Vida de Don Quijote y Sancho

By Miguel de Unamuno

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Title: Vida de Don Quijote y Sancho

Author: Miguel de Unamuno

Release date: February 26, 2025 [eBook #75472]

Language: Spanish

Original publication: Madrid: RENACIMIENTO, 1914

Credits: Andrés V. Galia and the Online Distributed Proofreading Team at https://www.pgdp.net (This book was produced from images made available by the HathiTrust Digital Library.)


*** START OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK VIDA DE DON QUIJOTE Y SANCHO ***



                        NOTAS DEL TRANSCRIPTOR

En la versión de texto sin formatear las palabras en itálicas están
indicadas con _guiones bajos_; mientras que las palabras en Versalitas
se han escrito en MAYÚSCULAS.

El criterio utilizado para llevar a cabo esta transcripción, ha sido el
de respetar las reglas de la Real Academia Española, vigentes cuando
la presente edición de esta obra fue publicada. El lector interesado
puede consultar el Mapa de Diccionarios Académicos de la Real Academia
Española.

Para el texto citado  de otros autores por parte de Unamuno, el criterio
en general fue privilegiar que coincidiese con el texto que figuraba
en la imagen utilizada para llevar a cabo la transcripción. En estas
citaciones casi nunca se ha modificado la ortografía, estimando que
la intención de Unamuno fue de que no se la modificase, para dejar
testimonio de lo que era lo habitual en el período en que el texto
citado fue escrito. Debido a esto, es posible encontrar una misma
palabra escrita con ortografía diferente.

La cubierta del libro fue modificada por el transciptor y se ha
cedido al dominio público.


                   *       *       *       *       *


                     VIDA DE DON QUIJOTE Y SANCHO




                          VIDA DE DON QUIJOTE
                               Y SANCHO

                                 SEGÚN
                     Miguel de Cervantes Saavedra

                         EXPLICADA Y COMENTADA
                                  por
                           MIGUEL DE UNAMUNO

                            [Illustration]

                             RENACIMIENTO

                    MADRID         │    BUENOS AIRES
                SAN MARCOS, 42     │    LIBERTAD, 172

                                 1914


                             ES PROPIEDAD


                IMPRENTA RENACIMIENTO.--SAN MARCOS, 42.




                    PRÓLOGO A ESTA SEGUNDA EDICIÓN


Apareció en primera edición esta obra en el año 1905, coincidiendo por
acaso, que no de propósito, con la celebración del tercer centenario de
haberse por primera vez publicado el _Quijote_. No fué, pues, una
obra de centenario.

Salió, por mi culpa, plagada, no ya sólo de erratas tipográficas,
sino de errores y descuidos del original manuscrito, todo lo que he
procurado corregir en esta segunda edición.

Pensé un momento si hacerla preceder del ensayo que «Sobre la lectura e
interpretación del _Quijote_» publiqué el mismo año de 1905 en el
número de abril de _La España Moderna_, mas he desistido de ello
en atención a que esta obra toda no es sino una ejecución del programa
en aquel ensayo expuesto. Lo que se reduce a asentar que dejando a
eruditos, críticos e historiadores la meritoria y utilísima tarea de
investigar lo que el _Quijote_ pudo significar en su tiempo y en
el ámbito en que se produjo y lo que Cervantes quiso en él expresar y
expresó, debe quedarnos a otros libre el tomar su obra inmortal como
algo eterno, fuera de época y aun de país, y exponer lo que su lectura
nos sugiere. Y sostuve que hoy ya es el _Quijote_ de todos y
de cada uno de sus lectores, y que puede y debe cada cual darle una
interpretación, por así decirlo, mística, como las que a la Biblia
suele darse.

Mas si renuncié a insertar al frente de esta segunda edición de mi obra
aquel citado ensayo, no así con otro que con el título de «El sepulcro
de Don Quijote» publiqué en el número de febrero de 1906 de la misma
susomentada revista _La España Moderna_.

Esta obra es de las mías la que hasta hoy ha alcanzado más favor
del público que me lee, como lo prueba esta segunda edición y el
haber aparecido hace poco una traducción italiana bajo el título de
_Commento al Don Chisciotte_, hecha por G. Beccari y publicada en
la colección _Cultura dell'anima_, dirigida por G. Papini y que
edita R. Carabba en Lanciano. A la vez que se prepara una traducción
francesa.

Y me complazco en creer que a esta mayor fortuna de esta entre mis
otras obras habrá contribuido el que es una libre y personal exégesis
del _Quijote_, en que el autor no pretende descubrir el sentido
que Cervantes le diera, sino el que le da él, ni es tampoco un erudito
estudio histórico. No creo deber repetir que me siento más quijotista
que cervantista y que pretendo libertar al _Quijote_ del mismo
Cervantes, permitiéndome alguna vez hasta discrepar de la manera cómo
Cervantes entendió y trató a sus dos héroes, sobre todo a Sancho.
Sancho se le imponía a Cervantes, a pesar suyo. Y es que creo que los
personajes de ficción tienen dentro de la mente del autor que los finge
una vida propia, con cierta autonomía, y obedecen a una íntima lógica
de que no es del todo consciente ni dicho autor mismo. Y el que desee
más aclaraciones a este respecto, y no se escandalice de la proposición
de que nosotros podemos comprender a Don Quijote y Sancho mejor que
Cervantes que los creó--o mejor los sacó de la entraña espiritual de su
pueblo--, acuda al ensayo que cité primero.

                                            MIGUEL DE UNAMUNO.

Salamanca, enero de 1913.




                      EL SEPULCRO DE DON QUIJOTE


Me preguntas, mi buen amigo, si sé la manera de desencadenar un
delirio, un vértigo, una locura cualquiera sobre estas pobres
muchedumbres ordenadas y tranquilas que nacen, comen, duermen, se
reproducen y mueren. ¿No habrá un medio, me dices, de reproducir la
epidemia de los flagelantes o la de los convulsionarios? Y me hablas
del milenario.

Como tú siento yo con frecuencia la nostalgia de la Edad Media; como
tú quisiera vivir entre los espasmos del milenario. Si consiguiéramos
hacer creer que en un día dado, sea el 2 de mayo de 1908, el centenario
del grito de la independencia, se acababa para siempre España; que en
ese día nos repartían como a borregos, creo que el día 3 de mayo de
1908 sería el día más grande de nuestra historia, el amanecer de una
nueva vida.

Esto es una miseria, una completa miseria. A nadie le importa nada
de nada. Y cuando alguno trata de agitar aisladamente este o aquel
problema, una u otra cuestión, se lo atribuyen o a negocio o a afán de
notoriedad y ansia de singularizarse.

No se comprende aquí ya ni la locura. Hasta del loco creen y dicen que
lo será por tenerle su cuenta y razón. Lo de la razón de la sinrazón es
ya un hecho para todos estos miserables. Si nuestro señor Don Quijote
resucitara y volviese a esta su España andarían buscándole una segunda
intención a sus nobles desvaríos. Si uno denuncia un abuso, persigue la
injusticia, fustiga la ramplonería, se preguntan los esclavos: ¿qué irá
buscando en eso? ¿A qué aspira? Unas veces creen y dicen que lo hace
para que le tapen la boca con oro; otras que es por ruines sentimientos
y bajas pasiones de vengativo o envidioso; otras que lo hace no más
sino por meter ruido y que de él se hable, por vanagloria; otras que lo
hacen por divertirse y pasar el tiempo, por deporte. ¡Lástima grande
que a tan pocos les dé por deportes semejantes!

Fíjate y observa. Ante un acto cualquiera de generosidad, de heroísmo,
de locura, a todos esos estúpidos bachilleres, curas y barberos de
hoy no se les ocurre sino preguntarse: ¿por qué lo hará? Y en cuanto
creen haber descubierto la razón del acto--sea o no la que ellos se
suponen--se dicen: ¡bah!, lo ha hecho por esto o por lo otro. En cuanto
una cosa tiene razón de ser y ellos la conocen perdió todo su valor la
cosa. Para eso les sirve la lógica, la cochina lógica.

Comprender es perdonar, se ha dicho. Y esos miserables necesitan
comprender para perdonar el que se les humille, el que con hechos o
palabras se les eche en cara su miseria, sin hablarles de ella.

Han llegado a preguntarse estúpidamente para qué hizo Dios el mundo, y
se han contestado a sí mismos: ¡para su gloria!, y se han quedado tan
orondos y satisfechos, como si los muy majaderos supieran qué es eso de
la gloria de Dios.

Las cosas se hicieron primero, su para qué después. Que me den una idea
nueva, cualquiera, sobre cualquier cosa, y ella me dirá después para
qué sirve.

Alguna vez, cuando expongo algún proyecto, algo que me parece debía
hacerse, algo, sobre todo, que debía decirse, no falta nunca quien me
pregunte: ¿y después? A preguntas tales no cabe otra respuesta que una
repregunta. Y al «¿y después?» no hay sino dar de rebote un «¿y antes?».

No hay porvenir; nunca hay porvenir. Eso que llaman el porvenir es una
de las más grandes mentiras. El verdadero porvenir es hoy. ¿Qué seré de
nosotros mañana? ¡No hay mañana! ¿Qué es de nosotros hoy, ahora? Ésta
es la única cuestión.

Y en cuanto a hoy, todos esos miserables están muy satisfechos porque
hoy existen, y con existir les basta. La existencia, la pura y nuda
existencia, llena su alma toda. No sienten que haya más que existir.

¿Pero existen? ¿Existen de verdad? Yo creo que no; pues si existieran,
si existieran de verdad, sufrirían de existir y no se contentarían con
ello. Si real y verdaderamente existieran en el tiempo y el espacio
sufrirían de no ser en lo eterno y lo infinito. Y este sufrimiento,
esta pasión, que no es sino la pasión de Dios en nosotros. Dios que
en nosotros sufre por sentirse preso en nuestra finitud y nuestra
temporalidad, este divino sufrimiento les haría romper todos esos
menguados eslabones lógicos con que tratan de atar sus menguados
recuerdos a sus menguadas esperanzas, la ilusión de su pasado a la
ilusión de su porvenir.

¿Por qué hace eso? ¿Preguntó acaso nunca Sancho por qué hacía Don
Quijote las cosas que hacía?

Y vuelta a lo mismo, a tu pregunta, a tu preocupación: ¿qué locura
colectiva podríamos imbuir en estas pobres muchedumbres? ¿Qué delirio?

Tú mismo te has acercado a la solución en una de esas cartas con que
me asaltas a preguntas. En ella me decías: ¿no crees que se podría
intentar alguna nueva cruzada?

Pues bien, sí; creo que se puede intentar la santa cruzada de ir a
rescatar el sepulcro de Don Quijote del poder de los bachilleres,
curas, barberos, duques y canónigos que lo tienen ocupado. Creo que
se puede intentar la santa cruzada de ir a rescatar el sepulcro del
Caballero de la Locura del poder de los hidalgos de la Razón.

Defenderán, es natural, su usurpación y tratarán de probar con muchas
y muy estudiadas razones que la guardia y custodia del sepulcro les
corresponde. Lo guardan para que el Caballero no resucite.

A esas razones hay que contestar con insultos, con pedradas, con gritos
de pasión, con botes de lanza. No hay que razonar con ellos. Si tratas
de razonar frente a sus razones estás perdido.

Si te preguntan, como acostumbran, ¿con qué derecho reclamas el
sepulcro?, no les contestes nada, que ya lo verán luego. Luego... tal
vez cuando ni tú ni ellos existáis ya, por lo menos en este mundo de
las apariencias.

Y esta santa cruzada lleva una gran ventaja a aquellas otras santas
cruzadas de que alboreó una nueva vida en este viejo mundo. Aquellos
ardientes cruzados sabían dónde estaba el sepulcro de Cristo, dónde se
decía que estaba, mientras que nuestros cruzados no sabrán dónde está
el sepulcro de Don Quijote. Hay que buscarlo peleando por rescatarlo.

Tu locura quijotesca te ha llevado más de una vez a hablarme del
quijotismo como de una nueva religión. Y a eso he de decirte que esa
nueva religión que propones y de que me hablas, si llegara a cuajar,
tendría dos singulares preeminencias. La una, que su fundador, su
profeta, Don Quijote--no Cervantes, por supuesto--, no estamos seguros
de que fuese un hombre real, de carne y hueso, sino que más bien
sospechamos que fué una pura ficción. Y su otra preeminencia sería
la de que ese profeta era un profeta ridículo, que fué la befa y el
escarnio de las gentes.

Es el valor que más falta nos hace: el de afrontar el ridículo. El
ridículo es el arma que manejan todos los miserables bachilleres,
barberos, curas, canónigos y duques que guardan escondido el sepulcro
del Caballero de la Locura. Caballero que hizo reir a todo el mundo,
pero que nunca soltó un chiste. Tenía el alma demasiado grande para
parir chistes. Hizo reir con su seriedad.

Empieza, pues, amigo, a hacer de Pedro el Ermitaño y llama a las gentes
a que se te unan, se nos unan, y vayamos todos a rescatar ese sepulcro
que no sabemos dónde está. La cruzada misma nos revelará el sagrado
lugar.

Verás cómo así que el sagrado escuadrón se ponga en marcha aparecerá
en el cielo una estrella nueva, sólo visible para los cruzados, una
estrella refulgente y sonora, que cantará un canto nuevo en esta larga
noche que nos envuelve, y la estrella se pondrá en marcha en cuanto se
ponga en marcha el escuadrón de los cruzados, y cuando hayan vencido
en su cruzada, o cuando hayan sucumbido todos--que es acaso la manera
única de vencer de veras--, la estrella caerá del cielo, y en el sitio
en donde caiga allí está el sepulcro. El sepulcro está donde muera el
escuadrón.

Y allí donde está el sepulcro, allí está la cuna, allí está el nido. Y
de allí volverá a surgir la estrella refulgente y sonora, camino del
cielo.

Y no me preguntes más, querido amigo. Cuando me haces hablar de
estas cosas me haces que saque del fondo de mi alma, dolorida por la
ramplonería ambiente que por todas partes me acosa y aprieta, dolorida
por las salpicaduras del fango de mentira en que chapoteamos, dolorida
por los arañazos de la cobardía que nos envuelve, me haces que saque
del fondo de mi alma dolorida las visiones sin razón, los conceptos sin
lógica, las cosas que ni yo sé lo que quieren decir, ni menos quiero
ponerme a averiguarlo.

¿Qué quieres decir con eso?--me preguntas más de una vez--. Y yo te
respondo: ¿lo sé yo acaso?

¡No, mi buen amigo, no! Muchas de estas ocurrencias de mi espíritu que
te confío ni yo sé lo que quieren decir, o, por lo menos, soy yo quien
no lo sé. Hay alguien dentro de mí que me las dicta, que me las dice.
Le obedezco y no me adentro a verle la cara ni a preguntarle por su
nombre. Sólo sé que si le viese la cara y si me dijese su nombre me
moriría yo para que viviese él.

Estoy avergonzado de haber alguna vez fingido entes de ficción,
personajes novelescos, para poner en sus labios lo que no me atrevía a
poner en los míos y hacerles decir como en broma lo que yo siento muy
en serio.

Tú me conoces, tú, y sabes bien cuán lejos estoy de rebuscar adrede
paradojas, extravagancias y singularidades, piensen lo que pensaren
algunos majaderos. Tú y yo, mi buen amigo, mi único amigo absoluto,
hemos hablado muchas veces, a solas, de lo que sea la locura, y hemos
comentado aquello del _Brand_ ibseniano, hijo de Kierkegaard, de que
está loco el que está solo. Y hemos concordado en que una locura
cualquiera deja de serlo en cuanto se hace colectiva, en cuanto es
locura de todo un pueblo, de todo el género humano acaso. En cuanto
una alucinación se hace colectiva, se hace popular, se hace social,
deja de ser alucinación para convertirse en una realidad, en algo que
está fuera de cada uno de los que la comparten. Y tú y yo estamos de
acuerdo en que hace falta llevar a las muchedumbres, llevar al pueblo,
llevar a nuestro pueblo español una locura cualquiera, la locura de uno
cualquiera de sus miembros que esté loco, pero loco de verdad y no de
mentirijillas. Loco, y no tonto.

Tú y yo, mi buen amigo, nos hemos escandalizado ante eso que llaman
aquí fanatismo, y que, por nuestra desgracia, no lo es. No; no es
fanatismo nada que esté reglamentado y contenido y encauzado y dirigido
por bachilleres, curas, barberos, canónigos y duques; no es fanatismo
nada que lleve un pendón con fórmulas lógicas, nada que tenga programa,
nada que se proponga para mañana un propósito que puede un orador
desarrollar en un metódico discurso.

Una vez, ¿te acuerdas?, vimos a ocho o diez mozos reunirse y seguir a
uno que les decía: ¡Vamos a hacer una barbaridad! Y eso es lo que tú
y yo anhelamos, que el pueblo se apiñe y gritando ¡vamos a hacer una
barbaridad! se ponga en marcha. Y si algún bachiller, algún barbero,
algún cura, algún canónigo o algún duque les detuviese para decirles:
«¡hijos míos!, está bien, os veo henchidos de heroísmo, llenos de santa
indignación; también yo voy con vosotros; pero antes de ir todos, y
yo con vosotros, a hacer esa barbaridad, ¿no os parece que debíamos
ponernos de acuerdo respecto a la barbaridad que vamos a hacer? ¿Qué
barbaridad va a ser ésa?», si alguno de esos malandrines que he dicho
les detuviese para decirles tal cosa, deberían derribarle al punto y
pasar todos sobre él, pisoteándole, y ya empezaba la heroica barbaridad.

¿No crees, mi amigo, que hay por ahí muchas almas solitarias a las que
el corazón les pide alguna barbaridad, algo de que revienten? Ve, pues,
a ver si logras juntarlas y formar escuadrón con ellas y ponernos todos
en marcha--porque yo iré con ellos y tras de ti--a rescatar el sepulcro
de Don Quijote, que, gracias a Dios, no sabemos dónde está. Ya nos lo
dirá la estrella refulgente y sonora.

Y ¿no será--me dices en tus horas de desaliento, cuando te vas de ti
mismo--, no será que creyendo al ponernos en marcha caminar por campos
y tierras, estemos dando vueltas en tomo al mismo sitio? Entonces la
estrella estará fija, quieta sobre nuestras cabezas y el sepulcro
en nosotros. Y entonces la estrella caerá, pero caerá para venir a
enterrarse en nuestras almas. Y nuestras almas se convertirán en luz,
y fundidas todas en la estrella refulgente y sonora subirá ésta, más
refulgente aún, convertida en un sol, en un sol de eterna melodía, a
alumbrar el cielo de la patria redimida.

En marcha, pues. Y ten cuenta no se te metan en el sagrado escuadrón
de los cruzados bachilleres, barberos, curas, canónigos o duques
disfrazados de Sanchos. No importa que te pidan ínsulas; lo que debes
hacer es expulsarlos en cuanto te pidan el itinerario de la marcha,
en cuanto te hablen del programa, en cuanto te pregunten al oído,
maliciosamente, que les digas hacia dónde cae el sepulcro. Sigue a la
estrella. Y haz como el Caballero: endereza el entuerto que se te ponga
delante. Ahora lo de ahora, y aquí lo de aquí.

¡Poneos en marcha! ¿Que adónde vais? La estrella os lo dirá: ¡al
sepulcro! ¿Qué vamos a hacer en el camino, mientras marchamos? ¿Qué?
¡Luchar! Luchar, y ¿cómo?

¿Cómo? ¿Tropezáis con uno que miente?, gritarle a la cara: ¡mentira!,
y ¡adelante! ¿Tropezáis con uno que roba?, gritarle: ¡ladrón!, y
¡adelante! ¿Tropezáis con uno que dice tonterías, a quien oye toda una
muchedumbre con la boca abierta?, gritarles: ¡estúpidos!, y ¡adelante!
¡Adelante siempre!

¿Es que con eso--me dice uno a quien tú conoces y que ansía ser
cruzado--, es que con eso se borra la mentira, ni el ladronicio, ni la
tontería del mundo? ¿Quién ha dicho que no? La más miserable de todas
las miserias, la más repugnante y apestosa argucia de la cobardía es
esa de decir que nada se adelante con denunciar a un ladrón porque
otros seguirán robando, que nada se logra con llamarle en su cara
majadero al majadero, porque no por eso la majadería disminuirá en el
mundo.

Sí, hay que repetirlo una y mil veces: con que una vez, una sola vez,
acabases del todo y para siempre con un solo embustero, habríase
acabado el embuste de una vez para siempre.

¡En marcha, pues! Y echa del sagrado escuadrón a todos los que empiecen
a estudiar el paso que habrá de llevarse en la marcha y su compás y su
ritmo. Sobre todo, ¡fuera con los que a todas horas andan con eso del
ritmo! Te convertirían el escuadrón en una cuadrilla de baile, y la
marcha en danza. ¡Fuera con ellos! Que se vayan a otra parte a cantar a
la carne.

Ésos que tratarían de convertirte el escuadrón de marcha en cuadrilla
de baile se llaman a sí mismos, y los unos a los otros entre sí,
poetas. No lo son. Son cualquier otra cosa. Ésos no van al sepulcro
sino por curiosidad, por ver cómo sea, en busca acaso de una sensación
nueva, y por divertirse en el camino. ¡Fuera con ellos!

Ésos son los que con su indulgencia de bohemios contribuyen a mantener
la cobardía y la mentira y las miserias todas que nos anonadan. Cuando
predican libertad no piensan más que en una: en la de disponer de la
mujer del prójimo. Todo es en ellos sensualidad, y hasta de las ideas,
de las grandes ideas, se enamoran sensualmente. Son incapaces de
casarse con una grande y pura idea y criar familia de ella; no hacen
sino amontonarse con las ideas. Las toman de queridas, menos aún, tal
vez de compañeras de una noche. ¡Fuera con ellos!

Si alguien quiere coger en el camino tal o cual florecilla que a su
vera sonríe, cójala, pero de paso, sin detenerse, y siga al escuadrón,
cuyo alférez no habrá de quitar ojo de la estrella refulgente y sonora.
Y si se pone la florecilla en el peto sobre la coraza, no para verla
él, sino para que se la vean, ¡fuera con él! Que se vaya, con su flor
en el ojal, a bailar a otra parte.

Mira, amigo, si quieres cumplir tu misión y servir a tu patria es
preciso que te hagas odioso a los muchachos sensibles que no ven el
universo sino a través de los ojos de su novia. O algo peor aún. Que
tus palabras sean estridentes y agrias a sus oídos.

El escuadrón no ha de detenerse sino de noche, junto al bosque o al
abrigo de la montaña. Levantará allí sus tiendas, se lavarán los
cruzados sus pies, cenarán lo que sus mujeres les hayan preparado,
engendrarán luego un hijo en ellas, les darán un beso y se dormirán
para recomenzar la marcha al siguiente día. Y cuando alguno se muera
le dejarán a la vera del camino, amortajado en su armadura, a merced
de los cuervos. Quede para los muertos el cuidado de enterrar a sus
muertos.

Si alguno intenta durante la marcha tocar pífano o dulzaina o caramillo
o vihuela o lo que fuere, rómpele el instrumento y échale de filas,
porque estorba a los demás oir el canto de la estrella. Y es, además,
que él no la oye. Y quien no oiga el canto del cielo no debe ir en
busca del sepulcro del Caballero.

Te hablarán esos danzantes de poesía. No les hagas caso. El que se pone
a tocar su jeringa--que no es otra cosa la _syringa_--debajo del cielo,
sin oir la música de las esferas, no merece que se le oiga. No conoce
la abismática poesía del fanatismo; no conoce la inmensa poesía de los
templos vacíos, sin luces, sin dorados, sin imágenes, sin pompas, sin
aromas, sin nada de eso que llaman arte. Cuatro paredes lisas y un
techo de tablas; un corralón cualquiera.

Echa del escuadrón a todos los danzantes de la jeringa. Échalos, antes
de que se te vayan por un plato de alubias. Son filósofos cínicos,
indulgentes, buenos muchachos, de los que todo lo comprenden y todo lo
perdonan. Y el que todo lo comprende no comprende nada, y el que todo
lo perdona nada perdona. No tienen escrúpulo en venderse. Como viven
en dos mundos pueden guardar su libertad en el otro y esclavizarse en
éste. Son a la vez estetas y perezistas o lopezistas o rodriguezistas.

Hace tiempo se dijo que el hambre y el amor son los dos resortes de
la vida humana. De la baja vida humana, de la vida de tierra. Los
danzantes no bailan sino por hambre o por amor; hambre de carne, amor
de carne también. Échalos de tu escuadrón, y que allí, en un prado,
se harten de bailar mientras uno toca la jeringa, otro da palmaditas
y otro canta a un plato de alubias o a los muslos de su querida de
temporada. Y que allí inventen nuevas piruetas, nuevos trenzados de
pies, nuevas figuras de rigodón.

Y si alguno te viniera diciendo que él sabe tender puentes y que
acaso llegue ocasión en que se deba aprovechar sus conocimientos para
pasar un río, ¡fuera con él! ¡Fuera el ingeniero! Los ríos se pasarán
vadeándolos, o a nado, aunque se ahogue la mitad de los cruzados. Que
se vaya el ingeniero a hacer puentes a otra parte, donde hacen mucha
falta. Para ir en busca del sepulcro basta la fe como puente.

                   *       *       *       *       *

Si quieres, mi buen amigo, llenar tu vocación debidamente desconfía
del arte, desconfía de la ciencia, por lo menos de eso que llaman arte
y ciencia y no son sino mezquinos remedos del arte y de la ciencia
verdaderos. Que te baste tu fe. Tu fe será tu arte, tu fe será tu
ciencia.

He dudado más de una vez de que puedas cumplir tu obra al notar el
cuidado que pones en escribir las cartas que me escribes. Hay en ellas,
no pocas veces, tachaduras, enmiendas, correcciones, jeringazos. No
es un chorro que brota violento, expulsando el tapón. Más de una
vez tus cartas degeneran en literatura, en esa cochina literatura,
aliada natural de todas las esclavitudes y de todas las miserias. Los
esclavizadores saben bien que mientras está el esclavo cantando a la
libertad se consuela de su esclavitud y no piensa en romper sus cadenas.

Pero otras veces recobro fe y esperanza en ti cuando siento bajo tus
palabras atropelladas, improvisadas, cacofónicas, el temblar de tu voz
dominada por la fiebre. Hay ocasiones en que puede decirse que ni están
en un lenguaje determinado. Que cada cual lo traduzca al suyo.

Procura vivir en continuo vértigo pasional, dominado por una pasión
cualquiera. Sólo los apasionados llevan a cabo obras verdaderamente
duraderas y fecundas. Cuando oigas de alguien que es impecable, en
cualquiera de los sentidos de esta estúpida palabra, huye de él;
sobre todo si es artista. Así como el hombre más tonto es el que en
su vida ha hecho ni dicho una tontería, así el artista menos poeta,
el más antipoético--y entre los artistas abundan las naturalezas
antipoéticas--, es el artista impecable, el artista a quien decoran con
la corona, de laurel de cartulina, de la impecabilidad los danzantes de
la jeringa.

Te consume, mi pobre amigo, una fiebre incesante, una sed de océanos
insondables y sin riberas, un hambre de universos y la morriña de la
eternidad. Sufres de la razón. Y no sabes lo que quieres. Y ahora,
ahora quieres ir al sepulcro del Caballero de la Locura y deshacerte
allí en lágrimas, consumirte en fiebre, morir de sed de océanos, de
hambre de universos, de morriña de eternidad.

Ponte en marcha, solo. Todos los demás solitarios irán a tu lado,
aunque no los veas. Cada cual creerá ir solo, pero formaréis batallón
sagrado, el batallón de la santa e inacabable cruzada.

Tú no sabes bien, mi buen amigo, cómo los solitarios todos, sin
conocerse, sin mirarse a las caras, sin saber los unos los nombres de
los otros, caminan juntos y prestándose mutua ayuda. Los otros hablan
unos de otros, se dan las manos, se felicitan mutuamente, se bombean y
se denigran, murmuran entre sí y va cada cual por su lado. Y huyen del
sepulcro.

Tú no perteneces al cotarro, sino al batallón de los libres cruzados.
¿Por qué te asomas a las tapias del cotarro a oir lo que en él se
cacarea? ¡No, amigo mío, no! Cuando pases junto a un cotarro tápate los
oídos, lanza tu palabra y sigue adelante, camino del sepulcro. Y que en
esa palabra vibren toda tu sed, toda tu hambre, toda tu morriña, todo
tu amor.

Si quieres vivir de ellos, vive para ellos. Pero entonces, mi pobre
amigo, te habrás muerto.

Me acuerdo de aquella dolorosa carta que me escribiste cuando estabas
a punto de sucumbir, de derogar, de entrar en la cofradía. Vi entonces
cómo te pesaba tu soledad, esa soledad que debe ser tu consuelo y tu
fortaleza.

Llegaste a lo más terrible, a lo más desolador; llegaste al borde del
precipicio de tu perdición: llegaste a dudar de tu soledad, llegaste
a creerte en compañía. «¿No será--me decías--una mera cavilación, un
fruto de soberbia, de petulancia, tal vez de locura, esto de creerme
solo? Porque yo, cuando me sereno, me veo acompañado, y recibo
cordiales apretones de manos, voces de aliento, palabras de simpatía,
todo género de muestras de no encontrarme solo, ni mucho menos». Y por
aquí seguías. Y te vi engañado y perdido, te vi huyendo del sepulcro.

No, no te engañas en los accesos de tu fiebre, en las agonías de tu
sed, en las congojas de tu hambre; estás solo, enteramente solo. No
sólo son mordiscos los mordiscos que como tales sientes, lo son también
los que como besos. Te silban los que aplauden, te quieren detener en
tu marcha al sepulcro los que te gritan ¡adelante! Tápate los oídos.
Y ante todo cúrate de una afección terrible, que por mucho que te la
sacudes vuelve a ti con terquedad de mosca: cúrate de la afección de
preocuparte cómo aparezcas a los demás. Cúidate sólo de cómo aparezcas
ante Dios, cúidate de la idea que de ti Dios tenga.

Estás solo, mucho más solo de lo que te figuras, y aun así no estás
sino en camino de la absoluta, de la completa, de la verdadera soledad.
La absoluta, la completa, la verdadera soledad consiste en no estar ni
aun consigo mismo. Y no estarás de veras completa y absolutamente solo
hasta que no te despojes de ti mismo, al borde del sepulcro. ¡Santa
soledad!

                   *       *       *       *       *

Todo esto dije a mi amigo, y él me contestó en una larga carta, llena
de un furioso desaliento, estas palabras:

«Todo eso que me dices está muy bien, está bien, no está mal; pero
¿no te parece que en vez de ir a buscar el sepulcro de Don Quijote y
rescatarlo de bachilleres, curas, barberos, canónigos y duques debíamos
ir a buscar el sepulcro de Dios y rescatarlo de creyentes e incrédulos,
de ateos y deístas, que lo ocupan, y esperar allí, dando voces de
suprema desesperación, derritiendo el corazón en lágrimas, a que Dios
resucite y nos salve de la nada?».




                             PRIMERA PARTE




                              CAPÍTULO I

       Que trata de la condición y ejercicio del famoso hidalgo
                       Don Quijote de la Mancha.


Nada sabemos del nacimiento de Don Quijote, nada de su infancia y
juventud, ni de cómo se fraguara el ánimo del Caballero de la Fe, del
que nos hace con su locura cuerdos. Nada sabemos de sus padres, linaje
y abolengo, ni de cómo hubieran ido asentándosele en el espíritu las
visiones de la asentada llanura manchega en que solía cazar; nada
sabemos de la obra que hiciese en su alma la contemplación de los
trigales salpicados de amapolas y clavellinas; nada sabemos de sus
mocedades.

Se ha perdido toda memoria de su linaje, nacimiento, niñez y mocedad;
no nos la ha conservado ni la tradición oral ni testimonio alguno
escrito, y si alguno de éstos hubo, hase perdido o yace oculto en
polvo secular. No sabemos si dió o no muestras de su ánimo denodado y
heroico ya desde tierno infante, al modo de esos santos de nacimiento,
que ya desde mamoncillos no maman los viernes y días de ayuno, por
mortificación y dar buen ejemplo.

Respecto a su linaje declaró él mismo a Sancho, departiendo con
éste después de la conquista del yelmo de Mambrino, que si bien era
_hijodalgo de solar conocido, de posesión y propiedad, y de devengar
quinientos sueldos_, no descendía de reyes, aunque, no obstante ello,
el sabio que escribiese su historia podría deslindar de tal modo su
parentela y descendencia, que le hallase ser quinto o sexto nieto de
rey. Y de hecho no hay quien, a la larga, no descienda de reyes, y de
reyes destronados. Mas él era de los linajes que son y no fueron. Su
linaje empieza en él.

Es extraño, sin embargo, cómo los diligentes rebuscadores que se han
dado con tanto ahinco a escudriñar la vida y milagros de nuestro
caballero, no han llegado aún a pesquisar huellas de tal linaje, y más
ahora en que tanto peso se atribuye en el destino de un hombre a eso
de su herencia. Que Cervantes no lo hiciera, no nos ha de sorprender,
pues al fin creía que es cada cual hijo de sus obras y que se va
haciendo según vive y obra; pero que no lo hagan estos inquiridores que
para explicar el ingenio de un héroe husmean si fué su padre gotoso,
catarroso o tuerto, me choca mucho, y sólo me lo explico suponiendo que
viven en la tan esparcida cuanto nefanda creencia de que Don Quijote
no es sino ente ficticio y fantástico, como si fuera hacedero a humana
fantasía el parir tan estupenda figura.

Aparécesenos el hidalgo cuando frisaba en los cincuenta años, en un
lugar de la mancha, pasándolo pobremente con una _olla de algo más vaca
que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados,
lantejas los viernes y algún palomino de añadidura los domingos_,
lo cual todo consumía las tres partes de su hacienda, acabando de
concluirla _sayo de velarte, calzas de velludo para las fiestas con
sus pantuflos de lo mismo y los días de entre semana... vellorí de lo
más fino_. En un parco comer se le iban las tres partes de sus rentas,
en un modesto vestir la otra cuarta. Era, pues, un hidalgo pobre, un
hidalgo de gotera acaso, pero de los de lanza en astillero.

Era hidalgo pobre, mas a pesar de ello, hijo de bienes, porque como
decía su contemporáneo el Dr. D. Juan Huarte en el capítulo XVI de
su EXAMEN DE INGENIOS PARA LAS CIENCIAS, «la ley de la Partida dice
que hijodalgo quiere decir hijo de bienes; y si se entiende de bienes
temporales, no tiene razón, porque hay infinitos hijodalgos pobres e
infinitos ricos que no son hidalgos; pero si se quiere decir hijo de
bienes que llamamos virtud, tiene la misma significación que dijimos».
Y Alonso Quijano era hijo de bondad.

En eso de la pobreza de nuestro hidalgo estriba lo más de su vida, como
de la pobreza de su pueblo brota el manantial de sus vicios y a la par
de sus virtudes. La tierra que alimentaba a Don Quijote es una tierra
pobre, tan desollada por seculares chaparrones, que por dondequiera
afloran a ras de ella sus entrañas berroqueñas. Basta ver cómo van por
los inviernos sus ríos, apretados a largos trechos entre tajos, hoces
y congostos y llevándose al mar en sus aguas fangosas el rico mantillo
que habría de dar a la tierra su verdura. Y esta pobreza del suelo
hizo a sus moradores andariegos, pues o tenían que ir a buscarse el
pan a luengas tierras, o bien tenían que ir guiando a las ovejas de
que vivían, de pasto en pasto. Nuestro hidalgo hubo de ver, año tras
otro, pasar a los pastores pastoreando sus merinas, sin hogar asentado,
a la de Dios nos valga, y acaso viéndolos así soñó alguna vez con ver
tierras nuevas y correr mundo.

