La araña negra, t. 7/9

By Vicente Blasco Ibáñez

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Title: La araña negra, t. 7/9

Author: Vicente Blasco Ibáñez

Release Date: May 30, 2014 [EBook #45835]

Language: Spanish


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 original, incluyendo las variadas normas de acentuación presentes en
 el texto. (la lista de los errores corregidos sigue el texto.)




                         VICENTE BLASCO IBAÑEZ

                               LA ARAÑA
                                 NEGRA

                                NOVELA

                             SEPTIMO TOMO

                        [Illustration: colofón]

                         EDITORIAL COSMÓPOLIS

                            APARTADO 3.030

                                MADRID

                     Imp. Zoila Ascasíbar. Martín
                      de los Heros, 65.--MADRID.




                             SEPTIMA PARTE

                            MARUJITA QUIROS

                            (CONTINUACIÓN)




III

Alvarez después de la revolución.


Al triunfar la revolución de septiembre de 1868, Alvarez vino a España,
entrando por Cataluña con algunos generales emigrados. En Barcelona se
reunió con Prim, que hacía su viaje insurreccional por las costas del
Mediterráneo, y entró en Madrid formando parte del Estado Mayor del
célebre general, que fué acogido en la capital de España con la ovación
más delirante que se recuerda.

Alvarez no olvidó a su asistente, quien a los pocos días entró también
en Madrid, completamente convertido, pues a pesar de su sencillez, no
dejaba de darse alguna importancia en vista de las atenciones recibidas
en el camino.

Había desembarcado en Málaga con otros deportados políticos, y desde
allí hasta la corte su viaje había sido una serie de ovaciones
tributadas por el pueblo a los que se habían sacrificado por su
libertad. Perico quería seguir siendo para su amo un fiel asistente,
pero para los demás aspiraba a honores de personaje, y muchas noches,
mientras Alvarez estaba ausente, iba él a alguno de los clubs populares
que entonces comenzaban a formarse y recibía allí de los oradores los
elogios destinados a los mártires, conmoviéndose hasta el punto de
derramar lágrimas.

Uno de los más fervientes deseos de Alvarez era encontrar a don Pedro
Corrales, aquel inesperado y extraño protector que le había salvado la
vida. Fué a la calle de San Agustín, y nadie, en aquella vieja casa,
pudo contestar a sus preguntas. El policía y su moza no vivían ya allí;
la vieja prestamista aun ocupaba el primer piso, pero en las
conferencias que a través del ventanillo de su puerta sostuvo con el
militar, no le dió noticia alguna.

Don Pedro se había trasladado hacía más de un año, no se sabe dónde. A
esto quedaban reducidas todas las noticias.

Buscó Alvarez por todos lados, ganoso de encontrar a su protector, pero
sus gestiones fueron inútiles. Su cajón de memorialista no existía ya.

El agitado océano de Madrid se había tragado a aquel náufrago social que
con tanta dignidad y santa sencillez sabía mantenerse en su infortunio.

¿Había muerto víctima de la miseria? ¿Había cambiado su fortuna en
aquellos dos años? ¿Había encontrado al fin el valor que le faltaba para
reunirse con su Ramona?

Alvarez no supo nunca nada de aquel hombre, cuyo recuerdo quedó fijo por
siempre en su memoria.

Su encuentro con aquel viejo había sido de esos que ocurren en la vida,
y que, a pesar de pasar fugaces, impresionan más que las amistades
eternas.

El memorialista era, para la vida de Alvarez, un elemento necesario. Le
había encontrado en el momento preciso, y después el destino le hizo
desaparecer. Los dos habían sido como los buques que se encuentran en
los desiertos mares; se prestan auxilio, se exponen al peligro el uno
por el otro, y después se alejan con igual indiferencia para no
encontrarse jamás.

Alvarez sólo fué ascendido a comandante, mientras que oficiales que
habían permanecido en España, no atreviéndose a desenvainar nunca la
espada por la revolución, saltaban ayudados por el favor, y de un solo
golpe, dos o tres empleos.

Había en el infatigable conspirador, en el héroe del 22 de junio, algo
que le hacía poco simpático a los ojos de aquella brillante pléyade
militar que se reunía en los salones del ministerio de la Guerra, donde
Prim daba audiencia a sus cortesanos de espada.

El comandante Alvarez era republicano, y a tal punto llevaba su fe
política entre todos aquellos soldados de fortuna, que eran partidarios
de la revolución porque a la sombra de ésta se alcanzaban entorchados,
que no vacilaba en manifestar su pensamiento ante el mismo Prim, que tan
justa fama tenía de poco sufrido.

Las manifestaciones monárquicas que había hecho el general al
desembarcar en Barcelona, le habían descorazonado. ¡Adiós, ídolo! Prim,
que hasta entonces había sido para él un ser sobrenatural, un patriota
sin precedentes en la historia de España, convertíase ahora, ante sus
ojos, en un político doctrinario incapaz de romper los moldes forjados
por sus antecesores, y ansioso únicamente de ser la espada protectora,
el _factótum_ de una monarquía con ciertos visos de democracia.

Alvarez no vaciló en decir al marqués de los Castillejos la opinión que
le merecía, y de aquí que las recompensas revolucionarias fuesen tan
parcas para él, como exorbitantes para otros.

Prim apreciaba mucho a su antiguo agente; sabía de lo que era capaz y
tenía interés en conservarlo a su lado, por lo que intentó atraerlo a
sus planes políticos favorables a una monarquía democrática. Prometióle
el mando de un regimiento y el fajín para de allí a poco tiempo, si se
declaraba adicto a la monarquía que soñaba fundar, pero todas sus
seducciones se estrellaron contra el austero republicanismo del
comandante.

El había trabajado por la revolución y expuesto mil veces su vida en la
creencia de que aquélla era para arrojar por siempre los reyes de
España; con esta idea había militado a las órdenes de Prim, pero ahora
que éste se decidía en favor de la institución monárquica, él le
abandonaba, y aunque la disciplina militar obligábale a ser fiel al
gobierno provisional su corazón estaba de parte de la República
federativa, de aquella República que Pi y Margall, Castelar, Orense,
Garrido y otros iban predicando por todas las provincias de España.

Entre el progresismo triunfante que le ofrecía todos los honores y
grandezas de la victoria, y el evangelio republicano que comenzaba a
conquistar el corazón de las masas humildes y necesitadas, estaba con el
último, así como unos cuantos meses antes estaba por los derechos del
pueblo, contra la tiranía de los Borbones.

Alvarez rompió abiertamente con Prim.

--Ese chico es un loco--decía el general en su tertulia--. Siento que se
aleje, porque es un buen amigo. Veremos qué le dan esos republicanos, a
cambio del sacrificio que hace alejándose de mí.

Alvarez quedó en Madrid, aunque sin incorporarse a Cuerpo alguno.

Libre de aquellas ocupaciones políticas que tanto tiempo le habían
absorbido, dedicóse a cumplir un deseo que hacía tiempo le agitaba.

En la emigración había sabido la muerte de Enriqueta. Leía los
periódicos españoles, y especialmente de Madrid, para estar al tanto de
los acontecimientos políticos ocurridos en su patria, y muchas veces
tropezaron sus ojos con el nombre de la baronesa de Carrillo, eterna
presidenta de cuantas cofradías celebraban fiestas religiosas u
organizaban cuestaciones caritativas. A pesar del odio que profesaba a
doña Fernanda, alegrábase cada vez que encontraba su nombre, pues esto
parecíale que le aproximaba a la mujer amada.

Quiso enterarse varias veces de la suerte de Enriqueta y de su viudez,
en la que tanta participación había tenido Perico; y aunque pensó en
escribirle, nunca llegó a atreverse.

Por un periodista que fué a Amberes, donde él se encontraba con Prim,
supo que Enriqueta se hallaba enferma, pero no llegó a persuadirse de la
verdad de esta noticia, pues el que la daba hablábale con el tono vago e
indeciso del que no se entera de cosas que le son indiferentes.

Un día, leyendo en el café de Madrid, en pleno _boulevard_ Montmartre,
un número de _La Epoca_, encontróse con una esquela mortuoria que le
hizo palidecer. Era la de Enriqueta. En un suelto de regulares
dimensiones que el cronista del mundo elegante dedicaba a la finada,
leyó que ésta había sufrido una larga enfermedad que la tenía privada de
conocimiento a consecuencia de la sorpresa que experimentó el 22 de
junio al ver a su querido esposo muerto a las puertas de su casa. El
revistero aristocrático aprovechaba la ocasión para anatematizar a los
feroces revolucionarios y hacer la apología de la reina y de la nobleza
de sangre. A Alvarez le hizo aquello mucho daño. Ignoraba la verdadera
causa de aquella enfermedad de Enriqueta; no sabía que ésta le creía
fusilado, y al leer lo que el revistero decía sobre el inmenso cariño
que la señora de Quirós había profesado a su esposo, pasión que se
acrecentó después de la muerte, experimentó terribles celos y se dijo
con ferocidad de amante ofendido, como si la infeliz viviera:

--¡Fíese usted de las mujeres! ¡Tanto como parecía quererme, y ahora
resulta que muere enamorada del pillete de su marido!...

La imagen de Enriqueta ya no ocupó desde aquel día el lugar preferente
en la memoria de Alvarez; pero cuando éste se vió en Madrid después de
triunfar la revolución, uno de sus más vehementes deseos fué el ver a su
hija, a la pequeña María, que sólo había contemplado furtivamente en
aquellas tardes que Enriqueta, esposa ya de Quirós, acudía a sus
inocentes citas.

El comandante volvió a rondar como en otros tiempos el palacio de
Baselga, pero ahora con más aplomo y convencido de su derecho.

No iba en busca de amores; era un padre que quería ver a su hija.

Entonces fué cuando la baronesa de Carrillo le vió un día desde un
balcón, y si la devota señora experimentó gran susto al creerle un
aparecido, no fué menor la alarma que sintió cuando llegó a convencerse
de que era un hombre de carne y hueso, o más bien dicho, que era aquel
mismo _pillete republicano_ que tantos disgustos le había proporcionado
y que tan antipático le resultaba siempre.

La baronesa, con su fino olfato de beata, adivinó inmediatamente lo que
significaban aquellos paseos del militar.

¡Oh! ¡No cabía dudarlo! Alvarez era el verdadero padre de Marujita, y,
sin duda, sentía el deseo de verla y estrecharla entre sus brazos.

¡Y pensar que aquel miserable había mezclado su sangre plebeya con la de
una familia tan aristocrática!

Pero a la baronesa no le duró mucho tiempo la indignación que le
producían tales consideraciones.

Pensó en su situación actual, en la revolución que tanto horror le
causaba, y en que aquel hombre odiado era de los victoriosos y debía
disponer de las masas que aterrorizaban a la baronesa, con su aspecto
poco distinguido.

¿Si proyectaría robarle la niña?

Había que ser prudente y no hacer, como en pasadas épocas,
demostraciones de desprecio a aquel ogro que la maldita revolución ponía
nuevamente ante ella.




IV

Un revolucionario y una beata.


En toda la noche no pudo dormir la baronesa, agitada por los
pensamientos que la producía el haber visto a Alvarez la mañana
anterior.

A la madrugada, cuando ya sonaba en las calles el campanilleo de las
burras de leche y el cencerro de las vacas, pudo atrapar el sueño, pero
no gozó de tal dicha por muchas horas.

Eran las once cuando entró su lenguaraz doncella a avisarle, con tono de
alarma, que había estado a visitarla un comandante, anunciando que
volvería a la una, pues tenía que hablar con urgencia a la señora.

El modo con que la doncella decía estas palabras, acabó de disipar la
torpeza que invadía a doña Fernanda, bruscamente sacada de su sueño.

Adivinábase que aquella muchacha conocía a Alvarez y no ignoraba la
importancia que tenía la visita.

La baronesa así lo comprendía. ¡Dios sabe de cuántas murmuraciones
habría sido objeto su difunta hermana por parte de la servidumbre, gente
respetuosa e inmóvil que parece no fijarse en nada y, sin embargo, lo ve
todo!

Doña Fernanda, herida por la audacia que demostraba Alvarez
presentándose en su casa, saltó inmediatamente del lecho y comenzó a
vestirse.

¡Dios mío! ¿Que quería aquel hombre? ¿Cómo se atrevía a poner los pies
en aquella casa? ¿Con qué derecho quería hablar nada menos que a una
baronesa muy católica y no menos ilustre? Que se fuera a sus centros, a
sus clubs, a sus logias horripilantes, donde se pisoteaba a Cristo, se
cometían los mayores sacrilegios y se pronunciaban terribles palabras
que mataban a una persona sólo con oírlas. ¡Mire usted! que era audacia
la de aquel demagogo.

Lo único que la consolaba es que ella hablaría con _Paco_ Serrano, que
la estimaba mucho, y sabría meter en vereda al audaz comandante.

Estaba resuelta a no dejarse imponer por el descamisado y dió orden
terminante a la doncella para que no le permitiera la entrada.

Pero no tardó en cambiar de opinión. Parecióle, sin duda, indigno de
ella el evadir la presencia de Alvarez, y bien fuese por imposición de
su dignidad, o por no tener un enemigo en un hombre que figuraba entre
los revolucionarios a quienes ella tanto temía, lo cierto es que dió
contraorden a su doncella, la cual fué autorizada para hacer entrar al
comandante en el salón así que se presentara.

Una hora después, Alvarez, vestido de uniforme, entraba en el salón de
la baronesa Esta le hizo aguardar mucho rato, y, por fin, se presentó,
vestida de negro, con rostro austero y todo el aspecto de una reina
viuda.

Al ver al comandante, que se puso en pie respetuosamente, hizo doña
Fernanda uno de esos gestos de extrañeza cortés que se reservan para las
personas desconocidas cuyas intenciones son un problema.

Cuando los dos estuvieron sentados, el comandante comenzó a hablar a la
baronesa, que le escuchaba con gesto altivo y casi impertinente.

--Señora: no sé si usted me conocerá.... ¿Que no? No lo extraño. Hace ya
mucho tiempo que no nos hemos visto, y las circunstancias de la vida me
han envejecido bastante. Sin embargo, tal vez haga usted memoria cuando
sepa mi nombre. Yo soy Esteban Alvarez.

Doña Fernanda volvió a hacer con su cabeza signos negativos.

--A pesar de esto, usted me conoce, señora. Nunca nos hemos hablado,
pero tengo la seguridad de que yo no soy para usted un desconocido. Tal
vez recuerde usted mejor cuando yo le diga que fuí novio de su difunta
hermana Enriqueta. Creo que algunas veces he tenido la desgracia de
incurrir en la muda indignación de usted.

Y Alvarez dijo estas palabras sonriendo discretamente.

La baronesa ya no pudo seguir negando y acogió aquellas palabras con la
expresión del que recuerda una cosa que le interesa poco.

--¡Ah, sí, caballero! Me parece recordar que mi hermana tenía un capitán
que parecía algo enamorado de ella.... ¿Era usted mismo, caballero?
Vaya, pues lo celebro mucho. Ya sabrá usted que la pobrecita murió.

Y doña Fernanda reía desdeñosamente, envuelta en su superioridad de raza
y esforzándose en darle a entender con su actitud que el haber tenido
relaciones amorosas con su hermana no autorizaba a ningún plebeyo, y por
añadidura, revolucionario, para inmiscuirse en el seno de una familia
de antigua nobleza.

--Sí, señora. Sé que murió Enriqueta y éste es el mayor infortunio de
cuantos he experimentado. Ha sido mi único amor.

--Veo que es usted constante, caballero--dijo la baronesa con acento
sarcástico--. No podría decir lo mismo mi pobre hermana, si viviese,
pues ya sabrá usted que ella contrajo matrimonio después de sus
galanteos con usted. Se casó con un hombre distinguido y de gran
talento, que murió heroicamente peleando en favor de las doctrinas de
sus mayores y de los intereses del orden y de la familia.
Desgraciadamente, hoy no están en moda tales esfuerzos, pues nos han
salido otros héroes de nueva clase.

La baronesa profesaba gran simpatía a su cuñado Quirós, aun después de
muerto, y como si no conociera las circunstancias de su desgraciado fin,
complacíase en forjarse una novela sobre sus últimos instantes y en
tenerlo como un héroe, que, consecuente con los principios que siempre
predicaba habíase batido el 22 de junio como un león, siendo mártir de
la monarquía y del catolicismo. En todas partes hablaba de su cuñado,
llamándole héroe y mártir sublime, y la sociedad que la rodeaba creíala
o fingía creerla, pues a todos interesaba el formarse dentro de su clase
un grande hombre.

Por los labios de Alvarez vagó una débil sonrisa al encontrarse
convertido en héroe al despreciable Quirós, pero se abstuvo de todo
comentario sobre esta creencia, así como sobre las últimas palabras de
la baronesa, que eran una sátira contra la revolución, y siguió como si
no se hubiera fijado en tales expresiones.

--Conozco, señora, el matrimonio de su hermana; sé lo que esto
significaba, y de igual modo, hasta qué punto era su esposo ese señor
Quirós de quien usted habla. Sólo conociendo estas cosas, como las
conozco, es como yo me he limitado a callar hasta el presente y no he
hecho uso de un derecho que tengo, si no valedero ante la sociedad,
legítimo como el que más a los ojos de la Naturaleza.

--¡Dios mío, caballero!--dijo con fina sonrisa la aristócrata--. Habla
usted de un moldo tan imponente, que siguiendo por este camino llegará a
aterrorizarme. Además, no sé qué derechos pudiera usted tener sobre mi
hermana. ¿Que era novia de usted? Conforme. ¿Que se escribían cartitas y
algunas mañanas se veían en el Retiro? No lo sé cierto, pero algo he
oído decir y no quiero ponerlo en duda. Pero esto, señor mío, no
autoriza a nada. ¿Quién no sabe lo que son amoríos a los veinte años?
¿Tienen esta clase de relaciones alguna importancia para crear esos
derechos de que usted habla en tono tan formal? Si todas las muchachas
tuvieran que quedar ligadas eternamente con aquellos hombres a los que
hubiesen dado palabra de fidelidad a los veinte años, le aseguro a usted
que el amor, y hasta la vida, serían imposibles. Crea usted, caballero,
que no entiendo lo que usted dice.

La baronesa fingíase con habilidad completamente ignorante de cuanto
había existido entre Enriqueta y Alvarez, y aunque no se sentía muy
tranquila en presencia de aquel hombre, empujaba hábilmente la
conversación hacia un punto que excitaba su interés y que era lo que
principalmente había motivado su repentina decisión de admitir al
revolucionario en su casa.

Deseaba saber la verdad de las relaciones entre su hermana y Alvarez.
Durante la enfermedad de Enriqueta, ésta, con palabras sueltas, la había
dado a entender algo que pudo añadir a lo mucho que ya sabía sobre la
aventura de su hermana y el modo con que Quirós había logrado
explotarla, pero le faltaba conocer la historia con todos sus detalles,
y por esto impulsaba hábilmente a aquel enemigo a que saciase su
curiosidad.

Alvarez, al notar el desprecio cortés con que le trataba la baronesa y
la certeza con que le negaba todo derecho sobre Enriqueta, queriendo
hacerlo pasar como a un extraño, indignóse, y aunque con bastante
discreción, para no herir de lleno la honra de su difunta amante,
comenzó a relatar todo lo ocurrido desde el día en que la hija del conde
de Baselga huyó de su casa para ir a buscarle a él en su modesta
vivienda.

La baronesa le escuchaba atentamente, a pesar de que fingía incredulidad
conforme avanzaba la relación. En vez de indignarse, al saber la
estratagema villana de que se había valido Quirós para comprometer a
Enriqueta, encontró que tenía mucha gracia la intriga y ratificó
interiormente el concepto de hombre de talento en que tenía a su cuñado.
Lo que más estupefacción le produjo fué la noticia de que Quirós sólo
era marido de Enriqueta en apariencia, pues ésta, fiel siempre al
recuerdo del que era padre de su hija, no había concedido la menor
confianza al aventurero que por tan villanos medios consiguió su mano.

A pesar de la impresión que le produjo esta noticia, la baronesa
protestó inmediatamente.

--Caballero; eso que usted me cuenta es abominable. Además, fácilmente
se conoce que todo es pura fábula. ¿Cómo puede usted estar tan enterado
de lo que, según afirma, ocurría en esta casa? ¿Cómo conoce usted esa
frialdad que supone en las relaciones de los dos difuntos esposos?

--Señora--contestó el capitán con dignidad--. Yo no miento nunca. Le
juro a usted, por mi honor de soldado, que esto que le digo lo sé por la
misma Enriqueta. Ella me lo dijo al justificar su conducta cuando yo le
pregunté sobre su casamiento.

--¿Y cuándo pudo usted verla?--observó con incredulidad la baronesa--.
Según usted acaba de decirme huyó de Madrid perseguido por las
autoridades la misma noche en que mi hermana, con una ligereza
inconcebible, abandonó esta casa. No creo que usted haya vuelto por
España, hasta ahora, estando como estaba sentenciado a muerte.

--Pues volví, señora: vine aquí para tomar parte en el movimiento del 22
de junio, algunos meses antes.

La baronesa, a pesar de que sabía muy bien que Alvarez había estado en
Madrid después de su primera fuga y que en la calle de Atocha lo había
visto su hermana, próximo a ser fusilado, hizo un gesto de extrañeza y
luego preguntó con marcada incredulidad:

--¿Y cómo hablaba usted entonces con Enriqueta? Le advierto a usted que
mi hermana ha vivido siempre muy unida a mí, y que son pocas las cosas
que ha hecho de las cuales no me haya yo enterado inmediatamente.

--¿Duda usted, señora, que yo hablase con Enriqueta después que volví
ocultamente de mi primera emigración? Pues yo le daré detalles que le
probarán cuanto digo. Hablé por primera vez con Enriqueta en una
iglesia, cuyo nombre no recuerdo en este instante, pero en la cual
predicaba entonces un jesuíta llamado el padre Luis, cuyos sermones
causaban verdadero furor. Era una tarde en que usted estaba enferma y
Enriqueta fué sola al templo. Al terminar el acto hablamos largamente, y
sin que yo la obligase a ello me relató la vida que hacía con su esposo.
Desde entonces nos vimos con gran frecuencia, aprovechando todas las
tardes en que usted no acompañaba a su hermana. Le juro a usted que
Enriqueta supo respetar la nueva posición que ante el mundo tenía y no
me permitió nunca la menor libertad en nuestras sucesivas entrevistas.
Ya ve usted, señora, que doy bastantes detalles para ser creído.

La baronesa estaba convencida interiormente de la veracidad de cuanto
decía Alvarez.

Sabía por las palabras que se habían escapado a Enriqueta que su hija
lo era de Alvarez, y ahora, recordando la frialdad con que su hermana
había tratado siempre a Quirós, convencíase de que no era menos cierta
aquella separación absoluta que en secreto observaba el matrimonio.

Pero a pesar de esto, la baronesa no estaba dispuesta a aceptar como
buenas tales explicaciones. Sublevábanse sus preocupaciones de
aristocrática ante la posibilidad de reconocer como pariente a un hombre
como Alvarez, y acogió todas sus palabras con gesto de superioridad
desdeñosa.

--Podrá ser verdad cuanto usted afirma; pero, ¡Dios mío!, ¡resulta todo
eso tan extraño!...; parece un capítulo de novela.

El comandante palideció al escuchar estas palabras, que equivalían a un
insulto, pero se contuvo y supo dominar su cólera, limitándose a
contestar que él respetaba a las señoras lo suficiente para no sentirse
molestado por sus expresiones.

--Y en resumen, caballero--continuó doña Fernanda--, ¿qué es lo que
usted desea? No creo que haya venido a esta casa con el solo objeto de
desenterrar moralmente a mi pobre hermana, contándome una historia que,
en realidad, me ha interesado poco.

--Señora, he venido aquí impulsado por unos sentimientos que apreciaría
usted mejor si fuese madre. Vengo a ver a mi hija. No tengo familia en
el mundo ni seres que me amen, y esa niña constituye toda mi ilusión.
Quiero ver a Marujita.

La baronesa, a pesar de que estaba preparada y sabía que el visitante
expondría tal demanda, no pudo evitar un movimiento que mostraba su
intranquilidad.

--¡Oh! No se asuste usted, señora--se apresuró a decir el comandante con
extremada dulzura--. No pretendo arrebatarla a usted esa niña, a la que,
según tengo entendido, cuida usted como una madre. Nunca he tenido tal
intención; además me sería imposible encargarme de ella, pues mi
profesión y mi modo de vivir me imposibilitan de tener niños a mi
cuidado. Usted la tendrá siempre, señora; usted la conservará a su lado;
yo únicamente le pido un favor pequeño, insignificante. Sólo quiero
tener libre la entrada aquí, para venir de vez en cuando a dar un beso a
mi hija.

Se detuvo el comandante y después dijo con la indecisión y la timidez
del que solicita una cosa indispensable y teme no se la concedan:

--¿No podía yo verla ahora mismo?

La baronesa creció en orgullo al verse solicitada tan humildemente y
contestó con una mentira:

--No; ahora es imposible. La niña ha salido a pasear, en compañía de su
aya. El médico ha ordenado para ella los paseos matinales.

Alvarez hizo un gesto de resignación: otra vez sería más afortunado.

Reinó un largo silencio que la baronesa empleó en preparar una pregunta
que hacía rato escarabajeaba en su lengua. Desde que ella supo que
Alvarez había tomado parte en la jornada del 22 de junio, con todos los
demás sucesos que Enriqueta, durante su enfermedad, relataba con
bastante incoherencia, la baronesa había adquirido la convicción de que
aquel hombre odiado era el autor de la muerte de Quirós. No tenía más
certidumbre que la que proporcionaba su antipatía, pero para ella era
indiscutible que estando Alvarez en aquella revolución, forzosamente
había de ser el matador de su cuñado.

Deseaba afirmarse en su creencia, y por esto buscaba el medio de abordar
a Alvarez, de modo que le sorprendiera, arrancándole la verdad.

Por fin rompió aquel largo y embarazoso silencio, del cual no sabía cómo
salir su interlocutor.

--Diga usted, caballero. Usted debió encontrarse en la barricada que el
22 de junio levantaron ahí, en la cercana plaza. Enriqueta me dijo que
lo vió a usted escapar.

--¡Ah!... ¿Le dijo Enriqueta que me había visto próximo a ser fusilado?

La baronesa comprendió que daba un paso en falso para su orgullo si
revelaba a aquel hombre que el espectáculo de su próxima muerte había
sido causa de la enfermedad de su hermana.

Esto equivalía a darle a entender que Enriqueta le había amado hasta la
muerte.

--¡Bah! Enriqueta nada vió, o, al menos, nada me dijo. La pobrecita
estaba impresionada por la vista del cadáver de su esposo, al que amaba
mucho, aunque usted se empeñe en afirmar lo contrario. Esto fué lo que
la produjo su lenta agonía. Pero conteste usted, caballero: ¿Estaba
usted en la barricada de la plaza de Antón Martín?

El comandante contestó afirmativamente.

--Pues entonces usted sabrá quién mató a mi cuñado. Nadie lo vería mejor
que usted.

La baronesa recalcó mucho estas palabras, y Alvarez, incapaz de
fingimientos, y creyendo que ella conocía la participación que su
asistente Perico había tenido en el suceso, se inmutó hasta el punto de
palidecer y balbucear con visible dificultad una débil excusa.

--No, señora; no vi nada. No sé quién pudo ser el matador.

--¡Oh!--afirmó doña Fernanda con vehemencia varonil--. Lo sabe usted
perfectamente. El rostro le hace traición; está usted turbado y se
delata como asesino del pobre Quirós. Ya estaba yo convencida de que el
matador no podía ser otro que usted.

Alvarez, absorto ante aquella acusación inesperada, sólo supo levantarse
del sillón, exclamando con una extrañeza que acreditaba su inocencia:

--¡Yo, señora! ¡Yo asesino! Usted no me conoce.

--Sí, usted--gritó doña Fernanda con la faz rubicunda por la cólera y
poniéndose en pie--. Salga usted inmediatamente de aquí.

Y serenándose inmediatamente dijo con una ironía cruel:

--A menos que en los presentes tiempos revolucionarios, los hombres como
usted estén autorizados para venir a turbar la paz de una casa honrada y
para insultar con su presencia a una dama respetable.

Alvarez cerró los ojos con nerviosa contracción, como si acabase de
recibir un latigazo en pleno rostro, y apretó convulsivamente sus puños.
¡Ira de Dios! ¡Por qué aquel marimacho no había de cambiarse en hombre
para tener él el gusto de pulverizarlo a golpes!

La lengua de la baronesa era demasiado expedita y sus insultos
sobradamente crueles para sufrirlos con calma; pero a pesar de esto aún
hizo Alvarez un esfuerzo y se dominó, consolándose con la idea de que se
sacrificaba por su hija.

--Señora, le ruego que se calme, por lo que usted más quiera. Yo no he
sido nunca asesino. Profesaba a Quirós un justo odio, pero para vengarme
de él acudí a medios nobles y leales, como él podría atestiguarlo si
viviese.

--¡Salga usted! ¡Salga usted ahora mismo!--repetía con tenacidad la
baronesa, que deseaba aprovechar la ocasión para librarse de su enemigo.

Sabía ya de Alvarez cuanto deseaba, y ahora quería separarse cuanto
antes de un hombre que le era odioso.

--¡Eh, señora! Yo he venido aquí por un asunto que usted seguramente
olvida. Quiero ver a mi hija, necesito darla un beso, después de una
larga separación. Es un consuelo que reclama un padre.

--Pues puede usted prepararse a consolarse por sí mismo--repuso con
insolencia la baronesa--, pues la niña no la verá usted nunca. Salga
usted..., pero con la condición de que ya nunca volverá a entrar aquí.

--¡Me arroja usted de esta casa!

--Sí, señor. Le arrojo, y si tarda usted en salir llamaré a los criados.

--Sería inútil su auxilio si yo me empeñase--dijo Alvarez con convicción
de su superioridad--. No llame usted a nadie para hacerme salir de aquí,
pues les sería difícil despacharme a viva fuerza; pero tranquilícese
usted; me voy por mi propia voluntad.

Y Alvarez, tembloroso por aquel ultraje, buscó el ros que había dejado
en el sofá, casi a tientas, pues el furor le cegaba.

Cuando ya estaba en la puerta del salón volvióse a mirar a la baronesa,
que tras una butaca y apoyando las manos en el respaldo, se erguía
enorgullecida por su triunfo. Aún sabían imponerse las gentes
privilegiadas a la canalla triunfante.

--Hace usted mal, señora, en ultrajarme de tal modo. Soy un hombre
honrado, pero cuando me tratan tan injustamente me siento capaz de todo.
Hoy no estamos en la misma situación que hace algunos meses, y yo no
tengo ya por qué ocultarme. Para algo hemos barrido la inmundicia que
ustedes habían arrojado sobre la nación. Quiero lo que es mío; quiero a
mi hija. Allá veremos quién gana al fin.

La baronesa torció ligeramente la boca con un gesto de desdén.

--¿Amenazas también?... No temo nada, caballero. Tengo amigos en la
presente situación. Hablaré con alguien que meta a usted en cintura.

Aquello dió al traste con la forzada paciencia que se imponía el
capitán. Sintió necesidad de contestar al desdén con el insulto, y
sonrió cínicamente.

--Nos veremos, hija... de Fernando VII.

El origen bastardo que enorgullecía a doña Fernanda lo recibió en esta
ocasión en su verdadero valor como un insulto, e iracunda cual una furia
avanzó algunos pasos, señalando la puerta con su rígido e imperioso
brazo.

--¡A la calle!..., ¡descamisado!

¡Oh! Ella también había encontrado el insulto supremo.

Durante algunas horas paladeó con fruición su victoria, pero por la
tarde estaba ya arrepentida de haber excitado la cólera del
revolucionario.




V

La resolución de la baronesa.


La baronesa, cada vez más arrepentida de haber excitado con su altivez
la cólera del comandante Alvarez, buscaba el medio de librarse de los
peligros que sospechaba próximos.

El revolucionario se vengaría de ella; esto era indudable para la
baronesa.

Al principio pensó en avistarse con Serrano, aquel amigo Paco, que era
para ella el ángel de salvación en la tormenta revolucionaria que
forzosamente atravesaba; impetraría su auxilio, pidiéndole que el
Gobernador de Madrid cuidase de vigilar a Alvarez para evitar que robase
a la niña.

Pero pronto se convenció de que esto era imposible. A un hombre como
Alvarez, que tantos servicios había prestado a la revolución y que era
amigo de Prim, resultaba imposible hacerle vigilar en aquella situación,
y menos aún que la autoridad intentase contra él una arbitrariedad.

Nada podía hacer su generoso amigo para salvarla de la venganza de
Alvarez. Si éste le arrebataba la niña, entonces todo lo más que la
autoridad podía hacer en su obsequio sería cumplir la ley, saliendo en
persecución del raptor, que, públicamente, no tenía derecho alguno sobre
la que realmente era su hija.

A doña Fernanda no le cabía duda alguna de que el militar procuraría
arrebatarle la niña, aunque fuese a viva fuerza, y al mismo tiempo
estaba convencida de que para nada podían servirle sus valiosas
relaciones. ¡Oh! ¡Si aquello le hubiese sucedido antes de la revolución!
¡Si algunos meses antes, aquel mismo Alvarez hubiese osado insultarla,
amenazándola con su venganza! Entonces le hubiese bastado una visita al
Ministerio, tal vez una simple tarjeta, para que al momento, y sin
alegar motivo alguno, hubiese sido arrestado el hombre que la estorbaba
y conducido después a Chafarinas o Fernando Póo, en las famosas cuerdas.

¡Qué tiempos tan villanos aquéllos de la revolución! Una persona
distinguida quedaba al nivel de las de más baja estofa y de nada le
servían las relaciones que antes le daban omnipotencia.

Convencida la baronesa de que le era imposible luchar con aquel hombre,
que tanto había despreciado, y que ahora la odiaba por recientes
ultrajes, buscó un medio de salir del atolladero.

Ella no se dejaba arrebatar la niña. Antes al contrario, parecía que la
quería más desde que el _descamisado_ pretendía aparecer como su padre y
participar de su cariño.

La baronesa, sola en aquella casa, que tantos recuerdos de familia tenía
para ella, sin otros acompañantes que la servidumbre, alejados sus
queridos consejeros, los padres jesuítas, y separada de su Ricardo,
aquel futuro santo que la enorgullecía como la honra de su familia,
sentía imperiosamente la necesidad de amar. Su carácter, seco y áspero
en la juventud, habíase modificado con la edad, como esas piedras bastas
y angulosas que el tiempo va puliendo hasta darlas una fina tersura, y
ahora, teniendo en sus brazos aquella niña de hermosa cabecita, y
escuchando su seductora charla infantil, sentíase arrastrada por
arrebatos desconocidos y por nuevas emociones, que la hacían presentir
los goces de la maternidad.

Pasó una noche terrible, agitándose nerviosamente en su lecho cada vez
que pensaba en la posibilidad de que su Marujita le fuese arrebatada, y
a la mañana siguiente había ya adoptado una resolución.

Saldría aquel mismo día de Madrid y pondría a la niña en un lugar seguro
y a cubierto de cuanto pudiese intentar su padre para apoderarse de
ella.

Recordaba que el padre Claudio, en sus últimos años de gobernar la
Compañía, deseoso de abrazar por completo la educación de la juventud
aristocrática, había fundado en varios puntos de España grandes colegios
de niñas, que dirigían religiosas francesas, peritas en esa educación
insustancial, meliflua y pedantesca, que constituye la cultura de las
hermosas elegantes que bailan en los salones.

