La araña negra, t. 2/9

By Vicente Blasco Ibáñez

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Title: La araña negra, t. 2/9

Author: Vicente Blasco Ibáñez

Release Date: May 30, 2014 [EBook #45830]

Language: Spanish


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 En esta edición se han mantenido las convenciones ortográficas del
 original, incluyendo las variadas normas de acentuación presentes en
 el texto. (la lista de los errores corregidos sigue el texto.)




                         VICENTE BLASCO IBAÑEZ

                            LA ARAÑA NEGRA

                                NOVELA

                             TOMO SEGUNDO

                        [Illustration: colofón]

              EDITORIAL COSMÓPOLIS APARTADO 3.030 MADRID

      Imprenta Zoila Ascasíbar. Martín de los Heros, 65.--MADRID.




             PARTE SEGUNDA EL PADRE CLAUDIO (CONTINUACIÓN)





VI

Fiat Lux


A las ocho de la mañana el conde de Baselga andaba con paso indeciso por
las calles de la coronada villa.

Si las gentes de poca monta que a aquella hora iban a sus quehaceres a
paso apresurado y soplándose las manos para ahuyentar el frío, se
hubieran fijado en el marcial comandante de caballería de la Guardia,
les habría llamado la atención el desorden con que llevaba el uniforme y
la nerviosidad que se marcaba en su rostro pálido y cejijunto.

A aquellas horas otros militares se dirigían al regio Palacio o a los
cuarteles para cumplir sus deberes, erguidos y sonrientes, y a su lado
el conde ofrecía el aspecto de un hombre que ha pasado la noche en
tormentosa orgía y que se retira a su domicilio ebrio y luchando con el
alcohol y el cansancio que entorpecen todos sus miembros.

Pero Baselga, en vez de dirigirse a su casa se alejaba de ella, y no iba
ebrio, sino dominado por una indecisión que le hacía sufrir cruelmente,
obligándole a vagar por las calles.

La noche anterior había salido del despacho del padre Claudio dispuesto
a no ocuparse más del asunto de su esposa, dejando a cargo del jesuíta
lo que hubiese de verdad en las pérfidas insinuaciones de la duquesa de
León. Pero, ¿quién es capaz de cortar el curso de los celos una vez se
apoderan éstos del corazón del hombre?

Baselga, como de costumbre, no pudo dormir en toda la noche. La
posibilidad de que su esposa le engañase y que él fuese objeto de oculta
mofa entre las gentes de Palacio y sus compañeros de armas, le producía
tan extremada excitación, que en algunos momentos creía volverse loco.

Toda la noche la pasó de claro en claro, y cuando poco después de
amanecer un criado le entregó una carta que acababa de dejar en el patio
un mandadero público, sin saber por qué se apresuró a levantarse de la
cama y a leerla.

Bien recordaba Baselga el contenido del papel que ahora estrujaba
furiosamente en lo más hondo de un bolsillo.

Iba sin firma; pero el conde conocía de antiguo aquellas letras
enrevesadas, agrupadas con arreglo a una ortografía fantástica que tenía
para su uso la duquesa de León.

"Tengo ya las pruebas. Ven cuando quieras, que desde este momento te
aguardo. Marido infeliz, tarda cuanto quieras en convencerte."

¡Ira de Dios! Una carta así era para encender la sangre de cualquier
cristiano o moro, y más si era tan ardiente y pronta a entrar en
ebullición como la del enérgico Baselga.

Con la rapidez de una exhalación se vistió éste y se arrojó a la calle,
marchando en línea recta hacia el caserón solariego de la duquesa, que
estaba en los alrededores de Palacio; pero cuando se encontraba ya muy
cerca de él, retrocedió, pues como todos los que se ven próximos a la
desgracia, tuvo miedo de llegar y saber toda la verdad.

Ocurre siempre al que está próximo a convencerse de algo, que le produce
inmenso dolor, que semejante al náufrago que al hundirse para siempre en
el abismo busca instintivamente algo sólido a que asirse, en el
convencimiento de su desgracia apela a la duda, y antes de recibir el
golpe procura retardarlo, consolándose con la posibilidad de que no
resulte cierto el mal que le amaga.

Esto mismo sucedía a Baselga. El día anterior, y aun momentos antes de
salir de su casa, sentía una impaciencia sin límites por convencerse de
su deshonra, y el no conocer ésta con certeza le producía inmenso
desasosiego; pero ahora que podía ver y tocar su deshonra, ahora que una
mujer celosa y desdeñada se ofrecía a mostrarle su desgracia con toda
claridad, sentía miedo de seguir adelante y hubiera dado diez años de su
vida o su caballo favorito, y hasta se hubiera hecho liberal únicamente
porque el padre Claudio le saliera al paso gritándole:--No sigas, hijo
mío. No es necesario que vayas a visitar a la duquesa de León. Todo lo
he averiguado y tu mujer es inocente.

El se hubiera convencido o no. Lo más regular es que al día siguiente
hubiera vuelto a sus antiguos celos, a sospechar más tenazmente de su
esposa y a desear las pruebas de su deshonra; pero al menos por el
momento se habría librado del terrible trance de saber la verdad,
experimentando un bienestar semejante al que producen ciertos
medicamentos que calman momentáneamente los sufrimientos aunque
inflamando más las heridas.

Esto parece absurdo, pero es perfectamente humano.

Baselga, seguro ya de convencerse de la culpabilidad de su esposa, por
extraña observación quería forjarse la esperanza de que ésta resultare
inocente, así como el día anterior, cuando aun era problemática su
fidelidad, se empeñaba en tenerla por culpable.

Buscaba afanosamente en su imaginación todas las probabilidades que
racionalmente podían aceptarse para creer a Pepita inocente, y casi se
inclinaba a tenerla por un dechado de virtud y fidelidad. Porque...
vamos a ver: ¿no podía ser muy bien que aquella duquesa a quien él
conocía perfectamente y que era una dama alegre, poco escrupulosa y tan
amiga de amoríos como de intrigas, furiosa de que su antiguo amante la
abandonase, hubiese forjado una calumnia con visos de verdad para
vengarse de él y perder a una mujer más hermosa y más joven que ella?
Esto también podía ser y era probable que se pretendiera exagerar
cualquier ligereza insignificante, propia del vivo carácter de Pepita,
para hacer ver lo que no existía.

Pero apenas la imaginación de Baselga formulaba tales optimismos, la
duda le mordía cruelmente, y tal era la fuerza con que la sospecha se
apoderaba de él, que hasta le parecía que algunos transeúntes le miraban
con ojos compasivos, como adivinando su desgracia.

El recuerdo de la noche en que sorprendió al rey en íntima conversación
con Pepita, el desvío que ésta le mostraba desde poco después de casarse
y algunas palabras sin importancia que muchas veces se escapaban en su
conversación, pero que ahora eran apreciadas por su instinto celoso como
claros indicios de culpabilidad, pasaron rápidamente por la imaginación
de Baselga y acabaron de convencerle de que su esposa había atentado
contra su honor y se había burlado de él haciéndolo su marido para
ocultar mejor sus devaneos.

Pensando en esto último, la susceptibilidad de Baselga, ya de suyo
irritable, se excitó hasta un límite inconcebible, y semejante al
desesperado que tiene prisa en acabar su existencia, murmuró
sombríamente:

--¡Lo que haya de ser, que sea pronto! ¡No tardes en convencerte de tu
deshonra!

Emprendió Baselga apresuradamente la marcha hacia el palacio de la
duquesa, y al atravesar el anchuroso patio, recibió un respetuoso saludo
del portero, que cesó de barrer y siguió con ojos asombrados la
ascensión del señor conde por la vetusta y anchurosa escalera, no
pudiendo explicarse cómo el antiguo amante de su señora, de quien ésta
echaba pestes delante de los criados, volvía a la casa tan
inesperadamente y a tales horas.

Cuando Baselga entró en las antesalas de la duquesa, a pesar de su
preocupación, detúvose algo sorprendido al ver sentado en un banco, con
rostro macilento y ojos hinchados, a un sujeto a quien él conocía mucho.

Era el negro Pablo, el mismo que Pepita hacía buscar en aquellos
instantes por la Policía.

Tenía todo el aspecto de un hombre que ha estado ebrio por mucho tiempo
y que todavía lucha con la postrera y abrumadora influencia del alcohol.

Al otro extremo de la antecámara, y como evitando todo contacto con el
embriagado negro, estaba una mujer vestida con limpia pobreza, pero en
cuyo rostro demacrado leíase una larga serie de padecimientos.

La sorpresa de Baselga al encontrar al negro fué más grande que la que
éste experimentó al verse ante su antiguo amo.

Apoyándose sobre los pies, vacilantes e inseguros, irguió el negro su
gigantesco cuerpo, y con estropajosa lengua comenzó a murmurar algunas
excusas, que ni él mismo pudo entender.

Baselga, dominado como estaba por un loco furor, necesitaba descargarlo
contra alguien; así es que aprovechó la ocasión que le deparaba la
presencia del negro, y levantó la mano para golpearle; pero en el mismo
instante, y cuando la mujer se levantaba ya asustada, como buscando por
dónde huir, abrióse una puerta inmediata y asomó un colosal peinado a la
moda, y después un rostro que en otro tiempo habría sido hermoso, pero
que ahora, para presentarse, necesitaba una gruesa máscara de colorete.

--¡Ah! ¡Estás ahí! Entra, conde; tenemos mucho que hablar.




VII

El jesuíta pierde la partida


Estaba el padre Claudio, de vuelta de casa de los condes de Baselga,
sentado a la gran mesa de su despacho y manejando un sinnúmero de
papelotes con una atención posible únicamente en un hombre como él, para
quien la vida sólo era un eterno y enrevesado negocio.

Cuando su reverencia papeleaba, ya se sabía en la casa que quedaba como
aislado del mundo, y el portero o cualquiera de los novicios escogidos
que servían en la casa en calidad de ayudantes, se guardaban muy bien de
entrar a estorbarle, aunque fuera para darle un recado del Papa o del
mismo general de la Compañía, que es como si dijéramos del
vicepresidente del cielo.

El hermano Antonio era el único que, por ser como el "alter ego" de su
reverencia, tenía el privilegio de entrar en el despacho estando el
padre ocupado, aunque con la condición de no hacer ruido ni dirigirle
pregunta alguna.

Justamente, aquella mañana el "socius" del padre Claudio faltó a la
consigna escandalosamente, pues entró en el despacho sin recatarse de
hacer ruido, y arrojando furiosamente su sombrero de teja sobre una
silla, fué audazmente a colocarse junto a la mesa, donde, respirando
jadeante, comenzó a limpiarse, con un sucio pañuelo de hierbas, el
sudor, que, a pesar de la fría estación, corría por sus mejillas, más
arreboladas que de costumbre.

El padre Claudio, al notar la sombra que sobre los papeles proyectaba el
cuerpo del recién llegado, levantó rápidamente la cabeza y, con las
cejas fruncidas y el gesto avinagrado, dijo al irreverente secretario:

--¿Qué hay? ¿Por qué entras de un modo tan impetuoso?

El hermano Antonio fué a hablar, y tantas cosas parecía querer decir de
una vez, que no sabía por dónde iniciar su discurso; pero al fin
exclamó, con voz trémula:

--Reverendo padre: todo se ha perdido.

--¿Qué se ha perdido?

--El asunto de la condesa de Baselga.

El jesuíta irguió su cuerpo nerviosamente al oír esto. La zozobra, que
le era cosa casi desconocida, se pintó en su rostro y dijo, lanzando al
secretario una mirada terrible:

--¿Has visto a tu madre, como te encargué?

--De ello vengo, y he podido saber que la duquesa de León nos ha ganado
la mano y que el conde de Baselga lo sabe todo ya.

El padre Claudio quedóse por algunos instantes fatalmente impresionado,
y dijo al azorado Antonio:

--Calma, hermano. Te desconozco al verte tan impresionado por una mala
noticia. Recobra la calma y dime, clara y brevemente, el resultado de tu
comisión.

--Cuando fuí a casa de mi madre, ésta había salido ya hacía más de dos
horas, según me dijeron unas vecinas. Por los informes de éstas
comprendí que había ido a casa de la duquesa de León y allí me dirigí
apresuradamente. A la misma puerta la encontré cuando ella salía, y
juzgue vuestra reverencia cuál sería mi sorpresa y mi irritación al ver
que comenzaba a llorar apenas le indiqué la necesidad de que no dijera
una palabra de lo mucho que sabía sobre el parto de la condesa de
Baselga. Entre lágrimas y suspiros me contó la escena que había ocurrido
momentos antes en las habitaciones de la duquesa, y yo quedé tan
irritado como sorprendido de la habilidad y paciencia con que esta mujer
sabe preparar sus venganzas. Figúrese vuestra paternidad que, para
convencer al conde de las infidelidades de su mujer, no sólo se ha
valido de mi madre (de la que ahora me convenzo que puede disponer a su
antojo), sino que durante mucho tiempo, por medio de su mayordomo, ha
estado conquistando a uno de los negros que doña Pepita trajo de Méjico,
incorregible borrachín que, por dinero y por convites, ha consentido en
huir de su casa para ir a la de la duquesa y allí servir de testigo a
las afirmaciones de ésta. El conde ha ido hace pocas horas a casa de la
duquesa...

--¿El conde?...--interrumpió con extrañeza el jesuíta.

--Sí, reverendo padre. El conde ha acudido obedeciendo un aviso que le
envió la duquesa, de buena mañana.

--¡Parece imposible!--murmuró el padre Claudio--. ¡Y yo, que creía ser
dueño de su voluntad!

--Los celos, reverendo padre, cambian mucho a los hombres. El le
prometió a usted, anoche, permanecer impasible, dejando a vuestra
reverencia el encargo de averiguar la conducta de su esposa; pero han
sobrevenido las pérfidas insinuaciones de la duquesa, y ésta ha podido
más que los consejos del director espiritual.

--Continúa, hermano Antonio.

--La duquesa, con gran abundancia de detalles, ha relatado a Baselga
todas las aventuras de su esposa, y para evitar toda duda ha empleado
como testigos a mi madre y al negro. El conde ha sabido que doña Pepita
era la querida del rey antes de casarse, y que después ha seguido
siéndolo, y la duquesa no ha querido tampoco que ignorara las relaciones
con el frailecito y con el "baronet" de la Embajada inglesa. La
paternidad de la niña tampoco ha quedado en el misterio, y ésta es la
más cruel puñalada que ha sufrido el conde, pues hay que confesar que
amaba a la niña con delirio. Para demostrar que ésta es hija del rey, y
que nació dos meses después de lo que Baselga creía, la duquesa se valió
de mi madre, que declaró el día y la hora en que asistió a doña Pepita
en el parto, diciendo que si la partida de bautismo aparecía escrita en
abril o sea dos meses antes, era por obra de la influencia de la
condesa, que compró al cura de la parroquia. Ha sido una suerte que ni
mi madre ni la duquesa, que son dos imprudentes, hayan mezclado para
nada el nombre de nuestra Orden en las revelaciones, ni hayan dicho que
fué vuestra reverencia quien arregló todo lo referente al bautizo. En
cuanto a las actuales relaciones con sir Walace, el negrazo se ha
encargado de decir la verdad. Primero tuvo cierto reparo de hablar ante
su amo, al que teme con razón; pero esa duquesa, de tal modo se ha
apoderado de su ánimo, que al fin le hizo hablar; y el muy villano,
deseoso de vengarse de su antigua ama, que, como a todos los criados, lo
trataba a latigazos, ha contado, con todos sus pelos y señales, cómo,
siempre que el conde estaba de guardia o de servicio en Palacio, entraba
en la casa el arrogante "baronet", y hasta le ha entregado una carta
lacónica, pero comprometedora, que la condesa le había dado para que la
llevase a la Embajada inglesa.

--¿Y el conde?--preguntó, con encubierta ansiedad, el padre Claudio--.
¿No sabes lo que hizo el conde al convencerse de su deshonra?

--Mi madre, cuando habló conmigo, estaba todavía asustada por la
terrible explosión de cólera de Baselga. Cuando el conde se convenció de
que su esposa le hacía traición, salió corriendo de casa de la duquesa,
murmurando maldiciones y amenazas, con todo el aspecto de un loco.

--¡Esto es grave!--murmuró el padre Claudio y, presa de nerviosa
agitación, levantóse del asiento y comenzó a pasear con aire
meditabundo.

--¿Cuánto tiempo hace--preguntó al hermano Antonio--que el conde salió
de casa de la duquesa?

--No lo sé ciertamente; pero calculo que pronto hará una hora.

--No hay tiempo que perder. ¿Está enganchado el coche?

--Sí, reverendo padre. Es ya la hora en que vuestra reverencia
acostumbra a ir a Palacio.

--No se trata de eso. Voy inmediatamente a casa de Pepita. El conde es
un bárbaro, como ya te dije, capaz de toda clase de violencias cuando se
encuentra furioso. ¿Quién sabe si a estas horas estará haciendo alguna
de las suyas?

--Malos celos tiene el señor Baselga, pero creo que no haría mal vuestra
reverencia en dejar a doña Pepita completamente sola en manos de su
esposo. Es una rebelde que, desde que está en lo alto, desprecia a la
Orden, que tanto la ha favorecido, y se niega a obedecerla.

--¿Quién te mete a ti a dar consejos? Pepita ha vuelto al redil, y nos
conviene defenderla para que siga prestándonos buenos servicios. Además,
en sus tormentosas explicaciones con el conde puede ser que para
sincerarse, delate nuestra complicidad en sus relaciones con el rey, con
lo que cesaríamos de dirigir la voluntad del conde. Es preciso que yo
vaya pronto allá, y el Corazón de Jesús quiera que no llegue tarde.




VIII

La cólera de Baselga


No era operación trivial el peinado de una dama en aquella época.

En todos tiempos ha sido el tocado de las cabezas femeninas empresa
dificultosa que ha necesitado mucho tiempo y no pocas meditaciones, pero
en la última época del reinado de Fernando VII, la tiránica moda llevó
el peinado a la más estupenda exageración en punto a complicado y
gigantesco.

Pepita estaba ante el espejo de su gabinete, ocupada en arreglar sus
cabellos con el mejor arte posible, cuando oyó agitados pasos en la
habitación vecina, y, poco después, la puerta de la estancia, que estaba
entornada, tembló al recibir un fuerte empujón, y, girando rápidamente,
fué a chocar contra la pared, con atronadora violencia.

Volvió la bella Condesa la cabeza, asustada por tal estrépito, y vió,
parado en medio de la puerta, al gigantesco Baselga, que tenía un
aspecto poco tranquilizador.

Pepita estaba tan acostumbrada a tratar despectivamente a su esposo, y
tan grande era su conocimiento del dominio que ejercía sobre su
voluntad, que no se inmutó al notar la expresión horrible de aquel
rostro ceñudo, en el cual destacábanse horriblemente los ojos
centellantes, sanguinolentos y que parecían próximos a salirse de sus
órbitas.

Hizo la hermosa un mohín que lo mismo podía expresar sorpresa que
desprecio y volviendo a mirarse en el espejo, dijo, con su tono meloso e
indolente:

--Pero, hijo mío, ¿qué te sucede para que tan descortésmente penetres en
el gabinete de tu mujer? Las costumbres del cuartel te roban tu antigua
buena crianza, y será preciso que tu esposa te eduque como si fueras un
niño.

El conde pareció no oir estas palabras. Tal seducción ejercía aquella
mujer sobre su ánimo, que, a pesar de la indignación que le dominaba y
de los terribles proyectos de venganza que se había forjado desde casa
de la duquesa a la suya, se detuvo, como asombrado, cual si por primera
vez viera a su esposa y quedara subyugado por el incentivo de sus
gracias.

Baselga, a pesar de su carácter enérgico, por no decir brutal, carecía
de una voluntad firmísima, y la indecisión se apoderaba continuamente de
su ánimo.

Algunos momentos antes pensaba en asombrosas venganzas, y se sentía con
ímpetu para exterminar, no ya a Pepita, sino a todo el género humano:
pero desde el momento que contempló a su esposa sintióse de nuevo
víctima de aquel predominio que ésta sabía ejercer sobre su carácter, y
permaneció un buen rato como atontado, mientras que la hermosa mejicana
seguía peinándose tranquilamente.

La calma de su esposa y el desdén que ésta manifestaba sacaron a Baselga
de su contemplación de idiota, y, avanzando al centro del gabinete,
dejóse caer sobre un diván, diciendo con voz cavernosa:

--Pepita, tenemos mucho que hablar. Siéntate aquí y mirémonos frente a
frente.

--Habla cuanto quieras--contestó la hermosa, con su tonillo indolente--;
habla, que ya te oigo y no es necesario que deje de peinarme para
escucharte.

--¡A sentarte..., y pronto! Yo lo mando.

Volvió su cabeza la mujer con aire de asombro al ver que el antiguo
esclavo se rebelaba demostrando tener voluntad; pero fué para ella tan
extraña la impresión que vió en su rostro que, obedeciendo a un impulso
de conservación, abandonó su peinado y fué a sentarse en el extremo del
diván que le indicaba Baselga.

--Ahora--dijo éste con terrible calma--que los dos nos encontramos
frente a frente, vamos a repasar nuestra pasada vida para que yo me
convenza mejor de que he sido un imbécil y usted, señora, una
tremenda...

Y Baselga dió a su esposa un calificativo tan justo como duro, cuya
crudeza disculpaba su inmensa indignación.

Pepita estaba asombrada y no sabía dónde aquello iría a parar; pero como
sobre su conciencia pesaban motivos suficientes para tener miedo a su
esposo, y como éste se mostraba por primera vez con voluntad propia y en
toda la plenitud de su carácter feroz, de aquí que la alegre condesita,
a pesar de su despreocupación y su descoco, comenzara a perder la
serenidad.

--Señora: lo sé todo. No son ya un misterio para mí los deshonrosos
amoríos que usted ha sostenido antes y después de nuestro casamiento, y
aun los que hoy tiene con cierto individuo de la Embajada inglesa, al
que muy pronto ajustaré las cuentas.

La condesa, a pesar del imperio que tenía sobre sí misma, no pudo menos
de estremecerse, detalle que no pasó desapercibido para Baselga.

--Hace usted bien en temblar. A un hombre como yo no se le engaña
impunemente, pues antes quiero morir o matar, que ser objeto de burla
para nadie.

--Te han engañado, Fernando mío--dijo Pepita con tono zalamero--. Todo
eso que dices de amantes y de deshonra son tremendas mentiras que sin
duda te han imbuído personas que desean mi perdición.

--¿Me han engañado, infame? ¿Vas a llevar tu cinismo hasta el punto de
negar lo que he visto casi por mis propios ojos? Bien sabes tú que
mientes. Para demostrarme lo contrario, sería preciso que me
convencieses de que no existe un "baronet" llamado sir Walace, agregado
a la Embajada inglesa, y de que es falsa esta carta escrita de tu letra
y en la cual le das una cita para esta misma noche, en que he de entrar
de guardia en Palacio.

Y al decir esto, Baselga arrojó en el regazo de su esposa el papel que
poco antes le había entregado el negro en casa de la duquesa.

Pepita no lo miró. ¡Para qué! Demasiado lo conocía ella, y estaba
convencida desde el primer instante de aquella escena de que su esposo
lo sabía todo.

--¿No contestas? Atrévete ahora, infame, a negar que eres la querida de
Walace, así como también de la persona a quien hasta hace poco respetaba
tanto como a Dios, y que ahora no sé si mirar con desvío o con odio.
¡Ah, mujer miserable! ¡Ah, infame ramera! ¡Cómo te habrás reído con el
rey, con ese inglés, y aun con cierto joven fraile, de la mansedumbre de
tu ignorante esposo! ¡Ira de Dios! ¡Qué de burlas habréis dirigido
contra el imbécil marido que tan ciego estaba!

El conde, diciendo esto, se había levantado y se paseaba como una fiera
enjaulada por el reducido gabinete. Sus mejillas, a fuerza de palidecer,
tomaban un tinte cadavérico, y en cambio sus ojos estaban inflamados y
ribeteados de rojo, cual si fuesen de cristal y transparentasen dos
grandes coágulos de sangre.

Recordando el infeliz Baselga su deshonra, e imaginándose el ridículo
papel que por tanto tiempo había desempeñado, él, que dos años antes se
batía por una mala mirada, indignóse hasta el punto de parecer un loco;
sus dientes rechinaron, una oleada de densa sombra pasó rápidamente ante
su vista, y sintió una necesidad tan imperiosa de desahogar su furor,
que alargó instintivamente su fuerte diestra, y al pronunciar las
últimas palabras, descargó un tremendo bofetón sobre Pepita.

La fresca mejilla se amorató bajo tan fuerte golpe, la huella de la mano
quedó marcada en la tersa tez, y la condesa, a pesar de ser fuerte y
robusta, vaciló, llegando casi a doblarse sobre el asiento.

Pepita, llevándose las manos a la parte dolorida, púsose a llorar
silenciosamente, y el conde pareció que despertaba de un horrible sueño.

Nunca Baselga se hubiese creído capaz de golpear a una mujer, y, al
contemplar su obra, sintió tal desesperación que casi estuvo tentado de
pedir mil perdones a aquella misma mujer que tanto le había ofendido.

En uno de sus brutales arranques llevóse la diestra a la boca para
morderla furiosamente, como en castigo a su desacato, y siguió paseando
por el gabinete, mientras que la condesa lloraba con aire resignado, sin
perjuicio de pensar en su interior que una bofetada era poca cosa si con
ella sola lograba salir de tan tremenda situación.

Por mucho tiempo permanecieron callados los dos esposos y paseando el
conde agitadamente; fué borrándose poco a poco de su cerebro la
expresión de lástima que le había producido su propio desacato, y
nuevamente los celos y la indignación excitaron su carácter violento,
hasta el punto de que volvió a reanudar el penoso diálogo con su esposa.

--No llore usted. Las mujeres que faltan a sus deberes deben tener el
suficiente valor para sufrir las consecuencias de sus crímenes, y, ya
que son malvadas, que lo sean de veras sosteniendo toda la
responsabilidad que sobre su conciencia se han echado.

Luego añadió, riendo sarcásticamente:

--Yo la creía a usted de más valor. Hasta hace poco estaba sometido a su
voluntad, teniéndola por una mujer de gran entereza; pero ahora veo que
es usted un tiranuelo sin energía, que ni aun tiene la grandiosidad de
sostener sus crímenes. La creía a usted de más valor, y me alegraba.
Quería ver si usted, defendiendo sus crímenes, mostraba gran energía,
hasta el punto de fingir un ánimo varonil, para entonces hacerme yo la
ilusión de que trataba con un hombre y exterminarla, que es lo único que
usted merece.

Al hablar de exterminio, Baselga se acercó a su esposa, y ésta
incorporóse, asustada, gritando con temblorosa voz:

--Fernando mío, ¡por Dios! Perdóname; piensa que tienes una hija y que
yo soy su madre.

Duró algunos instantes Baselga entre extender sus brazos contra aquella
mujer ó separarse de ella, y, por fin, al oir que hablaba de su hija,
prorrumpió en una interminable carcajada, de sonido tan raro, que
crispaba los nervios.

--¿Conque yo tengo una hija? ¿Por ella te he de respetar?

--Sí, Fernando mío; piensa en tu hija y en que yo soy su madre, y así me
perdonarás. Te han engañado, han mentido para perderme..., esa carta es
falsa..., yo no conozco a ese inglés..., yo no conozco a nadie...
¿Quieres que traiga aquí a tu hija?

--No la traigas--gritó con voz tonante el conde--. La pobre criatura es
inocente y no debe pagar las faltas de nadie. Si la trajeras, sería
capaz de estrellarla contra la pared, con toda tranquilidad, pues no hay
en su sangre una sola gota de la mía.

--¿Que no es tu hija?--exclamó Pepita, con un asombro que le hubiera
envidiado la más consumada actriz.

--Mira, Pepita: no sigas mintiendo, o de lo contrario no respondo de mí.
Te he dicho que lo sé todo, y así es la verdad. Esa criatura no es hija
mía. Ahí está para atestiguarlo la mujer que te asistió en el parto, la
cual confiesa que la niña nació dos meses después de la fecha que tú me
anunciaste. Tú sabrás quién es su padre, pues no se habrá borrado aún de
tu memoria el recuerdo del hombre a quien te entregaste después de mi
partida.

Pepita, al conocer que su esposo estaba tan bien enterado, experimentó
mayor turbación, y sólo supo decir, con la inconsciencia de un autómata:

--Mentira; todo lo que te han dicho es una falsedad. Alguien me quiere
perder.

--Sí; alguien te pierde, pero es tu misma desvergüenza. Mira esa carta
que aún tienes sobre las rodillas, examina bien la letra, y después
atrévete a negar que la has escrito tú misma para un amante que hace
tiempo absorbe tus sentidos, hasta el punto de olvidarte de tu esposo y
de tu hija.

La condesa, no sabiendo qué contestar, apeló a la suprema razón de la
mujer, y volvió a llorar, ocultando el rostro entre las manos.

Mucho tiempo pasó Baselga paseando por la habitación con aire
meditabundo, y, al fin, se paró ante su mujer, exclamando con voz
cavernosa:

--Señora: es necesario que esto concluya. Sé bien que ante los ojos de
Dios, que es enemigo del pecado, tengo yo derecho a exterminar a la
mujer que tan vergonzosamente ha mancillado mi honor, pero un valiente
no se ensucia jamás con la sangre de un ser débil. Hace poco me sentía
capaz de estrangularla entre mis manos, pero ahora me felicito de no
haber adoptado tan extrema resolución, que vendría a añadir nueva
vergüenza a mi deshonra. Otra será mi venganza y cual corresponde a un
caballero que tiene derecho a llevar alta la frente.

Dijo Baselga estas últimas palabras con tanta firmeza, que Pepita
levantó, asustada, la cabeza y preguntó con ansiedad:

--¿Qué piensas hacer?

--Hoy mismo, señora, quedaremos separados y buscaré a ese inglés, al que
usted tanto ama, para cambiar algunas balas o darnos de estocadas; pero
antes iré a Palacio, pues nuestro divorcio no ha de quedar en el
misterio, ni un conde de Baselga ha de abandonar a su esposa sin que
todo el mundo sepa la causa. Hablaré con la reina Amalia para que sepa
la conducta de su esposo y la de una dama de su servidumbre de honor, y
usted, señora, no podrá ya volver a Palacio y la alta sociedad le
repudiará de su seno. Sé perfectamente que entre las gentes de Palacio
hay muchas señoras que sólo de tal tienen el nombre y que proceden con
sus maridos tan infamemente como usted con el suyo; pero eso no
aminorará la pena que yo la destino, pues en ciertas esferas el
escándalo es lo que mata, y las más culpables y dignas de castigo son
las que más se apresuran a abrumar con su desprecio a la compañera de
pecado que no ha sabido impedir que fueran conocidas sus faltas. Soy
joven; hasta hace poco era un imbécil; pero el dolor y la venganza han
operado en mí una transformación y hoy veo claro cuanto me rodea, y
conozco que, para un carácter altanero y soberbio como el de usted, el
peor castigo es verse abandonada de todos y despreciada por las mismas
mujeres cuyos celos y envidias provocaba hasta hace poco. Todo Madrid
sabrá que la baronesa de Carrillo es una prostituta sin vergüenza, una
mujer infame, que su marido, el conde de Baselga, la ha abandonado por
conservar limpio su honor, y quiere que todo el mundo lo sepa.

Efectivamente; debía de ser para Pepita muy terrible el castigo que le
prometía su esposo, por cuanto temblaba y mostraba más miedo que
momentos antes cuando Baselga la golpeaba.

Este miraba fijamente a su esposa, adivinando el efecto que en ella
causaban sus palabras, y para hacer mayor su tormento, añadió con cierta
complacencia:

--Todo Madrid sabrá quién es usted y la escupirá en el rostro. Las altas
damas de Palacio le negarán la entrada en sus casas, y cuando la
encuentren en la calle, si se dignan fijar en usted sus ojos, será para
dirigirla miradas de desprecio; los hombres, si la hablan, será para
dirigirla palabras capaces de ruborizar a la pecadora más perdida; toda
persona virtuosa y de honor huirá de usted, y hasta los buenos padres
de la Compañía, esos santos varones que dirigían su conciencia, se
negarán en adelante a ser el sostén de una ramera con título de
baronesa.

--¡No! ¡Eso no!...--exclamo Pepita involuntariamente al oír el nombre de
la Orden y fué a seguir hablando, pero de pronto palideció, y bajando la
cabeza sumióse en el silencio.

La condesa, al ver incluído entre sus castigos el desprecio de los
jesuítas, experimentó la involuntaria tentación de hablar, y hasta su
lengua fué a decir que ellos eran los principales causantes de su
infidelidad conyugal; pero en tal instante el recuerdo del misterioso
poder de la Orden y de lo que ésta era capaz para castigo de los
imprudentes, pasó rápidamente por su imaginación y creyó prudente
callar, exponiéndose a un castigo problemático, como era el manifestado
por su esposo, para librarse del castigo de la Compañía, que era mas
cierto.

--¿Cómo que no?--preguntó Baselga apenas su esposa dijo tales
palabras--. ¿Duda usted acaso de que los jesuítas abandonarán a una
esposa adúltera e infame? La Compañía de Jesús es una religión de
hombres virtuosos y humildes, que sienten horrible antipatía contra el
crimen y la deshonestidad, y que la abandonarán a usted apenas se
convenzan de sus terribles faltas. ¿Ve usted al buen padre Claudio,
siempre tan atento y deferente? Pues tengo la seguridad de que apenas
sepa que es usted una esposa adúltera, se llenará de santo horror, y su
indignación no tendrá límites cuando yo le cuente que usted ha sido la
querida del rey, logrando con sus infernales tentaciones que el monarca
ungido de Dios cayese en el pecado.

Si la condesa no hubiera tenido el rostro oculto entre sus manos, tal
vez se la hubiera visto sonreir sarcásticamente mientras su esposo
hablaba de las virtuosas indignaciones del padre Claudio.

La rabia que sentía el violento Baselga, aquel afán de venganza brutal
que no podía desahogar por miramientos de sexo, producían en el
gigantesco comandante una angustia terrible, que al fin le obligó a
dejarse caer en un sillón, donde permaneció mucho tiempo con los ojos
entornados y respirando jadeante como si fuera víctima de mortal
congoja.

Pepita, a pesar de que hacía tiempo miraba con indiferencia a su esposo,
sentía hacia él cierta atracción desde que lo vió tan magnífico e
imponente durante la terrible y brutal explosión de su rabia, y además
necesitaba calmar su enojo por medio de caricias. Por esto comenzó a
mirar con inquietud al conde, que parecía próximo a ser víctima de una
congestión que pusiera en peligro su existencia.

Mucho rato permaneció Baselga inmóvil y como abstraído, hasta que por
fin dió señales de ir serenándose, y abriendo sus ojos los fijó en su
esposa con extrañeza.

--¿Aún está usted aquí? ¿Quiere usted acaso continuar mintiendo por más
tiempo y engañarme con sus miserables embelesos? Salga usted
inmediatamente de aquí y que no la vea durante las pocas horas que
permaneceré en esta casa; de lo contrario, podría caer nuevamente en la
tentación de hacerme la justicia por mi mano. Diga usted a mis
asistentes que preparen mi equipaje para poder salir hoy mismo de esta
casa.

Con tal imperio dijo Baselga estas palabras que la condesa se vió
forzada a obedecer, y a paso lento se dirigió hacia la puerta; pero al
llegar a ésta se detuvo, y adoptando una actitud resuelta, volvió al
centro de la habitación.

Baselga la miró con cierto asombro.

--Yo no puedo permitir que tú te vayas--dijo, mirando a su esposo con la
misma expresión incitante que horas antes había empleado con el padre
Claudio.

--¡Cómo! ¿Qué quiere decir eso?

--He dicho que no te vas, y no te irás.

--¿Y quién puede impedir que yo te abandone?

--¡Yo!, o mejor dicho, mi amor.

--¡Tu amor!--exclamó Baselga con extrañeza, e inmediatamente rompió a
reir con lúgubres carcajadas.

--¡Con que me amas, Pepita mía!--dijo con acento sarcástico--. No es
mala la treta para abusar una vez más del marido bonachón, del bestia
ridículo de quien tantas veces te has reído. Sin duda, temes las
consecuencias del castigo con que te he amenazado, y te propones
evitarlas intentando resucitar en mi pecho el ascendiente que hasta hace
poco tuviste.

--Di lo que quieras; insúltame cuanto gustes, llámame perdida, golpéame
como a un perro, que todo esto no impedirá que te ame tanto como el
primer día que nos conocimos.

Aquella mujer era una actriz tan perfecta, que su marido llegó a dudar
de la falsedad de sus palabras.

Tal pasión se retrataba en sus ojos y con tanta ingenuidad hablaba, que
Baselga, atrepellando la lógica de los hechos y lo decisivas que eran
las pruebas que tenía para considerar a Pepita como a una mujer malvada
y viciosa, creyó por un momento que ésta había ido al deshonor
arrastrada por su carácter caprichoso y que todavía le amaba, por lo que
él casi se sentía dispuesto a perdonarla.

Tanto adoraba a su esposa aquel hombre tan brutal como sencillo.

Pepita, como de costumbre, adivinaba el efecto que sus pérfidas palabras
producían en el ánimo del conde, y no queriendo desaprovechar tan
favorable ocasión, apeló a todos sus recursos escénicos, y dijo con la
entonación melancólica de una mujer que ve sus ilusiones próximas a
desvanecerse:

--Yo, Fernando mío, te amo y te he amado siempre. Reconozco, si así lo
quieres, que he sido traidora, que he faltado a la fe jurada; pero esto
no me impide el considerar como la mayor de las desgracias verme alejada
de ti, que eres mi mayor ilusión. ¿Qué ganará tu honor con que nos
separemos públicamente y el mundo sepa mis faltas y tu deshonra?
Quedaremos los dos solos, abandonados, como si estuviéramos en el centro
de un desierto; yo seré muy desgraciada porque te amo, y tú sufrirás
gran pena porque me adoras, Fernando; yo así lo reconozco, a pesar de
que tú haces cuanto puedes por ocultar tu pasión. El tiempo es un buen
remedio para borrar de la memoria los recuerdos penosos, y no pasarán
muchos meses sin que, dando al olvido el pasado, volvamos a amarnos como
en más felices tiempos. ¿Qué ganas con huir de esta casa?

--Lo que tú temes--dijo el conde con expresión sarcástica--es el
escándalo y el desprecio público que caerán sobre ti apenas publique yo
tu deshonra.

--No, esposo mío; lo que yo temo es verme alejada de ti. Si tal
sucediera, cree que la vida sería para mí terrible carga.

Dió la condesa tal acento de sencillez a estas palabras, que Baselga se
sintió ya casi desarmado. Una infame y deshonrosa conformidad comenzaba
a apoderarse de su ánimo.

Los primeros impulsos de su terrible furor se habían desvanecido ya, y
casi se sentía inclinado a transigir con su deshonra. Amaba a Pepita
como a nadie, y comenzaba ya a pensar en lo pesada y monótona que sería
para él la vida así que se viera alejado de su esposa y tuviera que
mirarla en la calle como una mujer extraña y de posesión imposible.

La astuta condesa, que sabía la mágica influencia que ejercían sus
gracias corporales sobre aquel gigante, que en su corpachón encerraba
los insaciables apetitos de un sátiro, apeló a las seducciones de obra
para reforzar sus cariñosas palabras, y reclinándose en el diván dejó
que algo más que sus lindos pies asomara por bajo la desordenada falda,
al mismo tiempo que hacía ondular su incitante pecho al impulso de una
respiración agitada y angustiosa.

No tardó Baselga en fijarse en tan seductores detalles, y mientras
parecía reflexionar, fijos sus ojos en los encantos de Pepita, ésta le
decía con el tonillo zalamero que tanto efecto causaba en sus
adoradores:

--¿Qué ganarías, hijo mío, con huir de mí? Yo comprendo que he sido muy
malvada y debes castigarme. Lo deseo, lo exijo y me consideraré feliz si
extremas conmigo tu venganza hasta el punto de que quedes tranquilo y
vuelvas a ser el mismo de antes. Estando junto a mí podrás desahogar tu
justa rabia, tratándome como un ser odioso, mirándome con completa
indiferencia. Este, Fernando mío, será mi mayor castigo, porque yo te
amaba antes mucho; pero ahora te quiero hasta el delirio. Eres soberbio
y sublime como un león cuando te enfadas, y te aseguro que hace un
instante, cuando me abofeteabas, sentía tentaciones de besarte. Ninguna
mujer hubiera dejado de adorarte al verte amenazante y magnífico como un
dios. Pégame cuanto quieras, condéname a los mayores castigos que puedas
imaginar; pero ámame, pues de lo contrario yo misma me daré muerte.

Sólo le faltaba aquello al sencillo Baselga para que inmediatamente su
terrible furor viniera al suelo como un castillo de naipes.

Quería permanecer algún tiempo afectando un odio irreconciliable; pero
en su interior estaba ya resuelto a perdonar, y por eso, instintivamente
y sin darse exacta cuenta, avanzó algunos pasos hacia su esposa sin
poder ocultar en su rostro la impresión que sentía favorable para
Pepita.

Esta, que fingiéndose distraída por su apasionamiento se fijaba en
cuanto hacía su esposo, comprendió que había ya ganado su afecto, y
continuó hablando para asegurarse por completo su tranquila pasividad.

--No dudes en permanecer unido a tu esposa. Tú amas la gloria, aspiras a
ser un personaje en el Ejército, cosa muy justa y nada te perjudicaría
tanto en tu causa como un escándalo que redundara en desprestigio de las
personas reales. Piensa que si permanecieras como hasta hoy cumpliendo
tus deberes y no haciendo nada que pudiera desagradar al rey, llegarías
a general dentro de pocos años.

Detúvose Pepita algunos momentos como para estudiar el efecto que sus
palabras causaban en el conde, y creyendo que la promesa de un porvenir
glorioso en su carrera le deslumbraba, acabando de desvanecer todos sus
escrúpulos, continuó:

--Además, ¿por qué has de ser tú de diferente carácter que la mayor
parte de los que contigo se codean en los salones de Palacio? Tú dices
que conoces bien a las gentes palaciegas; pero ni con mucho tienes
formado un exacto concepto de su carácter y sus costumbres. ¡Si supieras
cuántos ciegos voluntarios hay entre los cortesanos! ¡Si vieras los
muchos que ven más de lo que les conviene y, sin embargo callan! Es
porque saben vivir y comprenden que a la sombra de un trono hay que
pasar por muchas cosas para poder medrar. Imítalos tú, Fernando mío, y
no te empeñes en diferenciarte de los demás a título de algunas
preocupaciones que sólo alcanzan crédito entre la canalla popular.
Permanece al lado de tu esposa y no te opongas a los caprichos del rey,
que yo me encargo de que dentro de pocos años seas general. Nada puede
costarte este pequeño sacrificio. Cuando eras soltero, ¿no consentías
que ese vejestorio que lleva el título de duquesa de León atendiera a
todas tus necesidades, a pesar de ser esto deshonroso? Pues confórmate
ahora a ser un poco complaciente y algo ciego, y piensa que, a pesar de
lo que diga la gente, ser querida de un rey es honor que no todas
alcanzan. Debes pensar en que podemos encumbrarnos bajo la protección
del monarca y en que muchos envidiarán tu suerte, pues quisieran tener
una esposa que manejase a su gusto la voluntad del amo de España.

La condesa no pudo seguir. Había avanzado demasiado haciendo a su esposo
tal proposición, y no tardó en sufrir las consecuencias.

Aquellas cínicas palabras causaron a Baselga el efecto de otros tantos
latigazos.

Quedóse como asombrado por la audacia de su esposa, y pareció dudar de
la realidad de lo que oía.

La vergonzosa proposición, penetrando hasta lo más recóndito del corazón
de Baselga, removió los restos que en él quedaban de dignidad y de
honor.

El pasado surgió luminoso y terrible ante la interna vista del conde, y
un intenso rubor se extendió como una oleada de fuego por sus mejillas,
hasta entonces pálidas.

