Aguas fuertes

By Armando Palacio Valdés

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Title: Aguas fuertes


Author: Armando Palacio Valdés



Release Date: May 3, 2010  [eBook #32235]

Language: Spanish


***START OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK AGUAS FUERTES***


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AGUAS FUERTES

NOVELAS Y CUADROS

POR

ARMANDO PALACIO VALDÉS







MADRID
EST. TIP. DE RICARDO FÉ
Cedaceros, núm. 11

1884

Es propiedad.




ÍNDICE


El Retiro de Madrid:

    I. _Mañanas de Junio y Julio_

   II. _El Estanque grande_

  III. _La Casa de Fieras_

   IV. _El Paseo de los coches_

El Pájaro en la nieve (novela)

La Academia de Jurisprudencia

El Hombre de los patíbulos

La Confesión de un crimen

La Biblioteca Nacional

El Drama de las bambalinas

Lloviendo

El Paseo de Recoletos

_La Castellana_

Los Mosquitos líricos

El Ultimo bohemio

Los Amores de Clotilde (novela)

El Profesor León

El Sueño de un reo de muerte

La Abeja (periódico científico y literario)

Los Puritanos





EL RETIRO DE MADRID




I

MAÑANAS DE JUNIO Y JULIO


Entre las muchas cosas oportunas que puede ejecutar un vecino de Madrid
durante el mes de Junio, pocas lo serán tanto como el levantarse de
madrugada y dar un paseo por el Retiro. No ofrece duda que el madrugar
es una de aquellas acciones que imprimen carácter y comunican
superioridad. El lector que haya tenido arrestos para realizar este acto
humanitario, habrá observado en sí mismo cierta complacencia no exenta
de orgullo, una sensación deliciosa semejante a la que habrá
experimentado Aquíles después de arrastrar el cadáver de Héctor en
torno de las murallas de Ilión. El heroísmo presenta diversas formas
según las edades y los países, mas en el fondo siempre es idéntico.

Cuando madrugamos para ir a tomar chocolate malo al _restaurant_ del
Retiro, una voz secreta que habla en nuestro espíritu, nos regala con
plácemes y enhorabuenas. Nuestra personalidad adquiere mayor brío, nos
sentimos fuertes, nobles, serenos, admirables. Los barrenderos detienen
la escoba para mirarnos, y en sus ojos leemos estas o semejantes
palabras: «¡Así se hace! ¡Mueran los tumbones! ¡Usted es un hombre,
señorito!» Y en testimonio de admiración nos echan media arroba de polvo
en los pantalones.

El día que madrugamos no admitimos más jerarquías sociales que las
determinadas por el levantarse temprano o tarde. Todas las demás se
borran ante esta división trazada por la misma naturaleza. Los que
tropezamos paseando en el Retiro adquieren derecho a nuestra simpatía y
respeto; son colegas estimables que forman con nosotros una familia
aristocrática y privilegiada. A la vuelta, cuando encontramos a algún
amigo que sale de su casa frotándose los ojos, no podemos menos de
hablarle con un tonillo impertinente, que acusa nuestra incontestable
superioridad.

Pero no todo es tomar chocolate malo en el Retiro durante las mañanas de
Junio. Lo primero que hay que ver es al sol levantándose majestuoso por
encima del parque, al principio esparciendo una luz triste y blanca que
viene a besar fríamente el _Rege Carolo III_ de la puerta de Alcalá,
después otra rojiza y más alegre que tiñe los muros de las primeras
casas con que tropieza, finalmente la vívida, risueña y esplendorosa que
le caracteriza. El cortejo de nubecillas que le acompaña en su
ascensión, es de lo más gracioso y elegante que pueda verse. Todas ellas
van vestidas de un modo caprichoso y pintoresco, y ejecutan pasos de
gran dificultad y efecto en torno de su director. Los madrileños, sin
embargo, no son aficionados a esta clase de espectáculos. Prefieren ver
alzarse a la luna, disfrazada de queso, en el escenario del Teatro
Real, oportunamente evocada por los trinos solemnes de una
_mezzo-soprano_. Hay razón plausible para esto. El sol tiene el deber de
salir todos los días, haga frío o calor, al paso que la luna únicamente
cuando el Sr. Rovira lo considera oportuno. Si el sol no se prodigase
tanto y se hiciese pagar algo más, yo creo que tendría mucha mayor
reputación. Por ejemplo, haciendo tres o cuatro salidas cada año, y
anunciando los periódicos que «el más eminente de nuestros astros hará
su _debut_ el martes a primera hora y que todas las localidades están
vendidas con anticipación», se me ocurre que los revendedores de sillas
en el Retiro harían negocio redondo.

Después del sol, lo más notable que yo encuentro en el Retiro son las
modistas. Este respetabilísimo gremio, aún más bello que respetable, se
pone en contacto con la naturaleza al llegar el mes de Junio.
Impidiéndoles sus numerosos quehaceres ir a pasar una temporada a San
Sebastián o a Biarritz, y necesitando por fuerza dar alguna expansión a
los sentimientos poéticos de su alma, eligen nuestras hermosas
costureras el Retiro como campo de sus excursiones matinales. Los
árboles, los pájaros, las flores, cuando no son de papel, ofrecen sin
duda mayores atractivos. Nada hay que apetezca tanto una modista de
corazón como el estado primitivo conforme con la naturaleza. Durante el
invierno, su espíritu yace dormido mientras las manos trabajan afanosas
debajo de la lámpara de petróleo; mas al llegar el mes de Mayo, cuando
el cuerpo empieza a sentir calor, el alma también lo siente, despiertan
la égloga y el idilio, se sueña con verdes praderas esmaltadas de
flores, con arroyos bullidores y cristalinos, con grutas frescas y
sombrías y con hermosos zagales que aguardan en ellas la dulce
recompensa de sus rendidas instancias. Entonces la modista, como primera
manifestación de la influencia que ejercen sobre ella tales puras ideas
y tales visiones risueñas, se despoja del corsé; y si es de temperamento
verdaderamente apasionado y guarda en su corazón el mundo de tiernos e
inefables sentimientos que es de esperar, se queda con poca, con
poquísima ropa. Se levanta muy tempranito, y sin aguardar el _landau_,
toma el camino del Retiro en compañía de sus amigas predilectas y de
algunos menestrales distinguidos. ¡Qué fresca y qué risueña! ¡Cómo
brillan sus grandes y hermosos ojos negros! ¡Cómo palpita de alegría su
seno delicado! El grupo va dispuesto a olvidar por algunos instantes las
ridículas ceremonias sociales, los refinamientos empalagosos de la vida
madrileña, y volver en lo que cabe al estado natural. Al efecto marchan
todos bien provistos de los enseres y artefactos propios de una
civilización primitiva y que se supone han usado más comúnmente nuestros
primeros padres: aros, cuerdas, trompos, volantes, etc., etc. Nuestra
modista, según va llegando a la Arcadia municipal, adquiere mayor
desenvoltura, y en sus movimientos y ademanes adviértese la influencia
que ejercen sobre ella las ideas campestres. Charla, corre, ríe, salta,
grita, y se autoriza con sus compañeras las inocentes libertades que
acostumbran en los bosques las pastoras con los zagales; les tapa los
ojos con las manos, les da pellizcos, les quita el sombrero y les tira
por las narices de un modo sencillo, encantador, conforme en un todo con
las leyes de la naturaleza.

Así que entran en el parque y eligen un sitio a propósito, silencioso,
umbrío, embalsamado por las acacias, empiezan los juegos. La costurera
es un portento de gracia y habilidad en saltar la cuerda, tirar el
volante y chillar como una golondrina. ¡Qué linda está brincando y
haciendo carocas a los señoritos que acuden al reclamo de los chillidos!
El juego la vuelve a los días de su infancia, y en consecuencia se
sienta sobre las rodillas de sus compañeros y les ordena que le aten las
trenzas del cabello, sin pasársele por la mente que estas escenas
despiertan en los señoritos que las presencian ideas vituperables de
adquisición. Nadie diría al ver aquella gracia inocente y modesta, que
nuestra heroína ha corrido algunas borrascas en las berlinas de punto y
conoce los misterios de la calle de Panaderos tan bien como D. Antonio
San Martín. En ciertas ocasiones, rendida, jadeante, las mejillas
inflamadas, los ojos brillantes y el cabello desgreñado, la he visto
separarse del juego y tomar el brazo de algún zagal sietemesino con
guantes amarillos. La he visto seguir lentamente una calle solitaria de
árboles y perderse con él entre el follaje. ¿Iban tal vez en busca de
alguna gruta fresca y solitaria como aquella en que la esposa de Salomón
dejó olvidado su cuidado? No lo sé. En la vida del campo hay misterios
inefables que sería más grato que prudente el escrutar.




II

EL ESTANQUE GRANDE


Apenas se deja atrás la famosa puerta de Alcalá y se dan algunos pasos
por la calle de árboles que nos lleva a lo interior del Retiro, empieza
a refrescar el rostro un vientecillo ligero y húmedo, y con ínfulas de
marino. El corazón y los pulmones se dilatan, se cierran
involuntariamente los ojos para recibir el beso blando de aquella brisa,
y acuden vagamente a la memoria playas, olas, peñascos, barcos, gaviotas
y sobre todo los horizontes dilatados del oceano que convidan a soñar.
Continuad, continuad con los ojos cerrados; no temáis tropezar con nada;
la calle es ancha y los coches no ruedan por aquel sitio. Durante
algunos momentos podéis meceros sin riesgo en esa grata ilusión marítima
por la cual habéis pagado ya vuestra contribución.

Yo no diré que cuando abráis los ojos os encontréis frente al mar;
semejante exageración serviría tan sólo para desacreditar los
nobilísimos propósitos del poder ejecutivo, dado que éste nunca pensó, a
mi entender, en fundar un oceano en Madrid, y sí únicamente un epítome o
compendio de él. Pero si no frente al mar, os halláis por lo menos
frente a una cantidad de agua que divertirá y lisonjeará vuestras
aficiones marinas, aunque no las satisfaga por entero. Las audacias de
tal masa de agua están refrenadas por unos sencillos muros de ladrillo,
sobre los cuales hay una verja de hierro no muy alta.

Cuando os inclinéis sobre esta verja para examinar de cerca el oceano
del Ayuntamiento, tal vez convengáis con la mayoría de los vecinos de
Madrid en que sus aguas no son lo bastante limpias y claras, y que la
Corporación municipal haría muy bien en renovarlas con frecuencia si se
propone, como es lo más seguro, halagar con ellas los sentimientos
naturalistas y poéticos del vecindario. No obstante, en ocasiones, esas
aguas verdes y cenagosas se rizan blandamente al soplo de la brisa, lo
mismo que el lago más hermoso, y a veces también, en la hora del medio
día, estando el cielo límpido, despiden vivos y gratos reflejos azules.
Le pasa al estanque lo que a las mujeres feas; todas ellas tienen
instantes, posturas o movimientos agradables.

He indicado como lo más seguro que la fundación de dicho estanque débese
a la conveniencia de infundir en el espíritu del pueblo madrileño
ciertas tendencias poéticas y naturalistas. En efecto, comprendiendo el
Ayuntamiento (como no podía menos de comprender) que en las grandes
capitales como ésta, el amor de la naturaleza anda muy descuidado, y por
consecuencia de ello, la sensibilidad del vecindario no recibe el
cultivo indispensable para preservarlo de las garras del grosero
positivismo, hizo y hace laudables esfuerzos por mantener vivo en todas
las clases sociales un romanticismo urbano y municipal en armonía con
las necesidades del corazón y con la partida que en el presupuesto se
le destina. Ningún orden de la naturaleza se ha escapado a su
beneficiosa gestión. Las selvas umbrosas e impenetrables, llenas de
colores y armonías que se admiran en las soledades de América, están
representadas por las espesuras del Retiro y por los bosques de la
plazuela de Oriente, de la plazuela de Santo Domingo y otras plazuelas
menos conocidas. El prurito de contemplar y recrearse con las altas
montañas sobre cuya cima el pensamiento del hombre, como las nubes del
espacio, reposa de sus fatigas, encuentra dulce satisfacción en la
_montaña rusa_. Y por último, la aspiración enérgica del espíritu a
meditar tristemente ante la inmensidad del oceano que nos revela los
arcanos de lo infinito, obtiene respuesta adecuada, sino cumplida, en
las riberas del _estanque grande_. Aquí, sin embargo, se ofreció una
pequeña dificultad. Es verdad que la contemplación del mar enaltece
mucho el espíritu y lo purifica, pero no es menos cierto que también lo
turba y oscurece con sus ásperas impresiones. A fin de hacer frente a
este peligro psicológico, el Ayuntamiento quiso acudir a un expediente
seguro; acudió a la cooperación de los cisnes y los patos. En efecto,
estos animales acuáticos, por su mansedumbre y afabilidad, son muy aptos
para infundir en el corazón del hombre risueñas ideas y sentimientos de
paz, y a propósito, por tanto, para contrarestar la impresión fuerte y
abrumadora que no puede menos de dejar en el ánimo un estanque de la
magnitud de el del Retiro. Se introdujeron, pues, en dicho estanque como
obra de una docena de tales animales entre cisnes y patos, encargados de
secundar los generosos planes del Municipio, recibiendo por ello el
necesario alimento. Y debemos manifestar en conciencia que las inocentes
aves desempeñan su papel con maestría y ganan sus cortezas de pan
honradamente. Véase si no cuán gallardamente cruzan el estanque en todas
direcciones, cual si resbalaran por el agua a impulso del viento y no
por virtud del movimiento de sus palmas. Observemos sus posturas
caprichosas y fantásticas; de qué modo tan pintoresco extienden las alas
sobre el agua, levantando nubecillas de espuma, o sumergen la cabeza
para atrapar un insecto, o la ocultan bajo el ala, o levantan el vuelo
inesperadamente para dejarse caer a los pocos pasos llenos de pereza y
molicie sobre su elástico lecho, como un sátrapa sobre su diván de
pluma. Nadie dudará que todo esto ofrece un tinte tan bucólico y
pastoril, que no puede menos de producir el efecto apetecido. Por muy
exaltado que el ánimo se encuentre, es imposible que no ceda a los
esfuerzos combinados de aquella docena de patos.

Navegan también en el estanque muchedumbre de botes, lanchas, canoas y
otras embarcaciones de diversas formas y tamaños. Los días de fiesta
suele cruzar por el horizonte un vapor que no se cansa jamás de silbar.
Parece un espectador de los dramas de Catalina. He querido averiguar
cuál era el precio del pasaje, y me han dicho que por recorrer todas las
costas del estanque, deteniéndose en los puntos más notables y dignos de
verse, se pagaba, en cámara de primera, diez céntimos. Pero es fácil de
comprender que estos viajes de itinerario forzoso no convienen más que
a las personas de poca imaginación y de sentimientos vulgares y
limitados. Los espíritus fantásticos y aventureros gustan más de viajar
sin itinerario. Hay, pues, mucha gente que prefiere tripular los botes y
canoas navegando sin rumbo prefijado y deteniéndose donde bien les place
el tiempo que tienen por conveniente. El amor a la naturaleza y el deseo
de conocer las rudas faenas de la mar les arrastra a despojarse de la
levita y a empuñar los remos con las manos cubiertas de sortijas. Desde
este momento su fisonomía se contrae duramente y toma la expresión
siniestra y terrible de los piratas: sus movimientos son torpes y
pesados como los de un lobo de mar. Cuando pasan cerca de la costa y ven
una niñera más o menos gentil que les contempla absorta y admirada, se
suelen guiñar el ojo con cierta malicia ruda, exclamando con voz ronca:
«¡Ohé, muchachos, una fragata a barlovento!»

A otros les da por lo sentimental, y el espectáculo de las aguas
dormidas del lago les recuerda las novelas venecianas o las baladas de
la Suiza: se dejan balancear dulcemente, inmóviles y apoyados sobre el
remo, fijan la vista en un punto del espacio con expresión amarga,
propia de corazones lacerados, y prorrumpen a veces en tiernas
barcarolas que han aprendido en el teatro Real.

Lo mismo las aventuras maravillosas de los unos que las barcarolas de
los otros cesan repentinamente así que se escucha una voz poderosa,
inmensa como la de Neptuno, que llega en alas del viento a todas las
riberas del estanque:--«Esquife número siete (pausa solemne)... la
hora.» Inmediatamente la embarcación, después de ejecutar las maniobras
indispensables, dirige su rumbo hacia el puerto. Si llega con felicidad
a él, como ordinariamente acontece, la tripulación, rendida y jadeante,
no tarda en saltar sobre el muelle, limpiándose los pantalones con el
pañuelo para después restituirse alegremente al seno de sus familias.




III

LA CASA DE FIERAS


No sé de cuándo data la institución de que quiero dar cuenta: es posible
que haya nacido bajo el gobierno paternal del señor Moyano, aunque no lo
afirmo. Antes de ponerme a escribir acerca de ella, quizá debiera
examinar algunos documentos referentes a su erección y desenvolvimiento,
a fin de que las futuras generaciones, cuando lean el presente estudio,
sepan a quién deben las fieras el piadoso hospital que hoy disfrutan.
Prefiero, no obstante, improvisar algunas cuartillas, que caerán fuera
de los dominios de la ciencia histórica, hacia la cual me siento antes
de almorzar poco inclinado.

A unas cien varas del estanque grande se alza el famoso hospicio donde
un gobierno atento a las necesidades morales de sus contribuyentes ha
colocado media docena de bestias feroces y veinte o treinta micos, con
el objeto de recrear y al propio tiempo vigorizar a la guarnición de
Madrid. Así como los cisnes del estanque reciben sus emolumentos para
despertar en los indígenas ideas bucólicas y sentimientos pastoriles,
las alimañas de la Casa de fieras han venido adrede de los desiertos de
África para infundir en la clase de tropa la ferocidad que suele perder
en el trato íntimo de criadas y costureras. Y es de admirar realmente el
acierto que ha presidido a la elección de estos terribles animales y con
qué esmero se han procurado utilizar sus diversas aptitudes. Por
ejemplo, a nadie puede caber duda de que el león ha sido traído para
despertar en el corazón de los espectadores la nobleza y la bravura,
como el leopardo la fiereza, el lobo la rapidez, la hiena la crueldad,
el mono la astucia y el oso la calma. La española infantería, al
recorrer por las tardes en la grata compañía de sus patronas las jaulas
del establecimiento, se siente regenerada y dispuesta a habérselas con
todo linaje de republicanos feroces y dañinos, mansos o amansados.

Las fieras, como es lógico, conocen de vista a todos los reclutas de la
guarnición, y no sólo a los reclutas, sino a sus parientes y amigos. El
mejor obsequio que se puede hacer a un forastero después de beber unas
copas de ron y marrasquino, es llevarle a la Casa de fieras y pasearle
un buen rato en torno de la jaula de los micos. «Anda, anda, que
_Grabiel_ bien se divierte por allá por Madrid... no se esté con
_cudiao_ por él, tía Rosa... _toa_ la tarde se la pasa mira que te mira
a los micos en un sitio que llaman la Casa de fieras, que le digo, así
Dios me salve, que no hay otra cosa que ver en Madrid.»

El soldado español es, además de bizarro, sufrido, frugal, pundonoroso,
etc., etc., chispeante en el pensamiento y ático en la frase. Nadie lo
ha puesto en duda. Pues bien; esta sal y este aticismo con que la
naturaleza dotó a nuestro ejército, y muy singularmente al arma de
infantería, se aumenta en un cincuenta por ciento lo menos cuando pasea
por los jardines de la Casa de fieras. En aquellos amenos parajes,
delante de la jaula del león africano, o del tigre de Bengala, o del
tití de las Indias, es donde el regocijado ingenio de nuestros quintos
derrama los tesoros de su gracia; allí donde se escuchan las frases
espirituales, los dichos agudos; allí donde revientan los epigramas
acerados, los discretos razonamientos. Parado frente a la jaula del
leopardo, que duerme tranquilo en un rincón, el quinto suele decirle en
tono de zumba:--«¡Anda tú, dormidor! ¿No te cansas de dormir, tuno?
¿Estás a gusto, eh gran ladrón?»--Pasa inmediatamente a la del león y
vierte sobre él otra granizada de chistes.--«¡_Miale, miale_, qué boca
abre el cochino! ¿Nos almorzarías de buena gana, verdad? Pues amigo,
_pacencia_ y llamar a Cachano, que _toos semos_ hijos de Dios. Manolo,
_arrepara_ qué melenas; ¡_paecen_ los pelos del tío Farruco!»

El recluta se hincha en tales ocasiones porque tiene público: en pos de
él hay siempre media docena de robustas criadas de la Alcarria que le
escuchan embelesadas y le siguen con afán. ¡Cómo se desternillan de
risa! ¡Cómo paladean los chistes del donoso soldado! Nadie penetra como
ellas el sentido íntimo de sus frases, ni puede apreciar tan bien la
delicadeza nerviosa de su humorismo. Entre el recluta y las criadas se
engendra inmediatamente una misteriosa corriente de simpatía, mediante
la que el fondo poético de sus corazones y todos los dulces pensamientos
y vagas aspiraciones de su espíritu se confunden. El recluta siente en
el occipucio los ojos de las alcarreñas que le excitan a mostrarse cada
vez más agudo y espiritual, y éstas advierten con inocente alegría que
aquel derroche de gracia y de ingenio no es otra cosa que un fervoroso
homenaje de adoración que el gentil recluta les dedica. Allá, a la hora
del crepúsculo, cuando las nieblas descienden al fondo de los valles y
el céfiro pliega sus alas sobre las flores, Manolo suele pegar un
tremendo empujón a su amigo _Grabiel_ que le hace caer sobre el grupo de
criadas, las cuales reciben el golpe como una manifestación de respeto y
galantería. A partir del empujón, entre reclutas y criadas se establece
una amistad inalterable. Y la ferocidad que el ejército ha ganado por un
lado la pierde inmediatamente por otro, viniendo abajo de esta suerte la
obra paternal de la Administración.

Antes de dar por terminado este artículo, necesito delatar a la
Corporación municipal un abuso que redunda en menoscabo del país y
descrédito de la importante institución en que me estoy ocupando. Por
muy sensible que me sea el decirlo, es lo cierto que las fieras del
Municipio no cumplen debidamente con su cometido. ¿Para qué han sido
traídos estos animales de los desiertos de África y Asia a costa de mil
sacrificios pecuniarios? Ya hemos dicho que para infundir energía y
vigorizar al pueblo y al ejército. Pues bien; yo no sé cómo han llenado
su deber en los primeros tiempos: mas actualmente puedo decir que están
muy lejos de desempeñarlo con la exactitud y el celo apetecidos. En vez
de mostrar una actitud imponente que sobrecoja y atemorice el ánimo, en
vez de rugir y echar centellas por los ojos, y sacudir las rejas de la
jaula con el aparato del que quiere saltar fuera y devorar en un credo
a todos los espectadores, se pasan la mayor parte del día en letargo
vergonzoso, tirados en un rincón como objetos inanimados, sin que las
excitaciones del respetable público logren hacerles menear siquiera la
cola. Cuando por casualidad se les encuentra de pie, no hacen otra cosa
que pasear tranquilamente por la celda sin desplegar ninguna especie de
ferocidad, como un poeta lírico que estuviese meditando algún soneto
enrevesado para la _Ilustración Española y Americana_: cuando abren la
boca y estiran las garras, nunca es en son de amenaza, sino para
desperezarse groseramente; y si tal vez que otra les da la humorada de
rugir, lo hacen con tanta delicadeza, que más que de devorarlos, parece
que tratan de enterarse de la salud de los espectadores.

Es necesario cortar este abuso. ¿Cómo? Buscando el origen y destruyendo
la causa. El origen de tal apatía y negligencia por parte de estos
animales no puede ser otro que el no dárseles el sustento necesario. Las
bestias de la Casa de fieras pertenecen a la clase docente, y como el
profesorado en general, están muy mal retribuidas: tienen los huesos
salientes, el pellejo arrugado, el aspecto miserable y triste. Un
profesor amigo mío (que también tiene los huesos salientes y el pellejo
arrugado), me decía no ha mucho tiempo que él no enseñaba más ciencia
que la equivalente a los catorce mil reales que le daban. Las fieras
deben de seguir el mismo sistema. Auménteseles, pues, el sueldo, déseles
las piltrafas suficientes, y el Ayuntamiento verá sus cátedras de
energía y ferocidad perfectamente desempeñadas.




IV

EL PASEO DE LOS COCHES


Se trabó una lucha titánica en el Ayuntamiento y en las columnas de los
periódicos. Los peones nos defendimos bizarramente. Hicimos esfuerzos
increíbles para salvar nuestro Retiro de la feroz invasión; pero
quedamos vencidos. En las hermosas calles de árboles nunca profanadas,
chasquearon las herraduras de los caballos, y los modernos
conquistadores, los bárbaros de la riqueza entraron soberbios,
arrollándonos entre las patas de sus corceles.

Vivíamos felices y tranquilos, y a veces nos decíamos:--«Tenéis los
teatros, los salones, la Casa de Campo, la Castellana, sois los dueños
de Madrid; pero nosotros poseemos el Retiro. Para gozar el aroma de sus
flores, la frescura de sus árboles y la grata perspectiva de sus
calles, es necesario que dejéis vuestro coche a la puerta y ensuciéis un
poco la suela de los zapatos; porque el Retiro está hecho por Dios y el
Ayuntamiento para nosotros, exclusivamente para nosotros los villanos.»

Mas he aquí que un día se les antoja a los bárbaros penetrar con sus
carros, con sus mujeres e hijas en nuestro delicioso campamento. Cayeron
los árboles más o menos seculares, y sus hojas sirvieron de alfombra a
los triunfadores. También nuestras frentes humilladas les sirvieron de
alfombra.

Y lo peor de todo es que, imitando la crueldad de los soldados de
Alarico y Atila, nos han llevado y nos llevan atados a su carro. He
conocido a un joven que luchó valerosamente contra la invasión desde las
columnas de _La Correspondencia_. Recuerdo cierto suelto de su mano que
decía: «No es exacto que el Municipio trate de abrir en el Retiro un
paseo para los carruajes.» Este suelto cayó como una bomba en el campo
enemigo, haciendo en él graves destrozos, y estuvo a punto de dejar
fallidas sus esperanzas. Pues bien; a este mismo joven le he visto
después ignominiosamente atado a la carretela de un bárbaro, que le
llevaba a un paso muy superior a sus piernas. Y la hija del bárbaro aún
parece que se reía de él.

Algunos refieren la historia del paseo de coches diciendo que a cierto
caballo inglés, hastiado de tanto ir y venir a la Castellana, acometido
del _spleen_ y en peligro inminente de suicidarse, se le puso un día
entre las dos orejas el hollar los jardines privilegiados; insinúa su
extravagante deseo al amo, le da algunas razones, y últimamente le
persuade a que interponga su influencia para que de allí en adelante se
extienda el privilegio de los bípedos a los caballos lucios y bien
educados. El amo, que era regidor, lo propuso en concejo, y pronunció
con tal motivo un bello discurso, donde expuso a la consideración del
Ayuntamiento los argumentos capitales que su jaca le había insinuado.
Armose el consiguiente motín, los bípedos se resistieron a abandonar sus
franquicias, acudieron a la prensa, dijeron que el echar árboles al
suelo era propio de los pueblos primitivos, y que es muy fácil construir
una casa, pero que un árbol nadie lo construye mas que la naturaleza;
hablaron del hacha devastadora y se autorizaron el dudar de los
sentimientos poéticos de los concejales. A tales afirmaciones contestó
el potro inglés, por boca de su amo, diciendo, que no eran más que
«huecas declamaciones», y que cuando el paseo estuviese abierto y
terminado, ya se vería. Y en efecto, después se vio que el potro tenía
razón. El paseo de coches, no sólo no ha quitado belleza al Retiro, pero
le ha añadido cierto esplendor fastuoso que antes no tenía; a cada cual
lo suyo.

No está trazado en línea recta como el de la Castellana, porque no tiene
por objeto despertar en el vecindario ideas generales, sino que forma
una curva graciosa y bastante prolongada, que se extiende desde la Casa
de fieras hasta la estatua del Angel caído, en torno de la cual giran
los carruajes al dar la vuelta; es un Luzbel doblado por el espinazo, el
cuello descoyuntado y los músculos tendidos, que parece un artista
ecuestre del circo de Price. Sus colegas de acá, otros ángeles caídos
que suelen llamarse «la Tomasa, la Adela, la Paz, la Asunción, etc.», al
cruzar por su lado le miran con soberano desdén: ninguno ha caído como
él en medroso despeñadero; todos han venido a dar sobre algún _milord_
con un caballo.

En este moderno paseo se cita y emplaza la sociedad elegante en las
tardes de invierno, para gozar el inefable deleite de contemplarse un
par de horas, después de lo cual se apresura a ir a comer y escapa a uña
de caballo a contemplarse de nuevo en el Real otras tres o cuatro
horitas. Parece una sociedad de derviches: el goce supremo es la
contemplación. Hay hombre que se queda calvo, y defrauda al Estado, y
arruina a varias familias, solamente para que dos caballos le lleven a
todas partes a contemplar a otros hombres que también se han quedado
calvos y han defraudado al Estado y a los particulares con el mismo
objeto. Los madrileños, mejor que ningún otro pueblo antiguo o moderno,
han llevado al refinamiento este goce exquisito: en las iglesias, en
los teatros, en el paseo, en los salones, se apuran todos los medios de
contemplarse con más comodidad. Cuando viene el calor y es fuerza salir
de Madrid y separarse, entonces la sociedad vuela a las playas de San
Sebastián, a fin de no perderse un instante de vista.

De cinco a cinco y media de la tarde está el paseo en todo su esplendor;
un millar de coches se apiña en la no muy ancha carretera, de tal
suerte, que no hay medio de caminar por ella: a veces tardan en dar una
sola vuelta más de hora y media, lo cual constituye, como es fácil de
comprender, el encanto de los que perennemente los ocupan; de esta
guisa, la contemplación es más fácil y más intensa. Las señoras levantan
suavemente las sombrillas para mirar por debajo de ellas a otras
señoras, que de igual manera dejan caer las suyas y pagan mirada por
mirada. Hace ya muchos años que se miran y llevan por cuenta los
vestidos, los coches, los caballos, los queridos, las pulseras, el
colorete y hasta los lunares que gastan; así que, ordinariamente, se
habla muy poco: sólo de vez en cuando alguna dama comunica a su
compañera en voz baja y estilo telegráfico ciertas observaciones de poca
monta:

--¿Has visto a Bermejillo?

--Sí.

--¿Va detrás de Enriqueta?

--Sí.

Y de nuevo guardan silencio.

--¿Has visto a la de Quintanar?

--Hasta ahora no.

--¿Y a la de Beleño?

--Tampoco.

La dama se calla otra vez, pero experimenta leve disgusto; para que se
vaya a casa satisfecha y coma con apetito, es preciso que estén en el
paseo la de Quintanar, la de Beleño, la de Casagonzalo, la de Trujillo,
la de Torrealta, la de Villavicencio, la de Córdova, la de Perales, la
de Vélez Málaga y la de Cerezangos, a quienes está viendo hace veinte
años, en todos sitios y a todas horas: si no, se marcha mal humorada,
diciendo que el paseo estaba muy cursi. Los cocheros y lacayos, desde lo
alto de los pescantes, dejan caer miradas olímpicas sobre las carrozas,
y murmuran de vez en cuando alguna frase insolente y obscena a
propósito de las damas que pasan cerca; o examinan fijamente las libreas
de sus compañeros, proponiéndose exigir otras iguales de sus amos. Los
caballos, aburridos, se contemplan sin cesar, y guardan silencio como
sus señores. Tal vez que otra, no obstante, dejan caer, entre resoplidos
y cabezadas, alguna observación punzante acerca de sus colegas:

--¡Vaya unos arreos lucidos que les han echado encima a los jacos de
Villamediana! ¡Me da risa!

--¿Qué otra cosa quieres que les pongan, chico? ¡Si son dos burros sin
orejas!

--¿Y qué te parece del _tren_ de Rebolledo?

--Que esos potros son tan ingleses como el forro de mis pezuñas.

Así hablan los caballos a menudo; y a menudo también los amos.

Por una de las calles laterales y antiguas caminan los bípedos de la
burguesía, contemplando sin pestañear el fastuoso cortejo de los
cuadrúpedos aristocráticos. Cuando se cansan de caminar, toman asiento
en las sillas metálicas puestas allí adrede para mirarse cómodamente.
Numerosas y respetables familias, cuyos jefes sirven dignamente a la
Administración pública, se autorizan diariamente el sabroso placer de
ver pasar en procesión a las damas y caballeros que en Madrid gastan
coche. La vida cortesana ofrece vivos y punzantes atractivos: el jefe de
familia la encuentra demasiado agitada cuando llega a su casa.

Ciñendo la carretera, con el rostro vuelto hacia los coches, suelen
cruzar a paso largo algunos señoritos de palo, con el felpudo sombrero
ladeado, puños salientes, levita abrochada hasta la nuez y báculo.
Llevan dentro un resorte que en ciertos momentos les obliga a detener el
paso, llevar la mano al sombrero, agitarlo en el aire, ponérselo otra
vez y seguir andando.

Y el sol, por no ser menos que todos, contempla con ojo de moribundo
esta escena interesante enfilando sus rayos oblicuos entre los árboles y
levantando mil graciosos reflejos en el barniz de los coches, en el
cristal de las linternas y en el metal de los botones de cocheros y
lacayos. Antes de morir envuelve con suave caricia la pompa abigarrada
de aquella muchedumbre, que no tiene ojos más que para sí misma, hace
brillar los arreos de los caballos y las joyas de las señoras, tiñe de
vivos colores la seda de los vestidos y extiende un manto brillante de
oro sobre la inmóvil y silenciosa comitiva. Los árboles recogen con más
placer que los hombres el último beso del astro del día, y entre sus
copas frondosas surgen gratas y fugitivas luces. A la izquierda el puro
azul del cielo se deja ver, desvaído ya y marchito, y su fondo luminoso
queda cortado a trechos por las formas rígidas de alguna conífera o por
los tricornios de los guardias que permanecen clavados a sus caballos, y
los caballos a la tierra como verdaderas estatuas. En el medio de la
curva que el paseo describe, hay abierto un boquete sin árboles, por
donde se contempla el paisaje: parece un enorme balcón desde donde se
divisan algunas leguas de tierra árida como toda la que rodea a Madrid.
Este paisaje sólo es bello a la caída de la tarde: entonces las brumas
del crepúsculo, traspasadas un instante por los rayos del sol, matizan
delicadamente la vasta planicie, las colinas lejanas flotan en una
neblina azulada, y sobre ellas resaltan como puntos blancos algunos
caseríos. Los juegos de la luz fingen en la llanura bosques, campos,
ríos y pueblos que no existen: es un país falso y teatral que guarda
cierta semejanza con el fondo del cuadro de las Lanzas, de Velázquez;
pero cautiva la vista por su esplendor, y dilata el pecho por su
inmensidad.

El vapor luminoso que por aquella parte envuelve el paseo, amortiguando
los vivos colores de las sombrillas, borrando los elegantes contornos de
los caballos, esfumando las facciones de las damas y prestándole a todo
aspecto escenográfico, pierde lentamente su brillo y se transforma en un
polvo ceniciento que cae del cielo como heraldo de la noche. La noche se
llega al fin: el sol sepulta sus fuegos en los confines de la yerma
llanura: algunas nubecillas finas y delgadas, como rayas trazadas en el
firmamento, después de ennegrecerse fuertemente, concluyen por
desaparecer. El paseo pierde todo su esplendor; ya no es más que un
grupo numeroso de coches sin brillo ni poesía. La comitiva siente casi
al mismo tiempo un leve temblor de frío; las señoras se embozan en los
chales y tiran hacia sí las pieles que cubren sus rodillas; los
caballeros se esfuerzan en meterse los abrigos y agitan los brazos en el
aire como aspas de molino; piafan los caballos pensando en las próximas
dulzuras del pesebre, y los aurigas chasquean el látigo enderezándolos
ya hacia la ciudad. En pocos minutos queda la carretera desierta. Los
peones, que como es natural permanecen rezagados, escuchan algún tiempo
el ruido de los coches, como un rumor distante de olas que se
estrellan.




EL PÁJARO EN LA NIEVE

(NOVELA)


Era ciego de nacimiento. Le habían enseñado lo único que los ciegos
suelen aprender, la música; y fue en este arte muy aventajado. Su madre
murió pocos años después de darle la vida; su padre, músico mayor de un
regimiento, hacía un año solamente. Tenía un hermano en América que no
daba cuenta de sí; sin embargo, sabía por referencias que estaba casado,
que tenía dos niños muy hermosos y ocupaba buena posición. El padre
indignado, mientras vivió, de la ingratitud del hijo, no quería oír su
nombre; pero el ciego le guardaba todavía mucho cariño; no podía menos
de recordar que aquel hermano, mayor que él, había sido su sostén en la
niñez, el defensor de su debilidad contra los ataques de los demás
chicos, y que siempre le hablaba con dulzura. La voz de Santiago, al
entrar por la mañana en su cuarto diciendo: «¡Hola, Juanito! arriba,
hombre, no duermas tanto,» sonaba en los oídos del ciego más grata y
armoniosa que las teclas del piano y las cuerdas del violín. ¿Cómo se
había trasformado en malo aquel corazón tan bueno? Juan no podía
persuadirse de ello, y le buscaba un millón de disculpas: unas veces
achacaba la falta al correo; otras se le figuraba que su hermano no
quería escribir hasta que pudiera mandar mucho dinero; otras pensaba que
iba a darles una sorpresa el mejor día presentándose cargado de millones
en el modesto entresuelo que habitaban: pero ninguna de estas
imaginaciones se atrevía a comunicar a su padre: únicamente cuando éste,
exasperado, lanzaba algún amargo apóstrofe contra el hijo ausente, se
atrevía a decirle: «No se desespere V., padre; Santiago es bueno; me da
el corazón que ha de escribir uno de estos días.»

El padre se murió sin ver carta de su hijo mayor, entre un sacerdote que
le exhortaba y el pobre ciego que le apretaba convulso la mano, como si
tratase de retenerle a la fuerza en este mundo. Cuando quisieron sacar
el cadáver de casa sostuvo una lucha frenética, espantosa, con los
empleados fúnebres. Al fin se quedó solo; pero ¡qué soledad la suya! Ni
padre, ni madre, ni parientes, ni amigos: hasta el sol le faltaba, el
amigo de todos los seres creados. Pasó dos días metido en su cuarto,
recorriéndolo de una esquina a otra como un lobo enjaulado, sin probar
alimento. La criada, ayudada por una vecina compasiva, consiguió al cabo
impedir aquel suicidio: volvió a comer y pasó la vida desde entonces
rezando y tocando el piano.