El colegio, establecido en Valencia, bajo la advocación de Nuestra
Señora de la Saletta, era el montado más escrupulosamente y el más
estimado por el padre Claudio. La baronesa había conocido a la directora
en uno de los viajes que ésta hizo a Madrid para consultar al superior
de la Compañía, y a dicho colegio se propuso llevar a María.

Allí la educarían y la tendrían a cubierto de una asechanza de Alvarez,
si éste llegaba, a descubrir su paradero.

Además, el clima siempre benigno de Valencia sería de buen efecto para
su enfermiza sobrina, y ella, libre ya de su cuidado absorbente,
volvería a ser dueña de sus acciones, y cuando no le conviniera vivir en
aquel Madrid perturbado por la revolución marcharía a Francia para
confundirse con las personas distinguidas que estaban al lado de la
reina destronada, y volvería a tratarse íntimamente con sus queridos
padres jesuítas, los más principales de los cuales estaban establecidos
en Bayona.

A la baronesa le pareció inmejorable su idea, e inmediatamente la puso
en práctica.

A la caída de la tarde, acompañada de su sobrina, y con poco equipaje,
salió de casa en el más modesto de sus coches, y se trasladó a la
estación del Mediodía.

Había tomado con anticipación un reservado de primera clase, y en él se
colocó, extasiándose en la contemplación del asombro que producía en la
niña aquel viaje, que era el primero que realizaba.

Cuando la pequeña María se cansó de mirar a través del cristal de las
ventanillas la obscura masa de los campos agujereados de trecho en
trecho por alguna lejana luz y hubo agotado toda la curiosidad que le
producía la tibieza que se escapaba de los caloríferos del departamento,
sentóse en las rodillas de su tía, que pasaba el tiempo rezando
oraciones.

La baronesa pasó su descarnada mano por aquella cabeza ensortijada, y
como si cediese a una necesidad interior comenzó a hablarla de lo que
pensaba, sin fijarse en que se dirigía a una niña de cuatro años.

¿Sabía por qué viajaban las dos así, tan apresuradamente? Pues era por
librarla del _coco_, de un hombre malo que se llamaba Esteban Alvarez, y
que quería agarrarla a ella para llevársela al infierno.

La niña se estremecía abriendo con espanto sus ojazos, y con esa mezcla
de curiosidad y miedo que sienten los niños por los cuentos fantásticos
que les atemorizan y los deleitan, fué escuchando cuanto decía la
baronesa.

Nunca se le olvidó a la niña lo que oyó aquella noche en el interior de
un tren, que, iluminando el espacio con sus bufidos de fuego, iba
arrastrándose por las áridas llanuras de la Mancha.

--No olvidarás nunca su nombre, ¿verdad, cariño mío? Se llama Esteban
Alvarez. Cuídate de ese hombre; es el _coco_.

Claro que la niña haría esfuerzos por no olvidarse de tal nombre, y
propósitos de librarse de él en todas ocasiones. ¡Flojo bandido sería
aquel sujeto del que su tía hablaba con tanto horror! Aquella revelación
fué la primera impresión fuerte que María recibió en su vida, y en su
memoria infantil quedaron perfectamente grabadas todas las palabras.

Aquel _coco_ era el perseguidor de la familia, algo semejante a aquellos
diablos disfrazados de hombres vulgares que asediaban a los santos y los
martirizaban con los tormentos más crueles. Al difunto abuelito, el
conde de Baselga, le había acarreado la muerte (primer movimiento de
espanto en la niña), al papá lo había muerto de un tiro en medio de la
calle, cuando ella aún casi estaba en la cuna (nuevo terror de María que
se sentía próxima a llorar), y había sido después el verdugo de la mamá
Enriqueta, pues ésta había perecido víctima del terror que la inspiraba
aquel ser infernal.

La niña se abrazaba a su tía furiosamente, como si sintiera a sus
espaldas las manos del monstruo, ansioso de apoderarse de ella, y tanto
era su terror, que ni aun se atrevía a llorar, como si presumiera que
sus suspiros podían atraer al cruel perseguidor.

Pero su miedo aún iba en aumento, escuchando a la tía, que no parecía
cansarse en inculcar en aquella criatura el odio y la repugnancia a
Alvarez.

Iba a llevarla a un lugar donde estaría cuidada por unas buenas señoras,
unas santas, y donde tendría por compañeras a muchas niñas elegantes y
bien educadas, que la querrían mucho. Allí viviría muy bien, sería
feliz, y su única preocupación debía ser guardarse mucho de aquel
monstruo horrible, que tal vez fuese a buscarla en el mismo colegio,
intentando apoderarse de ella.

María se durmió pensando en aquel colegio donde su vida iba a deslizarse
tan feliz. Pero su sueño fué intranquilo, pues varias veces se agitó
convulsa, con suspiros de terror, creyendo ver a aquel hombre terrible,
a quien no conocía, y que se le imaginaba con la misma horrorosa y
repugnante catadura de los diablos pintados en las estampas de San
Antonio.

El mismo día de su llegada a Valencia, la niña entró en el colegio de
Nuestra Señora de la Saletta, y aún permaneció la baronesa más de una
semana en la ciudad, ocupada en arreglar a María el equipaje de
colegiala.

Las buenas madres recibieron a la baronesa con grandes muestras de
cariño. Sabían el aprecio en que la tenía la alta dirección de la Orden
por sus servicios, y acosábanla a todas horas, con esa cortesía pegajosa
que las gentes religiosas tributan a los poderosos.

La niña no tenía la edad reglamentaria para ser admitida en el colegio,
pero su ingreso fué asunto indiscutible, en gracia de los méritos de su
tía, lo que llenó a ésta de gran satisfacción.

Doña Fernanda no ocultó a las religiosas el motivo que la obligaba a
llevar su sobrina a aquel retiro, y las fué enterando minuciosamente de
la historia de Alvarez y Enriqueta, hablando con tanta franqueza como si
estuviera confesando con su director espiritual, y no experimentando
ningún rubor en darlas a entender--aunque con términos velados--aquella
debilidad de su hermana, que hubiera ella misma desmentido enérgicamente
a oírla en boca de otro. La fanática señora sentía tal atracción en
presencia de toda persona dedicada a la religión, y en especial si
pertenecía a la Compañía de Jesús, que no vacilaba en revelar los mismos
secretos que después la ruborizaban o lastimaban su orgullo al
recordarlos a solas.

Ella les decía todo aquello a las buenas madres para que viviesen
prevenidas y alerta, no dejándose sorprender por el infame Alvarez. No
sabían ellas bien qué clase de hombre era éste. Si llegaba a apercibirse
de que la niña estaba allí, era aquel descamisado muy capaz de pegarle
fuego al colegio para robar a María.

Y la baronesa iba amontonando cuantos detalles horribles la sugería su
imaginación, para hacer el retrato de su enemigo, asustando al mismo
tiempo a aquellas religiosas francesas, que se figuraban al
revolucionario como un monstruo apocalíptico, capaz de engullírselas a
todas.

La niña, con todo el valioso y abundante ajuar comprado por la baronesa,
quedó mezclada entre más de cien niñas y encerrada en aquel gran caserón
de bonitas rejas y muros de un gris claro que estaba al extremo de la
ciudad en el barrio más tranquilo y aristocrático, con una de sus
fachadas próxima al río, y la otra, más pequeña y humilde, que servía de
entrada, al extremo de un solitario callejón, que parecía aislar el
establecimiento del ruido del mundo.

María, encantada por la animación infantil del colegio, y recordando con
cierto horror la quietud monástica de su casa de Madrid, no mostró, gran
pesar cuando la baronesa se despidió de ella.

Ya estaba libre doña Fernanda, ya no se vería obligada a vivir en Madrid
tragando bilis con la indignación que la producían las manifestaciones
del populacho, ni tendría que sufrir más visitas de aquel audaz militar
que la había insultado en vista de su insolente altivez.

Al prestigio religioso y político de la baronesa no le venía mal
desempeñar, aunque sólo fuera por poco tiempo y de mentirijillas, el
papel de víctima de la grosería revolucionaria, y con este objeto
marchó a París a presentarse en el palacio Basilescki, donde vivía la
desterrada Isabel II. Adhirióse a aquella mezquina corte de agradecidos,
que se disgregaba y empequeñecía conforme se alejaba la posibilidad de
una restauración, y tuvo ocasión de lamentarse, como los otros, de la
maldad triunfante, pintándose poco menos que una María Stuardo,
fugitiva, por no sufrir la venganza de la canalla revolucionaria, que
conocía bien su entusiasmo monárquico y religioso.

Viviendo unas veces en París al lado de la reina destronada y otras en
Bayona, reanimando su trato con los principales jesuítas españoles, pasó
doña Fernanda más de un año. Su hermano Ricardo apenas si la veía, cada
vez más entregado a su vida de aislamiento ascético y de piadosas
extravagancias, y el padre Tomás permanecía en Roma largas temporadas, o
entraba en España con todo el aspecto de un sacerdote pobre y vulgar,
para hacer excursiones, especialmente por Navarra y las Vascongadas. El
objeto de estos viajes era un secreto hasta para los individuos de la
Orden; pero la baronesa esperaba muy buenas cosas de ellos, al ver cómo
sonreían maliciosamente los más altos jesuítas al hablar de su superior
ausente.

En cuanto al padre Felipe, su antiguo director espiritual, encontrábalo
la baronesa poco menos que desconocido. El pobre no podía amoldarse a
aquella emigración forzosa que le tenía oscurecido y anulado. El
recuerdo de sus buenos tiempos de Madrid, cuando se lo disputaban las
más aristocráticas beatas, y la indiferencia y frialdad que le rodeaba
ahora en Bayona, donde la amistad le era imposible a causa del
irreconciliable odio que se tenían él y la lengua francesa, habían dado
al traste con su buen humor de bruto feliz, y el robusto padre
languidecía y adelgazaba, no quedándole bríos más que para maldecir
aquella _cochina revolución_ que le había abierto la tumba, obligándole
a abandonar el campo de sus glorias.

Doña Fernanda permaneció en Francia hasta el asesinato de Prim y la
entrada de Amadeo de Saboya en España.

Estos sucesos causaron en ella bastante impresión. Muerto Prim y sentado
en el trono de España un rey, aunque no legítimo para ella, parecíale
con sobrada razón a la fanática baronesa que el espíritu revolucionario
se había extinguido en gran parte y que ya podían volver a su patria las
_personas decentes_ a quienes aterraba el despertar del pueblo.

La baronesa volvió a Madrid, y tuvo la satisfacción de ser recibida por
sus amigos y cofrades como un personaje político de gran importancia.
Venía de París, había vivido al lado de la reina, y esto era suficiente
para que la recibiese con el respeto que se tributa al depositado de
importantes secretos toda aquella aristocracia que, por odio a la
revolución de la que se reía ya como de un león con las garras cortadas
y los dientes arrancados, hacía manifestaciones de chulería, que ella
creía españolismo, para amedrentar a la dinastía saboyana, sostenida por
los progresistas.

Doña Fernanda, aunque su carácter y aficiones la alejaban de
manifestaciones bulliciosas ideadas por la juventud, tomó parte
importantísima en organizar la protesta pacífica y desdeñosa que la
aristocracia hizo en el paseo de la Castellana, presentándose las damas
con la tradicional mantilla blanca y la manolesca peineta, para echar en
cara a la reina Victoria su condición de extranjera. La baronesa fué
también de las manifestantas, pues rompiendo con sus costumbres devotas,
enemigas de mundana ostentación, presentóse en elegante carruaje, y
hecha un mamarracho, con la deslumbrante mantilla sombreando su
rubicundo rostro y acompañada de dos jovencitas, hijas de un magistrado
del Supremo, que por ser viudo y gran amigo de doña Fernanda, rogaba a
ésta muchas veces que se encargara de la dirección de las niñas.

Pero esta clase de manifestaciones políticas que a pesar de su inocencia
preocupaban algo al sencillote gobierno de Amadeo, sólo apartaron por
pocos días a la baronesa de sus favoritas ocupaciones. Las asociaciones
piadosas habían vuelto a ponerse tan en auge como en tiempo de los
Borbones; todos los enemigos de la situación se agrupaban en las
cofradías para hacer algo contra lo existente, aunque sin comprometerse
mucho, y la baronesa se sentía feliz al ser considerada como un
personaje importante, como una madama Roland de la buena causa en
aquellas juntas de la sociedad de San Vicente de Paúl, donde se veían
pocas sotanas, a pesar de lo cual respirábase en el ambiente un marcado
olor de jesuitismo.

Nunca tuvo en su vida la baronesa época de más actividad y
satisfacciones que aquélla. Su nombre rodaba incesantemente por los
periódicos afectos al antiguo régimen; toda la aristócrata femenina la
consideraba como su jefe natural e indiscutible; los hombres importantes
de la pasada situación, los generales isabelinos por una parte; y por
otra, los diputados carlistas, la trataban casi como un colega: el padre
Tomás, unas veces desde Roma, y otras oculto en Madrid, en ignorado
lugar, la escribía dándole instrucciones y consejos, y hasta un día, su
satisfacción llegó al colmo, recibiendo un autógrafo de doña Isabel, en
el cual daba las gracias a su "querida Fernandita" por los grandes y
valiosos servicios que estaba prestando a la causa de la restauración.

La baronesa, halagada por el incienso que la tributaban los suyos, y
ebria por el orgullo que le producían tantas distinciones, llegó a
ilusionarse sobre su propio poder y hasta se avergonzó del miedo que en
otro tiempo le habían producido las turbas populares. ¡Valiente tropel
de piojosos!

Ahora todo estaba tranquilo aunque sólo fuera en apariencia. Los
republicanos se agitaban sordamente y querían derribar aquel trono
ocupado por un advenedizo, pero los progresistas, convertidos en
perfectos gubernamentales, no les permitían el menor desahogo y la
reacción iba levantando la cabeza al no ver triunfantes y libres
aquellas masas que tanto miedo le inspiraban.

Cuando doña Fernanda volvió de Francia aun le inspiraba algún cuidado la
posibilidad de encontrar en Madrid a Esteban Alvarez, aquel monstruo
_descamisado_, como ella decía, sin duda para no confundirle con los
monstruos de la naturaleza que deben vivir abundantes en punto a ropa
interior.

Pasó el tiempo sin que encontrase en parte alguna al odiado perseguidor,
y esto, en vez de tranquilizarla, excitó su curiosidad, por lo que hizo
cuanto pudo para enterarse de la suerte de Alvarez.

No tardó en saber la verdad. Este, cada vez más divorciado con los que
monopolizaban la revolución, y más afecto al partido republicano, había
tomado parte activa en la preparación del alzamiento federal de 1869. Al
dirigirse a una provincia de Castilla la Vieja para sublevarla, había
sido detenido, y estuvo preso algunos meses, hasta que por fin, Prim,
pocos días antes de morir, lo había puesto en libertad volviendo a
ingresarlo en el ejército. El célebre general no podía olvidar los
servicios que le había prestado; y aunque hablaba en público pestes de
aquel _iluso demagogo_, complacíase en favorecerle secretamente, aunque
cuidando de que el interesado no se enterara de dónde procedía tal
protección.

El fué también de los militares que, negándose a jurar fidelidad a
Amadeo, fueron dados de baja en el ejército, y desde entonces, Alvarez,
sin otros medios de vida que su pluma, llevó la vida agitada del
periodista y conspirador.

La baronesa tropezaba a cada paso con su nombre en las columnas de los
periódicos, y leía con complacencia los ataques que le dirigían los
órganos de la situación y los reaccionarios. Juntábase al odio
político, la antipatía que profesaba ella a aquel hombre, el cual
parecía en su concepto inspirado por el diablo según la actividad que
desarrollaba al combatir la monarquía, la Iglesia y todo cuanto
representaba el mundo viejo.

Un día leía la reseña de un _meeting_ que Alvarez había organizado en
provincias, para protestar contra lo existente y a la mañana siguiente
tropezaba con la noticia de que la policía había detenido a Alvarez como
sospechoso de conspiración o andaba en su busca.

Algunas veces era en el mismo Madrid, donde brillaba el revolucionario
con su propaganda intransigente, y una tarde, el carruaje de la baronesa
hubo de detenerse en la calle de Alcalá, para dejar pasar a una inmensa
masa que salía de un _meeting_ republicano, y al frente de la cual iba
Alvarez casi llevado en triunfo.

Aterraba a la baronesa el gran poderío que su enemigo parecía poseer
sobre aquellas masas, a las que ella en algunos momentos despreciaba,
pero a las que también temía mucho, y lo único que lograba darle cierto
consuelo era la seguridad de que la República era una utopía, y de que
Alvarez no haría carrera. ¡Bah!... Aquel bandido tenía que parar al fin
en ser fusilado.

Además, alegrábase pensando que mientras Alvarez estuviese envuelto en
el torbellino de la agitación revolucionaria, no se le ocurriría ir en
busca de su hija, ni intentaría apoderarse de ella. Ya tenía buen
cuidado la baronesa, cuando aprovechando un descanso en sus ocupaciones
marchaba a Valencia a ver a su sobrina, de preguntar a las buenas
madres, si se había presentado en el colegio el hombre terrible, al cual
odiaban ahora por su propia cuenta las religiosas, a causa de su
propaganda anticatólica.

Doña Fernanda indignábase cada vez que pensaba que había sido amante de
su hermana y mezclado su sangre con la de la familia aquel demagogo del
que oía hablar con horror en los salones... ¡Un hombre que predicaba la
guerra a la Iglesia, por ser ésta el eterno obstáculo de la libertad!

Aquel Alvarez era un verdadero castigo que Dios había enviado a la noble
familia de la baronesa. ¡Aun había de verse cómo cualquier día lo
fusilarían!

La baronesa se alegró cuando supo la última hazaña de su enemigo. Los
republicanos, como si presintiesen que Amadeo iba a abandonar el trono
de España, y quisieran acelerar su caída, acababan de intentar un
pronunciamiento nacional que, por falta de organización, habíase
reducido al levantamiento de numerosas partidas.

Alvarez mandaba algunas de éstas en los montes de Cataluña, y se hacía
notar como guerrillero audaz y afortunado. La mayor parte de las
partidas habían sido disueltas por las tropas del Gobierno, y él, a
pesar de que tenía en su persecución fuerzas aplastantes por su número,
seguía sosteniéndose y aun encontraba medios de escarmentar de vez en
cuando a sus enemigos.

La baronesa estuvo leyendo durante algunos meses en la Prensa noticias
en que se daba cuenta de la tenaz resistencia de aquel demagogo, y, al
fin, supo con dolor que, aunque sus fuerzas habían sido dispersadas, el
cabecilla se había puesto a salvo pasando la frontera. ¡Vaya una suerte
la de aquel bandido! Sin duda tenía empeño en no darle gusto a la
baronesa dejándose fusilar.

Por algún tiempo no oyó doña Fernanda mentar el nombre de Alvarez. Sólo
en las reuniones populares se hablaba de él como de un modelo de
revolucionarios, y algunas veces, la Prensa gubernamental dedicaba
gacetillas desdeñosas o burlescas a los manifiestos y artículos que
Alvarez enviaba desde la emigración a los periódicos del partido.

Pero el trueno gordo, el golpe político que parecía imposible y absurdo
a la baronesa y a las gentes de su clase, estalló cuando menos se
esperaba.

Amadeo, de la noche a la mañana, en un arranque sorprendente de fastidio
y de impotencia, abandonó el trono, y la República quedó proclamada en
la noche del 11 de febrero.

¡La República en España!... ¡El gobierno de los descamisados en la
nación de San Fernando y de otras reyes más o menos celestiales!...
Aquello sí que era cosa de echar a correr.

Y la baronesa, pensando así, no aguardó mucho para poner pies en
polvorosa con dirección a París, a aquel palacio Basilescki, donde
estaba la legitimidad representada por la reina destronada.

No quería permanecer en Madrid, a merced de Alvarez, que ahora sería
omnipotente. ¡Quién sabe lo que era capaz de hacer contra ella aquel
malvado!

Alvarez no tardaría en ser diputado, quizás ministro, y no era racional
permanecer quieta en un punto adonde pudiesen llegar sus iras.

Doña Fernanda, en la emigración dorada y cómoda que sufría, dábase
mayores aires de víctima que nunca, y en las tertulias de la soberana
destronada, hablaba a todas horas de su terrible perseguidor, de aquel
Alvarez, del cual contaba embrolladas historias para justificar el odio
que la tenía.

Para ella, la República con todos sus programas terroríficos para la
clase aristocrática, y las personalidades odiadas de los hombres que
iban ocupando la presidencia del Gobierno, simbolizábanse en la persona
de Alvarez, sobre el cual descargaba todo el caudal de maldiciones que
la sugerían su odio particular y su indignación de monárquica ferviente.

En su concepto, Alvarez era el autor de cuanto malo ocurría en España, y
un día que leyó en la Prensa de Madrid el resumen de un discurso suyo,
que respiraba ateísmo en todas sus expresiones, arrojó el periódico al
suelo, lo pateó, y no quedó contenta hasta que lo hubo llenado de
salivazos.

Lo que más extrañeza causaba a doña Fernanda era la encasa
representación oficial de aquel hombre que antes tanto había trabajado
por el advenimiento de la República. Brillaba en las Cortes como
diputado fogoso y director de un grupo de la extrema izquierda, y en uno
de los primeros gabinetes de la República, había desempeñado
interinamente y casi por compromiso, un cargo importante en el
ministerio de la Guerra. Pero no pasaba de ahí, y aunque su nombre era
de los más sonados y populares, no adquiría ningún alto puesto, ni
entraba a formar parte de la gobernación de la República.

Pronto tuvo la baronesa la clave del misterio, a causa de la atención
con que seguía en la Prensa la marcha del nuevo Gobierno.

Alvarez no estaba conforme con aquella República. Le resultaba una
especie de interinidad monárquica a causa de su lentitud en las reformas
y de su parsimonia en punto a medidas revolucionarias. Federal, antes
que republicano, veía con malos ojos cómo la República, con timideces
inexplicables, mantenía el régimen unitario y centralizador de la
monarquía, y aunque no era de los levantiscos, que, haciendo caso omiso
de las circunstancias, fomentaban el movimiento cantonal, tampoco estaba
con el Gobierno, al que combatía por su prudencia, hija de la falta de
valor.

Aquello hizo llegar a su grado máximo el asombro y la indignación de la
escandalizada baronesa.

¿Tenía ya su República... y aún quería más aquel feroz descamisado?

¡Dios mío!... Parecerle aún conservadora aquella República de gentes
que no creían en Dios!... ¡De qué cosas tan horrendas sería partidario
el antiguo amante de su hermana!

Y doña Fernanda, a pesar de hallarse en lugar seguro, se estremecía de
horror recordando que aquel hombre había estado sentado en su salón y al
lado de ella.

De buena se había librado. Un hombre así, sólo debía hallarse a sus
anchas después de beberse una ración de sangre azul.




VI

El Colegio de Nuestra Señora de la Saletta.


A la semana de encontrarse Marujita Quirós en el colegio de Valencia,
encontraba muy agradable su nueva vida.

Ella, que se pasaba las horas enteras al lado de su aya, en la casa de
Madrid, escuchando con aire estúpido la conversación monótona propia de
una vieja, o que había limitado todos sus juegos a los que le
proporcionaba alguna burda criada, y esto a espaldas de la señora
baronesa, que, llevada de sus preocupaciones, condenábala a eterna
inmovilidad, no podía menos de alegrarse con aquella nueva vida que se
deslizaba en perpetua animación, en continuo bullicio en medio de un
centenar de niñas, que, por ser mayores que ella y notar la gran
predilección que le tenían las buenas madres, tratábanla como el _bebé_
de la casa, asediándola con cuidados y tiernas atenciones.

María encontraba muy hermosa su vida. Levantábase a las seis en verano y
a las siete en invierno, bajaba a la capilla a oír misa y rezar a coro
las oraciones, tomaba el eterno desayuno de chocolate con migas;
entraban después en las diferentes clases, comían a las doce, jugaban
después en el patio de recreo hasta las dos, volvían otra vez a sus
trabajos hasta las seis, hora en que reaparecía el juego, pasando el
restante tiempo hasta las nueve, hora de acostarse, en cenar y rezar
oraciones. En las tardes de los jueves y domingos las colegialas,
formadas en parejas y vigiladas por dos de las maestras más respetables
salían a paseo por los alrededores más tranquilos de la ciudad.

La niña era tan tímida en los primeros días, parecíale el colegio tan
inmenso, que no se atrevía a moverse del punto donde la dejaban sus
maestras, como si creyera perderse en aquellas habitaciones, que le
parecían inmensas, y que apenas si se decidía a recorrer con su paso
vacilante, que le valía entre sus compañeras el inocente apodo de
_patito gracioso_. Pero poco a poco fué creciendo en audacia hasta
convertirse en la más corretona del colegio. Aquel edificio era para
ella un mundo desconocido, que necesitaba de continua y arriesgada
exploración; y la niña, aprovechándose de la libertad en que la dejaban
a causa de su pequeñez, y valiéndosede su inocencia graciosa que la
libraba de castigos, se escapaba de la sala de estudios o de labores al
primer descuido de la buena madre, que la tenía cerca de ella,
acariciándola; y después que la mayor parte del personal del colegio
poníase en movimiento para buscarla, encontrábanla en la terraza del
edificio jugando con las flores de las enredaderas o en las más
apartadas habitaciones del piso bajo que servían de guardamuebles,
escondida tras un rollo de esteras, o alineando cacharros viejos con una
fiereza de muchacha terca.

Aquella vida común con niñas de su misma edad había dejado al
descubierto el carácter de María. Era enérgica, voluntariosa y de genio
independiente; sentía animadversión a toda clase de trabas y le gustaba
desobedecer a las buenas madres. Su tía era la única persona a quien
temía, y en ausencia de ella le gustaba hacer por completo su voluntad.

Sus travesuras, sus infantiles rebeliones, en vez de ofender a las
buenas madres, hacían gracia a todo el colegio. María era la niña mimada
de aquella infantil comunidad.

Todas las colegialas le trataban con igual predilección, disputándosela
como un objeto precioso. Las de once o doce años, muchachas altas y
pálidas por un repentino crecimiento, con un metro de piernas y un palmo
de cintura, que movían sus faldas como si éstas vistiesen a un palo, se
pasaban a Marujita de mano en mano en las horas de recreo, meciéndola y
arreglando sus ropas cual si fuese un bebé automático de los que gritan
_papá_ y _mamá_; las señoritas, las que sólo les faltaba un año para
salir del colegio y aborrecían de muerte el uniforme que las ponía feas,
borrando sus nacientes y seductoras curvas, reíanse con ella al oírla
repetir con aplomo imperturbable las malicias que le decían al oído; y
en cuanto a las pequeñas, las de ocho o nueve años, constituían la
eterna corte de aquel monigote adorado, que parecía llenar todo el
colegio. Estas mujercillas en miniatura, mofletudas, con formas
esféricas, que hacían reír, y con la boca todavía arruinada por la caída
de los primeros dientes, quitaban golosinas de la cocina para dárselas,
llamábanla aparte para hacerle regalo de sus tesoros, algunos botones y
retales de seda recogidos en sus casas en los días de salida, o se
disputaban por vestirla y desnudarla en el dormitorio, cuya mejor cama
ocupaba siempre María. Hasta había una de aquellas colegialitas que se
envanecía con la misión de saltar de su cama, en las noches más frías,
para darle el orinal a la maliciosa mocosuela, que correspondía a tantos
mimos con caprichos y rabietas de reina absoluta.

Aquella adoración continua de que era objeto la niña, resultaba hija del
cariño que la tenían; pero entraba también por mucho la consideración de
que con el tiempo sería condesa y brillaría entre La aristocracia de
Madrid, perspectiva que turbaba y envanecía a aquellas niñas,
pertenecientes en su mayor parte a esa burguesía, que constituye la
aristocracia del dinero y que a pesar de sarcasmos y humillaciones,
encuentra muy grato rozarse con la misma nobleza que antes ha criticado.
Por más que resulte extraño, las preocupaciones sociales alcanzan hasta
la niñez, y no son esos pequeños seres, tan candorosos e inocentes en
muchas cosas, los que más exentos están de la influencia de la vanidad.

Fué creciendo la niña, encerrada en aquel colegio, y aumentando su
travesura, que causaba siempre muy buen efecto en las tolerantes
religiosas.

Cuando en las tardes de los jueves y domingos, María salía a paseo en la
sección de las pequeñas, como éstas iban formadas por orden de
estaturas, ella marchaba al frente, en el centro de la primera pareja,
llamando la atención por su pequeñez y por aquel aire decidido y
gracioso con que miraba a los transeúntes. Muchas veces tenían que
reprenderla por sus travesuras las religiosas encargadas de la
vigilancia; pero una sonrisa de la niña, lograba desarmar inmediatamente
su indignación.

Sólo había un medio para que las buenas madres lograsen aquietar a aquel
diablillo imponiéndole un poco de calma.

Cuando más rebelde se mostraba y con más tenacidad desobedecía a las
maestras, bastaba llamarla y decirla al oído que iban a llamar a
Alvarez, para que inmediatamente se pintara en su rostro una expresión
de terror y permaneciera quieta todo el tiempo que la permitía su afán
por agitarse y molestar a los demás.

Aquello suponía, para la niña, la llegada del coco, y tanto era el miedo
que profesaba al Alvarez desconocido, que muchas veces permanecía
quieta, no atreviéndose a subir a la terraza, ni a bajar a los cuartos
solitarios, temiendo que se le apareciera el monstruo horrible al que
tanto temía la baronesa.

La infeliz crecía odiando cada vez más al que era su padre, y si alguna
vez pensaba en la posibilidad de encontrar en el porvenir a aquel don
Esteban Alvarez, estremecíase de horror como el preso que piensa en la
posibilidad de ser condenado a muerte.

No; ella no encontraría nunca a tal monstruo. Le rogaría al buen Dios de
que le hablaban las religiosas y al Santo Ángel de la Guarda que
apartase siempre de su paso a tan terrible malvado, y su súplica sería
atendida.

Esto era lo único que la consolaba, produciéndola gran tranquilidad.

Creció en aquel convento, sin que ocurriera en su vida otro accidente
notable que los quince días que hubo de pasar fuera de Valencia, en un
pueblo de la huerta, a causa del bombardeo que sufría la ciudad
levantada en cantón contra el Gobierno de la República, a semejanza de
otros puntos de España.

Las vida campestre, y no exenta de necesidades, que llevaron durante
aquellos días las religiosas y las pocas alumnas a quienes sus
familiares no habían sacado del colegio, divirtió bastante a María, que
no creía en una existencia más allá de los muros del establecimiento de
la Saletta.

La vida reglamentaria y monótona del colegio borró en poco tiempo las
aficiones adquiridas en aquel corto período de aire libre y agitación
campestre, y cuando ya tenía cerca de nueve años y comenzaba a
considerar al coco de Alvarez como un ser fantástico inventado por la
baronesa y las religiosas para hacerle miedo, encontróse con aquel
hombre terrible en el despacho de la directora.




VII

La primera época de colegiala.


Ya sabemos de qué modo Esteban Alvarez vió a su hija en el convento de
Nuestra Señora de la Saletta y cómo le recibió la asustada María.

Fugitivo de Madrid, después del golpe de Estado del 3 de enero, detúvose
algunas horas en Valencia, y dejando en su hospedaje a Perico, el fiel
compañero de aventuras políticas, fué al colegio a ver a aquella niña,
cuyo recuerdo no le había abandonado en ninguna circunstancia.

Sabía de mucho tiempo antes el lugar adonde la baronesa había llevado a
su sobrina para evitar que él pudiese verla, y desde entonces había
formado el propósito de ir en busca de María; pero la vida de continua
agitación y no menos zozobra que le hacían llevar las difíciles
circunstancias por que atravesaba la República, impidiéronle cumplir
este deseo, que únicamente pudo realizar cuando, en vez de ser poderoso
y respetado, veíase convertido en un fugitivo sobre el que sus enemigos
podían cebarse.

Terribles impresiones había experimentado Alvarez en su vida agitada y
aventurera; muchas veces se había visto a dos pasos de la muerte y sabía
cómo era esa angustia terrible que se experimenta al sentir próximo el
fin de la vida; pero, a pesar de esto, llegó al _summum_ del dolor
cuando contempló a su hija asustada en su presencia, como si estuviera
enfrente de un verdugo y temblando de pies a cabeza.

Terminó aquella violenta escena del modo que ya sabemos, y si
terriblemente emocionado salió del colegio el infeliz padre, no fué
menor la impresión experimentada por la niña en tal entrevista.

A pesar de que para ella pasaban los sucesos como vistas de linterna
mágica, difuminándose y perdiéndose el recuerdo con la misma prontitud
que las fantasmagorías, la huella de aquella escena se conservó fresca y
en relieve en su memoria durante mucho tiempo.

Por fin había visto al monstruo, a aquel hombre terrible que tanto miedo
le causaba a su tía la baronesa.

Cuando recordaba sus ojos llameantes por la indignación, su rostro
congestionado por la ira y las iracundas palabras que con ademán
amenazador arrojaba a la directora y al padre Tomás, la niña se
estremecía, comprendiendo lo justificado del miedo que todos parecían
tener a aquel gran diablazo, enemigo de Dios.

Pero había algo en tal escena que preocupaba a la niña y la hacía dudar,
sobre la maldad de aquel hombre: era el cariño, la ternura que la había
demostrado.

Intentó besarla, estrecharla entre sus brazos con un enternecimiento
visible... pero, ¡bah! Ella, a pesar de su poca malicia, adivinaba lo
que tales manifestaciones podían significar. Quería halagarla con su
dulzura, para así arrebatarla mejor, llevándosela lejos, muy lejos del
colegio y de las buenas madres, a sus antros horribles, donde perpetraba
seguramente toda clase de maldades. Pero... había hecho algo más que
ella ya no podía explicarse tan fácilmente.

Aquellas miradas tristes que Alvarez le dirigió al verse obligado a
retirarse; sus palabras, que demostraban un cariño melancólico y
profundo; su sincero dolor al despedirse, sin atreverse a daría un beso,
en vista de su resistencia, eran recuerdos que conmovían a la niña
sumiéndola en dudas interminables.

Además, ¿por qué la había llamado tantas veces hija mía? ¿Por qué le
había dicho que era su padre en presencia de la directora y del
sacerdote, que callaban en aquel instante?

La niña tuvo motivo para entregarse a vastas e interminables
reflexiones.

Después del suceso, las más principales de sus maestras le habían
hablado de aquella escena, procurando excitar en la niña la
animadversión al monstruo, que venía a perseguirla hasta en aquel santo
lugar de recogimiento.

María oía y callaba, como poseída todavía del pavor experimentado al
verse frente a aquel hombre; pero en realidad, su silencioso obedecía a
la confusión que en su cerebro infantil producía la gran discordancia
por ella notada entre el exterior simpático de Alvarez, demostrando un
dolor sincero al verse rechazado por la niña, y los horrores que a ella
le habían contado de tal hombre.

Un auxiliar de las religiosas, en la tarea de ennegrecer el recuerdo del
hombre que había pasado por el colegio como una tempestad de ternura y
justa indignación, fué el padre Tomás, aquel sacerdote humilde y siempre
sonriente, que ciertas épocas aparecía ante los ojos de la colegiala
para desaparecer inesperadamente, dejando vacía la sala que ocupaba en
el establecimiento, contigua a las habitaciones de la directora.

La época revolucionaria, el tiempo transcurrido entre la revolución de
septiembre y la caída de la República, fué para el poderoso jesuíta el
período de más agitación en su vida. Nunca había trabajado tanto en
favor de los intereses políticos, a cuya sombra podía volver la Compañía
a gozar de su antigua omnipotencia.

