Amor y llanto : colección de leyendas históricas originales

By Sinués de Marco

The Project Gutenberg eBook of Amor y llanto, by María del Pilar
Sinués de Marco

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Title: Amor y llanto

Author: María del Pilar Sinués de Marco

Release Date: March 19, 2023 [eBook #70322]

Language: Spanish

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NOTA DE TRANSCRIPCIÓN

  * Las cursivas se muestran entre _subrayados_ y las versalitas se han
    convertido a MAYÚSCULAS.

  * Los errores de imprenta han sido corregidos.

  * La ortografía del texto original ha sido modernizada de acuerdo con
    las normas publicadas en 2010 por la Real Academia Española.

  * La puntuación también ha sido modernizada en algunos lugares.

  * Se han introducido rayas en los diálogos —separadas del texto
    adyacente según los usos ortotipográficos actuales en castellano—
    para que sea más fácil distinguir lo dicho de quienes lo dicen.

  * Las notas a pie de página han sido renumeradas y colocadas tras el
    párrafo en que aparece su llamada.

  * Las páginas en blanco han sido eliminadas.




COLECCIÓN DE AUTORES ESPAÑOLES.

TOMO XXI




  AMOR Y LLANTO.

  COLECCIÓN DE LEYENDAS HISTÓRICAS ORIGINALES

  DE
  MARÍA DEL PILAR SINUÉS DE MARCO.


  [Ilustración]


  LEIPZIG
  F. A. BROCKHAUS
  —
  1883.




ÍNDICE


  LA CORONA DE SANGRE

                                                Pág.

  I.—LA FAMILIA REAL DE ASTURIAS Y GALICIA        3

  II.—ESPOSO, HERMANO Y VERDUGO                   9

  III.—LOS AMORES DE DON FRUELA                  12

  IV.—UNA SANTA Y UN ÁNGEL                       16

  V.—LA MUJER FUERTE                             20

  VI.—UNA MUJER SIN CORAZÓN                      24

  VII.—ÁNGEL DE LUZ Y ÁNGEL DE TINIEBLAS         30

  VIII.—LA SANGRE EN LA FRENTE                   36

  IX.—LA VÍCTIMA                                 40

  X.—LA ERMITA                                   44

  XI.—LA AGONÍA                                  46

  XII.—EL VENGADOR                               51

  XIII.—QUIEN A HIERRO MATA, A HIERRO MUERE      56

  XIV.—LA LOCA                                   59


  LA DIADEMA DE PERLAS


  PARTE PRIMERA

  LOS BASTARDOS DE ALONSO ONCENO                 63


  PARTE SEGUNDA

  EL MÁRTIR DEL CORAZÓN                          97


  LUZ DE LUNA

  I.—TRISTEZA                                   141

  II.—EL PAJE DE LA REINA                       147

  III.—LA CORTE DE ENRIQUE IV                   150

  IV.—AMOR                                      155

  V.—LA ENTRADA DE VILLENA                      159

  VI.—EL TRONO Y EL HONOR                       164

  VII.—¡CASTILLA POR DON ENRIQUE!               168

  VIII.—LOS LUNAS                               171

  IX.—EL SACRIFICIO                             173


  LA PRINCESA DE LOS CASPIOS

  I.—HERMIONE                                   177

  II.—DOLORES SIN CONSUELO                      185

  III.—EL REGICIDA                              189

  IV.—EL PUÑAL DE ESTRATÓN                      194

  V.—JUSTICIA DE ALEJANDRO EL GRANDE            197

  VI.—EL CAMPAMENTO                             207


  LA HERMANA DE VELÁZQUEZ

  I.—LA VELADA DE SAN JUAN                      213

  II.—AMOR DE ARTISTA                           218

  III.—EL RUEGO DE UNA MADRE                    223

  IV.—LA HIDALGUÍA ESPAÑOLA                     227

  V.—REY DE NOMBRE Y REY DE HECHO               230

  VI.—ISABEL DE BORBÓN                          235

  VII.—EL RAPTO                                 239

  VIII.—JUAN DE PAREJA                          244

  IX.—EL EMBAJADOR                              247

  X.—ANA                                        252

  XI.—EL RETRATO DE LA REINA                    260

  XII.—EL TALLER                                263

  XIII.—EL ESCLAVO                              269

  XIV.—LA CRUZ DE SANTIAGO                      272

  XV.—ÁNGEL Y MÁRTIR                            276

  XVI.—LA DOBLE TUMBA                           285




LA CORONA DE SANGRE




I

LA FAMILIA REAL DE ASTURIAS Y GALICIA


En una de esas tranquilas y apacibles tardes de primavera, tan
bellísimas bajo el templado clima de Asturias, dos personas de
diferente sexo, pero ambas jóvenes y hermosas, se encontraban en una
sala octógona del castillo real de Pravia; tres enormes ventanas,
abiertas de par en par, daban luz al aposento, que ostentaba por todo
mueblaje algunos sitiales góticos, mezclados con taburetes groseros y
oscuros, y una mesa bastante baja y cubierta de un tapete de lana roja,
en el cual estaban bordadas en seda las armas reales de los reyes de
Asturias y Galicia.

Las paredes, de maciza encina, veíanse decoradas con estandartes godos
que formaban trofeos, confundidos y enlazados con alfanjes damasquinos,
capacetes árabes y banderas desgarradas de los hijos de Islam: aquellos
objetos habían sido arrancados sin duda a los árabes por los reyes
montañeses que, desde Pelayo, habían vivido en aquel rincón de Asturias
con los destrozados restos del imperio godo.

El aspecto del salón era pobre, severo, sombrío; solo la hermosa y
diáfana luz de aquella alegre tarde de abril podía disipar un tanto la
melancolía que en él se advertía.

A través de las ventanas se divisaban los cuadrados torreones del
monasterio de San Salvador, y las peladas rocas que constituían en
aquella época los únicos caminos de Asturias.

Era el siglo VIII y reinaba Fruela I, hijo de Alfonso el Católico, en
aquel estrecho y olvidado pedazo del fecundo y hermoso reino de España,
a la sazón ocupado casi todo por los árabes.

Una de las dos personas que se hallaban en el aposento que hemos
descrito, era una joven, la cual estaba sentada y silenciosa junto a la
mesa situada en el fondo de él: ocupaba un alto sitial, tallado, y su
blanca y preciosa mano sostenía su frente serena como la de una niña.

Podría tener dieciséis años, y su talla gallarda y esbelta presentaba
de lleno el magnífico tipo de la dama goda: su tez blanca y purísima
era pálida y transparente; sus ojos azules, rasgados y brillantes, pero
melancólicos; su cabellera copiosa, abundante y dorada; su boca rosada
como un pimpollo a medio abrir; su nariz recta y delicada; su seno alto
y turgente, y su talle esbelto y flexible.

Vestía un brial de lana azul, fino como la seda, de mangas flotantes
y cuadrado escote, que dejaba ver una camiseta de blanquísimo lienzo,
plegada en su cuello y sujeta con un broche de zafiros; cubría a medias
su cabeza una pequeña toca de lienzo, blanca también, que no impedía
contemplar cuatro largas, anchas y riquísimas trenzas rubias que se
replegaban en el asiento del sitial.

Paseándose lenta y sombríamente por la estancia estaba un mancebo,
que aparentaba cuatro o cinco años más que la joven: su belleza era
superior a todo encarecimiento, aunque de un género opuesto a la de su
compañera; sin embargo, era mucho más hermoso, y mi pluma intentaría en
vano pintar sus fogosos y negros ojos, extrañamente grandes, su frente
tersa y despejada y sus facciones todas de una perfección y encanto
indescriptibles: era uno de esos seres que no se pueden definir, y que
es preciso ver para comprender hasta dónde puede Dios hacer hermosa a
una criatura humana.

Llevaba una túnica de lana blanca, de pliegues flotantes, ceñida a su
esbelto talle con un cinturón de cuero oscuro que sostenía una pequeña
daga; unas calzas de lana rojas descubrían las puras y juveniles formas
de su pierna, y su cabellera, cortada en redondo a la altura de sus
hombros, formaba cerquillo en la frente y bajaba en copiosas ondas
oscuras, lucientes y ensortijadas.

Ambos personajes guardaban silencio: la joven, inmóvil, con la diestra
en la frente y la mirada perdida, asemejábase a la estatua de la
tristeza; el mancebo interrumpía su paseo de vez en cuando deteniéndose
en frente de una de las ventanas: entonces sus ojos se fijaban en
una inmensa mole de piedra, de las que en aquella época se llamaban
_castillos roqueños_ por estar edificados en la cumbre de una roca;
la fisonomía del joven se oscurecía terriblemente, y al propio tiempo
cerraba este los puños como dominado por un violento furor.

Diríase, sin embargo, que la cólera no podía marcarse durante largo
espacio en aquel hermoso y benigno semblante, porque la expresión
violenta, que por breves instantes le desfiguraba, desaparecía poco a
poco para dar lugar a otra profundamente dolorosa.

La joven fue la primera que salió de sus meditaciones; contempló un
momento al mancebo pintándose en su rostro un sentimiento vivísimo
de amor y de piedad, y luego, dejando su asiento, fue lentamente a
colocarse junto a él y apoyó suavemente en su hombro una de sus manos.

—Bimarano —dijo—, sosiégate; tu sufrimiento desgarra mi corazón... ten
esperanza... ¿quién sabe?

—¡Esperanza! —repitió el mancebo cubriéndose el semblante con las
manos—, ¡esperanza!... ¡oh, Adosinda! ninguna tengo ya...

—¡Acuérdate, hermano —repuso la doncella con acento digno—, acuérdate
de que eres hijo de Alfonso el Católico, de que corre por tus venas
sangre real!

—¿Acaso piensas, Adosinda —interrogó Bimarano—, acaso piensas que me
olvido yo de todo eso? ¿Crees que el hijo del gran Alfonso puede
olvidar nunca que es un príncipe real? ¿Piensas que se apartan de su
memoria un solo instante los ejemplos de fortaleza que le dio su noble
padre? ¡Ah, no! ¿Qué sería de mí si hubiera perdido el sentimiento de
mi dignidad?

—Pues entonces, Bimarano, sé fuerte en la desgracia —exclamó Adosinda—;
si para ser noble y bueno, como eres, conservas las memorias de nuestro
padre y sus santos preceptos, bástete para adquirir el valor del
sufrimiento el ejemplo de la reina, que es más infeliz que tú.

—Es verdad, mi buena Adosinda —repuso Bimarano, tomando entre las suyas
las manos de su hermana—: Fruela, el mal hijo, el mal padre, el mal
hermano, es también el verdugo de su esposa.

—¡Calla! —se apresuró a decir Adosinda, poniendo la diestra en los
labios del mancebo—. ¡Calla, y no olvides que es tu rey, ya que no
recuerdas que recibió la vida en el seno de tu misma madre!

—¡Ah! —exclamó Bimarano—. ¡Es que yo, Adosinda, no tengo tu santa
virtud, y mi dolor además es tan vehemente que acaba con mi razón! ¡Es
que Fruela me roba, con mi amante, al hijo de mi amor!

—¡No! —gritó detrás de los dos jóvenes una voz fuerte y sonora—. ¡No
temas por tu hijo, Bimarano!

Los dos príncipes se volvieron llenos de sorpresa; en el umbral de una
puerta, situada a espaldas de Adosinda, había una mujer de continente
severo y majestuoso, de elevada estatura, de robustas formas y de
una belleza deslumbradora; su tez morena era purísima aunque pálida;
sus negros ojos centelleaban bajo sus cejas de ébano vigorosamente
trazadas, y sus negros cabellos bajaban riquísimos y ondeantes,
envolviéndola como en un manto de seda; era una de esas soberbias
cabelleras, que apenas se encuentran ahora, pero que en el siglo VIII
coronaban las majestuosas y austeras frentes de casi todas las hijas de
los godos: tal vez en aquellos tiempos las aromáticas pomadas no habían
secado todavía la raíz de los cabellos o las cabezas de las mujeres no
encerraban ese fuego devorador que consume su savia en nuestros días.

La aparecida representaba veinticinco años: su ropaje talar era blanco,
de lana, y sobre la túnica llevaba un manto oscuro; sujetaba sus
espléndidos cabellos una cinta blanca, y gracias a este dique dejaban
su hermoso y apasionado semblante despejado de sus ondulantes rizos.

—¡Señora! —exclamó Bimarano inclinándose ante aquella mujer.

—¡Hermana! —murmuró Adosinda dirigiéndose a ella.

—¡No temas por tu hijo, Bimarano! —repitió la aparecida—: si tu hermano
el rey Fruela I ha resuelto robártelo con su madre, la reina Munia, más
piadosa, le ha puesto ya en salvo.

—¡Ah! —gritó el príncipe precipitándose a los pies de la reina—. ¡Dios
te bendiga, señora y hermana mía!

—Levanta, Bimarano —dijo la reina con voz dulce y vibrante, en la
cual, sin embargo, no se descubría la alteración más leve—. Levanta;
nada me debes, porque soy madre también y abrigo la persuasión de que
cuanto bien haga yo, me lo pagará Dios velando por mis hijos. ¡Ojalá
—prosiguió—, ojalá me fuera posible guardarte del mismo modo a la madre
del tuyo; pero no me es dado hacerlo!

—¿Y por qué, señora? —preguntó tímidamente Adosinda—. ¿Quién puede
oponerse a tu voluntad?

—¡Pobre niña! —exclamó Munia, cuyos soberbios y hermosos ojos
suavizaron algo de su fuerte brillo al fijarse en la doncella—. ¡Pobre
niña! No quieras saber lo que está vedado a tu santa inocencia.
¡Contempla a tu hermano, y verás cómo el comprender un tenebroso
secreto cuesta la paz del corazón!

La doncella fijó su dulce mirada en el semblante de Bimarano y no pudo
contener un grito de angustia: pálido este y desencajado, miraba el
castillo roqueño, que se descubría en lontananza.

—Parte, hermano —dijo la reina tendiendo su morena mano hacia la
inmensa mole de piedra—; parte a donde te esperan y en donde es
necesario tu consuelo, mientras que yo voy con Adosinda a velar por tu
hijo.

Tomó, dicho esto, la mano de la princesa y se dirigió lentamente hacia
la puerta que le había dado entrada.

—¡Una palabra, señora; una palabra por piedad! —exclamó Bimarano
deteniendo a la reina—: ¿cuándo veré a mi hijo?

Munia iba a contestar; pero en el momento en que sus labios se
entreabrían, otro joven pálido y jadeante se precipitó en el salón por
la puerta principal.

—¡Aurelio! —exclamó la reina.

—¡Vete, señora mía! ¡Huye, hermano! —gritó el recién llegado—. ¡El rey
me sigue!

Al escuchar estas frases, agitáronse los tres jóvenes a guisa de una
bandada de palomas que descubren al inhumano cazador que las acecha.

—¡Huye, Bimarano! —repitió con mayor angustia Aurelio—; ¡el rey ha
echado de menos a tu hijo, y aquí corre riesgo tu vida!...

Un gran rumor de armas, que se oyó cercano, cortó a Aurelio la palabra.

—¡Por allí, Bimarano! —gritó Munia señalando al joven una ventana—: tu
hijo está en mis habitaciones... no temas por él... pero ve al lado de
Sancha y huye con ella... ¡yo cuidaré de vuestro hijo!...

El príncipe besó la mano de la reina y, poniendo el pie en la ventana,
desapareció; un segundo después se le vio saltar de roca en roca y
tomar el camino que conducía a la parte opuesta del castillo real.

—Retiraos vosotros, hermanos —continuó la reina dirigiéndose a Aurelio
y Adosinda—: quiero que el rey me encuentre sola.

Los jóvenes salieron de la estancia al mismo tiempo que don Fruela,
fiero, iracundo y aterrador aparecía en la puerta principal; mas si su
furor no le hubiera cegado, hubiera podido columbrar, no obstante, la
sombra de su hermano Aurelio, medio oculto entre el gótico tapiz que
adornaba la puerta situada a espaldas de la reina.




II

ESPOSO, HERMANO Y VERDUGO


Fruela I, rey de Asturias y de Galicia, parecía frisar en los treinta
y cuatro años; su atlética estatura era corpulenta y forzuda; tenía la
tez roja y curtida porque su única diversión era la caza de montería,
distracción que estaba muy en armonía con su carácter fiero y casi
salvaje; su cabello rojo, fuerte y ensortijado cubría a medias su
frente, bajando por detrás hasta el nacimiento de su robusta espalda;
sus ojos verdosos no hubieran carecido de belleza, si en vez de
fulgurar con una luz bravía, hubieran estado animados por la dulzura
y la benevolencia; su boca, que tenía un hermoso corte, era encendida
como el coral, haciendo resaltar el esmalte nacarado de su magnífica
dentadura; era imponderable la riqueza de sus oscuras cejas y pestañas,
y tenía la nariz pronunciada y aguileña, pero recta y movible.

Vestía una fuerte armadura, ni más ni menos que si estuviese aprestado
para dar una batalla; sus hercúleas formas, aunque cubiertas de pesadas
escamas de acero, eran hermosas e intachables; una clámide goda, de
blanquísima lana, encubría la mitad de su figura, bajando, hasta
doblarse en el pavimento; llevaba un pequeño casco o capacete de acero
y en el pecho la gran cruz de los godos.

Fruela, al entrar, tendió por el salón una mirada iracunda y brava,
despidió con la mano a la escolta de rústicos montañeses que formaban
su guardia, y luego se fijaron sus ojos centelleantes en la reina que,
inmóvil y serena, sostuvo su sombrío resplandor.

—¿Dónde están mis hermanos? —le preguntó con su voz fuerte,
enronquecida además por la cólera.

—No lo sé, señor —contestó Munia con reposado acento.

—¡Reflexiona bien lo que dices, señora!

—No lo sé —repitió la reina con el mismo tono sereno y reposado.

—¡Conque también conspira con ellos la reina! —exclamó Fruela con una
voz que hizo temblar las altas bóvedas del salón—; ¡conque también la
reina es traidora a mi trono!

—¡No! —gritó Munia con voz tan firme y vibrante cuanto apacible había
sido antes—: la reina no conspira contra ti, porque, aunque ya no te
ama, respeta el nombre y la corona que le has dado; la reina no hace
más que consolar de tus inicuas crueldades a los pobres príncipes a
quienes tan injustamente llamas conspiradores.

—¿Luego sabes quién ha sustraído al niño Bermudo a mi justa saña?

—Yo he sido —dijo Munia adelantándose impávida hacia el rey.

—¿Y serás tú también la que protege los amores livianos de sus padres?
—prosiguió Fruela sonriendo de una manera que hubiera dado espanto a
cualquiera otra mujer que no hubiera sido la esforzada Munia.

—Sí —contestó esta—. ¡Yo, que creo más justo apretar los lazos con
que Dios ha unido sus almas que tolerar tus odiosas persecuciones
hacia Sancha de Ribadeo! ¡Yo que he sabido ser paciente y sufrida
para no rebajarte a los ojos de los condes de tus reinos y asistir
en silencio a la agonía del amor que llenaba mi alma, pero que no he
querido con mi inacción hacerme digna de tus injurias! ¡Sábelo, Fruela!
—continuó con voz profunda—: ¡Yo he protegido los amores de tu hermano
Bimarano con la hermana del conde de Cangas! ¡Yo he guardado al hijo
de entrambos!... ¡Y hace pocos instantes he enviado a Bimarano a aquel
castillo a fin de que vele por Sancha porque su hijo está seguro!...

La reina, en la vehemencia de su razonamiento, había arrastrado a su
esposo hasta una de las ventanas, y le mostraba con arrogante ademán
el castillo de Cangas. Fruela, atónito con lo que estaba oyendo, había
seguido maquinalmente a Munia, y fijaba su mirada espantada en la
enorme cordillera de rocas, que servía de ceñidor a su real castillo.

De repente brillaron sus ojos como dos teas; sus tostadas mejillas se
cubrieron de un rojo purpúreo, y apretó los puños desprendiéndose de la
mano de Munia.

Al mismo tiempo se veía saltar de peña en peña a un hombre cubierto con
la vestidura blanca de los príncipes reales, y que llevaba entre sus
brazos a una mujer, cuyo largo manto oscuro flotaba a merced del viento.

La sombra del crepúsculo cubría ya las montañas con su blanquecino
velo; pero la luna serena y hermosa alumbraba el paisaje, y permitió
al rey y a la reina reconocer en el hombre que corría al príncipe
Bimarano, y en la mujer que este llevaba en sus brazos a la hermana del
conde de Cangas.

Una celeste expresión de dicha iluminó el semblante de la reina; pero
sus facciones se cubrieron de una palidez mortal al columbrar en la
poterna del castillo roqueño al joven conde de Cangas a la cabeza de
un crecido número de montañeses armados de jabalinas que, a una seña
del rey, se precipitaron como una furiosa jauría en persecución de los
fugitivos.

Un ¡ay! doloroso, desgarrador, se escapó del pecho de la infeliz
Sancha, y fue a clavarse derecho en el corazón de la reina, que
convulsa y anhelante seguía su carrera con sus asombrados ojos.

El conde de Cangas había logrado acercarse a Bimarano, que se
había detenido transido de fatiga; pero haciendo este un último e
inconcebible esfuerzo, salvó de un salto la enorme peña, que le
estorbaba el paso, y echó a correr desesperadamente por la falda de la
montaña.

—Dispara, conde —gritó Fruela al de Cangas, que pasaba a la sazón por
debajo de su ventana.

Apuntó este su jabalina, mas la voz de la sangre y el temor de herir al
hermano de su rey contuvieron su brazo.

—¡Bárbaro verdugo! —exclamó Munia precipitándose hermosa, sublime de
indignación, hacia su esposo—. ¡Guárdate de derramar la sangre de tu
hermano!

El rey, furioso, desnudó su daga, y con mano forzuda hizo caer de
hinojos a sus pies a la desventurada Munia; mas en aquel momento un
brazo robusto sujetó el de Fruela, que encontró ante sus ojos a su
hermano Aurelio, austero, sombrío y amenazador, cubriendo con el suyo
el cuerpo de la reina.

—¡Atrás, príncipe! —gritó esta con tan imperioso acento, que Aurelio
no pudo menos de retroceder—. ¡Hiere! —continuó Munia levantándose
imponente y majestuosa, y mostrando al rey su pecho—. ¡Hiere, Fruela, y
me harás una señalada merced, porque solo con la muerte podré olvidar
que has levantado tu puñal sobre mi pecho! ¡Hiere! ¡Esta muerte me será
más dulce que la que ha de causarme el recuerdo de tu crueldad!...

El rey contempló durante algunos instantes como aturdido la noble
figura de Munia, que se asemejaba a la estatua de la justicia celeste;
poco a poco fue bajándose su brazo, y por último, su mano calenturienta
soltó el puñal.

Una inmensa gritería, que resonó muy próxima, le arrastró a la ventana,
y un gozo cruel iluminó su semblante; Sancha estaba privada de sentido
en los brazos de su hermano en tanto que algunos hombres de armas de
este rodeaban al infante Bimarano, aunque sin atreverse a tocarle.

—¡Llevadle preso a los subterráneos de mi castillo! —gritó el rey a los
montañeses, que desaparecieron con el príncipe.

Fruela I abandonó el salón precipitadamente, y la reina ocultó entre
las manos su semblante, mientras Aurelio la sostenía, viéndola próxima
a desfallecer, a pesar de la fortaleza de su alma.




III

LOS AMORES DE DON FRUELA


El rey don Alfonso el Católico murió en Cangas a la edad de sesenta
y cuatro años; dejó de su mujer Ormesinda cuatro hijos: Fruela,
Bimarano, Aurelio y la muy hermosa niña Adosinda, retrato fiel de
la suavidad y dulzura de su madre. Alfonso el Católico dejó también
otro hijo, habido en sus relaciones amorosas con una esclava árabe de
peregrina belleza, el cual se llamó Mauregato, y ocupó algunos años
después, para mal de España, el trono de Asturias y Galicia.

Alfonso y Ormesinda fueron sepultados juntos en el monasterio de Santa
María de Cangas, por mandato expreso del monarca. Aquel hombre, a
pesar de sus frecuentes infidelidades, había amado tanto a la hermosa
y dulce Ormesinda, que quiso partir con ella su último lecho y su losa
funeraria.

La corona pasó a las sienes de Fruela, hijo primogénito de Alfonso
el Católico, pero el menos a propósito para gobernar un reino tan
combatido y destrozado; desconociendo absolutamente la marcha política,
que es siempre el timón de un buen rey, y que en aquellos tiempos se
hacía tan necesaria para contrarrestar los hábiles manejos de los
árabes, que inundaban toda la España; nulo para oponer la resistencia
del talento a las negociaciones de los poderosos califas de Córdoba y
Damasco; enteramente desposeído de dulzura y prudencia, el infante don
Fruela no sabía hacer más que reñir, y no bien tuvo noticia de que los
navarros intentaban rebelarse contra él, marchó en su busca a la cabeza
de todos los feroces montañeses que pudo armar con arcos y jabalinas,
y los redujo a obediencia combatiéndolos bárbaramente, aun antes de
informarse de la causa de su descontento.

Una noche, después de saquear un pueblo, y al cruzar, seguido de sus
numerosas huestes, una árida llanura para volver a su campamento, se
sintió desfallecido de sed y de cansancio; tenía una anchurosa herida
en la cabeza cuya sangre no había sido posible restañar, a pesar de
los esfuerzos de los suyos, y la vista iba faltando ya a sus ojos y el
aliento a su pecho; cuando divisó una lucecilla que fulguraba no muy
lejos, dio orden a sus gentes de dirigirse hacia ella, y él mismo tomó
el camino que le pareció más corto.

Poco tardaron en llegar, y la esperanza reanimó los abatidos ánimos
de los guerreros: la luz partía de una pequeña lámpara que, encerrada
en una grosera verja de hierro, ardía delante de la puerta de un
monasterio.

El rey llamó; dijo su nombre, y muy pronto le fueron franqueadas las
puertas; pero no bien la anciana abadesa se presentó a recibirle al
frente de la comunidad, cayó desmayado en el pórtico mismo del templo.

Cuando volvió en sí, se encontró recostado en un blando y mullido
lecho; sus capitanes y sus condes llenaban la estancia, y la anciana
abadesa, de pie junto a él, esperaba el instante de que abriese los
ojos para vendarle la herida y darle una bebida, preparada ya de
antemano.

Muy en breve se sintió el rey tan mejorado, que manifestó sus deseos
de partir; entonces la abadesa le pidió permiso para presentarle una
joven huérfana que le había sido encomendada, hija de un conde navarro,
rebelde a don Fruela, pero descendiente de los reyes de Navarra, y por
consiguiente, parienta suya.

El rey de Asturias, que profesaba un ardiente amor a toda mujer que
fuese joven y hermosa, consintió en ver a la noble huérfana en cuya
busca salió la abadesa.

Ante la vista de Munia, quedó don Fruela mudo de asombro; aunque la
doncella no contaba más que quince años, su hermosura era tan admirable
y majestuosa que le dejó pasmado; vestía una larga túnica blanca, una
toca de nevado y fino lienzo, y un largo manto como la túnica: una
estatua romana no hubiera tenido, un siglo después, el continente más
noble, más hermoso y altivo que aquella majestuosa niña.

—¿Cómo te llamas? —preguntó al fin el rey con mal segura voz.

—Antes me llamaba Memorana, señor —contestó la princesa con reposado y
sonoro acento—; pero cuando entré en esta santa casa, tomé el nombre
de la venerable abadesa que amparó mi orfandad. Llámome, pues, Munia.[1]

  [1] Unos historiadores llaman _Menina_ a la esposa de don Fruela;
  otros, _Memorana_; don Alonso el Magno, en su cronicón, la llama
  _Munia_, y la crónica general, _Munina_.

—¿Quieres venirte conmigo, Munia? —preguntó el rey con acento más
cariñoso.

—No, señor rey.

—¿Por qué?

—Porque yo no te conozco y, aunque eres pariente mío muy lejano, debes
comprender que no puedo seguirte sin menoscabo de mi honra.

—¿Quieres ser mi esposa?

—Muy de mi grado lo sería si me concedes, señor, el tiempo suficiente
para que yo te ame —contestó Munia, cuyos hermosos y lucientes ojos no
retrataron ni el más leve rayo de alegría al escuchar la oferta de un
trono.

Fruela permaneció perplejo durante algunos instantes, y luego tornó a
preguntar:

—Y si no te casas conmigo, ¿qué harás?

—Seré religiosa —contestó ella con la dulce calma que le era habitual—.
Solo amándote con todo mi corazón, señor rey, seré tu esposa; pero si
no lo consigo, me uniré a Dios.

El monarca salió pensativo del monasterio; mas al día siguiente volvió
a él arrastrado por el poderoso ascendiente que la belleza purísima y
vigorosa de Munia ejercía en su ánimo: quince después, se casó en el
mismo monasterio con ella, con la cual y sus montañeses partió, pasados
dos más, para Pravia, corte entonces de los reyes de Asturias.

Los navarros quedaban acuchillados y sometidos, pero también quedaban
infinitas viudas y huérfanos que maldecían la crueldad de Fruela I, y
compadecían profundamente a la hermosa doncella, que se llevaba unida a
su destino.




IV

UNA SANTA Y UN ÁNGEL


La belleza de Munia cansó pronto al inconstante monarca, cuyo corazón
duro era incapaz de albergar una pasión tierna y duradera, y cuyo
carácter fiero necesitaba siempre luchar y vencer; la posesión de aquel
ser enamorado, dulce y puro, no podía halagarle por mucho tiempo, y
bien pronto buscó más arduas conquistas en las esposas, hermanas o
hijas de sus condes.

Para interesar el corazón de Fruela y fijarlo, era necesario que la
mujer, a quien momentáneamente prefería, fuese virtuosa, de intachable
fama y que estuviese unida a otro hombre con los lazos sagrados del
matrimonio o del amor; la mujer libre, por muy bella que fuese, rara
vez le merecía una mirada, y si consintió en hacer su esposa a la
princesa huérfana, fue por la resistencia que encontró en ella a
corresponder a sus amores hasta santificarlos con la bendición de un
sacerdote, y porque creyó que su carácter arrogante y altivo le daría
ocasiones de ejercitar su dureza.

Pero Munia, como toda mujer que vive dominada por una pasión vehemente,
tornose para su esposo dulce como una paloma: mirábase en sus ojos
anhelando leer en ellos sus más leves deseos para satisfacerlos:
espiaba con afán su sonrisa; salíale al encuentro cuando volvía de
caza, y adivinaba con el instinto amante de su corazón cuándo iba a
sufrir, mucho antes de que sufriese.

A semejante carácter no podía escaparse la primera muestra de hastío o
frialdad del objeto de su amor.

Munia devoró la primera y otras cien, pero las absorbió en su corazón
juntamente con el llanto que hicieron brotar: sin perder nada de su
amor, su carácter noble, arrogante y altivo había vuelto a recobrar la
energía, que la pasión enervara sin destruir.

El nacimiento de un hijo le infundió esperanzas: creía la inocente
que el amor de su esposo hacia ella renacería al verla revestida del
sagrado título de madre; mas en vano esperó día tras día una prueba de
cariño. Es cierto que el rey se alegró en extremo de tener un hijo que
heredase su corona; también lo es que le hizo poner el nombre de su
padre, que para él era de buen agüero; pero después no pensó más ni en
la madre ni en el hijo y volvió a entregarse a sus escandalosos amores.

Por aquel tiempo llegaron a Pravia los infantes Bimarano y Aurelio,
hermanos del rey, los cuales no conocían a la esposa de Fruela:
acababan de arrojar a los árabes de las fronteras de Galicia y volvían
cubiertos de gloria y cicatrices, aunque ambos eran de muy corta edad,
pues Bimarano apenas llegaba a veinte años y Aurelio solo contaba
dieciocho.

La belleza de estos jóvenes era extremada, y en particular la de
Bimarano no tenía igual: no podía mirársele sin sentir una admiración
profunda, y en aquellos tiempos supersticiosos dábase por muy
seguro que estando encinta la reina Ormesinda de su hijo Bimarano,
y hallándose un día muy afligida a causa de las infidelidades de su
esposo, se le apareció un ángel de parte de Dios y le dijo que, para
recompensarla de lo que sufría, iba a dar a su hijo una belleza como
jamás se vería en el mundo.

La hermosura del infante era, en efecto, prodigiosa; sus ojos no tenían
la expresión común de la raza humana; parecían infiltrados de una luz
celeste, y su boca, al sonreír, prometía un porvenir inmenso de gloria
inmortal.

Su carácter era casi tan bello como su figura: dulce, paciente y
dotado además de un generoso corazón y de un valor a toda prueba, fue
bien pronto Bimarano el ídolo de toda la nobleza gallega y asturiana,
despertando en el alma de Fruela los más feroces y bárbaros celos.

Aurelio era el retrato vivo de su padre Alfonso el Católico: tenía,
como él, esa hermosura austera y varonil que se advertía también en
Fruela, aunque alterada por los desórdenes y por las fatigas de la
caza; empero su carácter difería mucho del de su augusto padre,
participando más bien de la dureza y crueldad de el del rey su hermano;
como Fruela, era valiente hasta la fiereza, y tenía, como él, instintos
sanguinarios y duro corazón; su fe, no obstante, era inviolable, sus
afecciones sinceras y su lealtad sin límites; todos los amores de su
vida se hallaban concentrados en Bimarano, de quien jamás se había
separado, y cuya natural dulzura era lo único que podía templar su
carácter irascible.

Al ver a Munia, brotó en el corazón de Aurelio un sentimiento
desconocido: la espléndida hermosura de la reina encendió en su pecho
el volcán de la pasión primera, pasión que debía ser voraz, terrible en
su alma juvenil y enérgica.

No bien se apercibió de sus sentimientos, corrió a participárselos a
Bimarano; pero este con dulce firmeza le aconsejó que no alimentase
culpables esperanzas ni destruyese la paz de la conciencia de la reina,
único bien que podía consolarla en medio de los dolores que el desvío
de su esposo le hacía sentir.

Aurelio, dócil como un niño a la voz de aquel hermano, a quien tanto
amaba, encerró su pasión en lo más íntimo de su pecho, haciendo penosos
esfuerzos para ahogarla; mas en vano se lanzó a esta desesperada lucha,
porque no consiguió otra cosa que avivar el fuego que le abrasaba, y
la serena mirada de Bimarano se apartó horrorizada más de una vez del
fondo del corazón de Aurelio, donde estaba acostumbrado a leer como en
un libro abierto, convencido de que el fatal amor que este concibiera,
se hizo incurable al dejar la blanca senda de la adolescencia por el
camino sembrado de abismos de la juventud.

Bimarano, el hermoso, el apacible joven amaba también: la hermana del
conde de Cangas, señor de Cangas de Onís, había hecho una profunda
impresión en su alma, y el mismo día en que le declaró su amor y obtuvo
la seguridad de ser correspondido, pidió al rey permiso para casarse.

Don Fruela no tuvo entonces por conveniente otorgar su consentimiento
a tal enlace: conocía a la hermosa Sancha, y aunque no había fijado la
atención en ella mientras fue libre, el día mismo en que la vio ligada
a su hermano, se acordó de que era la doncella más hechicera de su
corte y pensó en hacerla suya antes de darla al infante.

Declaró una parte de sus miras al conde de Cangas, y este sagaz
cortesano negó la entrada en su castillo al infante, y abrió sus
puertas al rey, halagado con la esperanza de medrar.

Empero, los obstáculos no extinguieron ni disminuyeron siquiera el amor
que ambos jóvenes se profesaban.

Sancha, en la imposibilidad de ver a su amante durante el día, y
arrastrada por la fuerza de su pasión, franqueaba por la noche una
de las ventanas de su aposento a Bimarano, con quien sostenía dulces
pláticas mientras dormían sus perseguidores.

Diez meses después de la noche primera en que Bimarano penetró en
la estancia de Sancha, dio esta a luz un niño, cuyo acontecimiento
descubrió a los amantes.

El conde hizo bautizar al recién nacido con el nombre de Bermudo,
aparentando gran cólera, pero gozoso en su interior, porque el
nacimiento de aquel niño aseguraba el enlace de su hermana con un
príncipe real.

Por su parte, Bimarano reconoció por suyo al hijo de Sancha y consiguió
del conde algunas entrevistas con ella, que tenían lugar, para que el
rey no se apercibiese, en la habitación más retirada del castillo.

La pasión de don Fruela creció con la resistencia; lo que al principio
había sido un solo capricho, llegó a convertirse en el amor más
profundo y verdadero que sintió en su vida: al ver a Sancha madre, y
por consiguiente ligada con un lazo indisoluble a su hermano, su pasión
se acrecentó furiosamente y resolvió robarle su hijo, para obligarla de
este modo a ceder a sus deseos.

Largo tiempo meditó este proyecto; mas un resto de piedad hacia su
esposa le contenía. Munia acababa de dar a luz una niña, a la cual se
puso por nombre Jimena, y que más adelante fue esposa del desgraciado
conde de Saldaña.

Por fin triunfó su culpable pasión del amor que debía a su esposa y a
sus hijos, y se decidió a apoderarse del infante Bermudo: mas este
cruel designio fue sorprendido por Munia en algunas palabras que se le
escaparon en medio del sueño, y ya se ha visto que puso en salvo al
niño, amparándolo en sus propias habitaciones.

El amor de Aurelio seguía mudo, pero ardiente y devastador; la reina
nada sospechaba de él, y el infante, sin atreverse a romper el
silencio, sufría los tormentos de un condenado.

Únicamente Adosinda se conservaba dulce y tranquila entre aquella lucha
desenfrenada de pasiones. Era el ángel bajo cuyas blancas alas iban
todos a buscar la paz: ella consolaba a sus hermanos, que la amaban con
entrañable afecto, enjugaba el llanto de la reina, dormía a Alfonso y
a Jimena en su regazo con sencillos cantos, y hasta el mismo Fruela
encontraba en ella consuelos, porque, en presencia de aquel querube de
bondad y mansedumbre, se calmaban las borrascosas tempestades de su
alma.

Adosinda conocía los amores desgraciados de Bimarano; la culpable
pasión del rey hacia Sancha, la amiga de su infancia, y los dolores de
la reina, a quien amaba como a una hermana; pero ignoraba completamente
el amor de Aurelio a Munia, porque el príncipe respetaba tanto
el candor y la santa inocencia de su hermana, que había ocultado
cuidadosamente delante de ella hasta la muestra más leve de su
insensata pasión.

Era un secreto que solo sabían Dios, Bimarano y Aurelio.




V

LA MUJER FUERTE


Poco tardó la reina en recobrarse del desmayo ocasionado por el terror
que le había producido la horrible escena que describimos al final de
nuestro capítulo segundo; desprendiose de los brazos de Aurelio, que
con la cabeza abrasada y el corazón palpitante, ya no tenía fuerzas
para sostenerla, y se encaminó a su habitación haciendo una seña al
infante para que la siguiera.

Obedeció este, y pocos instantes después se encontraban ambos en
la cámara de la reina, guardada por dos soldados de aspecto rudo y
cubiertos de acero.

La reina se dirigió a un extremo de la cámara y abrió una puerta
disimulada en los tapices; tras de ella apareció otra pequeña estancia
en la cual penetró Munia con Aurelio, y cuya puerta cerró este a una
indicación de aquella.

En el fondo del aposento y durmiendo sobre un reducido lecho, hallábase
un niño de pocos meses, abrigado con un ropón de seda: era hermoso, de
fisonomía dulce e inteligente, y sus rizos castaños cubrían una parte
de su blanco y suave rostro.

Inmediato al lecho, velaba un anciano montañés con una jabalina
preparada y un arco montado: su aspecto decidido y arrogante decía bien
claro que estaba allí para defender al niño y que no se lo dejaría
arrebatar sin oponer una temeraria resistencia.

—¿Ha llegado alguno a la puerta, Antar? —preguntó la reina al montañés,
que al verla con el príncipe había echado a la espalda la capucha de
lana burda de su sayo.

—Solo la princesa Adosinda, a la cual dejé pasar por no oponerse a ello
tus órdenes, señora —contestó el anciano.

—Está bien; mi muy amada hermana puede entrar aquí.

La reina tomó a Aurelio por la mano sin notar el estremecimiento que,
al contacto de la suya, agitaba la diestra del príncipe, y se aproximó
con él al lecho.

—¿Amas mucho a tu hermano, Aurelio? —le preguntó mirándole con fijeza.

—Mucho —contestó el infante con voz firme y sin desviar los ojos del
semblante de Munia, no obstante sentirse desfallecer con su mirada.

—¿Será tan grande ese amor que te anime a salvar a su hijo, sin temor a
la cólera del rey?

—Sí —volvió a contestar Aurelio con entereza.

—¡Sálvale, pues, hermano! —exclamó la generosa reina, de cuyos ojos
brotaron dos gruesas lágrimas—. ¡Sálvale, y Dios te otorgue el premio
de tan noble acción!

Munia oprimió entre las suyas las manos del infante, que se apoyó en la
pared para no caer.

—Salvando a ese inocente —continuó la reina señalando al niño—, libras
a tu hermano y a tu rey, que es mi esposo, de cometer un odioso crimen.
¡Sí! —prosiguió en voz baja y temblorosa al ver al montañés retirado
a una respetuosa distancia—. ¡Sí! ¡Librarás al padre de mis hijos de
un crimen odioso, porque o matará a esta desgraciada criatura para
vengarse de los desdenes de su madre, o cuando menos le hará pasar su
vida en una prisión!...

Calló la reina inclinando la cabeza, como si el horror que aquellos
pensamientos le inspiraban aniquilase sus fuerzas; mas pocos instantes
después levantó de nuevo su frente pálida y serena.

—Parte a Navarra, Aurelio —dijo poniendo en los brazos del infante a
la pobre criatura, que a la sazón estaba dormida—; ve al monasterio de
Jesús y confía este niño a la superiora de parte mía: cuando estéis
libres su padre y tú de la acusación de conspiradores que sobre
vosotros pesa, id a buscarle allí, porque por ahora y mientras no salga
de su inocente niñez, sería difícil encontrar un asilo más seguro para
él.

El príncipe recibió al niño y le abrigó con el mismo cuidado que
hubiera podido emplear su madre.

—Este niño es sagrado para mí desde el instante en que tú me lo
entregas, señora —dijo apoyando sus labios en la diestra de Munia—; si
su padre le falta, otro no menos amante ha de encontrar en mí.

Al decir estas palabras, hizo una seña al montañés, que le abrió una
estrecha puerta situada enfrente del lecho y que estaba practicada en
una bóveda de piedra, que sostenía uno de los ángulos del castillo real.

—Vuelve pronto para salvar a Bimarano y a Sancha —murmuró la reina al
oído del príncipe, que ya se deslizaba por una dificultosa escalera
formada por las mismas rocas.

Munia le siguió con los ojos hasta que le vio desaparecer en las
sombras de la noche; luego cerró la puerta y volvió a dejar en su
pebetero de encina la tea con que había alumbrado al príncipe.

En seguida se quitó sus zarcillos de diamantes, despojos de la guerra
arrancados por don Fruela a una sultana árabe, y se aproximó al anciano
montañés.

—Toma, mi buen Antar —le dijo presentándoselos—: yo quisiera tener otra
prenda de más valor con que recompensar tu fidelidad, pero esto es lo
mejor que poseo.

El montañés dio dos pasos hacia atrás y una lágrima empañó el brillo
salvaje de sus ojos, casi cubiertos por cerdosas y blancas cejas.

—Guarda tus diamantes, señora —dijo con voz alterada—; yo, aunque
soy muy pobre, recibo sobrada recompensa con la dicha de haberte
servido: solo otra... añadió en voz baja y con vacilación, solo otra te
pediría... si me atreviese.

—Pide, pide, Antar —exclamó Munia.

—¡Que me permitas, señora, besar la orla de tu manto!

—¡Ah, el manto no! —exclamó la reina, de cuyos grandes ojos brotó un
caudal de lágrimas—: ¡toma, toma mis manos!

Munia tendió sus manos al anciano Antar que se arrodilló besándolas con
adoración.

—¡Gracias, Dios mío! —exclamó después—; ¡gracias por haberme concedido
besar la mano de una santa!

—Desde hoy, Antar, estás a mi servicio —dijo la reina—: cuidarás de mis
hijos y me acompañarás a todas partes. Sígueme.

El anciano dirigió al cielo una ardorosa mirada de gratitud y siguió a
la reina como un sabueso viejo y fiel sigue a su antiguo amo.




VI

UNA MUJER SIN CORAZÓN


Algunos días después de la noche en que Aurelio salvó al hijo de su
hermano de la cólera del rey, se encontraban Sancha y Adosinda en la
habitación de la primera.

La hermana del conde de Cangas era más hermosa que la infanta, pero no
se advertía en ella la expresión de pureza que hacía que Adosinda se
asemejase a un ángel: por el contrario, ardía en sus negros y rasgados
ojos el fuego de las pasiones, y su tez, aunque blanca, límpida y
hermosa, era mate y sin transparencia, signo seguro de una naturaleza
sensual.

Su estatura era apenas mediana y sus formas redondas y torneadas;
leíase en su marmórea frente la arrogante firmeza de su alma; en sus
negrísimas y pobladas cejas, una gran frialdad de corazón; y en sus
labios finos y un tanto hundidos en sus extremos, toda la ambición y
disimulo de su carácter.

Sancha de Ribadeo había amado con pasión a Bimarano porque la sublime
hermosura del infante había sido lo único que hiciera latir su corazón
helado hasta que le vio, a pesar de que contaba veintidós años; su
carácter ambicioso encontró además ventajoso un enlace con un príncipe
real; mas cuando, por la oposición del rey, se convenció de que
esta alianza era irrealizable y supo la causa de aquella, no quedó
en su corazón más que el amor sensual que la belleza del infante le
inspiraba, y se borraron de su mente las ideas de matrimonio, que poco
antes acariciara.

Por más que yo crea en la virtud de la mujer; por más que la haya
defendido en mis escritos, y que esté dispuesta a defenderla siempre;
por más que yo profese a esa hija del cielo un amoroso culto, sé que
en todas las épocas ha habido mujeres culpables y capaces de cometer
mayores infamias que los hombres más depravados. La mujer que no
alberga bastante sensibilidad de corazón para precaverse del demonio
tentador del orgullo; la mujer que se deja dominar de la ambición; la
que no doma sus pasiones —tan fuertes cuanto débil es su organismo— con
el freno sagrado de la religión, correrá de abismo en abismo y quizá
dejará manchada de sangre y crímenes la senda tortuosa de su vida.

La joven condesa de Ribadeo tenía al nacer un corazón en el pecho;
pero perdió a su madre cuando apenas despuntaba la luz de su razón y
careciendo también de padre desde antes de nacer, quedó bajo la tutela
de su hermano Eurico, joven de veinte años y entregado a todos los
vicios.

Sancha creció en medio de báquicos festines y de escenas de impúdicos
amores. Aunque Eurico la amaba mucho, no se cuidó de buscar una mujer
que velase por ella, ni vio el inconveniente de que fuese servida por
escuderos ni más ni menos que él: limitábase a mandar que atendiesen a
la pequeña condesa con preferencia a él mismo, y de este modo fomentó
la soberbia arrogancia que Sancha heredó de su madre, y que una mano
previsora y tierna hubiera podido ahogar en su germen.

Cuando la niña cumplió doce años, sabía de memoria el vocabulario
amoroso que los hombres de armas de su castillo empleaban con las
zafias montañesas, y hubiera sido difícil hacer asomar el rubor a sus
mejillas ni aun con las palabras más groseras. Eurico, por otra parte,
orgulloso de su belleza y de su gracia juvenil, la hacía asistir a los
licenciosos festines que, después de una partida de montería, daba a
sus amigos y mancebas, y ni las báquicas canciones, ni el chocar de
los vasos, ni el estallido de los besos, ni todo el infernal estruendo
de la orgía hacían alterar la límpida blancura del rostro de la noble
doncella.

Como debe suponerse, no faltarían amadores a la joven Sancha, aun antes
de salir de la niñez; pero su natural fiereza salvó su virtud, y entre
los insolentes y desenfrenados jóvenes que la rodeaban, no hubo uno
solo que pudiera jactarse de haber tocado ni aun el extremo de sus
dedos.

Como fiel historiadora, debo decir, sin embargo, que ni uno solo
tampoco pensó en pedir su mano a pesar de su hermosura, su nobleza y
su opulencia; el hombre ha sido el mismo en todos tiempos, y pocos
había entonces, como ahora, que fiasen su nombre y su honra a una mujer
cuyo recato y virtud andaban en lenguas, por más que reuniese las más
halagüeñas y seductoras ventajas.

Poco, en verdad, importaba esto a la condesa: sabía que era bella hasta
lo imposible; que tenía un gran título enteramente independiente del de
su hermano, cuyo condado era además tributario del suyo, y que hubiera
desdeñado hasta de aceptar por estribo, para montar en su blanca
hacanea, la rodilla del más noble y rico de sus numerosos amadores.

Cuando cumplió catorce años determinó emanciparse de su hermano y
habitar sola uno de los castillos de su propiedad, eligiendo para
morada, entre los muchos que poseía, uno fronterizo, ganado a escala
franca por su noble padre pocos años antes.

Eurico quedó sobrecogido de espanto al saber esta decisión: lo que
su hermana iba a hacer equivalía a entregarse a los árabes, pues
no distando dos millas el primer castillo de estos del que estaba
dispuesta a ocupar la atrevida niña, debía suponerse que no titubearían
en arrollar la fortaleza de la cristiana, llevándose a su bella señora
al harén del califa.

Pero en vano Eurico expuso a Sancha todas estas razones; en vano le
hizo presentes todos los riesgos a que se exponía.

—Si me cautivan —contestó—, si me llevan a Córdoba al harén del califa,
yo le obligaré a que se case conmigo y seré la sultana de occidente.

—¡Hermana! —exclamó Eurico, cuyo semblante se cubrió de un subido
carmín—. ¡Hermana mía! ¿Puedes olvidarte de que has nacido cristiana?

Sancha se encogió de hombros con indiferencia: ni siquiera sabía lo
que era ser cristiana; bien es verdad que nadie se lo había explicado
tampoco.

Entonces conoció el conde a dónde podía arrastrar a su hermana el
natural bravo e inculto que él no había cuidado de dirigir ni dominar:
ciego de dolor corrió a Cangas, y echándose a los pies de Alfonso el
Católico, le rogó que interpusiese su mediación para impedir tamaña
locura.

Aquel buen rey le consoló y le dijo que volviese a su castillo; algunas
horas después que él llegó una litera, escoltada por guardias del rey,
y seguida de otra en la que iban dos damas ancianas de la servidumbre
de la reina. El capitán de los guardias sacó de su vesta un pergamino
enrollado y sellado con el sello real, y lo presentó a la condesa que
lo leyó rápidamente.

Mandábasele en él partir a Cangas inmediatamente, por estar nombrada
dama de la princesa Adosinda, niña de muy corta edad.

—Di al rey y a la reina que yo no quiero ser dama de su hija, ni servir
a nadie —contestó volviendo la espalda al mensajero.

—Entonces, señora, no tomes a ofensa el que te conduzca en mis brazos a
tu litera —contestó el anciano capitán—, porque tengo orden de llevarte
de grado o por fuerza.

—¡Eso no! —exclamó Sancha echándose hacia atrás—: ¡primero morir, que
consentir que tus feas y callosas manos toquen a la condesa de Ribadeo!

Y envolviéndose en su manto, salió serena e impasible sin abrazar a su
hermano que, llevado de su ciego cariño, partió en seguimiento de su
litera.

La dulce y amorosa Ormesinda recibió a Sancha como la más cariñosa
madre; pero apartó de ella todo lo posible a la princesa su hija: el
nombramiento de dama, hecho en favor de la condesa, era solo honorario,
pues apenas veía esta a Adosinda, que permanecía siempre junto a la
reina.

En el castillo real fue en donde la joven condesa adquirió las primeras
nociones de religión y de virtud; pero su corazón, naturalmente duro
y viciado además por perniciosos ejemplos, se mantuvo cerrado a las
santas máximas que Ormesinda se esforzaba por infiltrar en él: la viva
inteligencia y el perspicaz talento de la joven debían, sin embargo,
sacar algún fruto de aquellas lecciones, y el fruto fue proporcionado
a la bondad de la tierra donde la mano piadosa de Ormesinda sembraba
la semilla. Sancha adquirió una profunda y sorprendente hipocresía y
aprendió a revestirse de las formas de la virtud de una manera tan
perfecta, que engañó no solamente a la cándida y santa reina, sino
también a su hermano, lo cual era algo más difícil, por lo bien que la
conocía.

A la muerte de Alfonso el Católico y de Ormesinda, acaecidas ambas con
cortos meses de intervalo, volvió Sancha al lado de Eurico sin conocer
apenas a los infantes huérfanos, porque Fruela guerreaba contra los
infieles en las fronteras de Galicia, y Bimarano y Aurelio, además de
ser niños, habitaban el extremo opuesto del real castillo.

El conde de Cangas asistió con su hermana a todas las fiestas de la
coronación de Fruela I; y cuando el nuevo rey fijó su corte en Pravia,
la proximidad del castillo real con el que habitaban Eurico y Sancha
hizo mayor la intimidad de ambos jóvenes con el rey y sus hermanos.

Adosinda, en particular, se acogió a la amistad de Sancha con el más
tierno entusiasmo: la pobre niña se hallaba aislada desde que había
perdido a su madre, y su dulce corazón se volvió entero a la condesa,
porque ella le recordaba los serenos y apacibles días de su infancia.

Sancha, por su parte, le pagaba su cariño en cuanto permitía su corazón
helado y egoísta, y es seguro que jamás profesó a nadie tan apasionado
afecto como a la infanta.

Llegó por fin un día en que la llama del amor penetró en su alma,
alumbrándola no con la luz purísima que derrama en las almas
privilegiadas, sino con un resplandor desconocido: la hermosura de
Bimarano la deslumbró, y sus dulces y apasionadas palabras hicieron
latir su corazón con una fuerza insólita; pero ya hemos dicho que no
bien conoció los designios del rey renunció a unirse con su hermano,
anidando solo en su pecho el amor sensual, único durable en su
pervertida naturaleza.

Poco, pues, tuvo que hacer el infante para triunfar de la virtud de
Sancha: cuando dio esta a luz a su hijo, ni uno solo de los músculos de
su rostro se animó con una expresión de dicha; supo que su hermano se
había apoderado de él sin derramar una lágrima, y cuando Eurico entregó
el niño a Antar para ponerle bajo la salvaguardia de la reina Munia,
ni siquiera pidió que le dejasen imprimir un beso en su frente, ni se
informó de cuándo le volvería a ver.

A pesar del amor que Eurico profesaba a su hermana, su indignación fue
viva y profunda al advertir en ella tanta dureza: resolvió guardar
aquel niño, que era una prenda de alianza con la familia real, y para
ello no halló medio más seguro que encomendarlo al cuidado de la reina,
aparentando además, sin embargo, favorecer la pasión que el rey don
Fruela alimentaba por Sancha.

Cuando Bimarano, en la fuerza de su desesperación, arrebató a la
condesa del castillo, los dos hermanos obraron según sus designios:
Eurico creía así libre a Sancha de la culpable pasión del rey, y,
persuadiéndose de que estaba sinceramente enamorado del infante, pensó
que el mejor medio de apresurar la unión de los dos jóvenes era no
oponerse a su fuga. Pero el decoro de su nombre le obligó a salir a
la poterna de su castillo a la cabeza de sus hombres de armas, no sin
dejar antes lugar a los fugitivos para que se alejasen.

Por lo que hace a Sancha, fingió acceder a las apasionadas súplicas
de su amante y se dejó llevar sin resistencia; mas su propósito era
negarse después obstinadamente a su enlace con Bimarano y escribir al
rey poniéndose bajo su amparo. Para ella no era nada que el infeliz
y leal príncipe pagase su amor con la prisión y la muerte; su genio
infernal había columbrado una corona y un ataúd, en el cual dormía el
sueño eterno la noble esposa de don Fruela I; más de una vez, cuando
iba en los brazos del infante, durante su desesperada fuga, había
llevado sus manos a la frente como para cerciorarse de que podría
sostener la diadema real de Asturias y Galicia.

Pero al verse cercada de mortíferas jabalinas, cuando por una caída
de su amante logró Eurico, aunque bien a su pesar, llegar hasta
ellos, quedó desmayada, porque aquel demonio no carecía, para ser más
tentador, de la debilidad que hace tan atractiva a la mujer.




VII

ÁNGEL DE LUZ Y ÁNGEL DE TINIEBLAS


Sentada Adosinda enfrente de la condesa de Ribadeo, tenía cogida una de
sus manos y clavaba en su semblante sus grandes y hermosos ojos azules.
Sancha, por el contrario, miraba con indiferencia la pendiente montaña
sobre la cual se asentaba su castillo, y sus fogosos y apasionados ojos
negros vagaban inciertos por los picos de las rocas que algunos días
antes, y en medio de las tinieblas de una medrosa noche, había saltado
Bimarano llevándola en sus brazos.

Los sitiales de entrambas estaban colocados junto a la ojival ventana
de la cámara de la condesa, y el sol moribundo de la tarde, resbalando
por los espesos y lucientes rizos negros de Sancha, hacía brillar
los fúlgidos destellos de algunas sartas de gruesos corales que se
enredaban en ellos.

Un brial rojo, de lana fina como la púrpura de Alepo, se plegaba en
derredor de su talle robusto y voluptuoso descubriendo su redondo
cuello y la mitad de sus torneados brazos, blancos y puros como
apretada nieve.

Su boca pequeña, y de labios finos y delicados, era más roja y fresca
que el coral que fulguraba en sus cabellos; su nariz recta y también
pequeña se dilataba a cada aspiración, como absorbiendo el aire que
parecía preciso a su seno alto, palpitante y tentador.

La infanta, vestida con una larga túnica blanca y ceñidos sus rubios
cabellos, que se recogían en riquísimas y apretadas trenzas, con una
banda azul, se asemejaba a una visión angélica.

Un suave sonrosado, comparable al matiz de una rosa blanca, cubría sus
mejillas, cuya nitidez tenía algo de diáfana: su boca suspirante no
ostentaba el lascivo carmín que vestía los labios de Sancha, y su puro
y rosado arrebol la hacía más dulce e inocente.

La hermosura de la condesa, ataviada de púrpura, era un tanto siniestra
e infernal; la belleza de Adosinda, velada por su blanco ropaje, era
celeste y santa.

En el instante en que presento las dos jóvenes a mis lectores, fijaba
la primera sus rasgados y hermosos azules en el semblante helado e
impasible de Sancha, al mismo tiempo que estrechaba su mano entre las
suyas con tierno cariño.

—Sancha, amiga mía —decía la infanta con su voz dulce y juvenil—,
prométeme que irás conmigo esta noche a la prisión donde yace mi pobre
hermano para que siquiera tu presencia pueda consolarle.

—Ya te he dicho, señora mía, que eso es imposible —contestó la condesa
mirando serena y fríamente a Adosinda.

—¡Imposible! ¡Oh, Sancha! —exclamó la infanta dolorosamente—: ¡No
dirías eso si conocieras el afán con que me pedía mi infeliz hermano
que te llevase a verle aunque fuese solo por un instante!

—Yo no puedo verle, señora; no debo exponerme a la cólera del rey, tu
hermano.

—Su cólera caerá sobre mí; no temas, Sancha: si llega a su noticia
esa entrevista, yo me arrojaré a los pies de Fruela y le diré que
únicamente has cedido a mis instancias. ¿No estamos además bajo la
protección de la reina?

—¡De la reina! —replicó la condesa, en cuya bella y enérgica fisonomía
se pintó, a pesar de sus esfuerzos, un sentimiento de odio profundo.

—Sí, de mi buena hermana... ¡si supieras, Sancha, cuánto te ama!

La condesa permaneció silenciosa y con la cabeza inclinada por algunos
instantes: una persona que hubiera conocido su carácter se hubiera
estremecido ante aquella inmovilidad, precursora siempre de algún
proyecto cruel; pero la inocente Adosinda esperó pacientemente a que
saliera de su meditación, halagada con la esperanza de verla ceder a su
ferviente ruego.

Sancha levantó por fin la cabeza: brillaban sus ojos con resplandor
siniestro, y en su ancha frente se veía reflejado un gozo sombrío.

—¡Iré! —dijo con voz segura—: indícame la hora en que debo estar en tu
cámara, señora.

—¡Oh, gracias, gracias por mi hermano y por mí, Sancha! —exclamó la
infanta estrechando amorosamente las manos de la condesa.

Y levantándose, añadió:

—Te espero en mi aposento esta noche a las once.

Adosinda abrazó a Sancha y salió acompañada del fiel Antar, que la
esperaba en la puerta.

Media hora después, Fruela I, disfrazado con un sayo montañés, se
encontraba en la estancia de la condesa que, sentada en sus rodillas,
le refería la visita y la pretensión de Adosinda.

—¡Yo castigaré a esa imprudente niña! —exclamó el rey, rojo de furor y
apretando los puños.

—¡Aguarda, señor, aguarda! —contestó Sancha con una sonrisa, helada
como el filo de un puñal, pero que enloqueció aún más al enamorado
monarca—. Si yo he consentido en llegar hasta la prisión del infante,
ha sido porque por medio de la reina me ha amenazado con publicar mi
deshonra.

—¿Cuándo?

—Hace dos días.

—¡Oh! —barbotó don Fruela con ojos chispeantes y voz sorda—. ¡Todos
contra mí! ¡Bimarano, a quien he encarcelado por traidor a mi trono,
y porque me roba tu amor! ¡La reina, que me parecía inofensiva!
¡Adosinda, que era a mis ojos el ángel cuyas blancas alas escudaban mi
palacio! ¡Y Aurelio, que, según dicen mis condes, ha huido a alzar
banderas para derribarme del solio de mi padre!...

La condesa sabía mejor que nadie que Aurelio había ido a salvar a su
hijo, pero se guardó bien de decir ni una palabra al rey.

—¿Y tu hijo? —prosiguió don Fruela con furor creciente—. ¿Quién me
ha robado ese niño, que era el objeto de todo mi odio, pero que al
mismo tiempo me aseguraba la fidelidad de Bimarano? ¡Sancha! ¡Sancha!
—continuó oprimiendo el brazo de la condesa—. ¡Tú debes saber lo que se
ha hecho de tu hijo, y es preciso que me lo digas!

—Pregúntalo a su padre y a la reina, señor —contestó Sancha haciendo
un gesto de indiferencia desdeñosa, no obstante que sentía prensado su
brazo entre los dedos del rey—; en cuanto a mí —prosiguió—, nada sé de
esa criatura, a la cual no consagro ni un pensamiento siquiera desde
que me cercioré de que jamás había amado a su padre.

—¡Oh!... ¡Será posible, Sancha! —exclamó el rey soltando el hermoso
brazo que estaba martirizando, y ciñendo con los suyos a la condesa—:
¡dime que no has amado a mi hermano!... ¡que te engañó tu corazón!...

—¡Yo no he amado más que a un hombre! —murmuró la condesa en voz tan
baja que semejaba un suspiro de amor, y reclinando su rizada cabeza en
el hombro de don Fruela de modo que los riquísimos bucles de sus negros
cabellos acariciasen la mejilla del monarca.

—¡Oh! —se apresuró a decir este—; y... ¿ese hombre?... ese hombre...
¿quién es?

—¡El rey de Asturias y de Galicia! —volvió a murmurar la condesa a
la vez que se rizaban sus hechiceros labios con una sonrisa burlona,
excitada por el sarcasmo que estas palabras encerraban.

Ellas constituían, sin embargo, la única verdad que en toda la vida de
Sancha había brotado de su boca: porque, en efecto, amaba, no a Fruela,
sino al _rey de Asturias y de Galicia_.

El rey advirtió aquella sonrisa de inmensa ternura sin comprender su
amarga burla, y besó mil veces los rizos de seda de la infernal sirena.

—Yo amo —continuó Sancha, recogiendo la anchurosa manga de su túnica y
mostrando al rey su brazo redondo, torneado y blanco como el marfil,
pero en el cual habían formado cinco surcos sangrientos los dedos de
don Fruela—, yo amo de tal modo al hombre que ha puesto su mano en mi
brazo, que hasta sus heridas me han arrobado como las caricias del amor
primero.

Don Fruela besó con delirio aquel brazo magullado: cuando alzó la
cabeza, corrían por sus mejillas dos gruesas lágrimas que fueron a
perderse en la espesura de su barba. Aquel hombre frío y duro para el
ángel que Dios le había dado por compañera, para la madre de sus hijos,
amaba con locura a aquel demonio, y la pasión que le inspirara debía
ser la única fuerte y poderosa de su vida. Los misterios del corazón
humano han sido los mismos en todos los tiempos.

—¿Por qué, ya que tan intenso es tu cariño, no cedes a mi amante ruego?
—exclamó Fruela mirando a Sancha con tristeza.

—Porque no quiero manchar por segunda vez la casa de mi hermano
—contestó esta con entereza, y desprendiéndose de los brazos del rey.

—¡Déjame sacarte de ella! —gritó anhelante el enamorado monarca.

—Jamás la dejaré yo voluntariamente —repuso Sancha clavando en el rey
una mirada profunda.

—¿No la dejaste por mi hermano?

—Por eso no volveré a hacerlo.

Don Fruela guardó silencio por un breve rato y pareció reflexionar. La
condesa le devoraba con una mirada ávida y torva, como si quisiera leer
en el fondo de su alma.

—¡Sancha! —dijo de repente el rey, levantándose y acercándose a ella—.
¿Estás decidida a ir esta noche a la prisión de mi hermano?

—¡Sí! —contestó la condesa con voz sombría, al mismo tiempo que radiaba
en sus ojos una expresión de gozo—. ¡Sí, iré! ¡No quiero que publique
mi deshonra al cobrar su libertad!