Era pobre, _de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro,
gran madrugador y amigo de la caza_. De lo cual se saca que era de
temperamento colérico, en el que predominan calor y sequedad, y quien
lea el ya citado EXAMEN DE INGENIOS que compuso el Dr. D. Juan Huarte,
dedicándoselo a S. M. el Rey Don Felipe II, verá cuán bien cuadra a Don
Quijote lo que de los temperamentos calientes y secos dice el ingenioso
físico. De este mismo temperamento era también aquel caballero de
Cristo, Íñigo de Loyola, de quien tendremos mucho que decir aquí, y
de quien el P. Pedro de Rivadeneira[1] en la vida que de él compuso,
y en el capítulo V del libro V de ella nos dice que era muy cálido de
complexión y muy colérico, aunque venció luego la cólera, quedándose
«con el vigor y brío que ella suele dar, y que era menester para la
ejecución de las cosas que trataba». Y es natural que Loyola fuese
del mismo temperamento que Don Quijote, porque había de ser capitán
de una milicia, y su arte, arte militar. Y hasta en los más pequeños
pormenores se anunciaba lo que habría de ser, pues al describirnos la
estatura y disposición de su cuerpo en el capítulo XVIII del libro IV
nos dice el citado Padre, su historiador, que tenía la frente ancha
y desarrugada y una calva de muy venerable aspecto. Lo que consuena
con la cuarta señal que pone el Dr. Huarte para conocer al que tenga
ingenio militar y es tener la cabeza calva, y «está la razón muy clara»
dice, añadiendo: «Porque esta diferencia de imaginativa reside en la
parte delantera de la cabeza, como todas las demás; y el demasiado
calor quema el cuero de la cabeza y cierra los caminos por donde han de
pasar los cabellos; allende que la materia de que se engendra, dicen
los médicos que son los excrementos que hace el cerebro al tiempo de su
nutrición, y con el gran fuego que allí hay, todos se gastan y consumen
y así falta materia de que poderse engendrar». De donde yo deduzco,
aunque el puntualísimo historiador de Don Quijote no nos lo diga, que
éste era también de frente ancha, espaciosa y desarrugada, y además
calvo.

Era Don Quijote amigo de la caza, en cuyo ejercicio se aprende astucias
y engaños de guerra, y así es cómo tras las liebres y perdices corrió y
recorrió los aledaños de su lugar, y debió de recorrerlos solitario y
escotero bajo la tersura sin mancha del cielo manchego.

Era pobre y ocioso; ocioso estaba los más ratos del año. Y nada hay
en el mundo más ingenioso que la pobreza en la ociosidad. La pobreza
le hacía amar la vida, apartándole de todo hartazgo y nutriéndole
de esperanzas, y la ociosidad debió de hacerle pensar en la vida
inacabable, en la vida perpetuadora. ¡Cuántas veces no soñó en sus
mañaneras cacerías, con que su nombre se desparramara en redondo por
aquellas abiertas llanuras y rodara ciñendo a los hogares todos y
resonase en la anchura de la tierra y de los siglos! De sueños de
ambición apacentó su ociosidad a su pobreza, y despegado del regalo de
la vida, anheló inmortalidad no acabadera.

En aquellos cuarenta y tantos años de su oscura vida, pues frisaba ésta
en los cincuenta cuando entró en obra de inmortalidad nuestro hidalgo,
en aquellos cuarenta y tantos años ¿qué había hecho fuera de cazar y
administrar su hacienda? En las largas horas de su lenta vida ¿de qué
contemplaciones nutrió su alma? Porque era un contemplativo, ya que
sólo los contemplativos se aprestan a una obra como la suya.

Adviértase que no se dió al mundo y a su obra redentora hasta frisar
en los cincuenta, en bien sazonada madurez de vida. No floreció, pues,
su locura hasta que su cordura y su bondad hubieron sazonado bien.
No fué un muchacho que se lanza a tontas y a locas a una carrera mal
conocida, sino un hombre sesudo y cuerdo que enloquece de pura madurez
de espíritu.

La ociosidad y un amor desgraciado de que hablaré más adelante, le
llevaron a darse a leer libros de caballerías _con tanta afición y
gusto, que olvidó casi de todo punto el ejercicio de la caza y aun la
administración de su hacienda_ y hasta _vendió muchas fanegas de tierra
de sembradura para comprar libros de caballerías_, pues no sólo de pan
vive el hombre. Y apacentó su corazón con las hazañas y proezas de
aquellos esforzados caballeros que, desprendidos de la vida que pasa,
aspiraron a la gloria que queda. El deseo de la gloria fué su resorte
de acción.

_Y así del poco dormir y del mucho leer se le secó el celebro de manera
que vino a perder el juicio._ En cuanto a lo de secársele el cerebro,
el Dr. Huarte, de quien dije, nos dice en el capítulo I de su obra que
el entendimiento pide «que el celebro sea seco y compuesto de partes
sutiles y muy delicadas», y por lo que hace a la pérdida del juicio
nos habla de Demócrito Abderita, «el cual vino a tanta pujanza de
entendimiento, allá en la vejez, que se le perdió la imaginativa, por
la cual razón comenzó a hacer y decir dichos y sentencias tan fuera
de término, que toda la ciudad de Abdera le tuvo por loco», mas al
ir a verle y curarle Hipócrates se encontró con que era «el hombre
más sabio que había en el mundo», y los locos y desatinados los que
le hicieron ir a curarle. Y fué la ventura de Demócrito--agrega el
doctor Huarte--que todo cuanto razonó con Hipócrates «en aquel breve
tiempo fueron discursos de entendimiento, y no de la imaginativa,
donde tenía la lesión». Y así se ve también en la vida de Don Quijote
que en oyéndole discursos de entendimiento, teníanle todos por hombre
discretísimo y muy cuerdo, mas en llegando a los de imaginativa, donde
tenía la lesión, admirábanse todos de su locura, locura verdaderamente
admirable.

_Vino a perder el juicio._ Por nuestro bien lo perdió; para dejarnos
eterno ejemplo de generosidad espiritual. Con juicio ¿hubiera sido tan
heroico? Hizo en aras de su pueblo el más grande sacrificio: el de
su juicio. Llenósele la fantasía de hermosos desatinos, y creyó ser
verdad lo que es sólo hermosura. Y lo creyó con fe tan viva, con fe
engendradora de obras, que acordó poner en hecho lo que su desatino le
mostraba, y en puro creerlo hízolo verdad. _En efecto, rematado ya su
juicio, vino a dar en el más extraño pensamiento que jamás dió loco
en el mundo, y fué que le pareció convenible y necesario, así para el
aumento de su honra como para el servicio de su república, hacerse
caballero andante y irse por el mundo con sus armas y caballo a buscar
las aventuras y a ejercitarse en todo aquello que él había leído que
los caballeros andantes se ejercitaban, deshaciendo todo género de
agravio y poniéndose en ocasiones y peligros, donde acabándolos cobrase
eterno nombre y fama._ En esto de cobrar eterno nombre y fama estribaba
lo más de su negocio; en ello el aumento de su honra primero y el
servicio de su república después. Y su honra ¿qué era? ¿Qué era eso
de la honra de que andaba entonces tan llena nuestra España? ¿Qué es
sino un ensancharse en espacio y prolongarse en tiempo la personalidad?
¿Qué es sino darnos a la tradición para vivir en ella y así no morir
del todo? Podrá ello parecer egoísta, y más noble y puro buscar el
servicio de la república primero, si no únicamente, por lo de buscad
el reino de Dios y su justicia, buscarlo por amor al bien mismo, pero
ni los cuerpos pueden menos que caer a tierra, pues tal es su ley, ni
las almas menos que obrar por ley de gravitación espiritual, por ley de
amor propio y deseo de honra. Dicen los físicos que la ley de la caída
es ley de atracción mutua, atrayéndose una a otra la piedra que cae
sobre la tierra y la tierra sobre que aquélla cae, en razón inversa a
su respectiva masa, y así entre Dios y el hombre es también mutua la
atracción. Y si Él nos tira a Sí con infinito tirón, también nosotros
tiramos de Él. Su cielo padece fuerza. Y es Él para nosotros, ante todo
y sobre todo, el eterno productor de inmortalidad.

El pobre e ingenioso hidalgo no buscó provecho pasajero ni regalo de
cuerpo, sino eterno nombre y fama, poniendo así su nombre sobre sí
mismo. Sometióse a su propia idea, al Don Quijote eterno, a la memoria
que de él quedase. «Quien pierda su alma la ganará»--dijo Jesús--, es
decir, ganará su alma perdida y no otra cosa. Perdió Alonso Quijano el
juicio, para ganarlo en Don Quijote; un juicio glorificado.

_Imaginábase el pobre ya coronado por el valor de su brazo, por lo
menos del imperio de Trapisonda, y se dió priesa a poner en efecto
lo que deseaba._ No fué un contemplativo tan sólo, sino que pasó del
soñar a poner por obra lo soñado. _Y lo primero que hizo fué limpiar
unas armas que habían sido de sus bisagüelos_, pues salía a luchar a
un mundo para él desconocido, con armas heredadas que _luengos siglos
había que estaban puestas y olvidadas en un rincón_. Mas antes limpió
las armas

                 _que el orín de la paz gastado había_
                                 (Camões: OS LUSIADAS, IV, 22.)

y se arregló una celada de encaje con cartones, y todo lo demás que
sabéis de cómo lo probó, sin querer repetir la probatura, en lo que
mostró lo cuerda que su locura era. Y _fué luego a ver a su rocín_ y
engrandeciólo con los ojos de la fe y le puso nombre. Y luego se lo
puso a sí mismo, nombre nuevo, como convenía a su renovación interior,
y se llamó Don Quijote y con este nombre ha cobrado eternidad de fama.
E hizo bien en mudar de nombre, pues con el nuevo llegó a ser de veras
hidalgo, si nos atenemos a la doctrina del dicho Dr. Huarte, que en
la ya citada obra nos dice así: «El español que inventó este nombre,
hijodalgo, dió bien a entender... que tienen los hombres dos géneros de
nacimiento. El uno es natural, en el cual todos son iguales, y el otro
espiritual. Cuando el hombre hace algún hecho heroico o alguna extraña
virtud y hazaña, entonces nace de nuevo y cobra otros mejores padres,
y pierde el ser que antes tenía. Ayer se llamaba hijo de Pedro y nieto
de Sancho; ahora se llama hijo de sus obras. De donde tuvo origen el
refrán castellano que dice: cada uno es hijo de sus obras, y porque
las buenas y virtuosas llama la Divina Escritura algo, y los vicios y
pecados nada, compuso este nombre, hijodalgo, que quiere decir ahora
descendiente del que hizo alguna extraña virtud...» Y así Don Quijote,
descendiente de sí mismo, nació en espíritu al decidirse a salir en
busca de aventuras, y se puso nuevo nombre a cuenta de las hazañas que
pensaba llevar a cabo.

Y después de esto buscó dama de quien enamorarse. Y en la imagen de
Aldonza Lorenzo, _moza labradora de muy buen parecer, de quien él un
tiempo anduvo enamorado, aunque según se entiende ella jamás lo supo ni
se dió cata de ello_, encarnó la Gloria y la llamó Dulcinea del Toboso.


                                NOTAS:

[1] Le llamo P., es decir, Padre, por acomodarme al uso, o sea abuso,
común en casos tales, y aunque sé que Cristo Jesús dijo: «No os llaméis
Padre en la tierra; pues uno solo es vuestro padre: que está en los
cielos». (Mat., XXIII, 9.)




                              CAPÍTULO II

   Que trata de la primera salida que de su tierra hizo Don Quijote.


_Y así, sin dar parte a persona alguna de su intención, y sin que nadie
le viese, una mañana antes del día se armó de todas sus armas, subió
sobre su Rocinante... y por la puerta falsa de un corral salió al campo
con grandísimo contento y alborozo de ver con cuánta facilidad había
dado principio a su buen deseo._ Así, solo, sin ser visto, por puerta
falsa de corral, como quien va a hacer algo vedado, se echó al mundo.
¡Singular ejemplo de humildad! El caso es que por cualquier puerta se
sale al mundo, y cuando uno se apresta a una hazaña no debe pararse en
por qué puerta ha de salir.

Mas pronto cayó en la cuenta de que no era armado caballero, y él,
sumiso a la tradición siempre, _propuso de hacerse armar caballero del
primero que topase_. Porque no iba al mundo a derogar ley alguna, sino
a hacer que se cumplieran las de la caballerosidad y la justicia.

¿No os recuerda esta salida la de aquel otro caballero, de la Milicia
de Cristo, Íñigo de Loyola, que después de haber procurado en sus
mocedades «de aventajarse sobre todos sus iguales y de alcanzar
fama de hombre valeroso, y honra y gloria militar», y aun en los
comienzos de su conversión, cuando se disponía a ir a Italia, siendo
«muy atormentado de la tentación de la vanagloria», y habiendo sido,
antes de convertirse, «muy curioso y amigo de leer libros profanos
de caballerías», cuando después de herido en Pamplona leyó la vida
de Cristo, y las de los Santos, comenzó a «trocársele el corazón y
a querer imitar y obrar lo que leía»? Y así, una mañana, sin hacer
caso de los consejos de sus hermanos, «púsose en camino acompañado de
dos criados» y emprendió su vida de aventuras en Cristo, poniendo en
un principio «todo su cuidado y conato en hacer cosas grandes y muy
dificultosas... y esto no por otra razón sino porque los Santos que él
había tomado por su dechado y ejemplo, habían echado por este camino».
Así nos lo cuenta el P. Pedro de Rivadeneira en los capítulos I, III y
X del libro I de su VIDA DEL BIENAVENTURADO PADRE IGNACIO DE LOYOLA,
obra que apareció en romance castellano el año 1583, y era una de las
que figuraban en la librería de Don Quijote, que la leyó, y una de
las que en el escrutinio que de la tal librería hicieron el cura y el
barbero, fué indebidamente al fuego del corral, por no haber ellos
reparado en ella, que a haberla descubierto habríala el cura respetado
y puesto sobre su cabeza. Y de que no reparó en ella, es buena prueba
el que Cervantes no la cita.

Resuelto Don Quijote a hacerse armar caballero del primero que topase,
_se quietó y prosiguió su camino sin llevar otro que aquel que su
caballo quería, creyendo que en aquello consistía la fuerza de las
aventuras_. Y creyendo muy bien al creer así. Su heroico espíritu igual
habría de ejercerse en una que otra aventura; en la que Dios tuviese a
bien depararle. Como Cristo Jesús, de quien fué siempre Don Quijote un
fiel discípulo, estaba a lo que la aventura de los caminos le trajese.
El divino Maestro, yendo a despertar de su mortal sueño a la hija de
Jairo, se detuvo con la mujer de la hemorragia. Lo más urgente es lo de
ahora y lo de aquí; en el momento que pasa y en el reducido lugar que
ocupamos están nuestra eternidad y nuestra infinitud.

Se dejaba llevar de su caballo el caballero, al azar de los senderos de
la vida. ¿Qué menos daba esto si era siempre la misma y siempre fija su
alma heroica? Salía al mundo a enderezar los entuertos que al encuentro
le salieran, mas sin plan previo, sin programa alguno reformatorio. No
salía a él a aplicar ordenamientos de antemano trazados, sino a vivir
conforme a como los caballeros andantes habían vivido; su dechado eran
vidas creadas y narradas por el arte, no sistemas armados y explicados
por ciencia alguna. A lo que conviene añadir, además, que por aquel
entonces no había aún esta cosa que llamamos ahora sociología por
llamarla de algún modo.

Y conviene veamos también en esto de dejarse llevar del caballo uno
de los actos de más profunda humildad y obediencia a los designios de
Dios. No escojía, como soberbio, las aventuras, ni iba a hacer esto
o lo otro, sino lo que el azar de los caminos le deparase, y como el
instinto de las bestias depende de la voluntad divina más directamente
que nuestro libre albedrío, de su caballo se dejaba guiar. También
Íñigo de Loyola, en famosa aventura, de que hablaremos, se dejó guiar
de la inspiración de su cabalgadura.

Esto de la obediencia de Don Quijote a los designios de Dios es una de
las cosas que más debemos observar y admirar en su vida. Su obediencia
fué de la perfecta, de la que es ciega, pues jamás se le ocurrió
pararse a pensar si era o no acomodada a él la aventura que se le
presentase; se dejó llevar, como, según Loyola, debe dejarse llevar
el perfecto obediente, como un báculo en mano de un viejo, o «como un
pequeño crucifijo que se deja volver de una parte a otra sin dificultad
alguna».

_Yendo, pues, caminando nuestro flamante aventurero, iba hablando
consigo mesmo y diciendo: ¿quién duda sino que en los venideros
tiempos, cuando salga a luz la verdadera historia de mis famosos
hechos._.. y todo lo demás que, según nos cuenta Cervantes, iba
diciéndose Don Quijote. Cuya locura tira siempre a su centro, a buscar
eterno nombre y fama, a que se escriba su historia en los venideros
tiempos. Fué el fondo de pecado, es decir, la raíz hondamente humana,
de su generosa empresa; la de buscar nombre y fama en ella, la de
emprenderla por la gloria. Pero ese mismo fondo de pecado la hizo,
¡es natural!, entrañadamente humana. Toda vida heroica o santa corrió
siempre en pos de gloria, temporal o eterna, terrena o celestial. No
creáis a quienes os digan que buscan el bien por el bien mismo, sin
esperanza de recompensa; de ser ello verdad, serían sus almas como
cuerpos sin peso, puramente aparenciales. Para conservar y acrecentar
la especie humana se nos dió el instinto y sentimiento del amor
entre mujer y hombre, para enriquecerla con grandes obras se nos dió
la ambición de gloria. Lo sobrehumano de la perfección toca en lo
inhumano, y en ello se hunde.

Y entre los disparates que en este acto de su primer salida iba
nuestro caballero ensartando, fué de lo primero acordarse de la
princesa Dulcinea, de la Gloria, que le hizo el agravio de despedirle
y reprocharle con el riguroso afincamiento de mandarle no parecer ante
la su fermosura. La gloria es conquistadera, mas con harto trabajo,
y el buen hidalgo, impaciente como novicio, se desesperaba de haber
caminado todo aquel día _sin acontecerle cosa que de contar fuese_. No
te desespere eso, buen caballero: lo heroico es abrirse a la gracia de
los sucesos que nos sobrevengan, sin pretender forzarlos a venir.

Mas al caer de este primer día de su carrera de gloria _vió no lejos
del camino por donde iba, una venta_, llegando a ella _a tiempo que
anochecía_. Y las primeras personas con que topó en el mundo fueron
_dos mujeres mozas, destas que llaman del partido_; encuentro con dos
pobres rameras fué su primer encuentro en su ministerio heroico. Mas
a él le parecieron _dos hermosas doncellas o dos graciosas damas, que
delante de la puerta del castillo_--pues por tal tuvo a la venta--_se
estaban solazando_. ¡Oh poder redentor de la locura! A los ojos del
héroe las mozas del partido aparecieron como hermosas doncellas; su
castidad se proyecta a ellas y las castiga y depura. La limpieza de
Dulcinea las cubre y limpia a los ojos de Don Quijote.

Y en esto un porquero tocó un cuerno para recoger sus puercos, y lo
tomó Don Quijote por señal de algún enano, y se llegó a la venta y a
las trasfiguradas mozas. Llenas éstas de miedo--¿y qué sino miedo ha de
criar en ellas su desventurado oficio?--se iban a entrar en la venta,
cuando el Caballero, alzada la visera de papelón y descubierto el seco
y polvoroso rostro, les habló _con gentil talante y voz reposada_
llamándolas doncellas. ¡Doncellas! ¡Santa limosna de la palabra! Pero
ellas, al oirse llamar cosa _tan fuera de su profesión, no pudieron
tener la risa, y fué de manera que Don Quijote vino a correrse_.

He aquí la primera aventura del hidalgo, cuando responde la risa a su
cándida inocencia, cuando al verter sobre el mundo su corazón la pureza
de que estaba henchido, recibe de rechazo la risa, matadora de todo
generoso anhelo. Y ved que las desgraciadas se ríen precisamente del
mayor honor que pudiera hacérseles. Y él, corrido, les reprendió su
sandez, y arreciaron a reir ellas, y él a enojarse, y salió el ventero,
_hombre que por ser muy gordo era muy pacífico_, y le ofreció posada.
Y ante la humildad del ventero, humillose Don Quijote y se apeó. Y
las mozas, reconciliadas con él, pusiéronse a desarmarle. Dos mozas
del partido hechas por Don Quijote doncellas, ¡oh poder de su locura
redentora!, fueron las primeras en servirle con desinteresado cariño.

      _Nunca fuera caballero
      de damas tan bien servido._

Recordad a María de Magdala lavando y ungiendo los pies del Señor y
enjugándoselos con su cabellera acariciada tantas veces en el pecado; a
aquella gloriosa Magdalena de que tan devota era Teresa de Jesús, según
ella misma nos lo cuenta en el capítulo IX de su VIDA, y a la que se
encomendaba para que le alcanzase perdón.

El Caballero manifestó sus deseos de cumplir hazañas en servicio de
aquellas pobres mozas, que aún aguardan el Don Quijote que enderece
su entuerto. _Pero tiempo vendrá_--les dijo--_en que las vuestras
señorías me manden y yo obedezca. Y las mozas, que no estaban hechas
a oir semejantes retóricas_ y sí soeces groserías, _no respondían
palabra; sólo le preguntaron si quería comer alguna cosa_. Cesó la
risa; sintiéronse mujeres las adoncelladas mozas del partido, y
le preguntaron si quería comer. _Si quería comer_... Hay todo un
misterio de la más sencilla ternura en este rasgo que Cervantes nos ha
trasmitido. Las pobres mozas comprendieron al Caballero calando hasta
el fondo su niñez de espíritu, su inocencia heroica, y le preguntaron
si quería comer. Fueron dos pobres pecadoras de por fuerza las primeras
que se cuidaron de mantener la vida del heroico loco. Las adoncelladas
mozas, al ver a tan extraño Caballero, debieron de sentirse conmovidas
en lo más hondo de sus injuriadas entrañas, en sus entrañas de
maternidad, y al sentirse madres, viendo en Don Quijote al niño, como
las madres a sus hijos le preguntaron materialmente si quería comer.
Toda caridad de mujer, todo beneficio, toda limosna que rinde, lo
hace por sentirse madre. Con alma de madres preguntaron las mozas del
partido a Don Quijote si quería comer. Ved, pues, si las adoncelló con
su locura, pues que toda mujer, cuando se siente madre, se adoncella.

Si quería comer... _A lo que entiendo me haría mucho al
caso_--respondió Don Quijote--, _pues el trabajo y peso de las armas
no se puede llevar sin el gobierno de las tripas_. Y comió, y al oir,
mientras comía, el silbato de cañas de un castrador de puercos, acabóse
de confirmar _que estaba en algún famoso castillo y que le servían con
música, y que el abadejo eran truchas, el pan candial y las rameras
damas, y el ventero castellano del castillo, y con esto daba por bien
empleada su determinación y salida_. Con razón se dijo que nada hay
imposible para el creyente, ni nada como la fe sazona y ablanda el pan
más áspero y duro.

_Mas lo que más le fatigaba era el no verse armado caballero, por
parecerle que no se podría poner legítimamente en aventura alguna sin
recebir la orden de caballería._ Y decidió hacerlo.




                              CAPÍTULO III

       Donde se comenta la graciosa manera que tuvo Don Quijote
                         en armarse caballero.


Va Alonso Quijano a recibir su caballeresco bautismo como Don Quijote.
Y así, hincó ambos hinojos ante el ventero pidiéndole un don, que le
fué otorgado, cual fué el de que le armara caballero, y prometiendo
velar aquella noche las armas en la capilla del castillo. Y el ventero
_por tener que reir aquella noche, determinó de seguirle el humor_, por
donde se ve que era uno de éstos que toman al mundo en espectáculo,
cosa natural en quien estaba hecho a tanto trajín y trasiego de yentes
y vinientes. ¿Cómo no tomar en espectáculo el mundo quien vive en él de
una posada en donde nadie posa de veras? El tener que separarse de uno
apenas conocido y tratado nos lleva a buscar que reir.

Era el ventero un hombre que había corrido mundo sembrando fechorías
y cosechando prudencia. Y tan claveteada ésta, que al responder Don
Quijote a una pregunta suya _que no traía blanca porque él nunca
había leído en las historias de los caballeros andantes que ninguno
los hubiese traído_, le dijo se engañaba, que puesto caso _que en las
historias no se escribía, por haberles parecido a los autores dellas
que no era menester escrebir una cosa tan clara y tan necesaria de
traerse, como eran dineros y camisas limpias, no por eso se había de
creer que no los trujeron; y así tuviese por cierto y averiguado que
todos los caballeros andantes llevaban herradas las bolsas por lo que
pudiese sucederles_. A lo cual _prometió Don Quijote de hacer lo que se
le aconsejaba_, pues era un loco muy razonable y ante la intimación de
los dineros no hay locura que no se quiebre.

Pero ¿no vive el sacerdote del altar?, se dirá. Y ¿no es bien que de
sus hazañas viva el hazañoso? ¡Dineros y camisas limpias! ¡Impurezas
de la realidad! Impurezas de la realidad, sí, pero a las que tienen
que acomodarse los héroes. También Íñigo de Loyola se esforzaba por
vivir en verdadero caballero andante a lo divino, tornando, apenas
salía de enfermedades, a sus acostumbradas asperezas de vida, «pero
al fin la larga experiencia y un grave dolor de estómago que a menudo
le saltaba--nos cuenta su historiador, lib. I, cap. IX--y la aspereza
del tiempo, que era en medio del invierno, le ablandaron un poco para
que obedeciese a los consejos de sus devotos y amigos; los cuales le
hicieron tomar dos ropillas cortas, de un paño grosero y pardillo, para
abrigar su cuerpo y del mismo paño una media caperuza para cubrir la
cabeza».

Púsose luego Don Quijote a velar las armas en el patio de la venta,
a la luz de la luna y espiado por los curiosos. Y entró un arriero a
dar agua a su recua y quitó las armas que estaban sobre la pila, pues
cuando hay que dar de beber a nuestra hacienda arrancamos cuanto nos
estorbe llegar al manantial. Mas recibió su pago en un fuerte astazo de
lanza que le derribó aturdido. Y a otro, que iba a lo mismo, acaecióle
igual. Y a poco empezaron los demás arrieros a apedrear al Caballero, y
él a dar voces llamándoles _soez y baja canalla_ y los llamó _con tanto
brío y denuedo_, que logró atemorizarlos. Poned, pues, alma en vuestras
voces, llamad con denuedo y brío canalla a los arrieros que arrancan
de su reposadero las armas del ideal para poder abrevar sus recuas, y
conseguiréis atemorizarlos.

El ventero, temeroso de otros males, abrevió la ceremonia, llevó un
libro _donde asentaba la paja y cebada que daba a los arrieros y con un
cabo de vela que traía un muchacho y con las dos ya dichas doncellas_,
hizo ponerse de rodillas a Don Quijote y leyendo una devota oración
le dió un golpe y el espaldarazo. El libro en que asentaba la paja y
cebada sirvió de evangelio ritual, y cuando el Evangelio se convierte
en puro rito es lo mismo. Una de las mozas, la Tolosa, toledana, le
_ciñó_ la espada deseándole ventura en lides y él le rogó se pusiese
Don y se llamase Doña Tolosa, y la otra moza, la Molinera, antequerana,
le calzó la espuela _y le pasó casi el mismo coloquio_ con ella. Y
luego se salió sin que le pidieran la costa.

Ya le tenemos armado caballero por un bellaco, que harto de hurtar
la vida a salto de mata, la asegura desvalijando a mansalva a los
viandantes, y por dos rameras adoncelladas. Tales le entraron en el
mundo de la inmortalidad, en que habían de reprenderle canónigos y
graves eclesiásticos. Ellas, la Tolosa y la Molinera, le dieron de
comer; ellas le ciñeron espada y le calzaron espuelas mostrándose
con él serviciales y humildes. Humilladas de continuo en su fatal
profesión, penetradas de su propia miseria y sin siquiera el orgullo
hediondo de la degradación, fueron adoncelladas por Don Quijote y
elevadas por él a la dignidad de doñas. Fué el primer entuerto del
mundo enderezado por nuestro Caballero, y como todos los demás que
enderezó, torcido queda. ¡Pobres mujeres que sencillamente, sin
ostentación cínica, doblan la cerviz a la necesidad del vicio y a la
brutalidad del hombre, y para ganarse el pan, se resignan a la infamia!
¡Pobres guardadoras de la virtud ajena, hechas sumideros de lujuria,
que estancándose mancharía a las otras! Fueron las primeras en acoger
al loco sublime; ellas le ciñeron espada, ellas le calzaron espuela, y
de sus manos entró en el camino de la gloria.

Y aquella vela de armas ¿no os recuerda la del caballero andante de
Cristo, la de Íñigo de Loyola? También Íñigo, la víspera de la Navidad
de 1522, veló sus armas ante el altar de Nuestra Señora de Monserrate.
Oigámoslo al P. Rivadeneira (lib. I, cap. IV): «Como hubiese leído en
sus libros de caballerías que los caballeros noveles solían velar sus
armas, por imitar él, como caballero novel de Cristo, con espiritual
representación, aquel hecho caballeroso y velar sus nuevas y al parecer
pobres y flacas armas, mas en hecho de verdad muy ricas y fuertes, que
contra el enemigo de nuestra naturaleza se había vestido, toda aquella
noche, parte en pie y parte de rodillas, estuvo velando delante de
la imagen de Nuestra Señora, encomendándose de todo corazón a ella,
llorando amargamente sus pecados y proponiendo la enmienda de la vida
para en adelante».




                              CAPÍTULO IV

    De lo que sucedió a nuestro Caballero cuando salió de la venta.


Salió de la venta Don Quijote y, acordándose de los consejos del sesudo
ventero, determinó volverse a casa a proveerse de lo necesario y a
tomar escudero. No era un necio que fuese a tiro hecho, sino un loco
que admitía las lecciones de la realidad.

Y al volver a casa, _a acomodarse de todo_, oyó voces salientes de
la espesura de un bosque, y se entró por él y vió a un labrador que
azotaba a un muchacho _desnudo de medio cuerpo arriba_, reprendiéndole
a cada golpe. Y al ver un castigo se sublevó el espíritu de justicia
del caballero e increpó al labrador que se tomaba con quien no
podía defenderse, e invitóle a luchar con él, por ser de cobardes
lo que hacía. _Es un mi criado_--respondió con buenas palabras el
castigador--, contando después cómo le perdía ovejas de la manada, y
que al castigarle decía el criado lo hacía su amo por miserable, en lo
que mentía según el amo. _¿Miente delante de mí, ruin villano?--dijo
Don Quijote--; por el sol que nos alumbra que estoy por pasaros de
parte a parte con esta lanza; pagalde luego sin más réplica; si no,
por el Dios que nos rige, que os concluya y aniquile en este punto;
desatadlo luego._

¿Mentir? ¿Mentir delante de Don Quijote? Ante él sólo miente quien
reprocha de mentira a otro, siempre que el reprochador sea el más
fuerte. En el bajo y triste mundo no les queda de ordinario a los
débiles otra defensa que la mentira contra la fortaleza de los fuertes,
y así éstos, los leones, han declarado nobles sus armas, las recias
quijadas y las robustas garras, y viles el veneno de la víbora, las
patas veloces de la liebre, la astucia del zorro y la tinta del
calamar, y vilísima la mentira, arma de quien no tiene otra a que
acogerse. Pero ¿mentir ante Don Quijote, o mejor dicho, mentir a solas
con quien sabe la verdad? Quien miente es el fuerte, que teniendo
atado y azotando al débil, le echa en cara su mentira. ¿Miente? ¿Y
por qué él, Juan Haldudo el rico, al ser cogido en flagrante delito,
va a aumentarlo ejerciendo de acusador, de diablo? Todo amo que se
toma la justicia por su mano, tiene que hacer de diablo para poder
tomársela e inventar imputaciones. Siempre el fuerte busca razones con
que cohonestar sus violencias, cuando en rigor basta la violencia, que
es razón de sí misma, y sobran las razones. Es preferible un pisotón
a secas, cuando nos lo dan adrede, que no con un «usted dispense» de
añadidura.

Bajó el rico labrador la cabeza--¿y qué iba a hacer ante la verdad,
que armada de lanzón, le hablaba amenazadora?--, bajó la cabeza sin
responder, desató al criado y ofreció, so pena de muerte, pagarle
sesenta y tres reales cuando llegaran a casa, pues no tenía allí
dinero. Resistióse el mozo a ir, por miedo a nueva paliza, mas Don
Quijote replicó: _no hará tal, basta que yo se lo mande para que me
tenga respeto, y con que él me lo jure por la ley de caballería que ha
recebido, le dejaré ir libre y aseguraré la paga_. Protestó el criado,
diciendo no ser caballero su amo, sino Juan Haldudo el rico, vecino
del Quintanar, a lo que respondió Don Quijote que puede haber Haldudos
caballeros _y cada uno es hijo de sus obras_. Lo de haberle tomado
por caballero Don Quijote vino de que vió _tenía una lanza arrimada
a la encina adonde estaba arrendada la yegua_, y ¿quiénes sino los
caballeros usan lanza?, ni ¿cómo sino por ella va a conocérseles?

Notemos aquel _no hará tal, basta que yo se lo mande para que me tenga
respeto_, sentencia probadora de la honda fe del caballero en sí mismo,
fe en que se ensalzaba, pues no teniendo aún obras, creíase hijo de las
que pensaba acometer y por las que cobraría eterno nombre y fama. Poco
cristiano a primera vista lo de tener a un hijo de Dios por hijo de sus
obras, mas es que el cristianismo de Don Quijote estaba más adentro,
mucho más adentro, por debajo de gracia de fe y de mérito de obras, en
la raíz común a la naturaleza y a la gracia.

Prometido, pues, por Juan Haldudo el rico, el pagar a su criado un
real sobre otro y aun sahumados, sahumerio de que le hizo gracia Don
Quijote, encomendándole cumpliera como juró, pues de otro modo juraba
él volver a buscarlo y castigarle, pues tendría que hallarlo aunque se
escondiese más que una lagartija; prometido así por Juan Haldudo, se
apartó Don Quijote. Y cuando hubo traspuesto el bosque y ya no parecía,
volvióse el rico Haldudo a su criado, tornó a atarle a la encina y le
hizo pagar cara la justicia de Don Quijote. Y con esto el criado _se
partió llorando y su amo se quedó riendo; y de esta manera deshizo el
agravio el valeroso Don Quijote_--agrega Cervantes maliciosamente. Y
con él maliciarán cuantos hablan de lo contraproducente del ideal. Mas
ahora, ¿ahora quién ríe y quién llora ahora? El caballero se fué su
camino, lleno de fe, ponderando su hazaña y cómo quitó el látigo de la
mano _a aquel despiadado enemigo que tan sin ocasión vapulaba a aquel
delicado infante_. Al cual le fué sin duda de mayor premio la segunda
tanda de azotes con que le dejó por muerto su amo, que no la primera
y sin duda muy merecida en justicia humana. Más le valieron y más le
enseñaron aquellos segundos furiosos azotes, que le hubieran valido y
enseñado los sesenta y tres reales sahumados. Aparte de lo cual, tienen
las aventuras todas de nuestro Caballero su flor en el tiempo y en la
tierra, pero sus raíces en la eternidad, y en la eternidad y en los
profundos, el entuerto del criado de Juan Haldudo el rico, quedó muy
bien y para siempre enderezado.

Siguió Don Quijote el camino que a Rocinante le placía, pues todos
ellos llevan a la eternidad de la fama cuando el pecho alberga
esforzado empeño. También Íñigo de Loyola, cuando camino de Monserrate,
se separó del moro con quien había disputado, determinó dejar a la
cabalgadura en que iba la elección de camino y de porvenir. Y yendo así
Don Quijote, es cuando dió con aquel tropel de mercaderes toledanos que
iban a comprar seda a Murcia. Y vió nueva aventura y se plantó ante
ellos como Cervantes nos lo cuenta, y quiso hacerlos confesar, ¡a los
mercaderes!, que _no hay en el mundo todo doncella más hermosa que la
emperatriz de la Mancha, la sin par Dulcinea del Toboso_.

Los corazones mezquinos que sólo miden la grandeza de las acciones
humanas por el bajo provecho de la carne o el sosiego de la vida
externa, alaban el intento de Don Quijote al querer hacer pagar a
Haldudo el rico o al socorrer a menesterosos, pero no ven sino mera
locura en esto de querer que los mercaderes confesasen, sin haberla
nunca visto, la sin par hermosura de Dulcinea del Toboso. Y ésta es,
sin embargo, una de las más quijotescas aventuras de Don Quijote, es
decir, una de las que más levantan el corazón de los redimidos por
su locura. Aquí Don Quijote no se dispone a pelear por favorecer a
menesteroso, ni por enderezar entuerto, ni por reparar injusticia, sino
por la conquista del reino espiritual de la fe. Quería hacer confesar
a aquellos hombres, cuyos corazones amonedados sólo veían el reino
material de las riquezas, que hay un reino espiritual y redimirlos así,
a pesar de ellos mismos.