Entraba el padre Tomás de incógnito en España, afectando el exterior
humilde y encogido de un sacerdote pobre. Se le vió en las provincias
del Norte poco antes del levantamiento carlista; viajaba después por el
antiguo reino de Aragón, teniendo su cuartel general en Valencia, desde
donde escribía a los caudillos de las hordas absolutistas que pululaban
por el Centro, y algunas veces iba a Madrid, aun a riesgo de ser
conocido, para fomentar con consejos y grandes cantidades de dinero las
tentativas liberticidas que se preparaban contra la República, y que
fracasaban sin que el jesuíta experimentara gran contrariedad El fruto,
en su opinión, no estaba maduro todavía, pero no tardaría mucho en caer.

Jugaba con dos barajas el poderoso jesuíta, según su propia expresión; y
al mismo tiempo que favorecía a los carlistas, alentaba a los elementos
que conspiraban contra la República, para restaurar en el trono a la
dinastía caída, en la persona del hijo de Isabel II.

Había apoyado con sus poderosos medios el levantamiento carlista en su
primera época, ganoso de crear obstáculos a la revolución y debilitarla
con una continua lucha; pero al caer la República, después del golpe del
3 de enero, ya no era de la misma opinión, y empleaba la fuerza de la
Compañía en proteger la restauración alfonsina, pues a su fino olfato
jesuítico no se escapaba que por esta parte avanzaba la fortuna y el
éxito.

De aquí que la noticia del golpe de Estado del 3 de enero, al
sorprenderle en Valencia, le proporcionara una inmensa alegría. Ya
comenzaban a marchar bien los negocios de la Orden. Ahora, que triunfase
don Carlos o quedara victoriosa la restauración alfonsina que todos
veían próxima, la Compañía de Jesús resultaría siempre gananciosa, pues
podría regresar a España con la faz descubierta a reanudar sus antiguos
negocios.

La presencia de Alvarez en el colegio de la Saletta no logró turbar su
gozo, pero le hizo recordar el importantísimo negocio planteado por su
antecesor, el padre Claudio. Había que terminar su obra, apoderándose de
la mitad de la fortuna de Baselga, de que era poseedora aquella niña.

Ahora que la Compañía, en virtud de los sucesos políticos, iba a entrar
otra vez de lleno en el goce de su antiguo poder, convenía conquistar
aquellos millones, que eran el complemento de la gran cantidad cedida a
la Orden por el fanático padre Ricardo, el tío de María.

El único obstáculo que en el porvenir podía ofrecerse a la realización
de tal plan, era Esteban Alvarez, aquel hombre que conocía el móvil que
guiaba a la Compañía al inmiscuirse de tal modo en los asuntos de la
familia Baselga, y que algún día podía llegar hasta María para
convencerla de que era su padre, y librarla, con sus consejos y su
apoyo, de las pérfidas seducciones de los jesuítas.

Sabía el padre Tomás que Alvarez no podría nunca volver a España, pues
la Orden se encargaría de hacer imposible su regreso, sacando del olvido
los procesos que se le habían formado por ciertos actos de necesaria
violencia cometidos en su época de guerrillero republicano; pero, cauto
y previsor siempre el poderoso jesuíta, por si acaso el emigrado, en un
rasgo de audacia, se presentaba ante su hija, procuró aumentar en ésta
el odio a su padre, y ayudó a las religiosas en la tarea de pintar a
Alvarez como un horrendo monstruo.

María se vió, por algunos días, tratada con gran amabilidad por el padre
Tomás, que hasta entonces sólo había acogido a la colegialita con frías
sonrisas.

La sermoneó, pintándola con negros colores el carácter de aquel hombre
que, arrastrado por una locura criminal decía ser su padre, y la
perseguía; y cuando la niña mostraba más terror, él la tranquilizó,
asegurándola que en todas ocasiones le tendría a él y a su tía la
baronesa, para protegerla.

No tardó María en olvidar aquella escena. La dulce monotonía del colegio
era como una esponja que, pasando sobre su memoria, borraba todos los
recuerdos no relacionados con la vida íntima del establecimiento.

La niña creció, marcándose cada vez más en ella un carácter voluntarioso
y enérgico y un afán de movimiento y de bullicio propios de un cuerpo
henchido de vida y por el cual circulaba una sangre rica y fuerte.

Aquel diablillo con faldas, al crecer, había adquirido gustos de
muchacho, y estaba reñida eternamente con la tranquilidad y el
recogimiento.

No podía permanecer quieta en la sala de estudios, y apenas la hermana
vigilante dejaba de tener en ella fijos los ojos, cazaba moscas para
dejarlas volar después de colocarlas en la parte posterior trompetillas
de papel, o se escurría bajo los bancos para pellizcarle las
pantorrillas a alguna compañera que gozaba de fama de tonta y paciente.
En la sala de labores, al menor descuido, escondía los trabajos de una o
deshacía la bordados de otra, y hasta un día, en unión de dos amiguitas
que constituían con ella la banda de las traviesas, se atrevió a poner
alfileres de punta en el sillón que solía ocupar la segunda directora
cuando vigilaba personalmente los trabajos de las alumnas.

Sus libros eran siempre los más sucios y rotos que se veían en el
colegio; sus manos estaban siempre afeadas por cortes y rasguños que se
hacía introduciéndose en los más obscuros rincones del edificio o
intentando subir a los desvanes; y, a pesar de que la baronesa era en
extremo generosa, y con frecuencia enviaba dinero a la directora para
que repusiera el ajuar de su sobrina, ésta se presentaba siempre rota,
polvorienta y como haciendo gala de su desprecio hacia los trapos que
tanto cuidaban las compañeras.

Un vestido le duraba una semana; profesaba un horror sagrado al coser y
demás labores de su sexo; las hermanas vigilantas habían de sostener con
ella diarias batallas para obligarla a que peinase sus hermosos
cabellos, siempre abandonados y flotantes; y muchas veces encontraban
que su cama no había sido removida en una semana, pues mientras sus
compañeras, al despertarse, cumpliendo el reglamento, levantaban sus
lechos, ella se entretenía en empujarlas para hacerlas caer, o las daba
baños de impresión con el agua de las palanganas.

A los once años, aquel diablazo, demasiado alto y robusto para su edad,
era el bandido del colegio, y tenía su cuadrilla de amigas que,
obedeciéndola ciegamente e imitándola por admiración, iban como ella,
con la cabeza greñuda, el vestido rasgado y las botinas rotas,
aprovechando todas las ocasiones para aturdir el colegio con infernal
gritería.

Las religiosas ya no podían tratar con su antigua benignidad a la
revoltosa muchacha, y creían intimidarla con severos castigos; pero la
niña tomaba a broma todas las medidas de rigor, y seguía en sus
costumbres con la plácida indiferencia de los cerebros aturdidos.

Si la ponían de rodillas en el centro de la clase encontraba medios de
provocar la risa en todas las compañeras; si la sentaban en el
deshonroso banco de las _pigres_ no demostraba el menor pesar, y aun
sabía burlarse con graciosos gestos a espaldas de la maestra; y una vez
que, como castigo supremo y casi desconocido en el colegio, la
encerraron en un cuarto obscuro del piso bajo, donde guardaban tinajas y
vasijas de metal, hubieron de ponerla en libertad a las pocas horas, a
causa del infernal ruido que movía haciendo rodar sobre el pavimento
aquellos objetos.

Las buenas madres hablaban con cierto terror de aquella muchacha, que
parecía tener los demonios en el cuerpo y que revolucionaba al colegio
con su carácter cada vez más revoltoso y maligno.

La directora comprendía ahora la certeza de las afirmaciones de Alvarez.
Aquella niña, forzosamente, había de ser hija suya. Demostraba tener en
su sangre inquieta algo del espíritu diabólico que animaba al terrible
revolucionario.

Pero las religiosas, a pesar de los continuos disgustos que les producía
la niña, respetábanla, pues, en especial la directora y las madres de
alguna importancia, conocían las altas miras que en ella había puesto la
Compañía.

Además, María, en medio de todas sus travesuras y de su espíritu
perturbador, se hacía querer por ciertos rasgos. Los días en que accedía
por capricho a ser buena, entusiasmaba a las buenas madres. Su precoz
talento y su facilidad para el estudio asombraba a sus maestras, que la
veían, durante las cortas rachas de laboriosidad y de calma, permanecer
horas enteras sobre sus libros rotos y manchados, aprendiendo en un sólo
día lo que durante muchos meses había despreciado.

Aparte de esto tenía rasgos de nobleza que la hacían ser perdonada por
todas sus anteriores faltas.

En medio de aquella graciosa y seductora tribu de colegialas, ella,
imponiéndose por su carácter turbulento y el prestigio de su nombre,
administraba justicia con toda la bárbara e impetuosa rectitud de un
caciquillo indio.

Odiaba a las muchachas presumidas, pertenecientes a la encopetada y
orgulloso aristocracia del dinero y las perseguía con crueles burlas;
mediaba en todas las desavenencias que surgían a la hora del recreo,
imponiéndose con su descaro y audacia hasta a las señoritas de último
curso que estaban ya próximas a salir del colegio y pretendían abusar de
su superioridad: y no había niña tímida y humilde que, al quejarse de
ser martirizada por sus compañeras, dejase de encontrar en ella decidida
y valerosa protección.

Las buenas madres confiaban que la edad modificaría el carácter varonil
de la niña; pero sus deseos no se cumplían, y María, a los doce años,
seguía siendo aún un muchacho con faldas, que lo mismo se reía de los
sermones de las religiosas que de aquellas cartas amenazantes y
terroríficas que le enviaba su tía al tener noticia de sus travesuras.

En cuanto al padre Tomás, hacía ya mucho tiempo que las religiosas no
podían valerse de su auxilio, pues la restauración borbónica, por
mediación del omnipotente Cánovas, había abierto a la Compañía las
puertas de España, y el poderoso jesuíta se hallaba en Madrid
sobradamente ocupado en los negocios de la Orden, para fijarse en las
travesuras de María.

Esta, al tener doce años, fué cuando se encontró en la plenitud de aquel
poder absoluto que ejercía sobre todas sus compañeras. Era la reina del
colegio, y nadie osaba protestar contra su despotismo. En las horas de
recreo era cuando podía gozar apreciando por sus propios ojos la
grandeza de su absoluto poder.

Al terminar la hora de la comida, el silencioso patio del colegio, con
uno de sus extremos bañado por el dulce sol de la tarde y el resto
envuelto en la fresca y húmeda sombra que proyectaban los altos y
verdosos muros, conmovíase por el pataleo y los gritos de aquel rebaño
de caras sonrosadas y faldas flotantes que lo invadían.

Los gorriones, que picoteaban en las desiertas baldosas, llamándose con
sus piídos, retirábanse discretamente a lo alto de los muros, apenas
oían a lo lejos el rumor de la invasión, pues conocían, por experiencia,
la malignidad graciosa, mas no por esto menos terrible, de aquellos
diablillos, ansiosos de vengarse con desenfrenados cánticos, furiosos
pataleos y convulsas manotadas de las largas horas de meditación, rezo y
ojos bajos, a que obligaban las costumbres del colegio.

Apenas María, rodeada de su banda de admiradoras obedientes, aparecía en
lo alto de la escalera, el recreo tomaba el aspecto de infantil
aquelarre. Ella era la inventora de las más extrañas diversiones: la
introductora de cuantos juegos violentos veía a los muchachos de las
calles los días en que salían a pasear por la ciudad.

No parecía contenta hasta que ella, con su banda, turbaba los juegos de
las demás niñas, y experimentaba cierto gozo maligno cuando alguna amiga
torpe, queriendo imitarla en sus arriesgados saltos, caía de bruces y se
contusionaba el rostro hasta hacerse sangre.

Ella fué la inventora de la sencilla diversión de dejarse resbalar a
horcajadas por el pasamano de la gran escalera de piedra a una altura de
más de quince metros, temeridad en la que muy pocas la quisieron seguir,
y cuando la segunda directora, sorprendiéndola en tan peligrosa
ocupación, la quitó las ganas de repetir con unos cuantos tirones de
orejas, entonces dedicóse a huronear por los alrededores de la
habitación del portero, a quien ponía en cuidado la picardía del
gracioso bandido, pues apenas se alejaba el hermano José un momento se
encontraba al volver rasgadas las estampas con que adornaba su cuarto,
sufriendo con esto un cruel berrinche, pues amaba a aquellas imágenes
como si fueran individuos de su propia familia.

Un día llevó la niña su audacia hasta el punto de al atravesar el viejo
portero el patio a la hora de recreo saltar a su espalda y dejar al
descubierto su pelado y puntiagudo cráneo, arrebatándole el mugriento
gorro de terciopelo, que de mano en mano, como una pelota, fué de un
extremo a otro.

A cada una de estas hazañas conmovíase todo el personal del colegio,
bramaba la austera subdirectora, miraban al cielo con aire de
escandalizadas las otras hermanas y la directora llamaba a su despacho a
la terrible niña, consiguiendo con todos sus sermones que se repitiera
siempre la misma escena.

María no negaba, pues era incapaz de mentir. Sí, ella había hecho
aquello de que le acusaban. ¿Y por qué? ¿Por qué había cometido tal
monstruosidad? A esta pregunta siempre contestaba lo mismo, con
encogimiento de hombros y sonrisas picarescas. Ella no sabía explicar,
aunque quisiera, el móvil de sus travesuras. Hacía aquello, no porque
gozase en hacer mal, sino porque sentía en su interior un impulso
irresistible a moverse y a provocar ruido, y porque en ella la acción
seguía rápida e irreflexivamente al pensamiento.

No lo volvería a hacer: lo prometía formalmente a la directora, y ella,
en su interior, estaba dispuesta a cumplirlo; pero apenas salía del
despacho con los ojos bajos y el exterior compungido, sentíase asaltada
por el demonio del escándalo (como decían las religiosas), y si
encontraba al paso un mueble que volcar con estruendoso ruido o una
buena madre a quien clavar en el sayal un alfiler con una maza de
papeles, hacíalo con tanta rapidez como lo había pensado.

Convenciéronse, por fin, la directora y sus subordinadas de que era
imponible dominar aquella travesura natural, que llegaba hasta el
extremo de atar los orinales a la cola de los gatos y azuzar después a
éstos para que entrasen corriendo en la capilla a la hora del rezo; y se
propusieron armarse de paciencia para sufrir todas las ruidosas bromas
de aquella niña.

Justamente entonces fué cuando María experimentó un brusco cambio en su
organismo, que modificó su carácter.

Estaba próxima a los trece años, cuando comenzó a sentir un sordo
malestar, una agitación nerviosa que la turbaba, impidiéndola hacer las
locuras de siempre.

Sus ágiles miembros mostrábanse torpes, como si comenzasen a
experimentar una interna petrificación, y los ejercicios violentos
conmovíanla hasta el punto de hacerla sufrir vahidos y bruscas
alternativas de asfixiante malestar.

Quejábase de violentos dolores en las caderas que la obligaban a
inclinarse como si no pudiera resistir el peso de su cuerpo, y tan
visible era su fiebre, que las buenas madres la llevaron a presencia del
médico del colegio a la hora en que éste hacía su diaria visita.

El médico interrogó con cierta discreción a aquella niña que le miraba
descaradamente con sus hermosos ojazos, y sonrió finalmente al escuchar
sus respuestas, haciendo un guiño singular a la directora, que estaba
presente.

¡Oh! Aquello no era nada. Exceso de salud y vida. Lo de siempre: la
crisis que todas forzosamente habían de pasar al llegar a cierta edad.

La fiebre hizo dormir a María durante toda la noche con tranquilo sueño,
y al despertarse a la mañana siguiente, incorporóse en su cama con
nerviosa inquietud, llevando en su pálido rostro y en sus ojos
asombrados una expresión de terror.

Sentía algo extraño bajo el vientre, y todo su organismo estaba dominado
por una languidez que le robaba las fuerzas.

Parecíale que durante el sueño había sido herida por una mano brutal, y
notaba que la parte alta de sus piernas descansaba sobre pegajosa
humedad.

Alarmada y con miedo palpó bajo las sábanas, y al sacar su mano manchada
de sangre rojiza y obscura púsose densamente pálida, agitó su cabeza
como si el terror no la dejara aire que respirar y lanzó un grito de
angustia que resonó en todo el dormitorio.

Acudieron las buenas madres, y el miedo de la colegiala trocóse en
sorpresa y estupefacción al ver que las religiosas, al enterarse de lo
ocurrido, permanecían silenciosas, con los ojos bajos y ruborizadas,
mientras que en los labios de algunas de ellas vagaba una débil sonrisa.

Era aquello el despertar de la pubertad, la revelación del sexo, la
dolorosa y molesta iniciación de la niña que pasaba a ser mujer.

María tardó mucho tiempo en convencerse de lo que aquello significaba, y
aun así, sólo adivinó a medias la importancia de la revolución que se
había operado en su organismo, pues las religiosas procuraban conservar
a sus educandas en la más absoluta ignorancia respecto a las funciones
de la naturaleza, llegando a tal extremo su pudibundez que prohibían a
las niñas, bajo las más severas penas, el llamar por su nombre a los
objetos de íntimo uso, y ponían de rodillas a la que, hablando de su
camisa, la daba tal nombre, en vez de llamarla la _indispensable_.

Las consecuencias que tuvo para María aquel suceso fué abandonar en el
mismo día el dormitorio de las medianas para pasar al de las señoritas
mayores y transformar su vestido, añadiendo algunas pulgadas más de tela
a la falda de su uniforme.




VIII

Sinfonía de colores.


Al sentirse María tocada por la mano de la Naturaleza fué cuando cambió
por completo de carácter.

La pubertad parecía haber limpiado obstruídos canales de su organismo
por donde ahora circulaban nuevos torrentes de vital energía, y se
despertaban en ella sensibilidades desconocidas que le hacían percibir
cosas hasta entonces nunca imaginadas. Parecía que su piel se había
adelgazado para ser más sensible a todas las impresiones externas, que
sus ojos habían estado empañados hasta entonces y ahora lo veían todo en
un nuevo aspecto y con asombrosa claridad, y que sus miembros, antes
enjutos, ágiles y nerviosos como los tentáculos de un insecto, al
henchirse en el presente con esa fuerza vital que hace estallar el
capullo y esparce en el espacio un tropel de colores y perfumes,
adquirían nueva forma, y lo que perdían en ligereza ganábanlo en
solidez, siendo como raíces que la unían a la vida.

Aquella revelación de la pubertad que tanto alarmó su ignorancia cambió
por completo sus gustos y aficiones.

Huyó de las diversiones ruidosas; en el patio del recreo miró con gesto
desdeñoso los juegos inocentes a que se entregaban sus compañeras
menores, acogió con la irritación del que le proponen una cosa indigna
las excitaciones de su banda para que volviese a reanudar las antiguas
diabluras y gustó de permanecer en las horas de esparcimiento sentada en
un rincón del patio, con el aire enfurruñado del que está descontento de
sí mismo y mirando a todas partes con ojos interrogadores, como si
quisiera encontrar el poder que la había herido en su organismo,
produciendo aquel cambio que en ciertos momentos la irritaba.

A pesar de aquellas fieras melancolías y de los vagos deseos de venganza
sin objeto, su varonil carácter iba cediendo el paso a nuevas aficiones
y desaparecían en ella rápidamente todos los gustos que la hacían
semejante a un muchacho con faldas.

Ella, tan rebelde siempre a toda clase de labores femeniles, se aficionó
de repente a los trabajos delicados, y aunque era visible su torpeza
para esta clase de faenas, pues únicamente tenía facilidad asombrosa
para el estudio, llegó a ser una de las mejores alumnas de la
subdirectora, si no por su habilidad, por su tenaz perseverancia.

En las horas de recreo colocábase en el banco del patio al lado de
algunas señoritas mayores que ella, que llamaban la atención por su
exagerada sensatez, y allí permanecía mucho tiempo entregada de lleno a
sus labores de punto, con los ojos bajos y fijos tenazmente en sus
movibles dedos y sin dar otras señales de vida que las oleadas de sangre
comprimida y violentada por tal quietismo que, subiendo atropelladamente
a su cabeza, la inundaban de púrpura el semblante.

Pero aquel carácter, que a pesar del cambio experimentado se conservaba
movible e inquieto, no podía ceñirse mucho tiempo a una vida de continua
inmovilidad y fijeza.

Su cuerpo no deseaba el movimiento, pero en cambio, el espíritu, que
había permanecido como muerto durante aquella alborotada niñez,
reclamaba ahora su parte de agitación y esparcimiento y se desesperaba
aturdido por la monotonía de las laboriosas distracciones a que se
entregaba la joven.

De repente dejó de bajar al patio a las horas de recreo, y cuando las
buenas madres, alarmadas por las desapariciones de aquella niña terrible
que las tenía en perpetua alarma, fueron en su busca, encontráronla
siempre en la azotea del colegio, vasta planicie de ladrillo que, por su
altura, permitía gozar de un magnífico panorama y que estaba cubierta
por una celosía de alambre, a la cual se enroscaban centenares de
plantas trepadoras, formando una hermosa bóveda de verdura.

Como María era siempre sorprendida por las religiosas, inmóvil en la
azotea, mirando con soñolienta vaguedad a lo lejos, y no se notaba el
menor desperfecto en las plantas, las buenas madres prefirieron dejarla
allí a que siguiese bajando al patio, donde un día u otro podían volver
a despertarse sus instintos varoniles y perturbar de nuevo la quietud
del colegio.

María se consideró feliz con aquella tolerancia que le permitía
permanecer en la azotea hasta la hora en que la campana del colegio, con
sus repiqueteos, le indicaba que era llegado el momento de volver al
trabajo.

El espectáculo que desde allí se gozaba llenaba por completo la
aspiración que sentía su alma por todo lo grande, lo inmenso. Además, en
aquel ambiente de libertad, limitado por el infinito, se respiraba mejor
que en el interior del colegio, entre las obscuras paredes, desnudas y
frías, como el afecto mercenario de las buenas madres.

¡Dios mío! ¡Qué hermoso era aquello! María nunca se cansaba de
contemplarlo y el panorama producíale una dulce somnolencia, en la cual
transcurrían las horas con vertiginosa rapidez.

Lo primero con que tropezaban sus ojos al subir era con la imponente
torre del Miguelete, que parecía abrumar el espacio con su pesada masa
octogonal y que remontaba sus ocho caras de piedra tostada, compacta y
desnuda de todo adorno, para coronarse al final con una cabellera
incompleta de floridos adornos góticos, a los que sirve como de sombrero
el feo remate postizo que remedia el defecto de la obra sin terminar.

El coloso de piedra hundía su base en la vieja catedral erizada de
pequeñas cúpulas, entre las que campea la gótica linterna, y a su
alrededor, como las escamas de una inmensa concha de galápago,
extendíase un mar de tejados, rojizos o negruzcos, empavesados por las
ristras de blanca y flotante ropa puesta a secar y contadas a trechos
por las moles pesadas e imponentes de los edificios públicos o por los
innumerables campanarios, esbeltos, casi aéreos, remontándose en el
espacio con la graciosa audacia de los minaretes de las mezquitas.

Y cuando la niña cansábase de mirar a la ciudad, sumida en la modorra
propia de las primeras horas de la tarde bajo un sol siempre ardiente,
cuando se sentía aturdida por el cachazudo y discreto campaneo que
llamaba a los canónigos al coro, o por el zumbido de colmena que salía
de las calles ocultas a su vista, pero marcadas por las desigualdades de
los tejados y por los trozos de fachada que quedaban al descubierto con
sus alegres balcones cargados de plantas y sus cortinas listadas
flotantes a la brisa, no tenía más que girar sobre sus talones para
sumergirse en una contemplación de distinto carácter y sentirse envuelta
en esa somnolencia ideal que produce la naturaleza exuberante, envuelta
en esos esplendores que son la desesperación del arte y que el hombre no
llegaría nunca a reproducir.

Delante, casi a sus pies, el río con su gigantesco cauce seco y
pedregoso, veteado aquí y allí por corrientes de agua mansa, que se
deslizaban indecisas y formando grandes curvas como para llegar más
tarde al mar que ha de tragarlas; las lavanderas tendiendo sus montones
de ropa entre los altos olmos, alineados a lo largo de las avenidas; los
antiguos puentes de roja piedra, albergando bajo sus chatos ojos tribus
enteras de gitanos con su acompañamiento de niños sucios, voceadores y
en camisa, revueltos con asnos consumidos por el hambre, mancos, sin
narices y picados por las irreverentes pedradas de innumerables
generaciones de muchachos; y junto a los más apartados riachuelos las
manadas de toros destinados a la matanza, paseando su gravedad de raza y
su aplomada estampa, y mirando con expresión de hartura los bullones de
hierba fresca arreglados por el pastor.

Más allá del río, el espectáculo se agrandaba, se extendía hasta el
infinito, con interminable variedad de colores y de luces.

El Hospital Militar con sus cuadradas torres; las grandes fábricas con
sus chimeneas humosas; las frondosidades de la Alameda, en las que lucía
el tono verde con todas sus infinitas variedades y sobre las cuales se
elevaban como dos toscos ídolos chinos las torrecillas de los guardias
vestidas con pétreos escudos y cubiertas con caperuzas de barnizadas
tejas; todo esto formaba el marco de la opuesta orilla del río, y tras
aquella línea extensa y profunda de edificios y vegetación esparcíase la
huerta, perdiéndose por un lado en el lejano horizonte y muriendo por
otro al pie de las montañas.

Aquel espectáculo causaba a la vista el efecto de un licor fuerte, pues
los ojos se embriagaban y aturdían al abarcar de un golpe el desordenado
tropel de colores.

Era aquello como un mosaico caprichoso, como un schal indio de extraños
y vistosos colores, tendido desde la ciudad al mar.

La nota verde predominaba en aquella grandiosa sinfonía de colores; era
la nota obligada, el eterno tema, sólo que subía y bajaba, se adelgazaba
como un suspiro o se abría como una frase grave, tomando todas las
gradaciones y tonalidades de que es susceptible un color.

El verde obscuro de las arboledas resaltaba sobre el blanquecino de los
campos de hortalizas; el amarillento de los trigos hacía contraste con
el lustroso y barnizado de los naranjos, y los pinares, allá en el
último término, destacaban las negruzcas curvas de sus copas sobre el
fondo que formaban las primeras colinas rojizas, que, acariciadas por el
sol, tomaban un tinte violeta.

Y aparte de los colores, ¡cuán bellos aspectos presentaban vistas desde
aquella altura todas las obras del hombre, todos los signos de vida que
se destacaban sobre aquella naturaleza esplendente!

Como los caprichosos veteados de un inmenso bloque de mármol,
extendíanse tortuosas fajas rojizas y blanquecinas, que eran otros
tantos caminos, formando intrincada red y perdiéndose a lo lejos,
matizados por puntos negros en los que apenas si por el tamaño se
adivinaban a hombres y vehículos. Las innumerables acequias, recuerdo
fiel de la civilización sarracena, confundíanse y se enmarañaban en
intrincadas revueltas, como un montón de plateadas anguilas sobre un
lecho de verdes hojas, y por todas partes donde se dirigía la mirada,
confundidos hasta el punto de parecer que sólo mediaban algunos pasos de
unos a otros, veíanse pequeños pueblecitos, grupos de casas, grandiosas
alquerías; manchas, en fin, de esplendorosa blancura, que bien podían
ser comparadas por un poeta con un tropel de gaviotas descansando sobre
un mar de esmeraldas.

La vega tenía sus límites.

A un extremo, cerrando el horizonte y recortando sobre él su dentada
crestería, surgía la audaz cordillera que iba a hundirse en el
Mediterráneo en rápido descenso de cumbres, sustentando en la última de
éstas el histórico castillo de Sagunto, cuyas largas cortinas e
innumerables baluartes parecían, vistos desde Valencia, las revueltas de
una sierpecilla cenicienta, encogida y dormitando al cariño del sol, y a
partir de tal punto, el mar, orlando toda la huerta a lo largo con su
recta y azulada faja, llanura inmensa en la que las blancas velas se
movían como triscadores corderillos.

Todo era animación allá donde se fijaban los ojos. La vida se desbordaba
lo mismo en las obras de la Naturaleza que en las del hombre, y como
manadas de obscuros pulgones veíanse esparcidos por los campos
centenares de puntos negros, sobre los cuales, una vista poderosa
distinguía el brillo de veloces relámpagos. Las herramientas agrícolas,
volteando sobre la cabeza del jornalero, caían y arañaban las entrañas
de la tierra, removiéndola sin piedad para acelerar el parto de su
producción preciosa. La madre común era forzada brutalmente a crear para
dar el sustento a sus hijos, que no la permitían el menor descanso.

Pero aquel detalle de fatiga y laboriosidad humana pasaba casi
inadvertido para la soñadora niña y desaparecía absorbido por el
imponente espectáculo que presentaba el conjunto.

María, acostumbrada a ver todos los días y a las mismas horas aquel
paisaje encantador, estaba familiarizada con él, y a pesar de esto nunca
se cansaba de admirarlo ni lo encontraba monótono.

Se sentía feliz allí. Era un atracón de libertad y de espacio infinito
que se daba la púber, al mismo tiempo que sentía correr por sus venas
torrentes de sangre ardiente y atropellada, comparable a las impetuosas
corrientes de savia que animaban aquel mar de verdura; era una
borrachera de luz y de color que animaba a la fogosa niña y la daba
fuerzas y resignación para resistir el monótono y frío interior del
colegio, con las austeridades de su educación monjil.

La niña, obsesionada por aquel espectáculo, tenía ideas muy extrañas.
Primero creyó ver en aquel dilatado panorama las más estrambóticas
imágenes, algo semejante a un aquelarre de figuras monstruosas, esbozos
grotescos y formas de embrión. Había obscuros cañares que, moviendo los
blancos plumajes de sus alturas, parecíanle negruzcos dragones tendidos
y agitando con nerviosos estremecimientos su manchado dorso; hablaba y
hacía muecas a su chino, que era una torrecilla lejana cuyas dos
ventanas le parecían ojos desmesuradamente abiertos, bajo la puntiaguda
techumbre de tejas que tenía gran semejanza con la montera de un
mandarín del Celeste Imperio, y las lejanas montañas se presentaban a su
vista revistiendo las más extrañas formas animadas: unas eran cúpulas de
catedral, otras sombreros de ridículas formas, y hasta en un pico
lejano, de perfil encorvado, y en las grandes manchas formadas por
hondonadas y barrancos parecía encontrar cierto parecido con el rostro
del hermano José, el portero del colegio, con su picuda nariz y su
mirada maliciosa.

Pronto su imaginación soñadora, abismándose en la contemplación diaria
de un panorama al que amaba con creciente cariño, cansóse de buscar en
él extravagantes semejanzas y de adivinar fantásticas formas.
Familiarizándose cada vez más con el paisaje encontraba una sorprendente
novedad que al principio la hizo sonreír.

¡Qué locura! ¿Pues no le parecía que cantaba aquella vasta y
deslumbrante llanura, entonando un himno vago que no producía en sus
oídos conmoción alguna, pero que veía vibrar en el espacio?

Era aquello un terrible despropósito; mas no por esto resultaba menos
cierto que la risueña vega, con sus azuladas montañas de tonos violáceos
y su mar que se confundía con el azul del cielo, entonaba una sinfonía
muda, una música de la que gozaban los ojos en vez de los oídos y en la
cual cada color representaba una nota, un instrumento que interpretaba
su parte, con nimia exactitud, sin desentonar en el armonioso conjunto.

María recordaba las fiestas del colegio, aquellas representaciones
teatrales en honor de la santa patrona del establecimiento; la comedia
mística desempeñada por las más avispadas colegialas y en la que ella,
por su desenvoltura, se encargaba siempre del papel _de graciosa_;
entonces, durante los entreactos, alegraba con sus risueños sones las
desiertas salas del edificio una orquesta formada por los músicos más
viejos de la ciudad, que asistían a los entierros y a las funciones
religiosas.

La joven había oído en tales ocasiones interminables sinfonías de
carácter clásico, y ahora encontraba que era muy semejante aquella
maravillosa sucesión de colores, con el engarce de notas de las grandes
piezas musicales.

Dudó al principio, pero al fin se dió por convencida. ¡Oh!...
¡Maravilloso!... ¡Divino!... El campo entonaba su sinfonía ni más ni
menos que como salía de los instrumentos de todos aquellos profesores
viejos, la mayor parte con peluca, que alegraban el colegio en la fiesta
anual.

Primero, las notas aisladas e incoherentes de la introducción eran
aquellas manchas verdes y aisladas de los árboles del río, las masas
rojizas de los puentes y edificios, las mil formas que se veían
recortadas, separadas e individuales a causa de su proximidad, y tras
esta incoherencia de colores, que por estar próximos al espectador no
podían confundirse y armonizarse, tras esta breve y fugaz introducción,
entraba la sinfonía, brillante, deslumbradora, atronándolo todo con su
grandiosidad de conjunto y sin perder por esto el gracioso contorno de
los detalles.

Los cabrilleos de las temblonas aguas de acequias y riachuelos, heridas
por la luz, eran el trino dulce y tímido de los melancólicos violones,
destacándose sobre la masa de los demás tonos; los campos, de verde
apagado, hacían valer su color como suspiros tiernos de clarinetes, esos
instrumentos que, según Berlioz, "son las mujeres amadas"; los agitados
cañares, con sus amarillentas entonaciones, esparcidos a trechos,
parecían formar el acompañamiento; los trozos de frescas hortalizas, con
sus tonos claros y esplendentes, como charcos de esmeralda líquida,
resaltaban sobre el conjunto cual apasionados quejidos de la viola de
amor o románticas frases de violoncelo, y en el fondo, aquella inmensa
faja de mar, con su tono azul espumado, semejaba la nota prolongada del
metal que, a la sordina, lanzaba un suspiro sin límites.

Sí. María se afirmaba cada vez más en su idea. Era aquello una sinfonía
clásica, en la que el tema fundamental se repetía hasta lo infinito.

El tema era la nota verde, que tan pronto se abría esparciéndose para
tomar un tono blanquecino como se condensaba y obscurecía hasta
convertirse en azul violáceo.

Semejante al pasaje fundamental que salta de un atril a otro, para ser
repetido por los diversos instrumentos en los más diversos tonos, aquel
verde eterno jugueteaba en el paisaje, subía y bajaba perdiendo o
ganando en intensidad, se hundía en las aguas tembloroso y vago como los
quejidos de la cuerda, se tendía sobre los campos desperezándose con
movimientos voluptuosos y dulzones como las melodías de los instrumentos
de madera, se extendía azulándose sobre el mar con prolongación
indefinida, como el soberbio bramido del metal, y para completar más el
conjunto, cual el vibrante ronquido de los timbales matiza los pasajes
más interesantes de una obra, el sol arrojaba brutalmente a puñados sus
tesoros de luz sobre aquella inmensidad, haciendo resaltar con la
brillantez del oro unas partes y dejando envueltas otras en la penumbra
del claroscuro.

Y la soñadora niña, con su exaltada fantasía, seguía la marcha de
aquella sinfonía muda, que por partes iba desarrollando ante sus ojos
sus sublimes grandiosidades.

