The Project Gutenberg eBook of En tranvía This ebook is for the use of anyone anywhere in the United States and most other parts of the world at no cost and with almost no restrictions whatsoever. You may copy it, give it away or re-use it under the terms of the Project Gutenberg License included with this ebook or online at www.gutenberg.org. If you are not located in the United States, you will have to check the laws of the country where you are located before using this eBook. Title: En tranvía Cuentos dramáticos Author: condesa de Emilia Pardo Bazán Release date: April 7, 2025 [eBook #75814] Language: Spanish Original publication: MADRID: ADMINISTRACIÓN, 1899 Credits: Andrés V. Galia and the Online Distributed Proofreading Team at https://www.pgdp.net (This book was produced from images made available by the HathiTrust Digital Library.) *** START OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK EN TRANVÍA *** NOTAS DEL TRANSCRIPTOR En la versión de texto sin formatear el texto en cursiva está encerrado entre guiones bajos (_cursiva_) y el texto en Versalitas se representa en mayúsculas como en VERSALITAS. La ortografía del texto que compone la serie de cuentos que se incluyen no sigue las reglas actuales de la lengua española, sino las que estaban vigentes cuando la edición usada para la transcripción de esta obra fue publicada. El lector interesado puede consultar el mapa de Diccionarios Académicos de la Real Academia Española. En la presente transcripción se adecuó la ortografía de las mayúsculas acentuadas a las reglas indicadas por la RAE, que establecen que el acento ortográfico debe utilizarse, incluso si la vocal acentuada está en mayúsculas. Se han corregido errores evidentes de puntuación y otros errores tipográficos y de ortografía. El Índice con los títulos de las historias fue reubicado al principio de la obra. La portada de este libro electrónico fue modificada por el transcriptor y ha sido incluida en el dominio público. * * * * * OBRAS COMPLETAS DE EMILIA PARDO-BAZÁN CONDESA DE PARDO-BAZÁN EN TRANVÍA (CUENTOS DRAMÁTICOS) EMILIA PARDO-BAZÁN CONDESA DE PARDO-BAZÁN OBRAS COMPLETAS.--TOMO XXIII EN TRANVÍA (CUENTOS DRAMÁTICOS) [Ilustración] RENACIMIENTO SOCIEDAD ANÓNIMA EDITORIAL Calle de Pontejos, 8, 1.º MADRID Es propiedad. Queda hecho el depósito que marca la ley. Imprenta de Prudencio Pérez de Velasco, Campomanes, 4. ÍNDICE Pág. En tranvía 5 Adriana 15 Vitorio 23 Las desnudadas 31 Semilla heroica 39 Justiciero 45 Elección 53 La chucha 61 El vino del mar 73 Fuego á bordo 79 La paz 103 Suerte macabra 111 El guardapelo 119 La ventana cerrada 125 Infidelidad 133 De vieja raza 139 Benito de Palermo 145 Ley natural 153 El comadrón 159 El voto de Rosiña 167 Vivo retrato 173 El décimo 179 La puñalada 183 En el Santo 191 Santos Bueno 197 Sustitución 201 La compaña 209 La dentadura 215 Inspiración 221 Oscuramente 227 El ahogado 233 El molino 239 Aventura 249 El oficio de difuntos 257 Juan Trigo 265 El camafeo 273 Voz de la sangre 279 EN TRANVÍA Los últimos fríos del invierno ceden el paso á la estación primaveral, y algo de flúido germinador flota en la atmósfera y sube al purísimo azul del firmamento. La gente, volviendo de misa ó del matinal correteo por las calles, asalta en la Puerta del Sol el tranvía del barrio de Salamanca. Llevan las señoras sencillos trajes de mañana; la blonda de la mantilla envuelve en su penumbra el brillo de las pupilas negras; arrollado á la muñeca, el rosario; en la mano enguantada, ocultando el puño del _encas_, un haz de lilas ó un cucurucho de dulces, pendiente por una cintita del dedo meñique. Algunas van acompañadas de sus niños; ¡y qué niños tan elegantes, tan bonitos, tan bien tratados! Dan ganas de comérselos á besos; entran impulsos invencibles de juguetear, enredando los dedos en la ondeante y pesada guedeja rubia que les cuelga por las espaldas. En primer término, casi frente á mí, descuella un _bebé_ de pocos meses. No se ve en él, aparte de la carita regordeta y las rosadas manos, sino encajes, tiras bordadas de ojetes, lazos de cinta, blanco todo, y dos bolas envueltas en lana blanca también, bolas impacientes y danzarinas, que son los piececillos. Se empina sobre ellos, pega brincos de gozo, y cuando un caballero cuarentón que va á su lado--probablemente el papá--le hace una carantoña ó le enciende un fósforo, el mamón se ríe con toda su boca de viejo, babosa y desdentada, irradiando luz del cielo en sus ojos puros. Más allá, una niña como de nueve años se arrellana en postura desdeñosa é indolente, cruzando las piernas, luciendo la fina canilla cubierta con la estirada media de seda negra, y columpiando el pie calzado con zapato inglés de charol. La futura mujer hermosa tiene ya su dosis de coquetería; sabe que la miran y la admiran, y se deja mirar y admirar con oculta é íntima complacencia, haciendo un mohín equivalente á «Ya sé que os gusto; ya sé que me contempláis». Su cabellera, apenas ondeada, limpia, igual, frondosa, magnífica, la envuelve y la rodea de un halo de oro, flotando bajo el sombrero ancho de fieltro, nubado por la gran pluma gris. Apretado contra el pecho lleva un envoltorio de papel de seda, probablemente algún juguete fino para el hermano menor, alguna sorpresa para la mamá, algún lazo ó moño que la impulsó á adquirir su tempranera presunción. Más allá de este capullo cerrado va otro que se entreabre ya, la hermana tal vez, linda criatura como de veinte años, tipo afinado de morena madrileña, sencillamente vestida, tocada con una capotita casi invisible que realza su perfil delicado y serio. No lejos de ella, una matrona arrogante, recién empolvada de arroz, baja los ojos y se reconcentra como para soñar ó recordar. Con semejante tripulación, el plebeyo tranvía reluce orgullosamente al sol, ni más ni menos que si fuese landó forrado de rasolís, arrastrado por un tronco inglés legítimo. Sus vidrios parecen diáfanos; sus botones de metal deslumbran; sus mulas trotan briosas y gallardas; el conductor arrea con voz animosa, y el cobrador pide los billetes atento y solícito, ofreciendo en ademán cortés el pedacillo de papel blanco ó rosa. En vez del olor chotuno que suelen exhalar los cargamentos de obreros allá en las líneas del Pacífico y del Hipódromo, vagan por la atmósfera del tranvía emanaciones de flores, vaho de cuerpos limpios y brisas del iris de la ropa blanca. Si al hacerse el pago cae al suelo una moneda, al buscarla se entreven piececitos chicos, tacones Luis XV, encajes de enaguas y tobillos menudos. Á medida que el coche avanza por la calle de Alcalá arriba, el sol irradia más é infunde mayor alborozo el bullicio dominguero, el gentío que hierve en las aceras, el rápido cruzar de los coches, la claridad del día y la templanza del aire. ¡Ah, qué alegre el domingo madrileño, qué aristocrático el tranvía á aquella hora en que por todas las casas del barrio se oye el choque de platos, nuncio del almuerzo, y los fruteros de cristal del comedor sólo aguardan la escogida fruta ó el apetitoso dulce que la dueña en persona eligió en casa de Martinho ó de Prast! Una sola mancha noté en la composición del tranvía. Es cierto que era negrísima y feísima, aunque acaso lo pareciese más en virtud del contraste. Una mujer del pueblo se acurrucaba en una esquina, agasajando entre sus brazos á una criatura. No cabía precisar la edad de la mujer; lo mismo podía frisar en los treinta y tantos que en los cincuenta y pico. Flaca como una espina, su mantón parduzco, tan traído como llevado, marcaba la exigüidad de sus miembros: diríase que iba colgado en una percha. El mantón de la mujer del pueblo de Madrid tiene fisonomía, es elocuente y delator; si no hay prenda que mejor realce las airosas formas, que mejor acentúe el provocativo meneo de cadera de la arrebatada chula, tampoco la hay que más revele la sórdida miseria, el cansado desaliento de una vida aperreada y angustiosa, el encogimiento del hambre, el supremo indiferentismo del dolor, la absoluta carencia de pretensiones de la mujer á quien marchitó la adversidad, y que ha renunciado por completo, no sólo á la esperanza de agradar, sino al prestigio del sexo. Sospeché que aquella mujer del mantón ceniza, pobre de solemnidad sin duda alguna, padecía amarguras más crueles aún que la miseria. La miseria á secas la acepta con feliz resignación el pueblo español, hasta poco hace ajeno á reivindicaciones socialistas. Pobreza es el sino del pobre, y á nada conduce protestar. Lo que vi escrito sobre aquella faz, más que pálida, lívida; en aquella boca sumida por los cantos, donde la risa parecía no haber jugado nunca; en aquellos ojos de párpados encarnizados y sanguinolentos, abrasados ya y sin llanto refrigerante, era cosa más terrible, más excepcional que la miseria: era la desesperación. El niño dormía. Comparado con el pelaje de la mujer, el de la criatura era flamante y decoroso. Sus medias de lana no tenían desgarrones; sus zapatos bastos, pero fuertes, se hallaban en buen estado de conservación; su chaqueta gorda sin duda le preservaba bien del frío, y lo que se veía de su cara, un cachetito sofocado por el sueño, parecía limpio y lucio. Una boina colorada le cubría la pelona. Dormía tranquilamente; ni se le sentía la respiración. La mujer, de tiempo en tiempo, y como por instinto, apretaba contra sí al chico, palpándole suavemente con su mano descarnada, denegrida y temblorosa. El cobrador se acercó librillo en mano, revolviendo en la cartera la calderilla. La mujer se estremeció como si despertase de un sueño, y registrando en su bolsillo, sacó, después de exploraciones muy largas, una moneda de cobre. --¿Adónde? --Al final. --Son quince céntimos desde la Puerta del Sol, señora--advirtió el cobrador, entre regañón y compadecido--y aquí me da usted diez. --¡Diez!...--repitió vagamente la mujer, como si pensase en otra cosa.--Diez... --Diez, sí; un perro grande... ¿No lo está usted viendo? --Pues no tengo más--replicó la mujer con dulzura é indiferencia. --Pues quince hay que pagar--advirtió el cobrador con alguna severidad, sin resolverse á gruñir demasiado, porque la compasión se lo vedaba. Á todo esto, la gente del tranvía comenzaba á enterarse del episodio, y una señora buscaba ya su portamonedas para enjugar aquel insignificante déficit. --No tengo más--repetía la mujer porfiadamente, sin irritarse ni afligirse. Aun antes de que la señora alargase el perro chico, el cobrador volvió la espalda encogiéndose de hombros, como quien dice: «De estos casos se ven algunos». De repente, cuando menos se lo esperaba nadie, la mujer, sin soltar á su hijo, y echando llamas por los ojos, se incorporó, y con acento furioso exclamó dirigiéndose á los circunstantes: --¡Mi marido se me ha ido con otra! Éste frunció el ceño, aquél reprimió la risa; al pronto creímos que se había vuelto loca la infeliz, para gritar tan desaforadamente y decir semejante incongruencia; pero ella ni siquiera advirtió el movimiento de extrañeza del auditorio. --Se me ha ido con otra--repitió entre el silencio y la curiosidad general.--Una ladronaza pintá y rebocá como una paré. Con ella se ha ido. Y á ella la da cuanto gana, y á mí me hartó de palos. En la cabeza me dió un palo. La tengo rota. Lo peor, que se ha ido. No sé dónde está. ¡Ya van dos meses que no sé! Dicho esto, cayó en su rincón desplomada, ajustándose maquinalmente el pañuelo de algodón que llevaba atado bajo la barbilla. Temblaba como si un huracán interior la sacudiese, y de sus sanguinolentos ojos caían por las demacradas mejillas dos ardientes y chicas lágrimas. Su lengua articulaba por lo bajo palabras confusas, el resto de la queja, los detalles crueles del drama doméstico. Oí al señor cuarentón, que encendía fósforos para entretener al mamoncillo, murmurar al oído de la dama que iba á su lado. --La desdichada ésa... Comprendo al marido. Parece un trapo viejo. ¡Con esa jeta y ese ojo de perdiz que tiene! La dama tiró suavemente de la manga al cobrador, y le entregó algo. El cobrador se acercó á la mujer y la puso en las manos la dádiva. --Tome usted... Aquella señora la regala una peseta. El contagio obró instantáneamente. La tripulación entera del tranvía se sintió acometida del ansia de dar. Salieron á relucir portamonedas, carteras y saquitos. La colecta fué tan repentina como relativamente abundante. Fuese porque el acento desesperado de la mujer había ablandado y estremecido todos los corazones, fuese porque es más difícil abrir la voluntad á soltar la primer peseta que á tirar el último duro, todo el mundo quiso correrse, y hasta la desdeñosa chiquilla de la gran melena rubia, comprendiendo tal vez, en medio de su inocencia, que allí había un gran dolor que consolar, hizo un gesto monísimo, lleno de seriedad y de elegancia, y dijo á la hermanita mayor: «María, algo para la pobre». Lo raro fué que la mujer ni manifestó contento ni gratitud por aquel maná que le caía encima. Su pena se contaba, sin duda, en el número de las que no alivia el rocío de plata. Guardó, sí, el dinero que el cobrador la puso en las manos, y con un movimiento de cabeza indicó que se enteraba de la limosna: nada más. No era desdén, no era soberbia, no era incapacidad moral de reconocer el beneficio: era absorción en un dolor más grande, en una idea fija que la mujer seguía al través del espacio, con mirada visionaria y el cuerpo en epiléptica trepidación. Así y todo, su actitud hizo que se calmase inmediatamente la emoción compasiva. El que da limosna es casi siempre un egoistón de marca que se perece por el golpe de varilla transformador de lágrimas en regocijo. La desesperación absoluta le desorienta, y hasta llega á mortificarle en su amor propio, á título de declaración de independencia que se permite el desgraciado. Diríase que aquellas gentes del tranvía se avergonzaban unas miajas de su piadoso arranque al advertir que después de una lluvia de pesetas y dobles pesetas, entre las cuales relucía un duro nuevecito, del nene, la mujer no se reanimaba poco ni mucho, ni les hacía pizca de caso, Claro está que este pensamiento no es de los que se comunican en voz alta, y por lo tanto, nadie se lo dijo á nadie; todos se lo guardaron para sí y fingieron indiferencia, aparentando una distración de buen género y hablando de cosas que ninguna relación tenían con lo ocurrido--. «No te arrimes, que me estropeas las lilas»--. «¡Qué gran día hace!»--. «¡Ay! la una ya: cómo estará tío Julio con sus prisas para el almuerzo...»