En tranvía : Cuentos dramáticos

By condesa de Emilia Pardo Bazán

The Project Gutenberg eBook of En tranvía
    
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Title: En tranvía
        Cuentos dramáticos

Author: condesa de Emilia Pardo Bazán

Release date: April 7, 2025 [eBook #75814]

Language: Spanish

Original publication: MADRID: ADMINISTRACIÓN, 1899

Credits: Andrés V. Galia and the Online Distributed Proofreading Team at https://www.pgdp.net (This book was produced from images made available by the HathiTrust Digital Library.)


*** START OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK EN TRANVÍA ***



                        NOTAS DEL TRANSCRIPTOR

En la versión de texto sin formatear el texto en cursiva está
encerrado entre guiones bajos (_cursiva_) y el texto en Versalitas se
representa en mayúsculas como en VERSALITAS.

La ortografía del texto que compone la serie de cuentos que se incluyen
no sigue las reglas actuales de la lengua española, sino las que
estaban vigentes cuando la edición usada para la transcripción de esta
obra fue publicada. El lector interesado puede consultar el mapa de
Diccionarios Académicos de la Real Academia Española.

En la presente transcripción se adecuó la ortografía de las mayúsculas
acentuadas a las reglas indicadas por la RAE, que establecen que el
acento ortográfico debe utilizarse, incluso si la vocal acentuada está
en mayúsculas.

Se han corregido errores evidentes de puntuación y otros errores
tipográficos y de ortografía.

El Índice con los títulos de las historias fue reubicado al principio
de la obra.

La portada de este libro electrónico fue modificada por el transcriptor
y ha sido incluida en el dominio público.


                   *       *       *       *       *


                            OBRAS COMPLETAS
                                  DE
                          EMILIA PARDO-BAZÁN

                        CONDESA DE PARDO-BAZÁN


                              EN TRANVÍA
                         (CUENTOS DRAMÁTICOS)


                          EMILIA PARDO-BAZÁN
                        CONDESA DE PARDO-BAZÁN

                     OBRAS COMPLETAS.--TOMO XXIII




                              EN TRANVÍA
                         (CUENTOS DRAMÁTICOS)

                            [Ilustración]

                             RENACIMIENTO
                      SOCIEDAD ANÓNIMA EDITORIAL
                       Calle de Pontejos, 8, 1.º
                                MADRID


                             Es propiedad.

                      Queda hecho el depósito que
                             marca la ley.


        Imprenta de Prudencio Pérez de Velasco, Campomanes, 4.




                                ÍNDICE


                                                          Pág.

              En tranvía                                    5

              Adriana                                      15

              Vitorio                                      23

              Las desnudadas                               31

              Semilla heroica                              39

              Justiciero                                   45

              Elección                                     53

              La chucha                                    61

              El vino del mar                              73

              Fuego á bordo                                79

              La paz                                      103

              Suerte macabra                              111

              El guardapelo                               119

              La ventana cerrada                          125

              Infidelidad                                 133

              De vieja raza                               139

              Benito de Palermo                           145

              Ley natural                                 153

              El comadrón                                 159

              El voto de Rosiña                           167

              Vivo retrato                                173

              El décimo                                   179

              La puñalada                                 183

              En el Santo                                 191

              Santos Bueno                                197

              Sustitución                                 201

              La compaña                                  209

              La dentadura                                215

              Inspiración                                 221

              Oscuramente                                 227

              El ahogado                                  233

              El molino                                   239

              Aventura                                    249

              El oficio de difuntos                       257

              Juan Trigo                                  265

              El camafeo                                  273

              Voz de la sangre                            279




                              EN TRANVÍA

Los últimos fríos del invierno ceden el paso á la estación primaveral,
y algo de flúido germinador flota en la atmósfera y sube al purísimo
azul del firmamento. La gente, volviendo de misa ó del matinal correteo
por las calles, asalta en la Puerta del Sol el tranvía del barrio de
Salamanca. Llevan las señoras sencillos trajes de mañana; la blonda de
la mantilla envuelve en su penumbra el brillo de las pupilas negras;
arrollado á la muñeca, el rosario; en la mano enguantada, ocultando el
puño del _encas_, un haz de lilas ó un cucurucho de dulces, pendiente
por una cintita del dedo meñique. Algunas van acompañadas de sus
niños; ¡y qué niños tan elegantes, tan bonitos, tan bien tratados! Dan
ganas de comérselos á besos; entran impulsos invencibles de juguetear,
enredando los dedos en la ondeante y pesada guedeja rubia que les
cuelga por las espaldas.

En primer término, casi frente á mí, descuella un _bebé_ de pocos
meses. No se ve en él, aparte de la carita regordeta y las rosadas
manos, sino encajes, tiras bordadas de ojetes, lazos de cinta,
blanco todo, y dos bolas envueltas en lana blanca también, bolas
impacientes y danzarinas, que son los piececillos. Se empina sobre
ellos, pega brincos de gozo, y cuando un caballero cuarentón que va á
su lado--probablemente el papá--le hace una carantoña ó le enciende
un fósforo, el mamón se ríe con toda su boca de viejo, babosa y
desdentada, irradiando luz del cielo en sus ojos puros. Más allá, una
niña como de nueve años se arrellana en postura desdeñosa é indolente,
cruzando las piernas, luciendo la fina canilla cubierta con la estirada
media de seda negra, y columpiando el pie calzado con zapato inglés
de charol. La futura mujer hermosa tiene ya su dosis de coquetería;
sabe que la miran y la admiran, y se deja mirar y admirar con oculta
é íntima complacencia, haciendo un mohín equivalente á «Ya sé que
os gusto; ya sé que me contempláis». Su cabellera, apenas ondeada,
limpia, igual, frondosa, magnífica, la envuelve y la rodea de un halo
de oro, flotando bajo el sombrero ancho de fieltro, nubado por la gran
pluma gris. Apretado contra el pecho lleva un envoltorio de papel de
seda, probablemente algún juguete fino para el hermano menor, alguna
sorpresa para la mamá, algún lazo ó moño que la impulsó á adquirir su
tempranera presunción. Más allá de este capullo cerrado va otro que se
entreabre ya, la hermana tal vez, linda criatura como de veinte años,
tipo afinado de morena madrileña, sencillamente vestida, tocada con una
capotita casi invisible que realza su perfil delicado y serio. No lejos
de ella, una matrona arrogante, recién empolvada de arroz, baja los
ojos y se reconcentra como para soñar ó recordar.

Con semejante tripulación, el plebeyo tranvía reluce orgullosamente al
sol, ni más ni menos que si fuese landó forrado de rasolís, arrastrado
por un tronco inglés legítimo. Sus vidrios parecen diáfanos; sus
botones de metal deslumbran; sus mulas trotan briosas y gallardas; el
conductor arrea con voz animosa, y el cobrador pide los billetes atento
y solícito, ofreciendo en ademán cortés el pedacillo de papel blanco
ó rosa. En vez del olor chotuno que suelen exhalar los cargamentos de
obreros allá en las líneas del Pacífico y del Hipódromo, vagan por la
atmósfera del tranvía emanaciones de flores, vaho de cuerpos limpios y
brisas del iris de la ropa blanca. Si al hacerse el pago cae al suelo
una moneda, al buscarla se entreven piececitos chicos, tacones Luis XV,
encajes de enaguas y tobillos menudos. Á medida que el coche avanza por
la calle de Alcalá arriba, el sol irradia más é infunde mayor alborozo
el bullicio dominguero, el gentío que hierve en las aceras, el rápido
cruzar de los coches, la claridad del día y la templanza del aire. ¡Ah,
qué alegre el domingo madrileño, qué aristocrático el tranvía á aquella
hora en que por todas las casas del barrio se oye el choque de platos,
nuncio del almuerzo, y los fruteros de cristal del comedor sólo
aguardan la escogida fruta ó el apetitoso dulce que la dueña en persona
eligió en casa de Martinho ó de Prast!

Una sola mancha noté en la composición del tranvía. Es cierto que
era negrísima y feísima, aunque acaso lo pareciese más en virtud
del contraste. Una mujer del pueblo se acurrucaba en una esquina,
agasajando entre sus brazos á una criatura. No cabía precisar la edad
de la mujer; lo mismo podía frisar en los treinta y tantos que en
los cincuenta y pico. Flaca como una espina, su mantón parduzco, tan
traído como llevado, marcaba la exigüidad de sus miembros: diríase que
iba colgado en una percha. El mantón de la mujer del pueblo de Madrid
tiene fisonomía, es elocuente y delator; si no hay prenda que mejor
realce las airosas formas, que mejor acentúe el provocativo meneo de
cadera de la arrebatada chula, tampoco la hay que más revele la sórdida
miseria, el cansado desaliento de una vida aperreada y angustiosa,
el encogimiento del hambre, el supremo indiferentismo del dolor, la
absoluta carencia de pretensiones de la mujer á quien marchitó la
adversidad, y que ha renunciado por completo, no sólo á la esperanza de
agradar, sino al prestigio del sexo.

Sospeché que aquella mujer del mantón ceniza, pobre de solemnidad sin
duda alguna, padecía amarguras más crueles aún que la miseria. La
miseria á secas la acepta con feliz resignación el pueblo español,
hasta poco hace ajeno á reivindicaciones socialistas. Pobreza es el
sino del pobre, y á nada conduce protestar. Lo que vi escrito sobre
aquella faz, más que pálida, lívida; en aquella boca sumida por los
cantos, donde la risa parecía no haber jugado nunca; en aquellos ojos
de párpados encarnizados y sanguinolentos, abrasados ya y sin llanto
refrigerante, era cosa más terrible, más excepcional que la miseria:
era la desesperación.

El niño dormía. Comparado con el pelaje de la mujer, el de la criatura
era flamante y decoroso. Sus medias de lana no tenían desgarrones;
sus zapatos bastos, pero fuertes, se hallaban en buen estado de
conservación; su chaqueta gorda sin duda le preservaba bien del frío,
y lo que se veía de su cara, un cachetito sofocado por el sueño,
parecía limpio y lucio. Una boina colorada le cubría la pelona. Dormía
tranquilamente; ni se le sentía la respiración. La mujer, de tiempo en
tiempo, y como por instinto, apretaba contra sí al chico, palpándole
suavemente con su mano descarnada, denegrida y temblorosa.

El cobrador se acercó librillo en mano, revolviendo en la cartera la
calderilla. La mujer se estremeció como si despertase de un sueño, y
registrando en su bolsillo, sacó, después de exploraciones muy largas,
una moneda de cobre.

--¿Adónde?

--Al final.

--Son quince céntimos desde la Puerta del Sol, señora--advirtió el
cobrador, entre regañón y compadecido--y aquí me da usted diez.

--¡Diez!...--repitió vagamente la mujer, como si pensase en otra
cosa.--Diez...

--Diez, sí; un perro grande... ¿No lo está usted viendo?

--Pues no tengo más--replicó la mujer con dulzura é indiferencia.

--Pues quince hay que pagar--advirtió el cobrador con alguna severidad,
sin resolverse á gruñir demasiado, porque la compasión se lo vedaba.

Á todo esto, la gente del tranvía comenzaba á enterarse del episodio, y
una señora buscaba ya su portamonedas para enjugar aquel insignificante
déficit.

--No tengo más--repetía la mujer porfiadamente, sin irritarse ni
afligirse. Aun antes de que la señora alargase el perro chico, el
cobrador volvió la espalda encogiéndose de hombros, como quien dice:
«De estos casos se ven algunos». De repente, cuando menos se lo
esperaba nadie, la mujer, sin soltar á su hijo, y echando llamas por
los ojos, se incorporó, y con acento furioso exclamó dirigiéndose á los
circunstantes:

--¡Mi marido se me ha ido con otra!

Éste frunció el ceño, aquél reprimió la risa; al pronto creímos que se
había vuelto loca la infeliz, para gritar tan desaforadamente y decir
semejante incongruencia; pero ella ni siquiera advirtió el movimiento
de extrañeza del auditorio.

--Se me ha ido con otra--repitió entre el silencio y la curiosidad
general.--Una ladronaza pintá y rebocá como una paré. Con ella se ha
ido. Y á ella la da cuanto gana, y á mí me hartó de palos. En la cabeza
me dió un palo. La tengo rota. Lo peor, que se ha ido. No sé dónde
está. ¡Ya van dos meses que no sé!

Dicho esto, cayó en su rincón desplomada, ajustándose maquinalmente
el pañuelo de algodón que llevaba atado bajo la barbilla. Temblaba
como si un huracán interior la sacudiese, y de sus sanguinolentos ojos
caían por las demacradas mejillas dos ardientes y chicas lágrimas. Su
lengua articulaba por lo bajo palabras confusas, el resto de la queja,
los detalles crueles del drama doméstico. Oí al señor cuarentón, que
encendía fósforos para entretener al mamoncillo, murmurar al oído de la
dama que iba á su lado.

--La desdichada ésa... Comprendo al marido. Parece un trapo viejo. ¡Con
esa jeta y ese ojo de perdiz que tiene!

La dama tiró suavemente de la manga al cobrador, y le entregó algo. El
cobrador se acercó á la mujer y la puso en las manos la dádiva.

--Tome usted... Aquella señora la regala una peseta.

El contagio obró instantáneamente. La tripulación entera del tranvía
se sintió acometida del ansia de dar. Salieron á relucir portamonedas,
carteras y saquitos. La colecta fué tan repentina como relativamente
abundante.

Fuese porque el acento desesperado de la mujer había ablandado y
estremecido todos los corazones, fuese porque es más difícil abrir la
voluntad á soltar la primer peseta que á tirar el último duro, todo el
mundo quiso correrse, y hasta la desdeñosa chiquilla de la gran melena
rubia, comprendiendo tal vez, en medio de su inocencia, que allí había
un gran dolor que consolar, hizo un gesto monísimo, lleno de seriedad y
de elegancia, y dijo á la hermanita mayor: «María, algo para la pobre».
Lo raro fué que la mujer ni manifestó contento ni gratitud por aquel
maná que le caía encima. Su pena se contaba, sin duda, en el número
de las que no alivia el rocío de plata. Guardó, sí, el dinero que el
cobrador la puso en las manos, y con un movimiento de cabeza indicó que
se enteraba de la limosna: nada más. No era desdén, no era soberbia, no
era incapacidad moral de reconocer el beneficio: era absorción en un
dolor más grande, en una idea fija que la mujer seguía al través del
espacio, con mirada visionaria y el cuerpo en epiléptica trepidación.

Así y todo, su actitud hizo que se calmase inmediatamente la emoción
compasiva. El que da limosna es casi siempre un egoistón de marca
que se perece por el golpe de varilla transformador de lágrimas
en regocijo. La desesperación absoluta le desorienta, y hasta
llega á mortificarle en su amor propio, á título de declaración de
independencia que se permite el desgraciado. Diríase que aquellas
gentes del tranvía se avergonzaban unas miajas de su piadoso arranque
al advertir que después de una lluvia de pesetas y dobles pesetas,
entre las cuales relucía un duro nuevecito, del nene, la mujer no
se reanimaba poco ni mucho, ni les hacía pizca de caso, Claro está
que este pensamiento no es de los que se comunican en voz alta, y por
lo tanto, nadie se lo dijo á nadie; todos se lo guardaron para sí y
fingieron indiferencia, aparentando una distración de buen género y
hablando de cosas que ninguna relación tenían con lo ocurrido--. «No
te arrimes, que me estropeas las lilas»--. «¡Qué gran día hace!»--.
«¡Ay! la una ya: cómo estará tío Julio con sus prisas para el
almuerzo...»--Charlando así, encubrían el hallarse avergonzados, no de
la buena acción, sino del error ó chasco sentimental que se la había
sugerido.

Poco á poco fué descargándose el tranvía. En la bocacalle de Goya
soltó ya mucha gente. Salían con rapidez, como quien suelta un peso y
termina una situación embarazosa, y evitando mirar á la mujer inmóvil
en su rincón, siempre trémula, que dejaba marchar á sus momentáneos
bienhechores, sin decirles siquiera: «Dios se lo pague». ¿Notaría que
el coche iba quedándose desierto? No pude menos de llamarle la atención:

--¿Adónde va usted? Mire que nos acercamos al término del trayecto. No
se distraiga y vaya á pasar de su casa.

Tampoco me contestó; pero con una cabezada fatigosa, me dijo
claramente: «¡Quiá! Si voy mucho más lejos... Sabe Dios, desde el
cocherón, lo que andaré á pie todavía».

El diablo (que también se mezcla á veces en estos asuntos compasivos)
me tentó á probar si las palabras aventajarían á las monedas en calmar
algún tanto la ulceración de aquel alma en carne viva.

--Tenga ánimo, mujer--le dije enérgicamente--.Si su marido es un mal
hombre, usted por eso no se abata. Lleva usted un niño en brazos...
para él debe usted trabajar y vivir. Por esa criaturita debe usted
intentar lo que no intentaría por sí misma. Mañana el chico aprenderá
un oficio y la servirá á usted de amparo. Las madres no tienen derecho
á entregarse á la desesperación mientras sus hijos viven.

De esta vez la mujer salió de su estupor; volvióse y clavó en mí sus
ojos irritados y secos, de horrible párpado ensangrentado y colgante.
Su mirada fija removía el alma. El niño, entretanto, se había
despertado y estirado los bracitos, bostezando perezosamente. Y la
mujer, agarrando á la criatura, la levantó en vilo y me la presentó.
La luz del sol alumbraba de lleno su cara y sus pupilas, abiertas de
par en par. Abiertas, pero blancas, cuajadas, inmóviles. El hijo de la
abandonada era ciego.