La blancura de los caminos eran cortos intervalos de silencio en aquel
gigantesco concierto, el cual, una vez salvados tales obstáculos, seguía
desarrollándose con todas las reglas de la sublimidad artística. El tema
crecía en intensidad y brillantez conforme iba alejándose y adquiriendo
un tono obscuro; en las orillas del mar llegaba al período esplendente,
a la cúspide de la sinfonía, y desde allí comenzaba a descender,
buscando el final, las postreras notas. Corría el colorido del tema
sobre el mar, esfumándose en el horizonte y adquiriendo la suavidad
indecisa de las medias tintas; encaramábase por las lejanas montañas,
cuya pálida silueta casi confundía sus contornos con el espacio, y desde
aquellas alturas arrojábase en pleno cielo y marchaba velozmente hacia
el final, como los instrumentos que entran ya en los últimos compases de
la sinfonía. Una vez allí, lo que en el suelo y a corta distancia era
verde brillante, se difuminaba en tonos débilmente azules hasta ser
blanquecinos, como el tema sinfónico que después de ser brillante y
ensordecedor, al ser repetido por última vez adquiere la vaguedad
indecisa del sueño, y, al fin, se confundía en el horizonte,
indeterminable, pálido, extinguido, sin extremo visible, como el último
quejido de los violines que se prolonga mientras queda una pulgada de
arco, y que adelgazándose hasta ser un hilillo tenue, una imperceptible
vibración, no puede darse cuenta el que escucha de en qué instante cesa
realmente de sonar.

Podía ser aquello una locura, pero María oía cantar a los campos y al
espacio, y gozaba en la muda sinfonía de la Naturaleza, en aquella obra
musical silenciosa y extraña, que comenzaba con lentas palpitaciones de
tintas campestres, que se iba agrandando hasta el punto de que las
diversas tonalidades de color se sofocasen entre sí, como el canto de
las sirenas, imperioso, enervante y desordenado, sofoca las solemnes
preces de los peregrinos en la obertura del _Tanhäuser_ y que terminaba,
por fin, perdiendo su intensidad, palideciendo, como debilitada por
aquella orgía de tintas y esparciéndose en el infinito espacio cual el
fatigado espíritu que en loca aspiración intenta en vano sorprender el
misterio de la inmensidad.

Todas las tardes, apenas la campana del colegio daba el toque del
recreo, la niña, cada vez más soñadora, se lanzaba a subir a la azotea,
con todo el apresuramiento febril de la joven que se dispone a ir al
teatro, donde sus padres sólo la llevan de tarde en tarde.

Ella llamaba su palco a aquella azotea, y el espectáculo que desde allí
gozaba parecíale de inacabable novedad, pues nunca llegaba a fastidiarse
dejándose absorber por la grandiosa monotonía de la Naturaleza.

Tan atraída se sentía por la azotea del colegio, que muchas tardes, a la
hora en que repasaba sus lecciones de solfeo, pretextaba necesidades
apremiantes o burlaba la vigilancia de la madre inspectora para subir a
aquel punto del edificio, alcázar dorado de sus ensueños, donde hubiera
querido vivir a todas horas.

Las puestas de sol la conmovían, hasta el punto de arrancarla gritos de
admiración y contraer su rostro con un gesto de estupidez contemplativa.

Aquel espectáculo era aún más hermoso que la sinfonía de colores, y cada
día se presentaba bajo una nueva forma, prolongándose sus radicales
variedades hasta lo infinito.

¡Cuán hermosa, resultaba la agonía de la tarde!

En los días tranquilos, el cielo era una inmensa pieza de seda azul, por
la que rodaba lentamente, sin quemarla, el sol, como una bola de fuego,
y cuando en su descenso majestuoso se acercaba al límite del horizonte
formábase tomo un lago de sangre, en el cual se sumergía el astro,
tomando un tinte violáceo.

Otras veces, en las tardes nubladas, la apoteosis final del día
verificábase en medio de un tropel de vapores, y entonces, el
espectáculo adquiría imponente grandiosidad. Parecía el horizonte
maravillosa decoración de melodrama mágico, sometida a rápidas
mutaciones. Las nubes, que momentos antes semejaban gigantescos copos de
blanco algodón, heridos ahora por los últimos rayos de luz,
chisporroteaban como un mar de azufre; veíanse allí formas extrañas,
cambiando al menor soplo del viento; lo que parecía una torre adquiría
de pronto el perfil de una roca batida por olas de fuego; las siluetas
de monstruos trocábanse en flotantes vestiduras de ángel, y muchas
veces, el sol, en sus últimos estremecimientos, rompía el murallón de
cárdenas nubes, y a través de la brecha lanzaba horizontalmente sus
postreros rayos como una lluvia de flechas de oro que, cruzando veloces
el espacio, venían a herir la retina del espectador.

Cuando caía el crepúsculo y tenues gasas parecían arrollarse lentamente
a todos los objetos, María, con los ojos todavía deslumbrados y
suspirando con inexplicable melancolía, descendía al interior del
edificio, que le parecía más feo y triste que de costumbre.

Sus ojos, conmovidos aún por aquella borrachera de luz y de color, no
podían habituarse a la negra y desierta sombra que iba apoderándose de
aquellas habitaciones.

En su cerebro iba germinando una idea que se imponía con la fuerza
irresistible del deseo. Salir de allí cuanto antes, vivir envuelta en
aquellos esplendores que la deslumbraban, ser libre, completamente
libre, como las brisas, como los colores que ella veía saltar de un
punto a otro, hasta perderse en el infinito.

La continua contemplación de la Naturaleza, despertaba en ella un anhelo
inexplicable que la conmovía hasta en lo más íntimo.

Deseaba algo que no podía determinar. Ansiaba salir de allí, para vivir
sola y libre como un pajarillo, de los que ella veía saltar en los
árboles; como una de las flores que matizaban la sinfonía de colores;
pero... no estaba muy segura de si esto le bastaría.

Un suceso inesperado revolucionó su existencia y vino a arrancarla de
sus fantásticas contemplaciones.




IX

Se oye un violín.


Una tarde, estaba tendida sobre el vientre y con la barba apoyada en las
manos, soñolienta y amodorrada por los golpes de sol que pasaban a
través de la bóveda de enredaderas.

Había llegado la primavera; el vivificante abril abría los pétalos de la
flor del naranjo, impregnando la atmósfera con el punzante perfume del
azahar, y al respirar, aspirábanse esos efluvios de amor y de bellos
sueños que trae consigo la más hermosa de las estaciones.

María no se abismaba, como de costumbre, en la contemplación del
paisaje. Tenía sus asuntos serios en qué pensar y que por cierto le
preocupaban bastante.

En primer lugar, sólo faltaban dos meses para los exámenes y el reparto
de premios que se verificaban en el colegio al llegar el verano, y
aunque ella, por ser, con el consentimiento general, una de las más
desaplicadas estaba exenta de aspirar a los honores destinados a la
laboriosidad, habíasele metido en la cabeza el conseguir lo que
alcanzaban aquellas compañeras remilgadas e hipócritas. Hasta entonces
sólo había alcanzado premios en la clase de gimnasia, donde brillaba
acometiendo las más audaces diabluras; pero aquella mañana había tenido
una pelea con una burguesilla pedante, que hablaba de gramática y
aritmética a las que sólo se ocupaban de vestidos; la sabidilla la había
llamado ignorante, y este insulto había hecho germinar en ella el deseo
de disputarla uno de los premios literarios. En verdad que nada sabía,
que sus libros rotos y manchados a fuerza de arrojarlos al suelo,
estaban olvidados en el fondo del pupitre; pero esto no doblegaba su
firme voluntad, ni la hacía retroceder en el propósito de alcanzar el
premio anhelado.

Otro asunto aún más importante ocupaba su pensamiento.

Su tía, la baronesa de Carrillo, no tardaría en sacarla de allí. También
en aquella misma mañana lo había oído de labios de la subdirectora,
sorprendiendo su conversación con otra religiosa.

La baronesa, desde que había sabido que su sobrina no era ya tan
traviesa y que en vez de alborotar el colegio, se mostraba formal como
una mujercita, sentía deseos de tenerla a su lado, y había escrito en
este sentido a la directora, prometiendo que sacaría a María del colegio
apenas sus ocupaciones le permitieran abandonar Madrid pon unos días, lo
que ocurriría indefectiblemente a principios del verano.

La joven, a pesar de sus deseos de libertad, estaba acostumbrada a la
vida del colegio, y tan extraña a su persona le resultaba ahora doña
Fernanda, a la que había visto pocas veces desde que estaba allí, que no
sabía si alegrarse o entristecerse por la nueva existencia que llevaría
en Madrid.

Seducíala la perspectiva de brillar en un mundo de elegancia y riqueza,
que sólo de oídas conocía; pero al mismo tiempo, desde que tenía la
certeza de abandonar en breve aquel edificio, escenario de su niñez,
presentábasele con cierto encanto y se sentía como atraída por sus
paredes.

Entregada a estas reflexiones, y sin saber cómo acoger la idea de su
próxima marcha, permaneció María por mucho tiempo tendida sobre el
embaldosado de la azotea, que le comunicaba grata frescura.

De pronto se incorporó, avanzando la cabeza como para oír mejor.

Sobre el ruido que producían los carruajes pasando por las cercanas
calles y por la avenida existente entre el colegio y el pretil del río,
destacábase un sonido agradable y continuo, que por su novedad alarmó a
la niña.

¿De dónde procedía aquello? Era la primera vez que escuchaba aquel
sonido que a ella le parecía dulcísimo, y que cesaba de vez en cuando
para volver a reanudarse con mayor fuerza.

María se levantó, poniendo en el oído toda su voluntad, para que el
ruido de las calles no sofocara tales armonías.

Era el sonido de un violín; pero lo notable consistía en que las
armonías no subían de la calle, sino que parecían salir a través de la
pared que María tenía a su derecha.

Aquel pequeño muro, blanqueado y cubierto de enredaderas, había sido
levantado para aislar la azotea del colegio de una casita pequeña y
humilde, pegada como una modesta verruga al grandioso edificio que
ocupaba el resto de la manzana.

María sintió el impulso de una curiosidad irresistible, y pensando en
qué medio emplearía para ver quién tocaba el violín al otro lado de la
pared, quedó extática, y meditabunda escuchando las melodías del
instrumento.

Aquella música le parecía deliciosa a la joven; lo que no impedía que
fuese obra de una mano inexperta y torpe que cometía un desacierto a
cada compás.

El tema de _El Carnaval de Venecia_, esa cancioncilla insufrible por lo
vulgar, que repiten desde los profesores de café hasta los _clowns_ en
el circo, era lo que tocaba aquel violín, con la desesperante monotonía
del principiante tenaz. El arco, en algunos pasajes, arrancaba a las
cuerdas sonidos bastante limpios y agradables; pero de vez en cuando, se
le iba la mano al ejecutante, y el aire se poblaba de estridentes
chirridos, como si un nido de ratas acabase de caer bajo la zarpa del
gato.

Con aquella musiquilla de principiante había suficiente para crispar los
nervios del más pacienzudo; pero a Miaría, influenciada por el ambiente
poético en que se sumía apenas entraba en la azotea, parecíale la
cancioncilla una fantástica serenata que un genio misterioso, oculto
tras aquella pared, daba en su honor.

Ella sentía vehementes deseos de enterarse de aquel misterio, de conocer
al incógnito artista, y se arrancó de su expectación extática para
escalar la pared, a cuyo borde casi llegaba con las puntas de sus dedos.

Amontonó algunos tiestos de flores sobre un fuerte banquillo de madera,
y así logró encaramarse con relativa comodidad, hasta asomar su
despeinada cabeza al borde del muro.

Ansiosa de satisfacer su curiosidad, miró abajo, y vió como a unos tres
metros, un tejado mohoso, antiguo y con la mayor parte de sus tejas
rotas, y en el centro de su declive, una pequeña azotea que tenía a uno
de sus extremos una garita casi derruída, por donde desembocaba la
escalera. Además, entre la azotea y la parte más alta del tejado que
daba a la calle, levantábase una casuchita de yeso y madera, agrietada
por sus cuatro caras, que parecía haber servido de palomar o conejera en
otros tiempos.

De allí salían los sonidos del violín. La puerta, construída con maderas
de cajón que aún llevaban la marca de fábrica, estaba abierta, dejando
al descubierto el interior de aquella construcción rara. Algunos libros
estaban esparcidos por el suelo o amontonados sobre una tabla sin
cepillar, pendiente del techo con cordeles. No se veía al que tocaba el
violín... pero ¡detalle horrible! sobre aquella tabla que servía de
biblioteca, vió un cráneo, limpio, lustroso, con ese color amarillento
de mármol viejo que el tiempo da a los huesos humanos.

Aquel cráneo era grotesco hasta lo horrible. Una mano irrespetuosa lo
había cubierto con una gorrita vieja, y en sus cuencas negruzcas y
vacías parecía brillar una imaginaria mirada de terrorífica malicia; así
como en su mandíbula superior, desdentada a trechos, vagaba una sonrisa
que daba frío.

María, aterrorizada, estuvo a punto de dejarse caer, y hasta le pareció
que la musiquilla producíala algún fúnebre compañero del sardónico
cráneo que la espantaba con su sonrisa; pero la curiosidad pudo en ella
más que el terror y permaneció inmóvil con la esperanza de conocer al
artista.

Permaneció mucho tiempo en su incómoda atalaya, escuchando con algunos
intervalos de silencio y repeticiones hijas de la torpeza, aquellas
interminables variaciones sobre el tema de _El Carnaval de Venecia_, que
parecían constituir todo el repertorio del artista.

Por fin cesó la musiquilla y entonces María vió asomarse a alguien a
aquella puerta, a la que no miraba ya, por miedo de que sus ojos
tropezasen con la burlona calavera.

Primero asomó una cabeza de muchacho, pálida, con el cabello al rape,
orejas algo salientes y las mejillas sombreadas por esa pelusa de
membrillo que enorgullece a la pubertad como aviso de próxima barba;
después fué apareciendo el resto del cuerpo, delgaducho, pero con cierta
gallardía y cubierto con un traje que resultaba corto y ridículo a causa
del rápido crecimiento de su dueño.

Aquel muchacho parecía tener unos quince años, y en su rostro
descolorido se estaba verificando esa revolución de facciones que se
experimenta al salir de la pubertad y que fija para siempre los rasgos
típicos de cada hombre. Estaba algo feo y ridículo, con su cabeza
redonda y rapada, sus orejas salientes que clareaban al sol como si
fuesen de cera y sus pómulos pronunciados; pero en su rostro quedaban
rasgos permanentes que anunciaban una futura distinción, y además sus
ojos tenían una luz dulce y tranquila que parecía derramar un ambiente
simpático sobre toda la cara.

Llevaba en sus manos el violín y el arco, y jugueteando con ellos
mientras descansaba, mostraba intención de entrar pronto en la casilla a
continuar su cencerrada de aprendiz.

Como María estaba tan alta y el muchacho miraba a lo lejos, no pudo
conocer inmediatamente que era espiado; pero por ese desconocido
fenómeno que hace que las personas nerviosas se inquieten y aperciban,
así que otra persona fija en ellas sus ojos, el violinista sintió como
el peso de las miradas que desde lo alto le lanzaba la colegiala, y
levantando su cabeza, vió a la bella curiosa.

Fijóse en la cabeza maliciosilla y hermosa, coronada por una diadema de
desordenados y rizosos cabellos, y por algunos instantes no pudo apartar
su vista de aquellos ojos insolentes que se clavaban en él con una
expresión mezcla de insolencia y afecto.

El muchacho enrojeció como una doncella sorprendida en un baño por la
ardiente mirada de la curiosidad lúbrica; sintió, al par que el rubor,
una impresión de ridículo y de vergüenza, y rápidamente se refugió en el
fondo de su madriguera.

La niña quedó asombrada por esta brusca desaparición.

--¡Pero, Dios mío! ¡Cuán tonto es ese muchacho!

A pesar de toda su tontería, María encontrábalo altamente simpático, y
en medio de su despecho, congratulábase de que el colegio tuviese tales
vecinos.

Deseosa de verlo otra vez, y como retenida por una fuerza superior a su
voluntad, permaneció en su observatorio esperando otra aparición del
violinista. La asquerosa calavera ya no le causaba tanto pavor desde que
conocía a su simpático compañero de habitación.

Varias veces le pareció ver a través de una ancha grieta de la pared, el
brillo de unos ojos fijos en ella; sin duda el tímido muchacho la
espiaba, deseando que ella se ausentase para volver a ensayar en el
violín.

María, comprendiéndolo así, se agachó tras el muro y esperó.

A los pocos instantes volvieron a sonar las tan sobadas notas de _El
Carnaval_, y cuando ya María iba a hacer de nuevo su aparición sobre el
muro, repiqueteó la campana del colegio, indicando que la hora de recreo
había concluído; y la niña, contrariada, tuvo que abandonar su
observatorio.




X

Amor en torno de un violín.


Al día siguiente, apenas sonó la hora del recreo, ya estaba María en la
terraza del colegio, y colocando de nuevo todos aquellos tiestos que le
servían de escalera, se encaramaba sobre el muro.

El descubrimiento del día anterior había causado tal impresión en su
vida monótona de colegiala, que turbó su sueño, y durante toda la noche
estuvo sonando en su oído el chillón violín. Además, varias veces vió en
sueños a aquel muchacho con sus claras orejas, su cabeza pelada, sus
ojos hermosos y dulces y aquel rubor de señorita que le resultaba tan
chusco a la traviesa María.

Cuando ésta se asomó a su atalaya vió la puerta del casucho abierta y el
horripilante cráneo sobre su pedestal-libro. El muchacho debía haber
subido ya a su tugurio, pues ella, por ciertos ruidos que sonaban en su
interior, adivinaba la presencia del violinista.

Temerosa de espantar con su presencia al tímido aficionado, se ocultó en
el mismo instante que el muchacho asomaba su cabeza por la puerta del
tugurio.

Bien fuese que hubiera reflexionado sobre su timidez del día anterior y
se sintiera avergonzado, o que le diese ánimos el ver cómo se ocultaba
la niña, lo cierto es que no mostró su acostumbrada cortedad ni se
ruborizó, y agarrando su violín púsose a tocar la eterna canción sin
retirarse al fondo de la casucha.

María le oyó, al principio agachada y oculta tras el muro; pero aquellos
chillidos de las cuerdas que la conmovían profundamente, parecían
atraerla con fuerza irresistible, y poco a poco fué irguiéndose hasta
apoyar sus codos en el borde de la pared, como si fuese el antepecho de
un palco.

El muchacho, de pie, en el centro de la puerta, tocaba su violín,
adoptando una actitud artística, y en sus gestos se notaba el
convencimiento de que estaba haciendo una gran cosa y que para él eran
prodigios de arte los discordantes chillidos del instrumento.

Cuando cesó de mover el arco, dejando a la mitad la variación mil y
tantas, María palmoteó, moviendo como una loca su rizada cabecita, y
dijo con entusiasmo:

--¡Bravo, muy bien! Toca usted de un modo admirable.

Y así lo creía ella con toda su alma.

El muchacho parecía muy satisfecho por tales palabras, y se excusó con
la modestia de un gran artista que desfallece bajo el peso de los
laureles.

--¡Oh! Es usted muy amable. Toco por afición, y todavía sé poquito.

Con esto se agotó todo su caudal de palabras, y ambos muchachos se
quedaron mirándose fijamente y sin hacer otra cosa que sonreír
estúpidamente.

Transcurrió mucho tiempo sin que se atrevieran a romper el silencio.
María en lo alto, con cierto aire de superioridad varonil y con
expresión maligna y sonriente; el muchacho abajo, confuso, aunque muy
contento por la amistad que comenzaba a contraer y haciendo esfuerzos
por manifestarse tranquilo y no ser huraño como el día anterior.

Como María era la que conservaba su serenidad, ella fué la que reanudó
la conversación.

--¿Y no toca usted otras cosas? Vamos, sea usted amable: hágame oír otra
canción. Yo toco el piano, aunque poquito, y tengo gran afición a la
música.

Aquel diablillo malicioso sonreía de un modo tan encantador, que el
muchacho se sintió subyugado, y aunque confusamente, conoció que acababa
de encontrar un ser con tal imperio sobre él, que era muy capaz, si
quería, de hacerle cometer las mayores locuras.

El joven obedeció y henchido de satisfacción por tales deferencias, al
mismo tiempo que deseoso de demostrar su superioridad, agotó todo su
repertorio; cuatro valsecillos ligeros con una interpretación de
aficionado tan detestable como la de _El Carnaval._ María le escuchó
encantada, y tan feliz se sintió oyendo la musiquilla y contemplando de
cerca y fijamente la cabeza del artista, que cuando sonó la campana del
colegio parecióle que el tiempo había transcurrido con mágica rapidez.

Pesarosa y con el aspecto de quien acaba de ser despertado en lo mejor
de un hermoso sueño, hizo, con su mano, una señal de despedida al
músico, y desapareció.

La colegiala pasó todo el resto del día como una sonámbula, abstraída
por sus pensamientos y sin poder fijar la atención en sus ocupaciones.

Aquel musiquillo llenaba por completo su imaginación y sentía hacia él
un afecto mayor que el que la habían inspirado sus famosas compañeras
que, en tiempos anteriores, habían constituído la banda alborotadora del
colegio.

Después de conocerlo, de hablar con él, sentía una viva ansiedad por
enterarse de su historia, de su familia y de su clase de vida,
reprochándole su descuido al no acordarse de preguntarle cuál era su
nombre.

Toda la noche la pasó soñando en el tocador de violín, oyendo vagamente
sus incorrectas armonías y las palabras que la había dirigido, y a la
mañana siguiente levantóse febril e impaciente, deseando que las horas
transcurrieran veloces y que llegase pronto el anhelado momento del
recreo para dirigirse a la azotea.

Cuando María, tras larga crisis de impaciencia, y después de mostrarse
en el comedor, contra su costumbre, completamente inapetente, vió
llegado el momento de subir a la azotea, corrió a ella y se encaramó en
su observatorio, encontrando que el joven la esperaba ya, aunque
afectando una profunda distracción y apoyado en la puerta de su casucha
con estudiada postura.

María, al dirigirle la primera ojeada, notó en su indumentaria grandes
cambios. ¡Ah, el grandísimo coquetón! Como tenía la seguridad de que
ella subiría a verlo, se había puesto la ropa de los domingos, un chaqué
pelado que sin duda su mamá había sacado a luz reduciendo una pieza
mayor, y además el nudo de su corbatita azul, con su seductora cuquería,
delataba por lo menos media hora pasada ante el espejo, desechando
formas incorrectas y buscando una nueva que fuese el _desiderátum_ de la
sencillez y la elegancia.

Aquellas novedades, que demostraban claramente el deseo de agradar,
enorgullecieron a la maliciosa coquetuela, que ahora comprendía su
importancia.

El muchacho, al ver a María, la saludó con una sonrisa ingenua, y a
pesar de que se proponía ser fuerte y mostrarse impasible, no pudo menos
de ruborizarse.

--¡Buenas tardes!--dijo María con su hermosa voz de contralto--. ¿Es que
hoy no está usted por hacer música?

--No, señorita--contestó el muchacho con acento algo temblón--. El
violín lo tengo ahí dentro y yo no me siento con ganas de tocarlo.

Se detuvo algunos instantes y después, haciendo un esfuerzo como para
tragar algo que le obstruía la garganta, añadió con voz que apenas si el
temblor dejaba oír:

--Me gusta más hablar con usted que tocar el violín.

María prorrumpió en alegres carcajadas y batió palmas. Le resultaban muy
graciosas las palabras del muchacho. Ella también gustaba mucho de
hablar con él, y por esto, con acento de ingenuidad, exclamó:

--¡Oh, sí! Tiene usted razón; hablemos. Esto es más divertido.

Y añadió inmediatamente con marcado apresuramiento, como si le quemase
la lengua una pensada pregunta que deseaba arrojar lejos de sí:

--Ante todo, yo me llamo María Quirós de Baselga, y, según dicen las
buenas madres, soy condesa. ¿Cuál es el nombre de usted?

El muchacho quedó como espantado al saber que aquella linda cabecita
erizada de desordenados bucles era de una condesa. Por eso manifestó
cierto reparo en contestar, y fué preciso que María le volviera a
repetir con impaciencia:

--¿Cuál es el nombre de usted?

--Me llamo Juan.

--Me gusta el nombre: Juanito.

Y quedó silenciosa como paladeando aquel nombre que decía gustarle.

--¿Juanito a secas?--añadió con curiosidad creciente.

--Juanito Zarzoso.

--¿Es usted de Valencia?

--Sí, señora. Vivo en esta casa con mi mamá.

--¡Ah! ¡Tiene usted madre!--dijo María con la dolorosa extrañeza del que
carece de una cosa que poseen la generalidad de los que le rodean.

--Sí; tengo mamá. La pobrecita está casi ciega y sólo sale a paseo
cuando yo la acompaño. Papá era magistrado y murió siendo yo muy niño.

Estas palabras conmovían a la niña sin que ella pudiera explicarse la
causa. Aquella señora casi ciega, que salía a paseo apoyada en su hijo,
a pesar de que era para ella un ser desconocido, casi la hacía llorar.

Parecíale más interesante el muchacho desde el momento que había
comenzado a decir quién era.

María, cada vez más animada por la, curiosidad, esforzábase en excitar
la charla del muchacho para de este modo conocer por completo su
historia.

Juanito hablaba con ingenua franqueza. El papá, hombre modesto y muy
pobre de espíritu, había encanecido en la judicatura: había sido durante
muchos años una rueda inconsciente y metódica de la administración de
justicia, y su amor a la imparcialidad, así como su repugnancia por la
política, sólo le habían servido para hacer una carrera lenta y penosa y
luchar continuamente con las estrecheces de una posición social en la
que los gastos eran tan grandes e imprescindibles, como exiguos los
ingresos.

Hijo de una familia de labriegos y casado con una mujer modesta,
hacendosa y sufrida, descendiente de pobres industriales, el juez se
consideró feliz cuando, ya con su cabeza blanca, consiguió llegar a la
magistratura. Pero este bienestar, que él llamaba felicidad, fué muy
breve, pues murió casi al año de su ascenso, como si el Estado, al
concederle la ambicionada toga, le hubiese regalado la mortaja.

La madre y el hijo habíanse quedado en Valencia; pero abandonaron su
antigua habitación por razones de economía, yendo a habitar aquella casa
vieja, pegada al colegio y cuyo piso bajo ocupaba un carpintero, antiguo
dependiente del abuelo de Juanito y que había conocido desde niña a su
madre.

La viuda vivía y educaba a su hijo con la modesta pensión que le daba el
Estado, y cuando no encontraba lo suficiente en sus propios recursos,
sólo tenía que escribir cuatro letras a Madrid para recibir a vuelta de
correo la cantidad necesaria; ventaja preciosa de la que nunca abusó, y
que únicamente hacía valer en circunstancias extremas.

Y aquí entraba la parte risueña: el capítulo de esperanzas e ilusiones
en aquella historia vulgar y triste.

La vida actual de Juanito no era muy hermosa; pero, ¡qué diablo!,
tampoco había para desesperar, pues si el presente estaba negro, el
porvenir era rosado como una alborada de abril.

Su miseria actual no era como esos callejones sucios e infectos que
hacen aún más horribles el no tener salida; él entraba en la vida por
una calle estrecha y sin otro adorno que la fría limpieza y la dignidad
de la miseria resignada, pero en cambio no encontraba obstáculo alguno
ante su paso, y siguiendo tranquilamente y sin impaciencias su camino,
estaba seguro de salir en breve tiempo a campo raso, gozando de los
horizontes sin límites de una posición social digna y elevada. Todo
consistía en ser bueno y aplicado.

El se veía ahora obligado a distraerse en la azotea como un gato,
tomando el sol y tocando el violín, mientras sus compapañeros de clase
iban a los cafés y se pasaban las horas jugando al billar; había de
contentarse con los trajes de su padre, arreglados y reducidos casi a
tientas por su habilidosa mamá; no había puesto los pies en el teatro
desde que quedó huérfano, y todas sus diversiones estaban reducidas a
los paseos que daba en las tardes de los domingos por los alrededores
más solitarios de la ciudad, llevando a su madre del brazo; la miseria
digna y altiva del probrecillo de levita había anublado la fresca
alegría de su juventud, haciéndole grave y reflexivo como un viejo; pero
a cambio de tantas penalidades, poseía la envidiable felicidad de tener
en el porvenir una confianza sin límites.

Esta confianza simbolizábase en la persona de un hermano de su padre que
vivía en Madrid, y era quien socorría a la viuda, en sus apremiantes
necesidades de dinero.

¡Qué fervor el de Juanito al hablar de su tío, a quien sólo había visto
dos veces! El acento de admiración supersticiosa y de terror con que el
fanático habla de milagrosas imágenes, resultaba pálido al lado de la
veneración con que se expresaba el muchacho al tratar dicho asunto. Su
tío resultaba un personaje dotado de misterioso poder; un semidiós que
vivía allá lejos y parecía envuelto en sagrados velos para no cegar al
mundo con el esplendor de su grandeza.

Y el muchacho, al par que hablaba con cierta conmoción de miedo,
mostraba también legítimo orgullo por ser pariente de aquel hombre que
honraba el apellido de la familia.

María escuchaba con creciente interés las palabras de su simpático amigo
y en su imaginación iba agrandándose la figura del tío de Juanito,
tomando los contornos de un gigante, ¡Dios mío! ¿Quién sería aquel
hombre del cual su sobrino hablaba con tan religiosa admiración?

Por esto su desilusión fué grande cuando, en el curso del relato, el
misterioso y colosal personaje quedó reducido a un médico famoso, a una
celebridad en el ramo de enfermedades mentales y nerviosas, del que
hablaban con justa admiración tedas las publicaciones facultativas.

Sí; el tío de Juanito era don Pedro Zarzoso, el famoso médico alienista,
no menos célebre por sus extremadas y revolucionarias teorías
científicas y religiosas, que levantaba tempestades cada vez que las
exponía en la cátedra y en la prensa.

Aquel sabio solterón y de carácter rudo y arisco, sólo había tenido en
la vida una pasión que trastornase su carácter férreo e impasible de
batallador: el cariño a su hermano. Amaba como a una novia a aquel
hermanillo, fino y delicado cual una señorita; le admiraba sin darse
cuenta de ello, tal vez porque encontraba en él facultades que
desconocía, cual eran la imaginación y el gusto por las artes, que el
rudo doctor miraba sin entenderlas, completamente ciego para todo lo que
no fuese raciocinio y experimentalismo seco. El fué quien, con los
primeros ahorros de la profesión, hizo seguir una carrera a su hermano,
el cual, por su delicadeza física, se había ya arrancado de la vida de
los campos, dedicándose desde niño a la existencia oficinesca; y él
también el que, violentando su carácter, con penosas ductilidades,
intrigó y rogó en Madrid en busca del favor oficial para que su niño
querido pudiese entrar en la judicatura a ganarse el pan.

Aquel hermano fué la eterna pasión, el constante pensamiento del doctor
Zarzoso. Nadie, al ver aquel gigantazo de la ciencia, rudo y anguloso
como una montaña, que acompañaba a puñetazos las explicaciones
científicas, y apenas entraba en los hospitales, con un bufido de
malhumor ponía en conmoción a todo el personal, nadie hubiese sospechado
que aquel ogro de la Medicina era capaz de dejarse guiar como un niño y
de estarse con aire embobado como esperando órdenes, en presencia de un
juececillo, falto de salud y pobre de espíritu, que, desconocido y
mísero, administraba justicia allá en un rincón de España, en un
apartado distrito de la provincia de Valencia.

Cada vez que el famoso doctor alcanzaba un triunfo, su pensamiento
volaba al punto donde se hallaba su hermano. En vez de producirle sus
victorias un sentimiento de justa satisfacción, apesadumbrábanle, como
si al dejar que su nombre fuese repetido por la publicidad de la fama,
cometiese una mala acción contra su hermano. ¡El, tan célebre, mimado
por la fortuna, y en cambio el pobre juez olvidado en un mísero distrito
y arrastrando una existencia estúpida y monótona! Olvidaba el doctor su
talento, sus largos estudios, aquellas interminables bregas a puñetazo
limpio con la ciencia, para obligarla a que le mostrase sus más
recónditos secretos; hacía caso omiso de lo que valía, y experimentaba
remordimientos al contemplarse rodeado de todas las distinciones que
constituyen la felicidad de los hombres y ver a su hermano tan
humillado.

Sublevábale aquella diferencia y parecíale injusta la sociedad al
olvidar a un hermano mientras elevaba a otro.

Al doctor Zarzoso parecíale que el juez tenía más derecho que él a la
celebridad. Bastaba que él lo adorase, considerándolo superior, para que
toda la sociedad tuviese el deber de imitarle en el fraternal culto. Si
le hubiesen preguntado al sabio cuales eran los méritos de su hermano
para ser admirado universalmente, seguramente que no habría sabido
responder; pero se le había encasquetado la idea de que el juez, por el
hecho de ser su hermano, era también un hombre superior, y que ya que de
pequeño en la miserable barraca de sus padres había compartido con él el
pan, la cama y hasta el mugriento abecedario en que aprendieron a leer,
debía ahora compartir igualmente la gloria; y esta desigualdad de suerte
exasperaba muchas veces a aquel genio de todos los diablos que usaba el
doctor.

La muerte del magistrado fué como un violento mazazo descargado sobre su
brava cerviz. El, que con sus genialidades hacía temblar a cuantos le
rodeaban, lloró y pateó como un niño al saber la fúnebre noticia,
maldiciendo a la indecente materia, que no sabía vivir unida formando un
ser más que por espacio de algunos años, y que siempre se disgregaba
para dejar paso franco a la muerte.

Fué a Valencia para arreglar los intereses de su hermano, y entonces, a
la vista del pequeño Juanito, sintió renacer en él el cariño que había
profesado a su difunto padre.

Hubiera sido una gran satisfacción para el doctor poder llevarse al niño
a Madrid y gozar de las delicias de una paternidad fingida, dedicándose
a su educación; pero la madre se opuso, dando esto lugar a algunas
disputas entre los dos cuñados.

Ya que la viuda se empeñaba en pasar en Valencia los últimos años de su
vida, él se conformaba; pero para que no creyera nadie que olvidaba a su
hermano al dejar éste de existir, manifestó repetidas veces a la esposa
y al huérfano que no se privasen de nada y que le pidieran cuanto
necesitasen, pues al fin y al cabo él era hombre de pocas necesidades, y
aunque no buscaba utilidad en la ciencia, ésta hacía entrar el oro a
raudales por la puerta de su clínica, tanto que, a pesar de repartir a
manos llenas entre los necesitados, aun le quedaba lo suficiente para
considerarse rico.

La viuda, mujer tan tímida y apocada como su esposo, no abusaba de estos
ofrecimientos, y muchas veces había de sufrir las iracundas cartas de su
cuñado, indignado por aquella cortedad que se limitaba a pedir en un
gran apuro veinte duros, cuando él estaba dispuesto a enviar miles de
pesetas.

El doctor Zarzoso estaba cada vez más entusiasmado con su sobrino, y
aunque por carácter se mostraba seco y huraño en las cartas que le
escribía, es lo cierto que le proporcionaba una semana de felicidad cada
noticia que recibía sobre la aplicación del chico y los premios que
alcanzaba en las asignaturas del bachillerato.

Siempre decía lo mismo a su cuñada en sus breves cartas. El muchacho no
estaba desamparado; otros querrían llorar con los mismos ojos que él.
Que estudiase y fuese un chico de provecho, que allí tenía a su tío para
darle la mano y guiar sus primeros pasos, que son los más difíciles, por
un camino llano y comodo que a él le había costado muchos esfuerzos el
abrir.

Lo que más entusiasmaba al buen doctor era el entusiasmo que su sobrino
manifestaba por la Medicina. Bien fuese que en el muchacho hubiesen
causado impresión las palabras del padre, que desde su niñez le había
repetido que había de ser médico como su tío, o que realmente tuviese
afición a esta ciencia, lo cierto es que Juanito mostraba gran
entusiasmo por la carrera que iba a emprender.

En la actualidad estaba en el último curso del bachillerato, y de todas
las asignaturas, la Fisiología era la que ejercía sobre él una seducción
mágica.