--Charlando así, encubrían el hallarse avergonzados, no de la buena acción, sino del error ó chasco sentimental que se la había sugerido. Poco á poco fué descargándose el tranvía. En la bocacalle de Goya soltó ya mucha gente. Salían con rapidez, como quien suelta un peso y termina una situación embarazosa, y evitando mirar á la mujer inmóvil en su rincón, siempre trémula, que dejaba marchar á sus momentáneos bienhechores, sin decirles siquiera: «Dios se lo pague». ¿Notaría que el coche iba quedándose desierto? No pude menos de llamarle la atención: --¿Adónde va usted? Mire que nos acercamos al término del trayecto. No se distraiga y vaya á pasar de su casa. Tampoco me contestó; pero con una cabezada fatigosa, me dijo claramente: «¡Quiá! Si voy mucho más lejos... Sabe Dios, desde el cocherón, lo que andaré á pie todavía». El diablo (que también se mezcla á veces en estos asuntos compasivos) me tentó á probar si las palabras aventajarían á las monedas en calmar algún tanto la ulceración de aquel alma en carne viva. --Tenga ánimo, mujer--le dije enérgicamente--.Si su marido es un mal hombre, usted por eso no se abata. Lleva usted un niño en brazos... para él debe usted trabajar y vivir. Por esa criaturita debe usted intentar lo que no intentaría por sí misma. Mañana el chico aprenderá un oficio y la servirá á usted de amparo. Las madres no tienen derecho á entregarse á la desesperación mientras sus hijos viven. De esta vez la mujer salió de su estupor; volvióse y clavó en mí sus ojos irritados y secos, de horrible párpado ensangrentado y colgante. Su mirada fija removía el alma. El niño, entretanto, se había despertado y estirado los bracitos, bostezando perezosamente. Y la mujer, agarrando á la criatura, la levantó en vilo y me la presentó. La luz del sol alumbraba de lleno su cara y sus pupilas, abiertas de par en par. Abiertas, pero blancas, cuajadas, inmóviles. El hijo de la abandonada era ciego. ADRIANA Dejé caer el periódico, exclamando con sorpresa dolorosa: --¡Pero esa pobre Adriana! Morirse así, del corazón, casi de repente... ¡Nadie estaba enterado que padeciese tal enfermedad! --Yo sí lo sabía--declaró el vizconde de Tresmes--, y aun sabía más: sabía cuándo y cómo adquirió el padecimiento, y es cosa curiosa. --Entérenos usted--suplicamos todos--. Y el vizconde, que rabiaba siempre por enterar, nos contó la historia siguiente: Adriana Carvajal, casada con Pedro Gomara, vivía dichosísima. Los esposos reunían cuanto se requiere para disfrutar la felicidad posible en el mundo: juventud y amor, salud y dinero, que son la salsa ó condimento de los dos primeros platos, sin él desabridos, amargos á veces. Faltábales, sin embargo, un heredero, un niño en quien mirarse; pero la suerte no había de mostrarse avara en esto, y les envió, por fin, el rapaz más lindo que pudo soñar la fantasía de una madre, apasionada y loca ya desde antes de la maternidad, como era Adriana. Al nacer el chico (á quien pusieron por nombre Ventura, en señal de la que les prometía su nacimiento) Adriana estuvo en grave peligro, y el doctor declaró que no volvería á tener sucesión. El delirio con que marido y mujer amaban á su Venturita, fué causa de que oyesen complacidos el vaticinio del doctor. ¡Un solo hijo, y todo para él! ¡Adriana libre ya por siempre de riesgos y trabajos! Tanto mejor... y á vivir y á cuidar del retoño. Este se crió hermoso y lozano como una rosa. Yo, que no soy nada aficionado á chicos--advirtió sonriendo el vizconde de Tresmes--, confieso que aquél me hacía muchísima gracia. Aparte de su lindeza--parecía uno de los angelitos que pintaba Murillo, morenos y de pelo obscuro--, tenía un no sé qué simpático, una mezcla de inocencia y de picardía, una risa tan fresca, unas acciones tan imprevistas y tan originales, una precocidad--pero no de esas precocidades empalagosas de chiquillo sabio y serio, que me revientan, sino la precocidad de un diablillo con un ingenio celestial--, que, vamos, no había más remedio que llevarle juguetes y dulces, por el gusto de sentarle un rato sobre las rodillas. De la chifladura de sus padres sería inútil hablar, porque ustedes la adivinan. Estaban chochitos; no conocían otro Dios que el tal muñeco. Adriana no se había apartado un instante de su cuna, vigilando á la nodriza, arrebatándola el pequeño así que acababa de mamar, vistiéndole, desnudándole, bañándole y guardándole el sueño... Y así que empezó á interesarse por el mundo exterior, á tender las manitas y á pedir _tochas_, les faltó tiempo para darle cuanto deseaba y mil objetos más, que ni se le ocurrían ni podían ocurrírsele. La hermosa casa antigua con jardín que habitaban los Gomara se llenó de cachivaches. ¡Y bichos! El arca de Noé. Los caballos de cartón andaban mezclados con los pájaros vivos; sobre un ferrocarril mecánico veríais un pulcro galguito de carne y hueso; el coche tirado por carneros era abandonado por una gran caja dé soldados autómatas, que hacían el ejercicio... Crea usted que derrochaban dinero en semejantes chucherías, y yo le dije alguna vez á Adriana, porque tenía confianza con ella: --Hija, estáis malcriando á este pequeñín... --Déjale que se divierta ahora--me contestaba--; demasiado rabiará algún día... Ojalá pueda ofrecerle siempre lo que le haga dichoso. El repertorio de los juguetes y sorpresas se agota pronto, y no sabía ya Adriana qué nueva emoción dar á Ventura, cuando el cocinero de la casa, que había andado embarcado diez años y conservaba amigotes en todas las regiones del planeta, se descolgó un día regalando al chico un mono. Soy poco inteligente en Historia Natural, y no me pidan ustedes que clasifique la alimaña; sólo les diré que ni era de esos monazos indecorosos y feroces que nadie se atreve á tener en las casas, como el orangután, ni tampoco de esos titíes engurruminados y frioleros que se pasan la vida tiritando entre algodón en rama. Más bien era grande que pequeño; tenía el pelaje gris verdoso, y el hocico de un rojo mate, como el del hierro oxidado; se veía que estaba en la juventud y rebosando fuerza, y aunque goloso y travieso como toda la gente de su casta, no era maligno. Inteligente é imitador en grado sumo, no podía hacerse delante de él cosa que no parodiase, y su agilidad y presteza nos divertían muchísimo; era cosa de risa verle fingir que fregaba platos ó que rallaba pan en la cocina, y saltar sobre el lomo de los caballos para ayudar al lacayo en sus faenas de limpieza. Á pesar de la índole relativamente benigna del mono, su inquietud y su vivacidad obligaban á tenerle preso en una caseta con fuerte cadenilla, porque ya dos veces se había escapado á corretear por árboles y chimeneas; cuando se le soltaba había que vigilarle, y á Venturita, que acababa de cumplir los tres años y que idolatraba en el mono, era preciso guardarle también para que no desatase la cadenilla, pues lo hacía con habilidad singular. Una tarde que había yo almorzado en casa de Gomara y estábamos tomando café en un cenador del jardín--me acuerdo como si fuese ahora mismo, porque hay cosas que impresionan aunque uno no quiera--vimos cruzar como un rayo al mono; tan como un rayo, que más bien le adivinamos que le vimos. «Adiós, ya se ha escapado ese maldito de cocer», dijo Pedro Gomara levantándose; y Adriana, con sobresalto instintivo, lo primero que exclamó fué: «¿Dónde estará Ventura?». «Ése le habrá soltado, de fijo», respondió Pedro, que frunció el entrecejo ligeramente. En el mismo instante resonó un agudo chillido de mujer: un chillido que revelaba tal espanto, que nos heló la sangre; y voces de hombres, las voces de los criados que nos servían y que corrían hacia el cenador clamando con angustia: «señorito, señorito», nos obligaron á precipitarnos fuera. Adriana nos siguió sin decir palabra: un grupo formado por los sirvientes y la desesperada niñera nos rodeó, señalando hacia el tejado de la casa; y allí, al borde de la última hilera de tejas, sentado en el conducto de zinc que recogía las aguas de lluvia, estaba el mono con el niño en brazos. El padre, con ademanes de loco, iba á precipitarse al zaguán para subir á las buhardillas y salir al tejado; yo pedía ya una escalera para intentar el desatino de subir por ella á la formidable altura de tres pisos, cuando Adriana, muy pálida--¡qué palidez la suya, Dios!--y con los ojos fuera de las órbitas, nos contuvo, murmurando en voz sorda y cavernosa, una voz que sonaba como si pasase al través de trapos húmedos: --Por la Virgen... quietos... todos quietos... no se mueva nadie... Y silencio... no chillar... no chillar... hagan como yo... Quietos... si le asustamos le tira... Sentimos instantáneamente que tenía razón la madre, y quedamos lo mismo que estatuas. Era el mayor absurdo que intentásemos luchar en agilidad y en vigor, sobre un tejado, con un mono. Antes que nos acercásemos estaría al otro extremo del tejado, y el niño estrellado en el pavimento. Era preciso jugar aquella horrible partida: aguardar á que el mono, por su libre voluntad, se bajase con el niño. Yo miraba á Adriana; su palidez, por instantes, se convertía en un color azulado, pero no pestañeaba. El mono nos hacía gestos y muecas estrafalarias, apretando y zarandeando á su presa, y de improviso se oyó distintamente el llanto de la criatura, llanto amarguísimo, de terror; sin duda acababa de sentir que estaba en peligro, aunque no lo pudiese comprender claramente. La madre tembló con todo su cuerpo, y el padre, inclinándose hacia mí, sollozó estas palabras: --Tresmes, usted, que es buen tirador... Una bala en la cabeza... Voy por la carabina. Idea insensata, delirante, porque aun siendo yo un Guillermo Tell, al matar al mono hacíamos caer al niño; pero no tuve tiempo de negarme; intervino Adriana con un _no_ tan enérgico, que su marido se mordió los puños... Y la madre, terriblemente serena, añadió en seguida: --Si le miramos, nunca bajará... Hay que retirarse... Hay que esconderse; que no nos vea. Nos recogimos al cenador, desgarramos la pared de enredaderas, y desde allí, como se pudo, espiamos al enemigo. ¿Les estremece á ustedes la situación? ¡Pues estremézcanse más! Duró veinte minutos. Sí; los conté por mi reloj. En esos veinte minutos el mono depositó al niño en el tejado, le acarició como había visto hacer á la niñera, le obligó á pasear cogido de la mano, le aupó sobre la chimenea y le llevó á cuestas, á caballito--un sainete, que en otra ocasión nos haría desternillarnos.--Durante esos veinte minutos, Pedro anhelaba; á Adriana no se la oía ni respirar. Por fin el mono miró hacia abajo, hizo varios visajes, y cogiendo á Ventura, se descolgó rápidamente con su carga lo mismo que un funámbulo sin cuerda, al jardín... Entonces salimos con explosión todos--todos, menos la madre, que había caído redonda--y el animal, asustado, soltó al chico ileso y se refugió en su caseta... Aquella tarde Adriana sufrió dos sangrías, que no sacaron más que gotas negras--y desde entonces padeció del corazón--. Parecía que se había repuesto mucho en estos últimos años, pero ¡bah! la herida era mortal, y ella no lo ignoraba... --¿Y qué fué del mono?--preguntamos como chiquillos. --Tuve yo que pegarle el tiro... ¡Si viesen ustedes que me daba lástima!--repuso el vizconde. VITORIO Sí, señores míos--dijo el viejo marqués, sorbiendo fina pulgarada de _cucarachero_, golpeando con las yemas de los dedos la cajita de concha, lo mismo que si la acariciase--. Yo fuí, no sólo amigo, sino defensor y encubridor de un capitán de gavilla. ¿No lo creen ustedes? ¡Histórico, histórico! Á mi ladrón le ahorcaron en Lugo, y consta en autos. Lo que se ignoró siempre (los jueces, en ese punto, no consiguieron hacer ni tanto así de luz) es el verdadero nombre que llevaba el ladrón, allá en sus mocedades, antes de dedicarse á tan infamante oficio, cuando se educaba conmigo en el Colegio de Nobles de Monforte. Desde que se metió á capitán de forajidos, le conocieron por _Vitorio_: así le llamaremos: ¡líbreme Dios de echar baldón sobre una familia antigua é ilustre, y deshacer lo que el pobrecillo llevó á cabo con el valor que ustedes verán, si me atienden! Les aseguro que en el Colegio de Nobles no tuve compañero que me pareciese más simpático. De carácter vivo y vehemente, de inteligencia clara y feliz memoria, estudiaba con suma facilidad; los maestros estaban encantados de él. Al mismo tiempo, travesura que en el colegio se ejecutase, era sabido: ¿quién la discurrió? Vitorio. No sé qué maña se daba, que siempre era cabeza de motín, y todos nos poníamos á sus órdenes, reconociendo su iniciativa y su autoridad. Era en sus resoluciones tenacísimo y violento, pero pundonoroso hasta dejárselo de sobra, y, si alguien me dice entonces que Vitorio pararía en ladrón, creo que al tal le deshago yo la cara á bofetones. Como siempre fuí enclenque y enfermizo, Vitorio me había tomado bajo su protección, y más de una vez escarmentó á los colegiales que me jugaban pasaditas. Esto, y el ascendiente que ejercía por su manera de ser, hicieron que yo fuese consagrando á Vitorio apasionada adhesión. Un día recibió Vitorio cartas de su casa, y con ellas la amarguísima noticia de que su padre, que era viudo, se disponía á contraer segundas nupcias. El paroxismo de ira del muchacho, que adoraba en el recuerdo de su madre, fué tremebundo; espumaba de rabia, se retorcía, se quería romper la cabeza contra la pared del dormitorio. Le consolé lo mejor que supe, y, cuando ya le creía aplacado, he aquí que se levanta de noche y me propone que nos descolguemos por la ventana, atando las sábanas unas á otras, y que andando diez leguas, lleguemos á tiempo de impedir la boda de su padre. La fascinación de Vitorio era tal, que al pronto consentí en el absurdo proyecto, y si invencibles dificultades materiales no nos lo estorbasen, creo que lo realizamos. Poco tardé en salir del Colegio, y en bastantes años nada supe de Vitorio. Estudié Derecho en Compostela, me casé, enviudé, y, teniendo que arreglar cuestiones de intereses, me establecí en mi casa de aldea de los Adrales, situada entre Monforte y Lugo, en país montuoso. Hablábase mucho, en las veladas junto al fuego, de la gavilla que recorría aquellas inmediaciones, y de la original conducta de su jefe. Contábase que tenía prohibido matar y atormentar, á menos que le hiciesen resistencia; que jamás despojaba por completo una casa, sino que siempre cuidaba de dejar algún dinero á los robados, para que no careciesen de todo en los primeros instantes; que algunas veces sus robos llenaban el fin de reparar antojos de la suerte, pues daba al pobre lo del rico, al segundón lo del mayorazgo, al seminarista lo del racionero y al arrendatario lo del señor. Añadían que era galante con las damas, y que éstas, aunque robadas, no le querían mal, ni mucho menos. En resumen, la clásica silueta del _bandido generoso_; y si de Vitorio no hubiese más que decir, se podía ahorrar el relato ó sustituirlo por historias muy análogas, verbigracia, la de José María. Aun cuando yo, por precisión, guardaba en casa dinero (entonces no era tan fácil como hoy ponerlo á buen recaudo), y aunque no alardeo de valiente, ello es que las noticias referentes á la gavilla me alarmaron poco, y seguí cenando siempre con las ventanas abiertas--era muy calurosa la estación--y quedándome entretenido en leer hasta que me entraba sueño, sin pensar en cerrarlas. Una noche, estando bien descuidado, cátate, que, lo mismo que una bala, cae á mis pies un hombre, pálido, demacrado, con la ropa hecha trizas, y sin que yo tuviera tiempo á nada, exclama, cogiéndome de un hombro, en tono lastimero: «¡Sálvame, Jerónimo! Soy Fulano... tu compañero, tu antiguo amigo. Me persiguen. Mi vida está en tus manos». Le hice seña de que no temiese; corrí á atrancar la ventana con barra doble; cerré también las puertas, y tendí los brazos á Vitorio, porque ya le había reconocido. Aunque desfigurado y muy variado por la edad, reconstruí aquella cabeza hermosa, morena, de facciones tan delicadas y de tan viril expresión. No sin gran sorpresa mía, Vitorio se resistió á abrazarme, y murmuró fatigosamente: «Dame algo...; hace tres días que no pruebo alimento». Le serví de la cena que aún estaba allí sin recoger, y así que reparó sus fuerzas, me dijo: «No me abraces, Jerónimo. Soy el capitán de gavilla de quien tanto habrás oído, y por milagro no estoy en poder de los que quieren ahorcarme. Si me conservas algún cariño, ocúltame y déjame dormir; si no, échame, pero no digas á nadie cómo y dónde me conociste...». Existía en los Adrales un precioso escondrijo antiguo, una especie de desván practicado bajo otro desván, oculto por un segundo tabique, y con salida á una escalerilla recatada en el hueco de la pared, y que moría al pie del bosque. Allí metí á Vitorio, y aunque la fuerza que le perseguía rodeó mi casa, y aunque se la dejé registrar sin oponer reparo, no encontraron al fugitivo, ni era posible, á no estar en el secreto, que sólo sabíamos el mayordomo y yo. Conjurado el peligro, no quise que se alejase Vitorio hasta que descansó bien, se lavó, se afeitó, se vistió con ropa mía y tuvo en el cinto dos ricas pistolas inglesas y en la bolsa oro. No le pregunté palabra, no le dirigí observaciones ni le di consejos, y esta delicadeza fué, sin duda, la que le movió á decirme poco antes de marchar: «Jerónimo, ¿te acuerdas de la boda de mi padre y de aquel disparate que queríamos hacer en el colegio? Pues de no hacerlo vino mi perdición. Cuando llegué á mi casa, encontré dueña de ella á una madrastra que obligaba á mi hermana á que la sirviese, y que hasta la pegaba delante de mí, ¡delante de mí!,--tú me has conocido... Recordarás mi carácter... ¡Asómbrate! Yo, al pronto, supe reprimirme, y hablé á mi padre como un hombre habla á otro hombre. Le dije que quería llevarme á mi hermana, y que sólo le pedía algún auxilio en dinero para que ella no se muriese de hambre. Me contestó con