Los mercaderes no se rindieron a primeras, y duros de pelar,
acostumbrados a la sisa y al regateo, regatearon la confesión,
disculpándose con no conocer a Dulcinea. Y aquí Don Quijote monta en
quijotería y exclama: _Si os la mostrara ¿qué hiciérades vosotros en
confesar una verdad tan notoria? La importancia está en que sin verla
lo habéis de creer, confesar, afirmar, jurar y defender._ ¡Admirable
caballero de la fe! ¡Y cuán hondo su sentido de ésta! Era de su pueblo,
que fué también tizona en la diestra y en la siniestra el Cristo, a
hacer confesar a remotas gentes un credo que no conocían. Sólo que
alguna vez cambió de manos y erigió en alto la espada y golpeó con el
crucifijo. _Gente descomunal y soberbia_ llamó con razón Don Quijote
a los mercaderes toledanos, pues ¿cuál mayor soberbia que negarse a
confesar, afirmar, jurar y defender la hermosura de Dulcinea, sin
haberla visto? Mas ellos, retusos en la fe, insistieron, y como los
contumaces judíos, que pedían al Señor señales, pidieron al Caballero
les mostrase algún retrato de aquella señora, aunque fuera _tamaño como
un grano de trigo_, y añadiendo a la contumacia protervia, blasfemaron.

Blasfemaron, suponiendo a la sin par Dulcinea, lucero de nuestras
andanzas por los senderos de esta baja vida, consuelo en las
adversidades, manadero de acometedores bríos, doncella engendradora
de altas empresas, por quien es llevadera la vida y vividera la
muerte; supusieron a la sin par Dulcinea _tuerta de un ojo y que
del otro le mana bermellón y piedra azufre. No le mana, canalla
infame--respondió Don Quijote encendido en cólera--, no le mana eso
que decís, sino ámbar y algalia entre algodones, y no es tuerta ni
corcovada, sino más derecha que un huso de Guadarrama._ ¡No le mana!
¡no le mana!--repitamos nosotros todos--, ¡no le mana! ¡no le mana!,
infames mercaderes, ¡no le mana sino ámbar y algalia entre algodones!
Ámbar mana de los ojos de la Gloria que con ellos nos mira, infames
mercaderes.

Y para hacerles pagar y cara, tan gran blasfemia, arremetió Don Quijote
con la lanza baja contra el que lo había dicho _con tanta furia y
enojo, que si la buena suerte no hiciera que en la mitad del camino
tropezara y cayera Rocinante lo pasara mal el atrevido mercader_.

Ya está en el suelo Don Quijote, gustando con sus costillas la dureza
de la madre tierra; es su primer caída. Parémonos a considerarla.
_Cayó Rocinante, y fué rodando_ su amo una buena pieza por el campo, y
queriéndose _levantar, jamás pudo: tal embarazo le causaban la lanza,
adarga, espuelas y celada con el peso de las antiguas armas_. Ya diste
en tierra, mi señor Don Quijote, por fiar en tu propia fortaleza y
en la fortaleza de aquel rocín a cuyo instinto fiabas tu camino. Tu
presunción te ha perdido; el creerte hijo de tus obras. Ya diste en
tierra, mi pobre hidalgo, y en ella tus armas antes te sirven de
embarazo que de ayuda. Mas no te importe, pues tu triunfo fué siempre
el de osar y no el de cobrar suceso. La que llaman victoria los
mercaderes era indigna de ti; tu grandeza estribó en no reconocer nunca
tu vencimiento. Sabiduría del corazón y no ciencia de la cabeza es la
de saber ser derrotado y usar de la derrota. Hoy son los mercaderes
toledanos los que están en derrota y en gloria tú, noble Caballero.

Y desde el suelo, tendido en él y pugnando por levantarse, aún los
denostabas llamándolos _gente cobarde, gente cautiva_ y haciéndoles ver
que no por tu culpa, sino por la de tu caballo, estabas allí tendido.
Tal nos sucede a nosotros, tus creyentes; no por nuestra culpa, sino
por la culpa de los rocines que nos llevan por los senderos de la
vida, estamos tendidos y sin poder levantarnos, pues nos embaraza
para hacerlo el peso de la antigua armadura que nos cubre. ¿Quién nos
desnudará de ella?

Y llegó un mozo de mulas, _que no debía de ser muy bienintencionado_,
según Cervantes, _y oyendo decir al pobre caído tantas arrogancias no
lo pudo sufrir, sin darle la respuesta en las costillas_ y le molió a
palos _hasta envidar todo el resto de su cólera_ y sin hacer caso a
las voces de sus amos de que le dejase. Ahora, ahora que estás tendido
y sin poder levantarte, mi señor Don Quijote, ahora viene el mozo de
mulas, peor intencionado que los mercaderes a que sirve, y te da de
palos. Pero tú, sin par Caballero, molido y casi deshecho, tiéneste
por dichoso, pareciéndote ser ésa _propia desgracia de caballeros
andantes_, y con este tu parecer encumbras tu derrota, trasmudándola en
victoria. ¡Ah, si nosotros, tus fieles, nos tuviésemos por dichosos de
haber sido molidos a palos, desgracia propia de caballeros andantes!
Más vale ser león muerto que no perro vivo.

Esta aventura de los mercaderes trae a mi memoria aquella otra del
caballero Íñigo de Loyola, que nos cuenta el P. Rivadeneira en el
capítulo III del libro I de su VIDA, cuando yendo Ignacio camino de
Monserrate «topó acaso con un moro de los que en aquel tiempo quedaban
en España en los reinos de Valencia y Aragón» y «comenzaron a andar
juntos, y a trabar plática, y de una en otra vinieron a tratar de
la virginidad y pureza de la gloriosísima Virgen Nuestra Señora». Y
tal se puso la cosa, que Íñigo, al separarse del moro, quedó «muy
dudoso y perplejo en lo que había de hacer; porque no sabía si la fe
que profesaba y la piedad cristiana le obligaba a darse priesa tras
el moro, y alcanzarle y darle de puñaladas por el atrevimiento y
osadía que había tenido de hablar tan desvergonzadamente en desacato
de la bienaventurada siempre Virgen sin mancilla». Y al llegar a una
encrucijada, se lo dejó a la cabalgadura, según el camino que tomase,
o para buscar al moro y matarle a puñaladas o para no hacerle caso. Y
Dios quiso iluminar a la cabalgadura y «dejando el camino ancho y llano
por do había ido el moro, se fué por el que era más apropósito para
Ignacio». Y ved cómo se debe la Compañía de Jesús a la inspiración de
una caballería.




                              CAPÍTULO V

 Donde se prosigue la narración de la desgracia de nuestro Caballero.


Tendido Don Quijote en tierra se acogió a uno de los pasos de sus
libros, como a pasos de los nuestros nos acogemos en nuestra derrota, y
comenzó a revolcarse por tierra y a recitar coplas. En lo cual debemos
ver algo así como cierta deleitación en la derrota y un convertir
a ésta en sustancia caballeresca. ¿No nos está pasando lo mismo en
España? ¿No nos deleitamos en nuestra derrota y sentimos cierto gusto,
como el de los convalecientes, en la propia enfermedad?

Y acertó a pasar Pedro Alonso, un labrador vecino suyo, que le levantó
del suelo, le reconoció, le recogió y le llevó a su casa. Y no se
entendieron en el camino, en la plática que hubieron entre ambos,
plática de que sin duda tuvo noticia Cervantes por el mismo Pedro
Alonso, varón sencillo y de escasas comprendederas. Y en esta plática
es cuando Don Quijote pronunció aquella sentencia tan preñada de
sustancia que dice: _¡Yo sé quién soy!_

Sí, él sabe quién es y no lo saben ni pueden saberlo los piadosos
Pedros Alonsos. _¡Yo sé quién soy!_--dice el héroe--, porque su
heroísmo le hace conocerse a sí propio. Puede el héroe decir: «yo sé
quién soy», y en esto estriba su fuerza y su desgracia a la vez. Su
fuerza, porque como sabe quién es, no tiene porqué temer a nadie sino
a Dios que le hizo ser quien es, y su desgracia, porque sólo él sabe,
aquí en la tierra, quién es él, y como los demás no lo saben, cuanto él
haga o diga se les aparecerá como hecho o dicho por quien no se conoce,
por un loco.

Cosa tan grande como terrible la de tener una misión de que sólo es
sabedor el que la tiene y no puede a los demás hacerles creer en ella;
la de haber oído en las reconditeces del alma la voz silenciosa de Dios
que dice: «tienes que hacer esto», mientras no les dice a los demás:
«este mi hijo que aquí veis tiene esto que hacer». Cosa terrible haber
oído: «haz eso; haz eso que tus hermanos, juzgando por la ley general
con que os rijo, estimarán desvarío o quebrantamiento de la ley misma;
hazlo, porque la ley suprema soy Yo que te lo ordeno». Y como el héroe
es el único que lo oye y lo sabe y como la obediencia a ese mandato y
la fe en él es lo que le hace, siendo por ello héroe, ser quien es,
puede muy bien decir: «yo sé quién soy, y mi Dios y yo sólo lo sabemos
y no lo saben los demás». Entre mi Dios y yo--puede añadir--no hay ley
alguna medianera; nos entendemos directa y personalmente, y por eso
sé quién soy. ¿No recordáis al héroe de la fe, a Abraham, en el monte
Moria?

Grande y terrible cosa el que sea el héroe el único que vea su
heroicidad por dentro, en sus entrañas mismas, y que los demás no la
vean sino por fuera, en sus extrañas. Es lo que hace que el héroe
viva solo en medio de los hombres y que esta su soledad le sirva de
una compañía confortadora; y si me dijerais que alegando semejante
revelación íntima podría cualquiera, con achaque de sentirse héroe
suscitado por Dios, levantarse a su capricho, os diré que no basta
decirlo y alegarlo, sino es menester creerlo. No basta exclamar «¡yo
sé quién soy!», sino es menester saberlo, y pronto se ve el engaño del
que lo dice y no lo sabe y acaso ni lo cree. Y si lo dice y lo cree,
soportará resignado la adversidad de los prójimos que le juzgan con la
ley general, y no con Dios.

_¡Yo sé quién soy!_ Al oir esta arrogante afirmación del Caballero,
no faltará quien exclame: «¡Vaya con la presunción del hidalgo!...
Llevamos siglos diciendo y repitiendo que el ahinco mayor del
hombre debe ser el de buscar conocerse a sí mismo, y que del propio
conocimiento arranca toda salud, y se nos viene el muy presuntuoso con
un redondo: _¡yo sé quién soy!_ Esto sólo basta para medir lo hondo de
su locura».

Pues bien, te equivocas tú el que dices eso; Don Quijote discurría con
la voluntad, y al decir «¡yo sé quién soy!» no dijo sino «yo sé quién
quiero ser!». Y es el quicio de la vida humana toda: saber el hombre
lo que quiere ser. Te debe importar poco lo que eres; lo cardinal para
ti es lo que quieras ser. El ser que eres no es más que un ser caduco
y perecedero, que come de la tierra y al que la tierra se lo comerá un
día; el que quieres ser es tu idea en Dios, Conciencia del Universo, es
la divina idea de que eres manifestación en el tiempo y el espacio. Y
tu impulso querencioso hacia ese que quieres ser, no es sino la morriña
que te arrastra a tu hogar divino. Sólo es hombre hecho y derecho el
hombre, cuando quiere ser más que hombre. Y si tú, que así reprochas
su arrogancia a Don Quijote, no quieres ser sino lo que eres, estás
perdido, irremisiblemente perdido. Estás perdido si no despiertas en
tus entrañas a Adán y su feliz culpa, la culpa que nos ha merecido
redención. Porque Adán quiso ser como un dios, sabedor del bien y del
mal, y para llegar a serlo comió del prohibido fruto del árbol de la
ciencia, y se le abrieron los ojos y se vió sujeto al trabajo y al
progreso. Y desde entonces empezó a ser más que hombre, tomando fuerzas
de su flaqueza y haciendo de su degradación su gloria y del pecado
cimiento de su redención. Y hasta los ángeles le envidiaron, pues nos
dice el P. Gaspar de la Figuera, jesuita, en su SUMA ESPIRITUAL, y
cuando él nos lo asegura lo sabrá de buena tinta, que Lucifer y sus
compañeros se agradaron a sí mismos, pareciéndose bien, y que «cuando
llegó el mandato de Dios que adorasen a Cristo todos sus ángeles,
revelándoles que había Dios de hacerse hombre y ser niño y morir,
tuviéronle a gran mengua de su naturaleza espiritual, y se afrentaron
de ello; de manera que quisieron más privarse de la gracia de Dios
y de la gloria que les podía dar, que venir a tal desprecio». Y así
se comprende que el ángel caído no tenga redención--si es que no la
tiene--y la tenga el hombre caído; porque aquél cayó por agradarse a
sí mismo y de sí mismo contentarse, cayó por soberbia, y el hombre por
querer ser más que es, por ambición. Cayó el ángel por soberbio y caído
queda; cayó el hombre por ambicioso y se levanta a más alto asiento que
de donde cayera.

Sólo el héroe puede decir «¡yo sé quién soy!», porque para él ser es
querer ser; el héroe sabe quién es, quién quiere ser, y sólo él y Dios
lo saben, y los demás hombres apenas saben ni quién son ellos mismos,
porque no quieren de veras ser nada, ni menos saben quién es el héroe;
no lo saben los piadosos Pedros Alonsos que le levantan del suelo.
Conténtense con levantarle del suelo y recogerle a su hogar, sin ver en
Don Quijote mas que a su vecino Alonso Quijano, y aguardar a que sea de
noche para que al entrarlo al pueblo no vean _al molido hidalgo tan mal
caballero_.

Entre tanto, estaban el cura y el barbero del lugar con el ama y la
sobrina de Don Quijote, comentando su ausencia y ensartando muchos más
disparates que ensartara el Caballero. Llegó éste, y sin hacerles gran
caso, comió y acostóse.




                              CAPÍTULO VI


Aquí inserta Cervantes aquel capítulo VI en que nos cuenta _el donoso y
 grande escrutinio que el cura y el barbero hicieron en la librería de
nuestro ingenioso hidalgo_, todo lo cual es crítica literaria que debe
importarnos muy poco. Trata de libros y no de vida. Pasémoslo por alto.




                              CAPÍTULO VII

De la segunda salida de nuestro buen Caballero Don Quijote de la Mancha.


Sus anhelos interrumpiéronle el sueño a Don Quijote, pues hasta en
sueños quijoteaba, pero volvió a dormirse. Y volvió a dormirse para
encontrarse al despertar con que Frestón, el encantador, se le había
llevado los libros, creyendo el incauto que con ellos le llevaba el
generoso aliento. Y en apoyo de Frestón acudió la sobrina, rogando
a su tío se dejase de pendencias y de ir por el mundo _a buscar pan
de trastrigo_, sin percatarse de que es el pan de trastrigo el que
hace al hombre tras-hombre, o como dicen hoy, sobre-hombre. También
para disuadir a Íñigo de Loyola de que saliese a buscar aventuras en
Cristo, acudió su hermano mayor Martín García de Loyola, para que no
se arrojase a cosa «que no sólo nos quite lo que de vos esperamos--le
dijo, según el P. Rivadeneira, libro I, cap. III--, sino también
mancille nuestro linaje con perpetua infamia y deshonra». Pero Íñigo le
respondió con pocas palabras, que él miraría por sí y se acordaría que
había nacido de buenos, y salió de caballero andante.

Quince días se estuvo sosegado en casa nuestro Caballero y en este
tiempo solicitó _a un labrador vecino suyo, hombre de bien pero de muy
poca sal en la mollera_, gratuita afirmación de Cervantes, desmentida
luego por el relato de sus donaires y agudezas. En rigor no cabe
hombría de bien, verdadera hombría de bien no habiendo sal en la
mollera, visto que en realidad ningún majadero es bueno. Solicitó Don
Quijote a Sancho y le persuadió a que fuese su escudero.

Ya tenemos en campaña a Sancho el bueno, que dejando mujer e hijos,
como pedía el Cristo a los que quisieran seguirle, _se asentó por
escudero de su vecino_. Ya está completado Don Quijote. Necesitaba a
Sancho. Necesitábalo para hablar, esto es, para pensar en voz alta sin
rebozo, para oirse a sí mismo y para oir el rechazo vivo de su voz en
el mundo. Sancho fué su coro, la humanidad toda para él. Y en cabeza de
Sancho ama a la humanidad toda.

«Ama a tu prójimo como a ti mismo»--se nos dijo--, y no «ama a la
Humanidad», porque ésta es un abstracto que cada cual concreta en sí
mismo, y predicar amor a la Humanidad vale, por consiguiente, tanto
como predicar el amor propio. Del cual estaba, por pecado original,
lleno Don Quijote, no siendo su carrera toda sino una depuración de
él. Aprendió a amar a todos sus prójimos amándolos en Sancho, pues es
en cabeza de un prójimo y no en la comunidad, donde se sana a todos
los demás; amor que no cuaja sobre individuo, no es amor de verdad. Y
quien de veras ama a otro ¿cómo podrá odiar a nadie? Y quien a alguien
odie ¿no le emponzoñará este odio los amores que tuviese? O más bien
le emponzoñará el amor, no los amores, porque es uno y solo, aunque se
vierta sobre muchos términos.

De la parte de Sancho empecemos a admirar su fe, la fe que por el
camino de creer sin haber visto le lleva a la inmortalidad de la fama,
antes ni aun soñada por él siquiera, y al esplendor de su vida. Por
toda la eternidad puede decir: «Soy Sancho Panza, el escudero de Don
Quijote». Y ésta es y será su gloria por los siglos de los siglos.

Se dirá que a Sancho le sacó de su casa la codicia, así como la
ambición de gloria a Don Quijote, y que así tenemos en amo y escudero,
por separado, los dos resortes que juntos en uno han sacado de sus
casas a los españoles. Pero aquí lo maravilloso es que en Don Quijote
no hubo ni sombra de codicia que le moviese a salir, y que la de Sancho
no dejaba de tener, aun sin él saberlo, su fondo de ambición, ambición
que creciendo en el escudero a costa de la codicia, hizo que la sed de
oro se le trasformase al cabo en sed de fama. Tal es el poder milagroso
del ansia pura de renombre y fama.

¿Y quién se esquiva de la codicia y quién de la ambición? Temíalas
Íñigo de Loyola, y tanto las temía, que cuando D. Fernando de Austria,
rey de Hungría, nombró al P. Claudio Jayo obispo de Trieste y lo aprobó
el Papa, acudió a éste Íñigo para estorbarlo, pues no quería que sus
hijos espirituales «deslumbrados y ciegos con el engañoso y aparente
esplendor de las mitras y dignidades, viniesen a la Compañía, no por
huir de la vanidad del mundo, sino por buscar en ella al mismo mundo»
(Rivadeneira, lib. III, cap. XV). ¿Y lo consiguió? Ese huir de las
dignidades y prelacías de la Iglesia ¿no puede envolver más refinada
soberbia que el aceptarlas y aun que el buscarlas acaso? Porque «¿qué
mayor engaño que buscar por medio de la humildad ser honrado y estimado
de los hombres? y ¿qué mayor soberbia que pretender ser tenido por
humilde?»--dice un hijo espiritual de Loyola, el P. Alonso Rodríguez,
en el cap. XIII del tratado tercero de su libro EJERCICIO DE PERFECCIÓN
Y VIRTUDES CRISTIANAS. Y la soberbia ¿no se pasaría de los individuos
a la Compañía misma, haciéndose colectiva? ¿Qué sino soberbia refinada
es pretender, como pretenden los hijos de Loyola, que se salva todo el
que muere dentro de la Compañía, y de los que no entraron en ella no se
salvan todos?

La soberbia, la refinada soberbia, es la de abstenerse de obrar por
no exponerse a la crítica. El acto más grande de humildad es el de un
Dios que crea un mundo que no añade un adarme a su gloria, y luego un
linaje humano para que se lo critique, y si deja cabos que presten
apoyo, siquiera aparente, a esa crítica, tanta mayor humildad. Y pues
Don Quijote se lanzó a obrar y se expuso a que los hombres se burlasen
de su obra, fué uno de los más puros dechados de verdadera humildad,
aunque otra cosa nos finjan las engañosas apariencias. Y con esa
humildad arrastró tras de sí a Sancho convirtiéndole la codicia en
ambición y la sed de oro en sed de gloria, único medio eficaz de curar
la codicia y sed de oro.

Reunió luego Don Quijote dineros _vendiendo una cosa y empeñando otra y
malbaratándolas todas_, en obediencia al consejo del ventero gordo. Era
nuestro Caballero un loco razonable y no ente de ficción, como creen
los mundanos, sino de los hombres que han comido y bebido y dormido y
muerto.

Proveyóse Sancho de asno y alforjas, de camisas y otras prendas Don
Quijote, y sin _despedirse Panza de sus hijos y mujer, ni Don Quijote
de su ama y sobrina_, rompiendo así varonilmente las amarras de la
carne pecadora, _una noche se salieron del lugar sin que persona los
viese_. Segunda vez que sale el Caballero al mundo sin que se le
vea y al amparo de la oscuridad. Mas ahora no va solo; lleva a la
Humanidad consigo. Y salieron platicando; recordando Panza a su amo
lo de la ínsula. En lo cual quieren ver los maliciosos una vez más su
codiciosidad y que por ella servía a su amo, sin caer en la cuenta de
que prueba más quijotismo seguir a un loco un cuerdo, que seguir el
loco sus propias locuras. La fe se pega, y es tan robusta y ardorosa
la de Don Quijote, que rebasa a los que le quieren, y quedan llenos
de ella sin que a él se le amengüe, sino más bien le crezca. Pues tal
es la condición de la fe viva: crece vertiéndose y repartiéndose se
aumenta. ¡Como que es, si verdadera y viva, amor!

¡Maravillas de la fe! No bien ha salido con su amo, y ya el buen Sancho
sueña con ser rey y reina Juana Gutiérrez, su oíslo, y sus hijos
infantes. ¡Todo para la casa! Mas por causa de su mujer--siempre la
mujer es causa de tropiezo--duda de ello; no hay reino que a ella le
siente bien. _Encomiéndalo tú a Dios, que Él le dará lo que más le
convenga_--le respondió el piadoso Don Quijote. Y tocado de piedad,
dijo Sancho que su amo sabría darle todo aquello que le estuviera bien
y él pudiese llevar. ¡Oh Sancho bueno, Sancho sencillo, Sancho piadoso!
No pides ya ínsula, ni reino, ni condado, sino lo que el amor de tu amo
sepa darte. Éste es el más sano pedir. Lo aprendiste en lo de «hágase
tu voluntad así en la tierra como en el cielo». Pidamos todos tomar a
bien lo que por mal nos dieren, y habremos pedido cuanto hay que pedir.




                              CAPÍTULO VIII

  Del buen suceso que el valeroso Don Quijote tuvo en la espantable y
jamás imaginada aventura de los molinos de viento, con otros sucesos de
                          feliz recordación.


En tales pláticas iban cuando _descubrieron treinta o cuarenta molinos
que hay en aquel campo_. Y Don Quijote los tomó por desaforados
gigantes, y sin hacer caso de Sancho, encomendóse de todo corazón a su
señora Dulcinea, y arremetió a ellos, dando otra vez con su cuerpo en
tierra.

Tenía razón el Caballero: el miedo y sólo el miedo le hacía a Sancho y
nos hace a los demás, simples mortales, ver molinos de viento en los
desaforados gigantes que siembran mal por la tierra. Aquellos molinos
molían pan, y de ese pan comían hombres endurecidos en la ceguera. Hoy
no se nos aparecen ya como molinos, sino como locomotoras, dínamos,
turbinas, buques de vapor, automóviles, telégrafos con hilos o sin
ellos, ametralladoras y herramientas de ovariotomía, pero conspiran
al mismo daño. El miedo y sólo el miedo sanchopancesco nos inspira el
culto y veneración al vapor y a la electricidad; el miedo y sólo el
miedo sanchopancesco nos hace caer de hinojos ante los desaforados
gigantes de la mecánica y la química, implorando de ellos misericordia.
Y al fin rendirá el género humano su espíritu agotado de cansancio y
de hastío al pie de una colosal fábrica de elixir de larga vida. Y el
molido Don Quijote vivirá, porque buscó la salud dentro de sí y se
atrevió a arremeter a los molinos.

Llegóse Sancho a su amo y le recordó sus advertencias, que _no eran
sino molinos de viento y no lo podía ignorar sino quien llevase otros
tales en la cabeza_. Claro está, amigo Sancho, claro está; sólo quien
lleve en la cabeza molinos, de los que muelen y hacen con el bruto
trigo que por los sentidos nos entra, harina de pan espiritual, sólo
quien lleve molinos molederos puede arremeter a los otros, a los
aparenciales, a los desaforados gigantes disfrazados de ellos. Es
en la cabeza, amigo Sancho, es en la cabeza donde hay que llevar la
mecánica, y la dinámica y la química y el vapor y la electricidad, y
luego... arremeter a los artefactos y armatostes en que los encierran.
Sólo el que lleva en su cabeza la esencia eterna de la química, quien
sepa sentir en la ley de sus afectos la ley universal de los afectos
de las partículas materiales, quien sienta que el ritmo del universo
es el ritmo de su corazón, sólo ése no tiene miedo al arte de formar o
transformar drogas o al de armar aparatos de maquinaria.

Lo peor fué que en esta acometida se le rompió la lanza a Don Quijote.
Es lo que pueden esos gigantes, rompernos las armas pero no el corazón.
Mas sobran encinas y robles con que reponerlas.

Y siguieron su camino, sin quejarse Don Quijote, pues no les es dado
hacerlo a los caballeros andantes, y sin haber querido comer cuando
Sancho se acomodó a ello. Y de camino comía Sancho y caminaba, y
menudeaba tragos que le hacían olvidar las promesas de su amo y tener
por mucho descanso el andar a busca de aventuras. Nefasto poder de las
tripas, que oscurece la memoria y enturbia la fe, atándonos al momento
pasajero. Mientras se come y se bebe, se es de la comida y de la
bebida. Y llegó la noche y se la pasó Don Quijote pensando en su señora
Dulcinea, y Sancho durmiendo el bendito, sin soñar. Y fué entonces
cuando recomendó Don Quijote a Sancho que no pusiese mano a la espada
para defenderle, no siendo de canalla y gente baja. Al hombre esforzado
antes le estorban que le ayudan las defensas de sus secuaces.

Y fué también, estando en esta plática, cuando les ocurrió la aventura
del vizcaíno, cuando salió Don Quijote a libertar a la princesa que se
llevaban encantada dos frailes de San Benito. Los cuales intentaron
amansar al Caballero, pero le hizo saber a aquella fementida canalla
que los conocía y no había con él palabras blandas. Y dicho esto, los
puso en huida. Y al ver al uno de ellos en el suelo, arremetió Sancho a
desnudarlo, atento sin duda a lo de que el hábito no hace al monje.

¡Ah, Sancho, Sancho, y cuán de tierra eres! ¡Desnudar frailes! ¿Y qué
ganas con eso? Así te fué, que los mozos te molieron a coces por ello.

Obsérvese cómo Sancho apenas se encuentra en una aventura cuando acude
al punto al botín, mostrando en ello cuán de su casta era. Y pocas
cosas elevan más a Don Quijote que su desprecio de las riquezas del
mundo. Tenía el Caballero lo mejor de su casta y de su pueblo. No salió
a campaña como el Cid «al sabor de la ganancia» y para «perder cueta y
venir a rictad» (POEMA DEL CID, V. 1689), ni habría dicho nunca lo que
dicen que dijo Francisco Pizarro en la isla del Gallo cuando haciendo
con la espada una raya en el suelo, de naciente a poniente, y señalando
al mediodía como su derrotero, exclamó: «Por aquí se va al Perú a ser
ricos; por acá se va a Panamá a ser pobres; escoja el que sea buen
castellano lo que mejor le estuviere». De otro temple era Don Quijote;
nunca buscó oro. Y al mismo Sancho que empezó buscándolo, le veremos
ir cobrando poco a poco afición y amor a la gloria, y fe en ella,
fe a que le llevaba Don Quijote, y hay que convenir en que nuestros
mismos conquistadores de América unieron siempre a su sed de oro sed
de gloria, sin que se logre en cada caso separar la una de la otra. De
gloria y de riqueza a la vez dicen que habló a sus compañeros Vasco
Núñez de Balboa en aquel glorioso 25 de setiembre de 1513 en que de
rodillas y anegados por el gozo en lágrimas sus ojos, descubrió desde
la cima de los Andes, en el Darien, el mar nuevo.

Lo triste es que la gloria fué de ordinario una alcahueta de la
codicia. Y la codicia, la innoble codicia, nos perdió. Nuestro pueblo
puede decir lo que dice en el grandioso poema PATRIA, da Guerra
Junqueiro, el pueblo portugués:

      Novos mundos eu vi, novos espaços,
      Não para mais saber, mais adorar:
      A cubiça feroz guiou meus passos,
      O orgulho vingador moveu meus braços
      E iluminou a raiva o meu olhar!
      Não te lavava, não, sangue homicida,
      Nem em mil milhões d'annos a chorar!...
      Cruz do Golgota en ferro traduzida,
      Minha espada de heroe, o cruz de morte,
      Cruz a que Deos baixou por nos dar vida;
      Vidas ceifando, deshumana e forte,
      Ergueste imperios, subjugando a Oriente,
      Mas Deos soprou... eil-os em nada...

Luego de la aventura de Sancho, acudió el generoso Caballero a la
princesa, a darle la buena nueva de su liberación, pues los frailes
que la llevaban seducida habían huido, sin advertir, ¡oh ceguera de
la nobleza!, que acaso llevaba ella la frailería dentro. Y le pidió
en pago del beneficio de haberla libertado, que se volviese al Toboso
a presentarse a Dulcinea. No contaba con el vizcaíno, que le habló
en _mala lengua castellana y peor vizcaína_, lo cual es muy cierto,
pues cabe dudar que D. Sancho de Azpeitia hablase puntualmente como
Cervantes le hace hablar. Con frecuencia se cita las palabras de D.
Sancho de Azpeitia no más que para hacer chacota, aunque respetuosa y
cariñosa a las veces, del modo de hablar de nosotros los vizcaínos.
Cierto es que hemos tardado en aprender la lengua de Don Quijote y
tardaremos aún en llegar a manejarla a nuestra guisa, mas ahora que
empezamos a dar en ella nuestro espíritu, que fué hasta ahora casi
mudo, habéis de oir... Pudo decir Tirso de Molina aquello de

      Vizcaíno es el hierro que os encargo,
      Corto en palabras, pero en obras largo;

mas habrá que oirnos cuando alarguemos nuestras palabras a la medida de
nuestras largas obras.

Don Quijote, tan pronto en llamar caballero a quien se le pusiera
delante, nególe al vizcaíno tal cualidad, olvidando que a la gente
vasca--entre los que me cuento--, según Tirso de Molina,

        Un nieto de Noé la dió nobleza,
      que su hidalguía no es de ejecutoria
      ni mezcla con su sangre, lengua o traje
      mosaica infamia que la suya ultraje.

¿No conocía Don Quijote las palabras de don Diego López de Haro, tal
cual le hace hablar Tirso de Molina en la escena primera del acto
segundo de LA PRUENCIA EN LA MUJER, cuando empieza diciendo:

        Cuatro bárbaros tengo por vasallos
      a quien Roma jamás conquistar pudo,
      que sin armas, sin muros, sin caballos
      libres conservan su valor desnudo?

¿Ni sabía aquello que había ya dicho Camoens en la estrofa oncena del
cuarto canto de sus LUSIADAS de

        A gente biscainha que carece
      de polidas razões, e que as injurias
      muito mal dos estranhos compadece?

Por lo menos ya que LA ARAUCANA de don Alonso de Ercilla y Zúñiga,
caballero vizcaíno, era uno de los libros que se hallaban en su
librería, y de los respetados en el escrutinio, tuvo que haber leído
aquello de su canto XXVII, en que habla de

                            la aspereza
      de la antigua Vizcaya, de do es cierto
      que procede y se extiende la nobleza
      por todo lo que vemos descubierto.

_¿Yo no caballero?_--replicó justamente ofendido el vizcaíno, y
encontráronse frente a frente dos Quijotes. Por esto es tan prolijo
Cervantes al narrarnos este suceso.

Requerido por el vizcaíno, arrojó el manchego la lanza, sacó la espada,
embrazó la rodela y arremetióle.




                              CAPÍTULO IX

   Donde se concluye y da fin a la estupenda batalla que el gallardo
               vizcaíno y el valiente manchego tuvieron.


Y se trabó el singular combate o _estupenda batalla que el gallardo
vizcaíno y el valiente manchego tuvieron_, como la llama Cervantes en
el título del capítulo IX, concediéndole toda la importancia que se
merece.

Ahora va de igual a igual, de loco a loco, y parecen amenazar al cielo,
a la tierra y al abismo. ¡Oh espectáculo de largos en largos siglos
sólo visto, el de la lucha de dos Quijotes, el manchego y el vizcaíno,
el del pardo páramo y el de las verdes montañas. Hay que releerlo como
nos lo relata Cervantes.

_¿Yo no caballero?_ ¿Yo no caballero? ¿Oir esto un vizcaíno y oirlo de
boca de Don Quijote? No, no puede sufrirse eso.

Deja, Don Quijote, que hable de mi sangre, de mi casta, de mi raza,
pues a ella debo cuanto soy y valgo y a ella también debo el poder
sentir tu vida y tu obra.

¡Oh tierra de mi cuna, de mis padres, de mis abuelos y trasabuelos
todos, tierra de mi infancia y de mis mocedades, tierra en que tomé a
la compañera de mi vida, tierra de mis amores, tú eres el corazón de
mi alma! Tu mar y tus montañas, Vizcaya mía, me hicieron lo que soy;
de la tierra de que se amasan tus robles, tus hayas, tus nogales y tus
castaños, de esa tierra ha sido mi corazón amasado, Vizcaya mía.

Discutía un Montmorency con un vasco e irritado aquél hubo de decirle
a mi paisano que ellos, los Montmorencys, databan no sé si del siglo
VIII, X o XII, y mi vasco le respondió: ¿Sí? ¡Pues nosotros los vascos
no datamos! Y no, no datamos los vascos. Los vascos sabemos quiénes
somos, quiénes queremos ser.

Ya ves, Don Quijote, que es un vasco el que ha ido a buscarte en tu
Mancha y te arremete porque le regateaste lo de ser caballero. Y ¿cómo,
contemplando a un vasco, y de Azpeitia, no recordar una vez más a aquel
otro caballero andante vasco, y de Azpeitia también, Íñigo Yáñez de
Oñaz y Sáez de Balda, del solar de Loyola, fundador de la Milicia de
Cristo? ¿No culmina en él nuestra casta toda? ¿No es nuestro héroe? ¿No
lo hemos de reclamar los vascos por nuestro? Sí, nuestro, muy nuestro,
muy más nuestro que de los jesuitas. Del Íñigo de Loyola han hecho
ellos un Ignacio de Roma, del héroe vasco un santón jesuítico. ¡Lástima
de mula que montaba el héroe!

La de Don Sancho de Azpeitia, con sus corcovos, dió en tierra con el
vizcaíno, lo que debe enseñamos a pelear apeados. Y así fué vencido el
vizcaíno, pero no por mayor flaqueza de su brazo ni menor coraje, sino
por culpa de su mula, que no era, de cierto, vizcaína. Si no es por la
condenada mula lo habría pasado mal Don Quijote, estad seguros de ello,
y habría aprendido a reportarse ante el hierro vizcaíno

               _corto en palabras, pero en obras largo_.

Aprended, hermanos míos de sangre, a pelear apeados. Apeaos de la mula
resabiosa y terca que os lleva a su paso de andadura por sus caminos de
ella, no por los vuestros y míos, no por los de nuestro espíritu y que,
con sus corcovos, dará con vosotros en tierra, si Dios no lo remedia.
Apeaos de esa mula, que no nació ahí ni ahí pasta, y vamos todos a
la conquista del reino del espíritu. Aún no se sabe lo que podemos
hacer en este mundo de Dios. Aprended, a la vez, a encarnar vuestro
pensamiento en una lengua de cultura, dejando la milenaria de nuestros
padres; apeaos de la mula luego y nuestro espíritu, el espíritu de
nuestra casta circundará en esa lengua, en la de Don Quijote, los
mundos todos, como circundó por primera vez al orbe la carabela de
nuestro Sebastián Elcano, el fuerte hijo de Guetaria, hija de nuestro
mar de Vizcaya.