Se había procurado aquel cráneo que tanto horror inspiraba a María, y lo
había colocado en el lugar preferente de su casuchita, a la que él
llamaba pomposamente su cuarto de estudio, pareciéndole que tal adorno
daba a la desmantelada pieza el carácter de un gabinete de sabio.
Además, su ardor científico era tan intenso, que había esparcido el
terror en todos los gatos, ratones y sabandijas de la vecindad, pues no
caía bicho de aquellos tejados en sus manos sin que al momento le
abriese las entrañas con un mal cortaplumas, con el intento de ir
iniciándose en los misterios de la vivisección.

Aquel muchacho, como aprendiz de médico, era tan terrible cual como
aficionado al violín.

Se sentía dominado por el afán de ser un médico célebre, tanto por no
dar un disgusto a su tío, del cual, a pesar de su franca y vehemente
bondad, recordaba el terrible ceño y los puños de gigante, como por el
deseo de sucederle un día sin visible decadencia en el servicio de su
distinguida clientela y en el cuidado de los manicomios puestos bajo su
dirección.

María oía como encantada lo dicho por el muchacho.

Gustábale aquella historia, y además sentía crecer el interés que le
inspiraba su nuevo amigo Juanito.

Entonces se enteraba de que al otro extremo de la ciudad había un
colegio grande, muy grande, que llamaban el Instituto, al cual acudían
centenares de muchachos; y con maligna curiosidad hacía preguntas para
saber si entre la bulliciosa tropa masculina había gentecilla revoltosa
y levantisca que diese disgustos a los profesores, como ella se los daba
a las buenas madres.

Cada vez más ansiosa de penetrar en la interesante vida íntima del
muchacho, molíalo a preguntas, indiscretas unas, inocentes otras, que
Juanito recibía con sonrisa de ingenuidad.

--¡Y cuándo estudia usted?

¡Oh! El estudiaba bastante. Todas las tardes, después de tocar un rato
el violín, entregábase al estudio, y además, por las noches, abajo, en
su habitación, y cerca de la alcoba de su madre, pasaba las horas
agarrado a los libros del actual curso y repasando el texto de las
asignaturas anteriores, pues de allí a dos meses, en junio, después de
aprobar las últimas asignaturas, iba a hacer los ejercicios del
bachillerato, y si no los ganaba con premio, le daría a su tío un serio
disgusto. Todo antes que eso... El gozaba estudiando, pero el caso
era... Al llegar aquí el muchacho se ruborizaba; pero ¡adelante, qué
diablo!; el caso era que desde que la había visto se sentía falto de
aquel ardor que le permitía pasarse las horas enteras inclinado sobre
los libros, y así que ella, al oír la campana del colegio desaparecía,
él quedaba muy triste, esperando con ansiedad el día siguiente.

María acogía con sus locas carcajadas estas palabras. ¡Ay, qué chusco
era aquello! ¡Qué gracia tenía! Pero, a pesar de su ingenuidad salvaje,
se guardaba decir que la gracia para ella consistía en que también
experimentaba idéntica ansiedad, y esperaba con igual impaciencia la
llegada de la tarde siguiente, con una nueva entrevista.

Los dos jóvenes se sentían atraídos por una espontánea y dulce simpatía.

A la media hora de conversación, hablábanse ya sin rubores ni reservas,
como si toda la vida se hubiesen conocido.

Por esto mismo su tristeza fué grande cuando sonó la campana del
colegio. Aquel repiqueteo les pareció un toque lúgubre, y los dos se
quedaron inmóviles a mitad de la conversación, y sintiendo que aun les
quedaban muchas cosas por decir.

--Adiós, Juanito. Me voy antes que vengan a buscarme. Mañana a la misma
hora nos veremos y hablaremos más.

Juanito bajó la cabeza como un personaje melodramático que cede a la
fatalidad irresistible; pero un débil ruido que le alarmó hízole
levantar prontamente los ojos para ruborizarse nuevamente como un
imbécil. María, llevándose una mano a la boca, le enviaba un beso con
las puntas de los dedos.

Después, al notar el rubor de señorita que invadía el rostro de aquel
grandullón, lanzó al viento su carcajada de alegre locuela y
desapareció, saludándole.

--¡Ay, qué majadero!...




XI

Dúo de amor en el tejado.


Desde entonces ni una sola tarde dejaron de verse los dos jóvenes.

A la hora en que la ciudad parecía dormir la siesta al arrullo del
ardiente sol, y en que los calientes tonos de luz hacían resaltar los
colores del bello paisaje, los dos muchachos subían al tejado para venir
a encontrarse en aquella pared que separaba sus respectivas viviendas,
María, en lo alto, como una dama feudal asomada al borde del robusto
torreón, y Juanito al pie, con su actitud de trovador enamorado,
lanzando a su dama platónicos floreos. Faltaba la dorada guzla y las
vestiduras brillantes y caprichosas para que aquello fuese igual a uno
de aquellos paisajes de abanico que tanto gustaban a la niña.

En los dos, aquellas diarias entrevistas eran ya una necesidad, y
sufrían un disgusto sin límites, un desaliento mortal, cuando en las
tardes lluviosas la colegiala no subía a la azotea, por miedo a excitar
las sospechas de las buenas madres.

Poco a poco su amistad se iba estrechando tan íntimamente, que aquel
muchacho, antes tan ruboroso y reservado, se abandonaba ahora a la
confianza y le hacía confidencias cariñosas sobre su porvenir y sus
propósitos.

María se sentía feliz escuchándole, y únicamente experimentaba cierto
malestar cuando su amigo interrumpíase a lo mejor de una conversación y
se ruborizaba, como arrepentido de algún mal pensamiento que
repentinamente había surgido en su cerebro.

¡Pero qué tímido era aquel muchacho! Su indecisión irritaba a María,
tanto más cuanto que ésta adivinaba desde mucho tiempo antes lo que su
amigo quería decirle y que siempre se le atragantaba, produciéndole
palideces de miedo y nerviosos temblores.

Todo cuanto les rodeaba en las vespertinas confidencias, parecía animar
a Juanito; y, sin embargo, el gran pazguato permanecía indeciso y
dominado por la timidez hereditaria, agitado por el deseo de hablar, y
sin atreverse nunca a soltar la lengua.

Los cercanos campos, henchidos de la lujuriosa savia de primavera,
enviábanles bocanadas de excitantes y voluptuosos perfumes; las blancas
campanillas de la azotea del colegio, formando un regio dosel sobre la
cabecita de María, balanceábanse en brazos del libertino airecillo con
amorosos estremecimientos; los palomos de un palomar vecino, venían a
arrullarse a pocos pasos de ellos, sobre el borde del tejado,
conmoviéndoles con el susurro de un diálogo monótono, eterno y
excitante; y a pesar de que lo mismo los campos, que las flores y las
aves, entonaban el aleluya del amor, aquel marmolillo permanecía inmóvil
y frío como un copo de nieve, sin que pareciera darse cuenta de que en
su interior sentía el fuego de la pasión.

Lo que más indignaba a María era que transcurrían los días sin que su
amigo dijese lo que ella esperaba, y que se exponía a que las
conferencias fuesen interrumpidas por la vigilancia de las buenas
madres, pues ya la subdirectora había subido varias veces a la azotea,
muy intrigada por aquella afición a la soledad que manifestaba la
colegiala, aunque ésta había tenido siempre la buena suerte de retirarse
a tiempo de su atalaya.

Por el momento nadie sospechaba en el colegio la amistad de María con un
vecino; pero la niña se desesperaba, pensando en la posibilidad de que
la subdirectora sorprendiera, a lo mejor, sus conferencias.

Y en vano empleaba ella todos los recursos para animar al tímido
muchacho. Cuando él, colorado como un pavo, se detenía en el momento
mismo que iba a lanzar la anhelada palabra, María intentaba darle nueva
fuerza con una benévola sonrisa, y tenía especial cuidado en guiar la
conversación de modo que fuese a parar siempre al mismo tema. ¡Oh! Debía
ser muy hermoso el convertirse en marido y mujercita como las personas
mayores... a ella le hubiese gustado mucho transformarse en una paloma,
como cualquiera de las que revoloteaban por allí cerca, y pasarse la
vida en perpetuo arrullo al borde de un tejado... Se encontraba muy mal
en el interior del colegio, rodeada de niñas que la querían poco y de
monjas que tenían gusto en castigarla; necesitaba de alguien que la
quisiera, pero... ¡ira de Dios! aquel muchacho era un poste; la
escuchaba con la mayor complacencia, conmovíase al saber que ella tenía
necesidad de amar, pero no se lanzaba nunca a decir esta boca es mía.

Esto desesperaba a María; pero al mismo tiempo producíale cierta
complacencia. Le resultaba graciosa la cortedad de aquel muchacho, pues
al notar su femenil timidez, ella se engreía con aquel carácter varonil
de que tan orgullosa estaba. Aquel trueque de papeles, le recordaba las
aleluyas de _El Mundo al Revés_, uno de los clásicos ilustrados que con
entusiasmo leían las colegialas en las horas de recreo.

Por fin, un día se _lanzó_ el muchacho, y su resolución resultó tan
ridícula como todas las que toman los caracteres tímidos después de
innumerables vacilaciones.

Fué a la mitad de una conversación interesante, sobre el importantísimo
tema de que en verano hace más calor que en invierno, conversación que
María seguía con cierta sorna y no menos despecho, cuando Juanito,
comprendiendo que la timidez le hacía decir innumerables necedades, se
detuvo en seco, y después, cerrando los ojos como un desesperado que se
arroja a un precipicio, dijo con acento imperioso:

--Yo tengo que decir a usted una cosa.

María sonrió picarescamente. ¡Oh, por fin!

--Hable usted. Diga cuanto quiera, Juanito.

Y este Juanito fué pronunciado con una ondulante suavidad de terciopelo.
Era como una promesa cierta de que la demanda sería fallada
favorablemente.

--Es que... francamente; es que no me atrevo a decirlo de palabra.

María comenzó a impacientarse. Ya surgía de nuevo aquella maldita
timidez que aguaba todas sus alegrías.

--Pero criatura, ¿cómo va usted a decirme esa cosa si no quiere hablar?

--Yo traigo aquí una cartita, que quiero lea usted después que se
marche.

Aquel chico no tenía apaño: tarde y mal; pero en fin, más valía la carta
que un absoluto silencio.

--A ver; venga ese memorial--dijo la traviesa niña riéndose de aquel
modo de declararse, que buscaba los procedimientos más tortuosos,
teniendo expeditos los más fáciles.

Juanito sacó de su bolsillo una pequeña carta, obra maestra de su
ingenio, para la cual había hecho veinte borradores distintos y roto una
docena de pliegos satinados por descuidos caligráficos más o menos
importantes.

Tuvo un verdadero disgusto a ver agarrada horriblemente una de las
puntas del sobre, pero aún aumentó su pesar, al tropezar con los
inconvenientes que se oponían a la transmisión de la carta.

¿Ella no tenía un hilo? Pues él tampoco. Y el desgraciado muchacho,
después de algunos cabildeos, se resignó a meter dentro del sobre dos
yesones de la pared, y probó a tirarla arriba con tal lastre.

Las tentativas fueron otros tantos fracasos, y María pataleaba de
impaciencia, comprendiendo que aquello era ridículo.

--Mire usted, Juanito; guárdese la carta. Es inútil cuanto hace.

--¡Cómo!... ¡Qué!--exclamó con terror el pobrecillo, como si oyera su
sentencia de muerte--. ¿No quiere usted mi carta?

--No. ¿Para qué? Adivino perfectamente cuanto en ella se dice. ¿Por qué
no repite usted lo mismo de palabra? ¿Le doy yo miedo?

El muchacho quedó avergonzado y permaneció algunos minutos con la cabeza
baja, pero por fin la levantó con repentina resolución. ¿A qué tanto
miedo? ¡Adelante!

--Y si usted conoce lo que la carta dice, ¿qué es lo que contesta?

El rostro de María se animó con un rubor ligerísimo, y desde su altura
lanzóle una mirada de indefinible seducción.

--¿Yo?... Pues que sí.

--¿Que sí?... ¿Qué es a lo que usted dice que sí?

María se indignó ante tal torpeza.

--¡Hombre, no sea usted majadero! Digo que sí le amo, y que quiero que
los dos, ya que somos amigos, seamos también iguales a esas palomas que
se buscan, se quieren y se arrullan como unos angelitos. Usted será en
adelante mi maridito, y yo su mujercita.

En este ideal inocente encerraba la niña todo el concepto que tenía
formado del amor.

Juanito vió el cielo abierto, y miró ya aquella linda cabecita como cosa
propia, tanto, que cuando sonó la campana del colegio y la niña hubo de
retirarse, el muchacho sintió celos como si María le abandonase para
acudir al llamamiento de un rival, y de buena gana, a tenerlo al alcance
de las manos, la hubiese emprendido a puñetazos con aquel impertinente
artefacto de cascado bronce.

Desde la famosa tarde de la declaración comenzó a desarrollarse entre
los dos jóvenes la pasión que había de constituir su primera novela
amorosa.

María, puntualmente subía a la azotea a hablar con su maridito, y el
inocente matrimonio, para estar más en contacto, había establecido un
sistema de comunicación que consistía en un largo bramante a cuyo
extremo iba atada una diminuta cesta. María, al retirarse, escondía tras
los tiestos de flores esta prueba de delito con la que hacía subir las
flores, las lindas estampas y todos los objetos que la regalaba su
apasionado adorador.

¡Cuán veloces transcurrían entonces las horas en que podían verse los
pequeños amantes!

Sus conversaciones eran triviales, inocentes, sosas; María, más viva y
despierta en materias de amor, reconocía en su novio una candidez que la
hacía reír, pero a pesar de esto tenían gran encanto aquellas pláticas
cuyo continuo tema era la promesa de amarse eternamente sin dejar nunca
que el olvido o la frialdad se introdujeran en sus relaciones.

--¡Oh! Sí, Marujita mía; te amaré siempre, te seré fiel hasta la muerte,
como lo son esas palomas que todas las tardes vienen a arrullarse en
este tejado.

--¿Que si te quiero? Más que a mi vida. Ahora tengo más ganas que nunca
de ser hombre para hacerme rico y célebre y llegar a ser tu maridito de
verdad.

Y estas apasionadas expresiones y juramentos de amor, acompañados con
otras cursilerías por el estilo, eran el eterno tema de sus
conversaciones.

Aquel par de muchachos no se daban nunca por vencidos en punto a decirse
ternezas interminables; siempre, al separarse, se encontraban con que no
lo habían dicho todo, pero sí que se cansaban de estar siempre separados
por aquel muro y además les parecía que era muy breve el tiempo de la
entrevista.

Verse de cerca, estrecharse las manos, hablarse con las bocas casi
juntas y mirar su propia imagen en los ojos del otro era un deseo que
les roía la imaginación a los dos.

A María fué a quien primero se le ocurrió aquella idea, y aunque
arriesgada le pareció muy natural.

Cuando después se le ocurrió a Juanito desechóla inmediatamente,
juzgándola como un deseo extravagante.

Pero como si aquellos dos pensamientos iguales se atrajesen por su
misma identidad, el asunto no tardó en surgir en la conversación.

Juanito hablaba de verse de noche en aquel mismo sitio, con la misma
vaguedad y aire de duda que un visionario habla de un viaje al Sol; pero
su mujercita seguía encontrando muy natural el proyecto y esto fué
suficiente para que el muchacho lo diese por realizable, temiendo
atraerse, con una vacilación, las burlas de la chiquilla varonil y
audaz.

Con el misterio y la alarma, de los conspiradores que fraguan su plan,
los dos fueron acordando todos los detalles de aquella entrevista
arriesgada.

Ella, a las once en punto, hora en que todo el colegio estaba abismado
en el primer sueño, abandonaría el dormitorio de las mayores, que estaba
en el último piso, cerca de la escalera de la azotea, y se deslizaría
hasta el lugar de la cita. Esto tenía la ventaja de no hacer ya
necesarias aquellas subidas en plena tarde que habían alarmado el fino
olfato de la subdirectora. María había de luchar con el terrible
inconveniente que ofrecía los chirridos de los cerrojos de la puerta de
la azotea al descorrerse, pero ella contaba con el auxilio del aceite y
más aún con su maña.

En cuanto a Juanito se comprometió a tener para la noche siguiente una
cuerda con garfio de hierro, que María se encargaría de sujetar a las
columnillas de hierro que sostenían la bóveda de enredaderas. La mamá se
acostaba invariablemente a las nueve todas las noches; tenía el sueño
pesado y además no era fácil que extrañase su ausencia, pues él, con la
cafetera al lado se pasaba las horas estudiando, muchas veces hasta la
madrugada. La cuerda necesaria se la proporcionaría un trapecio que
tenía abajo en su cuarto para desempalagarse con algunas volteretas,
cuando el continuado estudio venía a fijarle en la frente un clavo de
dolor.

Con absoluto misterio fueron forjando su plan los dos muchachos.

A la noche siguiente sería la nocturna cita, y esta proximidad los
llenaba a los dos de zozobra e intranquilidad al par que de alegría. ¡Si
aquello llegaba a descubrirse!

Además sentían ambos un remordimiento comprendiendo que la nueva clase
de entrevistas vendrían a trastornarles más, impidiéndoles el
cumplimiento de su deber.

Ella consideraba ya como de imposible realización sus propósitos de
disputar el premio mayor del colegio a aquella marisabidilla a quien
odiaba; él pensaba con verdadero dolor que el mes de mayo tocaba ya a
su fin, que dentro de pocos días tendría que sufrir el terrible examen y
que aún le quedaban algunas lecciones importantes por estudiar.

Pero aquello sólo fué un débil relámpago del deber, un fugaz
remordimiento que pasó sin dejar huella ni aminorar con su roce el deseo
vehemente de estar en el silencio de la noche, juntos, hablándose quedo,
con ese dulce abandono que proporciona la seguridad de no ser
sorprendidos.

Hacía ya más de un mes que eran novios, y, ¡qué diablos!, ya era hora de
verse próximos y no pasar el tiempo en violenta posición, con la cabeza
inclinada y siempre de pie.

Se buscaban, querían aproximarse arrastrados, por el ciego impulso del
amor; pero al mismo tiempo, aunque de ello no se daban cuenta, eran
impulsados por el egoísmo de la comodidad.




XII

Mecidos por la brisa.


La grave campana de la Catedral dió las once de la noche con tan calmosa
prosopopeya que parecía que allá, en lo alto, sobre un púlpito de piedra
de cincuenta metros, un panzudo canónigo de bronca voz comenzaba a
predicar su sermón.

María se incorporó cuidadosamente en su lecho; oyó cómo por espacio de
algunos minutos se iban pasando la hora todos los grandes relojes de la
ciudad, poblando con fuertes campanadas el desierto y obscuro espacio, y
cuando se restableció en el dormitorio aquel silencio, únicamente
turbado por las tranquilas y acompasadas respiraciones de las compañeras
que dormían, la colegiala entreabrió las cortinas de su cama y se
deslizó sin hacer ruido.

Habíase metido su falda antes de bajar del lecho y el cuerpo lo llevaba
encerrado en una chambra que dejaba al descubierto el nacimiento de su
cuello virginal, que comenzaba a dibujarse con la seductora y voluptuosa
curva de la mujer hermosa.

Cogió sus botas, que estaban al pie de la cama, y agachada en actitud
expectante permaneció algunos minutos para convencerse de que nadie iba
a apercibirse de su salida.

Nada; la calma más absoluta reinaba en toda la pieza. La velada luz que
la alumbraba en sus continuas palpitaciones hacía bailotear un sin fin
de sombras sobre las colgaduras de los alineados lechos y en aquella
pared de enfrente, desnuda y blanqueada, rota a trechos por la línea de
cerradas ventanas, entre las cuales estaban los lavabos de las
colegialas con sus toallas, limpias y rígidas por el planchado, que
vistas en la movediza penumbra parecían mortajas de virgen, colgadas
como ex votos.

Del interior de aquellos lechos, circuídos de blancas cortinas rosadas
por la luz, salían las acompasadas respiraciones del sueño. Nadie la
vería marchar. Sólo tres camas la separaban de la puerta de salida, y en
la última dormía la hermana inspectora, encargada de la vigilancia de la
pieza.

Lo más importante era pasar ante su lecho sin que se apercibiera la
vieja religiosa, que por cierto era enemiga feroz de María, por lo mucho
que ésta la había molestado en otro tiempo con sus travesuras.

Apenas avanzó algunos pasos con la silenciosa cautela de un gato en
acecho, la joven se tranquilizó oyendo un sordo y estridente ronquido
que recorría toda la escala del fagot. En aquel dormitorio de lindas y
espirituales señoritas sólo la hermana Circuncisión podía roncar así.

Dormía...; pues ¡adelante! Y María, con los pies descalzos y las botas
en la mano, salió ligeramente de la habitación, hundiéndose en la densa
sombra del vecino corredor.

Conocía palmo a palmo todas las revueltas del edificio, así es que,
aunque cautelosamente y evitando hacer ruido, avanzaba con gran
seguridad.

Varias veces se detuvo asustada al escuchar esos pequeños ruidos propios
de la noche y que el silencio agranda considerablemente. El débil
crujido de una madera, el chasquido de un granito de polvo bajo el peso
de sus pies desnudos y el lejano rumor que producía la respiración de
tantos seres encerrados en aquel edificio y entregados al sueño,
asustábanla, hacían afluir apresuradamente toda su sangre al corazón y
la obligaban a permanecer inmóvil, alarmada y temblorosa durante mucho
tiempo.

Nunca había recorrido ella de noche aquel edificio, teatro de sus
diabluras, y la novedad de la correría, la obscuridad absoluta y el
misterioso silencio, la impresionaban hasta el punto de mostrarse algo
arrepentida de su temeridad al arreglar la cita.

Avanzaba lentamente, a tientas, extendiendo sus manos para no tropezar,
y la pícara imaginación se divertía con ella, agrandando las más
horribles visiones, conforme María sentía decaer su valor.

La memoria le jugó una mala partida, recordando la horrible calavera
que Juanito tenía sobre sus libros y que a ella tanto horror le había
causado.

Parecíale que en el denso velo que ante sus ojos se extendía iba
marcándose como una mancha blancuzca que al momento tomaba el contorno
del cráneo horrible, y hasta creía distinguir la mirada indefinible de
sus vacías cuencas y la sonrisa espeluznante de las desdentadas
mandíbulas.

Toda la virilidad de carácter que demostraba en pleno día cuando se
hallaba rodeada por sus compañeras, aquel arrojo que la hacía ir a
trompis con todas como si fuese un muchacho, había desaparecido en tal
situación y su imaginación, excitada por la sombra y el misterio,
apoderábase cada vez más de ella y la arrastraba por donde quería, como
un caballo desbocado que no siente ya el freno y desprecia al jinete.

Ahora avanzaba las manos con temor, pues le parecía que de un momento a
otro sus dedos iban a tropezar con la superficie pelada y brillante del
horroroso cráneo.

El miedo la hacía temblar; teniendo sus desnudos pies sobre el frío
suelo, su frente era surcada por gotas de sudor, y al tropezar con una
escoba que había dejado olvidada en la escalera de la azotea, le faltó
muy poco para huir despavorida con dirección a su dormitorio pidiendo
socorro; pero, por fortuna para ella, pudo dominarse y llegó a la puerta
del tejado, poniendo sus manos en el gran cerrojo.

Aquella tarde había tomado ella sus precauciones para que el cerrojo
corriese sin ninguna dificultad ni delatores chirridos, y así ocurrió,
felizmente.

Al encontrarse María en el centro de la azotea, aquel lugar que tan
familiar y querido le era, un suspiro de satisfacción ensanchó su
oprimido pecho.

Por fin ya estaba a gusto, como en su propia casa; ya no sólo
experimentaba esta tranquilidad, sino que había recobrado su valor, y
ahora le parecía una soberana ridiculez el miedo experimentado momentos
antes.

La noche era obscura; el cielo, aunque despejado, tenía un triste azul
negruzco que no lograban aclarar los luminosos parpadeos de las
vigilantes estrellas; pero María, habituada a la densa sombra de abajo,
encontraba excesiva luz y veía claramente cuanto la rodeaba.

Allí estaban sus queridas plantas; aquel tupido follaje que le servía de
dosel en las horas de sol, y hasta distinguía las blancas y gentiles
campanillas que se desperezaban entre las hojas y reanimadas por el
fresco de la noche abrían sus boquitas de fino raso enviándola su
aliento de perfumes.

La luz de las estrellas sólo sacaba muy débilmente de la obscuridad los
contornos de aquel paisaje conocido, y María, por la fuerza de la
costumbre, lanzó una hojeada al horizonte en el que apenas si se marcaba
el perfil de los edificios y las arboledas.

Buscó tras los tiestos de flores el bramante y la pequeña cesta que le
servía para subir los regalos de Juanito, y una vez que los encontró,
con el corazón palpitante de emoción, subióse a su observatorio.

Por fin iba a saber lo que era el amor de cerca; iba a ser igual a una
de aquellas señoritas pintadas en los abanicos que, apoyadas en una
almena, reciben con los brazos abiertos al mancebo que sube por la
consabida escala de seda.

Apenas se asomó al borde del muro vió rebullirse a una sombra en la
obscuridad de abajo.

--¿Estás ahí, Juanito?

--Sí, vida mía. Echame el cestillo y subirás la cuerda.

María arrojó el bramante y poco después lo recogía, llevando agarrada a
su extremo una cuerda gruesa con un garfio de hierro.

Ya tenía la niña la cuerda en la mano y se disponía a agarrar el garfio
de una columnilla de hierro, cuando se detuvo para hacer otra cosa. Sus
pies descalzos se lastimaban sobre aquellos ásperos tiestos.

Un ligero siseo la hizo asomar de nuevo la cabeza.

--¿Pero qué haces? ¿Es que no encuentras dónde fijar la cuerda?

--Espérate; no seas impaciente, que ahora mismo subirás. Me estoy
poniendo las botinas.

Poco después, el muchacho tiraba del extremo de la cuerda al oír: "Ya
está", y encontrándola firme comenzó a ascender por ella con ágil
rapidez.

Para él resultaba un juego aquella ascensión, y con unas cuantas
contracciones llegó a la azotea, dentro de la cual saltó con sobrada
brusquedad.

--¡Chits!..., ¡demonio! No andes de ese modo, que el dormitorio está
abajo y nos pueden oír.

Juanito quedó inmóvil y como embobado ante esta repulsa de su mujercita.

María experimentaba cierta decepción. Ella esperaba otra cosa como
principio de la entrevista. Los trovadores como aquél, al subir hasta
donde estaba su dama, debían arrodillarse y besarle la mano, o cuando
no, algo parecido que ella no sabía explicarse, y aquel gran pazguato,
en vez de hacer esto entraba en la azotea como un salvaje, moviendo gran
ruido con su pesado salto y exponiéndose a que las monjas se
apercibieran de que alguien andaba pon el tejado.

Era la primera vez que el muchacho entraba en la azotea, de la cual sólo
veía desde abajo el follaje; así es que lanzó una mirada de curiosidad a
su alrededor y cuyo significado comprendió María.

--Eh, ¿qué te parece? Es bonito esto, ¿no es verdad? Mira qué plantas
tan hermosas, que campanillas tan perfumadas.

Y la colegialita, con el aire de una persona mayor que hace los honores
de la casa y llevando agarrado a su novio de un brazo, fué enseñándole
todas las preciosidades de la azotea: las guirnaldas de verduras, que
como serpientes de hojas subían enroscándose a las columnas de hierro, y
los grupos de flores que se erguían sobre las filas de escalonados
tiestos.

Juanito encontraba aquello muy hermoso, pero pronto dejó de mirar las
flores para fijar sus ojos en su novia, de la cual se veía cerca por
primera vez.

Hubiese querido el joven hacer salir el sol en plena noche, un sol que
sólo alumbrase aquel rincón de la azotea, para ver de cerca a María y
contemplar su cabecita vivaracha, que tanto le impresionaba los otros
días asomándose al borde de la tapia. Sus ojos se acercaban a ella
haciendo esfuerzos por atravesar la semiobscuridad que los rodeaba y se
entregaba a un dulce éxtasis, contemplando aquellas facciones que
vagamente marcaban sus hermosos perfiles en la sombra y la mirada
brillante con una luz que a él le parecía superior al latido de las
estrellas que parpadeaban sobre sus cabezas.

No supieron ellos cómo fué aquello, pero de pronto se encontraron
sentados en una fila de tiestos, sin compasión a las flores que
aplastaban, y mirándose fijamente, mientras sus cerebros parecían
sumidos en lánguido sopor.

Un lúgubre campaneo fué lo que les sacó de aquella contemplación tan
estúpida como dulce. Sonaban las doce; ya había transcurrido una hora,
¡Demonio! ¡Y cómo pasaba el tiempo!

Los dos novios permanecían inmóviles, como absorbiéndose el alma con sus
miradas, y sólo de vez en cuando cruzaban algunas palabras vagas,
incoherentes como las frases de un sueño o las exclamaciones de un
ebrio.

En verdad que para aquello no valía la pena de haberse desollado las
manos subiendo por una cuerda y exponiéndose a caer; esto podía pensarlo
un espíritu escéptico, pero aquellas dos almas puras e inocentes de
niños grandes gozaban una felicidad sin límites, dejando transcurrir el
tiempo inmóviles, juntitos, con marcada inconsciencia de sus actos y
embriagándose en ese ambiente seductor y fantástico que siempre nos
parece percibir en torno de la persona amada.

Ni la más leve sombra de impureza venía a turbar el pensamiento de los
dos jóvenes, que se sentían satisfechos, dichosos y como ahitos de
felicidad, con sólo hablarse de cerca, al oído, sintiendo el contacto de
sus ropas y confundiendo sus alientos.

María recordaba, con la vaguedad de un sueño, un atrevimiento único de
su amante. Al sentarse en aquellos tiestos había sentido en sus labios
el contacto de los de Juanito que la daban un beso; pero aquel beso era
de castidad apasionada, beso desmayado de felicidad, sin el chasquido
ruidoso de la caricia voluptuosa ni el fuego de la voracidad apasionada,
y que iba dirigido más al alma que a la carne. Era aquel beso del tímido
muchacho como una toma de posesión de su amada, a la que por primera vez
tenía al alcance de sus labios; pero con él no buscaba apoderarse de la
carne, ciego instrumento de pasión; no pretendía despertar a la
sensualidad dormida, sino que se hacía dueño de la seductora mirada, de
la dulce y graciosa sonrisa, de la boca que le enloquecía con sus
palabras de amor, de todo cuanto tenía María de espiritual y etéreo.

Y no era que en los dos jóvenes no existiesen esas violentas pasiones,
esos irresistibles impulsos que obscurecen el cerebro, anulan toda
percepción y convierten al ser humano en bestia insaciable de los
lúbricos estremecimientos de la carne que hacen vibrar la red nerviosa
como las cuerdas de un arpa eólica.

En ellos el sexo se había revelado hacía poco tiempo, pero se
encontraban como el que despierta atolondrado de un profundo sueño, y
aunque ve perfectamente las cosas que le rodean, no comprende para lo
que sirven ni se da cuenta exacta de su importancia.

Tal vez al repetirse tales entrevistas en la sombra y en aquel ambiente
silencioso y perfumado que excitaba los nervios, el demonio de la
lubricidad, soplando sobre los muchachos su aliento de carnales deseos,
empañara la tranquila inocencia, la dulce castidad de aquella primera
cita; pero en aquella noche, la novedad de verse tan de cerca, la dulce
timidez que aun les embargaba, cierto miedo que les causaba su audacia
de verse allí, impedíales caer en los malos pensamientos.

Eran dos niños que juegan a maridito y mujer; aún no habían llegado a
convertirse en novios apasionados y anhelantes que no sacian nunca su
sed de amor y que de beso en beso van recorriendo toda la escala de
sucesivos atrevimientos e involuntarias concesiones, hasta caer de lleno
en la impureza.

Aun su inocencia estaba incólume; la novedad de la entrevista era en
aquella noche el mejor guardián de su castidad.

El se consideraba ya satisfecho sólo con tenerla cerca, apoyada en un
hombro, aspirando su aliento, sintiendo el roce de un pico de su falda
sobre la rodilla y acariciando su dedo meñique cuando no pasaba su mano
por su ensortijada cabellera. Hubo un momento en el que el muchacho,
oyendo el rumorcillo que producía una flor caída, al ser volteada por la
brisa sobre el suelo, bajó su mano sin darse cuenta de adónde la
dirigía, y tropezó con una cosa satinada, dura como el vigor muscular y
con ligero espeluznamiento producido por el contacto. Era la pantorrilla
de su novia, que la desordenada falda dejaba algo al descubierto; las
medias habían quedado abajo en el dormitorio y sus desnudos pies
hundíanse en las botas, que no había tenido tiempo de abrochar.

Juanito, estremeciéndose como el creyente que contra su voluntad va a
cometer un sacrilegio, retiró en seguida la mano, y por algunos minutos
permaneció avergonzado, pensando con terror en la posibilidad de que
María tuviese aquel acto por intencionado.

En cuanto a ella estaba como anonadada por la vaga felicidad que sentía.
Su carácter malicioso, burlón y algo dominante se había evaporado al
tibio contacto de aquel muchacho que la contemplaba con el mismo aire de
embobada y fanática adoración con que un rústico mira al patrono de su
lugar.

El ambiente masculino del joven la embriagaba, turbando su cerebro y
desvaneciendo su virilidad de carácter. Apoyábase con abandono en el
hombro de Juanito, y en su inmovilidad desmayada, en su rostro animado
por una soñolienta dulzura, leíase la resolución de entregarse sin
resistencia, de dejarse arrastrar por donde ordenase la voluntad del
hombre amado. La embriaguez de amor no había dejado en ella el más leve
resto de firmeza; en manos de otro hombre, aquella noche lo hubiera sido
de deshonor para María.

De vez en cuando estremecíase como si despertase, y lanzaba extrañas
miradas a su novio, tan embriagado como ella por el dulce contacto.
Notábase algo de alarma y de ansiedad que desaparecía ante la actitud
tranquila de Juanito. ¿Adivinaba algo de lo que podía suceder así que se
desvaneciera la novedad de la primera entrevista? ¿Es que, a pesar de
todas las precauciones de las monjas, sabía ella lo que el hombre
significaba y presentía la natural y última tendencia del amor?
Seguramente ella sabía lo que sus compañeras, las colegialas mayores;
algo que se susurra misteriosamente al oído, algo que se colige de
palabras sueltas sorprendidas al vuelo, en las visitas o en la calle;
pero imposible determinar hasta qué punto llegaba su conocimiento del
misterio del amor, pues toda mujer, aun la más desgraciada a quien el
vicio lleva hasta el último límite de la degradación, guarda como un
recuerdo sagrado e inviolable el concepto que en su pubertad tenía del
hombre y cómo se imaginaba la vivificante confusión de los sexos. Tal
vez callan las mujeres y guardan tal fondo, como avergonzadas de que su
imaginación de púber concibiera esas cosas bajo formas ideales y divinas
que después han destruído las sucias brutalidades de la realidad.

Cuando los dos novios salían de su mutua contemplación era para
estrecharse con mayor fuerza y dirigirse una de esas frases vulgares
hasta la imbecilidad, que son de ritual en toda conversación amorosa,
frase que ya los amantes prehistóricos debieron decirlas en las primeras
épocas del mundo, allá en el fondo de horribles cavernas, pero que, sin
embargo, suenan como música original y armoniosa cuando salen de unos
labios que no pueden mirarse sin besarlos.

--¿Me quieres?

--Con toda mi alma.