desprecio, con enojo, y me ordenó que respetase á mi madrastra. Entonces, fuera de mí, le dije que mi madrastra no merecía respeto, y que se lo demostraría antes de un año. Y así fué, Jerónimo; á los pocos meses mi madrastra y yo... ¿Entiendes? ¡Me lo propuse y lo conseguí... lo conseguí! Por _aquello_, y no por _lo de ahora_, merezco que me cojan y me ahorquen... En fin, lo cierto es que mi padre no pudo dudar de su afrenta, y me echó de casa maldiciéndome, apaleándome y prohibiéndome que usase su nombre jamás. El resto ya lo sabes... Adiós; voy á reunirme con mi gente, que andará esparcida por la montaña». Desapareció, y supe que la gavilla se había retirado de aquellos contornos, metiéndose sierra adentro, por sitios casi inaccesibles. Dos años después del imprevisto lance, se habló mucho de un robo cometido por Vitorio en casa de un señor canónigo de Lugo. Consistía la originalidad en que el robo lo había realizado Vitorio solo, en una ciudad y á las doce del día. Hallábanse juntos el buen canónigo y cierto clérigo de misa y olla, jugando al tute, por más señas, cuando vieron entrar á un caballero apersonado y galán, que les saludó muy cortesmente. «Soy Vitoro»--dijo--«pero no se asusten ustedes, que no traigo ánimo de hacerles ningún mal. Entendámonos como se entiende la gente de buena educación; vengo por los cinco mil duros en onzas de oro que el señor canónigo guarda ahí, debajo de esa arquilla; con levantar un ladrillo numerado, aparecerá el escondrijo». «¡Cinco mil duros!» gritó el canónigo más muerto que vivo. «Pero, señor de Vitorio, ¡si jamás he poseído esa suma!». Y el clérigo, oficiosamente, exclamaba: «Ea, señor canónigo, no haya más; dé usted al señor de Vitorio esos cuartos, siquiera por la gracia, y la amabilidad con que los pide». «Déselos usted si los tiene, y no disponga de caudales ajenos», replicaba afligido el canónigo. Y Vitorio, siempre afable, añadía:--«Bien dice el señor canónigo; este cura, mientras le aconseja á usted que se desprenda de tan gruesa suma, se está escondiendo en la pretina una tabaquera de plata, como si Vitorio fuese algún ratero que cogiese porquerías semejantes. Pero señor canónigo, yo sé que los cinco mil duros ahí están; yo me veo en un grave apuro (que si no, no molestaría á persona tan respetable como usted). Buen ánimo; si puedo, he de restituírselos». Y con gallardo ademán entreabrió su abrigo, viéndose relucir la culata de unas pistolas (quizá las mías). El trémulo canónigo y el abochornado clérigo alzaron el ladrillo y entregaron á Vitorio los talegones. El forajido se inclinó, hizo mil cortesías, y los dos hombres, que con un grito hubieran podido perderle, se quedaron más de diez minutos sin habla, mientras él, tranquilamente, bajaba las escaleras. Sin embargo, el clérigo, que era sañudo y rencoroso, la tuvo guardada, como suele decirse. Un día de feria, saliendo de la catedral, creyó reconocer á Vitorio en un aldeano que llevaba á vender una pareja de bueyes, y le siguió con cautela. Notó que el aldeano tenía las manos blancas y finas, y corrió á delatarle. Hizo rodear la taberna donde había observado que entraba, y así cogieron en la ratonera al célebre capitán, á quien ya sin esperanzas de alcanzarle perseguían por montes y breñas. La causa de Vitorio tardó mucho en fallarse. Se susurraba que, por ser de muy esclarecida y calificada familia, no se atrevían los jueces á mandarle ahorcar, y que si revelaba su verdadero nombre, se le dejaría evadirse ó le indultaría la reina. Yo me encontraba entonces lejos de mi país, y las noticias en aquel tiempo no volaban como ahora. Por casualidad llegué á Lugo el mismo día en que pusieron en capilla á Vitorio. Corrí á verle, afectadísimo. Habíanme asegurado que la noche anterior una dama muy tapada, penetrando en la prisión, habló largo tiempo con Vitorio, y sospechando amoríos, compromisos, lazos que quedaban en el mundo, pregunté á mi antiguo compañero si tenía algo que encargarme para alguna mujer. «No, respondió sonriendo con calma; no tengo á nadie que me llore; la señora que estuvo á verme ocultando el rostro es mi hermana, á quien he prometido solemnemente dejarme ahorcar, sin que me arranquen mi nombre de familia. Y éste es el único favor que te pido, Jerónimo; ¡que nadie, nadie sepa nunca!... No he de deshonrar á mi padre dos veces». En efecto, Vitorio murió callando; el clérigo de la tabaquera de plata acudió á presenciar cómo perneaba en la horca; pero el señor canónigo, que no podía olvidar los finos modales con que le habían quitado sus cinco mil duros, aplicó muchas misas por el alma del infeliz. LAS DESNUDADAS Una tarde gris, en el campo, mientras las primeras hojas que arranca el vendaval de otoño caían blandamente á nuestros pies, recuerdo que, predispuestos á la melancolía y á la meditación por este espectáculo, hablamos de la fatalidad, y hubo quien defendió el irresistible influjo de las circunstancias y de fuerzas externas sobre el alma humana, y nos comparó á nosotros, depositarios de un destello de la Divinidad, con la piedra que, impelida por leyes mecánicas, va derecha al abismo. Pero Lucio Sagris, el constante abogado de la espiritualidad y del libre albeldrío, protestó, y después de lucirse con una disertación brillante, anunció que, para demostrar lo absurdo de las teorías fatalistas, iba á referirnos una historia muy negra, por la cual veríamos que, bajo la influencia de un mismo terrible suceso, cada espíritu conserva su espontaneidad y escoge, mediante su iniciativa propia, el camino--, bueno ó malo, que en esto precisamente estriba la libertad. Pertenece mi historia--añadió--, á un cruento período de nuestras luchas civiles, después de la revolución de 1868; y evoca la siniestra figura de uno de esos hombres en quienes la inevitable crueldad y fiereza del guerrillero se exaspera al sentir en derredor la hostilidad y la enemiga de un país donde todos le aborrecen: hablo del contraguerrillero, tipo digno de estudio, que mueve á piedad y á horror. Mientras el guerrillero, bien acogido en pueblos y aldeas, encontraba raciones para su partida y confidencias para huir de la tropa ó sorprenderla descuidada, el contraguerrillero, recibido como un perro, sólo por el terror conseguía imponerse; siempre le acechaban la traición y la delación; siempre oía en la sombra el resuello del odio. En guerras tales, el país está de parte de los guerrilleros; ó, por mejor decir, las guerrillas son el país alzado en armas, y el contraguerrillero es el Judas contra el cual todo parece lícito, y hasta loable. Ahora, pues, el contraguerrillero de mi historia--supongamos que se llamaba el _Manco de Alzaur_--, había conseguido realizar el triste ideal de esta clase de héroes; al oir su nombre, persignábanse las mujeres y rompían á llorar los chicos. Interpelado el Gobierno en pleno Parlamento acerca de algunas atrocidades de aquel tigre, protestó de que eran falsas, y que, si fuesen verdad, recibirían condigno castigo; pero, realmente, las instrucciones secretas dadas al general encargado de pacificar el territorio en que funcionaba la contraguerrilla del _Manco_, encerraban la cláusula de dejarle terrorizar á su gusto, y cuanto más, mejor. Sin embargo, el general, á quien repugnaban y estremecían ciertos actos de barbarie, y que además tenía hijas y era padre tiernísimo, solía encargar mucho al contraguerrillero que, al menos, no se oprimiese violentamente á las mujeres; y el _Manco_ se comprometió á ello, jurando que si alguno de su partida incurría en tal delito, le cortaría inmediatamente las dos orejas. Los contraguerrilleros, que conocían las malas pulgas de su jefe, se guardaban bien de contravenir á lo mandado. Si en alguna ocasión lamentó el _Manco_ haber empeñado su formidable palabra al general, fué el día en que, evacuado por las fuerzas de Radica y Ollo el pueblo de Urdazpi, penetró la contraguerrilla en este foco del carlismo. Es de saber que el párroco de Urdazpi se encontraba desde hacía año y medio al frente de una partidilla, tan escasa en número como resuelta y hazañosa, y más de diez veces había puesto la ceniza en la frente al _Manco_, yéndole á los alcances, batiéndole, cogiéndole prisioneros y dispersando á su gente, con harto corrimiento y rabia del contraguerrillero. El odio al cura de Urdazpi era ya como un frenesí en el _Manco_, y en Urdazpi vivían cinco lindas y honestas muchachas, carlistas y devotas, sobrinas del párroco faccioso, hijas de su única hermana, fusilada por los liberales en la anterior guerra. Cuando trajeron ante el _Manco_, amarillas cual la muerte y tan sobrecogidas que ni podían llorar, á las cinco infelices, se alzó un tumulto en el alma feroz del contraguerrillero; la promesa al general combatía los ímpetus salvajes de un corazón sediento de venganza, la venganza inicua de ensañarse en la familia de su enemigo, y devolvérsela vilipendiada y manchada, como se devuelve un trapo que ha limpiado el suelo de la cámara donde se celebra orgía impura. Meditó un instante, frunciendo las hirsutas cejas, bajo las cuales escandecían dos ojos de brasa; de pronto, una sonrisa feroz dilató su boca; había encontrado el medio de no faltar á su palabra, y al mismo tiempo de mancillar al cura en la persona de sus sobrinas. Dió en vascuence una orden terminente, y poco después las cinco doncellas, enteramente despojadas de sus ropas, eran paseadas y empujadas al través de las calles del pueblo, entre rechifla, denuestos, golpes y groseros equívocos de los inhumanos que las rodeaban, ebrios de vino y de sangre. El _Manco_ había anunciado que sería reo de pena capital cualquiera de sus contraguerrilleros que no se limitase á mofarse de la desnudez de aquellas desdichadas vírgenes, las cuales, estúpidas de vergüenza, intentando velarse el rostro con el pelo, echándose por tierra para que el fango de las calles las sirviese de vestido, pedían con llanto entrecortado y desgarrador que las devolviesen su ropa y las fusilasen pronto; y al verlas como estatuas de dolorido é injuriado mármol, el _Manco_ en persona, ó satisfecho ó ablandado ya, escupió á los desnudos y mórbidos hombros de la más joven, y dijo con bestial risa: --Ahora, ya pueden volverse á su madriguera estas carcundas. Considerar el estado de ánimo de las sobrinas del cura después del afrentoso suplicio, es como si nos asomásemos á un abismo de desesperación. Nótese que eran mujeres de intachable conducta, de grave recato, de profunda religiosidad, más bien exaltada; que las respetaban en el pueblo por honradas y las celebraban por hermosas; que á pesar de su fe no tenían vocación monástica, y entre los mozos incorporados á la partida del cura, más de uno rondaba sus ventanas y pensaba en bodas á la conclusión de la guerra. Pero después del horrible atropello del _Manco_, para las sobrinas del párroco de Urdazpi se había cerrado el horizonte, se habían acabado las perspectivas de la vida y del mundo. La gente, al hablar de ellas, sólo las llamaba _las desnudadas_, y este apodo infamante era como inmensa mancha extendida sobre su piel, quemada por tantos impuros ojos. Abrumadas bajo la carga de la desventura, permanecían recluidas en casa, sin asomarse á la ventana siquiera, sin salir ni á la iglesia: ¡la iglesia, que es el refugio de todos los dolores! Como si estuviesen contaminadas de lepra, como á los lazarados que la Edad Media aislaba, les traía una amiga, movida á compasión, lo necesario para su sustento, y se lo dejaba en el portal, en un cesto, diariamente, pues ni aun de ella consentían ser vistas y habladas. Así vivieron un año... --Pues por ahora--dijimos á Lucio Sagris interrumpiéndole--su historia de usted demuestra que sometidas á unas mismas circunstancias, las cinco sobrinas del cura de Urdazpi adoptaron un género de vida absolutamente idéntico. --¡Aguarden, aguarden!--clamó Lucio--. No se ha concluido el episodio. Al año, la consabida amiga avisó para el entierro de una de las sobrinas, la menor: aquélla á cuyos cándidos hombros desnudos había escupido el _Manco_. Enferma de tristeza desde el día de su desgracia, había ocultado su padecimiento por no ver al médico, ó más bien porque el médico no la viese; y la primer salida de _la desnudada_ fué con los pies para adelante, camino del cementerio. Pocos días después dejó la casa otra _desnudada_, la mayor: hizo su viaje de noche, con la cara envuelta en tupido velo, y apareció en Vitoria, en la casa matriz de las religiosas de una orden que tiene por misión asistir á los enfermos y amparar á los niños abandonados. Quedaban solamente en Urdazpi tres de las sobrinas del cura; pero de allí á medio año escapáronse juntas dos de ellas, y se incorporaron á la partida, que por entonces recorría las cercanías en triunfo. Una de las muchachas tuvo ocasión de pelear como un hombre, con denuedo rabioso, contra las tropas liberales, hasta que una bala le atravesó el fémur y pereció desangrada; en cuanto á la otra... --¿Murió también?--preguntamos. --Peor que si muriese--contestó melancólicamente el narrador.--No sé qué será de ella; rodará por Bilbao; es lo probable. Ésa no supo comprender que por mucho que desnuden el cuerpo, el pudor y el decoro sólo se pierden cuando se desnuda el alma. --¿Y la quinta sobrina del cura de Urdazpi? --¡Ah! Ésa vive hoy al lado de su tío, que se acogió á indulto al terminar la guerra civil. Humilde y resignada, ya madura, atendiendo á sus labores domésticas y á sus devociones, no parece recordar que en algún tiempo quiso vivir apartada de sus semejantes... Y en el pueblo la respetan, ¡vaya si la respetan! Á pesar de que no puede olvidarse la espantosa acción del _Manco_, nadie se atrevería á llamarla _desnudada_ en alta voz. SEMILLA HEROICA Si la santidad de la causa es la que hace al mártir, lo mismo podremos decir del héroe--declaró Méndez Relosa, el joven médico que desde un rincón de provincia empezaba á conquistar fama envidiable.--Sólo es héroe el que se inmola á algo grande y noble. Por eso aquel pobre arrapiezo, á quien asistí y que tanto me conmovió, no merece el nombre de héroe. Á lo sumo fué una semilla que, plantada en buena tierra, germinaría y produciría heroísmo... --Con todo--objeté--si respecto al mártir las enseñanzas de la Iglesia nos sacan de dudas, sobre el héroe cabe discutir. El concepto del heroísmo varía en cada época y en cada pueblo. Acciones fueron heroicas para los antiguos, que hoy llamaríamos estúpidas y bárbaras. Hasta que los ingleses lo prohibieron, en la India se creía--y se creerá aún, es lo probable--que constituye un rasgo sublime, edificante, gratísimo al cielo, el que una mujer se achicharre viva sobre el cadáver de su marido. --No niego--declaró Méndez--que la gente llama heroísmo á lo que realiza su ideal, y que el ideal de unos puede ser hasta abominable para otros. El embrión de héroe cuya sencilla historia contaré, estuvo al diapasón de ciertos sentimientos arraigados en nuestra raza. Lo que le causó esa efervescencia que hace despreciar la muerte, fué _algo_ que embriaga siempre al pueblo español. Lo único que revela que el ideal á que aludo es un ideal inferior, por decirlo así, es que para sus héroes, aclamados y adorados en vida, no hay posteridad; no se les elevan monumentos, no se ensalza su memoria... --Las plazas de toros--continuó después de una breve pausa--han cundido tanto en el período de reacción que siguió á la revolución de septiembre, que hasta nuestra buena ciudad de H*** se permitió el lujo de construir la suya,--á la malicia, de madera, pero vistosa.