Baselga, que rara vez se acordaba de sus antepasados y que, a pesar de
sus preocupaciones políticas y sociales, no se cuidaba de hacer alarde
de los méritos de sus ascendientes, al escuchar tan infame propuesta vió
desfilar por su imaginación las figuras de sus progenitores, tristes,
cabizbajas y llorosas, como condoliéndose de aquella tremenda ofensa que
se ofería a su descendiente.

La impresión era demasiado fuerte para un hombre tan enérgico e
irascible como Baselga.

Sintió que la sangre subía en ardorosa erupción al interior de su
cerebro, produciéndole terribles escalofríos; sus ojos se oscurecieron,
distinguiendo únicamente en la densa sombra que ante ellos se extendió,
millares de chispas azuladas que bailoteaban con la infernal y
caprichosa ligereza de los duendes en el aquelarre; los brazos avanzaron
con arrollador e instintivo impulso y los crispados dedos agarraron algo
carnoso, suave y tibio, estrujando con bárbara complacencia la finura de
su superficie.

Era la garganta de Pepita.

Cuando ésta sintió sobre su cuello aquellas férreas tenazas movidas por
feroz impulso, gritó agitada por el instinto de conservación; pero la
voz clara y vibrante, pugnando por salir, se extinguió antes de llegar a
los labios, convirtiéndose en un rugido horrible que tenía mucho del
estertor de la agonía.

A pesar de la robustez del cuerpo de la condesa, Baselga, oprimiéndola
el cuello con salvaje complacencia, la levantó hasta separar sus pies
del suelo y la agitó en el espacio zarandeándola como el verdugo que en
la horca se apresura a poner fin a la vida del sentenciado.

Aquella escena tenía un carácter tan horrible como repugnante.

El conjunto que formaban aquellos dos cuerpos tan terriblemente unidos
agitábase furiosamente por la habitación. La condesa, en el estertor de
la agonía, agitábase desesperadamente queriendo librarse de la argolla
de hierro que la estrangulaba, y agitando furiosamente los pies en el
vacío, tan pronto golpeaba los muebles, como daba furiosas patadas en
las piernas de su esposo. Este, pugnando instintivamente por librarse de
tales golpes y de los arañazos que en su rostro hacían las hermosas
manos de la condesa, iba de un lado a otro de la habitación con su
pesada carga, sin dejar de oprimirla la garganta, lanzando al mismo
tiempo espantosos juramentos y rugidos con los que desahogaba la salvaje
ansia de destrucción que de él se había apoderado.

Esta extraña situación sólo duró algunos momentos. De pronto el cuerpo
de Pepita se estremeció de los pies a la cabeza; un suspiro horrible que
semejaba un rugido salió de sus labios, y el conde sintió al mismo
tiempo algo húmedo, caliente y repugnante, que chocaba contra su rostro.

La nueva sensación le trajo a la realidad, y como si sintiera un asombro
sin límites ante su propia obra, soltó el cuello de la condesa, cuyo
cuerpo cayó inerte y sin vida sobre la alfombra.

En la mirada de Baselga se retrató un asombro abrumador. Llevóse la mano
a su rostro y la contempló llena de sangre, y al alzar la mirada
asustóse al verse retratado en el frontero espejo de un modo horrible.
Su figura tenía la expresión siniestra de un asesino, y su rostro estaba
desfigurado por una máscara de negruzca sangre que hacía brillar con más
intenso fulgor sus ojos, semejantes a los de un león cuando va a
despedazar la bestia ya inmolada a sus furores.

Entonces fué cuando se dió exacta cuenta de lo que había ocurrido, y
cuando se convenció de que acababa de dar muerte a su esposa.

Baselga no experimentó ninguna sensación al darse cuenta de su delito.

Era tan grande el hecho, que por su misma inmensidad no cabía el
arrepentirse de él inmediatamente, y cayó en un estado de estúpida
inercia, contemplando con la cabeza baja y fijeza idiota el cadáver de
Pepita, cuyos labios, amoratados y henchidos de sanguinolenta espuma,
daban un siniestro carácter a su rostro, que aún parecía más hermoso con
la palidez de la muerte.

Baselga no pudo darse cuenta de cuánto tiempo permaneció en la imbécil
contemplación. De pronto oyó sonar pasos en el corredor vecino, y
levantando la cabeza, vió entrar precipitadamente en el gabinete a un
sacerdote.

Era el padre Claudio.

Mucho dominio tenía el hermano jesuíta sobre sus impresiones, y no eran
pocas las escenas terribles que había presenciado en su vida; pero a
pesar de esto, al abarcar con una rápida mirada el cuadro que ante sus
ojos se ofrecía, no pudo impedir el volver atrás instintivamente.

Vió a Pepita tendida en el suelo con las ropas en desorden, impresas en
el cuello las cárdenas señales de unos dedos, y junto a ella, impasible,
pero amenazante, la tremenda figura de Baselga, por cuyo rostro corría
la sangre, destilando gota a gota por el extremo de sus patillas.

Aquel espectáculo tan horrible como inesperado logró conmover al
sectario de Loyola y al mismo tiempo que se desvanecía su eterna
sonrisa, su rostro tornábase pálido por primera vez en la vida.

Era que sentía miedo ante el iracundo Baselga y temía que la condesa
antes de morir hubiese revelado a su esposo la gran participación que la
Orden tenía en muchas de sus faltas.




IX

La moral jesuítica.


Al día siguiente entraba el padre Claudio en su despacho donde, como de
costumbre, estaba el hermano Antonio encorvado sobre la gran mesa,
ocupado en la inmensa labor que producían los informes y anotaciones
secretas de la terrible Compañía.

El jefe de los Jesuítas, al entrar en aquella vasta pieza, que era como
el templo erigido en honor del poderío de la Orden, exhaló un suspiro de
satisfacción, semejante al del peregrino que vuelve a su hogar después
de un largo viaje.

El secretario, a pesar de su habitual impasibilidad, levantó su cabeza,
y con aire de ansiosa interrogación contempló a su superior.

--Por fin--exclamó el padre Claudio--me veo aquí tranquilo y libre ya de
tremendos compromisos. ¡Ay hermano Antonio, si supieras cuánto he tenido
que trabajar por culpa de la ligera condesita, a quien Dios tenga en su
gloria, y de la duquesa de León con la cual cargue el diablo! Supongo
que ya tendrás noticias de lo ocurrido en la casa de los condes de
Baselga.

--Sí, reverendo padre. Recibí vuestro recado, en el que me manifestabais
el triste fin que ha tenido doña Pepita.

--¿Y qué se dice por Madrid del terrible suceso?

--Nada de particular, reverendo padre. La gente cree que la condesa ha
muerto de un accidente repentino, y que su esposo está desconsolado, sin
que haya quien pueda inspirarle la resignación suficiente para
sobrellevar la pérdida.

--Veo que no lo hemos hecho del todo mal y que he logrado evitar que el
escándalo haga presa del tal suceso. Bastante me ha costado, pues a
pesar de los grandes medios de que dispone la Orden, he tenido que
agitarme mucho para poder conseguir el arreglo de este asunto.

--¿Y qué dice el conde, reverendo padre?

--El conde es ya uno de los nuestros; la independencia de su voluntad se
ha desvanecido para siempre, y en adelante será un instrumento
inconsciente de nuestra Orden, y tendrá que obedecer a nuestros
mandatos, so pena de caer en manos de la justicia humana.

--¿Se ha ligado, acaso, a nuestra Orden con alguno de nuestros votos?

--Ha hecho más todavía. Ha firmado un papel con el que somete su
porvenir y su honra a nuestras manos. Toma, hermano Antonio, lee este
papel y guárdalo cuidadosamente en la nota referente al conde de
Baselga. Con tal declaración su suerte está en nuestras manos y podemos
manejarlo como un instrumento que obedecerá ciegamente cuanto la
Compañía se digne mandarle.

El padre Claudio, sacando del bolsillo de su sotana un pliego
cuidadosamente doblado, lo entregó a su secretario, quien leyó
rápidamente lo siguiente:

     "Yo, el abajo firmado, D. Fernando de Baselga, conde de Baselga,
     gentilhombre de Palacio y comandante de la Guardia Real de
     Caballería, declaro con espontánea voluntad y ante la presencia de
     Dios, que nos ha de juzgar a todos y que me castigará si miento,
     que he dado muerte violenta a mi esposa, doña Josefa Carrillo,
     baronesa de Carrillo, estrangulándola en un rapto de furor. No
     intento disculpar mi crimen, y por si algún día le place a la
     divina Providencia el descubrirme y castigarme, escribo la presente
     declaración de mi puño y letra, y la firmo confiándome a la
     misericordia de Dios.

Fernando de Baselga."



El hermano Antonio, así que terminó la lectura del documento, fijó la
vista en su superior y con acento de admiración, que procuraba extremar
para hacerse más grato al padre Claudio, exclamó:

--¡Cuán grande es vuestra reverencia y qué sabia y expertamente sabe
procurar por los intereses de la Orden! ¿Cómo ha logrado vuestra
paternidad apoderarse de la persona del conde?

--Cuando contemplé el terrible espectáculo que se había desarrollado en
casa de Baselga, pensé inmediatamente en nuestra máxima, de que es
preciso sacar del mal todo el bien posible, y me propuse, ya que la
suerte de Pepita no tenía remedio, el hacer todo lo posible para que no
lo perdiéramos todo. ¿Qué hubiéramos granado con dejar al conde de
Baselga completamente abandonado en tan terrible situación permitiendo
que su crimen se descubriera y que la Justicia humana se ensañará con él
como en un vulgar asesino? ¿Hubiera resucitado por esto Pepita? Y, por
otra parte, si el conde hubiese sido juzgado por los Tribunales, ¿no nos
habríamos expuesto a que siendo averiguadas las causas del crimen
hubiese aparecido nuestra complicidad en los devaneos de la condesa? Por
esto he creído más acertado el proteger a Baselga, no descuidando de
paso el hacer de él un agente de la Compañía. Sé muy bien que al
presente sus servicios no nos serán de gran utilidad, pues es casi un
imbécil; pero como perro de presa no tiene precio, y el día en que la
revolución vuelva a levantar la cabeza y necesitemos hombres que
defiendan con valor los privilegios de la Iglesia y de nuestra Orden, el
conde será un excelente combatiente, lo mismo que si por la fuerza de
las circunstancias tuviéramos que dar nuestro apoyo a los que ya piensan
en sustituir al rey don Fernando por el infante don Carlos.

--Efectivamente, reverendo padre, el conde es un excelente soldado y de
seguro que algún día tendremos que recurrir a su espada y quién sabe si
con el tiempo llegará a ser el campeón armado de la Compañía de Jesús.
Pero cuénteme vuestra reverencia, si con ello no falto al respeto que se
merece, cómo fué lo que sucedió cuando visteis al conde ante el cadáver
de su esposa.

El padre Claudio, que había ocupado su sillón habitual, frunció el ceño
ante aquella muestra de curiosidad que daba su subordinado y que tan
contraria era a las reglas de la Orden; pero sentía, a pesar de su
carácter, gran deseo de relatar lo que había ocurrido, pues la enormidad
de aquella tragedia inesperada había trastornado por completo su
carácter y modo de ser.

--Satisfaré tu indiscreta curiosidad, aunque sólo sea por una vez. El
conde estaba en un estado casi rayano al idiotismo, y cuando yo, ante el
cadáver de su esposa, le increpé lleno de santa indignación llamándole
asesino, pareció no entenderme ni darse exacta cuenta de la enormidad de
su crimen; pero de repente, y cuando más extremaba yo mis acusaciones,
salió de su ensimismamiento y llorando como un niño el infeliz se arrojó
a mis plantas pidiendo a gritos que le salvara de aquella situación
terrible en que le ponía el resultado de su furor. Las consideraciones
que antes te he expuesto pasaron rápidamente por mi imaginación y
determiné salvarle, pero antes le exigí que para ponerse bien con Dios y
pedirle perdón por su crimen escribiera este documento que te acabo de
entregar. Habíamos pasado a una habitación contigua a aquella donde se
había verificado el crimen, y Baselga comenzó a escribir cuanto yo le
dicté, sin oponer ninguna resistencia, y es más, sin comprender cuanto
iba diciendo, pues el infeliz estaba en tal estado que de seguro a estas
horas apenas si comprenderá aún la importancia del documento, con el que
se ha ligado eternamente a la Compañía.

--¿Y qué hicisteis para salvarle cuando el importante documento estuvo
en vuestro poder?

--Lo primero era evitar que se supiera cómo la condesa había muerto a
manos de su esposo, y yo mismo fuí a buscar a uno de nuestros hermanos
de hábito corto, el famoso doctor Rodríguez, a quien, como tú sabes,
hemos convertido, merced a nuestra influencia y poder, en una eminencia
científica, a pesar de su ignorancia, y de que yo antes me dejaría morir
que permitirle me tomara el pulso.

--¿Y qué le hizo el doctor Rodríguez?

--Me obedeció como un buen hermano apenas me presenté en su casa y me
siguió a la de la condesa, donde a pesar del gran imperio que sobre sus
impresiones tiene y de su reconocida dureza de corazón, no pudo menos de
conmoverse. Te digo que el espectáculo que ofrecía el cuerpo de la
condesa tendido en medio de su gabinete era para aterrorizar al hombre
más feroz.

A pesar de esta afirmación, el padre Claudio hablaba con completa
tranquilidad, y su voz meliflua no se alteraba con el recuerdo de
aquella sangrienta escena.

Realmente el jesuíta no tenía de qué condolerse. El negocio no había
sido del todo malo. Bien era verdad que la Compañía, con la muerte de
Pepita, había perdido uno de sus más útiles auxiliares, pero este
accidente había servido para ligar más a la Orden a un Hércules que
podía prestar en adelante muy buenos servicios.

El hermano Antonio tampoco se conmovía gran cosa. Aquella relación de un
suceso espantoso estaba en armonía con sus malvadas aficiones, y parecía
oirla con deleite y hasta con gustosa impaciencia, pues fijaba sus ojos
en el rostro de su superior para adivinar las palabras. En algunos
pasajes del relato revolvíase nerviosamente en su asiento y agitaba su
cabeza como olfateando el espacio. Había en él mucho de la fiera que
dilata su hocico al husmear en el viento las emanaciones de la sangre.

El "socius" estaba horrible escuchando con tanto placer la descripción
del repugnante aspecto que ofrecía el cadáver de la condesa, y el padre
Claudio contemplaba con agrado el espíritu infernal que se
transparentaba tras los ojuelos del mastín ensotanado que le servía de
secretario.

--Era necesario, como antes he dicho--continuó el lindo jesuíta--, hacer
ver que Pepita había muerto naturalmente, y el doctor Rodríguez, una vez
repuesto de su primera impresión, determinó que la muerte de la condesa
fuese a causa de una congestión cerebral. El tinte violáceo que la
estrangulación había dejado en el hermoso rostro daba algún fundamento a
la suposición de tal enfermedad.

--¿Y el conde? ¿Qué hacía entretanto, reverendo padre?

--Lloraba como un niño y se mostraba tan débil que casi no podía andar
sin descansar a cada instante su cabeza sobre mi pecho. Cuando volví yo
con el doctor Rodríguez, tuvimos que separarlo a viva fuerza del cadáver
de su esposa, al que estaba abrazado como un loco dándole furiosos
besos.

--¿Y de qué modo acabó vuestra paternidad por dar un carácter natural al
suceso?

--Sabes que a mí, aunque humilde siervo del Señor, me sobran los medios
para salir triunfante de todos los conflictos, y en el de ayer he tenido
pericia suficiente para no dejar un solo cabo suelto ni desperdiciar el
menor detalle que delatase la verdad de todo lo ocurrido. Lo primero y
más urgente era el dar un aspecto de fallecimiento natural al cadáver de
Pepita, e inmediatamente pusimos manos a la obra el doctor y yo. Baselga
nos dejaba hacer, mirándonos con estúpida indiferencia, y todo su empeño
consistía en acercarse al cadáver, lo que nosotros procurábamos evitar.

--¿Y los criados? ¿Dónde estaban? ¿Qué decían?

El hermano Antonio hizo estas preguntas con el acento de un genio
postergado que pilla a un colega en grave falta de distracción.

--Hermano Antonio--dijo el superior con aire de ofendido--, eres un
ignorante tan presuntuoso, que algunas veces te olvidas de tu posición
miserable hasta el punto de querer elevarte al mismo nivel de tus
superiores. La culpa la tengo yo, que te concedo libertades que no te
mereces Y te relato por pura condescendencia cosas que no debías saber.
Porque te he dicho algunas veces que siguiendo como hasta el presente
podrías algún día ocupar altos puestos en la Orden, te has engreido y
abusas de mi confianza; pero ten presente que así como puedo elevarte
puedo convertirte en polvo, y casi me dan tentaciones de abandonar al
que se muestra como un soberbio e incorregible charlatán.

Bajó la cabeza el "socius", anonadado por tal reprimenda, y se apresuró
a desvanecer con un nuevo rasgo de rastrera adulación el mal efecto que
en su superior habían causado sus palabras.

--Reverendo padre, perdón, en nombre del dulcísimo Jesús, de cuanto haya
podido decir en ofensa de vuestra reverencia. No soy yo quien ha
hablado, sino el demonio, que muchas veces me impulsa a ser soberbio y
olvidar mi humilde posición. Perdón, padre mío, perdón, que yo con toda
mi alma me arrepiento de mi soberbia.

Y el secretario se puso de rodillas ante su superior, imitando la
actitud de un niño que tiembla ante el castigo.

Aquello podía resultar degradante, rastrero y vergonzoso para la
dignidad de un hombre; pero debía gustar mucho al padre Claudio, por
cuanto de su rostro se borró la ceñuda expresión de desagrado y se dignó
extender su blanca y cuidada diestra sobre la mugrienta cabeza del
"socius", diciéndole con su dulce voz al mismo tiempo que le bendecía:

--Levántate, hermano; yo te perdono en nombre de Dios, a quien has
ofendido dudando de mi pericia. Porque por centesima vez te repito que
los actos que nuestra Orden realiza responden a la inspiración del
Eterno, y, por lo tanto, peca el que pone en duda su eficacia, pues así
como Dios no se equivoca nunca, jamás pueden equivocarse los directores
de la Compañía, que es la gloriosa milicia de Cristo. Tu dices que eres
creyente y por esto siempre debes creer en nuestra santa institución.
Así confío que será "per omnia secula seculorum".

--"Amén"--contestó el secretario con acento contrito, y levantándose del
suelo, volvió a ocupar su asiento.

El padre Claudio, como si estuviera conmovido por tan edificante escena
y no quisiera perder tan buena ocasión para estar algún rato en
comunicación con Dios, cruzó ambas manos con expresión seráfica, y
llevándolas a su boca de femenil contorno, al mismo tiempo que entornaba
graciosamente los ojos, quedóse en perfecto recogimiento y como
abstraído en la contemplación de celestiales visiones.

El hermano Antonio no era nombre capaz de dejarse engañar por tales
éxtasis y conocía que lo que se proponía el padre Claudio era desesperar
con la larga oración su impaciencia por saber todo lo ocurrido en casa
de la condesa.

Habituado el "socius" a la obediencia, esperó pacientemente que su
superior terminase la oración, y cuando ésta acabó, no hizo la menor
demostración de curiosidad, seguro de que de este modo el padre Claudio
continuaría su relato.

El secretario conocía perfectamente a su superior, pues éste siguió
diciendo:

--Lo primero que hicimos fué colocar a la condesa en su lecho. El doctor
Rodríguez tiene gran práctica en el manejo de los cadáveres, y
aprovechando que el de la condesita estaba todavía caliente, y
manejándolo sin ninguna contemplación y sin fijarse en el crujido de los
huesos, cada uno de los cuales hacía palidecer a Baselga, consiguió
darle el aspecto de un cuerpo que no estaba contraído por los horrorosos
espasmos de una muerte violenta. El rostro de Pepita tornábase por
instantes de un color espantoso. El color cárdeno habíase convertido en
negruzco; los ojos parecían próximos a saltar de las órbitas, y la
lengua asomaba rígida por entre los labios; pero Rodríguez no es manco
para esta clase de trabajos, a los que más de una vez lo hemos dedicado,
y con todo el cuidado de un artista, fué transformando y retocando
aquella espantosa fisonomía. Los ingredientes del tocador de la condesa,
hábilmente usados, nos prestaron un gran servicio. La blanca pasta que
en los saraos había embellecido el rostro de Pepita, sirvió en tal
ocasión para cubrir las repugnantes manchas de sus mejillas; otros
afeites lograron dar una palidez dulce a sus amoratados y sanguinolentos
labios; cerramos sus ojos, arreglamos sus espeluznados cabellos, y
cuando subimos el embozo de la cama hasta no dejar al descubierto más
que una parte de la cabeza, quedamos satisfechos contemplando nuestra
obra. La condesa no tenía a la vista la más leve señal de haber muerto
violentamente.

El hermano Antonio creyó del caso hacer un gesto de admiración, para
adular a su superior, y éste siguió diciendo con expresión de hombre
satisfecho:

--Entonces fué cuando llamé a los criados. Estos se hallaban en la
antesala, confusos y alarmados, pues ya momentos antes había yo salido
para manifestarles que su señora estaba muy grave y enviar a uno de
ellos a la botica con una receta que a toda prisa escribió Rodríguez, y
en la cual pedía los primeros medicamentos que se le ocurrieron. Cuando
manifesté a toda aquella chusma que su dueña acababa de morir y les
mostré su cuerpo en la cama, hubo los llantos y lamentaciones propios
del caso; pero yo no les dejé mucho tiempo entregados a los arranques de
mercenario dolor, pues fuí enviando a cada uno a cumplir las comisiones
necesarias en aquella situación. Al poco rato las campanas de la
parroquia tocaban a muerto, en Palacio se sabía ya por orden mía el
inesperado fallecimiento de la condesa de Baselga, víctima de una
congestión cerebral, y teníamos ya en la casa un lujoso ataúd, un hábito
y todo lo necesario para el tocado fúnebre de la difunta. Mientras todo
esto se hacía por mis disposiciones, Rodríguez lavaba al conde la sangre
que aún tenía en el rostro, hacía desaparecer de éste los arañazos que
le había hecho Pepita y extendía la partida de defunción con todos los
requisitos de legalidad.

--¿Y quién amortajó a la condesa?

--El doctor y yo. Llegaron al poco rato a la casa gentes encargadas del
fúnebre servicio, pero yo, tanto a ellas como a los criados, los despedí
diciendo que la condesa, momentos antes de expirar, se había confesado
conmigo, manifestándome con gran empeño que no quería que su cuerpo
fuese profanado por manos mercenarias, por lo que rogaba al doctor y a
mí que la vistiéramos el hábito de religiosa de la Virgen de la Merced y
la colocásemos en el ataúd.

--Admiro el talento de vuestra paternidad.

--Vestimos al cadáver el tal hábito, cubrimos su cabeza con la blanca
toca, y cuando lo colocamos en el ataúd presentaba un aspecto tal, que
el más hábil observador no hubiese adivinado la terrible tragedia que se
ocultaba bajo aquella fúnebre estameña. El cuello de la toca ocultaba
las manchas amoratadas que la estrangulación había dejado en la garganta
y la parte superior de la blanca caperuza, sombreando los ojos impedía
fijarse en lo abultados que éstos parecían bajo los párpados. Al
anochecer nuestra obra estaba concluída y habíamos borrado en aquella
casa todo vestigio del crimen.

--Y, aunque os parezca demasiado audaz mi curiosidad, ¿que hicisteis
después, padre mío? ¿No había ya terminado vuestra misión?

--¡Oh, alma ignorante! ¿Y eres tú el que en ciertos momentos te atreves
a darme lecciones? Imposible parece que a una penetración tan exquisita
como quiere ser la tuya se le escapen ciertos detalles. Los vestigios
del crimen se habían borrado ya en la casa, como te he dicho, pero
estaban permanentes y acusadores sobre el cuerpo de la condesa. Figurate
que durante la noche se le hubiera ocurrido a cualquiera de los
encargados de velar el cadáver levantar un poco la toca o examinar el
cuerpo de la difunta. Inmediatamente se habría descubierto la terrible
verdad, y aunque nuestra Orden tiene medios para librarse de peligros
aún mas grandes, no por esto se hubiera evitado el escándalo. Reconoce,
pues, que yo obré sabiamente al permanecer toda la noche velando el
cadáver y sin perder de vista a los que me acompañaban en tan santa
operación. Así se ha podido lograr que prevaleciera el benéfico engaño y
que nadie se acercara al cadáver de Pepita. De seguro que tú, soberbio
fatuo, hubieras olvidado tan saludable precaución.

El hermano Antonio hizo con la cabeza una señal afirmativa, aunque en su
interior no consideraba al padre Claudio tan listo como él mismo se
creía.

Entre tanto, el hermoso jesuíta, sacando un bordado pañuelo de batista,
se frotaba la cara con fruición, como si la frescura del trapo
desvaneciese el ardor de su epidermis, y decía con voz lastimera:

--¡Si supieras cuán cansado estoy! Las agitaciones del día anterior y la
contemplación del cadáver de Pepita, a quien ayer mañana vi rebosando
salud y vida, no me han permitido cerrar los ojos en toda la noche, y a
pesar de que soy fuerte como el hierro, como tú mil veces has podido
apreciar, me siento quebrantado y necesito descansar inmediatamente.

--Esta madrugada--continuó el jesuíta después de larga pausa--mi primera
ocupación ha sido avistarme con el conde de Baselga. El dolor le había
rendido y estaba inerte sobre un sofá de su cuarto, respirando
angustiosamente. El conde debe de haber pasado una noche más dolorosa
aún que la mía. Como comprenderás, convenía a los intereses de la Orden
el que explorase nuevamente la voluntad de ese fiero, uniéndolo aún más
estrechamente a nuestra santa Compañía. Te confieso que más que los
peligros que pudiera proporcionarnos la inesperada muerte de Pepita, me
preocupaba lo que diría ese león furioso al despertar de su delirio del
día anterior y darse cuenta exacta de su situación examinando las cosas
con frialdad.

--La conversación sería larga.

--Muy larga, hermano Antonio, y te aseguro que en los primeros momentos
el conde me causó miedo. Las terribles impresiones y la dolorosa crisis
que acababa de sufrir, habían cambiado su carácter y sus facultades
hasta el punto de que yo quedé asombrado al oírle expresarse con una
energía tan culta y un acento de tan dramática indignación, que me
recordó a alguno de aquellos oradores liberales que alborotaba en las
Cortes durante el maldecido período constitucional.

--Eso es un milagro de Dios tratándose de un hombre tan rudo y poco
ilustrado como lo es el señor conde.

--El dolor y los terribles desengaños operan algunas veces en el hombre
asombrosas transformaciones.

--Realmente en el ánimo del conde debe de haberse efectuado una
verdadera revolución.

--Cuando yo comencé a dirigirle las primeras palabras de consuelo,
Baselga pareció despertar. Cada una de mis expresiones fué desvaneciendo
una parte de las nieblas que envolvían su cerebro y, al fin, como el
ciego que de repente ve la luz, se pintó en su rostro una expresión de
asombro y de sorpresa y dió un suspiro que tenía mucho de rugido.
Acababa de darse cuenta exacta de su situación. Su figura nada tuvo de
tranquilizadora cuando los recuerdos fueron agolpándose en su memoria.
Paseábase furiosamente por la habitación y con voz entrecortada fué
dando salida a los pensamientos que en tropel acudían a su memoria.
¡Cómo recordar yo ahora lo que allí dijo aquel infeliz para desahogar su
furor! Habló hasta contra el mismo Dios; y al rey, a pesar de todas sus
aficiones realistas, lo puso como un trapo, apurando todos los adjetivos
malsonantes que había podido recoger en las cuadras de los cuarteles. Te
digo que parecía un tribuno de aquella "Fontana de Oro", de triste
memoria.

--La verdad es que el señor conde tiene motivos sobrados para hablar mal
de S. M.

--Así es; pero si hubiera podido oírle Chaperón o cualquiera otro
director del moderno Santo Oficio, te aseguro que Baselga, a pesar de
todos sus servicios a la causa del absolutismo, estaría a estas horas en
la cárcel y mañana patalearía en la horca de la plaza de la Cebada. Mira
con qué calor hablaría, que hasta yo mismo me conmoví un poco. ¡Con qué
acento tan lastimero declamaba contra el rey, en cuya defensa había
derramado su sangre, y que correspondía a tan grandes servicios
arrojando la deshonra sobre su cabeza! Dijo que los reyes eran todos
iguales: bestias miserables que no reparaban en deshonrar a sus más
fieles vasallos turbando la paz de sus hogares, y acabó en su furor
hasta por decir que ya se iba convenciendo de que los revolucionarios
tenían razón, y que los franceses del 93 habían obrado muy cuerdamente
cortando las cabezas de los monarcas.

--¡Eso dijo!--exclamó el secretario con afectado asombro--. No cabe
dudar de que el conde deliraba a impulsos del dolor. Esas palabras sólo
se comprenden en un loco.

--Has acertado; el conde estaba loco y aun me afirmo más en ello cuando
recuerdo que habló de lo dispuesto que estaba a dar una puñalada al rey
apenas lo viese, o al menos darle de latigazos así que encontrara
ocasión.

--Eso es horrible, padre Claudio.

--Vamos, hermano Antonio. Finge un asombro menos vivo y con menos
afectación. A ti, que estás enterado de los secretos de la Orden y sabes
los medios de que ésta se vale a veces, no te cuadra el mostrarte
escandalizado del mismo modo que un imbécil realista. Piensa que si
algunas veces el rey don Fernando no quisiera obedecer nuestras
indicaciones y se opusiera a nuestro desarrollo y esplendor, no nos
vendría mal un conde de Baselga, que con su acero y su furor nos
libraría de tan temible enemigo. Acuérdate de Juan Chatel y de Jacobo
Clemente.

Esta lección, dicha en tono severo, quitó al "socius" el deseo de seguir
fingiendo dramáticos asombros, y el padre Claudio continuó hablando:

--Por fin, el conde pareció calmarse, aunque sin abandonar por esto sus
propósitos de venganza. Yo le hablé entonces con bastante acierto de lo
necesario que era la resignación y la caridad cristiana en tales casos,
y él no pareció conmoverse mucho con mis palabras.

--Difícil situación, reverendo padre.

--No desespero yo por tan poco. Tenía en mi bolsillo lo necesario para
hacer que el conde desistiera de su hostilidad contra el rey, así como
de su propósito de desafiar a sir Walace y darle muerte.

--¿Se refiere vuestra referencia al papel denunciador firmado por el
conde?

--Eso mismo. No necesité más que apuntar el recuerdo de que yo poseía
pruebas comprometedoras, para que Baselga se mostrase dispuesto a
obedecerme. Además, yo ejerzo gran ascendiente sobre su ánimo, y él está
profundamente agradecido por el gran interés que me he tomado en ocultar
su crimen. Le pinté el peligro que corría su persona tan sólo con que
fuera a desafiar al "baronet" de la Embajada inglesa, y le convencí
inmediatamente, haciéndole ver que todo el mundo se preocuparía de tal
duelo, que el escándalo se encargaría de propalar que había sido
motivado por las infidelidades de la condesa, y que esto podría ser
causa de que muchos curiosos, con sucesivas averiguaciones, llegasen a
adivinar todo lo ocurrido, haciendo pública la muerte violenta de la
condesa.

--¿Y qué dijo el conde?

--Se convenció, aunque tardando mucho; pero, al fin, prometió que nada
intentaría contra el rey y contra el "baronet".

--Según eso, seguirá formando parte de la alta servidumbre de Palacio
como hasta el día.

--No. Para un carácter violento como el de Baselga, es una prueba
demasiado ruda ver a todas horas al hombre a quien odia y cuya muerte
desea, teniendo que doblar en su presencia la cabeza.

--¿Pues qué piensa hacer?

--Pedir licencia a SS. MM. por conducto mío, y se retirará a su casa
solariega. Allí piensa vivir entre los recuerdos de una familia a la que
apenas conoció, y espera que por este medio su dolor se disipe algún
tanto.

--¿Entonces perderemos tan apreciable instrumento?

--¿Por qué le hemos de perder? Ese brazo de hierro lo tendremos como en
reserva en un rincón de Castilla; pero el día en que le necesitemos para
dar un golpe en secreto o que la Iglesia se vea precisada a hacer la
guerra a la maldecida libertad, bastará un simple aviso en mi nombre
para que inmediatamente venga a ponerse a las órdenes de la Compañía, a
la que adora. El infeliz está tan abatido por las desgracias y tan
desilusionado de la vida, que considera a la Orden como una segunda
madre.

--¿Y la niña? ¿Y la hija de doña Pepita y el Rey?

--El conde no ha querido verla. Cuando una camarera, al conducirla al
salón para que contemplara por última vez el cuerpo de su madre, la pasó
por frente al conde, éste volvió la cabeza, tanto por no mirarla, como
por ocultar en su rostro una expresión poco tranquilizadora. Me temo que
Baselga sería capaz de cometer otra barbaridad si quedara alguna vez a
solas con la niña. Es demasiado vivo su deseo de vengarse del rey.

--Entonces, ¿qué es lo que va a ser de la criatura?

--Por encargo de su padre, la encerraré en un convento de confianza y
adicto a nuestra Orden, donde se encargarán de su educación.

--¿Y cuándo es el entierro de la condesa?

--Dentro de pocas horas. El cadáver va a ser conducido ahora mismo a la
iglesia parroquial, donde se le dirá una misa con toda la solemnidad
propia de una persona de tan elevada posición. No tardará mucho la
tierra en ocultar para siempre en su misterioso seno el crimen de
Baselga. Todo está en regla. El cura de la parroquia ha extendido el
acta de defunción sin hacer preguntas impertinentes. Le ha bastado saber
que el confesor de la finada y encargado de su entierro era el vicario
general de la Compañía de Jesús en España, para que inmediatamente
llenase todas las formalidades necesarias sin hacer la menor pregunta ni
la más leve objeción. Mucho he trabajado, pero me ha servido de consuelo
apreciar de cerca la gran influencia que ejerce nuestra Orden.

El padre Claudio quedó algunos minutos silencioso, en la actitud de
quien piensa en lo que todavía le queda por hacer, y dijo después con
acento imperioso a su secretario:

--Prepárate a tomar unas notas. Voy a ir inmediatamente a Palacio para
hablar con el rey, y quiero que a la vuelta estén ya extendidas las
comunicaciones que te indicaré, para poder firmarlas.

--Reverendo padre, necesitáis descanso. ¿Por qué no dejáis la visita al
rey para otro día? Perdonadme la libertad que me tomo al haceros esta
indicación, pero es hija del interés que siento por vuestra preciosa
salud.

--Es muy urgente lo que tengo que decir al rey. Nadie se burla
impunemente de nuestra Orden, y es preciso que caiga un castigo terrible
sobre los miserables que han osado desobedecernos.

--Hacéis muy bien, reverendo padre. Castigad con mano fuerte a los que
no nos sirvan; es el único medio de sostener el poderío de la Orden.

--Voy a aconsejar al rey que castigue con destierro de la corte a la
intrigante duquesa de León. Esa vieja lasciva tiene la culpa de todo
cuanto ha sucedido. Le diré al rey que Pepita murió de una congestión
cerebral a causa de la pesadumbre que le produjo el saber que la duquesa
había revelado a Baselga todas sus relaciones con el monarca.

--Reverendo padre, os felicito por la idea. La gente de Palacio
adivinará de dónde viene el golpe y así respetará más a nuestra Orden.

--Ahora, hermano Antonio, toma notas, y a ver si cuando vuelvan están ya
extendidas dos comunicaciones dirigidas al brigadier Chaperón, como
presidente de la comisión militar ejecutiva encargada del exterminio de
revolucionarios y conspiradores.

Preparóse el secretario a anotar, y el padre Claudio, con la seguridad
del que dicta una cosa bien pensaba, comenzó a decir:

--La primera es pidiendo a Chaperón que prenda inmediatamente a un negro
llamado Juan, criado de la difunta condesa de Baselga, y lo someta a
proceso como complicado en una conspiración contra los sagrados derechos
del rey y a favor de la Constitución de Cádiz. Encargarle que si no
halla méritos para enviarlo a la horca, lo meta al menos en presidio
para toda la vida. Si necesita testigos falsos que depongan contra él,
que avise, que ya le enviaré yo tres criados de nuestra casa profesa.

El hermano Antonio tomó rápidamente algunas notas.

--Ya sabes quién es ese negro--le dijo el padre Claudio--. Es el que
suministró a Baselga por orden de la duquesa, la prueba más concluyente
de su deshonra.

--Conviene castigarle, y además, sabe demasiado sobre las interioridades
de la vida de la condesa, y con sus revelaciones podía dar algún indicio
que por el tiempo descubriera al conde. Y ya que estamos puestos a
trabajar, incluye igualmente en esa delación al otro negro que está
todavía en casa de los condes. Con la próxima marcha de Baselga quedará
él completamente libre, y sabe también mucho de nuestras entradas y
salidas en la casa y de las relaciones que la condesa tenía con los
jesuítas. Que Chaperón se encargue de los dos morenos convertidos de
repente en terribles conspiradores y los envíe a la horca o a presidio.

El "socius" anotó aquella nueva orden de detención, sin que en su
rostro se notara la menor impresión producida por tan estupendas
arbitrariedades.

--Ya está, reverendo padre--dijo a su superior.

--Bueno; ahora toma nota de otra comunicación, que enviarás al mismo
tribunal, pidiendo el procesamiento y el envío a la galera, por unos
cuantos años, de una partera de esta capital, llamada Manuela Gómez.

Entonces el secretario no permaneció impasible, pues su rostro palideció
hasta tomar un tinte amarillento y miró con asombro y alarma a su
superior.

--Escribe--dijo éste con tono imperioso--. ¿Qué es lo que te detiene?

--¡Padre mío!--exclamó el "socius" con trémula voz--. ¡Esa mujer es mi
madre!

--Un jesuíta no tiene más madre que la Orden.

--Es el ser que más ha hecho por mí en el mundo. ¡Perdón para ella,
padre mío! ¡Perdón para mi madre!

--Tú lo has dicho no hace mucho rato; Hay que ser inexorable y castigar
con mano ruda a todo el que estorbe y desbarate los planes de la
Compañía. Esa mujer, con sus revelaciones, ha producido la tragedia de
ayer y es preciso castigarla. Sé, pues, consecuente, y obedece.

El miserable "socius" causaba lástima.

Aquel canalla de sotana mugrienta, por lo regular tan repugnante y
antipático, estaba transfigurado con el cariño filial. Nunca había amado
gran cosa a su madre y ésta había sufrido continuos desdenes del sér
criado a costa de tantos sacrificios; pero en aquel momento, al verla en
peligro, el instinto filial se sublevaba momentáneamente en su
conciencia, borrando, aunque sólo por un instante, las criminales
aficiones que le dominaban.

Con el rostro pálido, la vista extraviada y el ademán suplicante, el
hermano Antonio parecía implorar compasión de su superior, que le
contemplaba sonriente afectando no comprender la causa de tal situación.

Hubo un instante en que el "socius" pareció dispuesto a arrodillarse
ante el padre Claudio, pero se detuvo al ver que éste le dirigía una
mirada fría y desdeñosa.

--Hermano Antonio--dijo el jesuíta con altivez y lentitud--, sois mi
secretario y tenéis el deber de hacer cuanto yo os diga. Si es que no
estáis dispuesto a obedecerme, libre encontraréis la puerta. Ni la Orden
ni yo necesitamos hombres ligados al mundo por fútiles preocupaciones.
Veo que me he engañado y que no sois lo que yo creía.

El espíritu de maldad que encerraba el cuerpo del "socius" se agitó
furiosamente al contacto de tal latigazo y todo el afecto filial se
desvaneció rápidamente.

La diabólica ambición resucitó en el hermano Antonio, sus ojos
brillaron, y agitando la cabeza como para arrojar muy lejos tristes y
abrumadores pensamientos, púsose a escribir.

El padre Claudio miró por encima de los hombros de su secretario lo que
éste escribía, y al ver que anotaba la orden para enviar a su madre a la
cárcel, sonrió con expresión mefistofélica y dijo, al mismo tiempo que
golpeaba amistosamente su espalda:

--Estoy satisfecho. Tú irás muy lejos, pues eres de la pasta de los
grandes hombres. Dentro de poco harás el cuarto voto y la Compañía
reconocerá en ti un modelo de jesuítas.




TERCERA PARTE

EL SEÑOR AVELLANEDA




I

El hombre de la rue Ferou


Todos los vecinos del barrio de San Sulpicio, el distrito levítico de
París, conocían en 1842 al extranjero que habitaba en la rue Ferou, casi
desde tiempo inmemorial.

Largos años de residencia en la misma calle le habían dado en el barrio
el carácter de una institución, y lo mismo las porteras y las vendedoras
de esquina que los cocheros de punto en la plaza de San Sulpicio y los
traficantes en imágenes y objetos de culto, conocían perfectamente a
"monsieur l'espagnol" y podían dar cuenta de todo lo que hacía al día,
pues su existencia, a través del tiempo, se desarrollaba con la
impasible y mecánica exactitud de un reloj.

A pesar de esto, en los primeros años nadie sabía en el barrio a ciencia
cierta el porqué de la estancia de aquel extranjero en París; pero todos
presentían que aquella residencia en extraño suelo era forzosa y que
algo había en su patria que se oponía a su paso y le cerraba las puertas
de la frontera.

Como dice Víctor Hugo, "los volcanes arrojan piedras y las revoluciones
hombres".

Aquel hombre era una piedra que las convulsiones de España habían
arrojado de su seno, y que errante por el espacio, fué a caer en París.

Nada más metódico que su vida.

A la una de la tarde remontaba con paso tardo, el cuerpo algo encorvado,
las manos a la espalda y el aspecto meditabundo, la estrecha calle
Ferou, no parando hasta el jardín del Luxemburgo, en una de cuyas
alamedas más solitarias tomaba asiento en un banco y allí, arrullado por
el susurro del ramaje, el piar de los pájaros, los gritos de los niños
que en las inmediatas plazoletas se entregaban a sus juegos, el monótono
redoble del tambor de los teatrillos mecánicos y el rumor de la gran
ciudad que semejaba el cansado resuello de un lejano monstruo, se
dedicaba a la lectura de periódicos o permanecía horas enteras abstraído
y meditabundo, siguiendo con vaga mirada los caprichosos arabescos que
el sol, filtrándose a través del movible follaje, trazaba sobre el
suelo.

La tarde entera permanecía el viejo en el Luxemburgo, y al llegar la
noche volvía, siguiendo el mismo camino, a su vivienda de la rue Ferou,
enorme caserón perteneciente en otros tiempos a un cortesano de la
antigua nobleza, pero que en tiempos de la Revolución había venido a ser
propiedad de un especiero.

En el último piso de dicha casa tenía el extranjero su habitación,
compuesta de dos pequeñas piezas que, tres veces por semana, limpiaba la
portera, vieja auvernesa, medio imbécil a fuerza de ser crédula y
devota.

La única señal que daba a entender a los demás habitantes de la casa la
existencia de aquel hombre metódico y misterioso, después de la vuelta
del paseo, era la rojiza luz que bañaba los vidrios de las dos ventanas
de su cuarto, en las cuales marcábase algunas veces la sombra angulosa
del inquilino, moviéndose acompasadamente de un lado a otro.

Había en aquel hombre algo misterioso, capaz de excitar el olfato de la
policía francesa, siempre en busca de conspiradores y revolucionarios, y
de mover la curiosidad de las gentes del barrio; pero el extranjero
tenía en su favor un aspecto de honradez y de noble humildad que
desarmaba a los más tenaces en averiguar vidas ajenas.

A pesar de esto, en el barrio sabíase punto por punto todo cuanto hacía,
así como ciertos detalles de su pasada existencia.

Una de las porteras, más hábil en llevar de memoria el registro de los
sucesos ocurridos en el barrio de San Sulpicio, recordaba que el día de
San Juan, de 1814, fué el primero que el español durmió en la casa que
ocupaba, y que en aquella época, durante el imperio llamado de los Cien
Días, una mañana salió a la calle, vistiendo un uniforme extraño
adornado con muchas condecoraciones extranjeras, y tomando en la cercana
plaza un coche de punto, se dirigió a las Tullerías, donde Bonaparte
recibía a sus amigos y defensores, en conmemoración de su vuelta
victoriosa de la isla de Elba.