El padre, algún tiempo antes de morir, había conseguido que le diesen
una plaza de organista en una de las iglesias de Madrid, retribuida con
catorce reales diarios: no era bastante, como se comprende, para
sostener una casa abierta, por modesta que fuese; así que, pasados los
primeros quince días, nuestro ciego vendió por algunos cuartos, muy
pocos por cierto, el humilde ajuar de su morada, despidió a la criada y
se fue de pupilo a una casa de huéspedes pagando ocho reales; los seis
restantes le bastaban para atender a las demás necesidades. Durante
algunos meses vivió el ciego sin salir a la calle más que para cumplir
su obligación; de casa a la iglesia, y de la iglesia a casa. La tristeza
le tenía dominado y abatido de tal suerte, que apenas despegaba los
labios; pasaba las horas componiendo una gran misa de _requiem_ que
contaba se tocase por la caridad del párroco en obsequio del alma de su
difunto padre; y ya que no podía decirse que tenía los cinco sentidos
puestos en su obra, porque carecía de uno, sí diremos que se entregaba a
ella con alma y vida.

El cambio de ministerio le sorprendió cuando aún no la había terminado:
no sé si entraron los radicales, o los conservadores, o los
constitucionales; pero entraron algunos nuevos. Juan no lo supo sino
tarde y con daño. El nuevo gabinete, pasados algunos días, juzgó que
Juan era un organista peligroso para el orden público, y que desde lo
alto del coro, en las vísperas y misas solemnes, roncando y zumbando con
todos los registros del órgano, le estaba haciendo una oposición
verdaderamente escandalosa. Como el ministerio entrante no estaba
dispuesto, según había afirmado en el Congreso por boca de uno de sus
miembros más autorizados, «a tolerar imposiciones de nadie,» procedió
inmediatamente y con saludable energía a dejar cesante a Juan,
buscándole un sustituto que en sus maniobras musicales ofreciese más
garantías o fuese más adicto a las instituciones. Cuando le notificaron
el cese, nuestro ciego no experimentó más emoción que la sorpresa; allá
en el fondo casi se alegró, porque le dejaban más horas desocupadas para
concluir su misa. Solamente se dio cuenta de su situación cuando al fin
del mes se presentó la patrona en el cuarto a pedirle dinero; no lo
tenía, porque ya no cobraba en la iglesia; fue necesario que llevase a
empeñar el reloj de su padre para pagar la casa. Después se quedó otra
vez tan tranquilo y siguió trabajando sin preocuparse de lo porvenir.
Mas otra vez volvió la patrona a pedirle dinero, y otra vez se vio
precisado a empeñar un objeto de la escasísima herencia paterna; era un
anillo de diamantes. Al cabo ya no tuvo qué empeñar. Entonces, por
consideración a su debilidad, le tuvieron algunos días más de cortesía,
muy pocos, y después le pusieron en la calle, gloriándose mucho de
dejarle libre el baúl y la ropa, ya que con ella podían cobrarse de los
pocos reales que les quedaba a deber.

Buscó una nueva casa, pero no pudo alquilar piano, lo cual le causó una
inmensa tristeza; ya no podía terminar su misa. Todavía fue algún tiempo
a casa de un almacenista amigo y tocó el piano a ratos; no tardó, sin
embargo, en observar que se le iba recibiendo cada vez con menos
amabilidad, y dejó de ir por allá.

Al poco tiempo le echaron de la nueva casa, pero esta vez quedándose con
el baúl en prenda. Entonces comenzó para el ciego una época tan
miserable y angustiosa, que pocos se darán cuenta cabal de los dolores,
mejor aún, de los martirios que la suerte le deparó. Sin amigos, sin
ropa, sin dinero, no hay duda que se pasa muy mal en el mundo; mas si a
esto se agrega el no ver la luz del sol, y hallarse por lo mismo
absolutamente desvalido, apenas si alcanzamos a divisar el límite del
dolor y la miseria. De posada en posada, arrojado de todas poco después
de haber entrado, metiéndose en la cama para que le lavasen la única
camisa que tenía, el calzado roto, los pantalones con hilachas por
debajo, sin cortarse el pelo y sin afeitarse, rodó Juan por Madrid no sé
cuánto tiempo. Pretendió, por medio de uno de los huéspedes que tuvo,
más compasivo que los demás, la plaza de pianista en un café. Al fin se
la otorgaron, pero fue para despedirle a los pocos días: la música de
Juan no agradaba a los parroquianos del _Café de la Cebada_; no tocaba
jotas, ni polos, ni sevillanas, ni cosa ninguna flamenca, ni siquiera
polkas; pasaba la noche interpretando sonatas de Beethoven y conciertos
de Chopín: los concurrentes se desesperaban al no poder llevar el
compás con las cucharillas.

Otra vez volvió a rodar el mísero por los sitios más hediondos de la
capital. Algún alma caritativa, que por casualidad se enteraba de su
estado, socorríale indirectamente, porque Juan se estremecía a la idea
de pedir limosna. Comía lo preciso para no morirse de hambre en alguna
taberna de los barrios bajos, y dormía por cuatro cuartos entre mendigos
y malhechores en un desván destinado a este fin. En cierta ocasión le
robaron, mientras dormía, los pantalones, y le dejaron otros de dril
remendados. Era en el mes de Noviembre.

El pobre Juan, que siempre había guardado en el pensamiento la quimera
de la venida de su hermano, ahogado ahora por la desgracia, comenzó a
alimentarla con afán. Hizo que le escribiesen a la Habana, sin poner
señas a la carta porque no las sabía; procuró informarse si le habían
visto, aunque sin resultado; y todos los días se pasaba algunas horas
pidiendo a Dios de rodillas que le trajese en su auxilio. Los únicos
momentos felices del desdichado eran los que pasaba en oración en el
ángulo de alguna iglesia solitaria: oculto detrás de un pilar,
aspirando los acres olores de la cera y la humedad, escuchando el
chisporroteo de los cirios y el leve rumor de las plegarias de los pocos
fieles distribuidos por las naves del templo, su alma inocente dejaba
este mundo, que tan cruelmente le trataba, y volaba a comunicarse con
Dios y su Madre Santísima. Tenía la devoción de la Virgen profundamente
arraigada en el corazón desde la infancia: como apenas había conocido a
su madre, buscó por instinto en la de Dios la protección tierna y
amorosa que sólo la mujer puede dispensar al niño; había compuesto en
honor suyo algunos himnos y plegarias, y no se dormía jamás sin besar
devotamente el escapulario del Carmen que llevaba al cuello.

Llegó un día, no obstante, en que el cielo y la tierra le desampararon.
Arrojado de todas partes, sin tener un pedazo de pan que llevarse a la
boca, ni ropa con que preservarse del frío, comprendió el cuitado con
terror que se acercaba el instante de pedir limosna. Trabose una lucha
desesperada en el fondo de su espíritu; el dolor y la vergüenza
disputaron palmo a palmo el terreno a la necesidad; las tinieblas que le
rodeaban hacían aún más angustiosa esta batalla. Al cabo, como era de
esperar, venció el hambre. Después de pasar muchas horas sollozando y
pidiendo fuerzas a Dios para soportar su desdicha, resolviose a implorar
la caridad; pero todavía quiso el infeliz disfrazar la humillación, y
decidió cantar por las calles de noche solamente. Poseía una voz
regular, y conocía a la perfección el arte del canto; mas tropezó con la
dificultad de no tener medio de acompañarse. Al fin, otro desgraciado,
que no lo era tanto como él, le facilitó una guitarra vieja y rota, y
después de arreglarla del mejor modo que pudo, y después de derramar
abundantes lágrimas, salió cierta noche de Diciembre a la calle. El
corazón le latía fuertemente; las piernas le temblaban; cuando quiso
cantar en una de las calles más céntricas, no pudo; el dolor y la
vergüenza habían formado un nudo en su garganta. Arrimose a la pared de
una casa, descansó algunos instantes, y repuesto un tanto, empezó a
cantar la romanza de tenor del primer acto de _La Favorita_. Llamó
desde luego la atención de los transeúntes un ciego que no cantaba
peteneras o malagueñas, y muchos hicieron círculo en torno suyo, y no
pocos, al observar la maestría con que iba venciendo las dificultades de
la obra, se comunicaron en voz baja su sorpresa y dejaron algunos
cuartos en el sombrero, que había colgado del brazo. Terminada la
romanza, empezó el aria del cuarto acto de _La Africana_. Pero se había
reunido demasiada gente a su alrededor, y la autoridad temió que esto
fuese causa de algún desorden, pues era cosa averiguada para los agentes
de orden público que las personas que se reúnen en la calle a escuchar a
un ciego demuestran por este hecho instintos peligrosos de rebelión,
cierta hostilidad contra las instituciones, una actitud, en fin,
incompatible con el orden social y la seguridad del Estado. Por lo cual
un guardia cogió a Juan enérgicamente, por el brazo y le dijo:

--A ver; retírese V. a su casa inmediatamente, y no se pare V. en
ninguna calle.

--Pero yo no hago daño a nadie.

--Esta V. impidiendo el tránsito. Adelante, adelante, si no quiere V. ir
a la prevención.

Es realmente consolador el ver con qué esmero procura la autoridad
gubernativa que las vías públicas se hallen siempre limpias de ciegos
que canten. Y yo creo, por más que haya quien sostenga lo contrario, que
si pudiese igualmente tenerlas limpias de ladrones y asesinos, no
dejaría de hacerlo con gusto.

Retirose a su zahúrda el pobre Juan, pesaroso, porque tenía buen
corazón, de haber comprometido por un instante la paz intestina y dado
pie para una intervención del poder ejecutivo. Había ganado cinco reales
y un perro grande. Con este dinero comió al día siguiente, y pagó el
alquiler del miserable colchón de paja en que durmió. Por la noche tornó
a salir y a cantar trozos de ópera y piezas de canto: vuelta a reunirse
la gente en torno suyo y vuelta a intervenir la autoridad gritándole con
energía:--Adelante, adelante.

¡Pero si iba adelante no ganaba un cuarto, porque los transeúntes no
podían escucharle! Sin embargo, Juan marchaba, marchaba siempre porque
le estremecía, más que la muerte, la idea de infringir los mandatos de
la autoridad, y turbar, aunque fuese momentáneamente, el orden de su
país.

Cada noche se iban reduciendo más sus ganancias. Por un lado la
necesidad de seguir siempre adelante, y por otro la falta de novedad,
que en España se paga siempre muy cara, le iban privando todos los días
de algunos céntimos. Con los que traía para casa al retirarse apenas
podía introducir en el estómago algo para no morirse de hambre. Su
situación era ya desesperada. Sólo un punto luminoso seguía viendo
tenazmente el desgraciado entre las tinieblas de su congojoso estado:
este punto luminoso era la llegada de su hermano Santiago. Todas las
noches, al salir de casa con la guitarra colgada del cuello, se le
ocurría el mismo pensamiento:--«Si Santiago estuviese en Madrid y me
oyese cantar, me conocería por la voz.» Y esta esperanza, mejor dicho,
esta quimera, era lo único que le daba fuerzas para soportar la vida.

Llegó otro día, no obstante, en que la angustia y el dolor no conocieron
límites. En la noche anterior no había ganado más que seis cuartos.
¡Había estado tan fría! Como que amaneció Madrid envuelto en una sábana
de nieve de media cuarta de espesor. Y todo el día siguió nevando sin
cesar un instante, lo cual les tenía sin cuidado a la mayoría de la
gente, y fue motivo de regocijo para muchos aficionados a la estética.
Los poetas que gozaban de una posición desahogada, muy particularmente,
pasaron gran parte del día mirando caer los copos al través de los
cristales de su gabinete, y meditando lindos e ingeniosos símiles de
esos que hacen gritar al público en el teatro «¡bravo, bravo!» u obligan
a exclamar cuando se leen en un tomo de versos: «¡qué talento tiene este
joven!»

Juan no había tomado más alimento que una taza de café de ínfima clase y
un panecillo. No pudo entretener el hambre contemplando la hermosura de
la nieve, en primer lugar, porque no tenía vista; y en segundo, porque
aunque la tuviese, era difícil que al través de la reja de vidrio
empañada y sucia de su desván pudiera verla. Pasó el día acurrucado
sobre el colchón, recordando los días de la infancia y acariciando la
dulce manía de la vuelta de su hermano. Al llegar la noche, apretado por
la necesidad, desfallecido, bajó a la calle a implorar una limosna. Ya
no tenía guitarra; la había vendido por tres pesetas en un momento
parecido de apuro.

La nieve caía con la misma constancia, puede decirse con el mismo
encarnizamiento. Las piernas le temblaban al pobre ciego lo mismo que el
día primero en que salió a cantar; pero esta vez no era de vergüenza,
sino de hambre. Avanzó como pudo por las calles, enfangándose hasta más
arriba del tobillo: su oído le decía que no cruzaba apenas ningún
transeúnte; los coches no hacían ruido, y estuvo expuesto a ser
atropellado por uno. En una de las calles céntricas se puso al fin a
cantar el primer pedazo de ópera que acudió a sus labios: la voz salía
débil y enronquecida de la garganta; nadie se acercaba a él ni siquiera
por curiosidad. «Vamos a otra parte,» se dijo, y bajó por la Carrera de
San Jerónimo, caminando torpemente sobre la nieve, cubierto ya de un
blanco cendal y con los pies chapoteando agua. El frío se le iba
metiendo por los huesos; el hambre le producía un fuerte dolor en el
estómago. Llegó un momento en que el frío y el dolor le apretaron tanto,
que se sintió casi desvanecido, creyó morir, y elevando el espíritu a la
Virgen del Carmen, su protectora, exclamó con voz acongojada: «¡Madre
mía, socórreme!» Y después de pronunciar estas palabras, se sintió un
poco mejor y marchó, o más propiamente, se arrastró hasta la plaza de
las Cortes: allí se arrimó a la columna de un farol, y, todavía bajo la
impresión del socorro de la Virgen, comenzó a cantar el _Ave María_, de
Gounod, una melodía a la cual siempre había tenido mucha afición. Pero
nadie se acercaba tampoco. Los habitantes de la villa estaban todos
recogidos en los cafés y teatros, o bien en sus hogares haciendo bailar
a sus hijos sobre las rodillas al amor de la lumbre. Seguía cayendo la
nieve pausada y copiosamente, decidida a prestar asunto al día siguiente
a todos los revisteros de periódicos para encantar a sus aficionados
con una docena de frases delicadas. Los transeúntes que casualmente
cruzaban lo hacían apresuradamente, arrebujados en sus capas y tapándose
con el paraguas. Los faroles se habían puesto el gorro blanco de dormir,
y dejaban escapar melancólica claridad. No se oía ruido alguno si no era
el rumor vago y lejano de los coches, y el caer incesante de los copos
como un crujido levísimo y prolongado de sedería. Sólo la voz de Juan
vibraba en el silencio de la noche saludando a la Madre de los
Desamparados. Y su canto, más que himno de salutación, parecía un grito
de congoja algunas veces; otras, un gemido triste y resignado que helaba
el corazón más que el frío de la nieve.

En vano clamó el ciego largo rato pidiendo favor al cielo; en vano
repitió el dulce nombre de María un sinnúmero de veces, acomodándolo a
los diversos tonos de la melodía. El cielo y la Virgen estaban lejos, al
parecer, y no le oyeron; los vecinos de la plaza estaban cerca, pero no
quisieron oírle. Nadie bajó a recogerlo; ningún balcón se abrió
siquiera para dejar caer sobre él una moneda de cobre. Los transeúntes,
como si viniesen perseguidos de cerca por la pulmonía, no osaban
detenerse.

Al fin ya no pudo cantar más: la voz espiraba en la garganta; las
piernas se le doblaban; iba perdiendo la sensibilidad en las manos. Dio
algunos pasos y se sentó en la acera al pie de la verja que rodea el
jardín. Apoyó los codos en las rodillas y metió la cabeza entre las
manos. Y pensó vagamente en que había llegado el último instante de su
vida; y volvió a rezar fervorosamente implorando la misericordia divina.

Al cabo de un rato percibió que un transeúnte se paraba delante de él y
se sintió cogido por el brazo. Levantó la cabeza, y sospechando que
sería lo de siempre, preguntó tímidamente:

--¿Es V. algún guardia?

--No soy ningún guardia--repuso el transeúnte,--pero levántese V.

--Apenas puedo, caballero.

--¿Tiene V. mucho frío?

--Sí, señor... y además no he comido hoy.

--Entonces, yo le ayudaré... vamos... ¡arriba!

El caballero cogió a Juan por los brazos y le puso en pie; era un hombre
vigoroso.

--Ahora apóyese V. bien en mí y vamos a ver si hallamos un coche.

--¿Pero dónde me lleva V.?

--A ningún sitio malo ¿tiene V. miedo?

--¡Ah! no: el corazón me dice que es V. una persona caritativa.

--Vamos andando... a ver si llegamos pronto a casa para que V. se seque
y tome algo caliente.

--Dios se lo pagará a V. caballero... la Virgen se lo pagará... Creí que
iba a morirme en ese sitio.

--Nada de morirse... no hable V. de eso ya. Lo que importa ahora es dar
pronto con un simón... Vamos adelante... ¿qué es eso; tropieza V.?

--Sí, señor; creo que he dado contra la columna de un farol... ¡Como soy
ciego!

--¿Es V. ciego?--preguntó vivamente el desconocido.

--Sí, señor.

--¿Desde cuándo?

--Desde que nací.

Juan sintió estremecerse el brazo de su protector; y siguieron caminando
en silencio. Al cabo éste se detuvo un instante y le preguntó con voz
alterada.

--¿Cómo se llama V.?

--Juan.

--¿Juan qué?

--Juan Martínez.

--Su padre de V. Manuel, ¿verdad? músico mayor del tercero de artillería
¿no es cierto?

--Sí, señor.

En el mismo instante el ciego se sintió apretado fuertemente por unos
brazos vigorosos que casi le asfixiaron y escuchó en su oído una voz
temblorosa que exclamó:

--¡Dios mío, qué horror y qué felicidad! Soy un criminal, soy tu hermano
Santiago.

Y los dos hermanos quedaron abrazados y sollozando algunos minutos en
medio de la calle. La nieve caía sobre ellos dulcemente.

Santiago se desprendió bruscamente de los brazos de su hermano y
comenzó a gritar salpicando sus palabras con fuertes interjecciones:

--¡Un coche, un coche! ¿no hay un coche por ahí?... ¡maldita sea mi
suerte! Vamos, Juanillo, haz un esfuerzo; llegaremos pronto al puesto...
¿Pero señor, dónde se meten los coches...? Ni uno sólo cruza por aquí...
Allá lejos veo uno... ¡gracias a Dios!... ¡Se aleja el maldito!... Aquí
está otro... éste ya es mío. A ver cochero... cinco duros si V. nos
lleva volando al hotel número diez de la Castellana...

Y cogiendo a su hermano en brazos como si fuera un chico lo metió en el
coche y detrás se introdujo él. El cochero arreó a la bestia y el
carruaje se deslizó velozmente y sin ruido sobre la nieve. Mientras
caminaban, Santiago teniendo siempre abrazado al pobre ciego, le contó
rápidamente su vida. No había estado en Cuba, sino en Costa Rica, donde
juntó una respetable fortuna; pero había pasado muchos años en el campo,
sin comunicación apenas con Europa; escribió tres o cuatro veces por
medio de los barcos que traficaban con Inglaterra y no obtuvo
respuesta. Y siempre pensando en tornar a España al año siguiente, dejó
de hacer averiguaciones proponiéndose darles una agradable sorpresa.
Después se casó y este acontecimiento retardó mucho su vuelta. Pero
hacía cuatro meses que estaba en Madrid, donde supo por el registro
parroquial que su padre había muerto; de Juan le dieron noticias vagas y
contradictorias: unos le dijeron que se había muerto también; otros que
reducido a la última miseria, había ido por el mundo cantando y tocando
la guitarra. Fueron inútiles cuantas gestiones hizo para averiguar su
paradero. Afortunadamente la Providencia se encargó de llevarlo a sus
brazos. Santiago reía unas veces, lloraba otras mostrando siempre el
carácter franco, generoso y jovial de cuando niño.

Paró el coche al fin. Un criado vino a abrir la portezuela. Llevaron a
Juan casi en volandas hasta su casa. Al entrar percibió una temperatura
tibia, el aroma de bienestar que esparce la riqueza: los pies se le
hundían en mullida alfombra; por orden de Santiago dos criados le
despojaron inmediatamente de sus harapos empapados de agua y le pusieron
ropa limpia y de abrigo. En seguida le sirvieron en el mismo gabinete,
donde ardía un fuego delicioso, una taza de caldo confortador y después
algunas viandas, aunque con la debida cautela, por la flojedad en que
debía hallarse su estómago: subieron además de la bodega el vino más
exquisito y añejo. Santiago no dejaba de moverse, dictando las órdenes
oportunas, acercándose a cada instante al ciego para preguntarle con
ansiedad:

--¿Cómo te encuentras ahora, Juan?--¿Estas bien?--¿Quieres otro
vino?--¿Necesitas más ropa?

Terminada la refacción se quedaron ambos algunos momentos al lado de la
chimenea. Santiago preguntó a un criado si la señora y los niños estaban
ya acostados y habiéndole respondido afirmativamente, dijo a su hermano
rebosando de alegría:

--¿Tú no tocas el piano?

--Sí.

--Pues vamos a dar un susto a mi mujer y a mis hijos. Ven al salón.

Y le condujo hasta sentarle delante del piano. Después levantó la tapa
para que se oyera mejor, abrió con cuidado las puertas y ejecutó todas
las maniobras conducentes a producir una sorpresa en la casa; pero todo
ello con tal esmero, andando sobre la punta de los pies, hablando en
falsete y haciendo tantas y tan graciosas muecas, que Juan al notarlo no
pudo menos de reírse exclamando: ¡Siempre el mismo Santiago!

--Ahora toca Juanillo, toca con todas tus fuerzas.

El ciego comenzó a ejecutar una marcha guerrera. El silencioso hotel se
estremeció de pronto, como una caja de música cuando se la da cuerda.
Las notas se atropellaban al salir del piano, pero siempre con ritmo
belicoso. Santiago exclamaba de vez en cuando:

--¡Más fuerte, Juanillo, más fuerte!

Y el ciego golpeaba el teclado, cada vez con mayor brío.

--Ya veo a mi mujer detrás de las cortinas... ¡adelante, Juanillo,
adelante!... Está la pobre en camisa... ji... ji... me hago como que no
la veo... se va a creer que estoy loco... ¡ji ji!... ¡adelante,
Juanillo, adelante!

Juan obedecía a su hermano, aunque sin gusto ya, porque deseaba conocer
a su cuñada y besar a sus sobrinos.

--Ahora veo a mi hija Manolita, que también sale en camisa... ¡Calle,
también se ha despertado Paquito!... ¡No te he dicho que todos iban a
recibir un susto!... Pero se van a constipar si andan de ese modo más
tiempo... No toques más Juan, no toques más.

Cesó el estrépito infernal.

--Vamos, Adela, Manolito, Paquito, abrigaos un poco y venid a dar un
abrazo a mi hermano Juan. Este es Juan de quien tanto os he hablado, a
quien acabo de encontrar en la calle a punto de morirse helado entre la
nieve... ¡Vamos, vestíos pronto!

La noble familia de Santiago vino inmediatamente a abrazar al pobre
ciego. La voz de la esposa era dulce y armoniosa: Juan creía escuchar
la de la Virgen: notó que lloraba cuando su marido relató de qué modo le
había encontrado. Y todavía quiso añadir más cuidados a los de Santiago:
mandó traer un calorífero y ella misma se lo puso debajo de los pies;
después le envolvió las piernas en una manta y le puso en la cabeza una
gorra de terciopelo. Los niños revoloteaban en torno de la butaca,
acariciándole y dejándose acariciar de su tío. Todos escucharon en
silencio y embargados por la emoción, el breve relato que de sus
desgracias les hizo. Santiago se golpeaba la cabeza: su esposa lloraba:
los chicos atónitos le decían estrechándole la mano: ¿No volverás a
tener hambre ni a salir a la calle sin paraguas, verdad tiito?... yo no
quiero, Manolita no quiere tampoco... ni papá, ni mamá.

--¡A que no le das tu cama, Paquito!--dijo Santiago, pasando a la
alegría inmediatamente.

--¡Si no _quepe_ en ella, papá! En la sala hay otra muy grande, muy
grande, muy grande...

--No quiero cama ahora,--interrumpió Juan... ¡me encuentro tan bien
aquí!

--¿Te duele el estómago como antes?--preguntó Manolita abrazándole y
besándole.

--No, hija mía, no, ¡bendita seas!... no me duele nada... soy muy
feliz... lo único que tengo es sueño... se me cierran los ojos sin
poderlo remediar...

--Pues por nosotros no dejes de dormir, Juan,--dijo Santiago.

--Sí, tiito, duerme, duerme--dijeron a un tiempo Manolita y Paquito
echándole los brazos al cuello y cubriéndole de caricias...

       *       *       *       *       *

Y se durmió en efecto. Y despertó en el cielo.

Al amanecer del día siguiente, un agente de orden público tropezó con su
cadáver entre la nieve. El médico de la casa de socorro certificó que
había muerto por la congelación de la sangre.

--Mira, Jiménez--dijo un guardia de los que le habían llevado a su
compañero.

--¡Parece que se está riendo!




LA ACADEMIA

DE JURISPRUDENCIA


No todos los transeúntes de la calle de la Montera saben que en el
número 22, cuarto bajo, se encuentra establecida, desde algunos años
hace, la Academia de Jurisprudencia[*]. La mayoría de los ciudadanos que
van o vienen de la Puerta del Sol pasan por delante del largo portal de
la casa sin sospechar que dentro de ella discútense los más caros
intereses de su vida, la religión, la propiedad y la familia, todo lo
que se halla bajo la salvaguardia vigilante del Sr. Perier, director
propietario de _La Defensa de la Sociedad_. Si tuviesen el humor de
entrar, vieran quizá colgado de la pared en dicho portal un cuadrito
donde en letras gordas se dice: _No hay sesión_, o bien _El miércoles
continuará la discusión de la memoria del señor Martínez sobre el
derecho de acrecer: tienen pedida la palabra en pro los Sres. Pérez,
Fernández y Gutiérrez, y en contra los señores López, González y
Rodríguez_. El tema es por cierto asaz importante, y los nombres de los
oradores demasiado conocidos del público para que cualquier ciudadano no
entre en apetito de presenciar este debate. Restregándome, pues, las
manos y gustando anticipadamente con la imaginación sus ruidosas
peripecias, tengo salido muchas veces diciendo: No faltaré, no faltaré.

[* Se encontraba cuando el autor escribía estos renglones:
posteriormente se ha trasladado a otro sitio.]

Llega la noche señalada, empujo la mampara de la Academia y penetro en
el salón de sesiones. Una muchedumbre de trece a quince personas invade
el local destinado al público. Los académicos suelen estar aún en mayor
número, llegando algunas veces a ocupar casi todos los bancos
delanteros. Pérez ha comenzado ya su discurso. El celebrado orador que
_La Correspondencia de España_ ha llamado magistral en más de una
ocasión, por más que no haya logrado prebenda en ninguna basílica, podrá
tener, a juzgar por su fisonomía, unos nueve años de edad. Es
medianamente alto, delgado, de ojos pequeños e inquietos, y un poco
desgalichado: su rostro ofrece el sello de meditación y tristeza que
comunica una vida consagrada casi por entero al estudio de los arduos
problemas de la Filosofía. Principia siempre a hablar con cierto desdén
altanero, y su palabra en los primeros momentos es perezosa y torpe;
parece que está distraído como si le arrancasen de improviso al mundo de
reflexiones sabias y profundas donde habita a la continua. Mas a medida
que el tiempo trascurre y el asunto penetra en él, toma calor y su
discurso adquiere un brío extraordinario.

El asunto que ahora se discute es de interés palpitante. Se trata de
saber si la ley de Partida que regula el derecho de acrecer se refiere
únicamente a las mandas o legados, o debe aplicarse también a las
herencias. Pérez, demostrando su destreza en esta clase de debates,
comienza a cimentar su discurso sobre bases sólidas. Empieza estudiando
detenidamente al hombre en su doble naturaleza física y moral,
internándose con paso firme en el campo de la Antropología. Su talento
esencialmente analítico va arrancando a la materia las secretas leyes
por que se rige, y más tarde al espíritu los vagos y complejos impulsos
que le animan. Combate ruda pero severamente la teoría de Darwin sobre
el origen de las especies, y demuestra con gran copia de datos y
razones, que la humanidad no es el coronamiento del proceso animal, por
más que rechace igualmente la procedencia de una sola pareja. Con este
motivo, examina las contradicciones entre la Biblia y la ciencia, y
expone clara y sucintamente el modo de resolverlas. Pasa después al
estudio de la pre-historia, y rápidamente analiza las últimas teorías,
declarándose franco y resuelto partidario de la existencia del hombre en
el terreno terciario.

«Ninguno más reservado y más cauto que yo (dice con solemnidad) cuando
se trata de aceptar una teoría peregrina sobre problemas tan oscuros e
inaccesibles, pero todo el mundo está obligado a rendirse ante la
evidencia. Mi esclarecido amigo el señor Fernández ha tenido la fortuna
de encontrar este verano en una gruta de su provincia, e incrustada
entre rocas de granito de carácter terciario, una taza...

(_Fernández, levantándose a medias del asiento_):--Una vinagrera.

_Pérez_:--Entendía que era una taza lo que había hallado su señoría;
pero este cambio corrobora aún mejor la doctrina que estoy exponiendo.
La fabricación y el uso de esta clase de artefactos, lo mismo de las
tazas que de las vinagreras (singularmente de las vinagreras) manifiesta
y declara la existencia del hombre en dicho terreno, y supone además en
él un cierto grado de cultura nada compatible en verdad con el
embrutecimiento a que lo condenan las teorías de la escuela
materialista».

El orador da fin a su discurso con una historia tan concienzuda como
brillante del derecho de propiedad.

Por indisposición del Sr. López, que era el encargado de contestar al
discurso del Sr. Pérez, se levanta a hablar el Sr. González. Es hombre
más entrado en días que su contrincante: representa bien unos doce años,
y tiene fisonomía dulce, apacible y ruborosa donde se refleja un alma
creyente y sumisa.

«Todos nosotros reconocemos (comienza a decir con voz suave de
contralto, muy semejante a la de los niños de coro), y con nosotros
cuantos siguen el movimiento intelectual contemporáneo, todos
reconocemos en mi ilustre amigo el Sr. Pérez una erudición inmensa
dichosamente unida a una inteligencia poderosa y perspicua que se
apodera de las ideas y se enseñorea de ellas sometiéndolas a un análisis
seguro y minucioso, bien así como el águila cae de súbito sobre su
presa, la coge entre sus garras y asciende con ella por los espacios,
arrastrándola a regiones desconocidas donde con el ensangrentado pico se
entretiene en explorar sus entrañas palpitantes... (_¡Bravo! ¡Bravo!
Las miradas del público se fijan sobre Pérez, que en aquel momento toma
notas_).

«Pero ¡ah, señores! el eminente orador que me ha precedido en el uso de
la palabra, impulsado por su temperamento analítico, por la sed ardiente
de conocimientos que le devora, abandona las consoladoras creencias del
cristianismo, en que se ha educado, y marcha resueltamente por la senda
del libre examen, sin sospechar los riesgos que corre su noble espíritu;
de la misma suerte que el niño, persiguiendo por el campo a la mariposa
irisada, no ve el abismo que se abre a sus pies y amenaza sepultarle...
(_Prolongados aplausos_).

Continúa el orador describiendo con rasgos magistrales el carácter de
Pérez, y pasa después a lamentarse con acento patético de que aquél no
crea en la procedencia del género humano de una sola pareja. Con este
motivo, hace una pintura acabada y elocuente del paraíso terrenal, y
describe a nuestros primeros padres en el estado de inocencia,
entreteniéndose sobre todo a dibujar con amor y cuidado la figura
esbelta, graciosa, cándida e incitante a la vez de la madre Eva, de tal
modo, que provoca en la juventud que le escucha entusiásticos y
fervorosos aplausos.

Traza después a grandes pinceladas la historia de los primeros tiempos
de la humanidad, y afirma que la verdadera civilización tiene su origen
en el cristianismo. (_El Sr. Gutiérrez pide la palabra con voz irritada
y estentórea. Grande ansiedad en la media docena de circunstantes que
han quedado en el público_).

Terminado el discurso, rectifica brevemente Pérez, y acto continuo el
presidente concede la palabra a Gutiérrez, que con el rostro encendido,
las manos trémulas y los ojos inyectados, comienza a gritar más que a
decir su oración.

«Señores académicos--exclama:--No es el cristianismo, no, como acabáis
de oír, el que ha engendrado nuestra civilización. Todo lo contrario. El
cristianismo ha sido, es y será mientras exista, la rémora constante del
progreso de los pueblos. Hace mil ochocientos y tantos años que un judío
exaltado...

(_El presidente, haciendo sonar la campanilla_):--La Mesa suplica al Sr.
Gutiérrez que procure no herir el sentimiento religioso de la asamblea.

«Señor presidente, ha llegado la hora de las grandes verdades. Vosotros
venís de los templos, de los salones, de las universidades... Yo vengo
de la calle... Y vosotros no sabéis lo que pasa en la calle... Yo lo
sé... Por eso os digo que viváis alerta. La paciencia, una paciencia que
ha durado muchos siglos, está ya a punto de agotarse. Nos hemos contado
y os hemos contado también. Mañana, cuando más descuidados estéis, tal
vez vengamos a arrojaros de aquí. Los hombres de la calle, como un
torrente que se desata, como una inmensa y terrible avenida...

_El presidente_:--La Mesa no puede permitir que el Sr. Gutiérrez siga
hablando de ese modo.

(Algunas voces: _Muy bien, muy bien._ Otras: _Que siga, que siga_).

«Señor presidente, creo estar en mi perfecto derecho al hablar de la
avenida que se precipita...

_El presidente_:--Su señoría no puede hablar de la avenida...

(_Muy bien, muy bien_. Una voz: _Fuera el presidente_. Terrible
confusión en el público. Cuatro espectadores baten palmas a la
presidencia. Dos gritan: _Que siga, que siga_. Los académicos se hablan
al oído, aconsejando moderación e imparcialidad).

_Gutiérrez, con amargura_:--Señor presidente, veo con claridad que aquí,
como en la calle, no se respeta la justicia. Renuncio al uso de la
palabra... Antes de sentarme, sin embargo, os diré que, aunque vosotros
no la veáis, la avenida sube, sube, y concluirá por ahogaros.

(_Indescriptible confusión. Dos espectadores apostrofan duramente al
orador. Algunos académicos tratan de imponerles silencio. El presidente
rompe la campanilla. Gutiérrez pasea miradas insolentes y sarcásticas
por el concurso_).

_El presidente, logrando hacerse oír_:--Su señoría puede hacer lo que
guste, pero conste que la Mesa no le retira la palabra. El miércoles
próximo continuará la discusión sobre el derecho de acrecer. Se levanta
la sesión.


II


La vida pública de la Academia de Jurisprudencia no se resume en los
debates como el que acabamos de presenciar. Hay en su organización o
vida interna ciertos mecanismos que tocan, o por mejor decir, entran de
lleno en los dominios del derecho político y aun en el natural, o sea el
que la naturaleza enseñó lo mismo a los hombres que a los animales:
_quod natura omnia animalia docuit._ Me refiero a las elecciones.

Cuando entramos en el salón de sesiones y vemos al lado del presidente a
un joven decentemente vestido que en ciertas ocasiones lee con voz
trémula y conmovida el resumen de los gastos y los ingresos, apenas
fijamos nuestra atención en él. ¡Y no obstante, ese joven es el
Secretario! ¡El Secretario! ¡Cuán poco nos figuramos lo que significa
esta palabra!

Asistid como yo he asistido a una elección de Secretario en la Academia
de Jurisprudencia, y mediréis su extensión. Al solo anuncio de las
elecciones, conmuévese hondamente aquel respetable cuerpo jurídico,
preparándose a una terrible y dolorosa crisis. La chispa de la ambición
comunica instantáneamente el fuego a todos los corazones, y como sucede
siempre en las grandes perturbaciones sociales, los sórdidos intereses,
las pasiones bastardas, los rencores, las miserias, todo el fango del
espíritu, en una palabra, asciende a la superficie y enturbia por un
instante la pureza de la docta Corporación. Mas en medio de este
revuelto mar de apetitos y torpes deseos suelen flotar también,
digámoslo en honor de los jóvenes jurisconsultos españoles, nobles y
legítimas ambiciones y rasgos de conmovedora modestia.

He conocido un joven a quien una Comisión salida del seno de la Academia
pasó a ofrecer en su misma casa el puesto de Secretario con el objeto
de apagar una querella suscitada entre dos enconados e igualmente
poderosos adversarios. Aquel joven esclarecido, dando a la historia el
mismo ejemplo de modestia y generosidad que el rey Wamba, se negó
terminantemente a aceptar los honores que le ofrecían.

Este ejemplo, por desgracia, no ha tenido imitadores. Las dulzuras del
poder excitan demasiadamente el paladar de los jóvenes académicos para
que nadie piense en rechazarlas. Antes al contrario, se emplean para
conseguirlas todos los medios que la inteligencia despierta de los
socios, encendida por el deseo, les sugiere. ¡Qué de intrigas
espantables y tenebrosas! ¡Qué de crueles asechanzas! ¡Cuántas palabras
pérfidas! ¡Cuántas sonrisas traidoras! El espíritu se estremece y los
cabellos se erizan al acercarse a este hervidero de las pasiones
humanas.

Ni tampoco faltan los arranques brutales de la fuerza, o sean las
coacciones escandalosas, como se dice en términos técnicos. A este
propósito se citan en la Academia algunos hechos que, por su gravedad y
por las tristísimas circunstancias de que se hallan rodeados, conturban
y abaten el ánimo. Se dice, por ejemplo, que en cierta ocasión el
bibliotecario, Sr. Torres Campos, obstruyó con su persona uno de los
pasillos del local para que sus contrarios no pudiesen ir a depositar el
voto en la urna. Yo nunca he creído semejante especie. Conozco muy bien
al distinguido bibliotecario, y aunque le considero con facultades para
obstruir cualquier pasillo, no creo que jamás haya puesto sus felices
condiciones físicas al servicio de una tan flagrante injusticia. De
todas suertes, es bueno, sin embargo, dejar apuntado que he visto a
algunos académicos calificar su legítima influencia en la Corporación de
«funesta e insufrible tiranía».

Hay, no obstante, jóvenes privilegiados, favorecidos por la Providencia
con dotes excepcionales que alcanzan los más altos puestos sin lucha,
sin esfuerzo y sin peligro. Desde el instante en que uno de estos
jóvenes pisa los umbrales de la Academia, sus compañeros, como si viesen
en él un ser superior enviado del cielo, se apresuran a allanarle los
obstáculos y a sembrar de flores su camino. Cesan las envidiosas
maquinaciones, se apagan los rencores, cálmanse momentáneamente las
encrespadas olas, y el joven providencial marcha triunfante, bañado por
el sol de la gloria, libre y desembarazado, a la codiciada silla de
Secretario, donde se sienta, como los emperadores bárbaros, por derecho
propio. Tal ha sido la historia de mi distinguido amigo el Sr. Macaya y
de algunos otros, aunque muy escasos, jóvenes.