—¡Quizás no la cobre nunca! —murmuró don Fruela en voz muy baja, pero
que, sin embargo, llegó claramente al oído avizor de la condesa; y
luego, sacando de una vesta una llave:

—Toma —dijo presentándola a Sancha—: esta es la llave del calabozo de
Bimarano. En vano la buscaría Adosinda, porque la guardo yo: ve a verle
y consigue saber de él el paradero de tu hijo.

La condesa echó los brazos al cuello del monarca, y murmuró un
¡_adiós_! melancólico y tierno, que se confundió con el rumor de un
beso.

El rey salió de la estancia ebrio y trastornado, pero llevando impresa
en sus facciones una alegría siniestra.

Sancha le siguió con los ojos y luego lanzó un suspiro de felicidad.

—¡Yo no le amo! —murmuró al verse sola—. ¡Oh, no, le aborrezco por su
brutal fiereza! ¡Pero ostenta una corona y su brillo deslumbra mi vista
y conmueve mi helado corazón!

Al decir estas palabras, se aproximó a una mesa y roció con bálsamo las
heridas de su brazo.

       *       *       *       *       *

Mientras tenía lugar la escena precedente, Adosinda había contado a la
reina su entrevista con la condesa. Cuando Munia oyó que consentía en
ver a Bimarano, brilló en sus ojos una lágrima de ventura.

—¡Bendita seas, hermana mía! —exclamó abrazando amorosamente a la
princesa—. ¡Bendita seas tú que haces tanto bien! ¡Yo os acompañaré a
Sancha y a ti a la prisión del infante, y mi presencia os servirá de
escudo si os amenaza el enojo del rey!




VIII

LA SANGRE EN LA FRENTE


Las once y media de aquella misma noche señalaba la luna clara y
serena, brillando en el ancho firmamento, cuando la reina Munia entraba
en una espaciosa cámara del castillo real, precedida del anciano y
fiel Antar, que la alumbraba con una tea; un instante después entraban
también en ella Adosinda y Sancha, envueltas en largos mantos negros.

Antar sacó un gran manojo de llaves, que llevaba pendiente de la
cintura, y abrió una puerta, apareciendo una escalera tortuosa,
estrecha, abierta en la roca viva, e iluminada con una tea colocada en
una estaca fija en la pared; el anciano, obedeciendo a una señal de la
reina, bajó el primero.

—¿No era mejor cerrar esta puerta, señora? —dijo Adosinda a la reina.

—¿Para qué? —contestó Munia—. Nadie puede venir por aquí.

Ambas bajaron la escalera precedidas de Antar, y Sancha las siguió
sombría y silenciosa.

Al final de los mohosos peldaños, se veían dos anchas puertas de
hierro, y la comitiva se detuvo junto a una de ellas.

—¿No me has dicho que tenías la llave del calabozo, Adosinda? —dijo la
reina dirigiéndose a la joven.

—Aquí está, señora —contestó esta sacando una que presentó a la reina,
y echando a la condesa una mirada de inteligencia.

Sancha, por no comprometerse a los ojos de la reina, había entregado
la llave, que había recibido del rey, a la infanta, sin que esta en su
inocencia se hubiese detenido a pensar de qué manera se la podía haber
procurado.

La reina dio la enorme y enmohecida llave a Antar, y no bien este abrió
la puerta, se encontraron todos cara a cara con el preso.

El infeliz príncipe había conocido por el eco de las voces a las
personas que se acercaban: juzgando por su propio corazón tan amante,
tan leal, no dudó un momento que Sancha, accediendo a las súplicas de
Adosinda, iría a verle, y no bien se apercibió de la voz de su hermana,
se lanzó a la puerta para acelerar de este modo el ansiado instante de
volver a estrechar contra su pecho a la madre de su hijo.

—¡Sancha mía! —exclamó al verla, con voz temblorosa por la emoción y
tendiéndole sus brazos; pero esta permaneció inmóvil y helada en tanto
que la reina y la infanta sentían prensados sus corazones al solo
aspecto de aquella horrible y reducida mazmorra.

Estaba abierta en la cavidad de una de las rocas sobre que se asentaba
el castillo real, y no tenía más que un pequeño agujero, que transmitía
aire y luz; pero era tan estrecho que, a través de él, con dificultad
había podido un solo lucero recrear y animar los ojos del prisionero.

Aquel lucero, sin embargo, había sido el único consuelo del infante;
aquel lucero debía estar bendito por Dios, porque resplandecía más que
ningún otro de los infinitos que bordaban el ancho firmamento.

No había en el calabozo otro mueble que un gran banco de madera, que
así debía servir al preso de asiento como de lecho: veíase además en un
rincón un jarro de hierro lleno de agua y un enorme pan negro, que aún
no había sido empezado.

Gruesas lágrimas se deslizaban de los ojos de las dos princesas, no
obstante que no era ya la primera vez que bajaban a aquel sepulcro: la
fisonomía ruda y leal de Antar estaba también profundamente alterada;
solo la condesa permanecía helada e impasible.

—He accedido a tus deseos, señor —dijo esta en voz alta y aproximándose
al infante—, he accedido a tus deseos viniendo aquí, con la esperanza
de saber de tu boca el paradero de mi hijo.

Al escuchar aquel acento, frío y duro como el hierro, una generosa
indignación cubrió de carmín las bellas facciones de la reina, en tanto
que el blanco rostro de Adosinda se vestía de una mortal palidez.

También palideció el infante, pero dominando en lo posible su emoción,
contestó con voz temblorosa:

—Yo ignoro, como tú, la suerte de mi hijo, Sancha.

El infante acababa de conocer lo que valía la mujer, a quien tanto
había amado, y se abstuvo de decirle que el niño estaba bajo la
protección de la reina.

—Yo quiero saber dónde se halla mi hijo —dijo fríamente la condesa,
después de asegurarse con una rápida mirada de que el rey don Fruela
estaba en la escalera.

—Tu hijo está en salvo, Sancha.

—¿Dónde?

—No lo sé —repuso Bimarano, cuya expresiva fisonomía se había
descompuesto de una manera horrible—. Pero ¿cómo es posible, Sancha,
que tan poco interés te inspire la desdichada suerte del padre de ese
hijo? ¿Acaso —prosiguió temblando convulsivamente—, acaso ya no me amas?

—Nunca te amé, señor —dijo la condesa mirando siempre hacia la escalera
y sin reparar en la alteración de las facciones de Bimarano, que quedó
como herido de un rayo.

Sus grandes ojos negros, engrandecidos aún más por la extremada flacura
de su rostro, despidieron centellas, y la sangre ardorosa de su padre
Alfonso el Católico se inflamó de súbito en sus venas.

—¡Traidora! —exclamó precipitándose sobre la condesa—, ¡traidora! Ya
que por ti me veo hundido en este sepulcro, ¡ven a partirle conmigo!

Y el infante, extraviado por la fiebre, que habían producido en él el
hambre, el horror del calabozo y el golpe que acababa de destrozar su
corazón, arrastró a la condesa al fondo de su prisión.

Sancha lanzó un grito penetrante, retorciéndose como una leona furiosa
entre los brazos del infante; pero antes que expirase su voz, el rey
don Fruela se precipitó en el calabozo con el puñal desenvainado.

El rey arrancó a Sancha de los brazos del príncipe. Luego cogió a este
por el cuello y con horrorosa rapidez le descargó tres golpes en el
pecho.[2]

  [2] La muerte a puñaladas, que Fruela I dio por su propia mano al
  infante, su hermano, es un hecho histórico e incontestable.

Cayó Bimarano sin lanzar un gemido, pero sus ojos, empañados ya con el
velo de la muerte, se fijaron en el rey.

—¡Rey... don Fruela!... —dijo con voz agonizante ya, pero honda y
lúgubre, como si saliese de un sepulcro—. ¡Rey... don Fruela!...
¡Mi sangre... será borrada con... la tuya... mas hasta el día de la
venganza... estará impresa en... tu frente!...

El rey llevó maquinalmente a sus ojos la diestra, que aún empuñaba el
hierro fraticida, y una mancha roja se imprimió en su frente al tocarla
su mano salpicada con la sangre del infante.

—¡Dios te perdone... Sancha!... ¡Adiós... hijo mío!... hermanas...
¡adiós! —murmuró Bimarano, cerrando los ojos para siempre.

Fruela tomó a Sancha en sus brazos y corrió como un loco a encerrarse
con ella en su cámara.

Adosinda cayó desmayada junto a la reina, que, blanca como su manto,
pero serena al parecer, la sostuvo sacándola después del calabozo con
la ayuda de Antar.

Al salir de allí, un sollozo seco y profundo desgarró el pecho de
Munia: sintió que las fuerzas la abandonaban y tuvo que dejar el cuerpo
de Adosinda en los brazos de Antar.

El anciano condujo a la joven hasta la cámara de la reina, que les
siguió como si fuera la estatua muda del dolor.

Mas, al llegar a ella, su desesperación rompió en un llanto histérico y
desgarrador.

—¡Hijos! —murmuró entre sollozos—, ¡hijos míos! ¡Vais a quedar sin
madre, y tenéis por padre a un verdugo maldito de Dios!...




IX

LA VÍCTIMA


Pasó la noche funesta en que Fruela I manchó su corona con un
detestable fratricidio, y pasó también el siguiente día, triste y
lluvioso, como si Dios, en su cólera, hubiera querido negar la luz del
sol al castillo real de Pravia.

Ya extendía sus sombras el crepúsculo sobre los montes de Asturias
cuando la reina salió del estupor en que parecía sumergida desde la
noche anterior.

Adosinda, que al recobrar el uso de sus sentidos, había encontrado a
la reina yerta e inmóvil, se apresuró a socorrerla a su vez; mas su
cuidado fue inútil, y la infeliz Munia permaneció todo el día muda y
exánime como la imagen del dolor.

Cerca de las dos primeras veíanse dos niños, que se entretenían en
jugar sobre el grueso tapiz que cubría el pavimento.

Eran Alfonso el Casto y su hermana Jimena.

El infante contaba ya diez años, y era alto y hermoso. La princesa no
había cumplido uno, y su angélica hermosura era un trasunto fiel de la
de su tía.

La reina se levantó y se dirigió con lento paso a una cámara inmediata,
saliendo de ella pocos instantes después con un frasco de plata en la
mano.

Acercose a una mesa, y, tomando una copa del mismo metal, vertió en
ella parte del rojizo licor que contenía el frasco.

Mas, al llevarle a sus labios, se detuvo, y corrió hacia sus hijos, a
los cuales abrazó entre sollozos.

—Llévatelos, Antar —dijo al montañés, que inmóvil a alguna distancia la
contemplaba con desconsuelo.

El anciano tomó en sus brazos a la pequeña Jimena, dio la mano a
Alfonso, y salió con ellos lentamente.

—¡Señora!, ¡hermana mía! —exclamó Adosinda acercándose a la reina y
juntando sus manos con suplicante ademán—: ¡no persistas, por Dios, en
tan desesperado propósito!

—¡Es preciso! —contestó la reina con acento triste, pero tan firme,
que fácilmente se conocía por él que su resolución era hija de maduras
reflexiones—. ¡Es preciso, Adosinda! ¡Quiero desaparecer del mundo,
porque no puedo ya ver con serena frente a ese hombre a quien amé
tanto, y que ahora se ha convertido a mis ojos en un monstruo manchado
con la sangre de su hermano y del tuyo!

—¡Pero ese hombre, señora, ese hombre es el padre de tus hijos!
—exclamó Adosinda con acento ahogado por los sollozos—. ¡No te mueve a
perdonarle este pensamiento!

—¡Mis hijos no tienen padre, Adosinda, ni tendrán desde hoy otra madre
que tú!

—¡Y yo —murmuró Adosinda—, yo también les abandonaré bien pronto! ¿Cómo
vivir en este abismo de crímenes, huérfana, sola, y sin otro amparo que
ese hombre a quien tú, señora, ni aun por la fuerza de tu amor puedes
perdonar?

—¡Oh, no, no! —exclamó Munia retorciendo sus manos con dolor—. ¡Vive
para mis hijos, hermana mía! ¿Quién les queda si tú les faltas? ¡Tú
puedes vivir, porque tu sangre no se ha mezclado con la del asesino!
¡Tú, ángel inocente, conservas inmaculada tu blanca corona de pureza!
¡Tú, lejos de maldecir a tu hermano, puedes alcanzar del cielo su
perdón!... ¡Pero yo estoy maldita, como él, y toda mi raza!

La reina ocultó el semblante entre sus manos, y durante algunos
momentos permaneció llorando.

El ruido que produjo Antar al aparecer en la estancia, le hizo levantar
la cabeza; acercose en seguida a la mesa en que estaba la copa de
plata, que contenía parte del líquido rojo del frasco, y con mano
segura la llevó a sus labios.

—¡Conque no hay remedio! —exclamó Adosinda juntando las manos con
profundo dolor—. ¡Oh, señora! ¡Conque te voy a perder para siempre!

—¡Sí! —dijo Antar que contemplaba impávido a Munia—. ¡La pierdes ahora,
señora, pero volverás a encontrarla en el cielo!...

La reina apuró el contenido de la copa; un instante después palideció y
se dejó caer desplomada en un sitial. Adosinda, presa de la aflicción
más amarga, cayó llorando a sus plantas.

       *       *       *       *       *

Pasadas cuatro horas, un jinete, cubierto de polvo y de sudor, se
apeaba en lo más hondo de la quebradura de la sierra, al fin de la cual
se elevaba el castillo real, como una gaviota sobre las rocas. Ató su
poderoso corcel de batalla a un árbol con las cadenas que le servían de
bridas, y se dirigió con apresurado paso a la vivienda de los reyes.

No obstante, pasó sin detenerse por delante de la puerta principal, y
sin hacer señal alguna para que se abriese.

Era un gallardo y apuesto mancebo, cuya fisonomía alumbraba la luna
pura y hermosa de aquella noche de mayo.

Llegó, por fin, a una pequeña poterna que abrió con una llave que sacó
de su vesta, y entró cerrando tras sí y desapareciendo como una sombra.

Ya no volvió a oírse en la sierra otro rumor que el del ruiseñor,
que trinaba sus acentos de amores; el canto dulce de la desvelada y
solitaria alondra, y el arrullo de las tórtolas que anidaban en los
huecos de las rocas.

El caballero subió la misma escalera por la cual había huido Aurelio
con el niño Bermudo, y se encontró en la estancia misma donde se lo
entregó la desgraciada Munia. Cruzola con paso firme y presuroso, pero
recatado; atravesó otras tres, y llegó por fin a las habitaciones de la
esposa de don Fruela.

Pero sus pies quedaron enclavados en el umbral de la cámara, y sus
labios dejaron escapar un grito agudo y penetrante.

Aquel espacioso aposento estaba alumbrado por teas de resina: en el
centro, y tendida en un lecho, dormía el sueño eterno de la muerte la
reina de Asturias y Galicia, vestida con su blanca túnica, triste y
hermosa como la imagen del amor postrero.

Arrodillada a sus pies, lloraba Adosinda, asemejándose por su actitud
al ángel de las tumbas solitarias.

Al otro lado del lecho funerario permanecía inmóvil el viejo Antar,
empuñando una hacha de armas y con el rostro sereno y bravío, pero
profundamente pálido.

Aquella era toda la guardia de honor que custodiaba el cadáver de la
esposa santa del rey don Fruela I.

Al grito que lanzó, al entrar, el caballero, volvió el semblante la
princesa.

—¡Aurelio! —exclamó tendiendo hacia él sus manos unidas.

—¡Hermana! —gritó el príncipe lanzándose hacia ella—. ¿Quién ha causado
la muerte de la reina?

—Don Fruela I —murmuró Antar en voz baja, pero con acento sombrío y
profundo.

—¡No, no! ¡Dios ha sido! —exclamó entre sollozos la princesa.

—¡Al asesinar don Fruela al infante Bimarano, ha asesinado de dolor a
la reina! —repitió el montañés con lúgubre voz.

—¡¡Muerto!!... —gritó desesperadamente Aurelio llevando sus dos manos
al corazón—. ¡¡Muertos los dos!!...

Luego dio los tres pasos que le separaban de Antar, y exclamó:

—¿Dónde está Fruela?

—¡Ha huido a Cangas con la condesa de Ribadeo! —contestó el montañés
con su acento fatídico y ronco.

Aurelio besó los yertos pies de la reina, y salió presuroso de la
estancia; pero, al verle, hubiérase dicho que estaba ebrio: tanto
era lo que hacía vacilar su paso la negra desesperación que se había
apoderado de su alma de fuego.




X

LA ERMITA


A algunas leguas de Oviedo, y en medio de uno de los hermosos y
extensos bosques que se extienden a enormes distancias de aquella
alegre y feliz ciudad, había en el siglo VIII una ermita, no blanca y
graciosa como las que se ven en nuestros días, sino vieja, triste y
casi derruida: estaba consagrada a la Madre de Dios, y, a pesar de su
austera sencillez, era un asilo para los pobres montañeses extraviados
o acosados por la tormentas, porque su puerta se cerraba durante muy
pocas horas, y esto, cuando la noche estaba ya muy avanzada.

Nadie se acordaba de la época en que se había construido la ermita:
durante muchos años había permanecido cerrada, pero dos meses antes del
día en que la doy a conocer a mis lectores, llegó a ella un anciano,
cubierto con el tosco sayo de los montañeses de Asturias, y la abrió,
encendiendo una lámpara de hierro ante su pobre y único altar, erigido
a la hermosa y pura imagen de la Virgen María, a cuyos pies se veían
dos jarros de madera con flores que perfumaban aquel sagrado recinto.

El anciano lavó la iglesia y la dejó brillante de limpieza. Aquel día
la bendijo un sacerdote, y desde la misma noche la campana de la ermita
llamó a la oración, con su clara y argentina voz, a los pastores del
bosque.

Los buenos y honrados asturianos acudieron a aquel consolador
llamamiento, como si fuese una emanación del cielo; y los pastores
sintieron refrescadas sus frentes, que el ardor estival había calcinado
durante todo el día: aquellos infelices olvidaron allí su hambre, su
miseria y las vejaciones que les hacían sufrir los árabes que llegaban
a sus costas en las galeras del poderoso califa de Córdoba; y desde
entonces, todos los días, al toque de la campana, acudían presurosos a
la ermita a rogar al cielo que consolase sus aflicciones.

Nunca, empero, veían al encargado de cuidar de la ermita: el anciano,
propietario de ella sin oposición de nadie, salía de la iglesia para
tocar la campana, y no volvía mientras permaneciese orando una sola
persona; pero aquellas sencillas gentes creyeron semejante retraimiento
hijo de algún voto, y pronto se olvidaron de él como se olvida el
origen de un bien, si este es tan grande que sus efectos nada dejan que
desear a nuestro egoísmo. ¡Tal es la ingratitud humana!

El anciano les franqueaba su iglesia limpia, fresca y perfumada, y
ellos no pensaban en la mano bienhechora que abría a sus pobres almas
aquella mansión de eterno consuelo.

Era la caída de una tarde calurosa de junio; los postreros rayos del
sol doraban ya apenas las cumbres de los altos montes de Asturias, y
las colinas, cubiertas de verdor, mostraban en sus faldas bosquecillos
floridos y olorosos, regados por arroyos de diáfana plata.

El guardián de la ermita se encontraba entonces en la iglesia renovando
las flores del altar, y animando la luz de la lámpara.

Cuando terminó su tarea, se cruzó de brazos y permaneció inmóvil y
meditabundo.

—¡No! —murmuró en voz baja y como hablando consigo mismo—. ¡No! Es una
imprudencia llevarle su hijo... un niño de diez años hablará... ¡Oh,
no, no! ¡No quiero que la vea!

Calló el anciano y dobló sobre el pecho su cabeza, meditando de nuevo.

—Por otra parte —continuó—, ella me hizo darle palabra de que se lo
llevaría... ¡Virgen de Covadonga! ¿Y cómo negárselo, si se muere... si
su vida se extingue como esa lámpara cuando le falta mi cuidado?

—¡Oh! —exclamó el montañés alzando al cielo sus ojos, en los cuales
se pintaba un fanático ardor—. ¡Oh, Dios de justicia! —prosiguió
arrodillándose a los pies del altar—: ¡déjala vivir hasta que luzca el
día de la venganza! ¡Conserva el aliento de esa infeliz mártir hasta
que la semilla que yo deposite en el corazón de Aurelio dé por fruto la
muerte del verdugo y de la infame manceba, origen de las desgracias de
su santa esposa!...

Durante algunos instantes se agitaron los labios de aquel hombre en una
oración ferviente: rogaba por la venganza del único ser que amaba, como
hoy rogamos nosotros por la ventura de nuestros hijos y de nuestros
padres.

—¡Sí! —dijo levantándose—; ¡sí, le llevaré su hijo, y esto quizá
reanimará sus abatidas fuerzas!

Al acabar de pronunciar estas palabras, abrió la puerta de una pequeña
estancia contigua al altar, y penetró en ella, dulcificada ya la
expresión sombría de su semblante.




XI

LA AGONÍA


Sentado en un arcón de roble, estaba un hermoso y robusto niño, que
aparentaba doce años, aunque apenas contaba diez; sus formas gallardas
eran enérgicas y desarrolladas; tenía la tez morena, los ojos negros,
grandes y pensativos, la cabellera oscura, rizada y abundante, y la
boca de expresión melancólica y severa.

Era el infante don Alfonso, que después reinó con el nombre de _Alfonso
el Casto_, y de cuyo exterior nada más digo, porque trato de presentar
de lleno su figura en otra historia, escrita ya en mi mente con
bastante claridad.

La soledad que le rodeaba no parecía inquietarle en lo más mínimo: al
ruido que hizo el anciano que ya conocemos al abrir la puerta, alzó sus
grandes ojos y le miró tranquilamente.

—¿Cuándo veré a mi madre, Antar? —preguntó sin levantarse.

Y aunque su voz era serena y reposada, viose brillar una lágrima en sus
largas pestañas.

—Cuando te plazca, señor —contestó el anciano inclinándose con el mismo
respeto que si hablase a un monarca encanecido.

—Vamos ahora mismo —dijo don Alfonso poniéndose de pie con ademán
resuelto.

—Antes de conducirte a la presencia de la reina, debo hacerte una
advertencia, señor —observó Antar volviendo a inclinarse.

—Habla.

—El mundo entero cree muerta, desde hace un mes, a la reina de Asturias
y de Galicia, y un voto sagrado la obliga a permanecer oculta para
siempre a los ojos de todos los vivientes, como si ya morase en el
sepulcro: prométeme, señor, no confiar a nadie el secreto de su
existencia.

El niño salió a la iglesia, cuya puerta principal aún estaba cerrada
para los buenos montañeses. Antar siguió a don Alfonso y se detuvo a su
lado junto al altar.

Abrió el príncipe el libro de los Evangelios y puso sobre él su diestra
blanca y hermosa, pero musculosa y fuerte como la mano de un guerrero.

—Juro —dijo con voz solemne—, juro no revelar, ni aun al rey mi padre,
ni a la princesa mi hermana, el secreto de la existencia de la reina,
mi madre y señora, que hoy se confía a mi lealtad de caballero. Empeño
mi palabra de guardar este arcano hasta el sepulcro; y si a ella falto,
que Dios me castigue en su justicia según de su agrado sea.

La voz del niño resonó clara y vibrante en las bóvedas del templo:
cuando terminó la fórmula de su juramento, volvió a entrar majestuosa y
acompasadamente en el aposento que pocos momentos antes abandonara.

Antar abrió otra pequeña puertecilla situada en un ángulo de la
estancia, y mostró al infante una escalera mezquina, húmeda y oscura,
pero por la cual, sin embargo, se lanzó el niño sin vacilar: al final
de ella había un estrecho corredor tortuoso y sombrío, y en él otra
escalera, que subieron igualmente, y que remataba en una puertecilla
desvencijada y carcomida.

El anciano tocó suavemente a ella y a poco abrió una mujer, o más bien
una sombra; al ver al infante, escapose de su pecho un grito de júbilo,
pero inmenso, indescriptible: parecía que el corazón de aquella mujer,
comprimido largo tiempo hacía, se dilataba al fin con una alegría santa
e infinita.

La mujer que abrió era la reina Munia, o hablando con más propiedad, el
espectro de aquella noble y hermosa reina, que hemos conocido en otro
tiempo llena de vida y juventud.

Parecía más elevada su estatura a causa de la extrema demacración de su
cuerpo; una túnica blanca la cubría del cuello a los pies; sus largos
cabellos negros la envolvían como en un manto de terciopelo, pero sus
prolongados rizos estaban matizados de muchas hebras de plata; sus
grandes y oscuros ojos se habían hundido y apagado; sus labios, tan
hermosos y encarnados en más remotos días, veíanse entonces blancos
como las hojas de un jazmín arrebatadas por el viento; el matiz
moreno y satinado de su tez había desaparecido para dar lugar a la
palidez marmórea de un cadáver, y su paso era débil y su respiración
entrecortada y penosa, como la de un ser consumido por la fiebre.

El grito que al ver a su hijo le arrancara la alegría, de que se inundó
su alma, aniquiló todas sus fuerzas: no obstante, permaneció inclinada
rodeando con sus descarnados brazos el cuello del niño, besando sus
cabellos y su frente, y murmurando con voz ahogada estas breves
palabras que parecían el eco de su corazón:

—¡Hijo mío!... ¡hijo mío!

El niño, de cuyos grandes y serenos ojos brotaron gruesas lágrimas,
miraba a su madre con una ternura ávida e insaciable, y le devolvía sus
caricias con amoroso delirio.

Dirigiose, por fin, la reina, sin soltar a su hijo, a una tarima de
madera cubierta con un paño de sayal que le servía de cama; un gran
crucifijo clavado en la pared, y debajo de él un reclinatorio y un
libro de oraciones, componían todo el mueblaje de aquella reducida e
ignorada celda, situada en el hueco de la torre.

—¿Dónde está tu hermana, hijo mío? —fue la primera pregunta que hizo la
reina, pero con voz tan débil que apenas podía distinguirse.

—En Pravia con la infanta, madre mía.

—¡Oh! ¡Conque Adosinda no os ha abandonado!

—No se aparta de Jimena y de mí un solo instante, pero siempre está
llorando.

—¡Dichosos los mortales que aún tienen lágrimas que verter! —murmuró la
reina; y luego, alzando la voz, añadió con acento tembloroso:

—¿Y el rey, tu padre?

—Hace mucho tiempo que no lo he visto, madre mía: mas dícese que está
en Cangas.

Un ahogado gemido desgarró el pecho de la pobre penitente.

—¿Y el infante Aurelio?

—Tampoco veo a mi tío.

La reina dobló la cabeza y permaneció largo rato sumergida en una
meditación profunda.

—Oye el último consejo y el ruego postrero de tu infeliz madre, hijo
mío —dijo al fin con una voz casi ininteligible—; óyelo, y vete
con Antar, porque necesito estar sola con Dios. He querido verte
para pedirte que ames y ampares siempre a tu hermana Jimena, y para
encomendarte que huyas, mientras vivas, de todas las demás mujeres...
¡Oh, Alfonso mío! —prosiguió Munia—: ¡Una mujer ha perdido a la familia
entera que cobijaba el dosel de Asturias y de Galicia!... ¡Una mujer ha
empapado en sangre tu corona!... ¡Una mujer te ha dejado sin padres!...
¡Prométeme, pues, que huirás siempre de ellas!...

—¡Te lo prometo, madre y señora mía!

—Júrame que jamás abandonarás a tu hermana.

—En el nombre de Dios, lo juro.

—¡Gracias, hijo mío!... Ahora recibe mi bendición.

El niño se arrodilló a los pies de su madre, que le bendijo
solemnemente; luego le abrió sus brazos y Alfonso se arrojó en ellos.

Pero de repente se aflojó el lazo que estos formaban; rompiose un
instante después, vaciló la reina y fue a caer por último en su duro y
pobre lecho de madera.

—¡Llévate al infante... Antar! —dijo Munia, cuya agonía empezaba; y
luego añadió con acento imperioso y breve:

—¡Alfonso!... ¡jura a los pies de tu madre... ser un buen... rey de tus
pueblos!...

—¡Lo juro!

—¡Gracias... hijo mío... y... adiós!

En seguida incorporose la reina por un último y poderoso esfuerzo, y
estrechó a su hijo contra su pecho: sin duda que el niño comprendió con
el instinto del corazón todo el valor de aquel abrazo postrero, porque,
para separarlo de su madre fue necesario que Antar le tomase en sus
brazos y le sacase fuera de aquella celda sombría.

—¿Qué tiene mi madre? —preguntó el infante al anciano, no bien
estuvieron en la estancia contigua a la iglesia.

—Tu madre, señor, se ha condenado a una vida de penitencia y a una
muerte de martirio por una culpa ajena —contestó Antar con voz
solemne—; tu madre es la víctima expiatoria de las culpas de otra
mujer. ¡Señor, señor! ¡Ruega a Dios por su alma!

Al decir estas palabras llegaban a la iglesia don Alfonso y Antar;
el niño, pálido de emoción, dobló la frente y oró largo rato con una
angustia visible solo a los ojos de Dios.

Luego se levantó, y el anciano se dirigió a la puerta de la ermita,
la abrió, y dos escuderos, en cuyas vestas se veían las armas reales,
rodearon al infante, mientras un tercero le aproximaba un poderoso
caballo, que montó el niño con graciosa ligereza.

Entonces hizo este al montañés una leve y majestuosa señal de
despedida, y sacando al trote su corcel, partió seguido de algunos
soldados, sombrío y silencioso.

Aquella noche terrible no se borró jamás de la memoria de don Alfonso
el Casto; fue tan fiel en cumplir el juramento que hizo a la reina, que
jamás amó a mujer alguna, concentrando todo su cariño en el recuerdo de
su moribunda madre.

El martirio de la reina de Asturias y de Galicia hizo un santo del hijo
engendrado en su seno por un padre asesino.

       *       *       *       *       *

Cuando el infante desapareció a los ojos de Antar, volvió este a la
celdilla; la reina agonizaba ya, y el montañés aproximó a sus labios el
crucifijo que pendía de la pared.

Incorporose un tanto Munia, y tomó las manos del anciano.

—¡Dios te bendiga... Antar... por el bien que... me has hecho!... —dijo
con voz agonizante.

Luego imprimió sus labios en los pies del crucificado, y cayó exánime
sobre la tarima, exhalando su último suspiro.

El montañés cerró piadosamente sus ojos: la cubrió con su manto blanco,
y se arrodilló para besar sus plantas.

En seguida salió de la celda y agitó la campana que convocaba a los
pastores, que no tardaron en llegar.

—¡Rogad, hermanos, por un alma que Dios acaba de llamar a sí! —dijo de
súbito una voz en medio de ellos.

Un ardiente y fervoroso rezo se elevó de todos los ángulos de la
iglesia, y sus ecos acompañaron a la morada celeste al alma santa de la
reina mártir.

—Ahora —murmuró Antar—, solo hay en el mundo dos esperanzas para mí...
¡La venganza... y la muerte después!...

Y subiendo de nuevo a la celdilla, se arrodilló junto al cadáver de
Munia, a cuyo lado pasó orando toda la noche.




XII

EL VENGADOR


A la hora misma en que la reina Munia exhalaba el último aliento, un
hombre se apeaba de un brioso corcel a la puerta del castillo real de
Cangas, y pedía que le permitiesen ver al rey don Fruela, que hacía
un mes había fijado su residencia en este punto, acosado, según se
afirmaba, de los remordimientos que le devoraban en Pravia, su corte,
desde la muerte del rey su padre.

En efecto, no obstante el carácter fiero de don Fruela, era creíble
este aserto, porque el castillo real de Pravia había sido testigo
de dos muertes: la del infante Bimarano, asesinado a puñaladas por
el mismo monarca, y la de la reina Munia, muerta de dolor por tan
horroroso crimen.

Nadie, empero, sabía la dura penitencia con que por espacio de un mes
aniquiló su vida aquella generosa reina, porque de su existencia,
durante aquel corto plazo, solo el fiel Antar tenía noticia: su hijo
la había visto en la agonía, pero el niño no había tenido tiempo de
revelar este secreto, que, por otra parte, jamás salió de su corazón.

Los remordimientos que se atribuían a Fruela no debían ser, sin
embargo, muy intensos, puesto que había llevado al castillo de su noble
padre y de su santa madre a la mujer causa de todos sus crímenes.

Sancha de Ribadeo vivía con él, gozosa de que el destino, al arrebatar
la vida a la reina, le hubiera ahorrado el crimen de quitársela por su
propia mano, como lo hubiera hecho sin vacilar.

La bella condesa de Ribadeo era completamente feliz: amaba a Fruela,
como las mujeres de su temple aman al hombre que las vence en crueldad
y fiereza. Para esta clase de mujeres no hay más que una alternativa,
dominar o ser dominadas; avasallar al hombre a quien se entregan o
ser el can humilde que lame la mano que le castiga; insaciables en su
amor, en su ambición, en todas sus pasiones, son reinas o esclavas, y
jamás han tenido atractivo para ellas la dulce intimidad, la recíproca
tolerancia de los corazones tiernos, del mismo modo que no tiene
entrada en su corazón ninguna pasión noble y generosa.

A Sancha, pues, le había tocado la suerte de ser esclava: amaba al
rey con todo el poder de su corazón de fuego y de su voluptuosa
organización; le adoraba por su hermosura, por su valentía, por su
fiereza; y aquella leona, indomable hasta entonces, se convirtió de
súbito en un humilde corderillo desde que encontró a un tigre que le
superaba en fuerza y en crueldad.

Cuando el caballero de que hemos hablado se apeó en la puerta del
castillo real, una nube de escuderos y hombres de armas acudió a tomar
las bridas del caballo, mientras uno de ellos corrió a avisar al rey
de su llegada, trayendo después orden de conducirlo en seguida a su
presencia.

El caballero se dirigió inmediatamente a la cámara real, a cuya puerta
esperaba ya don Fruela.

—Bienvenido, Aurelio —dijo dándole su mano para que la besara.

Mas el infante, lejos de tomar aquella mano, retrocedió dos pasos, y en
sus negros ojos brilló un sombrío resplandor.

—Vengo —dijo dominándose—, vengo, señor, a que me des hospitalidad por
esta noche en tu castillo.

—Preparad una habitación para el infante —dijo el rey en alta voz
dirigiéndose a sus condes.

Y luego, volviéndose a él, añadió:

—¿Dónde has estado que nada he sabido de ti? ¿Cómo vienes tan flaco y
pálido?

En efecto, Aurelio parecía su sombra: el dolor que devoraba su corazón,
desde la muerte de la única mujer a quien había amado y de su hermano
querido, había tornado huraños y feroces sus ojos y amarga su sonrisa:
una lívida palidez cubría sus facciones, y sus cabellos, tan hermosos
en otro tiempo, estaban enmarañados y cubiertos de polvo.

—He estado recorriendo toda la Galicia para descansar de las fatigas de
la guerra, señor —contestó con sordo acento—, y ahora vengo de Pravia,
porque quería ver a mi hermana.

—¡Ah, vienes de Pravia! —exclamó el rey, cuyo corazón de padre saltó al
recuerdo de sus hijos—. ¿Has visto a los infantes y a Adosinda?

—Acabo de verlos.

—¿Y mis hijos?... ¿se acuerdan de mí?

—Don Alfonso está peligrosamente enfermo; en cuanto a doña Jimena...

—¡Mi hijo enfermo! —exclamó don Fruela cortando la palabra a Aurelio,
porque, no teniendo en su corazón otro sentimiento puro que el amor a
sus hijos, se acogía a él con afán—. ¡Enfermo!... ¿Desde cuándo?...

—Desde hace muchos días.

—¡Un caballo, pronto! —gritó don Fruela que, al oír aquella nueva, se
olvidó hasta de la condesa.

Un escudero le presentó un soberbio alazán, y el rey, montando
presuroso, partió sin pensar siquiera en mandar a sus soldados que le
siguiesen.

—¡Aurelio! —gritó el rey, que desde que había manchado sus manos en
sangre, no había vuelto a pronunciar la palabra _hermano_—. ¡Aurelio,
di a la condesa la causa de mi partida!

Y desapareció como un relámpago.

Entonces los escuderos iban a aprestarse para seguir a don Fruela, mas
una voz del infante los detuvo, enclavándolos en sus sitios.

—¡Dejad solo al rey! —gritó con imperioso acento—. Siguiéndole os
exponéis a su enojo.

Los soldados permanecieron inmóviles, y el infante se dirigió con
precipitado paso a la cámara de la condesa.

La noche había cerrado clara, serena y estrellada: las ojivales
ventanas, abiertas de par en par, daban libre entrada a los rayos de
la luna, que amortiguaban la rojiza luz de las teas con que estaba
alumbrado el aposento de Sancha.

La hermana del conde de Cangas, vestida de una amplia túnica de lino
blanco y fino como la seda, estaba dormida; su cabellera, recogida en
gruesas y apretadas trenzas, caía fuera del lecho, descansando sobre
el pavimento; y su brazo derecho, desnudo y torneado, colgaba también
abandonado sin que la postura alterase su marmórea blancura.

La pasión había hecho palidecer más todavía la blanca tez de la
condesa: al verla se dudaba si corría sangre por sus anchas y azuladas
venas, visibles, sobre todo, en su redonda y voluptuosa garganta:
sus grandes ojos, guarnecidos de negra seda, estaban rodeados de un
círculo oscuro que los hacía más hermosos.

Servíale de almohada su brazo izquierdo, y sus desnudos pies, blancos
como el mármol de Paros, se cruzaban como los de una estatua dormida en
una tumba.

Al ruido de los pasos del infante, entreabrió los ojos y los volvió a
cerrar dulcemente sin haberle visto siquiera y creyendo que era el rey
la persona que acababa de entrar.

Mas Aurelio la movió rudamente obligándola a que despertase.

—¡Qué es esto! —exclamó sentándose en el lecho y mirándole con furiosos
ojos—. ¿Quién eres? ¿Qué intentas?

—¿No me conoces? —dijo el infante aproximándose más a ella.

—¡El infante! —murmuró la condesa temblando instintivamente.

—¡Sí, el infante vengador del que murió por ti, ramera infame! —guturó
Aurelio, ronco de furor—. ¡El hombre a quien has arrebatado un hermano
querido y la mujer en quien adoraba!...

—¡Yo no maté a la reina! —murmuró la condesa yerta de terror y
adivinando quién era la mujer de cuya muerte la acusaba Aurelio.

—¡Tú la has muerto, haciendo asesino a su esposo! Pero —continuó el
infante arrastrando fuera del lecho a la condesa—, pero ha sonado la
hora de mi venganza, y si tú, por ser una débil mujer, te libras de
ella, ¡has de presenciarla al menos!...

—¡Socorro! —quiso gritar la condesa; mas su voz fue ahogada por la
diestra vengadora del infante.

—¡Calla, o mueres! —dijo blandiendo un puñal sobre su cabeza.

Y buscando una puertecilla oculta en los tapices, que encontró
enseguida, salió por ella, llevándose a la aterrada joven.

Al final de una larga escalera, se hallaron en la campiña: entonces
apresuró el paso Aurelio, arrastrando con mano fuerte a la condesa,
cuyos pies destrozaban las piedras del camino.

Cualquiera que, en el silencio de aquella hermosa noche, hubiera visto
a la luz de la luna correr a Aurelio, cubierto de relumbrante acero, y
llevando por la mano a la blanca y pálida figura de la condesa, hubiera
creído ver a Satanás que se llevaba a sus dominios a una alma condenada.




XIII

QUIEN A HIERRO MATA, A HIERRO MUERE


Durante una hora corrieron sin descanso la condesa y el infante;
la desgraciada había perdido la voz y las fuerzas; ni un acento se
escapaba de sus labios, ni una lágrima de sus ojos; cada instante más
pálida, seguía corriendo, sin embargo, obedeciendo maquinalmente a
aquella mano de hierro que la conducía, fuerte como la fatalidad, e
implacable como el destino.

De súbito llegó a sus oídos, como los ecos de un sueño, el rumor de
muchas voces, y luego todos aquellos acentos fueron dominados por uno
solo, que la arrancó de su estupor: aquella voz poderosa resonó en su
corazón, porque era la del rey.

—¡Villanos! —decía—, ¿conque os empeñáis en detenerme? ¡Viven los
cielos que habéis de pagar cara tan infame traición!

—¡No tendrás tiempo para castigarla, execrable verdugo! —gritó el
infante precipitándose con la condesa en un espeso bosque rodeado
de soldados, y en el cual se encontraba don Fruela, desmontado ya y
guardado por seis feroces montañeses que le amenazaban con los arcos
preparados.

—¡Sancha! —exclamó el rey precipitándose hacia la condesa y olvidando a
su vista todo lo demás.

—¡Sí! ¡Sancha, que viene a presenciar tu muerte, porque su mayor
castigo será verte expirar a sus pies!

Al decir estas palabras, desenvainó el infante su puñal, y se arrojó
sobre el rey. Sancha dio un grito penetrante y quiso cubrir a don
Fruela con su cuerpo, mas este, empuñando su espada, la rechazó con
fuerza.

—¡Fuera ese acero! —gritó el infante desarmando a su hermano con un
vigoroso quite—: ¡el que asesina con puñal, a puñal debe morir!

Y antes de que Fruela pudiera desenvainar el suyo, le hundió el
cuchillo en el pecho.[3]

  [3] Este hecho es histórico y tan verídico como el asesinato del
  infante Bimarano por su hermano el rey Fruela I.

El rey cayó al suelo, lanzando un doloroso gemido; y Aurelio, menos
cruel que lo había sido Fruela con el infeliz Bimarano, arrojó a lo
lejos su puñal ensangrentado, no teniendo fortaleza bastante para
herirle de nuevo.

Pero la herida era mortal: el acero fraticida había penetrado hasta el
corazón del rey.

El infante, pálido y aterrado, fijó sus ojos extraviados en el cuerpo
de su hermano, que yacía tendido a sus pies casi sin vida; vio a Sancha
precipitarse sobre el rey, y oyó, aunque confusamente, los hondos y
secos sollozos que desgarraban el pecho de aquella desgraciada.

—¡La sombra de Bimarano... me llama!... ¡Adiós, Sancha mía!...
—murmuró el rey pasando su brazo en derredor del talle de la condesa—.
¡Aurelio!... ¡te perdono!... ¡Munia!... ¡Bimarano!... ¡perdonadme...
vosotros... a mí!... ¡Piedad... para mis... hijos!

Y el rey de Asturias y de Galicia rindió el último aliento.

La condesa de Ribadeo sintió que el corazón que tenía bajo su mano
dejaba de latir; acercó su boca a la boca entreabierta del rey, y
no percibió ni el hálito más leve; entonces se puso en pie, rígida,
desesperada, fatídica, delirante; lanzó un grito salvaje, y huyó
perdiéndose entre la espesura del bosque.

Entretanto, los soldados acampados allí formaron un ancho círculo,
dejando en medio a los condes y nobles del reino, convocados de
antemano en aquel punto; el infante había empleado el tiempo que medió
desde la muerte de Bimarano y de Munia en ganar para sí a los soldados
y la nobleza, sublevándolos contra su hermano el tirano y asesino
Fruela.

Poco trabajo le costara realizar su intento, porque nobles y pecheros
lloraban sus honras holladas por el rey, oprobio de la dinastía de
Pelayo, y para el cual no hubo jamás segura hacienda ni mujer, como
aquella fuese rica y esta hermosa.

En tanto que la condesa corría desatinada por el bosque, sin que nadie
se cuidase de contener su desesperación, dos nobles desnudaron a Fruela
de su manto real y desciñeron la corona de su yerta frente, poniéndola
en las sienes de Aurelio que, sombrío e inmóvil, se dejó envolver
también en el manto; luego le colocaron sobre un arnés y alzándolo en
hombros cuatro condes y tremolando los demás sus pendones, tomaron el
camino de Cangas seguidos de todos los soldados.

Los mensajeros, que precedían a la comitiva, habían andado de prisa
porque la ciudad estaba iluminada y las calles llenas de gente; el
cortejo, a cuya cabeza iba Aurelio en hombros de sus condes, la
atravesó con los pendones desplegados entre los gritos de la multitud,
que aclamaba frenética al nuevo rey.

Al llegar al castillo real, los nobles agitaron los pendones y uno de
ellos gritó con voz fuerte y sonora:

—¡Asturias! ¡Asturias! ¡Asturias por el rey don Aurelio!

—¡Asturias por el rey don Aurelio! —contestó la muchedumbre en un
inmenso grito de júbilo.

Y el nuevo rey olvidó con la algazara el espanto de su crimen, y con
los ojos radiantes de alegría saltó del arnés y entró en el real
castillo seguido de sus condes y soldados.




XIV

LA LOCA


Trascurridos seis días, salió el rey con toda su corte para Pravia,
donde iba a fijar su residencia.

Apenas hubo llegado, llamó a su hermana Adosinda y la intimó su
voluntad de desposarla con Silo, el más poderoso de sus condes y
anciano honrado y venerable.

La desdichada joven, que se ahogaba en aquella atmósfera impregnada de
crímenes y sangre, aceptó la alianza que su hermano le propuso, con un
profundo reconocimiento hacia Silo, pidiendo solamente la gracia de
llevarse a los infantes hijos de Fruela a Viseo, donde iba a vivir con
su esposo.

Accedió a esta súplica el rey Aurelio, y Adosinda se desposó y salió en
seguida de Pravia en compañía de su esposo y sus sobrinos.

Aquella princesa fue dichosa al lado del venerable Silo, y cuando a
la muerte de Aurelio ocuparon el trono de Galicia, los montañeses
creyéronse regidos por la virtud y la inocencia, simbolizadas en el
anciano rey y en la hermosa y angélica reina.

El reinado de Aurelio fue corto y azaroso: solo reinó seis años, y
estos devorado de remordimientos; cada noche veía en sueños la imagen
santa de Munia que iba a pedirle cuenta de la sangre de su esposo y del
trono que ocupaba en perjuicio de su hijo Alfonso.

Siempre que salía a caza, se le aparecía delante una mujer descarnada,
pálida y desencajada, cuyas formas cubría apenas una andrajosa túnica
blanca. En vano Aurelio quería huir al verla; la visión le perseguía
corriendo y gritando entre insensatas carcajadas:

—¡Tu corona es de sangre!... ¡¡Tu corona es de sangre!!...

Aquella mujer era la condesa de Ribadeo, que vagaba loca, furiosa y
errante por los montes de Asturias desde la muerte de Fruela I.

El mismo día en que llegaron Adosinda y Silo a su castillo de Viseo,
una lucida comitiva de nobles, escoltada por cincuenta montañeses,
llegaba también al monasterio de Jesús, con una orden de la princesa
Adosinda, para recoger al infante don Bermudo, hijo de Bimarano y
Sancha, y depositado por Aurelio en aquel santo asilo.

Bermudo creció al lado de Alfonso el Casto y de Jimena, y este trato
íntimo ligó a los tres infantes con un profundo y tierno cariño.

Sabido es que el infante don Bermudo, después de ser ordenado de
diácono y abad del monasterio de San Salvador de Pravia, dividió con
don Alfonso II, el Casto, el trono de Asturias y Galicia.

El conde Eurico fue desterrado a Oviedo, y llegó a su destino dos días
después de tomar el rey Aurelio posesión de su castillo de Pravia;
pero, al atravesar un frondoso bosque que se extiende a espaldas de
la ciudad, se detuvo su caballo espantado ante una forma blanca: era
de noche y el conde se vio forzado a apearse para reconocerla; mas
sus labios lanzaron un grito de dolor al ver que tenía a sus pies el
cadáver de su hermana.

La desdichada había lanzado el último suspiro con la cabeza apoyada en
una cruz que señalaba una sepultura recién abierta.

¡La justicia de Dios la había llevado a morir a la tumba de Munia,
uniendo así, con el sueño de la muerte, a la víctima y al verdugo!...

Aquella tarde no oyeron los pastores la campana de la ermita;
pero, arrastrados por la costumbre, acudieron a ella sin embargo;
encontráronla cerrada y tendido delante de la puerta vieron el cadáver
del anciano montañés que la guardaba, el cual, después de la muerte de
la reina y viendo cumplida su venganza con el asesinato del rey don
Fruela, se había dejado morir de hambre, como el perro fiel que ha
perdido a su amo.




LA DIADEMA DE PERLAS




PARTE PRIMERA

LOS BASTARDOS DE ALONSO ONCENO

  La familia del hombre no dura más que un día: el soplo de Dios la
  dispersa como el humo; apenas conoce el hijo al padre, el hermano a
  la hermana. La encina ve germinar sus bellotas en torno suyo: ¡no
  sucede así con los hijos de los hombres!

    (CHATEAUBRIAND, _Renato_.)


I

Acababa de ser jurado rey Enrique II, después de haber clavado su daga
en el pecho de su hermano don Pedro en los campos de Montiel.

La antiquísima ciudad de Burgos parecía rejuvenecida con las fiestas
reales: era el día postrero que pasaba el rey bajo sus muros, pues
marchaba a Sevilla, con el objeto de convocar cortes.

El monarca había oído misa aquella mañana en la suntuosa catedral,
y los buenos castellanos habían acudido en tropel de los pueblos
inmediatos para verle por la última vez.

Pero Enrique no salía: sin duda que el intenso frío de aquella tarde
de invierno no le dejaba gana de acceder a los deseos de su pueblo.
Las puertas del alcázar, guardadas por los soldados del rey, eran
inaccesibles a todos, y los curiosos tenían que contentarse con ver
pasear a los pajes y escuderos en el ancho patio, y con oír resonar sus
espuelas en el enlosado pavimento.

Sin embargo, todos los contemplaban, a falta de otra cosa mejor, y
aquellas buenas gentes admiraban las bordadas ropillas y las gorras
adornadas de plumas de los unos, y las brillantes armaduras de los
otros.

Mas, a pesar de la avidez con que la muchedumbre miraba el patio del
alcázar, nadie vio cruzar a un hombre envuelto en un ancho manto, y
cuya cabeza estaba cubierta por una holgada toca de terciopelo; bien es
verdad que lo atravesó con tanta rapidez que se asemejaba mejor a una
sombra que a un ser viviente.

Aquel hombre abrió una puertecilla situada cerca de la escalera
principal y salió a la calle, encontrándose en la cuesta de Santa
María, que empezó a subir precipitadamente, cubriéndose el rostro con
el embozo cuanto le fue posible.

Nevaba a la sazón furiosamente: bien pronto el manto del caballero
—pues sin duda lo era a juzgar por su apostura— se vio enteramente
calado, sin que por esta circunstancia se detuviera ni retrocediese en
su camino.

Llegó por fin a la calle de Fernán-González, una de las más solitarias
de la antigua ciudad; aún hoy existe el arco que la terminaba en
aquella época, y aún lleva hoy también el nombre del valeroso conde
castellano.

El hombre del manto se paró delante de una casita de pobre apariencia,
y llamó suavemente: pocos momentos después se oyeron pasos, abriose
la puerta, y una joven, vestida de negro, se arrojó en los brazos del
desconocido.

—¡Gracias a Dios que te veo, Florestán! —exclamó con voz dulce y
vibrante de ternura—. ¿Cómo has tardado tanto hoy? —continuó sin
deshacer el amante lazo que formaban sus brazos al derredor del cuello
del caballero—: mi madre quería llevarme a la plaza para ver a S. A.
por la última vez, mas yo he preferido quedarme, porque el corazón me
decía que vendrías... pero, ¡Dios mío!, ¡vienes calado! Vamos, vamos
arriba.

Y la joven separó sus brazos del cuello de su amante, y le tomó la mano
haciéndole subir en pos de ella.

Al llegar a la puerta de la habitación, Florestán deshizo el embozo de
su manto, le arrojó sobre una silla y se sentó con aire meditabundo y
melancólico; la hermosa niña permaneció en pie a su lado contemplándole
con amor.

Aquel aposento manifestaba suma pobreza: algunos viejos sitiales de
anticuada forma, una mesa dorada, enmohecida por el tiempo, y algunos
deteriorados cuadros con estampas de la Virgen componían todo su
ajuar; una estrecha ventana apenas dejaba pasar la luz por sus vidrios
de colores, y la nieve, que seguía cayendo a grandes copos, había
extendido un velo en la atmósfera que hacía más densa la oscuridad de
aquella habitación; pero, si mísero y triste era su aspecto, nada había
comparable a la belleza de las dos personas que a la sazón la ocupaban.

Tendría la joven de dieciocho a veinte años; su tez, de una pureza
deslumbradora, era blanca y mate como el nácar; dos gruesas trenzas
de cabellos negros nacían en sus cándidas sienes y bajaban hasta su
rodilla; la hermosura de sus negros ojos era admirable, y el delicioso
carmín de su pequeña boca la hacía asemejarse a una flor de húmedo y
brillante coral; tenía pobladas y sedosas cejas negras, riquísimas
y rizadas pestañas, y nariz pequeña y delicada; era pálida, y en su
blanca tez parecían aún más deslumbradores los reflejos de azabache de
su sedosa cabellera.

Vestía de negro, y su traje humilde era el de las jóvenes villanas de
Castilla: una ancha basquiña de lana negra dejaba ver sus piececitos,
calzados con zapatos de cordobán negro, semicubiertos con un ancho
lazo de cinta, y un corpiño de terciopelo negro también, con largas
haldillas, marcaba maravillosamente su esbelto y flexible talle; desde
el escote del corpiño salía una camiseta de batista, plegada, que
terminaba en un estrecho cuellecito bordado de lana negra, lo mismo
que las blancas mangas que salían de sus angostas hombreras y que no
llegaban a ocultar la hermosura de sus brazos.

Llevaba en el cuello una cruz de oro pequeña, pendiente de una estrecha
cinta de terciopelo.

Aquella joven tenía cierta apariencia de dulzura y debilidad que
encantaba: eran tristes sus hermosos ojos, triste también la expresión
de su pequeña boca, cuya sonrisa debía ser bien melancólica.

Su compañero aparentaba unos treinta y cuatro años: su talla, aunque
mediana, era gallarda y bien proporcionada; sus ojos pardos, grandes
y rasgados retrataban la altivez y la pasión; bajaban sus cabellos
castaños en luengos rizos hasta tocar sus hombros, y sus largos bigotes
se ensortijaban en sus mejillas.

Tenía la boca de corte gracioso, pero severa y desdeñosa; su ancha y
elevada frente pintaba bien la arrogancia de su carácter y una natural
costumbre de mandar.

Vestía una modesta ropilla gris, y una toca sin pluma, que dejó con el
manto antes de sentarse.

—¿Qué tienes, Florestán...? —preguntó la joven apoyándose cariñosamente
en su hombro—. ¿Por qué estás tan triste hoy?

—Porque me veo obligado a separarme de ti, Berenguela —contestó él con
voz alterada y atrayendo hacia sí a la joven, al mismo tiempo que ella
juntaba las manos con expresión de profundo terror.

—¡Separarte de... mí! —repitió como asombrada—... ¿Qué es lo que has
dicho, Florestán?

—La verdad: no he tenido hasta hoy valor bastante para declarártelo,
pero ya es forzoso, porque... debo partir mañana.

—¡¡Mañana...!!

—Este grito se escapó de los labios de la doncella, a la vez que caía
en un sitial, pálida y desfallecida.

—¡Berenguela, Berenguela mía! ¡Ten piedad de mí! —exclamó el caballero
cogiendo las manos de la infeliz joven—. ¡Tu dolor me mata! ¡Ah! ¿Por
qué no me es dado morir contigo?

Florestán inclinó la frente apoyándola en la blanca diestra de la
joven; su respiración anhelante hacía levantar su pecho, y parecía
quebrantado por un profundo dolor.

—Óyeme —dijo al cabo de algunos instantes—, óyeme, Berenguela: mi
honor, mi deber, mi conciencia me mandan salir mañana de Burgos con
la comitiva de S. A. Tú sabes que soy noble, y ya te he dicho muchas
veces que jamás he faltado a ninguno de los deberes que mi condición me
impone. Pero lo que no te he dicho nunca es que la voz del amor que te
tengo es más fuerte en mí que la de todas esas consideraciones: habla,
pues, Berenguela mía. ¿Quieres que nunca me separe de tu lado? ¿Quieres
que me quede? Habla, y yo te obedeceré ciegamente.

—¡Tu honor... tu conciencia... tu deber! —repitió la joven con voz
lenta y triste—. Parte, Florestán... —prosiguió haciendo un sublime
esfuerzo—, parte...

Y luego, arrojándose en los brazos del caballero, que la contemplaba
con amargo abatimiento, añadió:

—¡Pero no me olvides jamás!

Durante algunos instantes, latieron juntos aquellos dos corazones; la
joven fue la primera que levantó la frente, en la cual se veía pintada
una adorable resignación: más fuerte que su amante, quería alentar a
este en la dolorosa lucha que sostenía.

Entonces sacó Florestán de su limosnera una preciosa cajita de
marfil, y la abrió tomando de ella una estrecha diadema de perlas de
incalculable valor por su tamaño y su pureza, que se cerraba en medio
por un joyel de riquísimos diamantes.

—Guarda, amor mío, este recuerdo de nuestro cariño —dijo a Berenguela,
colocando la diadema en su hermosa frente—: mi madre la llevaba cuando
murió cobardemente asesinada, y su mano moribunda la puso en la mía
como un postrer don del amor que me profesaba. Es la prenda más cara
que puedo darte: ¿me prometes llevarla siempre, Berenguela?

—¡Siempre! Te lo juro.

—Adiós, pues: si alguna vez necesitas del rey de Castilla, preséntate
a las puertas de su alcázar con esa joya, y conseguirás llegar hasta
él; pero tú solamente, ¿lo oyes?

La desdichada no dio muestras de oír estas palabras.

Había vuelto a echar sus brazos al cuello de Florestán, y parecía
absorber en sus ojos la luz melancólica de la mirada de su amante.

—¿Volverás, Florestán? —preguntó en baja y trémula voz.

—¡No lo sé! —contestó él desviando sus ojos del semblante de la pobre
niña—; ¡no lo sé, Berenguela! Pero te juro que, si no vuelvo, te
enviaré a buscar para que vengas a mi lado.

Al pronunciar estas palabras, recogió el manto y la toca, y se lanzó a
la calle arrancándose de los brazos de la joven, que cayó desvanecida
en su asiento.




II


Un año después de estos sucesos, hallábanse dos personas en la mísera
estancia en que tuvo lugar la despedida de Berenguela y Florestán. Era
la una un caballero como de cincuenta años de edad, de frente calva,
ojos grandes y brillantes, y fisonomía pálida; denotaban bondad sus
abultados labios, y su sonrisa era a la par noble e inteligente; vestía
un riquísimo traje de terciopelo negro, bordado de oro, y pendía de
su cuello una gruesa cadena del mismo metal. Aún conservaba puesta su
toca, adornada de una larga pluma blanca.

La otra era una anciana de vulgar e impasible fisonomía: su humilde
traje, no menos que su postura respetuosa, decían bien claro que era
muy inferior en condición a su compañero.

—¿Conque decís, señora Urraca, que tanto ama a la niña don García?
—preguntó el caballero a la anciana, que permanecía en pie delante de
él.

—Tanto, señor, que desde que empezó a requerirla de amores ese otro
hombre, a quien Dios confunda, y ella, prendada de él, declaró a don
García que solo le amaba como una hermana, se le ve decaer de día en
día.

—Y Berenguela, ¿qué dice, al verlo?

—Nada: desde que partió su amante vive abismada en tan profundo dolor,
que nada advierte de lo que pasa en torno suyo; solo algunas veces, al
ver a don García, que la contempla con aire abatido, le toma la mano,
se sonríe tristemente, y dice con monótono acento: «¡Consolaos, don
García! Dios se apiadará de nosotros.»

—¿Y sabéis, señora Urraca, qué es ese don García?

—No sé más que lo que él me ha dicho: que es hijo de un hidalgo del
vecino pueblo de Lerma, y que ha peleado en los tercios de don Enrique;
ha un año entró en esta casa, cuando las tropas del maldito rey, que
Dios castigue, asolaban el país, para curar una herida de un compañero
suyo; vio a Berenguela, y ya no quiso abandonarla, pues aunque reside
en Lerma, viene aquí con frecuencia para verla.

—¿Y del otro amante sabéis?...

—De ese sí que no sé una palabra.

—¡Dos amantes incógnitos! —murmuró el caballero en voz baja; pero,
añadió alzándola—: ¿cómo no habéis tratado de apurar quiénes son esos
hombres que aman a vuestra hija?

—¡Mi hija! —repitió la señora Urraca—. ¿Acaso lo es? ¿No sabéis tan
bien como yo que hace dieciséis años encontré a una niña, que apenas
contaba dos, a la puerta de mi casa en la ciudad de León, donde yo
habitaba entonces? ¿No os he dicho ya que hallé atado a su cuello con
un cordoncito de seda negro, un pergamino rollado, en que me daban
instrucciones, y a su lado un bolsillo lleno de oro?

—Sí, me habéis hablado de ese pergamino... Y a propósito, ¿tenéis a
bien enseñármelo ahora?

Levantose la anciana y fue a sacar de un armario, incrustado en la
pared, un pequeño pergamino enrollado que presentó al caballero.

—Tomad —dijo—. Es el mismo que Berenguela llevaba al cuello.

Desdoblolo él, y se puso a leer: poco a poco su fisonomía se fue
animando; y un hondo pliegue se formó entre sus cejas pobladas y negras
aún como el ébano; después, sin saber quizás lo que hacía, volvió a
leer en voz alta casi todo el contenido del pergamino, en tanto que la
señora Urraca le escuchaba con la mayor atención.

  «Esta niña —decía el escrito— es hija de padres nobles y poderosos;
  cuidadla, buena mujer, y el cielo os recompensará en este mundo y en
  el otro.

  »No le digáis jamás que no es hija vuestra, y el día en que un
  caballero se presente a reclamarla con un pergamino igual a este,
  entregadla sin demora.»

Al acabar la lectura, plegó el anciano el pergamino con aire triste y
meditabundo.

—¿Cuánto os daban cada año por cuidar de esa desdichada niña? —preguntó
tras un breve silencio.

—Trescientos doblones, es decir, una suma igual a la que encontré en el
bolsillo.

El caballero devolvió el pergamino a la anciana, e iba a hablar cuando
esta, que estaba en pie junto a la ventana, hizo un brusco movimiento.

—¡Ya viene! —dijo señalando con la punta de su descarnado dedo a la
calle—. ¡Miradla, señor, qué abatida está!

—¿Qué es eso que lleva en la frente? —preguntó el anciano indicando la
magnífica diadema de perlas que ceñía los negros cabellos de Berenguela.

—Eso es un dije que le regaló su amante al partir, y que ella no ha
querido quitarse ni un instante.

—¡Ah!... —murmuró el caballero, que miraba a la joven con desencajados
ojos.

Largo tiempo la siguió con su sombría mirada: cuando Berenguela entró
en la casa, quedó inmóvil, como esperando verla aparecer.

Entró, por fin, en la habitación, y sin mirar a las personas que
estaban en ella, fue lentamente a sentarse en un banco de madera;
después cruzó las manos y dobló tristemente la cabeza, en tanto que el
caballero seguía contemplándola absorto.

Excusa tenía su distracción. Berenguela presentaba la imagen fiel del
ángel de los sepulcros: sus grandes ojos inclinados, su pálida frente,
sus largos cabellos negros, brillantes como el plumaje que viste las
alas del cuervo, y sus blancas manos cruzadas, le daban un aspecto
sublime y desgarrador.

Largo rato permaneció inmóvil y muda; luego levantó los ojos, pasó por
la frente su abrasada mano, y articuló débilmente estas palabras:

—¿Ha venido, madre mía?

—¿Quién? —preguntó la señora Urraca.

—Él... Florestán.

La anciana se encogió de hombros con aire estúpido, sin comprender
siquiera aquel inmenso dolor.

—¿Habéis dicho que no, madre mía? ¿No es verdad? —tornó a preguntar la
desdichada.

—No he visto más que al señor caballero.

Berenguela levantó la cabeza; miró con afán al anciano y se aproximó
a él lentamente: cuando llegó enfrente de él, puso las manos en sus
hombros y clavó sus grandes ojos en su semblante.

—No... no eres tú el que yo espero —dijo con el tono de voz lento y
triste que le era habitual—; no eres tú... pero ¿le has visto?, ¿sabes
dónde está?

De súbito brilló en sus ojos un rayo de alegría, batió las palmas
gozosa, y sus facciones se animaron con una radiosa expresión de
ventura.

—¡Ah! gritó; ya sé a qué vienes... sí... sí... ya lo sé... a buscarme
de parte de Florestán; porque él me lo dijo... «Te juro que si no
vuelvo, te enviaré a buscar...» Eso... eso me dijo... ¡Oh, con cuánta
alegría veo ahora que me cumple su promesa!

Al acabar de pronunciar estas palabras, se dirigió apresuradamente a
un pequeño cuarto que le servía de dormitorio, y salió envuelta en un
amplio manto negro.

—¡Vamos, vamos por Dios! —exclamó con ansia indescriptible—. ¡Llévame
pronto con él, que me estará esperando con impaciencia!

—No seas loca, muchacha —dijo la señora Urraca ásperamente—. A donde
tú vas es a acostarte, porque hoy te devora la calentura, y no pienses
mañana, ni nunca ya más, en salir al campo; los ardores del sol te
trastornan el cerebro.

—¡Iba a esperarle..., madre! —dijo la pobre joven con desgarradora
tristeza, pero con dulcísima voz, en tanto que la despiadada vieja le
desprendía bruscamente los pliegues del manto.

Luego cruzó las manos, mirando dolorosamente al anciano, y se dejó caer
en el banco murmurando al verle salir:

—¡Se va sin mí!