--Cuando se anunció que el célebre _Moñitos_, con su cuadrilla, estrenaría la Plaza durante las fiestas de nuestra patrona la Virgen del Mar, despertóse en H*** más que entusiasmo, delirio. No se habló de otra cosa desde un mes antes; y al llegar la gente torera, nos dió--no me exceptúo--por jalearla, obsequiarla, convidarla y traerla en palmitas desde la mañana hasta la noche. Les abrimos cuenta en el café, les abrumamos á cigarros y les inundamos de jerez y manzanilla. Nos cautivaba su trato franco y gravemente afable, aunque tosco; nos hacía gracia su ingenuidad infantil, su calma moruna, aquel fatalismo que les permitía arrostrar el peligro impávidos, y, en suma, aquel estilo plebeyo, pero castizo, de grato sabor nacional. En pocos días cobramos afición á unos hombres tan desprendidos y caritativos, valientes hasta la temeridad y nunca fanfarrones, creyendo descubrir en ellos cualidades que atraían y justificaban la simpatía con que en todas partes son acogidos. Yo me aficioné especialmente á un mocito como de quince años, pálido, desmedrado, nervioso, que atendía por el alias de _Cominiyo_. Venía la criatura con los toreros en calidad de _mono sabio_, y era la perla de su oficio: un chulapillo vivo y ágil como un tití, que parecía volar. Desde la primera de las cuatro corridas de aquella temporada en H***, _Cominiyo_ llamó la atención y se ganó una especie de popularidad por su arrojo, su agilidad de tigre, sus gestos cómicos y su oportunidad en acudir adonde hacía falta. La parte que representaba _Cominiyo_ en el drama desarrollado en el redondel era bien insignificante; pero él se ingeniaba para realzar un papel tan secundario, y cuando de los tendidos brotaban frases de elogio para el rapaz, sus macilentas mejillas se iluminaban con pasajero rubor de orgullo, y sus ojos negros, ricamente guarnecidos de sedosas pestañas, irradiaban triunfal lumbre. _Cominiyo_ me había confiado sus secretas ambiciones. Como el poeta de bohardilla sueña la coronación en el Capitolio; como el recluta sueña los tres entorchados; como obscuro escribiente la poltrona, _Cominiyo_ soñaba ser picador. En vez de ir á las ancas del caballo, quería ir delante, luciendo la fastuosa chaquetilla de doradas hombreras, el ancho sombrerón de fieltro, los calzones de ante, el rígido atavío de esos hombres curtidos y recios, de piel de badana, en que no hacen mella los batacazos. Pero, ¿cuándo lograría _Cominiyo_ ascender tan alto? Probablemente así que hubiese demostrado de una manera indudable su gran corazón; así que hiciese «una hombrá». Y dispuesto estaba á hacerla á cualquier hora, y más que dispuesto deseoso, que el valor pide ocasión y tiempo. En la cuarta corrida presentóse la ocasión tan anhelada, y por cierto que con trágico aparato. El tercer toro, hermoso bicho, de gran poder, dió un juego tal desde que salió á la plaza, que llegó á causar cierto pánico: como aquél pocos. Después de destripar por los aires á dos caballos, la emprendió con el que montaba el picador Bayeta, y en un santiamén dejó al jinete aplastado bajo la cabalgadura, en la cual se ensañó y cebó furioso. Crítica era la situación del picador: el peso del jaco le asfixiaba, y si se rebullese, con él la emprendería el toro. En vano la cuadrilla, á capotazos, quería engañar y distraer á la fiera, y Bayeta, ahogándose, asomaba la cabeza por detrás del espinazo del jaco moribundo. Ya el toro se lanzaba hacia la nueva presa, y ya el picador se veía recogido y despedido hasta las nubes, cuando una figurilla menuda apareció firmemente plantada sobre el vientre del tendido caballo, y, retando al toro con temeraria bizarría, le hirió repetidas veces con la mano en el inflamado morro y hasta osó juguetear con los agudos cuernos... mientras salvaban al picador. _Cominiyo_, que realizada la proeza intentaba salir escapado, saltó hacia atrás, resbaló en la viscosa sangre, un charco rojo que el caballo había soltado de los pulmones, y el toro le pilló allí mismo, contra las tablas, y le enganchó y levantó en alto y le dejó caer inerte. Corrí á la enfermería y reconocí la herida del muchacho, comprobando una cosa horrible que, á pesar de la impasibilidad profesional, me causó grima. El toro había cogido á _Cominiyo_ por la espalda, en la región lumbar; sin duda la fiera tenía astillado el cuerno, y en la astilla sacó un jirón del hígado, una sangrienta piltrafa. _Cominiyo_ no tenía salvación, y su lucha con la muerte, sostenida por la juventud y la índole de la misma lesión, fué larga y cruel. Ocho días le devoró la fiebre inflamatoria, y como él ignoraba la gravedad de la herida, se agitaba en un frenesí de alegres esperanzas y de ambiciosas aspiraciones. La ovación tributada á su hazaña le tenía borracho de gozo, y me decía entusiasmado, mientras yo trataba de calmar sus dolores, que eran atroces, sobre todo al principio: --Me he portao como los hombres. Digasté, ¿seré picador? El día en que le acompañamos al cementerio, yo, al ver que le echaban encima la húmeda tierra, pensé mucho sobre el heroísmo. Sería una irrisión plantar laureles en la sepultura del rapaz... y, sin embargo, á mí me parecía que de la misma madera del alma de _Cominiyo_ están hechas las almas de algunos que podrían reclamar la sombra del árbol sagrado para su tumba. Mientras regresábamos comentando la suerte del atrevido mono sabio, yo recordaba una copla popular: Hasta la leña en el monte tiene su separación: una sirve para santos, otra para hacer carbón. JUSTICIERO De vuelta del viaje, acababa el _Verdello_ de despachar la cena, regada con abundantes tragos del mejor Avia, cuando llamaron á la puerta de la cocina y se levantó á abrir la vieja, que, al ver á su nieto, soltó un chillido de gozo. En cambio, _Verdello_, el padre, se quedó sorprendido, y, arrugando el entrecejo severamente, esperó á que el muchacho se explicase. ¿Cómo se aparecía así, á tales horas de la noche, sin haber avisado, sin más ni más? ¿Cómo abandonaba, y no en víspera de día festivo, su obligación en Auriabella, la tienda de paños y lanería, donde era dependiente, para presentarse en Avia con cara compungida, que no auguraba nada bueno? ¿Qué cara era aquélla, rayo? Y el _Verdello_, hinchando de cólera su cuello de toro, iba á interpelar rudamente al chico, si no se interpone la abuela, besuqueando al recién venido y ofreciéndole un plato de guiso de bacalao con patatas, oloroso y todavía caliente. El muchacho se sentó á la mesa frente á su padre. Engullía de un modo maquinal: conocíase que traía hambre, el desfallecimiento físico de la caminata á pie, en un día frío de enero; al empezar á tragar daba diente con diente, y el castañeteo era más sonoro contra el vidrio del vaso donde el vino rojeaba. El padre, picando una tagarnina con la uña de luto, dejaba al rapaz reparar sus fuerzas. Que comiese... que comiese... Ya llegaría la hora de las preguntas. No tenía otro hijo varón; una hija, ya talluda, se había casado allá en Meirelle ¡lejos! Este chico, Leandro, endeble nació y endeble se crió. Al cabo, fruto de una madre tísica. Para proporcionarles bienestar á la madre y al hijo, el _Verdello_ trajinaba día y noche por anchas carreteras y senderos impracticables, ejercitando con ardor su tráfico de arriería, comprando en las bodegas de los señores cosecheros y revendiendo en figones y tabernas el rico zumo de las vides avienses. Vino que catase y adquiriese el _Verdello_, vino era ¡voto al rayo! y vino de recibo en color y sabor. No necesitaba el arriero, para apreciar la calidad del líquido, beber de él: se desdeñaría de hacer tal cosa. Le bastaba, estando en ayunas, echar dos ó tres gotas en la punta de la lengua, esto para el sabor: y para el color, otras tantas en la manga de la camisa, arremangada sobre el fornido brazo. Tal mancha, tal calidad. Y allí quedaban las manchas color de violeta, como armas parlantes de la arriería. El _Verdello_ podía decir, con sólo mirar á las manchas, qué bodegas del Avia daban el vino más honradamente moro. ¡Buen oficio el de arriero! ¡Buen oficio para el hombre que gasta pelos en el corazón, que de nada se asusta y se lleva en el cinto sus cuatro docenas de onzas, ó, ahora que no hay onzas, su fajo de billetes de á cien, y como seguro de las onzas y los billetes, en un bolsillo del chaquetón el revólver cargado, y en el otro la navaja, amén de la vara de aguijón con puño y á veces la escopeta de tirar á las perdices en tiempo de vacaciones! Porque hay sitios de la carretera que se pueden pasar durmiendo; pero los hay que es poco rezar el Credo, y conviene estar dispuesto á santiguar á tiros á los bromistas. Ya se habían querido divertir con _Verdello_, y un corte de hoz y dos abolladuras de estacazo tenía en la cabeza; pero llevó qué contar el gracioso. Mejor dicho, no lo contó más que una semana. Y sólo un _Verdello_ es capaz de andar siempre atravesado por los caminos, sin parar y aguantando heladas, lluvias y calores. Así es que no quiso que Leandro siguiera el perro oficio. El muchacho estaría mejor á la sombra, bajo tejas, abrigado y comiendo á sus horas. Y así que cumplió los trece años, le colocó en una tienda de Auriabella, una casa muy decente. Al despedirse del chico con efusión de cariño brusco y bárbaro, medio á pescozones, el padre le leyó la cartilla: «Aquí se cumple... Aquí el hombre se porta, y si no, ojo conmigo... Honradez... Trabajar... Como te descuides en lo menor, ya puedes prepararte, ¡rayo!». No hubo necesidad de desplegar rigor. El principal de Leandro escribía satisfecho. Era listo el chiquillo, sabía despachar, complacer, y ascendía poco á poco desde la escoba de barrer la tienda y las cabezas de cardo de alzar el pelo á los paños, al libro de contabilidad. Con el tiempo vendría á ser el alma del establecimiento. La mujer del _Verdello_, devorada por la consunción, murió tranquila respecto al porvenir de su hijo, viéndole ya en su fantasía tendero acomodado, grueso, tranquilo, de levita los domingos y en el bolsillo del chaleco su buen reloj de oro. Viudo, sin más compañía que la vieja, el _Verdello_, aunque robusto y atlético, no pensaba en volver á casarse. Que se casase el rapaz, que ya tenía sus diecinueve años. Alusiones y reticencias del principal habían puesto al padre en sospechas de que Leandro andaba en pasos algo libres. ¡Cosas de la edad! Que no le distrajesen de la obligación... y lo demás no importa. ¿Á qué venía el ceño del patrón, cuando reconocía que el chico no faltaba de su sitio nunca, y ni el mostrador ni la caja quedaban desamparados ni un minuto? ¿Pues acaso él, el propio _Verdello_, si rodaba por mesones y tugurios de ciudades, no tenía sus desahogos, sin otras consecuencias? ¡Bah! Un hombre es un hombre... y con más motivo, un rapaz. Sin embargo, al verle llegar así, á horas impensadas, cabizbajo, desencajado, el padre sintió allá dentro algo cortante y frío, como el golpe de un puñal. ¿Qué sucedía? ¿Qué embuchado era aquél, demonio? Y la mirada de sus pupilas fieras se clavaba en Leandro, queriendo encontrar otras pupilas que rastreaban por el plato, mientras los blancos dientes seguían castañeteando, ó de miedo ó de frío... Acabóse la cena y salió abuela á preparar la cama, á rebuscar un jergón y una manta, proyectando la añadidura de sus refajos colorados, ¡helaba tanto aquella noche--! y sólo ya el padre con el hijo, salió disparada la pregunta. --¿Tú qué hiciste? ¡Rayo! ¿Tú qué hiciste? Sin mentir... Como el muchacho callase, dando mayores señales de abatimiento, el _Verdello_ pateó, y en un arranque, soltó la bomba: --¡Tú has robado! ¡Tú has robado! Con inmensa angustia, con movimiento infantil, Leandro quiso echarse en brazos del padre; pero éste le rechazó de un modo instintivo y violento, lanzándole contra la pared. El muchacho rompió á sollozar, mientras el arriero, entre juramentos y blasfemias, repetía: --¡Has robado... cochino! Robaste la caja, robaste á tu principal... ¡Para pintureros vicios! Y ahora lloras... ¡Rayo de Judas! ¡Me...! Echaba espuma por la boca, braceaba, cerraba los puños... De repente se aquietó. Para quien le conociese, era aquella quietud muy mala señal. Callado, derecho en medio de la cocina, alumbrado por el hediendo quinqué de petróleo y las llamas del hogar, parecía una grosera estatua de barro pintado, con trágicos rasgos en el rostro, donde se traslucían los negros pensares. ¡Tener un ladrón en casa! Él, el _Verdello_, había sido toda la vida hombre de bien á carta cabal: su palabra valía oro, sus tratos no necesitaban papel sellado, ni señal siquiera. Palabra dicha, palabra cumplida. En las bodegas y las tabernas ya conocían al _Verdello_. Traficar y ganar; pero con vergüenza, sin la indecencia de quitar un ochavo á nadie... ¿Quién se fiaría ya del padre de un ladrón? ¡Rayos! Y con desdén glacial, como si escupiese un resto de colilla, arrojó al rostro del muchacho la frase: --El robar no te viene de casta. No hubo más respuesta que sollozos, y el padre añadió con la misma frialdad: --¿Cuánto cogiste? Porque mañana temprano salgo yo á devolverlo. Alentó algo el culpable, y tratando de asegurar la voz, murmuró débilmente y entre hipos: --Ciento noventa y siete pesos y dos reales... No pestañeó el arriero. Podía pagar. Se quedaba sin economías, pero... ¡Dios delante! Eso, en comparanza de otras cosas... Mientras echaba sus cuentas, con la mano derecha se registraba faja y bolsos, sin duda requisando el capital que guardaba allí, fruto de las ventas realizadas en Cebre y en Parmonde... Acabado el registro, se volvió hacia el muchacho, y señaló á la puerta trasera de la cocina: --Anda ahí fuera. ¡Listo! ¿Fuera? ¿Á qué? No servía replicar. Leandro obedeció. ¡Qué bocanada de hielo al entrar en la corraliza! La noche era de las de órdago: las estrellas competían en brillar en el cielo, la escarcha en el suelo, y el pilón del lavadero se acaramelaba en la superficie. El mastín de guarda ladró al divisar á los dos hombres; pero su fiel memoria afectiva le iluminó al instante, y loco de alegría se arrojó á Leandro, apoyándole en el pecho las patas. Y cuando padre é hijo pasaron el portón de la corraliza, el can echó detrás, meneando todavía la cola, brincando de gozo. Anduvieron por sembrados y maizales cosa de un cuarto de hora, hasta que el _Verdello_ hizo alto al pie de las tapias de un huerto, derruidas ellas y abandonado él. Y empujando al muchacho, le arrimó al tapial, y se colocó enfrente, ya empuñado el revólver. Leandro se desvió con un salto rápido, de instinto animal. Comprendía, y su juventud, la savia de los veinte años, protestaba sublevándose. ¡No, morir no! Quiso correr, huir á campo traviesa. Y aquel temblor de antes, el de los dientes, el de las manos, descendió á sus piernas flacuchas de mozo enviciado en mujerzuelas, y le doblegó, y le hizo caer postrado, medio de rodillas, balbuceando: --¡Perdón! ¡Perdón! El padre se acercó; vió á la semiclaridad de los astros dos ojos dilatados por el terror, que imploraban... é hizo fuego, justamente allí, entre los dos ojos, cuya última mirada de súplica se le quedó presente, imborrable. Cayó el cuerpo boca abajo, y el golpe sordo y mate contra la tierra endurecida por la helada sonó extrañamente; el perro exhaló un largo aullido, y el arriero se inclinó; ya no respiraba aquella mala semilla. ELECCIÓN Lentamente iba subiendo la cuesta el carro vacío, de retorno, y sus ruedas producían ese chirrido estridente y prolongado que no carece de un encanto melancólico cuando se oye á lo lejos. Para el labriego, es causa de engreimiento la agria queja del carro--pero esta vez, en el corazón de Telme, resonaba con honda tristeza--. Á cada áspero gemido sangraba una fibra. Tranquilos en su vigor, los bueyes pujaban, venciendo el repecho; la querencia les decía que por allí iban derechos al brazado de hierba, acabado de apañar. Sus hocicos babosos, recalentados por la caminata, se estremecían aspirando la brisa del anochecer, en que flotaba el delicioso perfume de la pradería. Á la puerta de la casucha esperaba la mujer de Telme, la tía Pilara, seca, negruzca, desfigurada, más que por la maternidad y los años, por las rudas faenas campestres. Ayudó Pilara á su marido á desuncir el carro, y mientras él encendía un cigarrillo, acomodó los bueyes en el establo, separado por un tabique del _leito_ conyugal. No cruzaron palabra. No era que no se quisieran; al contrario, queríanse bien aquellos dos seres, á su modo; sino que el labriego es lacónico de suyo, y la absoluta comunidad de intereses hace entenderse sin gastar saliva. La actitud de Telme y su gesto decían á Pilara cuanto la importaba saber. El hijo había salido útil, según el reconocimiento... y por ende ya era _del rey_; era soldado. Con un nudo á la garganta, con escozor en los párpados, dispuso Pilara la cena, colocando sobre la artesa las dos escudillas de humeante caldo _de pote_. Las