A más del cargo supremo de Secretario (pues el de Presidente se ha
convenido en cederlo a la política), hay otros puestos que excitan
también la concupiscencia de los socios, que son los de presidentes y
vicepresidentes de las secciones. La elección de éstos, aunque no ofrece
la honda perturbación que la de Secretario, no por eso deja de ser
interesante y sembrada de peripecias. Algunos meses antes del día
señalado para la elección empiezan a echarse a volar algunos nombres
sobre los cuales se levanta viva e incesante discusión. Examínanse los
antecedentes del candidato, estúdianse detenidamente las fases de su
talento, aquilátanse sus méritos, y últimamente recae en él la sentencia
que le eleva o le confunde, expresada siempre en estos sacramentales
términos: «Tiene talla» o «No tiene talla». Hay cabildeos infinitos,
combinaciones, arreglos amistosos, bruscos desabrimientos,
transacciones, se imprimen varias candidaturas (lo cual suele costar
dinero a las familias), se traen a la palestra tarjetas del Presidente
del Consejo de ministros y del Cardenal Arzobispo de Toledo, intervienen
algunas damas de la nobleza y se dan algunas bofetadas.

En cierta ocasión he asistido con un amigo a estas reñidas elecciones.
Mi amigo no se presentaba candidato, mas sin saber por qué ni cómo,
quizá para dar en la cabeza a algún ambicioso, lo cierto es que al
efectuarse el escrutinio, mi amigo salió nombrado presidente de la
sección de derecho canónico. Su alegría y sorpresa fueron tan grandes,
que estuvo a punto de caer desmayado en mis brazos. Salimos del local, y
en la calle me abrazó repetidas veces, me habló de su porvenir y me
comunicó en secreto que ahora pensaba dirigir sus tiros al puesto de
Secretario, se enterneció refiriéndome su primera y única aventura
amorosa, y concluyó por cantar a media voz la _Marsellesa_ (había sido
elegido por el elemento liberal de la corporación). Al tirar de la
campanilla de su casa, y al preguntar la criada ¿quién es? exclamó fuera
de sí: «¡Abre, muchacha, que tienes a tu amo Presidente de la Academia
de Jurisprudencia!»

¡Noble y gloriosa emulación la que se establece en esta ilustre
sociedad! ¡Qué importa que esta emulación vaya manchada en algunos casos
por el fango de las malas pasiones! Las malas pasiones son un poderoso
auxiliar en la carrera que la juventud de la Academia ha emprendido, o
como decía cierto subsecretario amigo mío, «en la política es necesario
tener algunas onzas de mala sangre.» Consuela y ensancha el ánimo un
espectáculo semejante. Los vergeles de la política española tienen un
vivero en la Academia de Jurisprudencia. De allí se trasplantan los
caballeros de Isabel la Católica y los jefes superiores de
administración encargados de la gestión de nuestros intereses.
Actualmente existen ¡loado sea Dios! dentro de la respetable Corporación
que hemos tratado de describir a grandes rasgos, tres Venancios González
en agraz, cinco Camachos y un Posada Herrera. Pueden dormir tranquilos,
pues, nuestros labradores, industriales y comerciantes. Si alguna vez se
les ocurre entrar en el número 22 de la calle de la Montera, cuarto
bajo, contemplarán con lágrimas de enternecimiento un enjambre de
inocentes y juguetones cachorrillos adiestrándose para meterlos mañana u
otro día en la cárcel cuando voten a un candidato de oposición, impedir
que se reúnan con sus amigos, y subirles discretamente las
contribuciones.




EL HOMBRE

DE LOS PATÍBULOS


Hace cosa de tres o cuatro años tuve la infame curiosidad de ir al Campo
de Guardias a presenciar la ejecución de dos reos. El afán de verlo todo
y vivirlo todo, como dicen los krausistas, me arrastró hacia aquel
sitio, venciendo una repugnancia que parecía invencible, y los serios
escrúpulos de la conciencia. Por aquel tiempo pensaba dedicarme a la
novela realista.

Eran las siete de la mañana. La Puerta del Sol y la calle de la Montera
estaban cuajadas de gente. Había llovido por la noche, y el cielo,
plomizo, tocaba casi en la veleta del Principal. La atmósfera,
impregnada de vapor acuoso, y el suelo cubierto de lodo. La muchedumbre
levantaba incesante y áspero rumor, sobre el cual se alzaban los gritos
de los pregoneros anunciando «la salve que cantan los presos a los reos
que están en capilla», y «el extraordinario de _La Correspondencia_.»
Una fila de carruajes marchaba lentamente hacia la Red de San Luis. Los
cocheros, arrebujados en sus capotes raídos, se balanceaban
perezosamente sobre los pescantes. Otra fila de ómnibus, con las
portezuelas abiertas, convidaba a los curiosos a subir. Los cocheros nos
animaban con voces descompasadas. Uno de ellos gritaba al pie de su
carruaje:

--¡Eh, eh! ¡al patíbulo! ¡dos reales al patíbulo!

Me sentía aturdido, y empecé a subir por la calle de la Montera,
empujado por la ola de la multitud. Los pies chapoteaban asquerosamente
en el fango. ¡Cosa rara! en vez de pensar en la lúgubre escena que me
aguardaba, iba tenazmente preocupado por el lodo. Había oído decir a un
magistrado, no hacía mucho tiempo, que el barro de Madrid quemaba y
destruía la ropa como un corrosivo, lo cual tenía su explicación en la
piedra del pavimento, por regla general caliza. «¡Buenos me voy a poner
los pantalones!» iba diciendo para mis adentros, con acento doloroso.

La muchedumbre ascendía con lento paso. El que bajase a la Puerta del
Sol en aquel instante y fuese examinando los rostros de los que
subíamos, si no tuviera otros datos, no sospecharía ciertamente a qué
lugar siniestro nos dirigíamos. Las fisonomías no expresaban ni dolor,
ni zozobra, ni preocupación siquiera. Marchábamos todos con la
indiferencia estúpida de un pueblo trashumante que va a establecerse a
otra comarca. Los que llevaban compañía, charlaban; los que iban solos,
echaban pestes de vez en cuando, entre dientes, contra el barro. Sólo el
cielo mostraba un semblante sombrío y melancólico, adecuado a las
circunstancias.

Recorrimos la calle de Hortaleza, y al llegar cerca del Saladero
hallamos un gran montón de gente que invadía los alrededores y que nos
detuvo. La muchedumbre hormigueaba delante del sucio y repugnante
edificio en espera de algo; ¡un algo bien espantoso por cierto! Yo fui a
engrosar aquel gran montón, como una gota de agua que cae en el mar.
Allí los rostros ya expresaban algo: la impaciencia. Me parece excusado
decir que era plebe la inmensa mayoría de los circunstantes, porque la
plebe es la que particularmente se siente atraída hacia los espectáculos
cruentos. No obstante, hay también gente de levita y sombrero de copa
que se deleita con las emociones terribles; pero en aquella ocasión era
una minoría muy exigua. Un coche de plaza sin número esperaba a la
puerta: el cochero tenía la cara cubierta con un pañuelo. Crecido número
de guardias de orden público se hallaba distribuido en el concurso, y un
piquete de soldados, con los fusiles en «su lugar descanso», ceñía la
fachada del siniestro caserón, contemplando con ojos distraídos el
hervor de aquel mar de cabezas humanas. Algunas aristócratas del
comercio pregonaban a gañote tendido «agua y azucarillos, bellotas como
castañas, chufas, cacahuetes», y algunos otros artículos de
entretenimiento, para los estómagos desocupados. Los balcones de las
casas circunvecinas estaban poblados de gente, y no era raro ver en
ellos el rostro fresco y sonriente de alguna linda muchacha que acababa
de dejar el lecho, y que con sus menudos dedos blancos y rosados se
restregaba los ojos.

Era tan horrible lo que iba a suceder, y tan lúgubres los preparativos
del suceso, que, más por huir la tristeza que por amor al bello sexo,
aunque no dejo de profesarlo, me coloqué debajo de uno de los balcones y
me puse a mirar a cierta rubia, que no pagó verdaderamente mi
atención--dicho sea en honor suyo. ¡Por qué había de mirarme, cuando ni
siquiera me iban a dar garrote! Sus ojos estaban clavados con ansiosa
curiosidad en la puerta del Saladero. Me acordé entonces de las damas
del imperio romano, que daban la señal de muerte a los gladiadores, e
hice una porción de reflexiones histórico-filosóficas, de las cuales
hago gracia a los lectores.

Cuando más embebido me hallaba en ellas, escuché una voz cerca que
preguntaba:

--Caballero, ¿sabe V. qué hora es?

Volvime, sin saber a quién se dirigía la pregunta, y me hallé enfrente
de un hombre no muy alto, de barba y pelo cenicientos, de facciones
afiladas, que me miraba con unos ojos pequeños y hundidos, y de color
indefinible, esperando, a no dudarlo, mi respuesta. Como el reloj era de
niquel, eché mano de él, sin temor de mostrarlo, y le dije:

--Las siete y veinte minutos.

--Todavía esperaremos más de un cuarto de hora--repuso el hombre
reflejando disgusto en su fisonomía. Yo me encogí de hombros con
indiferencia, y alcé los ojos al cielo, quiero decir, a la rubia.

--¡Oh, conozco bien a esos señores!--prosiguió.--¡No me darán chasco,
no!... Dicen que a las siete y media saldrá el primero _pa_ el campo...
Pues ya verá V. cómo han de ser las ocho menos cuarto bien largas...

Me volví con alguna mayor curiosidad a mirar a aquel hombre, y confieso
que me causó repugnancia. Sin ser un monstruo por lo feo, éralo
bastante, y sobre todo, formaba contraste notable con la rubia que se
cernía sobre mi cabeza. Estaba pobremente vestido, de capa y gorra, como
los artesanos de Madrid, y debía de hallarse entre los cincuenta o
sesenta años de edad. Pude observarle bien, porque no me miraba: sus
ojos exploraban con avidez los contornos de la prisión.

--¡Puercos, tunantes!--exclamó con irritación y sin mirarme, como si
hablase consigo mismo.--¡Mire V. que estar un hombre ayer toda la tarde,
espera que te espera, para salir al fin con que no era posible verlos!
Que el Gobernador no quería que se les molestase... ¿Y qué tiene ya que
mandar el Gobernador sobre ellos?... Un hombre, cuando le van a dar
_mulé_, hace lo que le da la gana, menos escaparse... Además, que no se
les molesta... al contrario... lo que les hace falta es un poco de
_distraición_ y beber unas copas con tranquilidad... ¿Han de estar todo
el día _rodeaos_ de paño negro?... Con media hora pa confesarse y otra
media _pa_ decir el «yo pecador», y recibir, y arrepentirse, queda un
hombre al sol.

Como, después de todo, hablaba conmigo, por más que no me mirase, quise
demostrarle que le escuchaba, y le pregunté:

--¿Cuál de los dos sale primero?

--El viejo, el viejo--repuso en tono firme--. Cuando el otro llegue
allá, ya le habrán despachado a él. Hasta ahora es el que ha tenido más
pecho... _Paece_ mentira, ¿no es verdad? El chico me han dicho que está
medio _acabao_. ¡Vaya un papanatas! ¡Como si por cantar la gallina le
dejasen de apretar el gañote! Lo que debe tener un hombre ante todo es
_dirnidad_, mucha _dirnidad_, y morir como Dios manda, sin dar que
decir a la gente.

--Pero ya ve usted que eso no se puede remediar: unos son valientes y
otros cobardes--repliqué en tono de mal humor.

--Estamos en eso, caballero... Pero un hombre siempre es un hombre...

--Verdad.

--Y los hombres se portan como hombres.

--También verdad.

--Y cuando no hay más remedio, hay que aguantar la mecha, tener
paciencia, y barajar, y decir: «Pues, señor, otros han ido antes que yo,
y otros vendrán también». Mire usted, caballero: yo he visto a una
mujer... ya ve usted que una mujer no es lo mismo que un hombre.

--Cierto.

--La he visto morir mejor que si fuese un hombre... Usted también la
habrá visto... hablo de la Vicenta...

--¿Qué Vicenta?

--La Vicenta Sobrino.

--No, no la he visto.

--Es verdad que usted es joven--repuso mirándome de arriba abajo--; pero
bien pudieron haberle traído aunque fuese chico... Aquí se aprende
mucho...

--No vivía en Madrid.

--¡Ay, caballero! Pues en los pueblos estas cosas se ven pocas veces...
No es lo mismo que aquí, donde casi todos los años tenemos un
_espetáculo_, cuando no son dos o tres. Aquí se aprende a tener corazón
y a ver lo que es el mundo... Pues, como le decía, la Vicenta era mujer
que valía lo que pesaba... ¡tenía más agallas que un tiburón!... La
verdad es que daba gusto verla tan serena; porque, al fin, siempre es
una fatiga ver a una persona humana dando diente con diente y poniendo
los ojos de carnero _degollao_... Yo he visto de todo... Mire V.; a la
Bernaola la han tenido que subir a _puñaos_... y a muchos hombres
también, no vaya V. a creerse. He visitado yo a algunos en la capilla,
que _paecía_ que se tragaban a medio Madrid; mucha copa de vino, mucha
cháchara y mucho jaleo, y cuando llegó la hora de ser hombres, hincharon
el hocico haciendo pucheritos como los niños de escuela.

Mi interlocutor hablaba siempre con los ojos clavados en la puerta del
Saladero. No muy lejos de ella se promovió una reyerta entre los
curiosos y los agentes de orden público, que hizo retroceder y ondular a
la muchedumbre. Nosotros sentimos, aunque no muy fuerte, el efecto de
esta agitación. El hombre de la capa exclamó:

--¡No puedo resistir a estos del orden!... ¡Mire V. qué modo de tratar
al pueblo! No _paece_ más que ellos son los que nos dan permiso _pa_
ver el _espetáculo_!

--Se me figura, dije yo, que va a salir el reo.

--¡Ca! No, señor, no tenga V. cuidado; hasta las ocho menos cuarto en
punto no hay quien los menee. Echan un cuarto de hora _pa_ llegar al
campo; pero ¡buen cuarto de hora te dé Dios! El campo no está aquí a la
vuelta; y como van a paso de carreta... ¿Qué hora es, caballero? Hágame
el favor de mirar el _reló_.

--Las ocho menos veinticinco.

Una mujer dijo a nuestra espalda en voz alta:

--Manuela, ¿no sabes que los indultan? Acaba de llegar un soldado con el
perdón del Rey.

Mi interlocutor se volvió instantáneamente, como si le hubiesen
pinchado.

--¡Qué perdón ni qué ocho cuartos! ¡Qué sabe V. lo que se dice!

--_Pus_ lo _mismito_ que V. ¡El diablo del hombre!

El hombre de la capa dejó escapar una exclamación de desprecio mirando a
la mujerzuela de arriba abajo y dirigiéndose después a mí, me dijo en
tono confidencial:

--Estas babiecas, en cuanto que ven a un soldado con un pliego en la
bayoneta, ya se sueltan a decir que es el indulto. El indulto no se da
casi nunca a última hora, porque tiene que llevar mucha requisitoria...
Usted bien lo sabrá... Ayer ha estado el padre del chico a echarse a los
pies del Rey, pero no ha conseguido nada. ¡Qué había de conseguir! De
perdonarle a él, tenían que perdonar al otro también... y eso no podía
ser... Así que ya deben contarse entre los difuntos... El Rey no lo hace
casi nunca de por sí y sin consultar a los _menistros_... Eso lo sé yo
bien, caballero, lo sé yo bien.

--Pues yo me alegraría mucho de que los perdonasen--dije con cierto
tonillo irritado para protestar del afán de cadalso que adivinaba en
aquel hombre.

--Eso es otra cosa--repuso un poco cortado.--Usted puede alegrarse lo
que le dé la gana; pero lo que le digo es que no vendrá el indulto...
Ellos siempre tienen esperanza, ya lo sé; están con el corbatín
enroscado al cuello y todavía esperan los pobrecitos que vengan a
sacarlos del barranco. Alguno he visto que se tragó la píldora enterita
desde muchos días antes; pero es una _esceción_... Aquél era un hombre
con un corazón más grande que el palacio de Buenavista. Como aquél no ha
habido otro ni lo habrá: se fue al palo con la misma cachaza que se iba
antes a la taberna. ¡Qué camelo dio al señor Gobernador y a los
marranillos que andaban cerca de él! Todos se pirraban por meterle miedo
y verle compungido. El Gobernador estuvo más de media hora hablándole
del infierno y de las penas de los condenados; tizonazos por aquí,
requemones por allá... ¡Como si hablase a la pared! El se reía, y de vez
en cuando pedía una copa de aguardiente. A todos los de la cárcel los
traía azorados poniéndoles motes; a uno le llamaba _mamoncillo_; a otro
que tenía un ojo torcido, _virulento_; al capellán de la cárcel,
_hopalandas_... ¡Ni por un Cristo se quedaba nadie solo con él, y eso
que le tenían con grillos!... A mí me quería mucho, como amigo
verdadero. Yo era entonces un muchacho. Había ido acompañando a su
mujer al Palacio, y la vi echarse a los pies de la Reina. ¡Si viera
usted que modo de llorar, caballero! La reina estuvo muy llana y muy
buena; la levantó del suelo y la dijo que haría lo que pudiera, que se
enteraría bien y hablaría con sus _menistros_; la dijo también que se
fuera tranquila a su casa, que la pasaría un aviso. Todo el día
estuvimos esperándolo y no pareció... La Reina no tenía la culpa, bien
lo hemos sabido; era un _menistro_ tunante el que estaba empeñado en
apretar el cuello a aquel valiente... Por la mañanita temprano me mandó
a llamar desde la capilla _pa_ despedirse de mí... Pero... ¡calla,
calla! Ahora salen... Sí, sí, ahora salen... Mire V. cómo el coche se
_aprosima_... Vamos a acercarnos un poco _pa_ ver salir el reo. ¡Ya
empiezan esos malditos a echar a _rempujones_ la gente! Mire usted, mire
V.; ya asoma la comitiva.

En efecto, los guardias de orden público hacían esfuerzos para despejar
las avenidas de la cárcel. En la muchedumbre se engendró un movimiento
tumultuoso de vaivén. Rumor áspero y confuso salió de su seno,
esparciéndose por el aire. El piquete de soldados, que descansaba al pie
del muro, obedeciendo a la voz de su jefe, fue a colocarse junto a la
puerta, y por ella comenzó a salir alguna gente con semblante triste y
asustado: eran dependientes de la prisión, hermanos de la Paz y Caridad
y los pocos curiosos que habían tenido influencia para entrar. Por
último, apareció el reo. Venía acompañado de un sacerdote y rodeado de
guardias. Seguía a la comitiva bastante gente. Gastaba el reo barba
cerrada, negra y espesa; la hopa que le cubría y el birrete que llevaba
en la cabeza, el cual le venía un poco holgado, prestábanle un aspecto
lúgubre, espantoso. Esforzábase, sin duda, en aparecer sereno, pero en
su rostro demudado reflejábase, tal expresión de dolor y angustia, que
conmovía hasta lo más hondo del corazón. El hombre de la capa, que no se
había separado de mí, dijo en tono satisfecho:

--Vamos... está pálido, pero bastante sereno... No se puede pedir más a
un hombre... porque, ya ve V., caballero, ¿a quién le gusta que le
aprieten el gañote?...

El reo y el cura entraron en el carruaje. En la muchedumbre reinó por
breves instantes silencio sepulcral; mas así que se cerró la portezuela,
levantose nuevamente un insufrible clamoreo. El coche arrancó y
emprendió la marcha lentamente; el piquete formó la escolta; los
guardias procuraban hacer calle, dejando acercarse al carruaje solamente
a los cofrades de la Paz y Caridad. El hombre de la capa me obligó a
colocarme, como él, en las primeras filas de curiosos y caminar no muy
lejos del reo.

El cielo seguía envuelto en un sudario ceniciento, y el piso no mejoraba
en aquellos sitios. A la verdad, no comprendo por qué razón me dejaba
arrastrar por aquel hombre. Me sentía cada vez más aturdido, como si
estuviese soñando. Iba sufriendo cruelmente, y no me pasaba siquiera por
la imaginación la idea de que podía evitar aquel sufrimiento con sólo
volverme atrás.

--Pues ya verá V., caballero lo que sucedió--dijo el hombre, siguiendo
su historia mientras caminábamos hacia el cadalso.--Me mandó a llamar
muy tempranito, y yo me planté en la cárcel por el aire. Antes de
entrar a verle, me obligaron a quitarme la ropa. Los grandísimos puercos
tenían miedo que le trajese algún veneno. Querían a toda costa verle en
el palo. Para registrarme me pusieron en cueros vivos y me trataron como
a un perro... ¡Mala centella los mate a todos!... Pero, después de
muchos _arrodeos_, no tuvieron más remedio que dejarme entrar... «¡Hola!
¿Estás ahí, Miguelillo?--me dijo en cuanto me vio.--Acércate y agarra
una silla. Tenía ganas de verte antes de tomar el _tole pa_ el otro
barrio». Estaba fumando un cigarro de los de la Habana y tenía algunas
copas delante. Había tres o cuatro personas con él, entre ellas el cura.
«Acércate, hombre, y bebe una copa a tu salud, porque a la mía es como
si no la bebieses. Aquí todos han _trincado_ esta mañana, menos el
_pater_, que se empeña en no probar la gracia de Dios». Bebí la copa que
me echó, y hablamos un ratito de nuestras cosas. Yo no me cansaba de
mirarle. Estaba tan sereno como V. y yo, caballero. _Paecía_ que era a
otro a quien iban a dar _mulé_. «¿Verdad que no estoy _apurao_,
Miguelillo?... Eso hubieran querido los _mamones_ de la cárcel, pero no
les he _dao_ por el gusto... ¡Anda, que se lo dé la perra de su
madre!... Aquí el _pater_ también me predica, pero es muy hombre de
bien, y por ser muy hombre de bien le he servido en todo lo que hasta
ahora ha _mandao_». Y era verdad, porque había _confesao_ y _comulgao_
sólo por el aprecio que le tenía. Cuando estábamos hablando entró un
hombre pequeño, _trabao_ y con las patas torcidas, y acercándose a la
mesa le preguntó: «Oye, Francisco, ¿me conoces?» Él entonces levantó la
vista, y contestó, bajándola otra vez: «Sí, eres el _buchí_». Es verdad,
has _acertao_. ¿Tienes ánimo?--¿No lo estás viendo?--Ya veo, ya, que no
se te encoge el ombligo... Vengo a pedirte perdón.--Anda con Dios, que
tú no tienes la culpa de nada. Tú eres un pobre, que ganas el pan con tu
trabajo.--Hasta luego.--Hasta luego». Después que salió el verdugo me
vinieron a avisar _pa_ que me fuese. Entonces él se levantó y me abrazó
como pudo (porque llevaba esposas) diciéndome: «Vamos, muchacho, no te
fatigues tanto... Este es un mal trago... Vaya por los muchos buenos
que tengo entre pecho y espalda». Después me echaron de la capilla y
hasta de la cárcel!... ¡Pero, caballero, apriete V. un poco más el paso,
que nos quedamos atrás!...

Obedecí a mi compañero, como si lo tuviese por obligación, y nos
colocamos otra vez en las primeras filas. El carruaje de la Justicia
caminaba a unos veinte pasos de nosotros. La muchedumbre hormigueaba en
torno del piquete y de los guardias, esforzándose para ver al reo.
Algunos civiles de caballería, con el sable desenvainado, caracoleaban
para dejar libre el tránsito, atropellando a veces a la gente, que
dejaba escapar sordas imprecaciones contra la fuerza pública. Los
habitantes de las pobres viviendas que guarnecen por aquellos sitios la
carretera, se asomaban a las puertas y ventanas, reflejando en sus
rostros más curiosidad que tristeza, y las comadres del barrio se decían
de ventana a ventana algunas frases de compasión para el reo, y no pocos
insultos para los que íbamos a verle morir. De vez en cuando, el rostro
lívido de aquél aparecía en la ventanilla, y sus ojos negros y hundidos
paseaban una mirada angustiosa y feroz por la multitud; pero
inmediatamente se dejaba caer hacia atrás, escuchando el incesante
discurso del sacerdote. El cochero, enmascarado como un lúgubre
fantasma, animaba al caballo con su látigo, conduciéndolo hacia el
suplicio.

La relación de aquel hombre había excitado mi curiosidad. Así que,
después de caminar un rato en silencio, le pregunté:

--¿Y V., cuando le echaron de la cárcel, se habrá ido a su casa?

--No, señor; me quedé cerca de la puerta para verle salir. Al cabo de
media hora de espera, _apaeció_ entre un montón de gente, lo mismo que
este que va en el coche... ¡Ay, caballero, si viese V. que otro hombre
era! Ese maldito sayo negro que les ponen, y el gorro de la cabeza, le
habían _mudao_ enteramente. _Paecía_ un alma del otro mundo. Montó, sin
ayuda de nadie, en el burro que estaba a la puerta... Entonces no iban
en coche, como ahora, sino _montaos_ en un burro... Estaba mejor así,
¿no le _paece_ a V.?... De este modo todo el mundo se enteraba y lo veía
bien... Cuando rompieron a andar, me puse lo más cerca que pude, y él,
que iba moviendo la cabeza a un lado y a otro, me _guipó_ en seguida y
me llamó con la mano. Me dejaron acercar, y me dijo: «Adiós, Miguelillo;
estos cochinos me llevan a degollar como un carnero; vete _pa_ casa,
querido, que estás muy _fatigao_». Me dio un apretón de manos y se puso
a hablar con el cura, que le reñía por lo que había dicho. Yo me separé,
pero no quise marcharme. Seguí la comitiva hasta el mismo campo... hasta
aquí, porque ya estamos en él. Le vi subir al _tablao_, le vi sentarse
en el banco, le vi besar el cristo que le ponían delante, y cuando le
echaron el pañuelo sobre la cara, entonces me puse a correr y no paré
hasta casa...

Habíamos llegado, en efecto, al Campo de Guardias y veíamos a lo lejos
alzarse el lúgubre armatoste sobre el mar de cabezas humanas que lo
circundaba. El clamor era cada vez más alto; la agitación se convertía
en tumulto. Los gritos penetrantes de los pregoneros apenas se oían
entre aquel rumor tempestuoso.

Mi compañero había guardado silencio. Yo, absorto completamente por la
escena terrible que se preparaba, tampoco despegué los labios. Me había
impresionado, no obstante, su cuento, y al fin, por hablar algo, y en
tono distraído, le pregunté:

--Mucho lo habrá V. sentido, ¿no es verdad?

--¡Pues no lo había de sentir!... ¿Para qué he de engañarle a V.
caballero?--me contestó mirándome fijamente.--¡No lo había de sentir, si
era mi padre!...

Quedé estupefacto. Sentí algo semejante al miedo y al asco, y no supe
más que murmurar:

--¡Qué horror!

El hombre de la capa, al ver mi sorpresa, sonrió con humildad, como si
me pidiese perdón, y continuó:

--Me acuerdo que, cuando llegué a casa, mi madre me dio una paliza que
me hubo de matar... no sé por qué... Decía que para que me acordase bien
de aquel día... ¡Cómo sino me acordase bien sin necesidad de los
palos!... Yo creo que estaba un poco _guillá_... La pobrecita no tardó
dos meses tan siquiera en _espichar_... Desde entonces no he _faltao_
nunca a estos _espetáculos_. Todos los que han ajusticiado en Madrid de
cuarenta años _pa_ acá los he visto yo... menos tres o cuatro que no
pude ver porque estaba enfermo... Pero lo que le digo a V., caballero,
es que ninguno..., y no es porque fuese mi padre..., ninguno ha tenido
tantos _hígados pa_ morir como él...

La agitación de la muchedumbre continuaba en aumento. El caracoleo de
los civiles y los esfuerzos de los agentes apenas bastaban a contenerla
y a impedir, sobre todo, que turbase la marcha del carruaje.

El piquete de soldados que lo escoltaba tenía que estrecharse más de lo
que exige la táctica, para poder caminar. Mi compañero me dijo con tono
triunfal:

--Oiga V., caballero; estos hombres se están matando para verlo y no
conseguirán nada; pero nosotros lo hemos de _guipar_ todito y con mucha
comodidad... No se separe V. de mí... Iremos pegados a los faldones de
los soldados, y llegaremos _a debajo_ del mismo _tablao_, sin mayor
inconveniente... Hay que saber arreglárselas... De algo le han de servir
a uno los años que tiene sobre el cogote... Vamos, no afloje V. el
paso... Apriétese V. contra mí y déjese llevar... ¡Que se está V.
separando, caballero!... Agárrese V. a mi capa... ¿Qué es eso? ¿Se queda
V.?... Hombre, lo siento, porque no va V. a ver nada... Vaya, adiós,
caballero... adiós...




LA CONFESIÓN DE UN CRIMEN


En el vasto salón del Prado aún no había gente. Era temprano; las cinco
y media nada más. A falta de personas formales los niños tomaban
posesión del paseo, utilizándolo para los juegos del aro, de la cuerda,
de la pelota, pío campo, escondite, y otros no menos respetables, tan
respetables, por lo menos, y por de contado más saludables, que los de
el ajedrez, tresillo, ruleta y siete y media con que los hombres se
divierten. Y si no temiera ofender las instituciones, me atrevería a
ponerlos en parangón con los del salón de conferencias del Congreso y de
la Bolsa, seguro de que tampoco habían de desmerecer.

El sol aún seguía bañando una parte no insignificante del paseo. Los
chiquillos resaltaban sobre la arena como un enjambre de mosquitos en
una mesa de mármol. Las niñeras, guardianas fieles de aquel rebaño, con
sus cofias blancas y rizadas, las trenzas del cabello sueltas, las manos
coloradas y las mejillas rebosando una salud, que yo para mí deseo, se
agrupaban a la sombra sentadas en algún banco, desahogando con placer
sus respectivos pechos henchidos de secretos domésticos, sin que por eso
perdiesen de vista un momento (dicho sea en honor suyo) los inquietos y
menudos objetos de su vigilancia. Tal vez que otra se levantaban
corriendo para ir a socorrer a algún mosquito infeliz que se había caído
boca abajo y que se revolcaba en la arena con horrísonos chillidos;
otras veces llamaban imperiosamente al que se desmandaba y le
residenciaban ante el consejo de doncellas y amas de cría, amonestándole
suavemente o recriminándole con dureza y administrándole algún leve
correctivo en la parte posterior, según el sistema y el temperamento de
cada juez.

Esperando la llegada de la gente, me senté en una silla metálica de las
que dividen el paseo, y me puse a contemplar con ojos distraídos el
juego de los chicos. Detrás de mí estaban sentadas dos niñas de once a
doce años de edad, cuyos perfiles--lo único que veía de ellas--eran de
una corrección y pureza encantadoras. Ambas rubias y ambas vestidas con
singular gracia y elegancia: en Madrid esto último no tiene nada de
extraordinario porque las mamás, que han renunciado a ser coquetas para
sí, lo continúan siendo en sus hijas y han convenido en hacerse una
competencia poco favorable a los bolsillos de los papás. Me llamó la
atención desde luego la gravedad que las dos mostraban y el poco o
ningún efecto que les causaba la alegría de los demás muchachos. Al
principio creí que aquella circunspección procedía de considerarse ya
demasiado formales para corretear, y me pareció cómica; pero observando
mejor, me convencí de que algo serio pasaba entre ellas, y como no
tenía otra cosa que hacer, cambié de silla disimuladamente y me acerqué
cuanto pude a fin de averiguarlo.

La una estaba pálida y tenía la vista fija constantemente en el suelo:
la otra la miraba de vez en cuando con inquietud y tristeza. Cuando me
acerqué guardaban silencio, pero no tardó en romperlo la primera
exclamando en voz baja y con acento melancólico:

--¡Si lo hubiera sabido, no saldría hoy a paseo!

--¿Por qué?--repuso la segunda.--De todos modos algún día os habíais de
encontrar.

La primera no replicó nada a esta observación y callaron un buen rato.
Al cabo la segunda dijo poniéndole una mano sobre el hombro:

--¿Sabes lo que estoy pensando, Asunción?

--¿Qué?

--Que debías decírselo todo. Lola es buena niña, aunque tenga el genio
vivo. ¿No te acuerdas cuando nos pegamos y nos arañamos porque le quité
de ser la mamá?... Ya ves que le pasó en seguida...

--Sí, pero esto es muy distinto.

--Ya lo sé que es distinto... pero debes decírselo.

--¡Ay! No me mandes eso, por Dios, Luisa.... de seguro no me vuelve a
decir adiós, y se lo cuenta en seguida a sus papás.

--¿Y no será peor que se lo cuente otra persona?... ¡Hay niñas más mal
intencionadas!... Elvira lo sabe ya... no sé quién se lo ha dicho...

Profunda debió ser la impresión que esta noticia causó en el ánimo de
Asunción, porque no volvió a despegar los labios y siguió escuchando
consternada las razones de su amiga, que las amontonaba de un modo
incoherente, pero con resolución.

El paseo se iba poblando poco a poco. El sol no se enseñoreaba ya sino
de uno de los ángulos del salón: al retirarse dejaba claro y nítido el
ambiente, en el cual resaltaban con admirable pureza el obelisco del Dos
de Mayo y las agujas del museo de Artillería y de San Jerónimo. Los
pequeños retrocedían ante la invasión de los grandes a los parajes más
apartados, donde establecían nuevamente sus juegos. Un chico rubio,
vestido de marinero, con cara de desvergonzado, se quedó fijo delante de
nuestras niñas contemplándolas con insistencia, y no hallando al parecer
conveniente la gravedad que mostraban, se puso a hacerlas muecas en son
de menosprecio, Luisa, al verse interrumpida en su discurso, se levantó
furiosa y le tiró por los cabellos. El chico se alejó llorando.

Al cabo de un rato, cuando ya me disponía a dejar la silla para dar
algunas vueltas, oí exclamar a Luisa:

--¡Calla... calla... me parece que ahí viene Lola!

Asunción se estremeció y levantó la cabeza vivamente.

--Sí, sí, es ella,--continuó Luisa.--Viene con Pepita y con Concha y
Eugenia... Es el primer domingo que viene después de la muerte de su
hermano... ¡No te pongas así, niña!... No te asustes... verás, yo lo voy
a arreglar todo.

Asunción, en efecto, había empalidecido y estaba clavada e inmóvil en la
silla como una estatua. Pronto divisé un grupo de niñas de su misma
edad que se aproximaba; en el centro venía una completamente enlutada,
morenita, con grandes ojos negros y profundos que debía de ser la
causante de los temores de Asunción. Luisa se levantó a recibirlas y
echó una carrerita para cambiar con ellas buena partida de besos cuyo
rumor llegó hasta mis oídos. Asunción no se movió. Al llegar, todas la
saludaron con efusión, no siendo por cierto la menos expansiva la
enlutada Lolita. Después de cambiadas las primeras impresiones, observé
que Luisa hacía señas a Asunción en ademán de pedirle algo, y que
Asunción lo negaba, también por señas, pero con energía. Luisa, sin
embargo, se resolvió a hacer lo que pretendía a despecho de su amiga, y
llegándose a Lola, le dijo:

--Mira, Asunción tiene que decirte una cosa; ve a sentarte junto a ella.

Lolita se vino hacia la melancólica niña y le preguntó cariñosamente
tocándole la cara:

--¿Qué tienes que decirme, Chonchita?

La pobre Asunción, completamente abatida, no contestó nada; visto lo
cual por su amiga, tomó asiento al lado, y la instó con mucha viveza
para que le contase lo que la ponía tan triste.

--Mira, Lola,--comenzó con voz temblorosa y casi imperceptible,--después
que te lo diga ya no me querrás.

Lola protestó con una mueca.

--No, no me querrás... Dame un beso ahora... Después que te lo diga, no
me darás ningún otro...

Lolita se manifestó sorprendida, pero le dio algunos besos sonoros.

--Mañana hace un mes que murió tu hermano Pepito... Yo sé que has tenido
una convulsión por haber visto la caja... A mí no me han dejado ir a tu
casa porque decían que me iba a impresionar, pero toda la tarde la pasé
llorando... Luisa te lo puede decir... Lloraba porque Pepito y yo éramos
novios... ¿no lo sabías?

--¡No!

--Pues lo éramos desde hacía dos meses. Me escribió una carta y me la
dio un día al entrar en tu casa: salió de un cuarto de repente, me la
dio y echó a correr. Me decía que desde la primera vez que me había
visto le había gustado, que podríamos ser novios si yo le quería, y que
en concluyendo la carrera de abogado, que era la que pensaba seguir, nos
casaríamos. A mí me daba mucha vergüenza contestarle, pero como a Luisa
le había escrito también Paco Núñez declarándose, yo por encargo de ella
le dije un día en el paseo: «Paco, de parte de Luisa, que sí», y a la
otra vuelta Luisa le dijo a Pepito: «Pepito, de parte de Asunción, que
sí». Y quedamos novios. Los domingos cuando bailábamos en tu casa o en
la mía, me sacaba más veces que a las demás, pero no se atrevía a
decirme nada... A pesar de eso, una vez bailando, como estaba triste y
hablaba poco, le pregunté si estaba enfadado, y él me contestó: «Yo no
me enfado con nadie, y mucho menos contigo». Yo me puse colorada... y él
también... Todos los días por la tarde iba a esperarme a la salida del
colegio; se estaba paseando por delante hasta que yo salía y después me
seguía hasta casa...

Aquí Asunción cesó de hablar, y Lola, que la escuchaba con tristeza y
curiosidad, aguardó un rato a que continuase, y viendo que no lo hacía,
le preguntó:

--Pero, ¿por qué me decías que después de contármelo no iba a darte más
besos y todas aquellas cosas?... Al contrario, ahora te quiero más...
mira como te quiero.

Y Lolita al decir esto le daba apasionados besos.

--Espera, espera... no me beses... ¿De qué murió tu hermano? ¿No dijeron
los médicos que había muerto de una mojadura que había cogido?

--Sí.

--Pues esa mojadura, Lola... la cogió por causa mía... Sí, la cogió por
causa mía... Una tarde en que estaba lloviendo a cántaros, fue a
esperarme al colegio... Le vi por los cristales metido en un portal...
en el portal de enfrente... no traía paraguas. Cuando salimos yo me tapé
perfectamente porque la criada había traído uno para mí y otro para
ella... Pepito nos siguió al descubierto... llovía atrozmente... y yo en
vez de ofrecerle el paraguas y taparme con el de la criada, le dejé ir
mojándose hasta casa... Pero no fue por gusto mío, Lola... por Dios, no
lo creas... fue que me daba vergüenza...

Al decir estas palabras, le embargó la emoción, se le anudó la voz en la
garganta y rompió a sollozar fuertemente. Lolita se la quedó mirando un
buen rato, con ojos coléricos, el semblante pálido y las cejas
fruncidas; por último se levantó repentinamente y fue a reunirse con sus
amigas que estaban algo apartadas formando un grupo. La vi agitar los
brazos en medio de ellas narrando, al parecer, el suceso con vehemencia,
y observé que algunas lágrimas se desprendían de sus ojos, sin que por
eso perdiesen la expresión dura y sombría. Asunción permaneció sentada,
con la cabeza baja y ocultando el rostro entre las manos.