Y fué por la intervención de las damas afrailadas por lo que perdonó
Don Quijote la vida a Don Sancho de Azpeitia, a promesa de ir a visitar
a Dulcinea. Y fueron las damas las prometedoras, que a haberlo sido Don
Sancho, habríala visitado, de seguro, y hasta es muy de creer que se
habría enamorado perdidamente de ella y ella de él.




                              CAPÍTULO X

 De los graciosos razonamientos que pasaron entre Don Quijote y Sancho
                          Panza su escudero.


Y viene Sancho, el carnal Sancho, el Simón Pedro de nuestro Caballero,
y le pide la ínsula, a lo cual responde Don Quijote: _advertid, hermano
Sancho, que esta aventura y las a esta semejantes no son aventuras
de ínsulas, sino de encrucijadas, en las que no se gana otra cosa
que sacar rota la cabeza o una oreja menos_. ¡Ay, Pedro, Pedro, o
digo Sancho, Sancho, y ¿cuándo comprenderás que no es la ínsula, no
es el poder temporal, sino la gloria de tu señor, el querer eterno,
tu recompensa? Mas el carnal Sancho volvió a la carga y a pedir a su
amo se retrajesen a alguna iglesia por miedo a la Santa Hermandad.
Mas ¿_dónde has visto tú o leído_--le diremos con Don Quijote--_que
caballero andante haya sido puesto ante la justicia por más homicidios
que hubiese cometido_? Quien abriga en su corazón la ley, está sobre la
dictada por los hombres; para el que ama no hay otra ley sino su amor,
y si por amor mata ¿quién se lo imputará a culpa? Tiene, además, Don
Quijote poder sobrado para sacar a los Sanchos _de las manos de los
caldeos, cuanto más de las de la Hermandad_.

Ocurrió luego lo de explicar Don Quijote a Sancho el bálsamo de
Fierabrás, y lo de pedir Sancho a Don Quijote la receta del bálsamo
como único pago de sus servicios, pues así son los servidores carnales,
por muy grande que su fe sea, piden recetas para venderlas y negociar
con ellas. Y entonces juró el Caballero conquistar el yelmo de Mambrino
a trueque de la celada rota por Don Sancho de Azpeitia, y a seguida le
llamó a razón el bandullo y pidió de comer.

Una cebolla y un poco de queso no más traía Sancho, pareciéndole
manjares no pertenecientes a tan valiente Caballero, mas éste le hizo
saber que tenía a honra _no comer en un mes_, y de hacerlo lo que
hallare más a mano. _Y esto se te hiciera cierto si hubieras leído
tantas historias como yo, que aunque han sido muchas, en todas ellas
no he hallado hecha relación de que los caballeros andantes comiesen,
si no era acaso, y en algunos suntuosos banquetes que les hacían, y
los demás días se los pasaban en flores._ Y ¡qué dicha, mi señor Don
Quijote, si nos pudiésemos pasar en flores la vida toda! Del comer
viene con la fuerza toda, también toda la flaqueza del heroísmo.

Y entonces, al explicar Don Quijote a Sancho que los caballeros
andantes _no podían pasar sin comer y sin hacer todos los otros
menesteres naturales_, le reveló, y nos reveló, una verdad cimental y
de grandísimo consuelo para los que no saben cómo vivir su locura, y
es la de que los caballeros andantes _eran hombres como nosotros_. De
donde se saca que podemos llegar a ser nosotros caballeros andantes,
y no es ello poco. _Así que, Sancho amigo, no te congoje lo que a mí
me da gusto, ni quieras tú hacer mundo nuevo, ni sacar la caballería
andante de sus quicios._ No quieras, no, pobre Sancho, hacer mundo
nuevo curando de su locura a los generosos, ni quieras sacar a la
locura de su quicio, que le tiene tan bien hincado y tan derecho como
la cordura misma, como ese llamado sentido común. Sancho, como no sabe
leer ni escribir, no sabe ni ha caído en las reglas de la profesión
caballeresca, como él dice. Y es cierto lo que dices, Sancho, por el
leer y el escribir entró la locura en el mundo.




                              CAPÍTULO XI

          De lo que sucedió a Don Quijote con unos cabreros.


Echaron a andar y fueron recogidos con buen ánimo por unos piadosos
cabreros, Dios se lo habrá pagado, que les convidaron. Lo aceptó Don
Quijote, sentóse sobre un dornajo vuelto del revés, hizo hermanalmente
sentar a su lado a Sancho, y fué entonces, después de bien satisfecho
el estómago, cuando tomó en la mano un puñado de bellotas y enderezó
a los cabreros aquel discurso de la edad de oro, que en tantos
muestrarios de retórica se reproduce. Mas nosotros no estamos haciendo
aquí literatura, ni nos importa la letra sonora, sino el espíritu
fecundo, aunque silencioso. Es el tal discurso uno de tantos vulgares
discursos como se pronuncian, y ese pasado siglo de oro apagado
relumbre del futuro siglo en que morará el lobo con el cordero y el
león comerá, como el buey, paja, según nos cuenta el profeta Isaías
(capítulo XI).

La arenga en sí tiene poco que desentrañar. _Dichosa edad y siglos
dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados._..
y lo que sigue. No nos sorprenda oir a Don Quijote cantar los tiempos
que fueron. Es visión del pasado lo que nos empuja a la conquista del
porvenir; con madera de recuerdos armamos las esperanzas. Sólo lo
pasado es hermoso; la muerte lo hermosea todo. ¿Creéis que cuando el
arroyo llega al mar, al enfrentarse con el abismo que va a tragarle, no
sueña con la escondida fuente de que brotó y no querría, si pudiera,
remontar su curso? De ir a perderse, perderse más bien en las entrañas
de la madre tierra.

No es el discurso de Don Quijote lo que hemos de desentrañar. No valen
ni aprovechan las palabras del Caballero sino en cuanto son comentarios
a sus obras y repercusión de ellas. Como hablar, hablaba conforme a sus
lecturas y al saber del siglo que tuvo a dicha albergarle, pero como
obrar, obraba conforme a su corazón y al saber eterno. Y así en esa
arenga no es la arenga misma, en sí no poco trillada, sino el hecho de
dirigírsela a unos rústicos cabreros que no habrían de entendérsela,
lo que hemos de considerar, pues en esto estriba lo heroico de esta
aventura.

Aventura es, en efecto, y de las más heroicas. Porque todo hablar es
una suerte, y las más de las veces la más apretada suerte de obrar, y
hazañosa aventura la de administrar el sacramento de la palabra a los
que no han de entendérnosla según el sentido material. Robusta fe en
el espíritu hace falta para hablar así a los de torpes entendederas,
seguros de que sin entendernos nos entienden y de que la semilla va a
meterse en las cárcavas de sus espíritus sin ellos percatarse de tal
cosa.

Habla tú que conmigo consideras, lleno de fe en ella, la vida de Don
Quijote; habla aunque no te entiendan, que ya te entenderán al cabo.
Y con que sólo vean que les hablas sin pedirles nada o porque de
gracia te lo dieron antes, basta ya. Habla a los cabreros como hablas
a tu Dios, del hondo del corazón y en la lengua en que te hablas a ti
mismo a solas y en silencio. Cuanto más hundidos vivan en la vida de
la carne, tanto más limpias de brumas estarán sus mentes, y la música
de tus palabras resonará en ellas mucho mejor que en la mente de los
bachilleres al arte de Sansón Carrasco. Porque no fueron las rebuscadas
retóricas de Don Quijote lo que alumbró la mente a los cabreros, sino
fué el verle armado de punta en blanco, con su lanzón a la vera, las
bellotas en la mano, y sentado sobre el dornajo, dando al aire de que
respiraban todos reposadas palabras vibrantes de una voz llena de amor
y de esperanza.

No faltará quien crea que Don Quijote debió atemperarse al público que
le escuchaba y hablar a los cabreros de la cuestión cabreril y del modo
de redimirlos de su baja condición de pastores de cabras. Eso hubiera
hecho Sancho a tener saber y arrestos para ello, pero el Caballero
no. Don Quijote sabía bien que no hay más que una sola cuestión, para
todos la misma, y que lo que redima de su pobreza al pobre, redimirá,
a la vez, de su riqueza al rico, ¡Mal hayan los remedios de ocasión!
A cuantos van y vienen y se asenderean llevando y trayendo remedios
específicos para los males de éstos o de aquéllos, cabe encajarles lo
que decía el gaucho MARTÍN FIERRO:

      De los males que sufrimos
      hablan mucho los puebleros,
      pero hacen como los teros
      para esconder sus niditos,
      que en un _lao_ pegan los gritos
      y en otro tienen los _güevos_.

Cuando os hablen, cándidos cabreros, de la cuestión cabreril, es que
están pegando gritos para alejaros del sitio en que guardan sus huevos.

Y además, ¿ha de hablarse tan sólo en vista del provecho inmediato, del
fruto que nuestros oyentes saquen de lo que decimos? Tratando de esto
el maestro de espíritu P. Alonso Rodríguez, en el capítulo XVIII del
tratado primero de la tercera parte de su EJERCICIO DE PERFECCIÓN nos
dice que «no depende nuestro merecimiento, ni la perfección de nuestra
obra de que el otro se aproveche o no; antes podemos añadir aquí otra
cosa para nuestro consuelo, o por mejor decir, para consuelo de nuestro
desconsuelo, y es que no solamente no depende nuestro merecimiento y
nuestro premio y galardón de que los otros se conviertan y de que se
haga mucho fruto, sino que en cierta manera podemos decir que hacemos y
merecemos más cuando no hay nada de eso, que cuando se ve el fruto al
ojo».

Y este discurso de Don Quijote a los cabreros ¿fué acaso menos
heroico y más inútil que aquel otro que cerca de Santa Cruz y en casa
de la india Capillana enderezó a los indios Francisco Pizarro para
explicarles los fundamentos de la religión cristiana y el poderío del
rey de Castilla? Algo consiguió, pues los indios, por darle gusto,
alzaron por tres veces la bandera española. No fué del todo inútil el
razonamiento de Pizarro; no lo fué el de Don Quijote.

El malicioso Cervantes llama, en efecto, al discurso de éste _inútil
razonamiento_, para añadir que se lo escucharon los cabreros _embobados
y suspensos_. La verdad de la historia se le impone aquí, puesto que
si los embobó y suspendió Don Quijote con su razonamiento, no fué
éste ya inútil. Y que no lo fué lo prueba el agasajo que le rindieron
dándole solaz y contento con hacer que cantara un zagal enamorado.
El espíritu produce espíritu, como la letra letra, y la carne carne,
y así la arenga de Don Quijote produjo, a vuelta, cantares al son de
cabreril rabel. No fué, pues, inútil ni lo es nunca la palabra pura. Si
el pueblo no la entiende, siente, empero, comezón de entenderla, y al
oirla, rompe a cantar.

Y mientras Don Quijote, inspirado a la vista de las bellotas, regaló a
los cabreros con aquella arenga ¿qué hizo Sancho? _Sancho... callaba y
comía bellotas y visitaba muy a menudo el segundo zaque, que por que se
enfriase el vino le tenían colgado de un alcornoque._ Y pensaría para
sí ¡así me las den todas!

Qué pensara Sancho de la arenga de su amo no lo sé, pero sí sé qué
pensarán de ella nuestros Sanchos de hoy. Los cuales buscan ante todo
eso que llaman soluciones concretas y en cuanto se ponen a escuchar
a alguien van a oir qué remedios ofrece para los males de la patria
o para otros cualesquiera males. Se han hecho los oídos oyendo a
los charlatanes que, subidos en un coche, en la plaza del mercado,
venden frascos de cualquier droga, y así, apenas alguien les habla,
esperan saque la droga enfrascada. Mientras se les habla, callan y
comen bellotas, y se preguntan luego: bien, ¿y en concreto qué? Todo
eso del siglo de oro les entra por un oído y por el otro les sale: lo
que ellos buscan es el elixir para curar el mal de muelas o el reuma
o para quitar manchas de la ropa, el cocimiento regenerativo, el
bálsamo católico, el revulsivo anticlerical, el emplasto aduanero o el
vejigatorio hidráulico. A esto llaman soluciones concretas. Estiman
que el habla no se hizo sino para pedir o para ofrecer algo, y no hay
manera de que sientan lo que tiene de revelación la música interior
del espíritu. Porque la otra música, la exterior, la que les recrea
los oídos carnales, ésa no dejan de entenderla y apreciarla, y hasta
es el único regalo que se permiten. Si se les habla, o ha de ser para
acariciarles los oídos con párrafos acompasados a compás tamborilesco,
o para enseñarles alguna receta de uso doméstico o político.

¡Soluciones concretas! ¡Oh Sanchos prácticos, Sanchos positivos,
Sanchos materiales! ¿Cuándo oiréis la silenciosa música de las esferas
espirituales?

Difícil es hablar a los Sanchos, nacidos y criados en lugarejos donde
sólo se oye comadrerías de solana y sermones, pero más difícil aún es
hablar a bachilleres. Lo mejor es tener por oyentes a cabreros, hechos
y acostumbrados a oir las voces de los campos y de los montes. Los
otros os saldrán con que no os entienden o entenderán a tuertas lo que
les digáis, porque no reciben vuestras palabras en silencio interior ni
en atención virgen, y por mucho que agucéis vuestras explicaderas no
aguzarán sus entendederas ellos.

Es fuerte cosa que por dondequiera que uno vaya en nuestra España,
derramando verdades del corazón, le salgan al paso diciéndole que
no lo entienden o entendiéndolo al revés de como se explica. Y ello
tiene su raíz, y es que van las gentes a oir esto o lo otro o lo de
más allá, algo que se les ha dicho ya, y no a oir lo que se les diga.
Los unos son clericales, anticlericales los otros, éstos unitarios
o centralistas, aquéllos federales o regionalistas, los de aquí
tradicionalistas, progresistas los de allá, y quieren que se les hable
en uno de esos lenguajes. Ellos luchan unos con otros, pero luchan como
es forzoso lo hagan los luchadores terrestres, sobre un mismo suelo, en
un mismo plano y dándose cara, y si te pones a darles voces desde otro
plano, por encima o por debajo del que ocupan, les distraes de su pelea
y no comprenden a qué vas allá. Si estamos peleando--se dicen--, bien
venido sea quien venga a animarnos con voces de ¡a ellos! ¡adelante! o
bien a advertirnos de un peligro gritándonos ¡ojo! ¡atrás!, pero ¿quién
es ése que desde las nubes o desde dentro de la tierra nos grita que
levantemos la vista o que la hundamos en el suelo? ¿no ve que entre
tanto nos degollarán los enemigos? Cuando se lucha no se puede mirar
al cielo ni tratar de penetrar con la vista el seno de la tierra.
Dicen así; no ven que les proponéis paz y cada uno de los bandos os
cuenta en el contrario. Y no os queda sino ir a hablar a los cabreros,
que os regalarán con música; ir a hablar a los sencillos, y hablarles
sin intentar siquiera poneros a su alcance, hablarles en el tono más
elevado, seguros de que sin entenderos os entienden.

Sólo Sancho, el carnal Sancho, estaba más para dormir que para oir
canciones, sin conocer la virtud ensoñadora de éstas.




                         CAPÍTULOS XII Y XIII

De lo que contó un cabrero a los que estaban con Don Quijote y Donde se
      da fin al cuento de la pastora Marcela, con otros sucesos.


Entonces fué cuando Pedro el cabrero contó a Don Quijote la historia de
Grisóstomo y Marcela, después de aquellos tiquismiquis con que el leído
Caballero corrigió los vocablos al pastor. Era, no hemos de negarlo,
impertinente Don Quijote cuando se picaba de letrado.

Fué el Caballero a ver cómo enterraban a Grisóstomo, muerto de amores
por Marcela, y al ir a ello encontró a Vivaldo y platicó con él acerca
de la caballería andante, profesión si no tan estrecha como la de los
frailes cartujos, tan necesaria como ella en el mundo, donde sólo el
ejemplo de lo inasequible a los más, puede enseñar a éstos a poner su
meta más allá de donde alcancen. Así las carreras de caballos, que sólo
para criar caballos de carrera sirven, mantienen la pureza de la casta
caballar, impidiendo que el tiro y la noria y el vil oficio encanijen
al noble bruto. Y entre ambas profesiones, la de pedir al cielo el bien
de la tierra, y la de poner en ejecución lo pedido, creando, lanza en
mano, el reino de Dios, cuyo advenimiento se pide en oración, no cabe
primero ni segundo. _Así que somos ministros de Dios en la tierra y
brazos por quien se ejecuta en ella su justicia_--añadió Don Quijote.

¿No es acaso, desgraciado Caballero, la raíz de tus proezas y de tus
desgracias a la par el noble pecado a través de cuya depuración te
llevó a la gloria de tu Dulcinea, esto de creerte ministro de Dios
en la tierra y brazo por quien se ejecuta en ella su justicia? Fué
tu pecado original y el pecado de tu pueblo; el pecado colectivo de
cuya mancha y maleficio participabas. Tu pueblo también, arrogante
Caballero, se creyó ministro de Dios en la tierra y brazo por quien se
ejecutaba en ella su justicia, y pagó muy cara su presunción y sigue
pagándola. Creyóse escogido de Dios y esto le ensoberbeció.

¿Pero es que no estaba en lo seguro? ¿No somos acaso todos ministros de
Dios en la tierra y brazos por quien se ejecuta en ella su justicia?
Y el persuadirnos de esta verdad ¿no es tal vez el mejor remedio para
purificar y ennoblecer nuestras acciones? En vez de buscar hacer otras
cosas que las que haces, luchando contra tu costumbre, persuádete de
que en todo cuanto hagas, bueno o malo a tu parecer, eres ministro de
Dios en la tierra y brazo por quien se ejecuta en ella su justicia,
y sucederá que tus actos acabarán por ser buenos. Estímalos como
viniendo de Dios y los divinizarás. Hay desgraciado a quien eso que en
el lenguaje de los hombres llamamos natural perverso o mala índole le
lleva a ser azote de sus prójimos, y si ese desgraciado se penetrase de
que ese azote es azote de castigo que puso en sus manos Dios, la que
llamamos mala índole le daría frutos de bondad.

No os apeguéis al miserable criterio jurídico de juzgar de un
acto humano por sus consecuencias externas y el daño temporal que
recibe quien lo sufre; llegad al sentido íntimo y comprended cuánta
profundidad de sentir, de pensar y de querer se encierra en la verdad
de que vale más daño infligido con santa intención que no beneficio
rendido con intención perversa.

Te denuestan, pueblo mío, porque dicen que fuiste a imponer tu fe a
tajo y mandoble, y lo triste es que no fué del todo así, sino que ibas
también, y muy principalmente, a arrancar oro a los que lo acumularon;
ibas a robar. Si sólo hubieras ido a imponer tu fe... Me revuelvo
contra el que viene, tizona en la diestra y en la otra libro, a querer
salvarme el alma a pesar mío, pero al cabo se cuida de mí y soy para
él un hombre, mas para aquél que no viene sino a sacarme los ochavos
engañándome con baratijas y chucherías, para éste no paso de ser un
cliente, un parroquiano o vecero. Hoy se da en ponderar esto y pedir
una sociedad en que en puro policía no pueda hacerse daño y acabemos
por que nadie obre mal, aunque nadie sienta bien tampoco. ¡Qué horrible
condición de vida! ¡Qué podredumbre bajo la verdura sosegada! ¡Qué
quieto lago de ponzoñozas aguas! ¡No, no, y mil veces no, Dios nos dé
antes un mundo en que todos sientan bien aunque todos obren daño, en
que los hombres se golpeen en la ceguera del cariño y en que suframos
todos en silencio por el mal que nos vemos arrastrados a infligir a los
demás. Sé generoso y arremete a tu hermano; dale de tu espíritu, aunque
sea golpes. Hay algo más íntimo que eso que llamamos moral y no es sino
la jurisprudencia que escapa a la policía; hay algo más hondo que el
Decálogo, que es una tabla de la ley, ¡tabla, tabla y de la ley!; hay
un espíritu de amor.

Me diréis que no cabe sentir bien sin obrar bien y que las buenas
acciones brotan, como de su fuente, de los buenos sentimientos y sólo
de ellos. Pero yo os contestaré con Pablo de Tarso que no hago el bien
que quiero, sino el mal que no quiero hago, y os añadiré que el ángel
que en nosotros duerme suele despertar cuando la bestia le arrastra,
y al despertar llora su esclavitud y su desgracia. ¡Cuántos buenos
sentimientos brotan de malas acciones a que la bestia nos precipita!

Siguió discurriendo Don Quijote con Vivaldo sobre lo de encomendarse
los caballeros andantes a su dama antes que a Dios, y dando las razones
que había leído llegó a lo de no poder ser caballero andante sin dama,
_porque tan propio y tan natural les es a los tales ser enamorados como
al cielo tener estrellas, y a buen seguro que no se haya visto historia
donde se halle caballero andante sin amores, y por el mismo caso que
estuviese sin ellos no será tenido por legítimo caballero, sino por
bastardo y que entró en la fortaleza de la caballería dicha, no por la
puerta, sino por las bardas, como salteador y ladrón_.

Ved aquí cómo del amor a mujer brota todo heroísmo. Del amor a mujer
han brotado los más fecundos y nobles ideales, del amor a mujer las más
soberbias fábricas filosóficas. En el amor a mujer arraiga el ansia de
inmortalidad, pues es en él donde el instinto de perpetuación vence
y soyuga al de conservación, sobreponiéndose así lo sustancial a lo
meramente aparencial. Ansia de inmortalidad nos lleva a amar a la mujer
y así fué cómo Don Quijote juntó en Dulcinea a la mujer y a la Gloria,
y ya que no pudiera perpetuarse por ella en hijos de carne, buscó
eternizarse por ella en hazañas de espíritu. Fué enamorado, pero de los
castos y continentes, como dijo en otra ocasión él mismo. ¿Faltó con su
castidad y continencia al fin del amor? No, pues engendró en Dulcinea
hijos espirituales duraderos. Casado no habría podido ser tan loco; los
hijos de carne le hubieran arrebatado de sus hazañosas empresas.

No le embarazó nunca cuidado de mujer que ata las alas a otros héroes,
porque como dice el Apóstol (I Cor. VII, 33) «el casado se cuida de lo
del mundo, de cómo ha de agradar a la mujer, y queda dividido».

Hasta en el más puro orden espiritual y sin sombra de malicia alguna,
suele buscar el hombre apoyo en mujer, como Francisco de Asís en Clara;
pero Don Quijote buscóle en dama de sus pensamientos.

Y cómo embaraza la mujer! Íñigo de Loyola no quiso que su Compañía
tuviese nunca cargo de mujeres debajo de su obediencia (Rivadeneira,
lib. III, cap. XIV), y cuando Doña Isabel de Rosell pretendió formar
comunidad de mujeres bajo la obediencia de la Compañía logró Loyola
que el Papa Pablo III, en letras apostólicas de 20 de mayo de 1547, la
eximiera de tal carga, pues «a esta mínima Compañía--decíale Íñigo--no
conviene tener cargo especial de dueñas con voto de obediencia». Y
no es que despreciara a la mujer, pues la honró en lo que es tenido
por más bajo y más vil de ella, porque si Don Quijote se hizo armar
caballero ciñéndole espada y calzándole espuela dos mozas del partido,
Íñigo de Loyola acompañaba él mismo, en persona, por medio de la ciudad
de Roma, a las «mujercillas públicas perdidas» para ir a colocarlas
«en el monasterio de Santa Marta o en casa de alguna señora honesta y
honrada, donde fuesen instruidas en toda virtud». (Rivadeneira, lib.
III, cap. IX.).

Don Quijote fué enamorado, pero de los castos y continentes y no sino
por ser fuerza que los caballeros andantes tengan dama a quien rendir
su amor--según decía, aunque veremos le quedaba otra dentro--por
cumplir el rito. Y acaso no falte joven atolondrado que vea en esto un
motivo para tener en menos a Don Quijote, pues los hay que cifran toda
la calidad de un hombre en cómo se las ha en lances de amor; es decir,
de eso que se llama amor a cierta edad de la vida. No recuerdo quién
dijo, pero dijo muy bien quienquiera que lo dijese, que para los que
aman mucho, es el amor--amor a mujer, se entiende--algo subordinado
y secundario en su vida, y es lo principal de ésta para los que aman
poco. Hay quienes no juzgan de la libertad de un espíritu sino según
sienta en punto al amor; hay mozos para los cuales todo el valor de un
poeta se cifra en cómo sienta el amor.

¿Qué diría el casto y continente Don Quijote si volviendo al mundo
viese el chaparrón de incentivos al deseo carnal con que se trata de
desviar el amor? ¿Qué diría de todos esos retratos de mujerzuelas en
actitudes provocativas? De seguro que movido por su amor a Dulcinea,
por su noble y puro amor, emprendería a tajo y mandoble con todos los
tenderetes en que esas porquerías se nos muestran, como la emprendió
con el retablo de maese Pedro. Ellas nos apartan del amor a Dulcinea,
del amor de la gloria. Siendo incentivos a que nos perpetuemos, nos
apartan de la verdadera perpetuación. Acaso sea nuestro sino que haya
de renunciar la carne a perpetuarse si se ha de perpetuar el espíritu.

Don Quijote amó a Dulcinea con amor acabado y perfecto, con amor que no
corre tras deleite egoísta y propio; entregóse a ella sin pretender que
ella se le entregara. Se lanzó al mundo a conquistar gloria y laureles
para ir luego a depositarlos a los pies de su amada. Don Juan Tenorio
habríase dedicado a rendirla con la mira de poseerla y de saciar en
ella su apetito, no más que por amor de gozarla y pregonarlo; Don
Quijote no. Don Quijote no se fué de galán al Toboso a cortejarla y
enamorarla, sino que se echó al mundo a conquistarlo para ella. ¿Qué
suele ser ese que llaman amor sino un miserable egoísmo mutuo en que
busca su propio contento cada uno de los dos amantes? ¿Y no es acaso el
acto de suprema unión lo que más supremamente los separa? Don Quijote
amó a Dulcinea con amor acabado, sin exigir ser correspondido; dándose
todo él y por entero a ella.

Amó Don Quijote a la Gloria encarnada en mujer. Y la Gloria le
corresponde. _Dió un gran suspiro Don Quijote y dijo: yo no podré
afirmar si la dulce mi enemiga gusta o no de que el mundo sepa que yo
la sirvo_, y todo lo que sigue. Sí, Don Quijote mío, sí; la tu dulce
enemiga, Dulcinea, lleva de comarca en comarca y de siglo en siglo la
gloria de tu locura de amor. Su linaje, prosapia y alcurnia _no es de
los antiguos Curcios, Gayos y Cipiones romanos, ni de los modernos
Colonnas y Ursinos_, ni de ninguna de las famosas familias de distintos
países que Don Quijote nombró a Vivaldo; _pero es de los del Toboso de
la Mancha, linaje aunque moderno tal, que puede dar generoso principio
a las más ilustres familias de los venideros siglos_. Con lo que nos
enseñó el ingenioso hidalgo que la raíz de la gloria está en el propio
lugarejo y en la propia edad en que se vive. Sólo es duradera en
siglos y en vastas tierras la gloria que rebasa de los propios lugar y
tiempo por haberlos perinchido y cogolmado. Lo universal riñe con lo
cosmopolita; cuanto más de su país y más de su época sea un hombre es
más de los países y de las épocas todas. Dulcinea es del Toboso.

Y ahora, Don Quijote mío, llévame a solas contigo, porque quiero que
hablemos corazón a corazón y lo que ni a sí mismos osan decirse muchos.
¿Fué de veras tu amor a la gloria lo que te llevó a encarnar en la
imagen de Dulcinea a Aldonza Lorenzo, de la que un tiempo anduviste
enamorado, o fué tu desgraciado amor a la bien parecida moza labradora,
aquel amor que ella _jamás lo supo ni se dió cata de ello_, el que se
te convirtió en amor de inmortalidad? Mira, mi buen hidalgo, que yo sé
cómo es la timidez dueña del corazón de los héroes, y bien se ve en ver
cuando ardías en deseo de Aldonza Lorenzo cómo no te atreviste nunca a
requerirla de amores. No pudiste romper la vergüenza que te sellaba,
con sello de bronce, los labios.

Tú mismo se lo declaraste a Sancho, tomándole por confidente, cuando
al quedarte de penitencia en Sierra Morena (cap. XXV) le dijiste: _mis
amores y los tuyos han sido siempre platónicos, sin extenderse a más
que a un honesto mirar, y aun esto tan de cuando en cuando, que osaré
jurar con verdad, que en doce años que ha que la quiero más que a la
lumbre de estos ojos que ha de comer la tierra, no la he visto cuatro
veces y aun podrá ser que destas cuatro veces no hubiese ella echado de
ver la una que la miraba; tal es el recato y encerramiento en que sus
padres, Lorenzo Corchuelo y su madre Aldonza Nogales, la han criado_.
¡Cuatro veces tan sólo y en doce años! Y ¡qué fuego debía de ser el
que ella despidiese para calentarte doce años el corazón con sólo
cuatro lejanos toques y de soslayo! Doce años, mi Don Quijote, y cuando
frisabas en los cincuenta. Te enamoraste, pues, al acercarte a tus
cuarenta. ¿Qué saben los mozos lo que es la llama que se enciende en
toda sazón de madurez? ¡Y tu timidez, tu insuperable timidez de hidalgo
entrado ya en años!

Miradas desde lo más adentro, suspiros ahogados de que ella ni se dió
cata siquiera, redoblar el golpeteo de tu corazón preso de su hechizo
cada una de esas cuatro veces que gozaste a hurtadillas de su vista. Y
este amor contenido, este amor roto en su corriente, pues no hallabas
en ti brío ni arrojo para enderezarlo a su natural término, este pobre
amor te labró acaso el alma y fué el manantial de tu heroica locura.
¿No es así, buen caballero? Acaso ni tú lo sospechabas.

Adéntrate en ti mismo y escudriña y ahonda. Hay amores que no pueden
romper el vaso que los contiene y se derraman hacia adentro, y los hay
inconfesables, a los que el destino formidable oprime y constriñe en
el nido en que brotaron; el exceso mismo de aquéllos los cuaja y los
encierra, la tremenda fatalidad de éstos los sublima y engrandece. Y
presos allí, avergozándose y ocultándose de sí mismos, empeñándose por
anonadarse, bregando por morir, pues que no pueden florecer a la luz
del día y a la vista de todos, y menos fructificar, se hacen pasión de
gloria y de inmortalidad y de heroísmo.

Dímelo aquí a solas, Don Quijote mío, dime: el intrépido arrojo que te
llevó a tus proezas todas ¿no era acaso el estallido de aquellas ansias
de amor que no te atreviste a confesar a Aldonza Lorenzo? Si eras tan
valiente ante todos ¿no es porque fuiste cobarde ante el blanco de tus
anhelos? De las íntimas entrañas de la carne te acosaba el ansia de
perpetuarte, de dejar simiente tuya en la tierra; la vida de tu vida,
como la vida de la vida de los hombres todos, fué eternizar la vida.
Y como no lograste vencerte para dar tu vida perdiéndola en el amor,
anhelaste perpetuarte en la memoria de las gentes. Mira, Caballero, que
el ansia de inmortalidad no es sino la flor del ansia de linaje.

¿No te llevó acaso a llenar tus ratos ociosos con la lectura de los
libros de caballerías el no haber podido romper tu medrosa vergüenza
para llenarlos con el amor y las caricias de aquella moza labradora
del Toboso? ¿No es que buscaste en esas ahincadas lecturas lenitivo,
a la vez que alimento, a la llama que te consumía? Sólo los amores
desgraciados son fecundos en frutos del espíritu; sólo cuando se le
cierra al amor su curso natural y corriente es cuando salta en surtidor
al cielo; sólo la esterilidad temporal da fecundidad eterna. Y tu amor
fué, Don Quijote mío, desgraciado por causa de tu insuperable y heroico
encogimiento. Temiste acaso profanarlo confesándoselo a la misma que te
lo encendía; temiste tal vez mancharlo primero y después malgastarlo y
perderlo si lo llevabas a su cumplimiento vulgar y usado. Temblaste de
matar en tus brazos la pureza de tu Aldonza, criada por sus padres en
grandísimo recato y encerramiento.

Y dime, ¿supo Aldonza Lorenzo de tus hazañas y proezas? De seguro que
si de ellas supo algo le sirvió de solaz y de comidilla y palique en
los seranos y en las solanas. ¡Sería de haber oído a Aldonza Lorenzo
cuando en sus inviernos añosos, al amor de la lumbre del hogar, en
el rolde de sus nietos, o en el serano de las comadres, contara las
andanzas y aventuras de aquel pobre Alonso Quijano el Bueno, que salió
lanza en ristre a enderezar entuertos, invocando a una tal Dulcinea
del Toboso! ¿Recordaría entonces tus miradas a hurtadillas, heroico
Caballero? ¿No se diría acaso, a solas y callandito, y en lo más
adentro de sus adentros: «yo fuí, yo fuí la que le volví loco»?.

No necesitas decírmelo, Don Quijote mío, porque comprendo lo que debe
ser sacrificar ante un altar, sin que el dios que sobre él se yergue se
entere siquiera del sacrificio. Te lo creo sin que me lo jures, te lo
creo a pie juntillas, sí; te creo que cruzan el mundo Aldonzas Lorenzos
que lanzan a inauditos heroísmos a Alonsos Quijanos y se mueren
tranquilamente y en paz de conciencia sin haber conocido la maternidad
que les cupo en los heroísmos tales.

Grande es una pasión que rompe por todo y quebranta leyes y arrolla
preceptos y desencadena torrencialmente su caudal perinchido, pero es
más grande aún, cuando temerosa de enfangarse con las tierras que ha de
arrastrar en su furiosa arremetida, se arremolina en sí y se condensa
y se mete en sí misma, como queriendo tragarse a sí propia, luchando
por deshacerse en su imposibilidad misma, y revienta hacia dentro y
convierte en inmenso piélago el corazón. ¿No te sucedió esto?

Y luego, ven más junto a mí, mi Don Quijote, y dímelo al oído del
corazón; y luego, cuando la Gloria te ensalzaba ¿no suspiraste en tus
entrañas por aquel inconfesado amor de tu madurez? ¿No la hubieras
dado toda ella, a la gloria, por una mirada, no más que por una mirada
de cariño de tu Aldonza Lorenzo? Si ella, pobre hidalgo, si ella se
hubiese dado cata de tu amor, y compadecida te hubiese ido un día y te
hubiese abierto los brazos y entreabierto la boca, llamándote con los
ojos, si ella se te hubiese rendido, venciendo tu contención grandiosa
y diciéndote: «te he adivinado, ven y no sufras» ¿hubieras buscado la
inmortalidad del nombre y de la fama? Mas entonces ¿no se te habría
disipado el encanto luego? Yo creo que ahora mismo, mientras te tiene
apretada a su pecho tu Dulcinea, y lleva tu memoria de siglo en siglo,
yo creo que ahora todavía te envuelve cierta melancólica pesadumbre al
pensar que ya no puedes recibir en tu pecho el abrazo ni en tus labios
el beso de Aldonza, ese beso que murió sin haber nacido, ese abrazo
que se fué para siempre y sin haber nunca llegado, ese recuerdo de una
esperanza en todo secreto y tan a solas y a calladas acariciada.

¡Cuántos pobres mortales inmortales, cuyo recuerdo florece en la
memoria de las gentes, darían esa inmortalidad del nombre y de la fama
por un beso de toda la boca, no más que por un beso en que soñaron
durante su vida mortal toda! ¡Volver a la vida aparencial y terrena,
encontrarse de nuevo en el augusto instante que una vez ido ya no
vuelve, quebrar el vergonzante miedo, trizar el tupido respeto o romper
la ley y luego deshacerse para siempre en los brazos de la deseada!...

