y al prepararle para su mesa le halló
el cocinero en el vientre y fue presentado al tirano a quien causó
asombro ver que la fortuna se obstinaba en favorecerle. Mas acercábase
ya el término de su prosperidad, y debía trocarse esta de repente en la
adversidad más espantosa.

El gran rey de Persia Darío, hijo de Histaspes, emprendió la guerra
contra los griegos y subyugó en poco tiempo todas las colonias griegas
de la costa de Asia e islas vecinas situadas en el mar Egeo. Cayó Samos
en su poder, fue vencido el tirano, y Oretes, que mandaba las tropas
de aquel rey, mandó alzar el suplicio en que fue aquel ahorcado. De
esta manera pereció en el más cruel e infame de todos los suplicios
aquel hombre que gozara tan prodigiosa prosperidad y que no pudo hallar
el infortunio que buscaba; tan cierto es que nada amenaza tanto al
hombre de algún grande infortunio como una gran fortuna: la fortuna,
que abate a los más elevados y saca del polvo a los más infelices; la
fortuna, que había precipitado a Polícrates desde lo más alto de su
instable rueda, y colmádole de bienes desde la más miserable de todas
las condiciones humanas. Nada me quitaron los persas: al contrario,
apreciaron mis conocimientos en el arte de curar, y la moderación con
que me condujera mientras gocé el favor del tirano. Mas no hicieron lo
mismo con los que habían abusado de su confianza, a quienes castigaron
de varios modos.

Como ningún daño había causado, y sí favorecido a cuantos estuvieron
a mi alcance, fui el único a quien respetaron los vencedores y me
trataron honrosamente, complaciéndose todos en ello, porque me
estimaban conociendo había gozado de la prosperidad sin provocar la
envidia, mostrar dureza ni orgullo, ambición ni injusticia. Permanecí
algunos años en Samos sin que fuese turbada mi tranquilidad; mas sentí
al cabo de ellos el vehemente deseo de regresar a la Licia en donde
pasara agradablemente los primeros años, con la esperanza de ver de
nuevo a Alcino, autor de mi fortuna.

[Ilustración]

Pero a mi regreso tuve la triste nueva de su muerte después de haber
perdido los bienes y sufrido con la mayor constancia las desdichas que
acarrea la senectud. Esparcí flores y vertí lágrimas sobre sus cenizas,
coloqué una honrosa inscripción sobre su sepulcro, e investigué la
suerte de sus hijos. Solo existía Orsíloco, uno de ellos, que no
pudiendo resolverse a permanecer sin bienes de fortuna en la misma
patria en que su padre viviera en la opulencia, la había abandonado
embarcándose en un bajel extranjero para pasar una vida oscura en
cualquier remota isla; mas había naufragado cerca de la de Cárpatos,
sin que quedase ningún descendiente de la familia de mi bienhechor.
Al momento me decidí a adquirir la casa en que Alcino viviera y los
fértiles campos que poseía en su derredor.

Hallábame muy satisfecho de encontrarme en aquellos lugares que me
recordaban la dulce memoria de tan lisonjera edad y de un señor tan
bondadoso, y parecíame estar aun en la flor de los primeros años en que
había servido a Alcino; mas apenas hube adquirido los bienes que le
pertenecieran, vime obligado a pasar a Clazómenas por haber fallecido
mis padres Polístrato y Fidilia, dejando otros muchos hijos entre
quienes reinaba la discordia. Me presenté a ellos luego que llegué,
vestido de un traje humilde como hombre sin bienes de fortuna, y les
mostré las señales que comúnmente se usan para que sean conocidos
los expósitos. Sorprendiéronse al ver aumentado el número de los
herederos de Polístrato que debían ser partícipes de su corta fortuna,
y desconocieron mi origen negándose a reconocerme ante los magistrados.
Para castigar su inhumanidad, consentí en ser considerado como extraño,
y solicité fuesen excluidos para siempre de la sucesión de mis bienes.
Acordáronlo así los magistrados, y entonces hice alarde de las riquezas
conducidas en mi bajel, dándome a conocer como el mismo Aristonoo que
tantos tesoros adquiriera al lado de Polícrates, tirano de Samos,
manifestándoles no haber contraído jamás el lazo conyugal.