En el grupo de Lolita hubo acalorada deliberación. Las amigas se
esforzaban en convencerla para que otorgase su perdón a la culpable.
Lolita se negaba a ello con una mímica (lo único que yo percibía) altiva
y violenta. Luisa no cesaba de ir y venir consolando a su triste amiga
y procurando calmar a la otra.

El sol se había retirado ya del paseo, aunque anduviese todavía por las
ramas de los árboles y las fachadas de las casas. La estatua de Apolo
que corona la fuente del centro, recibía su postrera caricia; los
lejanos palacios del paseo de Recoletos resplandecían en aquel instante
como si fuesen de plata. El salón estaba ya lleno de gente.

Después de discutir con violencia y de rechazar enérgicamente las
proposiciones conciliadoras, Lolita se encerró en un silencio sombrío.
Al ver esta muestra de debilidad, las amigas apretaron el asedio,
enviando cada cual un argumento más o menos poderoso; sobre todo Luisa,
era incansable en formar silogismos, que alternaba sin cesar con
súplicas ardientes.

Al fin Lolita volvió lentamente la cabeza hacia Asunción. La pobre niña
seguía en la misma postura, abatida, ocultando siempre el rostro con las
manos. Al verla, debió pasar un soplo de enternecimiento por el corazón
de la irritada hermana; destacose del grupo, y viniendo hacia ella, la
echó los brazos al cuello diciendo:

--No llores, Chonchita, no llores.

Pero al pronunciar estas palabras lloraba también. La cabecita rubia y
la morena estuvieron un instante confundidas. Rodeáronlas las amigas, y
ni una sola dejó de verter lágrimas.

--¡Vamos, niñas, que nos están mirando!--dijo Luisa.--Enjugad las
lágrimas y vamos a pasear.

Y en efecto, llevándose el pañuelo a los ojos, ella la primera, con
rostro sereno y risueño se mezclaron agrupadas entre la muchedumbre; y
las perdí muy pronto de vista.




LA BIBLIOTECA NACIONAL


Madrid posee una biblioteca nacional. Esta biblioteca se halla situada
en la calle del mismo nombre que desemboca por un lado en la plaza de la
Encarnación y por el otro en la de Isabel II. Es fácil reconocer el
edificio. Además, posee en el barrio de Salamanca los cimientos de una
nueva biblioteca construidos con todo lujo, perfectamente resguardados
de la intemperie y rodeados de una bonita verja. Con tales elementos es
fuerza convenir en que la capital de España no carece de medios de
instrucción y que todo el que desee estudiar puede hacerlo. No obstante,
una cosa me ha sorprendido siempre, y es que la biblioteca nacional no
está tan concurrida como debiera suponerse, dado el número de habitantes
y su reconocida afición a meterse en todos los sitios donde no cueste
dinero. Quizá dependa de hallarse cerrada la mayor parte de las horas
del día y de la noche. En cuanto a los cimientos, a pesar de ser tan
bellos y sólidos, están siempre desiertos, lo cual les da un cierto
aspecto de necrópolis pagana, no ciertamente en consonancia con los
fines de su instituto, como dijo Pavía el del 3 de Enero hablando de la
Guardia civil.

Pero dejando a un lado los cimientos, cuya importancia me complazco en
reconocer y acerca de los que no será esta la última palabra que diga, y
volviendo a la antigua biblioteca donde el gobierno de Su Majestad
distribuye la ciencia por el sistema dosimétrico, esto es, en pequeñas
dosis y repetidas, diré primeramente que tiene un portal muy análogo a
una bodega, donde los sabios de mañana aguardan, tiritando y dando
estériles patadas contra las losas para calentarse los pies, a que les
abran la puerta. El frío es por naturaleza anti-científico, y desde los
tiempos más remotos se ha ensañado siempre con los sabios. De aquí los
sabañones que tanto caracterizan a los hombres de ciencia.

Arranca del portal una escalera medianamente espaciosa, cuidadosamente
tapizada de polvo como conviene a esta clase de establecimientos, la
cual termina en una portería o conserjería donde hay generalmente
sentados seis u ocho señores ocupados en la tarea de mirar lo que entra
y lo que sale y en charlar y discutir en voz alta a fin de que los que
estudian dentro se acostumbren a concentrar su atención, como hacía
Arquímedes en los tiempos antiguos.

--¿Me hacen ustedes el favor de una papeleta?--pregunta en actitud
humilde el sabio, que ha llegado hasta allí tragando polvo.

El portero encargado de facilitarlas vuelve la cabeza y le dirige una
mirada fría y hostil: después sigue tranquilamente la conversación
empeñada.

--¿Cuánto te ha costado a tí la contrabarrera?

--Lo que cuesta en el despacho: el amo ha pedido tres a un concejal y me
ha cedido una.

--¡Todos los pillos tienen suerte!

Mucha risa; mucha algazara. La conversación rueda después acerca de las
probabilidades que Frascuelo tiene de echar la pata a Lagartijo: los
toros eran de Veraguas, se podían lidiar con franqueza; sin riesgo; y el
matador «se las tiraría de plancheta» como acostumbraba, sin...

--¿Me hace V. el favor de una papeleta? repite el sabio un poco más
alto.

El portero le mira de nuevo con más frialdad si cabe, se levanta
lentamente, moja el dedo para sacar una papeleta del montón y dice:

--Pues yo te aseguro que no pago primadas; a última hora ha de andar más
bajo el papel...

--¿Quiere V. darme una papeleta?--dice el sabio con impaciencia.

--¿Tiene V. prisa, verdad, caballero?--responde el dependiente con
cierta sonrisilla irrespetuosa.

El sabio escribe en silencio sobre la papeleta el nombre de una obra
famosa, aunque reciente, y entra en el salón principal de la biblioteca.
En cada extremo de él hay un grupo de señores convenientemente separados
de los que leen arrimados a las mesas. El sabio de mañana vacila entre
dirigirse al grupo de la derecha o al grupo de la izquierda; decídese al
fin a emprender su marcha hacia el primero, procediendo lógicamente. Uno
de los señores de los extremos le toma la papeleta, mas antes de leerla
le examina escrupulosamente de pies a cabeza cual si tratase de
sonsacarle, mediante su aspecto, qué intención perversa le había movido
al venir hasta allí en demanda de un libro. Después que se entera del
que pide, crecen evidentemente sus sospechas porque le acribilla a
miradas escrutadoras, de tal suerte, que el presunto sabio baja la vista
avergonzado, juzgándose un matutero de la ciencia. El empleado, sin
dejar de mirarle, pasa la papeleta a otro empleado que a su vez le mira
también con cuidado y la pasa a otro, y así sucesivamente pasa por todas
las manos del grupo hasta que llega nuevamente a las del primero, el
cual se la devuelve diciendo:

--Vaya V. allí enfrente.

Y nuestro sabio atraviesa el salón y se dirige al grupo contrario, donde
sufre el mismo examen por parte de la inspección facultativa del
gobierno, y se repite con ninguna variante la escena anterior. Al
devolverle la papeleta le dicen también:

--Vaya V. allí enfrente.

--Ya he estado.

--Entonces vaya V. al Índice... la primera puerta a la derecha.

En el Índice, un señor empleado lee con toda calma la papeleta, y sin
decirle palabra desaparece con ella por el foro. Nuestro sabio espera
una buena media hora tocando el tambor sobre las rejas de la valla con
las yemas de los dedos. De vez en cuando levanta la vista a los estantes
donde en correcta formación se halla una muchedumbre de libros feos,
rugosos, mal encarados, que le infunden respeto. Ninguno de aquellos
libros se acuerda ya de cuándo fue sacado para ser leído. De ahí su
respetabilidad. En este mundo las cosas de poco uso son siempre las más
respetables; los senadores, los capitanes generales, los académicos, los
canónigos. Casi todos tienen escrita sobre su severo lomo en letras muy
gordas la palabra _Ópera_. No se ve en torno más que óperas; óperas
arriba, óperas abajo, óperas delante, óperas detrás. En esto llega el
señor empleado del Índice, silencioso siempre como un pez, y en lugar
del libro le entrega de nuevo la papeleta. El sabio en estado de
crisálida no sabe lo que aquello significa y da vueltas entre sus dedos
al papel hasta que percibe dos palabritas de distinta letra debajo de su
petición: _no consta_. El sabio, que es bastante listo, comprende en
seguida que con aquellas palabras se quiere decir que no hay semejante
libro. Lo mismo les ha pasado a todos los sabios que en el mundo han
sido y han ido a leer a la biblioteca de la nación. Ningún libro
reciente consta. ¿Y por qué había de constar? ¿No perdería mucho de su
prestigio esta biblioteca, admitiendo sin dificultad cualquier libro de
ayer mañana? La biblioteca nacional no puede proceder como la de un
particular; para que un libro tenga la honra de entrar en sus salones
es necesario que el tiempo lo garantice, pues hasta ahora no se conoce
nada mejor para garantir la ciencia que una serie de años, cuantos más
mejor. Un libro nuevo, bien impreso, satinado y limpio, no encaja bien
entre aquellas dignas y graves óperas, preñadas hasta reventar de latín
y de ciencia.

Nuestro sabio torna a la portería meditando todo esto, y escribe sobre
otra papeleta el título de un libro sobre filosofía, del siglo trece. La
papeleta vuelve a pasar por las manos de los señores de los extremos;
pero esta vez, sin que el sabio adivine la razón, se miran consternados
los unos a los otros. Por último uno de ellos le dice en tono humilde:

--Caballero, el libro que V. pide está en uno de los últimos estantes y
es un poco expuesto subir a buscarle... ¡Si a V. le fuese indiferente
pedir otro!...

¡Pues no había de serle indiferente! Los sabios son muy finos y humanos.
Nada, nada, no se moleste V. Por nada en el mundo querría nuestro sabio
exponer la preciosa vida de ningún empleado del Gobierno. Así que, pian
pianito vuelve sobre sus pasos hasta la portería, atormentando la
imaginación para buscar una obra que fácilmente le pudiesen
proporcionar, fuese cual fuese. Al fin no encuentra nada mejor que pedir
el Quijote.

--¿Qué edición quiere V.?

--La que V. guste.

--¡Ah! no, caballero, perdone V., nosotros no podemos dar sino la
edición que nos piden.

--Bien, pues la de la Academia.

--Tenga V. entonces la bondad de consignarlo así en la papeleta.

Vuelta a la portería. Al fin, después de una brega tan larga y
deslucida, tiene la dicha de recibir el Quijote de manos del empleado.
El sabio deja escapar un suspiro de consuelo: estaba sudando. Trata de
sentarse a una de las mesas que hay esparcidas por la sala, sobre las
cuales, para que nada llame y distraiga la atención, no suele haber ni
pupitre, ni papel, ni plumas, ni tintero; nada más que la madera lisa y
reluciente, invitando al estudio y a la patinación. Al tomar una de las
sillas, observa con dolor que está cubierta de polvo y quizá de algo
más. ¿Qué tiene esto de particular? La ciencia y la porquería no son
enemigas declaradas: antes al contrario, parece que aquélla vive dichosa
en los brazos de ésta, como lo atestiguan multitud de ejemplos. La
sagrada Teología, muy especialmente, siempre ha tenido marcada
predilección por la suciedad. En otro tiempo se medía la profundidad de
un teólogo por la cantidad de grasa que llevaba adherida a la sotana.
También la literatura manifestó siempre tendencias bastante pronunciadas
en este sentido, y es cosa proverbial, sobre todo en las provincias, que
nuestros literatos no se lavan sino cuando llueve: hay hortera a quien
se le saltan las lágrimas de entusiasmo contando alguna gran
asquerosidad de Carlos Rubio, o la manera de vivir de Marcos
Zapata,--por más que respecto a este último, como amigo suyo que soy,
puedo declarar que hay exageración. Fundándose, a no dudarlo, en tales
razones, el gobierno de S. M. ha procurado mantener en la biblioteca
nacional una conveniente y adecuada porquería, de cuya conservación
están encargados algunos mozos no bastantemente retribuidos.

Nuestro sabio en agraz, que aún no ha llegado a las altas regiones de la
ciencia, y que por lo tanto no comprende la ayuda poderosa que le
prestarían en la investigación de la verdad aquellas manchas grises de
la silla que mira con sobresalto, saca el pañuelo del bolsillo y lo
coloca bonitamente sobre ella, sentándose después lleno de confianza.

¡Ea! ya está sentado el sabio; ya sopla el polvo de la mesa y coloca el
sombrero sobre ella; ya se saca a medias una bota que le oprime
mortalmente los sabañones; ya tose y se arranca la flema de la garganta;
ya trae el libro hacia sí, ya mira con curiosidad el sello de la
Academia estampado en la primera página; ya empieza a leer.

«_En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha
mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, rocín
flaco....._»

Tilín, tilín.

--¿Qué es eso?--pregunta con sorpresa al compañero que tiene al lado.

--Nada, que tocan a cerrar--contesta el otro levantándose.

El sabio entonces se levanta también; le sigue; devuelve el Quijote al
empleado de quien lo recibiera; y se va a su casa.




EL DRAMA DE LAS BAMBALINAS


Antoñico era una chispa, al decir de cuantos andaban entre bastidores;
no se había conocido traspunte como él desde hacía muchos años: era
necesario remontarse a los tiempos de Máiquez y Rita Luna, como hacía
frecuentemente un caballero gordo que iba todas las noches de tertulia
al saloncillo, para hallar precedente de tal inteligencia y actividad.

Solamente cuando falleció se estimaron sus servicios en lo que valían.
Porque no era el traspunte vulgar que con cinco minutos de antelación
recorre los cuartos de los actores gritando: «Don José; va V. a
salir--Señorita Clotilde; cuando V. guste». Ni por pienso: Antoñico
tenía en su cabeza todos los pormenores indispensables para el buen
orden de la representación; dirigía la tramoya con una precisión
admirable, daba oportunos consejos al mueblista, hacía bajar el telón
sin retrasarse ni adelantarse jamás; cuando había necesidad de sonar
cascabeles para imitar el ruido de un coche, él los sonaba; si de tocar
un pito, él lo tocaba, y hasta redoblaba el tambor con asombrosa
destreza apagando el ruido para hacer creer al espectador que la tropa
se iba alejando. En los dramas en que la muchedumbre llega rugiendo a
las puertas del palacio y amenaza saquearlo, nadie como él para hacer
mucho ruido con poca gente; una docena de comparsas le bastaban para
poner en sobresalto a la familia real; a uno le hacía gritar
continuamente _¡esto no se puede sufrir!_, a otro le mandaba exclamar
sin punto de reposo, _¡mueran los tiranos!_, a otro, _¡abajo las
cadenas!_, etc., etc., todo en un _crescendo_ perfectamente ejecutado,
que infundía pavor no sólo en el corazón del tirano sino en el de todos
los que se interesaban por su suerte. Además sabía arrojar piedras a la
escena de modo que produjesen mucho ruido y no hiciesen daño a nadie:
algunas veces hizo también escuchar su voz desde las cajas o desde el
sótano en calidad de fantasma. En fin, más que traspunte debía
considerarse a Antoñico como un actor eminente aunque invisible.

En el teatro era casi un dictador: los actores le halagaban porque les
podía hacer daño con un descuido intencionado, la empresa se mostraba
satisfecha de él, y los dependientes le respetaban y le consideraban
como jefe.

Era necesario verle con un reverbero en la mano derecha, el libro en la
izquierda, una barretina colorada en la cabeza a guisa de uniforme,
deslizarse velozmente por los bastidores acudiendo a opuestos parajes en
nada de tiempo, poniendo prisa a los empleados, contestando al sin
número de preguntas que le dirigían, y esparciendo órdenes en estilo
telegráfico como un general en el fragor de la batalla.




II


Con todo, Antoñico tenía un grave defecto: le gustaban demasiado las
mujeres. Quizá digan ustedes que este defecto no es grave: en cualquier
otro hombre, convengo en ello, pero en Antoñico, un funcionario
dramático de tal importancia, era un pecado mortal. No hay más que
pensar en que tenía bajo su inmediata inspección a varias actrices
secundarias, o sean racionistas, y que aun las principales veíanse
obligadas a estar con él en una relación constante. De donde resultaban
a menudo algunos disgustillos y desórdenes que se hubieran evitado si
nuestro traspunte tuviese un temperamento menos inflamable.
Verbigracia; se hubiera evitado que Narcisa, la jovencita que
desempeñaba papeles de chula, se fuese del teatro dando un fuerte
escándalo, diciendo a quien la quería oír que Antoñico pellizcaba las
piernas a las actrices en las ocasiones propicias; y también que la mamá
de Clotilde, la primera dama, se quejase al empresario de que Antoñico
fuese con demasiada prisa a levantar a su hija siempre que caía
desmayada al terminarse un acto. Hay que convenir en que todo esto era
muy feo y dañaba no poco a la respetabilidad del traspunte; que vuelvo a
decir, era sin disputa el alma del teatro.

Sucedió, pues, que al medio de la temporada el primer tramoyista
contrajo matrimonio: era un hombre de unos treinta años de edad, feo,
silencioso, sombrío, ojos negros hundidos, barba rala y erizada;
inteligente con todo y amigo de cumplir con su deber. La mujer que
eligió por esposa era una jovencita, casi una niña, linda, vivaracha,
nariz arremangada, más alegre que unas castañuelas, perezosa y juguetona
como una gatita. Se casó con el tramoyista... no sé por qué; quizá por
su desahogada posición (ganaba seis pesetas diarias).

Para no privarse de su compañía un momento, el enamorado marido la trajo
consigo al teatro; en los ratos que le dejaban libre sus ocupaciones, el
pobre hombre gozaba con acercarse a su mujercita y darle un pellizco o
un abrazo furtivo. La muchacha, que no había entrado hasta entonces en
la región de los bastidores, estaba maravillada y contenta al verse
entre aquel bullicio, y pronto fue una necesidad el pasarse tres o
cuatro horas todas las noches vagando por las cajas y por los cuartos de
las actrices con quienes simpatizó en seguida.

Antoñico, al verla por primera vez, se relamió como el tigre cuando
atisba la presa. La barretina colorada sufrió un fuerte temblor y se
dispuso a cobijar un enjambre de pensamientos tenebrosos y lúbricos. Mas
como hombre experto y precavido, guardó sus ideas, contrarias a la
unidad de la familia, debajo de la barretina, y aparentó no fijar la
atención en la presa y dejar que tranquilamente fuese y viniese a su
buen talante.

Sin embargo, una que otra vez al encontrarse en los pasillos le dirigía
miradas magnéticas que la fascinaban y profería unas _buenas noches_
preñadas de ideas disolventes. Como es natural, la bella tramoyista no
dejó de sospechar el género de pensamientos que dentro de la barretina
se escondían, y en su consecuencia decidió ruborizarse hasta las orejas
siempre que tropezaba con el tigre-traspunte. Este avanzó con cautela,
paso tras paso; nada de pellizcos, ni de palabrotas necias, ni de
estrujones contra los bastidores: una actitud sosegada, dulce, casi
melancólica, adecuada para no espantar la caza, algunas palabritas
melosas y furtivas, varios conceptillos aduladores envueltos en
suspiros, y cuando todo estaba convenientemente preparado ¡zas! el salto
que todos conocen:--«María, yo me muero por V... perdóneme V. el
atrevimiento... yo no puedo tener escondido por más tiempo lo que
siento, etc., etc.»

La vivaracha tramoyista quedó, como era de esperar, entre las uñas del
traspunte. Y comenzó para ambos el período de los placeres amargos, la
felicidad con sobresalto: aparentando no mirarse, no se quitaban ojo;
fingiendo que apenas se conocían, estaban siempre juntos: ¡el marido era
tan sombrío, tan suspicaz! Necesitaban llevar a cabo prodigios de
estrategia para no ser advertidos: a veces pasaban cuatro o cinco noches
sin poder decirse siquiera una palabra. Puesta en tortura la
imaginación, Antoñico ideaba las citas más estupendas y extravagantes;
unas veces en el sótano, otras en el cuarto de un actor que estaba en
escena; pero todas breves y agitadas, porque el tramoyista era pegajoso
como recién casado, y Antoñico no tomaba el aspecto de tigre sino con
las damas.

Una noche en que el traspunte se sentía, por el ayuno forzoso de muchos
días, más enamorado que otras veces, dijo algunas palabras rápidamente
al oído de María y se perdió entre los bastidores. Ésta le siguió.
Encontráronse en un rincón sombrío cerca del telón de boca; y el
traspunte, que conocía el terreno a palmos, cogió de la mano a su
querida, separó con la otra un bastidor y penetraron ambos en un recinto
estrechísimo formado por telones y bastidores: Antoñico trajo hacia si
el que había separado, y quedaron perfectamente cerrados. Los amantes
pudieron gozar breves instantes del seguro que la experiencia y
habilidad del traspunte habían buscado. En aquel extraño retiro nadie
podía dar con ellos. ¿Nadie? Antoñico vio de improviso, en medio de su
embriaguez, que por un agujerito abierto en el telón, un ojo les
observaba; y su corazón de tigre dio un salto prodigioso dentro del
pecho:--«María--dijo con voz temblorosa, imperceptible--estamos
perdidos... nos están viendo... ¡silencio!... ¿quieres salir tú
primero?» La animosa tramoyista corrió bruscamente el bastidor y se
arrojó fuera: no había nadie. Antoñico salió detrás con el semblante
pintado de interesante palidez. Su primer cuidado fue buscar por todas
partes al tramoyista: encontráronlo sumamente preocupado porque la
chimenea de mármol que debía aparecer en el acto tercero había sido
rota al trasladarla; tanto que no reparó en su mujer al acercarse.

--¿Lo ves, hombre--dijo María a Antoñico--como eres un gallina? A tí el
miedo te hace ver visiones.




III


Transcurrieron bastantes días. Las adúlteras relaciones de nuestros
héroes seguían la misma marcha dulce y borrascosa a la par: sobresaltos,
temores, ansias, vacilaciones sin cuento: regalos, vivos deleites,
instantes de dicha, con todo. Tal es el lote de la pasión criminal.
María había olvidado enteramente el episodio del agujero en el bastidor;
Antoñico soñaba todavía algunas veces con aquel ojo fantástico,
escrutador, y despertaba despavorido; poco a poco se fue convenciendo de
que había sido una ilusión del miedo y el miedo abrió paso a la
confianza.

Una noche el tramoyista le habló de esta manera:

--Oye, Antoñico; ¿sabes que el tercer telón, el de las columnas, debía
colocarse más atrás...?

--¿Pues?

--No hay perspectiva.

--Sí la hay..., y además tropezaría casi con el lago.

--El lago también puede correrse un poco.

--No hay sitio.

--Tenemos todavía metro y medio.

--¡Qué hemos de tener, hombre! ¿Lo has medido?

--Sí, lo he medido: ¿tienes tú ahí el metro...? Pues ven a verlo y te
convencerás.

El tramoyista emprendió la marcha y Antoñico le siguió. Subieron por la
estrecha y frágil escalerilla que conduce a las bambalinas. Cuando
estaban a la mitad de la altura, el tramoyista volvió la cabeza, y sus
ojos se encontraron con los del traspunte. ¿Qué había de particular en
aquella mirada? ¿Por qué empalidece el rostro de Antoñico? ¿Por qué se
le doblan las piernas?

Vacila un instante entre seguir o retroceder: la barretina colorada se
detiene y se agita presa de mortal incertidumbre. El tramoyista exclama:

--¡Diablo de escalera...! La subo setenta veces al día y no acabo de
acostumbrarme... Me moriré del pecho, Antoñico, me moriré del pecho.

El traspunte se siente fortalecido y sigue su camino.




IV


Aquella noche se representaba un drama histórico, acaecido en tiempo de
los godos. El primer galán era un mancebo muy simpático, rebosando de
entusiasmo y de décimas calderonianas. La primera dama gastaba una
túnica muy larga y comenzaba a llorar desde que subían el telón. El
barba hacía de rey y debía morir al fin del acto tercero a manos del
mancebo de las décimas: buena voz, potente y cavernosa, como convenía a
un rey visigodo.

El público aguardaba con impaciencia la catástrofe: cuando le parecía
bien, bostezaba; cuando lo creía necesario, sacaba _La Correspondencia
de España_ y leía. Había muchas personas que llegaban a desear que el
barba cayese pronto bañado en su sangre para escapar a casa y meterse
en la cama.

En el acto segundo había un monólogo del rey, de inusitadas dimensiones.
El público ya tenía entre pecho y espalda setenta y cinco endecasílabos
de este monólogo y se disponía a recibir con resignación otra partida no
menos crecida, cuando de pronto...

--¿Qué ha pasado... qué sucede? ¿Por qué se levanta el público? ¿Por qué
se puebla la escena de gente?

Un bulto, un hombre, acaba de caer de las bambalinas sobre el escenario
con espantoso estruendo. Un grupo de gente le rodea en seguida. El
público aterrado se agita y se alborota: quiere saber lo que ha pasado.
Al fin uno de los actores se destaca del grupo y dice en voz alta: «que
el traspunte Antonio García, caminando por los telares del teatro, había
tenido la desgracia de caerse.

--¿Pero, está muerto?... ¿está muerto?--preguntan varias voces.

El actor hace con la cabeza señal afirmativa.




LLOVIENDO


Cuando salí de casa recibí la desagradable sorpresa de ver que estaba
lloviendo. Había dejado al sol pavoneándose en el azul del cielo,
envolviendo a la ciudad en una esplendorosa caricia de padre... ¡Quién
había de sospechar!...

En un instante desgarraron mi alma muchedumbre de ideas extrañas; la
duda se alojó en mi espíritu atormentado. ¿Subiría por el paraguas? En
aquella sazón mi paraguas ocupaba una de las más altas posiciones de
Madrid: se encontraba en un piso tercero, con entresuelo y primero.
Arranquémosle la careta: era un piso quinto.

Las escaleras me fatigan casi tanto como los dramas históricos: a veces
prefiero escuchar una producción de Catalina o Sánchez de Castro, con
reyes visigodos y todo, a subir a un cuarto segundo. Me hallaba en una
de estas ocasiones. La verdad es que llovía sin gran aparato, pero de un
modo respetable. Los transeúntes pasaban ligeros por delante de mí, bien
guarecidos debajo de sus paraguas. Alguno que no le llevaba, vino a
buscar techo a mi lado. Todavía aguardé unos instantes presa de horrible
incertidumbre. Dí algunos paseos en el portal y eché todos los cálculos
que un hombre serio tiene el deber de echar en tales ocasiones. De un
lado, del lado de la calle, la consiguiente mojadura; del lado de la
escalera, la fatiga consiguiente. Por otra parte, los amigos estarían ya
reunidos en el café despellejando a alguno, ¡tal vez a mí! Además, el
café, según los datos que me ha suministrado una persona muy versada en
estas cosas, debe tomarse _inmediatamente_ (cuidado con ello)
inmediatamente después de las comidas. Al fin adopté una resolución
violentísima. Me remangué los pantalones y salí a la calle.

¡Pues qué! Yo que he aguantado sin pestañear noches enteras todas las
leyendas de la Edad-Media que el Sr. Velarde y otros ilustres mosquitos
líricos de su misma familia, han dejado caer desde la tribuna del
Ateneo, ¿flaquearía ahora ante unas miserables gotas de agua? No en mis
días: si la faz no ha empalidecido, si el corazón no ha temblado ante
ningún poeta legendario, por cruel que se haya mostrado, las
alteraciones atmosféricas no prevalecerán contra mi heroísmo.

En esta admirable disposición de espíritu atravesé casi toda la calle
del Arenal. Sin embargo, no quiero ser hipócrita: declaro que fui todo
el tiempo pegado a las casas, con lo cual evité que me cayese una
tercera parte de agua de la que por clasificación me correspondía. Antes
de llegar a la puerta del Sol eché una mirada al cielo, mirada
escrutadora que me hizo ver sombra arriba y sombra abajo. Esta mirada
dio por resultado además el que tropezase con un guardia municipal, que
me preguntó con severidad dónde tenía los ojos; yo, lleno de respeto y
sumisión hacia el poder ejecutivo, le contesté, procurando ablandar su
corazón con una sonrisa:--Donde usted guste.--La verdad es que estuve
demasiado humilde, casi rastrero, porque el guardia no llevaba la acera,
¡pero la idea de la Prevención ejerce tal ascendiente sobre mí!... Me
contenté con volverme y echarle una mirada terrible, que cayó sobre su
capote de hule y resbaló por encima como el agua resbalaba en aquel
instante.

Las nubes no cejaban. La lluvia, en vez de ir disminuyendo gradualmente,
para satisfacer el ideal de todo el que, como yo, no llevase paraguas,
gradualmente iba aumentando. Al entrar en la Puerta del Sol, cruzaba muy
poca gente; algunos carruajes, cuyos aurigas parecían envoltorios de
paño pardo; algunas mujeres remangando con la coquetería que permitían
las circunstancias, sus blancas enaguas, y dejando ver esbozos de pies
fantásticos y perfiles de pantorrillas reales. Pero en aquel momento yo
me preocupaba más de mis pantorrillas que de las ajenas, como era,
después de todo, mi deber. El agua y el barro me salpicaban hasta las
narices; los canalones vomitaban en las aceras torrentes, que procuraba
salvar apelando a mis recuerdos gimnásticos.

Poco a poco, de un modo insidioso y solapado, tendiéndome sus redes en
silencio y asegurando sus pasos con cautela, fue penetrando en mi
corazón el temor del reumatismo. En el espacio que media entre la calle
del Arenal y la del Carmen, casi se enseñoreó de él por completo.
Sombrías perspectivas de fiebres catarrales, dolores en las
articulaciones y fricciones de aguardiente alcanforado, se ofrecieron
ante mi vista, y con la visión intensa y terrible del alucinado, me vi
metido en unos calzoncillos de bayeta amarilla.

Y temblé. Y eché una cobarde mirada en torno buscando un _simón_ vacío.
Los pocos que pasaban iban alquilados. Pero aún quedaban los portales.
¡Ah, los portales! Los portales me parecían un recurso de mala ley,
indigno de ser tomado en consideración por el momento. Para estar metido
en un portal viendo caer la lluvia, más valía haberse quedado en casa.
Además, los portales estaban llenos de canalla, vagos de profesión,
aventureros de la calle, gente sin hogar y sin paraguas. ¡Quién va a
exponerse a que le roben el reloj o le secuestren!

Esto lo pensaba al cruzar por la calle del Carmen. Pues bien, al cruzar
por delante de la de la Montera, ya pensaba otra cosa. Y es que las
ideas del hombre se van modificando insensiblemente al través de la
existencia; las convicciones más profundas se desarraigan de nuestro
espíritu cuando menos lo esperamos, la antigua fe deja paso a la nueva,
y el entusiasmo se enfría y se calienta incesantemente durante nuestra
peregrinación por la tierra. Cogidos de la mano, con fuego en el
corazón, alta la frente y la pupila clavada en lo porvenir, hemos
partido muchos para recorrer los campos de la política; a los pocos
pasos, ya se ha desprendido uno, a quien el temor o la utilidad han
solicitado, más allá otro, más allá otro: al poco tiempo la caravana se
ha disuelto, y cada cual corre a refugiarse donde más le conviene. Esta
es la vida. Una verdad innegable he sacado, no obstante, de su
experiencia, y es, que cuando llueve, todo el mundo se cobija.

Yo también claudiqué en aquella ocasión refugiándome en un portal,
aunque con circunstancias atenuantes, pues era el de una fotografía. Las
paredes estaban cubiertas de retratos: señoras bonitas, haciendo
resaltar sus gracias con actitudes lánguidas, dirigiendo una sonrisa
insinuante a todos los _timadores_ y fosforeros que se paraban a
contemplarlas; varones con los ojos estáticos, en muda y eterna
admiración de algo que nadie sabe. Algunos caballeros estaban
disfrazados: había uno vestido de fraile haciendo oración entre las
malezas de una sierra, con su calavera y todo al lado. Me dijeron que
era un muchacho de la nobleza que había renunciado al mundo por
desengaños de amor. Bien se le conocía al pobre, a pesar de su
vestimenta eremítica, que había tirado muchos tiros al pichón. Había
otro con traje de doctor, con las cejas fruncidas y la frente arrugada
como si tuviese agobiados los sesos bajo la pesadumbre de tanta
jurisprudencia. Tenía un birrete en la mano y otro sobre la mesa,
quizás para el caso de que se inutilizase el primero.

Seguía cayendo agua copiosamente. El cielo mostraba la faz severa,
aunque tornadiza; algunas nubes grandes y oscuras rodaban sobre los
edificios de la Puerta del Sol, desahogándose un poco de su peso;
cruzaban con harta prisa para no presumir que pronto vendría un claro
que permitiera escaparse. Los poquísimos carruajes que pasaban vacíos
eran asaltados rabiosamente por los proscriptos de los portales,
quedándose con ellos, como sucede en todo lo demás, los más osados.

Al fin, en cierto paraje del espacio se divisó un agujerito azul: por
aquel agujerito pasó tembloroso, y como avergonzado, un rayo de sol
empapado todavía en agua, que fue a chocar en los cristales de los
balcones más altos del hotel de la Paz. Al poco rato se divisó otro,
algo más allá, y ambos se comunicaron pronto por medio de una extensa
raya, azul también. Pero la lluvia no cesaba. Delante de nosotros empezó
a funcionar una manga de riego. ¿Por qué salen a relucir las mangas de
riego cuando llueve? No pretendamos averiguarlo. Hay más misterios en el
cielo y en el Municipio de los que puede soñar la filosofía.

El sol hizo surgir los colores del iris en el chorro de agua que caía
como un espléndido penacho sobre la calle: el empleado municipal lo
sacudía sin curarse de su belleza, haciéndole servir a los fines
prosaicos de la policía urbana; mas el chorro salía altivo y alegre de
la manga y se esparcía en el aire, cayendo en lluvia de plata unas
veces, otras en lluvia de cristal y otras de fuego. El rumor que
producía al azotar el pavimento, era dulce y gozoso. Yo y un perro de
Terranova (me coloco el primero para no dar armas a los frenópatas del
Ateneo), fuimos los únicos que supimos apreciar su hermosura. El perro,
más exaltado o con menos miedo al ridículo, se lanzó a la calle
expresando su entusiasmo por medio de ladridos y saltos prodigiosos,
ahora parándose bajo el chorro y dejándose bañar, ahora brincando sobre
él, ahora dando un millón de volteretas y haciendo cómicas contorsiones,
sin cesar nunca de exhalar el frenesí de su entusiasmo en ladridos más
o menos correctos e inspirados, que de esto no entiendo. Me parece, no
obstante, que había más sinceridad en ellos que en el soneto del Sr.
Grilo a las cataratas del río Piedra, aunque, por supuesto, mucha menos
fantasía.

La lluvia no cesaba. Con todo, se fue debilitando de tal modo, que ni
para la salud ni para el sombrero había gran peligro en salir y llegar
hasta Fornos. Así quise realizarlo, y desde luego me fui pegadito a los
edificios, observando cómo rápidamente el cielo se despejaba y la lluvia
se enrarecía. Todavía continuaba mucha gente en los portales. Al llegar
al del ministerio de Hacienda, un brazo de mujer se interpuso en mi
camino, y una manecita blanca y hermosa trató de averiguar si aún
llovía. Era una mano fina, correcta, aristocrática, con graciosas y
leves rayas azules; además, aún no estaba ajada, a juzgar por su color
sonrosado y por la frescura e inocencia que se adivinaba en sus
movimientos resueltos; la muñeca estaba aprisionada por un sencillo
brazalete de oro; en los dedos brillaban algunas sortijas. Ahora bien,
¿qué hubieran hecho ustedes si se les colocase delante del rostro, a dos
dedos de la boca, una mano semejante? Besarla, estoy seguro. Pues eso es
cabalmente lo que yo hice: besarla y escaparme riendo sin echar siquiera
una mirada a su dueño. Detrás de mí oí gran algazara y muchas carcajadas
femeninas, por lo cual comprendí que se me perdonaba de buen grado la
audacia. Llegué al café sano y salvo y de un humor excelente. Pero
estuve un poco inquieto toda la tarde. ¡Los nervios, sin duda, los
nervios!




EL PASEO DE RECOLETOS


Voy a denunciarme ante el severo tribunal de la sociedad _fashionable_
de Madrid, y entregarme con las manos atadas a su justa reprobación.

«Egregias damas: señores sietemesinos: Tengo la vergüenza de confesar a
ustedes que la mayor parte de los domingos y fiestas de guardar me paso
la tarde dando vueltas en el paseo de Recoletos lo mismo que un mancebo
de la _Dalia azul_. Y no subo hasta el Retiro, a admirar respetuosamente
vuestros _chaquettes_ y vuestros perros ratoneros, porque deje de poseer
carruaje; pues si bien es mucha verdad que no lo poseo (¡misericordia!)
no es menos exacto que tengo unas piernas que no me las merezco, las
cuales han hecho con fortuna más de una vez la competencia al tranvía, y
de ello puedo presentar testigos. Me quedo, por tanto, en Recoletos sin
motivo alguno que pueda justificarme, por pura perversidad, lo cual
revela mi depravada índole. Vuestra conciencia distinguida se alarmaría
aún más si supieseis... ¡pero no me atrevo a decirlo!... ¡que me gustan
mucho _las cursis_! ¡Perdón, señores, perdón! Ahora que he confesado mi
indignidad descargando el alma del peso que la abrumaba, aguardo
resignado vuestro fallo. Condenadme, si queréis, a perpetuos pantalones
anchos. Los llevaré como marca indeleble de mi deshonra, los pasearé
hasta la muerte como la librea del presidario... pero los pasearé los
domingos por Recoletos».

El paseo de Recoletos no es bello ni grande; los árboles que lo
guarnecen dejan mucho que desear en cuanto a corpulencia y follaje; la
acera que lo atraviesa a lo largo cansa y lastima los pies. Pero tiene
la ventaja de estar dentro de la población. Parece hecho para la gente
de negocios que dispone de poco tiempo para pasear. Los días de trabajo
no suele haber mucha concurrencia: en cambio los domingos no hay quien
camine libremente por allí, lo cual declara bien paladinamente la
condición social de sus habituales concurrentes. Es el paseo de la
_burguesía_, y esto basta para que se haya captado la antipatía de la
sociedad distinguida y ociosa.

Mas en el sexo femenino que allí acude los días de fiesta suelen verse
rostros muy lindos, dicho sea con perdón de aquella sociedad. Las damas
que cruzan arrellanadas en su _landau_ hacia el Retiro, podrán volver
desdeñosamente la cabeza y no verlos; los jóvenes, que apetecen la
gloria inmarcesible de vivir y morir perteneciendo al _Veloz_, pasarán
velozmente con la cabeza erguida, el sombrero ladeado y el bastón a
guisa de lanza, dando miradas amorosas a todos los carruajes y ansiando
descubrir su cabeza venerable ante alguna duquesa ajamonada, sin fijar
la atención en ellos; pero no es menos cierto que allí están para honra
y gloria de Dios y regocijo de los villanos y pecheros que en tales
lugares paseamos.