La señora Urraca le acompañó, y Berenguela, doblando la frente, quedó
inmóvil y abismada de dolor.




III


Algunas horas más tarde se encontraba don Álvaro Garcés, conde de
Carrión, en una suntuosa estancia de su palacio de Burgos, en compañía
de un joven de hermosa presencia y lujosamente vestido.

Tenía este veintidós años, a lo sumo: su fisonomía era melancólica y
apasionada; sus rasgados ojos, negros como sus cabellos, armonizaban
con su tez muy morena; era de estatura elevada y de talle esbelto, y
lleno de gentileza.

Su traje estaba ricamente bordado de oro; llevaba una espada cuyo puño
resplandecía de pedrería, y su toca, que se veía sobre la mesa, estaba
adornada de una hermosa pluma.

Ambos ocupaban dos sillones iguales, dorados y de alto respaldo: junto
al joven se veía una mesa cubierta con un tapete bordado de oro, en la
cual apoyaba su brazo izquierdo.

Iluminaba la estancia una lámpara de plata, pendiente de tres cadenas
del mismo metal; ambos caballeros parecían absortos en una profunda
meditación, porque guardaban silencio: las fisonomías de los dos
retrataban un intenso pesar.

—¿Conque eres tú, Fernando, el rendido y desdeñado adorador de esa
joven? —dijo don Álvaro, después de mirar por largo rato la inclinada
frente de su hijo—. ¿Eres tú el que se finge llamarse don García y ser
hijo de un hidalgo de Lerma?

—¡Oh, perdón, padre mío, perdón! —exclamó el joven cruzando sus manos
con ademán de súplica—. ¡La amo tanto, y hace ya tanto tiempo! Cuando
vine aquí hace un año, acompañando a don Enrique, entramos en su casa,
para que el infante restañase la sangre que corría de sus heridas,
recibidas en el último encuentro con las tropas de don Pedro; nada
advirtió a Berenguela que era el hermano del rey, el hombre a quien
ella vendaba la cabeza, ni pudo conocer la condición de las personas
que la acompañaban; nos creyó soldados de los tercios de don Enrique y
nada más; además, su anciana madre se hallaba ausente de su casa, y,
viviendo sola con ella, nadie podía reconocernos.

Una triste sonrisa plegó por un momento los labios de don Álvaro, mas
su hijo, sin apercibirse de ello, continuó:

—Desde aquel día, la imagen de Berenguela no se apartó un instante de
mi pensamiento, y cuando, ya coronado rey don Enrique en esta ciudad,
os decidisteis a fijaros en ella para descansar de las fatigas de
la guerra, pedí su venia a S. A. para venir a pasar algún tiempo en
vuestra compañía y restablecer mi salud, más quebrantada por el amor
que me consumía que por la sangre perdida en los combates.

Detúvose aquí Fernando, porque era llegado el instante de revelar a su
padre el ardid que había usado para encubrir su nombre y el sitio de
su residencia; cubriose su frente de encendido rubor, y bajó los ojos
enteramente falto de aliento.

Mas aunque su confusión fue harto visible a los perspicaces ojos del
anciano, guardó este un severo silencio, dejándole apurar toda la
amargura de su primera mentira.

—Cuando llegué a Burgos —continuó el joven tras de un largo y
angustioso silencio—, mi principal cuidado, no bien os abracé, fue ir a
ver a Berenguela. Díjele, ¡perdón, padre mío!, díjele que me llamaba
don García, que era hijo de un hidalgo de Lerma, y que acababa de
retirarme a descansar a mi casa durante las treguas que abría la guerra.

Berenguela me escuchó con su sonrisa de ángel; mas ni una chispa de
la pasión que ardía en mi corazón vi reflejarse en sus ojos; dulce y
tranquilamente me oyó, y cuando le rogué que diese alguna esperanza a
mi amor, me contestó fijando en mi semblante su apacible mirada:

—Don García, amo a otro, y solo puedo ya corresponder a vuestro amor
con el cariño de una hermana.

Una súbita expresión de alegría iluminó las abatidas facciones de don
Álvaro, pero se desvaneció con la misma rapidez con que había aparecido.

—Nada más he podido lograr —prosiguió Fernando con amarga tristeza—;
hace algún tiempo que se abatió mucho más, y que su salud se alteró
visiblemente; después, una dolorosa enajenación mental la preocupaba de
continuo, y últimamente he creído columbrar que su razón está herida, y
que la demencia clava sus garras de fuego en las sienes de Berenguela.

Un ahogado sollozo cortó al joven la palabra y ocultó el rostro entre
sus manos. Don Álvaro pasó las suyas por su abatida frente, y alzó al
cielo los ojos como demandándole valor.

—Olvida a esa joven, Fernando —dijo tras un largo silencio—; olvídala,
porque jamás podrá ser tuya.

—¡Olvidarla! —gritó el joven saltando en su asiento, como si un dardo
le hubiese herido—. ¡Olvidarla, padre! Arrancadme el corazón con
vuestra propia mano, si queréis que yo olvide a Berenguela.

—¿Prefieres que vuelva a encerrarte en el castillo de Carmona, de donde
te saqué para que pelearas en los tercios de don Enrique?

—Nunca os he pedido cuenta de la prisión en que he pasado la aurora de
mi vida, padre mío: volvédmela a abrir; sepultad de nuevo en ella mi
infeliz juventud, ¡y Dios os bendiga, si así me aceleráis la muerte!

—¡Conque tanto la amas! —exclamó con amargura don Álvaro—. ¿Conque ni
mis ruegos podrán hacer que la olvides?

—Nada podrá hacer que yo deje de amarla, y de consagrarle mi vida.

—¡Matadme, pues, señor —gritó don Álvaro, arrojándose a los pies del
joven, y descubriendo su noble pecho lleno de cicatrices—. Vos no sois
mi hijo, como yo os hice creer; sois don Sancho, el anteúltimo hijo
del rey Alonso onceno y de doña Leonor de Guzmán, y esa joven es la
infanta doña Berenguela, postrer fruto de aquellos desgraciados amores!
¡Matadme, señor —repitió el anciano doblando hasta el suelo su calva
frente—, porque solo hundiendo en mi pecho vuestra espada, conseguiréis
acercaros a ella!

Calló don Álvaro, y un profundo silencio siguió a su terrible
revelación: cuando se atrevió a levantar los ojos, vio a don Sancho,
inmóvil delante de él, lívido, erizado el cabello y cubierta la frente
de helado sudor. No de otro modo debió aparecerse a _Hamlet_ la sombra
de su padre en su palacio de Dinamarca.

Cuando las miradas de aquellos dos hombres se encontraron, los ojos
del infante perdieron algo de su horrible fijeza; llevó al pecho ambas
manos, y dejó escapar un gemido desgarrador.

—¿Quién es entonces... el otro amante de... mi... her... mana?
—articuló con voz honda y lúgubre.

Estremeciose el anciano conde, que aún permanecía arrodillado; inclinó
la cabeza, y contestó con voz temblorosa:

—¡Enrique II, rey de Castilla y de León!




IV


Un ahogado grito del infante apagó el eco de estas últimas palabras.
Don Álvaro seguía postrado delante del joven, que se dejó caer casi
exánime en su asiento.

—Levántate —dijo al fin rompiendo el penoso silencio que hacía tiempo
reinaba—; levántate, conde, y explícame el hondo misterio que ha
envuelto hasta hoy mi nacimiento y el de esa infortunada.

La actitud y el acento de don Sancho, al pronunciar estas palabras,
nada tenían de semejantes con los del joven Fernando, que pocos
momentos antes era el hijo amante y sumiso de don Álvaro. Con la mano
apoyada en la mejilla, y el codo en la mesa, se preparó a escuchar las
palabras del anciano: un rayo de augusta majestad iluminó sus dulces
ojos, irguió la frente, y la sangre de los reyes de Castilla se animó
en sus venas, dando a toda su figura un carácter de imponente grandeza,
que nunca había obtenido.

El conde, obedeciendo el mandato de don Sancho, se puso de pie y
permaneció inmóvil y confundido.

—Habla —repitió el infante—: dime por qué he ignorado yo hasta este
momento que era hijo de Alonso onceno, y por qué lo ignoraba también
Berenguela.

—¡Ah, señor! —exclamó el anciano—. ¡Señor mío, perdón! Solo el expreso
mandato de vuestro padre ha podido obligarme a guardar silencio; solo
el juramento que le hice ha podido sellarme los labios.

—¿Mi padre te encargó que nos ocultases nuestro nacimiento?

—Sí, señor; cuando vuestra madre os dio a luz, ya vuestros hermanos y
ella eran terriblemente perseguidos por el odio de la reina doña María,
legítima esposa de vuestro padre. Ya no sabían los que os dieron el ser
dónde ocultaros. En tal angustia, el rey acudió a mí pidiéndome, con
el mayor encarecimiento, que os hiciese criar secretamente y pasar por
hijo mío. «Leonor —me dijo— morirá si le matan sus hijos: yo salvaré a
los otros; pero tú, Álvaro, tú, sálvame este.»

Bien sabía el rey que nada podía conmover mi corazón como estas
palabras: «Salva este hijo a Leonor, porque si no, va a morir.» Para él
no era un misterio la pasión que yo profesaba a vuestra madre, y que me
mataba lentamente.

—¿Tú has amado a mi madre?

—La amé, señor, desde que mis ojos vieron la primera luz: deudo su
padre del mío, y unidos por la más sincera y entrañable amistad, juntos
nos criamos y crecimos; mi madre nos abrigó a un tiempo en su regazo,
y la misma cuna nos meció; juntos corrimos por los floridos pensiles
de Sevilla, y el primer latido de mi corazón fue de amor para aquella
hermosa niña, que solo me profesaba el tranquilo cariño de una hermana.

»Quince años tenía Leonor cuando se casó con un poderoso hidalgo:
desesperado yo, me vestí la coraza y marché a buscar la muerte en las
batallas; pero la muerte huye siempre del que la busca, y yo no pude
encontrarla.

»Algunos años después, llamó la atención de Alonso XI la fama de mis
hechos de armas y me hizo capitán de su guardia. Juzgad cuál quedaría
cuando hallándonos en Córdoba, corte a la sazón de los monarcas de
Castilla, me mandó una noche acompañarle a una hora muy avanzada:
envueltos en nuestros mantos, y caminando con gran sigilo, cruzamos
muchas calles, deteniéndonos al fin en la puerta de una hermosa casa;
abrió el rey con una llave que sacó de su limosnera, y penetramos en
ella.

»Una dueña nos esperaba: después de atravesar varios aposentos
ricamente adornados, nos encontramos en una estancia amueblada con
regia suntuosidad. Recostada en un sitial, había una joven que, por
lo esbelto de su figura y delicado de sus formas, no podía pasar de
los dieciocho años; estaba vuelta de espaldas a la puerta, y tenía
puesto un riquísimo brial de terciopelo azul, bordado de perlas, cuya
larga cola se extendía como una alfombra en derredor de su sillón
dorado; no tenía en la cabeza otro adorno que los largos rizos de sus
cabellos castaños, que besaban lascivos el cuadrado escote de su traje:
al ruido que hicimos al entrar, volvió la cabeza, y sus grandes ojos
negri-azules brillaron de contento.

»—¡Don Alonso!... ¡Álvaro!... —exclamó corriendo hacia nosotros: pero
estos dos gritos tuvieron en sus labios distinta entonación; el
primero revelaba pasión inmensa; el segundo la alegre sorpresa de la
hermana que ve a su hermano tras una larga ausencia.

»—¿Conoces al conde de Carrión, Leonor? —preguntó el rey admirado.

»—¡Que si le conozco, señor! —exclamó ella—. ¡Que si le conozco, cuando
he nacido casi al mismo tiempo que él! ¡Que si le conozco, cuando he
dormido en la misma cuna, he mirado el mismo cielo y he aspirado el
perfume de las mismas flores! ¿No os he hablado muchas veces de un
hermano a cuyo lado crecí, y a quien amaba en extremo? Pues bien, ¡aquí
le tenéis!

»Contrajéronse algún tanto las espesas cejas del rey, al oír hablar a
Leonor con tanta vehemencia, y mi frente se inundó de un helado sudor,
al escuchar aquellos acentos. Don Alonso, celoso como lo son todos los
seres que abrigan una gran pasión, hasta de las plácidas expansiones
de la amistad, vio en el afecto que su amada me manifestaba la primera
nube que empañaba el cielo azul y sereno de su recíproco amor: en
cuanto a mí, la vista de aquella mujer tan tierna y constantemente
amada, y los dulces recuerdos de lo pasado, que ella evocaba con acento
conmovido, me hicieron casi sucumbir al exceso de mi emoción.

»Ella, empero, puso fin a una situación tan embarazosa tomando de la
mano al rey y conduciéndole a un camarín que ocupaba el extremo de una
estancia; abrió las cortinas y luego descubrió los preciosos tapices
que ocultaban una lindísima cuna de estructura gótica, labrada de
marfil y plata, y en cuyo centro descansaba un niño de pocos meses.

»Era don Enrique, conde de Trastamara, y hoy Enrique II rey de Castilla.

Un temblor convulsivo recorrió el cuerpo del infante al oír pronunciar
el nombre de su hermano: la palidez que cubría sus hermosas facciones
se hizo más intensa, y cerró los ojos como para sujetar dentro de su
abrasada frente el delirante pensamiento.

Don Álvaro, a cuyos penetrantes ojos no pudo ocultarse la sorda
tempestad que bramaba en el alma de aquel desventurado, continuó tras
una breve pausa:

—Dos horas después de haber entrado, salimos de aquella casa que
encerraba lo que más amaba yo en el mundo, y desde aquella fatal
noche, ni una sola dejé de acompañar a vuestro padre a ver a Leonor,
ni un solo día pasó sin que sintiese crecer en mi pecho la ardiente
hoguera de mi funesto amor; supe, sin embargo, encerrarlo en lo más
recóndito de mi corazón, porque quería al rey con toda mi alma y no me
era posible causarle el más pequeño dolor, y porque anhelaba conservar
el único bien que me hacía soportar la vida: el amargo placer de
ver a Leonor todos los días, aunque fuese en los brazos de otro; de
este modo me hice yo mártir de mi propio corazón, y ninguno de los
que sacrificaron los inicuos emperadores de la antigua Roma sufrió
tormentos comparables a los míos.

»Don Alonso, empero, leía en el fondo de mi alma; vuestro padre, señor,
era un gran rey, y un hombre de corazón magnánimo y generoso: para
todos recto y justiciero, su única falta fue el amor que me arrebató
la felicidad de mi vida; para todos sensible, solo con mis dolores fue
inexorable, no obstante que comprendía su amargura.

»Y por otra parte, ¿qué hubiera conseguido usando de generosidad
conmigo, y abandonándome la mujer que tanto amaba él, y a la que yo
adoraba con tanta locura? Leonor, ciegamente apasionada del rey, le
idolatraba con la vehemencia del primer amor. Casada sin conocer a su
esposo, ningún afecto le unía a él, y cuando enviudó, quedó en poder de
un anciano tío suyo, que, al saber la pasión del rey por su sobrina,
la persuadió para que correspondiese a ella. ¡Ay, solo podía, pues,
resignarme a ver a Leonor en brazos del rey, para no verla morir de
dolor en los míos!

»Algunos años pasaron así: hubo una época en que el rey, compadecido
de la triste suerte de su esposa, le propuso que viviría a su lado, si
consentía en que viviesen también vuestros hermanos bajo los muros del
alcázar real; más doña María contestó siempre que renunciaba a la dicha
de vivir con su esposo, si había de comprarla con el dolor de ver a
los bastardos.

—¡Oh, qué injusta dureza! —exclamó don Sancho.

—La medida del sufrimiento de la reina se llenó por fin —continuó don
Álvaro—. Ocho días después de daros a luz, tuvo que huir Leonor de
su casa, disfrazada de hombre y acompañada del rey, para no caer en
manos de los espías de doña María que constantemente la asediaban.
Antes de marchar, vuestro padre os puso en mis brazos, me rogó que
ocultase a todos, y aun a vos mismo, vuestro nacimiento, y me ordenó
que me reuniese a él en un lugarcillo cerca de Gibraltar, a cuya
villa, ocupada por los moros, iba a poner sitio; después marchó
apresuradamente con Leonor, débil aún y quebrantada.

»Entonces, señor, os conduje a Sevilla, mi patria, y os confié a los
cuidados de una hija de mi nodriza, casada con uno de mis escuderos
hacía pocos meses, la cual me ofreció cuidaros con la mayor ternura; le
dije que erais hijo mío, y fruto de unos infelices amores, y la buena
Dulcelina me creyó con la inocencia propia de su carácter, jurándome
que ocuparíais en su corazón el lugar del hijo que acababa de perder, y
el del esposo que yo me llevaba a la guerra.

»Marché a Gibraltar tranquilo con respecto a vuestra suerte, y volví a
ocupar mi sitio al lado del rey, como capitán de su guardia. Don Alonso
puso cerco a Gibraltar, y se preparó bien para no abandonar la empresa
hasta ganar la villa, a pesar de la terrible epidemia que se introdujo
en sus reales. ¡Ay, qué mucho que su corazón no desmayase, si tenía
consigo a la mujer que amaba y a sus hijos!

»Leonor no quiso separarse del rey durante las terribles pruebas a que
se veía expuesto, y vivía con los bastardos en una tienda de campaña
construida con toda comodidad, inmediata a la del rey: yo fui el
encargado por S. A. de guardar aquellas prendas tan caras a su corazón;
yo, a la cabeza de una numerosa guardia de castellanos, recibí la orden
de no perder de vista un solo instante ni a la madre ni a los hijos.

»¡Cuántas veces me sorprendió la aurora arrodillado a los pies del
lecho de vuestra madre! ¡Cuántas la despertaron de su apacible sueño
el rumor de mis sollozos, o las exclamaciones que dejaba escapar en mi
delirio! Entonces poníame en pie precipitadamente, tomaba la espada que
había dejado caer, y volvía a ocupar mi sitio detrás de las cortinas
de su lecho. Incorporábase ella, miraba a todas partes, y concluía por
llamarme.

»—¿Qué me mandáis, señora? —decía yo acercándome después de haber
tragado mi amargo llanto.

»—¡Señora!, ¿por qué me llamas así, Álvaro?

»—Perdonadme, Leonor... ¿qué queréis?

»—¿No has oído ruido?

»—Todo yace tranquilo.

»—Me ha despertado yo no sé qué extraño rumor.

»—Eso es que habéis soñado.

»—Tal vez... pero dime, ¿qué tienes? ¡Estás pálido!

»—Lo harán las luces...

»—¿Y el rey y mis hijos?

»—Duermen... procurad dormir también.

»Leonor corría las cortinas, y mi corazón, más henchido que antes de su
fogosa y desesperada pasión, se refugiaba en lo más hondo de mi pecho,
destrozado por un amor que lo aniquilaba hacía veinte años.

—¡Pobre mártir! —exclamó don Sancho, tendiendo al conde su mano. ¡Dios
te premiará en el cielo!

El anciano miró al infante con profunda gratitud, y prosiguió así su
lastimera historia:

—Diez meses sostuvo don Alonso el sitio de Gibraltar. Durante este
tiempo, comenzaron a correr voces de que había en el campo espías de la
reina y de don Pedro, cuyo único objeto era apoderarse de los bastardos
y de su madre; estas nuevas afligieron en extremo el espíritu del rey,
tanto más cuanto que Leonor estaba en vísperas de darle otro hijo, y no
se atrevía a alejarla de su lado en semejante estado. Dobló la guardia
de los infantes vuestros hermanos, y determinó no separarse un instante
de vuestra madre hasta recibir en sus brazos al hijo que iba a nacer,
y que pensaba entregarme para que lo pusiese en salvo como a vos.

»Llegó la hora del parto, y terminado que fue, el rey corrió los
tapices de la tienda, tomó de mis manos la espada desnuda, con que
hacía mi guardia, y me puso en los brazos a la infanta que acababa de
nacer.

»—Sálvala, conde —me dijo—; sálvala como a su hermano: tal vez, de
entre todos mis hijos, serán los únicos que conserven la vida los dos
que confío a tu cuidado.

»Al acabar de pronunciar estas palabras, mandó S. A. acercar a uno de
sus escuderos que tenía de la brida un alazán ensillado; me echó él
mismo su manto sobre los hombros, y yo, después de requerir mi daga y
de envainar mi espada, salté sobre él sin tener más tiempo que de besar
la mano del rey, y partí llevando entre mis brazos a la infanta recién
nacida.

»Bien pronto el ardiente galope de mi caballo me puso fuera del
campamento: a la luz de la aurora, divisé un blanco pueblecillo, y me
dirigí a él para buscar, no reposo, sino una nodriza que me acompañase;
dejé el caballo en la posada, oculté a la infanta entre los pliegues
del manto, y salí a dar la vuelta al lugar; al fin de él vi a una mujer
joven que mecía a un niño como de un año, sentada al lado de otra
anciana.

»—¿Queréis ganaros trescientos doblones cada año, buena mujer? —le dije.

»—¡Ah, señor caballero!, ¿qué decís? —exclamó atónita.

»—Que si queréis amamantar a esta niña, os daré esa suma.

»—Tengo un hijo, señor, y no puedo.

»—Pero no tienes pan que darle, Aldonza —dijo tristemente la anciana—,
ni el pobre tiene padre que se lo busque: solo cuenta con el cariño de
su abuela, que lo cuidará mucho si tú quieres ganar honradamente para
todos.

»—¡Si vos lo cuidáis, madre!...

»—Sí, hija mía, no me separaré un instante de él.

»Un vagido de la pobre niña que yo tenía en los brazos acabó de decidir
a la joven, que la tomó en los suyos.

»—Hacedme la merced, buena mujer —dije a la anciana—, de buscar una
mula para vuestra hija; tiene que acompañarme a la ciudad de León.

»Obedeció aquella, y media hora después caminábamos a buen paso,
llevando Aldonza entre sus brazos a la infanta.

»Al llegar a aquella ciudad, encomendé a la niña y la nodriza a los
cuidados de mi anciana madre, la cual habitaba allí: encargué que
hiciese bautizar a la infanta inmediatamente con el mayor secreto; dejé
pagada por un año a Aldonza, y volví apresuradamente al campamento.

»Era el día 26 de marzo de 1350, y las once de la noche, cuando entré
en él: la luna, que brillaba con todo su esplendor, iluminaba las
relucientes armaduras de los soldados, e iba a quebrarse en sus yelmos
de acero; muchas hogueras encendidas patentizaban que todo el ejército
castellano estaba en vela, y lo confirmaba así yo no sé qué extraño
rumor que se advertía en el campo.

»Con la seña _Alonso y Castilla_ llegué hasta las tiendas reales, y
penetré en la que habitaba vuestro padre... mas, ¡oh, gran Dios!, ¡cuán
terrible cuadro se ofreció a mi vista!

»Tendido en su magnífico lecho de campaña estaba Alonso onceno, ya
casi exánime: la terrible epidemia, que había diezmado al ejército
castellano, era la que conducía al sepulcro al vencedor en la batalla
del _Salado_. Arrodillados junto al lecho, se veían los infantes don
Enrique, conde de Trastamara, y don Fadrique, gran maestre de Santiago,
casi niños ambos, que derramaban amargo llanto: rodeábanles muchos
prelados y ricos-hombres de Castilla y de León, contándose entre estos
últimos el infante don Fernando de Aragón, sobrino del monarca; don
Juan Nuñez de Lara y don Juan Alonso de Alburquerque.

»Nada más suntuoso e imponente que el lecho mortuorio de Alonso
onceno. Componíalo _una tarima de campamento, cuya cabecera era de
ricas maderas oscuras hábilmente combinadas, terminando en dos agujas
angulares del más limado gusto gótico; en medio, y formando contraste
con los ya referidos adornos, se destacaba, dibujando mil caprichosos
pliegues, el célebre pendón de Santiago que dio a don Alonso la
victoria en la batalla del Salado. El primer cuidado del expirante
monarca, al caer en el lecho de la agonía, fue colocar sobre su cabeza
aquella bandera, gloria y orgullo de Castilla; cerca del lecho, y al
alcance de su brazo, se encontraban, en forma de trofeo, las armas que
vistiera en el sitio de Gibraltar, ciudad que deseó arrancar del poder
sarraceno, tanto por aumentar sus dominios y disminuir el de los moros,
como porque su padre Fernando IV la conquistó años atrás valerosamente,
aunque a costa de un soldado que valía por ciento y cuyo nombre era_
GUZMÁN EL BUENO.[4]

  [4] Bolangero.

»Detrás de los suntuosos tapices que formaban pabellón, y junto al
lecho del rey, estaba Leonor de Guzmán, con el rostro oculto entre
las manos y el pecho desgarrado por los sollozos, que procuraba en
vano contener. Hermosa como nunca, parecía aún más embellecida por su
intenso dolor.

»Ella fue la primera que se apercibió de mi llegada: apartó del rostro
sus manos bañadas en llanto, y me las tendió como si solo de mí
esperase algún consuelo.

»—Señor —dijo aproximándose conmigo al lecho del rey—, señor, ya está
de vuelta el conde de Carrión.

»Abrió los ojos don Alonso, y me alargó una mano que yo besé de
rodillas.

»—¿Y la infanta? —preguntó con voz sofocada.

»—Con mi madre, señor.

»—¿Me traes nuevas de don Sancho?

»—El infante está bueno y sigue al cuidado de Dulcelina.

»—¡Gracias, Álvaro! —murmuró don Alonso estrechando débilmente mis
manos.

»Después guardó silencio; pero su ansiosa mirada me hizo conocer que
deseaba hablarme algo más y que sufría por no poder hacerlo delante de
tantos testigos.

»Entonces me volví al conde de Trastamara, que lloraba siempre
arrodillado.

»—Haced despejar, señor —le dije—: el rey quiere hablarnos sin testigos.

»Levantó el niño su doliente rostro, e hizo a los cortesanos una señal
llena de gracia y majestad. Instantáneamente se ensanchó el círculo de
los nobles, que retrocedieron hasta llegar a los tapices que cerraban
la tienda.

»—Leonor —dijo el rey tomando una de las manos de vuestra madre—,
Leonor mía, tú sabes lo mucho que te he amado, y Dios es testigo de que
muero amándote con la misma intensidad; sí, en este instante supremo
en que estoy próximo a comparecer ante su divina presencia, no siento
en mi corazón remordimiento alguno al hacerte esta confesión. Dios te
formó para que te amase y, amándote, he cumplido su santa voluntad.

»Detúvose el rey, y sus cadavéricas facciones retrataron un profundo
dolor.

»—No llores así, hijo mío —dijo aproximando a su pecho la negra y
rizada cabeza del maestre de Santiago, que sollozaba cubriéndose el
rostro con el manto—; no te desconsueles, Juana, añadió tendiendo los
brazos a su hija la marquesa de Villena, niña rubia y angelical; y tú,
Enrique, mi hermoso y adorado Enrique, consuélate por Dios. Os dejo una
buena madre, y un amigo fiel, y desde el cielo velaré por vosotros: mi
solo dolor, al morir, es el no poder dejaros a cada uno un dilatado
reino... pero la corona que heredé de mi padre pertenece a mi heredero
legítimo, el infante don Pedro...

»Un movimiento del conde de Trastamara cortó al rey su discurso: al oír
las últimas palabras de su padre, la frente del infante se cubrió de
palidez y brotaron relámpagos de sus rasgados ojos.

»—Mi corona es de mi hijo el infante don Pedro —repitió el rey que
advirtió aquel movimiento, con voz lúgubre, pero con acento severo—: no
lo olvidéis, hijos míos, para que merezcáis su amistad y protección...
no lo olvides, Leonor, para que procures captarte su benevolencia...
sois vasallos suyos... amadle y... respetadle como a vuestro rey...

»Calló don Alonso debilitado por la energía con que había hablado, y su
cabeza cayó lívida y exánime sobre los ricos almohadones de brocado.
Mas, incorporándose por un último y poderoso esfuerzo, y apoyándose en
mis brazos, pudo bendecir a Leonor y a sus hijos y recomendármelos con
una expresiva mirada.

»Luego alzó la cabeza, radiante de sublime majestad, brilló en sus ojos
un rayo de luz, y dejó oír de nuevo su voz:

»—¡Ricos-hombres!... —gritó con acento sepulcral—; ¡prelados de mis
reinos!... ¡Yo os... mando... que llevéis mi cetro y mi corona... al
infante mi hijo!... ¡¡Larga vida... al rey don Pedro...!!

»En este último y supremo grito lanzó Alonso onceno su postrer suspiro.

»Al escucharle, cayó Leonor desmayada sobre el cadáver del rey; la
marquesa de Villena y el maestre de Santiago rompieron en llanto
amargo, y el conde de Trastamara puso mano a la espada, mirando con
ojos secos y furiosos a los nobles que rodeaban el lecho de su padre;
mas aquel iracundo movimiento fue dominado pronto por un intenso dolor:
el infante lanzó un gemido penetrante y cayó con la cara contra el
suelo; el golpe le abrió la frente, y anchas gotas de sangre salpicaron
el blanco manto de maestre de su hermano.

»Era la primera sangre de la infinita que la temprana muerte del gran
Alonso onceno hizo verter.

»Entre tanto, un heraldo abrió las cortinas de la tienda real.

»—¡El rey Alonso onceno ha muerto! —gritó—. ¡Castellanos! ¡Leoneses!
¡Larga vida al rey don Pedro!




V


Dos gruesas lágrimas brotaron de los ojos de don Sancho al escuchar los
tristes pormenores de la muerte de don Alonso.

—¡Ay! —exclamó—. ¡Mi padre no tuvo un solo pensamiento para sus dos
últimos hijos! ¡Nada para ella, ni para mí!... Todo para Enrique
entonces, y ahora... ¡todo también!...

El conde de Carrión besó la mano del infante, profundamente afectado
por tan justo dolor, y continuó después:

»—El día 28 de marzo formó en batalla todo el ejército castellano para
despedir al cadáver de su real caudillo. Iban al lado del féretro los
infantes, rodeados de todos los nobles del reino: yo marchaba al lado
de vuestra madre, que cabalgaba en un potro cordobés e iba enteramente
vestida de luto.

»Caminamos hasta cerrar la noche, y entonces, a una señal del conde de
Trastamara, se detuvo la comitiva: algunos ricos-hombres se aproximaron
a los infantes, quienes, después de abrazar a su madre, partieron a
Algeciras, con un corto número de parciales. Leonor temía las iras del
rey don Pedro para sus hijos, y los enviaba a aquella ciudad, que sabía
les era adicta; yo seguí con la comitiva hasta Sevilla, en cuyo alcázar
moraban la esposa y el hijo del rey difunto.

»Las exequias de don Alonso se celebraron con regia pompa en la
catedral, siendo depositados sus restos en la capilla llamada _de los
Reyes_. Doña María de Portugal concedió habitación a vuestra madre en
su alcázar, y la marquesa de Villena fue a reunirse con su esposo, de
cuyo lado bien pronto debía ser arrebatada.

»En cuanto a vos y a Berenguela, solo vuestra madre y yo sabíamos dónde
estabais, y en vano la reina os buscó por todas partes; vos, señor,
seguíais guardado por Dulcelina, y vuestra hermana permanecía bajo la
custodia de mi buena madre, que la hizo bautizar con su mismo nombre, y
la amaba con el mayor extremo.

»La noche misma del día en que concluyeron las fiestas con que se
celebró la coronación de don Pedro, fue presa vuestra madre y conducida
por los ballesteros de maza del rey a la cárcel pública. En vano pedí
audiencia al joven rey, para implorar por ella: se me negó, y la grave
enfermedad que le sobrecogió a pocos días imposibilitó toda tentativa
de salvación, porque la reina hizo trasladar a la infeliz cautiva a las
prisiones del alcázar para tenerla más segura.

»Una carta, que recibí entonces de León, me avisaba que mi anciana
madre se encontraba en la agonía y que quería verme; os confieso,
señor, que todo lo olvidé con tan triste nueva: sin pensar en Leonor,
ni en vos mismo, salí aquella noche, reventando caballos, a recoger la
bendición materna.

»Mas, ¡ay, que llegué muy tarde! ¡Ya no pude abrazar más que su cadáver
helado!

Guardó algunos instantes de silencio el conde, para reponerse de tantas
emociones, y luego continuó:

»—Con la muerte de mi madre quedaba desamparada la tierna Berenguela:
no atreviéndome a llevarla conmigo, y no sabiendo qué partido tomar en
tan apuradas circunstancias, me determiné a confiarla a los cuidados de
una mujer que tenía fama en la ciudad de muy religiosa, y cuyo nombre
era Urraca: fijo ya en mi proyecto, esperé con ansia la noche; escribí
dos pergaminos iguales, puse en un bolsillo trescientos doblones, y
atando uno de los pergaminos al cuello de la niña, con un cordoncito de
seda, esperé el momento favorable.

»La señora Urraca vivía enfrente de la casa de mi madre; al toque de
ánimas, la vi salir y encaminarse a la iglesia; entonces tomé en mis
brazos a la infanta, que dormía apaciblemente, y me dirigí a casa de
la anciana: coloquela con cuidado en el portal, sin que despertase de
su dulce sueño, y puse a su lado el bolsillo que contenía el dinero,
retirándome luego a la esquina de un callejón inmediato.

»Poco tardó en volver la señora Urraca: la noche había cerrado, y al
entrar tropezó ligeramente con el cuerpo de Berenguela, que despertó
y se echó a llorar; la anciana llamó a una vecina y le pidió una luz;
bajaron ambas, y comenzaron a hacer exclamaciones, al ver a aquella
hermosa criatura abandonada.

»Perplejas estaban, pues que ninguna de ellas sabía leer el pergamino
que la infanta llevaba al cuello, y que le habían quitado, cuando
acertó a pasar por allí un caballero: entonces Urraca le llamó y le
rogó que descifrase el pergamino.

»No pude entender lo que hablaron: solo vi que la anciana tomó en sus
brazos a la niña, haciéndole mil caricias, y se subió con ella, sin
dejarse olvidado el bolsillo.

»Presa del más agudo dolor, por dejar a la infanta en manos
desconocidas, pero al mismo tiempo dando gracias a Dios por haberme
deparado un medio de ponerla a salvo del rencor de la reina, volví a
Sevilla y di cuenta a vuestra madre de la suerte de su hija.

»Escuchome ansiosa, mas no bien acabé cuando exclamó llorando
amargamente:

»—¡El asilo de don Sancho ha sido descubierto, y la reina va hoy mismo
a apoderarse de él!... ¡Corre, Álvaro, corre, sálvale de una muerte
segura!

»Volé a casa de Dulcelina, que nada sabía: os tomé en mis brazos, y
os llevé al mesón donde me hospedaba, diciendo que erais mi hijo, y
siguiendo hasta hoy en esta ficción es como he podido salvar vuestra
vida.

»Tres días después, partió don Pedro I para Burgos, acompañado de toda
la corte para ser jurado rey por las cortes de Castilla; y antes de
regresar a Sevilla se supo que el infante don Enrique había salido de
Algeciras con dirección a Asturias donde iba a alzar pendones. Doña
María, que había quedado en Sevilla, mandó conducir a vuestra madre a
Talavera de la Reina, llamada así por ser ciudad cuyo señorío le había
regalado Alonso XI en el primer año de su casamiento, y dio orden de
que se la encerrara en la cárcel.

»¡Oh! ¡Con cuán intenso dolor la vi salir de Sevilla! No me permitió
que la siguiera, temblando por vuestra vida, y me hizo jurar que me
quedaría para guardaros... ¡Oh, señor, ya no debía yo volverla a ver!...

»Diez meses sufrí, lejos de ella, todos los tormentos de la
desesperación: mi cariño, en vez de amenguarse con el tiempo, había
llegado a formar una parte de mi existencia, y lejos de Leonor faltaba
el aire a mi pecho y la luz a mis ojos.

»No pudiendo vivir más sin verla, tomé una resolución desesperada.

»El esposo de Dulcelina había sido nombrado, por mi influjo con el
rey difunto, alcaide del castillo de Carmona, y estaban confiados a
su custodia vuestros hermanos don Juan y don Fernando, víctimas ya de
las iras de la reina viuda: llamé al alcaide y le pregunté si podría
guardarme a mi hijo Fernando, mientras iba a hacer un viaje; prometió
que velaría por mi hijo como por los suyos y la buena Dulcelina se os
llevó loca de alegría.

»Yo la seguí con su marido: elegí para vos una de las prisiones más
seguras, pero cómoda y espaciosa; dejé mucho dinero para vuestro decoro
y mantenimiento, y después de ver a vuestros infelices hermanos,
condenados ya a muerte, os abracé con lágrimas; y partí seguro acerca
de vuestra suerte.

»Llegué a Talavera en una hermosa mañana del mes de febrero de 1351, y
me dirigí apresuradamente a la cárcel; pero la encontré rodeada de la
guardia de la reina, la cual no me permitió pasar: desesperado y muerto
de fatiga, me dejé caer en un asiento de piedra que había en la puerta
del fúnebre edificio, donde permanecí inmóvil y absorto en tristísimas
reflexiones.

»De repente, un fuerte rumor me hizo abrir los ojos: levanteme y me
dirigí de nuevo a la puerta de la cárcel, pudiendo penetrar en ella
entre el tropel que ya no se cuidaban los soldados de contener; la
multitud invadió en breve la escalera, pero se apartó para dejar paso
a un hombre que bajaba escoltado por los guardias de la reina y que
blandía en la mano un puñal ensangrentado hasta el pomo. Era Alonso
Fernández de Olmedo, uno de los escuderos de doña María.

»Con la muerte en el alma acabé de subir la escalera, y corriendo como
un loco llegué hasta un calabozo a cuya puerta se detenían las olas del
gentío; yo entré desatentado, y la luz faltó a mis ojos ante el cuadro
de desolación que se me presentaba.

»Leonor de Guzmán, tendida en el suelo, tenía el pecho traspasado con
cinco puñaladas: su cuerpo, cubierto por un vestido de terciopelo
negro, nadaba en un lago de sangre que manaba de sus anchas heridas,
y que empapaba sus largos cabellos castaños, cuyos espesos bucles
llegaban a sus pies.

»Arrodillado sobre la misma sangre de su madre, estaba el conde de
Trastamara con los ojos fijos y dilatados, los labios cárdenos y
erizado el cabello; tenía entre sus manos crispadas una diadema de
perlas, manchada con sangre, lo que probaba que acababa de ser quitada
de la cabeza de su infeliz madre; en todos los ángulos de la estancia
había centinelas de los tercios de don Enrique, en cuyas vestas se
veían los blasones del infante.

»—¿Quién se atreve a llegar hasta el cadáver de mi madre?... —gritó
iracundo, levantándose al oír mis pasos, y blandiendo furioso su daga—.
¡Álvaro!... —exclamó reconociéndome y arrojándose sollozando entre mis
brazos—. ¡Álvaro... eres tú!... ¡Bendito seas, pues que tu vista ha
hecho brotar mi llanto!

Don Sancho soltó un largo gemido, y el conde de Carrión dio también
rienda suelta a sus lágrimas al recordar la cruel y sangrienta venganza
de doña María de Portugal.

Luego que el infante hubo desahogado un tanto su dolor, hizo seña al
narrador para que continuase, el cual lo hizo del modo siguiente:

»—¡Mira —me dijo don Enrique—, mira, Álvaro, lo que ha encontrado el
hijo que ha venido desde Asturias a salvar a su madre!... ¡Al mismo
tiempo que el infame Olmedo salía por esa puerta, después de hundir
el puñal de la reina en ese noble pecho, entraba yo por la otra para
sacarla de la prisión!...

»—¿Quién ha recogido su último suspiro? —le pregunté.

»—¡Yo! —me contestó el infante, con una indescriptible expresión
de orgullo y hasta diré de alegría—; ¡sus ojos han perdido la luz
mirándome, y su mano se ha helado entre las mías, después de entregarme
esta joya húmeda con su sangre!

»Al decir estas palabras besó don Enrique la corona de perlas que tenía
en la mano, y la guardó en su limosnera.

—¡Ah, maldición sobre ti, Enrique! —gritó levantándose con rabia el
infeliz don Sancho—: ¡para ti fueron las últimas caricias de mi padre;
para ti también las últimas de mi madre y el amor de entrambos mientras
vivieron; para ti el cariño de Berenguela, su vida y su razón, porque
ambas cosas pierde por ti!... ¡maldito seas!

—Calmaos, por Dios, señor —dijo el conde—; os lo suplico, pues toca ya
a su término esta amarga historia.

Después, aprovechándose del abatimiento en que el infante había vuelto
a quedar, continuó:

»—Conseguí, por fin, arrancar al conde de aquel funesto lugar:
arrastrábalo ya hacia la puerta por donde había entrado, y sus
ballesteros nos seguían, cuando vino mi escudero bañado en sudor y
cubierto el semblante de palidez.

»—¡Huid, señor! —exclamó dirigiéndose a don Enrique—: ¡huid, que vienen
a prenderos las tropas del rey! Ya han degollado a los infantes en el
castillo de Carmona, y quieren que la venganza se cumpla a un tiempo en
todas partes.

»Yo arrastré al infante por la puerta por donde había salido el asesino
sin encontrar resistencia; montamos a caballo y seguidos de su guardia,
salimos a escape de Talavera.

»Aquella misma noche, don Enrique se dirigió a Aragón y yo partí
precipitadamente a Carmona, temblando por vuestra vida: os encontré
bueno, y cada vez más hermoso; los infantes don Juan y don Fernando,
el uno de edad de dieciocho años y el otro de catorce, habían sido
bárbaramente degollados en su prisión, sin que vos supierais siquiera
que cerca de vos habían existido.

»Ya teníais entonces diez años, y me pedisteis muchas veces que os
llevase conmigo; pero pude engañaros, y marché a Aragón ansioso de
pelear en los tercios de vuestro hermano don Enrique, para vengar la
muerte de vuestra desventurada madre.

»Siete años permanecí a su lado, errante como él, y dividiendo su
azarosa suerte: al cabo de este tiempo y pensando con razón que ya
podríais soportar los peligros de la guerra, le pedí su venia para
presentarle a mi hijo, y obtenida, partí para Carmona llevándoos
después conmigo.

»Vos sabéis, señor, el entrañable amor que el infante os profesó desde
luego: mil veces, al ver la afección que os unía, estuve a punto de
declararle el misterio de vuestro nacimiento; pero un secreto impulso
me contenía, sin que yo mismo supiera darme cuenta de su causa. ¡Erais
tan dichoso a mi lado! Os amaba tanto yo, que tenía celos de que otro
tuviera derechos sobre vos.

»Por aquel tiempo, supe por las gentes que tenían encargo en León de
velar sobre la anciana Urraca, que esta había abandonado la ciudad, por
las continuas vejaciones que sus habitantes tenían que sufrir de las
tropas de ambos bandos, y que había fijado su residencia en Burgos,
población muy pacífica entonces. Berenguela tenía trece años y seguía
en compañía de la anciana.

—¿No te dolía la suerte de esa desdichada niña? —preguntó don Sancho
con acento severo.

—Yo daba cada año una gruesa suma para que de nada careciese. Urraca
pasaba por una buena y cristiana mujer: solo hoy he podido comprender
la dureza de su corazón y la horrible suerte de la pobre niña.

—Cuando yo la vi en su casa, el día que Enrique entró a curar su
herida, parecía muy feliz —observó don Sancho.

—Tal vez es su sola desdicha el que esa mujer no conoce la inmensidad
de su pena, ni el amor que la vuelve loca: desde aquel día, amó a don
Enrique, y él, que por razones de política estaba casado con doña Juana
Manuel, le ocultó su nacimiento y su posición, fingiéndose un simple
escudero para poderla ver.

»Cuando las fatigas de la guerra y lo avanzado de mi edad me obligaron
a buscar el reposo en esta ciudad, vos, señor, enamorado también de
esa niña desde el día mismo en que se prendó de ella don Enrique,
alcanzasteis de él permiso para venir a acompañarme, y la habéis visto
todos los días bajo el nombre de don García, hijo de un hidalgo de
Lerma.

—¿Por qué no declaraste al rey que yo era su hermano, después de su
coronación?

—¡Ah, señor! Yo sabía que don Enrique había clavado su daga en el pecho
de su hermano: herido don Tello, muertos don Fadrique, don Juan y don
Fernando, ¡solo vos podíais hacerle sombra y temblé por vuestra vida!

»Hoy he visto a la infanta: la desdichada ha perdido casi enteramente
la razón, y estoy persuadido de que la causa de esta desgracia es el
invencible amor que profesa al rey. Yo puedo reclamar a vuestra hermana
con el pergamino que escribí y que tengo en mi poder, del todo igual al
que puse a su lado cuando la deposité en casa de Urraca. ¿Qué debemos
hacer, señor? Decidlo vos, mandad.

Calló el conde de Carrión, esperando la contestación del infante: mas
este, con la frente apoyada en la mano, permaneció silencioso e inmóvil.

—¡Muera yo! —dijo por fin el generoso joven, levantándose de súbito,
y clavando sus ojos en el cielo—; muera yo, si no puedo dominar ese
fatal amor, pero al menos sálvese la honra de mi hermana, y sálvese mi
hermano de cometer el más horrible de los crímenes.

Luego, mirando de nuevo al anciano, preguntó:

—¿Tienes alguna prueba que atestigüe el nacimiento real de Berenguela y
el mío?

—Ninguna, señor: vuestro padre confiaba enteramente en mi lealtad, y no
me dio documento ni escrito alguno para la seguridad de sus hijos; lo
rápido e inopinado de su muerte no le dio lugar a tomar ninguna medida
acerca de este punto.

—En cuanto a mí, nada me importa; pero ¿es posible que no ha de haber
un medio de probar al rey que Berenguela es hermana suya, para contener
su pasión?

—No existe medio en lo humano para convencerle de ello, a no ser que él
me crea por mi palabra.

—¡Dios tenga piedad de mí! —murmuró don Sancho—. Busca el pergamino,
conde —prosiguió—, búscale y ve inmediatamente a reclamar a la infanta.

Y como advirtiese un movimiento de espanto que don Álvaro no pudo
contener, añadió con tristísima sonrisa:

—Nada temas, conde; no la veré: por la memoria del rey, mi padre, te
juro que sabré ser, como tú, mártir de mi propio corazón.

Nada contestó el conde, contentándose con inclinarse profundamente
delante del infante; después tomó la lámpara de plata y acompañó a don
Sancho a su propia estancia, decorada ya con la suntuosidad conveniente
al rango del infante, profusamente iluminada y custodiada por una
guardia de honor de los hombres de armas de don Álvaro.

La primera luz del alba empezaba a aparecer cuando llegaron a la puerta
del aposento: los soldados presentaron las armas al regio huésped, y no
bien se hubo cerrada la puerta tras él, fuese el conde precipitadamente
a su aposento, abrió un armario secreto y tomó un pergamino enrollado,
igual al que le mostrara en su casa la señora Urraca. Embozose en su
manto, y se dirigió a la morada de aquella.

La puerta abierta le dio fácil acceso hasta su miserable estancia; pero
la anciana dormía, y el conde tuvo que esperar algunos instantes.

—Vengo a buscar a Berenguela, señora Urraca —le dijo—: ahí tenéis el
pergamino que me autoriza a llevármela, y doscientos doblones, como
una última prueba de la generosidad y reconocimiento de sus padres.

—¡Cómo! ¿Venís a buscarla? —dijo la anciana, en cuya fisonomía se pintó
claramente el disgusto que experimentaba en perder la crecida suma
que le daban cada año, por atormentar a la desdichada niña—; pues en
verdad, en verdad que me alegro en el alma, porque está loca de remate.
¡Berenguela, Berenguela! —gritó ocultando codiciosamente en su bolsillo
el oro que acababa de recibir—. ¡Berenguela!... ¡despierta, muchacha!

Al decir esto, abrió la cortina que servía de puerta al dormitorio de
la doncella; mas el conde y la infame guardadora arrojaron un agudo
grito.

La infanta no estaba en el dormitorio. Había desaparecido.




PARTE SEGUNDA

EL MÁRTIR DEL CORAZÓN

  La fatalidad abre heridas en el corazón que solo puede cerrarlas
  la muerte.

  Casi siempre el mundo castiga inhumano a la virtud; pero el martirio
  que esta sufre en la tierra, es la llave de las puertas del cielo;
  y es que la virtud tiene rasgos que las mezquindades humanas hacen
  que se escapen a la débil penetración del hombre, y no pudiendo
  apreciarlos más que Dios, tan solo a Dios le es posible darles la
  recompensa.

    (JOSÉ MARCO, _Cartas a la autora._)


I

Era cerca del anochecer, y un frío intenso se dejaba sentir en las
calles de Toledo. Elevábase soberbio el alcázar de los reyes de
Castilla, y sus estancias se iban iluminando poco a poco.

Aquel suntuoso edificio, tan silencioso y lúgubre durante el reinado
de Pedro I, como todos los que este habitaba, veíase ahora risueño
y animado: a los terribles ballesteros de maza, había sucedido la
elegante guardia de Enrique II _el Dadivoso_; a las sombrías figuras
de los escuderos de don Pedro, los hermosos pajes y los gallardos
donceles, algunos de los cuales llevaban su laúd para divertir los
oídos de la hermosa reina, que se solazaba en extremo con sus trovas, o
para acallar el llanto del infante don Juan, niño de pocos años.

A través de los tapices mal corridos de los balcones se dibujaba de
cuando en cuando la esbelta y graciosa figura de una dama de honor
que pasaba al tocador de la reina; otras veces un camarero atravesaba
los salones con una lámpara encendida en cada mano, despidiendo la
brillante llama mil chispas, al reflejarse en el oro luciente del
pebetero que la contenía.

Aquella noche había gran recepción en el alcázar. Enrique II recibía a
todos los embajadores de la naciones aliadas, y a todos los enviados
de las ciudades de sus reinos que no habían podido aún felicitarle por
su advenimiento al trono, a causa de su vida errante; además, él mismo
había aplazado esta ceremonia para cuando se reuniese con su muy amada
esposa doña Juana Manuel, bella y angélica criatura, que solo contaba
veinte años de edad.

Tres días después de llegar la reina y el infante a Toledo, a donde
habían ido desde Burgos, se reunió con ellos don Enrique, dejando a
Sevilla después de convocar cortes en aquella ciudad, y de hacerse
reconocer por ellas.

En la tarde de que vamos hablando hacíanse grandes preparativos en el
alcázar: la audiencia estaba señalada para las nueve de la noche, y
el salón de embajadores quedó a las siete magníficamente decorado e
iluminado.

Era el día 4 de marzo: la luna clara y hermosa iluminaba los góticos
torreones del alcázar, que se dibujaban en el empedrado pavimento.

A las ocho empezaron a llegar los cortesanos, prelados y ricos-hombres
del reino, cada uno con lucido séquito de pajes, donceles y escuderos;
algunos se detuvieron a las puertas del alcázar, formando grupos y
entreteniéndose en varias conversaciones.

De súbito, un confuso rumor los hizo enmudecer, y bien pronto no fue
solo el oído el sentido que les quedó suspenso, porque fijaron todos
sus ojos en el extraño espectáculo que se les presentaba.

A la luz de la luna, divisaron a una mujer que corría, perseguida de
cerca por una turba de muchachos: la infeliz llevaba los pies descalzos
y ensangrentados, y cuando se aproximó a los nobles, todos ellos
pudieron ver que estaba flaca y pálida en extremo.

Los traviesos muchachos la seguían cada vez más de cerca, gritando
descompasadamente:

—¡La loca...! ¡La loca...!

Por fin llegó la desdichada a las puertas del alcázar: casi muerta de
terror y de fatiga, fue a refugiarse en el grupo de ricos-hombres que
tenía más próximo y, dejándose caer de rodillas, gritó con voz lenta y
sofocada:

—¡Tened piedad de mí...! ¡Me arrojan tantas piedras...! ¡Me lastiman
tanto...! ¡Van a matarme...!

—¿Quién es esta mujer? —preguntó don Pedro González de Mendoza a don
García de Albornoz.

—No sé —contestó el interpelado—. No la conozco... ¡Calle!.. Se ha
desmayado, aquí, a nuestros pies... ¡Estamos bien, por Dios!

—¿Cómo bien? Vámonos y...

—¿Dejándola así?

—¡Pues no! ¿Qué queréis hacer con ella?

—¡Pobre infeliz! —murmuró don Pedro Gutiérrez—: veamos siquiera qué
cara tiene.

El caballero levantó la cabeza de aquella desgraciada, la apoyó en sus
rodillas, y la luna iluminó de lleno el semblante que quería ver.

—¡Por Dios Santo, que es el ángel más hermoso que puede hallarse en la
tierra! —exclamó don Pedro—. ¡Qué cabellera tan sedosa, negra y rica!
¡Qué ojos, aun cerrados! ¡Qué tez! ¡Qué facciones todas! ¡Este divino
rostro tiene un conjunto de sublimidad, sencillez y misterio, que yo no
he visto jamás!

Bien hubiera podido seguir en sus alabanzas durante largo rato el
caballero, sin que nadie le interrumpiese; los cortesanos contemplaban
absortos la soberana belleza de aquella joven, a quien los muchachos
llamaban _la loca_.

Parecía no pasar de esa dichosa edad en que el corazón vive solo de
ilusiones: su traje de luto era el de las villanas de Castilla, pero
destrozado y hecho giras; sus piececitos, que cabían en una sola mano
de aquellos grandes señores, y que parecían formados de mármol de
Carrara, estaban descalzos, y cruzados por sangrientos surcos; sus
brazos y sus manos eran delgados en extremo, sin que por eso hubieran
perdido sus suaves y hermosos contornos; sus largos cabellos negros,
lucientes y rizados, estaban destrenzados, envolviéndola como en un
manto de seda, y se veían ceñidos por una riquísima joya de extraña
forma: era una diadema de tres hilos de gruesas perlas, abrazadas en
medio por un joyel de diamantes de incalculable valor.

—¡Soberbia alhaja! —dijo uno de los prelados—: mirad qué divino
contraste hacen esas perlas, con el azabache de su cabellera.

Un movimiento de la joven fijó la atención de todos: abrió los ojos y
dirigió en torno suyo una mirada de asombro y de aflicción; levantando
después la cabeza, apartó los abundantes rizos que cubrían su frente y
observó medrosa toda la extensión de la plaza.

—¡No están ya...! ¡Gracias a Dios que se han ido! —murmuró, exhalando
un suspiro de consuelo.

—¿A quién buscáis, niña? —preguntó don García de Albornoz.

—Miraba, señor —contestó con voz dulce y triste, si me esperaban aún
aquellos muchachos que tanto me han maltratado.

—No los temáis, ya los hemos hecho huir.

—¡Ah, gracias, señores, gracias! —exclamó ella cruzando las manos—.
¡Dios os lo pague!

—¿De dónde venís, niña?

—De Burgos.

—¿Cómo os llamáis?

—Berenguela.

—¿Berenguela de qué?

—Creo que no tengo apellido: a lo menos no lo conozco yo.

—¿Qué edad tenéis?

—Diecinueve años.

—¿Qué venís a hacer a Toledo?

—He venido a buscar a Florestán.

—¿Quién es Florestán?

—Un hombre que me amaba mucho, y a quien yo amo con toda mi alma.

—Para estar loca —dijo un obispo—, habla con demasiado concierto.

—¡Loca! —repitió Berenguela estremeciéndose—. ¿Verdad que no estoy
loca, señor? ¡Oh, decidme, por Dios, decidme todos que no! ¡Loca,
loca! Mi madre aseguraba que lo estaba, y por no perder la razón, a
fuerza de oírselo decir, huí de Burgos... y ahora en los tres días
que voy recorriendo todas las calles de Toledo en busca de Florestán,
las gentes que me ven ¡me llaman también la loca, me persiguen y me
maltratan...!

—¡Pobre joven! ¿y a dónde os dijo Florestán que se iba?

—Él se fue con el rey de Castilla cuando salió de Burgos, hace trece
meses: con el rey debe estar, y yo he oído decir que S. A. está en
Toledo. ¿Podéis, buenos señores, decirme dónde vive?

—¿Quién?

—El rey.

—Aquí —dijo sonriendo y señalando al alcázar uno de los cortesanos.

—¡Ah, pues entonces aquí encontraré a Florestán! —gritó Berenguela,
precipitándose hacia la puerta y penetrando en el primer patio.

—¡Buena la habéis hecho, don Nuño! —dijo González de Mendoza—: por
culpa vuestra va a armarse un escándalo en el alcázar.

—No la dejarán pasar —dijo otro noble—; pero sigámosla de cerca: esa
pobre niña me interesa.

Los nobles siguieron a Berenguela y se detuvieron observando en el
patio primero, donde, en efecto, ya la habían detenido los primeros
guardias del rey.




II


Los cortesanos no quisieron avanzar, a fin de que su presencia no
embarazase a los soldados.

—Se acabó —dijo uno al ver que el coloquio entre estos y la joven se
prolongaba—; de ahí no pasa.

No fue así, sin embargo: quitose la doncella su riquísima diadema, y la
mostró a los soldados diciendo algunas palabras; a la vista de aquella
joya, se apartaron, abriéndole paso y pudo llegar hasta la suntuosa
escalera, tapizada e iluminada.

Allí había otra guardia: Berenguela presentó la diadema que conservaba
en la mano, y pasó también, llegando hasta el peristilo. Su talismán le
abrió paso igualmente por enmedio de los soldados, escuderos y pajes
que llenaban las galerías y que la miraban asombrados.

En el momento en que Berenguela ponía el pie en la primera antecámara,
el reloj del alcázar dio lentamente las nueve de la noche: el eco de
los clarines y atabales que retumbó en los patios se confundió con las
últimas vibraciones de la campana, y anunció a los nobles que habían
llegado las embajadas, y que estaba abierta audiencia.

Consternados los cortesanos por haber faltado a la etiqueta, aceleraron
su marcha y penetraron en la cámara real, a fin de rodear el trono
antes que llegasen los embajadores, que ya subían la escalera.

Berenguela los vio pasar uno a uno tranquilamente, y siguió en pos de
ellos, abriéndole paso su corona de perlas.

Enrique II recibió a los cortesanos con su grata y benévola sonrisa, a
pesar de su tardanza: estaba sentado en el solio, y vestía un riquísimo
traje de ceremonia; su túnica de púrpura, larga hasta la garganta de
sus pequeños pies calzados con borceguíes de brocado bordados de
oro, estaba bordada igualmente en su derredor de riquísima pedrería,
y sujeta con un ceñidor de oro; llevaba el manto real prendido en el
hombro derecho con un broche de diamantes, y su corona era de una
riqueza deslumbradora.

Sentada junto a Enrique II estaba su esposa, vestida con un suntuoso
traje de seda y oro, y recogidos sus rubios cabellos en una redecilla
de corales, que remataba, junto a la frente, en una corona de oro y
pedrería.

Ya que hemos hecho el retrato del rey cuando enamoraba a Berenguela
bajo el fingido nombre de Florestán, digamos algo de la reina, de esa
bella y virtuosa princesa, tan injustamente olvidada por casi todos los
historiadores.

Llegaría apenas doña Juana a los veinte años: era de estatura más
bien baja que alta, y de formas delicadas y esbeltas; la pura y
suave blancura de su semblante oval estaba animada por sus grandes
ojos azules y límpidos que brillaban bajo los tendidos arcos de sus
cejas pobladas, sedosas y de un hermoso color castaño; sus cabellos,
también castaños y abundantes, estaban peinados en gruesas trenzas, y
se escapaban por debajo de la red en numerosos rizos; formaba su boca
un arco de coral, y su nariz parecía robada al rostro de una estatua
griega.

En su bella y simpática fisonomía solo se descubría el sello de la más
dulce bondad, cuando estaba tranquila; no obstante, el orgullo era la
pasión dominante en el alma de aquella joven, y al más leve choque,
chispeaban sus ojos, encendíanse sus mejillas, y su frente se cubría de
un subido carmín.

Sabía que don Enrique se había casado con ella por razones de estado,
una de las cuales fue el deseo de procurarse el auxilio de su padre don
Fernando Manuel, poderoso señor, que más de una vez le libró de las
asechanzas del rey su hermano, y aunque a la sazón solamente contaba
doña Juana doce años, no se escaparon a su perspicacia las miras del
infante al unirse a ella.

La hija de don Fernando Manuel, retirada en uno de los castillos de
su padre desde el día de su casamiento, no pensó en su esposo durante
los tres primeros años de su matrimonio: mas al cumplir quince, su
orgullo de mujer y su dignidad de princesa se rebelaron, y escribió
a don Enrique que quería reunirse a él. Sabido es que, al ir a donde
su esposo la esperaba, cayó en manos del rey don Pedro, y que este la
retuvo en su poder hasta que uno de sus camareros se la robó, seducido
por el oro de don Enrique, y la acompañó hasta Aragón, donde se hallaba
el infante.

Poco tiempo después volvió a separarse de ella por el nuevo giro que
tomaron los negocios políticos. Doña Juana permaneció en la corte
de Pedro IV _el del Puñal_, y en vano todos los magnates de Aragón
rindieron un tributo de amor a su belleza: la condesa de Trastamara,
que ya había dado a luz al infante don Juan, se mantuvo fiel a su
esposo, escudada por su austera virtud, no obstante su tierna edad,
y permaneció en Zaragoza hasta la muerte de don Pedro I de Castilla.
Entonces marchó a Burgos para asistir a la coronación de su esposo por
rey de Castilla y de León; mas aunque sospechaba todas las intrigas
amorosas, en que tan fecunda fue la juventud de don Enrique, y aun
llegó a saber algunas con certeza, no le habló, a fuer de mujer
orgullosa, de ninguna de ellas, y siguió amándole, no con pasión, pero
sí con el tranquilo cariño que siempre le había profesado; además, nada
sabía de los amores de Berenguela, que era realmente la única mujer,
inclusa la suya, que había logrado conmover hondamente el corazón del
versátil Enrique II.

Perdónesenos esta digresión, necesaria para dar a conocer algún tanto a
la reina de Castilla en el momento de presentarla a nuestros lectores,
y volvamos a ocuparnos de la cámara real.

A la derecha del rey estaba en pie un rico-hombre, que tenía en los
brazos al infante don Juan, vestido de gala.

No bien acababa de colocarse cada uno en el sitio marcado por la
etiqueta, cuando se oyó a lo lejos un confuso murmullo, mezclado con
voces de mujer. Era que la guardia de la antecámara no dejaba pasar a
Berenguela.

Miráronse los cortesanos haciéndose señas de inteligencia; mas el rey,
absorto en acariciar a su hijo, que reía a carcajadas, no se apercibió
de ello. Divertíase el monarca en golpear con su cetro las tiernas
mejillas de su hijo, y el frío contacto del oro redoblaba la risa del
infante, en vez de hacerle llorar: diríase que el regio niño adivinaba
que aquel juguete era el signo de su futura grandeza.

Pero, al fin, creció tanto el tumulto y se percibieron tan claros los
sollozos de una mujer, que el rey levantó la cabeza, y doña Juana
escuchó con atención.

—Id a ver qué sucede, Hernández —dijo don Enrique a un joven
gentilhombre, que salió al instante.

Mas aún no había tenido tiempo de llegar a la antecámara, cuando se oyó
la severa voz de Álvar Pérez de Guzmán, capitán de guardias del rey.

—Yo os mando que la dejéis pasar —gritó con acento que no admitía
réplica—. Hace once meses que S. A. me dio terminantemente esa orden, y
yo ni olvido ni contravengo jamás las órdenes del rey.

El murmullo cesó, y un instante después se precipitó Berenguela en la
cámara real.

Venía la infeliz pálida y desmelenada; sus desnudos y heridos pies
dejaban en pos de ella sangrientas huellas; sus delicadas muñecas
estaban enrojecidas por los bruscos estrujones de los soldados, y su
espalda, que pudiera servir de modelo para una Venus, estaba macerada
y llena de manchas cárdenas, muestra clara de los golpes con que la
habían maltratado; en su hombro izquierdo se veía una ancha y profunda
herida, que, por su forma particular, atestiguaba haber sido hecha por
una daga.

Solo el semblante se conservaba puro, hermoso, sublime: aquella
criatura, arrojada así en medio de aquella regia magnificencia, entre
aquellos torrentes de seda, luz y pedrería, parecía el ángel del dolor,
enviado por Dios para advertir a los grandes de la tierra lo engañoso
de los goces mundanos.

Berenguela llegó al centro del salón de embajadores y no se inmutó, ni
dio muestra alguna de asombro; tendió su vista por toda la estancia,
y dio algunos pasos más hacia el grupo que rodeaba el trono, el cual
estaba situado en el extremo de la cámara que daba frente a la puerta
de entrada.

Entonces sus grandes y tristes ojos se fijaron en el solio y en la
persona que le ocupaba como el punto más culminante; durante algunos
momentos, clavó sus miradas con indefinible afán en el rostro del
monarca, que se había puesto en pie al verla entrar, y por fin se dejó
caer en sus brazos, gritando con un acento arrancado a lo más íntimo de
sus entrañas:

—¡¡Florestán!!...

Los nobles se miraron unos a otros, atónitos y consternados: habían
adivinado quién era el amante de la desdichada niña, y cuál era la
causa de su enajenación mental; habían visto a la reina levantarse ante
aquella aparición, con los ojos espantados, y su fisonomía descompuesta
les presagiaba que pronto debía estallar el huracán que destrozaba su
alma.

En cuanto al rey, la sorpresa le había dejado inmóvil al ver entrar
a Berenguela; mas al eco dulce de aquella voz, un mundo de profundas
sensaciones y de tiernísimos recuerdos se levantó en su alma, y abrió
sus brazos a la doncella, que reclinó en el pecho del rey la abatida
cabeza.

—¿A qué has venido aquí, pobre niña? —murmuro don Enrique al oído de
Berenguela.