Arrepintiéronse mis hermanos de haberse conducido conmigo tan
injustamente, y seducidos por la esperanza de heredarme, hicieron
inútilmente los mayores esfuerzos para lograr mi benevolencia. La
desunión que reinaba entre ellos produjo la venta de todos los bienes
paternos, que yo compré, teniendo ellos el sentimiento de verlos en
poder del mismo a quien no habían querido dar la menor parte. Viéronse,
pues, reducidos a la más aflictiva pobreza; mas luego que conocieron
su falta les abrí mi corazón: les perdoné, fueron recibidos en mi
casa, proporcioné a cada uno de ellos medios para ejercer el comercio
marítimo; y reunidos todos viven juntos pacíficamente en mi casa,
habiendo yo llegado a ser el padre común de aquellas familias cuya
unión y aplicación al trabajo les proporcionó en breve considerables
riquezas. Mas entretanto la senectud, como ves, ha venido a blanquear
mi cabello y arrugar mi rostro, advirtiéndome que no disfrutaré por
largo tiempo tan cumplida prosperidad. Antes de morir he querido ver
por la última vez la tierra querida, más grata para mí que mi propia
patria; la Licia donde aprendí a ser bueno teniendo por modelo al
virtuoso Alcino. Supe antes de llegar a ella por un negociante de las
islas Cícladas, que aún existe en Delos un hijo de Orsíloco, digno
imitador de las virtudes de su abuelo Alcino; y al momento dejé el
camino de la Licia, apresurándome a venir en su busca a esta isla
consagrada a Apolo, bajo los auspicios de este dios, como vástago de la
familia a quien todo lo debo. Réstame poco tiempo que vivir; pues la
parca, enemiga del reposo que tan rara vez conceden los dioses a los
mortales, no tardará en cortar el hilo de mis días; mas moriré contento
si, antes de cerrarse mis párpados para siempre, llego a ver al nieto
de mi antiguo señor. Tú que habitas en esta isla, dime, si le conoces,
dónde podré encontrarle. Si me proporcionas que le vea, otórguente
los dioses la recompensa, permitiéndote acariciar sentados sobre tus
rodillas a los nietos de tus nietos hasta la quinta generación, y
plázcales conservar en tu casa la abundancia y la paz como fruto de
tus virtudes. En tanto que así hablaba Aristonoo, lloraba Sofrónimo,
ora de gozo, ora de dolor; y sin poder articular palabra tendió al fin
los brazos al cuello del anciano, y estrechándole contra su corazón se
esforzó a decirle entre sollozos:

[Ilustración]

Yo soy, oh padre mío, el que buscáis: aquí tenéis a Sofrónimo, nieto
de vuestro amigo Alcino: al escucharos, no me queda duda de que os
traen los dioses para consolar mis infortunios. En vos se halla la
gratitud que parecía haber huido de la tierra. En mi infancia oí decir
que un hombre célebre y rico se hallaba establecido en Samos después
de haber sido educado en casa de mi abuelo; mas habiendo muerto joven
mi padre Orsíloco, dejándome en la cuna, nada más he podido saber;
y en la incertidumbre jamás me atreví a pasar a Samos, prefiriendo
permanecer en esta isla, procurándome consuelo a mis desgracias, con
el menosprecio de las vanas riquezas, y cultivando las musas en el
templo consagrado a Apolo; y la virtud, que habitúa a los hombres a
contentarse con poco y a vivir con tranquilidad, ha sustituido hasta
ahora al goce de los demás bienes.

Al acabar de decir estas palabras habían llegado ya al templo, y
propuso Sofrónimo a Aristonoo hacer oración y presentar sus ofrendas.
Hicieron un sacrificio de dos ovejas más blancas que la nieve y de
un toro en cuya frente se veía un hermoso lunar. Cantaron himnos en
honor de la divinidad que alumbra el universo, arregla el curso de
las estaciones, alienta a las ciencias y preside el coro de las nueve
musas; y pasaron el resto del día en volver a referir sus aventuras;
recibiendo Sofrónimo en su casa al anciano, con el respeto y ternura
que hubiera recibido al mismo Alcino si aún viviese.