Este suceso fué muy comentado en el barrio, y agrandado convenientemente
por la imaginación de sus habitantes, que eran furibundos realistas y
enemigos del Emperador.

Pero, a pesar de esto, no dejó de darle cierto prestigio a los ojos de
las porteras de la calle, que, por espíritu de compañerismo y por el
honor de la vecindad, se empeñaron en considerarlo como a un elevado
personaje caído en la desgracia.

Al quedar definitivamente restaurada la dinastía borbónica, la policía
vigiló cuidadosamente a aquel extranjero que había tenido relaciones con
el emperador, y que algunas veces escribía a José Bonaparte, ex rey de
España; pero pronto se convenció de que poco se podía conspirar contra
la legitimidad monárquica pasándose las tardes en el Luxemburgo,
completamente solo y las noches encerrado en la habitación, paseando o
discutiendo con la portera la compra del día siguiente.

Algunas veces el hombre se decidía a romper la monótona uniformidad de
su existencia, y en vez de ir al Luxemburgo, se encaminaba al
Palais-Royal, después de almorzar, en cuyo jardín encontraba a otro
extranjero, a otro español como él, cuyo traje estaba tan raído y era
llevado con tan noble altivez como el suyo.

Aquel amigo desterrado tenía algunos años más; pero se mantenía robusto
y con cierta frescura. En el Palais-Royal era tan conocido de vista, por
las niñeras y los muchachos, como el hombre de la rue Ferou en el
Luxemburgo.

Algunas de las mujeres que se sentaban en los bancos inmediatos a hacer
calceta y a hablar de los tiempos de la Revolución, que habían
presenciado siendo niñas, le llamaban "monsieur Emmanuel", y siempre
miraban con cierta curiosidad una sortija de oro y brillantes que
ostentaba, formando rudo contraste con su humilde traje.

Era, sin duda, un resto de pasada opulencia, que tenía la virtud de
disipar las tristezas que a su dueño acometían en la miserea.

¿Quién era "monsieur Emmanuel"? Sin duda, otro hombre como el de la rue
Ferou, arrojado de su patria por las convulsiones revolucionarias.

Las buenas comadres que diariamente concurrían al Palais-Royal, no
recordaban, ciertamente, quién había creído descubrir el incógnito que
rodeaba a aquel hombre misterioso; dudaban si fué un veterano que había
sido ayudante en Madrid del mariscal Murat, o un emigrado español que
había tenido que huir de Navarra, con el ilustre Mina, después de una
tentativa en favor de la libertad; pero lo cierto es que, a mediados de
1818, circuló entre ellas la noticia de que aquel "monsieur Emmanuel"
era el mismo Manuel Godoy, príncipe de la Paz, generalísimo de los
ejércitos españoles, ministro universal, amigo inseparable de Carlos IV
y amante consecuente de la reina María Luisa, el cual, desde la cumbre
de la mayor grandeza, había sido arrojado a la más absoluta miseria,
viéndose obligado a vivir en París de una pensión mezquina que le daba
el rey de Francia, y a remendarse por su propia mano los pantalones,
para poder presentarse públicamente con aspecto decente.

Las viejas, claro está que no creyeron tal patraña. No porque el aspecto
mísero de aquel hombre fuera impropio de un príncipe en la desgracia,
sino porque era imposible adivinar a un ser, en otros tiempos
omnipotente, en aquel viejo alegre, simpático y con aire de rentista
arruinado, que se pasaba las tardes viendo jugar a los niños y
sufriendo, tranquilo y sonriente, sus inocentes impertinencias.

Aquellas buenas gentes ignoraban que la desgracia convierte en humildes
a los orgullosos potentados y hace aparecer la sonrisa benévola en
rostros antes contraídos solamente por el gesto del orgullo.

Cuando el hombre de la rue Ferou visitaba a su compatriota, los dos
extranjeros parecían felices hablando de su patria, y, al separarse,
después de algunas horas de conversación, llevaban en el rostro esa
expresión bondadosa que produce una necesidad satisfecha.

Aquél era el único amigo que hasta 1818 se le conoció en París al
español del barrio de San Sulpicio.

Otro detalle de su existencia era que, una vez al mes, la portera le
subía una carta que, por las marcas exteriores, demostraba proceder de
España.

Aquella tarde la pasaba el hombre en el Luxemburgo, leyendo innumerables
veces dicha carta, y quedándose horas enteras con aire meditabundo; y,
por lo regular, dos días después llevaba a la administración de Correos
del barrio un abultado pliego en contestación a la misiva.

Por la carta mensual sabían los vecinos que el señor español se llamaba
D. Ricardo Avellaneda, y sacaban la consecuencia de que no estaba solo
en el mundo, pues en España había quien se interesaba por él y, sin
duda, le remitía dinero.

En la época ya citada, el señor Avellaneda se mantenía en un estado
físico aceptable.

Tenía cuarenta años, pero estaba algo envejecido por los disgustos, y su
espalda encorvada y sus ademanes desalentados le daban cierto aspecto de
decrepitud.

Era de mediana estatura, enjuto de carnes y moreno, hasta tener cierto
tinte cobrizo. Llevaba el rostro totalmente afeitado, conforme la moda
de su juventud, y sus cabellos, ahora canosos, pero, a trechos, de un
negro brillante con reflejos azulados se escapaban en rizada madeja por
bajo las alas de su sombrero.

Tenía el rostro algo arrugado, pero sus ojos, grandes y negros, cuando
no miraban distraidamente, brillaban con todo el fuego de la juventud.

El señor Avellaneda, tipo legítimo del rastro que en la población
española dejó el paso de la raza musulmana, podía pasar en París por un
hombre de hermosura original.

Si algunas veces, al salir del Luxemburgo, atravesaba el inquieto Barrio
Latino, y se mezclaba en la inquieta población de estudiantes,
ocurríanle lances que arrojaban una vivaz chispa en la sombra de su
monótona existencia.

Un día, en el paseo, una griseta del barrio, con aficiones literarias a
fuerza de rozarse con estudiantes y poetas, dijo, mirándole
descaradamente, al mismo tiempo que tocaba en el brazo a su compañera:

--Ese hombre es viejo, pero tiene la cabeza artística. Mírale bien;
parece Otelo; te digo que no tendría inconveniente en ser su Desdémona.

Estas cosas tenían la rara virtud de hacer sonreir un poco al
melancólico señor Avellaneda.




II

La familia del señor Avellaneda.


El mismo año ya citado, el caballero español alquiló el piso principal
del caserón que habitaba, y bajó a él los escasos muebles de su cuarto
con honores de buhardilla, uniéndolos a otros, más nuevos y elegantes,
que un almacenista del otro lado del Sena trajo en varios carromatos.

Aquello fué motivo de admiración y causa de interminables comentarios
para la portera de la casa y sus congéneres de la calle, que, reunidas
en el patio, veían pasar, con ojos codiciosos, las flamantes sillerías,
las relucientes baterías de cocina, los espejos deslumbrantes y esas
valiosas e inútiles chucherías de adorno que produce la industria
parisién; entreteniéndose, a estilo de buenas y entremetentes comadres,
en poner precio a cada uno de aquellos objetos.

Durante una semana entera fué motivo de todas las conversaciones, en la
rue Ferou y las inmediatas, aquel cambio radical en las costumbres del
señor Avellaneda, así como también la transformación física que éste
había experimentado.

El emigrado parecía rejuvenecido, pues caminaba erguido, con la mirada
brillante y sonriendo con expresión de hombre satisfecho.

Aquel aspecto desalentado, indolente y melancólico que le caracterizaba
había desaparecido completamente.

Debilitábase ya la curiosidad, cesaban los comentarios y las aventuradas
suposiciones, cuando una mañana, con gran acompañamiento de campanillas
y cascabeles, chasquidos de látigo y chocar de ruedas, entró en la calle
una empolvada silla de posta, que fué a detenerse frente a la casa
número 6, que era la habitada por el señor Avellaneda.

Cuando el zagal del coche fué a abrir la portezuela, ya había ocupado su
puesto el inquilino de la casa, que, en traje bastante descuidado, salió
corriendo del patio y, profiriendo algunas exclamaciones de sorpresa y
alegría, tiró del dorado picaporte, asiendo inmediatamente una mano
blanca y femenil.

Las numerosas caras que asomaban a las puertas, ansiosas de conocer
quién iba en aquel coche que tan inesperadamente venía a turbar la
tranquilidad de la calle, vieron saltar al suelo, con toda la pesadez de
un cuerpo alto y robusto, a una mujer vestida con traje de viaje, y que
inmediatamente se arrojó en brazos del señor Avellaneda.

Hubo besos y abrazos, pero los curiosos no pudieron contarlos, con gran
pesar suyo, pues les llamó inmediatamente la atención una moza, de
aspecto bravío y de rostro atezado, que vestía un traje tan pintoresco
como desconocido en París, y que bajó torpemente del carruaje mirando a
todas partes con azoramiento y asombro.

Las dos mujeres eran señora y criada. Formando un grupo la recién
llegada y el señor Avellaneda, y llevando como apéndice a la asombrada
sirvienta, que miraba a todas partes con alarma y parecía querer
confundirse con las faldas de su ama, entraron en la casa, mientras la
vieja auvernesa, sonriendo y haciendo señas de inteligencia a los
curiosos, iba amontonando en el patio los paquetes que el postillón
sacaba de la cubierta y del interior del carruaje.

Aquella misma tarde sabían los vecinos de la calle que la recién llegada
era la esposa del señor Avellaneda, que había estado separada de él, por
muchos años, por ciertas divergencias de carácter, pero que ahora iba a
buscarle en la desgracia, dispuesta a vivir siempre con él.

Con el cambio de habitación y la llegada de su esposa, el señor
Avellaneda mudó por completo de carácter.

En adelante, las gentes del barrio le vieron salir solo muy pocas veces,
pues iba a todas partes llevando del brazo a su esposa, y no paseaba ya
melancólicamente por el Luxemburgo.

Madame Avellaneda era de carácter muy distinto al de su esposo, y a los
pocos meses consiguió trabar más relaciones en el barrio que su esposo
en algunos años.

Hablando un francés detestable, pero procediendo con una franqueza
distinguida, que le valía grandes simpatías, trabó amistad con los
vecinos e hizo salir a su esposo de aquella existencia de hurón, en la
cual su carácter melancólico le había sumido hasta poco antes.

Las costumbres de aquella señora gustaban mucho a los devotos habitantes
del barrio de San Sulpicio, y ratificaban sus ideas sobre España, país
altamente católico.

Todas las mañanas, ostentando una airosa mantilla de blonda, prenda
entonces más desconocida en París que en el presente, iba a oir misa en
la cercana iglesia de San Sulpicio, y dos veces al mes se confesaba con
un cura español, emigrado, que en 1808 se había afrancesado reconociendo
el Gobierno de José Bonaparte.

Esta religiosidad no impedía que el señor Avellaneda siguiera
manifestándose tan impío como antes, y que a pesar de que mostraba
empeño en no separarse un instante de su mujer, la dejara ir sola a la
iglesia.

Madame Avellaneda no era hermosa a los cuarenta años, ni en la primavera
de su vida había sido gran cosa, pero tenía una agradable presencia y
cierta majestad realzada por el gracioso andar propio de una española.

Su esposo parecía amarla mucho, y en su presencia guardaba cierto aire
de inferioridad, propio de un adorador.

Tomasa, la criada que trajo de Madrid madame Avellaneda, era una tosca
aragonesa que no lograba aclimatarse en extranjero suelo, y que aun
cuando mostraba una asombrosa facilidad para aprender un idioma extraño,
tenía la cualidad de destrozarlo de un modo inverosímil, produciendo la
risa de todas las sirvientas del barrio con su lenguaje híbrido, mezcla
confusa de locuciones españolas y palabras francesas equívocamente
pronunciadas.

Por tan dificultoso conducto las gentes del barrio fueron enterándose de
que el señor Avellaneda era uno de los españoles llamados afrancesados,
que por amor a las ideas de la gran Revolución se había unido a la causa
de Napoleón, y que en la corte de su hermano José había desempeñado
altos cargos, llegando a ser su principal confidente y consejero.

Su esposa, en cambio, había sido defensora apasionada de la causa de la
Independencia, y esto había motivado el rompimiento de relaciones entre
los dos esposos, y la consiguiente separación.

Cuando los franceses y sus partidarios tuvieron que evacuar la Península
ibérica, la señora de Avellaneda dejó que su esposo fuera completamente
solo a sufrir las tristezas de la proscripción; pero le amaba tanto, que
al poco tiempo, sabiendo que se hallaba en la miseria, no pudo menos de
escribirle prometiéndole el envío de una cantidad mensual para atender a
sus cortas necesidades.

Aquella mujer, a pesar de sus preocupaciones de patriota intransigente y
de su odio a los afrancesados, "gente perdida que quería la ruina de la
religión", no podía olvidar su amor, aquel amor que, quince años antes,
le había hecho contraer matrimonio a ella, que era única heredera de
una de las casas más ricas de Andalucía, con un pobre estudiante que
salía de las aulas salamanquinas con el título de doctor en leyes y la
cabeza atestada de las más originales ideas, pero que no tenía otro
medio de vivir que un mísero sueldo en la Oficina de Interpretación de
Idiomas, que dirigía el célebre Moratín.

La correspondencia mensual que sostenían ambos esposos fué poco a poco
formalizándose.

Primero fué fría, indiferente, como de dos personas agitadas por
antiguos resentimientos y que se tratan más por deber que por cariño;
pero poco a poco la antigua pasión fué renaciendo, frases inocentes
sirvieron para recordar pasadas felicidades, y si el señor Avellaneda
pasó muchas noches en vela atenazado por el recuerdo de su esposa y
deseando una reconciliación, su esposa, completamente sola en Madrid, y
casi divorciada del trato social, no sintió con menos fuerza la
necesidad de reunirse con su marido.

Poco a poco las antiguas diferencias fueron desapareciendo; la cantidad
enviada mensualmente creció rápidamente, y, por fin, un día, doña María
se decidió a escribir a su esposo que hiciese todos los preparativos
necesarios para una decente instalación en París, pues ella iba a
ponerse en marcha inmediatamente.

De este modo, después de diez años de separación, volvían a unirse
aquellos dos seres que se amaban, pero a quienes habían divorciado las
desdichas de la patria y sus caracteres independientes.

Transcurrió más de un año sin que nada viniera a turbar la felicidad de
Avellaneda.

El infeliz había sufrido tanto en su época de soledad y abandono, que
ahora, al verse acompañado del único ser a quien amaba, y rodeado de
todas las comodidades que proporciona la riqueza, creía soñar.

Si alguna vez iba al Palais-Royal a hacer un rato de compañía a su amigo
Godoy, aunque siempre solo, pues su esposa odiaba ferozmente al
arruinado príncipe de la Paz, contemplaba con lástima al desgraciado
personaje, y en su aspecto, miserable y desalentado, se contemplaba a sí
mismo tal como era algún tiempo antes.

Parecía que la fortuna tenía empeño en resarcir a Avellaneda de lo mucho
que había sufrido.

Un hijo era su eterno deseo. Cuando se veía pobre y solo y pasaba las
horas reflexionando melancólicamente, en lo más desierto del paseo, se
imaginaba la gran felicidad que le proporcionaría tener a su lado un
pequeño ser, inocente y alegre, que disipara las tristezas del padre con
infantiles carcajadas, y muchas noches se había dormido contemplando,
con los ojos de la imaginación, una cabecita sonrosada, mofletuda y
picaresca, coronada de blonda cabellera.

Ahora el desterrado iba a ver realizado su sueño. Ya no estaba solo;
tenía a su lado a aquella esposa, algo dominante, pero en extremo
cariñosa, y a aquella ruda sirvienta que, asustada de verse a tantas
leguas de su patria, concentraba todo su cariño en sus señores; no se
hallaba ya, como su amigo Godoy, solitario y abandonado, pero no por
esto llegaba en mal hora el fruto de amor, ni resultaba extemporáneo el
embarazo de doña María, pues el señor Avellaneda había sufrido demasiado
y sentía tanta sed de cariño, que podía amar a dos seres a un mismo
tiempo.

El embarazo de madame Avellaneda fué un suceso de importancia para el
sacristán de San Sulpicio y el cura español que la confesaba, pues la
opulenta señora, que por primera vez se veía en tan apurado trance, no
vaciló en mostrarse rumbosa con la corte celestial, y pocos fueron los
santos del almanaque que quedaron sin misas ni novenas, pagadas a buen
precio.

Cuando llegó la hora del parto, don Ricardo encontróse padre de una niña
que, aunque raquítica y débil, parecióle digna de ser tomada como modelo
de belleza.

Aquel suceso produjo en la casa una verdadera revolución.

Como si la familia hubiese experimentado un considerable aumento
entraron en la casa dos criadas francesas, y Tomasa, la rústica
aragonesa, tomó posesión de la niña, y de tal modo la retenía, que sólo
cuando lloraba pidiendo el pecho decidíase a soltarla.

La infeliz muchacha, por una absurda serie de ideas que se formaban en
su imaginación, creía tener entre sus brazos a la lejana patria cuando
agarraba a la niña; y hasta comenzaba a mirar con más simpatía a sus
conocidas, las criadas del barrio, porque de vez en cuando, cuando ella
sacaba a paseo a la pequeña Marujita, hacían alguna caricia a
"mademoiselle bebé".

En cuanto a don Ricardo, inútil es decir que se consideraba como un
hombre feliz, puede ser que por primera vez en su vida.




III

¡Tú serás su madre!


Creció la pequeña María del mismo modo que las demás criaturas, y si, al
tener cinco años, se distinguió en algo de las otras niñas que con ella
jugaban en el Luxemburgo, fué en lo pálida y enfermiza.

Atendiendo a su cualidad de hija única, ya que sus padres estaban en
edad madura, fácil es imaginarse los cuidados de que éstos la rodearían.

Tenía la pequeñuela en sus padres dos ayos insoportables, a fuerza de
ser cariñosos y solícitos, y una esclava en la ruda Tomasa, a quien
bastaba oir a la niña toser dos veces, para pasar en vela toda una
noche.

Apenas la pequeña pudo correr y sintió la necesidad de movimiento y
agitación propia de todos los niños, el padre la llevó al Luxemburgo,
con lo que fué cayendo poco a poco en sus antiguas costumbres.

A las dos de la tarde, cuando mayor era la agitación en el célebre
paseo, gigantesco pulmón del Barrio Latino, compuesto entonces de
callejuelas angostas y malsanas, atravesaba su verja el señor
Avellaneda, erguido, con el rostro plácido y el paso lento, llevando de
una mano, a la pequeña María, y detrás, como indispensable apéndice
atento y solícito, a la bonachona Tomasa, que ya comenzaba a encontrarse
bien entre los "franchutes", y de quien se decía (no sabemos con qué
fundamento) que perfeccionaba sus conocimientos del francés, echando
largos párrafos, al ir al mercado, por la mañana, con cierto gendarme
bigotudo, que siempre salía a su encuentro.

Don Ricardo gozaba ahora de un Luxemburgo que en su pasada época de
soledad le fué totalmente desconocido.

No iba ya a sentarse en las sombrías y desiertas alamedas que antes le
eran tan conocidas, sino que se mezclaba entre la gente que se agolpaba
alrededor del quiosco donde una banda militar conmovía el espacio con
armoniosos acordes de sonora trompetería, o se colocaba en las
inmediaciones del estanque, donde, con una alegría tan infantil como la
de su hija, seguía con la vista la accidentada navegación de los veleros
barquichuelos que arrojaban desde la orilla las turbas de bulliciosos
muchachos.

El papá sentábase en una silla, confundido entre varias respetables
señoras que, con el cestillo de costura sobre el regazo hacían labores,
acariciadas por los rayos del benéfico sol del invierno, mientras que
sus niños jugaban, e inmediatamente Tomasa se alejaba con Marujita,
ayudándola a voltear una gruesa pelota, a rodar un aro o a tirar de un
carretoncito lleno de tierra que la niña arrancaba con su pala.

Doña María acompañaba pocas veces a su esposo y a su hija al paseo. Como
si al haber dado a luz a la niña hubiese cumplido en la tierra toda su
misión, la buena señora mostrábase quebrantada y aun algo huraña,
habiendo desaparecido aquel carácter franco y resuelto que tan simpática
la hacía.

Mientras la niña estaba en casa no se preocupaba más que de ella, pero
apenas salía con su padre, doña María dirigíase a la cercana iglesia de
San Sulpicio, donde pasaba las horas muertas, arrodillada en un
reclinatorio que el cura párroco la había concedido para su exclusivo y
privilegiado uso. Había que tener contenta a tan rumbosa parroquiana del
buen Dios.

En aquella señora habían renacido con más fuerza que nunca las aficiones
devotas, y a pesar de la tranquilidad que reinaba en su hogar, y del
cariño con que la trataba su esposo, se consideraba infeliz y creía que
tenía sobrados motivos para estar a todas horas solicitando la
protección de Dios.

Doña María era una de las mujeres que necesitan para vivir de una
continua preocupación, y, a falta de desgracias, inventarse una para
poder condolerse de ella a todas horas. A guisa de buena católica, creía
que a Dios le era repulsiva la felicidad de sus criaturas, y que una
época de bienestar en la tierra era signo de próximos castigos, así es
que temblaba, no por ella, sino por su esposo, que era un impío; que en
más de veinte años no había entrado en una iglesia más que el día de su
casamiento y el del bautizo de su hija y solicitaba de Dios un milagro
tan grande como era que abriese los ojos de don Ricardo a la luz de la
fe.

Las aficiones religiosas de la madre pugnaban muchas veces con la
indiferencia del padre en punto a la educación de la niña.

Tenía ésta poco más de tres años, y ya doña María la arrebataba muchas
veces de manos de su esposo, que se disponía a llevarla al Luxemburgo, y
la conducía a San Sulpicio, y algunas veces a la iglesia de Nuestra
Señora, siempre que había gran fiesta religiosa. Allí pasaba la
raquítica niña algunas horas, fastidiada y nerviosa de permanecer
siempre inmóvil y en actitud encogida, tosiendo por el humo de los
cirios y del incienso.

La pequeña María, hay que confesar, a pesar de las piadosas ilusiones
que se hacía su madre, que se avenía mal a aquellas duras prácticas
religiosas, y que, si bien le distraían un poco las doradas casullas y
las imágenes sonrientes y brillantes, propias de la seductora industria
francesa, una vez pasada la primera impresión, le resultaba molesto
permanecer en aquel inmenso local, húmedo y obscuro, y pensaba con
placer que, al día siguiente, iría con su padre a jugar en el lindo
paseo, henchido de pájaros y flores.

La asiduidad con que doña María frecuentaba los templos le hizo contraer
relaciones de amistad con varios de sus empleados, y allá, a principios
de 1823, comenzó a hablar mucho en casa y ante su esposo, que la oía con
aire indiferente, de un señor García, santo varón que había huído de
España por no presenciar los desmanes de los liberales y que gozaba de
cierta influencia sobre el clero de San Sulpicio, cuya iglesia visitaba
todos los días.

Don Ricardo se mostraba por entonces demasiado preocupado por lo que
haría el Gabinete francés en los asuntos de España, y si se decidiría a
invadir la Península, y por esto no fijó mucho la atención en cuanto
decía su esposa, ni dió las muestras de extrañeza que en otras ocasiones
hubiera hecho cuando aquélla le anunció que el santo varón iría uno de
aquellos días a visitarlos.

El señor García, de quien más adelante hablaremos, se presentó, por fin,
en la casa, y a pesar de toda su santurronería, no resultó antipático a
Avellaneda, por la razón de que aparentaba ser un tipo vulgar e
insignificante, incapaz de causar agrado ni repulsión.

Aquel santo de levitón raído era tan humilde, obsequioso y sufrido, que
poco a poco fué haciéndose necesario en la casa, y ni aun el mismo dueño
pudo prescindir de él.

Las aficiones de todos encontraban en él un buen compañero. Con doña
María iba a la iglesia; al señor Avellaneda lo acompañaba al Luxemburgo,
y hasta algunas veces corría por divertir a la niña, cosa que producía
en el agradecido padre profunda emoción, y a la Tomasa le hablaba de
las rondallas de su tierra, de la Virgen del Pilar y de las fiestas de
Zaragoza, recuerdos que muchas veces hacían llorar a la sencilla criada.

Un año después de haber terminado la revolución española comenzó a
hablarse en la casa de la rue Ferou de la posibilidad de volver a la
patria.

El constitucionalismo había muerto, Fernando VII imperaba otra vez como
rey absoluto, los obispos y los frailes eran los verdaderos dueños de la
nación y los afrancesados no eran ya mirados con tanto odio, por lo que
bien podía volver a su patria el señor Avellaneda.

Además, doña María, por pertenecer a una familia emparentada con la más
rancia nobleza, tenía bastante influencia en la nueva situación política
de España, y ya la iba cansando el permanecer en un país a cuyas
costumbres no lograba amoldarse.

El que menos deseos mostraba de volver a España era el señor Avellaneda.
Sentía la nostalgia de la patria y, especialmente, en lo más crudo del
invierno, en esos días parisienses tristes y monótonos, que pasan
veloces entre un cielo amasado con niebla y un suelo cubierto de nieve,
recordaba el sol de España y los verdes y risueños campos; pero volver a
un país, después de muchos años de ausencia, para encontrarlo más
bárbaro y atrasado que cuando se le dejó, es un tormento que no puede
sufrir con calma un hombre que cree en el progreso y que odia la
tiranía.

A pesar de esto, el señor Avellaneda no se oponía al regreso a España.

Su esposa se disponía a sacudir su calma religiosa y aquella inercia
hija de la devoción, para hacer todos los preparativos de viaje, cuando,
una tarde de invierno, al salir de San Sulpicio, una ráfaga de viento
helado se coló hasta el fondo de sus pulmones, congestionándolos
mortalmente.

La enfermedad fué tan corta como terrible.

Cuando algún tiempo después evocaba el señor Avellaneda aquel terrible
suceso, apenas si se acordaba de él, pues en su memoria aparecía con la
vaguedad de un sueño.

En menos de dos días la vida de doña María fué desvaneciéndose, y cada
médico que era llamado a la cabecera de su cama parecía marcar un nuevo
avance de la enfermedad.

Don Ricardo estaba desesperado y como loco, y de seguro que, a no estar
allí Tomasa y el imprescindible señor García, la enferma no hubiera
muerto rodeada de tan prontos y solícitos cuidados.

Ellos fueron los que la sostuvieron erguida para que no respirara con
tanta angustia en la larga y horrible agonía, y ellos los que le
cerraron los ojos cuando la vida quedó extinguida en tan robusto cuerpo.

Mientras el señor García llevaba a cabo todos los preparativos para el
entierro, don Ricardo, en un rincón de la sala, en cuyo centro estaba el
cadáver de su esposa, lloraba como un niño, recordando lo mucho que le
había amado aquella mujer, a pesar de las diferencias de carácter y
aficiones.

Cuanto Tomasa, tan desconsolada como su amo, aunque mostrando una
entereza más varonil, entró en la habitación llevando a la niña de la
mano para que viera por última vez a su madre, el señor Avellaneda se
arrojó sobre su hija y comenzó a besarla desesperadamente como si
temiera que la muerte fuese a arrebatársela.

Pasado aquel primer ímpetu del cariño, el infeliz esposo miró a la
atolondrada criada, que lloraba silenciosamente, y le dijo con acento de
fraternal ternura:

--De hoy en adelante los dos estaremos solos para criarla. ¡Tú serás su
madre!




IV

Crisálida.


La vida de María fué transcurriendo sin tropezar con ningún incidente
notable.

La muerte de su madre apenas si había causado mella en su ánimo.

Es la muerte un fenómeno fatal que apenas si tiene algún valor para los
seres que acaban de pasar las puertas de la vida.

Sin poseer el cariño de su madre ni conservar de ésta otro recuerdo que
la imagen confusa de una señora solícita y dulce que la tenía en la
iglesia por espacio de muchas horas, María fué creciendo al lado de
aquella fiel criada que no podía hablar de su difunta ama sin derramar
lágrimas, que se apresuraba a enjugar reemplazándolas con una sonrisa
para que no turbasen la apasible calma de la niña.

En aquella casa don Ricardo era quien había experimentado mayor
impresión con la muerte de doña María.

Hasta el terrible momento en que el cuerpo de su esposa salió para
siempre de la casa, el infeliz no comprendió lo mucho que amaba a
aquella mujer que de vez en cuando le abrumaba con impertinentes
consejos y sostenía empeñadas discusiones por el motivo más baladí.

Don Ricardo era un hombre de carácter débil. Las creencias que se había
formado con el estudio las mantenía firmes e indestructibles en el
interior de su cerebro, pues en la vida social era flojo y dúctil hasta
el punto de que su voluntad se doblaba a impulsos del primero que le
hablaba.

Por esto aquel proscripto, que había pasado en su patria por hombre
perverso y de ideas diabólicas, al morir su esposa sintió profundo
desconsuelo, pues necesitaba el genio enérgico e indomable que
esclavizaba continuamente su voluntad.

Además, don Ricardo, había sido durante algunos años más feliz que nunca
al lado de su esposa, y acostumbrado a tal dicha no podía avenirse a
vivir sin otro amor que el de su hija.

Mientras vivió su esposa, la parte mayor de su cariño la dedicó a aquel
pequeño ser, cuyas sonrisas le producían inmensa felicidad; pero como es
condición del hombre adorar todo aquello que resulta imposible de
conseguir, así que murió doña María comenzó a adorar su memoria con
verdadero fanatismo, y en su corazón ocupó la difunta esposa un lugar
más preferente que la niña.

El señor Avellaneda al quedar viudo cayó en un ensimismamiento que daba
cierto tinte tétrico y sombrío a su carácter.

La melancolía de los tiempos de soledad volvió a reaparecer, pero esta
vez revestía un carácter fúnebre.

El recuerdo de la esposa le dominó tan completamente, que comenzó a
entregarse a ciertas demostraciones de dolor algo extravagantes, y las
cuales hasta hicieron que dudasen de su razón las pocas personas que le
trataban.

Apenas cerraba la noche metíase en su antigua habitación matrimonial,
donde pasaba muchas horas contemplando una miniatura de su esposa que la
representaba tal como era a los veinte años, o leyendo las cartas que
ella le escribió durante el noviazgo, y que él guardaba con escrupuloso
cuidado; y todas las mañanas encaminábase al cementerio del Padre
Lachaise donde permanecía hasta mediodía sentado en el zócalo del
pequeño panteón y contemplando con expresión estúpida la inscripción
dorada que campeaba en la pirámide que le servía de remate.

Algunas veces la niña y la criada le acompañaban en esta excursión, y
era un espectáculo extraño ver cómo María corría por las fúnebres
alamedas de cipreses, persiguiendo una pelota, o para cargar su carrito
removía con la pala aquella tierra impregnada del zumo de un mundo de
cadáveres.

Sin embargo, eran muy contadas las veces que la niña asistía a ese
extraño paseo, pues prefería ir al Luxemburgo, donde se divertía bajo la
vigilancia de Tomasa y del señor García, que formaban una pareja
inseparable.

Desde la muerte de doña María, aquel hombre humilde y bondadoso había
aumentado su intimidad en la casa. La desgracia había estrechado los
lazos que le unían con aquella familia de compatriotas.

El señor Avellaneda le miraba con más simpatía, apreciando sus continuas
muestras de dolor por la muerte de su esposa, y le juzgaba
indispensable, a causa de la atención con que cuidaba de la pequeña
María y la paciencia con que sufría sus impertinencias infantiles.

A cambio de esto, don Ricardo transigía con que el santo varón
continuara en su casa la tradición devota y llevara todos los días a
María a las iglesias donde había fiesta importante y a ciertos conventos
de monjas.

¡Qué humildad tan simpática la del señor García! ¡Con qué sencillez
sabía hacer los mayores favores!

Su cara rubicunda y de belleza frailuna, su cabecita sonrosada y blanca
y su cuerpo encogido, que se movía al compás de un paso vergonzoso y
leve, como si temiera causar daño a la tierra con sus pies, le daban el
aspecto de un ser inocente y virgen de todo mal pensamiento,
justificando el epíteto de "santo varón" que siempre le había aplicado
la difunta doña María.

Tanta era la humilde solicitud que mostraba con el señor Avellaneda, y,
sobre todo, con la hija, que no parecía sino que había nacido
exclusivamente para servirles.

Su complacencia con la pequeña llegaba al último límite. Con la
sonriente impasibilidad de un esclavo sufría todas sus impertinencias,
al par que su maestro era su juguete, y muchas veces, a pesar de toda su
dignidad, propia de un hombre que era íntimo amigo del cura de San
Sulpicio, visitante del arzobispo de París y asiduo concurrente a un
caserón de la rue Vaugirard, donde se murmuraba que vivía el jefe de los
jesuítas en Francia, no tenía inconveniente en montar sobre sus lomos a
la pequeñuela y recorrer a gatas las diferentes piezas de la casa de don
Ricardo, espoleado por la niña, que le golpeaba las caderas con sus
pies.

Estas bondadosas condescendencias valíanle al señor García el afirmar
más su prestigio en la casa y adquirir en ella una dulce autoridad, de
la que apenas se daban cuenta sus amigos, pero que no por esto resultaba
menos eficaz.

La educación de la niña estaba confiada al vejete, que por su método
suave iba instruyendo a aquel pequeño ser enfermizo y de carácter
caprichoso, que tan pronto se mostraba salvajemente huraño como cariñoso
con exageración.

Hacía prodigios el señor García para ir iniciando dulcemente en aquella
inteligencia, lo mismo atenta que distraída, los principios de una
instrucción que más que a enriquecer el cerebro con gran caudal de
conocimientos, se dirigía a despertar el sentimiento místico e idealista
y a crear una exagerada devoción religiosa que degenerara en fanatismo.

La niña aprendía a leer en lindos libritos de cantos dorados y
encuadernados en tafilete, donde con estilo melifluo y empalagoso se
relataban estupendos milagros y se hablaba del amor a Dios, empleando
mundanas comparaciones que hubieran hecho ruborizar a María, a tener más
años y menos inocencia.

Aquella continua lectura y las entretenidas relaciones del señor García,
que sabía mezclar en la conversación vidas de santos y santas, narradas
en forma novelesca y en las que el diablo desempeñaba siempre el papel
de traidor de melodrama, trastornaba el cerebro de la niña, que a los
diez años soñaba en hermosas princesas que morían en el martirio antes
que abjurar de su fe, y en bellísimos ángeles con armaduras de oro y
rodeados de deslumbrantes resplandores que, aprovechando el silencio de
la noche, descendían del cielo para depositar un casto beso, sobre la
frente de las vírgenes cristianas.

Conforme transcurría el tiempo y crecía la niña, don Ricardo sumíase en
su melancolía y descuidaba la educación de su hija confiando en la
fidelidad de Tomasa y la amistad del señor García, y éste,
aprovechándose de aquella apatía y del cariño que le profesaba María,
procedía como un verdadero padre, disponiendo de su voluntad a su
antojo.

La aversión que la pequeña mostró en otro tiempo a permanecer mucho
tiempo en la iglesia, habíase trocado, merced a las sugestiones del
cariñoso protector, en cotidiano y celestial placer, siendo los momentos
más felices para María aquellos en que, arrodillada con todo el aire de
una señora mayor, estaba en la iglesia arrullada por las melodías del
órgano y contemplando aquellas imágenes que con sus ojos de vidrio la
miraban fría e indiferentemente.

Mayor placer le causaban todavía las visitas a los conventos.

Tenía el señor García grandes amistades con las superioras de algunos de
ellos, y allá iba una vez por mes acompañado de la niña, que ansiaba
penetrar en aquellas destartaladas habitaciones impregnadas de ese olor
"sui géneris" mezcla de humedad y de incienso, propio de las casas de
religión.

Su viejo preceptor quedábase en el locutorio; pero para ella se abrían
las puertas del claustro y pasaba de los brazos de una a otra monja,
siendo acariciada por todas, y volviendo a casa con los bolsillos
atestados de escapularios y golosinas.

La imagen del convento iba grabándose fuertemente en su cerebro.

Los trajes extraños de aquellas mujeres, su género de vida, el ambiente
poético de su vivienda, y sobre todo la egoísta consideración de que
encerrándose allí ganaba el cariño de Dios y se conquistaba el cielo,
causaban gran impresión en el ánimo de la niña, y aún venían a aumentar
la fuerza de tales sentimientos las palabras del señor García, que
estaba elocuente al descubrir las delicias del claustro y lo bien vistas
que eran en el cielo cuantas personas renunciaban al mundo encerrándose
en aquél.

Hay que advertir que el santo varón, después de estas insinuaciones, se
apresuraba a decir que tal género de vida no era para señoritas, que,
como ella, tenían un padre a quien obedecer y cuidar y una gran fortuna
de que disponer; pero tratándose de un carácter impresionable y terco
como era el de la niña, tales cortapisas solo servían para exagerar sus
propósitos y afirmar más en ella las primitivas ideas.

A los doce años María ya tenía adoptada su resolución.

Sabía, porque así se lo había dicho su preceptor, que el mundo era muy
malo y estaba decidida a huir de él para encerrarse en uno de aquellos
conventos donde podían vestirse trajes teatrales que no se usaban en
las calles y comer golosinas deliciosas que no se encontraban en ninguna
confitería de París.

Era aquélla una vocación ridícula, propia de una cabeza infantil en la
que predominaba la imaginación; pero el señor García debía de tenerla
por muy verdadera, ya que manifestaba cierta satisfacción y sólo hacía a
la niña muy débiles objeciones.

El viejo devoto, a fuerza de bondadosas humillaciones y de serviles
complacencias, había acabado por hacerse omnipotente en aquella casa.

A la hija la dominaba por la educación y el sentimiento, y al padre por
la actividad.

La melancolía que se había apoderado de don Ricardo debilitaba su
voluntad, hasta el punto de impedirle el ocuparse de sus negocios.

Poseedor de una colosal fortuna, cuyos bienes radicaban en España, y que
tenía el deber de cuidar, pues pertenecían a su hija, causábale inmensas
molestias el tener que ocuparse de la administración de las fincas, de
los cobros y de la correspondencia con los arrendatarios, y creyó muy
natural el confiar esta misión a su amigo el señor García, quien se
encargó de ella después de varias excusas, negativas y salvedades
propias de una conciencia escrupulosa.

Después de este encargo, el poder del viejo en la casa fué ya inmenso.

Vivía fuera, en un pequeño cuarto amueblado de la calle de los Santos
Padres; pero exceptuando las horas de dormir, pasaba el resto del día al
lado de aquella familia, que se había acostumbrado a considerarlo como
un ser al que estaba ligada por lazos naturales e indestructibles.

Ponía el viejo devoto el mayor cuidado en la administración de los
bienes de su amigo, y éste tenía tal confianza en él, que apenas si
dirigía una mirada indiferente a los extractos de cuentas que
mensualmente le entregaba.

Aquel hombre era la personificación de la modestia y el desinterés. Don
Ricardo sacudía algunas veces su apatía para admirarle.

Era pobre; vivía tan modestamente que casi estaba en la indigencia; no
contaba con otro medio de subsistir que los auxilios pecunarios que le
daban los amigos y protectores que tenía en el clero, y a pesar de esto
no quiso admitir la espléndida retribución que por sus servicios le daba
el señor Avellaneda, conformándose, al fin, en aceptar un mezquino
sueldo que él mismo se señaló.

Don Ricardo, admirado de aquel ser modelo de virtud, sentía decrecer en
su ánimo la animadversión que de antiguo experimentaba contra las gentes
devotas, y por no dar un disgusto al santo varón que tan noblemente se
portaba, guardábase de oponerse a aquella educación exageradamente
religiosa que daba a su hija.

Esta encontrábase ya en el momento crítico en que la savia de la vida
rompe el capullo de la infancia y la niña se convierte en mujer.

Era la crisálida próxima a transformarse en mariposa y revolotear en la
risueña primavera de la vida.

Todo sonreía a aquel pequeño y delicado ser, que no conocía las
amarguras de la vida más que por las rutinarias arengas de su preceptor.
Era rica, estaba mimada hasta la exageración y acariciaba una dulce
esperanza que alegraba su porvenir.

María sonreía de felicidad al pensar que algún día iría a aquel país
para ella misterioso que se llamaba España, que Tomasa le describía con
tanto entusiasmo y cuya lengua hablaba en el seno de la familia,
causándole sus palabras el efecto de una armonía arrulladora.




V

Mariposa.


El período hermoso de su vida empezó para María el día en que su
juventud fué declarada oficialmente, o sea aquél en que tomó la primera
comunión.

Don Ricardo admiró su traje blanco y su velo de desposada, derramó
copiosas lágrimas, producidas tanto por la alegría como por el recuerdo
de su esposa, y lo mucho que ésta habría gozado viendo a su hija de tal
modo, y no se le ocurrió acompañarla a San Sulpicio, dejando como
siempre que cumplieran con este encargo su fiel amigo y la criada.

¡Con qué profunda unción recibió María, confundida entre un tropel de
niñas con blancas vestiduras, aquel nuevo sacramento de la Iglesia!

Recordó lo que había dicho el señor García sobre tan importante acto, y
pensando que era nada menos que Dios quien iba a alojarse en su cuerpo,
procuró engullirse con la mayor delicadeza el pegajoso cuerpo de Cristo,
que envuelto en saliva bajó con solemne parsimonia al fondo de su
estómago.

Aquel acto resultó conmovedor para los fieles amigos de María.

Su segunda madre, la cariñosa Tomasa, lloraba ruidosamente, tapándose el
rubicundo rostro con el blanco delantal, y en cuanto al señor García,
creía que a falta de lágrimas era muy propio del caso suspirar
angustiosamente, frotándose los ojos con las puntas de su pañuelo.

Desde aquel día todo varió en la vida de María.

Vistiéronla de largo y ya no le fué permitido el correr ni jugar en las
alamedas del Luxemburgo, teniendo que resignarse a pasear con aire grave
y los ojos bajos al lado de su padre o de su preceptor.

Se acabó para siempre el correr mezclada entre niños, con la cabellera
suelta y ondeante bajo el mal seguro sombrerillo, pues en adelante tuvo
que peinarse horriblemente e ir adquiriendo, por indicación de su
preceptor, todo el aspecto rígido y antipático de una doncella que odia
las pompas mundanas y sólo piensa en entrar en el cielo.

El señor García tenía sus planes acerca de su discípula. Era el buen
hombre tan modesto que se juzgaba incapaz de continuar la educación de
la niña y aconsejaba a su padre la pusiera a pensión en un convento de
confianza, que ya se encargaría él de designar; pero Avellaneda, siempre
tan complaciente con su amigo y administrador, sacudió su indiferencia
al escuchar tal proposición y se negó enérgicamente a separarse de
María, y menos a consentir que entrara en un convento, aun en calidad de
educanda.

Aquello molestó mucho al virtuoso administrador, pero como su cualidad
distintiva era la humildad, sufrió con paciencia el fiero arranque de su
amigo y se conformó a que María no fuese al convento.

La niña no experimentó la menor contrariedad con la negativa de su
padre.

La halagaba la idea de permanecer algunos años en el convento, llevando
la misma vida espiritual y contemplativa de las religiosas, mas no por
esto detestaba el mundo con la misma energía que algunos años antes.

María llevaba la misma vida que en un convento, y en verdad que con ella
no resultaba muy simpática y alegre la existencia.

Para la niña, los teatros, las "soirés" y las innumerables diversiones
de la juventud eran cosas desconocidas; pero con la edad había adquirido
gran instinto de observación y en cuanto la rodeaba adivinaba que en el
mundo existía una vida llena de placeres y de inesperadas impresiones,
muy distintas a la monótona y triste que ella arrastraba.

Muchas veces, cuando cerrada ya la noche regresaba a su casa seguida de
sus inseparables amigos, tenía que detenerse para dejar paso a veloces
carruajes en cuyo interior se distinguían hermosas damas espléndidamente
vestidas que se dirigían al teatro o al baile, aquellas dos diversiones
desconocidas por la niña, pero que en su cerebro producían un cúmulo de
aventuradas y fantásticas suposiciones.

Aquel vago deseo que en el corazón de la joven producían las pompas
mundanas ocupaba su imaginación durante noches enteras, dejando tras sí
amargos rastros, pues María juzgaba tales pensamientos obra del demonio,
que quería apartarla de la senda del bien, y para conjurar al infernal
enemigo, saltaba de la cama y ponía sus rodillas desnudas sobre el frío
suelo, pidiendo a Dios que no la desamparase y que le diese fuerzas para
desechar tan horribles seducciones.