despacharon, y, ahorrando luz, se acostaron al punto. Oíase el rumiar de los bueyes, moliendo la hierba jugosa, y no se oía á marido y mujer rumiar la pena, atravesada en el gaznate. Dieron vueltas. Suspiró Pilara; Telme gruñó. ¡Vete noramala, sueño de esta noche! De pronto--aún no pensaban en cantar los gallos--saltó de la celdilla que sirve de cama al campesino mariñán, y encendiendo un _misto_ y la candileja de petróleo, pasó al establo y se dispuso á sacar la yunta. Pilara, sorprendida, medio soñolienta, le siguió. ¿Qué era aquello? ¿Iba á la feria, por fin? Que esperase tan siquiera hasta que ella trajese para los animales otra carga de _herbiña_... Y el labriego, brusco y sombrío, respondió á media habla: --No es menester... No van con el carro... No llevan más labor que echar una pata delante de otra... La mujer se quedó como de piedra. No insistió ¿Para qué? Sobraban las explicaciones. Había comprendido. La limitada vida del labriego se compone de hechos de significación indudable. Quien lleva á la feria la yunta sin el carro, va á venderla. Á eso iba Telme: á deshacerse de sus hermosos bueyes para librar al mozo. Pasado el primer instante, como barril de mosto al que le quitan el tapón, se soltó á chorros la aflicción de Pilara. La marcha de los bueyes, para no volver más, era cosa tan dura, que la aldeana sintió un dolor físico en las entrañas: la arrancaban lo mejor de su casa, lo mejor de la parroquia, lo bueno del mundo. ¡En cuatro leguas _de arredor_ no había yunta como aquélla, bueyes tan parejos, tan rojos, de un rojo brillante como el limpio cobre, tan gordos, tan grandes, de tanta ley para el trabajo, y tan mansos y amorosos, que un chiquillo de siete años los lindaba! Verdad que tampoco se conocía otro rapaz como Andresiño, más garrido, más sano, más hombre... ¡Y también querían arrebatárselo! ¡Nuestra Señora nos ayude, San Antonio nos valga! Pilara sollozaba á gritos, arañándose el atezado rostro. Telme, entretanto, en la corraliza, pasaba el _adival_ por entre las astas de los bueyes, y rezongaba, rechazando á su desconsolada mujer. --¡Pues ó los bueyes ó el mozo! Una de dos. Echó la aldeana los brazos al buey de la izquierda, el Marelo--el más guapo y forzudo, el que lucía una estrellita blanca en el testuz--y á su manera, torpemente y hociqueando, besó los anchos ojos, tibios y pestañudos, de la bestia. La caricia equivalía á una despedida: la madre, lo mismo que el padre, _escogían_ al suyo, al hijo: no querían enviarlo allá, á las islas del demonio, donde la fiebre y la peste chupan á los hombres y el machete los descuartiza. ¡Asus mío! Pero una cosa es _escoger_ á quien cumple que se escoja, y otra no tener ley á la yunta, ¡que para no tenérsela, había que ser de palo! Porque, á más de que aquella yunta le ponía la ceniza en la frente á todas las de la Marina, se ha de mirar de que Pilara y Telme llevaban años quitándose el mendrugo de la boca para dárselo á los bueyes. La corteza de borona, la encaldada de patatas, calabazo y berza, son alimentos que comparten el labrador y el buey; lo que hace encaldada para el animal hace caldo para el dueño. Si el buey engorda, es que el labrador se priva, mermando su ración. La vanidad, ese tenacísimo sentimiento humano, que nunca pierde sus derechos, también alienta en los labradores. Toda la parroquia envidiaba la yunta, hasta tal extremo, que Pilara les había colgado de las astas, de suerte que cayese en el remolino central del testuz, un Evangelio y dos dientes de ajo encerrados en una bolsa, remedio contra la _envidia_, que para el aldeano es una fuerza misteriosa, capaz de maleficiar. Pero, aunque dañina, la envidia es lisonjera. Telme iba por el camino real con sus bueyes, que ni el Papa en su silla. Y ahora... ni fachenda, ni provecho, ni orgullo, ni labranza; al agua todo. EL carro, perpetuamente inmóvil y en la corraliza; las tierras, sin arar; los lucrativos _carretos_ de piedra y arena, para otros... No había remedio. ¡La elección estaba hecha! Así que se alejó Telme y dejó de oirse el paso acompasado de la yunta, Pilara secó con el dorso de la áspera mano los últimos lagrimones, y, resignadamente, se puso á disponer lo necesario para la cocedura. Con llorar no se calienta el horno, ni se amasa la harina. La aldeana bregó sin descanso. Mientras partía y disponía la leña y sobaba la masa con las obscuras manos, la congoja iba calmándose. Adiós los bueyes... pero ya vendría el rapaz. Si buena era la yunta, Andresillo mejor. Á forzudo y á voluntario ninguno le ganaba. En un día despabilaba él más obra que en una semana otros. Y ni pinga de vino, ni camorrista, ni amigo de ir de tuna. Ganas tenía de arrendar un lugar y casarse; pero ahora que sus padres se quedaban por él sin la luz de los santos ojos... ya les ayudaría á juntar para otra pareja. Con lo que tenían guardado en el pico del arca y el jornal de Andrés, en dos ó tres años... No pasaba de medio día cuando regresó Telme, cabizbajo, solo ya, con las manos vacías, enrollado el _adival_ alrededor del cuerpo. Esta vez, Pilara preguntó ansiosa: ¿cuánto? ¿cuánto? Telme tardó en responder. Al cabo, mohíno, al sentarse á comer el pote con unto rancio y la _borona_ enmohecida--la _bolla_ fresca no había salido aún del horno, ni saldría hasta la tarde--desató la lengua, entre reniegos, porque ya sabía Telme que lo que bajase de cinco mil y pico era regalar la yunta; y en aquella maldita feria no parece sino que se habían juramentado los compradores para no ofrecer arriba de cuatro mil. Y era pillada y _mala idea_, porque tan pronto como se los dejó á un chalán desconocido, con acento andaluz, en cuatro mil y pico, otro de Breanda le dió ventaja al chalán y se los llevó. ¡Pero tenían que ir al arca...! Y pronto, pronto. Que él pediría emprestada la burra á Gorio de Quintás, y á las tres, Dios mediante, había de estar en Marineda, depositando el dinero á cambio del hijo... Abrieron el arca, como si se hubiesen abierto las venas. Pilara cruzaba las manos, gemía bajito, alzaba al cielo los ojos, se cogía la cabeza, al volver del revés sobre la artesa el calcetín de lana gorda: los ahorriños de tanto tiempo. Estaban en moneda sonante, en metálico: el labriego no quiere guardar papel. Había duros relucientes del nene, otros oxidados, mucha peseta, calderilla roñosa. Aunque sabían al dedillo la cantidad, recontaron: sobraba un pico. Telme añudó lo necesario en un pañuelo de algodón azul, por no mezclarlo con lo de la venta, que iba casi todo en billetes de á cien, oculto á raíz de la carne. Hecho esto, salió en demanda de la pollina. Pilara aguardó, aguardó hasta las altas horas. No sabía si su hombre dormía aquella noche en Marineda, para volver con el mozo, temprano. Se acostó al fin. Á cosa de la una oyó llamar á voces, y conoció la de Telme. La sangre le dió una vuelta. Saltó en camisa, encendió la candileja, abrió: Telme, con la cara color de difunto, estaba delante de ella. ¡Madre mía de las Angustias! ¿Qué pasaba! ¿Y Andresiño? --¡Calla!--profirió Telme--; no me hables, que pego fuego á la casa, y te parto los lomos y se los parto al mismísimo divino Dios... Ya hemos quedado solos, mujer, sin bueyes y sin hijo. ¡El chalán de la feria... me metió cuatro billetes falsos! Y el padre, en vez de realizar sus amenazas de partir los lomos á todo el mundo, se dejó caer al suelo y se arrancó el pelo á puñados, llorando como las mujeres. LA CHUCHA Lo primerito que José San Juan--conocido por el _Carpintero_--hizo al salir de la penitenciaría de Alcalá, fué presentarse en el despacho del director. Era José un mocetón de bravía cabeza, con la cara gris mate, color de seis años de encierro, en los cuales sólo había visto la luz del sol dorando los aleros del tejado. La blusa nueva no se amoldaba á su cuerpo, habituado al chaquetón del presidio; andaba torpemente, y la gorra flamante, que torturaba con las manos, parecía causarle extrañeza, acostumbrado como estaba al antipático birrete. --Venía á despedirme del señor director--dijo humildemente al entrar. --Bien, hombre; se agradece la atención--contestó el funcionario--. Ahora á ser bueno, á ser honrado, á trabajar. Eres de los menos malos; te has visto aquí por un arrebato, por delito de sangre, y sólo con que recuerdes estos seis años, procurarás no volver... Que te vaya bien. ¿Quieres algo de mí? --¡Si usted fuera tan amable, señor director... si usted quisiera!... Animado por la benévola sonrisa del jefe soltó su pretensión. --Deseo ver á una reclusa. --Es tu _chucha_, ¿verdad?... Bueno: la verás. Y escribió una orden para que dejasen entrar á Pepe el _Carpintero_ en el locutorio del presidio de mujeres. Bien sabía el director lo que significaban aquellas relaciones entre penados, los galateos á distancia y sin verse, de _chuchos_ y _chuchas_; el amor, rey del mundo, que se filtra por todas partes como el sol, y llega donde éste no llegó nunca, perforando muros, atravesando rejas. Tenían casi todos los penados en la penitenciaría de mujeres una _galeriana_ que por cariño remendaba y lavaba su ropa; una compañera de infortunio á la cual no habían visto nunca v cuyas atenciones pagaban con cartas, rebosando sentimentalismo ridículo... pero sincero. Era el sacro amor, introduciéndose en aquel infierno para burlarse de la severidad de las leyes humanas; la vida y sus afectos floreciendo allí, donde el castigo social quiere convertir á los réprobos en cadáveres con apariencia de vida. El presidio, un convento vetusto, y el penal de mujeres, soberbio y flamante, contemplábanse desde cerca, mudos, inmutables--pero un soplo de pasión contenida y ardiente, de primavera amorosa, germinando entre la mugre de la _casa muerta_, iba de uno á otro edificio como la caricia fecundadora que por el aire se envían las palmeras de distinto sexo. Tan grande emoción embargaba á Pepe al dirigirse al locutorio de mujeres, que sus piernas temblorosas acortaban el paso... ¿Cómo sería su _chucha_? ¡Por fin iba á verla! Y pensando en las formas de que la había revestido su imaginación en las noches de insomnio ó en los solitarios paseos patio abajo y arriba, todo el pasado revivía de golpe en su memoria. Para comenzar, su entrada en presidio, resultado de tener mal vino y pronta la mano; los primeros meses de sorda excitación, de huraño aislamiento, viendo deslizarse los días como pesadas ondulaciones de un río gris y triste. Después, cuando hizo amigos, extrañáronse de que un muchacho cual él, guapo y terne, que si estaba en trabajo era por ser muy hombre, no tuviera su _chucha_, su _chucha_ como los demás. Ellos se encargaban del arreglo: escribirían á sus amigas, y no faltaría en la casa de enfrente quien atendiese á tan buen mozo. Un día le dijeron que su _chucha_ se llamaba Lucía, más conocida por el apodo de la _Pelusa_, y Pepe la escribió, encontrando dulce satisfacción en saber que más allá de aquellos muros había alguien que pensaba en él y se interesaba por su vida. Pronto á este goce espiritual se unieron satisfacciones del egoísmo; alababan la limpieza de su ropa blanca y sentían envidia al ver ciertos manjares, obra todo de la _Pelusa_, de la enamorada _chucha_, que, invisible como un duende, tenía para él cuidados maternales. --Pero, camarada, y qué suerte la tuya--le decían los compañeros de pelotón con mal encubierta envidia. --Esa _Pelusa_ es de oro--añadía un veterano del presidio, oráculo de la gente joven.--Consérvala, chaval, que mujeres así entran pocas en libra. --Pero ¿cómo es?--preguntaba Pepe con creciente curiosidad.--¿Es joven? ¿Por qué está presa? --Algo mayor que tú debe de ser, pues creo que no es ésta la primera vez que visita la casa... Pero ¿qué te importa que sea joven ó vieja? Tú déjate querer, que ésa es la obligación de los buenos mozos, y cuando salgas en libertad búscate otra que te atienda lo mismo. Pepe protestaba. Sentía duplicarse el agradecimiento hacia aquella mujer; las relaciones, que al principio le parecían cosa de risa--buena únicamente para distraer el tedio del encierro--le llegaban muy adentro ya, y la gratitud se volvía atracción, viendo que no pasaba día sin que en el rastrillo entregasen para él paquetes de tabaco, prendas de ropa ó algo de comer que le sostenía fuerte y robusto y sano, librándole del rancho insípido del penal, la peor engañifa para el hambre. Pocos días dejaban de escribirse. Las primeras cartas respiraban ese énfasis amoroso aprendido en los epistolarios populares; pero fueron haciéndose más sinceras según los dos amantes, por aquel reiterado contacto de alma, iban conociéndose. Hablaban de su situación, de la desgracia en que se veían, en términos vagos--como si les causara rubor decir por qué y de qué modo--y contaban fecha tras fecha el tiempo que les faltaba para cumplir. Él saldría libre un año antes que ella... ¡Con qué tristeza lo repetía la pobre _chucha_! Y José protestaba con entereza de muchacho enérgico, caballeresco á su manera, incapaz de faltar á la palabra. Él esperaría á que saliera ella; se casarían y serían felices; lo decía de corazón, sintiéndose ligado para toda su vida por el reconocimiento á sacrificios que habían endulzado sus amargas horas. No sabía si aquello era amor; realmente nunca se había sentido dominado por mujer alguna; no recordaba más que lances fáciles, los encuentros casuales de su época obrera; pero á su _chucha_... la quería sin conocerla y juraba no abandonarla jamás. No porque estuviese en presidio era un canalla capaz de olvidar á aquella mujer que pensaba en él á cada momento y trabajaba porque nada le faltase. Consistía su única preocupación en saber algo de la historia ó del aspecto de su _chucha_. Por desgracia, los mandaderos no la conocían; en la Galera, regida por monjas, no entraba otro hombre sino el director; y con escrupulosa delicadeza, ni él ni ella se atrevían en sus cartas á hablar del pasado ni de sus personas, como temiendo que al entrar luz se rasgara el ambiente del misterio amoroso y se disipase el hechizo. Los últimos días, ¡qué turbación tan intensa!... Pepe hablaba entusiasmado de la próxima salida, y ella contestaba lacónicamente; sus palabras respiraban tristeza, casi se lamentaba de que el hombre amado recobrase la libertad, recelando despertar del ensueño de seis años. Y la misma impaciencia de sus últimos días de escribir dominaba á Pepe cuando entró en el locutorio de las penadas. Después de entregar la orden del director, quedóse solo, hasta que por fin, á través de la tupida reja, oyó suaves pisadas femeniles. Dos monjas se apostaron inmóviles en el fondo de la galería, donde no podían oir las palabras, pero sí seguir con la vista todos los movimientos de la que ocupaba el locutorio; y una galeriana fué aproximándose con paso torpe, cual si la asustase llegar á la reja. No hizo Pepe movimiento alguno. ¡Las monjas no le habían entendido! Aquella mujer no era la que él buscaba; y miró con extrañeza á la reclusa, especie de payaso de la miseria disfrazado con faldas grises; criatura exigua, demacrada, encogida, los ojos saltones veteados de sangre, el pelo canoso, cerril y escaso, alborotado sobre la frente, y asomando entre los labios lívidos una dentadura enorme, amarillenta, de caballo viejo. La mujer aparecía además mal pergeñada, sucia, como si enfaenada en la furia del trabajo se hubiese olvidado de sí misma. Se miraron algunos instantes con extrañeza, y acabaron sonriendo, convencidos de la equivocación. --No; no es usted--dijo Pepe.