Embarcáronse al día siguiente para la Licia, y allí condujo Aristonoo
a Sofrónimo a una fértil campiña situada a las orillas del río Janto,
en cuyas aguas se bañara y lavara tantas veces su hermosa y rizada
cabellera Apolo al regresar de la caza fatigado y cubierto de polvo.
Veíanse en ella multitud de álamos y sauces cuyas ramas, llenas de
verdor y frescura, ocultaban nidos de innumerables avecillas que en
incesantes gorjeos pasaban noche y día. Al precipitarse el río de
una alta roca causaba gran ruido, y cubríase de blanca espuma la
superficie de sus aguas, resbalando estas por un canal cubierto de
conchas. Hondeaban en la campiña las doradas mieses, y las vides
y árboles frutales poblaban las colinas que se elevaban en forma
de anfiteatro. La naturaleza entera, finalmente, se presentaba en
aquellos parajes risueña y agradable, el cielo sereno y apacible, y
la tierra pronta siempre a arrojar de sus entrañas nuevas riquezas
para recompensar las fatigas de sus cultivadores. Descubrió Sofrónimo,
al adelantarse por la orilla del río, una casa sencilla y mediana,
pero de agradable arquitectura y justas proporciones. No la adornaban
el mármol, el oro, la plata ni el marfil, ni muebles lujosos; pero
todo en ella respiraba aseo y comodidad aunque sin magnificencia. En
medio del patio veíase una fuente cuyas aguas corrían por el canal
que formaba el verde césped matizado de flores; y aunque los jardines
no eran muy vastos, producían frutas y plantas útiles para alimentar
al hombre. A derecha e izquierda de ellos veíanse dos florestas cuyos
árboles parecían tan antiguos como la tierra que los nutría, y cuyas
espesas ramas producían una sombra impenetrable a los rayos del
sol. Entraron en un salón en donde comieron de cuanto producían los
jardines; mas de ninguna de las cosas que la sensualidad va a buscar
tan lejos y con tanto dispendio a las ciudades. Leche tan dulce como
la que ordeñaba Apolo mientras fue pastor en la casa del rey Admeto:
miel más exquisita que la que labran las abejas de Hibla en Sicilia,
o del monte Himeto en el Ática; legumbres y frutas acabadas de coger,
y vino más delicioso que el néctar servido en copas cinceladas; y
mientras duró aquella frugal comida no quiso Aristonoo sentarse a la
mesa, excusándose al principio con diversos pretextos para ocultar su
modestia; mas estrechado por Sofrónimo, manifestó su resolución de
no comer jamás con el nieto de Alcino a quien por tanto tiempo había
servido como a su señor en aquel mismo lugar. He aquí, dijo, el sitio
en que aquel sabio anciano acostumbraba a comer, a conversar con sus
amigos y a entretenerse en diversos juegos. He allí donde paseaba
leyendo a Hesíodo y a Homero. He allí, por último, el lugar en donde
reposaba durante la noche; y al recordar todas estas circunstancias
enternecíasele el corazón y corrían de sus párpados abundosas lágrimas.

Acabada la comida condujo a Sofrónimo a las dilatadas praderas en que
vagaban rumiando grandes piaras de ganados mayores a la orilla del río,
y vieron venir numerosos rebaños que regresaban de pastar llenas de
leche las madres y seguidas de sus tiernos corderillos que las seguían
retozando; y por último considerable número de esclavos que se animaban
al trabajo por el interés de su señor, que por su dulzura y humanidad
se hacía amar de ellos, suavizando las penalidades de la esclavitud.

El gozo enajena mi corazón, dijo Aristonoo a Sofrónimo, mostrándole
la casa, los esclavos, los ganados y aquellos terrenos que habían
llegado a ser fértiles por virtud de esmerado cultivo, al veros en el
antiguo patrimonio de vuestros mayores: me hallo satisfecho al poneros
en posesión de estos lugares en que serví por largo tiempo a Alcino.
Disfrutad en paz de lo que fue suyo, vivid dichoso y preparaos un
término más agradable que el suyo. Al mismo tiempo le hizo donación
de aquellos bienes con todas las solemnidades que la ley prescribía,
declarando excluidos de la sucesión a sus herederos naturales si alguna
vez llegaban a ser tan ingratos que disputasen aquella donación que
hacía al nieto de Alcino su bienhechor.