Mientras Don Quijote hablaba a Vivaldo de Dulcinea del Toboso, entró
Sancho, el buen Sancho, con la más maravillosa profesión de fe. Como
Simón Pedro, que aun deseando plantar tiendas en lo alto del Tabor para
pasarlo allí bien y sin penalidades, y aun negando al Maestro, fué
quien con más ardor le creyó y le quiso, así Sancho a Don Quijote. Pues
mientras todos los que oían la plática entre Vivaldo y el Caballero _y
aun hasta los mismos pastores y cabreros conocieron la demasiada falta
de juicio de nuestro Don Quijote, sólo Sancho Panza pensaba----nos
dice Cervantes--que cuanto su amo decía era verdad, sabiendo él quién
era y habiéndole conocido desde su nacimiento_. ¡Oh Sancho bueno,
Sancho heroico, Sancho quijotesco! Tu fe te salvará. Pues mientras los
menguados mercaderes toledanos pedían a Don Quijote, como los judíos a
Jesús, señales para creer, un retrato de aquella señora aunque fuera
_tamaño como un grano de trigo_, Sancho el heroico pensaba que era
verdad cuanto su amo decía, sabiendo quién era Don Quijote y habiéndole
conocido desde su nacimiento. Y las gentes ligeras no quieren ver,
Sancho heroico, la grandeza de tu fe y la fortaleza de tu ánimo, y han
dado en menospreciarte y calumniarte haciéndote padrón de lo que nunca
fuiste. No quieren conocer que tu simpleza fué tan loca, tan heroica,
como la locura de tu amo, pues que creíste en ésta. Y a lo más que
llegan es a reprocharte de simple porque creías esas cosas. Mas que no
lo eras, ni tu sublime fe una ceguera de embaucado, lo prueba el que
dudando algo _en creer aquello de la linda Dulcinea del Toboso, porque
nunca tal nombre ni tal princesa había llegado jamás a tu noticia
aunque vivías tan cerca del Toboso_. La fe es algo que se conquista
palmo a palmo y golpe tras golpe. Y tú, Sancho heroico, pues crees en
tu amo y señor Don Quijote, llegarás a creer en su señora Dulcinea
del Toboso, y ella te cogerá de la mano y te llevará por los campos
perdurables.




                              CAPÍTULO XV

  Donde se cuenta le desgraciada aventura que se topó Don Quijote con
                 topar con unos desalmados yangüeses.


Terminado el episodio de Marcela, volvió Don Quijote a quedar solo
con Sancho en los caminos del mundo. Determinado a ir en busca de la
pastora Marcela y ofrecérsele se entró en el bosque donde ella entrara,
y a las dos horas de andar buscándola dió en un apacible prado, donde
comieron y descansaron los dos, amo y escudero.

Suelto Rocinante, fuese a refocilar con unas jacas gallegas de unos
arrieros yangüeses, jacas que le recibieron a coces y mordiscos y los
arrieros remataron la suerte moliéndole a palos. Visto lo cual por Don
Quijote y que no eran caballeros, sino _gente soez y de baja ralea_--el
encontrarse apeado le curó de la ceguera de su locura--, demandó ayuda
de Sancho, quien le hizo ver que no podían vengarse de más de veinte
tan sólo dos y aun quizá uno y medio.

_Yo valgo por ciento--replicó Don Quijote--, y sin hacer más discursos,
echó mano a su espada y arremetió a los yangüeses y lo mismo hizo
Sancho Panza incitado y movido del ejemplo de su amo._ En lo que no se
sabe qué admirar más, si el heroísmo quijotesco bajo la fe de _yo valgo
por ciento_ o el heroísmo sanchopancesco bajo la fe de que su amo valía
por cien. La fe de Sancho en Don Quijote es aún más grande, si cabe,
que la de su amo en sí mismo. _Yo valgo por ciento, y sin hacer más
discursos, echó mano a su espada y arremetió._ Si crees que vales por
ciento ¿para qué discursos? La fe verdadera no razona ni aun consigo
misma.

Los yangüeses, al verse tantos contra dos, dieron con ellos en tierra a
estacazos, y así se acabó la aventura.

        Vinieron loe sarracenos
      y nos molieron a palos,
      que Dios ayuda a los malos
      cuando son más que los buenos.

Y entonces pidió Sancho a su amo el bálsamo de Fierabrás y entonces
pronunció Don Quijote aquellas tan profundas palabras de que él se
tenía la culpa del percance y molimiento, por haber puesto mano a la
espada contra hombres no armados caballeros como él y excitó a Sancho
a que se tomase en casos tales la justicia por su mano. Con hombres no
armados caballeros, con los que no lleven como tú encendida la lumbre
del seso, sino que reciben luz de reflejo, con ésos no discutas jamás,
lector. Di tu palabra y sigue tu camino dejando que la roan hasta el
hueso.

Y más profundo aún que su amo y señor estuvo Sancho al decir que era él
hombre pacífico, manso y sosegado y sabía disimular cualquiera injuria,
_porque tengo mujer e hijos que sustentar y criar_--dijo. ¡Oh sesudo
y discretísimo Sancho! Y si supieras cuántos quedan aún que teniendo
mujer e hijos que sustentar y criar se nos vienen con requilorios de
honor y dignidad, que deben ser un lujo permitido a los ricos tan sólo,
a aquéllos que tienen quienes sustenten y críen a su mujer e hijos y
que acaso les hacen una merced con dejarlos huérfanos y viuda, pues que
las gentes no menguan por ello. Tal fué, Sancho amigo, según dicen, que
yo en esto me callo, el error de tu pueblo y es que no quiso comprender
que el honor dura tanto cuanto dura el bolso lleno. En ese sublime y
noble error estaba y sigue estando tu amo, que quiso entonces y allí,
molido en tierra, sacarte de él y mostrarte que necesitabas valor para
ofender y defenderte puesto que el día menos pensado te verías señor de
una ínsula.

La de Marruecos te ofrecen ahora, y te dan las razones que te daba tu
amo. Entre las cuales las había de oro, como aquélla de las mudanzas
de la fortuna. No hagas caso, pues, Sancho amigo, de eso de pueblos
fuertes y pueblos moribundos, que el mundo da muchas vueltas y lo que
te hace impropio para la manera de triunfar en privanza hoy, eso mismo
te hará acaso mañana propiísimo para el modo venidero de triunfar. Tú
eres paciente y de la paciencia es al cabo la victoria. Vale más tu
paciencia que todo aquello que te decía tu amo de que salisteis de la
pendencia con los yangüeses molidos pero no afrentados, _porque las
armas que aquellos hombres traían y con que os machacaron no eran otras
que sus estacas_.

Dicen que dijo Felipe II al saber el vencimiento de su Armada
Invencible que no la había mandado a luchar con los elementos, y la
última vez que nos han molido a cañonazos una armada, te dijeron
también, Sancho amigo, que nos venció no el valor, sino la ciencia y
la riqueza. Pero tú te ríes de cuentos, oyes, callas y aguardas. Sigue
aguardando, que en aguardar siempre está tu fortaleza. A ti no te dió
pena el pensar si fué o no afrenta lo de los estacazos, sino el dolor
de los golpes, y en eso ibas muy bien encaminado, porque el dolor de
los golpes se pasa, pero el de la afrenta no, y quien hace pasajeros
los dolores los ha vencido ya con hacerlos tales. Si bien, como te
dijo tu amo, _no hay memoria a quien el tiempo no acabe, ni dolor que
la muerte no le consuma_ y ésta es fuente de fortaleza, por serlo de
paciencia y de consuelo.

Tras estas y otras pláticas acomodó Sancho a Don Quijote sobre el asno
y reanudaron camino, hasta llegar a una venta.




                              CAPÍTULO XVI

De lo que le sucedió al ingenioso hidalgo en la venta que él imaginaba
                             ser castillo.


Volvió a encontrar Don Quijote mujeres que hicieron con él oficio de
mujer, mujeres compasivas y piadosas, pues entre la ventera, su hija y
Maritornes le hicieron una muy mala cama en que se acostó luego que le
hubieron emplastado de arriba abajo. Agradeciólo Don Quijote haciendo
a la ventera _fermosa señora_ y a la venta castillo, con lo que las
mujeres se maravillaron pareciéndoles otro hombre que los que se usan,
y no les faltaba razón en parecerles así.

Entonces es cuando dió Don Quijote en esperar a la hija del señor
del castillo, repentinamente enamorada de él, y fué cuando al acudir
Maritornes a saciar la carne al carnal arriero, se encontró con el
espiritual Caballero, que le endilgó un ingenioso discurso de disculpa,
mostrándole ante todo que estaba tan molido y quebrantado que aunque
de su voluntad quisiera satisfacer a la de ella, le sería imposible,
y luego la fe prometida a la sin par Dulcinea del Toboso, que si esas
dos cosas no hubiera de por medio, el no poder contentarla y lo otro,
no fuera tan sandio caballero que dejara pasar tan venturosa ocasión en
blanco.

Esto es fina virtud y continencia de mérito, y lo demás tontería. Y
tuvo esa virtud, como es natural, su recompensa, cual fué los puñetazos
y pisotones que arreó a Don Quijote el bruto del arriero, que de puro
rijoso ardía en chispas. Y acudió el ventero al ruido y se armó aquella
tremolina de puñetazos que Cervantes cuenta.




                              CAPÍTULO XVII

Donde se prosiguen los innumerables trabajos que el bravo Don Quijote y
su buen escudero Sancho Panza pasaron en la venta, que por su mal pensó
                           que era castillo.


Cosas de encantamiento, de las que no hay para qué tomar cólera ni
enojo, _que como son invisibles y fantásticas, no hallaremos de quien
vengarnos aunque más lo procuremos_. ¡Y cómo llegaste, oh maravilloso
Caballero, al hondón de la sabiduría, que consiste en tomar por
invisibles y fantásticas las cosas de este mundo, y así, en virtud de
tal tomadura, no enojarse por ellas!

Porque ¿qué sino _mano pegada a algún brazo de algún descomunal
gigante_ pudo ser aquello que a deshora y cuando más en tu coloquio
estabas vino a asentarte una puñada en las quijadas? Cosas son de otro
mundo y recuerda si no cómo estando durmiendo una noche Iñigo de Loyola
«le quiso el demonio ahogar el año de 1541--como en el capítulo IX del
libro V de su VIDA se nos cuenta--y fué así que sintió como una mano
de hombre que le apretaba la garganta y que no le dejaba resollar ni
invocar el Nombre Santísimo de Jesús», y aquello otro que contó el
hermano Juan Paulo al P. Rivadeneira, según éste en el mismo capítulo
nos lo cuenta, de cuando «durmiendo una noche como solía junto al
aposento de Loyola, y habiéndose despertado a deshora, oyó un ruido
como de azotes y golpes que le daban al Padre, y al mismo Padre como
quien gemía y suspiraba. Levantóse luego y fuese a él, hallóle sentado
en la cama, abrazado con la manta, y díjole: ¿Qué es esto, Padre, que
veo y oigo? Al cual respondió: ¿Y qué es lo que habéis oído? Y como se
lo dijese, díjole el Padre: Andad, idos a dormir».

Cosas son de otro mundo, y para curar sus efectos basta el bálsamo de
Fierabrás. Sólo que no obra maravillosamente sino en los caballeros, y
bien se vió en lo que le ocurrió con él a Sancho.

A poco de esto aconteció lo de convencerse Don Quijote de que
estaba en venta y no en castillo, a una sola palabra del ventero,
en que vuelve a verse, una vez más, cuán cuerdo era en su locura.
Mas aun así, negóse muy caballerescamente a pagar, lo cual le valió
a Sancho un manteamiento. Acabado el cual le dió de beber vino la
piadosa Maritornes, Dios se lo pague, pues era la generosidad y el
desprendimiento mismos. Ella amó mucho, si bien a su manera, como
todos, y por eso le serán perdonados sus refocilamientos con arrieros,
ya que lo hacía de puro blanda de corazón.

Creed que la dadivosa moza asturiana, más buscaba dar placer que no
recibirlo, y si se entregaba era, como a no pocas Maritornes les
sucede, por no ver penar y consumirse a los hombres. Quería purificar
a los arrieros de los torpes deseos que les emporcaban la imaginación
y dejarlos limpios para el trabajo. _Presumía muy de hidalga_--dice
Cervantes--y por hidalguía concertó ir a refocilarse con el arriero, _y
satisfacerle el gusto en cuanto le mandase_, no tomarlo. Ella

                      dar quería
      o que des para darse a natureza

aunque no hubiese leído a Camoens, de cuyos LUSIADAS es esta filosófica
sentencia (IX, 76). Y por este sencillo desprendimiento, tan sin
rebuscas de vicio como sin melindres de inocencia, se ha inmortalizado
la moza asturiana. Vivía ella allende la inocencia y la malicia que de
la pérdida de ella nace.

Creed que hay pocos pasajes más castos. Maritornes no es una moza del
partido que por no trabajar o por ajenas culpas comercia con su cuerpo,
ni es una pervertidora que embruja a los hombres encendiéndoles los
deseos para apartarles de su ruta y distraerles de su labor; es pura
y sencillamente la criada de un mesón que trabaja y sirve, y alivia
las gravezas y remedia los aprietos de los viandantes, quitándoles un
peso de encima para que puedan reanudar, más desembarazados, su camino.
No enciende deseos, sino que apaga los que otras, menos desprendidas,
o el sobrante de la vida carnal habían encendido. Y creed que siendo
pecaminoso esto, lo es mucho más encender deseos adrede, con ánimo de
encenderlos, como hace la coqueta, para no apagarlos, que apagar los
que encendió otra. No peca Maritornes ni por ociosidad y codicia, ni
por lujuria; es decir, apenas peca. Ni trata de vivir sin trabajar ni
trata de seducir a los hombres. Hay un fondo de pureza en su grosera
impureza.

Fué buena con Sancho, que salió de la venta muy contento por no haber
pagado.




                              CAPÍTULO XVIII

  Donde se cuentan las razones que pasó Sancho Panza con su señor Don
         Quijote, con otras aventuras dignas de ser contadas.


Y volvió Don Quijote al manadero de toda fortaleza, cual es el de
tomar a los hombres que mantean y aporrean por _fantasmas y gente del
otro mundo_. No te enojes por lo que pueda acaecerte en este mundo
aparencial; espera al sustancial o acógete a él, en el hondón de tu
locura. Ésa es la fe honda y verdadera. La cual flaqueó en Sancho, que
por haber oído nombrar con nombres a los manteadores, los tomó por
hombres de carne y hueso, y esto le bastó para pedir a su amo volverse
al lugar entonces que era tiempo de la siega.

Acudió su amo a confortarle en la fe, a lo que él oponía lo que por sus
ojos había visto y en sus costillas sentido, pero le habló Don Quijote
de Amadís y el escudero se aquietó. E hiciste bien, Sancho, pues te has
de convencer de que cuando nos injurian o escarnecen o mantean con sólo
pensar que no son sino fantasmas los manteadores, se nos derrite el
rencor y estamos al cabo de cura. Acuérdate de que tus enemigos se han
de morir.

Y entonces dieron con la aventura de las dos manadas de ovejas, que
tomó Don Quijote por dos ejércitos, y los describió tan puntualmente
como quien lleva dentro de sí un mundo verdadero. Y el bueno de Sancho,
sumergido en el otro mundo, en el aparencial, en el de los manteadores
de carne y hueso, nada vió, _quizá_ por encantamiento. ¡Oh Sancho
admirable, y qué caudal de fe encierra ese tu _quizá_! Por un quizá
empieza la fe que salva; quien duda de lo que ve, una miajica tan sólo
que sea, acaba por creer lo que no ve ni vió jamás. Tú, Sancho, no oías
sino balidos de ovejas y carneros, pero bien te dijo tu amo: _El miedo
que tienes te hace, Sancho, que ni veas ni oyas a derechas_.

El miedo, sí, y sólo el miedo a la muerte y a la vida nos hace no ver
ni oir a derechas, esto es, no ver ni oir hacia dentro en el mundo
sustancial de la fe. El miedo nos tapa la verdad, y el miedo mismo,
cuando se adensa en congoja, nos la revela.

Mandó Don Quijote a Sancho que se retirase, pues el que sólo ve con
los ojos de la carne, antes estorba que sirve en aventuras, y sin
hacer caso de las voces del sentido terrenal, acometió al ejército
de Alifanfarón de Trapobana. Y allí alanceó a su sabor corderos
como Pizarro y los suyos alancearon en el corral de Cajamarca a los
servidores del inca Atahualpa, que ni siquiera se defendían. Mas no
así los pastores de los trapobanenses, que molieron a Don Quijote a
pedradas, derribándole del caballo.

Con ello volvió a tocar tierra con su cuerpo todo el Caballero, para
recobrar como Anteo, fuerzas a su toque. Y estando en tierra llegó la
voz del sentido común, por boca de Sancho, a reprenderle, pues eran
ovejas, mas él supo oponer su fe a los encantamientos del maligno que
le perseguía. Y consoló a Sancho, cuya fe flaqueaba de nuevo, con
palabras evangélicas.

Y luego les avino la aventura del cuerpo muerto, cuyo mérito consistió
en que habiendo la fantástica visión empezado por erizarle los cabellos
de la cabeza a Don Quijote, supo éste vencer su miedo a lo fantástico,
él, que no lo tenía a lo real, y en premio de tal victoria puso en fuga
a los encamisados, que tomaron a Don Quijote por diablo del infierno.
A los fantásticos con lo fantástico se les vence; con el miedo a los
amedrentadores. Y el miedo mismo llega a un punto en que si no mata a
su presa, se realza y se convierte, pasando por congoja, en valor.

Fué entonces, en medio de la fantástica aventura, cuando puso Sancho a
Don Quijote el título de _El caballero de la triste figura_.

Y después se entraron por un valle donde les ocurrió la aventura de los
batanes, intentada por Don Quijote para morir haciéndose digno de poder
llamarse de su señora Dulcinea, de la Gloria. Y a Sancho, su quebradiza
fe le puso en la boca palabras conmovedoras para apartar de su empeño
a su amo, y como no bastasen las palabras, acudió a la industria de
trabar las patas a Rocinante. Y pasó todo lo demás que Cervantes
nos cuenta, hasta que amaneció y vieron la causa de los temerosos
ruidos, y Sancho se burló de su amo, que le asestó por ello dos palos,
acompañándolos de las profundas palabras de _porque os burláis no me
burlo yo_.

_Venid acá, señor alegre ¿paréceos a vos que si como éstos fueron mazos
de batán fueran otra peligrosa aventura, no había yo mostrado el ánimo
que convenía para emprendella y acaballa? ¿Estoy yo obligado a dicha,
siendo como soy caballero, a conocer y distinguir los sones, y saber
cuáles son de batanes o no?_

La cosa está bien clara. Para enderezar entuertos y resucitar la
caballería y asentar el bien en la tierra, no es menester distinguir
de sones y saber cuáles son de batanes o no. Tal distinción no es cosa
que toque al heroísmo, ni los más de los conocimientos que por ahí se
enseñan añaden un ardite a la suma de bien que haya en el mundo. El
caballero harto tiene con atender y oir a su corazón y distinguir los
sones de éste.

Esta doctrina quijotesca hay que predicarla ahora en que el
sanchopancismo no hace sino repetirnos que lo esencial es aprender a
distinguir los sones y saber cuáles son de batanes o no, sin advertir
que mientras es de noche y le dura el miedo, tampoco Sancho los
distingue, y eso que los oye y no hace falta verlos. Sancho necesita,
para tener serenidad y atreverse a burlas, ver la causa que produce
los sones, verla; Sancho, que de noche no se atreve a apartarse de
su amo por miedo a los temerosos sones y por miedo no los distingue,
búrlase de él cuando ve el artefacto que los produce. Así es con el
sanchopancismo que llaman ya positivismo, ya naturalismo, ya empirismo,
y es que ha sido que pasado el miedo, se burla del idealismo quijotesco.

¿Por qué había de conocer Don Quijote, siendo como era caballero, los
sones? _Y más que podría ser, como es verdad_--añadió--, _que no los
he visto en mi vida, como vos los habréis visto, como villano ruin
que sois, criado y nacido entre ellos; sino, haced vos que estos seis
mazos se vuelvan en seis jayanes, y echádmelos a las barbas uno a uno,
o todos juntos, y cuando yo no diere con todos patas arriba, haced de
mí la burla que quisiéredes_. ¡Admirables razones! En lo esforzado del
propósito y no en lo puntual del conocimiento, está el héroe.

Mas la verdad es que conviene acompañe Sancho a Don Quijote y no se
aparté de él. Sancho, como villano ruin que es, criado y nacido entre
batanes, en cuanto llega la noche y no los ve y oye sus temerosos
sones, tiembla de miedo como un azogado y se arrima a Don Quijote y
para que no se le vaya le traba las patas a Rocinante, con lo que el
Caballero no se puede mover y se libra acaso de una muerte cierta entre
los batanes, pero luego que se hace de día ¿por qué ha de burlarse del
que le amparó en su congoja, y le dejó llegar a la luz del día, pues
acaso sin él habríase muerto de miedo, o el miedo le habría arrojado
en los batanes, más que su valor a su amo? Si inspiraciones del
corazón y fe en lo eterno nos sacaron de las congojas de la noche de
la superstición y del miedo a lo desconocido ¿por qué cuando la luz de
la experiencia luce hemos de burlarnos de aquellas inspiraciones y de
aquella fe? Y tanto más cuanto que volveremos a necesitarlas, pues si
a la noche se sucede el día, vuelve nueva noche tras este nuevo día, y
así entre luz y tinieblas vamos viviendo y marchando a un término que
no es ni tinieblas ni luz, sino algo en que ambas se aunan y confunden,
algo en que se funden corazón y cabeza y en que se hacen uno Don
Quijote y Sancho.

Hoy Sancho distingue de sones y sabe cuáles son de batanes y cuáles
no, siempre que sea de día y vea los mazos que los producen, pero de
noche tiembla de miedo y nunca se atreve con seis jayanes, ni uno a uno
ni con todos juntos, y hoy Don Quijote se atreve con los jayanes y no
tiembla ni de noche ni de día, pero no distingue de sones y cuáles son
de batanes y cuáles no. Día llegará en que fundidos en uno, o mejor,
quijotizado Sancho antes que sanchizado Don Quijote, no tenga aquél
miedo y distinga de sones lo mismo de noche que de día y se atreva con
batanes y con jayanes. Pero es mal camino para llegar a ello burlarse
del Caballero y creer que todo estriba en distinguir de sones. No, no
es la ciencia sola, por alta y honda, la redentora de la vida.




                              CAPÍTULO XXI

 Que trata de la alta aventura y rica ganancia del yelmo de Mambrino,
       con otras cosas sucedidas a nuestro invencible Caballero.


Tras esto cobró Don Quijote el yelmo de Mambrino, y Sancho, como
despojo de la victoria, trocó los aparejos de su asno por los del asno
del barbero, mejor repuesto que el suyo, _y almorzaron de las sobras
del real que del acémila despojaron_. Y luego _se pusieron a caminar
por donde la voluntad de Rocinante quiso, que se llevaba tras sí la de
su amo y aun la del asno_, y de camino se quejó Sancho de cuán poco
se ganaba con aquellas aventuras. Y departiendo mostró haber calado
la raíz del heroísmo de su amo cuando le pidió salieran de aquellas
aventuras _donde ya que se venzan y acaben las más peligrosas, no hay
quien las vea ni las sepa y así se han de quedar en perpetuo silencio y
en perjuicio de la intención de vuestra merced_--dijo--, y se pusieran
a servicio de algún emperador donde no faltaría quien pusiera _en
escrito las hazañas_ de Don Quijote, _para perpetua memoria_. Y añadió,
tocado ya de la locura de su amo: _de las mías no digo nada, pues no
han de salir de los límites escuderiles; aunque sé decir que si se usa
en la caballería escribir hazañas de escuderos, que no pienso que se
han de quedar las mías entre renglones_.

¿Qué es eso, Sancho? ¿Estás pensando también tú en dejar eterno nombre
y fama? ¿Andas también enamorado, aunque sin saberlo, de Dulcinea?
Tú no has tenido Aldonza Lorenzo que te encienda el amor a la
inmortalidad, tú no has tenido amores de los que no se confiesan o no
pueden confesarse, tú al llegar a edad y considerando que no está bien
que el hombre esté solo, tomaste de mano del cura a Juana Gutiérrez por
compañera de tus faenas y para madre de tus hijos, pero andas con Don
Quijote, dejaste por él mujer e hijos, y te estás enquijotando ya.

En esta plática, y al explicar Don Quijote cómo podría llegar a
casarse con hija de rey, dijo: _sólo falta ahora mirar qué rey de los
cristianos o de los paganos tenga guerra y tenga hija hermosa; pero
tiempo habrá para pensar esto, pues como te tengo dicho primero se
ha de cobrar fama por todas partes, que se acuda a la corte_, en que
parece que la fama no la quiere para fin, sino como medio, a pesar de
lo cual puede y debe asegurarse que no habría dejado Don Quijote a
Dulcinea por ninguna hija de rey, por hermosa que ella fuese y poderoso
y rico su padre. Y continuando el hidalgo mostró dudas de que el rey le
quisiese tomar por yerno, visto que no era de linaje de reyes o _por lo
menos primo segundo de emperador_, temiendo perder por semejante falta
lo que su brazo tendría bien merecido. _Bien es verdad_--añadió--_que
yo soy hijodalgo de solar conocido, de posesión y propiedad, y de
devengar quinientos sueldos; y podría ser que el sabio que escribiese
mi historia deslindase de tal manera mi parentela y descendencia que
me hallase quinto o sexto nieto de rey_, y a seguida de esto explicó a
Sancho lo de las dos maneras de linajes que hay en el mundo: los que
fueron y ya no son y los que son ya y no fueron.

Y aquí encaja lo que dijo aquel capitán de que habla el Dr. Huarte,
en el cap. XVI de su EXAMEN DE INGENIOS y decía: «Señor, bien sé que
vuestra señoría es muy buen caballero y que vuestros padres lo fueron
también; pero yo y mi brazo derecho, a quien ahora reconozco por padre,
somos mejores que vos y todo vuestro linaje». Razón que hace alguna vez
suya Don Quijote, declarándose hijo de sus obras.

Y así es; que mi humanidad empieza en mí y debe cada uno de nosotros
más que pensar en que es descendiente de sus abuelos y estanque a que
han venido acaso a juntarse tantas y tan diversas aguas, en que es
ascendiente de sus nietos y fuente de los arroyos y ríos que de él han
de brotar al porvenir. Miremos más que somos padres de nuestro porvenir
que no hijos de nuestro pasado, y en todo caso nodos en que se recogen
las fuerzas todas de lo que fué para irradiar a lo que será, y en
cuanto al linaje todos nietos de reyes destronados.




                              CAPÍTULO XXII

 De la libertad que dió Don Quijote a muchos desdichados que mal de su
                grado los llevaban donde no querían ir.


Iban en esas y otras pláticas, cuando se le presentó a Don Quijote una
de sus más grandes aventuras, si es que no la mayor de todas ellas,
cual fué la de libertar a los galeotes. Que iban presos _de por fuerza
y no de su voluntad_, y esto le bastó a Don Quijote.

Inquirió sus delitos, y de todo cuanto le dijeron sacó en limpio
que aunque les habían castigado por sus culpas, las penas que iban
a padecer no les daban mucho gusto, y que iban a ellas muy de mala
gana, muy contra su voluntad y acaso injustamente. Por lo cual decidió
favorecerles, como a menesterosos y opresos de los mayores, pues
_parece duro caso hacer esclavos a los que Dios y la naturaleza hizo
libres; cuanto más, señores guardas_--añadió Don Quijote--, _que estos
pobres no han cometido nada contra vosotros; allá se lo haya cada uno
con su pecado; Dios hay en el cielo que no se descuida de castigar al
malo ni de premiar al bueno, y no es bien que los hombres honrados sean
verdugos de los otros hombres no yéndoles nada en ello_, y así pidió
con mansedumbre que los soltaran. No lo quisieron hacer a buenas y
arremetió a malas contra ellos Don Quijote, quien ayudado por Sancho y
los galeotes mismos, logró librarlos.

Hay que pararse a considerar el ánimo esforzado y justiciero que en
esta aventura mostró el hidalgo. Mi infortunado amigo Ángel Ganivet,
gran quijotista--lo cual es decir una cosa muy diferente y hasta
opuesta a eso que suele llamarse cervantista--, el infortunado Ganivet,
en su IDEARIUM ESPAÑOL, atañedero, a esto dice:

«El entendimiento que más hondo ha penetrado en el alma de nuestra
nación, Cervantes... en su libro inmortal, separó en absoluto la
justicia española de la justicia vulgar de los Códigos y Tribunales;
la primera la encarnó en Don Quijote y la segunda en Sancho Panza. Los
únicos fallos judiciales moderados, prudentes y equilibrados que en el
Quijote se contienen son los que Sancho dictó durante el gobierno de su
ínsula; en cambio los de Don Quijote son aparentemente absurdos, por
lo mismo que son de justicia trascendental; unas veces peca por carta
de más y otras por carta de menos; todas sus aventuras se enderezan
a mantener la justicia ideal en el mundo, y en cuanto topa con la
cuerda de galeotes y ve que allí hay criminales efectivos, se apresura
a ponerlos en libertad. Las razones que Don Quijote da para libertar
a los condenados a galeras son un compendio de las que alimentan la
rebelión del espíritu español contra la justicia positiva. Hay, sí,
que luchar por que la justicia impere en el mundo; pero no hay derecho
estricto a castigar a un culpable mientras otros se escapan por las
rendijas de la ley; que al fin la impunidad general se conforma con
aspiraciones nobles y generosas, aunque contrarias a la vida regular
de las sociedades, en tanto que el castigo de los unos y la impunidad
de los otros son un escarnio de los principios de justicia y de los
sentimientos de humanidad a la vez». Hasta aquí Ganivet.

De deplorar es el que espíritu tan inventivo como el de nuestro
granadino creyera, conforme al común sentir, que Cervantes encarnó
cosa alguna en Don Quijote, y no llegara a la fe, fe salvadora, de que
la historia del ingenioso hidalgo fué, como en realidad lo fué, una
historia real y verdadera, y además eterna, pues se está realizando de
continuo en cada uno de sus creyentes. No es que Cervantes quisiera
encarnar en Don Quijote la justicia española, sino que lo encontró
así en la vida del Caballero, y no tuvo otro remedio sino narrárnoslo
cual y como sucedió, aun sin alcanzársele todo su alcance. Ni aun vió
siquiera el íntimo contraste que surge del hecho de que fuese Don
Quijote el castigador de los mercaderes toledanos, del vizcaíno y de
tantos otros más, el mismo que negaba a otros derecho a castigar.

Quédase Ganivet en los umbrales del quijotismo al suponer que la
justicia hecha por Don Quijote en los galeotes se fundara en que «no
hay derecho estricto a castigar a un culpable mientras otros se escapan
por las rendijas de la ley» y que es preferible la impunidad de todos
a la ley del embudo. Podría, en efecto, sostenerse que por tal razón
se movió Don Quijote a libertar a los galeotes sobre el fundamento de
haber dicho el mismo Caballero, en la arenga enderezada a los cabreros,
y al hablar del siglo de oro, que _la ley del encaje aún no se había
sentado en el entendimiento del juez, porque entonces no había qué
juzgar ni quién fuese juzgado_. Mas aunque el mismo Don Quijote se
engañara creyendo que fué ésta la razón de haber él dado libertad a
aquellos desgraciados, es lo cierto que en lo más hondo de su corazón
arraigaba tal hazaña. Y no os debe sorprender esto, lectores, ni debéis
caer en la simpleza de tomarlo a paradoja, porque no es quien lleva a
cabo una hazaña el que mejor conoce los motivos por que la cumplió,
ni suelen ser las razones que en abono y justificación de nuestra
conducta damos, sino razones _a posteriori_, o para hablar en romance,
de trasmano, manera que buscamos para explicarnos a nosotros mismos
y explicar a los demás el porqué de nuestros actos, quedándosenos de
ordinario desconocido el verdadero porqué. No niego que Don Quijote
creyera, con Ganivet y acaso con Cervantes, que libertó a los galeotes
por horror a la ley del encaje y por parecerle injusto castigar a unos
mientras se escapan otros por las rendijas de la ley, pero niego que
les libertara movido en realidad, y allá en sus adentros, por semejante
consideración. Y si así no fuera ¿con qué razón y derecho castigaba él,
Don Quijote como castigaba, sabiendo que escaparían los más del rigor
de su brazo? ¿Por qué castigaba Don Quijote si no hay castigo humano
que sea absolutamente justo?

Don Quijote castigaba, es cierto, pero castigaba como castigan Dios y
la naturaleza, inmediatamente, cual en naturalísima consecuencia del
pecado. Así castigó a los arrieros que fueron a tocar sus armas cuando
las velaba, alzando la lanza a dos manos, dándoles con ella en la
cabeza y derribándolos para tornar a pasearse con el mismo reposo que
primero, sin cuidarse más de ello; así amenazó a Juan Haldudo el rico,
pero soltándolo bajo su palabra de pagar a Andrés; así arremetió a los
mercaderes toledanos, no bien los oyó blasfemar contra Dulcinea; así
venció a D. Sancho de Azpeitia, soltándolo bajo promesa de las damas de
que iría a presentarse a Dulcinea; así arremetió a los yangüeses, al
ver cómo maltrataban a Rocinante. Su justicia era rápida y ejecutiva;
sentencia y castigo eran para él una misma cosa; conseguido enderezar
el entuerto, no se ensañaba en el culpable. Y a nadie intentó
esclavizar nunca.

Bien habría estado que al prender a cada uno de aquellos galeotes se
les hubiera dado una tanda de palos, pero... ¿llevarlos a galeras?
_Parece duro caso_--como dijo el Caballero--_hacer esclavos a los que
Dios y la naturaleza hizo libres_. Y añadió más adelante: _allá se lo
haya cada uno con su pecado; Dios hay en el cielo que no se descuida de
castigar al malo ni de premiar al bueno, y no es bien que los hombres
honrados sean verdugos de los otros hombres no yéndoles nada en ello_.

Los guardas que llevaban a los galeotes los llevaban fríamente, por
oficio, en virtud de mandamiento de quien acaso no conociera a los
culpables, y los llevaban a cautiverio. Y el castigo, cuando de natural
respuesta a la culpa, de rápido reflejo a la ofensa recibida, se
convierte en aplicación de justicia abstracta, se hace algo odioso a
todo corazón bien nacido. Nos hablan las Escrituras de la cólera de
Dios y de los castigos inmediatos y terribles que fulminaba sobre los
quebrantadores de su pacto, pero un cautiverio eterno, un penar sin fin
basado en fríos argumentos teológicos sobre la infinitud de la ofensa
y la necesidad de satisfacción inacabable, es un principio que repugna
al cristianismo quijotesco. Bien está hacer seguir a la culpa su
natural consecuencia, el golpe de la cólera de Dios o de la cólera de
la naturaleza, pero la última y definitiva justicia es el perdón. Dios,
la naturaleza y Don Quijote castigan para perdonar. Castigo que no va
seguido de perdón, ni se endereza a otorgarlo al cabo, no es castigo,
sino ocioso ensañamiento.

Mas se dirá: pues si se ha de perdonar ¿para qué el castigo? ¿Para
qué, preguntas? Para que el perdón no sea gratuito y pierda así
todo mérito; para que gane valor costando adquirirlo, teniendo que
comprarlo con sufrir castigo; para que el delincuente se ponga en
estado de recibir el fruto, el beneficio del perdón, borrado por el
castigo el remordimiento que se lo impediría. El castigo satisface al
ofensor, no al ofendido, y hasta le repugna a aquél el perdón gratuito,
apareciéndosele como la más quintesenciada forma de la venganza, como
flor de desdén. El perdón gratuito es un perdón que se echa como
de limosna. Los débiles se vengan perdonando, sin haber castigado.
Agradecemos más el abrazo, si es cordial, después de la bofetada con
que a nuestra provocación se responde.

Cuando un hombre se siente ofendido, vese empujado a venganza, pero
luego que se vengó, si es bien nacido y noble, perdona. De ese
sentimiento de venganza brotó la llamada justicia, intelectualizándolo,
y muy lejos de ennoblecerse con ello, se envileció. El bofetón que
suelta uno al que le insulta es más humano, y por ser más humano, más
noble y más puro que la aplicación de cualquier artículo del código
penal.

El fin de la justicia es el perdón y en nuestro tránsito a la vida
venidera, en las ansias de la agonía, a solas con nuestro Dios, se
cumple el misterio del perdón para los hombres todos. Con la pena de
vivir y las penas a ella consiguientes se pagan las fechorías todas que
en la vida se hubieren cometido; con la angustia de tener que morirse
se acaba de satisfacer por ellas. Y Dios, que hizo al hombre libre, no
puede condenarle a perpetuo cautiverio.