La palabra _cursi_, que la magnanimidad nunca bastante loada de los
señores de la calle de Valverde ha introducido en nuestro diccionario,
se emplea como proyectil mortífero contra aquellos rostros celestiales.
Todo sietemesino bien criado tiene en su carcaj una buena cantidad de
tales flechas para arrojar a la primer belleza anónima que se presente
en su camino. Si habéis gozado la honra de acompañar alguna vez en sus
expediciones gloriosas por la carrera de San Jerónimo a uno de estos
jóvenes y habéis incurrido en la flaqueza de alabar la hermosura de
alguna niña modesta, de seguro le habréis visto fruncir el noble
entrecejo, alargar el labio inferior en testimonio de desdén y dejar
caer estas o semejantes palabras:

--¡Pero, hombre, que siempre te has de fijar en estas cursilillas de
media tostada!

Efectivamente, tengo esa desgracia. Lo mismo me pasa con las flores: la
rosa y el clavel, las más cursilonas de la jardinería, son las que más
me gustan. Pero no soy el único. Antes que yo el doctor Fausto fue
decidido partidario de las cursis y por ellas vendió su alma al diablo.
Los abonados al paraíso del Teatro Real saben muy bien que cuando
Gayarre en el primer acto _brama_ con voz atiplada la _giovinezza_, es
con el objeto exclusivo de ir a decir ternezas a Margarita en el
tercero. ¿Y quién era Margarita? Una muchacha que hilaba, barría, lavaba
la ropa de sus hermanos y paseaba los domingos por Recoletos. Pues eso
es precisamente lo que le seduce a Gayarre, y bien se le conoce cuando
se queda tan abrazadito con ella al tiempo de caer el telón y suelta
aquellas feroces carcajadas el artista mallorquín señor Uetam.

En general, bien se puede decir que Goethe no ha amado ni pintado más
que cursis. Margarita, Federica Brion, Carlota, Lilí, Olimpia, eran
mujeres muy bonitas, pero absolutamente incapaces de molestar con su
charla desde las plateas del teatro Real a los abonados de las butacas,
los cuales, si no oyen la ópera en paz, en cambio tienen el honor de ser
molestados por alguna dama ilustre, descendiente de los guerreros de la
reconquista.

Tengo la seguridad, pues, de que Goethe se hubiera paseado los domingos
por Recoletos. Esto le habría enajenado las simpatías de los salones (si
es que los salones pueden tener simpatías) y le colocaría en el concepto
de los nobles sietemesinos (si es que los sietemesinos pueden tener
concepto) muy por bajo del señor Grilo. Yo creo que ha hecho muy bien en
vivir en la corte de Weimar donde tales flaquezas se perdonaban
fácilmente.

Y para terminar con el paseo de Recoletos. Ahora en la estación
primaveral queda cubierto por una bóveda de follaje que le presta
frescura y belleza. Cualquier ciudadano pacífico, incluso los poetas
líricos, puede pasar un rato agradable viendo desfilar una muchedumbre
de Margaritas rubias y morenas con las cuales se pudieran empezar
novelas tan amenas, si no tan famosas, como la de Fausto. Además, en el
centro del paseo hay un estanquillo.




LA CASTELLANA


La acera de Recoletos termina en la plaza de Colón. A la derecha se
encuentra la casa donde se fabrican las pocas pesetas buenas que hay en
España. A la izquierda está la que proporciona las pocas novelas bellas;
la casa de D. Benito Pérez Galdós. Todos los españoles saben lo primero:
muy pocos somos los que tenemos noticia de lo segundo. Pero los que lo
sabemos--dicho sea para nuestra honra y prez--solemos mirar con más
atención a la izquierda que a la derecha. Al cabo, las monedas que se
fabrican en aquel gran edificio de ladrillos irán como esclavas sumisas
a procurar deleites a los poderosos, a halagar sus torpes pasiones y sus
vicios, mientras las novelas que se escriben en aquel alto y silencioso
despacho, vendrán a posarse delante de nuestros ojos dándonos algunos
instantes de placer honrado, elevando nuestro espíritu y
esclareciéndolo.

La inmensa mayoría, casi la totalidad de los hombres, guarda
consideración y respeto a los ricos sólo por el hecho de serlo. Los
grandes escritores sólo lo infunden cuando ejercen un cargo oficial. Y,
no obstante, el rico es un hombre que trabaja y se afana únicamente para
proporcionarse goces, de los cuales no nos hace, bien seguro,
partícipes, mientras el escritor se priva de los suyos, gasta sus
fuerzas, enferma del estómago o la cabeza y acorta su vida para
procurarnos deleite y cultura. Después, se da por satisfecho con un
estipendio parecido al de un albañil y con que le digamos: «¡Amigo, qué
bonito libro ha escrito usted!»

El paseo de la Castellana, que sigue a la plaza de Colón, consiste en
una amplia carretera para los caballeros y dos caminos estrechos a los
lados para los peones. Hace unos cuantos años estaba concurridísimo por
las tardes: la carretera se henchía de carruajes y los caminos de gente
distinguida y ordinaria. Hoy apenas va nadie hacia allí porque está a
la moda el Retiro. Sin embargo, bien puede asegurarse sin temor a
engaño, que llegará un día en que la Castellana recobre su antiguo
esplendor: al cabo de los años mil, vuelven los coches por donde solían
ir.

En los buenos tiempos de la Castellana observábase un fenómeno que
atestigua bien claramente de la exquisita delicadeza de sentimientos que
suele existir en nuestra sociedad distinguida. Como no había gente
bastante para llenar los dos caminos que ciñen la carretera, acaecía que
el paseo se fijaba en uno de ellos. Pues bien, las jóvenes distinguidas
no pudiendo soportar, como es natural, el contacto de otras jóvenes
menos distinguidas, empezaban a desertar del paseo acostumbrado yéndose
por pelotones al otro camino. Desde allí, irguiendo la noble cabeza,
miraban, al través de la red de carruajes, desfilar a sus enemigas
naturales por el paseo de enfrente. Que en esta mirada se advertía un
soberano desdén no hay para qué decirlo, y que este desdén se hallaba
perfectamente justificado, tampoco creo necesario demostrarlo. ¿Cómo ha
de sufrir con paciencia, verbigracia, la hija de un auxiliar de la clase
de primeros, que la de uno de la clase de cuartos pasee y disfrute de la
vista del mundo en el mismo paraje que ella? Claro está que todos somos
hermanos, pero no hay más remedio que atender un poco a los escalafones
que de vez en cuando publica el ministerio de la Gobernación, pues para
algo se publican. Además, este deseo de separarse de la muchedumbre y
del vulgo, señala en quien lo siente un espíritu fino y superior y
temperamento aristocrático.

Sucedía, no obstante, que este temperamento o abundaba en demasía o se
falsificaba, como todas las cosas buenas, pues es lo cierto que unas
tras otras, con más o menos disimulo, todas las niñas del camino
despreciado se iban pasando al camino despreciador, quedando aquél al
cabo de algún tiempo totalmente desierto. Entonces las jóvenes del
verdadero y genuino temperamento aristocrático se comunicaban, no sé en
qué forma, sus impresiones dolorosas, y una tarde, cuando menos se
pensaba, enderezaban el paso, arrastradas por altos sentimientos, al
camino abandonado, donde permanecían hasta que de nuevo se veían
molestadas y tornaban a ejecutar graciosamente la idéntica maniobra.
Cuando la Castellana vuelva a ser lo que antes, el paseo más concurrido
de Madrid, confiamos en que se repetirá este fenómeno consolador hijo de
una noble altivez, sin la cual no es posible el refinamiento de las
costumbres ni el progreso de los pueblos.

Aunque solitario, o porque lo esté quizá, el paseo no deja de ofrecer
atractivos, sobre todo para los melancólicos. No es frondoso y quebrado
como el Retiro, ni presenta variación de ninguna clase; es una línea
recta que se prolonga indefinidamente con cierta severidad clásica y
municipal convidando a los graves y tranquilos sentimientos. La línea
recta tiene también sus encantos, por más que yo prefiera la curva, como
ya he tenido el honor de decir en tres distintas ocasiones. De noche,
las dos hileras de faroles colocadas a entrambos lados de la carretera,
ofrecen una perspectiva muy bella: son dos cintas paralelas y luminosas
que van a perderse en un fondo oscuro, donde una imaginación viva puede
forjar, selvas dilatadas, abismos inmensurables o un desierto poblado de
monstruos. No sé hasta qué punto la comisión de alumbrado público ha
hecho bien en buscar este nuevo aliciente para excitar la fantasía del
vecindario. Sin embargo, fuerza es confesar que en esta ocasión ha
sabido herirla de un modo delicado y útil, revelando lo infinito por
medio de una misteriosa e indefinida sucesión de faroles.

Adornando los flancos del paseo, álzanse un número considerable de
hoteles y palacios de formas muy diversas, no siempre bellas, aunque sí
caprichosas. Nuestros banqueros y contratistas de obras públicas no
queriendo, como es natural, pagar tributo a lo prosaico de las
construcciones modernas, han solicitado el concurso de las edades más
poéticas de la humanidad y de las comarcas más pintorescas para levantar
sus viviendas suntuosas. Se encuentran allí, a poca distancia unos de
otros, palacios egipcios, árabes, asirios, babilónicos, gallegos y
catalanes. Por regla general están rodeados de jardines que la
naturaleza, secundada eficazmente por las mangas de riego, ha poblado de
flores y verdor. He pasado muchas veces por allí y jamás he visto a
nadie disfrutando de su amenidad, salvo los pájaros. Las ventanas de los
palacios tienen las persianas echadas y reina tal silencio en sus
inmediaciones, que cualquiera los creería deshabitados. Esto contribuye
a despertar en la imaginación de los paseantes recuerdos o sueños
romancescos. Aquellos palacios deben de guardar seres bellos y felices
que se alejan del ruido de la corte a fin de paladear con más
tranquilidad su dicha. El amor debe de ser el dios a quien se rinde
culto en tales nidos tibios y suntuosos. Algunas veces al través de sus
persianas he oído los dulces acordes de un piano. ¡Cuántas cosas bellas
cruzaron entonces por mi mente! ¡Cuántas novelas interesantes se me
presentaron de improviso!

Una mañana de primavera, impresionado por la reciente lectura de cierta
novela de Octavio Feuillet, iba paseando distraído por aquellos
silenciosos lugares gozando de la frescura y aroma de los árboles y de
la grata soledad que allí imperaba. De pronto, al pasar por delante de
uno de los palacios, creí percibir rumor de voces en el jardín. Al fin
sorprendo a la enamorada pareja de este nido, me dije sonriendo; y con
el corazón agitado y el paso cauteloso, me acerco a la verja revestida
de una espesa cortina de madreselva y aplico el oído. Detrás del muro de
verdura dos voces poco argentinas disputaban acaloradamente sobre el
proyecto de conversión de la deuda.

Más allá de la Castellana se tropieza con el Hipódromo. Quisiera decir
algunas palabras acerca del Hipódromo, pero creo que aún no ha llegado
la época de juzgar con verdadera imparcialidad esta nueva institución.
Las grandes reformas necesitan algunos años para desenvolverse y dar el
fruto que el legislador ha buscado. Juzgando hoy aquélla, temo incurrir
en errores y apasionamientos, de los cuales me arrepentiría ya tarde.




LOS MOSQUITOS LÍRICOS




I


Emilio Zola sostiene que los poetas líricos de ahora son pajaritos que
cantan en el árbol de Víctor Hugo. Es la pura verdad. Carduci, Núñez de
Arce, Copee, Sully Prudhome, Campoamor y otros pocos no hacen más que
glosar con dulzura el canto sublime del titán del siglo XIX, reflejar la
luz gloriosa del astro que se está acostando entre vivas y esplendorosas
llamaradas.

Los grandes poetas gozan el privilegio de fundar ciclos donde van a
reunirse los que cierta misteriosa simpatía y una evidente semejanza en
la manera de sentir y pensar arrastra hacia ellos. Sin remontarnos a
tiempos antiguos, y fijándonos solamente en la época moderna, saltan a
la vista ejemplos. Ahí está Goethe con su brillante falange de poetas
alegres, serenos, razonadores y sensibles. Ahí está Byron con su
numeroso cortejo de desgraciados, a quienes el mundo no comprende, almas
doloridas, corazones que destilan sangre y versos lacrimosos. Y por
último, vivo está todavía, por dicha nuestra, el egregio autor de las
_Orientales_ y la _Hojas de Otoño_, y viva también una gran parte de sus
discípulos, cuyos trinos y gorjeos escucha el mundo con placer.

Ni quiere decir esto que la circunstancia de estar comprendidos en un
ciclo, prive a los poetas de originalidad. No hablamos aquí, ni valiera
la pena de que hablásemos, de aquellos que rastrean servilmente la pista
del maestro para posar sus pies en las huellas que va dejando, porque no
merecen los tales nombre de poetas. Hacemos referencia tan sólo a los
que, recibiendo impulso y dirección de algún ingenio extraordinario,
caminan solos y sin andadores, representando cada cual dentro del ciclo
un brillante color de los muchos en que la luz de la poesía puede
descomponerse. Los que hemos citado más arriba pertenecen a ese número.
Son poetas, por privilegio, de nacimiento, pero han nacido bajo la
influencia de un astro que aún resplandece sobre el horizonte, y no
pueden sustraerse a ella. Esto no les quita ningún mérito. Todos los
objetos hermosos que existen en el mundo necesitan absolutamente la luz
del sol, y, sin embargo, ¿quién se acuerda de éste al contemplar su
belleza? Además, en el firmamento las estrellas con luz refleja aparecen
tan bellas como las que la tienen propia. Algunas veces, cuando los
astros de primera magnitud brillan muy lejos, no ostentan tanta
hermosura como otros más pequeños y cercanos; bien así como tal o cual
poeta de la antigüedad, con ser mucho más grande, no nos produce la
impresión viva y profunda que otros modernos de importancia secundaria,
pero que participan de nuestra manera de sentir y pensar, y la
reflejan.

Adviértase también que los ingenios extraordinarios que comunican
movimiento y señalan derrotero a un período literario, los que Juan
Pablo Richter denomina _genios activos_, son o han sido muy pocos en el
mundo. La mayor parte de los poetas que admiramos y nos deleitan
pertenecen a la categoría de los que el mismo crítico llama _genios
pasivos_, si bien, a nuestro entender, incluye en este número a algunos
que merecen ser colocados entre los primeros, como Rousseau y Schiller.

Dejemos, pues, sentado que nos gustan todos los pájaros, ruiseñores,
canarios, malvises y jilgueros que cantan en el árbol de que nos habla
Zola. ¡Ojalá nos fuera permitido pasar la vida reclinados dulcemente
bajo su frondosa copa escuchándolos! Pero todo el mundo se empeña en
aconsejarle a uno que trabaje. Apenas nos distraemos un poquito con sus
gorjeos, cuando nos dice la voz de cualquier fiscal municipal o jefe de
sección: «¡Hola! ¿Versitos, eh? ¡Vaya una gana que tiene V. de perder el
tiempo!»

Y no es eso lo peor. Debajo del árbol no se disfruta tampoco la paz y
sosiego necesarios. Los mosquitos y moscones, las arañas, los cínifes y
bichos de todo linaje no dejan un instante de atormentarle a uno con su
zumbido cuando no con sus pinchazos. Excuso decir que me refiero a la
nube de poetastros de todos sexos, edades y condiciones que, para
escarmiento de pícaros, existe en la capital.




II


Voy a hablar de algunos de nuestros mosquitos más distinguidos. Conviene
de vez en cuando sacudirse las moscas. Divídense en cuatro grandes
familias a cual más perversa y endemoniada. La primera es la de los
mosquitos _sentimentales_, que son los de apariencia más inofensiva,
aunque en realidad haya motivo para guardarse bien de ellos. Tienen un
zumbido dulce y quejumbroso, que al principio no molesta gran cosa, pero
que llega a hacerse insoportable. De estos mosquitos, algunos empiezan a
disgustarse de la vida así que entran a cursar la segunda enseñanza;
salen generalmente suspensos en los exámenes, reciben innumerables
coscorrones del jefe de la familia y se enamoran perdidamente y en
secreto de una mujer de treinta años. Hasta aquí sus estragos no pasan
del círculo de la familia; mas al llegar a los diez y seis años
comienzan a hacer coplas amargas como la hiel, inspiradas por lo común
en _La desesperación de Espronceda_, un estúpido y obsceno poema
fabricado por algún estudiante de medicina para deshonrar el nombre del
ilustre poeta. Estas coplas se escriben con lápiz mientras los papás se
figuran que está allá en su cuarto enfrascado en el estudio, y sólo son
admiradas de algún amigo discreto que recíprocamente presenta a su
admiración otras coplas no menos amargas. Tal vez que otra estas coplas,
que ruedan por los bolsillos de los pantalones hasta que se pudren, caen
en manos de la mamá al tiempo de coser o acepillar la ropa: la mamá,
claro es, no sabe lo que aquello significa, pero corre a mostrárselo al
papá, ¡y aquí fue Troya! Éste considera a su hijo sumido en un piélago
de liviandades, se pone lívido, lanza profundos suspiros de congoja, y
después de un enérgico discurso, encierra al culpable bajo llave
durante ocho días. La mamá, más dispuesta como mujer a los sentimientos
dulces, acude a la religión y le lleva a confesar con un sabio jesuita,
no sin que el joven poeta proteste sordamente, pues ya han huido de su
atormentado espíritu las consoladoras creencias de los primeros años.
Aunque pide perdón a su mamá y le promete no volver a escribir
_porquerías_, el mosquito sentimental no puede prescindir de continuar
zumbando a escondidas de su familia: las persecuciones, lejos de
abatirle, encienden más y más el horno de su inspiración y le acaban de
persuadir de que la copa de la vida está llena hasta los bordes de
cierto licor ponzoñoso, y que él se encuentra obligado a apurarla hasta
las heces. Un periódico semanal de la población se encarga de comunicar
este su convencimiento al público, expresado en términos solemnes,
aunque sin gramática. Desde esta fecha, nuestro mosquito comienza a
gozar de una envidiable reputación que se extiende como mancha de aceite
por toda la provincia.

No obstante, por más que la opinión favorable de sus paisanos sea un
bálsamo precioso para cicatrizar las heridas del corazón, todavía no
está satisfecho y medita seriamente un día y otro en venir a zumbar a
Madrid, a fin de que se le oiga en todos los ámbitos de la península. El
papá, que ya se va convenciendo de que su hijo, aunque haya salido
suspenso en la mayor parte de las asignaturas, llegará a ser hombre
célebre, consiente en hacer un sacrificio. Ya le tenemos en la Corte. A
los cuatro meses justos publica una composición en cierta revista
literaria; a los quince días otra, a los quince días otra, y así
sucesivamente sigue zumbando periódicamente durante dos años. Al fin se
decide a coleccionar sus poesías en un tomo. El papá vende una finca y
le remite dinero. Pide un prólogo a Cañete, y este señor, que jamás se
niega a tales cosas, dice al frente del libro en lenguaje castizo que
hay en él composiciones muy lindas, y las cita; que el autor muestra por
lo general mucha «elegancia, donaire y estro», y que el joven mosquito,
si no se desgracia, llegará a ser un moscón insigne. Desgraciadamente,
esta profecía permanece guardada como santa reliquia en el almacén de
algún librero que ha aceptado el tomo _en comisión_. Transcurren meses
sin que ningún humano venga en demanda del tomo de _Preludios_ (estos
mosquitos casi siempre ponen a sus zumbidos algún nombre musical:
preludios, arpegios, acordes, calderones, etc.), hasta que el librero se
cansa de tener tanto papel inútil en el almacén y decide volvérselo a su
dueño o comprarlo al peso. Esta es una de las soluciones. Otra consiste
en que D. Modesto Fernández y González interponga su influencia para que
el Ministerio de Fomento le tome quinientos ejemplares con destino a las
bibliotecas públicas. Los súbditos españoles que las frecuentan no
podrán menos de agradecer al Ministro el interés con que mira el cultivo
de sus facultades imaginativas: todos los años les remite algunos miles
de quintales de ternezas rimadas.

De todos modos, la falta de dinero es una de las causas primeras de
mortandad en la familia de los mosquitos sentimentales. Los que
consiguen sobrevivir a tal causa y llegan a dar una velada en el Ateneo
de Madrid, están salvados. El Ateneo es para los mosquitos el oxígeno.
Cuando alguno anda alicaído, asfixiado por la indiferencia del público y
a medio morir, no tiene más que venir a leer ante esta docta
corporación, y se le verá inmediatamente revolotear lleno de vida y
alegría. El Ateneo, en achaque de versos, es de una potencia digestiva
superior a la de los tiburones y avestruces. Los botones de metal y los
pedazos de vidrio que dicen que estos animales digieren, no son nada
comparados con los versos que yo he visto tragar en el Ateneo; un padre
cariñoso no haría más por su hijo que lo que suele hacer este cuerpo
docente por los mosquitos de que acabo de hablar.




III


Otra de las grandes familias en que se divide la especie de los
mosquitos líricos, es la de los _filósofos_ o _trascendentales_. No
tiene la misma fuerza reproductiva, y por consecuencia no es tan
numerosa, pero en cambio es infinitamente más devastadora. El mosquito
filosófico suele leer mucho, y está, por lo general, bastante enterado
de las literaturas extranjeras; apunta cuidadosamente en un libro de
memorias las frases brillantes y los pensamientos profundos y esmalta
con ellos sus híbridos engendros; no es partidario del arte por el arte,
ni gusta de la literatura frívola que sólo aspira a conmover y recrear;
de las tres dimensiones de los cuerpos, longitud, latitud y
profundidad, no admite más que la última. Es mucho más objetivo que sus
colegas los sentimentales, y aun cuando manifiesta tendencias muy
marcadas hacia el pesimismo, no llega a él por el camino puramente
subjetivo y personal de aquéllos sino mediante el estudio reflexivo de
los fenómenos y las leyes, por lo cual su pesimismo es siempre más
lúgubre, más desgarrador, como que es el resultado lógico de un sistema,
de un vasto y profundo concepto de la existencia. Desde niño se observa
en él gran amor a lo general y mucho desdén por lo particular. Estas
nobles aficiones le han perdido a menudo en los exámenes durante la
segunda enseñanza: se empeñaba en contestarlo todo _a ratione_ y en
resolver las más arduas cuestiones de plano y según le dictaba su alto
entendimiento. En historia natural salió suspenso, porque habiéndole
preguntado las clasificaciones, contestó que él no admitía
clasificaciones en la naturaleza, que el mundo debía considerarse
siempre en su unidad indivisible y permanente, y que todas las
clasificaciones estaban sujetas a cambios incesantes, según los
progresos que se hicieran en el estudio de la materia. Los profesores
de instituto (salvo honrosas excepciones), son más dados a lo temporal
que a lo permanente, y el mosquito filósofo padece por esta causa muchos
vejámenes en los albores de la vida.

Después de formada su opinión en lo que atañe a la existencia, al amor,
a la religión, a la muerte, etc., etc., nuestro mosquito adopta la
manera que le parece más interesante para zumbarla al oído del público.
Unas veces se presenta con un escepticismo risueño y paradójico que
parece decir a los lectores: «Yo no creo en nada, ni en Dios, ni en los
hombres, ni en la madre que me parió, pero me gusta aprovecharme de las
cosas buenas que en el mundo nos encontramos, como el amor, los buenos
vinos, los paisajes bonitos, etcétera, etc., y vamos viviendo.» Su
maestro es Campoamor, a quien imita no tan sólo en el pensamiento sino
en la frase, expresando las ideas elevadas y abstrusas en forma llana y
corriente, y así como el ilustre poeta, también él desciende a los
pormenores vulgares de la existencia y se complace en describir lo
pequeño e insignificante.

      «Yo no voy a la escuela
    aunque me pegue mi señora abuela.»

¡Qué sobriedad tan encantadora! ¡Qué amable sencillez se advierte en
esta y en otras frases que se encuentran esparcidas por una muchedumbre
de poemas no bastante apreciados del público!

Otras veces prefiere envolver sus vastas concepciones poéticas y
metafísicas, en un misterioso simbolismo atestado de laberintos. Su
modelo entonces es el _Fausto_ de Goethe, o el _Manfredo_ de Byron. Pasa
unos cuantos años escribiendo un grandioso poema, del cual lee solamente
de vez en cuando, en Academias y Ateneos algunos fragmentos que dejan en
suspensión y espanto el ánimo de algunos amigos. En este poema todos los
seres animados o inanimados del universo expresan su opinión acerca del
misterio de la existencia; y de la suma de estas ideas se propone el
autor que resulte la clave de todo. Las diversas opiniones se expresan
en el poema del mosquito filósofo por medio de voces que van
sucesivamente gritando por las páginas del libro. Cuanto existe y cuanto
ha existido tiene voz y voto en el poema: la _voz de la esclavitud, la
voz de la libertad, la voz de las ciudades, la voz de los campos, la voz
de la iglesia, la voz de la administración, la voz de los colegios
electorales, la voz de los tribunales colegiados, la voz de los
edificios del Estado_, etc., etc. Pero las cosas mejores las dice
siempre _una voz_ anónima, que debe de ser la del autor. De todo ello
resulta que la vida es un lazo insidioso que nos ha tendido una voluntad
perversa, y que para vencer a esta voluntad no hay otro medio que el
suicidio, el suicidio de la humanidad entera.

A pesar de estas lúgubres y espantosas conclusiones, y del pesimismo que
mina su preciosa existencia, el mosquito filósofo gusta extremadamente
de que _El Imparcial_ y _El Globo_ digan en su hoja literaria que zumba
con corrección y elegancia.

Viene después la familia de los _legendarios_, que estaba a punto de
desaparecer de la fauna, y que merced a ciertos trabajos misteriosos de
la naturaleza poderosamente secundada por la sección de literatura del
Ateneo de Madrid, ha vuelto a cobrar vida en estos últimos años.

Los legendarios aborrecen la edad moderna y desprecian la antigua. La
única época histórica que les seduce es la comprendida entre la
irrupción de los bárbaros y el Renacimiento. Dentro de esta época la
institución que despierta en su juvenil fantasía mayor copia de romances
octosílabos y endecasílabos, es el feudalismo. El mosquito _legendario_
no comprende cómo se puede vivir sin almenas, sin alfanjes, puentes
levadizos, cascos y cimitarras. El amor no tiene atractivo para él, sino
cuando la dama aguarda toda la noche a su galán en una ventana del
castillo, sin miedo a catarros ni a reumatismos, y el galán despacha al
otro barrio media docena de deudos para llegar hasta ella. Los combates,
las emboscadas, los asaltos, los pisos que se hunden para sumirle a uno
en profunda mazmorra, los fosos, los despeñaderos, etc., etc., son las
únicas cosas que entusiasman a nuestro mosquito. En su concepto, no se
puede vivir a gusto, sino con el alma en un hilo. Sus poemas, por
consiguiente, están saturados de aquellos elementos que admiten muchas y
variadas combinaciones, según puede verse en las infinitas leyendas que
los lectores habrán, sin duda, oído recitar en su vida.

El argumento es lo único permanente o inalterable en estas leyendas; un
amor desgraciado por la enemistad tradicional de los papás de los
novios; dos señores feudales de cortos alcances y que padecen de
atrabilis; los chicos que no se resignan a ser desgraciados y continúan
sus relaciones hasta que una noche los sorprenden juntos y les arman un
belén; el padre de la niña que encierra a su presunto yerno en una
mazmorra, y le tiene a pan y agua sujeto con cadenas; el novio que se
escapa ayudado por la niña, y viene después con su mesnada a dar un
asalto a su suegro; rapto de la novia; el papá suegro que no se resigna,
arma su mesnada y va a dar otro asalto a su yerno y le lleva la novia;
el yerno, que tiene muy malas pulgas y arma de nuevo su mesnada y vuelve
a robar la chica, etc., etc. Los asaltos se prolongan hasta que la
novia, fatigada de tanto trasiego de un castillo a otro, se decide a
espirar.

Con este sencillo argumento, que muchos años de uso han consagrado,
lograron triunfos imperecederos una muchedumbre de mosquitos, cuyos
nombres guardará tan cuidadosamente la historia, que nadie los
averiguará jamás. Dentro de él caben infinitas combinaciones, bellas e
interesantes, según el número y distribución de los asaltos y lo
sangriento de la lucha; según la calidad del novio, que puede ser
caballero y trovador o caballero solamente; el carácter del paisaje, que
puede estar cerca del oceano o en lo interior de la sierra; el corcel
del amante, que puede ser blanco, negro o alazán, etc., etc. De todos
modos, yo aconsejo a los jóvenes líricos que no se aventuren por ninguna
consideración a cambiarlo, pues al romper con los usos establecidos se
corre grave peligro, y no en vano está sancionado desde tiempo
inmemorial por cien generaciones de mosquitos.

Por último, hablaré del mosquito _clásico_. Lleva la ventaja a sus
compañeros de que ha estudiado regularmente la segunda enseñanza y
conoce la retórica de Hermosilla. Ha obtenido siete escribanías de plata
en otros tantos certámenes poéticos abiertos en varias provincias de
España, y en todas partes se han hecho lenguas de su _forma_, que los
periódicos califican constantemente de gallarda. Como es natural,
desprecia profundamente el fondo, en el cual no ha brillado ni brillará,
y admira en primer término, tratándose de poesía, la paciencia, que es
la facultad que todo clásico debe cultivar con predilección. Así que,
cuando habla de alguna composición poética, nunca se mete a averiguar si
es elevada o rastrera, original o vulgar, si tiene o no tiene
inspiración: lo único que aprecia en ella es si está o no está _bien
trabajada_. No puede ver a un buen ebanista dando los últimos toques a
una cómoda sin exclamar para sus adentros: ¡Qué lástima de poeta!

Por lo general viene a Madrid recomendado a D. Aureliano Fernández
Guerra o a Barrantes, a quienes admira de buena o de mala fe, que eso
no importa, y les lee unos cuantos sáficos adónicos y algunas
espinelitas: los académicos se dignan decirle que es muy «donoso y
maleante», y que sus composiciones están llenas de «sentencias briosas y
sales irónicas». Abroquelado con este juicio nuestro mosquito, da
algunas lecturas en la Juventud Católica y publica varios fragmentos en
_La defensa de la Sociedad_, hasta que, por consejo de sus amigos
académicos, deja repentinamente de zumbar. Escribiendo y publicando no
se va a ninguna parte. Para que un literato alcance respetabilidad y
obtenga la admiración de la gente, es condición ineludible que no
escriba poco ni mucho.

Entonces el mosquito clásico se dedica a despellejar a Echegaray, a
Castelar, a Pérez Galdós, y en general a los escritores que son leídos y
aplaudidos. Al mismo tiempo se deshace en elogios de todo lo ñoño, pobre
y ridículo que se publica o se representa, con lo cual satisface sus
instintos y a la vez regocija a los astros literarios que le iluminan en
su carrera.

Es el peor intencionado de los mosquitos que hemos estudiado, y por eso
es el único que tiene buen paradero. Sus compañeros arrastran una vida
miserable y triste; o vuelven a vegetar a su pueblo, o se distribuyen
por los ministerios de auxiliares y escribientes, o entran de factores
en alguna compañía de ferrocarriles, o mueren en el hospital. Pero el
mosquito clásico ¡ni por pienso! Ahí están sus protectores, que le hacen
archivero-bibliotecario, o le dan una comisión lucrativa en país
extranjero, o le ayudan a salir diputado y a ser director general y
ministro. Después de algunos años de mantenerse firme en no escribir, de
frecuentar los salones aristocráticos y de despellejar sin piedad a
cualquier escritor que muestre talento y fantasía poco comunes, el
mosquito clásico como recompensa de su brillante campaña, es conducido
en triunfo a la Academia de la Lengua. Que a todos mis lectores deseo.
Amén.




EL ÚLTIMO BOHEMIO


No hace todavía dos años que pasando por la Carrera de San Jerónimo di
con un amigo periodista, que me dijo al tiempo de saludarme:--Vaya usted
por la calle de Sevilla y verá V. a Pelayo del Castillo acostado en la
acera.

Había oído hablar muchísimo de este personaje y tenía la cabeza llena de
sus extravagancias y proezas tabernarias: había visto en los teatros una
pieza suya titulada _El que nace para ochavo_, no desprovista
enteramente de gracia: no quise, pues, perder la ocasión de conocerle. A
los pocos pasos encontré a Urbano González Serrano, conocido seguramente
de todos mis lectores, y le invité a venir conmigo, lo que aceptó con
gusto. Ambos nos dirigimos al lugar que me habían designado, o sea, la
acera de la calle de Sevilla colocada en el sitio de los recientes
derribos, donde tumbado boca arriba, con la cabeza apoyada en una piedra
y expuesto a los rigores del sol, vimos a un mendigo sucio y
desarrapado. ¡Cómo se nos había de ocurrir que aquel hombre fuese Pelayo
del Castillo! Tenía la cabeza enteramente descubierta y llena de greñas,
el rostro encendido, el cuerpo envuelto en un andrajo que parecía el
residuo de una capa, los pies metidos en dos cosas asquerosas que en
otro tiempo habían sido alpargatas.

Todo nos volvíamos mirar a un lado y a otro explorando la calle en busca
de nuestro literato, sin lograr hallarle. Al fin nuestros ojos se
encontraron y le pregunté recelosamente designando al mendigo:

--¿Será ese?

--¡Imposible!--replicó Serrano.

No obstante, en la frente de aquel hombre había algo que no suele verse
en las de los braceros; era una frente degradada, pero era una frente
donde se había pensado. Insistí en que lo averiguásemos, y acercándonos
a él, Serrano le sacudió levemente:

--Oiga V..... ¿es V. D. Pelayo del Castillo?

El mendigo se incorporó lentamente y restregándose los ojos y
abriéndolos con dificultad a causa de la gran irritación de los
párpados, contestó mal humorado:

--No señor, yo no soy ese Pelayo del Castillo.

Serrano se quedó un instante suspenso. Los dos comprendimos, sin
embargo, que era él.

--¿De veras no es V. Pelayo del Castillo?

--No señor.

Después de comunicarnos en voz baja nuestra opinión contraria, sacamos
cada cual una moneda del bolsillo.

--Tome V.

--No señor--repuso rechazándolas con la mano y el gesto--yo no puedo
aceptar eso..... yo no les conozco a ustedes.

--Somos dos aficionados a las letras; tome V.

Con algún trabajo hicimos que al fin las aceptase. Levantando entonces
la cabeza que tenía doblada sobre el pecho, nos preguntó.

--¿A quién debo dar las gracias?...

--Nuestros nombres no importan nada: somos dos amigos de la literatura:
quede V. con Dios.

Y nos alejamos apresuradamente mientras él repetía esforzando la voz.

--Gracias, caballeros... yo quisiera saber...

A los pocos pasos volví la cara. Estaba mirando las monedas. Al verle de
aquella suerte, sentado en el suelo, cubierto de andrajos y la cabeza
desnuda al sol, me sentí conmovido. ¡Será posible que ese desdichado sea
un literato; que haya escuchado los aplausos del público y alternado con
los hombres más distinguidos de España! Y en aquel instante se me
ocurrió escribir algo acerca del estado en que se hallan los literatos y
artistas en nuestra nación. Celebro no haberlo hecho, porque desde
entonces hasta ahora se han modificado bastante mis opiniones en este
asunto.

Impresionado por el espectáculo que acababa de presenciar, no pude menos
de dirigir _in mente_ amargas recriminaciones a la patria que deja
perecer de hambre a todo el que se dedica al cultivo de las letras y las
artes y ensalza y pone sobre su cabeza a cualquier necio que se engolfa
en la política sin más equipaje que su desvergüenza. Algo, y aun mucho
de esto, es verdad; pero no es toda la verdad. Para resolver un problema
es necesario examinarlo en todos sus aspectos.

Primeramente, la nuestra, es una nación de diez y seis millones de
habitantes: por lo mismo, es absurdo pretender que el literato que vive
del público, sea aquí remunerado como en Francia o Inglaterra, donde la
población es más del doble. A más de ser el número de lectores menor en
absoluto, lo es también relativamente: si en Francia leen diez por cada
ciento, en España no lee siquiera uno, entre otras razones, porque no
saben, y es fuerza, por lo tanto, que este uno o este medio por ciento
eche sobre sus hombros la carga de alimentar a todos los que con razón o
sin ella nos dedicamos a escribir para el público. Harto hace, a mi
entender, con ayudarnos a vivir modestamente: no le pidamos hoteles,
coches y alfombras como en Francia o Inglaterra porque no puede
dárnoslos.

Claro es que el número insignificante de lectores depende del atraso del
país, del detestable gobierno que nos ha regido, nos rige y nos regirá,
de la influencia venenosa de la política y de otras mil causas
enumeradas a la continua en libros y en periódicos. Aquí está la parte
de culpa de la nación, que realmente no es menuda.

Mas también los artistas y literatos ayudan con su conducta al estado
miserable en que se hallan. En España se ha entendido hasta ahora que el
poeta o el artista es un ser mitad humano mitad angélico a quien no
sientan bien los deberes y hábitos exigidos a los demás hombres. Todo
hombre debe trabajar para ganarse el sustento; pues el literato no. Todo
hombre debe ser previsor y separar de lo que gana una parte para mañana;
pues el literato está exento de tal carga. Pasar la vida holgando y
tomar la pluma en los momentos de inspiración (que no suelen venir
precisamente cuando se está ayuno); vender los productos del ingenio al
primer editor usurero con quien se tropieza; gastarse el dinero
alegremente en un día y pasar el resto del mes viviendo del crédito, si
es que lo hay; tal ha sido hasta la fecha el proceder de la mayor parte
de nuestros literatos. En algo se han de distinguir los seres inspirados
de los que no lo son.

Y si esta era la conducta de los grandes ingenios, de los hombres más
eminentes, calcúlese cuál sería la de los adocenados, los que no
pudiendo elevarse hasta ellos por la belleza de las obras imitan su vida
exterior y hasta pretenden oscurecerla (y a veces lo consiguen) por
medio de enormes extravagancias y atrocidades. Hubo una época en que la
bohemia invadió toda la literatura. Para ser literato era preciso no
sólo ser un perdulario sino afectarlo; vivir a la ventura, no pagar a la
patrona (este era el artículo primero del código bohemio), dormir
algunas veces al aire libre, rodar noche y día por los cafés, pedir
dinero a todo el mundo con resolución de no devolverlo, ponerse las
camisas y las botas de los amigos, _dar mico_ al sastre, jugar,
emborracharse, etc., etc. Los que tenían gracia solían emplearla en
estas cosas y se hacían célebres. Todavía se cuentan con entusiasmo las
pasadas que a sus patronas, sastres y zapateros han jugado algunos
escritores de menor cuantía, y hay quien les admira por ellas más que
por sus obras: quizá tengan razón, porque estos literatos tan chistosos
para no pagar, no solían serlo tanto para escribir.