—He venido a buscarte, Florestán... —dijo la joven con el acento
débil, lento y dulcísimo que le era peculiar—, ¡te he esperado tanto
tiempo!... y luego... cuando perdí la esperanza de que volvieras, creí
que enviarías a buscarme y torné a esperar con paciencia... pero me
sentía morir y he querido verte... ¡antes de dejar este mundo!...

Apenas se percibieron las últimas palabras de la doncella, su palidez
se hizo más intensa, y quedó inmóvil y yerta entre los brazos del rey.

—¡Don García de Albornoz! —gritó la reina dirigiéndose a su capitán de
guardias—: ¡quitad de mi vista a esa mujer!

—¡Sus señorías, los enviados de la buena ciudad de León! —anunciaron
los camareros, levantando los tapices de la puerta, para dar paso a
una brillante comitiva de arrogantes caballeros, con los blasones de
León en las vestas.

—¿No me habéis oído, don García? —repitió doña Juana irguiéndose
altanera al ver que el capitán permanecía inmóvil y que los embajadores
de todos los países, que ya llenaban el salón, contemplaban suspensos
el extraño espectáculo que ofrecía aquella mendiga en los brazos del
rey—. ¡De orden mía detened presa a esa mujer!...

Adelantose don García con inseguro paso hasta las gradas del trono, y
esperó a que el rey le entregase a Berenguela.

—¡Atrás, señor capitán! —gritó con imperiosa voz un caballero leonés
que salió del grupo de los enviados—. ¡Paso al conde de Carrión! ¡Nadie
más que él puede guardar a la infanta de Castilla!

—¡La infanta de Castilla! —repitió la reina con temblorosa voz, y
dejándose caer en su asiento.

Entonces, aprovechándose el conde del asombro que esta revelación
produjo en el rey, tomó a Berenguela en sus brazos, y atravesó con ella
el salón por enmedio de la asombrada multitud.




III


Eran las doce de la noche en que Enrique II había recibido a los
embajadores de las naciones aliadas; la luna, que había alumbrado
la entrada de las comitivas en el alcázar, se había ocultado ya,
y únicamente un sucio farolillo, que ardía ante una imagen del
crucificado, daba alguna claridad a la plaza en que estaba situado el
regio edificio.

Acababa de sonar la hora de las apariciones cuando se abrió
cautelosamente la puerta del alcázar, y dos hombres salieron a la
calle, cerrándose inmediatamente la morada de los reyes.

Uno de aquellos hombres era el mismo Florestán, que algunos meses antes
vimos salir del alcázar de Burgos, en una helada tarde de invierno, y
dirigirse a casa de la señora Urraca para ver a Berenguela. Llevaba el
mismo modesto traje gris, y el mismo ancho manto negro que aquel día lo
cubría; solo su cabeza estaba resguardada esta noche por un sombrero de
anchas alas.

El otro era un personaje de elevada y robusta estatura, bigotes canos y
altanero semblante; llevaba un manto gris, una gorra sin pluma, y una
larga espada pendiente de un ancho talabarte.

—¿Nos abrirán, Nuño? —preguntó don Enrique a su acompañante.

—Espero que sí, señor —contestó el interpelado—: llamaré yo, y creo
que el conde de Carrión nos recibirá, a pesar de que siempre nos hemos
odiado recíprocamente.

—¡Por Dios, que si no aclaro pronto este misterio, voy a volverme loco,
Sandoval! —exclamó el rey con doloroso acento.

—Yo ayudaré a V. A., señor: según mi pobre inteligencia, no hay aquí
misterio alguno; el ambicioso don Álvaro, que reinó absolutamente en
el ánimo de vuestro padre, brama ahora de furor porque no domina del
mismo modo a su hijo; pero su rabia no le ofusca hasta el extremo de
impedirle urdir alguna trama que le conquiste el puesto que ambiciona.

—Sin embargo, Nuño, el conde era el mejor amigo de mi padre, y tiene
dadas pruebas de que no es ambicioso, como tú le llamas; cuando murió
don Alonso, en vez de hacerse partidario de don Pedro para medrar,
vino a mis tercios, y defendió bravamente mi causa, aunque yo, pobre
y errante, nada podía darle; más de una vez he tenido que recurrir a
sus rentas, en medio de mi escasez, y su bolsillo y su vida han sido
siempre del bastardo desvalido.

—Es que adivinaba que el infante errante y perseguido sería antes de
mucho el poderoso rey de Castilla y de León —dijo el pérfido Sandoval,
evitando, con una astucia llena de delicadeza, el repetir a don Enrique
el título de bastardo con que él mismo acababa de nombrarse.

El débil monarca guardó silencio algunos instantes, convencido a
medias por las traidoras razones que empleaba, en daño del conde de
Carrión, su actual privado don Nuño de Sandoval.

—¿Qué podía inducirle a tal creencia? —dijo al fin—. ¿Cómo podría
prever don Álvaro que llegaría a ser mío el trono de mi padre?

—El conde de Carrión, señor, ha estado siempre demasiado informado de
cuanto pasa en el reino para que le fuese desconocido el odio que todo
él profesaba al cruel y sanguinario don Pedro; y su buen juicio le
decía que, tarde o temprano, este odio acabaría por derribar del trono
a vuestro hermano.

—¿Luego concedes talento, al menos, al conde de Carrión?

—Le concedo tanto, señor, que os encargo, con todas las veras de mi
alma, que estéis muy sobre aviso y que no cedáis un punto ante él.

—En efecto —murmuró el rey—: si hay trama aquí, debe ser colosal,
porque no se toma en boca como quiera la sangre real de Castilla.

El silencio no volvió a interrumpirse, hasta que ambos personajes
llegaron a una casa de gran apariencia, situada cerca de la plaza mayor.

—Aquí es, señor —dijo don Nuño deteniéndose y preparándose a llamar—.
Esta casa tiene todas las señas que me ha dado el escudero de don
Álvaro.

—Llama pues, y ya sabes lo demás.

Sandoval sacudió fuertemente el aldabón, y a poco, una voz vigorosa
preguntó desde adentro:

—¿Quién va?

—Dos caballeros que desean ver al conde de Carrión para un asunto muy
importante —contestó don Nuño.

Notose que se alejaba la persona que había preguntado, y un instante
después volvieron a sentirse pasos próximos; la puerta se abrió, y dos
escuderos precedieron con bujías a don Enrique y su privado, hasta la
estancia del conde.

Este se levantó cortésmente para recibir a su visita, y a una seña
suya desaparecieron los servidores. El rey se despojó del manto y del
sombrero, imitándole don Nuño, y ambos mostraron sus fisonomías al
conde.

—¡Ah, señor! —exclamó este—, ¡cuán grande merced me hace V. A.
dignándose honrar mi casa!

—Esta honra no debe ser nueva para ti, Álvaro, porque sabes que te la
he concedido muchas veces —dijo el rey con dulce gravedad—; además,
el caso que ahora motiva mi visita es harto importante también, y yo
hubiera dejado a un lado toda clase de consideraciones, aun cuando no
te amase como te amo.

—Ya sé yo que, en otro tiempo, me amaba mucho V. A. —dijo el conde con
ternura, y fijando en los ojos del monarca los suyos humedecidos.

—Hoy te amo lo mismo, Álvaro, créeme: tu quebrantada salud te impidió
permanecer a mi lado, pero hoy, que la creo recobrada, vengo a rogarte
que vuelvas a él.

La frente de Sandoval enrojeció de ira, en tanto que la de don Álvaro
brilló con un rayo de dicha.

—¡No volverá a ocupar sitio tan alto, por quien yo soy! —murmuró el
primero.

—¡Dios os bendiga, señor! —exclamó el segundo con toda la efusión de su
alma.

—Pero antes, Álvaro —continuó el rey—, antes es preciso que me aclares
un terrible misterio que en vano me afano por comprender. ¿Dónde está
esa joven que sacaste desmayada de mi alcázar esta noche?

—Cerca de nosotros, señor.

—¿Por qué le diste el título de infanta de Castilla?

—Permítame V. A. —dijo el conde—, que no le conteste hasta que estemos
solos.

Y su severa mirada se posó en don Nuño, que la sostuvo con altanería.

—¿Por qué? —preguntó el monarca, en cuyos ojos chispeaba ya la ira.

—Por razones que luego aprobará V. A.

—Salid, Sandoval —dijo el rey a su favorito, que se mordió los labios
hasta hacerse sangre.

—La joven a quien esta noche di el título de infanta de Castilla, lo es
efectivamente, señor —dijo el conde así que la puerta se hubo cerrado,
y después de asegurarse por sí mismo de que don Nuño no podía oírle—.
Es hija, como V. A., de don Alonso XI y de doña Leonor de Guzmán.

—¡Mientes, miserable! —gritó el rey, levantándose con los puños
crispados y los ojos brillantes de furor, al oír las terribles palabras
que acababa de proferir el conde—. ¡Mientes, sí, y tu solo designio es
apartar de mí a esa mujer, que te juro ha de ser mía!

—Berenguela es hermana de V. A., señor, y por la memoria de su padre os
juro yo también que jamás será vuestra manceba.

El rey y el anciano conde se encontraron en pie, frente a frente, en
actitud amenazadora y lanzándose miradas iracundas.

—¡Pruebas de lo que dices! —murmuró don Enrique con voz sofocada.

—Ninguna existe: vuestro padre me confió la infanta, fiando solo en mi
honradez.

—¿Quieres hacerme creer que un padre abandona a su hija, sin darle una
seguridad para el porvenir?

—Don Alonso no abandonó a su hija, confiándola a mi cuidado.

—Escúchame, Álvaro —dijo el rey, haciendo un violento esfuerzo para
serenarse—: basta lo que has dicho para que yo desista del propósito
de hacer mía a esa joven; basta, sí, el haberte oído decir que era
hermana mía, para cambiar la naturaleza de mi pasión... Pero nada hay
en el mundo capaz de apagarla. Ella es la única mujer que ha hecho
latir mi corazón... la única que ha despertado mis pasiones dormidas...
Cuando la encontré en mi camino, ya estaba próximo a desistir del
propósito de apoderarme del trono de mi hermano, porque ningún monarca
cristiano quería ayudarme en mi empresa; pues bien, por esa mujer
doblegué mi altivez hasta pedir auxilio a la Francia; por esa mujer,
sin dinero, y casi sin soldados, me propuse ser rey: sí, por ornar su
frente de grandeza, ambicioné el trono de Castilla, y para conseguirlo
hundí mi daga en el pecho de mi hermano. Por ella he arrostrado los
remordimientos que sin cesar me persiguen, y estos remordimientos,
Álvaro... ¡solo en su presencia se aduermen o se acallan!...

—¡Desdichado! —murmuró el conde de Carrión, cubriéndose el semblante
con las manos.

—Sí, tienes razón, Álvaro, soy muy desdichado: no intentes, pues,
quitarme el único bien que me resta... Dame esa mujer, Álvaro, dámela;
yo te juro que, aunque no creo que es hermana mía, la respetaré como a
la madre de Dios: ni aun mi mano tocará a la suya... Solo quiero que
viva bajo el mismo techo que yo; tan solo ansío hablarle todos los
días, ver cerrar sus párpados al sueño, verla despertar... beber en
sus ojos la vida, y en su dulce sonrisa la tranquilidad que falta a mi
conciencia... ¡Álvaro, Álvaro..., yo necesito a esa mujer!...

—Yo no puedo dárosla, señor.

—¡Vive Dios!...

—Es vuestra hermana.

—¿Quién me lo asegura?

—Mi palabra de cristiano y caballero.

—¡No me basta! —gritó el rey ebrio de furor—. ¡No me basta, villano,
porque tu ambición actual ha ahogado tu antigua hidalguía!...

—¡Ah!... —exclamó el conde, llevando ambas manos al corazón, como si
hubiera recibido en él un golpe mortal. Y el infeliz anciano rompió a
llorar amargamente.

Mas el rey no pudo reparar en el efecto que su cruel injuria había
producido: furioso como el león encerrado en una jaula, daba vueltas
por la estancia lanzando sonidos inarticulados.

—¡Berenguela! —gritó al fin—, ¡Berenguela...! ¿Dónde estás que no oyes
mi voz...?

Y arrojándose casi falto de razón a la puerta de la estancia, la abrió
impetuosamente, y echó a correr por las largas galerías llamando a la
infanta con voces descompasadas.

—¡Deteneos...! —gritó el conde que le seguía de lejos, y que le vio
pararse junto a una puerta cerrada que ocupaba el extremo de una
galería. Pero era tarde: la puerta, sacudida por el frenético Enrique,
se abrió de par en par, presentando a la vista el aposento de la
infanta.

—¡Hola, Sandoval! ¡Mis ballesteros aquí! —gritó el rey antes de
penetrar en la estancia.

Don Nuño salió de otro aposento cercano, atravesó la galería, y
desapareció en la escalera, alumbrado por teas de resina.




IV


Dormía la infanta tan profundamente que no oyó entrar al rey, ni a don
Álvaro. Su lecho virginal, blanco como las paredes y el pavimento de su
dormitorio, estaba débilmente alumbrado por una lámpara de plata; su
negra cabellera, recogida en dos gruesas trenzas, hacía inclinar hacia
atrás su cabeza; pálido como un busto de mármol estaba su semblante,
y solo animado por la riquísima y poblada franja de sus largas
pestañas negras; su maltratada espalda y sus magullados brazos estaban
modestamente velados por una almilla de finísima tela, al través de
la cual se divisaba el vendaje que cubría su hombro herido; veíase
en su semblante el sello de un sufrimiento desgarrador, y estaba tan
descolorida como la triple diadema de perlas que ceñía su frente.

Don Sancho velaba recostado en un sitial que había a la puerta del
oratorio, y medio oculto entre los tapices; el hermoso rostro del
infante estaba horriblemente pálido: diríase que en el tiempo que había
pasado, desde la revelación de su nacimiento, había vivido una larga
existencia de dolor y de pesares.

Ya no tenían brillo sus grandes ojos, ni color su seductora boca;
fruncidas sus cejas convulsivamente, formaban una ancha cinta de
terciopelo y hacían más amarga su desoladora mirada.

Al ver a don Enrique, que se precipitó impetuosamente en la estancia,
se levantó, y su hermosa fisonomía se animó con una terrible expresión
de ira; temblaron sus labios y aumentó su intensa palidez; pero no dio
un paso para acercarse al rey, y permaneció silencioso e inmóvil.

No así el conde, que fue a situarse junto al lecho de la infanta, en
actitud amenazadora: esta había hecho un movimiento, sin despertar de
su letárgico y doloroso sueño.

En cuanto al rey, detúvose atónito al ver a don Sancho, porque estaba
muy lejos de esperar encontrarle en aquel sitio; creíale en Burgos, en
el palacio de su padre, porque para él todavía era don Fernando Garcés,
hijo del conde de Carrión.

Su sorpresa, pues, al encontrarle allí, fue tan viva que solo se disipó
algún tanto cuando el aguijón de los celos hirió su corazón: su mente
se iluminó súbitamente, y el amor de aquel joven por Berenguela fue tan
claro para él como el motivo que movía a don Álvaro a disputarle la
posesión de la doncella. A su modo de ver, el conde la guardaba para su
hijo único y querido, para aquel hijo a quien sabía que amaba con tan
entrañable pasión que no pocas veces se había admirado de afección tan
fuerte, no obstante la que él mismo había debido a su padre, el buen
Alonso XI, de quien era el hijo predilecto.

En su terrible obcecación, vio también el motivo de que el anciano
conde hubiere imaginado la impostura de asegurar que Berenguela era
su hermana; aquel hombre, que había sido el hermano de armas, el
confidente y el mejor amigo del rey su padre; que había sido casi un
igual de los infantes bastardos, por haber crecido estos a su lado y
haberlos tenido siempre encomendados a su guarda, quería, valiéndose de
su omnímoda influencia, robar al corazón de Enrique a aquella joven,
para satisfacer el corazón de su hijo; y para satisfacer al mismo
tiempo su orgullosa ambición, había imaginado hacerle creer que era
hermana suya, a fin de que la dotase regiamente y de que los reinos de
Castilla y de León supiesen que el joven conde de Carrión se enlazaba a
una infanta real.

El alma de Enrique II era noble, aunque su corazón, siempre ligero e
inconsecuente, estuviese a la sazón extraviado por la profunda pasión
que profesaba a Berenguela; el tejido de infamias que creyó columbrar,
iluminado ya de antemano por las pérfidas sugestiones de Sandoval;
el recuerdo punzante del escándalo ocasionado aquella noche por el
conde, al publicar ante los embajadores su odiosa impostura, y la ruin
ingratitud a la sagrada memoria de su padre que patentizaba la conducta
de don Álvaro, todas estas consideraciones, en fin, exaltaron más el
ánimo del rey, ya furiosamente irritado, y levantaron en su alma un
huracán tan horrible que forzosamente debía arrollar cuanto se le
pusiera delante.

—¿Qué hacéis aquí, Fernando? —gritó deteniéndose en frente del joven
que le contestó solo con una mirada de amargo desdén—. Responded a
vuestro rey, villano —exclamó don Enrique poniendo mano a la espada.

—Ya lo veis —contestó fríamente el infante—: guardar a Berenguela.

Al oír aquel nombre, precipitose el rey en el dormitorio: la joven
había despertado al ruido de sus voces; pero incapaz de sentarse en el
lecho a causa del lastimoso estado en que la habían puesto sus pasados
sufrimientos, se incorporaba sobre un brazo al entrar don Enrique en el
dormitorio.

—¡Ah... ya sabía yo que vendrías, Florestán! —exclamó, mientras el rey
la abrazaba con indecible frenesí.

—Mira —continuó—, ese hombre fue el que me sacó de tu casa y me trajo
aquí... ¿por qué me separó de tu lado?

—Nadie volverá ya a separarte de él, Berenguela mía.

—¿No me engañas? ¿Verdad que seré siempre tuya, solo tuya? Porque yo
no tenía más que a mi madre, y la abandoné por ti... llévame, llévame
contigo, Florestán...

De repente, como herida por un extraño pensamiento, se echó hacia atrás
y clavó sus grandes y ardientes ojos en los ojos del rey.

—¿Por qué llevabas ayer un manto de púrpura? —preguntó—. ¿Por qué te vi
en la cabeza una corona de oro... y estabas sentado en aquel estrado, y
por qué había una hermosa joven de largos rizos rubios, sentada junto a
ti?

—Porque este hombre —dijo el conde con voz ronca— es Enrique II, rey de
Castilla, y aquella joven que visteis es su esposa.

El rey no pensó siquiera en mostrar cólera al anciano, por su terrible
revelación: con los ojos clavados en el rostro de Berenguela, espiaba
ansioso el efecto que aquellas palabras producían.

Mas la infanta no tembló, ni su palidez tomó aumento: sus ojos, tristes
y radiantes de fiebre, no se empañaron con una lágrima ni separó sus
brazos del cuello del monarca.

—¡Conque te llamas Enrique! —dijo sin que se notase alteración en el
eco dulce de su voz—. ¿Y eres rey? ¿Y tienes esposa a quien amar?...
Pero... ¿qué importa?... yo solo pido que me dejes amarte, como
amamos al sol que nos ilumina, sin que él nos lo agradezca ni lo sepa
siquiera... tú quiérela a ella mucho, Enrique, porque dicen que es una
gran falta el que un esposo no ame a su esposa, y yo no quiero que
cometas faltas por culpa mía... solo con verte seré muy feliz, porque
lejos de ti me moriría.

—¿Me perdonas, amor mío, que sea rey y te lo haya ocultado?

—¿Qué es un rey? —preguntó ella posando sus manos en los hombros de don
Enrique y clavándole cándidamente los ojos.

—Un rey es un desdichado a quien está vedada toda ventura; un rey es un
hombre a quien casan sin amor, a quien aprisionan, a quien rodean mil
ingratos, a quien privan de toda libertad; un rey es el ser más infeliz
que existe.

—Pues yo te amaré más ahora que sé que eres rey; en cuanto al nombre,
¿qué me importa que te llames Florestán o Enrique?

—¡Ea, atrás ya, rey de Castilla! —gritó don Sancho, desenvainando su
espada, ciego de furor y poniéndose delante de don Enrique—. ¡Paso al
infante don Sancho, que guarda a la hermana que vos queréis infamar...
Atrás os digo, o envaino mi espada en vuestro ruin corazón!

—¡Viven los cielos, canalla infame! ¿Hasta cuándo vais a sacar ramas
del tronco soberano? ¿Pensáis que así se toma en boca mi sangre? —rugió
el rey cerrando contra el infante, que paró el golpe con el brazo,
recibiendo en él una profunda herida. El noble joven se horrorizó ante
la idea de herir al rey, y no hizo otra cosa que defenderse harto
débilmente.

Un segundo golpe de don Enrique le hizo caer exánime; la espada había
entrado por el costado izquierdo, y un raudal de sangre saltó hasta el
pecho del monarca.

Este retrocedió espantado hasta la puerta; mas solo un momento le bastó
para recobrarse, y abriéndola gritó:

—¡Ah, de mi guardia!

Don Nuño de Sandoval asomó por la galería a la cabeza de cien
ballesteros, y bien pronto se encontraron cerca del rey.

—Rodead ese dormitorio con diez soldados, Nuño —dijo don Enrique
señalando el camarín en que yacía Berenguela, rendida a un mortal
desmayo desde que don Sancho desnudó la espada.

—¡Atrás, canalla! —gritó el conde apareciendo entre los tapices con la
espada en la mano—. ¡Solo pasando por encima de mi cadáver llegarás
hasta esa mujer!

—¡No le matéis! —exclamó el rey—. Desarmadle y llevadle maniatado a los
calabozos de mi alcázar.

Mas el valeroso anciano blandió su espada, resuelto a perder la vida
antes que consentir que llegasen al dormitorio. Durante algún tiempo,
se defendió como un león furioso, mas al fin le derribó un golpe de
maza que recibió en la cabeza de mano de un soldado. Cuando intentó
levantarse, estaba desarmado y maniatado fuertemente.

—Conde de Carrión —dijo el rey con voz lenta—. Todos tus bienes quedan
desde este momento confiscados y sujetos a mi corona, por lo que esta
casa me pertenece ya; al amanecer, serán rotos tus blasones por la
mano del verdugo, y a las doce te cortará la cabeza, por traidor y
rebelde a tu rey.

—Y yo te juro, rey de Castilla y de León, a quien tantas veces mecí en
mis brazos, que no conseguirás deshonrar a tu hermana —repuso el conde
con acento firme.

—¡Llevadle! —gritó el rey.

Don Álvaro salió entre un buen número de soldados que le rodearon con
sus largas alabardas.

—En cuanto a ese joven, Nuño, continuó el rey, señalando el cuerpo
inmóvil de don Sancho, hazle conducir a una habitación desocupada de
mi alcázar, haz llamar inmediatamente a mi médico para que le asista,
y que le guarden con cuidado. Tú rodea esta casa de una buena guardia
y quédate al lado de esa joven, teniendo presente que me respondes de
ella con tu cabeza.

El rey salió, dicho esto, escoltado por algunos soldados, y se dirigió
al alcázar al tiempo que el reloj de la catedral daba las dos de la
mañana.




V


Don Enrique, al llegar al alcázar, se encerró en sus habitaciones al
mismo tiempo que la reina se hacía vestir por sus damas, siéndole
imposible conciliar el sueño; la escena que había presenciado en el
salón de embajadores había impresionado fuertemente su ánimo y afligido
su corazón, por más que su amor al rey no tuviese el carácter de una
pasión acendrada.

Arrodillose, pues, en su reclinatorio, y se puso a rezar las oraciones
de la mañana, segura de conseguir alguna calma para su agitado
espíritu; su orgullo era lo que más padecía, y todo orgullo se depone a
los pies del monarca de los cielos.

Sus damas arreglaron las luces, pusieron en orden algunos objetos, e
iban a salir silenciosamente para no turbarla; mas, al abrir la puerta
de la cámara, se oyó una voz en la galería exterior que llamaba a la
reina.

Doña Juana se levantó y escuchó atentamente, haciendo una señal a las
damas para que se detuvieran: todas permanecieron inmóviles en el
umbral de la regia cámara, y solo la reina salió hasta la puerta que
daba a la galería.

Algunos soldados avanzaban por ella, rodeando un grupo formado por
cuatro de ellos, que conducían a un caballero herido, al parecer,
porque un reguero de sangre iba marcando su camino; el desdichado se
retorcía entre sus brazos y gritaba con voz desfallecida y congojosa:

—¡La reina!... ¡Quiero ver a la reina!... ¡Llevadme a su cámara, por
Dios!

—Vamos al torreón de la derecha —dijo el que parecía que los mandaba,
sin hacer caso de las súplicas del herido—, que es donde me ha dicho
don Nuño que depositemos a este loco.

Y luego añadió dirigiéndose al herido:

—Os prevengo que si no calláis, voy a poneros una mordaza; la reina
duerme, y aunque no fuera así, tampoco consentiría en veros a tales
horas.

—¿Qué queréis de la reina, pobre joven? —dijo doña Juana dejando el
umbral de la antecámara y adelantándose hacia el herido—. Aquí está
para consolaros.

Y dirigiéndose a los ballesteros continuó:

—Id al torreón y colocadle en un lecho, que ya os sigo.

Los soldados prosiguieron su camino, a través de las anchas galerías,
mal alumbradas por alguna que otra lámpara, y la reina volvió a su
aposento. Echó sobre su blanco traje un largo manto de seda azul
recamado de oro, y después de mandar a sus damas que la esperasen hasta
su vuelta, se dirigió sola al torreón.

Doña Juana pensaba encontrar alivio al dolor que la afligía en la
buena acción que iba a practicar: era noble, sincera y piadosa hasta
el extremo. Viviendo sin otro amor que el de sus hijos, porque ya
hemos dicho que no amaba al rey, solo aquel tiernísimo afecto podía
libertar a su corazón apasionado de sentir un gran vacío: aquella joven
dotada de un talento distinguido, de una colosal imaginación y de
una sensibilidad exquisita, pasaba la primavera de su vida haciendo
castillos en el aire, o entregándose a peligrosos ensueños que hacían
más amargo su despertar.

Sin embargo todavía se consideraba feliz, porque su orgullo, ese noble
sentimiento que, bien entendido y conducido con tacto, es el origen
de todo lo bueno, no había sido lastimado: los amores del rey habían
estado rodeados siempre de cierto pudor y velados a veces por un
profundo misterio. Don Enrique, hasta que vio a Berenguela, le había
profesado el afecto más tierno, afecto que ni aun después se desmintió
un solo instante.

Pero entonces el corazón de la reina estaba profundamente herido: la
desoladora escena que había presenciado aquella misma noche, había
dejado en él una huella que no podía borrarse jamás.

Al llegar doña Juana al extremo de la galería que comunicaba con la
escalera, oyó en el patio rumor de armas; asomose a una ventana y vio,
entre un gran número de soldados, a un caballero anciano que creyó
reconocer; en aquel momento, uno de los que le conducían abrió una
puerta por la que salió una bocanada de aire que hizo oscilar la luz
fúnebre de las teas que llevaban los soldados.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó la joven reina juntando las manos—. ¡Van a
sepultar a ese infeliz en una prisión...! ¿Cuál será su delito?

Y volvió a aproximarse a la ventana, pero ya no pudo ver más que la
espalda del preso, que desaparecía por la tortuosa escalera seguido de
los soldados.

Doña Juana murmuró una corta oración a la madre de Dios para que
tuviese piedad de aquel desgraciado, y siguió su camino transida de
horror.

Al llegar a la cámara del herido, la vio guardada por muchos soldados
que le hicieron los honores, mirándose sorprendidos de ver a la reina
sola a tales horas.

Doña Juana penetró en la estancia fría y húmeda, débilmente alumbrada
por una lámpara de bronce; acercose al lecho y descorrió los tapices,
sentándose a la cabecera.

—¡Despejad! —dijo a los centinelas que había en los cuatro ángulos del
aposento.

—Señora —se aventuró a decir uno—: V. A. ignora sin duda que el rey nos
ha dado orden de no perder de vista a su señoría el señor conde.

—¡Despejad, os digo! Y si el rey os reconviene, respondedle que la
reina os ordenó dejarla sola con el preso.

Los soldados obedecieron, y la joven se volvió al herido.

—¿Qué queréis de mí, conde? —dijo con dulce voz.

—Señora... —balbuceó el infante al que ya faltaba la vista y el
aliento—; señora... en una prisión del alcázar... debe haber... sí;
debe haber un hombre preso... un anciano...

—¡Sí... sí lo hay! haced un esfuerzo, conde —exclamó la reina—. ¿Ese
hombre es vuestro padre?

—¡No... no, señora... mi padre... no...! es aquel que esta noche... en
la audiencia...

—¡Ah! —exclamó la reina, dándose una palmada en la frente—; ¡ahora
recuerdo, sí, sí; ese preso es el que se llevó a aquella mujer
desmayada...!

—¡Sí, ese... mismo, señora... corred a verle... por Dios... abridle la
prisión para que salve a mi hermana... que el rey quiere deshon...!

La voz del infante expiró en sus labios: su cabeza cayó yerta y lívida
sobre los almohadones, y sus ojos quedaron abiertos y sin luz.

—¡Ha muerto! ¡Socorro! ¡Socorro! —gritó la reina más pálida que el
herido, precipitándose hacia la puerta al mismo tiempo que esta se
abría para dar paso al médico del rey.

—¡Ha muerto, don Mendo, ha muerto! —repitió juntando las manos.

Aproximose al lecho el médico y puso las suyas en el pecho del herido.

—Vive, señora —dijo—, y tal vez sus heridas no sean mortales; pero
necesito reconocerlas al momento.

La reina fijó la intensa mirada de sus grandes ojos azules en el
hermoso rostro de don Sancho, y se envolvió en su manto.

—Si le salváis, don Mendo, os haré pesar en oro, —dijo al salir.

Inclinose el médico sin contestar, y la reina salió del aposento.

—Id a decir al capitán de ballesteros que le aguardo en mi cámara —dijo
al pasar por delante de los soldados.

Dos de ellos salieron presurosos, y la reina se dirigió a sus
habitaciones, llegando casi al mismo tiempo que ella el capitán.

—¿Tenéis las llaves de las prisiones, don García? —preguntó doña Juana.

—Sí, señora.

—De orden del rey, venid a abrirme la que acaba de ocuparse.

Salió el capitán y poco después volvió a buscar a la reina: una escolta
de diez ballesteros les esperaba a la puerta, y bajaron inmediatamente
la escalera.

—Esperadme aquí fuera, don García —dijo la reina, abierta ya la puerta
del calabozo—, y quedad todos al alcance de mi voz.

—¿Pues qué, señora, va a quedar sola vuestra alteza con un reo,
condenado a sufrir la última pena dentro de algunas horas?

—Sí.

—¡Oh, por Dios, señora mía! —exclamó el leal capitán con acento
suplicante—. ¡Por Dios, no haga V. A. tal cosa!

—No temáis por mí, don García —dijo la reina con dulce sonrisa—; nada
debemos temer cuando ejecutamos una buena acción.

Doña Juana entró en el calabozo, y cerró tras sí la puerta.




VI


Una pequeña lámpara de hierro daba a la prisión una débil claridad, más
fúnebre y aterradora que la oscuridad más completa: las columnas de
piedra, que sostenían la bóveda, asemejábanse a otros tantos colosales
fantasmas de negras y horribles formas; la tenue luz estaba colocada
ante una imagen del crucificado fija en la pared y al alcance de la
vista de don Álvaro, y una pequeña mesa, situada debajo y cubierta
con un paño blanco, indicaba que en breve iba a recibir el preso los
sagrados sacramentos de la confesión y comunión.

El valeroso conde estaba sentado en un escaño de madera, único asiento
que allí había, y fuertemente maniatado; sus manos, sujetas con gruesos
cordeles, no podían moverse, y su cana y venerable cabeza, abierta
por la maza del feroz soldado, estaba vendada con un paño blanco, que
salpicaban anchas gotas de sangre.

Absorto en amargas meditaciones, o tal vez orando, ni siquiera se
apercibió de la entrada de la reina; su cabeza permaneció inclinada
sobre el pecho, y sus ojos fijos e inmóviles.

Doña Juana se adelantó silenciosamente: al ver a aquel anciano
venerable, conmoviose hondamente su joven y tierno corazón y el llanto
se agolpó a sus ojos.

—¡Señor! —dijo con tanto respeto que era imposible reconocer en su
acento la voz de la mujer altiva que pocas horas antes había mandado
quitar a la infanta de su presencia.

El anciano levantó la cabeza y se puso en pie, reconociéndola al
momento.

—¡V. A. aquí! —dijo cediendo a la reina el grosero asiento que acababa
de dejar, con la misma grave cortesía que si estuviera en uno de los
salones de su magnífico palacio.

—Vengo de parte de... de un joven, que han traído al alcázar hace media
hora, mal herido y en calidad de preso —dijo la reina aceptando el
asiento, porque sentía que no podía sostenerse.

—¡De parte del infante! —exclamó don Álvaro con indecible alegría—.
¡Conque vive!

—¡Del infante! —repitió la reina llevándose ambas manos a la frente,
porque sentía desvanecerse su cabeza con tantas emociones—. Pero,
¡Dios mío!, ¿quiénes son esos infantes, a quienes yo no conozco, y
quién sois vos?

—Yo, señora, soy don Álvaro Garcés, conde de Carrión, y el segundo
padre de los dos jóvenes que habéis visto esta noche, herido y preso
el uno, y la otra maltratada y casi demente: en cuanto a ellos, son
hermanos de don Enrique.

—¡Hermanos de mi esposo!...

—¡Sí! —repitió el anciano, cuya calva frente se enrojeció de ira—.
¡Hermanos de don Enrique; hijos, como él, de Alonso XI y de Leonor de
Guzmán! ¡Hermanos desdichados, a quienes no quiere reconocer!... ¡Dos
infelices criaturas que han vivido bajo mi amparo, para que pierdan
la vida el uno, y la otra, además, la honra, que es mil veces peor!
¡Honra y vidas, que con tantos afanes conservé! ¡Es posible que habéis
de perecer ahora por ese ingrato a quien tanto he amado, y por quien
derramé mi sangre en cien combates!

—¿No sabe el rey que son sus hermanos?

—No quiere creerlo, señora, porque hasta hoy no lo había sospechado
siquiera, y porque yo no tengo otra seguridad que darle que mi palabra.

—¡Oh, qué horrible misterio! —murmuró la reina pasando sus manos por la
abrasada frente; y luego añadió en voz alta:

—¿Dónde conoció a su hermana?

—En Burgos, y desde entonces la amó con locura.

—¿Y a su hermano?

—Don Sancho pasaba por don Fernando Garcés, mi hijo.

—¿Dónde está la infanta?

—En la que fue mi casa, que ahora está guardada por los soldados del
rey.

—¿Luego esa desdichada —dijo la reina con espanto— está en poder de don
Enrique?

—¡Sí! —exclamó el conde, retorciendo con delirante dolor sus manos
atadas—. ¡Sí, está en poder de don Enrique, sin que nadie más que yo
pueda librarla de él! Y yo... yo estoy aquí atado... yo voy a morir
dentro de pocas horas... ¡Oh, si yo pudiese abandonar durante algunos
instantes esta prisión!...

—Pero, ¿qué podríais hacer, desdichado anciano? —repuso doña Juana, por
cuyas blancas mejillas se deslizaban gruesas lágrimas.

—¡Oh, yo tengo medios para salvarla, si pudiese llegar hasta ella!
—exclamó el conde con tanta confianza que la joven reina se levantó
involuntariamente.

—¡Oh! —murmuró—: ¡si ella quisiera seguirnos, yo la salvaría también,
como a mi querida hermana, y la haría feliz!

Y luego añadió como asaltada por una idea repentina:

—¿Vamos a verla, conde?

—¡A verla! ¿Olvida V. A. que va a amanecer, y que dentro de algunos
instantes vendrá a buscarme el confesor?

—No, todavía no: tenemos aún hora y media... mirad —añadió—, mirad,
esa puerta de tablas desunidas... debe comunicar con una escalera que
da al jardín... una vez allí, la salida es segura, porque yo tengo una
llave... vamos, vamos a salvar a esa desdichada.

Y la reina se quitó su toca de encajes, que retorció haciéndola una
mecha y humedeciéndola en el aceite de la lámpara; luego la encendió
y se arrodilló a los pies del conde, prendiendo fuego a la gruesa
cuerda que los sujetaba y que sus delicadas manos jamás hubieran podido
desatar.

Cuando los pies del anciano quedaron libres, hizo lo mismo con las
manos, sirviéndole de mecha la cuerda que acababa de romper.

—Ea —dijo apartando de su frente los profusos bucles de su rubia
cabellera, que había quedado libre de toda sujeción, y echando sobre
los hombros su recamado manto—. Vamos, conde; vos, que tenéis mucha
fuerza, quitad uno de esos tablones... no perdamos tiempo.

—¡Bendito seas, ángel de Dios! —exclamó don Álvaro, besando las manos
de la reina.

—¿Podremos convencerla para que nos siga, conde?

—¡Oh, si nos dejan llegar hasta ella, os juro que la salvaré! —dijo el
anciano, al mismo tiempo que echaba abajo de un vigoroso empuje una de
las tablas de la puerta; luego descolgó la lámpara, y una oscura y
tortuosa escalera apareció, en efecto, a la vista de entrambos.

—¡Esta es la que conduce al jardín! —exclamó doña Juana—: ¡no me había
engañado!

Y dejando la lámpara en el primer peldaño, se apoyó en el brazo del
conde, y lo arrastró tras sí precipitadamente.

—¡Oh, qué noche! —murmuró la reina.

—¡Noche de tormentos —añadió el anciano—, que va a abrir a dos mártires
las puertas del cielo!




VII


La reina de Castilla pudo vencer todas las dificultades que los
ballesteros del rey oponían para permitirle la entrada en la casa del
conde. Sabían ellos bien que los caprichos de doña Juana eran acatados
por su esposo mismo, el cual le profesaba un afecto tranquilo, pero
tiernísimo.

Al fin penetraron en la cámara de la infanta: esta había saltado del
lecho al volver de su desmayo, y se había puesto únicamente una túnica
blanca; estaba sentada en un sitial, y sus pies desnudos se apoyaban en
el helado mármol del pavimento.

Sus largos cabellos, cuyas gruesas trenzas estaban medio deshechas,
caían en desorden sobre su frente cubierta de intensa palidez; todas
sus facciones, desencajadas hasta un extremo increíble, habían
perdido su expresión dulce y débil, y sus grandes ojos, casi siempre
melancólicos e impregnados de ternura infinita, se veían brillantes de
fiebre y giraban a todos lados llenos de espanto.

Cuando vio aparecer a la reina y al conde, se levantó, y de un salto se
puso cerca de ellos.

—¿Dónde está Florestán? —preguntó con ansia, devorando al anciano con
su ardiente mirada.

—Florestán ha muerto para vos —dijo don Álvaro con voz hueca, y
conduciéndola de nuevo a su asiento.

—¡Ha muerto! —gritó la desdichada—: ¿le has muerto tú o tu hijo?...
porque ese caballero que me guardaba, me dijo que don García era hijo
tuyo... sí... sí... ¡él fue!, yo le vi sacar la espada... y luego...
creo que me desmayé...

—¿Queréis venir conmigo, Berenguela? —preguntó la reina acercándose a
ella.

—¿Salir yo de este cuarto regado con su sangre? —exclamó la infanta que
acababa de arrodillarse en la sangre todavía caliente de don Sancho—.
¿Quién eres tú que me haces esa pregunta? —prosiguió volviendo hacia la
reina sus extraviados ojos y mirándola atentamente.

Mas, reconociéndola al instante y poniéndose en pie, la llevó cerca de
la lámpara de plata que ardía en su dormitorio, abandonado ya por los
ballesteros, desde el momento en que la reina se presentó.

—¡Ah! —dijo Berenguela mirándola con fijeza—. ¡Es la joven de los rizos
rubios, que me dijeron era la esposa de Florestán!... ¿Y no llora?...
¿Es que tus ojos se han secado como los míos? ¿Es que no tienen
lágrimas que verter? ¿O vienes acaso a morir conmigo sobre esa sangre
que derramó por mí?

—¡Oh, Dios mío! ¡Está loca! —exclamó la reina cubriéndose el rostro con
las manos.

—¡Loca! —repitió amargamente la infanta, cuyo desvarío crecía por
instantes—. ¿También dices tú como mi madre y como aquellos muchachos
que me pegaban tanto? Mira... yo huí del lado de mi madre porque me
llamaban loca... ¿y sabes por qué?... porque llevaba siempre estas
perlas que Florestán ciñó a mi cabeza, y porque todos los días salía
al campo a esperarle... luego vine a buscarle a Toledo, ¡y las gentes
me maltrataban y me llamaban loca también!... después encontré a
Florestán, a mi querido Florestán, a tu lado... y yo... no te aborrecí,
ni dejé de amarte... por eso... pero tú mandaste que me arrancaran de
sus brazos... tú, que eres tan hermosa... y tienes el rostro tan dulce
como los ángeles de mis sueños... ¿por qué fuiste tan cruel conmigo?...
¿por qué me separaste de él si yo no te había hecho ningún daño?...

—¡Oh, desgraciada niña!

—Luego —continuó Berenguela, tomando en sus manos abrasadas las manos
de la reina—, luego ese hombre me trajo a esta casa... y me dio por
carcelero a su hijo... que me había perseguido un año con su amor,
cuando estaba en Burgos... y cuando volvió Florestán a buscarme,...
¡padre e hijo sacaron las espadas y le mataron... ahí... donde está ese
charco de sangre!...

Y la infanta señalaba el sitio donde se había arrodillado.

—¡Ah! —gritó desesperadamente el conde—. ¡Mirad ya la luz del día! ¡Nos
hemos equivocado en la hora!

En efecto: una blanca cinta empezaba a dibujarse en el horizonte,
empujando rápidamente las tinieblas.

—Es menester concluir —dijo la reina con amargo desaliento—. ¡Y esa
guardia que se ha doblado en las puertas!... ya es imposible salir...
imposible... ¡yo estoy vendida también!

Hubo un rato de solemne silencio: la reina, cubierto el rostro con las
manos, sollozaba amargamente; el conde, apoyado en la pared, permanecía
yerto e inmóvil. Berenguela, en pie, les miraba alternativamente, sin
comprender nada de aquella desesperación.

—¡Ven! —dijo después de un largo rato, queriendo llevar a la reina
al sitio donde se había arrodillado—; ¡ven... aquí debemos morir las
dos... porque aquí ha muerto él!...

Un confuso sonido de atabales y de trompetas, que desembocaba en la
Plaza Mayor, cubrió la debilitada voz de la joven, y poco después se
oyó la de un pregonero.

—«¡Oíd, oíd, oíd!» —decía con fuerte acento—: «esta es la justicia
que manda hacer nuestro buen rey Enrique II con el traidor y rebelde
conde de Carrión, que ha roto su honor, como el verdugo rompe ahora
sus blasones, y como, al mediarse el día de hoy, romperá el hilo de su
vida.»

Un golpe fuerte y metálico resonó en todos los ángulos de la plaza:
era el hacha del verdugo que chocaba contra el blasonado escudo de los
condes de Carrión y contra sus armas siempre victoriosas y aún teñidas
con su sangre.

El anciano se enderezó como un león herido: hubiérase dicho que el
hacha del verdugo había partido su corazón. La reina, olvidando su
propia aflicción, le tendió una mano, que él se cuidó de tomar.

—¡Salvémosla, por Dios, conde! —exclamó doña Juana señalando a
Berenguela, que permanecía inmóvil.

—Es inútil pensar en salir; la guardia se ha doblado y tenemos que
atravesar la Plaza Mayor, donde están levantando mi cadalso, y la
cual estará llena de soldados del rey... ¡Oh! —gritó de repente el
conde, acercándose a Berenguela que parecía una estatua de mármol, y
desprendiéndole de la frente su diadema de perlas.

—¿Qué vais a hacer? —exclamó la reina.

—¡Salvarla! —contestó el anciano con entereza.

La pobre loca no hizo movimiento alguno; ni siquiera advirtió que le
quitaban aquella riquísima alhaja; arrodillada sobre la sangre de
su hermano, que ya empapaba su blanca túnica, tenía la boca seca y
entreabierta, y tiritaba de calentura.

La reina se acercó a ella y tocó sus manos heladas.

—Va a perder el sentido, conde —dijo volviéndose al anciano, que se
había quedado enfrente de la infanta, mirándola con desencajados ojos—.
¡Una copa de agua... pronto, si no, esta pobre joven se muere!...
—continuó la reina al ver que Berenguela desfallecía por momentos.

El anciano se acercó impávido a una mesa, tomó una copa de oro con agua
que había pedido aquella misma noche para recobrar a Berenguela de su
desmayo al volver del alcázar, y se la presentó después de contemplarla
cerca de la lámpara. La desdichada apuró ansiosa hasta la última gota
el agua que contenía la copa, y luego, por un movimiento natural en su
carácter apasionado, besó dulcemente la mano que se la había presentado.

—¡Oh... ya se ha salvado!... —exclamó don Álvaro respirando con fuerza
y clavando en el cielo una mirada de ardorosa gratitud.

—¿Qué decís?... —preguntó la reina asombrada; pero el acento expiró en
sus labios, y sus ojos retrataron un profundo terror.

Un gran ruido de pasos y de armas se dejó oír en la antecámara: poco a
poco fueron aproximándose, y breves instantes después se oyó la voz de
Enrique II que gritaba con imperio:

—¡Abrid al rey!

Don Álvaro sacó la llave del aposento, que pocos momentos antes se
guardara, y abrió; entonces aparecieron en la puerta el rey y don
Sancho, escoltados por una fuerte guardia; el primero estaba pálido y
tembloroso; el segundo venía sostenido por dos soldados, envuelto en un
ancho manto blanco, y parecía un cadáver escapado de la tumba.




VIII


Algunos momentos después de dejar la reina el aposento del infante,
entró el rey en él a tiempo que don Mendo registraba sus heridas. Don
Enrique había profesado siempre un entrañable afecto a don Sancho, por
la hermosura de su índole, la ternura de su corazón, y su valor a toda
prueba.

Al oír decir al conde que Berenguela era hermana suya, su funesto amor
se rebeló contra aquella terrible e insuperable barrera; al saber que
el hombre a quien creía hijo de don Álvaro quería arrebatarle aquella
joven, tomando también el título de hermano suyo, su furor no conoció
límites, y se arrojó a él con la espada desnuda; mas al ver que a pesar
de su valentía permanecía inmóvil, al mirarle tendido a sus pies,
exánime, y al parecer sin vida, un sentimiento desconocido se alzó en
su corazón; su afección hacia aquel hermoso joven renació más fuerte
que nunca, y ya se ha visto que le mandó conducir al alcázar, y que
encargó que llamasen a un médico. Luego que salió de casa del conde, y
se aseguró de que este quedaba en la prisión, fue a informarse por sí
mismo del estado del herido.

Don Mendo reconocía las heridas con sumo cuidado; al ver al rey
quiso incorporarse el pobre joven, mas aquel le hizo señas para que
permaneciese quieto, y mandó a don Mendo que prosiguiese la operación,
tomando él mismo una luz para alumbrarle.

De repente el rey dio un grito: acababa de ver en el costado derecho
del joven, y junto a la herida que don Mendo reconocía, una mancha
rosada que él tenía también en el mismo sitio, y que distinguía a todos
los bastardos de Alonso XI, que la habían heredado de su madre Leonor
de Guzmán; el mismo conde de Carrión ignoraba esta circunstancia, y
ninguno de los infantes sabía que cada uno de sus hermanos estaba
marcado así.

Don Enrique, con el corazón anegado de ternura, rodeó con sus brazos
el cuerpo de don Sancho, y al mismo tiempo exclamó con voz vibrante de
emoción:

—¡Hermano mío!

El infante le miró con asombrados ojos, y pasó la mano por su frente
para convencerse de que no soñaba.

—¡Perdón, perdón, Sancho! ¡Oh, perdóname! —continuó don Enrique
apoyando en su pecho la cabeza de su hermano.

—¿Y Berenguela? —preguntó tímidamente el infante.

—¡Ah! ¡No sé! Yo la dejé desmayada y vine a verte a ti.

—¡Pobre hermana mía! —murmuró don Sancho con temblorosa voz.

—¡Tu hermana! —repitió don Enrique cuyos ojos lanzaron relámpagos
sombríos—. Pues entonces, ¡tú no eres hermano mío!... ¡entonces la
señal que yo he visto miente!... ¡Oh, sí, sí... miente... miente!...
¡Porque si ella fuese mi hermana, no hubiera puesto Dios en mi corazón
el germen de este fatal amor!...

—¡Es vuestra hermana como yo!

—¡Ven, pues! —exclamó el rey—. ¡Ven, Sancho, o Fernando, o como quiera
que te nombres! ¡Quiero que me acompañes a cerciorarme de esta horrible
verdad!...

Don Enrique, con el semblante desencajado, llamó al escudero del
infante, y le ordenó que le vistiese en cuanto don Mendo acabase
de vendar sus heridas; dio orden de preparar una litera, y después
de que don Sancho estuvo vestido, le envolvió él mismo en su ancho
manto blanco y mandó a dos soldados que lo condujesen a la litera,
encaminándose todos a casa del conde.

Su aparición produjo muy diferente sensación en las tres personas que
ocupaban la cámara de la infanta: la reina miró a don Enrique con
terror, y a don Sancho con asombro. Don Álvaro permaneció sereno e
inmóvil, y en cuanto a Berenguela, se precipitó hacia su amante con
indecible afán; mas antes que pudiera salvar la distancia que les
separaba, cayó exánime a los pies del infante.

—¡Qué veo! —exclamó el rey—. ¡A qué han venido aquí la reina y ese
traidor!

—He venido a salvar el honor de esa desdichada —contestó el anciano con
firmeza.

En cuanto a la reina, se había arrodillado junto a la infanta, y no se
cuidó de contestar a su esposo.

—¡Berenguela! ¡Berenguela! —gritó el rey acercándose a la joven
que yacía inmóvil en el suelo, sin hacer caso de las palabras que
pronunciara el conde.

—No turbéis los últimos momentos que restan de vida a esa desgraciada
—dijo el conde con acento severo.

—¿Qué?... ¡Oh!... ¿Qué has pronunciado? ¿Acaso... habrás sido tú su
verdugo?...

—No he sido más que el salvador de su honra.

—¡Tú! ¡Mientes... miserable! —gritó el rey con ronca voz y cogiendo por
un brazo al conde; y luego continuó con acento lastimero y suplicante:

—Pero ¡oh, no... no! ¡Eso no puede ser!... ¡Álvaro... dime que me
engañas!...

—Un veneno activo, que yo vertí en esa copa, cuyo contenido acaba de
beber, circula ahora por sus venas.

—¡Ah!... ¡qué horror!... —exclamaron la reina y don Sancho, que cayó
también de rodillas junto a la pobre niña.

El rey lanzó un sordo gemido; levantó a Berenguela entre sus brazos, y
fue a sentarse con ella en el sitial en que estaba apoyado don Álvaro.

—¡Llevad a este hombre al cadalso, y que caiga su cabeza
inmediatamente! —dijo con lenta y oprimida voz.

La escolta, que había acompañado a los regios hermanos, rodeó al
anciano conde, que fue a situarse enfrente del rey.

—Óyeme, Enrique —dijo con su grave y reposada voz—: yo amé a tu madre,
como solo se ama una vez en la vida, y, sin embargo, fui el mejor
amigo de tu padre, torturando sin piedad mi corazón; a ti y a todos
tus hermanos os recibí en mis brazos y oculté el nacimiento de los
dos últimos, porque el rey tu padre me lo mandó así; he sido el genio
bienhechor de tu familia, y un segundo padre para vosotros... y, sin
embargo, ¡he tenido el valor suficiente para matar a esa pobre niña sin
sentir el más leve remordimiento!

»Pero lo que más debe asombrarte, rey de Castilla —continuó el
anciano—, es saber que tú mismo has puesto en mis manos el medio de
darle la muerte. ¡Sí, el joyel que cerraba las sartas de perlas de esa
diadema, que tú le diste, contenía el veneno que le quita la vida!

El rey apoyó su frente en la frente helada de la infanta, ceñida aún
con la fatal diadema, y dejo escapar un sollozo desgarrador. Don Álvaro
continuó tranquilamente:

—Nadie más que yo sabía en el mundo este terrible secreto, porque solo
yo estaba presente cuando Alonso XI lo dio a tu madre: «Si alguna
vez —le dijo— te ves próxima a perecer bajo el puñal de un asesino,
bebe el veneno que contiene esta joya: tu muerte así será más dulce e
instantánea.» ¡Oh, al dar esa diadema a tu hermana, debiste saber que
ponías en mis manos la defensa de su honor!

El anciano se acercó al infante, que le abrió los brazos sollozando;
luego se inclinó sobre Berenguela, y besó sus manos heladas murmurando:

—¡Duerme en paz, ángel de Dios!

—¡Perdón para él, señor! —exclamó el infante volviéndose hacia el rey.

—¡No le quiero! —repuso el anciano pasando el umbral rodeado de
soldados—. ¡Dios nos juzgará a los dos!

Salió de la estancia con paso firme, y el rey se quedó como
petrificado, con la infanta en los brazos, en tanto que ella le
contemplaba sumida en un éxtasis delicioso: la animación de la fiebre
había desaparecido de su fisonomía, y sus ojos, dulces como en los
tiempos en que conoció a Florestán, se fijaban en los del rey con
entrañable amor; empero su palidez crecía a cada instante, y un círculo
azulado rodeaba ya aquellos grandes ojos.

—¡Cuán bien estoy así... Florestán!... —murmuró con voz dulcísima, pero
tan débil ya, que apenas podía percibirse—; ¡qué dichosa soy... mirando
ese hermoso sol!... ¡así lucía... el día primero que te vi!...

El rey ahogó un sollozo; en cuanto a la reina, se ocupaba en sostener
la cabeza del infante, que había caído desfallecido en un sitial,
situado en frente del que ocupaba el rey con Berenguela.

De repente, la mirada de la joven se apagó, como la luz próxima a
extinguirse.

—¡Tengo sueño! —murmuró reclinando su cabeza en el hombro del rey—;
¡déjame... dormir... aquí, Florestán!...

Cerráronse sus ojos; apareció en su boca una sonrisa inocente, y su
boca despidió el postrer suspiro.

El rey no lanzó ya un solo gemido: breves instantes permaneció mirando
con sombríos ojos el cadáver de Berenguela; de repente exclamó:

—¡Oh, quiero desgarrar yo mismo mi propio corazón! ¡Quiero apurar hasta
las heces el amargo cáliz de mi dolor!

Al pronunciar estas palabras, depositó el cadáver en el lecho y rasgó
con su daga la túnica de la infanta, apareciendo bien pronto la señal
del costado.

—¡Hermana mía! —gritó besando en la frente a Berenguela; después,
levantándose con los ojos llenos de lágrimas, prosiguió:

—¡Ruega al señor que me perdone, el no haberte arrancado tu postrera
ilusión de amor!

La reina cerró piadosamente los ojos de la joven, y besó sus mejillas,
frías ya, en tanto que don Sancho ocultaba sollozando su frente entre
las ropas del lecho.

—¡Valor, hermano mío! —dijo el rey abrazándole—; ¡yo la amé con locura,
y me consuelo al pensar que está a los pies de Dios!

—¡Valor, hermano! —repitió la reina cubriendo el cadáver con su manto
real—; ¡yo la amaba también, y sabré consolar tu dolor!

—¡Oh, Dios mío! —murmuró aquel mártir del corazón, alzando al cielo sus
abatidos ojos—: ¡no les hagáis saber nunca hasta qué extremo la amaba
yo!




IX


Algunos meses después, presentó Enrique II una batalla a los ingleses,
en la cual quedó prisionero el infante don Sancho que mandaba uno de
los cuerpos del ejército de su hermano.

El rey de Castilla pagó por el infante un fuerte rescate, y envió a
buscarle al primer puerto a una brillante comitiva de los señores más
jóvenes y apuestos de su reino.

Pocos días después, llegaron dos heraldos a las puertas del alcázar,
solicitando una audiencia del rey, para decirle que habían adelantado a
la comitiva con el objeto de prevenirle que su señoría el infante don
Sancho venía muy enfermo.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó el rey, en cuyo semblante se retrató un agudo
dolor al oír esta triste nueva—; ¿y debe llegar pronto?

—Solo le precedemos algunos instantes, contestaron aquellos.

Diéronse inmediatamente órdenes para que se preparasen las habitaciones
de don Sancho, y no bien se dejaron oír las trompetas y atabales de la
guardia del rey, anunciando que ya se divisaba la comitiva del infante,
bajó don Enrique la escalera para abrazar a aquel hermano con tanto
extremo querido.

El infante no pudo ya doblar la rodilla para saludar al rey que le
estrechó contra su pecho; dos escuderos le subieron en sus brazos, y le
depositaron en su magnífico lecho.

Estaba don Sancho pálido y demacrado: la terrible enfermedad de
languidez que hacía tres meses le consumía, había llegado a minar todos
los órganos de su vida.

El rey y la reina se retiraron muy tarde a sus habitaciones, y
poco después, los ballesteros, que dormitaban en las galerías,
vieron deslizarse a un fantasma, envuelto en un largo manto azul:
santiguáronse todos devotamente, porque, a su modo de ver, era el
alma de una mujer, que según se aseguraba con sumo misterio, salía
cada noche de uno de los sepulcros del panteón, coronada de perlas y
abrigada con un manto azul: decíase también que era una joven muy amada
del rey, a la cual habían enterrado con aquella alhaja, presente sin
duda de Satanás, según afirmaban las reverendas dueñas, y que no podía
morar en el panteón de los reyes, por ser solo una villana que había
venido de la muy noble ciudad de Burgos.

Al rayar el día, las personas encargadas de velar al infante vieron con
sumo terror que, durante su sueño, había aquel desaparecido: en vano
registraron todo el alcázar antes de avisar al rey, al cual tuvieron
por fin que dar parte de tan extraño acontecimiento.

Al día siguiente murió uno de los infantes, de muy corta edad,
que estaba enfermo hacía algún tiempo. El rey, dominado por el
profundo dolor que le causara la muerte de su hijo, y atraído por un
inexplicable presentimiento, quiso acompañarle hasta el sepulcro:
envolviose en un manto negro, se dirigió al panteón, y se ocultó tras
una columna: de repente lanzó un grito de angustia, y los cortesanos,
atónitos, reconocieron a don Enrique, al precipitarse sobre una figura
humana, que yacía tendida sobre una tumba recién cerrada, y que solo
tenía grabado el sencillo nombre de _Berenguela_.

El rey había reconocido un magnífico manto de seda azul bordado de oro:
era de la reina, y bajo él descansaba don Sancho dormido con el sueño
eterno.

El mártir del corazón quiso que le sirviese de sudario el manto real,
que cubrió el cadáver de la infanta.

Un rayo de luz brotó en la mente de Enrique _El de las mercedes_, que
dobló la frente y oró con fervor...

       *       *       *       *       *

La reina doña Juana empezó a padecer desde aquel día la misma
enfermedad de languidez que mató al infante.

¿Qué pasaba en el corazón de la reina de Castilla? ¡Solo Dios pudiera
decirlo!

El día mismo que se cumplían seis meses desde la muerte del infante,
cuatro condes de Castilla velaban el cadáver de su soberana, espada en
mano y en pie, a los cuatro ángulos de su suntuoso lecho mortuorio.

El cadáver de la reina fue colocado, por orden del rey, en la tumba
inmediata a la que ocupaba el de don Sancho.

Dícese que Enrique II no volvió a dormir desde aquella época fatal: que
desterró al ambicioso don Nuño de Sandoval, y que ni aun el amor de sus
hijos pudo consolar el hondo pesar que le devoraba el corazón.

¿Había adivinado el monarca cuál era el mal que cortó los días de la
bella y adorable criatura a quien llamó su esposa?

¡Tal vez Dios le advirtió en sueños que las purísimas almas de la reina
y del infante moraban juntas en el cielo!




LUZ DE LUNA




I

TRISTEZA


El segundo tercio del siglo XV iba a expirar. Era el oscurecer de un
hermoso día de otoño, y las campanas de Segovia tocaban a la oración:
las damas de la corte, pues la corte estaba entonces en esta ciudad,
se dirigían al templo cubiertas con largos mantos negros y acompañadas
de reverendas dueñas, lo que no impedía que algunas de ellas trocasen
una frase amorosa, pronunciada a media voz, con los gallardos donceles
que de cerca las seguían, o recibiesen un billete, que ocultaban con
rapidez maravillosa entre los anchos pliegues del manto.

Triste estaba entonces la ciudad. Enrique IV había abierto una tregua
a sus continuas diversiones; y en cuanto a la reina, no parecía desear
tampoco los saraos y festines que tanto la hacían gozar en otro tiempo;
murmurábase entre sus damas que una profunda tristeza la consumía,
aunque ninguna de ellas podía adivinar ni remotamente la causa: y, en
efecto, no existía al parecer.

Don Beltrán de la Cueva estaba a sus pies todo el tiempo que le
dejaban libre sus ambiciosos planes; al penetrar en la regia cámara,
desaparecía en el umbral el hondo pliegue que unía sus pobladas cejas,
animábanse sus negros ojos y asomaba a sus labios la sonrisa; mas
aunque esta sonrisa era triste también, parecía que don Beltrán era
feliz al lado de doña Juana.

¿Qué tenía, pues, la reina? ¿Sería acaso que la aquejaba el
presentimiento de alguna desgracia? ¿Soñaría con dolores lejanos
todavía? ¿O por ventura la entristecía el remordimiento de su culpable
pasión?

Todos estos comentarios se hacían en palacio. ¡Terrible mansión son las
cortes!

Las crónicas me han enseñado que en las antiguas se murmuraba
despiadadamente, y he oído decir también que en las de ahora hay la
misma cruel murmuración.

Pero entonces, como hoy, se erraban también los juicios: formábanlos
equivocados los que, dotados de una imaginación activa, anhelaban darle
alimento con tan vano trabajo; y al oírlos emitir a estos, se encogían
de hombros con frialdad e indiferencia las personas dotadas de un
generoso corazón.

Solo el conde de Ledesma podía saber la causa de aquella tristeza: solo
él podía decir por qué se apagaban los ojos de la hermosa soberana, por
qué palidecía su frente, por qué lloraba, y don Beltrán no lo decía a
nadie.

Las siete de la noche acababan de sonar en el reloj del alcázar real:
los balcones de la cámara de doña Juana, abiertos aún, permitían ver
la ancha plaza que atravesaban los pacíficos habitantes de Segovia
al dirigirse al templo; la reina había dado orden de que no entrasen
luces hasta que ella llamase, y la estancia, débilmente alumbrada por
el crepúsculo, se iluminaba ya con el blanco fulgor de la luna, que
aparecía llena y purísima en el azulado cielo sembrado de estrellas.

Ya no hacía calor; pero un ambiente templado todavía iba a aliviar con
sus caricias la agonía de las flores que morían en soberbios jarrones
de oro y plata.

Magníficos tapices cubrían el pavimento y las paredes; grandes y
hermosos espejos, con marcos de recortado ébano y molduras de plata,
reproducían los sillones de elevado respaldo.

Recostada en uno más ancho que los otros, estaba doña Juana absorta
en una profunda meditación; la luna iba a quebrar sus rayos en la
pálida y hermosa frente de la reina, y en los gruesos bucles de sus
cabellos, de un negro brillante y azulado, radiaban como dos estrellas
sus rasgados y negros ojos, antes llenos de fuego y ahora velados por
la tristeza, pero siempre de una hermosura sin rival. Jamás Miguel
Ángel trazó un perfil tan severamente correcto: su boca pequeña y
soñadora estaba deprimida en ambos ángulos por un pliegue habitual de
melancolía, y sus manos, de una belleza soberana, aparecían pálidas y
enflaquecidas al cruzarse sobre el negro terciopelo de su vestido.

Sentado a sus pies sobre un rico almohadón, veíase un paje que podría
tener dieciséis años; su angélica hermosura era el tipo opuesto a la
severa belleza de la reina; de menos estatura que esta, era delgado y
esbelto como una doncella. Tenía, como doña Juana, grandes y rasgados
ojos, pero de puro y sombrío azul; su boquita purpúrea, su delicada
nariz, eran de una suavidad encantadora; caían sus dorados y abundantes
cabellos en espesos y largos rizos sobre la gola de encajes, y sus
manos, blancas como el marfil, eran más bellas y delicadas aún que las
de la reina.

Vestía una ropilla de raso azul celeste prolijamente bordada de plata
y sujeta con un cinturón de lo mismo que dibujaba su esbelto talle y
dejaba ver el puño de pedrería de una linda y pequeña daga, según el
uso de los pajes de aquel tiempo; sus calzas de seda blanca permitían
adivinar sus puras y juveniles formas, y sus zapatos, de raso blanco
también y adornados de un gran lazo celeste, encerraban unos pies
infantiles; divertíase en deshojar una rosa menos pura y blanca que su
serena frente.

—¿Qué tenéis hoy, señora mía? —dijo al fin, alzando la cabeza y fijando
en la reina sus azulados ojos—. ¿Por qué estáis tan triste?

La voz del paje tenía un eco dulce, sonoro y armonioso; era uno de
esos acentos que, una vez oídos, no se olvidan jamás y que conmueven
siempre, porque hacía vibrar las cuerdas más delicadas del alma; la
reina no le oyó sin duda, porque no se movió.

El pajecillo esperó algunos instantes la respuesta; pero, viendo que
no se la daba, alargó la mano a un florero y tomó la más marchita de
las rosas, volviendo a su primera ocupación.