_Allá se lo haya cada uno con su pecado; Dios hay en el cielo que no se
descuida de castigar al malo ni de premiar al bueno._ Aquí Don Quijote
remite el castigo a Dios, sin decirnos cómo creía él que Dios castiga,
pero no pudo creer, por mucha que su ortodoxia fuese, en castigos
inacabables, y no creyó en ellos. Hay que remitir, sí, a Dios el
castigar, pero no haciéndole ministro de nuestras justicias, como tanto
se acostumbra, cuando somos nosotros los que deberíamos ser ministros
de la suya. ¿Quién es el mortal que osa pronunciar en nombre de Dios
sentencias, dejando a Dios el ejecutarlas? ¿Quién es el que así hace a
Dios ministro suyo? El que cree estar diciendo: «en nombre de Dios te
condeno», lo que en realidad está queriendo decir es esto otro: «Dios,
en mi nombre, te condena». Mirad bien que los que se arrogan ministerio
especial de Dios es en el fondo que pretenden que Dios les ministre a
ellos. Don Quijote no; Don Quijote que se creía ministro de Dios en
la tierra y brazo por quien se ejecuta en ella su justicia, pero como
lo somos todos, Don Quijote le dejaba a Dios el juzgar de quién fuera
bueno y quién malo y merced a qué castigo habría que perdonar a éste.

Mi fe en Don Quijote me enseña que tal fué su íntimo sentimiento, y si
no nos lo revela Cervantes es porque no estaba capacitado para penetrar
en él. No por haber sido su evangelista, hemos de suponer fuera quien
más adentró en su espíritu. Baste que nos haya conservado el relato de
su vida y hazañas.

_No es bien que los hombres honrados sean verdugos de los otros
hombres, no yéndoles en ello nada._ Don Quijote, como el pueblo de que
es la flor, mira con malos ojos al verdugo y a todo ministro y ejecutor
de justicia. Santo y bueno que se tome uno la justicia por su mano,
pues le abona un natural instinto, pero ser verdugo de otros hombres
para ganarse así el pan sirviendo a la odiosa justicia abstracta, no es
bien. Pues la justicia es impersonal y abstracta, castigue impersonal y
abstractamente.

Ya os veo aquí, lectores timoratos, llevaros las manos a la cabeza y os
oigo exclamar: ¡qué atrocidades! Y luego habláis de orden social y de
seguridad y de otras monsergas por el estilo. Y yo os digo que si se
soltase a los galeotes todos no por eso andaría más revuelto el mundo,
y si los hombres todos cobraran robusta fe en su última salvación,
en que al cabo todos hemos de ser perdonados y admitidos al goce del
Señor, que para ello nos crió libres, seríamos todos mejores.

Bien sé que en contra de esto me argüiréis con el ejemplo mismo de los
galeotes y de cómo le pagaron a Don Quijote la libertad que les había
devuelto. Pues no bien los vió sueltos, los llamó y diciéndoles que _de
gente bien nacida es agradecer los beneficios que reciben, y uno de
los pecados que más a Dios ofenden es la ingratitud_, les mandó fuesen
cargados de la cadena a presentarse ante la señora Dulcinea del Toboso.
Los desdichados, llenos de miedo no fuese les prendiera de nuevo la
Santa Hermandad, respondieron por boca de Ginés de Pasamonte, que no
podían cumplir lo que Don Quijote les pedía, y se lo mudase en alguna
cantidad de avemarías y credos. Irritó al Caballero, que era pronto a
la cólera, el desenfado de Pasamonte, y le reprendió. Y entonces hizo
éste del ojo a sus compañeros y _apartándose aparte comenzaron a llover
tantas y tantas piedras sobre Don Quijote... que dieron con él en el
suelo_. Y una vez en tierra, le golpeó uno y le quitaron la ropilla y a
Sancho el gabán.

Lo cual debe enseñamos a libertar galeotes precisamente porque no nos
lo han de agradecer, que de contar de antemano con su agradecimiento,
nuestra hazaña carecería de valor. Si no hiciéramos beneficios sino
por las gratitudes que de ellos habríamos de recoger ¿para qué nos
servirían en la eternidad? Debe hacerse el bien no sólo a pesar de que
no nos lo han de corresponder en el mundo, sino precisamente porque no
han de correspondérnoslo. El valor infinito de las buenas obras estriba
en que no tienen pago adecuado en la vida, y así rebosan de ella. La
vida es un bien muy pobre para los bienes que en ella cabe ejercer.

Pero viene aquí un pasaje tan triste como hermoso, pues mostrándonos
una carnal flaqueza del Caballero, nos muestra que era de carne y hueso
como nosotros, y como nosotros sujeto a las miserias humanas.




                              CAPÍTULO XXIII

De lo que aconteció al famoso Don Quijote en Sierra Morena, que fué una
 de las más raras aventuras que en esta verdadera historia se cuentan.


Y fué cuando, viéndose tan malparado, dijo a su escudero: _siempre,
Sancho, lo he oído decir, que el hacer bien a villanos es echar agua
en la mar: si yo hubiera creído lo que me dijiste, yo hubiera excusado
esta pesadumbre; pero ya está hecho, paciencia y escarmentar para desde
aquí adelante_. El pobre Caballero, tendido en tierra, siente flaquear
su fe. Mas ved que acude en su ayuda Sancho, el heroico Sancho, y
lleno de fe quijotesca, responde a su amo: _Así escarmentará vuestra
merced como yo soy turco_. Y ¡qué bien calaste, Sancho heroico, Sancho
quijotesco, que tu amo no podía escarmentar de hacer el bien y cumplir
la justicia verdadera!

Y porque apedrearan a Don Quijote y le robaran la ropilla ¿hemos de
creer que no le iban agradecidos los galeotes y que la libertad no les
mejoró el ánimo? Cuando le robaron la ropilla es que la necesitaban, y
esto no excluía agradecimiento, pues una cosa es la gratitud y otra el
oficio, y el de los más de ellos era el de ladrones. Y además ¿quién
sabe si no es que querían llevarse una prenda suya como de recuerdo? ¿Y
que le apedrearon? Sí, por agradecimiento también. Peor habría sido que
le hubiesen vuelto las espaldas.

Encimada la aventura de los galeotes y obedeciendo Don Quijote a los
ruegos de Sancho, que le pedía se apartaran de la furia de la Santa
Hermandad, mas no por miedo a ella, se entraron en Sierra Morena,
haciendo noche _entre dos peñas y entre muchos alcornoques_. Y aquella
noche fué cuando robó su jumento a Sancho Ginés de Pasamonte, el
desgraciado galeote. Y a poco hallaron la maleta de Cardenio y el
montoncillo de escudos de oro que hizo exclamar a Sancho: _bendito sea
todo el cielo que nos ha deparado una aventura que sea de provecho_.

¡Ah Sancho veleta, vuelve a vencerte la carne y llamas aventura a eso
de topar con un montoncillo de escudos de oro! Eres del país de la
lotería. Se lo regaló su amo, que no iba a la busca de tales aventuras
de dinero hallado. Interesóse más en los lamentos amorosos que en la
maleta se contenían, y al ver pasar saltando de risco en risco a un
solitario, decidido a buscarle, mandó a Sancho lo atajase. Y entonces
respondió éste aquellas notabilísimas palabras de: _No podré hacer eso
porque en apartándome de vuestra merced, luego es conmigo el miedo, que
me asalta con mil géneros de sobresaltos y visiones_.

¿Y cómo no, Sancho amigo, cómo no? Tu amo será, si quieres, loco de
remate, pero ni supiste, ni sabes ni sabrás ya vivir sin él; renegarás
de su locura y de los manteamientos en que con ella te mete, pero si te
deja, te acometerá el miedo al verte solo. Tú sin tu amo estás tan solo
que estás sin ti. Gustaste el amparo de Don Quijote, cobraste fe en él,
si el mantenimiento de tu fe te falta ¿quién te librará del miedo? ¿Es
acaso el miedo otra cosa que la pérdida de la fe?, y ¿no se recobra
ésta en fuerza de miedo? Y la fe, amigo Sancho, es adhesión no a una
teoría, no a una idea, sino a algo vivo, a un hombre real o ideal, es
facultad de admirar y de confiar. Y tú, Sancho fiel, crees en un loco y
en su locura, y si te quedas a solas con tu cordura de antes ¿quién te
librará del miedo que te ha de acometer al verte solo con ella, ahora
que gustaste de la locura quijotesca? Por eso pides a tu amo y señor
que no se aparte de ti.

Y tu Don Quijote, magnánimo y fuerte, te responde: _Así será, y yo
estoy muy contento de que te quieras valer de mi ánimo, el cual no te
faltará aunque te falte el ánima del cuerpo_. Ten fe, pues, Sancho, ten
fe, que aunque te falte el ánima del cuerpo, no te faltará el ánimo de
Don Quijote. La fe cumplió en ti su milagro; el ánimo de Don Quijote es
ya tu ánimo y ya no vives tú en ti mismo, sino que es él, tu amo, quien
en ti vive. Estás quijotizado.

Entonces encontró Don Quijote a Cardenio y apenas vió al otro loco,
loco de amor, _le tuvo un buen espacio estrechamente entre sus brazos,
como si de luengos tiempos le hubiera conocido_. Y así era en verdad.
Saludáronse y manifestó Don Quijote su propósito de servirle y si
no hallaba remedio a su dolor, ayudarle a llorar su desventura y _a
plañirla como mejor pudiera_. Y al llorar y plañir la desventura de
Cardenio ¿no llorarías y plañirías la tuya, buen Caballero? Al llorar
los desdenes de Lucinda ¿no llorarías aquella contención que te impidió
abrir el corazón a Aldonza?

Hay, sin embargo, maliciosos en creer que todo ello era sólo para mover
a Cardenio a que contase su historia, pues era Don Quijote curioso en
extremo y amigo de enterarse de vidas ajenas.




                         CAPÍTULOS XXIV Y XXV

   Donde se prosigue la aventura de Sierra Morena y que trata de las
extrañas cosas que en Sierra Morena sucedieron al valiente caballero de
 la Mancha y de la imitación que hizo a la penitencia de Beltenebros.


Aquí Cervantes, no fiando demasiado en la virtualidad de la historia
de su héroe, intercala la de Cardenio. Mas aun así nos contó la
interrupción de Don Quijote a Cardenio y cómo salió a la defensa de
la reina Madasina, ofendida por éste. Con lo cual quiso enseñarnos a
que no toleremos se le ofenda a él por los que se obstinan en tratarle
como a mero ente de razón, sin consistencia real. Y no es razón que
los tales no estén en su cabal juicio, pues _contra cuerdos y contra
locos_, como dijo en aquella ocasión Don Quijote, debe volver uno por
la verdad radical. Como por ella volvió el hidalgo. El cual si pecaba
era de jactancioso, pues aun entonces afirmó que él se sabía las reglas
de caballería _mejor que cuantos caballeros las profesaron en el mundo_.

Yendo después por aquellas soledades de Sierra Morena volvió a dar Don
Quijote en su verdadero tema, y fué al decir a Sancho que le llevaba
por aquellas partes el deseo _de hacer en ellas una hazaña con que he
de ganar_--dijo--_perpetuo nombre y fama en todo lo descubierto de
la tierra_. Y para lograrlo se propone imitar a su modelo, Amadís de
Gaula. Sabía bien que a la perfección se llega imitando a hombres y no
tratando de poner en práctica teorías. Y para imitarle en la penitencia
que hizo en la Peña Pobre, mudando su nombre en el de Beltenebros,
decidió Don Quijote hacer en Sierra Morena _del desesperado, del
sandio y del furioso_, aventura más fácil que la de _hender gigantes,
descabezar serpientes, matar endriagos, desbaratar ejércitos, fracasar
armadas y dehacer encantamentos_.

Y como el heroico loco era muy cuerdo, no quiso imitar a D. Roldán en
lo de arrancar árboles, enturbiar las aguas de las claras fuentes,
matar pastores, destruir ganados, abrasar chozas, derribar casas,
arrastrar yeguas y _otras cien mil insolencias dignas de eterno nombre
y escritura_, sino sólo en lo esencial, y aun venir a contentarse con
la sola imitación de Amadís, _que sin hacer locuras de daño, sino de
lloros y sentimientos, alcanzó tanta fama como el que más_. El punto
estaba en alcanzar fama y renombre, y si las locuras de daño no eran
para ello necesarias, eran ya locuras de locura.

Y requerido por Sancho de por qué razón habría de volverse loco sin que
Dulcinea le hubiese faltado, contestó con aquella preñadísima sentencia
que dice: _Ahí está el punto y ésa es la fuerza de mi negocio, que
volverse loco un caballero andante con causa, ni grado ni gracias; el
toque está en desatinar sin ocasión y dar a entender a mi dama que si
en seco hago esto, qué hiciera en mojado_. Sí, Don Quijote mío, el
toque está en desatinar sin ocasión, en generosa rebelión contra la
lógica, durísima tirana del espíritu. Los más de los que en ésta tu
patria son tenidos por locos, desatinan con ocasión y con motivo y en
mojado, y no son locos, sino majaderos forrados de lo mismo, cuando no
bellacos de lo fino. La locura, la verdadera locura nos está haciendo
mucha falta, a ver si nos cura de esta peste del sentido común que nos
tiene a cada uno ahogado el propio.

Ahogado se lo tenía a Sancho, pues dudó de ti, heroico Caballero,
cuando le hablaste de nuevo del yelmo de Mambrino y estuvo a punto de
creer patraña tus promesas todas porque sus ojos carnales le hacían
ver el yelmo como si fuese bacía de barbero. Pero bien le respondiste:
_eso que a ti te parece bacía de barbero, me parece a mí el yelmo de
Mambrino y a otro le parecerá otra cosa_. Ésta es la verdad pura;
el mundo es lo que a cada cual le parece, y la sabiduría estriba en
hacérnoslo a nuestra voluntad, desatinando sin ocasión y henchidos de
fe en lo absurdo. El carnal Sancho creyó, al ver empezar a Don Quijote
la penitencia que iba de burlas y no de veras, mas desengañóle su amo.
No, Sancho amigo, no, la verdadera locura va de veras siempre; son los
cuerdos los que van de burlas.

Y ¡qué locura! Entonces fué cuando Don Quijote declaró a Sancho lo de
ser Dulcinea Aldonza Lorenzo, la hija de Lorenzo Corchuelo y de Aldonza
Nogales, y Sancho nos declaró las prendas terrenales de ella, _moza de
chapa, hecha y derecha y de pelo en pecho_, que tiraba la barra _como
el más forzudo zagal de todo el pueblo_. Se puso un día _encima del
campanario de la aldea a llamar a unos zagales suyos que andaban en
un barbecho de su padre y aunque estaban de allí a media legua, así
lo oyeron como si estuvieran al pie de la torre_. Y se la oye ahora,
que convertida en Dulcinea, pregona tu nombre, Sancho socarrón. _Tiene
mucho de cortesana_--añadió--; _con todos se burla y de todo hace mueca
y donaire_... Sí, de todos sus favoritos se burla la Gloria.

Dejó de hablar Sancho, juzgando a Dulcinea, o mejor a Aldonza, según
sus groseros ojazos, y su amo le contó el cuento de la viuda hermosa,
moza, libre y rica que se enamoró del mozo rollizo e idiota. Para lo
que le quería... Sí, para el que quiere estrujar idealidad del mundo
nada hay en él de bajo ni de grosero, y muy bien puede Aldonza Lorenzo
encarnar a Dulcinea.

Pero hay aquí algo más íntimo. Alonso Quijano el Bueno que había
recatado en los más recónditos recovecos de su corazón durante doce
años aquel amor que fué acaso lo que llevándole a engolfarse en libros
de caballería le llevó a hacerse Don Quijote, Alonso Quijano, roto
ahora, merced a la locura caballeresca, su vergonzante recato, confiesa
a Sancho su amor. ¡A Sancho! Y al confesarlo, lo profana. El muy
bellaco del escudero no se percata de lo que se le abre al conocimiento
y a la confianza y habla de Aldonza como de una garrida moza cualquiera
de lugar. Y entonces Don Quijote, apesadumbrado al ver cuán a lo burdo
entendió Sancho sus amores, sin conocer que para todo buen enamorado
es su amor único y como no lo ha habido en la tierra antes, le cuenta
la sustanciosa historia de la viuda y el idiota, para concluir en lo
de _por lo que yo quiero a Dulcinea del Toboso, tanto vale como la
más alta princesa de la tierra_. ¡Pobre Caballero! y cómo tuviste que
callar y sepultar en lo más escondido de tu seno que a no haberte atado
la vergüenza del de demasiado amor que se te prendió en el otoño de tus
años, para otra cosa que para invocarla por los caminos bajo el nombre
de Dulcinea habrías querido a la hermosa hija de Lorenzo Corchuelo y de
Aldonza Nogales! Di ¿no hubieras dado por ella la gloria, esa gloria
que por ella ibas a buscar?

Acabado el coloquio, escribió Don Quijote la carta a Dulcinea, aun no
sabiendo leer Aldonza Nogales, y la cédula de los tres pollinos que se
entregarían a Sancho. ¡Ah, Sancho, Sancho, llevas el más grande de los
cometidos, una misiva de amor a Dulcinea, y necesitas llevar con ella
una cédula de tres pollinos!

Siguióse nuevo coloquio y en él dijo Don Quijote aquello de: _A fe,
Sancho, que a lo que parece no estás tú más cuerdo que yo_. Cierto es
ello, pues le contagiaste, noble Caballero.

Al ir a partir Sancho, desnudóse su amo con toda priesa los calzones,
_quedó en carnes y en pañales y luego, sin más ni más, dió dos
zapatetas en el aire y dos tumbos la cabeza abajo y los pies en alto
descubriendo cosas que, por no verlas otra vez, volvió Sancho la rienda
a Rocinante y se dió por satisfecho de que podía jurar que su amo
quedaba loco_.




                              CAPÍTULO XXVI

  Donde se prosiguen las finezas que de enamorado hizo Don Quijote en
                            Sierra Morena.


Y quedóse Don Quijote rezando en un rosario de agallas grandes de
alcornoque, paseándose por un pradecillo, escribiendo y grabando en las
cortezas de los árboles y por la menuda arena muchos versos, suspirando
y llamando a los faunos, silvanos y ninfas de aquellos contornos.

¡Admirable aventura! ¡Aventura del género contemplativo más bien que
del activo! Hay gentes, Don Quijote mío, ciegas al valor de estas
aventuras de suspirar y dar sin más ni más zapatetas en el aire. Sólo
el que las dió o es capaz de darlas, puede dar cima a grandes empresas.
Desgraciado del que a solas consigo mismo es cuerdo y cuida que los
demás le miran.

Esta penitencia de Don Quijote en Sierra Morena nos trae a la memoria
aquella otra de Íñigo de Loyola en la cueva de Manresa y sobre todo
cuando en el mismo Manresa y en el monasterio de Santo Domingo
«vínole al pensamiento--como nos dice el P. Rivadeneira, libro I,
cap. VI--un ejemplo de un santo que para alcanzar de Dios una cosa
que le pedía, determinó de no desayunarse hasta alcanzarla. A cuya
imitación--añade--propuso él también de no comer ni beber hasta hallar
la paz tan deseada de su alma, si ya no se viese por ello a peligro de
morir».

Al terminar un piadoso autor la vida de San Simeón Estilita, añade:
«esta vida es más para admirada que para imitada», y Teresa de Jesús,
en el párrafo tercero del capítulo XIII de su VIDA, nos dice que el
demonio «nos dice o hace entender que las cosas de los Santos son
para admiradas, mas no para hacerlas los que somos pecadores» y eso
dice ella también, mas que «hemos de mirar cuál es de espantar y cuál
de imitar». Y así podría creerse que la penitencia de Don Quijote en
Sierra Morena es más para admirada que para imitada. Pero yo os digo
que de la misma fuente de que brotaron sus más hazañosas proezas, de
esa misma fuente brotó también lo de las zapatetas en el aire, siendo
inseparable lo uno de lo otro. Aquellas locuras encendieron su amor a
Dulcinea, y ese amor fué su brújula y su resorte de acción.

Lo bello es lo superfluo; lo que tiene su fin en sí; la flor de la
vida. Y esas zapatetas en el aire son bellísimas, porque no tienen
otro fin que el de darlas. Aunque sí, otro fin tuvieron, fin de propia
educación. Oídme una parábola:

Llegaron a segar un campo dos segadores. El uno, ansioso de segar
mucho, empezó a cortar sin cuidarse de afilar la guadaña y al poco
rato, mellada ella y embotado el filo, derribaba la yerba, mas sin
cortarla. El otro, deseoso de segar bien, se pasó casi toda la mañana
en afilar su instrumento, y al caer de la tarde ni éste ni aquél habían
ganado su jornal. Así hay quien sólo se cuida de obrar sin afilar ni
pulir su voluntad y su arrojo, y quien se pasa la vida en afile y
pulimento, y en prepararse a vivir le llega la muerte. Hay, pues, que
segar y pulir la guadaña, obrar y prepararse para la obra. Sin vida
interior no la hay exterior.

Y esas zapatetas sin más ni más en el aire, y esos rezos, esos grabados
en las cortezas de los árboles, suspiros e invocaciones, son ejercicio
espiritual para arremeter molinos, alancear corderos, vencer vizcaínos,
libertar galeotes y ser por ellos apedreado. Allí, en aquel retiro y
con aquellas zapatetas, se curaba de las burlas del mundo, burlándose
de él, y desahogaba su amor; allí cultivaba su locura heroica con
desatinos en seco.

En tanto tomó Sancho camino del Toboso y al llegar cerca de la venta en
que lo mantearon, topó con el cura y el barbero de su lugar. Los cuales
no bien le vieron, preguntáronle por Don Quijote y dónde quedaba, y
Sancho, guiado de un certero instinto, intentó ocultarlo. Y ¡qué bien
comprendías, fiel escudero, que los mayores enemigos del héroe son sus
propios deudos y parientes, los que le quieren con cariño de la carne!
No le quieren por él ni por su obra, sino quiérenle para ellos. No le
quieren por su obra, que es su alma y su razón de ser; no le quieren
en la eternidad, sino en el tiempo. Cuenta Marcos el evangelista, en
el capítulo III de su Evangelio, que cuando Jesús había elegido sus
apóstoles, estaba rodeado de mucha gente, que ni aun podían comer pan
(ver. 20) y al oirlo los suyos, οι παρ' αὺτοῦ, los de su familia, su
madre y hermanos, fueron a prenderle diciendo: «está fuera de sí», esto
es, está loco (ver. 21) y al decirle al Maestro: «He ahí tu madre y tus
hermanos que te buscan fuera», respondió diciendo: «¿Quién, mi madre
y mis hermanos? He aquí mi madre y mis hermanos--y miró a los que le
rodeaban--; quien hiciere la voluntad de Dios ese es mi hermano y mi
hermana y mi madre» (vers. 31 a 35). Para nadie es más loco el héroe,
el santo, el redentor, que para su propia familia, para sus padres y
hermanos.

El cura y el barbero obraban al querer reducir a Don Quijote a su casa,
conforme al corazón del alma y la sobrina del hidalgo, que le creían
fuera de sí. Pero los sobrinos de Don Quijote son quienes se encienden
en su hidalga caballerosidad, son sus parientes en espíritu. El héroe
acaba por no poder tener amigos; por ser a la fuerza un solitario.

Bien hizo, pues, Sancho en querer ocultar al cura y al barbero dónde
paraba su amo, pero no le valió la treta, porque como estaba solo, sin
el amparo de su señor, le atacaron por el miedo y le hicieron cantar
de plano. Y lo cantó todo, asombrando a los vecinos, que _se admiraron
de nuevo considerando cuán vehemente había sido la locura de Don
Quijote, pues había llevado tras sí el juicio de aquel pobre hombre_.
¿Vehemente? Más que vehemente; contagiosa con el contagio del heroísmo.
Y no puede ni debe llamarse pobre hombre a quien tan rico de espíritu
se iba haciendo con sólo haber entrado a servir a tal caballero.

_No quisieron cansarse en sacarle del error en que estaba_--agrega
el historiador--, _pareciéndoles que pues que no le dañaba nada la
conciencia, mejor era dejarle en él, y a ellos les sería de más gusto
oir sus necedades_. Ved cómo toman estos dos mundanos cura y barbero
las cosas de Sancho; le dejan en lo que creen su error y era fe en el
heroísmo, para sacar gusto de oir las que reputan sus necedades. Haced
luego nada heroico o decid algo sutil o nuevo para dar gusto a los que
os lo tomarán como meras ingeniosidades.

Presumo que leerán estos mis comentarios no pocos curas y barberos
manchegos, o que merecían serlo, y hasta llego a sospechar que los más
de los que me los lean andarán más cerca que de otra cosa de aquellos
cura y barbero, y creerán bueno dejarme en los que juzguen mis errores
para sacar gusto de mis necedades. Dirán, como si lo oyera, que sólo
busco y rebusco ingeniosas paradojas para hacerme pasar por original,
pero yo sólo les digo que si no ven ni sienten todo lo que de pasión y
encendimiento de ánimo y hondas inquietudes y ardorosos anhelos pongo
en estos comentarios a la vida de mi señor Don Quijote y de su escudero
Sancho, y he puesto en otras de mis obras, si no ven ni sienten eso,
digo, los compadezco con toda la fuerza de mi corazón y los tengo
por unos miserables esclavos del sentido común y unos espíritus
aparenciales que se pasean entre sombras recitando de coro las viejas
coplas de Calaínos. Y me encomiendo a nuestra señora Dulcinea, que dará
al cabo cuenta de ellos y de mí.

En acabando de leer esto se sonreirán también murmurando: ¡Paradojas!
¡Nuevas paradojas! ¡Siempre paradojas! Pero venid acá, espíritus
alcornoqueños, hombres de dura cerviz, venid y decidme ¿qué entendéis
por paradoja y queréis decir con eso? ¡Sospecho que os queda otra
dentro, desgraciados rutineros del sentido común! Lo que no queréis
es remejer el poso de vuestro espíritu ni que os lo remejan; lo que
rehusáis es zahondar en los hondones del alma. Buscáis la estéril
tranquilidad de quien descansa en institutos externos, depositarios de
dogmas, y os divertís con las necedades de Sancho. Y llamáis paradoja
a lo que os cosquillea el ánimo. Estáis perdidos, irremisiblemente
perdidos; la haraganería espiritual es vuestra perdición.




                              CAPÍTULO XXVII

De cómo salieron con su intención el cura y el barbero, con otras cosas
           dignas de que se cuenten en esta grande historia.


Y volviendo a nuestra historia os recordaré, pues cuantos me leís
la conocéis ya, lo ideado por el cura y el barbero para sacar a Don
Quijote de aquella penitencia, que juzgando curibarberilmente estimaban
inútil, vistiéndose el cura en hábito de doncella andante, ya que los
curas acostumbran vestirse, como las doncellas y las que lo fueron, por
la cabeza, y de escudero el rapa-barbas, e irse así _adonde Don Quijote
estaba, fingiendo ser ella una doncella afligida y menesterosa_ y todo
lo demás que se nos cuenta al respecto, para sacar a Don Quijote de
Sierra Morena y llevarle a su casa. Y así, disfrazado de doncella el
cura, montado en su mula a mujeriegas y con el barbero, con su cola de
buey por barba, fueron a seducir al Caballero. Y al poco cayó el cura
en la cuenta de lo indecente que para su carácter era tal mojiganga
y cambiaron los papeles. Le caía mejor barba de cola de buey que no
vestido de doncella. Y engañaron a Sancho, al sencillo y fiel Sancho,
para que vendiese a su amo dándole barbero por doncella andante.




                              CAPÍTULO XXIX

  Que trata de la nueva y agradable aventura que al cura y al barbero
                      sucedió en la misma sierra.


Mas ni aun esto fué menester, porque la suerte les deparó a la hermosa
Dorotea---casi todas las damas que figuran en esta historia son
hermosas--, que se prestó a hacer el papel de doncella menesterosa,
princesa Micomicona, y tan al vivo se atavió para ello, que cayó en el
lazo el incauto Sancho.

Estaba a todo esto Don Quijote en camisa, flaco, amarillo, muerto de
hambre y suspirando por su señora Dulcinea. Ya vestido le encontró la
princesa Micomicona, hincóse de hinojos ante él, pidióle Don Quijote
que se levantara, rehusó ella hacerlo hasta que se le otorgara el don
que pediría, siéndole de antemano otorgado por el Caballero, como no
hubiera de cumplirse en daño o mengua de su rey, de su patria y de
aquella que de su corazón y libertad tenía la llave. Esto es prometer
con cautela y sin comprometerse. Pidióle entonces la princesa se
fuere con ella sin entrometerse en otra aventura hasta vengarla de un
traidor que le tenía usurpado el reino, y Don Quijote le aseguró podía
desechar toda melancolía, pues con la ayuda de Dios y la de su brazo
veríase ella presto restituida a su reino. Si Dios movía el brazo
del Caballero, sobraba la segunda ayuda. Quiso la princesa besarle
las manos, no lo consintió él, que _en todo era comedido y cortés
caballero_, y se aprestó a seguirla.

Aquí hay que admirar cómo unía y juntaba en uno Don Quijote su fe en
Dios y su fe en sí mismo, al decir a la princesa lo que le dijo de
cómo se vería presto restituída a su reino y sentada en la silla de
su antiguo y grande estado, a pesar y a despecho de los follones que
contradecirlo quisieren. Y es que no hay fe en sí mismo como la del
servidor de Dios, pues éste ve a Dios en sí; como la fe del que, cual
Don Quijote, si bien llevado del cebo de la fama, busca ante todo el
reino de Dios y su justicia. Dásele todo lo demás por añadidura y a la
cabeza de todo lo demás fe en sí mismo, necesaria para obrar.

Encontrándose los PP. Láinez y Salmerón con grandes dificultades de
parte de la Señoría de Venecia para fundar el Colegio de Padua, y
teniendo por desahuciado el negocio, escribió Láinez a Íñigo de Loyola
«en qué términos estaba, pidiéndole que para que Nuestro Señor le
diese buen suceso, dijese una misa por aquel negocio, porque él no
hallaba otro remedio. Dijo el Padre la misa, como se le pedía, el mismo
día de la Natividad de Nuestra Señora, y acabada, escribió a Láinez:
«Ya hice lo que me pedistes; tened buen ánimo, y no os dé pena este
negocio, que bien le podéis tener por acabado como deseáis. Y así fué».
(Rivadeneira, libro III, cap. VI.)

Y viene lo triste de la aventura de Don Quijote, y es que entre tanto
_estábase el barbero aún de rodillas teniendo gran cuenta de disimular
la risa y de que no se le cayese la barba, con cuya caída quizá
quedaran todos sin conseguir su buena_--según Cervantes--_intención_.
Hasta aquí todas han sido aventuras de las que la suerte le procuraba
al hidalgo al azar de los caminos y veredas, aventuras naturales y
ordenadas por Dios para su gloria; mas ahora empiezan las que le
armaron los hombres y con ellas lo más recio de su carrera. Ya tenemos
al héroe siendo, en cuanto héroe, juguete de los hombres y motivo
de risa; ya está la compañía de los hombres en campaña contra él.
El barbero disimula la risa para no ser conocido. Sabe que la risa,
arrancándonos la máscara de la seriedad, barba tan quitadiza como
postiza es, nos pone al descubierto.

Empieza ahora, digo, lo triste de la carrera quijotesca. Sus más
hermosas y más espontáneas aventuras quedan ya cumplidas; en adelante
las más de ellas lo serán ya de tramoya y armadas por hombres
maliciosos. Hasta aquí desconocía el mundo al héroe, y éste, a su vez,
trataba de hacérselo a su antojo; ahora el mundo le conoce y le acepta,
más para burlarse de él, y siguiéndole el humor, fraguarle a su antojo.
Ya estás, mi pobre Don Quijote, hecho regocijo y períndola de barberos,
curas, bachilleres, duques y desocupados de toda laya. Empieza tu
pasión, y la más amarga, la pasión por la burla.

Mas por esto mismo ganan tus aventuras en profundidad lo que en
arrojo pierden, porque concurre a ellas, sea como fuere y de un modo
o de otro, el mundo. Quisiste hacer del mundo tu mundo, enderezando
entuertos y asentando la justicia en él; ahora el mundo recibe a
tu mundo como a parte suya y vas a entrar en la vida común. Te
desquijotizas algo, pero es quijotizando a cuantos de ti se burlen. Con
la risa los llevas tras de ti, te admiran y te quieren. Tú harás que el
bachiller Sansón Carrasco acabe por tomar en veras sus burlas, y pase
de pelear por juego a pelear por honra. Déjale, pues, al barbero que
se sotorría bajo sus barbas postizas. «He aquí el hombre», dijeron en
burla a Cristo Nuestro Señor; «he aquí el loco», dirán de ti, mi señor
Don Quijote, y serás el loco, el único, el Loco.

Y Sancho, el pobre Sancho, sabedor en gran parte de la farsa, pues vió
tras bastidores y entre bambalinas preparar la comedia, creía, sin
embargo, con fe heroica, en el reino Micomicón y aun soñaba con traer
de él negros y venderlos para enriquecerse. ¡Oh fe robusta! Y no se nos
diga que se la atizaba la codicia, no; sino que era, por el contrario,
su fe la que le despertaba la codicia.

Hízose entonces el cura el encontradizo, saludó a su vecino Alonso
Quijano como a su buen compatriota Don Quijote de la Mancha, _la flor
y nata de la gentileza_..., _la quinta esencia de los caballeros
andantes_, consagrándole así juguete de sus convecinos, y el ingenioso
hidalgo, así que le hubo conocido, intentó apearse, ya que el cura
estaba en pie. Rendía parias al burlador, pues era éste, al fin y al
cabo, el cura de almas de su pueblo.

Un contratiempo hizo que se le cayeran las postizas barbas al barbero,
y el cura acudió a pegárselas con un ensalmo _de que se admira Don
Quijote sobre manera y rogó al cura que cuando tuviese lugar le
enseñase aquel ensalmo_. ¡Ay, mi pobre Caballero, y cómo empieza a
obrar en ti la tramoya en que los burladores te envuelven! Ya no
inventas tú las maravillas; te las inventan.

Mas no contento el cura con su papel de burlador, quiso tomar el de
reprensor también y enderezó una agria reprimenda al hombre valiente
que libertó a los galeotes, fingiendo no conocerlo. Y el Caballero,
_al cual se le mudaba la color a cada palabra_, callaba, sin darse por
aludido, pues era al fin su cura, su confesor el que hablaba.




                              CAPÍTULO XXX

 Que trata de la discreción de la hermosa Dorotea, con otras cosas de
                       mucho gusto y pasatiempo.


Y hubiera callado del todo, si Sancho no lo delata y dice que fué su
amo quien dió libertad a aquellos grandísimos bellacos. Había hablado
su hombre, el que para él era su mundo. _Majadero--dijo a esta sazón
Don Quijote--, a los caballeros andantes no les toca ni atañe averiguar
si los afligidos, encadenados y opresos que encuentran por los caminos
van de aquella manera o están en aquella angustia por sus culpas o por
sus gracias; sólo les toca ayudarles como a menesterosos, poniendo los
ojos en sus penas y no en sus bellaquerías_, con todo lo demás que
añadió, retando a quien le pareciese mal lo que había hecho, salva
la santa dignidad del señor licenciado. Admirable respuesta, y digna
corona a las razones que expuso al libertar a los galeotes. Natural
era que el cura, como los demás curas con que en el curso de su obra
topó el hidalgo, discurriera por lo mundano y terrestre, que al fin los
mundanos y terrestres le pagaban para que hiciese de cura, mas a Don
Quijote cumplíale sentir por lo divino y celestial. ¡Oh, mi señor Don
Quijote, y cuándo llegaremos a ver en cada galeote ante todo y sobre
todo un menesteroso, poniendo los ojos en la pena de su maldad y no en
otra alguna cosa! Hasta que a la vista del más horrendo crimen no sea
la exclamación que nos brote: ¡pobre hermano! por el criminal, es que
el cristianismo no nos ha calado más adentro que el pellejo del alma.

Prosiguiendo en sus burlas, a seguida de esto endilgó la princesa
Micomicona a Don Quijote la sarta de disparates que había urdido
para justificarse. Y dióse el triste caso de creérselas Don Quijote
y Sancho, pues siempre el heroísmo es crédulo. Y allí fué el reir de
los burladores. Don Quijote renovó sus promesas, mas no aceptó lo de
casarse con la princesa, cosa que disgustó a Sancho, y tales cosas dijo
éste poniendo a la Micomicona sobre Dulcinea, que su amo _no lo pudo
sufrir y alzando el lanzón, sin hablarle palabra a Sancho y sin decirle
esta boca es mía, le dió tales dos palos, que dió con él en tierra_.