De la falange de los bohemios, que repito comprende la mayor parte de
los escritores que han parecido de treinta o cuarenta años a esta parte,
algunos, muy pocos por supuesto, han conseguido inmortalizarse con sus
escritos; otros abandonando la literatura se han hecho personas formales
y han entrado en la política o los negocios: éstos son los que mejor han
librado; pero uno que otro, o más viciosos o más soberbios o menos aptos
han persistido con extraña tenacidad en su vida aventurera y en sus
costumbres abyectas que los han conducido rápidamente a un abismo de
degradación. El representante genuino de estos últimos, el más
empedernido, el que gozaba de más notoriedad era Pelayo del Castillo,
fallecido recientemente en el hospital. Este desgraciado fue víctima de
su indolencia y de sus vicios, pero en parte también de las ideas
dominantes en su tiempo acerca del papel que en el mundo debe el
literato representar. Si en vez de celebrarse como chistes los vicios,
el desaseo, la desvergüenza y el desarreglo de las costumbres, se
consideraran como graves y repugnantes defectos, ni éste ni otros
desdichados hubiesen llegado a tal extremo de miseria. Nada hay tan
funesto como presentar al hombre un ideal que no esté de acuerdo con los
preceptos de la virtud y halague al propio tiempo sus malas
propensiones.

Por fortuna el ideal ha desaparecido y sus representantes no tardarán en
desaparecer. El literato ya no pide a la sociedad privilegios inmorales:
es un hombre que debe trabajar como los demás y sacar el mejor partido
posible de sus productos. Si no puede vivir de la pluma, porque en
España no existan todavía medios de remunerarle cumplidamente, debe
alternar sus ocupaciones literarias con otras de diversa índole. Si
puede vivir, aunque sea modestamente, debe trabajar diariamente como
cualquier otro obrero. Claro es que no se le han de exigir las mismas
horas de trabajo que a un covachuelista, porque el del escritor es más
intenso; pero se marcará las que sin detrimento de la salud pueda
llenar. La teoría de la inspiración es falsa y ridícula: la inspiración
acude delante de las cuartillas y de los libros, no en las mesas de los
cafés ni en las salas de juego: cuando no gusta lo que se ha escrito, se
rompe y se escribe de nuevo preparándose convenientemente con el estudio
y la meditación; pero no se van a buscar ideas a la ruleta.

Hay ejemplos irrecusables que comprueban la verdad de lo que acabo de
manifestar. El hombre más inspirado del siglo XIX, Víctor Hugo, el
inmortal autor de las _Hojas de Otoño_, trabaja diariamente un número
crecido de horas. Balzac, el coloso que rivaliza con él, trabajó más que
nadie en el mundo. Ni uno ni otro han necesitado esperar la inspiración
jugando a las siete y media. No obstante, es fuerza declarar que para
hacer lo que estos hombres, además de su ingenio soberano, se necesita
un gran vigor corporal que pocos poseen: mas a nadie se le pide sino lo
que puede ejecutar buenamente. En España tenemos dos ejemplos
notabilísimos: uno es el del primero de los oradores contemporáneos, D.
Emilio Castelar, el cual se puede decir que trabaja de la salida a la
puesta del sol como el último obrero, haciendo sudar a todas las prensas
del orbe y atendiendo al propio tiempo a sus tareas políticas: es de la
raza de los atletas como Víctor Hugo y Balzac. Otro es el ilustre
novelista D. Benito Pérez Galdós, embebido noche y día en un intenso
trabajo literario, aprovechando todos los momentos de la existencia para
preparar y escribir sus obras inmortales.

Abandonemos, pues, para siempre el romanticismo bohemio, plaga de
nuestra literatura, que degrada al escritor y lo pone a merced de los
intrigantes políticos y de los especuladores avaros. El literato
necesita independencia, un relativo bienestar y sosiego para entregarse
a su trabajo, el cual de esta suerte se hace leve y ameno. Nada me
aflige tanto como ver a un hombre ilustre y respetado en la república de
las letras, arrastrarse a los pies de cualquier político estólido en
demanda de un destino o una pensión: me parece que aún subsiste aquel
doloroso estado del tiempo de Cervantes, en que los literatos eran los
domésticos de los magnates; aún peor hoy, pues que tienen que adular a
los que han sido sus compañeros, a quienes han aventajado siempre en el
talento, y que por dedicarse a la política, maltrechos quizá en la
literatura, ocupan altas posiciones y otorgan mercedes.

Pero si todavía es poco lisonjera la situación del escritor en España,
en el horizonte se divisan ya señales de un nuevo y mejor estado. De
algunos años a esta parte ha mejorado notablemente el aspecto económico
de las letras: ya los autores o poetas que abastecen el teatro, pueden
vivir de sus obras, y dentro de algunos años tal vez los que escriben
libros y artículos puedan hacer lo mismo. Se fundan casas editoriales
serias y acaudaladas en sustitución de los editores sórdidos e ineptos
que antes se lucraban con la miseria del escritor; muchos literatos
administran sus obras con acierto, otros se hacen pagar dignamente, y
casi han desaparecido los necios que por verse en letras de molde
escriben de balde. En este respecto, preciso es confesar que la
población de España que más está haciendo para procurar independencia al
literato, beneficiando sus obras con habilidad en la península,
explotando los mercados de América para nosotros cerrados hasta ahora y
arriesgando fuertes capitales en este negocio, es Barcelona. Siguiendo
de tal suerte, y si Madrid no trabaja algo más en pro de las artes y las
letras patrias, barrunto que pronto será Barcelona el centro intelectual
de España.




LOS AMORES DE CLOTILDE

(NOVELA)


En el cuarto de Clotilde, primera actriz de uno de los teatros más
importantes de la capital, se reúnen todas las noches hasta media docena
de amigos. La tertulia dura casi siempre tanto como la representación;
pero tiene algunos paréntesis. Cuando la actriz necesita cambiar de
traje se dirige a sus tertulios con sonrisa graciosa y ojos suplicantes:

--Señores, ¿me dejan ustedes un momentito?... un momentito nada más.

Todos se van al saloncillo y aguardan con paciencia: me he equivocado,
no todos, porque el más joven de ellos, que estudia hace tres años el
doctorado de medicina, aprovecha la ocasión y va a dar una vuelta por
los bastidores a estirar un poco las piernas y a pescar algún beso
descarriado. Pero en fin, la mayoría espera paseando o sentada a que
Clotilde entreabra la puerta y asomando su cabeza de reina o de villana,
según el papel que va a representar, les grite:

--Adelante, caballeros... ¿He tardado mucho?

Para D. Jerónimo siempre. Es el último que sale refunfuñando y el
primero que entra en el cuarto. No acaba de transigir con esta púdica
costumbre: y aunque no se atreva a expresarlo, allá en el fondo de su
pensamiento encuentra poco cortés que se le eche de su asiento para que
aquella mocosita se vista: ¡a él que hace treinta años pasa la vida
entre bastidores y ha sido el íntimo de todas las actrices y actores
antiguos y modernos!

Tiene cincuenta y cuatro años, y es empleado en el Ministerio de
Ultramar desde los veinticinco. Todos los Gobiernos le han respetado
como una rueda indispensable de la maquinaria administrativa de las
colonias: soltero y mártir de las patronas. Allá en su juventud se
cuenta que escribió un drama que le valió una silba y la entrada por
toda la vida en el escenario de los teatros. Resignado o no resignado
con el fallo del público, dejó de escribir dramas y adoptó el noble
papel de protector de autores y artistas desconocidos y de empresas
arruinadas. El joven provinciano que llegase a Madrid con un drama en el
bolsillo, no podía emprender camino mejor para verlo representado que el
de la casa de D. Jerónimo. Todo lo acogía con los brazos abiertos, malo
y bueno. Sin embargo, como era asaz rudo en sus modales, no escatimaba a
los autores noveles que se confiaban en él y le leían sus producciones,
las censuras fuertes y hasta los insultos:--«Toda esa relación es puro
fárrago; eche V. tinta sobre ella.--Pero venga V. acá, alma de Dios,
¿cómo quiere usted que un hombre que está a punto de matar a otro,
suelte diez y siete décimas sin respirar!--¡Jesús qué disparate! ¡Amor
platónico a una prostituta! ¡Usted se ha caído de un nido, joven!» El
que entendía un poco la aguja de marear no se incomodaba, seguía
adelante y al terminar depositaba el manuscrito en manos de D. Jerónimo.
Y era bien seguro que el drama se ponía en escena. El veterano de los
bastidores ejercía mucho ascendiente con ribetes de miedo sobre empresas
y cómicos: cuando se incomodaba ¡tenía una lengua! Si el drama era
silbado, protestaba lleno de ira contra el juicio del público y seguía
protegiendo con más fuerza al autor. Si lograba buen éxito, callaba y
sonreía voluptuosamente, pero no volvía a acercarse al poeta aplaudido.
Cuando éste se quejaba de su desvío, respondía: «Usted ya ha demostrado
que tiene alas; vuele V., amigo mío, vuele V., que yo tengo que soltar a
otros pobrecitos».

Su vida privada ofrecía muy poco de particular. Todas las noches, al
salir del teatro, se iba al café Habanero, donde cenaba constantemente
un _beefsteak_ con una chica de cerveza. Y, según cierto amigo que le
había observado repetidas veces, combinaba siempre su refacción con tal
arte, que había de concluir al mismo tiempo con el último bocado de
carne, el último de pan y el último sorbo de cerveza.

Esta noche la tertulia se presenta muy animada. Los amigos de la actriz
charlan y ríen más que de costumbre. Don Jerónimo, embozado en su capa
(es privilegio), arrellanado en el sillón de la esquina y con un
empedernido cigarro en la boca (es privilegio también), deja escapar
famosos chistes, que a veces obligan a los tertulios a dirigir la vista
hacia Clotilde y a colorearse levemente las mejillas de ésta. Don
Jerónimo no lo echa de ver; la ha conocido tan niña, que se cree con
derecho a prescindir de ciertos miramientos debidos a las damas;
suponiendo que se los haya tributado en su vida a alguna, que no lo
creemos. La ha conocido muy niña y la ha encaminado al teatro: cuando
tropezó con ella vivía muy estrechamente aprendiendo el oficio de
florista: hoy, merced a su talento, gana lo bastante para mantener con
decoro a su madre y sus hermanas.

Es agraciada y simpática más que hermosa; la tez morena, los ojos
rasgados y negros, lo más bonito de su rostro; la boca un poco grande,
pero fresca con dentadura admirable. Está vestida de dama del tiempo de
Luis XV, con una peluca blanca que le sienta a maravilla. No toma parte
apenas en la conversación. Parece muy satisfecha con escuchar solamente,
girando sin cesar sus ojos serenos de uno a otro interlocutor y
sonriendo a menudo cuando se dirigen a ella.

Al llegar a cierto punto, se oye la voz del traspunte.

--Señorita Clotilde, cuando V. guste...

--Vamos allá--dice levantándose.

Se dirige al espejo, se da los últimos toques a las cejas y pestañas con
el pincel, arregla con mano un poco nerviosa los tirabuzones de la
peluca, la cruz de brillantes que lleva al cuello y los pliegues del
vestido. Sus amigos guardan un instante silencio y contemplan estas
maniobras distraídamente.

--Señores, hasta luego.

Y sale del cuarto seguida de su doncella, que le lleva recogida la cola,
una espléndida cola de raso color crema.

--¡Cada día va estando más linda esta Clotilde!--dice el estudiante del
doctorado, dejando escapar un imperceptible suspiro.

D. Jerónimo da una enorme chupada al cigarro y queda envuelto
instantáneamente en una nube de humo. Por eso nadie advierte la sonrisa
de triunfo con que acoge la observación.

--A mí también me parece más bonita cada día--dice otro tertulio;--pero
creo que se ha modificado mucho su genio de algún tiempo a esta parte...
Usted, pollo, no la ha conocido como nosotros... Era una loquita
encantadora, ¡tan alegre! ¡tan traviesa!... Nadie podía estar a su lado
de mal humor... Ahora la encuentro grave, triste casi siempre...

--Es verdad que me ha chocado la melancolía que hay en sus ojos...

D. Jerónimo dio otra enorme chupada al cigarro. Nadie vio el relámpago
de ira que pasó por su rostro.

--Estos cambios, pollo, solamente los opera el amor.

--¿Algún novio?

--Eso... D. Jerónimo conoce bien la historia...

--Voy a contarla--dijo sordamente aquél desde el fondo de su embozo,--y
crean ustedes que no es plato de gusto contar estas niñerías... Pero se
trata de una chica a quien todos queremos y cuanto a ella se refiere
debe interesarnos.

Hará cosa de tres años se presentó al director de este teatro un joven
elegantemente vestido, con el manuscrito de un drama bajo el brazo. No
hay nada en el mundo más imponente y aterrador que un joven bien vestido
que lleva debajo del brazo el manuscrito de un drama. El director
procuró escurrir el bulto, le dio algunos quiebros con maestría y varios
pases, pero al fin fue cogido en la misma cuna; quiero decir, que el
joven le convidó un día a almorzar, le llevó engolosinado ofreciéndole
la perspectiva de unas cuantas docenas de ostras empapadas en Sauterne,
y como postre le descerrajó el drama a quema ropa.

El drama era efectivamente _un tiro_. Pepe hizo lo que ustedes saben que
se hace en estos casos; se admiró profundamente de la versificación,
dijo ¡bravo! al llegar a ciertos pensamientos enrevesados, y por último
propuso algunas reformitas en el acto segundo, con las cuales quedaría
la obra que ni pintada.

El poeta incauto se fue a su casa muy complacido y se puso a trabajar
con ardor en las reformas. Al cabo de quince días volvió a presentarse a
Pepe; pero éste halló entonces el acto primero un poco lánguido y le
aconsejó que a todo trance le diera más movimiento y lo acortase un
poquito. En mover el acto primero tardó el poeta un mes: cuando se
presentó de nuevo, el director, mostrándose muy admirado siempre de la
versificación y de algunos pensamientos, manifestó algunas dudas
respecto a que la obra fuese _teatral_. Que fuese _literaria_ no tenía
ninguna, al contrario, le parecía que en ese concepto podía competir con
las mejores de Ayala... pero teatral... realmente teatral... eso ya era
otra cosa.

--¿Qué diferencia es esa, D. Jerónimo?... No entiendo...

--Pues se la explicaré a V., pollo. Llamamos entre bastidores, teatrales
a las obras buenas y literarias a las malas.

--¡Ah!

Después de manifestar estas dudas, concluyó por proponer otras cuantas
reformitas en el acto tercero.

Al fin el poeta comprendió, cosa verdaderamente maravillosa, porque los
poetas, que todo lo comprenden, que saben por qué vuela tan alto el
cóndor, ascienden a los cielos y bajan a los abismos y penetran el
sentido íntimo de todas las cosas creadas, no son capaces de entender
que sus obras a veces no gustan a los que las escuchan. Nuestro joven, a
quien llamaremos Inocencio, recogió no poco mohíno su manuscrito y
estuvo algún tiempo sin dar cuenta de sí; mas al fin, sin duda después
de haber meditado profundamente, se presentó cierta mañana en casa de
Clotilde. Excuso decirles a ustedes que llevaba el manuscrito debajo del
brazo.

Esperó con paciencia en la sala a que nuestra amiga _hiciese su
toilette_, y cuando ésta se presentó al cabo, vio delante de sí a un
joven ruboroso, confundido, pero simpático y elegante, que la rogó con
labio balbuciente le otorgase el favor de escuchar la lectura de un
drama. Deben ustedes saber que a las mujeres les gusta mucho ejercer
protectorados, muy singularmente sobre los jóvenes simpáticos y
elegantes; así que no les sorprenderá que Clotilde escuchase con
paciencia el drama y hasta lo hallase muy aceptable. El joven se confió
a ella enteramente, depositando en sus hermosas manos el manuscrito,
cual si fuese un niño recién nacido, y ella lo recogió como madre
cariñosa y lo tomó bajo su amparo, prometiendo velar por su preciosa
existencia y presentarlo en el mundo. El joven manifestó que esa
resolución era digna de un noble corazón cuya fama había llegado ya a
sus oídos. Clotilde contestó que no era bondad de su parte el trabajar
porque el drama se representase, sino un acto de justicia. El joven dijo
que le halagaba muchísimo esa idea, porque el inmenso talento de
Clotilde y el acierto de sus juicios estaban bien reconocidos por todos,
pero que no osaba forjarse tal ilusión. Clotilde declaró que había
muchas reputaciones usurpadas en el mundo y que una de ellas era la
suya, pero que en esta ocasión creía estar en lo firme. El joven replicó
que cuando el río suena, agua lleva, y que cuando todo el mundo se
empeña en admirar no sólo la singular belleza y la inspiración artística
de una persona, sino también su claro ingenio y su brillante
ilustración, era necesario bajar la cabeza. Clotilde dijo que no la
bajaría en esta ocasión porque estaba bien persuadida de que el mundo se
engañaba mucho acerca de lo que llamaba su talento y que no era otra
cosa que un puro instinto. El joven puso el grito en el cielo contra
esta mistificación, que no tenía absolutamente ninguna razón de ser;
pero dulcificándose de pronto, mostrose profundamente conmovido ante la
modestia de su protectora, y juró por todos los santos del cielo que
jamás había conocido otra semejante. En fin, que el manuscrito fue
ganando por momentos terreno en el corazón de nuestra simpática amiga, y
que el joven se despidió de ella, embargado por la emoción, hasta el
día siguiente.

Al día siguiente Clotilde se presentó al empresario y le arrancó,
mediante la amenaza de rescindir el contrato, la promesa de llevar a la
escena lo más pronto posible el drama de Inocencio. Este dio las gracias
aquella misma tarde a su protectora y la hizo además su confidente.
Pertenecía a una familia distinguida de provincia, aunque sin grandes
recursos de fortuna; a probarla había venido él a Madrid, confiado
únicamente en su ingenio. En el pueblo decían que tenía talento, y que
si publicase en Madrid los versos que había insertado en _El Eco del
Tajo_, hablarían de él como de Núñez de Arce y Grilo: no sabía si esto
era cierto, pero sentía su corazón lleno de nobles propósitos, y amaba
al teatro más que a las niñas de sus ojos. ¿Llegaría a ser un Ayala o un
Tamayo? ¿Sería rechazado por el público? Era un misterio inextricable
para él.

En esta sesión Clotilde averiguó dos cosas importantísimas; a saber: que
Inocencio tenía un talento que no le cabía en la cabeza y que no había
en Madrid quien se pusiera con más gracia la _chalina_. Excuso decirles
que menudearon las sesiones confidenciales, y como resultado de ellas,
que Clotilde sufrió todos los días la influencia fascinadora de esta
chalina sobrenatural; a la postre se declaró vencida, entregándose a
ella atada de pies y manos. La chalina se dignó alzarla del suelo y
otorgarle la merced de su cariño.

--¿Cómo la chalina?--preguntó uno que dormitaba.

Don Jerónimo dio una inmensa, infernal chupada al cigarro en testimonio
de desagrado, y prosiguió sin hacer caso:

--Por entonces empezaron los ensayos del drama de Inocencio, que se
titulaba, si mal no recuerdo _Subir bajando_;... callen ustedes, me
parece que era al revés; _Bajar subiendo_... En fin, de todos modos, era
un gerundio y un infinitivo. Yo vi en seguida que se habían entablado
relaciones amorosas entre nuestra amiga y el autor, y como realmente,
por más que Inocencio fuese un mal poeta, según los informes de Pepe,
parecía un buen muchacho, me alegré de ellas y las alenté en lo que
pude. Clotilde se confesó conmigo, declarándome que estaba perdidamente
enamorada; que sus aspiraciones ya no tenían nada que ver con el arte
escénico, el cual le parecía una esclavitud insoportable; que su ideal
era vivir tranquilamente, aunque fuese en una guardilla, unida al hombre
que adoraba; que la mujer había nacido para ser el ángel custodio del
hogar y no para divertir al público, y que estimaba ella más el reinar
en una humilde vivienda iluminada por el amor que todos los aplausos de
la tierra. En fin, caballeros, nuestra amiga se encontraba en pleno
idilio.

Inocencio no estaba menos enamorado, al parecer. A menudo los encontraba
paseando por los parajes solitarios del Retiro, a distancia respetable
de la mamá, que se detenía oportunamente a contemplar los primeros
botones de las flores o algún insecto curioso: las mamás, en esta época
de crisis marital, tienen la obligación de ser admiradoras de las obras
de la naturaleza. La parejita de tórtolas se detenía al verme y me
saludaba ruborizada. No les puedo ocultar a ustedes, que aunque lo
sentía por el arte, me alegraba de que Clotilde se casara: la mujer
siempre necesita el amparo del hombre. Y lo cierto es, que eran dignos
el uno del otro por la figura: Inocencio tenía una presencia muy
simpática.

En el teatro no se hablaba de otra cosa más que de este matrimonio en
ciernes. Todo el mundo se alegraba, porque Clotilde es la única artista
desde el principio del mundo, que ha llevado a cabo la empresa, hasta
ahora juzgada insuperable, de hacerse querer de sus compañeras.

Observé, no obstante... ya saben ustedes que soy observador; es la única
cualidad que tengo; la observación, a la cual no dan importancia los
autores ahora; hoy todo es hojarasca en los dramas, muchos rayos de
luna, que se quiebran al pasar por el follaje de los árboles, mucha
descripción de alboradas y crepúsculos, muchos símiles retorcidos...
¡Todo eso es!... Cuando algún autorcillo me viene con tales monadas yo
le digo: ¡al grano, al grano!... El grano es el drama, que no existe en
la mayor parte de los _idem_...

--¿Se enfada V., D. Jerónimo?

--Pues, como decía a ustedes, observé, que según los ensayos iban
adelantando, crecía el ascendiente de Inocencio sobre nuestra amiga. El
tono en que se dirigía a ella ya no era el humilde y cortesano del
principio: corregíala a menudo en la manera de decir, señalábala las
actitudes y el gesto que debía adoptar, y a veces, cuando la actriz no
comprendía bien sus deseos, llegaba a dirigirla públicamente palabras
severas y miradas más severas aún. Nuestro poeta tronaba y relampagueaba
ya como amo y señor. Clotilde lo aceptaba de buen grado: ella tan
desdeñosa con los autores más eminentes, se estiraba y se encogía ahora
como blanda cera en las manos de este muñeco insulso. Era de ver la
humildad con que aceptaba sus correcciones, y la inquietud que la
causaban las censuras: mientras duraba el ensayo tenía los ojos puestos
constantemente en él, espiando como esclava sumisa los deseos de su
dueño. El poeta, arrellanado en una butaca, con el brasero delante,
dirigía la escena en la forma dictatorial que pudiera hacerlo García
Gutiérrez o Ayala: una mirada suya bastaba para ruborizar o poner
pálida a Clotilde: los demás no protestaban por respeto a ella. Cuando
salía de la escena, venía presurosa a sentarse al lado de su novio, que
se dignaba acogerla a veces con una sonrisa soberana, otras con
indiferencia olímpica. Yo estaba escandalizado.

Una vez me acerqué por detrás y escuché lo que hablaban. Clotilde
llevaba la palabra sosteniendo con calor que el _Subir bajando_ o el
_Bajar subiendo_ de Inocencio era mejor que _Un drama nuevo_. El joven
se defendía débilmente. Otra vez hablaba acerca de su futuro enlace.
Clotilde pintaba con frase apasionada el retiro donde irían a esconder
su felicidad: un cuarto alto del barrio de Salamanca, lleno de luz, un
nido risueño donde Inocencio trabajaría en su despacho, escribiendo
comedias, mientras ella bordaría a su lado en el mayor silencio: cuando
se fatigase, charlarían un instante para descansar y después le daría un
beso y emprendería de nuevo su tarea: por la noche saldrían cogidos del
brazo a dar una vuelta y a casa otra vez: nada de teatro; lo aborrecía
con toda el alma: en la primavera irían a pasear por las mañanas al
Retiro y tomarían chocolate entre los árboles; en el verano a pasar un
mes o dos a la provincia de Inocencio a proveerse en el campo de buen
color y de salud para el invierno.

La descripción de este tierno idilio, que a mí, con ser machucho, me
hacía bailar el corazón dentro del pecho, no producía en el autor novel
más que una impertinente soñolencia que sólo desaparecía repentinamente
cuando dirigía con voz imperiosa alguna advertencia a los cómicos.

Llegó, por fin, el día del estreno. Todos estábamos ansiosos por ver el
resultado: la opinión corriente era que el drama ofrecía poco de
particular; pero como Clotilde había puesto en el desempeño toda su
alma, teníase como seguro un gran éxito. En el ensayo general nuestra
amiga había hecho verdaderos prodigios: hubo un instante en que los
pocos curiosos que asistíamos a él nos levantamos electrizados,
convulsos, gritando desaforadamente. No pueden ustedes figurarse qué a
maravilla decía su parte. Entonces me vino de golpe una idea a la
cabeza: relacionando todas mis observaciones sobre los amores de
Clotilde me convencí hasta la evidencia de que Inocencio al enamorarla
no se había propuesto otra cosa que adquirir una interpretación
excepcional para el papel de la protagonista de su drama y asegurar el
éxito lisonjero de esta suerte. No quise comunicar mis sospechas a
nadie; callé y esperé; pero declaro que el chico me fue desde entonces
muy antipático.

El ruido que los amigos de Inocencio habían hecho con motivo del drama,
el haberlo elegido Clotilde para su beneficio y la voz esparcida de que
la célebre actriz iba a obtener en él un triunfo señaladísimo hizo que
los revendedores expendiesen todas las localidades a precios fabulosos:
conozco un marqués que dio once duros por dos butacas. Este cuarto donde
nos hallamos se llenó, como todos los años, de flores y baratijas; no se
podía andar en medio de tanta chuchería de porcelana, libros
preciosamente encuadernados, estuches de ébano, marcos de retrato y un
sin fin de objetos de bazar.

La sala estaba brillante: las damas más encopetadas, los hombres
ilustres de la política, la literatura y la banca; en fin, la _high
life_, como ahora se dice. Pero más brillante y más radiante estaba aún
Inocencio; radiante de gloria y felicidad, recibiendo con agrado a
cuantas personas venían a ver los regalos, dictando órdenes a los
traspuntes y tramoyistas para el conveniente decorado de la escena y
multiplicando las sonrisas y los apretones de mano hasta lo infinito.
Clotilde, igualmente, aparecía más bella que nunca, revelando en su
rostro expresivo la dulce emoción que la embargaba y el ansia de ganar
laureles para su dueño.

Abriose el telón, y todos se fueron a ocupar sus asientos. En las cajas
sólo nos quedamos el autor y cuatro o seis amigos. Las primeras escenas
fueron como siempre recibidas con indiferencia; las segundas con algún
agrado; la versificación era fluida y elegante, y el público, como
ustedes saben, se paga de las frasecillas de bombonera. Llegó el
momento de entrar Clotilde en las tablas y hubo en el público un
murmullo de curiosidad y expectación. Dijo su parte discretamente, pero
sin gran calor, se adivinaba que estaba poseída de miedo. Bajó el telón
en silencio.

Al instante poblose el saloncillo y los pasillos de amigos de Inocencio,
que venían presurosos a decirle que la exposición de su drama era
lindísima.--¿Pero qué tiene Clotilde?... Apenas se mueve en la escena...
¡ella tan viva y tan suelta!--Nuestra amiga confesaba, en efecto, que
había sentido mucho miedo y que esto la embarazaba extremadamente. El
autor, sobresaltado por el éxito de su obra, trataba de persuadirla a
que abandonara todo temor, que se mostrase como ella era y que no
pensase para nada en él, mientras dijese los parlamentos.--No puedo
remediarlo, contestaba Clotilde, estoy hablando y pienso al mismo tiempo
en que eres tú el autor y me imagino que no va a gustar el drama y me
asusto.--Inocencio se desesperaba; dirigíale ruegos, advertencias,
argumentos, la acariciaba, sin tener en cuenta que le veían: trataba de
infundirle valor, excitando su amor propio de artista; en fin, hacía
todo lo imaginable para salvar su obra.

Dio comienzo el acto segundo. Clotilde tenía algunas escenas patéticas:
al comenzarlas se produjo un poco de ruido en el público y esto bastó
para que se desconcertase y lo hiciese rematadamente mal, como nunca lo
había hecho en su vida. Oyéronse no pocas toses y fuertes murmullos de
impaciencia. Al finalizar el acto, algunos amigos indiscretos quisieron
aplaudir, pero el público se les vino encima con un inmenso y aterrador
chicheo. El autor, que estaba a mi lado, pálido como un muerto, se
desahogó con algunas palabrotas groseras y se fue al cuarto de Pepe en
vez de el de Clotilde, donde sus amiguitos le consolaron, echando la
culpa del fracaso a aquélla y encendiendo más y más la ira que rebosaba
de su corazón. Mientras tanto, nuestra pobre amiga se encontraba muy
afectada y abatida, preguntando a cada instante por su Inocencio. Yo,
para no afligirla más, le dije que el autor lo había tomado con
resignación y se había salido del teatro a respirar un poco el fresco.
La infeliz se revolvía contra sí misma echándose toda la culpa.

Se alzó el telón para el acto tercero: todos acudimos a las cajas con
afán. Clotilde se mostró al principio, por un esfuerzo poderoso de la
voluntad, más serena que antes; pero ya la gente se encontraba dispuesta
a la broma y no valió ningún recurso para ponerla seria. El público,
cuando presiente el _jaleo_, es lo mismo que una fiera cuando huele la
sangre: no hay quien lo ataje, y es necesario darle carne a toda costa.
Y la verdad es, que en aquella ocasión se cebó de lo lindo; toses,
risas, estornudos, patadas, silbidos; de todo hubo. A nuestra pobre
amiga se le saltaron las lágrimas y estuvo a punto de desmayarse. Cuando
bajó el telón buscó con la vista a su amante, pero había desaparecido.
En el cuarto, a donde yo la seguí, gimió, pateó, se desesperó, se llamó
estúpida, dijo que se iba a marchar a una aldea a cuidar gallinas, etc.,
etc. Me costó mucho trabajo sosegarla, pero al fin lo conseguí, si bien
quedó en un gran abatimiento. En la tristeza que sus ojos revelaban,
advertí que le atormentaba horriblemente la desaparición de Inocencio.

La puerta del cuarto se abrió repentinamente; el poeta silbado se
presentó; estaba pálido, pero tranquilo al parecer: a primera vista
comprendí, no obstante, que aquella tranquilidad era ficticia y que la
sonrisa que contraía sus labios tenía mucha semejanza con la de los
ajusticiados que quieren morir serenos.

Un relámpago de alegría iluminó el semblante de Clotilde: alzose
velozmente y le echó los brazos al cuello, diciéndole con voz conmovida:

--¡Te he perdido, mi pobre Inocencio, te he perdido!... ¡Qué generoso
eres!... Pero mira... yo te juro, por la memoria de mi padre, que te he
de desquitar de la humillación que acabas de sufrir...

--No hace falta que me desquites, querida--repuso el poeta con tono
sosegado, donde se advertía la ira desdeñosa,--mi familia no ha
conquistado un nombre ilustre por la intercesión de ningún cómico;
renuncio desde ahora, de buen grado, al teatro y a todo lo que con él
se relaciona... Con que... hasta la vista.

Y separando nuevamente los brazos que le aprisionaban y sonriendo
sarcásticamente, retrocedió algunos pasos y se fue. Clotilde le miró
estupefacta: después cayó desmayada en el diván.

Al verla en tal estado se me encendió la sangre y salí detrás del chico:
alcancele cerca de la escalera, y agarrándole por la muñeca le dije:

--Oiga V... Lo primero que un hombre debe ser, antes que poeta, es
caballero... y V. no lo es... El drama se ha silbado porque le falta lo
mismo que a V... el corazón... Aquí tiene V. mi tarjeta.

--¿Y le mandó los padrinos, D. Jerónimo?--preguntó el estudiante del
doctorado.

--¡Silencio, silencio!--exclamó un tertulio--aquí llega Clotilde.

La simpática actriz apareció efectivamente en la puerta, y sus grandes y
tristes ojos negros que resaltaban bellamente debajo de la blanca peluca
a lo Luis XV, sonrieron con dulzura a sus fieles amigos.




EL PROFESOR LEÓN


La otra noche en el café donde tengo costumbre de asistir, versó la
conversación sobre los maestros y catedráticos que habíamos tenido los
que en torno de la mesa nos juntábamos. Cada cual dio cuenta de los
talentos, las manías y los rasgos más o menos donosos de los suyos,
sazonando la descripción con anécdotas graciosas o desabridas, según el
numen del narrador.

Mi amigo Duarte, notario, persona distinguida, de carácter observador y
muy cursado en letras clásicas, se llevó la palma. Nos hizo la pintura
de un antiguo profesor suyo, tan original y chistoso, que merece la
pena de darlo a conocer al público. Con permiso de mi ilustrado amigo,
voy a hacerlo, adoptando en cuanto sea posible las mismas palabras con
que él nos lo describió.

       *       *       *       *       *

Llamábase León, o se apellidaba, que esto muy pocos lo sabían de
cierto--nos decía Duarte. Unos le llamaban D. León y otros Sr. León, y a
todos contestaba; era militar retirado aunque no muy viejo, no pasando
de los cincuenta a mucho estirar: su graduación en el ejército era
materia de arduas y prolongadas discusiones en el colegio: mientras unos
le hacían capitán o comandante, otros no le dejaban pasar de sargento, y
estaban en lo firme. Gastaba grandes bigotes retorcidos y perilla de
cazo; la estatura elevada, el porte marcial, cabellos grises cortados a
punta de tijera, levita negra, prolongada, más limpia y reluciente que
un espejo, bastón de hierro que hacía estremecer el suelo, advirtiendo
de su presencia desde muy lejos, pantalones cortos y botas de campana
escrupulosamente charoladas. Era bueno y afable con los discípulos, y
hombre de mucha voluntad en el cumplimiento de su deber: suscitábanse
dudas entre nosotros acerca de sus conocimientos filológicos y
literarios, que le hubiesen quizá acarreado nuestro desdén si una
especie muy grave que unos a otros nos decíamos en secreto al oído no le
sirviese de respetuosa salvaguardia. Afirmábase como cosa segura que D.
León o el Sr. León era un revolucionario. Contábase que había sido en su
juventud amigo y edecán de Riego, que había servido después bajo las
órdenes de Espartero, y algunos añadían que había estado en capilla para
ser fusilado como conspirador. Nadie puede figurarse lo que tales
insinuaciones influían en el respeto que generalmente se le tributaba:
la aureola de revolucionario, conspirador, y singularmente la de
sentenciado a muerte, le guardaban de las burlas, tretas y malas pasadas
que de otra suerte no le hubieran sus discípulos escatimado.

El sueldo con que en el colegio remuneraban sus buenos oficios, no
pasaba de veinte duros mensuales; y como no se le conocía otro, pues no
había podido recabar retiro, según se decía, a causa de sus peligrosas
opiniones, teníase por seguro que con las cien pesetas se mantenía a sí
y a su familia; el cómo no he de decirlo ahora, aunque bien lo sé; lo
reservo para otra ocasión. Tienen el ahorro y la frugalidad héroes tan
grandes y admirables como los de la guerra de Troya y tan dignos de ser
pintados; mas como les faltan Homeros y Virgilios, viven y mueren
oscuros y quedan sepultadas eternamente sus hazañas. Entre dar la muerte
a Héctor (teniendo fuerzas para ello) y vivir en Madrid con
cuatrocientos reales al mes, manteniendo mujer e hijos, vistiendo
decentemente y no debiendo un cuarto a nadie, lo segundo es
infinitamente más maravilloso. Digo, pues, que a D. León no se le
conocieron en la vida más que un par de botas, unos pantalones de color
de ceniza muy sufridos, una levita y un enorme sombrero de copa, todo
ello tan limpio, tan planchado y reluciente que siempre pareció que
acababa de salir de la tienda. Cierto día en que se celebraba el santo
del director, un criado, azorado en demasía, dejó caer sobre nuestro
profesor una bandeja de vasos llenos de vino tinto. Todo el mundo se
preguntó: ¿En qué traje veremos a D. León mañana? Mas al día siguiente,
con grande admiración y sorpresa del colegio, apareció con la misma
levita, más fresca y más galana que nunca lo había sido. Por esta y
otras razones se la llamó _la levita del desierto_; porque segundaba el
milagro de los israelitas viajando por los desiertos de la Arabia
durante cuarenta años, sin menoscabo de sus vestidos.

Aunque pudiera ponerse en tela de juicio la solidez y extensión de sus
conocimientos literarios, bien puedo asegurar sin rebozo que nadie
aventajaba a D. León en amor y decidida inclinación a las letras, y en
particular a las clásicas: las modernas y románticas teníalas en poco.
Rayaba en locura el entusiasmo con que hablaba de los grandes poetas de
la antigüedad, y la fruición con que los leía en los _Trozos escogidos_.
Decía del griego que era la lengua más rica, flexible y armoniosa que
hubiera existido, y que las modernas, tales como el francés, el
italiano, el alemán, no eran sino dialectos rudos y primitivos
comparados con ella, lo cual era tanto más meritorio cuanto que D. León
sólo conocía del griego las declinaciones y tal cual palabra
desperdigada, como _Zeos_ (Júpiter), _oicos_ (cosa), _logos_ (tratado),
_eros_ (amor), y así hasta unas tres o cuatro docenas; en cuanto a los
idiomas modernos tenía a mucha honra el no saber más que el patrio.
Sentía un desprecio sin límites hacia su compañero el profesor de
francés que una hora antes que él ponía clase en la misma aula y que era
de origen marsellés, marido, a la sazón, de una corsetera de la calle de
la Luna, antiguo barítono de opereta bufa, que había dejado el canto por
debilidad del pecho. Cuando se tropezaban en la puerta, D. León le
miraba desde lo alto de su clasicismo y le decía sonriendo: _bon jour
monsieur_, con acento que rebosaba de ironía. «Estos _franchutes_, decía
al tiempo de sentarse, son todos afeminados; no sirven más que para
tenores y bailarines.» Amaba la virilidad y la energía en sus discípulos
y gustaba de que tuviesen rasgos de independencia, aunque fuese a
expensas de la disciplina: cuando un muchacho sufría impasible los
golpes y se negaba por terquedad a ejecutar cualquier cosa, esto era lo
que le encantaba a don León. «¡Bien, hombre, bien! exclamaba, así me
gusta; los hombres no deben llorar aunque se vean con las tripas en la
mano; has faltado a la obediencia pero has sufrido el castigo con
entereza; a tí no te hubieran arrojado en Esparta de la roca como a
otras mujerzuelas que hay en la clase!» Y echaba miradas de soberano
desdén a ciertos individuos. Si quisiera vérsele encendido, colérico,
fuera de sí, no había más que traer alguna esencia en el pañuelo o la
cabeza perfumada con algún aceite; así que llegaba a su nariz el
malhadado perfume, ya se le subía la sangre a la cabeza, marchaba
derecho hacia el culpable, y después de alborotarle los cabellos, le
molía los cascos a coscorrones. «¡Corrompido! (_un coscorrón_).
¡Desgraciado! (_otro coscorrón_)... ¡Con que en vez de estudiar su
lección se entrega V. a la molicie! (_¡zas!_)... No sabe V. que yo
quiero en mi clase hombres y no cortesanas, eh? (_coscorrón_). Los
romanos de la república, los que vencieron a los germanos y a los galos,
y a los escytas, y a los parthos, y destruyeron a Cartago, no se daban
con ungüentos (_¡zas!_...) pero los vasallos envilecidos de Calígula y
Nerón gastaban las riquezas que sus mayores les habían adquirido en
tarros de pomadas, en aceites olorosos, y se dejaban vencer por los
extranjeros y azotar por los tiranos (_¡zas!_). Hijos míos
(_dirigiéndose a nosotros_), huyan ustedes de los afeites, no se dejen
aprisionar por la molicie, por los placeres muelles que afeminan y
debilitan. Un pueblo vigoroso es un pueblo libre... Vamos a ver, siga V.
hijo mío... _habeo_, transitivo...»

