Historia de la guerra del Peloponeso (1 de 2)

By Thucydides

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2), by Tucídides

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Title: Historia de la guerra del Peloponeso (1 de 2)

Author: Tucídides

Translator: Diego Gracián de Alderete

Release Date: December 2, 2021 [eBook #66866]

Language: Spanish


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PELOPONESO (1 DE 2) ***

NOTA DE TRANSCRIPCIÓN

  * Las cursivas se muestran entre _subrayados_ y las versalitas se han
    convertido a MAYÚSCULAS.

  * Los errores de imprenta han sido corregidos.

  * La ortografía del texto original ha sido modernizada de acuerdo con
    las normas publicadas en 2010 por la Real Academia Española.

  * También se han modernizado las transcripciones de los nombres
    propios y gentilicios de origen griego.

  * Las notas a pie de página han sido renumeradas y colocadas al final
    del libro.

  * Las páginas en blanco han sido eliminadas.

  * El original impreso de este tomo no lleva Índice. El Índice general
    de la obra está al final del segundo tomo. De ahí se ha tomado la
    parte correspondiente a este primer tomo y se ha incluido al final
    de la presente transcripción.




  HISTORIA
  DE LA
  GUERRA DEL PELOPONESO.




  BIBLIOTECA CLÁSICA.
  TOMO CXX

  HISTORIA
  DE LA
  GUERRA DEL PELOPONESO

  ESCRITA POR
  TUCÍDIDES

  TRADUCIDA DEL GRIEGO POR
  DIEGO GRACIÁN
  Y ENMENDADA LA TRADUCCIÓN


  MADRID
  LIBRERÍA DE LA VIUDA DE HERNANDO Y C.ª
  calle del Arenal, núm. 11
  --
  1889




  ESTABLECIMIENTO TIPOGRÁFICO «SUCESORES DE RIVADENEYRA»,
  Paseo de San Vicente, 20.




TUCÍDIDES.


Nueve años después de la famosa batalla de Salamina, cuatrocientos
setenta antes de la era vulgar, nacía en Alimunte, aldea del Ática,
este célebre historiador. De ilustre y rica familia, sus abuelos
maternos fueron Milcíades, el vencedor en Maratón y la hija del rey
tracio, Oloros. El padre de Tucídides, que también se llamaba Oloros,
era igualmente de origen tracio.

No poca influencia tuvo en su vida el poseer minas de oro en Tracia,
pues cuando el espartano Brásidas se apoderó de Anfípolis, estando
Tucídides con siete buques en la isla de Tasos, y ejerciendo por
primera vez mando militar independiente, temió el general lacedemonio
que se valiera de la influencia que le daban en aquella comarca sus
riquezas, para organizar rápidamente fuerzas que socorriesen la
plaza, y, a fin de prevenir este peligro, concedió una capitulación
ventajosísima a los de Anfípolis, para que, como lo hicieron, le
entregaran sin dilación la ciudad.

Tucídides llegó tarde con su flota para impedir la rendición; y los
atenienses, acostumbrados a juzgar el mérito de sus capitanes por el
éxito de sus empresas, le condenaron a destierro.

Veinte años vivió expatriado, no volviendo a Atenas sino en tiempo de
Trasíbulo, y por un decreto especial que le llamaba.

Comprendió desde el principio de la guerra del Peloponeso que esta
sería la más importante y de mayores consecuencias de las habidas hasta
entonces en Grecia, y formó el designio de historiarla. Su expatriación
le permitió vivir hasta en Lacedemonia y enterarse personalmente de
los medios, recursos y proyectos de los enemigos de su patria, como
lo estaba de los de sus conciudadanos; sus riquezas le facilitaron
la averiguación de la verdad, pagando en las diversas repúblicas
beligerantes personas competentes, encargadas de remitirle las noticias
fidedignas. Sabiendo que cada partido procuraría desfigurar los hechos
en su favor, buscó de este modo informes en todas partes para averiguar
la verdad entre las noticias exageradas y contradictorias.

Digna es de admiración la imparcialidad con que Tucídides escribe la
historia de sucesos contemporáneos, que apasionaban los ánimos, en
alguno de los cuales tomó parte, presenciando otros y teniendo de todos
inmediata noticia, sin que en ningún caso le ciegue el amor patrio
hasta el punto de faltar a la justicia.

Tucídides abre a la historia nuevo camino. Los historiadores anteriores
pintaban las cosas y narraban los sucesos que herían los sentidos, el
aspecto de las comarcas, las especiales costumbres de los pueblos,
los monumentos, las expediciones guerreras, haciendo intervenir en
el destino de naciones y príncipes un poder sobrenatural. Tucídides
estudia la influencia de la tribuna, el carácter de las asambleas
populares, la índole de los tribunales en Grecia, e investiga los
móviles de las acciones humanas, por el carácter de las personas o por
la especial situación en que se encuentran. El conjunto de su historia,
dice Müller, es una sola acción, un drama histórico, un gran pleito, en
que son partes las repúblicas beligerantes y se litiga la soberanía de
Atenas en Grecia.

Tucídides, que inventa este género de historia, es también quien lo
comprende y determina con mayor claridad y fijeza. Escribe la historia
de la guerra del Peloponeso, no la historia de Grecia en este período;
y cuanto en los asuntos interiores y exteriores de los estados no atañe
a esta gran lucha queda excluido de su libro, pero incluye en cambio
cuanto puede afectar a la guerra, suceda donde quiera. Previó que se
ventilaba si Atenas sería gran potencia o solo una de tantas repúblicas
que constituían el equilibrio de Grecia, y no le engañó la paz efímera
y mal observada que a los diez años, por intervención de Nicias,
interrumpió la lucha, ni que se reanudaran las hostilidades durante la
expedición a Sicilia, probando, por modo fehaciente, que aquella paz no
mereció tal nombre, ni fue otra cosa que momento de tregua en una sola
y gran guerra.

El orden y división de esta Historia responde a la idea y propósito de
su autor. Los griegos ajustaban sus campañas belicosas a las estaciones
del año, y de aquí los períodos de verano e invierno; en los primeros,
pelean los beligerantes, en los segundos, realizan los aprestos y las
negociaciones.

Respecto a los datos cronológicos, no teniendo los griegos una era
común y ordenado el calendario de cada nación con arreglo a ciclos
particulares, que designaban con diversos nombres, aprovecha Tucídides
como dato fijo la sucesión natural de las estaciones y el estado de
los cultivos en el campo, que muchas veces motivaba las expediciones
militares. Una frase, como, por ejemplo: «cuando maduraba el trigo»
expresa, con la exactitud deseada, el momento en que se realiza un
acontecimiento.

En la narración de las campañas, procura Tucídides agrupar todos los
incidentes relativos a un mismo suceso, aun a costa algunas veces de
la sucesión cronológica, salvo cuando el hecho de guerra, como, por
ejemplo, el sitio de Potidea o el de Platea, es de larga duración.

La obra de Tucídides, de haberla él terminado, resultaría dividida en
tres partes bien proporcionadas. La primera, sería la historia de la
guerra hasta la paz de Nicias, el período llamado guerra arquidámica,
por las devastadoras expediciones de los espartanos al mando de su rey
Arquidamo; la segunda, los motines y rebeliones en los estados griegos
después de la paz de Nicias y la expedición a Sicilia, y la tercera, la
reproducción de las hostilidades contra el Peloponeso hasta la ruina de
Atenas, el período que los antiguos llamaron guerra Decelia.

La división de esta Historia en libros no es de Tucídides, sino de los
gramáticos antiguos. El primer tercio lo forman los libros II, III y
IV; el segundo, los libros V, VI y VII. Del tercer período solo acabó
Tucídides el libro VIII.

El libro I tiene especial interés, no tanto por los hechos en él
referidos como por las reflexiones del autor. Su primera tesis
consiste, en que la guerra del Peloponeso es el acontecimiento más
importante de que los hombres tenían memoria, y lo prueba reseñando la
historia de la antigua Grecia hasta las guerras con los medos. Examina
los tiempos primitivos, la guerra de Troya, los siglos inmediatamente
posteriores a esta, y, por fin, las guerras con los persas, demostrando
que en ninguna de las empresas de este período se necesitaron y
emplearon las fuerzas que exigió la guerra del Peloponeso, porque hasta
tiempos posteriores no adquirieron desarrollo en vasta escala entre los
griegos la fortuna mobiliaria y la marina de guerra. De esta suerte
Tucídides defiende históricamente la máxima que Pericles llevó con la
práctica al convencimiento de sus compatriotas, de que no debían ser
base del poderío el territorio y el número de hombres, sino el dinero y
la marina.

La misma guerra del Peloponeso es poderoso argumento en favor de esta
tesis, porque los lacedemonios, a pesar de la superioridad que tenían
en bienes raíces y hombres libres, fueron inferiores a los atenienses
hasta que su alianza con los persas les proporcionó grandes recursos en
dinero y una escuadra importante.

Probada así la grandeza del asunto que va a historiar, y después
de breve exposición de su manera de escribir la historia, trata de
las causas de la guerra, que divide en indirectas o públicas, y en
intrínsecas o tácitas. Son las primeras las cuestiones entre Corinto
y Atenas por la posesión de Corcira y Potidea, y las quejas con
que aquellos acudieron a Lacedemonia, decidiendo a los espartanos
a declarar que Atenas había quebrantado la paz. Las segundas, el
temor que inspiraba el creciente poderío de los atenienses, y que
obligaba a los lacedemonios a declarar la guerra si querían mantener
la independencia del Peloponeso. Esto sirve de punto de partida al
historiador para narrar las medidas políticas y belicosas de que
se valieron los atenienses para convertirse, de directores de los
insulares y griegos de Asia, que eran al empezar la guerra contra
Persia, en soberanos del archipiélago y de todo el litoral.

La tercera parte del primer libro contiene las deliberaciones de los
estados confederados del Peloponeso y sus negociaciones con Atenas, que
condujeron al rompimiento de las hostilidades.

Este es el plan y distribución de la obra. En cuanto al fondo, como
Tucídides refiere lo que ha visto u oído, su narración tiene toda la
frescura, toda la viveza que cabe en un historiador de este género,
testigo presencial o contemporáneo de los acontecimientos. Él mismo
dice que empezó a tomar notas al comenzar la lucha, previendo lo
que sería esta guerra, y que continuó anotando los sucesos a medida
que ocurrían a su vista o adquiría fidedignos informes. Antes de
su destierro en Atenas, y después en Tracia, hizo estos trabajos
preparatorios, comparables a nuestras Memorias, que refundió y organizó
después de la guerra y de vuelta a su patria, por lo cual, y por morir
asesinado a manos de bandoleros en Tracia a los setenta y seis años de
edad, no quedó la historia terminada, debiendo suponerse que las notas
redactadas durante el curso de los acontecimientos, y que abarcarían
hasta la rendición de Atenas, no bastaban a suplir la narración
definitiva. Atestiguan informes dignos de crédito que el mismo libro
VIII no estaba terminado a la muerte de Tucídides, y que la hija del
historiador, según unos, Jenofonte, en opinión de otros, lo agregó a
los siete primeros, pero de ningún modo puede negarse su autenticidad.

Si hoy día es imposible comprobar la exactitud de los datos e
informes de que se valió Tucídides, la claridad de su narración, la
concordancia de los detalles unos con otros y del conjunto de ellos con
el estado general de las cosas, tal como lo refieren otros escritores,
la armonía de los hechos referidos con las leyes de la naturaleza
humana y los caracteres de los actores, constituyen una garantía de
veracidad y fidelidad históricas especialísima en Tucídides, reconocida
y confesada por todos los escritores de la antigüedad.

De los historiadores romanos, solo Salustio puede comparársele; Tácito
lo iguala en lujo de detalles, pero no en la claridad de la narración,
por pasar de un acontecimiento conmovedor a otro de igual índole, sin
cuidarse del encadenamiento íntimo de los sucesos.

Tucídides destina su obra a los que quieran saber la verdad de lo
ocurrido y distinguir lo saludable y beneficioso en los casos análogos
que en la vida de la humanidad se repitan. Nótase en ella alguna
tendencia a la forma didáctica, propia de los últimos tiempos de la
antigüedad, en que la narración de los sucesos solo es medio para
llegar al objeto principal, que no es otro sino la educación del hombre
de estado y del jefe militar; pero Tucídides solo resulta didáctico
en la intención, no en el hecho, contentándose con narrar los sucesos
como han ocurrido, sin deducir lecciones prácticas para el militar o el
gobernante.

La convicción de Tucídides de que conocía todas las causas de los
sucesos y los caracteres y pasiones de las personas que en ellos
intervenían, demuéstrala en las arengas y discursos que, pronunciados
en las asambleas del pueblo, o en los consejos federales, o ante
las tropas, eran por sí y por sus consecuencias acontecimientos
importantísimos, y que solo podían referirse por informes fiados a la
memoria. Tucídides mismo confiesa la imperfección de sus informes en
este punto y la necesidad en que se ve de hacer hablar a los personajes
conforme a la situación en que se encontraban.

Las arengas de Tucídides contienen siempre todos los motivos que han
determinado los actos importantes. Cuando es preciso indicar los
motivos, pone los discursos; cuando no es necesario, los suprime, y la
exposición de motivos está sacada de los sentimientos dominantes en los
individuos, en los partidos y en los estados. De aquí que los discursos
contengan necesariamente muchas ideas expresadas en diversas ocasiones.

El objeto principal de Tucídides al redactar estas arengas es siempre
mostrar los sentimientos que han motivado la manera de obrar de los
personajes, poniendo en su boca el fundamento, la justificación o
la excusa de sus actos; y lo hace con tanta verdad, colócase el
historiador en la situación de los oradores con tanto acierto, da
razones tan atinadas a sus propósitos, que el lector queda convencido
de que estos, bajo el impulso inmediato de sus intereses o de sus
proyectos, no han podido defender mejor su causa.

Tan admirable facilidad se adquiría en las escuelas de los retóricos
y sofistas, donde se ejercitaban en defender alternativamente el
pro y el contra, la buena y la mala causa; pero el empleo que hace
Tucídides de este arte, es el mejor imaginable. La verdadera historia
sería imposible sin esta facultad del historiador de colocarse
alternativamente en puntos de vista distintos y aun opuestos. Solo
participando por breves momentos de las ideas de sus adversarios puede
comprender y hacer comprender la razón de ellas y lo que de fundado
tienen, porque no se concibe una opinión que haya ejercido influencia
histórica sin algún fundamento.

Tucídides considera la religión, la mitología y la poesía elementos
extraños a la historia, y prescinde sistemáticamente de ellos, no
relacionando en caso alguno las cosas divinas con los sucesos humanos.

En cuanto al estilo, une la elocuencia sustancial y rica en ideas de
Pericles al lenguaje severo y casi arcaico de la retórica de Antifón.
Como los demás grandes escritores de su época, emplea las palabras en
el sentido más exacto y preciso para la expresión de las ideas. El
carácter serio y taciturno del historiador se refleja en sus escritos,
ofreciendo a sus lectores más ideas que palabras, hasta el punto
de ser a veces oscuro por avaricia de laconismo. Es, de todos los
historiadores de la antigüedad, el que merece más serio estudio en los
pueblos donde todos los ciudadanos pueden intervenir en el gobierno.
Decía un ilustrado miembro del Parlamento inglés que apenas podría
discutirse asunto alguno en las Cámaras sobre el cual no se encontraran
datos luminosos en esta Historia.

Es mejor historiador de consulta para los hombres políticos que el
mismo Tácito, porque presenta los actos políticos de unas naciones con
otras, y Tácito no puede pintar más que los del soberano respecto de
los cortesanos, y los de estos entre sí o con relación al César. Objeto
de constante estudio del emperador Carlos V, llevaba este la obra de
Tucídides hasta en sus campañas, como Alejandro el poema de Homero.

Fácil fue que la _Historia de la guerra del Peloponeso_ desapareciera
hasta para los griegos casi contemporáneos. Solo había un manuscrito,
que cayó por fortuna en manos de un hombre capaz de apreciar su mérito:
Jenofonte. Historiador también, pero de estilo mucho más sencillo,
suave y elegante, pudo temer la rivalidad del enérgico Tucídides, y en
su mano estuvo condenarle a eterno olvido; pero el alma de Jenofonte
era incapaz de una bajeza. Se enalteció publicando una obra maestra que
no podía igualar, y contentándose con ser modestamente su continuador.




GUERRA DEL PELOPONESO.

LIBRO I.


SUMARIO.

I. Refiere Tucídides que la guerra cuya historia va a narrar es la
mayor de cuantas los griegos tuvieron dentro y fuera de su patria, y
cuenta el origen y progreso de Grecia y las guerras que antes tuvo.
-- II. Causas y origen de la guerra entre corintios y corcirenses.
Vencidos los primeros por mar, rehácense para continuar la guerra, y
ambos beligerantes envían embajadores a los atenienses solicitando su
alianza. -- III. Discurso de los embajadores corcirenses al Senado
de Atenas para pedirle ayuda y socorro. -- IV. Discurso y respuesta
de los corintios al de los corcirenses, pidiendo al Senado de Atenas
que prefiera su amistad y alianza a la de los de Corcira. -- V. Los
atenienses se alían a los corcirenses, enviándoles socorro. Batalla
naval de dudoso éxito entre corintios y corcirenses. -- VI. Querellas
entre atenienses y corintios, por cuya causa se reunieron todos los
peloponesios en Lacedemonia para tratar de la guerra contra los
atenienses. -- VII. Discurso y proposición de los corintios contra los
atenienses en el Senado de los lacedemonios. -- VIII. Discurso de los
embajadores atenienses en el Senado de los lacedemonios, defendiendo
su causa. -- IX. Discurso de Arquidamo, rey de los lacedemonios,
disuadiendo a estos de declarar la guerra a los atenienses. -- X.
Discurso del éforo Estenelaidas, por el cual se determinó la guerra
contra los atenienses. -- XI. De como los atenienses, después de la
guerra con los medos, reedificaron su ciudad, y principió su dominación
en Grecia. -- XII. Guerras que los atenienses tuvieron desde la de con
los medos hasta la presente, así contra los bárbaros como contra los
griegos, acrecentando con ellas su imperio y señorío. -- XIII. Discurso
y proposición de los corintios en el Senado de los lacedemonios, ante
todos los confederados y aliados para persuadirlos de la necesidad
de la guerra contra los atenienses. -- XIV. Acordada la guerra contra
los atenienses por todos los del Peloponeso, envían los lacedemonios
embajadores a Atenas para tratar de algunas cosas. -- XV. Temístocles,
perseguido por atenienses y lacedemonios, se refugia en los dominios de
Artajerjes, y allí vive hasta el fin de sus días. -- XVI. Deliberan los
atenienses sobre si deben aceptar la guerra u obedecer las exigencias
de los lacedemonios. -- XVII. Discurso y opinión de Pericles en el
Senado de Atenas, conforme a la cual se da respuesta a los lacedemonios.




I.

Refiere Tucídides que la guerra cuya historia va a narrar es la mayor
de cuantas los griegos tuvieron dentro y fuera de su patria, y cuenta
el origen y progreso de Grecia y las guerras que antes tuvo.


El ateniense Tucídides escribió la guerra que tuvieron entre sí los
peloponesios y atenienses, comenzando desde el principio de ella, por
creer que fuese la mayor y más digna de ser escrita, que ninguna de
todas las anteriores, pues unos y otros florecían en prosperidad y
tenían todos los recursos necesarios para ella; y también porque todos
los otros pueblos de Grecia se levantaron en favor y ayuda de la una o
la otra parte, unos desde el principio de la guerra, y otros después.
Fue este movimiento de guerra muy grande, no solamente de todos los
griegos, sino también en parte de los bárbaros[1] y extraños de todas
naciones. Porque de las guerras anteriores, especialmente de las más
antiguas, es imposible saber lo cierto y verdadero, por el largo tiempo
transcurrido, y a lo que yo he podido alcanzar por varias conjeturas,
no las tengo por muy grandes, ni por los hechos de guerra, ni en cuanto
a las otras cosas.

Porque según parece, la que ahora se llama Grecia no fue en otro tiempo
muy sosegada y pacífica en su habitación, antes los naturales de ella
se mudaban a menudo de una parte a otra, y dejaban fácilmente sus
tierras compelidos y forzados por otros que eran o podían más yendo a
vivir a otras. Y así, no comerciando, ni juntándose para contratar sin
gran temor por tierra ni por mar, cada uno labraba aquel espacio de
tierra que le bastaba para vivir. No teniendo dinero, ni plantando, ni
cultivando la tierra por la incertidumbre de poderla defender si alguno
por fuerza se la quisiese quitar; mayormente no estando fortalecida
de muros, y pensando que en cualquier lugar podían encontrar el
mantenimiento necesario de cada día, importábales poco cambiar de
domicilio.

Además, no siendo poderosos ni en número de ciudades pobladas[2], ni en
otros aprestos de guerra, lo más y mejor de toda aquella tierra tenía
siempre tales mudanzas de habitantes y moradores como sucedía en la que
ahora se llama Tesalia y Beocia y mucha parte del Peloponeso, excepto
la Arcadia, y otra cualquiera región más favorecida. Y aunque la bondad
y fertilidad de la tierra era causa de acrecentar las fuerzas y poder
de algunos, empero por las sediciones y alborotos que había entre ellos
se destruían, y estaban más a mano de ser acometidos y sujetados de los
extraños. Así que la más habitada fue siempre la tierra de Atenas, que
por ser estéril y ruin estaba más pacífica y sin alborotos. Y no es
pequeño indicio de lo que digo, que por la venida de otros moradores
extranjeros ha sido esta región más aumentada y poblada que las
otras, pues vemos que los más poderosos que salían de otras partes de
Grecia, o por guerra, o por alborotos se acogían a los atenienses, así
como a lugar firme y seguro, y convertidos en ciudadanos de Atenas,
desde tiempo antiguo hicieron la ciudad mayor con la multitud de los
moradores que allí acudieron. De manera que no siendo bastante ni capaz
la tierra de Atenas para la habitación de todos, forzadamente hubieron
de pasar algunos a Jonia y hacer nuevas colonias y poblaciones.

Manifiéstase bien la flaqueza y poco poder que entonces tenían los
griegos, en que antes de la guerra de Troya, no había hecho Grecia
hazaña alguna en común, ni tampoco me parece que toda ella tenía este
nombre de Grecia, sino alguna parte, hasta que vino Heleno, hijo de
Deucalión; ni aun algún tiempo después tenían este nombre, sino cada
gente el suyo: poniéndose el mayor número el nombre de pelasgos. Mas
después que Heleno y sus hijos se apoderaron de la región de Ftiótide,
y por su interés llevaron aquellas gentes a poblar otras ciudades,
cada cual de estas parcialidades, por la comunicación de la lengua, se
llamaron helenos, que quiere decir griegos, nombre que no pudo durar
largo tiempo, según muestra por conjeturas el poeta Homero que vivió
muchos años después de la guerra de Troya, y que no llama a todos en
general Helenos o griegos, sino a las gentes que vinieron en compañía
de Aquiles desde aquella provincia de Ftiótide, que fueron los primeros
helenos, y en sus versos los nombra dánaos, argivos y aqueos. No
por eso los llamó bárbaros, pues entonces, a mi parecer, no tenían
todos nombre de bárbaros. En conclusión, todos aquellos que eran como
griegos, y se comunicaban entre sí, fueron después llamados con un
mismo apellido. Y antes de la guerra de Troya por sus pocas fuerzas, y
por no haberse juntado en contratación ni comunicación unos con otros
no hicieron cosa alguna en común, salvo unirse para esta guerra, porque
ya tenían de largo tiempo la costumbre de navegar.

Minos, el más antiguo de todos aquellos que hemos oído, construyó
armada con la que se apoderó de la mayor parte del mar de Grecia que
ahora es, señoreó las islas llamadas Cícladas, y fue el que primero
las hizo habitar, fundando en ellas muchas poblaciones, expulsando
a los carios, y nombrando príncipes y señores de ellas a sus hijos,
a quienes las dejó después de su muerte. Además limpió la mar de
corsarios y ladrones, para adquirir él solo las rentas y provechos del
comercio.

Los griegos antiguos que moraban en la tierra firme cercana al mar, y
los que tenían islas, después que comenzaron a comunicarse a menudo con
navíos, se volvieron corsarios, eligiendo entre ellos por capitanes
a los más poderosos; y por causa de la ganancia o siendo pobres, por
necesidad de mantenerse, asaltaban ciudades no cercadas y robaban a
los que vivían en los lugares, pasando así la mayor parte de la vida,
sin tener por vergonzoso este ejercicio, antes por honroso. Declaran
aun ahora algunos de aquellos que viven cercanos a la mar, que tienen
por honra hacer esto; y también los poetas antiguos, en los cuales se
hallan escritas las frases de aquellos que navegando y encontrándose
por la mar, se preguntaban si eran ladrones, sin ofenderse de ello los
preguntados, ni tener por afrenta este nombre. Y aun ahora en tierra
firme se usa robarse unos a otros, y también en mucha parte de Grecia
se guarda esta costumbre, como entre los locros ozolos, etolios y
acarnanios.

De aquella antigua costumbre de robar y saltear, quedó la de usar
armas, porque todos los de Grecia las llevan, a causa de tener las
moradas no fortalecidas, y los caminos inseguros. Acostumbran pues
a vivir armados, como los bárbaros; y esta costumbre que se guarda
en toda Grecia es señal de que en otro tiempo vivían todos así. Los
atenienses fueron los primeros que dejaron las armas, y esta manera de
vivir disoluta, adoptando otra más política y civil. Los más ancianos,
es decir, los más ricos, tenían manera de vivir delicada, y no ha mucho
tiempo que dejaron de usar vestidos de lienzos y zarcillos de oro,
y joyas en los cabellos trenzados y revueltos a la cabeza. Los más
antiguos jonios, por el trato que tenían con los atenienses, usaron
por lo general este atavío. Mas los lacedemonios fueron los primeros
de todos, hasta las costumbres de ahora, en usar vestido llano y
moderado, y aunque en las otras cosas posean unos más que otros y sean
más ricos, en la manera de vivir son iguales, y andan todos vestidos
de una misma suerte, así el mayor como el menor. Y fueron los primeros
que por luchar se desnudaron los cuerpos, despojándose en público,
y que se untaron con aceite antes de ejercitarse, pues antiguamente
en los juegos y contiendas que se hacían en el monte Olimpo, donde
contendían los atletas y luchadores, tenían con paños menores cubiertas
sus vergüenzas y no ha mucho que dejaron esta costumbre, que dura aún
entre los bárbaros: los cuales ahora, mayormente los asiáticos se ponen
estos paños menores o cinturones por premio de la contienda, y así
cubiertos con ellos hacen estos ejercicios, de otra suerte no se les da
el premio. En otras muchas costumbres se podría mostrar que los griegos
antiguos vivieron como ahora los bárbaros.

Para venir a nuestro propósito las ciudades que a la postre se han
poblado, y que son más frecuentadas, sobre todo las que tienen mayor
suma de dinero, se edificaron a orilla del mar, y en el Istmo, que es
un estrecho de tierra entre dos mares, por causa de poder tratar más
seguramente, y tener más fuerzas y defensas contra los comarcanos.
Mas las antiguas ciudades, por miedo de los corsarios están situadas
muy lejos de la mar, en las islas, y en la tierra firme, porque todos
los que vivían en la costa se robaban unos a otros, y aun ahora están
despobladas las villas y lugares marítimos.

No eran menos corsarios los de las islas, conviene a saber, los carios
y fenicios, porque estos habitaban muchas de ellas. Buena prueba es que
cuando en la guerra presente los atenienses purgaron por sacrificios la
isla de Delos, quitando las sepulturas que allí estaban, viose que más
de la mitad eran de carios bien conocidos en el atavío de las armas,
compuesto de la manera que ahora se sepultan. Pero cuando el rey Minos
dominó la mar, pudieron mejor navegar unos y otros: y echados los
corsarios y ladrones de las islas, pobló muchas de ellas. Los hombres
que moraban cerca de la mar, comerciando, vivían más seguramente:
y entre ellos algunos más enriquecidos que los otros cercaron las
ciudades de muros: los menores deseando ganar, servían de su grado a
los mayores, y los más poderosos que tenían hacienda sujetaron a los
menores.

De esta manera yendo cada día más y más creciendo en fuerzas y poder,
andando el tiempo fueron con ejército sobre Troya. Me parece que
Agamenón era el más poderoso entonces de todos los griegos. Y no
solamente llevó consigo los que demandaban a Helena por mujer que
estaban obligados por juramento a Tindáreo, padre de Helena para
ayudarle, sino que juntó también gran armada de otras gentes. Y dicen
aquellos que tienen más verdadera noticia de sus mayores de los hechos
de los peloponesios, que Pélope, el primero de todos, con la gran suma
de dinero que trajo cuando vino de Asia, alcanzó poder y fuerzas, ganó,
a pesar de ser extranjero, la voluntad de los hombres de la tierra, que
eran pobres y menesterosos, y por esto la tierra se llamó de su nombre
Peloponeso. Muerto Euristeo los descendientes de Pélope adquirieron
mayor señorío. Euristeo, murió en Ática por mano de los Heráclidas,
descendientes de Hércules. Había encomendado a su tío Atreo, hermano
de su madre, la ciudad de Micenas y todo su reino cuando iba huyendo
de su padre, por la muerte de Crisipo, y como no volviese más, porque
fue muerto en la guerra, los de Micenas, por miedo a los Heráclidas,
pareciéndoles muy poderoso Atreo, y que era acatado de muchos de ellos,
y de todos los súbditos de Euristeo le eligieron por señor, y quisieron
que tomase el reino. De esta suerte fueron más numerosos los pelópidas,
es decir, los descendientes de Pélope que los perseidas, es a saber
los descendientes de Perseo, que antes había dominado aquella tierra.
Después que por sucesión de Atreo tomó Agamenón el reino, a mi parecer
porque era más poderoso por la mar que ninguno de los otros, reunió
ejército de muchos hombres, atraídos más por miedo que por voluntad.
Parece que llegó a Troya con más naves que ninguno de los otros
príncipes, pues que de ellas dio a los arcadios, como declara Homero,
y si es bastante su testimonio, hablando de Agamenón, dice que cuando
se le dio el cetro y mando real, dominaba muchas islas, y toda Argos;
islas que fuera de las cercanas, que no eran muchas, ninguno pudiera
dominar desde tierra firme, si no tuviera gran armada. De este ejército
que llevó se puede conjeturar cuáles fueron los anteriores.

De que la ciudad de Micenas era muy pequeña, o si entonces fue muy
grande, ahora no parece serlo, no es dato para no creer que fue tan
grande la armada que vino a Troya, cuanto los poetas escriben, y se
dice por fama; porque si se desolase la ciudad de Lacedemonia, que
no quedase sino los templos, y solares de las casas públicas, creo
que por curso de tiempo no creería el que la viese en que había sido
tan grande como lo es al presente. Y aunque en el Peloponeso de cinco
partes tienen las dos de término los lacedemonios[3], y todo el señorío
y mando dentro y fuera de muchas otras ciudades de los aliados y
compañeros, si la ciudad no fuese poblada y llena de muchos templos y
edificios públicos suntuosos (como ahora está) y fuese habitada por
lugares y aldeas a la manera antigua de Grecia, manifiesto está que
parecería mucho menor. Si a los atenienses les sucediera lo mismo,
que desamparasen la ciudad, parecería esta haber sido doble mayor de
lo que ahora es, solo al ver la ciudad y el gran sitio que ocupa.
Conviene, pues, que no demos fe del todo a lo que dicen los poetas de
la extensión de Troya, ni cumple que consideremos más la extensión de
las ciudades, que sus fuerzas y poder. Por lo mismo debemos pensar que
aquel ejército fue mayor que los pasados, pero menor que los de ahora,
aunque demos crédito a la poesía de Homero; al cual le era conveniente,
como poeta, engrandecer, y adornar la cosa más de lo que parecía. Por
darle más lustre, hizo la armada de mil y doscientas naves, y cada nave
de las de los beocios de ciento veinte hombres, y de las de Filoctetes
de cincuenta, entre grandes y pequeñas a mi parecer; del tamaño de las
otras, no hace mención en la lista de las naves. Declara, pues, ser
combatientes y remadores todos los de las naves de Filoctetes, porque
a todos los llama flecheros y remadores. Y es de creer que yendo los
reyes y príncipes en los barcos y también todo el equipo del ejército
cabría poca gente más que los marineros, con mayor motivo navegando
no con navíos cubiertos, como son los de ahora, sino a la costumbre
antigua, equipados a manera de cosarios. Tomando, pues, el término
medio entre las grandes naves y las pequeñas, parece que no fueron
tantos hombres como podían ser enviados de toda Grecia: lo cual fue
antes por falta de dinero que de hombres, porque por falta de víveres
llevaron solo la gente que pensaban se podría sustentar allí mientras
la guerra durase.

Llegados a tierra, claro está que vencieron por combate, porque solo
así pudieron hacer un campamento amurallado, y parece que no usaron
aquí en el cerco de todas sus fuerzas, sino que en Quersoneso se dieron
a la labranza de la tierra, y algunos a robar por la mar por falta de
provisiones. Estando, pues, así dispersos, los troyanos les resistieron
diez años, siendo iguales en fuerzas a los que habían quedado en
el cerco. Porque si todos los que vinieron sobre Troya tuvieran
víveres y juntos, sin dedicarse a la agricultura ni a robar, hicieran
continuamente la guerra, fácilmente vencieran, y la tomaran por combate
con menor trabajo y en menos tiempo; lo cual no hicieron por no estar
todos en el cerco y estar esparcidos, y pelear solamente una parte de
ellos. En conclusión, es de creer que por falta de dinero fueron poco
numerosos los ejércitos en las guerras que hubo antes de la de Troya.

Y la guerra de Troya, que fue más nombrada que las que antes habían
ocurrido, parece por las obras que fue menor que su fama, y de lo que
ahora escriben de ella los poetas. Porque aun después de la guerra de
Troya, los griegos fueron expulsados de su tierra, y pasaron a morar a
otras partes, de manera que no tuvieron sosiego para crecer en fuerzas
y aumentarse. Lo cual sucedió porque a la vuelta de Troya, después
de tanto tiempo, hallaron muchas cosas trocadas y nuevas, y muchas
sediciones y alborotos en la mayor parte de la tierra; y así los que de
allí salieron, poblaron y edificaron otras ciudades. Los que ahora son
beocios, siendo echados de Arne por los tesalios, sesenta años después
de la toma de Troya, habitaron la tierra que ahora se llama Beocia, y
antes se llamaba Cadmea; en la cual había primero habitado alguna parte
de ellos, y desde allí partieron al cerco de Troya con ejército. Los
dorios poseyeron el Peloponeso con los Heráclidas ochenta años después
de la destrucción de Troya.

Mucho tiempo después, estando ya Grecia pacífica y asegurada con los
descendientes de Hércules, comenzaron a enviar gentes fuera de ella
para poblar otras tierras. Entre las cuales los atenienses poblaron
la Jonia y muchas de las islas, y los peloponesios, la mayor parte de
Sicilia y de Italia, y otras ciudades de Grecia. Todo esto fue poblado
y edificado después de la guerra de Troya.

Haciéndose de día en día Grecia más poderosa y rica, se levantaron
nuevas tiranías[4] en las ciudades a medida que iban creciendo las
rentas de ellas. Antes los reinos se heredaban por sucesión[5], y
tenían su mando y señorío limitado. Los griegos entonces se dedicaban
más a navegar que a otra cosa, y todos cruzaban la mar con naves
pequeñas, no conociendo aún el uso de las grandes. Dicen que los
corintios fueron los primeros que inventaron los barcos de nueva
forma, y que en Corinto, antes que en ninguna otra parte de Grecia,
se hicieron trirremes. Sé que el corintio Aminocles, maestro de hacer
naves, hizo cuatro a los samios, cerca de trescientos años antes del
fin de esta guerra que escribimos para lo cual Aminocles vino a Samos.

La más antigua guerra que sepamos haberse hecho por mar, fue entre los
corintios y los corcirenses, hará a lo más doscientos y sesenta años.

Como los corintios tenían su ciudad situada sobre el Istmo, que es un
estrecho entre dos mares, era continuamente emporio, es a saber: lugar
de feria o comercio de los griegos que en aquel tiempo más trataban por
tierra que por mar, y por esta causa, por acudir allí los de dentro del
Peloponeso y los de fuera para la contratación, eran los corintios muy
ricos como lo significan los antiguos poetas que llaman a Corinto por
sobrenombre _la rica_. Después que los griegos usaron más la navegación
y comercio, y echaron a los corsarios, haciéndola feria de tierra y
mar, enriquecieron más la ciudad, aumentando sus rentas.

Mucho después los jonios se dieron a la navegación en tiempo de Ciro,
primer rey de los persas, y de Cambises, su hijo, y peleando con
Ciro sobre la mar, tuvieron algún tiempo el señorío de ella. También
Polícrates, tirano en tiempo de Cambises, fue tan poderoso por mar, que
conquistó muchas islas, y entre ellas tomó a Renea, la cual consagró
y dio al dios Apolo, que estaba en el templo de la isla de Delos.
Después de esto los focenses, que poblaron a Marsella, vencieron a
los cartagineses por mar[6]. Estas guerras marítimas fueron las más
grandes hasta entonces, y poco después de la guerra de Troya usaban
trirremes pequeños de cincuenta remos, y también algunas naves largas.

Poco antes de la guerra de los medos y de la muerte de Darío, que
reinó después de Cambises en Persia, hubo muchos trirremes, así en
Sicilia entre los tiranos, como entre los corcirenses, porque estas
parece que fueron las últimas guerras por mar en toda Grecia dignas de
escribirse, antes que entrase en ella con ejércitos el rey Jerjes. Los
eginetas y atenienses y algunos otros tenían pocas naves, y estas por
la mayor parte de cincuenta remos. Entonces Temístocles persuadió a los
atenienses, que tenían guerra con los eginetas, y esperaban la venida
de los bárbaros, que hiciesen naves grandes, las cuales aún no eran
cubiertas del todo, y con estas pelearon. Tales fueron las fuerzas de
mar de los griegos, así en tiempos antiguos como en los cercanos, y los
sucesos de su guerra por mar. Los que se unieron a ellos adquirieron
gran poder, renta y señorío de las otras gentes; porque navegando con
armada sojuzgaron muchos lugares, mayormente aquellos que tenían tierra
no suficiente, es decir, estéril y no abastecida y falta de las cosas
necesarias.

Por tierra ninguna guerra fue de gran importancia, porque todas las que
se hicieron eran contra comarcanos y vecinos; y los griegos no salían
a hacer guerra a lugares extraños lejos de su casa para sojuzgar a
los otros. Ni los súbditos se levantaban contra las grandes ciudades,
ni estas de común acuerdo formaban ejércitos, porque casi siempre
discordaban las unas de las otras, y así cercanas peleaban entre sí
sobre todo hasta la guerra antigua de los calcídeos y eretrieos, en la
que lo restante de Grecia se dividió para ayudar a unos o a otros.

Luego sobrevinieron por varias partes impedimentos y estorbos para que
no se aumentasen sus fuerzas y su poder. Porque contra los jonios,
cuando sus cosas iban procediendo de bien en mejor, se levantó Ciro
con todo el poder de Persia, el cual, después que hubo vencido y
desbaratado al rey Creso, ganó por fuerza de armas toda la tierra
que hay desde el río Halis hasta la mar, y puso debajo de su mando y
servidumbre todas las ciudades que aquí estaban en tierra firme.

Respecto a las otras ciudades de Grecia, los tiranos que las mandaban
no tenían en cuenta sino guardar sus personas, conservar su autoridad,
aumentar sus bienes y enriquecerse, y, atento a estas cosas, ninguno
salía de sus ciudades para ir lejos a conquistar nuevos señoríos.
Por esto no se lee que hiciesen cosa digna de memoria, sino solo
que tuvieron algunas pequeñas guerras entre sí, de vecino a vecino,
excepto aquellos griegos que ocuparon a Sicilia, los cuales fueron muy
poderosos. De manera que por esta vía Grecia estuvo mucho tiempo sin
hacer cosa memorable en común y a nombre de todos, ni tampoco podía
hacerlo cada ciudad de por sí.

Pasado este tiempo, ocurrió que los tiranos fueron expulsados y
lanzados de Atenas y de todas las otras ciudades de Grecia por los
lacedemonios, excepto aquellos que mandaban en Sicilia, porque la
ciudad de Lacedemonia, después que fue aumentada y enriquecida por
los dorios, que al presente la habitan, aunque estuvo mucho tiempo
intranquila con sediciones y discordias civiles según hemos oído,
siempre vivió y se conservó en sus buenas leyes y costumbres, y se
preservó de tiranía y mantuvo su libertad. Porque según tenemos por
cierto, por más de cuatrocientos años, hasta el fin de esta guerra que
escribimos, los lacedemonios siempre tuvieron la misma manera de vivir
y gobernar su república que al presente tienen, y por esta causa la
pueden también dar a las otras ciudades.

Poco tiempo después que los tiranos fueron echados de Grecia, los
atenienses guerrearon con los medos, y al fin los vencieron en los
campos de Maratón. Diez años pasados vino el rey Jerjes de Persia con
grandes huestes, y el propósito de conquistar toda Grecia: y para
resistir a tan grande poder como traía, los lacedemonios, por ser los
más poderosos, fueron nombrados caudillos de los griegos para esta
guerra. Los atenienses al saber la venida de los bárbaros, determinaron
abandonar su ciudad y meterse en la mar, en la armada que ellos habían
aparejado para este fin, y de esta manera llegaron a ser muy diestros
en las cosas de mar. Poco tiempo después, todos a una y de común
acuerdo, echaron a los bárbaros de Grecia. Los griegos que se habían
rebelado contra el rey de Persia y los que se unieron para resistirle,
se dividieron en dos bandos y parcialidades, los unos favoreciendo la
parte de los lacedemonios, y los otros siguiendo el partido de los
atenienses: porque estas dos ciudades eran las más poderosas de Grecia:
Lacedemonia por tierra y Atenas por mar. De manera que muy poco tiempo
estuvieron en paz y amistad, haciendo la guerra de consuno contra los
bárbaros, porque empezó en seguida la guerra entre estas dos ciudades
poderosas, y sus aliados y amigos. Y no hubo nación de griegos en
ninguna parte del mundo que no siguiese un partido u otro, de manera,
que desde la guerra de los medos hasta esta, de que escribimos al
presente, siempre tuvieron guerra o treguas estas ciudades, una contra
otra, o contra sus súbditos que se rebelaban. Con el largo uso se
ejercitaron en gran manera en las armas, y se abastecieron y proveyeron
de todas las cosas necesarias para pelear.

Tenían estas dos ciudades diversa manera de gobernar sus súbditos
y aliados, porque los lacedemonios no hacían tributarios a sus
confederados, solamente querían que se gobernasen como ellos, por sus
leyes y estatutos, y a su costumbre, es decir, por cierto número de
buenos ciudadanos, cuya gobernación llaman oligarquía, y significa
mando de pocos. Mas los atenienses, poco a poco, quitaron a sus
súbditos y aliados todas las naves que tenían, y después les impusieron
un tributo, excepto a los habitantes de Quíos y de Lesbos. Con tales
recursos hicieron una armada la más numerosa y fuerte que jamás pudo
reunir todos los griegos juntos desde el tiempo que hacían la guerra
coligados.

Tales fueron las cosas antiguas de Grecia, según he podido descubrir;
y será muy difícil creer al que quisiere explicarlas con detalles más
minuciosos, porque aquellos que oyen hablar de las cosas pasadas,
principalmente siendo de las de su misma tierra, y de sus antepasados,
pasan por lo que dice la fama sin curar de examinar la verdad. Así
vemos que los atenienses creen, y dicen comúnmente que el tirano
Hiparco fue muerto a manos de Harmodio y Aristogitón por causa de su
tiranía: no considerando que cuando aquel fue muerto reinaba en Atenas
Hipias, hijo mayor de Pisístrato, cuyos hermanos eran Hiparco y Téfalo:
y que un día Harmodio y Aristogitón, que habían determinado matar a
todos tres, pensando que la cosa fuera descubierta a Hipias por alguno
de sus cómplices, no osaron ejecutar su empresa, sino hacer algo digno
de memoria antes de ser presos, y hallando a Hiparco ocupado en los
sacrificios que hacía en el templo de Leocorión, le mataron.

De igual manera hay otras muchas cosas de que existe memoria, en las
cuales hallamos que los griegos tienen falsa opinión y las consideran y
ponen muy de otro modo que pasaron. Piensan, por ejemplo, de los reyes
de Lacedemonia, que cada uno de ellos echaba dos piedras, y no una
sola, en el cántaro, que quiere decir que tiene dos votos en lugar de
uno, y que hay en su tierra, una legión de pitinates que nunca hubo.
Tan perezosas y negligentes son muchas personas para inquirir la verdad
de las cosas[7].

Mas el que quisiere examinar las conjeturas que yo he traído, en lo que
arriba he dicho, no podrá errar por modo alguno. No dará crédito del
todo a los poetas que, por sus ficciones, hacen las cosas más grandes
de lo que son, ni a los historiadores que mezclan las poesías en sus
historias, y procuran antes decir cosas deleitables y apacibles a los
oídos del que escucha que verdaderas[8]. De aquí que la mayor parte
de lo que cuentan en sus historias, por no estribar en argumentos e
indicios verdaderos, andando el tiempo viene a ser tenido y reputado
por fabuloso e incierto. Lo que arriba he dicho, está tan averiguado y
con tan buenos indicios y argumentos, que se tendrá por verdadero.

Y aunque los hombres juzguen siempre la guerra que tienen entre manos
por muy grande, y después de acabada tengan en más admiración las
pasadas, parecerá empero claramente a los que quisieren mirar bien en
las unas y en las otras por sus obras y hechos que esta fue y ha sido
mayor que ninguna de las otras.

Y porque me sería cosa muy difícil relatar aquí todos los dichos y
consejos, determinaciones, conclusiones y pareceres de todos los que
hablan de esta guerra, así en general como en particular, así antes
de comenzada, como después de acabada, no solamente de lo que yo he
entendido de otros que lo oyeron, pero también de aquello que yo mismo
oí, dejo de escribir algunos. Pero los que relato son exactos, si no en
las palabras, en el sentido, conforme a lo que he sabido de personas
dignas de fe y de crédito, que se hallaron presentes, y decían cosas
más consonantes a verdad, según la común opinión de todos.

Mas en cuanto a las cosas que se hicieron durante la guerra, no
he querido escribir lo que oí decir a todos, aunque me pareciese
verdadero, sino solamente lo que yo vi por mis ojos, y supe y entendí
por cierto de personas dignas de fe, que tenían verdadera noticia y
conocimiento de ellas. Aunque también en esto, no sin mucho trabajo, se
puede hallar la verdad. _Porque los mismos que están presentes a los
hechos, hablan de diversa manera, cada cual según su particular afición
o según se acuerda._ Y porque yo no diré cosas fabulosas, mi historia
no será muy deleitable ni apacible de ser oída y leída. Mas aquellos
que quisieren saber la verdad de las cosas pasadas y por ellas juzgar y
saber otras tales y semejantes que podrán suceder en adelante, hallarán
útil y provechosa mi historia; porque mi intención no es componer
farsa o comedia que dé placer por un rato[9], sino una historia
provechosa que dure para siempre.

Muéstrase claramente que esta guerra ha sido más grande que la que
tuvieron los griegos contra los medos; porque aquella se acabó y
feneció en dos batallas que se dieron por mar y otras dos por tierra,
y esta, de que al presente escribo, duró por mucho tiempo, viniendo
a causa de ella tantos males y daños a toda Grecia, cuantos
nunca jamás se vieron en otro tanto tiempo, contando todos los que
acontecieron así por causa de los bárbaros, como entre los mismos
griegos, así de ciudades y villas, unas destruidas, otras conquistadas
de nuevo y otras pobladas de extraños moradores, despobladas de los
propios, como de los muchos que huyeron o murieron o fueron desterrados
por causa de guerra, o por sediciones y bandos civiles. También hay
otros indicios verdaderos por donde se puede juzgar haber sido esta
guerra mayor que ninguna de las otras pasadas, de que al presente dura
la fama y memoria: que son los prodigios y agüeros que se vieron, y
tantos y tan grandes terremotos en muchos lugares de Grecia, eclipses y
oscurecimientos del sol más a menudo que en ningún otro tiempo, calores
excesivos, de donde se siguió grande hambre y tan mortífera epidemia
que quitó la vida a millares de personas.

Todos los cuales males vinieron acompañados con esta guerra de que
hablo, de la cual fueron causantes los atenienses y peloponesios, por
haber roto la paz y treguas que tenían hechas por espacio de treinta
años después de la toma de Eubea[10]. Y para que en ningún tiempo sea
menester preguntar la causa de ello, pondré primero la ocasión que hubo
para romper las treguas, y los motivos y diferencias por que se comenzó
tan grande guerra entre los griegos, aunque tengo para mí que la causa
más principal y más verdadera, aunque no se dice de palabra, fue el
temor que los lacedemonios tuvieron de los atenienses, viéndolos tan
pujantes y poderosos en tan breve tiempo. Las causas, pues, y razones
que públicamente se daban de una parte y de otra, para que se hubiesen
roto las treguas y empezado la guerra, fueron las siguientes:




II.

Causas y origen de la guerra entre corintios y corcirenses. Vencidos
los primeros por mar, rehácense para continuar la guerra y ambos
beligerantes envían embajadores a los atenienses, solicitando su
alianza.


Epidamno es una ciudad que está asentada a la mano derecha de los
que navegan hacia el seno del mar jonio, y junto a ella habitan los
taulantios, bárbaros de Iliria. A la cual se pasaron a vivir los
corcirenses pobladores llevados por Falio, hijo de Eratóclides, natural
de Corinto, y descendiente de Hércules, el cual, según ley antigua,
había sido enviado de la ciudad metrópoli y principal para caudillo
de los nuevos pobladores corcirenses, a quienes no era lícito salir a
poblar otra región sin licencia de los corintios, sus principales y
metropolitanos[11]. Vinieron también a poblar esta ciudad juntamente
con los corcirenses, algunos de los mismos corintios, y otros de la
nación de los dorios. Andando el tiempo llegó a ser muy grande la
ciudad de los epidamnios y muy poblada; pero como hubiese entre ellos
muchas disensiones y discordias, según cuentan, por cierta guerra que
tuvieron con los bárbaros comarcanos, cayeron del estado y poder que
gozaban. Finalmente, en la postrera discordia el pueblo expulsó de la
ciudad a los más principales, que huyeron y se acogieron a los bárbaros
comarcanos, de donde venían a robar y hacer mal a la ciudad por mar
y por tierra. Los epidamnios, viéndose tan apretados por aquellos,
enviaron sus mensajeros y embajadores a los de Corcira como a su
ciudad metrópoli, rogándoles que no los dejasen perecer, sino que los
reconciliasen con los que habían huido, y apaciguasen aquella guerra
de los bárbaros. Y los embajadores, sentados en el templo de la diosa
Juno, les suplicaron esto[12]. Mas los de Corcira no quisieron admitir
sus ruegos, y les despidieron sin concederles nada.

Los epidamnios al saber que los de Corcira no les querían hacer
ningún favor, dudando qué harían por entonces, enviaron a Delfos
para consultar al oráculo si sería bien que diesen su ciudad a los
corintios, como a sus principales pobladores, y pedirles algún
socorro. El oráculo les respondió que se la entregasen y los hiciesen
sus caudillos para la guerra. Fueron los epidamnios a Corinto por
el consejo del oráculo, les dieron su ciudad, contándoles, entre
otras cosas, cómo el poblador de ella había sido natural de Corinto;
declarándoles lo que el oráculo había respondido, y rogándoles que no
los dejasen ser destruidos, sino que los amparasen y vengasen. Los
corintios, por ser cosa justa, tomaron a su cargo la venganza, pensando
que tan de ellos era aquella colonia como de los corcirenses, y también
por el odio y malquerencia que tenían a los corcirenses que no se
cuidaban de los corintios, siendo sus pobladores; pues en las fiestas
y solemnidades públicas no les daban las honras debidas, ni señalaban
varón de Corinto que presidiese en los sacrificios[13], como las otras
colonias. Además, porque los menospreciaban los corcirenses a causa
de la gran riqueza que tenían; pues entonces eran los más ricos entre
todas las ciudades de Grecia y más poderosos para la guerra, confiando
en sus grandes fuerzas navales, y en la fama que tenían cobrada ya
los feacios, sus antecesores, que primero habitaron a Corcira, de ser
diestros en el arte de navegar. Y esta gloria les impulsaba a tener
siempre dispuesta una armada muy pujante, contando 120 trirremes cuando
comenzaron la guerra.

Teniendo todas las quejas arriba dichas, los corintios de los
corcirenses, determinaron dar de buena gana socorro a los epidamnios,
y además de la fuerza de socorro, enviaron por guarnición la gente
de los ambraciotes y leucadios, mandando que todos los que quisiesen
pudieran ir a vivir a Epidamno. Por tierra fueron a Apolonia, pueblo de
los corintios, por miedo de que los corcirenses les cortasen el paso
por mar. Cuando estos supieron los moradores y gente de guarnición que
iban a la ciudad de Epidamno, y que se había dado población allí a los
corintios, tuvieron gran pesar, y apresuradamente navegaron para allá
con veinticinco naves, y poco después con lo restante de la armada,
mandando por su autoridad que los desterrados que habían sido lanzados
primero, fuesen recibidos en la ciudad. Porque, según parece, los que
estaban desterrados de Epidamno, cuando supieron que los corintios
enviaban gente a poblarla, acudieron a los corcirenses mostrándoles
sus sepulturas antiguas, alegando el deudo y parentesco que con ellos
tenían, y rogándoles que hiciesen recibirles en su tierra y lanzasen a
los pobladores y gente de guarnición que habían enviado los corintios.
Mas los epidamnios no los quisieron recibir ni obedecer en nada; antes
sacaron sus huestes contra ellos; por lo cual los corcirenses, con
cuarenta naves, tomando consigo los desterrados como para restituirlos
en su tierra con algunos de los ilirios, asentaron su real delante
de la ciudad, y mandaron pregonar que cualquiera de los epidamnios o
extranjeros que se quisiesen pasar a ellos, fuese salvo, y los que no
quisiesen, fuesen tenidos por enemigos. Mas como los epidamnios no
obedeciesen a esto, los corcirenses, para combatirla, pusieron cerco a
la ciudad, situada en un istmo.

Los corintios, al saber por mensajeros de los de la ciudad de Epidamno,
que estaban cercados, dispusieron su ejército y juntamente mandaron
pregonar que daban población de sus ciudadanos para la ciudad de
Epidamno, que la darían igualmente a todos los que quisiesen ir allá
por entonces; y que los que no quisieran ir, sino después, pagasen
cincuenta dracmas a la ciudad de Corinto y se quedasen, porque así
serían también participantes de los mismos privilegios de pobladores.
Fueron muchos los que navegaron a la sazón, y los que pagaron la
cantidad prefijada. Además de esto, rogaron a los megarenses que
los acompañasen, con sus naves por si acaso los corcirenses les
quisiesen vedar el paso por mar, los cuales les dieron ocho naves bien
aparejadas, y la ciudad de Pale de los cefalenios dio cuatro, y los
de Epidauro, siendo rogados, les dieron cinco; los de Hermíone una, y
los de Trecén dos; los leucadios diez, y los ambraciotes ocho. A los
tebanos y a los fliasios pidieron dineros, y a los eleos solamente
los cascos de las naves y dinero. Y de los mismos corintios fueron
dispuestas treinta naves y tres mil hombres.

Cuando los corcirenses supieron estos aprestos de guerra, vinieron a
Corinto con los embajadores de Lacedemonia y de Sición que tomaron
consigo, y demandaron a los corintios que sacasen la guarnición y los
moradores que habían metido en Epidamno, pues ellos nada tenían que
ver con los epidamnios; y si no lo querían hacer, que nombrasen jueces
en el Peloponeso, en aquellas ciudades que ambas partes eligiesen,
y que la población fuese de aquellos que los jueces determinasen
por sentencia, o que lo remitiesen al oráculo de Apolo, que estaba
en Delfos, y no se permitiese guerrear unos contra otros. De lo
contrario serían forzados a hacerse amigos de aquella parcialidad
que más poderosa fuese, para su bien y provecho. Los corintios les
respondieron que sacasen sus naves y los bárbaros de Epidamno, y que
después consultarían sobre ello, porque no era razón que estando los
unos cercados, los otros quisiesen llevar la cosa por tela de juicio.
Los corcirenses replicaron que si los corintios sacaban primero a los
que habían metido en la ciudad de Epidamno, ellos también lo harían así
y que estaban dispuestos a que se apartaran unos y otros de la tierra,
y ajustar treguas hasta tanto que la cuestión se resolviera en justicia.

Los corintios, no accediendo porque tenían sus naves a punto y
los compañeros de guerra aparejados, enviaron un trompeta a los
corcirenses que les denunciase la guerra: alzaron velas del puerto
con setenta y cinco naves y dos mil hombres de pelea, y navegaron
derechos a Epidamno. Eran capitanes de la armada de mar Aristeo, hijo
de Pélico, Calícrates, hijo de Calias, y Timánor, hijo de Timantes. Y
por tierra, de la gente de infantería, Arquetimo, hijo de Euritimo,
e Isárquidas, hijo de Isarco. Llegados que fueron al cabo de Accio,
tierra de Anactorio, donde está el templo de Apolo, en la boca del
seno de Ambracia, los corcirenses les enviaron un mensaje con un barco
mercante, prohibiéndoles el paso, y entretanto completaron el número
de sus naves y aprestaron jarcias y aparejos para las viejas, de
suerte que pudieran navegar, y poniéndolas todas a punto, esperaban la
respuesta de su mensaje. Mas después que volvió el mensajero y dijo
que no había esperanza de paz, como ya los corcirenses tenían sus
naves aparejadas, que serían en número de ochenta, porque cuarenta de
ellas estaban en el cerco de Epidamno, salieron al encuentro de los
corintios, y poniendo sus naves en orden de batalla, embistieron contra
la armada de los corintios, los desbarataron y vencieron, y destrozaron
quince naves de ella. Acaeció el mismo día que los que estaban cercados
en Epidamno concertaron que los extranjeros y advenedizos fuesen
vendidos por cautivos, y los corintios guardados en prisión hasta saber
la voluntad de los vencedores.

Después de esta victoria naval, los corcirenses pusieron trofeo
en señal de triunfo en el campo de Leucimna, que está en el cabo
de Corcira, y mandando matar a todos los cautivos que prendieron,
solamente guardaron en prisión a los corintios. Acabado esto, los
corintios y sus compañeros de guerra, vencidos en la mar, volvieron
a sus casas; los corcirenses se hicieron dueños de la mar en todas
aquellas comarcas, y navegando para Léucade, colonia de los corintios,
la robaron y destruyeron; y quemaron a Cilene, donde los eleos tenían
sus atarazanas, porque habían socorrido a los corintios con naves y con
dinero. Mucho tiempo después de esta batalla, dominaron los corcirenses
la mar, y navegando hacían todo el mal y daño que podían a los amigos
y aliados de los corintios, hasta que estos, pasado el verano, les
enviaron naves y ejército, de que tenían gran falta, y asentaron su
campo en el cabo de Accio y cerca de Quimerio, en Tesprótide, para
poder mejor guardar a Léucade y a las otras ciudades de los amigos
y compañeros que estaban de su parte. Los corcirenses pusieron su
campamento en Leucimna por mar y por tierra frente del campo de los
enemigos, y así estuvieron quedos, sin hacerse mal los unos a los
otros, todo aquel verano, hasta que, llegado el invierno, volvieron a
sus casas. Todo aquel año, después de la batalla naval, y el siguiente,
los corintios, por la ira y saña que tenían contra los corcirenses,
determinaron renovar la guerra, y mandando rehacer sus naves,
aparejaron una nueva armada, cogiendo hombres de guerra y marineros
a sueldo del Peloponeso, y de otras tierras de Grecia. Sabido esto
por los corcirenses tuvieron gran temor por no estar aliados con
ninguno de los pueblos de Grecia ni inscritos en las confederaciones
de los atenienses ni de los lacedemonios, por lo cual les pareció que
sería bueno ir a Atenas, ofrecer su alianza para la guerra, y tentar
si hallarían allí algún socorro. Al saberlo los corintios, enviaron
también sus embajadores a Atenas para que estorbasen que la armada
de los atenienses se uniera a la de los corcirenses, porque esto les
impediría hacer la guerra con ventaja. Llamados en asamblea unos y
otros expusieron sus razones, y primeramente los corcirenses hablaron
de esta manera:




III.

Discurso de los embajadores corcirenses al Senado de Atenas, para
pedirle ayuda y socorro.


«Justa cosa es, varones atenienses, que los que sin haber hecho algún
gran beneficio ni tenido alianza ni amistad provechosa, acuden a sus
vecinos para pedirles ayuda, como nosotros ahora venimos, primeramente
muestren y den a entender que su demanda es muy útil y provechosa para
aquellos mismos a quien la piden, o a lo menos no dañosa; y tras esto
que tengan siempre que agradecerles la merced que se les hiciere. Y si
ninguna cosa de estas no mostraren, manifiéstase a las claras que no
hay por qué se deban ensañar si no alcanzan lo que desean.

»Creyendo los corcirenses que podían firmemente mostraros y probaros
todo esto, nos enviaron a requerir vuestra amistad y compañía, sin
desconocer que nuestra errónea conducta anterior, viene ahora a ser
tan provechosa para vosotros cuanto para nosotros dañosa: porque no
habiendo querido hasta aquí ser amigos ni compañeros en guerra de
ningún otro pueblo, venimos ahora a rogaros por hallarnos solos y
desamparados en esta guerra contra los corintios. De donde se infiere
que si antes nos parecía prudencia y esfuerzo no querernos exponer a
peligro en compañía de otros, ahora nos parezca imprudencia y flaqueza.
Nosotros solos por mar vencimos la armada de los corintios; mas después
que con mayor copia de gente de guerra, que sacaron del Peloponeso y de
las otras tierras de Grecia, se mueven contra nosotros; viéndonos poco
poderosos para poderles resistir con solas nuestras fuerzas, y el gran
peligro que corremos si nos sometemos a ellos, de necesidad hemos de
demandar vuestra ayuda y la de todos los otros, siendo dignos de perdón
si al presente aprobamos lo contrario de aquello que antes dejamos de
hacer, no por malicia, sino por error. Pero si queréis escucharnos
con atención, esta amistad y alianza que por necesidad os demandamos
vendrá a seros muy provechosa por muchas razones. Lo primero, porque
dais ayuda a los que son injuriados y no a los que hacen injuria. Lo
segundo, porque socorriendo a los que están en gran peligro, empleáis
vuestras buenas obras, donde nunca jamás serán olvidadas. Además,
teniendo nosotros la mayor armada, después de la vuestra, que en este
tiempo se halla, considerad cuán tarde os podrá venir otra ocasión
tan buena como la que ahora tenéis entre manos para acabar vuestras
empresas próspera y dichosamente; y cuán tarde se os ofrecerá otra más
triste y desventurada para vuestros enemigos: que aquel poder nuestro
que en otro tiempo compraríais con mucho dinero y ruegos, al presente
se os da de grado sin costa ni peligro; juntamente con esto os trae
honra y gloria para con todos, os gana la amistad de aquellos que
favorecéis y defendéis, y aumenta vuestras fuerzas y poder. Lo cual
todo juntamente a pocos sucede en nuestros tiempos, y pocas veces se ha
visto que aquellos que vienen a pedir ayuda y socorro a otros ofrezcan
tanto de su parte como tienen para poderles dar aquellos a quien la
piden. Y si alguno piensa que no tendréis otra guerra más que esta, por
lo cual nosotros os podríamos traer poco provecho, este tal se engaña,
pues no es dudoso que los lacedemonios por el miedo que os tienen os
moverán guerra; y los corintios, que pueden mucho con ellos en amistad,
y son vuestros enemigos, se anticiparán a ganarnos por amigos para
poder después mejor acometeros, y para que por el odio que les tenemos,
también como vosotros, no nos podamos ayudar a veces, y ellos no yerren
en una de dos cosas: o en haceros mal a vosotros, o en fortalecerse a
sí mismos; por lo cual os conviene adelantaros, y recibiéndonos por
amigos y compañeros, pues por tales nos damos, prevenir sus asechanzas
y traiciones antes que ellos las prevengan. Y si por ventura alegan no
ser justo, que vosotros recibáis en amistad sus colonos y pobladores,
sepan que cualquier colonia es obligada a honrar y obedecer a su
metrópoli y principal, de quien ha recibido bien y honra; y si ha
recibido injuria, entonces apartarse y enajenarse de ella. Porque no se
sacan los vecinos a poblar de las ciudades metropolitanas a otras para
que sean siervos y esclavos de ellas, sino para que sean semejantes e
iguales a los que quedan. Que estos nos hayan injuriado, está claro y
manifiesto; pues siendo citados por nosotros a juicio sobre la ciudad
de Epidamno, quisieron antes tomar las armas que contender por derecho
y por justicia. Gran sospecha será para no dejaros engañar ver lo que
hacen contra nosotros sus deudos y parientes, para que de mejor gana os
apartéis de ellos, y os aliéis a nosotros como os lo rogamos; porque el
que no concede a sus enemigos cosa alguna de que se pueda arrepentir
después, vive seguro.

»Ni tampoco romperéis las confederaciones con los lacedemonios por
recibirnos en amistad, pues ni somos compañeros de los unos ni de los
otros, y en ellas se dice esto: _Si alguna de las ciudades de Grecia
no es de las compañeras y aliadas, le será lícito pasarse a la parte
que quisiere._ Ciertamente es cosa grave y fuera de razón que los
corintios puedan armar sus naves con vuestros amigos y confederados,
no solamente de las otras tierras de Grecia, pero también de vuestros
súbditos y vasallos, y vedaros la amistad y compañía que se os ofrece,
y el provecho que con ella recibiréis, y que os culpen, si nos otorgáis
lo que os demandamos, y os quieran impedir la amistad que se os ofrece
de grado, y buscar vuestro provecho donde quisiereis y pudiereis.
Gran motivo de queja tendríamos contra vosotros, si viéndonos ahora
en peligro y siendo vosotros amigos nos desdeñaseis; y a estos que
son vuestros enemigos, y os acometen, no los rechazaseis ni se os
diese nada que os tomen las fuerzas de vuestras tierras y señoríos, lo
cual no deberíais consentir, antes prohibir que ninguno de vuestros
súbditos llevase sus soldados, y enviarnos el socorro y ayuda que os
pareciese, como también recibirnos públicamente por amigos y aliados,
lo cual, como dijimos al principio, os proporcionará mucho provecho, y
el mayor de todos es que estos son vuestros enemigos (como está claro y
manifiesto) no débiles ni flacos, sino bastantes para hacer mal y daño
a los que se les rebelaren, y sabéis muy bien la diferencia que hay de
la amistad y alianza que de nuestra parte se os ofrece por ser hombres
expertos en la mar, como somos, a la de los contrarios que son de
tierra firme y llana, y nunca experimentados en aquella. Ofreciéndoos
nuestra armada, no como la de Epiro, sino tal que no hay otra
semejante, podéis, si os conviene, no permitir que otro alguno tenga
naves de guerra, y si no, a lo menos, tomar por amigos y compañeros
aquellos que son más fuertes y poderosos.

»Parecerale a alguno que nuestro consejo es útil y provechoso, pero
temerá y sospechará, que si lo sigue romperá la paz y confederación
con los amigos, este tal sepa, que vale más, para poner temor a los
contrarios, no confiarse mucho en la confederación y alianza de otros,
antes procurar el aumento de su poder, que no confiados de aquella,
dejarnos de recibir por compañeros y aliados, y quedar por esta vía más
flacos y débiles contra vuestros enemigos, que fuertes y poderosos. Los
corintios, si nos vencen, quedarán seguros, y os tendrán menos temor
y miedo que antes. No se trata, pues, solamente del bien y provecho
de los de Corcira, sino también de los de Atenas, considerando que
esta guerra es prefacio de la que para el tiempo venidero se prepara.
Por ello no debéis de dudar de recibirnos en vuestra amistad, pues
veis lo que os importa tener esta nuestra ciudad por amiga o enemiga,
considerando la situación de Corcira, de tanta importancia, por estar
situada entre Italia y Sicilia, de suerte, que ni desde Italia, si
quieren, pueden dejar venir armada al Peloponeso, ni del Peloponeso
para Italia, ni para otra parte. Y desde ella pueden seguramente pasar
a un cabo y a otro según quieran, además de otros muchos bienes y
provechos, que os pueden producir nuestra amistad. Finalmente, por
abreviar nuestro discurso, y concluir, para que sepáis que no debéis
rehusar nuestra compañía, debéis considerar que hay tres armadas
aparejadas muy poderosas; la una es nuestra; la otra vuestra; y la otra
de los de Corinto. Pues si menospreciáis y tenéis en poco cualquiera
de estas tres, si las dos armadas se juntan en una, y los corintios
nos toman por amigos, forzosamente habréis de tener guerra contra dos
partes, a saber: contra los corcirenses y los peloponesios. Pero si nos
recibís en vuestra compañía, tendréis más naves con las nuestras para
poder pelear contra vuestros enemigos.»

Esto fue lo que dijeron los corcirenses. Y luego tras ellos los
corintios hicieron el razonamiento siguiente:




IV.

Discurso y respuesta de los corintios al de los corcirenses pidiendo
al Senado de Atenas que prefieran su amistad y alianza a la de los de
Corcira.


«Varones atenienses, pues los corcirenses han hablado, no solamente de
sí mismos, persuadiéndoos que los recibáis en vuestra amistad, sino
también de nosotros, diciendo que injustamente, y sin causa comenzamos
la guerra: será necesario que ante todas cosas hagamos mención de lo
uno y de lo otro: y de esta manera vengamos a lo demás de nuestro
razonamiento, para que mejor entendáis nuestra demanda, y con razón
rehuséis los provechos que os ofrecen.

»Dicen que por usar de modestia, equidad y diligencia jamás han querido
admitir la compañía y alianza de nadie: lo cual ciertamente han hecho
por vicio y malicia, y no por virtud ni bondad; por no querer tener
compañero ni testigo de sus maldades, de quien siendo reprendidos
pudiesen tener vergüenza. El buen sitio de su ciudad que alegan para
vuestro provecho, antes les acusa de las injurias y ultrajes que hacen,
que no los somete a juicio de razón: porque ellos no salen navegando
a otras partes: y de necesidad han de robar a los que allí aportan de
otras tierras. Se glorian y honran de no haber querido hacer alianza
ni confederación con otro. No lo han hecho por no participar de las
injurias ajenas, sino a fin de poder ellos injuriar a otros a solas
sin tener quien se lo reprenda, y para donde quiera que prevaleciesen,
hacer fuerza y afrenta a los demás, como podrían aislada y ocultamente,
y de esta manera lograr más bienes y tener menos vergüenza de sus
bellaquerías secretas, que no si fueran de otros sabidas. Porque
si ellos son tan buenos como se nombran, cuanto menos culpables y
violentos son para sus prójimos, tanto más deberían mostrar su virtud
y bondad en dar y recibir solamente lo que es justicia y razón. No
es esto lo que han hecho con otros, ni con nosotros, porque siendo
nuestros pobladores, siempre se han apartado de nosotros hasta aquí:
y ahora nos hacen guerra diciendo que no los sacamos de nuestra
ciudad a ser pobladores en el lugar donde los enviamos para que los
maltratásemos; a lo cual respondemos, que tampoco los pusimos allí a
morar, para que recibiésemos de ellos injurias y agravios, sino para
ser sus superiores, y que nos honrasen y acatasen según razón y como
lo hacen las otras poblaciones, cuyos habitantes nos quieren y aman en
gran manera. De ello se deduce manifiestamente que si a todos los otros
somos agradables y apacibles, sin derecho y sin razón se desagradan y
descontentan estos solos de nosotros.

»No sin gran causa y razón, ni pequeñamente injuriados les movimos
guerra; y aun cuando en esto hubiéramos errado, fuera bien que dieran
lugar a nuestra ira y nos soportaran, y entonces a nosotros nos
fuera cosa torpe y fea si de igual modo no tuviéramos respeto a su
paciencia y modestia, para no hacerles fuerza ni injuria. Mas ahora
ensoberbecidos con las riquezas, además de otros muchos yerros y
delitos que contra nosotros han cometido, no quisieron venir a socorrer
la ciudad de Epidamno, que es de nuestro señorío, aunque la vieron
cercada y apretada de sus enemigos: antes cuando nosotros íbamos a
socorrerla la tomaron por fuerza y la tienen.

»En cuanto a lo que dicen que, antes de hacerlo, quisieron apelar a
juicio, nada vale su dicho, pues tanto significa, como si teniendo
alguno ocupada y detenida la hacienda de otro, quiere después litigar
en juicio, sin entregar primero lo usurpado, antes que se lo reclamen
por fuerza y contienda. Ellos no lo hicieron antes que pusiesen
cerco a la ciudad, sino después que entendieron que nosotros no
habíamos de descuidarnos en socorrerla. Entonces quisieron alegar su
derecho y vinieron aquí, no contentos con el mal que allí hicieron, a
requeriros que los queráis recibir por amigos y aliados, no tanto para
confederación y alianza de la guerra, cuanto para compañía y amparo de
las injurias y agravios que hacen siendo nuestros enemigos. Debieron
haber venido antes a esto, cuando estaban salvos y seguros, y no ahora
después que nos ven injuriados, y a ellos en peligro; y puesto que no
habéis tenido participación en sus violencias durante la paz, no debéis
darles ayuda ahora para meteros en guerra. Fuisteis libres de sus
yerros, no debéis cargar en parte con su culpa.

»A los que en el tiempo pasado ayudaron con sus fuerzas y poder, deben
ahora dar cuenta de sus casos y fortunas; pero vosotros que no fuisteis
participantes en sus delitos, menos lo debéis ser de aquí en adelante
en sus hechos.

»Ya os hemos declarado la justicia y equidad que usamos con estos al
principio, y las fuerzas y avaricia que para con nosotros tuvieron.
Ahora conviene mostraros, que por ninguna vía, ni razón los debéis
admitir a vuestra amistad. Porque si, como antes decimos, en los
tratados de confederaciones y paz, es lícito a cualquiera de las
ciudades, que no son firmantes, ni confederadas, unirse al bando
que quisieren, este contrato no se entiende que lo puedan hacer en
perjuicio de tercero: antes solamente se entiende de los que tienen
necesidad de la ayuda de otros, y la demandan, sin que aquellos a
quien la piden se aparten de la alianza y amistad de los otros sus
confederados: y no se refiere a los que en lugar de paz, traen guerra
contra los amigos de aquellos a quien demandan la tal ayuda, como
os ocurrirá, si no creéis nuestro consejo. Porque si decidís ayudar
y favorecer a estos, en lugar de amigos seréis nuestros enemigos,
obligándonos, si queréis estar con ellos, a ofenderos al tomar de
ellos venganza. Obraréis cuerdamente, y conforme a justicia y razón,
si no favorecéis a ninguno: y mucho mejor, si al contrario de lo
que estos piden sois de nuestro bando, y amigos y aliados de los
corintios contra estos corcirenses, que nunca tuvieron treguas firmes
con vosotros. No establezcáis nueva ley auxiliando a los rebeldes;
pues nosotros, cuando se os rebelaron los samios, fuimos de contrario
parecer de los peloponesios, que decían convenía socorrer a los
samios, y públicamente lo contradijimos, alegando que a ninguno
debía prohibírsele castigar a los suyos cuando errasen. Si recibís
y defendéis los malhechores, muchos de los vuestros se pasarán
diariamente a nosotros, y por este medio daréis ley que redunde antes
en vuestro daño que en el nuestro.

»Baste lo dicho para informaros de nuestro derecho conforme a las leyes
de Grecia. Lo que adelante diremos será como ruego, y para pedir y
demandar vuestra gracia. Nada os pedimos como enemigos para dañaros,
ni como amigos para usar mal de ello; antes decimos y afirmamos que
nos debéis al presente vuestra ayuda, porque antes de la guerra de los
medos, cuando la teníais con los eginetas, os socorrimos con veinte
naves grandes que necesitabais y recibisteis de los corintios. Y la
buena obra que entonces os hicimos; y también porque entonces, por
nuestra oposición, los peloponesios no quisieron ayudar a los samios,
vuestros contrarios, os procuró la victoria contra los eginetas, y la
venganza que tomasteis de los samios a vuestra voluntad. Esto hicimos
a tal tiempo, que los hombres por el gran deseo que tienen de vencer
a sus enemigos contra quien van, se descuidan de todo lo demás, y
tienen por amigo a cualquiera que les ayuda, aunque antes haya sido su
enemigo: y por enemigo a aquel que los contrasta, aunque primero fuese
su amigo, dejando de entender en sus cosas propias por la codicia que
tienen de vengarse. Recordando vosotros este servicio, y los mancebos
trayendo a la memoria lo que oyeron y supieron de los ancianos, razón
será que nos paguéis de igual modo. Y si alguno piensa que esto que
aquí decimos es justo, pero que habrá otra cosa más provechosa de
parte de los contrarios si hubiere guerra, este tal sepa que para su
bien y cuanto uno es más justo en cualquier hecho, tanto más provecho
se le sigue en adelante. Además que la guerra venidera, con que os
ponen temor los corcirenses para invitaros a ser injustos, está en
duda, y no es razón, que por miedo de guerra incierta, cobréis odio y
enemistad cierta de los corintios vuestros amigos. Si imagináis tener
guerra por la sospecha que hay de los de Mégara: tal imaginación por
vuestra prudencia y saber, antes la debéis disminuir que aumentar. Pues
cualquiera buena obra postrera, hecha en tiempo y sazón, por pequeña
que sea, es bastante para quitar y desatar toda la culpa primera,
aunque sea mayor.

»Ni tampoco muevan ni atraigan vuestros corazones por el ofrecimiento
que os hacen de grande armada de socorro; pues mayor seguridad es no
hacer injuria a los iguales, ni emprender cuestión contra ellos, que
no ensoberbecidos con la apariencia de presente, procurar adquirir
más de lo vuestro con el daño y peligro que os puede venir de ello en
adelante. Asimismo ahora nosotros que estamos en la misma adversidad
y fortuna que estábamos cuando pedimos la ayuda de los lacedemonios,
os pedimos y requerimos lo mismo que a ellos, esperando alcanzar de
vosotros lo mismo que de ellos alcanzamos, es a saber que sea lícito a
cada cual castigar a los suyos. Y que, pues, os ayudamos con nuestro
voto contra los vuestros, no nos queráis dañar con el vuestro contra
los nuestros, sino que nos paguéis en la misma moneda, sabiendo y
conociendo que estamos a tiempo de que quien ayudare será tenido por
muy grande amigo, y el que fuere contra nos, por mortal enemigo.

»En conclusión decimos que no queráis recibir estos corcirenses por
amigos y compañeros contra nuestra voluntad, ni socorrer a aquellos que
nos han injuriado. Y haciendo esto, cumplís vuestro deber, y ejecutáis
lo que conviene a vuestro provecho.»

Con esto acabaron los corintios su razonamiento.




V.

Los atenienses se alían a los corcirenses enviándoles socorro. Batalla
naval de dudoso éxito entre corintios y corcirenses.


Después que los atenienses oyeron a ambas partes, juntaron su consejo
por dos veces: en la primera aprobaron las razones de los corintios,
no menos que las de los otros; y en la segunda mudaron de opinión y
determinaron hacer alianza con los corcirenses, no de la manera que
ellos pensaban, es a saber, para ser amigos de amigos, y enemigos de
enemigos, porque haciendo esto y juntándose con los corcirenses para
ir contra los corintios, rompieran la confederación o alianza que
tenían con los peloponesios: sino solamente para ayudar a una parte y
a la otra, si alguno les quisiese hacer algún agravio a ellos o a sus
aliados. Porque no haciendo esto, les parecía que tendrían guerra con
los peloponesios: y tampoco querían dejar a Corcira en manos de los
corintios que tenían tan poderosa armada, sino que pelearan unos con
otros para que así se disminuyesen sus fuerzas, y fuesen más débiles:
y después si les pareciese tomarían partido en la guerra contra los
corintios, o contra los otros que tuviesen armada. También juzgaban
de gran importancia la situación de la isla de Corcira entre Italia
y Sicilia y por todo esto recibieron por compañeros y aliados a los
corcirenses.

Cuando partieron los embajadores corintios, les enviaron diez naves de
socorro y nombraron capitanes de ellas a Lacedemonio, hijo de Cimón, a
Diotimo, hijo de Estrómbico, y a Proteas, hijo de Epicles: mandándoles
que no trabasen batalla por mar con los corintios, si no los vieran
venir navegando derechamente contra Corcira, desembarcar, o tocar en
algún lugar de la isla: y que entonces lo defendiesen con todas sus
fuerzas, vedándoles en los demás casos romper la alianza que tenían con
los corintios.

Al llegar las naves de los atenienses a Corcira, los corintios
aparejaron su armada y navegaron derechamente para Corcira con ciento
y cincuenta barcos. De los cuales eran diez de los eleos, doce de los
megarenses, diez de los leucadios, veintisiete de los ambraciotes, uno
de los anactorios y noventa de los mismos corintios. Por capitanes de
ellos iban los caudillos de estas ciudades, y de los corintios era
capitán Jenóclides, hijo de Euticles, con otros cuatro compañeros.
Todos estos partieron con buen viento haciendo vela desde el puerto
de Léucade, y llegados a tierra firme de Corcira, desembarcaron en el
cabo Quimerio, a la boca del mar, en tierra de Tesprótide, donde está
un puerto y encima del puerto una ciudad apartada de la mar e inmediata
una laguna llamada Éfira, junto a la cual desemboca en la mar la laguna
Aquerusia, llamada así del río Aqueronte, el cual pasando por tierra
de Tesprótide entra en aquella laguna y viene a parar en ella; de otra
parte viene a entrar en la mar el río Tíamis, que divide la tierra
de Tesprótide de la tierra de Cestrina, dentro de las cuales está el
cabo Quimerio. En este lugar tomaron tierra los corintios y allí
asentaron su campamento. Al saberlo los corcirenses, navegaron hacia
aquella parte completando su armada hasta ciento diez naves, de las
cuales iban por capitanes Milcíades, Esímides y Euribato. Acamparon
en una de las islas llamada Síbota. Tenían en su ayuda diez barcos de
los atenienses, y en tierra de Leucimna gente de a pie y mil hombres
armados de los zacintios que les enviaron de socorro.

También los corintios tenían en su ayuda muchos de los bárbaros de la
tierra firme; porque los comarcanos de ella siempre les eran amigos.
Después que los corintios prepararon las cosas necesarias para la
guerra, y tomaron provisiones para tres días, partieron de noche del
cabo Quimerio para encontrar a los corcirenses, y navegando por la
mañana vieron en alta mar la armada de estos que les venía al encuentro
preparándose para la batalla de una y otra parte. En el ala derecha de
los corcirenses venían las naves de los atenienses, y en la siniestra
los mismos corcirenses, repartidos en tres órdenes o hileras de naves
con tres capitanes, en cada una el suyo.

De la parte de los corintios venían a la mano derecha las naves de
los ambraciotes, y de los megarenses; en medio los otros aliados como
se hallaron, y a la mano siniestra los mismos corintios. Después que
todos fueron juntos y alzaron señal de ambas partes para combatir,
trabaron pelea, en la cual tenían de ambas partes mucha gente que
peleaba desde los aparejos y desde encima de las cubiertas, y muchos
flecheros y ballesteros que tiraban, mala y rudamente aprestados a la
costumbre antigua. La batalla fue ruda, aunque sin arte ni industria
alguna de mar, y muy semejante a batalla de a pie por tierra. Porque
después que se mezclaron unos con otros, no se podían fácilmente
revolver ni embestir por la multitud de navíos. Cada cual confiaba para
la victoria, en la gente de guerra que estaba sobre las cubiertas,
porque combatían a pie quedo, sin moverse los barcos, ni poder salir, y
peleando más con fuerzas y corazón que con ciencia y maña, resultando
de todas partes gran alboroto y turbación. Las naves de Atenas
socorrían pronto a las corcirenses donde las veían en aprieto poniendo
temor a los contrarios, mas no porque ellas comenzasen a trabar pelea,
temiendo los capitanes traspasar lo mandado por los atenienses. El
ala o punta derecha de los corintios estaba muy trabajada, porque
los corcirenses con veinte naves les habían puesto en huida, y las
siguieron desbaratadas hasta la tierra firme, donde tenían su campo,
saltando en tierra, quemando las tiendas, y robando el campamento. De
aquella parte, pues, fueron vencidos los corintios y sus compañeros.
Mas los corintios que estaban en el ala o punta siniestra llevaban
de vencida a sus contrarios, por estar aquellas veinte naves de
los corcirenses ausentes, y ocupadas en perseguir a los otros como
antes dijimos. Cuando los atenienses vieron así apurados a los
corcirenses, abiertamente y sin más disimulo acudieron a socorrerles.
Primero vinieron despacio, deteniéndose porque no pareciese que iban
a acometer, mas como vieron a la clara huir a los corcirenses y que
los corintios los seguían, cada cual metió manos en la obra sin
diferenciarse, y así la necesidad compelió a quedar solos en el combate
los corintios y los atenienses.

Después que los corintios hicieron huir a sus contrarios, no curaron
de atar a sus navíos los marineros de las naves que habían echado a
fondo de los enemigos, ni de las que les habían tomado, para llevarlas
consigo a Ornio, sino que desviándolos, y alcazándolos, procuraban
matarlos antes que tomarlos por cautivos. Y haciendo esto, mataban
muchos de sus amigos que encontraban en el camino en naves suyas que
habían sido desbaratadas pensando que fuesen enemigos, y no sabiendo
que los suyos fuesen vencidos en el ala derecha. Porque como era grande
el número de navíos de una parte y de otra, todos griegos, y ocupaban
mucho trecho de mar, después de mezclados los unos con los otros, no se
podía fácilmente conocer quiénes eran los vencidos ni los vencedores.

En verdad, fue esta la mayor batalla de mar de griegos contra griegos
que hasta el día de hoy fue vista ni oída, y donde mayor número de
barcos se juntaron.

Después que los corintios hubieron seguido a los corcirenses hasta
la tierra, volvieron a recoger los despojos de sus naufragios, y
los navíos destrozados, y los muertos y heridos, que eran en gran
número: los que llevaron al puerto de Síbota, donde el ejército de los
bárbaros que estaba en tierra había venido en su ayuda. Es Síbota un
puerto desierto en la región de Tesprótide. Hecho esto los corintios
volvieron a juntarse e hicieron vela hacia Corcira: viendo lo cual los
corcirenses les siguieron con las naves que les habían quedado sanas
y estaban para poder navegar, y juntamente con ellos las de Atenas,
temiendo que los corintios desembarcaran en su tierra. Ya era avanzado
del día y comenzaban a cantar el peán, cántico acostumbrado en loor
de su dios Apolo[14], cuando los corintios de repente, viendo venir
de lejos veinte naves atenienses, volvieron las proas a las suyas.
Estas veinte naves enviaban los atenienses de refresco en ayuda de
los corcirenses, temiendo lo que ocurrió, que si los corcirenses eran
vencidos, las diez naves que primero habían enviado en su socorro,
fuesen pocas para defenderlos y socorrerlos. Al ver estas naves los
corintios, y sospechando que además llegasen otras muchas volvieron
las proas y comenzaron a retirarse; de lo cual los corcirenses, que
no habían visto el socorro que les venía, se maravillaron, hasta que
algunos, viéndolas, dijeron aquellas naves hacia nosotros vienen, y
entonces también ellos se ausentaron. Ya comenzaba a oscurecer cuando
los corintios se retiraron, apartándose así los unos de los otros en
aquella batalla que duró hasta la noche.

Los corcirenses tenían su campo en Leucimna cuando las veinte naves
de los atenienses fueron vistas, de las cuales venían por capitanes
Glaucón, hijo de Leagro, y Andócides, hijo de Leógoras, y poco después
llegaron a Leucimna, pasando por encima de los muertos y de los navíos
destrozados y hundidos. Los corcirenses, porque era de noche oscura y
no les conocían, recelábanse que fuesen de los enemigos; mas después
que los reconocieron, pusiéronse muy alegres. Al día siguiente las
treinta naves de los atenienses con las que habían quedado sanas de
los corcirenses y podían navegar, salieron de este puerto de Leucimna,
y vinieron a velas desplegadas al puerto de Síbota, donde estaban los
corintios para ver si querían volver a la batalla. Mas los corintios,
cuando los vieron venir, levantaron áncoras y alzaron velas, salieron
del puerto en orden, fueron a alta mar, y allí estuvieron quedos sin
querer trabar pelea, viendo las naves, que habían venido de refresco
de los atenienses, sanas y enteras; que las suyas estaban maltratadas
y empeoradas de la batalla del día anterior; que tenían bien en qué
entender, en guardar los prisioneros que llevaban cautivos en las
naves, y que no podían encontrar lo necesario para rehacer sus naves en
el puerto de Síbota, donde estaban, por ser lugar estéril y desierto.
Pensaban, pues, cómo podrían partir de allí y navegar en salvo para
volver a su tierra, temiéndose que los atenienses les habían de
estorbar la partida, so color de que habían roto la paz y alianza al
acometerles el día anterior. Parecioles buen consejo enviar algunos de
los suyos en un barco mercante sin faraute ni trompeta a los atenienses
para que espiasen y tentasen lo que determinaban hacer; los cuales en
nombre de los corintios les dijeron lo siguiente:

«Grande injuria y sin razón nos hacéis, varones atenienses, en comenzar
contra nosotros la guerra, rompiendo la paz y alianza que teníamos,
queriendo estorbar que castiguemos a los nuestros, y para ello tomando
las armas contra nosotros. Si os parece bien todavía impedirnos que
naveguemos hacia Corcira o hacia otra parte donde nos pluguiere, y
quebrantar la confederación y alianza declarándoos enemigos nuestros:
comenzad primero en nosotros, y prendednos, y usad de nosotros como
de enemigos.» Al acabar de decir esto los corintios, todos los del
ejército de los corcirenses, que lo oyeron, comenzaron a dar voces
diciendo que los prendiesen y matasen. Mas tomando la mano los
atenienses, les respondieron de esta manera: «Ni nosotros comenzamos
la guerra, varones corintios, ni menos rompimos la paz y alianza que
teníamos con vosotros, antes venimos aquí por ayudar y socorrer a
estos corcirenses, que son nuestros amigos y compañeros: por tanto, si
queréis navegar para otra cualquier parte, navegad mucho en buen hora;
mas si navegáis hacia Corcira, o hacia otro cualquier lugar de su
tierra para hacerles mal y daño, sabed que os lo hemos de estorbar con
todas nuestras fuerzas y poder.»

Oída esta respuesta por los corintios, se aprestaron para partir de
allí y navegar hacia su tierra. Empero, antes de su partida levantaron
trofeo en señal de victoria en tierra firme de Síbota. Y después
de partidos ellos, los corcirenses recogieron sus náufragos y los
muertos que el viento de la marea había la noche anterior lanzado a
orilla de la mar, y que abordaban a tierra de todas partes: y asimismo
levantaron trofeo en señal de victoria en la misma isla de Síbota,
frontero de aquel de los corintios, pareciéndoles a cada cual de las
partes pretender la victoria por esta vía: los corintios porque habían
sido dueños de la mar hasta la noche, porque habían recogido muchos
náufragos de los navíos hundidos y muchos muertos de los suyos[15], y
tenían muchos prisioneros y cautivos de los contrarios, que en número
pasaban de mil, y habían echado a fondo cerca de setenta naves de los
enemigos, levantaron trofeo. Los corcirenses porque habían destrozado
cerca de treinta naves de los enemigos; porque cuando los atenienses
venían ya ellos habían recogido sus náufragos y trozos de naves, y
los muertos como los contrarios, y también porque el día anterior los
corintios volvieron las proas y se retiraron cuando vieron venir de
refresco las naves atenienses, y no osaron acometerlas a la salida de
Síbota, levantaron igualmente trofeo.

De esta manera ambas partes se atribuían la victoria. Los corintios,
a la vuelta, tomaron por engaño la villa y el puerto de Anactorio, que
está a la boca del golfo de Ambracia, el cual era común de ellos y de
los corcirenses: y puesta en él gente de guarnición de los corintios,
volvieron a su tierra, donde, al llegar, vendieron por esclavos
cerca de ochocientos prisioneros de los corcirenses, y detuvieron en
prisiones con mucha guarda cerca de doscientos cincuenta, con esperanza
de que por medio de estos recobrarían la ciudad de Corcira, porque la
mayor parte de los prisioneros eran de los principales de la ciudad.

Este fue el fin de la primera guerra entre los corintios y los
corcirenses, después de la cual los corintios volvieron a sus casas
como queda dicho.




VI.

Querellas entre atenienses y corintios, por cuya causa se reunieron
todos los peloponesios en Lacedemonia para tratar de la guerra contra
los atenienses.


La guerra referida fue el primer fundamento y causa de la que después
ocurrió entre los corintios y los atenienses, porque los atenienses
habían promovido la guerra contra sus compañeros y aliados los
corintios en favor de los corcirenses. Después sobrevinieron otras
causas y diferencias entre los atenienses y peloponesios para hacerse
guerra los unos a los otros, que fueron estas. Los atenienses,
sospechando que los corintios tramaban cómo vengarse de ellos, fueron
a la ciudad de Potidea que está asentada en el estrecho de Palene,
que es una de las colonias o poblaciones de los mismos corintios, y
por esto sujeta y tributaria a ellos: mandaron a los moradores que
derrocasen su muralla que caía a la parte de Palene; además, que les
diesen rehenes para estar más seguros, que echasen de la ciudad los
gobernadores y ministros de justicia que los corintios les enviaban
cada año y que en adelante no los admitiesen; lo cual hacían por temer,
que siendo solicitados los potidenses de Pérdicas, hijo de Alejandro,
rey de Macedonia, y también de los corintios, a su instancia se
rebelasen contra ellos, y también rebelaran a sus compañeros y aliados
que moraban en Tracia. Este acto de guerra hicieron los atenienses en
Potidea después de la batalla naval de Corcira, porque los corintios
claramente mostraban su enemistad a los atenienses, y también Pérdicas,
aunque antes era su amigo y aliado, se convirtió en enemigo por haber
hecho los atenienses amistad y alianza con Filipo su hermano, y con
Derdas, que de consuno le hacían guerra. Por temor de esta alianza
Pérdicas envió embajada a los lacedemonios, se confederó con ellos e
hizo tanto que les indujo a que declarasen la guerra a los atenienses.
Además se confederó con los corintios para atraer a su propósito a la
ciudad de Potidea, y tuvo tratos e inteligencias con los calcídeos que
habitaban en Tracia, y también con los botieos para que se rebelasen
contra los atenienses, pensando que con la ayuda de estos (si podía
ganar su amistad) fácilmente harían la guerra a los atenienses.

Sabiendo esto los de Atenas, y queriendo prevenir la rebelión de sus
ciudadanos, enviaron a la tierra de estos treinta barcos con mil
hombres de guerra y por capitán a Arquéstrato, hijo de Licomedes, con
otros diez capitanes, sus compañeros, mandando a los capitanes de las
naves que tomasen rehenes de los potidenses, les derrocasen la muralla,
y pusiesen buena guarda en las ciudades comarcanas para que no se
rebelasen. Los potidenses enviaron su mensaje a los atenienses para
ver si les podían persuadir que no intentasen novedad alguna, y por
otra parte enviaron a Lacedemonia juntamente con los corintios para
tratar con ellos que les diesen socorro y ayuda si la necesitasen. Mas
cuando vieron que no podían alcanzar cosa buena de lo que les convenía
de los atenienses, antes en su presencia enviaron las treinta naves
a Macedonia contra Pérdicas y contra ellos, confiados en la ayuda de
los lacedemonios, los cuales prometieron que si los atenienses venían
contra Potidea, ellos entrarían en tierra de Atenas, y viendo ocasión
para ello se rebelaron juntamente con los calcídeos y botieos, y
aliándose contra los atenienses.