                                ADRIANA


Dejé caer el periódico, exclamando con sorpresa dolorosa:

--¡Pero esa pobre Adriana! Morirse así, del corazón, casi de repente...
¡Nadie estaba enterado que padeciese tal enfermedad!

--Yo sí lo sabía--declaró el vizconde de Tresmes--, y aun sabía más:
sabía cuándo y cómo adquirió el padecimiento, y es cosa curiosa.

--Entérenos usted--suplicamos todos--. Y el vizconde, que rabiaba
siempre por enterar, nos contó la historia siguiente:

Adriana Carvajal, casada con Pedro Gomara, vivía dichosísima. Los
esposos reunían cuanto se requiere para disfrutar la felicidad posible
en el mundo: juventud y amor, salud y dinero, que son la salsa ó
condimento de los dos primeros platos, sin él desabridos, amargos á
veces. Faltábales, sin embargo, un heredero, un niño en quien mirarse;
pero la suerte no había de mostrarse avara en esto, y les envió, por
fin, el rapaz más lindo que pudo soñar la fantasía de una madre,
apasionada y loca ya desde antes de la maternidad, como era Adriana.
Al nacer el chico (á quien pusieron por nombre Ventura, en señal de
la que les prometía su nacimiento) Adriana estuvo en grave peligro,
y el doctor declaró que no volvería á tener sucesión. El delirio con
que marido y mujer amaban á su Venturita, fué causa de que oyesen
complacidos el vaticinio del doctor. ¡Un solo hijo, y todo para él!
¡Adriana libre ya por siempre de riesgos y trabajos! Tanto mejor... y á
vivir y á cuidar del retoño.

Este se crió hermoso y lozano como una rosa. Yo, que no soy nada
aficionado á chicos--advirtió sonriendo el vizconde de Tresmes--,
confieso que aquél me hacía muchísima gracia. Aparte de su
lindeza--parecía uno de los angelitos que pintaba Murillo, morenos y de
pelo obscuro--, tenía un no sé qué simpático, una mezcla de inocencia y
de picardía, una risa tan fresca, unas acciones tan imprevistas y tan
originales, una precocidad--pero no de esas precocidades empalagosas
de chiquillo sabio y serio, que me revientan, sino la precocidad de un
diablillo con un ingenio celestial--, que, vamos, no había más remedio
que llevarle juguetes y dulces, por el gusto de sentarle un rato sobre
las rodillas.

De la chifladura de sus padres sería inútil hablar, porque ustedes
la adivinan. Estaban chochitos; no conocían otro Dios que el tal
muñeco. Adriana no se había apartado un instante de su cuna, vigilando
á la nodriza, arrebatándola el pequeño así que acababa de mamar,
vistiéndole, desnudándole, bañándole y guardándole el sueño... Y así
que empezó á interesarse por el mundo exterior, á tender las manitas
y á pedir _tochas_, les faltó tiempo para darle cuanto deseaba y
mil objetos más, que ni se le ocurrían ni podían ocurrírsele. La
hermosa casa antigua con jardín que habitaban los Gomara se llenó
de cachivaches. ¡Y bichos! El arca de Noé. Los caballos de cartón
andaban mezclados con los pájaros vivos; sobre un ferrocarril mecánico
veríais un pulcro galguito de carne y hueso; el coche tirado por
carneros era abandonado por una gran caja dé soldados autómatas, que
hacían el ejercicio... Crea usted que derrochaban dinero en semejantes
chucherías, y yo le dije alguna vez á Adriana, porque tenía confianza
con ella:

--Hija, estáis malcriando á este pequeñín...

--Déjale que se divierta ahora--me contestaba--; demasiado rabiará
algún día... Ojalá pueda ofrecerle siempre lo que le haga dichoso.

El repertorio de los juguetes y sorpresas se agota pronto, y no sabía
ya Adriana qué nueva emoción dar á Ventura, cuando el cocinero de
la casa, que había andado embarcado diez años y conservaba amigotes
en todas las regiones del planeta, se descolgó un día regalando al
chico un mono. Soy poco inteligente en Historia Natural, y no me
pidan ustedes que clasifique la alimaña; sólo les diré que ni era de
esos monazos indecorosos y feroces que nadie se atreve á tener en las
casas, como el orangután, ni tampoco de esos titíes engurruminados
y frioleros que se pasan la vida tiritando entre algodón en rama.
Más bien era grande que pequeño; tenía el pelaje gris verdoso, y el
hocico de un rojo mate, como el del hierro oxidado; se veía que estaba
en la juventud y rebosando fuerza, y aunque goloso y travieso como
toda la gente de su casta, no era maligno. Inteligente é imitador en
grado sumo, no podía hacerse delante de él cosa que no parodiase, y su
agilidad y presteza nos divertían muchísimo; era cosa de risa verle
fingir que fregaba platos ó que rallaba pan en la cocina, y saltar
sobre el lomo de los caballos para ayudar al lacayo en sus faenas de
limpieza.

Á pesar de la índole relativamente benigna del mono, su inquietud y su
vivacidad obligaban á tenerle preso en una caseta con fuerte cadenilla,
porque ya dos veces se había escapado á corretear por árboles y
chimeneas; cuando se le soltaba había que vigilarle, y á Venturita,
que acababa de cumplir los tres años y que idolatraba en el mono, era
preciso guardarle también para que no desatase la cadenilla, pues lo
hacía con habilidad singular.

Una tarde que había yo almorzado en casa de Gomara y estábamos tomando
café en un cenador del jardín--me acuerdo como si fuese ahora mismo,
porque hay cosas que impresionan aunque uno no quiera--vimos cruzar
como un rayo al mono; tan como un rayo, que más bien le adivinamos que
le vimos. «Adiós, ya se ha escapado ese maldito de cocer», dijo Pedro
Gomara levantándose; y Adriana, con sobresalto instintivo, lo primero
que exclamó fué: «¿Dónde estará Ventura?». «Ése le habrá soltado, de
fijo», respondió Pedro, que frunció el entrecejo ligeramente. En el
mismo instante resonó un agudo chillido de mujer: un chillido que
revelaba tal espanto, que nos heló la sangre; y voces de hombres,
las voces de los criados que nos servían y que corrían hacia el
cenador clamando con angustia: «señorito, señorito», nos obligaron á
precipitarnos fuera. Adriana nos siguió sin decir palabra: un grupo
formado por los sirvientes y la desesperada niñera nos rodeó, señalando
hacia el tejado de la casa; y allí, al borde de la última hilera de
tejas, sentado en el conducto de zinc que recogía las aguas de lluvia,
estaba el mono con el niño en brazos.

El padre, con ademanes de loco, iba á precipitarse al zaguán para subir
á las buhardillas y salir al tejado; yo pedía ya una escalera para
intentar el desatino de subir por ella á la formidable altura de tres
pisos, cuando Adriana, muy pálida--¡qué palidez la suya, Dios!--y con
los ojos fuera de las órbitas, nos contuvo, murmurando en voz sorda
y cavernosa, una voz que sonaba como si pasase al través de trapos
húmedos:

--Por la Virgen... quietos... todos quietos... no se mueva nadie... Y
silencio... no chillar... no chillar... hagan como yo... Quietos... si
le asustamos le tira...

Sentimos instantáneamente que tenía razón la madre, y quedamos lo
mismo que estatuas. Era el mayor absurdo que intentásemos luchar
en agilidad y en vigor, sobre un tejado, con un mono. Antes que nos
acercásemos estaría al otro extremo del tejado, y el niño estrellado en
el pavimento.

Era preciso jugar aquella horrible partida: aguardar á que el mono,
por su libre voluntad, se bajase con el niño. Yo miraba á Adriana;
su palidez, por instantes, se convertía en un color azulado, pero
no pestañeaba. El mono nos hacía gestos y muecas estrafalarias,
apretando y zarandeando á su presa, y de improviso se oyó distintamente
el llanto de la criatura, llanto amarguísimo, de terror; sin duda
acababa de sentir que estaba en peligro, aunque no lo pudiese
comprender claramente. La madre tembló con todo su cuerpo, y el padre,
inclinándose hacia mí, sollozó estas palabras:

--Tresmes, usted, que es buen tirador... Una bala en la cabeza... Voy
por la carabina.

Idea insensata, delirante, porque aun siendo yo un Guillermo Tell, al
matar al mono hacíamos caer al niño; pero no tuve tiempo de negarme;
intervino Adriana con un _no_ tan enérgico, que su marido se mordió los
puños... Y la madre, terriblemente serena, añadió en seguida:

--Si le miramos, nunca bajará... Hay que retirarse... Hay que
esconderse; que no nos vea.

Nos recogimos al cenador, desgarramos la pared de enredaderas, y desde
allí, como se pudo, espiamos al enemigo. ¿Les estremece á ustedes
la situación? ¡Pues estremézcanse más! Duró veinte minutos. Sí; los
conté por mi reloj. En esos veinte minutos el mono depositó al niño
en el tejado, le acarició como había visto hacer á la niñera, le
obligó á pasear cogido de la mano, le aupó sobre la chimenea y le
llevó á cuestas, á caballito--un sainete, que en otra ocasión nos
haría desternillarnos.--Durante esos veinte minutos, Pedro anhelaba;
á Adriana no se la oía ni respirar. Por fin el mono miró hacia abajo,
hizo varios visajes, y cogiendo á Ventura, se descolgó rápidamente con
su carga lo mismo que un funámbulo sin cuerda, al jardín... Entonces
salimos con explosión todos--todos, menos la madre, que había caído
redonda--y el animal, asustado, soltó al chico ileso y se refugió en su
caseta...

Aquella tarde Adriana sufrió dos sangrías, que no sacaron más que gotas
negras--y desde entonces padeció del corazón--. Parecía que se había
repuesto mucho en estos últimos años, pero ¡bah! la herida era mortal,
y ella no lo ignoraba...

--¿Y qué fué del mono?--preguntamos como chiquillos.

--Tuve yo que pegarle el tiro... ¡Si viesen ustedes que me daba
lástima!--repuso el vizconde.




                                VITORIO


Sí, señores míos--dijo el viejo marqués, sorbiendo fina pulgarada
de _cucarachero_, golpeando con las yemas de los dedos la cajita de
concha, lo mismo que si la acariciase--. Yo fuí, no sólo amigo, sino
defensor y encubridor de un capitán de gavilla. ¿No lo creen ustedes?
¡Histórico, histórico! Á mi ladrón le ahorcaron en Lugo, y consta en
autos.

Lo que se ignoró siempre (los jueces, en ese punto, no consiguieron
hacer ni tanto así de luz) es el verdadero nombre que llevaba el
ladrón, allá en sus mocedades, antes de dedicarse á tan infamante
oficio, cuando se educaba conmigo en el Colegio de Nobles de Monforte.
Desde que se metió á capitán de forajidos, le conocieron por _Vitorio_:
así le llamaremos: ¡líbreme Dios de echar baldón sobre una familia
antigua é ilustre, y deshacer lo que el pobrecillo llevó á cabo con el
valor que ustedes verán, si me atienden!

Les aseguro que en el Colegio de Nobles no tuve compañero que me
pareciese más simpático. De carácter vivo y vehemente, de inteligencia
clara y feliz memoria, estudiaba con suma facilidad; los maestros
estaban encantados de él. Al mismo tiempo, travesura que en el colegio
se ejecutase, era sabido: ¿quién la discurrió? Vitorio. No sé qué
maña se daba, que siempre era cabeza de motín, y todos nos poníamos
á sus órdenes, reconociendo su iniciativa y su autoridad. Era en sus
resoluciones tenacísimo y violento, pero pundonoroso hasta dejárselo de
sobra, y, si alguien me dice entonces que Vitorio pararía en ladrón,
creo que al tal le deshago yo la cara á bofetones.

Como siempre fuí enclenque y enfermizo, Vitorio me había tomado bajo su
protección, y más de una vez escarmentó á los colegiales que me jugaban
pasaditas. Esto, y el ascendiente que ejercía por su manera de ser,
hicieron que yo fuese consagrando á Vitorio apasionada adhesión.

Un día recibió Vitorio cartas de su casa, y con ellas la amarguísima
noticia de que su padre, que era viudo, se disponía á contraer segundas
nupcias. El paroxismo de ira del muchacho, que adoraba en el recuerdo
de su madre, fué tremebundo; espumaba de rabia, se retorcía, se quería
romper la cabeza contra la pared del dormitorio. Le consolé lo mejor
que supe, y, cuando ya le creía aplacado, he aquí que se levanta de
noche y me propone que nos descolguemos por la ventana, atando las
sábanas unas á otras, y que andando diez leguas, lleguemos á tiempo de
impedir la boda de su padre. La fascinación de Vitorio era tal, que al
pronto consentí en el absurdo proyecto, y si invencibles dificultades
materiales no nos lo estorbasen, creo que lo realizamos.

Poco tardé en salir del Colegio, y en bastantes años nada supe de
Vitorio. Estudié Derecho en Compostela, me casé, enviudé, y, teniendo
que arreglar cuestiones de intereses, me establecí en mi casa de aldea
de los Adrales, situada entre Monforte y Lugo, en país montuoso.

Hablábase mucho, en las veladas junto al fuego, de la gavilla que
recorría aquellas inmediaciones, y de la original conducta de su jefe.
Contábase que tenía prohibido matar y atormentar, á menos que le
hiciesen resistencia; que jamás despojaba por completo una casa, sino
que siempre cuidaba de dejar algún dinero á los robados, para que no
careciesen de todo en los primeros instantes; que algunas veces sus
robos llenaban el fin de reparar antojos de la suerte, pues daba al
pobre lo del rico, al segundón lo del mayorazgo, al seminarista lo
del racionero y al arrendatario lo del señor. Añadían que era galante
con las damas, y que éstas, aunque robadas, no le querían mal, ni
mucho menos. En resumen, la clásica silueta del _bandido generoso_; y
si de Vitorio no hubiese más que decir, se podía ahorrar el relato ó
sustituirlo por historias muy análogas, verbigracia, la de José María.

Aun cuando yo, por precisión, guardaba en casa dinero (entonces no
era tan fácil como hoy ponerlo á buen recaudo), y aunque no alardeo
de valiente, ello es que las noticias referentes á la gavilla me
alarmaron poco, y seguí cenando siempre con las ventanas abiertas--era
muy calurosa la estación--y quedándome entretenido en leer hasta
que me entraba sueño, sin pensar en cerrarlas. Una noche, estando
bien descuidado, cátate, que, lo mismo que una bala, cae á mis pies
un hombre, pálido, demacrado, con la ropa hecha trizas, y sin que
yo tuviera tiempo á nada, exclama, cogiéndome de un hombro, en tono
lastimero: «¡Sálvame, Jerónimo! Soy Fulano... tu compañero, tu antiguo
amigo. Me persiguen. Mi vida está en tus manos».

Le hice seña de que no temiese; corrí á atrancar la ventana con barra
doble; cerré también las puertas, y tendí los brazos á Vitorio, porque
ya le había reconocido. Aunque desfigurado y muy variado por la edad,
reconstruí aquella cabeza hermosa, morena, de facciones tan delicadas y
de tan viril expresión. No sin gran sorpresa mía, Vitorio se resistió
á abrazarme, y murmuró fatigosamente: «Dame algo...; hace tres días
que no pruebo alimento». Le serví de la cena que aún estaba allí
sin recoger, y así que reparó sus fuerzas, me dijo: «No me abraces,
Jerónimo. Soy el capitán de gavilla de quien tanto habrás oído, y por
milagro no estoy en poder de los que quieren ahorcarme. Si me conservas
algún cariño, ocúltame y déjame dormir; si no, échame, pero no digas á
nadie cómo y dónde me conociste...».

Existía en los Adrales un precioso escondrijo antiguo, una especie de
desván practicado bajo otro desván, oculto por un segundo tabique, y
con salida á una escalerilla recatada en el hueco de la pared, y que
moría al pie del bosque. Allí metí á Vitorio, y aunque la fuerza que
le perseguía rodeó mi casa, y aunque se la dejé registrar sin oponer
reparo, no encontraron al fugitivo, ni era posible, á no estar en el
secreto, que sólo sabíamos el mayordomo y yo. Conjurado el peligro,
no quise que se alejase Vitorio hasta que descansó bien, se lavó, se
afeitó, se vistió con ropa mía y tuvo en el cinto dos ricas pistolas
inglesas y en la bolsa oro. No le pregunté palabra, no le dirigí
observaciones ni le di consejos, y esta delicadeza fué, sin duda, la
que le movió á decirme poco antes de marchar: «Jerónimo, ¿te acuerdas
de la boda de mi padre y de aquel disparate que queríamos hacer en
el colegio? Pues de no hacerlo vino mi perdición. Cuando llegué á mi
casa, encontré dueña de ella á una madrastra que obligaba á mi hermana
á que la sirviese, y que hasta la pegaba delante de mí, ¡delante de
mí!,--tú me has conocido... Recordarás mi carácter... ¡Asómbrate! Yo,
al pronto, supe reprimirme, y hablé á mi padre como un hombre habla á
otro hombre. Le dije que quería llevarme á mi hermana, y que sólo le
pedía algún auxilio en dinero para que ella no se muriese de hambre.
Me contestó con desprecio, con enojo, y me ordenó que respetase á mi
madrastra. Entonces, fuera de mí, le dije que mi madrastra no merecía
respeto, y que se lo demostraría antes de un año. Y así fué, Jerónimo;
á los pocos meses mi madrastra y yo... ¿Entiendes? ¡Me lo propuse y lo
conseguí... lo conseguí! Por _aquello_, y no por _lo de ahora_, merezco
que me cojan y me ahorquen... En fin, lo cierto es que mi padre no pudo
dudar de su afrenta, y me echó de casa maldiciéndome, apaleándome y
prohibiéndome que usase su nombre jamás. El resto ya lo sabes... Adiós;
voy á reunirme con mi gente, que andará esparcida por la montaña».