Mas, por desgracia para la joven devota, el mundo, que es muy pícaro,
parecía complacerse en hacer desfilar ante sus ojos, cada vez con mayor
magnificencia, todas sus seductoras grandezas, y su espíritu mujeril se
conmovía profundamente con las hermosuras del arte, del lujo y de la
vida elegante.

En el interior de María formábanse dos distintas personalidades que
reñían empeñadas batallas. Los sentimientos de mujer vulgar y de devota
iluminada desarrollábanse en ella en continua lucha.

Durante el día la grandeza mundana ejercía sobre ella seductora
influencia, y contemplando en el paseo las elegantes damas que paseaban
del brazo de sus maridos, sentía algo semejante a la envidia; pensaba
con placer en que algún día podía llegar a ser una de ellas y se
proponía no encerrarse en un convento, donde la vida resultaba aún más
monótona que la que en la actualidad hacía; pero así que por la noche
se encerraba en su cuarto y quedaba completamente sola, el silencio
nocturno le causaba inmenso pavor, parecíale que el diablo iba a salir
por debajo de la cama gritando entre dos estridentes carcajadas: "Eres
mía", y miraba avergonzada, como solicitando auxilio, las estampas de
vírgenes y santos que adornaban las paredes, acabando por llorar
desesperadamente y pedir perdón por pecados tan horrendos como eran
haber deseado un vestido elegante y un marido guapo, iguales a los que
ostentaban las majestuosas señoras que paseaban por el Luxemburgo.

Aquella interminable lucha que libraban los naturales instintos y los
temores pueriles y ridículos engendrados por una educación fanática,
causaba gran quebranto a la naturaleza física de María, que vivía febril
y sobreexcitada, con gran alarma de cuantos la rodeaban, los cuales no
podían explicarse sus ratos de meditabunda melancolía y sus arranques de
exagerada devoción.

Tomasa casi llegó a creer en algunos instantes que la hija se había
contaminado del mal del padre y que aquella meditación tenaz y dolorosa
a la que de vez en cuando se entregaba la conducía en línea recta a la
locura.

El único remedio que la joven encontraba para librarse momentáneamente
de lo que ella llamaba "pérfidas seducciones del diablo" era la lectura,
y con el ansia del náufrago que encuentra un punto sólido al que asirse,
leía aquellas obras devotas, de las que tenía gran provisión, gracias al
cuidado del señor García.

Pero, ¡ay!, que aquellos libros al poco tiempo no produjeron el efecto
apetecido por María, pues en vez de afirmar sus aficiones devotas, la
empujaban al mundo y a sus seducciones.

A fuerza de leer comprendió que todas aquellas apasionadas declamaciones
resultaban huecas por lo indefinido de su objeto y porque no lograban
interesar a su corazón, y en los capítulos en que se hablaba del amor a
Dios y se dirigían a éste frases como "¡dulce esposo mío!", "¡Señor de
mi alma y de mi cuerpo!", la joven sentía que en su interior se
despertaba algo nuevo y extraño y repetía distraída y automáticamente
las apasionadas palabras con el pensamiento puesto, no en el hombre
desnudo de miembros negruzcos, pecho sangriento y cabeza greñuda que
pendía de la infamante cruz, sino en cualquiera de aquellos mozalbetes
rizados, vestidos a la última moda, con el cigarrillo en la boca y el
lente bailando sobre el chaleco que todas las tardes veía en el
Luxemburgo.

Gustábanle mucho aquellas frases amorosas de los libros devotos; pero el
demonio la tenía tan aprisionada entre sus garras a los catorce años,
que le parecían mas hermosas si iban dirigidas a un hombre de vil
materia que a una de aquellas imágenes de leño santificado.

El diablo hace caer a las débiles criaturas de la tierra en tan
tremendos absurdos.

La afición a la lectura fué creciendo de tal modo en María, que llegó a
alarmar al bueno del señor García.

Parecíanle ya fríos y monótonos los libros de devoción a aquella
imaginación despierta, y un día, cansada de tan insípida lectura, se
decidió a tomar en sus manos una de las obras que su preceptor llamaba
profanas.

Las dos criadas francesas que estaban en la casa bajo la dirección de
Tomasa eran el perfecto tipo de la doméstica en la nación vecina:
sentimentales, fantásticas y grandes aficionadas a enterarse de las
dramáticas aventuras de Alfredos y Arturos y a derramar lágrimas de
ternura en vista de las grandes peripecias que éstos habían de sufrir en
el curso de la novela.

Para dar pasto abundante a sus aficiones de impertérritas lectoras,
tenían siempre sobre la mesa de la cocina abundante provisión de novelas
económicas y folletines poéticos, cuyos fragmentos más interesantes
declamaban en alta voz acompañadas del hervor de los pucheros y del
estrépito de la loza en el fregadero.

A aquella biblioteca acudió María, y excusado es decir el efecto que en
su imaginación romancesca causarían tales obras, que eran brillantes
apologías del amor y en las cuales se pintaban con colorido exagerado
las innumerables pasiones que encrespan tempestuosas el océano de la
vida.

Ocurría esto en 1832, justamente cuando la revolución de julio,
derribando la estúpida tiranía de los Borbones y creando una monarquía
ciudadana sobre las ensangrentadas barricadas, quitaba toda traba al
pensamiento humano, que corría con el atolondramiento y el ciego impulso
de un niño a quien abren las puertas de un triste colegio.

El gusto romántico vencía al frío clasicismo, y la imaginación se
enseñoreaba del mundo dominando en el cerebro humano a las demás
facultades.

Dos jóvenes que entonces hacían gran ruido y que habían de pasar a ser
inmortales, eran los dueños de la situación, y Francia entera se
entusiasmaba leyendo las "Orientales" y las "Odas y baladas", del hijo
de un antiguo general bonapartista llamado Víctor Hugo, o se conmovía
repitiendo las melodiosas "Contemplaciones" de un provinciano llamado
Lamartine.

Chateaubriand, el cantor del realismo y de las glorias de los hijos de
San Luis, veía pateadas con desprecio sus obras por la triunfante
Revolución, que levantaba con sus robustos brazos para exponerlos a la
pública adoración a aquellos jóvenes bardos amamantados en la férrea
leche de sus pechos.

Los primeros libros que cayeron en manos de María fueron las obras de
aquellos dos poetas.

¡Cómo describir la grandiosa impresión, la tremenda revuelta que
causaron en ella tan seductoras obras!

Anhelos hasta entonces no explicados adquirieron forma completa en su
imaginación; comprendió, por fin, lo que era el amor y lo que esto
significa, y experimentó idéntica impresión que el pájaro que, al fin,
puede volar, y abandonando por primera vez el nido, se lanza a los
campos embellecidos y caldeados por la vivificante primavera.

Leía y releía con una avidez sin límites los inmortales cantos de
aquellos genios, hasta que las estrofas quedaban grabadas en su memoria,
y por la noche dormíase repitiéndolas con entonación melancólica,
mezclando muchas veces los versos con los suspiros.

Los crepusculares cantos de Lamartine conmovían su alma y le producían
idéntica impresión que si una mano poderosa la levantara del suelo para
mecerla entre los dorados celajes de la caída de la tarde, y muchas
veces tenía que suspender la lectura para llorar sin motivo alguno y
únicamente por dar salida a la dulce melancolía que se acumulaba en su
pecho.

Víctor Hugo producía en su ánimo un efecto aún más radical y abría ante
su imaginación nuevos e infinitos horizontes. Aquellas odas apasionadas
le hablaban del amor como de una cosa santificada a la que se debía la
existencia del mundo y la suprema felicidad de la vida, y Dios no
aparecía en ellas como un ser irascible, vengativo y envidioso a quien
le producen accesos de rabia la dicha de sus criaturas, sino como un
viejo filósofo, bondadoso y dulcemente jovial, que sonríe plácidamente
al contemplar las inocentes travesuras de la apasionada juventud.

Aquella manera de representar al autor del Universo agradaba a María,
que no podía menos de estremecerse al recordar el Dios descrito a cada
momento por su preceptor, ser omnipotente que sólo admitía en su
presencia a las criaturas que renegaban de la naturaleza humana, que
despreciaban los puros goces de la vida, que modificaban sus
sentimientos y que aceleraban la llegada de la muerte, encerrándose en
la tumba del claustro, cuando más exuberantes estaban de salud y fuerza.

Las poesías orientales despertaban en María otra clase de pensamientos,
y sin darse cuenta de ello, iba convirtiéndose en una joven romántica y
de pasiones fantásticas, como la mayor parte de las de aquella época.

El poeta la hablaba de España, de aquella patria querida que adoraba sin
conocer; y con atención mezclada de asombro iba leyendo aquellas
musicales estrofas que describían a los nobles abencerrajes y a las
españolas sultanas; las serenatas entonadas en voz queda frente a los
afiligranados ventanales de la Alhambra, los vistosos y dramáticos
torneos, las citas en frondosos jardines y a la luz de la luna, y las
empresas heroicas que horripilaban, pero que llevaban a cabo los
paladines con el nombre de su amada en los labios.

Ante aquel mundo nuevo que surgía de los armoniosos versos, María
experimentaba idéntica impresión que el niño que ve por primera vez en
la noche obscura una quema de fuegos de artificio.

Su único pensamiento, la idea que con más fuerza se fijaba en su
cerebro, era que ella quería ser una de aquellas heroínas e inspirar una
loca pasión a un héroe que por su amada fuera capaz de los mayores
sacrificios.

Quería ser la amada de un paladín moderno y hasta morir por él si fuera
preciso.

La idea del convento no por esto se apartaba de su memoria, pero se
había modificado mucho con la continua lectura.

Ella no iría inmediatamente a un monasterio a llorar faltas que no había
cometido ni a odiar a un mundo que no conocía. Antes de renunciar a la
vida quería saber por sí propia lo que ésta era, gozar sus dichas y
sufrir sus desengaños y aspirar el intenso perfume de un amor novelesco.
Después entraría en un convento, pero sería para llorar paseando por los
claustros desiertos, y con todo el aspecto de una heroína de poema, el
recuerdo del amante muerto en el campo de batalla a manos de una
venganza inspirada por los celos.

En aquella linda cabecita se encerraba una imaginación propiamente
española, que, una vez se echaba a galopar por el dilatado campo de lo
desconocido, no respetaba obstáculo ni traba y recorría con complacencia
el terreno de lo absurdo.

Un amante, un héroe, agonizante de amor, que sobreviviera después de la
terrible catástrofe como en el último acto de una tragedia, y al final,
el convento con toda su monotonía y esa calma sepulcral que sirve de
dulce bálsamo a las almas despedazadas.

Esto era en todas sus partes el deseo constante de María, aspiración en
la que tropezaba el señor García siempre que apuntaba a su discípula la
antigua idea de la clausura religiosa.

El preceptor veía con tranquilidad que María no se manifestaba contraria
a tomar el velo; pero no dejaba de producirle cierta alarma el notar que
la joven no mostraba tan fogoso entusiasmo como algún tiempo antes, y
tenía cierto empeño en reducir las pláticas de devoción, dejando siempre
para más adelante el hablar a su padre seriamente de su vocación
religiosa.

La transfiguración moral de aquella joven pasaba desapercibida para
cuantos la rodeaban.

El señor García, con ser tan listo, no llegaba ni aun a sospechar lo que
ocurría en el ánimo de su discípula, y en cuanto a Tomasa, como no sabía
leer ni creía que en el mundo hubiese otros libros que los dedicados a
la devoción, al ver a su señorita entregada a todas horas a la lectura
con una extrema avidez, sentíase conmovida por aquello que ella creía
amor a las doctrinas religiosas.

La juvenil mariposa, al llegar a los dieciocho años, estaba totalmente
transfigurada.

Por la noche, cuando el cansancio comenzaba a cerrar sus ojos, ya no
soñaba en ángeles deslumbrantes ni en demonios horribles. Otras eran las
imágenes creadas por su fantasía.

Muchas veces extendía sus brazos, pues le parecía ver a la cabecera de
su cama un apuesto paladín de ojos melancólicos y de negra cabellera
que, cubierto de limpia armadura, como aquellos héroes de las leyendas,
estaba en actitud de velar su sueño.




VI

Mentor y Telémaco


En el mes de enero de 1840, el invierno, por no perder su anual
costumbre y ser tenido como inconsecuente y caprichoso por los buenos
vecinos de París, hacía que éstos anduvieran por las calles soplándose
las manos o frotándose la nariz, so pena de sufrir graves deterioros en
partes tan integrantes de la belleza física.

Hacía un frío de dos mil demonios, según la elocuente expresión de la
criada del señor Avellaneda.

Cuando no soplaba un viento huracanado y punzante, caía una lluvia
torrencial con estrépito escandaloso; y si ambas explosiones de la ira
de la naturaleza cesaban de azotar la gran ciudad y parecía
restablecerse la calma en el espacio, comenzaba a descender desde los
plomizos celajes del cielo una inmensa sábana de nieve que se
enseñoreaba de todo: lo mismo de los tejados y sus aleros que del
pavimento de las calles, llegando a filtrarse al fondo de las cuevas por
los angostos respiraderos.

Los copos de nieve parecían un infinito enjambre de blancas moscas
deseosas de devorar la gran metrópoli, y los transeúntes mostrábanse
molestados por la picadura fría, pegajosa y espeluznante de aquellos
insectos de invierno.

Los parisienses sabían que cruzaba diariamente el espacio una cosa
llamada sol, pero hacía ya algunos meses que no aparecía sobre los
tejados de la gran ciudad, pues pasaba de largo, embozado en la densa
capa de nubes, y se hablaba de él con el mismo acento de incertidumbre
que si se tratara de un ser mitológico engendrado por la imaginación.

En una de aquellas mañanas que París despertaba al contacto de las
sábanas de nieve que cubrían su lecho, y cuando el reloj de San Germán
de los Prados daba las siete, el señor García, que parecía inalterable
por los años y que conservaba su eterno aspecto humilde, bondadoso y
sonriente, desperezóse en su pobre cama allá arriba en el último piso
de una casucha de la calle de los Santos Padres, y después de algunas
vacilaciones, se decidió a abandonar el camastro.

Se vistió y lavó con gran detenimiento; después de haberse persignado
devotamente, tomando agua bendita de una pililla que tenía a la
cabecera, le rezó tres padrenuestros a una estampa de Jesús que adornaba
su cuarto y que era una obra maestra del arte religioso, pues
representaba al Hijo de Dios, acicalado y rizado como si saliese de una
peluquería y en actitud como de desabrocharse el chaleco para mostrar su
corazón flamante, de color de hígado fresco, y así que terminó la
oración, sacó de un armario un panecillo y una pastilla de chocolate,
que comió junto a la ventana, estremeciéndose de frío, pues por las
rendijas de la vieja vidriera se filtraba el helado resuello del
invierno.

Cuando el anciano terminó de masticar el desayuno y se hubo convencido
de que no quedaba sobre su raído traje la más leve migaja, púsose una
larga hopalanda, que tenía mucho de sotana, y el viejo sombrero, cuya
figura se confundía en la memoria de María con los primeros recuerdos de
la niñez. Después, salió a la calle, llevando bajo el brazo un paraguas
rojo.

El señor García, a pesar de sus años, andaba con cierta viveza juvenil y
evitaba que sus gruesos zapatos claveteados resbalasen sobre la nieve de
las aceras, próxima a solidificarse.

Atravesó el barrio de San Germán y el de San Sulpicio, pasó por la
desembocadura de la rue Ferou, dirigiendo una mirada distraída a la casa
del señor Avellaneda, y llegó a la larga calle Vaugirard, deteniéndose a
poco menos de su mitad junto a la puerta de una negruzca y larga tapia,
sobre la cual y a alguna profundidad, veíase el cuerpo superior de un
pequeño palacio construído con arreglo a la arquitectura frívola y
seductora del pasado siglo; pero al cual, la furia destructora del
tiempo había dado un aspecto vetusto. Los apuntados tejados de pizarra
habían perdido su primitiva brillantez: los moldeados tragaluces de las
buhardillas estaban algo destrozados por la lluvia y la nieve, y en los
huecos de las molduras que adornaban los muros, así como en las
hornacinas, que en otro tiempo debieron de contener estatuas, crecían
verdes cabelleras de plantas silvestres, que el viento agitaba
acompasadamente.

Aquel edificio, aunque viejo, de perfiles seductores, asomando su faz
sobre una tapia negruzca, y que por tener sobre la puerta una gran cruz
de madera parecía la cerca de un cementerio del campo, causaba el mismo
efecto que un puñado de rosas marchitas puestas en las vacías cuencas de
una calavera.

El señor García tiró rudamente de una cadenilla que pendía junto a la
puerta, y allá dentro sonó el repiqueteo de una campana. Le abrió un
viejo de aspecto igual al suyo, y el señor García, contestando con una
inclinación de cabeza al saludo que le dirigió el fámulo, atravesó el
vasto patio existente entre la tapia y el edificio, y en el cual crecían
algunas plantas raquíticas alrededor de una fuentecilla que tenía en el
centro una imagen de la Virgen, cubierta de moho verde, así como la
parte exterior de la taza de mármol.

El vejete, subiendo algunos peldaños, penetró en el piso bajo, atravesó
algunas antesalas, contestando con genuflexiones a los saludos que le
dirigieron varios curas que estaban sentados esperando; entreabrió una
mampara negra, y por el resquicio pasó parte de la cabeza, preguntando
con humildad si se podía pasar.

--¡Entrad! Adelante, querido hermano--contestó una voz varonil.

El señor García entró en aquella pieza, que era un vasto despacho, casi
igual al del padre Claudio en Madrid, sin que faltasen los colosales
estantes repletos de legajos y carpetas rotuladas.

Sentado en un gran sillón, juntó al hueco de una ventana, estaba el
padre Fabián Renard, superior de los jesuítas de Francia, o más bien
dicho, vicario en dicha nación del general de la Compañía, que residía
en Roma.

El estar el buen padre encogido en su asiento, no impedía que fuese
apreciada su estatura y robustez de granadero, completadas por una
cabezota rubicunda, de rostro granujiento, hinchado y velloso en
demasía. Unos ojillos vivos, audaces y escudriñadores, que brillaban con
cierto reflejo metálico bajo la espesa almohadilla de grasa que formaba
la frente, completaban el retrato físico de aquel hombre, que había
prestado grandes servicios a la Compañía, pero que en el registro
secreto que para su uso especial llevaba el general de la Orden, estaba
anotado del modo siguiente:

     "_Fabián Renard._--Perfecto instrumento de la Orden. Ha hecho
     buenos negocios. Buen jefe de pelea, mal director. Vivo y
     arrebatado de sobra. Falta de constancia, de paciencia y de
     cautela. Prefiere el valor y la audacia a la astucia. Ha sido
     soldado. Quisiera arreglar las cosas más difíciles en media hora.
     ¡Es un verdadero francés!"

El padre Renard era uno de tantos aventureros que sin otra guía que la
audacia ruedan de un punto a otro, agitados por la ambición, sin ninguna
idea fija, y dispuestos a venderse lo mismo a Dios que al diablo.

En su juventud había pertenecido al ejército de Napoleón, y fué soldado
porque entonces estaba en moda serlo, y las armas eran el único medio
para hacer carrera.

Se batió con valor y ascendió lentamente hasta capitán, pero llegó la
restauración de los Borbones con todas sus inevitables consecuencias. La
Iglesia volvió a dominar, los curas fueron los héroes de la situación, y
el joven capitán entró en la Compañía de Jesús, donde se hizo más
justicia a sus facultades de hombre audaz y de ancha conciencia,
llegando, después de realizar varios "negocios" de importancia, a ser
encargado de la Orden en su patria.

Su carácter estaba descrito con tanta concisión como verdad en las
anotaciones del general, pues en la Compañía se estudiaba imparcialmente
la naturaleza moral de cada individuo y se archivaban después los
apuntes sin temor a equivocaciones.

No estaba solo el padre Fabián cuando entró en su despacho el señor
García.

Frente a él, y ocupando otro sillón, se encontraba un caballero vestido
con cierta marcial elegancia y cuyo rostro bronceado y varonil le
delataba como perteneciente a una raza meridional.

Este desconocido, al entrar el viejo, se levantó para saludarle, pero el
padre Fabián le empujó cariñosamente para que volviera a sentarse, y le
dijo en español, dificultosamente pronunciado:

--Sentaos, señor conde. Este señor es un amigo, un hermano de gran
confianza. Es don José García, hombre virtuoso y de gran religiosidad,
que en 1820 se vió obligado a huir de España, por no sufrir las
persecuciones de los malditos revolucionarios. Después, ha querido
volver a su patria, especialmente cuando en el 24 quedó restablecido el
orden y el respeto a la religión; pero asuntos muy graves y de gran
interés para la Compañía, le retienen aquí, y el buen hermano se
sacrifica. ¿No es así, señor García?

--Así es, reverendo padre--contestó el vejete, muy satisfecho del tono
amable y jovial con que le hablaba tan elevado personaje.

--Sentaos, señor García, sentaos. Justamente hace un momento os
recordaba y hablaba de vos al señor conde. A propósito: sabed que este
señor es un compatriota vuestro, el conde de Baselga, coronel de un
regimiento de caballería carlista, que no ha imitado a esos traidores,
que con Maroto se entregaron en Vergara, y que a vivir en la opulencia,
reconociendo a la ilegítima Isabel II, ha preferido seguir al verdadero
y desgraciado soberano Carlos V, pasando la frontera y viniendo a París
a sufrir las tristezas de la emigración. Es un héroe de la buena causa.

El señor García saludó con una sonrisa al héroe, y con una respetuosa
reverencia al conde, y después se sentó modestamente y a alguna
distancia de los dos personajes, como si quisiera demostrar que no era
de los que deseaban la supresión de castas.

--Yo--continuó diciendo el jesuíta francés, que entre sus defectos tenía
el de ser excesivamente charlatán cuando estaba entre los suyos--me
encuentro perfectamente cuando hablo con españoles. Conservo muy buenos
recuerdos de aquel país donde el cielo es eternamente azul y tan
hermosas son las mujeres. ¡Eh! ¿Qué es eso? ¿Torcéis el gesto, señor
García? Comprendo que a un santo, como vos lo sois, os causan mal efecto
estas palabras, pero... ¡qué queréis!, antes de sacerdote he sido
soldado y la sotana no borra nunca las huellas que dejan las costuras
del uniforme. Aquí está un bravo militar, que por el mero hecho de
serlo, sabrá dispensarme mejor mis faltas y comprenderá más bien mi
carácter.

Baselga sonreía encantado por la franqueza de aquel jesuíta, y
comparándolo con el simpático, pero misterioso padre Claudio, le
encontraba muy superior a éste.

--¡Qué tiempos aquéllos!--continuaba diciendo el padre Fabián--Aún veo
como si ocurriera en este instante, cuando yo era sargento en la columna
del general Hugo, el padre de ese coplero impío y revolucionario, que
tanto ruido mete ahora, y perseguíamos a aquel diabólico "Empecinado",
que tan pronto se nos desvanecía entre las manos, como nos atacaba
inesperadamente. Reconozco que los españoles no tienen rival en esas
guerras de montaña, y tanta es la simpatía que me inspiran, que desde
aquí he ido siguiendo con interés todos los incidentes de esa contienda,
civil, en la que tanto os habéis lucido, señor conde, al frente de
vuestro regimiento de lanceros.

Baselga saludó con aire satisfecho, y el señor García creyó del caso
agradecer con una amable sonrisa aquellas lisonjas dirigidas a sus
compatriotas.

--Vuestra llegada, señor García--continuó el jesuíta--, no puede ser más
oportuna. El señor conde visita París por primera vez; apenas si conoce
el idioma y necesita un hombre de confianza, un buen amigo que le
acompañe a todas partes y le sirva de guía en esta Babel. Nadie mejor
que vos puede hacer este favor, y yo os estaba nombrando momentos antes
de que entraseis.

--Reverendo padre--contestó el viejo--, estoy muy agradecido por la
bondad que me dispensáis, y en cuanto al señor conde, prometo servirle
tan bien como pueda. Baselga tendio su mano al vejete en muestra de
agradecimiento.

--¿Dónde vive usted, señor conde?--preguntó García, con solícita
curiosidad.

--Estoy alojado en la fonda de "El León de Oro", en la rue Saint-Honoré.
Vivimos aquí algunos jefes emigrados, en amistosa comunidad, pero deseo
mudar de domicilio e instalarme en una habitación que, aunque decente,
no me cueste tan cara.

--A usted le convendría vivir en un barrio retirado y serio como el de
San Germán, o el de San Sulpicio. En aquella parte de París, donde usted
habita, el escándalo y la corrupción tienen su asiento, y ninguna
persona católica puede vivir con tranquilidad. Si usted me lo permite,
le buscaré nueva habitación.

--Apreciaré mucho ese favor.

--Vivirá usted en la misma casa que yo. Soy pobre y no tengo otro
remedio que vivir en una buhardilla que basta para mis necesidades; pero
en el piso primero hay desalquilada una habitación de soltero, bastante
aceptable, en la que el señor conde podrá vivir con comodidad. Es en la
calle de los Santos Padres. ¿Le conviene a usted mi proposición?

--Aceptada. Además, viviendo cerca de usted, tendré la ventaja de poder
utilizar a todas horas sus amables servicios.

--Todo está corriente--dijo el padre Fabián--. Telémaco y Mentor
vivirán unidos, y así se complementarán mejor. Y ahora, que ya están
ustedes convenidos, les suplico que me dejen solo. Crean que tengo un
verdadero placer en conversar con ustedes, pero mis obligaciones son
muchas y tengo la seguridad de que en la antesala me esperan un buen
número de amigos y solicitantes. ¿Eran muchos cuando habéis entrado,
señor García?

--Reverendo padre, pasaban de diez los sacerdotes que estaban en la
antesala.

--Ya lo veis, señor conde. Esto es insufrible. No tengo un momento mío;
pero esto no impedirá, indudablemente, que me honréis a menudo con
vuestra visita. Siempre encontraremos tiempo suficiente para conversar
con buenos amigos; vos, recordando vuestras antiguas glorias, y yo
pensando en los tiempos que arrastraba sable. Un recomendado del padre
Claudio es para mí una persona digna de las mayores atenciones.

El conde agradeció con respetuosas inclinaciones de cabeza los
ofrecimientos del jesuíta, y después de besar su mano se dispuso a salir
acompañado del señor García.

Este procuró quedarse algo rezagado, y cuando Baselga estaba ya en la
puerta, volvióse rápidamente adonde se hallaba el padre Fabián, que le
miraba fijamente como adivinando que tenía algo que decirle.

--En aquella casa todo sigue lo mismo, reverendo padre.

--¿Y la niña?

--No se niega a ser monja, pero tiene cierto empeño en retardar la
entrada en el convento.

--¿Hay acaso amoríos de por medio?

--No, reverendo padre. Si tal hubiese, lo sabría yo.

--Mirad que los viejos no tenemos buen ojo para apercibirnos pronto de
estas cosas.

--Tengo absoluta certeza de que María no piensa en amores.

--Pues ved de emplear todos los medios para que la niña se decida en
favor de la religión.

--Así lo haré, reverendo padre.

--¿Y el señor Avellaneda?

--Sigue tan loco y meditabundo como siempre.

--Eso es menester--dijo sonriendo el jesuíta.

Él señor García besó devotamente la velluda mano que le tendía el padre
Fabián, y se reunió en la antesala con el conde de Baselga, cuya
apostura marcial y tez bronceada llamaba la atención de los clérigos
franceses que aguardaban la audiencia del superior de los jesuítas.

Los nuevos amigos marcharon directamente a la calle de los Santos
Padres, y la portera del señor García, vieja devota muy agradecida a
éste, no por las propinas, sino por continuos regalos de estampas,
medallas y escapularios milagrosos, les enseñó la habitación del primer
piso, que estaba desalquilada.

Baselga manifestó que le agradaba la pieza y sus muebles, y aquella
misma noche durmió en ella.

Cuando el señor García, que se había encargado de traer el equipaje del
conde desde la fonda "El León de Oro", fué a retirarse a su cuarto,
después de desear felices noches a su nuevo amigo, se detuvo junto a la
puerta, y tras algunas vacilaciones, preguntó al conde con marcada
curiosidad:

--Perdone usted mi impertinencia. Pero ¿tiene usted muy intimas
relaciones con los jesuítas de España?

--El padre Claudio es mi mejor amigo, es mi protector, casi mi padre.

--Celebro que así sea, pues de este modo podrá ser más íntima nuestra
amistad. Yo creo que nosotros, salvo la debida distinción de clases y el
respeto que yo profeso siempre a mis superiores en la sociedad, somos
algo más que amigos, pues bien podía ser que resultásemos hermanos.

--Creo que sí.

El vejete sonrió, y desabrochándose su raído chaleco, entreabrió la
camisa, mostrando sobre una sucia almilla de franela un escapulario, en
el que estaba bordado en vivos colores un corazón sangriento y flameante
rodeado de una corona de espinas.

El conde le imitó, y desabrochando sus ropas, enseñó un escapulario
igual.

--Perfectamente--exclamó el viejo sonriendo con alegría--. Los dos somos
hermanos, y aunque sin votos, pertenecemos a la gloriosa Compañía de
Jesús. De hoy en adelante nos trataremos con la confianza que debe
existir entre dos buenos hermanos, entre dos soldados de Cristo, a los
que la sociedad impía y revolucionaria llama "jesuítas de hábito
corto".




VII

Lo que había sido de Baselga


¿Qué había sido del conde de Baselga después del día en que su
matrimonio terminó de un modo tan inesperado y trágico?

Por consejo del padre Claudio, dióse de baja en la Guardia Real y fué a
vivir en un rincón de Castilla, en aquel caserón señorial donde se
habían deslizado los primeros años de su infancia y del cual apenas si
se acordaba.

El complaciente superior del jesuitismo en España era para Baselga una
especie de ángel bueno que velaba por él, y de aquí que atendiera todas
sus indicaciones para cumplirlas con la sumisión inconsciente de un
autómata.

Enterrado en aquel lugarejo, donde había nacido, Baselga vivía alejado
del mundo, y si alguna vez sabía algo de la que ocurría en la corte, era
por conducto del padre Claudio, que le escribía todos los meses, dándole
muy buenos consejos y excitándole a la oración, exhortaciones que no
hacían gran mella en su ánimo.

Su hija estaba en un convento de Madrid, y el buen jesuíta velaba por
ella con tanto interés como administraba la mediana fortuna de la
difunta Pepita Carrillo, cuyas rentas dividía anualmente en dos mitades.
La más insignificante se dedicaba al mantenimiento de Baselga, que
mensualmente recibía una cantidad que, unida al sueldo de comandante de
cuartel que percibía, permitíale llevar una existencia de potentado en
aquel mísero lugarejo, y la parte mayor y más cuantiosa se la embolsaba
el padre Claudio por los gastos de administración y educación de la
niña, verdadera dueña de aquellos bienes.

Baselga era casi feliz en su nueva habitación. Cazaba la mayor parte del
día, por las noches echaba largos párrafos con el cura del lugar, más
ignorante que él pues le reconocía gran superioridad intelectual y
trataba a palos a los labriegos siempre que estaba de mal humor, ni más
ni menos que si se encontrase en plena Edad Media y todavía fuesen un
derecho los abusos feudales.

Algunas veces aquella tranquilidad que le proporcionaba la vida
campestre desaparecía, pues los recuerdos del pasado venían a remover
los vestigios de ambición que todavía quedaban adormecidos en su
pensamiento.

El conde recordaba su feliz mocedad, cuando soñaba en llegar a general y
adquirir gran renombre y cuando se creía próximo a realizar sus
ilusiones, y al verse ahora postergado, solo, sin otro apoyo que el de
los jesuítas y en lo mejor de su edad, casi en la misma situación de un
veterano inservible, sentíase dominado por tremenda melancolía, y
maldecía la memoria de la mujer que de tal modo había truncado su
porvenir.

En aquella continua soledad, y rompiendo el obstáculo de una tenaz
monotonía, el recuerdo de tres seres surgía en su memoria causándole
diversos y encontrados sentimientos.

Pepita aparecía algunas veces en su imaginación, hermosa, atrayente y
seductora, y su recuerdo producía en Baselga el despertar de adormecidos
deseos, y el que resucitase aquella pasión que por tanto tiempo le había
dominado.

El conde amaba todavía a su esposa, y si en algunas ocasiones maldecía
su memoria, eran más las que se abismaba con placer en los recuerdos del
pasado, y saboreaba su perdida felicidad.

La niña, aquel pequeño ser inocente que a los ojos de la sociedad pasaba
por su hija, excitaba también algunas veces sus recuerdos; pero hay que
confesar, en favor de los sentimientos de Baselga, que la pequeñuela, a
pesar de su odioso nacimiento, no lograba inspirar al vengativo conde
otra impresión que una tranquila indiferencia. No así el otro ser que
continuamente ocupaba su pensamiento, y que era el mismo rey don
Fernando, tipo odioso para el conde y que merecía toda la furia de su
rencor.

Cada vez que Baselga pensaba en su soberano sentía que la sangre se
agolpaba en su cerebro y crispaba las manos como disponiéndose a
estrangularlo, cual si lo tuviera en su presencia.

Pensando en el rey se arrepentía de haber obedecido a su estimado padre
Claudio, absteniéndose de dar un escándalo y tomar tremenda venganza;
pero ya que en el momento le era imposible dar rienda suelta a su furor,
proponíase tomar la revancha así que se le presentara ocasión no sólo
contra el amante de su esposa, sino contra sus descendientes, si es que
llegaba a tenerlos.

Así transcurrieron algunos años sin que el olvido que lleva consigo el
tiempo lograra borrar de la memoria de Baselga tan tristes y tenaces
recuerdos.

El primer día de cada año y el de su santo recibía el conde dos cartas
de felicitación escritas por su hija, con un estilo dulzón y afectado,
que delataban la carencia de espontaneidad y daban a entender que la
educanda copiaba lo dictado por la superiora del convento.

Aquellas cartas no proporcionaban a Baselga ningún consuelo, y después
de leerlas las arrojaba con indiferencia, dedicándose de nuevo a su vida
monótona y despojada de todo sentimiento que no fuese el de venganza.

Aquella vida uniforme en un hombre nacido para la agitación y la lucha,
en vez de debilitar el recuerdo de sus desgracias, sólo servía para
excitar más en él las memorias del pasado y sumirle en una feroz
melancolía.

Cuando llegó a aquel lugarejo de Castilla la noticia de la muerte de
Fernando VII, Baselga sintió una impresión semejante a la de aquel a
quien roban una cosa que considera próxima a adquirir.

Acariciaba la esperanza de que algún día la casualidad le pondría en
camino de vengarse por su propia mano del hombre que le había
deshonrado. El no sabía cómo podría realizarse tal milagro, pero tenía
la certeza de éste, y por ello experimentó una tremenda decepción cuando
supo que la muerte acababa de robarle su presa.

No tardaron en sobrevenir con gran rapidez nuevos acontecimientos.

Pocos días después de la muerte del rey recibió una abultada carta del
padre Claudio, en la cual hacía éste un llamamiento a su amistad.

Los partidarios del infante don Carlos defendían con las armas en la
mano, en las provincias del Norte, la causa de la iglesia.

La esposa y la hija de Fernando VII parecían decidirse en favor de la
libertad, y usurpaban los "sagrados derechos" de Carlos V. Era preciso
que todos los soldados de Cristo, todos los militares que fuesen fieles
guardadores de su honor y amantes de la legitimidad monárquica,
acudiesen en auxilio del desgraciado infante, que andaba errante y
proscripto por países extranjeros.

Además, la Orden (esto lo repetía vanas veces en su carta el padre
Claudio) exigía a todos sus amigos que tomasen parte en aquella campaña,
que era en favor de Dios y de la religión.

No necesitaba de tantas excitaciones el conde de Baselga. Bastaba que el
padre Claudio le mandase una cosa, sin explicación de ninguna clase,
para que él la cumpliera inmediatamente, y además, la nueva guerra le
proporcionaba ocasión para hacer daño a los descendientes del hombre que
tanto había aborrecido.

Baselga transformóse repentinamente y volvió a ser el soldado audaz y
ambicioso de otros tiempos.

La gloria militar apareció otra vez radiante y magnífica en su
imaginación, y corrió a donde le empujaban sus pasiones y el mandato de
aquella Institución a la que estaba íntimamente unido.

El padre Claudio había recomendado bien a su protegido y éste mereció en
las filas carlistas un agradable recibimiento.

Zumalacárregui le dió el mando del primer escuadrón de Caballería que
pudo organizar, y Baselga, procediendo unas veces como buen soldado y
otras como un loco de fortuna, fué adquiriendo renombre entre los suyos
y llegó a ser considerado como el coronel más valiente del ejército
carlista.

Eterno adorador de la monarquía absoluta y de los reyes de derecho
divino, profesó tanta veneración a don Carlos como odio había sentido
contra su hermano, y al ajustarse el Convenio de Vergara, fué de los que
no quisieron ceder y aconsejaron al Pretendiente la resistencia a todo
trance; pero en vista de que éste no quiso acceder a sus belicosos
deseos, se conformó a pasar por vencido, y trasmontando la frontera,
entró en Francia en compañía de su desalentado soberano.

Seis años de continuo guerrear no le habían proporcionado otra cosa que
las efímeras satisfacciones producidas por algunas hazañas; pero, a
falta de la gloria soñada, aquella campaña había servido para amortiguar
la melancolía de otros tiempos y devolverle gran parte del buen humor,
la osadía y la satisfacción de sí propio, que tanto le distinguían
cuando era subteniente de la Guardia Real.

Al establecerse en París y trabar amistosa relación con el señor García,
en la forma que ya hemos visto, era el conde de Baselga un hombre,
aunque maduro, de agradable presencia.

La guerra había fortalecido su cuerpo de atleta, y al broncear sus
facciones, parecía haber petrificado, haciéndola inmodificable por el
tiempo, aquella hermosura varonil.

Su cojera (recuerdo eterno del 7 de julio), en vez de afear su figura,
contribuía a darla un aspecto más militar.

Baselga resultaba el tipo del soldado español, y con su marcial apostura
recordaba a los guerreros del siglo XVII, aquellos arcabuceros ceñudos,
atezados y fieros que formaban al frente de los tercios de Figueras y
Requesens.




VIII

Realización de un sueño


Pasaron muchos días antes de que María, reponiéndose de la impresión
experimentada, pudiera darse exacta cuenta de lo que la ocurría.

Fué en una tarde hermosa, risueña y de cielo despejado cuando vió por
primera vez a aquel hombre.

En el Luxemburgo se realizó el encuentro, y fué tan rara aquella
impresión, que a la joven le pareció que el paseo estaba transformado
por arte repentina y mágica.

Aquella tarde le acompañaba su padre en el paseo. Por una inesperada
rareza, el señor Avellaneda, que pasaba semanas enteras metido en su
casa, y que si salía era tan sólo para visitar la tumba de su esposa en
el cementerio del padre Lachaise, se empeñó en visitar su antiguo y
favorito paseo y acompañó a su hija en unión del señor García.

Aquellos tres seres, al entrar en el Luxemburgo, ofrecían el aspecto de
un extraño triángulo. El vértice era la juventud, la vida y la frescura,
representadas por María, que, a pesar de sus trajes obscuros, monjiles y
de horrible forma, estaba radiante de belleza, y detrás de ella, con
acompasado y tardío paso, marchaban las dos fases de la vejez: la
senectud risueña, sana y ágil del señor García, y la quebrantada,
enfermiza y macilenta de don Ricardo Avellaneda, que, a pesar de tener
menos edad, parecía mucho más viejo que su devoto amigo.

El encuentro se verificó en las inmediaciones del estanque.

María, que caminaba distraída, embebida en aquellos pensamientos
románticos que tenían su imaginación en perpetua ebullición, se fijó de
pronto en un hombre que estaba a la misma orilla del estanque, siguiendo
con mirada distraída el incesante rizado con que el vientecillo agitaba
la superficie del agua.

Nada tenía de extraño aquel hombre para llamar la atención, y, sin
embargo, María, desde que puso en él sus ojos, no logró apartarlos, sin
que pudiera explicarse el porqué de tal carencia de voluntad.

La joven, con el paso lento que le obligaban a guardar sus ancianos
acompañantes, iba acercándose al punto ocupado por aquel hombre que, por
estar casi de espaldas, no dejaba ver su rostro.

María seguía mirando con atención aquella figura gallarda y colosal, que
a no ser por su melena a la moda y su levita verde botella, hubiera
podido confundirse con la de una estatua clásica, y sin poder explicarse
el porqué, deseaba ardientemente que volviera el rostro para poder
apreciar si estaba en armonía con el cuerpo.

Ninguno de los "dandys" ni de los estudiantes melenudos que diariamente
concurrían al paseo tenían el aire especial de aquel hombre a quien ella
veía por primera vez en el Luxemburgo.

Pocos instantes faltaban para llegar a la orilla del estanque y, sin
embargo. María se impacientaba por el paso tardo de sus acompañantes,
que de vez en cuando se detenían para dar más firmeza a sus palabras con
expresivos braceos. Un interés tan repentino por conocer a aquel hombre
era propio de una joven nerviosa, caprichosa y muy dada a curiosear, sin
duda por la vida casi monástica que observaba forzosamente.

Estaba ya la joven como a cincuenta pasos del desconocido, cuando cruzó
el espacio que se extendía entre ambos un muchacho elegantemente vestido
y de piernas vacilantes que, sonriendo como un pillete que hace una de
las suyas, huía de la niñera que venía corriendo algo lejos, queriendo
remediar con una exagerada solicitud un anterior descuido.

De pronto el niño vaciló en su impetuosa carrera, y... ¡cataplún!, cayó
como una pelota, siendo acompañado en su caída por los gritos que
lanzaron algunas personas sentadas en los inmediatos bancos.

María, por involuntario impulso, corrió a levantar del suelo a aquel
audaz pequeñuelo que, con la cara sobre la arena, vociferaba y pataleaba
desaforadamente; pero cuando ya se inclinaba para coger al niño, unos
brazos robustos agarraron a éste levantándolo del suelo con la misma
facilidad que un elefante levantaría una nuez.

Cuando María volvió a erguirse vió frente a sí al hombre que tanto le
había interesado y que, con el niño en brazos, se entretenía en
limpiarle con su pañuelo las lágrimas y el polvo, dándole de vez en
cuando un beso para que callara.

La joven no se ocupó del niño y fijó su atención en el hombre, que, en
cambio, parecía preocuparse más del muchacho que de la señorita que
tenía delante.

Creyó María del caso decir algunas palabras de consuelo al niño, y
preguntó al hombre si le conocía, pero vió con sorpresa que éste hacía
esfuerzos como para entenderla, y al fin, en un francés ininteligible, y
haciendo inauditos esfuerzos, contestó negativamente, diciendo que era
extranjero y que le veía por primera vez.

En esto, nuevos individuos se unieron al grupo. Era la niñera, que por
una parte llegaba jadeante y sofocada, y que tomó apresuradamente el
niño en sus brazos, y por otra los dos viejos acompañantes de María.

Aquel hombre, al ver al señor García, sonrió placenteramente y se llevó
la mano al sombrero para saludar a don Ricardo.

--¿Usted por aquí, señor conde?--exclamó el viejo devoto--. No creía
encontrarle en el paseo. Me imaginaba que usted estaría al otro lado del
Sena, en el café donde acuden sus compañeros de armas.

María, al oír llamar señor conde al desconocido, que le hablaban en
español y que le conocía su preceptor, pensó en las novelas que
continuamente leía, y tuvo cierta satisfacción en ver que muchas veces
pasa en la vida lo misma que en los libros.

--Señores--continuó el vejete con aire oficioso--: celebro haber
encontrado una ocasión para que ustedes se conozcan mutuamente. Don
Ricardo, este señor es el mismo de quien he hablado a usted varias
veces: el señor conde de Baselga, coronel del ejército carlista, héroe
de la pasada guerra, que ha tenido que emigrar. Vive en mi misma casa.