También Pérdicas persuadió a los calcídeos que dejasen las ciudades
marítimas y las derrocasen, porque no se podían defender, y que se
viniesen a habitar la ciudad de Olinto que estaba más dentro de la
tierra y fortificasen esta sola, y a los demás que dejaban sus tierras
les dio la ciudad de Migdonia, que está cerca del lago de Bolbe, para
que la habitaran mientras durase la guerra con los atenienses.

Cuando los que venían en las treinta naves de los atenienses llegaron
a Tracia y entendieron que Potidea y las otras ciudades se habían
levantado, pensando los capitanes que no serían bastantes las fuerzas y
poder que tenían para hacer la guerra a Pérdicas y a las otras ciudades
que se habían rebelado, se dirigieron a Macedonia, donde primeramente
habían sido enviados, y allí se encontraron con Filipo y con su hermano
Derdas, que descendían con su ejército de las montañas.

Entretanto los corintios, viendo rebelada la ciudad de Potidea, y
que las naves de Atenas habían llegado a Macedonia, temiendo que les
viniese algún mal a los de Potidea, que ya se habían declarado contra
los atenienses, y sabiendo que ya el peligro era propio, enviaron para
su defensa mil seiscientos hombres de a pie armados de todas armas, así
de los suyos aventureros, como de los otros peloponesios afiliados por
sueldo, y cuatrocientos armados a la ligera, y por capitán de ellos a
Aristeo, hijo de Adimanto, al cual voluntariamente se le habían unido
muchos guerreros de Corinto por amistad y porque era muy querido de
los potidenses. Estos llegaron a Tracia setenta días después de la
rebelión de la ciudad de Potidea. Entre estas cosas supieron los
atenienses que aquellas ciudades se les habían rebelado, y al saber
esto y la gente que había ido con Aristeo de los contrarios, enviaron
también ellos dos mil hombres de a pie, y cuarenta barcos, y por
capitán a Calias hijo de Calíades, con otros cuatro compañeros, los
cuales al llegar a Macedonia hallaron que los mil suyos primeramente
enviados habían ya tomado la ciudad de Terma, y tenían cercada a
Pidna; y unidos a ellos mantuvieron el cerco, mas porque convenía ir a
Potidea, sabiendo que ya Aristeo había llegado allí, viéronse obligados
a hacer tratos y conciertos con Pérdicas, partieron de Macedonia y
vinieron al puerto de Berea, e intentaron tomar la villa por mar, pero
al ver que no podían salir con su empresa, volviéronse y caminaron por
tierra derechos a Potidea, llevando consigo cerca de tres mil hombres
de pelea más otros muchos de los aliados, y más de seiscientos de a
caballo de los macedonios, que estaban con Filipo y Pausanias, y cerca
de setenta barcos que iban costeando poco trecho delante de ellos. Al
tercer día llegaron a la villa de Gigono, donde asentaron su campo.

Los potidenses y los peloponesios que estaban con Aristeo esperando
la venida de los atenienses, salieron de la ciudad y pusieron su
real junto a Olinto, que está sobre el estrecho, y fuera de la
ciudad hacían su mercado; y todos de acuerdo eligieron por capitán
de la gente de a pie a Aristeo, y de los de a caballo a Pérdicas,
que cuando volvió a rebelarse contra los atenienses, se pasó a los
potidenses enviándoles gente de socorro, y por capitán a Iolao en
su lugar. Aristeo era de opinión de esperar con el ejército que
tenía en el estrecho a los atenienses si le acometiesen, y que los
calcídeos, con los otros compañeros de guerra y los doscientos caballos
de Pérdicas, se estuviesen quedos en Olinto, para que cuando los
atenienses viniesen contra ellos, salieran de lado y por la espalda en
su socorro, y cogieran en medio a los enemigos. Mas Calias, caudillo
de los atenienses, y los otros capitanes sus compañeros, enviaron a
los macedonios de a caballo, y algunos de a pie de los aliados, a la
vuelta de Olinto para estorbar que los que estaban dentro de la ciudad
saliesen a socorrer a los suyos, y luego ellos levantaron su campo
y vinieron derechos a Potidea. Cuando llegaron al estrecho y vieron
que los contrarios se disponían para la batalla, también ordenaron
sus haces y a poco se encontraron unos con otros y tramaron muy ruda
batalla, en la cual Aristeo y los corintios que con él estaban en una
ala con los otros guerreros desbarataron un escuadrón de los enemigos
que con ellos peleaba, y lo siguieron bien lejos al alcance. Empero la
otra ala de los potidenses y de los peloponesios fue vencida por los
atenienses y puesta en huida y seguida hasta la muralla. Volvía Aristeo
de perseguir a los enemigos, cuando vio lo restante de su ejército
vencido, y dudó a cuál de las dos partes acudiría en aquel peligro, a
socorrer a Olinto o a Potidea. Al fin le pareció buen consejo recoger
la gente que consigo traía y meterse de pronto en Potidea, porque era
el lugar más cercano para retirarse, y por una punta de la mar que
hería en los muros de la ciudad, entre unas rocas que había por reparos
se metieron con gran daño y peligro que recibían de las flechas y otros
tiros de los contrarios, por lo cual algunos fueron muertos y heridos,
aunque pocos, y los más entraron salvos.

Habían salido para venir a socorrer a Potidea los que estaban dentro
de Olinto, porque como la ciudad estuviese asentada en alto, cerca de
sesenta estadios apartada de Potidea, podíase ver bien a las claras
desde ella el lugar de la batalla, y donde habían levantado las
enseñas. Mas los caballos macedonios les salieron al encuentro para
impedírselo. Cuando los de Olinto vieron que los atenienses habían
alcanzado la victoria y levantado sus banderas, volvieron a meterse
dentro de la ciudad, y los caballos macedonios se unieron a los
atenienses.

Después de esta batalla los atenienses levantaron trofeo en señal de
victoria, y entregaron a los potidenses sus muertos según derecho
y costumbre. Fueron muertos de los potidenses y de sus compañeros
y aliados, pocos menos de trescientos, y de los atenienses ciento
cincuenta, y entre ellos Calias su capitán.

Pasado esto, los atenienses hicieron un fuerte en la ciudad de Potidea
en la parte del estrecho, y pusieron en él guarnición, mas no se
atrevieron a pasar a la otra parte de la ciudad, hacia Palene, que
confina con la ciudad de Potidea, aunque esta no estaba cercada, ni
fortalecida por aquella parte, porque no eran bastantes para mantener
dos cercos y defender el estrecho, contra los que quisieran pasar de
Palene, y temían que, si se repartían, les acometerían los de la ciudad
por ambas partes. Sabido por los de Atenas que los suyos habían cercado
a Potidea, empero que no habían fortalecido la parte de Palene, a los
pocos días enviaron mil quinientos hombres armados de todas armas, y
por capitán a Formión, hijo de Asopio, el cual partió de Afitis para
venir hacia Palene por tierra, y fue poco a poco derecho a Potidea,
robando y destruyendo por el camino los lugares. Como vio que ninguno
le salía al encuentro para pelear, fortaleció a Palene, y así fue
Potidea cercada por ambas partes y combatida fuertemente por mar y por
tierra. Sitiada la ciudad y no viendo Aristeo ninguna esperanza de
poderla salvar ni defender, si no le venía socorro del Peloponeso, o de
otra parte, pareciole buen consejo, con algún buen viento que podrían
esperar en este medio, enviar toda su armada, con toda la gente que
estaba dentro, y dejar allí solos quinientos hombres de guardia, de
los cuales él quería ser uno, para que les bastasen las provisiones
que tenían dentro y pudiesen sostener el cerco más tiempo. Mas como no
pudiese persuadir a los suyos, saliose una noche sin ser sentido de las
guardias atenienses, para dar orden en lo que era menester y proveer
todo lo de fuera, y así partió para los calcídeos, con cuya ayuda
causó mucho daño en tierras de Atenas y entre otros males el de atacar
la ciudad de Sermile, y poniendo una celada delante de ella matar
muchos de los ciudadanos que salieron contra él. Trató además con
los peloponesios que enviasen socorro a Potidea. Entretanto Formión,
después que hubo fortalecido la ciudad de Potidea por todas partes con
los mil y seiscientos hombres de guerra que tenía, recorrió la tierra
de Calcídica y de Botiea y en ellas tomó muchos lugares.

Estas fueron las causas de las enemistades y guerras que ocurrieron
entre los atenienses y peloponesios. Los corintios se quejaban de
que los atenienses habían combatido la ciudad de Potidea, que era de
su población, y maltratado a ellos y a los peloponesios que estaban
dentro; y los atenienses de que los peloponesios habían hecho rebelar
contra ellos a los potidenses que eran sus aliados y tributarios,
y les habían dado socorro y ayuda contra ellos. No era todavía la
guerra contra todos los peloponesios en general, pero ya se indicaba,
y particularmente la hacían los corintios, los cuales, cuando estaba
cercada la ciudad de Potidea, temiendo la pérdida de ella y de los
suyos que estaban dentro, no cesaban de invitar a las otras ciudades
sus compañeras y aliadas a que viniesen a Lacedemonia y se quejasen de
los atenienses que habían roto la paz y alianza e injuriado a todos los
confederados peloponesios. Los eginetas no osaban quejarse públicamente
de los atenienses por el miedo que les tenían; empero secretamente
excitaban la guerra contra ellos, diciendo que no podían gozar de su
derecho, ni de su libertad como se les había prometido por el tratado
de paz.

Los lacedemonios mandaron llamar a todos los confederados, y aliados y
a cualquiera que fuese injuriado por los atenienses o tuviese alguna
queja de ellos, y que dijeran sus causas y razones públicamente, según
era costumbre. Y como cada cual de los confederados saliese con sus
quejas y acusaciones, los megarenses también alegaron muchos agravios
que habían recibido de los atenienses, y entre otros, que les vedaban
los puertos y los mercados públicos en todo el señorío de Atenas, lo
cual era contra el tratado de paz y alianza. Después de todos vinieron
los corintios, porque de industria habían dejado a los otros que se
quejasen primero y para encender más a los lacedemonios contra los
atenienses hicieron el razonamiento siguiente:




VII.

Discurso y proposición de los corintios contra los atenienses en el
Senado de los lacedemonios.


«La fe y lealtad que guardáis en público y en particular entre vosotros
varones lacedemonios, es causa de que si nosotros alguna cosa decimos
contra los otros, no nos creáis; y por la misma razón sucede que,
siendo vosotros justos y modestos, y muy ajenos de haceros injuria unos
a otros, usáis de imprudencia y poca cordura en los negocios de fuera,
porque pensáis que todos son como vosotros: virtuosos y buenos[16].
Así pues habiendo nosotros muchas veces dicho y predicado que los
atenienses nos venían a oprimir y hacer mal y daño, jamás nos habéis
querido creer, antes pensabais que os lo decíamos por causa de las
diferencias y enemistades particulares que con ellos teníamos, y por
esto no habéis llamado, ni juntado vuestros aliados y compañeros antes
de que recibiésemos la injuria y daño pasado, sino ya después que la
recibimos y fuimos ultrajados. Por tanto, conviene que en presencia de
vuestros mismos confederados usemos de tantas más razones cuantas más
quejas tenemos de los atenienses que nos han injuriado y de vosotros
que lo habéis disimulado y consentido sin hacer caso de ello.

»Y si no fuesen conocidos y manifiestos a todos, aquellos que hacen
males e injurias a toda Grecia, sería necesario que lo mostrásemos
y enseñásemos a los que no lo saben. Mas ahora, ¿a qué hablar más de
esto? Veis a los unos perdida su libertad y puestos en servidumbre
por los atenienses, y a los otros espiados, forjándoles asechanzas,
mayormente a aquellos que son vuestros aliados y confederados, a los
cuales mucho tiempo antes han procurado atraer para poderse servir y
aprovechar de ellos en tiempo de guerra contra nosotros si por ventura
se la hiciéramos. Ciertamente no con otro fin nos tienen ahora tomada
a Corcira por fuerza, y cercada la ciudad de Potidea, pues Corcira
proveía a los peloponesios de muchos navíos, y Potidea era lugar muy
a propósito para conservar la provincia de Tracia. La culpa de todo
esto sin duda la tenéis vosotros, porque al principio, cuando se
acabó la guerra de los medos, les permitisteis reparar su ciudad, y
después ensancharla y aumentarla de gente, y fortificarla con grandes
murallas, y sucesivamente, desde aquel tiempo hasta el día presente,
habéis sufrido que ellos hayan privado de su libertad y puesto en
servidumbre, no solamente a sus aliados y confederados, pero también
a los nuestros. Aunque podemos decir con verdad que esto vosotros lo
habéis hecho, pues se entiende que hace el mal quien lo permite hacer
a otro, si lo puede impedir y estorbar buenamente, con mayor motivo
vosotros que os preciáis de ser defensores de la libertad de toda
Grecia. Aun ahora, con gran pena, habéis querido juntarnos aquí en
consejo, y ni aun queréis tener por ciertas las cosas que son a todos
notorias y manifiestas, siendo más conveniente a vosotros pensar cómo
nos vengaréis de las injurias y agravios que nos han hecho, que no
considerar y poner en consulta si hemos sido injuriados o no. Si los
atenienses no hacen el mal de una vez, sino poco a poco, es porque
piensan que así no lo sentiréis, y lo podrán hacer impunemente por la
tardanza y descuido que ven en vosotros. Por eso se nos atreven; pero
mucho más se atreverán cuando vieren que lo sentís y no hacéis caso.

»Ahora bien, lacedemonios: vosotros solos de todos los griegos estáis
quietos, y en ocio, y en reposo, no queriendo vengar la violencia con
la fuerza sino con tardanza; ni resistir las violencias de vuestros
enemigos cuando comienzan y son sencillas, sino cuando ya están firmes
y dobladas. Y diciendo que estáis seguros, tenéis más fuertes las
palabras que las obras. Esta costumbre no la tenéis ahora de nuevo,
pues bien sabemos que los medos que venían del fin del mundo entraron
en el Peloponeso, antes que vosotros les salierais al encuentro
como vuestra honra y dignidad requerían. Ahora no hacéis caso de
los atenienses que no están lejos de vosotros como los medos, sino
vecinos y cercanos. Y tenéis por mejor resistirles cuando os vengan a
acometer que acometerles primero; poniéndoos en peligro de pelear con
aquellos cuando sean más fuertes y poderosos que eran antes; sabiendo
de cierto que la victoria que alcanzamos contra aquellos bárbaros medos
fue en gran parte por falta de ellos, a causa de su adversa fortuna,
y asimismo que si los atenienses, en la guerra que tuvieron contra
nosotros, fueron vencidos, antes fue por sus yerros que no por nuestra
valentía. Y también os debéis acordar que muchos de los nuestros por
confiar en vuestro favor y ayuda, fueron oprimidos y destruidos. No
penséis que decimos esto por odio y enemistad que tengamos a los
atenienses, sino antes por la queja que de vosotros tenemos; porque la
queja es de amigos a amigos que no hacen su deber como amigos; y la
acusación es de enemigos contra enemigos, cuando los han injuriado.
Y ciertamente si algunos hay en el mundo que os puedan echar en cara
no haberles ayudado ni defendido, y que con razón se puedan quejar
de sus amigos y prójimos, nosotros somos: pues contendiendo sobre
cosas de tanta importancia, ni parece que lo sentís, ni consideráis
con qué gentes tengamos diferencias, es a saber, con los atenienses,
que siempre fueron vuestros adversarios, amigos de novedades, muy
agudos para inventar los medios de las cosas en su pensamiento, y más
diligentes para ejecutar las ya pensadas y ponerlas en obra. Y en
cuanto a lo que vosotros toca, estando contentos de conservar lo que
tenéis de presente, no pensáis emprender cosa de nuevo. Y aun para
poner en ejecución las cosas necesarias sois negligentes, por lo que
ellos vienen a tener más osadía que sus fuerzas requieren; se exponen
a más peligro que nadie puede pensar, y en las grandes y difíciles
empresas tienen siempre buena esperanza.

»Mas vosotros tenéis menos corazón para emprender las cosas que fuerzas
y poder para ejecutarlas. De aquí viene que en las empresas donde no
hay peligro, desconfiáis de vuestros pareceres y ponéis dificultad,
y pensáis que nunca habéis de salir de trabajos. Además ellos son
diligentes contra vosotros; por el contrario, vosotros perezosos; ellos
andan siempre peregrinando fuera de su tierra, vosotros os estáis
sentados en vuestras casas: que peregrinando ganan, y adquieren con su
ausencia; y vosotros si salís fuera de vuestra tierra, os parece que
lo que dejáis en ella queda perdido. Ellos cuando han vencido a sus
enemigos pasan adelante, y prosiguen la victoria, y cuando son vencidos
no desmayan ni pierden un quilate de su corazón.

»En las cosas que tocan al bien de la república usan de sus propios
pareceres y consejos, y aventuran sus cuerpos como si fuesen de los
más extraños del mundo. Y si no salen con lo que emprendieron en su
pensamiento, piensan que lo pierden de su propia hacienda. Todo lo que
han adquirido por fuerzas de armas lo tienen en poco, en comparación
de aquello que piensan adquirir. Si intentan alguna cosa, y no salen
con ella como esperaban, procuran reparar la pérdida con otra nueva
ganancia. Ellos solos porque son diligentes ponen en obra lo que
determinan. Y entre trabajos y peligros afanan toda la vida, sin gozar
mucho tiempo de lo que han ganado, con codicia de adquirir más. Tienen
por fiesta el día en que hacen aquello que les cumple[17], y por cierto
que el descanso sin provecho es más dañoso a la persona, que el trabajo
sin descanso. De manera que por abreviar razones, si alguno dijese que
por su natural son de tal condición que ni reposan, ni dejan reposar a
los otros, acertaría en lo que dijese. Teniendo una ciudad como esta
por vuestra contraria y enemiga, decid, varones lacedemonios, ¿por
qué tardáis pensando que tales hombres estarán ociosos y quedos? No
faltándoles recursos, no dejarán de emprender cualquier negocio. Cuando
son injuriados resisten a sus contrarios sin dar a nadie ventaja. Así
también vosotros obraréis con justicia e igualdad, si no hiciereis mal
o daño a otro, ni permitiereis que otros os lo hagan, lo cual apenas
podréis alcanzar teniendo por vecina a otra ciudad tan poderosa como
la vuestra. Queréis ahora, según arriba declaramos, ejercitar las
costumbres antiguas contra los atenienses, siendo necesario tener
respeto a las cosas recientes y modernas como se usa en cualquier arte.
Porque así como a la ciudad que tiene quietud y seguridad, le conviene
no mudar las leyes y costumbres antiguas, así también a la ciudad que
es apremiada y maltratada de otras, le cumple inventar e imaginar cosas
nuevas para defenderse; y esta es la causa por que los atenienses, a
causa de la mucha experiencia que tienen, procuran siempre novedades.

»Por tanto, varones lacedemonios, dad fin a vuestra tardanza, y
socorred a vuestros amigos y aliados, mayormente a los potidenses;
entrad con toda brevedad en tierra de Atenas, no permitáis a vuestros
amigos y parientes venir a manos de sus mortales enemigos, y que
nosotros de pura desesperación vayamos a buscar otra amistad y
compañía, dejando la vuestra, en lo cual no haremos cosa injusta ni
contra los dioses, por quien juramos, ni contra los hombres que nos
escuchan. Porque no quebrantan la fe y alianza aquellos que por ser
desamparados de los suyos se pasan a otros, antes la quebrantan los que
no socorren ni ayudan a sus amigos y confederados. Y si nos diereis
esta ayuda y socorro que estáis obligados a dar, perseveraremos en la
fe y lealtad que os debemos, pues si hiciésemos lo contrario, seríamos
malos y perversos, y no podríamos hallar otros más favorables que
vosotros. Consultad sobre todo esto, celebrad vuestro consejo, y haced
de manera que no se pueda decir de vosotros que regís y gobernáis la
tierra del Peloponeso con menos honra y reputación que vuestros padres
y antepasados os la entregaron.»

De esta manera acabaron sus razonamientos los corintios.




VIII.

Discurso de los embajadores atenienses en el Senado de los lacedemonios
defendiendo su causa.


Estaban a la sazón en Lacedemonia los embajadores de los atenienses
que habían ido allí primero por otros negocios, y al oír la demanda
de los corintios, parecioles que convenía a su honra defender su
causa y hablar a los del Senado de Lacedemonia, no para responder a
las querellas y acusaciones de los corintios contra los atenienses,
sino por mostrar en general a los lacedemonios que no deberían tomar
determinación sin que primero pensaran y consideraran bien la cosa:
para darles a entender las fuerzas y poder de su ciudad, y por traer a
la memoria a los ancianos lo que ya habían sabido y entendido, y a los
mancebos aquello de que aún no tenían experiencia; pensando que cuando
los lacedemonios hubiesen oído sus razones, se inclinarían más a la paz
y sosiego, que no a comenzar la guerra. Por tanto, llegados ante el
Senado dijeron que querían hablar en público, si les daban audiencia.
Los lacedemonios les mandaron que entrasen, y los embajadores hablaron
de esta manera:

«No hemos venido como embajadores, para tener contienda con
nuestros amigos y aliados: antes como bien sabéis vosotros, varones
lacedemonios, nuestra ciudad nos envió a tratar otros negocios de la
república. Pero oyendo las grandes querellas de las otras ciudades
contra la nuestra, nos presentamos a vuestra presencia, no para
responder a sus demandas y acusaciones, pues vosotros no sois nuestros
jueces, ni suyos, sino para que no deis crédito de plano a lo que
os dicen contra nosotros, ni procedáis de ligero en asunto de tanta
importancia a determinar otra cosa de lo que conviene. También porque
os queremos dar cuenta y razón de nuestros hechos: que aquello que
tenemos y poseemos al presente, lo hemos adquirido justamente y con
derecho: y que asimismo nuestra ciudad es digna y merecedora de que
se haga gran caso y estima de ella. No es menester aquí contaros los
hechos antiguos, de que puede ser testigo la fama para los que los
oyeron aunque no los viesen.

»Solamente hablaremos de lo que aconteció en la guerra de los medos:
y lo que sabéis muy bien vosotros todos, que aunque sea molesto, y
enojoso repetirlo, es necesario decirlo. Y si lo que entonces hicimos
con tanto daño nuestro, exponiéndonos a todo peligro, redundó en el
provecho común de toda Grecia, de que también a vosotros cupo buena
parte, ¿por qué hemos de ser privados de nuestra honra? Lo cual es
bien que se diga, no tanto para responder a la acusación de estos, y
justificar nuestra intención, cuanto para testificaros y mostraros
claramente contra qué ciudad movéis contienda, si no usáis de buen
consejo. Decimos, pues, en cuanto a lo primero, que en la batalla de
los campos de Maratón, solos nosotros pusimos en peligro nuestras
vidas contra los bárbaros. Y cuando volvieron la segunda vez no siendo
bastantes nuestras fuerzas por tierra, los acometimos por mar, y los
vencimos con nuestra armada junto a Salamina. Esta victoria les estorbó
que pasasen adelante y destruyesen toda vuestra tierra del Peloponeso,
pues las ciudades de ella no eran bastantes para defenderse contra tan
gran armada como la suya. De esto puede dar buen testimonio el mismo
rey de los bárbaros, que vencido por nosotros, y conociendo que no
volvería a reunir tan gran poder, partió apresuradamente con la mayor
parte de su ejército. Viéndose claramente en esto, que las fuerzas
y el hecho de toda Grecia consistían en la armada naval: socorrimos
con tres cosas, las más útiles y provechosas que podían ser, a saber:
con gran número de naves, con un capitán sabio y valeroso, y con los
ánimos osados y determinados de muy buenos soldados; porque teníamos
cerca de cuatrocientos barcos que eran las dos terceras partes de
la armada de Grecia, el capitán fue Temístocles, el principal autor
del consejo de que la batalla se diese en lugar estrecho: y esto
sin duda fue causa de la salvación de toda Grecia. Por eso vosotros
le hicisteis más honra que a ninguno otro de los extranjeros que a
vuestra tierra vinieron. El ánimo y corazón osado y determinado, bien
claramente lo mostramos, pues viendo que no teníamos socorro ninguno
por tierra, y que los enemigos habían ganado y conquistado todas las
otras gentes hasta llegar a nosotros, decidimos abandonar nuestra
ciudad, y dejamos destruir nuestras casas y perder nuestras haciendas,
no para desamparar a nuestros amigos y aliados, o para acudir a
diversas partes (que haciéndolo así no les podíamos aprovechar en
cosa alguna), sino para meternos en la mar y exponernos a todo riesgo
y peligro, sin cuidarnos del enojo que teníamos con vosotros, y con
razón, porque no habíais venido en nuestra ayuda antes. Por tanto,
podemos decir con verdad, que tenemos bien merecido de vosotros por
el bien que entonces os proporcionamos, lo que ahora pedimos. Porque
vosotros estando en vuestras villas pobladas, teniendo vuestras casas y
haciendas y vuestros hijos y mujeres, por temor de perderlos vinisteis
en nuestro auxilio, no tanto por nuestra causa, cuanto por la vuestra,
y después que os visteis en salvo, no curasteis más de ayudarnos,
mientras nosotros dejando nuestra ciudad, que ya no se parecía a la que
antes era, por socorrer la vuestra, con alguna pequeña esperanza nos
expusimos a peligro, y salvamos a vosotros y a nosotros juntamente.
Pues de someternos al rey de los medos, como hicieron en otras tierras,
por temor de ser destruidos, o si después que dejamos nuestra ciudad
no osáramos meternos en mar, sino que como gente ya perdida y sin
remedio nos retiráramos a lugares seguros, no fuera menester (pues no
teníamos los barcos necesarios), que les diéramos la batalla por mar,
sino que consintiéramos a los enemigos que, sin pelear, hicieran lo que
quisiesen.

»Así, pues, nos parece varones lacedemonios, que por aquella nuestra
animosidad y prudencia somos merecedores de tener el señorío que al
presente poseemos: del cual no les debe pesar, ni deben tener envidia
los griegos, pues no le tomamos, ni ocupamos por fuerza ni tiranía,
sino porque vosotros no osasteis esperar a los bárbaros enemigos, ni
perseguirlos: y también porque nos vinieron a rogar nuestros amigos y
aliados que fuésemos sus caudillos, y los amparásemos y defendiésemos.

»El mismo hecho nos obligó a conservar y acrecentar nuestro señorío
desde entonces hasta ahora. Primeramente por el temor y después por
nuestra honra: y al fin y a la postre por nuestro provecho. Así,
pues, viendo la envidia que muchas gentes nos tienen: y que algunos
de nuestros súbditos y aliados, que antes habíamos castigado, se han
levantado y rebelado contra nosotros, y también que vosotros no os
mostráis al presente tan amigos nuestros como antes, sino recelosos
y muy diferentes, no nos parece atinado que ahora por aflojar de
nuestro propósito, corriésemos peligro: porque aquellos que se nos
rebelaran, se pasarían a vosotros. Por tanto a todos les debe parecer
bien, que cuando uno se ve en peligro, procure mirar por su provecho
y salvación. Y aunque vosotros los lacedemonios regís y gobernáis a
vuestro provecho las ciudades y villas que tenéis en toda la tierra del
Peloponeso: si hubierais continuado en vuestro mando y señorío desde
la guerra de los medos como nosotros, no pareceríais menos odiosos y
pesados que nosotros lo parecemos a nuestros súbditos y aliados; y os
veríais forzados a una de dos cosas, o a ser notados de muy ásperos, y
rigurosos en el mando y gobernación de vuestros súbditos, o a poner en
peligro vuestro estado.

»Ninguna cosa hicimos de que os debáis maravillar, ni menos ajena de la
costumbre de los hombres, si aceptamos el mando y señorío que nos fue
dado, y no le queremos dejar ahora por tres grandes causas que a ello
nos mueven, es a saber: por la honra, por el temor y por el provecho;
además nosotros no fuimos los primeros en ejercerlo, que siempre fue y
se vio que el menor obedezca al mayor, y el más flaco al más fuerte.
Nosotros, por el consiguiente, somos dignos y merecedores de ello, y lo
podemos hacer así, según nuestro parecer, y aun según el vuestro, si
queréis medir el provecho con la justicia y la razón. Nadie antepuso
jamás la razón al provecho de tal modo que, ofreciéndosele alguna buena
ocasión de adquirir y poseer algo más por sus fuerzas, lo dejase. Y
dignos de loa son aquellos que, usando de humanidad natural, son más
justos y benignos en mandar y dominar a los que están en su poder, como
nosotros hacemos. Por lo cual pensamos que si nuestro mando y señorío
pasara a manos de otros, conocerían claramente los que de nosotros se
quejan nuestra modestia y mansedumbre, aunque por esta nuestra bondad
y humanidad antes se nos deshonra que se nos alaba, cosa ciertamente
indigna y fuera de toda razón. Usamos las mismas leyes en las causas
y contratos con nuestros súbditos y aliados, que con nosotros mismos:
y porque litigamos con ellos, pudiendo ser jueces, nos tienen por
revoltosos y amigos de pleitos. Ninguno de ellos considera que no hay
gente en el mundo que más humana y benignamente trate a sus súbditos
y aliados que nosotros: y no les censuran ser pleiteantes como a
nosotros; porque siéndoles lícito usar de fuerza con ellos, no han
menester procesos, ni litigios, ni contiendas. Pero nuestros aliados
por estar acostumbrados a tratar con nosotros igualmente por justicia
si los enojan en cosa alguna por pequeña que sea de hecho, o de
palabra, por razón del señorío, donde a su parecer les quitan algo, no
dan gracias porque no les quitaron más, cuando lo pudieran quitar de lo
que no es suyo: antes les pesa tanto por lo poco que les falta, como si
nunca les tratáramos conforme a derecho y justicia, sino claramente por
avaricia y por robos. En tales casos no debían atreverse a murmurar ni
a contradecirnos, pues no conviene que el inferior se desmande contra
su superior.

»Vemos, pues, evidentemente, que los hombres más razón tienen de
ensañarse cuando les hacen injuria que cuando les tratan por fuerza,
porque al injuriarles se entiende que hay igualdad de justicia de ambas
partes, mas cuando interviene fuerza, bien se ve que hay superior que
la hace por su voluntad. De aquí que nuestros súbditos cuando estaban
sujetos a los medos sufrían con paciencia su yugo por duro que fuese, y
ahora nuestro mando les parece más áspero, lo cual no es de maravillar,
porque los súbditos siempre tienen por pesado cualquier yugo presente.
Aun vosotros mismos si por ventura los hubierais vencido y dominado,
el amor y bienquerencia que habríais adquirido de ellos, por miedo que
os tuviesen lo convertirían en odio y malquerencia contra vosotros,
sobre todo si observarais igual conducta que en aquel poco tiempo que
fuisteis caudillos de los griegos en la guerra contra los medos, no
aplicando vuestras leyes y costumbres a ninguna otra región, ni usando
cualquier capitán vuestro que sale de su tierra las mismas costumbres
que antes, ni las que usa el resto de Grecia.

»Tened, pues, varones lacedemonios maduro consejo, y consultad muy
bien primero estas cosas, que son de tanta importancia, no escojáis
trabajo para vosotros por dar crédito de ligero a los pareceres y
acusaciones de los otros. Antes de comenzar la guerra pensad cuán
grande es y de cuanta importancia: y los daños y peligros que os
pueden seguir, porque en una larga guerra hay muchas fortunas y azares
de que al presente estamos libres unos y otros, y no sabemos cuál de
las dos partes peligrará. Ciertamente los hombres muy codiciosos de
declarar la guerra, hacen primero lo que deberían hacer a la postre,
trastornando el orden de la razón, porque comienzan por la ejecución
y por la fuerza, que ha de ser lo último y posterior a haberlo muy
bien pensado y considerado: y cuando les sobreviene algún desastre
se acogen a la razón. Ni estamos en este caso ni os vemos en él. Por
tanto, os decimos y amonestamos, que mientras la elección del buen
consejo está en vuestra mano y en la nuestra, no rompáis las alianzas
y confederaciones, ni traspaséis los juramentos, antes averigüemos y
determinemos nuestras diferencias por justicia, según el tratado y
convención que hay entre nosotros. De otra manera tomamos a los dioses,
por quien juramos, por testigos, que trabajaremos, y procuraremos
vengarnos de los que comenzaren la guerra, y fueren autores de ella.»

Con esto los atenienses acabaron su discurso.




IX.

Discurso de Arquidamo rey de los lacedemonios disuadiendo a estos de
declarar guerra a los atenienses.


Cuando los lacedemonios oyeron las querellas de sus aliados los
corintios contra los atenienses, y las razones y disculpas de estos,
mandáronles salir fuera del Senado, y consultaron entre sí mismos lo
que deberían proveer al presente. Muchos fueron de parecer que los
atenienses habían sido los culpados, injuriando a la otra parte y que
por eso les debían declarar la guerra sin más tardanza. Entonces el rey
Arquidamo, reputado por hombre muy sabio y prudente: se levantó y habló
de esta manera:

«Tengo práctica y experiencia de muchas guerras, varones lacedemonios,
y veo que algunos de vosotros contáis tal edad que podéis haber estado
en ellas, de lo cual deduzco que ninguno por no ser práctico y por
poco saber codicie la guerra, como sucede a muchos por no haberla
experimentado, ni mucho menos la tenéis por buena ni por segura. Pero
si alguno quisiere pensar y considerar con razón y prudencia esta
guerra, sobre que vosotros consultáis al presente, hallara que no es
de pequeña importancia. Contra los peloponesios y contra las otras
gentes vecinas y comarcanas de nuestra ciudad, nuestras fuerzas serían
iguales a las suyas, y bastantes para que pronto pudiésemos salir a
hacerles guerra; pero contra hombres que habitan en tierras lejanas,
muy diestros y experimentados en la mar, y muy provistos y abastecidos
de todas las cosas necesarias, es decir, de bienes y riquezas en común
y en particular, barcos, caballos, armas y gente de guerra más que en
ningún otro lugar de toda Grecia, y además de muchos amigos y aliados
que tienen por súbditos y tributarios ¿cómo o por qué vía debemos tomar
la guerra contra ellos, o con qué confianza, viéndonos desprovistos
de todas las cosas necesarias para acometerles pronto? ¿Por ventura
les atacaremos por mar? Ellos tienen muchos más barcos que nosotros, y
para aprestar armada contra ellos, es menester tiempo. ¿Por ventura con
dinero? En esto su ventaja es mayor, porque ni lo tenemos en común, ni
medio para poderlo haber de los particulares.

»Si alguno dice que en armas y en multitud de gente les llevamos
ventaja, para que, entrando en su tierra, les podamos hacer mal, a esto
respondo que tienen otra mayor tierra que la suya, la cual dominan,
y que por mar podrán traer todas las cosas necesarias. Si intentamos
hacer que sus súbditos y aliados se les rebelen, será menester socorrer
a estos rebeldes con naves, porque la mayor parte habitan en islas.
Luego ¿qué guerra será la nuestra? Que si no les sobrepujamos en armada
o no les quitamos las rentas con que entretienen y mantienen la suya,
más daño haremos a nosotros que a ellos con la guerra. Cuanto más
que tampoco nos será honroso apartarnos de ella entonces, habiendo
sido los primeros en empezarla. Ni tengamos esperanzas que se acabará
pronto, habiéndoles destruido y talado sus tierras: porque por esto
mismo debemos temer, que la dejaremos mayor para adelante a nuestros
hijos y descendientes, que no es de creer que los atenienses son de tan
poco ánimo, que por ver su tierra destruida, se rindan a nosotros o se
espanten de la guerra como hombres poco experimentados.

»Ni tampoco soy tan simple que os mande y aconseje que dejéis maltratar
y ultrajar a vuestros amigos y aliados, y que no curéis de castigar
aquellos que os traman asechanzas y traiciones. Solamente digo que no
toméis en seguida las armas, y que enviéis primero a ellos vuestras
quejas y agravios para que os desagravien conforme a razón, no
declarándoles de pronto la guerra, sino mostrándoles que no sufriréis
injurias, y que antes acudiréis a la guerra que permitirlas. Y
entretanto, tendréis tiempo de preparar las cosas y de reunir nuestros
amigos y aliados, así griegos como bárbaros, los que pudieren ayudarnos
con barcos o con dinero; pues a la verdad es lícito a todos aquellos
que son ultrajados por asechanzas y traiciones, como lo somos nosotros
de los atenienses, tomar en su amistad y alianza, no solamente a los
griegos, sino también a los bárbaros, para que les ayuden a guardar y
conservar su estado; y por este medio podremos ejercitar nuestra gente
y proveernos de vituallas y otras cosas necesarias.

»Si quisieren oír nuestra demanda, harto bien será, y si no, habrán ya
pasado en estos negocios dos o tres años, y en este espacio de tiempo
estando nosotros más apercibidos les podremos hacer la guerra mucho
mejor y con menor peligro. Cuando vieren que nuestros aprestos de
guerra se acomodan a las razones que les damos y que son bastante para
poner en ejecución lo que de palabra les exponemos, se inclinarán más
a otorgar nuestra demanda, teniendo aún salva su tierra, y viendo que
las cosas que de presente poseen no están robadas ni destruidas por
sus enemigos. Ni debéis pensar que estando sus tierras salvas, bajo su
poder y entre sus manos, las tenéis tan ciertas como si las tuvieseis
en rehenes, y tanto más ciertas cuanto estuvieren mejor labradas, pues
por esta razón nos debemos guardar más de destruirlas, para que no
desesperen y acometan por donde nunca pueden ser vencidos. Si ahora
estando desapercibidos como estamos, queremos destruir sus tierras
solamente por inducirnos nuestros amigos y aliados los peloponesios
y por satisfacer su apetito y querellas, es de temer que antes les
hagamos más mal que bien a los mismos peloponesios, y que en adelante
redunde en su daño y deshonra; porque las diferencias y querellas,
ora sean públicas, ora particulares, se pueden componer y apaciguar,
mas la guerra que una vez comenzáramos todos en general por causa de
algunos particulares, no se sabe en qué ha de parar, ni si fácilmente
la podremos dejar con honra. Si le pareciere a alguno ser cobardía
que muchas ciudades juntas no osen acometer de pronto a una sola,
sepa que los atenienses también tienen sus amigos y aliados no menos
que nosotros, y aun tributarios, que les proveen de dinero, lo que no
hacen los nuestros. La guerra consiste no solamente en las armas, sino
también en el dinero, por medio del cual las armas pueden ser útiles
y muy provechosas: que si no hay dinero para los gastos por demás son
las gentes de guerra, y las armas, no habiendo con qué entretenerlas y
sustentarlas, mayormente hombres mediterráneos de tierra firme, como
somos nosotros, contra los de mar. Conviene, pues, ante todas cosas
que nos proveamos de lo necesario para los gastos, y no nos movamos de
ligero por las palabras de nuestros aliados y compañeros; pues, a la
verdad, así como el bien o mal que nos viniere en su mayor parte se nos
atribuirá antes que a ellos, así también debemos considerar despacio
el fin que podrán tener las cosas. Y no debéis tener vergüenza ninguna
por la tardanza y dilación de que nos acusan, porque si os apresuráis
a comenzar la guerra antes que estéis apercibidos para ella, tened
por cierto que la acabaréis más tarde. Nuestra ciudad ha sido siempre
tenida y estimada de todos por gloriosa, franca y muy libre, y esta
dilación y tardanza se nos atribuirá a prudencia y constancia, por las
cuales solo nosotros, entre todas las naciones, ni nos ensoberbecemos
con la prosperidad, ni con la adversidad desmayamos. Ni hinchados con
el deleite de vanagloria por las loas de otros nos movemos de ligero
a emprender cosas difíciles, ni tampoco porque alguno nos acuse con
saña seremos inducidos a pesar ni tristeza, sino que mediante nuestra
modestia y templanza somos belicosos, y cuerdos, y avisados. Belicosos,
porque de la modestia nace la vergüenza y el temor de la honra, y de
esta nace la magnanimidad; cuerdos y avisados, porque desde nuestra
niñez fuimos enseñados a serlo; que de necios es menospreciar las
leyes, y de cuerdos obedecerlas, aunque traigan dificultad y aspereza
consigo.

»Además, no nos desvelamos como otros por cosas de poco provecho, es
a saber, por grandes arengas y palabras atildadas para vituperar y
denostar las fuerzas y aparatos de guerra de los enemigos, y persuadir
que se comience la guerra pronto, como si no hubiese en esto más que
hacer; antes cuidamos de que los pensamientos de nuestros vecinos estén
muy cercanos de los nuestros; que los casos y fortunas de guerra no
dependen de lindas palabras. Por tanto, siempre nos aprestamos, con
obras más que con palabras contra nuestros adversarios, como contra
aquellos que están bien provistos de consejo; y no tengamos nuestra
esperanza en que por sus yerros han de valer nuestras cosas, antes
presumamos que ellos podrán también y tan seguramente proveer sus
negocios como nosotros los nuestros. Ni tampoco debemos pensar que hay
gran diferencia de un hombre a otro: sino que es más sabio y discreto
aquel que muestra su saber en tiempo de necesidad. Así, pues, varones
lacedemonios, guardad esta forma de vivir que os enseñaron vuestros
mayores y antepasados, pues siguiéndola siempre fuimos aprovechando
de bien en mejor. Y no os dejéis persuadir de que en un momento
debáis consultar y determinar de las vidas y haciendas de muchos, y
de la honra y gloria de muchas ciudades; antes al contrario, tratemos
despacio de aquello que no es lícito tratar más que a todos por
nuestras fuerzas y poder. Enviad vuestra embajada a los atenienses
sobre lo que demandan los potidenses, haciéndoles declarar estas
querellas e injurias que pretenden los otros aliados, tanto más que
ellos ofrecen acudir a juicio, y los que esto prometen están en su
derecho, no pudiendo ir contra ellos como contra culpados. Entretanto,
preparad lo necesario para la guerra. Haciéndolo así usaréis de buen
consejo, y a la vez pondréis temor y espanto a vuestros enemigos.»




X.

Discurso del éforo Estenelaidas por el cual se determinó la guerra
contra los atenienses.


Con esto acabó Arquidamo su razonamiento, y después de hablar otros
muchos se levantó el último de todos Estenelaidas, uno de los éforos, y
habló a los lacedemonios de esta manera:

«Verdaderamente, varones lacedemonios, yo no puedo entender lo que
quieren decir los atenienses en las muchas y largas razones que
aquí han expuesto, pues no han hecho otra cosa sino alabarse y
engrandecerse, y publicar sus hazañas, sin dar excusa alguna de las
injurias y ultrajes que han hecho a nuestros amigos y aliados, y a toda
la tierra del Peloponeso. Pues si ellos fueron algún tiempo buenos
contra los medos como dicen, y ahora son malos con nosotros, dignos son
de doblada pena, porque de buenos se han vuelto malos. Por lo que a
nosotros toca, y también a aquellos que son como nosotros, ciertamente
somos ahora como fuimos entonces, y por esto, si somos cuerdos, no
debemos permitir que nuestros amigos y aliados sean los injuriados
ni ultrajados, sino aumentar su número, ayudarles y socorrerles sin
dilación alguna, pues tampoco la tienen los otros en hacerles mal y
daño. Y si los otros tienen más dinero, más barcos, y más caballos que
nosotros, nosotros tenemos buenos y esforzados amigos y compañeros,
y tales que no merecen ser desamparados y dejados en manos y poder
de los atenienses: ni esperemos a determinar sus causas y querellas
por pleitos ni por palabras, pues han sido injuriados por obras,
debiéndoles vengar pronto y con todas nuestras fuerzas. No es menester
que ninguno nos enseñe lo que debemos consultar y determinar en este
caso, pues nosotros somos los injuriados. Los que deben gastar tiempo
en largas consultas son quienes quieren injuriar y ultrajar a los
otros. Por tanto, varones lacedemonios, determinad por vuestros votos
como acostumbráis, y declarad la guerra a los atenienses según conviene
a la dignidad y reputación de vuestra tierra de Esparta: no dejando que
los atenienses crezcan y se hagan mayores en fuerzas, ni desamparando a
vuestros amigos y aliados: antes con la ayuda de los dioses tomemos las
armas y vayamos contra aquellos que nos han injuriado.»

Cuando Estenelaidas acabó su discurso, propuso la votación por ser
éforo al consejo de los lacedemonios, donde se acercaban los más, y
había más voces, porque la costumbre de los lacedemonios es votar
en alta voz. Siendo grande el clamor y vocear entre ellos por la
diversidad de pareceres, dijo que no podía entender a cual parte
se inclinaban las más voces y el mayor clamor. Y queriendo que más
claramente mostrasen su parecer, por animarles más a la guerra, habló
así:

«Los que de vosotros, lacedemonios, fueren de opinión y declararen que
las confederaciones han sido rotas, y que los atenienses nos han hecho
injuria, levántense, y pasen a aquella parte (mostrándoles con el dedo
un lugar señalado en el Senado); y los que fueren de contraria opinión,
pasen a la otra.»

Todos se levantaron y se repartieron en los dos lugares: y fueron
hallados muchos más en número los que eran de parecer que las
confederaciones y alianzas habían sido rotas y que debían declarar
la guerra, que los otros. Esto así hecho, los lacedemonios mandaron
llamar a los amigos y aliados, y dijéronles que eran de parecer que
los atenienses habían hecho la injuria, pero que querían también tener
el voto de todos los compañeros y aliados, para que de común acuerdo
y parecer de todos se hiciese la guerra. Y acabado esto, los aliados
y compañeros volvieron a sus casas para consultarlo con sus ciudades;
y lo mismo hicieron los embajadores de los atenienses, después que
tuvieron respuesta del Senado de aquello para que fueron enviados.

Este decreto del consejo de los lacedemonios, en que se determinó que
las alianzas y confederaciones habían sido rotas, fue hecho y publicado
el año catorce después de las treguas que se hicieron por treinta años,
acabada la guerra de Eubea. Impulsó a los lacedemonios a hacer este
decreto, no tanto el influjo de los aliados y compañeros, cuanto el
temor de que los atenienses creciesen en fuerzas y poder, viendo que la
mayor parte de Grecia estaba ya sujeta a ellos. Porque los atenienses
acrecentaron su poder de la manera siguiente:




XI.

De cómo los atenienses, después de la guerra con los medos,
reedificaron su ciudad y principió su dominación en Grecia.


Después que los medos partieron de Europa, vencidos por mar y tierra
por los griegos, y después que aquellos que se escaparon por mar
fueron muertos y destrozados junto a Mícala, Leotíquidas, rey de los
lacedemonios, que era caudillo de los griegos en aquella jornada de
Mícala, volvió a su casa con los griegos del Peloponeso que iban a sus
órdenes. Mas los atenienses, con los de Jonia y los del Helesponto, que
ya se habían rebelado y apartado del rey, se quedaron atrás y cercaron
la ciudad de Sesto, que tenían en su poder los medos, quienes la
abandonaron, tomándola los atenienses e invernando en ella.

Pasado el invierno, los atenienses partieron, navegando desde el
estrecho mar del Helesponto, ya que los bárbaros medos habían salido
de aquella tierra, y vinieron derechamente a las ciudades, donde
habían dejado sus hijos y mujeres, y bienes muebles en guarda al
comienzo de la guerra, y con ellos regresaron a la ciudad de Atenas,
la reedificaron y repararon los muros que estaban casi todos derribados
y arruinados, y lo mismo las casas que también estaban caídas las más,
excepto algunas pocas que los principales de los bárbaros persas habían
dejado enteras para alojarse en ellas.

Sabido esto por los lacedemonios, determinaron enviarles sus
embajadores para impedírselo, así porque sufrían mal que ellos ni otros
ningunos griegos tuviesen sus villas y ciudades cercadas de muros, como
a instancia y por instigación de los aliados y compañeros, que también
les pesaba esto, porque temían el poder de los atenienses, viendo que
tenían más número de barcos que al comienzo de la guerra de los medos,
y también porque después de esta guerra habían cobrado más ánimo y
osadía que antes.

Los embajadores de los lacedemonios les exigieron que no reparasen
sus muros, sino que mandasen derribar todos los de las otras villas,
que estaban fuera de tierra del Peloponeso, y habían quedado sanos y
enteros. Mas no les declararon la causa que les movía a esta exigencia,
antes les dijeron que lo hacían por temor de que si reparaban sus muros
y los bárbaros volvían, tendrían estos grandes fuerzas y guardas,
desde donde seguros pudiesen hacerles guerra, como les hacían al
presente desde la ciudad de Tebas, que ellos tenían fortalecida.
Porque el Peloponeso era una guarida y defensa bastante para todos
los griegos para que desde allí pudiesen salir sin peligro contra los
enemigos. Cuando los atenienses oyeron la embajada de los lacedemonios,
respondiéronles que ellos enviarían en breve sus embajadores a
Lacedemonia para darles satisfacción; y con esto los despidieron por
consejo de Temístocles, el cual les dijo que enviasen a él delante
a Lacedemonia, y tras él enviasen otros embajadores sus compañeros,
los cuales se detuviesen en la ciudad hasta tanto que levantasen sus
murallas tan altas que fuesen bastantes para que desde ellas pudiesen
pelear y defenderse de sus enemigos caso necesario; y para esta obra
hicieron trabajar a todos los del pueblo, así hombres como mujeres,
grandes y pequeños, tomando la piedra, y los otros materiales de los
edificios, donde la hallaban más a mano, ora fuesen públicos, ora de
particulares. Y cuando les hubo enseñado esto, y aconsejado otras
cosas que tenían intención de hacer allí, partió para Lacedemonia, y
al llegar a la ciudad, estuvo muchos días sin presentarse al Senado,
alegando excusas y achaques. Si alguno de los que tenían cargos le
encontraba por la calle y le preguntaba por qué no entraba en el
Senado, decíale que esperaba a los otros embajadores sus compañeros,
que pensaba que debían estar ocupados en alguna cosa, y creía que
vendrían pronto, maravillándose mucho de que no hubiesen llegado ya;
cuantos le oían hablar así, daban crédito a Temístocles por la amistad
que con él tenían. Llegaban entretanto diariamente a la ciudad de
Lacedemonia algunas gentes que venían de Atenas, y decían cómo se
labraban los muros de la ciudad, y que ya estaban muy altos, siendo
preciso creerles. Temístocles vio que ya no podría disimularlo más,
y rogoles que no creyeran las palabras que oían, sino que enviasen
algunos de los suyos, hombres de fe y crédito, que lo viesen por sí
mismos e hiciesen verdadera relación de lo que pasaba. Así lo hicieron.

Por otra parte, Temístocles envió secretamente aviso a los atenienses
que detuviesen a los que enviaban los lacedemonios y no los dejasen
partir hasta que él volviera. Entretanto llegaron a Lacedemonia los
otros embajadores sus compañeros, que eran Abrónico, hijo de Lisicles,
y Arístides, hijo de Lisímaco, los cuales le dijeron que ya las
murallas de Atenas estaban bien altas, y en términos que se podían
defender. Temían que cuando los lacedemonios supiesen la verdad de
lo ocurrido, no les dejasen partir. Y como los atenienses detuviesen
a los mensajeros enviados por los lacedemonios, según les aconsejó
Temístocles, este fue derecho al Senado de los lacedemonios, y les dijo
claramente que ya su ciudad estaba tan bien fortalecida de muros, que
era bastante para guardar a los moradores; y que si los lacedemonios
o sus aliados querían en adelante enviar embajadores a Atenas, verían
a gentes que sabían y entendían lo que cumplía así a ellos como a
su república; que cuando les pareciese ser mejor dejar la ciudad y
entrar en las naves, mostrarían tener corazón y osadía para ello sin
tomar consejo de otro. Y, por tanto, en todos los otros negocios que
requiriesen consejo, no tenían necesidad de parecer ajeno. Que por
ahora les convenía que su ciudad estuviese bien cercada de murallas,
así por el bien de todos los ciudadanos, como por el provecho de todos
los compañeros y aliados, porque era imposible que aquellos, cuya
ciudad no estaba tan abastecida de fuerzas como las otras para hacer
resistencia al enemigo, pudiesen igualmente consultar y determinar en
las cosas del bien público. Por tanto, que era necesario, o que todas
las ciudades de los compañeros y confederados estuviesen sin muros, o
que los lacedemonios confesasen que las murallas de Atenas habían sido
bien hechas y conforme a razón.

Cuando los lacedemonios oyeron estas razones no mostraron señal
manifiesta de ira contra los atenienses, cuanto más que ellos no
habían enviado sus embajadores a Atenas para estorbarles claramente
que alzasen sus muros, sino para que consultasen primero sobre ello, y
se adoptase el común parecer, porque los tenían por amigos, sobre todo
después de la ayuda que les dieron contra los medos. Pero al fin les
pesaba en secreto haber sido engañados.

Volvieron, pues, a sus casas los embajadores de ambas ciudades, sin
echarse culpa alguna. Y de esta manera circundaron los atenienses su
ciudad de muros en breve tiempo, los cuales bien parece haber sido
hechos con gran prisa, pues los cimientos y fundamentos son de diversa
clase de piedras; en algunos lugares no están sentadas igualmente,
sino como acaso las hallaban, y muchas de ellas parecen traídas de
sepulturas y monumentos. El circuito de la muralla es mucho mayor
que la proporción de la ciudad, por lo cual tomaban materiales de
todas partes. Persuadió Temístocles además a los atenienses de que
acabasen la cerca del Pireo que tenían comenzada desde el año que él
fuera gobernador[18] de la ciudad, diciendo que aquel lugar era muy
a propósito por tener en sí tres puertos naturales; y que juntamente
con esto, aprendiendo los ciudadanos la práctica de la navegación,
se hacían más poderosos por mar y por tierra. Por esta causa fue el
primero que osó decir que podían apoderarse de la mar, y que la debían
dominar. Así lo comenzó a mandar, y por su consejo se hizo el lienzo
de la muralla que cerca al Pireo, tal cual le vemos, tan fuerte y tan
ancho, que pueden pasar dos carros cargados de piedra por dentro; y ni
tiene cal ni arena, sino muy grandes piedras trabadas por de fuera con
hierro plomado. No llegó a levantarse más que la mitad de la altura
que él había ordenado, la cual era tal que, acabada, corto número de
hombres, sin ser experimentados en guerras, la pudieran defender de
numerosa armada; y los otros servir para entrar en las naves y combatir
por mar. Sus proyectos referíanse principalmente a las cosas de mar,
porque entendía a mi parecer que si los medos volvían a hacer la guerra
a Grecia, vendrían más pronto y tendrían más fácil la entrada por
mar que por tierra. Por tanto pensaba que era más conveniente tener
fortificado el puerto del Pireo, que la ciudad alta[19] y muchas veces
aconsejaba a los atenienses que si fuesen apremiados por tierra, se
metiesen en este puerto, y por mar resistiesen a todos.

De esta manera los atenienses fortificaron su ciudad y su puerto con
nuevos muros después de la partida de los medos.

Poco tiempo después el lacedemonio Pausanias, hijo de Cleómbroto, y
capitán de los griegos, partió del Peloponeso con grandes barcos,
y con él fueron otras treinta naves de los atenienses, sin contar
otras muchas de los compañeros y aliados, y todos juntos entraron
por tierra de Chipre, donde tomaron muchas villas y ciudades. Desde
allí se dirigieron a Bizancio, ciudad que poseían aún los medos, y la
cercaron y tomaron por fuerza, llevando por capitán al mismo Pausanias.
Mas porque este se mostraba altivo y áspero para con los compañeros
y aliados, todos los otros griegos, y principalmente los jonios y
aquellos que nuevamente habían sido libertados del poder de los medos,
les pesaba en gran manera ir con él, y no le podían sufrir. Rogaron a
los atenienses que fuesen sus caudillos, pues eran sus deudos, y no
permitiesen que Pausanias les maltratase. Los atenienses escucharon
estas razones de buen grado, y aguardaban ocasión y oportunidad para
poderlo hacer más a salvo.

En esto los lacedemonios mandaron llamar a Pausanias para que diese
razón de lo que le acusaban: porque todos los griegos que venían se
quejaban de su injusticia, diciendo que se mostraba más bien tirano
que caudillo. Llamado Pausanias, los otros griegos, confederados, por
el odio que le tenían, se sometieron a los atenienses, para que los
dirigiesen, excepto los del Peloponeso. Llegó Pausanias a Lacedemonia,
fue corregido y convencido de algunos delitos contra particulares; pero
al fin le absolvieron de los públicos y más grandes crímenes, porque le
acusaban de haber tenido tratos con los medos, y esto se lo probaron
manifiestamente, por lo cual no le devolvieron el mando, sino que en su
lugar enviaron a Dorcis y algunos otros capitanes con pequeño ejército,
que al llegar al campamento y ver la gente de guerra que Dorcis no
les mandaba a su gusto, se fueron y le dejaron. Los lacedemonios no
quisieron enviarles más capitanes, temiendo que fuesen peores que los
primeros, según lo habían experimentado en Pausanias. Además deseaban
verse libres de aquella guerra contra los medos, y dejar el cargo a los
atenienses, que les parecían bastantes para ser sus caudillos y amigos
en aquel tiempo.

Al tomar los atenienses el mando de los griegos, con voluntad de los
compañeros y aliados, por el odio que tenían a Pausanias, impusieron
a cada una de las ciudades confederadas cierto tributo de barcos y
dinero para la guerra, so color de los gastos que habían hecho en ella.
Entonces crearon por vez primera tesoreros y receptores para cobrar y
recibir el dinero. Este fue el primer tributo pedido a Grecia que sumó
cuatrocientos sesenta talentos.[20]

La guarda del tesoro estaba en la isla de Delos, en el templo, donde
hacían sus sínodos y asambleas los confederados y aliados. Allí elegían
al principio sus caudillos y capitanes que obedecían sus leyes y eran
llamados y consultados en los negocios de guerra.




XII.

Guerras que los atenienses tuvieron desde la de con los medos hasta la
presente, así contra los bárbaros como contra los griegos, acrecentando
con ellas su imperio y señorío.


Este grado de mando y autoridad sobre los griegos lograron los
atenienses con ocasión de la guerra de los medos, y por el deseo que
tenían de emprender cosas grandes. Mas después de aquella guerra hasta
la presente, realizaron famosos hechos, así contra los bárbaros, como
contra aquellos aliados y confederados que querían hacer novedades, y
contra los peloponesios, que les contradecían y estorbaban a cada paso.

Refiero todo esto saliendo fuera de mi propósito, porque todos los
historiadores que antes de mí escribieron, han dejado de contarlo,
haciendo solamente mención de las cosas que pasaron antes de la guerra
de los medos, o en ella. Helánico dice algo en su historia de Atenas,
brevemente, sin distinguir los tiempos por su orden. Así, pues,
pareciome cosa conveniente poner aquí este relato y por él se podrá
saber y entender de qué manera fue fundado y establecido el imperio y
señorío de los atenienses.

Primeramente, siendo su capitán Cimón, hijo de Milcíades, tomaron
y saquearon la ciudad de Eyón, que está asentada en la ribera del
Estrimón, y que poseían los medos. Después tomaron y sometieron la
isla de Esciros, en el mar Egeo, de donde expulsaron a los dólopes
que la poseían y la poblaron con gente suya. Después hicieron guerra
a los caristios, y a otros de la isla Eubea, que andando el tiempo
se la dieron por tratos; y tras estos a los naxios que se les habían
rebelado y que, conquistados por fuerza, fueron los primeros de las
ciudades confederadas que los atenienses redujeron a servidumbre
contra el tenor y forma de la alianza. Lo semejante hicieron después
con otras ciudades que también se rebelaron. A esto dieron causa
muchas de aquellas gentes por no entregar algunas veces el número de
navíos que les pedían o no pagar el tributo que les habían impuesto,
o ausentarse de la armada sin licencia, y por esto los atenienses los
obligaban a ello y los castigaban muy rigurosamente, agraviándose ellos
en gran manera, por no estar acostumbrados a esta sujeción, y también
porque veían que los atenienses se hacían más señores, y usaban de
más autoridad que habían acostumbrado, no haciéndose la guerra por
igual de ambas partes, porque los atenienses tenían el mando y poder
para obligar y compeler a aquellos que faltasen en algo. Los mismos
obligados tenían la culpa de ello, pues por pereza de ir a la guerra o
por no dejar sus casas algunos concertaban dar dinero en lugar de los
navíos que debían dar, y así el poder de los atenienses se aumentaba
por mar, y ellos quedaban totalmente faltos y despojados de navíos, de
suerte que cuando después se querían rebelar, se hallaban desprovistos
de todas cosas y no podían resistir.

Después de esto, los atenienses y sus confederados hicieron la guerra
contra los medos, y en un día alcanzaron dos victorias, una por
tierra junto a la ribera de Eurimedonte, que está en la región de
Panfilia, y otra por mar allí cerca, llevando por su capitán a Cimón.
En la cual batalla naval fueron, o tomadas o desbaratadas, todas las
naves y galeras de los fenicios en número de doscientas. Poco tiempo
después, los tasios se rebelaron contra los atenienses porque los
tasios hacían la feria de sus mercaderías, y principalmente del metal,
en tierra de Tracia, que estaba de la otra parte del mar, frente a la
suya. Los atenienses enviaron contra ellos su armada, que desbarató
la de los tasios, y después salieron a tierra y cercaron la ciudad.
En este mismo tiempo enviaron los atenienses diez mil moradores, así
de sus ciudadanos como de los aliados y confederados, a tierra del
Estrimón para poblar de su gente la villa que entonces era llamada
Nueve Caminos, y al presente se nombra Anfípolis, lanzando de ella
a los edonios que la poseían. Mas después de entrar los atenienses
más adelante por tierra en la región de Tracia, fueron muertos y
desbaratados junto a Drabesco por los tracios, moradores de la
tierra, en venganza de que la ciudad de Nueve Caminos fuese tomada
y maltratada. Entretanto los tasios, que fueron vencidos por mar y
estaban cercados de los atenienses, según he dicho, enviaron a pedir
ayuda a los lacedemonios, rogándoles que entrasen en tierra de los
atenienses para obligarles a levantar el cerco, e ir a socorrerla. Lo
prometieron los lacedemonios y de hecho lo hubieran cumplido, a no
ser por un terremoto que sobrevino en su tierra, no osando por ello
emprender aquella guerra.

También sucedió en este tiempo que todos los esclavos de los
lacedemonios que estaban en tierra de Turia y de Etea, huyeron a
Ítome. Estos esclavos descendían por la mayor parte de los antiguos
mesenios, llevados en cautividad, y por esto a todos se les llamaba
mesenios. Los lacedemonios comenzaron la guerra contra los de Ítome,
y esta les impidió socorrer a los tasios, que después de haber estado
mucho tiempo cercados, al cabo de tres años se entregaron a merced de
los atenienses, quienes les derrocaron las cercas y murallas de su
ciudad, les quitaron todos sus navíos, y les hicieron pagar cuanto
pudieron sacarles por entonces, imponiéndoles para lo venidero grandes
tributos. A este precio les dejaron su tierra y las minas de metales
que tenían en sus montañas. Durante este tiempo los lacedemonios
viendo que la guerra que habían comenzado contra los de Ítome iba
muy a la larga, pidieron a todos sus amigos y aliados ayuda, y entre
otros a los atenienses, porque les parecían más expertos que otros en
combatir muros y fuerzas, y que con su ayuda podrían tomar la villa que
tanto tiempo habían tenido cercada, como a la verdad hubieran hecho,
porque los atenienses les enviaron ejército, y por capitán a Cimón,
si no fuera porque los lacedemonios sospecharon de ellos, sospecha
que ocasionó después la discordia y diferencia manifiesta entre
ellos. Viendo los lacedemonios que la villa no se tomaba por fuerza,
comenzaron a recelar de los atenienses y de su afición a emprender
cosas nuevas. Dijéronles, temiendo que los de la villa tuviesen algunos
tratos o inteligencias con ellos, que ya por entonces no tenían más
necesidad de su ayuda, y los despidieron reteniendo consigo los otros
aliados y confederados. Los atenienses conociendo evidentemente que
no habían sido despedidos por la razón alegada, sino por sospecha,
tomaron esta licencia a mal, considerándola ultraje, porque sabían muy
bien que no se lo habían merecido. Por ello, cuando volvieron a Atenas
y relataron en el Senado lo que pasaba, se apartaron de la amistad y
alianza que habían hecho con los lacedemonios para la guerra contra
los medos, y se volvieron a aliar y confederar con los argivos, que
eran conocidos enemigos de los lacedemonios, y unos y otros juntamente
hicieron amistad y alianza con los tesalios.

Los que estaban dentro de Ítome viendo que no podían resistir más al
poder de los lacedemonios, y que ya estaban cansados del largo cerco
que duraba más de diez años, capitularon con condición de que saliesen
de la villa los defensores y de toda tierra del Peloponeso sin poder
volver jamás a ella, y si alguno volvía, que fuese esclavo de aquel que
le cogiera. Este concierto hicieron los lacedemonios impulsados por una
respuesta que les dio durante la guerra el oráculo de Apolo, que era
así:

      _Si en Ítome algún varón_
    _Ante el Júpiter divino_
    _Se humilla y pide perdón,_
    _Suéltenle de la prisión,_
    _Vaya libre su camino._

Echados los itomenses de su tierra con sus mujeres y familias, se
dirigieron hacia los atenienses, los cuales por el odio que habían
concebido contra los lacedemonios, los recibieron de buena gana, y los
enviaron a habitar en la isla de Naupacto, que acababan de conquistar
lanzando de ella a los locros ozolos.

Casi por este mismo tiempo los megarenses se apartaron de la alianza
de los lacedemonios y se juntaron con los atenienses a causa de que
teniendo guerra contra los corintios sobre los límites, no les dieron
ayuda, y por esta vía los atenienses fueron señores de Mégara y de la
villa de las Fuentes que ellos nombran Pegas. Fortificaron a Mégara con
una muralla fuerte que corría desde la ciudad hasta el río de Nisea,
y la guarnecieron con sus tropas. De aquí nació la primera enemistad
entre los atenienses y corintios. Sucedió también que Inaro, hijo
de Psamético, rey de los libios que habitan junto a los confines de
Egipto, juntó gruesa armada en su ciudad llamada Marea, que está sobre
el Faro, y entró por tierra de Egipto, que a la sazón estaba sujeta al
rey Artajerjes, y ora por fuerza, ora de grado atrajo a su devoción
gran parte de ella. Hecho esto se alió a los atenienses, que entonces
habían descendido a hacer guerra en la isla de Chipre con doscientos
navíos suyos y de sus compañeros y aliados y que al saber la demanda
del rey Inaro dejaron la empresa de Chipre y se fueron hacia aquellas
partes, entrando por mar en el Nilo, tomando por sorpresa las dos
partes de la ciudad de Menfis y sitiando la tercera llamada el muro
blanco, donde se habían retirado los medos y los persas escapados de
las otras dos partes juntamente con los egipcios que no se habían
rebelado.

Por otra parte los atenienses que descendieron de sus naves junto a
Halias, combatieron contra los corintios y contra los epidaurios, y
estos los vencieron, aunque poco después en una batalla naval que
tuvieron los atenienses contra los peloponesios junto a Cecrifalia,
alcanzaron la victoria, como también después habiendo comenzado la
guerra contra los eginetas en otra batalla naval junto a Egina, donde
se hallaron los aliados y confederados de ambas partes, ganaron
la victoria, echaron a fondo setenta barcos de los enemigos, y
prosiguiendo su triunfo, hicieron escala, saltaron en tierra y sitiaron
la ciudad de Egina, llevando por su capitán a Leócrates, hijo de
Estrebo.

Viendo esto los peloponesios, quisieron tomar la demanda por los
eginetas como sus aliados, y enviáronles de socorro al principio
trescientos soldados corintios y epidaurios, los cuales entraron por
los promontorios y cabo de mar de Gerania[21]. De la otra parte los
corintios con sus aliados entraron armados por tierra de Mégara,
sabiendo que los atenienses porque tenían armada en Egipto y en Egina
no podrían socorrer a todas partes, y a lo menos para defender a Mégara
tendrían que levantar el cerco de Egina. Mas como los atenienses no
moviesen su ejército de Egina, salieron de la ciudad todos aquellos
que podían tomar armas, viejos y mozos hacia Mégara, llevando por su
capitán a Mirónides, y encontráronse allí con los corintios, fue la
batalla tan reñida y tan igual, que cada cual de las partes pretendía
haber logrado la victoria. Al fin los atenienses levantaron su trofeo
en señal de vencedores por haber quedado por ellos el campo. Los
corintios que se habían retirado a su ciudad, viendo que los ancianos
los motejaban porque se habían vuelto doce días después de la batalla,
acudieron también a levantar su trofeo frente al de los enemigos; pero
los atenienses que estaban en Mégara salieron con tan grande ímpetu,
que mataron a todos los que levantaron el trofeo y ahuyentaron a los
que con ellos venían, algunos de los cuales por no saber el camino se
metieron en un campo sin salida, cercado de fosos, acorralándolos los
atenienses y matando a todos a pedradas, lo que fue gran pesar para los
corintios, aunque los demás de su gente se salvaron dentro de la villa.

Por entonces los atenienses emprendieron la obra de hacer dos grandes
murallas que comenzasen desde la ciudad, y la una llegase hasta el
puerto del Pireo, y la otra hasta el de Falero. Los focenses guerreaban
contra los dorios, que descendían de los lacedemonios, y les tenían
cercadas tres villas, Beo, Citinio y Eríneo. Cuando tomaron una de
ellas, los lacedemonios enviaron en socorro de los dorios a Nicomedes,
hijo de Cleómbroto, que a la sazón gobernaba la ciudad de Lacedemonia
en lugar de Pausanias, rey de Lacedemonia, con mil y quinientos hombres
de la tierra y cerca de diez mil de los aliados: los cuales antes de
llegar, sabiendo que los dorios habían capitulado con los corintios,
volvieron a sus casas, no sin gran temor de que los atenienses les
estorbasen el paso, porque si tomaban el camino por mar, por la parte
del golfo de Crisa, los atenienses tenían gran número de navíos, y de
la otra parte de Gerania también corrían peligro a causa de tener los
atenienses a Mégara y a las fuentes de Pegas, con hombres de guerra
y barcos, además de ser el paso difícil y estrecho, y saber que los
atenienses los estaban esperando. Parecioles, pues, buen consejo
quedarse en tierra de Beocia hasta que recibiesen noticias de cómo
podrían pasar y también por persuasión de algunos atenienses, que
procuraban mudar el gobierno popular de la ciudad de Atenas y estorbar
que se acabasen las murallas comenzadas. Pero los atenienses que
supieron la cosa, salieron al encuentro a los lacedemonios viejos y
mozos hasta número de mil, y juntaron de sus aliados y confederados
hasta catorce mil, así porque pensaban que los enemigos no sabían donde
ir, como también porque recelaban que hubiesen venido por turbarles su
estado y gobierno popular. Además acudieron en ayuda de los atenienses
fuerzas de a caballo de tesalios por la alianza que tenían con ellos;
aunque estos se pasaron a la otra parte en la batalla que se dio junto
a la villa de Tanagra en tierra de Beocia, en la cual los lacedemonios
ganaron la victoria, habiendo gran matanza de ambas partes.

Después de estas victorias, los lacedemonios entraron en tierra de
Mégara y talaron todos los árboles, encaminándose después a Gerania,
y por el istmo del Peloponeso volvieron a sus casas. Setenta y
dos días después de la batalla perdida volvieron los atenienses con
gran poder a tierra de Beocia, llevando por su capitán a Mirónides y
vencieron a los beocios junto a Enófita, apoderándose de toda la tierra
de Beocia y de Fócide, derribando los muros de Tanagra, y tomando
rehenes de los locros opuntios más ricos.

Acabaron de hacer en este tiempo las dos murallas que habían comenzado
en Atenas, que llegaban hasta los dos puertos, según dejo dicho.

Pasado esto los eginetas, no pudiendo sufrir más el cerco de tantos
días, capitularon con los atenienses a condición de derrocar todos los
muros de su ciudad, dar todos sus navíos y pagar ciertos tributos todos
los años.

De allí se fueron los atenienses navegando en torno del Peloponeso,
al mando de Tólmides, hijo de Tolmeo, quemaron las atarazanas de los
lacedemonios, y tomaron la villa de Calcis, que era de los corintios.
Hecho esto saltaron en tierra, pelearon con los sicionios, que habían
acudido contra ellos, y los vencieron.

Todas estas cosas las hicieron en Grecia los atenienses mientras tenían
su armada en Egipto, donde tuvieron muchas y diversas aventuras de
guerra. Primeramente el rey de Persia, cuando supo su llegada a Egipto,
envió un capitán de nación persa, llamado Megabazo, a Lacedemonia con
gran suma de dinero para persuadir a los lacedemonios a que entrasen
con armas en tierra de Atenas a fin de apartar de Egipto a los
atenienses. Megabazo gastó inútilmente parte del dinero, y viendo que
no hacía nada, se fue con el resto a Egipto. El rey envió otro capitán
nombrado Megabizo, hijo del persa Zópiro, a Egipto con numerosa armada,
que al llegar libró gran batalla contra los egipcios rebelados y contra
sus aliados, en la cual fueron vencidos los griegos que estaban dentro
de la ciudad de Menfis, lanzados de ella y encerrados en la isla de
Prosopitis, que está en la ribera del Nilo. Allí los tuvo cercados
año y medio, y entretanto atajó y tomó el agua por una parte de la
isla, de manera que las naves de los atenienses quedaron en seco, y la
isla se juntó con tierra firme. Hecho esto Megabizo, a pie seco entró
con su gente, y rompió y desbarató a los atenienses. De esta suerte,
cuanto los atenienses habían hecho en tierra de Egipto por espacio
de seis años lo perdieron de una vez y juntamente la mayor parte de
su gente. El resto, que fueron bien pocos, se salvó por tierra de
Libia, y vinieron a embarcarse a Cirene. La tierra de Egipto volvió a
la obediencia del rey de Media, excepto aquella parte donde reinaba
Amirteo, por ser toda lagunas y florestas, y también porque las gentes
de esta región son muy belicosas. Inaro, rey de los libios, causante
de esta rebelión, fue preso a traición y después ahorcado. Cincuenta
galeras que los atenienses enviaban con socorro a los suyos a Egipto,
arribaron a una boca del río Nilo llamada Mendes, y allí desembarcaron
los hombres de guerra no sabiendo la derrota de su gente. Acometidos
por la parte de tierra por la infantería de los fenicios que allí
estaba, y de la del mar por los trirremes de los mismos, la mayor parte
de los suyos fueron echados a fondo, y los otros se escaparon huyendo a
fuerza de remos. Este fin tuvo aquella grande empresa y numerosa armada
de los atenienses y de sus aliados y confederados en Egipto.

Después de estos sucesos, Orestes, hijo de Equecrátidas, lanzado de
tierra de Tesalia por el rey de aquella provincia Fársalo, se acogió
a los atenienses; y tanto les persuadió, que decidieron restituirle
sus tierras. Con ayuda de los beocios y focenses, fueron a Tesalia, y
tomaron lo que era tierra firme junto la mar, y lo tenían y poseían por
fuerza de armas, sin poder pasar más adelante, porque se lo estorbaba
la gente de a caballo del rey. Viendo que no podían ganar ninguna
villa, ni plaza fuerte, ni llevar adelante su empresa, se volvieron
sin otro resultado que el de traer al mismo Orestes consigo. Después
mil atenienses, que estaban en el lugar nombrado las Fuentes de
Pegas, entraron en las naves que allí tenían, y fueron a desembarcar
en Sición, llevando por su capitán a Pericles, hijo de Jantipo; al
saltar en tierra, desbarataron una banda de soldados sicionios que
venía contra ellos. Y hecho esto, tomaron los aqueos en su compañía,
y pasaron por Acarnania para atacar a la ciudad de Eníadas, la cual
sitiaron; pero viendo que no la podían tomar se volvieron.

Tres años después atenienses y peloponesios ajustaron treguas por
otros cinco años, durante cuyo tiempo, aunque no tuviesen guerra en
Grecia, los atenienses reunieron una armada de doscientos navíos suyos,
y de los compañeros y confederados, de la cual fue caudillo Cimón, y
saltaron a tierra en la isla de Chipre. Estando allí, fueron llamados
por Amirteo, rey de las florestas de Egipto, y le enviaron a Egipto
setenta naves suyas; las demás quedaron en el cerco de la ciudad de
Citio. Estando allí, murió Cimón, su caudillo, y viéndose en gran
necesidad de vituallas, levantaron el cerco, y navegando hacia la
ciudad de Salamina, que es de Chipre, combatieron por mar y tierra
contra los fenicios y los de Chipre y Cilicia, y en ambas batallas
alcanzaron la victoria. Volvieron después a su tierra, y lo mismo
hicieron los otros navíos de su compañía, que habían ido a Egipto.

Pasado esto, los lacedemonios comenzaron la guerra llamada Sagrada, y
habiendo tomado el templo que está en Delfos, lo dejaron a los de la
villa. Mas al poco tiempo los atenienses fueron con numerosa armada, y
lo tomaron de nuevo, dándolo en guarda a los focenses.

Poco después los desterrados por los atenienses ocuparon Orcómeno y
Queronea y algunas otras villas de la Beocia; y sabiéndolo aquellos,
enviaron contra ellos mil hombres de guerra de los suyos y algunos
otros de los aliados que pudieron reunir de pronto, y por capitán a
Tólmides, hijo de Tolmeo, recobrando Queronea, y poniendo en ella
guarnición de sus soldados.

A la vuelta de allí se encontraron con los desterrados de Beocia, que
se habían juntado con los otros desterrados de Eubea, con los locros y
con algunos otros que seguían su partido: estos derrotaron y mataron a
la mayor parte de los atenienses, cogiendo a los demás prisioneros. Por
medio de estos prisioneros hicieron los atenienses sus conciertos con
los beocios, y les restituyeron su libertad. Todos los desterrados y
otros que se habían expatriado, volvieron, sabiendo que ya podían gozar
de su primera libertad.

No tardó mucho en rebelarse la isla de Eubea contra los atenienses,
y como Pericles, a quien estos enviaban con muchas fuerzas para
restituirla a su obediencia, estando ya en el camino, tuviese nuevas
de que los de Mégara se habían también rebelado y muerto la gente de
la guarnición que allí tenían los atenienses, excepto algunos que se
habían salvado en Nisea, y que además habían traído a su parcialidad
a los corintios, a los sicionios y a los epidaurios; como también
supiese que los peloponesios estaban preparándose para entrar con
grandes fuerzas en tierra de Atenas, dejó el camino que llevaba para
Eubea y volvió a Atenas. Antes de llegar, los peloponesios habían ya
entrado en territorio de Atenas, y robado y talado todos los términos
de la ciudad de Eleusis hasta el campo llamado Tría, llevando por su
capitán a Plistoanacte, hijo de Pausanias, rey de Lacedemonia. Hecho
esto, y sin pasar más adelante, regresaron a sus casas.

Los atenienses volvieron a enviar a Pericles con su armada a Eubea, y
sometió toda la isla por convenios, excepto la ciudad de Hestiea, que
tomó por fuerza, expulsando a todos los moradores, y poblándola su
gente. De regreso Pericles de esta conquista, o poco tiempo después,
se ajustaron treguas y tratos por treinta años, entre los atenienses
de una parte, y de la otra los lacedemonios y sus aliados, por medio
de los cuales los atenienses devolvieron a los peloponesios el lugar
de las Fuentes, Trecén y Acaya, que era lo que tenían ocupado del
Peloponeso. Seis años después de estos conciertos, estalló cruel guerra
entre los samios y los milesios por la ciudad de Priene; y viendo los
milesios que ellos no eran poderosos contra sus enemigos, rogaron a
los atenienses que les diesen ayuda, con consentimiento y consejo de
algunos ciudadanos de Samos, que procuraban novedades en su ciudad.

Los atenienses fueron con cuarenta barcos contra la ciudad de Samos,
la vencieron, restableciendo en ella el gobierno popular: tomaron
cincuenta mancebos y cincuenta hombres en rehenes, que depositaron en
la isla de Lemnos, pusieron su gobierno en Samos, y regresaron.

Después de su partida, algunos de los ciudadanos que no se habían
hallado en la ciudad al tiempo que los atenienses la ocuparon, porque
al saber que iban se retiraron a diversos lugares en tierra firme, por
consejo de los principales de la ciudad, hicieron alianza con Pisutnes,
hijo de Histaspes, que gobernaba a la sazón la ciudad de Sardes,
quien les envió setecientos soldados, y con ellos entraron de noche
en Samos, combatieron con los del pueblo que tenían la gobernación,
los vencieron e inmediatamente se fueron a la isla de Lemnos, sacaron
de allí sus rehenes, se rebelaron contra los atenienses, y prendieron
los gobernadores y la guarnición que estos habían dejado en Samos, los
cuales entregaron a Pisutnes. Hecho esto, prepararon su armada para ir
a Mileto, teniendo inteligencias con los bizantinos, que también se
habían rebelado contra los atenienses.

Al saber estos la rebelión de los samios, reunieron una armada de
setenta barcos para ir contra ellos, aunque de estos barcos no llegaron
más de cuarenta y cuatro a Samos, porque enviaron los demás, parte a
Caria para estorbar que los fenicios pasasen a socorrer a los de Samos,
y parte a Quíos para traer gente de guerra. Cuando estas cuarenta y
cuatro naves, que acaudillaba Pericles con otros nueve capitanes,
arribaron a la isla de Tragia y encontraron setenta navíos de los
samios, que venían de Mileto, de los cuales veinte venían cargados de
gente de guerra, los combatieron y desbarataron; y después de esta
victoria, llegándoles de refresco cuarenta navíos de socorro de Atenas
y de Lesbos, y veinticinco de Quíos, descendieron a la isla de Samos
y pusieron cerco a la ciudad, habiendo primero desbaratado una banda
de gente que había salido de la ciudad contra ellos. La cercaron por
tres partes, una por mar y dos por tierra. Ocupado en el sitio de la
plaza Pericles, le avisaron que los fenicios venían con gran número
de navíos a socorrer a los samios, y tomando sesenta de sus barcos,
que acababan de llegar, fue con toda diligencia a tierra de Cauno y de
Caria. Entretanto, de la otra parte había salido del puerto de Samos
Esteságoras con cincuenta navíos para ir a recibir a los fenicios; y
como los de Samos fueron avisados de la partida de Pericles, vinieron
por mar, con todos los navíos que pudieron juntar, a acometer el campo
de los atenienses, que no estaba muy fortificado, embistieron contra
los barcos ligeros de los atenienses que hallaron en el puerto, los
echaron a pique y vencieron en batalla naval todos los barcos que les
salieron al encuentro. De esta manera fueron señores de la mar, y por
espacio de catorce días metieron y sacaron fuera de la ciudad todo lo
que quisieron. Mas al fin de estos días volvió Pericles con los otros
navíos, y los encerró de nuevo en la villa.

Poco después recibieron gran socorro de Atenas, que fue cuarenta
barcos, capitaneados por Tucídides, Hagnón y Formión, y veinte navíos
de los confederados, cuyos capitanes eran Tlepólemo y Anticles; y de
Quíos y Lesbos llegaron treinta naves. Aunque los samios hacían algunas
escaramuzas y salidas por mar durante el cerco de la ciudad, que fue
de nueve meses, como vieran que no eran poderosos para resistir largo
tiempo, se rindieron con estas condiciones: que los muros de la ciudad
fuesen derribados, que diesen rehenes y entregasen todos sus navíos a
los atenienses, y para los gastos de la guerra pagasen una gran suma
de dinero en determinados plazos. También los bizantinos concertaron
obedecer a los atenienses, como lo solían hacer antes.

Pasado algún tiempo comenzaron las diferencias entre los de Corcira y
de Potidea, de que antes hicimos mención, y entre todos los otros que
ya dijimos, las cuales fueron ocasión de la guerra de que hablamos al
presente.

Estas son, en efecto, las guerras que los griegos tuvieron, así contra
los bárbaros como entre sí, desde que el rey Jerjes partió de Grecia
hasta el comienzo de la que ahora escribimos, por espacio de cincuenta
años, durante los cuales los atenienses aumentaron en gran manera su
imperio y poder, cosa que los lacedemonios sentían y comprendían muy
bien, pero no lo impedían, sino que vivieron lo más de este tiempo en
paz y reposo, porque no eran muy ligeros para emprender guerras, ni las
declaraban sino por necesidad, y también porque estuvieron ocupados con
guerras civiles, hasta que vieron que crecía el poder de los atenienses
más y más cada día y que maltrataban y ultrajaban a sus amigos y
aliados. Entonces determinaron no sufrirlo más y acudir a la guerra
con todas sus fuerzas para abatirles si pudiesen.

Cuando declararon por decreto que los atenienses eran quebrantadores
de la fe y alianza, y habían injuriado a sus aliados y confederados,
enviaron a Delfos para saber del oráculo de Apolo qué fin tendría
aquella guerra, y el oráculo respondió:

      _Que de cierto vencerá_
    _Quien fuere más esforzado,_
    _Y llamado y no llamado_
    _Su socorro les dará._

Habiendo acordado y determinado la guerra por consejo, llamaron de
nuevo a sus aliados y confederados a la ciudad de Lacedemonia para
consultar el negocio y determinar todos juntamente si convendría
comenzarla. Cuando llegaron los procuradores y embajadores de las
ciudades, celebraron el consejo para que habían sido llamados; y como
los otros hablasen primero culpando a los atenienses, y concluyendo que
se les debía hacer la guerra, al final hablaron los corintios, que al
principio habían hablado y rogado y persuadido a los otros confederados
que comenzasen la guerra inmediatamente contra los atenienses, temiendo
que, mientras consultaban, les tomasen estos la ciudad de Potidea.
Y saliendo en medio los últimos de todos, hicieron el razonamiento
siguiente:




XIII.

Discurso y proposición de los corintios en el Senado de los
lacedemonios ante todos los confederados y aliados para persuadirles de
la necesidad de la guerra contra los atenienses.


«Varones amigos nuestros, aliados y confederados, no hay razón para
culpar a los peloponesios, que no querían determinar la guerra contra
los atenienses, puesto que nos juntan aquí para este propósito, por lo
cual conviene a los que son caudillos y presidentes de los otros, como
lo sois vosotros, que conforme son honrados y acatados sobre todos,
tengan igual respeto a las cosas de los particulares, mirándolas como
a las públicas, para que sean bien gobernadas y tratadas. En cuanto
a lo que toca a nos y a los otros que ya nos hemos apartado de los
atenienses, no es menester que nos enseñen cómo nos debemos guardar de
ellos. Solamente nos conviene amonestar y avisar a aquellos que habitan
la tierra firme lejos de los puertos, donde se hacen las ferias y
mercados, que será bien sepan y entiendan que si ellos no dan ayuda y
socorro a los que moran en la costa, el trato y comercio de sus bienes
y mercaderías les será muy difícil, y lo mismo el retorno de aquello
que les llega por mar. No deben ser, por tanto, jueces injustos de
lo que tratamos al presente, diciendo que no les toca a ellos nada;
antes deben saber que, si no se cuidan de los moradores de la costa
y los dejan sucumbir, el peligro y daño vendrá después sobre ellos.
Atiendan que la consulta presente se hace tanto por ellos como por los
otros, y por eso no deben ser perezosos ni negligentes para emprender
esta guerra, a fin de que después puedan tener paz. Porque si es de
hombres sabios y prudentes estar quietos y no moverse, si ninguno les
injuria, así también es de buenos y animosos, cuando son injuriados,
trocar la paz por la guerra, y después de bien hechas y provistas sus
cosas volver a la amistad y concordia, no ensoberbeciéndose con la
prosperidad de la victoria en la guerra, ni por codicia de paz y reposo
sufrir las injurias. Porque todo hombre que por amar el sosiego es
perezoso para vengarse, pronto se ve privado del deleite que toma en el
descanso; y asimismo el que a menudo provoca la guerra, ensoberbecido
con la prosperidad, suele desconocerse a sí mismo, con una crueldad
y ferocidad poco segura y menos cierta, porque no hace con razón lo
que es obligado a hacer; aunque muchas veces sucede salir bien de
las empresas locas y temerarias porque los enemigos son necios, mal
aconsejados en los que emprenden, y muchas empresas que parece se
acometen con saber y discreción salen mal porque no las ejecutamos
como las propusimos y determinamos. Siempre tenemos buena y cierta
esperanza de las cosas que emprendemos; pero, al ejecutarlas, muchas
veces faltamos por miedo o por temor en la obra.

»En lo que a nosotros toca, que en gran manera hemos sido injuriados
por los atenienses, comenzaremos la guerra con buena y justa querella
y con intención de vivir en paz y sosiego después que nos hayamos
vengado. De esta guerra debemos esperar la victoria por dos razones: la
primera, porque tenemos más número de gente y mejores soldados y más
experimentados en la lucha, y la segunda, porque estamos todos unidos
y resueltos a hacer todo aquello que nos manden. Si tienen más navíos
que nosotros, supliremos esta falta con nuestro dinero particular, que
cada cual dará en la cantidad que le corresponda, y con el que tiene
el templo de Delfos y el de Olimpia, que podemos tomar prestado para
atraernos con dádivas sus marineros y aun la gente de guerra, que son
extranjeros y tienen a sueldo, lo cual no ocurrirá a nosotros, porque
somos más poderosos en gente que en dinero.

»Si logramos una victoria naval, es de creer que queden perdidos, y
cuanto más tiempo nos resistieren tanto más los nuestros se harán a
las cosas de mar y se ejercitarán en ellas, porque son más animosos, y,
ejercitados, serán más fuertes, pues la osadía que los nuestros tienen
les es natural, y los contrarios no han de adquirirla por arte ni por
doctrina. Podemos muy bien con el ejercicio aprender la habilidad
que ellos tienen, y para este negocio hallaremos indudablemente el
dinero necesario. Puesto que sus aliados no rehúsan pagarles tributo
estando en su servidumbre y sujeción, nosotros no seremos tan ruines
que rehusemos contribuir con nuestros propios bienes para vengarnos
de nuestros enemigos y salvar nuestra libertad, que si ellos lograran
quitárnosla, nos tratarían peor que antes por causa de nuestros mismos
bienes.

»También tenemos más medios para hacer la guerra que ellos, porque
haremos tratos con sus aliados y tributarios y los rebelaremos,
haciéndoles así perder la ventaja que en renta nos llevan. Podremos
destruir la tierra de donde les viene el dinero y la renta, y otras
muchas ocasiones y medios nos vendrán de que al presente no nos
acordamos, que la guerra jamás se ejecuta conforme a los medios y
aprestos que se ven al principio, sino que ella misma hace venir otros
al pensamiento, según las cosas que acontecen. Y en este caso los que
tienen buen ánimo y buen corazón están más seguros que los tristes y
temerosos.

»Cada uno de nosotros debe pensar que si tuviese cuestión y diferencia
sobre límites con sus vecinos, y fuesen tan poderosos como él, en
manera alguna sufriría ser injuriado ni ultrajado. Pues si los
atenienses ahora son bastantes y poderosos contra todos nosotros
juntos, ¿cuánto más lo serán combatiéndonos uno a uno y a cada villa
por sí? Como lo harán de seguro si no ven que nos juntamos, y de común
acuerdo y voluntad les resistimos.

»Si por acaso nos venciesen (lo cual plegue a los dioses que jamás se
oiga), tenga cada cual por seguro que el mayor daño que nos vendría
sería perder nuestra libertad y caer en servidumbre, que es cosa
abominable de oír, mayormente en el Peloponeso. Pues ¿cuánto mayor
es ver ahora tantas y tan buenas y nombradas ciudades ser de hecho
sojuzgadas y maltratadas por una sola? En lo que claramente se ve,
o que somos perezosos y negligentes, o que por temor soportamos y
sufrimos cosas indignas, no pareciéndonos ni respondiendo a la virtud
y gloria de nuestros mayores, que libertaron a Grecia de servidumbre,
pues no somos bastantes para defender nuestra libertad, y sufrimos que
una sola ciudad nos tiranice.

»Cuando hay un solo tirano en una ciudad, procuramos expulsarle, y no
consideramos que sufriendo esto incurrimos en tres grandes vicios, es a
saber: en flojedad, cobardía e imprudencia. Ni tampoco vale nada para
excusarnos de estos tres vicios decir que queréis evitar la osadía
loca que a tantos ha sido dañosa, porque esta excusa, so color de la
cual muchos han sido engañados, cuando no es miedo suele llamársela
necedad.

»Pero ¿de que sirve a nuestro propósito reprender las cosas pasadas más
largamente que el tiempo presente lo requiere? Acudamos a las de ahora
y proveamos a las venideras. Y pues aprendimos de nuestros antepasados
a adquirir la virtud por trabajo y no empeorar las costumbres, si acaso
ahora les sobrepujáis algún tanto en riquezas y poder, tanta mayor
vergüenza será para vosotros perder con vuestras riquezas lo que ellos
con pobreza ganaron y adquirieron.

»Hay además de estas otras muchas razones y ocasiones que os deben
mover y animar a hacer la guerra. La primera el oráculo de Apolo
que os ha prometido seros favorable, y con este también tendréis en
vuestra ayuda todo el resto de Grecia, parte por miedo y parte por
su provecho. No receléis ser los primeros en quebrantar la paz y
alianza que tenemos con los atenienses, pues el dios que nos amonesta
a comenzar la guerra juzga haber sido primero quebrantada por ellos.
Más cierto es que pelearemos por mantener y amparar los tratos y
confederaciones que ellos han violado y roto, que los que se defienden
no son quebrantadores de la paz, sino aquellos que comienzan la guerra
y acometen primero.

»Por todas estas razones no ha de ser aciago sino muy provechoso
emprender esta guerra. Así lo comprendéis por lo que os decimos en
público para amonestaros y persuadiros de que es necesaria para el bien
común y el particular de cada uno. No queráis, pues, dilatar la defensa
de vuestra libertad, y particularmente el dar ayuda a los de Potidea,
que son dorios de nación y están ya sitiados y cercados por los jonios,
porque si nosotros disimulamos ahora, parecerá claramente que unos
de nosotros fueron injuriados y los otros se juntaron para tratar de
vengarse y después no se atrevieron.

»Por tanto, varones amigos y confederados nuestros, conociendo la
necesidad presente y que os aconsejamos lo mejor, determinad hacer esta
guerra y no os espantéis de las dificultades de ella, antes pensad el
bien que os vendrá de la larga paz que ha de seguirla. Porque de la
guerra nace la paz, y en el reposo y descanso no estamos seguros de que
no se pueda mover guerra.

»Considerad que si sujetamos por fuerza aquella ciudad de Grecia que
quiere usurpar la tiranía sobre todas las otras, de las que ya domina
algunas, y procura dominarlas, quedaremos en paz y seguridad, y
viviremos sin peligro, y daremos libertad a los griegos que ahora están
en servidumbre.»

Y con esto los corintios acabaron su razonamiento.




XIV.

Acordada la guerra contra los atenienses por todos los del Peloponeso,
envían los lacedemonios embajadores a Atenas para tratar de algunas
cosas.