--Yo busco á la _Pelusa_. Me acaban de poner en libertad y vengo á conocerla. La galeriana se hizo atrás con rápido movimiento de mujer cuyo sistema nervioso está en perpetua tensión por el género de vida. --¿Eres tú... tú!... ¡Pepe! Y se lanzó contra los hierros, como si buscase verle mejor, devorarle con los ojos. Permanecieron silenciosos breves instantes. Ella, pasada la primera impresión, mostró profundo desaliento; sus ojos se llenaban de lágrimas, tributo pagado á la decepción horrible. Él absorbía con la mirada la degradación de aquella ruina, que parecía haber recogido en su persona la vejez y la inmundicia de todo el presidio... ¡Dios, cuán fea era! Tragándose el llanto, sofocando su tristeza, la _Pelusa_ fué la primera en romper el silencio, como si deseara terminar cuanto antes aquella escena penosa y difícil. --¿Vienes á despedirte?... Bien hecho; se estima. Mira: yo mientras viva, no te olvidaré. Y bajó la cabeza para no mirarle: dijérase que su presencia la causaba daño, revolviendo el rescoldo de su cariño de la entraña... condenado á extinguirse. --No, Lucía; vengo no más á verte. Ni me despido ni me voy... Vengo á decirte... que soy el mismo... y á cumplirte la palabra. Pepe profirió esto con fuerza, con acometividad, ofendiéndole la sospecha de que aquella entrevista pudiese ser la última. Entonces la _chucha_ se atrevió á contemplarle: pero con expresión de tierna lástima, á estilo de madre que agradece dulces mentiras del hijo. --No quieres darme mal rato... Bien, hombre... Dios te lo pague; pero ya ves cómo soy: vieja, un susto, y además poca salud... ¡Si supieras qué guerra les doy á las pobres hermanas con este corazón que siempre me está doliendo!... Se detuvo al llegar aquí, cual si se avergonzase. Su cara, de una palidez blancuzca, tono de cera amasada con arcilla, se coloreó, animándose. Hizo un esfuerzo y continuó: --Estoy aquí por ladrona; no he hecho otra cosa en mi vida sino robar... Y á ti ¡basta verte! tienes cara de bueno; habrás venido por alguna desgracia... vamos, por bronca ó cosa parecida. No me engañes ¿para qué?... No vas á salir con que me quieres, hijo... Mírame bien... ¡Si puedo ser tu madre! Impresionado por las palabras de la reclusa, Pepe quería discutirlas, y las acogía con furiosos movimientos de cabeza; pero Lucía prosiguió sin darle tiempo á que protestase: --Estoy más enferma de lo que parece; después de este trago, ya sé que no salgo de aquí con vida, ¡ay cómo me duele el perro corazón!... Es que me han engañado; yo creí que eras uno de tantos, un verdadero chucho, uno del presidio... Y por eso te quise. ¡Nada, cosas que se la ponen á una en la cabeza; humo que se le mete allí!... ¡Y estaba yo más atontecida! Ea, hombre, márchate y no te acuerdes del santo de mi nombre. Dios te dé suerte, cuanta mereces, y que encuentres una mujer según necesitas... Porque tú vales un imperio... ¡Eres mucho mozo, caramba! Lo murmuraba con el alma entera, pegando su pobre cabeza de caricatura á los hierros, apretando contra ellos sus manos descarnadas, ansiosas de tocar al deseado de sus ensueños, que se presentaba en la realidad, joven, arrogante y con aquel aire de bondad y simpatía... --No, _Pelusa_--contestó el mocetón con entereza--.Yo soy muy hombre, y los hombres sólo tenemos una palabra. Prometí casarme contigo, y esperaré á que salgas. No vengo á despedidas, sino á que me conozcas... y á decirte hasta luego. Si te creerás que se olvidan seis años de sacrificios, de vestirme y matarme el hambre, mientras tú sabe Dios lo que comerías y cómo vivirías?... Pues ni que fuera yo un señorito de ésos que viven estrujando á las mujeres... Seguía la _Pelusa_ agarrada á los hierros, y vacilaba lo mismo que si aquellas palabras cayesen con tremenda pesadumbre sobre su cuerpo endeble. --¿Pero va de veras?--murmuró con voz ronca--¿Serás capaz de quererme así como soy?... ¿Vas á esperarme todo un año? --Mira, _Pelusa_--continuó el muchacho--.Yo no sé si te quiero como á las otras mujeres. Lo que te digo es que no pienso irme y no me iré... ¿Que no eres guapa, guapa? Conformes. ¿Pero es que en el mundo sólo las guapas han de encontrar quien las quiera? No me importa lo que fuiste ni por qué entraste aquí: á mi lado serás otra cosa. Esperaré trabajo; el director, que es bueno, me empleará en las obras de la casa; si es preciso pasaré necesidad, pediré limosna... Lo que te aseguro es que no me largo, y que ahora soy yo, ¡yo! quien traerá á su _chucha_ ropa y comida. Lucía cerraba los ojos. Parecía que la deslumbraban las fogosas palabras de aquel hombre, y echaba atrás el rostro contraído por grotesca mueca, que expresaba asombro y felicidad. --Tengo aquí clavado el agradecimiento--prosiguió Pepe--y ganas de llorar cuando pienso en lo que has hecho por mí. ¿Dices que podrías ser mi madre? Lo serás si quieres; yo no he conocido á la mía. Sales y viviremos juntos; trabajaré para ti sin pensar más en copas ni en amigos; á mi lado engordarás, te remozarás, y ¡á no acordarse de este sitio! Tú aquí encontraste un hombre de bien, y yo la primera mujer de mi vida. --¡Dios mío!... ¡Virgen santísima! ¡Virgen!... Era la _Pelusa_, que se desplomaba lentamente, mientras sus manos se cubrían de arañazos al desasirse y deslizarse por el enrejado duro y pinchador. Cayó como un fardo de harapos, estremeciéndose, balbuceando entre convulsiones, con vocecilla infantil: --¡Pepe, Pepe mío! Las dos monjas, mudos testigos de la entrevista, vieron caer á la _Pelusa_ y corrieron para recoger del suelo aquel montón de infelicidad. Otras monjas, atraídas por los gritos, comenzaron por expulsar á Pepe del locutorio; á pesar de sus ruegos y exclamaciones, las hermanas no se daban cuenta de lo ocurrido. Si gustaba, podía volver otro día, con permiso del director... Pero ni lo pidió ni tuvo que buscar trabajo... ¿Para qué? Al día siguiente la _Pelusa_ era borrada del registro del penal. El soplo de ventura y de vida que el _chucho_ había llevado consigo al locutorio, rompió el corazón de la miserable y la hizo libre. EL VINO DEL MAR Al reunirse en el embarcadero para estibar el balandro _Mascota_, los cinco tripulantes salían de la taberna disfrazada de café, llamada de _América_ y agazapada bajo los soportales de la marina fronterizos al Espolón; tugurio donde la gentualla del muelle, marineros, boteros, cargadores y _lulos_, acostumbra juntarse al anochecer. De cien palabras que se pronuncien en el recinto obscuro, mal oliente, que tiene el piso sembrado de gargajos y colillas y el techo ahumado á redondeles por las lámparas apestosas, cincuenta son blasfemias y juramentos, otras cincuenta suposiciones y conjeturas acerca del tiempo que hará y los vientos reinantes. Sin embargo, no se charla en _América_ á proporción de lo que se bebe; la chusma de zuecos puntiagudos, anguarina embreada y gorro catalán es lacónica, y si fuéseis á juzgar de su corazón y sus creencias por los palabrones obscenos y sucios que sus bocas escupen, os equivocaríais como si formaseis idea del profundo océano por los espumarajos que suelta contra el peñasco. Acababan de sonar las ocho en el reloj del instituto, cuando acometieron aquellos valientes la faena de la estibadura, entre gruñidos de discordia. Y no era para menos. ¿Pues no se emperraba el terco del patrón en que la carga de bocoyes de vino, si había de ir como siempre en la cala, fuese sobre cubierta? Aquello no lo tragaba un marinero de fundamento como tío Reimundo, alias _Finisterre_, que había visto tanta mar de Dios. Ahí topa la diferencia entre los que navegaron en mares de verdad, donde hay tiburones y huracanes, y los que toda la vida chapaletearon en una ponchera. ¡Zantellas del podrido rayo! ¿Quería el patrón que el barco se les pusiese por sombrero? ¡Era menester estar loco de la cabeza, corcias! ¡Para más, en noche semejante, con lo falsa que es esa costa de Penalongueira, y habiendo empezado á soplar el sur, un viento traidor que lleva de la mano el cambiazo al _nordés_! No se la pegaba al tío Reimundo la calma de la bahía, sobre cuya extensión tersa y plácida prolongaban las mil luces de la ciudad brillantes rieles de oro; al viejo le daba en la nariz el aire _de allá_, de mar adentro, la palpitación del oleaje excitado por la mordedura de la brisa. Todo esto, á su manera, broncamente, á media habla, lo dijo _Finisterre_. El _Zopo_, otro experto, listo de manos y contrahecho de pies, opinaba lo mismo. Pero Adrián y el _Xurel_--mozalbetes que acababan de alegrarse unas miajas con tres copas de caña legítima, y sentían duplicados sus bríos--ya estaban rodando los bocoyes para encima de la _Mascota_. Sabedores de que aquellos toneles encerraban vino, los manejaban con fiebre de alegría codiciosa, calculando la suma de goces que encerraban en sus panzas colosales. ¿Á ellos qué les importaban los gruñidos de _Finisterre_? Donde hay patrón no manda marinero. Entre gritos furiosos para pujar mejor, el _¡ahiaaá!_ y el _¡eieiea!_ del esfuerzo, acabóse la estibadura en una hora escasa. Sobre el cielo, antes despejado, se condensaban nubes sombrías, redondas, de feo cariz. Un soplo frío rizaba la placa lisa del agua. Juró _Finisterre_ entre dientes, y renegó el patrón de los agoreros miedosos. Mejor si se levantaba viento; ¡así irían con la vela tan ricamente! El balandro no era una pluma, y necesitaba ayuda, ¡carandia! Y ocupó su lugar, empuñando el timón. ¡Ea, ala, rumbo avante! Como por un lago de aceite marcharon mientras no salieron de la bahía. Según disminuía y se alejaba la concha orlada de resplandor y el rojo farol del Espolón llegaba á parecer un punto imperceptible, y otro la luz verde del puerto, el vientecillo terral insistía, vivaracho, como niño juguetón. Habían izado la cangreja, y la _Mascota_ cortó el oleaje más aprisa, no sin cabecear. Descansaban los remeros, bromeando. Sólo _Finisterre_ se ponía fosco. Á cada balance de la embarcación le parecía ver desequilibrarse la carga. Ya trasponían la barra, y el alta mar luminosa, agitada por la resaca, se extendía á su alrededor. Para _ponchera_, según el despreciativo dicho del tío Reimundo, la ponchera «metía respeto». El patrón, á quien se le iba disipando el humo de la caña, fruncía las cejas, sintiendo amagos de inquietud. Puede que tuviese razón aquel roñicas de _Finisterre_; la mar, sin saber por qué, no le parecía _mar de gusto_... Tenía cara de zorra, cara de dar un chasco la maldita... Al vientecillo se le antojó dormirse, y una especie de calma de plomo, siniestra, abrumadora, cayó encima. Fué preciso apretar en los remos, porque la vela apenas atiesaba. El balandro gemía, crujía, en el penoso arranque de su marcha lenta. Súbitas rachas, inflando la cangreja un momento, impulsaban la embarcación, dejándola caer después más fatigada, como espíritu que desmaya al perder una esperanza viva. Y cuando ya veían á estribor la costa peligrosa de Penalongueira, que era preciso bordear para llegarse al puertecillo de Dumia y desembarcar el género, se incorporó de golpe _Finisterre_, soltando un terno feroz. Acababa de percibir, allá á lo lejos, ese ruido sordo y fragoroso de la tempestad repentina, del salto del aire que azota de pronto la masa líquida y desata su furor. El patrón, enterado, gritaba ya la orden de arriar la vela. Aquello fué ni visto ni oído. Enormes olas, empujándose y persiguiéndose como leonas enemigas, jugaban ya con el balandro llevándolo al abismo ó subiéndolo á la cresta espantosa. De cabeza se precipitaba la embarcación para ascender oblicuamente al punto. El patrón, sintiendo su inmensa responsabilidad, hacía milagros, animando, dirigiendo. ¡La tormenta! ¡Bah! Otras había pasado y salido con bien, gracias á Dios y á nuestra Señora de la Guía, de quien se acordaba mucho entonces, con ofrecimientos de misas y exvotos de barquitos, retratos de la _Mascota_ para colgar en el techo del santuario... Verdad; no era el primer temporal que corrían; pero... no llevaban la carga estibada sobre cubierta, sino en el fondo de la cala, bien apañadita, como Dios manda y se requiere entre la gente del oficio. Y los que habían cometido aquella barbaridad supina, ahora, á pesar de las furiosas voces de mando del patrón, perdían los ánimos para remar, como si sintieran en las atezadas mejillas el húmedo beso de la muerte... Sólo una resolución podía salvarles. _Finisterre_ la sugirió, mezclando las interjecciones con rudas plegarias. El patrón resistía, pero el cariño á la vida tira mucho, y por unanimidad se resolvió largar al agua los maldecidos bocoyes. ¡Afuera con ellos, antes que se corriesen á una banda y sucediese lo que se estaba viendo venir! Sin más ceremonias empujaron una de las barricas para lanzarla por encima de la borda... Los que intentaron la faena sólo tuvieron tiempo de retroceder á saltos. La barrica andaba; la barrica se les venía encima, ella sola. Y las demás, como rebaño de monstruos panzudos, la seguían. Corrían, rodaban, locas de vértigo, á hacinarse sobre la banda de babor, y el balandro, hocicando, con la proa recta á la sima, daba espantoso salto, el _pinche-carneiro_ vaticinado por _Finisterre_, y soltando en las olas toda su carga, barricas y hombres, flotaba quilla arriba, como una cáscara de nuez. * * * * * La primer noticia del naufragio se supo en el puertecillo de Ángeles, frontero á la bahía, porque dos bocoyes salieron allí, á la madrugada, y quedaron varados en la playa al retirarse la marea. Corrió el rumor de la presa, y se apiñaron en la orilla más de cien personas--pescadores, aldeanos, carreteros, carabineros, sardineras, mujerucas, chiquillería--. Nadie ignoraba lo que significa la aparición de bocoyes llenos en una playa de la costa. Aún les retumbaba en los oídos el bramar de la tormenta. Pero ahora hacía un sol hermoso, un día magnífico, _criador_. Era domingo; por la tarde bailarían en el castañal; y con la presa, no había de faltar vino para remojar la gorja. Nadie hizo comentarios tristes sino los pescadores--que, sin embargo, se consolaron pensando en el rico vientre de las barricas...! Sólo una vejezuela, que había perdido á su mozo, su hijo, de veinte años, en un lance de mar, escapó de la playa dando alaridos, y apostada cerca del carro en el cual fueron llevados los toneles al campo de la romería, chillaba: --¡No bebades, no bebades! Ese vino sabe á la sangre de los hombres y al amarguío de la mar. La hicieron el mismo caso que los tripulantes del balandro á _Finisterre_. FUEGO Á BORDO Cuando salimos del puerto de Marineda--serían, á todo ser, las diez de la mañana--no corría temporal, sólo estaba la mar rizada y de un verde... vamos, un verde sospechoso. Á las once servimos el almuerzo, y fueron muchos pasajeros retirándose á sus camarotes, porque el oleaje, no bien salimos á alta mar, dió en ponerse grueso, y el buque cabeceaba de veras. Algunos del servicio nos reunimos en el comedor, y mientras llegaba la hora de preparar la comida, nos divertíamos en tocar el acordeón y hacer bailar al pinche, un negrito muy feo: y nos reíamos como locos, porque el negro, con las cabezadas de la embarcación y sus propios saltos, se daba mil coscorrones contra el tabique. En esto, uno de los muchachos camareros, que les dicen _estuarts_, se llega á mí. --Cocinero, dos fundas limpias, que las necesito. --Pues vaya usted al ropero, y cójalas, hombre. --Allá voy. Y sin más, entra y enciende un cabo de vela para escoger las fundas. ¡Aquel cabo de vela! Nadie me quitará de la cabeza que el condenado... Dios me perdone, el infeliz del camarero lo dejó encendido, arrimado á los montones de ropa blanca. Como un barco grande requiere tanta blancura, además de las estanterías llenas y atestadas de manteles, sábanas y servilletas, había en el _San Gregorio_ rimeros de paños de cocina, altos así, que llegaban á la cintura de un hombre. Por fuerza el cabo se quedó pegadito á uno de ellos, ó cayó de la mesa, encendido, sobre la ropa. En fin, era nuestra suerte, que estaba así preparada. Yo no sé qué cosa me daba á mí el cuerpo ya cuando salimos de Marineda. Siempre que embarco estoy ocho días antes alegre como unas castañuelas, y hasta parece que me pide el cuerpo algo de broma con los amigos y la familia. Pues de esta vez... tan cierto como que nos hemos de morir... tenía yo el viaje atravesado en el gaznate, y ni reía ni apenas hablaba. La víspera del embarque le dije á mi esposa: --Mujer, mañana tempranito me aplancharás una camisola, que quiero ir limpio á bordo. Por la mañana entró con la camisola, y le dije: --Mujer, tráeme el pequeño que mama. Vino el chiquillo y le di un beso, y mandé que me lo quitasen pronto de allí, porque las entrañas me dolían y el corazón se me subía á la garganta. También la víspera fuí á casa del segundo oficial, el señorito de Armero, y estaba la familia á la mesa; y la madre que es así una señora muy franca, no ofendiendo lo presente, me dijo: --Tome usted esta yema, Salgado. --Mil gracias, señora, no