Un suspiro que se escapó de los labios de doña Juana le hizo alzar
vivamente la cabeza.

—¿Qué tenéis, señora? —repitió el paje con más dulzura todavía; y
arrodillándose sobre el almohadón en que había estado sentado, buscó
con sus ojos la abatida mirada de la reina.

Estremeciose esta y pasó una mano por su frente, como para apartar un
triste pensamiento.

—No tengo nada, Fernando —dijo con alterada voz—. ¿Qué hora es? —añadió
levantándose—. ¿Por qué no pides luces?

—V. A. mandó que no iluminasen la cámara, porque penetraba tan hermosa
luna...

—¿Ha venido el conde? —interrumpió la reina con viveza.

A esta pregunta se inmutó la fisonomía del pajecillo: a haber luz en
la estancia, fácilmente hubiera visto doña Juana sus ojos llenos de
lágrimas.

—Don Beltrán no vendrá esta noche, señora —dijo al fin sobreponiéndose
a la emoción dolorosa que había hecho palidecer su frente; y añadió con
un profundo suspiro, y en voz tan baja que no pudo llegar a los oídos
de doña Juana—: ¡desgraciadamente no vendrá!

—¡No vendrá! —repitió la reina cuyo hermoso semblante se entristeció
mucho más—. ¿Y por qué?

—Porque dentro de dos horas, señora, debe salir con el rey para Toledo,
a donde los llaman los partes dados por Pedro López de Ayala. En la
conjuración del marqués de Villena están comprometidos muchos nobles
castellanos: cuéntanse entre ellos don Alfonso Carrillo, arzobispo de
Toledo; don Alfonso Fonseca, arzobispo de Sevilla; el condestable de
Castilla, don Manrique Lucas de Iranzu; don Gómez Solís, maestre de
Alcántara; don Diego de Arias, tesorero mayor, y otros muchos.

—¿Y los Lunas?

—¡Mi padre! ¡Mi hermano! ¡Oh, no! —exclamó fieramente el pajecillo,
cuya frente se cubrió de un subido carmín—. Antes morirán cien veces,
que ser traidores a su rey.

—Pero, ¿dónde se hallan?

—En Aragón, señora: no quieren rendir homenaje a vuestro esposo, porque
le aborrecen; pero respetan la persona del rey de Castilla.

—Mas la conspiración de Toledo está secretamente protegida por don Juan
de Aragón, Fernando. ¿Cómo don Fadrique no ha de ayudar al monarca que
le da asilo? Y tu joven hermano Gonzalo, ¿cómo ha de permanecer en
calma en la corte de Aragón?

—En calma estarán, señora, hasta el día en que peligre la vida del
rey o la de V. A.; entonces volverán a Castilla para castigar a los
traidores.

—¡Buenos y nobles caballeros! —exclamó doña Juana, en cuyas largas
pestañas negras brillaba una lágrima.

—¡Oh, sí!, muy nobles, señora —repitió el paje con profunda emoción—;
pero buenos aun más que nobles, y sobre todo para vos... ¡Oh, señora
mía! —continuó el niño con los ojos humedecidos de llanto—: si
hubieseis oído a mi buen padre el día en que me envió a vuestro lado,
comprenderíais hasta qué extremo os adoran los Lunas. «Ve —me dijo—,
hijo mío: la persona de la reina está amenazada, y yo te envío a su
lado para que veles por ella: muere si es preciso, pero que sea tu
pecho el escudo de su vida.»

—¡Oh, don Fadrique! —murmuró doña Juana—. ¡Felices los reyes cuyos
vasallos se os parezcan!

—Mi padre os debe la vida, señora, según él mismo me ha dicho, y la
vida de todos los Lunas os pertenece; más aun: os debe también su
libertad y su honor.

—Verdad es, Fernando —dijo doña Juana—, que tuve la fortuna de sacar
a tu padre de la prisión en que gemía: es cierto que le devolví la
libertad, y con ella el poder de deshacer la odiosa calumnia que pesaba
sobre él; pero ha satisfecho su deuda con usura, poniéndote a mi lado,
y dándome tu puro amor, único consuelo en los males que me agobian.

Al pronunciar estas palabras, prorrumpió en llanto la reina. El
pajecillo se arrodilló de nuevo a sus pies, y besó cien veces sus
manos, que humedecía también con sus lágrimas.

—No os aflijáis, por Dios, señora mía —dijo—. Yo estoy aquí para
instruir a mi padre y a mi hermano de los planes de don Juan Pacheco,
marqués de Villena, que es el jefe de los conjurados y vuestro más
cruel enemigo; no puede perdonaros el que dieseis libertad a mi padre,
que sabe os sostendrá, a vos y a vuestro esposo, a todo trance en el
trono de Castilla; ya están de vuelta en Toledo con el infante don
Alonso, al cual han sacado del castillo de Maqueda y proclamado rey;
pero nada temáis, señora —prosiguió el niño volviendo a acariciar las
manos de la reina—, yo velo por vos; si os veo en peligro, avisaré a
mi padre y a mi hermano, que vendrán con trescientas lanzas a vuestro
socorro; con nadie podéis contar aquí más que con el conde de Ledesma y
conmigo... pero don Beltrán y yo valemos más que todos esos villanos.

—¡Don Beltrán! —exclamó dolorosamente la reina, porque este nombre
avivó sus pesares—: ¿Acaso piensa ya en mí?

Nada contestó el paje: palideció, e inclinó tristemente la cabeza.

Durante algunos instantes, reinó en la estancia un profundo silencio;
levantose, por fin, doña Juana, y el paje la imitó.

—Pide luces, Fernando —dijo con voz alterada.

Obedeció el niño, y la cámara real quedó bien pronto iluminada.

—Ahora —dijo doña Juana— vete, Fernando: me siento enferma... quizá el
reposo me aliviará... deseo estar sola.

Y se dejó caer de nuevo en el sitial, pálida y quebrantada.

—¿No necesita ya V. A. de mis servicios? —preguntó el niño tristemente.

—Sí: antes de retirarte a descansar, lleva este billete a don Beltrán
—dijo la reina dándole un papel.

Fernando llevó a sus labios una mano de su señora, y salió.

En cuanto a doña Juana, reclinó su cabeza sobre el ancho respaldo de su
sillón, y dejó escapar un profundo gemido.




II

EL PAJE DE LA REINA


Al dejar Fernando la cámara de la reina, se dirigió a las habitaciones
de don Enrique; reinaba allí el más completo desorden, porque era la
hora de partir: en la antecámara muchos nobles, armados completamente,
esperaban conversando a que saliese el rey, y entretanto los pajes y
escuderos entraban, salían y cruzaban en todas direcciones.

Fernando entró, procurando no ser visto, pero no pudo ocultarse a las
miradas de un grupo de cortesanos que hablaban cerca de la puerta.

—¡Hola, el hermoso paje! —dijo uno haciendo una seña significativa al
que tenía más cerca.

—¡El favorito de la reina! —contestó otro con maliciosa sonrisa.

—¡El niño mimado! —añadió un tercero.

—Este será el sucesor de don Beltrán en el corazón de doña Juana —dijo
a su vez un joven y elegante obispo—; pero —añadió—, confesad, señores,
que es una hermosa criatura: miradle ruborizarse como una doncella
porque le miramos...

Y todos se echaron a reír.

En aquel momento, y haciéndose superior a su emoción, se acercó el
paje llevando en la mano su gorra, cuya larga pluma blanca besaba la
alfombra.

—¿Podríais decirme, señores —dijo con suave y argentina voz—, dónde se
halla don Beltrán, a quien no veo por aquí?

Todas las risas cesaron.

Había en aquel acento tanta dulzura, y al mismo tiempo tanta melancolía
y respeto, que no pudo menos de conmover a los satíricos cortesanos.

—Creo que estará con el rey, amiguito —contestó el obispo de Cuenca,
que era el hermoso joven y el mismo que notó el rubor del pajecillo.

—Vedle allí que sale con S. A. —dijo otro caballero señalando la puerta
de la cámara de don Enrique, en cuyo umbral aparecía este conversando
con el conde de Ledesma.

El paje se inclinó profundamente, y se dirigió a ellos deteniéndose a
una distancia respetuosa.

Enrique IV salía para montar a caballo y marchar inmediatamente; al ver
al paje se detuvo, y los cortesanos se volvieron para contemplar una
escena que adivinaban sería muy curiosa.

Había, en efecto, razones para creerlo así: el pajecillo era aborrecido
en la corte, aunque apenas conocido en ella, por el solo motivo
de amarle la reina y don Beltrán; es cierto que cuando alguna vez
aparecía, su encanto irresistible, su candidez y hermosura, subyugaban
a todos; mas el pobre niño, que se conocía harto débil para vivir entre
tantas maldades e intrigas, pasaba su vida a los pies de doña Juana,
y evitaba cuanto podía darse a ver: así pues, aunque llevaba cuatro
meses de estancia en la corte, había en ella muchas personas que no le
conocían aún, y de este número era el rey.

—¿Qué quieres, niño? —dijo este mirando al pajecillo, en tanto que el
conde de Ledesma le contemplaba también como arrobado.

—Señor —contestó doblando en tierra una rodilla—, solo besar la mano de
V. A. antes de su partida.

—¿Quién eres?

—El paje de S. A. la reina.

—¡Ah... ah! —exclamó el rey—. ¿Conque tú eres ese precioso niño que
tanto llama la curiosidad de todos? —Y tomando la mano de Fernando, le
hizo levantar y se aproximó con él a una de las lámparas que iluminaban
el salón.

—¡Oh, qué hermoso es, conde, qué hermoso! —exclamó el rey después de
haberle contemplado breve rato—: ¡jamás he visto criatura más bella! —Y
don Enrique clavó de nuevo sus ojos en el semblante del paje.

—¿Qué edad tienes? —preguntó sin soltar la mano del niño.

—Dieciséis años, señor.

El semblante de don Beltrán retrataba una angustia dolorosa, y sus
negros ojos estaban fijos en el paje con una indescriptible expresión
de dolor y de ansiedad.

—Dime, ¿te hallas bien al lado de la reina? —preguntó don Enrique al
pajecillo—: porque si no, te vendrías conmigo, y haría un magnífico
presente a Guiomar —concluyó acercándose al oído de don Beltrán.

Palideció el conde, y una nube pasó por delante de su vista; pero
haciendo un violento esfuerzo, dijo al rey con serena sonrisa:

—Advertíd, señor, que es extremada la beldad de este joven.

—¿Cómo te llamas? —tornó a interrogar el rey.

—Fernando, señor —contestó el niño con los ojos fijos en el semblante
del conde.

—De Acuña —añadió don Beltrán—: es descendiente de los valientes
aragoneses de este nombre.

—Adiós, hijo mío —dijo el rey—. A mi vuelta de Toledo, ven a verme
inmediatamente y pídeme lo que desees, que te doy mi palabra de
otorgártelo —y alargó su mano a Fernando, que la llevó a sus labios.

El rey echó a andar, y don Beltrán iba a seguirle, mas el niño le
detuvo por el brazo.

—Tomad este papel que me ha dado la reina para vos, señor conde —le
dijo en voz baja y precipitada—: y os ruego, en nombre de vuestro amor
—añadió clavando en los negros ojos de don Beltrán sus ojos azules—, os
ruego que detengáis por hoy la marcha del rey.

—¡Eso es imposible! —exclamó el favorito aterrado—. El rey baja ya la
escalera para montar a caballo.

—Pues corred a detenerle, por Dios santo, Beltrán —repuso el paje
tomando entre las suyas una mano del conde—: no es ya por vuestro amor
por el que os lo suplico... —añadió con infinita dulzura—, ¡es por el
mío!...

Aquellas palabras parecieron obrar una súbita reacción en el conde de
Ledesma, que estrechó entre las suyas las manos del pajecillo y salió
precipitadamente en pos del rey, a quien alcanzó al fin de la escalera.

—Señor —le dijo—, acaba de hablarme un paje de doña Guiomar: ha venido
a decirme de su parte que se halla indispuesta y desea veros ahora
mismo.

—Di que voy al instante, y prepárate para acompañarme —contestó
el rey, cuyo semblante se alteró al oír aquella nueva—; señores
—prosiguió volviéndose a los cortesanos—: suspendemos nuestra marcha
indefinidamente; con tiempo daremos nuestras órdenes.

Y apoyándose en el brazo de don Beltrán, entró en sus habitaciones,
de las que poco después salió por una puerta secreta, envuelto en una
larga capa negra y acompañado del favorito.




III

LA CORTE DE ENRIQUE IV


Al oír los cortesanos las palabras del rey: _señores, suspendemos
nuestra marcha indefinidamente_, quedaron mirándose unos a otros;
muchos de ellos eran más enemigos de Enrique que los mismos conjurados,
y solo esperaban llegar a Toledo para unirse al partido de Villena;
cruzábanse allí también odios y rencores personales, deseos de venganza
y anhelo de combates, en que cada uno de ellos quería o exterminar a su
enemigo, o a lo menos, alcanzar renombre y gloria.

Ni uno de ellos amaba sinceramente a Enrique IV. Pero, ¿cómo amar
a aquel monarca antojadizo e inconsecuente? ¿Cómo amarle cuando
anteponía un capricho suyo, por insignificante que fuese, a los
sagrados intereses del reino? ¿Cómo amarle, en fin, siendo esposo
infiel y padre desnaturalizado?

Aquellos hombres no eran tampoco afectos a la reina: aunque doña
Juana era una noble joven, de corazón sensible y alma elevada, nadie
reconocía en ella estas hermosas cualidades, de que descaradamente
se burlaban en aquella época de disolución y escándalos. Pero, ¡cosa
extraña!, lo que menos le perdonaban era su ardiente pasión por Beltrán
de la Cueva; ellos, sumidos en toda clase de desórdenes, ellos, que
cada día cambiaban de dama, culpaban aquel amor, criminal es verdad,
pero excusable por el abandono en que Enrique IV dejaba a su joven y
bella esposa.

Aquel rey, indigno de su estirpe, aquel hombre que corría de exceso en
exceso, arrastrando por el lodo la áurea corona de Castilla, no merecía
el amor de Juana; no había respetado en ella ni su orgullo de princesa,
ni su dignidad de mujer. De continuo la pobre joven se había visto
pospuesta a vasallas suyas, y no pocas veces a sus mismas camareras,
que ocupaban su lugar en el corazón de su esposo; y su alma enérgica
y altiva, bien que dotada de suma grandeza, se abrió al amor que le
brindara don Beltrán y le amó también con todo su corazón.

No detestaban los nobles aquel lazo por lo que era en sí: la mayor
parte de ellos eran incapaces de sentir una gran pasión, y, por
consiguiente, ignoraban su valor; su irritación nacía de celos por la
rápida elevación de don Beltrán, que de paje de lanza había llegado a
obtener las mayores dignidades y los más altos honores, y, sin embargo,
a ser posible que la reina se prendase de cualquiera de ellos, hubiera
ofrecido a sus pies el preferido, no un verdadero amor, sino un bajo y
degradante servilismo, con la esperanza de medrar.

Todos ellos acusaban de desleal la conducta del conde de Ledesma, y tal
vez con razón: don Beltrán se había hecho dueño del corazón del rey,
sirviéndole de tercero en todas sus intrigas amorosas y acompañándole
en sus nocturnas expediciones; y don Enrique, agradecido a tan
buenos oficios y enteramente subyugado por el encanto irresistible de
su amigo, cerraba los ojos para no ver la intimidad de este con su
esposa, aunque, para complemento de la murmuración, se aseguraba que
estas relaciones hacían en realidad sufrir al rey quien, a pesar de su
caprichoso carácter, amaba a doña Juana cuanto él podía amar.

Nada se habían cuidado la reina y don Beltrán de las hablillas de la
corte: absortos en su amor, olvidaban el universo entero; pero hacía
cuatro meses que el cielo de su dicha se hallaba cargado de negros
nubarrones, y doña Juana lloraba sin consuelo un pesar que ocultaba a
todos.

¡Pobre joven! ¿Cuál era la causa de su amarga aflicción? Ella buscaba
con empeño la soledad. Ya no la alegraban el canto de los pajarillos,
ni el radiante sol; la luz de sus ojos se apagaba lentamente, y sus
labios perdían su purpúreo matiz: ¡fatales síntomas en una mujer
enamorada! ¡Ellos dicen que fenecieron sus esperanzas de ventura!

Y era así: desde el día en que llegó a Segovia Fernando de Luna, don
Beltrán parecía preocupado y sombrío; ya no se animaban sus facciones
al ver a la reina; a veces pasaba días enteros lejos de ella, y hasta
parecía hastiado de su cariño.

¡Ay, este cambio, por lentamente que se opere, no se escapa jamás a los
ojos de la mujer que ama! Doña Juana le siguió con tristísima mirada;
pero ni una queja se escapó de sus labios, porque las almas nobles
guardan con cuidado sus dolores, y devuelven por cada uno una sonrisa:
cuando el sufrimiento la vencía, se arrodillaba junto a la cuna de su
hija, y pedía al cielo consuelo y fortaleza para sobrellevar sus penas.

Encontraba también algún alivio en el amor que profesaba a su hermoso
paje: el día mismo de su llegada le fue presentado por don Beltrán, y
el niño, al besarle la mano, le entregó una carta que decía así:

  «Señora: Sin duda alguna me habrá olvidado V. A., porque las almas
  nobles no recuerdan los beneficios que hacen; pero si el que los
  recibe es merecedor de ellos, los graba de un modo indeleble en lo
  más íntimo de su corazón y los paga cuando puede.

  »Yo creo, señora, que satisfago ahora en parte la deuda de gratitud
  y amor que contraje con V. A., enviándoos a mi hijo Fernando: parto
  a Aragón con Gonzalo, mi hijo mayor; no quiero rendir más vasallaje
  a Enrique IV, puesto que, a no ser por el ángel a quien llama esposa
  suya, hubiera muerto en el calabozo en que me sepultó su padre; pero
  no quiero tampoco serle traidor, y abandono mi hermosa Castilla para
  no mezclarme en las intrigas de los nobles.

  »Por el cielo, guardaos, señora mía: solo tenéis un amigo fiel, y ese
  es don Beltrán; a él le envío mi hijo para que le ponga al lado de V.
  A. Nadie desconfía de un niño: su adhesión no os atraerá mal ninguno,
  y si corréis peligro, si vuestro esposo vacila en el trono, este
  mismo niño llamará a su padre y a su hermano, que volarán al socorro
  de sus soberanos.

  »Yo sé que don Juan Pacheco no perdona a V. A. la libertad que me
  dio, y de la que hice uso arrojándole del lado del rey; sé también
  que quiere conduciros al castillo de Maqueda, de donde han sacado al
  infante; pero por el nombre que llevo, juro a V. A. que no lo han de
  conseguir.

  »Dios guarde a V. A. y os conceda, señora mía, la dicha que tanto
  merecéis. — _Fadrique de Luna._»

La reina acogió con amor al niño y le hizo su paje: la memoria de los
Lunas no se había borrado de su alma, porque sabía cuánto la amaban
aquellos buenos caballeros.

Aprisionado don Fadrique durante el reinado de don Juan II, por una
calumnia del marqués de Villena, gemía aún en una oscura prisión
al subir al trono su hijo Enrique IV; mas cuando doña Juana vino a
dividirle con él, el primer acto de piedad de esta princesa fue mandar
abrir todos los calabozos.

Una vez libre el de Luna, su más ardiente afán fue arrancar la máscara
a Villena: consiguiolo, y el rey, que ya empezaba a aficionarse a
Beltrán de la Cueva, le tomó tal aversión que se vio obligado a no
presentarse más en el alcázar; pero juró odio y venganza al rey, a don
Fadrique, y, sobre todo, a doña Juana.

Algunos días después, salió de Madrid como jefe principal de la
conspiración que se formaba en Toledo para destronar a Enrique IV, pero
casi al mismo tiempo salió también don Fadrique con su hijo Gonzalo
para la corte de Aragón: su única hija, Luz, quedaba, según se decía,
en un monasterio de Ávila; en cuanto a Fernando, por ser niño sin duda,
nadie le conocía ni había oído hablar de él.

Desde que vivía en el alcázar, el pajecillo apenas había salido de
las habitaciones de la reina: consolaba su dolorosa melancolía, y la
amaba tanto que la expresión de aquel ardiente cariño le hacía a veces
olvidar sus pesares.

La seductora belleza de aquel niño había llamado la atención de toda
la corte, y el rey mismo estaba impaciente por conocerla; pero todos
cuantos elogios le habían hecho de él, le parecieron muy débiles al
verle en su antecámara en la noche señalada para partir a Toledo.

El paje salió detrás del rey y se dirigió a su aposento, en tanto que
la cólera de los nobles estallaba en imprecaciones contra el conde de
Ledesma y doña Guiomar; porque sabían que solo la querida y el favorito
tenían el poder de dominar la voluntad del rey.

—¡Por el cielo —exclamó don Lope Barrientos—, que se me acaba la
paciencia! Esta misma noche marcho a Toledo a unirme con Villena.

—Y yo os acompañaré, don Lope —dijo don Pedro Gómez.

—Y yo con mi compañía franca —añadió don Nuño de Saavedra.

—Y yo, y yo —repitieron muchos nobles.

—Pues id con Dios, señores —repuso don Diego Arias, anciano de hermosa
y apacible fisonomía—: yo, por ahora, prefiero irme a acostar.

Los cortesanos fueron saliendo poco a poco, y en la gran cámara
quedaron solamente los pajes y escuderos del rey.




IV

AMOR


Las doce de aquella misma noche serían cuando el paje salió de su
aposento y se dirigió con silencioso paso a la puerta de la habitación
de doña Juana; escuchó breves instantes y después se dirigió a otra
puerta que abrió suavemente, encontrándose en el salón amarillo.

Aquella estancia, intermediaria entre las habitaciones de Enrique IV y
de su esposa, era llamada así por el color de sus tapices y sillería, y
no se abría casi nunca; pero Fernando, que no podía conciliar el sueño,
iba a buscar en ella la calma y la soledad; llevaba en la mano un rollo
de papel y un tintero, que formaba un cuerno de plata; en el centro de
la estancia se veía una mesa dorada, y pendiente del techo una lámpara,
suspendida de largas cadenas de plata, para que sus tibios rayos diesen
luz a la mesa; sin duda aquel aposento estaba preparado de orden del
paje o por él mismo para pasar en él la noche.

Fernando cerró la puerta sin ruido; se quitó la gorra, que dejó en un
sillón, y después se aproximó a la mesa para colocar en ella el papel
y el tintero; mas ambas cosas cayeron de sus manos, y retrocedió más
blanco que las olas de encaje de su gorguera al ver a un caballero que,
inmóvil y silencioso, estaba sentado en el sillón colocado delante de
la mesa, y que, al ruido que hizo en el suelo el tintero, levantó la
frente, estremeciose y se puso en pie.

—¡Doña Luz! —exclamó juntando sus manos con una especie de adoración.

Palideció el paje fijando sus ojos en aquel hombre; mas aquella mirada
cambió el alabastro de su semblante en un súbito carmín.

—¡Ah! —dijo—, ¡me habéis asustado, don Beltrán!... pero —prosiguió con
una sonrisa que desmentía su temblorosa voz—, ¿qué hacéis aquí? Yo
venía a escribir a mi padre en esta estancia, mucho más silenciosa que
la mía; pero, puesto que la habéis elegido antes que yo, me voy para
no molestaros —y diciendo esto, recogió su tintero y papel, y fue a
tomar su gorra.

—Deteneos por el cielo, Luz —dijo el conde de Ledesma con acento
suplicante—, ¡tened piedad de mí!

El fingido paje alzó al cielo sus ojos con tristísima expresión, como
pidiendo valor; pero cuando se volvió a don Beltrán, su habitual y
dulce sonrisa vagaba de nuevo por sus labios; dejó otra vez su gorra
sobre la mesa, y echó sus largos rizos dorados hacia atrás con un
movimiento infantil, sentándose en el sillón que acababa de dejar el
conde.

Este permaneció de pie delante de ella, contemplándola con una mirada
ardiente y melancólica.

—¡Gracias, doña Luz! —dijo el conde con profunda emoción y rompiendo
al fin el silencio—. Gracias por vuestra bondad en acceder a mi ruego.
Esta condescendencia, por otra parte, en nada os compromete —prosiguió
con amargura—: ¡nadie extrañará que pasen en conversación, aunque sea
toda una noche, el paje y el amante de la reina!

—Creo, no obstante, conde, que para vos seré doña Luz de Luna, y no el
paje Fernando —repuso la doncella con acento grave y dulce a la vez.

—¡Oh, sí, sí! —exclamó don Beltrán—; mas nada temáis, Luz: ¡vos sois
para mí lo más sagrado que existe en la tierra; lo más santo que
conozco; sois lo que más amo en este mundo, mi más caro y apreciado
tesoro; el ángel que ilumina el áspero camino de mi vida! ¡Oh, Luz!
—prosiguió el conde, con tan honda emoción que las lágrimas brotaron de
sus ojos—. ¡Luz mía! ¿Cuándo daréis una esperanza a mi ardiente amor?
¿No sabéis que este cariño es puro y santo? ¿No os he rogado mil veces
que me permitáis pedir vuestra mano a don Fadrique?

—¿Y la reina, conde? —dijo Luz con doloroso acento—: ¿qué sería de la
reina el día en que os perdiese para siempre? ¿Qué porvenir le espera,
muertas las esperanzas de su amor?

—¡La reina! —repitió el conde—, ¡la reina! ¿Tengo yo la culpa acaso de
haberme engañado creyendo amarla? ¿Tengo yo la culpa de que ella se
haya apasionado de mí? ¡Por piedad, Luz, por piedad! ¡No mezcléis en
nuestro puro amor el recuerdo de esa pasión criminal!...

Detúvose el conde para mirar a la joven, que lloraba cubriéndose el
rostro con las manos.

—¡Llanto! —exclamó apasionadamente arrodillándose a sus pies—, ¡llanto,
amada mía! ¡Y lo viertes por mí! ¡Dime —prosiguió, buscando con sus
ojos la mirada de la doncella—: dime que te enternecen mis tormentos!,
¡dime que comprendes al fin la inmensidad de mi amor!... porque lo
comprendes ya, ¿no es verdad? ¿No es cierto que me has visto revivir
bajo la luz de tus divinos ojos, bajo la paz de tu sonrisa?, ¿que has
visto cómo recobraba la alegría de mi corazón y el sosiego de mi alma,
bajo la influencia de tu virtud? ¡Oh!... ¡Si supieras lo que pasó por
mí el día en que te me presentaste con la carta de tu padre!... ¡Creí
que el corazón iba a saltárseme del pecho!

Aquel hombre de hierro, cuyo valor se había hecho proverbial en toda
Castilla, cayó vencido y quebrantado por la emoción que experimentaba:
pálido, con la respiración anhelante, apoyó su frente en el brazo del
sillón de Luz.

—Yo también os amo, conde —dijo esta tomándole las manos y obligándole
a que se levantase—: sí, os amo, como ya no volveré a amar a pesar de
no tener más que dieciséis años. Dejadme concluir —añadió conteniendo
con imperioso ademán el trasporte del conde—: esta primera confesión
será también la postrera.

—¡La postrera!

—Sí, desde ahora os lo juro por el nombre que llevo: yo ahogaré
esta pasión, y si no puedo conseguirlo, moriré. Escuchadme, Beltrán
—prosiguió enternecida al ver la angustia que se retrataba en
las facciones del conde—: mi padre debe su vida a la reina, y su
bienhechora está rodeada de enemigos, abandonada de su esposo. Solo un
bien le resta: ¡vuestro amor!; y este bien, que compensaba para ella
todos los demás, ¡lo ha de perder también! ¡Y queréis, conde, hacerme
su enemiga! ¡Queréis que, en pago de la vida y de la libertad de mi
padre, clave en su corazón ese acerado puñal! ¡Queréis, en fin, que
desobedezca a mi padre, que me mandó oponer mi pecho como un escudo a
los golpes que asestasen al suyo! ¡Oh, no, no! ¡Jamás!

—¿Y creéis, Luz, que porque vos dejéis de amarme, renacerá mi cariño
hacia la reina? ¿Pensáis que humillaré de nuevo la frente a ese
vergonzoso yugo? ¿Imaginais que para conservar mi fortuna y elevación,
le fingiré de nuevo el sagrado sentimiento que solo vos en el mundo
habéis podido inspirarme? ¡Por Dios, que os equivocáis! ¡Voy a
renunciar esta noche todos mis cargos y títulos, y mañana seré otra vez
un pobre soldado! ¡Ya nada quiero de ella!

—Y yo, conde, os aborreceré como a mi más mortal enemigo, porque
habréis causado la muerte a la bienhechora de los míos —dijo la joven
con airado acento—; sí, os lo juro por el Dios que nos oye: si asestáis
ese golpe al corazón de la reina, mi amor se trocará en aversión,
porque la amo más que a vos.

Al acabar de pronunciar estas palabras, se dirigió a la puerta; mas el
conde la detuvo, poniéndose delante.

—¡Luz! —exclamó—, por piedad, no me dejéis así: decidme al menos que el
recuerdo de mi cariño os será grato; yo haré lo que queráis... no me
separaré del lado de la reina... la defenderé con mi vida... ¿estáis
contenta? —prosiguió clavando sus ojos con amarga tristeza en los ojos
de Luz.

—Sí, conde —contestó la doncella tendiendo al caballero su blanca
manecita—: ¡oh, sí, muy contenta! ¡Me habéis hecho tan feliz!... Vos
pagaréis de este modo a doña Juana la deuda de los Lunas, y yo... yo os
amaré... como a mi mejor amigo.

Temblaron los labios de la joven al pronunciar estas palabras, y una
espantosa palidez cubrió su semblante.

—Ahora —añadió haciéndose superior a su emoción—, ahora es ya de día,
conde; marchad a ver a la reina. Sé, por Inés, que está indispuesta, y
por eso fui a suplicaros que detuvierais vuestra partida.

—Os obedezco, Luz —dijo tristemente el conde—. ¡Quiera Dios que mi
vida, convertida desde hoy en un largo y doloroso sacrificio, pague
esa deuda terrible que me roba vuestro amor!

—Os engañáis, Beltrán; la satisfacción de esa deuda me liga a vos con
una tierna e inalterable amistad, y este puro sentimiento reemplazará
al amor, porque vuestro amor y el mío pertenecen a la reina de Castilla.

Al concluir estas palabras, abrió la puerta de su aposento y entró en
él, cerrando después de saludar al conde, quien tomó lentamente el
camino de las habitaciones de la reina.

En cuanto a Luz, se dejó caer de rodillas al pie de su lecho, y exclamó
con voz entrecortada por los sollozos:

—¡Gracias, Dios mío, gracias por las fuerzas que me habéis concedido en
tan ardua y dolorosa lucha! ¡Oh, Dios piadoso! ¡Oh, Virgen mía! ¡No me
desamparéis!




V

LA ENTRADA DE VILLENA


Cuatro días habían pasado desde estos sucesos y todavía no se había
dado orden ninguna para la partida del rey.

Doña Guiomar seguía indispuesta, obedeciendo tal vez los consejos de
don Juan Pacheco, marqués de Villena, su amante oculto, aunque nadie en
Castilla le conocía otro que Enrique IV.

La hermosa dama de honor de doña Juana tenía enteramente subyugado
el corazón del rey; pero ella no sentía hacia el monarca más que el
desprecio que necesariamente debía inspirar a una mujer de su temple,
porque doña Guiomar tenía talento y corazón.

A pesar de no contar más que treinta años, amaba con pasión al marqués
de Villena, que pasaba de los cincuenta. La energía de aquel hombre,
sus brillantes prendas y su elevado talento le inspiraban cariño y
admiración; aun su misma ambición era otro nuevo mérito a sus ojos,
porque era ambiciosa también.

La noche en que, a ruegos del paje, detuvo don Beltrán la marcha del
rey, recibió ella una carta de Toledo, concebida en estos términos:

  «Es absolutamente preciso que detengáis al rey cuatro días más en
  Segovia; al finar el último, os veré en vuestra misma casa, porque
  entraremos victoriosos, llevando a nuestro frente al infante don
  Alfonso. — _Villena._»

No bien leyó la dama de honor este billete, que le fue entregado al
desnudar a la reina, lo ocultó cuidadosamente entre los pliegues de
su brial; después extendió los brazos, y cerrando los ojos, se dejó
caer en un sillón, dando un ahogado grito que hizo acudir a la reina y
todas las damas; el desmayo duró media hora, al cabo de la cual pareció
reanimarse, y pidió permiso, con voz débil, para retirarse. Doña Juana
dispuso que se trasladase la enferma a su casa en una de sus carrozas,
y mandó a doña Blanca de Solís, la más joven de sus damas de honor, que
la acompañase y velase a su lado toda la noche.

Poco agradó, en verdad, esta orden a doña Blanca: odiaba, como todas
sus compañeras, a aquella orgullosa mujer, que las trataba muy mal;
pero se inclinó profundamente ante la reina, y abrigó ella misma, con
su capuchón de pieles, los hermosos hombros de doña Guiomar.

Despidiolas doña Juana, dispensando a la enferma de todo servicio en su
aposento mientras durase la indisposición, y asegurándole que sus damas
alternarían en su cuidada y asistencia; pero durante el camino, doña
Guiomar se animó y pareció casi buena al llegar a su casa.

—Doña Blanca —dijo a la joven con una dulzura extraña en ella—, no
quiero que os molestéis: yo estoy mucho mejor, y creo que mañana podré
asistir al alcázar a la hora de levantarse su alteza: voy a mandar
que os conduzcan a vuestra casa, quedando yo sumamente reconocida a
vuestros afectuosos cuidados.

—Pero, señora, tal vez os engañáis —repuso la sencilla joven, sin
comprender las miras de la altiva dama—: podéis poneros peor... no, no,
yo velaré con sumo gusto a vuestro lado.

—Os digo que me siento ya muy bien —repitió doña Guiomar, cuyas morenas
mejillas se encendieron con tan leve contradicción.

—La reina me reconvendrá... —murmuró débilmente la pobre niña, aterrada
como una paloma delante del milano.

—Yo os disculparé con S. A. mañana, cuando asista a su cámara: le diré
que os he rogado que os retiraseis. Ea, buenas noches, doña Blanca
—continuó bajando ligeramente de la alta carroza, y entrando en su casa.

No bien se halló en su aposento, escribió al conde de Ledesma
diciéndole que estaba bastante indispuesta, y rogándole que se lo
hiciera saber al rey. Mas don Beltrán, suponiendo la verdad, porque no
ignoraba la intimidad de Villena con la dama de honor, se guardó bien
de enseñar la misiva a don Enrique y la hizo pedazos en seguida que la
leyó.

Los ruegos del paje alcanzaron lo que deseaba doña Guiomar: el rey voló
a su casa así que tuvo noticia de la indisposición que la aquejaba y
que ella fingía por su parte a las mil maravillas.

Al volver al alcázar con don Enrique, Beltrán de la Cueva se dirigió
al salón amarillo, porque los dolores alejaban el sueño de sus ojos:
desde el día en que vio a Luz de Luna, la amó con pasión, y aquel fuego
devorador aniquilaba enteramente sus fuerzas morales.

Sin embargo, compadecía profundamente a la reina: a medida que él se
tornaba frío e indiferente, la pobre joven languidecía y su frente
se doblaba más pálida y abatida que la del conde; ella ignoraba, no
obstante, la causa de su desvío; no sabía que otro nuevo amor le
robaba el corazón de su amante, porque no sabía tampoco que su amoroso
pajecillo era una hermosa doncella.

En la corte de Castilla nadie más que don Beltrán conocía este secreto,
porque solo a su lealtad lo había confiado su anciano amigo don
Fadrique de Luna. ¡Dios, en su bondad, quiso evitar a aquella infeliz
princesa el más amargo de todos los dolores... los celos!

Era el día que Villena había señalado para entrar en Segovia: brillaba
el sol en todo su esplendor y el tibio viento de octubre traía en sus
alas los perfumes de las últimas flores.

Enrique IV, sin acordarse de que rugía sobre su cabeza una terrible
tempestad, pasaba casi todo su tiempo al lado de doña Guiomar, que
agravaba o disminuía su indisposición según convenía a sus planes:
Toledo y la conspiración que encerraba dentro de sus muros se habían
borrado completamente de la memoria del rey.

Espantoso desorden reinaba en la ciudad; muchos de los nobles
partidarios de Villena, y avisados por él, sabían que aquella noche
debían entrar los conjurados, y que don Enrique iba a ser arrancado del
trono para colocar en él a su hermano don Alfonso.

Otros, y estos eran los menos, adictos al rey, se aprestaban a la
defensa, y cruzaban en todas direcciones a la cabeza de sus compañías
francas.

En vano fue avisar al rey de lo que acontecía; en vano le pintaron el
riesgo que corría: su sagaz manceba le aprisionaba a su lado, y el rey
se contentaba con responder: _No se atreverán._

Tres días hacía que Luz había escrito a su padre llamándole a Segovia.
«La reina peligra, padre mío —le decía—. Villena está cerca de aquí,
y ya sabéis que es su enemigo mortal: venid, pues, a salvarla de la
prisión o de la muerte.»

Después de escrita esta carta, el pajecillo se situó al lado de la
reina, que esperaba sin impaciencia ni temor lo que iba a suceder:
sabía que si vencían los conjurados sería sepultada en un sombrío
castillo, porque sabía también hasta qué punto la odiaba don Juan
Pacheco, y presagiaba que su primer cuidado sería abrirle una prisión;
pero todo lo olvidaba, porque veía de nuevo tierno y amante a don
Beltrán y hacía dos días que era feliz, a pesar de los males que la
amenazaban.

El pobre pajecillo era dichoso también con la ventura de su señora,
aunque su rosado semblante había tomado la palidez del alabastro, y sus
espléndidos ojos azules se veían rodeados de un ancho círculo morado;
en aquellos cuatro días no se había separado un momento de la reina: en
pie, detrás de su sitial, estremecíase al menor ruido que sonaba en la
calle, y parecía escuchar constantemente con ansiedad.

Hacia las cuatro de la tarde creció el rumor en las calles, y se
oyeron pasos cautelosos en la escalera que daba a las habitaciones de
la reina; las damas de honor se estrecharon temblando unas a otras, y
el paje palideció más que ellas: los pasos, que sonaban ya junto a la
puerta principal, cesaron de repente, y un instante después se oyó dar
vuelta suavemente a la llave.

—¡Nos encierran! —gritó doña Juana—, ¡estamos prisioneras! —y se
acercó a otra puerta disimulada en los tapices, al mismo tiempo que la
cerraban también.

Un ahogado sollozo se escapó del pecho de la reina: no pensó en ella,
sino en la Cueva, en su esposo, en su pobre hija y en su reino perdido.
¡Ella, la reina de Castilla, tendría que morir en una prisión!... La
pobre joven se dejó caer de rodillas en su reclinatorio y oró con
fervor, imitándola sus damas y Fernando.

Ya había tendido la noche su denso manto, y aún permanecían postradas.
De súbito saltó uno de los cristales de colores del anchuroso balcón
de piedra, y tras de aquel todos los demás que componían la ojiva
vidriera, y un hombre se precipitó en la estancia. Las voces de la
reina, de sus damas y del paje, se confundieron en un solo grito de
terror; mas el aparecido, sin mirar a nadie, se dirigió al paje, a
quien acercó a su pecho con un apasionado movimiento y como para
protegerle del riesgo que le amenazaba.

—¡Don Beltrán! —exclamó la reina reconociéndole y tendiéndole sus manos.

—Nada tema V. A., señora —contestó el conde besando la diestra de doña
Juana—: he encontrado cerradas todas las puertas y he entrado por ahí
—continuó señalando el balcón—, para defenderos hasta mi último aliento.




VI

EL TRONO Y EL HONOR


Cuando don Enrique volvió al anochecer a su alcázar, no se notaba otra
señal de alarma que las rondas que se cruzaban en todas direcciones:
los conjurados aún no habían entrado; mas, careciendo de puertas la
ciudad, era imposible oponerles este obstáculo.

Don Beltrán sabía, no obstante, que Villena estaba con los principales
jefes dentro de Segovia: reunió a todos aquellos con quienes podía
contar y se aprestó a la defensa; porque su lealtad como soldado
era a toda prueba, y estaba decidido a perder mil vidas que tuviera
por defender a sus soberanos; tenía además que velar por Luz, cuya
existencia y honor le habían sido confiados por su padre, y que eran
mucho más caros a su corazón que todos los intereses de la tierra.

Don Enrique se acordó, por fin, de su esposa y de su hija, y al cerrar
la noche, salió de su cámara para dirigirse a las habitaciones de
la reina, acompañado de muchos cortesanos; mas quedaron atónitos al
encontrar todas las puertas cerradas.

Doña Juana estaba ya aprisionada: era la primera víctima de la venganza
de Villena.

El semblante del soberano se trastornó enteramente: en el fondo de
aquel corazón helado y endurecido había algún cariño hacia la joven y
hermosa princesa a quien llamaba esposa suya, y la idea de que se la
habían robado o de que otro se había anticipado a salvarla, le hizo
olvidar todo lo demás.

—¡Echad abajo esa puerta! —dijo con voz fuerte.

Los soldados de su guardia empuñaron las hachas de armas e hirieron con
un solo golpe la maciza puerta que no se conmovió lo más mínimo. Un
curioso observador hubiera visto aparecer una burlona sonrisa en los
labios de los cortesanos: las llaves de la habitación de la reina tal
vez no estaban lejos de allí.

La voz del rey se dejó oír de nuevo entre el estruendo.

—Llamad a la Cueva —gritó con airado acento, y aún no había expirado el
eco, salieron tres pajes en distintas direcciones.

—Señor —dijo don Diego Arias, que era el anciano de hermoso semblante a
quien vimos en el alcázar—, yo creo que debíamos bajar al jardín para
ver, si nos es posible, por entre los balcones, si la reina está dentro
de su habitación: el profundo silencio que se advierte me hace temer
que nos la hayan arrebatado, y en ese caso, juraría, por el nombre que
llevo, que hay traidores entre nosotros.

Y el noble caballero, en cuyo corazón ardía la indignación, tendió en
derredor suyo una mirada amenazadora.

—Tienes razón, Arias —dijo el rey—: vamos al jardín, y si tus temores
salen ciertos... ¡ay de los culpables!

Y echó a andar seguido de todos sus cortesanos.

Algunos soldados y escuderos iban detrás alumbrando con hachas.

Al llegar al jardín, mandó don Enrique que se detuviesen todos a la
puerta, y se adelantó él solo con don Diego Arias, hasta colocarse
enfrente de los balcones de la cámara de la reina: la luna derramaba
una tenue claridad a través de la espesa cortina de nubes que la
ocultaba, y que permitían distinguir, no obstante, hasta las más
pequeñas plantas.

En tanto que don Enrique y el anciano don Diego miraban con ansiedad
al fondo de la cámara de la reina, en la que se notaba el resplandor
lejano de una luz, la Cueva se dirigió a una puerta del alcázar por
donde acostumbraba a entrar; mas su angustia fue indescriptible al
encontrarla cerrada. De repente un confuso rumor de golpes y voces
llegó a sus oídos: era que los soldados del rey herían con las hachas
de armas la puerta principal.

—¡También cerrada aquella! —murmuró el conde, que adivinó la causa de
aquel estruendo; tendió en seguida en derredor suyo una mirada en la
cual radiaba una ráfaga de delirio, y echó a correr hacia el jardín.

—¿Qué voy a hacer? —murmuró parándose de repente—: ¡qué voy a hacer,
Dios mío! ¿Cómo salvarlas? ¡Salvarlas! ¿Y de quién? ¿Quién ha cerrado
las puertas del alcázar? ¿Villena? ¿Quién las manda abrir? ¿El rey? ¿O
ha sido Enrique IV quien las ha aprisionado, y don Juan Pacheco el que
intenta derribar esas mismas puertas?

Calló el conde y se apoyó contra el muro casi desfallecido.

—¡Luz! —murmuró al cabo de algunos instantes—. ¡Luz mía! ¿Qué va a ser
de ti? ¿Pagarás tú, pobre ángel, los odios que nacieron alrededor del
trono? ¡Y yo... yo no puedo salvarte... no puedo!...

Un amargo sollozo desgarró la garganta de don Beltrán: pálido como un
cadáver, cerró los ojos y quedó inmóvil.

Un golpe más fuerte que los otros le hizo estremecer: rápido como un
relámpago echó a correr y salió del alcázar.

En aquel mismo instante miraban con mayor ansiedad que nunca el rey
y don Diego al interior de la cámara de la reina: el anciano hacía
ya rato que escuchaba atentamente con la cabeza inclinada; hubo un
instante en que don Enrique fue a hablar, mas el caballero le apretó
fuertemente el brazo haciéndole señas de que callase, y olvidando la
etiqueta en una ocasión tan importante.

De súbito levantó también la cabeza el rey; se oían claramente sobre
la arena del jardín los pasos de un hombre, y al mismo tiempo estalló
un horrible tumulto en la plaza del alcázar; por detrás de las paredes
del jardín se percibía el choque de las armas y los gritos de los
combatientes.

Por un movimiento involuntario, don Enrique iba a precipitarse hacia la
puerta; mas don Diego le detuvo.

El hombre, cuyos pasos se oían, entraba entonces en la calle de árboles
en que ellos estaban.

Sin detenerse, llegó al pie de los balcones de la reina y sacó una
larga escala de seda que sujetó al de enmedio, afianzándola a la parte
inferior con largos garfios de hierro.

—¡Castilla por don Alfonso! —gritaron muchas voces en la plaza del
alcázar.

—¡Abajo los traidores! ¡Muera Villena! —respondió otra inmensa gritería.

Don Enrique hizo un segundo e impetuoso movimiento y se lanzó a la
puerta; mas el anciano don Diego le sujetó fuertemente por el brazo.

—En la calle quieren quitaros el trono, señor —le dijo con voz
profunda—; pero aquí os roban vuestro honor —añadió señalando al hombre
que acababa de escalar el balcón.

Mas apenas pudo vérsele, porque dio con mano fuerte un golpe en la
ojiva vidriera, que cayó hecha mil pedazos, y se precipitó de un salto
en la cámara real.

Por un momento vieron el rey y don Diego, a través de los cristales
mutilados, a la reina y sus damas postradas: los blancos trajes se
extendían en amplios pliegues como una alfombra de nieve en el mármol
del pavimento; el grito de espanto lanzado por la soberana y sus damas
llegó también a oídos de don Enrique y don Diego; mas en el instante
mismo se cerraron de golpe ambos postigos y desapareció el luminoso
cuadro.

—Vamos, Arias —dijo don Enrique con sordo acento—: vamos a lavar el
honor, y después defenderemos el trono.

Y el rey y don Diego salieron del jardín con precipitado paso.




VII

¡CASTILLA POR DON ENRIQUE!


Al volver el rey a la habitación de su esposa, acababa de saltar la
puerta, deshecha por los golpes de los soldados.

—Nadie se mueva hasta que yo lo mande —dijo don Enrique con severo
acento—: ¿habéis encontrado al conde de Ledesma? —preguntó a los que
había enviado a buscarle.

—No, señor.

—Seguidme, Arias —dijo el rey, y entró en la cámara de su esposa.

Pero en el mismo instante, un rumor confuso se oyó al otro lado de las
habitaciones; acababan de echar abajo otras puertas del alcázar que
daban a distintas calles; un momento después se abrió la puerta oculta
entre los tapices, y apareció Villena con la espada desnuda y seguido
de gran número de los suyos. Encontráronse frente a frente el rey y su
enemigo, mas la primera mirada de ambos fue para buscar a la reina: los
semblantes de los dos se encendieron con un subido carmín, y brotaron
de sus ojos relámpagos de furor.

Vestida doña Juana con un largo traje blanco, estaba arrodillada en
su reclinatorio; sus largos cabellos negros caían en rizos medio
deshechos alrededor de sus hombros y garganta; tenía cruzadas las manos
fuertemente, y sus grandes ojos se fijaban en Villena con profundo
terror. Don Beltrán estaba de pie a su lado, y su presencia fue la que
trastornó de rabia los semblantes del rey y de Villena: el uno veía en
él a su rival, el otro a su enemigo. La vidriera rota, que el rey fue a
abrir, dejaba penetrar una corriente de aire frío que hacía vacilar la
luz de la única lámpara que alumbraba el aposento.

El rey se acercó a la Cueva y le cogió del brazo.

—¿Por dónde habéis entrado en la cámara de la reina, conde? —le
preguntó con una terrible mirada.

—Por la misma puerta que V. A., señor, contestó el favorito con voz
firme.

—¿Y a qué hora?

—Hace apenas media.

—¿Por qué, en vez de venir aquí, no estuvisteis a mi lado?

—¡Oh, señor! —repuso don Beltrán con tan serena sonrisa que ocultó del
todo la angustia retratada en sus facciones—: vine aquí porque vos
estabais rodeado de valientes caballeros, y la reina estaba sola y
expuesta a la furia del marqués.

—¡Vive Dios, don Enrique, que no sé cómo tenéis calma para escucharle!
—exclamó Villena, cuya furia se aumentó al ver malograda su esperanza
de encontrar a la reina sola—. El conde acaba de entrar por ese balcón,
puesto que no había otra entrada, porque todas las llaves de esta parte
del alcázar se recogieron por orden mía.

—¡Mentís como un villano, marqués! —gritó entonces el paje de la reina,
saliendo al frente de todos—: quien ha entrado por ese balcón he sido
yo.

Al oír el mentís del niño, trastornose enteramente el semblante de
Villena, y se arrojó a él, en tanto que muchos de los suyos rodearon al
conde.

Ninguno, empero, se atrevió a llegar al soberano.

—¡Favor al rey! —gritó don Enrique, y todos los nobles, que esperaban
sus órdenes, precipitáronse de tropel en la estancia con las espadas en
la mano.

En el instante mismo en que Villena se lanzaba al pajecillo,
retrocedió: Don Juan Pacheco era muy valiente, y la espada cayó de sus
manos al contemplar de cerca el puro y bellísimo semblante del niño.

—Sí —prosiguió Fernando yendo a postrarse a los pies de la reina, que
se había dejado caer en un sitial—: yo fui el que escaló ese balcón, al
ver que las puertas me vedaban la entrada; porque —añadió, cubriendo de
besos las manos de doña Juana—, no podía acostarme sin ver a mi señora.

Los cortesanos se miraron atónitos. ¿Sería aquel niño el nuevo amante
de la reina? Su lenguaje lo hacía suponer así.

La refriega se había empeñado en aquella estancia: combatían junto a la
Cueva algunos caballeros, en tanto que el rey contemplaba con mirada
sombría al lindo paje, que ocultaba su frente en los pliegues del
vestido de la reina para no ver aquella desastrosa escena.

De repente, lanzó un agudo grito: acababa de caer la Cueva herido, y
aquel golpe produjo, aunque sin verlo, un doloroso choque en todo su
ser. Volviose, arrodillado como estaba, y cruzó sus manos sobre el
pecho con una desgarradora expresión de dolor; después, como atraído
por una fuerza superior a su debilidad, se levantó trabajosamente y
quiso correr hacia don Beltrán, mas el rey le detuvo.

—Niño —dijo—, ya que tanto amáis a la reina, es preciso defenderla,
porque os la quieren robar —añadió con fiera y maligna sonrisa—. Vamos,
desenvainad esa preciosa daga, regalo suyo sin duda... ¡Vamos!

Tembló el paje: su brazo se rompía entre los dedos del rey.

—Sí, sí, que combata —gritaron muchas voces. Mas la de la Cueva dominó
todas las demás.

—¡Señor —gritó—, piedad, ese paje es una mujer!

—¡Una mujer! —repitieron en coro el rey y todos los cortesanos.

—¡Sí —dijo la pobre niña, cuyo semblante estaba blanco como el mármol—;
sí, don Enrique, el amante de la reina, ya lo veis, es una mujer!

Y en sus labios se dibujó una angélica sonrisa, en tanto que sus ojos
se cerraban cayendo desvanecida en los brazos del rey.

—¡Castilla por don Enrique! —gritaron en la plaza mil voces en una.

—¡Castilla por don Enrique! —repitieron en la escalera del alcázar.

—¡Castilla por don Enrique! —resonó por tercera vez en la puerta de
la cámara real, y don Fadrique de Luna, seguido de su hijo y de gran
número de soldados, entró por la puerta principal de la cámara, en
tanto que Villena y los suyos huían vergonzosamente por la puertecilla
secreta que les había dado paso.




VIII

LOS LUNAS


La primera mirada de don Fadrique se dirigió en busca de la reina; al
descubrirla desmayada en el ancho sillón, se arrodilló delante de ella
y besó una de sus manos.

Gonzalo, entre tanto, había visto a su hermana sin sentido en los
brazos del rey.

—¡Luz! —exclamó extendiendo los suyos para recibirla.

Al eco de esta voz amiga, abrió la joven los ojos y los fijó en el
semblante del caballero.

—¡Hermano mío! —murmuró con débil voz—. ¿Y nuestro padre? —preguntó en
seguida.

Pero don Fadrique llegaba ya, y la estrechó amorosamente contra su seno.

—Al fin te veo, hija mía —exclamó el anciano con los ojos llenos de
lágrimas—, ¡si supieras cuánto sufría lejos de ti!

—¡La hija de Luna! —murmuró el rey—: es más noble, más niña y mucho más
hermosa que doña Guiomar.

Y sus ojos se fijaron con amor en la pobre doncella a quien había
estado a punto de matar pocos momentos antes.

Comenzaba a volver en sí la reina y Luz iba a acercarse a ella, mas su
padre la contuvo suavemente.

—Señor —dijo en voz baja y aproximándose al rey—, prometedme que no
diréis a nadie jamás que el paje Fernando era mi hija Luz; y vosotros,
caballeros —prosiguió volviéndose a los nobles—, concededme, os ruego,
el mismo favor.

—¿Pero de qué servirá esto, cuando la han de ver aquí todos los días?
—dijo el rey—; y además, ¿por qué ocultar todo lo que vale este ángel
de paz?

—Nadie la verá, señor —contestó el de Luna—, porque antes de amanecer
tomaremos el camino de Aragón, sin que mi Luz deje su vestido de paje.

—¡Cómo, don Fadrique! ¿Conque me dejáis de nuevo? —exclamó el rey con
doloroso acento—: ¿me dejáis, sin que pueda pagaros todo lo que os debo?

—Si algo vale el servicio que he tenido la dicha de hacer a V. A.,
señor —contestó don Fadrique—, no pido más recompensa que el permiso
para marchar.

—Idos, pues —dijo tristemente el rey—: ahora, al menos, añadió bajando
la voz, dejad a Luz al lado de la reina.

—¡Imposible, señor! —respondió con acento firme el anciano—: he
consentido en separarme de mi hija mientras sus servicios han hecho
falta a mi bienhechora —continuó besando una mano de la reina, quien,
recobrada ya y comprendiendo lo que pasaba, le dio gracias con una
dulce sonrisa—. Ahora —concluyó don Fadrique—, no puedo consentir en
alejarme de aquí sin mi Fernando.

—¡Cómo! —exclamó doña Juana—, ¿os lo lleváis?

—Sí, señora; pero os dejo un buen amigo en el conde de Ledesma —dijo
don Fadrique estrechando entre las suyas las manos de don Beltrán—: a
no ser por él, hubierais caído en poder de Villena antes de llegar yo.

—Venid aquí, la Cueva —dijo el rey—: desde hoy sois duque de
Alburquerque, y os damos además los señoríos de Atienza y Roa. Quedad
con Dios, don Fadrique —prosiguió dirigiéndose al anciano—; adiós,
Gonzalo; ya que os obstináis en partir, no me opongo a vuestro deseo;
pero jamás olvidaré que os debo mi corona y mi vida.

Inclináronse los Lunas, pero no besaron la mano del rey; para aquellos
nobles caballeros era un imposible amar ni respetar a aquel hombre:
únicamente acataban la corona que ceñía sus sienes.

—Adiós, Fernando —prosiguió el rey tomando en las suyas las blancas
y delicadas manos de doña Luz—: si alguna vez sufrís o deseáis algo,
acordaos del rey de Castilla.

Después besó la mano de la reina y salió de la estancia apoyado en el
brazo de don Beltrán y seguido de todos los cortesanos.




IX

EL SACRIFICIO


Al rayar el día siguiente, salió Beltrán de la Cueva de su casa y se
dirigió al alcázar, mas los Lunas habían partido ya y no encontró de
ellos otro resto que esta carta escrita de mano de doña Luz.

  «Adiós, conde: os he amado y os amo como a nadie en el mundo; pero
  amo más que todo la ventura de la que salvó la vida de mi padre.

  »Voy a encerrarme en el convento de Santa María, y en él rogaré al
  cielo que os haga feliz. — _Luz._»

Palideció el duque al leer esta carta y ocultó el rostro entre las
manos, permaneciendo largo rato en esta postura.

Aquel golpe cruel aniquiló para siempre sus facultades de amar: la
ambición ocupó exclusivamente su alma, y volvió a fingir con la reina
un cariño que ya no podía sentir.

Sus miras se cumplieron: don Enrique, enteramente subyugado por él,
lo elevó a la cumbre del poder, lo que no impidió que el inconstante
monarca le aborreciese y desterrase un año más tarde.

En cuanto a doña Juana, gracias al sublime sacrificio de su paje,
recobró la tranquilidad de su espíritu con la certeza de ser
amada: aquella pasión, culpable en verdad, pero excusable por las
circunstancias que la acompañaban, era toda la parte de ventura que
Dios había querido concederle en este mundo de dolor.

Luz de Luna profesó al año de entrar en el convento: en el fondo de su
alma y junto al amor de Dios, vivió siempre el recuerdo de don Beltrán;
quizás aquella pasión dolorosa alcanzó del Señor el perdón de los
extravíos del conde de Ledesma; tal vez el largo martirio de la pobre
joven borró del libro de la justicia divina las culpas del favorito de
la reina. ¡Felices aquellas que, como Luz, lo alcancen! ¡Felices, sí,
por mucho que hayan sufrido!

Varias veces, al contemplar la blanca antorcha del firmamento cuyo
nombre llevaba la hija de don Fadrique, se deslizaba una lágrima de
las negras pupilas del conde, y sus labios murmuraban estas palabras:
«¡Ruega al cielo por mí!...»

Y al mismo tiempo una joven religiosa del convento de Santa María
fijaba sus azulados ojos en el astro de la noche y decía en voz tan
baja que se perdía en las auras perfumadas de su jardín: «¡Oh, Dios
de bondad, hacedle feliz!... pero ¡no arranquéis mi recuerdo de su
corazón!...»

Antes de cumplir veinte años, murió Luz de Luna: las buenas religiosas
la acostaron para que durmiese el sueño eterno en una urna de mármol
rodeada de flores, y decían que todas las noches una paloma blanca iba
a posar su vuelo sobre el sepulcro.

Era el alma de Luz que iba a pedir al astro, que le dio su nombre, un
recuerdo del poderoso duque de Alburquerque, proscrito ya y desterrado.

¡Alma bendita e inocente!




LA PRINCESA DE LOS CASPIOS




I

HERMIONE


La historia de los pueblos de Oriente, de ese pedazo de mundo que no
ha mucho ha sido teatro de una guerra que ha fijado la consideración
del resto del universo, se pierde en la noche de los tiempos. Hay, sin
embargo, en ella episodios que conmueven profundamente el ánimo, y de
esta especie es el que sirve de base a esta leyenda.

En aquella nación idólatra, donde falta el freno más fuerte y poderoso
de las pasiones humanas, que es la religión, se han desarrollado estas
siempre con terrible vehemencia: las mujeres, que entre nosotros parece
han nacido únicamente para el sufrimiento, la dulzura y la resignación,
dan allí rienda suelta a sus impetuosos sentimientos, y son, no pocas
veces, víctimas de ellos.

El amor y la venganza, sobre todo, han producido terribles desastres:
no conociéndose el honor, la probidad, ni ninguna de las virtudes
sociales, el asesinato venga las más leves diferencias como las ofensas
más graves.

Hubo un tiempo en que el Asia, aunque dividida en reinos, estaba
dominada por príncipes o gobernada por sátrapas, cuya vida licenciosa y
llena de desórdenes hundió al fin su poder.

Principalmente en Persia, en aquel reino, el más hermoso y dilatado de
todo el Oriente, existían multitud de soberanos a quienes el bondadoso
y anciano rey Darío no tenía fortaleza bastante para castigar; esta
culpable debilidad fue la causa de su ruina, porque en breve perdió
su prestigio, y el día de la memorable batalla que se dio a orillas
del Éufrates, se vio vendido por los poderosos, cuyos excesos había
tolerado, y abandonado de los débiles, a los cuales estos mismos
excesos habían hecho sufrir todo género de vejaciones.

Uno solo, sin embargo, permaneció fiel al anciano rey hasta que rindió
el último aliento.

Crádates, soberano de los Caspios, era vasallo de Darío, y el más
amado entre todos los príncipes de su corte; sirviole con inviolable
fidelidad durante su vida, mas cuando la perdió en el combate que puso
a la Persia en manos de Alejandro el Grande, el anciano Crádates se
sometió, como el reino todo, al vencedor, y fue con el resto de sus
tropas y su familia entera a postrarse a los pies de Alejandro.

Recibiole este con bondad suma, y de este modo derramó un saludable
bálsamo en la herida que había abierto en el corazón del príncipe la
muerte de su señor: el noble anciano cedió, como todos, al influjo
de aquel hombre extraordinario y se dispuso a servirle con la misma
lealtad que a su amado rey.

Tenía Crádates dos hijos valientes y gallardos, cuyos nombres eran
Tolomeo y Casandro, y una hija más joven que estos, llamada Hermione.

La belleza de las mujeres persas ha sido proverbial en toda el Asia,
pero la de Hermione era superior a todo encarecimiento.

Nacida de madre escita y de padre persa, el cruzamiento de las
dos razas produjo el tipo más perfecto y seductor; tenía la tez
de alabastro, el cuello de cisne y los azulados ojos de su madre,
Berenice, y las luengas pestañas negras, las pobladas cejas, la
espléndida cabellera de azabache, la boca de púrpura y el leve talle de
las hijas de Persia.

Nada había comparable a la hermosura de su frente de mármol; nada tan
bello como sus manos de marfil y como sus torneados brazos; nada, en
fin, tan esbelto y majestuoso como su elevada estatura, que sobresalía
como una palmera entre las mujeres que la rodeaban, pequeñas como lo
son comúnmente todas las de aquella nación.

Quince años contaba la princesa cuando Crádates fue con ella y sus
hermanos a postrarse a los pies de Alejandro.

La imaginación entusiasta de la joven, vivamente impresionada por
la relación de las hazañas de este gran monarca, se enardeció mucho
más cuando pudo verle y contemplar su juventud y belleza unidas a su
nobleza y heroísmo, y aquel instante decidió de su vida.

Concibió por el rey una vehementísima pasión, y la arrogante Hermione,
objeto de la adoración de casi todos los príncipes del Asia, se
convirtió en esclava del rey de Macedonia.

El joven monarca no reparó en el efecto que había producido: vio a sus
pies a una hermosa y esbelta joven, vestida de un largo traje blanco,
y cuyos marmóreos hombros, más blancos que el cendal de su vestido,
estaban medio cubiertos con un manto de púrpura recamado de oro; miró
por un instante aquella angélica cabeza poblada de rizos negros, y
aquellos piececitos que aparecían torneados a través de las cintas
de sus sandalias de grana, y después volvió los ojos a otro lado con
frialdad.

En cuanto a Hermione, solo la palidez de su semblante y el temblor de
sus labios pudieron dar a conocer lo que pasaba en su alma.

El príncipe Crádates siguió por algún tiempo la marcha del ejército
real; pero queriendo Alejandro ligar al anciano con beneficios y
manifestarle a la vez la confianza que de él hacía, le envió a
Maracanda, nombrándole gobernador de esta ciudad y de su dilatada
provincia, y trasmitiéndole un poder igual al que tenían los sátrapas
en tiempo de Darío, el desgraciado rey de Persia.

El príncipe recibió esta gracia con un vivo reconocimiento y con un
deseo ardiente de dar un testimonio de él al generoso vencedor. Mas la
desdichada Hermione, cuya pasión había hecho rápidos progresos, vio en
esta nueva su sentencia de muerte.

¡Perdía a Alejandro! ¡Se alejaba de él sin poderle decir que
le amaba!... y para colmo de su desgracia, tenía que encerrar
cuidadosamente este amor en el fondo de su alma y ocultar a su padre un
sentimiento que hubiera reprendido quizá con demasiada severidad.

Jóvenes que amáis sin esperanza; vosotras, que os veis precisadas a
mostrar la sonrisa en los labios cuando tenéis desgarrado el corazón;
vosotras, en fin, que sabéis lo que es pasar mil veces por delante del
hombre a quien amáis sin que sospeche siquiera lo que sufrís: imaginaos
por un momento que os arrebatan el triste consuelo de verle; pensad
cuán intenso y amargo sería vuestro dolor, y tendréis una idea del
tormento de la desventurada Hermione.

Con la muerte en el alma partió con su padre y sus hermanos para
Maracanda, que se sometió al rey sin resistencia, siguiendo el ejemplo
de los demás pueblos del Asia Menor, y aquella pobre niña cayó en una
profunda melancolía.

Todos los delirios de la pasión más fuerte se apoderaron de su
espíritu; llamaba a Alejandro, acariciaba un retrato suyo que había
podido procurarse, y que jamás separaba de su seno; veíasela, en
medio del sueño, pálida y agitada, derramando abundantes lágrimas, y
solamente despertaba de tan dolorosa pesadilla para sentir un martirio
mil y mil veces más cruel.

Hermione no tenía madre; la hermosa Berenice, hija del rey de Isedón y
esposa de Crádates, murió al darla a luz, y el cielo arrebató con ella
a la infeliz princesa el apoyo mejor y más seguro.