Cuando los lacedemonios oyeron los razonamientos de todas aquellas
ciudades de Grecia allí representadas, mandaron dar a los embajadores
de cada una de las ciudades mayores y menores sus piedrecillas en las
manos para que con ellas declarasen por sus votos si querían la paz
o la guerra. Todos fueron de parecer de declarar la guerra, y así lo
determinaron; mas no había medio de comenzarla entonces porque estaban
desprovistos de todas las cosas necesarias. Acordose, pues, que cada
ciudad contribuyese para ella y sin ninguna dilación en menos de
un año. En el ínterin, los lacedemonios enviaron embajadores a los
atenienses para decirles las culpas de que los acusaban a fin de tener
mejor y más justa causa de hacerles la guerra, si no se enmendaban
prontamente. Primero les pidieron que purgasen la ofensa hecha a la
diosa[22], que era la siguiente: Fue un varón llamado Cilón, noble y
poderoso, que en los juegos y contiendas que se hacían en Olimpia ganó
el prez y las joyas. Este Cilón tuvo por mujer la hija de Teágenes, que
a la sazón era señor de Mégara, y al verificarse este casamiento le fue
dada respuesta a Cilón por el oráculo de Apolo en Delfos, que cuando se
celebrase la gran fiesta de Júpiter, él tomase y ocupase la fortaleza
de Atenas. Con alguna gente de guerra de Teágenes su suegro, y con
otros sus amigos de la ciudad, que juntó cuando se celebraba la fiesta
de Olimpia en el Peloponeso, tomó la fortaleza de Atenas con intención
de hacerse señor de ella, persuadiéndose que por ser esta la mayor
fiesta de Júpiter que se hacía, y por haber ganado él otras veces en
esta misma fiesta los preces y joyas, saldría con la empresa conforme a
la profecía del oráculo de Apolo, porque no consideraba si la respuesta
se entendía de la fiesta que se celebraba en Atenas o en otra parte, ni
tampoco el oráculo lo declaró, y también los atenienses celebran todos
los años una fiesta muy solemne, en honra de Júpiter Miliquio, fuera de
la ciudad, en la cual hacen muchos sacrificios de animales figurados.
Mas Cilón que había interpretado el oráculo a su fantasía, creyendo que
hacía bien, emprendió la cosa como arriba he dicho.

Cuando los atenienses supieron que su fortaleza había sido tomada, los
que estaban en los campos se juntaron y vinieron a cercar a Cilón y a
los suyos dentro de ella. Pero porque la plaza era fuerte y se cansaban
de estar allí detenidos, la mayor parte se fueron a sus negocios y
dejaron allí nueve capitanes con número bastante de gente con encargo
de guardar, y mantener el cerco de la plaza, dándoles pleno poder de
hacer todo aquello que bien les pareciese en aquel caso para el bien de
la ciudad, y durante el sitio hicieron algunas cosas que les parecía
convenir al bien de la república. En este tiempo Cilón y su hermano
hallaron manera de salir secretamente de la fortaleza y se salvaron.
Pero los otros que habían quedado dentro, obligados por el hambre,
después de haber muerto muchos, se guarecieron en el gran altar que
está dentro de la fortaleza. Los que habían quedado en guarda del
cerco los quisieron sacar: viendo que se morían y a fin de que, por su
muerte, el templo no fuese profanado y violado, los sacaron fuera, y
los mataron. Algunos fueron muertos pasando por delante de los dioses,
y otros al pie de los altares, por lo cual todos los culpados de las
muertes y sus descendientes fueron condenados por crueles y sacrílegos
y desterrados por los atenienses, primero, y por Cleómenes, auxiliado
por los atenienses sublevados[23]. No solamente echaron de la ciudad
a los que se hallaron de estas líneas, sino que los huesos de los
difuntos los arrojaron fuera de los límites. Pasado algún tiempo,
volvieron, y al presente hay algunas casas de estas familias que los
lacedemonios pedían fuesen echadas, por saber que Pericles, hijo de
Jantipo, descendía de aquella raza por parte de su madre, esperando
que si lanzaban a este de la ciudad de Atenas, podrían después más a
su placer venir al fin deseado de su guerra contra los atenienses, y
si no le echaban, a lo menos le harían odioso al pueblo, pues creería
este que por salvar a Pericles se había en parte provocado la guerra.
Pericles era en aquel tiempo el hombre más principal de la ciudad de
Atenas y de mayor autoridad; siempre contrario a los lacedemonios, y
que persuadía a los atenienses que emprendiesen la guerra contra ellos.

A esta demanda respondieron los atenienses diciendo que los
lacedemonios purgasen también el sacrilegio de que estaban contaminados
a causa de la violencia que hicieron en el templo de Neptuno en
Ténaro. Porque, tiempo atrás, los lacedemonios habían sacado fuera del
templo de Neptuno y muerto algunos fugitivos hilotas que pedían merced,
violando así el templo, a lo cual atribuía el pueblo un gran terremoto
que poco después se sintió en la ciudad de Lacedemonia. Además pedían
los atenienses a los lacedemonios que purgasen otro sacrilegio de que
asimismo estaban contaminados, que se hizo en el templo de Palas en
Calcieco, y ocurrió de esta manera:

Después que Pausanias fue privado por los lacedemonios del mando que
tenía en Helesponto, y le ordenaron que se defendiese de los cargos
que contra él había, aunque fue absuelto de ellos, no por eso le
devolvieron el empleo. Viendo esto Pausanias salió de la ciudad de
Lacedemonia fingiendo que quería volver al Helesponto y servir en la
guerra como soldado; pero su verdadero propósito era tratar con el
rey de los medos tocante a esta guerra que él mismo había comenzado,
y después, con ayuda del rey, usurpar la tiranía y el mando sobre
toda Grecia. Para conseguir su deseo, mucho tiempo antes que le
acusaran, había ganado la gracia del rey por un singular servicio que
le hizo, y fue que, a la vuelta de Chipre, habiendo tomado la ciudad
de Bizancio, y preso a los que el rey había dejado allí de guarnición,
entre los cuales había muchos parientes, amigos y familiares del rey,
se los envió secretamente, sin dar parte a los otros capitanes, sus
compañeros, fingiendo que se le habían escapado. Y esto lo hizo por
medio de Góngilo, encargado de guardarlos, con el cual asimismo envió
al rey una carta del tenor siguiente:

  «Pausanias, general en jefe de los espartanos, al rey Jerjes, salud.
  Queriendo agradarte y ganar tu gracia, te envío los prisioneros que
  yo había cogido en buena guerra por las armas: y es mi voluntad, si
  te pluguiere, desposarme con tu hija, y poner a Esparta y a toda
  Grecia en tus manos. Lo cual pienso que podría hacer seguramente
  teniendo buena amistad e inteligencia contigo. Por tanto, si este
  negocio te agrada envía por mar alguno de los tuyos que sea hombre de
  confianza, con quien yo pueda comunicar todo mi proyecto y secreto.»

Esta carta alegró mucho a Artajerjes, y prontamente envió a Artabazo,
hijo de Farnaces, so color de darle el cargo y gobierno de la provincia
de Dascilio, que a la sazón gobernaba Megabates por el rey. Mandole
llamar antes y le dio una carta para Pausanias, que estaba en Bizancio,
sellada con su sello, y además le encomendó que tratase con Pausanias
lo más secreto que pudiese, y si le mandaba hacer alguna cosa que la
hiciese. Llegó Artabazo a la provincia de Dascilio, hizo lo que le
mandó el rey, y envió la carta a Pausanias, que decía así:

  «El rey Jerjes a Pausanias, salud: Te agradezco mucho el placer y
  buena obra que me hiciste enviándome los prisioneros que tomaste
  en Bizancio, y nunca será olvidado este favor ni por mí, ni por
  los míos. En gran manera me agradaron tus razones, y así te ruego
  que trabajes de noche y de día por poner en ejecución lo que me
  has prometido, que por mi parte no faltará ni oro, ni plata,
  ni ejércitos, donde quiera que fueren menester. Sobre lo cual
  puedes tratar seguramente con Artabazo, al que te envío para esto
  expresamente por ser hombre sabio y fiel. Y haciéndolo como dices,
  tus cosas y las mías se abrevien en nuestra honra y provecho.»

Cuando recibió esta carta, Pausanias, a quien los griegos tributaban
gran respeto por el cargo y autoridad que tenía, comenzó a engreírse
y ensoberbecerse de suerte que no se contentaba con vivir a la manera
acostumbrada de los griegos, sino que salía de Bizancio ataviado a la
moda de los medos, y andando por tierra de Tracia, llevaba soldados
medos y egipcios que le acompañaban, y se hacía servir a la mesa como
los medos.

No podía, en efecto, encubrir su corazón ni sus pensamientos,
sino que daba a entender en sus hechos lo que tenía en el ánimo.
Difícilmente concedía audiencia a los que a él llegaban, y airábase
con todos de repente, por lo que ninguno se atrevía a hablarle. Esta
fue la principal causa de que los confederados de Grecia se apartasen
de los lacedemonios y se unieran a los atenienses. Por ello los
lacedemonios le llamaron como antes se ha dicho, y cuando partió por
mar en la galera llamada _Hermíone_ sin licencia de la república,
advirtiose que hacía lo mismo que antes. Desterrado de Bizancio por los
atenienses, que la conquistaron, no volvió más a Esparta, retirándose
a unos lugares de tierra de Troya. Estando allí fueron avisados los
lacedemonios de que tenía tratos con los bárbaros, y parecioles que
no lo debían tolerar. Enviáronle un ministro de justicia con la vara
de los éforos, que llama escítala[24], mandándole que viniese con
el ministro a Esparta, so pena de rebelde y enemigo de la patria.
No queriendo parecer sospechoso, y confiando en que con dinero se
podía librar de las consecuencias de los crímenes y culpas de que le
acusaban, fue a Esparta con aquel ministro, y al llegar le aprisionaron
por orden de los éforos, a los cuales es lícito hacer esto mismo hasta
con el rey. Puesto después en libertad, presentose a juicio para
responder a la acusación que le dirigían.

En Lacedemonia, ni sus contrarios, ni toda la ciudad, hallaron motivo
aparente, ni indicio verdadero para castigarle, mayormente siendo
hombre de linaje de reyes y de gran autoridad y reputación, porque
había sido tutor de Plistarco, hijo del rey Leónidas, y en su nombre
había administrado el reino; pero la insolencia de sus costumbres y el
querer imitar la vida de los bárbaros les infundía mucha sospecha, de
que estaba en inteligencia con ellos, y tramaba alguna cosa para ser
señor y mandar entre los suyos.

Entre otras muchas cosas que había hecho contra las leyes y costumbres
de Lacedemonia, les indignaba en gran manera que, en una mesa de
alambre de tres pies que los griegos ofrecieron al templo de Apolo en
Delfos del botín cogido a los medos, había mandado esculpir el mismo
Pausanias estos versos:

      _Aquel griego capitán_
    _Que Pausanias se llamó,_
    _Ya que a los medos venció_
    _Con gran trabajo y afán_
    _Que en la guerra padeció,_
    _Por honra del dios Apolo,_
    _Aquí puso esta memoria,_
    _Aplicando su victoria_
    _Al favor de aquel dios solo._

Versos que mandaron borrar los lacedemonios, y en lugar del de
Pausanias pusieron los nombres de todas las ciudades confederadas que
se hallaron en la batalla contra los bárbaros.

Acusábanle a la vez de cosa más grave, cual era el tener tratos
secretos y conjuraciones con los hilotas o esclavos de Lacedemonia,
prometiéndoles que les daría libertad y derecho de ciudadanos si se
levantaban juntamente con él y hacían lo que les mandase. Pero ni aun
tampoco por dichos de los esclavos, según sus leyes, podían proceder
contra ningún varón lacedemonio en causa de muerte o cosa que no se
pudiese remediar, sin tener indicios ciertos e indudables. Pero un
criado, muy privado y familiar suyo, llamado Argilo, que fue el que
llevó a Artabazo las últimas cartas que Pausanias, su amo, había
escrito al rey Jerjes, descubrió la traición a los éforos. Lo hizo por
sospechas, al ver que ninguno de los otros mensajeros que Pausanias
envió a Artabazo había vuelto, por lo cual, temiendo que le ocurriese
mal también a él, mandó contrahacer el sello con que estaba sellada la
carta para poder volverla a sellar después de leerla, si no hallaba
cosa en ella de lo que él sospechaba, y también para que el mismo
Artabazo no conociese que había sido abierta. Leyola, y halló, entre
otras razones, aquello que temía, y era que Pausanias decía a Artabazo
que le matase. Visto esto, llevó la carta a los éforos, los cuales se
convencieron de la traición.

Para más justificación suya, y por saber mejor la verdad, quisieron
oírla de boca del mismo Pausanias, y usaron de esta estratagema:
hicieron que el criado fuera a acogerse al templo de Ténaro como hombre
que ha ofendido a su señor y se quiere librar en sagrado, y se le hizo
saber a Pausanias para que fuera allí a hablar con él, lo cual hizo.
Dos de los éforos se habían escondido en un sitio secreto, de manera
que podían bien oír y entender lo que Pausanias y el criado hablaban
sin ser sentidos. Cuando Pausanias fue donde estaba su criado y le
preguntó la causa por que se había acogido allí, le declaró que había
abierto la carta, y le dijo todo lo que contenía, quejándose de que
en ella le mandase matar, pues en todos los tratos que había tenido
con el rey Jerjes había confiado en él, y nunca le faltó. Parecíale,
pues, cosa fuera de razón que mandara matarle, como habían sido muertos
todos los mensajeros enviados antes con otras cartas, mensajeros que no
podían compararse con él.

A esto Pausanias le respondió, confesando que todo era verdad, sin
cesar de amansarle y rogarle que no tomase por ello enojo, y jurándole
por el templo donde estaba que en adelante no le haría mal, cumpliendo
con toda diligencia su encargo para Artabazo, porque el negocio no
fracasara. Oyeron los éforos muy bien todas estas razones, y estimando
el caso muy averiguado, dieron orden para que Pausanias fuese preso
dentro de la ciudad. Mas como los dos éforos le salieran al encuentro
en la calle, conoció en los movimientos del rostro de uno de ellos que
iban resueltos a prenderle, y ganoles por la mano huyendo al templo
de Palas, sin que le pudiesen coger. Antes de llegar al templo entró
en una casilla pequeña que estaba junto a él para descansar, y fue
atajado por los que le seguían, los cuales descubrieron el techo de la
casa y la cercaron por todas partes con guardas para que no pudiese
salir, teniéndole sitiado hasta que le mataron de hambre. Cuando estaba
espirando, los guardas le sacaron de aquel lugar sagrado, y murió en
sus brazos.

Los éforos opinaban que debía ser arrojado el cadáver a una
quebradura[25], donde acostumbraban a echar los malhechores, pero
mudaron de propósito y le hicieron enterrar en una sepultura.

Algún tiempo después les fue amonestado, por revelación del oráculo de
Apolo Délfico, y mandado que le sacasen de la sepultura y le enterrasen
en el lugar donde había espirado, y así fue hecho. Aun hoy se ve su
sepultura delante del templo, según parece por el letrero que está
esculpido en la piedra del sepulcro. Mandoles además el oráculo de
Apolo que, para purgar el sacrilegio que habían cometido violando el
templo de la diosa Palas, diesen dos cuerpos en lugar de uno, y así lo
hicieron, expiando la muerte de Pausanias con el ofrecimiento de dos
estatuas de metal en el templo de Palas Calcieca.

Véase, pues, por qué los atenienses, para responder con un cargo igual
al que les hacían los lacedemonios de estar contaminados de sacrilegio,
les imputaron otro tanto, diciendo que ellos purgasen de igual manera
la ofensa que habían hecho a la diosa Palas, y que el oráculo de Apolo
había juzgado sacrilegio.




XV.

Temístocles, perseguido por atenienses y lacedemonios, se refugia en
los dominios de Artajerjes y allí vive hasta el fin de sus días.


Cuando los lacedemonios oyeron la respuesta de los atenienses, enviaron
de nuevo mensajeros, para hacerles saber que Temístocles había sido
culpado en la misma conspiración que Pausanias, según resultaba del
proceso de este, que guardaban en el templo, pidiendo y requiriendo a
los atenienses, que castigasen a Temístocles. Creyéronlo los atenienses
y ordenaron, de acuerdo con los lacedemonios, prender a Temístocles,
que por estar a la sazón desterrado de Atenas, vivía en la ciudad de
Argos de ordinario, aunque a menudo salía a tierra de Peloponeso.

Avisado Temístocles de la orden de prisión, partió del Peloponeso, y
se fue por mar a Corcira, sabiendo que aquel pueblo le amaba por los
muchos bienes y servicios que le había hecho. Pero los de Corcira le
dijeron que si le recibían en su ciudad se harían enemigos de los
espartanos y de los atenienses, obligándole a saltar en tierra en la
parte del continente más cercano de la isla. Sabiendo que allí también
le perseguían, y no viendo otra vía de salvación, se acogió a Admeto,
rey de los molosos, aunque sabía que no era amigo suyo. Ausente el
rey de su ciudad, se encomendó a la reina su mujer, la cual le dijo
que tomase a su hijo por la mano, pues esta era la mejor manera de
suplicar, y esperase hasta que volviera su marido, que no tardó muchos
días. Cuando el rey volvió, Temístocles se presentó ante él, y le dijo:
que si cuando era capitán de los atenienses, y el mismo rey estaba
sujeto a ellos, le había sido contrario en algunas cosas, no era justo
que tomase ahora venganza de él al ponerse en sus manos y pedirle
merced; no estando en igualdad de condiciones, pues él se hallaba ahora
en más bajo estado, que estaba el rey cuando el mismo Temístocles le
ofendió, ni siendo de ánimo generoso vengarse sino de sus iguales. Por
otra parte, cuando contrarió al rey procuraba este solamente su bien
y provecho y no salvar la vida, como hacía al presente Temístocles;
porque si el rey le entregaba a los que le perseguían sería causa de su
muerte.

Acabó Temístocles su razonamiento, estando sentado en tierra con el
hijo del rey Admeto sobre las rodillas, que es allí la manera de
suplicar más eficaz de todas: el rey le mandó levantar, y le prometió
que no le entregaría a los lacedemonios ni a los atenienses, lo cual
cumplió, cuando poco después llegaron los perseguidores de Temístocles
y le dijeron muchas razones para persuadirle que le entregase. Hizo
más, sabiendo que quería irse con el rey Jerjes, mandó acompañarle por
tierra hasta la ciudad de Pidna, que está situada junto al mar, que
pertenece a Alejandro. En esta ciudad se embarcó en un navío que iba
para Jonia, arribó frente a la ciudad de Naxos, que los atenienses
tenían sitiada, cosa que asustó mucho a Temístocles: mas no por eso
se descubrió al patrón de la nave, que no sabía quién era ni por qué
huía, sino que le dijo: si no me salvas y me tienes oculto diré a los
atenienses que has tomado dinero mío por salvarme, pero si me salvas,
te lo pagaré espléndidamente. Para ello es preciso que no permitas a
ninguno de los que están embarcados saltar a tierra, teniéndolos aquí,
y echada el áncora, hasta que salte más viento para salir. Así lo hizo
el patrón y estuvo anclado un día y una noche, hasta que hubo viento, y
dirigió el rumbo hacia Éfeso. Llegado a este lugar Temístocles cumplió
con el patrón lo prometido, y le dio gran suma de dinero, porque pocos
días después le llevaron mucho, así de Atenas como de Argos. Desde allí
tomó el camino Temístocles por tierra en compañía de un marino persa, y
escribió una carta al rey Artajerjes que había sucedido a Jerjes, su
padre, en el reino de Media y de Persia, la cual decía así:

  «Yo, Temístocles, vengo a ti, rey Artajerjes. Soy aquel que causó más
  males a tu casa que ningún otro griego, mientras me vi obligado a
  resistir al rey Jerjes tu padre, que nos acometió: empero también le
  hice muchos servicios cuando me fue lícito hacerlos, y si al volver
  se salvó del peligro en que se vio, a mí lo debe.» Porque después que
  Jerjes perdió la batalla naval en Salamina, Temístocles le escribió
  que se diese prisa a volver, fingiendo que los griegos habían
  determinado cortar los puentes por donde habían de pasar, y que él lo
  había estorbado. Y lo restante de la epístola decía: «Al presente los
  griegos me persiguen por amigo tuyo, y aquí estoy dispuesto a hacerte
  muchos servicios. He resuelto quedarme un año, para mostrarte después
  la causa por que vengo.»

Cuando el rey leyó la carta, se maravilló extraordinariamente de su
contenido, y le otorgó lo que le demandaba, de quedar un año allí antes
de presentarse a él; durante el cual aprendió todo cuanto fue posible,
así de la lengua, como de las costumbres de los persas. Después se
presentó al rey, y fue más temido y estimado de él que ningún otro
de los griegos que a él acudieron, así por la dignidad y honra que
había tenido antes, como porque le mostraba los medios de sujetar toda
Grecia; y principalmente porque daba a conocer por experiencia que era
hombre sabio y diligente, de mayor viveza y lucidez de entendimiento
que todos los otros, porque su claro talento adivinaba las cosas no
aprendidas, y para proveer en los casos repentinos era de muy presto y
atinado consejo.

Tenía gran acierto para prever lo porvenir, mucho juicio en las cosas
presentes, y en las ambiguas y dudosas, donde había dificultad en
juzgar lo bueno o lo malo, una prudencia maravillosa. Además, era el
más resuelto de todos los hombres en todas las cosas de que hablaba,
así por don de naturaleza como por la presteza de su ingenio.

Declaró al rey todo lo que convenía hacerse para la empresa contra
Grecia, pero antes de que llegase el tiempo de realizarla, murió de
enfermedad, aunque algunos suponen que se mató con veneno, viendo que
no podía cumplir lo que había prometido al rey.

Fue sepultado en la ciudad de Magnesia en Asia, donde se ve hoy día
su sepulcro en el mercado: de cuya ciudad el rey le había dado el
gobierno y la renta, que ascendía a cincuenta talentos anuales[26] para
provisión de pan, y de vino le había dado la ciudad de Lámpsaco por ser
el territorio más fértil en vino de toda Asia: y para carnes le dio
la ciudad de Miunte[27]. Dicen que sus parientes llevaron sus huesos
por disposición del difunto, y los enterraron en tierra de Atenas
sin saberlo los atenienses, porque no es permitido, según las leyes,
enterrar el cuerpo de hombre juzgado traidor y rebelde.

Este fin tuvieron Pausanias y Temístocles, ambos varones famosos y
célebres capitanes entre los suyos.




XVI.

Deliberan los atenienses sobre si deben aceptar la guerra u obedecer
las exigencias de los lacedemonios.


Reclamado por los lacedemonios a los atenienses, y por estos a aquellos
que purgasen de una parte y de otra las ofensas y los sacrilegios a los
dioses, aquellos pidieron de nuevo a estos que pusiesen en libertad
a los potidenses, y dejaran vivir a los de Egina según sus leyes; y
sobre todo les declararon que comenzarían la guerra contra ellos, si
no revocaban el decreto que habían hecho contra los de Mégara, por
el cual se les prohibía desembarcar en puertos de los atenienses,
acudir a sus ferias y comerciar con ellos. A todas estas demandas, y
principalmente a la de revocar el decreto, los atenienses determinaron
no obedecer, acriminando a los megarenses porque ocupaban la tierra
sagrada y sin término[28], y recibían en su ciudad los esclavos que
huían de Atenas.

Finalmente, después de todas estas demandas y respuestas, llegaron
tres embajadores de los lacedemonios que eran Ranfio, Melesipo y
Agesandro, los cuales sin hacer mención de ninguna de las otras cosas
de que habían tratado antes, les dijeron en suma estas palabras: Los
lacedemonios quieren la paz con vosotros, la cual podéis gozar si
dejáis a los griegos en libertad, y que vivan según sus leyes. Al
oír esta demanda los atenienses reunieron su consejo para determinar
la última respuesta que les debían dar: y cuando todos dijeron sus
pareceres, unos que debían aceptar la guerra y otros que era preferible
revocar el decreto contra los megarenses, motivo de la guerra, se
levantó Pericles, hijo de Jantipo, que a la sazón era el hombre más
principal de toda la ciudad, y con más autoridad para decir y obrar,
habló de esta manera:




XVII.

Discurso y opinión de Pericles en el Senado de Atenas, conforme a la
cual se da respuesta a los lacedemonios.


«Mi parecer es y fue siempre, varones atenienses, no conceder y otorgar
su demanda a los lacedemonios ni rendirnos a ellos, aunque sepa muy
bien que los hombres no hacen la guerra al final con aquella ira y
ardor de ánimo que la emprenden, sino que según los sucesos mudan y
cambian sus voluntades y propósitos. En lo que al presente se consulta,
persisto en mi anterior opinión y me parece justo que aquellos de
vosotros que participaban de ella si después en algo errásemos, me
ayuden a sostener su parecer y el mío; y si acertásemos, que no lo
atribuyan a mi sola prudencia y saber, pues comúnmente vemos, que los
casos y sucesos son tan inciertos como los pensamientos de los hombres.
Por esta razón cuando nos ocurre alguna cosa no pensada acostumbramos
culpar a la fortuna.

»Viniendo a lo presente, cierto es que los lacedemonios, antes de
ahora, manifiestamente nos han tramado asechanzas y las traman en la
actualidad. Porque existiendo en nuestras convenciones y tratados, que
si alguna diferencia hubiese entre ambas partes se resuelva en juicio
de árbitros de dichas partes, y entretanto las cosas queden en el mismo
estado y posesión que se hallaren, debieran pedirnos que sometiéramos a
juicio el asunto sobre que hay debate y cuestión, y ni esto piden, ni
cuando se lo hemos ofrecido lo han aceptado, porque quieren resolver
las cuestiones por medio de las armas y no por la razón, mostrando
claramente que antes vienen en son de mando que en demanda de justicia.
Nos ordenan que partamos de Potidea, que dejemos a Egina en libertad y
que revoquemos el decreto contra los megarenses, y los que han venido
a la postre nos mandan que dejemos vivir en libertad a los griegos
según sus leyes; y para que ninguno de vosotros piense que es pequeña
la exigencia de revocar el decreto contra los de Mégara, a lo cual
ellos se atienen, e insisten diciendo que, de hacerlo, no tendremos
guerra; y para que ninguno opine que no debemos provocar la guerra por
tan poca cosa, os aviso que esta pequeña cosa contiene en sí vuestras
fuerzas y la firmeza y consecuencia de todas las otras en que fundo
mi opinión. Si les otorgamos esta, inmediatamente os demandarán otra
mayor, pareciéndoles que por miedo habéis cedido a su pretensión; y si
les recusáis con aspereza, vendrán replicando en igual tono. Por tanto,
me parece que debéis determinar a obedecer y pactar con ellos antes de
recibir daño, o emprender la guerra, que es lo que yo juzgo por mejor
antes que otorgarles cosa alguna grande ni pequeña, para no tener ni
gozar con temor lo que tenemos y poseemos.

»En tan gran servidumbre y sujeción se pone el hombre obedeciendo al
mandato de sus iguales y vecinos sin tela de juicio, en cosa pequeña
como en cosa grande. Y si conviene aceptar la guerra, los que están
presentes conozcan y entiendan que no somos los más flacos ni para
menos, porque los más de los peloponesios son mecánicos y trabajadores,
que no tienen dinero en común ni en particular, ni menos experiencia
de guerras, mayormente de las de mar; y si alguna guerra civil tienen
no la pueden llevar al cabo por su pobreza. Ni pueden enviar barcos
ni traer ejército por tierra, porque se apartarían de sus negocios
particulares y perderían su trato y manera de vivir. Además, sabéis
bien que la guerra se sostiene más con dinero dispuesto que con
empréstitos y demandas. Pues por ser como son mecánicos, y trabajadores
sobre todo, antes servirán con sus personas que con dinero, teniendo
por cierto que más fácil les será salvar sus cuerpos de los peligros de
la guerra que contribuir para los gastos de ella, sobre todo si durare
largo tiempo.

»Hablando de lo pasado, sabemos que los peloponesios fueron iguales
contra los otros griegos en una sola batalla, y en lo restante nunca
fueron poderosos para hacer la guerra a aquellos que estaban mejor
provistos que ellos, porque no se rigen por un consejo y parecer,
sino por el de muchos, y a causa de ello todo lo que han de hacer lo
hacen de repente. Y aunque sean iguales en el derecho de votar, son
desiguales en ejercerlo, pues cada uno sigue su opinión y mira por
su provecho particular, de lo cual no se puede seguir cosa buena;
porque si los unos se inclinan a castigar a alguno y perseguirle, los
otros se recatan de gastar de su hacienda. Además, acuden tarde y de
mala gana a juntarse en consejo para tratar de cosas de la república,
determinan en un momento los negocios de ella y gastan la mayor parte
del tiempo en tratar de los suyos privados. Cada cual de ellos piensa
que las cosas de la república no recibirían más detrimento por su
ausencia, suponiendo habrá alguno que haga por él, como si estuviese
presente; y siendo todos de esta opinión, no se cuidan de si el bien
de la república se pierde por todos juntos. Lo que alguna vez acuerdan
no lo pueden realizar por falta de dinero; porque la guerra y sus
oportunidades no requieren largas tardanzas.

»Ni hay por qué temamos sus plazas fuertes, ni su armada; porque,
respecto a los muros, aunque estuviesen en paz, difícilmente podrían
hacer su ciudad tan fuerte como es la nuestra, y menos en tiempo de
guerra, pudiendo nosotros, por el contrario, hacer muy bien nuestros
reparos y municiones. Y si fortalecieran alguna plaza poniendo en ella
guarnición, es verdad que nos podrían hacer daño recorriendo y robando
nuestra tierra por alguna parte y sublevando contra nosotros algunos de
nuestros súbditos, pero con todas sus fortalezas no nos podrán estorbar
el ataque de su tierra por mar, en la cual somos más poderosos que
ellos, por el continuo ejercicio de mar. Tenemos más experiencia para
poder hacer la guerra por tierra que ellos para hacerla por la mar, en
la cual ni tienen experiencia ni la pueden adquirir fácilmente; porque
si nosotros, que continuamente hemos navegado desde la guerra de los
medos, no estamos perfectamente enseñados en las cosas del mar, ¿cuánto
menos lo estarán aquellos siempre acostumbrados a labrar la tierra?

»Nuestros barcos les impidieron siempre aprender la guerra marítima,
y si se atreviesen a combatir por mar, aun careciendo de experiencia,
si tuvieran numerosa armada y fuese la nuestra pequeña, cuando vean
la nuestra grande, y que les aprieta por todas partes, se guardarán
de andar por mar, no acostumbrándose a ella, y sabrán poco y servirán
para menos. Porque en el arte de la mar, así como en las otras artes,
no basta ejercitarse por algún tiempo; antes para saberlo y aprender
bien, conviene no ejercitarse en otra cosa. Y si dijeren que tomando
el dinero que hay en los templos de Olimpia y de Delfos nos podrán
sonsacar los marineros que tenemos a sueldo, dándoles mayor cantidad
que nosotros, contestaré que nos causarían daño si estos no fuesen,
como lo son, nuestros amigos. Además tenemos patrones y marineros de
nuestra nación en mayor número que todos los otros griegos, y ninguno
de los que están a sueldo, aparte el peligro a que se pone si nos
dejare, querría verse expulsado de nuestra tierra con la esperanza de
enriquecerse más con el partido de ellos que con el nuestro; porque
dándoles mayor sueldo será por menos días que les durará el nuestro.

»Estas y otras cosas semejantes de los peloponesios juzgo oportuno
recordároslas. De nosotros diré lo que siento. Estamos muy libres de
aquello que culpamos en ellos y tenemos otras cosas notables, de que
ellos carecen. Si quieren entrar en nuestra provincia por tierra,
entraremos en la suya por mar, y no será igual el daño que nos harán
al que recibirán de nosotros: porque les podemos destruir parte del
Peloponeso y ellos no pueden destruir toda la tierra de Atenas. Además
no tienen tierra ninguna libre de guerra, y nosotros tenemos otras
muchas, así islas como tierra firme, donde no pueden venir a hacernos
daño a causa del mar que poseemos, que es una gran cosa.

»Considerad, pues, que si fuésemos moradores de cualquier isla,
seríamos inexpugnables y no podríamos ser conquistados. Ahora bien, en
nuestra mano está hacer lo mismo en Atenas que si morásemos en alguna
isla, que es dejar todas las tierras y posesiones que tenemos en tierra
de Atenas, y guardar y defender solamente la ciudad y la mar. Y si los
peloponesios, que son más que nosotros, vinieren a talar y destruir
la tierra, no debemos por la ira y enojo presentarles batalla, porque
aunque los desbaratemos una vez volverán a venir en tan gran número
como antes; y si una vez perdiésemos la jornada, perderíamos la ayuda
de todos nuestros súbditos y aliados, que cuando entendiesen que no
somos bastantes para acometerles por mar con gruesa armada, harían poco
caso de nosotros. Cuanto más, que no debemos llorar por que se pierdan
las tierras y posesiones si salvamos nuestras personas, pues las
posesiones no adquieren ni ganan a los hombres sino los hombres a las
posesiones. Y si me quisiereis creer, antes os aconsejaría que vosotros
mismos las destruyerais para dar a entender a los peloponesios que no
les habéis de obedecer por causa de ellas.

»Otras muchas razones os podría decir para convenceros de que debéis
esperar la victoria, si quisiereis oírme, mas no conviene, estando
como estáis en defensa de vuestro estado, pensar en aumentar vuestro
nuevo señorío, ni añadir voluntariamente otros peligros a los que por
necesidad se ofrecen: que ciertamente yo temo más los yerros de los
nuestros, que los pensamientos e inteligencia de nuestros enemigos. De
esto no quiero hablar más ahora, sino dejarlo para su tiempo y lugar.

»Y para dar fin a mis razones me parece que debemos enviar nuestros
embajadores a los lacedemonios, y responderles que no prohibiremos
a los megarenses nuestros puertos, ni los mercados con tal que los
lacedemonios no veden la contratación en su ciudad a los extranjeros,
como la vedan a nosotros y a nuestros aliados y confederados, pues
ni lo uno ni lo otro está exceptuado ni prohibido en los tratados de
paz. Y en cuanto al otro punto, que nos piden de dejar las ciudades de
Grecia libres, y que vivan con sus leyes y libertad, que así lo haremos
si estaban libres al tiempo que se hicieron dichos tratados; y si ellos
también permiten a sus ciudades gozar de la libertad que quisieren
para que vivan según sus leyes y particulares institutos, sin que sean
obligadas a guardar las leyes y ordenanzas de Lacedemonia tocante
al gobierno de su república. Queremos estar a derecho y someter las
cuestiones a juicio según el tenor de nuestros tratados y convenciones,
sin comenzar guerra ninguna; pero que si otros nos la declaran y mueven
primero, que trabajaremos para defendernos.

»Esta respuesta me parece justa y honrosa y conveniente a nuestra
autoridad y reputación, y juntamente con esto conoced que, pues la
guerra no se excusa, si la tomamos de grado, nuestros enemigos nos
parecerán menos fuertes: y de cuantos mayores peligros nos libraremos,
tanta mayor honra y gloria ganaremos, así en común como en particular.
Nuestros mayores y antepasados, cuando emprendieron la guerra contra
los medos, ni tenían tan gran señorío como ahora tenemos, ni poseían
tantos bienes, y lo poco que tenían lo dejaron y aventuraron de buena
gana, usando más de consejo que de fortuna, y de esfuerzo y osadía,
que de poder y facultad de hacienda. Así expulsaron a los bárbaros y
aumentaron su señorío en el estado que ahora lo veis. No debemos, pues,
ser menos que ellos, sino resistir a nuestros contrarios, defendernos
por todas vías y trabajar por no dejar nuestro señorío más ruin y menos
seguro que le heredamos de ellos.»

Habiendo Pericles acabado su razonamiento, los atenienses, aprobando
su consejo, determinaron seguirle, y conforme a él, respondieron a los
lacedemonios por medio de sus embajadores, que no harían cosa de lo
que ellos demandaban, sino que estaban dispuestos a someter a juicio
y responder a sus demandas; y con esta respuesta los embajadores
volvieron a su tierra. En adelante no curaron de enviar más embajada
los unos a los otros. Empero las causas de las diferencias entre ambas
partes antes de la guerra, tuvieron origen en las cosas que ocurrieron
en Epidamno y en Corcira, aunque por estas no dejaban de comunicarse
unos con otros sin farautes ni salvoconducto, aunque ya se recelaban y
tenían sospecha entre sí, pues lo que entonces se hacía fue causa de la
perturbación y rompimiento de las treguas, y materia y ocasión de la
guerra.


FIN DEL LIBRO PRIMERO.




LIBRO II.


SUMARIO.

I. Los beocios, antes de empezar la guerra, se apoderan por sorpresa
de la ciudad de Platea, favorable a los atenienses, siendo arrojados
de ella y muertos la mayoría de los que entraron. -- II. Grandes
aprestos de guerra de ambas partes y de las ciudades a ellas aliadas.
-- III. Discurso que Arquidamo, rey de los lacedemonios, dirige a los
suyos para animarles a la guerra -- IV. Persuadidos por Pericles los
atenienses que vivían en los campos, acuden con sus bienes a la ciudad,
y se preparan a la guerra. -- V. Los peloponesios entran a saco en
tierra de Atenas, y por consejo de Pericles solo salen contra ellos las
tropas de caballería de los atenienses. -- VI. Grandes aprestos por
mar y tierra que los atenienses hicieron en el verano en que empezó
la guerra y el invierno siguiente. Nuevas alianzas hechas por ellos
en Tracia y Macedonia, y exequias públicas con que en Atenas honraron
la memoria de los muertos en la guerra. -- VII. Discurso de Pericles
en loor de los muertos. -- VIII. Epidemia ocurrida en la ciudad y
campo de Atenas en el verano siguiente. Nuevos aprestos belicosos
y desesperación de los atenienses. -- IX. Discurso de Pericles al
pueblo de Atenas para aquietarlo, exhortarle a continuar la guerra y a
sufrir con resignación los males presentes. -- X. Virtudes y loables
costumbres de Pericles. -- XI. Nuevos aprestos de guerra que por ambas
partes se hicieron aquel verano. La ciudad de Potidea capitula con los
atenienses. -- XII. Los peloponesios sitian Platea, defendiéndola
sus moradores. -- XIII. Combate de los atenienses delante de la ciudad
de Espartolo, en tierra de Botiea, y de los peloponesios delante de
Estrato, en la región de Acarnania. -- XIV. Triunfan los atenienses en
batalla naval contra los peloponesios, y de ambas partes se preparan a
pelear nuevamente en el mar. -- XV. Discurso y recomendaciones de Cnemo
y de los otros capitanes peloponesios a los suyos. -- XVI. Discurso
y exhortación de Formión, capitán de los atenienses, a los suyos.
-- XVII. En la segunda batalla naval ambas partes pretenden haber
conseguido la victoria. -- XVIII. Intentan los peloponesios tomar por
sorpresa el puerto del Pireo, y no lo logran. -- XIX. Sitalces, rey de
los odrisios, entra en tierra de Macedonia, reinando Pérdicas, y sale
de ella sin hacer cosa digna de memoria. -- XX. Proezas de Formión,
capitán de los atenienses, en Acarnania, y origen de esta tierra.




I.

Los beocios, antes de empezar la guerra, se apoderan por sorpresa de la
ciudad de Platea, favorable a los atenienses, siendo arrojados de ella
y muertos la mayoría de los que entraron.


La guerra entre atenienses y peloponesios comenzó por los medios y
ocasiones arriba dichos, y asimismo entre los aliados y confederados
de ambas partes, la cual continuó después de comenzada, sin que
pudiesen contratar los unos ni los otros sino mediante farautes y salvo
conducto. Escribiremos, pues, de ella, y contaremos por orden lo que
pasó así en el verano como en el invierno. Empezó quince años después
de los tratados de paz que habían hecho por treinta años, cuando
tomaron a Eubea[29], que fue a los cuarenta y ocho años del sacerdocio
de Críside en la ciudad de Argos, siendo éforo en Esparta Enesio, y
presidente y gobernador en Atenas Pitodoro, seis meses después de la
batalla que se dio en Potidea, al principio de la primavera. Y en este
tiempo algunos tebanos, que serían en número de trescientos, llevando
por sus capitanes dos caballeros beocios de los más principales,
llamados el uno Pitángelo, hijo de Fílidas, y el otro Diémporo, hijo
de Onetóridas, entraron por sorpresa una noche al primer sueño en la
ciudad de Platea, situada en tierra de Beocia, y a la sazón confederada
con los atenienses. Pudieron hacerlo por tratos e inteligencias con
algunos de la ciudad que les abrieron las puertas, que fueron Nauclides
y sus compañeros, los cuales querían entregarla a los tebanos,
esperando por esta vía destruir la influencia de algunos ciudadanos
que eran enemigos suyos, y también por su provecho particular. Para
los tratos sirvió de mediador Eurímaco, hijo de Leontíadas, que era el
hombre más principal y más rico de Tebas.

Los tebanos, conociendo que en todo caso la guerra se había de hacer
contra los atenienses, quisieron antes que se declarase tomar aquella
ciudad, que siempre había sido su enemiga: y por este medio entraron
en ella fácilmente sin ser sentidos de persona alguna, porque no había
guardia y llegaron hasta la plaza, no pareciéndoles entonces poner por
obra lo que habían otorgado a los ciudadanos que les facilitaron la
entrada, que era ir a destruir las casas de sus enemigos particulares,
antes hicieron pregonar que todos aquellos que quisiesen ser aliados
de los beocios, y vivir según sus leyes, acudieran allí y trajesen
sus armas, esperando que por esta vía atraerían a los ciudadanos a
su voluntad. Cuando los de Platea sintieron que los tebanos estaban
dentro de su ciudad, temiendo que fuesen más los que habían entrado
(porque no los podían ver por ser de noche), aceptaron su petición,
fueron a ver y hablar con ellos, y viendo que no querían hacer novedad
alguna, se sosegaron. Después, andando en los tratos, conocieron que
eran muy pocos, y determinaron acometerlos porque los plateenses se
apartaban de mala gana de la alianza con los atenienses. Para no ser
vistos si se juntaban por las calles, horadaron sus casas por dentro y
pasaron de unas a otras: así en poco rato se hallaron todos juntos en
un lugar, pusieron muchas carretas atravesadas en las calles que les
sirviesen de trincheras e hicieron otros reparos que les parecieron
convenientes y necesarios en aquel momento. Juntos todos, y casi una
hora antes del día, salieron de su estancia y vinieron a dar sobre los
tebanos, que aún estaban en el mercado esperando. Salieron de noche
temiéndose que si los acometían de día se defenderían mejor y con más
osadía que no de noche estando en tierra extraña y no teniendo noticia
del lugar, según que por experiencia se mostró. Porque viéndose los
tebanos engañados y que cargaban sobre ellos, tentaron dos o tres veces
salir por alguna calle, mas de todas partes fueron lanzados. Entonces
con el gran ruido que había, así de aquellos que les perseguían como
de las mujeres y niños, y otros que les tiraban piedras y lodo desde
las ventanas, y también con la lluvia que estaba cayendo, quedaron
tan atónitos que se dieron a huir por las calles como podían, sin
saber dónde iban a parar, así por la mala noche como por no conocer la
ciudad; no pudiendo salvarse por ser tan perseguidos y también porque
uno de los ciudadanos acudió prontamente a la puerta por donde habían
entrado, la única que estaba abierta, y la cerró con una gran tranca en
lugar de cerrojo, de manera que los tebanos no pudieron salir por allí.
Algunos de ellos subieron sobre las murallas y se arrojaron por ellas
pensando salvarse, de los cuales murió el mayor número. Otros llegaron
a una puerta que no tenía guardas, y con una hoz que les dio una mujer
quebraron la cerradura y se salieron, aunque estos fueron muy pocos,
porque los vieron en seguida. Los que andaban por las calles, como los
que quebrantaron la cerradura, fueron a parar a un edificio grande que
estaba junto a los muros, cuya puerta hallaron por acaso abierta, y
pensando que fuese alguna de las puertas de la villa y que se podrían
salvar, entraron por ella. Entonces, viendo los ciudadanos que todos
estaban encerrados, discutieron si les pondrían fuego para quemarlos a
todos juntos, o si los matarían de otra manera. Mas al fin aquellos y
todos los otros que andaban por la villa se rindieron con sus armas a
merced de los de la ciudad.

Entretanto que esto pasaba en la ciudad de Platea, los otros tebanos
que habían de seguir de noche con toda la gente a los que primero
habían entrado para ayudarles si fuese menester, tuvieron nuevas en
el camino de que los suyos habían sido desbaratados y perseguidos;
apresuráronse lo más que pudieron a acudir en su socorro, mas no
pudieron llegar a tiempo, porque de Tebas a Platea hay noventa
estadios[30], y la lluvia grande que había caído aquella noche les
detuvo; además el río Asopo, que habían de atravesar, a causa de la
mucha agua que había caído, estaba malo de pasar a vado. De modo que
cuando pasaron a la otra parte y fueron avisados de que los suyos, que
entraron primero en la ciudad, habían sido todos muertos o presos,
celebraron consejo entre sí para acordar si prenderían a todos los de
Platea que estaban fuera de la ciudad, que serían muchos, y asimismo
gran número de bestias, ganado, y bienes muebles, a causa de que
aún no estaba declarada la guerra, para con esta presa rescatar los
prisioneros de los suyos que quedaron vivos dentro de la ciudad.
Estando en esta consulta, los plateenses, sospechando lo que tramaban,
les enviaron un faraute para demostrarles que habían hecho lo que
debían al querer tomarles por sorpresa su ciudad durante la paz, y
para declararles que si hacían daño a los ciudadanos que estaban en
el campo matarían todos los prisioneros tebanos que tenían; pero que
si se iban fuera de sus tierras sin injuriarles, se los entregarían
vivos; jurándolo así, según afirman los tebanos, aunque los de Platea
dicen que no les prometieron darles en seguida sus prisioneros, sino
después de hecho el convenio, y esto sin juramento. De cualquier manera
que sea, los tebanos partieron para su ciudad sin hacer daño en tierra
de los plateenses; y los plateenses, después de traer a la ciudad todo
lo que tenían en los campos, mandaron matar los prisioneros que serían
cerca de ciento ochenta, entre los cuales estaba Eurímaco, que había
convenido la traición. Así hecho, enviaron su mensajero a Atenas y
entregaron los muertos a los tebanos, según su promesa, abasteciendo su
ciudad de todas las cosas necesarias.

Cuando los atenienses supieron lo que había pasado en Platea, mandaron
prender a todos los beocios que se hallasen en tierra de Atenas y
enviaron su mensajero a Platea para que no hiciesen mal ninguno a los
tebanos que tenían en prisión hasta que ellos determinasen en consejo
lo que debiera hacerse, pues no sabían que los hubiesen muerto, porque
el primer mensajero que vino a Atenas partió de Platea cuando los
tebanos entraron, y el segundo después que fueron vencidos y presos.
Enviaron los atenienses su faraute o trompeta, y cuando llegó halló
que todos los prisioneros habían sido muertos. Los atenienses enviaron
un ejército a Platea con provisión de trigo para abastecer la ciudad;
juntamente con esto dejaron buena guarnición de gente de guerra, y
sacaron de la ciudad las mujeres y los niños, y los otros que no eran
para tomar las armas.




II.

Grandes aprestos de guerra de ambas partes y de las ciudades a ellas
aliadas.


Hechas estas cosas en Platea, y viendo los atenienses claramente las
treguas rotas, se aprestaron a la guerra, y lo mismo hicieron los
lacedemonios y sus aliados y confederados. Ambas partes enviaron sus
embajadores al rey de Media y a los otros bárbaros de quien esperaban
ayuda, y procuraban traer a su bando las ciudades de fuera de su
señorío. Los lacedemonios encargaron a las ciudades de Italia y
Sicilia, que seguían su partido, que hiciesen navíos de guerra, cada
cual cuantos pudiese, además de los que tenían aparejados, de suerte
que llegasen al número de quinientos, y también que les proveyesen de
dinero, no cuidando de hacer otros aprestos; que no recibiesen en sus
puertos más de una nave de Atenas cada vez, hasta tanto que estuvieran
dispuestas todas las cosas necesarias para la guerra.

Los atenienses por su parte, primeramente apercibieron a las ciudades
sus confederadas y enviaron sus embajadores a las otras cercanas al
Peloponeso, como son Corcira, Cefalenia, Acarnania, Zacinto; porque
entendían que si estas ciudades se aliaban con ellos, más seguramente
podrían hacer guerra por mar en torno del Peloponeso.

Ninguna de ambas partes fijaba sus pensamientos en cosas pequeñas, ni
emprendían la guerra de otra suerte sino como convenía a su autoridad
y reputación; y como al principio todos se disponen con ardor a la
guerra, muchos jóvenes, así de Atenas como del Peloponeso, de buena
gana se alistaban porque no la habían experimentado. Además todas las
otras ciudades de Grecia se animaban viendo que las principales se
inclinaban a ella.

Había muchos pronósticos, y relataban los oráculos respuestas de
los dioses de muchas maneras, así en las ciudades que emprendían la
guerra, como en las otras. Y aconteció que en Delos tembló el templo
de Apolo, lo cual nunca fue visto ni oído desde que los griegos se
acuerdan. Y por las señales que veían juzgaban todo lo venidero y lo
inquirían con toda diligencia. La mayor parte se aficionaban antes
a los lacedemonios que a los atenienses, porque decían y publicaban
que querían dar a Grecia la libertad. De aquí que todos, así en común
como en particular, de palabra y de obra, se disponían a ayudarles
con tanta afición, que cada cual pensaba que si él no se hallaba
presente, la cosa se impediría por su falta. Muchos estaban indignados
contra los atenienses: unos porque les quitaban el mando, y otros
porque temían caer en su dominio. Así, pues, de corazón y de obra se
preparaban de ambas partes. Las ciudades que cada cual tenía por amigas
y confederadas para la guerra eran estas: de parte de los lacedemonios,
todos los peloponesios que habitan dentro del estrecho de mar que
llaman Istmo, excepto los argivos y los aqueos, que eran tan amigos
de los unos como de los otros; y de los aqueos no hubo al principio
sino los pelenos que fuesen del partido de los lacedemonios, aunque a
la postre lo fueron todos. Fuera del Peloponeso eran de su bando los
megarenses, los focenses, los locros, los beocios, los ambraciotes, los
leucadios, los anactorios. De estos, los corintios, los megarenses,
los sicionios, los pelenos, los eleos, los leucadios y los ambraciotes
proveyeron de navíos; los beocios, los focenses y los locros de gente
de a caballo, y las otras ciudades de infantería.

De parte de los atenienses estaban los de Quíos, los de Lesbos, los
de Platea y los mesenios, que habitan en Naupacto, y muchos de los
acarnanios; los corcirenses, los zacintios y los otros que son sus
tributarios, entre los cuales eran los carios, que habitan la costa de
la mar, y los dorios que están junto a ellos. La tierra de Jonia, los
de Helesponto y muchos lugares de Tracia; y todas las islas que están
fuera del Peloponeso y de Creta hacia levante, que se llaman Cícladas,
excepto Melos y Tera. De estos, todos los de Quíos, Lesbos y los
corcirenses proveyeron de navíos, y los otros todos de gente de a pie.
Tal fue el apresto y ayuda de los aliados y confederados de las dos
partes.

Volviendo a la historia, los lacedemonios cuando supieron lo que había
acaecido en Platea, enviaron un mensaje a sus aliados y confederados
para que tuviesen a punto su gente; y prepararon todas las cosas
necesarias para salir al campo un día señalado, y entrar por tierra
de Atenas. Hecho así, las fuerzas de todas las ciudades se hallaron a
un mismo tiempo en el estrecho del Peloponeso llamado Istmo, y poco
después arribaron los otros. Cuando todo el ejército estuvo reunido,
Arquidamo, rey de los lacedemonios, que era caudillo de toda la hueste,
mandó llamar a los capitanes de las ciudades, y principalmente a los
más señalados, y les dijo estas razones:




III.

Discurso que Arquidamo, rey de los lacedemonios, dirige a los suyos
para animarles a la guerra.


«Varones peloponesios y vosotros nuestros compañeros aliados y
confederados, bien sabéis que nuestros mayores y antepasados hicieron
muchas guerras así en tierra del Peloponeso como fuera de ella. Y
aquellos de nosotros que somos más ancianos tenemos alguna experiencia
de guerra, empero nunca jamás tuvimos tan gran aparato de ella ni
salimos con tan gran poder como al presente, que vamos contra una
ciudad muy poderosa y donde hay muchos y muy buenos guerreros. Por
tanto es justo que no nos mostremos inferiores a nuestros mayores, ni
demos vergüenza a la gloria y honra ganada por ellos y por nosotros
adquirida, porque a toda Grecia conmueve esta guerra, y está muy atenta
a la mira, esperando y deseando el buen suceso de nuestra parte, por el
gran odio que tiene a los atenienses.

»Mas no porque nos parezca que somos muchos en número, y que vamos
contra nuestros enemigos con gran osadía, debemos pensar que no osarán
salir a pelear contra nosotros, y por esta causa no nos debemos
descuidar en ir bien apercibidos; antes conviene que cada cual de
nosotros, así el capitán de la ciudad, como el soldado, se recele
siempre de caer en algún peligro por su culpa; pues los casos de la
guerra son inciertos, de las cosas pequeñas se llega a las más grandes,
y hartos vienen a las manos por una pequeña causa o por ira. Muchas
veces los que son en menor número porque se recatan de los que son más,
los vencen, si aquellos, por tener en poco a su contrario, van mal
apercibidos. Por lo cual, conviene siempre que, entrados en tierra
de los enemigos, tengamos ánimo y corazón de pelear osadamente, y que
venidos al hecho nos apercibamos con recelo y cautela. Haciéndose
esto, seremos más animosos para acometer a los enemigos, y más seguros
para pelear resistiendo. Debemos pensar que no vamos contra una ciudad
flaca y desapercibida incapaz de defenderse, sino contra la ciudad de
Atenas, muy provista de todas las cosas necesarias, y creer que son
tales que saldrán a pelear contra nosotros; si no fuere ahora, a lo
menos cuando nos vieren en su tierra talándola y destruyéndola, porque
todos aquellos que ven al ojo y de repente algún mal no acostumbrado,
se mueven a ira y saña, y generalmente los menos razonables salen con
ira y furor a la obra, lo cual es verosímil hagan los atenienses más
que todas las otras naciones, porque se tienen por mejores y más dignos
de mandar y dominar a los otros, y de destruir la tierra de sus vecinos
antes que ver destruida la suya.

»Vamos, pues, contra una ciudad tan poderosa, a buscar honra y gloria
para nosotros y para nuestros antepasados, y para alcanzar ambas cosas
seguid a vuestro caudillo, procurando ante todo ir en buen orden y
guarda de vuestras personas y hacer pronto lo que os mandaren, porque
no hay cosa más hermosa de ver ni más segura, que siendo muchos en una
hueste, todos a una vayan dispuestos en buen orden.»

Cuando Arquidamo terminó su arenga y despidió a los oyentes, envió ante
todas cosas al espartano Melesipo, hijo de Diácrito, a Atenas, por ver
si los atenienses se humillarían más, viéndolos ya puestos en camino.
Pero estos no quisieron admitir a Melesipo en su Senado, ni menos
en su ciudad; y le despidieron sin darle audiencia, porque en esto
venció el parecer de Pericles, de no admitir faraute ni embajador de
los lacedemonios, después que hubiesen tomado las armas contra ellos.
Mandaron, pues, a Melesipo que saliese de sus términos dentro de un
día, y dijese a los que le enviaron que en adelante no les enviasen
embajada sin salir primero de los términos de Atenas y volver a sus
tierras. Diéronle guías para que no le sucediera ningún percance. Al
llegar a los términos de su tierra, cuando querían despedirle los
guías, les dijo estas palabras: «Este día de hoy será principio de
grandes males para los griegos.»

Llegó Melesipo al campamento de los lacedemonios, y Arquidamo supo por
él que los atenienses no habían perdido nada de su altivez, levantó
su real, y entró con su hueste en tierras de los enemigos; y por
otra parte los beocios se metieron en tierra de Platea, talándola
y robándola con la parte del ejército que no habían dado a los del
Peloponeso. Y esto lo hicieron antes que los otros peloponesios se
juntasen en el Istmo y cuando estaban en camino antes de entrar por
tierra de Atenas.




IV.

Persuadidos por Pericles, los atenienses que vivían en los campos
acuden con sus bienes a la ciudad y se preparan a la guerra.


Pericles, hijo de Jantipo, el primero de los diez capitanes de los
atenienses, al saber la entrada de los enemigos en tierra de Atenas,
sospechando que Arquidamo, porque había sido su huésped en Atenas,
vedase a los suyos tocar a las posesiones que tenía fuera de la ciudad,
en prueba de cortesía o por agradarle, o de propósito por mandado de
los lacedemonios para hacerle sospechoso entre los atenienses, como
antes lo había querido hacer, pidiendo que le echasen de la ciudad por
estar contaminado de sacrilegio, según arriba contamos, se adelantó
y, en pública asamblea, habló a los atenienses, diciéndoles que
no por haber sido Arquidamo su huésped y vivir en su casa, le había
de ocurrir a la ciudad mal ninguno, y que si los enemigos quemasen
y destruyesen las casas y posesiones de los otros ciudadanos, y
quisiesen, por ventura, reservar las suyas, las daba y hacía donación
de ellas desde entonces a la ciudad, para que no sospecharan de él. Y
amonestoles, cual lo había hecho al principio, para que se prepararan
a la guerra, trayendo a la ciudad todos los bienes que tenían en el
campo, y que no saliesen a pelear, sino que entrasen en la ciudad, la
guardasen y defendiesen sus navíos y municiones de mar de que estaban
bien abastecidos, que tuviesen bajo su mano y en amistad y obediencia
a sus aliados y confederados, diciendo que sus fuerzas todas, estaban
en estos por el dinero que adquirían de la renta que les daban, pues
principalmente, en caso de guerra, la victoria se alcanza por buen
consejo y por la copia del dinero, mandándoles que tuvieran gran
confianza en la renta de los tributos de los súbditos y aliados y
confederados, que montaba a seiscientos talentos[31], sin las otras
rentas que tenían en común, y asimismo confiasen en el dinero guardado
en su fortaleza, que pasaba de seis mil talentos[32]; pues aunque
habían reunido nueve mil setecientos, lo que faltaba se había gastado
en los reparos de los propileos de la ciudadela[33], y en la guerra de
Potidea. Contaban, además, con gran cuantía de oro y plata, sin los
vasos sagrados y otros ornamentos de los templos, sin lo que tenían
consignado para las fiestas y juegos, sin lo que habían ganado del
botín de los medos, y otras cosas semejantes que valdrían poco menos de
quinientos talentos[34], y sin contar el mucho dinero que tenían los
templos, del cual se podrían servir y aprovechar en caso necesario.
Y cuando todo faltase podían tomar el oro de la estatua de la diosa,
que pesaba más de cuarenta talentos[35] de oro fino y macizo, que les
sería lícito tomar para el bien y pro de la república, devolviéndolo
íntegramente después de la guerra. Así les aconsejaba que confiasen en
su dinero.

En cuanto a la gente de guerra, les mostró que tenían quince mil
combatientes armados, sin aquellos que estaban en guarnición en las
plazas y fortalezas, que serían más de diez y seis mil; pues tantos
eran los que estaban guardándolas desde el principio, entre viejos,
mozos y advenedizos, todos con sus armas. Y tenían la muralla llamada
de Falero, que se extendía desde la ciudad hasta la mar, de treinta
y cinco estadios[36] de larga, y el muro que rodeaba la ciudad, de
cuarenta y tres en torno, porque la muralla que estaba entre el muro
falérico y el que llamaban gran muro, que asimismo se extendía hasta la
mar, y era de cuarenta estadios de largo, no tenía guardas, a causa de
que los otros dos muros exteriores estaban bien guardados. Asimismo, se
guardaba la fortaleza del puerto llamado Pireo, la cual, con la otra
fortaleza vecina llamada Muniquia, tenía sesenta estadios de circuito y
en su mitad había guarnición.

Además contaban mil doscientos hombres de armas y seiscientos
ballesteros a caballo. Tal era el aparato de guerra de los atenienses,
sin faltar nada, cuando los peloponesios entraron en su tierra.

Otras muchas razones les dijo Pericles como acostumbraba, para
mostrarles que llevarían la mejor parte en aquella guerra, las cuales,
oídas por los atenienses, fácilmente les persuadieron, metiendo en la
ciudad todos los bienes que tenían en el campo. Después enviaron por
mar sus mujeres, sus hijos, sus muebles y alhajas, hasta la madera
de los edificios que habían derribado en los campos, y sus bestias
de carga a Eubea y otras islas cercanas. Esta emigración les fue
ciertamente muy pesada y trabajosa, porque de mucho tiempo tenían por
costumbre vivir en los campos la mayor parte de ellos, donde tenían
sus casas y sus labranzas. Y desde el tiempo de Cécrope y de los
otros primeros reyes hasta Teseo, la tierra de Ática fue muy poblada
de villas y lugares, y cada lugar tenía su justicia y jurisdicción
que llaman pritaneo, porque viviendo en sosiego y sin guerra no fuera
menester la ida del rey para consultar sus negocios, aunque algunos
de ellos tuvieron guerra entre sí, como los eleusinos después de que
Eumolpo se juntó con Erecteo. Pero desde que Teseo empezó a reinar,
que fue hombre poderoso, sabio y bien entendido, además de reducir a
policía y buenas costumbres muchas otras cosas en la tierra, quitó
todos aquellos consejos y justicias y obligó a los habitantes a vivir
en la ciudad bajo un senado y una jurisdicción y a que labrasen sus
tierras como antes, y eligiesen domicilio y tuviesen sus casas y morada
ordinaria en aquella ciudad, la cual en su tiempo llegó a ser grande
y poderosa por sucesión de los descendientes. En memoria de tan gran
bien, en semejante día al en que fue hecha aquella unión de la ciudad,
celebran hasta hoy los atenienses una fiesta solemne todos los años
en honra de la diosa Minerva. Antes de Teseo, no era la ciudad más
grande que ahora es la Acrópolis y la parte que está al mediodía,
según aparece por los templos de los dioses, que están dentro de la
Acrópolis, y los otros que están fuera, hacia el mediodía, el de
Júpiter Olímpico, el de Apolo, el de la diosa Ceres y el de Baco, en el
cual celebraban todos los años las fiestas bacanales el día diez del
mes de Antesterión[37], como las celebran hoy los jonios, descendientes
de los atenienses; otros muchos templos antiguos que hay en el mismo
lugar y la fuente que después que los tiranos la reedificaron llámanla
de los nueve caños, y antes se llamaba Calírroe, de la cual se servían,
porque estaba cercana al lugar, para muchas cosas, como ahora también
se sirven para los sacrificios, y especialmente para los casamientos.
A la Acrópolis que está en lo más alto de la ciudad llaman hoy día los
atenienses Ciudadela, en memoria de la antigua.

Volviendo, pues, a la historia, los atenienses que antiguamente tenían
sus moradas en los campos, aunque después se metieron en la ciudad y
fueron reducidos a policía, por la costumbre que antes tenían de estar
en el campo, vivían en él casi todos ellos con su casa y familia,
así los viejos ciudadanos como los nuevos, hasta esta guerra de los
lacedemonios, por ello les contrariaba mucho recogerse a la ciudad, y
especialmente porque después de la guerra con los medos habían llevado
a ellos sus haciendas y alhajas. También les pesaba dejar sus templos
y sus dioses particulares que tenían en los lugares y aldeas del campo
y su manera antigua de vivir, de suerte que a cada cual le parecía que
se expatriaba al dejar su campo y aldea. Al entrar en la ciudad muy
pocos tenían casas, unos se alojaban con sus parientes y amigos, la
mayor parte en lugar no poblado de la ciudad, y dentro de todos los
templos (excepto la Acrópolis y el Eleusinio, y otros más cerrados
y guardados). Algunos hubo que se aposentaron en el templo nombrado
Pelasgicón[38], que estaba por debajo de la ciudad vieja aunque no les
era lícito habitar allí, según les amonestaba un verso del oráculo de
Apolo, que decía así:

      _El pelásgico templo tan precioso,_
    _Vacío está bien y ocioso._

Aunque a mi parecer el oráculo dijo lo contrario de lo que se entendía,
porque las calamidades y desventuras no sobrevinieron a la ciudad
porque el templo fuera profanado al habitarlo las gentes, según
quisieron dar a entender, sino que antes al contrario por la guerra
vino la necesidad de vivir en él. El oráculo de Apolo, previendo la
guerra que debía ocurrir, dijo que cuando se habitara no sería por su
bien. También muchos hicieron sus habitaciones dentro del cerco de
los muros, y en conclusión cada cual se alojaba como podía, porque la
ciudad no se lo estorbaba, viendo tan gran multitud de gentes venir de
los campos, aunque después fueron repartidos a lo largo de los muros y
en una gran parte del Pireo.

Cuando los hombres y sus bienes fueron recogidos dentro de la ciudad,
todos pusieron atención en proveer las cosas necesarias para la guerra,
en procurar la ayuda y socorro de las ciudades confederadas, y en
aparejar cien navíos de guerra para enviarlos contra el Peloponeso.




V.

Los peloponesios entran a saco en tierra de Atenas y, por consejo de
Pericles, solo salen contra ellos las tropas de caballería de los
atenienses.


Entrado el ejército de los peloponesios en tierra de Atenas, asentó
su real primeramente delante de la ciudad de Énoe, que estaba
situada entre los términos de Atenas y Eubea. Y porque la ciudad
era tan fuerte que los atenienses la tenían por muralla y amparo
de la tierra en tiempo de guerra, determinaron tomarla por asalto.
Para combatirla prepararon sus máquinas y pertrechos; mas porque en
estos aprestos gastaban mucho tiempo en balde, concibieron sospecha
contra Arquidamo su caudillo de que fuese favorable a los atenienses,
porque ya antes les había parecido flojo y negligente en juntar los
amigos y confederados, animándoles muy friamente para la guerra; y
una vez junto el ejército, se había tardado mucho en el istmo del
Peloponeso antes que partiesen, y después de partir también había sido
negligente. Mas sobre todo le culpaban de haber tenido mucho tiempo el
cerco de la ciudad de Énoe, pareciéndole que si usara de diligencia
hubieran entrado con más presteza en tierra de Atenas, robando y
talando todos los bienes y haberes que los atenienses tenían en los
campos antes que los recogiesen en la ciudad. Esta sospecha concibió
el ejército de Arquidamo estando en el cerco de Énoe; aunque él, según
dicen, le detenía y alargaba esperando que los atenienses, antes que
les comenzasen a talar la tierra, se humillarían, por no verla destruir
a su presencia. Viendo los peloponesios que a pesar de todos sus
esfuerzos, no podían tomar Énoe, y también que los atenienses no les
habían enviado ningún faraute ni trompeta durante el sitio, levantaron
el cerco y partieron de allí, ochenta días después que ocurrió el hecho
de los tebanos en Platea, y entraron por tierra de Atenas cuando ya
los trigos estaban en sazón de segarse[39], llevando por su capitán a
Arquidamo, hijo de Zeuxidamo, rey de Esparta, destruyeron y talaron
toda la tierra, comenzando por la parte de Eleusis y de los campos de
Tría e hicieron volver las espaldas a la gente de a caballo de los
atenienses, que habían salido contra ellos en un lugar que se llamaba
Ritos[40]. Después pasaron adelante dejando a mano derecha el monte
de Egaleo al través de la región llamada Cecropia y vinieron hasta
Acarnas, que es la ciudad más grande que hay en toda la región de
Ática. Junto a ella establecieron su campamento y allí estuvieron mucho
tiempo, talando y robando la tierra.

Dicen que Arquidamo se detuvo alrededor de la villa con todo su
ejército dispuesto de batalla, sin querer descender a lo llano en el
campo, esperando que los atenienses, porque tenían gran número de
mancebos en la flor de su mocedad codiciosos de la guerra, que nunca
habían visto, saldrían contra ellos, y no sufrirían ver así destruir y
robar su tierra. Y cuando vio que no habían salido estando sus enemigos
en Eleusis y después en Tría, quiso tentar si osarían ir para hacerles
levantar el cerco puesto a Acarnas, considerando además que este lugar
era muy favorable para acampar. También le parecía que los de la
ciudad, que serían la tercera parte atenienses, porque había dentro
tres mil hombres de guerra, no sufrirían destruir su tierra: que todos
los de Atenas y de Acarnas saldrían a darles la batalla: y que si no
osaban salir, podrían en adelante con menos temor quemar y talar toda
la tierra de los atenienses y llegar hasta los muros de la ciudad;
porque cuando los acarnienses viesen toda su tierra destruida y sus
haciendas perdidas, no se determinarían tan ligeramente a ponerse en
peligro por guardar las tierras y las haciendas de otros, con lo cual
habría división y discordia entre ellos y serían de diversos pareceres.

Esta era la opinión de Arquidamo cuando estaban sobre Acarnas. Los
atenienses, mientras sus enemigos estuvieron alrededor de Eleusis y en
tierra de Tría, creyeron que no pasarían adelante porque se acordarían
de que, catorce años antes de aquella guerra, Plistoanacte, hijo de
Pausanias y rey de los lacedemonios, habiendo entrado en tierra de
Ática con el ejército de los peloponesios, cuando llegó hasta Eleusis
y Tría, volviose sin pasar adelante; por lo cual fue desterrado de
Esparta, donde sospecharon que había tomado dinero por volverse.

Mas cuando supieron que el ejército de los enemigos estaba sobre
Acarnas, distante sesenta estadios de Atenas, y que ante sus ojos
talaban y destruían sus tierras, lo cual nunca había visto hombre de la
ciudad mozo ni viejo (excepto en la guerra de los medos), parecioles
cosa intolerable y dura de sufrir, y determinaron, sobre todo los
jóvenes, no sufrirlo más, saliendo contra sus enemigos.

Reunidos todos los del pueblo, tuvieron gran altercado porque unos
querían salir y otros no lo permitían. Los adivinos y agoreros, a quien
todos se atenían, interpretaban de diverso modo, y según la voluntad de
cada uno, las señales de los oráculos. Por otra parte los acarnienses,
viendo que les destruían la tierra, daban prisa a los atenienses a que
saliesen, y les parecía que así debían hacerlo, siquiera por socorrer
a los atenienses que había dentro de la ciudad. De manera que Atenas
estaba muy revuelta y en grandes disensiones. Se ensañaban contra
Pericles y le injuriaban porque no quería sacarlos al campo siendo su
capitán, diciendo que él era causa de todo el mal, sin acordarse del
consejo que les había dado y de lo que les había amonestado antes de la
guerra.

Entonces Pericles, viéndolos atónitos por los males de su tierra, y
que no tenían buen acuerdo en querer salir contra toda razón, no quiso
reunirles ni pronunciar discurso, según tenía por costumbre, temiendo
que determinasen obrar algo antes por ira que por juicio y razón,
sino que ordenó la manera de guardar la ciudad y tenerla tranquila lo
mejor posible. Empero, mandó salir al campo alguna gente de a caballo
para impedir que los que venían del ejército enemigo a recorrer las
tierras cercanas a la ciudad no las pudiesen robar ni hacer daño. Hubo
algunas escaramuzas en el lugar que llaman Frigias entre atenienses
y tesalios contra los beocios, en las cuales los atenienses y los
tesalios no llevaban lo peor hasta tanto que la gente de a pie de
los beocios acudió a socorrer a su caballería, porque entonces los
atenienses volvieron las espaldas y fueron muertos muchos de ellos y
de los tesalios: y en el mismo día llevaron sus cuerpos a la ciudad
sin pedirlos a los enemigos, como era costumbre. Al día siguiente
los peloponesios levantaron trofeo en este mismo lugar en señal de
victoria. Esta ayuda que los tesalios prestaron a los atenienses fue
por la confederación y alianza antigua que tenían con ellos: por eso
entonces les habían enviado aquel socorro de gente de a caballo de
Larisa, de Fársalo, de Parrasia, de Girtón y de Feras. Por capitanes de
los de Larisa venían Polimedes y Aristónoo. De Fársalo, Menón, y otros
de cada cual de aquellas ciudades.

Cuando los peloponesios vieron que los atenienses no salían a batallar
contra ellos, alzaron el cerco de Acarnas y fueron a talar y robar
otros lugares que estaban entre Parnes y el monte Brileso.




VI.

Grandes aprestos por mar y tierra que los atenienses hicieron en el
verano en que empezó la guerra y el invierno siguiente. Nuevas alianzas
hechas con ellos en Tracia y Macedonia, y exequias públicas con que en
Atenas honraron la memoria de los muertos en la guerra.


Mientras los peloponesios andaban robando y destruyendo la tierra
de Ática, los atenienses hicieron salir de su puerto las cien naves
que tenían armadas, en las cuales había mil hombres de pelea y
cuatrocientos flecheros, que tenían por sus capitanes a Cárcino,
hijo de Jenotimo, a Proteas, hijo de Epicles, y a Sócrates, hijo
de Antígenes, para recorrer la costa del Peloponeso, hacia donde
dirigieron el rumbo.

Volviendo a los peloponesios, estuvieron en tierra de Ática mientras
les duraron los víveres, y cuando comenzaron a faltarles las
provisiones, dirigiéronse por tierra de Beocia sin hacer mal ni daño.
Mas cuando pasaron por la región de Oropo, que estaban sujetos a los
atenienses, les tomaron una parte de tierra llamada Pirace. Hecho esto,
regresaron a sus casas al Peloponeso, y se alojaron repartidos cada
cual en sus ciudades.

Cuando los peloponesios partieron, los atenienses ordenaron su gente
de guarda, así por mar como por tierra, para todo el tiempo que durase
la guerra, y por decreto público mandaron guardar aparte mil talentos
de los que estaban en la fortaleza, que no se tocase a ellos, y que
de lo restante tomasen todo lo que fuera menester para la guerra,
prohibiendo con pena de la vida tomar nada de aquellos mil talentos,
sino en caso de mucha necesidad para resistir a los enemigos, si
acometían la ciudad por mar. Con aquel dinero, hicieron cien galeras
muy grandes y muy hermosas, y cada año ponían en ellas sus capitanes y
patrones, mandando que no se sirviesen de ninguna de ellas sino en el
mismo peligro, cuando fuese menester tocar al dinero guardado.

Los atenienses que iban en las cien naves contra el Peloponeso se
juntaron con otras cincuenta que los corcirenses les habían enviado
de socorro. Y todos juntos navegando por la costa del Peloponeso,
entre otros muchos daños que causaron, fue uno, saltar en tierra y
sitiar la ciudad de Metone, que está en Lacedemonia y a la sazón
encontrábase mal reparada de muros y desprovista de gente. Estaba
por acaso, en aquella parte, el espartano Brásidas, hijo de Télide,
con alguna gente de guerra; y al saber la llegada de los enemigos,
acudió con cien hombres armados, que tenía solamente, a socorrer la
ciudad, atravesando el campamento enemigo, que estaba esparcido, y
rodeando el muro con tanto ánimo y osadía que con pérdida de muy pocos
de los suyos, muertos de pasada, entró en la ciudad y la salvó. Por
esta osadía le elogiaron los espartanos sobre todos aquellos que se
hallaron en aquella guerra. Partieron de allí los atenienses navegando
mar adelante, y descendieron en tierra de Élide, en los alrededores
de Fía. Allí se detuvieron dos días robando la tierra, y desbarataron
doscientos soldados escogidos del valle de Élide, y algunos otros
hombres de guerra que habían acudido de los lugares cercanos a socorrer
la villa de Fía. Tras de esto, se les levantó un viento muy grande en
la mar y una gran tempestad, a causa de la cual los navíos no pudieron
quedar allí por ser playa sin puerto, y una parte de ellos, pasando por
el cabo de Ictis, arribaron al puerto de Fía, donde los mesenios y los
otros que no se habían podido embarcar al salir de Fía, llegaron por
tierra, y habiendo tomado la villa por fuerza, como supiesen que venía
contra ellos mucha gente de guerra de los de Élide, dejaron la villa,
embarcáronse con los otros, y todos fueron navegando por aquella costa.

En este mismo tiempo, los atenienses enviaron otras treinta naves
para ir contra los de Lócride y para guardar la isla de Eubea, dieron
el mando de ellas a Cleopompo, hijo de Clinias, el cual, saltando en
tierra, destruyó muchos lugares de aquella costa, tomó la villa de
Tronio, donde hizo que le diesen rehenes, y venció en batalla junto a
Álope a algunos locros que habían acudido para arrojarle de ella.

También por entonces los atenienses echaron fuera a todos los moradores
de Egina con sus mujeres e hijos, culpándoles de haber sido causa de
aquella guerra, y porque les pareció que sería mejor y más seguro
poblar aquella ciudad con su gente, que con la que era aficionada a los
peloponesios, lo cual hicieron poco después. Mas los peloponesios, por
odio a los atenienses y porque los de Egina les habían hecho muchos
servicios, así cuando el terremoto que hubo en su tierra, como en la
guerra que tuvieron contra los hilotas o esclavos, diéronles la villa
de Tirea para su habitación con todo el término de ella hasta la mar
para que labrasen. Allí viven algunos de los eginetas, los demás se
repartieron por toda Grecia.

En este mismo verano, al primer día del mes a la renovación de la
luna[41], en cuyo tiempo (según se cree) solamente puede ocurrir
eclipse, se oscureció el sol cerca de la mitad, de manera que se vieron
muchas estrellas en el cielo y al poco rato volvió a su claridad. Y
también en este verano los atenienses se reconciliaron con el abderita
Ninfodoro, que antes había sido su enemigo, porque este podía mucho con
Sitalces, hijo de Teres, rey de Tracia, que había tomado a su hermana
por mujer, con esperanza de que por medio de Sitalces traerían a su
partido a Teres. Este Teres fue el primero que acrecentó el reino de
los odrisios, que gobernaba, y lo hizo el mayor de toda la Tracia,
permitiendo a los naturales vivir después en libertad. Dicho Teres,
no es el que tuvo por mujer a Progne, hija de Pandión, rey de Atenas,
pues reinaron en diversas partes de Tracia. El que se casó con Progne
tuvo la parte de Daulia, que al presente llaman tierra de Fócide, que
entonces habitaban los tracios, en cuyo tiempo Progne y Filomena su
hermana hicieron aquella maldad de Itis[42], por lo cual muchos poetas,
haciendo mención de Filomena la llaman el ave de Daulia, y es verosímil
que Pandión, rey de Atenas, hizo aquella alianza con Teres que regía
la tierra de Daulia por el deudo, y porque estaba más cercano a Atenas
para caso de ayuda y socorro, antes que con el otro Teres que reinaba
en tierra de los odrisios, mucho más lejana.

Este Teres de que al presente hablamos, hombre de poca estima y
autoridad, adquirió el reino de los odrisios, y dejole a Sitalces, su
hijo, con el cual los atenienses hicieron alianza, así por tener los
lugares que él tenía en Tracia amigos y favorables, como también por
ganar a Pérdicas, rey de Macedonia. Vino Ninfodoro a Atenas con poder
bastante de Sitalces para concluir y confirmar la liga y alianza,
y por esto dieron al hijo de Sitalces, llamado Sádoco, derecho de
ciudadano de Atenas. Prometió conseguir que Sitalces dejase la guerra
que hacía en Tracia para poder mejor enviar socorro a los atenienses
de gente de a caballo y de infantería, armados a la ligera. También
hizo conciertos entre los atenienses y Pérdicas, persuadiendo a estos
para que devolvieran a aquel la ciudad de Terma. Por virtud de este
convenio, Pérdicas se unió a los atenienses, y con Formión comenzó la
guerra contra los calcídeos. Así ganaron los atenienses la amistad de
Sitalces, rey de Tracia, y de Pérdicas, rey de Macedonia.

En este tiempo, la gente de guerra de los atenienses que había ido
en la primera armada de las cien naves, tomó la ciudad de Solio, que
era del señorío de los corintios, y después de robada y saqueada, la
dieron con toda su tierra para morar y cultivar a los de Palero, que
son acarnanios. Tras esta, tomaron la ciudad de Ástaco, con la cual
se confederaron e hicieron alianza lanzando de ella a Evarco que la
tenía ocupada por tiranía. Hecho esto, dirigieron el rumbo a la isla
de Cefalenia, que está situada junto a la tierra de Acarnania y de
Léucade, donde hay cuatro ciudades, Pala, Cranios, Same y Pronos, y
sin ninguna resistencia ganaron toda la isla. Poco después, al fin del
verano, partieron para volver a Atenas. Mas al llegar a Egina, supieron
que Pericles había salido de Atenas con gran ejército, y estaba en
tierra de Mégara. Tomaron su derrota para ir derechos hacia aquella
parte, y allí saltaron en tierra y se juntaron con los otros, formando
uno de los mayores ejércitos de atenienses que hasta entonces se habían
visto, porque también la ciudad estaba a la sazón floreciente y no
había padecido ningún mal ni calamidad.

Eran diez mil hombres de guerra solo de los atenienses, sin contar
tres mil que estaban en Potidea, y sin los moradores de los campos que
se habían retirado a la ciudad, y que salieron con ellos, los cuales
serían hasta tres mil, muy bien armados. Además había gran número de
otros hombres de guerra armados a la ligera. Todos ellos, después de
arrasar la mayor parte de la tierra de Mégara, volvieron a Atenas.

Todos los años fueron los atenienses a recorrer la tierra de Mégara,
a veces con gente de a caballo, y otras con gente de a pie, hasta que
tomaron la ciudad de Nisea. Mas en el primer año de que ahora hablamos
fortificaron de murallas la ciudad de Atalanta, y al llegar al fin de
verano, la destruyeron y dejaron desolada, porque estaba cercana a los
locros opuntios, para que los corcirenses no pudieran guarecerse, y
desde allí hacer correrías por tierra de Eubea. Todo esto aconteció
aquel mismo verano, después que los peloponesios partieron de Ática.

Al principio del invierno, el tirano Evarco queriendo volver a la
ciudad de Ástaco, pidió a los corintios que le diesen cincuenta navíos,
y mil quinientos hombres de guerra; con los cuales y con otros que él
llevaría, pensaba recobrar la ciudad perdida. Los corintios accedieron
a su demanda, y nombraron por capitanes de la armada a Eufámidas,
hijo de Aristónimo, a Timóxeno, hijo de Timócrates, y a Éumaco,
hijo de Crisis, quienes, al llegar por mar a la ciudad de Ástaco,
restablecieron en el mando a Evarco, y emprendieron en aquella misma
jornada la empresa de ganar algunas villas de Acarnania que estaban
en la costa. Mas como viesen que no podían lograr su propósito, se
volvieron, y pasando por la isla de Cefalenia, saltaron en tierra junto
a la ciudad de Crania, pensando tomarla por tratos. Los de la villa,
fingiendo que querían tratar con ellos, los acometieron cuando estaban
desapercibidos, mataron muchos, y los otros tuvieron que reembarcarse y
volver a su tierra.

En este mismo invierno, los atenienses, siguiendo la costumbre antigua,
hicieron exequias públicas en honra de los que habían muerto en la
guerra. Las cuales se realizaron de esta manera. Tres días antes habían
hecho un gran cadalso sobre el cual ponían los huesos de los que habían
muerto en aquella guerra, y sus padres, parientes y amigos podían poner
encima lo que quisiesen. Cada tribu tenía una grande arca de ciprés,
dentro de la cual metían los huesos de aquellos que habían muerto
de ella, y aquella arca la llevaban sobre una carreta. Tras estas
arcas llevaban en otra carreta un gran lecho vacío que representaba
aquellos que habían sido muertos, cuyos cuerpos no pudieron ser
hallados. Estas carretas iban acompañadas de gente de todas clases, así
ciudadanos como forasteros, y cuantos querían ir hasta el sepulcro,
donde estaban las mujeres, parientes y deudos de los muertos haciendo
grandes demostraciones de dolor y sentimiento. Ponían después todas las
arcas en un monumento público, hecho para este efecto, que estaba en
el barrio principal de la ciudad, y en el cual era costumbre sepultar
todos aquellos que muriesen en las guerras, excepto los que murieron
en la batalla de Maratón, a los cuales, en memoria de su valentía y
esfuerzo singular, mandaron hacer un sepulcro particular en el mismo
sitio. Cuando habían sepultado los cuerpos, era costumbre que alguna
persona notable y principal de la ciudad, sabio y prudente, preeminente
en honra y dignidad, delante de todo el pueblo hiciese una oración en
loor de los muertos, y hecho esto, cada cual volvía a su casa. De esta
manera sepultaban los atenienses a los que morían en sus guerras.

Aquella vez para referir las alabanzas de los primeros que fueron
muertos en la guerra, fue elegido Pericles, hijo de Jantipo; el cual,
terminadas las solemnidades hechas en el sepulcro, subió sobre una
cátedra, de donde todo el pueblo le pudiese ver y oír, y pronunció este
discurso:




VII.

Discurso de Pericles en loor de los muertos.


«Muchos de aquellos que antes de ahora han hecho oraciones en este
mismo lugar y asiento, alabaron en gran manera esta costumbre antigua
de elogiar delante del pueblo a aquellos que murieron en la guerra, mas
a mi parecer, las solemnes exequias que públicamente hacemos hoy son
la mejor alabanza de aquellos que por sus hechos las han merecido.
Y también me parece que no se debe dejar al albedrío de un hombre
solo que pondere las virtudes y loores de tantos buenos guerreros, ni
menos dar crédito a lo que dijere, sea o no buen orador, porque es muy
difícil moderarse en los elogios, hablando de cosas de que apenas se
puede tener firme y entera opinión de la verdad. Porque si el que oye
tiene buen conocimiento del hecho y quiere bien a aquel de quien se
habla, siempre cree que se dice menos en su alabanza de lo que deberían
y el querría que dijesen; y por el contrario, el que no tiene noticia
de ello, le parece, por envidia, que todo lo que se dice de otro, es
superior a lo que alcanzan sus fuerzas y poder. Entiende cada oyente
que no deben elogiar a otro por haber hecho más que él mismo hiciera,
estimándose por igual, y si lo hacen tiene envidia y no cree nada.
Empero, porque de mucho tiempo acá está admitida y aprobada esta
costumbre, y se debe así hacer, me conviene, por obedecer a las leyes,
ajustar cuanto pueda mis razones a la voluntad y parecer de cada uno
de vosotros, comenzando por elogiar a nuestros mayores y antepasados.
Porque es justo y conveniente dar honra a la memoria de aquellos que
primeramente habitaron esta región y sucesivamente de mano en mano por
su virtud y esfuerzo nos la dejaron y entregaron libre hasta el día de
hoy. Y si aquellos antepasados son dignos de loa, mucho más lo serán
nuestros padres que vinieron después de ellos, porque además de lo
que sus ancianos les dejaron, por su trabajo adquirieron y aumentaron
el mando y señorío que nosotros al presente tenemos. Y aun también,
después de aquellos, nosotros los que al presente vivimos y somos de
madura edad, le hemos ensanchado y aumentado, y provisto y abastecido
nuestra ciudad de todas las cosas necesarias, así para la paz como para
la guerra. Nada diré de las proezas y valentías que nosotros y nuestros
antepasados hicimos, defendiéndonos así contra los bárbaros como contra
los griegos, que nos provocaron guerra, por las cuales adquirimos todas
nuestras tierras y señorío, porque no quiero ser prolijo en cosas que
todos vosotros sabéis; pero después de explicar con qué prudencia,
industria, artes y modos nuestro imperio y señorío fue establecido y
aumentado, vendré a las alabanzas de aquellos de quien aquí debemos
hablar. Porque me parece que no es fuera de propósito al presente traer
a la memoria estas cosas, y que será provechoso oírlas a todos aquellos
que aquí están, ora sean naturales, ora forasteros; pues tenemos
una república que no sigue las leyes de las otras ciudades vecinas
y comarcanas, sino que da leyes y ejemplo a los otros, y nuestro
gobierno se llama democracia, porque la administración de la república
no pertenece ni está en pocos sino en muchos. Por lo cual cada uno
de nosotros, de cualquier estado o condición que sea, si tiene algún
conocimiento de virtud, tan obligado está a procurar el bien y honra
de la ciudad como los otros, y no será nombrado para ningún cargo, ni
honrado, ni acatado por su linaje o solar, sino tan solo por su virtud
y bondad. Que por pobre o de bajo suelo que sea, con tal que pueda
hacer bien y provecho a la república, no será excluido de los cargos y
dignidades públicas.

»Nosotros, pues, en lo que toca a nuestra república, gobernamos
libremente; y asimismo en los tratos y negocios que tenemos diariamente
con nuestros vecinos y comarcanos, sin causarnos ira o saña que alguno
se alegre de la fuerza o demasía que nos haya hecho, pues cuando
ellos se gozan y alegran, nosotros guardamos una severidad honesta y
disimulamos nuestro pesar y tristeza. Comunicamos sin pesadumbre unos
a otros nuestros bienes particulares, y en lo que toca a la república
y al bien común no infringimos cosa alguna, no tanto por temor al
juez, cuanto por obedecer las leyes, sobre todo las hechas en favor
de los que son injuriados, y aunque no lo sean, causan afrenta al que
las infringe. Para mitigar los trabajos tenemos muchos recreos, los
juegos y contiendas públicas, que llaman sacras, los sacrificios y
aniversarios que se hacen con aparatos honestos y placenteros, para
que con el deleite se quite o disminuya el pesar y tristeza de las
gentes. Por la grandeza y nobleza de nuestra ciudad, traen a ella
de todas las otras tierras y regiones, mercaderías y cosas de todas
clases; de manera que no nos servimos y aprovechamos menos de los
bienes que nacen en otras tierras, que de los que nacen en la nuestra.

»En los ejercicios de guerra somos muy diferentes de nuestros enemigos,
porque nosotros permitimos que nuestra ciudad sea común a todas
las gentes y naciones, sin vedar ni prohibir a persona natural o
extranjera, ver ni aprender lo que bien les pareciere, no escondiendo
nuestras cosas aunque pueda aprovechar a los enemigos verlas y
aprenderlas: pues confiamos tanto en los aparatos de guerra y en los
ardides y cautelas, cuanto en nuestros ánimos y esfuerzo, los cuales
podemos siempre mostrar muy conformes a la obra. Y aunque otros muchos
en su mocedad se ejercitan para cobrar fuerzas, hasta que llegan a ser
hombres, no por eso somos menos osados o determinados que ellos para
afrontar los peligros cuando la necesidad lo exige. De esto es buena
prueba que los lacedemonios jamás se atrevieron a entrar en nuestra
tierra en son de guerra sin venir acompañados de todos sus aliados y
confederados: mientras nosotros, sin ayuda ajena, hemos entrado en
la tierra de nuestros vecinos y comarcanos, y muchas veces sin gran
dificultad hemos vencido a aquellos que se defendían peleando muy bien
en sus casas. Ninguno de nuestros enemigos ha osado acometernos cuando
todos estábamos juntos, así por nuestra experiencia y ejercicio en las
cosas de mar, como por la mucha gente de guerra que tenemos en diversas
partes. Si acaso nuestros enemigos vencen alguna vez una compañía de
las nuestras, se alaban de habernos vencido a todos, y si, por el
contrario, los vence alguna gente de los nuestros, dicen que fueron
acometidos por todo el ejército.

»Y en efecto: más queremos el reposo y sosiego cuando no somos
obligados por necesidad que los trabajos continuos, y deseamos
ejercitarnos antes en buenas costumbres y loable policía, que vivir
siempre con el temor de las leyes; de manera que no nos exponemos
a peligro pudiendo vivir quietos y seguros, prefiriendo el vigor y
fuerza de las leyes al esfuerzo y ardor del ánimo. Ni nos preocupan las
miserias y trabajos antes que vengan. Cuando llegan, las sufrimos con
tan buen ánimo y corazón, como los que siempre están acostumbrados a
ellas.

»Por estas cosas y otras muchas, podemos tener en grande estima y
admiración esta nuestra ciudad, donde viviendo en medio de la riqueza
y suntuosidad, usamos de templanza y hacemos una vida morigerada
y filosófica, es a saber, que sufrimos y toleramos la pobreza sin
mostrarnos tristes ni abatidos, y usamos de las riquezas, más para
las necesidades y oportunidades que se pueden ofrecer que para la
pompa, ostentación y vanagloria. Ninguno tiene vergüenza de confesar
su pobreza, pero tiénela muy grande de evitarla con malas obras.
Todos cuidan de igual modo de las cosas de la república que tocan al
bien común, como de las suyas propias; y ocupados en sus negocios
particulares, procuran estar enterados de los del común. Solo nosotros
juzgamos al que no se cuida de la república, no solamente por ciudadano
ocioso y negligente, sino también por hombre inútil y sin provecho.
Cuando imaginamos algo bueno, tenemos por cierto que consultarlo
y razonar sobre ello no impide realizarlo bien, sino que conviene
discutir cómo se debe hacer la obra, antes de ponerla en ejecución. Por
esto en las cosas que emprendemos usamos juntamente de la osadía y de
la razón, más que ningún otro pueblo, pues los otros algunas veces, por
ignorantes, son más osados que la razón requiere, y otras, por quererse
fundar mucho en razones, son tardíos en la ejecución.

»Serán tenidos por magnánimos todos los que comprendan pronto las cosas
que pueden acarrear tristeza o alegría, y juzgándolas atinadamente no
rehuyan los peligros cuando les ocurran.

»En las obras de virtud somos muy diferentes de los otros, porque
procuramos ganar amigos haciéndoles beneficios y buenas obras antes
que recibiéndolas de ellos; pues, el que hace bien a otro, está en
mejor condición que el que lo recibe, para conservar su amistad y
benevolencia, mientras el favorecido sabe muy bien que con hacer otro
tanto paga lo que debe. También nosotros solos usamos de magnificencia
y liberalidad con nuestros amigos, con razón y discreción, es decir,
por aprovechar sus servicios y no por vana ostentación y vanagloria de
cobrar fama de liberales.

»En suma, nuestra ciudad es totalmente una escuela de doctrina, una
regla para toda Grecia, y un cuerpo bastante y suficiente para
administrar y dirigir bien a muchas gentes en cualquier género de
cosas. Que todo esto se demuestra por la verdad de las obras antes
que con atildadas frases, bien se ve y conoce por la grandeza de esta
ciudad; que por tales medios la hemos puesto y establecido en el estado
que ahora veis: teniendo ella sola más fama en el mundo que todas las
demás juntas. Solo ella no da motivo de queja a los enemigos aunque
reciba de ellos daño; ni permite que se quejen los súbditos como si no
fuese merecedora de mandarlos. Y no se diga que nuestro poder no se
conoce por señales e indicios, porque hay tantos, que los que ahora
viven y los que vendrán después, nos tendrán en grande admiración.

»No necesitamos al poeta Homero ni a otro alguno, para encarecer
nuestros hechos con elogios poéticos, pues la verdad pura de las cosas
disipa la duda y falsa opinión, y sabido es que, por nuestro esfuerzo
y osadía, hemos hecho que toda la mar se pueda navegar y recorrer toda
la tierra, dejando en todas partes memoria de los bienes o de los males
que hicimos.