tengo voluntad. --Pues lléveles éstas á los niños... ¿Y qué le pasa á usted, que está qué sé yo cómo? --Pasar, nada. --¿Y qué le parece del viaje, Salgado? --Señora, la mar está bella, y no hay queja del tiempo. --No, pues usted no las tiene todas consigo. Le noto algo en la cara. Para aquel viaje había yo comprado todos los chismes del oficio; por cierto que en la compra se me fué lo último que me quedaba: setenta duretes. Los chismes eran preciosos: cuchillos de lo mejor, moldes superiores, herramientas muy finas de picar y adornar; porque en el barco, ya se sabe: le dan á uno buena batería de cocina, grandes cazos y sartenes, carbón cuanto pida, y víveres á patadas; pero ciertas monaditas de repostería y de capricho, si no se lleva con qué hacerlas... Y como yo tengo este pundonor de que me gusta sobresalir en mi arte y que nadie me pueda enseñar un plato... Por cierto que esta vanidad fué mi perdición cuando sostuve _restaurant_ abierto. Me daba vergüenza que estuviese desairado el escaparate, sin una buena polla en galantina, ó solomillo mechado, ó jamón en dulce, ó chuletas bien panadas y con su papillotito de papel en el hueso... Y los parroquianos no acudían; y los platos se morían de viejos allí; y cuando empezaban á oler, nos los comíamos por recurso: mis chiquillos andaban mantenidos con trufas y jamón, y el bolsillo se desangraba... Si no levanto el _restaurant_, no sé qué sería de mí: de manera que encontrar colocación en el barco y admitirla fué todo uno. Pensaba yo para mi chaleco:--Ánimo, Salgado: de veintiocho duros que te ofrecen al mes, mal será que no puedas enviarle doce ó quince á la familia. No es la primera vez que te embarcas: vámonos á Manila, ¿quién sabe si allí te ajustas en alguna fonda y te dan mil ó mil quinientos reales mensuales y eres un señor? Lo dicho: la suerte, que arregla á su modo nuestros pasos... Estaba de Dios que yo había de perder mis chismes, y pasar lo que pasé, y volver á Marineda desnudo. ¿En qué íbamos? Sí, ya me acuerdo. Faltaría hora y media para la comida, cuando nos pareció que por la puerta del ropero salía humo. El que primero lo notó no se atrevía á decirlo: nos mirábamos unos á otros, y nadie rompía á gritar. Por fin, casi á un tiempo, chillamos: --¡Fuego! ¡Fuego á bordo! Mire usted, no cabe duda; lo peor, en esos momentos en que se suceden cosas horrorosas, es aturdirse y perder la sangre fría. Si cuando corrió el aviso se pudiese dominar el pánico y mantener el orden; si media docena de hombres serenos tomasen la dirección imponiéndose, y aislasen el fuego en las tripas del barco, estoy seguro de que el siniestro se evitaba. Yo, que todo lo presencié, que no perdí detalle, puedo jurar que no entiendo cómo en un minuto se esparció la noticia y ya no se vieron sino gentes que corrían de aquí para allí, locas de miedo. Para mayor desdicha empezaba á anochecer, y la mar cada vez más gruesa y el temporal cada vez más recio aumentaban el susto. Aquello se convirtió en una Babel, donde nadie se entendía ni obedecía á las voces de mando. El capitán, que en paz descanse, era un mallorquín de pelo en pecho, valentón, y no tiene que dar cuenta á Dios de nada, pues el pobrecillo hizo cuanto estuvo en su mano; pero le atendían bien poco. Acaso debió levantar la tapa de los sesos á alguno para que los demás aprendiesen; bueno, no lo hizo; él fué el primero á pagarlo, ¡cómo ha de ser! Nos metimos él y yo por el corredor de popa, con objeto de ver qué importancia tenía el incendio; y apenas abrimos la puerta de hierro, nos salió al paso tal columna de humo y tal cortina de llamas, que apenas tuvimos tiempo á retroceder, cerrar y apoyarnos, chamuscados y á medio asfixiar, en la pared. Yo le grité al capitán: --Don Raimundo, mire que se deben cerrar también las puertas de hierro á la parte de proa. Él daría la orden á cualquiera de los que andaban por allí atortolados; puede que al tercero de á bordo; no sé; lo cierto es que no se cumplió, y en no cumplirse estuvo la mitad de la desgracia. Nosotros, á toda prisa, nos dedicamos á refrescar con chorros de agua las puertas de hierro, para que el horno espantoso de dentro no las fundiese y saltasen dejando paso á las llamas. ¿De qué nos sirvió? Lo que no sucedió por allí sucedió por otro lado. Nos pasamos no sé cuánto tiempo remojando la placa, envueltos en humareda y vapor; mas al oir que por la proa salían las llamas ya, se nos cansaron los brazos, y huyendo de aquel infierno pasamos á la cubierta. Verdaderamente cesó desde entonces la batalla con el fuego y las esperanzas de atajarlo, y no se pensó más que en el salvamento; en librar, si era posible, la piel: eso, los que aún eran capaces de pensar; porque muchísimos se tiraron en el suelo, ó se metieron á arrancarse el pelo por los rincones, ó se quedaron hechos estatuas, como el tercero de á bordo, que tan pronto se declaró el incendio se sentó en un rollo de cuerdas, y ni dijo media palabra, ni se meneó, ni soñó en ayudarnos. Á las dos horas de notarse el fuego, la máquina se paró. Si no se para, tenemos la salvación casi segura; ardiendo y todo, llegaríamos al puerto. Lo que recelábamos era que el vapor comprimido y sin desahogo hiciese estallar la caldera. Todos preguntábamos al _engineer_, un inglés muy tieso, muy callado y con un corazón más grande que la máquina. No se meneaba de su sitio, ni se demudó poco ni mucho; abrió todas las válvulas, y nos dijo con flema: --Mi responde con mi _head_, máquina _very-good_, seguros por ella no explosión. Al ver que la pobre de la máquina se paraba, nos quedamos, si cabe, más aterrados; no creímos que el incendio llegase hasta donde, por lo visto, llegaba ya: comprendimos que el fuego no estaba localizado y contenido, sino que era dueño de todo el interior del buque y no había más remedio que cruzarse de brazos y dejarle hacer su capricho. --¡Barco perdido, D. Raimundo!--dije al capitán. --Barco perdido, Salgado. --¿Y nosotros? --Perdidos también. --Esperanza en Dios, D. Raimundo. Y él se echó las manos á la cabeza y dijo de un modo que nunca se me olvida: --¡Dios! Yo no sé qué le habíamos hecho á Dios los trescientos cristianos que en aquel barco íbamos; pero algún pecado muy gordo debió de ser el nuestro, para que así nos juntase castigos y calamidades. De cuantas noches de temporal recuerdo--y mire usted que algo se ha navegado--ninguna más atroz, más furiosa que aquella noche. Una marejada frenética; el barco no se sostenía: ola por aquí, ola por acullá: montes de agua y de espuma que nos cubrían: ya no era balancearse; era despeñarse, caer en un precipicio: parecía que la tormenta gozaba en movernos y abanicarnos para avivar el incendio. Soplaba un viento iracundo; llovía sin cesar: y la noche tan negra, tan negra, que sobre cubierta no nos veíamos las caras. Unos lloraban de un modo que partía el corazón; otros blasfemaban; muchos decían:--¡Ay mis pobres hijos!--No entiendo cómo el timonel era capaz de estarse tan quieto en su puesto de honor, manteniendo fijo el rumbo del barco para que no rodase como una pelota por aquel mar loco. Pronto empezaron á alumbrarnos las llamas, que salían por la proa no ya á intervalos, sino continuamente, igual que si desde adentro las soplasen con fuelles de fragua. Lo tremendo de la marejada hizo que no se pensase en esquifes; meterse en ellos se reducía á adelantar la muerte. En esto gritaron que se veía embarcación á sotavento. ¡Un buque! Desde que se declaró el incendio no habíamos cesado de disparar cohetes y fuegos de bengala con objeto de que los buques, al pasar cerca de nosotros, comprendiesen que el barco incendiado contenía gente necesitada de socorro. Y vea usted cómo Dios, á pesar de lo que dije antes, nunca amontona todas las desgracias juntas. Aún tenemos que agradecerle que el sitio del siniestro es un punto de cruce, donde se encuentran las embarcaciones que hacen rumbo al Atlántico y al Mediterráneo. Pocas millas más adelante ya no sería fácil hallar quien nos socorriese. Al ver el buque, la gente se alborotó, y los más resueltos arriaron los esquifes en un minuto. Allí no había capitán, ni oficiales, ni autoridad de ninguna especie: los contramaestres se cogieron el esquife mejor, y cabiendo en él treinta personas, resultó que lo ocuparon sólo cinco. Ya se sabe lo que hace el miedo á morir: ni se repara en el peligro, ni hay compasión, ni prójimo. Sin mirar lo furioso del oleaje y lo imposible que era nadar allí, se echaron al mar muchísimas personas, por meterse en los esquifes. Aún parece que oigo las voces con que decían al contramaestre: --¡Espere, nuestramo Nicolás, espere por la madre que le parió; la mano, nuestramo! Y él, en su maldita jerga catalana, respondía: --_N’om fa rés; no’m fa rés._ Y cuando los infelices querían halarse al esquife y se agarraban á la borda, los de dentro, desenvainando los cuchillos, amenazaban coserles á puñaladas. De esta vez hubo ya bastantes víctimas: los esquifes se alejaron y nuestra esperanza con ellos. Después de recoger á aquellos primeros náufragos, el buque siguió su rumbo, porque no le permitía mantenerse al pairo el temporal. ¡Á todo esto, si viese usted cómo iba poniéndose la cubierta! Oíamos el roncar del incendio, que parecía el resoplido de un animalazo feroz, y á cada instante esperábamos ver salir las llamas por el centro del buque y hundirse la cubierta. Nos arrimábamos cuanto podíamos á la parte de popa, pues además el calor del suelo se hacía insoportable, y del piso de hierro cubierto con planchas de madera salían, por los agujeros de los tornillos, llamitas cortas, igual que si á un tiempo se inflamasen varias docenas de fósforos sembrados aquí y acullá. Ya ni el frío ni la obscuridad eran de temer: ¡qué disparate! buena obscuridad nos dé Dios: la popa algunas veces estaba tan clara como un salón de baile: iluminación completa: daba gusto ver el horizonte cerrado por unas olas inmensas, verdes y negruzcas, que se venían encima, y sobre las cuales volaba una orillita de espuma más blanca que la nieve. También divisamos otro buque, un paquete de vapor, que se paraba, sin duda, para auxiliarnos. ¡Estaba tan lejos! Con todo, la gente se animó. El segundo, el señorito de Armero, se llegó á mí y me tocó en el hombro. --Salgado, ¿puede usted bajar á la cámara? Necesito un farol. --Mi segundo, estoy casi ciego... Con el calor y el humo, me va faltando la vista. --Aunque sea á tientas... Quiero un farol. Vaya, no sé yo mismo cómo gateé por las escaleras; la cámara era un horno, el farol todavía estaba encendido; lo descolgué y se lo entregué al segundo, convencido de que le daba el pasaporte para la eternidad, pues el esquife en que él y otros cuantos se decidieron á meterse era el más chico y estaba muy deteriorado. Lo arriaron, y por milagro consiguieron sentarse en él sin que zozobrase. Entonces empezó la gente á lanzarse al mar para salvarse en el esquife, y pude notar que, apenas caían al agua, morían todos. Alguno se rompió la cabeza contra los costados del buque; pero la mayor parte, sin tropezar en nada, expiró instantáneamente. ¿Era que hervía el agua con el calor del incendio y los cocía? ¿Era que se les acababa las fuerzas? Lo cierto es que daban dos paladitas muy suaves para nadar, subían de pronto las rodillas á la altura de la boca, y flotaban ya cadáveres. Los del esquife remaban desesperadamente hacia el barco salvador. Supe después que, á la mitad del camino, notaron que el esquife, roto por el fondo, hacía agua y se sumergía; que pusieron en la abertura sus chaquetas, sus botas, cuanto pudieron encontrar; y no bastando aún, el señorito de Armero, que es muy resuelto, cogió á un marinerillo, lo sentó ó, por mejor decir, lo embutió en el boquete y le dijo (con perdón): --¡No te menees y tapa con el...! Gracias á lo cual llegaron al buque y les pudimos ver ascendiendo sobre cubierta. No sé si nos pesaba ó no el habernos quedado allí sin probar el salvamento. ¡Los muertos ya estaban en paz, y los salvados... qué felices! El buque aquel tampoco se detenía; era necesario aguardar á que Dios nos mandase otro, y resistir como pudiésemos todo el tiempo que tardase. Es verdad que nuestro _San Gregorio_ aún podía durar. Al fin era un gran vapor de línea, con su cargamento, y daba qué hacer á las llamas. El caso era refugiarse en alguna esquina, para no perecer abrasados. Al capitán se le ocurrió la idea de trepar á la cofa del gran árbol de hierro, del palo mayor. Mientras el barco ardía, creyó él poder mantenerse allí, seguro y libre de las llamas, como un canario en su jaula. Yo, que le vi acercarse al palo, le cogí del brazo en seguida. --No suba usted, capitán; ¿pues no ve que el palo se tiene que doblar en cuanto se ponga candente? El pobre hombre, enamorado del proyecto, daba vueltas alrededor del palo, estudiando su resistencia. Creo que si más pronto le anuncio la catástrofe, más pronto sucede. ¡El árbol... pim! se dobló de pronto, lo mismo que el dedo de una persona, y arrastrado por su peso, besó el suelo con la cima. Por listo que anduvo el capitán, como estaba cerca, un alambre candente de la plataforma le cogió el pie por cerca del tobillo, y se lo tronzó sin sacarle gota de sangre, haciendo á un tiempo mismo la amputación y el cauterio: respondo de que ningún cirujano se lo cortaba con más limpieza. Le levantamos como se pudo, y colocando un sofá al extremo de la popa, le instalamos del mejor modo para que estuviese descansado. Se quejaba muy bajito, entre dientes, como si masticase el dolor, y medio le oí: «¡Mi pobre mujer!, mis hijitos queridos, ¿qué será de ellos?». Pero de repente, sin más ni más, empezó á gritar como un condenado, pidiendo socorro y medicina. ¡Sí, medicina! ¡Para medicinas estábamos! Ya el fuego había llegado á la cámara, y á pesar del ruido de la tormenta, oíamos estallar los frascos del botiquín, la cristalería y la vajilla. Entonces el desdichado comenzó á rogar, con palabras muy tristes, que le echásemos al agua, y usando, por última vez, de su autoridad á bordo, mandó que le atásemos un peso al cuerpo. Nos disculpamos con que no había con qué atarle, y él, que al mismo tiempo estaba sereno, recordó que en la bitácora existe una barra muy gruesa de plomo, porque allí no puede entrar hierro ni otro metal que haga desviar la aguja imantada. Por más que nos resistimos, fué preciso arrancarla y colgársela del cuello, y como el peso era grande y le obligaba á bajar la cabeza, tuvo que sostenerlo con las dos manos, recostándose en el respaldo del sofá. Como llevaba en el bolsillo su revólver, lo armó, y suplicó que le permitiesen pegarse un tiro y le arrojasen al mar después. ¡Naturalmente que nos opusimos! Le instamos para que dejase amanecer; con el día se calmaría la tormenta, y algún barco de los muchos que cruzaban nos salvaría á todos. Le porfiábamos y le hacíamos reflexiones de que el mayor valor era sufrir. Por último, desmontó y guardó el revólver, declarando que lo hacía por sus hijos nada más. Se quejó despacito y se empeñó en que habíamos de buscar y enseñarle el pie que le faltaba. ¿Querrá usted creer que anduvimos tras del pie por toda la cubierta y no pudimos cumplirle aquel gusto? Después del lance del capitán, ocurrió el del oficial tercero, y se me figura que de todos los horrores de la noche fué el que más me afectó. ¡Lo que somos, lo que somos! Nada: una miseria. El tercero era un joven que tenía su novia, y había de casarse con ella al volver del viaje. La quería muchísimo, ¡vaya si la quería! Como que en el viaje anterior le trajo de Manila preciosidades en pañuelos, en abanicos de sándalo, en cajitas, en mil monadas. No obstante... ó por lo mismo... en fin, ¡qué sé yo! Desgracias y flaquezas de los mortales... el pobre andaba triste, preocupado, desde tiempo atrás. Nadie me convencerá de que lo que hizo no lo hizo _queriendo_, porque ya lo tenía pensado de antes y porque le pareció buena la ocasión de realizarlo. Si no, ¿qué trabajo le costaba intentar el salvamento con el señorito de Armero? Ya determinado á morir, tanto le daba de un modo como de otro, y al menos podía suceder que en el esquife consiguiese librar la piel. Bien, no cavilemos. Él no dió señales de pretender combatir el fuego, y mientras nosotros manejábamos el _caballo_ y soltábamos mangas de agua contra las puertas, envueltos en llamas y humo, él quietecito y como atontado. Al marcharse el señorito de Armero, le llamó á la cámara para entregarle su reloj--un reloj precioso con tapa de brillantes--y dos sortijas muy buenas también, encargándole que se las llevase á su novia como recuerdo y despedida. Lo que yo digo: el hombre se encontraba resuelto á morir. Luego subió á popa, y le vi sentado, muy taciturno, con la cabeza entre las manos. Á dos pasos me coloqué yo. Él se volvió y me dijo: --Cocinero ¿tiene usted ahí un cigarro? --Mi oficial, sólo tengo picadura en el bolsillo del chaquetón... Pero éste tiene tabacos, de seguro...