Desapareció, y supe que la gavilla se había retirado de aquellos
contornos, metiéndose sierra adentro, por sitios casi inaccesibles.
Dos años después del imprevisto lance, se habló mucho de un robo
cometido por Vitorio en casa de un señor canónigo de Lugo. Consistía
la originalidad en que el robo lo había realizado Vitorio solo, en
una ciudad y á las doce del día. Hallábanse juntos el buen canónigo y
cierto clérigo de misa y olla, jugando al tute, por más señas, cuando
vieron entrar á un caballero apersonado y galán, que les saludó muy
cortesmente. «Soy Vitoro»--dijo--«pero no se asusten ustedes, que no
traigo ánimo de hacerles ningún mal. Entendámonos como se entiende
la gente de buena educación; vengo por los cinco mil duros en onzas
de oro que el señor canónigo guarda ahí, debajo de esa arquilla; con
levantar un ladrillo numerado, aparecerá el escondrijo». «¡Cinco
mil duros!» gritó el canónigo más muerto que vivo. «Pero, señor de
Vitorio, ¡si jamás he poseído esa suma!». Y el clérigo, oficiosamente,
exclamaba: «Ea, señor canónigo, no haya más; dé usted al señor de
Vitorio esos cuartos, siquiera por la gracia, y la amabilidad con que
los pide». «Déselos usted si los tiene, y no disponga de caudales
ajenos», replicaba afligido el canónigo. Y Vitorio, siempre afable,
añadía:--«Bien dice el señor canónigo; este cura, mientras le aconseja
á usted que se desprenda de tan gruesa suma, se está escondiendo en
la pretina una tabaquera de plata, como si Vitorio fuese algún ratero
que cogiese porquerías semejantes. Pero señor canónigo, yo sé que
los cinco mil duros ahí están; yo me veo en un grave apuro (que si
no, no molestaría á persona tan respetable como usted). Buen ánimo;
si puedo, he de restituírselos». Y con gallardo ademán entreabrió su
abrigo, viéndose relucir la culata de unas pistolas (quizá las mías).
El trémulo canónigo y el abochornado clérigo alzaron el ladrillo y
entregaron á Vitorio los talegones. El forajido se inclinó, hizo
mil cortesías, y los dos hombres, que con un grito hubieran podido
perderle, se quedaron más de diez minutos sin habla, mientras él,
tranquilamente, bajaba las escaleras.

Sin embargo, el clérigo, que era sañudo y rencoroso, la tuvo guardada,
como suele decirse. Un día de feria, saliendo de la catedral, creyó
reconocer á Vitorio en un aldeano que llevaba á vender una pareja de
bueyes, y le siguió con cautela. Notó que el aldeano tenía las manos
blancas y finas, y corrió á delatarle. Hizo rodear la taberna donde
había observado que entraba, y así cogieron en la ratonera al célebre
capitán, á quien ya sin esperanzas de alcanzarle perseguían por montes
y breñas.

La causa de Vitorio tardó mucho en fallarse. Se susurraba que, por ser
de muy esclarecida y calificada familia, no se atrevían los jueces á
mandarle ahorcar, y que si revelaba su verdadero nombre, se le dejaría
evadirse ó le indultaría la reina. Yo me encontraba entonces lejos de
mi país, y las noticias en aquel tiempo no volaban como ahora. Por
casualidad llegué á Lugo el mismo día en que pusieron en capilla á
Vitorio. Corrí á verle, afectadísimo. Habíanme asegurado que la noche
anterior una dama muy tapada, penetrando en la prisión, habló largo
tiempo con Vitorio, y sospechando amoríos, compromisos, lazos que
quedaban en el mundo, pregunté á mi antiguo compañero si tenía algo
que encargarme para alguna mujer. «No, respondió sonriendo con calma;
no tengo á nadie que me llore; la señora que estuvo á verme ocultando
el rostro es mi hermana, á quien he prometido solemnemente dejarme
ahorcar, sin que me arranquen mi nombre de familia. Y éste es el único
favor que te pido, Jerónimo; ¡que nadie, nadie sepa nunca!... No he de
deshonrar á mi padre dos veces».

En efecto, Vitorio murió callando; el clérigo de la tabaquera de plata
acudió á presenciar cómo perneaba en la horca; pero el señor canónigo,
que no podía olvidar los finos modales con que le habían quitado sus
cinco mil duros, aplicó muchas misas por el alma del infeliz.




                            LAS DESNUDADAS


Una tarde gris, en el campo, mientras las primeras hojas que arranca
el vendaval de otoño caían blandamente á nuestros pies, recuerdo que,
predispuestos á la melancolía y á la meditación por este espectáculo,
hablamos de la fatalidad, y hubo quien defendió el irresistible influjo
de las circunstancias y de fuerzas externas sobre el alma humana, y
nos comparó á nosotros, depositarios de un destello de la Divinidad,
con la piedra que, impelida por leyes mecánicas, va derecha al abismo.
Pero Lucio Sagris, el constante abogado de la espiritualidad y del
libre albeldrío, protestó, y después de lucirse con una disertación
brillante, anunció que, para demostrar lo absurdo de las teorías
fatalistas, iba á referirnos una historia muy negra, por la cual
veríamos que, bajo la influencia de un mismo terrible suceso, cada
espíritu conserva su espontaneidad y escoge, mediante su iniciativa
propia, el camino--, bueno ó malo, que en esto precisamente estriba la
libertad.

Pertenece mi historia--añadió--, á un cruento período de nuestras
luchas civiles, después de la revolución de 1868; y evoca la siniestra
figura de uno de esos hombres en quienes la inevitable crueldad
y fiereza del guerrillero se exaspera al sentir en derredor la
hostilidad y la enemiga de un país donde todos le aborrecen: hablo
del contraguerrillero, tipo digno de estudio, que mueve á piedad y á
horror. Mientras el guerrillero, bien acogido en pueblos y aldeas,
encontraba raciones para su partida y confidencias para huir de la
tropa ó sorprenderla descuidada, el contraguerrillero, recibido como
un perro, sólo por el terror conseguía imponerse; siempre le acechaban
la traición y la delación; siempre oía en la sombra el resuello del
odio. En guerras tales, el país está de parte de los guerrilleros;
ó, por mejor decir, las guerrillas son el país alzado en armas, y el
contraguerrillero es el Judas contra el cual todo parece lícito, y
hasta loable.

Ahora, pues, el contraguerrillero de mi historia--supongamos que se
llamaba el _Manco de Alzaur_--, había conseguido realizar el triste
ideal de esta clase de héroes; al oir su nombre, persignábanse las
mujeres y rompían á llorar los chicos. Interpelado el Gobierno en pleno
Parlamento acerca de algunas atrocidades de aquel tigre, protestó de
que eran falsas, y que, si fuesen verdad, recibirían condigno castigo;
pero, realmente, las instrucciones secretas dadas al general encargado
de pacificar el territorio en que funcionaba la contraguerrilla del
_Manco_, encerraban la cláusula de dejarle terrorizar á su gusto,
y cuanto más, mejor. Sin embargo, el general, á quien repugnaban
y estremecían ciertos actos de barbarie, y que además tenía hijas
y era padre tiernísimo, solía encargar mucho al contraguerrillero
que, al menos, no se oprimiese violentamente á las mujeres; y el
_Manco_ se comprometió á ello, jurando que si alguno de su partida
incurría en tal delito, le cortaría inmediatamente las dos orejas.
Los contraguerrilleros, que conocían las malas pulgas de su jefe, se
guardaban bien de contravenir á lo mandado.

Si en alguna ocasión lamentó el _Manco_ haber empeñado su formidable
palabra al general, fué el día en que, evacuado por las fuerzas de
Radica y Ollo el pueblo de Urdazpi, penetró la contraguerrilla en este
foco del carlismo. Es de saber que el párroco de Urdazpi se encontraba
desde hacía año y medio al frente de una partidilla, tan escasa en
número como resuelta y hazañosa, y más de diez veces había puesto la
ceniza en la frente al _Manco_, yéndole á los alcances, batiéndole,
cogiéndole prisioneros y dispersando á su gente, con harto corrimiento
y rabia del contraguerrillero. El odio al cura de Urdazpi era ya
como un frenesí en el _Manco_, y en Urdazpi vivían cinco lindas y
honestas muchachas, carlistas y devotas, sobrinas del párroco faccioso,
hijas de su única hermana, fusilada por los liberales en la anterior
guerra. Cuando trajeron ante el _Manco_, amarillas cual la muerte
y tan sobrecogidas que ni podían llorar, á las cinco infelices, se
alzó un tumulto en el alma feroz del contraguerrillero; la promesa
al general combatía los ímpetus salvajes de un corazón sediento de
venganza, la venganza inicua de ensañarse en la familia de su enemigo,
y devolvérsela vilipendiada y manchada, como se devuelve un trapo
que ha limpiado el suelo de la cámara donde se celebra orgía impura.
Meditó un instante, frunciendo las hirsutas cejas, bajo las cuales
escandecían dos ojos de brasa; de pronto, una sonrisa feroz dilató su
boca; había encontrado el medio de no faltar á su palabra, y al mismo
tiempo de mancillar al cura en la persona de sus sobrinas. Dió en
vascuence una orden terminente, y poco después las cinco doncellas,
enteramente despojadas de sus ropas, eran paseadas y empujadas al
través de las calles del pueblo, entre rechifla, denuestos, golpes y
groseros equívocos de los inhumanos que las rodeaban, ebrios de vino
y de sangre. El _Manco_ había anunciado que sería reo de pena capital
cualquiera de sus contraguerrilleros que no se limitase á mofarse de
la desnudez de aquellas desdichadas vírgenes, las cuales, estúpidas
de vergüenza, intentando velarse el rostro con el pelo, echándose por
tierra para que el fango de las calles las sirviese de vestido, pedían
con llanto entrecortado y desgarrador que las devolviesen su ropa y las
fusilasen pronto; y al verlas como estatuas de dolorido é injuriado
mármol, el _Manco_ en persona, ó satisfecho ó ablandado ya, escupió
á los desnudos y mórbidos hombros de la más joven, y dijo con bestial
risa:

--Ahora, ya pueden volverse á su madriguera estas carcundas.

Considerar el estado de ánimo de las sobrinas del cura después
del afrentoso suplicio, es como si nos asomásemos á un abismo de
desesperación. Nótese que eran mujeres de intachable conducta, de grave
recato, de profunda religiosidad, más bien exaltada; que las respetaban
en el pueblo por honradas y las celebraban por hermosas; que á pesar
de su fe no tenían vocación monástica, y entre los mozos incorporados
á la partida del cura, más de uno rondaba sus ventanas y pensaba en
bodas á la conclusión de la guerra. Pero después del horrible atropello
del _Manco_, para las sobrinas del párroco de Urdazpi se había cerrado
el horizonte, se habían acabado las perspectivas de la vida y del
mundo. La gente, al hablar de ellas, sólo las llamaba _las desnudadas_,
y este apodo infamante era como inmensa mancha extendida sobre su
piel, quemada por tantos impuros ojos. Abrumadas bajo la carga de la
desventura, permanecían recluidas en casa, sin asomarse á la ventana
siquiera, sin salir ni á la iglesia: ¡la iglesia, que es el refugio de
todos los dolores! Como si estuviesen contaminadas de lepra, como á
los lazarados que la Edad Media aislaba, les traía una amiga, movida á
compasión, lo necesario para su sustento, y se lo dejaba en el portal,
en un cesto, diariamente, pues ni aun de ella consentían ser vistas y
habladas. Así vivieron un año...

--Pues por ahora--dijimos á Lucio Sagris interrumpiéndole--su historia
de usted demuestra que sometidas á unas mismas circunstancias, las
cinco sobrinas del cura de Urdazpi adoptaron un género de vida
absolutamente idéntico.

--¡Aguarden, aguarden!--clamó Lucio--. No se ha concluido el episodio.
Al año, la consabida amiga avisó para el entierro de una de las
sobrinas, la menor: aquélla á cuyos cándidos hombros desnudos había
escupido el _Manco_. Enferma de tristeza desde el día de su desgracia,
había ocultado su padecimiento por no ver al médico, ó más bien porque
el médico no la viese; y la primer salida de _la desnudada_ fué con los
pies para adelante, camino del cementerio. Pocos días después dejó la
casa otra _desnudada_, la mayor: hizo su viaje de noche, con la cara
envuelta en tupido velo, y apareció en Vitoria, en la casa matriz de
las religiosas de una orden que tiene por misión asistir á los enfermos
y amparar á los niños abandonados.

Quedaban solamente en Urdazpi tres de las sobrinas del cura; pero de
allí á medio año escapáronse juntas dos de ellas, y se incorporaron á
la partida, que por entonces recorría las cercanías en triunfo. Una
de las muchachas tuvo ocasión de pelear como un hombre, con denuedo
rabioso, contra las tropas liberales, hasta que una bala le atravesó el
fémur y pereció desangrada; en cuanto á la otra...

--¿Murió también?--preguntamos.

--Peor que si muriese--contestó melancólicamente el narrador.--No
sé qué será de ella; rodará por Bilbao; es lo probable. Ésa no supo
comprender que por mucho que desnuden el cuerpo, el pudor y el decoro
sólo se pierden cuando se desnuda el alma.

--¿Y la quinta sobrina del cura de Urdazpi?

--¡Ah! Ésa vive hoy al lado de su tío, que se acogió á indulto al
terminar la guerra civil. Humilde y resignada, ya madura, atendiendo á
sus labores domésticas y á sus devociones, no parece recordar que en
algún tiempo quiso vivir apartada de sus semejantes... Y en el pueblo
la respetan, ¡vaya si la respetan! Á pesar de que no puede olvidarse la
espantosa acción del _Manco_, nadie se atrevería á llamarla _desnudada_
en alta voz.




                            SEMILLA HEROICA


Si la santidad de la causa es la que hace al mártir, lo mismo podremos
decir del héroe--declaró Méndez Relosa, el joven médico que desde un
rincón de provincia empezaba á conquistar fama envidiable.--Sólo es
héroe el que se inmola á algo grande y noble. Por eso aquel pobre
arrapiezo, á quien asistí y que tanto me conmovió, no merece el nombre
de héroe. Á lo sumo fué una semilla que, plantada en buena tierra,
germinaría y produciría heroísmo...

--Con todo--objeté--si respecto al mártir las enseñanzas de la Iglesia
nos sacan de dudas, sobre el héroe cabe discutir. El concepto del
heroísmo varía en cada época y en cada pueblo. Acciones fueron heroicas
para los antiguos, que hoy llamaríamos estúpidas y bárbaras. Hasta que
los ingleses lo prohibieron, en la India se creía--y se creerá aún, es
lo probable--que constituye un rasgo sublime, edificante, gratísimo
al cielo, el que una mujer se achicharre viva sobre el cadáver de su
marido.

--No niego--declaró Méndez--que la gente llama heroísmo á lo que
realiza su ideal, y que el ideal de unos puede ser hasta abominable
para otros. El embrión de héroe cuya sencilla historia contaré, estuvo
al diapasón de ciertos sentimientos arraigados en nuestra raza. Lo que
le causó esa efervescencia que hace despreciar la muerte, fué _algo_
que embriaga siempre al pueblo español. Lo único que revela que el
ideal á que aludo es un ideal inferior, por decirlo así, es que para
sus héroes, aclamados y adorados en vida, no hay posteridad; no se les
elevan monumentos, no se ensalza su memoria...

--Las plazas de toros--continuó después de una breve pausa--han
cundido tanto en el período de reacción que siguió á la revolución de
septiembre, que hasta nuestra buena ciudad de H*** se permitió el lujo
de construir la suya,--á la malicia, de madera, pero vistosa.--Cuando
se anunció que el célebre _Moñitos_, con su cuadrilla, estrenaría
la Plaza durante las fiestas de nuestra patrona la Virgen del Mar,
despertóse en H*** más que entusiasmo, delirio. No se habló de otra
cosa desde un mes antes; y al llegar la gente torera, nos dió--no me
exceptúo--por jalearla, obsequiarla, convidarla y traerla en palmitas
desde la mañana hasta la noche. Les abrimos cuenta en el café, les
abrumamos á cigarros y les inundamos de jerez y manzanilla. Nos
cautivaba su trato franco y gravemente afable, aunque tosco; nos hacía
gracia su ingenuidad infantil, su calma moruna, aquel fatalismo que
les permitía arrostrar el peligro impávidos, y, en suma, aquel estilo
plebeyo, pero castizo, de grato sabor nacional. En pocos días cobramos
afición á unos hombres tan desprendidos y caritativos, valientes
hasta la temeridad y nunca fanfarrones, creyendo descubrir en ellos
cualidades que atraían y justificaban la simpatía con que en todas
partes son acogidos.