»Por tal ciudad, los difuntos cuyas exequias hoy celebramos han muerto
peleando esforzadamente, que les parecía dura cosa verse privados de
ella, y por eso mismo debemos trabajar los que quedamos vivos. Esta ha
sido la causa por que he sido algo prolijo al hablar de esta ciudad,
para mostraros que no peleamos por cosa igual con los otros, sino por
cosa tan grande que ninguna le es semejante, y también porque los
loores de aquellos de quien hablamos, fuesen más claros y manifiestos.
La grandeza de nuestra ciudad se debe a la virtud y esfuerzos de los
que por ella han muerto y en pocos pueblos de Grecia hay justo motivo
de igual vanagloria. A mi parecer, el primero y principal juez de la
virtud del hombre es la vida buena y virtuosa, y el postrero que la
confirma es la muerte honrosa, como ha sido la de estos. Justo es que
aquellos que no pueden hacer otro servicio a la república, se muestren
animosos en los hechos de guerra para su defensa; porque haciendo esto,
merezcan el bien de la república en común que no merecieron antes
en particular por estar ocupados cada cual en sus negocios propios;
recompensen esta falta con aquel servicio, y lo malo con lo bueno. Así
lo hicieron estos, de los cuales ninguno se mostró cobarde por gozar
de sus riquezas, queriendo más el bien de su patria que el gozo de
poseerlas; ni menos dejaron de exponerse a todo riesgo por su pobreza,
esperando venir a ser ricos, antes quisieron más el castigo y venganza
de sus enemigos que su propia salud; y escogiendo este peligro por muy
bueno han muerto con esperanza de alcanzar la gloria y honra que nunca
vieron; juzgando por lo que habían visto en otros, que debían aventurar
sus vidas y que valía más la muerte honrosa que la vida deshonrada.
Por evitar la infamia lo padecieron, y en breve espacio de tiempo
quisieron antes con honra atreverse a la fortuna, que dejarse dominar
por el miedo y temor. Haciendo esto, se mostraron para su patria cual
les convenía que fuesen. Los que quedan vivos deben estimar la vida,
pero no por eso ser menos animosos contra sus enemigos, considerando
que la utilidad y provecho no consiste solo en lo que os he dicho, sino
también, como lo saben muchos de vosotros y podrán decirlo, en rechazar
y expulsar a los enemigos. Cuanto más grande os pareciere vuestra
patria, más debéis pensar en que hubo hombres magnánimos y osados,
que, conociendo y entendiendo lo bueno y teniendo vergüenza de lo malo,
por su esfuerzo y virtud la ganaron y adquirieron. Y cuantas veces las
cosas no sucedían según deseaban, no por eso quisieron defraudar la
ciudad de su virtud, antes le ofrecieron el mejor premio y tributo que
podían pagar, cual fue sus cuerpos en común, y cobraron en particular
por ellos gloria y honra eterna, que siempre será nueva y muy honrosa
esta sepultura, no tan solo para sus cuerpos, sino también para ser en
ella celebrada y ensalzada su virtud, y que siempre se pueda hablar de
sus hechos o imitarlos.

»Toda la tierra es sepultura de los hombres famosos y señalados, cuya
memoria no solamente se conserva por los epitafios y letreros de sus
sepulcros, sino por la fama que sale y se divulga en gentes y naciones
extrañas que consideran y revuelven en su entendimiento, mucho más
la grandeza y magnanimidad de su corazón, que el caso y fortuna que
les deparó su suerte. Estos varones os ponemos delante de los ojos,
dignos ciertamente de ser imitados por vosotros, para que conociendo
que la libertad es felicidad y la felicidad libertad, no rehuyáis los
trabajos y peligros de la guerra; y para que no penséis que los ruines
y cobardes que no tienen esperanza de bien ninguno, son más cuerdos
en guardar su vida que aquellos que por ser de mejor condición la
aventuran y ponen a todo riesgo. Porque a un hombre sabio y prudente
más le pesa y más vergüenza tiene de la cobardía que de la muerte, la
cual no siente por su proeza y valentía y por la esperanza de la gloria
y honra pública.

»Por tanto, los que aquí estáis presentes, padres de estos difuntos,
consolaos de su muerte y no llorarla, porque sabiendo las desventuras
y peligros a que están sujetos los niños mientras se crían, tendréis
por bien afortunados aquellos que alcanzaron muerte honrosa como ahora
estos, y vuestro lloro y lágrimas por dichosas. Sé muy bien cuán
difícil es persuadiros de que no sintáis tristeza y pesar todas las
veces que os acordéis de ellos, viendo en prosperidad a aquellos con
quienes algunas veces os habréis alegrado en semejante caso, y cuando
penséis que fueron privados no solo de la esperanza de bienes futuros
sino también de los que gozaron largo tiempo. Empero conviene sufrirlo
pacientemente, y consolaros con la esperanza de engendrar otros hijos,
los que estáis en edad para ello, porque a muchos los hijos que
tengan en adelante les harán olvidar el duelo por los que ahora han
muerto, y servirán a la república de dos maneras: una no dejándola
desconsolada, y la otra inspirándole seguridad, pues los que ponen sus
hijos a peligros por el bien de la república, como lo han hecho los que
perdieron los suyos en esta guerra, inspiran más confianza que los que
no lo hacen.

»Aquellos de vosotros que pasáis de edad para engendrar hijos, tendréis
de ventaja a los otros, que habéis vivido la mayor parte de la vida
en prosperidad, y que lo restante de ella, que no puede ser mucho, lo
pasaréis con más alivio acordándoos de la gloria y honra que estos
alcanzaron, pues solo la codicia de la honra nunca envejece y algunos
dicen que no hay cosa que tanto deseen los hombres en su vejez como ser
honrados.

»Y vosotros, los hijos y hermanos de estos muertos, pensad en lo que
os obliga su valor y heroísmo, porque no hay hombre que no alabe de
palabra la virtud y esfuerzo de los que murieron, de suerte, que
vosotros los que quedáis, por grande que sea vuestro valor, os tendrán
cuando más por iguales a ellos, y casi siempre os juzgarán inferiores,
porque entre los vivos hay siempre envidia, pero todos elogian la
virtud y el esfuerzo del que muere. También me conviene hacer mención
de la virtud de las mujeres que al presente quedan viudas, y concluiré
en este caso con una breve amonestación, y es que debéis tener por gran
gloria no ser más flacas, ni para menos de lo que requiere vuestro
natural y condición mujeril, pues no es pequeña vuestra honra delante
de los hombres, cuando nada tienen que vituperar en vosotras.

»He relatado en esta oración, que me fue mandada decir, según ley
y costumbre, todo lo que me pareció ser útil y provechoso; y lo que
corresponde a estos que aquí yacen, más honrados por sus obras que por
mis palabras, cuyos hijos si son menores, criará la ciudad hasta que
lleguen a la juventud. La patria concede coronas para los muertos,
y para todos los que sirvieren bien a la república como galardón de
sus trabajos, porque doquier que hay premios grandes para la virtud y
esfuerzo, allí se hallan los hombres buenos y esforzados. Ahora, pues,
que todos habéis llorado como convenía a vuestros parientes, hijos y
deudos, volved a vuestras casas.»

De esta manera fueron celebradas las honras y exequias de los muertos
aquel invierno, que fue al fin del primer año de la guerra.




VIII.

Epidemia ocurrida en la ciudad y campo de Atenas en el verano
siguiente. -- Nuevos aprestos belicosos y desesperación de los
atenienses.


Al comienzo del verano siguiente[43] los peloponesios y sus aliados
entraron otra vez en territorio del Ática por dos partes como
hicieron antes, llevando por capitán a Arquidamo, hijo de Zeuxidamo,
rey de los lacedemonios; y habiendo establecido su campo, robaban y
talaban la tierra. Pocos días después sobrevino a los atenienses una
epidemia muy grande, que primero sufrieron la ciudad de Lemnos y otros
muchos lugares. Jamás se vio en parte alguna del mundo tan grande
pestilencia, ni que tanta gente matase. Los médicos no acertaban el
remedio, porque al principio desconocían la enfermedad, y muchos de
ellos morían los primeros al visitar a los enfermos. No aprovechaba
el arte humana, ni los votos ni plegarias en los templos, ni
adivinaciones, ni otros medios, de que usaban, porque en efecto valían
muy poco; y vencidos del mal, se dejaban morir. Comenzó esta epidemia
(según dicen) primero en tierras de Etiopía, que están en lo alto de
Egipto: y después descendió a Egipto y a Libia; se extendió largamente
por las tierras y señoríos del rey de Persia; y de allí entró en la
ciudad de Atenas, y comenzó en el Pireo, por lo cual los del Pireo
sospecharon al principio que los peloponesios habían emponzoñado sus
pozos, porque entonces no tenían fuentes. Poco después invadió la
ciudad alta, y de allí se esparció por todas partes, muriendo muchos
más.

Quiero hablar aquí de ella para que el médico que sabe de medicina, y
el que no sabe nada de ella, declare si es posible entender de dónde
vino este mal y qué causas puede haber bastantes para hacer de pronto
tan gran mudanza. Por mi parte diré cómo vino; de modo que cualquiera
que leyere lo que yo escribo, si de nuevo volviese, esté avisado, y
no pretenda ignorancia. Hablo como quien lo sabe bien, pues yo mismo
fui atacado de este mal, y vi los que lo tenían. Aquel año fue libre
y exento de todos los otros males y enfermedades, y si algunos eran
atacados de otra enfermedad, pronto se convertía en esta. Los que
estaban sanos, veíanse súbitamente heridos sin causa alguna precedente
que se pudiese conocer. Primero sentían un fuerte y excesivo calor en
la cabeza; los ojos se les ponían colorados e hinchados; la lengua y
la garganta sanguinolentas, y el aliento hediondo y difícil de salir,
produciendo continuo estornudar; la voz se enronquecía, y descendiendo
el mal al pecho, producía gran tos, que causaba un dolor muy agudo: y
cuando la materia venía a las partes del corazón, provocaba un vómito
de cólera, que los médicos llamaban apocatarsis, por el cual con un
dolor vehemente lanzaban por la boca humores hediondos y amargos;
seguía en algunos un sollozo vano, produciéndoles un pasmo que se les
pasaba pronto a unos, y a otros les duraba más. El cuerpo por fuera
no estaba muy caliente ni amarillo, y la piel poníase como rubia y
cárdena, llena de pústulas pequeñas: por dentro sentían tan gran calor,
que no podían sufrir un lienzo encima de la carne, estando desnudos y
descubiertos. El mayor alivio era meterse en agua fría, de manera que
muchos que no tenían guardas, se lanzaban dentro de los pozos, forzados
por el calor y la sed, aunque tanto les aprovechaba beber mucho como
poco. Sin reposo en sus miembros, no podían dormir, y aunque el mal
se agravase: no enflaquecía mucho el cuerpo, antes resistían a la
dolencia, más que se puede pensar. Algunos morían de aquel gran calor,
que les abrasaba las entrañas a los siete días, y otros dentro de los
nueve conservaban alguna fuerza y vigor. Si pasaban de este término,
descendía el mal al vientre, causándoles flujo con dolor continuo,
muriendo muchos de extenuación.

Esta infección se engendraba primeramente en la cabeza, y después
discurría por todo el cuerpo. La vehemencia de la enfermedad se
mostraba, en los que curaban, en las partes extremas del cuerpo,
porque descendía hasta las partes vergonzosas y a los pies y las
manos. Algunos los perdían: otros perdían los ojos, y otros, cuando
les dejaba el mal, habían perdido la memoria de todas las cosas, y no
conocían a sus deudos ni a sí mismos. En conclusión, este mal afectaba
a todas las partes del cuerpo; era más grande de lo que decirse puede,
y más doloroso de lo que las fuerzas humanas podían sufrir. Que esta
epidemia fuese más extraña que todas las acostumbradas, lo acredita
que las aves y las fieras que suelen comer carne humana, no tocaban a
los muertos, aunque quedaban infinidad sin sepultura: y si algunas los
tocaban, morían. Pero más se conocía lo grande de la infección en que
no aparecían aves, ni sobre los cuerpos muertos, ni en otros lugares
donde habían estado; ni aun los perros que acostumbran a andar entre
los hombres más que otros animales; de lo cual se puede bien conjeturar
la fuerza de este mal.

Dejando aparte otras muchas miserias de esta epidemia, que ocurrieron a
particulares, a unos más ásperamente que a otros, este mal comprendía
en sí todos los otros, y no se sufría más que él: de suerte, que cuanto
se hacía para curar otras enfermedades, aprovechaba para aumentarlo, y
así unos morían por no ser bien curados, y otros por serlo demasiado;
no hallándose medicina segura, porque lo que aprovechaba a uno, hacía
daño a otro. Quedaban los cuerpos muertos enteros, sin que apareciese
en ellos diferencia de fuerza ni flaqueza; y no bastaba buena
complexión, ni buen régimen para eximirse del mal.

Lo más grave era la desesperación y la desconfianza del hombre al
sentirse atacado, pues muchos, teniéndose ya por muertos, no hacían
resistencia ninguna al mal. Por otra parte, la dolencia era tan
contagiosa, que atacaba a los médicos. A causa de ello muchos morían
por no ser socorridos, y muchas casas quedaron vacías. Los que
visitaban a los enfermos, morían también como ellos, mayormente los
hombres de bien y de honra que tenían vergüenza de no ir a ver a sus
parientes y amigos, y más querían ponerse a peligro manifiesto que
faltarles en tal necesidad. A todos contristaba mal tan grande, viendo
los muchos que morían, y los lloraban y compadecían. Mas sobre todo,
los que habían escapado del mal, sentían la miseria de los demás por
haberla experimentado en sí mismos; aunque estaban fuera de peligro,
porque no repetía la enfermedad al que la había padecido, a lo menos
para matarle; por lo cual tenían por bienaventurados a los que sanaban,
y ellos mismos por la alegría de haber curado presumían escapar después
de todas las otras enfermedades que les viniesen.

Además de la epidemia, apremiaba a los ciudadanos la molestia y
pesadumbre por la gran cantidad y diversidad de bienes muebles y
efectos que habían metido en la ciudad los que se acogieron a ella,
porque habiendo falta de moradas, y siendo las casas estrechas, y
ocupadas por aquellos bienes y alhajas, no tenían donde revolverse,
mayormente en tiempo de calor como lo era. Por eso muchos morían en
las cuevas echados, y donde podían, sin respeto alguno, y algunas
veces los unos sobre los otros yacían en calles y plazas, revolcados y
medio muertos; y en torno de las fuentes, por el deseo que tenían del
agua. Los templos donde muchos habían puesto sus estancias y albergues
estaban llenos de hombres muertos, porque la fuerza del mal era tanta
que no sabían qué hacer. Nadie se cuidaba de religión ni de santidad,
sino que eran violados y confusos los derechos de sepulturas de que
antes usaban, pues cada cual sepultaba los suyos donde podía. Algunas
familias viendo los sepulcros llenos por la multitud de los que habían
muerto de su linaje, tenían que echar los cuerpos de los que morían
después en sepulcros sucios y llenos de inmundicias. Algunos, viendo
preparada la hoguera para quemar el cuerpo de un muerto, lanzaban
dentro el cadáver de su pariente o deudo, y le ponían fuego por debajo;
otros lo echaban encima del que ya ardía y se iban.

Además de todos estos males, fue también causa la epidemia de una
mala costumbre, que después se extendió a otras muchas cosas y más
grandes, porque no tenían vergüenza de hacer públicamente lo que antes
hacían en secreto, por vicio y deleite. Pues habiendo entonces tan
grande y súbita mudanza de fortuna, que los que morían de repente
eran bienaventurados en comparación de aquellos que duraban largo
tiempo en la enfermedad, los pobres que heredaban los bienes de los
ricos, no pensaban sino en gastarlos pronto en pasatiempos y deleites,
pareciéndoles que no podían hacer cosa mejor, no teniendo esperanza de
gozarlos mucho tiempo, antes temiendo perderlos en seguida y con ellos
la vida. Y no había ninguno que por respeto a la virtud, aunque la
conociese y entendiese, quisiera emprender cosa buena, que exigiera
cuidado o trabajo, no teniendo esperanza de vivir tanto que la pudiese
ver acabada, antes todo aquello que por entonces hallaban alegre y
placentero al apetito humano lo tenían y reputaban por honesto y
provechoso, sin algún temor de los dioses o de las leyes, pues les
parecía que era igual hacer mal o bien, atendiendo a que morían los
buenos como los malos, y no esperaban vivir tanto tiempo, que pudiese
venir sobre ellos castigo de sus malos hechos por mano de justicia,
antes esperaban el castigo mayor por la sentencia de los dioses, que
ya estaba dada, de morir de aquella pestilencia. Y pues la cosa pasaba
así, parecíales mejor emplear el poco tiempo que habían de vivir en
pasatiempos, placeres y vicios. En esta calamidad y miseria estaban
los atenienses dentro de la ciudad, y fuera de ella los enemigos lo
metían todo a fuego y a sangre. Traían a la memoria muchos antiguos
pronósticos y respuestas de los oráculos de los dioses que apropiaban
al caso presente y entre otros un verso que los ancianos decían haber
oído cantar y que había sido pronunciado en respuesta del oráculo de
los dioses, que decía:

      _Vendrá la guerra doria_
    _Creed lo que decimos_
    _Y con ella vendrá limos._

Sobre lo cual disputaban antes de ocurrir la epidemia, porque unos
decían que por la palabra «limos» se había de entender el hambre,
y otros aseguraban que quería significar la epidemia; hasta que
llegó esta y todos le aplicaron el dicho del oráculo. Y a mi ver, si
ocurriese aún alguna otra guerra en tierra doria, acompañada de hambre,
también lo aplicarían a ella. Recordaban igualmente la respuesta que
había dado el oráculo de Apolo a la demanda de los lacedemonios tocante
a esta misma guerra, porque habiéndole preguntado quién alcanzaría la
victoria, respondió que los que guerreasen con todas sus fuerzas y
poder y que él les ayudaría[44]. Esta respuesta fue también objeto
de juicios contradictorios, porque la epidemia comenzó cuando los
peloponesios entraron aquel año en tierra de los atenienses, y no hizo
daño en el Peloponeso, a lo menos de cosa que de contar sea, reinando
principalmente en Atenas, de donde se esparció a otras villas y
lugares, según estaban más o menos poblados.

En lo tocante a la guerra, los peloponesios después de quemar y talar
las tierras llanas, fueron a la región llamada Paralia, que quiere
decir marítima, y la talaron hasta el monte Laurio, donde están las
minas de plata de los atenienses. Primeramente arrasaron la comarca
que está hacia el Peloponeso, y después la de la parte de Eubea y
Andros; mas no por esto Pericles, capitán de los atenienses, dejaba
de perseverar en la opinión que había tenido el año anterior de que
no saliesen contra los enemigos. Después que entraron en tierra de
Atenas, hizo aparejar cien barcos para ir a talar la tierra de los
peloponesios. En ellos metió cuatro mil hombres de a pie, y en otros
navíos hechos para llevar caballos hizo embarcar trescientos hombres
de armas con sus caballos. Estas naves se construyeron en Atenas con
madera de las viejas, y en su compañía fueron los de Quíos y los de
Lesbos con otros cincuenta navíos de guerra. Así partió Pericles del
puerto de Atenas con esta armada, cuando los peloponesios estaban en la
tierra marítima de Atenas, llegando primeramente a tierra de Epidauro,
que está en el Peloponeso, la cual robaron y talaron, y pusieron cerco
a la ciudad con esperanza de tomarla: mas viendo que perdían el tiempo
en balde, partieron de allí y fueron a las regiones de Trecén, de
Halias y de Hermíone, en las cuales hicieron lo mismo que en tierra
de Epidauro. Todos estos lugares están en el Peloponeso, a la orilla
del mar. Partidos de allí fueron a la comarca de Prasias, que es
la región marítima en Lacedemonia, y la robaron y talaron, tomando
la ciudad por fuerza. Hecho esto volvieron a tierra de Atenas, de
donde los peloponesios habían ya salido por miedo a la epidemia, que
continuaba en la ciudad y fuera de ella. Al saber los peloponesios por
los prisioneros la infección y peligro de aquella pestilencia, y viendo
sepultar los muertos, partieron aceleradamente de la tierra después de
haber estado cuarenta días en ella, durante cuyo tiempo la robaron y
arrasaron.

En este mismo verano, Hagnón, hijo de Nicias, y Cleopompo, hijo de
Clinias, que eran compañeros de Pericles en el mando de la armada,
partieron por mar con el mismo ejército que Pericles había llevado y
traído, para ir contra los calcídeos, que moran en Tracia, y hallando
en el camino la ciudad de Potidea, que aún estaba cercada por los
suyos, hicieron llegar a la muralla sus aparatos y la combatieron con
todas sus fuerzas para tomarla. Mas todo aquel nuevo socorro y el otro
ejército que estaba antes sobre ella no pudieron hacer nada, a causa
de la epidemia que se propagó entre ellos, traída por los que vinieron
con Hagnón. Sabiendo este que Formión, que estaba sobre Calcídica con
mil seiscientos hombres, había partido de allí, dejó a los que sitiaban
Potidea y tornó a Atenas, habiendo perdido mil cuarenta hombres de
a pie de los cuatro mil que embarcó en Atenas, todos muertos por la
epidemia.

En este verano los peloponesios vinieron otra vez al Ática y acabaron
de destruir lo que habían dejado la primera, por lo cual los
atenienses, viéndose así apremiados, de fuera por guerras y dentro con
epidemia, comenzaron a cambiar de opinión y a maldecir a Pericles,
diciendo que él había sido autor de aquella guerra, y que era causa de
todos sus males, inclinándose a pedir la paz a los lacedemonios. Mas
después de muchas embajadas enviadas de una y otra parte no pudieron
tomar ninguna resolución, por lo cual, no sabiendo qué hacer en este
caso, volvían a culpar a Pericles, quien, viendo que estaban atónitos
y con gran pesar de la mala andanza de sus cosas, y que habían hecho
cuanto él les aconsejó desde el principio, siendo todavía caudillo y
capitán general de la armada, les mandó reunir y les amonestó y exhortó
a que tuviesen buena esperanza, y procurando convertir su ira en
mansedumbre y su miedo en confianza, habloles de esta manera:




IX.

Discurso de Pericles al pueblo de Atenas para aquietarlo y exhortarle a
continuar la guerra y a sufrir con resignación los males presentes.


«La ira que contra mí tenéis, varones atenienses, no ha nacido de
otra cosa sino de lo que yo había pensado. Y porque entiendo bien
las causas de donde procede, he querido juntaros para traeros a la
memoria estas causas, y también para quejarme de vosotros, que estáis
airados contra mí sin razón, y ver si desmayáis y perdéis el ánimo
en las adversidades. En cuanto a lo que al bien público toca, pienso
que es mucho mejor para los ciudadanos que toda la república esté en
buen estado, que no que a cada cual en particular le vaya bien y que
toda la ciudad se pierda. Porque si la patria es destruida, el que
tiene bienes en particular también queda destruido con ella como los
otros. Por el contrario, si a alguno le va mal privadamente, se salva
cuando la patria en común está próspera y bien afortunada. Por tanto,
si la república puede sufrir y tolerar las adversidades propias de los
particulares, y cada cual en particular no es bastante para sufrir las
de la república, más razón es que por todos juntos sea ayudada que
desamparada por falta de ánimo y poco sufrimiento de las adversidades
particulares, como hacéis vosotros ahora, culpándome porque os di
consejo para emprender esta guerra, y a vosotros porque le tomasteis.

»Y os ensañáis con un hombre como yo, que a mi parecer ninguno le
lleva ventaja, así en conocer y entender lo que cumple al bien de la
república como en ponerlo por obra, ni en tener más amor a la patria,
ni que menos se deje vencer por dinero, que todas estas cosas se
requieren en un buen ciudadano. Porque el que conoce la cosa y no la
pone por obra, es como si no la entendiese. Cuando hiciese lo uno y lo
otro, si no fuera aficionado a la república, ni dirá ni hablará cosa
que aproveche en común. Cuando tuviese también lo tercero y se deja
vencer por dinero, todo lo venderá por esto. Por lo cual, si conocéis
que todo esto cabe en mí más que en ninguno de los otros, y si en mí os
confiasteis para emprender esta guerra, no cabe duda de que me culpáis
sin razón.

»Porque así como es locura desear la guerra antes que la paz, cuando
se vive en prosperidad, así cuando precisa a obedecer a sus convecinos
y comarcanos y cumplir sus mandatos, o exponerse a todo peligro por la
victoria y libertad, los que en tal caso rehuyen el trabajo y riesgo,
son más dignos de culpa.

»En lo que a mí toca, soy del mismo parecer que era antes, y no lo
quiero mudar. Y aunque vosotros andéis dudando y vacilando al presente,
cierto es que al comienzo fuisteis de mi opinión, sino que después que
os llegaron los males os arrepentisteis: y midiendo y acompasando mi
opinión, según vuestra flaqueza, la juzgáis mala, porque cada cual ha
sentido ahora los males y daños de la guerra, sin conocer el provecho
que seguirá de ella. Por lo cual estáis tan mudados en cosa de poca
importancia, que ya os falta el corazón y no tenéis esfuerzos para lo
que habíais determinado antes sufrir. Así suele comúnmente acontecer,
porque las cosas que vienen de súbito y no pensadas quebrantan los
corazones, como ha ocurrido en nuestras adversidades, mayormente en la
de la pasada epidemia. Empero, teniendo tan grande y tan noble ciudad
como tenemos, y siendo criados y enseñados en tan buenas doctrinas
y costumbres, no nos debe faltar el ánimo por adversidades que nos
sucedan y grandes que sean, ni perder punto de nuestra autoridad y
reputación.

»Que así como los hombres aborrecen y odian a quien por ambición
procura adquirir la honra y gloria que no le pertenece, así también
vituperan y culpan al que por falta de ánimo pierde la gloria y honra
que tenía. Por tanto, varones atenienses, olvidando los dolores y
pasiones particulares, debemos amparar y defender la libertad común.

»Muchas veces, antes de ahora, os he declarado que yerran los que
temen que esta guerra será larga y peligrosa, y que al fin habremos lo
peor. Empero quiero al presente manifestaros una cosa que me parece no
habéis jamás pensado, aunque la tenéis, que es tocante a la grandeza
de vuestro imperio y señorío, de que no he querido hablar en mis
anteriores razonamientos, ni tampoco hablara al presente (porque me
parecía en cierto modo jactancia y vanagloria) si no os viera atónitos
y turbados sin motivo; y es que, a vuestro parecer, el imperio y
señorío que tenéis no se extiende más que sobre vuestros aliados y
confederados: yo os certifico que de dos partes, la tierra y el mar,
de que los hombres se sirven, vosotros sois señores de la una, que
es lo que ahora tenéis y poseéis; y si más quisiereis, lo tendríais
a vuestra voluntad. Porque no hay en el día de hoy rey ni nación
alguna en la tierra que os pueda quitar ni estorbar la navegación, por
cualquiera parte que quisiereis navegar, teniendo la armada que tenéis;
y asimismo, entendiendo que vuestro poder no se muestra en casas ni en
tierras, de que vosotros hacéis gran caso, por haberlas perdido, como
si fuese cosa de gran importancia.

»No es justo que os pese en tanto grado que se pierdan, antes las
debéis estimar como si fuese un pequeño jardín o unas lindezas, en
comparación del gran poder que tenéis, de que yo hablo al presente,
reflexionando que, mientras conservemos la libertad, fácilmente podéis
recobrar todo esto. Si por desdicha caemos en la servidumbre de otras
gentes, perderemos todo lo que teníamos, y nos mostraremos ser para
menos que nuestros padres y abuelos, los cuales no lo heredaron de sus
antepasados, sino que por sus trabajos lo ganaron y conservaron, y
después nos lo dejaron. Y mayor vergüenza es dejarnos quitar por fuerza
lo que tenemos, que no alcanzar lo que codiciamos. Por tanto, nos
conviene ir contra nuestros enemigos, no solamente con buena esperanza
y confianza, sino también con certidumbre y firmeza, menospreciándolos
y teniéndoles en poco. La confianza, que viene las más veces de una
prosperidad no pensada, antes que por prudencia, puede tenerla un
hombre cobarde y necio; mas la que procede de consejo y razón para
abrigar esperanza de vencer a los enemigos, como vosotros la abrigáis
ahora, no solamente da ánimo para poder hacer esto, pero también para
tenerlos en poco.

»Y aunque la fortuna y el poder fuesen iguales, la diligencia e
industria que proceden de un corazón magnánimo, hacen al hombre
más seguro en su confianza y osadía; porque no se funda tanto en
la esperanza, cuyos términos son dudosos, cuanto en el consejo y
prudencia por las cosas que ve de presente. Así que, conviene a todos
de común acuerdo mirar por vuestra honra, dignidad y seguridad de
vuestro estado y señorío, que siempre os fue agradable, sin rehusar
los trabajos, si no queréis también rehusar la honra, y pensar que
no es solo la contienda sobre perder la libertad común, sino sobre
perder todo vuestro estado y señorío, además el peligro que crece por
las ofensas y enemistades que habéis cobrado por conservarle. Por lo
cual, aquellos que por temor del peligro presente, so color de virtud y
bondad, procuran el reposo y la paz, sin mezclarse en los negocios de
la república, se engañan en gran manera: que no está en nuestra mano
el despedirnos de ellos, porque ya hemos usado de nuestro imperio y
señorío en forma y manera de tiranía, la cual así como es cosa violenta
e injuriosa tomarla al principio, así también al fin es peligroso
dejarla. Los hombres que por el temor de la guerra persuaden a los
otros que no la sigan, destruyen a la ciudad y a sí mismos, y dan la
libertad a los que sujetaban antes. El reposo y sosiego no pueden
ser seguros, sino encaminados por el trabajo; ni conviene el ocio a
una ciudad libre como la nuestra, sino para las que quieren vivir en
servidumbre.

»Por tanto, varones atenienses, no debéis dejaros engañar de tales
ciudadanos ni menos tener saña contra mí, que con vuestro acuerdo y
consentimiento emprendí la guerra; ni porque los enemigos os hayan
hecho el mal que estaba claro os habían de hacer, si no los queríais
obedecer. Y si sobrevino la epidemia, que era la cosa menos esperada,
a causa de la cual he sido odiado por la mayoría de vosotros, sin
razón ciertamente me queréis mal, pues cuantas veces os acaeciese una
prosperidad inesperada no me la atribuiríais ni me daríais gracias por
ella.

»Por necesidad debemos sufrir lo que sucede por voluntad divina: y
lo que procede de los enemigos, con buen ánimo y esfuerzo. Esta es
la costumbre antigua de nuestra ciudad, y así lo hicieron siempre
nuestros antepasados; hacedlo también vosotros, conociendo que el
mayor nombre y fama que tiene esta ciudad entre todas es por no
desmayar ni desfallecer en las adversidades: antes sufrir los trabajos
y pérdidas de muchos buenos hombres en la guerra. Así ha adquirido y
conservado hasta el día de hoy este gran poder, que si ahora se pierde
o disminuye, como naturalmente sucede a todas las cosas, se perderá
también la memoria para siempre entre los venideros, no solamente de
Atenas, sino también del imperio de los griegos.

»Nosotros, entre todos los griegos, somos los que tenemos el mayor
señorío y hemos sostenido más guerras intestinas y extranjeras, y
habitamos la más rica y más poblada ciudad de toda Grecia. Bien sé
que los temerosos y de poco ánimo, menospreciarán y vituperarán mis
razones; mas los buenos y virtuosos las tendrán por verdaderas. Los
que carecen de mérito me tendrán odio y envidia, lo cual no es cosa
nueva, porque comúnmente acontece a todos los que son reputados por
dignos de presidir y mandar a los otros el ser envidiados. Pero el que
sufre tal envidia y malquerencia en las cosas grandes y de importancia,
puede dar mejor consejo, pues, menospreciando el odio, adquiere honra y
reputación en el tiempo de presente y gloria perpetua para el venidero.

»Teniendo estas dos cosas delante de los ojos, la honra presente y la
gloria venidera debeislas tomar y abrazar alegremente, y no cuidaros de
enviar más farautes ni mensajes a vuestros enemigos los lacedemonios,
ni perder el ánimo por los males y trabajos ahora, porque aquellos
que menos se turban y afrontan con más ánimo las adversidades y las
resisten, son tenidos por mejores pública y privadamente.»




X.

Virtudes y loables costumbres de Pericles.


Con estas y otras semejantes razones Pericles procuraba amansar
la ira de los atenienses, y hacerles olvidar los males que habían
sufrido. Todos de común acuerdo le obedecieron de tal manera, que en
adelante no enviaron más mensajes a los lacedemonios, disponiéndose y
animándose para la guerra, aunque en particular sentían gran dolor por
los males pasados; los pobres porque veían aminorarse con la guerra
su poca hacienda, y los ricos porque habían perdido las posesiones y
heredades que tenían en el campo; y como continuaba la lucha, no en
todos se disipó la ira que tenían contra Pericles, deseando algunos
que le condenasen a una gran multa. Pero como el vulgo es mudable, le
eligieron de nuevo su capitán, y le dieron absoluto poder y autoridad
para todo, que si particularmente le odiaban a causa del dolor que
cada cual sentía por los daños recibidos, en las cosas que tocaban al
bien de la república conocían que tenían necesidad de él, y que era el
hombre más competente que podían encontrar.

Y a la verdad, mientras tuvo el gobierno durante la paz, administró la
república con moderación; la defendió con toda seguridad y la aumentó
en gran manera. Después, cuando vino la guerra, conoció y entendió muy
bien las fuerzas y poder de la ciudad, como se ve por lo dicho. Mas
después de su muerte, que fue a los dos años y medio de comenzada la
guerra, conociose mucho mejor su saber y prudencia, porque siempre les
dijo que alcanzarían la victoria en aquella lucha si se guardaban de
pelear con los enemigos en tierra, empleando todo su poder por mar, sin
procurar adquirir nuevo señorío, ni poner la ciudad a peligro, todo
lo cual hicieron al contrario después de su muerte. En cuanto a las
otras cosas no tocantes a la guerra, los que tenían el gobierno obraban
cada cual según su ambición con gran perjuicio de la república y de
ellos mismos, porque sus empresas eran tales que cuando salían bien,
redundaban en honra y provecho de los particulares antes que del común;
y si salían mal el daño y pérdida era para la república.

Fue causa de este desorden que, mientras Pericles tuvo el poder junto
con el saber y prudencia, no se dejaba corromper por dinero: regía
al pueblo libremente, mostrándose con él tan amigo y compañero, como
caudillo y gobernador. Además, no había adquirido la autoridad por
medios ilícitos, ni decía cosa alguna por complacer a otro, sino que,
guardando su autoridad y gravedad, cuando alguno proponía cosa inútil
y fuera de razón, lo contradecía libremente, aunque por ello supiese
que había de caer en la indignación del pueblo, y todas cuantas veces
entendía que ellos se atrevían a hacer alguna cosa fuera de tiempo
y sazón, por locura y temeridad, antes que por razón, los detenía y
refrenaba con su autoridad y gravedad en el hablar. Al mismo tiempo
cuando los veía medrosos sin causa los animaba. De esta manera, al
parecer, el gobierno de la ciudad era en nombre del pueblo; mas en el
hecho todo el mando y autoridad estaba en él.

Después de muerto ocurrió que los que le sucedieron por ser iguales
en autoridad, cada cual codiciaba el mando sobre los otros, y para
hacer esto procuraban complacer y agradar al pueblo con deleites,
aflojando en los negocios, de donde se siguieron grandes errores, como
suele acontecer en una ciudad populosa que tiene mando y señorío: y
entre otros muchos el mayor de todos fue que hicieron una navegación
a Sicilia, en la cual mostraron su poca prudencia, no solo en cuanto
tocaba a aquellos contra quien iban para comenzar la guerra, que
no debieran emprender, sino también en cuanto a los mismos que los
enviaban, no proveyéndoles de las cosas necesarias, a causa de las
diferencias y cuestiones que sobrevinieron en la ciudad sobre el
mando y gobierno de la república, acusándose los principales entre
sí. De esto provino deshacerse aquella armada de Sicilia y perderse
después gran parte de las naves con todas sus jarcias y aparejos.
A pesar de las cuestiones en la ciudad y de tomar a los sicilianos
por enemigos, además de los otros; a pesar de que la mayor parte de
sus aliados y confederados los habían dejado, y finalmente, de que
Ciro, hijo del rey de Persia, se había aliado y confederado con los
peloponesios, ayudándoles con dinero para construir naves, todavía
resistieron tres años y nunca pudieron ser vencidos, ni cayeron hasta
tanto que, después de quebrantados con sus diferencias y discordias
civiles, desfallecieron. De donde parece claramente que cuando Pericles
les faltó, aún les quedaban tantas fuerzas y poder que con su guía y
prudencia, si él viviera, pudieran vencer a los lacedemonios en aquella
guerra.




XI.

Nuevos aprestos de guerra que por ambas partes se hicieron aquel
verano. La ciudad de Potidea capitula con los atenienses.


Volviendo a la historia de la guerra: en este mismo verano[45], los
lacedemonios y sus aliados alistaron una armada de cien barcos:
enviáronla a la isla de Zacinto, que está frente a Élide cuyos
moradores son aqueos, aunque seguían el partido de los atenienses.
Iban en esta armada mil hombres, y por capitán Cnemo. Saltando en
tierra robaron y arrasaron muchos lugares, y trabajaron por ganar la
ciudad: mas viendo que no la podían tomar, volvieron a sus casas. En
el mismo verano[46], el corintio Aristeo y el argivo Pólide en su
nombre particular, y Aneristo, y Nicolao, y Pratodamo, y Timágoras,
como embajadores de los lacedemonios, fueron a Asia para inducir al
rey Artajerjes a que estuviese de su parte en aquella guerra, y les
prestase dinero para la armada. Primero vieron en Tracia a Sitalces,
hijo de Teres, para persuadirle de que dejase la amistad de los
atenienses y tomase la suya, y trajese consigo gente de a pie y de a
caballo, para hacer levantar el cerco que los atenienses tenían sobre
la ciudad de Potidea.

Cuando estos embajadores entraron en el reino de Sitalces para
pasar la mar del Helesponto, pensando hallar allí a Farnaces, hijo
de Farnabazo, que los había de llevar ante el rey, se hallaron con
Sitalces Learco, hijo de Calímaco y Aminíades, hijo de Filemón,
embajadores de los atenienses: los cuales persuadieron a Sádoco,
hijo de Sitalces, que había sido hecho ciudadano de Atenas, para que
prendiese a los embajadores de los lacedemonios y se los remitiesen,
porque sin duda venían a tratar con el rey cosas en daño de la ciudad
de Atenas. Persuadido Sádoco, envió los suyos tras los embajadores de
los lacedemonios, a los cuales hallaron a la orilla del mar, donde se
querían embarcar, para pasar el Helesponto: y los prendieron y llevaron
a Sádoco, el cual los entregó a los embajadores de los atenienses, y
ellos los recibieron y llevaron consigo a Atenas.

Poco tiempo después los atenienses, temiéndose que Aristeo, uno de
ellos que había sido causa y autor de todo lo hecho en Potidea y en
Tracia les causara algún mal, además de los pasados, si se escapaba
de allí, le mandaron matar y a los otros embajadores lacedemonios sin
ser oídos en justicia, y después lanzaron sus cuerpos desde lo alto de
los muros a los fosos, porque les pareció que por esta vía, con buena
y justa causa, vengaban a sus conciudadanos y aliados mercaderes, que
los lacedemonios habían cogido en la mar, y después los habían muerto y
lanzado a los fosos.

Desde el principio de esta guerra los lacedemonios tenían por enemigos
a todos aquellos que cogían en el mar, que siguiesen el partido de
los atenienses (salvo a aquellos que no siguiesen ninguno de los dos
bandos), y los mandaban matar, sin perdonar a ninguno.

Casi al fin de aquel verano los ambraciotes, con un buen ejército
de bárbaros salieron contra los argivos que habitan la región de
Anfiloquia, y contra toda su tierra, por cuestión que habían tenido
nuevamente con ellos; la causa fue esta. Anfíloco, hijo de Anfiarao,
que era natural de la ciudad de Argos en Grecia, a la vuelta de la
guerra de Troya, no queriendo ir de nuevo a su tierra por enojos y
diferencias que había tenido[47], dirigiéndose al golfo de Ambracia,
que está en la región de Piro, fundó una ciudad que llamó Argos, en
memoria de aquella de donde él era natural, y le puso por sobrenombre
Anfiloquia, la cual fue muy populosa entre todas las otras ciudades
de tierra de Ambracia. En el transcurso del tiempo, teniendo muchas
diferencias con sus vecinos, viéronse forzados a recoger a los
ambraciotes, sus vecinos, en su ciudad. Estos primeramente les trajeron
la lengua griega, de manera que todos hablaban griego, aunque antes
eran bárbaros como son todos los otros de tierra de Anfiloquia,
excepto los moradores de la misma ciudad. Después, andando el tiempo,
los ambraciotes echaron a los argivos de la ciudad y la poseyeron
ellos solos. Estos argivos que así fueron lanzados se acogieron a los
acarnanios entregándose a ellos, y todos juntos vinieron a demandar
ayuda a los atenienses para que pudiesen recobrar su ciudad.

Los atenienses les enviaron treinta naves de socorro, y por capitán de
ellas a Formión, el cual tomó la ciudad por fuerza, la robó y saqueó,
y después la dejó a los acarnanios y a los anfiloquios juntamente. Con
este motivo comenzó entonces la alianza y la confederación entre los
atenienses y los acarnanios y la enemistad entre los ambraciotes y los
anfiloquios de Argos, porque los anfiloquios en esta empresa retuvieron
muchos prisioneros de los ambraciotes, quienes al tiempo de esta guerra
juntaron un gran ejército, así de los suyos como de los caones, y de
otros bárbaros sus vecinos: vinieron derechos hacia Argos y robaron y
destruyeron toda la tierra, mas no pudieron tomar la ciudad, volviendo
de allí a sus casas. Todo esto pasó en aquel verano.

Al principio del invierno, los atenienses enviaron veinte naves al
Peloponeso nombrando capitán de la armada a Formión, quien, partiendo
del puerto de Naupacto, impidió que nave alguna pasase, ni entrase,
ni saliese de Corinto ni de Crisa. También enviaron otras seis naves
con Melesandro a Caria y Licia, para traer el dinero que del tributo
cobrasen, y para guardar las naves mercantes de los atenienses que iban
desde Fasélide de Fenicia, y desde la tierra firme, a fin de que no
fuesen robadas de los corsarios del Peloponeso. Melesandro saltó en
tierra y fue vencido y muerto, perdiendo la mayor parte de los suyos.

En este mismo invierno[48], los potidenses, viendo que no podían
guardar más su ciudad ni defenderla de los atenienses, que hacía largo
tiempo la tenían cercada, por la falta de víveres y la necesidad en que
los ponía el hambre, la cual era tan extrema, que, entre otras cosas
intolerables que les ocurrieron fue comerse unos a otros, viendo que
por ninguna guerra que hiciesen otros a los atenienses levantarían
el cerco, pusiéronse al habla con los caudillos de estos, que eran
Jenofonte, hijo de Eurípides, Hestiodoro, hijo de Aristóclides, y
Fanómaco, hijo de Calímaco, y se entregaron con estas condiciones:
que los de la ciudad y los hombres de pelea extranjeros que estaban
dentro saliesen con una sola vestidura y las mujeres con dos, y
sacasen también consigo cierta cuantía de dinero para el camino. Estas
condiciones las aceptaron los capitanes viendo la necesidad en que
estaba su ejército por razón del invierno y la gran suma que costaba
aquel cerco que montaba más de dos mil talentos[49]. Los potidenses
salieron de su ciudad y partieron a tierra de Calcídica cada cual como
mejor pudo.

Esto disgustó a los atenienses, y se indignaron contra sus capitanes,
diciendo, que pudieran muy bien haber tomado la ciudad, si hubieran
querido. Pero al fin enviaron allí ciudadanos para poblarla.

Todas estas cosas se realizaron en aquel invierno, que fue el fin del
segundo año de la guerra que escribió Tucídides.




XII.

Los peloponesios sitian Platea, defendiéndola sus moradores.


En el verano siguiente[50] los peloponesios y sus aliados y compañeros
de guerra, no quisieron volver a tierra de Atenas, y fueron derechos
a la ciudad de Platea, llevando por capitán a Arquidamo, hijo de
Zeuxidamo, rey de Lacedemonia. Habiendo ya asentado su real delante
de la ciudad, estando para querer entrar y destruir la tierra, los
ciudadanos de Platea les enviaron sus embajadores, que les hablaron de
esta manera:

«Rey Arquidamo, y vosotros lacedemonios, obráis sin razón y sin
justicia, y contra vuestra honra y dignidad, y la de vuestros padres
y antepasados al venir como enemigos a nuestra tierra y poner cerco a
nuestra ciudad, porque el lacedemonio Pausanias, hijo de Cleómbroto,
que libertó Grecia del señorío de los medos, con los griegos que se
expusieron al peligro de la batalla en nuestra tierra, habiendo hecho
sus sacrificios en medio de nuestra plaza al dios Júpiter libertador,
en presencia de todos los del ejército, devolvió a los de Platea su
ciudad y su tierra, para que viviesen en libertad, según sus leyes,
quiso que ninguno les hiciese guerra ni injuria, por codicia de
dominarlos, y conjuró a todos los confederados y aliados, que entonces
allí se hallaron, a que los defendiesen con todo su poder contra todos
y cualesquiera hombres que quisiesen hacerles algún daño. Esto fue el
pago y galardón que vuestros padres nos dieron por la virtud y esfuerzo
que mostramos en aquel peligro. Mas vosotros hacéis lo contrario,
viniendo aquí con los tebanos, nuestros enemigos capitales, para
sujetarnos y ponernos en servidumbre. Llamamos, pues, por testigos
a los dioses que entonces intervinieron en aquellos juramentos, y a
los nuestros de vuestra patria, contra vosotros, si nos hacéis algún
mal en nuestra tierra, y si viniendo, contra vuestros juramentos, no
nos dejaréis vivir en libertad, y conforme a nuestras leyes, según lo
ordenó Pausanias.»

Con esto acabaron su razonamiento, al cual Arquidamo respondió de esta
manera:

«Muy bien habláis, varones plateenses, si los hechos conforman con las
palabras: pues así como Pausanias os otorgó entonces que vivieseis
en libertad, y según vuestras leyes, así también debéis vosotros por
vuestra parte, con todo vuestro poder, ayudar a guardar y conservar
en la misma libertad a los griegos que se hallaron presentes al acto
del juramento, de que vosotros ahora habláis, y fueron partícipes del
peligro y trabajos de la guerra también como vosotros, los cuales
han sido sujetados y puestos en servidumbre por los atenienses, por
cuya causa se reúne todo este ejército que veis y hace esta guerra. Y
tanto más guardaréis vuestros juramentos, cuanto más y mejor ayudéis a
devolverles la libertad. Si no lo queréis hacer, a lo menos vivid como
hasta aquí, labrando vuestra tierra en paz, sin parcialidad por unos ni
por otros, sino recibiendo a ambas partes por amigos. Y en cuanto a la
guerra no ayudéis más a los unos que a los otros.»

Oída esta respuesta, los embajadores de Platea, volvieron a su ciudad
y relataron al pueblo lo que había pasado con Arquidamo. El pueblo les
mandó que fueran de nuevo a Arquidamo y le dijesen era imposible para
ellos hacer lo que mandaban, sin consentimiento de los atenienses,
porque tenían sus hijos y sus mujeres en Atenas, y además recelaban
poner la ciudad en gran peligro, porque después de salir de allí los de
Arquidamo, los atenienses, mal contentos de lo hecho, vendrían sobre
ellos. Y también los tebanos, que no estaban obligados por juramento,
so color de que la ciudad debía recibir a unos y a otros, procurarían
volver a conquistarlos. A esto les respondió Arquidamo, con mucha
osadía, de esta manera:

«Entregad la ciudad y también vuestras casas, a nosotros los
lacedemonios. Y asimismo mostradnos vuestros términos y dadnos por
cuenta los árboles y todo aquello que se puede contar, y partid para
donde quisiereis, con vuestras mujeres e hijos, durante la guerra.
Cuando volváis, os devolveremos lo que así hayamos recibido, y
entretanto lo tendremos en depósito, labraremos vuestras tierras, y de
los frutos os daremos todo lo necesario para vuestra subsistencia.»

Con esta demanda regresaron los embajadores a la ciudad, y la
consultaron con el pueblo, el cual respondió, resolviendo, que
aceptarían la petición si los atenienses les autorizaban, para lo
cual querían consultarles. Entretanto pidieron treguas para que no
hiciesen mal ni daño alguno en la ciudad, ni en su tierra, lo cual les
fue otorgado. Mas cuando los embajadores de los de Platea llegaron a
Atenas y consultaron con los atenienses, volvieron a los suyos con este
razonamiento:

«Los atenienses os dicen, varones de Platea, que desde el tiempo en
que hicieron alianza y confederación con vosotros, nunca permitieron
que se os hiciese injuria por ninguna persona, ni menos lo permitirán
ahora, preparados para ayudaros con todo su poder y fuerzas. Por tanto,
os requieren y amonestan, que acordándoos del juramento que hicieron
vuestros padres y antepasados, no queráis innovar cosa en contrario de
la paz y confederación que hay de por medio.»

Oído este mensaje de los embajadores, los de Platea determinaron no
apartarse de los atenienses, sino resistir a los enemigos, aunque
los viesen quemar y destruir sus tierras, y sufrir y tolerar todos
los males y daños que les pudiesen hacer. No quisieron dejar salir a
ninguno con mensaje a los lacedemonios, sino que desde los muros les
respondieron que era imposible hacer lo que les mandaban. Sabida esta
respuesta, el rey Arquidamo se acercó a la muralla, e hizo contra
ellos esta protesta a los dioses y héroes abogados de aquella ciudad:

«Vosotros, dioses y héroes abogados de esta ciudad y tierra de Platea,
sabed y sed testigos de como estos de Platea son los primeros que han
quebrantado el juramento y comenzado las injurias, y que por su culpa,
y no nuestra, venimos como enemigos a su tierra, en la cual nuestros
antepasados, por los votos y sacrificios que en ella os hicieron,
alcanzaron la victoria contra los medos, mediante vuestro favor y
ayuda, y que en lo de hoy más hiciéremos contra ellos, no lo hacemos
sin justicia, pues ni por ruegos ni amonestaciones que les hemos hecho,
pudimos convencerles. Por tanto permitid que aquellos que primeramente
han hecho la injuria, paguen primero la la pena, y los que quieren
castigarles con razón, puedan hacerlo.»

Cuando acabó su oración mandó a los suyos que comenzasen la guerra.
Primeramente hizo cercar la ciudad con un baluarte hecho de tierra,
y de los árboles que cortaron en derredor, para que ninguno pudiese
entrar ni salir. Después comenzaron a hacer un bastión o baluarte,
esperando poderle acabar en poco tiempo, según la mucha gente que
trabajaba en la obra, y que con esto podrían tomar la ciudad. La forma
del bastión era esta. Primeramente, con las ramas de los árboles que
cortaron en el monte Citerón, hicieron unos zarzos en forma de cestones
y estacadas, y poníanlos a una parte y a otra del bastión, sujetándolos
con unos maderos para que no pudiese salirse la tierra que echaban
dentro. Después lanzaban piedras, leña y tierra, y todos los otros
materiales que podían aprovechar para llenarlo. Así continuaron la obra
setenta días, no dejando el trabajo de noche ni de día, porque cuando
unos se iban a comer o dormir, venían otros a trabajar. Y para que se
acabase más pronto la obra y fuese mejor, tenían a cargo de ella a los
lacedemonios, que mandaban a los soldados, y a los otros diputados de
las ciudades.

Cuando los de la ciudad vieron que aquel bastión subía tan alto,
comenzaron por dentro de la muralla a hacer otro muro fuerte de
piedras y cantos que tomaban de las casas más cercanas, que para este
efecto derribaban, y para sostenerle entremetían madera y leños, y por
fuera le cubrían de cueros para que no fuesen heridos de los enemigos
mientras lo labraban, y para que si lanzaban fuego, no pudiese prender
en la madera. De modo que así de una parte como de la otra subía en
alto el edificio.

También, los de la ciudad, para estorbar la obra de los sitiadores,
usaron de esta invención. Rompieron la muralla frontera al bastión
de los enemigos, donde estos habían fabricado otro reparo de madera
y tierra que venía a juntarse con la muralla, para llegar cubiertos
hasta el pie de ella, después que su bastión fuese acabado, y por aquel
horado que abrieron, sacaban por debajo la tierra que los otros echaban
dentro. Mas cuando los lacedemonios comprendieron la estratagema,
hicieron cestones, metiendo dentro cieno y tierra, y pusiéronlos en
lugar de la tierra que habían sacado, de manera que ya en adelante no
podían sacar la tierra tan fácilmente como antes.

Tampoco se descuidaron los plateenses en hacer su deber por otra vía,
pues practicaron grandes minas por dentro de la muralla, que salían
a dar debajo del bastión de los enemigos, y por estas mismas les
sacaban la tierra del bastión, sin cesar este trabajo. Esto lo hicieron
muchos días, antes que fuesen sentidos de los enemigos, los cuales se
espantaban de ver que su bastión no subía más con la gran cantidad de
tierra que echaban dentro por encima, y que se sumía y hundía hacia el
medio. Todavía los ciudadanos, considerando que si la cosa iba a la
larga no podrían sacar tanta tierra del bastión por las minas cuanta
lanzarían dentro los enemigos, por ser muchos más en número, y por la
actividad con que trabajaban en esto, inventaron otro remedio para
defenderse, que fue este. Frente a su muralla, donde los enemigos
habían hecho el reparo para entrar, hicieron otro muro por dentro, en
forma de media luna a los lados, de tal manera, que las dos puntas de
él se juntasen con la muralla, enfrente a las dos puntas del bastión de
los enemigos, y veníanse extendiendo con este muro hacia más dentro de
la ciudad, para que si los enemigos tomaban aquella parte del primer
muro, hallasen otro, contra el cual les fuese necesario hacer nuevo
bastión, que les sería doblado trabajo y estarían en mayor peligro,
hallándose encerrados.

Por la otra parte, los peloponesios dispusieron dos aparatos[51]
encima de su bastión, con los cuales tiraban a dos lugares: con el uno
batían el muro que hacían los de la ciudad por dentro, de suerte que
lo deshicieron en gran parte, lo cual asustó mucho a los ciudadanos, y
el otro batía la cerca principal. Contra estas máquinas los ciudadanos
usaron de dos remedios: el uno fue hacer grandes lazos de cuerdas, con
que rebatían el golpe; el otro, disponer grandes vigas de madera[52],
las cuales colgaban por los cabos con cadenas de hierro, que asían a
las vigas pendientes de lo alto de la muralla, al través. Y cuando
veían venir el golpe de la máquina aflojaban los cabos de las cadenas
a que estaban asidas, y súbitamente las vigas venían a caer a la punta
del aparato que batía, y recibían el golpe.

Como los peloponesios viesen que por estos medios, y haciendo cuanto
sabían, no podían batir la muralla, que aun batiendo la una quedaba
el otro muro de dentro por combatir, y que con gran trabajo podrían
tomar la ciudad por esta brecha, determinaron cercarla toda. Pero antes
de hacer esto intentaron quemarla, lo cual les parecía cosa fácil si
favoreciese el viento, por cuanto la ciudad era muy pequeña, imaginando
todas las vías por donde la pudiesen ganar sin grandes gastos y sin
tener largo tiempo el cerco. Llenaron de ramaje y de haces de leña
el foso que estaba entre su bastión y la muralla, y en breve espacio
de tiempo, por la multitud de hombres que se ocupaban en ello, la
extendieron y alargaron lo más adelante que pudieron hacia la ciudad,
y por lo alto pegaron fuego, lanzando dentro pez y azufre, con lo que
in continenti se levantó tan gran llama cuan nunca se vio encendida
por mano de hombre, pues algunas veces el fuego se prende por sí mismo
en los montes, por el gran combate de los árboles, arrastrados por
la fuerza del viento, de donde también sale mucha llama. Este fuego,
tan grande y tan intenso, por poco quema toda la ciudad y a todos los
moradores, pues solo quedó una pequeña parte de ella donde no entrase.
Y si el viento acudiera, como pensaban, no se escaparan los de dentro.
Mas sucedió muy de otra manera, porque cayó copiosa lluvia con grandes
truenos, que, según dicen, lo apagó de pronto. Viendo los peloponesios
que tampoco en esto acertaba su intención, determinaron dejar una parte
de su ejército en el cerco, y que los demás partiesen. La cercaron,
pues, por todos lados con un muro, y por acabar más pronto la obra,
la repartieron por cuadrillas, dando a cada cual de las ciudades su
cuadrilla, y haciendo sus fosos a lo largo de la muralla así por dentro
como por fuera. De la tierra que sacaron hicieron ladrillos.

Acabada la obra dejaron una parte de su gente, en número bastante para
guardar la mitad de aquella muralla, y de la otra mitad encargaron la
guarda a los beocios. Todos los demás partieron para sus ciudades, en
la época en que se muestra la estrella llamada Arturo[53].

Volvamos a los de Platea, que, como arriba contamos, habían enviado
fuera de su ciudad las mujeres, los viejos, los niños y todos aquellos
que no eran de provecho para la guerra, de manera que solo quedaron
dentro cuatrocientos ochenta hombres de pelea atenienses, y diez
mujeres que les cocían pan, y no más de ningún estado ni condición, los
cuales determinaron defender la ciudad.




XIII.

Combate de los atenienses delante de la ciudad de Espartolo en tierra
de Botiea, y de los peloponesios delante de Estrato en la región de
Acarnania.


En este mismo verano[54], al principio del cerco de Platea, los
atenienses enviaron a Jenofonte, hijo de Eurípides, y a otros dos
capitanes, con dos mil hombres de a pie, ciudadanos, y doscientos
de a caballo, extranjeros, al tiempo de la siega, para hacer la
guerra a los calcídeos y a los botieos, que estaban en la región de
Tracia; los cuales, al llegar delante de la ciudad de Espartolo,
en la región de Botiea, talaron y destruyeron todos los trigos;
además tenían inteligencias con algunos de la ciudad que les parecía
querían rebelarse para meter a los atenienses dentro de ella. Mas
los otros, que no participaban de los tratos, hicieron venir de la
ciudad de Olintio una banda de gente de a caballo, que, al llegar a
Espartolo juntamente con los de la ciudad, salieron a pelear contra
los atenienses, y en esta batalla, la infantería de los calcídeos,
que estaba muy bien armada, y algunos otros extranjeros que habían
acudido en socorro de la ciudad, fueron hasta las puertas. Mas la
gente de a caballo de Olintio, y los de a pie que vinieron armados a
la ligera, con otros pocos que traían paveses, que eran de la región
llamada Crúside, detuvieron la caballería de los atenienses. Cuando
se iban retirando de una parte y de otra de la pelea, sobrevinieron
de refresco algunas compañías de infantería bien armadas, que los
olintios enviaban en socorro de los de la ciudad, quienes al verlas
venir cobraron ánimo, sobre todo los de a pie, que venían armados a
la ligera, y los calcídeos de a caballo. Con aquel socorro de los
olintios, salieron contra los atenienses y los rechazaron y forzaron
a que se retirasen hasta las dos compañías que habían dejado en
guarda del bagaje y municiones; y aunque los atenienses se defendían
valientemente, y todas las veces que revolvían sobre los enemigos
los lanzaban de sí, todavía cuando se retiraban hacia su real, los
contrarios de a pie los perseguían, tirándoles de lejos, y los de
a caballo de cerca, a golpe de mano, de tal manera, que al fin les
hicieron volver las espaldas y huir.

En esta huida y persecución hubo muchos muertos de los atenienses:
además de los que murieron en la pelea, entre todos cuatrocientos
treinta, y con ellos los tres capitanes.

Al día siguiente, los atenienses, después de obtener sus muertos de los
de la ciudad, para darles sepultura, se volvieron con lo restante de su
ejército a Atenas.

De esta batalla, los calcídeos y botieos, después de sepultar a los que
murieron de su parte, levantaron trofeo en señal de victoria delante de
la ciudad.

En el mismo verano[55], poco tiempo después de esta batalla, los
ambraciotes y los caones, deseando sujetar a todos los de tierra de
Acarnania y apartarlos de la devoción y alianza de los atenienses,
ofrecieron a los lacedemonios que si les daban algunas naves, las que
fácilmente podrían sacar de las ciudades confederadas, ellos podrían
seguramente con mil hombres de pelea de los suyos, sujetar toda la
tierra de Acarnania, por causa de que los unos no podían socorrer a los
otros; y esto hecho, sin gran dificultad ganarían la isla de Zacinto y
la de Cefalenia, y aun tenían esperanza de tomar a Naupacto. De hacer
esto, los atenienses no podrían adelante navegar, ni recorrer la mar en
torno del Peloponeso como acostumbraban.

Los lacedemonios les otorgaron su demanda, y rápidamente enviaron
a Cnemo, que a la sazón era su general de las fuerzas de mar, con
las pocas naves que tenían y la gente de a pie, y escribieron a las
ciudades sus confederadas que enviasen con toda diligencia sus barcos
de guerra a Léucade.

Había, entre los otros pueblos confederados, los de la ciudad de
Corinto, que eran muy aficionados a los ambraciotes, por ser de su
población; y por tanto se apresuraron a armar sus naves y enviarlas. Lo
mismo hicieron los sicionios, y sus vecinos y comarcanos, aunque los
anactorios, y los ambraciotes, y los leucadios fueron más pronto al
puerto de Léucade que los otros.

Cnemo y los mil combatientes que llevaba consigo fueron con tanta
presteza, que pasaron por delante de Naupacto, sin que Formión,
capitán de los atenienses, que tenía allí veinte naves para guardar
el paso y la tierra, los descubriese. Saltaron, pues, a tierra junto
a Corinto, y estando allí, pocos días después llegó el socorro de los
ambraciotes, leucadios y anactorios. Además de estos, que todos eran
griegos, vino una buena banda de bárbaros, que serían hasta mil caones,
nación no sujeta a rey, sino que vive mandada por ciertos cónsules y
gobernadores, que eligen cada año de linaje y sangre real; por sus
capitanes venían Fotio y Nicanor, y también con estos los tesprocios,
que también viven sin rey; y los molosos y atintanes, cuyo capitán era
Sabilinto, a la sazón tutor de Táripe, rey de los molosos, menor de
edad. Y asimismo vino Oredo, rey de Paravea, que conducía con la gente
de su compañía mil orestas, súbditos del rey Antíoco, llegados allí
con su licencia y consentimiento. También Pérdicas, rey de Macedonia,
les envió, ocultándolo a los atenienses, mil macedonios, los cuales no
pudieron arribar cuando los otros.

Con este ejército partió Cnemo de Corinto, por tierra, sin querer
esperar a los que iban por mar, y pasando por tierra de Argos tomó la
villa de Limnea, que no estaba fortificada. De allí fue derechamente
hacia la ciudad de Estrato, que es la mayor de toda la región de
Acarnania, con esperanza de que, si la tomaba, podría después tomar
todas las otras sin riesgo.

Cuando los acarnanios supieron que venía tan gran ejército contra ellos
por tierra, y que les esperaba gran armada de los enemigos, no curaron
de enviar socorro unos u otros, sino que cada cual se preparaba para
defender su ciudad y su tierra, y todos juntamente enviaron a decir a
Formión que fuese a socorrerles. Mas él les respondió que no le era
lícito desamparar el puerto de Naupacto, sabiendo que la armada de los
enemigos había de partir pronto de Corinto.

Los peloponesios, repartido su ejército en tres escuadrones, vinieron
por tierra derechos a la ciudad de Estrato, con intención de entrar
por fuerza, si los de adentro no querían entregarla. De estos tres
escuadrones los caones y los otros bárbaros venían en medio; a la
derecha estaban los leucadios, los anactorios y los otros de su
compañía, y a la izquierda los de Cnemo con los peloponesios y los
ambraciotes. Marcharon estos escuadrones por diversos caminos, tan
distantes unos de otros, que algunas veces no se veían. Los griegos
venían en batalla guardando su formación, y con orden de escoger
cuando estuviesen delante de la ciudad, algún lugar a propósito para
plantar su campo. Mas los caones, confiándose en su esfuerzo, pues eran
reputados por los más valientes de todos los bárbaros, no quisieron
asentar su real de la parte de tierra firme, tomando por afrenta buscar
gran seguridad, y pensaron, con la ayuda de los otros bárbaros que
venían en su escuadrón, espantar a los de la ciudad de rebato y tomarla
de este modo, de suerte que antes que los otros llegasen alcanzarían la
honra de aquella empresa. Para ello se adelantaron lo más que pudieron,
de manera que estaban a vista de la ciudad bastante tiempo antes que
los otros. Como los de la ciudad de Estrato conociesen esto, acordaron
que si podían deshacer y desbaratar este escuadrón de los caones,
los otros se recelarían y temerían llegar, y pusieron gente apostada
fuera de la ciudad hacia aquella parte. Cuando los caones estuvieron
entre la ciudad y las celadas, salieron por dos partes contra ellos
con tanto denuedo, que los desbarataron y pusieron en huida, y mataron
muchos. Los otros bárbaros que venían en pos de ellos, al verles huir,
hicieron lo mismo, y así todos, a rienda suelta, huyeron antes de que
los griegos lo viesen y cuando aun no pensaban en combatir, sino en
tomar lugar para asentar su campo. Al verles huir, recogiéronlos en
su escuadrón, se cerraron todos juntos en un tropel y estuvieron allí
quedos aquel día, esperando a los de la ciudad por si salían contra
ellos; pero no quisieron salir a causa de que los otros acarnanios no
les habían enviado ningún socorro. Solamente les tiraban con hondas,
porque todos los de Acarnania son mejores tiradores de honda que las
otras naciones. Además, no estando bien armados, no les pareció buen
consejo acometer al enemigo.

Viendo Cnemo que no salían, llegada la noche, se retiró con gran
presteza hasta la ribera de Anapo, que está apartada de la ciudad
ochenta estadios[56], y al día siguiente, habiendo obtenido sus muertos
de los de Estrato, se retiró con su ejército a tierra de los eníades,
que le acogieron de buena gana por la amistad que tenían con los
peloponesios. De allí partieron todos para llegar a sus casas, sin
esperar el socorro que les había de llegar.

Los ciudadanos de Estrato levantaron trofeo en señal de la victoria que
alcanzaron contra los bárbaros.




XIV.

Triunfan los atenienses en batalla naval contra los peloponesios, y
ambas partes se preparan a pelear nuevamente en el mar.


La armada que los corintios y sus confederados habían de enviar desde
el golfo de Crisa en socorro de Cnemo contra los de Acarnania, si
acaso quisiesen venir a socorrer a los de Estrato, no llegó a tiempo,
sino que se vio obligada, cuando se libraba la batalla de Estrato,
a combatir por mar contra los veinte navíos que tenía Formión, en
guarda de Naupacto, el cual los estaba espiando para acometerlos en
alta mar cuando salieran del golfo. Los corintios, que no estaban
preparados para pelear en el mar, sino que solamente llevaban encargo
de transportar la gente de guerra a Acarnania, nada sospechaban,
pensando que Formión, que tenía solo veinte naves, no osaría acometer
las suyas, que eran cuarenta y siete. Pero al pasar navegando a lo
largo de la costa desde Patras en Acaya para llegar a Acarnania, que
está enfrente, vieron salir a los atenienses de Calcis y del río Eveno,
y que iban derechamente contra ellos, pues no impidió encubrirles la
noche, y por este medio los corintios fueron forzados a pelear en
medio del estrecho. Llevaban por capitanes aquellos que cada ciudad
había señalado, y de los corintios eran caudillos Macaón, Isócrates y
Agatárquidas.

Los peloponesios pusieron todas sus naves en cerco cerrado, las proas
fuera y las popas hacia dentro, tomando el mayor espacio que pudieron
en la mar, para estorbar la salida a los enemigos. Y dentro del cerco
pusieron los más pequeños barcos y cinco de las más ligeras juntas,
para hacerlas salir de pronto contra las de los enemigos en momento
oportuno. Los atenienses pusieron todas sus naves en hilera, e iban
cercando las de los enemigos, que querían acometer, y pasando adelante
de las que habían cercado, hacían estrechar sus naves, siempre en menos
espacio y retirarse siempre cerradas en orden, porque Formión había
mandado a los suyos que no comenzasen la batalla hasta que él hiciese
la señal. Hacía esto, por saber bien que los peloponesios no podrían
guardar el mismo orden en el mar con sus naves que en batalla campal,
y también porque comprendía que las naves se encontrarían a veces y se
estorbarían unas a otras, sobre todo cuando el viento se levantase de
tierra que comúnmente comienza al alba, viento que estaba esperando.
Entretanto hacía señal de querer trabar pelea con ellos, teniendo por
cierto que cuando se levantase el viento no podrían estar un momento
firmes y quedas las naves contrarias, y que entonces las podría
acometer más fácilmente, a causa de que sus barcos eran más ligeros, y
así sucedió.

Cuando empezó el viento, las naves que estaban en cerco y las otras más
ligeras que estaban dentro, comenzaron a encontrarse unas con otras, y
sucesivamente siguió el desorden de todas, de manera que la gente que
estaba dentro tenía harto que hacer en empujar con remos unas naves
para que no chocasen con las otras, donde ellos venían, con tantas
voces y clamores de unos y otros, deshonrándose y diciéndose denuestos,
que ni podían oír ni entender lo que les mandaban los capitanes, y
los que lo entendían no podían guiar sus barcos donde querían, por el
aprieto en que estaban por el gran oleaje, y también porque no eran
diestros en cosas de mar.

Entonces Formión, viendo el desorden de los contrarios, hizo señal a
los suyos para la batalla, los cuales, acometiendo a los enemigos,
estuvieron primeramente con una de las naves capitanas, echándola a
fondo, y todas las otras que venían en su auxilio las destrozaron y
desbarataron tan animosamente, que no les dieron lugar para volver
a juntarse ni cobrar ánimo; antes todas se pusieron en huida hacia
Patras y Dime, que están en la región de Acaya: y los atenienses las
perseguían, dándoles caza. Así tomaron doce de ellas y mataron mucha de
su gente.

Pasado esto volvieron a Molicrio, donde levantaron trofeo en señal de
victoria, y consagraron una nave a Neptuno, dios del mar. Desde allí se
dirigieron a Naupacto.

Los peloponesios, con los barcos que habían escapado desde Patras y
Dime, volvieron a Cilene, donde los eleos tienen sus atarazanas. Allí
también llegó Cnemo, que iba desde Léucade, después de la batalla de
Estrato, y juntamente las otras naves que se habían de juntar con
ellos. Estando allí llegaron Timócrates, Brásidas y Licofrón, que los
lacedemonios habían enviado en ayuda de Cnemo, al cual mandaron que
siguiese el consejo de estos en cosas de mar, y que preparase otra
batalla naval, a fin de que los enemigos, con menos barcos, no quedasen
dueños de la mar, pues les parecía que la batalla se perdió por falta
de su gente, por muchas razones, y la principal por ser la primera vez
que habían combatido en el mar, no pudiendo tener la destreza que los
atenienses, que estaban acostumbrados, y que la victoria no se logró
porque los atenienses tuviesen más barcos o mejor dispuestos, sino por
ignorancia y flojedad de los suyos. A causa de esto enviaron los tres
capitanes arriba nombrados, con ira y desdén, para dar a entender a
Cnemo sus faltas y las de los suyos.

Al llegar estos tres capitanes donde estaba Cnemo, pidieron cierto
número de barcos a las otras ciudades e hicieron reparar los que
allí había, lo mejor que les pareció. Por otra parte, Formión envió
mensajeros a los de Atenas para hacerles saber la victoria que había
alcanzado, y también para noticiarles los aprestos de guerra que
hacían de nuevo los enemigos, pidiendo que le enviasen brevemente
socorro de más gente y más barcos, lo cual hicieron los atenienses,
enviándole veinte naves, con buen número de soldados, y orden con el
capitán de ellas de que a toda prisa se dirigiese con toda la armada a
Creta. Mandaron esto porque un ciudadano de Creta, llamado Nicias de
Gortina, que era amigo, les había aconsejado enviasen allí su armada,
prometiéndoles hacer que ganasen la ciudad de Cidonia, que era del
bando de los contrarios, por medio de los policnitas comarcanos de los
cidonios.

Formión, cumpliendo el mandato de los atenienses, fue derechamente
a Creta, y de allí a Cidonia. Con la ayuda de los policnitas, robó
y destruyó toda la tierra de los cidonios, y porque los vientos
contrarios no le dejaban navegar, viose forzado a esperar allí mucho
tiempo.

Entretanto los peloponesios, que estaban en Cilene, habiendo dispuesto
las cosas necesarias en contra de sus enemigos, se dirigieron a
Panormo, situada en el cabo de Acaya, donde estaba el ejército de
tierra que habían ya enviado para socorrer y ayudar la armada.

Formión, con las veinte naves que tenía el día de la batalla, fue
derecho al cabo de Molicrio y tomó puerto allí cerca, porque este
lugar era del bando de los atenienses, y frente a él, de la parte del
Peloponeso, había otro cabo que distaba siete estadios[57] a la boca
del golfo de Crisa, que pertenecía a los peloponesios.

Estos fueron a tomar puerto a otro cabo de Acaya, que no estaba lejos
de la ciudad de Panormo, donde tenían su ejército de tierra y setenta
y nueve barcos. Las dos armadas estaban a la vista y permanecieron
seis o siete días, ensayándose y aparejándose para la batalla, pues
los peloponesios, por el temor que tenían, acordándose de la anterior
jornada que perdieron, no osaban salir del estrecho a alta mar, y los
atenienses no querían entrar a pelear en el estrecho, sabiendo que no
les era ventajoso.

Estando en esto Cnemo y Brásidas y los otros capitanes de los
peloponesios, viendo a los suyos aún medrosos por la pérdida pasada,
mandáronlos juntar, y para animarles, les hicieron este razonamiento:




XV.

Discurso y recomendaciones de Cnemo y de los otros capitanes
peloponesios a los suyos.


«Si algunos de vosotros, varones lacedemonios, temen la batalla, que
esperamos, por razón de la pasada que perdimos, no tiene justa causa
de temor, porque nuestros aprestos de guerra no eran entonces tal cual
convenía, no pensando combatir por mar, ni nuestra navegación era sino
para pelear con nuestro ejército en tierra, de donde nos sucedieron los
inconvenientes que visteis, que no fueron pequeños por mala fortuna, y
puede ser que por ignorancia, pues era la primera vez que combatíais
en el mar. Por tanto, sabiendo que no por nuestra culpa, ni por el
esfuerzo de los enemigos, fuimos vencidos, antes hay muchas razones en
contrario, no es justo que desmayemos, ni perdamos el esfuerzo, sino
que debemos considerar que aunque muchas veces los buenos, por caso
de fortuna, no acierten, no por eso pierden el esfuerzo de corazón y
virtud de ánimo que siempre tienen, la cual no piensan haber perdido
por la falta de habilidad pasada, ni por eso desmayan ni aflojan sus
fuerzas. Y en lo que a vosotros toca, ciertamente, si no tenéis tanto
saber y conocimiento de las cosas de mar como los enemigos, tenéis más
osadía y valor.

»En cuanto al arte y saber de estos (que teméis), si vienen acompañados
del esfuerzo y osadía, tendrán memoria para realizar en los peligros lo
que aprendieron por arte y ejercicio; mas si este esfuerzo les falta,
poco les aprovecharán el saber o la destreza. Porque el temor daña y
quita la memoria, y el arte, sin esfuerzo de corazón, no es de provecho
en los peligros. Por eso os conviene que, cuanta más experiencia que
vosotros tengan, tanto más esfuerzo y osadía mostréis. Y para ahuyentar
el temor, porque fuisteis vencidos una vez, poned delante de vuestros
ojos que no estabais entonces apercibidos ni aparejados para combatir.
Considerad, además, que tenéis muchas más naves que vuestros enemigos,
y que vosotros combatís a la vista de vuestro ejército, que está aquí
en tierra para daros ayuda, siendo razonable que los que son más en
número y vienen más apercibidos, deben llevar lo mejor en la batalla.
Así, pues, no vemos motivo para abrigar temor, antes las faltas pasadas
nos han de hacer, por la experiencia, más instruidos.

»Cobrad, pues, ánimo, así los capitanes como la gente de guerra y
marineros, y cada uno haga su deber, sin desamparar el lugar donde está
puesto en ordenanza, porque nosotros, que somos vuestros caudillos y
capitanes, no os daremos menor ventaja y oportunidad para combatir
ahora que aquellos que os guiaron en la primera jornada, ni menos os
daremos ocasión ni ejemplo para que seáis flojos o cobardes: y si
alguno se mostrare tal, será castigado según su merecido. A los que,
por el contrario, probaren ser buenos y esforzados, se les premiará su
virtud y esfuerzo.»

Con estas y otras razones semejantes, los peloponesios animaron a los
suyos.

Por otra parte, Formión, viendo su gente amedrentada por el gran número
de barcos de los enemigos, les hizo asimismo juntar y les animó, porque
siempre les había asegurado que no podría venir tan gran armada contra
ellos, que no fuesen bastantes para resistirla, y ellos mismos, por ser
atenienses, tenían presunción de que no darían ventaja a ninguna armada
de los peloponesios por grande que fuese. Mas como entonces los viese
atemorizados, queriéndoles animar, les hizo este razonamiento:




XVI.

Discurso y exhortación de Formión, capitán de los atenienses, a los
suyos.


«Viéndoos tan amedrentados, varones atenienses, por la multitud de
los enemigos, he mandado aquí juntaros, pues me parece cosa indigna
mostrar temor donde no hay de qué temer, que si han reunido aquí esta
multitud de barcos que veis, muchos más en número que los nuestros, es
por el miedo que nos tienen acordándose de la victoria que hace poco
les ganamos, y conociendo que tantos por tantos, no se deben comparar a
nosotros.

»Vienen confiados en una sola cosa, como si en esta conviniese poner
toda su esperanza, es, a saber, en la gente de a pie que tienen, con la
cual muchas veces han conseguido la victoria en tierra, pensando que
será lo mismo por mar, en lo cual se engañan; porque si en la manera de
guerrear en tierra ellos tienen algún arte, nosotros la tenemos mucho
mayor en pelear por mar. En tener buen corazón ninguna ventaja nos
llevan, que tan iguales somos los unos como los otros; pero en ser más
experimentados los unos en la mar y los otros en la tierra, nos debe
hacer más animosos y osados aquello en que tenemos mayor esperanza.

»De otra parte, los lacedemonios, que son caudillos de sus aliados y
confederados, por ganar honra para sí, los fuerzan contra su voluntad
a ponerse en peligro; de otra suerte no querrían la batalla en el mar,
en que ya una vez fueron vencidos. Por tanto, en manera alguna debéis
temer la osadía de los que tenéis amedrantados, así por haberlos una
vez vencido, como porque han concebido tal opinión de nosotros, que,
resistiéndolos, haremos alguna cosa digna de memoria.

»Aquellos que son más en número vienen a la batalla confiados en sus
fuerzas, no en su saber y consejo. Los que son muchos menos y no acuden
forzados a pelear poniendo toda su seguridad en su seso y prudencia,
van osadamente al encuentro. Y bien considerado, con razón nuestros
enemigos nos temen mucho más por esto que por el aparato de guerra que
traemos, pues vemos a menudo los más poderosos ser vencidos por los
menos, a veces por ignorancia, y otras por falta de corazón. Ninguna de
ambas cosas se hallará en nosotros.

»Nunca os aconsejaré que peleemos con ellos en el estrecho, porque
sé de cierto que no es ninguna ventaja, para los que tienen pequeñas
y ligeras naves, gobernadas por buenos patrones y marineros como
nosotros, acometer en lugar estrecho a los que son más en número de
barcos, aunque sean gobernados por patrones nuevos y no experimentados.
En manera alguna se debe ir a buscar en semejante caso al enemigo, sino
cuando está a vista de lejos y se ve la ventaja. En aprieto y en lugar
estrecho no es fácil retirarse en el momento de peligro ni revolver los
barcos, que es toda la obra y arte de las naves ligeras y de buenos
marineros; antes es forzoso combatir como si estuviesen en tierra firme
entre gente de infantería, y en tal caso, los que poseen más naves
tienen más ventaja. En esto dejadme el encargo, que yo haré cuanto
pueda.

»Lo que a vosotros toca es que cada cual, dentro de su barco, guarde
la ordenanza, y sea muy obediente para hacer pronto lo que le fuere
mandado, porque las más veces la ocasión de la victoria consiste en
la presteza y diligencia en acometer cuando es tiempo. En lo demás
procurad ir en buen orden y con silencio a la batalla, que estas dos
cosas se requieren en cualquier guerra, y mayormente en la de mar. Id,
pues, animosamente contra estos vuestros enemigos, y procurad guardar
la honra y gloria que hasta aquí habéis ganado, pensando que, en este
trance, peleamos por cosa tan importante como es saber si quitaréis a
los peloponesios, vuestros contrarios, la esperanza de poder navegar
en adelante, o si infundiréis a vuestros atenienses mayor miedo de
surcar la mar.

»Finalmente, quiero traeros a la memoria que habéis vencido a muchos de
ellos en batalla, y que los que una vez son vencidos, no pueden tener
habilidad ni constancia en peligros semejantes.»

Así habló Formión a los suyos.




XVII.

En la segunda batalla naval ambas partes pretenden haber conseguido la
victoria.


Como los peloponesios conocieron que los atenienses no querían entrar
en el estrecho, para atraerlos dentro, a pesar suyo, al despuntar el
alba pusieron sus naves a la vela, todas en orden de batalla de cuatro
en cuatro, de manera que las tres postreras seguían en pos de la
primera, y comenzaron a navegar dentro del estrecho hacia su tierra. A
la punta derecha iban veinte naves de las más ligeras, que navegaban
delante en el mismo orden que estaban dentro del puerto, a fin de que
si Formión, pensando que quisieran ir a Naupacto, tiraba hacia aquella
parte para socorrer dicha villa, quedase encerrado entre aquellas
veinte naves y las otras que iban a lo largo de la mar a la mano
izquierda, según aconteció. Viendo Formión que iban hacia la villa,
y sabiendo que estaba desprovista de guarnición, tuvo que embarcar
de pronto su gente, y remar a lo largo de la tierra, confiando en la
infantería de los mesenios, que estaba a punto para socorrerlos en
tierra. Mas cuando los peloponesios vieron navegar una a una sus naves
junto a la costa, y que ya estaban dentro del estrecho, que era lo que
deseaban, revolvieron todos a una contra ellas, y haciendo señal para
la batalla, las acometieron con cuanta diligencia pudieron, pensando
encerrarlas y tomarlas todas. Pero las once naves de los atenienses
que iban delante, huyeron de la punta de los peloponesios y escaparon
metiéndose en alta mar. Las otras, que pensaron salvarse hacia tierra,
las tomaron y destrozaron los peloponesios, y los que no pudieron nadar
hasta tierra fueron muertos o presos. Después juntaron las naves vacías
que habían tomado, con las suyas, porque tan solamente cogieron una con
toda la gente que en ella iba. Algunos de los otros barcos los libraron
los mesenios que había en tierra, los cuales entraron en la mar, y
peleando a las manos con los que las querían sacar, se las quitaron.
De esta manera los peloponesios lograron la victoria, y cogieron y
destrozaron las naves de los atenienses. Las veinte naves ligeras de
los peloponesios, que habían puesto en orden a la punta derecha, dieron
caza a las once de los atenienses, que se habían escapado y metido en
alta mar, las cuales se les fueron, excepto una. Cuando llegaron al
puerto de Naupacto, junto al templo de Apolo, volvieron las proas a los
enemigos, aparejáronse para defenderse si se atrevían a acometerlos.
Los peloponesios seguían en pos de ellas cantando peanes y cantares de
victoria como vencedores. Y entre otros barcos iba uno de Léucade muy
delante de los demás, dando caza a una de las naves de los atenienses,
que se había quedado atrás. Por fortuna, cerca del puerto de Naupacto
estaba una carraca anclada, a la cual se acogió la nave de Atenas,
que huía por salvarse. Y como la nave de Léucade, con la fuerza del
viento a vela tendida iba contra la de Atenas persiguiéndola, chocó
entre las dos, y fue lanzada a fondo. Este caso impensado amedrentó a
los peloponesios porque no estaban muy preparados para batallar, sino
que iban seguros, como los que, habida la victoria, van persiguiendo,
detuviéronse un rato, y dejaron de remar, esperando a los que venían
atrás por miedo de que si se acercaban más, salieran los atenienses
contra ellos con ventaja, y navegando a la vela fueron a dar en unos
bancos por no conocer el paraje. Viendo esto los atenienses, cobraron
más corazón, y animándose unos a otros dieron sobre ellos. Los
peloponesios, viendo su yerro, y conociendo su desorden, esperaron un
poco, y después volvieron las proas, y huyeron hacia la estancia de
Panormo, de donde habían salido.

Los atenienses, siguiéndolos en alta mar, tomaron seis naves de las
más cercanas, y recobraron las suyas vacías y destrozadas, las cuales
amarraron en tierra, mataron y prendieron parte de los enemigos, entre
ellos Timócrates, que estaba dentro de la nave de Léucade, que fue
echada a fondo, y que viendo no había medio de salvarse, se mató y vino
a salir en el puerto de Naupacto.

Los atenienses, al volver a su estancia, levantaron trofeo en señal de
victoria, recogieron los despojos de los navíos, recobraron los cuerpos
de sus muertos, y dieron los suyos a los peloponesios por tratos, los
cuales, por su parte, en el cabo de Acaya levantaron otro trofeo,
sosteniendo que habían ganado la victoria, a causa de las naves de los
enemigos que habían destrozado y perseguido junto a tierra, y de la que
habían tomado, la cual consagraron junto a su trofeo.

Hecho esto, temiendo que sobreviniese a los enemigos algún nuevo
socorro, de noche se pusieron a la vela yéndose todos al golfo de Crisa
y Corinto, excepto los de Léucade.

Pocos días después arribaron al puerto de Naupacto veinte naves que
los atenienses enviaban desde Creta a Formión en socorro, las cuales
debieran llegar antes de la batalla.

Y con esto se acabó aquel verano.




XVIII.

Intentan los peloponesios tomar por sorpresa el puerto del Pireo, y no
lo logran.


Antes que la armada de los peloponesios partiese de Corinto y del golfo
de Crisa, Cnemo y Brásidas y los otros caudillos, por consejo de los
megarenses, a comienzo del invierno, intentaron tomar el puerto de
Atenas llamado Pireo, el cual no estaba cerrado ni guardado, porque los
atenienses, por ser más poderosos por mar que las otras naciones, no
temían que hubiera quien se atreviese a entrar en su puerto. Fueron de
parecer que cada marinero, con su remo y atadura y una piel de las que
ponen debajo cuando reman, fuese a pie por tierra desde Corinto hasta
la mar que está frente a Atenas; y desde allí fueran todos en compañía
a Mégara, lo más pronto posible, y del lugar de Nisea, donde está las
atarazanas de los megarenses, sacasen cuarenta barcos, dirigiéndose con
ellos apresuradamente hacia el puerto del Pireo, donde no había naves de
guardia, ni vigilancia, a causa que los atenienses nunca sospechaban
este mal, porque jamás había acaecido que nave alguna de enemigos
aportase allí en descubierto, ni por asechanzas que no se advirtiesen.

Con este consejo, los peloponesios se pusieron en camino, y llegados
que fueron de noche a Nisea, se embarcaron en las naves que allí
hallaron, e hicieron vela navegando hacia el Pireo sin temor de cosa
alguna, aunque tuvieron el viento algo contrario, según dicen. En el
cabo de Salamina, hacia Mégara, había un fuerte que guardaban algunos
soldados atenienses, y por bajo, en la mar, dos o tres galeras, que
estaban allí para estorbar que pudiese entrar ni salir nada de la villa
de Mégara. Este fuerte lo combatieron los peloponesios y tomaron las
galeras que hallaron vacías, llevándolas consigo. Asimismo, algunos de
ellos entraron en la villa de Salamina antes que fuesen sentidos, y la
robaron y saquearon. Pero entretanto, los que estaban dentro del fuerte
y se defendían, encendieron fuegos para hacer señal a los de Atenas
de la venida de los enemigos[58], lo cual asustó más a los atenienses
que cualquier otro suceso en aquella guerra, porque los que estaban
en Atenas pensaban que ya habían tomado el Pireo, y los del Pireo
creían que, tomada Salamina, no restaba sino que los enemigos viniesen
a conquistar también a ellos, como, a la verdad, pudieron hacer sin
peligro, si no hubieran tardado, y el viento no se lo estorbara.

Los atenienses, queriendo socorrer a los suyos de Salamina, salieron
de mañana todos de Atenas, sacaron las naves que había en el Pireo,
embarcáronse muy apresurados y con gran bullicio, y fueron hacia
Salamina con la mayor diligencia que pudieron, dejando algunos hombres
de a pie en el Pireo para su guarda. Cuando los peloponesios advirtieron
su venida, adelantáronse a meter los despojos y los prisioneros de
Salamina dentro de sus naves, y hecho esto, con las tres galeras que
habían tomado en el puerto del castillo de Búdoro, volvieron a Nisea
por no estar muy seguros de sus naves, que a causa de haberlas tenido
mucho tiempo en seco en las atarazanas, les parecía que no estaban
buenas para sufrir la mar. Llegados que fueron a Nisea, desembarcaron y
se fueron por tierra a Mégara, y de allí a Corinto.

Los atenienses, cuando llegaron y vieron que los enemigos habían
partido, se volvieron a Atenas, y en adelante fortalecieron más su
puerto del Pireo, así de muros como de guardas.




XIX.

Sitalces, rey de los odrisios, entra en tierra de Macedonia reinando
Pérdicas, y sale de ella sin hacer cosa digna de memoria.


Al comienzo del invierno de este año el odrisio Sitalces, hijo de
Teres, rey de Tracia, emprendió guerra contra Pérdicas, hijo de
Alejandro, rey de Macedonia, y contra los calcídeos que habitan en
Tracia, con motivo de dos promesas que Pérdicas le había hecho y no le
había cumplido. La una era en provecho de Sitalces, y la otra en favor
de los atenienses, pues estando Pérdicas en gran necesidad, porque
de una parte Filipo, su hermano, le quería echar del reino, con la
ayuda del mismo Sitalces, y de la otra los atenienses deseaban moverle
guerra, prometió a aquel grandes cosas, si hacía los conciertos entre
él y los atenienses y no daba ayuda ninguna a Filipo contra él. Además,
cuando hizo los contratos con los atenienses, les había prometido
Sitalces que Pérdicas haría guerra a los calcídeos, lo cual había
aprobado y ratificado pero no cumplido. Por las dos causas Sitalces
emprendió esta guerra y llevó consigo a Amintas, hijo de Filipo, para
darle el reino que su padre pretendía, y también llevó los embajadores
de los atenienses, de los cuales era el principal Hagnón, que fueron
enviados para este efecto, porque también ellos habían otorgado a
Sitalces enviarle ejército por tierra, y armada para ir contra los
calcídeos.

Para esta empresa, Sitalces unió a los odrisios, todos los tracios sus
vasallos que habitan entre el monte Hemo y el monte Ródope por parte
de tierra, y el Ponto Euxino y el Helesponto por la de mar. Y asimismo
los getas y las otras naciones que habitan más allá del monte Hemo
y aquende del río Istro, hacia el Ponto Euxino, que confinan con los
escitas y viven con ellos, por lo que la mayor parte son flecheros de
a caballo, que llamamos hipotoxotas. Además juntó los que habitan las
montañas de Tracia, que viven en libertad, que traen sus cimitarras
como espadas ceñidas y se llaman dioses. Juntamente con estos muchos
de los moradores de Ródope, que les siguieron, algunos de ellos por
sueldo y otros por su voluntad, con curiosidad de saber las cosas
de la guerra. También mandó venir en su ayuda los agreos y leeos y
los peonios que viven al final de su señorío hasta el río Estrimón,
que desciende del monte Escombro por la región de los leeos y de los
agreos, río que parte los términos de su reino, y de allí llamó algunas
otras ciudades libres que habitan junto al monte Escombro de la parte
del septentrión al occidente hasta el río Oscio, que sale del mismo
monte, donde nacen los ríos Nesto y Hebro, monte estéril y no labrado e
inhabitable, bien cerca del monte Ródope.

Para mejor determinar la grandeza del reino de los odrisios, es de
saber que se extendía desde la ciudad de Abdera, que está situada junto
al Ponto Euxino, hasta el río Istro. Y en aquella costa, la parte de la
mar más estrecha la cruzan en cuatro días y cuatro noches en un navío
que tenga viento de popa. Por tierra tardará un hombre bien diligente
once días en pasar de una parte a otra por lo más estrecho de ella,
que es desde Abdera hasta el río Istro. Esto es lo ancho de aquel
reino por la parte del mar. Mas por la de tierra firme, de los lugares
mediterráneos, el más largo trecho es desde Bizancio hasta la tierra de
los leeos, encima del monte Estrimón, que un hombre ligero, según he
dicho, podrá andar en trece días.

La renta que daba aquel reino en tiempo de Seutes, hijo de Sitalces,
que sucedió en el reino a su padre y le aumentó en gran manera, valía,
así de los bárbaros como de los griegos, cerca de cuatrocientos
talentos de plata cada año[59], sin contar los presentes y dones que
le daban, que ascendían a poco menos, y sin las otras cosas, como
son sedas y paños y otros muebles que daban los moradores griegos y
bárbaros de renta cada año, no solamente a él, sino también a los
príncipes y grandes y señores del reino. Porque entre los odrisios y
en todo lo restante de la tierra de Tracia se vive muy de otra suerte
que en el reino de Persia, pues los señores están más acostumbrados
a tomar que a dar; y es mayor vergüenza a aquel a quien piden alguna
cosa, no darla, y despedir al que la pide, que no al que la demanda ser
despedido y no alcanzar lo que pide. Los príncipes y señores tenían la
costumbre, con demasiado mando y poder, de no dejar tratar ni negociar
a aquel que no les daba dádivas y presentes, y por estos medios vino
aquel reino a ser el más rico de toda Europa, desde el golfo del
mar Jonio hasta el Ponto Euxino; aunque en número de gente y buenos
guerreros era mucho menos que el reino de los escitas, a los cuales,
con ellos juntos y de un acuerdo, ni los tracios de que hablamos, ni
otra cualquiera nación sola de las de Europa o Asia podría resistir ni
igualarse en el buen consejo y policía de la vida, que tienen muy de
otra suerte que las demás naciones.

Sitalces, siendo rey y señor de tan grande y poderoso reino, como
hemos dicho, después que reunió todas sus huestes y preparó las
cosas necesarias para la guerra, tomó el camino derecho a Macedonia,
primeramente por sus tierras y después por el monte Cercina, que es
desierto e inhabitable, y parte la tierra de los sintios y la de los
peonios, siguiendo por la misma vía que había ido otra vez cuando hizo
guerra a los peonios, cortando los árboles al atravesar el monte y
dejando a la mano derecha a los peonios, y a la siniestra los sintios
y los medos. Cuando pasó aquel monte llegó a Dobero, que es de los
peonios, sin que su ejército disminuyese nada (aunque muchos de ellos
cayeron enfermos de epidemia), porque muchos tracios seguían su campo
sin sueldo y sin ser llamados, con esperanza de robar. De manera que
había en el ejército, según afirman, pocos menos de ciento y cincuenta
mil hombres de guerra, la tercera parte de los cuales era gente de
a caballo, y de estos la mayor parte y los mejores eran odrisios, y
los otros getas. De los de a pie, los maqueriseros, es decir, los que
traen espadas, que son una de las naciones del monte Ródope y viven en
libertad, eran los mejores guerreros. El número de todos los otros que
seguían el campo era tan grande, que ponía espanto verlos. Al llegar a
Dobero, descansaron allí algunos días, haciendo provisión de las cosas
necesarias para entrar en tierra de Macedonia, que está en la bajada
de aquel monte, la cual obedecía a Pérdicas por señor. No todos los
macedonios estaban bajo su obediencia; los lincestas y los elimiotas,
que también son macedonios, aunque tuviesen amistad y alianza con
Pérdicas, y le reconociesen en alguna manera, tenían sus reyes
particulares, porque Alejandro, padre de Pérdicas, y sus progenitores,
llamados teménidas, eran naturales de la ciudad de Argos, y de donde
fueron a tierra de Macedonia, y al principio tomaron aquella parte de
tierra, que al presente llaman Macedonia la marítima, por la fuerza
de las armas, y echaron de la región llamada Pieria a los pieres, los
cuales vinieron después a habitar allende del monte Estrimón, a la
bajada del monte Pangeo, la ciudad de Fagrete y algunos otros lugares:
de aquí que ahora la región que está a la bajada del monte Pangeo, en
dirección al mar, se llama Pieria.