--añadí, señalando á un camarero que estaba allí cerca.--¿Querrá usted creer que el bruto del camarero se resistía á meter la mano en el bolsillo y soltar el cigarro? Animal--le grité--no seas tacaño ahora; ¿de qué te servirá el tabaco si vamos todos á perecer?--En vista de mis gritos, el hombre aflojó el cigarro. El tercero lo encendió, y daría, á todo dar, tres chupadas; á cada una le veía yo la cara con la lumbre del cigarro: un gesto que ponía miedo. Á la tercer chupada, acercó á la sien el revólver, y oímos el tiro. Cayó redondo, sin un _ay_. Nadie se asustó, nadie gritó: casi puedo decir que nadie se movió: estábamos ya de tal manera, que todo nos era indiferente. Sólo el capitán preguntó desde el sofá.--¿Qué es eso? ¿qué ocurre?--El tercero que se acaba de levantar la tapa de los sesos.--¡Hizo bien!--De allí á poco rato murmuró.--Echarle al mar.--Obedecimos, y á ninguno se le ocurrió rezar el _Padre nuestro_. ¡Es que se vuelve uno estúpido en ocasiones semejantes! Figúrese usted que en los primeros instantes, recogió el capitán, de la caja, seis mil duros y pico en oro y billetes; seis mil duros y pico que anduvieron rodando por allí, sobre cubierta, sin que nadie les hiciese caso, ni los mirase. En cambio, al piloto se le había metido en la cabeza buscar el cuaderno de bitácora, y se desdichaba todo porque no daba con él, lo mismo que si fuese indispensable apuntar á qué altura y latitud dejábamos el pellejo. Pues otra rareza. En todo aquel desastre, ¿quién pensará usted que me infundía más lástima? El perro del capitán, un terranova precioso, que días atrás se había roto una pata y la tenía entablillada: el animalito, echado junto al timón, remedaba á su amo: los dos iguales, inválidos y aguardando por la muerte. ¡Si seré majadero! El perro me daba más pena. Ya las llamas salían por sotavento, y la mañana se iba acercando. ¡Qué amanecer, Virgen Santa! Todos estábamos desfallecidos, muertos de sed, de frío, de calor, de hambre, de cansancio y de cuanto hay que padecer en la vida. Algunos dormitaban. Al asomar la claridad del día, salió del centro del barco una hoguera enorme: por el hueco del palo mayor se habían abierto paso las llamas, y la cubierta iba sin duda á hundirse, descubriendo el volcán. Contábamos con el suceso, y á pesar de que contábamos, nos sorprendió terriblemente. Empezamos á clamar al cielo, y muchos á enseñarle el puño cerrado, preguntando á Dios: --¿Pero qué te hicimos? El capitán, que tiritaba de fiebre, me dijo gimiendo: --¡Agua! ¡por caridad, un sorbo de agua! ¡Agua! Puede que la hubiese en el aljibe. Así que lo pensé fuí hacia él y se me agregaron varios sedientos, poniendo la boca en unos remates que tiene el aljibe y son como biberones por donde sale el agua. ¡Qué de juramentos soltaron! El agua, al salir hirviendo, les abrasó la boca. Yo tuve la precaución de recibirla en mi casquete y dejarla enfriar. El capitán continuaba con sus gemidos. Tuve que dársela medio templada aún. ¡Me miró con unos ojos! --Gracias, Salgado. --No hay de qué, capitán... ¡Se hace lo que se puede! La tormenta, en vez de ir á menos, hasta parece que arreciaba desde que era de día. Para no caer al mar, nos cogíamos á la barandilla. Pasó un barco y por más señales que le hicimos, no se detuvo: y debió de vernos, pues cruzó á poca distancia. Á mí me dolían de un modo cruel los ojos, secos por el fuego, y cuanto más descubría el sol, menos veía yo, no distinguiendo los objetos sino como al través de una niebla. Por otra parte, me sentía desmayar, pues desde el almuerzo de la víspera no había comido bocado, y se me iba el sentido. Casualmente se encontraban sobre cubierta, descuartizadas y colgadas, las reses muertas para el consumo del buque, y con el calor del incendio estaban algo asadas ya. Los que nos caíamos de necesidad nos echábamos sobre aquel gigantesco rosbif, medio crudo, y refrescamos la boca con la sangre que soltaba. Nos reanimamos un poco. Á medio día sucedió lo que temíamos: quedó cortada la comunicación entre la proa y la popa, derrumbándose con gran estrépito media cubierta y viéndose el brasero que formaba todo el centro del barco. Salieron las llamas altísimas, como salen de los volcanes, y recomendamos el alma á Dios, porque creímos que iban á alcanzarnos. No sucedió esto por dos razones: primera, por tener el buque, en vez de obra muerta de madera, barandilla de hierro; segunda, por estar las puertas de hierro cerradas hacia la parte de popa, lo cual contuvo el incendio por allí, obligándole á cebarse en la proa. De todas maneras, no debían las llamas de andar muy lejos de nuestras personas, ya que á eso de las tres de la tarde empezamos á advertir que el piso nos tostaba las plantas de los pies. Atamos á una cuerda un cubo, y lo subíamos lleno de agua de mar, vertiéndolo por el suelo para refrescarlo un poco. Ya comprendíamos lo estéril del recurso, y en medio de lo apurados que estábamos, no faltó quien se riese viendo que era menester levantar primero un pie y luego bajar aquél y levantar el otro, para no achicharrarse. Serían las tres. El capitán me llamó despacito. --Salgado, ¡cuánto mejor era morir de una vez! --Para morir siempre hay tiempo, mi capitán. Aún puede que la Virgen Santísima nos saque de este apuro. Claro que yo se lo decía para darle ánimos: allá en mi interior calculaba que era preciso hacer la maleta para el último viaje. Bien sabe Dios que ni pensaba en las herramientas que había perdido, ni en mi propia muerte, sino sólo en los chiquillos que quedaban en tierra. ¿Cómo los trataría su padrastro? ¿Quién les ganaría el pan? ¿Saldrían á pedir limosna por las calles? Á lo que yo estaba resuelto era á no morir asado. Miré dos ó tres veces al mar, reflexionando cómo me tiraría para no romperme la cabeza contra el casco y no sufrir más martirio que el del agua cuando me entrase en la boca. Para acabar de quitarnos el valor, pasó un barco sin hacer caso de nuestras señales. Le enseñamos el puño y hubo quien le gritó:--Permita Dios que te veas como nos vemos. Ya nos rendía los brazos la faena de bajar y subir baldes de agua, que era lo mismo que querer apagar con saliva una hoguera grande: y convencidos de que perdíamos el tiempo y que era igual perecer un cuarto de hora antes ó después, el que más y el que menos empezó á pensar cómo se las arreglaría para hacer sin gran molestia la travesía al otro barrio. Yo me persigné, con ánimo de arrojarme en seguida al mar. ¡Qué casualidades! Hete aquí que aparece una embarcación, y en vez de pasar de largo, se detiene. Ya estaba el barco al habla con nosotros: una goleta inglesa, una hermosa goleta que desafiaba la tempestad manteniéndose al pairo. Los que conservaban ojos sanos pudieron leer en su proa, escrito con letras de oro, Duncan. Empezamos á gritar en inglés, como locos desesperados: --_¡Schooner! ¡Schooner! ¡Come near!_ --_¡Throw to the water!_ nos respondían á voces, sin atreverse á acercarse. ¡Echarnos al agua! ¡No quedaba otro recurso, y éste era tan arriesgado! En fin, qué remedio: los esquifes no podían aproximarse, por el temporal, y el buque menos aún. Nuestro _San Gregorio_, cercado por todas partes de llamas inmensas, ponía miedo. Había que escoger entre dos muertes, una segura y otra dudosa. Nos dispusimos á beber el sorbo de agua salada. El primer chaleco salvavidas que nos arrojaron al extremo de un cabo, se lo ofrecimos al capitán. --Ánimo, le dijimos. Póngase usted el chaleco y al mar: mal será que no bracee usted hasta la goleta. --¡No puedo, no puedo! --Vaya, un poco de resolución. Se lo puso y medio murmuró, gimiendo: --Tanto da así como de otro modo. Y acertaba. Aquello fué adelantar el desenlace y nada más. Se conoce que ó la humedad del agua ó el sacudimiento de la caída le abrieron las arterias del pie tronzado y se desangró en un decir Jesús; ó acaso el frío le produjo calambre; no sé: el caso es que le vimos alzar los brazos, juntarlos en el aire, y colarse por ojo del salvavidas al fondo del mar. Quedaron flotando el chaleco y la gorra: á él no le vimos ya más en este mundo. Seguían echándonos, desde la goleta, cabos y salvavidas, y la gente, visto el caso del capitán, recelaba aprovecharlos. Yo me decidí primero que nadie. Ya quería, de un modo ó de otro, salir del paso. Pero antes de dar el salto mortal, reflexioné un poco y determiné echarme de soslayo, como los buzos, para que la corriente, en vez de batirme contra el buque, me ayudase á desviarme de él. Así lo hice, y en efecto, tras de la zambullida, fuí á salir bastante lejos del _San Gregorio_. Oía los gritos con que desde el _schooner_ me animaban, y oí también el último alarido de algunos de mis compañeros, á quienes se tragó el agua ó zapatearon las olas contra los buques. Yo choqué con la espalda en el casco del _Duncan_: un golpe terrible, que me dejó atontado. Cuando me halaron, caí sobre cubierta como un pez muerto. Acordé rodeado de ingleses. Me decían: _¡go! ¡cook! ¡go!_ ¡á la cámara! Me incorporé y quise ir adonde me mandaban, pero no veía nada, y después de tantos horrores me eché á llorar por primera vez, exclamando: --_My no look_... ciego... enséñenme el camino... Me levantaron entre dos y me abracé al primero que tropecé, que era un grumete y rompió también á llorar como un tonto. No sé las cosas que hicieron conmigo los buenos de los ingleses. Me obligaron á beber de un trago una copa enorme de _brandy_, me pusieron un traje de franela, me dieron fricciones, me acostaron, me echaron encima qué sé yo cuántas mantas, y me dejaron solito. ¿Qué sentí aquella noche? Verá usted... Cosas muy raras; no fué delirar, pero se le parecía mucho. Al principio sudaba algo y no tenía valor para mover un dedo, de puro feliz que me encontraba. Después, al oir el ruido del mar, me parecía que aún estaba dentro de él, y que las olas me batían y me empujaban aquí y allí. Luego iban desfilando muchas caras: mis compañeros, el tercero á la luz del cigarro, el capitán, y gentes que no veía hacía tiempo, y hasta un chiquillo que se me había muerto años antes... En fin, por acabar luego: llegamos á Newcastle, se me alivió la vista, el cónsul nos dió una guinea para tabaco, y á los pocos días nos embarcamos en un barco español con rumbo á Marineda. ¡Qué diferencia del buque inglés! Nuestros paisanos nos hicieron dormir en el pañol de las velas, sobre un pedazo de lona: apenas conseguimos un poco de rancho y galleta por comida: como si fuésemos perros. De la llegada, ¿qué quiere usted que diga? Á mi mujer le habían dado por cierta mi muerte; en la calle le cantaban los chiquillos coplas anunciándosela. Supóngase usted cómo estaba, y cómo me recibió. Ahora he de ir al santuario de la Guardia: no tengo dinero para misas; pero iré á pie, descalzo, con el mismo traje que tenía cuando me halaron sobre la cubierta del _Duncan_: chaleco roto por los garfios del salvavidas, pantalón chamuscado, y la cabeza en pelo; se reirán de verme en tal facha: no me importa: quiero besar el manto de la Virgen, y rezar allí una _Salve_. Me faltará para pan, pero no para comprar una fotografía del _San Gregorio_... ¿Ha visto usted cómo quedó? El casco parece un esqueleto de persona, y aún humea: el cargamento de algodón arde todavía: dentro se ve un charco negro, cosas de vidrio y de metal fundidas y torcidas... ¡Imponente! ¿Que si me da miedo volver á embarcarme?... ¡Bah! ¡Lo que está de Dios... por mucho que el hombre se defienda...! Ya tengo colocación buscada. ¿Quiere usted algo para Manila? ¿Que le traiga á usted algún juguete de los que hacen los chinos? El domingo saldremos... * * * * * Di al cocinero del _San Gregorio_ unos cuantos puros. Tiene el cocinero del _San Gregorio_ buena sombra y arte para narrar con viveza y colorido. Durante la narración, vi acudir varias veces las lágrimas á sus ojos azules, ya sanos del todo. LA PAZ Declarada la guerra entre los dos bandos enemigos, cada cual pensó en armarse. La elección de jefes no ofrecía dificultad: Pepito Lancín era aclamado por los de los bancos de la izquierda, y Riquito (Federico) Polastres por los de la derecha. Merecían los dos caudillos tan honorífico puesto. Con su travesura y su viveza de ingenio inagotable, Pepito Lancín conseguía siempre divertir á los compañeros de colegio, discurriendo cada día alguna saladísima diablura, y volviendo loco al catedrático de Historia, don Cleto Mosconazo, á quien había tomado por víctima. Ya le metía dentro del tintero una rana viva; ya le disparaba con la cerbatana garbanzos y guisantes; ya le untaba de pez el asiento, para que se le quedasen pegadas las faldillas del gabán; ya le colocaba un alfiler punta arriba en el brazo del sillón, donde el señor de Mosconazo tenía costumbre de pegar con la mano abierta mientras explicaba á tropezones las proezas de Aníbal ó las heroicidades de Viriato el pastor. Verdad que, después de cada gracia, Pepito Lancín «se cargaba» su castigo correspondiente: ya el tirón de orejas, ya el encierro á pan y agua, ya la hora de brazos abiertos ó de rodillas; y cuando algún disparo de la cerbatana hacía blanco en la nariz del profesor, éste recogía el proyectil y lo deslizaba debajo de la rótula del delincuente arrodillado. Parece poca cosa estarse de rodillas sobre un garbanzo una horita, ¿eh? ¡Pues hagan la prueba y verán lo que es bueno! Lejos de mermar el prestigio de Pepito Lancín, los castigos sufridos con estoicismo alegre, mezclando las muecas de burla con las contracciones del dolor, le hacían más popular entre los muchachos. En cuanto á Riquito Polastres, su fama reconocía otro origen: las cualidades morales é intelectuales, la constancia y la agudeza eran privilegio de Lancín; de Polastres, la fuerza física, unos puños como pesas de gimnasia y un pecho como la proa de un navío. El diminutivo de Federiquito parecía un epigrama, mirando aquel corpachón y aquellas manazas descomunales, y presenciando cómo el muchacho, de una puñada, hacía astillas el pupitre, y de una morrada deshacía una jeta _de hombre_: porque en esto se fundaba la gloria, la prez de Riquito; á los doce años había calentado los morros al asistente del papá de su novia, que quería espantarle del portal como se espanta á un perro faldero. Sí; ¡buen faldero te dé Dios! Aún tenía el zanguango del asistente un ojo hecho una lástima y un carrillo inflado, de resultas de la trompada fenomenal que le atizó Riquito... Esta contraposición de aptitudes que se observaba en los dos jefes de bando, provocó la declaración de guerra, porque cada día se chungueaban los izquierdos á cuenta de los derechos, tratando á Riquito de _mulo_ y de _zoquete_, y los derechos acusaban á los izquierdos de _gallinas_ y de _señoritas almidonadas_, lo cual es altamente ofensivo y no puede quedar impune. Nada, nada, á armar una guerra; el campo de batalla sería el descampado fronterizo al hospital y á espaldas del cuartel nuevo; allí se vería quién es quién, y si los de la izquierda gastan enaguas ó pantalones. No ha de ser una pedrea vulgar, como otras veces, sino una batalla en regla, igual que las que traen los periódicos; se emplearán armas blancas y de fuego; cada cual recogerá en su casa lo que encuentre, y los dos bandos se encontrarán á las seis de la mañana, una hora antes de entrar en clase--porque después pasa gente y andan cerca «los del orden»--en el sitio señalado, al mando de sus jefes respectivos. Ni un combatiente faltó de las filas. El entusiasmo, el ardor bélico, se reflejaban en todos l