Yo me aficioné especialmente á un mocito como de quince años, pálido,
desmedrado, nervioso, que atendía por el alias de _Cominiyo_. Venía la
criatura con los toreros en calidad de _mono sabio_, y era la perla de
su oficio: un chulapillo vivo y ágil como un tití, que parecía volar.
Desde la primera de las cuatro corridas de aquella temporada en H***,
_Cominiyo_ llamó la atención y se ganó una especie de popularidad por
su arrojo, su agilidad de tigre, sus gestos cómicos y su oportunidad
en acudir adonde hacía falta. La parte que representaba _Cominiyo_ en
el drama desarrollado en el redondel era bien insignificante; pero
él se ingeniaba para realzar un papel tan secundario, y cuando de
los tendidos brotaban frases de elogio para el rapaz, sus macilentas
mejillas se iluminaban con pasajero rubor de orgullo, y sus ojos
negros, ricamente guarnecidos de sedosas pestañas, irradiaban triunfal
lumbre.

_Cominiyo_ me había confiado sus secretas ambiciones. Como el poeta de
bohardilla sueña la coronación en el Capitolio; como el recluta sueña
los tres entorchados; como obscuro escribiente la poltrona, _Cominiyo_
soñaba ser picador. En vez de ir á las ancas del caballo, quería ir
delante, luciendo la fastuosa chaquetilla de doradas hombreras, el
ancho sombrerón de fieltro, los calzones de ante, el rígido atavío de
esos hombres curtidos y recios, de piel de badana, en que no hacen
mella los batacazos. Pero, ¿cuándo lograría _Cominiyo_ ascender tan
alto? Probablemente así que hubiese demostrado de una manera indudable
su gran corazón; así que hiciese «una hombrá». Y dispuesto estaba á
hacerla á cualquier hora, y más que dispuesto deseoso, que el valor
pide ocasión y tiempo.

En la cuarta corrida presentóse la ocasión tan anhelada, y por cierto
que con trágico aparato. El tercer toro, hermoso bicho, de gran poder,
dió un juego tal desde que salió á la plaza, que llegó á causar cierto
pánico: como aquél pocos. Después de destripar por los aires á dos
caballos, la emprendió con el que montaba el picador Bayeta, y en un
santiamén dejó al jinete aplastado bajo la cabalgadura, en la cual se
ensañó y cebó furioso. Crítica era la situación del picador: el peso
del jaco le asfixiaba, y si se rebullese, con él la emprendería el
toro. En vano la cuadrilla, á capotazos, quería engañar y distraer á la
fiera, y Bayeta, ahogándose, asomaba la cabeza por detrás del espinazo
del jaco moribundo. Ya el toro se lanzaba hacia la nueva presa, y ya
el picador se veía recogido y despedido hasta las nubes, cuando una
figurilla menuda apareció firmemente plantada sobre el vientre del
tendido caballo, y, retando al toro con temeraria bizarría, le hirió
repetidas veces con la mano en el inflamado morro y hasta osó juguetear
con los agudos cuernos... mientras salvaban al picador. _Cominiyo_,
que realizada la proeza intentaba salir escapado, saltó hacia atrás,
resbaló en la viscosa sangre, un charco rojo que el caballo había
soltado de los pulmones, y el toro le pilló allí mismo, contra las
tablas, y le enganchó y levantó en alto y le dejó caer inerte.

Corrí á la enfermería y reconocí la herida del muchacho, comprobando
una cosa horrible que, á pesar de la impasibilidad profesional, me
causó grima. El toro había cogido á _Cominiyo_ por la espalda, en la
región lumbar; sin duda la fiera tenía astillado el cuerno, y en la
astilla sacó un jirón del hígado, una sangrienta piltrafa. _Cominiyo_
no tenía salvación, y su lucha con la muerte, sostenida por la juventud
y la índole de la misma lesión, fué larga y cruel. Ocho días le
devoró la fiebre inflamatoria, y como él ignoraba la gravedad de la
herida, se agitaba en un frenesí de alegres esperanzas y de ambiciosas
aspiraciones. La ovación tributada á su hazaña le tenía borracho de
gozo, y me decía entusiasmado, mientras yo trataba de calmar sus
dolores, que eran atroces, sobre todo al principio:

--Me he portao como los hombres. Digasté, ¿seré picador?

El día en que le acompañamos al cementerio, yo, al ver que le echaban
encima la húmeda tierra, pensé mucho sobre el heroísmo. Sería una
irrisión plantar laureles en la sepultura del rapaz... y, sin embargo,
á mí me parecía que de la misma madera del alma de _Cominiyo_ están
hechas las almas de algunos que podrían reclamar la sombra del árbol
sagrado para su tumba.

Mientras regresábamos comentando la suerte del atrevido mono sabio, yo
recordaba una copla popular:

        Hasta la leña en el monte
      tiene su separación:
      una sirve para santos,
      otra para hacer carbón.




                              JUSTICIERO


De vuelta del viaje, acababa el _Verdello_ de despachar la cena, regada
con abundantes tragos del mejor Avia, cuando llamaron á la puerta de la
cocina y se levantó á abrir la vieja, que, al ver á su nieto, soltó un
chillido de gozo.

En cambio, _Verdello_, el padre, se quedó sorprendido, y, arrugando el
entrecejo severamente, esperó á que el muchacho se explicase. ¿Cómo se
aparecía así, á tales horas de la noche, sin haber avisado, sin más ni
más? ¿Cómo abandonaba, y no en víspera de día festivo, su obligación en
Auriabella, la tienda de paños y lanería, donde era dependiente, para
presentarse en Avia con cara compungida, que no auguraba nada bueno?
¿Qué cara era aquélla, rayo? Y el _Verdello_, hinchando de cólera su
cuello de toro, iba á interpelar rudamente al chico, si no se interpone
la abuela, besuqueando al recién venido y ofreciéndole un plato de
guiso de bacalao con patatas, oloroso y todavía caliente.

El muchacho se sentó á la mesa frente á su padre. Engullía de un modo
maquinal: conocíase que traía hambre, el desfallecimiento físico de
la caminata á pie, en un día frío de enero; al empezar á tragar daba
diente con diente, y el castañeteo era más sonoro contra el vidrio del
vaso donde el vino rojeaba. El padre, picando una tagarnina con la
uña de luto, dejaba al rapaz reparar sus fuerzas. Que comiese... que
comiese... Ya llegaría la hora de las preguntas.

No tenía otro hijo varón; una hija, ya talluda, se había casado allá en
Meirelle ¡lejos! Este chico, Leandro, endeble nació y endeble se crió.
Al cabo, fruto de una madre tísica. Para proporcionarles bienestar á
la madre y al hijo, el _Verdello_ trajinaba día y noche por anchas
carreteras y senderos impracticables, ejercitando con ardor su tráfico
de arriería, comprando en las bodegas de los señores cosecheros y
revendiendo en figones y tabernas el rico zumo de las vides avienses.
Vino que catase y adquiriese el _Verdello_, vino era ¡voto al rayo!
y vino de recibo en color y sabor. No necesitaba el arriero, para
apreciar la calidad del líquido, beber de él: se desdeñaría de hacer
tal cosa. Le bastaba, estando en ayunas, echar dos ó tres gotas en la
punta de la lengua, esto para el sabor: y para el color, otras tantas
en la manga de la camisa, arremangada sobre el fornido brazo. Tal
mancha, tal calidad. Y allí quedaban las manchas color de violeta,
como armas parlantes de la arriería. El _Verdello_ podía decir, con
sólo mirar á las manchas, qué bodegas del Avia daban el vino más
honradamente moro.

¡Buen oficio el de arriero! ¡Buen oficio para el hombre que gasta pelos
en el corazón, que de nada se asusta y se lleva en el cinto sus cuatro
docenas de onzas, ó, ahora que no hay onzas, su fajo de billetes de á
cien, y como seguro de las onzas y los billetes, en un bolsillo del
chaquetón el revólver cargado, y en el otro la navaja, amén de la vara
de aguijón con puño y á veces la escopeta de tirar á las perdices en
tiempo de vacaciones! Porque hay sitios de la carretera que se pueden
pasar durmiendo; pero los hay que es poco rezar el Credo, y conviene
estar dispuesto á santiguar á tiros á los bromistas. Ya se habían
querido divertir con _Verdello_, y un corte de hoz y dos abolladuras de
estacazo tenía en la cabeza; pero llevó qué contar el gracioso. Mejor
dicho, no lo contó más que una semana.

Y sólo un _Verdello_ es capaz de andar siempre atravesado por los
caminos, sin parar y aguantando heladas, lluvias y calores. Así es que
no quiso que Leandro siguiera el perro oficio. El muchacho estaría
mejor á la sombra, bajo tejas, abrigado y comiendo á sus horas. Y así
que cumplió los trece años, le colocó en una tienda de Auriabella, una
casa muy decente. Al despedirse del chico con efusión de cariño brusco
y bárbaro, medio á pescozones, el padre le leyó la cartilla: «Aquí se
cumple... Aquí el hombre se porta, y si no, ojo conmigo... Honradez...
Trabajar... Como te descuides en lo menor, ya puedes prepararte,
¡rayo!».

No hubo necesidad de desplegar rigor. El principal de Leandro escribía
satisfecho. Era listo el chiquillo, sabía despachar, complacer, y
ascendía poco á poco desde la escoba de barrer la tienda y las cabezas
de cardo de alzar el pelo á los paños, al libro de contabilidad. Con
el tiempo vendría á ser el alma del establecimiento. La mujer del
_Verdello_, devorada por la consunción, murió tranquila respecto al
porvenir de su hijo, viéndole ya en su fantasía tendero acomodado,
grueso, tranquilo, de levita los domingos y en el bolsillo del chaleco
su buen reloj de oro.

Viudo, sin más compañía que la vieja, el _Verdello_, aunque robusto y
atlético, no pensaba en volver á casarse. Que se casase el rapaz, que
ya tenía sus diecinueve años. Alusiones y reticencias del principal
habían puesto al padre en sospechas de que Leandro andaba en pasos algo
libres. ¡Cosas de la edad! Que no le distrajesen de la obligación... y
lo demás no importa. ¿Á qué venía el ceño del patrón, cuando reconocía
que el chico no faltaba de su sitio nunca, y ni el mostrador ni la
caja quedaban desamparados ni un minuto? ¿Pues acaso él, el propio
_Verdello_, si rodaba por mesones y tugurios de ciudades, no tenía sus
desahogos, sin otras consecuencias? ¡Bah! Un hombre es un hombre... y
con más motivo, un rapaz.

Sin embargo, al verle llegar así, á horas impensadas, cabizbajo,
desencajado, el padre sintió allá dentro algo cortante y frío, como
el golpe de un puñal. ¿Qué sucedía? ¿Qué embuchado era aquél, demonio?
Y la mirada de sus pupilas fieras se clavaba en Leandro, queriendo
encontrar otras pupilas que rastreaban por el plato, mientras los
blancos dientes seguían castañeteando, ó de miedo ó de frío...

Acabóse la cena y salió abuela á preparar la cama, á rebuscar un jergón
y una manta, proyectando la añadidura de sus refajos colorados, ¡helaba
tanto aquella noche--! y sólo ya el padre con el hijo, salió disparada
la pregunta.

--¿Tú qué hiciste? ¡Rayo! ¿Tú qué hiciste? Sin mentir...

Como el muchacho callase, dando mayores señales de abatimiento, el
_Verdello_ pateó, y en un arranque, soltó la bomba:

--¡Tú has robado! ¡Tú has robado!

Con inmensa angustia, con movimiento infantil, Leandro quiso echarse
en brazos del padre; pero éste le rechazó de un modo instintivo y
violento, lanzándole contra la pared. El muchacho rompió á sollozar,
mientras el arriero, entre juramentos y blasfemias, repetía:

--¡Has robado... cochino! Robaste la caja, robaste á tu principal...
¡Para pintureros vicios! Y ahora lloras... ¡Rayo de Judas! ¡Me...!

Echaba espuma por la boca, braceaba, cerraba los puños... De repente
se aquietó. Para quien le conociese, era aquella quietud muy mala
señal. Callado, derecho en medio de la cocina, alumbrado por el
hediendo quinqué de petróleo y las llamas del hogar, parecía una
grosera estatua de barro pintado, con trágicos rasgos en el rostro,
donde se traslucían los negros pensares. ¡Tener un ladrón en casa!
Él, el _Verdello_, había sido toda la vida hombre de bien á carta
cabal: su palabra valía oro, sus tratos no necesitaban papel sellado,
ni señal siquiera. Palabra dicha, palabra cumplida. En las bodegas y
las tabernas ya conocían al _Verdello_. Traficar y ganar; pero con
vergüenza, sin la indecencia de quitar un ochavo á nadie... ¿Quién se
fiaría ya del padre de un ladrón? ¡Rayos! Y con desdén glacial, como si
escupiese un resto de colilla, arrojó al rostro del muchacho la frase:

--El robar no te viene de casta.

No hubo más respuesta que sollozos, y el padre añadió con la misma
frialdad:

--¿Cuánto cogiste? Porque mañana temprano salgo yo á devolverlo.

Alentó algo el culpable, y tratando de asegurar la voz, murmuró
débilmente y entre hipos:

--Ciento noventa y siete pesos y dos reales...

No pestañeó el arriero. Podía pagar. Se quedaba sin economías, pero...
¡Dios delante! Eso, en comparanza de otras cosas... Mientras echaba
sus cuentas, con la mano derecha se registraba faja y bolsos, sin duda
requisando el capital que guardaba allí, fruto de las ventas realizadas
en Cebre y en Parmonde... Acabado el registro, se volvió hacia el
muchacho, y señaló á la puerta trasera de la cocina:

--Anda ahí fuera. ¡Listo!

¿Fuera? ¿Á qué? No servía replicar. Leandro obedeció. ¡Qué bocanada
de hielo al entrar en la corraliza! La noche era de las de órdago: las
estrellas competían en brillar en el cielo, la escarcha en el suelo,
y el pilón del lavadero se acaramelaba en la superficie. El mastín
de guarda ladró al divisar á los dos hombres; pero su fiel memoria
afectiva le iluminó al instante, y loco de alegría se arrojó á Leandro,
apoyándole en el pecho las patas. Y cuando padre é hijo pasaron el
portón de la corraliza, el can echó detrás, meneando todavía la cola,
brincando de gozo. Anduvieron por sembrados y maizales cosa de un
cuarto de hora, hasta que el _Verdello_ hizo alto al pie de las tapias
de un huerto, derruidas ellas y abandonado él. Y empujando al muchacho,
le arrimó al tapial, y se colocó enfrente, ya empuñado el revólver.

Leandro se desvió con un salto rápido, de instinto animal. Comprendía,
y su juventud, la savia de los veinte años, protestaba sublevándose.
¡No, morir no! Quiso correr, huir á campo traviesa. Y aquel temblor
de antes, el de los dientes, el de las manos, descendió á sus piernas
flacuchas de mozo enviciado en mujerzuelas, y le doblegó, y le hizo
caer postrado, medio de rodillas, balbuceando:

--¡Perdón! ¡Perdón!

El padre se acercó; vió á la semiclaridad de los astros dos ojos
dilatados por el terror, que imploraban... é hizo fuego, justamente
allí, entre los dos ojos, cuya última mirada de súplica se le quedó
presente, imborrable. Cayó el cuerpo boca abajo, y el golpe sordo y
mate contra la tierra endurecida por la helada sonó extrañamente; el
perro exhaló un largo aullido, y el arriero se inclinó; ya no respiraba
aquella mala semilla.




                               ELECCIÓN


Lentamente iba subiendo la cuesta el carro vacío, de retorno, y sus
ruedas producían ese chirrido estridente y prolongado que no carece
de un encanto melancólico cuando se oye á lo lejos. Para el labriego,
es causa de engreimiento la agria queja del carro--pero esta vez, en
el corazón de Telme, resonaba con honda tristeza--. Á cada áspero
gemido sangraba una fibra. Tranquilos en su vigor, los bueyes pujaban,
venciendo el repecho; la querencia les decía que por allí iban
derechos al brazado de hierba, acabado de apañar. Sus hocicos babosos,
recalentados por la caminata, se estremecían aspirando la brisa del
anochecer, en que flotaba el delicioso perfume de la pradería.

Á la puerta de la casucha esperaba la mujer de Telme, la tía Pilara,
seca, negruzca, desfigurada, más que por la maternidad y los años, por
las rudas faenas campestres. Ayudó Pilara á su marido á desuncir el
carro, y mientras él encendía un cigarrillo, acomodó los bueyes en
el establo, separado por un tabique del _leito_ conyugal. No cruzaron
palabra. No era que no se quisieran; al contrario, queríanse bien
aquellos dos seres, á su modo; sino que el labriego es lacónico de
suyo, y la absoluta comunidad de intereses hace entenderse sin gastar
saliva. La actitud de Telme y su gesto decían á Pilara cuanto la
importaba saber. El hijo había salido útil, según el reconocimiento...
y por ende ya era _del rey_; era soldado.