También echaron de tierra de Botiea a los botieos, que ahora habitan
en los confines de la Calcídica, y tomaron una parte de tierra de los
peonios, junto al río Axio, que está desde las montañas hasta Pela y
hasta la mar. Desde aquel río se apoderaron de la región de Migdonia
hasta el monte Estrimón, de donde lanzaron a los edonios, y de la
tierra de Eordia echaron a los eordios, de los cuales mataron muchos,
y los otros se retiraron hacia la ciudad de Fisca, donde habitan al
presente. Asimismo lanzaron a los almopes de Almopia. Además sujetaron
otros pueblos de Macedonia, que al presente obedecen a Pérdicas, y son
los de Antemunte, de Grestonia, de Bisaltia y otras muchas tierras, que
todas se llaman Macedonia, y obedecían a Pérdicas, hijo de Alejandro,
cuando Sitalces fue a hacer la guerra de que hablamos.

Al saber los macedonios la causa de su venida, y conociendo que no eran
poderosos para resistirle, se retiraron con sus bienes y haciendas a
las villas y plazas fuertes, de las cuales había muy pocas, porque
las que vemos ahora fueron fortificadas por mandato de Arquelao, hijo
de Pérdicas, que reinó después de él, y que también hizo componer los
caminos y abasteció el reino de caballos, de armas y de todos los
otros utensilios de guerra, más que lo habían hecho los ocho reyes que
reinaron antes que él.

Al partir el ejército de los tracios de Dobero entró en las tierras
que habían sido de Filipo, hermano de Pérdicas, y tomó por fuerza la
ciudad de Idómene y las villas de Gortinia, de Atalanta y algunos otros
lugares por tratos, por la amistad que él tenía con Amintas, hijo de
Filipo, que iba con él.

Desde allí fue a la ciudad de Europo y la cercó, pensando tomarla, mas
no pudo. De aquí se fue atravesando las tierras de Macedonia que están
a la mano derecha de Pela y de Cirro, mas no se atrevió a entrar en
Botiea ni en Pieria, sino que recorrió y robó las tierras de Grestonia,
de Migdonia y de Antemunte.

Los macedonios, viendo que no tenían infantería bastante para afrontar
a los tracios, reunieron gran número de gente de a caballo, de sus
vecinos, que habitaban las montañas, y aunque eran muchos menos que
los enemigos, los acometieron con tan gran ímpetu, que estos no osaron
esperar, porque los macedonios eran buenos guerreros y venían muy
bien armados. Mas al verse cercados por tanta multitud, aunque se
defendieron valientemente por algún tiempo, al fin conocieron que
no podrían resistir a la larga contra tantos enemigos, y acordaron
retirarse. En este encuentro, Sitalces llegó al habla con Pérdicas y le
dijo las causas por que le hacía la guerra.

Pasado esto, y viendo Sitalces que los atenienses no le socorrían
con su armada, como le habían prometido, enviándole tan solo sus
embajadores con algunos presentes (creyendo que él no podría con
aquella empresa), dirigió parte de su ejército a Botiea y parte a
Calcídica, cuyos habitantes, al saber la llegada de sus enemigos, se
retiraron a las villas y lugares fuertes y dejaron talar y robar la
tierra.

Estando Sitalces en estas partes, los tesalios que habitan al mediodía,
y los magnesios y los otros griegos, que están bajo del imperio de los
tracios, juntándose con los termópilos, y temiéndose que Sitalces fuera
contra ellos, se pusieron todos en armas. Lo mismo hicieron los que
habitan en los campos llanos, pasado el monte Estrimón, a la parte del
mediodía, y los paneos, los odomantos, los droos y derseos, pueblos
todos que viven en libertad.

Por otra parte, corría el rumor entre los griegos enemigos de los
atenienses que Sitalces, por la alianza y confederación que tenía
con estos, so color de la guerra de Macedonia había juntado aquellas
huestes para venir contra ellos en favor de los atenienses.

Viendo, pues, Sitalces que no podía llevar a efecto lo que había
emprendido, que no hacía más que talar la tierra sin ganarla, y que los
víveres le faltaban y se acercaba el invierno, por consejo de Seutes,
hijo de Esparádoco, su primo, y el principal caudillo de su ejército,
determinó volver lo más pronto que pudiese.

Pérdicas había ganado secretamente la voluntad de Seutes, prometiéndole
su hermana en casamiento y gran suma de dinero. Por tanto, Sitalces,
después de estar treinta días en tierra de los enemigos, y de ellos
ocho en la de Calcídica, volvió a su reino con su ejército. Poco
después Pérdicas, en cumplimiento de sus promesas, dio a Estratónice,
su hermana, por mujer a Seutes.

Este fin tuvo aquella empresa de Sitalces.




XX.

Proezas de Formión, capitán de los atenienses, en Acarnania, y origen
de esta tierra.


Los atenienses que estaban en Naupacto aquel invierno[60], después
que la armada de los peloponesios fue deshecha, mandados por Formión,
navegaron hacia el puerto de Ástaco, y llegados allí, saltaron a
tierra trescientos soldados de los suyos con otros tantos mesenios,
con los cuales entraron en Acarnania, tomaron las villas de Estrato
y de Corontas, y otros muchos lugares, y echaron de ellos a los
moradores que les parecieron afectos a los peloponesios. Y después
que pusieron dentro de Corontas a Cines, hijo de Teólito, para que
tuviese la guarda de la villa, volvieron a embarcarse sin atreverse
a pasar adelante contra los eníadas, aunque estos solos entre todos
los acarnanios habían sido siempre enemigos de los atenienses, por
no continuar la guerra en tiempo de invierno; pues el río Aqueloo,
que desciende del monte Pindo, y pasa por tierra de los dólopes, por
la de los anfiloquios, por los campos de Acarnania, por medio de la
ciudad de Estrato, y después entra por tierras de los eníadas para
arrojarse en la mar, se represa junto a la ciudad de los eníadas,
y de tal manera empantana la tierra con sus crecidas, que no se
puede andar por ella para hacer la guerra en tiempo de invierno.
También frente a los eníadas hay algunas de las islas Equinades que
no difieren nada en las crecidas del río Aqueloo, porque cuando va
caudaloso el río que pasa por ellas (por las crecidas de los arroyos
que descienden de las montañas), se juntan con la tierra firme, y
tienen creído los habitantes que con el tiempo se han de juntar todas y
convertirse en tierra firme, porque llueve muy a menudo, crece el río
considerablemente y con las avenidas arrastra mucha arena y piedras.

Estas islas están muy juntas, de manera que casi forman una a causa
del cieno que trae el río, no de continuo, que la fuerza del agua lo
desharía, sino unas veces en una parte y otras en otra, de suerte que
no pueden salir bien desde ellas al mar, y además son muy pequeñas y
desiertas.

Dicen que cuando Alcmeón, hijo de Anfiarao, mató a su madre,
atormentado por continuas visiones y espantos, viose obligado a
recorrer el mundo sin parar, y el oráculo de Apolo le aconsejó que
fuese a habitar estas tierras, pues le dio por respuesta que no estaría
libre de aquellas visiones hasta que hallase para su morada una tierra
que no fuese vista del sol, ni hubiese sido tierra antes de la muerte
de su madre, porque toda otra cualquiera le estaba prohibida por la
maldad que cometió. Dudoso e incierto Alcmeón de dónde podría hallar
esta tierra, recordó la crecida del río Aqueloo después de la muerte
de su madre, adquirió tierra bastante para su morada, de la producida
por las avenidas, y reinó en aquellas partes, donde al presente son las
islas Eníadas. Del nombre de su hijo, que se llamaba Acarnán, llamó
toda aquella tierra Acarnania. Esto es lo que sabemos de Alcmeón.

Volviendo, pues, a la historia; Formión con los atenienses que había
traído de tierra de Acarnania a Naupacto, y al empezar la primavera fue
por mar a Atenas, llevando consigo los prisioneros que había tomado en
aquella guerra, que todos eran libres, y fueron rescatados. También se
llevaron las naves cogidas a los enemigos.

Y así pasó aquel invierno, que fue el tercer año de la guerra que
escribió Tucídides.


FIN DEL SEGUNDO LIBRO.




LIBRO III.


SUMARIO.

I. Los atenienses sitian la ciudad de Mitilene, que quería rebelarse
contra ellos. -- Los de Mitilene piden auxilio a los peloponesios.
-- Los atenienses son derrotados en Nérico. -- II. Discurso de los
mitilenios en la junta de los confederados de Grecia. -- III. Grandes
aprestos de guerra y hechos que aquel año realizaron ambas partes. --
IV. Los atenienses sitiados en Platea, y algunos ciudadanos de esta
población, se salvan por su arrojo e ingenio pasando por los muros,
fosos y fuertes de los sitiadores peloponesios. -- V. No socorridos a
tiempo los mitilenios por los peloponesios, se entregan a merced de
los atenienses, que los mandan matar. -- VI. Discurso y proposición
de Cleón en el Senado de Atenas para aconsejar el castigo contra los
mitilenios. -- VII. Discurso de Diódoto, de contrario parecer al de
Cleón. -- VIII. De cómo Mitilene estuvo en peligro de ser destruida
completamente, y del castigo que recibió por su rebelión. -- Los de
Platea se entregan a merced de los lacedemonios. -- Hechos de guerra
habidos aquel año. -- IX. Discurso y defensa de los de Platea ante los
jueces de Lacedemonia. -- X. Discurso de los tebanos contra los de
Platea, y muerte de estos. -- XI. Victoria naval que los peloponesios
alcanzan contra los atenienses y corcirenses por las discordias que los
últimos tenían entre sí. -- XII. Parcialidades y bandos que aparecen
en Corcira y en las demás ciudades griegas por causa de la guerra y
de los daños que ocasionaba. -- XIII. Los atenienses envían su armada
a Sicilia. -- Sucesos que les ocurrieron al fin de aquel verano, en
el invierno y al empezar el verano siguiente, en Sicilia y Grecia. --
Fundan los lacedemonios la ciudad de Heraclea. -- XIV. Demóstenes,
capitán de los atenienses, parte de Léucade con su armada para combatir
a los etolios, y es vencido. -- Varios hechos de la guerra de los
atenienses en Sicilia. -- XV. Euríloco, capitán de los peloponesios,
no puede tomar la ciudad de Naupacto, y por consejo de los ambraciotes
emprende la guerra contra los anfiloquios y los acarnanios. -- Los
atenienses purifican y dedican la isla de Delos. -- XVI. Euríloco
y los ambraciotes son derrotados por Demóstenes y los acarnanios y
anfiloquios dos veces en tres días. -- Deslealtad de los peloponesios
con los ambraciotes.




I.

Los atenienses sitian la ciudad de Mitilene, que quería rebelarse
contra ellos. -- Los de Mitilene piden auxilio a los peloponesios. --
Los atenienses son derrotados en Nérico.


Al principio del estío[61], cuando las mieses ya granadas están en
sazón de ser segadas, los peloponesios entraron de nuevo en tierra de
Ática llevando por su capitán a Arquidamo, rey de los lacedemonios,
talándola y arrasándola. Había algunas escaramuzas, según costumbre,
entre la caballería ateniense y los soldados de a pie de los enemigos,
armados a la ligera, que recorrían la comarca, porque los de a caballo
salían contra ellos para defender los lugares cercanos a la ciudad.
Estuvieron los peloponesios en Ática mientras les duraron los víveres,
y después volvieron a su ciudad.

Al invadir los peloponesios el Ática, los moradores de la isla de
Lesbos, excepto los de Metimna, se rebelaron contra los atenienses,
uniéndose a aquellos, cosa que habían querido hacer antes que la guerra
empezara, pero los lacedemonios no aceptaron entonces su alianza. Esta
vez se declararon más pronto de lo que tenían determinado, porque
cuando lo hicieron estaban muy ocupados en fortificar los puertos y
rehacer sus muros, y en hacer barcos. También esperaban ballesteros,
vituallas y otras provisiones por las que habían enviado al Ponto.

Los tenedios, que eran enemigos de los metimneos, y algunos
particulares de la ciudad de Mitilene, que por las parcialidades que
había en la ciudad se habían hecho ciudadanos de Atenas, avisaron
a los atenienses que los vecinos de Mitilene obligaban a todos los
moradores de la isla de Lesbos a reunirse dentro de la ciudad con
intento de rebelarse contra los atenienses, y que hacían todos los
aprestos de guerra necesarios para este efecto, persuadidos por los
lacedemonios y por los beocios sus progenitores; de suerte que si los
atenienses no acudían pronto al remedio, perderían toda la isla de
Lesbos.

Considerando los de Atenas que les sería muy difícil, después de tan
gran epidemia como habían tenido, y estando los enemigos en su tierra,
aparejar nueva armada y emprender otra guerra contra los de Lesbos,
que tenían sus fuerzas intactas y gran número de naves, no quisieron
al principio creer lo que decían, porque no deseaban que fuera verdad,
y reprendían a los que comunicaban estas nuevas diciendo que no era
nada y que hacían mal en culpar a los mitilenios. Mas después que los
mensajeros que enviaron para saber la verdad les dijeron que los de
Mitilene, a pesar de su exigencia, no habían querido hacer volver a
los moradores de la isla que obligaron a ir a la ciudad, ni suspender
los aprestos de guerra, temiendo que se rebelasen de veras, quisieron
prevenirlos enviando hacia aquella parte cuarenta naves que tenían
dispuestas para marchar al Peloponeso, mandadas por Cleípides, hijo de
Dinias, y otros dos capitanes, porque les advirtieron que muy pronto
sería la fiesta de Apolo, que se celebraba en Maloeis, fuera de la
ciudad, a la cual todos los ciudadanos, o la mayor parte, venían todos
los años, y que si se daban prisa a ir sobre ellos, podrían coger a
todos de repente, y si no se conseguía, yendo sobre ellos con armada,
les podrían mandar que diesen todas las naves que tenían, y derribasen
sus murallas, y si lo rehusasen, con razón les declararían la guerra
antes que se pudiesen fortificar ni proveer de las cosas necesarias
para su defensa.

Por esta causa enviaron los atenienses aquellas cuarenta naves,
retuvieron las diez galeras que los mitilenios les habían enviado
en socorro por razón de la alianza que había entre ellos, y metieron
en prisión a todos los hombres que venían en ellas. Había en Atenas
un varón natural de Mitilene que, al saber este hecho, partió
apresuradamente por mar, arribó en Eubea, y de allí fue por tierra
hasta Geresto, donde halló un barco de mercaderes que iba a hacerse a
la vela para ir a Mitilene. Embarcose en él, y con el viento que tuvo
llegó en tres días al puerto de Mitilene, y en seguida avisó a los
mitilenios de que iba contra ellos la armada de los atenienses.

Los mitilenios, al saberlo, no salieron el día de la fiesta a Maloeis,
sino que a toda prisa repararon los muros de la ciudad y fortificaron
su puerto lo mejor que pudieron.

Pocos días después aportó allí la armada de los atenienses, los
cuales, viendo los aprestos de guerra que hacían los ciudadanos, les
declararon el encargo que traían de mandarles que diesen sus naves y
derribasen sus muros. Al ver que rehusaban cumplirlo, se preparan a
acometerlos. Mas como los de la ciudad se vieren en aprieto, aunque
al comienzo salieron un poco delante al puerto haciendo muestra de
querer pelear, cuando vieron la armada de los atenienses derechamente
contra ellos, se retiraron y determinaron parlamentar con los
capitanes atenienses, diciéndoles que se avenían a entregarles todas
sus naves con tal de que hiciesen con ellos algún buen concierto para
en adelante. De buen grado lo otorgaron los atenienses, temiendo no
contar con bastante armada para conquistar toda la isla de Lesbos: y
con esto hicieron treguas por algunos días, enviando su embajada a
los atenienses con algunos de sus ciudadanos, entre los cuales fue
el que había descubierto a los atenienses que los mitilenios se les
querían rebelar (aunque ya este había mudado de parecer), por ver si
podían excusar aquel hecho y quitarles la mala sospecha que habían
concebido los atenienses, para que mandasen volver la armada, que
tenían sobre Mitilene sin hacer daño. Por otra parte, los mismos
mitilenios enviaron otros mensajeros en un galeón a los lacedemonios,
ocultándolo a los atenienses, que tenían sitiado el puerto con su
armada, que estaba a la parte septentrional, hacia Malea. Hicieron esto
los mitilenios porque no tenían esperanza de que los que enviaron a
Atenas pudiesen conseguir su demanda de los atenienses. Los mensajeros
enviados a Lacedemonia trabajaron tanto con los lacedemonios, que
consiguieron enviasen socorro a los mitilenios. Entretanto llegaron los
que habían enviado a Atenas, y al decir a los suyos que no pudieron
alcanzar nada de los atenienses, toda la ciudad de Mitilene y todos
los de la isla se pusieron en armas y se aprestaron para la guerra,
excepto los de Metimna, que seguían el partido de los atenienses, y los
imbrios y lemnios, y algunos otros de las islas cercanas, sus aliados y
confederados.

Aunque los de la ciudad hicieron una entrada en el real de los
atenienses, y llevaron lo mejor en la pelea, no osaron esperar en el
campo ni salir más adelante, sino que continuaron encerrados en la
ciudad, esperando algún socorro de los lacedemonios o de otra parte.

Poco tiempo después arribaron allí el lacedemonio Meleas y el tebano
Hermeondas, los cuales no traían socorro, porque fueron enviados a los
mitilenios antes que se rebelasen: no llegando antes que la armada de
los atenienses, se metieron en un bergantín, después de la pelea que
arriba contamos, arribaron a la ciudad, y les aconsejaron que enviasen
sus embajadores con ellos, en otra galera, a los lacedemonios, lo cual
hicieron.

Pasado esto, como los atenienses vieron que los mitilenios no osaban
salir, cobraron ánimo, y llamaron a sus aliados y confederados para que
les ayudasen, los cuales acudieron de buena gana, por la idea de que
sin mucho trabajo podrían conquistar a los lesbios, que tenían pocas
fuerzas. Cercaron a la ciudad por dos partes, fortificaron su campo
con baluartes y pusieron sus guardas de naves a la entrada de los dos
puertos, de manera que los de la ciudad no se podían salir por mar;
pero por la parte de tierra lo mandaban todo, porque los atenienses no
ocupaban sino muy poco trecho en torno de su campo, a causa de que en
Malea hacían su mercado y tenían la estancia de sus navíos.

En tal estado estaban las cosas de los mitilenios.

En este mismo verano los atenienses enviaron treinta naves para
guerrear alrededor del Peloponeso, mandadas por Asopio, hijo de
Formión, a petición de los acarnanios, que demandaron para aquella
empresa a alguno de los hijos o parientes de Formión. Al llegar Asopio
con su armada al Peloponeso, robó y taló muchos lugares de la costa
de Lacedemonia, y después se retiró a Naupacto con doce de sus naves,
enviando las otras a su tierra. Hizo enseguida armarse a todos los
acarnanios; con ellos fue a hacer la guerra a los eníades, remontando
con sus barcos el río Aqueloo, mientras los acarnanios, por tierra,
robaban y destruían todos los lugares. Mas viendo que no podía acabar
su empresa por tierra, despidió el ejército de infantería, y él por
mar, con sus doce naves, tomó derrota hacia Léucade, saltando a tierra
en el puerto de Nérico, en donde al querer volver a sus barcos, fue
muerto él y una parte de los suyos por los del pueblo de Nérico con la
ayuda de algunos soldados extranjeros que tenían, aunque pocos. Los que
quedaron vivos de los atenienses, cuando rescataron sus muertos de los
néricos para darles sepultura, volvieron a su tierra.

Entretanto, a los embajadores que los mitilenios enviaron en la galera
a los lacedemonios, ordenaron estos que acudieran a la junta de todos
los griegos que pronto se verificaría en Olimpia, para que siendo allí
oídos en presencia de todos los confederados y aliados, se determinase
por común parecer lo que debía de hacerse en tal caso. Halláronse,
pues, en las fiestas de Olimpia cuando Dorieo el rodio ganó el premio
y la honra de ellas, y acabadas las fiestas y los juegos, estando
reunidos todos los aliados y confederados para consultar sobre los
negocios en común, fueron llamados los embajadores de los mitilenios,
que, entrando en el Senado, pronunciaron este discurso.




II.

Discurso de los mitilenios en la junta de los confederados de Grecia.


«Varones lacedemonios, y vosotros, aliados y confederados: Bien sabemos
que es costumbre, admitida entre los griegos como justa y legítima, que
los que en tiempo de guerra se rebelan contra los aliados y se pasan
a los contrarios, los que los reciben les tratan bien tanto tiempo
cuanto piensan que los rebelados les pueden ser útiles y provechosos;
pero considerando después la traición que han hecho a sus primeros
amigos, los tienen por ruines, y creen que serán peores en adelante.
Sería esto razonable si las cosas fuesen iguales de parte de los que
se rebelan como de aquellos de quien se apartan. Porque si son iguales
en las fuerzas y aprestos de guerra, como lo son en consejo y amistad,
no hay ocasión ninguna justa en que se deban rebelar y apartar unos
de otros. Pero esto no sucede entre nosotros y los atenienses, según
os mostraremos para no pareceros malos si nos apartamos en tiempo de
guerra de aquellos que nos honraron en el de paz.

»Pues venimos a pedir vuestra amistad, bien será, ante todas cosas,
justificar nuestra causa y hablar de la justicia y de la virtud,
porque ni puede haber amistad firme entre los particulares, ni unión
perdurable entre las ciudades si no hay un crédito verdadero de virtud
y bondad de una parte a la otra, y una comunicación y conformidad
de voluntades y costumbres; que si son discordes las voluntades y
pareceres, también serán diferentes las obras.

»Sabed, pues, que nuestra amistad y alianza con los atenienses data
desde que vosotros os apartasteis de la guerra contra los medos y
ellos prosiguieron la empresa. Entonces nos confederamos con ellos, no
para poner a los griegos bajo la sujeción de los atenienses, sino para
librarles de la servidumbre de los medos. Mientras nos tuvieron por
iguales, siempre los seguimos con entera voluntad; pero al ver que,
terminada la guerra contra los medos, procuraban someter a sus amigos y
confederados a servidumbre, no pudimos dejar de recelarnos. Y porque no
era posible a los otros aliados y confederados unirse para defenderse
de los atenienses, por la diversidad de votos y pareceres que suele
haber entre muchos, todos quedaron sujetos a servidumbre, excepto
nosotros y los de Quíos.

»Usando siempre de nuestro derecho y libertad, les ayudamos en
la guerra como amigos y confederados, empero nunca tuvimos a los
atenienses por verdaderos caudillos y capitanes, tomando ejemplo
de lo pasado: pues no era verosímil que habiendo sujetado a los
otros, que también eran sus amigos y confederados, dejaran de hacer
lo mismo con nosotros cuando viesen oportunidad para ello: que si
todos disfrutáramos de nuestra libertad, como antes, podríamos tener
confianza en que no querían innovar cosa alguna; pero habiendo ya
sujetado todos los más, de creer es que sufrirán de mala gana que
queramos tratarles de igual a igual, y que obedeciéndoles todos los
demás, nosotros solos nos queramos igualar a ellos, mayormente ahora
que cuanto más poderosos llegan a ser, venimos nosotros a ser menos
fuertes por estar solos y desamparados.

»No hay cosa que tanto haga fiel y firme la amistad y confederación
como el temor que tiene uno de los aliados al otro si hace cosa que
no debe, porque el que quiere traspasar los términos de la amistad y
alianza se refrena y abstiene cuando ve que sus fuerzas solas no son
bastante: y si considera que el otro es tan poderoso como él, teme
acometer el primero. Si ellos nos han dejado hasta aquí gozar de
nuestra libertad, ha sido porque pensaban tener más firme y estable su
señorío, so color de que usaban más de razón y de buen consejo que de
fuerza y violencia manifiesta, y a fin de que si hiciesen la guerra
contra algunos, justificarla diciendo que, de no ser justa, ni nosotros
ni los otros, que aún disfrutaban de su libertad, les ayudaríamos.

»De esta suerte han aumentado su poder muchas veces en perjuicio de los
débiles, sujetando poco a poco a muchos, unos en pos de otros, para que
los que quedasen no tuvieran medios de defensa; que de empezar contra
nosotros teniendo los otros sus fuerzas enteras, no lo pudieran hacer
tan sin peligro, y también porque temían nuestra armada y sospechaban
que, si las juntábamos y nos uníamos a vosotros o con otros, les
podríamos hacer daño.

»Así nos hemos librado de ellos hasta ahora, procurando siempre ganar
la gracia del pueblo de Atenas y de los que le gobernaban, con halagos
y cumplimientos y por buenos medios. Esto no pudiera durar mucho si no
se hubiera comenzado esta guerra, según se advierte por el ejemplo de
los otros; pues ¿qué amistad puede haber, o qué confianza verdadera,
donde los unos tienen por sospechosos a los otros y procuran agradarse
contra su parecer: es decir, que ellos nos agradan en tiempo de guerra
por temor a ofendernos, y nosotros hacemos lo mismo con ellos en tiempo
de paz por igual razón, y lo que hace firme y estable la amistad entre
otros, que es el amor, lo hace el temor entre nosotros? De manera que
si hemos perseverado en la confederación y amistad de los atenienses,
ha sido antes por temor que por amor, y sería nuestro primer aliado
quien antes nos facilitara medios de romperla sin peligro. Por tanto,
si a alguno le parece que hemos hecho mal al prevenir sus actos
rebelándonos contra ellos, y que debiéramos esperar a que declararan
primero la mala voluntad que pensábamos nos tenían, atento que no la
habían aún mostrado, este tal no acierta, porque esto no sucediera si
nosotros fuéramos tan poderosos para tramarles asechanzas, y esperar
la nuestra, como ellos lo son, y en tal caso no habría peligro, siendo
iguales. Mas viendo que ellos tienen poder y medios de emprender lo que
desean y acometernos cuando quisieren, justo es que nos anticipemos a
rebelarnos al ver oportunidad de defendernos.

»Ya sabéis, varones lacedemonios, y vosotros los confederados, las
causas por que nos hemos apartado de los atenienses, las cuales
parecerán claras y razonables a todos que las quieran entender, y muy
bastantes para justificar nuestra intención y demanda, porque con
razón les tememos y con razón venimos a pediros socorro, como teníamos
determinado hacerlo antes que se comenzase la guerra, y para ello
entonces os enviamos nuestros embajadores a pedir vuestra amistad y
alianza y tratar de rebelarnos y apartarnos de los atenienses. Entonces
impedisteis vosotros que lo lleváramos a efecto.

»Ahora que somos llamados por los beocios a ello, acudimos sin
dilación, pensando que nos hemos rebelado por dos razones bastantes: la
primera, porque siguiendo el partido de los atenienses, y perseverando
en ello, no parezca que damos favor y ayuda para oprimir y maltratar
Grecia, sino que, con vosotros, la ayudamos a defenderse; y la otra,
por conservar nuestra libertad, para no perderla en adelante como los
otros.

»Declarada nuestra intención, es necesario que con la mayor diligencia
nos socorráis, mostrando por obra en este punto que queréis defender
y amparar a los que estáis obligados, y por consiguiente, dañar a
vuestros enemigos por todas las maneras posibles, pues al presente
tenéis mayor y mejor oportunidad que nunca, porque los atenienses
están desprovistos de gente por la epidemia, faltos de dinero por la
guerra, y sus naves esparcidas, unas en vuestra costa del Peloponeso,
y otras en la nuestra para hacernos la guerra, de suerte que no es
verosímil puedan tener abundancia de barcos si vosotros en este verano
los acometéis por mar y tierra; antes es de creer, o que seréis más
poderosos que ellos por mar, o a lo menos que ellos no serán bastantes
para poder resistir a vuestras fuerzas juntas con las nuestras.

»Y si alguno piensa que no debéis poner en peligro vuestra propia
tierra para defender la nuestra, que es ajena y está lejos de la
vuestra, yo os digo de verdad que el que juzga la isla de Lesbos lejos
y apartada, conocerá por los efectos que el provecho que puede recibir
de ella está muy cercano; que la guerra no se ha de hacer en tierra de
Atenas, como piensan, sino en aquellos lugares de donde los atenienses
sacan su dinero y llevan sus provechos; pues sus rentas las tienen
de los aliados y confederados, las cuales podrían ser mayores si nos
hubiesen sujetado también a su dominio; que en tal caso ninguno de los
otros aliados osaría rebelarse, y nosotros también seríamos suyos,
y tan mal tratados como lo son los otros que ya tienen sujetos. Si
vosotros nos dais ayuda, pronto tomaréis en vuestra compañía una ciudad
como la nuestra que tiene abundancia de barcos, de que vosotros estáis
muy necesitados, y podréis destruir a los atenienses, quitándoles sus
aliados, para que siguiéndonos, e imitando nuestro ejemplo, se atrevan
a rebelarse. Por esta vía disiparéis la mala opinión que las gentes
han concebido de vosotros de no querer recibir en amistad ni ayudar a
aquellos que se os ofrecen por aliados y compañeros de guerra, y si
os mostráis favorables a ayudarles y librarles, tendréis más firmes
vuestras fuerzas para la guerra.

»Tened, pues, vergüenza de faltar a lo que los griegos esperan de
vosotros, y de no reverenciar al dios Apolo, en cuyo templo, al
presente, estamos suplicando y pidiéndolo por merced. Amparad y
defended a los mitilenios, tomándolos por amigos y compañeros, y no nos
dejéis en manos de los atenienses, nuestros enemigos, con gran daño y
peligro de nuestras personas, pues de nuestra buena suerte depende el
provecho común de toda Grecia, y de nuestros males el daño evidente de
todos. Mostraos al presente tales como los griegos os estiman según
nuestra necesidad al presente lo requiere y demanda.»

Cuando los mitilenios acabaron su razonamiento, los lacedemonios y
los otros aliados y confederados celebraron consejo sobre ello, y
determinaron recibirlos por amigos y compañeros, y asimismo entrar de
nuevo aquel año en tierra de Atenas. Para ello mandaron a todos los
otros aliados que se apercibiesen y estuvieran a punto lo más pronto
que pudiesen, y proveyesen las dos partes de la armada.




III.

Grandes aprestos de guerra y hechos que aquel año realizaron ambas
partes.


Conforme a la resolución tomada en la junta de Olimpia, los
lacedemonios mandaron preparar su gente de guerra junto al estrecho del
Peloponeso, para embarcarla, reunirla en Corinto, enviarla a la costa
del mar de Atenas y acometer a los atenienses por mar y por tierra.
En estos preparativos emplearon gran diligencia, pero sus compañeros
y aliados fueron muy negligentes, así por estar ocupados en coger sus
frutos, como porque ya les cansaba la guerra.

Cuando los atenienses supieron los aprestos de los peloponesios y
que, por las muestras, parecía que tenían en poco el poder de Atenas,
armaron cien naves, para dar a entender que podían más de lo que los
enemigos pensaban, y que, sin mandar venir la otra armada que tenían
en Lesbos, contaban con barcos y poder bastante para resistir a los
del Peloponeso, si los acometían. En las cien naves metieron todos los
moradores de la ciudad, naturales y extranjeros, excepto los caballeros
y personas principales que tenían cargos[62], y alzaron velas,
navegando hacia la costa del Peloponeso, pasando por el Istmo, a fin
de que los enemigos los viesen, y saltando a tierra donde querían.

Cuando los lacedemonios que estaban en el Istmo vieron el número
de barcos de los atenienses, mucho mayor de lo que ellos pensaban,
sospecharon mal de los mitilenios, creyendo que les habían mentido en
lo que les dijeron, y parecioles que acometían una empresa muy ardua y
difícil, con mayor motivo viendo que los aliados no venían. Sabiendo
además que la armada de los atenienses que andaba por la costa del
Peloponeso robaba las tierras y lugares marítimos, volvieron a sus
casas.

Poco tiempo después prepararon barcos para enviarlos a Lesbos, y
ordenaron a los confederados que preparasen hasta el número de cuarenta
naves para este viaje, nombrando por capitán a Álcidas. De otra
parte, las cien naves de los atenienses, cuando entendieron que los
lacedemonios se habían retirado, también regresaron. Fue esta armada
de los atenienses la mejor y más hermosa que habían tenido, aunque al
comienzo de la guerra poseían otras tantas naves, y aun más, porque
tenían ciento para guarda de la mar de Ática y de Eubea y Salamina, y
otras tantas que corrían la costa del Peloponeso, sin las que estaban
en Potidea y en otras partes, que serían todas hasta doscientas
cincuenta, las cuales tuvieron en el mar un verano, gastando gran
cantidad en el coste de aquella armada y de la que hicieron en Potidea,
pues los que sitiaban esta ciudad desde el principio de la guerra,
que serían unos tres mil, otros tres mil que les auxiliaban y los
seiscientos soldados que fueron bajo el mando de Formión, tenían dos
dracmas de sueldo cada día[63], una para su mantenimiento y otra para
el de su mozo, y otras tantas tenían todos los que iban embarcados. A
tanta costa tuvieron tan grande armada.

En este mismo tiempo, cuando los lacedemonios estaban en el Istmo, los
mitilenios, con algunos soldados de sus aliados, hicieron guerra a los
de la ciudad de Metimna, pensando tomarla por traición, por los tratos
que tenían con algunos de la ciudad; pero después de hacer cuanto
podían, viéndose engañados y que la cosa no sucedía como pensaban,
volvieron a Antisa, a Pirra y a Éreso, cuyas ciudades fortalecieron lo
mejor que pudieron, reparando los muros y haciendo otras obras. Y con
esto regresaron a Mitilene.

Después de su partida, los de Metimna fueron con todo su poder contra
la ciudad de Antisa, procurando tomarla por fuerza; mas fueron
rechazados por los de la ciudad y por algunos soldados extranjeros que
tenían en ella, con gran pérdida de los suyos, retirándose con mucha
vergüenza.

Sabido esto por los atenienses, y que los mitilenios tenían la isla de
Lesbos a su voluntad, sin que aquellos que estaban sobre el cerco se
lo pudiesen estorbar, enviaron al principio del otoño[64] a Paques,
hijo de Epicuro, con mil hombres que, después de embarcados, sirvieron
de marineros y remadores hasta que saltaron en tierra en Mitilene. Al
arribar cercaron la ciudad con un muro sencillo, y en muchas partes
hicieron torres y bastiones, de manera que estuviese sitiada por mar y
tierra y puesta en mucho aprieto.

Acercábase el invierno, y porque el gasto era muy grande y les faltaba
dinero para sostener el cerco, impusieron un nuevo tributo, hasta
la suma de doscientos talentos[65], y enviaron por comisarios para
cobrarlo de los confederados y aliados, a Lisicles con otros cuatro
compañeros y con doce navíos; el cual Lisicles, habiendo cobrado de
algunas ciudades marítimas gran suma, cuando atravesaba la tierra de
Caria por los campos de Meandro, a la salida de Miunte, cerca ya del
monte de Sandio, fue acometido por los de Caria y por los aneitas, y
muerto con muchos de los suyos.




IV.

Los atenienses sitiados en Platea y algunos ciudadanos de esta
población se salvan por su arrojo e ingenio, pasando por los muros,
fosos y fuertes de los sitiadores peloponesios.


En este mismo invierno[66] los de Platea continuaban cercados y puestos
en mucho aprieto por los peloponesios y por los beocios, y no tenían
esperanza de ser socorridos por los atenienses, ni salvarse por otra
vía; al faltarles los víveres, acordaron con los atenienses que estaban
de guarnición en la ciudad, salvarse todos juntos, y asaltar los muros
que habían hecho los enemigos si lo podían hacer por fuerza. De este
consejo fueron autores los atenienses, y principalmente Teéneto, hijo
de Tólmides, que se preciaba de adivino, y Eupómpides, hijo de Daímaco.
Mas porque la empresa les parecía muy difícil y de gran peligro, se
apartaron del propósito más de la mitad, quedando solo unos doscientos
veinte, que la pusieron por obra de esta manera.

Hicieron dos escalas de la altura del muro, midiéndola por la juntura
de los ladrillos de que estaba hecho, lo cual pudieron hacer muy bien,
contando muchas veces las hiladas por la parte del muro que estaba
descubierta hacia ellos, y porque un hombre solo pudiera errar en esta
cuenta, fueron muchos en hacerla diversas veces. Era el muro doble, uno
por la parte de la ciudad para impedir la salida, y otro por la del
campo, para que no entrase el socorro de los atenienses, apartados uno
del otro por un espacio de diez y seis pies; y en este espacio estaban
las estancias y alojamientos de los que los guardaban, separadas unas
de otras, aunque tan espesas y cercanas, que los dos muros parecían ser
uno solo, y ambos tenían sus almenas. De diez en diez almenas había una
gran torre, que llegaba de un muro al otro, de suerte que no podían
atravesar el muro sino por medio de las torres, y dentro de estas se
recogían los guardas que velaban de noche cuando llovía o hacía mal
tiempo, porque estaban cubiertas y no lejos de las almenas.

Sabiendo los de la ciudad la manera de guardarlas, espiáronlos una
noche que llovía y hacía gran viento y no había luna, y llevando por
caudillos a los mismos que fueron inventores de este hecho, pasaron
primeramente el foso, que estaba de su parte, y llegaron al pie del
muro sin ser sentidos por los enemigos, porque la oscuridad de la noche
los guardaba de ser vistos y el ruido del viento y de la lluvia, de ser
oídos; de esta manera iban marchando adelante, apartados uno de otro
para que las armas no sonasen al chocar, y todos armados a la ligera y
calzado solo el pie izquierdo para no resbalar en el barro. Arrimadas
las escalas a las almenas, entre las torres, por la parte donde
advirtieron que no había nadie, los que llevaban las escalas subieron
los primeros, y después otros doce armados solamente de corazas y una
daga en la mano. De los cuales doce, el primero y principal fue Ámeas,
hijo de Corebo. Seis de los doce que iban tras él subieron hasta encima
de las dos torres, entre las cuales estaban las almenas, frente adonde
tenían puestas las escalas. Tras estos doce subieron otros armados
como los de arriba, y además de estas armas, llevaban sus dardos y
azagayas atados a las espaldas para que no les estorbasen subir.
Algunos otros llevaban los escudos para darlos a sus compañeros cuando
viniesen a las manos con los enemigos. Cuando habían subido ya muchos,
las centinelas que velaban dentro de las torres los sintieron, porque
uno de los plateenses a la subida derribó una teja de la almena, y por
el golpe que dio los guardas despertaron y dieron voces, y los del
campo se alborotaron, de manera que todos acudieron al muro sin saber
lo que ocurría por causa de la noche y del mal tiempo.

Por otra parte, los que habían quedado en Platea salieron y acometieron
a los enemigos que guardaban el muro por un camino desviado de aquel
por donde habían salido los primeros, a fin de engañarles; de suerte
que todos los peloponesios, turbados, no sabiendo lo que podía ser,
no se movían, y los que guardaban las torres no osaban salir, dudosos
de lo que harían. Los trescientos que tenían a su cargo socorrer las
guardias, encendieron hogueras hacia la parte de Tebas para anunciar
la llegada de los enemigos; pero al verlo los plateenses que habían
quedado dentro, encendieron también muchas hogueras que tenían
dispuestas encima de los muros, para que los enemigos no pudiesen
entender por qué se hacían aquellos fuegos, y también para que por esta
vía sus compañeros se pudiesen salvar antes que llegase socorro a las
guardias. Entretanto, los primeros que subieron a los muros ganaron las
dos torres y mataron a todos los que hallaron dentro y las guardaban, a
fin de que ningún enemigo pudiese llegar allí. Después hicieron subir
a los otros, y con venablos y piedras lanzaron del muro por abajo y
por arriba a los que iban a socorrer las guardias. Con esto los que
no habían aún subido tuvieron espacio para poner más escalas, y los
que habían ganado las torres derrocaron las almenas por dentro, para
que sus compañeros pudiesen mejor subir. Cuando todos estuvieron sobre
el muro, tiraban piedras y otros tiros a los enemigos que acudían a
socorrer a los suyos. Todos los que habían de pelear pudieron subir,
aunque los postreros con más trabajo. Después descendieron por una de
las torres, y llegaron al foso de fuera, donde hallaron enfrente a los
trescientos hombres de los contrarios, que tenían encargo de socorrer
las guardias, y que eran los que habían hecho las hogueras, los cuales
podían ser bien vistos, aunque ellos no veían a los contrarios que
se acercaban. Por esta causa, los que estaban dentro los rechazaron,
hirieron a muchos de ellos y pasaron adelante todo el foso, aunque
con dificultad grande, porque el agua estaba medio helada; de manera
que había grandes pedazos de hielo, y no los podía el agua sostener a
causa del viento solano del mediodía que la había deshelado, y también
porque llovía, y con la lluvia había crecido el agua tanto, que les
llegaba a la cintura. Pasado el foso, se cerraron todos, y juntos
siguieron por el camino que va hacia Tebas, dejando a mano derecha el
templo de Juno que hizo Andrócrates. Escogieron esta vía por creer
que los peloponesios no pensarían que habían tomado el camino que iba
hacia sus enemigos, y también porque veían que los peloponesios habían
encendido grandes fuegos en el camino que iba para Atenas. Pero después
que caminaron seis o siete estadios hacia Tebas, dejaron aquel camino
y tomaron el que va a la montaña y a Eritras y a Hisia, y por esta
montaña fueron hasta Atenas, contándose entre todos doscientos doce,
porque los otros, viendo la dificultad de la hazaña que emprendían,
se habían retirado dentro de la ciudad de Platea, excepto uno que
fue muerto dentro del foso. Los peloponesios, pasado este ruido, se
retiraron a sus alojamientos, en el campo; y los de la ciudad no
sabían si sus compañeros se habían salvado o no, porque los que se
volvieron habían dicho que todos eran muertos. Al ser de día enviaron
sus farautes a los enemigos para que les diesen los cuerpos, mas al
saber que se habían salvado, quedaron tranquilos. De esta manera, parte
de los que estaban cercados en Platea pasaron todos los fuertes y
defensas de los enemigos, y se salvaron.




V.

No socorridos a tiempo los mitilenios por los peloponesios, se entregan
a merced de los atenienses, que los mandan matar.


Al fin de aquel invierno[67], los lacedemonios enviaron a Saleto en
una nave a Mitilene. Saltó en tierra en el puerto de Pirra, fue a pie
hasta cerca del campo, entró secretamente en la ciudad de noche, por
un arroyo que pasaba a través del fuerte de los enemigos, del cual iba
avisado, y dijo a los gobernadores y a las personas más principales que
iba para noticiarles que los lacedemonios y sus confederados habían
determinado entrar en breve en tierra de Atenas, y enviarles cuarenta
barcos de socorro, y para proveer entretanto, juntamente con ellos lo
que fuese necesario en la ciudad. Oído por los mitilenios este mensaje,
desistieron de hacer ningunos conciertos con los atenienses, y en esto
se pasó el cuarto año de esta guerra.

Al principio del verano siguiente[68], los peloponesios, después de
enviar a Álcidas, su general de la mar, con cuarenta barcos a socorrer
a los mitilenios, ellos y sus confederados entraron de nuevo en tierra
de Ática, a fin de que los atenienses, viendo sus acometidas y que los
apretaban por dos partes, tuviesen menos medios de enviar ayuda por mar
al cerco de Mitilene.

De aquel ejército era caudillo Cleómenes en nombre y como tutor de
Pausanias, hijo de Plistoanacte, su hermano menor de edad, el que a
la sazón era rey de los lacedemonios. Y en esta entrada gastaron y
destruyeron los frutos que habían crecido en las tierras que talaron
los años anteriores. Además asolaron todos los lugares, donde nunca
habían tocado. Fue aquella entrada más dañosa a los atenienses que
ninguna otra de las pasadas, excepto la segunda, porque los enemigos,
esperando cada día nuevas de que su armada hubiese hecho gran daño en
la isla de Lesbos, donde suponían habría llegado, talaban y robaban
todo cuanto veían delante. Mas cuando entendieron que su empresa de
Lesbos no tuvo el resultado que esperaban, careciendo también de
víveres, volvió cada cual a su tierra.

En este tiempo los mitilenios, viendo que el socorro de los
peloponesios no llegaba, y que les faltaban las provisiones, tuvieron
que hacer conciertos con los atenienses. Motivados principalmente por
el mismo Saleto, que, no esperando ya socorro de los suyos, mandó tomar
las armas a los de la ciudad, que hasta entonces no las habían tomado,
con intención de hacerles salir contra los atenienses, y cuando las
tomaron no quisieron obedecer a los gobernadores ni a las justicias,
antes hacían juntas y corrillos a menudo, y acudían a los gobernadores
y hombres ricos de la ciudad, diciendo que querían que todo el trigo
y los víveres fuesen comunes y se repartiesen por cabezas, y, si no
hacían esto, entregarían la ciudad a los atenienses. Viendo así las
cosas los gobernadores y principales de la ciudad, y temiéndose que el
pueblo hiciese tratos con los atenienses sin contar con ellos, como
podía muy bien suceder, porque eran los más y los más fuertes, hicieron
todos juntamente sus conciertos con los atenienses y con Paques, su
caudillo, en esta forma: que recibirían el ejército de los atenienses
dentro de su ciudad y enviarían sus embajadores a Atenas a pedir
merced, entregándose a su discreción para que tomasen la satisfacción y
enmienda de aquello en que los mitilenios les hubiesen ofendido, y que
entretanto, hasta que llegara la respuesta de Atenas, no fuese lícito
a Paques matar ni encarcelar, ni tener prisionero a ningún ciudadano.

No obstante estos conciertos, aquellos que habían sido autores de la
rebelión, cuando vieron que el ejército estaba dentro de las puertas
de la ciudad, se acogieron a los templos para salvarse. Pero Paques
consiguió sacarles de allí, y los envió a la isla de Ténedos hasta
recibir la respuesta de Atenas. Después envió cierto número de barcos
contra la ciudad de Antisa, que se rindió, y además ordenó todas
las otras cosas que le parecieron ser necesarias para el bien de su
ejército.

Las cuarenta naves de los peloponesios que iban en socorro de los
mitilenios no anduvieron muy de prisa en torno del Peloponeso, aunque
al cabo arribaron a la isla de Delos, antes que los atenienses lo
supiesen, y de allí fueron a Ícaro y a Miconos, donde supieron que la
ciudad de Mitilene se había rendido a los atenienses. No obstante esto,
para informarse mejor de la verdad, llegaron hasta el puerto de Émbato,
que está en tierra de Eritras, donde supieron que hacía siete días que
se había entregado la ciudad. Celebraron allí consejo para determinar
lo que habían de hacer, en el cual Teutíaplo, varón eleo, habló de esta
manera:

«Álcidas, y los otros capitanes mis compañeros, que estáis aquí
presentes, caudillos de esta armada, por los peloponesios, mi parecer
sería que fuésemos derechamente a Mitilene, antes que los atenienses
supieran nuestra venida. Porque probablemente hallaremos muchas cosas
de los contrarios mal guardadas, y a mal recaudo, según suele suceder
en ciudad recién tomada, mayormente si vamos por parte de mar, por
donde ellos menos sospechan que han de ir los enemigos a acometerles.
Nosotros somos más poderosos, y es verosímil que sus soldados estén
diseminados en los alojamientos, según acostumbran cuando han alcanzado
la victoria. Paréceme, pues, que si vamos de noche y los acometemos
desapercibidos, con ayuda de los de la ciudad, si hay algunos afectos
a nuestro partido, sin duda acabaremos nuestro hecho con honra. Y no
debemos rehusar el peligro, pues tenemos por cierto y averiguado, que
en la guerra no hay sino semejantes novedades, y si el capitán sabe
guardarse y espiar, y acometer a los enemigos sobre seguro, muchas
veces sale con su empresa.»

De esta manera habló Teutíaplo, mas no pudo persuadir a Álcidas.
Algunos de los desterrados de Jonia, y otros de Lesbos, que había en
aquella armada, significaron a Álcidas, que si temía ir a Mitilene,
debía conquistar algunas de las ciudades de Jonia, o la ciudad de Cumas
en Eólide, donde podrían rebelar a los jonios contra los atenienses;
porque, a su parecer, no irían a ningún punto donde no fuesen bien
recibidos. Y que por esta vía quitarían a los atenienses mucha de la
renta que cobraban en aquellas tierras y la pagarían a ellos, teniendo
con esto bastante para entretener y pagar el sueldo de toda su armada,
si se detenían allí algún tiempo. También le decían que esperaban
que Pisutnes se pondría de su parte. Álcidas no aprobó este parecer
tampoco, y de esa opinión fueron la mayor parte de aquellos que se
hallaron en consejo, creyendo que, pues habían faltado de la empresa
de Mitilene, sin esperar más debían volver al Peloponeso, y así lo
hicieron.

Partiendo del puerto de Émbato arribaron a la isla de Mioneso, que
pertenece a Teos, donde Álcidas mandó matar muchos prisioneros de
los que cogió en aquella navegación, por cuya causa, cuando llegó a
Éfeso, acudieron a él los embajadores de Aneas, que está en la isla
de Samos, y le dijeron que no era conservar la libertad de Grecia,
como él decía, matar a los que, ni eran enemigos, ni habían tomado
las armas contra ellos, sino aliados de los atenienses por necesidad,
y que si perseveraba en hacer esto, muy pocos de los confederados
de los atenienses pasarían al bando de los peloponesios, antes por
el contrario, muchos de aquellos que eran amigos se convertirían en
enemigos. Convencido Álcidas por estas razones, soltó a muchos de los
prisioneros que tenían aún en su poder naturales de Quíos y de otros
lugares, los cuales había cogido sin ninguna dificultad ni resistencia
porque, al ver sus naves no huían, antes se paraban delante, creyendo
fuesen atenienses y no pensando que dueños estos del mar, los barcos de
los peloponesios se atreverían a ir a Jonia.

Hecho esto, Álcidas partió apresuradamente y casi huyendo de Éfeso,
porque le avisaron que estando ancladas sus naves en el puerto de
Claro, había sido visto y descubierto por dos que venían de Atenas,
la _Salaminia_ y la _Páralos_[69], y sospechando les siguieran los
atenienses, se internaron en alta mar con propósito de no acercarse a
tierra hasta arribar al Peloponeso.

De esto avisaron a Paques y a los atenienses por muchos conductos, y en
especial por un espía que enviaron los de Eritras, porque no estando
las ciudades de Jonia cercadas de muros, tenían gran temor que los
peloponesios, pasando a lo largo por la costa, aun sin propósito de
detenerse, saltaran a tierra por robar los lugares que hallasen en el
camino, y también porque la _Salaminia_ y la _Páralos_ afirmaban que
habían visto la armada de los enemigos en la isla de Claro. Paques hizo
vela para seguir a Álcidas, y le siguió con la mayor diligencia que
pudo hasta la isla de Patmos, mas viendo que no podía alcanzarle se
volvió, juzgando ventajoso, de no encontrarle en alta mar, no hallarle
en otro punto, para no verse forzado a cercarle su campo, hacer su
guardia y acometer. A la vuelta pasó por la ciudad de Notio, que es
de los colofonios, porque Itámanes y otros bárbaros, aprovechando
las contiendas entre los ciudadanos, habían ocupado la fortaleza de
la ciudad, que era a manera de un burgo o ciudadela apartada de los
muros, y después, a la sazón que los peloponesios entraron la postrera
vez en Ática, se movió gran discordia entre los nuevos moradores y
los antiguos. Los que habitaban la ciudad se habían fortificado en
los muros entre esta y el burgo, y teniendo consigo algunos soldados
bárbaros que Pisutnes y los arcadios les habían enviado, convinieron
con los que estaban en el burgo o ciudadela, que eran del partido de
los medos, en ejercer todos el mando y gobierno de la ciudad, y los
que no quisieron ser de su bando, salieron huyendo y pidieron a Paques
socorro.

Al llegar este mandó llamar a Hipias, que era capitán de los del
castillo. Acudió este bajo promesa de que si no querían hacer lo que
Paques les mandase, le enviarían sano y salvo hasta dentro de la
ciudad; pero al llegar fue detenido y mandó Paques marchar su gente
hacia el fuerte donde estaban los arcadios y los bárbaros, que no
sospechaban mal ninguno, tomándolo por asalto, y matando a todos. En
seguida hizo llevar a Hipias hasta la ciudad, sin hacerle mal ninguno,
según se lo había prometido, mas cuando estuvo dentro, ordenó matarle
a flechazos, y entregó la ciudad a los colofonios, lanzando fuera
a los que habían seguido el partido de los medos. Hecho esto, los
atenienses que habían sido fundadores de aquella ciudad, reunieron a
los colofonios que pudieron hallar de los de su bando, y los enviaron a
habitar en ella, conforme a sus leyes y estatutos.

Partido Paques de Notio volvió a Mitilene, sometió a la obediencia de
los atenienses las ciudades de Pirra y de Éreso, y halló a Saleto,
capitán lacedemonio, que se había escondido en Mitilene, enviándole
preso a Atenas, juntamente con los mitilenios que el mismo Paques
enviara a Ténedos, y todos los que pudo entender que habían sido
autores de esta rebelión. Tras esto envió la mayor parte de la
armada, y con lo restante de ella quedó allí para proveer las cosas
necesarias tocante a la ciudad de Mitilene y a toda la isla de Lesbos.
Llegados los prisioneros que Paques envió a Atenas, los atenienses
mandaron matar a Saleto, que les había prometido hacer muchas cosas
en su servicio, y entre otras, que los peloponesios levantasen el
cerco de Platea. Respecto de los demás prisioneros, decretaron con
ira matar, no solamente a ellos, sino también a todos los mitilenios,
excepto las mujeres, y los muchachos de catorce años abajo, que debían
quedar esclavos. Este decreto fue acordado así por juzgar el crimen
de los mitilenios muy atroz y sin remisión, a causa de que se habían
rebelado sin maltratarles ni como súbditos, ni como vasallos. Y el
mayor despecho que tenían los atenienses era ver que las naves de los
peloponesios se atrevieran a ir en socorro de los mitilenios y cruzar
la mar de Jonia con gran peligro suyo, lo cual era señal de que la
rebelión de los mitilenios era forjada y fabricada por mano de aquellos.

Enviaron un barco para notificar a Paques este decreto del Senado de
Atenas, y mandarle que lo ejecutase; pero al día siguiente, pensando
más sobre ello, casi se arrepintieron de lo que habían acordado,
considerando cruel el decreto y pareciéndoles cosa enorme y fea mandar
matar a todos los de un pueblo, sin diferenciar de los otros los que
habían sido autores y causa del mal. Sabido esto por los embajadores de
los mitilenios y por los atenienses que los favorecían, acudieron con
toda diligencia a los gobernadores y senadores y personas principales
de la ciudad, y con grandes lloros lograron que volvieran a poner la
cosa en consulta, atendiendo a que la mayor parte del pueblo de Atenas
lo deseaba. Mandose reunir el Consejo y Senado, donde hubo diferentes
pareceres, entre los cuales fue uno el de Cleón, hijo de Cleéneto, que
había sido de opinión el día de antes que debían matar a todos los
mitilenios, hombre severo y áspero, y que tenía gran autoridad en el
pueblo, el cual pronunció el siguiente discurso:




VI.

Discurso y proposición de Cleón en el Senado de Atenas, para aconsejar
el castigo de los mitilenios.


«Muchas veces he conocido que el régimen popular y gobierno del pueblo
no es bastante para saber regir y mandar a otros; y ahora lo conozco
más que nunca, parando mientes en este vuestro arrepentimiento y
mudanza de parecer en lo que toca al hecho de los mitilenios. Que
porque vosotros tratáis de buena fe unos con otros, pensáis que los
compañeros y aliados tienen esta misma condición, y no sentís que
los errores que hacéis, o persuadidos por sus razones o por sobrada
misericordia y compasión, os traen peligro manifiesto, y que con
toda vuestra blandura no alcanzáis de ellos más agradecimiento. No
consideráis que el imperio que ahora tenéis es verdadera tiranía, y que
aquellos que os obedecen lo hacen mal de su grado, pensando en cómo
os tramarán asechanzas y harán daño. No serán más obedientes porque
les perdonéis las culpas, errores y delitos que han cometido contra
vosotros, que vuestras fuerzas y el temor que os tienen los hacen
sumisos, no la misericordia que usáis con ellos.

»Y lo peor de todo que veo en estos negocios, es que no hay constancia
ni firmeza alguna en las cosas, ya una vez acordadas y determinadas,
sin fijaros en que hay mejor gobierno en aquella ciudad que usa de
sus leyes constantes y no revocables, aunque sean malas, que no en
aquellas que, teniéndolas buenas, firmes y establecidas, no las guarda
inviolablemente, y en que vale más ignorancia con gravedad y serenidad,
que no ciencia con temeridad e inconstancia. Por ello, los hombres algo
rudos y tardíos de ingenio y de entendimiento, en su mayoría gobiernan
mejor la república para el bien y procomún de todos, que aquellos
que se juzgan por más hábiles y agudos, pues estos tales, vivos y
despiertos, siempre quieren parecer más sabios que las mismas leyes,
y mostrar con bellas razones que saben más que los otros, conociendo
que en ningunas otras cosas podrán ostentar tanto la excelencia de su
ingenio, como en aquellas que son de mucha importancia, de donde muchas
veces suceden muy grandes males e inconvenientes a las ciudades. Por
el contrario, aquellos que no confían tanto en su saber, ni quieren
ser más sabios que la ley, conociéndose que no son muy pulidos en sus
razones para responder, ni rebatir los argumentos de los elocuentes que
hablan por arte de retórica, estudian más la materia para juzgar por
razón y equidad y venir al punto de la cosa, que no para contender y
disputar con argumentos y discursos. De donde vemos que a menudo les
suceden mejor sus cosas.

»Así nos conviene ahora obrar, varones atenienses, y no, confiados en
nuestra elocuencia y agudeza, persuadir al pueblo de lo que entendemos
ser contrario a la verdad y a la razón. Mi parecer en este caso es el
mismo de ayer, y me maravillo mucho de aquellos que han querido volver
a poner este negocio de los mitilenios en consulta, y por este medio
dejar perder y pasar el tiempo en provecho de los que os han ofendido,
porque, dilatando el castigo, el que ha recibido la ofensa, afloja su
ira y no se halla tan áspero para la venganza, mas cuando se ejecuta
la pena pronto y la injuria es reciente, toma mucho mejor el castigo.
También me maravillo de que haya hombre de contraria opinión de lo que
está acordado, y quiera mostrar con razones que las injurias y ofensas
de los mitilenios nos sean útiles y provechosas, y que esto que es
bien de nuestra parte, redunde en mal y daño de los aliados. Porque
ciertamente, quien quiera que sea el que esto defienda, evidentemente
da a entender, o que por gran confianza en su ingenio y elocuencia hará
creer a los otros que no entienden las cosas claras por sí mismas, o
que, corrompido por dádivas y dinero, procura engañarnos con elocuentes
razones.

»Con estas contiendas y dilaciones, la ciudad obra en provecho de los
otros y en daño y peligro de sí misma, de lo cual vosotros tenéis la
culpa por haber malamente introducido estas disputas y alteraciones,
acostumbrándoos a ser miradores de las palabras y oidores de las
obras[70], creyendo que las cosas han de ocurrir según os persuade el
que sabe mejor hablar, y teniendo por más cierto lo que oís decir que
lo que veis por obra, pues os dejáis vencer por palabras artificiosas.
Sois, pues, muy fáciles para dejaros engañar por nuevas razones, y muy
difíciles para ejecutar lo que una vez ha sido aprobado y determinado.
Sujetos a vanidades tomáis hastío de vuestras costumbres antiguas y
loables, y por este medio cada cual procura y trabaja solamente por
ser elocuente y saber hablar bien. Los que no alcanzan esta elocuencia
quieren seguir a los que la tienen para mostrar que no entienden las
cosas menos que ellos. Además, si hay quien diga alguna razón sutil
y aguda, os apresuráis a elogiarle y decir que ya la habíais pensado
antes que él la dijese, siendo en lo demás tardíos y perezosos para
proveer en las cosas venideras de que os hablan. Buscáis cosas muy
ajenas de aquellas con que podéis vivir y pasar la vida, y no entendéis
las que traéis entre manos, dejándoos engañar por el deleite de lo
que oís, como los que quieren más estar sentados viendo a sofistas y
parleros, que oír a los que consultan las cosas concernientes al bien y
pro de la república.

»Yo procuraré apartaros de este error mostrándoos claramente, que solo
la ciudad de Mitilene ha sido la que os ha hecho singular ofensa,
porque si alguna, por no poder soportar vuestro mando, o por fuerza de
los enemigos, se rebela, soy de parecer que sea perdonada: pero si los
que tienen una isla y una ciudad muy fuerte, sin temor a nada, como
no sea por mar, y que se puede defender bien, poseyendo buen número
de barcos, isla y ciudad que no tratamos como a nuestros súbditos,
sino que las dejamos vivir con arreglo a sus leyes; cuyos habitantes
son honrados por nosotros más que todos los otros confederados, han
hecho lo que hicieron, bien se puede juzgar que nos han querido tramar
asechanzas y traición, y decir de ellos que nos han movido guerra, no
que se han rebelado contra nosotros; pues se dice que se rebelan los
forzados por alguna violencia.

»Lo más abominable de todo es que no les bastaba hacernos la guerra con
sus propias fuerzas, sino que han procurado destruirnos por medio de
nuestros mortales enemigos, sin temor a las calamidades que sufrieron
sus vecinos por rebelarse contra nosotros cuando los sometimos otra
vez a la obediencia. Su osadía al emprender esta guerra declara que
han tenido más esperanza que fuerzas, queriendo anteponer la fuerza
a la justicia y a la razón. Sin injuria nuestra han querido tomar
las armas contra nosotros, no por otra causa, sino por la esperanza
de vencernos, lo cual sucede muchas veces en las ciudades que en
breve tiempo alcanzan prosperidad y riqueza, las que convierten en
soberbia y orgullo. Porque la felicidad y prosperidad que adquieren
los hombres mediante razón y discreción, y según el curso de las
cosas, es más firme y estable que la que proviene de fortuna y sin
pensarla ni esperarla, y aun estoy por decir que es más difícil a los
hombres saberse guardar y conservar en la prosperidad, que defenderse y
ampararse en las adversidades.

»Fuera, por tanto, cosa conveniente a los mitilenios que no los
honrásemos al principio más que a los otros aliados y confederados,
porque no hubieran llegado a tanta soberbia y desvergüenza; pues
los hombres suelen menospreciar a aquellos a quien son obligados, y
tener en más admiración a los que no lo son. Deben ser, por tanto,
castigados todos según lo merece su delito, y no absolvamos a todo
el pueblo echando la culpa a pocos de ellos, pues todos, de común
acuerdo, tomaron las armas contra nosotros, que si tan solo algunos les
quisieran obligar a hacerlo, pudieran excusarse y huir, acogiéndose
a nosotros; y si así lo hubieran hecho, pudieran ahora con justa
causa volver a su ciudad; mas si por consejo de pocos tuvieron por
mejor exponerse a peligro y probar fortuna, todos deben considerarse
rebelados.

»Debéis considerar por lo que toca a los otros aliados, que si no
castigamos con mayor pena a los que voluntariamente se rebelan que a
los que lo hacen forzados por los enemigos, no habrá ciudad, ni villa
en adelante que por la menor ocasión del mundo no se atreva a hacer
lo mismo, sabiendo de cierto que si les sucede bien la cosa cobrarán
libertad, y si mal, quedarán libres a poca costa, sin padecer cosa
intolerable, exponiéndonos así a perder las haciendas y las personas en
todas las ciudades que poseemos. Porque aunque recobremos la ciudad que
se nos hubiese rebelado, perdemos la renta de ella por largo tiempo,
mediante la cual se entretienen nuestras fuerzas y se mantiene nuestro
poder, y si no la podemos recobrar, sus moradores aumentarán el número
de nuestros enemigos; de modo, que el tiempo que habíamos de gastar en
hacer guerra a los peloponesios, será menester emplearle en reducir a
obediencia a nuestros súbditos y aliados.

»No conviene en manera alguna darles esperanza de que podrán alcanzar
perdón de nosotros por buenas razones, ni menos por dinero, so color
de decir que erraron por flaqueza humana, pues nos han injuriado a
sabiendas y no forzados, y el error es digno de perdón y misericordia
cuando no se hace con voluntad determinada.

»Por estas razones al principio me opuse al perdón, y ahora también lo
contradigo, diciendo que no revoquéis lo que ya tenéis determinado,
ni queráis errar en tres cosas que todas ellas son muy perjudiciales
para la república, es a saber: la misericordia, dulzura de palabras
y facilidad. La misericordia debemos usarla con los que la hacen,
no con los que no la tienen y de propia voluntad se prestaron a ser
vuestros perpetuos enemigos; los retóricos, que presumen deleitar y
persuadir con dulces palabras, tendrán ocasión de mostrar y ostentar su
elocuencia en otras materias de menos importancia, y no en aquellas en
que la ciudad, por un pequeño deleite en razonar con elocuencia, recibe
gran daño; y la facilidad debemos tenerla con los que esperamos sean
buenos y obedientes en adelante, y no con los que después de perdonados
quedarán no menos enemigos nuestros que antes lo eran.

»Por abreviar razones digo, que si me queréis creer, obraréis con
los mitilenios según justicia y vuestro provecho; y si no lo hacéis,
gratificáis a ellos y condenáis a vosotros. Porque si han tenido justa
causa de rebelarse, conviene confesar que los señoreamos injustamente;
y aun cuando fuese así, sería también conveniente que los castigásemos
contra justicia y razón por nuestro provecho, si queréis ser sus
señores, y si no, abandonad el mando que tenéis sobre ellos.

»Pues habéis escapado del peligro, haced como los hombres prudentes y
discretos; si queréis perseverar en vuestro señorío, debéis darles la
paga según su merecido, y hacerles entender que no tenéis el corazón
menos lastimado por vengaros de ellos que antes. Ahora que habéis
escapado del peligro en que os pusieron con sus tramas y asechanzas,
considerad lo que hubiesen hecho con vosotros si fueran vencedores; que
los que sin causa ni razón injurian a los otros, meten la mano hasta el
codo y procuran destruirlos por completo, sospechando del peligro en
que después se verán si caen en manos de sus enemigos. Cualquier hombre
que se ve injuriado y ultrajado por otro sin razón, si escapa de las
manos de su contrario, toma de él más cruel venganza que tomaría de un
mortal enemigo.

»No queráis, pues, ser traidores a vosotros mismos, antes considerando
los inconvenientes que pocos días ha os ocurrieron por causa de
estos, y teniéndolos en vuestras manos como deseabais primero,
pagadles en la misma moneda. No os mostréis tan blandos y mansos por
el estado y seguridad en que están las cosas al presente, que os
olvidéis totalmente de las injurias y ultrajes que estos os han hecho;
castigadles según su merecido para dar singular ejemplo a los otros
aliados, y para que si alguno se rebelare de aquí en adelante, sepa
que le ha de costar la vida. Porque si tienen entendido esto de veras,
desecharéis el cuidado de pensar en combatir con vuestros amigos y
aliados en lugar de pelear con vuestros enemigos.»

Con esto acabó Cleón su razonamiento, y tras él se levantó Diódoto,
hijo de Éucrates, el que en la consulta del día anterior contradijo a
los que opinaban que todos los mitilenios debían ser muertos, y habló
de la manera siguiente:




VII.

Discurso de Diódoto, de contrario parecer al de Cleón.


«Ni repruebo el parecer de los que quisieron poner otra vez en consulta
este hecho de los mitilenios, ni apruebo el de los que vedan consultar
muchas veces las cosas de gran importancia, antes me parece que hay dos
cosas muy contrarias a la bondad en la consulta y acuerdo, la presteza
y la ira, porque la una hace que las cosas se hagan sin prudencia,
y la otra necia y locamente. Quien repugna que las cosas se enseñen
por medio de palabras y razones para informarse mejor de la verdad,
no tiene saber ni seso, o le va en ello algún interés particular.
Porque si piensa que las cosas venideras, que no pueden verse, se
enseñan de otra manera que por palabras y razones, no tiene juicio
ni entendimiento, y si quiere persuadir de alguna cosa torpe y mala,
y porque le parece que no la podrá hacer buena por razones, quiere
espantar y asombrar a los que contradicen y a los jueces que lo oyen,
gran señal es de que le va interés en ello.

»Pero más son de vituperar aquellos que achacan a los de contrario
parecer estar corrompidos por dádivas y dinero; porque si culpan
de poco saber al que no pudo persuadir lo que quería en el senado,
sería tenido por ignorante, no por malo ni injusto; pero si le culpan
o achacan que fue sobornado, aunque persuada al senado y sigan su
parecer, no por eso dejará de ser sospechoso, y si no persuade lo que
quiere será tenido no solo por ignorante, sino también por malo e
injusto. Esto ocasiona daño a la república, porque los hombres no se
atreven, por miedo, a aconsejar libremente lo que sienten, contra los
que opinan que sería mejor para el bien de la ciudad que no hubiese
hombres en ella con entendimiento para saber hablar y razonar, como
si por esto los hombres estuviesen menos expuestos a errar, siendo al
contrario, porque el buen ciudadano que dice su parecer en pública
asamblea, no ha de estorbar ni espantar a los otros para que no
le puedan contradecir, sino con toda equidad y modestia mostrar por
buenas razones que su opinión y parecer es el mejor. Y así, gobernada
la ciudad por justicia y por razón, ya que no haga más honra a aquel
que dio el mejor consejo, no por eso le ha de quitar ni disminuir
la que antes tenía ni por consiguiente, debe menospreciar al que no
alcanzó a dar buen consejo y mucho menos castigarle. De no hacerlo así,
aquel cuyo parecer fuere aprobado no procurará decir ni razonar otra
cosa sino lo que pensare que le podrá aprovechar para ganar la gracia
y favor del pueblo, aunque no lo entienda así; y aquel cuya opinión no
fuere aprobada, por la misma razón trabajará por agradar y complacer al
pueblo.

»Nosotros hacemos todo lo contrario, porque si hay alguno de quien se
sospeche que fue sobornado con dádivas o promesas, aunque dé muy buen
consejo para el bien de la república, todavía por envidia y sospecha
de aquella opinión de corruptela, aunque no sea cierta, no le queremos
admitir, y todo lo que dice bueno o malo es tenido por sospechoso. De
aquí la necesidad de que el que quiere persuadir al vulgo de alguna
cosa buena o mala, use de cautelas y mentiras; el que hablare más a su
favor, tendrá más crédito aunque mienta, y el que quiera hacer bien
a la ciudad con su consejo, cae en sospecha de que procura por vías
ocultas su provecho y ganancia.

»Conviene, pues, a los que estamos en este lugar entre tantas
sospechas, y hablamos y consultamos de cosas tan grandes y de tanta
importancia, que las veamos y proveamos de más lejos que vosotros,
que tan solamente las veis y contempláis de cerca, atento que debemos
dar razón bastante de lo que nos parece, y vosotros no de lo que oís,
que si el que se deja persuadir por otro fuese castigado como el que
le habla y persuade, vosotros juzgaríais más cuerdamente, pero si no
lográis lo que os proponéis, condenáis el parecer de uno solo que os
lo aconsejó, y no el de todos vosotros que lo seguisteis siendo tan
delincuentes en esto todos como aquel solo que lo dio y lo dijo.

»No deseo hablar en favor de los mitilenios para contradecir ni acusar
a nadie. Si somos cuerdos no tendremos contienda sobre su crimen, sino
solamente sobre aconsejar y consultar en nuestro bien y en nuestro
provecho. Porque aunque evidentemente nos conste que ellos han cometido
crimen, no por esto aconsejaría que los mandasen matar si no resulta
provecho de ello a nuestra ciudad; ni, si merecen perdón, sería de
parecer que se les diese, si también de esto no se nos sigue utilidad y
provecho.

»Mas porque nuestra consulta se refiere al tiempo venidero, no a lo
pasado, y porque Cleón ha dicho que se requiere, para estorbar las
rebeliones en adelante, castigar a los mitilenios con pena de muerte,
yo opino todo lo contrario, y digo que será mejor para nosotros
hacerlo de otra manera.

»Os ruego que por las razones y atildadas frases que este ha usado en
su razonamiento para inducirnos a que sigáis su parecer, no queráis
rehusar ni desechar las mías, útiles y provechosas. Bien entiendo,
que yendo todos sus argumentos enderezados al rigor de la justicia,
podrán mover más vuestros corazones, llenos ahora de ira y de enojo,
que los míos; mas conviene considerar que no estamos aquí reunidos para
contender en juicio lo que requiere la razón y la justicia, sino para
tomar consejo y consultar entre nosotros lo que nos será más provechoso.

»En muchas ciudades, como sabéis, hay pena de muerte, no solamente
para semejantes delitos, sino aun para otros mucho menores, y a pesar
de ello siempre hay hombres que se exponen a peligro de esta pena
con esperanza de escapar de ella. Ninguno emprendió rebeliones que
no pensase salir con ello, ni hubo ciudad que no le pareciese tener
mayores fuerzas propias o de sus amigos que otra. Mas al fin es cosa
natural a los hombres pecar, así en general como en particular; y no ha
habido ley tan rigurosa que lo pudiese vedar ni estorbar por más que se
hayan inventado nuevos tormentos y castigos para los delitos, por si el
temor podría apartarles de hacer mal.

»No sin causa al principio para grandes delitos había pequeños
castigos, mucho más leves que ahora, los cuales, por la continua
transgresión de los hombres, andando el tiempo, se han reducido a pena
de muerte; y aun con todo esto, no nos apartamos de errar. Es, pues,
necesario, o inventar otra pena más dura que la muerte, o pensar que
esta no impedirá pecar a los hombres, porque a unos la pobreza les
obliga a que se atrevan, y a otros las riquezas les alientan a ser
soberbios y codiciosos de más haberes, mientras otros tienen otras
pasiones y ocasiones que los atraen e inducen a pecar. Cada cual es
atraído por su inclinación y apetito desordenado, tan poderoso, que
apenas lo puede refrenar ni moderar por miedo de daño ni peligro que le
amenace.

»Hay, además, otras dos cosas que en gran manera impulsan a los
hombres: la esperanza y el amor; el uno les guía, y la otra les
acompaña. El amor procura los medios para ejecutar sus pensamientos,
y la esperanza les pone delante la prosperidad de la fortuna. Aunque
estas dos cosas no se ven de presente, son más poderosas a moverlos
que los peligros manifiestos. También hay otra tercera, que sirve y
aprovecha en gran manera para mover los afectos y voluntades, es a
saber, la fortuna, la cual, luego que nos representa y pone delante
alguna ocasión, aunque no sea bastante para movernos, muchas veces
atrae a los hombres a grandes peligros, y muchas más a las ciudades,
por tratarse en ellas de más grandes cosas y de más importancia, como
el conservar su libertad o aumentar su señorío; porque cada cual,
unido a los otros ciudadanos, concibe mayor esperanza de sí mismo. En
conclusión, es imposible y fuera de razón creer que cuando el hombre
está estimulado por una impetuosa inclinación a hacer una cosa, se le
pueda apartar de ello por la fuerza de las leyes ni por otra dificultad.

»No conviene, pues, condenar a pena de muerte a los delincuentes en la
confianza de que nos causará seguridad para lo venidero, ni por este
medio quitar a los que en adelante se rebelaren la esperanza de la
misericordia y la facultad de arrepentirse y purgar su pecado. Para
convenceros de esta verdad, suponed que hubiese ahora otra ciudad
rebelada contra vosotros, y que conociese que no podía resistirnos,
aunque teniendo bienes para pagarnos los gastos de recobrarla,
y en adelante el tributo que le impusiéremos, si la tomamos por
capitulación: pues si sabe que no tiene esperanza de alcanzar
misericordia de vosotros, os resistirá con todas sus fuerzas, y
determinará sufrir el cerco basta el fin, antes que entregarse. Pensad
ahora si es lo mismo que una ciudad se entregue en seguida de haberse
rebelado, o largo tiempo después de rebelada, y qué gastos y daños
sufriremos cuando rehusaren ser reducidos a nuestra obediencia, en
todo el tiempo que les sitiemos. Tomada y asolada la ciudad rebelde,
perderíamos sus tributos, mediante los cuales tenemos fuerzas contra
nuestros enemigos.

»Por tanto, no conviene en este caso proceder a la pena y castigo de
los delitos como jueces con todo rigor, para que resulte en nuestro
daño, sino pensar cómo podremos sacar en lo venidero nuestras rentas
y tributos de nuestras ciudades, castigándolas moderadamente, y
guardándolas y conservándolas con dulzura y buen trato, antes que por
el rigor de las leyes. Ahora queremos hacer lo contrario, pues si
sojuzgamos algún pueblo que antes fuese libre, y este, por recobrar su
libertad, se rebela contra nosotros, como lo podría hacer con razón,
si después le reducimos a nuestra obediencia, juzgaréis que conviene
castigarle con todo rigor y severidad. Yo soy de opinión contraria, es
decir, que no debemos castigar duramente las ciudades libres cuando
se han rebelado, sino cuidar muy bien de que no se rebelen, tratarlas
de suerte que no tengan ocasión de ocurrirles tal pensamiento, y al
recobrarlas, imputarles por liviana su culpa.

»Considerad el yerro que cometéis si quisiereis seguir la opinión
de Cleón; porque ahora todos los moradores de vuestras ciudades
confederadas están en vuestra amistad, os tienen afición y no se
rebelan juntamente con los otros parciales más poderosos; y si alguna
se rebela, obligada por fuerza, los otros aborrecen y quieren mal
a los que fueron autores y causa de ello; de suerte que vosotros,
con la confianza que tenéis en el amor y afición que os tienen los
pueblos, vais a la guerra; pero si mandáis matar todos los moradores
de Mitilene, que no fueron partícipes de la rebelión, antes cuando
pudieron tomar las armas os entregaron la ciudad, seréis tenidos por
injustos y malos para con aquellos que han merecido mucho bien de
vosotros, y daréis gran placer a los más poderosos, pues no desean otra
cosa. Porque si hacen rebelar una ciudad de vuestras confederadas,
tendrán todos los del pueblo en su favor, sabiendo de cierto que
si caen en vuestras manos, la misma pena sufrirán los delincuentes
que los que no lo fueron. Más valdría disimular su yerro, para que
solo ellos de los confederados y aliados que tenemos por amigos y
compañeros aparezcan enemigos; y pienso que será más útil y provechoso
para conservar nuestro imperio y señorío que suframos esta injuria de
grado y a sabiendas, que mandar matar a los que en ninguna manera nos
conviene que mueran, aunque lo podamos hacer con justicia.

»No es verdad lo que dice Cleón, de que el castigo puede ser
provechoso. Y pues sabéis que esto es lo mejor, no os fijéis en la
misericordia ni en la clemencia, de las cuales tampoco quiero que
os dejéis convencer, sino que, por lo que os he aconsejado, me deis
crédito. Solo por el bien de la ciudad guardad estos prisioneros
mitilenios que os envió Paques como culpados, y despacio y a vuestro
placer juzgad y sentenciad su causa, y a los otros que ahí quedan
dejadlos morar pacíficamente en su pueblo, que es lo que os será útil y
provechoso para lo venidero, infundiendo temor a vuestros enemigos.

»Pensad que cualquier hombre que da buen consejo vale y puede más
contra los enemigos que el que por locura e ignorancia hace cosas
soberbias y crueles.»

Con esto acabó Diódoto su razonamiento.




VIII.

De cómo Mitilene estuvo en peligro de ser destruida completamente, y
del castigo que recibió por su rebelión. -- Los de Platea se entregan a
merced de los lacedemonios. -- Hechos de guerra habidos aquel año.


Oídos estos dos contrarios pareceres, hubo muchas disputas entre
los atenienses, de manera que cuando vinieron a dar sus votos, se
hallaron tantos de una parte como de otra; más al fin venció el parecer
de Diódoto, al cual todos siguieron. Inmediatamente enviaron otra
galera ligera a Mitilene, sospechando que, si no iba con premura para
adelantar a la que había partido la noche antes, hallaría la ciudad
destruida. Con este miedo, los embajadores mitilenios despacharon
la última galera, y la fletaron y abastecieron de las provisiones
necesarias, prometiendo grandes dones a los marineros si llegaban antes
que la primera. Por tal promesa hicieron extrema diligencia, no cesando
de remar de día ni de noche, comiendo su pan mojado en vino y aceite, y
durmiendo por tanda, los unos cuando remaban los otros, de manera que
la galera nunca dejaba de caminar, teniendo la buena fortuna de que
ningún viento les fue contrario, de manera que arribaron al puerto casi
a la par con la primera galera que llevaba la mala nueva, y que había
caminado sin apresuramiento.

Llegó, pues, esta galera poco después que la otra. Paques estaba
leyendo el primer mandamiento de los atenienses, y se disponía a
ejecutarlo, cuando le entregaron el segundo que impedía la ejecución.
Así se libró la ciudad de Mitilene del peligro en que estaba.

Respecto a los demás que Paques había enviado, como muy culpados en
aquella rebelión, que serían más de mil, todos fueron condenados a
muerte, siguiendo el parecer de Cleón. Derrocaron los muros de Mitilene
y quitáronles todos los navíos que tenían. No impusieron después
tributo a los de la isla de Lesbos, sino que repartieron toda la tierra
(excepto la ciudad de Metimna) en tres mil suertes, de las cuales
dedicaron y ofrecieron trescientas a los templos de los dioses por
su décima, y para las restantes enviaron conciudadanos suyos que las
poblasen. A los de Lesbos ordenaron que les diesen de tributo por un
año dos minas de plata[71] por cada suerte, y que labrasen la tierra.
También quitaron los atenienses a los mitilenios todas las villas y
lugares que tenían en tierra firme, haciéndolas depender de Atenas.

Este fin tuvieron las cosas de la isla de Lesbos.

En el mismo verano[72], después de recobrada la isla de Lesbos, Nicias,
hijo de Nicérato, partió por mar con ejército a la isla de Minoa,
que está junto a Mégara, donde había un castillo que los megarenses
guardaban para su defensa. Nicias intentó tomarlo para tener allí un
punto fuerte que estuviese más cerca que los que tenían en Búdoro y
Salamina, y para que cuando los peloponesios saliesen al mar, no se
pudieran esconder allí sus galeras, como habían hecho muchas veces los
corsarios, ni pasar cosa alguna por mar a los megarenses. Salió Nicias
de Nisea y atacó el castillo, batiendo dos torreones que daban al mar;
tomados estos, dejó libre la entrada a las naves para que pudiesen
pasar sin peligro entre la isla y la villa de Nisea. También hizo un
muro a través del estrecho de tierra firme que venía a dar a la isla
por donde podían enviar socorro al castillo. Hechos estos fuertes y
reparos en breve tiempo, dejó en aquellos guarnición y volvió con el
resto de su ejército.

En este mismo verano, los de Platea, por falta de víveres, no pudieron
defenderse más del cerco de los peloponesios, y capitularon de esta
suerte.

El general de los peloponesios, acercándose a los muros de la ciudad
y conociendo que estaban tan escasos de fuerzas que no se podían
defender, no los quiso combatir ni tomarlos, porque los lacedemonios
le ordenaron que tomara la ciudad por tratos, antes que por asalto, si
pudiera, a fin de que si se ajustaba algún concierto entre peloponesios
y atenienses, y acordaban que las ciudades y villas tomadas por guerra
de ambas partes se devolviesen, pudieran excusar la devolución de
Platea, so color que no había sido tomada por combate, sino que se
había rendido por propia voluntad.

Así, pues, envió un parlamentario a los de Platea para decirles si
querían rendirse a merced de los lacedemonios, y dejar a su discreción
el castigo de los que habían sido culpados, con la condición de que
ninguno fuese castigado sin ser primero oído en juicio y sentenciada su
causa. Consintieron los de Platea viéndose en tan extrema necesidad,
que no podían defenderse más, y por este medio los peloponesios se
apoderaron de la ciudad, y proveyeron a los moradores de víveres para
algunos días hasta que llegaron cinco jueces, enviados para determinar
el hecho, los cuales, sin formar proceso particular, reunieron a los
que estaban dentro de la ciudad y preguntáronles solamente si, después
de la guerra comenzada, habían hecho algún beneficio a los lacedemonios
y a sus aliados. A esta demanda los de Platea pidieron que les dejasen
responder más largo por común acuerdo de todos, lo que otorgaron los
jueces. Entonces eligieron a Astímaco, hijo de Asopolao, y a Lacón,
hijo de Eimnesto, que eran huéspedes y conocidos de los lacedemonios, y
saliendo delante, pronunciaron este discurso:




IX.

Discurso de defensa de los de Platea ante los jueces de Lacedemonia.


«La gran confianza que teníamos en vosotros, varones lacedemonios, nos
hizo entregar nuestra ciudad y nuestras personas en vuestro poder, no
esperando el juicio criminal que vemos, sino otro más civil y humano, y
que nos someterían a otros jueces, no a vosotros. También esperábamos
que nos fuera lícito contender en derecho sobre nuestra causa; pero
sospechamos haber sido engañados en ambas esperanzas, porque creemos
que este juicio es sobre nuestras vidas, y que no venís a juzgarnos
con justicia, siendo evidente señal de ello que no precede ninguna
acusación a que debamos responder, sino solamente nos demandan que
hablemos.

»La pregunta es muy breve, a la cual, si queremos responder con verdad,
nuestra respuesta será contraria y perjudicial a nuestra causa; y si
respondemos mintiendo, podrán convencernos de falsedad. Viéndonos
perplejos, forzoso es que hablemos, aunque nos parece más seguro
incurrir en peligro hablando que callando; porque si los que están
puestos en tales extremos no dicen aquello que pudieran decir, siempre
les queda tristeza en el corazón, y les parece que si lo hubieran dicho
pudiera ser causa de su salvación.

»Entre todas las dificultades que se nos ofrecen, la más difícil es
persuadiros de lo que digamos: porque si no fuésemos conocidos unos de
otros, podríamos alegar testimonios de cosas que no supieseis; pero
sabéis la verdad de todo, y por esto no tememos que nos acuséis de
ser en virtud y bondad inferiores a los otros amigos y confederados
vuestros, que hasta en esto bien nos conocemos, sino que sospechamos
que por agradar y complacer a otros estamos sentenciados antes del
juicio. No obstante, procuraremos mostraros nuestro derecho en las
diferencias que tenemos con los tebanos y con vosotros y los otros
griegos, trayéndoos a la memoria nuestros beneficios, e intentando si
podemos persuadiros de la razón.

»Para responder a la pregunta breve que nos hicisteis, de si durante
esta guerra hemos hecho algún bien a los lacedemonios o a sus
confederados, os respondemos que si nos preguntáis como enemigos, no
os hemos ofendido, ya que no os hayamos hecho bien alguno; y si nos
preguntáis como amigos, nos parece que habéis errado contra nosotros
más que nosotros contra vosotros, pues comenzasteis la guerra sin que
quebrantásemos la paz; y cuando la de los medos, nosotros solos de
todos los beocios fuimos a acometerles con ayuda de los otros griegos,
por defender la libertad de Grecia. Aunque éramos gentes criadas en
tierra firme, batallamos por mar junto a Artemisio; y después, cuando
pelearon con ellos en nuestra tierra, nos hallamos siempre allí en
socorro vuestro y de Pausanias, participando más de lo que permitían
nuestras fuerzas en todas las empresas hechas por los griegos en
aquellos tiempos, y particularmente en las vuestras, lacedemonios,
estando toda vuestra tierra de Esparta en gran aprieto después del
terremoto, cuando vuestros hilotas o siervos huyeron a Ítome, pues os
enviamos la tercera parte de nuestro pueblo en vuestro socorro.

»Razón será, por tanto, que os acordéis de las muchas y buenas obras
que os hicimos en tiempos pasados; que si después fuimos vuestros
enemigos, culpa vuestra es, pues siendo acometidos por los tebanos,
pedimos y rogamos vuestra ayuda y socorro, y nos la negasteis, diciendo
que acudiéramos a los atenienses, nuestros vecinos, porque vosotros
estabais muy lejos. De manera que por guerra, ni habéis recibido de
nosotros injuria alguna, ni la esperáis recibir en adelante. Y si no
nos quisimos rebelar ni apartar de los atenienses por vuestro mandato,
no por esto os ofendimos, porque habiéndonos ellos ayudado contra
los tebanos, nuestros enemigos, en lo cual vosotros os mostrasteis
tardíos y perezosos, no fuera razón desampararlos, mayormente visto
que a grandes ruegos nuestros nos tomaron por compañeros y aliados,
recibimos mucho bien de ellos, y nos recogieron por sus ciudadanos, por
lo que era justo hacer pronto todo lo que nos mandasen. Si vosotros y
ellos, siendo caudillos de los vuestros, hicisteis alguna cosa mala en
compañía de vuestros aliados y confederados, no se debe imputar a los
que os siguieron, sino a los caudillos y capitanes que los guiaron y
llevaron a hacerla.

»Los tebanos, además de muchas injurias anteriores, nos hicieron esta
postrera, que, como sabéis, ha sido causa de todos nuestros males,
pues que en tiempo de paz, y en un día de fiesta solemne, entraron
y tomaron nuestra ciudad, y si por esto fueron castigados, tuvieron
el pago merecido; que es lícito y permitido por ley común y general,
guardada y observada entre todas gentes, matar al que acomete a otro
como enemigo. Si por esto nos quisiereis ahora hacer daño, sería contra
toda razón y justicia, y mostraríais ser malos jueces si, por agradar a
los que son vuestros aliados en esta guerra, juzgaseis a su voluntad,
atendiendo a vuestro interés y no a la justicia y a la razón.

»Aunque solo atendáis a vuestro provecho, pensad que si estos os
son útiles ahora, nosotros lo hemos sido mucho más en lo pasado, y
no solamente a vosotros, sino también a todos los griegos, estando
en mayores peligros; porque al presente tenéis fuerzas y poder para
acometer a los otros, pero entonces, cuando el rey bárbaro quería
imponer el yugo de servidumbre a toda Grecia, los tebanos nuestros
contrarios fueron con él, siendo, pues, justo contrapesar este nuestro
yerro de ahora (si yerro se puede llamar) con el servicio que entonces
os hicimos, mayor y de más peso que el yerro cometido.

»Recordad que en aquel tiempo había muy pocos griegos que osasen
aventurar sus fuerzas contra el poder del rey Jerjes, y que fueron más
alabados los que, acometidos y cercados, no se cuidaron de salvar sus
vidas y haciendas, sino que antes quisieron, con grande peligro de sus
personas, emprender cosas dignas de memoria, entre los cuales fuimos
nosotros los principalmente honrados. Sospechamos al presente morir por
hacer lo mismo queriendo seguir a los atenienses con justicia y razón,
mejor que a vosotros con cautela y astucia. Conviene formar siempre
el mismo juicio de una misma cosa, y no poner todo vuestro bien y
provecho sino en la fe y lealtad de los amigos y confederados, porque
reconociendo siempre la virtud que han mostrado en las cosas pasadas,
podréis fiar de ellos en las presentes. Considerad que ahora la mayor
parte de Grecia os tiene y estima por dechado y ejemplo de la bondad,
y si dais contra nosotros sentencia inicua (que al fin ha de saberse),
en gran manera seréis culpados por habernos juzgado y sentenciado,
siendo buenos, contra lo que la razón y el derecho requiere, poniendo
en vuestros templos los despojos de los que tanto bien han merecido de
toda Grecia, y os echarán en rostro que por satisfacer el deseo de los
tebanos queráis destruir la ciudad de Platea, cuyo nombre, por honra y
memoria de la virtud y esfuerzo de sus ciudadanos, vuestros antepasados
esculpieron en el trípode y altar del dios Apolo en Delfos.

»Hemos llegado a tanta desventura que si los medos hubieran vencido
fuéramos destruidos y alcanzando nosotros la victoria contra ellos, los
tebanos nuestros grandes enemigos nos vencen por medio de vosotros, y
nos ponen en dos grandísimos peligros, uno el de morir de hambre si
no queríamos entregar la ciudad, y otro el de defender ahora nuestras
causas en juicio criminal de muerte.

»Nosotros que fuimos los que más aventajaron la honra de los griegos
con todas nuestras fuerzas (y aun más que estas podían soportar), somos
ahora desamparados de todos, y no hay un solo griego de cuantos allí se
hallaron presentes, amigos y aliados nuestros, que nos socorra y ayude
en esta desdicha. Y aun vosotros, lacedemonios, que sois nuestra única
esperanza, tememos que seáis poco firmes y constantes en este caso.

»Os rogamos, pues, que por honra y reverencia de los dioses que
entonces fueron nuestros favorecedores, y por memoria de nuestros
merecimientos y servicios hechos a todos los griegos, queráis
ablandar vuestros corazones: y si por persuasión de los tebanos
habéis determinado algo contra nosotros, lo revoquéis, no matando por
agradarles a quien no debéis matar. Haciendo esto ganaréis crédito, y
no caeréis en vergüenza ni deshonra por agradar a otro, porque fácil
cosa será mandarnos matar; pero muy difícil después borrar la vergüenza
e infamia en que incurriréis dando muerte a los que no somos vuestros
enemigos, sino amigos que, forzados por pura necesidad, aceptamos la
guerra; y en efecto, si libráis nuestras personas del peligro de muerte
en que estamos, juzgaréis recta y santamente.

»Considerad que voluntariamente nos rendimos, que venimos humildes
con las manos tendidas, y que las leyes de Grecia prohíben matar a
los que así se presentan; que en todos tiempos os fuimos bienhechores
y procuramos merecer todo bien de vosotros, lo cual podéis comprobar
por los sepulcros que hay en nuestra tierra de vuestros ciudadanos
muertos por los medos, a los que hacemos honras cada año públicamente,
no así como quiera, sino con pompa y aparato solemne de vestiduras,
ofreciéndoles en sacrificio primicias de todas las cosas mejores que
da la tierra, como a hombres que somos de una misma patria, amigos
y confederados y algunas veces compañeros de guerra, no portándoos
vosotros como tales, sino juzgando rectamente, por mal consejo, nos
mandáis matar.

»Recordad también que Pausanias ordenó enterrarlos en esta nuestra
tierra como en tierra de amigos y aliados y si nos mandáis matar y
dais nuestra tierra a los tebanos, no haréis otra cosa sino privar a
vuestros mayores y progenitores de la honra que tienen, dejándolos en
tierra de enemigos que los mataron. Además, pondréis en servidumbre
la tierra donde los griegos conquistaron su libertad, dejaréis yermos
los templos de dioses donde vuestros mayores hicieron sus votos y
plegarias, mediante los cuales vencieron a los medos, y quitaréis las
primeras aras y altares de los que los fundaron.

»Será ciertamente, varones lacedemonios, cosa indigna de vuestra
honra y menos aún conveniente a las leyes y buenas costumbres de
Grecia, a la memoria de vuestros progenitores y a nuestros servicios
y merecimientos mandarnos matar sin haberos ofendido solo por el odio
que otros nos tienen, siendo por el contrario más digno y conveniente
perdonaros, quebrantar vuestra saña y dejaros vencer de la clemencia
y misericordia, poniendo delante de vuestros ojos, no solamente los
grandes males que nos haréis, sino también quiénes son aquellos a quien
los hacéis, y que muchas veces tales males ocurren a los que menos los
han merecido.