Avellaneda saludó con toda la amabilidad que le permitía su extraño
carácter, y el señor García continuó:

--Señor conde, aquí se encuentra usted entre compatriotas y frente a un
emigrado de diversa clase. Este señor es don Ricardo Avellaneda, ex
secretario español del rey José, y esta señorita, su hija María.

La presentación estaba hecha en toda regla y Baselga contestó a ella con
un marcial saludo que produjo en María una simpática sonrisa.

¿Conque aquél era el español emigrado que habitaba en la misma casa que
el señor García? Nunca se lo había imaginado así la joven.

Su preceptor hacía más de un mes que le hablaba del conde de Baselga,
pero como decía que su edad pasaba de cuarenta años, que cojeaba, que
estaba muy desfigurado por las fatigas de la campaña, que tenía una hija
en España que casi era casadera, y que a pesar de ser militar se
mostraba muy temeroso de Dios y aficionado a las prácticas del culto.
María se imaginaba que el tal conde era una especie de señor García,
aunque acostumbrada a llevar uniforme, y tan fanático, rancio y
empalagoso como éste.

¡Cuán grande era ahora su sorpresa al encontrarse con aquel hombre que,
aunque no era un jovencito, atraía por su varonil hermosura, su mirada
franca y algo fiera y su tipo caballeresco!

María, fijándose con infantil atención, especialmente en el bigote a la
borgoñona y la perilla romántica de Baselga, recordaba a los héroes de
capa y espada de las novelas de Dumas, entonces tan en boga, y
comprendía que a una joven hermosa y apasionada (ella, por ejemplo) no
le viniera mal ser cortejada por un hombre que parecía el símbolo de la
fuerza y de la hidalguía.

La presentación sólo interrumpió el paseo breves instantes y el
primitivo triángulo se deshizo, marchando ahora en fila los cuatro:
María, silenciosa, y los tres hombres, hablando con cierto calor.

Al señor Avellaneda no le hacía mucha gracia tratar con un emigrado
carlista; pero ya había transigido con ser amigo de un devoto santurrón
como el señor García, y más simpatía le inspiraba aquel conde que
procedía y hablaba con esa noble y natural franqueza propia del militar
español.

Además, aquella tarde don Ricardo se mostraba más expansivo y hablador
que de costumbre, y cuando tal sucedía se agarraba con ansia al primero
que encontraba más cerca para molerlo a preguntas, que se repetían sin
aguardar contestación y exponer sus peregrinas teorías, que algunas
veces hacían dudar de la solidez de su cerebro.

El tema de su conversación, siempre que se encontraba locuaz, era
regularmente los asuntos políticos de España.

Baselga, que era también algo hablador, especialmente desde que se
encontraba en París, donde pasaba muchas horas sin más compañía que las
paredes de su cuarto, entró de lleno en la conversación, y obedeciendo
las indicaciones de su compatriota, expuso lo mejor que pudo su
criterio sobre la política española.

Avellaneda no estaba conforme con él. ¡Qué había de estar! El era muy
liberal, sí, señor, y por lo mismo que lo era se había ido en 1808 con
los franceses, que llevaban a España el espíritu democrático y
regenerador de la Revolución; pero ahora estaba ya desengañado y creía
que la libertad era buena para todos los pueblos menos para el suyo.

--¡Ah, los españoles!--exclamaba mirando a Baselga con aire de
superioridad--. Créame usted a mí, somos mala gente, ralea de perdidos y
de vagos incapaces de ser hombres, y que sólo estamos bien cuando
tenemos un amo, que después de robarnos nos sacude buenos garrotazos.
Aquel país está perdido, y por eso no quiero volver a él. Allí sólo
tiene razón de ser el Gobierno de las coronas; allí sólo se cree la
gente feliz cuando obedece a un canalla que lleva corona de oro o cuando
aprende a ser imbécil oyendo los sermones de un granuja que ostenta
corona eclesiástica en el cogote. España está dada a todos los diablos.
Los españoles somos una horda de hijos de fraile, y aunque Dios se
empeñara, nunca llegaríamos a ser un pueblo. ¡Si al menos la degollina
de frailes de 1834 se repitiera cada año!

El conde absolutista oía con extrañeza tan terribles palabras, dichas
con una sencillez abrumadora, y el señor García subrayaba la mayor parte
de aquellas frases con su risita de conejo y alguno que otro guiño que
hacía a su amigo como indicándole que no hiciera gran caso de las
expresiones de Avellaneda.

María se aburría lindamente oyendo por centésima vez aquellas teorías de
su padre, que no entendía ni le importaban gran cosa.

Lo que a ella no le parecía muy bien es que Baselga se mostrara
preocupado por la conversación hasta el punto de olvidarse de que junto
a él iba una señorita joven y no mal parecida, y que cumpliendo su deber
de caballero bien educado, había de dirigirla alguna galantería y
desvanecer con amable conversación el fastidio de aquel monótono paseo.

Por desgracia, el conde no parecía hacerla gran caso, y la conducta que
observaba con ella no pasaba de una respetuosa galantería.

La joven no causaba gran mella en el ánimo de Baselga.

La única impresión que la presencia de María despertó en su ánimo, fué
que dentro de poco tiempo tendría casi su mismo aspecto la hija de
Pepita, aquella niña que a los ojos de la sociedad pasaba por suya y
que estaba acabando su educación en un convento de Madrid.

Aquella tarde fué tan corta como todas las del invierno. Al debilitarse
la luz del sol, comenzó el vientecillo a ser helado en demasía, y la
gente, cubriéndose con los abrigos que llevaba al brazo, comenzó a
abandonar el paseo al mismo tiempo que el tambor de la guardia del
Luxemburgo, con marciales redobles, anunciaba en las frondosas alamedas
que las verjas del paseo iban a cerrarse.

Aquel grupo que conversaba con esa fraternal intimidad de los
compatriotas que se encuentran en extraño suelo, se dirigió a una de las
salidas del paseo y entró en la rue Vaugirard, con dirección a la de
Ferou, donde habitaba Avellaneda.

La acera era estrecha, no permitiendo el paso de frente más que a dos
personas, y era peligroso andar por el arroyo, pues los faroles no
estaban aún encendidos y había gran movimiento de coches.

Avellaneda se agarró a su viejo y devoto amigo, y Baselga, con aquella
galantería caballeresca que en su juventud tan buena acogida le había
valido en los salones de Palacio, ofreció su brazo a María, que marchaba
delante.

¡Qué sensación tan profunda la que experimentó la joven! ¡Con qué
arrollador impulso afluyó un torrente de sangre a su corazón! ¡Cómo se
colorearon después sus mejillas!

Era la primera vez que se apoyaba en un brazo varonil que no era el de
su padre, y en los primeros instantes tembló nerviosamente como si
estuviera cometiendo una grave falta.

La tranquilidad de don Ricardo, que iba detrás hablando de su eterno
tema y echando pestes sobre España y los españoles, le devolvió la calma
e hizo que fijara toda su atención en lo que le decía Baselga con cierto
tonillo paternal propio de un hombre maduro que se dirige a una niña.

El conde la preguntaba cosas indiferentes, sin duda para no caminar
silencioso y con gravedad ridícula. No le importaba gran cosa lo que
María pudiera hacer, ni si le gustaba mucho París, ni menos si deseaba
volver a España; pero Baselga, para pasar el tiempo, juzgaba
indispensable hacerla tales preguntas, a las que la joven contestaba con
palabras entrecortadas y con voz temblorosa.

Aquellas timideces de la niña hicieron que el conde fijara más en ella
la atención. Es difícil que un hombre se muestre indiferente sintiendo
sobre su brazo el contacto de otro mórbido y femenil y teniendo a poca
distancia de sus ojos una cabeza de perfil artístico e interesante, y
esto fué lo que sucedió a Baselga, quien, contemplando fijamente a María
a la dudosa luz del crepúsculo, la encontró muy hermosa y digna de
que... él no, sino un tenorio de veinte años, hiciera por ella toda
clase de locuras.

María, a pesar de su inexperiencia, guiada por ese instinto natural en
toda mujer, adivinaba lo que pensaba su acompañante contemplándola y se
ruborizaba, sintiendo al mismo tiempo que el corazón le saltaba en el
pecho con la febril agitación de un pájaro en la jaula.

Baselga, para ocultar su naciente curiosidad, hacía las preguntas en un
tono jocoso, y cada vez se mostraba más interesado en conocer los
secretos de la niña.

María se alarmaba con aquel cariñoso interrogatorio. Había deseado
hablar con aquel hombre, y ahora tenía miedo de continuar la
conversación, aunque este temor no estaba exento de placer.

El pudor de María, aquellas preocupaciones de niña algo gazmoña y
apegada a las prácticas monjiles se sublevaban ante las galanterías
mundanas del antiguo palaciego. ¡Ay, Dios mío! ¿Qué era aquello que le
preguntaba? ¿Qué si tenía novio?

--No, señor conde, no. Yo no pienso en esas cosas. Soy muy joven, y
además...

Aquí se detuvo María. Tenía reparo en decir a Baselga que el señor
García, contando con su seguro consentimiento, pensaba hacerla monja.
Esta era la verdad; pero ella..., ¡vamos!, no lo decía, aunque la
mataran. No era caso de que aquel hombre tan simpático, tan hermoso, que
cojeaba tan graciosamente y que tenía el aspecto romántico de un héroe
de leyenda, creyéndola dominada por el puro amor a Dios y las aficiones
a la vida monástica, fuera a dejar de cortejarla, considerándola en
adelante como una santurrona, amiga de tratar únicamente con gentes de
sotana. Ella sería monja, porque así se lo había prometido a la Virgen y
al señor García; pero antes, no le venía mal saber cómo era aquello que
llamaban amor y qué placer causaba escuchar los juramentos de eterno
cariño de un hombre acostumbrado a las furiosas cargas de Caballería y
andar a cuchilladas a cada momento.

Baselga sólo supo que la niña no tenía novio, pero ignoró el "además"
que María dejó en suspenso.

Cuando iba a preguntarla nuevamente el porqué de aquella causa para no
amar, llegaron a la puerta de la casa que habitaba Avellaneda, y la
pareja tuvo que deshacerse, entrando entonces, entre don Ricardo y el
conde, la parte de ofrecimientos de habitación, apretones de mano e
invitaciones de subir a descansar, cortésmente rehusadas.

--Ya lo sabe usted, señor conde. Aquí es su casa, y crea que este
ofrecimiento es sincero. El señor García me conoce bien y sabe la
franqueza con que procedo, además de que, entre compatriotas, debe
existir verdadera fraternidad. Apreciaré que usted venga a menudo a
visitarnos y que sea para nosotros tan íntimo como su viejo amigo. Venga
usted cuando quiera; especialmente por la noche, y al calor de la estufa
echaremos algún parrafillo sobre las cosas de España. Yo, si no me da el
maldito dolor de gota, suelo ser muy tratable, y cuando estoy enfermo,
siempre quedan en el comedor la niña, el señor García y Tomasa, una
aragonesa bestia y fiel como la primera. Vaya, señor conde, ¡buenas
noches! Ya sabe usted dónde encontrará siempre amigos, una taza de café
y un rato de conversación.

Baselga contestó a la charla de Avellaneda, prometiendo que al día
siguiente, por la noche, iría a visitar a sus nuevos amigos, y después
de oprimir con alguna expresión la temblorosa mano de María, saludó a
don Ricardo y al señor García, que, como de costumbre, se quedaba allí a
comer, y fué a hacer lo mismo en su restaurante de la plaza de
Saint-Michel.

Aquella noche durmió María con una dulce tranquilidad.

Algo tuvo que luchar para que el sueño se posara sobre sus ojos, pues la
imaginación andaba como gato suelto por el interior de su cabecita,
trastornándolo todo y despertando a zarpadas los más absurdos
pensamientos.

La joven gozó largamente en pasar revista a todos los sucesos de la
tarde. Pensó detenidamente en aquella perilla romántica, en los bucles
de la negra cabellera, en el pantalón gris perla y la levita verde, y
experimentó un regular disgusto al no poder recordar cuántos botones
tenía ésta sobre el pecho.

Cuando el sueño comenzó a entonar sus ojos, apareció en pie, junto a la
cabecera de la cama, aquella fantástica figura de paladín novelesco,
creada por su imaginación al calor de las poéticas lecturas.

Pero aquella figura no tenía vagos contornos ni facciones indeterminadas
como antes, pues su rostro era, en aquella noche, el mismo de Baselga;
el cual, procediendo como un redomado pícaro, se había introducido sin
más preámbulos en el corazón de la niña, tomando posesión de él como
dueño y señor.




IX

La pasión y el sentido común.


Muy bien le pareció a Tomasa aquel nuevo amigo de la casa.

Y pareciéndole bien a Tomasa, acabó de parecerle inmejorable a todo el
mundo, pues la rústica doméstica que, con la edad y el dominio que la
daba la exclusiva dirección de la casa, se había hecho arisca y
dominante, era la verdadera autoridad en aquel recinto, dentro del cual
el dueño, o sea el señor Avellaneda, no tenía más valor que el de una
sombra.

La aragonesa sentía irresistible simpatía por aquel señor, no se sabe si
por esa tendencia inconsciente que las domésticas sienten hacia todo
hombre de espada, o porque encontraba cierta similitud en su porte
marcial y autoritario con el de aquel gendarme bigotudo que le hizo el
amor cuando María lactaba todavía en los pechos de su madre.

--Vaya un señorón--decía Tomasa cada vez que visitaba la casa el conde
de Baselga--. Basta mirarle la cara para conocer que es todo un
personaje acostumbrado al trato de las gentes finas. ¡Con qué distinción
hablan esos que son títulos! Tiene el mismo aspecto que el marqués de
Melci, un señorón de mi tierra que iba vestido de general en la
procesión del Corpus, y que llamaba la atención de todos por su seriedad
y empaque majestuoso. ¿No te gusta a ti, María? ¿No encuentras que es
muy simpático don Fernando? Ahora, nuestra tertulia de por la noche está
más alegre, pues antes sólo hablábamos con el señor García, que es casi
un santo, pero que resulta muy empalagoso con sus historias viejas y su
miedo a las bromas un poco alegres.

Excusado es decir que María asentía a todas las afirmaciones de su
antigua criada y que no tenía inconveniente en manifestar que Baselga
era hombre muy simpático, por lo cual aguardaba siempre su llegada con
gran impaciencia.

Alrededor de la gran mesa del comedor, y junto a la estufa ventruda que
ocupaba un ángulo de la pieza, formábase todas las noches la tertulia,
que evitaba a Baselga largas horas de aburrimiento en su casa o en el
café, y constituía ya para él una cotidiana necesidad.

A las ocho entraba en la casa el emigrado carlista, e invariablemente,
el comedor ofrecía a sus ojos todas las noches el mismo espectáculo.

Sobre la gran mesa, que acababa de ser despojada del mantel y los restos
de la comida, Tomasa colocaba en correcta formación las tazas de café,
la azucarera y una botella de ron; junto a la estufa, María se
entretenía en hacer labor, levantando de vez en cuando la cabeza, en la
que se veía una expresión de impaciencia mal disimulada; el señor García
arreglaba mentalmente las cuentas de su administración, o se entretenía
en canturrear, golpeando una taza con la cucharilla, y don Ricardo se
paseaba en el reducido espacio que quedaba entre la mesa y la pared, con
las manos en los bolsillos, tropezando a cada paso con las sillas.
Aquello era, según la gráfica expresión de Avellaneda, para que la
comida se bajara a los talones.

La entrada de Baselga producía una verdadera revolución en aquella
pieza, sobre la que parecía pesar una atmósfera de monotonía y fastidio.

María se ruborizaba, y con una prontitud que en vano pretendía ocultar,
corría su silla hasta la mesa, procurando colocarse cerca del recién
llegado, como si temiera perder una sola de sus palabras; el señor
Avellaneda rompía su forzado mutismo, y, como si se tratara de un
parisién enterado de todos los chismes de la gran ciudad, entraba en
conversación, preguntándole, con el rostro animado, qué se decía por
París, y Tomasa acababa de reñir en la cocina con las dos criadas
francesas, y después de servir el café ocupaba su puesto en el comedor,
preparándose a saludar con tremendas risotadas el más insignificante
chiste de aquel hombre tan simpático.

Baselga no podía explicarse la atracción que para él tenía aquella casa,
pero lo cierto es que eran muy pocas las noches que faltaba a ella.

Sus compañeros de emigración, nobles como él, incapaces de mezclarse con
gentes que no fuesen de su clase, le habían presentado en varias casas
del barrio de Saint-Germain cuyos habitantes, descendientes en línea
recta de los cruzados, daban una vez por semana recepciones, a las que
asistía lo más florido de la antigua nobleza y del partido legitimista.

En dichas reuniones, su título de conde y el valor con que se había
batido a favor del absolutismo, le valían grandes consideraciones y el
contraer importantes amistades; pero esto no evitaba que se aburriera en
aquellos salones vetustos, cuyo artesonado contaba siglos, y que
prefiriese la sencilla tertulia de Avellaneda con toda su tranquilidad y
monotonía y las audaces franquezas de la criada, que se mostraba más
impertinente cuanto más cariñosa.

El conde estaba transformado, y las necesidades de la guerra, el
continuo roce de las gentes de la montaña, que formaban su hueste,
habían modificado completamente su carácter, acostumbrándole a tratar
con marcial fraternidad y superioridad bondadosa a las gentes sencillas.

El, que en su juventud negaba el saludo, en Palacio, a los ministros de
la época constitucional, por ser plebeyos, sin otro blasón que el del
talento, y que creía que los criados eran gente inferior, digna
únicamente de ser tratada a palos, sufría ahora todas las impertinencias
de la francota Tomasa, y, hasta algunas veces, se dignaba decir algo
para ella, con el solo propósito de que abriera su bocaza y diese salida
a una de aquellas carcajadas que hacían temblar el techo.

¡Se encontraba tan bien el conde en aquel comedor! ¡Se respiraba en él
tal ambiente de paz y de sosiego!

Baselga no podía explicarse el por qué, pero siempre que se sentaba
junto a aquella mesa, acudían a su memoria los recuerdos más felices de
su vida, y con los ojos de la imaginación se contemplaba tal como era
después de casarse con Pepita, cuando pasaba las noches en el gabinete
de su esposa, bailoteando sobre las rodillas la pequeñuela que creía
suya.

El había nacido para la vida de familia. Le gustaban la guerra, la
agitación, los accidentes inesperados, pero esto era tan sólo por una
temporada más o menos larga; pero terminado el período de lucha,
consideraba como una gran felicidad tener una familia y seres a quienes
amar y que le correspondiesen.

¡Ah! ¡Si Pepita no le hubiese engañado! ¡Si aquella mujer no hubiese
procedido tan villanamente, y si él no tuviese el genio tan feroz y
arrebatado! ¡Qué feliz hubiese sido!

Además (seguía pensando el emigrado), ya se iba haciendo viejo,
cualquier día perdería aquel aspecto, todavía juvenil, que le hacía ser
mirado con interés por las mujeres, no pensaba volver a España, se
quedaría para siempre en un país extraño, y si no constituía una
familia, corría el peligro de arrastrar una vejez solitaria, triste y
dolorosa; se exponía a ser un señor García, aunque con menos conformidad
y valor, y morir una noche, en su cuarto, sin tener un alma caritativa
que le auxiliase.

Estos pensamientos pasaban atropelladamente por la mente de Baselga,
justamente cuando hablaba con más jocosidad o entretenía a sus amigos
con el relato de sus campañas.

Aquella casa tenía el privilegio de despertar en él los instintos
sociables y la afición a la familia.

Además, cuando, a media noche, se veía completamente solo en su
habitación, sentía miedo y comprendía que era imposible vivir dentro de
la sociedad tan independiente y aislado como en un desierto.

Cuando, después de su viudez, vivía solo en el caserón de sus padres,
tenía al menos la ventaja de estar rodeado de gentes que le respetaban
como a señor, o que le querían por haberle visto nacer; pero allí no
tenía más amparo ni más amistad que la del señor García, viejo que, por
su vida solitaria, era en extremo egoísta: o la de la portera, que
refunfuñaba así que transcurría una semana sin propina.

Decididamente, las cosas no podían continuar así. Si fuera joven, si
todavía no hubiera llegado a los treinta años, como algunos de sus
compañeros de emigración, se dedicaría con ellos a la vida alegre y de
crápula, tan hermosa en París, y que tanto distrae; pero este remedio a
su soledad le resultaba imposible. Era ya demasiado maduro para
entregarse a las locuras de la juventud, había sufrido demasiado para
distraerse todos los días con los besos de las rameras y los vapores del
vino, y, sobre todo no podía resistir tal género de vida, porque era
pobre. La administración de los bienes de su hija debía ser asunto muy
enrevesado y costoso, pues el padre Claudio se limitaba a remitirle una
cantidad mezquina, que apenas si bastaba a cubrir, en París, las
necesidades de una vida modesta.

El recuerdo de su hija vino a iluminar repentinamente el cerebro de
Baselga, una noche que se revolvía en su cama impresionado por el
ambiente de familia que respiraba cotidianamente en casa de Avellaneda.

Ya había encontrado la solución, y se extrañaba de no haber dado antes
con ella. Ya no estaría solo ni carecería del cariño y del cuidado cuya
necesidad se siente con más fuerza que nunca cuando se vive alejado de
la patria.

Sacaría a su hija del convento y haría que viniese a París a vivir con
su padre. El bueno del padre Claudio se encargaría de esta comisión, y
el asunto era cosa de poco tiempo. Dentro de un mes estaría ya la niña
en aquella habitación, o en otra más grande y cómoda, pues como no
habría que pagar la pensión en el convento, el padre gozaría del
producto íntegro de sus bienes.

¿Quién podría oponerse a esto? Nadie: él era el padre, y podía obrar
como mejor le pareciese.

Baselga saboreaba ya su dicha y se felicitaba por su buena idea, cuando
un pensamiento desconsolador vino a fijarse con tremenda tenacidad en su
cerebro.

¿Qué cariño podría encontrar en aquella niña que no era su hija? ¿Cómo
iba a amar a aquel ser, producto de la liviandad de su esposa? ¿No le
estaría recordando a todas horas aquella mujer que tan tristemente había
influído en su porvenir, y al regio amante a quien tanto aborreció?

No; era una verdadera locura traer la niña a París. Bien estaba en el
convento, lejos, muy lejos del que ella creía su padre, y el cual nunca
podía amarla.

Pero apenas Baselga adoptó esta resolución, que parecía salvarle de un
peligro tan grave como era volver a las melancolías que le producía el
continuo recuerdo de su pasada vida, surgió nuevamente y con más fuerza
el temor de seguir viviendo completamente solo en el seno de una ciudad
que, aunque populosa, resultaba para él un desierto.

No; él no se resignaba a seguir por más tiempo en tan anormal situación.
Necesitaba tener a su lado un ser a quien adorar y hacer partícipe de
sus alegrías y de sus tristezas. ¿Dónde buscarlo? He aquí el problema.

Al llegar Baselga a este punto en su nocturna meditación, una maldita
idea, con la viveza de un duende, surgió del almacén de los pensamientos
absurdos y se puso a danzar en su cerebro. Tanta impresión causó al
conde aquel pensamiento inesperado, que no pudo menos de turbar el
silencio de su alcoba, lanzando una ruidosa carcajada.

¡Vaya una idea diabólica! ¿Pues no acababa de ocurrírsele el casarse? ¿Y
con quién? ¡Había que reirse!... Nada menos que con una mujer que podía
ser su hija: con aquella María Avellaneda, que tenía más aire de futura
monja que de señora de su casa.

¡Buena pareja harían! De seguro que, a realizarse tal idea, la fidelidad
conyugal añadiría un ataque más a los muchos que continuamente sufría en
el mundo.

A Baselga le parecía imposible que hubiera podido ocurrírsele tal idea,
y se avergonzaba de ella, lo que no impedía que siguiera acariciándola
como si gozase en apreciar toda la cantidad de absurdo que encerraba.

¡Qué dirían sus compañeros de emigración y sus amigos jesuítas al saber
que él pensaba semejantes barbaridades!

Tanto rumió el conde aquella loca idea, que al fin comenzó a encontrarla
cierta naturalidad. Bien considerado, ¿no ocurrían todos los días
casamientos tan desiguales como el que él se imaginaba?

Además, él no estaba viejo. Las penalidades de la guerra no le habían
quebrantado mucho, y tenía una salud a toda prueba. Alguna que otra cana
indiscreta comenzaba a marcarse en su cabeza; pero todo lo compensaba su
figura, que no debía de haber desmejorado, a juzgar por la atención que
merecía entre las francesas de vida galante.

Pensando en el asunto, Baselga comenzó a recordar detalles en que hasta
entonces no había fijado la atención; y pensó, aun a riesgo de resultar
presuntuoso, que a María no le era indiferente. Y si no, ¿por qué
mostraba tal alegría por sus visitas? ¿Por que le dirigía tímidas
reconvenciones cuando dejaba de asistir una sola noche a la tertulia del
señor Avellaneda?

El conde, a fuerza de deducciones, llegó a considerar que la idea de
casarse con María no era del todo descabellada; pero como el sentido
común presentaba fuertes objeciones a sus propósitos, decidió entregarse
al sueño, dejando para más adelante la resolución de aquel asunto.

Desde aquella noche Baselga no cesó de pensar en María.

Aquélla, que hasta entonces había sido para él una niña, a la que
trataba con dulce indiferencia, fué agrandándose ante sus ojos y
cobrando importancia, llegando a absorber todo su pensamiento.

El preocupado conde fué descubriendo en ella nuevas e inesperadas
cualidades, y su hermosura, considerada ya a través de un prisma
amoroso, le impresionó hasta el punto de proporcionarle un continuo
insomnio.

Baselga comenzaba ya a sentirse enamorado, pero notaba que su pasión
era muy distinta de la que en otro tiempo había sentido por su difunta
esposa.

La presencia de María no le ocasionaba aquel escalofrío de excitación
carnal que en pasadas épocas le arrancaba la incitante belleza de
Pepita, y, bien sea porque la edad había envejecido la bestia insaciable
que el conde llevaba dentro de sí, o porque la hermosura de la señorita
Avellaneda era ideal, lo cierto es que Baselga sentía por ella una
pasión dulce y tranquila, menos arrebatadora que la anterior, pero mucho
más firme.

Al emigrado no le cabía ninguna duda de que estaba verdaderamente
enamorado de María, y de que era difícil que se desvaneciera tal pasión;
pero a pesar de esto, la idea de casarse le producía un sinnúmero de
conflictos interiores y de continuas perplejidades.

Semejante a aquel padre de la Iglesia que decía sentir dentro de sí dos
distintas y contradictorias naturalezas, Baselga sentíase agitado
continuamente por dos diversas tendencias que le causaban un perpetuo
malestar.

La pasión y el sentido común libraban en su interior una continua
batalla.

El Baselga enamorado entregábase a las más risueñas ilusiones; por más
que buscaba, no encontraba ningún obstáculo serio que pudiera oponerse a
la felicidad soñada, y se veía ya casado con María, y hasta padre de
hijos más legítimos que aquella niña que estaba en el convento de
Madrid; pero tales pensamientos no prevalecían mucho tiempo, pues
inmediatamente surgía el Baselga hombre práctico, conocedor del mundo y
desengañado de él, que se echaba en cara su propia tontería y, para
desengañarse, exageraba la diferencia de edad y todo cuanto pudiera
oponerse al soñado matrimonio.

¿A qué lado decidirse? Esta era la continua preocupación del conde, que
a cada momento acariciaba un pensamiento distinto, acabando por no
adoptar resolución alguna.

Así fué transcurriendo mucho tiempo, y en casa de Avellaneda nadie se
apercibió de lo que ocurría en el interior de Baselga.

María, con ese instinto especial de las mujeres, comprendía que el
emigrado experimentaba una continua preocupación; pero estaba muy lejos
de imaginarse que era ella el objeto de tales pensamientos.

Ya no se condolía el conde de su soledad, ni pensaba en casarse
únicamente por tener a su lado un ser que le hiciera más llevadera la
emigración.

Lo que a él le impulsaba hacia María era el amor, y como la verdadera
pasión logra siempre acallar toda clase de preocupaciones, Baselga se
decidió a declararse a la joven, aun a riesgo de caer en ridículo y
sufrir una negativa que desvaneciera todas sus ilusiones.

El amor triunfaba del sentido común.




X

Declaración.


¿Cómo supo María que era amada por el hombre cuya imagen no la
abandonaba ni aun durante el sueño?

Fué en una tarde de primavera y en aquel paseo del Luxemburgo, que había
sido el mudo y cariñoso testigo de todos los juegos y alegrías de su
infancia.

Hermosa decoración, digna de la amorosa escena. El lindo paseo sacudía
el manto de fría esterilidad con que el invierno le había aprisionado, y
en las entrañas de su fresca tierra despertaban de su sueño de seis
meses los fructíferos gérmenes que, estallando hacia arriba, se
disponían a ver la luz en forma de verde follaje o de olorosas flores.

La savia, cuajada, comenzaba a bullir en las venas de los árboles, y,
rompiendo la débil puerta de las tiernas yemas, cubría el ramaje hasta
entonces negro, escueto y casi fúnebre, de verdes hojas que filtraban la
luz fantásticamente y que, a la menor caricia del viento, se conmovían
como una arpa eólica cantando, con interminable susurro, la embriagadora
canción de la primavera.

Los perfumes de las primeras flores invadían el espacio y bajaban hasta
el fondo de los pulmones, ávidos de aspirar las primicias de los besos
de la hermosa estación, y los pájaros, cobijados hasta entonces en los
aleros de los tejados, tímidos y medrosos, huyendo siempre del furioso
viento, o recelando de la traidora nieve, bajaban ahora al paseo y,
ebrios por los efluvios de la desbordada naturaleza, volaban en
caprichosas evoluciones, posándose tan pronto en lo más alto de la
balanceante rama, para saludar al sol con su balbuciente canto de niño,
como descendiendo a los andenes del paseo, para acompañar con sus
graciosos saltos la lenta marcha de los paseantes.

Aquella tarde, María llevaba por acompañantes a Tomasa y al señor
García, pues su padre había querido aprovechar el buen tiempo para ir al
cementerio del Padre Lachaise y colocar una corona de flores sobre la
tumba de su esposa.

Baselga marchaba al lado de la joven, que, de vez en cuando, fingiendo
distracción, le miraba con el rabillo del ojo.

María esperaba que en aquella tarde ocurriera algo que fuese para ella
de gran importancia.

Era extraño, y digno de llamar la atención, el que Baselga, que no
asistía más que de noche a su casa, se hubiese presentado aquella tarde
con el pretexto de buscar al señor García, mostrando gran empeño en
invitarla a un paseo por el Luxemburgo, a pesar de que a ella le parecía
mejor quedarse en su habitación.

Además, el emigrado no tenía el aspecto de costumbre.

Mostraba cierta agitación desde que la criada y el preceptor quedaron
algo más atrás, dejándolo solo al lado de María, y hablaba con aire
distraído, como si le agobiaran importantes pensamientos, o estuviera
fraguando un plan de gran trascendencia.

¡Pobre Baselga! ¡Que le sucediera eso a él cuando ya contaba cuarenta
años y estaba cansado de saber lo que es el mundo!

El conde se encontraba desconocido. El, que tanto se había distinguido
en los salones de Palacio, en Madrid; él, que había hecho el amor más
por costumbre que por pasión, y había intentado la conquista, en su
juventud, de cuantas mujeres halló a su paso, sentíase ahora
impresionado ante aquella chicuela, ignorante y sencilla, que no tenía
la astucia ni la doblez de las damas palaciegas.

Varias veces fué el emigrado a abrir la boca para espetar su declaración
de amor: una solicitud muy bien pensada, pues no era caso de que un
hombre de su edad y categoría fuese a declararse como un cadete, y otras
tantas tuvo que detenerse, pues los pensamientos se borraron de su
cerebro y no encontró palabras para expresarse.

Había más aún. El conde, que no era hombre capaz de sentir cortedad en
ninguna ocasión, temblaba ahora al pensar que había de hablar de amor a
aquella criatura que parecía tan distante de pensar en cosas terrenales.

¿Qué significaba aquello? Miedo a ser correspondido, a contraer
compromisos y a casarse, no podía ser. El había pensado detenidamente el
asunto, el matrimonio le era indispensable, y una boda con la hija de
Avellaneda le convenía bajo todos los aspectos, hasta tratándose de
conveniencia material, pues la joven era inmensamente rica, según él
sabía por su amigo García y por el mismo padre.

¿De qué provenia, pues, aquel temor? El conde no podía explicárselo de
un modo claro, y únicamente llegaba a comprenderlo adquiriendo la
certidumbre de que estaba realmente enamorado, de que sentía una pasión
de muchacho, de esas irreflexivas, melancólicas e infinitas que, aun a
trueque de caer en el ridículo, se desahogan en forma de suspiros y
versos.

Recordaba la pasión que en otro tiempo le había inspirado Pepita
Carrillo, y comprendía que lo que experimentaba ahora era el verdadero
amor. Al lado de María no sentía aquellas punzadas de brutal pasión que
le acometían junto a su difunta esposa, y se abismaba en la
contemplación de la serena belleza de la joven sin que la bestia
carnívora le hiciera sufrir el menor estremecimiento.

Era aquello un amor romántico, una de aquellas pasiones que la
literatura dominante obligaba a fingir a las gentes de moda, pero que
Baselga sentía ingenuamente.

El emigrado conocía las aficiones poéticas de María, lo imbuída que
estaba del espíritu romántico, y temía desagradarla con una declaración
prosaica que diera a su persona un carácter vulgar.

María, por su parte, con esa percepción femenil tan delicada y atenta,
adivinaba cuanto pensaba Baselga, y esperaba ansiosamente su
declaración.

El conde se decidió, al fin. ¡Qué diablo! Pecho al agua... Además,
aquella cortedad era indigna de un hombre de su clase.

Justamente María estaba hablando de lo feliz que se sentía aquella
tarde, al ver que comenzaba a renacer la hermosa estación, tan adorada
por ella a causa de su afición a las flores.

--¿Y se considera usted completamente feliz, señorita?

--Hoy, don Fernando, me siento muy contenta.

--Luego la felicidad de usted sólo es momentánea.

--¡Ay, don Fernando! Para ser yo feliz, para que mi dicha fuese
perpetua, sería necesario que viviera mi madre y que mi padre gozase más
salud.

--Es verdad. Está usted muy sola en el mundo. Su padre es viejo, no
tiene más amigos que su criada y un anciano, pero esta misma falta de
apoyo me ha hecho pensar detenidamente en usted y en su porvenir.

--¡Cómo! ¿Piensa usted en mí algunas veces?

María dijo estas palabras con alegre acento que animó a Baselga, el
cual, mostrando cierta extrañeza por que la joven ignorase la fuerza con
que le había obsesionado, contestó con melancólica voz:

--Sí, María. Pienso mucho en usted, y me preocupa su porvenir. ¿Cómo no
he de pensar?... ¡Ah! ¡Si usted supiera!...

Por poco no se detiene Baselga y deja su declaración para más adelante,
a causa de aquella cortedad que le dominaba; pero una mirada
interrogante de María mató su silencio e hizo que el conde siguiera
adelante.

--Sí, María. Yo me intereso por su persona más de lo que usted se cree.
Es usted, por sus prendas físicas y morales, de las personas que
inspiran interés a cuantos las conocen, y yo faltaría a mi deber de buen
amigo si no procurara aliviar sus penas; y la pena más grande que usted
sufre es la soledad en que vive y que mañana puede ser su peligro. ¿No
puede morir pronto su padre? ¿No puede usted quedarse hasta sin el apoyo
de su preceptor, ese viejo amigo de la casa? Necesita usted un sostén,
un hombre que la adore y la defienda, y ese hombre...

Otra interrupción de Baselga. Aquella lengua siempre tan expedita y que
aquel día estaba vacilante y estropajosa, causaba la desesperación de
María, que aguardaba ansiosa el trueno final.

Por fin, el hombre siguió adelante y, lo que es más, habló con varonil
resolución.

--María, yo no soy más que un soldado y tal vez me explique mal; pero
tengo el mérito de hablar con noble franqueza. Ese hombre de quien hablo
soy yo, que la amo hace ya mucho tiempo. En una palabra: ¿quiere usted
casarse conmigo?

La joven bajó la cabeza con cierta confusión que no era fingida, pues la
última parte de la declaración desbarataba todos sus pensamientos.

Aquello era ir demasiado lejos. Ella quería amar y ser amada; deseaba
ser protagonista de una novela romántica con personajes de carne y
hueso; pero lo de casarse le parecía demasiado y muy digno de pensarse.

Tanta era su preocupación poética, que no había pensado en que los
amores firmes y consecuentes terminan siempre en la vicaría, y ahora se
sentía confusa al pensar que Baselga no solicitaba únicamente ser su
adorador, sino su marido.

Había que pensar aquéllo, porque si ella se casaba, ¿cómo iba a ser
monja, tal como se lo había prometido a la Virgen y al señor García?

María estuvo mucho rato con los ojos bajos, ruborizada y mostrando
confusión, al mismo tiempo que pensaba la respuesta que había de dar a
Baselga.

El amor pudo en ella más que sus compromisos religiosos.

La posibilidad de que una respuesta negativa alejase para siempre a
aquel hombre de su lado la alarmó de tal modo, que apresuradamente hizo
con la cabeza una señal afirmativa y después se ruborizó aún con más
fuerza, como avergonzada de su audacia.

El emigrado se consideró feliz con tal demostración, y fué tanta la
alegría que le produjo ver aceptado su amor por María, que a no ser por
lo próximos que iban los dos acompañantes de la joven, dejándose
arrastrar por sus impulsos, hubiera estrechado sus lindas manos hasta
estrujarlas.

Cuando aquella misma noche, después de la tertulia, Baselga y el señor
García volvieron a su casa de la calle de los Santos Padres, el viejo
notó en su amigo una agitación y unas demostraciones de alegría que le
parecían extrañas.

--¡Qué! ¿Hay buenas noticias de España? ¿Ha sabido usted algo de su
hija?

--No es eso, señor García; es que estoy alegre... porque sí.

El viejo devoto estaba muy lejos de imaginar la verdadera causa de la
felicidad que se retrataba en el rostro de su amigo.

Los amores de María y Baselga comenzaron siendo iguales a todos los que
se desarrollan en idénticas condiciones.

Miradas apasionadas, cartas de amor deslizadas cautelosamente al ir a
tomar el sombrero en la antesala y apretones de manos expresivos hasta
el punto de descoyuntarse los dedos.

A Baselga gustábale aquel amor inocente y misterioso que le
rejuvenecía; pero en ciertas ocasiones tenía por ridículos e indignos de
su carácter todos aquellos tapujos y hablaba a María de abordar
directamente la cuestión pidiendo su mano al señor Avellaneda.

Pero la joven, como si todavía fuese una niña temerosa de los azotes
paternales, temblaba al escuchar tal proposición y se oponía a que su
padre tuviera noticia de sus amores, dejando siempre para más adelante
tal revelación.

Lo único que Baselga adelantó fué participar a la omnipotente Tomasa sus
relaciones con María, y desde entonces la criada fué la medianera y
protectora de aquellos amores.




XI

En el despacho del padre Fabián.


--Entrad, señor García, entrad. Tengo grandes deseos de hablaros.

--Reverendo padre--dijo el viejo español, penetrando en el despacho
después de haber anunciado su visita, sacando la cabeza por el resquicio
de la entreabierta mampara--, me habéis mandado llamar y aquí estoy,
como siempre, fiel a vuestras órdenes.

--Yaya, sentaos y encareced menos vuestra puntual fidelidad, pues si os
dejan hablar os tendrán por el primer servidor de la Compañía, siendo
así que, aunque con mucha voluntad, pecáis de descuidado.

--¿Por qué decís eso, reverendo padre?

--Tenemos que hablar mucho sobre vuestro negocio en la casa de la rue
Ferou. ¿Cómo está aquello?

--Como siempre, reverendo padre. Todo marcha bien. El asunto sigue
presentándose magnífico.

--¡Magnífico!, ¡magnífico!--repuso con acento irónico el padre Fabián
Renard--. Parece imposible que un hombre de vuestra edad y vuestra
experiencia hable con la ligereza de un muchacho atolondrado y prometa
facilidades donde sólo hay dificultades. ¿Cómo está el señor Avellaneda?

--Tan supeditado como siempre a su amigo y administrador. Su voluntad es
mía, o más bien dicho, es nuestra.

--¿Y su hija?

--Sigue tan aficionada, como siempre, a la vida religiosa, y es seguro
que profesará en el convento que nosotros le indiquemos.

--¿Y por qué no lo ha hecho ya?

--Porque... porque..., ¡francamente, reverendo padre!, esa joven
experimenta lo que todas a los veinte años. Tiene aficiones monásticas;
pero las pompas del mundo le atraen un poco y está dudando entre el
diablo y Dios, para decidirse, al fin, por este último. Bueno es que
dude, pues así el desengaño será mayor y se acogerá con más fe a la vida
religiosa.

--Señor García, sois un mentecato. Yo soy quien sabe por qué esa joven
no entra en el convento.

--¿Por qué, reverendo padre?--contestó el vejete, que correspondía al
insulto del superior con aduladoras sonrisas.

--Porque está enamorada.

--¡Enamorada!--exclamó verdaderamente sorprendido García--. ¿Y de quién?

El padre Fabián miró de pies a cabeza a su subordinado, hizo un gesto de
desprecio y, sin hacer caso de su sorpresa ingenua, continuó
preguntando:

--¿Visita el conde de Baselga muy a menudo la casa de Avellaneda?

--Va casi todas las noches. Se encuentra solo, no sabe pasar sin mí y
además en dicha casa encuentra una tertulia de buenos amigos y honesta
conversación.

--¿Sois vos quien lo presentasteis en la casa?

--Sí, yo fuí, reverendo padre; creo no haber faltado con ello a vuestras
instrucciones.

--¡Imbécil! ¿Y quién os manda relacionar al conde con la familia de
Avellaneda?

--Reverendo padre, permitidme que os diga que fué vuestra reverencia
quien me encargó ser el guía del conde en París, y no creo haber faltado
a vuestras instrucciones presentándolo en dicha casa, tanto más cuanto
que el señor Baselga deseaba tener amigos.

--Pues bien; sabedlo, hombre obcecado. María y el conde se aman y se
cortejan en vuestras propias narices.

El vejete experimentó tan tremenda impresión como un devoto a quien el
Papa le dijera que no hay cielo.

Quedóse estupefacto por algunos instantes, pero fácilmente se repuso y,
con sonrisa de incrédulo, contestó a su superior:

--Permítame vuestra reverencia que le diga que lo han engañado. Seré tan
imbécil como vuestra reverencia quiera, pero a un hombre como yo no le
pasa desapercibida una cosa de tanta importancia.

--Señor García, ¿conocéis bien los estatutos de nuestra Orden? ¿Sabéis
de qué modo realizamos nuestros negocios?

--Creo que sí. No soy nuevo en la Compañía.

--Cuando a un hermano se le encarga un negocio, ¿qué es lo primero que
hacemos?

--Designar a otro hermano que sea desconocido por el primero para que le
vigile y dé cuenta del modo cómo lleva a cabo el asunto y si procede con
acierto.

--Perfectamente. En esta ocasión, como en todas, el ojo de la Compañía,
que ve hasta en las mayores tinieblas, os ha vigilado mientras
trabajábais "para la mayor gloria de Dios" en el seno de la familia de
Avellaneda, y por este medio nos hemos convencido de vuestros
desaciertos y vuestros descuidos. La vigilancia del hermano encargado de
espiaros ha penetrado hasta el interior de la casa de Avellaneda, y por
una de las domésticas, de nacionalidad francesa, hemos sabido que el
conde y la niña se aman, que aprovechan la menor ocasión para hablarse
solos y sin testigos y que diariamente y a la hora de despedirse cambian
una carta ante vuestros ojos de topo. Ya veis que estos datos no admiten
réplica, y para avergonzaros más, aun faltando al sigilo que recomienda
la Orden, os digo el medio por el cual hemos adquirido tales noticias.

--Reverendo padre--dijo el viejo con desaliento, aunque con el deseo de
no pasar por vencido--, eso puede ser muy bien un chisme propio de una
sirvienta.