Con un nudo á la garganta, con escozor en los párpados, dispuso Pilara
la cena, colocando sobre la artesa las dos escudillas de humeante
caldo _de pote_. Las despacharon, y, ahorrando luz, se acostaron al
punto. Oíase el rumiar de los bueyes, moliendo la hierba jugosa, y
no se oía á marido y mujer rumiar la pena, atravesada en el gaznate.
Dieron vueltas. Suspiró Pilara; Telme gruñó. ¡Vete noramala, sueño de
esta noche! De pronto--aún no pensaban en cantar los gallos--saltó de
la celdilla que sirve de cama al campesino mariñán, y encendiendo un
_misto_ y la candileja de petróleo, pasó al establo y se dispuso á
sacar la yunta. Pilara, sorprendida, medio soñolienta, le siguió. ¿Qué
era aquello? ¿Iba á la feria, por fin? Que esperase tan siquiera hasta
que ella trajese para los animales otra carga de _herbiña_... Y el
labriego, brusco y sombrío, respondió á media habla:

--No es menester... No van con el carro... No llevan más labor que
echar una pata delante de otra...

La mujer se quedó como de piedra. No insistió ¿Para qué? Sobraban las
explicaciones. Había comprendido. La limitada vida del labriego se
compone de hechos de significación indudable. Quien lleva á la feria la
yunta sin el carro, va á venderla. Á eso iba Telme: á deshacerse de sus
hermosos bueyes para librar al mozo.

Pasado el primer instante, como barril de mosto al que le quitan el
tapón, se soltó á chorros la aflicción de Pilara. La marcha de los
bueyes, para no volver más, era cosa tan dura, que la aldeana sintió
un dolor físico en las entrañas: la arrancaban lo mejor de su casa,
lo mejor de la parroquia, lo bueno del mundo. ¡En cuatro leguas _de
arredor_ no había yunta como aquélla, bueyes tan parejos, tan rojos,
de un rojo brillante como el limpio cobre, tan gordos, tan grandes, de
tanta ley para el trabajo, y tan mansos y amorosos, que un chiquillo de
siete años los lindaba!

Verdad que tampoco se conocía otro rapaz como Andresiño, más garrido,
más sano, más hombre... ¡Y también querían arrebatárselo! ¡Nuestra
Señora nos ayude, San Antonio nos valga! Pilara sollozaba á gritos,
arañándose el atezado rostro.

Telme, entretanto, en la corraliza, pasaba el _adival_ por entre las
astas de los bueyes, y rezongaba, rechazando á su desconsolada mujer.

--¡Pues ó los bueyes ó el mozo! Una de dos.

Echó la aldeana los brazos al buey de la izquierda, el Marelo--el más
guapo y forzudo, el que lucía una estrellita blanca en el testuz--y
á su manera, torpemente y hociqueando, besó los anchos ojos, tibios y
pestañudos, de la bestia.

La caricia equivalía á una despedida: la madre, lo mismo que el padre,
_escogían_ al suyo, al hijo: no querían enviarlo allá, á las islas
del demonio, donde la fiebre y la peste chupan á los hombres y el
machete los descuartiza. ¡Asus mío! Pero una cosa es _escoger_ á quien
cumple que se escoja, y otra no tener ley á la yunta, ¡que para no
tenérsela, había que ser de palo! Porque, á más de que aquella yunta
le ponía la ceniza en la frente á todas las de la Marina, se ha de
mirar de que Pilara y Telme llevaban años quitándose el mendrugo de
la boca para dárselo á los bueyes. La corteza de borona, la encaldada
de patatas, calabazo y berza, son alimentos que comparten el labrador
y el buey; lo que hace encaldada para el animal hace caldo para el
dueño. Si el buey engorda, es que el labrador se priva, mermando su
ración. La vanidad, ese tenacísimo sentimiento humano, que nunca pierde
sus derechos, también alienta en los labradores. Toda la parroquia
envidiaba la yunta, hasta tal extremo, que Pilara les había colgado de
las astas, de suerte que cayese en el remolino central del testuz, un
Evangelio y dos dientes de ajo encerrados en una bolsa, remedio contra
la _envidia_, que para el aldeano es una fuerza misteriosa, capaz de
maleficiar. Pero, aunque dañina, la envidia es lisonjera. Telme iba por
el camino real con sus bueyes, que ni el Papa en su silla. Y ahora...
ni fachenda, ni provecho, ni orgullo, ni labranza; al agua todo. EL
carro, perpetuamente inmóvil y en la corraliza; las tierras, sin arar;
los lucrativos _carretos_ de piedra y arena, para otros... No había
remedio. ¡La elección estaba hecha!

Así que se alejó Telme y dejó de oirse el paso acompasado de la yunta,
Pilara secó con el dorso de la áspera mano los últimos lagrimones, y,
resignadamente, se puso á disponer lo necesario para la cocedura. Con
llorar no se calienta el horno, ni se amasa la harina.

La aldeana bregó sin descanso. Mientras partía y disponía la leña y
sobaba la masa con las obscuras manos, la congoja iba calmándose.
Adiós los bueyes... pero ya vendría el rapaz. Si buena era la yunta,
Andresillo mejor. Á forzudo y á voluntario ninguno le ganaba. En un día
despabilaba él más obra que en una semana otros. Y ni pinga de vino, ni
camorrista, ni amigo de ir de tuna. Ganas tenía de arrendar un lugar
y casarse; pero ahora que sus padres se quedaban por él sin la luz de
los santos ojos... ya les ayudaría á juntar para otra pareja. Con lo
que tenían guardado en el pico del arca y el jornal de Andrés, en dos ó
tres años...

No pasaba de medio día cuando regresó Telme, cabizbajo, solo ya, con
las manos vacías, enrollado el _adival_ alrededor del cuerpo. Esta vez,
Pilara preguntó ansiosa: ¿cuánto? ¿cuánto? Telme tardó en responder. Al
cabo, mohíno, al sentarse á comer el pote con unto rancio y la _borona_
enmohecida--la _bolla_ fresca no había salido aún del horno, ni saldría
hasta la tarde--desató la lengua, entre reniegos, porque ya sabía
Telme que lo que bajase de cinco mil y pico era regalar la yunta; y
en aquella maldita feria no parece sino que se habían juramentado los
compradores para no ofrecer arriba de cuatro mil. Y era pillada y _mala
idea_, porque tan pronto como se los dejó á un chalán desconocido, con
acento andaluz, en cuatro mil y pico, otro de Breanda le dió ventaja
al chalán y se los llevó. ¡Pero tenían que ir al arca...! Y pronto,
pronto. Que él pediría emprestada la burra á Gorio de Quintás, y á las
tres, Dios mediante, había de estar en Marineda, depositando el dinero
á cambio del hijo...

Abrieron el arca, como si se hubiesen abierto las venas. Pilara cruzaba
las manos, gemía bajito, alzaba al cielo los ojos, se cogía la cabeza,
al volver del revés sobre la artesa el calcetín de lana gorda: los
ahorriños de tanto tiempo. Estaban en moneda sonante, en metálico:
el labriego no quiere guardar papel. Había duros relucientes del
nene, otros oxidados, mucha peseta, calderilla roñosa. Aunque sabían
al dedillo la cantidad, recontaron: sobraba un pico. Telme añudó lo
necesario en un pañuelo de algodón azul, por no mezclarlo con lo de la
venta, que iba casi todo en billetes de á cien, oculto á raíz de la
carne. Hecho esto, salió en demanda de la pollina.

Pilara aguardó, aguardó hasta las altas horas. No sabía si su hombre
dormía aquella noche en Marineda, para volver con el mozo, temprano.
Se acostó al fin. Á cosa de la una oyó llamar á voces, y conoció la
de Telme. La sangre le dió una vuelta. Saltó en camisa, encendió la
candileja, abrió: Telme, con la cara color de difunto, estaba delante
de ella. ¡Madre mía de las Angustias! ¿Qué pasaba! ¿Y Andresiño?

--¡Calla!--profirió Telme--; no me hables, que pego fuego á la casa, y
te parto los lomos y se los parto al mismísimo divino Dios... Ya hemos
quedado solos, mujer, sin bueyes y sin hijo. ¡El chalán de la feria...
me metió cuatro billetes falsos!

Y el padre, en vez de realizar sus amenazas de partir los lomos á
todo el mundo, se dejó caer al suelo y se arrancó el pelo á puñados,
llorando como las mujeres.




                               LA CHUCHA


Lo primerito que José San Juan--conocido por el _Carpintero_--hizo al
salir de la penitenciaría de Alcalá, fué presentarse en el despacho del
director.

Era José un mocetón de bravía cabeza, con la cara gris mate, color
de seis años de encierro, en los cuales sólo había visto la luz del
sol dorando los aleros del tejado. La blusa nueva no se amoldaba á
su cuerpo, habituado al chaquetón del presidio; andaba torpemente,
y la gorra flamante, que torturaba con las manos, parecía causarle
extrañeza, acostumbrado como estaba al antipático birrete.

--Venía á despedirme del señor director--dijo humildemente al entrar.

--Bien, hombre; se agradece la atención--contestó el funcionario--.
Ahora á ser bueno, á ser honrado, á trabajar. Eres de los menos malos;
te has visto aquí por un arrebato, por delito de sangre, y sólo con
que recuerdes estos seis años, procurarás no volver... Que te vaya
bien. ¿Quieres algo de mí?

--¡Si usted fuera tan amable, señor director... si usted quisiera!...

Animado por la benévola sonrisa del jefe soltó su pretensión.

--Deseo ver á una reclusa.

--Es tu _chucha_, ¿verdad?... Bueno: la verás.

Y escribió una orden para que dejasen entrar á Pepe el _Carpintero_
en el locutorio del presidio de mujeres. Bien sabía el director lo
que significaban aquellas relaciones entre penados, los galateos á
distancia y sin verse, de _chuchos_ y _chuchas_; el amor, rey del
mundo, que se filtra por todas partes como el sol, y llega donde éste
no llegó nunca, perforando muros, atravesando rejas.

Tenían casi todos los penados en la penitenciaría de mujeres una
_galeriana_ que por cariño remendaba y lavaba su ropa; una compañera de
infortunio á la cual no habían visto nunca v cuyas atenciones pagaban
con cartas, rebosando sentimentalismo ridículo... pero sincero. Era
el sacro amor, introduciéndose en aquel infierno para burlarse de la
severidad de las leyes humanas; la vida y sus afectos floreciendo allí,
donde el castigo social quiere convertir á los réprobos en cadáveres
con apariencia de vida. El presidio, un convento vetusto, y el penal
de mujeres, soberbio y flamante, contemplábanse desde cerca, mudos,
inmutables--pero un soplo de pasión contenida y ardiente, de primavera
amorosa, germinando entre la mugre de la _casa muerta_, iba de uno á
otro edificio como la caricia fecundadora que por el aire se envían las
palmeras de distinto sexo.

Tan grande emoción embargaba á Pepe al dirigirse al locutorio de
mujeres, que sus piernas temblorosas acortaban el paso... ¿Cómo sería
su _chucha_? ¡Por fin iba á verla! Y pensando en las formas de que
la había revestido su imaginación en las noches de insomnio ó en los
solitarios paseos patio abajo y arriba, todo el pasado revivía de
golpe en su memoria. Para comenzar, su entrada en presidio, resultado
de tener mal vino y pronta la mano; los primeros meses de sorda
excitación, de huraño aislamiento, viendo deslizarse los días como
pesadas ondulaciones de un río gris y triste. Después, cuando hizo
amigos, extrañáronse de que un muchacho cual él, guapo y terne, que si
estaba en trabajo era por ser muy hombre, no tuviera su _chucha_, su
_chucha_ como los demás. Ellos se encargaban del arreglo: escribirían
á sus amigas, y no faltaría en la casa de enfrente quien atendiese á
tan buen mozo. Un día le dijeron que su _chucha_ se llamaba Lucía, más
conocida por el apodo de la _Pelusa_, y Pepe la escribió, encontrando
dulce satisfacción en saber que más allá de aquellos muros había
alguien que pensaba en él y se interesaba por su vida. Pronto á este
goce espiritual se unieron satisfacciones del egoísmo; alababan la
limpieza de su ropa blanca y sentían envidia al ver ciertos manjares,
obra todo de la _Pelusa_, de la enamorada _chucha_, que, invisible
como un duende, tenía para él cuidados maternales.

--Pero, camarada, y qué suerte la tuya--le decían los compañeros de
pelotón con mal encubierta envidia.

--Esa _Pelusa_ es de oro--añadía un veterano del presidio, oráculo de
la gente joven.--Consérvala, chaval, que mujeres así entran pocas en
libra.

--Pero ¿cómo es?--preguntaba Pepe con creciente curiosidad.--¿Es joven?
¿Por qué está presa?

--Algo mayor que tú debe de ser, pues creo que no es ésta la primera
vez que visita la casa... Pero ¿qué te importa que sea joven ó vieja?
Tú déjate querer, que ésa es la obligación de los buenos mozos, y
cuando salgas en libertad búscate otra que te atienda lo mismo.

Pepe protestaba. Sentía duplicarse el agradecimiento hacia aquella
mujer; las relaciones, que al principio le parecían cosa de risa--buena
únicamente para distraer el tedio del encierro--le llegaban muy adentro
ya, y la gratitud se volvía atracción, viendo que no pasaba día sin que
en el rastrillo entregasen para él paquetes de tabaco, prendas de ropa
ó algo de comer que le sostenía fuerte y robusto y sano, librándole del
rancho insípido del penal, la peor engañifa para el hambre.

Pocos días dejaban de escribirse. Las primeras cartas respiraban ese
énfasis amoroso aprendido en los epistolarios populares; pero fueron
haciéndose más sinceras según los dos amantes, por aquel reiterado
contacto de alma, iban conociéndose. Hablaban de su situación, de la
desgracia en que se veían, en términos vagos--como si les causara rubor
decir por qué y de qué modo--y contaban fecha tras fecha el tiempo que
les faltaba para cumplir. Él saldría libre un año antes que ella...
¡Con qué tristeza lo repetía la pobre _chucha_! Y José protestaba
con entereza de muchacho enérgico, caballeresco á su manera, incapaz
de faltar á la palabra. Él esperaría á que saliera ella; se casarían
y serían felices; lo decía de corazón, sintiéndose ligado para toda
su vida por el reconocimiento á sacrificios que habían endulzado sus
amargas horas.

No sabía si aquello era amor; realmente nunca se había sentido
dominado por mujer alguna; no recordaba más que lances fáciles, los
encuentros casuales de su época obrera; pero á su _chucha_... la quería
sin conocerla y juraba no abandonarla jamás. No porque estuviese en
presidio era un canalla capaz de olvidar á aquella mujer que pensaba
en él á cada momento y trabajaba porque nada le faltase. Consistía
su única preocupación en saber algo de la historia ó del aspecto de
su _chucha_. Por desgracia, los mandaderos no la conocían; en la
Galera, regida por monjas, no entraba otro hombre sino el director; y
con escrupulosa delicadeza, ni él ni ella se atrevían en sus cartas
á hablar del pasado ni de sus personas, como temiendo que al entrar
luz se rasgara el ambiente del misterio amoroso y se disipase el
hechizo. Los últimos días, ¡qué turbación tan intensa!... Pepe hablaba
entusiasmado de la próxima salida, y ella contestaba lacónicamente;
sus palabras respiraban tristeza, casi se lamentaba de que el hombre
amado recobrase la libertad, recelando despertar del ensueño de seis
años. Y la misma impaciencia de sus últimos días de escribir dominaba á
Pepe cuando entró en el locutorio de las penadas. Después de entregar
la orden del director, quedóse solo, hasta que por fin, á través de
la tupida reja, oyó suaves pisadas femeniles. Dos monjas se apostaron
inmóviles en el fondo de la galería, donde no podían oir las palabras,
pero sí seguir con la vista todos los movimientos de la que ocupaba el
locutorio; y una galeriana fué aproximándose con paso torpe, cual si la
asustase llegar á la reja.

No hizo Pepe movimiento alguno. ¡Las monjas no le habían entendido!
Aquella mujer no era la que él buscaba; y miró con extrañeza á la
reclusa, especie de payaso de la miseria disfrazado con faldas grises;
criatura exigua, demacrada, encogida, los ojos saltones veteados de
sangre, el pelo canoso, cerril y escaso, alborotado sobre la frente, y
asomando entre los labios lívidos una dentadura enorme, amarillenta,
de caballo viejo. La mujer aparecía además mal pergeñada, sucia, como
si enfaenada en la furia del trabajo se hubiese olvidado de sí misma.
Se miraron algunos instantes con extrañeza, y acabaron sonriendo,
convencidos de la equivocación.

--No; no es usted--dijo Pepe.--Yo busco á la _Pelusa_. Me acaban de
poner en libertad y vengo á conocerla.

La galeriana se hizo atrás con rápido movimiento de mujer cuyo sistema
nervioso está en perpetua tensión por el género de vida.

--¿Eres tú... tú!... ¡Pepe!

Y se lanzó contra los hierros, como si buscase verle mejor, devorarle
con los ojos.

Permanecieron silenciosos breves instantes. Ella, pasada la primera
impresión, mostró profundo desaliento; sus ojos se llenaban de
lágrimas, tributo pagado á la decepción horrible. Él absorbía con la
mirada la degradación de aquella ruina, que parecía haber recogido en
su persona la vejez y la inmundicia de todo el presidio... ¡Dios, cuán
fea era! Tragándose el llanto, sofocando su tristeza, la _Pelusa_ fué
la primera en romper el silencio, como si deseara terminar cuanto antes
aquella escena penosa y difícil.

--¿Vienes á despedirte?... Bien hecho; se estima. Mira: yo mientras
viva, no te olvidaré.

Y bajó la cabeza para no mirarle: dijérase que su presencia la causaba
daño, revolviendo el rescoldo de su cariño de la entraña... condenado á
extinguirse.