»Os suplicamos, pues, y pedimos por merced, según la necesidad
presente lo requiere, y para ello invocamos el favor y ayuda de los
dioses a quien sacrificamos en unos mismos altares, y a los de toda
Grecia, accedáis a nuestros ruegos, no olvidándoos de los juramentos
de vuestros padres, por honra de cuyos huesos y sepulcros, os
rogamos, llamándolos en nuestra ayuda, muertos como están, para que
no nos pongáis bajo la sujeción de los tebanos, ni queráis entregar
vuestros grandes amigos en manos de aquellos que son crueles enemigos,
recordándoos que este día en que nos vemos en extremo peligro, es
aquel mismo en que hicimos tantas y tan buenas hazañas con vuestros
antepasados.

»Mas porque a los hombres que se ven puestos en el extremo en que al
presente nosotros estamos, les parece cosa muy dura dar fin a sus
palabras, aunque por necesidad lo han de hacer, porque saben que,
acabando de hablar, se les acerca más el peligro de su vida, dando fin
a nuestras razones, os decimos solamente que no entregamos nuestra
ciudad a los tebanos, pues esto no lo hiciéramos aunque supiéramos
morir de hambre o de otra peor muerte, sino a vosotros, varones
lacedemonios, confiando en vuestra fe. Por esto es justo que, si no
logramos nuestra petición, nos restituyáis al estado que teníamos
antes, con peligro de todo lo que nos pudiere ocurrir, y de nuevo os
amonestamos no permitáis que los de Platea, que siempre fueron muy
aficionados a los griegos, y que confiaron en vuestra fe, pasen de
vuestra mano a la de los tebanos, sus capitales enemigos, sino que
antes seáis autores de nuestra vida y salud, y pues a todos los otros
griegos habéis libertado, no queráis destruir y matar solo a nosotros.»

Con esto acabaron los plateenses su razonamiento; pero los tebanos,
temiendo que los lacedemonios, por su discurso, fuesen movidos a
otorgarles algo de su demanda, salieron en medio pidiendo ser ellos
también oídos, porque a su parecer habían dado muy larga audiencia
a los plateenses para responder a la pregunta, y teniendo licencia
también ellos para hablar, hicieron el razonamiento siguiente:




X.

Discurso de los tebanos contra los de Platea y muerte de estos.


«No os pidiéramos audiencia para hablar, varones lacedemonios, si
estos hubieran respondido buenamente a la pregunta que les fue hecha,
y no dirigieran su discurso contra nosotros, acusándonos sin culpa,
excusándose fuera de propósito de lo que ninguno los acusaba; y
elogiándose con demasía cuando nadie los vituperaba. Nos conviene
contradecirles en parte lo que han dicho, y en parte redargüirles de
falso, a fin de que no les aproveche su malicia ni nos dañe nuestra
paciencia y sufrimiento; y después de oídas ambas partes juzgaréis los
hechos como bien os pareciere.

»Bueno es primero que sepáis la causa de nuestras enemistades, que
consiste en que habiendo nosotros fundado la ciudad de Platea, la
postrera de todas las de Beocia, con algunas otras villas que ganamos
fuera de nuestra tierra, lanzando de ellas los que antes las tenían,
estos solos, desde el principio se desdeñaron de vivir bajo nuestro
mando, no queriendo guardar nuestras leyes y ordenanzas, que todos
los otros beocios tenían y guardaban; y viéndose obligados a ello se
pasaron a los atenienses, con cuya ayuda nos han hecho muchos males,
de que a la verdad ellos han recibido su pago y pena por igual.

»A lo que dicen que cuando los medos entraron en Grecia, ellos solos,
entre todos los beocios, no quisieron seguir su partido, alabándose
por ello en gran manera, y denostándonos, confesamos ser verdad que
no fueron de parte de los medos, porque tampoco los atenienses fueron
de su bando. Mas también decimos, por la misma razón, que cuando los
atenienses vinieron contra los griegos, estos solos entre todos los
griegos fueron de su parcialidad; y por esto debéis considerar lo que
nosotros hicimos entonces, y lo que estos han hecho ahora. Nuestra
ciudad en aquel tiempo no era regida por oligarquía, que es gobierno de
pocos, ni tampoco por democracia, que es el mando de los del pueblo,
sino por otra forma de gobierno que es muy odiosa a todas las ciudades,
y muy cercana a la tiranía: es a saber, por poder absoluto de algunos
grandes y particulares, los cuales, esperando enriquecerse si los
medos hubieran alcanzado la victoria, obligaron por fuerza a los del
pueblo a seguir su partido, y metieron los bárbaros. Aunque a la verdad
esto no lo hicieron todos los de la ciudad, por lo que no deben ser
vituperados, pues, como decimos, no estaban en libertad.

»Recobrada después, y empezando a vivir conforme a nuestras leyes
y costumbres antiguas, cuando salieron los medos y entraron los
atenienses con armas en Grecia, queriendo someter a su señorío nuestra
tierra y ocupando de hecho una parte de ella, a causa de nuestras
sediciones y discordias civiles, nosotros, después de la victoria que
les ganamos junto a Queronea, libertamos a toda Beocia, y ahora estamos
resueltos, juntamente con vosotros, a libertar lo restante de Grecia
de la servidumbre, contribuyendo para ello tanto número de gente de a
pie y de a caballo y aparatos de guerra cuanto otra ninguna ciudad de
los amigos y confederados, y esto baste para purgar el crimen que nos
suponen de haber seguido el partido de los medos.

»Demostraremos ahora que vosotros los plateenses sois los que habéis
ofendido e injuriado a los griegos más que todos los otros, y dignos
por ello de toda pena. Decís que por vengaros de nosotros, os hicisteis
aliados de los atenienses; pues deberíais ayudar a los atenienses
solos, contra nosotros solos, y no contra los otros griegos, que si los
atenienses os quisieran obligar a esto, teníais a los lacedemonios que
os hubieran defendido y amparado por virtud de la misma alianza que
con ellos hicisteis contra los medos, en la cual fundáis toda vuestra
argumentación; cuya alianza también fuera bastante para defenderos de
nosotros si os quisiéramos ofender, y aun para daros toda seguridad.

»Resulta, pues, claro que voluntariamente, y no forzados, tomasteis el
partido de los atenienses. Y en cuanto a lo que decís, que fuera gran
vergüenza desamparar y abandonar a los que os habían hecho bien, mayor
vergüenza y afrenta es desamparar a todos los griegos, con quien os
habéis juramentado y confederado, que no a los atenienses solo, y a
los que libertaban Grecia, que no a los que la ponían en servidumbre;
a los cuales tampoco hicisteis igual servicio, sin afrenta y deshonra
vuestra, porque los atenienses, llamados, vinieron en vuestra ayuda
para defenderos de ser ofendidos, según decís, mas vosotros fuisteis
a ayudarles para ofender a otros, y ciertamente es menor vergüenza no
dar las gracias ni hacer servicios iguales en caso semejante, que donde
se debe por razón y justicia, quererlo pagar con injusticia y maldad:
pues haciendo vosotros lo contrario, está claro y manifiesto que lo que
solos entre todos los beocios hicisteis de no querer seguir el partido
de los medos, no fue por amor a los griegos, sino porque los atenienses
no lo seguían, queriendo siempre vosotros hacer lo que estos hacían,
muy contrario a lo que todos los otros griegos querían.

»Ahora venís sin aprensión alguna a pedir que os hagan bien aquellos
contra quien fuisteis con todas vuestras fuerzas y poder por agradar a
otros; lo cual ni es justo ni razonable, sino que, pues escogisteis
antes a los atenienses que a otros, sean ellos ahora los que os
ayuden si pueden. Ni tampoco os conviene aquí alegar la conjuración
y confederación que se hizo de todos los griegos en tiempo de los
medos para ayudaros y aprovecharla en vuestro favor, pues vosotros los
primeros la rompisteis, dando ayuda y socorro a los eginetas y a otros
de los que no entraron en esta liga. Y esto no lo hicisteis apremiados
a ello, como nosotros para seguir el partido de los medos, sino de
vuestro grado, sin que nadie os forzase estando en vuestra libertad, y
viviendo según vuestras leyes, como habéis vivido hasta hoy.

»Ni tampoco hicisteis caso de la última amonestación antes que os
pusiesen cerco, para que fueseis neutrales, y vivieseis en paz y
sosiego.

»Decidnos, pues, quiénes hay de todos los griegos que con más razón
deban ser aborrecidos y odiados que vosotros, que quisisteis mostrar
vuestro esfuerzo empleándolo en su daño y mengua. Si en algún tiempo
fuisteis buenos, como decís, no era por natural inclinación, porque
la verdadera de los hombres se conoce en que es constante, como ha
sido la vuestra, en tomar este camino inicuo y malo, siguiendo a los
atenienses en una querella tan injusta, y esto baste para mostrar que
nosotros seguimos el partido de los medos contra nuestra voluntad, y
que vosotros seguisteis el de los atenienses de buen grado.

»Respecto a lo que decís que os ofendimos invadiendo vuestra ciudad en
día de fiesta, contra razón y justicia durante la paz y alianza entre
ambas partes, pensamos que vosotros habéis errado y delinquido mucho
más que nosotros, porque si al venir a vuestra ciudad la hubiéramos
asaltado o destruido las posesiones que tenéis en los campos, pudiera
decirse con razón que os habíamos ofendido; pero si algunos de vuestros
conciudadanos, de los más ricos y poderosos de la ciudad, deseando
apartaros de la alianza y amistad de los extraños y uniros a las leyes
y costumbres comunes de los otros beocios, nos vinieron a llamar
de su grado, ¿qué injuria os hicimos en ir? Si hay algún delito en
esto, antes debe ser imputado a los que guían, que a los guiados. A
nuestro parecer, no hay yerro de una parte ni de otra, pues aquellos
que, también eran ciudadanos como vosotros, y tenían más que perder
que vosotros, nos abrieron las puertas y metieron en la ciudad, no
como enemigos, sino como amigos, para imponer orden y que los malos
no se hiciesen peores, y los buenos fuesen premiados según merecían.
Así que más venimos para corregir vuestras costumbres, que para
destruir vuestras personas; reanudando la primera y pasada amistad
y parentesco que teníamos y procurando que no tuvieseis enemistad
alguna, y vivieseis en paz y amor con todos los confederados. Bien lo
demostramos con los hechos, pues entrados en vuestra ciudad no hicimos
acto alguno de enemigos, ni injuriamos a nadie, antes mandamos pregonar
públicamente que todos los que quisiesen vivir en libertad, según las
leyes y costumbres de Beocia, viniesen hacia nosotros; vinisteis de
buena voluntad, y hechos los convenios quedasteis en paz y sosiego; mas
después que visteis que éramos pocos no nos tratasteis de igual modo,
pues aun suponiendo que os ofendimos entrando en vuestra ciudad sin
consentimiento de todos los del pueblo, ni nos amonestasteis primero
con buenas palabras que saliésemos de ella sin ejecutar novedad alguna,
como habíamos hecho primero nosotros, sino que contra el tenor de los
conciertos que acabábamos de ajustar, vinisteis con toda furia a dar
sobre nosotros. Y no sentimos tanto a los que murieron en el combate
a vuestras manos, porque se podría decir que en cierto modo fueron
muertos por derecho de guerra, como a los que humildes, con las manos
tendidas, se os rindieron, los cogisteis vivos, prometiéndoles salvar
sus vidas, y después los mandasteis matar, cometiendo en breve espacio
de tiempo tres grandes injusticias: una, faltar a los convenios hechos:
otra, matar a aquellos con quien los habíais hecho, y la tercera,
prometernos falsamente que no los mataríais si no hacíamos daño en
vuestras tierras; y con todo esto tenéis atrevimiento de decir que os
ofendimos sin razón, y que no merecéis ningún castigo.

»Ciertamente seréis declarados inocentes y absueltos de la pena, si
estos jueces quieren juzgar sin justicia; pero si son buenos y rectos,
debéis ser bien castigados por causa de todos estos delitos.

»Os recordamos estas cosas, varones lacedemonios, así por vuestro
interés, como por el nuestro, para que, por lo que toca a vosotros,
sepáis que habréis hecho justicia condenando a estos de Platea, y por
lo que a nosotros atañe, se conozca que al pedir el castigo de estos lo
demandamos santa y justamente. Ni tampoco os deben mover a compasión
las virtudes y glorias que les oís contar de sus antepasados, si
algunas hay, pues estas deberían favorecer a los que son ofendidos;
pero a los que hacen alguna mala acción, antes les deben doblar la
pena, porque fueron delincuentes sin causa para ello. Ni menos les
deben aprovechar sus llantos y lamentaciones miserables para que les
tenga compasión, por más que imploren nuestros parientes ya difuntos y
giman su soledad y desconsuelo, pues acordaos de nuestros compañeros
muertos por ellos cruelmente, cuyos padres, o de muchos de ellos,
murieron en la batalla de Queronea cuando os llevaban el socorro de
Beocia, y los otros quedan ya viejos y desconsolados en sus casas,
demandando la venganza con más justa razón que estos os piden el
perdón, pues son dignos de misericordia los que contra justicia y razón
sufren injurias, mal o daño; pero los que por su culpa los padecen,
merecedores son de que los otros se alegren de su mal cuando los vean
en miserias y desventuras, como ahora están estos plateenses, solos y
desamparados por su culpa, pues por su voluntad desecharon sus amigos y
aliados, los mejores que tenían, y se apartaron de ellos, ofendiéndoles
antes por odio y mal querencia que por razón, sin que les injuriásemos
en cosa alguna, de modo que el mayor castigo será inferior al que
merecen.

»Y tampoco dicen verdad al suponer que se rindieron voluntariamente,
viniendo con las manos alzadas en la batalla, sino que por pacto
expreso se sometieron a vuestro juicio. Por tanto, siendo esto así,
rogamos y requerimos a vosotros, varones lacedemonios, que cumpláis las
leyes de Grecia que estos malamente han quebrantado, dando a nosotros,
sin razón ofendidos, la justa paga y galardón merecido a los servicios
que hemos hecho, sin que por las razones de estos nos sea denegado. Y
dad también ejemplo a todos los griegos, de que no paráis mientes tanto
en las palabras como en los hechos, porque cuando las obras son buenas
no requieren muchas palabras para alabarlas; mas para paliar y dorar un
mal hecho, son menester discursos artificiosos.

»Si los que tienen la autoridad de juzgar y sentenciar, como vosotros
la tenéis al presente, después de recopiladas todas las dudas,
conociesen sumariamente y de plano de la causa, sin más largas y
dilaciones, ninguno procuraría forjar lindas frases para excusar los
hechos torpes y feos.»

De esta manera hablaron los tebanos.

Cuando los jueces lacedemonios hubieron oído ambas partes, determinaron
perseverar en la pregunta que habían hecho al principio a los de
Platea, es a saber: si durante la guerra prestaron algún beneficio a
los lacedemonios, porque les parecía que todo el tiempo anterior no se
habían movido a hacer mal ninguno, según las leyes y convenciones que
Pausanias hiciera con ellos después de la guerra de los medos, hasta
tanto que recusaron las condiciones para ser neutrales antes que se
les pusiese el cerco, y porque después que los de Platea rechazaron
aquellas condiciones, los lacedemonios no quedaban ya obligados por
el convenio de Pausanias. Por esta razón los de Platea merecían
todo el mal que les viniese de su parte. Les llamaron ante sí, uno
en pos de otro, y les preguntaron si habían hecho algún beneficio a
los lacedemonios o a sus aliados en aquella guerra, y viendo que no
respondían nada a esta pregunta, les mandaron salir del Senado y
llevarles a otro lugar, donde todos fueron muertos, siendo de los de
Platea más de doscientos, y de los atenienses, que habían venido en su
ayuda, más de veinticinco; sus mujeres las llevaron cautivas. La ciudad
la entregaron a los megarenses, que habían sido lanzados de ella por
las discordias y parcialidades que tenían, y a los otros plateenses,
que habían estado de parte de los lacedemonios, para que la habitasen
todos juntos. Mas pasado el año la destruyeron y asolaron hasta los
cimientos, y la reedificaron junto al templo de Juno, donde hicieron
un albergue de doscientos pies de largo por todas partes, con todos
sus aposentos arriba y abajo, y le adornaron con la clavazón, vigas,
puertas y maderas de las casas que habían derribado, poniendo en él sus
lechos y dormitorios, y dedicándole a la diosa Juno. Además le hicieron
otro templo nuevo de piedra labrada, que tenía cien pies de largo.
Todas las tierras del término de la ciudad de Platea las arrendaron
por diez años para que las labrasen y cultivasen, parte de ellas a
los tebanos, y la mayor parte a los lacedemonios, los cuales las
tomaron por agradar a los tebanos, pues, a causa de ellos, habían sido
contrarios de los plateenses, y también porque pensaban que los mismos
tebanos les podían aprovechar mucho en la guerra contra los atenienses.

Este fin tuvo la empresa y cerco de Platea, noventa y tres años después
que los plateenses hicieron confederación y alianza con los atenienses.




XI.

Victoria naval que los peloponesios alcanzan contra los atenienses y
corcirenses por las discordias que los últimos tenían entre sí.


Entretanto las cuarenta naves que los peloponesios habían enviado en
socorro a los de la isla de Lesbos, al saber que la armada de los
atenienses venía contra ellos, quisieron retirarse a toda prisa, y los
vientos les llevaron a la isla de Creta. No pudiendo seguir su rumbo,
fueron a dar a la costa del Peloponeso, donde se encontraron con trece
barcos de los leucadios y de los ambraciotes junto al puerto de Cilene,
de los que era capitán Brásidas, hijo de Télide, y por consejero tenía
a Álcidas, el cual a la sazón llegó allí porque los lacedemonios,
viendo que habían errado el tiro en la empresa de Lesbos, determinaron
reparar y rehacer su armada y enviarla a Corcira.

Sabiendo que había divisiones en la ciudad y que los atenienses solo
tenían doce naves en aquella parte surtas en el puerto de Naupacto,
mandaron a Brásidas y Álcidas que se apoderasen de Corcira antes que
pudiese ser socorrida por los atenienses, y esperaban buen éxito por la
discordia que había entre los corcirenses.

Causa de estas disensiones fue que los corcirenses, cogidos por los
corintios en la batalla naval que se dio junto a Epidamno, fueron
puestos en libertad y enviados a sus casas so color de ir a traer su
rescate, por el cual habían respondido sus amigos en Corinto, y que
montaban a más de ochenta talentos. Mas a la verdad, era para que
influyeran con los otros corcirenses, atrayéndolos a la obediencia de
los corintios y apartándolos de la alianza con los atenienses. Sucedió
que en este mismo tiempo aportaron dos navíos a Corcira, uno de los
corintios y otro de los atenienses, y ambos conducían embajadores para
tratar con los corcirenses, los cuales dieron audiencia a unos y otros,
y al fin respondieron que querían quedar por amigos y confederados de
los atenienses, según los pactos y convenios que tenían con ellos, y
que también deseaban ser amigos de los lacedemonios, como lo habían
sido antes. Esta respuesta fue acordada por consejo de Pitias, varón
de grande autoridad y mando en la ciudad, y que pocos días antes se
había hecho ciudadano de Atenas. Los ciudadanos que procuraban lo
contrario, le llevaron a juicio acusándole de que quería poner la
ciudad en dependencia de los atenienses, pero al fin fue absuelto de
esta demanda, y después él acusó a cinco de sus adversarios, los más
ricos de todos, de que habían cortado y arrancado los maderos del
cerco de los templos de Júpiter y de Alcínoo, por lo que incurrían en
pena de una fiatera[73] por cada palo, que era una multa considerable.
Siendo condenados, se acogieron a sagrado hasta que les fuese perdonada
o rebajada la pena, aunque Pitias se oponía con todas sus fuerzas y
aconsejaba a los ciudadanos la aplicasen con todo rigor. Viéndose
tan perseguidos por quien tenía tan gran poder y autoridad en el
Senado, y sabiendo que, mientras viviese, todos seguirían el partido
de los atenienses, se juntaron con otros muchos y entraron en el
Senado con sus dagas debajo de las ropas, y allí mataron a Pitias
y a otros senadores y particulares, hasta sesenta, salvándose los
demás partidarios de Pitias, que fueron muy pocos, en el barco de los
atenienses que aún estaba en el puerto. Después de hacer los conjurados
esta mala hazaña, reunieron al pueblo y le dijeron que lo hecho había
sido por el bien de la ciudad para que no cayese en servidumbre de los
atenienses, y que en lo demás les parecía que debían ser neutrales y
responder a ambas partes que no entrasen en su puerto sino en son de
paz y como amigos, y solo con un navío, pues los que entraran con más
número, serían reputados por enemigos. Leído y publicado este decreto,
el pueblo le aprobó y confirmó, y enviaron sus mensajeros a los
atenienses para darles a entender que les había sido necesario obrar
así. También lo hicieron para amonestar a los corcirenses que se habían
acogido a ellos, que no procurasen nuevas tramas en daño de la ciudad.
Pero al llegar a Atenas estos mensajeros, fueron presos como hombres
sediciosos que procuraban novedades, y juntamente con ellos los otros
que habían persuadido y sobornado para que fuesen de su bando, y a
todos los llevaron a Egina y metieron en prisión.

Entretanto, los grandes y los principales de Corcira que seguían el
partido de los corintios, al llegar el barco de estos y en él sus
embajadores, juntamente con ellos acometieron a sus conciudadanos
y aunque estos se defendieron durante algunas horas, al fin fueron
vencidos y obligados a retirarse durante la noche a la fortaleza y más
altos y fuertes lugares de la ciudad donde se parapetaron, y después se
apoderaron del puerto de Hilaico. Los victoriosos ganaron la plaza del
mercado de la ciudad, en torno de la cual los más de ellos tenían sus
casas, y también tomaron el puerto que cae a la parte de tierra, a la
bajada del mercado. Al día siguiente tuvieron una escaramuza a tiros
de dardos y pedradas. Ambas partes enviaron a buscar en los campos a
los siervos y esclavos para que viniesen a socorrerles, prometiéndoles
la libertad, y ellos escogieron ayudar al pueblo contra los grandes;
pero en favor de estos llegaron ochocientos infantes por la parte de
tierra firme, y con ellos volvieron a la batalla por tercera vez, en
la cual los de la comunidad vencieron a los grandes por estar en lugar
más ventajoso, porque eran muchos más en número y porque las mujeres,
que estaban de su parte, les dieron grande ayuda, sosteniendo el furor
e ímpetu de los contrarios con mayor esfuerzo y osadía que requería su
condición natural, y tirándoles tejas y piedras desde las casas.

Al acercarse la noche, los grandes, que iban de vencida, temiendo que
el pueblo, con ímpetu y grita, fuese a ganar el puerto y las naves
que tenían en él, y tras esto los matasen a todos, pusieron fuego
a las casas que estaban en el mercado y alrededor de él, así a las
que eran suyas como de los otros, para estorbar que pudiesen pasar
de allí, ocasionando que se quemasen muchos bienes y mercaderías muy
ricas y de gran precio. De venir el viento de parte de la ciudad se
hubiese quemado toda. Con este fuego cesó el combate aquella noche
y estuvieron todos en armas cada cual en guarda de su estancia. Mas
la nave de los corintios, sabiendo que el pueblo había alcanzado la
victoria, desplegó velas y se fue secretamente, y lo mismo hicieron
muchos de los que habían acudido de tierra firme en favor de los
grandes, volviéndose a sus casas.

Al día siguiente Nicóstrato, hijo de Diítrefes, capitán de los
atenienses, arribó al puerto de Corcira con doce barcos y quinientos
hombres mesenios que venían de Naupacto en socorro de los del pueblo;
y para restablecer la paz y concordia les indujo a que fuesen amigos,
y que tan solo castigaran a diez de los que habían sido la causa de la
sedición y alboroto, aunque estos no esperaron la ejecución del juicio,
sino que huyeron y se escaparon. En lo demás procuró que todos quedasen
en la ciudad como antes, y que de común acuerdo aprobasen la alianza
que tenían con los atenienses, es decir, que fuesen amigos de sus
amigos, y enemigos de sus enemigos.

Ajustado este convenio, los gobernadores de la ciudad trataron con
Nicóstrato, que les dejase allí cinco de sus barcos de guerra para
impedir que los del bando contrario se rebelasen, y que en las otras
naves embarcase todos los que ellos le señalasen de los contrarios, y
los llevase consigo a fin de que no pudiesen organizar algún motín.
Accedió Nicóstrato; mas al hacer la lista de los que habían de ser
embarcados, temiendo estos ser llevados presos a Atenas, se acogieron
al templo de Cástor y Pólux; y por más que Nicóstrato les amonestaba
que viniesen con él sin miedo, no les pudo persuadir. Los del pueblo
fueron a sus casas, y les tomaron las armas que tenían, y aun hubieran
muerto algunos de ellos que encontraban en las calles, si Nicóstrato no
se lo impidiera. Viendo esto los otros del mismo bando, se retiraron
al templo de Juno, y serían hasta cuatrocientos, por lo que los
del pueblo, sospechando que hiciesen alguna novedad, los aplacaron
consiguiendo contentarlos con ir desterrados a una pequeña isla, que
estaba frente al templo, donde les proveían de víveres y demás cosas
necesarias para vivir.

Cuatro o cinco días después que aquellos ciudadanos fueron llevados a
la citada isla, los navíos de los peloponesios, que se habían quedando
en Cilene, a la vuelta de Jonia, cuyo capitán era Álcidas, y Brásidas
su compañero, que serían en número de cincuenta y tres, arribaron al
puerto de Síbota, ciudad en la tierra firme, y al amanecer dirigieron
el rumbo hacia Corcira. Sabido esto por los de Corcira se alarmaron,
así por causa de sus discordias civiles como por la venida de los
enemigos a tal tiempo. Por tanto, armaron setenta barcos, y unos tras
otros los enviaron al encuentro cargados como estaban con su gente de
guerra, aunque los atenienses les rogaron que los dejasen ir delante
y que tras ellos viniesen todos juntos. Navegando los corcirenses
sin orden ni concierto alguno, cuando comenzaron a acercarse a los
peloponesios, dos de sus barcos se vinieron a ellos, y los que
estaban en los otros combatían entre sí muy desordenados. Viendo esto
los peloponesios, enviaron de pronto veinte barcos contra ellos, y
todos los otros fueron a embestir contra los doce de los atenienses,
entre los cuales estaban los llamados _Páralos_ y _Salaminia_. Las
naves corcirenses, por el mal orden en que iban, tropezaban unas
con otras repartidas en muchas bandas, de manera que ellas mismas
se dispersaron. Pero los atenienses, temiendo ser cercados por la
multitud de barcos de los enemigos, no quisieron atacar el mayor
escuadrón de los contrarios, sino que embistieron contra algunas naves
y echaron una a fondo. Después se pusieron en caracol, cercando a los
enemigos y procurando desconcertarlos y hacerles perder el orden.
Viendo esto los veinte navíos de los peloponesios, que habían salido
contra los corcirenses, y temiendo que les ocurriese lo que les había
sucedido en la pasada batalla de Naupacto, acudieron en socorro de sus
compañeros, y todos juntos fueron a dar contra los atenienses, que se
retiraron poco a poco. Los corcirenses, por su parte, viendo que los
peloponesios apretaban tanto a sus compañeros, no osaron esperar y se
pusieron en huida. Después del combate quedaron allí hasta la noche
los peloponesios victoriosos. Entonces los corcirenses, temiendo que
los enemigos, siendo vencedores, les acometiesen en la ciudad, o que
se pasasen a ellos los ciudadanos que habían desterrado en la isleta,
o hiciesen alguna otra hazaña en perjuicio suyo, embarcaron aquellos
ciudadanos llevándolos de nuevo a Corcira, y los metieron dentro del
templo de Juno, poniendo en seguida guardas en la ciudad. Pero los
peloponesios, aunque vencedores, no osaron ir contra la ciudad, y con
trescientos prisioneros que cogieron a los corcirenses, se retiraron al
puerto de donde habían partido. Tampoco al día siguiente se atrevieron
a moverse, aunque la ciudad estaba muy temerosa y perturbada: y
Brásidas, su capitán, era de opinión que fuesen a acometerla; empero,
Álcidas que tenía el mando, fue de contrario parecer, y por ello
desembarcaron en el cabo de Leucimna, desde donde hicieron mucho daño
en los términos de Corcira. Por entonces los corcirenses, sospechando
la llegada de los enemigos, parlamentaron con los que se habían
retirado a los templos, y con los otros ciudadanos para convenir la
manera de guardar la ciudad, y a algunos les persuadieron para que
entrasen en las naves, que tenían en número de treinta, las mejores que
pudieron reunir para resistir a los enemigos si llegaban.

Los peloponesios, después de robar y arrasar la tierra hasta la hora
de mediodía, se reembarcaron y fueron a Leucimna. A la noche siguiente
les fue hecha señal con luces de que habían partido sesenta navíos de
los atenienses del puerto de Léucade en busca de ellos[74], como era
verdad, porque al saber los atenienses las revueltas que había en
Corcira y la llegada de la escuadra de Álcidas, enviaron a Eurimedonte,
hijo de Tucles, con sesenta navíos, hacia aquellas partes.

Álcidas y los peloponesios se fueron costeando a su tierra con la mayor
diligencia que podían, y para no ser sentidos si se engolfaban en alta
mar, atravesaron por el estrecho de Léucade derechamente hacia la otra
costa.

Los corcirenses, al saber de cierto la partida de los peloponesios y
la llegada de los atenienses, volvieron a meter en su ciudad a los
que habían lanzado fuera, y mandaron partir las naves donde habían
embarcado su gente de guerra hacia el puerto de Hilaico; y navegando a
lo largo de la costa, todos cuantos enemigos encontraron en su viaje
los mataron. Después hicieron salir de los barcos a los ciudadanos que
habían persuadido para que se embarcasen, y de allí se fueron al templo
de Juno, persuadiendo a los que se habían acogido a él, que serían
hasta cincuenta, a que vinieran a defender su causa ante la justicia:
hiciéronlo así, y todos fueron condenados a muerte. Sabido esto por los
que no pudieron ser persuadidos de acudir al juicio y se habían quedado
en el templo, se suicidaron unos ahorcándose de los árboles, otros se
mataron entre sí, y otros por modos extraños de darse muerte; de manera
que no escapó uno solo.

Además, por espacio de siete días, que Eurimedonte estuvo allí con sus
sesenta barcos, los corcirenses mandaron matar a todos los de la ciudad
que tenían por enemigos, so color de que habían querido destruir el
pueblo. Algunos fueron muertos por causa de enemistades particulares;
y otros, por el dinero que les debían, fueron muertos a manos de sus
mismos deudores, realizándose en aquella ciudad todas las crueldades e
inhumanidades que se acostumbran en semejantes casos, y mucho peores,
como matar el padre al hijo; sacar los hombres de los templos para
matarlos, y aun asesinarlos dentro de los mismos templos. Algunos
murieron tapiados en el templo de Baco. Tan cruel fue aquella sedición.




XII.

Parcialidades y bandos que aparecen en Corcira y en las demás ciudades
griegas por causa de la guerra y de los daños que ocasionaba.


Esta sedición y guerra civil pasó tan adelante como arriba hemos
contado. Y por haber sido la primera en aquellas partes, parecía
mayor y más cruel, aunque después reinó casi en todas las ciudades
de Grecia, porque la mayor parte de los del pueblo eran del partido
de los atenienses, y los grandes y principales seguían el de los
lacedemonios. Tales parcialidades y sediciones no las hubo antes de
la guerra; mas después de comenzada, no cesaban de llamar en su ayuda
los contendientes a los de su bando para hacer mal a los otros, porque
los que buscaban novedades, tomaban de ello pretexto y ocasión paro
hacerlo. Esto produjo muy grandes males en las ciudades, y ocurrirán
siempre mientras hubiere hombres inclinados a ello, mayores, menores,
de varia manera, según que fueren los casos y mudanzas de las cosas; lo
cual no sucede en tiempo de paz, porque entonces los hombres atienden
más al bien de la república que al suyo particular, y nadie les obliga
a estas enemistades. Mas la guerra, porque acarrea consigo la falta
y necesidad de las provisiones y vituallas, y quita la abundancia de
todas las cosas necesarias para la vida y mantenimiento cotidiano,
haciéndose señora de todo por fuerza, fácilmente atrae la mala voluntad
de muchos, a que sigan el estado y condición del tiempo de presente.

Por estas causas fueron en aquel tiempo turbados los estados y
gobiernos de las ciudades de Grecia con sediciones y discordias
civiles, pues sabido que en un lugar se había hecho alguna demasía o
insolencia por unos, otros se disponían a otra mucho peor, o por hacer
alguna cosa de nuevo, o por mostrarse más diligentes e ingeniosos que
los primeros, o más osados y atrevidos para vengarse, y todos estos
males se excusaban nombrándolos con nuevos e impropios nombres, porque
a la temeridad y osadía llamaban magnanimidad y esfuerzo, de manera que
los temerarios y atrevidos eran tenidos por amigos y por defensores
de los amigos; a la tardanza y madurez llamaban temor honesto, y a
la templanza y modestia cobardía y pusilanimidad encubierta; la ira
e indignación arrebatada, nombrábanla osadía varonil; la consulta,
prudencia y consejo, pereza y flojedad. El que se mostraba más furioso
y arrebatado para emprender la cosa, era tenido por más fiel amigo, y
el que la contradecía, por sospechoso. El que llevaba a ejecución sus
tramas y asechanzas, era reputado por sabio y astuto, y mucho más aquel
que prevenía las de su enemigo, o conseguía que ninguno se apartase
de su bando, ni tuviese temor a los contrarios. Finalmente, el más
dispuesto para hacer daño a otro, era muy elogiado, y mucho más el que
para hacerlo inducía a otro que no pensaba en tal cosa.

Esta formación de bandos era mayor entre extraños que entre parientes
y deudos, porque aquellos estaban más dispuestos a cualquier empresa
sin excusa alguna, y porque estas juntas y consejos no se hacían por
la autoridad de las leyes ni por el bien de la república, sino por
codicia y contra todo derecho y razón. La fe y lealtad que se guardaba
entre ellos no era por ley divina y religión que tuviesen, sino por
mantener este crimen en la república y tener compañeros de sus delitos.
Si alguno del bando contrario decía una razón buena, no la querían
aceptar como tal, ni como de ánimo noble y generoso, si no les parecía
que redundaba en su provecho. Más querían vengarse que dejar de ser
ultrajados. Si hacían algún concierto con juramento solemne, duraba
hasta tanto que una de las partes fuese más poderosa que la otra;
pero la primera ocasión la aprovechaba por serle más segura y porque
le parecía gran prudencia vencer al otro por astucia y malicia, y
también porque es cosa cierta que antes los malos (cuyo número es
infinito) son llamados industriosos que los inocentes y sencillos
buenos, y comúnmente los hombres se afrentan de ser tenidos por simples
e inocentes, y se glorifican de que les llamen malos y atrevidos.

Todo esto nace de la codicia de honras, que enciende el fuego de las
parcialidades, porque los que eran cabeza de bandos en las ciudades
daban color honesto a su partido: los que favorecían al común, que
llaman democracia, defendían que todos fuesen iguales en la república,
y los del partido de los grandes, que llaman aristocracia, decían que
era justo que los más buenos y principales rigiesen y fuesen preferidos
a los menores. Cada cual, pues, contendía por favorecer a la república
de palabra, mas en la obra todo el fin de su debate y contienda era
inventar unos males contra otros, por fuerza o por manera de venganza
y castigo, no mirando al bien común ni a la justicia, sino al deleite
y placer de ver los unos el mal de los otros, ora fuesen injustamente
condenados, ora violentamente oprimidos.

Siempre estaban dispuestos a ejecutar en el acto su mala voluntad sin
respeto a la religión y acatamiento a los dioses en cosa que hiciesen
o contratasen, el que con palabras dulces y fraudulentas podía engañar
a otro, era más temido y estimado. Si alguno había que quería ser
neutral, lo mataban, o porque no querían ser de su bando, o por envidia
de verle en reposo y exento de los males que los otros tenían. De
manera que por estas sediciones y bandos toda Grecia sufrió males
innumerables, y los buenos y virtuosos, que por la mayor parte suelen
ser generosos de ánimo, eran perseguidos, burlados y escarnecidos.

Tenían por cosa excelente prevenir los consejos y empresas de otros
con traición y perfidia, y si alguna vez se reconciliaban, ni había
seguridad en palabra que daban, ni temor al juramento que hacían, antes
por la desconfianza que tenían unos de otros, más miraban por sí para
no sufrir mal, que daban fe a las palabras de su contrario. El consejo
de los ruines valía más que el de los buenos y cuerdos, por ser más
temerario e insensato y decidía para acometer cualquier empresa. Los
prudentes y discretos, por la poca cuenta que hacían de los otros,
confiando en que por su ingenio y destreza mejor proveerían las cosas
de lejos que aquellos, queriéndolas ejecutar antes por consejo y arte
que por fuerza, muchas veces sufrían atropello de los más bajos y viles.

Ejemplos tales de osadía y temeridad se vieron en Corcira, porque
los vencedores ejecutaban las cosas más por fuerza e ingenio que
por derecho y razón, tomando venganza de los castigos injustos que
habían impuesto los grandes a ellos y a sus amigos. Eso mismo hacían
los pobres que querían enriquecerse y los que codiciaban los bienes
ajenos, pensando alcanzarlos por vías ilícitas, una de las principales
causas de estos males. Los que no se movían por avaricia, sino por
ignorancia, mostraban más ira, pensando que les era lícito todo lo que
hacían furiosos y sin freno, porque esta manera de vivir turbulenta
y desordenada vencía todas las leyes y fueros, y la naturaleza del
hombre, que antes estaba acostumbrada a obedecerlas, daba a entender
que las quería violar voluntariamente, pues mostrándose más débil que
la ira del vulgo, y más poderosa que las leyes, era enemiga de los que
tenían bienes y hacienda, prefiriendo la venganza a la justicia y el
robo a la inocencia; y por envidia a los poderosos y deseo de venganza,
violaba las leyes, en las cuales todos deben esperar su salvación, sin
reservarse otro medio para ayudarse en los peligros.

Todos estos males ocurrieron en Corcira antes que en las otras ciudades
de Grecia, cuando Eurimedonte estaba allí con su armada. Al ausentarse
esta, los que habían huido de la ciudad, que serían unos quinientos,
tomaron los fuertes que estaban en tierra firme, recobraron todas
sus tierras e hicieron muchas entradas en la isla, robando y talando
la tierra y causando muchos daños, por los que la ciudad sufrió gran
falta de víveres. Después enviaron sus embajadores a los lacedemonios
y a los corintios, pidiéndoles ayuda para tomar la ciudad; mas viendo
que no se la daban, reunieron algunos barcos y soldados extranjeros,
hasta seiscientos, con los cuales pasaron a la isla. Al saltar en
tierra quemaron todos sus navíos, para no tener esperanza de volver, y
ocuparon la montaña de Istone, donde se hicieron fuertes, dominando en
la tierra y haciendo mucho daño a los que estaban en la ciudad.




XIII.

Los atenienses envían su armada a Sicilia. -- Sucesos que les
ocurrieron al fin de aquel verano, en el invierno y al empezar el
verano siguiente en Sicilia y Grecia. -- Fundan los lacedemonios la
ciudad de Heraclea.


Al fin de aquel verano[75] los atenienses enviaron veinte barcos a
Sicilia, al mando de Laques, hijo de Menalopo, y de Caréades, hijo de
Eufileto, porque los siracusanos tenían guerra contra los leontinos y
estaban confederados en Grecia con todas las ciudades dorias, excepto
Camarina, y los dorios tenían alianza con los lacedemonios antes que
comenzasen la guerra, aunque no fueron en su compañía. También los
locros tenían amistad en Italia, y los leontinos por amigos a los
calcídeos y camarinos.

En Italia, los de Regio, que eran de su nación y deudos, como aliados
de los leontinos, pidieron a los atenienses, así por la antigua
amistad, como porque eran jonios de nación, que les enviasen de socorro
algunas naves para su defensa contra los siracusanos, sus comarcanos,
que les querían impedir el comercio por mar y tierra. Los atenienses
otorgaron su demanda y enviaron sus barcos so color de la amistad
que tenían con ellos, aunque a la verdad, más era para estorbar que
viniesen víveres de Sicilia al Peloponeso, y por si podían conquistar
Sicilia.

Al llegar la armada de los atenienses a Regio, comenzó la guerra contra
los sicilianos en compañía de los de Regio, pero sobrevino el invierno
que la interrumpió.

Al principio del invierno[76] se recrudeció en Atenas la peste, que
nunca había cesado del todo sino por intervalos de tiempo: esta vez
duró un año, y antes había durado dos sin interrupción, que fue la cosa
que más debilitó y quebrantó las fuerzas y poder de los atenienses. En
esta postrer epidemia murieron más de cuatro mil y trescientos hombres
de armas, y trescientos de a caballo, sin lo restante del pueblo, que
fue gente innumerable.

También hubo grandes y repetidos terremotos, así en Atenas como en
Eubea y en toda Beocia, pero mucho más en Orcómeno.

En este invierno los atenienses que quedaron en Sicilia con los de
Regio, con treinta barcos, atacaron las islas de Eolo, en Sicilia,
haciéndolo en invierno porque en verano no hay agua fresca en ellas.

Estas islas las habitan los liparenses, que traen su origen de los
cnidios griegos, y principalmente moran en una de ellas, llamada
Lipara, que no es muy grande, y desde la cual pasan a las otras, que
son Dídima, Estróngile y Hiera, para cultivarlas. En Hiera creen los
moradores que el dios Vulcano tiene sus herrerías, porque de noche ven
salir gran fuego y de día gran humo. Todas estas islas están situadas
en la parte de Sicilia y tierra de Mesena y entonces seguían el
partido de los siracusanos, por lo que los atenienses y los de Regio,
de consuno, les atacaron; y viendo que no se rendían, arrasaron las
tierras y se volvieron a Regio. Este fin tuvo el quinto año de la
guerra, que escribió Tucídides.

Al principio del verano[77] siguiente los peloponesios y sus aliados
se reunieron otra vez para entrar en Ática, y llegaron hasta el istmo
del Peloponeso, al mando de Agis, hijo de Arquidamo, rey de los
lacedemonios. Mas al sentir los terremotos diarios se retiraron sin
entrar en la tierra. Estos terremotos fueron tan grandes, que en Eubea
el mar creció hasta anegar la mayor parte de la ciudad de Orobias,
y aunque bajaron las aguas, siempre quedó sumergida parte de ella,
ahogándose o peligrando los habitantes que no tuvieron tiempo para
subir a lo más alto. Igual inundación hubo en la isla de Atalanta,
junto a tierra de los locros, en la cual se anegó y cayó una parte del
castillo que los atenienses tenían, y de dos barcos que había en el
puerto uno dio en tierra de manera que fue destrozado. También la hubo
en la ciudad de Peparetos, pero no se anegó nada, sino que el terremoto
derrocó una parte de la muralla con el palacio y otras muchas casas.

Las causas de estas inundaciones fueron a mi parecer los temblores de
tierra, porque de la parte que tembló más reciamente sacudió y lanzó
la mar, la cual, a su retorno, con gran fuerza e ímpetu causaba tales
avenidas.

En este mismo verano[78] ocurrieron algunos hechos de guerra en
Sicilia, así por parte de los extraños como por los mismos de la
tierra, y principalmente por los atenienses y sus aliados. Los más
memorables de que tengo noticia fueron estos: Siendo Caréades capitán
de los atenienses, muerto en batalla por los siracusanos, Laques,
que quedaba por capitán de la armada, fue con su gente de guerra
derechamente contra la ciudad de Milas en tierra de Mesena, donde
había dos capitanías de los mesenios. Estos hicieron una emboscada y
salieron contra los atenienses y sus aliados, quienes los dispersaron,
pusieron en huida y mataron a muchos. De este hecho quedaron tan
amedrantados los de la ciudad, que viendo venir a los atenienses y sus
aliados hacia ella, se rindieron con ciertas condiciones y les dieron
rehenes y toda clase de seguridades.

También este verano los atenienses enviaron treinta barcos a la costa
del Peloponeso a las órdenes de Demóstenes, hijo de Alcístenes, y de
Procles, hijo de Teodoro, y otros sesenta contra la isla de Melos, con
dos mil combatientes, mandados por Nicias, hijo de Nicérato, porque los
melios negaban obediencia a los atenienses, y no querían contribuir
para las guerras. Mas después que les talaron las tierras, los hicieron
venir por la fuerza a partido, y desde allí pasaron a Oropo, que está
frente a esta isla en tierra firme. Llegados a este puerto, casi de
noche, salieron todos armados de sus naves y fueron directamente a la
ciudad de Tanagra, que está en Beocia. Por tierra llegó también gran
hueste de los atenienses al mando de Hipónico, hijo de Calias, y de
Eurimedonte, hijo de Tucles, los cuales, al juntarse con sus compañeros
de mar, plantaron su campo delante de la ciudad, donde estuvieron
todo aquel día haciendo muchos males en la tierra. Al día siguiente
salieron contra ellos los de la ciudad con algún socorro que les había
llegado de Teme, mas los atenienses les hicieron retroceder mal de su
agrado; mataron muchos y los vencieron, y de las armas y despojos que
les tomaron, levantaron trofeo en señal de la victoria delante de la
ciudad. Después volvieron al punto de salida, los unos a las naves y
los otros a la ciudad, y los que iban con Nicias, después de robar la
tierra, se embarcaron, regresando a sus tierras.

En este mismo tiempo los lacedemonios fundaron la ciudad de Heraclea,
en tierra de Traquinia, y la poblaron con gente de su nación, por lo
cual los melieos están divididos en tres pueblos: los paralios, los
irieos y los traquinios. Estos traquinios, molestados con guerras
por sus vecinos los eteos, fueron de parecer al principio de llamar a
los atenienses en su ayuda; pero no fiándose de ellos completamente,
enviaron también a Tisámeno como embajador a los lacedemonios, que
igualmente fue en representación de la Dóride, región metropolitana
de aquellos, y acometida por los mismos eteos. Los lacedemonios, oída
su embajada, determinaron enviar gente de su nación a que poblasen
una ciudad, así para defensa de los traquinios y dorios, como porque
les pareció que les vendría muy a propósito para la guerra con los
atenienses, a causa de que desde la ciudad de Heraclea hasta Eubea
había poco trecho de mar de pasar, y por tanto, podrían sin peligro
organizar allí su armada contra los de Eubea, teniendo además muy
buena guarida para cuando quisiesen ir a Tracia. Por estas razones
procuraron fundar allí aquella ciudad, y primeramente lo consultaron
con el oráculo de Apolo, cuyo templo está en Delfos, el cual les otorgó
su demanda. Enviaron sus pobladores, así de sus tierras como de las de
sus vecinos y comarcanos, mandando pregonar públicamente que darían
licencia a todos los que quisiesen ir a morar en ella, excepto a los
jonios y a los aqueos.

Para fundar y poblar esta ciudad dieron el encargo a tres de sus
ciudadanos, León, Álcidas y Damagón, quienes, hecho el repartimiento de
la tierra entre los que fueron a poblar, cercaron la ciudad de muralla
y ahora se llama Heraclea, que dista de los montes de Termópilas
cuarenta estadios, y de la mar medio estadio. Allí comenzaron a
construir atarazanas para tener sus naves junto a Termópilas y su
estrecho y estar más seguros.

Fundada esta ciudad, los atenienses al principio tuvieron algún temor,
viendo que estaba cerca la isla de Eubea, y que desde allí había muy
poco mar que atravesar hasta la ciudad de Ceneo, situada en Eubea; pero
ningún daño les sobrevino, a causa de que los tesalios, que dominaban
la tierra, en cuyos términos se había fundado la ciudad, sospechando
ser vecinos que podían llegar a ser más poderosos que ellos, comenzaron
a molestar a los nuevos pobladores con guerras, obligando al mayor
número a abandonar la ciudad que al principio había sido muy poblada
por multitud de gentes de todas partes, esperando que sería lugar
seguro y firme por fundarla los lacedemonios, y al poco tiempo quedó
con escasos moradores. Culpa de esto tuvieron también los caudillos que
los lacedemonios enviaron con los nuevos pobladores, por tratarles mal
y desalentarlos en lugar de animarlos contra sus enemigos, quienes, con
esto, les vencieron más pronto y fácilmente.




XIV.

Demóstenes, capitán de los atenienses, parte de Léucade con su armada
para combatir a los etolios y es vencido. -- Varios hechos de guerra de
los atenienses en Sicilia.


En este mismo verano, al tiempo que los atenienses estaban en Melos,
treinta de sus naves que recorrían la costa del Peloponeso arribaron
junto a Eiómeno, en la región de Léucade, y allí en una emboscada
mataron y prendieron algunos de los hombres de guerra que estaban de
guarnición. Después con toda la armada fueron sobre Léucade, llevando
en su compañía a todos los acarnanios, excepto los eníadas, y a los
zacintos y cefalenios. Con su armada iban también quince naves de
los corcirenses, y con tan gran poder, robaban y talaban todas las
tierras de Léucade, así las que están dentro del estrecho como fuera,
y hasta el templo de Apolo, que estaba junto a la ciudad. Mas los
ciudadanos de Léucade, a pesar de los daños que sufría su tierra, no
osaron salir fuera de su ciudad. Viendo esto los acarnanios pidieron
con grande instancia a Demóstenes, capitán de los atenienses, que
los sitiara esperando ganar la ciudad fácilmente y verse así libres y
seguros en adelante de estos leucadios, que eran sus antiguos enemigos.
Mas Demóstenes, que a la sazón daba más crédito a los mesenios,
fue persuadido por estos de que dejase la empresa de Léucade, y la
emprendiera contra los etolios, teniendo para ello tan buena armada y
tan gran poder, así porque estos etolios eran enemigos capitales de
los de Naupacto, como porque decían que, siendo vencidos, fácilmente
someterían después todo lo restante de Epiro al señorío y obediencia de
los atenienses. Y aunque los etolios fuesen muchos y buenos guerreros,
parecía a los mesenios que podrían ser vencidos y conquistados pronto
porque sus ciudades y villas, no cercadas de murallas, estaban muy
distantes entre sí, no pudiendo socorrerse fácilmente, y porque los
moradores se encontraban mal armados y a la ligera.

Eran de parecer que primeramente fuesen atacados los apodotos, y
tras ellos los ofioneos y los euritanes, que son la mayor parte de
los etolios, y eran campesinos, salvajes, fieros y bárbaros en sus
costumbres y lenguaje, llamándoseles omófagos, que quiere decir
comedores de carne cruda. Vencidos estos, creían que fácilmente
sujetarían a todos los demás. Este consejo pareció muy bien a
Demóstenes, así por el crédito que daba a los mesenios, como porque
creía que, teniendo consigo los epirotas y los etolios, podía muy bien,
sin otra armada de los atenienses, ir por tierra a hacer la guerra a
los beocios, tomando el camino de los locros ozolas y citiones, y por
la parte de Doria, que está a la mano siniestra del monte Parnaso,
descendiendo de allí a la tierra de los focenses que confinan con
Beocia. Esperaba inducir a estos focenses a que le diesen paso por su
tierra y ayuda, por la antigua amistad que tenían con los atenienses, y
si no, obligarles a hacerlo por fuerza.

Decidido a ejecutar esta empresa, mandó retirar toda su armada que
estaba sobre Léucade, y se fue por mar hasta Solio contra la voluntad
de los acarnanios, a quienes había comunicado su designio; y viendo
que no lo aprobaban, antes les pesaba y se enojaban con él porque
no había perseverado en el cerco de Léucade, partió sin ellos con
lo restante de la armada, donde iban solamente los cefalenios y los
mesenios, y con trescientos marinos atenienses que tenía en sus naves,
pues los quince navíos de los corcirenses se habían apartado ya de la
armada. Partió del puerto de Eneón en la Lócride. Estos locros estaban
confederados con los ozolas y obligados, por tanto, a servir y ayudar
a los atenienses con todas sus fuerzas cuando hiciesen la guerra a las
tierras mediterráneas. El socorro les venía muy a propósito para dicha
empresa, porque los ozolas eran vecinos de los etolios, se armaban como
ellos y sabían la tierra y la forma que tenían de pelear.

Partido Demóstenes con su armada, arribó al puerto y templo de
Júpiter en Nemea, donde se dice que fue muerto el poeta Hesíodo por
los naturales, de quienes nada temía, porque le profetizó el oráculo
que moriría en Nemea, y él entendió la ciudad de Nemea, siendo aquel
lugar el templo de Júpiter que tenía por sobrenombre Nemea. Demóstenes
partió de este lugar al alba con toda su armada para entrar en Etolia,
y el primer día tomó la ciudad de Potidania por fuerza; el segundo, la
de Crocilio, y el tercero la de Tiquio, donde descansó algunos días,
y de allí envió los efectos que había tomado a la ciudad de Eupalio
en Lócride. Proponíase, después de sojuzgar todo lo restante de esta
provincia a su vuelta de Naupacto, ir a conquistar los ofioneos si no
se entregaban. Mas los etolios, avisados de su venida, determinaron
salir al encuentro, y al entrar por sus tierras se reunieron los
vecinos y comarcanos, y principalmente los ofioneos que habitan al cabo
junto al golfo llamado Melíaco, y los bomieos y los calieos.

Mientras estos pueblos se juntaban, los mesenios, perseverando en
el parecer que habían dado a Demóstenes de que los etolios serían
fácilmente vencidos, le aconsejaron que partiese de allí lo más pronto
posible, y podría ganar las ciudades y villas de toda aquella tierra
antes que los enemigos acabaran de reunirse. Demóstenes siguió este
consejo confiado en su buena fortuna, porque hasta entonces ninguna
cosa le había salido mal. Sin esperar el socorro de los locros, que
le era bien necesario por ser ballesteros experimentados en tirar,
y, armados a la ligera, fue sobre Egitio y la tomó sin resistencia,
porque los habitantes la abandonaron, retirándose a los montes
alrededor de la ciudad, situada en un cerro a ochenta estadios distante
de la mar[79]. Ya todos los etolios habían llegado, alojándose en
diversos lugares de las montañas, y todos a una vinieron a dar sobre
los atenienses y sus aliados por todas partes con muchos tiros de
dardo y de piedra. Cuando estos revolvían sobre ellos se guarecían en
las breñas, y cuando se retiraban los seguían. Duró gran rato esta
escaramuza, en la cual los atenienses llevaban la peor parte, así
cuando acometían a los contrarios como cuando se defendían de ellos,
aunque mientras los suyos tuvieron abundancia de dardos se defendieron
muy bien. Los etolios, armados a la ligera, cuando veían ir hacia
ellos los flecheros contrarios, se retiraban; pero muerto el capitán
de los flecheros, los que quedaban, muy cansados y apremiados por los
enemigos, volvieron las espaldas y se pusieron en huida, y lo mismo
hicieron los atenienses que allí quedaban con sus aliados y compañeros.
Huyendo todos sin orden, metíanse entre las peñas, rocas y sitios sin
salida, no teniendo quien los guiase, porque el mesenio Cromón, que
era su caudillo y guía, había muerto en la batalla. Por esta causa
hubo muchos muertos en la retirada, pues los etolios, todos armados a
la ligera, los seguían al alcance y los herían y mataban sin peligro,
teniéndolos atajados y tomados los pasos, de modo que no sabían por
donde huir. Algunos que se habían guarecido en las selvas y bosques,
sin caminos y senderos, pensaron salvarse, mas los etolios incendiaron
los bosques y fueron todos quemados. No había especie de muerte y de
huida que no se viese entonces en el ejército de los atenienses, y con
gran dificultad escaparon muy pocos vivos de la batalla, salvándose en
Eneón, que está en Lócride, de donde habían partido. Murieron de los
aliados gran número, y de los atenienses ciento veinte hombres de los
mejores guerreros de todo el ejército, entre ellos Procles, uno de los
capitanes.

Pasada esta derrota, los atenienses vencidos reconocieron la victoria
a los contrarios, y recibieron sus muertos para darles sepultura,
volviendo a Naupacto y desde allí a Atenas.

Demóstenes, su caudillo y capitán, se quedó en los lugares cercanos a
Naupacto por temor a los atenienses a causa de esta derrota.

En este mismo tiempo, los atenienses que andaban por la costa de
Sicilia navegando, aportaron en Lócride, saltaron a tierra y tuvieron
un encuentro con los locros, siendo estos vencidos en un paso que
guardaban, tomándoles la villa de Peripoleon, situada junto al río
Álece.




XV.

Euríloco, capitán de los peloponesios, no puede tomar la ciudad de
Naupacto, y por consejo de los ambraciotes, emprende la guerra contra
los anfiloquios y los acarnanios. Los atenienses purifican y dedican la
isla de Delos.


Aquel mismo verano, los etolios, cuando supieron la empresa de los
atenienses contra ellos, enviaron como embajadores a los lacedemonios
y a los corintios a Tólofo, a Boríades y a Tisandro, para pedirles
auxilio contra la armada de los atenienses que había llegado a
Naupacto. Los lacedemonios les enviaron tres mil hombres de sus
aliados, todos muy bien armados, entre los cuales había quinientos
soldados de la ciudad de Heraclea, fundada y poblada por ellos. De
este ejército fue capitán Euríloco, y le dieron por compañeros a
Macario y a Menedaio, todos tres espartanos.

Reunida su hueste junto a Delfos, Euríloco envió un trompeta a los
locros ozolos pidiéndoles que le enviasen su gente de socorro, porque
querían ir desde allí a Naupacto, y también lo hacía por atraer a su
devoción a estos locros ozolos y apartarlos de la amistad y alianza
con los atenienses como ya había apartado a los anfisios, que por odio
y temor a los focenses se habían rendido los primeros y les habían
dado rehenes. Esto indujo a todos los otros a rebelarse contra los
atenienses, porque estaban muy amedrantados de ver el gran ejército
de los lacedemonios. Los primeros fueron los mianeos, sus vecinos
y comarcanos de los locros por donde su tierra no es accesible, y
tras ellos los hipnieos, los mesapios, los triteos, los caleos, los
tolofonios, los isios, los eanteos, todos los cuales fueron a esta
guerra con los peloponesios.

Algunos no quisieron ir, como los olpeos, y dieron rehenes. Otros no
quisieron hacer lo uno ni lo otro, como los hieos, hasta que una villa
suya nombrada Polis, fue tomada por fuerza.

Habiendo Euríloco ordenado todas las cosas necesarias para la guerra,
y enviados los rehenes que tenía de todos a la villa de Citinio en
Dóride, dirigiose con su ejército por tierra de los locros para ir
a la ciudad de Naupacto, y en el camino ganó por fuerza la villa de
Eneón, que era de los locros, y la de Eupalio, que no se quiso rendir
de grado. Ya que estaba bien adentro en territorio de Naupacto, llegó
el socorro de los etolios, y todos juntos comenzaron a robar y talar la
tierra y las villas y lugares que no estaban cercados. Después fueron
contra la ciudad de Molicrio, pueblo de los corintios, aunque seguía el
partido de los atenienses, y la tomaron.

Estaba a la sazón en aquella parte de Naupacto Demóstenes, capitán
de los atenienses, que, como arriba contamos, se había quedado allí
después de la derrota en Etolia por temor a los atenienses. Cuando supo
la venida de los enemigos fue derecho a los acarnanios, e hizo tanto
con ellos que les persuadió le diesen mil hombres de guerra de ayuda:
los cuales metió por mar dentro de la ciudad de Naupacto, no sabiendo
cómo podría defenderla por ser muy grande en circuito y tener poca
gente de guarnición. Este socorro lo dieron los acarnanios de mala
gana, a causa del enojo que le tenían, porque no había querido ir sobre
Léucade, como le rogaron antes.

Cuando Euríloco supo que el socorro de los atenienses estaba dentro
de la ciudad, y que no la podría tomar, partió con su ejército, y sin
volver al Peloponeso fue derechamente a Eólide, que ahora llamamos
Calidón, y a Pleurón y a otros lugares cercanos de la Etolia. Estando
allí vinieron a él los mensajeros de los ambraciotes, y le avisaron que
si quería tomar su consejo podría muy bien con su ayuda ganar la ciudad
de Argos y todo lo restante de la tierra de Anfiloquia y tras esto la
región de Acarnania: y que hecho esto, podría fácilmente atraer a la
alianza de los lacedemonios toda la tierra de Epiro. Con este motivo,
y con la esperanza de esta empresa, Euríloco no pasó más adelante en
Etolia esperando el socorro de los ambraciotes, y entretanto pasó aquel
verano.

A la entrada del invierno los atenienses, que estaban en Sicilia con
sus aliados y los que eran de su partido contra los siracusanos,
sitiaron Inesa, en cuyo castillo los siracusanos tenían guarnición:
más viendo que no la podían tomar partieron de allí, y al retirarse
salieron los que estaban en el castillo y atacaron la retaguardia de
los atenienses desbaratándola y matando a muchos.

Pasado esto, Laques y los otros que estaban en las naves, saltaron
a tierra en Lócride, junto al río Caicino, donde se encontraron con
los locros que venían en compañía de Proxeno, hijo de Capatón, y los
derrotaron, prendiendo trescientos que despojaron y después soltaron.

En este mismo invierno los atenienses, por mandato del oráculo,
purificaron la isla de Delos, que mucho tiempo antes Pisístrato el
tirano había purificado, aunque no toda, sino solamente la parte que
se ve del templo: fue toda purificada de esta manera. Primeramente
mandaron quitar todos los sepulcros de los que sepultaron en Delos,
y pregonaron que en adelante ninguno pudiese morir ni nacer en toda
la isla, y los que estuviesen cercanos a la muerte fuesen llevados a
la de Renea. Esta isla de Renea está tan cerca de la de Delos, que
Polícrates, el tirano de los samios en aquel tiempo, dominó muchas
islas de aquella mar, por ser muy poderoso por mar, y habiendo tomado
la de Renea hizo una cadena que atraviesa desde ella hasta la de
Delos, consagrando toda la isla al dios Apolo. Después de esta última
purificación los atenienses establecieron y dedicaron una fiesta
solemne, de cinco en cinco años, en honra del dios Apolo, por ser
antigua costumbre celebrar allí grandes fiestas, a las cuales iban los
jonios y los moradores de las otras islas cercanas con sus mujeres e
hijos (como hacen al presente en Éfeso), y en ellas había contiendas,
luchas y otros ejercicios, y toda clase de juegos, danzas y músicas,
como se ve en los siguientes versos de Homero:

      _Entonces tú, Apolo, en Delos_
    _Te estás a placer y holgando_
    _Cuando los jonios saltando_
    _Con sus mujeres e hijuelos_
    _Vienen en danzas cantando._

Que había certamen de música, yendo a contender los músicos, lo
significa cuando alabando el coro y danzas de las mujeres de Delos
expresa sus loores en estos versos, donde también hace mención de sí,
diciendo que era ciego y que moraba en Quíos:

      _Salvo seáis y con vida_
    _Tú, Apolo, y tú, Diana,_
    _Y a todos en mi partida_
    _Saludo de buena y gana._
      _Y mirad, os ruego yo,_
    _Si acaso os piden razón_
    _De aquel jocundo varón_
    _Que por aquí conversó_
    _Y con música alegró_
    _A todos el corazón._
      _Responded luego a la hora,_
    _Porque no caigáis en falta:_
    _Fue un varón ciego que mora_
    _En Quíos la áspera y alta._

En estos versos Homero significa que antiguamente había en Delos
numerosa reunión de gentes, y que se celebraban allí grandes fiestas,
aunque después andando el tiempo los insulares y los atenienses dejaron
los coros, danzas y bailes y los sacrificios, y las contiendas y
juegos, y todo cesó por las adversidades y miserias, hasta que los
atenienses restablecieron entonces los juegos e instituyeron las
carreras de caballos que no se conocían antes en Delos.




XVI.

Euríloco y los ambraciotes son derrotados por Demóstenes, y los
acarnanios y anfiloquios dos veces en tres días. Deslealtad de los
peloponesios con los ambraciotes.


En este invierno los ambraciotes, con su ejército, salieron al campo,
según prometieran a Euríloco, y entrando en los términos de Argos en
Anfiloquia con tres mil hombres bien armados, tomaron la villa de
Olpas que está situada en un collado, y tenía un muro muy fuerte por
la parte de mar, en la cual los acarnanios, sus primeros fundadores,
tenían su tribunal para los pleitos y causas comunes de la provincia,
porque no distaba de la ciudad marítima de Argos más de veinticinco
estadios. Sabido esto por los acarnanios, enviaron alguna de su gente
para socorrer a Argos, y por otra parte se fueron a alojar en un
lugar llamado Crenas, en Anfiloquia, para impedir que los peloponesios
que venían con Euríloco pudiesen pasar a Ambracia y juntarse con los
ambraciotes sin que ellos lo supiesen. También enviaron mensajeros
a llamar a Demóstenes, capitán de los atenienses que estaba en
Etolia, para ser su caudillo, y a Aristóteles, hijo de Timócrates,
y a Hierofón, hijo de Atimnesto, que mandaban veinte barcos de los
atenienses y navegaban por la costa del Peloponeso, para que viniesen a
socorrerlos.

Por su parte, los ambraciotes que estaban en Olpas ordenaron que todos
los de su ciudad fueran en su ayuda, porque sospechaban que Euríloco
no pudiese pasar con su ejército por Acarnania para unirse a ellos,
siéndoles forzoso pelear solos con los enemigos, o retirarse con gran
pérdida y daño suyo.

Al saber Euríloco y los peloponesios que con él estaban, esta empresa
de los ambraciotes, partieron del lugar de Prosquio, donde tenía
asentado su campo, para juntarse con ellos, y dejando el camino de
Argos, pasaron por el río Aqueloo, caminando por tierras de Acarnania
que nadie defendía, y dejando a mano derecha la ciudad de Estrato,
donde había buena guarnición, y a la siniestra toda la tierra de
Acarnania. Cuando pasaron por Fitia y por los confines de Medeón, y
después por Limnea, lugares todos de Acarnania, entraron en tierra
de Argos, que ya no era amiga de los ambraciotes, y atravesando
por el monte Tíamo, que es estéril y yermo, llegaron de noche a la
ciudad de Argos. Desde allí pasaron entre la ciudad y la tierra de
acarnanios rápidamente sin ser sentidos, y al amanecer se unieron a los
ambraciotes, fijando todos juntos su campo delante de la ciudad llamada
Metrópolis.

Pocos días después, las veinte naves de los atenienses que venían
en socorro de los de Argos, arribaron al golfo de Ambracia, e
inmediatamente Demóstenes, con doscientos mesenios muy bien armados,
y sesenta arqueros atenienses y con los soldados que venían para
guarda de las naves, salieron a campaña hacia Olpas. Por su parte los
acarnanios, y algunos de los anfiloquios, porque los demás estaban
ocupados contra los ambraciotes, al llegar a Argos se aprestaron para
ir contra sus enemigos, pero al saber la llegada de Demóstenes en
su ayuda, se unieron con él y le hicieron su caudillo con los otros
capitanes de su tierra, sentando el campo junto a la villa de Olpas y
cerca de los enemigos, de los que solo les separaba una peña grande,
y así estuvieron cinco días unos y otros sin hacerse mal ninguno. Al
quinto día se aprestaron a la batalla, pero por ser los peloponesios
mucho más en número, Demóstenes, temiendo le cercaran, organizó una
emboscada en un valle hondo, cubierto de espesuras, de cuatrocientos
hombres armados de armas gruesas y a la ligera, y mandoles que cuando
viesen trabada la batalla saliesen de la celada y viniesen a dar con
gran ímpetu sobre los enemigos por la espalda. Los demás los repartió
en seis escuadrones en orden para pelear como mejor le pareció,
quedando él en el ala derecha con los mesenios y los pocos soldados
atenienses que tenía, y a la siniestra puso los acarnanios según venían
armados, y con ellos los anfiloquios, todos tiradores y ballesteros.

De la parte contraria los peloponesios y los ambraciotes estaban
mezclados, excepto los mantineos, que venían todos en el ala izquierda
y a vanguardia de ella, porque en la extrema izquierda se había puesto
Euríloco con los suyos, por tener de frente a Demóstenes. Comenzada
la batalla en este orden, y cuando todos vinieron a las manos, viendo
los cuatrocientos que estaban en emboscada que los peloponesios de la
izquierda cercaban y trabajaban por encerrar a los atenienses, dieron
sobre ellos por la espalda de tal manera, que sus enemigos no pudieron
sostener el ímpetu de los contrarios, siendo desbaratados. Al ponerse
en huida mostraron el camino a la mayor parte de sus compañeros del ala
derecha para que huyesen también, pues al ver aquellos al escuadrón que
guiaba Euríloco, que era el más fuerte, desbaratado, perdieron ánimo
para defenderse, y los mesenios que iban con Demóstenes procuraron
fatigar a sus enemigos. No por esto los ambraciotes, que estaban a la
derecha de los peloponesios, se mostraron menos animosos, sino que
vencieron a los contrarios, los hicieron huir y fueron a su alcance
hasta Argos. Estos ambraciotes son en verdad muy valientes y más
belicosos que todos sus vecinos. Al volver de la persecución, viendo a
casi todos sus compañeros desbaratados y vencidos, y que los enemigos
iban contra ellos, se retiraron con gran pérdida, y no sin trabajo se
salvaron dentro de Olpas. Muchos fueron muertos al retirarse por ir
dispersos, excepto los mantineos, que lo hicieron en orden. Duró la
batalla hasta la noche, que separó a los contendientes.

Al día siguiente Menedaio, que había sido la noche antes elegido
caudillo en lugar de Euríloco y Macario, que murieron en la batalla,
se halló muy perplejo, no sabiendo qué hacer, pues por haber sido muy
grande la pérdida por su parte, no había manera de poder defender
la villa, que estaba cercada por mar y por tierra, ni de retirarse
sin gran daño. Acordó, por tanto, parlamentar con Demóstenes y los
capitanes de los acarnanios; pedirles sus muertos para sepultarlos y
licencia para que la gente de guerra que estaba dentro de la villa
pudiese salir y marcharse con su bagaje. Los capitanes atenienses le
otorgaron los muertos, hicieron enterrar también los que habían muerto
de su parte, que serían hasta trescientos, y levantaron trofeo en señal
de victoria; pero la licencia para salir de la villa no se la quisieron
otorgar abiertamente, antes lo rehusaron en público a todos, aunque en
secreto la dieron a los mantineos, a Menedaio, a todos los capitanes
peloponesios y a otros hombres de su nación, procurando por este medio
privar a los ambraciotes de todos los soldados extranjeros que les
ayudaban e infamar a los lacedemonios y peloponesios entre todos los
griegos como traidores, que hacían conciertos aparte sin comprender en
ellos a sus aliados.

Habiendo los de la villa sepultado sus muertos lo mejor que pudieron en
aquel apuro, los que tenían licencia para salir trataron secretamente
la manera de irse. Entretanto avisaron a Demóstenes y a los acarnanios,
que los ambraciotes que habían partido de su ciudad para socorrer a los
suyos que estaban en Olpas, según se les mandó, estaban en camino por
tierra de Anfiloquia, sin saber la derrota de los suyos; y envió parte
de su ejército para que les atajase el paso y ocupase los lugares más
fuertes, y las demás fuerzas que quedaron las repartió y puso en orden
para socorrer a los primeros y dar de pasada sobre los ambraciotes.

Entre tanto, los mantineos y los que habían hecho tratos para
marcharse, se salían de la villa pocos a pocos fingiendo que iban
a coger hortaliza y leña al campo, y cuando estaban algún tanto
alejados daban a correr hacia el campo de los enemigos. Viendo esto
los ambraciotes, que asimismo habían salido a coger hierbas y leña los
seguían, también corriendo por alcanzar a sus compañeros. Entonces los
soldados acarnanios, que no sabían nada de los conciertos secretos que
Demóstenes y sus capitanes habían hecho con los peloponesios, creyendo
que todos los que salían de la villa se iban sin licencia empezaron
a perseguirlos, y porque ciertos capitanes que allí se hallaban les
querían estorbar que los siguiesen, diciendo que aquellos tenían
licencia y salvoconducto para irse, se atrevieron algunos soldados
a herirlos, pensando que les mentían y que había traición; pero al
fin, sabiendo que los peloponesios tan solo tenían salvoconducto,
los dejaban ir y mataban a los ambraciotes, aunque había grandes
cuestiones para diferenciar quién era ambraciote y quién peloponesio.
En esta revuelta hubo más de doscientos muertos, los otros todos se
salvaron con gran dificultad en la cercana villa de Agrea, donde fueron
recogidos por Salintio, rey de aquella tierra, que era su amigo.

Los ambraciotes que venían de su ciudad en socorro de estos llegaron
a un lugar llamado Idómene, en el cual había dos collados, tomaron
de noche el mayor los que Demóstenes enviara delante sin que los
ambraciotes lo supiesen, pues habían ocupado ya el menor, donde
se alojaron, y estuvieron todo aquel día y la noche siguiente sin
sospechar mal alguno. Avisado Demóstenes de su venida partió del
campamento al anochecer con su ejército, llevando la mitad consigo, y
la otra mitad mandó que marchase por los montes de Anfiloquia, e hizo
tal y tan buena diligencia, que al rayar el alba vino a dar sobre los
enemigos, que halló dormidos y muy seguros, como hombres que no sabían
nada de la pasada derrota. Cuando los ambraciotes sintieron a la gente
de Demóstenes pensaron que eran de los suyos, porque Demóstenes, con
astucia para poderlos mejor engañar, había hecho marchar los primeros a
los soldados mesenios mandándoles que hablasen en lengua dórica con las
centinelas que hallasen, y así lo hicieron, de modo que los enemigos
fuesen de los suyos por la lengua y porque no los podían ver bien, por
no ser aún muy de día, hasta tanto que todo el ejército de Demóstenes
se reunió, y entonces todos a una atacaron a los ambraciotes con tanto
ímpetu, que mataron muchos y los demás huyeron, aunque de estos el
mayor número fueron muertos, porque se encontraban con los anfiloquios
que tenían tomados los pasos, sabían muy bien la tierra e iban armados
a la ligera, de modo que alcanzaban pronto a los ambraciotes, armados
con armas pesadas. Los que querían huir por otros caminos y senderos
iban a dar en rocas y peñas altas, donde los enemigos tenían puestas
sus celadas, y allí los cogían y mataban. Algunos de ellos, buscando
por donde escapar, llegaron a la orilla del mar que estaba cerca, y
perseguidos por sus contrarios, al ver los barcos de los atenienses
que iban costeando, se lanzaban al agua y a nado iban hacia ellos;
porque, sabiendo que eran de sus contrarios, preferían caer en sus
manos y no en poder de los bárbaros o de los anfiloquios, que eran
sus enemigos mortales. De esta manera fueron vencidos y desbaratados
los ambraciotes, y casi todos muertos, excepto algunos pocos que se
salvaron dentro de Olpas.

Después de esta derrota, los acarnanios despojaron los muertos,
levantaron trofeo en señal de victoria y volvieron a la ciudad de
Argos, donde el día siguiente llegó un trompeta de parte de los
ambraciotes que se habían acogido a la villa de Agrea para pedirles los
cuerpos de los suyos que habían sido muertos en el primer encuentro
cuando salieron de Olpas con los peloponesios sin licencia. Viendo este
trompeta el campo lleno de muertos, se maravilló de dónde podía ser
tanta mortandad, no sabiendo nada del postrer encuentro, y creyendo
fuesen los cuerpos de otros aliados hasta que uno de los enemigos,
suponiendo que el trompeta iba de parte de los que habían sido
derrotados en Idómene, le preguntó por qué se maravillaba, y cuántos
pensaban que hubiesen muerto de los suyos, el trompeta respondió que
cerca de doscientos, a lo que replicó el otro:

--«¿No ves que en este trofeo hay armas y pertrechos, no solamente de
doscientos, sino de más de mil que han sido muertos?»

Entonces dijo el trompeta:

--«¿No son de los que venían en nuestro escuadrón?»

Respondió el otro:

--«Sí, son ciertamente los mismos que ayer fueron vencidos en Idómene.»

--«¿Cómo puede ser eso? --preguntó el trompeta--, nosotros no peleamos
ayer, sino que anteayer fueron muertos estos a la salida de Olpas,
porque iban sin salvoconducto.»

--«Ciertamente --respondió el otro--, nosotros peleamos aquí ayer
contra los que habían salido de la ciudad de Ambracia para socorrer a
los que estaban en Olpas.»

Oído esto por el trompeta, y viendo la gran mortandad de los que habían
venido de Ambracia en su ayuda, quedó más espantado, y llorando muy
atónito por tantos males como les ocurrían se volvió sin hacer nada
ni acordarse de pedir los muertos. Porque a la verdad esta fue una
de las mayores pérdidas de gente que hubo en tan pocos días en toda
aquella guerra, y no he querido escribir aquí el número de los muertos
porque parecerá increíble y más grande que conviene a la importancia de
aquella ciudad. Una cosa sabré decir de cierto, que si los acarnanios
y anfiloquios hubieran querido creer a Demóstenes y a los atenienses
tomaran entonces la ciudad de Ambracia por fuerza, pero temieron que si
los atenienses la poseían por suya serían peores vecinos que los otros.

Después de la victoria repartieron entre sí los despojos, de los
cuales los atenienses llevaron la tercera parte, y las otras dos las
dividieron entre las ciudades confederadas. Los atenienses no gozaron
de ellos mucho tiempo, porque a su vuelta por mar se los quitaron en
el camino. Los trescientos arneses enteros que se ven colgados en
los templos de Atenas fueron los que cupieron a Demóstenes por su
parte sola, que ofreció después de su entrada, la cual pudo hacer más
seguramente y con más honra por causa de esta victoria que no antes por
las pérdidas que sufrió en Etolia, según arriba contamos.

Cuando las veinte naves de los atenienses volvieron al puerto de
Naupacto y Demóstenes con su ejército vino a Atenas, los acarnanios
y los anfiloquios pactaron treguas con los ambraciotes por medio de
Salintio, rey de Agrea, para que durasen cien años, y dieron seguridad
a los peloponesios que se habían acogido a Agrea mezclados con los
ambraciotes, para que volviesen a su tierra. La forma y conciertos
de las treguas fueron estos: que los ambraciotes no fuesen obligados
a hacer la guerra contra los peloponesios por los acarnanios, ni los
acarnanios por los ambraciotes contra los atenienses, quedando solo
obligados a ayudarse mutuamente para la defensa de su tierra. Que los
ambraciotes restituyesen a los anfiloquios las villas y lugares que
tenían de ellos, y que en adelante no diesen ayuda ni favor alguno a
los anactorios que eran enemigos de los acarnanios. Con este convenio
dejaron las armas y se apartaron de la guerra.

A los pocos días llegó Jenóclides, hijo de Euticles, con trescientos
hombres que los corintios enviaban en socorro de los ambraciotes, el
cual con gran dificultad había podido pasar por tierra de Epiro.

Así sucedieron las cosas en Ambracia. En este invierno los atenienses
que andaban por la costa de Sicilia saltaron en tierra, y entraron en
los confines de Himera por la parte de mar, con los sicilianos que
venían por los montes, y habiendo hecho allí algunos daños pasaron por
las islas Eólidas, y volvieron a Regio donde hallaron a Pitodoro a
quien los atenienses habían enviado para caudillo de aquella armada en
lugar de Laques, porque los tripulantes, y los sicilianos que estaban
con ellos pidieron a los atenienses mayor socorro, a causa de que
siendo los siracusanos más poderosos por tierra, les era necesario ser
tan fuertes por mar, que pudieran contrarrestar a sus enemigos. Por
esto los atenienses determinaron aparejar cuarenta naves para enviar
socorro a sus compañeros, pensando que así la guerra acabaría allí más
pronto. De esta armada enviaron primero unas pocas naves con Pitodoro
para que supiese el estado de las cosas, y después debían enviar a
Sófocles, hijo de Sostrátides, con las demás. Llegó Pitodoro, tomó el
cargo de Laques y fue por mar al fin del invierno a socorrer a los que
estaban en el cerco de los locros que Laques había tomado antes, mas
siendo allí vencido en batalla por los locros, regresó.

En la primavera siguiente salió fuego del monte Etna, que es el mayor
de toda Sicilia, según otras muchas veces había salido antes, y quemó
alguna parte de la tierra de Catana que está situada al pie de este
monte. Decían los moradores de la tierra, que en cincuenta años no
había salido en tanta abundancia, y que esta era la tercera vez que
aquello sucedía en Sicilia, después que los griegos fueron a habitarla.

Tales cosas ocurrieron en aquel invierno, fin del sexto año de la
guerra que escribió Tucídides.


FIN DEL LIBRO TERCERO.




LIBRO IV.


SUMARIO.

I. Hechos de guerra ocurridos entre atenienses y lacedemonios. Los
peloponesios sitian Pilos. Ajústase una tregua entre los dos
ejércitos. -- II. Discurso de los lacedemonios a los atenienses
pidiendo la paz y respuesta de estos. Terminada la tregua comienza
de nuevo la guerra. -- III. Hechos que realizaron en Sicilia los
atenienses y sus aliados, y sus contrarios, durante este tiempo. --
IV. Triunfan los atenienses en Pilos. -- V. Victoria de los atenienses
contra los corintios. -- VI. Los atenienses ayudan a entrar en
Corcira a los desterrados y después los matan. -- VII. Victorias y
prosperidades de los atenienses en aquella época, sobre todo en la
isla de Citera. -- VIII. Los sicilianos, por consejo de Hermócrates,
ajustan la paz entre sí y despiden a los atenienses. -- IX. Los
atenienses intentan tomar a Mégara por inteligencias que tenían con
algunos habitantes; pero los lacedemonios socorren esta ciudad. -- X.
Pierden los atenienses algunos barcos de guerra. Brásidas, general de
los lacedemonios, pasa por tierra de Tracia con ayuda de Pérdicas, rey
de Macedonia y de otros amigos de aquella comarca para socorrer a los
calcídeos. -- XI. Los acantios, persuadidos por Brásidas, dejan el
partido de los atenienses y toman el de los peloponesios. -- XII. Los
generales atenienses, Hipócrates y Demóstenes, emprenden la campaña
contra los beocios, y son vencidos con grandes pérdidas. -- XIII.
Brásidas, general de los lacedemonios, toma la ciudad de Anfípolis por
traición, y por convenios algunos otros lugares de Tracia. -- XIV.
Brásidas toma la ciudad de Torone por capitulación y la de Lécito por
asalto. -- XV. Los atenienses ajustan treguas con los lacedemonios por
un año. -- XVI. Rómpese la tregua por tomar Brásidas las ciudades de
Escíone y de Mende, valiéndose de la rebelión de sus habitantes contra
los atenienses. -- XVII. Brásidas y Pérdicas se apoderan de algunas
tierras de Arrabeo, y al saber que los ilirios iban contra ellos, se
separan. Abandonado Brásidas de Pérdicas y los suyos, huye de los
ilirios. Pérdicas y Brásidas llegan a ser enemigos. -- XVIII. Los
atenienses toman Mende y cercan a Escíone. Sucesos que ocurrieron al
finalizar aquel año.




I.

Hechos de guerra ocurridos entre atenienses y lacedemonios. Los
peloponesios sitian Pilos. Ajústase una tregua entre los dos
ejércitos.


Llegado el verano, al principio del estío[80], cuando las mieses
comienzan a espigar, diez naves de los siracusanos y otras diez de
los locros tomaron la ciudad de Mesena en Sicilia por tratos con
los habitantes, que los habían llamado en su favor, y porque los
siracusanos veían que esta ciudad era muy a propósito a los atenienses
para tener entrada en Sicilia, temiendo que por medio de ella cobrasen
más fuerzas, y desde allí los acometiesen. Los locros ayudaron a
esta empresa para poder combatir por dos partes a los de Regio, sus
enemigos, según lo hicieron poco después, y también porque no pudiesen
los atenienses dar por ella socorro a los de Mesena. Impulsáronle
también algunos ciudadanos de Regio, desterrados de su ciudad y
acogidos a Locros, porque en Regio hubo mucho tiempo grandes divisiones
que les impidieron defenderse de los locros, que estimando el momento
oportuno fueron entonces a acometerles, y después de talar y robar la
tierra se retiraron a su provincia por tierra, porque las naves en que
fueron habían ido a Mesena a unirse con las otras que habían de estar
allí para hacer la guerra.

En esta misma sazón, antes que los trigos estuviesen granados, los
peloponesios entraron otra vez en tierra de Atenas, mandados por Agis,
hijo de Arquidamo, rey de Lacedemonia, y la robaron y talaron como
de costumbre. Por su parte los atenienses enviaron cuarenta barcos
para socorro en Sicilia, a las órdenes de Eurimedonte y de Sófocles,
con los otros capitanes que allá estaban, entre ellos Pitodoro, y les
mandaron que en el camino de pasada diesen socorro a los corcirenses
contra sus desterrados, que se habían acogido a los montes, y desde
allí les hacían la guerra; y asimismo contra las sesenta naves que
los peloponesios enviaron contra los de Corcira, esperando poderla
tomar por hambre, a causa de que ya había en ella gran falta de
vituallas. También mandaron a Demóstenes, que después de la toma de
Acarnania se había quedado en Atenas sin cargo y deseaba tener alguno,
que se aprovechara si quería de estas cuarenta naves en la costa del
Peloponeso.

Llegó la armada de los atenienses a la costa de Laconia, navegando
adelante, por saber que las diez naves de los peloponesios habían
ya aportado al golfo de Corcira, y fueron de diversos pareceres sus
jefes, porque Eurimedonte y Sófocles opinaban ir derechamente a
Corcira, y Demóstenes decía que primero debían ir a tomar a Pilos,
y tomada esta villa pasar a Corcira; viendo que los dos capitanes
perseveraban en su opinión les mandó que así se hiciese. Estando en
este debate sobrevino una tempestad que les obligó a ir a Pilos.
Entonces Demóstenes les mostró que era necesario cercar la villa de un
muro, diciendo que esta era la principal causa por que había ido con
ellos, siendo cosa fácil de hacer, porque allí había mucha piedra y
materiales para acabar pronto la obra, y el sitio del lugar era fuerte,
teniendo mucha tierra desierta, porque desde allí a Esparta había más
de cuatrocientos estadios. Estaba el lugar de Pilos en tierra de los
mesenios, y la llamaban entonces los lacedemonios Corifasio. A estas
razones le respondieron que en torno del Peloponeso había otros muchos
promontorios y cabos desiertos, los cuales si quería también ocupar
sería para gastar en esto todo el dinero de la ciudad de Atenas. Él les
replicó que aquel lugar era de más importancia que los otros, porque
tenía muy buen puerto, y además los mesenios, sus aliados, que otra
vez lo habían ocupado, volviendo allí podrían hacer gran mal a los
lacedemonios a causa de la comunidad de la lengua, y guardarían el
lugar con toda fidelidad.

Viendo Demóstenes que no podía persuadir ni a los soldados en general,
ni a los capitanes en particular, con los cuales había debatido la cosa
aparte, no habló más de ello. Mientras estaban allí ociosos esperando
que amansase la mar, ocurrió a los soldados de su propia voluntad
ir a cercar el lugar con un muro, y porque no tenían picos y otras
herramientas para labrar las piedras, las tomaban como las hallaban,
toscas, las ponían unas sobre otras según cuadraban mejor, y las
pegaban con tierra y lodo. No teniendo cuezos ni otros instrumentos
para llevar la tierra y lodo, la traían encima de las espaldas yendo
cabizbajos, y para que mejor se pudiese tener, ponían las manos juntas
a la espalda. Usaron, pues, de la mayor industria y diligencia que
pudieron por fortificar el lugar por los lados que podía ser tomado
antes que le pudiesen enviar socorro, porque por algunas otras partes
era inexpugnable.

Sucedió también que los lacedemonios celebraban una fiesta solemne en
la ciudad cuando fueron advertidos del caso, por lo cual no hicieron
mucha cuenta de ello, pareciéndoles que, terminada la fiesta, cuando
fuesen a Pilos huirían los enemigos y si se defendían podrían cogerlos
sin peligro. Por otra parte les detuvo también la idea de que tenían
aún su armada en la costa de Atenas. Los atenienses tuvieron, pues,
tiempo para fortificar el lugar por la parte de tierra. Cuando hubieron
trabajado seis días en la obra, dejaron allí a Demóstenes con cinco
barcos y con los otros navegaron hacia Corcira y Sicilia.

Entretanto los peloponesios, que estaban en la costa de Ática, sabida
la toma de Pilos volvieron de prisa a su tierra, así por parecer a los
lacedemonios y a Agis, su rey, que tenían la guerra dentro de casa
estando los enemigos en Pilos, como porque habían entrado muy temprano
en la tierra de Ática, antes que el trigo estuviese en sazón, y tenían
gran falta de vituallas. Además las tempestades y malos tiempos habían
sido mientras allí estuvieron, más grandes que la estación requería,
por lo cual los hombres de guerra estaban muy fatigados. De aquí que si
en otros años no habían estado mucho tiempo en aquella tierra, en este
no estuvieron más de quince días.

En esta sazón, Simónides, capitán de los atenienses, reuniendo algunas
de sus gentes de guerra de guarnición en Tracia, y gran número de sus
aliados extranjeros, tomó por trato secreto la ciudad de Eyón en tierra
de Tracia, Colonia de Mende, aunque entonces enemigo. Advertidos de
ello los calcídeos y los botieos, fueron en socorro de la ciudad, y le
echaron de ella con gran pérdida de su gente.

De regreso de Ática los peloponesios, los espartanos[81] y sus vecinos
se juntaron para ir a recobrar el lugar de Pilos, pero los otros
peloponesios no fueron tan pronto, porque acababan de llegar de tierra
de Atenas. Por edicto se mandó en todo el Peloponeso que cada cual
debiese enviar socorro a Pilos, y a las sesenta naves que estaban en
torno de Corcira que fuesen a la parte de Pilos, las cuales pasando por
el estrecho de Léucade hicieron tan rápido viaje que arribaron a Pilos
antes que las de los atenienses que estaban en Zacinto lo pudiesen
sentir, y por la parte de tierra la infantería de los peloponesios
estaba ya dispuesta antes de que llegasen estos barcos a Pilos.
Demóstenes había despachado dos buques con orden a Eurimedonte y a los
otros capitanes atenienses que estaban en Zacinto, de que viniesen a
socorrerle, mostrándoles el gran peligro en que estaba, los cuales al
recibir la noticia se pusieron en camino para ayudarle.

Antes que los capitanes atenienses llegaran, los peloponesios se
prepararon para combatir el lugar por mar y tierra esperando poderle
tomar fácilmente, así porque el muro estaba recién hecho como porque
tenía muy poca gente de guarda, pero sospechando que la armada de los
atenienses acudiese en socorro, determinaron, si no podían tomar el
lugar antes que viniesen, cerrar la entrada del puerto para que las
naves atenienses no pudieran entrar, pareciéndoles fácil de hacer,
porque frente al cerro donde estaba situada Pilos había una isleta
llamada Esfactería que se extendía a lo largo del puerto, haciéndole
más fuerte y seguro y las entradas del mar estrechas, de manera que por
parte de la villa donde los atenienses habían hecho los muros no podían
entrar más que dos naves de frente, y de la otra parte ocho o nueve.
La isla era toda estéril y por esto inhabitable, y casi inaccesible,
y tenía quince estadios de contorno. Para impedir la entrada del
puerto, pusieron en orden las naves que les parecieron bastantes para
ocuparle todas de frente, con las proas fuera del puerto y lo demás
hacia dentro. Además, temiendo que los atenienses desembarcaran gente
en la isleta, pusieron una parte de la suya en ella, y la otra quedó
en tierra firme a fin que los enemigos no pudiesen desembarcar ni
en tierra ni en la isla, pues no era posible socorrer el lugar por
otro lado, porque el mar no tenía en los demás fondo para abordar
seguramente. Creyeron por tanto que sin combate y sin exponerse a
peligro tomarían aquella plaza en breve tiempo, mayormente estando mal
provista de vituallas y de gente. Ordenaron para defender la isleta
desembarcar cierto número de soldados de todas las compañías, renovando
la guardia diariamente y los últimos enviados fueron cuatrocientos
veinte mandados por Epitadas, hijo de Molobro.

Viendo Demóstenes que los peloponesios se disponían a atacar la plaza
por mar y tierra con la infantería, se puso en defensa, y primeramente
hizo retirar a tierra las naves que quedaron a sus órdenes, las cercó
con empalizada y armó los marineros con escudos harto ruines hechos
de prisa, la mayor parte de sauce, porque en un lugar desierto como
aquel no se podían hallar armas, y las que tenían a la sazón las
había ganado en una nave de corsarios y en otra de los mesenios, que
cogieron por acaso con cuarenta hombres de Mesena. Puesta una parte
de su gente, armados y desarmados, en guarda de los lugares que le
parecían más seguros, por ser naturalmente inexpugnables, y la otra,
que era la mayor, para defensa de la plaza que había fortificado hacia
tierra, les mandó que si la infantería de los contrarios les acometiese
se defendieran y los rechazasen, y él, con sesenta soldados de los
mejores y mejor armados, y algún número de ballesteros, salió fuera
de la plaza y se fue por la parte de mar, por donde presumía que los
enemigos intentarían desembarcar y pasar por las rocas, peñas y lugares
difíciles para batir el muro por donde era más débil, pues no había
procurado hacerlo muy fuerte por aquel lado, pensando que nunca los
enemigos serían más poderosos que él por mar, y sabiendo también que
si tenían ventaja para desembarcar por aquel lado, tomarían la plaza.
Salió, pues, con los hombres que arriba dijimos, y poniéndolos en orden
de batalla lo mejor que pudo, les arengó de este modo:

«Varones atenienses, y vosotros mis compañeros, en esta afrenta ninguno
se atreva por mostrarse sabio y prudente a considerar todas las
dificultades y peligros en que al presente estamos. Conviene acometer
a nuestros enemigos con gran ánimo y osadía para poderlos lanzar y
escapar de sus manos, porque en los hechos de necesidad como este en
que nos vemos, no se busca la razón por que se hace la cosa, sino que
conviene aventurarse de pronto y arriesgar las personas. Aunque, a
la verdad, yo veo en este caso muchas cosas favorables a nosotros si
queremos estar firmes y no dejar el provecho que tenemos entre las
manos por temor a la multitud de enemigos, porque pienso que una
parte de esta plaza es inaccesible si la queremos defender; pero si la
desamparamos, por difícil que sea de ganar, la tomarán.

»Los enemigos serán más duros de combatir si les acometemos cuando
estén fuera de sus naves, porque viendo que ya no pueden volver atrás
sin gran peligro, pelearán mejor. Mientras estuvieren en sus barcos
será más fácil resistirles, y si saltan en tierra, aunque sean muchos,
tampoco son de temer, pues la plaza es muy difícil de tomar, y el lugar
donde les será forzoso pelear muy estrecho y pequeño, por donde, si
bajan a tierra, el gran número de gente que traen no les servirá de
nada a causa de la estrechura del sitio, y si se quedan en sus naves
tendrán que pelear en mar, donde hay muchas dificultades para ellos y
podemos contrapesar nuestra falta de gente con estos inconvenientes que
ellos tienen.

»Os ruego, pues, que traigáis a vuestra memoria que sois atenienses de
nación, y por eso muy ejercitados en las cosas de mar y en desembarcos,
y que el que no cede al temor de la mar ni de otro navío que se le
acerca, tampoco le moverá de su estancia la fuerza de sus enemigos ni
se apartará de la ordenanza. Estad firmes y quedos en estas rocas y
peñas que tenéis por parapetos, y defendeos valerosamente de vuestros
enemigos para guardar la plaza y con ella vuestras personas.»