Y los relojes de la ciudad, como envidiosos de tanta dicha, parecían
acelerar exageradamente el movimiento de sus ruedas para triturar entre
ellas más rápidamente el tiempo.

¡La una!... ¡La una y media!...

Los dos novios, a pesar de su embriaguez de amor, experimentaban gran
extrañeza al oír las campanas de los relojes. ¿Pero es que estaban
locos? ¿O es que la noche, ebria como ellos por los punzantes perfumes
de la primavera, corría desbocada, furiosa, como una bacante en delirio?

Reservábales aquella noche fugitiva un espectáculo sublime, que venía a
ser como una escena de apoteosis para su amor.

--Mira, Marujita mía; mira allá abajo... ¡Qué hermoso!

En el horizonte, sobre el límite del mar, marcábase una nubecilla de luz
tenue, una mancha de color lechoso que iba agrandándose rápidamente,
tomando reflejos rosados hasta convertirse en roja claridad de incendio.

Algo asomaba entre aquellas nubes de fuego que parecían reflejar un
subterráneo incendio.

Primero fué como una cúpula fantástica de hierro candente, como una
media naranja de vivo fuego que parecía flotar sobre el mar, invadiendo
las aguas con fosforescentes resplandores, y poco a poco, como si el
horizonte sufriera un parto laborioso, fué saliendo toda la esfera
deslumbrante de la luna, que comenzó a remontarse lentamente como "la
hostia santa" a que la compara Núñez de Arce.

Como si el azulado éter que surcaba la limpiase de las sangres e
impurezas que habían cubierto al astro al salir del vientre del
infinito, la luna, conforme ascendía, iba perdiendo su rojizo color y
recobraba su poética palidez, esa blancura deslumbrante y luminosa que
acaricia los ojos como una sonrisa de amor.

Todo se conmovía; todo cambió de color y forma con la aparición del
astro, eterna musa de los poetas soñadores. El espacio fué invadido por
un polvillo luminoso, ante el cual parecía palidecer el brillo de las
titilantes estrellas; la silenciosa vega, antes hundida en el misterio
de la obscuridad, cobró nueva vida, surgiendo sus mil contornos de la
sombra y animándose con el fantástico vigor del dormido esqueleto que
resalta de la tumba para dar cabriolas en la danza macabra; brillaron
como hojas de espada perdidas en la hierba las acequias y remansos de
las dilatadas llanuras; las lejanas montañas parecieron sacudir sus
vetustas cabezas y erguirlas en aquel espacio que acababa de alumbrarse,
y el mar reflejó con incesante centelleo la lechosa claridad del
melancólico astro, como un inmenso mostrador de joyería sobre el cual se
hubieran arrojado las joyas a puñados, o como si en sus aguas nadase una
numerosa banda de peces de plata, que, rebullentes e inquietos,
marchaban formando un triángulo, cuyo vértice estaba en el límite del
horizonte y cuya interminable base venía a morir en el límite de la
playa, donde las ligeras ondas se desplomaban desmayadas.

Todo parecía animarse a la tibia mirada de la luna. Las charcas del
vecino río, que por la mañana eran deshonradas con los picantes
espumarajos del jabón de las lavanderas, vestíanse ahora de deslumbrante
plata; brillaban las hojas de los árboles, sacudiendo a impulsos de la
brisa el sucio polvo que obscurecía su fino barniz, y el vientecillo de
la noche parecía hacerse más fresco y susurrador desde que por entre él
flotaba aquella gigantesca vejiga de luz, escoltada por tenues
nubecillas que a su fulgor irisado tomaban todos los resplandores del
nácar.

--¡Qué bonito!... ¡Pero qué bonito es esto!

Y los dos jóvenes, admirando aquella nueva decoración de la vasta escena
de la Naturaleza, se acercaban cada vez más, se oprimían para
comunicarse mutuamente el calor y defenderse de la brisa, que era
agradable pero con cierta picante frialdad.

Ahora sí que se hallaban bien. Gustábales más el espacio alumbrado por
la luna que la misteriosa obscuridad de antes; ya no tenían rubores ni
timideces que ocultar en la sombra, y a aquella luz vaga y misteriosa,
luz fabricada de encargo por la Naturaleza para las inocentes
entrevistas de amor, los dos jóvenes podían contemplarse a su gusto y
mirarse fijamente en los ojos para sentir estremecimientos de pasión
indefinible.

Aquella tibia claridad que bruscamente lo había invadido todo aunque
acrecentaba el encanto de la entrevista, había reanimado sus lánguidos
nervios disipando la absorbente embriaguez.

Ahora hablaban más, aunque sin dejar por esto de mirarse y de permanecer
estrechamente agarrados por la cintura.

Su conversación se basaba sobre ilusiones, resultaba inocente, pueril;
pero sus balbuceantes palabras tenían el poder de abrir nuevos
horizontes a las imaginaciones excitadas por el amor.

Cuando fueran mayores y casaditos de verdad, harían esto y aquello; y
aquí enjaretaban todos sus deseos inocentes, todas sus aspiraciones,
propias de almas puras, que hubiesen hecho lanzar a un escéptico una
carcajada digna de Mefistófeles.

Los dos arreglaban su porvenir de un modo hermoso; y con ese egoísmo
propio de los enamorados, no vacilaban en desearle la muerte a medio
género humano con tal de arreglar su felicidad. Ya vería Juanito cómo
los dos serían muy dichosos. El llegaría dentro de pocos años a ser en
Madrid un médico famoso; moriría su tío, legándole la clientela y la
celebridad, y entonces se casarían y vivirían juntitos con la mamá,
aquella pobre señora ciega a la que amaba la colegiala sin conocerla. En
cuanto a su tía la baronesa, también se moriría, como el doctor Zarzoso,
y de este modo, in mente, los dos muchachos iban matando a todos los
seres importunos que con su presencia podían turbar su dicha.

Y mientras se entregaban a esta destructora tarea, los relojes iban que
volaban, hasta el punto de que a los dos les parecía que entre las horas
y los cuartos sólo mediaba un silencio de algunos segundos. El tiempo es
enemigo del hombre y se goza en contrariar sus deseos; pasa veloz, como
una bocanada de aire, en la primera cita de amor, y transcurre con la
desesperante lentitud de la tortuga, en los momentos de cruel pesar, de
dolorosa incertidumbre.

Los dos jóvenes ya no atendían a los relojes. Se hallaban allí muy bien,
y mientras fuese de noche no tenían prisa. Las otras entrevistas serían
más breves, pero en ésta, en la primera, había que apurar la novedad, el
placer de verse de cerca, de hablarse con las bocas casi pegadas, de
estremecerse con rápidos contactos hasta que el alma, ahita de efluvios
amorosos, gritase: ¡basta!

No sabían ellos que este instante de fastidio nunca llegaría en aquella
noche.

Sus palabras eran cada vez más lentas, más vagorosas; parecían nacidas
de un sonambulismo amoroso, y en su tono débil adivinábase que no
tardarían en extinguirse. Los nervios, puestos en excitante tensión
durante muchas horas, languidecían ahora buscando el descanso.

María, sin notarlo, fué reclinando la cabeza sobre el hombro de su
novio; su voz se fué extinguiendo lentamente y al fin su respiración,
queda y regular, indicó que acababa de dormirse.

Juanito seguía dominado por aquella dulce embriaguez que le producía el
perfume de la joven. Su brazo, arrollado al hermoso busto de María,
percibía la vibración de su pecho al respirar y hasta el débil tictac de
su corazón que se agitaba como un pajarillo en la jaula.

¡Cuán bella la encontraba entregándose confiadamente a él, durmiendo
sobre su hombro con el abandono de un niño en el regazo de su madre!

--¡Oh, Marujita! ¡Vida mía!... Te amo.

Y conmovido por la pasión inclinó su rostro sobre la cabeza de María,
hundiendo su nariz en aquellos ensortijados cabellos que tanto le
gustaba acariciar.

Apretándola cada vez más entre sus brazos, dulcemente acariciado por el
tibio calor de su cuerpo, sintiendo en su nuca el frío beso de la brisa
y mareado por el perfume de aquella cabellera, el muchacho sintió cómo
su cuerpo era invadido por una creciente languidez.

Iba a dormirse y ni por un instante se le ocurrió que era peligroso
permanecer en aquel sitio. El punzante olor de las campanillas que
impregnaba el suave ambiente, parecía anonadarle empujándolo al sueño.

No supo él darse cuenta exacta de si levantó la cabeza; pero así como
en sueños, le pareció ver que la luna palidecía, que allá en el
horizonte se extendía una ancha faja de blanquecina claridad, que el
espacio comenzaba a impregnarse de una luz azulada, y hasta en sus
oídos, como ecos lejanos, sonaron el rumor de los carros al ir al
mercado, las canciones de los huertanos y las sonoras campanadas del
toque del alba.

Era el hermoso momento en que Romeo y Julieta, en el famoso drama,
discuten sobre el canto de la alondra y el ruiseñor.

Era la alondra; era la mañana.

Sintió frío, mucho frío; le pareció que la brisa del amanecer le mordía
con sus helados besos: y como si fuera víctima de imantada atracción,
volvió a pegar su rostro a la cabellera de María y el sueño se apoderó
de él por completo.




XIII

Una carta.


                         _Jesús María y José._

Señora baronesa: Con el corazón profundamente apenado tomo la pluma para
escribir a usted. Bien quisiera evitarla este disgusto, pero mis ideas
religiosas y mis deberes como directora de este colegio me obligan a dar
un paso del que me conduelo, más que todo, considerando el dolor que
causarán mis palabras en una persona tan respetable y querida como usted
lo es para mí.

Ya conoce usted las travesuras de María, que tanto han alborotado este
colegio, con gran disgusto mío y de las demás hermanas que prestan sus
servicios en este establecimiento. Teníamos a la niña por traviesa e
incorregible, como dominada por el espíritu diabólico que nunca deja en
paz a ciertas almas; pero jamás creíamos que en su afán de escándalo
llegase tan adelante.

Esta mañana...--¡oh, dulce Corazón de Jesús!, me aterro al intentar
escribir lo sucedido--. Hace muy pocas horas, las hermanas encargadas de
la limpieza del establecimiento han encontrado a su señora sobrina en la
azotea del colegio, ¡oh, Dios! ¿me atreveré a decirlo?... durmiendo con
las ropas en desorden y estrechamente abrazada a un hombre desconocido
que dormía también sobre su seno.

Señora, desde aquí veo la dolorosa sorpresa que causará en usted esta
revelación, y creo oír los mismos sollozos que arrancará a su pecho la
perversa conducta de su sobrina.

Figúrese usted lo que habrá sucedido en esa azotea, en la obscuridad,
tratándose de una niña que no manifiesta el más leve temor a Dios y de
un hombre desconocido.

La hermana que hizo el descubrimiento bajó a darme cuenta del terrible
suceso inmediatamente, y cuando yo subí, encontré a María sola. El
seductor había huído; pero por una cuerda encontrada en la azotea y por
otros indicios, he venido en conocimiento de que el tal sujeto es un
estudiantillo que vive al lado del colegio.

No pienso intentar por mi parte nada contra ese muchacho. Hacer
intervenir en el asunto a la autoridad sería dar un escándalo que
redundaría en desprestigio de este santo establecimiento. Lo tengo bien
pensado y no intentaré nada contra ese pecador que, inspirado por el
demonio, ha violado el sagrado de esta casa.

Señora baronesa, bien sabe usted el respetuoso afecto que le profeso. La
admiro y reverencio por los grandes servicios que presta a la buena
causa de Dios; conozco el justo aprecio en que la tienen los buenos
padres de la Compañía, y aunque poco valgo a los ojos del Señor, tengo
siempre especial cuidado en encomendarla al Altísimo en mis oraciones.

Por esto siento más aún el paso que me veo obligada a dar. Señora
baronesa, aunque con gran dolor de mi alma, le pido que saque cuanto
antes a su sobrina de esta santa casa. Por el honor de su noble familia
y por el prestigio del colegio, he procurado rodear el asunto del más
absoluto secreto; pero si la niña permanece aquí, la más leve
indiscreción puede hacer que renazca la verdad, y entonces el escándalo
haría que ninguna madre quisiera enviar sus hijas a una casa en la cual
una educanda ha cometido tales horrores.

Ruégole, pues, en nombre del dulce Jesús y de su Santísima Madre, a los
que usted tanto ama, que apenas reciba la presente me comunique sus
órdenes para la salida de María de esta santa casa.

Si usted no puede venir, la niña será entregada a la persona que usted
designe.

Señora baronesa, repito a usted mi sentimiento por tener que comunicarle
tan fatales noticias, e inútil es que le manifieste una vez más que me
tiene siempre a sus pies, como admiradora, sierva y humilde hermana en
Cristo.

                          SOR LUISA DE LORETO
                Directora del Colegio de Nuestra Señora
                            de la Saletta.




OCTAVA PARTE

JUVENTUD A LA SOMBRA DE LA VEJEZ




I

La viuda de López.


A las ocho de la mañana estaba ya vestida, encorsetada y tomando su
chocolate, junto al velo y los negros guantes colocados sobre la mesa
del comedor, indicando una próxima partida, la señora doña Esperanza
Mora, "viuda de López, ministro del Tribunal de Cuentas", según rezaban
sus tarjetas de visita, de las cuales raro era no encontrar un ejemplar
en todas las antesalas de la aristocracia rancia y linajuda, aferrada al
pasado y refractaria a todas las locuras de la elegancia moderna.

Era doña Esperanza una buena moza, a pesar de hallarse próxima a los
cincuenta, y aunque, según confesión propia, se había dejado caer y no
observaba con su persona otro cuidado que el de apretarse el talle, sin
duda para que resaltase más la curva de su prominente seno, todavía sus
hermosos cabellos rubios, en los que las canas se disimulaban, sus ojos
lánguidos que la edad no empañaba, y su perfil arrogante, le daban
cierto aire bizarro de diosa destronada que en sus ratos de melancolía
aún podía paladear muy dulces recuerdos.

Mientras tomaba el chocolate, ajustaba cuentas con la criada, que
acababa de llegar del mercado, y daba sus disposiciones como dueña de
casa hacendosa y económica. Vendría a comer a las seis; ya sabía, pues,
a qué hora debía poner el puchero al fuego. ¡Ah! Se le olvidaba
advertirla que tuviese más cuidado al limpiar el salón. Acababa de notar
que la urna de San Ignacio estaba muy sucia de moscas y esto era una
vergüenza en casa de una señora como ella, que en la época en que vivía
su marido gozaba justa fama por su curiosidad.

¡La curiosidad! Esta era la eterna manía de doña Esperanza, la palabra
que pendía eternamente de sus labios, y a pesar de esto, su casa era la
imagen del desorden a causa de que era para ella como un mesón, como un
punto de parada, en el que sólo se la podía encontrar a las horas de
dormir, pues aun en las de comer muchas veces estaba ausente, ya que
nunca rehusaba las invitaciones de sus amigas y protectoras, en cuyas
mesas aparecía algo mejor que el clásico y empalagoso puchero.

La vida que llevaba desde que enviudó, sus aficiones predilectas, su
afán de servir a todas sus numerosas amigas, y su prestigio como hábil
agente en todas cuantas obras de carácter religioso emprendía la
aristocracia de Madrid, le absorbían todo su tiempo y convertían su
existencia en un perpetuo movimiento, del que ella jamás se fatigaba;
antes bien, mostrábase muy gustosa y satisfecha de ser como la
indispensable para todas aquellas encopetadas señoras.

Desde la mañana hasta la noche estaba agobiada por ocupaciones tan
insignificantes como precisas, y resultaba en Madrid un tipo muy
conocido, pues se la veía en las calles a todas horas, con su velo de
viuda y sus andares de buena moza; tan pronto en un coche de punto
atestado de compras que le encargaban sus amigas, como en las
sacristías, hablando confidencialmente con los sacerdotes más conocidos,
y con la misma familiaridad entraba en un establecimiento de ropas a
hacer compras de lienzo barato en representación de cualquiera de las
Sociedades benéficas de que era secretaria, como en una agencia de
domésticas para encargar una doncella de confianza con destino a alguna
de sus aristocráticas amigas.

Ninguna de éstas había oído jamás a la viuda de López la palabra "no", y
la elogiaban y querían por lo mismo que las resultaba como una
sirvienta, bien educada, inteligente y cariñosa, que estaba por completo
a sus órdenes. No había comisión, por molesta que fuese, que no
aceptase ni gestión humillante que se negara a desempeñar, con tal que
se le pidiera sonriendo y como haciendo justicia a sus merecimientos.

De este modo la viuda, que de ser hombre hubiese resultado un "réporter"
inimitable, pues tenía el afán de la noticia y del chisme para
divulgarlos inmediatamente esparciéndolos a todos los vientos, iba
adquiriendo gran importancia en la alta sociedad devota, y no perdía con
esto nada; pues a lo que le daba el Estado en concepto de viudedad,
podía añadir las migajas que le arrojaba la amistad benévola protectora,
que no eran pocas.

Nadie recordaba cómo aquella mujer de la clase media, casada con un
político de última fila, que a fuerza de humillaciones en los despachos
ministeriales alcanzó la entrada en el Tribunal de Cuentas, había
logrado introducirse en el alto y privilegiado círculo de una
aristocracia meticulosa que no admitía a otros plebeyos que los que
vestían sotana.

Tal vez fué la protección oculta de algún sacerdote poderoso, o el
afecto que supo captarse de los padres jesuítas, lo que le abrió el
camino; o también pudieron ser sus propios méritos, reconocidos por
alguna persona inteligente; pero lo cierto era que se encontraba entre
la clase encopetada como en su elemento natural y que por momentos iba
aumentando en prestigio y utilidades.

Aquella mañana tenía doña Esperanza muchas ocupaciones, según costumbre.

Acabó de tomarse el chocolate, su criadita le ayudó a ponerse el velo,
calzóse los guantes y fuése a la calle, pensando en escalonar sabiamente
los diversos quehaceres que tenía y cuidando de no olvidar ninguno.

Ante todo debía ir a San José a oír la misa de nueve, que decía
invariablemente el padre Bernardo, un sacerdote íntimo amigo suyo, que
por su pobreza y humildad le era muy simpático y al que ella protegía
dándole todas las misas en sufragio de almas que la encargaban sus
amigas.

Después de santificar de este modo su día y rogar a Dios que le saliera
todo bien, iría desempeñando todas sus comisiones. Lo primero que había
de hacer era pasarse por la Librería Católica a ajustar cuentas.

Doña Esperanza era publicista, aunque publicista en pequeño, como ella
decía modestamente y procurando ruborizarse; lo que no impedía que
cuando alguna revistilla devota la dedicaba "un bombo", preguntase a sus
amigas, con aire escandalizado, qué les parecía "aquello" y que por la
noche leyese el laudatorio suelto a su criadita para que así la
respetase más y se convenciera de que tenía el honor de servir a una
persona notable.

La viuda de López tenía una gran facilidad de asimilación. Sin darse
cuenta de ello, imitaba perfectamente todas las exterioridades de estilo
de lo último que acababa de leer, y además era notable por su facilidad
de palabra y su desparpajo, lo que la hacía pasar por indiscutible
oradora en las Juntas Benéficas de señoras, donde con ademán olímpico
dejaba caer su voz sobre unas cuantas docenas de cabezas rellenas de
"crepé" por fuera y tal vez por dentro.

Doña Esperanza tenía su ambición, que consistía en brillar como una
eminencia sin rival en un género de literatura extravagante, fundado en
un simbolismo tan loco como ridículo, y que tenía por objeto la
salvación de las almas por medio de una predicación estrambótica.

Ella era la autora de unas hojitas tamañas como la mano, que se vendían
a gruesas en las librerías religiosas a las personas que deseaban
propagar la santa verdad, repartiendo tales esperpentos literarios.
Algunas de aquellas diminutas obras habían alcanzado gran fama en los
conventos y asilos y se la llamaba ya por antonomasia en los periódicos
del gremio "la ilustre autora de la 'Receta para confitar almas'",
hojita notabilísima en la cual se marcaba el medio de llegar al cielo
con procedimientos de confitería.

Aquello de decir que se cogiera una calderita de "purísima conciencia",
y si estaba empañada se le echase un poco de vinagre y sal de "propio
conocimiento", y con un estropajito de "diligente examen" se limpiase
con la "gracia sacramental", resultaba para las monjas y beatas que
leían la colección de "Hojas Místicas", publicadas por doña Esperanza,
sublimes rasgos de ingenio, inspiraciones casi divinas para la salvación
de los humanos; y la admiración del crédulo público aún iba en aumento
cuando leía el resto de la obra, o sea todos los elementos que entraban
en la célebre receta para confitar almas. En ella figuraban,
artísticamente combinados, el azúcar de la "confianza en la bondad de
Dios"; la "mansedumbre" que podía ser comprada en abundancia en la
droguería de "Vita Christi"; el agua de "doloroso llanto", las parrillas
de "prudente disimulo", el fuego del "amor de Dios", la ceniza de
"verdadera humildad" para envolver las brasas, la cucharadita de
"virtuosos afectos", la espumilla moteada de la "presunción", el lienzo
de "rectísima intención"; las cuñitas de madera de "negación del propio
juicio" y de "negación de la propia voluntad"; y así, en espantoso
galimatías, la autora de la "Receta" iba amontonando imbecilidades,
hasta que, al final, decía textualmente, hablando del alma que quería
someterse a las prescripciones de tal confitado:

"Todo esto hecho, póngase sobre la calderita una cobertera de oportuno
"silencio", y déjese que vaya hirviendo al fuego de las "tribulaciones"
de esta presente vida, y que poco a poco se vaya apaciguando,
dulcificando y confitando, hasta que tenga un punto de perfección tal
que agrade al Dueño que la ha de comer."

Y esta obra maestra de la inteligente viuda de López, habíale valido a
su autora, que modestamente se ocultaba tras el incógnito, los más
apasionados elogios de parte de la Prensa católica y de los padres
jesuítas, y sus ejemplares, comprados a miles por las damas benéficas,
eran repartidos como cédulas de salvación en las escuelas y colegios, y
en las viviendas de los pobres, a quienes se daban bonos de pan a cambio
de cumplir escrupulosamente las exterioridades del catolicismo.

Pero doña Esperanza no era un talento de esos que sólo por una vez
inflama la inspiración. La "Receta" no era su única obra maestra.
Habíanle rogado encarecidamente sus encopetadas amigas y los sabios
padres jesuítas que no dejase dormir la brillante pluma, destinada a
hacer en las clases ignorantes una propaganda salvadora, y ella había
vuelto inmediatamente a la tarea, animada por la sobrehumana fe de
aquellos santos padres, a quienes el mismo Espíritu Santo en persona les
ordenaba que escribiesen.

Su segunda obra maestra fué, ¡quién lo pensara!, una tarifa de
ferrocarriles; sólo que esta tarifa no era de aplicación a ninguna de
las vías férreas de España. Su título era: "Ferrocarriles de
Ultra-Tumba. Líneas del Paraíso y del Infierno en combinación con las de
la Muerte y del Juicio. Indicaciones para los viajeros de ambas líneas".
Y a continuación, con una seriedad sublime iba marcando los precios del
pasaje en las líneas del Paraíso y del Infierno, haciendo distinción
entre primera, segunda y tercera clase.

¡Oh! ¡Sublime! ¡Hermosísimo! Toda aquella tarifa, con sus numerosas
advertencias, tanto en una línea como en otra, resultaba muy ingeniosa y
hacía sonreír de gusto lo mismo a las monjas, que la leían en el fondo
de sus celdas, que a los sacristanes, que la comentaban, encontrándola
muy chusca. Sólo un ligero defecto tenía la obra: un pequeño descuido,
que pasó inadvertido para la inspirada autora, y que le hizo notar la
inocente malicia de un acólito. El precio del ferrocarril del Infierno,
en primera clase, era la "impiedad", y en tercera, el "indiferentismo";
y, según afirmaba el inocente comentador, convenía más ser impío que
indiferente, pues de este modo, en el viaje al lugar del eterno
tormento, se iba en clase más distinguida y se gozaban mayores
comodidades.

Pero las tales "Hojas Místicas", a pesar de las sangrientas burlas con
que las acogían los periódicos avanzados, propagandistas de doctrinas
infernales, proporcionaron a su autora, si no grandes ganancias, a causa
de lo insignificante de su precio, inmensa consideración entre aquella
gente ilustre que la protegía, y el desempeño de ciertos cargos, en los
cuales, según ella decía, a la par que iba poniendo piedrecitas al
camino que la conducía al cielo, sacaba también para los garbanzos.

Únicamente por el prestigio que la daban sus obras, había conseguido ser
secretaria de casi todas aquellas Sociedades piadosas y benéficas, de
las cuales era presidenta perpetua la baronesa de Carrillo, y figurar
como elemento indispensable en las colectas y fiestas de beneficencia,
cuyos productos, al pasar por sus manos, siempre dejaban escurrir algún
ochavo es su bolsillo.

¡Ay, si su pobre marido, aquel señor enfatuado y pedante que la miraba a
ella como un ser inferior, incapaz de comprenderle, levantase ahora la
cabeza! De seguro que quedaría asombrado al ver que su Esperanza servía
para algo más que para ir a los ministerios, como en su juventud, a
alcanzar los ascensos del marido con graciosas sonrisas y lánguidas
miradas de promesa. Desde que era viuda y podía agitarse libremente y
por su cuenta, se sentía grande, ilustre y en camino de llegar a inmensa
altura. Bien era verdad que las amigas aristocráticas la hacían pagar su
protección con humillantes servicios y la mandaban como a una criada
bien vestida, sin consideración a sus glorias de publicista; pero estaba
en su carácter entrometido y servicial aquello de hacer servicios
siempre que se le pedían como favores, y además le consolaba en esta
degradación el pensar que los más eminentes escritores del siglo de oro
habían tenido a mucha honra el llamarse en las dedicatorias de sus
libros criados de tal o cual grande, que eran sus Mecenas.

Además, su instinto servicial y su facilidad para adaptarse a todo, le
valía el agradecimiento pródigo de aquellas ilustres gentes criadas en
la abundancia; y ella, que, a pesar de su visible carácter generoso e
ideal, era en el fondo terriblemente avara, sabía explotar a sus amigas,
y en su afán de pedigüeña, cuando no sacaba dinero, les arrancaba con
graciosas sonrisas los vestidos pasados de moda, los abanicos
ligeramente ajados y otras prendas de más valor, que, después, como
conocedora de esas industrias ocultas que, alimentadas por el espíritu
de imitación y de falsa opulencia, existen en el seno de la sociedad,
lograba revender hábilmente.

De este modo, según ella murmuraba, iba preparándose una vejez digna y
tranquila.

Todavía encontraban sus cabellos rubicanos y su perfil de diosa, ojos
que la mirasen con marcada codicia; aún la seguía alguno por las calles,
como en sus buenos tiempos, admirando aquel talle sólido y airoso, y
aquellas caderas movidas por antigua costumbre con airoso contoneo; era
"una jamona que estaba muy fresca", según decían sus propias amigas;
pero a pesar de estos homenajes tributados a su belleza en decadencia,
fuertemente excitante, y con un esplendor sobradamente vivo, como los
últimos rayos del sol que muere, doña Esperanza se mostraba sorda a
todos los requiebros y las proposiciones que al paso le salían.

Su corazón era cruel para cuantos pantalones intentaban cerrarla la
marcha en los salones y en las calles. Sabía ella demasiado para
comprometer su porvenir y su prestigio con una tontería, como la más
inexperta de las pollas.

Aborrecía los pantalones, y sin duda por esto sólo se mostraba alegre y
comunicativa con los amigos que tenía en el clero, y que eran casi todos
los sacerdotes de Madrid.

De ella eran estas palabras:

--¡Oh! ¡Los hombres! Hay que temer su lengua más que la de las mujeres.
Los triunfos de amor les amargan si no pueden publicarlos, y una mujer
que se estime, no puede ser amable sin temor a comprometerse. Si
tomaran ejemplo de los curas, que callan por propia conveniencia,
entonces yo sería más generosa.

Su esquivez inquebrantable con los pantalones, y de la cual no sabemos
si se libraban las sotanas, valíale el aprecio de todas sus protectoras,
que la tenían en elevado concepto de virtud. Esto hacía que la viuda, a
pesar de sus genialidades de publicista y de su carácter risueño y
decidor, fuese recibida con entera confianza aun en el seno de aquellas
familias rancias y vetustas como sus pergaminos, y que en su horror al
siglo sólo abrían las puertas de sus casas a contadísimas personas.

Doña Esperanza, al par que la agente de todos los negocios de dichas
familias, era la depositaria de todos sus secretos, la que daba el
consejo decisivo en las situaciones apuradas, y la que mejor se captaba
el afecto de las hijas de la casa (si es que las había), seduciéndolas
con su graciosa charla y halagando sus pasioncillas.

De aquí que tanta atención, tanto encargo, tan abrumadoras y continuas
muestras de confianza, la trajesen muy atareada, absorbiéndola todas las
horas del día sin dejarla un momento de descanso.

Aquella mañana no era su tarea más sencilla que en los otros días.

Después de oír misa en San José y de arreglarle las cuentas al librero
católico, se hundió de lleno en la confusa red de una interminable serie
de visitas y de correteos por las calles de Madrid, yendo muchas veces
de un extremo a otro de la capital para cumplir un pequeño encargo.
Subía en los tranvías con una ligereza extraña en sus años y en sus
carnes; tomaba un coche de punto cuando la carrera por lo larga bien
merecía el gasto de una peseta, y en cuantos vehículos ocupaba hacía
siempre la misma operación. Del gran limosnero de cuero negro que
llevaba pendiente del puño, sacaba disimuladamente algunas hojitas de
papel impreso y las dejaba sobre los bancos del tranvía o los raídos
almohadones del "simón". Eran ejemplares de "Ferrocarriles de
Ultra-Tumba". Ella aprovechaba todas las ocasiones favorables para
repartir su obra, tanto por el afán de hacerla popular, como para lograr
por tales medios la salvación de las almas y el arrepentimiento de los
pecadores.

Tenía ya completado su plan para aquella mañana. Cuando terminase sus
encargos, o sea allá a la una, iría a visitar a su gran protectora la
baronesa de Carrillo, en cuya casa entraba casi con tanta franqueza como
en la suya propia.

La eterna presidenta apreciaba mucho a la perpetua secretaria, que no
perdía ocasión de adularla del modo más rastrero. Doña Esperanza, a
cambio de esta humildad, tenía al palacio de la calle de Atocha como su
casa propia, y comía allí cuando le parecía, encontrando siempre abierta
la bolsa de doña Fernanda.

Junto a esta diosa de la beatería, que daba el tono a toda la
aristocracia piadosa, la viuda de López desempeñaba el papel de
favorita, y no acudía la baronesa a fiesta o reunión de cofradía sin que
llevase al lado a su inseparable doña Esperanza.

Ahora era más necesaria que nunca la presencia de la secretaria al lado
de la presidenta, que estaba desconsoladísima.

Dos días antes había recibido la baronesa la noticia de que su hermano,
el padre Ricardo, de la Compañía de Jesús, joven sacerdote que prometía
ser la honra de la familia, había muerto de un modo tan horrible como
sublime.

¡Pobre padre Ricardo! El tierno corazón de doña Esperanza quedaba
oprimido, y las lágrimas asomaban a sus ojos, cuando recordaba lo mucho
que en aquellos días hablaban los periódicos sobre el triste fin del
joven sacerdote, víctima de sus santos deberes.

Desde que se había ordenado, sus superiores esforzáronse en reprimir y
contener aquella santa vocación que le impulsaba al martirio.

Pero no había para esto medios humanos. Dios le llamaba, sentíase con
vocación de santo y su afán era corresponder a la predilección del
Altísimo, haciendo en su honor el sacrificio de la vida.

¡Con qué entusiasmo relataban los periodistas católicos la vida de aquel
santo joven, que reproducía en pleno siglo XIX, siglo de descreimiento e
impiedad, la firmeza heroica de los primeros cristianos! ¿Y aún decían
los impíos que la Compañía de Jesús no servía para nada? ¿Aún negaban
que de ella podían salir héroes sublimes, los cuales, yendo a difundir
la verdad y la civilización por países apartados, alcanzasen la palma
del martirio?

Todos los hechos del padre Ricardo Baselga eran repetidos por cuantos
periódicos católicos existían en la tierra, y los creyentes de todos los
países estaban ya tan enterados de su vida como la misma baronesa.
Triste era su muerte, pero ¡oh, qué honor para la familia! De aquella
fama, a figurar en los altares, sólo había un paso que la Compañía ya se
encargaría de salvar, por el egoísmo de añadir un nombre más a la lista
de sus santos.

De niño, en el colegio del Noviciado, había hecho milagros; después, en
un rasgo de sublime humildad, regaló su enorme fortuna a los pobres
(aquí los periódicos callaban que el único pobre que participó de tal
largueza había sido la Compañía), y, por fin, al ordenarse de sacerdote
y faltando muchas veces por su exagerado celo religioso a la obediencia
prescrita en la Orden, pedía a sus superiores, con lágrimas en los ojos,
que lo enviasen, como al heroico Javier, a los países infieles, a
predicar la verdad evangélica entre los indígenas y a ofrecer su sangre
en prueba de la verdad de la doctrina. Por fin, los superiores cedieron,
y el padre Ricardo Baselga fué al Japón, a aquel país terrible, donde
otros misioneros, tan entusiastas como él, habían encontrado la muerte.

Los apologistas del reciente mártir no decían que aquellos superiores,
al dar su bendición al joven catequista, sabían perfectamente que iba
como una res al degolladero; e igualmente callaban, tal vez por no
saberlo, que esos mismos superiores eran los que por medios torcidos e
indirectos habían hecho germinar en su inteligencia la idea de ser
misionero, deseando convertir en un mártir sublime a un fanático que
para nada les servía y proponiéndose por este medio aumentar el
prestigio de la Sociedad de Jesús.

Desembarcó el joven padre en el Japón y a los dos meses escasos los
fanáticos del país lo hacían trizas con sus sables a las puertas del
templo de uno de sus más queridos ídolos. La santa audacia de aquel
iluminado era la principal causa de su muerte.

Los que cantaban las glorias del joven mártir, indignábanse y arrojaban
las más terribles maldiciones sobre aquellos diabólicos japoneses que
tan bárbaramente trataban a los enviados de Dios; pero al hablar así no
pensaban que no lo pasaría muy bien un brahaman indio que entrando en
una aldeílla vascongada derribase al suelo y patease el santo patrono
del lugar. El fanatismo es lógico en todas partes; y lo que harían los
fanáticos españoles con cualquier sacerdote de una religión extraña, que
viniera a turbar su culto, lo hicieron los fanáticos japoneses con el
joven jesuíta que entró en un santuario a insultar y golpear su ídolo,
para demostrarles con el ejemplo que aquel monigote carecía de todo
poder sobrenatural.

Doña Fernanda estaba, inconsolable por la pérdida trágica del hermano,
que era el único ser de su familia al que había profesado verdadero
cariño.

Sentía un vehemente y franco dolor; pero al mismo tiempo, por un extraño
fenómeno propio del humano carácter, a su pesar se asociaba, cierta
satisfacción íntima y profunda, por el prestigio que daba a la familia
el haber producido un mártir y futuro santo.

Pero a los ojos de la sociedad, doña Fernanda estaba inconsolable, y por
esto la viuda de López tenía verdadera prisa de llegar a casa de su
presidenta, para animarla un poco con aquella elocuencia sentimental que
todos le reconocían.

Además no tenía en el estómago otra cosa que el chocolate de la mañana e
iba pensando en que, llegando a la hora del almuerzo, no le faltaría un
asiento en aquella mesa bien servida, propia de una solterona vieja, a
la que no le era lícito entro placer que el de la gula.