--No, Lucía; vengo no más á verte. Ni me despido ni me voy... Vengo á
decirte... que soy el mismo... y á cumplirte la palabra.

Pepe profirió esto con fuerza, con acometividad, ofendiéndole la
sospecha de que aquella entrevista pudiese ser la última. Entonces
la _chucha_ se atrevió á contemplarle: pero con expresión de tierna
lástima, á estilo de madre que agradece dulces mentiras del hijo.

--No quieres darme mal rato... Bien, hombre... Dios te lo pague; pero
ya ves cómo soy: vieja, un susto, y además poca salud... ¡Si supieras
qué guerra les doy á las pobres hermanas con este corazón que siempre
me está doliendo!...

Se detuvo al llegar aquí, cual si se avergonzase. Su cara, de una
palidez blancuzca, tono de cera amasada con arcilla, se coloreó,
animándose. Hizo un esfuerzo y continuó:

--Estoy aquí por ladrona; no he hecho otra cosa en mi vida sino
robar... Y á ti ¡basta verte! tienes cara de bueno; habrás venido por
alguna desgracia... vamos, por bronca ó cosa parecida. No me engañes
¿para qué?... No vas á salir con que me quieres, hijo... Mírame bien...
¡Si puedo ser tu madre!

Impresionado por las palabras de la reclusa, Pepe quería discutirlas, y
las acogía con furiosos movimientos de cabeza; pero Lucía prosiguió sin
darle tiempo á que protestase:

--Estoy más enferma de lo que parece; después de este trago, ya sé
que no salgo de aquí con vida, ¡ay cómo me duele el perro corazón!...
Es que me han engañado; yo creí que eras uno de tantos, un verdadero
chucho, uno del presidio... Y por eso te quise. ¡Nada, cosas que se la
ponen á una en la cabeza; humo que se le mete allí!... ¡Y estaba yo
más atontecida! Ea, hombre, márchate y no te acuerdes del santo de mi
nombre. Dios te dé suerte, cuanta mereces, y que encuentres una mujer
según necesitas... Porque tú vales un imperio... ¡Eres mucho mozo,
caramba!

Lo murmuraba con el alma entera, pegando su pobre cabeza de caricatura
á los hierros, apretando contra ellos sus manos descarnadas, ansiosas
de tocar al deseado de sus ensueños, que se presentaba en la realidad,
joven, arrogante y con aquel aire de bondad y simpatía...

--No, _Pelusa_--contestó el mocetón con entereza--.Yo soy muy hombre,
y los hombres sólo tenemos una palabra. Prometí casarme contigo, y
esperaré á que salgas. No vengo á despedidas, sino á que me conozcas...
y á decirte hasta luego. Si te creerás que se olvidan seis años de
sacrificios, de vestirme y matarme el hambre, mientras tú sabe Dios lo
que comerías y cómo vivirías?... Pues ni que fuera yo un señorito de
ésos que viven estrujando á las mujeres...

Seguía la _Pelusa_ agarrada á los hierros, y vacilaba lo mismo que
si aquellas palabras cayesen con tremenda pesadumbre sobre su cuerpo
endeble.

--¿Pero va de veras?--murmuró con voz ronca--¿Serás capaz de quererme
así como soy?... ¿Vas á esperarme todo un año?

--Mira, _Pelusa_--continuó el muchacho--.Yo no sé si te quiero como á
las otras mujeres. Lo que te digo es que no pienso irme y no me iré...
¿Que no eres guapa, guapa? Conformes. ¿Pero es que en el mundo sólo las
guapas han de encontrar quien las quiera? No me importa lo que fuiste
ni por qué entraste aquí: á mi lado serás otra cosa. Esperaré trabajo;
el director, que es bueno, me empleará en las obras de la casa; si es
preciso pasaré necesidad, pediré limosna... Lo que te aseguro es que no
me largo, y que ahora soy yo, ¡yo! quien traerá á su _chucha_ ropa y
comida.

Lucía cerraba los ojos. Parecía que la deslumbraban las fogosas
palabras de aquel hombre, y echaba atrás el rostro contraído por
grotesca mueca, que expresaba asombro y felicidad.

--Tengo aquí clavado el agradecimiento--prosiguió Pepe--y ganas de
llorar cuando pienso en lo que has hecho por mí. ¿Dices que podrías
ser mi madre? Lo serás si quieres; yo no he conocido á la mía. Sales
y viviremos juntos; trabajaré para ti sin pensar más en copas ni en
amigos; á mi lado engordarás, te remozarás, y ¡á no acordarse de este
sitio! Tú aquí encontraste un hombre de bien, y yo la primera mujer de
mi vida.

--¡Dios mío!... ¡Virgen santísima! ¡Virgen!...

Era la _Pelusa_, que se desplomaba lentamente, mientras sus manos se
cubrían de arañazos al desasirse y deslizarse por el enrejado duro y
pinchador.

Cayó como un fardo de harapos, estremeciéndose, balbuceando entre
convulsiones, con vocecilla infantil:

--¡Pepe, Pepe mío!

Las dos monjas, mudos testigos de la entrevista, vieron caer á
la _Pelusa_ y corrieron para recoger del suelo aquel montón de
infelicidad.

Otras monjas, atraídas por los gritos, comenzaron por expulsar á Pepe
del locutorio; á pesar de sus ruegos y exclamaciones, las hermanas no
se daban cuenta de lo ocurrido. Si gustaba, podía volver otro día, con
permiso del director...

Pero ni lo pidió ni tuvo que buscar trabajo... ¿Para qué? Al día
siguiente la _Pelusa_ era borrada del registro del penal. El soplo de
ventura y de vida que el _chucho_ había llevado consigo al locutorio,
rompió el corazón de la miserable y la hizo libre.




                            EL VINO DEL MAR


Al reunirse en el embarcadero para estibar el balandro _Mascota_, los
cinco tripulantes salían de la taberna disfrazada de café, llamada de
_América_ y agazapada bajo los soportales de la marina fronterizos al
Espolón; tugurio donde la gentualla del muelle, marineros, boteros,
cargadores y _lulos_, acostumbra juntarse al anochecer. De cien
palabras que se pronuncien en el recinto obscuro, mal oliente, que
tiene el piso sembrado de gargajos y colillas y el techo ahumado á
redondeles por las lámparas apestosas, cincuenta son blasfemias y
juramentos, otras cincuenta suposiciones y conjeturas acerca del
tiempo que hará y los vientos reinantes. Sin embargo, no se charla
en _América_ á proporción de lo que se bebe; la chusma de zuecos
puntiagudos, anguarina embreada y gorro catalán es lacónica, y si
fuéseis á juzgar de su corazón y sus creencias por los palabrones
obscenos y sucios que sus bocas escupen, os equivocaríais como si
formaseis idea del profundo océano por los espumarajos que suelta
contra el peñasco.

Acababan de sonar las ocho en el reloj del instituto, cuando
acometieron aquellos valientes la faena de la estibadura, entre
gruñidos de discordia. Y no era para menos. ¿Pues no se emperraba el
terco del patrón en que la carga de bocoyes de vino, si había de ir
como siempre en la cala, fuese sobre cubierta? Aquello no lo tragaba
un marinero de fundamento como tío Reimundo, alias _Finisterre_, que
había visto tanta mar de Dios. Ahí topa la diferencia entre los que
navegaron en mares de verdad, donde hay tiburones y huracanes, y los
que toda la vida chapaletearon en una ponchera. ¡Zantellas del podrido
rayo! ¿Quería el patrón que el barco se les pusiese por sombrero?
¡Era menester estar loco de la cabeza, corcias! ¡Para más, en noche
semejante, con lo falsa que es esa costa de Penalongueira, y habiendo
empezado á soplar el sur, un viento traidor que lleva de la mano el
cambiazo al _nordés_! No se la pegaba al tío Reimundo la calma de la
bahía, sobre cuya extensión tersa y plácida prolongaban las mil luces
de la ciudad brillantes rieles de oro; al viejo le daba en la nariz el
aire _de allá_, de mar adentro, la palpitación del oleaje excitado por
la mordedura de la brisa. Todo esto, á su manera, broncamente, á media
habla, lo dijo _Finisterre_. El _Zopo_, otro experto, listo de manos y
contrahecho de pies, opinaba lo mismo.

Pero Adrián y el _Xurel_--mozalbetes que acababan de alegrarse unas
miajas con tres copas de caña legítima, y sentían duplicados sus
bríos--ya estaban rodando los bocoyes para encima de la _Mascota_.
Sabedores de que aquellos toneles encerraban vino, los manejaban con
fiebre de alegría codiciosa, calculando la suma de goces que encerraban
en sus panzas colosales. ¿Á ellos qué les importaban los gruñidos de
_Finisterre_? Donde hay patrón no manda marinero.

Entre gritos furiosos para pujar mejor, el _¡ahiaaá!_ y el _¡eieiea!_
del esfuerzo, acabóse la estibadura en una hora escasa. Sobre el cielo,
antes despejado, se condensaban nubes sombrías, redondas, de feo cariz.
Un soplo frío rizaba la placa lisa del agua. Juró _Finisterre_ entre
dientes, y renegó el patrón de los agoreros miedosos. Mejor si se
levantaba viento; ¡así irían con la vela tan ricamente! El balandro
no era una pluma, y necesitaba ayuda, ¡carandia! Y ocupó su lugar,
empuñando el timón. ¡Ea, ala, rumbo avante!

Como por un lago de aceite marcharon mientras no salieron de la bahía.
Según disminuía y se alejaba la concha orlada de resplandor y el rojo
farol del Espolón llegaba á parecer un punto imperceptible, y otro
la luz verde del puerto, el vientecillo terral insistía, vivaracho,
como niño juguetón. Habían izado la cangreja, y la _Mascota_ cortó el
oleaje más aprisa, no sin cabecear. Descansaban los remeros, bromeando.
Sólo _Finisterre_ se ponía fosco. Á cada balance de la embarcación le
parecía ver desequilibrarse la carga.

Ya trasponían la barra, y el alta mar luminosa, agitada por la resaca,
se extendía á su alrededor. Para _ponchera_, según el despreciativo
dicho del tío Reimundo, la ponchera «metía respeto». El patrón, á
quien se le iba disipando el humo de la caña, fruncía las cejas,
sintiendo amagos de inquietud. Puede que tuviese razón aquel roñicas
de _Finisterre_; la mar, sin saber por qué, no le parecía _mar de
gusto_... Tenía cara de zorra, cara de dar un chasco la maldita...

Al vientecillo se le antojó dormirse, y una especie de calma de plomo,
siniestra, abrumadora, cayó encima. Fué preciso apretar en los remos,
porque la vela apenas atiesaba. El balandro gemía, crujía, en el penoso
arranque de su marcha lenta. Súbitas rachas, inflando la cangreja
un momento, impulsaban la embarcación, dejándola caer después más
fatigada, como espíritu que desmaya al perder una esperanza viva. Y
cuando ya veían á estribor la costa peligrosa de Penalongueira, que era
preciso bordear para llegarse al puertecillo de Dumia y desembarcar el
género, se incorporó de golpe _Finisterre_, soltando un terno feroz.
Acababa de percibir, allá á lo lejos, ese ruido sordo y fragoroso de
la tempestad repentina, del salto del aire que azota de pronto la masa
líquida y desata su furor. El patrón, enterado, gritaba ya la orden de
arriar la vela. Aquello fué ni visto ni oído.

Enormes olas, empujándose y persiguiéndose como leonas enemigas,
jugaban ya con el balandro llevándolo al abismo ó subiéndolo á la
cresta espantosa. De cabeza se precipitaba la embarcación para
ascender oblicuamente al punto. El patrón, sintiendo su inmensa
responsabilidad, hacía milagros, animando, dirigiendo. ¡La tormenta!
¡Bah! Otras había pasado y salido con bien, gracias á Dios y á
nuestra Señora de la Guía, de quien se acordaba mucho entonces, con
ofrecimientos de misas y exvotos de barquitos, retratos de la _Mascota_
para colgar en el techo del santuario... Verdad; no era el primer
temporal que corrían; pero... no llevaban la carga estibada sobre
cubierta, sino en el fondo de la cala, bien apañadita, como Dios manda
y se requiere entre la gente del oficio. Y los que habían cometido
aquella barbaridad supina, ahora, á pesar de las furiosas voces de
mando del patrón, perdían los ánimos para remar, como si sintieran
en las atezadas mejillas el húmedo beso de la muerte... Sólo una
resolución podía salvarles. _Finisterre_ la sugirió, mezclando las
interjecciones con rudas plegarias. El patrón resistía, pero el cariño
á la vida tira mucho, y por unanimidad se resolvió largar al agua los
maldecidos bocoyes. ¡Afuera con ellos, antes que se corriesen á una
banda y sucediese lo que se estaba viendo venir! Sin más ceremonias
empujaron una de las barricas para lanzarla por encima de la borda...

Los que intentaron la faena sólo tuvieron tiempo de retroceder á
saltos. La barrica andaba; la barrica se les venía encima, ella sola.
Y las demás, como rebaño de monstruos panzudos, la seguían. Corrían,
rodaban, locas de vértigo, á hacinarse sobre la banda de babor, y el
balandro, hocicando, con la proa recta á la sima, daba espantoso salto,
el _pinche-carneiro_ vaticinado por _Finisterre_, y soltando en las
olas toda su carga, barricas y hombres, flotaba quilla arriba, como una
cáscara de nuez.

                   *       *       *       *       *

La primer noticia del naufragio se supo en el puertecillo de
Ángeles, frontero á la bahía, porque dos bocoyes salieron allí, á
la madrugada, y quedaron varados en la playa al retirarse la marea.
Corrió el rumor de la presa, y se apiñaron en la orilla más de cien
personas--pescadores, aldeanos, carreteros, carabineros, sardineras,
mujerucas, chiquillería--. Nadie ignoraba lo que significa la aparición
de bocoyes llenos en una playa de la costa. Aún les retumbaba en los
oídos el bramar de la tormenta. Pero ahora hacía un sol hermoso, un
día magnífico, _criador_. Era domingo; por la tarde bailarían en el
castañal; y con la presa, no había de faltar vino para remojar la
gorja. Nadie hizo comentarios tristes sino los pescadores--que, sin
embargo, se consolaron pensando en el rico vientre de las barricas...!
Sólo una vejezuela, que había perdido á su mozo, su hijo, de veinte
años, en un lance de mar, escapó de la playa dando alaridos, y apostada
cerca del carro en el cual fueron llevados los toneles al campo de la
romería, chillaba:

--¡No bebades, no bebades! Ese vino sabe á la sangre de los hombres y
al amarguío de la mar.

La hicieron el mismo caso que los tripulantes del balandro á
_Finisterre_.




                             FUEGO Á BORDO


Cuando salimos del puerto de Marineda--serían, á todo ser, las diez
de la mañana--no corría temporal, sólo estaba la mar rizada y de un
verde... vamos, un verde sospechoso. Á las once servimos el almuerzo, y
fueron muchos pasajeros retirándose á sus camarotes, porque el oleaje,
no bien salimos á alta mar, dió en ponerse grueso, y el buque cabeceaba
de veras. Algunos del servicio nos reunimos en el comedor, y mientras
llegaba la hora de preparar la comida, nos divertíamos en tocar el
acordeón y hacer bailar al pinche, un negrito muy feo: y nos reíamos
como locos, porque el negro, con las cabezadas de la embarcación y sus
propios saltos, se daba mil coscorrones contra el tabique. En esto, uno
de los muchachos camareros, que les dicen _estuarts_, se llega á mí.

--Cocinero, dos fundas limpias, que las necesito.

--Pues vaya usted al ropero, y cójalas, hombre.

--Allá voy.

Y sin más, entra y enciende un cabo de vela para escoger las fundas.

¡Aquel cabo de vela! Nadie me quitará de la cabeza que el condenado...
Dios me perdone, el infeliz del camarero lo dejó encendido, arrimado
á los montones de ropa blanca. Como un barco grande requiere tanta
blancura, además de las estanterías llenas y atestadas de manteles,
sábanas y servilletas, había en el _San Gregorio_ rimeros de paños de
cocina, altos así, que llegaban á la cintura de un hombre. Por fuerza
el cabo se quedó pegadito á uno de ellos, ó cayó de la mesa, encendido,
sobre la ropa. En fin, era nuestra suerte, que estaba así preparada.

Yo no sé qué cosa me daba á mí el cuerpo ya cuando salimos de Marineda.
Siempre que embarco estoy ocho días antes alegre como unas castañuelas,
y hasta parece que me pide el cuerpo algo de broma con los amigos y la
familia. Pues de esta vez... tan cierto como que nos hemos de morir...
tenía yo el viaje atravesado en el gaznate, y ni reía ni apenas
hablaba. La víspera del embarque le dije á mi esposa:

--Mujer, mañana tempranito me aplancharás una camisola, que quiero ir
limpio á bordo.

Por la mañana entró con la camisola, y le dije:

--Mujer, tráeme el pequeño que mama.

Vino el chiquillo y le di un beso, y mandé que me lo quitasen pronto
de allí, porque las entrañas me dolían y el corazón se me subía á
la garganta. También la víspera fuí á casa del segundo oficial, el
señorito de Armero, y estaba la familia á la mesa; y la madre que es
así una señora muy franca, no ofendiendo lo presente, me dijo:

--Tome usted esta yema, Salgado.

--Mil gracias, señora, no tengo voluntad.

--Pues lléveles éstas á los niños... ¿Y qué le pasa á usted, que está
qué sé yo cómo?

--Pasar, nada.