Este silencioso castigo, lo único serio entre tan torpes burlas, nos
levanta el ánimo, y serias y muy serias fueron las razones con que Don
Quijote justificó su castigo, haciendo ver que si no fuese por el valor
que infundía Dulcinea en su pecho, no le tendría para matar una pulga,
pues no era el valor suyo, sino el de Dulcinea, el que tomando a su
brazo por instrumento de sus hazañas, llevaba éstas a feliz término. Y
así es en verdad que cuando vencemos es la Gloria la que por nosotros
vence. _Ella pelea en mí y vence en mí, y yo vivo y respiro en ella
y tengo vida y ser._ ¡Heroicas palabras, que debemos llevar grabadas
en el corazón! Palabras que son al quijotismo lo que al cristianismo
es aquella sentencia de Pablo de Tarso: «Con Cristo estoy juntamente
crucificado, y vivo; no ya yo, mas vive Cristo en mí». (Gal. II, 20.)

Y así es siempre en toda obra grande entre los hombres, y es que la
tal obra, si ha de ser de veras grande, ha de hacerse en obsequio de
hombre; de hombre o de mujer, mejor de mujer que de hombre. El fin del
hombre es la humanidad y la humanidad personalizada, hecha individuo,
y cuando toma por fin a la naturaleza es humanizándola antes. Dios es
el ideal de la humanidad, el hombre proyectado al infinito y eternizado
en él. Y así tiene que ser. ¿Por qué habláis de error antropocéntrico?
¿No decís que una esfera infinita tiene el centro en todas partes, en
cualquiera de ellas? Para cada uno de nosotros el centro está en sí
mismo. Pero no puede obrar si no lo polariza; no puede vivir si no se
descentra. Y ¿a dónde ha de descentrarse sino tendiendo a otro como
él? El amor de hombre a hombre, de hombre a mujer quiero decir, ha
producido las maravillas todas.

_Yo vivo y respiro en ella y tengo vida y ser._ Al decir esto de tu
Dulcinea, mi Don Quijote, ¿no se acordaba tu Alonso el Bueno de aquella
Aldonza Lorenzo por la que suspiró doce años sin atreverse a confesarle
su inmenso amor? _¡Vivo y respiro en ella!_ En ella vivió y respiró y
tuvo vida y ser tu Alonso el Bueno, el que llevas dentro, metido en tu
locura, en ella vivió y respiró doce largos años de cruel atormentadora
cordura. Con ella amasó sus recatados ensueños; de su dulce imagen,
entrevista tan sólo cuatro veces, bebió sus esperanzas, pues que jamás
habría de sazonarse en recuerdos. En ella tuvo vida y ser, una vida
oculta y silenciosa, una vida que corría bajo su espíritu como las
aguas del Guadiana corren un buen trecho bajo tierra, pero regando
allí, en aquellos soterraños, las raíces de las futuras hazañas de su
carrera. ¡Oh, mi Alonso el Bueno, vivir y respirar en Aldonza, sin que
ella lo sepa ni se de cata de ello, tener la vida y el ser en la dulce
imagen que alimenta el alma!

Mas no se dió por vencido el carnal Sancho, sino que insistió en lo de
que su amo se casase con la princesa, quedándole libre el amancebarse
luego con Dulcinea. ¿Qué has dicho, Sancho, qué has dicho? ¡No sabes
cómo atravesando el alma de Don Quijote has llegado a herir la hebra
más sensible del corazón de Alonso Quijano! Además, Dulcinea no admite
partijas ni aparcerías, y quien la quiera toda entera ha de entregarse
todo y entero a ella. Muchos hay que pretenden casarse con la Fortuna y
amancebarse con la Gloria, pero así les va, pues aquélla les araña de
celos y ésta se burla de ellos, hurtándoseles.

Y siguiendo en su plática amo y escudero, acabó aquél por pedirle
perdón de los palos que le diera, sabido que Sancho no vió a Dulcinea
tan despacio que hubiera podido notar _su hermosura y sus buenas partes
punto por punto. Pero así a bulto_--añadió--_me parece bien_. Es la
concesión que los Sanchos, cuando se les ha pegado, hacen, mintiendo,
en pro de Dulcinea, a la que no han visto ni conocen. Y luego fué
Sancho, instado por la princesa, a besar la mano a Don Quijote,
pidiéndole perdón, y el generoso hidalgo se lo otorgó, bendiciéndole.
¡Benditos dos palos del lanzón, Sancho amigo, que te han valido
ser bendecido por tu amo! De seguro que al recibir el perdón tan
redundante, diste por bueno el castigo que hizo lo merecieras.

Apartáronse después amo y escudero a departir de sus cosas, y entonces
recobró Sancho su asno, encontrándose lo traía Ginés de Pasamonte,
disfrazado de gitano, el cual al ver a Don Quijote y su escudero, puso
pies en polvorosa.




                              CAPÍTULO XXXI

 De los sabrosos razonamientos que pasaron entre Don Quijote y Sancho
                 Panza su escudero, con otros sucesos.


Y a seguida pasaron aquellos sabrosos razonamientos entre Don Quijote
y Sancho acerca del encuentro de éste con Dulcinea. Cuando Sancho dijo
haberla encontrado _ahechando dos hanegas de trigo en un corral de su
casa_, respondió Don Quijote: _Pues haz cuenta que los granos de aquel
trigo eran granos de perlas tocados de sus manos_, y al decir Sancho
que el trigo era rubión, _pues yo te aseguro--dijo Don Quijote--que
ahechado por sus manos hizo pan candeal, sin duda alguna_. Agregó el
escudero que al recibir la carta, mandó la ahechadora la pusiese sobre
un costal, que no la podía leer hasta que acabara de acribar lo que
allí tenía, a lo cual dijo Don Quijote: _Discreta señora; eso debió de
ser por leella despacio y recrearse en ella_. Añadió Sancho que olía
Dulcinea a hombruno, _y no sería eso--respondió Don Quijote--, sino
que tú debías de estar romadizado, o te debiste de oler a ti mismo,
porque yo sé bien lo que huele aquella rosa entre espinas, aquel lirio
del campo, aquel ámbar desleído_. Dijo luego Sancho que Dulcinea, no
sabiendo leer ni escribir, rasgó y desmenuzó la carta en piezas, por
que _no se supiese en el lugar sus secretos_, bastándole lo oído al
escudero sobre las penitencias de su amo, y diciéndole quería ver a
éste y se pusiese camino del Toboso. Cuando Sancho respondió a su amo
no haberle dado Dulcinea, al despedirle, joya alguna, sino un pedazo de
pan y queso por las bardas del corral, _es liberal en extremo--dijo Don
Quijote--y si no te dió joya de oro, sin duda debió de ser porque no la
tendría allí a la mano para dártela; pero buenas son mangas después de
pascua; yo la veré y se satisfará todo_.

Ruego al lector relea todo este admirable diálogo, por cifrarse en él
la íntima esencia del quijotismo en cuanto doctrina del conocimiento.
A las mentiras de Sancho fingiendo sucesos según la conformidad de la
vida vulgar y aparencial, respondían las altas verdades de la fe de Don
Quijote, basadas en vida fundamental y honda.

No es la inteligencia sino la voluntad la que nos hace el mundo, y al
viejo aforismo escolástico de _nihil volitum quin praecognitum_, nada
se quiere sin haberlo antes conocido, hay que corregirlo con un _nihil
cognitum quin praevolitum_, nada se conoce sin haberlo antes querido.

        Que en este mundo traidor
      nada es verdad ni es mentira;
      todo es según el color
      del cristal con que se mira.

como dijo nuestro Campoamor. Lo cual ha de corregirse también diciendo
que en este mundo todo es verdad y es mentira todo. Todo es verdad
en cuanto alimenta generosos anhelos y pare obras fecundas; todo
es mentira mientras ahogue los impulsos nobles y aborte monstruos
estériles. Por sus frutos conoceréis a los hombres y a las cosas. Toda
creencia que lleve a obras de vida es creencia de verdad, y lo es de
mentira la que lleve a obras de muerte. La vida es el criterio de la
verdad, y no la concordancia lógica, que lo es sólo de la razón. Si mi
fe me lleva a crear o aumentar vida ¿para qué queréis más prueba de
mi fe? Cuando las matemáticas matan, son mentira las matemáticas. Si
caminando moribundo de sed ves una visión de eso que llamamos agua y
te abalanzas a ella y bebes y aplacándote la sed te resucita, aquella
visión lo era verdadera y el agua agua de verdad. Verdad es lo que
moviéndonos a obrar de un modo o de otro haría que cubriese nuestro
resultado a nuestro propósito.

Uno de esos que se dedican a la llamada filosofía dirá que Don Quijote
estableció en esa plática con Sancho la doctrina, ya famosa, de la
relatividad del conocimiento. Claro está que todo es relativo, pero ¿no
es relativa también la relatividad misma? Y jugando con los conceptos,
o no sé si con los vocablos, podría decirse que todo es absoluto,
absoluto en sí, relativo en relación a lo demás. En esto, en juego de
palabras, cae toda lógica que no se basa en la fe y no busca en la
voluntad su último sustento. La lógica de Sancho era una lógica como
la escolástica, puramente verbal; partía del supuesto de que todos
queremos decir lo mismo cuando expresamos las mismas palabras, y Don
Quijote sabía que con las mismas palabras solemos decir cosas opuestas,
y con opuestas palabras la misma cosa. Gracias a lo cual podemos
conversar y entendernos. Si mi prójimo entendiese por lo que dice lo
mismo que entiendo yo, ni sus palabras me enriquecerían el espíritu, ni
las mías enriquecerían el suyo. Si mi prójimo es otro yo mismo ¿para
qué le quiero? Para yo, me basto y aun me sobro yo.

Los granos de trigo son de rubión o de candeal según las manos que
los tocan, y aquellas manos, mi Don Quijote, no han de posarse en las
tuyas. Y en lo que el Caballero estuvo profundísimo fué en afirmar que
si Dulcinea huele a hombruno a los Sanchos es porque están romadizados
y se huelen a sí mismos. Aquellos a quienes el mundo sólo les huele
a materia es que se huelen a sí mismos; los que sólo ven pasajeros
fenómenos es que se miran a sí mismos y no se ven en lo hondo. No es
contemplando el rodar de los astros por el firmamento como te hemos
de descubrir, Dios y Señor nuestro que regalaste con la locura a Don
Quijote; es contemplando el rodar de los anhelos amorosos por el
cimiento de nuestros corazones.

El pan y el queso que por las bardas del corral te dió Dulcinea, se te
ha convertido, Sancho amigo, en joya de eternidad. Por ese pan y ese
queso vives y vivirás mientras quede en hombres memoria de hombres y
aun mucho más allá; por ese pan y ese queso con que tú creías mentir,
gozas de verdad duradera. Queriendo mentir, decías la verdad.

Siguieron departiendo amo y escudero y en el curso de la plática volvió
Sancho a sus trece de que se casase Don Quijote con la princesa, y
por rehusarlo le dijo: _y ¡cómo está vuestra merced lastimado de esos
cascos!_ Para Sancho la locura de su amo cifrábase tan sólo en dejar la
fortuna por la Gloria, y así son los Sanchos todos; tienen por cuerdo
al loco que con su locura prosperó en bienestar y suerte y estiman loco
al cuerdo a quien su cordura le impidió cobrar fortuna. Sancho quería
amar y servir a Dios _por lo que pudiese_; el puro amor no cupo en él.




                              CAPÍTULO XXXII

    Que trata de lo que sucedió en la venta a toda la cuadrilla de
                             Don Quijote.


Después de estas pláticas, y del encuentro con Andrés, el criado de
Juan Haldudo el rico, de quien dijimos, llegaron a la venta, y mientras
dormía Don Quijote enzarzose el cura con el ventero y su familia a
hablar de libros de caballerías, y soltó lo de que los libros en que se
narran las aventuras de Don Cirongilio y de Félix Marte son mentirosos
y están llenos de disparates y devaneos, y el del Gran Capitán lo es de
historia verdadera, así como el de Diego García de Paredes.

Pero véngase acá, señor Licenciado, y dígame: ahora, al presente, y en
el momento en que vuestra merced habla así ¿dónde estaban y están en la
tierra el Gran Capitán y Diego García de Paredes? Luego que un hombre
se murió y pasó acaso a memoria de otros hombres ¿en qué es más que una
de esas ficciones poéticas de que abomináis? Vuestra merced debe saber
por sus estudios lo de _operari sequitur esse_, el obrar se sigue al
ser, y yo le añado que sólo existe lo que obra y existir es obrar, y si
Don Quijote obra, en cuantos le conocen, obras de vida, es Don Quijote
mucho más histórico y real que tantos nombres, puros nombres, que andan
por esas crónicas que vos, señor Licenciado, tenéis por verdaderas.
Sólo existe lo que obra. Ese investigar si un sujeto existió o no
existió proviene de que nos empeñamos en cerrar los ojos al misterio
del tiempo. Lo que fué y ya no es, no es más que lo que no es, pero
será algún día; el pasado no existe más que el porvenir ni obra más
que él sobre el presente. ¿Qué diríamos de un caminante empeñado en
negar el camino que le resta por recorrer y no teniendo por verdadero
y cierto sino el recorrido ya? Y ¿quién os dice que esos sujetos cuya
existencia real negáis no han de existir un día, y por lo tanto existen
ya en la eternidad, y hasta que no hay nada concebible lo cual en la
eternidad no sea real y efectivo?

Tenía razón el ventero, quijotizado ya--pues no en vano recibió bajo el
techo de su casa al héroe--, tenía razón al deciros, señor Licenciado:
_Callad, señor, que si oyese esto_ (las hazañas de don Cirongilio de
Tracia) _se volvería loco de placer: dos higas para el Gran Capitán y
para ese Diego García que dice_. En lo eterno son más verdaderas las
leyendas y ficciones que no la historia. Y en la disputa entre vos,
señor cura racionalista, y el ventero lleno de fe, llevaba éste la
mejor parte. Lograsteis, sí, señor Licenciado, tentar la fe de Sancho,
que oía la disputa, pero fe no conquistada entre tentaciones de duda no
es fe fecunda en obras duraderas.

Antes de proseguir conviene digamos aquí algo, aunque sea de refilón,
pues otra cosa no merecen, de esos sujetos vanos y petulantes que se
atreven a sostener que Don Quijote y Sancho mismos no han existido
nunca, ni pasan de ser meros entes de ficción.

Sus razones, aparatosas e hinchadas, no merecen siquiera refutación;
tan ridículas y absurdas son. Da bascas y grima el oirlas. Pero como
hay personas sencillas que seducidas por la aparente autoridad de los
que vierten tan apestosa doctrina, les prestan oído atento, conviene
llamarles la atención sobre ello y que se atengan a lo que viene ya
recibido desde tanto tiempo, con asenso y aplauso de los más doctos
y más graves. Para consuelo y corroboración de las gentes sencillas
y de buena fe, espero, con la ayuda de Dios, escribir un libro en
que se pruebe con buenas razones y con mejores y muy numerosas
autoridades--que es lo que en esto vale--cómo Don Quijote y Sancho
existieron real y verdaderamente, y pasó todo cuanto se nos cuenta de
ellos, tal y como se nos cuenta. Y allí probaré que aparte de que el
regocijo, consuelo y provecho que de esta historia se saca es razón más
que bastante en abono de su verdad, allende esto, si se la niega hay
que negar otras muchas cosas también y así vendríamos a zapar y socavar
el orden en que se asienta hoy nuestra sociedad, orden que, como es
sabido, es hoy el criterio supremo de la verdad de toda doctrina.




                        CAPÍTULOS XXXIII Y XXXIV

      Estos dos capítulos se ocupan con la novela de _El Curioso
    impertinente_, novela por entero impertinente a la acción de la
                               historia.




                              CAPÍTULO XXXV

  Que trata de la brava y descomunal batalla que Don Quijote tuvo con
   unos cueros de vino tinto, y se da fin a la novela de El curioso
                             impertinente.


Tras la disputa entre el cura y el ventero y estando leyendo la
impertinente novela de _El curioso impertinente_, ocurrió la triste
aventura del acuchillamiento de los pellejos de vino por Don Quijote,
en sueños y mientras dormía. Debió Cervantes habernos callado esta
aventura, aunque Don Quijote se ensayase en sueños para sus hazañas de
despierto. Y menos mal que no fué sino vino lo que se perdió, y así se
perdiese todo él, por la falta que hace.

Para poder juzgar con justicia de esta aventura sería menester conocer
lo que no conocemos y es qué soñaba entonces Don Quijote. Juzgarla de
otro modo sería un juicio como el que habría hecho uno de nuestros
petulantes sabios si hubiese oído a Íñigo de Loyola cuando en el
hospital de Luis de Antezana, en Alcalá de Henares, hospital «infamado
en aquella sazón de andar en él de noche muchos duendes y trasgos»,
al encontrarse una vez «a boca de noche» con que se estremeció todo
el aposento, «se le espeluznaron los cabellos, como que viese alguna
espantable y temerosa figura; mas luego tornó en sí, y viendo que no
había que temer, hincóse de rodillas y con grande ánimo comenzó a
voces a llamar, y como a desafiar a los demonios diciendo--según el P.
Rivadeneira, en el capítulo IX del libro V de la VIDA nos cuenta--:
Si Dios os ha dado algún poder sobre mí, infernales espíritus, heme
aquí; ejecutadle en mí, que yo ni quiero resistir ni rehuso cualquiera
cosa que por este camino venga; mas si no os ha dado poder ninguno
¿qué sirven, desventurados y condenados espíritus, estos miedos que
me ponéis? ¿Para qué andáis espantando con vuestro cocos y vanos
temores los ánimos de los niños y hombres medrosos tan vanamente? Bien
os entiendo; porque no podéis dañarnos con las obras, nos queréis
atemorizar con esas falsas representaciones». Y añade el buen Padre
historiador que «con este acto tan valeroso no sólo venció el miedo
presente, mas quedó para adelante muy osado contra las opresiones
diabólicas y espantos de Satanás».

Al narrar esta aventura de los pellejos el puntualísimo historiador nos
descubre un pormenor secreto y es que tenía Don Quijote las piernas
_no nada limpias_. Pudo habérselo callado. Pero en ello nos mostró
que al fin el Caballero era de su casta, casta que nunca hizo entrar
el aseo entre los deberes caballerescos. Y tan es así, que aunque se
nos diga de un caballero español que era limpio, luego se ve que no
extrema la virtud de la limpieza. Y así aunque en el capítulo XVIII
del libro IV de la VIDA DEL BIENAVENTURADO PADRE IGNACIO DE LOYOLA nos
diga de él Rivadeneira que «aunque amaba la pobreza, nunca le agradó la
poca limpieza», en el capítulo VII del libro V de la misma nos cuenta
que «a un novicio dió penitencia rigurosa porque se lavaba las manos
algunas veces con jabón, pareciéndole mucha curiosidad para novicio».
Bien es verdad que entre las propiedades en que se distingue el que
tiene habilidad perteneciente al arte militar, que era el profesado
por Don Quijote y por Loyola, señala el Dr. Huarte, en el capítulo XVI
de su ya citado EXAMEN como la tercera de ellas el «ser descuidados
del ornamento de su persona; son casi todos desaliñados, sucios, las
calzas caídas, llenas de arrugas, la capa mal puesta, amigos del sayo
viejo y de nunca mudar el vestido» y da la razón de ello diciendo
que «el grande entendimiento y la mucha imaginativa hacen burla de
todas las cosas del mundo, porque en ninguna de ellas hallan valor ni
sustancia», añadiendo que «solas las contemplaciones divinas les dan
gusto y contento, y en éstas ponen la diligencia y cuidado, y desechan
las demás».

Verdad es que en tiempo de Don Quijote, Íñigo de Loyola y el Dr.
Huarte no se había aún inventado esto de los microbios y de la asepsia
y antisepsia, ni andaban las gentes tan embrujadas en pensar que en
acabando con esos bichillos acabaríamos o poco menos con la muerte, y
que la felicidad depende de la higiene, género de superstición no menos
dañoso ni menos ridículo que el de creer y pensar que abrazándose uno a
la porquería gana el cielo. Un hombre sucio será siempre algo más que
un cerdo limpio, aunque es mejor aún que se limpie el hombre.

Y volviendo a la aventura, hay que notar cómo Sancho, el buen Sancho,
creía en el descabezamiento del gigante, y que el vino era sangre y
_todos reían_. Todos reían, la ventera se quejaba por la pérdida de
sus cueros, ayudándola Maritornes, y _la hija callaba y de cuando en
cuando se sonreía_. ¡Poético rasgo! ¡La hija, enamorada de los libros
de caballerías, se sonreía! ¡Dulce rocío sobre la pasión de risas que
padecía Don Quijote! En aquel tormento de risotadas, la sonrisa de la
hija del ventero era un hálito de piedad.




                              CAPÍTULO XXXVI

     Que trata de otros raros sucesos que en la venta sucedieron.


Tras esto se enredaron los sucesos de la venta con la llegada de nuevos
comparsas, y el desencanto de Sancho al encontrarse con que la princesa
Micomicona era Dorotea, la de Fernando, lo cual bastó para persuadirle
de que la cabeza del gigante había sido un odre de vino.

¡Oh, pobre Sancho, y cuán bravamente peleas por tu fe y cómo vas
conquistándola entre tumbos y desalientos, perdiendo hoy terreno en
ella para recobrarlo mañana! ¡Tu carrera fué una carrera de lucha
interior, entre tu tosco sentido común, azuzado por la codicia, y tu
noble aspiración al ideal, atraída por Dulcinea y por tu amo! Pocos
ven cuán de combate fué tu carrera escuderil; pocos ven el purgatorio
en que viviste; pocos ven cómo fuiste subiendo hasta aquel grado de
sublime y sencilla fe que llegarás a mostrar cuando tu amo muera.
De encantamientos en encantamientos llegaste a la cumbre de la fe
salvadora.




                           CAPÍTULO XXXVIII

   Que trata del curioso discurso que hizo Don Quijote de las armas
                             y las letras.


Con el buen suceso de los encuentros de la venta aumentaron los
burladores de Don Quijote, a los que enderezó éste su discurso de las
letras y las armas. Y como no lo dirigió a cabreros, lo pasaremos por
alto.




                    CAPÍTULOS XXXIX, XL, XLI Y XLII

 Están llenos con la historia del cautivo y el relato de cómo encontró
                        el oidor a su hermano.




                              CAPÍTULO XLIII

  Donde se cuenta la agradable historia del mozo de mulas, con otros
            extraños acontecimientos en la venta sucedidos.


Dejemos lo del mozo de mulas, que no nos importa.

Reunida toda aquella gente, quedóse Don Quijote a hacer la guardia
del castillo. Y el demonio, que no descansa, insinuó a la hija de la
ventera, la de la sonrisa, y a Maritornes, que hiciesen una burla a Don
Quijote, en pago de su guardia.

A solas y mientras hacía su guardia, recordaba en voz alta Don Quijote
a su señora Dulcinea, cuando la hija de la ventera _le comenzó a cecear
y a decirle: señor mío, lléguese acá la vuestra merced, si es servido_.
Y el frágil Caballero ablandóse y cedió, y en vez de hacer oídos sordos
a los reclamos de retozona semidoncella, se metió a exponerle la
imposibilidad en que estaba de satisfacerla, sin advertir el cuitado
que discutir con la tentación, reconociéndola así beligerancia, es
ya camino para ser vencido por ella. Y así fué que le pidieron una
de sus manos, llamándolas hermosas. Y el cuitado hidalgo, rendido al
requiebro, le dió la mano a que no había tocado otra de mujer alguna, y
no para que la besara, sino para que por ella admirasen la fuerza del
brazo que tal mano tenía.

¿Admirar? ¿No ves, sencillo Caballero, el peligroso juego en que te
metes al dar tu mano a la admiración de unas damas? ¿No sabes acaso que
la admiración de una mujer hacia un hombre no es sino forma de algo
más íntimo que la admiración misma? No se admira sino lo que se ama,
y en la mujer no hay mas que un modo de admirar al hombre. ¡Y admirar
no tus propósitos, no una obra o hazaña tuya, no tus pensamientos,
sino admirar tu mano! ¡Oh, si hubieras logrado que la admirase Aldonza
Lorenzo; que te la hubiese recogido entre las suyas para que por _la
contextura de sus nervios, la trabazón de sus músculos, la anchura y
espaciosidad de sus venas_ sacase qué tal debía ser la fuerza del brazo
que tal mano tenía, y sobre todo la fuerza del corazón que regaba de
sangre aquellas venas!

Cometiste, buen Caballero, una imperdonable lije reza al dar a admirar
tu mano a damas que te la pedían para burlarse de ti y lo pagaste
caro. Lo pagó caro, porque se quedó preso de la mano por un cabestro.
Maritornes y la hija del ventero _se fueron muertas de risa y le
dejaron asido de manera que fué imposible soltarse_. Fíate luego de
mujeres retozonas y regocijadas.

Creyólo encantamiento Don Quijote y no era sino castigo a su blandura
y petulancia. El héroe no debe dar a admirar sus manos, así sin más
ni más y al primero o a la primera que las pida, sino guardarlas más
bien de miradas curiosas y lijeras. ¿Qué importa a los demás las manos
con que se hace las cosas? Fea costumbre es esa de meterse en casa del
combatiente generoso y revisar sus armas, inquirir cómo trabaja y vive
y examinarle las manos. Si escribes, que nadie sepa cómo escribes, ni a
qué horas, ni con qué pluma ni de qué modo.

En tanto Don Quijote _maldecía ante sí su poca discreción y discurso_
al no estar alerta frente a los encantamientos y _allí fué el maldecir
de su fortuna y el exagerar la falta que haría en el mundo su presencia
y el acordarse de nuevo de Dulcinea y el llamar a Sancho Panza_ y a
los sabios Lirgandeo y Alquife, y a su buena amiga Urganda, y _allí le
tomó la mañana tan desesperado y confuso que bramaba como un toro_.
Y aun así, preso de la mano, increpó a cuatro hombres de a caballo,
que llamaron a la venta al amanecer, mostrando en ello su indomable
fortaleza.




                              CAPÍTULO XLIV

         Donde se prosiguen los inauditos sucesos de la venta.


Y luego que Maritornes le soltó, temerosa de lo que sucediese, Don
Quijote _subió sobre Rocinante, embrazó su adarga, enristró su lanza_ y
retó a quien dijese que había sido con justo título encantado. ¡Bravo,
mi buen hidalgo!

        Procure siempre acertarla
      el honrado y principal;
      pero si la acierta mal,
      defenderla, y no enmendarla

como dice el conde Lozano a Peranzules en LAS MOCEDADES DEL CID.

Los de a caballo fueron a su asunto, y Don Quijote, _que vió que
ninguno de los cuatro caminantes hacía caso de él, ni le respondían a
su demanda, moría y rabiaba de despecho y saña_... Sí, mi pobre Don
Quijote, sí; gustamos más de que se rían de nosotros que no de que no
nos hagan caso. Comprendo tu despecho y saña. Entre aquel corro de
burladores lo peor para ti es que no hiciesen, ni aun de burlas, caso
de tus retos ni bravatas.

Poco después de esto trabóse el ventero a puñetazos con dos huéspedes
que buscaban escurrírsele sin pagar, y acudieron la ventera y su hija
a Don Quijote como más desocupado, para que socorriese al marido y
padre, a lo cual respondió _muy de espacio y con mucha flema: fermosa
doncella, no ha lugar por ahora vuestra petición, porque estoy impedido
de entremeterme en otra aventura en tanto no diere cima a una en que
mi palabra me ha puesto_, añadiendo que corriese a decir a su padre
entretuviera la batalla mientras él obtenía licencia de la princesa
Micomicona. Obtúvola, mas ni aun así puso mano a su espada Don Quijote,
al ver que eran gente escuderil. E hizo bien.

Pues qué ¿no hay sino acudir al Caballero cuando se nos antoja y ahora
burlarnos de él y colgarle de la mano y querer luego que nos sirva y
acorra en nuestros aprietos con aquella misma mano injuriada antes?
Está muy bien burlarse del loco, mas luego, cuando lo necesitamos
acudimos a él. ¡Desgraciado del héroe que pone su heroísmo al servicio
de los que se le vienen delante, y así lo rebaja! Si tu prójimo anda a
puñetazos con bellacos como él, déjale y allá se las haya, sobre todo
si es porque quieren escurrírsele sin pagar; tu entremetimiento será
dañoso. No cuando él crea deber ser socorrido, sino cuando crea yo
deber socorrerle. No des a nadie lo que te pida, sino lo que entiendas
que necesita, y soporta luego su ingratitud.

A poco de esto entró en la venta el barbero del yelmo de Mambrino y la
tramó con Sancho; llamándole ladrón al ver los aparejos del suyo en el
asno de éste, y Sancho se defendió bravamente contentando a su amo, que
_propuso en su corazón armarle caballero_. Mentó el barbero la bacía y
entonces se interpuso Don Quijote, y mandó traerla y juró que era yelmo
y lo puso a la consideración de los allí presentes. ¡Sublime fe que
afirmó en voz alta, bacía en la mano, y a la vista de todos, que era
yelmo!




                              CAPÍTULO XLV

   Donde se acaba de averiguar la duda del yelmo de Mambrino y de la
         albarda, y otras aventuras sucedidas con toda verdad.


_¿Qué les parece a vuestras mercedes, señores--dijo el barbero--, de
lo que afirman estos gentiles hombres, pues aún porfían que ésta no es
bacía, sino yelmo? Y quien lo contrario dijere--dijo Don Quijote--le
haré yo conocer que miente si fuere caballero, y si escudero que
remiente mil veces._

Así, así, mi señor Don Quijote, así; es el valor descarado de afirmar
en voz alta y a la vista de todos y de defender con la propia vida
la afirmación, lo que crea las verdades todas. Las cosas son tanto
más verdaderas cuanto más creídas y no es la inteligencia, sino la
voluntad, la que las impone.

Bien hubo de verlo el pobre barbero de quien la bacía fué cuando no era
aún yelmo. Primero fué Sancho, cuando Don Quijote dijo _juro por la
orden de caballería que profeso que este yelmo fué el mismo que yo le
quité, sin haber añadido en él ni quitado cosa alguna_, quien agregó en
tímido apoyo de su amo: _En eso no hay duda, porque desde que mi señor
le ganó hasta ahora no ha hecho con él más de una batalla, cuando libró
a los sin ventura encadenados; y si no fuera por este baciyelmo, no lo
pasara entonces muy bien, porque hubo asaz de pedradas en aquel trance_.

¿Baciyelmo? ¿Baciyelmo, Sancho? ¡No hemos de ofenderte creyendo que
esto de llamarle baciyelmo fué una de tus socarronerías, no!; es la
marcha de tu fe. No podías pasar de lo que tus ojos te enseñaban,
mostrándote como bacía la prenda de la disputa, a lo que la fe en tu
amo te enseñaba, mostrándotela como yelmo, sin agarrarte a eso del
baciyelmo. En esto sois muchos los Sanchos, y habéis inventado lo de
que en el medio está la virtud. No, amigo Sancho, no; no hay baciyelmos
que valgan. Es yelmo o es bacía según quien de él se sirva, o mejor
dicho es bacía y es yelmo a la vez porque hace a los dos trances. Sin
quitarle ni añadirle nada puede y debe ser yelmo y bacía, todo él yelmo
y toda ella bacía; pero lo que no puede ni debe ser, por mucho que se
le quite o se le añada, es baciyelmo.

Más resueltos encontró el barbero de la bacía al otro barbero maese
Nicolás, y a Don Fernando, el de Dorotea, y al cura y a Cardenio
y al oidor, que con grande asombro de otros de los presentes lo
diputaron por yelmo. Como burla pesada quiso tomarlo uno de los cuatro
cuadrilleros allí presentes, incomodóse, trató de borrachos a los que
afirmaban lo contrario, lanzóle un mentís Don Quijote y fuese sobre él
y armóse la de San Quintín, dándose de golpes los unos a los otros.
Y fué Don Quijote quien con sus voces, y recordando la discordia del
campo de Agramante, apaciguó el cotarro.

¿Qué? ¿Os extraña la general pendencia por si era la bacía bacía o si
era yelmo? Otras más entreveradas y más furiosas se han armado en el
mundo por otras bacías y no de Mambrino. Por si el pan es pan y el
vino vino, y por cosas parecidas. En torno a Caballeros de la fe se
arredilan carneros humanos, y por llevarles el humor o por cualquier
otra cosa sostienen que la bacía es yelmo, como aquellos dicen, y se
vienen a las manos por sostenerlo, y es lo fuerte del caso que los
más de cuantos pelean sosteniendo que es yelmo, tienen para sí que
es bacía. El heroísmo de Don Quijote se comunicó a sus burladores,
quedaron quijotizados a su pesar, y Don Fernando medía con sus pies a
un cuadrillero por haber éste osado sostener que la bacía no era yelmo,
sino bacía. ¡Heroico Don Fernando!

Ved, pues, a los burladores de Don Quijote burlados por él,
quijotizados a su despecho mismo, y metidos en pendencia y luchando a
brazo partido por defender la fe del Caballero, aun sin compartirla.
Seguro estoy, aunque Cervantes no nos lo cuenta, seguro estoy de que
después de la tunda dada y recibida, empezaron los partidarios del
Caballero, los quijotanos o yelmistas, a dudar de que la bacía lo
fuera y a empezar a creer que fuese el yelmo de Mambrino, pues con
sus costillas habían sostenido tal credo. Cumple afirmar aquí una vez
más que son los mártires los que hacen la fe más bien que la fe a los
mártires.

En pocas aventuras se nos aparece Don Quijote más grande que en esta en
que impone su fe a los que se burlan de ella, y los lleva a defenderla
a puñetazos y a coces y a sufrir por ella.

¿Y a qué se debió ello? No a otra cosa si no a su valor de afirmar
delante de todos que aquella bacía, que como tal la veía él, lo mismo
que los demás, con los ojos de la cara, era el yelmo de Mambrino, pues
le hacía oficio de semejante yelmo.

No le faltó «esse descarado heroismo d'affirmar, que, batendo na terra
com pé forte, ou pallidamente elevando os olhos ao Ceo cria a traves da
universal illusão Sciencias e Religiões» como dice Eça de Queiroz al
final de su A RELIQUIA.

Es el valor de más quilates, el que afronta no daño del cuerpo, ni
mengua de la fortuna ni menoscabo de la honra, sino el que le tomen a
uno por loco o por sandio.

Este valor es el que necesitamos en España, y cuya falta nos tiene
perlesiada el alma. Por falta de él no somos fuertes ni ricos ni
cultos; por falta de él no hay canales de riego ni pantanos, ni buenas
cosechas; por falta de él no llueve más sobre nuestros secos campos,
resquebrajados de sed, o cae a chaparrones el agua arrastrando el
mantillo y arrasando a las veces las viviendas.

Que ¿también esto os parece paradoja? Id por esos campos y proponed a
un labrador una mejora de cultivo o la introducción de una nueva planta
o una novedad agrícola y os dirá: «Eso no pinta aquí». «¿Lo habéis
probado?», preguntaréis, y se limitará a repetiros: «Eso no pinta
aquí». Y no sabe si pinta o no pinta, porque no lo ha probado, ni lo
ensayará nunca. Lo probaría estando de antemano seguro del buen éxito,
pero ante la perspectiva de un fracaso y tras él la burla y chacota de
sus convecinos, tal vez el que le tengan por loco o por iluso o por
mentecato, ante esto se arredra y no ensaya. Y luego se sorprende del
triunfo de los valientes, de los que arrostran motajos, de los que no
se atienen al «en donde fueres haz lo que vieres» y el «¿adónde vas,
Vicente?, ¡adonde va la gente!», de los que se sacuden del instinto
rebañego.

Hubo en esta provincia de Salamanca un hombre singular, que surgido
de la mayor indigencia amasó unos cuantos millones. Estos charros del
rebaño no se explicaban tal fortuna sino suponiendo que había robado
en sus mocedades, porque estos desgraciados, tupidos de sentido común
y enteramente faltos de valor moral, no creen sino en el robo y en la
lotería. Mas un día me contaron una proeza quijotesca de ese ganadero,
el Mosco. Y fué que trajo de las costas del Cantábrico hueva de besugo
para echarla en una charca de una de sus fincas. Y al oirlo me lo
expliqué todo. El que tiene valor de arrostrar la rechifla que ha de
atraerle forzosamente el traer hueva de besugo para echarla en una
charca de Castilla, el que hace esto, merece la fortuna.