II

El sobrino en la calle y el tío en la casa.


Cuando el carruaje de alquiler que conducía a doña Esperanza llegó a la
calle de Atocha, tuvo que detenerse antes de llegar a la puerta de casa
de doña Fernanda, pues una elegante berlina con ruedas amarillas la
cerraba el paso.

La viuda, al bajar de su carruaje, vióse envuelta por un tropel de
estudiantes de Medicina que salían de las clases y subían calle arriba,
con la algazara propia del que se ha librado, por el resto del día, de
una esclavitud enojosa.

Aguantando miradas de insolente fijeza y oyendo con frialdad los floreos
que la dirigía aquella juventud bulliciosa que pasaba por su lado, doña
Esperanza ajustó su cuenta con el cochero y como propina le entregó
algunos papelillos de los que almacenaba su limosnero. El auriga quedóse
cómicamente sorprendido y con las hojas místicas en la mano, y al
enterarse de lo que eran, él, que esperaba por lo menos un real de
propina, correspondió al regalo, con unos cuantos juramentos que
hicieron apresurar el paso a la viuda de López. Buen modo de hacer
propaganda.

Rompiendo con trabajo la contraria corriente de estudiantes, fué
avanzando doña Esperanza, y al llegar a la gran puerta de la casa de la
baronesa se detuvo para enlazar una mirada de curiosidad a la berlina
detenida a pocos pasos.

La conocía bien: era del doctor. Sin duda doña Fernanda había vuelto a
experimentar sus terribles ataques de nervios.

Entrábase ya la viuda por el portal cuando llamó su atención un joven,
parado en la acera de enfrente y que medio escondido tras el tronco de
un árbol, cambiaba señas con alguien que estaba en el interior de casa
de la baronesa.

Era un muchacho bien vestido que parecía ser estudiante, y llevaba en la
mano un grueso cuaderno de notas.

Doña Esperanza le miró fijamente, intentando en vano conocerle, y
después levantó sus ojos a la fachada para ver quién era la persona que
correspondía a las señas del estudiante.

No vió nada, pues todos los balcones tenían cerradas las vidrieras, y
sin duda la persona a quien dirigía el joven sus señas estaba medio
oculta tras algún cortinaje.

Subió doña Esperanza la ancha escalera de mármol; en la antecámara vió
pendiente del perchero la chistera del doctor, y entró en un gabinete,
el mismo donde la difunta Enriqueta había pasado la noche anterior al 22
de junio.

Estaba ya sentada en una otomana, esperando que volviese la doncella
encargada de noticiar su llegada a la baronesa, cuando se apercibió de
que no estaba sola en aquella habitación.

Vió moverse uno de los ricos cortinajes de la ventana y adivinó la
presencia de una persona que, oculta por aquéllos, miraba a la calle. A
los pocos momentos asomó una linda cabeza que exclamó con hermosa voz de
soprano:

--¡Ah! ¿Es usted, doña Esperanza?

Y la sobrina de la baronesa, la pollita de la casa, como llamaba la
viuda a María Quirós, avanzó al centro del gabinete procurando ocultar
su turbación.

Doña Esperanza sonrió con la maternal benevolencia que tan simpática la
hacía a los ojos de todas las jóvenes cuyas casas frecuentaba.

Ya había aclarado el misterio y esto la llenaba de gozo, pues lo que
más le placía era poseer secretos ajenos. María tenía amoríos con un
estudiante de la inmediata escuela de Medicina. Esto, a primera vista,
carecía de importancia; relaciones inocentes, galanteos de balcón a la
calle, homenajes, en fin, insubstanciales que desean todas las jóvenes y
que son muy pocas las que dejan de conseguirlos; pero tratándose de una
sobrina de doña Fernanda de Carrillo la cosa variaba de aspecto y
aumentaba en importancia, pues la devota señora era capaz de indignarse
de un modo terrible al saber que María andaba en amoríos con un
estudiante.

La viuda de López se fijó con insistencia en la hermosa muchacha que
tenía delante.

¡Mire usted que no haberse fijado hasta entonces en aquella belleza
picaresca y graciosa, que forzosamente había de trastornar a los
hombres! ¿Qué de extraño tenía que a una joven con un palmito así la
hiciesen el amor, a pesar de que la mayor parte de los días los pasaba
en la iglesia o encerrada en casa? Por algo decían que el buen paño
hasta en el arca se vende, y lo que es la muchacha había que confesar
que era paño amoroso, del mejor y más fino, capaz de secar las lágrimas
del mayor desesperado del mundo.

Ningún día la encontró doña Esperanza tan bonita como entonces, y
mirando aquel cuerpo hermoso en el cual dieciocho primaveras habían
aglomerado todas sus suavidades, sus perfumes y sus colores delicados, y
aquella cabeza de un perfil correcto y gracioso como un camafeo griego,
animada por dos ojazos de mirada atrevida y terminada por un moñete
lindo, en el que todos los peines no lograban domar la subversiva
protesta de un rizado natural, encontraba que nada tenía de extraño que
se enamorasen de una joven así y hasta que llegasen a hacer por ella
verdaderas locuras.

Doña Esperanza se ratificaba ahora en sus anteriores predicciones. ¡Oh!
Aquella muchacha, lista, algo insurgente, que tenía su alma en su
armario y cuando le parecía contestaba a los sesudos consejos con alguna
fina impertinencia, daría mucho que hacer a la santurrona de su tía, que
hubo un tiempo en que pensó hacerla monja.

¡Vaya una monjita! Bien se acordaba doña Esperanza de aquello del
colegio..., de aquello de la azotea con el vecinito de al lado; y no
quería decirse más a sí propia, pues no le gustaba murmurar de nadie ni
aun interiormente.

Lo que ella aseguraba era que la tal niña se casaría, o de lo
contrario, daría muchos disgustos a la baronesa.

Tenía la publicista católica una razón de peso para creerlo así.

--Es de mala sangre--se decía interiormente--. Forzosamente ha de
parecerse a su padre, aquel revolucionario infernal cuya historia tantas
veces me ha contado la baronesa. Hará muchas cosas sólo para justificar
que lleva la sangre de su padre.

Ella, como depositaria de los secretos de su presidenta, estaba al tanto
del origen de María, y tenía el convencimiento de que ésta, aunque muy
linda, había de dar poco de sí en punto a fervor religioso.

--¡Vaya, polla! ¿Qué hacíamos en la ventana?

María había recobrado su serenidad, y al ver la sonrisa maliciosa de
doña Fernanda, la contestó con aquel gestecillo impertinente que sabía
usar cuando la hacían preguntas inoportunas.

--Nada. Me divertía mirando la calle.

--Yo también he mirado bien antes de subir aquí. Sobre todo, a la acera
de enfrente.

--¡Sí! ¿Eh? Pues me alegro mucho.

--Vamos, picaruela; no te hagas la desentendida con ese gesto de
inocencia, que parece que en la vida has roto un plato.

--Doña Esperanza; no la entiendo a usted.

--Vamos, no tengas reparo en hablarme. Lo sé todo.

--¿Sí? ¿Y qué sabe usted?

--Lo que he visto. Que un joven que parece estudiante de San Carlos te
hace el amor desde la acera de enfrente.

--¡Oh! ¡Hay tantos que me hacen el amor...!

Y la joven dijo estas palabras con tan graciosa petulancia, que la viuda
no pudo menos que acogerlas con una sonrisa.

--¡Qué pícara eres, Maruja! No extraño que desde aquí, encerradita en
casa y burlando la vigilancia de tu tía, vuelvas locos a los hombres.
Además, cada día te encuentro más guapa.

--Muchas gracias, doña Esperanza. Pero usted también es guapa.

--¿Quién? ¿Yo?... Lo era, hija mía; lo fuí en otros tiempos, pero ahora
sólo quedan los restos. ¡Ay, quién tuviera tu edad!

Y la viuda lanzó un suspiro de jamona sensible que llora los pasados
tiempos y en la frialdad de su situación todavía se conmueve viendo los
ardores de la juventud.

--Vamos, niña; cuéntame todo. Me gusta ayudar a la juventud en sus
asuntos, y gozo viendo cosas que me recuerdan mis tiempos de polla. No
tengas cuidado; habla.

--¡Quiá! Buena consejera está usted. Es amiga íntima de mi tía, y, por
lo tanto, de las que creen que la felicidad de las chicas es meterlas
monjas.

--Eso es; ¡buena monja estarías tú! Nunca he creído que llegaras a
serlo, y en cambio tengo la firme esperanza de comer los dulces de tu
boda. Vamos, dime, ¿quién es ese muchacho que te hace señas?

--Un hombre.

--¡Ah, picarilla! Te pregunto por su nombre, por su posición.

María quedó por algunos instantes como perpleja, y por fin dijo con
repentina resolución:

--Mire usted, doña Esperanza. Se lo diría a usted todo, pero como es tan
amiga de mi tía, temo que llegue a oídos de ésta, y la verdad, me asusta
solamente el pensar que ella puede saber algún día mis secretillos.

--¿Por quién me tomas, mujer? ¿Crees tú que voy yo a delatarte?

Y la viuda se deshizo en excusas, para demostrarla que ella no revelaría
el secreto de la joven. La quería mucho y deseaba servirla, porque ella
les tenía mucha ley a las muchachas y sentía un gran placer en
ayudarlas, sin duda porque esto le recordaba sus buenos tiempos.

María llegó a tranquilizarse con estas muestras de adhesión, y por fin
se decidió a espontanearse.

--Pues bien, doña Esperanza; ese muchacho es un estudiante de Medicina y
se llama Juan Zarzoso.

--¿Es pariente acaso del célebre doctor que visita a tu tía?

--Sobrino carnal.

--¡Tiene esto gracia! De modo que mientras el tío está aquí dentro, el
sobrino hace el amor desde la calle. ¿Sabe algo el doctor de estas
relaciones?

--Nada. El buen señor, según cuentan, tiene el genio algo rudo y no
consiente a su sobrino la menor distracción en los estudios. Juanito
teme al doctor tanto como yo a mi tía.

--¿Y está muy adelantado en su carrera ese joven?

--Termina en el año próximo. Tiene un brillante porvenir, pues sucederá
a su tío en el ejercicio de la profesión. Será un sabio como el doctor
Zarzoso.

--¡Vaya, hija mía! Da ganas de reír ese tonillo de mujercita juiciosa
con que hablas. ¿Qué sabes tú lo que significa un brillante porvenir?
Distráete dejando que ese muchacho te haga el amor, pero no adoptes el
aspecto de mujer enamorada, pues algún día tendrás forzosamente que
olvidarle.

--¡Olvidarle..., imposible! He de ser su esposa.

--¿Quién, tú? Vamos, niña; estás loca. ¿Te parece que una sobrina de la
baronesa de Carrillo, la bella condesita de Baselga, millonaria y
perteneciente a la más distinguida nobleza puede ser la esposa de un
médico, por más célebre que sea? Tú no conoces lo que es la sociedad ni
te has parado a pensar en la desigualdad de clases. De modo que a pesar
de ser tú condesa y millonaria, bastaría que cualquiera, yo misma, por
ejemplo, me sintiera algo enferma, para arrebatarte inmediatamente al
esposo que tendrías a tu lado. Piensa bien en lo extraño que esto
resulta.

Y María, efectivamente, se abismaba en profunda reflexión, como si por
primera vez tropezase con inconvenientes que hasta entonces no había
visto.

--Sí, es verdad--dijo por fin a la viuda--; pero todos estos
inconvenientes están resueltos sencillamente con que Juanito no ejerza
su profesión y se dedique a ser sabio y a escribir libros de ciencia. De
este modo podré casarme con él.

--¡Bah, hija mía! Tú estás reservada para algo más que para ser la
esposa de un rebuscador de librotes. Cuando tu tía se convenza de que
eres una joven como las demás, para lo cual falta poco, y de que deseas
casarte, ya te buscará un marido que esté en consonancia con tus
merecimientos y tu alcurnia.

--Pero yo quiero casarme con Juanito--dijo María con sonsonete de niño
mimado.

--Pues no lo lograrás, hija mía. Procura no forjarte esas ilusiones.
¡Buena se pondría tu tía si llegara a conocer tus amoríos con el sobrino
de don Pedro!

Iba María a contestar, pero un ruido le llamó la atención y dijo a doña
Esperanza:

--Es el doctor, que se marcha.

E inmediatamente se dirigió a la antesala, seguida de la locuaz viuda.

El doctor Zarzoso era para ella una persona muy simpática, sencillamente
por ser tío de su novio. El afecto que profesaba a Juanito venía a
reflejarse en aquel hombre rudo, que se esforzaba en ser amable con
aquella joven que le trataba con cariño que él no sabía a qué atribuir.

En la antesala fué donde encontraron al doctor Zarzoso, tomando del
perchero su chistera y el bastón.

La edad no había conseguido debilitar aquel corpachón de combatiente, y
únicamente como para dejar recuerdo de su paso, el tiempo arañó su
rostro, haciendo más profundas las arrugas del entrecejo, que delataban
una característica terquedad.

María, al acercarse a él, le preguntó cómo encontraba a su tía.

--No está grave. Le dura la agitación nerviosa producida por la noticia
de la muerte de su hermano. La cosa es natural, pues también cuesta
disgustillos una honra tan grande como es tener santos mártires en la
familia.

Y don Pedro decía estas palabras sin el menor acento de zumba, pero
miraba a doña Esperanza, la beata intrigante a quien él conocía
bastante, como mujer que se mezclaba en todo.

La viuda de López adivinaba la ironía en aquellas palabras. ¡Ah, maldito
ateo! ¡Y pensar que siendo tan pecador era tan sabio que hasta las
personas más creyentes no podían prescindir de él en caso de enfermedad!

El doctor enumeró a María todas las precauciones que se debían tomar con
la baronesa para combatir y evitar los ataques de nervios que en tan
espantoso estado la ponían.

Doña Fernanda, mientras tanto, estaba en el fondo de su gabinete, donde
se pasaba las horas envuelta en un grueso "chal", no valiendo más que
para ir al comedor cuando el ataque no la retenía en la habitación.

El doctor se despidió, dando antes su mano a María con una afabilidad
extraña en él y que hubiese asombrado a los practicantes de San Carlos.

A doña Esperanza sólo la saludó con una ceremoniosa inclinación de
cabeza. Decididamente le cargaba aquella jamona, explotadora de la
piedad, e intriganta y aduladora de un modo que al doctor le causaba
náuseas.

--Dime--exclamó la viuda cuando don Pedro estaba ya en la escalera--.
Ahora va a encontrarse en la calle con su sobrino, y es capaz, si
adivina lo que hay, de dar un escándalo y hasta de pegarle con el
bastón. ¡Oh! Conozco mucho a ese tío.

--No le encontrará. Se iba ya Juanito cuando notó que usted se hallaba
en el gabinete.

--Bueno, querida: vamos a ver a tu tía, que estará solita. Ella no
saldrá hoy al comedor, ¿verdad? Pues me quedo a almorzar contigo: no
quiero que estés sola y fastidiada, pichoncita mía.

Y la gorrona viuda se entró salas adentro, con la misma confianza que si
fuese la dueña de la casa.




III

Lo que fué de María al salir del colegio.


Fácil es imaginar el recibimiento que la baronesa de Carrillo haría a su
sobrina, cuando ésta, recién salida del colegio, llegó a Madrid.

Doña Fernanda no quiso ir a por ella. La carta de Sor Luisa de Loreto la
produjo una impresión terrible. Después de furiosos transportes de
indignación, sintióse avergonzada como si ella misma fuese la
sorprendida en la azotea del colegio en brazos de un muchacho, y no se
decidió a ir ella misma en persona a buscar a su sobrina, como si
temiese que las monjas fuesen a echarla una reprimenda por ser la tía de
María.

Fué a por ésta un viejo criado de la baronesa, especie de administrador
con aspecto de sacristán que los padres jesuítas le habían recomendado
como hombre en quien podía depositar toda su confianza.

María, a pesar de todos sus bríos de muchacho con faldas, entró
temblando en la casa de la calle de Atocha, que le pareció más lóbrega
aún y fatídica que el colegio de Nuestra Señora de la Saletta.

Contra todo lo que ella esperaba, la cólera de la baronesa no se
desbordó como terrible tempestad. Limitóse a dirigirla unos cuantos
insultos, y después, con aire de verdugo, afirmó que no tardaría ella en
arrepentirse de aquella ligereza que había deshonrado a la familia.

La vida que desde entonces hubo de hacer María fué horripilante para un
carácter como el suyo, siempre dispuesto al bullicio y a la agitación.

Ya no pudo, como en el colegio, corretear por todas las habitaciones de
la casa; allí no había una azotea donde entregarse a melancólica
contemplación, dejando pasar rápidas las horas, y se veía obligada a
permanecer durante todo el día como pegada a las faldas de su tía.

Por las mañanas, vestida con una modestia que casi rayaba en tacañería,
iba con la baronesa, unas veces a pie y otras en el más pobre carruaje
de la casa, a oír misa en la iglesia donde oficiaban los padres
jesuítas, y allí permanecía en su asiento, aburrida por la monotonía del
espectáculo, más de dos horas, hasta que, por fin, la tía se decidía a
volver a casa. Inmediatamente había de agarrar las labores en que tan
torpe se mostraba, y hasta la hora del almuerzo permanecer al lado de la
baronesa, con las manos en continuo movimiento, la vista baja, el
aspecto encogido, siempre dispuesta a ser advertida en la menor
distracción con un tirón de oreja de su enojada tía, que se había
propuesto martirizarla, contrariando todos los naturales impulsos de su
carácter, incompatible con la inercia.

Por la tarde comenzaban las visitas, si es que doña Fernanda no tenía
que asistir a alguna junta de cofradía.

La tertulia de la baronesa no había variado. Eran los mismos visitantes
que en tiempos de Enriqueta, aunque todos más maltratados por la edad;
como aquel gran salón que en conjunto era también el mismo de antes,
aunque bastante ajado por el polvo de los años que, despertado y barrido
por los diligentes plumeros de los criados, volaba a refugiarse en las
cornisas y molduras del techo, formando una espesa pátina sobre los
grupos mitológicos que el conde de Baselga hizo pintar cuando estaba en
la luna de miel.

Al principio, aquellas tertulias de la tarde distrajeron algo a María.
No era muy agradable la conversación, pero al menos veía gente y se
animaba algo la soledad monástica en que parecía envuelta aquella casa.

Variaba poco el personal. Regularmente y con ciertas intermitencias en
la asiduidad de los visitantes, la tertulia se reducía a una media
docena de condesas y marquesas que habían sido amigas de doña Fernanda
cuando jóvenes, y ahora estaban tan arrugadas y malhumoradas como ésta;
y a otros tantos caballeros pertenecientes a la más rancia nobleza y que
usaban los trajes cortados a la moda de veinte años atrás, con ricos
chalecos de vivos colores e irguiendo el cuello apergaminado y
tendonoso, sobre grandes corbatas con alfiler de perlas. La intriganta y
aduladora viuda de López no faltaba nunca a la tertulia, pues por muy
ocupada que estuviese, siempre tenía tiempo para asomarse y echar un
vistazo, muy oronda y satisfecha por tratarse con aquellas momias que
olían a agua bendita y que eran la quintaesencia, el extracto de la alta
sociedad creyente y partidaria de la buena causa. Algunas veces aparecía
también en el salón el padre Tomás; pero sus visitas eran muy raras, a
pesar del inmenso agasajo con que se le recibía, de las deferencias de
que era objeto y de la revolución que producía con su presencia.

A María, maliciosilla y burlona, le divertían tales fachas cuyo exterior
anacrónico no se escapaba a su buen sentido. No; aquellas gentes de
seguro que no eran como las demás; parecía como que olían a muerto, eran
nadadores testarudos que se empeñaban en ir contra la corriente social
y, agarrados al peñasco de la intransigencia, resistían el oleaje
continuo, protestando y quejándose a cada onda que batía sus cuerpos e
intentaba arrastrarles.

Reinaba en el salón de la baronesa de Carrillo una intransigencia
política y religiosa que llegaba hasta la ferocidad: a esto iba unido
una educación y una pulcritud de las que parecían enamorados los mismos
actores, pero que seguramente habría hecho reír al primer transeúnte que
se hubiese colado de rondón en aquel santuario de las venerandas
tradiciones, donde nunca se apagaba, como fuego sagrado, el amor al
tiempo que pasó.

Cristalizados en un momento de su vida, o sea en el de la juventud,
cuando aún eran respetadas e imperaban las ideas que consideraban
santas, para aquellas personas no había transcurrido el tiempo, y se
trataban del mismo modo que si aún tuvieran veinte años.

María hacía esfuerzos para no reirse cada vez que a la hora de tomar el
tradicional chocolate, costumbre que se conservaba en la casa, como
todas las antiguas, veía cambiarse dengues y monadas entre las viejas
marquesas y los pollos del año treinta y tantos. Un día la baronesa
púsose roja de indignación al ver que su sobrina contenía una carcajada,
porque uno de aquellos respetables señores la llamaba Fernandita, como
en sus buenos tiempos.

Para aquella tertulia de reaccionarios biliosos, cuyo bello ideal
hubiese sido parar todos los relojes, volviendo las manecillas hacia
atrás, el progreso no existía ni aun dentro de su clase, y con el furor
de la imbecilidad pretenciosa que no consiente a su alrededor nada que
la sobrepuje, odiaban a todos los que, participando de sus ideas,
transigiesen con el espíritu del siglo.

Trataban con el mayor desprecio en aquella tertulia a sus parientes y
amigos que pertenecían a la aristocracia en activo; a ésa que brilla, se
divierte, es religiosa sólo porque esto resulta de buen tono, y aturde
al mundo con sus ruidosas fiestas.

Todo se acababa; hasta la fe y la dignidad de clase. ¡Qué gente, Señor!
¡Qué tiempos! Y la tradicionalista tertulia hablaba con horror de los
grandes de España que hacían política y figuraban en partidos llamados
liberales, aunque con el aditamento de conservadores; de las familias
que no tenían otra religión que la moda y ponían en práctica todas las
extravagancias llegadas de París, sin temor al escándalo, no asistiendo
a los templos más que en las grandes solemnidades, cuando se hacía buena
música, o había un predicador que llamaba la atención; y no trataba con
mayores consideraciones a los descendientes de los héroes de la
Reconquista que, después de vender a los anticuarios los espadones y las
armaduras de sus gloriosos antepasados, para pagar sus deudas con la
ruleta del Casino o ir de juergas flamencas con los toreros, se casaban
con la hija de un bolsista enriquecido a fuerza de pilladas, o con la
viuda de un contratista del Estado, dando sus inmaculados pergaminos a
cambio de algunos millones adquiridos Dios sabe cómo.

¡Qué tiempos, Señor; qué tiempos! Había para morir de pesar. Si de tal
modo se envilecía la aristocracia, ¿qué iba a quedar después? Y aquellas
momias, que en el semioscuro salón se movían como esfinges que
encerraban todas las putrefactas grandezas del pasado, envolvían en las
maldiciones que arrojaban resignadamente al progreso y a la
civilización, a sus mismos parientes, a sus familias, que transigían e
iban mezclando su sangre con clases más inferiores, a las cuales la
revolución había elevado, recibiendo sus desprecios como única
recompensa.

Aquel sanhedrín odiaba la fama y el prestigio que proporciona la
inteligencia, como algo que oliese a demagogia. Ser célebre, era para
tales personas igualarse a los oradores revolucionarios, a los generales
de pronunciamiento, a los "rojos" de Club. Hablar de una persona los
periódicos que no eran de la comunión de los fieles, equivalía para la
tertulia de la baronesa a un certificado de impiedad y progresismo.

Despreciaban a cuantos se distinguían en algo y "metían ruido", y de
aquí que mirasen con desvío u olvidasen por completo a los mismos que
más se habían esforzado en defender los ideales a que la tertulia rendía
ferviente adoración.

Aparisi y Guijarro era, para aquellas gentes, casi un revolucionario
que, por el hecho de haber discutido en las Cortes con los liberales, se
había infeccionado forzosamente con su virus de impiedad; el canónigo
Manterola inspiraba poca confianza, pues, en su concepto, debía haber
permanecido en su cabildo sin meterse a vociferar en un Congreso
revolucionario; y en cuanto a Donoso Cortés, sólo lo conocía y se
acordaba de él uno de aquellos señores que tenía sus puntos y ribetes de
literato.

Nada encontraban bien; todo se había maleado, en su concepto, al
contacto del siglo; hasta la Monarquía. ¿Ir a Palacio ellos, que eran
fieles representantes de un pasado tan lleno de grandezas como de
ceremonias? ¡Imposible! La aristocracia que "sabía respetarse" no podía
asistir a las fiestas de un Palacio contaminado por los vientos
revolucionarios, hasta el punto de que los reyes, salidos de la
Restauración de Sagunto, habían abolido la moruna costumbre de tutear a
todos sus súbditos, y hablaban con más amabilidad a un Cánovas o a
Martínez Campos, plebeyos elevados por la fortuna, que a un Grande de
España, cuyos blasones se perdían en las tinieblas del pasado.

¡Aquéllos tiempos de Isabel II! Cuando en Palacio se trabajaba por
revestir la vida del mismo aparato que en el anterior siglo, y cuando la
Reina trataba a todos con tan despótica familiaridad, como si fuesen
lacayos. Aquello ensanchaba el alma y daba claras muestras de que la
Monarquía vivía por sus propias fuerzas, y no por las concesiones del
espíritu revolucionario.

Al principio de la Restauración, a aquella tertulia de ultrarrealistas
les quedaba alguna esperanza, simbolizada en la persona del pretendiente
D. Carlos; pero poco a poco fueron desvaneciéndose sus ilusiones.
También el representante de la buena causa, del sano y respetable
pasado, se contaminaba del espíritu moderno, y daba al traste con la
tiesura tradicional de la majestad. A sus oídos llegaban noticias sobre
la vida del pretendiente en París y sus calaveradas, hijas de un
espíritu ligero que sólo a la fuerza se amolda a las ceremonias de su
rango.

Y luego aquellas aventuras escandalosas; los derroches de dinero, las
fiestas de húngaras; cosas eran todas éstas sobradamente importantes
para horripilar a tanta persona grave, que aunque en su juventud no
habían hecho vida muy santa, por esto mismo la vejez les había blindado
con la más austera virtud y la más asustadiza hipocresía.

En fin: que aquella tertulia era una verdadera reunión de demagogos
blancos que, en nombre del pasado, pedían la completa destrucción de lo
existente, que nada encontraban bueno y que, como astros muertos,
vagaban por el espacio social de su época, repelidos de todas partes, y
sin sentir la menor atracción de simpatía.

Eran revolucionarios a su manera, y de seguro que, a tener en sus manos
un poder irresistible, hubiesen destruído toda la obra del siglo. Por
aquello de que los extremos se tocan, miraban con lástima y horror a los
hombres de ideas avanzadas, pero no pasaban de ahí; y, en cambio,
guardaban todo su odio, su desprecio sin límites, para los llamados
monárquicos liberales que, transigiendo eternamente, y escépticos en el
fondo, pretendían amalgamar el pasado con el porvenir.

Aquella tertulia era invariable e indestructible. Eran muy pocos los
neófitos que lograban introducirse en ella, y menos aún los que
desertaban. Permanecía inmóvil, con la inercia de una momia, que tenía
fijos sus muertos ojos en el pasado.

Al entrar en el salón y contemplar los rostros apergaminados, contraídos
ligeramente por una sonrisa de aristocrático desdén, podía decirse, como
Hamlet:

                  "Algo hay aquí que huele a muerto."

Era aquella una charca inmóvil, en cuyo fondo dormían todos los
putrefactos ídolos del pasado.

Tan firmemente estaba convencida la tertulia de la baronesa de sus
creencias, tan intransigente era con su época, tan alejada se hallaba de
lo existente, que la sorprendía de un modo terrible alguna palabra del
padre Tomás, de su ídolo; palabra que, como piedra veloz, caía en el
pantano ultrarrealista, produciendo ondulaciones de asombro que duraban
muchos días.

La sorpresa conmovía a las momias hasta el punto de que a sus
deslustrados ojos casi asomaban las lágrimas.

¡Oh, Dios! Hasta la Compañía de Jesús comenzaba a abandonar la buena
causa, para transigir con el siglo. El padre Tomás, aquel hombre que en
casa de la baronesa resultaba una divinidad, sólo aparecía de tarde en
tarde en la majestuosa tertulia, y, en cambio, visitaba a la
aristocracia, a la moda, a las familias que, renegando de su pasado, se
mezclaban en el movimiento de la época. ¡Qué más!... Hasta recomendaba
la tolerancia con lo existente, y el afecto a la nueva situación
política, diciendo que era necesario transigir para salvar los intereses
de la religión.

Esta conducta asombraba a los ultrarrealistas; pero, acostumbrados a
acoger con la mansedumbre del esclavo todas las palabras del padre
Tomás, no osaban en su presencia hacer la menor objeción, limitándose a
lamentarse en su interior de aquella presunta defección que les hería en
sus sentimientos.

Rodeada de este ambiente que olía a tumba, era como María pasaba todas
las tardes del año.

Sentada al lado de su tía, tiesa como una vieja con alto corsé, y con
los ojos fijos en el suelo, que sólo se atrevía a levantar muy contadas
veces, había de permanecer unas cuantas horas aburrida por una charla
ceremoniosa y lenta, cuyas lamentaciones no entendía.

Este quietismo después de la bulliciosa movilidad del convento,
atormentábale de un modo horrible y sentía impulsos de levantarse de su
asiento y cometer alguna diablura; pero las frías miradas de su tía la
tenían como clavada en la silla.

Algunas veces, aquel señor que hablaba de Donoso Cortés, en un rapto de
genialidad, se atrevía a hablar de las "cosas" de la Corte de Fernando
VII, cuando estaba en Aranjuez, y, aunque comenzaba por vía de exordio,
con palabras confusas y guiños que sustituían a las palabras, no tardaba
en oirse la voz de la baronesa diciendo con acento imperioso:

--Niña; vete fuera.

Y María salía del salón sin sentir curiosidad alguna. ¡Valiente cosa le
importaban las anécdotas de aquel señor!

Siempre relataba las mismas, y ella las había oído la primera vez que
fué despedida de la tertulia, quedándose escondida tras los cortinones
de la puerta.

Pero esta indiferencia ante los chistes del viejo y aristocrático
narrador, no impedía que ella se alegrara mucho así que comenzaba a
iniciar sus trasnochadas relaciones. De este modo se veía libre de la
engorrosa tertulia y podía pasar las horas que transcurrían hasta el
final de la tertulia charlando con la doncella de su tía, o mirando a la
calle y buscando en esto distracción, como ya en otro tiempo lo había
hecho su madre.

Aquella casa, construída por el conde de Baselga para nido de sus
amores, era la cárcel en que había languidecido la juventud de su hija y
la de su nieta, bajo la austera y rabiosa vigilancia de la baronesa de
Carrillo.

Por las noches, María rezaba con su tía un rosario interminable, pues a
él se unían oraciones y jaculatorias para casi todos los santos del
almanaque, y a las diez ya estaba en la cama, martirizándola el sordo
ruido que producían los coches en el pavimento de la calle, y que, por
un salto propio de su imaginación viva, evocaban ante los ojos de su
espíritu un tropel de hermosas jóvenes vestidas de brillantes colores, y
saliendo del fondo de confortables berlinas para entrar en el teatro,
pasando por entre los grupos de elegantes que les enviaban saludos y
frases galantes.

La cruel realidad que había sucedido a sus ilusiones de colegiala,
producíale un furor, propio de su carácter varonil, cuando se encontraba
a solas en su cuarto.

Para ser un adorno mudo de las vetustas tertulias de su tía, para
convertirse en un monigote que sólo podía hablar cuando su tía le
concediera permiso, bien estaba allá en el colegio, donde al menos tenía
una relativa libertad. Ahora no podía menos de reirse amargamente de las
ilusiones que en el colegio se había hecho acerca de la vida que
llevaría en Madrid.

Así transcurrieron los dos primeros años de su estancia al lado de la
baronesa.

Por fortuna, pasado este tiempo comenzó a notar en su tía alguna
variación. Se había amortiguado en la baronesa el recuerdo de la
aventura que había ocasionado la salida de su sobrina del colegio y
conforme se desvanecía la memoria de un suceso que a ella le resultaba
horripilante, María gozaba de mayor libertad y su tía la trataba con más
consideración.

Conocíase en doña Fernanda el propósito de hacerse agradable a su
sobrina y de captarse su voluntad y hacerse obedecer más por la simpatía
que por el terror.

Adivinábase que en su pensamiento germinaba una idea que iba a exponer
de un momento a otro y que sólo era una preparación hábil aquella
amabilidad realmente extraña en un ser bilioso y atrabiliario como doña
Fernanda.

Pronto se despejó la incógnita. La baronesa no renunciaba a la idea de
tener una monja en su familia. Ya que ésta contaba con un futuro santo
como Ricardo, no era justo que la línea femenina se excluyera de la
sublime misión de dar al cielo bienaventurados.

Asunto era éste del que hablaba con el padre Tomás siempre que podía
encontrarlo, pues el poderoso italiano, aunque seguía interesándose
bastante por la familia Baselga, se sentía atraído a otros círculos
sociales por la necesidad de las circunstancias.

Además, el astuto jesuíta no se mostraba tan seguro como doña Fernanda
de la facilidad con que la joven abrazaría el estado monástico.

En sus visitas a la baronesa había tenido ocasión para estudiar con ojo
certero el carácter de María, y, además, sus hazañas de la niñez, de las
que estaba enterado por las religiosas del convento de Valencia, le
daban a entender cuál era el verdadero temperamento moral de la joven;
pero resultaba en doña Fernanda una preocupación tradicional el creer
que bastaba que a ella se le ocurriera una cosa, para que inmediatamente
pensasen lo mismo los individuos de su familia.

Ella deseaba que María fuese monja y no había ya más que hablar; María
lo sería.

Pronto experimentó una decepción. María tenía en sus venas la sangre del
belicoso Alvarez y su carácter varonil no se doblegaba con momentáneas
concesiones como el de la infortunada Enriqueta.

La baronesa creíase segura con aquellos dos años de reclusión y
obediencia automática a que había castigado a su sobrina.

--No dude usted, padre Tomás--decía siempre al italiano--, que María me
obedecerá. Es toda una jaquita brava; más bien dicho, lo era, pues antes
resultaba idéntico al bandido de su verdadero padre; pero ahora, desde
que yo la he sometido al régimen del silencio y de la obediencia, es
mansa como una cordera y hará cuanto yo le diga.

Y la baronesa así lo creía, viendo aquella niña tímida en apariencia,
que acogía todas sus palabras con los ojos bajos y el aspecto encogido.

Por esto su asombro fué inmenso cuando, a las primeras indicaciones que
la hizo acerca de las bondades de la vida monástica, María, como el que
abandona un disfraz, se despojó de aquel exterior de mansedumbre y dijo
con resolución:

--No, tía. Está usted muy engañada. Yo no seré nunca monja, y si usted
cree que va a hacer conmigo lo que con mi pobre madre, está usted en un
error muy grande. ¡No, no y siempre no!

Y dijo estas palabras con una energía, cuya fuerza ya se notaba en sus
ojos brillantes y fijos en los de su tía, con insolencia de reto.

Sin duda, en sus conversaciones con la lenguaraz y antigua doncella de
la baronesa, había llegado a conocer algo de la historia de su madre y
de las desavenencias entre ésta y su hermanastra, cuando doña Fernanda
se empeñaba también en meterla en un convento.