Cierto es que su padre la amaba con ciego cariño, y que la adoraban sus
hermanos, sobre todo Casandro, que era de natural muy dulce; pero nunca
pudo Hermione resolverse a declararles su fatal secreto, encerrándolo,
por el contrario, con cuidadoso afán en lo más íntimo de su alma.

Cerca de un año hacía que vivían en Maracanda, cuando Alejandro llamó
a los jóvenes príncipes, hermanos de Hermione, confiándoles cargos
muy importantes en el ejército y sin desperdiciar una ocasión en que
pudiera manifestar al anciano Crádates su amor y estimación.

Entonces fue cuando llegó Efestión a aquel reino: Efestión el malvado,
Efestión el regicida, puesto que, cómplice del traidor Besso, hicieron
ambos expirar, a los golpes de sus puñales, al magnánimo rey de Persia;
Efestión, cuya sangrienta memoria ha quedado para siempre grabada en
todos los pueblos que bañan el Éufrates y el Termodonte.

Después del detestable regicidio, que quedó oculto por entonces a favor
de las tinieblas de la noche en la agitación de aquella memorable
batalla, que decidió la suerte de dos grandes naciones e hizo a la
una esclava de la otra, siguieron Efestión y Besso toda la Bactriana,
asolando a los pueblos y apoderándose de las riquezas de aquel
desdichado territorio; mas cuando Alejandro llevó hasta allí sus armas
vencedoras, Efestión vendió a su amigo, y queriendo contraer méritos
con el soberano, prendió a Besso por su propia mano y le condujo sujeto
a la tienda del rey.

El gran Alejandro ignoraba todavía quiénes eran los asesinos del
anciano Darío, al cual amaba tanto, no obstante ser su enemigo y
haberle conquistado casi todo su reino.

Besso le fue presentado con la lengua cortada, y Efestión urdió una
fábula que nadie podía desmentir.

Imposibilitado Besso de hablar, solo un esclavo podía descubrir al
infame regicida; pero el infeliz siervo fue muerto y arrojado al
Éufrates así que se cometió el crimen.

Por lo tanto, todo el rigor de Alejandro cayó sobre el desgraciado
Besso, que fue colgado de un árbol, asaeteado y descuartizado antes de
expirar por cuatro caballos,[5] y Efestión fue recompensado con mano
pródiga por el rey, que le agradeció que le hubiera proporcionado la
ocasión de ejercer aquel acto de justicia; pero el malvado regicida,
abusando de los favores del monarca, sembró nuevas sediciones en el
campo; y obligando a los daheses a que se sublevasen con siete mil
caballos bactrios, partió con ellos en dirección a Maracanda, a fin de
obligar al príncipe Crádates, con quien le unía una estrecha amistad, a
levantarse contra su rey y señor.

  [5] Histórico.

Al pronto ocultó sus designios, haciendo creer a Crádates que venía por
orden de Alejandro; y el príncipe, engañado con esta treta, le recibió
en su mismo palacio y le trató como enviado del rey, dando órdenes
para que se alojase parte del ejército en la ciudad, y el resto en los
lugares más cercanos, pero con la mayor comodidad posible.

Efestión había tomado muchas precauciones para que el anciano no
descubriese la verdad. Cubrió los caminos de guardias para detener a
todo el que pudiese venir de parte del rey o de cualquiera otro lado, y
de este modo pudo ocultar al príncipe su infamia.

Aquel hombre, de corazón de hierro hasta entonces, tenía a la sazón en
sí mismo el más peligroso enemigo: amaba a Hermione, y la amaba con
toda la energía de la primera pasión; la bella y melancólica niña le
hacía olvidar todos sus proyectos con una sola mirada, y delante de
ella desaparecía a sus ojos el resto del mundo.

Un presentimiento oculto le aconsejó no declararle su amor: adivinaba
que Hermione no correspondería jamás a su indomable pasión, y prefirió
entenderse con el príncipe y pedirle la mano de su hija.

El engañado Crádates prestó oídos a la proposición que Efestión le
hiciera; y creyendo a este en un alto favor con el rey, supuso que no
podía esperar un partido más ventajoso para su hija, y prometió su mano
a Efestión, sin consultarla en atención a su corta edad.

Mas al participar su resolución a Hermione, encontró en ella una
resistencia que no esperaba: nacida la joven con un carácter generoso
pero altivo, se rebeló contra esta violencia y habló a su padre con
energía.

En aquellos pueblos poco civilizados e idólatras, la educación
y la religión no podían ser frenos para contener el ímpetu de
los sentimientos, y la pobre niña, agotado su valor, se entregó
completamente al exceso de su pena.

—Padre —exclamó postrada a los pies del anciano—, ¡quieran los
dioses, ya que no tenéis piedad de vuestra hija, que halléis en su
obediencia el castigo de vuestra crueldad!... Mas no creáis —prosiguió
levantándose con fiereza—, no creáis, señor, que cedo todavía: voy
a escribir a mis hermanos, y después me arrojaré a las plantas de
Efestión, le haré saber que no le amo, que no quiero, que no puedo
ser suya, y si no se compadece de mí, si mis hermanos no vienen en mi
socorro, imploraré el favor del rey.

Al pronunciar estas últimas palabras, temblaron los labios de la
princesa, y su semblante se cubrió de una mortal palidez: aquel
pensamiento atravesó su corazón como un dardo de fuego, y trajo ante
sus ojos, con más viveza que nunca, la imagen de Alejandro.

Crádates no advirtió lo que pasaba en el corazón de su hija, y creyó
efecto de su impaciencia o de su dolor el trastorno que notara en su
rostro.

—Escucha, hija mía —le dijo con ternura—, si yo no supiera que ibas
a ser feliz, no me verías hoy tan obstinado; te ruego, pues, que me
obedezcas, y no me obligues —continuó cambiando de voz—, a que haga
uso de la autoridad que los dioses me han concedido sobre ti; no
pidas auxilio a nadie contra tu padre, Hermione; tus hermanos, lejos
de aprobar tu rebeldía, te obligarán a obedecerme, y Efestión te ama
demasiado para que consienta en perderte; en cuanto al rey —prosiguió
el príncipe sin poder calcular el daño que causaba a su hija—, en
cuanto al rey, está harto entretenido para pensar en ti; todos los
príncipes del Asia estamos convocados en Babilonia para dentro de
quince días, con el fin de asistir a sus bodas. En este pliego, escrito
de mano del monarca, me lo participa, añadiendo que se casa con la
princesa de Persia, prisionera suya con toda su familia desde la muerte
del rey su padre.

Un rayo no hubiera aturdido menos a la joven que esta noticia; Hermione
lanzó un agudo grito, extendió los brazos y cayó desplomada a los
pies de Crádates. El anciano la tomó en sus brazos y la condujo a su
aposento, encargándola a los cuidados de su nodriza Teane.

Cuando la joven volvió a abrir los ojos, vio a su padre, sentado junto
al lecho, que estrechaba una de sus manos cubriéndola de besos y de
lágrimas; algo apartado Efestión, en pie y silencioso, la contemplaba
con una mirada de dolor.

Pocos hombres había entonces comparables a él: de elevada estatura y
modelada como el Apolo antiguo, se olvidaba su gallardía para admirar
la belleza de su semblante; era notable el contraste que ofrecía su
dorada cabellera, naturalmente rizada, con sus rasgados ojos de un
negro afelpado; el resto de sus facciones completaba ese magnífico tipo
oriental que tan perfecto se conserva todavía en Atenas o en la isla
de Delos. Su edad no llegaba a veintiséis años, y jamás un alma más
horrible se ha albergado en un cuerpo más hermoso; en aquel bárbaro
corazón no imperaba más que un solo sentimiento: su pasión a Hermione.
Al verla extendida en el lecho, y al parecer sin vida, la más cruel
desesperación se apoderó de él, y al verla abrir los ojos, una inmensa
alegría sacudió a aquella fiera naturaleza.

Apenas Hermione volvió en sí, se sentó en el lecho; apartó de su
frente los numerosos bucles, negros como el ébano, que la cubrían, y
permaneció silenciosa algunos instantes.

—Padre —dijo al fin con voz firme—, os obedeceré, y vos, señor
—prosiguió tendiendo sus manos a Efestión, que las estrechó entre las
suyas—, recibid el juramento que os hago de ser vuestra... Yo no os amo
ahora —añadió la joven—, pero de nuevo os juro, por los dioses, que os
amaré muy pronto, Efestión, o que moriré de lo contrario.

La desdichada no sabía aún quién era el hombre a quien acababa de
ligarse para siempre. Apoyose en el brazo de su padre, y ambos bajaron
al jardín seguidos de Efestión, que habiendo conseguido lo que más
deseaba en el mundo, fijó otra vez su pensamiento todo en la ejecución
de sus tenebrosos planes.




II

DOLORES SIN CONSUELO


Algunos días después de los sucesos que acabamos de referir, la hija de
Crádates se unió para siempre a Efestión, príncipe de los ismenios, a
cuya dignidad le había elevado el magnánimo Alejandro en recompensa de
haber puesto en sus manos al matador de Darío.

Crádates se preparó para ir a Babilonia con el objeto de asistir a las
bodas reales, sin que los jóvenes esposos consintieran en acompañarle,
aunque por motivos muy diversos.

Hermione hizo al deber el sacrificio de su amor, y la imagen de
Alejandro empezaba a borrarse de su memoria, como su retrato había
desaparecido de su pecho; su amarga melancolía había degenerado en una
calma triste, pero que le proporcionaba algún reposo; insensiblemente
se iba acostumbrando a Efestión, y sin duda alguna le hubiese amado con
el tiempo si su enemiga suerte no lo hubiera dispuesto de otro modo.

Era un día hermoso de estío, víspera de aquel en que debía partir el
anciano Crádates; hallábanse en los extensos y perfumados jardines la
princesa y sus damas, todas casi tan niñas y hermosas como su joven
soberana; veíase entre ellas a la armenia de dorados cabellos y velados
ojos; a la odalisca de esbeltas y torneadas formas; a la georgiana
de tez rosada y luciente mirada negra; a la ateniense de virginal
perfil y pies de niña; a la persa de purpurina boca, estrecha frente y
dulce sonrisa; a la escita de celestes ojos, enhiesto cuello y manos
de nieve; y todos los tipos, en fin, más bellos y perfectos de los
imperios del Asia.

Sentada Hermione a la orilla de un azulado arroyuelo, hablaba con su
nodriza Teane, cuyo amor hacia ella rayaba en adoración; las damas se
habían quitado los mantos y saltaban como cervatillos en las anchas
praderas de flores, cuyos débiles tallos se tronchaban bajo la tenue
presión de sus lindos pies, calzados con sandalias.

El jardín estaba además lleno de guardias de la princesa, deudos de
Crádates y esclavos negros.

De súbito se oyó un extraordinario ruido a las puertas del palacio, y
las damas corrieron despavoridas al lado de la princesa y de la anciana
Teane.

—Anda a ver que sucede, Orontes —dijo Hermione con serena voz a un
eunuco negro, que salió al instante a cumplir esta orden; pero un
momento después volvió pálido y trastornado.

Seguíanle de cerca dos caballeros armados a medias, pues al uno le
faltaba una manopla, y dejaba ver una mano horriblemente mutilada
aunque no por eso había abandonado la espada; y el otro traía la cabeza
descubierta, y su yelmo, perdido tal vez en alguna refriega, no había
sido suficiente a librarle de recibir en ella una profunda herida.

Al ver a aquellos hombres, se puso en pie la princesa; dilatáronse sus
grandes ojos azules, y cubrió su rostro una palidez mortal.

—¡Casandro!... ¡Tolomeo!... —exclamó al fin tendiéndoles los brazos,
en tanto que se iba llenando el jardín de soldados y deudos de los
príncipes, tan heridos y desfigurados como ellos—. ¡Hermanos míos!,
¿qué os ha sucedido?, ¿qué es esto? —gritó dando un alarido desgarrador
al ver caer a Casandro privado de conocimiento.

—¡Hermana!... —exclamó Tolomeo asiéndola del brazo—, ¡hermana!... antes
de todo, respóndeme... ¿eres ya esposa de Efestión?

—Sí —contestó la joven con temblorosa voz.

—¡Ah! —gritó el príncipe—. ¡Maldición sobre nosotros!...

Y soltó el brazo de la infeliz Hermione, la cual fue a abrazar a
Casandro, que permanecía desmayado todavía en los brazos de sus
escuderos.

A poco llegó al jardín el anciano Crádates. Al ver a su querido Tolomeo
horriblemente herido y ensangrentado, y a su hermoso Casandro, al
parecer sin vida, el desgraciado padre quedó yerto de espanto.

—¿Qué habéis hecho, señor? —exclamó el príncipe—, ¿conque habéis
entregado a Hermione al asesino de nuestro rey? ¿Sabéis que Darío
rindió su vida a los golpes del puñal de ese monstruo de iniquidad?
¿Sabéis que se ha rebelado contra Alejandro y que está en Maracanda
el foco de la rebelión? ¿Sabéis que pasáis en el campo macedonio por
un traidor como él? ¡Oh, padre! —prosiguió el infeliz Tolomeo en el
paroxismo del dolor más violento—, ¿sabéis que me cuesta la vida de
Casandro haber podido penetrar hasta aquí?

Nada respondió el anciano, y fue lentamente a postrarse ante Casandro,
cuya cabeza abierta sostenía Hermione sollozando amargamente.

Crádates separó los hermosos rizos de ébano que cubrían aquella frente
ensangrentada, y sin derramar una lágrima, pero más pálido que el
herido, puso en ella sus labios, dominando por un momento el amor
paterno a todos.

—¡Yo te vengaré, hijo mío, yo te vengaré! —exclamó levantándose en
seguida.

—¡Venganza, sí! —gritó Tolomeo—. Yo he venido, de parte de Alejandro,
a averiguar la verdad de lo que aquí sucede, porque no se resuelve a
creeros culpable y prefiere juzgaros engañado. «Id —nos ha dicho—;
a los hijos toca salvar el honor del padre; la alianza que me han
anunciado va a efectuarse entre Crádates y Efestión es una prenda de
traición. Volad, pues, a impedir que la inocente Hermione se una al
asesino de vuestro rey, y traedme al regicida para que expíe como
Besso, no su rebelión contra mí, que desde luego le perdono, sino el
horrible crimen que cometió al derramar, con sus miserables manos, la
augusta sangre de Darío.»

Casandro había vuelto de su desmayo; echó los brazos al cuello de
Hermione, teniéndola largo rato oprimida contra su pecho, y después se
sentó con firmeza en un banco de césped.

Crádates y Tolomeo se aproximaron a él, en tanto que algunos vendaban
sus heridas.

—Padre mío —dijo con débil voz—, no perdáis tiempo: el cuerpo de
ejército, que el rey nos dio para batir las tropas de Efestión, ha sido
deshecho, y el traidor cuenta con muchas fuerzas dentro de Maracanda.
Huid, por el cielo, con Hermione, y salvadla... a favor de un disfraz
podréis llegar a Babilonia... presentaos al rey, decidle que envíe
al momento los soldados necesarios para sofocar la sedición. El
esclavo que presenció el asesinato del rey Darío, y que fue arrojado
a las ondas del Éufrates, no murió como se creía, y ha descubierto a
Alejandro todos los crímenes de Efestión... huid, huid, por los dioses,
y llevaos a mi hermana. ¿Qué pueden hacer aquí un anciano y una niña?

—¡Morir! —contestó una voz bien conocida de todos.

Era Efestión que había penetrado en el jardín seguido de un gran número
de parciales.

—¡Sí! —prosiguió el traidor—, morirán como vosotros, y como todos los
que no se unan a mi causa; ya no es tiempo de retroceder; juego mi
vida, y haré todo lo posible para no perderla. Yo te engañé, Crádates
—continuó dirigiéndose al príncipe—; sí, yo sublevé las tropas que
existen en Maracanda, y vine aquí únicamente para que secundaras mi
rebelión contra Alejandro.

—¿Y creíste que yo?... —tartamudeó Crádates temblando de ira y lanzando
una mirada de desprecio al miserable Efestión—. ¡Oh!, decidme —continuó
juntando las manos—, decidme que habéis mentido, aseguradme que,
convencido de vuestro error, desistís de vuestros horribles planes.

—¡Imposible! —contestó Efestión con estoica calma—. Si cuando el rey de
Macedonia me favorecía me rebelé contra él, juzga tú mismo lo que debo
hacer ahora que pide mi cabeza.

—¡Traidor! —gritó el príncipe tirando de la espada y arrojándose a él—.
¡Infame regicida!... ¡Te juro, por los dioses, que no has de salir vivo
de aquí!...

El acero de Efestión cortó el aliento al desgraciado anciano, que cayó
con el pecho atravesado a los pies del asesino de Darío sin poder hacer
otra cosa que tender los brazos a sus hijos.

Dos terribles golpes sintió al mismo tiempo el malvado. La espada de
Tolomeo, aunque manejada por su mano izquierda, le partió el hombro,
y la de Casandro le produjo una profunda herida en la espalda;
mas los infelices príncipes rindieron muy pronto sus vidas a los
furibundos golpes de una nube de soldados que los rodearon de repente,
inmolándolos sin piedad.

La desdichada Hermione lanzó un penetrante alarido, y cayó sin sentido
inundada en aquella sangre, que era la misma que corría por sus venas.

Efestión, sin turbarse en lo más mínimo, y con un valor admirable
digno de más noble causa, mando hacer una señal, convenida sin duda,
porque en pocas horas fue pasada a cuchillo por los sediciosos toda la
guarnición de Maracanda que no quiso secundar la rebelión.




III

EL REGICIDA


La hija de Crádates pasó muchos días entregada a una furiosa demencia:
encerrada en sus habitaciones con su nodriza Teane, llamaba a su padre,
a sus hermanos, y maldecía a su inhumano verdugo, sin consentir en
tomar alimento alguno ni ver a nadie.

Cuando se calmó su doloroso delirio, cayó en una melancolía profunda;
la infortunada joven se sentía desfallecer y se rendía quebrantada al
peso de su amarga pena. A no ser por los amorosos cuidados de la buena
Teane, hubiera muerto sin duda.

Una noche que, sentada junto a una ventana, lloraba pensando en su
desgraciada familia, entró de improviso Efestión en su aposento; al
verle, Hermione se estremeció de horror, helose el llanto en sus yertas
mejillas, y en su hermoso semblante se pintó, con la mayor energía,
todo el odio que aquel hombre le inspiraba.

—¡Verdugo de mi padre! —exclamó con indecible vehemencia la irritada
princesa—. ¡Asesino de mis hermanos! ¿Qué buscas aquí? ¿Vienes a
gozarte en mis tormentos? ¿Acaso es tu designio quitarme también
la vida? Hiere —prosiguió descubriendo su seno—, hiere sin piedad;
traspasa este corazón, enemigo de esa mano parricida que hace pocos
días me alargaste en señal de tu amor, y que diste a mi buen padre en
prueba de fidelidad. No te detengan los aborrecibles lazos que nos
unen; no alimentes para tu ruina una serpiente que te devorará, si no
la ahogas primero.

—Escúchame, Hermione —dijo Efestión con voz dulce y reposada—. Si
para conservar mi fortuna y mi vida tuve que envainar mi puñal en el
pecho de tu padre, para conservar la tuya y hacerte feliz no perdonaré
sacrificio alguno; yo te amo —prosiguió cruzando sus manos con una
indescriptible mezcla de pasión y de dolor—, yo te amo, Hermione, y
este amor es el único sentimiento dulce que ha surgido en mi corazón:
no siento remordimiento alguno por haber dado muerte a los tuyos,
mas tu dolor traspasa mi alma. ¡Oh, Hermione! —continuó Efestión
arrojándose a los pies de la princesa—: ¡mi adorada Hermione!...
perdóname y dime que no me aborreces, que me miras sin horror, que
podrás amarme algún día...

—¡Ah! —gritó la princesa rechazando a su esposo, quien, arrodillado,
todavía sollozaba amargamente—. ¡Verdugo de mi padre! ¡Quieran los
dioses descargar sobre tu cabeza todos los rayos de su venganza!

Hermione salió del aposento.

El príncipe de los ismenios permaneció como helado de estupor; su alma
indómita jamás se había humillado, y tan solo el vehemente amor que
Hermione le inspiraba había podido ablandar su fiereza.

Cuando le volvió la espalda la princesa, la siguió con la vista sin
variar de postura, y dos gruesas lágrimas rodaron por sus mejillas,
pálidas con la fuerza del dolor.

—¡Nunca me amará! —murmuró después con ahogado sollozo, y cubriéndose
el semblante con las manos.

Imposible era, en efecto, que la joven princesa amase ya a aquel
hombre. Con su presencia despertose en el alma de Hermione una ardiente
sed de venganza, y, al huir de él, corrió a encerrarse en otro aposento
para poner por obra un proyecto que hacía algunos días meditaba.

¿Habéis amado, lectoras mías, para olvidar después? ¿No os ha sucedido,
en alguna época de vuestra vida, tener que dejar de querer a un ser
digno de vuestra adoración, para amar a otro ser que valía mucho
menos, ya por conveniencias sociales, ya por exigencias del mundo, ya
en fin, por caprichos del corazón? ¿Y no habéis sido engañadas por el
mismo a quien dabais un cariño que no merecía? ¡Ah! ¿Qué habéis hecho
entonces? Pero ya lo adivino: habéis vuelto vuestros ojos, cansados de
llorar, hacia aquel objeto que debisteis amar eternamente, a pesar de
las exigencias de la sociedad y de las hipócritas fórmulas del mundo;
tal vez por orgullo no le habéis dicho: «Te amo como antes.» Vuestros
deberes quizá os habrán retenido lejos de él, ¿pero no es verdad que a
él habéis vuelto sin cesar el pensamiento y la mirada? ¿No es verdad
que habéis consagrado a su recuerdo todos los instantes de vuestra
vida, como el único consuelo de vuestra amargura?...

Esto fue, pues, lo que sucedió a Hermione: dormía en su alma,
debilitada por largos combates, una violenta pasión que despertó de
súbito al rudo choque de su infortunio; y, como vosotras, volvió de
nuevo los ojos y el corazón hacia aquel hermoso y benéfico recuerdo,
único bien que le restaba en el mundo.

Sola y sin amparo, quiso escribir al magnánimo Alejandro para pedirle
venganza de la muerte de su padre y de sus hermanos. No tuvo que
combatir esta resolución; odiaba a Efestión como verdugo de los suyos,
como regicida del anciano Darío y como traidor al rey de Macedonia, y
con mano firme y sin remordimientos trazó la siguiente carta:[6]

  [6] Esta carta está copiada casi literalmente del antiquísimo
  volumen de donde he tomado los datos necesarios para escribir
  esta leyenda; únicamente me he limitado a poner más en claro
  algunos conceptos.

  «No es, ¡oh, señor!, la esposa del infiel Efestión, es la hija del
  noble Crádates la que se dirige a vos; si el nombre del primero os es
  aborrecible, creo que la memoria del segundo os debe ser de alguna
  estimación.

  »El venerable anciano a quien debí la vida, ha rendido la suya a
  los golpes del puñal del hombre que hoy me llama su esposa. En vano
  fue, ¡oh señor!, en vano fue que enviaseis a mis hermanos para que
  impidiesen el sacrificio de la infeliz Hermione. En vano, ¡ay!, pues
  que ya estaba unida con lazos eternos al miserable que tan cruelmente
  ha derramado la sangre de mi inocente familia... Tolomeo, vuestro
  amado Tolomeo, ha muerto destrozado por las lanzas de los soldados
  de Efestión; y Casandro, el joven y hermoso escudero que nunca
  se apartaba de vuestro lado, ha expirado horriblemente mutilado,
  pronunciando el nombre adorado de Alejandro.

  »¡Venganza, señor, venganza! Yo la invoco de vuestra justicia contra
  el matador del rey Darío, padre de la princesa que habéis elegido por
  esposa; contra el verdugo de los míos; contra el infame que ha osado
  hacer a su bienhechor y su rey la más horrible de las traiciones.

  »¡Que muera, ya que ha derramado tanta sangre noble e inocente!...
  Que expire al rigor de los tormentos más crueles, y así plegue a
  los dioses prolongar y hacer felices los días de vuestro reinado. —
  _Hermione._»

Escrita esta carta, fue entregada y recomendada mil veces al hijo de la
anciana Teane, que partió sin dilación al campo macedonio.

Hermione quedó sola con su nodriza, entregada a la más cruel ansiedad.
Dotada de un alma generosa, aunque, como ya hemos dicho, enérgica y
altiva, tardó poco en aparecer el remordimiento; había demandado con
ansia la muerte de su esposo, y la sola idea de que era muy probable
que Alejandro le hiciese justicia, la helaba de terror.

—¿Por ventura —se decía—, podrán devolver la vida a las víctimas que
lloro los suplicios que hagan sufrir a su verdugo?

Además, por culpable que este fuese, ¿no era también su esposo?

Hermione lloraba amargamente, cuando se abrió con estrépito la puerta
de su aposento, y el más horrendo espectáculo se presentó a sus ojos.

Acababa de ver entrar pálido, cubierto de sangre y brotando fuego por
los ojos, a Efestión, que traía en una mano la carta que ella había
escrito pocas horas antes, y en la otra la cabeza del desgraciado
mensajero.[7]

  [7] Histórico.

Fría e inmóvil como la estatua de la desesperación, clavó la princesa
sus extraviados ojos en Efestión.

—Mira —dijo este aproximándose a su esposa y mostrándole el sangriento
despojo—, mira, Hermione, la recompensa que das a los que pretenden
servirte con fidelidad —y al pronunciar estas palabras, arrojó la
lívida cabeza a los pies de Teane, que cayó al suelo desmayada dando un
prolongado grito.

—¡Bárbaro! —exclamó Hermione en el paroxismo del furor más violento—.
¡Execrable verdugo! Aún no lo sabes todo: esa carta no te ha revelado
más que una parte muy pequeña de lo que pasa en mi alma. Yo te
aborrezco, Efestión, te odio, y para que sea doblado tu tormento,
sabe que amo, que adoro al rey Alejandro, aunque nada le digo en este
escrito. Mátame ahora —prosiguió la princesa con terrible vehemencia—;
mátame, Efestión, porque te juro que trabajaré incesantemente para
perderte mientras tenga vida.

Calló la joven; su esposo, mudo y helado, fijó en ella sus ojos secos
y dilatados; pero poco a poco fuese encendiendo su semblante, y el
trastorno de sus facciones patentizó bien pronto la borrasca que hervía
en su alma.

—¡Ja!... ¡ja!... ¡ja!... ¿Conque amas al rey, Hermione? —exclamó
soltando una amarga carcajada—. ¿Y cómo paga él tu amor? ¿Acaso con la
ciega idolatría con que yo te he adorado?

Interrumpiose al decir esto, y sus labios temblaron convulsivos, en
tanto que sus rasgados ojos despedían relámpagos de furor.

—¿No sabes —gritó después con ronca voz, acercándose impetuosamente a
la joven y asiéndola de un brazo—, no sabes que va a casarse con la
princesa de Persia? ¿Ignoras que dilata mi castigo, que es lo que más
anhela en el mundo, para no pensar más que en su bella Estatira? ¿Y se
te oculta, Hermione, que yo le odio hasta el extremo de intentar darle
la muerte por mi propia mano?

—¡La muerte!... —exclamó la princesa con un alarido de dolor—, ¡la
muerte!... Entonces, Efestión, una misma losa nos cubrirá a entrambos.

—Calla —le interrumpió el príncipe—; calla, insensata, dentro de tres
días habrá cortado la vida de Alejandro el filo de mi puñal, y tú serás
la esposa de Efestión III, rey de Persia y Macedonia.




IV

EL PUÑAL DE ESTRATÓN


Dos días han trascurrido desde que tuvo lugar la última entrevista de
los dos esposos; el príncipe de los ismenios se prepara a partir, en
cuanto raye la aurora, para el campo macedonio, a fin de llegar de
incógnito al cerrar la noche; pocas personas van en su compañía, pero
le sigue de cerca un formidable ejército.

Señor de Maracanda, y teniendo a su devoción las dilatadas costas de la
Bactriana, va a dirigirse, con ánimo sereno y a favor de un disfraz,
a dar el golpe mortal en el corazón de su rey y señor, el magnánimo
Alejandro, en la noche misma de sus regias bodas.

Efestión odiaba al monarca porque ambicionaba su corona; pero le
aborrecía mucho más desde que sabía que le había robado el corazón de
Hermione.

Así, pues, muerto Alejandro, se hacía proclamar rey inmediatamente, se
deshacía de un poderoso aunque inocente rival, y recogía de una vez el
fruto de todos los crímenes de su vida.

Tendiose en el lecho, y bien pronto el sueño cerró sus fatigados ojos.

Dejémosle dormir, y vamos en busca de Hermione, cuya triste suerte es
harto digna de compasión.

Sentada la joven, tenía las manos cruzadas sobre las rodillas; su
semblante, hermoso hasta el grado más sublime, estaba pálido como el
mármol; sus grandes ojos azules, serenos como el cielo de un día de
estío, estaban ahora fijos e inmóviles; y sus largos cabellos negros,
sueltos, la envolvían como un manto de seda y bajaban a ensortijarse en
sus diminutos pies. Una túnica de lana fina y blanca, a la manera de
las de las sacerdotisas druidas, y un manto de púrpura de Tiro, sujeto
en el hombro con un broche de pedrería, componían su traje, que llevaba
desceñido y en el mayor desorden.

La pobre Teane, sentada a sus pies, lloraba amargamente sin que
interrumpiese el sepulcral silencio que reinaba en la estancia otro
rumor que el que producían los sollozos de la anciana.

De repente levantó la princesa la frente y sacudió la cabeza con un
fiero movimiento de arrogancia.

—Basta de llorar, madre mía —dijo dirigiéndose a Teane—: muera el
asesino de mi padre: él me inspira desde el cielo, donde mora en
compañía de los dioses. ¡Oh, padre mío! ¡Oh, hermanos! ¡Voy a vengaros
para dar paz a vuestras sombras irritadas!

Calló la princesa sin atreverse a formular el pensamiento que dominaba
a todos los demás en su alma; el amor tenía no pequeña parte en su
resolución; pero Hermione no quería confesarse a sí misma lo que
juzgaba una innoble flaqueza.

En su alma fuerte existía el germen de todas las virtudes, y la
desgraciada princesa hubiera sido una mujer sin igual si hubiera nacido
en nuestro siglo y bajo el cielo de nuestra hermosa España.

Levantose Hermione, imitándola Teane, que abrió en seguida la puerta.

Eran las once de la noche; la nodriza encendió una linterna sorda y
salió para llamar al capitán de guardias de la princesa, que entró un
momento después seguido de aquella.

—¿Está la carroza prevenida, Estratón? —preguntó la joven.

—Sí, señora —contestó este.

—¿Y mi guardia?

—Os espera.

—Seguidme, pues —dijo Hermione—; pero no me obliguéis a dar el golpe
fatal, añadió con temblorosa voz.

Nada respondieron sus taciturnos compañeros, y siguieron caminando por
las largas galerías que conducían al aposento del príncipe.

Al pasar por la antecámara, encontraron dormida a toda la guardia,
menos a Nearco, su capitán, que se paseaba junto a la puerta que daba
paso a la estancia de Efestión; la débil luz de una tea, colocada en un
pebetero de oro, iluminaba el semblante del joven guerrero al pasar por
delante de ella, volviendo a dejarle en la sombra cuando se alejaba con
mesurado paso.

Solamente el acompasado ruido de su armadura turbaba el silencio que
reinaba en aquel aposento.

Al divisar Nearco a la joven princesa, descubrió su cabeza y se
adelantó a recibirla con el yelmo en la mano; mas Estratón se abalanzó
sobre él, y cubriéndole la cabeza con una capa, le hundió su puñal en
la garganta.[8]

  [8] Histórico.

El capitán cayó sin lanzar un gemido, y en su rostro juvenil apareció
la inmovilidad de la muerte.

—¡Adelante, señora! —dijo Estratón—: tened valor.

—¿No pudierais ir solo? —dijo Hermione, más pálida que el cadáver que
yacía tendido a sus pies, y pasando una mano por su frente bañada de
helado sudor.

—Imposible —respondió Estratón—: si vos no me acompañáis, yo también me
retiro.

—Y mañana —murmuró Teane—, mañana morirá sin remedio el rey a manos de
Efestión.

Entonces brillaron los ojos de la princesa con una ráfaga de delirio, y
abrió la puerta que la separaba del aposento de su esposo, que dormía
tranquilamente.

Estratón echó sobre la cabeza del príncipe la capa fatal y envainó tres
veces en su pecho el puñal, rojo aún de la sangre de Nearco.

Un grito, sofocado por los anchos pliegues del manto de púrpura, llegó
a los oídos de la nueva Judith; después nada se oyó... Se agitó el
sudario, y siguió el silencio de la muerte.

Teane sacó un largo y afilado cuchillo, cortó la cabeza de Efestión
y la guardó envuelta en la horrible capa, en tanto que Estratón se
acercaba a Hermione, que retrocedió espantada.

—¡He vengado a vuestra familia, señora! —dijo el capitán de guardias
con amarga sonrisa.

—¡Y has salvado a la vez la vida y la corona de Alejandro! —contestó la
princesa tendiendo sus manos al asesino—. ¡Gracias, Estratón!

       *       *       *       *       *

Pocos momentos después, subían Hermione, Teane y Estratón a la carroza
de la princesa, escoltados por una numerosa guardia.

Estratón poseía toda la confianza del príncipe de los ismenios, e hizo
creer a todos muy fácilmente que, por orden de este, sacaba del campo a
Hermione.




V

JUSTICIA DE ALEJANDRO EL GRANDE


Al finar aquel día, es decir, a la misma hora en que debía penetrar
Efestión, según sus designios, en el campo de los macedonios, llegó a
él la princesa: los arqueros del rey divisaron la crecida escolta que
acompañaba la carroza, e inmediatamente dieron la voz de _alerta_.

Todas las tropas se formaron delante de las tiendas.

Apeose la princesa, habiéndole tenido el estribo el príncipe de Epiro,
joven el más apuesto y arrogante de todos los que componían la corte de
Alejandro el Grande.

El campamento presentaba un espectáculo de que no podemos tener idea en
nuestros días: la anchurosa llanura, en la cual se habían construido
las tiendas, se veía iluminada por el resplandor de mil hogueras que
habían encendido los soldados en señal de regocijo; brillaba la luna en
el firmamento, derramando sus plateados rayos que iban a quebrarse en
las lucientes armaduras de los guerreros.

Aquellas dos luces hacían un magnífico y sorprendente contraste, y
sus fulgores luchaban en brillantez, venciendo, no obstante, a los
rojizos resplandores de las hogueras los puros y argentinos rayos de la
antorcha celeste.

Veíase en primer término una larga fila de tiendas, tan profusamente
alumbradas en su interior que parecía que un radiante sol les prestaba
sus fulgores; sus cortinas eran de tisú de plata recamadas de pedrería;
en todas ellas tremolaban los estandartes de Persia y Macedonia,
columpiados por el suave viento de la noche, y en su parte más elevada
se ostentaban, formados con flores, los nombres de Alejandro y Estatira.

La primera de aquellas tiendas estaba ocupada por la familia real;
las demás por los príncipes confederados de toda el Asia, que habían
acudido a la gran solemnidad que se celebraba con motivo de las regias
bodas.

Los pajes, escuderos y soldados tenían un poco más retiradas sus
tiendas, pero su número era tan grande, que hubiera sido una locura el
intentar contarlas.

La infeliz Hermione sintió que su corazón se destrozaba al contemplar
aquel hermoso cuadro. Palideció de pronto, y sus labios temblaron
convulsivamente; pero, haciendo un violento esfuerzo, presentó
sonriendo su mano al joven Demetrio que la esperaba.

—Conducidme a la tienda del rey, príncipe —dijo con dulce voz al
caballero.

Y pasó con semblante sereno, e inclinando la cabeza para saludar, por
delante de las filas de soldados, que doblaban ante ella sus picas y
ballestas.

La carroza quedó rodeada de la guardia de la princesa, a la cual siguió
Estratón con Teane hasta el umbral de la tienda de Alejandro; allí se
detuvieron con los príncipes y cortesanos que iban en pos de la joven.

Hermione se quedó inmóvil y como petrificada al levantar dos heraldos
las amplias cortinas de la tienda real.

Recostado el monarca en una otomana, tenía a su lado a su joven esposa.
Cerca de ellos se veía a la anciana reina de Persia, Sisigambes, madre
del rey Darío, en cuyas rodillas estaba sentada la niña Aspasia,
hermana de la desposada.

La regia abuela contemplaba a sus nietas con entrañable amor, y de vez
en cuando acercaba sus labios a los dorados y perfumados bucles de la
niña que tenía en su regazo; aquella venerable anciana era el único
apoyo que el cielo había dejado a las huérfanas de Darío.

Todos los historiadores convienen unánimes en elogiar la maravillosa
belleza, aunque de género diferente, de las princesas de Persia.

La esposa de Alejandro contaba entonces diecisiete años, y su talla
elevada era esbelta y débil, como las jóvenes palmeras de su nación;
tenía los ojos extremadamente grandes, negros y brillantes como el
azabache bruñido, pero melancólicos y pensativos; la dirección natural
de su mirada era de frente, pero notábase en ella una ligera inflexión
hacia el cielo, como si mirase más allá de este mundo; por eso, sin
duda, sus larguísimas y ensortijadas pestañas se unían casi a sus
arqueadas cejas de suave y delicado dibujo. En aquellos hermosos ojos
se encerraba una historia entera de amor y tristeza.[9]

  [9] Sabida es la entrañable pasión que la joven Estatira
  alimentaba por el príncipe de Escitia, y bien notorio es también
  que solo consintió en ser reina de Macedonia, por evitar a su
  anciana abuela y a su joven hermana el cautiverio de Alejandro.

Jamás habían crecido sus cabellos más que hasta el extremo del cuello
que se une a la espalda, y a la que las criollas de las Antillas
—únicas mujeres que poseen estas cabelleras cortas y espesas— llaman
collar de Venus; pero allí se ensortijaban en gruesos y lustrosos
anillos de un negro azulado, como el plumaje que viste las alas del
cuervo. Tal vez, inspirados los macedonios por la sublime hermosura de
aquella cabeza de querubín, apellidaron a su joven soberana _el ángel
triste_.

El resto de sus facciones era de una belleza tal, que al ver a Estatira
se experimentaba un vago sentimiento de melancolía, y parecía imposible
que aquella divina criatura pudiese vivir en el mundo.[10]

  [10] La reina de Macedonia vivió, no obstante, largos años, y su
  existencia, tan frágil al parecer, fue combatida por terribles
  dolores.

Cuéntase que al formar Praxíteles la célebre estatua de la princesa,
que se conserva en Atenas como una maravilla de arte y hermosura, tachó
de demasiado débiles y delicadas las formas del modelo, y que notándolo
ella, le dijo con dulce y triste sonrisa: _El pan del cautiverio,
amigo mío, me ha hecho crecer, pero no ha podido nutrirme_; y a la
verdad que no le faltaba razón, porque sus manos eran delgadas hasta la
transparencia, delgada también su garganta como la de una niña, y en su
seno, blanco como el lirio de los valles, se dibujaban con claridad sus
azuladas venas.

La princesa Aspasia contaba dos años menos, y era pequeña, rubia,
rosada y gruesa, como una de esas jóvenes que ha reproducido el pincel
de Boucher; sus ojos azules eran dulces y alegres; la blancura de
azucena de su frente, sienes y garganta hacía un precioso contraste
con el sonrosado de sus mejillas; sus cabellos, de un rubio dorado y
brillante, bajaban en sedosos y largos bucles hasta tocar su cintura,
y su sonrisa era encantadora, y admirable la perfección de todas sus
formas.

Tenía puesta una túnica blanca, y su manto era azul lo mismo que la
banda que ceñía su cabeza.

La esposa de Alejandro llevaba un traje de brocado de oro, aunque
con dificultad podía asegurarse por la profusión de pedrería de que
estaba cubierto; formaban el dibujo de la tela los rubíes, topacios y
amatistas, y el ramaje las más ricas y brillantes esmeraldas; su rizada
y negra cabellera estaba sujeta con un ancho cintillo de diamantes, y
llevaba semicubiertos los hombros con el manto real.

En cuanto al rey de Macedonia, su belleza era de ese género que no se
puede olvidar jamás cuando se ha visto una vez. Tenía su tez ese moreno
de ámbar que ejerce una seducción tan poderosa cuando es realzado por
unos grandes ojos negros, de azulado globo; por una boca de subido
carmín, sombreado por un negro bigote y por una abundante cabellera
de color castaño. No era alto, aunque su estatura pasaba algo de los
límites regulares, y sus formas, esbeltas y nerviosas, eran perfectas
como las del joven Apolo. Estaba armado enteramente; llevaba, como
Estatira, el manto real, bajando sus largos pliegues hasta besar el
pavimento, y ceñía sus sienes la doble corona de Macedonia y de Persia,
cuyos imperios estaban simbolizados en florones de oro y pedrería.

La princesa, inmóvil en el umbral, miraba atónita al interior de la
tienda. Asemejábase a un pobre pájaro fascinado por los ojos de un
halcón; detrás de ella esperaban Teane y Estratón a que penetrase para
seguirla.

Al aparecer la joven, el rey y la reina se pusieron de pie: habían oído
batir marcha, y conocido que la persona que se acercaba era de elevada
jerarquía, adquiriendo esta certeza al ver el majestuoso continente de
la recién llegada.

Aspasia bajó de las rodillas de su abuela, la cual se incorporó con
trabajo en la pila de cojines en que estaba recostada. Hermione no
avanzó un paso, sin embargo; muda, helada, seguía embebida contemplando
al rey y a las princesas; la presencia de Alejandro la sumergía en un
éxtasis delicioso; pero la vista de su esposa, tan bella y adorable,
desgarraba su corazón.

Alejandro recordó al fin haber visto otra vez a aquella hermosa y
melancólica joven, y al cabo de breves instantes de reflexión, se
presentó vivamente a su memoria la hija de Crádates arrodillada a sus
pies, como la había contemplado un año antes.

—Los dioses os den paz, princesa —dijo adelantándose para recibirla—:
bienvenida seáis.

Aquella voz vibrante y sonora sacó a Hermione de su doloroso letargo;
pero sus rodillas se doblaron y cayó de hinojos a los pies del rey:
diríase que una fatalidad implacable obligaba a la infeliz a doblar
siempre la frente a las plantas del hombre a quien tanto amaba.

—Alzad, princesa —dijo Alejandro, tomando en sus torneadas y nerviosas
manos las yertas de Hermione—. Alzad, os lo ruego —añadió con seductor
acento.

Mas como viese que la joven no abandonaba su postura:

—¿Queréis algo? —prosiguió—: ¿en qué puedo serviros?

De súbito se nubló su frente, y sus cejas se contrajeron con un
movimiento nervioso.

—¿Y vuestro padre? —preguntó después vivamente y dirigiéndose a la
princesa—: ¿qué es de él y de vuestros hermanos?

—¡Han muerto, señor! —contestó Hermione con voz baja y temblorosa.

—¿Han... muerto?... —repitió Alejandro, cuyo corazón sensible como el
de una mujer saltó en su pecho con violento latido—. ¡Han muerto!...
¿quién los ha muerto, Hermione?

—¡Este traidor!... —exclamó Teane abriéndose paso entre la multitud
que obstruía la puerta; y mostrando en la mano la ensangrentada cabeza
que sacó de la capa en donde la llevara envuelta, se precipitó también
a los pies del rey—. ¡Sí! —prosiguió la vengativa anciana—: Efestión
es el verdugo de Crádates, de sus hijos y del mío. Efestión —repitió
enjugando con fiereza las lágrimas que aquel doloroso recuerdo le
arrancara—, Efestión, que iba a ser también vuestro asesino, porque
quería ceñir a su frente vuestra corona; pero su esposa, ¡oh gran rey!,
os ha salvado y me ha vengado, vengándose a la vez a sí misma.

—¡Su esposa! —gritó Alejandro con un acento que estremeció a todos; y
cubriéndose el rostro con las manos, huyó al extremo más lejano de la
estancia.

Hubo un largo silencio interrumpido únicamente por los sollozos de la
princesa, que inclinaba la frente hasta el suelo. ¡Ay, desventurada,
aquel grito le decía bien claro que habían muerto todas sus esperanzas!

Alzó por fin el monarca la frente, cubierta de lívida palidez, y sus
ojos brillaron con un fulgor sombrío.

Nadie ha puesto en duda la rígida virtud de Alejandro, porque dio de
ella tan evidentes y poderosas pruebas que la envidia o la calumnia
han sido siempre impotentes para herir su glorioso renombre; a la fama
de sus hechos de armas iba unida la de sus rasgos de generosidad y de
su severa justicia; perdonó en todas ocasiones sus propias ofensas,
por graves que fuesen, pero se manifestó inflexible para castigar
delitos y hasta leves faltas si argüían crueldad de corazón o bajeza de
sentimientos.

Efestión era reo de los más odiosos crímenes: traidor y asesino de
Darío, traidor a Alejandro y asesino de Crádates y de sus hijos,
merecía mil muertes; mas todo se borró de la memoria del rey: al oír
que había muerto por la mano de su esposa, no pensó siquiera en que
debía su corona y su vida a aquel crimen, no; vio el crimen solo con
todo su horror y en toda su desnudez, y para él, Efestión era la
víctima, Hermione era el verdugo.

—¿Conque esta mujer —dijo lentamente—, ha asesinado al hombre a quien
unió su destino? ¿Quién te mandó castigar las ofensas que me había
hecho, monstruo de iniquidad? ¿Por qué exceso de maldad has querido
manchar tus manos con la sangre de tu esposo? ¡Oh, Crádates! —prosiguió
alzando su vista al cielo—: ¡no me es dado castigar tu muerte! ¡No
puedo vengar las vuestras, Casandro, Tolomeo!... ¡Esta furia, a la
cual llamasteis hija y hermana, me ha robado con su horrible crimen el
derecho de hacer justicia!

—¡Yo no he sido quien le mató!... No... ¡no he sido yo!... —gritó
Hermione en el vértigo del dolor más agudo, y retorciendo sus manos.

El rey lanzó a la infeliz joven una mirada que ahogó su voz y aniquiló
sus fuerzas.

—Quitad de mi presencia a esa mujer —dijo dirigiéndose a su guardia, y
que jamás vuelva a parecer ante mis ojos.

—¡Bárbaro!... —gritó la princesa, en cuya mirada azul y brillante
radiaba una ráfaga de delirio—. ¡Hombre cruel! Ya que me arrojas de tu
presencia para siempre, oye al menos el secreto que hace tanto tiempo
destroza con su peso mi corazón. ¡Yo te amo!... y esta fatal pasión
no la han podido apagar la ausencia ni el dolor. ¡Ah! ¿Y tú piensas
que la que ha sabido conocerte y amarte haya sido capaz de clavar un
puñal en el pecho de su marido? No me opuse a ello, porque sabía que
iba a robarte la corona y la vida, y quise salvarte una y otra, pero
mis manos no se han teñido de sangre, e ignoraba que traían a tu vista
este sangriento despojo. ¡Mírame, Alejandro! —prosiguió la pobre joven
arrastrándose de rodillas por el duro pavimento—. ¡Mírame, y verás mi
frente marchita por el dolor! ¡Mírame, y encontrarás mis ojos secos y
abrasados a fuerza de llorar!... ¡Ya no tengo padre, ni hermanos!...
¡No tengo a nadie que se compadezca de mí!... ¡Ten tú, al menos,
piedad, por lo que más ames!

Calló la princesa, quebrantada por aquel horrible dolor; dobló la
cabeza sobre el pecho, y una espantosa convulsión recorrió todo su
cuerpo.

Sus ojos no derramaban una lágrima siquiera; fijos e inmóviles,
parecían los de una sonámbula o los de una muerta. La reina había
dejado su asiento y acercádose a ella poco a poco; cuando la vio
próxima a desfallecer, dobló una rodilla en tierra y apoyó piadosamente
en su regazo la cabeza de la infeliz Hermione, que cerró los ojos
exhalando un doloroso y profundo gemido.

—¡Llevaos de aquí a esa mujer! —repitió Alejandro, sin volverse a mirar
a la joven que yacía inanimada.

—¡Piedad, señor! —exclamaron a la vez la reina y su hermana, juntando
las manos con suplicante ademán y con los ojos llenos de lágrimas.

—¡Piedad, hijo mío! —repitió la anciana Sisigambes con alterada voz.

—¡Arqueros! —gritó Alejandro, en cuya bella y majestuosa fisonomía se
pintó una terrible expresión, capaz de intimidar a los hombres más
valientes—, ¡preparad las armas para dar muerte a la culpable!

Los soldados, obedientes, montaron los arcos; pero los detuvo un
terrible grito de la reina.

—¡Soldados! —dijo cubriendo a Hermione con su cuerpo—: mi pecho es
el escudo de esta joven; si os atrevéis, pues, asestad esos dardos a
vuestra reina.[11]

  [11] La angélica bondad de la reina Estatira, y su piedad
  por todo el que sufría, le atrajeron terribles desgracias,
  y los beneficios que dispensó esta princesa fueron siempre
  recompensados con la ingratitud de los que los recibieron.

Desapareció súbitamente la expresión de furor que trastornaba el
semblante del rey, y quedó más pálido que la piel de cisne que
guarnecía su manto real; adelantose rápidamente y puso una mano sobre
la cabeza de su esposa, como si de ese modo quisiera protegerla del
peligro que la amenazaba. Al mismo tiempo hizo una imperiosa señal a
los soldados, que permanecieron inmóviles con las flechas en los arcos.

—Llevaos a esta joven, Demetrio —dijo Estatira en voz baja al príncipe
de Epiro, y ponedla en salvo de la ira del rey.

Con un rápido movimiento cogió el joven a Hermione, y la sacó de la
tienda dejándola en los brazos de su nodriza como si fuera un niño
dormido.

—Alejaos sin perder tiempo de las trincheras de los macedonios —dijo el
príncipe a Estratón, en tanto que clavaba en el hermoso semblante de
Hermione una mirada ardiente y melancólica. Después exclamó:

—¡Pluguiese a los dioses, desventurada Hermione, que jamás te hubiera
conocido, o que al menos me fuese dado el consuelo de morir junto a ti!

La infortunada princesa quedó yerta e inmóvil sobre la húmeda campiña.
Teane se sentó a su lado llorando amargamente, mientras Estratón, que
se había subido a una pequeña eminencia, parecía escuchar con ansiedad.

—¡Vienen!... —gritó percibiendo el galope de muchos caballos—, ¡nos
persiguen!... Teane, ¡huid con la princesa!

Pero antes de expirar en sus labios estas palabras, se precipitaron los
soldados del rey en la llanura.

—¡El culpable es ese hombre! —exclamó Teane rodeando con sus brazos a
la princesa, y señalando a Estratón—: ¡matadle!... ¡él es el asesino!

La anciana, al ver amenazada de muerte a su querida hija, se olvidó de
todo y solo pensó en salvarla.

—No temas nada, buena vieja —dijo el que parecía mandar a los demás—:
solo venimos a buscar a ese hombre; el rey no quiere nada con las
hembras.

—¡Me buscáis a mí!... —exclamó el capitán elevando al cielo sus negros
ojos con una indefinible expresión—. Voy a seguiros —añadió—, pero
dejadme antes dar el último adiós a la princesa.

Arrodillose Estratón y pegó sus labios a la helada mano de la joven;
mas irguiéndose de pronto, y con un rápido movimiento, apoyó en tierra
la empuñadura de su espada, y se atravesó el pecho de parte a parte,
bañando el suelo con su sangre y dando el postrer aliento en un hondo
gemido.

Los arqueros se encogieron de hombros, como satisfechos de ahorrarse el
trabajo de conducir al capitán, y volvieron grupas, tomando otra vez al
trote el camino que conducía a sus trincheras.

Hermione continuaba tendida en la yerba, pálida e inanimada; únicamente
velaban aquel letargo mortal una anciana que sollozaba y un cadáver
tendido a sus pies.

La luna alumbraba, apacible y plateada, aquel cuadro desolador.




VI

EL CAMPAMENTO


Pocos días después de los acontecimientos que acabamos de referir, y
el mismo en que se dio a orillas del Ganges la batalla que derrotó
al ejército sublevado por Efestión, sometiendo de nuevo al poder de
Alejandro a Maracanda y Edesa, presentaban las llanuras de Babilonia un
espectáculo hermoso e imponente a la vez.

Humeaban a un tiempo cien altares, dispuestos para los sacrificios con
que el ejército vencedor daba gracias a sus dioses.

Cien inocentes y blancos corderillos fueron inmolados, y sus entrañas
se observaron prolijamente por los sacrificadores, sin que encontrasen
en ellas otra cosa que indicios de ventura.

Aquellos altares iluminados con teas y bañados por el sol; los
sacerdotes con sus blancas vestiduras talares; el incienso que se
elevaba en nubes hacia el azulado firmamento; los cien guerreros
prosternados, en cuyas armaduras de brillante acero reflejaba su luz
la antorcha de los cielos; el sonido de los atabales e instrumentos
bélicos; todo, en fin, contribuía a formar un cuadro magnífico y
deslumbrador.

Los heridos que resultaron de la refriega habían sido conducidos a las
tiendas, donde eran cuidadosamente asistidos.

Solamente un guerrero, cuyo pecho se veía atravesado por una daga,
había quedado tendido bajo un árbol, por temor de que perdiese la vida
al trasladarlo: otros dos personajes velaban su agonía, de los cuales
el uno era un anciano, y el otro un joven que parecía sumido en la más
viva aflicción.

Pero mirando con cuidado a aquellas tres personas, fácilmente se
hubiera conocido que dos de ellas ocultaban su sexo de mujer bajo la
ruda vestidura del soldado; patentizábanlo así sus largas cabelleras,
negra como el azabache, en la que tenía la daga clavada en el pecho,
y blanca en la que lloraba. En cuanto al otro personaje, se adivinaba
claramente que era un hombre al observar sus cabellos cortos, la
enérgica belleza de sus facciones, y la pasión que ardía en sus negros
ojos, aunque velados a la sazón por una profunda tristeza.

—¡Hermione!... —decía aquel hombre sosteniendo la cabeza de la
joven herida—. ¡Es posible que me abandones cuando he vuelto a
encontrarte!... ¡Es cierto que he podido clavar mi daga en tu corazón!
¡Es verdad que soy yo quien te da la muerte!

—No os aflijáis... así... Demetrio —contestó ella con débil y cortada
voz—. Os soy deudora de la única dicha que apetecía en la tierra... la
de morir... porque únicamente para buscar la muerte me disfracé de este
modo, y corrí a mezclarme con los enemigos de Alejandro...

Calló Hermione bajo el peso de su fatiga, y llevó una mano a su pecho;
mas este movimiento le produjo un dolor tan agudo, que cerró los ojos
exhalando un lastimero gemido.

—¡Hermione! ¡Hermione!... —exclamó el príncipe de Epiro inclinándose
hasta tocar la frente de la desventurada princesa—. ¡Miradme por lo que
más améis... volved en vos... tened piedad de mí!...

El desgraciado joven deliraba por la fuerza del dolor: había amado a la
princesa desde el instante en que la vio, y hallándola en el combate
disfrazada de guerrero y entre los enemigos de su rey, la había herido
mortalmente sin conocerla.

No creáis en las inspiraciones del corazón de los hombres. Demetrio
tuvo delante a la mujer a quien como un loco amaba; a aquella con quien
soñaba dormido, y cuya imagen tenía incesantemente ante sus ojos; y sin
embargo, levantó su puñal sobre aquella mujer y derramó su sangre, sin
que su corazón le avisase con un latido de que aquella infeliz, a quien
sacrificaba, era el único ser que le inspiraba tanto amor.

Poned delante de una mujer a su amante; disfrazadle como queráis,
decidle que el hombre que ve es su más mortal enemigo; obligadla a que
le hiera, y veréis cómo palpita su seno, cómo tiemblan sus labios,
cómo asoma a sus ojos el llanto; veréis, por fin, que se desprende el
puñal de sus manos y que no hiere, porque su corazón le avisará y le
gritará más fuerte que vuestra voz.

       *       *       *       *       *

La princesa abrió los ojos al oír los dolorosos gritos de Demetrio, y
aun pudo sonreír con dulzura.

—¿Por qué os atormentáis de ese modo, amigo mío? —dijo con lentitud
dolorosa—, ¿no os he dicho que la muerte es... la única dicha que puedo
alcanzar en este mundo?... ¿Qué importa que sea vuestra mano la que me
hace tanto bien?...

—¡Morir ahora, Hermione!... —gritó el príncipe con desesperación—; ¡y
morir por mi causa, cuando daría yo mi existencia toda por una sola
mirada vuestra!... ¡Morir, cuando sin cesar os he buscado para deciros
que os amaba!... ¡Cuando tal vez podía esperar vivir siempre junto a
vos y llamaros mía!... ¡Ah!... ¡Sería el cielo injusto, y eso no es
posible!...

Mas, como si el mismo cielo hubiera querido aniquilar hasta la última
esperanza del enamorado joven, vio que se agitaba Hermione en una
última convulsión, y que cubría sus grandes ojos el velo de la muerte.

—¡Padre!... ¡Hermanos míos!... Ya voy... esperad... También tú me
llamas... Efestión... espérame, pues... el cielo va... a juzgarnos a
los dos...

Incorporándose, por último, hizo un doloroso esfuerzo; estrechó entre
las suyas las manos del príncipe, y después extendió los brazos a Teane.

—Demetrio,... olvidadme... y sed feliz... —murmuró todavía—; defended a
Alejandro... y decidle... que muero... amándole, y que le bendije... al
expirar... ¡Madre mía!... ¡Adiós!

Su postrer suspiro se exhaló en su último acento; quedó inmóvil su
cabeza en las rodillas del príncipe, y yertas sus manos en las de Teane.

La desdichada princesa únicamente columbró el amor feliz al borde de la
tumba.

El sol alumbró su agonía, como iluminaba los sacrificios que celebraban
en la llanura, y lo mismo que iluminó la luna su largo desmayo en el
campo de los macedonios.

Trascurrido un corto espacio de tiempo, murió Alejandro en un banquete
que le dio uno de sus favoritos; pero como no es mi ánimo narrar
ahora un acontecimiento que conocerán gran parte de mis lectores, y
que pienso contar en otra historia a los que lo ignoren, me limitaré
a terminar esta leyenda del mismo modo que Eugenio Sue finaliza su
_Marquis de Létorière_:

ALGUNOS AÑOS DESPUÉS CASÓ EL PRÍNCIPE DEMETRIO CON UNA PRINCESA GRIEGA.

Confieso que esta conclusión no es de mi gusto; pero es histórica, y
yo, novel escritora, tengo un indecible placer en plagiar algo del
célebre novelista francés: la he preferido además porque demuestra
hasta la evidencia la constancia de los hombres en el amor.




LA HERMANA DE VELÁZQUEZ




I

LA VELADA DE SAN JUAN


Serena y bella era la noche del 24 de junio de 1629. La alameda, que
aún hoy se extiende a orillas del tranquilo Manzanares, era entonces
más frondosa y se llamaba _Alameda del río_: en las noches de verano,
allí era donde tenían lugar las citas misteriosas de los galantes
caballeros de la corte de Felipe IV con las bellas tapadas, aunque en
verdad no se concebía el motivo de tal secreto, atendida la libertad de
las costumbres de la corte.

En la noche de que voy hablando, la concurrencia era mucho más numerosa
aún que de costumbre; la alameda, iluminada por multitud de farolillos
de colores, presentaba el aspecto más alegre y animado por los gritos
de los vendedores de rosquillas, panales y aloja; veíanse aquí y allá
tiendas formadas en la enramada, en cuyo fondo cenaban amantes parejas
o alegres amigos, entre los cuales no faltaba algún poeta de los muchos
que florecieron durante el reinado de Felipe IV.

La alameda estaba poblada de gentes de ambos sexos: al pasar las
damas por delante de las luces de los faroles, lucían, a despecho del
misterioso y engañador manto que las cubría, los brocados de sus
trajes, las joyas que adornaban sus cabellos y la hermosura de sus
negros y rasgados ojos.

Oíanse por todas partes palabras perdidas, suspiros de amor o
advertencias recatadas, formando todo tan extraño rumor que en vano
uno de los muchos observadores recelosos que se hallaban allí hubiera
querido analizarlo.

—Junto al álamo grande señalado con una cruz —decía una dama que
pasaba, apoyada en el brazo de otra, al oído de un caballero que
permanecía parado e inmóvil como quien espera algo.

—¡Mi marido está aquí! —murmuraba otra volviéndose al galán que la
seguía.

—¡Cuánto te amo, Leonor mía! —suspiraba un apuesto marqués pegando su
boca al manto de la rubia y encubierta duquesa que se apoyaba en su
brazo con provocativo abandono.

Y palabras, suspiros y recatados avisos iban a perderse entre las auras
perfumadas de aquella hermosa noche de estío.

En una de las tiendas iluminadas por farolillos y formada de verdes
ramas, cenaban dos hombres. Aquella parte era la más animada y
concurrida de la alameda: una de las muchas músicas con que los
galantes caballeros obsequiaban a sus damas enviaba al fondo de la
tienda sus armoniosos ecos, y las carcajadas y las risas penetraban
allí también como si quisieran alegrar a aquellos dos hombres, cuyo
continente, si bien no adolecía de melancólico, era extrañamente grave.

La mesa estaba servida con todo el lujo peculiar de una romería, y
brillantemente iluminada; los manjares que la cubrían eran sabrosos y
abundantes. El de más edad de los dos caballeros aparentaba treinta y
ocho años: era alto y de formas abultadas; sus cabellos, de un rubio
oscuro, bajaban formando ondas alrededor de su cara hasta tocar sus
hombros; sus ojos azules, rasgados y expresivos, veíanse veteados de
negro, dándoles esta circunstancia un seductor matiz.

Llevaba una riquísima ropilla de terciopelo azul bordada de oro; una
capilla de terciopelo granate, y su sombrero, adornado de una hermosa
pluma blanca, estaba colgado a su espalda.

Aquel caballero era don Juan Hurtado de Mendoza, duque del Infantado y
mayordomo mayor de S. M. el rey Felipe IV.

El que se veía sentado enfrente de él aparentaba unos treinta años; era
de estatura mediana y llena de gallardía; su tez morena, sus negros
y brillantes ojos, sus cabellos de azabache lustrosos y rizados le
daban a conocer por un hijo del mediodía de España; era su boca de una
admirable hermosura, que realzaba el negro y retorcido mostacho; su
nariz, recta e intachable, y en su ancha frente se veía radiar un genio
sublime.

Su traje era mucho más modesto que el de su compañero: reducíase a una
ropilla de terciopelo violado sin adornos, aunque cerrada por unos
preciosos herretes de diamantes; caían sobre su cuello de batista lisa
los luengos y espesos rizos de sus negros cabellos, cuya densa sombra
contrastaba con la azulada blancura de aquel.

La nobleza de su sangre se advertía claramente en sus afiladas y
nerviosas manos, y en sus pies de una pequeñez y delicadeza infinitas.

Llamábase don Diego Velázquez de Silva, y era pintor de cámara y
gentilhombre de la majestad de Felipe IV.

En el momento que presento a estos dos personajes a mis lectores, ambos
parecían casi hastiados ya de comer; a lo menos, sus platos medio
llenos atestiguaban que habían satisfecho cumplidamente su apetito.

—Veo que la expresión de mi admiración sincera os molesta, amigo don
Diego, y que os son enojosos mis elogios —decía el duque a Velázquez al
mismo tiempo que un gallardo caballero, pasando junto a la tienda en
que se encontraban ambos, echaba a su fondo una mirada indagadora.

—No lo creáis, señor don Juan —contestó el artista con aquella dulce
cortesía llena de dignidad que tan querido le hizo siempre de toda la
grandeza—, no lo creáis por vuestra vida: vuestros elogios me son más
caros que otros, porque me tenéis dadas pruebas verdaderas de ser muy
mi amigo.

—¡Oh!, y como que lo soy, Velázquez —exclamó el duque, cuya bella y
noble fisonomía se animó de una expresión de orgulloso cariño.

—Lo sé, señor don Juan; por lo mismo aceptaré vuestros elogios si
juzgáis que los merezco, después que os haya dicho de dónde bebía yo
antes la inspiración para mis cuadros.

—¿Cómo antes? —exclamó asombrado el duque—. ¿Pues qué, Velázquez,
carecéis ahora de inspiración en la época de vuestros trabajos más
admirables?

—¡Oh, no! —exclamó el pintor con ardimiento—, ¡no! Por el contrario,
ahora bebo mi inspiración en otro manantial más puro.

—¡Por Dios que no os comprendo! Vos habéis nacido pintor, como Quevedo
poeta.

—No lo creáis. Nadie nace pintor, poeta, ni músico: lo más que nos
acompaña, al nacer, es cierta predisposición o facilidad, más o menos
grande, para esta o aquella otra cosa, facilidad que desarrolla en
nosotros una pasión más o menos noble también.

—¿Qué es lo que ha desarrollado en vos vuestro sublime genio?

—Aun concediéndoos, señor don Juan, que yo naciese con genio, fue este
tan raquítico y menguado en su nacimiento que tuve que apelar a la
imitación para desarrollarle.

—¿Vos?

—Yo, sí; y contad con que ni a mi padre, Juan Rodríguez de Silva,[12]
ni a mi maestro y suegro, don Francisco Pacheco, he hecho nunca la
confesión que hoy hago a vuestra amistad.

  [12] Velázquez usó siempre con preferencia el apellido de su
  madre doña Jerónima Velázquez, por efecto de un uso introducido
  en Andalucía.