No gustaba de que le diesen la traducción literal de los pasajes
culminantes; antes se complacía en que sus discípulos hallasen modo de
trasladarlos a nuestro idioma sin hacerles perder de su vigor y
galanura. Por ejemplo, traduciendo en Tito Libio, el episodio del
combate habido entre Horacios y Curiacios al llegar al punto en que el
autor dice que el último Horacio _tiró al suelo a su adversario_, D.
León no quiso pasar por la interpretación ajustada al texto que un
alumno le daba. «No, no, eso de tirar al suelo es muy poco; busque V.
otra frase más enérgica.--Le volcó en tierra.--Tampoco, eso es muy
flojo... algo más duro.--Le tiró rodando por el suelo.--¡Más fuerte, más
fuerte aún!» El muchacho no hallaba nada más fuerte que echarle a uno a
rodar; no obstante se aventuró a decir: «Le estrelló contra el suelo.
¡Más fuerte todavía!... Sí, hombre, sí, más fuerte... ¡Le
hi-zo-mor-der-el-pol-vo!» Y recalcó de tal manera las sílabas que, en
efecto, no podía darse nada más feroz e imponente que esta frase en sus
labios.

Traduciendo la famosa catilinaria de Cicerón que comienza con aquel
exabrupto:

_Quousque tandem abutere, Catilina, patientiâ nostrâ_, nadie consiguió
darle gusto: todos los hallaba tímidos, encogidos, cobardes, al
pronunciar los vehementes ataques del Senador romano: «Hijos, para
comprender bien lo que sería este modelo de exabruptos en boca del
príncipe de los oradores, es preciso figurarse la indignación y la
cólera que se apoderaría de él al ver entrar por las puertas del Senado
a su más encarnizado enemigo, al procaz y libertino Catilina; es preciso
verle dar un salto en la silla, levantarse descompuesto, el rostro
pálido, los cabellos en desorden, la mirada fulgurante. Si ustedes no se
colocan con la fantasía (que, como ustedes saben, es la facultad de
reproducir mentalmente las imágenes de los objetos sensibles) no
conseguirán nada... Vamos a ver, venga usted acá--dijo tomando a un
muchacho entre sus hercúleos brazos y poniéndole de pie sobre la
mesa.--Ahora eche fuego por los ojos y espuma por la boca, grite usted,
enciéndase usted, mueva usted los brazos en todos sentidos y
estremézcase usted de cólera y rabia... ¡Vamos, hombre, vamos...!
_¡Quosque tandem!_»

El pobre chico no pudo encolerizarse por más que hacía, lo cual le valió
algunos razonables coscorrones. Fue necesario que el mismo don León
tomase la palabra y dijese a grandes voces el trozo, acompañándose de
furiosos ademanes. Nosotros sentimos el terror de lo patético, cosa que
lisonjeó mucho al profesor, y muy singularmente nos conmovimos al
observar que la mesa se resquebrajaba con un tremendo puñetazo.

Su castidad igualaba, si no excedía, a su energía. Le ofendían, sobre
todo encarecimiento, las palabras y las canciones deshonestas. Cuando en
los poetas latinos llegaba a un pasaje algún tanto subido de color, o lo
pasaba por alto o lo velaba por medio de una interpretación de todo en
todo infiel. Siempre recordaré que al traducir la elegía de Ovidio que
empieza: _Cum subit illius tristisima noctis imago_, llegando a un punto
en que el poeta cuenta en qué forma se despidió de su esposa, y dice que
tocando ya en la puerta los pies, se negaban a marchar; y

      _Sæpe vale dicto, rursus sum multa locutus,_
    _Et quasi discedens oscula summa dedi,_

traduje el pasaje a la letra, diciendo: «Dicho muchas veces el último
adiós, todavía me volví a hablarle, y casi separándome la cubrí de
besos.»

Don León, ruborizado, extendió los brazos exclamando: «¡No, hijo mío,
no! Y al tiempo de separarme la di el ósculo de paz.» También recuerdo
que en cierta ocasión, habiendo sorprendido en un discípulo un ademán
obsceno, cayó sobre él exclamando: «¡Infame, todavía no estamos en
Sodoma y en Gomorra!» Y por poco le despedaza.

Finalmente, en estas y otras cualidades guardaba el buen profesor muchos
puntos de semejanza con el elefante. Yo, aunque nada tuviese de común
con este animal por mi figura menudísima, conseguí caerle en gracia,
merced a una cierta entereza de que estaba dotado y a mi mucha
aplicación. Estimó en mí cualidades que no tenía, y creyó sinceramente
que estaba llamado a ocupar un alto puesto en las letras. Por aquella
época, habiendo encargado una composición en décimas a toda la clase, la
mía logró despuntar sobre las demás. Tributome por ella desmedidos
elogios, y con tal motivo engendrose en mí la afición de escribir
versos, que tarde o nunca me dejó. Don León se encargaba de corregirlos
y señalar las figuras que iba _cometiendo_ sin saberlo. «Mire usted,
hijo mío, al llamar al rocío líquidas perlas comete usted una metáfora,
muy linda por cierto. Eso que usted dice de la aurora que con sus dedos
rosados abre las puertas del firmamento, es ya una alegoría, o lo que
es igual, una metáfora continuada... ¿A que no sabe usted qué figura
comete cuando dice al terminar la composición?

      ¡Triste suerte, cruel, parca inhumana
    sumió a mi alma en duelo y amargura!»

Efectivamente, no lo sabía. Don León me miraba con aspecto
triunfal.--¿No lo acierta usted...? Pues comete usted un _epifonema_, un
verdadero _epifonema_ (exclamación profunda que se hace después de
narrada, descrita o probada una cosa). Cuando entramos en mayor
confianza, el profesor me manifestó secretamente que él también había
escrito versos en su juventud, y que aún los escribía cuando le soplaba
la musa, si bien nunca había osado publicarlos con su firma. No tardó,
como es consiguiente, en leérmelos, encerrándose para ello previamente
en un cuarto retirado, donde a su sabor descargó la conciencia del grave
cargo de ciento y tantas composiciones en todos los metros imaginables,
aunque sus predilectos eran los sáficos y adónicos. Los dísticos,
compuestos de exámetros y pentámetros, también le gustaban sobremodo.
Pero de la que estaba más orgulloso y la que le había valido, al decir
de él, infinitas enhorabuenas, era un cierto poema dedicado al desafío
de dos íntimos amigos suyos, fatal para el uno de ellos, pues el
contrario le había atravesado el vientre de un balazo. Creyendo
necesario ponerme en antecedentes, me dijo que estos tales amigos se
hallaban una tarde en el café de Levante platicando apaciblemente con él
y otros varios, y que habiendo girado la conversación sobre varios
temas, vino a parar, como tal vez solía acontecer, a los toros, y que
haciendo uno el panegírico acabado de la plaza de Valencia, notable por
su amplitud y solidez, otro manifestó inmediatamente que la tal plaza
era un patio de vecindad comparada con la de Córdoba, a lo cual replicó
el primero que mirase bien lo que decía, porque la plaza de Valencia
tenía fama en todo el orbe. Empeñose una discusión viva y acalorada;
tanto más acalorada, cuanto que el que sostenía las ventajas de la plaza
de Córdoba no conocía la de Valencia, y viceversa; el defensor de la de
Valencia nunca había visto la de Córdoba, y bien sabido es que cuando
faltan razones, sobran siempre gritos. En resumen: la disputa subió
tanto, que llegó en forma de bofetadas a las mejillas de los
contendientes. Pusiéronse los amigos de por medio, alborotose el café,
rompiéronse algunos vasos: al día siguiente de madrugada efectuábase el
duelo más allá de la Fuente Castellana, y el campeón de la de Córdoba
caía al suelo revolcándose en su propia sangre. Este lance desgraciado
causó una penosa impresión en don León por tratarse de dos amigos
igualmente queridos, y bajo el sentimiento que le produjo escribió la
composición que he mencionado, donde menudeaban los signos de
admiración, los puntos suspensivos, las amargas reflexiones y los gritos
de dolor, todo ello sostenido en un tono severo y digno, como el de las
elegías clásicas. Siempre tengo en la memoria el acento dolorido con que
don León me recitaba aquellos versos salidos del alma:

      ¡Qué falta de cordura!
    ¡Qué sobra de imprudencia!
    ¡Adoptar desventura!
    ¡Desechar avenencia!

No hay para qué decir que yo celebraba mucho los versos de don León:
juzgábalos sinceramente bellos; mas, aunque así no fuese, el respeto me
obligaría a ponerlos sobre la cabeza. En cambio, don León acogía con
indulgencia y agrado los primeros vagidos de mi musa: escuchábalos
atentamente y los proponía, como dignos de imitarse, a los discípulos.
No pocas veces, leyéndole alguna composición, se sintió interesado
vivamente hasta el punto de acercar más la silla, inclinar el cuerpo y
exclamar con vehemencia: «¡Prosiga, querido, que me deleita!»

Pronto se estrecharon nuestras relaciones de tal suerte que vinimos a
ser más bien amigos y camaradas que profesor y discípulo. Don León
depositó en mi seno, que contaba a la sazón catorce o quince años, una
muchedumbre de secretos que le atormentaban, casi todos pecuniarios, lo
mismo que había depositado todos sus versos; me nombró pasante de la
clase y me otorgó otra porción de testimonios de aprecio. Al cabo estas
relaciones, conservándose no obstante la buena amistad, se rompieron
bruscamente. He aquí de qué modo:

Era el año mil ochocientos cincuenta y cuatro. Don León no pareció un
día por el colegio, lo cual causó cierta sorpresa al director, pues en
los años que llevaba de enseñanza no había estado indispuesto una sola
vez. Al día siguiente tampoco vino, y pensando pudiera hallarse enfermo
le pasó un recado; pero don León no estaba en su casa, lo que le
sorprendió todavía más. Al otro amaneció Madrid obstruido de barricadas,
las casas atrancadas; patrullas de soldados y ciudadanos armados por las
calles y ruido incesante de fusilería; muchos gritos subversivos, como
dicen los bandos de las autoridades, y mucho jaleo, como dicen los que
se paran a leerlos. Había estallado _la gorda_. ¡Quién pensaba en
matemáticas, retórica y psicología en el colegio! Los muchachos
celebramos el cataclismo como un acontecimiento fausto, corríamos por
los pasillos brincando de alegría, nos comunicábamos en voz baja
noticias a cual más estupendas, y mirábamos por los balcones lo que
pasaba en la calle, cuando la vigilancia de los superiores lo consentía.
Un criado vino diciendo, ya bien entrada la mañana, que D. León se
estaba batiendo en las barricadas y que mandaba una fuerza considerable,
cuya nueva cayó como una bomba en el colegio, produciendo gran
perturbación y sobresalto, ya que no sorpresa, entre los alumnos. El
profesor León adquirió entre nosotros en aquel mismo punto un
maravilloso prestigio, se levantó ante nuestros ojos con talla colosal y
no poco se arrepintieron algunos de haberle denigrado apodándole _el
Camello_ y haciendo chacota de su levita. Todo se volvió ensalzar su
valor y sus fuerzas y entregarse a mil gratos comentarios acerca de su
próxima victoria: uno que se jactaba de tener buen olfato decía que
algo había presumido al no verle los días anteriores en el colegio, otro
aseguraba que si vencía la revolución el capellán D. Jerónimo lo iba a
pasar muy mal porque había declarado la guerra sin motivo a D. León.
Mareábamos al criado que trajo la noticia con un sin fin de preguntas:
queríamos que nos informase de todos los pormenores, y el pobre sólo
sabía por referencia que el profesor se hallaba hacia la calle de Toledo
mandando una barricada. El director se había encerrado en su cuarto; el
capellán había desaparecido; algunos aseguraban que estaba metido entre
colchones con un _canguelo_ que no le llegaba la camisa al cuerpo.
Reinaba dulce indisciplina en el colegio.

En esto, a mí y a otros dos compañeros nos vino la idea de fugarnos y
marchar a ponernos a las órdenes de D. León. Dicho y hecho; espiamos las
vueltas del inspector, bajamos quedito las escaleras, abrimos la puerta
con cuidado, y ¡pies para qué os quiero! nos dimos a correr hacia la
Puerta del Sol sin volver la cara atrás. Las calles presentaban un
aspecto siniestro, casi todas solitarias, los balcones de las casas
herméticamente cerrados, en las esquinas algunos centinelas con el fusil
terciado; los pocos transeúntes que veíamos cruzaban velozmente, con
ánimo, sin duda, de guarecerse en su casa lo más pronto posible, y sólo
se detenían trémulos ante el «¿quién vive?» del soldado. La Puerta del
Sol estaba ocupada militarmente; muchos soldados, muchos cañones y al
mismo tiempo mucho silencio: la _gresca_ andaba por los barrios bajos.
Tuvimos que dar un gran rodeo para llegar a ellos, cosa que no
hubiéramos conseguido si en vez de niños fuésemos hombres; mas nuestra
corta edad nos salvaba de toda detención y reconocimiento, pensando los
soldados que andábamos buenamente en busca de la casa. Llegados a la
plaza de Antón Martín pisamos terreno revolucionario: veíase una
muchedumbre de paisanos trabajando con afán en levantar una formidable
barricada; patrullas y grupos de hombres armados entraban y salían en la
plaza por sus bocacalles; las casas estaban fortificadas. Uno de
nosotros se acercó a preguntar a un obrero de luenga barba, que iba
armado con carabina de caza, por D. León. «D. León... D. León... ¿qué se
yo quién diablos es D. León?»--dijo sin detenerse;--y volviéndose a los
pocos pasos, exclamó en tono áspero: «¡Eh, chiquillos, metéos pronto en
casa, no vaya a suceder una desgracia!» Los tres alumnos del colegio del
Salvador seguimos por la calle de la Magdalena hasta la plaza del
Progreso. Allí volvimos a preguntar por D. León: tampoco nos dieron
noticia, pero un chulo compasivo nos dijo: «Venid conmigo, si queréis;
¿no decís que debe de estar en las barricadas de la calle de Toledo?
Pues apretad el paso, que yo voy hacia allá.» Al llegar a esta calle
tratamos igualmente de informarnos, y también fue en vano; mas en la
plaza de la Cebada, al preguntar a un grupo de hombres, todos armados de
carabinas, que había delante de una taberna, nos replicó uno de ellos:
«¿Ese D. León que manda una barricada, es alto, de bigotes
blancos?»--Sí, señor.--«¡Toma--dijo volviéndose a sus compañeros--pues
si es el general León!» Quedamos maravillados y pedimos con afán ser
presentados a él. El mismo interlocutor nos condujo a otra taberna que
allí cerca estaba, y entrando por ella hallamos en la trastienda,
rodeado de una docena de chulos y gañanes, a nuestro profesor, con un
_kepis_ de miliciano en la cabeza, faja encarnada de general, sable y
botas de montar; pero con la misma levita.

Recibiónos con gran alborozo, nos hizo servir dulces, y como cosa
extraordinaria y propia de las batallas, un poco de vino; mas de ningún
modo consintió en darnos las armas que le pedíamos. Nos contó cómo había
rechazado en la Cava Baja con veintisiete hombres a dos compañías de
cazadores, y de qué forma estaba dispuesto a «rendir el último suspiro
en holocausto de la libertad». Los chulos que tenía a sus órdenes le
llamaban «mi general», cosa que nos tenía encantados, por más que no nos
pareciese muy en su lugar que los simples soldados bebiesen en la misma
copa que el general y discutiesen con él los planes de campaña.

Al parecer, tratábase de secundar el movimiento de las tropas
revolucionarias que iban a atacar el palacio de la Reja. El general
reunió en la taberna hasta treinta hombres mejor o peor armados, y
echándoles una arenga, donde puso a los «césares y dictadores» por los
pies de los caballos, se dispuso a salir con su «valerosa legión» a
clavar «el puñal de Bruto en el corazón del tirano». Los chulos no
entendieron bien, pero bebieron una copa y se echaron de nuevo a la
calle. El general dio orden al tabernero de que nos hiciese conducir con
las debidas precauciones al colegio tan pronto como cesase el fuego.

Al día siguiente supe que la revolución había triunfado. En el colegio
se murmuró como cosa cierta que D. León iba a ser nombrado Capitán
general de Madrid; pero aunque mucho leímos y releímos los periódicos en
los días siguientes, nunca pudimos tropezar con el nombre del general.
Llegó un instante en que creímos que había perecido en el combate, si
bien no comprendíamos cómo no se hablaba más de esta desgracia. Al cabo
de algún tiempo supimos por fin que el nuevo gobierno había reconocido
a D. León el grado de alférez y que pasaba a servir al cuerpo de
Carabineros. Crean ustedes que padecí un terrible desengaño, y hasta
escribí a mi profesor suplicándole que no aceptase; pero mis ruegos
fueron desoídos. D. León ganaba once duros más al mes... y tenía cinco
hijos.




EL SUEÑO DE UN REO DE MUERTE


Una mañana, al salir de casa, hirió mis oídos el repique agudo y
estridente de una campanilla. Llevé la mano al sombrero y busqué con la
vista al sacerdote portador de la sagrada forma; pero no le vi. En su
lugar tropezaron mis ojos con un anciano, vestido de negro, que llevaba
colgada al cuello una medalla de plata; a su lado marchaba un hombre con
una campanilla en la mano y un cajoncito verde en el cual la mayoría de
los transeúntes iban depositando algunas monedas. De vez en cuando se
abría con estrépito un balcón, y se veía una mano blanca que arrojaba a
la calle algo envuelto en un papel; el hombre de la campanilla se
bajaba a cogerlo, arrancaba el papel, y eran también monedas que
inmediatamente introducía en el cajoncito verde: cuando levantaba la
vista al balcón, estaba ya cerrado. Lo adiviné todo.

Un ligero temblor corrió por todo mi cuerpo, y a toda prisa procuré
alejarme de aquella escena. Corrí por la ciudad, haciendo inútiles
esfuerzos para no escuchar el tañido de la fatal campanilla, y en todas
partes tropezaba con la misma escena. Notaba que los transeúntes se
miraban unos a otros con expresión de susto, y se hacían preguntas en
tono bajo y misterioso. Algunos chicos, pregoneros de periódicos,
chillaban ya desaforadamente: «La Salve que cantan los presos al reo que
está en capilla».

Desde que tengo uso de razón he sabido que existe la pena de muerte en
nuestro país; y no obstante, siempre la he mirado del mismo modo que los
autos de fe y el tormento; como una cosa que pertenece a la historia.
Esto se explica, atendiendo a que he residido siempre en una provincia
donde por fortuna hace ya bastantes años que no se ha aplicado. Conocía
algunos detalles de la ejecución de los reos sólo por referencia de los
viejos, a los cuales no dejaba de mirar, cuando me lo contaban, con
cierta admiración, mezclada de terror.

Recuerdo que en la madrugada de un día de otoño frío y lluvioso, salí de
mi pueblo para Madrid. Despedime de mi madre, y turbado y conmovido como
nunca lo había estado, bajé a escape la escalera en compañía de mi
padre. Ambos marchábamos embozados hasta las cejas, no sé si por miedo
al frío o por no vernos las caras. Nuestros pasos resonaban
profundamente en las calles solitarias; la luz triste y escasa del día
que comenzaba daba cierto aspecto de antorchas funerarias a los faroles
que aun se hallaban encendidos, y las casas, dejando caer de sus tejados
algunas gotas de lluvia, parecían llorar mi marcha. Al atravesar un
campo situado a la salida de la población, me dijo mi padre: «Este es el
sitio donde se ajusticiaba a los reos de muerte.» Sentí un temblor igual
al que corrió por mi cuerpo cuando vi al hombre del cajón verde. ¡Dios
mío, qué lejos estaba en aquel momento mi corazón de estas escenas de
horror!

Pasé todo el día inquieto y nervioso escuchando el toque de la
campanilla fúnebre por todas partes. A la verdad, no puedo decidir si la
campanilla sonaba realmente, o eran mis oídos los que la hacían sonar.
Compré cuantos papeles se vendían por las calles referentes al reo, y
los devoré con ansia. No me atreví, sin embargo, a pasar por delante de
la cárcel para mirar la ventana de la estancia donde se hallaba, aunque
me dijeron que había mucha gente por aquellos sitios. En cambio pasé
varias veces por delante de la casa de su esposa. La desgraciada mujer
había venido de muchas leguas lejos, a solicitar el indulto, y alojaba
en una casa sucia y miserable de uno de los barrios extremos de Madrid.
Allá a la noche me sentí fatigado, cual si hubiera pasado el día
trabajando, cuando no hice otra cosa que errar distraído por las calles,
y me acosté temprano. Tardé en conciliar el sueño, como sucede siempre
que uno anda caviloso, y por dos o tres veces, cuando ya creía ganarlo,
me despertó un gran estremecimiento parecido a la emoción que se
experimenta al tocar el botón de una máquina eléctrica. Al fin me dormí.
Así como lo temía, toda la noche soñé con patíbulos y verdugos: mas no
dejaron de ser bastante curiosos y significativos mis sueños, por lo
cual, aunque me cueste trabajo, voy a trasladarlos al papel.

Soñé que me achacaban un gran crimen, y que ponían en seguimiento de mis
pasos a toda la policía de Madrid. Mis tretas para burlar su
persecución, se redujeron a echarme a correr por la puerta de San
Vicente hacia fuera, metiéndome en los lavaderos del Manzanares, donde
me creí perfectamente seguro de las asechanzas de mis enemigos. Con
efecto, estando allí muy tranquilo mirando correr el agua de jabón y
viendo a las lavanderas colgar sus ropas en los cordeles, dieron sobre
mí el presidente del Consejo de Ministros, el de la Juventud Católica,
el ministro de Fomento y el de Gracia y Justicia, los cuales
inmediatamente me amarraron y me condujeron a la cárcel. El ministro de
Fomento propuso que se me llevara cogido por los pies y a la rastra,
pero el presidente de la Juventud Católica hizo observar que se me iba a
estropear la ropa, y fue desechada la proposición.

La cárcel era un edificio grande, sólido y austero, con un crecido
número de balcones y ventanas, cosa que me sorprendió, a pesar de la
turbación de ánimo en que me hallaba, pues tenía la idea de que en las
cárceles había poca ventilación. Me encerraron en un calabozo circular,
sin ventana ninguna: de suerte que me vi sumido en la más completa
oscuridad. Mas no se pasó mucho tiempo sin que se abriera la puerta de
par en par, y entrara por ella un carcelero con una bujía encendida
anunciándome que pronto llegaría el juez y el escribano. Aparecieron al
fin estos dos varones, y fue extraordinaria mi sorpresa al encontrarme
enfrente de dos señores que jugaban todas las tardes al billar conmigo
en el café Suizo. Aparentaron no conocerme, e inmediatamente se pusieron
a tomarme declaración, ofreciéndome antes algunos merengues con objeto,
según decían, de que tuviese la voz más clara. El juez, que era de los
dos el que mejor jugaba las carambolas de retroceso, después de haberme
obligado a confesar una porción de crímenes a cual más horroroso, hizo
un gesto muy expresivo a su compañero, llevándose la mano al cuello y
sacando al mismo tiempo la lengua. Yo tomé el gesto por donde más
quemaba, y barrunté muy mal del asunto.

A las dos horas poco más o menos, tornaron a abrir la puerta, y entró el
escribano a leerme la sentencia. No se me condenaba nada más que a morir
en garrote vil, si bien en atención a que jugaba con mucha seguridad los
recodos limpios, dejábase a mi arbitrio señalar el día de la ejecución.
Por un instante tuve el intento de aplazar indefinidamente este día,
juzgando que era muy joven para morir de modo tan desastroso: mas pronto
revoqué mi acuerdo por motivos de delicadeza, y pedí se me ejecutara al
día siguiente. Hay que confesar que tengo un sueño muy digno.

Una vez resuelto que me ejecutarían al día siguiente, la única idea que
se apoderó de mí fue la de morir con serenidad y entereza; y en efecto,
demostré, al decir de todos los que me rodeaban, un gran carácter
durante las horas de la capilla. Comí y dormí tranquilamente, y pasé
algunos ratos departiendo con los redactores de _La Correspondencia_. De
vez en cuando procuraba verter alguna frase bonita para que éstos la
reprodujesen en su diario y las gentes se admirasen de mi valor.

Llegó por fin el instante terrible de emprender la marcha hacia la
muerte, y yo la emprendí con la mayor sangre fría. En aquel momento lo
que me embargó fue un gran sentimiento de vergüenza, y recuerdo que
exclamé apretándome contra el sacerdote que marchaba a mi lado: «¡Ah,
por Dios, que no me vean, que no me vean!» Hasta el instante de salir de
la cárcel, no se me ocurrió que iba a hallarme frente a una muchedumbre
de espectadores, y que algunos millares de ojos se irían a clavar sobre
mi rostro con expresión de burla y desprecio. Este pensamiento hizo
flaquear mi valor: me aterraba infinitamente más que la perspectiva del
cadalso. Sentía dentro de mí fuerzas bastantes para mirar a la muerte
cara a cara, y al mismo tiempo me contemplaba incapaz por entero de
soportar la vista de un público curioso y hostil.

Congojado y muerto de vergüenza salí por la puerta de la cárcel entre un
grupo de curas, soldados y carceleros. No quise levantar la vista del
suelo, porque temía desfallecer; mas el silencio pavoroso y
extraordinario que observé en torno mío, incitome a alzar los ojos. ¡Qué
sorpresa y qué ventura! La calle estaba desierta. Fuera del cortejo que
me rodeaba, ni una sola figura humana veíase cerca ni lejos. Los
balcones y ventanas de las casas, así como las puertas de los comercios,
se hallaban perfectamente cerradas. Los curas, soldados y carceleros,
después de pasear la vista por el ámbito de la calle, mirábanse unos a
otros con acentuada expresión de asombro. El único objeto que hería la
vista en medio de esta soledad era el carruaje miserable y fatídico que
me esperaba. Antes de entrar miré al cielo. Aparecía cubierto por un
leve manto de nubes, tan leve, que no conseguía velarlo por entero,
semejante a una colcha de encaje con fondo azul. El sol, asomando su
ardiente pupila por los agujeros de esta celosía de nubes, era el único
curioso que nos observaba.

El carruaje marchaba lentamente. Yo, sin atender a las exhortaciones del
clérigo que iba a mi lado, asomaba la cabeza por la ventanilla
explorando con los ojos la calle, las puertas y los balcones de las
casas. Nada, ni un ser humano parecía. Allá en las afueras de la
población, distinguí dos niños que corrían sofocados hacia la puerta de
una casa, desde la cual su madre les llamaba a gritos. Cuando pasamos
por delante de esta casa, la madre y los hijos habían desaparecido. Un
poco más allá tropezamos con un hombre que llevaba un saco cargado sobre
la espalda, el cual, así que nos percibió, dio la vuelta y echó a andar
apresuradamente por una calle lateral, perdiéndose muy pronto de vista.

Llegamos, por último, a la vista del patíbulo situado en medio de un
extenso campo. Allí fue mucho mayor mi sorpresa. Ni en torno del
patíbulo, ni en toda la tierra que alcanzaban los ojos, se veía tampoco
una figura humana. Subí las escaleras del tablado, deteniéndome a cada
instante para mirar alrededor, pues no acertaba a comprender lo que era
aquello. El cielo presentaba un aspecto distinto. Su manto de nubes era
más espeso; la vaporosa túnica de encaje había sido reemplazada por una
cortina gris que cerraba herméticamente toda la bóveda celeste; el sol
ya no tenía celosía por donde mirarnos. La llanura triste y oscura en
que reposa Madrid, exhalaba un vapor trasparente que concluía por
aproximar la línea vaga y fina que cierra el horizonte. Los objetos
ofrecíanse indecisos y temblorosos, como si hubieran perdido sus
contornos, y la luz se filtraba con trabajo por aquel cielo de algodón
para sumirse luego en la tierra negra y húmeda. Respirábase en este
ambiente espeso, que no hería apenas ruido alguno, cierta calma: pero
una calma que oprimía en vez de refrescar el corazón.

Volví los ojos hacia la ciudad. La luz parecía que resbalaba sobre ella
sin penetrarla; sus mil torrecillas no tenían fuerza para romper
enteramente la atmósfera opaca que las envolvía. Mirando más y más,
observé que lentamente iban elevándose desde su seno hacia el firmamento
un número infinito de pequeñas columnas de humo, las cuales al
extenderse en el aire se abrazaban, y juntas subían a engrosar el ya
tupido velo que ocultaba al sol. Aquellas columnas de humo me hicieron
pensar en los hogares que debajo de ellas había, y todo lo comprendí en
un instante. En torno de aquellos hogares humeantes moraban muchos seres
que no habían tenido la curiosidad perversa de bajar a la calle para
verme pasar, y que ahora tampoco rodeaban el patíbulo para verme morir.
Me sentí profundamente conmovido. La gratitud penetró en mi corazón como
una luz del cielo, como un bálsamo dulcísimo, y perdí por completo los
pocos deseos que me ligaban a la vida. «Gracias pueblo de Madrid,
exclamé dirigiéndome a la ciudad: gracias, pueblo generoso y culto, por
no haber venido a gozar con el espectáculo de mi muerte ignominiosa.
¡Qué hubieras ganado presenciando la suprema agonía de un infeliz! En
este angustioso y solemne instante no has querido ennegrecer aún más mi
situación, con la vergüenza y el oprobio. Tú naciste para algo más que
para ser ayudante del verdugo. Si hubieses llegado hasta aquí, si
hubieses contemplado con refinada crueldad mi vergonzosa muerte, yo te
juro que al tornar a casa no serían tan serenas tus miradas como lo son
ahora, ni el beso de la hija o de la esposa te sabría tan dulce. Mi
agonía te hubiera quitado el sosiego, te hubiera envenenado el alma por
algunas horas. Tú has sabido vencer esa feroz y brutal curiosidad que
pudiera impulsarte a presenciar mi muerte, porque has adivinado que
degradándome a mí, te degradabas a tí mismo. Has sido misericordioso y
humano, y has respetado tu propio corazón. ¡Gracias, noble pueblo,
gracias, y que el Dios de los cielos te pague tu buena obra!»

Un torrente de lágrimas salió de mis ojos al pronunciar estas palabras:
un torrente de lágrimas dulces, como son siempre las del agradecimiento.
Después, más sereno y animoso, senteme en el fatal banquillo, y seguí
contemplando la ciudad, que empezaba a romper las brumas que la
envolvían para recibir de nuevo las caricias del sol. Una mano ruda
sujetó por un instante mi cabeza; un lienzo cubrió mis ojos; sentí mucha
apretura en la garganta, y... desperté.

El cuello de la camisa me estaba apretando de un modo extraordinario. No
hice más que soltar el botón y quedé otra vez profundamente dormido.




LA ABEJA

PERIÓDICO CIENTÍFICO Y LITERARIO


No muchos días después de haber llegado a Madrid con el fin de seguir la
carrera de leyes, fui invitado por uno de mis condiscípulos para entrar
en cierta Academia o Ateneo escolar, donde algunos jóvenes estudiosos se
adiestraban en el arte de la elocuencia. Acepté con gusto la oferta;
asistí algunos jueves a la sesión, y vencida la timidez natural del
provinciano, llegué a intervenir en algún debate, si no con éxito
lisonjero, por lo menos con la tolerancia benévola de mis consocios.

A los tres o cuatro meses de instituida aquella sabia y nobilísima
Sociedad, comprendimos la urgencia de tener un _órgano_ en la prensa, y
resolvimos incontinenti fundarlo. Había de ser semanal y titularse _La
Abeja_. Al efecto, vaciamos los bolsillos en manos del presidente
(director nato del periódico) y nos pusimos de todo en todo a sus
órdenes. La redacción se constituyó en el mismo local del Ateneo, que
era el cuarto de estudio de uno de nuestros compañeros; una habitación
aguardillada, donde los sábados se aplanchaba la ropa de la casa, no
pudiendo por lo mismo reunirnos en este día.

Discutiose ampliamente el reglamento y se nombró administrador y
redactor en jefe. Yo quedé de simple redactor, pero encargado además de
entenderme con el impresor y corregir las segundas pruebas.

Al cabo de un mes de idas y venidas y no pocos trabajos, salió a luz _La
Abeja_, que llevaba entre otros un artículo mío histórico acerca de
Felipe II. Este artículo en que se defendía la política del monarca
español y se vindicaba su nombre, consiguió llamar la atención de las
familias de los redactores y me valió no pocas enhorabuenas.

¡Qué placer tan intenso experimentó aquel grupo de muchachos reunidos en
el cuarto aguardillado, cuando el mozo de la imprenta depositó en el
suelo un fardo de _Abejas_! Fui comisionado para ir en busca de
vendedores. En menos de una hora reuní treinta o cuarenta chicos en el
portal de la casa; pero se negaron resueltamente a dar un cuarto por el
nuevo periódico. Después de vacilar mucho, ardiendo en deseos de oírnos
pregonados por las calles, nos decidimos a darlo de balde, «aunque sólo
por una vez;» los chicos, tomando los puñados de ejemplares que yo les
repartía embargado de emoción, se echaron a correr gritando: «El primer
número de _La Abeja_, periódico científico y literario, a dos cuartos».

Seguíles para ver el efecto que causaba su aparición «en el estadio de
la prensa» (así se decía en el artículo de entrada). Corría como un
gamo, aunque disimuladamente, para no perderlos de vista. ¡Cómo me
saltaba el corazón! Los gritos de los muchachos herían mis oídos con
dulzura inefable; las calles se mostraban más animadas que de ordinario;
los semblantes de los transeúntes parecían más alegres; el cielo estaba
más azul; el sol brillaba con más fuerza. Esperaba que la gente se
disputase los ejemplares como pan bendito (¡el título era tan
llamativo!). Pero nada; ni un solo transeúnte detuvo el paso para decir:
«¡Eh, chis, chis, venga _La Abeja_, muchacho!»

Los chicos corrían, corrían siempre gritando furiosamente, y yo los
seguía jadeante: la hoguera de mi entusiasmo se iba apagando a medida
que entraba en calor. Aquel enjambre de _Abejas_ científicas y
literarias que zumbaba por los sitios céntricos no despertaba simpatía
en el público; al contrario, todos las huían, cual si temiesen que les
clavasen el aguijón. En la calle de Carretas, un caballero gordo con
barba de cazo compró un ejemplar. Me sentí enternecido; de buen grado le
hubiese dado un abrazo; no se me olvidó jamás la fisonomía de aquel
hombre. Más tarde me acometió el deseo vanidoso de distinguirme entre
mis compañeros: llamé a tres o cuatro muchachos que me conocían por
haber recibido el periódico de mis manos, y les ordené que gritaran: «El
primer número de _La Abeja_, con la defensa de la política de Felipe II
en los Países Bajos.» Contra lo que imaginaba, tampoco causó efecto el
nuevo pregón: solamente advertí que un grupo de jóvenes venía riendo y
soltando chistes groseros a propósito de los Países Bajos, lo que me
obligó a revocar la orden.

Lastimado por la frialdad del público, que no sabía a qué atribuir, no
me acordé de ir a almorzar: tan pronto la achacaba a la poca o ninguna
afición que hay en España a la literatura, como a la falta de anuncios:
unas veces pensaba que en la primavera no es conveniente fundar
periódicos; otras me entregaba a la superstición imaginando que no
debimos comenzar a imprimir el nuestro en martes. Vi que mucha gente
compraba una revista de toros y loterías, y esto me sugirió un sin fin
de amargas consideraciones. Cansado, molido y triste me retiré a casa
después de vagar cuatro o cinco horas por las calles: al pasar por la
Puerta del Sol oí pregonar _La Abeja a cuarto_.--«¡Ah, tunante!--grité
ciego de cólera, sacudiendo a un chiquillo por el cuello--bien se conoce
que a tí no te ha costado nada!»--Aquella rebaja de precio me parecía
una vergonzosa degradación.

Aunque la ilustrada redacción de _La Abeja_ experimentó notable
desengaño, no por eso desmayó. Pudo más en sus dignos individuos el
noble deseo de la gloria que el afán de lucro. Habíamos gastado algunos
cuartos, es verdad, pero en cambio habíamos salido a la luz de la
publicidad y visto nuestros pensamientos en letras de molde y con la
firma al pie. Para que el segundo número se imprimiese fue necesario
repartir un nuevo dividendo pasivo a los socios, que se impusieron con
gusto este sacrificio pecuniario.

No fue más afortunado el segundo número de _La Abeja_ en su aspecto
económico: los chicos persistían en la idea funesta de no soltar un
cuarto por aquel periódico; si querían dárselo de balde, bueno; si no,
queden ustedes con Dios.

El amor a la gloria venció de nuevo al sórdido interés, y lo entregamos
graciosamente a los desvergonzados pilluelos, que se reían de nuestra
inexperiencia.

Tales sacrificios estaban compensados por ciertos deleites no
comprendidos sino de quien los haya experimentado. El primer deleite, el
de considerarse escritor público, que lleva envuelta la idea de maestro
y director de la opinión, y por consecuencia el respeto de la gente.
Cuando entrábamos en los cafés, y colgadas del armario del expendedor de
periódicos contemplábamos unas cuantas _Abejas_, con su viñeta en madera
henchida de alusiones simbólicas, un gozo inexplicable nos inundaba,
inflábase nuestro ser moral y físico, y sonreíamos desdeñosamente al
vulgo que nos rodeaba; nos parecía imposible que los concurrentes
hablasen de otra cosa que no fuese _La Abeja_, y no adivinasen que
tenían la honra de hallarse cerca de sus redactores. Además, ¡con qué
íntimo regocijo no decíamos a nuestras respectivas patronas al salir de
casa: «Si alguien pregunta por mí, decirle que estoy en la redacción...
ya sabe V... en la _redacción_!» Y la boca al proferir esta palabreja
mágica se nos hacía almíbar, como cuentan que le acaecía a cierto santo
cuando pronunciaba el nombre de María.