--¿Y qué le parece del viaje, Salgado?

--Señora, la mar está bella, y no hay queja del tiempo.

--No, pues usted no las tiene todas consigo. Le noto algo en la cara.

Para aquel viaje había yo comprado todos los chismes del oficio; por
cierto que en la compra se me fué lo último que me quedaba: setenta
duretes. Los chismes eran preciosos: cuchillos de lo mejor, moldes
superiores, herramientas muy finas de picar y adornar; porque en el
barco, ya se sabe: le dan á uno buena batería de cocina, grandes
cazos y sartenes, carbón cuanto pida, y víveres á patadas; pero
ciertas monaditas de repostería y de capricho, si no se lleva con qué
hacerlas... Y como yo tengo este pundonor de que me gusta sobresalir en
mi arte y que nadie me pueda enseñar un plato... Por cierto que esta
vanidad fué mi perdición cuando sostuve _restaurant_ abierto. Me daba
vergüenza que estuviese desairado el escaparate, sin una buena polla
en galantina, ó solomillo mechado, ó jamón en dulce, ó chuletas bien
panadas y con su papillotito de papel en el hueso... Y los parroquianos
no acudían; y los platos se morían de viejos allí; y cuando empezaban á
oler, nos los comíamos por recurso: mis chiquillos andaban mantenidos
con trufas y jamón, y el bolsillo se desangraba... Si no levanto
el _restaurant_, no sé qué sería de mí: de manera que encontrar
colocación en el barco y admitirla fué todo uno. Pensaba yo para mi
chaleco:--Ánimo, Salgado: de veintiocho duros que te ofrecen al mes,
mal será que no puedas enviarle doce ó quince á la familia. No es la
primera vez que te embarcas: vámonos á Manila, ¿quién sabe si allí te
ajustas en alguna fonda y te dan mil ó mil quinientos reales mensuales
y eres un señor? Lo dicho: la suerte, que arregla á su modo nuestros
pasos... Estaba de Dios que yo había de perder mis chismes, y pasar lo
que pasé, y volver á Marineda desnudo.

¿En qué íbamos? Sí, ya me acuerdo. Faltaría hora y media para la
comida, cuando nos pareció que por la puerta del ropero salía humo.
El que primero lo notó no se atrevía á decirlo: nos mirábamos unos á
otros, y nadie rompía á gritar. Por fin, casi á un tiempo, chillamos:

--¡Fuego! ¡Fuego á bordo!

Mire usted, no cabe duda; lo peor, en esos momentos en que se suceden
cosas horrorosas, es aturdirse y perder la sangre fría. Si cuando
corrió el aviso se pudiese dominar el pánico y mantener el orden; si
media docena de hombres serenos tomasen la dirección imponiéndose,
y aislasen el fuego en las tripas del barco, estoy seguro de que el
siniestro se evitaba. Yo, que todo lo presencié, que no perdí detalle,
puedo jurar que no entiendo cómo en un minuto se esparció la noticia
y ya no se vieron sino gentes que corrían de aquí para allí, locas de
miedo. Para mayor desdicha empezaba á anochecer, y la mar cada vez más
gruesa y el temporal cada vez más recio aumentaban el susto. Aquello se
convirtió en una Babel, donde nadie se entendía ni obedecía á las voces
de mando.

El capitán, que en paz descanse, era un mallorquín de pelo en pecho,
valentón, y no tiene que dar cuenta á Dios de nada, pues el pobrecillo
hizo cuanto estuvo en su mano; pero le atendían bien poco. Acaso debió
levantar la tapa de los sesos á alguno para que los demás aprendiesen;
bueno, no lo hizo; él fué el primero á pagarlo, ¡cómo ha de ser!
Nos metimos él y yo por el corredor de popa, con objeto de ver qué
importancia tenía el incendio; y apenas abrimos la puerta de hierro,
nos salió al paso tal columna de humo y tal cortina de llamas, que
apenas tuvimos tiempo á retroceder, cerrar y apoyarnos, chamuscados y á
medio asfixiar, en la pared. Yo le grité al capitán:

--Don Raimundo, mire que se deben cerrar también las puertas de hierro
á la parte de proa.

Él daría la orden á cualquiera de los que andaban por allí atortolados;
puede que al tercero de á bordo; no sé; lo cierto es que no se cumplió,
y en no cumplirse estuvo la mitad de la desgracia. Nosotros, á toda
prisa, nos dedicamos á refrescar con chorros de agua las puertas
de hierro, para que el horno espantoso de dentro no las fundiese y
saltasen dejando paso á las llamas. ¿De qué nos sirvió? Lo que no
sucedió por allí sucedió por otro lado. Nos pasamos no sé cuánto tiempo
remojando la placa, envueltos en humareda y vapor; mas al oir que por
la proa salían las llamas ya, se nos cansaron los brazos, y huyendo de
aquel infierno pasamos á la cubierta.

Verdaderamente cesó desde entonces la batalla con el fuego y las
esperanzas de atajarlo, y no se pensó más que en el salvamento; en
librar, si era posible, la piel: eso, los que aún eran capaces de
pensar; porque muchísimos se tiraron en el suelo, ó se metieron á
arrancarse el pelo por los rincones, ó se quedaron hechos estatuas,
como el tercero de á bordo, que tan pronto se declaró el incendio se
sentó en un rollo de cuerdas, y ni dijo media palabra, ni se meneó, ni
soñó en ayudarnos.

Á las dos horas de notarse el fuego, la máquina se paró. Si no se para,
tenemos la salvación casi segura; ardiendo y todo, llegaríamos al
puerto. Lo que recelábamos era que el vapor comprimido y sin desahogo
hiciese estallar la caldera. Todos preguntábamos al _engineer_, un
inglés muy tieso, muy callado y con un corazón más grande que la
máquina. No se meneaba de su sitio, ni se demudó poco ni mucho; abrió
todas las válvulas, y nos dijo con flema:

--Mi responde con mi _head_, máquina _very-good_, seguros por ella no
explosión.

Al ver que la pobre de la máquina se paraba, nos quedamos, si cabe,
más aterrados; no creímos que el incendio llegase hasta donde, por lo
visto, llegaba ya: comprendimos que el fuego no estaba localizado y
contenido, sino que era dueño de todo el interior del buque y no había
más remedio que cruzarse de brazos y dejarle hacer su capricho.

--¡Barco perdido, D. Raimundo!--dije al capitán.

--Barco perdido, Salgado.

--¿Y nosotros?

--Perdidos también.

--Esperanza en Dios, D. Raimundo.

Y él se echó las manos á la cabeza y dijo de un modo que nunca se me
olvida:

--¡Dios!

Yo no sé qué le habíamos hecho á Dios los trescientos cristianos
que en aquel barco íbamos; pero algún pecado muy gordo debió de
ser el nuestro, para que así nos juntase castigos y calamidades.
De cuantas noches de temporal recuerdo--y mire usted que algo se
ha navegado--ninguna más atroz, más furiosa que aquella noche. Una
marejada frenética; el barco no se sostenía: ola por aquí, ola
por acullá: montes de agua y de espuma que nos cubrían: ya no era
balancearse; era despeñarse, caer en un precipicio: parecía que la
tormenta gozaba en movernos y abanicarnos para avivar el incendio.
Soplaba un viento iracundo; llovía sin cesar: y la noche tan
negra, tan negra, que sobre cubierta no nos veíamos las caras. Unos
lloraban de un modo que partía el corazón; otros blasfemaban; muchos
decían:--¡Ay mis pobres hijos!--No entiendo cómo el timonel era capaz
de estarse tan quieto en su puesto de honor, manteniendo fijo el rumbo
del barco para que no rodase como una pelota por aquel mar loco.

Pronto empezaron á alumbrarnos las llamas, que salían por la proa no
ya á intervalos, sino continuamente, igual que si desde adentro las
soplasen con fuelles de fragua. Lo tremendo de la marejada hizo que
no se pensase en esquifes; meterse en ellos se reducía á adelantar la
muerte. En esto gritaron que se veía embarcación á sotavento.

¡Un buque! Desde que se declaró el incendio no habíamos cesado de
disparar cohetes y fuegos de bengala con objeto de que los buques, al
pasar cerca de nosotros, comprendiesen que el barco incendiado contenía
gente necesitada de socorro. Y vea usted cómo Dios, á pesar de lo que
dije antes, nunca amontona todas las desgracias juntas. Aún tenemos
que agradecerle que el sitio del siniestro es un punto de cruce, donde
se encuentran las embarcaciones que hacen rumbo al Atlántico y al
Mediterráneo. Pocas millas más adelante ya no sería fácil hallar quien
nos socorriese.

Al ver el buque, la gente se alborotó, y los más resueltos arriaron
los esquifes en un minuto. Allí no había capitán, ni oficiales, ni
autoridad de ninguna especie: los contramaestres se cogieron el
esquife mejor, y cabiendo en él treinta personas, resultó que lo
ocuparon sólo cinco. Ya se sabe lo que hace el miedo á morir: ni se
repara en el peligro, ni hay compasión, ni prójimo. Sin mirar lo
furioso del oleaje y lo imposible que era nadar allí, se echaron al mar
muchísimas personas, por meterse en los esquifes. Aún parece que oigo
las voces con que decían al contramaestre:

--¡Espere, nuestramo Nicolás, espere por la madre que le parió; la
mano, nuestramo!

Y él, en su maldita jerga catalana, respondía:

--_N’om fa rés; no’m fa rés._

Y cuando los infelices querían halarse al esquife y se agarraban á la
borda, los de dentro, desenvainando los cuchillos, amenazaban coserles
á puñaladas.

De esta vez hubo ya bastantes víctimas: los esquifes se alejaron y
nuestra esperanza con ellos. Después de recoger á aquellos primeros
náufragos, el buque siguió su rumbo, porque no le permitía mantenerse
al pairo el temporal.

¡Á todo esto, si viese usted cómo iba poniéndose la cubierta! Oíamos el
roncar del incendio, que parecía el resoplido de un animalazo feroz,
y á cada instante esperábamos ver salir las llamas por el centro del
buque y hundirse la cubierta. Nos arrimábamos cuanto podíamos á la
parte de popa, pues además el calor del suelo se hacía insoportable,
y del piso de hierro cubierto con planchas de madera salían, por los
agujeros de los tornillos, llamitas cortas, igual que si á un tiempo
se inflamasen varias docenas de fósforos sembrados aquí y acullá.
Ya ni el frío ni la obscuridad eran de temer: ¡qué disparate! buena
obscuridad nos dé Dios: la popa algunas veces estaba tan clara como
un salón de baile: iluminación completa: daba gusto ver el horizonte
cerrado por unas olas inmensas, verdes y negruzcas, que se venían
encima, y sobre las cuales volaba una orillita de espuma más blanca
que la nieve. También divisamos otro buque, un paquete de vapor, que
se paraba, sin duda, para auxiliarnos. ¡Estaba tan lejos! Con todo, la
gente se animó. El segundo, el señorito de Armero, se llegó á mí y me
tocó en el hombro.

--Salgado, ¿puede usted bajar á la cámara? Necesito un farol.

--Mi segundo, estoy casi ciego... Con el calor y el humo, me va
faltando la vista.

--Aunque sea á tientas... Quiero un farol.

Vaya, no sé yo mismo cómo gateé por las escaleras; la cámara era un
horno, el farol todavía estaba encendido; lo descolgué y se lo entregué
al segundo, convencido de que le daba el pasaporte para la eternidad,
pues el esquife en que él y otros cuantos se decidieron á meterse era
el más chico y estaba muy deteriorado. Lo arriaron, y por milagro
consiguieron sentarse en él sin que zozobrase. Entonces empezó la gente
á lanzarse al mar para salvarse en el esquife, y pude notar que, apenas
caían al agua, morían todos. Alguno se rompió la cabeza contra los
costados del buque; pero la mayor parte, sin tropezar en nada, expiró
instantáneamente. ¿Era que hervía el agua con el calor del incendio y
los cocía? ¿Era que se les acababa las fuerzas? Lo cierto es que daban
dos paladitas muy suaves para nadar, subían de pronto las rodillas á la
altura de la boca, y flotaban ya cadáveres.

Los del esquife remaban desesperadamente hacia el barco salvador. Supe
después que, á la mitad del camino, notaron que el esquife, roto por
el fondo, hacía agua y se sumergía; que pusieron en la abertura sus
chaquetas, sus botas, cuanto pudieron encontrar; y no bastando aún,
el señorito de Armero, que es muy resuelto, cogió á un marinerillo,
lo sentó ó, por mejor decir, lo embutió en el boquete y le dijo (con
perdón):

--¡No te menees y tapa con el...!

Gracias á lo cual llegaron al buque y les pudimos ver ascendiendo sobre
cubierta. No sé si nos pesaba ó no el habernos quedado allí sin probar
el salvamento. ¡Los muertos ya estaban en paz, y los salvados... qué
felices! El buque aquel tampoco se detenía; era necesario aguardar á
que Dios nos mandase otro, y resistir como pudiésemos todo el tiempo
que tardase. Es verdad que nuestro _San Gregorio_ aún podía durar. Al
fin era un gran vapor de línea, con su cargamento, y daba qué hacer á
las llamas. El caso era refugiarse en alguna esquina, para no perecer
abrasados.

Al capitán se le ocurrió la idea de trepar á la cofa del gran árbol
de hierro, del palo mayor. Mientras el barco ardía, creyó él poder
mantenerse allí, seguro y libre de las llamas, como un canario en su
jaula. Yo, que le vi acercarse al palo, le cogí del brazo en seguida.

--No suba usted, capitán; ¿pues no ve que el palo se tiene que doblar
en cuanto se ponga candente?

El pobre hombre, enamorado del proyecto, daba vueltas alrededor del
palo, estudiando su resistencia. Creo que si más pronto le anuncio la
catástrofe, más pronto sucede. ¡El árbol... pim! se dobló de pronto,
lo mismo que el dedo de una persona, y arrastrado por su peso, besó
el suelo con la cima. Por listo que anduvo el capitán, como estaba
cerca, un alambre candente de la plataforma le cogió el pie por cerca
del tobillo, y se lo tronzó sin sacarle gota de sangre, haciendo á
un tiempo mismo la amputación y el cauterio: respondo de que ningún
cirujano se lo cortaba con más limpieza.

Le levantamos como se pudo, y colocando un sofá al extremo de la popa,
le instalamos del mejor modo para que estuviese descansado. Se quejaba
muy bajito, entre dientes, como si masticase el dolor, y medio le oí:
«¡Mi pobre mujer!, mis hijitos queridos, ¿qué será de ellos?». Pero de
repente, sin más ni más, empezó á gritar como un condenado, pidiendo
socorro y medicina. ¡Sí, medicina! ¡Para medicinas estábamos! Ya el
fuego había llegado á la cámara, y á pesar del ruido de la tormenta,
oíamos estallar los frascos del botiquín, la cristalería y la vajilla.
Entonces el desdichado comenzó á rogar, con palabras muy tristes,
que le echásemos al agua, y usando, por última vez, de su autoridad á
bordo, mandó que le atásemos un peso al cuerpo. Nos disculpamos con
que no había con qué atarle, y él, que al mismo tiempo estaba sereno,
recordó que en la bitácora existe una barra muy gruesa de plomo,
porque allí no puede entrar hierro ni otro metal que haga desviar la
aguja imantada. Por más que nos resistimos, fué preciso arrancarla y
colgársela del cuello, y como el peso era grande y le obligaba á bajar
la cabeza, tuvo que sostenerlo con las dos manos, recostándose en el
respaldo del sofá. Como llevaba en el bolsillo su revólver, lo armó,
y suplicó que le permitiesen pegarse un tiro y le arrojasen al mar
después. ¡Naturalmente que nos opusimos! Le instamos para que dejase
amanecer; con el día se calmaría la tormenta, y algún barco de los
muchos que cruzaban nos salvaría á todos. Le porfiábamos y le hacíamos
reflexiones de que el mayor valor era sufrir. Por último, desmontó y
guardó el revólver, declarando que lo hacía por sus hijos nada más. Se
quejó despacito y se empeñó en que habíamos de buscar y enseñarle el
pie que le faltaba. ¿Querrá usted creer que anduvimos tras del pie por
toda la cubierta y no pudimos cumplirle aquel gusto?

Después del lance del capitán, ocurrió el del oficial tercero, y se me
figura que de todos los horrores de la noche fué el que más me afectó.
¡Lo que somos, lo que somos! Nada: una miseria. El tercero era un
joven que tenía su novia, y había de casarse con ella al volver del
viaje. La quería muchísimo, ¡vaya si la quería! Como que en el viaje
anterior le trajo de Manila preciosidades en pañuelos, en abanicos de
sándalo, en cajitas, en mil monadas. No obstante... ó por lo mismo...
en fin, ¡qué sé yo! Desgracias y flaquezas de los mortales... el pobre
andaba triste, preocupado, desde tiempo atrás. Nadie me convencerá de
que lo que hizo no lo hizo _queriendo_, porque ya lo tenía pensado de
antes y porque le pareció buena la ocasión de realizarlo. Si no, ¿qué
trabajo le costaba intentar el salvamento con el señorito de Armero?
Ya determinado á morir, tanto le daba de un modo como de otro, y al
menos podía suceder que en el esquife consiguiese librar la piel. Bien,
no cavilemos. Él no dió señales de pretender combatir el fuego, y
mientras nosotros manejábamos el _caballo_ y soltábamos mangas de agua
contra las puertas, envueltos en llamas y humo, él quietecito y como
atontado. Al marcharse el señorito de Armero, le llamó á la cámara para
entregarle su reloj--un reloj precioso con tapa de brillantes--y dos
sortijas muy buenas también, encargándole que se las llevase á su novia
como recuerdo y despedida. Lo que yo digo: el hombre se encontraba
resuelto á morir. Luego subió á popa, y le vi sentado, muy taciturno,
con la cabeza entre las manos. Á dos pasos me coloqué yo. Él se volvió
y me dijo:

--Cocinero ¿tiene usted ahí un cigarro?