El duque se inclinó del mismo modo que lo hubiera hecho al recibir una
merced de un príncipe real.

—He inquirido —continuó Velázquez— en Alberto Durero la simetría
del cuerpo humano; en Andrés Bexalio, la anatomía; en Juan Bautista
Porta, la fisonomía; la perspectiva, en Daniel Barbar; la geometría,
en Euclides; la aritmética, en Moya; la arquitectura, en Vitruvio y
otros autores; examiné la nobleza de la pintura en Romano Alberti; la
brevedad y presteza la aprendí en Micael Angelo Vedrido; el Vasari
me ha animado con las vidas de los pintores ilustres, y el Riposo de
Rafael Borghini, me ha enseñado erudición.[13]

  [13] Palomino, Biografía de Velázquez.

—Eso no quiere decir otra cosa sino que habéis estudiado mucho, y con
mucha constancia, don Diego —dijo el duque pagando con un afectuoso
apretón de manos la noble y amistosa franqueza del artista.

—En efecto, señor don Juan —contestó este—; el estudio es lo que
desarrolla el talento, pero no anima ni acrece esa chispa que se
llama genio, con la cual Dios dota a muchas criaturas: por eso yo, no
obstante mis largos y asiduos estudios, he pintado hasta hace un año
_mi bodegón_ y _mi aguador_, que en tanta estima tiene la corte; por
eso me di a pintar _cosas rústicas, a lo valentón, con luces y colores
extraños_.

—Yo creí que habíais tomado ese rumbo conociendo que os imitaban ya el
Ticiano, Alberto Rafael y otros.

—Y no os equivocáis; esa fue una de las razones porque me abstuve de
pintar con suavidad asuntos más serios, pues aunque mis amigos me
decían que podría emular a Rafael de Urbino, _más quería yo ser primero
en aquella grosería, que segundo en la delicadeza_; la otra razón, y
más poderosa, era que, careciendo aún de genio, porque ninguna pasión
había venido a animarle, me era sumamente dificultoso pintar otra cosa.

El caballero que después de mirar al fondo de la tienda se había
alejado, volvía entonces, y tornó a pararse cerca de ella, medio oculto
entre el ramaje.

—¿Cómo, pues, habéis pintado con tanta perfección y maestría hace dos
meses ese sublime cuadro de la coronación de la Virgen?

—¡Oh, porque ya había aparecido mi genio! —contestó el artista elevando
a la bóveda celeste tachonada de estrellas una mirada de inefable y
ardorosa gratitud.




II

AMOR DE ARTISTA


El caballero que acechaba aplicó el oído con ávida atención al escuchar
la exclamación de Velázquez; este guardó silencio durante algunos
instantes: a la sublime expresión de su semblante había sustituido otra
de tristeza profunda y amargo desaliento.

El duque tomó cariñosamente una de sus manos, y le contempló por algún
tiempo con afectuoso interés.

—Vos tenéis alguna pena, don Diego —le dijo después de esperar en vano
por un momento a que el pintor rompiese el silencio—. ¿No soy —añadió—
bastante amigo vuestro para que me la confiéis?

—¡Ah, sí, señor don Juan! —contestó el artista volviendo de su
distracción y estrechando la mano que tenía asida la suya—; yo os diré
de dónde nace mi pesar.

—Presumo que será causado por el amor —dijo sonriéndose el duque.

—Y presumís harto bien —contestó Velázquez lanzando un suspiro, como
quien siente aliviado su corazón de un peso enorme.

—¿Y qué dice de esto mi señora doña Juana Pacheco, vuestra noble esposa?

—¡Juana nada sabe! —murmuró el artista con acento melancólico y
quedando de nuevo profundamente caviloso—. Escuchadme, señor duque
—continuó tras una leve pausa—: voy a confiar a vuestra lealtad el
secreto más importante de mi vida, y bastan estas palabras para que
vuestra hidalguía conozca lo que me importa.

Inclinose levemente don Juan Hurtado de Mendoza en señal de
conformidad, y el pintor de cámara habló así, mientras que el caballero
que rondaba la tienda escuchaba con la mayor atención, recatándose el
semblante todo lo posible con el ala de su sombrero.

—Cuando salí de la corte, a donde apenas hacía un año que había
llegado con objeto de viajar, quedaron en Sevilla mi esposa y mi hija,
y recorrí la Italia, la Alemania y Flandes, dejando este país para
lo último, porque quería conocer y tratar algún tiempo al rey de la
pintura, al célebre Pedro Pablo Rubens, por quien sentía una especie de
apasionada admiración.

»No pude, empero, lograr mi deseo. Rubens se hallaba en Inglaterra,
pues, tan hábil diplomático como pintor, estaba encargado por la
infanta gobernadora de Flandes de negociaciones de paz.

»Al ver fallida mi esperanza, determiné salir pronto de Amberes,
pero quise antes ver la ciudad con alguna detención; entonces estaba
devorado por tan negra melancolía que en nada encontraba solaz;
faltábame a veces la inspiración, que solo me asistía para pintar
escenas vulgares y groseras; ninguna imagen de belleza se había grabado
en mi alma, que lloraba como una esclava encerrada en una oscura
cárcel: casado en la aurora de mi vida con Juana Pacheco, a la que
siempre había amado como a una hermana, ninguna pasión había llegado a
animar mi corazón.

»Una mañana que daba vueltas al acaso por la ciudad, me encontré sin
saber cómo en una calle en extremo solitaria, y terminada por algunos
árboles: era una de las salidas de la población.

»Admirado del aislamiento del sitio, y complacido al mismo tiempo de
él, me senté al pie de un álamo, y me entregué a una de esas vagas
meditaciones inspiradas por la soledad, y que ningún fin tienen.

»Yo no sé cuánto tiempo permanecí allí: cuando levanté la cabeza, vi
enfrente de mí una pequeña casa, en cuya fachada se abrían cuatro
ventanas; en la más inmediata a mí estaba apoyada una joven, a la cual
creí una aparición celeste.

—¿Tan bella era? —preguntó Hurtado de Mendoza con benévola sonrisa.

—Tan bella, que jamás he visto nada que se le parezca: fingíos, señor
don Juan, un semblante de quince años, blanco como el alabastro e
iluminado por dos ojos azules tan rasgados y hermosos como solo los
poseen las flamencas; fingíos una cabellera dorada y sedosa, una boca
de ángel, una frente virginal, unas manecitas nevadas y unos pies
infantiles, y tendréis una idea aproximada de aquella hermosa niña.

—¿Y os la habéis dejado allí? —exclamó extrañado el duque.

—Perdonadme que no os conteste por ahora a esta pregunta, y que prosiga
mi historia —dijo Velázquez con mal seguro acento; luego continuó:

—Durante largo rato permanecí contemplando a aquella angélica criatura,
sin que ella separase de mí sus grandes e inocentes ojos, y solo tomé
el camino de mi casa cuando la luz de la tarde fue tan débil que ya no
podía distinguirla.

»—Adiós —me dijo entonces la desconocida con dulcísima voz, y como si
yo fuera un amigo antiguo.

»—Adiós —contesté yo—, hasta mañana —y me alejé lentamente.

»No bien la aurora del siguiente día iluminó el cielo, fui a situarme
enfrente de las ventanas de mi ángel, que tardó algún tiempo en llegar.

»—Yo no creí que vendrías tan pronto —me dijo sin embarazo ni rubor—;
no he dormido en toda la noche pensando en ti, y a la aurora me rindió
el sueño: perdóname.

»—¿Cómo te llamas, hermosa niña? —le pregunté pasmado de tal candor y
sencillez.

»—Ana.

»—¿Tienes padres?

»—No. Solo me acompaña una anciana dueña llamada Tadea; nunca he visto
a mis padres, y solo conozco a ella y a ti.

»Nuestra entrevista duró largo rato: nadie vino a interrumpirnos ni
acudiendo a vigilar por aquella inocente, ni cruzando por aquella
solitaria calle.

»Ana me dijo que a veces se pasaban meses sin que alma viviente
transitase por allí, y que por eso había sido tan viva su admiración al
verme.

»Díjome también que no salía nunca de casa, porque un anciano sacerdote
iba a decir misa todos los días a su oratorio; que su dueña recibía
para ambas la comida de un mesón por una rejilla practicada en la
puerta, y que nadie iba a verlas jamás.

»Despedime por fin. Durante quince días nuestras entrevistas se
repitieron, y muy en breve conocí que aquella niña era tan necesaria
a mi vida como el aire que respiraba. Bajo la influencia de mi amor,
diseñé el cuadro de la coronación que tanto habéis celebrado, y
entonces fue cuando advertí que había encontrado la inspiración que
antes huía de mí.

»Pero no seguí el ejemplo de Rafael de Urbino retratando a mi Ana en
todas las mujeres de mis cuadros, como él hacía con la Fornarina, y
a la verdad que hubiera podido hacerlo con más ventaja que él: sus
celebradas vírgenes son, por decirlo así, otras tantas profanaciones de
la purísima madre de Dios, puesto que todas ellas son retratos de la
desenvuelta cuanto bella panadera romana; mientras que, copiando yo la
angelical figura de Ana, no hacía ultraje alguno a María, puesto que la
pureza de aquella joven era un reflejo de la suya.

»Yo nací, sin embargo, con un extraño instinto de independencia, y soy
original hasta en mis ideas: por eso, pues, si bien tomé del semblante
de Ana la belleza y la candorosa expresión que le distinguen para mi
virgen coronada, di al semblante de la madre de Dios un tinte dorado
que contrasta con la tez de nieve de aquella; coroné la frente de María
de la copiosa y ondulante cabellera de mi amada, pero lejos de darle
el dorado matiz de los rizos de Ana, la vestí de oscura sombra, y de
esta suerte he respetado también la belleza de la Reina del cielo, no
haciéndola copia de la de una de sus criaturas.

—¡Ah, Velázquez! tenéis razón —exclamó el duque estrechando conmovido
la mano del artista—: ¡vos sois noble hasta en vuestros pensamientos!

—Llegó el día de mi partida —continuó Velázquez—; el rey Felipe IV
me llamaba a Madrid, ofreciéndome aposento en su propio palacio, y
un estudio en la galería del mismo llamada del _Cierzo_; yo no podía
permanecer ni un día más en Amberes, y con el corazón prensado de dolor
fui a despedirme de Ana.

»Ella me oyó sin pestañear: cuando hube acabado, me dijo tranquilamente:

»—Llévame contigo, Diego.

»Ante aquella petición, un mundo de alegría se abrió ante mis ojos.

»—¿Me seguirías? —le pregunté ebrio de gozo.

»—¿Por qué no? —me contestó—: yo no tengo quien me ame en el mundo más
que tú.

»—Esta noche a las doce vendré a buscarte, Ana mía —exclamé
preparándome a dejarla.

»—Pues toma esos papeles —dijo ella sacando del pecho un pequeño
paquete—. Hace tres años vino a verme por primera y última vez una dama
envuelta en un manto de terciopelo, y los puso en mis manos diciéndome:
«Ana, entrega estos papeles al primer hombre que te diga que te ama.»
Abrazome en seguida, y desapareció.

»—¿Sin decirte su nombre?

»—Nada más le oí que lo que te he repetido.

»—Hasta la noche, pues, Ana —le dije tomando pensativo los papeles.

»—Hasta la noche —repitió ella.

»No bien llegué a mi casa, rompí el nema, que tenía impresa una corona
de conde, y aparecieron a mis ojos dos pliegos pequeños de papel
vitela, perfumado y rico, y enteramente llenos de una letra clara y
menuda: entre sus dobleces había una larga trenza de cabellos rubios,
que despedían un penetrante aroma, y cuyo matiz era igual al de los
rizos de Ana.

»Puse en la mesa con religioso cuidado la hermosa trenza, y leí el
papel, de cuyo contenido voy a enteraros si me dais vuestra licencia.

El duque aproximó su silla a la de Velázquez como preparándose a
escuchar, y este sacó un pliego y empezó a leer lo que sigue.




III

EL RUEGO DE UNA MADRE


  «Señor: quien quiera que seáis, debéis tener un corazón sensible,
  puesto que se ha conmovido con la inocente belleza de mi hija: yo sé
  que su hermosura no puede inspirar pasiones bastardas, porque hay en
  ella algo de angélico que Dios, en su bondad infinita, ha querido
  darle ya que carecía de toda guarda en el mundo.

  »¡Plegue al cielo, señor, que no estéis unido con eternos lazos a
  otra mujer cuando conozcáis a mi pobre Ana, y que sea el matrimonio
  el puerto salvador que acoja su infortunada juventud! Pero si, por
  desgracia mía, os habéis ya abrigado a él con otra compañera, os
  suplico, por el amor de la madre de vuestros hijos, por la memoria de
  la vuestra, que ni aun así la abandonéis.

  »La infeliz niña está sola en el mundo: aunque de noble sangre, su
  nacimiento fue un crimen, porque su padre y su madre estaban ligados
  a otros dos seres con los lazos de una eterna unión: su padre la ha
  olvidado en medio del cúmulo de honores que le abruma y su desdichada
  madre teme la justa cólera de un esposo ultrajado y demasiadamente
  noble.

  »Si mi hija ha conseguido interesaros, velad vos por ella, señor:
  si sois esposo y padre, ¡por el cielo!, no os hagáis reo del mismo
  delito que el que le dio la vida: pero sed su hermano, y llevadla al
  lado de vuestra esposa, que Ana la amará con todo su corazón, porque
  es buena como los ángeles de Dios. Sea bastante poderoso el ruego de
  una pobre madre para cambiar vuestros propósitos de seducción en una
  resolución generosa; y acordaos, señor, de que la mujer que de este
  modo os ruega ha caído en ese abismo de remordimientos que os quiere
  evitar. ¡Sed fuerte, oh señor, sed fuerte al menos por compasión
  hacia esa infortunada niña que no tiene otro amparo que el de vuestra
  piedad!

  »Si por su dicha fuerais libre, entonces os juro que no podéis
  encontrar una compañera más dulce y angelical... ¡Oh, sí,... ella os
  dará esa dicha doméstica que tan escasa es en la tierra!

  »Salvad a mi hija de una perdición cierta, atendida su hermosura y el
  abandono en que vive; sed su protector; os lo pide por vuestra fe de
  caballero y de cristiano, su desdichada madre. — _Ana._

  »P. D. — Dadle esa trenza que acabo de cortar de mi cabeza para ella,
  y contestadme para tranquilizar mi ansiedad, que no puede cesar hasta
  saber vuestra decisión.»

  »Dirigid vuestra carta a Gante, cuartel de San Pablo, sin más señas
  que estas: _A Ana S._»

—¡Es original la aventura! —dijo el duque así que Velázquez acabó de
leer el pliego.

—Cuando me enteré de esta carta —continuó el artista guardándola—,
un sentimiento de profunda y dolorosa piedad se apoderó de mí: la
desgraciada suerte de aquella mujer, que por lo poco que se vislumbraba
era una noble dama, me conmovió hasta el extremo de arrasar mis ojos en
lágrimas, y me afirmó en el propósito que tenía de llevarme conmigo a
España a mi inocente Ana.

»Pensaba conducirla al lado de Juana, según su madre me encargaba, y si
bien un sentimiento de amargura se abría paso en mi corazón al pensar
en lo dichoso que hubiera podido ser uniéndome a aquella angélica
criatura, puedo deciros con verdad que la memoria de los beneficios que
debía al padre de mi esposa, la grave y tranquila afección que esta me
inspiraba y el amor de mi hija, dominaron bien pronto aquel doloroso
pensamiento.

»Salí de mi casa, y dirigiéndome a la de un platero, compré un medallón
de oro pendiente de una cadena del mismo metal; encerré en él la trenza
de la madre de Ana, y lo guardé, esperando la hora de ir en su busca,
y haciendo activamente los preparativos de nuestra marcha, que debía
efectuarse al rayar la aurora.

»Dieron, por fin, en la gran catedral las once y media; tomé una escala
de seda preparada de antemano, y me dirigí a la vivienda de Ana.

»Ya me esperaba esta en la ventana; asegurando la escala, bajó con
pie firme, y mi mano tocó la suya por primera vez, para ayudarla a
descender.

»Cuando estuvo en el suelo, puse en su cuello la cadena de la cual
pendía el medallón.

»—Guarda —le dije—, guarda, Ana mía, este recuerdo de nuestra madre que
te ofrece la mano de tu hermano.

»—¡Ah, Dios mío! —exclamó con indecible alegría—. ¿Y eres tú mi hermano?

»—Sí —contesté con voz firme y pidiendo desde lo íntimo de mi alma
perdón a mi madre por aquel generoso engaño, que me recordaría mis
deberes—: sí, Ana, yo soy tu hermano, y esta feliz nueva la he
encontrado en los papeles que esta mañana me entregaste.

»—¡Ah! ¡Por eso quizá te amé desde la primera vez que te vi! —exclamó
apoyándose con abandono en mi brazo, y disponiéndose a seguirme.

»La inocente ni aun pensó siquiera en preguntarme quiénes eran nuestros
padres: su infantil inteligencia, ofuscada aún por su total ignorancia
del mundo, ni siquiera comprendía los lazos de la sangre.

»Llegamos, por fin, a mi posada: entonces rogué a Ana que se recostase
en mi lecho, lo que hizo dócilmente, y bien pronto su igual y dulce
respiración me dio a conocer que dormía.

»En seguida, y aprovechándome de su sueño, tomé la pluma y escribí a su
madre una carta concebida en estos términos:

  «Señora: Ana está en mi poder, segura y amparada para siempre; soy
  esposo y padre, y ella será la hermana de mi esposa.

  »Vuestra hija y yo partimos para España dentro de dos horas: si algún
  día queréis abrazarla, preguntad por el pintor del rey Felipe IV. —
  _Diego Velázquez de Silva._»

»Dirigí esta carta y me acerqué al lecho de Ana: dormía como un niño
en su cuna; pero mi puro amor de artista había sido más santificado
todavía con la carta de su desdichada madre, y ni aun llegué mis labios
a su frente.

»Dos horas, empero, pasé contemplándola: la vista de su angélico
semblante, coronado de rubios rizos, llenaba mi corazón de una calma y
bienestar que jamás había experimentado. ¡Ay de mí! Era el amor, que
tomaba traidoramente la única forma con la cual podía subyugar mi alma.

»El primer rayo de la aurora brilló, por fin, en el oriente: desperté
a Ana, y un cuarto de hora después nos dábamos a la vela en un buque
español. Al desaparecer de nuestra vista los últimos edificios de la
hermosa ciudad de Amberes, de los ojos de Ana brotó copioso llanto.

»—¿Qué tienes? —le pregunté.

»—¡No lo sé, hermano mío! —dijo ella—; pero me parece que dejo aquí
alguna cosa que me es muy querida; y, sin embargo —continuó rodeando mi
cuello con sus brazos—, tú y el cabello de mi madre es lo único que me
inspira amor en el mundo.




IV

LA HILDALGUÍA ESPAÑOLA


Largo rato hacía que el duque del Infantado estaba absorto en un
profundo asombro: miraba a Velázquez como miramos a un ser de una
naturaleza superior, porque, si bien las licenciosas costumbres de la
corte de Felipe IV le habían estragado el corazón, era todavía bastante
capaz de comprender toda la nobleza del artista.

—¿Es, pues, esa joven que trajisteis de Flandes la que hoy pasa por
hermana vuestra, y que con tanto cuidado recatáis de las miradas de
todos? —preguntó al fin al pintor.

—Sí, señor don Juan —contestó este—; hace un año que Ana vive a mi lado
bajo la continua vigilancia de mi esclavo mulato Juan de Pareja; y
aunque habita dentro de palacio, no han profanado su belleza los ojos
atrevidos de ninguno de esos licenciosos y depravados cortesanos.

—¿Por qué no la habéis enviado, según ofrecisteis a su madre, a
Sevilla, al lado de doña Juana?

—¡No puedo! ¡Oh, no puedo separarme de ella!

—¿Luego la amáis?

—¡Más que a mi gloria! —exclamó el artista elevando al cielo una mirada
cubierta de ardientes lágrimas.

Un largo silencio siguió a aquel grito escapado del alma generosa
del pintor. El duque permanecía inmóvil y pensativo: mucho debía
amar a Velázquez aquel orgulloso cortesano, cuando de tal manera le
preocupaban sus dolores.

En aquel instante, el caballero que los acechaba se alejó con ligero
paso; mas a pesar del cuidado con que hasta entonces se había recatado,
cualquiera que le hubiera visto al pasar por delante de una de las
tiendas próximas, cuyas luces iluminaron de lleno su semblante, hubiera
reconocido en él las severas facciones de don Gaspar de Guzmán y
Pimentel, conde-duque de Olivares.

—Ya tengo una buena nueva que dar al rey —murmuró desapareciendo
rápidamente en las sombras de la alameda.

—Os confieso, don Diego —dijo al fin el duque rompiendo el silencio—,
que no concibo tanta nobleza y generosidad como encuentro en vuestra
conducta. Amáis a una mujer, la tenéis en vuestro poder sin trabas y
sin conocer a nadie que os pida cuenta de ella, y la respetáis por
la súplica de una madre que quizá sea ficticia, puesto que no tenéis
prueba alguna de que la autora de esa carta sea efectivamente la mujer
a quien Ana debe la vida.

—¡Ah!, examinad esa carta —exclamó Velázquez mostrando al duque la
que leyera pocos momentos antes—; examinadla y os convenceréis de
que solo una madre pudo dejar así la huella de esas anchas lágrimas
tan ardorosas como las gotas que preceden a una tempestad... de que
solo la mano de una madre tiembla del modo que debía temblar la de la
mujer que ha trazado estas líneas... Pero, ¡ay! —continuó Velázquez
guardando de nuevo la carta, y llevando a su frente sus manos cerradas
con un desesperado movimiento—, ¡ay de mí!, nada he conseguido con mi
sacrificio: el rey ha visto a Ana hace tres días, y he comprendido
demasiado que está ciegamente enamorado de ella.

Al escuchar estas palabras, se levantó el duque y miró con recelo a
todas partes; algunas enamoradas parejas cruzaban por la enramada, y no
era difícil que oyesen las palabras del pintor.

—Volvamos a Madrid, Velázquez —dijo acercándose de nuevo a este—.
Nuestra conversación se ha hecho muy seria para que podamos continuarla
aquí, por el grave riesgo que corremos de ser oídos.

En seguida tomó familiarmente el brazo del artista, y se dirigió con él
a su coche, cuyos caballos tomaron al trote el camino de Madrid así que
el duque y Velázquez se hubieron acomodado en él.

—¿Cómo ha visto el rey a esa joven? —preguntó el duque, no bien el
ruido del carruaje pudo apagar un tanto su voz.

—Mil veces me había preguntado por mi hermana, exigiéndome que se
la presentase, pero yo había conseguido excusarme con diferentes
pretextos. Hace tres días entró de improviso en mi estudio, del cual
tiene llave desde que me concedió el título de pintor de cámara, y nos
sorprendió estando yo haciendo el retrato de Ana: a su vista quedó mudo
de asombro, y apenas acertó a pronunciar una palabra. La inocente niña,
por el contrario, no manifestó la menor sorpresa.

—¿Quién es este señor tan hermoso? —me preguntó.

—S. M. el rey —le contesté—, casi sin saber lo que decía.

Entonces el rey le tendió la mano, que ella, completamente ignorante
de toda etiqueta, no se cuidó de besar, contentándose con estrecharla
levemente como si fuese la de un antiguo amigo.

—Voy a nombrar a tu preciosa hermana dama de honor de la reina,
Velázquez —me dijo el rey poco después, sin apartar sus ojos de Ana.

—Suplico a V. M. que no haga tal cosa —contesté yo rojo de indignación.

—¿Por qué?

—Porque nunca consentiré en que admita semejante merced.

La mirada con que acompañé estas palabras debió traducir al rey mi
pensamiento, porque la dulce expresión de sus ojos dejó lugar a otra
llena de cólera. Un instante después salió de mi estudio cerrando la
puerta con violencia.

Todo lo temo —continuó el artista—, todo lo temo del carácter del rey,
y solo confío en la vigilancia del mulato, que es para Ana y para mí un
perro fiel.

—Confiad también en mi amistad, don Diego —dijo el duque estrechando
afectuosamente la mano del pintor.

—¡Gracias, señor don Juan! —contestó este—. Pero lejos de que yo me
valga en esta ocasión de vuestra amistad, os suplico, con todas las
veras de mi alma, que aparentéis que se ha enfriado la vuestra, o que
me la negáis por completo. Sospecho que voy a caer del pedestal en
que momentáneamente me colocó la fortuna, y os amo demasiado para
envolveros en mi ruina.

El coche llegaba entonces al palacio del duque; mas este, embargado por
la honda conmoción que le causaron las generosas frases de Velázquez,
no lo advirtió siquiera hasta que los caballos se detuvieron.

—¡Alma noble! —exclamó rodeando con sus brazos el cuello del artista—:
no temáis las iras de la suerte; no haré en público nada por vos,
porque, como decís muy bien, sería envolverme en vuestra ruina; pero yo
os conservaré en ese pedestal que tan honrosamente habéis conquistado,
y del cual quiere arrojaros una mano.

En aquel instante fijó su mirada por casualidad en un caballero que
pasaba a la sazón junto al coche: era el conde-duque de Olivares, que
marchaba apresuradamente hacia palacio y que, al escuchar las últimas
palabras del duque, redobló el paso hacia el alcázar real.

El duque entró en su casa, y ordenó a su cochero que condujese al
artista a palacio, donde, según se ha dicho ya, tenía aposento.

Velázquez se dirigió a su habitación: diez minutos después de entrar en
ella, don Gaspar de Guzmán y Pimentel penetraba, sin anunciarse, en la
cámara de Felipe IV.




V

REY DE NOMBRE Y REY DE HECHO


Escribía el rey sentado delante de una pequeña mesa cubierta de
papeles, y su obra debía ser en verso, según lo atestiguaban sus
desiguales renglones, y el cuidado que ponía en medirlos contando sus
sílabas con los dedos.

Al sentir los pasos del conde-duque, levantó la cabeza y mostró su
gracioso semblante, pálido y marchito como si estuviera falto de
reposo.

En efecto, Felipe IV hacía tres noches que no cerraba los ojos,
pensando en la hermana de su pintor de cámara.

El rey de España tendría unos veinticinco años, era de estatura
mediana, tez trigueña y hermosos ojos; su nariz, un tanto encorvada,
era, quizá por este mismo defecto, la facción más graciosa de su
rostro; sus cabellos castaños bajaban en ondas brillantes hasta su
cuello de batista lisa, y su bigote retorcido, acababa de dar a su
fisonomía aquel carácter de época que en vano se ha procurado después
imitar.

Su pie, encerrado en un zapato de alto tacón y cubierto con un gran
lazo, era lindo, pequeño y arqueado; sus manos, blancas y delicadas,
salían de entre ricos encajes, y su ropilla de terciopelo negro marcaba
bien su alto y hermoso pecho, y su talle gallardo y redondo.

Llegaría apenas el de Olivares a su noveno lustro, y sus facciones,
severas y duras, retrataban bien su carácter dominante, pero estaban
dotadas al propio tiempo de tan admirable flexibilidad, que cambiaban
instantáneamente de expresión sin que pareciese costarle el más pequeño
esfuerzo.

Vestía con mucha mayor suntuosidad que el rey, y era más corpulento y
de estatura más elevada. Hasta la puerta de la cámara real, sus cejas,
violentamente contraídas, y la iracunda expresión de sus ojos hubieran
patentizado al observador menos inteligente la ira que fermentaba en su
alma; mas, al aparecer ante el rey, retrataron sus facciones un gozo
tan sincero que hubiera engañado al más sagaz.

A la primera mirada que el rey fijó en el semblante del de Olivares, a
la alegría de las facciones que este reflejó en las del monarca, como
en un espejo, se levantó presuroso.

—¿Me traes alguna buena nueva? —preguntó ansiosamente.

—La mejor que puedo dar a V. M.

—¿Cuál?

Don Gaspar fue afectando sumo cuidado a la puerta secreta del
dormitorio, y la cerró sin causar el menor ruido; hizo otro tanto
con la que comunicaba con el tocador del rey y con la que daba a la
antecámara, y luego volvió cerca del monarca.

—Siéntate —dijo este al de Olivares, señalando un sillón a su lado y
volviendo a ocupar el suyo.

—¡Señor! —murmuró el conde-duque afectando gran confusión.

—Siéntate —repitió el rey en cuyos ojos brillaba la ansiedad.

Obedeció don Gaspar de Guzmán: luego se aproximó al rey, y dijo
recalcando las palabras, y escudriñando con una mirada profunda el
efecto que producían en su semblante:

—Señor, la joven que pasa por hermana de Velázquez no lo es.

—¿Qué?, ¿cómo? —exclamó el rey impetuosamente.

—Que la joven y linda Ana es la querida de Velázquez.

Una viva alegría iluminó el semblante del rey, pero aquella expresión
fue borrada bien pronto por otra de amargo y profundo desaliento.

Felipe IV amaba sinceramente a la joven, y la noticia de su degradación
le causó tan intenso dolor que ahogó la esperanza que aquella misma
degradación le hizo concebir de hacerla suya.

—¡Conque no es su hermana! —murmuró sin pensar quizás en lo que decía.

—Es una joven que se trajo de Amberes, cuando, llevado por el deseo de
conocer a Rubens y de estudiar sus obras, fue a aquella ciudad.

—¡Ah!, a propósito... —exclamó Felipe IV con la ligereza de carácter
que le era habitual—, Rubens viene.

—¡Que viene Rubens! —repitió el conde-duque que, acostumbrado a dominar
enteramente a Felipe IV, no podía sufrir junto al rey a ninguna persona
que ejerciese en su ánimo la influencia más leve—. ¡Que viene Rubens!
¿Y a qué?

—Le envía mi tía, la infanta gobernadora de Flandes, para que le dé
mis instrucciones acerca de las negociaciones de alianza entre España
e Inglaterra, y creo que le trae también el deseo de conocer a Diego
Velázquez, cuya fama se ha extendido ya por todo el mundo, y a quien
solo conoce por la correspondencia que sostiene con él, desde que a su
vuelta a Amberes supo que Velázquez había ido allí solo por verle y no
había podido conseguirlo. Mi tía, la infanta doña Isabel, me encarga en
su carta que procure divertirle, pues hace un año que le consume una
melancolía profunda.

Al hablar el rey de la tristeza de Rubens, la nube de dolor que por
un momento había desaparecido de sus facciones, volvió a invadir su
semblante; el favorito guardó silencio algunos instantes como para dar
lugar a que el desaliento se apoderase de su alma por completo.

—Creo, señor —dijo por fin—, que el amor de V. M. por esa joven es más
serio que ninguno de los que V. M. ha sentido hasta aquí.

—Tienes razón: mis pasados galanteos solo merecen el nombre de
caprichos, comparados con lo que siento ahora... ¡Ah... es tan bella,
tan joven, tan adorable!...

El favorito sonrió con desdén: iguales elogios había escuchado mil
veces de la boca del rey tratándose de otras mujeres olvidadas ya desde
hacía mucho tiempo; por cuya razón jamás fundó su privanza en los
amores del monarca: sabía que ninguna mujer reinaba más de un mes en el
voluble corazón de Felipe IV.

De súbito un pensamiento más grave frunció sus espesas cejas; pero su
meditación duró breves instantes, volviendo a aparecer en su fisonomía
la expresión de calma desdeñosa que le caracterizaba.

—El corazón de esa niña será muy pronto de V. M. —dijo al rey, que
levantó la cabeza al oírle, meciéndola tristemente.

—¡Quizá no! —murmuró—. Mucho debe amar a Velázquez cuando tan fielmente
guarda el secreto de su fingida hermandad.

—¡Bah!, ¿no hemos conquistado otras beldades tan enamoradas como esa
niña pudiera estarlo? Y digo pudiera, porque no lo está: ella se cree
verdadera hermana de Velázquez, y como tal vive con él.

Al escuchar las palabras del infame favorito, levantose Felipe
como impulsado por un resorte, y con el rostro radiante de alegría
aproximose al conde-duque y tomó sus manos, que estrechó con frenesí.

—¿Cómo has hecho para adquirir esas noticias? —exclamó—. ¡Oh, habla...
habla... dímelo y luego pídeme lo que quieras para recompensar tu
celo!...

—No se tome V. M. el trabajo de indagar el que me ha costado a mí
adquirir esas nuevas que tan agradables son a V. M. —contestó el
privado siguiendo la provechosa costumbre que había adoptado de hacer
sus servicios todo lo posible misteriosos—; en cuanto a mi recompensa,
es sobrado grande con la alegría que he proporcionado a V. M.

—Acepta, sin embargo, esta sortija como una prenda de mi gratitud —dijo
el rey sacando de su dedo anular un magnífico cintillo de diamantes y
perlas, y poniéndole él mismo en el del conde-duque.

Inclinose don Gaspar profundamente, y el rey continuó:

—Estoy decidido a hacer mía a esa joven; pero, te lo confieso, no
quisiera romper con Velázquez a quien amo de veras.

—Sin que rompa con él V. M., y sin romper yo, que le amo también,
mañana a estas horas estará en mi casa la joven Ana.

—¿Pero no sabes que mañana al amanecer salimos para el Escorial?

—Saldremos todos, incluso Velázquez: pero Ana se quedará aquí, en mi
casa, según he dicho a V. M.

—Mas la reina se queda también en Madrid, porque la delicada salud de
mi hija María Teresa le impide acompañarnos.

—Lo sé; pero nada tema V. M.: no bien quede la corte instalada en el
palacio de San Lorenzo, volveré yo aquí y me llevaré a la flamenca
en un coche cerrado, conduciéndola a las habitaciones que allí me ha
señalado V. M.

—¿Cómo podré yo pagarte tanto celo?

—Conservándome un lugar en el corazón de V. M.

—¡Siempre, siempre será tuyo!

El favorito no hizo, al parecer, gran caso de la protesta real:
inclinose fría y ceremoniosamente, y salió de la cámara con paso grave
y mesurado.




VI

ISABEL DE BORBÓN


—Resumamos —decía para sí el de Olivares, en tanto que se encaminaba
lentamente a la cámara de la reina—, resumamos: el rey queda
enteramente alucinado por mí, y le parece que nada ha hecho para
probarme su gratitud, aun después de haberme dado un tesoro en este
anillo; la reina me va a servir para robar a la niña sin que yo
intervenga en nada, y de este modo consigo guardar pura a la pobre Ana,
a la cual tanto ama mi querido Velázquez, y librarme de mi rival el
duque del Infantado, que quiere proteger a la flamenca. Mis negocios
van perfectamente.

Al decir estas palabras, llegaba a la puerta de la cámara de la reina,
y se hizo anunciar por un ujier: sin duda no le era tan fácil penetrar
en aquellas habitaciones como en las del rey.

Cuando el conde-duque penetró en la cámara de la reina, serían las
diez de la noche. La cámara, poco iluminada, tenía abiertos los dos
balcones, que enviaban dos rayos de luna al lecho de la infanta María
Teresa, colocado en el centro de la cámara a causa del gran calor.

Pero el lecho estaba vacío: la regia enferma, que contaba muy pocos
años, se entretenía formando un castillo de naipes en un sillón próximo
a la reina, que la contemplaba con amor.

Isabel de Borbón acababa de cumplir veintitrés años. Su semblante,
dulcemente ovalado, era más que hermoso, agradable y simpático; sus
ojos oscuros eran muy rasgados y veíase en ellos ese ligero cambiante
azul que se asemeja a la pizarra, y que tal encanto presta a la mirada
que le posee; sus cabellos, levantados con el mismo peinado que luego
hemos llamado _a la Fuoco_, eran sedosos, abundantes y de un hermoso
color castaño; no se podían llamar perfectas su nariz ni su boca,
la cual era de una extrema pequeñez; pero la fresca palidez de su
semblante, el gracioso corte de su frente y su dulce sonrisa le daban
un encanto inexplicable y más seductor que el que presta una acabada
hermosura.

Tenía puesto un vestido blanco y liso, y su gola de batista, lisa
también, hacía resaltar el agradable trigueño de su tez.

La infanta María Teresa era el retrato fiel de su madre; pero sus ojos
eran de un azul más claro y transparente, su tez más blanca y sus
rizados cabellos tenían los brillantes matices del oro. Aquella dulce,
tierna y apacible niña fue después la desdichada esposa de Luis XIV de
Francia.

Cuando vio al conde-duque, hizo un gesto de disgusto levantando sus
blancos y delicados hombros, y le gritó:

—¡No te acerques aquí!... Como eres tan grande, vas a derribarme el
castillo con el aire que haces al andar.

Pero la advertencia llegó tarde: al movimiento que hizo el favorito
para besar la mano de la niña, llevó un soplo de viento a los naipes, y
el edificio vino al suelo.

—Está visto que donde tú estás no puede haber palacios —exclamó María
Teresa retirando con rabia su mano—. Me voy a volverle a hacer en la
mesa de mármol de mi padre, y cuidado con que vengas allí, ¡cuidado!

Al escuchar las frases de su hija, «está visto que donde tú estás no
puede haber palacios», una dolorosa sonrisa entreabrió los labios de la
reina: la pobre Isabel debía todos sus pesares a la fatal influencia
que el conde-duque ejercía en el ánimo de su esposo.

La infanta recogió sus naipes y, precedida y seguida de dos damas, se
encaminó a la cámara de su padre.

La dolencia de la pequeña princesa era tan leve, o mejor dicho, tan
habitual, que la reina no se opuso a que aquella fuese a la cámara del
rey, deseosa de proporcionarle alguna distracción.

—Tengo que hablar a V. M. de un asunto reservado, señora —dijo el
conde-duque volviéndose imperiosamente hacia las damas, que sin
esperar una señal de la reina se retiraron en seguida a la antecámara:
decididamente el verdadero rey era don Gaspar de Guzmán.

—Ya os escucho —dijo Isabel recostándose en su sitial, y apoyando en la
mano su mejilla con aire entristecido.

—He venido —empezó el de Olivares—, he venido a rogar a V. M. que me
ayude a salvar a una infeliz niña del amor del rey.

Ante aquellas inhumanas palabras, palideció Isabel; llevó sus manos al
corazón como si hubiese recibido en él una profunda herida, y luego dos
gruesas y abrasadoras lágrimas corrieron por sus mejillas.

—¿Qué puedo yo hacer? —murmuró con tanto desaliento, que el duro
corazón del favorito se conmovió a pesar suyo.

—Esa joven se salvará si V. M. me permite que la traiga esta noche a
sus habitaciones.

—¡Nunca! —exclamó la reina con vehemencia—. Creo que obro más
dignamente aparentando que ignoro los desórdenes del rey, que
oponiéndome a ellos con inútiles escándalos.

—Aquí no puede haber escándalo alguno; yo me he visto obligado a
ofrecer al rey que la tendría esta noche en mi poder, pero al mismo
tiempo quiero salvar el honor de esa infeliz criatura y librar a don
Diego Velázquez de un pesar que le costará la vida, porque ama a esa
joven con toda su alma.

—¿Y quién os obligaba a fomentar así la licenciosa pasión del rey por
esa joven? —exclamó Isabel de Borbón irguiéndose indignada y altanera—.
¿Quién sino vuestra infame ambición tiene la culpa de los extravíos del
padre de mis hijos? ¿Quién es la causa de todos mis pesares? ¿Quién
empobrece y pierde el reino? ¡Vos... sí... solo vos, favorito venal
de un rey demasiadamente crédulo!... ¿Y queréis que yo os ayude en
vuestras inicuas tramas? ¿Queréis que yo sea el dócil instrumento de
vuestros ambiciosos planes, para acabarme de perder luego en el ánimo
del rey? ¡No lo esperéis jamás!

—¿Se niega V. M.? —preguntó el favorito, quien, no obstante los
violentos apóstrofes de la reina, la miraba con una calma provocativa.

—Me niego, sí.

—Iré, pues, a avisar a Velázquez.

Una llamarada de cólera cubrió de púrpura el dulce y poético semblante
de la reina. Levantose esta del sitial en que había permanecido
sentada, y se aproximó lenta, rígida y amenazadora al conde-duque.

—Si hacéis eso —murmuró en voz baja, pero enérgica, y acentuando cada
palabra—; si hacéis eso, yo seré quien os hunda para siempre en un
abismo sin fondo. ¡Entendedlo bien, don Gaspar de Guzmán! ¡Si tomáis
en boca el nombre del rey, Isabel de Borbón, os lo jura por su nombre
real, será quien descubra a Felipe IV la petición que habéis venido a
hacerle esta noche! ¡Salid!

La reina señaló la puerta al de Olivares con ademán severo, y este, a
pesar de su insolencia, salió maquinalmente, asombrándose de haber sido
cogido por la primera vez de su vida en sus propios lazos.

Cuando se halló en la segunda antecámara, la rabia ocupó en su alma el
lugar del asombro, y golpeó furioso su frente con su apretado puño.

—¡Vive Dios —murmuró roncamente— que es inútil que yo quiera ser
bueno! ¡La primera vez desde que vivo que me ha ocurrido atenuar una
mala acción con otra buena, he salido vergonzosamente derrotado...!
¡Adelante, pues! La flamenca será del rey, y Velázquez... a Velázquez
ya le he recompensado sobrado bien mi magnífico retrato con el bolsillo
que por él le di... ¡Ah, vamos a ver quien vence a quien, señor duque
del Infantado!...




VII

EL RAPTO


Eran las doce de la noche del 25 de junio, y Diego Velázquez de Silva,
acompañado de la linda Ana, se hallaba en su estudio, absorto, al
parecer, en hondas cavilaciones.

Sentada la joven a la ventana abierta, pasaba su blanca mano por la
cabeza de un hermoso perro de corpulenta talla y largas lanas negras;
también ella estaba pensativa y triste, cual si su lindo rostro hubiera
sido un espejo del de Velázquez.

A pesar de haber hecho ya don Diego el retrato de Ana cuando hablaba en
la enramada con el duque del Infantado, la daré a conocer por mí misma
al lector.

Apenas rayaba esta preciosa criatura en los dieciséis años de su edad;
sus ojos azules, guarnecidos de larguísimas pestañas de oro, eran
grandes, rasgados y serenos, y su apacible luz patentizaba el dulce
candor de su alma; bajaban sus cabellos en luengos rizos hasta tocar
en sus hombros, derramándose como una cascada de oro por su blanca
espalda; su rostro, que formaba un óvalo prolongado, estaba ligeramente
enflaquecido hacia las sienes y la parte inferior de las mejillas,
presentando señales infalibles de esa terrible enfermedad de consunción
que se apodera de tantas jóvenes al salir de la adolescencia, y que las
hunde en el sepulcro antes de ver colorar sus infantiles ensueños.

Aquellos desoladores síntomas daban a la fisonomía de Ana el encanto
mayor que poseía, imprimiéndose un triple carácter de melancolía,
sufrimiento e inocencia, que conmovía hondamente el corazón más duro.

Su vestido blanco, de escote cuadrado y mangas perdidas a la flamenca,
marcaba los contornos perfectos, pero poco desarrollados de su talle:
eran sus formas de tan extrema delicadeza que tenían, no obstante su
morbidez, una indecisión enteramente infantil.

El gran perro _Medoro_, sentado a sus pies, levantaba su enorme
cabeza a la dulce presión de la linda mano que se posaba sobre ella
acariciándola, y clavaba sus grandes e inteligentes ojos en el
semblante de Ana.

Velázquez estaba pálido, y sus negros ojos aparecían tristes y rodeados
de un ancho y azulado círculo: conocíase bien que hacía largas horas
que no cerraba sus párpados el sueño.

En efecto, la noche precedente no había encontrado un instante de
reposo, atormentado por el devorador cuidado que la suerte de Ana le
inspiraba: aquella criatura era para él su único bien, y harto sabía de
lo que era capaz el rey Felipe IV cuando se veía contrariado en alguno
de sus caprichos amorosos.

Sin embargo de este convencimiento, Velázquez no culpaba de los
desórdenes del rey al rey mismo; a pesar de la amistad que el
conde-duque le manifestaba desde que hizo su célebre y magnífico
retrato, el leal corazón de Velázquez no había creído en la sinceridad
de la afección que le mostraba el favorito, y el elevado talento y buen
criterio del artista habían adivinado cuanto de falso y maligno existía
en el carácter de don Gaspar de Guzmán; había comprendido que la
ambición era la pasión dominante de su alma, y sabía que no perdonaba
medio alguno de fomentar las pasiones del rey y que era capaz de todo
por satisfacerlas, si de este modo podía levantar algo más el pedestal
de su fortuna.

Por eso le inspiraba tantos temores la suerte de Ana: temblaba ante el
pensamiento de que pudieran despertar en su pecho un amor nuevo, y que
él creía enteramente desconocido, en el cándido corazón de la doncella.

—A mí me ama como a un hermano solamente —se decía Velázquez—, y este
amor, que llena su existencia tan abandonada y solitaria hasta el día
que me conoció, basta para hacerla dichosa... pero si el rey logra
hablarla y despertar su corazón, ese corazón inocente que debe a mi
abnegación el estar dormido... ¡oh!, entonces ella amará a Felipe
IV... ¡sí, le amará... y entonces... entonces mi genio, mi gloria de
artista se hundirán en el sepulcro!...

Estos amargos pensamientos traspasaban el corazón de Velázquez: su
razón fluctuaba combatida por su dolor y sus crueles temores.

Sola una esperanza consoladora venía a darle algún alivio, aunque
era en verdad harto débil: la idea de que el rey, el favorito y toda
la corte creían a Ana hermana suya le tranquilizaba algún tanto y le
infundía aliento.

—Al menos —pensaba—, respetarán los derechos que creen tengo sobre Ana,
y podré hacer uso de una autoridad que atropellarían si supiesen que no
me unen con ella los lazos de la sangre.

El desdichado ignoraba que el favorito había sorprendido su secreto
cuando lo confiaba a don Juan Hurtado de Mendoza, la noche anterior en
las alamedas del río.

El reloj de palacio dio las doce y media sin que ni Ana ni Diego
hubiesen roto el silencio que reinaba en la estancia. La vibración de
la campana sacó a la doncella de sus meditaciones: levantose esta y fue
a apoyarse en el respaldo del sillón que ocupaba su hermano.

—¿Qué tienes, Diego? —dijo poniendo al nivel de la negra y rizada
cabeza del artista su cabeza rubia y perfumada.

—Estoy triste, Ana —contestó Velázquez estremeciéndose al sentir
resbalar en su frente el suave aliento de la joven—. Estoy triste
—repitió—, porque dentro de dos horas voy a partir para el Escorial y
no puedo llevarte conmigo.

—¿Por qué no quieres que te acompañe, Diego? —preguntó la niña pasando
sus hermosos y afilados dedos por los rizos del pintor.

—Es inútil que te molestes en salir de Madrid para tan pocos días
—contestó con apresuración Velázquez—; quedarás aquí bajo la protección
de la reina, que permanece en palacio también.

—Sea como tú quieras, hermano —contestó Ana, dulce, pero tristemente—;
yo creía, sin embargo —añadió con los ojos llenos de lágrimas—, que
jamás me separaría de ti.

—¡Llevarte yo donde va la corte! —exclamó Velázquez levantándose con
ímpetu de la silla y cruzando a grandes pasos el aposento—. ¡Llevarte
donde va el rey!... ¡Oh, jamás, jamás!...

—¿Por qué no quieres llevarme donde está el rey, Diego? ¡Es tan galán y
parece tan bueno!...

Al escuchar estas palabras, levantó Velázquez la cabeza, y se hizo un
paso atrás como si hubiera recibido un golpe mortal en el corazón:
clavó en Ana una mirada de extravío, y sus cabellos se erizaron en su
frente, y sus sienes se cubrieron de un helado sudor.

En aquel momento sonó la una, y el ruido de un golpe, que dieron en la
puerta del aposento, se confundió con la vibración de la campana.

Velázquez fue a abrir con inseguro paso, y un camarero apareció en el
umbral.

—Vengo a avisar al señor don Diego Velázquez, de parte de S. M., que la
hora de partir se ha adelantado y que le espera ya en su real cámara.

Una llamarada de alegría iluminó los ojos del artista; la noticia de
que el rey iba a alejarse de Ana inundó de gozo su corazón.

—Ya os sigo —dijo al camarero, que se inclinó respetuosamente y
desapareció en seguida.

Entonces se abrochó rápidamente su ropilla, alisó sus cabellos, se
puso su sombrero adornado de una larga pluma y tendió los brazos a su
hermana.

—Dentro de dos días —le dijo oprimiéndola contra su pecho—, dentro de
dos días tendré para ti un asilo seguro y vendré a buscarte para que no
te separes ya de mi lado.

La niña no respondió nada: los sollozos ahogaban su voz.

—¡Juan! —gritó Velázquez abriendo una puerta que daba frente a la de
entrada.

Un joven mulato de elevada estatura apareció al instante.

—Escucha, Juan —dijo Velázquez tomándole por la mano—; escucha, y si es
cierto que me quieres, cumple exactamente lo que voy a decirte.

—Mandadme, señor —contestó el mulato con sonoro acento.

—Cuida de mi hermana, Juan: no dejes llegar a su lado ni aun al mismo
conde-duque si, como temo, vuelve mañana a Madrid; duerme a la puerta
de esta estancia, y dentro de dos días, cuando vuelva a buscar a Ana,
que la encuentre yo más alegre que hoy la dejo.

—Seré la sombra de doña Ana, señor; y, cuando volváis, os la entregaré
risueña y contenta.

—Gracias, Juan: tu corazón encierra el valor indomable de los leones
de tus bosques, y tu alma toda la ternura de una mujer. Juan, en ti
confío; adiós.

Y Velázquez abrazó de nuevo a su hermana, apretó la mano de Juan y se
lanzó fuera de la estancia.

       *       *       *       *       *

Media hora después, y aprovechando las últimas de la noche, salió la
comitiva real: en uno de los primeros coches que seguían al rey, iban
don Diego Velázquez y el conde-duque.

Todavía se oía el rumor de las ruedas del último carruaje, cuando
llamaron a la puerta de la estancia de Ana.

—¿Quién va? —preguntó el esclavo mulato, que en pie enfrente de su
señora, la contemplaba melancólico.

—Abrid para que yo pueda dar a doña Ana un mensaje de parte de S. M. la
reina —contestó la voz de una dama de honor.

El mulato quitó la vuelta de la llave y se retiró con respeto para dar
paso a la ilustre enviada.

Mas en el instante mismo cuatro hombres le derribaron en tierra, y
cerraron sus labios con una mordaza antes de que pudiese dar un grito,
dejándole fuertemente maniatado.

Entretanto otros dos se habían acercado a Ana y, tapándole la boca con
un pañuelo, la sacaron desmayada del aposento.

El infeliz esclavo hizo tan violento esfuerzo para romper sus ligaduras
que su bronceado semblante se cubrió de púrpura y cada uno de los
cordeles que le oprimían trazó en sus manos un sangriento surco.

Al oír el rumor del coche que se llevaba a su señora, una amarga
desesperación se pintó en sus facciones y dos gruesas lágrimas se
deslizaron por sus mejillas.

Ana fue depositada en una casita de pobre apariencia situada en la
parte más honda de la calle de los Autores. Al bajarla del coche,
privada de sentido, la recibió en sus brazos una joven de rostro
risueño y picaresco; pero su alegre y avispada fisonomía se entristeció
profundamente al ver a aquella hermosa niña blanca y helada como una
estatua de alabastro.

Colocola suavemente en un sillón, y desató el pañuelo que habían
apretado bárbaramente a su boca.

Entretanto decía el conde-duque a Velázquez, al mismo tiempo que el
coche en que iban entrambos corría por el camino del Escorial:

—Guardad a vuestra hermana de las asechanzas del rey, don Diego. Le veo
tan furiosamente enamorado, que de todo le creo capaz.




VIII

JUAN DE PAREJA


Una hora después del rapto de Ana, fue desatado el mulato por los demás
servidores de Velázquez, que entraron para informarse de aquella si
quería que se le sirviese el desayuno.

El esclavo no contestó a ninguna de las preguntas que se le hicieron,
ni pareció poner atención ninguna en las lamentaciones de sus
compañeros por la desaparición de su joven señora.

Dio tres o cuatro vueltas por la habitación como un león enjaulado, y
luego se lanzó a la calle pálido y desgreñado como quedara después de
sus inútiles y desesperados esfuerzos para romper sus ligaduras.

«Juan de Pareja —dice un aventajado escritor[14] de nuestros días— era
esclavo del célebre almirante Pareja, cuyo retrato hizo Velázquez.
Encantado el marino de ver su retrato tan maravillosamente parecido y
tan perfectamente concluido por el pintor más célebre de España, vino a
darle las gracias acompañado de Juan, joven mulato que había comprado
en Indias, y que llevaba para el pintor una magnífica cadena de oro.
Cuando se marchó el almirante, Juan fue a seguirle, empero el áspero
marino le dio un puntapié.

  [14] Don José Muñoz Gaviria.

»—¿Piensas —le dijo— que cuando yo ofrezco una cadena de oro no deje
también el estuche? Perteneces desde este momento al señor Velázquez.

»Y salió con altivo paso apenas hubo dicho estas palabras.

»El pobre mulato, con el rostro afligido y el aire asustado, se quedó
allí, y los discípulos de Velázquez le tomaron como un ser estúpido con
el que podrían divertirse. La manera con que había entrado en el taller
fue para ellos un manantial inagotable de chanzas. Quisieron darle el
gran nombre de su primer amo, y le llamaron Juan de Pareja, nombre que
conservó siempre. Velázquez, a quien causaba lástima, le encargó el
cuidado y el aseo del taller, cosa que tenía poco trabajo, pero que
debía ejercitar su paciencia.

»Juan se hallaba muy contento siempre que el artista estaba allí;
pero en cuanto salía, el esclavo tenía que sufrir de los discípulos
una porción de incomodidades que cada día iban en aumento. Cansado,
en fin, de las burlas de los discípulos tomó el partido, para
evitarlas, de huir, cuando no se hallaba Velázquez, a una especie de
camaranchón desconocido en donde se escondía y ponía al abrigo de sus
perseguidores.

»No había podido Juan ver pintar dos años seguidos, ni oír durante
estos dos años a los más grandes personajes ensalzar hasta el cielo
la pintura, sin concebir un invencible deseo de manejar también los
colores. Para distraer las largas horas de soledad en que aguardaba
la vuelta de su amo, intentó Juan el pintar. Allí tenía pinceles de
desecho y restos de colores que reunía ya en un lado, ya en otro.
Conocía él mismo que no hacía más que emborronar; pero hallaba gusto y
diversión en ello, guardando un silencio absoluto sobre esta diversión
secreta, que nadie sospechó.»

Hasta aquí habla el autor de la linda e interesante leyenda _Rubens en
casa de Velázquez_: yo he creído que no podía dar a conocer mejor a
Juan de Pareja que copiando el párrafo en el cual mi amigo, el señor
Muñoz Gaviria, le presenta a sus lectores. Ahora acabaré de pintar a
este personaje, según le he comprendido.

Juan de Pareja sentía por Velázquez una especie de adoración
apasionada, adoración que se extendía a todo lo que pertenecía al
artista; nada había para él tan bello, tan grande, tan santo como
Velázquez, y se hubiera dejado matar por evitarle el dolor más leve.

Había en el esclavo hacia su amo el tierno y solícito amor de una
madre y la adhesión sublime y fiel de un viejo sabueso; cuidaba con
extraordinario esmero de su servicio, de su alimento, y de su tocador,
y no se fiaba de ningún doméstico, en lo que pertenecía a su señor;
cuidaba de los detalles más minuciosos de su comodidad y bienestar,
graduaba la luz del taller, preparaba los colores, arreglaba los
caballetes, y pasaba horas enteras mirándole pintar extasiado en una
fanática contemplación.

Velázquez, por su parte, le amaba mucho también; confiábale los más
importantes secretos, y conversaba con él mientras le servía a la mesa;
la viva inteligencia de Juan le agradaba en extremo, y admiraba la
exquisita sensibilidad de su corazón, la generosidad de su carácter, y
su ilimitada lealtad.

Su pena, al dejar en Madrid a su querida Ana, se amenguó en su parte
mayor al pensar que la dejaba bajo la custodia de Juan, y el corazón
del mulato latió de gozo al recibir aquel encargo.

¡Oh, qué amarga desesperación se apoderó del alma de fuego del mulato
al ver que le arrebataban a su joven señora! Todos los tormentos del
infierno desgarraron su corazón al convencerse de que eran inútiles sus
esfuerzos para rasgar las fuertes ligaduras que le sujetaban.

Cuando los otros criados le desataron, se arrancó la mordaza con tan
furioso y desesperado movimiento, que sus labios se enrojecieron de
sangre.

Dio como un loco algunas vueltas por la estancia, y luego se lanzó a la
calle, cruzando muchas en su desesperada carrera.

¿Cuál era su designio?, ¿cuál su esperanza? Ni él mismo lo sabía. En su
abrasada cabeza se revolvía candente el pensamiento fijo de encontrar
a Ana antes de los dos días que debía tardar Velázquez en regresar a
Madrid, y el de darse la muerte si no podía conseguirla: estas dos
ideas le hacían sonreír por intervalos, con una risa en que entraba por
mucho la locura.




IX

EL EMBAJADOR


Dos días después, y a eso de las siete de la tarde, un coche cerrado
conducía a Madrid a Velázquez al trote de sus magníficas yeguas tordas.

El artista iba tan preocupado que no fijó la atención en otro coche
cerrado también, pero mucho más escrupulosamente, que pasó junto al
suyo.

Ni oyó, por consiguiente, una dulce voz que le era muy conocida y que
preguntaba con ansiedad:

—¿Llegaremos pronto a donde está mi hermano, señor conde?

Aquella voz era la de Ana, que ocupaba el coche cerrado con el
conde-duque, y que marchaba con dirección al Escorial.

Velázquez prosiguió su camino, y a las siete y media se apeó delante
del palacio.

Una multitud inmensa se agolpaba a sus puertas: veíase estacionada
delante de ellas una larga fila de lujosas carrozas vacías, sin
duda por estar sus dueños dentro de la morada real; algunos señores
flamencos permanecían a caballo, erguidos e inmóviles, luciendo sus
bordadas gorras, sus ropillas cuajadas de pedrería, y sus colosales
figuras.

Una guardia flamenca rodeaba la comitiva, conteniendo con mesura, pero
con una gravedad inalterable, al pueblo que se arremolinaba murmurando:

—¡El embajador, el embajador!

El coche de Velázquez entró en las caballerizas de palacio, y el
artista, sin detenerse ni aun a preguntar quién era el embajador, subió
ansioso a su habitación, encontrándose al final de una galería al duque
del Infantado.

—¿Habéis visto a Rubens, don Diego? —preguntó el duque, tendiendo una
mano al pintor.

—¿Está aquí Rubens? —exclamó Velázquez admirado y deteniéndose a pesar
de su ansiedad.

—Es el embajador que acaba de llegar, enviado por la infanta
gobernadora de Flandes.

—¿Dónde está?

—En audiencia con la reina, que quedó encargada por el rey de recibirle
a su llegada.

—Os dejo, señor don Juan —dijo Velázquez, estrechando de nuevo la mano
del duque y poniendo el pie en la escalera.

—¿A dónde vais, y de dónde venís?

—Vengo del Escorial, y así que amanezca mañana me vuelvo a él con Ana.

—¡Cómo! —exclamó don Juan Hurtado haciéndose un paso atrás—. ¡Cómo,
Velázquez, lleváis a esa niña a la corte! Permitidme que os repruebe
tal propósito.

—Quiero que todos ignoren que se halla en el Escorial.

—¿Y cómo lo lograréis, acompañándola vos mismo?

—No lo sé —dijo Velázquez inclinando tristemente la cabeza—, ¡no lo sé,
pero Dios me ayudará!

—¿Tenéis confianza en mí, para fiarme a doña Ana? —preguntó el duque,
fijando en la abatida fisonomía del artista sus leales y arrogantes
ojos.

—¡Oh, sí! —exclamó este levantando la frente y mirando al duque con
profunda gratitud—: ¡solo a vos y a Juan, mi mulato, la fiaría yo!

—Vamos, pues, a vuestra habitación, Velázquez —dijo el duque pasando
su brazo por debajo del del artista—: Juan y yo la acompañaremos, y
quedará segura en mis habitaciones, donde la encontraréis.

Diego Velázquez llegó a su aposento con el duque, y llamó suavemente a
la puerta.

El criado que la abrió palideció y retrocedió dos pasos al ver a su amo.

—¿Y doña Ana? —preguntó ansiosamente Velázquez.

El doméstico, con los ojos fijos en el suelo, parecía la estatua del
asombro.

—¿Y doña Ana? —tornó a preguntar Velázquez sacudiendo el brazo del
criado.

—¡Señor!...

—¡Habla!...

—¡La han robado!

—¡La han robado!...

Este grito se escapó angustioso y desgarrador de los labios del
artista, que permaneció durante algunos momentos anonadado y mudo.

De súbito echó a correr hacia el aposento de Ana, siguiéndole el duque.

Los desatentados ojos de Velázquez recorrieron la estancia en un
segundo; pero el artista hubo de apoyarse en un sillón para no caer: el
aposento conservaba todas las señales de la reciente presencia de la
pobre niña.

—¡Juan! —gritó Velázquez con ronca y sofocada voz.

—También ha desaparecido.

—¡Vendido por él! —barbotó Velázquez, quien, al oír la contestación
del doméstico, no pensó siquiera en preguntarle cómo había sido la
desaparición de Juan.

Después se precipitó a la puerta, vacilante como una persona ebria.

El duque le siguió, quebrantado de aquella terrible desaparición.

—¡Le han comprado para que me la robe!... —murmuró el artista—; ¡se ha
vendido al oro... del rey!... pero... ¡yo le mataré!

El desgraciado Velázquez cayó desplomado, en el suelo, y su hermosa
cabeza negra y rizada rebotó en el pavimento de la galería.

En aquel momento entraba en ella, por la parte opuesta, un caballero
como de cincuenta años, de elevada estatura y gallardo continente, bien
que lleno de nobleza y dignidad.

Su traje, de damasco azul a la flamenca, estaba ricamente bordado de
oro, y en su sombrero se veía prendida, con un joyel de diamantes y
rubíes, una hermosa pluma de garza real.

Las insignias de muchas órdenes cubrían su pecho; sus manos blancas y
de hermosa forma salían de entre una nube de encajes iguales a los que
bajaban hasta sus borceguíes.

Seguíale una inmensa comitiva de nobles españoles y flamencos, y una
guardia de honor, ni más ni menos que si fuese una persona real.

Era, en efecto, el rey de la pintura, Pedro Pablo Rubens, artista
distinguido, eminente diplomático y embajador de la infanta doña
Isabel, gobernadora de la Flandes y los Países-Bajos, cerca de la
majestad de Felipe IV.

Rubens se dirigió a los aposentos de Velázquez para visitar su taller,
ya que no podía verle por hallarse en el Escorial, según le había dicho
la reina.

Al ver al duque del Infantado, que le había sido presentado en la
recepción por la misma reina; al verle, repito, sostener en sus
rodillas la cabeza de otro hombre desmayado, detúvose Rubens.

—¿Queréis que os ayude, señor duque? —preguntó el ciudadano de Amberes
con la dulce amabilidad que, no obstante la arrogancia de su aspecto,
le era tan habitual.

—Gracias, señor embajador, gracias... ya vuelve —contestó el duque,
poniendo junto a la nariz del artista su perfumado pañuelo—.
¡Velázquez! —añadió en seguida moviéndole suavemente.

—¡Velázquez! —repitió Pedro Pablo inclinándose para contemplar al
artista cuyas manos tomó.

Don Diego abrió sus grandes ojos negros, y los fijó ansiosamente en las
personas que le rodeaban: cuando su mirada chocó con la de Rubens, dos
lágrimas brotaron de sus ojos.

Diego Velázquez poseía el mejor retrato que el rey de la pintura había
hecho de sí mismo.

Rubens abrió sus brazos al desgraciado joven, que se arrojó sollozando
en ellos.

—Vuestra vista, señor embajador, es lo único que pudiera prestar algún
consuelo a Velázquez en la desgracia que le aqueja —dijo el duque
ayudando al desdichado joven a ponerse en pie.

—¡Oh! murmuró Rubens, ¡la desgracia! ¿no basta, ¡oh, Dios mío! que me
acompañe a mí, sino que la he de encontrar también donde quiera que
vaya?

Algunos momentos permaneció su fisonomía sombríamente triste,
apareciendo en su noble frente un pliegue de dolor.

Mas sus móviles y hermosas facciones recobraron pronto su serenidad, y
sus ojos se fijaron de nuevo en Velázquez, con acariciadora expresión.

—¡Para el amanecer, los trenes de S. M. la reina y de su señoría el
señor embajador, que salen para el Escorial! —gritó en aquel instante
la voz del jefe de las caballerizas.

—¿Queréis acompañarme, Velázquez? —preguntó Rubens a don Diego—. Deseo
que permanezcáis a mi lado los breves días que he de vivir bajo vuestro
cielo.

—¡Doña Ana debe estar en las garras del de Olivares! —murmuró el duque
del Infantado al oído del artista—. ¡Partamos!

—Soy vuestro —murmuró Velázquez débilmente y con acento acongojado.

—Pues hasta dentro de cuatro horas, Velázquez: os espero en mi cámara
con el señor duque, y os ofrezco a entrambos dos asientos en mi coche.

Rubens hizo un afable saludo, y se retiró seguido de su comitiva.

—¡Valor, Velázquez! —dijo el duque, cerrando tras ellos la puerta de la
cámara donde habían penetrado.

El pintor se dejó caer en un sitial, y murmuró con ronca y apagada voz:

—¡Vendido por él!... ¡Vendido!... ¡Vendido!...