Mas no bastaba esto para satisfacer el generoso corazón de Aristonoo;
adornó toda la casa de muebles nuevos, aunque sencillos y modestos,
aseados y agradables; llenó los graneros de los ricos presentes de
Ceres, y la bodega de vino de Quíos digno de ser servido en la mesa
del gran Júpiter por la mano de Hebe o de Ganimedes, añadiendo alguna
porción de vino parmeniano y provisión abundante de miel de Himeto y
de Hibla, y de aceite de Ática, casi tan dulce como la misma miel; y
por último, innumerables vellones de lana muy fina y tan blanca como
la nieve, rico despojo de las tiernas ovejas que se alimentaban en las
montañas de la Arcadia y en las grandes praderas de la Sicilia; en cuyo
estado entregó la casa a Sofrónimo con cincuenta talentos euboicos,
reservando para sus parientes los bienes que poseía en la península de
Clazómenas, en las inmediaciones de Esmirna, de Lébedos y de Colofón,
que eran de mucho valor, y en seguida se embarcó Aristonoo para
regresar a la Jonia.

Admirado y enternecido Sofrónimo con tan grandes beneficios, le
acompañó lloroso hasta el bajel, estrechándole entre sus brazos y
llamándole su padre. Un viento favorable condujo en breve a Aristonoo
al seno de su familia, y ninguno de los individuos de esta se atrevió
a quejarse de lo que acababa de hacer con Sofrónimo. He dispuesto, les
decía, en mi testamento, que todos mis bienes se vendan y se distribuya
su valor entre los pobres de la Jonia si alguno de vosotros llega a
oponerse a la donación que acabo de hacer al nieto de Alcino.

Vivía en paz aquel sabio anciano gozando de los bienes que el cielo
concediera a sus virtudes; y a pesar de su senectud, iba todos los años
a la Licia a ver a Sofrónimo y hacer un sacrificio sobre el sepulcro
de Alcino que había enriquecido con los más bellos adornos de la
arquitectura y de la escultura; disponiendo que después de su muerte
fuesen colocadas sus cenizas en el mismo sepulcro para que descansasen
al lado de las de su querido señor. Impaciente Sofrónimo de ver a
Aristonoo, tenía fija la vista en el mar durante la primavera, deseoso
de descubrir el bajel que le conducía, pues era la estación en que
verificaba su viaje; y renovábase anualmente el placer de ver venir
surcando las olas a aquel bajel tan deseado, cuyo arribo era para él
infinitamente más agradable que cuantos tesoros arroja la naturaleza al
aparecer la primavera después del riguroso invierno.

Mas llegó un año en que el bajel no parecía, y la tristeza y el temor
aparecieron en el rostro de Sofrónimo. Lloraba amargamente, abandonole
el sueño, y negose a los más agradables manjares. Inquietábale el
menor ruido, y con la vista fija en el puerto preguntaba a cada
momento si había arribado algún bajel de la Jonia. Arribó uno, mas
¡ah!, no conducía a Aristonoo sino sus cenizas en una urna de plata
que le presentó afligido Anficlo, antiguo amigo de aquel, de su misma
edad con corta diferencia, y fiel ejecutor de su última voluntad. Al
acercarse a Sofrónimo, enmudecieron ambos, mas sus sollozos expresaron
su dolor. Besó Sofrónimo la urna cineraria, y habiéndola bañado con
sus lágrimas exclamó: ¡Oh virtuoso anciano! Tú hiciste dichosa mi
vida, mas hoy me atormentas con el más acerbo dolor. Ya no te veré
más, y sería afortunado si muriese, pues podría verte en los Campos
Elíseos, donde tu sombra goza la bienaventurada paz que los justos
dioses tienen reservada a la virtud. Tú has hecho renacer en la tierra
la justicia, la piedad y la gratitud, mostrando en este siglo de yerro
aquella bondad e inocencia que florecieron en la edad de oro. Antes
de coronarte los dioses en la mansión de los justos, te han concedido
en la tierra una vejez dichosa y prolongada, mas ¡ah!, nunca dura
demasiado lo que debiera ser eterno. Ningún placer me proporciona el
goce de lo que me diste, pues me veo reducido a gozarlo separado de
ti. ¡Sombra querida! ¿Cuándo te seguiré? Preciosas cenizas, si aún soy
capaz de sentir, sin duda os causará placer veros mezcladas con las de
Alcino. También las mías se mezclarán con ellas algún día. Entretanto,
será mi único consuelo conservar los restos mortales del que más he
amado. ¡Oh Aristonoo, Aristonoo! No, no has muerto: vives todavía en el
fondo de mi corazón. Pueda yo antes olvidarme de mí mismo que borrar de
mi memoria aquel hombre tan digno de ser amado, que con tal extremo me
amaba, que tanto apreció la virtud y a quien todo lo debo.