--Si esa doméstica ha mentido no puede hacer lo mismo el hermano
encargado de espiaros, y éste declara que varias tardes ha visto pasear
en el Luxemburgo a Baselga y a la señorita Avellaneda muy amartelados,
mirándose con la empalagosa dulzura de los amantes, mientras que vos,
con aire de estúpido que os es el más propio, íbais a pocos pasos de
distancia hablando majaderías con el padre o la criada.

--Permitidme que os diga que ese hermano, a quien no conozco, puede
haberse equivocado y que su deseo le habrá hecho ver cosas que sólo
existen en su imaginación.

Creía el señor García que con esto lograba desbaratar todas las
acusaciones de su superior, pero se quedó frío cuando éste exclamó con
acento colérico:

--¡Aún encuentra vuestra imbecilidad objeciones que oponer! Pues para
que os confundáis puedo enseñaros las palabras amorosas que nuestro
hermano ha sorprendido, paseando con aire indiferente al lado de los
amantes, y que tengo apuntadas en este legajo.

Y al decir esto golpeaba ruidosamente con su diestra una carpeta repleta
de papeles que tenía sobre la mesa y en cuya tapa se leía este rótulo.
"Familia Avellaneda. Vale quince millones".

El señor García quedó anonadado, y su superior, gozándose en su
confusión y completa derrota, continuó diciendo con colérica voz:

--¿Ya estáis satisfecho? ¿Os falta algo para convenceros de que sois un
imbécil completamente inservible? En otro tiempo podréis haber sido muy
bueno, pero ahora me parecéis uno de esos perros viejos que han perdido
el olfato. Pensad en las consecuencias de vuestra inadvertencia, en el
peligro en que habéis puesto los intereses de la Orden, y éste será
vuestro mayor castigo.

El viejo bajó la cabeza como avergonzado por aquella justa reprimenda, y
durante algún tiempo nada turbó el silencio en aquella habitación.

Reflexionó un buen rato el señor García, y arrojándose por fin a los
pies del jesuíta, exclamó con acento dramático:

--Castigadme, reverendo padre. Haced de mí lo que queráis. Soy un
miserable que he descuidado los sagrados intereses de la Orden, y
merezco un severo correctivo.

El padre Fabián miró con altivez a aquel viejo que se humillaba a sus
pies con el aspecto de resignada víctima que espera el golpe, y con una
brutalidad soldadesca, dijo:

--Vaya, amigo mío; levantaos del suelo y no sigáis haciendo
demostraciones de un arrepentimiento que no sé si sentís. Ya sabéis que
no gusto de comedias.

García se levantó del suelo con aire humilde, y el superior continuó
hablando:

--Afortunadamente, el asunto todavía tiene remedio. El conde es hombre
de mundo que sabe bien lo que se hace; pero la hija de Avellaneda no
pasa de ser una chicuela a la que os resultará fácil convencer siempre
que apeléis a ciertos medios. Eso es el primer amor y su fragilidad la
conozco por experiencia. Una pasioncilla que pasará como nube de verano
al soplo de la primera desilusión. Quien me inspira cuidados es Baselga,
que me parece un tuno redomado. Vamos a ver si en estos amores tiene su
parte el interés. ¿Habéis hablado alguna vez al conde de la fortuna de
Avellaneda?

--Ese señor sabe por mí que don Ricardo es rico, o más bien dicho, su
hija.

--¿Pero sabe a cuánto asciende su fortuna?

--Creo que no. Baselga no se imagina, ni remotamente, que Avellaneda sea
millonario.

--Acordaos bien de todos mis encargos. Ante todo, es necesario saber con
absoluta certeza si el conde sospecha de lo cuantiosa que es la fortuna
de María.

--Lo sabré, reverendo padre.

--Después, es preciso averiguar si Baselga está enamorado de la joven, o
si, tal como yo me lo figuro, la quiere únicamente por atrapar sus
millones.

--Difícil es eso, pues el conde, aunque vive conmigo con cierta
intimidad, no me habla con entera confianza y sólo dice aquello que
quiere. A pesar de esto, averiguaré lo que me ordena vuestra reverencia.

--Baselga es un noble español tan cargado de pergaminos como falto de
dinero. No tiene para vivir otros recursos que una parte de las rentas
de la hija que tiene en España, y nada tendría de extraño que quisiera
enriquecerse merced al efecto que su gallarda figura haya podido causar
en esa chicuela.

--Efectivamente, reverendo padre; tal vez sea lo que decís.

--Es necesario también que en un plazo breve estéis enterado de un modo
cierto del estado en que se hallan las relaciones amorosas y de si esta
pasión es fuerte y digna de inspiraros cuidado. Os exijo que seáis un
lince, ya que hasta ahora habéis sido un bestia; que espiéis a los dos
amantes y que no paréis hasta penetrar en lo más recóndito de sus
pensamientos. Difícil es la tarea para un hombre de tan cortos alcances;
pero éste es el único medio para que la Compañía os perdone el peligro
en que la habéis puesto con vuestras distracciones.

--Haré cuanto pueda, reverendo padre--contestó el vejete sonriendo con
cierta malicia--, y de seguro que no quedaréis descontento en esta
ocasión.

--Considerad el inmenso perjuicio que causáis a la Compañía si por
vuestra ineptitud María se casa, y su fortuna, esos millones que la
Orden cuenta ya como suyos, pasa a manos de su marido. La religión está
en peligro, la impiedad la ataca sin tregua y para sostenerse necesita
dinero, mucho dinero que le preste nueva vida. Si por culpa vuestra se
pierde ese negocio, perjudicáis la causa de Dios, y éste en la hora de
vuestra muerte os arrojará al infierno.

El señor García, al escuchar estas palabras, no pudo ahogar una
sonrisita burlona que rápidamente contrajo sus descoloridos labios, y
que no pasó desapercibida a la inquisitorial mirada del padre Fabián:

--¿No creéis en el infierno?... Bueno, pues yo tampoco. Debía castigaros
por vuestro escepticismo, pero me sois simpático porque tenéis sentido
común. Esas farsas sólo son buenas para la turba imbécil que nos adora.

--Así es, reverendo padre.

--Pero si no creéis en el infierno--continuó el padre Fabián con el
acento con que se dirigía a un camarada--, convendréis en que
necesitamos mucho dinero para llevar nuestra obra adelante, y que llegue
un día en que la Compañía de Jesús tome posesión del mundo, y que todos
cuantos formamos parte de ella seamos los reyes de la tierra.

--¡Oh! Eso sí, reverendo padre--dijo el viejecillo apresuradamente,
mientras que sus ojos se iluminaban con una chispa de soberbia ambición.

--Pues bien; esos millones de Avellaneda son un nuevo grano de arena que
aportamos a nuestra grandiosa obra de la dominación universal. Además,
vos sois como un hijo de la Compañía; entrasteis en ella en vuestra
juventud, en su seno habéis crecido, la consideráis como vuestra
verdadera familia, y ninguna gloria os será tan grata como el que la
Orden, en vista de que la proporcionáis quince millones, os considere
como uno de sus hijos más útiles, laboriosos y digno de eterno recuerdo.

--Sí, reverendo padre; ésa es toda mi ambición.

--Excuso, pues, deciros lo mucho que habéis de trabajar para conseguir
el hermoso resultado de que la fortuna de Avellaneda entre en nuestro
tesoro. Ya sabéis el plan. Que María no se case, que entre en un
convento y que haga donación a nuestro favor de todos sus bienes. La
Compañía en la actualidad es pobre. Apenas si pasa de ochocientos
millones lo que en la actualidad poseemos en el mundo, y el general
desde Roma sigue con mirada atenta este negocio del que depende vuestro
porvenir y mi crédito. ¡Qué gloria si aumentáramos de golpe con quince
millones el capital de la Orden!

El señor García sintió un escalofrío de felicidad al pensar en la
grande honra que le proporcionaría el buen éxito de aquel negocio, y
dijo con aplomo:

--Lograremos nuestro propósito; no lo dudéis, reverendo padre.

--En esta clase de negocios ya sabéis cuál debe ser siempre nuestra
conducta: separar todos los obstáculos que se opongan a la consecución
del fin. Sólo los imbéciles reparan en sus empresas en la legitimidad de
los medios.

--Soy de esa misma opinión.

--¿Quién nos estorba? ¿Baselga? Pues le apartaremos buenamente de
nuestro camino, y si no se puede por los medios pacíficos...

--Se usan otros más convenientes. Lo sé, reverendo padre.

--No olvidéis que igual conducta debe seguirse con el señor Avellaneda,
con la doméstica y con toda persona que intente perjudicar nuestros
sagrados intereses.

--Así debe ser, reverendo padre. Ante todo la Compañía.

--No; ante todo Dios y nosotros, que somos sus verdaderos
representantes.

Aquellos dos hombres al hablar de obstáculos y de medios para llegar al
fin, tenían impresa en el rostro una expresión horrible.

Parecían cuervos disputándose a graznidos la posesión de una próxima
víctima.

Cuando el señor García, aquel santo varón, se despidió de su superior,
éste le dijo con tono de amenaza:

--Recordad que yo fuí quien os encargué este negocio para que os
lucierais y el que hice todo lo necesario para que el confesor de la
difunta señora de Avellaneda os recomendara eficazmente, facilitándoos
la amistad con la familia. La Compañía confía en vos. No la hagáis
sufrir una decepción, porque el castigo sería terrible.




XII

Espionaje de jesuíta


Púsose en campaña el señor García para averiguar todo lo referente a los
amores de Baselga con María, y comenzó por sonsacar diestramente a todos
cuantos servían en casa del señor Avellaneda.

El examen de los dos amantes lo dejó para después. Si es que éstos
querían espontanearse con él, siempre tendría ocasión para enterarse de
sus secretos.

Las dos criadas francesas fueron las que primeramente abordó el señor
García, en la confianza de que una de ellas, que al decir del padre
Fabián, estaba en relaciones con un individuo de la Orden, le
proporcionaría las noticias que él necesitaba.

Nada de nuevo supo el señor García, pues las revelaciones en nada se
diferenciaron de lo que ya había manifestado el superior de los
jesuítas: que la señorita y el conde se entendían, que todas las noches
cambiaban una cartita en la antesala, que parecían estar muy
enamorados...; he aquí todo.

El señor García se convenció de que por aquella parte no podría adquirir
más noticias, y adoptó la resolución de dirigirse directamente a Tomasa,
pues sospechaba que ésta forzosamente había de saber mucho de lo que
ocurría entre su señorita y el conde.

Al principio de su conversación con la aragonesa, la encontró muy
reservada; pero sus dulces palabras hicieron mella en su tosca
inteligencia, y al fin Tomasa dudó, acabando por decidirse a revelar a
su viejo amigo todo cuanto sabía.

¿Por qué no había de enterarse el señor García de los amores de la
señorita? ¿Aquel viejo no era una buena persona que amaba a María casi
tanto como ella? No había allí nada malo, y además, el santo varón podía
prestar un buen servicio a Baselga sirviendo de intermediario a éste, ya
que pensaba pedir al padre cuanto antes la mano de María.

Ella no era egoísta en aquella ocasión, ni quería atribuirse a su
persona el mérito exclusivo del casamiento; así es que charló por los
codos, revelando al viejo todo cuanto sabía, y rogándole que procurase
hacer todo lo posible para que el señor consintiese el matrimonio de
aquella pareja tan enamorada, que, según la expresión de Tomasa, se
comía con los ojos.

El señor García, oyendo a la criada, se convenció de que, efectivamente,
era un imbécil, tal como le decía el padre Fabián. Cuatro meses tenían
ya de existencia aquellos amores, sin que él se apercibiera, por sí
mismo de nada, y Baselga llevaba sus asuntos tan apresuradamente, que un
día de aquéllos, tal vez mañana, pensaba pedir al señor Avellaneda la
mano de su hija.

El viejo devoto estaba asombrado. ¡Diablo! Aquel conde, a pesar de su
aspecto de soldado algo rudo, sabía hacer las cosas bien y despistar aun
a los más allegados. Con justicia figuraba en la Compañía de Jesús.

Propúsose García impedir el rápido desarrollo de aquellos amores y
comenzó por exigir a Tomasa el más absoluto secreto de cuanto habían
hablado.

--Que no sepan el conde ni la señorita--decía el viejo con la más amable
de sus sonrisas--que tú me has revelado el secreto de sus amores. Si
ellos ignoran que nosotros nos entendemos, las cosas marcharán mejor, y
yo podré con más facilidad conseguir el consentimiento de don Ricardo.
Hay que proteger a ese par de enamorados. ¡Con que la señorita ya no
quiere ser monja y piensa en casarse!... ¡Vaya!, estas niñas del día son
el mismo demonio....

Y el vejete sonreía tan bondadosamente, que Tomasa se sentía dominada
por aquel hombre tan amable y simpático, acabando por prometerle que no
diría una palabra de todo lo tratado entre los dos.

En la tertulia de aquella noche el señor García ejerció un espionaje
digno de acreditarle como hombre astuto y reservado.

Afectando entregarse a ratos a absorbente meditación o sosteniendo
discusiones sin objeto con el señor Avellaneda, espiaba a María y
Baselga, que estaban sentados junto a una ventana del comedor, logrando
sorprender rápidas miradas y otros signos de amorosa inteligencia que
hasta entonces le habían pasado desapercibidos.

El viejo estaba irritado por su torpeza, y la rabia que le producía no
haber adivinado aquella pasión que se desarrollaba en su presencia la
hacía caer sobre los dos amantes que, sin darse cuenta de ello, se
habían burlado de él ocultando tan maestramente su afecto. El señor
García odiaba a aquella pareja como si se tratara de tremendos enemigos,
y tenía cierto placer en pensar que desbarataría su felicidad aunque
tuviera que apelar a los medios más extremos.

Cuando llegó la hora de retirarse y el conde, seguido del viejo, salió
de la casa con dirección a la calle de los Santos Padres, ninguno de los
dos hombres pronunció la menor palabra. Caminaban silenciosos, como
abstraídos en sus pensamientos.

De vez en cuando Baselga miraba rápidamente a su acompañante, siempre
cabizbajo, y en sus ojos se notaba la expresión interrogante del que
duda en confiar un secreto importante.

Habían entrado ya los dos en la habitación del primer piso, y el señor
García, con la palmatoria en la mano, se disponía a subir a su
buhardilla después de desear al conde muy buena noche, cuando éste le
detuvo con un ademán, y dijo con acento que intentaba hacer indiferente:

--Si usted no tuviera mucha prisa en subir a su cuarto, hablaríamos un
poco.

--Como usted guste, señor conde. Yo siempre estoy a sus órdenes. Diga
usted, que ya le escucho.

Y el vejete, dejando su palmatoria sobre una mesa, se sentó sonriendo
amablemente.

Reinó un largo silencio. Ninguno de los dos hombres deseaba ser el
primero en hablar; Baselga tenía miedo de exponer su pensamiento y el
señor García no tenía prisa y aguardaba pacientemente a que el otro
dijera lo que él ya sabía.

Por fin el conde rompió el silencio.

--¿No me dijo usted una vez que María quería ser monja?

--Sí, señor. Esa es su vocación.

--¿Y cuándo entra en el convento?

--No se ha fijado aún la fecha, pero ello será más pronto o más tarde.

--¿Y está usted seguro de que a ella le gusta la vida del convento?

--¡Oh!--exclamó el señor García por contestar algo--. Eso nadie lo puede
decir mejor que la interesada.

--¿Y no podría suceder que a María le gustase más ser como todas las
mujeres, casándose con un hombre a quien amase?

--Todo puede ser en este mundo--contestó el señor García, y miró a
Baselga con aire interrogante como animándole a que se franqueara más.

Pero el conde parecía arrepentido del sesgo que él mismo había dado a la
conversación, y se alarmó al considerar que había estado a punto de
hacer público su secreto.

No; el señor García no debía de saber nada. Más adelante, cuando el
padre hubiese dado su consentimiento y estuviera todo arreglado para la
boda, el viejo sabría lo ocurrido; pero ahora no convenía y su instinto
le hacía adivinar un peligro en el señor García.

Había que cortar aquella conversación iniciada por él y que comenzaba a
hacérsele pesada.

--¡Vaya, querido señor! Es ya muy tarde, usted madruga y estoy
imprudentemente quitándole lo mejor de su sueño. A descansar, que usted
tendrá para mañana mucho trabajo. ¿Irá usted por la tarde a casa del
señor Avellaneda?

El vejete no pudo por menos de hacer un guiño instintivo al oír aquella
pregunta. Ya comprendía él lo que aquello quería decir. El conde pensaba
sin duda ir al día siguiente a pedir a don Ricardo la mano de su hija.

--Iré, sí, señor. Tengo que arreglar con el señor Avellaneda las cuentas
de administración del pasado mes. Además, el pobre señor está, como ya
ha visto usted, con sus dolores, y no puede salir de casa, lo que le
tiene muy fastidiado. Desgraciadamente, yo sólo estaré con él hasta las
cuatro, pues tengo que despachar algunos asuntos urgentes al otro lado
de París.

Y luego añadió con ingenuidad asombrosa:

--Si usted no tiene mañana ocupaciones precisas podía ir a acompañarle
un rato. El pobre ¡lo agradecería tanto! Además, mil veces me ha dicho
que le gusta mucho discutir con usted, a pesar de que odia a los
carlistas.

El conde prometió que iría a acompañar al señor Avellaneda, y el vejete,
después de repetir sus ¡buenas noches!, comenzó a subir los noventa y
cuatro escalones que separaban su buhardilla del primer piso.

Cuando poco después el mugriento levitón quedaba colgado en la percha
junto a la cama y el señor García se quitaba los tirantes, mascullando
al mismo tiempo, por la fuerza de la costumbre, algunos padrenuestros al
ángel de la Guarda, cediendo a la necesidad de hablar alto, que algunas
veces le acometía, exclamó interrumpiendo sus palabras con nasales
risitas:

--Mañana será el trueno gordo. ¡Descuida, conde arruinado!, que cuando
tú vayas a hablar con don Ricardo, ya lo habré yo arreglado de modo que
te eche a puntapiés de su casa! ¡Pues no faltaba más sino que ese conde
hambriento viniera con sus manos lavadas a apoderarse de los quince
millones que tanto tiempo perseguimos! Ese dinero es de la Orden, que
cuenta ya con él, y el que intente ponerle la mano, que se prepare a
recibir nuestros rayos. ¡Buena se va a armar mañana! ¡Je, je, je!...




XIII

La cólera de Avellaneda


Fué inmensa la impresión que experimentó Avellaneda cuando su amigo y
administrador le reveló los amores de María.

Aquel anciano vivía fuera de la realidad. Sus manías y preocupaciones,
que algunas veces hacían dudar de su razón, daban cierto espíritu vago y
fantástico a sus ideas; todo lo miraba por el prisma de su propia
personalidad; porque se encontraba débil y viejo no creía que en el
mundo hubiera juventud y nunca se le había ocurrido pensar que María
pudiese casarse.

Era su hija, y, por lo tanto (en concepto de Avellaneda), lo natural es
que María viviese íntimamente unida a él sin conocer otro cariño que el
filial.

Júzguese cuál sería su impresión al escuchar aquella tarde las
revelaciones del señor García.

Después del almuerzo, y mientras María, junto a los rosales de una
ventana leía las seductoras "Orientales", el viejo devoto se encerró con
don Ricardo en el despacho de éste, y comenzó a llevar poco a poco la
conversación adonde él deseaba.

Presentó las cuentas de su administración en el pasado mes, papelotes
que Avellaneda apenas si miró, y después el taimado viejo comenzó a
hablar de lo rica que era María y de la necesidad de evitar que su
fortuna sirviera de cebo a algún hombre egoísta y vicioso.

Don Ricardo no manifestaba afectarse gran cosa por tal peligro.
¡Valiente susto le producían a él aquellos temores que García parecía
tener empeño en exagerar! ¿Acaso María no era su hija? ¿Quién podía
venir a separarlo de ella; a llevársela con el propósito de su riqueza?
Eso eran absurdos que únicamente se le podían ocurrir a su devoto
administrador, enemigo del mundo y empeñado en exagerar sus maldades.

Pero el bueno de don Ricardo se quedó frío al oír que su viejo amigo
quería revelarle un secreto que estaba pesando sobre su conciencia, y
con tanta atención como pudo fué siguiendo las revelaciones del señor
García, que eran bastantes embrolladas y dificultosas, sin duda para
hacerlas más interesantes.

Lo que sacó en limpio Avellaneda, haciendo el resumen de una charla que
duró más de media hora, es que el señor García, por el hecho de haber
presentado en la casa al conde de Baselga, no quería cargar con ninguna
responsabilidad, y se apresuraba a poner en conocimiento del padre que
el tal señor había conseguido enamorar a María y que ésta estaba loca de
pasión por aquel noble que, bien considerado, por su pobreza y su
expatriación forzosa no pasaba de ser un aventurero.

Era tan enorme aquello, que el señor Avellaneda se resistía a creerlo.
¡María enamorada! ¡María dispuesta a casarse!

¡Bah!, señor García--dijo el afrancesado después de una larga
meditación--. Tal vez esté usted en un error y su exagerado celo por la
niña le haya hecho ver un peligro donde no le hay.

--Don Ricardo, puedo asegurarle a usted, y aun jurárselo por lo más
sagrado, que María y el conde se aman.

--Amores propios de una chiquilla. Caprichos que desaparecerán a la
menor reprimenda del padre.

--Está usted equivocado. La cosa es más seria. María está enamorada como
una heroína de las novelas que ahora lee ocultándose de nosotros.

Avellaneda, al ver la seguridad con que hablaba su amigo, comenzó a
dudar.

--Lo más acertado será llamar a María para que confiese francamente lo
que ocurre. Ella no sabe mentir, y así sabremos las cosas con certeza.

--No haga usted tal, pues nada adelantaremos. María negará como todas
las niñas hacen en su caso. Además, ¿quiere usted convencerse?, pues
dentro de poco tiempo, tal vez esta misma tarde, vendrá el conde a
pedirle la mano de su hija. Lo sé de cierto, pues leo perfectamente en
el pensamiento de Baselga.

Aquello dió al traste con la paciencia de Avellaneda, que se indignó, y,
a pesar de su carácter bondadoso y de los dolores que le obligaban a
permanecer quieto en su sillón, comenzó a moverse y a proferir palabras
entrecortadas por bufidos de furor.

--¡Esa es buena! De modo que ese caballerete tiene el atrevimiento de
querer venir a mi propia casa para robarme mi hija... ¡Canalla! Quisiera
ser más joven para imponerle un correctivo, y aun así no sé si podré
contenerme y dejaré de darle de bofetadas. ¡Bueno va esto! Se ha lucido
usted presentando en mi casa a ese conde del demonio. No, y mil veces
no. Mi hija no se casa ni con él ni con nadie. ¿Para eso la he criado
yo? ¿Para que me la robe el primer zascandil que se presente?...

Y Avellaneda daba furiosos puñetazos sobre los brazos de su butaca,
haciéndose la ilusión de que machacaba la hermosa cabeza de Baselga.

El señor García contemplaba con aire satisfecho aquel acceso de furor;
pero temiendo al fin una complicación, creyó del caso intervenir, y
aconsejó a su amigo que tuviese calma.

--Ya ve usted, señor Avellaneda, que no es razonable irritarse de tal
modo porque a un mequetrefe se le ocurra hacer una barbaridad.

--Dice usted bien--contestó don Ricardo, y su rostro fué serenándose
hasta quedar en apariencia tranquilo algunos minutos después.

Transcurrió bastante tiempo sin que hablase ninguno de los dos viejos,
hasta que, por fin, don Ricardo exclamó dolorosamente:

--No imaginaba yo que mi hija me diese tan gran disgusto. Creía que me
amaba lo suficiente para no pensar nunca en separarse de mí, pero ahora
veo que vivía engañado.

--Las mujeres son muy inclinadas a las locuras, y María no ha podido
librarse de esa enfermedad amorosa que acomete a todas las jóvenes.

--Siempre me había parecido un mal hombre ese Baselga. Confieso que lo
miraba con recelo. ¡Mire usted de quién va a enamorarse mi hija! De un
hombre que casi puede ser su padre, de un noble matachín ignorante como
un lego, y por añadiduda carlista.

Y el señor García, aunque torciendo el gesto, tuvo que aguantar una
verdadera rociada de denuestos que Avellaneda arrojó sobre todos los que
defendían la monarquía absoluta, el fanatismo religioso y el
restablecimiento de la inquisición.

Cuando don Ricardo terminó de desfogar su indignación, el viejo devoto,
que por inconsciente instinto de servilismo iba apoyando con
inclinaciones de cabeza todas las palabras, dijo a su amigo:

--Hace usted perfectamente en oponerse a las pretensiones del conde.
María no debe casarse. Pero para impedir ese matrimonio tendremos que
luchar mucho, pues esa niña está muy enamorada.

--Yo sabré impedir esos amoríos.

--Lo veo difícil mientras María esté aquí.

--Arrojaré a ese hombre de mi casa tan pronto como se presente.

--Con eso nada impedirá usted; Baselga es hombre ducho en amores, y
siempre encontrará medios para comunicarse con María animando cada vez
más su pasión, ¡Si usted hiciera caso de mis consejos!...

--¿Qué quiere usted proponerme?

--El mejor medio, para lograr que se extinga en el pecho de María esa
pasión que hoy la domina, es sacarla de aquí, romper todos los lazos que
la unen al conde y hacer que no viva en el mismo lugar donde ha visto
nacer y desarrollarse su amor.

--¿Y dónde quiere usted que la llevemos?

--A una santa casa, a un convento de nuestra confianza cuya superiora me
aprecia mucho. María en sus tiempos de niña ha tenido grandes aficiones
a la devoción y allí, disfrutando la paz angelical del claustro, se
borrará por completo de su memoria la imagen del hombre a quien hoy
tanto ama. ¡Oh! Tranquilícese usted, don Ricardo! No se trata de que su
hija sea monja. Permanecerá poco tiempo en el convento; nada más que el
suficiente para que olvide esa malaventurada pasión.

El señor García decía estás palabras con la maligna y atrayente dulzura
de la serpiente bíblica cuando tentaba a la primera mujer.

Había que seguir la táctica jesuítica e ir haciendo las cosas poco a
poco. Primero, María entraría en un convento por una temporada; después
ya se encargaría él de que se perpetuase el encierro, despertando en la
joven sus tendencias al romanticismo religioso y haciendo que
pronunciara los severos votos claustrales. Lo importante y más preciso
era que el padre diese la aprobación para que ella entrase en un
convento.

Don Ricardo al oír aquella proposición quedó mirando fijamente a su
amigo, y después de un largo silencio, dijo con voz agresiva:

--¡Vaya usted al diablo! ¿Le parece a usted que yo soy partidario de los
conventos? No quiero ver a mi hija en tales sitios, y antes que verla
monja sería capaz de entregarsela a ese mentecato de Baselga.

El golpe había fallado y el señor García bajó la cabeza con resignación.

Quedaron silenciosos largo rato los dos ancianos; pero Avellaneda, que
en su afán de padre egoísta no podía comprender cómo se atrevía un
hombre a querer arrebatarle su hija, volvió otra vez a su tema, o sea a
hablar contra aquel amante audaz.

--¡Mire usted que es atrevimiento! Venir a solicitar la mano de mi hija
un hombre que en realidad no sé quién es. Porque ¡vamos a ver! ¿Usted
sabe quién es Baselga? ¿Cuál ha sido su antigua vida? No sé por qué me
figuro que debe haber hecho mucho mal en este mundo.

--Mucho, don Ricardo; no se equivoca usted. Yo sé de él cosas horribles,
y tenga usted la seguridad que a saberlas antes, no lo hubiera
presentado en esta honrada casa.

--¿Y qué se dice de él?--preguntó Avellaneda con curiosidad.

--De un modo cierto, nada. Pero se murmura que a su esposa, la baronesa
de Carrillo, la estranguló en un rapto de celos. No conozco el suceso
detalladamente, pero puedo enterarme y adquirir datos.

--No, no es necesario. Nada me importa lo de ese hombre; al fin, tan
pronto como se presente aquí, lo arrojaré a la calle.

--Hará usted perfectamente.

El señor García siguió con gran habilidad haciendo odioso a aquel hombre
que vivía en su misma casa y al que manifestaba en todas ocasiones un
cariño admirablemente fingido.

El sentía mucho tener que hablar contra el conde, pero la amistad y la
honradez ante todo, y no quería que por culpa de sus afectos, viniese a
sufrir crueles decepciones un amigo tan querido como lo era el señor
Avellaneda.

Este, agitándose continuamente por las punzadas de dolor que sentía en
sus huesos, iba siguiendo con atención las peroraciones del vejete, y se
sentía impulsado a abrazar a aquel santo varón, que tanto se interesaba
por el honor y el bienestar de la familia.

Cuando al dar las cuatro los relojes de la casa, el señor García se
dispuso a marcharse para atender a sus ocupaciones de hombre devoto,
Avellaneda quedaba ya convencido de que Baselga era un conde aventurero
que, al enamorar a María, únicamente buscaba sus millones y de que debía
ponerlo en la puerta sin ningún miramiento, como si se tratase de una
bestia dañina que quería introducir la desgracia en aquel hogar.

No había transcurrido un cuarto de hora desde que el mugriento levitón
del devoto había desaparecido tras el cortinaje de la puerta, cuando
entró Tomasa secándose las manos con su delantal, y con la ruda
franqueza que le daba su dominio en la casa, anunció a su señor que
acababa de llegar el conde de Baselga.

--Viene a hacerle un rato de compañía. ¡Qué bueno es ese señorón!

Avellaneda hizo una mueca al escuchar las últimas palabras de la
doméstica, la cual, sin esperar contestación, volvió a salir para llamar
al recién llegado.

Cuando entró Baselga saludando a don Ricardo con aquella cortesía franca
y distinguida que le hacía tan simpático, éste apenas si contestó con
unos cuantos gruñidos, casi imperceptibles.

Tenía delante al traidor, al monstruo infame que pretendía robarle su
hija, y él, tan pacífico y tan humilde, sentía no ser fuerte y ágil como
en su juventud para arrojarse sobre aquel mequetrefe y molerlo a palos.

La conversación fué lánguida e incolora. Baselga, como si deseara
retardar todo lo posible el entrar en materia, hablaba del tiempo y se
enteraba minuciosamente del estado del enfermo, no logrando de éste
otras respuestas que secos monosílabos y gestos de mal humor.

El conde adivinaba en su viejo amigo un disgusto, cuyo motivo no
comprendía, y estaba temeroso de que en tal ocasión sus pretensiones
iban a experimentar un tremendo fracaso.

Vacilaba el emigrado como el día en que declaró su pasión a María; pero
allí se trataba de un hombre, y Baselga experimentó cierto rubor por su
cobardía, decidiéndose acto seguido a explanar sus pretensiones.

--Don Ricardo: yo no soy viejo. Los rudos accidentes de mi vida me han
marchitado algo, pero por mi edad y por mi vigor, todavía estoy lejos de
la vejez. ¿No le parece a usted así?

Avellaneda hizo un gesto de indiferencia, como para demostrar que nada
le importaba aquello.

--La soledad en que vivo aquí, me ha impulsado a refugiarme en el seno
de la familia de usted, buscando afectos y atenciones que nunca
agradeceré bastante, y este continuo roce ha engendrado en mí una pasión
de la que en vano pretendo librarme.

Si Baselga no hubiera tenido inclinada su cabeza, de seguro que se
hubiera intimidado ante el relámpago de ira que pasó por los ojos del
anciano; pero no lo vió, y siguió hablando.

--En resumen, señor Avellaneda, María me ama tanto como yo a ella, y
vengo a pedir su mano.

El golpe estaba ya dado, y Baselga, libre, al fin, de su carga, levantó
la cabeza para mirar ansiosamente al viejo, esperando la contestación.

Avellaneda esperaba aquella demanda, y a pesar de esto, se quedó
estupefacto como si le sorprendiera la petición de Baselga.

Tanto le obsesionó aquello, que él llamaba atrevimiento inaudito, que
por algunos minutos no supo qué contestar; pero, al fin, dijo con fosca
voz:

--Caballero, eso que usted me pide es imposible. Mi hija no es para
usted. Acaba de darme un gran disgusto y le ruego se retire.

Entonces le tocó mostrarse estupefacto al conde. ¡Cómo! ¡El padre de su
amada le rechazaba de tal modo! ¿Y por qué?

Baselga estaba transformado. Aquella despedida, dicha en tono grosero,
le había producido el efecto de un latigazo y resucitaban en él sus
instintos caballerescos, sus susceptibilidades de matachín. El no se
iría de allí hasta que le fueran explicadas tales palabras, y así se lo
manifestó de un modo enérgico a don Ricardo.

Este también había ido excitándose rápidamente y las exigencias de
Baselga le pusieron fuera de sí.

--¡Cree usted que me asusta, señor conde, con ese aire de matón! ¡Ay,
si yo fuera más joven y no estuviera enfermo! ¿Quiere usted
explicaciones? Pues bien, sepa que no le concedo la mano de mi hija
porque no me da la gana; ya está usted enterado. Soy el dueño de mi casa
y no tengo que explicar mis actos a quien no vive en ella.

--Pero eso es una indignidad--arguyó Baselga con gran calor--; María me
ama y usted no tiene derecho para hacerla infeliz.

--¿Quién la haría más feliz, yo, negándome a que se case con usted, o el
conde de Baselga, siendo su esposo? Yo no sé quién es usted. Mis
noticias se reducen a saber que usted fué casado hace ya algunos años
con la baronesa de Carrillo. ¿Pero me puede asegurar alguien que careció
de dramáticos y repugnantes accidentes su matrimonio?

Baselga se estremeció. Aquel diablo de viejo había dicho sus últimas
palabras con tan marcada intención, que el conde tembló, creyendo que
don Ricardo conocía en todos sus detalles el dramático fin de Pepita
Carrillo. Pero poco tardó en tranquilizarse. No; aquella triste página
de su vida sólo la conocía el padre Claudio y era imposible que éste la
hubiese revelado a nadie.

--Señor Avellaneda, permítame usted que le diga que se engaña al creer
que María no puede ser feliz conmigo. Donde hay amor desaparece la
desgracia, y yo amo a María hasta llegar a la demencia.

--Caballero, basta de farsas. Usted es un noble arruinado y lo que ama
son los millones de mi hija.

Aquél sí que fué un golpe duro para Baselga. Estaba lejos de esperar un
insulto tan atroz disparado a bocajarro y se estremeció de la cabeza
hasta los pies, como si una pesada mole acabara de caer sobre su cráneo,
dejándole aturdido con el golpe.

Por algunos instantes quedó inmóvil, como si no se diera cuenta exacta
de lo que acababa de oír; pero después se levantó de su asiento con la
rápida rigidez de un resorte que se escapa y avanzó algunos pasos.

Don Ricardo le miraba con aire insolente, como desafiándole a que en su
propia casa intentase la menor violencia; pero pronto volvió la vista
para ver quién entraba en la habitación.

María, con el cuerpo trémulo, el rostro pálido y demostrando una gran
agitación, acababa de entrar lanzando una mirada suplicante a su padre y
al conde.

--¡Ah! ¿Eres tú, hija mía? Sin duda, nos escuchabas escondida tras la
cortina. No está muy bien tal curiosidad; pero me alegro, pues así
habrás podido enterarte de lo que le digo a este caballero. Lo despido,
prohibiéndole que entre más en esta casa. ¿No te parece bien?

María bajó la cabeza como anonadada por aquel acento sarcástico que
nunca había conocido en su padre. Miraba a éste todavía con el mismo
temor instintivo que en sus primeros años, y no sabiendo qué contestar,
encontró más propio romper en copioso llanto.

Aquello acabó de poner furioso a don Ricardo, y como si Baselga fuese el
culpable de las lágrimas de su hija, se encaró con él, gritándole:

--Caballero, ahí tiene usted su obra; esas lágrimas las produce usted,
gócese en ellas. Antes que el demonio le condujese a usted a esta casa,
todo era felicidad y mi hija nunca lloraba; ahora ya ve usted las
consecuencias de su amor. Márchese usted pronto, o de lo contrario haré
que venga la Policía para que lo arroje de esta casa.

Baselga no quiso permanecer por más tiempo allí sirviendo de blanco a
los insultos del viejo.

Lentamente se encaminó a la puerta, y al llegar a ésta, dijo a don
Ricardo con voz firme y tranquila:

--Hace usted mal en oponerse a nuestra felicidad. María y yo nos amamos,
y toda la oposición de usted no logrará hacer que nos olvidemos. Podía
usted ser feliz teniendo a su lado dos hijos cariñosos, y se empeña en
labrar su soledad y su desgracia. No alcanzará usted nada, pues yo le
aseguro que, por mi parte, jamás desistiré de ser esposo de María.

--¡Ah! Fatuo, ridículo--exclamó Avellaneda.

Pero no pudo decir más en vista de que Baselga había desaparecido,
oyéndose al poco rato un fuerte portazo en la escalera.

Padre e hija permanecieron mucho tiempo en un silencio embarazoso.

Avellaneda fué el primero en hablar, y con voz cariñosa y tranquila,
como si no hubiese ocurrido momentos antes el más leve incidente, dijo a
su hija:

--Ya has oído que ese hombre asegura que tú le amas. ¿Es verdad, hija
mía?

María dudó en contestar; pero por fin, con el aspecto de una niña
vergonzosa que se ve interrogada por su maestra y con la voz conmovida
por los sollozos, contestó:

--Sí, señor; le amo.

--No me parece mal la franqueza. Pero al menos harás caso de los
consejos de tu padre y olvidarás a ese hombre que te quiere por tu
dinero. ¿Olvidarás a ese hombre, hija mía?

Esta vez no tardó María en dar su contestación. Cesó de llorar, secóse
los ojos con sus manos y, fijando en su padre unos ojos en que se
retrataba una energía salvaje, por lo inquebrantable, dijo
resueltamente:

--No, señor; jamás le olvidaré.

Tomasa, que comprendiendo lo que allí se trataba, andaba husmeando cerca
de la puerta de la habitación, oyó un fuerte golpe que conmovió
sordamente el pavimento.

Cuando la fiel doméstica entró en la habitación vió a don Ricardo
tendido a los pies de su butaca, convulso, con la vista extraviada,
rugiendo sordamente de dolor y arañándose el pecho encima del corazón.

María le contemplaba con asombro, y completamente aturdida no sabía qué
hacer ni dónde dirigirse.




XIV

El padre Fabián y el conde de Baselga


--Dispénseme vuestra reverencia mi tardanza. He estado dos días fuera de
casa, viviendo al otro extremo de París con un compañero de armas, y
hasta esta tarde no he sabido que había usted enviado repetidas veces a
buscarme.

--Yo mismo he estado esta mañana en la calle de los Santos Padres.

--¿Usted, padre Fabián? ¿Vuestra paternidad ha olvidado sus importantes
ocupaciones por venir a buscarme en mi pobre vivienda?

--Sí, señor conde. Tengo que tratar un asunto de gran importancia, en el
que es necesario saber la opinión de usted. Siéntese, que la
conversación no ha de ser corta.

Baselga, que tenía el rostro pálido y ojeroso, y que mostraba en el
traje cierto desorden, ocupó el sillón que le señalaba el padre Fabián,
y tomó la atenta posición del que se prepara a escuchar.

--Lo sé todo--dijo el jesuíta sonriendo bondadosamente y guiñando un
ojo.

--¿Y qué es lo que vuestra paternidad sabe?--preguntó Baselga con cierta
desconfianza.

--Es inútil el disimulo. Sé todo lo ocurrido hace dos días en casa del
señor Avellaneda entre éste y usted.

--Lo habrá contado, sin duda, el señor García.

--El mismo.

--¡Ah, ya! El buen señor se toma mucho interés en este asunto. Más, tal
vez, del que debía.

El emigrado dijo estas palabras con tal intención, que el padre Fabián
se apresuró a contestar:

--Parece que usted duda de la sinceridad de nuestro amigo, y hace muy
mal. El señor García le quiere a usted mucho y está inconsolable por la
decepción que usted acaba de sufrir.

No pareció Baselga muy decidido a creer en la sinceridad de aquel
cariño; pero calló, dando a entender con un gesto que después de todo lo
sucedido le importaba muy poco cuanto pudiese hacer el señor García.

--Tenía grandes deseos--continuó el jesuíta--de ver a usted para reñirle
por su falta de franqueza. Varias han sido las veces que he conversado
con usted amistosamente en esta habitación, y nunca se ha dignado
manifestarme el amor que le dominaba. ¿Es que usted desconfía de un
amigo como yo?

--Reverendo padre; las cuestiones de amor no se revelan a nadie, y menos
a hombres que son representantes de Dios y, por tanto, están muy por
encima de las cosas terrenales.

--¡Bah!, querido conde; eso no pasa de ser una excusa como otra
cualquiera para disculpar su falta de franqueza. Si usted no hubiese
procedido conmigo con una reserva que no creo merecer, yo le habría dado
algunos consejos para evitar esa situación desairada en que usted estuvo
al pedir al señor Avellaneda la mano de su hija.

--¡Cómo!, reverendo padre; ¿acaso habría encontrado ayuda en vuestra
paternidad para lograr lo que tanto deseo?

--No es eso; no me ha entendido usted. Quiero decir que con tiempo le
hubiera dado un buen consejo para que olvidase a esa joven, que es para
usted imposible.

--¡Olvidarla!, ¡jamás!

Dijo Baselga estas palabras rotundamente, con el mismo acento enérgico
y vibrante que si estuviese mandando un regimiento.

El jesuíta le miró fijamente, y como para estudiar concienzudamente la
fuerza de su pasión, haciéndole hablar, dijo con lentitud:

--Según eso, la ama usted mucho.

--Mire usted, padre; voy a hablarle con tanta franqueza como si me
confesara con usted. Es imposible que yo olvide a esa mujer. ¡Ay, si
pudiera, si lograra borrar su imagen de mi memoria, crea usted que sería
completamente feliz! Estoy enamorado con toda la fuerza del primer amor
y comprendo que acabo mi juventud por donde otros la empiezan. Usted ha
sido soldado como yo y sabe que un hombre de nuestra clase siente más un
insulto que una estocada mortal. Pues bien; el otro día me dejé insultar
por ese viejo sin protesta alguna; le respeté sólo porque era el padre
de María, y en vez de olvidar inmediatamente a una mujer que tales
humillaciones me proporciona, su recuerdo se ha aferrado aún con más
fuerza a mi memoria.

--Eso pasará, hijo mío. Conozco bien el corazón humano y sé que el
tiempo tiene fuerza para destruir los recuerdos más tenaces.

--Se engaña vuestra paternidad. María no se apartará nunca de mi
memoria. Durante dos días me he entregado a la vida tormentosa que la
juventud alegre arrastra al otro lado del Sena. Deseando olvidar mi
humillación y el amor de María, he vivido con un compañero de armas,
calavera incorregible; he bebido como un loco, me he emborrachado como
un miserable, me he sumido en el vicioso lecho de las cortesanas y,
nada, reverendo padre, ni el alcohol ni los estremecimientos frenéticos
de la carne, han logrado que se borrara en mi cerebro la pálida cabecita
de María. ¡Oh! Esa niña, ha sabido agarrarme bien y comprendo que nadie
podrá hacérmela olvidar.

Y el conde, conmovido por su impotencia para librarse de tal amor, bajó
la cabeza quedando sumido en profunda reflexión.

--Debe usted procurar, querido conde, librarse de esa obsesión amorosa.
Es una locura acariciar lo imposible.

--¿Y por qué ha de tener usted por imposible que María sea mi esposa?

--Porque ella tiene contraídas sagrados compromisos que ha de cumplir.

--¿Ama acaso a otro?--preguntó Baselga con ansiedad.

--Sí; ama a Dios, y ante la imagen de la sagrada Virgen ha prometido mil
veces entrar en un convento para ganar el cielo con sus oraciones.

--¡Bah!--dijo sonriendo el emigrado--. Eso fué una niñería sin
importancia; un capricho de joven devota. Muchas veces me ha hablado,
riéndose, de la tendencia que en otros tiempos había tenido a hacerse
monja.

--Señor conde--repuso el jesuíta con severidad--; las promesas que se
hacen a Dios nunca deben considerarse como niñadas ni como casos de
risa. María será monja.

--¡Pero si ella me ama!

--Ese amor es un capricho pasajero, una locura de niña; lo verdadero, lo
cierto, lo que no admite réplica, es que María está hace ya mucho tiempo
ligada a Dios.