X

ANA


Dos días habían pasado desde aquel en que Isabel de Borbón, Pedro
Pablo Rubens y Diego Velázquez de Silva habían llegado al palacio del
Escorial.

Las cuatro de la tarde acababan de dar en el reloj de San Lorenzo
cuando se entreabrió una ventana, perteneciente a las habitaciones
del conde-duque, situadas muy cerca de las del rey; la otra ala del
palacio estaba habitada por la reina, la infanta María Teresa, y las
servidumbres de ambas.

La ventana en cuestión estaba guarnecida de espesas celosías; pero,
no obstante, un rayo de sol que iba a quebrarse en sus cristales hizo
brillar con dorados reflejos una cabeza cubierta de abundantes y rubios
rizos.

Aquella cabeza era la de Ana.

Permaneció durante breves instantes silenciosa e inmóvil, cual si fuera
una estatua de alabastro, con la mirada fija en las dilatadas campiñas
que se extendían al frente de sus ojos.

Luego apoyó los brazos en el antepecho, dejose caer en un sitial
colocado detrás de ella, y sepultó la cabeza en sus manos.

No era ya la misma Ana que Velázquez conoció en Amberes, ni siquiera la
misma que robaron al artista las tramas del conde-duque de Olivares:
en los dos días pasados desde la vez primera que la presenté a mis
lectores, se habían hundido sus mejillas y apagado sus ojos; los suaves
y purísimos contornos de su boca habían perdido toda su gracia cándida
y juvenil, adquiriendo, en cambio, esa laxitud que es siempre signo
seguro de la total ruina de la salud.

Parecía más elevada su estatura a causa de su extrema delgadez; sus
rasgados y espléndidos ojos azules eran más grandes, y, aunque sus
brazos y manos conservaban sus seductoras formas, estaban en extremo
enflaquecidos.

Largo rato permaneció en la actitud abatida en que la dejamos, al cabo
del cual se abrió cautelosamente la puerta de la estancia, dando paso a
la joven que vimos socorrer a Ana cuando se desmayó en la casa donde la
depositaron sus raptores.

Aquella joven adelantó lentamente algunos pasos, andando de puntillas e
inclinando graciosamente la cabeza hacia adelante, creyendo dormida a
la pobre Ana.

La recién llegada era una de esas criaturas robustas, hermosas y
risueñas: sus facciones, un tanto gruesas, eran bellas en extremo;
sus grandes ojos negros y sus cabellos de azabache armonizaban
deliciosamente con su tez trigueña y sonrosada, y su boca parecía
formada únicamente para la sonrisa, pues al más leve movimiento
mostraba, no obstante su pequeñez, dos sartas de menudas perlas
engastadas en coral.

Llevaba un lindo traje de seda de colores subidos, y su gola dejaba
ver, a despecho de la moda de aquel tiempo, la parte superior de una
garganta suave, redonda y satinada.

El aposento en el cual se encontraba Ana armonizaba bien con la figura
de la recién llegada, por la suntuosidad vistosa de sus adornos: las
colgaduras, de damasco blanco, estaban guarnecidas de anchos flecos de
oro y sujetas con gruesos cordones y borlas de lo mismo; la sillería,
de damasco granate de color subido, se ostentaba recargada de iguales
adornos; y cuatro soberbias lunas de colosales dimensiones reproducían
los objetos.

La joven llegó, por fin, junto al sillón de Ana y se apoyó suavemente
en el respaldo; luego bajó su cabeza al nivel de la de la flamenca para
ver si efectivamente dormía.

—¡Dios mío, estáis despierta, señora! —exclamó alzándose de nuevo,
porque acababa de ver lucir como dos estrellas los grandes ojos de Ana.

—No duermo —contestó esta con acento lento y melancólico—; sin embargo,
no os oí entrar, Estrella.

—Lo creo muy bien —dijo la joven, cuya risueña frente se había cubierto
de una nube de tristeza—; ¿cómo me habíais de oír si estabais en una de
esas peligrosas meditaciones que os convierten en estatua?

La flamenca sonrió tristemente y nada contestó.

—Y a pesar de eso —continuó Estrella—, el señor conde me dice todos
los días: «No permitáis a doña Ana ni un instante de soledad y de
cavilación, porque esto la mata.»

—¡Pluguiese a Dios que así fuese! —murmuró Ana elevando al cielo una
mirada empapada en lágrimas.

—¡Ay, Dios mío! Pero, ¿por qué queréis morir, doña Ana? Sois una niña,
sois bella hasta el extremo y tenéis amigos poderosos que velan por vos
y se interesan por vuestra suerte... ¿Cómo es posible que os canse la
vida?

—No lo sé, Estrella —contestó la joven con acento triste—: no sé por
qué, pero yo deseo la muerte con todo mi corazón.

—¿Sentís acaso la separación de vuestro hermano?

—¡Oh, sí!... —repuso Ana llevando al corazón sus dos manos, como si
Estrella hubiese tocado en él una herida dolorosa y profunda.

—Pero solo hace dos días que carecéis de su vista, y además tenéis la
esperanza de verle muy pronto.

—¡Esa esperanza la voy perdiendo ya, Estrella! Cuando el conde me
sacó de Madrid, me aseguró que me llevaba a la nueva casa de mi
hermano... y todavía no he podido verle... Luego... —continuó la
pobre niña vacilando—, luego... estos últimos días me suceden cosas
tan extrañas... ¿Por qué me sacaron a la fuerza de nuestra habitación
del palacio de Madrid?... ¿Por qué me llevaron a vuestra casa durante
algunas horas para traerme luego aquí?... ¿Por qué me aseguró ese
caballero, a quien llamáis el señor conde, que vería muy pronto a Diego
si todavía no he podido lograrlo? ¡Estrella, Estrella!... Ese conde...
lo confieso... ¡me da miedo!...

Ana ocultó de nuevo el semblante entre las manos, y un doloroso temblor
recorrió todo su cuerpo.

Estrella la contempló por algunos instantes pintándose en sus facciones
una profunda expresión de piedad: a la verdad, la figura de Ana, velada
por su larga túnica blanca, se asemejaba a esas imágenes de santas
mártires que todavía nos conmueven y admiran en nuestro descreído siglo.

Lo enflaquecido de su cuello, brazos y manos patentizaba bien los
sufrimientos de la desdichada niña, y su cabeza, inclinada y cubierta
por una cascada de gruesos rizos rubios que se extendían hasta sus
rodillas, tenía una admirable expresión de sumo e intenso padecer.

—Vamos, doña Ana —dijo por fin Estrella con acento dulce y cariñoso,
y apoyándose de nuevo en el respaldo del sillón—; vamos, buen ánimo:
quizá no acabe el día de hoy sin que veáis a don Diego.

Ana permaneció silenciosa durante un momento: luego alzó la cabeza
lentamente, y Estrella contuvo con trabajo un grito de terror al ver el
semblante de la pobre niña.

Lejos de retratar las facciones de Ana el gozo que debía infundirle
la esperanza formulada por los labios de Estrella, se veía pintada
en ellas una expresión de agudo dolor: levantose como una sonámbula,
y tomó las manos de Estrella oprimiéndolas con una fuerza convulsiva
entre las suyas secas y abrasadoras.

En aquel instante apareció detrás de uno de los árboles del jardín una
cabeza negra y erizada, alumbrada por dos ojos grandes y calenturientos
que fueron a fijarse en el rostro desencajado de doña Ana.

Un segundo después se oyó un grito de alegría frenética, y el mulato
Juan de Pareja salió de detrás del árbol y cruzó el jardín corriendo
desesperadamente.

A pesar de sus esfuerzos, su carrera avanzaba poco: el infeliz esclavo
hacía tres días que no había probado alimento ni cerrado al sueño
sus ojos, ocupado solo en vagar como una sombra durante la noche por
los alrededores del palacio, porque su buen instinto le decía que la
tenebrosa infamia que lamentaba solo podía haberla urdido la mano del
conde-duque.

Llegó por fin a una de las puertas excusadas del jardín, y desapareció
por ella.

Doña Ana continuó largo rato oprimiendo las manos de su compañera.

—Escuchad —dijo al cabo de algunos instantes con voz lenta y ahogada—;
escuchad, Estrella, antes de que Dios me llame a su seno, una confesión
que a nadie he hecho todavía... pero que necesito hacer porque me
ahoga...

—Hablad, hablad, doña Ana.

—Yo creo... creo que vos me amáis un poco, Estrella...

—Os amo mucho, mucho —dijo Estrella estrechando con afecto las manos de
la infeliz joven.

—Entonces a nadie confiéis mi secreto... ¿lo oís?

—Sí, no temáis.

—Pues bien, Estrella: la vista de Diego no aliviará mi padecer... no...

—¡Qué decís!...

—¡Me matará más pronto!...

Dos gruesas lágrimas brotaron de los ojos de Ana, al pronunciar estas
palabras, y se deslizaron por sus mejillas de alabastro.

En cuanto a Estrella, creyó que deliraba, y dijo solamente con dulce
voz:

—La vista de vuestro hermano os pondrá buena: creedme, doña Ana.

—¡Yo no tengo hermano!... —gritó con angustia desgarradora la
desdichada niña.

—¡Qué decís!

—¡Diego no lo es!

—¿Queréis acostaros, doña Ana? —dijo Estrella persistiendo siempre en
creer que un acceso de fiebre hacía delirar a la joven.

—¡Mirad!... —exclamó Ana sacando de su seno una carta, que, por lo muy
arrugada que estaba, decía bien claro que los ojos de Ana la habían
devorado muchas veces—. ¡Mirad, Estrella!

La atónita joven desdobló el papel y leyó lo siguiente:

  «Don Diego Velázquez de Silva os engaña, pobre niña, diciéndoos que
  es vuestro hermano: vos sois sola en el mundo, y vuestro raptor os
  hizo creer que os unían a él los lazos de la sangre para sustraeros a
  las miradas de todos los hombres, a fin de evitar así que, casándoos,
  os roben de su lado.

  »Vos, pobre niña, sois el origen de su gloria, pues harto sabéis
  que os toma para modelo de sus celebradas vírgenes, si bien para
  disimularlo cambia en sus pinturas el color de vuestros ojos y de
  vuestros cabellos, y os oculta a la vista de todos.

  »Empero, vos podéis libertaros fácilmente de la esclavitud en
  que os tiene el odioso egoísmo de Velázquez: el rey Felipe IV os
  ama; recurrid a él cuando dentro de dos días vaya a visitaros, y
  conseguiréis de su cariño la protección que necesitáis.

  »No temáis por Velázquez: está casado con una dama noble y hermosa a
  quien ama mucho, y de la cual tiene una hija.»

La carta no tenía firma.

—¡Dios mío, qué extraño es esto! —murmuró Estrella devolviendo la carta
a la flamenca.

Esta no respondió; apoyada en el marco de la ventana, tenía doblada la
cabeza sobre el pecho.

—Vamos, doña Ana —continuó Estrella tomando una de sus manos—; vamos,
no os abatáis así: puesto que, según esa carta, debe venir el rey a
veros, declaradle la villanía de Velázquez, y él os amparará.

—¡Acusar yo a Diego! —exclamó Ana con una indescriptible vehemencia—.
¡Yo, que le amo con todas las fuerzas de mi alma! ¡Yo, que daría mi
vida por volver a verle una sola vez!...

—¡Cómo! ¿Le amáis?

—¡Que si le amo! —repitió la joven; y ante el pensamiento de su cariño
pareció fundirse su dolor en un delicioso arrobamiento que se significó
instantáneamente con una sonrisa de dicha—; ¡que si le amo! —repitió
cruzando las manos, y con un acento impregnado de dulzura infinita—:
le amo tanto, que solo temo dejar la vida, porque la muerte me privará
de verle. ¿No me veis —continuó con una vehemencia que hizo colorear
sus mejillas—, no me veis pálida y casi moribunda? Pues bien, ¡lo que
aniquila mi vida, lo que me mata, es ese amor que ardía en el fondo de
mi corazón sin que yo misma lo sospechase!... Cuando Diego se separaba
de mi lado, la luz huía de mis ojos... y mi pecho se oprimía como si
le faltase aire que respirar... Cuando me dormía, su imagen aparecía
delante de mí... y no pocas veces he soñado estar sentada sobre sus
rodillas... ¡Cuántas veces, viéndole dormido, han caído mis lágrimas
sobre su frente al imprimir en ella un beso! ¡Cuántas, al estrechar
su mano, he sentido que un fuego devorador circulaba por mis venas!
¡Cuántas he sentido oprimirse mi corazón al despedirse de mí, aunque
fuera por breves instantes!...

—Pero...

—No sé lo que sentía yo entonces... —prosiguió Ana cuya vehemencia
iba en aumento—: solo sí puedo asegurar que aquel padecimiento que no
comprendía aniquilaba mi vida, que tan feliz debiera haber sido. Yo
amaba mucho a Diego... por ventura, ¿no era él la primera persona
que me había amado en el mundo?, ¿no fue su mano la que me sacó del
abandono en que yacía?, ¿no ha sido él hasta hoy quien ha velado por mi
suerte?...

—Es verdad —dijo Estrella ansiosa de calmar a la joven—: según me
habéis dicho anoche, vos vivíais sola y abandonada... pero, según veis
por esa carta, don Diego es casado y además no os ama.

—¡Ah! —exclamó Ana con un penetrante alarido de dolor—: ¡es verdad...
es casado... y no me ama!...

La desventurada vaciló como el tierno arbolillo que hiere el hacha del
leñador; cerró los ojos, y cayó hacia adelante, yendo a descansar en
los brazos de Estrella.

En aquel momento, se abrió una puertecilla disimulada en los tapices y
apareció en el umbral la sombría figura del conde-duque.

—¡Por piedad, señor! —exclamó Estrella que sostenía a la joven, rendida
a un desmayo mortal—: ¡por piedad, libradme del cargo de guardar a esta
desdichada! ¡No quiero, no puedo verla morir!...

—Vos podréis todo cuanto yo os mande, Estrella —contestó fríamente el
favorito—, puesto que solo de esto depende el que conceda la libertad a
vuestro amante.

—¡Oh, Dios mío, padece tanto!...

—En efecto, no lo dudo, porque solo con ver a esta niña se concibe que
hay en ella más corazón que materia... ea, acostadla y hacedla volver
en sí.

Y el favorito ayudó a la joven a que colocase en el lecho el inanimado
cuerpo de Ana, a cuya nariz aplicó Estrella un pomito de sales.

—Decididamente —murmuró el conde-duque saliendo de la estancia—,
decididamente hoy tiene que verla el rey, porque mañana puede morir, y
no sé qué extraño presentimiento me avisa que su muerte será la señal
de mi ruina.




XI

EL RETRATO DE LA REINA


En el momento en que el de Olivares salía de la estancia de Ana, Diego
Velázquez entraba en la cámara del rey.

Un instante después entró también en ella el favorito sin precederle
anuncio, según su costumbre.

Al ver entrar al conde-duque, Felipe IV clavó en su rostro una mirada
de ansiosa interrogación, que fue contestada con otra de satisfacción
arrogante, y con una sonrisa llena de promesas.

Velázquez, pálido, enflaquecido, sombrío, se apoyaba maquinalmente
en el respaldo de un sillón; sus ojos hundidos por tres días de
desesperación y tres noches de insomnio, miraban vagamente a un objeto
impalpable; sus mejillas socavadas, el desorden de sus cabellos, y su
barba, que empezaba a brotar en su tez morena y pálida, acababan de
darle un aspecto huraño, violento y doloroso.

Bastaba fijar la mirada una sola vez en aquel hombre para conocer que
desgarraba su alma un pesar sin consuelo.

Al ver entrar al conde-duque, sus grandes ojos adquirieron fijeza y se
clavaron chispeantes de furor en el rostro del favorito.

El rey, que se había conmovido hondamente al notar el aspecto de
Velázquez, sintió que la ira dominaba su enternecimiento al descubrir
la rabia que trastornaba el semblante del pintor.

En cuanto al de Olivares, sostuvo fríamente la iracunda mirada de
Velázquez.

—Señor —dijo este dirigiéndose a Felipe IV—, vengo a pedir a V. M. que
me devuelva a una hermana que tenía, y que me ha sido robada.

Aturdido el rey por tan violento exordio, se volvió a mirar a su
privado.

—Esa mirada —continuó Velázquez con voz más concentrada y sorda—, esa
mirada me dice, señor, que el ladrón de Ana es el conde-duque...

Y Velázquez, con el rostro trastornado, puso la mano en el puño de su
espada, y avanzó dos pasos hacia el de Olivares.

—¡Velázquez, tú estas loco!... —exclamó el rey asombrado de tanta
audacia, pero al mismo tiempo hondamente conmovido por tan intenso
dolor.

—Tengo aún toda mi razón, señor —contestó el pintor de cámara,
separando su mano de la empuñadura de su espada—: pero aseguro a V. M.
que la perderé, si ese hombre continúa en mi presencia.

Calló Velázquez esperando que Felipe IV mandase salir al conde-duque:
mas el débil monarca no se atrevió a formular una orden a cuya sola
indicación había visto encender como dos ascuas los ojos del que debía
cumplirla.

Una sonrisa de desdén plegó los delgados y astutos labios de don Gaspar
de Guzmán y Pimentel.

—S. M. —dijo acentuando lentamente sus palabras—, S. M. parece que no
tiene dificultad en que yo oiga que demandáis a vuestra querida.

—¡Mentís como un villano! —gritó el pintor de cámara rojo de cólera;
y sacándose un guante, que hizo pedazos en su rabiosa apresuración,
lo arrojó al rostro del privado—. ¡Ea! —continuó con voz sorda—,
¡salid si no queréis que os escupa en el rostro, señor conde-duque de
Olivares!... ¡salid, y vive Dios que he de arrancaros con mi espada, el
precio por el cual habéis comprado a mi mulato Juan, y el sitio en que
habéis ocultado, no a mi querida, sino a mi hermana!

—Antes, señor don Diego —contestó el conde-duque, recogiendo fríamente
el guante de Velázquez—, antes será preciso que me probéis el derecho
que os asiste para querer ser el dueño absoluto de esa infeliz niña a
la que teníais sumida en el más odioso cautiverio.

—¡Salid, os digo!... —volvió a gritar Velázquez desnudando la espada.

El privado se dirigió lentamente a la mesa de escribir del rey, y agitó
la campanilla de oro que se veía sobre ella.

—¡El capitán de guardias de S. M. el rey! —dijo don Gaspar con una
calma glacial al ujier que se presentó.

—¡Sois un infame, señor conde-duque de Olivares! —guturó don Diego al
mismo tiempo que entraba el capitán de guardias.

—De orden del rey —dijo el favorito sin mirar siquiera al pintor—, de
orden del rey arrestad a don Diego Velázquez de Silva.

El capitán se acercó a Velázquez, y esperó la espada que este retuvo
con mano trémula de furor.

En aquel momento se descorrió estrepitosamente el tapiz de terciopelo
que cubría una puerta situada a espaldas del rey.

—¡S. M. la reina! —anunció un ujier de toda gala.

E Isabel de Borbón, vestida con un largo traje de ceremonia, apareció
en el umbral.

—¡Ejecutad las órdenes de S. M.! —gritó imperiosamente el de Olivares
dirigiéndose al capitán de guardias, al mismo tiempo que echaba una
mirada recelosa sobre la reina.

Isabel contestó a esta mirada con otra de desprecio.

—Vengo, señor —dijo dirigiéndose enseguida al rey—, vengo a buscar a
don Diego para que concluya hoy el retrato mío que hace días empezó,
porque nuestra hija María Teresa lo desea para su cámara.

Un rayo de alegría iluminó las abatidas facciones del noble artista, al
mismo tiempo que el del favorito aparecía trastornado por el furor.

Felipe IV miró vacilante al favorito y a la reina: el trance se iba
haciendo cada vez más embarazoso.

De súbito se oyó un gran rumor de pasos y espadas, y un instante
después anunció un paje:

—¡Su señoría el embajador de Flandes!

Levantose Felipe IV para recibir al que, para él, representaba a la
infanta su tía, y muy contento interiormente de que su presencia le
evitase la explosión de la tormenta que hacía media hora bramaba en su
derredor.

El conde-duque salió al encuentro de Rubens maldiciendo en aquella
ocasión la etiqueta.

La reina dejó asomar a su linda boca una sonrisa de orgulloso triunfo.

—Señor embajador —dijo dirigiéndose a Pedro Pablo—, nuestro pintor de
cámara os convida por mi boca a que visitéis mañana su taller, donde
estará expuesto mi retrato que ahora mismo va a concluir.

Inclinose Rubens profundamente y besó la suave y blanca mano de
la reina, en tanto que esta le miraba asombrada de la palidez y
decaimiento de sus facciones.

Sin duda el rey de la pintura estaba devorado por algún secreto e
intenso pesar.

Cuando Pedro Pablo Rubens levantó la cabeza, Isabel presentó su mano a
Velázquez quien, después de inclinarse delante del rey y del embajador,
volvió la espalda con desprecio al favorito, y salió con la reina.




XII

EL TALLER


Confusos y afanados andaban los discípulos de Velázquez: era el día en
que Rubens debía ir a visitar el taller del maestro.

Los pobres muchachos habían ido llegando de Madrid en los tres días que
hacía se encontraba Velázquez en el Escorial, porque su amor al arte
era tan grande, y admiraban tanto a su maestro, que no habían escaseado
ruegos para que sus familias les permitiesen continuar las lecciones en
el real sitio de San Lorenzo.

En el día a que nos referimos, tercero de la estancia en el Escorial
de Velázquez, los discípulos andaban asaz preocupados quitando el
polvo minuciosamente a los caballetes, colocándolos en hileras según su
tamaño, con una igualdad escrupulosa, y poniendo en orden cada uno de
esos mil objetos que se ven en la habitación de un pintor.

—¡Qué falta nos hace Juan! —dijo un hermoso muchacho de tez morena y
negros ojos pasando con una paleta cargada de colores.

—En verdad que sí —contestó otro de tez blanca y ojos azules como un
inglés—: desde que él ha desaparecido, me aburro. ¡Oh!, si él estuviera
aquí, ya lo tendríamos todo arreglado desde hace largo rato.

—¡Pobre Juan! ¡cuántas veces me ha pesado lo mucho que le he hecho
rabiar! —dijo otro con aire triste—: de seguro que se ha ido porque le
hacíamos perder la paciencia.

—Yo —añadió un cuarto— fui ayer a nuestro estudio de Madrid, y tomé del
camaranchón algunas cosas que él cuidaba con esmero.

—¿Para qué?

—Porque quiero tener algún recuerdo del pobre mulato, que tan bueno
era, a pesar del cruel martirio que le hacíamos pasar con nuestras
burlas. Mirad ese gran lienzo enrollado que hay en aquel rincón, junto
al caballete del maestro: es uno de los objetos que él guardaba con más
cuidado.

—Veámosle.

—¿Qué hemos de ver? Ese lienzo estará en blanco: quizás el pobre Juan
quería que le sirviese para formar letras... ¡tenía un empeño de
aprender por sí solo a escribir!

—¡Yo lo creo! ¡No tenía nadie que le enseñase!

—¡Callad! —dijo de repente uno de los discípulos—: ¡callad!... ¡se me
figura que ya oigo pasos!

—A ti no te deja resollar el miedo de que vengan... y al fin han de
venir.

—Ya lo sé.

—Pues si lo sabes, ¿por qué tiemblas?

—¿Yo tiemblo?

—Tú.

—¡Pues en verdad que no lo había notado! Te confesaré, sí, que me
espanta ver a Rubens mucho más que ver al rey.

—¡Lo creo! Otro tanto me sucede a mí.

—¡Y a mí!

—¡Y a mí!

—Pero callad, callad... ¡Ahora sí que vienen!...

En efecto, un gran rumor de pasos y de confusas voces anunció a los
jóvenes la llegada de los dos reyes: el de España, y el de la pintura;
y un instante después aparecieron ambos en el umbral seguidos de gran
número de cortesanos.

Los pobres muchachos quedaron pegados a la pared, apiñándose unos
contra otros, y sin atreverse a levantar los ojos ni a respirar apenas.

Felipe IV se apoyó familiarmente en el brazo de Rubens, y ambos,
seguidos de su lucido acompañamiento, empezaron a dar vuelta al taller.

—¿Cómo va de trabajar, hijos míos? —preguntó Rubens con su noble y
digna bondad, dirigiéndose al grupo de los aturdidos discípulos.

—Bastante... bastante bien... señor... contestaron vacilando dos o tres.

—Yo desearía ver vuestras obras, continuó Rubens; sí: tendré sumo
placer en verlas, si es que Velázquez me lo permite.

—¡Ay, Dios mío! —murmuró a media voz el más joven de los discípulos—:
¡qué desgracia que no esté el maestro!

—¿Me permite V. M. —dijo Rubens dirigiéndose a Felipe IV—, que le mande
llamar?

—Con mucho gusto, mi querido Rubens —contestó el rey saliendo de la
preocupación dolorosa en que le tenía sumergido el recuerdo de Ana—.
¡Hola! —continuó dirigiéndose a un paje—, id a buscar a don Diego
Velázquez.

—Aquí estoy, señor —dijo el artista apareciendo en el umbral de la
puerta de entrada, al mismo tiempo que el conde-duque penetraba en el
taller por la puertecilla que comunicaba con la cámara real.

—Venid acá, Velázquez —dijo el embajador, en tanto que el rey,
obedeciendo a una seña del conde-duque, se acercaba a este último.

—Deseo —continuó Rubens—, deseo ver las obras de estos jóvenes.

—¡Oh, señor! —exclamó el pintor de cámara con efusión—, creed que
agradezco con el alma el generoso interés que mis discípulos os
inspiran. Don Juan —continuó dirigiéndose a un gallardo mancebo que
apenas contaría dieciséis años, y que por lo elegante y esmerado de su
traje patentizaba que pertenecía a la más elevada nobleza—. Don Juan,
traed vuestro caballete ante su señoría.

El gallardo niño iba a obedecer con el rostro radiante de júbilo, pero
le detuvo un ademán de Rubens.

—Yo iré pasando revista a todos los caballetes, dijo, y así no habrá
que moverlos de sus sitios.

El embajador se apoyó entonces en el brazo de Velázquez del mismo modo
que el rey se había apoyado en el suyo, y ambos pintores se llegaron al
primer caballete, sobre el cual había un lienzo con una Magdalena casi
concluida.

Rubens se quitó el guante blanco y perfumado que encerraba su mano
derecha, mientras contemplaba la pintura con profunda atención.

—Este cuadro revela que tenéis un gran genio, don Juan —dijo
dirigiéndose al joven—: os aconsejo, sin embargo, que no hagáis un uso
tan frecuente de los tonos fuertes.

El joven artista se inclinó.

—Hacedme la merced de darme una paleta y un pincel, señor don Juan
—continuó el embajador—: voy a dar una pincelada en vuestro cuadro, y
en el de cada uno de vuestros compañeros.

Una exclamación de júbilo brotó de todas aquellas bocas entusiastas y
juveniles, y dos gruesas lágrimas de gratitud aparecieron en las negras
y tristes pupilas de Velázquez.

Rubens tomó el pincel que le presentaba don Juan, y mojándole en el
color correspondiente, dio tres o cuatro pinceladas en él, dando una
admirable sombra en los brazos de la Magdalena, que aparecían duramente
iluminados.

—¡Oh, qué feliz soy! —murmuró el niño siguiendo a Rubens con la paleta
al caballete inmediato.

—Entregad la paleta al dueño de este lienzo, don Juan —dijo el rey de
la pintura con suave y benévola sonrisa—: deseo que cada uno me vea
trabajar mientras lo hago para él.

Un niño como de catorce años, muy pobremente vestido, tomó la paleta de
manos de don Juan.

—¿Cómo os llamáis, amiguito? —preguntó Rubens.

—Pablo Astudillo, señor.

—Tenemos, pues, al mismo santo por patrono: ea, buen ánimo —continuó
Rubens dando pinceladas en el lienzo con sumo cuidado—, habéis pintado
una Níobe admirable en vuestros pocos años, y, por lo tanto, nada os
pido; no obstante, cuando esté concluida, os la embargo para la cámara
de mi esposa Elena. Escribidme a Amberes en cuanto la terminéis.

El niño se retiró llorando de gozo, y Rubens pasó al caballete
inmediato: el lienzo que contenía ofrecía a la vista el retrato del
pintor de Felipe IV.

—¡Oh, qué magnífico retrato! —exclamó el embajador deteniéndose delante
de él; y haciendo a Velázquez una seña para que se acercase al mismo
tiempo que humedecía su pincel, empezó, no a enmendar nada, sino a dar
a las risueñas y hermosas facciones del retrato el tinte melancólico y
amargo que entonces anublaba el expresivo y hermoso rostro del original.

—Cuando se haya pasado el dolor que os aqueja, Velázquez —dijo en
voz baja—, os será grato ver esta imagen, porque compararéis vuestra
felicidad con los pesares olvidados ya; quiero grabar en vuestro
retrato la imagen del dolor presente, para que bendigáis a Dios, al
verle, cuando seáis feliz.

Don Diego meció tristemente la cabeza.

En aquel momento, la conversación, que hacía un cuarto de hora
sostenían en voz baja el rey y el conde-duque en un ángulo de la
estancia, se animó de repente, sin que nadie se apercibiese de ello;
los cortesanos, enteramente embebecidos en ver trabajar a Rubens en
los caballetes de los jóvenes, nada echaron de ver.

—Más tarde iré —decía Felipe IV con aire embarazado—: no puedo dejar
ahora a Rubens; la etiqueta...

—Por el contrario —contestó el privado con una impaciencia que en vano
se esforzaba en disimular—, por el contrario, V. M. debe ir ahora:
la niña está en la mejor disposición de ánimo que se puede apetecer;
antes de anoche puse, mientras ella dormía, en su mesa de tocador, una
carta anónima por medio de la cual le hacía saber que Velázquez no era
su hermano; que había forjado este vil engaño para obligarla a vivir
a su lado; pero que, lejos de amarla, está vivamente apasionado de su
esposa doña Juana Pacheco, de la cual tiene una hija; que solo desea
tenerla por modelo, porque su extremada hermosura es necesaria para sus
cuadros, y que por esta razón la recataba a los ojos de todos.

—¿Y qué efecto ha hecho en ella esa carta?

—El más terrible: ha caído en una profunda desesperación, y hay
momentos en que la vehemencia del dolor la priva del conocimiento.

—¡Desdichada!

—Nunca, pues, serán más eficaces los consuelos y el amor de V. M., y es
menester ganar instantes.

El rey, medio decidido, echó una mirada embarazosa sobre los dos
pintores que, seguidos por los discípulos y los cortesanos, continuaban
revisando los caballetes.

—Acabo de verla en este instante —continuó el favorito con una calma
que hasta entonces no había usado y que decía bien claro la esperanza
que tenía de que sus últimas palabras fuesen el golpe decisivo en el
ánimo del rey.

—¿Y cómo está, cómo está? —preguntó este ansiosamente.

—Su vida se apaga por la fuerza del dolor, y creo firmemente que, si V.
M. dilata una hora más esta entrevista, la perdemos para siempre.

—Vamos —dijo el rey, en cuyos grandes ojos apareció un rayo de dolor
intenso—: vamos ahora mismo.

En los labios del privado se dibujó una sonrisa de triunfo, y abriendo
cautelosamente la puertecilla que acababa de darle paso, desapareció
con el rey, sin que nadie se apercibiese de su salida.




XIII

EL ESCLAVO


Rubens acabó por fin de dar vueltas a todos los caballetes, corrigiendo
en ellos algún defecto más o menos leve, y dando alabanzas a todos los
jóvenes relativamente a su mérito.

Al concluir, dirigió a los discípulos en general algunas palabras
graves y afectuosas, exhortándoles al trabajo y a la perseverancia, y
se detuvo ante un gran caballete, que ostentaba un magnífico retrato de
la reina Isabel de Borbón.

Al ver aquella pintura, enmudeció el gran artista, y solo pudo juntar
las manos con una expresión muy pronunciada de admiración apasionada,
grave e intensa.

—Nada he visto jamás que pueda compararse a esta pintura —dijo al fin
dirigiéndose a Velázquez, y señalando el retrato de la reina—: las
palabras, don Diego, no bastan a expresar aquí lo que siente mi alma.

Y el embajador echó sus brazos al cuello del pintor de cámara.

Luego volvió a mirar el retrato con profunda, ávida y sostenida
atención; diríase que aquella pintura tenía imán para su mirada.

—¿No me concederéis a mí la misma honra que han logrado estos jóvenes,
señor? —dijo Velázquez presentando al embajador la paleta y el pincel.

—¡Líbreme Dios de tocar tan divina obra! —contestó Rubens, separándose
del caballete respetuosamente—; sin embargo —añadió—, quiero haceros un
ligero boceto para memoria mía, sin que por eso renuncie a ver después
todas las pinturas vuestras que tengáis a bien enseñarme.

Bajose al decir esto, tomó un lienzo enrollado, que había en el suelo
junto a él, y le colocó en un caballete que Velázquez acababa de
acercarle: aquel lienzo era el que, según dijo uno de los discípulos,
había tomado del camaranchón del mulato Juan de Pareja.

Mas no bien se hubieron desplegado sus dobleces, escapose un agudo
grito del pecho de Rubens, que permaneció mirando el lienzo como
petrificado.

Jamás se ha presentado a las miradas humanas una obra más perfecta
que el cuadro pintado en el lienzo que Rubens había tomado del suelo,
creyéndole en blanco.

Era el soberbio cuadro que hoy existe en el Museo de París, y que se
llama _El Entierro_.

—¿Quién ha hecho esto? —preguntó el embajador dirigiéndose al grupo de
los discípulos.

Nadie contestó.

—¿Quién de vosotros ha hecho esto, señores? —preguntó a su vez
Velázquez.

—Yo no, yo no —contestaron casi a un tiempo todos los jóvenes.

—Yo lo tomé, sin saber lo que contenía, del cuarto de Juan —respondió
otro—: desde que el pobre Juan se fue, me acordaba tanto de él que
guardé ese rollo de lienzo para memoria suya.

Al oír el nombre de Juan, una terrible palidez invadió el rostro del
pintor de cámara, y sus ojos lanzaron relámpagos.

De súbito fijó Rubens la mirada en otro caballete contiguo, y palideció
también: contenía el admirable cuadro de _La coronación de la Virgen_.

—Velázquez... —exclamó con voz ahogada y llevando al pintor de cámara
cerca del cuadro—: Velázquez... decid... decid... ¿dónde habéis visto
las facciones de esa Virgen?...

La palidez de Velázquez se hizo más y más intensa.

—¡Por el amor de vuestra madre, por lo que más caro os sea en el mundo,
don Diego, respondedme! —continuó angustiosamente Rubens.

Velázquez pasó maquinalmente su enflaquecida mano por la abrasada
frente, y contestó en voz tan baja y temblorosa, que solo pudo llegar a
oídos del embajador.

—El semblante de esa virgen es una copia.

—Pero no es exacta, ¿no es verdad? —prosiguió Rubens cuya ansiedad
iba en aumento—; ¿no es cierto que no es exacta, Velázquez?... ¿no es
verdad que el original tenía cabellos rubios y ojos azules como los de
un ángel?...

—¡No lo sé!...

—¡No lo sabéis! Pues acordaos, por vida vuestra... —exclamó Rubens
cogiendo a Velázquez violentamente por un brazo—; acordaos, porque yo
necesito que me lo digáis, ¿lo oís?... lo necesito...

Al oír estas violentas palabras, alzó Velázquez la cabeza: su generoso
valor se rebeló contra aquel duro lenguaje, y brotó un relámpago de ira
de sus negros ojos.

—¡Velázquez! —exclamó el embajador, que adivinaba lo que pasaba en su
alma—; ¡Velázquez, perdonad la desesperación de un padre que os pide su
hija!...

—¡Su hija!... —gritaron a un tiempo tres voces.

Eran las del rey y del favorito, que en aquel instante entraban
despavoridos, y la de Velázquez, que cayó a los pies del embajador con
la frente inclinada hasta el suelo.

—¡Mi hija... sí... sí... mi hija Ana que me robasteis de Amberes, don
Diego!... —exclamó Rubens, para cuya inteligencia había sido un rayo de
luz la acción de echarse Velázquez a sus pies—. ¡Mi hija que busco por
todas partes!...

La voz del embajador fue sofocada por el fúnebre tañido de la campana
del monasterio que tocaba a fuego, y bien pronto se vio, a través de
las ventanas del taller, una inmensa columna de humo que salía del lado
en que estaban situadas las habitaciones de la reina y del conde-duque.

—¡Tu hija está allí... allí, donde está el fuego, Rubens —exclamó el
rey tendiendo desesperadamente sus brazos hacia el sitio de donde
partía el humo—, y allí va a perecer con la reina y con mi hija!...
¡Oh, mi hija, yo quiero salvar a mi hija y a su madre!...

Y el rey se lanzó a la puerta.

El sagrado cariño de esposo y padre había triunfado de la pasión que
Ana le había inspirado.

En aquel momento se abrió con estrépito la puertecilla que daba a la
cámara del rey, e Isabel de Borbón se precipitó en el taller llevando
en los brazos a su hija.

Imposible parecía que aquella delicada y esbelta joven hubiera podido
conducir a la infanta María Teresa, que estaba desmayada.

—¡Señor, mi hija se muere!... —exclamó la pobre Isabel poniendo en los
brazos del rey a la niña y dejándose caer, casi falta de sentido, en
una banqueta.

Felipe IV reclinó en su pecho la pálida cabeza de su esposa; el
conde-duque tomó en sus brazos a la infanta María Teresa, y aplicó a
la nariz de la aterrorizada niña su pomito de espíritus, en tanto que
Rubens y Velázquez se lanzaban a la puerta en busca de Ana.

Pero retrocedieron dando un grito de angustia y de alegría a la vez:
habíase precipitado en el umbral, al tiempo de pasarle ellos, el mulato
Juan de Pareja llevando en sus brazos, al parecer cadáver, a la joven
Ana, cuya larga cabellera rubia tocaba al suelo.

En el momento mismo en que el esclavo se precipitaba en el taller, cesó
de tocar a fuego la campana del monasterio, y un instante después entró
pausadamente don Juan Hurtado de Mendoza, duque del Infantado.




XIV

LA CRUZ DE SANTIAGO


Juan de Pareja se asemejaba mejor a un demonio escapado del infierno
que a un ser humano: estaba horriblemente flaco, y su palidez era
tan intensa que, a pesar del bronceado matiz de su tez, se advertía
claramente la descomposición de todas sus facciones; su cabello, que
formaba gruesos y lustrosos anillos de un negro hermoso y azulado,
estaba quemado por mil partes, lo mismo que su traje, que traía
desgarrado y en el mayor desorden.

Su frente ancha y hermosa veíase cubierta de sudor; su nariz, dilatada
como la de la fiera que ha vencido al cazador tras una larga y
desesperada lucha; y su labio superior, contraído levemente por una
sonrisa de orgulloso triunfo, dejaba ver el hermoso esmalte de sus
blancos y menudos dientes.

Al entrar, depositó a Ana a los pies de Velázquez, y la pobre niña
quedó como una masa inerte y helada tendida sobre el duro pavimento.

—¡El fuego... el fuego! —exclamó el rey señalando al lado de donde aún
salía una columna de humo—. Es necesario ver si se ha apagado.

—No tema V. M. —contestó el duque del Infantado, en cuyas severas y
hermosas facciones brillaba una viva expresión de contento—: yo ayudé a
encender el fuego; pero yo cuidé también de que se apagara.

Al decir esto, miró fijamente a Velázquez; mas el pintor se había
recostado contra una pared, quebrantado por la honda emoción que la
vista de Ana le había producido.

Don Juan Hurtado de Mendoza levantó del suelo el cuerpo inanimado de la
joven, y colocó a esta en el sillón, en tanto que el favorito, confuso
con su derrota, huía lo más cautelosamente posible, jurando venganza a
Velázquez y al duque.

El pintor de cámara se acercó con lento paso a la pobre niña y tomó una
de sus manos.

Estaba helada como el mármol.

—¡Muerta!... —exclamó retrocediendo dos pasos.

—¡Muerta y deshonrada!... —gritó Rubens, que aún no se había acercado
a su hija, porque hasta entonces había estado sumergido en un letargo
doloroso.

—¡No! —exclamó con voz firme el duque del Infantado—. ¡No! ¡Viva, y
digna, muy digna de su padre!

El embajador flamenco clavó una ansiosa mirada en el que le hacía
aquella revelación tan consoladora, y llegó hasta su hija como atraído
por un imán irresistible.

—¡Sí! —continuó el duque del Infantado—, creedme, Rubens... por el
nombre que llevo, por mi fe de caballero, ¡os juro que vuestra hija
está pura como la luz del sol!... Velázquez, para cumplir los deseos de
la madre de Ana, hizo creer a esta que era su hermana, sacrificando su
amor por compasión a la que le dio el ser y por respeto a sus deberes
de esposo y padre.

—¡Dios os bendiga, hijo mío! —exclamó Pedro Pablo abriendo sus brazos
al pintor de cámara, que se arrojó sollozando en ellos.

Durante algunos momentos, los hermosos y melancólicos ojos del joven
monarca se fijaron con un profundo enternecimiento en los dos pintores,
que confundían sus lágrimas; y por fin el llanto empañó también las
negras pupilas de Felipe IV.

—¡Ya vuelve... ya vuelve!... —dijo el duque del Infantado que sostenía
la cabeza de Ana apoyada en su pecho.

El rey se aproximó entonces al embajador.

—Rubens —dijo con acento firme y vibrante—, Rubens, yo os aseguro, bajo
mi palabra real, que no he visto a vuestra hija más que una sola vez
en el taller de Velázquez, del cual la creía hermana, hasta que una
mano funesta vino a arrancarme aquella creencia, que hubiera sido un
antídoto saludable para...

Felipe IV iba a decir «para mi pasión», pero volvió la vista a la
reina, y la palabra se ahogó en sus labios.

En cuanto a Isabel, se ocupaba en acariciar a la infanta María Teresa
que acababa de volver de su desmayo.

Rubens besó la mano de Felipe con vivísima expresión de gratitud, y se
lanzó hacia su hija a la cual estrechó entre sus brazos.

Aquel padre debía su hija a una falta, y sin embargo no había querido
imprimir un beso en su frente hasta no cerciorarse de que era pura de
la misma falta, origen de su ser. ¡Terrible egoísmo humano!

Rubens se separó de su hija, la cual, aunque se había recobrado un
tanto, había vuelto a cerrar sus fatigados ojos sin conocer a nadie. En
seguida se dirigió a buscar a Juan, que, parado enfrente del cuadro del
_Entierro_, le contemplaba con desencajados ojos.

El embajador abrazó estrechamente al mulato.

—¡Gracias —dijo—, gracias, salvador de mi hija! ¿Qué es lo que puedo yo
hacer para recompensarte?... habla... ¿quieres ser libre?...

—No puedo dejar a mi señor mientras me dure la vida —contestó Juan
separando del cuadro sus extraviados ojos—: mi vida es verle y servirle.

—¡Ese lienzo está pintado por Juan! —gritó en aquel instante el
discípulo Pablo de Astudillo señalando al cuadro del _Entierro_—: lo he
conocido en lo asustado que ha quedado al verlo aquí.

Ante la declaración del niño, palideció el mulato densamente y cayó a
los pies de Velázquez murmurando la palabra:

—¡Perdón!

Velázquez le levantó en sus brazos, y al mismo tiempo Felipe IV apoyó
su real mano en el hombro del siervo.

—_El hombre de genio_ —dijo con voz solemne—, _no puede ser esclavo;
alza la frente: eres libre._[15]

  [15] Don José Muñoz y Gaviria.

Al concluir de pronunciar estas palabras, tomó Felipe IV un pincel, lo
humedeció en color rojo, y se acercó a Velázquez.

—Recibe —dijo dando pinceladas sobre su costado izquierdo—, recibe esta
cruz en memoria del heroísmo con que has conservado el honor de la hija
de Rubens; ese honor —añadió bajando la voz— que yo he estado a punto
de empañar para siempre.

Y Felipe IV se desvió a un lado dejando ver, bajo el corazón de
Velázquez, la cruz de Santiago que se destacaba sobre el terciopelo de
su ropilla.

—Adiós, comendador —dijo tendiendo la mano a su pintor de cámara—; sois
libre durante seis meses para acompañar a Flandes a Rubens y a su hija;
pero no olvidéis que, al cabo de este tiempo, os necesito a mi lado.

El monarca lanzó una mirada de dolor y de tristeza sobre Ana, y salió
con la reina, su hija y los cortesanos.

—¡Ay, señor! —exclamó Juan de Pareja besando respetuosamente la cruz
de Santiago—: soy tan dichoso al veros comendador que no podía haberme
dado el rey mejor premio por haber puesto fuego a su palacio para
salvar a doña Ana.

Al oír su nombre, abrió la joven los ojos y los clavó en Velázquez,
como si a él solo viese de las personas que la rodeaban.

—¡Diego!... —gritó con una inefable expresión de gozo.

Velázquez quería lanzarse en sus brazos, pero se detuvo desalentado
mirando a Rubens.

—¡Mi hija se muere! —murmuró el embajador con voz firme, aunque sus
facciones retrataban la agonía del dolor más hondo—. ¡Oh, hija mía!
—continuó oprimiendo fuertemente las manos de Velázquez—: ¡hagamos más
dulce su agonía prolongando tu piadoso engaño!

—¡Diego! —repitió Ana con voz más débil.

—¡Hermana! —exclamó este con un esfuerzo que rompió todas las fibras de
su generoso corazón—. ¡Hermana mía! ¡He aquí a nuestro padre!




XV

ÁNGEL Y MÁRTIR


Es una hermosa mañana de septiembre. La casita que Ana habitaba en
Amberes, antes de su partida para España con Velázquez, aparece
silenciosa y solitaria como en la época en que la joven vivía en ella
en compañía de la anciana dueña Tadea.

Sin embargo ahora, además de las dos mujeres que la ocupaban en otro
tiempo, está habitada por tres personas más.

El aspecto del cuarto de Ana no ha variado en nada del que tenía hace
dos años, cuando la joven dormía aún en él los sueños de su infancia.

Aún está adornado con la misma riquísima y callada sillería de marfil
con asientos de terciopelo.

Y en las ventanas están las mismas grandes cortinas de damasco blanco.

Y el mismo crucifijo de nácar vela a la cabecera del lecho entoldado
también de una tela igual.

Pero en aquel lecho está tendida Ana, más blanca que el alabastro de
sus columnas y relieves.

Sobre una mesa de plata maciza, colocada en el centro del aposento, se
ven frascos y medicinas.

La joven duerme.

Empero, sus angélicas facciones, demacradas por largos días de dolor y
sufrimiento, tienen ya impreso el sello de la muerte.

Una túnica de seda blanca envuelve los enflaquecidos contornos de su
cuerpo.

Sus pies, diminutos y blancos como el mármol, están desnudos y medio
velados entre los pliegues de su túnica.

Sus pequeñas y ebúrneas manos, delgadas hasta la transparencia, se
cruzan sobre su seno.

Se ha quedado dormida rezando a una imagen de María que se destaca
sobre un reclinatorio colocado a los pies del lecho.

Un rayo de luz va a resbalar sobre las bellas y suaves facciones de la
madre de Dios, que parece mirar y sonreír a la niña dormida.

En pie y junto al lecho, tres hombres contemplan el sueño de Ana con
una angustia indefinible.

El primero es un hombre de continente altivo: la nieve, que matiza su
espléndida cabellera, es harto luciente para que no sea prematura; un
hondo pliegue de dolor se ha formado enmedio de su frente.

Es Rubens.

A su lado hay un joven pálido y enflaquecido; sus grandes ojos negros
hundidos patentizan largos días de sufrimientos.

Es Velázquez.

Junto a él está Juan el mulato, esmeradamente vestido con un traje
igual al de su antiguo amo.

La humildad y la aflicción, que en otros días retrataban las facciones
del pobre esclavo, han desaparecido.

Ahora es libre y artista; pero, amigo fiel de Velázquez, no ha querido
abandonarle.

Sus facciones contraídas pintan, sin embargo, un violento pesar, y dos
gruesas lágrimas se deslizan por sus doradas mejillas.

Tiene detrás de sí un caballete, donde ya está pintada admirablemente
la pobre Ana dormida en su lecho, con el sueño que precede a la agonía.

Largo rato hacía que reinaba el silencio.

De súbito se abrió una puerta, y una mujer, vestida de terciopelo negro
y cubierta con un largo velo, negro también, entró en la estancia.

Arrojose sobre el lecho de Ana, y besó repetidas veces su frente y sus
cabellos, sin que la joven se despertase.

—¡Gracias!... —dijo después aquella mujer tomando la mano de Rubens—;
¡gracias, Pedro Pablo, por haberme enviado a buscar para recoger el
último aliento de mi hija!

Los ojos de Ana se abrieron en aquel instante.

Parecía más diáfano y hermoso el azul de sus pupilas, pero sus
facciones se descomponían por momentos.

—¡Diego! —fue su primera palabra.

El artista iba a acercarse; mas la encubierta sacó de su seno una carta
y se la mostró, estrechándole la mano silenciosamente.

Era la misma que don Diego Velázquez había escrito a la madre de Ana,
participándole que marchaba a España con su hija.

—¡Diego! —volvió a murmurar Ana con lenta y débil voz—; ¡Diego!...
¡Padre! Venid... porque me muero.

Los dos pintores se acercaron: Juan se enjugó el llanto que corría por
sus mejillas, y se sentó delante del caballete, para dar en él las
últimas pinceladas.

La incógnita se arrodilló a los pies del lecho, y ocultó la cabeza
entre las ropas sollozando con íntima amargura.

—Diego —continuó Ana con una voz tan débil que casi no se oía ya—.
¡Diego... el amor que te he tenido ha aniquilado mi vida!... Cuando en
aquella carta fatal me dijeron que no eras mi hermano... y que tenías
una esposa... y una hija a quien amar... la desesperación se apoderó de
mí... cuando supe que era un engaño... ya estaba herida... de muerte...

Calló Ana, y durante algunos instantes solo se oyeron los sollozos de
sus padres y los gemidos de Velázquez.

El mulato había terminado su cuadro, y lloraba silenciosamente.

De repente se incorporó Ana sobre un brazo y miró profundamente la
inclinada cabeza de aquella mujer.

—¡Madre!... —gritó extendiendo los brazos y conociendo, con ese
instinto admirable de los moribundos, que aquella mujer solo podía ser
la que le había dado la vida.

—¡Hija mía! —gritó ella lanzándose hacia su hija y estrechándola en sus
brazos.

Ana levantó el velo de la incógnita, y apareció un semblante del cual
era el suyo una copia fiel.

La desconocida tenía los cabellos de igual color, y el matiz de los
ojos de Ana parecía haber sido robado a los suyos, advirtiéndose la
misma semejanza en todo el resto de sus facciones.

—¡Adiós... madre mía... padre... Diego, adiós! —murmuró Ana—. El
supremo juez me llama desde el cielo, y me enseña la gloria... ¡Juan,
os ruego que no abandonéis jamás a Diego!

Ana cayó desplomada sobre el lecho, y sus labios dejaron escapar el
último suspiro.

Las cuatro personas que rodeaban el lecho cayeron de rodillas, y
volvieron a oírse en aquella estancia secos y amargos sollozos.

La madre de Ana levantó la primera la cabeza, púsose en pie y se
envolvió en su manto.

—Don Diego —dijo dirigiéndose a Velázquez con voz quebrantada, pero
con firme acento—: os suplico que me dejéis ese cuadro que contiene la
imagen de mi hija y que vuestro amigo acaba de pintar.

Ante aquella demanda, palideció el pintor de cámara de Felipe IV.

—¡Señora! —dijo con mal segura voz.

—¡Me lo negáis! —repuso la dama con honda amargura.

—Señora —contestó Velázquez—, he hecho ya el doloroso sacrificio de
cederlo al padre de Ana... pedídselo a él...

Los sollozos cortaron las palabras al infeliz don Diego, que fue a
postrarse a los pies del lecho.

En cuanto a la dama, se irguió altanera y miró arrogante la inclinada y
doliente faz de Pedro Pablo.

—Yo, que soy su madre —dijo lentamente—, tengo derecho a ese retrato, y
desafío a Rubens a que me lo arrebate si se cree con razón para ello.

El ciudadano de Amberes guardó un doloroso silencio.

—Antes de que os deje para siempre, don Diego —continuó la madre de
Ana—, quiero justificarme ante vos de mi conducta, en presencia del
cadáver de mi desventurada hija.

Nada contestó don Diego, y ella continuó de esta suerte:

—Mi nombre es Ana, y soy hija del noble y valeroso conde de Egmont,
de la rica y dilatada familia de este nombre: a los quince años me
casé con un primo hermano mío que heredó el título de mi padre por
fallecimiento de este último.

»Enrico era gallardo, joven, bueno, y me adoraba.

»Yo le amaba también, y dos años después de mi matrimonio le había dado
dos hijos, cuando mi esposo fue a suplicar a Pedro Pablo Rubens que le
hiciese mi retrato.

»Quiero pasar en silencio los progresos de mi seducción, y llegaré al
día en que, conociendo Enrico mi estado, me llamó a su gabinete.

»—Ana —me dijo echando sus brazos a mi cuello—: vas a darme por tercera
vez la ventura de ser padre, ¡y nada me has dicho!...

»Yo bajé los ojos: cubrió mi frente el carmín de la vergüenza, y rompí
a llorar.

»Nunca supe mentir.

»La frente de Enrico, tan serena de ordinario, se cubrió de una nube de
dolor.

»—¿Me has hecho traición, Ana? —me preguntó, tomando cariñosamente mis
manos.

»Entonces me arrojé a sus pies y le referí todos los detalles de mi
falta, menos el nombre de mi cómplice.

»—¿Quién es el padre del hijo que llevas en tu seno? —me preguntó
entonces.

»—Mátame, Enrico —exclamé—, pero no me hagas una pregunta a la cual no
puedo contestarte.

»—¿Luego le amas mucho?

—¡Oh, no, Enrico! —exclamé con tal acento de verdad que quedó casi
convencido—. No le amo, no... mi falta fue la consecuencia de un
vértigo... pero no quiero decir su nombre, porque querrás batirte con
él, ¡y puede matarte!

»—Está bien —dijo Enrico con calma—: desde hoy, señora, habitaréis la
parte del palacio opuesta a la que habite yo con mis hijos, y ni a
ellos ni a mí nos volveréis a ver. Este es vuestro castigo.

»Callé: tampoco sabía doblegar mi altivez hasta el ruego.

»Desde aquel día viví aislada, sin más compañía que una doncella para
mi servicio, que recibía el alimento para ambas del comedor de palacio.

»Cuando di a luz mi hija, la hice bautizar con mi nombre y la mandé
a Rubens con mi camarera Gisela: aunque rechazada por mi esposo, no
intenté profanar su casa abrigando en ella el fruto de su deshonor.

»Rubens no quiso ofender tampoco el decoro de su mujer y de sus hijos
con la presencia de la desgraciada criatura, y la depositó en la casa
donde la visteis, con una nodriza y la anciana dueña que conocéis.

»Luego no volvió a pensar en ella: abrumado de honores y dignidades, la
gloria embargó su alma. Yo, por el contrario, ¡iba sola y encubierta
todas las noches a imprimir un beso en la frente de mi hija!

»Cuando la luz de su razón pudo ya hacer que me reconociese con la
continuidad de verme, esperé a que el sueño cerrase sus ojos para verla
yo.

»De este modo pasaron algunos años.

»Un día supe por Gisela que mi hija Duyweque,[16] que ya contaba quince
años, estaba enferma del pecho, y que mi esposo se disponía a llevarla
a Gante.

  [16] Significa _Paloma_ en lengua flamenca.

»Espié el día de su salida, y lo supe el anterior; envié a Gisela a que
mandase disponer un coche muy modesto de camino, y escribí una carta;
por la noche fui a ver a Ana y la puse en sus manos, encargándole que
la entregase al primer hombre que le dijese amores.

»Después la abracé y partí.

»Seguí en mi coche al que llevaba a Enrico y a Duyweque enferma, y al
llegar a Gante me hospedé en el mesón de San Pablo, que era el mismo
que ellos habían elegido.

»Un mes pasé pegada a la pared del cuarto donde mi hija sufría.

»Una noche oí gritos dolorosos que se escapaban del pecho de mi esposo.

»—¡Se muere! —gritaba—, ¡se muere!... ¡socorro!...

»Yo me lancé en el cuarto... Duyweque agonizaba ya.

»La mirada de mi marido se fijó en mí, no obstante su dolor: una
lágrima empañó el brillo de sus grandes ojos, y se arrodilló junto a mí
al lado del lecho de nuestra hija, sin hablarme una palabra.

»Duyweque abrió los ojos y gritó:

»—¡Madre mía!...

»Luego, como si Dios la inspirase en aquel momento, puso mi mano en las
de su padre... ¡¡y expiró!!...

Un sollozo desgarrador cortó la palabra a la condesa, que permaneció
llorando durante algunos instantes.

Los tres oyentes de su lastimera historia lloraban también.

La condesa continuó así:

—Tres días después, y acabados los funerales de mi hija, entró Enrico
en mi cuarto.

»—Ana —me dijo—: quiero que Duyweque descanse en el panteón de mis
padres que, como sabéis, está en esta ciudad. La joven condesa de
Egmont debe reposar junto a sus abuelos.

»Yo incliné la cabeza en señal de conformidad, y Enrico continuó:

»—Vivid junto a su tumba si queréis; de este modo veréis cada año a
vuestro hijo Yans cuando venga a traer una corona de flores a la tumba
de su hermana.

»Enrico era inflexible: yo me incliné ahogando en mi corazón el llanto
que arrancara de él su dureza, y mi esposo desapareció sin estrechar mi
mano.

»Pero Duyweque dormía ya el sueño de los ángeles, y yo volví a Amberes
para velar por Ana.

»No obstante, el palacio de mi esposo me ahogaba: yo me sentía revivir
junto a la tumba de la hija, fruto de mi primero y santo amor; por
otra parte, yo amaba mucho a Enrico, y la idea de que cumplía su deseo
viviendo en Gante y rezando cada día en el sepulcro de su hija, era un
consuelo para mi destrozado corazón.

»Fijeme, pues, en Gante, y allí fue, don Diego, donde vino vuestra
carta a darme la alegría primera que he sentido hace dieciséis años.

»Ana estaba en salvo y sería feliz, porque la fama de vuestra hidalguía
había llegado hasta nuestro suelo.

»Mas, ¡ay!, que no fue así: la infeliz niña, privada de todo cariño
en la tierra, concibió por su bienhechor una pasión tan vehemente,
que ha aniquilado su vida aun creyéndoos su hermano. ¡Pobre azucena
destrozada por el vendaval de una pasión que ni ella misma ha podido
comprender!

Calló de nuevo la condesa y regó con llanto amargo los pies helados de
su hija.

—La conciencia —prosiguió tras una larga pausa—, la conciencia alzó,
al fin, su grito en el alma de Rubens... buscó a su hija y la encontró
agonizante ya... ¡Malditas... malditas sean las pasiones de los
hombres!...

»Ahora —continuó poniéndose en pie—, me vuelvo a mi casa de Gante
construida al pie del panteón donde descansa Duyweque... Cuando recibí
la carta en la cual Rubens me avisaba que viniese a recoger el último
aliento de Ana, mandé preparar la tumba, que va a recoger sus restos,
y que muy pronto guardará los míos; pero hasta entonces quiero que me
acompañe el retrato de mi hija moribunda.

Al decir estas palabras, se aproximó la condesa a una ventana e hizo
una seña.

Dos criados, de luto, subieron un ataúd de terciopelo blanco, colocaron
en él el cuerpo de Ana y bajaron con lento paso.

La condesa desprendió el lienzo del caballete sin que nadie se opusiera
a ello, lo enrolló bajo su manto y, estrechando la helada mano de
Velázquez, salió.

Un instante después se oyó el pesado paso de los dos servidores que
llevaban en una litera enlutada el cadáver de Ana.

La condesa seguía sombría y envuelta en su manto negro al fúnebre
convoy.

¡La infortunada hija del gran Rubens llevaba por todo acompañamiento a
su última morada a su pobre y desolada madre!




XVI

LA DOBLE TUMBA


No me detendré yo a hablar de la vil privanza que siguió ejerciendo aún
durante largos años el conde-duque sobre el débil y voluble corazón de
Felipe IV.

Ni de las glorias de Rubens, quien, algunos años después y muerta su
primera esposa, casó con Elena Froment, célebre por su hermosura.

Ni de la muerte desastrosa de Juan de Pareja, acaecida en tiempo más
remoto, por salvar de una puñalada al esposo de la hija de Velázquez,
el paisista Juan del Mazo.

Todos estos hechos son de tanto bulto que apenas existirá una persona
que no los conozca.

Voy a conducir al lector, un año después de la muerte de Ana, al
pintoresco cementerio de Gante, y a la espalda del grandioso panteón de
los condes de Egmont.

Allí hay una tumba con dos lápidas: una de mármol blanco; otra de jaspe
negro.

Las dos tienen inscrito encima el sencillo y dulce nombre de _Ana_.

La blanca está rodeada de rosales blancos también: un árbol de azahar
le da flores y sombra, y algunos búcaros de pórfido, llenos de
azucenas, rodean la nevada lápida.

Pósanse en ellas pintadas mariposas, y los pajarillos cantan a porfía
amores en el azahar y en los rosales, porque son los últimos días del
estío.

La losa negra está rodeada de adelfas, y le da sombra un ciprés, cuyo
tronco está rodeado de una yedra.

La amorosa yerbecilla quiere, al parecer, consolar a la sombría tumba
con sus humildes hojas y con sus florecillas azules.

Era la caída de una tarde de septiembre.

Un caballero, joven aún y vestido de riguroso luto, llegó acompañado
de un hermoso adolescente que aparentaba diecisiete años, veinte menos
que su padre.

Porque padre, a no dudarlo, era el caballero que le acompañaba.

Tenía, como él, los ojos negros y hermosos, rizados y negros los
cabellos y morena la tez.

Depositaron una corona blanca de rosas, que el joven llevaba en la
mano, sobre el panteón, y ambos rezaron largo rato, besando después el
helado mármol.

—¡Pobre Duyweque mía! —exclamó el joven ardorosamente—; ¡cuánto te
amaba yo!

Y dos lágrimas corrieron por sus mejillas.

—Tu hermana murió porque le faltó su madre para que velase por su
delicada constitución —dijo sombríamente el caballero.

—¿Murió mi madre antes que ella, padre?

—¡Mucho antes, hijo mío!

—Padre, si yo creo que hace dos meses la vi una mañana al
despertarme... sí... sí... me abrazaba llorando...

—¡Soñarías, hijo mío!... tu madre murió cuando tú no tenías aún un año.

—Puede ser que soñase yo —murmuró el joven ya casi convencido—: lo
cierto es, padre, que desapareció como un sueño.

—Vamos a rezar sobre su tumba, hijo mío.

Ambos se arrodillaron en la tumba negra, y rezaron largo rato.

Al levantarse, el niño cortó una rama de adelfa, besola, y la guardó en
su pecho.

—Padre mío —dijo después mirando la blanca tumba—, ¿quién descansa en
este sepulcro?

Calló el conde confuso.

—¡Mi hermana! —contestó a su espalda una voz varonil, pero de timbre
suave y melancólico.

Volviéronse Enrico y su hijo: un caballero con traje español, de
riguroso luto, estaba en pie detrás de ellos. Tenía en la mano su
chambergo, y su hermosa cabellera negra, que caía en largos rizos, se
veía mecida por la brisa de la tarde.

—¿Cómo es, pues, que descansa junto a mi madre? —preguntó Yans con su
sencilla curiosidad.

—Joven —contestó el caballero enlutado—, no os afanéis jamás por
comprender lo que se os presente oscuro en vuestra vida; todos los
arcanos, hasta los de la ciencia, disecan el corazón y marchitan el
alma: bajo esa blanca tumba está encerrado un drama que todos ignoran
que haya tenido lugar en mi vida, pero que Dios sabe cuánto dolor ha
derramado en lo que me resta de existencia.

—¿Quieres, padre mío, que rece sobre ese sepulcro? —preguntó Yans.

—Reza, hijo mío —contestó noblemente Enrico—: todos los jóvenes sois
hermanos ante Dios.

Arrodillose Yans y cruzó las manos.

Los dos caballeros se dejaron caer de hinojos a su lado.

—¡Oh, Ana mía! —exclamaron a un tiempo—. Pide a Dios que libre a este
niño de dar el primer paso en la carrera de las pasiones que te han
causado la muerte.

Volviéronse ambos asombrados: sus labios acababan de formular idénticas
palabras.

—¿Cómo os llamáis? —preguntó el conde al caballero español.

—Diego Velázquez de Silva, pintor de cámara del rey Felipe IV de España.

El conde de Egmont se inclinó con una política llena de deferencia y
cortesía.

—Mi nombre es...

—Sé vuestro nombre, señor conde —contestó Velázquez sonriendo con
tristísima expresión.

Y besando de nuevo, arrodillado, los dos sepulcros, añadió ya en el
umbral del cementerio:

—Si alguna vez vuestro hijo se separa del camino de la virtud, venid
aquí a buscarme en el aniversario de este día, y le contaré mi historia
y la de mi hermana, junto a esos dos sepulcros.

Velázquez se alejó lentamente, y el conde y su hijo abandonaron también
el cementerio, porque la luna había ya aparecido como una soberana en
el palacio diáfano y azul del firmamento, y las aves cantaban un himno
de despedida a la doble y solitaria tumba.


Leipzig. — En la imprenta de F. A. Brockhaus.

*** END OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK AMOR Y LLANTO ***

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