--Mi oficial, sólo tengo picadura en el bolsillo del chaquetón... Pero
éste tiene tabacos, de seguro...--añadí, señalando á un camarero que
estaba allí cerca.--¿Querrá usted creer que el bruto del camarero se
resistía á meter la mano en el bolsillo y soltar el cigarro? Animal--le
grité--no seas tacaño ahora; ¿de qué te servirá el tabaco si vamos
todos á perecer?--En vista de mis gritos, el hombre aflojó el cigarro.
El tercero lo encendió, y daría, á todo dar, tres chupadas; á cada una
le veía yo la cara con la lumbre del cigarro: un gesto que ponía miedo.
Á la tercer chupada, acercó á la sien el revólver, y oímos el tiro.
Cayó redondo, sin un _ay_.

Nadie se asustó, nadie gritó: casi puedo decir que nadie se movió:
estábamos ya de tal manera, que todo nos era indiferente. Sólo el
capitán preguntó desde el sofá.--¿Qué es eso? ¿qué ocurre?--El tercero
que se acaba de levantar la tapa de los sesos.--¡Hizo bien!--De allí
á poco rato murmuró.--Echarle al mar.--Obedecimos, y á ninguno se le
ocurrió rezar el _Padre nuestro_.

¡Es que se vuelve uno estúpido en ocasiones semejantes! Figúrese usted
que en los primeros instantes, recogió el capitán, de la caja, seis mil
duros y pico en oro y billetes; seis mil duros y pico que anduvieron
rodando por allí, sobre cubierta, sin que nadie les hiciese caso, ni
los mirase. En cambio, al piloto se le había metido en la cabeza buscar
el cuaderno de bitácora, y se desdichaba todo porque no daba con él,
lo mismo que si fuese indispensable apuntar á qué altura y latitud
dejábamos el pellejo. Pues otra rareza. En todo aquel desastre, ¿quién
pensará usted que me infundía más lástima? El perro del capitán, un
terranova precioso, que días atrás se había roto una pata y la tenía
entablillada: el animalito, echado junto al timón, remedaba á su
amo: los dos iguales, inválidos y aguardando por la muerte. ¡Si seré
majadero! El perro me daba más pena.

Ya las llamas salían por sotavento, y la mañana se iba acercando. ¡Qué
amanecer, Virgen Santa! Todos estábamos desfallecidos, muertos de sed,
de frío, de calor, de hambre, de cansancio y de cuanto hay que padecer
en la vida. Algunos dormitaban. Al asomar la claridad del día, salió
del centro del barco una hoguera enorme: por el hueco del palo mayor se
habían abierto paso las llamas, y la cubierta iba sin duda á hundirse,
descubriendo el volcán. Contábamos con el suceso, y á pesar de que
contábamos, nos sorprendió terriblemente. Empezamos á clamar al cielo,
y muchos á enseñarle el puño cerrado, preguntando á Dios:

--¿Pero qué te hicimos?

El capitán, que tiritaba de fiebre, me dijo gimiendo:

--¡Agua! ¡por caridad, un sorbo de agua!

¡Agua! Puede que la hubiese en el aljibe. Así que lo pensé fuí hacia él
y se me agregaron varios sedientos, poniendo la boca en unos remates
que tiene el aljibe y son como biberones por donde sale el agua. ¡Qué
de juramentos soltaron! El agua, al salir hirviendo, les abrasó la
boca. Yo tuve la precaución de recibirla en mi casquete y dejarla
enfriar. El capitán continuaba con sus gemidos. Tuve que dársela medio
templada aún. ¡Me miró con unos ojos!

--Gracias, Salgado.

--No hay de qué, capitán... ¡Se hace lo que se puede!

La tormenta, en vez de ir á menos, hasta parece que arreciaba desde que
era de día. Para no caer al mar, nos cogíamos á la barandilla. Pasó
un barco y por más señales que le hicimos, no se detuvo: y debió de
vernos, pues cruzó á poca distancia. Á mí me dolían de un modo cruel
los ojos, secos por el fuego, y cuanto más descubría el sol, menos veía
yo, no distinguiendo los objetos sino como al través de una niebla. Por
otra parte, me sentía desmayar, pues desde el almuerzo de la víspera no
había comido bocado, y se me iba el sentido. Casualmente se encontraban
sobre cubierta, descuartizadas y colgadas, las reses muertas para el
consumo del buque, y con el calor del incendio estaban algo asadas ya.
Los que nos caíamos de necesidad nos echábamos sobre aquel gigantesco
rosbif, medio crudo, y refrescamos la boca con la sangre que soltaba.
Nos reanimamos un poco.

Á medio día sucedió lo que temíamos: quedó cortada la comunicación
entre la proa y la popa, derrumbándose con gran estrépito media
cubierta y viéndose el brasero que formaba todo el centro del
barco. Salieron las llamas altísimas, como salen de los volcanes, y
recomendamos el alma á Dios, porque creímos que iban á alcanzarnos.
No sucedió esto por dos razones: primera, por tener el buque, en
vez de obra muerta de madera, barandilla de hierro; segunda, por
estar las puertas de hierro cerradas hacia la parte de popa, lo cual
contuvo el incendio por allí, obligándole á cebarse en la proa. De
todas maneras, no debían las llamas de andar muy lejos de nuestras
personas, ya que á eso de las tres de la tarde empezamos á advertir
que el piso nos tostaba las plantas de los pies. Atamos á una cuerda
un cubo, y lo subíamos lleno de agua de mar, vertiéndolo por el suelo
para refrescarlo un poco. Ya comprendíamos lo estéril del recurso, y
en medio de lo apurados que estábamos, no faltó quien se riese viendo
que era menester levantar primero un pie y luego bajar aquél y levantar
el otro, para no achicharrarse. Serían las tres. El capitán me llamó
despacito.

--Salgado, ¡cuánto mejor era morir de una vez!

--Para morir siempre hay tiempo, mi capitán. Aún puede que la Virgen
Santísima nos saque de este apuro.

Claro que yo se lo decía para darle ánimos: allá en mi interior
calculaba que era preciso hacer la maleta para el último viaje. Bien
sabe Dios que ni pensaba en las herramientas que había perdido, ni en
mi propia muerte, sino sólo en los chiquillos que quedaban en tierra.
¿Cómo los trataría su padrastro? ¿Quién les ganaría el pan? ¿Saldrían
á pedir limosna por las calles? Á lo que yo estaba resuelto era á no
morir asado. Miré dos ó tres veces al mar, reflexionando cómo me
tiraría para no romperme la cabeza contra el casco y no sufrir más
martirio que el del agua cuando me entrase en la boca. Para acabar de
quitarnos el valor, pasó un barco sin hacer caso de nuestras señales.
Le enseñamos el puño y hubo quien le gritó:--Permita Dios que te veas
como nos vemos.

Ya nos rendía los brazos la faena de bajar y subir baldes de agua,
que era lo mismo que querer apagar con saliva una hoguera grande: y
convencidos de que perdíamos el tiempo y que era igual perecer un
cuarto de hora antes ó después, el que más y el que menos empezó á
pensar cómo se las arreglaría para hacer sin gran molestia la travesía
al otro barrio. Yo me persigné, con ánimo de arrojarme en seguida al
mar. ¡Qué casualidades! Hete aquí que aparece una embarcación, y en vez
de pasar de largo, se detiene.

Ya estaba el barco al habla con nosotros: una goleta inglesa, una
hermosa goleta que desafiaba la tempestad manteniéndose al pairo. Los
que conservaban ojos sanos pudieron leer en su proa, escrito con letras
de oro, Duncan. Empezamos á gritar en inglés, como locos desesperados:

--_¡Schooner! ¡Schooner! ¡Come near!_

--_¡Throw to the water!_ nos respondían á voces, sin atreverse á
acercarse. ¡Echarnos al agua! ¡No quedaba otro recurso, y éste era tan
arriesgado! En fin, qué remedio: los esquifes no podían aproximarse,
por el temporal, y el buque menos aún. Nuestro _San Gregorio_, cercado
por todas partes de llamas inmensas, ponía miedo. Había que escoger
entre dos muertes, una segura y otra dudosa. Nos dispusimos á beber el
sorbo de agua salada.

El primer chaleco salvavidas que nos arrojaron al extremo de un cabo,
se lo ofrecimos al capitán.

--Ánimo, le dijimos. Póngase usted el chaleco y al mar: mal será que no
bracee usted hasta la goleta.

--¡No puedo, no puedo!

--Vaya, un poco de resolución.

Se lo puso y medio murmuró, gimiendo:

--Tanto da así como de otro modo.

Y acertaba. Aquello fué adelantar el desenlace y nada más. Se conoce
que ó la humedad del agua ó el sacudimiento de la caída le abrieron
las arterias del pie tronzado y se desangró en un decir Jesús; ó acaso
el frío le produjo calambre; no sé: el caso es que le vimos alzar los
brazos, juntarlos en el aire, y colarse por ojo del salvavidas al fondo
del mar. Quedaron flotando el chaleco y la gorra: á él no le vimos ya
más en este mundo.

Seguían echándonos, desde la goleta, cabos y salvavidas, y la gente,
visto el caso del capitán, recelaba aprovecharlos. Yo me decidí primero
que nadie. Ya quería, de un modo ó de otro, salir del paso. Pero
antes de dar el salto mortal, reflexioné un poco y determiné echarme
de soslayo, como los buzos, para que la corriente, en vez de batirme
contra el buque, me ayudase á desviarme de él. Así lo hice, y en
efecto, tras de la zambullida, fuí á salir bastante lejos del _San
Gregorio_. Oía los gritos con que desde el _schooner_ me animaban, y oí
también el último alarido de algunos de mis compañeros, á quienes se
tragó el agua ó zapatearon las olas contra los buques. Yo choqué con
la espalda en el casco del _Duncan_: un golpe terrible, que me dejó
atontado. Cuando me halaron, caí sobre cubierta como un pez muerto.

Acordé rodeado de ingleses. Me decían: _¡go! ¡cook! ¡go!_ ¡á la cámara!
Me incorporé y quise ir adonde me mandaban, pero no veía nada, y
después de tantos horrores me eché á llorar por primera vez, exclamando:

--_My no look_... ciego... enséñenme el camino...

Me levantaron entre dos y me abracé al primero que tropecé, que era un
grumete y rompió también á llorar como un tonto. No sé las cosas que
hicieron conmigo los buenos de los ingleses. Me obligaron á beber de un
trago una copa enorme de _brandy_, me pusieron un traje de franela, me
dieron fricciones, me acostaron, me echaron encima qué sé yo cuántas
mantas, y me dejaron solito.

¿Qué sentí aquella noche? Verá usted... Cosas muy raras; no fué
delirar, pero se le parecía mucho. Al principio sudaba algo y no tenía
valor para mover un dedo, de puro feliz que me encontraba. Después, al
oir el ruido del mar, me parecía que aún estaba dentro de él, y que
las olas me batían y me empujaban aquí y allí. Luego iban desfilando
muchas caras: mis compañeros, el tercero á la luz del cigarro, el
capitán, y gentes que no veía hacía tiempo, y hasta un chiquillo que se
me había muerto años antes...

En fin, por acabar luego: llegamos á Newcastle, se me alivió la vista,
el cónsul nos dió una guinea para tabaco, y á los pocos días nos
embarcamos en un barco español con rumbo á Marineda. ¡Qué diferencia
del buque inglés! Nuestros paisanos nos hicieron dormir en el pañol
de las velas, sobre un pedazo de lona: apenas conseguimos un poco de
rancho y galleta por comida: como si fuésemos perros.

De la llegada, ¿qué quiere usted que diga? Á mi mujer le habían dado
por cierta mi muerte; en la calle le cantaban los chiquillos coplas
anunciándosela. Supóngase usted cómo estaba, y cómo me recibió. Ahora
he de ir al santuario de la Guardia: no tengo dinero para misas; pero
iré á pie, descalzo, con el mismo traje que tenía cuando me halaron
sobre la cubierta del _Duncan_: chaleco roto por los garfios del
salvavidas, pantalón chamuscado, y la cabeza en pelo; se reirán de
verme en tal facha: no me importa: quiero besar el manto de la Virgen,
y rezar allí una _Salve_.

Me faltará para pan, pero no para comprar una fotografía del _San
Gregorio_... ¿Ha visto usted cómo quedó? El casco parece un esqueleto
de persona, y aún humea: el cargamento de algodón arde todavía:
dentro se ve un charco negro, cosas de vidrio y de metal fundidas y
torcidas... ¡Imponente!

¿Que si me da miedo volver á embarcarme?... ¡Bah! ¡Lo que está de
Dios... por mucho que el hombre se defienda...! Ya tengo colocación
buscada. ¿Quiere usted algo para Manila? ¿Que le traiga á usted algún
juguete de los que hacen los chinos? El domingo saldremos...

                   *       *       *       *       *

Di al cocinero del _San Gregorio_ unos cuantos puros. Tiene el cocinero
del _San Gregorio_ buena sombra y arte para narrar con viveza y
colorido. Durante la narración, vi acudir varias veces las lágrimas á
sus ojos azules, ya sanos del todo.




                                LA PAZ


Declarada la guerra entre los dos bandos enemigos, cada cual pensó en
armarse. La elección de jefes no ofrecía dificultad: Pepito Lancín era
aclamado por los de los bancos de la izquierda, y Riquito (Federico)
Polastres por los de la derecha. Merecían los dos caudillos tan
honorífico puesto.

Con su travesura y su viveza de ingenio inagotable, Pepito Lancín
conseguía siempre divertir á los compañeros de colegio, discurriendo
cada día alguna saladísima diablura, y volviendo loco al catedrático
de Historia, don Cleto Mosconazo, á quien había tomado por víctima.
Ya le metía dentro del tintero una rana viva; ya le disparaba con la
cerbatana garbanzos y guisantes; ya le untaba de pez el asiento, para
que se le quedasen pegadas las faldillas del gabán; ya le colocaba
un alfiler punta arriba en el brazo del sillón, donde el señor de
Mosconazo tenía costumbre de pegar con la mano abierta mientras
explicaba á tropezones las proezas de Aníbal ó las heroicidades de
Viriato el pastor. Verdad que, después de cada gracia, Pepito Lancín
«se cargaba» su castigo correspondiente: ya el tirón de orejas, ya el
encierro á pan y agua, ya la hora de brazos abiertos ó de rodillas;
y cuando algún disparo de la cerbatana hacía blanco en la nariz del
profesor, éste recogía el proyectil y lo deslizaba debajo de la rótula
del delincuente arrodillado. Parece poca cosa estarse de rodillas sobre
un garbanzo una horita, ¿eh? ¡Pues hagan la prueba y verán lo que es
bueno!

Lejos de mermar el prestigio de Pepito Lancín, los castigos sufridos
con estoicismo alegre, mezclando las muecas de burla con las
contracciones del dolor, le hacían más popular entre los muchachos.
En cuanto á Riquito Polastres, su fama reconocía otro origen: las
cualidades morales é intelectuales, la constancia y la agudeza eran
privilegio de Lancín; de Polastres, la fuerza física, unos puños como
pesas de gimnasia y un pecho como la proa de un navío. El diminutivo
de Federiquito parecía un epigrama, mirando aquel corpachón y aquellas
manazas descomunales, y presenciando cómo el muchacho, de una puñada,
hacía astillas el pupitre, y de una morrada deshacía una jeta _de
hombre_: porque en esto se fundaba la gloria, la prez de Riquito; á los
doce años había calentado los morros al asistente del papá de su novia,
que quería espantarle del portal como se espanta á un perro faldero.
Sí; ¡buen faldero te dé Dios! Aún tenía el zanguango del asistente un
ojo hecho una lástima y un carrillo inflado, de resultas de la trompada
fenomenal que le atizó Riquito...

Esta contraposición de aptitudes que se observaba en los dos jefes de
bando, provocó la declaración de guerra, porque cada día se chungueaban
los izquierdos á cuenta de los derechos, tratando á Riquito de _mulo_
y de _zoquete_, y los derechos acusaban á los izquierdos de _gallinas_
y de _señoritas almidonadas_, lo cual es altamente ofensivo y no puede
quedar impune. Nada, nada, á armar una guerra; el campo de batalla
sería el descampado fronterizo al hospital y á espaldas del cuartel
nuevo; allí se vería quién es quién, y si los de la izquierda gastan
enaguas ó pantalones. No ha de ser una pedrea vulgar, como otras veces,
sino una batalla en regla, igual que las que traen los periódicos; se
emplearán armas blancas y de fuego; cada cual recogerá en su casa lo
que encuentre, y los dos bandos se encontrarán á las seis de la mañana,
una hora antes de entrar en clase--porque después pasa gente y andan
cerca «los del orden»--en el sitio señalado, al mando de sus jefes
respectivos.

Ni un combatiente faltó de las filas.

El entusiasmo, el ardor bélico, se reflejaban en todos l