Y efectivamente, en la aguardillada redacción pasábamos la mayor parte,
casi todas las horas de nuestra existencia. No que estuviésemos
escribiendo todo el tiempo ni mucho menos; pero había otros quehaceres
auxiliares del periodismo, que no por ser materiales dejaban de
participar de su alteza: sea ejemplo el arte delicado de cortar,
escribir y pegar las fajas, en el que sobresalíamos casi todos, y el no
menos noble y exquisito de pegar los sellos con la propia saliva, en el
que ya quedaban algunos rezagados, seco y exhausto el gaznate.

Para un periódico semanal, y no de gran magnitud, la verdad es que
bastaban los diez y nueve redactores que habíamos tenido el honor de
fundarlo. ¿Con qué objeto, pues, se habían otorgado plazas de redactores
honorarios a una porción considerable de muchachos? Sin duda para
satisfacer cada cual los deseos de algún amigo; compromisos personales
que no se pueden eludir; y sin embargo, esta tolerancia produjo a la
postre funestos resultados. El cuarto destinado a redacción y
administración no era tan ámplio que consintiese la permanencia en él de
tanta gente. Desde por la mañana bien temprano comenzaban a entrar
escritores: y como ninguno salía, la consecuencia era que al poco rato
el local se atestaba y los redactores zumbaban como verdaderas y
genuinas abejas en una colmena, se codeaban, se estrujaban e impedían de
todo punto la entrada de los compañeros que llegaban tarde. Redactor
hubo que en ocho días no logró poner los pies en la oficina.

¡Quién nos dijera que tan presto había de morir un periódico destinado a
ser «vigoroso adalid de la ciencia y campeón infatigable de la cultura
patria» (palabras textuales del programa firmado por la redacción)!
Estaba escrito, no obstante, que pocos días antes de salir el cuarto
número de _La Abeja_ estallaría una furiosa borrasca entre los campeones
infatigables de la cultura patria. Las más grandes empresas, las obras
más altas y portentosas pueden venir al suelo por livianos motivos.
Troya pereció por los devaneos de un petimetre: _La Abeja_ por una
disquisición histórica.

Había escrito yo un articulito vindicando la memoria de D. Pedro I de
Castilla, demostrando que el título de _cruel_ con que le apodaban la
mayor parte de los historiadores no le cuadraba, y que mejor le venía el
de _justiciero_. En asuntos históricos me gustaba mucho defender a los
personajes caídos: ya había hecho otro tanto con Felipe II. Mas a uno de
los redactores, que ejercía al propio tiempo el cargo espinoso de
expedir volantes a los suscritores para el cobro de los recibos, no le
agradó esta defensa, y se autorizó el manifestar su opinión contraria.
Al instante salté yo henchido de erudición, relleno hasta la boca de
datos concluyentes: se entabló una discusión animada.

El redactor disidente, a falta de datos, manifestó que era una
_tontería_ el ir contra la opinión general: yo sostuve con serenidad que
había muchas opiniones generales erradas, y que una de ellas era ésta; y
en apoyo de mi tesis, solté el chorro de la ciencia que había adquirido
tres días antes. El contrario repuso, que mientras los grandes
historiadores no lo autorizasen, consideraba una _estupidez_ el sostener
idea tan absurda: yo expuse con sangre fría y sonrisa impertinente, las
razones que tenía para opinar de esta manera. El partidario de la
crueldad de D. Pedro, viéndose acorralado, no encontró mejor recurso
para salir del paso que descargar un tremendo mojicón en la faz
insolente del campeón de la justicia. Gran alboroto en la colmena:
replico yo a mi adversario con idénticos argumentos: los redactores se
reparten en dos bandos, y se entabla una batalla donde menudean los
puñetazos y coscorrones; ruedan las sillas, caen las mesas, quiébranse
los vidrios de algunos cuadros, y hasta hubo quien apoderándose de las
tijeras de recortar sueltos, formó círculo en torno suyo y esparció el
terror entre los contendientes.

Mas he aquí que en el marco de la puerta aparece la figura severa e
imponente de la doncella de la casa. Calmáronse las olas; silencio
sepulcral; todos los rostros vueltos hacia aquella nueva cabeza de
Medusa.

--¿Se creen, por lo visto, que no hay nadie en casa más que Vds.? ¿No
saben ustedes que la señorita está delicada?... ¿Qué escándalo es
éste?... ¿No saben ustedes que el señor prohibió que se haga ruido?...

Nadie se aventuró a responder a estas tremendas interrogaciones.

La doncella se dignó pasear una mirada arrogante por toda la redacción;
pero la detuvo llena de horror y de cólera al llegar al hijo de los
dueños de la casa.

--¡Cómo!... ¡Mi señorito sangrando por las narices!... ¡Tunantes!...
¡Granujas!... ¡Fuera de aquí todo el mundo!... ¡Pillería como esta no la
quiero yo en casa!... ¡Fuera!... ¡Fuera!...

Y en efecto, el ilustrado cuerpo de redacción de _La Abeja_, herido,
escarnecido, arrojado ignominiosamente de su santuario por una miserable
sirviente, bajó las escaleras a toda prisa, se disolvió al llegar a la
calle, se esparció por Madrid y nunca más volvió a juntarse.




LOS PURITANOS

(NOVELA)


Era un caballero fino, distinguido, de fisonomía ingenua y simpática. No
tenía motivo para negarme a recibirle en mi habitación algunos días. El
dueño de la fonda me lo presentó como un antiguo huésped a quien debía
muchas atenciones: si me negaba a compartir con él mi cuarto, se vería
en la precisión de despedirle por tener toda la casa ocupada, lo cual
sentía extremadamente.

--Pues si no ha de estar en Madrid más que unos cuantos días, y no tiene
horas extraordinarias de acostarse y levantarse, no hay inconveniente en
que V. le ponga una cama en el gabinete.... Pero cuidado... ¡sin
ejemplar!...

--Descuide V., señorito, no volveré a molestarle con estas embajadas: Lo
hago únicamente porque D. Ramón no vaya a parar a otra casa. Crea V. que
es una buena persona, un santo, y que no le incomodará poco ni mucho.

Y así fue la verdad. En los quince días que D. Ramón estuvo en Madrid no
tuve razón para arrepentirme de mi condescendencia. Era el fénix de los
compañeros de cuarto. Si volvía a casa más tarde que yo, entraba y se
acostaba con tal cautela, que nunca me despertó; si se retiraba más
temprano, me aguardaba leyendo para que pudiese acostarme sin temor de
hacer ruido. Por las mañanas nunca se despertaba hasta que me oía toser
o moverme en la cama. Vivía cerca de Valencia, en una casa de campo, y
sólo venía a Madrid cuando algún asunto lo exigía: en esta ocasión era
para gestionar el ascenso de un hijo, registrador de la propiedad. A
pesar de que este hijo tenía la misma edad que yo, D. Ramón no pasaba de
los cincuenta años, lo cual hacía presumir, como así era en efecto, que
se había casado bastante joven.

Y no debía de ser feo, ni mucho menos, en aquella época. Aún ahora con
su elevada estatura, la barba gris rizosa y bien cortada, los ojos
animados y brillantes y el cutis sin arrugas, sería aceptado por muchas
mujeres con preferencia a otros galanes sietemesinos.

Tenía, lo mismo que yo, la manía de cantar o canturriar al tiempo de
lavarse. Pero observé al cabo de pocos días que, aunque tomaba y soltaba
con indiferencia distintos trozos de ópera y zarzuela deshaciéndolos y
pulverizándolos entre resoplidos y gruñidos, el pasaje que con más ardor
acometía y más a menudo, era uno de _Los Puritanos_; me parece que
pertenecía al aria de barítono en el primer acto. Don Ramón no sabía la
letra sino a medias, pero lo cantaba con el mismo entusiasmo que si la
supiera. Empezaba siempre:

      Il sogno beato
    De pace e contento
    Ti, ro, ri, ra, ri, ro,
    Ti, ro, ri, ra, ri, ro.

Necesitaba seguir tarareando hasta llegar a otros dos versos que decían:

      La dolce memoria
    De un tenero amore.

Sobre los cuales se apoyaba sin cesar hasta concluir el _allegro_.

--¡Hola! D. Ramón, le dije un día desde la cama; parece que le gusta a
V. _Los Puritanos_.

--Muchísimo; es una de las óperas que más me gustan. Daría cualquier
cosa por conocer un instrumento para poder tocarla toda. ¡Qué dulzura
hay en ella! ¡Qué inspiración! Estas son óperas y esta es música.
¡Parece mentira que ustedes se entusiasmen con esa algarabía alemana que
sólo sirve para hacer dormir!... A mí me gustan con pasión todas las
óperas de Bellini: _El Pirata_, _Sonámbula_, _I Capuletti e di
Montechi_; pero sobre todas ellas _Los Puritanos_... Tengo además
razones particulares para que me guste más que ninguna otra, añadió
bajando la voz.

--¡Ole, ole, D. Ramón! exclamé incorporándome de un salto y poniéndome
los calcetines: vengan esas razones.

--Son tonterías de la juventud... cuestión de amores, contestó
ruborizándose un poco.

--Pues cuente V. esas tonterías. Me muero por ellas: no lo puedo
remediar, me gustan más esas cosas que la reforma de la ley Hipotecaria
de que V. me habló ayer.

--¡Al fin poeta!

--No soy poeta, D. Ramón; soy crítico.

--Pues me había dicho el amo que era usted poeta... De todas maneras, se
lo contaré ya que V. tiene curiosidad... Verá V. como es una tontería
que no merece la pena... ¡Pero vístase V., criatura, que se está
helando!

       *       *       *       *       *

El año de cincuenta y ocho vine a Madrid con una comisión del
Ayuntamiento de Valencia para gestionar la rebaja de la cuota de
consumos. Tenía yo entonces... eso es, veintinueve años; y ya hacía
siete cumplidos que estaba casado. Es una barbaridad casarse tan joven.
Aunque no tengo motivo para arrepentirme, no aconsejaré a nadie que lo
haga. Vine a parar a esta misma casa, esto es, a la misma posada; la
casa estaba entonces situada en la calle del Barquillo. En aquella
época, bueno será que le advierta, que me complacía en andar muy
lechuguino o sietemesino, como ustedes dicen ahora, cosa que tenía
siempre _escamada_ a mi pobre mujer. ¿Para qué te compones tanto, hombre
de Dios? ¿Vas de conquista? ¡Quién sabe! contestaba riendo y dejándola
un poco enojada. No es malo tener a las mujeres un si es no es celosas.

Una tarde, una hermosa tarde de invierno, de las que sólo se ven en este
Madrid, salí de casa después de almorzar con el objeto de hacer algunas
visitas y también para espaciarme por esas calles de Dios. Iba caminando
lentamente por la de las Infantas, meditando sobre el plan de la noche o
sea el modo de pasarla más divertido, y saboreando un buen cigarro
habano, cuando de pronto ¡zas! recibo un fuerte golpe en la cabeza que
me hace vacilar; el flamante sombrero de copa fue rodando por un lado y
el cigarro por otro. Cuando me recobré del susto, lo primero que vi a
mis pies fue una enorme muñeca fresca, sonrosada y en camisa.

Esta buena pieza es la que ha causado el destrozo, dije para mis
adentros, lanzándole una mirada iracunda que la muñeca aparentó no
comprender. Mas como no era de presumir que ella por su voluntad se
hubiese arrojado sobre mí de aquel modo brusco e inconveniente, pues
jamás había hecho daño a ninguna muñeca, creí más probable que de alguna
casa me la hubieran arrojado. Alcé la cabeza vivamente.

En efecto, el reo estaba de pie en el balcón de un primer piso,
suspenso, atónito, consternado. Era una niña de trece o catorce años.

Al observar la mirada de espanto y congoja que me dirigía se templó mi
furor, y en vez de lanzarle un apóstrofe violento, como tenía
determinado, le mandé una sonrisa galante. Puede ser que en la formación
de esta sonrisa haya intervenido más o menos directamente la belleza
nada vulgar del criminal.

Recogí el sombrero, me lo puse, y volví a alzar la cabeza y a remitir
otra sonrisa, acompañada esta vez de un ligero saludo. Pero mi agresor
seguía inmóvil y aterrado sin darse cuenta ni poder explicarse las
amables disposiciones en que su víctima se hallaba. A todo esto la
muñeca seguía en el suelo inmóvil también, pero sin mostrar en modo
alguno sorpresa, pesar, terror, ni siquiera vergüenza de su situación
poco decorosa. Me apresuré a levantarla, cogiéndola, si mal no recuerdo,
por una pierna, y me informé minuciosamente de si había padecido alguna
fractura u otra herida grave. No tenía más que leves contusiones. Alcela
en alto y la mostré a su dueño haciéndole seña de que iba a subir para
entregársela. Y sin más dilaciones entro en el portal, subo la escalera
y tomo el cordón de la campanilla... Ya está abierta la puerta. Mi lindo
agresor asoma su rostro trigueño, gracioso, lleno de vida y frescura, y
extiende sus manos diminutas, en las cuales deposito respetuosamente a
la muñeca desmayada. Quise hablar, para dar mayor seguridad de que no
era nada lo que había pasado, que la muñeca conservaba íntegros sus
miembros, y yo lo mismo, y que celebraba la ocasión de conocer una niña
tan hermosa y simpática, etc., etc. Nada de esto fue posible. La chica
murmuró confusamente un «muchas gracias», y se apresuró a cerrar la
puerta, dejándome con el discurso en el cuerpo.

Salgo a la calle un poco disgustado, como cualquier otro orador en el
mismo caso, y sigo mi camino, no sin volver repetidas veces la cabeza
hacia el balcón. A los treinta o cuarenta pasos observo que está la niña
asomada, y me paro y la envío una sonrisa y un saludo ceremonioso. Esta
vez contesta, aunque ligeramente, pero se apresura a retirarse. ¡Cuidado
que era linda aquella niña! Al llegar al extremo de la calle sentí la
necesidad imperiosa de verla otra vez, y di la vuelta, no sin percibir
cierta vergüenza en el fondo del corazón, pues ni mi edad, ni mi estado,
me autorizaban semejantes informalidades; mucho menos tratándose de tal
criaturita. Ya no estaba en el balcón.

Pues yo no me voy sin verla, me dije, y pian pianito, comencé a pasear
la calle sin perder de vista la casa, con la misma frescura que un
cadete de Estado Mayor. Después de todo, aquí nadie me conoce--me iba
repitiendo a cada instante, a fin de comunicarme alientos para seguir
paseando.--Además, yo no tengo nada que hacer ahora; y lo mismo da vagar
por un lado que por otro.

Justamente, al cruzar tercera o cuarta vez por delante del balcón
apareció en él la gentil chiquita, que al verme hizo un movimiento de
sorpresa, acompañado de una mueca encantadora, se echó a reír y se
ocultó de nuevo.

¡Pero, qué necios somos los hombres y qué inocentes cuando se trata de
estos asuntos! ¿Querrá V. creer que entonces no sospeché siquiera que la
niña había estado presenciando, sin perder uno sólo, todos mis
movimientos?

Satisfecho ya el capricho, dejé la calle de las Infantas, y me fui a
casa de un amigo. Mas al día siguiente, fuese casualidad o
premeditación, aunque es muy probable lo último, acerté a pasar por el
mismo sitio a la misma hora. Mi gentil agresor, que estaba de bruces
sobre la barandilla del balcón, se puso encarnado hasta las orejas así
que pudo distinguirme, y se retiró antes de que pasase por delante de la
casa. Como V. puede suponer, esto lejos de hacerme desistir, me animó a
quedarme petrificado en la esquina de la primer boca-calle, en
contemplación estática. No pasaron cuatro minutos sin que viese asomar
una naricita nacarada, que se retiró al momento velozmente, volvió a
asomarse a los dos minutos y volvió a retirarse, asomose al minuto otra
vez y se retiró de nuevo. Cuando se cansó de tales maniobras, se asomó
por entero y me miró fijamente por un buen rato, cual si tratase de
demostrar que no me tenía miedo alguno. Entonces se generalizó por
entrambas partes un fuego graneado de miradas, acompañado por lo que a
mí respecta de una multitud de sonrisas, saludos y otros proyectiles
mortíferos, que debieron causar notables estragos en el enemigo. Éste a
la media hora oyó sin duda en la sala el toque de «alto el fuego», y se
retiró cerrando el balcón. No necesitaré decirle, que por más que me
sintiese avergonzado de aquella aventura, seguí dando vueltas a la misma
hora por la calle, y que el tiroteo era cada vez más intenso y animado.
A los tres o cuatro días me decidí a arrancar una hoja de la cartera y a
escribir estas palabras: _Me gusta V. muchísimo_. Envolví dos cuartos en
la hoja, y aprovechando la ocasión de no pasar nadie, después de hacerle
seña de que se retirase, la arrojé al balcón. Al día siguiente, cuando
pasé por allí, vi caer una bolita de papel que me apresuré a recoger y
desdoblar. Decía así, en una letra inglesa, crecida, hecha con mucho
cuidado y el papel rayado para no torcer: _Tan bien ustez me gusta a mí
no crea que juego con muñecas era de mi ermanita_.

Aunque sonreí al leer el billete amoroso, no dejó de causarme sensación
dulce y amable, que muy pronto hizo sitio a otra melancólica, al
recordar que me estaban prohibidas para siempre tales aventuras. Aquel
día mi chiquita no salió al balcón, sin duda avergonzada de su
condescendencia; pero al siguiente la hallé dispuesta y aparejada al
combate de miradas, señas y sonrisas, que ya no escasearon por ambas
partes. Una hora o más duraba todas las tardes este juego, hasta que se
oía llamar y se retiraba apresuradamente. La pregunté por señas si salía
de paseo, y me contestó que sí: y en efecto, un día aguardé en la calle
hasta las cuatro y la vi salir en compañía de una señora, que debía de
ser su mamá, y de dos hermanitos. Seguíles al Retiro, aunque a
respetable distancia, porque me hubiera causado mucha vergüenza el que
la mamá se enterase: la chiquilla, con menos prudencia, volvía a cada
instante la cabeza y me dirigía sonrisas, que me tenían en continuo
sobresalto. Al fin volvimos a casa en paz. A todo esto, yo no sabía cómo
se llamaba, y a fin de averiguarlo escribí la pregunta en otra hoja de
la cartera: _¿Cómo se llama V.?_ La chica contestó en la misma letra
inglesa y crecida, con el papel rayado: _Me llamo Teresa no crea ustez
por Dios que juego con muñecas_.

Diez o doce días se transcurrieron de esta suerte. Teresa me parecía
cada día más linda, y lo era en efecto, porque según he averiguado en
el curso de mi vida, no hay pintura, raso ni brocado que hermosee tanto
a la mujer como el amor. La pregunté repetidas veces si podía hablar con
ella, y siempre me contestó que era de todo punto imposible: si la mamá
llegaba a saber algo ¡adiós balcón! Empecé a sospechar que me iba
enamorando y esto me traía inquieto. No podía pensar en aquella niña sin
sentir profunda melancolía como si personificase mi juventud, mis
ensueños de oro, todas mis ilusiones, que para siempre estaban separados
de mí por barrera infranqueable. Al mismo tiempo me acosaban los
remordimientos. ¡Cuál sería el dolor de mi pobre mujer si llegase a
averiguar que su marido andaba por la corte enamorando chiquillas! Un
día recibí carta suya, participándome que tenía a mi hijo menor un poco
indispuesto, y rogándome que procurase arreglar los negocios y volviese
pronto a casa. La noticia me produjo el disgusto que V. puede suponer;
porque siempre he delirado por mis hijos: y como si aquello fuese
castigo providencial o por lo menos advertencia saludable, después de
grave y prolongada meditación, en que me eché en cara sin piedad, mi
conducta infame y ridícula, canté sin rebozo el yo pecador y resolví
obedecer a mi esposa inmediatamente. Para llevar a cabo este propósito,
lo primero que se me ocurrió fue no acordarme más de Teresa, ni pasar
siquiera por su calle, aunque fuese camino obligado: después, abreviar
cuanto pudiese los asuntos. Según mis cálculos quedaría libre a los
cinco o seis días.

Ya no seguí, pues, la calle de las Infantas como acostumbraba después de
almorzar, ni aun para ir a la de Valverde, donde vivían unos amigos. Por
la noche, después de comer, como no había peligro de ver a Teresa, la
cruzaba velozmente y sin echar una mirada a la casa.

Pasaron cuatro días; ya no me acordaba de aquella niña, o si me acordaba
era de un modo vago, como la memoria de los días risueños de la
juventud. Tenía casi ultimados mis negocios y andaba preocupado con la
elección del día para marcharme. Será cosa, a más tardar, del viernes o
el sábado, me dije después de comer, encendiendo un cigarro y echándome
a la calle. El ministro se había negado a rebajar la cuota del
Ayuntamiento, lo cual me tenía muy disgustado. Pensando en lo que había
de decir a mis colegas cuando me viese entre ellos, y en el modo mejor
de explicarles la causa del fracaso, crucé la plaza del Rey y entré en
la calle de las Infantas. La noche era espléndida y bastante templada;
llevaba abierto el gabán y caminaba lentamente gozando con voluptuosidad
de la temperatura, del cigarro y de la seguridad de ver pronto a mi
familia. Al pasar por delante de la casa de la niña me detuve y la
contemplé un instante casi con indiferencia. Y seguí adelante
murmurando: «¡Qué chiquilla tan mona! ¡Lástima será que se la lleve un
tunante!» Después me puse a reflexionar en lo fácil que me hubiera sido
jugar una mala pasada al alcalde y alzarme con el cargo; pero no;
hubiera sido una felonía. Por más que fuese un poco díscolo y soberbio,
al fin era amigo: tiempo me quedaba para ser alcalde. Pero cuando más
embebido andaba en mis pensamientos y planes políticos, y cuando ya
estaba próximo a doblar la esquina de la calle, he aquí que siento un
brazo que se apoya en el mío y una voz que me dice:

--¿Va V. muy lejos?

--¡Teresa!

Los dos quedamos mudos por algunos instantes; yo contemplándola
estupefacto; ella con la cabeza baja y sin abandonar mi brazo.

--¿Pero dónde va V. a estas horas?

--Me voy con V.--contestó alzando la cabeza y sonriendo como si dijese
la cosa más natural mundo.

--¿A dónde?

--¡Qué se yo! Donde V. quiera.

A un mismo tiempo sentí escalofríos de placer y de miedo.

--¿Ha huido V. de su casa?

--¡Qué había de huir!... solamente se la he jugado a Manuel, del modo
más gracioso!... Verá V. cómo se ríe... Me empeñé hoy en ir a la
tertulia de unas primas, que viven en la calle de Fuencarral, y papá
mandó a Manuel que me acompañase. Llegamos hasta el portal y allí le
dije: márchate, que ya no haces falta; y me hice como que subía la
escalera, pero en seguida di la vuelta sin llamar y me vine detrás de él
hasta casa... ¡Cuando le vi entrar me dio una risa, que por poco me oye!

La chiquilla se reía aún, con tanta gana y tan francamente, que me
obligó a hacer lo mismo.

--¿Y V. por qué ha hecho eso?--le pregunté con la falta de delicadeza,
mejor dicho, con la brutalidad de que solemos estar tan bien provistos
los caballeros.

--Por nada--repuso desprendiéndose de mi brazo repentinamente y echando
a correr.

La seguí y la alcancé pronto.

--¡Qué polvorilla es V.!--le dije echándolo a broma--¡Vaya un modo de
despedirse!... Perdón si la he ofendido...

La niña, sin decir nada, volvió a tomar mi brazo. Caminamos un buen
pedazo en silencio. Yo iba pensando ansiosamente en lo que iba a decir y
en lo que iba a hacer, sobre todo en lo que iba a hacer. Al fin, Teresa
lo rompió, preguntándome resueltamente:

--¿No me dijo V. por carta que me quería?

--¡Pues ya lo creo que la quiero a V.!

--¿Entonces, por qué ha dejado de venir a verme y de pasar por la calle
de día?

--Porque temía que su mamá...

--Sí, sí, porque los hombres son todos muy ingratos y cuanto más se les
quiere es peor... ¿Piensa V. que yo no lo sé?... Me ha tenido V. al
balcón todas estas tardes esperándole; ¡pero que si quieres!... Por la
noche detrás de los cristales, le veía pasar, muy serio, muy serio, sin
mirar siquiera hacia mi casa... Yo decía, ¿estará enfadado conmigo? ¿Por
qué se habrá enfadado? ¿Será porque he cerrado el balcón a las tres
menos cuarto? En fin, todo me volvía cavilar, cavilar, sin sacar nada en
limpio... Entonces dije: voy a darle un susto esta noche...

--Ha sido un susto muy agradable.

--Si no llega V. a pararse delante de mi casa y a quedarse mirando a los
balcones, no salgo del portal... pero aquello me decidió.

Momento de pausa, en el cual me acudió a la mente un tropel de
pensamientos que todavía me avergüenzan. Teresa volvió a mirarme
fijamente.

--¿Está V. contento?

--¡Vaya!

--¿Va V. a gusto conmigo?

--Mejor que con nadie en el mundo.

--¿No le estorbo?

--Al contrario, siento un placer como usted no puede figurarse.

--¿No tiene V. nada que hacer ahora?

--Absolutamente nada.

--Entonces vamos a pasear: cuando llegue la hora, V. me lleva a casa y
mamá se figura que me trajo el criado de las primas... Pero si le
estorbo o no le gusta pasear conmigo, dígamelo V... me voy en seguida...

Yo le contesté apretándole el brazo y tirándole suavemente por la mano
para encajárselo bien en el mío. Teresa continuó hablando con graciosa
volubilidad.

--Parece mentira que seamos tan amigos ¿no es verdad? Yo pensé cuando le
dejé caer la muñeca encima que le había matado... ¡Qué miedo tuve! ¡Si
V. viera!... Vamos a ver ¿por qué en lugar de enfadarse se sonrió V.
conmigo?

--¡Toma! porque me gustó V. mucho.

--Eso pensaba yo: debí de haberle sido simpática, porque sinó la verdad
es que tenía motivo para ponerse furioso. Todavía cuando V. subió a
llevármela estaba muerta de miedo y por eso cerré tan pronto la
puerta... ¡Dichosa muñeca! Me dio tal rabia que la tiré contra el suelo
y la partí un brazo.

--Pues no debe V. tratarla mal; al contrario, debe V. conservarla como
un recuerdo.

--¿Sabe V. que tiene razón? Si no hubiera sido por la muñeca no nos
hubiéramos conocido... ni sería V. mi novio;... porque tengo otro...

--¿Cómo otro?

--Es decir, ya no lo tengo: lo tenía... Es un primo que está empeñado en
que le he de querer a la fuerza... No vaya V. a creer que es feo... al
contrario, es guapo... pero a mí no me gusta... No lo puedo remediar. Le
dije que sí, porque me dio lástima un día que se echó a llorar.

Mientras conversábamos de esta suerte, íbamos caminando sosegadamente
por las calles. Para evitar el encuentro con cualquier pariente o
conocido de la niña, procuré seguir las menos principales. Teresa iba
cogida a mi brazo como al de un antiguo amigo, hablando sin cesar,
riendo, sacudiéndome a veces fuertemente y deteniéndose a lo mejor
delante de un escaparate, para hacerme mirar cualquier chuchería. Su
charla era un gorjeo dulce, insinuante, que me conmovía y refrescaba el
corazón; a impulso de ella se fue disipando poco a poco el tropel de
pensamientos pérfidos que vagaba por mi cabeza. Sin saber de qué modo,
también desaparecieron todos mis temores; me figuraba que aquella niña
tenía algún parentesco conmigo, y no hallaba extraordinaria y peligrosa
nuestra situación como al principio. Su inocencia era un velo espeso,
que nos impedía ver el riesgo que corríamos.

En poco tiempo me contó una infinidad de cosas. Era de Jerez; no hacía
más que un año que estaban en Madrid establecidos; su papá ocupaba un
alto empleo; tenía dos hermanitos y una hermanita. Acerca del carácter
y costumbres de cada uno de ellos se extendió considerablemente; la
hermanita era muy buena niña, amable y obediente; pero los chicos
insufribles; todo el día gritando, ensuciando la casa y peleándose. Su
mamá le había dado jurisdicción sobre ellos hasta para castigarles, pero
no quería usar de ella porque tenía miedo de que le perdiesen el cariño:
que la mamá se arreglara como pudiese. Después habló del papá, que era
muy serio, pero muy bueno; lo único que la tenía apesadumbrada era que
parecía querer más a los chicos que a ellas. La mamá, en cambio,
mostraba predilección por las niñas. Habló después de las primas de la
calle de Fuencarral; una era muy bonita, la otra graciosa solamente: las
dos tenían novio, pero no valían cuatro cuartos: chiquillos que todavía
estudiaban en el Instituto. Tenían, además, un hermano, que era el primo
que había sido su novio; éste ya era bachiller y se estaba preparando
para entrar en el colegio de Artillería. De vez en cuando, en los cortos
intervalos de silencio levantaba graciosamente la cabeza,
preguntándome:

--¿Va V. a gusto conmigo? ¿Le estorbo?

Y cuando me oía protestar vivamente contra semejante duda, su rostro
expresivo se iluminaba de alegría y continuaba hablando.

Habíamos recorrido algunas calles. Ya puede V. imaginarse que yo iba
gozando como los ángeles en el paraíso, y pendiente de los labios de
aquella niña, que al referirme todas las nonadas infantiles de su vida,
parecía infundir en mi alma encantada la ciencia de la dicha. Sin
embargo, no podía desechar cierta vaga inquietud que turbaba mi alegría.
Buscando manera de pasar las horas de que disponíamos más dignamente que
vagando por las calles, tropezamos al bajar la cuesta de Santo Domingo
con el Teatro Real. Al instante se me ocurrió la idea de entrar: Teresa
la aceptó inmediatamente, y a fin de que no reparasen en nosotros,
tomamos entradas de paraíso. Se cantaba _Los Puritanos_, y aquél
rebosaba de gente; de suerte que nos costó algún trabajo introducirnos
y escalar uno de los rincones; pero al cabo llegamos. Teresa se encontró
admirablemente y me pagaba los trabajos que había pasado para llevarla
hasta allí con mil sonrisas y palabras amables. Mientras subían el telón
seguimos charlando, aunque muy bajito: se había establecido entre
nosotros una gran intimidad, y me abandonó una de sus manos que yo
acariciaba embelesado. Cuando empezó la ópera dejó de charlar y se puso
a atender tan decididamente, que a mí me hizo sonreír el verla con la
cabecita apoyada en la pared y los ojos estáticos. Sabía música, pero
había ido al teatro pocas veces; así que las melodías inspiradas de la
ópera de Bellini le causaban profunda impresión, que se traducía por un
leve temblor de las pupilas y los labios. Cuando llegó el sublime canto
del tenor que empieza _A te, oh cara_, me apretó con fuerza la mano
exclamando por lo bajo:--¡Oh qué hermoso! ¡oh qué hermoso! Después me
hizo explicarle lo que pasaba en la escena: halló el matrimonio del
tenor y la tiple muy proporcionado, pero compadecía de veras al
barítono, a quien birlaban la novia; quedó sumamente disgustada cuando
al fin del acto el tenor se ve en la precisión de acompañar a la reina y
dejar abandonada a su futura, y declaró resueltamente que esta era una
conducta indigna.

--Pero advierta V. que estaba obligado a hacerlo porque era su reina
quien se lo pedía.

--No importa, no importa; si la quisiera bien no hay reina que valga. Lo
primero siempre es la novia.

No me fue posible arrancarle tan extraña teoría de la cabeza. Después
que bajó el telón permanecimos en el mismo sitio y me obligó a contarle
mi vida y milagros, cuántas novias había tenido, a quién había querido
más, etc., etc. Ya comprenderá usted que necesité ensartar un sin fin de
patrañas. Después, sin motivo alguno serio, manifestó rotundamente que
todos los hombres eran ingratos. Yo me atreví a apuntar que había
excepciones, pero no fue posible hacérselo reconocer.--Usted será lo
mismo que todos (anunció en tono profético y mirando a un punto del
espacio); me querrá V. un poco de tiempo, y después... si te vi, no me
acuerdo.

¡Qué rato tan delicioso y tan infernal a la vez, me estaba haciendo
pasar aquella niña! Para llevar la conversación a otro punto, le
pregunté:

--¿Cuántos años tiene V.? Hasta ahora no me lo ha dicho.

--Tengo... tengo... mire V., yo siempre digo que tengo catorce, pero la
verdad es que no tengo más que trece y dos meses... ¿y V.?

--¡Una atrocidad! No me lo pregunte usted, que me da vergüenza.

--¡Ah qué presumido! ¡Si yo le he de querer lo mismo que tenga muchos
que pocos!

En seguida me propuso que nos tratásemos de tú, pero después de aceptado
se volvió atrás ofreciéndome que yo la tratase de tú y ella siguiese con
el V. No quise conformarme.

--Pues mire V., yo no puedo hablarle de tú; me da mucha vergüenza...
Pero, en fin, vamos a ensayar.

Del ensayo resultó que para evitar el pronombre daba la pobrecilla
infinidad de rodeos y se metía en una serie interminable de perífrasis:
si se aventuraba a dirigirme un tú, lo hacía bajando la voz y pasando
como sobre ascuas.

Cuando empezó el segundo acto, volvió a escuchar atentamente. Mis ojos
no se apartaban casi nunca de su rostro: ella entornaba a menudo los
suyos para dirigirme una sonrisa apretando al mismo tiempo mi mano.
Observé, no obstante, que se había amortiguado un poco la viva expresión
de su fisonomía y que iba perdiendo aquella graciosa volubilidad del
principio. Las sonrisas de sus labios se fueron haciendo tristes, y por
la cándida frente pasó una ráfaga de inquietud que comunicó a su lindo
rostro infantil cierta grave expresión que no tenía. Parecía que en
virtud de un misterioso movimiento de su espíritu, la niña se
transformaba en mujer en pocos instantes. Dejó de apretar mi mano y
hasta retiró la suya: volví a cogerla disimuladamente, pero al poco
tiempo la retiró de nuevo.

El segundo acto había terminado. Al bajarse el telón me hizo mirar el
reloj, y viendo las once, dijo que era necesario partir en seguida,
porque a las once y media, a más tardar, iba el criado a buscarla.

Salimos del teatro. La noche seguía tibia y estrellada: a la puerta
aguardaba una larga fila de coches, que nos fue preciso evitar. Ya no
había en las calles el movimiento de las primeras horas, pero con todo,
seguimos las más solitarias. Teresa no quiso aceptar mi brazo como
antes. Entonces me tocó llevar la voz cantante, y la dije al oído mil
requiebros y ternezas, explicándola por menudo el amor que me había
inspirado y lo que había sufrido en los días en que no pasé por su
calle: recordele todos los pormenores, hasta los más insignificantes, de
nuestro conocimiento visual y epistolar, y le di cuenta de los vestidos
que le había visto y de los adornos, a fin de que comprendiese la
profunda impresión que me había causado. Nada replicaba a mi discurso;
seguía caminando cabizbaja y preocupada, formando su actitud notable
contraste con la que tenía tres horas antes al pasar por los mismos
sitios. Cuando me detuve un instante a respirar, exclamó sin mirarme:

--Hice una cosa muy mala, muy mala. ¡Dios mío, si lo supiese papá!

Traté de probarle que su papá no podía enterarse de nada, porque
llegaríamos demasiado temprano.

--De todas maneras, aunque papá no se entere, hice una cosa muy mala.
Usted bien lo sabe, pero no quiere decirlo. ¿No es verdad que una niña
bien educada no haría lo que yo hice esta noche?... ¡Si lo supiesen mis
primas, que están deseando siempre cogerme en alguna falta!... Pero no
piense V..., por Dios, que lo he hecho con mala intención... Yo soy muy
aturdida... todo el mundo lo dice... pero también dicen que tengo buen
fondo.

Al proferir estas palabras se le había ido anudando la voz en la
garganta, hasta que se echó a llorar perdidamente. Me costó mucho
trabajo calmarla, pero al fin lo conseguí elogiando su carácter franco y
sencillo y su buen corazón, y prometiendo quererla y respetarla siempre.
Me hizo jurar una docena de veces que no pensaba nada malo de ella.
Después de secarse las lágrimas recobró su alegría y comenzó a charlar
por los codos. Me expuso en pocos instantes una infinidad de proyectos a
cual más absurdo: según ella, debía presentarme al día siguiente en
casa, y pedirle al papá su mano: el papá diría que era muy niña, pero yo
debía replicarle inmediatamente que no importaba nada: el papá
insistiría en que era demasiado pronto, pero yo le presentaría el
ejemplo de una tía, hermana de su mamá, que estaba jugando a las muñecas
cuando la avisaron para ir a casarse. ¿Qué había de oponer a este
poderoso argumento? Nada seguramente. Nos casaríamos, y acto continuo
nos iríamos a Jerez, para que conociese a sus amigas y a sus tíos. ¡Qué
susto llevarían todos al verla del brazo de un caballero, y mucho más,
cuando supieran que este caballero era su marido!

Estaba tan linda, tan graciosa, que no pude menos de pedirle con
vehemencia que me permitiese darla un beso. No fue posible. Ningún
hombre la había besado hasta entonces; solamente su primo la había dado
un beso a traición, pero le costó caro, porque le dejó caer dos vasos de
limón sobre la cabeza: hasta en los juegos de prendas hacía que pusieran
las manos delante, para que no le tocasen la cara con los labios. Pero
cuando estuviésemos casados, ya sería otra cosa; entonces todos los
besos que se me antojaran, aunque sospechaba que no se los pediría con
tanto ardor como ahora.

Estábamos próximos ya a su casa. Los carruajes de la gente que volvía de
las tertulias, al cruzar a nuestro lado, apagaban la voz de Teresa y la
obligaban a esforzarla un poco. Las estrellas desde el cielo nos hacían
guiños, como si nos invitasen a gozar apresuradamente de aquellos
momentos felices, que no habían de volver. A lo lejos sólo se veían,
como fuegos fatuos, los faroles de los serenos.

Llegamos por fin a casa. Delante de la puerta, Teresa volvió a hacerme
jurar que no pensaba nada malo de ella, y que al día siguiente a las dos
en punto de la tarde, me presentaría debajo de sus balcones.

--Cuidado que no faltes.

--No faltaré, preciosa.

--¿A las dos en punto?

--A las dos en punto.

--Llama ahora con un golpe a la puerta.

Cogí la aldaba y di un golpe fuerte. Al poco rato se oyeron los pasos
del portero.

--Ahora--dijo en voz bajita y temblorosa--dame un beso y escápate de
prisa.

Al mismo tiempo me presentaba su cándida y rosada mejilla. Yo la tomé
entre las manos y la aplique un beso... dos... tres... cuatro... todos
los que pude hasta que oí rechinar la llave. Y me alejé a paso largo.

       *       *       *       *       *

Dejó de hablar D. Ramón.

--¿Y después, qué sucedió?--le pregunté con vivo interés.

--Nada, que aquella noche no pude dormir de remordimientos y al día
siguiente tomé el tren para mi pueblo.

--¿Sin ver a Teresa?

--Sin ver a Teresa.



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