Animados los atenienses con estas breves razones de Demóstenes, se
apercibieron para pelear cada cual por su persona. De la otra parte los
lacedemonios que estaban en tierra, empezaron a combatir los muros,
y los que venían en las naves, que eran cuarenta y tres, al mando de
Trasimélidas, hijo del espartano Cratesicles, acudieron a combatir
la estancia donde estaba Demóstenes con sus gentes. Los atenienses
se defendieron valerosamente en ambas partes. Por la de mar, los
peloponesios venían con pocas naves unas tras otras, porque no podían
entrar muchas a la vez, y llegaron al sitio donde estaba Demóstenes con
su gente para lanzarlos de allí si podían. Brásidas, que era capitán
de una de las naves, viendo la dificultad de llegar para abordar, y
que por ello los patrones de los barcos no osarían acercarse a tierra,
temiendo que se rompiesen los cascos, gritó diciendo: «Gran vergüenza
es para vosotros querer salvar los barcos viendo delante a los enemigos
cercando y fortaleciendo la tierra con muros», y les mandó que remasen
hacia tierra y saliesen de sus navíos a dar sobre los enemigos, y que
no les pesase a los confederados aventurarse a perder sus naves por
prestar servicio a los lacedemonios que tanto bien les habían hecho,
sino que antes abordasen con ellas por cualquier parte que pudiesen,
saltaran en tierra y ganasen la plaza. Diciendo estas palabras Brásidas
obligó al patrón de su galera a que remase hacia tierra; mas peleando
desde el puente de un navío, fue herido por los atenienses en muchas
partes de su cuerpo y cayó muerto en la mar; después las ondas le
llevaron a tierra, cogiendo el cadáver los atenienses y colgándole en
el trofeo que levantaron por esta victoria.

Los otros lacedemonios hubieran querido saltar en tierra, mas temían
el peligro, así por la dificultad del lugar como por la gran defensa
que hacían los atenienses, que peleaban sin temor de mal ni daño
alguno, y fue tal la fortuna de ambas partes, que los atenienses
impedían a los lacedemonios entrar en su tierra, a saber: en la misma
de Laconia, y los lacedemonios se esforzaban por descender en su propia
tierra, entonces en poder de sus enemigos, aunque en aquella sazón los
lacedemonios tenían fama de ser los más poderosos y ejercitados en
combatir por tierra, y los atenienses en pelear por mar.

Duró este combate todo aquel día, y una parte del día siguiente,
aunque no fue continuado sino en diversas veces. El tercer día los
peloponesios enviaron parte de su armada a Asina para traer leña y
materiales, y hacer un bastión frente al muro que habían hecho los
atenienses junto al puerto para batirle con aparatos, aunque estaba muy
alto, porque se podía combatir por todas partes. Llegó entretanto la
armada de los atenienses en número de setenta naves, con las que fueron
de Naupacto en ayuda, y cuatro de Quíos, y viendo la isla y la tierra
cercada por la infantería de los enemigos, y que sus navíos estaban
en el puerto sin hacer señal de salir, dudaron de lo que harían. Al
fin determinaron echar áncoras cerca de la desierta isla inmediata, y
allí estuvieron aquel día. Al siguiente salieron a alta mar con todas
sus naves, puestas en orden de batalla, para combatir con los enemigos
si quisiesen salir del puerto, o acometerles dentro del puerto si no
salían; pero ni salieron, ni les cerraron la entrada del puerto, como
determinaron al principio, sino que, permaneciendo en tierra, armaron
de gente sus navíos, que estaban a orillas del mar, y se apercibieron
para combatir con los que entrasen en el puerto, el cual era harto
grande. Viendo esto los atenienses fueron derechamente contra ellos por
las dos entradas del puerto, y embistieron a las naves que estaban más
adelante en la mar, desbaratándolas y poniéndolas en huida, y porque el
lugar era estrecho, destrozaron muchas, y tomaron cinco, una con toda
la gente que había dentro. Luego dieron tras las otras que se habían
retirado hacia tierra, de las cuales destrozaron algunas que estaban
desarmadas, y las ataron a las suyas, a la vista de los peloponesios, a
quienes pesó en gran manera; y temiendo que los que estaban en la isla
fuesen presos, acudieron a socorrerlos, metiéndose a pie, armados como
estaban, en la mar, y agarrándose a los navíos contrarios con tan gran
corazón, que le parecía a cada cual que todo se perdiese por falta de
él, si no iba. Había gran tumulto y alboroto de ambas partes, mudada
la forma de pelear contra toda manera acostumbrada en el mar, porque
los lacedemonios, por el temor de perder su gente, combatían en torno
de las naves como en tierra, y los atenienses, por el deseo de llevar
hasta el fin la victoria, peleaban también desde sus navíos del mismo
modo. Después de largo combate, con muertos y heridos de ambas partes,
se retiraron unos y otros, y los lacedemonios salvaron todas sus naves
vacías, excepto las cinco que fueron tomadas al principio. Ya en su
campo respectivo, los atenienses otorgaron a los contrarios sus muertos
para sepultarlos, y después levantaron trofeo en señal de victoria.
Esto hecho, cercaron con su armada toda la isla donde estaban los
cuatrocientos veinte lacedemonios que suponían ya vencidos y cautivos.
Por su parte los peloponesios, que de todos lados habían acudido al
socorro de Pilos, tenían la villa cercada por tierra.

Cuando las nuevas de esta batalla y pérdida llegaron a Esparta, acordó
el Consejo que los gobernadores y oficiales de justicia de la ciudad
fuesen al real para ver por sus propios ojos lo ocurrido, y proveer lo
que se debía hacer en adelante, según tienen por costumbre hacer cuando
les sucede alguna gran pérdida. Visto todo, y considerando que no había
medio de socorrer a los que estaban en la isla, y que corrían peligro
de ser presos o muertos de hambre o por fuerza de armas, opinaron pedir
una tregua a los caudillos de los atenienses, durante la cual pudiesen
enviar a Atenas a tratar de paz y concordia, y esperando por este medio
cobrar los suyos. La tregua fue acordada por los atenienses con estas
condiciones: que los lacedemonios les diesen todas las naves con que
habían venido a combatir a Pilos, y las que allí se habían juntado
de toda la tierra de Lacedemonia, que no hiciesen daño alguno en los
muros y reparos que habían hecho en Pilos; que a los lacedemonios se
les permitiera llevar por mar todos los días a los que estaban en la
isla cercada cierta cantidad de pan y vino y carne, tanto por cada
hombre libre, y la mitad para los esclavos, a vista de los atenienses,
sin que les fuese lícito pasar ningún navío a escondidas; que los
atenienses tuviesen sus guardas en torno de la isla, para que ninguno
pudiese salir, con tal de no intentar, ni innovar cosa alguna contra el
campo de los peloponesios por mar ni por tierra, y en caso que de una
parte u otra hubiese alguna contravención, por grande o pequeña que
fuese, las treguas se entendiesen rotas, debiendo durar lo más hasta
que los embajadores lacedemonios volvieran de Atenas, a los cuales los
atenienses habían de llevar y traer en uno de sus barcos. Acabada la
tregua, los atenienses deberían restituir a los lacedemonios las naves
que les habían dado, en la misma forma y manera que las recibiesen. Así
se convino la tregua, y para su ejecución, los lacedemonios entregaron
a los atenienses cerca de sesenta naves, siendo después enviados los
embajadores a Atenas, que hablaron en el Senado de la manera siguiente:




II.

Discurso de los lacedemonios a los atenienses pidiendo la paz y
respuesta de estos. Terminada la tregua comienza de nuevo la guerra.


«Varones atenienses, aquí nos han enviado los lacedemonios para tratar
con vosotros sobre aquella su gente de guerra que está cercada,
teniendo por cierto, que lo que redundare en su provecho en este caso
también redundará en vuestra honra. Y para esto no usaremos más largas
razones de las que tenemos de costumbre: porque nuestra usanza es no
decir muchas palabras cuando no hay gran materia para ello. Pero si el
caso lo requiere y el tiempo da lugar, hablamos un poco más largo, a
saber: cuando es necesario mostrar por palabras lo que conviene hacer
por obra. Os rogamos, que si fuéremos un poco largos en hablar no lo
toméis a mala parte, ni menos penséis que por recomendaros buen consejo
sobre lo que al presente habéis de consultar, os queremos enseñar
lo que debéis hacer, como si os tuviésemos en reputación de hombres
tardíos e ignorantes.

»Para venir al hecho, en vuestra mano está sacar gran provecho de
esta buena ventura que os ocurre al tener a los nuestros en vuestro
poder, porque adquiriréis gran gloria y honra, no haciendo lo que hacen
muchos, que no tienen experiencia del bien y del mal; porque estos,
cuando les sucede alguna prosperidad de repente, ponen pensamientos
en cosas muy altas, esperando que la fortuna les ha de ser siempre
favorable. Pero los que muchas veces han experimentado la variedad y
mudanza de los casos humanos, pesan más la razón y la justicia y no se
fían tanto en las prosperidades repentinas; lo cual es muy conveniente
a vuestra ciudad y a la nuestra, por la larga experiencia que tienen de
las cosas; y puesto que lo entendéis muy bien, lo veis mejor en el caso
presente.

»Nosotros, que ahora tenemos el principal mando y autoridad en toda
Grecia, venimos aquí ante vosotros para pediros lo que poco antes
estaba en nuestra mano otorgar a nuestra voluntad. Ni tampoco hemos
venido en esta desventura por falta de gente de guerra, ni por soberbia
de nuestras fuerzas y poder, sino por lo que suele suceder en todos los
casos humanos, que nos engañaron nuestros pensamientos, como a todos
sucede en las cosas que dependen de la fortuna. Por eso no conviene que
por la súbita prosperidad y por acrecentamiento de las fuerzas y poder
que tenéis al presente penséis que os ha de durar para siempre esta
fortuna, que todos los hombres sabios y cuerdos tienen por cierto no
haber cosa tan incierta como la prosperidad, por lo cual siempre son
más constantes, y están más enseñados a sufrir las adversidades.

»Ninguno piense que está en su mano hacer la guerra cuando bien les
pareciere, sino cuando la fortuna le guía y se lo permite; y los que no
se engríen ni ensoberbecen por prosperidades que les ocurran, yerran
pocas veces, porque la mayor felicidad no apaga en ellos el temor y
recelo. Si vosotros lo hacéis así, ciertamente os irá bien de ello; y
por el contrario, si rechazáis nuestras ofertas y después os sobreviene
alguna desgracia, como puede ocurrir cualquier día, no penséis en
guardar lo que al presente habéis ganado, pudiendo ahora, si queréis,
sin peligro ni daño alguno dejar perpetua memoria de vuestro poder y
de vuestra prudencia, pues veis que los lacedemonios os convidan a
conciertos y término de la guerra, ofreciéndoos paz y alianza y toda
clase de amistad y benevolencia para lo venidero, en recompensa de las
cuales cosas, os demandan tan solamente los suyos que tenéis en la
isla, pareciéndoles que esto es útil y provechoso a ambas partes, a
vosotros para evitar por este medio el peligro que podría ocurrir si
ellos se salvasen por alguna aventura, y si son presos, el de incurrir
en perpetua enemistad, que no se apagaría tan fácilmente. Porque cuando
una de las partes que hace la guerra es obligada por la otra más
poderosa, que ha llevado lo mejor de la batalla, a jurar y prometer
algún concierto en ventaja del contrario, no es el convenio tan firme
y valedero como cuando el victorioso, estando en su mano otorgar el
concierto que quisiese al contrario, lo hace más bueno o razonable que
esperaba del vencedor el vencido, que quien ve la honra y cortesía que
le han hecho, no procurará contravenir a su promesa, como no haría si
fuese forzado, antes trabajará por guardar y cumplir lo que prometió, y
tendrá vergüenza de faltar a ello.

»De esta bondad y cortesía usan los hombres grandes y magnánimos para
con los que son más poderosos adversarios, antes que con los que lo
son menores o iguales. Por ser cosa natural perdonar fácilmente al que
se rinde de buen grado, y perseguir a los rebeldes y obstinados con
peligro de nuestras personas, aunque antes no pensáramos hacerlo.

»En cuanto al caso presente, será cosa buena y honrosa para ambas
partes hacer una buena paz y amistad, tal cual jamás fue hecha en
tiempo alguno, antes que recibamos de vosotros algún mal o injuria sin
remedio, que nos fuerce a teneros siempre odio y rencor, así en común
como en particular; y antes que perdáis la posibilidad que tenéis
ahora de agradarnos en las cosas que os pedimos. Por tanto, mientras
que el fin de la guerra está en duda, hagamos conciertos amigables para
que vosotros con vuestra gran gloria y nuestra benevolencia perpetua,
y nosotros con una pérdida mediana y tolerable, evitemos la vergüenza
y deshonra. Escogiendo ahora el camino de la paz en vez de la guerra,
pondremos fin a los grandes males y trabajos de toda Grecia, de los
cuales todos echarán la culpa a vosotros, y os harán cargo de ellos
si rehusáis nuestra demanda, pues hasta ahora los griegos hacen la
guerra sin saber quién ha sido el promovedor de ella, mas cuando fuere
hecho este concierto, que por su mayor parte está en vuestra mano,
todos darán a vosotros solos las gracias. Sabiendo que está en vuestra
mano convertir ahora a los lacedemonios en vuestros amigos y perpetuos
aliados, haciéndoles antes bien que mal, mirad cuántos bienes podrán
seguir de ello, pues todos los otros griegos, que como sabéis son
inferiores a nosotros y a vosotros en dignidad, cuando supieren que
otorgáis la paz, la aprobarán y ratificarán, y la habrán por buena.»

De esta manera hablaron los lacedemonios pensando que los atenienses
tenían codicia de paz si hubieran podido alcanzarla de ellos antes, y
por esto aceptarían de buena gana las condiciones de ella, y les darían
los suyos que estaban cercados dentro de la isla. Pero los atenienses,
considerando que, cercados aquellos, podían hacer más ventajoso
convenio con los lacedemonios, querían sacar mejor partido de lo que
les ofrecían, mayormente por persuasión de Cleón, hijo de Cleéneto, que
entonces tenía gran autoridad en el pueblo, y era muy querido de todos.
Por parecer de este respondieron a los embajadores que ante todas cosas
convenía entregasen los que estaban en la isla con todas sus armas y
fuesen traídos presos a Atenas. Y hecho esto, cuando los lacedemonios
devolviesen a los atenienses las villas de Nisea, Pegas y Trecén, y
toda la tierra de Acaya que no habían perdido por guerra, sino por
el postrer convenio con ellos, siendo obligados por la adversidad a
dárselas, les podrían dar los suyos con más justa causa, y hacer algún
buen concierto a voluntad de ambas partes.

A esta respuesta no contradijeron los lacedemonios en cosa alguna, pero
pidieron que se designaran algunas personas notables para discutir con
ellas el hecho, y que después se hiciese lo que acordaran ser justicia
y razón. A esto se opuso Cleón, diciendo que debían entender, que ni
entonces, ni antes traían buena causa, pues no querían discutir delante
de todo el pueblo, sino hablar aparte en presencia de pocos, por lo
cual él era de opinión, que si tenían alguna cosa que alegar que fuese
justa y razonable, la dijesen delante de todos. Los embajadores de los
lacedemonios rehusaron hacerlo porque sabían que no les era lícito
ni conveniente hablar delante de todo el pueblo, y también porque
haciéndolo así, podría ser que, por tener en cuenta la necesidad y el
peligro en que estaban los suyos, otorgasen alguna cosa injusta, y
sabían muy bien que al llegar a noticia de sus aliados serían culpados,
y, por tanto, conociendo que no podían alcanzar de los atenienses cosa
buena ni razonable, partieron de Atenas sin concluir nada. Al volver
con los suyos espiraron las treguas, y pidiendo los lacedemonios
les devolviesen las naves que habían dado al convenirlas con los
atenienses, lo rehusaron estos, diciendo que los lacedemonios habían
contravenido al convenio, queriendo hacer algunas entradas en los
fuertes, y culpándoles de otras cosas fuera de toda razón. Quejáronse
los lacedemonios, demostrando que esto era contra la fe que les habían
dado los atenienses, pero no pudieron alcanzar cosa buena de ellos, por
lo cual, de una parte y de otra se aprestaron a la guerra, determinando
emplear todas sus fuerzas y poder en esta empresa de Pilos, donde los
atenienses tenían dos naves de guarda ordinaria en torno de la isla,
que andaban costeándola de día y de noche, menos cuando hacía gran
viento. Además les enviaron otras veinte naves de refresco, de manera
que reunieron setenta.

De la otra parte los peloponesios tenían plantado su campo en tierra
firme, y hacían sus acometidas a menudo a los fuertes y parapetos del
lugar, espiando de continuo para ver si de alguna manera podían salvar
a los que estaban en la isla.




III.

Hechos que realizaron en Sicilia los atenienses y sus aliados, y sus
contrarios, durante este tiempo.


Mientras que las cosas pasaban en Pilos de la manera que hemos
contado, en Sicilia los siracusanos y sus aliados rehicieron su armada
con barcos nuevos, y con los que los mesenios les habían enviado,
y guerreaban desde Mesena contra los de Regio a instigación de los
locros, que por la enemistad con los de Regio habían ya entrado en
sus términos con todas sus fuerzas por tierra, y parecioles a los
siracusanos que sería bueno probar fortuna por mar y pelear en ella,
porque los atenienses no tenían entonces gran número de naves en
Sicilia, aunque era de creer que cuando supiesen que los siracusanos
rehacían su armada para sujetar toda la isla, les enviarían más naves
de socorro. Parecíales que si lograban la victoria por mar fácilmente,
como esperaban, podrían tomar la ciudad de Regio antes que el socorro
de los atenienses llegase. Teniéndola por suya y estando situada sobre
un cerro o promontorio a la orilla de la mar en la parte de Italia,
y también a Mesena frente a ella, en la isla de Sicilia, podrían
fácilmente estorbar que los atenienses pasasen por el estrecho del Faro
que separa Italia de Sicilia, el cual es llamado Caribdis, y dicen que
Ulises le pasó cuando volvía de Troya. No sin causa es llamado así,
porque corre con gran ímpetu entre el mar de Sicilia, y el mar Tirreno.

Los siracusanos se juntaron allí cerca de la noche con su armada y la
de sus aliados que formarían treinta naves para dar la batalla a los
atenienses que tenían suyas diez y seis y otras ocho de los de Regio,
con las cuales pelearon contra ellos de tal manera que ganaron la
victoria, y pusieron a los siracusanos en huida salvándose cada cual lo
mejor que pudo y acogiéndose a Mesena, sin que hubiese más que un navío
de pérdida, porque la noche los separó.

Pasada esta victoria los locros levantaron su campo que tenían delante
de Regio, y volvieron a sus tierras. Mas poco después los siracusanos
y sus aliados juntaron su armada y fueron a la costa de Peloro, en
tierra de Mesena, donde tenían su infantería y donde también llegaron
los atenienses y los de Regio, y viendo las naves de los siracusanos
vacías las acometieron, mas habiendo embestido con una y echados sus
harpones de hierro la perdieron, aunque la gente que estaba dentro se
salvó a nado. Cuando los siracusanos que habían entrado en ella la
llevaban hacia Mesena, los atenienses volvieron a acometerles para
recobrar la nave, pero al fin fueron rechazados y perdieron otra nave.
De esta manera los siracusanos vencidos primero en la segunda batalla,
se retiraron con honra al puerto de Mesena sin haber perdido más que
los enemigos, y los atenienses se fueron a la marina avisados de que un
ciudadano llamado Arquias y sus secuaces querían entregar la ciudad a
los siracusanos por traición. Entretanto todos los de Mesena salieron
por mar y tierra contra la ciudad de Naxos, colonia calcídea junto a
la tierra de los mismos mesenios. Al llegar salieron los de Naxos al
encuentro por tierra, pero los rechazaron hasta dentro de las puertas
y los mesenios comenzaron a robar y talar las tierras alrededor de la
ciudad, y después la sitiaron.

Al día siguiente los que estaban en la mar abordaron a la ribera de
Acesines, la robaron y talaron. Sabido este mal por los sicilianos
que moraban en las montañas, se reunieron y bajaron a tierra de los
mesenios, y de allí fueron a socorrer a los de Naxos, que al verles
ir en su ayuda cobraron corazón, y animándose unos a otros, porque
eran los leontinos y otros griegos moradores de Sicilia los que les
socorrían, volvieron a salir de la ciudad y de repente dieron en los
contrarios con gran ímpetu, matando más de mil y los otros se salvaron
con gran trabajo, porque los bárbaros y otros naturales de la tierra
que salieron a cortarles el paso por los caminos mataron muchos.

Las naves que antes se recogieron a Mesena volvieron cada cual a su
tierra, por lo cual los leontinos y sus aliados con los atenienses se
esforzaron en poner cerco a Mesena sabiendo de cierto que estaban muy
trabajados los de dentro. Fueron, pues, los atenienses por la mar a
sitiar el puerto, y los otros por tierra a sitiar los muros, pero los
de Mesena con una banda de los locros que había quedado de guarnición
al mando de Demóteles salieron contra los de tierra, y los desbarataron
matando a muchos. Viendo esto los atenienses de la armada salieron de
sus barcos para socorrerles y cargaron contra los mesenios, de suerte
que los hicieron entrar en la villa huyendo. Dejaron allí su trofeo
puesto en señal de victoria y se volvieron a Regio.

Pasado esto, los griegos que habitan en Sicilia, sin ayuda de los
atenienses emprendieron la guerra unos contra otros.




IV.

Triunfan los atenienses en Pilos.


Teniendo los lacedemonios cercado a Pilos, y estando los suyos sitiados
por los atenienses en la isla, según arriba contamos, la armada de
los atenienses estaba en gran necesidad de vituallas y de agua dulce,
porque había un solo pozo situado en lo alto de la villa y era bien
pequeño. Veíanse, pues, obligados a cavar a la orilla del mar en la
arena, y sacar de aquella agua mala como puede suponerse. Además, el
lugar donde tenían su campo era muy estrecho, y las naves no estaban
seguras en la corriente; por lo que unas recorrían la costa para
coger vituallas, y otras se detenían en alta mar echadas sus áncoras.
Angustiaba también a los atenienses que la cosa fuera más larga de lo
que al principio creían, porque parecíales que los que estaban en la
isla, no teniendo vituallas ni agua dulce no podían estar tanto tiempo
como estuvieron por la provisión que hicieron los lacedemonios para
socorrerles, los cuales mandaron pregonar por edicto público que a
cualquiera que llevase a los que estaban dentro de la isla provisiones
de harina, pan, vino, carne, u otras vituallas darían gran suma de
dinero y si fuese siervo o esclavo alcanzaría libertad: a causa de lo
cual muchos se arriesgaban a llevarlas, principalmente los esclavos
por el deseo que tenían de ser libres, pasando a la isla por todos los
medios que podían, los más de ellos de noche, y por alta mar, sobre
todo cuando el viento soplaba de la mar hacia tierra, pues con él iban
más seguros sin ser sentidos de los enemigos que estaban en guarda,
por no poder buenamente estar en torno de la isla cuando reinaba aquel
viento más próspero y favorable a los que de alta mar iban a la isla,
porque los llevaba hacia ella. Los que estaban dentro los recibían
con armas, pero todos los que se aventuraron a pasar en tiempo de
bonanza fueron presos. También había muchos nadadores que pasaban
buzando desde el puerto hasta la isla, y con una cuerda tiraban de
unos odres que tenían dentro adormideras molidas con miel y simiente
de linaza majada con que socorrieron a los de la isla muchas veces,
antes que los atenienses les pudiesen sentir: mas haciéndolo a menudo,
fueron descubiertos y pusieron guardas. Cada cual de su parte hacía lo
posible, unos para llevar vituallas y los otros para estorbarlo.

En este tiempo, los atenienses que estaban en Atenas, sabiendo que los
cercados en Pilos se encontraban en gran apuro, y que los contrarios
metidos en la isla a gran pena podían tener vituallas, sospechando
que, al llegar el invierno que se acercaba, los suyos tuvieran grandes
necesidades estando en lugar desierto, porque en aquel tiempo sería
difícil costear el Peloponeso para abastecerles de vituallas, que no
era posible por el poco tiempo que quedaba del verano proveerles de
todas las cosas que les serían necesarias en abundancia, y que sus
naves no tenían puerto ni playa allí donde pudiesen estar seguras;
y por otra parte, que cesando la guarda en torno de la isla, los
que estaban allí se podrían salvar en los mismos navíos que les
llevaban provisiones cuando la mar lo permitiera, y sobre todo que
los lacedemonios, viéndose con alguna ventaja no volverían a pedir la
paz, estaban bien arrepentidos de no haberla aceptado cuando se la
ofrecieron. Sabiendo Cleón que todos opinaban había sido él solo la
causa de estorbarla, dijo que los negocios de la guerra no estaban de
la suerte que les daban a entender, y como los que habían dado cuenta
de ellos, pedían que enviasen otros para saber la verdad, si no lo
creían, se acordó que el mismo Cleón y Teágenes fuesen en persona; pero
considerando Cleón que, en tal caso, veríase forzado, o a referir lo
mismo que los primeros, o diciendo lo contrario, aparecer mentirosos,
persuadió al pueblo, que veía muy inclinado a la guerra, a que enviasen
algún socorro de gente más de los que habían determinado enviar
antes, diciendo que más valía hacerlo así que gastar tiempo esperando
la respuesta de los que fueran a saber la verdad, porque entretanto
podría llegar el socorro que enviaban, y dirigiéndose a Nicias, hijo
de Nicérato, uno de los caudillos de la armada, que estaba en Pilos,
enemigo y competidor suyo, dijo que con aquel socorro, si los que
mandaban en Pilos eran gente de corazón, podrían fácilmente coger a
los que estaban en la isla; y que si él se hallase allí, no dudaría en
salir con la empresa.

Entonces Nicias, viendo al pueblo descontento de Cleón, considerando
que si la cosa era tan fácil a su parecer no rehusaría ir a la jornada,
y también porque el mismo Cleón le echaba la culpa, le dijo que pues
hallaba la empresa tan segura tomase el cargo de ir con el socorro, que
de buena gana le daba sus veces para ello. Cleón, pensando al principio
que Nicias no lo decía de veras, sino cuidando que no lo haría aunque
lo decía, no curó de rehusarlo; pero viendo que aquel perseveraba en
su propósito, se excusó lo mejor que pudo diciendo que él no había
sido elegido para aquel cargo, sino Nicias. Cuando el pueblo vio que
Nicias no lo decía por fingimiento, sino que de veras quería dejar
su cargo a Cleón, e insistía en que lo aceptase, el vulgo, siempre
amigo de novedades, mandó a Cleón que lo desempeñara, y viendo este
que no podía rehusarlo, pues se había ofrecido a ejercerlo, determinó
aceptarlo, gloriándose de que él no temía a los lacedemonios, y quería
hacer aquella jornada sin tomar hombres de Atenas, sino solo a los
soldados de Lemnos y de Imbria, que a la sazón estaban en la ciudad,
todos bien armados, algunos otros armados solo de lanza y escudo, que
habían sido enviados en ayuda de Eno, y con estos algunos flecheros que
tomarían de otra parte hasta el número de cuatrocientos. Con estos y
con los que ya estaban en Pilos se alababa de que dentro de veinte días
traería a los lacedemonios que estaban en la isla presos a Atenas, o
los mataría. De estas vanaglorias y jactancias comenzaron a reírse los
atenienses, y por otra parte se holgaron mucho pensando que ocurriría
una de dos cosas: o que por este medio serían libres de la importunidad
de Cleón, que ya les era pesado y enojoso, si faltaba en aquello de que
se alababa, según tenía por cierto la mayor parte de ellos, o que, si
salía con la empresa, traería los lacedemonios a sus manos.

Estando la cosa así determinada en pública asamblea del pueblo, por
unanimidad fue nombrado Cleón general de la armada en lugar de Nicias,
y Cleón nombró por su acompañante a Demóstenes, que estaba en el campo
con gente, porque había entendido que opinaba acometer a los de la
isla, y que también los soldados atenienses, viendo lo mal dispuesto
del lugar donde estaban sobre el cerco, y que les parecía estar más
cercados que aquellos a quien cercaban, deseaban ya aventurar sus
personas para esto. También les daba mayor ánimo que la isla estaba ya
descubierta por muchas partes donde habían quemado leña de los montes,
pues al principio, cuando le pusieron cerco era tan espesa la arboleda,
que impedía caminar por ella, lo cual fue causa de que Demóstenes,
cuando le pusieron cerco al principio, temiese entrar, suponiendo que
escondidos en el bosque los enemigos podrían hacer mucho daño a los
suyos, sin riesgo, por saber los senderos y tener donde ocultarse.
Además, por mucha gente que tuviese no podría llegar con toda ella
a socorrer de pronto donde fuese menester, porque se lo estorbarían
las espesuras. Sobre todas estas razones que movían a Demóstenes les
infundía más temor pensar la pérdida que sufrieron en Etolia, ocurrida
en parte por causa de las espesuras.

Sucedió que algunos de los que estaban en la isla, saliendo al extremo
de ella, donde hacían la guardia, encendieron fuego para guisar, y
levantose tan gran viento que extendió el fuego, quemándose gran parte
del bosque, por lo que Demóstenes paró mientes en que había muchos más
contrarios que él pensaba, y viendo que tenían más fácil entrada en la
isla a causa de aquel fuego, le pareció buen consejo acometer a los
enemigos lo más pronto que pudiese. Preparadas las cosas necesarias
para hacerlo y llamados en ayuda los compañeros de guerra y los vecinos
más cercanos, llegole nueva de que se acercaba Cleón con el socorro que
había pedido a los atenienses, y determinó esperarle.

Cuando Cleón llegó, conferenciaron y parecioles bien enviar un trompeta
a los lacedemonios que cercaban a Pilos para saber si querían mandar
que los que estaban en la isla se rindiesen con sus armas a condición
de quedar presos hasta que se determinase, sobre todo el hecho de la
guerra: pero al saber la respuesta que trajo el trompeta de que los
lacedemonios no querían aceptar el partido, descansaron aquel día, y
llegada la noche, metieron la mayoría de su gente de guerra en algunos
navíos, desembarcando en la isla al alba por dos puntos, por la parte
del puerto y por la de alta mar, unos ochocientos. En seguida empezaron
a recorrer la tierra hacia donde estaban los centinelas de los enemigos
aquella noche, que serían hasta treinta, porque los otros, o la mayor
parte de ellos, estaban en un lugar descubierto, casi a media legua,
cercado de agua, con Epitadas, su capitán, y otros al cabo de la isla
por la parte de Pilos. A estos no podían acometerles por la mar a causa
de que la isla por aquel lado estaba muy alta y no se podía subir ni
entrar, y de la parte de la villa era mala de entrar por un castillo
viejo de piedra tosca que los enemigos guardaban para su defensa y
amparo si perdían los otros puntos. Los que iban contra las centinelas
los hallaron durmiendo, de manera que antes que se pudiesen armar,
fueron todos muertos, porque no sospechaban mal ninguno, ni pensaban
que desembarcarían por aquel punto, pues aunque oyeron a las naves
remar a lo largo de la costa, pensaban que eran los que hacían la
guarda de noche, según costumbre.

Pasado esto, cuando fue de día claro, los demás de la armada, que
estaban aún metidos en sus barcos que habían abordado a la isla,
en número de sesenta naves, saltaron en tierra así los que estaban
primero en el cerco como los que trajo Cleón consigo, excepto los que
quedaban en guarda del campo y de las municiones, que serían entre
todos ochocientos flecheros y otros tantos de lanzas y escudos armados
a la ligera. A todos los puso Demóstenes en orden y los repartió en
diversas compañías, una distante de otra, a doscientos hombres por cada
compañía, y en alguna parte había menos, según la capacidad del lugar
donde estaban. Mandoles que fuesen ganando tierra hacia lo más alto
para que llegasen a dar de noche sobre los enemigos y apretarles por
todas partes, de suerte que no supiesen donde irse por la multitud de
gente que cargara sobre ellos por todos lados. Así se hizo, y cercados
los lacedemonios, les acometían por todas partes. De cualquiera que
se volvían, eran atacados a retaguardia por los que iban armados a la
ligera, que les alcanzaban pronto, y por los flecheros que los herían
de lejos con flechas, dardos y piedras tiradas con mano y con honda, de
manera que esperándose un poco, caían sobre ellos, porque estos tienen
la costumbre de vencer cuando parece que van huyendo, pues nunca cesan
de tirar, y cuando los enemigos se vuelven, revuelven sobre ellos por
las espaldas. Este orden guardó Demóstenes en la pelea así al entrar en
la isla como después en todos los combates que hubo en ella.

Cuando Epitadas y los que estaban con él, que eran los más en número,
vieron que sus guardas y los del primer fuerte habían sido rechazados,
y que todo el tropel de los enemigos venía contra ellos, se pusieron en
orden de batalla y quisieron marchar contra los atenienses que venían
de frente, mas no pudieron venir a las manos ni mostrar su valentía,
porque los tiradores y flecheros atenienses y los armados a la ligera
que iban por los lados se lo estorbaban, por lo cual esperaron a pie
firme. Los atenienses armados a la ligera los apretaban, y fingiendo
que huían, se defendían y trabajaban por guarecerse entre las peñas
y lugares ásperos, de suerte que los lacedemonios armados de gruesas
armas, no los podían seguir. Así pelearon algún tiempo escaramuzando.
Después, viendo los atenienses armados a la ligera que los lacedemonios
estaban cansados de resistirles tanto tiempo, tomaron más corazón y
osadía y se mostraron muchos más en número porque no hallaban los
lacedemonios tan valientes ni esforzados como pensaban al principio
cuando entraron en la isla, pues entonces iban con temor contra ellos
por la gran fama de su valentía. Todos a una con gran ímpetu y con
grandes voces y alaridos, dieron sobre ellos tirándoles flechas,
piedras y otros tiros, lo que cada cual tenía a mano. La grita y
esta manera nueva de combatir dejó a los lacedemonios que no estaban
acostumbrados, atónitos y espantados. Por otra parte, el polvo de la
ceniza que salía de los lugares donde habían encendido fuego era tan
grande en el aire, que no se podían ver, ni por este medio evitar
los tiros contra ellos, quedando muy perplejos porque sus celadas y
morriones de hierro no los guardaban del tiro, y sus lanzas estaban
rotas por las piedras y otros tiros que les tiraban los contrarios.
Además, estando cercados y acometidos por todas partes, no podían ver a
los que les atacaban, ni oír lo que les mandaban sus capitanes por la
gran grita de los enemigos, ni sabían qué hacer ni veían manera para
salvarse. Finalmente, estando ya la mayor parte de ellos heridos, se
retiraron todos hacia un castillo al término de la isla, donde había
una parte de los suyos. Viendo esto los atenienses armados a la ligera
los apretaron más osadamente con gran grita y con muchos tiros, y a
todos aquellos que veían apartados del escuadrón los mataban, aunque
una gran parte de los lacedemonios se salvaron por las espesuras y se
unieron a los que estaban en guarda del castillo, y todos se aprestaron
para defenderlo por la parte que los pudiesen acometer. Los atenienses
los seguían de más cerca, y viendo que no podían sitiar el lugar por
todos lados por la dificultad del terreno, se pusieron en un lugar
más alto, de donde a fuerza de tiros y por cuantos medios pudieron,
procuraron lanzarlos del castillo donde se defendían obstinadamente,
y de esta manera duró el combate la mayor parte del día, por lo cual,
todos, así de una parte como de la otra, estaban muy trabajados por el
sol, la sed y el cansancio.

Estando las cosas en estos términos, y viendo el capitán de los
mesenios que no llevaban camino de terminar, vino a Cleón y a
Demóstenes, y díjoles que en balde trabajaban para coger a los enemigos
por aquella vía; pero que si le daban algunos hombres de a pie, armados
a la ligera, y algunos flecheros, procuraría cogerlos descuidados por
las espaldas, entrando por donde mejor pudiese. Diéronselos, y los
llevó lo más encubiertamente que pudo por las rocas, peñas y otros
lugares apartados, rodeando la isla, tanto que vino a un lugar donde no
había guarda ni defensa alguna, ni les parecía a los lacedemonios que
la habían menester, por ser inaccesible, y con gran trabajo subió hasta
la cumbre. Cuando los lacedemonios se vieron asaltados por la espalda,
espantáronse, y casi perdieron la esperanza de poder salvarse, y los
atenienses, que los acometían de frente, se alegraron, como quien está
seguro de la victoria.

Los lacedemonios se hallaron cercados, ni más ni menos que los que
peleaban contra los persas en las Termópilas, si se puede hacer
comparación de cosas grandes a pequeñas, pues así como aquellos fueron
atajados por todas partes por las sendas estrechas de la montaña, y al
fin muertos todos por los persas, así también estos, siendo acosados
por todos lados y heridos, no se podían defender; y viendo que peleaban
tan pocos contra tantos enemigos, y que estaban desfallecidos y
cansados, y casi muertos de hambre y de sed, no curaban de resistir,
sino que abandonaban muros y defensas, ganando los atenienses todas las
entradas del lugar. Observaron Cleón y Demóstenes que mientras menos
se defendían los enemigos, morían más, y con el deseo de llevarlos
prisioneros a Atenas si se querían entregar, mandaron retirar a los
suyos, y pregonar que se rindieran. Muchos lacedemonios lanzaron
sus escudos a tierra y sacudieron las manos, lo cual era señal que
aceptaban el partido, habiendo tregua por corto tiempo, durante la
cual conferenciaron Cleón y Demóstenes de parte de los atenienses, y
Estifón, hijo de Fárax, de la de los lacedemonios, porque Epitadas
había muerto en la batalla, y el hipágreta[82] que le sucedió en el
mando estaba herido y en tierra entre los muertos, aunque vivo aún.
Los representantes de los lacedemonios dijeron a Cleón y Demóstenes que
antes de aceptar el partido, querían saber el parecer de sus caudillos,
que estaban en tierra firme; y viendo que los atenienses no se lo
querían otorgar, llamaron en alta voz a los trompetas de aquellos hasta
tres veces. Al fin vino uno de los trompetas en una barca, y les dijo
de parte de los jefes que aceptasen las condiciones que les pareciesen
honrosas; y consultado sobre esto entre sí, se rindieron con sus armas
a merced de los enemigos.

Así estuvieron toda aquella noche y el día siguiente, guardados como
prisioneros, y al otro día por la mañana los atenienses levantaron
trofeo en señal de victoria en la misma isla, repartieron los
prisioneros en cuadrillas y les dieron en guarda a los trierarcas[83].
Pasado esto, se prepararon para volver a Atenas, y otorgaron a los
lacedemonios los muertos para sepultarlos. De cuatrocientos veinte
que había en la isla, se hallaron prisioneros doscientos ochenta,
entre ellos ciento veinte de Esparta; los demás fueron muertos por los
atenienses, no siendo muchos porque no se luchó cuerpo a cuerpo.

El tiempo que los lacedemonios estuvieron en la isla cercados desde la
primera batalla naval hasta la postrera, fue setenta y dos días, de los
cuales tuvieron vituallas durante los veinte que los embajadores fueron
y vinieron de Atenas por el convenio hecho: el tiempo restante se
mantuvieron con lo que les traían por mar escondidamente; y aun después
de la última batalla se halló en su campo trigo y otras provisiones,
porque Epitadas, su capitán, se las repartía muy bien según que la
necesidad obligaba. De esta manera se separaron los atenienses y
los lacedemonios de Pilos, y volvieron cada cual a su casa, y así
se cumplió la promesa que arriba dijimos había hecho Cleón a los
atenienses al tiempo de su partida, aunque loca y presuntuosa, porque
llevó los enemigos prisioneros dentro de los veinte días, según había
prometido.

Esta fue la primera cosa que sucedió en aquella guerra contra el
parecer de todos los griegos, porque no esperaban que los lacedemonios,
por hambre, ni sed, ni otra necesidad que les ocurriese, se rindieran y
entregaran las armas, sino que pelearían hasta la muerte; y si los que
se rindieron hubieran igualado en esfuerzo a los que murieron peleando,
no se entregaran de aquella manera a los enemigos. De aquí que después
que los prisioneros fueron llevados a Atenas, preguntado uno de ellos
a manera de escarnio, por un ateniense, si sus compañeros muertos en
la batalla eran valientes, le respondió de esta manera: «Mucho sería
de estimar un dardo que supiese diferenciar los buenos de los ruines»,
queriendo decir que sus compañeros habían sido muertos por pedradas y
flechas que les tiraban de lejos, y no a las manos, por lo que no se
podía juzgar si murieron o no como bravos.

Los atenienses mandaron guardar a los prisioneros hasta hacer algún
convenio con los peloponesios, y si entretanto entraban en su tierra,
matarlos.

En cuanto a lo demás, los atenienses dejaron guarnición en Pilos, y aun
sin esto los mesenios enviaron desde el puerto de Naupacto algunos de
los suyos que les parecieron más convenientes para estar allí, porque
en otro tiempo el lugar de Pilos solía ser tierra de Mesenia, y los que
la habitaban eran corsarios y ladrones que robaban la costa de Laconia,
y hacían muchos males, valiéndose de que todos hablaban la misma lengua.

Esta guerra amedrentó a los lacedemonios, por no estar acostumbrados
a hacerla de aquel modo, y porque los hilotas y esclavos se pasaban a
los enemigos. En vista de ello, enviaron secretamente embajadores a los
atenienses para saber si podrían recobrar a Pilos y a sus prisioneros;
pero los atenienses, que tenían los pensamientos más altos y codiciaban
mucho más, después de muchas idas y venidas, los despidieron sin
concluir nada. Este fin tuvieron las cosas de Pilos.




V.

Victoria de los atenienses contra los corintios.


Pasadas estas cosas, y en el mismo verano[84], los atenienses fueron
a hacer la guerra de Corinto con ochenta naves y dos mil hombres
de a pie, todos atenienses, y en otros barcos bajos para llevar
caballos fueron doscientos hombres de caballería; también iban en su
compañía, para ayudarles en esta empresa, los milesios, los andrios y
los caristios, y por general Nicias, hijo de Nicérato, con otros dos
compañeros. Navegando a lo largo de la tierra entre Quersoneso y Rito,
al alba del día se hallaron frente a un pequeño cerro llamado Soligeo,
desde donde antiguamente los dorios guerrearon contra los etolios, que
estaban dentro de la ciudad de Corinto, y hoy día hay en él un castillo
que tiene el mismo nombre del cerro. Dista de la orilla del mar por
donde pasan las naves, cerca de doce estadios[85], de la ciudad unos
sesenta[86] y del estrecho llamado Istmo, veinte[87]. En este cerro los
corintios, avisados de la llegada de los atenienses, reunieron todo
su ejército, excepto los que habitan fuera del estrecho en la tierra
firme, de los cuales quinientos habían ido a Ambracia y a Léucade
para guardarlas. Pero como los atenienses pasasen de noche delante de
ellos sin ser oídos ni vistos, cuando entendieron por la señal de los
que estaban en las atalayas que habían pasado de Soligeo y saltado
en tierra, distribuyeron su ejército en dos cuerpos: el uno se situó
en Céncreas para socorrer la villa de Cromión si los atenienses la
atacaban, y el otro fue a socorrer a los moradores de la costa donde
los atenienses desembarcaron.

Habían los corintios nombrado para esta guerra dos capitanes, uno
llamado Bato, el cual con una parte del ejército se metió dentro del
castillo de Soligeo, que no era muy fuerte de muros para defenderle, y
el otro, llamado Licofrón, salió a combatir a los atenienses que habían
saltado en tierra, y encontró la extrema derecha de su ejército, en la
cual iban los caristios a retaguardia, acometiéndoles valerosamente, y
trabando una pelea muy ruda, donde todos venían a las manos, mas al fin
los corintios fueron rechazados hasta la montaña donde había algunos
parapetos de murallas derrocadas. Haciéndose fuertes en este lugar,
que era muy ventajoso para ellos, hicieron retirarse a los enemigos a
fuerza de pedradas.

Cuando vieron los corintios a los enemigos en retirada, cobraron ánimo,
y salieron otra vez contra ellos, empeñándose de nuevo la batalla, más
encarnizada que la primera vez. Estando en lo más recio de ella, vino
en socorro de los corintios una compañía, y con su ayuda rechazaron
a los atenienses hasta la mar, donde se juntaron todos los de Atenas
y volvieron a rechazar a los corintios. Entretanto, la otra gente de
guerra peleaba sin cesar unos contra otros. A saber, el ala derecha de
los corintios, en la cual estaba Licofrón, contra la de los atenienses,
temiendo que esta atacase el castillo de Soligeo, y así duró la batalla
largo tiempo, sin que se conociese ventaja de una ni de otra parte;
mas al fin los de a caballo que acudieron en ayuda de los atenienses,
dieron sobre los corintios y los dispersaron, retirándose estos a un
cerro, donde, no siendo perseguidos, se desarmaron, y reposaron. En
este encuentro murieron muchos corintios, y entre otros Licofrón, su
capitán; los otros todos se retiraron al cerro, y allí se hicieron
fuertes, no cuidando los enemigos de seguirles, y retirándose a
despojar los muertos. Después levantaron trofeo en señal de victoria.

Los corintios que se habían quedado en Céncreas no podían ver nada de
esta batalla, porque el monte Oneo, que estaba en medio, lo impedía;
mas viendo la polvareda muy espesa, y conociendo por esta señal que
había batalla, vinieron con gran diligencia en socorro de los suyos,
y juntamente con ellos los viejos que habían quedado en la ciudad.
Advirtieron los atenienses que iban contra ellos, y creyendo que eran
los vecinos y comarcanos de los corintios, de tierra de peloponesios,
que acudían en su socorro, se acogieron a los barcos con los despojos
de los enemigos y los cuerpos de los suyos que perecieron en la
batalla, excepto dos que no pudieron hallar ni reconocer, los cuales
recobraron después por convenio con los corintios. Embarcados,
partieron hacia las islas más cercanas, y hallose que habían muerto en
aquella jornada de los corintios doscientos veinte, y de los atenienses
cerca de cincuenta.

Los atenienses fueron después a Cromión, que es de tierra de los
corintios, y está apartada de Corinto ciento veinte estadios[88] y
allí estuvieron una noche y un día saqueándola. Desde Cromión vinieron
a Epidauro, y de allí tomaron su derrota para Metana, que está entre
Epidauro y Trecén, ganando el estrecho de Quersoneso donde está situada
Metana, que fortificaron y guarnecieron con su gente, la cual, después
de algún tiempo, hizo muchos robos en tierra de Trecén y Epidauro, y
también de Halias. Hecho esto, los atenienses volvieron a su tierra.




VI.

Los atenienses ayudan a entrar en Corcira a los desterrados y después
los matan.


Al mismo tiempo que pasaban estas cosas, Eurimedonte y Sófocles,
capitanes de los atenienses, partieron con su armada para ir a
Sicilia y descendieron en tierra de Corcira. Estando allí salieron
al campo juntamente con los ciudadanos contra los desterrados que,
habiéndose hecho fuertes en el monte de Istone, ocuparon todas las
inmediaciones de la ciudad y hacían gran daño a los que estaban
dentro. Acometiéndoles, les ganaron los parapetos que habían hecho,
obligándoles a huir y a retirarse a un lugar más alto de la montaña,
donde, puestos en gran aprieto, se rindieron con condición de entregar
todos los extranjeros que habían ido en su ayuda a la voluntad de los
atenienses y corcirenses, y que los naturales de la ciudad estuviesen
en guarda hasta tanto que los atenienses conociesen de su causa y
determinasen lo que querían hacer de ellos, y si entretanto se hallase
que un solo hombre de ellos contraviniera a este convenio o quisiese
huir, dejara de aplicarse a todos en general. En cumplimiento de este
contrato fueron llevados a la isla de Ptiquia. Pero sospechando los
principales de Corcira que los atenienses por piedad no los mandasen
matar como ellos deseaban, inventaron este engaño. Primeramente
enviaron a la isla algunos amigos de los desterrados que allí estaban,
los cuales les hicieron entender que los atenienses tenían determinado
entregarlos a los corcirenses, por lo cual harían bien en procurar
salvarse prometiéndoles navíos para ello. Con este consejo acordaron
escaparse y embarcados ya fueron presos por los mismos corcirenses.

Roto de esta manera el contrato arriba dicho, los capitanes atenienses
entregaron los presos a la voluntad de los corcirenses, aunque primero
fueron advertidos del engaño, mas lo hicieron, porque debiendo partir
de allí para Sicilia, pesábales que otras personas tuviesen la honra de
llevar a Atenas a los que ellos habían vencido. Puestos los prisioneros
en manos de los de la ciudad de Corcira fueron todos metidos en un
gran edificio, y después los mandaron sacar fuera de veinte en veinte
atados y pasar por medio de dos hileras de hombres armados. Al pasar
por la calle, antes que llegasen donde estaban los hombres armados, los
que tenían algún odio particular contra alguno de ellos, le picaban y
punzaban, y asimismo los verdugos que los llevaban los herían cuando
no se apresuraban; finalmente, al llegar adonde estaban los armados
puestos en orden, fueron muertos y hechos piezas por estos, y de esta
manera en tres veces, de veinte en veinte, mataron sesenta antes que
los otros que quedaban dentro de la prisión en el edificio supiesen
nada, porque pensaban que les mandaban salir de allí para llevarlos a
otra prisión; pero al avisarles lo que sucedía comenzaron a dar gritos
y a llamar a los atenienses, diciendo que querían ser muertos por estos
si así era su voluntad, y que no dejarían a otras personas entrar en
la prisión donde estaban mientras tuviesen aliento. Viendo esto los
corcirenses no quisieron romper la puerta de la prisión, sino que
subieron encima del edificio y quitaron la techumbre por todas partes,
y después, con tejas y piedras tiraban a los que estaban dentro y los
mataban, a pesar que los prisioneros se escondían lo más que podían,
y muchos se mataban con sus propias manos, unos con las flechas que
les tiraban sus contrarios metiéndoselas por la garganta, y los otros
ahogándose con los lienzos de sus lechos y con las cuerdas que hacían
de sus vestidos, de suerte que entre aquel día y la noche siguiente
fueron todos muertos. Al otro día por la mañana llevaron sus cuerpos
en carretas fuera de la ciudad, y todas sus mujeres que se hallaban
con ellos dentro de la prisión, fueron hechas siervas y esclavas. Así
acabaron los desterrados por haberse rebelado en la ciudad de Corcira,
y tuvieron fin aquellos bandos y rebeliones habidas por causa de esta
guerra de que al presente hablamos, porque de las rebeliones anteriores
no quedaba raíz ninguna de que se pudiese tener sospecha por entonces.




VII.

Victorias y prosperidades de los atenienses en aquella época, sobre
todo en la isla de Citera.


Después de estas cosas, los atenienses arribaron en Sicilia con su
armada, y, unidos a sus aliados, comenzaron la guerra contra sus
enemigos comunes. En este mismo verano los atenienses y los acarnanios
que estaban en Naupacto tomaron por traición la ciudad de Anactorio,
situada a la entrada del golfo de Ambracia, que es de los corintios, la
cual habitaron después los acarnanios, expulsando a todos los corintios
que en ella moraban. Y en esto pasó el verano.

Al principio del invierno[89], Arístides, hijo de Arquipo, uno de
los capitanes de la armada de los atenienses enviada a cobrar de los
aliados la suma de dinero que habían de dar para ayuda de la guerra,
encontró en el mar un barco, junto al puerto de Eyón, en la costa de
Estrimonia, y en él venía un persa que el rey Artajerjes enviaba a los
lacedemonios, llamado por nombre Artafernes, al que prendió con las
cartas que traía, y llevádole a Atenas, donde fueron estas traducidas
de lengua persa al griego. Entre otras cosas, contenían que el rey se
maravillaba mucho de los lacedemonios, y no sabía la causa porque le
habían enviado varios mensajes discordantes, y que si le querían hablar
claramente, le enviasen personas con Artafernes, su embajador, que le
diesen a entender su voluntad.

Algunos días después los atenienses enviaron a Artafernes a Éfeso con
embajadores para el rey Artajerjes, su señor; pero al llegar tuvieron
nueva de la muerte de este rey, y volvieron a Atenas.

En este mismo invierno los de Quíos fueron obligados por los atenienses
a derrocar un muro que habían hecho de nuevo en torno de su ciudad, por
sospechar estos que quisiesen tramar algunas novedades o revueltas,
aunque los de Quíos se disculpaban buenamente, ofreciéndoles dar
seguridad bastante de que no innovarían cosa alguna contra los
atenienses.

Pasó el invierno, que fue el fin del séptimo año de la guerra que
escribió Tucídides. Al comienzo del verano siguiente, cerca de la nueva
luna, hubo eclipse de sol, y en este mismo mes en toda Grecia un gran
temblor de tierra. Los desterrados de Mitilene y de la isla de Lesbos,
con gran número de gente de la tierra firme donde se habían acogido y
de los del Peloponeso, tomaron por fuerza la ciudad de Retio, aunque
pocos días después la devolvieron, sin hacer en ella daño, por 2000
estateros de moneda de Focea que les dieron; de allí se fueron a la
ciudad de Antandro, la cual tomaron por traición, valiéndose de algunos
que estaban dentro e intentaban libertar las otras ciudades llamadas
acteas[90], que en otro tiempo habían sido habitadas por los mitilenios
y a la sazón las poseían los atenienses. La causa principal de querer
tomar la ciudad de Antandro era porque les parecía muy a propósito para
hacer naves, a causa de la mucha madera que en ella hay y en el monte
Ida, que está cercano, y también porque desde allí podían hacer la
guerra muy sin peligro a los de la próxima isla de Lesbos, y asimismo
tomar y destruir los lugares de los eolios, que estaban en tierra
firme.

En este mismo verano los atenienses enviaron sesenta naves, y en ellas
2000 hombres de a pie y algunos de a caballo y los aliados milesios
y de otros pueblos, a las órdenes de Nicias, hijo de Nicérato; de
Nicóstrato, hijo de Diítrefes, y de Autocles, hijo de Tolmeo, para
hacer la guerra a los de Citera. Es Citera una isla frente a Laconia,
de la parte de Malea, habitada por lacedemonios, los cuales enviaban
allí cada año sus gobernadores, y tenían en ella gente de guarnición
para guardarla, pues la apreciaban mucho, por ser feria y mercado para
las mercaderías que venían por mar de Egipto y de Libia, y también
porque impedía robar la costa de Laconia, por su situación entre el mar
de Sicilia y el de Creta.

Al arribar los atenienses a esta isla con diez naves y 2000 milesios,
tomaron una ciudad a la orilla del mar, llamada Escandea. La armada
restante fue por la costa hacia donde está la ciudad de Malea, y se
dirigió a una ciudad principal, que está junto al mar, llamada Citera,
donde halló a los citereos todos en armas esperándoles fuera de la
población. Acometiéronles, y después de defenderse gran rato, les
hicieron retirarse a la parte más alta de la ciudad, rindiéndose en
seguida a Nicias y a los otros capitanes atenienses, con condición de
que les salvasen las vidas. Antes de entregarse, algunos conferenciaron
con Nicias para ordenar las cosas que habían de hacer a fin de que el
convenio se ejecutase más pronto y seguramente.

Ganada la ciudad, los atenienses trasladaron todos los griegos a
habitar en otra parte, porque eran lacedemonios, y también porque la
isla estaba frente a la costa de Laconia.

Después de tomar la ciudad de Escandea, que es puerto de mar, y de
poner guarnición en Citera, navegaron hacia Asina y Helos y otros
lugares marítimos, donde saltaron en tierra e hicieron mucho daño
durante siete días.

Los lacedemonios, viendo que los atenienses tenían a Citera, y
temiendo les acometiesen desde allí, no quisieron enviar gruesa armada
a parte alguna contra sus enemigos, sino que repartieron su gente
de guerra en diversos lugares de su tierra que les pareció tener
más necesidad de defensa, y también porque algunos de estos no se
rebelasen considerando la gran pérdida de su gente en la isla junto
a Pilos, la pérdida de Pilos y de Citera, y la guerra que les habían
movido por todas partes, cogiéndoles desprovistos. Para esto tomaron
a sueldo, contra su costumbre, 300 hombres de a caballo y cierto
número de flecheros; y si en algún tiempo fueron perezosos en hacer la
guerra, entonces lo fueron mucho más, excepto en aprestos marítimos,
mayormente teniendo que guerrear con los atenienses, que ninguna cosa
les parecía difícil sino lo que no querían emprender. Tenían además en
cuenta muchos sucesos que les habían sido contrarios por desgracia y
contra toda razón, temiendo sufrir alguna otra desventura como la de
Pilos. Por esto no osaban acometer ninguna empresa, creyendo que la
fortuna les era totalmente contraria y que todas aquellas les serían
desdichadas, idea producida por no estar acostumbrados a sufrir adversa
fortuna. Dejaban, pues, a los atenienses robar y destruir los lugares
marítimos de sus tierras, sin moverse ni enviar socorro, dejando la
defensa a los que habían puesto de guarnición, y juzgándose por más
débiles y flacos que los atenienses, así en gente de guerra como en el
arte y práctica de la mar. Pero una compañía de su gente que estaban de
guarnición en Cotirta y en Afroditia, viendo una banda de los enemigos
armados a la ligera desordenados, dieron contra ella y mataron algunos,
aunque después fueron estos socorridos por soldados de armas gruesas, y
cogieron bastantes de los contrarios, quitándoles las armas.

Los atenienses, después de levantar trofeo en señal de victoria en
Citera, navegaron para Epidauro Limera, y destruyeron y robaron los
lugares de la costa de los epidaurios. De allí partieron a Tirea,
en la región llamada Cinuria, que divide la tierra de Laconia de la
de Argos. A Tirea la dieron a poblar y cultivar los lacedemonios
a los eginetas echados de su tierra, así por los beneficios que
habían recibido de ellos cuando los terremotos, como también porque,
siendo súbditos de los atenienses, siempre tuvieron el partido de los
lacedemonios.

Al saber los eginetas que los atenienses habían arribado a su
puerto, desampararon el muro que habían hecho por parte de la mar, y
retiráronse a lo alto de la villa, que dista cerca de diez estadios,
y con ellos una compañía de lacedemonios que les habían enviado para
guarda de la ciudad y para que les ayudasen a hacer aquel muro. Esta
compañía nunca quiso entrar en la ciudad, aunque se lo rogaron mucho
los eginetas, por parecerle que correría gran peligro si se encerraba
en ella. Viendo que no eran bastantes para resistir a los enemigos, se
retiraron a los lugares más altos, y allí estuvieron. Al poco rato los
atenienses fueron con todo su poder a entrar en la ciudad de Tirea,
la tomaron sin resistencia y la saquearon y quemaron, prendiendo a
todos los eginetas que hallaron vivos, entre ellos a Tántalo, hijo de
Patrocles, que los lacedemonios habían enviado por gobernador, aunque
estaba muy mal herido, y los metieron en sus naves para llevarlos a
Atenas. También llevaron con ellos algunos prisioneros que habían hecho
en Citera, los cuales después fueron desterrados a las islas. A los
ciudadanos que quedaron en Citera les impusieron un tributo de cuatro
talentos por año[91]; pero a los eginetas, por el odio antiguo que
los atenienses les tenían, los mandaron matar a todos, y a Tántalo le
pusieron en prisión con los otros lacedemonios cogidos en la isla.




VIII.

Los sicilianos, por consejo de Hermócrates, ajustan la paz entre sí y
despiden a los atenienses.


En este mismo verano[92], en Sicilia fueron hechas treguas primeramente
entre Camarina y Gela, y poco después todas las ciudades de la isla
enviaron embajadores para hacer convenios, y después de muchos y
contrarios pareceres porque cada uno defendía su interés particular,
quejándose de los agravios que había recibido de los otros, levantose
Hermócrates, hijo de Hermón, siracusano, que era el que más les
aconsejaba lo que convenía al bien de todos, y les hizo este
razonamiento:

«Varones sicilianos: Yo soy natural de una ciudad de Sicilia, que ni
es de las menores ni de las más trabajadas por guerras; por ello, lo
que os quiero decir no es porque deba tener más miedo a la guerra que
los otros, sino para representaros lo que me parece cumple al bien de
toda esta tierra. Mostrar cuán triste cosa es la guerra y los males
que acarrea consigo, no es fácil expresarlo con palabras, por muy
largo razonamiento que se hiciese. Ninguno por ignorancia o falta de
entendimiento es obligado a emprenderla, ni tampoco veo que haya quien
renuncie a hacerla, si piensa ganar en ella, por temor del mal que le
pueda venir. Mas sucede muchas veces a los que la emprenden parecerles
alcanzar más provecho que daño, y los que más consideran los peligros
e inconvenientes, quieren mejor aventurarse que perder cosa alguna de
los bienes que poseen. Como ni unos ni otros pueden alcanzar lo que
desean sino con el tiempo, me parece que las amonestaciones para la paz
son útiles y provechosas a todos, y más a nosotros en este momento si
somos cuerdos, que si antes de ahora cada cual ha emprendido la guerra
por procurar su provecho, ahora, que todos estamos metidos y revueltos
en guerras civiles, debemos intentar volver a la paz; y si por esta vía
no pudiere cobrar cada cual lo suyo, emprenderemos de nuevo la guerra
si bien nos pareciere. Bueno es que entendamos, si somos cuerdos, que
este concurso no se hace por conocer y determinar nuestras cuestiones
particulares, sino para consultar en común si podremos entregar
toda Sicilia a los atenienses, los cuales, a mi parecer, nos traman
asechanzas y procuran sujetarnos a todos. Pensad que ellos mismos son,
con su conducta, mejores consejeros de nuestra paz y amistad que mis
palabras y amonestaciones, porque tienen ejército más poderoso que
todos los otros griegos, el cual pasa a su salvo por mar en muy pocas
naves cuando saben nuestras faltas, que están esperando y acechando
continuamente, y aunque vienen so color de amistad y alianza, son en
verdad nuestros enemigos, y solo atienden a su interés y provecho.

»Si escogemos la guerra en vez de la paz, y llamamos en nuestra ayuda
a esos atenienses, que aun no siendo llamados vienen a hacernos la
guerra, cuando nos vieren trabajados con disensiones civiles y gastadas
nuestras haciendas, pensarán que todos estos males redundan en provecho
y aumento de su señorío, y estimándonos débiles, vendrán con más
fuerzas a ponernos bajo su mando. Por ello, si somos cautos, mejor
será a todos nosotros llamarlos amigos y confederados para invadir las
tierras ajenas que para destruir las nuestras, sufriendo los peligros y
daños consiguientes.

»Debemos considerar que las sediciones y diferencias de las ciudades
de Sicilia, no solamente son dañosas para las mismas ciudades, sino
también para Sicilia y para todos nosotros los moradores de ella,
porque mientras pelean unas con otras nos traman asechanzas nuestros
enemigos. Teniendo todo esto en cuenta, debemos reconciliarnos y todos
trabajar por salvar y libertar nuestra tierra de Sicilia, sin pensar
en que algunos de nosotros son descendientes de los dorios, enemigos
de los atenienses, y que los calcídeos, por el antiguo parentesco que
tienen con los jonios, les son buenos amigos, porque los atenienses no
emprendieron esta guerra por amistad con alguna parcialidad de nuestros
bandos, sino solo por la codicia de nuestros bienes y haciendas. Bien
se conoce en lo pronto que han acudido en ayuda de los que entre
nosotros somos calcídeos de nación, aunque nunca recibieron beneficios
de ellos ni con ellos tuvieron amistad. No censuro a los atenienses
porque procuran aumentar su señorío; mas son dignos de vituperio los
que están prontos a obedecer y someterse a ellos, porque tan natural es
querer mandar a los que se quieren someter como guardarse y recatarse
de los que le quieren acometer. Ninguno de nosotros desconoce esto, y
el que no crea que el temor común determinará común remedio, se engaña
en gran manera. Puestos todos de acuerdo, fácilmente quedaremos libres
de este temor, pues los atenienses no nos acometen desde su tierra,
sino desde la nuestra, es decir, desde la tierra de los que los llaman
en su ayuda. Por esta razón me parece que no podremos apagar una guerra
con otra guerra, sino con una paz general y común todas nuestras
discordias y diferencias sin dificultad alguna, y llamados por nosotros
con justa causa, viniendo con mala intención, se volverán sin hacer
nada.

»Cuanto os digo respecto a los atenienses, todos los que os quisieren
aconsejar bien lo hallarán bueno; y en lo que toca a la paz, lo cual
todos los hombres sensatos estiman por la mejor cosa del mundo, ¿por
qué razón no la estableceremos entre nosotros? A todos nos conviene la
tranquilidad; usar de nuestros bienes en sosiego, y gozar de la paz sin
daño ni peligro de nuestras honras y dignidades, y de los otros bienes
que se pueden nombrar y contar en largo razonamiento en lugar de los
males que, por el contrario, podríamos tener con la guerra.

»Considerando, pues, varones sicilianos, todas estas cosas, no
menospreciéis mis palabras, sino que amonestados por ellas cada cual
procure mirar por su salud, y si alguno hay que espera alcanzar cosa
alguna por la guerra, con razón o sin ella, mire bien no se engañe,
pues sabido es que muchos, cuidando vengar sus particulares injurias, o
esperando aumentar sus bienes y haciendas confiados en sus fuerzas, les
sucedió todo al contrario, perdiendo unos la vida y otros la hacienda.
Ni la venganza consigue siempre su objeto, aunque se haga con justa
causa, ni las fuerzas y la esperanza son estables ni seguras, antes
muchas veces la temeridad y locura tienen mejor efecto que la razón,
y aunque sea cosa en que las gentes las más veces se engañen, todavía
cuando sale bien la juzgan por muy buena. Pero cuando tienen tanto
temor los que acometen como los acometidos, cada cual se recata más, y
es lo que debemos hacer al presente, tanto por miedo a las cosas por
venir, que pueden ser inciertas, como por el temor a los atenienses,
que nos parecen terribles y espantosos, mirando por nuestras cosas
para el tiempo venidero. Suponiendo cada cual de nosotros que lo que
había pensado hacer se lo impiden estos dos inconvenientes, procuremos
despedir a los enemigos de nuestra tierra. Para hacer mejor esto, ante
todo debemos concluir entre nosotros una paz perpetua, o a lo menos
unas treguas muy largas, remitiendo nuestras discordias y diferencias a
otro tiempo.

»Tened por cierto, si queréis dar crédito a mis razones, que cada cual
de nosotros, por esta vía, poseerá su ciudad en libertad, mediante lo
cual estará en nuestra mano dar a quien nos haga bien o mal el pago
merecido. Si no me quisiereis creer, y sí escuchar a los extraños, los
victoriosos se verán obligados a ser amigos de sus mayores enemigos y
contrarios de aquellos que en manera alguna deberían serlo.

»Como os dije al principio, soy natural de la ciudad más grande y más
poderosa de Sicilia, y que antes hace la guerra para acometer a otras
que para defenderse, soy[93] el que os aconseja que nos pongamos
todos de acuerdo, temiendo los peligros venideros: que no procuremos
hacer mal cada cual a su adversario, porque lo hacemos mayor a
nosotros mismos, y que no seamos tan locos por nuestras diferencias
particulares, que pensemos ser señores de nuestro propio parecer y de
la fortuna, a la cual no podemos mandar, sino que la venzamos con la
razón. Hagamos esto nosotros mismos sin esperar sufrir a los enemigos,
porque no es vergüenza a un dorio ser vencido por otro dorio, ni un
calcídeo por otro calcídeo, pues todos somos vecinos y comarcanos,
habitantes de una misma tierra y de una misma isla y todos sicilianos.
Haremos la guerra cuando fuere menester, y nos concertaremos cuando
nos convenga, y si somos cuerdos, de consuno echaremos a los extraños
de nuestra tierra. Cuando fuéremos injuriados en particular nos
defenderemos en general, pues a todos nos amenaza el peligro, y en
adelante no cuidaremos de llamar aliados extraños para que vengan
a reconciliarnos, ni a arreglar nuestras diferencias. Obrando así,
haremos dos grandes bienes a Sicilia: uno de presente y otro venidero,
librándola ahora de los atenienses y de la guerra civil, y poseyéndola
en lo porvenir libre y menos sujeta a las tramas, asechanzas y
traiciones que está ahora.»

De esta manera habló Hermócrates, por cuyas razones persuadidos los
sicilianos hicieron conciertos de paz entre sí con condición de que
cada cual conservase lo que poseía entonces, excepto la ciudad de
Morgantina, que acordaron fuese restituida por los siracusanos a los de
Camarina, dándoles cierta suma de dinero por ello.

Hecho esto, los sicilianos aliados de los atenienses, que les habían
llamado en su ayuda, declararon a los capitanes de estos que habían
ajustado la paz, y los atenienses volvieron a Atenas.

Pesó tanto a los atenienses este suceso que castigaron a los
capitanes, desterrando a Pitodoro y Sófocles, y condenando a
Eurimedonte a que pagase cierta cantidad por sospecha de que, por
su culpa, no dominaron toda la isla de Sicilia, y que, por dádivas,
habían sido sobornados e inducidos a volverse. Tanto confiaban entonces
los atenienses en su próspera fortuna, que ninguna cosa tenían por
imposible, antes creían poder realizar las cosas difíciles como
las fáciles con pequeña armada, como con grande. Esta presunción y
arrogancia las causaba el buen éxito en muchas cosas sin motivo ni
razón que lo justificasen.




IX.

Los atenienses intentan tomar a Mégara por inteligencias que tenían con
algunos habitantes; pero los lacedemonios socorren esta ciudad.


En este verano[94] los megarenses, fatigados de la guerra con los
atenienses, que todos los años hacían correrías en su tierra, como
también de los robos y tropelías de algunos de sus conciudadanos
echados de la ciudad por sus sediciones, y refugiados en Pegas,
acordaron llamar a los emigrados para evitar que la ciudad se perdiese
por sus bandos, y viendo los amigos de los desterrados que la cosa se
dilataba y enfriaba, hicieron nueva instancia para que se conferenciase
con aquellos. Entonces los gobernadores y personas principales de la
ciudad, considerando que el pueblo no estaba para poder sufrir más
largo tiempo los males y daños de estos bandos y sediciones, trataron
con los capitanes atenienses, que eran Hipócrates, hijo de Arifrón, y
Demóstenes, hijo de Alcístenes, para entregarles la ciudad, pensando
que les sería menos perjudicial esto que recibir dentro de ella a los
desterrados. Acordaron con los capitanes que primeramente tomasen
la gran muralla que llega desde la ciudad hasta Nisea donde está su
puerto, muralla de ocho estadios de larga[95] para estorbar desde allí
el paso a los peloponesios que vinieran en socorro desde el punto donde
tenían guarnición con este objeto, y tras esto que ganasen la fortaleza
que está en lo alto de Mégara en un cerro, lo cual les parecía bien
fácil de hacer.

Así acordado, prepararon las cosas necesarias de una parte y de la otra
para ponerlo en ejecución, y los atenienses fueron aquella noche a
una isla cercana a la ciudad, nombrada Minoa, con seiscientos hombres
bien armados al mando de Hipócrates, y de allí a un foso junto al cual
estaba un horno donde cocían ladrillo para reparar los muros de la
villa. De la otra parte Demóstenes se había emboscado junto al templo
de Marte, que está más cerca de la ciudad, con los soldados plateenses
armados a la ligera y otros aventureros, sin que persona lo supiese,
excepto los participantes del trato, y antes que fuese de día salieron
los plateenses de su emboscada para ejecutar su empresa al abrir las
puertas de la ciudad, lo cual tenían concertado mucho tiempo antes
con los ciudadanos que tramaban la traición. Los ciudadanos tenían
costumbre, como gente que vivía de robos y latrocinios, sacar de noche,
con consentimiento de los guardas de aquella muralla, un barco encima
de un carro, el cual echaban en el agua del foso de la muralla, y desde
allí salía al mar. Antes que amaneciese, y después de robar en la mar
durante la noche lo que habían podido, volvían a meter el barco por
la misma puerta. Hacían esto a fin de que los atenienses que tenían
guarnición en la isla de Minoa no supieran los latrocinios, por no
ver ningún navío en su puerto. Puesto el barco encima del carro, y
estando la puerta abierta, según acostumbraban, cuando le metían, los
atenienses salieron de su celada para apoderarse de la puerta antes
que pudiesen volverla a cerrar, según había sido acordado con los de
la villa, cómplices en la traición, y prendieron o mataron a los que
guardaban la puerta. Los plateenses y los aventureros que estaban con
Demóstenes fueron los primeros en ganarla y entraron por la parte donde
al presente se ve puesto un trofeo en señal de victoria, echando de
allí a la guarnición de los peloponesios que, oyendo el ruido, había
llegado en socorro. Entretanto acudieron los atenienses muy bien
armados, siendo admitidos por los plateenses sus compañeros. A la
entrada, los peloponesios les resistieron con todo su poder, desde lo
alto en los muros aunque por ser menos en número murieron muchos, y los
demás se retiraron temiendo ser presos, porque aún no era bien de día,
y también porque veían que algunos de la ciudad peleaban contra ellos,
los participantes en la traición, y pensaban que todos los ciudadanos
estaban con sus enemigos; pero más de veras lo creyeron por lo que hizo
el trompeta de los atenienses de propio impulso, y fue pregonar que a
todos los megarenses que se quisiesen rendir a los atenienses y dejaran
las armas les salvarían las vidas, y no recibirían daño alguno en sus
haciendas. Al oír los peloponesios este pregón se retiraron todos,
huyendo a Nisea por suponer que los ciudadanos, como los atenienses,
iban contra ellos.

A poco rato, cerca del alba, tomada la muralla que llega hasta el
puerto, hubo gran tumulto en la ciudad, porque los comprometidos en
la traición decían que convenía abrir las puertas, y atacar a los
atenienses, en lo cual estaba de acuerdo el pueblo. La intención de los
conspiradores era que los atenienses entrasen cuando las puertas fuesen
abiertas, porque así lo habían acordado, y a fin de ser conocidos
entre los otros, y que a la entrada no se les hiciese mal ninguno,
habían concertado que por señal se untarían con aceite. Parecíales muy
provechoso abrir las puertas, porque se hallaban juntos cuatro mil
hombres de a pie muy bien armados y seiscientos caballos atenienses que
habían venido la noche antes y estaban preparados para entrar. Cuando
los untados con aceite acudieron a las puertas para hacerlas abrir, uno
de ellos descubrió la traición a los que nada sabían, produciéndose
con esto gran tumulto, juntándose allí de todas partes de la ciudad, y
opinando que no se abriesen las puertas, porque tampoco otras veces lo
habían hecho cuando los atenienses se presentaron delante de la ciudad,
aunque entonces los ciudadanos eran más poderosos; que no debían poner
la ciudad en un peligro tan manifiesto, y que si algunos querían hacer
lo contrario debían desde luego pelear contra aquellos. Decían esto
sin aparentar que supiesen la traición, sino como aviso y buen consejo
para evitar los daños y peligros venideros. Los que así opinaban, que
eran los más, se apoderaron de las puertas e impidieron abrirlas, y por
consiguiente, que los traidores ejecutaran su traición.

Viendo los atenienses que no les abrían las puertas, pensaron que
debía haber algún impedimento, y conociendo que eran muy pocos para
cercar la ciudad fueron contra el lugar de Nisea, y le cercaron de
muralla y baluarte, porque les parecía que, si podían tomarlo antes
de ser socorrido, fácilmente después tomarían la ciudad de Mégara
por tratos. Con este propósito hicieron venir a toda prisa maestros
y obreros de Atenas, y hierro y otros materiales necesarios para la
obra, y en muy poco tiempo acabaron el muro, comenzándole desde la
punta del que habían tomado de la parte de Mégara, y desde allí le
continuaron por los dos lados de Nisea hasta dentro la mar, cercándole
de foso, porque cuando unos trabajaban en el muro, otros lo hacían en
los fosos. Tomaban la piedra, el ladrillo y la madera para la obra de
los arrabales, cortando los árboles del rededor, y donde había falta de
materiales lo henchían de tierra con estacas de madera. De las casas
que estaban fuera de la villa, quitadas las techumbres, se servían como
de torres y almenas. Toda esta obra la hicieron en dos días.

Viendo esto los que estaban dentro de Nisea, y también que carecían
de vituallas para sostener el cerco, porque las provisiones se las
llevaban de la ciudad diariamente, considerando también que no tenían
esperanza alguna de ser socorridos pronto por los peloponesios,
y pensando además que todos los megarenses estaban contra ellos,
capitularon con los atenienses, entregándoles las armas, yéndose con
cierta suma de dinero cada uno, y quedando a merced de aquellos los
lacedemonios y otros extranjeros que se hallaban dentro del lugar. De
esta manera partieron los de Nisea, y los atenienses, habiendo ganado
el lugar y roto el muro largo que lo unía a la ciudad de Mégara, se
prepararon a sitiar esta.

Sucedió entonces que Brásidas, hijo del lacedemonio Télide, estaba
hacia Corinto y Sición reuniendo gente para Tracia, el cual, sabida la
tomada de los muros de Mégara, y sospechando que los lacedemonios de
Nisea se viesen en peligro, envió un mensaje a los beocios con toda
diligencia y les mandó que en seguida se le unieran con toda la gente
que pudiesen en Tripodisco, lugar de tierra de Mégara junto al monte de
Gerania. A este lugar llegó él con dos mil setecientos corintios bien
armados, cuatrocientos de Fliunte y setecientos de Sición, además de la
otra gente de guerra que tenía juntada sin saber aún la toma de Nisea.
Cuando lo supo en Tripodisco, antes de que los enemigos fuesen avisados
de su estancia, porque había llegado de noche, partió con cuatrocientos
hombres de guerra, los mejores de su ejército, derechamente a la
ciudad de Mégara, fingiendo que quería tomar el lugar de Nisea; pero
su principal intento era entrar en Mégara si podía, y fortificarla. Al
llegar a las puertas de la ciudad rogó a los megarenses que le dejaran
entrar, dándoles esperanza de cobrar en seguida a Nisea, pero los
dos bandos de los ciudadanos temían su venida, uno por sospechar que
volviera a meter a los desterrados expulsando a ellos, y los amigos
de los desterrados por temor de que los otros, para impedirlo, se
armasen contra ellos, y aprovechando sus diferencias los atenienses,
que estaban cerca, tomasen la ciudad. Todos opinaron no recibir en la
ciudad a Brásidas sino esperar a ver quién alcanzaba la victoria, los
atenienses o los peloponesios: porque los parciales de cada parte se
querían declarar por el vencedor.

Como Brásidas viese que no había medio de entrar en la ciudad se retiró
uniéndose a lo restante de su ejército, y el mismo día, antes de que
amaneciese, se le unieron los beocios, quienes, antes de recibir
las cartas de Brásidas, sabida la llegada de los atenienses, habían
salido con todo su poder a socorrer a los megarenses, porque tenían
el peligro de estos por común a todos, y cuando, en tierra de Platea,
recibieron la carta de Brásidas estuvieron más seguros, y así enviaron
mil doscientos hombres de a pie y seiscientos de a caballo de socorro a
Brásidas; los demás volvieron cada cual a su casa. Brásidas reunió con
ellos cerca de seis mil hombres.

Los atenienses estaban puestos en orden de batalla junto a Nisea,
excepto los soldados armados a la ligera que, dispersos en los
campos, fueron acometidos y desbaratados por los caballos beocios,
persiguiéndoles hasta la orilla de la mar, antes que los atenienses
supiesen la llegada de los beocios, porque jamás hasta entonces habían
ido en socorro de los megarenses, y no sospecharon que fuesen.

Cuando los vieron salieron contra ellos, y se trabó una batalla que
duró gran rato entre los de a caballo, sin que se pudiese juzgar
quién llevaba lo mejor de ella, aunque de la parte de los beocios fue
muerto el capitán y algunos otros que se atrevieron a llegar hasta
los muros de Nisea. Por esto los atenienses, después de devolverles
los muertos para sepultarlos, levantaron trofeo en señal de victoria,
aunque esta quedó indecisa, retirándose los beocios a su campo y los
atenienses a Nisea. Pasado esto, Brásidas escogió un lugar muy a su
propósito junto a la mar y cerca de Mégara, y allí asentó su campo,
esperando que los atenienses lo acometieran, porque le parecía que
los de la ciudad estaban a la mira de quién llevaba lo mejor, y que
estando allí tan cerca podría pelear desde su campo sin acometer a los
enemigos ni ponerse en peligro, y de esta suerte ganar la victoria.
Respecto a los de Mégara, parecíale haber hecho demasiado, porque, de
no llegar tan oportunamente, los ciudadanos no se hubieran atrevido a
combatir a los atenienses, perdiendo la ciudad. Mas viendo el socorro
que les había llegado y que los atenienses no se atrevían a acometer,
parecía a Brásidas que los megarenses recibirían a él y a su ejército
dentro de la ciudad, y que sin derramamiento de sangre y sin peligro
conseguiría el objeto a que había venido, según después aconteció,
porque los atenienses, puestos en orden de batalla, permanecieron junto
a los muros con la misma intención que los peloponesios, de no pelear
sin que les acometieran, creyendo que tenían más razón ellos que los
otros para no comenzar la batalla, por haber ganado muchas victorias
antes, y que si aventuraban esta y la perdían, siendo muchos menos en
número que los enemigos, sucedería, o que tomasen estos la ciudad,
o que los vencidos perdiesen la mayor parte de su ejército. También
tenían por cierto que los peloponesios comenzarían la batalla, porque
eran de diversas ciudades y diferentes en opiniones, no teniendo la
paciencia de esperar como ellos, que eran todos atenienses. Habiendo
esperado algún tiempo unos y otros, se retiraron todos, los atenienses
a Nisea, y los peloponesios al lugar de donde habían partido. Viendo
entonces los megarenses que eran amigos de los desterrados, que los
atenienses no osaban acometer a los lacedemonios, cobraron ánimo, y
con los principales de la ciudad, abrieron las puertas a Brásidas como
vencedor, conferenciando con él, por lo cual los del bando contrario
concibieron gran temor.

Poco tiempo después la gente de guerra que había acudido en socorro de
Brásidas, por su orden, volvieron cada cual a su tierra, y él se fue a
Corinto y también los atenienses a su patria.

Los megarenses que habían sido de la conjuración para hacer venir a los
atenienses, al ver que se iban, y que estaban descubiertos, partieron
secretamente de la ciudad, y los del bando contrario llamaron a los
que estaban desterrados en Pegas, con juramento de que no conservarían
memoria de las injurias pasadas, sino que todos de acuerdo mirarían por
el bien de la ciudad. Pero poco tiempo después, siendo estos elegidos
gobernadores y jueces, cuando revistaron al pueblo, reconociendo las
armas de los que habían sido principales parciales de los atenienses,
prendieron hasta el número de ciento, y los mandaron matar por juicio
del pueblo, al cual indujeron a que los condenase a muerte. De esta
suerte el gobierno de la ciudad fue convertido en oligarquía, que es
mando de pocos ciudadanos con el favor del pueblo, el cual estado,
aunque producto de sediciones, duró mucho tiempo.




X.

Pierden los atenienses algunos barcos de guerra. -- Brásidas, general
de los lacedemonios pasa por tierra de Tracia con ayuda de Pérdicas,
rey de Macedonia, y de otros amigos de aquella comarca, para socorrer a
los calcídeos.


En este verano, habiendo los mitilenios determinado fortificar la
ciudad de Antandro, dos de los tres capitanes que los atenienses
enviaron para cobrar el tributo de las tierras de su señorío, Demódoco
y Arístides, que a la sazón se hallaban en el Helesponto, en ausencia
de Lámaco, que era el tercero, el cual había partido hacia la costa del
Ponto con diez navíos, celebraron consejo, y parecioles que era cosa de
peligro permitir a los mitilenios fortalecer a Antandro por temer les
ocurriese lo mismo que en Samos, donde los desterrados de la ciudad se
habían reunido, y con ayuda de los peloponesios, que les enviaron gente
de mar, hacían grandes daños a los de la ciudad y muchos beneficios a
los lacedemonios. Los dos capitanes partieron con su armada y gente de
guerra derechamente contra Antandro, y habiendo trabado pelea con los
de esta ciudad, que salieron contra ellos, los vencieron y tomaron la
plaza.

Poco tiempo después, Lámaco, que partió para la costa de Ponto,
entrando con su armada en el río Calete, que pasa por la tierra de
Heraclea, por súbita crecida del río, que ocasionó una tempestad en las
montañas, perdió todas sus naves, y volvió con su gente de guerra por
tierra, atravesando la región de Bitinia y de Tracia, situada en la
parte del mar en Asia, hasta la ciudad de Calcedón, a la boca del mar
de Ponto, que pertenece a los megarenses.

En este verano, Demóstenes, capitán de los atenienses, al partir de
Mégara, fue con cuarenta naves a Naupacto para dar fin a la empresa
que él e Hipócrates habían determinado hacer, juntamente con algunos
beocios, que era reducir el estado y gobernación de Beocia a señorío,
que es mando y gobierno de los del pueblo, como era el de Atenas, de lo
cual fue principal autor Pteodoro, un ciudadano de Tebas, desterrado, y
propuso ejecutarlo de esta manera:

Los beocios entregarían por traición a los atenienses una villa llamada
Sifas, en término de Tespias, en el golfo de Crisa, y otros les habían
de entregar la villa nombrada Queronea, tributaria de los orcomenios,
con ayuda de los desterrados de la ciudad de Orcómeno, que tenían a
sueldo algunos hombres de guerra peloponesios. Queronea está situada
en los confines de Beocia, frente a Fanoteo, en la región de Fócide,
habitada en parte por focenses. Los atenienses debían tomar el templo
de Apolo, en Delio, en tierra de Tanagra, a la parte de Eubea. Todas
estas empresas se habían de ejecutar en un día señalado para que los
beocios, al saber la toma de las villas y ciudades, y temiendo por
su seguridad, no acudieran a socorrer a los de Delio, pareciéndoles
a los atenienses que si podían cercar el templo de Delio con fuerte
muro, fácilmente pondrían en peligro todo el estado de Beocia, y si no
lo conseguían, a lo menos con el tiempo, teniendo gente de guarnición
en las villas y lugares, recorrerían y robarían la tierra. Además,
teniendo reunidos a los desterrados y otros naturales de aquella
comarca, podrían enviar mayor socorro a los que allí se acogiesen; y no
contando los beocios con armada bastante para defenderse y resistirles,
les dominarían.

La empresa se había de poner en ejecución de este modo: Hipócrates,
con infantería debía salir de Atenas en un día señalado y entrar por
tierra de Beocia, y Demóstenes, que había ido a Naupacto con cuarenta
naves para reclutar gente en Acarnania y otros lugares comarcanos,
volvería en el día señalado a Sifas, tomándola por la traición
convenida. Demóstenes reunió gran ejército, así de los eníadas como de
los otros acarnanios y aliados de los atenienses que habían acudido
de todas partes, y con él fue a Salintio y Agrea, donde esperaba más
gente, disponiendo las cosas necesarias para su empresa de Sifas el día
señalado.

Entretanto, Brásidas, capitán de los lacedemonios, que había partido
con mil y quinientos hombres de a pie para poner orden en las cosas
de Tracia, al llegar a Heraclea, en la región de Traquinia, pidió a
sus amigos y confederados que tenía en Tesalia que le acompañasen en
aquel camino para pasar seguro. Acudieron a su llamamiento Panero,
Doro, Hipolóquidas, Torilao y Estrófaco de Calcídica y algunos
otros tesalios, encontrándole en Melitea, en tierra de Acaya, y le
acompañaron. También se halló con ellos Nicónidas de Larisa, pariente
de Pérdicas, rey de Macedonia, para auxiliarle, que de otra suerte
fuera imposible a Brásidas pasar por Tesalia más que en ningún otro
tiempo, aunque siempre era peligroso el paso, tanto más yendo en
armas, y alarmando a los de la tierra, que estaban sospechosos, y
seguían el partido de los atenienses. Si Brásidas no fuera acompañado
por los principales de esta tierra que tienen por costumbre gobernar
los pueblos, más por fuerza y rigor que por justicia y autoridad, nunca
hubiera podido pasar; y aun con todo esto, se vio en harto trabajo con
ellos, porque los que seguían el partido de los atenienses se pusieron
delante, junto al río de Enípeo, para estorbarle el paso, diciendo
que les ultrajaba queriendo pasar sin licencia y salvoconducto; a lo
cual, los señores de la tierra que le acompañaban, les respondían que
ni Brásidas ni su gente querían pasar por fuerza y contra su voluntad;
sino que habiendo llegado de pronto a donde ellos estaban con sus
amigos, le debían dejar pasar, y también el mismo Brásidas les dijo
que él era su amigo; que pasaba por su tierra, no por ofenderles, sino
para ir contra los atenienses enemigos de los lacedemonios; que no
sabía por qué entre los tesalios y lacedemonios debiese haber enemistad
alguna que impidiera a los unos pasar por tierra de los otros; que ni
quería ni podría pasar contra su voluntad, pero que les rogaba no se
lo quisiesen estorbar; y al oír estas palabras le dejaron el paso. Los
que le acompañaban le aconsejaron que pasase lo más pronto posible por
la tierra que le quedaba que andar, sin pararse en parte alguna, a
fin de no dar tiempo a los otros vecinos de la tierra para juntarse y
crearle algún obstáculo. Así lo hizo, de suerte que el mismo día que
partió de Melitea fue hasta Fársalo, y alojó su ejército junto a la
ribera de Apidano. Desde allí fue a Facio, y después a Perrebia. En
este lugar le dejaron los que le habían acompañado, y se despidieron de
él. Los perrebios, que son del señorío de los tesalios, le acompañaren
hasta Dío, villa inmediata al monte Olimpo, en Macedonia, a la parte de
Tracia, sujeta al rey Pérdicas.

De esta manera pasó Brásidas la tierra de Tracia, antes que ninguno se
pudiese preparar para estorbarle el paso, y se unió al rey Pérdicas que
estaba en Calcídica, el cual y los otros tracios se habían apartado
de los atenienses, porque los veían prósperos y pujantes por mar y por
tierra, pero temiendo ser acometidos por ellos habían pedido socorro a
los peloponesios, y principalmente lo pidieron los calcídeos, porque
temían fueran primero contra ellos, y también porque entendían que las
otras ciudades comarcanas que no se habían rebelado a los atenienses
les eran hostiles, a causa de haberse ellos rebelado.

Pérdicas no se había declarado entonces del todo enemigo de los
atenienses, pero sospechaba de ellos por sus pasadas enemistades, y por
esta causa demandaba ayuda a los lacedemonios contra ellos, y también
contra Arrabeo, rey de los lincestas, que deseaba sujetar.

También hubo otro motivo para que saliera el ejército del Peloponeso,
y fue que, considerando los lacedemonios los desastres y desventuras
que les habían ocurrido, y que los atenienses continuaban la guerra
a menudo contra ellos en su tierra, les pareció que no había mejor
recurso para apartarlos de estas empresas que hacer alguna contra sus
amigos y confederados, sobre todo habiendo muchos que se ofrecían
a pagar los gastos de la expedición, y otros que solo esperaban la
llegada de los lacedemonios para rebelarse contra los atenienses.
Además, les impulsaba en gran manera el temor de que por la pérdida en
la jornada de Pilos sus hilotas o esclavos se rebelasen, y para más
seguridad, so color de la guerra, querían sacarlos fuera de su tierra
por ser muchos y mancebos. Sospechando de ellos mandaron pregonar que
los más valientes fuesen escogidos, y les diesen esperanza de libertad,
queriendo conocer sus intenciones. Fueron escogidos hasta dos mil y
llevados en procesión coronados de flores a los templos, según es
costumbre hacer con aquellos a quien quieren dar libertad, poco después
quitaron las vidas a todos, sin saber cómo, ni de qué manera fueron
muertos.

Por este mismo temor dieron a Brásidas setecientos hilotas y todos los
soldados que habían sacado a sueldo del Peloponeso. El mismo Brásidas
tenía ambición de hacer la campaña, y este fue el motivo principal de
enviarle, como también porque los calcídeos lo deseaban mucho, pues
tenía fama entre todos los de Esparta de ser hombre sabio, diligente
y solícito. En esta empresa adquirió gran prestigio, porque en todas
las partes por donde andaba se mostró tan sabio, justiciero y político
en todas sus cosas, que muchas villas y ciudades se le entregaron
voluntariamente, y algunas otras tomó por su habilidad y destreza, y
por traición. Los lacedemonios consiguieron lo que esperaban, a saber,
recobrar muchas de sus tierras, y rebelar otras de los atenienses,
manteniendo por algún tiempo la guerra fuera del Peloponeso. También
después, en la guerra entre atenienses y peloponesios en Sicilia, su
virtud y esfuerzo fue tan conocido y estimado, así por experiencia
como por relación verdadera de otros, que muchos de ellos que seguían
el partido de los atenienses deseaban dejarlo, y tomar el de los
peloponesios, porque viendo la rectitud y bondad que resplandecían en
él, presumían que todos los demás lacedemonios le eran semejantes.

Volviendo a lo que decíamos, cuando los atenienses supieron la llegada
de Brásidas a Tracia, declararon enemigo al rey Pérdicas, porque tenían
por cierto que había sido el instigador de la expedición, y en adelante
cuidaron más de guardar las tierras de sus confederados.

Al recibir Pérdicas el socorro de los peloponesios con Brásidas los
llevó juntamente con su ejército a hacer guerra contra Arrabeo, hijo
de Brómero, rey de los lincestas macedonios, que era vecino y muy
grande enemigo suyo, queriendo conquistar el reino y echarle de él,
si pudiese: pero al llegar a los confines de su tierra, Brásidas le
dijo que antes que comenzase la guerra quería hablarle para saber
si por buenas razones le atraía a la amistad de los lacedemonios,
porque el mismo Arrabeo por un trompeta le había declarado que de
las diferencias entre él y Pérdicas quería tomarle por mediador, y
atenerse a su arbitraje y sentencia. También le movió a esto que los
calcídeos, que deseaban llevar consigo a Brásidas para sus negocios
propios, le amonestaban no se ocupase en una guerra tan larga y difícil
por dar gusto a Pérdicas, mayormente sabiendo que los mensajeros que
este envió a Lacedemonia a pedir socorro habían prometido de su parte
hacer que muchos de sus vecinos se aliaran a los lacedemonios. Por
todo esto, Brásidas con justa causa le rogaba que tuviese por mejor
arreglar aquellas diferencias particulares para el bien público de los
lacedemonios y el suyo.

A Pérdicas no le pareció bien, diciendo que no había llamado a
Brásidas para que fuese juez de sus causas y diferencias, sino para
que le ayudase a destruir a sus enemigos, los que él le señalase, y
que Brásidas le hacía gran perjuicio queriendo favorecer a Arrabeo
contra él, pues él pagaba la mitad de los gastos de aquella guerra. No
obstante, Brásidas, contra la voluntad de Pérdicas, habló con Arrabeo,
y le persuadió con buenas razones a que se retirara con su ejército,
por lo cual Pérdicas en adelante, en lugar de pagar la mitad de los
gastos del ejército, pagó solo la tercera parte, teniendo por cierto
que Brásidas le había ofendido en lo de Arrabeo.




XI.

Los acantios, persuadidos por Brásidas, dejan el partido de los
atenienses y toman el de los peloponesios.