Acabadas estas palabras interrumpidas de sollozos, colocó Sofrónimo
la urna cineraria en el sepulcro de Alcino; sacrificó multitud de
víctimas, cuya sangre inundaba los altares de florido césped que
circuían la tumba; derramó abundantes libaciones de vino y de leche;
quemó perfumes traídos de lo interior del Oriente, y se esparció por
los aires su oloroso humo; estableciendo para siempre la celebración
de juegos fúnebres en honor de Alcino y de Aristonoo en aquella misma
estación. A ellos concurrían desde la Caria, comarca feliz y abundante;
desde las encantadas riberas del Meandro que deja pesaroso el país que
riega prolongando su curso por él con multiplicados rodeos; desde las
orillas siempre verdes del Caístro; desde las del Pactolo que arrastra
arenas doradas; desde la Panfilia que hermosean a porfía Ceres, Flora y
Pomona; y por último desde las vastas llanuras de la Cilicia, regadas
cual un jardín por los numerosos torrentes que descienden del monte
Tauro siempre coronado de nieve; y durante aquella solemne fiesta
cantaban himnos en loor de Alcino y de Aristonoo jóvenes de ambos
sexos vestidos de túnicas de lino blancas cual la azucena; porque no
era posible alabar al uno, sin loar al otro; ni separar a aquellos dos
hombres tan íntimamente unidos aun después de su muerte.

[Ilustración]

Una gran maravilla se advirtió el mismo día en que Sofrónimo derramaba
las libaciones de vino y leche. Durante ellas nació en medio del
sepulcro un hermoso mirto de verdura y exquisito olor: se alzó de
repente su copuda cabeza para cubrir las dos urnas y protegerlas con
su sombra. Exclamaron todos, al ver este prodigio, que los dioses,
para recompensar la virtud de Aristonoo, le habían convertido en tan
precioso arbusto. Tomó a su cargo Sofrónimo el cuidado de regarle y
honrarle cual una divinidad; y lejos de envejecer se renueva de diez
en diez años; sin duda porque los dioses han querido mostrar con tal
maravilla que la virtud que tan agradables perfumes esparce en la
memoria de los hombres no perece jamás.

FIN.

[Ilustración]




ÍNDICE


                     Páginas
  El traductor               —
  Fenelón y Telémaco         I

  Libro I                    1
  Libro II                  21
  Libro III                 45
  Libro IV                  69
  Libro V                   91
  Libro VI                 113
  Libro VII                129
  Libro VIII               155
  Libro IX                 183
  Libro X                  205
  Libro XI                 223
  Libro XII                241
  Libro XIII               273
  Libro XIV                295
  Libro XV                 317
  Libro XVI                341
  Libro XVII               361
  Libro XVIII              381
  Libro XIX                401
  Libro XX                 423
  Libro XXI                449
  Libro XXII               471
  Libro XXIII              491
  Libro XXIV               511

  Aventuras de Aristonoo   537






*** END OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK LAS AVENTURAS DE TELÉMACO SEGUIDAS DE LAS DE ARISTONOO ***


    

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