La enérgica resolución de la joven despertó las crueldades de carácter
de la baronesa, y las escenas violentas de otros tiempos volvieron a
ocurrir en el palacio de Baselga. Pero esta vez doña Fernanda tenía que
habérselas con un carácter de hierro, que no mostraba el menor temor
ante sus violencias y que a los golpes y a los insultos, contestaba con
el estoicismo propio de un carácter vigoroso o con miradas de ira, que
algunas veces lograban detener el brazo de la baronesa.

Duró esta situación violenta cerca de un año. Empleó la tía cuantos
medios se le ocurrieron para domar la enérgica resistencia de María;
pero todo fué en vano, pues la joven oponía siempre su varonil protesta.
Esta situación de continua violencia había hecho perder también bastante
terreno a la tía; pues desde el momento en que la joven, para resistir y
protestar, había tenido que despojarse de su actitud sumisa y su aspecto
gazmoño, ya no quiso recobrar la máscara hipócrita y se tomaba
libertades dentro de la casa sin que le intimidasen en lo más mínimo las
furibundas miradas de la baronesa.

La represión de ésta y sus violencias estaban en razón directa de las
insolencias de María, que se hacía más atrevida conforme su tía se
indignaba y apelaba cada vez con más tenacidad a los procedimientos
enérgicos.

Doña Fernanda casi se confesaba vencida en presencia de sus íntimos.

--Pero esa niña es el mismo diablo, padre Tomás. ¡Cómo se conoce de
quién es hija! De tal palo, tal astilla. Es imposible hacer de ella nada
bueno como Dios no obre un milagro.

--Calma, señora baronesa--contestaba siempre el italiano--. No hay
realmente prisa en decidir sobre el porvenir de la niña. Si ella no
quiere ser monja, ya buscaremos el medio de que se salve su alma sin
violentar su voluntad ni obligarla a entrar en un convento.

Y era que el padre Tomás, menos dispuesto que su antecesor el padre
Claudio a acudir a medidas decisivas ni a violentar la marcha de los
acontecimientos, buscaba ya en su astucia, y creía haberlo encontrado,
un medio que asegurase el ingreso en la caja de la Orden de los millones
que restaban de la herencia de Avellaneda.

En cuanto a la viuda de López, siempre que era consultada por doña
Fernanda sobre el porvenir de María, contestaba de idéntico modo:

--Señora baronesa; no logrará usted su deseo. Me basta mirar a una
persona para conocerla; me precio de ello, y le aseguro que a esa niña
lo que le atrae es el matrimonio y no las tocas monjiles. Además, sus
antecedentes no son los más propios para que se sienta inclinada a la
vida del claustro; acuérdese usted de "aquello del colegio" que varias
veces me ha relatado.

Y al decir esto, callaban las dos viejas, dejando que en su imaginación
se amontonase un cúmulo de maliciosas suposiciones.

Todas las perversidades de la pasión las admitían antes que la verdad de
lo ocurrido.

Su malicia de beatas no podía conformarse con la ingenua inocencia de
aquella velada en la azotea del colegio.




IV

Reanúdanse los amores.


Algunos meses antes de recibirse la noticia del martirio del padre
Ricardo, experimentó María una gran sorpresa.

Por las mañanas, aprovechando los descuidos de su tía o sus salidas de
casa por asuntos de devoción, una de sus más predilectas distracciones
era mirar a la calle en las horas que los estudiantes de Medicina
entraban o salían en el inmediato hospital de San Carlos.

Así vió un día a Juanito Zarzoso, del cual, aunque se acordaba algunas
veces, no guardaba ya más que un recuerdo lejano y borroso, como
amortiguado por el tiempo y por aquel régimen austero a que la sometía
su tía y que parecía influir en su parte moral.

Cuando ella vió a un joven vestido de luto, parado en la acera y mirando
con insistencia al balcón, sin hacer caso de las pullas de los
compañeros que seguían adelante, sintióse molestada por la curiosidad de
aquel importuno y casi estuvo tentada a retirarse; pero de repente
encontró en aquella figura algo que parecía serle conocido y que atraía
sus ojos, y entregándose entonces a un fijo examen, no tardó en
reconocer a su tímido novio de la época de colegiala.

Estaba tan desfigurado el estudiante, que era difícil conocerlo. Había
crecido mucho, aunque perdiendo bastante de su primitiva robustez; sus
facciones habíanse fijado definitivamente, formando un rostro
inteligente y simpático, y una barba corrida y fuerte daba aspecto
varonil a aquella cara de niño. Sus ojos, cuya luz parecía amortiguada
por el estudio, brillaban tras unas gafas de oro.

María permaneció inmóvil, como asustada por la aparición, y, en su
aturdimiento, únicamente supo contestar con sonrisas ingenuas, que
demostraban su placer, a los saludos que la dirigía el estudiante.

Desde entonces, todas las mañanas los dos jóvenes, aprovechando el uno
los intervalos entre dos clases, y valiéndose la otra de los descuidos y
ocupaciones de la tía, se veían de lejos, cambiaban saludos y se
sonreían con esa plácida estupidez de las personas que se consideran
felices únicamente con contemplarse.

Pronto no les bastó con esto y ambos experimentaron la necesidad de una
comunicación más expresiva y amplia que las miradas que se lanzaban de
lejos, bien a través de los vidrios del balcón, o en las calles cuando
María salía en compañía de la baronesa.

La intrigante doncella de ésta fué la que, por puro amor al arte de
chismear y por el placer de jugar una treta a su señora, a la que odiaba
en el fondo, a pesar de muchos años de servicio, se encargó de poner en
comunicación a los dos antiguos novios.

Ella fué la que entregó a María la primera carta de Juanito, y así supo
la joven que la madre de su novio, aquella infeliz señora casi ciega, a
la que, sin conocer, amaba con respetuosa simpatía, había muerto algunos
meses antes, y que al ocurrir esta desgracia el doctor Zarzoso había ido
a Valencia para llevarse a su sobrino a Madrid, trasladando su matrícula
a la escuela de San Carlos.

Juanito manifestaba además, con una satisfacción casi infantil, sus
notables progresos en la carrera, los premios que había alcanzado y lo
contento que estaba su tío al ver que iba a tener un sucesor digno de su
fama.

Desde entonces se entabló una correspondencia continua y apasionada
entre los dos novios, volviendo a renacer aquel amor que, aunque veloz
como una ráfaga, les había unido durante algunos días, allá en los
tejados de Valencia.

María pasaba las angustias de un ladrón que intenta hacer invisible el
fruto de sus rapiñas, para ocultar las plumas y el papel que le servían
para escribir a Juanito, y no contentos los dos con cambiar una carta
diaria, todavía aprovechaban cuantas ocasiones se presentaban para
comunicarse, con señas, de balcón a calle, todas las mañanas.

Nadie notaba las relaciones amorosas sostenidas por los dos jóvenes.

La baronesa, a pesar de su astucia, no llegaba a recelar de la conducta
de su sobrina, y en cuanto al doctor Zarzoso, aunque notaba que Juanito
no estudiaba tanto como los primeros meses de su estancia en Madrid, y
que salía con más frecuencia de casa, atribuía esto a la atracción que
produce una ciudad desconocida y a las necesidades de la juventud.

El coloso sonreía con malicia. Ya sabía él lo que aquello significaba:
algún amorcillo. Y al decirse esto guiñaba el ojo, afectando conocer muy
bien tales deslices, como si olvidase la salvaje virginidad de su
juventud, ignorante para todo aquello que no fuese la lucha con la
ciencia.

Los amoríos que suponía el doctor Zarzoso eran pasioncillas de un día,
correrías a ciegas en busca de unas faldas para acallar los hambrientos
bostezos de la carne; y de seguro que si al ser llamado a casa de la
baronesa de Carrillo, para curar a ésta sus ataques de nervios, hubiese
sabido que en tal vivienda estaba la mujer amada, y que ésta era aquella
sobrinilla aristocrática, no hubiese manifestado tanta bondad.

El endiablado sabio, plebeyote hasta la medula de los huesos y orgulloso
de su origen, estremecíase de horror ante la posibilidad de unirse por
lazo alguno con cualquiera de aquellas familias elevadas, corroídas por
dolencias extrañas y hereditarias, a las que él visitaba, y su
indignación inmensa sólo podía compararse a la que experimentaría una
princesa de las que figuraban en el almanaque de Gotha, al proponerle
que diera su mano a un barrendero.

Profesaba a sus distinguidos clientes el horror que siente una persona
sana, robusta y egoísta ante los apestados que pueden contaminarle.

Su frase favorita era: "La aristocracia es un pudridero"; y hablaba con
gran elocuencia del inmenso caudal de enfermedades y gérmenes de locuras
que el aislamiento de clase y el horror a cruzarse con gentes más
humildes y vigorosas, había ido amontonando en aquellas familias desde
los tiempos de las extravagancias feudales y de la barbarie guerrera
divinizada.

--Por algo dicen esas gentes que tienen la sangre azul. Es pura
porquería lo que circula por sus venas; virus que infecciona de una a
otra generación y que en nada se parece a la sangre de los demás seres.
Si yo tuviera un hijo (sólo al hablar de esto pensaba el doctor en los
hijos), juro que primero lo ahorcaba que le permitía el casarse con una
mujer de cuyo vientre forzosamente habían de salir generaciones de
escrofulosos o de locos.

Afortunadamente, el doctor Zarzoso, para el cual su sobrino era un
verdadero hijo, ignoraba qué clase de amorcillos eran los que turbaban
la tranquilidad del joven estudiante.

Cuando al recibir la noticia de la muerte trágica del padre Ricardo, la
baronesa sufrió una espantosa crisis nerviosa, el doctor Zarzoso fué
llamado para su curación. Este suceso produjo en el estudiante gran
alegría. Sería ridícula la idea, pero a él le producía cierto placer el
que su tío entrase en aquella casa, frente a la cual tantas veces
paseaba él, y hasta le parecía que en torno de la ruda figura del doctor
quedaba adherido algo del ambiente que creemos percibir rodeando a la
mujer amada.

El suceso no causó menos impresión en María. Al saber que su tío había
muerto como un mártir, a manos de los fanáticos japonesas, lloró cuanto
pudo para no resultar una nota disonante en el concierto de dolor que
estalló en la casa; pero, a pesar de esto, su desconsuelo fué más
aparente y ceremonioso que real. No tenía grandes motivos para llorar la
muerte del tío jesuíta. No lo había visto jamás, y juzgando por los
apasionados elogios de la baronesa y sus amigos, imaginábaselo como un
hombre huraño, misterioso, desligado por completo de todo vínculo
terrestre, y propio para inspirar más miedo que amor.

La enfermedad de su tía sirvióle para poder decidirse con más libertad a
hacer "telégrafos" a Juanito con sus vivaces manos, tras los vidrios del
balcón.

Además, en tal circunstancia conoció personalmente al tío de su novio,
aquel personaje terrible, del cual se había hablado con expresión de
miedo en las tertulias de su tía, y que a ella, a pesar de tales
prejuicios, le resultaba un buen señor.

El famoso sabio, con toda su ciencia y aquel conocimiento del mundo y de
las personas que afectaba su fingida malicia, no podía explicarse las
causas de la exagerada amabilidad con que le trataba la niña de la casa.
Era un secreto para él el por qué de las sonrisas graciosas y la
expresión de alegría con que le recibía la sobrina de la baronesa; pero,
¡ah, cándido doctor!, si no hubiese siempre marchado con la cabeza baja
y preocupado por sus ideotas luminosas, de seguro que al salir de la
casa se lo hubiese explicado todo, al ver a su sobrino alejarse
rápidamente, o esconderse en algún portal, al notar la presencia del
tío.

María era la única de aquellas señoritas aristocráticas a la que no
miraba con expresión de lástima y asco; no era un gatito desollado, como
él llamaba a las otras.

Conocía bien la historia de la familia. Bastante le había dado que hacer
la muerte del conde de Baselga en el manicomio que él dirigió en otros
tiempos, y aunque estaba convencido de su locura, no dejó de preocuparle
el tiro de pistola que el infeliz demente se disparó en su celda.
Aquella arma fatal hacía presentir al doctor la existencia de una
diabólica intención, que había intervenido en el arreglo de la tragedia.
Y como era en él característico atribuir todos los males a la "gente de
sotana", no vacilaba en tener por culpable de cuanto había ocurrido a
aquel padre Claudio, de quien ya casi nadie se acordaba en Madrid.

Además, conocía algo de la historia de María, y esto amenguaba un tanto
la extrañeza que le producía notar en ella un vigor y una energía
serena, impropia de la familia. El recordaba haber escuchado ciertas
murmuraciones, de las cuales no salía muy bien librada la virtud de la
madre ni la dignidad del padre; murmuraciones en las que danzaba el
nombre de cierto célebre revolucionario.

Pero todas estas ideas sólo podían preocupar por poco tiempo a un hombre
como el doctor, obsesionado por los obscuros problemas de la ciencia; y
así es que, apenas hubo dejado de visitar a doña Fernanda, repuesta ya
de sus ataques nerviosos, olvidó por completo a la tía y a la sobrina.

Los amores del estudiante y María seguían, entretanto, su curso,
fortalecidos ahora por la protección de la viuda de López.

La explicación surgida entre doña Esperanza y la sobrina de la baronesa
había servido para que la viuda, arrastrada por su afición a los enredos
y por el afán de hacer favores, se pusiera a las órdenes de los novios.

Ya se sobrentendía que ella hacía esto únicamente porque la niña se
divirtiera; porque, al fin, había que dar a la juventud lo que era suyo
y dejar que gozara cuando le llegaba su tiempo; mas no por esto creía
ella que tales amoríos podían terminar en un casamiento.

Unos amores inocentes, y nada más. Cosas de muchachos. ¿Qué pecado se
cometía dejando que María tuviera un novio, como todas las de su edad?
Más adelante, ya entraría en la reflexión, y cuando su tía se
convenciera de que la muchacha nunca llegaría a ser monja, ya le
arreglaría un matrimonio digno de su posición y de su nombre.

Apoyándose en tales reflexiones, con el objeto de afrontar mentalmente
el peligro que suponía para ella el ser infiel a su presidenta, la viuda
de López protegía a los dos jóvenes, mostrándose muy contenta en ser su
mediadora bondadosa, y dándose ciertos aires de maternidad.

Hablaba, en la calle con Juanito, al que encontraba muy simpático, a
pesar de la repugnancia que en las primeras entrevistas sentía, al
pensar que era el sobrino de un empedernido ateo, y que tal vez
participase de sus doctrinas. Cada vez que el estudiante solicitaba de
ella un favor, la viuda no podía menos de sentirse satisfecha, pues
aquel muchacho sabía rogar de un modo que llegaba al alma, y ante el más
pequeño servicio manifestaba un agradecimiento conmovedor.

Doña Fernanda, como si se hallara quebrantada por su reciente
enfermedad, y la muerte de su santo hermano hubiese cercenado su antigua
energía y movediza actividad, mostrábase reacia a salir de su casa, y
muchas veces, por no moverse de su asiento, ahogaba su curiosidad y no
iba en seguimiento de María para averiguar la causa de que ésta
permaneciese tanto tiempo atisbando a través de los balcones.

Este estado de doña Fernanda ocasionaba también un aumento de
atribuciones y libertades en la intriganta viuda de López, del cual se
aprovechaban los dos novios.

Doña Esperanza, con su bondad sin límites, era la que se encargaba de
sacar a paseo a la niña y de acompañarla a las funciones religiosas
cuando la tía no se sentía con ánimo para salir de casa.

De estas circunstancias se aprovechaba Juanito para hablar con María,
siempre bajo la vigilancia de doña Esperanza, que se mezclaba en la
conversación apenas ésta tomaba un carácter marcadamente amoroso.

La viuda de López estaba lejos de imaginarse que aquel estudiante era el
mismo muchacho con quien habían sorprendido a María en la azotea del
colegio. Los dos novios guardaban instintivamente su secreto ante la
indiscreta curiosidad de la viuda.

Procuraban las dos mujeres salir a pie, pues de este modo podía unirse a
ellas el enamorado estudiante. Doña Esperanza adoptaba un aire de mamá
complaciente, que va acompañando a su hija y al novio, y así iban los
tres a la iglesia o a alguna solitaria alameda del Retiro.

Transcurrieron de este modo muchos meses, sin que nunca llegase a oídos
de la baronesa la menor noticia de la traición que le hacía su
secretaria.

Juanito, como si calmasen su sed amorosa aquellas conversaciones que
sostenía con María, coreadas por la complaciente viuda, había recobrado
su tranquilidad y volvía a dedicarse al estudio con el mismo ardor que
antes.

Estaba próximo ya el término de su carrera, y veía cercano el día en que
alcanzaría su título de doctor en brillante oposición, dando fin de este
modo a sus estudios, que le acreditaban en San Carlos como el alumno más
aprovechado y que con mayor rapidez había seguido sus cursos.

La proximidad de aquel suceso, tantas veces soñado por el estudiante,
llenaba de alegría a los novios. ¡Oh, qué dicha! Apenas tuviera su
título de doctor, era preciso buscar ya una fórmula para hacer públicas
sus relaciones y decidir al doctor Zarzoso a que pidiese a la baronesa
la mano de María.

Todo les parecía muy fácil a los dos jóvenes, y encontrándose cada vez
más fuera de la realidad, juzgaban como pequeños inconvenientes el
carácter iracundo de la baronesa con sus preocupaciones religiosas y la
terquedad ruda del doctor.

A doña Esperanza comenzaban a asustarle aquellos amores. Comprendía,
aunque demasiado tarde, que había estado jugando con fuego y que
aquellos galanteos no eran relaciones ligeras para divertirse, que
fácilmente podían ser rotas, pues tenían ya todo el carácter de una
pasión firme e indestructible.

Conocía bien a María y estaba convencida de que opondría una resistencia
terrible cuando la despertasen del dulce ensueño de amor satisfecho en
que estaba sumida.

¿Qué diría doña Fernanda cuando supiera que su fiel secretaria había
sido la mediadora en tales amores?

Doña Esperanza, tan confiada y satisfecha por costumbre, mostrábase
ahora temerosa y asustada al pensar en la posibilidad de que la baronesa
llegase a saberlo todo. Y lo que más le desconcertaba era que tal
descubrimiento un día u otro había de ocurrir, pues nunca faltan gentes
chismosas y noticieras; o cuando no, aquellos dos jóvenes, engañados por
sus ilusiones, eran capaces de cometer una barrabasada declarando a sus
tíos que se amaban hacía ya mucho tiempo y que deseaban casarse.

Alguna tranquilidad le proporcionaba el saber, por declaración del
estudiante, que así que terminase su carrera el doctor Zarzoso pensaba
enviarle por una regular temporada a París a perfeccionar sus estudios,
como ayudante de los más célebres profesores.

Si esto llegase a ocurrir, confiaba doña Esperanza en una larga
ausencia como remedio contra una pasión sobradamente viva. Pero a pesar
de esta confianza, no lograba tranquilizarse.

Conocía que voluntariamente, e impulsada por su eterna manía de servir a
todo el mundo, se había metido en un atolladero y buscaba un auxilio
para salir de él.

El padre Tomás fué la primera persona que se le ocurrió para el caso.




V

En el despacho del padre Tomás.


El poderoso jesuíta había recibido a doña Esperanza con una forzada
sonrisa de resignación.

Aquella lagartona, con sus confidencias, sus intrigas y sus hojitas
piadosas, que sometía a su examen antes de darlas a la imprenta, le
tenía fastidiado, a pesar de lo convencido que estaba de la utilidad que
prestaba a la Orden.

El padre Tomás había indicado al mandadero que le servía de ayuda de
cámara que no dejase entrar a doña Esperanza en el despacho, pues temía
la conversación interminable de la locuaz jamona que venía a turbar sus
ocupaciones: pero en aquel día, la viuda de López manifestó tal urgencia
y tantas veces pidió que la dejasen pasar, que al fin el lego, con el
permiso de su superior, permitióle la entrada.

Tan largo fué el preámbulo que la locuaz señora puso a las revelaciones
que pensaba hacer, que el jesuíta comenzó a arquear las cejas y a mover
los dedos en señal de impaciencia, convenciéndose de que doña Esperanza,
en aquella ocasión, como en las otras, iba sólo a estorbarle.

Pero pronto cambió de posición al notar que la viuda, atolondrada por
tales muestras de impaciencia, entraba en lo más interesante de su
consulta.

Nada calló la buena doña Esperanza, y procurando excusar su ligereza en
aquel buen deseo que le animaba y le hacía servir a todos, fué relatando
cómo había tenido conocimiento de los amoríos de María y cómo también se
había prestado ella a desempeñar el papel de mediadora.

El jesuíta escuchaba inmóvil y silencioso, sin que en su rostro de
marmórea fijeza se notase la menor expresión que delatase sus internas
impresiones, y sólo cuando la viuda se detenía como indecisa y temerosa
del efecto que sus palabras podían causar en el padre Tomás, éste salía
de su mutismo para murmurar:

--¡Adelante! ¿Y qué más pasó?

Doña Esperanza no se detenía e iba relatando cuanto había llegado a
saber y algo más que inventaba por propia cuenta.

En resumen; que los chicos se amaban mucho, que la cosa era más seria de
lo que ella en el primer momento había podido imaginarse, y que temblaba
solamente al pensar que la baronesa podía saber algún día la
participación que su secretaria tenía en tales relaciones. Por esto
acudía en demanda de auxilio y le rogaba al padre Tomás que no la
abandonase en situación tan apurada, y que hiciese lo posible por
remediar su ligereza. Bien sabía ella el noble interés que la Orden
sentía por la familia Baselga, que tan ligada estaba por su piedad a la
Compañía de Jesús, y por esto acudía al padre Tomás en demanda de
saludable consejo.

El jesuíta quedó silencioso y reflexionando largo rato. Conocíase, a
pesar de su frialdad exterior, que le había impresionado bastante la
noticia.

Tenía sobre María formado un concepto muy distinto del de la baronesa;
pero no esperaba encontrar a la joven comprometida por una pasión
vehemente.

Por fin rompió el silencio para asegurarse de la formalidad de tales
relaciones.

--¿Y dice usted, doña Esperanza, que son serios esos amores?

--¡Oh, reverendo padre! Esos muchachos se quieren de un modo que a mí me
causa miedo. Es empresa difícil el separarlos, y crea usted que la
baronesa tendrá que bregar mucho si quiere combatir esa pasión. Parece,
al verlos tan dominados por el amor, que se conocen desde la niñez y que
sólo la muerte podrá separarlos. ¡Ah, reverendo padre! ¡Si usted
encontrase en su sabiduría un medio para desbaratar esa pasión que yo
misma he fomentado con mi ligereza!

El padre Tomás preguntó, tras un largo silencio y con la expresión del
que resuelve un problema:

--¿Sabe ese joven que María fué expulsada del colegio de Valencia por
cierta aventurilla que usted creo ya conoce?

--No, reverendo padre; seguramente no tiene noticia de aquello.

Y la viuda afirmaba sus palabras con movimientos de cabeza, muy
convencida de la certeza de cuanto decía. Ella estaba muy lejos de
imaginarse que el protagonista de aquella aventura en los tejados, a la
cual daba su malicia una importancia que no tenía, era el mismo Juanito
Zarzoso, al que creía ignorante por completo de tal suceso.

El jesuíta, al oír las afirmaciones de la viuda, sonrió triunfalmente.

Ahí estaba la solución; el medio de enfriar aquel amor que asustaba a
doña Esperanza, después de haberlo fomentado.

Ella sería la encargada de revelar al novio la aventura de María en el
colegio de la Saletta, y el jesuíta tenía la certeza de que por este
medio surgirían los celos y sobrevendría el rompimiento.

--Así lo haré, reverendo padre. Tan pronto como vea a ese pollo, le diré
cuanto recuerde de aquella travesura de María, y no he de cejar hasta
que logre que la desprecie.

El jesuíta se mostraba pensativo.

--Lo importante--murmuró--es que baste esto para que abandone a la niña.

--¡Oh! Bastará, reverendo padre. Es un joven que parece muy pundonoroso,
y no le creo capaz de seguir amando a una mujer después de convencerse
de que en su niñez andaba por los tejados y la encontraban dormida en
brazos de un muchachuelo.

--¿Conoce usted bien el carácter de ese joven?

--Creo que sí. He hablado con él muchas veces; se expresa con franqueza,
y le aseguro que a mí me parece mentira que sea sobrino de un impío como
el doctor Zarzoso.

--Seguramente tendrá las mismas ideas que su tío.

--Me parece que sí; aunque en mi presencia procura contenerse y no
enseñar el rabo del diabólico librepensamiento. ¡Buena soy yo para
sufrir impiedades!

--¿Y no le cree usted capaz, al saber la aventurilla de María de seguir,
por interés, haciéndola el amor?

--No entiendo a usted, reverendo padre--dijo la viuda con perplejidad.

--Quiero suponer que ese joven, después de convencerse del pasado de
María, podía seguir fingiendo que la amaba, tan sólo por atrapar sus
millones. Ya sabe usted que la sobrina de la baronesa es muy rica;
tanto, que casi toda la fortuna de que hoy goza doña Fernanda le
pertenece a ella.

--En ese punto defiendo yo al sobrino del doctor Zarzoso. Podrá ser un
impío, un ateo; pero, gracias a Dios, las infernales doctrinas no han
llegado a corromper del todo su alma, y aun queda en él un gran caudal
de buenos sentimientos. No; él no ama a María por sus millones, y si
llega a aborrecerla la abandonaría sin pensar en la riqueza.

--Le defiende usted con gran calor, doña Esperanza. ¿En qué se funda
usted para tener tal seguridad?

--En lo que mil veces le he oído decir cuando hablaba con María. A ese
muchachuelo republicano y librepensador le estorba que su novia sea
noble, tenga un título ilustre y posea una gran fortuna. Yo misma le he
oído decir, pero de un modo que no daba lugar a duda, que sería más
feliz si María se convirtiera en una pobre modistilla, pues así nadie
podría atribuirle en tal amor la menor sombra de egoísmo ni de ambición.
Y ¡qué más!... Hasta la misma María está contaminada por tales ideas, y
muchas veces he reído escuchando cómo la heredera de muchos millones
hablaba con gran seriedad de los adelantos científicos de su novio y
cifraba su felicidad en que éste fuese por el tiempo un médico afamado
que tuviese como clientela a la gente más selecta de Madrid. Tan
enamorados están esos muchachos, que han perdido ya toda noción sobre el
significado de un título nobiliario y de una gran fortuna, y para ellos
no hay más dinero que el que uno mismo pueda ganarse. No, reverendo
padre; no es posible que ese joven ame a María con el único objeto de
hacerse dueño de sus millones. En este punto le defiendo; no es de tal
clase de hombres.

--Mucho mejor--dijo el jesuíta, que había escuchado atentamente a la
viuda--. Es más favorable para nosotros que en tales relaciones sólo
haya amor sin sombra de mezquino interés. Así romperemos más fácilmente
los vínculos que los unen: basta con que introduzcamos entre ellos la
desconfianza.

--Lo que yo deseo, reverendo padre, es que terminen estos amoríos antes
que la baronesa pueda apercibirse de ellos.

El jesuíta reflexionaba.

--¡La baronesa!--murmuró--. Esa señora cree conocer muy bien a las
personas y empieza por no formarse concepto exacto de los seres que la
rodean, de los individuos de su propia familia. Quiere hacer monjas a
todas las mujeres de su raza, sin llegar a convencerse nunca de que han
nacido para casarse, como seres vulgares, y que aun ella misma no
serviría para vivir en un convento.

--Tiene un genio en extremo dominante.

--Eso le pierde, amiga mía; y lo peor es que cree que basta que ella
quiera una cosa, para que ésta sea inmediatamente. Se empeñó en que su
hermana fuese monja, y ya sabe usted lo que ocurrió poco después de
haberse suicidado el conde de Baselga; ahora quiere meter en un convento
a su sobrina, y ya acaba usted de decirme el camino que ella sigue, y
que no puede ser más distinto del que le señala su tía.

--Efectivamente; doña Fernanda es tan ciega como tiránica.

Dijo la viuda estas palabras con la expresión de gozo del inferior que
al fin encuentra ocasión para hablar mal del mismo a quien adula y
sirve; pero este tono, que no pasó desapercibido para el padre Tomás, le
volvió a la realidad.

Era imprudente hablar de tal modo, en presencia de mujer tan chismosa e
intrigante como doña Esperanza, de la baronesa de Carrillo, que, al fin,
había sido uno de los principales apoyos de la Compañía en Madrid, y en
quien basaba el jesuíta grandes esperanzas para el porvenir. Por eso se
apresuró a hablar con el propósito de deshacer el efecto de sus
anteriores palabras.

--Hay que reconocer que el deseo de la baronesa no puede ser más santo y
sublime. ¿Qué mejor destino puede ambicionar para su sobrina que hacerla
esposa del Señor? Lo difícil en este asunto es que la niña no se ajusta
a las exigencias de su tía, y por carácter huye de la vida tranquila y
santa del convento.

--Eso es, reverendo padre. María no será monja aunque la martirice su
tía. Hace ya mucho tiempo que estoy convencida de ello.

--Y yo también. Esa joven quiere casarse, siente la necesidad de amar; y
si nosotros logramos que rompa sus relaciones con el doctor Zarzoso, así
que se desvanezca el pesar que esto le cause, no tardará en fijar sus
ojos en otro hombre. ¿No lo cree usted así, amiga mía?

--Así lo creo; hace un instante que pensaba en lo mismo.

--Hay, pues, que ser cautos en este asunto; y ya que la niña va por el
camino del matrimonio, procurar que no se extravíe en él, como su madre.
La baronesa, empeñándose en hacer de María una monja y cerrando los ojos
para todo la que no sea esto, corre el peligro de que su sobrina caiga
en manos de un hombre que en modo alguno convenga a la familia, y que
sea enemigo de esa religiosidad respetable que siempre ha residido en la
casa de Baselga. Ya que ella, en su desmedido amor a la religión, es
ciega en este asunto, nosotros seremos cautos y procuraremos salvar a
María del peligro que la amenaza.

--Según eso, reverendo padre, ¿cree usted que María debe casarse?

--Así lo he creído siempre, amiga mía.

--Haría usted, pues, un gran favor a la pobre niña disuadiendo a su tía
de los planes que abriga acerca de su porvenir y demostrándola que la
felicidad de su sobrina no consiste en que entre en un convento.

--Así pienso hacerlo, y tenga usted la seguridad de que María se casará.
Aquí lo que importa es que no venga a caer en manos de un impío como ese
Zarzoso, que seguramente la apartaría del camino de la religión. Ya nos
encargaremos, cuando sea tiempo oportuno, de buscarle un marido que le
convenga.

--Y mientras llega esa oportunidad, ¿qué hago yo, reverendo padre?

--Procurar que se desunan los dos amantes, valiéndose de la revelación
que antes hemos acordado.

--¿Y si este recurso no produjera efecto?

--¡Oh! Seguramente lo producirá. No conozco a ese muchacho; pero por la
descripción que usted me ha hecho de su carácter, adivino que
forzosamente ha de producir en él un efecto terrible el saber esa
aventura de María.

--¿Y si tanto le cegase el amor que, sobreponiéndose a los celos y al
despecho, siguiese adorándola?

--Entonces todavía nos quedaría un medio seguro.

--¿Cuál, reverendo padre?

--¿No dice usted que el doctor Zarzoso muestra empeño en enviar a su
sobrino a París? ¿Tardará mucho en verificarse este viaje?

--Antes de tres meses. Juanito terminará su carrera dentro de pocos
días, y el doctor no tardará en enviarlo a París.

--Pues bien; la ausencia es el medio más favorable para combatir el
amor. Ensaye usted el efecto de esa revelación que hemos acordado, y si
el novio resiste, ya aprovecharemos su ausencia para convencer a María
de que debe olvidar tales amores. La joven es altiva y tiene un amor
propio excesivo e irritable; como logremos herirla en este punto
vulnerable, seguramente que hará cuanto la digamos.

--Perfectamente. Sé ya cuál es mi obligación. Primero, abrir los ojos a
este joven con la aventurilla de Valencia, y si esto no resulta, esperar
a que se vaya a París, dejando entonces a vuestra paternidad que obre
como lo crea más conveniente.

--Otra cosa ha de hacer usted. Yo creo que no me costará mucho convencer
a la baronesa de que debe resignarse al casamiento de su sobrina. En tal
caso buscaré entre los jóvenes que conozco y que aman a la Compañía como
una santa institución, uno que, por su nacimiento, su educación y su
religiosidad, sea digno de alcanzar la mano de María.

--Eso es lo que yo había pensado muchas veces, reverendo padre. A María
le conviene un esposo así, y nadie como usted puede proporcionárselo.

--Lo introduciré en casa de la baronesa sin darle otro carácter que el
de amigo. Conviene que así que le vea usted en aquel salón trabaje en su
favor; es decir, que le apoye en todos sus avances, haciendo de él
grandes elogios y procurando inclinar del lado suyo el ánimo de María.

La viuda de López así lo prometió; y segura ya, en vista del giro que
tomaba el asunto, comenzó a charlar alegremente de todos los negocios
devotos por ella emprendidos con la cooperación más o menos directa de
la Orden.

Acababa de librarse de aquel gran peso que gravitaba sobre su ánimo. Ya
no temía a aquella baronesa, en el caso de que se descubriera la
participación que ella había tomado en los amoríos de la sobrina. El
padre Tomás era ahora su consejero, obraría por su mandato y podía
escudarse bajo su inmenso poder, si se desataba contra ella la furia de
doña Fernanda.

Cansóse pronto el jesuíta de la charla de doña Esperanza, que ya no le
interesaba, y con muestras de marcada impaciencia, la dió a entender que
era llegado el momento de retirarse.

Cuando la viuda salió del despacho, el padre Tomás frotóse alegremente
las manos. Estaba solo, pues el padre Antonio, su antiguo secretario y
cómplice, había muerto en Francia durante el período de emigración, y el
astuto y desconfiado italiano comprendía las desventajas de tener
siempre presente un compañero que, aunque adicto, podía llegar algún día
a la infidelidad. Recordaba mucho la caída espantosa que él hizo sufrir
al padre Claudio para que pudiese llegar a fiarse de autómatas que, al
fin y al cabo, eran hombres.

Como estaba solo, no creyó ya preciso el disimulo, y sonriendo
picarescamente, murmuró:

--Ya es hora de que volvamos a ocuparnos de la familia Baselga. Los
millones esperan que vayamos a por ellos. Lo que el padre Claudio
comenzó, yo lo acabaré más hábilmente. Nada de violencias... ¿Quiere
casarse la niña? Pues bien, la casaremos; y por este medio, lo mismo que
si entrase en un convento, su fortuna vendrá a nuestras manos.

Púsose grave el rostro del jesuíta, y tras una profunda meditación,
murmuró:

--Somos invencibles; cada vez me convenzo más de ello. Donde uno de
nosotros cae, se levanta al punto un nuevo hermano con mayores fuerzas,
y siempre avanzamos impertérritos, sin vacilar un instante, hasta que
conseguimos lo que nos proponemos.

FIN DEL TOMO SEPTIMO

       *       *       *       *       *

Los errores corregidos por el transcriptor:

dispueta=> dispuesta {pg 13}

la niña esta allí=> la niña estaba allí {pg 21}

Basileseki=> Basilescki {pg 22}

la producían=> le producían {pg 24}

la inspiraban=> le inspiraban {pg 24}

imágentes=> imágenes {pg 38}

Después, el notar=> Después, al notar {pg 65}

el secerto=> el secreto {pg 98}

despajó=> despejó {pg 109}

agradecimietno=> agradecimiento {pg 117}

nosotos=> nosotos {pg 126}








End of Project Gutenberg's La araña negra, t. 7/9, by Vicente Blasco Ibáñez

*** END OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK LA ARAÑA NEGRA, T. 7/9 ***

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