Después de esto, en el mismo verano[96], antes de las vendimias,
Brásidas, con los calcídeos que tenía consigo, fue a hacer guerra
contra los de la ciudad de Acanto, colonia y pueblo de Andros, cuyos
ciudadanos tenían grandes bandos y estaban en gran porfía de si le
recibirían o no en la ciudad, los del partido de los calcídeos de una
parte, y los del pueblo de otra. Mas por estar los frutos aún por coger
en los campos y por temor de que fuesen destruidos, los del pueblo, a
persuasión de Brásidas, consintieron que entrase en la ciudad solo y
hablase lo que quisiese, y que después de oído determinarían lo que
bien les pareciese. Entró, fue al Senado, donde los del pueblo estaban
en asamblea y pronunció delante de todos un discurso muy bueno,
como él sabía hacerlo, por ser lacedemonio sabio y prudente, hablando
de esta manera:

«Varones acantios, la causa de que yo con este ejército que veis
hayamos sido aquí enviados por los lacedemonios es la misma que desde
el principio dijimos cuando declaramos la guerra a los atenienses, a
saber, librar Grecia de la servidumbre a estos. Si venimos engañados
con la esperanza de poderlos vencer más pronto sin que vosotros os
expongáis a peligro, no se nos debe culpar, pues hasta ahora no habéis
recibido daño alguno por nuestra tardanza, y venimos ahora cuando
podemos para, juntamente con vosotros, destruir a los atenienses con
todas nuestras fuerzas y poder. Pero me asusta ver que me cerréis
las puertas, donde yo, por el contrario, pensaba ser recibido con
alegría, y que en gran manera desearíais mi venida, pues nosotros los
lacedemonios, pensando, por las cosas pasadas que hemos hecho por
vosotros, venir aquí como amigos verdaderos, y que deseaban nuestra
venida, tomamos esta jornada sin temor a los trabajos y peligros que
arrostrábamos pasando por tan largos caminos y tierras extrañas,
solamente por mostraros la buena voluntad que os tenemos.

»Si tenéis otro pensamiento contra nosotros, y queréis resistir a los
que procuran vuestra libertad y la de toda Grecia, haréislo malamente,
así porque impediréis vuestra propia libertad como porque daréis mal
ejemplo a los otros para que no nos quieran acoger en sus tierras, y
sería poco honroso a los de esta ciudad, tenidos por hombres sabios
y prudentes, que viniendo yo a ellos primero que a otros, no quieran
recibirme. No puedo imaginar que tengáis motivo o razón para hacerlo
si no es por sospechas de que la libertad que yo os procuro es fingida
y falsa, o que nosotros los lacedemonios no somos bastante poderosos
para defenderos contra los atenienses si os atacan. De esto a mi ver
no debéis tener ningún temor, pues cuando yo vine en socorro de Nisea
con este ejército, no osaron pelear contra mí, ni es verosímil que
puedan enviar ahora aquí tan gran ejército por tierra como entonces
enviaron allí por mar. En cuanto al otro punto, yo os aseguro que no
fui aquí enviado de parte de los lacedemonios para hacer daño a Grecia
sino para darle libertad, habiendo primeramente hecho juramento solemne
en manos de los cónsules y gobernadores de los lacedemonios de dejar
vivir en libertad y seguir sus leyes a todos aquellos que pudiese
atraer a nuestra amistad y alianza. Por tanto, debéis saber que no vine
aquí para atraeros por fuerza o engaño a nuestra parte y devoción,
sino antes por el contrario, para sacaros de la servidumbre de los
atenienses y ser nuestros compañeros en esta guerra contra ellos.
Debéis tener, por tanto, confianza en mí, y fiar en lo que digo, de que
solo para defenderos vine con todo el poder que veis.

»Si alguien pone dificultad en esto, temiendo que quiera dar el
gobierno de la villa a alguno de vosotros, quiero que tenga más
confianza y seguridad que los demás, porque os certifico que no he
venido a provocar sedición o discordia, y me parecería no poneros en
verdadera libertad, si trocando vuestra antigua forma y costumbre
de vivir quisiese sujetar el pueblo a la dominación de algunos
particulares, o estos a la sujeción del pueblo, pues sé muy bien que
tal mando os sería más odioso que el de los extraños. Ni a nosotros
los lacedemonios se debería agradecer el trabajo que tomáramos por
vosotros, antes en lugar de la honra y gloria que esperábamos, seríamos
acreedores de vituperio, y nos podrían culpar del mismo vicio de
tiranía que imputamos a los atenienses, siendo más digno de reprensión
en nosotros que en ellos, por lo que nos preciamos de la virtud de no
emplear fraude ni engaño como ellos usan. Porque si el vicio del engaño
es cosa fea y torpe en todos los hombres, mucho más lo es en los que
tienen mayor dignidad y mucho más reprensible que la violencia, pues
esta se hace por virtud del poder que la fortuna da a unos sobre otros,
y el engaño procede de pura malicia y sinrazón, debiendo evitarlo los
que tratamos grandes negocios.

»Tampoco quiero que fiéis tanto en mis juramentos como en lo que está a
vuestra vista, y que las obras correspondan a las palabras según pide
la razón, y os dije al principio. Mas si, habiendo oído este discurso
mío, os excusáis diciendo que no podéis hacer lo que pedimos y que nos
pedís como amigos que partamos de vuestra tierra sin haceros daño,
pretendiendo que no gozaréis sin perjuicio esta libertad que se debe
ofrecer a los que la puedan ejercitar sin riesgo, y que ninguno ha de
ser obligado a tomarla por fuerza y contra su voluntad, yo declaro
delante de los dioses patrones de esta ciudad que, habiendo venido
por vuestro bien, no he podido aprovechar nada con vosotros por buenas
razones; que procuraré, destruyendo vuestras tierras, obligaros a ello
por fuerza, teniendo por cierto que lo hago con buena y justa causa,
por dos razones: la primera por el bien de los lacedemonios, para que
no reciban, por amor a vosotros, si os dejan en el estado presente,
el perjuicio del dinero que dais a los atenienses sus contrarios, y
la segunda por el bien universal de todos los griegos, a fin de que,
por vosotros solos, no sean impedidos de recobrar su libertad, que si
no fuese por esto, bien sabemos que no deberíamos obligar a nadie a
gozar de libertad. No pretendemos dominio sobre vosotros sino solamente
libraros del yugo de los atenienses. Os ofenderíamos si restituyendo a
los otros en su derecho y libertad, os dejásemos solos obstinados en
el mal. Por tanto, varones acantios, tomad buen consejo en vuestros
negocios y mostrad a los otros griegos el camino de recobrar su
libertad ganando la gloria y honra perpetua de haber sido los primeros
y principales para ello como para evitar el daño que sufrirán vuestras
haciendas, y también para dar a esa vuestra ciudad renombre glorioso
como es el de independiente y libre.»

Después que Brásidas pronunció este discurso al pueblo, todos los
acantios discutieron largamente sobre la materia, y al fin dieron sus
votos secretos, siendo la mayor parte de opinión que se debían apartar
de la alianza con los atenienses, así por las razones y persuasiones de
Brásidas, como por temor de perder los bienes y haciendas que tenían
en los campos. Habiendo recibido primeramente juramento a Brásidas de
que tenía comisión de los lacedemonios de poner en libertad a todos
los que se le rindiesen, y dejarles vivir conforme a sus leyes y
costumbres, admitieron a él y a su ejército dentro de la ciudad, y lo
mismo hicieron pocos días después los de Estagira, que es otra colonia
de Andros.

Estas cosas fueron hechas en aquel verano.




XII.

Los generales atenienses Hipócrates y Demóstenes emprenden la campaña
contra los beocios y son vencidos con grandes pérdidas.


Al principio del invierno siguiente[97], Hipócrates y Demóstenes,
capitanes de los atenienses, acordaron seguir su empresa contra
los beocios, yendo Demóstenes con su armada al puerto de Sifas, e
Hipócrates con el ejército a Delio, según antes dijimos. Por error de
cuenta en los días no llegaron el señalado a estos lugares, arribando
Demóstenes a Sifas el primero con muchas naves de los acarnanios y
otros aliados. Descubrió su empresa un focense llamado Nicómaco, que
dio aviso a los lacedemonios, y estos advirtieron a los beocios, todos
los cuales se pusieron en armas, y antes que Hipócrates hiciese daño
alguno en la tierra, acudieron al socorro de Sifas y Queronea. Viendo
los moradores de las ciudades que habían hecho los tratos con los
atenienses que la conspiración estaba descubierta, no se atrevieron a
innovar cosa alguna.

Después que los beocios volvieron a sus casas, Hipócrates armó a todos
los ciudadanos y moradores de Atenas y a los extranjeros que en ella
había; fue directamente a Delio y puso cerco al templo de Apolo de
esta manera. Primeramente hizo un gran foso en torno del circuito
del templo y un baluarte de tierra a manera de muro, plantando en él
muchas estacas; además del muro construyó reparos alrededor de ladrillo
y piedra que tomaban de las casas más cercanas. Bajo de los reparos
hicieron sus torres y bastiones, de modo que no quedó nada del templo
sin cercar, porque no había otro edificio alguno en torno de él, pues
un pórtico que antiguamente allí estaba, se arruinó poco tiempo antes.
El cerco lo hicieron en dos días y medio, no tardando en llegar más de
tres días.

Hecho esto, el ejército se retiró ocho estadios más adentro de la
tierra, como si volviera al punto de partida; los soldados armados a la
ligera, que eran muchos, salieron del campamento, y todos los otros se
desarmaron y estuvieron reposando en los lugares cercanos. Demóstenes
con alguna gente de guerra se quedó en Delio para guardar los parapetos
y acabar lo que quedaba de la obra.

En estos mismos días los beocios se juntaron en Tanagra, y dudaban si
acometerían o no a los atenienses, porque de once gobernadores de la
tierra que eran, diez decían que no lo debían hacer, a causa de que
los atenienses aún no habían entrado en Beocia, pues el lugar donde
descansaban desarmados estaba en los confines de Oropo. Pero el tebano
Pagondas, uno de los gobernadores, y Ariántidas, hijo de Lisimáquidas,
que era el principal de aquella asamblea y caudillo de toda la gente
de guerra, fueron de contraria opinión, sobre todo Pagondas, el cual,
juzgando que era mejor probar fortuna combatiendo que esperar, arengó
a todas las compañías de los beocios para que no dejasen las armas,
sino que fuesen contra los atenienses y les presentaran batalla,
pronunciando al efecto el siguiente discurso:

«Varones beocios, no me parece conveniente a ninguno de los que
tenéis mando y gobierno pensar de veras que no debamos pelear con los
atenienses si no los hallamos dentro de nuestra tierra, porque habiendo
hecho sus fuertes y preparado sus municiones y reparos en Beocia, y
partiendo de los lugares cercanos con intención de asolarla, no hay
duda de que les debemos tener por enemigos en cualquier parte que los
hallemos, pues de cualquiera que vengan declaran serlo ellos nuestros
en las obras que realizan.

»Si alguno de vosotros ha opinado antes que no debemos pelear contra
ellos, mude de opinión, pues se debe guardar igual respeto a los que
tienen lo suyo y quieren ocupar lo ajeno, por codicia de tener más,
como a los que quieren acometer a otros y les toman su tierra, y
si habéis aprendido de vuestros mayores a lanzar a los enemigos de
vuestra tierra de cerca o de lejos, mejor lo debéis hacer ahora contra
los atenienses que son vuestros vecinos por ser iguales a ellos, que
contra los más lejanos. Que si estos atenienses procuran y trabajan por
sujetar a servidumbre aun a los que están lejos de ellos, razón tenemos
para exponernos a todo peligro hasta el último extremo contra los que
son nuestros enemigos tan cercanos, poniendo ante los ojos el ejemplo
de los eubeos y de una gran parte de Grecia, viendo como a todos estos
han sujetado, y considerando que si los otros vecinos contienden sobre
los límites y términos, para nosotros, si somos vencidos, no habrá
término ni lindero alguno en toda nuestra tierra, que si entran en ella
por fuerza hay peligro de que toda la ocupen mejor que la de los otros
vecinos, por ser más cercanos. La costumbre de los que confiados en sus
fuerzas hacen guerra a sus vecinos como al presente los atenienses,
es acometer antes a los que están en reposo y solo procuran defender
su tierra, que a los que son bastantes para oponérseles cuando les
quisieren atacar, y también si ven ocasión para ello comenzar la
guerra, según lo sabemos por experiencia, porque después que los
vencimos en la jornada de Queronea, cuando ocupaban nuestro país por
nuestras sediciones y discordias, siempre hemos poseído esta tierra de
Beocia segura y en paz. De ello debemos tener memoria los que somos
de aquel tiempo; siendo ahora como entonces, y los más jóvenes, hijos
y descendientes de aquellos varones buenos y esforzados, procurar
corresponder a sus virtudes y no dejar perder la gloria y honra que
ganaron sus antepasados.

»Tengamos además confianza en que nos será propicio el dios cuyo templo
con gran desacato han cercado, y consideremos que los sacrificios
hechos nos dan esperanza cierta de victoria. Trabajemos, pues, para
demostrar a los atenienses que si han ganado por fuerza alguna cosa de
las que codiciaban fue contra gente que no sabía ni podía defenderse;
mas cuando emprendieron algo contra los que están acostumbrados por su
virtud y esfuerzo a defender su tierra y libertad, y a no querer quitar
injustamente la libertad a los otros, no lo han logrado sin pelear.»

Con estas razones persuadió Pagondas a los beocios para que fuesen
contra los atenienses, y en seguida levantó su campo yendo en su busca,
aunque era avanzado el día, y asentó el real cerca del campo enemigo
junto a un pequeño cerro que estaba en medio e impedía se vieran unos
a otros; allí puso su gente en orden de batalla para combatir a los
atenienses.

Volvamos a Hipócrates, que había quedado en Delio, y que, avisado de
que los beocios habían salido con gran ímpetu del pueblo, mandó a los
suyos que saliesen al campo, se armasen y tuviesen todo dispuesto.
Poco después llegó él con toda su gente, excepto trescientos hombres
de armas que dejó en Delio para guarda de los reparos y para que
acudiesen en socorro del otro ejército, si fuese menester, al tiempo de
la batalla.

Los beocios enviaron delante algunos corredores para perturbar el
orden a los enemigos, subieron a lo alto de la montaña y pusiéronse a
vista de todos ellos, apercibidos al combate. Eran en junto siete mil
bien armados de gruesas armas, más de diez mil armados a la ligera
y cerca de mil quinientos de a caballo. Tenían ordenadas sus tropas
de esta manera: la infantería, a saber, los tebanos y sus aliados en
la derecha, en medio estaban los de Haliarto, Coronea, Copas y todos
los demás que habitan alrededor de la laguna; a la izquierda los de
Tanagra, Tespias y Orcómeno, y en ambos extremos los de a caballo;
de los soldados armados a la ligera con lanza y escudo, en cada ala
veinticinco, y los restantes, según se hallaron por suerte.

Los atenienses tenían puesta su gente en este orden: los hombres de a
pie, bien armados, en lo cual eran iguales a los enemigos, hicieron
un escuadrón espeso de ocho hombres por hileras, y con ellos venían
los de a caballo, pues soldados armados a la ligera no los tenían por
entonces ni en su ejército ni en la ciudad; porque los que al principio
fueron con ellos en esta empresa, que eran mucho más en número que los
contrarios, aunque gran parte sin armas, por ser los más labradores
cogidos en el campo y extranjeros, volvieron pronto a sus casas, y no
se hallaron en el campo sino muy pocos.

Puestos todos en orden de batalla de ambas partes y esperando la seña
para el ataque, Hipócrates, capitán de los atenienses que llegó en
aquel momento, arengó a los suyos de esta manera:

«Varones atenienses, para hombres esforzados y animosos como vosotros,
no hay necesidad de largo discurso, sino que bastan pocas palabras, más
por traeros a la memoria quién sois, que por mandaros lo que habéis de
hacer. No imaginéis que con causa injusta venís a poneros en peligro en
tierra ajena; porque la guerra que hacemos en esta, es por seguridad de
la nuestra, y si somos vencedores, no volverán jamás los peloponesios
a acometernos en nuestro territorio, viéndose sin caballería, de que
siempre los proveen estos beocios. Así, pues, ganando con una batalla
esta tierra, libraréis la vuestra de males y daños en adelante. Entrad
con esforzado ánimo en la batalla como es digno y conveniente a la
patria que cada cual de vosotros se gloría y alaba de que sea la señora
de toda Grecia, imitando la virtud y el valor de vuestros antepasados,
los cuales, después que vencieron a estos beocios en una batalla junto
a Enófita, fueron señores de su tierra por algún tiempo.»

Con estas razones iba Hipócrates amonestando a su gente, rodeándolos
conforme iban puestos en orden, y apercibidos para pelear, hasta que
llegó en medio de ellos.

Los beocios, por orden de Pagondas, dieron la señal para comenzar la
batalla tocando sus trompetas y clarines, y en tropel descendieron
todos de la montaña con grande ímpetu. Al ver el ataque Hipócrates,
hizo también marchar a los suyos y que les saliesen delante a buen
trote, siendo los primeros en el encuentro. Y aunque los postreros
no pudieron llegar tan pronto a herir, fueron tan trabajados como
los otros por causa de los arroyos que tenían que pasar. Trabada
la batalla, todos peleaban fuertemente, defendiéndose a pie quedo
amparados con sus escudos y rodelas; la izquierda de los beocios fue
rota y dispersada por los atenienses, hasta los del centro pasaron
adelante para batir a los tespios que estaban enfrente de ellos, y
del primer encuentro mataron muchos. Quedaron todos cerrados en un
escuadrón unos contra otros, hiriendo y matando a los tespios, que se
defendían valerosamente. En este encuentro resultaron muchos atenienses
muertos por sus mismos compañeros, porque, queriendo cercar y atajar
a los enemigos, se metían en medio de ellos y se mezclaban los unos
con los otros, de manera que no se podían conocer. La izquierda de
los beocios fue, pues, vencida y desbaratada por los atenienses, y
los que se salvaron se acogieron a la derecha, en la cual venían los
tebanos que peleaban animosamente, de tal manera, que rompieron a los
atenienses dispersándolos y siguiéndoles al alcance por algún rato. En
esta situación, aconteció que dos compañías de gente de a caballo que
Pagondas había enviado en ayuda de la izquierda, cargaron, cubiertas
por un cerro, con gran furia, y cuando llegaron a vista de los
atenienses que seguían al alcance de los fugitivos, creyendo estos que
aquel era nuevo socorro que acudía a los beocios, cobraron tanto miedo
que se pusieron en huida, y lo mismo hicieron los otros atenienses,
así de una parte como de la otra, unos hacia la mar por la parte de
Delio, otros hacia tierra de Oropo, otros hacia el monte Parnes y otros
a diversos lugares donde esperaban poderse salvar. Muchos de ellos
fueron muertos por los beocios, sobre todo por los de a caballo, así de
la gente de la tierra como de los locros, que al tiempo de la batalla
acudieron en su ayuda hasta que llegó la noche que los separó, siendo
esta causa de que se salvaran muchos.

Al día siguiente, los que llegaron a Oropo y Delos, dejaron allí gente
de guarnición, y volvieron por mar a sus casas.

Los beocios, por memoria de esta victoria, levantaron un trofeo en
el mismo lugar donde había sido la batalla. Después enterraron sus
muertos, despojaron a los enemigos, y, dejando allí alguna gente de
guarda, partieron para Tanagra, donde dispusieron las cosas necesarias
para ir en busca de los atenienses que estaban en Delio, a los cuales
enviaron primero un trompeta, quien encontrando en el camino al de
los atenienses, que iba a pedir sus muertos, le dijo que no pasase
adelante y fuera con él, porque no harían nada de lo que iba a pedir
hasta que él volviera, y así lo hizo. Al llegar el trompeta de los
beocios donde estaban los atenienses, díjoles el mensaje que traía, que
era asegurarles que habían obrado injustamente y traspasado las leyes
humanas de los griegos, por los cuales está prohibido a todos los que
entran en la tierra de otros tocar a los templos; que no obstante
esto, los atenienses habían cercado el templo de Delio, y metido dentro
su gente de guerra, violándolo y haciendo en él todas las profanaciones
que se acostumbran a hacer fuera de él; que habían tomado el agua
consagrada, no siendo lícito tocarla a otros que a los sacerdotes para
los sacrificios, y la empleaban y se servían de ella para otros usos,
por lo cual les requerían, así de parte del dios Apolo como de la suya,
llamando e invocando para esto todos los dioses que tienen en guarda
aquel lugar, y principalmente tomando al dios Apolo por testigo, que
partiesen de aquel sitio con todo su bagaje.

Los atenienses dijeron a esto que darían la respuesta a los beocios por
medio del trompeta que les enviarían. Este les respondió de su parte
que no habían hecho cosa ilícita ni profana en el templo, ni la harían
en adelante, si no fuesen obligados a ello, porque no habían ido con
tal intención sino para hacer guerra contra los que quisiesen ofender
al templo, lo que les era lícito por las leyes de Grecia, conforme a
las cuales es permitido que los que tienen el mando y señorío de alguna
tierra, sea grande o pequeña, tengan asimismo en su poder los templos
para hacer continuar los sacrificios y ceremonias acostumbradas en
cuanto fuere posible; y que siguiendo estas leyes los mismos beocios y
los otros griegos cuando han ganado alguna tierra o lugar por guerra, y
echando de ella a los moradores, tienen los templos que antes eran de
los habitantes por suyos propios; por tanto, los atenienses ejercerían
este derecho en aquella tierra que deseaban poseer como suya. En cuanto
a lo del agua del templo, dijeron que si la habían tomado, no fue por
desacato a la religión, sino que, yendo allí para vengarse de los que
les habían talado su tierra, fueron obligados por necesidad a tomar el
agua para los usos necesarios, y que, por derecho de guerra, a los que
se ven en algún apuro, es justo y conveniente que Dios les perdone lo
que hacen, porque en tal caso hay recurso a los dioses y a sus aras
para alcanzar perdón de los yerros que no se cometen voluntariamente,
y son estimados por malos y pecadores a los dioses los que yerran y
pecan por su voluntad y a sabiendas, no los que hacen alguna cosa por
necesidad. Decían también que eran mucho más impíos y malos para con
los dioses los que por dar los cuerpos de los muertos quieren adquirir
los templos, que los que forzados contra su voluntad toman de estos las
cosas necesarias para sus usos, siendo lícito tomarlas. Asimismo les
declararon que no partirían de la tierra de Beocia porque pretendían
estar donde estaban con buen derecho, y no por fuerza; por tanto,
pedían mandasen darles sus muertos, según su derecho y costumbre de
Grecia.

A esta demanda respondieron los beocios que si los atenienses entendían
estar en tierra de Beocia, partiesen en paz de ella con todas sus
cosas; y si pretendían estar en su propia tierra, ellos sabían bien
lo que habían de hacer, pues la tierra de Oropo, donde habían sido
muertos, era de la jurisdicción de los atenienses, por lo cual, no
teniendo los beocios sus muertos contra su voluntad, no estaban
obligados a devolvérselos; antes era más razonable que partiesen de su
tierra, y entonces les darían lo que demandaban. Con esta respuesta
partió el trompeta de los atenienses, sin convenir cosa alguna.

Poco después los beocios mandaron ir del golfo Melieo algunos tiradores
y honderos con dos mil infantes muy buenos que los corintios les habían
enviado después de la batalla, y alguna otra gente de socorro de los
peloponesios, que era la que había vuelto de Nisea con los megarenses.
Con este ejército partieron de allí, y asentaron su campo delante de
Delio, donde trabajaron por combatir los fuertes y reparos de los
atenienses con diversos ingenios y artefactos de guerra, y, entre
otros, con uno que fue causa de la toma de Delio, el cual estaba hecho
en esta manera.

Aserraron por la mitad a lo largo una viga, acanalaron cada media, de
manera que, juntas, formaban hueco como flauta; de uno de los extremos
salía un hierro hueco, y vuelto hacia abajo como pico, y de este
estaba colgado de unas cadenas un caldero de cobre lleno de brasas,
de pez y de azufre. Llevando sobre ruedas esta máquina, la juntaron
con el muro por la parte que casi todo estaba formado con madera y
sarmientos. Puesta allí, y soplando con grandes fuelles, por el agujero
del otro extremo de la viga pasó el aire por el hueco, y volviendo por
el pico de hierro, soplaba en el caldero, de manera que la llama grande
que salía de él incendió el muro, de tal modo, que no pudiendo estar
en él los que le defendían, huyeron, y tomadas las defensas, entraron
los beocios en la ciudad, prendieron cerca de doscientos de los que
la defendían y mataron a muchos; los demás se salvaron acogiéndose a
las naves que estaban en el puerto. Así recobraron el templo de Delio
diez y siete días después de la batalla. Poco tiempo después volvió
el trompeta de los atenienses, que no sabía nada de esta presa, a los
beocios para pedirles los muertos, y se los dieron, sin hablarle más de
lo que le habían dicho la primera vez.

Fueron los que se hallaron muertos, así en la batalla como en la
toma de Delio, de parte de los beocios cerca de quinientos, y de la
de los atenienses cerca de mil, y entre otros Hipócrates, uno de sus
capitanes, sin los soldados armados a la ligera y la gente de servicio
del campo, que murieron en gran número. Después de esta batalla,
Demóstenes, que había partido por mar para tomar Sifas, viendo que
no podía salir con la empresa, sacó de sus naves hasta cuatrocientos
hombres, así de los agreos y acarnanios como de los atenienses que
tenía consigo, y con ellos arribó a tierra de Sición; mas antes que
pudiesen desembarcar todos, los sicionios, que se habían reunido para
defender su patria, les acometieron y dispersaron, e hicieron huir
hasta meterlos dentro de sus naves, matando y prendiendo a muchos.




XIII.

Brásidas, general de los lacedemonios, toma la ciudad de Anfípolis por
traición, y por convenios algunos otros lugares de Tracia.


Al tiempo que pasaron estas cosas en Delio, Sitalces, rey de los
odrisios, murió en una batalla contra los tríbalos, a quienes había
declarado la guerra, y le sucedió Seutes, hijo de Esparádoco, su
hermano, tanto en el reino de los odrisios como en las otras tierras y
señoríos que tenían en la región de Tracia.

En este mismo invierno, Brásidas, con los aliados y los lacedemonios
que tenía en Tracia, declaró la guerra a los de la ciudad de Anfípolis,
situada en la ribera del río Estrimón, porque era colonia de los
atenienses, la cual, antes que la poblasen, fue habitada por el milesio
Aristágoras cuando vino huyendo de la persecución del rey Darío.
Después fue echado de ella por los edonios, y los atenienses, treinta
y dos años más tarde, enviaron diez mil hombres de guerra, así de los
suyos como de otros que llegaron de todas partes, los cuales fueron
vencidos y dispersados por los tracios junto al lugar de Drabesco.
Veintinueve años después los atenienses enviaron de nuevo su gente de
guerra al mando de Hagnón, hijo de Nicias, y expulsaron a los edonios,
fundando la ciudad como está al presente. Llamábase antes los Nueve
Caminos. El punto de partida de los atenienses con Hagnón fue Eyón,
una villa que tenían en la boca del río, en la cual hacían su feria y
mercado. Llamáronla Anfípolis por estar cercada por dos partes de aquel
río Estrimón, e hicieron una muralla que llegaba desde un brazo del río
al otro, puesta en un lugar alto, donde tiene muy linda vista a la mar
y a la tierra.

Estando Brásidas en el lugar de Arnas, situado en tierra de los
agreos, partió con todo su ejército y llegó a la puesta del sol a Aulón
y a Bromisco por la parte en que el lago de Bolbe entra en la mar, y
después de cenar se puso en camino, aunque la noche era muy oscura y
nevaba, caminando de manera que llegó delante de la ciudad sin que lo
supieran los que estaban dentro, excepto algunos de aquellos con quien
él tenía inteligencias, que eran los argilios, naturales de Andros,
que habían ido a morar allí, y de otros que fueron inducidos, así
por Pérdicas como por los calcídeos; pero los principales en estas
inteligencias eran los argilios, enemigos siempre de los atenienses,
y por tanto deseosos de que los peloponesios tomaran la ciudad.
Tramada por estos la traición con Brásidas, con el consentimiento de
los que por entonces tenían el gobierno de la ciudad, le franquearon
la entrada, y aquella misma noche, rebelándose a los atenienses, se
unieron al ejército de Brásidas junto al puente que está sobre el río a
muy poco trecho de la ciudad, la cual no estaba por entonces cercada de
muralla como está ahora, y aunque había algunos soldados de guardia en
el puente, por ser de noche, por el mal tiempo y por su rápida llegada,
los rechazó fácilmente, ganó el puente y prendió a los ciudadanos que
moraban en el arrabal, excepto unos pocos que, huyendo, se salvaron
metiéndose en la ciudad. Su entrada alarmó a los ciudadanos, porque
sospechaban unos de otros; y dicen que si Brásidas intentara tomar la
ciudad, antes de dejar a su gente que se entretuviese en robar los
arrabales, la tomara sin duda alguna.

Pero mientras los suyos se ocuparon en robar, los de la ciudad se
aseguraron y pusieron en resistencia, de manera que Brásidas no osó
proseguir su empresa, mayormente viendo que sus parciales no se alzaban
por él en la ciudad ni lo podían hacer, porque los ciudadanos, que se
hallaron en mayor número, impidieron que las puertas fuesen abiertas,
y por consejo de Eucles, capitán de los atenienses, enviaron con toda
diligencia a llamar a Tucídides, hijo de Óloro, el mismo que escribió
esta historia, el cual a la sazón gobernaba por los atenienses en
Tasos, tierra de Tracia, ciudad de los dorios, distante de Anfípolis
un día de camino, para que les socorriese. Sabido por Tucídides, se
preparó a escape, y con siete naves que por ventura estaban en el
puerto, partió con intención de socorrer a Anfípolis, si no había sido
tomada, y si lo había sido, tomar a Eyón.

Entretanto, Brásidas, que temía el socorro que fuera de Tasos por
mar, y sospechaba que Tucídides, que tenía en aquel paraje a su cargo
las minas de donde sacaban el oro y la plata para la moneda, por cuya
causa tenía gran autoridad y amistad con los principales de la tierra,
reuniese mucha gente, determinó hacer lo posible por ganar la ciudad
por tratos y conciertos antes que los ciudadanos pudiesen recibir este
socorro; por tanto, mandó pregonar a son de trompeta que todos los que
estaban en la ciudad, fuesen ciudadanos o atenienses, permanecerían
si quisiesen en su estado y libertad como antes, ni más ni menos que
los del Peloponeso, y, los que no lo quisieran, pudiesen salir con
sus haciendas en el término de cinco días. Oído este pregón, los más
de los principales ciudadanos mudaron de parecer, entendiendo que
por tal medio venían a estar en libertad, porque entonces gobernaban
los atenienses la menor parte de la ciudad. Lo mismo pensaron los
ciudadanos cuyos parientes y amigos fueron presos en los arrabales, que
eran en gran número, temiendo que si esto no se aceptaba, sus parientes
y amigos serían maltratados. También los atenienses, viendo que sin
peligro podían salir con su bagaje, y que no esperaban socorro en
breve, y todos los demás del pueblo, porque por este concierto quedaban
fuera de peligro y se ponían en libertad de común acuerdo, aceptaron el
partido a persuasión de los que tenían inteligencias con Brásidas, no
pudiéndose recabar otra cosa de ellos, por más que el gobernador que
entonces había allí por los atenienses les quisiese persuadir de lo
contrario; de esta manera se entregó la ciudad a Brásidas.

En la noche de aquel día arribó Tucídides con sus naves a Eyón,
estando ya Brásidas dentro de Anfípolis, el cual hubiera ganado también
la villa de Eyón si la noche no sobreviniera, y aun también la tomara
al amanecer del día siguiente si no hubiese llegado aquel socorro de
las naves. Tucídides ordenó las cosas necesarias para defender la villa
si Brásidas quisiese entrar, y también para poder acoger los de tierra
firme que quisieran juntarse con él. De aquí provino que Brásidas,
que había llegado a la costa con buen número de naves junto a Eyón,
habiéndose esforzado por ganar un cerro que está a la boca del río,
junto a la villa, para poder después tomarla por la parte de tierra,
fue rechazado por mar y tierra y obligado a volver a Anfípolis para
ordenar las cosas necesarias en la ciudad.

Poco tiempo después se le rindió la ciudad de Mircino, que está en
tierra de los edonios, porque Pítaco, rey de los edonios, murió a
manos de su mujer y de los hijos de Goaxis. A los pocos días se le
rindieron Galepso y Esima, dos pueblos de los tasios, por intercesión
de Pérdicas, que llegó a la ciudad poco después de tomada.

Cuando los atenienses supieron la pérdida de la ciudad de Anfípolis, se
apesadumbraron mucho, porque les era muy útil, así por razón del dinero
que sacaban de ella y de la madera que allí cortaban para hacer naves,
como también porque, teniendo los lacedemonios el paso para ir contra
los aliados de los atenienses hasta el río Estrimón, llevados por
los tesalios, que eran de su partido, no podían pasar el río a vado,
porque era muy hondo, ni tampoco con barcas, porque los atenienses
vigilaban el río; pero habiendo los lacedemonios ganado la ciudad, y
por consiguiente, el puente del río, les era fácil atravesarlo, por lo
cual los atenienses temían que sus amigos y aliados se pasasen a los
lacedemonios, tanto más que Brásidas, no solo se mostraba en todas sus
cosas cortés y afable, sino que publicaba en todas partes que había ido
para poner a toda Grecia en libertad, por lo cual las otras ciudades y
villas del partido de los atenienses, sabido el buen tratamiento que
Brásidas hacía a los de Anfípolis y que ofrecía libertad, estaban
inclinadas a apartarse de la obediencia de los atenienses, enviándole
secretamente embajadores y mensajeros para hacer conciertos y tratos
con él, procurando cada cual ser el primero, y pensando que nada
debían temer de los atenienses, porque hacía largo tiempo que no
tenían guarnición en aquellas partes y no sospechaban que su poder
fuese tan grande como después conocieron por experiencia, y también
porque estos tracios son gente que acostumbra a guiar sus cosas más por
afición desordenada que por prudencia y razón, ponen toda su esperanza
en lo que desean sin motivo alguno, y lo que no quieren lo reprueban
so color de razón. También fundaban su intento en la derrota que los
atenienses habían sufrido en Beocia, pareciéndoles que no podrían tan
pronto enviar gente de socorro a aquellas partes; pero mucho más les
movían las persuasiones de Brásidas, quien les daba a entender que
los atenienses no habían osado pelear con él junto a Nisea, aunque
no tenía entonces mayor ejército que el que ahora mandaba. Por estas
razones y otras semejantes estaban muy alegres de verse en libertad
bajo la protección y amparo de los lacedemonios, que, por haber llegado
entonces a hacer la guerra en aquella región, resolvieron seguirles y
ayudarles con todo su poder.

Sabido esto por los atenienses, y considerando el peligro en que allí
estaban sus cosas, enviaron apresuradamente socorro a aquellas partes
para guarda y defensa de sus tierras, aunque era en tiempo de invierno.
También Brásidas había escrito a los lacedemonios que le enviasen gente
de socorro, y que entretanto mandaría hacer el mayor número de barcos
que pudiese en el río Estrimón; pero los lacedemonios no le enviaron
socorro alguno por la discordia que sobre este punto había entre los
principales de la ciudad, y porque los del pueblo en general deseaban
recobrar los prisioneros en Pilos y hacer treguas o paz antes que
continuar la guerra.




XIV.

Brásidas toma la ciudad de Torone por capitulación y la de Lécito por
asalto.


En este invierno los megarenses volvieron a tomar el largo muro que los
atenienses les habían ganado primero y le derribaron.

Brásidas, después de la toma de Anfípolis, partió con su ejército hacia
la llamada Acte, que está en una montaña nombrada Atos, y en la que
comienza el canal real. La montaña se prolonga hasta el mar Egeo, a la
costa del cual están asentadas muchas ciudades, como son Sane, habitada
por los andrios, y situada junto al canal, en la parte de la mar,
enfrente de Eubea, Tiso, Cleonas, Acrotoos, Olofixo y Dío, habitadas
por gentes de diversas naciones, bárbaros que usan dos lenguas y en
parte de calcídeos, mas principalmente de pelasgos y tirsenos que antes
habitaron en Lemnos y en Atenas, y también de bisaltios, crestonios y
edonios que moran en algunos lugares de aquella región. Todas estas
ciudades se rindieron a Brásidas. Porque Sane y Dío le hicieron
resistencia, robó y taló su tierra, y viendo que no las podía sujetar,
partió de allí y fue derechamente contra la ciudad de Torone, en tierra
de Calcídica, que tenía el partido de los atenienses; esto hizo a
solicitud de algunos ciudadanos, con quien tenían inteligencias, y que
le habían prometido facilitarle la entrada. Caminó toda la noche, de
manera que antes que amaneciese llegó al templo de Cástor y Pólux, que
dista de la ciudad cerca de tres estadios, sin que ningún ateniense
de los que estaban dentro para guarda de ella lo pudiese sentir, ni
menos los ciudadanos, excepto los que estaban en la conspiración, de
los cuales, algunos, seguros de su venida, metieron en la ciudad siete
soldados de los suyos, que no llevaban otras armas sino sus espadas;
estos siete no temieron entrar sin sus compañeros, que serían hasta
veinte, a quien Brásidas había encargado este hecho bajo el mando de
Lisístrato de Olinto. Metidos estos siete soldados en la ciudad por
la muralla que está hacia la mar, subieron de pronto a una alta torre
asentada sobre un collado, mataron a los que estaban para guarda de
ella y rompieron un postigo situado a la parte de Canastreo.

Entretanto, Brásidas, con su ejército, se iba acercando más a la
ciudad, y para esperar el éxito de esta sorpresa envió delante cien
soldados muy bien armados que estuviesen dispuestos a entrar tan
pronto como viesen alguna de las puertas de la ciudad abierta, y la
señal que los de dentro les habían de dar. Llegaron estos secretamente
hasta cerca de los muros, y entretanto los conspiradores de la ciudad
se prepararan para, con los siete soldados, poder ganarla y que les
abriesen una puerta del mercado, rompiendo las trancas. Oyendo esto los
cien soldados que estaban cerca, mandaron a algunos de ellos dar una
vuelta a las murallas, y metiéronlos dentro por el postigo que primero
fue roto a fin de que los que no sabían nada de esta empresa, viéndose
acometer súbitamente por delante y por las espaldas, fuesen más
turbados, y después hicieron la señal de fuego que habían concertado
con Brásidas, metiendo los que quedaban de los cien soldados por la
puerta del mercado.

Cuando Brásidas vio la señal, caminó con lo restante de su ejército
lo más apresuradamente que pudo hacia la ciudad, haciendo gran ruido
para espantar más a los habitantes, entrando unos por las puertas que
hallaron abiertas y subiendo otros por los andamios apoyados al muro
por una parte que estaba arruinado y en reparación. Cuando estuvieron
todos dentro, Brásidas se dirigió a lo más alto de la ciudad, y de allí
por todas las plazas y calles a fin de apoderarse de toda ella.

Viendo esto los ciudadanos que no conspiraban, procuraron salvarse
lo mejor que podían, mas los participantes en las inteligencias
se unieron a los lacedemonios. De los atenienses que estaban en el
mercado por guarda de la ciudad, que serían cincuenta soldados, unos
fueron muertos estando durmiendo; otros, oyendo el ruido, se salvaron
por tierra, y otros dentro de dos naves que estaban en el puerto
para guarda de él, huyendo a Lécito, donde había otra guarnición de
atenienses, y de pasada tomaron el castillo de una ciudad marítima que
estaba en un seno del istmo o estrecho. Con ellos partieron muchos
ciudadanos de Torone, los que eran más afectos a los atenienses.

Amaneció estando toda la ciudad por Brásidas, quien mandó pregonar a
son de trompeta que todos los que se habían retirado con los atenienses
pudiesen volver seguros, recobrar sus bienes y haciendas y usar y
gozar del derecho de ciudadanos como antes. Por otra parte, mandó a
los atenienses que estaban en Lécito, que saliesen, porque aquella
villa pertenecía a los calcídeos, permitiéndoles salir salvos con su
bagaje. Pero respondieron que no saldrían, y demandaron a Brásidas un
día de término para sacar sus muertos, el cual les otorgó dos, durante
los cuales fortificó sus fuerzas, y también los atenienses las suyas.
Además, mandó reunir los ciudadanos de Torone, y les dijo casi lo mismo
que a los acantios, a saber: que no era razón que los que habían tenido
con él conciertos para meterle en la ciudad, fuesen reputados por malos
ni traidores, pues que no lo habían hecho por dádivas ni dineros, ni
por poner la ciudad en servidumbre, sino en libertad, y por el bien
y procomún de todos los ciudadanos, y asimismo que no era razón que
los que no habían sido participantes de estos tratos y conciertos,
fuesen por eso privados de sus bienes y haciendas, porque no había
ido allí para destruir la ciudad ni perjudicar a ningún ciudadano,
sino por librarles de servidumbre, y por ello había mandado decir a
los que se fueron con los atenienses que podían volver a gozar como
antes de sus haberes, para que todos supiesen que la amistad de los
lacedemonios, cuando la probaran, no era de peor condición que la de
los atenienses, y se aficionaran a seguir su partido, hallándolo por
experiencia más justo y conforme a razón. Y que si al principio tenían
algún temor por no haber aún experimentado la naturaleza y condiciones
de los lacedemonios, ahora les rogaba fuesen en adelante sus amigos y
confederados buenos y leales, porque si, después de esta amonestación,
cometían alguna falta o yerro serían culpables y dignos de castigo, lo
cual no habían sido hasta entonces, sino aquellos que por fuerza les
tenían en sujeción por ser más poderosos que ellos, y que si hasta la
hora presente habían sido adversarios de los lacedemonios, la razón
obligaba a perdonarles.

Con estas y otras palabras semejantes amonestó Brásidas a los
toronenses, y cuando los dos días de las treguas pasaron, fue contra
Lécito, creyendo tomarla por asalto, porque los muros eran muy flacos,
y en alguna parte labrados de madera; mas los atenienses se defendieron
valientemente el primer día e hicieron retirar a los lacedemonios.
Al siguiente, Brásidas mandó acercar un aparato para lanzar fuego
dentro de la villa cerca del muro que era de madera, y viendo esto los
atenienses construyeron en seguida una torre de madera sobre el muro
frente al aparato, y pusieron en ella muchos toneles llenos de agua
con instrumentos para echarla, y también muchas piedras, mas por el
gran número de gente que subía a la torre, cayó súbitamente a tierra, y
del ruido que hizo al caer, los atenienses, que estaban cerca tuvieron
más pesar que espanto; pero los que estaban más lejos, creyendo que la
villa fuese ya tomada, huyeron hacia la mar para meterse en los navíos
anclados en el puerto. Entonces Brásidas, viendo que habían desamparado
el muro, les combatió por aquella parte y tomó la ciudad sin gran
dificultad, matando a todos los que salieron al encuentro, aunque una
parte de los atenienses se salvó dentro de los navíos y fueron a Palene.

Brásidas había mandado pregonar antes del asalto a son de trompeta,
que daría treinta minas de plata al primero que subiese al muro. Mas
conociendo que la ciudad había sido tomada antes por gracia divina
que por fuerzas humanas, ofreció aquella suma al templo de la diosa
Palas, que estaba en aquella ciudad, y con este dinero fue reparado
el templo destruido cuando se tomó la villa, con los edificios que
después Brásidas reedificó. Lo restante de aquel invierno lo ocupó en
fortificar las plazas que tenía y guardarlas de los enemigos.

Fue el octavo año de esta guerra.




XV.

Los atenienses ajustan treguas con los lacedemonios por un año.


A la primavera[98] los atenienses hicieron tregua con los lacedemonios
por un año, pensando que durante este tiempo Brásidas no curaría de
tener tratos ni inteligencias con los aliados de sus tierras para que
se les rebelasen, y entretanto ellos las fortificarían, y también que
en este plazo podrían tratar de una paz final si les fuera conveniente.

Los lacedemonios tenían por cierto que los atenienses temiesen los
inconvenientes arriba dichos, como era verdad, y que teniendo por
medio de la tregua reposo y descanso de los trabajos pasados, serían
más inclinados a la paz. Los de Atenas devolvieron los prisioneros
que era lo que más deseaban los lacedemonios, y esperaban poder
alcanzar haciendo la tregua durante el tiempo que Brásidas andaba
próspero, porque mientras él continuaba la guerra y prevalecía sobre
sus enemigos, no esperaban que los suyos reposasen. La tregua fue
concluida en esta forma. Los atenienses presentaron por escrito los
artículos que demandaban, y los lacedemonios respondieron a ellos de la
manera siguiente:

«Primeramente, en cuanto al templo y oráculo del dios Apolo, en Pitia,
demandamos sea lícito a todos los que quisieren de una y otra parte ir
a él sin fraude ni temor alguno para pedir consejo al oráculo en la
manera acostumbrada.»

Este artículo fue aprobado por los lacedemonios y por los diputados de
sus aliados que allí se hallaron, los cuales prometieron hacer su deber
para que los beocios y los focenses le aprobasen, y que para ello les
enviarían mensajeros.

«Tocante al dinero del templo de Apolo que fue robado, queremos que
se proceda contra los culpados por rigor de justicia para castigarlos
según su merecido y como se acostumbra a hacer en tal caso, y que
nosotros y vosotros y todos aquellos que quisiesen ser comprendidos en
la tregua guardarán las ordenanzas y costumbres antiguas respecto a
este artículo.»

A esto respondieron los lacedemonios y sus aliados, que si la paz se
hace, cada una de las partes se debe contentar con su tierra según
que la posee al presente, a saber: que los términos y límites de los
lacedemonios sean en los confines de Corifasio, entre Búfrade y Tomeo,
y los de los atenienses en Citera, sin inmiscuirse ninguno de ellos en
las alianzas de los otros.

«Ítem, que los de Nisea y Minoa no pasasen por el camino que va desde
Pilos hasta el templo de Neptuno, y desde el templo hasta el puente que
va a Minoa, por cuyo camino tampoco los megarenses puedan pasar, ni
menos los que están en la isla que los atenienses nuevamente han tomado.

»Ítem, que los unos no tengan comercio alguno de mercaderías ni otra
cosa con los otros.

»Ítem, que los atenienses puedan usar y gozar de todo lo que poseen
al presente en la ciudad de Trecén, y todas otras tierras que les
quedaren por contrato, a su voluntad.

»Ítem, que puedan ir por mar a sus tierras y a las de sus amigos y
aliados, a su voluntad, y que los lacedemonios no puedan navegar con
naves largas a vela, sino con barcos a remo de porte de 500 talentos.

»Ítem, que todos los embajadores puedan ir sin impedimento ni estorbo
alguno con la compañía que quisieren, así por los dominios de los
peloponesios como por los de los atenienses, por mar como por tierra,
para tratar de conciertos.

»Ítem, que no pueda ser recibido ni acogido ningún tránsfuga, siervo o
libre, que se pasara de una parte a la otra.

»Ítem, que las diferencias que ocurriesen durante la tregua se sometan
a juicio como antes de la guerra, terminando por sentencia y no por
guerra.»

Respondieron los lacedemonios y sus aliados, que otorgaban y aprobaban
todos estos artículos.

«Ítem, si viereis que hay alguna cosa más justa o mejor que lo que
arriba es dicho, cuando volváis a Lacedemonia debéis advertírnoslo,
porque los atenienses no rehusarán hacer todo lo que fuere justo y
razonable.»

A esto respondieron los lacedemonios y sus aliados, que los embajadores
que fuesen allá tendrían poder para tratar de esta materia con el cargo
y autoridad que los atenienses para ello les dieren.

«Ítem, que estas treguas durarán un año.»

La firma era:

«Acordado por el pueblo, presidiendo la tribu Acamántide; por escribano
Fenipo; Nicíades asistente; Laques relator de estas treguas, las
cuales sean en buen hora para el bien y pro de los atenienses, según
que los lacedemonios las otorgaran, y prometen las partes guardarlas
por espacio de un año entero, que comenzará a correr desde hoy, día
de la fecha, a 14 del mes Elafebolión (diciembre); que durante estas
treguas los embajadores puedan ir y venir de una parte a la otra, y
hablar y tratar medios para dar fin a la guerra; que los jueces y sus
lugartenientes a su requerimiento puedan juntar el Senado y los del
pueblo para este efecto, y que los atenienses sean los primeros que
envíen embajadores para tratar de este asunto, y a su vuelta lleven la
aprobación y ratificación del pueblo de Atenas, obligándose a guardar y
cumplir la tregua durante un año.»

Fue tratado y acordado entre los atenienses y lacedemonios y sus
aliados, y después aprobado y ratificado en Lacedemonia a doce días
del mes Gerastio. Autores y componedores de estas treguas fueron: de
parte de los lacedemonios, Tauro, hijo de Equetímidas; Ateneo, hijo de
Periclidas, y Filocáridas, hijo de Erixilaidas; de la de los corintios,
Eneas, hijo de Ócito, y Eufámidas, hijo de Aristónimo; de la de los
sicionios, Damotino, hijo de Náucrates, y Onásimo, hijo de Megacles;
de la de los de Mégara, Nicasio, hijo de Cécalo, y Menécrates, hijo
de Anfidoro; de los epidaurios, Anfias, hijo de Eupaidas; de la de
los atenienses, Nicóstrato, hijo de Diítrefes, que era juez; Nicias,
hijo de Nicérato, y Autocles, hijo de Tolmeo. Así se ajustaron estas
treguas, durante las cuales hubo muchas negociaciones por ambas partes
para la paz.




XVI.

Rómpese la tregua por tomar Brásidas las ciudades de Escíone y
de Mende, valiéndose de la rebelión de sus habitantes contra los
atenienses.


En estos días, mientras se trataba de la tregua y se ratificaba el
convenio, la ciudad de Escíone, asentada cerca de Palene, se rebeló a
los atenienses, y se entregó a Brásidas so color de que los escionios
decían ser de Pelene, naturales de tierra de Peloponeso, y que sus
antepasados cuando volvieron de la guerra de Troya por mar, una
tempestad les arrojó a aquellas partes, y allí pararon y habitaron la
tierra. Al saber Brásidas su rebelión, partió hacia ellos de noche,
en un barco ligero, mandando ir por delante una nave grande, a fin de
que si encontraba algún navío de guerra de enemigos más poderoso que
el suyo, la nave grande le pudiese socorrer, y si se encontraba con
alguna que no fuese mayor que esta, probablemente acometería antes al
barco grande que al pequeño, y durante el combate él se salvaría en
el barco pequeño. Con este propósito, arribó a Escíone, sin encontrar
ningún barco, y, al llegar, reunió a los del pueblo y habloles en
la misma forma y sustancia que lo había hecho a los de Acanto y de
Torone, elogiándoles mucho más que a los otros; porque, aunque los
atenienses hubiesen tomado a la sazón la tierra de Palene y su estrecho
lo tuviesen controlado por Potidea, haciendo que los escionios fuesen
como isleños, tenían, sin embargo, propósito de ponerse en libertad y
fuera de la servidumbre de los atenienses por sus propias fuerzas, y
sin esperar que la necesidad les diese a conocer su propio bien; por
cuya osadía y magnanimidad les juzgaba hombres buenos, esforzados y
suficientes para emprender otro mayor hecho que aquel, si ocurriese.
Manifestó esperanzas de que serían siempre buenos y leales amigos de
los lacedemonios, y siempre honrados y apreciados por estos.

Con estas palabras y otras semejantes alentados, los escionios cobraron
más ánimo, de tal manera, que todos de un acuerdo, así los que al
principio les parecía la cosa mal, como los que la hallaban buena,
determinaron soportar la guerra contra los atenienses en caso que se
les hiciera; y además de otras muchas honras que hicieron a Brásidas,
le pusieron una corona de oro en la cabeza como a libertador de
Grecia, y como a hombre privado y su amigo y bienhechor, le dieron una
guirnalda de flores, y le visitaban en su residencia, cual hacen con
los vencedores en alguna batalla.

Brásidas no paró mucho allí; dejándoles pequeña guarnición, volvió al
punto de donde había partido, y a los pocos días fue con más grueso
ejército, con intención de ganar si podía, con la ayuda de los
escionios, las ciudades de Mende y Potidea, antes que los atenienses
fueran a socorrerlas, como sospechaba que harían. Mas habiendo ya
comenzado los tratos e inteligencias para ello, antes de ponerlas en
ejecución llegaron a él en una galera, Aristónimo de parte de los
atenienses, y Ateneo de la de los lacedemonios, que le notificaron
la tregua, por lo cual Brásidas volvió a Torone, y los embajadores
con él, y en este lugar le declararon más cumplidamente el tenor del
tratado de las treguas, que fue aceptado y aprobado por todos los
aliados y confederados que moraban en la Tracia. Aristónimo, aunque
aprobase el contrato en todo y por todo, decía que los de Escíone no
estaban comprendidos en él, porque se habían rebelado después de la
fecha de las treguas, lo cual contradecía Brásidas, queriendo sostener
que lo hicieron antes, y, en efecto, dijo que no devolvería aquella
ciudad, quedando la cuestión en suspenso. Cuando Aristónimo volvió
a Atenas, y dijo todo lo ocurrido, los atenienses fueron de opinión
de comenzar la guerra contra los escionios, y para ella dispusieron
las cosas necesarias. Sabido esto por los lacedemonios, enviáronles
un embajador para demostrarles que faltaban a las treguas, y que sin
razón querían recobrar la ciudad de Escíone, por lo que les decía
Brásidas, su capitán, y que si atacaban a la ciudad, los lacedemonios
y sus aliados la defenderían; pero si querían someter la cuestión a
juicio, lo aceptarían satisfechos. A esto respondieron los atenienses
que no querían aventurar su estado en contienda de juicio, y que
estaban resueltos a ir contra los escionios lo más pronto que pudiesen,
sabiendo que si los de las islas se querían rebelar, los lacedemonios
no les podrían socorrer por tierra; y a la verdad, los atenienses
tenían razón en este asunto, porque era cierto que la rebelión de los
escionios había sido dos días después de la conclusión del tratado de
treguas; por lo tanto, la mayoría del pueblo fue de opinión, siguiendo
el parecer de Cleón, de decretar la toma de la ciudad de Escíone y
matar a los habitantes, preparándose todos para ejecutarlo.

Entretanto, la ciudad de Mende se rebeló también a los atenienses.
Esta ciudad está en tierra de Palene, habitada y fundada por los
eretrieos, la cual Brásidas recibió también en amistad como las otras,
persuadiéndose que lo podía hacer con buen derecho, aunque se hubiese
rebelado durante el término de la tregua, pues los atenienses faltaban
a ella.

La razón por que los de Mende se animaron a rebelarse, fue porque
conocían la voluntad de Brásidas, tomando por ejemplo y experiencia a
los escionios, a quienes no había querido desamparar; y considerando
que los que habían tramado aquella rebelión, pocos en número al
empezar a realizarla, habían ganado la voluntad de los más, aunque no
pensaban poderlo hacer. Sabedores los atenienses de esta rebelión,
se enfurecieron mucho más, y preparáronse para ir a destruir ambas
ciudades rebeldes; pero mientras tanto Brásidas mandó sacar las mujeres
y los niños de las ciudades y los hizo pasar a la de Olinto, en tierra
de Calcídica, dejando para guarda de las ciudades quinientos soldados
peloponesios y otros tantos calcídeos, todos bien armados, al mando
de Polidámidas, los cuales, esperando a los atenienses, trabajaban en
fortificar las dos ciudades lo mejor que pudiesen.




XVII.

Brásidas y Pérdicas se apoderan de algunas tierras de Arrabeo, y al
saber que los ilirios iban contra ellos, se separan. -- Abandonado
Brásidas de Pérdicas y los suyos, huye de los ilirios. -- Pérdicas y
Brásidas llegan a ser enemigos.


Entretanto, Brásidas y Pérdicas partieron a la guerra contra Arrabeo
a tierra de Lincesta, Pérdicas con un ejército de macedonios y
otros griegos que habitan aquella tierra, y Brásidas con los demás
peloponesios que tenía consigo, algunos calcídeos y acantios, y otros
de las ciudades confederadas; de manera que de gente de a pie tenían
todos hasta tres mil hombres, y de a caballo, entre macedonios y
calcídeos, cerca de mil, sin un gran número de bárbaros que les seguían.

Al llegar a los dominios de Arrabeo y saber que los lincestas habían
establecido su campamento, hicieron ellos lo mismo, y plantaron su
campo enfrente de los contrarios, cada cual en un cerro. La infantería
estaba en lo alto y la caballería en lo llano, y los caballos salieron
primero a escaramuzar en un raso que estaba entre los dos cerros,
comenzando el combate. Sin tardar, Brásidas y Pérdicas hicieron bajar
su infantería y que se uniera a la caballería para combatir a los
enemigos. Viendo esto los lincestas, hicieron lo mismo, y se trabó una
empeñada lucha que duró gran rato; mas los lincestas fueron al fin
batidos, y se pusieron en huida. Muchos murieron en el combate, y todos
los demás se acogieron a la montaña.

Brásidas y Pérdicas levantaron después trofeo en señal de victoria,
y estuvieron en el campo dos o tres días esperando a los ilirios que
Pérdicas había cogido a sueldo para que lo ayudasen. Transcurrido
este término, Pérdicas quería que caminasen adelante para tomar las
ciudades y villas de Arrabeo; mas Brásidas, que sospechaba que la
armada de los atenienses llegara entretanto y venciese a los de Mende,
y viendo asimismo que los ilirios tardaban en llegar, opinó volverse.
Estando en esta diferencia, tuvieron nuevas de que los ilirios les
habían burlado, pasando al servicio de Arrabeo; por lo cual, temiendo
su llegada, porque era gente belicosa, opinaron ambos volver atrás,
aunque no de acuerdo en el camino que habían de tomar; de manera que,
venida la noche, se apartaron uno de otro sin resolver lo que debían
de hacer. Pérdicas se retiró a su campo, que estaba un poco apartado
del real de Brásidas. En la noche siguiente, los macedonios y los
bárbaros, que estaban en el campo de Pérdicas, por temor a la llegada
de los ilirios, cuya fama de valientes era mucho mayor que la cosa,
según suele suceder en los grandes ejércitos, partieron del campo sin
pedir licencia y ocultamente, volviendo a sus casas. Aunque Pérdicas
al principio no supo nada de su propósito, después de determinarlo
fueron a él y le obligaron a que partiese con ellos antes de verse con
Brásidas, que tenía el campo bien lejos del suyo. Cuando Brásidas, al
día siguiente por la mañana, supo que los macedonios se habían ido, y
que los ilirios y Arrabeo iban con su ejército contra él, ordenó el
suyo en forma de escuadrón cuadrado, encerró a los soldados armados
a la ligera en medio del escuadrón, y así les mandó caminar con
intención de irse retirando, y él con trescientos infantes, los más
mozos y valientes de todos, se quedó en la retaguardia para sostener
el ímpetu de los corredores del campo enemigo que fuesen a dar sobre
él, entretenerlos y ganar tiempo mientras la otra banda de su ejército
caminaba adelante con determinación de retirarse a la postre todos; y
antes que los enemigos llegasen, habló a los suyos, para animarles, con
este breve razonamiento:

«Varones peloponesios: Si no sospechase que estáis temerosos de ver
que nuestros compañeros de guerra nos han dejado solos y desamparados,
y que los bárbaros, nuestros enemigos, vienen contra nosotros en gran
multitud, no curaría de amonestaros y de enseñar lo que os cumple
hacer, como lo hago al presente; mas porque veo que por estas dos
cosas, que son grandes e importantes, estáis algo turbados, os diré
brevemente lo que me parece en este caso, y es que, ante todas las
cosas, os conviene mostraros valientes y animosos, no confiando tanto
en la ayuda de vuestros amigos y aliados cuanto en vuestra sola virtud
y esfuerzo. Y no os espante la multitud de los enemigos, pues sois
nacidos y criados en una ciudad donde pocos mandan a muchos y no muchos
a pocos, y el mando y autoridad lo han adquirido venciendo muchas veces
en la guerra. En cuanto a estos bárbaros, que teméis por no haberlos
experimentado, sabed que no son tan terribles como pensáis, lo cual
podéis muy bien conocer por la prueba que hicisteis en aquellos, contra
quien habéis combatido en favor de los macedonios, y también por la
fama que comúnmente hay de ellos, y por lo que yo puedo entender por
conjeturas.

»Los que piensan que aquellos contra quien van son más fuertes y
mejores guerreros que ellos, cuando conocen la verdad por experiencia,
van con mayor ánimo y osadía contra ellos; por consiguiente si los
enemigos tienen alguna virtud o esfuerzo encubierto de que no seamos
advertidos, les acometeremos más fuertemente, y con más osadía, pero
los que vienen contra nosotros podrían poner temor a gente que no los
conociese, por ser tan gran multitud, espantosa de ver, y más horrible
de oír por el ruido que hacen y los alaridos que dan, y el menear y
sacudir las armas, que todas son maneras de amenazas. Mas cuando vienen
a combatir contra gente que no se espanta de esto no se muestran tales
como parecen, pues no tienen por afrenta huir cuando se ven en aprieto
como nosotros, ni saben guardar la ordenanza. Tienen por tanta honra
huir como acometer, por lo cual no se debe estimar en nada su osadía,
que quien tiene en su mano combatir o evitar el combate, siempre halla
alguna buena excusa para salvarse. Si estos bárbaros creen más seguro
espantarnos de lejos con sus voces y alaridos, sin exponerse a peligro
de batalla, que venir con nosotros a las manos, porque de otra suerte
antes vendrían al combate que hacer todas esas amenazas, juzgad el
temor que se les puede tener, grande de ver y oír, pero muy pequeño
al pelear. Si sostenéis su ímpetu cuando acometan, y os retiráis paso
a paso en buen orden, muy pronto estaréis a salvo en lugar seguro, y
conoceréis por experiencia para lo venidero, que la natural condición
de estos bárbaros es dar de lejos grandes alaridos y amenazar, pero que
mostrando osadía los que están dispuestos a recibirlos cuando se les
acercan, y combaten a la par, muestran su valentía en los pies más que
en las manos, procurando huir lo más que pueden para salvarse.»

Cuando Brásidas arengó a su gente con este breve razonamiento, les
mandó caminar puestos en orden de batalla, y retirándose poco a
poco. Viendo esto los bárbaros, les siguieron a toda prisa haciendo
gran ruido, y con grandes alaridos según su costumbre, pensando que
huirían sus contrarios por este medio y esperando atacarles en el
camino y dispersarlos. Mas cuando vieron que a sus corredores que iban
a escaramuzar delante de cualquier parte del ejército, los griegos
les hacían buena resistencia y que Brásidas con la banda de soldados
escogidos sostenía el ímpetu de los otros que cargaban sobre ellos, se
asustaron grandemente. Habiendo los griegos resistido el primer ímpetu
rechazaron más fácilmente los otros, y cuando los bárbaros cesaban
de acometerles iban retirándose poco a poco hacia la montaña, de tal
manera, que cuando Brásidas y los que venían con él llegaron a lo
llano, la banda de los bárbaros encargada de seguirles se halló atrás
bien lejos de ellos, porque los otros bárbaros iban en persecución
de los macedonios rezagados del ejército de Pérdicas que huía, y a
todos los que alcanzaban fuera del tropel los mataban sin ninguna
misericordia.

Entonces Brásidas, viendo que no se podía salvar, sino por un paso
estrecho que estaba a la entrada de la tierra de Arrabeo entre dos
cerros, determinó tomarlo, y los bárbaros acudieron a ocupar la entrada
pensando atajarle y encerrarle allí. Mas como Brásidas comprendiese
su designio, mandó a los trescientos soldados que con él estaban, que
lo más pronto que pudiesen sin guardar orden, fuesen hacia uno de los
cerros el que le pareció más fuerte, y procurasen tomarlo antes que
los enemigos se pudiesen reunir allí en mayor número, y señorearse de
él. Hiciéronlo así los soldados tan valerosamente y tan pronto, que al
llegar lanzaron de él a los bárbaros que habían ya ganado la cumbre,
y por este medio el resto del ejército de Brásidas pudo fácilmente
ganar el paso, porque los bárbaros viendo huir a los suyos arrojados
del cerro, y también que los griegos habían ya ganado el paso para
salvarse, no cuidaron de seguirles más adelante.

Aquel mismo día llegó Brásidas a la ciudad de Arnisa, que era del
señorío de Pérdicas, y los de su ejército por despecho e ira que
tenían de que los macedonios de Pérdicas fueron los primeros en partir
desamparándoles, al encontrar alguna yunta de bueyes o carruaje dejado
en el camino, como sucede cuando se va huyendo, mayormente si es de
noche, los desuncían y los mataban, y tomaban lo que les parecía del
bagaje.

Pérdicas pudo conocer en ello que Brásidas le era enemigo, y desde
entonces mudó la voluntad y afición que tenía a los lacedemonios,
aunque no lo mostró del todo por temor a los atenienses, y en adelante
procuró por todos los medios que él pudo, tratar con estos, y apartarse
de la amistad de los peloponesios.




XVIII.

Los atenienses toman a Mende y cercan a Escíone. -- Sucesos que
ocurrieron al finalizar aquel año.


Al volver Brásidas de Macedonia a Torone halló que los atenienses
habían ya tomado la ciudad de Mende, y considerando que no tenía
fuerzas para defender a Palene, si los enemigos la combatían, quedó
en Torone para guarda de ella, porque durante el tiempo que estuvo
con Pérdicas, los atenienses habían salido para ir en ayuda de los
lincestas contra Mende y Escíone. Iban con cincuenta naves muy bien
dispuestas, entre ellas diez de Quíos y llevaban mil hombres bien
armados de su tierra, seiscientos flecheros de Tracia, otros mil
soldados extranjeros y algún número de soldados armados a la ligera,
siendo capitanes Nicias, hijo de Nicérato, y Nicóstrato, hijo de
Diítrefes.

Partidos de Potidea, cuando llegaron cerca del templo de Neptuno
tomaron la vuelta de Mende. Los de la ciudad al saberlo salieron
armados al campo con trescientos hombres de Escíone y la gente de
guarnición de los peloponesios, que serían en todos hasta setecientos,
al mando de Polidámidas, y asentaron su campo sobre una montaña que les
parecía lugar bien seguro. Aunque Nicias con ciento veinte soldados de
Metone, sesenta atenienses de los más escogidos y todos los flecheros
hizo lo posible para desalojarlos, pensando subir por algunos senderos
de la montaña, fue tan maltratado a golpes que tuvo que retirarse y
Nicóstrato que también quiso subir por otra parte con el resto del
ejército fue puesto en tanto desorden, que poco faltó para ser vencido
y deshecho aquel día todo el ejército de los atenienses. Viendo que no
habían podido rechazar a los de Mende se retiraron a su campamento que
tenían delante de la ciudad y los de Mende se refugiaron durante la
noche en la ciudad.

Al día siguiente los atenienses fueron a correr la tierra de Escíone,
robaron todos los lugares y destruyeron lo que había en el campo en
torno de la ciudad mientras duró el día sin que los de dentro osasen
salir porque había alguna discordia entre ellos.

A la noche siguiente los trescientos escionios que estaban dentro de
Mende volvieron a sus casas. Venido el día, Nicias, con la mitad de su
ejército, volvió a recorrer la tierra de los escionios, y Nicóstrato,
con lo restante, se alojó ante las puertas de la ciudad. Polidámidas
reunió a los ciudadanos y cierto número de soldados peloponesios;
arengó su gente de guerra, y la puso en orden de batalla para salir
contra los atenienses, mas uno de los de la ciudad le contradijo,
diciendo que no había necesidad de salir ni combatir con ellos, lo cual
excitó la ira de Polidámidas, que le hirió malamente. Viendo esto los
de la ciudad no lo pudieron sufrir más y tomaron las armas contra los
peloponesios, y contra los que estaban con ellos, y estos, viendo la
furia de los ciudadanos, empezaron a huir, así por temor de aquellos
como de los atenienses, a quienes abrieron las puertas. Dudando los
peloponesios que fuese por trato entre ellos, se retiraron los que
pudieron al castillo de que se habían apoderado antes. Los atenienses
entraron en la ciudad, porque Nicias había ya vuelto de su correría, y
la saquearon, pretendiendo que no les habían abierto las puertas por
común acuerdo y determinación de todos, sino por acaso de fortuna,
o por inteligencias particulares, y aun con todo esto tuvieron los
capitanes harto que hacer en impedir a los soldados que matasen a todos
los que hallaban dentro. Apaciguado este ruido, los capitanes mandaron
a los ciudadanos que volvieran a tomar el gobierno de la villa según
antes lo tenían, y que hiciesen justicia de los que habían sido causa
de la rebelión.

Pasado esto fueron a cercar a los que se habían acogido al castillo,
y para ello hicieron unos muros que llegaban hasta la mar por todos
lados, poniendo allí su gente de guarda para que no pudiesen salir, y
después partieron con el resto del ejército hacia Escíone, pero los
de la ciudad les salieron al encuentro con los soldados peloponesios
que tenían consigo, y se alojaron sobre un cerro cerca de la muralla,
porque sin tomar este no podían buenamente poner cerco a Escíone. Los
atenienses les acometieron tan denodadamente que hicieron desalojar el
cerro, y por esto levantaron trofeo allí en señal de victoria; después
reconocieron la ciudad por todas partes con determinación de cercarla,
pero estando ocupados en la obra, los peloponesios sitiados en el
castillo de Mende, salieron de él de noche, y a pesar de los que les
tenían cercados, pasaron por la parte de la mar, y los más vinieron por
medio del campo de los atenienses, de tal manera, que se metieron en
Escíone. Entretanto Pérdicas por despecho contra Brásidas hizo tratos
de paz con los capitanes atenienses, según tenía determinado desde la
hora en que Brásidas partió de Lincesta, y con una banda de tesalios
que tenía consigo, de la que se había servido en la guerra pasada,
porque Nicias, capitán de los atenienses, le rogó que al declararse
amigo de estos les hiciese algún servicio señalado, intentó vedar a los
peloponesios la entrada en su tierra, y rehusó dar paso a Iscágoras,
capitán lacedemonio, que traía el ejército de los peloponesios por
tierra para unirse a Brásidas. Además le vedó que cogiese a sueldo
ningún soldado tesalio; no obstante esto, Iscágoras, Aminias y Aristeo,
enviados por los lacedemonios a Brásidas para saber el estado en que
estaban sus cosas, pasaron por Tesalia, y se unieron a este con toda
la gente que traían, y aunque por ordenanzas de la ciudad, estaba
prohibido que los que tienen cargo de guardar alguna plaza no la
encomienden a otra persona, dieron la guarda de Anfípolis a Cleáridas,
hijo de Cleónimo, y la de Torone a Pasitélidas, hijo de Hegesandro.

En aquel verano los tebanos derribaron el muro de Tespias, acriminando
a la ciudad que tenían tratos e inteligencias con los atenienses, y
aunque mucho tiempo antes lo tenían determinado, entonces les fue
más fácil hacerlo, porque en la batalla que habían tenido contra los
atenienses murieron casi todos los jóvenes de Tespias.

En el mismo verano se quemó el templo de la diosa Juno, en la ciudad de
Argos, por culpa de Críside, su sacerdotisa, la cual, yendo a encender
una lámpara que estaba junto a la corona de la diosa, se adormeció de
tal manera, que antes que recordase, fue todo abrasado; por razón de lo
cual, temiendo que los argivos le hiciesen algún mal, huyó de noche a
Fliunte, y los argivos, siguiendo sus leyes y ordenanzas, la privaron
del cargo, poniendo en su lugar otra sacerdotisa llamada Faínide,
aunque Críside había presidido en aquel templo los ocho años y medio
que duraba la guerra.

Al terminar el verano, habiendo los atenienses cercado a Escíone de
muros por todas partes, pusieron buena guarnición en ellos y volvieron
a Atenas.

El invierno siguiente pasó en paz entre atenienses y lacedemonios, por
causa de las treguas, mas los de Mantinea y los de Tegea, teniendo cada
cual sus amigos y aliados en su ayuda, libraron empeñada batalla junto
a Laodocio, en tierra de Oréstide, siendo la victoria incierta, porque
el ala derecha de los de la una parte y de la otra fue desbaratada y
puesta en fuga, por lo cual, ambas partes levantaron trofeo en señal de
victoria, y enviaron a ofrecer los despojos que habían ganado al templo
de Delfos. Hubo muchos muertos de unos y otros, y antes que se pudiese
conocer quién llevaba la mejor parte los separó la noche, quedando
los de Tegea en el campo, y levantando trofeo en el mismo lugar, y
retirándose los de Mantinea a Bucolión, levantando también su trofeo
frente del de sus contrarios.

Al fin del invierno Brásidas intentó tomar por traición la ciudad de
Potidea, teniendo algunas inteligencias con los de dentro, y llegando
de noche hasta la muralla preparó sus escalas para subir antes que los
ciudadanos lo pudiesen oír, porque sus espías le dijeron que cuando se
mudasen las centinelas, al que le cabía la guarda frente a la muralla,
partiría de allí para ir a otro lado, lo cual había de entender
Brásidas por el sonido de una campanilla que tocaría el que estaba en
guarda al mudar los centinelas. Así se hizo antes de llegar el nuevo
centinela y fueron puestas las escalas, mas en el momento de escalar,
les oyeron los de dentro, viéndose forzado a retirarse con sus tropas
aquella misma noche.

Esto ocurrió el invierno de aquel año, que fue el noveno de la guerra
que escribió Tucídides.


FIN DEL TOMO PRIMERO.




ÍNDICE GENERAL.


TOMO PRIMERO.


                                                                   Págs.

TUCÍDIDES.                                                           VII

LIBRO PRIMERO. -- I. Refiere Tucídides que la guerra cuya historia va
a narrar, es la mayor de cuantas los griegos tuvieron dentro y fuera
de su patria, y cuenta el origen y progreso de Grecia y las guerras
que antes tuvo. -- II. Causas y origen de la guerra entre corintios y
corcirenses. Vencidos los primeros por mar, rehácense para continuar
la guerra, y ambos beligerantes envían embajadores a los atenienses
solicitando su alianza. -- III. Discurso de los embajadores
corcirenses al Senado de Atenas para pedirle ayuda y socorro. -- IV.
Discurso y respuesta de los corintios al de los corcirenses, pidiendo
al Senado de Atenas que prefiera su amistad y alianza a la de los de
Corcira. -- V. Los atenienses se alían a los corcirenses, enviándoles
socorro. Batalla naval de dudoso éxito entre corintios y corcirenses.
-- VI. Querellas entre atenienses y corintios, por cuya causa se
reunieron todos los peloponesios en Lacedemonia para tratar de la
guerra contra los atenienses -- VII. Discurso y proposición de los
corintios contra los atenienses, en el Senado de los lacedemonios.
-- VIII. Discurso de los embajadores atenienses en el Senado de los
lacedemonios, defendiendo su causa. -- IX. Discurso de Arquidamo,
rey de los lacedemonios, disuadiendo a estos de declarar la guerra
a los atenienses. -- X. Discurso del éforo Estenelaidas, por el
cual se determinó la guerra contra los atenienses. -- XI. De cómo
los atenienses, después de la guerra con los medos, reedificaron su
ciudad, y principió su dominación en Grecia. -- XII. Guerras que los
atenienses tuvieron desde la con los medos hasta la presente, así
contra los bárbaros como contra los griegos, acrecentando con ellas
su imperio y señorío. --XIII. Discurso y proposición de los corintios
en el Senado de los lacedemonios, ante todos los confederados y
aliados para persuadirlos de la necesidad de la guerra contra los
atenienses. -- XIV. Acordada la guerra contra los atenienses por
todos los del Peloponeso, envían los lacedemonios embajadores a
Atenas para tratar de algunas cosas. --XV. Temístocles, perseguido
por atenienses y lacedemonios, se refugia en los dominios de
Artajerjes, y allí vive hasta el fin de sus días. -- XVI. Deliberan
los atenienses sobre si deben aceptar la guerra u obedecer las
exigencias de los lacedemonios. -- XVII. Discurso y opinión de
Pericles en el Senado de Atenas, conforme a la cual se da respuesta a
los lacedemonios.
                                                                       1

LIBRO II. -- I. Los beocios, antes de empezar la guerra, se
apoderan por sorpresa de la ciudad de Platea, favorablemente a los
atenienses, siendo arrojados de ella y muertos la mayoría de los
que entraron. -- II. Grandes aprestos de guerra de ambas partes y
de las ciudades a ellas aliadas. -- III. Discurso que Arquidamo,
rey de los lacedemonios, dirige a los suyos para animarles a la
guerra. -- IV. Persuadidos por Pericles los atenienses que vivían en
los campos, acuden con sus bienes a la ciudad, y se preparan a la
guerra. -- V. Los peloponesios entran a saco en tierra de Atenas,
y por consejo de Pericles solo salen contra ellos las tropas de
caballería de los atenienses. -- VI. Grandes aprestos por mar y
tierra que los atenienses hicieron en el verano en que empezó la
guerra y el invierno siguiente. Nuevas alianzas hechas por ellos
en Tracia y Macedonia, y exequias públicas con que en Atenas
honraron la memoria de los muertos en la guerra. -- VII. Discurso
de Pericles en loor de los muertos. -- VIII. Epidemia ocurrida en
la ciudad y campo de Atenas en el verano siguiente. Nuevos aprestos
belicosos y desesperación de los atenienses. -- IX. Discurso de
Pericles al pueblo de Atenas para aquietarlo, exhortarle a continuar
la guerra y a sufrir con resignación los males presentes. -- X.
Virtudes y loables costumbres de Pericles. -- XI. Nuevos aprestos
de guerra que por ambas partes se hicieron aquel verano. La ciudad
de Potidea capitula con los atenienses. -- XII. Los peloponesios
sitian Platea, defendiéndola sus moradores. -- XIII. Combate de
los atenienses delante de la ciudad de Espartolo, en tierra de
Beocia, y de los peloponesios delante de Estrada, en la región de
Acarnania. -- XIV. Triunfan los atenienses en batalla naval contra
los peloponesios, y de ambas partes se preparan a pelear nuevamente
en el mar. -- XV. Discurso y recomendaciones de Cnemo y de los otros
capitanes peloponesios a los suyos. -- XVI. Discurso y exhortación
de Formión, capitán de los atenienses, a los suyos. -- XVII. En la
segunda batalla naval ambas partes pretenden haber conseguido la
victoria. -- XVIII. Intentan los peloponesios tomar por sorpresa
el puerto del Pireo, y no lo logran. -- XIX. Sitalces, rey de los
odrisios, entra en tierra de Macedonia, reinando Pérdicas, y sale
de ella sin hacer cosa digna de memoria. -- XX. Proezas de Formión,
capitán de los atenienses, en Acarnania, y origen de esta tierra.
                                                                     113

LIBRO III. -- I. Los atenienses sitian la ciudad de Mitilene, que
quería rebelarse contra ellos. -- Los de Mitilene piden auxilio a
los peloponesios. -- Los atenienses son derrotados en Nérico. --
II. Discurso de los mitilenios en la junta de los confederados de
Grecia. -- III. Grandes aprestos de guerra y hechos que aquel año
realizaron ambas partes. -- IV. Los atenienses sitiados en Platea,
y algunos ciudadanos de esta población, se salvan por su arrojo e
ingenio pasando por los muros, fosos y fuertes de los sitiadores
peloponesios. -- V. No socorridos a tiempo los mitilenios por los
peloponesios, se entregan a merced de los atenienses, que los mandan
matar. -- VI. Discurso y proposición de Cleón en el Senado de Atenas
para aconsejar el castigo contra los mitilenios. -- VII. Discurso
de Diódoto, de contrario parecer al de Cleón. -- VIII. De cómo
Mitilene estuvo en peligro de ser destruida completamente, y del
castigo que recibió por su rebelión. -- Los de Platea se entregan
a merced de los lacedemonios. -- Hechos de guerra habidos aquel
año. -- IX. Discurso y defensa de los de Platea ante los jueces de
Lacedemonia. -- X. Discurso de los tebanos contra los de Platea, y
muerte de estos. -- XI. Victoria naval que los peloponesios alcanzan
contra los atenienses y corcirenses por las discordias que los
últimos tenían entre sí. -- XII. Parcialidades y bandos que aparecen
en Corcira y en las demás ciudades griegas por causa de la guerra
y de los daños que ocasionaba. -- XIII. Los atenienses envían su
armada a Sicilia. -- Sucesos que les ocurrieron al fin de aquel
verano, en el invierno y al empezar el verano siguiente, en Sicilia
y Grecia. -- Fundan los lacedemonios la ciudad de Heraclea. -- XIV.
Demóstenes, capitán de los atenienses, parte de Léucade con su armada
para combatir a los etolios, y es vencido. -- Varios hechos de la
guerra de los atenienses en Sicilia -- XV. Euríloco, capitán de los
peloponesios, no puede tomar la ciudad de Naupacto, y por consejo
de los ambraciotes emprende la guerra contra los anfiloquios y los
acarnanios. -- Los atenienses purifican y dedican la isla de Delos.
-- XVI. Euríloco y los ambraciotes son derrotados por Demóstenes y
los acarnanios y anfiloquios dos veces en tres días. Deslealtad de
los peloponesios con los ambraciotes.
                                                                     201

LIBRO IV. -- I. Hechos de guerra ocurridos entre atenienses y
lacedemonios. Los peloponesios sitian Pilos. Ajústase una tregua
entre los dos ejércitos. -- II. Discurso de los lacedemonios a
los atenienses pidiendo la paz y respuesta de estos. Terminada la
tregua comienza de nuevo la guerra. -- III. Hechos que realizaron en
Sicilia los atenienses y sus aliados, y sus contrarios, durante este
tiempo. -- IV. Triunfan los atenienses en Pilos. -- V. Victoria de
los atenienses contra los corintios. -- VI. Los atenienses ayudan
a entrar en Corcira a los desterrados y después los matan. -- VII.
Victorias y prosperidades de los atenienses en aquella época, sobre
todo en la isla de Citera. -- VIII. Los sicilianos, por consejo de
Hermócrates, ajustan la paz entre sí y despiden a los atenienses.
-- IX. Los atenienses intentan tomar a Mégara por inteligencias
que tenían con algunos habitantes; pero los lacedemonios socorren
esta ciudad. -- X. Pierden los atenienses algunos barcos de guerra.
Brásidas, general de los lacedemonios, pasa por tierra de Tracia
con ayuda de Pérdicas, rey de Macedonia y de otros amigos de
aquella comarca para socorrer a los calcídeos. -- XI. Los acantios,
persuadidos por Brásidas, dejan el partido de los atenienses y toman
el de los peloponesios. -- XII. Los generales atenienses, Hipócrates
y Demóstenes, emprenden la campaña contra los beocios, y son vencidos
con grandes pérdidas. -- XIII. Brásidas, general de los lacedemonios,
toma la ciudad de Anfípolis por traición, y por convenios algunos
otros lugares de Tracia. -- XIV. Brásidas toma la ciudad de Torone
por capitulación y la de Lécito por asalto. -- XV. Los atenienses
ajustan treguas con los lacedemonios por un año. -- XVI. Rómpese
la tregua por tomar Brásidas las ciudades de Escíone y de Mende,
valiéndose de la rebelión de sus habitantes contra los atenienses. --
XVII. Brásidas y Pérdicas se apoderan de algunas tierras de Arrabeo,
y al saber que los ilirios iban contra ellos se separan. Abandonado
Brásidas de Pérdicas y los suyos, huye de los ilirios. Pérdicas y
Brásidas llegan a ser enemigos. -- XVIII. Los atenienses toman
Mende y cercan a Escíone. Sucesos que ocurrieron al finalizar aquel
año.
                                                                     289




NOTAS.


[1] Los antiguos griegos llamaban bárbaros a los extranjeros; a los que
no hablaban la lengua griega.

[2] La palabra _ciudad_ no significaba precisamente en la antigua
Grecia una población, sino una asociación de hombres. Estos vivían
repartidos en diferentes aldeas y pueblos, que en conjunto formaban
pequeños estados o repúblicas.

[3] Las cinco partes del Peloponeso eran la Laconia, la Mesenia, la
Argólida, la Arcadia y la Élide. Pertenecían a los lacedemonios la
Laconia y la Mesenia.

[4] Tirano en Grecia era el usurpador de la soberanía, aunque ejerciera
el mando con templanza y benignidad.

[5] La dignidad real era hereditaria y esta condición diferenciaba en
Grecia la monarquía de la tiranía.

[6] Una cuestión por algunos barcos de pesca fue la causa de esta
guerra. (Justino l. XLIII, c. V.)

[7] Alusión maliciosa de Tucídides a Herodoto.

[8] Nueva alusión a Herodoto.

[9] Acaso alude también a Herodoto, cuya historia fue leída en los
juegos olímpicos.

[10] Esta tregua de treinta años fue ajustada, según Dodwel,
cuatrocientos cuarenta y cinco años antes de nuestra era.

[11] Cuando llegaba a ser una colonia bastante poderosa para fundar
a su vez otra, debía pedir a la metrópoli un ciudadano encargado de
fundarla y dirigirla. Corcira era una colonia de Corinto y para fundar
la colonia de Epidamno, tuvo que pedirlo a los corintios, quienes
enviaron a Falio, que fue el fundador de la nueva colonia.

[12] Los suplicantes se sentaban en los atrios de los templos o
alrededor de los altares y con frecuencia llevaban ramos en las manos.
Cuando era una persona particular a quien iban a implorar, sentábanse
junto a su casa.

[13] Las colonias recibían de la metrópoli el fuego sagrado y el
pontífice.

[14] Antes de las batallas cantaban un pæán en honor del dios Marte, y
otro después del combate en honor de Apolo.

[15] Después de las batallas, los vencidos trataban con los victoriosos
pidiéndoles permiso para recoger sus muertos. La demanda de este
permiso era la confesión de la derrota pues se reconocía no poderlos
recoger por fuerza, sino por tratado o convenio, mientras los
vencedores recogían los suyos sin necesidad de trato alguno. Esta
costumbre la cita Tucídides con frecuencia. En el caso presente los
corintios y los corcirenses recogieron sus muertos sin necesidad de
tratado y por eso unos y otros se atribuían la victoria.

[16] Es opinión general que los lacedemonios amaban la guerra y
buscaban ocasión de combatir, pero Tucídides, que debía conocerlos bien
y cuya veracidad no es sospechosa, da de ellos muy diferente idea,
presentándolos como el pueblo de Grecia más cauto para comprometerse
en expediciones belicosas, el que más temía las consecuencias y
el que menos confianza tenía en sus propias fuerzas. El retrato
comparado de lacedemonios y atenienses que aquí presenta demuestra
que los atenienses amigos de las ciencias y las artes eran audaces y
emprendedores y los lacedemonios, que solo sabían hacer la guerra,
tímidos e indecisos.

[17] Esta es una ironía contra los lacedemonios que no hacían guerra en
días festivos, siendo en este punto tan superticiosos como los judíos.
También tenían una ley que les prohibía salir a campaña fuera del
plenilunio y con ella se excusaron cuando los atenienses les enviaron
diputados implorando su socorro en la primera invasión de los persas,
pues esperando obstinadamente el plenilunio, no llegaron, sino al día
siguiente de la batalla de Maratón a tiempo solo de felicitar a los
vencedores sobre el campo de batalla. (Herodoto, l. VI, cap. 106 y 120.)

[18] Temístocles fue arconte en el año de la 71 olimpiada, 493 años
antes de la era vulgar.

[19] La ciudad alta era la ciudadela, y se le llama comúnmente
Acrópolis (ciudad alta), y a veces solo Polis (ciudad); no era solo
Atenas la población que tenía ciudadela.

[20] El talento equivalía a 5.400 pesetas. Los 460 talentos sumaban,
pues, 2.484.000 pesetas.

[21] Gerania, montaña y promontorio de la Megáride, entre Mégara y
Corinto.

[22] Siempre que se trata de los atenienses, la diosa por excelencia es
Minerva.

[23] Cleómenes, rey de Esparta, fue llamado a Atenas por Iságoras, jefe
de una facción, y expulsó a setecientas familias (Herodoto l. V, cap.
70 y siguientes).

[24] La escítala era una vara que se empleaba para lo siguiente.
Hacíanse dos escítalas de igual tamaño: una quedaba en poder de los
éforos y la otra la daban al general por ellos nombrado. Cuando tenían
que escribirle algo secreto arrollaban una tira de pergamino a la
vara y escribían en ella, desarrollándola para dársela al encargado
de llevarla. De este modo solo presentaba una serie de palabras sin
sentido y hasta incompletas; pero el general leía fácilmente el mensaje
arrollando la tira en su escítala.

[25] Grieta abierta en la roca por un terremoto.

[26] Doscientas setenta mil pesetas.

[27] Las reinas de Persia tenían diversas provincias para las
diferentes piezas de su tocado; una para los velos, otra para los
cinturones, etc. (Brisson, _De regno Persarum_, lib. I, cap. 108.)

[28] Esta tierra era la que separaba Mégara del Ática que los
atenienses consagraron a las diosas veneradas en Eleusis (Ceres y
Proserpina). El campo no limitado con señales, significaba campo
sagrado que no era permitido cultivar. Los terrenos cultivados estaban
divididos por cercas o mojones.

[29] Primer año de la 87 olimpiada, 432 años antes de la era vulgar.

[30] Poco más de tres leguas.

[31] Tres millones doscientas cuarenta mil pesetas.

[32] Treinta y dos millones y cuatrocientas mil pesetas.

[33] Harpocración refiere, por testimonio de Heliodoro, que los
propileos habían costado dos mil doce talentos, o sea, diez millones
sesenta y cuatro mil ochocientas pesetas.

[34] Dos millones setecientas mil pesetas.

[35] Doscientas diez y seis mil pesetas.

[36] El estadio olímpico tenía noventa y cuatro toesas.

[37] Corresponde a los nuestros de enero y febrero.

[38] Llamábase Pelasgicón al sitio donde antiguamente se establecieron
los pelasgos durante la guerra que contra Atenas hicieron. De allí
fueron expulsados y los atenienses prohibieron habitar en adelante
dicho sitio.

[39] Segundo año de la ochenta y siete olimpiada, 431 años antes de la
era vulgar; 26 de julio.

[40] _Rhiti_ era un manantial de agua salitrosa, producido, según se
creía, por filtración de las aguas del Euripo.

[41] El día 3 de agosto.

[42] Véase Ovidio, _Las metamorfosis_, tomo I, pág. 252 y siguientes
(Biblioteca Clásica).

[43] Segundo año de la guerra del Peloponeso; año segundo de la 87
olimpiada; 431 antes de la era vulgar; hacia el 28 de marzo.

[44] Apolo era quien enviaba las epidemias y muertes repentinas. Había
acudido, pues, en auxilio de los lacedemonios, enviando la peste a sus
enemigos.

[45] A fines de mayo.

[46] Antes del 21 de septiembre.

[47] Estos disgustos los ocasionó la muerte de su madre Erifile, por su
hermano Alcmeón.

[48] Segundo año de la guerra del Peloponeso; tercero de la 87
olimpiada; 430 años antes de la era vulgar. Antes del 16 de marzo.

[49] Diez millones ochocientas mil pesetas.

[50] Después del 16 de marzo.

[51] Estos aparatos o máquinas, que el autor no nombra, eran arietes.

[52] Estas vigas, destinadas a romper la cabeza de carnero del ariete,
llamábanse lobos.

[53] Año tercero de la guerra del Peloponeso, y tercero también de la
87 olimpiada, 430 de la era vulgar: 6 de julio.

[54] A fines de julio.

[55] En septiembre.

[56] Poco más de tres leguas.

[57] Un cuarto de legua.

[58] Los griegos empleaban para las señales antorchas, que los hombres
tenían encendidas sobre los muros. Para indicar la llegada del enemigo,
agitaban las antorchas, y para significar la llegada de socorro, las
tenían quietas.

[59] Veintiún millones seiscientas mil pesetas.

[60] Tercer año de la guerra del Peloponeso; cuarto año de la 87
olimpiada; 429 años antes de la era vulgar. Después de enero y antes de
abril.

[61] Cuarto año de la guerra del Peloponeso: primero de la 48
olimpiada, 428 años antes de la era vulgar. Después del 28 de julio.

[62] Solón distribuyó el pueblo de Atenas en cuatro clases. Formaban
la primera los ciudadanos que cogían 500 medidas de trigo o aceite: la
segunda, los que cogían 300, y llamábanse caballeros, porque podían
mantener un caballo: la tercera era la de los zeugites, que solo cogían
200, y en la cuarta, que era la más numerosa, figuraban los que vivían
del trabajo. Estos no desempeñaban cargos, pero tenían voz en las
asambleas de los tribunales.

[63] Una peseta y ochenta céntimos próximamente.

[64] Después del 29 de septiembre.

[65] Un millón y ochenta mil pesetas.

[66] Cuarto año de la guerra del Peloponeso; primero de la 88
olimpiada, 428 años antes de la era vulgar.

[67] Después del 23 de febrero.

[68] Quinto año de la guerra del Peloponeso: primero de la 88
olimpiada, 428 antes de la era vulgar. Después del 25 de marzo.

[69] La _Salaminia_ y la _Páralos_ era dos trirremes célebres,
destinados, sobre todo el primero, a llevar a Atenas a los acusados de
crimen, reclamados por los tribunales, y el segundo a transportar a los
nombrados para ejecutar algunos actos religiosos. A veces también eran
conducidos los acusados en la _Páralos_. La _Salaminia_ fue a Sicilia
en busca de Alcibíades acusado de sacrilegio.

[70] Quiere decir que los atenienses acudían como a un espectáculo a
oír a los oradores que trataban de los grandes intereses del estado,
y escuchaban las narraciones de los grandes hechos como cuentos
interesantes.

[71] Ciento ochenta pesetas.

[72] Quinto año de la guerra del Peloponeso; segundo de la 87
olimpiada; 427 antes de la era vulgar.

[73] La fiatera era una moneda de oro que pesaba cuatro dracmas. La del
Ática solo pesaba dos dracmas. La dracma pesaba sesenta y nueve granos.

[74] Lo que dice aquí Tucídides indica que los antiguos, por las
diferentes combinaciones de luces y fuegos que empleaban como señales,
expresaban la clase de peligro que les amenazaba y el número de los
enemigos, siendo estos fuegos una especie de telégrafos.

[75] Antes del 17 de octubre.

[76] A fines de octubre.

[77] Sexto año de la guerra del Peloponeso. Segundo de la 87 olimpiada,
427 antes de la era vulgar. Después del 13 de abril y antes del 21 de
junio.

[78] Sexto año de la guerra del Peloponeso. Tercero de la 87 olimpiada,
426 antes de la era vulgar. Después del 21 de junio.

[79] Unas tres leguas.

[80] Séptimo año de la guerra del Peloponeso. Tercero de la 87
olimpiada, 426 años antes de la era vulgar. Después del 1.º de abril.

[81] Tucídides hace aquí una distinción entre espartanos y
lacedemonios. Eran los primeros los ciudadanos de Esparta, donde a
nadie se concedía derecho de ciudadanía, por lo cual nunca fue su
número considerable y disminuía cada año.

[82] En Lacedemonia había tres oficiales llamados _hipágretas_, elegidos
por los arcontes, y cuyo empleo consistía en reunir la caballería.

[83] Trierarca se llamaba el que mandaba un trirreme o barco de guerra.

[84] Durante el mes de agosto.

[85] Cerca de media legua.

[86] Poco más de dos leguas.

[87] Unos dos tercios de legua.

[88] Unas cuatro leguas y media.

[89] Después del 24 de septiembre.

[90] Llamábanse ciudades Acteas las que estaban en la costa del mar.

[91] 21.600 pesetas.

[92] 16 de julio.

[93] Al expresarse en singular Hermócrates, se identifica con la
república de Siracusa, que en esta ocasión representaba.

[94] Octavo año de la guerra del Peloponeso. Primero de la 89
olimpiada. Cuatrocientos veinticuatro años antes de la era vulgar.
Después del 17 de julio.

[95] Poco menos de un tercio de legua.

[96] En el mes de agosto.

[97] Después del 13 de octubre.

[98] Noveno año de la guerra del Peloponeso. Primero de la 89
olimpiada. 424 antes de la era vulgar. Después del 24 de marzo.

*** END OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK HISTORIA DE LA GUERRA DEL PELOPONESO
(1 DE 2) ***

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