--Yo no paso por eso--dijo Baselga con resolución.

--Pues hará usted mal en oponerse, señor conde.

Esto lo dijo el jesuíta sonriendo con una expresión tan extraña, que
hubiera amedrentado a otro menos tenaz y enamorado que Baselga.

--María me pertenece y yo no he de cejar por un capricho de su testarudo
padre.

--Pues tendrá usted que conformarse con abandonarla. Hay alguien que
puede, no ya más que usted, sino que todas los enamorados de la tierra
juntos.

--¿Y quién es ése? Quisiera saberlo.

La pasión volvía insolente y audaz a Baselga, hasta el punto de hacerle
mirar con expresión de reto a un personaje tan temible como era el padre
Fabián.

Este, ante las preguntas del conde, mostróse indeciso, pero al fin dejó
caer con lentitud estas palabras:

--Es la Compañía de Jesús.

--¡Cómo! ¿La Compañía se opone a mi felicidad? ¿Y por qué motivos?

--Somos los representantes de Dios y hemos de procurar que éste no sufra
menoscabo en sus intereses. María ha prometido ser su esposa y sería un
grave pecado que nosotros favoreciéramos esta infidelidad contra el
Señor de todo lo creado.

Baselga quedó anonadado.

Por experiencia propia sabía hasta dónde alcanzaba el poder de la Orden
y se sentía atemorizado al saber que tendría ahora que luchar con ella
para lograr la realización de sus ensueños.

El padre Fabián comprendió su desaliento y se propuso aprovechar tal
situación para decidirle a olvidar su amor.

--Vamos, camarada--le dijo con acento amistoso golpeándole familiarmente
en un hombro--. No hay que entristecerse tanto porque se pierda la
esperanza de ser dueño de una cara bonita. Al fin y al cabo, sobradas
mujeres hay en el mundo, y de seguro que ni usted ni yo bastamos para
todas. ¿Qué gana usted con ponerse lánguido y triste como un amante de
novela? Hay que divertirse. ¡Qué diablo!, la vida es la alegría, y un
hombre puede vivir contento siempre que tenga a su disposición una mujer
hermosa. Usted puede encontrarlas más bellas que esa señorita de
Avellaneda, y es, por tanto, una bobada empeñarse en un amor que resulta
imposible y que además choca abiertamente con los intereses de la Orden.

El conde, a pesar de su preocupación, no pudo menos de extrañarse ante
aquellos consejos que hacían salir a la superficie el cinismo que
indudablemente amontonaba en el pensamiento del jesuíta.

¡Y aquéllos eran los representantes de Dios! ¡Aquéllos los que
trabajaban por poner todo el mundo bajo su dirección! ¡Lo que en el
asunto buscaban indudablemente eran los millones de María!

Baselga no pudo seguir en sus dolorosas reflexiones que derrumbaban sus
más firmes creencias, pues el padre Fabián siguió dándole cariñosas
palmaditas y le dijo con melifluo acento:

--Conque quedamos en que usted olvidará a esa joven y vivirá en adelante
como si no la hubiese conocido. ¿Estamos conformes, amigo mío?

El emigrado miró fijamente al jesuíta, y lentamente, como para dar más
fuerza y valor a sus palabras, contestó:

--No, señor.

Entonces el rostro del rubicundo padre experimentó una radical
transformación. Desapareció la seductora y bonachona sonrisa, siendo
reemplazada por la impenetrable serenidad de una esfinge.

--Pues entonces, señor conde, siento manifestar a usted que en vista de
su conducta deplorable y de su tenaz resistencia, la Compañía tendrá
necesidad de apelar a ciertos medios.

Baselga levantó los hombros con expresión de desprecio, pero el padre
Fabián no pareció hacer caso y siguió diciendo:

--Hablaré con franqueza. Permaneciendo usted en París, la señorita de
Baselga sufrirá una continua tentación que podrá apartarla del santo
camino del claustro, y, por tanto, interesa a la Compañía que usted
abandone cuanto antes esta población. No dude usted que saldrá pronto de
París.

--No adivino el medio, y me río de la amenaza. La Compañía no reina en
Francia, y como yo soy un individuo pacífico que en nada llamo la
atención de la policía, no es fácil que la autoridad me conduzca a la
frontera.

--Saldrá usted de París, no lo dude. En todas partes tenemos amigos y el
mismo embajador de España se encargará de pedir al Gobierno francés que
lo conduzcan a usted a Inglaterra, a Suiza o a otra nación fronteriza,
acusándole de conspirador carlista y pintándolo como un continuo peligro
para el Gobierno español. Si usted no quiere que la Policía le pille
desprevenido puede ir haciendo la maleta.

Dijo estas palabras el padre Fabián con tal expresión de omnipotencia,
que Baselga no dudó de que las amenazas se cumplirían inmediatamente,
pero a pesar de esto, por pasión y por despecho, continuó la
resistencia.

--Haga la Orden lo que quiera, que yo no por esto desistiré de mi
propósito ni prometeré una cosa que no puedo cumplir.

El conde manifestaba una resolución inquebrantable. Sabía que la
Compañía podía causarle mucho daño, pero a pesar de esto, manteníase
firme, prefiriendo sufrir una persecución feroz antes que resignarse a
olvidar su pasión.

El jesuíta no parecía intimidarse por aquella resistencia. La horrible
sonrisa, símbolo de la Orden, contraía cada vez con mayor violencia sus
facciones, y mirando a Baselga con expresión de lástima, le dijo:

--Veo que es usted un valiente a quien no intimidan las amenazas. Pero,
sin embargo, la Orden aún cuenta con medios para obligarle a lo que ella
quiera, sin necesitar valerse de la policía francesa.

--Quisiera saber qué medios son esos--contestó con sorna el emigrado.

--Conde, hace usted mal en burlarse. Tratándose de la Compañía de Jesús,
sólo puede bromear un loco o un imprudente. Tal vez se arrepienta usted
demasiado pronto de saber que tengo en mis manos una prueba terrible
contra usted. De seguro que esto no le dejará conciliar el sueño con
tranquilidad.

--Vuelvo a repetir que quisiera ver esa prueba. Ya sabe usted, reverendo
padre, que no es muy fácil asustarme.

--Pues bien, sépalo usted. De España acaban de remitirme un documento
firmado por usted, en el que confiesa claramente haber estrangulado a su
esposa, la baronesa de Carrillo.

Baselga estaba lejos de esperar aquel golpe. Nunca se le había ocurrido
que tal documento pudiera salir de la cartera del padre Claudio, al que
consideraba como su mejor amigo; así es que quedó anonadado y no supo
qué contestar.

El padre Fabián le miraba con ojos de águila, y como para gozarse mejor
en su desgracia, le preguntó con sorna:

--¡Vamos! ¿No contesta usted nada? ¿Cree ahora que la Compañía tiene
poder para anonadar a los que le estorban? ¿No es usted ese señor
asesino que firma el documento?

Transcurrieron algunos minutos, sin que Baselga contestase, y al fin
repuso con balbuciente voz:

--¡No, no es posible! El padre Claudio no puede haberme hecho tan
tremenda traición.

--El padre Claudio es, como yo, un buen servidor de los intereses de
Dios y un fiel agente de la Orden, y los documentos que se confían a
nuestras manos no son nuestros, sino de la Compañía, y todos los
jesuítas pueden hacer uso de ellos, siempre que así convenga a los
negocios de la comunidad.

El conde se convenció. Era verdad: el padre Claudio no era más que un
jesuíta, y resultaba estúpido buscar en aquel hermoso autómata, movido
por los hilos de una inmensa trama, los humanos sentimientos de amistad
y de honor.

La sorpresa que en Baselga produjo el anuncio de aquel documento, que ya
casi había olvidado, fué poco a poco amortiguándose, pues el emigrado
pensó en la inutilidad de aquella prueba acusadora, hallándose él en
territorio extranjero.

Aquel crimen, del que él no era el único culpable, se había cometido en
España, y por el momento no corría ningún peligro de que la policía
francesa, a instigación de los jesuítas, lo redujese a prisión.

Pero el padre Fabián parecía leer en su pensamiento por cuanto,
adivinando sus reflexiones, le dijo:

--Sé lo que usted piensa, y se engaña sobre el uso que la Compañía se
propone hacer de tal documento. No ignoro que, por el momento, para nada
serviría si yo lo presentase a los tribunales franceses.

--¿Pues qué es lo que usted piensa hacer de él?--preguntó con acento de
burla el emigrado.

--Ahora lo sabrá usted. Por última vez. ¿Accede usted buenamente a
olvidar a la señorita Avellaneda?

--¡No! Eso no lo conseguiría nadie; aunque me matasen.

--Pues bien; mañana mismo una persona de confianza se encargará de
enseñar a esa mujer que tanto ama usted, el documento en que confiesa
ser el asesino de su esposa.

Esta vez el golpe fué certero, pues llegó rectamente al corazón. Un
verdadero golpe de jesuíta.

Baselga experimentó un estremecimiento de horror. Aquello nunca había
llegado a imaginárselo; era el colmo del sufrimiento. ¡Cómo! ¿Revelar a
María el espantoso drama con que terminó el matrimonio de su amante?
¿Hacer que ésta supiera que el hombre amado era un asesino que
estrangulaba mujeres? No; imposible; antes rugir de pena al considerar
imposible la realización de su amor, que pasar por la inmensa vergüenza
de que María conociera aquella sucia página de su vida.

Ahora conocía lo terrible que era aquella Orden, a la que estaba ligado;
ahora aparecían justificados para él los incesantes ataques que en todo
el mundo se dirigían contra la Compañía de Jesús.

Se necesitaba la fuerza de un gigante para vencer aquella sombría y
colosal institución, ante la cual resultaba un pigmeo obligado a
transigir.

Era ya inútil la resistencia, y había que confesarse vencido, anonadado,
y dar aún las gracias a aquella tiranía con sotana que no levantaba el
pie para pulverizarlo de un golpe.

Como el hombre que después de luchar con una fiera siente agotadas sus
fuerzas y al fin cae entre sus garras deseoso de terminar cuanto antes
el terrible combate y de morir, así Baselga se resignó a ser devorado, y
con voz fosca, murmuró:

--Estoy dispuesto.

--Lo celebro mucho, hijo mío--contestó el jesuíta con voz meliflua--. Ya
sabe usted lo que la Orden desea. Procure usted olvidar que existe en el
mundo la señorita Avellaneda.

--Lo olvidaré.

--En cambio, nosotros olvidaremos por nuestra parte ese documento, que
tanto le compromete.

--Gracias.

--Y qué... ¿No está usted contento con la Compañía? ¿Cree usted que con
estas dulces exigencias le causa algún daño?

El tonillo melifluo con que fueron dichas estas hipócritas palabras,
produjo a Baselga un estremecimiento de cólera.

Temió dar de bofetadas a aquel canalla que tenía su reputación en sus
manos, y lanzando una mirada de feroz odio sobre el jesuíta, salió de la
habitación ciego de ira y tambaleándose como un borracho.

El padre Fabián seguía sonriendo.




XV

El jesuíta próximo a triunfar


En casa del señor Avellaneda reinaba gran confusión.

El orden que regulaba los actos todos de aquella familia había
desaparecido, dejando paso a esa confusión propia de todo hogar donde la
enfermedad penetra.

El señor Avellaneda estaba enfermo de gravedad.

Después de aquella crisis nerviosa que experimentó al terminar su
tempestuosa conferencia con Baselga, había caído en un angustioso
abatimiento que le convertía en un ser despojado de voluntad.

Los dolores de la enfermedad de gota que sufría habían desaparecido, y
ni un solo estremecimiento agitaba su empobrecido y débil cuerpo; pero,
en cambio, comenzaba a indicarse en él una dolencia extraña, que ponía
en extremo pensativo y preocupado al médico de la casa.

La hinchazón que continuamente tenía su pie izquierdo, había subido
hasta más allá del tobillo y crecía rápidamente, amenazando invadir el
resto del cuerpo.

El médico examinaba aquel fenómeno con sorpresa, y movía la cabeza con
aire de duda, mostrándose poco seguro de su ciencia.

Varias veces preguntó a María y a la vieja criada, si el señor sufría
del corazón, y sólo pudo conseguir contestaciones vagas y
contradictorias, decidiéndose, al fin, a recetar digital, haciendo caso
omiso de la hinchazón, que consideraba únicamente como superficial
manifestación de un mal muy grave.

Don Ricardo abandonó el sillón de su cuarto y tendido en la cama pasaba
las noches, quejándose unas veces con resignación, y otras con furor sin
límites, asegurando que tenía dentro del pecho algo que le quemaba y le
oprimía el corazón.

María pasaba las noches en vela, sentada a la cabecera del lecho de su
padre, y a pesar de las continuas fatigas experimentaba una inefable
delicia al ver que aquél, olvidando la expresión ceñuda con que la
miraba en los primeros momentos, comenzaba a tratarla con el mismo
cariño que cuando era niña y la llevaba a pasear al Luxemburgo.

Algunas veces, don Ricardo cesaba de quejarse, y extendía un brazo para
acariciar aquella hermosa cabeza inclinada sobre él y atenta a la menor
indicación para cumplirla inmediatamente. Había en aquella caricia tal
expresión de melancólico dolor, y se retrataba tan claramente en los
ojos del enfermo el convencimiento de que pronto iba a morir, que María,
adivinando lo que pensaba su padre, volvía rápidamente el rostro para
ocultar sus lágrimas.

Aquella casa, que de continuo estaba alegre con las carcajadas y las
canciones de María y las palabrotas de Tomasa riñendo a las otras
criadas, había quedado silenciosa y como envuelta en ese ambiente
tétrico de los lugares donde la vida lucha con la enfermedad, y la
muerte anuncia su próxima presencia. La luz del sol, filtrándose a
través de los pesados cortinajes bañaba las habitaciones con una turbia
claridad que dejaba los objetos en incierta penumbra, y el silencio
monacal que imperaba en toda la casa sólo era turbado por los dolorosos
lamentos del enfermo y la argentina vibración de la cucharilla, agitando
el vaso del medicamento. Aquella atmósfera estaba impregnada de todos
los olores de una botica.

El amable señor García faltaba muy pocas horas a aquella casa. ¿Cómo
había él de abandonar a su amigo querido, a su protector, ahora que le
veía tan gravemente enfermo?

Comía fuera de la casa, pues el cuidado del enfermo no permitía el
regalo de tiempos pasados, pero así que quedaba libre de sus numerosas
ocupaciones acudía inmediatamente, y su primer cuidado era preguntar a
Tomasa, que le abría la puerta, cómo se encontraba el enfermo.

No había que hacerse ilusiones. Don Ricardo iba de mal en peor, y
aquella terrible enfermedad que el médico no se atrevía a diagnosticar
claramente y que le hacía mover la cabeza de un modo intranquilo, iba de
mal en peor.

--Esa maldita hinchazón--decía Tomasa, indignada contra aquella dolencia
traidora--, nos va a dar qué sentir. Sube y sube como si tuviera prisa
en devorar a mi pobre señor. Ayer sólo estaba en la pantorrilla; ahora
empieza a extenderse por la pierna, y no parará hasta que le llegue a la
cabeza y ponga a don Ricardo hecho un monstruo. ¡Cuánto mejor era la
gota que, aunque nos diera más que sentir, nos tenía más tranquilos! Le
digo a usted, señor García, que es cosa de desesperarse y maldecir a
esos médicos, que no tienen medios para combatir el mal.

Por lo regular, todas estas conferencias que comenzaban en el rellano de
la escalera y terminaban en el comedor, tenían, por final, las lágrimas
de Tomasa, que no podía conformarse con la idea de que don Ricardo iba a
morir, y los consejos angelicales del señor García, que hablaba de Dios
y de la resignación cristiana que debe mostrarse en la última hora.

Avellaneda ya no pasaba las veladas quejándose y en pleno dominio de su
razón, pues a altas horas de la noche sentíase invadido por una terrible
fiebre y deliraba de un modo alarmante, hasta el punto de que tenían que
sujetarlo a viva fuerza, para que no se arrojara de la cama.

Su delirio era extraño y siempre estaba agitado por idénticas imágenes
que le arrancaban palabras tan terribles que hacían llorar a María. El
enfermo, en su delirio, creía hablar con Baselga, y le amenazaba con
darle de palos acusándole de estar de acuerdo con su hija para
envenenarlo con las medicinas que le daban. Aquella idea se había fijado
tenazmente en el cerebro de Avellaneda.

Cuando estaba tranquilo y tenía clara la inteligencia, demostraba a su
hija el mayor cariño y acogía todos sus cuidados y atenciones con
sonrisas de gratitud; pero apenas la fiebre del delirio invadía su
cerebro, volvía a gritar desaforadamente que le querían envenenar y
acusaba a María de los más horrendos crímenes.

El señor García, que quedándose a velar al enfermo presenció algunas de
aquellas locas agitaciones, sabía aprovecharlas hábilmente en favor de
sus planes.

Llamaba aparte a María y la sermoneaba usando todos los tonos, lo mismo
el paternal y benigno, que el de indignación propio de un hombre que ha
sido engañado.

¿No veía el triste estado en que se hallaba su padre? Pues ella era la
verdadera culpable, puesto que aquella enfermedad era un castigo de
Dios, justamente ofendido por la infidelidad de la joven que había
prometido ser su esposa y que después se enamoraba del primer pisaverde
que encontraba a su paso. Aquello no tenía remedio, pues la cólera de
Dios no reconoce obstáculo, y la pecadora, la infiel, iba a sufrir muy
pronto el más tremendo dolor, viendo morir a su padre.

María lloraba con el mayor desconsuelo oyendo las amenazas que el autor
del Universo le dirigía por boca de aquel viejo mugriento. A la voz del
anciano devoto, todas sus antiguas aficiones religiosas, comprimidas
hasta poco antes por la pasión amorosa, volvían a desatarse y a dominar
su inteligencia, y María volvía a ser la muchacha mística y visionaria
de otros tiempos que leyendo "El Año Cristiano", de Croisset, se sentía
dominada por romántica admiración ante las hazañas de los santos o
lloraba desconsolada con los tormentos de los mártires.

Sí, era verdad; ella había olvidado sus sagrados juramentos y Dios la
castigaba con sobrado motivo. ¡Oh!, si las cosas pudieran hacerse dos
veces. ¡Si no fuera ya tarde, cómo sabría ella enmendar su falta!

Apenas decía esto entre suspiros y lágrimas, demostrando su
arrepentimiento completo, el señor García cambiaba de entonación y de
aspecto, y, con acento paternal, hablaba de la misericordia de Dios, que
no tiene límites, y de que no quiere el castigo del pecador, sino que
éste se arrepienta.

--Aun es tiempo, hija mía--decía el beato con benevolencia--. Aun puedes
remediar la grave ofensa que has hecho a Dios. Todavía estás a tiempo
para cumplir tus promesas; y si es que sientes la misma vocación por la
vida religiosa que en otros tiempos, debes entrar en la santa casa que
ya conoces. Verías, si esto llegabas a hacer, cuán pronto sanaba tu
padre, si es que Dios, con su omnipotente voluntad, quiere que viva y se
arrepienta.

A las pocas conferencias María estaba ya convencida. El romanticismo
religioso había vuelto a manifestarse en ella y pensaba, con inefable
delicia, en que merced a su sacrificio conseguiría devolver la vida a su
padre. Dios se apiadaría de su nueva esposa y le concedería cuanto le
pidiese.

Además, don Ricardo era un impío, según decía el señor García a sus
espaldas, un hombre que no asistía a ningún acto religioso, que leía
continuamente a Voltaire y que se burlaba graciosamente del catolicismo.
¡Qué gran gloria para su hija el lograr mediante oraciones que Dios se
apiadara de él y al morir le reservara un puesto en la gloria!

María manifestó a su antiguo preceptor que estaba dispuesta a ir al
convento así que él se lo ordenase, pero le suplicó que la permitiese
estar en aquella casa al menos hasta que perdiera su gravedad la
dolencia que sufría su padre. Estaba tan resignada María a ser de Dios,
que hasta esta súplica la hizo en tono débil mostrándose dispuesta a
cumplir todas las órdenes del señor García, aunque estas desgarrasen sus
más íntimos afectos. ¿No acababa de matar aquella pasión que tan feliz
la había hecho? ¿No había prometido olvidar al hombre amado? Después de
tan inmensas concesiones bien podía sacrificar en holocausto a Dios sus
afectos de buena hija.

Cuando en aquella tarde el señor García, después de hacer repetir a la
joven varias veces su deseo de entrar en un convento, salió de la casa
para comer en un modesto restaurante, iba muy alegre y caminaba con la
viveza de un joven.

Tan contento estaba que murmuraba exclamaciones de gozo, y él, tan
sesudo y circunspecto en la calle, tenía el aspecto de un loco o de un
borracho. Tenía motivos sobrados para bailar en medio de la acera, y
hasta para entonar un himno en loor de la santa Compañía de Jesús, que
iba a vencer y a hacer suyos quince millones de pesetas metiendo a María
en un convento.

Pero el viejo jesuíta, a pesar de todo su entusiasmo, no perdía el
instinto receloso y escudriñador propio de los suyos; así es, que no
pasó desapercibido para él el movimiento de sorpresa y la precipitada
fuga de un hombre que estaba en la plaza de San Sulpicio apoyado en la
esquina de la calle Ferou y mirando de lejos las ventanas de la casa del
señor Avellaneda.

El vejete sólo pudo verlo un instante; pero a pesar de la distancia y de
su mirada cansada, lo reconoció inmediatamente. Era Baselga, que, sin
duda, espiaba en aquel sitio, esperando una ocasión para enviar una
carta a María, o tal vez para subir a la casa aprovechando la enfermedad
del padre.

Aquello puso de mal humor al señor García.

¿Conque tales atrevimientos se permitía el señor conde? Había que
vigilar muy atentamente para impedir que Baselga volviera a avistarse
con María. ¡Quién sabe los inmensos perjuicios que a la Orden podía
causar una nueva entrevista de los amantes! Las mujeres son caprichosas,
con facilidad mudan de pensamiento, y era muy posible que las aficiones
monásticas creadas por continuas y convincentes explicaciones se
desvanecieran rápidamente al más leve arrullo del amante. Era necesario,
pues, impedir que Baselga rondase la casa de su amada, tanto más cuanto
que así se lo había prometido tres días antes al padre Fabián.

Mientras en el cerebro del señor García se agitaban estos pensamientos,
el vejete habíase detenido y, al fin, como quien toma una resolución
definitiva, volvió sobre sus pasos y, atravesando la rué Ferou por su
parte alta, se dirigió a la de Vaugirard.

--Vamos a contárselo todo al padre Fabián--murmuraba el devoto.

A las nueve de la noche ya estaba el señor García sentado junto a la
cama de su amigo Avellaneda.

La enfermedad se agravaba por momentos. La hinchazón había deformado por
completo la pierna, y se extendía sobre el abdomen amenazando con
invadir el pecho.

Don Ricardo respiraba trabajosamente, y sufría un delirio sin tregua.
Con la mirada extraviada y los brazos agitados por un temblor convulso,
agitábase en el lecho, y varias veces el señor García tuvo que abandonar
su asiento para sujetar al enfermo y evitarle una caída.

El devoto se daba a todos los diablos al ver el estado en que se hallaba
su amigo, no porque sintiera gran interés por éste, sino porque aquel
delirio le hacía perder lastimosamente un tiempo precioso y le impedía
la realización de sus planes.

Acababa de hablar largamente con el padre Fabián y necesitaba cuanto
antes poner en ejecución los consejos que éste le había dado. ¡Y aquel
condenado cerebro, que no se equilibraba y no sabía más que crear
imágenes de envenenamientos!

Por fin transcurrida una hora, el delirio comenzó a calmarse, y el señor
García fué ya acariciando la esperanza de que pronto podría hablar a su
amigo.

La ocasión era propicia, pues María y Tomasa dormían en sus
habitaciones, esperando la hora en que el vejete se retiraba y entraban
ellas al cuidado del enfermo.

Hizo Avellaneda un rápido movimiento, cesó de suspirar y quedó mirando
fijamente a su amigo, con cierta expresión de asombro.

El delirio había pasado y era preciso aprovechar aquel corto espacio de
lucidez.

--¡Eh, don Ricardo!, ¿me oye usted?--preguntó el vejete con cierta
angustia, como si temiese que su amigo volviera otra vez a delirar.

--Sí, amigo mío, me siento algo aliviado. ¿Cómo me encuentra usted?

--No está usted mal. Me parece que el caso no es grave.

--Eso creo yo algunos ratos; pero en otros... El médico dice que la cosa
no va mal, pero creo que esto es tan sólo por no asustarme.

--Cree usted mal. El médico dice la verdad, pues usted no morirá de
ésta.

--¿Lo cree usted así? ¡Si supiera cuán duro es pensar que la muerte se
aproxima! Ya le llegará su mal rato, y pronto, porque usted es ya muy
viejo.

--Espero tranquilo, confiando en la misericordia de Dios.

--¡Bah!... No haga usted esas muecas de beato, si no, me pongo más
enfermo.

Calló el vejete, como arrepentido de haber causado enfado a su protector
y sólo transcurridos algunos minutos, se atrevió a decir, dando la mayor
expresión de veracidad a sus palabras:

--Esté usted seguro de que no morirá de esta enfermedad. Su
convalecencia, según dice el médico, será larga y penosa, pero la
salvación de la vida es segura.

--¡Viviré! ¡Oh, viviré!--y aquel hombre, casi moribundo, decía estas
palabras con una alegría sin límites agarrándose con las esperanzas del
desesperado a aquellas palabras de su amigo.

--Sí, vivirá usted, don Ricardo, porque Dios, que todo lo puede, no
querrá que usted muera.

--Yo no temo la muerte por mí. Es verdad que la idea de morir me agrada
muy poco, pero pienso que, al fin, todos hemos de pasar por tal trance,
y esto me consuela. Lo que más pavor me produce es el pensar que a mi
muerte María quedará completamente sola en el mundo.

--¿Y yo, amigo mío? ¿No soy nadie para ella?

--Usted, pobre señor García, aunque esté todavía sano y ágil el día que
menos lo espere saldrá también de este mundo.

--Fácil es; pero esto no impide que mientras viva proteja a María, tanto
más cuanto que ésta se halla amenazada por serios peligros.

--¡Eh!, ¿qué dice usted?--preguntó con sorpresa Avellaneda.

--Esta tarde, al salir de aquí, he visto al conde de Baselga apostado
en la esquina, espiando esta casa. Desconfíe usted, señor don Ricardo,
pues ese hombre es muy audaz y lo creo lo bastante atrevido para subir
aquí sin que usted lo sepa.

Aquello desvaneció la débil tranquilidad de Avellaneda, y por unos
instantes creyó el devoto que el delirio iba a reaparecer. ¿Conque aquel
aventurero que se le aparecía en las visiones de su loca fiebre como un
miserable envenenador, se atrevía a intentar el entrar en la casa de
donde él le había arrojado? La idea de que Baselga, burlándose de todas
sus prohibiciones, volviera a avistarse con María, le causaba un gran
furor, y en su cerebro debilitado buscaba un medio para evitar el
peligro.

--¡Qué hacer, Dios mío! ¡Qué hacer!--murmuraba el enfermo.

El señor García miró dulcemente a su amigo y, creyendo que había ya
llegado la oportunidad para dar un golpe decisivo, dijo con calma:

--Realmente, es un peligro tener aquí a María. Tomasa tiene ocupaciones
sobradas para poder ocuparse de ella, y yo sólo estoy aquí á ciertas
horas. No es fácil, pues, evitar que un día u otro hable con ese hombre
al que ama.

--¿Qué haría usted en mi situación, señor García?

--Pues yo comenzaría por sacar a María de esta casa.

--¡Separarme de mi hija! Eso jamás lo consentiré, y más, hallándome en
un estado tan grave. ¿Quién me cuidaría?

--¡Bah!, señor don Ricardo: el miedo a la muerte le hace a usted
exagerar. No está usted tan grave como se imagina, y además, Tomasa y yo
nos sobramos para cuidarle en su convalecencia.

Avellaneda pareció reflexionar. Tan grande era el odio que profesaba a
Baselga, que, a pesar del inmenso cariño que sentía por su hija, no
rechazaba con la misma indignación que otras veces aquella idea de
hacerla abandonar la casa por algún tiempo. Bien considerado, ¿qué mal
había en ello? María gozaría de mayores ventajas yendo a vivir durante
algún tiempo lejos de la rue Ferou y su salud, no muy fuerte, dejaría de
sufrir el continuo quebranto que ocasiona el cuidado de un enfermo. La
idea comenzaba ya a gustarle, y únicamente le detenía a dar su
consentimiento un importante detalle que se apresuró a exponer.

--Y diga, usted, señor García. ¿Dónde iba a vivir la niña durante el
tiempo de mi enfermedad?

--¡Oh!, descuide usted, amigo mío. Tengo un punto de la mayor confianza,
y usted puede descansar en la firme seguridad de que María no corre
ningún peligro, ni es fácil que el conde logre encontrarla. La llevaré,
si usted quiere, al convento de Santa Isabel; una santa casa en la que
se educan las hijas de las primeras familias de Francia. Es el convento
que goza de mayor fama entre la noble sociedad del barrio de San Germán.

Este detalle, propio para deslumbrar a un tendero enriquecido, no causó
gran impresión en Avellaneda. ¡Valiente cosa le importaba a él que se
educaran en el tal establecimiento religioso las señoritas nobles! Al
fin, un convento como todos, y él antes prefería entregar su hija, no a
Baselga, sino al primer perdido harapiento que se le presentase, que
consentir fuese a encerrarse en uno de aquellos "serrallos
espirituales", que era el calificativo que le merecían los monasterios.

No estaba conforme; desechaba la idea, y bien claro lo dió a entender a
su devoto amigo, con marcados gestos de desagrado.

El jesuíta comprendió que su presa iba a escapársele si no extremaba sus
medios de persuasión, y abrumó a don Ricardo bajo una tremenda avalancha
de palabras. Hacía mal en no adoptar el plan propuesto por él. Se
exponía con ello a que su hija no olvidase aquel amor tan odioso para el
padre, y hasta a que, aprovechando la enfermedad, la deshonra penetrase
en aquel modesto hogar, mientras que, accediendo a lo propuesto, podía
entregarse tranquilo a la convalecencia de su enfermedad, sin tener que
preocuparse de la seguridad de María.

Además, ¿por qué había de indignarse de tal modo ante la idea de que su
hija fuese a pasar una corta temporada a un convento? ¿Es que las casas
religiosas eran un lugar de perversión donde ninguna joven podía
penetrar sin peligro para su honor? El padre no creía en la religión,
pero estaba cierto de que existía Dios, y seguramente que la hija, al
entrar en un convento y dedicarse a la oración, conseguiría que el Ser
Omnipotente se apiadase de don Ricardo y le concediera la necesaria
salud.

Avellaneda seguía sin conmoverse, y toda la elocuencia del señor García
se estrellaba ante su inflexible terquedad. Había dicho que no, y estaba
lejos de retractarse. Su hija seguiría en casa y a su lado, pues era una
verdadera locura separarse de aquel ser que constituía toda su familia y
enviarlo al convento.

Pero el jesuíta no era menos tenaz, y abusaba de su superioridad sobre
el abatido enfermo, martirizándolo con el incesante martilleo de un
chorro interminable de palabras.

Pronto se resintió el cuerpo enfermo y debilitado de aquel tormento
moral.

Abrumado Avellaneda por la charla de su amigo y sus exhortaciones,
dichas en tono sibilítico, volvió la cabeza a la pared, procurando
esconderla bajo la sábana; pero a pesar de esto, todavía la voz del
señor García siguió estrellándose en sus oídos monótona y majestuosa.

Los peligros que corría María permaneciendo en aquella casa, cien veces
repetidos, y expuestos hasta en sus menores detalles, llegaron a
impresionar a Avellaneda, que, por otra parte, comenzaba a experimentar
cierto embotamiento en sus sentidos, y otros síntomas que anunciaban la
reaparición de la fiebre.

La idea del convento le parecía más tolerable. Bien considerado, aquella
vida monástica de María sería muy breve, pues él no moriría de aquella
enfermedad, según le aseguraban todos, y apenas se encontrase repuesto,
sacaría del convento a la joven, que además estaría ya curada de su
pasión.

Casi estaba convencido, pero le faltaba hacer la última objeción.

--¿Y cree usted que mi hija estará conforme en entrar en un convento,
aunque sólo sea por una corta temporada?

El jesuíta se estremeció de alegría comprendiendo que tenía ya en el
bolsillo la voluntad de aquel hombre. No le habló de las aficiones
monásticas de María, pues esto hubiera agrandado ciertos recelos en
Avellaneda, siempre temeroso de la influencia que la religión ejerce
sobre los jóvenes; pero afirmó sobre su palabra de honor que por haber
educado a la niña, conocía perfectamente su carácter y sabía que no
consideraba desagradable pasar una corta temporada en un convento
pidiendo a Dios que devolviese la salud a su padre. Había más aún: él la
había consultado antes de hablar con don Ricardo, y la niña se
conformaba a todo cuanto la mandasen.

Avellaneda suspiró angustiosamente. Convencido por su amigo, todavía
acariciaba un resto de esperanza, y ésta era que María se negase a ir al
convento; pero en vista de lo dicho por el devoto, tuvo que conformarse
y decir, con acento doloroso:

--Puesto que ella consiente, sea. El culpable de todo es ese canalla de
conde, que me persigue y asedia viéndome enfermo.

El enfermo hizo un brusco movimiento, como si buscase en su cama a
Baselga para desahogar su indignación, y tras un largo silencio dijo con
desfallecimiento:

--Puede usted llevarse a María cuando guste.

--Para eso se necesitaría una pequeña formalidad.

--¡Oh! ¿Un esfuerzo todavía, después que tanto sufro?

--No es nada. Sólo se trata de que firme usted un consentimiento que
ahora mismo escribiré.

El señor García se dirigió a una mesa que estaba, en un ángulo de la
habitación, y en la cual escribía el médico sus recetas.

Con rapidez nerviosa escribió en un pliego unas pocas líneas, en las
cuales Avellaneda manifestaba su consentimiento para que su hija entrase
en el convento de Santa Isabel.

La tarea de firmar fué muy trabajosa para don Ricardo. Incorporado en el
lecho, hacía esfuerzos para que la pluma no se escapase de sus dedos
embotados, y al fin, ayudado por su amigo, pudo trazar un garabato
tembloroso, que tenía cierto aire de familia con la firma que hacía en
tiempos normales.

Cuando el señor García metió en un bolsillo de su levitón aquel papel
tan codiciado, experimentó una alegría sin límites. El negocio estaba ya
terminado. La niña quedaría al día siguiente encerrada en el convento,
el padre no tardaría en morirse, y María, cediendo a los consejos de su
protector, cedería sus millones a la Compañía de Jesús.

Había para volverse loco de alegría, y el jesuíta saboreaba con placer
el horrible crimen, dando gracias a Dios, que protege siempre a sus
servidores y representantes en la tierra.

Aquel triunfo dió aún mayor locuacidad al señor García, el cual
entretuvo agradablemente a su amigo haciéndole los mayores ofrecimientos
y jurándole que nunca le abandonaría, siendo para él como un hermano
mayor, dulce y cariñoso.

Aquella charla agravó el estado del enfermo, y la fiebre volvió a
aparecer.

A media noche, cuando María, fortalecida por algunas horas de sueño,
entró a cuidar a su padre, éste deliraba y se movía furiosamente en su
lecho, como si quisiera huir de las terribles imágenes que le
perseguían.

El jesuíta dijo a la joven que al día siguiente tenía que hablar con
ella de asuntos muy graves, y después abandonó la casa.

Por la calle, y a aquellas horas en que eran escasos los transeúntes,
marchaba erguido y majestuoso, con la expresión de un caudillo
victorioso.

Engreído con su triunfo, miraba las casas obscuras y silenciosas, como
si tuviera un poder absoluto sobre los miles de seres que las habitaban,
y se conmovía pensando los elogios que la Compañía de Jesús le dedicaría
al conocer el buen término de su negocio. Nada le enorgullecía tanto
como el pensar lo que diría el padre Fabián, aquel superior violento y
malhumorado que había llegado a compararle a un perro viejo sin olfato.
Ahora vería él si era todavía el agente listo y astuto de otros tiempos.

Cuando llegó a su casa y, respondiendo a un tirón de la campanilla, se
abrió la puerta de la escalera, quedó algo sorprendido al ver a la vieja
portera a la puerta de su cuchitril con una luz en la mano.

--¿Cómo es eso, señora Magdalena? ¿Todavía no se ha acostado usted?
¿Sabe qué hora es?

--¡Ay, señor! Tengo cosas muy graves que decirle.

El viejo hizo tan gesto para indicar que estaba dispuesto a oír.

--Al señor español del primer piso se lo han llevado.

--¿Quién?

--La policía. Ha venido a las ocho el comisario del barrio con algunos
agentes, y después de registrar la habitación se han llevado al señor
Baselga a la prisión de Mazas. ¿Por qué será esto, señor García?
Dígamelo usted, porque yo estoy muy intranquila. ¿Es que el señor se
ocupaba en cosas malas?

El jesuíta levantó los hombros para indicar que no sabía nada, y después
de tranquilizar a la vieja con cuatro frases comunes, subió lentamente a
su buhardilla saboreando mentalmente el suceso.

¡Oh! La cosa iba bien y no podían arreglarse los sucesos más
perfectamente. El padre Fabián había cumplido con actividad lo prometido
en aquella misma tarde, y el conde estaba va en la cárcel por conspirar
contra el Gobierno de España.

El vejete estallaba de satisfacción. Aquello era un día completo y, a
ser menos incrédulo en el fondo, había motivo sobrado para rezar un buen
rosario a la estampa de Jesús que tenía arriba en su cuartucho.




XVI

El olfato de Tomasa


La vieja criada de casa de Avellaneda estaba dominada por una continua
preocupación.

La enfermedad de su señor se agravaba por momentos, y el delirio le
dominaba hasta el punto de no dejarle más que muy breves ratos de
lucidez; pero no era ésta precisamente la causa del malestar
experimentado por Tomasa.

Las desgracias se seguían sin interrupción, y la antigua doméstica
parecía olfatear el ambiente de la casa presintiendo con su fino
instinto de mujer burda, pero astuta, que allí se cernía alguna
fatalidad extraña o alguna horrible traición.

Por la mañana el señor García se había llevado a la señorita de la casa
en un coche de alquiler, sin más equipaje que una pequeña maleta.

Tomasa sabía lo que aquella salida significaba. En las primeras horas de
la mañana el señor García tuvo una larga conferencia a puerta cerrada
con María, y cuando el vejete se marchó diciendo, al despedirse, que
antes de una hora estaría de vuelta, la niña, avergonzada y temerosa,
pero arrastrada al mismo tiempo por el afecto a su antigua amiga, la
confesó que iba a salir inmediatamente de la casa para encerrarse en un
convento.

Al ver la estupefacción dolorosa de la criada, que, al fin, se resolvió
en gemidos y lágrimas, la joven, para consolarla, dijo que aquella
ausencia sólo duraría muy poco tiempo; pero el engaño en aquellos labios
poco acostumbrados a mentir, no lograba revestirse de veracidad, y al
fin lo confesó todo, y Tomasa supo con asombro que su señorita pensaba
encerrarse en el convento para siempre.

La pena que aquella declaración produjo en la criada no podía borrarse
con ningún consuelo, y fué en vano que María le dijese que esto no
impediría que fuesen tan amigas como antes y se viesen con frecuencia,
pues Tomasa podría ir dos veces por semana al convento de Santa Isabel,
y tal vez la superiora la dejase entrar hasta en los mismos claustros.

La enérgica aragonesa estuvo tentada de pedir auxilio, como el
desventurado que ve cómo los ladrones le arrebatan su fortuna; pero
creyó más fructuoso amenazar a la señorita, creyendo que ésta iba a
realizar tan loca resolución sin permiso de su padre.

--No irá usted al convento, señorita. Se lo diré a su padre, y como él
se opondrá, no será usted tan mala que se atreva a darle tal disgusto.
¡Pues no, faltaba más sino que se marchase usted de esta casa, ahora que
su padre está casi en la agonía! Este disgusto acabaría de matarle.

--Tomasa, mi padre lo sabe todo.

--¿Y consiente?...

--Sí--contestó María lacónicamente, experimentando gran compasión ante
el asombro de Tomasa.

--¡Parece imposible! Y de seguro que alguien habrá arreglado esa
monstruosidad. ¿Ha sido el señor García?

Al ver el signo afirmativo de María, la criada dió rienda suelta a su
indignación. Todos sus sentimientos sufrieron un completo trastorno, y
la antigua simpatía que profesaba al viejo devoto, trocóse rápidamente
en salvaje odio.

Las injurias salieron atropelladamente de su boca sin fijarse en que
María escuchaba con aspecto tan pronto compungido como escandalizado.

Los peores epítetos fueron arrojados como balas rasas sobre aquel
"indecente beato" que venía a robar a ella, que se consideraba ya de la
familia, y al infeliz padre el cariño y la presencia del único ser
querido. ¿Y no habría un presidio para tales hombres? Ya se lo diría
ella con todas sus letras así que se presentase el viejo..., pero no;
sería una imprudencia y resultaba mejor dejarlo para más adelante,
cuando un escándalo no pudiese agravar el estado en que se hallaba el
señor.

Tomasa, para detener a su señorita, intentó apelar al amor y recordó
hábilmente al conde de Baselga. ¡Pobre señor! ¡Cuan enamorado estaba!
Justamente la tarde anterior, al salir de casa para ir a la botica lo
había encontrado en la calle, y relataba toda su conversación, el
interés con que el conde se enteraba de las dolencias del enfermo y de
la salud de María, lo conmovido que se mostraba al recordar de tal modo
sus infelices amores, y además, la criada, por su parte, detallaba el
aspecto quebrantado y melancólico que tenía Baselga.

Una viva llamarada pareció pasar por los ojos de María. El recuerdo de
aquel hombre, hábilmente evocado, resucitaba en su pecho la pasión que
en vano quería olvidar; pero la joven no dejó que la dominase por mucho
tiempo la impresión. Recordó la cólera de Dios y la indignación del
señor García; pensó que del sacrificio de su felicidad dependía la salud
de su padre, y bajó la cabeza con aire resignado.

Cuando, una hora después, tembló el suelo de la solitaria calle bajo las
ruedas de un carruaje, y Tomasa adivinó por algunos golpes de tos que el
señor García subía la escalera, fué a esconderse en la cocina, temiendo
dar un escándalo, pues conocía que en presencia del viejo era muy capaz
de arañarle.

La despedida en la alcoba del enfermo no fué tan dolorosa como esperaba
el jesuíta. Don Ricardo, que después de muchas horas de incesantes
sufrimientos, estaba sumido en un pesado letargo, no dió señales de
sentir los besos que la sollozante María depositó en su frente sudorosa.

La partida fué rápida, precipitada como si la joven estuviese ansiosa de
salir cuanto antes de aquella casa para evitar una reacción de su
voluntad que le impidiese cumplir lo prometido.

Tomasa, escondida en la cocina, permanecía inmóvil acariciando todavía
la esperanza de un rápido arrepentimiento de su señorita; pero cuando
llegó a sus oídos el golpe de la puerta al cerrarse, y poco después
alejarse de la solitaria calle el ruido del coche en marcha, sintióse
dominada por la desesperación y se acusó furiosamente de torpe y de
imbécil por no haberse opuesto a que su señorita abandonase la casa.

Más de una hora permaneció la fiel sirvienta entregándose a raptos de
desesperación, desagradables muchas veces para su propio cuerpo, pues se
traducían en tirones de pelo y puñetazos en la cara; pero por fin
cansóse la varonil aragonesa de gemir y atormentarse, y se propuso tomar
una resolución.

El recuerdo de Baselga acababa de pasar por su memoria, y Tomasa creyó
lo más útil en aquellas circunstancias avisar al conde de cuanto
ocurría.

Entró en la alcoba del enfermo, vió que seguía dominado por el sopor y
salió de la casa después de encargar a una de las criadas francesas que
velasen a don Ricardo.

La tenaz aragonesa marchó rectamente a la calle de los Santos Padres,
pues conocía la habitación de Baselga a causa de haber ido algunas veces
a darle avisos de parte de Avellaneda o cartas amorosas de María.

Tenía Tomasa alguna amistad con la portera; así es que al entrar en el
portal se dejó detener por ésta, y como de costumbre, entabló
conversación.

La sorpresa que experimentó la sirvienta fué imponderable al saber que
el conde había sido reducido a prisión por la policía.

Al ver que la portera no daba una explicación satisfactoria de tal
accidente, ni sabía cuál pudiera ser el verdadero motivo del arresto,
Tomasa experimentó un vago sentimiento de sospecha que poco a poco fué
agrandándose.

La fiel aragonesa no podía encontrar una aclaración a tal misterio, pero
adivinaba que todas aquellas desgracias que ocurrían seguidamente eran
obra de una mano misteriosa, de un poder oculto, interesado en separar a
los dos amantes.

La inesperada marcha de María al convento y la prisión del conde, eran
dos sucesos que, unidos, hacían sospechar con algún fundamento que eran
el resultado de un plan preconcebido.

Tomasa sospechaba del señor García. El repentino odio que le había
cobrado desde que arrebató a María, la impulsaba a hacerle responsable
de todas las desgracias, y por esto, después que, saliendo de la antigua
casa de Baselga, volvió a la calle Ferou, iba por el camino murmurando
imprecaciones contra el viejo beato, al que se sentía muy capaz de
exterminar.

Cuando entró en la habitación de Avellaneda, éste acababa de salir del
sopor que por tanto tiempo le había dominado y hacía varias preguntas
con voz desfallecida a la criada francesa que estaba junto a su lecho.

Esta salió al ver a Tomasa, que tomó asiento junto a la cabecera y
preguntó con interés a su señor cómo se sentía.

--Mal; muy mal, Tomasa. Esto va cada vez peor. La hinchazón del vientre
aumenta por instantes, y me temo que la muerte no tardará en llegar. ¿Y
María, dónde está?

Tomasa quedó estupefacta ante esta pregunta formulada con gran
naturalidad.

--¿Cómo es eso, señor? ¿Usted me pregunta por la señorita? ¿Ignora acaso
que esta mañana se la llevó el señor García para meterla en un convento?

La sirvienta dijo esto ansiosa y apresuradamente con la esperanza de que
el permiso paternal que había alegado María al marcharse resultase
falso, en cuyo caso se prometía marchar inmediatamente al convento y
deshacer la trama del señor García; pero su decepción fué tremenda
cuando oyó que su señor exclamaba con desaliento:

--¡Ah!, es verdad. Ese diablo del señor García ha logrado convencerme.
Es raro que yo hubiese olvidado un asunto tan grave.

Y luego añadió con tristeza:

--¡Tanta falta que me hace mi hija! Tomasa, no te ofendas; tú me quieres
y me cuidas mucho, pero me parece que vivo solo en esta casa desde que
María se ha marchado.

--Señor, usted ha hecho una locura consintiendo que la señorita
abandonase esta casa para siempre, ahora que se encuentra usted tan
grave. ¡Y pensar que la pobre niña va a consumir su juventud encerrada
en un convento y entregándose a una vida propia de vieja! Eso es un
crimen, sí, señor; una tremenda locura de la que tendrá usted que dar
cuenta a Dios.

Avellaneda miró con asombro a su criada, como si no comprendiese el
valor de sus palabras.

--¿Has dicho que la señorita se fué de esta casa para siempre? ¿Quién te
ha contado tal mentira? Estás equivocada; yo sólo he dado permiso al
señor García para que mi hija fuese al convento por una corta temporada,
o más bien dicho, hasta que me cure de esta enfermedad, lo que va siendo
ya difícil.

Entonces le tocó asombrarse a la criada, que comenzó a ver algo claro en
la cuestión. La malicia del señor García aparecía manifiesta desde el
momento en que había dicho una cosa a su amigo para hacer en la práctica
lo contrario, y la criada relató a Avellaneda todo lo ocurrido entre
ella y María poco antes de que ésta marchase al convento.

Avellaneda, a pesar de su estado y de la debilidad que sufría su
cerebro, adivinó lo que significaba aquel misterio.

Su amigo García se Convirtió repentinamente en su pensamiento en un tuno
de la peor especie, y comprendió que había inclinado a su hija a la vida
religiosa, y al mismo tiempo había mentido para lograr del padre el
necesario consentimiento.

Tomasa, adivinando la impresión que en su señor producía tal
descubrimiento, creyó del caso relatarle todo cuanto ocurría, y aun a
riesgo de disgustar a don Ricardo, puso en su conocimiento la prisión de
Baselga, así como las sospechas que le producía este extraño hecho.

Avellaneda torció el gesto al oír el nombre del conde; pero a pesar de
esto siguió con atención el relato de la criada.

No cabía dudar. Baselga era víctima de la misma persecución que María, y
resultaba indudable la existencia de un poder oculto interesado en
separar a los dos amantes, para que la joven fuese a enterrarse en un
convento, y que empleaba como un arma las preocupaciones del padre.

El señor Avellaneda adivinaba el verdadero móvil de aquella sorda
conspiración dirigida contra la tranquilidad de su familia. La colosal
fortuna de su hija era el objeto adonde se dirigían los esfuerzos de
aquel oculto poder.

Ante la idea de que María le había sido robada y que jamás volvería a
verla, don Ricardo estremecióse de terror, primeramente, y después su
ánimo se sublevó, disponiéndose a deshacer todo lo hecho y consentido en
un momento de obcecación.

La posibilidad de que fuera ya tarde para desbaratar los planes del
señor García le desesperaba, y como si Tomasa fuese una inteligencia
privilegiada, capaz de encontrar el medio para salir del atolladero, le
preguntaba con acento angustioso:

--¿Qué hacer en esta situación? ¿No se te ocurre ningún medio para
deshacer la trama de ese beato? ¡Ay! ¡En qué mala hora firmé el maldito
consentimiento!

Tomasa, que también deseaba encontrar una solución al conflicto, quedóse
pensativa largo rato, y por fin dijo con resolución:

--Yo en lugar de usted llamaría a la Policía.

--¿Para qué?

--Para relatar todo lo sucedido y hacer que sacase a María del convento.

--Pero... ¿y mi consentimiento?

--El que concede una cosa creo que puede retirarla, y más si ha sido
engañado como usted en esta ocasión.

Avellaneda, con una corta reflexión, pareció apreciar el valor de la
proposición de su criada, a la que dijo después:

--Sí; eso que me propones es lo mejor. Marcha al momento y busca al
comisario del barrio. No pierdas tiempo, trae aquí a ese funcionario sin
perder tiempo, y piensa que de esto depende la suerte de María.

Tomasa apenas si escuchó las últimas palabras, pues salió velozmente de
la habitación.

Mientras corría a la oficina de Policía iba pensando en la posibilidad
de que todo quedase arreglado en breve plazo.

Después de lo ocurrido, don Ricardo no sentiría tanto odio contra
Baselga, y era fácil que María olvidase sus aficiones monásticas tan
pronto como supiera que su padre accedía a consentir sus amores.

El punto negro que todavía se marcaba en aquel horizonte feliz,
imaginado por Tomasa, mientras corría en busca del comisario, era la
prisión de Baselga y el motivo por ella ignorado que le había conducido
a la cárcel de Mazas.




XVII

Se deshace la trama.


El comisario de Policía del barrio de San Sulpicio era un buen señor,
bajo de estatura, algo ventrudo y de rostro bonachón, lo que no impedía
que llevase con bastante majestad el fajín tricolor y que en algunas
ocasiones sus ojuelos tras los cristales de las gafas brillasen de un
modo imponente.

Más de dos horas tuvo que aguardarlo Tomasa en la oficina de Policía,
pues estaba ausente por asuntos del servicio; pero apenas al volver
escuchó los ruegos de la criada, marchó directamente a casa de
Avellaneda, a pesar del cansancio que manifestaba.

Al entrar en la habitación del enfermo y contemplar el aspecto de don
Ricardo, movió la cabeza de un modo triste. Estaba muy habituado a ver
enfermos e instintivamente adivinaba la aproximación de la muerte.

Con benévola complacencia escuchó las palabras entrecortadas de
Avellaneda, dichas con acento débil, y lo que el funcionario sacó como
consecuencia fué que María había sido arrebatada del hogar paterno con
engaño y que era necesario ir cuanto antes al convento de Santa Isabel
para sacarla de él.

El comisario dirigióse a su secretario, un pobre diablo raído y
macilento en quien el rollo de papeles bajo el brazo parecía haberse
convertido en un nuevo miembro de su cuerpo, y le hizo extender una
diligencia propia del caso.

Después salió prometiendo que no tardaría en volver trayendo a María.

Tomasa le esperaba junto a la puerta de la escalera con ademán
suplicante y tímido como para excusar la pregunta que iba a dirigirle.

La criada deseaba saber el motivo de la detención de Baselga y lo
preguntaba humildemente al comisario. Este apenas si recordaba el
suceso. ¡Tantas prisiones nacía todos los días! Los detalles que le dió
Tomasa desvanecieron un tanto su olvido, y al fin, mientras comenzaba a
bajar la escalera, dijo con el acento del hombre que recuerda un suceso
insignificante:

--¡Ah! Sí; creo que fué ayer cuando detuve a un conde español en la
calle de los Santos Padres. Sí; eso es. Se llama Baselga, ¿no es verdad?

Y ante los signos afirmativos de la aragonesa dijo cuando ya estaba en
un rellano inferior:

--Ha sido denunciado por la Embajada de España como conspirador carlista
y lo llevamos a Mazas. No es cosa importante, tal vez salga mañana
mismo, pero será para que la gendarmería lo conduzca a la frontera.

Cuando el comisario desapareció, Tomasa, segura ya de la suerte de
María, se preocupó únicamente de Baselga, que, indudablemente, iba a ser
víctima de la malicia del señor García, porque la doméstica no vacilaba
en creer al viejo devoto el causante de todas las desgracias.

Ella sabía que el conde tenía en París numerosas amigos, compañeros de
emigración, y que estaba relacionado con las principales familias del
barrio de San Germán; daba como seguro que todos ignorarían la desgracia
de Baselga y se proponía avisarlos para que con sus poderosas gestiones
impidiesen que fuese expulsado de Francia; pero apenas formulados estos
pensamientos se detenía ante un obstáculo tan insuperable como era el
que ella no conocía a tales personas e ignoraba sus domicilios, siendo
una empresa imposible buscarlos a ciegas en una ciudad inmensa como
París.

Pero Tomasa, así que adoptaba una resolución, no se detenía ante ningún
obstáculo y se propuso, mientras el comisario volvía con María, buscar
en los hoteles del barrio de San Germán alguna de aquellas familias
nobles que conociesen a Baselga.

Difícil era la tarea y más tratándose de gentes inabordables por su
posición; pero Tomasa se proponía sufrir toda clase de humillaciones y
hostilizar con preguntas a todos los porteros y criados del barrio
aristocrático, hasta encontrar lo que deseaba.

El estado, cada vez más grave, de su señor le producía ciertas dudas al
adoptar la decisiva resolución; pero pudo más en ella, el deseo de hacer
la felicidad de los dos amantes, y aprovechando la visita del médico,
que, como de costumbre, hizo concebir al enfermo lisonjeras esperanzas,
que él después contradecía con tristes movimientos de cabeza, salió a la
calle.

Comenzaba a obscurecer, y las calles de París estaban envueltas en esa
confusa penumbra que reina en los instantes que muere el día, y los
encargados del alumbrado público se retrasaban en encender los faroles.

Tomasa emprendió su marcha a paso rápido, y al ir a desembocar en la
plaza de San Sulpicio tropezó con un hombre que venía en opuesta
dirección.

La criada experimentó la misma impresión que si se viese en presencia de
un aparecido.

--Señor conde--exclamó, por fin, con voz emocionada y temblorosa--. ¿Es
usted mismo? ¿Cómo se encuentra libre?

Efectivamente, aquel hombre era Baselga, que se dirigía a colocarse en
la esquina de la calle Ferou para espiar la casa de Avellaneda, con la
esperanza de encontrar a la criada y saber de María.

Tomasa experimentaba una alegría inmensa por el encuentro y oyó con la
mayor atención el relato de cuanto le había ocurrido al conde.

Apenas éste se vió encerrado en Mazas, envió una carta a uno de sus
amigos franceses, persona influyente con el ministro del Interior, y el
cual en pocas horas había conseguido anular la detención y librarle de
ser conducido a la frontera, logrando que el embajador español declarase
que había sido víctima de una equivocación al pedir que fuese expulsado
el conde de Baselga.

Una hora antes había sido puesto en libertad, y, después de subir a su
casa con un agente de Policía, que le devolvió todos los papeles y
objetos ocupados en el registro, se apresuró a ir a la calle de Ferou,
en cuya esquina le ocurrió el casual encuentro con Tomasa.

Cuando ésta le relató lo que había ocurrido en su casa desde la última
vez que se avistó con él, Baselga mostróse indignado y desahogó su
cólera profiriendo algunas expresiones malsonantes contra el señor
García.

Cuando los dos acabaron de manifestarse todo cuanto sabían, reinó un
largo silencio, que al fin interrumpió Baselga:

--¿Y qué piensa hacer tu señor?

--Don Ricardo está indignado contra su antiguo amigo, que ha pretendido
robarle la hija para apoderarse de sus millones.

--Esto no impedirá que siga odiándome.

--¡Quién sabe! Hace poco, cuando hablé de usted para relatar su prisión,
no manifestó tanto enfado como en otras ocasiones. La mala acción del
señor García ha modificado bastante sus ideas.

--¿Está ahora solo don Ricardo?

--Sí: hace poco rato fué el médico y en cuanto a ese pícaro devoto, no
ha vuelto desde esta mañana, en que fué a acompañar a la señorita al
convento. ¡Ah! ¡Qué alegría la mía cuando vea la cara de condenado que
pondrá ese viejo al saber que se le ha escapado la presa y que la
señorita vuelve a estar entre nosotros!

El conde había adoptado una resolución. Deseaba tener una entrevista con
don Ricardo, repetirle otra vez sus pretensiones amorosas y darle a
entender el verdadero móvil de aquella sorda conspiración que se cebaba
en todos ellos.

Sabía bien Baselga a lo que se exponía relatando a Avellaneda los
secretos de la Compañía, y poniendo en su conocimiento las artes de que
ésta iba valiéndose para apoderarse de los millones de su hija; pero en
la situación en qué se encontraba estaba dispuesto a todo y no vacilaba
en arrostrar las iras del jesuitismo.

Este le había declarado la guerra con aquella prisión, que era obra del
padre Fabián, y le acababa de robar la mujer amada; no era, pues, el
instante propicio para contemplaciones, y para salvarse y realizar sus
aspiraciones amorosas, necesariamente había de torcer la voluntad del
moribundo, diciéndole toda la verdad.

Tomasa no encontró mala la idea de la entrevista, y volvió a casa
seguida del conde, al que dejó en el comedor, entrando inmediatamente en
la habitación del enfermo.

Había que preparar a don Ricardo y evitarle la impresión demasiado
fuerte que le produciría la inmediata presentación del conde.

Cuando un cuarto de hora después Baselga entró en la alcoba del enfermo,
notó que éste le recibía mejor de lo que esperaba. En su rostro
desencajado veíase una expresión de bondad que tranquilizó al conde.

Tomasa valiéndose del ascendiente que tenía sobre su amo, le había
sermoneado bastante, y éste, por su parte reflexionó lo suficiente para
que algunas de sus antiguas preocupaciones fuesen desvaneciéndose.

¿Por qué se había él opuesto a aquellos amores? Unicamente por los
terribles celos que le producía el pensar que un hombre le privase de la
presencia de su hija; pero desde que el señor García había intentado
robarle a María para siempre, Avellaneda comenzaba a mirar a Baselga con
más simpatía. Al fin, éste buscaba a su hija para hacerla su esposa
feliz, mientras que el viejo devoto, con sus ocultos auxiliares, querían
arrebatársela para robarla sus millones y hacerla morir de tristeza en
el fondo de un convento.

Además, la persecución de que era objeto Baselga a causa de sus amores,
despertaba forzosamente en el ánimo del viejo una especie de
agradecimiento al hombre que tales desgracias sufría por el cariño que
profesaba a su hija.

Aquellas horas pasadas sin la presencia de María y que resultaban
tristes y monótonas para el padre, hacían más agradable la presencia del
emigrado, pues el anciano experimentaba junto a él una impresión
parecida a la que siente el amante al rozarse con los seres que viven en
intimidad con la mujer amada. Hasta le parecía al buen don Ricardo que
en el conde había alero del perfume virginal de María.

La conferencia fué tan afectuosa como lo permitían las dolencias del
enfermo, que de vez en cuando le arrancaban quejidos de dolor.

Baselga lo contó todo. Sus conferencias con el padre Fabián, la
oposición que la Compañía de Jesús había hecho a su matrimonio y el
deseo de que María fuese a morir en un convento y, por fin, el afán que
sentía el jesuitismo por apoderarse de los millones de María.

Cuando Avellaneda supo que su amigo García era un jesuíta que durante
tantos años había permanecido en el seno de su familia, siendo
considerado como un individuo de ella, y pagando tanto cariño con un
continuo espionaje y la preparación lenta, pero secura, del robo de la
fortuna de su hija, sintió miedo e indignación a un tiempo.

Entonces las ideas del pasado se agolparon rápidamente en el cerebro de
Avellaneda, y profirió terribles palabras contra aquellas sabandijas de
la religión, que durante siglos enteros trabajaban por apoderarse de
toda la autoridad y toda la riqueza de la tierra.

Don Ricardo comenzó a sentir cierta compasiva simpatía hacia aquel
hombre que tanto cariño demostraba y que tan francamente exponía sus
ideas.

Cuando Baselga volvió a manifestar su pretensión de ser esposo de
María, Avellaneda le interrumpió con acento bondadoso:

--No siga usted adelante. Se casará usted con mi hija. Yo, a pesar de
cuanto dice el módico, conozco mi situación y comprendo que esto se va.
No quiero morir dejando a mi hija desamparada y bajo las garras de esos
jesuítas que buscan sus millones. Será usted el marido de María, y ojalá
que sea pronto, pues conozco que mi vida no da mucho de sí.

Baselga estrechó con efusión la descarnada mano del enfermo, y Tomasa,
que siguiendo una antigua costumbre escuchaba la conversación tras el
cortinaje de la puerta, creyó del caso entrar para demostrar al señor su
agradecimiento con algunas lágrimas.

En aquel instante el ruido de un carruaje en marcha, que conmovía el
adoquinado de la calle, cesó frente a la casa, y momentos después sonó
la campanilla de la escalera con nerviosa y prolongada vibración.

Tomasa se estremeció, y dejándose llevar de un irreflexivo instinto,
gritó palmoteando de alegría:

--¡La señorita! ¡Es la señorita!




XVIII

La felicidad de Baselga.


María era la que llegaba.

Entró con timidez y casi temblando, como arrepentida de la locura que
había cometido en un momento de alucinación mística, abandonando a su
padre, cuyo estado fatal conocía; pero su turbación aún aumentó más al
ver a Baselga de pie junto al lecho del enfermo.

¿Cómo era aquello? ¿Qué hacía allí su amante? La joven, al ver al hombre
amado, sintió que renacía en su pecho la amortiguada pasión, y se
felicitó de que la Policía hubiese ido a sacarla de aquel convento, en
el cual desde por la mañana la perseguía el recuerdo de su padre
moribundo y casi abandonado.

El jefe de Policía, siempre seguido de su fiel can-secretario, estaba en
el dintel contemplando la escena y gozando con la alegría que le
producía al enfermo la devolución de su hija. Escenas tan tiernas como
aquéllas eran las únicas satisfacciones eme le proporcionaba su oficio.

Llegó el momento de las explicaciones:

--Señor Avellaneda--dijo el comisario--, mi misión está cumplida. Le
devuelvo a usted su hija y me retiro ya, si es que nada más tiene que
pedirme.

El digno funcionario miró a María y a su padre con tal expresión, que la
joven venció su timidez v gimiendo se arrojó sobre el lecho del enfermo,
estrechando entre sus brazos la cadavérica cabeza de don Ricardo.

Este sollozaba de felicidad al sentir el contacto de aquel ser querido,
y todos los que presenciaban la escena sentíanse conmovidos, a excepción
del secretario del jefe de Policía, que presenciaba aquel acto con la
indiferente frialdad de un autómata.

--Todo está bien--dijo el comisario con aire satisfecho--, y ahora con
el permiso de ustedes me retiro, si es que no tienen que pedirme otro
servicio.

Don Ricardo hizo con la mano una señal para, que el funcionario se
acercara a su lecho, y allí fué a situarse aquél, seguido siempre de su
apéndice el secretario.

Los dos amantes y la sirvienta comprendieron que su presencia podía ser
molesta y se retiraron al fondo de la habitación, junto a la ventana,
quedando envueltos en la penumbra que formaba la llama de una pequeña
lampara batallando con las densas sombras, a las que sólo podía expulsar
de un reducido espacio.

Avellaneda contó al comisario todo cuanto acababa de saber por boca de
Baselga. Los jesuítas conspiraban contra la libertad de su hija para
apoderarse de sus millones y era preciso ponerla a salvo de tales
asechanzas. Convenía, pues, casarla cuanto antes con el conde de
Baselga, que la amaba: pero este acto no podía verificarse
inmediatamente y él se sentía próximo a morir, inquietándole mucho la
idea de que su hija iba a quedar sin el apoyo de un marido, por lo cual
solicitaba el consejo del comisario.

Este escuchaba con gran atención desde que oyó que los jesuítas estaban
mezclados en el asunto.

La monarquía de Luis Felipe, como nacida de una revolución, era muy poco
afecta a la Compañía de Jesús y, además, la Prensa republicana hacía una
continua campaña contra, la Orden, a la cual, no sin fundamento,
atribuía la mayor parte de los males que afligían al país.

Estaba, pues, interesado el comisario, como agente del Gobierno, en
combatir a aquella tenebrosa asociación que penetraba en todos los
hogares y buscaba apoderarse de todas las fortunas, y de aquí que
prometiese a Avellaneda prestarle toda su ayuda.

El enfermo, ante esta promesa, comenzó por pedirle le indicase qué es lo
que podía hacer para asegurar la suerte de María mientras llegaba el
momento de casarse.

--Lo único que puede hacerse en esta ocasión--contestó el comisario--es
que conste de un modo formal que usted da su consentimiento para que la
señorita contraiga inmediatamente matrimonio. Si por desgracia muere
usted, yo quedaré encargado de activar el matrimonio y de impedir que
esos negros enemigos de su tranquilidad intenten algo contra su hija. Mi
deber, como funcionario, consiste en oponerme a las tramas del
jesuitismo, al que usted no debe temer estando en Francia. La Compañía
podrá tener gran poder en España, pero aquí nuestro Gobierno le tiene
declarada la guerra, y crea usted que tendría un verdadero placer en que
la policía tuviese que entender con alguno de sus individuos.

Avellaneda admitió el consejo del comisario, y éste despachó a su
amanuense para que fuese en busca de un notario que vivía en el mismo
distrito.

Transcurrieron algunos minutos sin eme nada viniera a turbar la calma
que reinaba en aquella habitación.

Los dos amantes, de pie junto a la ventana, y velados por la sombra, se
entregaban a una conversación sin fin, y, con ese egoísmo propio de
enamorados, forjábanse los más hermosos ensueños, sin acordarse de que a
pocos pasos de ellos se encontraba don Ricardo amenazado de muerte;
Tomasa, sentada cerca de la pareja, los contemplaba con cariño, y de vez
en cuando acudía al cuidado del enfermo: éste gemía dolorosamente y el
comisario estaba inmóvil en su silla, con ademán distraído y como
repasando en su memoria los asuntos que le ocuparían al día siguiente.

En esta situación se encontraban los cinco, cuando sonó la campanilla de
la escalera.

--¡El notario! ¡Ya está ahí el notario!--dijo María, con alegría
infantil.

--¿El notario?--murmuró el policía--. No sé; pero me parece demasiado
pronto.

Sonaron pasos en la habitación vecina, y un hombre entró sin que la
densa sombra le permitiera ser reconocido.

Cuando llegó al espacio iluminado, todos, a excepción del comisario,
profirieron en una exclamación.

Era el señor García.

Este, por su parte, no se manifestó menos asombrado. Miró al comisario y
palideció algo al fijarse en su fajín, signo de autoridad; pero cuando
su mirada, profundizando en las sombras, adivinó, a pesar de su miopía,
a Baselga y su amada, de pie junto a la ventana, perdió aquella
serenidad que le caracterizaba y quedó estupefacto.

Con la rapidez del rayo pasó por su cerebro un torbellino de asombrados
pensamientos. Ni remotamente podía habérsele ocurrido al entrar en
aquella casa, que iba a encontrar a María, a la que había dejado en el
convento algunas horas antes. ¿Cómo era aquéllo? ¿Cómo habían accedido
las buenas madres del convento de Santa Isabel a soltar la rica presa
que él les había entregado en nombre de la Compañía?

El asombro le quitaba aquella cínica audacia de jesuíta, que era su
principal arma, y experimentaba una turbación sin límites.

La voz débil de Avellaneda le sacó de su asombro.

--Adelante, canalla--le gritó el enfermo--. Pasa adelante, y sufre al
ver que la maldad no ha triunfado y que todas las tramas acaban de ser
desbaratadas. ¡Ah, miserable! ¡Qué sería de ti si yo pudiese saltar de
este lecho!

Esta exclamación de Avellaneda fué acompañada del choque que produjo un
vaso al estrellarse en el pavimento, a los mismos pies del jesuíta. El
enfermo, con mano débil, le había arrojado a la cabeza un vaso de
medicamentos que tenía sobre la mesa de noche.

Aquella agresión, último arranque del carácter de Avellaneda, tímido en
la juventud y atrabiliario en la vejez, sacó a Baselga de la
estupefacción en que estaba.

Acordóse de lo mucho que María y él habían sufrido por culpa de aquel
repugnante viejo sintióse dominado por su terrible cólera, y avanzó
precipitadamente y con la diestra levantada sobre el señor García.

Este no esperó la agresión. Sabía bien de lo que era capaz aquel coloso,
y con movimiento instintivo corrió hacia la puerta, no tan pronto que se
librara de un puntapié que le hizo apresurar su marcha.

El conde quiso ir aún en su seguimiento, pero el comisario, a quien tal
escena había sacado de su impasibilidad, cerró el paso a aquél, y
gracias a este auxilio, el jesuíta pudo salir de la casa sin otro
detrimento que el dolor que sentía más abajo de la espalda, a causa de
la furiosa patada de Baselga.

Volvió a establecerse la calma en aquella habitación, pero el enfermo no
recobró el estado de relativa tranquilidad que antes tenía.

La ruda impresión que había experimentado con la presencia del señor
García, le produjo una agitación nerviosa que anunciaba la próxima
aparición del delirio.

Todos temían que éste sobreviniese antes de la llegada del notario, y
contaban los minutos ansiosamente examinando el estado del enfermo.

Por fin, llegó el depositario de la república, y todavía hubo tiempo
para que don Ricardo, con sano juicio, pudiese manifestar su voluntad de
que María se casase con Baselga, nombrando tutor de la joven al
comisario de Policía, que se prestó a ello.

Después, mientras que el notario dictaba a su escribiente, cumpliendo
las formalidades de la ley, el enfermo entraba en un furioso delirio,
interrumpido por alaridos de dolor.

El médico, que llegó poco después, limitóse a mover la cabeza con
expresión fúnebre, y dijo que allí nada le quedaba qué hacer.

A las dos de la mañana don Ricardo Avellaneda exhaló el último suspiro.

María y su amante presenciaron su agonía, y hasta muy entrado el día
estuvieron velando el cadáver.

Era la primera noche que pasaban completamente juntos los dos amantes.

La felicidad se mostraba a Baselga bajo una forma fúnebre.




XIX

El fin de un jesuíta.


Eran las once de la noche, y desde las ocho que el señor García, sentado
en un sillón del despacho del padre Fabián, esperaba pacientemente la
llegada de éste.

El cerebro del viejo devoto era un hervidero de pensamientos.

La derrota que acababa de sufrir, aquel rápido desmoronamiento de la
obra construída a costa de largos años y de inagotable paciencia, le
producía una cólera sorda que se traslucía con gruñidos sordos y
nerviosos estremecimientos.

La catástrofe le había sorprendido en los momentos en que más victorioso
se creía y esto aumentaba aún más su pesadumbre.

Lo que más le aterraba era lo que pudiera decirle el padre Fabián al
saber todo lo ocurrido.

Conocía muy bien a su superior y adivinaba cuán terrible iba a ser la
explosión de su cólera.

Poseído de mortal angustia, el viejo deseaba salir cuanto antes de la
cruel incertidumbre, y esperaba ansioso la llegada del jesuíta, pero al
mismo tiempo temblaba siempre que algún ruido exterior le hacía creer en
la proximidad del padre Fabián.

Cuando cerca ya de media noche sonó un gran estrépito en la habitación
cercana al despacho y se oyó la voz colérica del padre Fabián riñendo
con destempladas palabras a uno de sus fámulos, el viejo púsose en pie,
y bajando la cabeza con expresión humilde, aguardó temblando.

Entró el jesuíta con precipitado paso abarcó con una terrible mirada la
encorvada figura de su agente, y después arrojó sobre un sofá su
sombrero de teja y la hopalanda de seda que llevaba sobre la sotana.

El silencio que reinó durante algunos minutos producía más impresión en
el viejo que los más furiosos insultos. El señor García comprendía que
aquel silencio anunciaba para él algo más terrible que un tropel de
iracundas acusaciones.

El padre Fabián dió varios paseos a lo largo de la habitación con el
rostro congestionado y respirando con cierta dificultad, y, por fin,
tomó asiento frente al viejo, que seguía de pie en actitud humilde.

--¿Desde cuándo estáis aquí?

--Desde las ocho, reverendo padre.

El jesuíta volvió a quedar silencioso y el señor García creyó que debía
aprovechar la pausa para darle cuenta de lo ocurrido.

--Reverendo padre, tengo que manifestaros que...

--No sigáis. Estoy enterado perfectamente de cuanto ha ocurrido en casa
de Avellaneda. Sois un miserable, un canalla, un imbécil, pues con
vuestro torpeza no sólo habéis impedido que adquiriese quince millones
la Compañía, sino que la acabáis de poner en peligro.

El señor García no intentó defenderse y sufrió impávido ludas las
injurias de su superior.

--A no ser por mí, que he sabido a tiempo, antes que vos mismo lo
ocurrido en casa de Avellaneda y la intervención que la policía tomaba
en el asunto, a estas horas el suceso sería publico y mañana esa maldita
prensa liberal relataría en todos los tonos que los jesuítas habían
arrebatado a una joven del hogar paterno para encerrarla en uní convento
y apoderarse de sus millones. Gracias a mi actividad y a las grandes
relaciones de la Orden, se ha podido echar tierra al asunto, evitar a
nuestros eternos enemigos la satisfacción que les hubiese producido el
resultado de vuestra torpeza.

El viejo seguía confuso y cariacontecido, oyendo la filípica de su
superior.

--¿Esta es la portentosa habilidad que poseéis para arreglar los
negocios que se os encomiendan?

--Reverendo padre, os juro que yo no soy culpable. He llevado el negocio
tan bien como he podido y, a no ser por la fatalidad que se ha cruzado
en mi marcha...

--¿Habláis de la fatalidad?--le interrumpió furioso el jesuíta--. ¿Qué
tiene que ver la fatalidad con esto? Vuestra torpeza es la culpable y
nadie más.

--Yo no puedo explicarme, reverendo padre, el mal éxito de esta
operación. Cuando todo estaba ya seguro: la niña en el convento y el
novio en la cárcel, llego a la casa y me veo a los dos amantes en
amorosa plática y a un comisario de Policía junto al lecho. Esto, por lo
repentino e inesperado, parece obra del diablo. Dígame vuestra
reverencia, que como de costumbre estará mejor enterado, quién ha
deshecho tan rápidamente toda mi obra. Tengo un deseo rabioso de
saberlo, y horas enteras he permanecido aquí buscando en mi imaginación
al verdadero autor de tal prodigio.

--¡Ah, repugnante imbécil! ¡De qué os sirve tener ojos si no veis a los
que están a vuestro lado y por qué pasáis por listo si no conocéis a las
personas que os rodean! La criada del señor Avellaneda, esa mujer ruda y
zafia, según mis informes, es la que se ha burlado de la Orden
deshaciendo toda la trama.

--¿Ha sido Tomasa? No puedo creerlo, reverendo padre.

--Siempre, seréis un necio confiado. Ya sabéis que dentro de la casa
tenemos muy buenos espías cuyos informes no mienten. Esa Tomasa ha sido,
y vos, obrando como un hombre hábil y como buen miembro de la Orden,
debíais haber comenzado por haceros dueño absoluto de su voluntad.

--Lo era, reverendo padre. Tomasa me quería y nacía caso de todos mis
consejos.

--Vuestra fatuidad os hacia creer que erais dueño de una voluntad, sobre
la que no tenéis ningún ascendiente. En la Compañía ya sabéis que nadie
se considera dueño de otro hasta que ha anulado su voluntad de modo que
puede convertirlo en un cadáver automático.

El señor García quedó anonadado por tal lección, pero con el afán de
congraciarse con su superior, dijo con acento de confianza:

--Todavía no se ha perdido todo, pues aun vive la hija de Avellaneda, y
de la voluntad de ésta si que soy dueño absoluto. Ved si no con qué
facilidad la conduje al convento.

--Es tarde ya. Ahora nada podéis, pues la proximidad de su amante ha
disipado sus aficiones a la vida monástica.

--Aun puede hacerse algo. Quitemos de en medio a Baselga. Métalo vuestra
paternidad otra vez en la cárcel.

--No puede ser. El conde tiene amigos que le protegen y su inocencia ha
quedado en claro, y otra queja por conspirador no surtiría ningún
efecto.

--Pues entonces--dijo el vejete levantando audazmente la cabeza y
sonriendo con expresión satánica--, anulémoslo. Ya sabe vuestra
paternidad que no nos faltan medios para librarnos de un hombre.

--Eso en esta ocasión sería la mayor de las imbecilidades. La autoridad
está advertida; gracias a vuestra torpeza, conoce el interés que nos
impulsa en nuestras relaciones con la señorita Avellaneda, y la menor
desgracia que ocurriera al conde de Baselga haría caer sobre nuestra
cabeza una tremenda responsabilidad.

El señor García reconoció la verdad de tales observaciones y murmuró con
desaliento:

--Es verdad. Forzosamente hay que respetar a ese conde, que va a hacerse
dueño de una fortuna que era ya nuestra.

--Pronto será esposo de esa joven. Según los informes que acabo de
recibir, Avellaneda está ya en la agonía, pero antes ha dado de un modo
solemne, y ante notario, su consentimiento para que María contraiga
matrimonio con Baselga lo antes posible.

Esta noticia no sorprendía al vejete, pero le producía una diabólica
irritación. ¡Oh, rabia! Ver cómo aquel conde hambriento se hacía dueño
de los quince millones que él consideraba ya como de la Compañía, y no
poder evitar aquello que él tenía como un escandaloso robo.

Su derrota era completa, y el mísero agente de la Compañía comprendía
que ésta tenía motivo sobrado para castigarle cruelmente. El, en lugar
del padre Fabián, se hubiera ensañado con el ejecutor torpe que
comprometía a la Orden y perdía una cantidad enorme cuando ya la
conceptuaba segura.

Pero a pesar de este convencimiento, el señor García, instintivamente,
buscó el mejor medio de excusarse, y dijo con humildad:

--Reconozco, reverendo padre, que he sido un miserable y que merezco ser
castigado; pero no me negaréis que mi plan estaba bien urdido y que su
ruina sólo ha sido motivada por esa Tomasa, que equivale a un pequeño
detalle descuidado.

--En los trabajos que lleva a cabo un buen jesuíta no hay detalle grande
ni pequeño que merezca ser mirado con desprecio. Hicisteis caso omiso de
esa sirvienta; creisteis, en vuestra estúpida confianza, que no merecía
ninguna atención, y por ahí ha venido la muerte del negocio.

--Reverendo padre, yo era dueño de la voluntad de María, y creía, con
sobrado fundamento, que esto resultaba suficiente.

--Pues creíais mal. No basta apoderarse de una persona; es preciso hacer
el vacío a su alrededor, impidiéndola todo contacto con seres que puedan
oponerse a nuestra voluntad. No estando seguro de la adhesión
incondicional de esa doméstica, debíais haber buscado un medio para
anularla, sacándola de la esfera donde podía hacernos daño.

--¿Y el medio, reverendo padre? ¿Dónde encontrarlo?

--En cualquier pretexto. Veo que sois aún más torpe de lo que yo creía.
Cualquier medio era bueno para llegar a nuestro fin. No era necesario
que por medio de hábiles murmuraciones lograseis que riñese con su señor
y abandonase la casa, pues bastaba con que, por ejemplo, la hubieseis
hecho pasar por loca. Ya sabéis que a nuestro lado tenemos médicos
hábiles, capaces de certificar la locura del ser más cuerdo y meterlo en
un manicomio. Esto es lo que yo hubiese hecho, a no ser por vuestra
estúpida confianza, que me aseguraba la fidelidad de esa criada.

El señor García quedó anonadado por esta lección de su maestro, y
permaneció silencioso, mientras que el padre Fabián le contemplaba con
ojos de furor.

--Bien comprenderéis--continuó el superior--que después de este fracaso
que ha comprometido gravemente nuestro prestigio, la Compañía, no puede
permanecer indiferente ni dejar de castigar al agente inepto, indigno,
por mil conceptos, de seguir figurando en un santo ejército que marcha a
la conquista del mundo. Sois un soldado cobarde, y Jesús, nuestro
general, no os puede perdonar. ¿Lo creéis así?

--Sí, reverendo padre.

--¿No os parecerá muy terrible nuestro castigo?

--No. He faltado, y comprendo que la disciplina de la Orden, en la que
se basan todos nuestros triunfos, no podría subsistir si se tratara con
dulzura a los que delinquen. Castigad con dureza, reverendo padre; yo,
en vuestro lugar, haría lo mismo.

--Muy bien. Celebro que habléis de un modo tan razonable. Ved vuestro
castigo: desde este instante dejáis de pertenecer a la Compañía de
Jesús. Todos vuestros votos quedan anulados, y la Orden no se acordará
ya más de que os tuvo en su seno.

El señor García experimentó la misma impresión que si el techo hubiese
caído sobre su cabeza.

El esperaba ser sentenciado a terribles castigos personales, y se
proponía sufrirlos con calma; aguardaba humillaciones sin cuento y ser
despojado de aquella agradable consideración que gozaba en la Orden;
pero ser arrojado de ésta, perder su calidad de miembro de la Compañía
de Jesús, era un castigo terrible que nunca había imaginado llegase a
merecer.

Para el hombre que desde su juventud pertenecía a la misteriosa y
gigantesca Institución y la amaba hasta el punto de identificarse con
ella considerándola su única familia, verse forzado a abandonarla era el
peor de los tormentos.

Sin su calidad de jesuíta el señor García era un pobre diablo, un nadie,
incapaz de merecer el menor respeto, mientras que unido a la Compañía
sentía orgullo al considerarse una ruedecilla de la gran máquina que
batía en brecha al progreso, un menudo tentáculo de la gigantesca araña
negra que se proponía abarcar todo el mundo entre sus patas.

Además, dedicado toda su vida a los negocios de la Compañía, no había
tenido motivo de aprender una profesión con que ganarse la subsistencia;
y ahora, a la vejez, cuando estaba inútil para el trabajo y carecía de
dinero, pues la Compañía había atendido hasta entonces a todas sus
necesidades, ésta lo arrojaba para que muriera en medio de la calle
roído por el hambre y los remordimientos.

El señor García temblaba como un reo a quien acaban de leer la sentencia
de muerte. La humillación que le causaba el perder su importancia de
societario de Jesús y el miedo que le producía un porvenir de miserias
sin cuenta, le conmovían profundamente, desvaneciendo aquella audacia
que hasta poco antes le caracterizaba.

No era posible que él pudiese resistir tan cruel golpe, y por esto cayó
de rodillas a los pies de su superior derramando lágrimas como un niño.

--Reverendo padre--gimió--, yo no puedo resistir un castigo tan
terrible. Mandadme que me mate y os obedeceré; sentenciadme a las más
terribles penas, hacedme sufrir las mayores humillaciones y que sea el
último criado de vuestros fámulos; todo lo arrostraré pacientemente,
pero no me arrojéis de la Orden, que es para mí más que mi propia madre.
¡Compasión, reverendo padre, compasión para este desgraciado!

Y el miserable viejo abrazaba las piernas de su superior con ademán
desesperado, bañando su sotana con lágrimas.

El padre Fabián permanecía insensible y hacía esfuerzos por repeler al
suplicante viejo.

--Inútil es cuanto digáis--dijo el jesuíta--, pues la Compañía piensa
bien las cosas antes de decidirse, y está resuelta a sostener el castigo
que os impone. Hemos terminado, pues, y debéis, por tanto, daros por
arrojado de la Orden.

El señor García, siempre arrodillado, pugnó por abrazar las piernas que
se le escapaban, y conteniendo sus sollozos, fué a hablar; pero en el
mismo instante recibió en el rostro un vigoroso puntapié del padre
Fabián, que le hizo caer al suelo.

Era un arranque característico del jesuíta, que había sido antes
soldado.

El reverendo padre estaba furioso.

--Señor García--dijo con una frialdad terrible--; me estáis molestando
con esa mojiganga insubstancial. La Compañía no os quiere ya y os envía
a que acabéis vuestra vida en el arroyo, como un perro viejo y sarnoso.
Salid al momento, si no queréis que a patadas os ponga en la puerta.

El viejo se levantó penosamente del suelo, limpiándose la sangre que
corría por su rostro a causa del golpe recibido.

Sabia perfectamente que aquel gigante con sotana era capaz de todo.

Con paso lento se dirigió a la puerta, y todavía al llegar a ésta
volvióse coja ademán suplicante.

--¡Salid--gritó el superior--, y olvidaos para siempre de mí! Yo, por mi
parte, me guardaré en adelante de salir responsable ante el general de
Roma de imbéciles como vos.

El viejo salió del despacho.

¡Arrojado de la Compañía! ¡Abandonado para siempre! No; él no podía
sobrevivir a tan gran desgracia.

Ya buscaría el medio de librarse de tal humillación antes que la miseria
lo atormentase.

Había sido vencido, pero sabría caer con grandeza.

       *       *       *       *       *

En la madrugada del día siguiente los guardias municipales situados en
las inmediaciones del puente de las Artes, vieron caer un hombre en el
Sena, reaparecer por dos veces sobre las negruzcas aguas y hundirse, por
fin, definitivamente.

A las diez de la mañana los dependientes del Municipio, con la habilidad
propia de los que diariamente tenían que entender en sucesos iguales,
habían pescado el cadáver; a los pocos minutos era expuesto éste, sucio
e hinchado, en el depósito de la Morgue, y antes del mediodía constaba
en el registro de la Policía que en la noche anterior, y a juzgar por
los documentos que se habían encontrado sobre el interfecto, se había
suicidado, arrojándose al Sena, un español, de edad avanzaba, llamado
José García y domiciliado en la calle de las Santos Padres.

Suceso fué este que no llegó a preocupar a media docena de parisienses,
ni mereció de los periódicos otra cosa que una noticia de dos lineas.

La Compañía de Jesús se había librado de un inválido que le estorbaba.

FIN DEL TOMO SEGUNDO

       *       *       *       *       *

Los errores corregidos por el transcriptor:

tan proto golpeaba=> tan pronto golpeaba {pg 22}

en en los primeros momentos=> en los primeros momentos {pg 33}

comunicaciones diridas=> comunicaciones dirigidas {pg 37}

algunos instante=> algunos instantes {pg 63}

ls necesidades=> las necesidades {pg 91}

ocsas muy graves=> cosas muy graves {pg 139}

aquellas circuntsancias=> aquellas circunstancias {pg 142}

el deseo=> el deeso {pg 148}







End of Project Gutenberg's La araña negra, t. 2/9, by Vicente Blasco Ibáñez

*** END OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK LA ARAÑA NEGRA, T. 2/9 ***

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