¿Que es ello absurdo?--decís. ¿Y quién sabe qué es lo absurdo? ¡Y
aunque lo fuera! Sólo el que ensaya lo absurdo es capaz de conquistar
lo imposible. No hay mas que un modo de dar una vez en el clavo, y es
dar ciento en la herradura. Y sobre todo no hay más que un modo de
triunfar de veras: arrostrar el ridículo. Y por no tener valor para
arrostrarlo tiene esta gente su agricultura en la postración en que
yace.

Sí, todo nuestro mal es la cobardía moral, la falta de arranque para
afirmar cada uno su verdad, su fe, y defenderla. La mentira envuelve y
agarrota las almas de esta casta de borregos modorros, estúpidos por
opilación de sensatez.

Se proclama que hay principios indiscutibles y cuando se trata de
ponerlos en tela de juicio, no falta quien ponga el grito en el cielo.
No ha mucho pedí que se pidiera la derogación de ciertos artículos
de nuestra ley de Instrucción Pública, y una mazorca de mandrias
se pusieron a berrear que era inoportuno e impertinente, y otras
palabrotas más fuertes y más groseras. ¡Inoportuno! Estoy harto de oir
llamar inoportunas a las cosas mis oportunas, a todo lo que corta la
digestión de los hartos y enfurece a los tontos. ¿Qué se teme? ¿Que
se trabe pendencia y se encienda la guerra civil de nuevo? ¡Mejor que
mejor! Es lo que necesitamos.

Sí, es lo que necesitamos: una nueva guerra civil. Es menester afirmar
que deben ser y son yelmos las bacías y que se arme sobre ello
pendencia como la que se armó en la venta. Una nueva guerra civil,
con unas o con otras armas. ¿No oís a esos desgraciados de corazón
engurruñido y seco que dicen y repiten que estas o las otras disputas a
nada práctico conducen? ¿Qué entienden por práctica esas pobres gentes?
¿No oís a los que repiten que hay discusiones que deben evitarse?

No faltan menguados que nos estén cantando de continuo el estribillo
de que deben dejarse a un lado las cuestiones religiosas; que lo
primero es hacerse fuertes y ricos. Y los muy mandrias no ven que por
no resolver nuestro íntimo negocio, no somos ni seremos fuertes ni
ricos. Lo repito, nuestra patria no tendrá agricultura, ni industria,
ni comercio, ni habrá aquí caminos que lleven a parte adonde merezca
irse mientras no descubramos nuestro cristianismo, el quijotesco. No
tendremos vida exterior poderosa y espléndida y gloriosa y fuerte
mientras no encendamos en el corazón de nuestro pueblo el fuego de las
eternas inquietudes. No se puede ser rico viviendo de mentira, y la
mentira es el pan nuestro de cada día para nuestro espíritu.

¿No oís a ese burro grave que abre la boca y dice: «¡eso no puede
decirse aquí!»? ¿No oís hablar de paz, de una paz más mortal que la
muerte misma, a todos los miserables que viven presos de la mentira?
¿No os dice nada ese terrible artículo, padrón de ignominia para
nuestro pueblo, que figura en los reglamentos de casi todas las
sociedades de recreo de España y que dice: «se prohibe discusiones
políticas y religiosas»?

¡Paz! ¡paz! ¡paz! Croan a coro todas las ranas y los renacuajos todos
de nuestro charco.

¡Paz! ¡paz! ¡paz! Sí, sea, paz, pero sobre el triunfo de la sinceridad,
sobre la derrota de la mentira. Paz, pero no una paz de compromiso,
no un miserable convenio como el que negocian los políticos, sino paz
de comprensión. Paz, sí, pero después que los cuadrilleros reconozcan
a Don Quijote su derecho a afirmar que la bacía es yelmo; mas aún,
después que los cuadrilleros confiesen y afirmen que en manos de Don
Quijote es yelmo la bacía. Y esos desdichados que gritan «¡paz! ¡paz!»
se atreven a tomar en labios el nombre del Cristo. Y olvidan que el
Cristo dijo que él no venía a traer paz, sino guerra, y que por él
estarían divididos los de cada casa, los padres contra los hijos, los
hermanos contra los hermanos. Y por él, por el Cristo, para establecer
su reinado, el reinado social de Jesús--que es todo lo contrario de lo
que llaman los jesuítas el reinado social de Jesucristo--, el reinado
de la sinceridad y de la verdad y del amor y de la paz verdaderas; para
establecer el reinado de Jesús tiene que haber guerra.

¡Raza de víboras la de esos que piden paz! Piden paz para poder morder
y roer y emponzoñar más a sus anchas. De ellos dijo el Maestro que
«ensanchan sus filacterias y estienden los flecos de sus mantos» (Mar.
XXIII, 5). ¿Sabéis qué es esto? Eran las filacterias unas cajitas
que contenían pasajes de la Escritura y que llevaban los judíos en
la cabeza y el brazo izquierdo en ciertas ocasiones. Eran como esos
amuletos que se cuelga del cuello de los niños para preservarles de no
sé qué mal y consisten en unas bolsitas, bordadas muy cucamente, con
lentejuelas, por alguna monja que, bordándolas, mató el aburrimiento, y
dentro de las cuales bolsas se mete unos papelitos en que van impresos
pasajes del Evangelio, de ese Evangelio que jamás habrá de leer el niño
que lleva al cuello el amuleto, y en latín dichos pasajes, para mayor
claridad. Eso eran las filacterias, y llevaban además los fariseos en
los flecos o randas de los mantos pasajes también de las Escrituras.
Era como eso que hoy llevan muchos sobre la solapa de la levita o de la
chaqueta: un corazón pintado en un disco de seco y duro barro. Y estos
del amuleto, de la filacteria moderna, estos y sus congéneres son los
que osan hablar de paz y de oportunidad y de pertinencia. No, ellos
mismos nos han enseñado la fórmula: no caben nefandos contubernios
entre los hijos de la luz y los de las tinieblas. Y ellos, los cobardes
servidores de la mentira, son los hijos de las tinieblas, y nosotros,
los fieles de Don Quijote, somos los hijos de la luz.

Y volviendo a la historia vemos que se sosegaron todos, pero uno de
los cuadrilleros empezó a examinar a Don Quijote, contra quien llevaba
mandamiento de prisión por haber libertado a los galeotes y asióle del
cuello y pidió ayuda a la Santa Hermandad, pero revolvióse el Caballero
contra él y por poco lo ahoga. Separáronlos, pero los cuadrilleros
pedían su presa, _aquel robador y salteador de sendas y de carreras_.

_Reíase de oir decir estas razones Don Quijote_, reíase y hacía bien
en reirse, él, de quien los otros se reían; reíase con risa heroica
y caballeresca, no burlona, y con mucho sosiego los reprendió por
llamar saltear caminos a _acorrer a los miserables, alzar los caídos,
remediar los menesterosos_. Y allí, arrogante y noble, invocó su fuero
de caballero andante, cuya _ley es su espada, sus fueros sus bríos, sus
premáticas su voluntad_.

¡Bravo, mi señor Don Quijote, bravo! La ley no se hizo para ti ni para
nosotros tus creyentes; nuestras premáticas son nuestra voluntad.
Dijiste bien; tenías bríos para dar tú solo cuatrocientos palos a
cuatrocientos cuadrilleros que se te pusieran delante, o por lo menos
para intentarlo, que en el intento está el valor.




                              CAPÍTULO XLVI

   De la notable aventura de los cuadrilleros y la gran ferocidad de
                  nuestro buen caballero Don Quijote.


Y así los cuadrilleros hubieron de resignarse a pretexto de estar Don
Quijote loco, y el barbero hubo de avenirse a que la bacía era yelmo
merced a ocho reales que por ella le dió el cura a socapa, que si por
aquí hubiesen empezado habríase evitado la pendencia, pues no hay
barbero antiquijotano o baciísta que por ocho reales no declare que
son yelmos las bacías todas habidas y por haber, y más si antes le han
carmenado las costillas por sostener lo contrario. Y ¡qué bien conocía
el cura la manera de hacer confesar la fe a los barberos, que andan muy
cerca de los carboneros! No sé cómo no se ha hecho la fe del barbero
tan proverbial como la del carbonero. Lo merece.

Y no bien había llevado Don Quijote a sus burladores a pelear por fe
que no compartían y lo sosegó luego todo, cuando trataron de enjaularle
y lo pusieron por obra, disfrazándose para ello. Sólo disfrazados
pueden los burladores enjaular al Caballero. Encerráronle en una
jaula, clavaron los maderos y le sacaron en hombros con unas ridículas
palabras que declamó maese Nicolás para hacer creer a Don Quijote que
iba encantado, como lo creyó. Y luego acomodaron la jaula en un carro
de bueyes.




                              CAPÍTULO XLVII

 Del extraño modo con que fué encantado Don Quijote de la Mancha, con
                        otros famosos sucesos.


¡Encerrado en una jaula de madera tirada en carro de bueyes! Muchas y
muy graves historias de caballeros andantes había leído Don Quijote,
pero jamás vió ni oyó que les llevasen de tal manera a los caballeros
andantes, sino siempre por los aires _con extraña ligereza, encerrados
en alguna parda y escura nube o en algún carro de fuego_. Pero es que
la caballería y los encantos de su tiempo seguían otro camino distinto
del seguido por los antiguos, y así cumplía para que se consumase la
burlesca pasión de nuestro Caballero.

El mundo obliga a los caballeros a ir encerrados en jaula y a paso
de buey. Y aun finge que llora al verlos ir así, como lo fingieron
la ventera, su hija y Maritornes. Y emprendió su camino la carreta,
entre los cuadrilleros, llevando Sancho de la rienda a Rocinante. _Don
Quijote iba sentado en la jaula, las manos atadas, tendidos los pies
y arrimado a las verjas con tanto silencio y tanta paciencia como si
no fuera hombre de carne_... Y claro que no lo era, sino hombre de
espíritu. Admiremos una vez más a Don Quijote en esta aventura, en su
silencio y en su paciencia.

Y no paró aquí su pasión, sino que yendo así hubo de topar con un
canónigo, hombre de sobrado sentido común. Y a las primeras de cambio,
enterándole Don Quijote de quién era, le mostró ingenuamente el fondo
de su heroísmo, al decirle que era caballero andante, pero no de los
olvidados de la fama, sino de aquellos que ha de poner ésta _su nombre
en el templo de la inmortalidad, para que sirva de ejemplo y dechado de
loa venideros siglos_.

¡Oh, mi heroico Caballero, que encerrado en jaula y a paso de bueyes
llevado, aún crees, y crees bien, que tu nombre será puesto para
los venideros siglos en el templo de la inmortalidad! Se admiró el
canónigo al oir a Don Quijote y aún más de oir al cura confirmar lo
dicho por él, cuando vele aquí que Sancho metió su malicioso juicio,
dudando fuese encantado su amo, pues comía, bebía, hablaba y hacía sus
necesidades, y encarándose con el cura le echó en rostro la su envidia.

Acertaste, fiel escudero, acertaste; la envidia y sólo la envidia
enjauló a tu amo, la envidia disfrazada de caridad, la envidia de los
hombres cuerdos que no pueden sufrir locura heroica, la envidia que
ha erigido al sentido común en tirano nivelador. Esclavos de él eran
el canónigo y el cura ¡es natural! y se pusieron a departir aparte,
ensartando el primero un sin fin de ramplonadas y oquedades a cuenta de
literatura.

¡Y cuán profundamente castellana fué aquella plática entre canónigo y
cura! En el contacto y trato de estos espíritus alcornoqueños, lejos de
gastárseles el corcho de que están recubiertos, se les acrecienta, como
con el roce crece, en vez de menguar, el callo. ¡Qué alegría hubieron
de sentir al encontrarse tan razonables el uno para el otro! Está visto
que esta casta sólo llega a lo eterno humano, a lo divino más bien, o
cuando rompe gracias a la locura la corteza que le aprisiona el alma,
o cuando con la simplicidad lugareña le rezuma el alma de ella. No le
falta inteligencia; sino le falta espíritu. Es brutalmente sensata, y
el supuesto espiritualismo cristiano que dice profesar no es, en el
fondo, sino el más crudo materialismo que puede concebirse. No le basta
sentir a Dios, quiere que le demuestren matemáticamente su existencia,
y aún más, necesita tragárselo.




                              CAPÍTULO XLVIII

Donde prosigue el canónigo la materia de los libros de caballerías, con
                   otras cosas dignas de su ingenio.


Mientras cura y canónigo se satisfacían con vulgaridades, llegóse
Sancho a su amo y le reveló lo de ir allí el cura y el barbero del
lugar replicándole Don Quijote que bien podrían parecerle ellos
mismos, pero no por eso debía creer que lo fuesen realmente, sino cosa
de encantamiento para dar ocasión al pobre escudero a ponerse en un
laberinto de imaginaciones. Y así es en verdad, que ni los curas ni
los barberos son lo que parecen, sino figuras de encantamiento para
meternos en un laberinto de imaginaciones. Y agregó el Caballero:
_yo me veo enjaulado y sé de mí que fuerzas humanas, como no fueran
sobrenaturales, no fueran bastantes a enjaularme, ¿qué quieres que diga
o piense sino que la manera de mi encantamiento excede a cuantas yo he
leído?_

¡Oh fe robusta y maravillosa! No hay, en efecto, fuerza humana que
pueda esclavizar y enjaular de veras a otro hombre, pues cargado
de grilletes y esposas y cadenas será siempre libre el libre, y si
alguien se ve sin movimiento, es que se halla encantado. Habláis de
libertad y buscáis la de fuera; pedís libertad de pensamiento en vez
de ejercitaros en pensar. Desea con ansia volar, aunque llevado en
el encierro de una jaula y a paso de buey, y tu deseo hará que te
broten alas, y la jaula se te ensanchará convirtiéndosete en Universo
y volarás por su firmamento. Todo contratiempo que te ocurra ten por
seguro que proviene de encantamientos, pues no hay hombre capaz de
enjaular a hombre.

Pero Sancho no cejaba en su propósito para probarle a su amo que no iba
encantado, como creía, le preguntó si le había venido gana de hacer lo
que no se excusa, a lo que respondió Don Quijote: _Ya, ya te entiendo,
Sancho; y muchas veces, y aun ahora la tengo; sácame deste peligro, que
no anda todo limpio_.




                              CAPÍTULO XLIX

Donde se trata del discreto coloquio que Sancho Panza tuvo con su señor
                             Don Quijote.


Y entonces Sancho, triunfante, exclamó: _¡cogido le tengo!_, queriendo
por ello probarle que no iba en verdad, como en verdad iba, encantado.
A lo que respondió el Caballero: _Verdad dices, Sancho, pero ya te he
dicho que hay muchas maneras de encantamientos_.

Claro está, tantas como personas. Y de que sea uno esclavo de su
cuerpo, jaula estrecha y pobre y más a paso de buey llevada que aquélla
en donde iba encantado nuestro hidalgo, de que sea uno esclavo de su
cuerpo no se ha de sacar que no es toda la vida de este bajo mundo
sino puro encantamiento. Así discurren los Sanchos materialistas, que
deducen no hay sino lo aparencial y lo que se ve y se toca y se huele
de que tengamos todos, héroes y no héroes, que hacer aguas menores y
mayores. La necesidad de tener que hacer lo que no se excusa es el
argumento Aquiles del sanchopancismo filosófico, disfrácese como se
disfrazare. Pero bien, dijo Don Quijote: _yo sé y tengo para mí que
voy encantado, y esto me basta para la seguridad de mi conciencia_.
¡Admirable respuesta que pone la seguridad de la conciencia por encima
de los engaños de los sentidos! ¡Admirable respuesta que opone a las
necesidades de limpiarse el cuerpo la necesidad de asegurarse la
conciencia! Rara vez se ha dado una más robusta fórmula de la fe. Lo
que basta para la seguridad de la conciencia eso es la verdad y sólo
eso. La verdad no es relación lógica del mundo aparencial a la razón,
aparencial también, sino que es penetración íntima del mundo sustancial
en la conciencia, sustancial también.

Sacáronle a Don Quijote de la jaula para que hiciese lo que no se
excusa, y limpio ya su cuerpo, pasó por otra más dura prueba y
fué tener que oir las hueras sensateces del canónigo, empeñado en
demostrarle que ni iba encantado ni había caballeros andantes en el
mundo. Y a ello respondió muy bien Don Quijote que si no era cierto lo
de Amadís y Fierabrás, no lo sería más lo de Héctor y los Doce Pares y
Roldán y el Cid. Y así es, como ya he dicho, pues hoy ¿hay más realidad
en el Cid que en Amadís o en Don Quijote mismo? Mas el canónigo, hombre
de dura cerviz y tupido de bastísimo sentido común, se salió, como
todos los ergotistas más o menos canónigos, con simplezas como la de no
haber duda de que hubo Cid, ni menos Bernardo del Carpio, pero sí de
que hicieran las hazañas que de ellos se cuenta. Era, al parecer, el
tal canónigo uno de esos pobres hombres que manejan la crítica o cedazo
y se ponen a puntualizar, papelotes en mano, si tal cosa fué o no como
se cuenta, sin advertir que lo pasado no es ya y que sólo existe de
verdad lo que obra, y que una de esas llamadas leyendas cuando mueve a
obrar a los hombres, encendiéndoles los corazones, o les consuela de
la vida, es mil veces más real que el relato de cualquier acta que se
pudra en un archivo.




                              CAPÍTULO L

De las discretas altercaciones que Don Quijote y el canónigo tuvieron,
                          con otros sucesos.


¿Que no son ciertos los libros de caballerías? _Léalos y verá el
gusto que recibe de su leyenda_--retrucó triunfadoramente Don
Quijote. ¡Válgame Dios, y que no comprendiese el canónigo la fuerza
incontrastable de este argumento, cuando había tantas otras cosas
tenidas por él como las más verdaderas de todas, más verdaderas aún que
las percibidas por el sentido, y cosas cuya verdad se saca del consuelo
y provecho que se recibe de ellas y de que bastan para la seguridad
de la conciencia! Que todo un canónigo de la Santa Iglesia Católica
Apostólica Romana no comprendiese cómo el consuelo, por ser consuelo,
ha de ser verdad, y no que hayamos de buscar en la verdad lógica
consuelo. ¡Oh, y si aplicándolo a los libros de caballería celestial
o de ultratumba, le hubiesen retrucado al canónigo el argumento! ¿Qué
habría dicho entonces? ¿Si los argumentos que él enderezaba contra la
locura caballeresca, se los hubiesen rebotado enderezados contra la
locura de la cruz? Don Quijote esgrimió el tan socorrido argumento
del consentimiento de las gentes, ¿por qué no había de tener valor
en su boca? Y sobre todo _de mí sé decir_--añadió--_que después que
soy caballero andante soy valiente, comedido, liberal, bien criado,
generoso, cortés, atrevido, blando, sufridor de trabajos_... ¡Suprema
razón! Suprema razón que no podía rechazar el canónigo, pues sabía
bien que de haber hecho a los hombres humildes, mansos, caritativos y
prontos a sufrir hasta la muerte, se deduce la verdad de las leyendas
que los hacen tales. Y si no los hacen así, entonces son mentira y no
verdad las leyendas.

Pero ¡con qué canónigos se topa uno, Dios mío, por esos andurriales de
la vida! A este con que topó Don Quijote y que era la sesudez en pasta,
¿no podría habérsele desentrañado un añico siquiera de locura? Es muy
de dudarlo; el seso le había carcomido las entrañas. Estos hombres tan
razonables no suelen tener sino razón; piensan con la cabeza tan sólo,
cuando debe pensarse con todo el cuerpo y con el alma toda.

No consiguió el canónigo convencer a Don Quijote, ni era posible le
convenciese. ¿Y por qué? Por la razón misma que decía Teresa de Jesús
(VIDA, XVI, 5) que no logran los predicadores que dejen los pecadores
sus vicios públicos: «porque tienen mucho seso los que los predican»
y «no están sin él con el gran fuego del amor de Dios como lo estaban
los apóstoles y ansí calienta poco esta llama». Y así Don Quijote había
movido a sus burladores a que sostuvieran y defendieran a costa de sus
costillas que la bacía no era bacía sino yelmo, y el sesudo canónigo no
logró convencerle a él de que no hubiese habido caballeros andantes en
el mundo, porque Don Quijote con el gran fuego del amor de Dulcinea,
encendido y atizado secretamente por aquellas cuatro furtivas vistas de
Aldonza en doce largos años de pensar, estaba sin seso y calentaba su
llama a cuantos de buena fe se le acercaban. No hay sino ver a Sancho,
que gracias a ello sintió que hasta conocer a su amo había vivido, aun
sin saberlo, en arrecidísima vida.




                          CAPÍTULOS LI Y LII

  Que trata de lo que contó el cabrero a todos los que llevaban a Don
 Quijote y De la pendencia que Don Quijote tuvo con el cabrero con la
rara aventura de los disciplinantes, a quien dió felice fin a costa de
                               su sudor.


Ocurrió luego el lance del cabrero y la aventura de los disciplinantes,
y a los pocos días entraron al enjaulado caballero en su aldea, al
mediodía de un domingo, para mayor burla y chacota. Y volvió Sancho
lleno de fe en las caballerías, como se lo mostró a su mujer, pues
_es linda cosa esperar los sucesos atravesando montes, escudriñando
selvas, pisando peñas, visitando castillos, alojando en ventas a toda
discreción sin pagar ofrecido sea al diablo el maravedí_.

Y así acabó la segunda salida del Ingenioso Hidalgo y la primera parte
de su historia.




                             SEGUNDA PARTE




                              CAPÍTULO I

  De lo que el cura y el barbero pasaron con Don Quijote cerca de su
                              enfermedad.


Cuando llevaba muy sosegado Don Quijote un mes ya en su casa,
nutriéndose de cosas confortativas para el corazón y el cerebro,
creyéronle los suyos curado de su heroísmo caballeresco. Fueron a
tentarle y probarle y entonces ocurrió entre él y el cura y el barbero
la plática aquella que nos ha conservado Cervantes y lo de _¡caballero
andante he de morir!_ que dijo Don Quijote a su sobrina. Y a seguida el
cuento del loco de Sevilla, por el barbero, y la melancólica respuesta
del hidalgo: _Ah, señor rapista, señor rapista, y cuán ciego es aquel
que no ve por tela de cedazo_, y todo lo que a esto se sigue.

En cierto tiempo en que yo corría una revuelta galerna íntima del
espíritu, recibí una carta de un amigo en que a vueltas de mil elogios
para dorar la píldora me daba a entender que me tenía por loco, pues
me desasosegaban cuidados que a él nunca le quitaron el sueño. Y al
leerlo me dije: ¡Válgame Dios y cómo confunden las gentes la locura con
la mentecatería, pues este mi pobre amigo por creerme loco me juzga
tan ciego que no he de ver por tela de cedazo; ¡me tiene por tonto que
no he de entenderle! Pero me consolé pronto de la amistad de mi amigo.
¿No ves que ese tan solícito amigo te toma por loco al colmarte de
atenciones?




                              CAPÍTULO II

Que trata de la notable pendencia que Sancho Panza tuvo con la sobrina
          y ama de Don Quijote, con otros sucesos graciosos.


Mientras estaban en esas pláticas Don Quijote, el cura y el barbero, se
armó en el patio una más que regular peltrera entre Sancho de un lado
y del otro el ama y la sobrina, pues no querían éstas dejarle entrar,
reprochándole de haber sido él quien distraía y sonsacaba a su señor y
le llevaba por aquellos andurriales, y replicándoles Sancho que él era
el sonsacado y el distraído con engañifas.

Mas cabe aquí hacer notar que acaso el ama y la sobrina no andaban
muy lejos de la verdad, pues ambos a la par, Don Quijote y Sancho, se
sonsacaban y distraían y se llevaban mutuamente por los andurriales
del mundo. El que cree dirigir suele ser en mucha parte el dirigido,
y la fe del héroe se alimenta de la que alcanza a infundir en sus
seguidores. Sancho era la humanidad para Don Quijote, y Sancho,
desfallecido y enardeciéndose a veces en su fe, alimentaba la de su
señor y amo. Solemos necesitar de que nos crean para creernos, y si no
fuera monstruosa herejía y hasta impiedad manifiesta sostendría que
Dios se alimenta de la fe que en él tenemos los hombres. Pensamiento
que disfrazándolo con los dioses paganos, expresó profundísima y
egregiamente Góngora en aquellos dos diamantinos--por la dureza y por
el esplendor--versos que dicen:

      _Ídolos a los troncos la escultura,
      a los ídolos dioses hizo el ruego._

En una misma turquesa forjaron a caballero y escudero, como suponía el
cura. Lo más grande y más consolador de la vida que en común hicieron,
es el no poderse concebir al uno sin el otro, y que muy lejos de
ser dos cabos opuestos, como hay quien mal supone, fueron y son no
ya las dos mitades de una naranja, sino un mismo ser visto por dos
lados. Sancho mantenía vivo el sanchopancismo de Don Quijote y éste
quijotizaba a Sancho, sacándole a flor de alma su entraña quijotesca.
Que aunque él dijera _Sancho nací y Sancho pienso morir_, lo cierto es
que hay dentro de Sancho mucho Don Quijote.

Y así cuando se quedaron solos, dijo el hidalgo a su escudero lo de
_juntos salimos, juntos fuimos y juntos peregrinamos; una misma fortuna
y una misma suerte ha corrido por los dos, y lo otro de soy tu cabeza y
tú mi parte_... _y por esta razón el mal que a mí me toca o tocare, a
ti te ha de doler y a mí el tuyo_, preñadísimas palabras en que mostró
el caballero cuan a lo hondo sentía lo uno y mismo que con su escudero
era.




                          CAPÍTULOS III Y IV

Del ridículo razonamiento que pasó entre Don Quijote, Sancho Panza y el
 bachiller Sansón Carrasco y Donde Sancho Panza satisface al bachiller
 Sansón Carrasco de sus dudas y preguntas, con otros sucesos dignos de
                        saberse y de contarse.


Siguieron hablando de lo que de ellos se decía por el mundo, radical
cuidado de Don Quijote, y luego hizo Sancho venir al bachiller Sansón
Carrasco, bachiller por esta Salamanca de mis pecados, típico personaje
que entra aquí en tablado. Es este bachiller por Salamanca el hombre
más representativo, después de nuestros dos héroes, que en la historia
de éstos juega papel; es el cogollo y cifra del sentido común amigo
de burlas y regocijos, el cabecilla de los que traían y llevaban,
dejándola uno para tomarla otro, la Vida del Ingenioso Hidalgo. Quedóse
a comer con Don Quijote y de refilón a burlarse de él para hacer honor
a su mesa.

Y el cándido Don Quijote--siempre lo fueron los héroes--al oir hablar
de la historia que de sus hazañas andaba compuesta, se encendió en sed
de renombre, pues _una de las cosas que más debe de dar contento a un
hombre virtuoso y eminente, es verse_--dijo--_viviendo andar con buen
nombre por las lenguas de las gentes, impreso y en estampa_, y así y
por ello decidió volver a salir y declaró al bachiller su intento y
cayó en la simplicidad de pedirle consejo de _por qué parte comenzaría
su jornada_.




                              CAPÍTULO V

  De la discreta y graciosa plática que pasó entre Sancho Panza y su
   mujer Teresa Panza, y otros sucesos dignos de felice recordación.


De esta plática se saca muy en claro cómo había Don Quijote infundido
en su escudero soplo de ambición y el del _Sancho nací, Sancho he
de morir_, quería morir Don Sancho y señoría y abuelo de condes y
marqueses.




                              CAPÍTULO VI

 De lo que pasó a Don Quijote con su sobrina y con su ama; y es uno de
            los importantes capítulos de toda la historia.


¡Y tan importante como es! Pues mientras Sancho altercaba con su mujer,
disputaban con Don Quijote su ama y su sobrina, caseros estorbos de su
heroísmo.

Y hubo de oir el buen caballero que una rapaza como su sobrina, que
apenas si sabía menear doce palillos de randas, se atreviera a negar
que haya habido caballeros andantes en el mundo. Triste cosa es venir a
oir en la propia casa y de labios de una rapazuela, que las repite de
coro, las simplezas del vulgo.

¡Y pensar que esta rapaza de Antonia Quijana es la que domeña y
lleva hoy a los hombres en España! Sí, es esta atrevida rapaza, esta
gallinita de corral, alicorta y picoteadora, es ésta la que apaga todo
heroísmo naciente. Es la que decía a su señor tío aquello de _y que con
todo esto dé en una ceguera tan grande y en una sandez tan conocida,
que se dé a entender que es valiente siendo viejo, que tiene fuerzas
estando enfermo, y que endereza tuertos estando por la edad agobiado, y
sobre todo que es caballero no lo siendo, porque aunque lo puedan ser
los hidalgos, no lo son los pobres_. Y hasta el esforzado Caballero de
la Fe, vencido por la modesta entereza de aquella humilde rapazuela, se
ablandó a contestarla: _Tienes mucha razón, sobrina, en lo que dices_.

Y si tú mismo, denodado Don Quijote, te dejaste convencer, aunque
sólo fuese de palabra y pasajeramente, por aquella gatita casera ¿qué
mucho el que se rindan a su sabiduría de cocina los que la buscan para
perpetuar en ella su linaje? Ella, la muy simplona, no comprende que
pueda un viejo ser valiente y tener fuerzas un enfermo y enderezar
tuertos el agobiado por la edad, y sobre todo no comprende que pueda un
pobre ser caballero. Y aunque simplona y casera y de tan corto alcance
de corazón como de cabeza, si se atreve contigo, su tío, ¿no se ha de
atrever con los que la solicitan para novia o la poseen como maridos?
Le han enseñado que el matrimonio se instituyó «para casar, dar gracia
a los casados y criar hijos para el cielo» y de tal modo lo entiende
y lo practica, que aparta a su marido de que nos conquiste ese cielo
mismo para el que ha de criar sus hijos.

Hay un sentido común y junto a él un sentimiento común también; junto
a la ramplonería de la cabeza nos embarga y embota la ramplonería
del corazón. Y de esta ramplonería eres tú, Antonia Quijana, lectora
mía, la guardiana y celadora. La alimentas en tu corazoncito mientras
espumas la olla de tu tío o mientras meneas los palillos de randas.
¿Correr tu marido tras de la gloria? ¿La gloria? Y eso ¿con qué se
come? El laurel es bueno para asaborar las patatas cocidas, es un
excelente condimento de la cocina casera. Y tienes de él bastante con
el que coges en la iglesia el Domingo de Ramos. Además, sientes unos
furiosos celos de Dulcinea.

No sé si caerán bajo los lindos ojos de alguna Antonia Quijana estos
mis comentarios a la vida de su señor tío; hasta lo dudo, porque
nuestras sobrinas de Don Quijote no gustan de leer cosa para la que
tenga que fruncir la atención y rumiar algo lo leído; les basta
noveluchas de diálogo muy cortado o de argumento que suspenda el
ánimo por lo terrible, o ya libricos devotos tupidos de superlativos
acaramelados y de desaboridas jaculatorias. Además presumo que
los directores de vuestros espirituelos os prevendrían contra mis
peligrosos extravíos de pluma si vuestra propia insustancialidad no
os sirviera de fortísimo escudo. Estoy, pues, casi seguro de que no
hojearéis con vuestras ociosas manos, hechas a menear palillos de
randas, estas empecatadas páginas, pero si por un azar os cayesen bajo
la mirada, os digo que no espero surja de entre vosotras ni una nueva
Dulcinea que lance a un nuevo Don Quijote a la conquista de la fama,
ni otra Teresa de Jesús, dama andante del amor que de tan hondamente
humano se sale de lo humano todo. Ni encenderéis un amor como el que
Aldonza Lorenzo, sin de ello percatarse, encendió en el corazón de
Alonso el Bueno, ni lo encenderéis en el vuestro como aquel amor de
Teresa para Jesús que hizo le atravesase el corazón un serafín con un
dardo.

También ella, Teresa, así como Alonso Quijano anduvo doce años
enamorado de Aldonza, así tuvo ella trato con quien por vía de
casamiento le pareció podía acabar en bien, y aquel con quien confesaba
le dijo que no iba contra Dios (VIDA, cap. II), pero comprendió el
premio que da el Señor a los que todo lo dejan por él y que el hombre
no aplaca la sed de amor infinito y aquellos libros de caballerías a
que fué aficionada le llevaron, a través de lo terreno del amor, al
amor sustancial, y anheló gloria eterna y engolfarse en Jesús, ideal de
hombre. Y dió en heroica locura y llegó a decir a su confesor: «suplico
a vuestra merced seamos todos locos, por amor de quien por nosotros se
lo llamaron» (VIDA, cap. XVI). Pero ¿tú, mi Antonia Quijana, tú? Tú
no enloqueces ni en lo humano ni en lo divino; tendrás poco seso tal
vez, pero por poco que sea te llena y tupe la cabecita toda, que es más
pequeña aún que él y no te queda en ella sitio para el cogüelmo del
corazón.

Tienes muy buen sentido, discreta Antonia, sabes contar los garbanzos
y remendar los calzones a tu marido, sabes cuidar la olla de tu tío
y menear los palillos de randas, y para pasto de lo supremo de tu
espíritu tienes tus funciones de celadora de este o del otro coro y la
obligación de recitar a tal hora del día estas o las otras untuosas
palabras que te dan por escrito. No dijo para ti Teresa lo de «no haga
caso del entendimiento, que es un moledor» (VIDA, cap. XV), porque te
da poca molienda tu entendimientecillo enroderado por tu director de
espíritu y menoscabado y engurruñido desde que te lo descubrieron. Ese
tu espíritu, tu almita que acaso fué soñadora otraño, te la alicortaron
y encanijaron en un terrible potro; te la han brezado desde que lanzó
su primer medroso vagido, te la han brezado con el viejo estribillo de

      _duerme niño chiquito
      que viene el Coco
      a llevarse a los niños
      que duermen poco_,

te la han brezado con la gangosa canción con que tú misma, mi pobre
Antonia, brezas a tus hijos, cuando eres madre, para que se duerman.
Y mira, Antonia, no hagas por un momento caso alguno de los que
te quieren gallinita de corral, no les hagas caso y medita en ese
plañidero estribillo con que aduermes a tus hijos. Medita en eso de
que venga el Coco y se lleve a los niños que duermen poco; medita,
mi querida Antonia, en eso de que sea el mucho dormir lo que haya de
librarnos de las garras del Coco. Mira, mi Antonia, que el Coco viene y
se lleva y se traga a los dormidos, no a los despiertos.

Y ahora, si por un momento logré distraerte de tus faenas y quehaceres,
de las que llaman labores de tu sexo, perdónamelo o no me lo perdones.
Yo soy quien no me perdonaría nunca el no haberte dicho que sólo te
queremos de veras, te queremos mujer fuerte, los que te hablamos recio
y duro, no los que te amarran, como ídolo, a un altar y te tienen allí
presa atufándote con el incienso de fáciles requiebros, ni los que te
aduermen el espíritu brezándotelo con ñoñas canciones de una piedad de
alfeñique.

Y tú, mi Don Quijote, triste cosa es que cuando te retraes a tu casa,
al amor de tu hogar, como a castillo roquero que te mantenga lejos
de las flechas envenenadas del mundo, y no te deje oir las voces de
los que hablan por no callarse, triste cosa es que te muelan entonces
todavía los oídos con ecos de esas mismas voces importunas. Triste
cosa es que en vez de ser tu hogar expansión de tu espíritu y ámbito
que de él te hizo, sea trasunto de lo de fuera. No te habría dicho eso
Aldonza, de seguro, no te lo habría dicho.




                              CAPÍTULO VII

     De lo que pasó Don Quijote con su escudero, con otros sucesos
                             famosísimos.


Y a la pena de tener que oir tales cosas en su propia casa uniósele
la de ver cómo vacilaba la fe de Sancho, el cual pedía salario fijo,
cosa no conocida entre caballeros andantes, a quienes siempre sirvieron
a merced sus escuderos. La fe de Sancho, en continua conquista de sí
misma, no le había aún dado esperanza, y quería salario. No estaba para
entender la profundísima sentencia entonces pronunciada por su amo, y
fué la de _vale más buena esperanza que ruin posesión_. ¿Y es que la
entendemos en todo su alcance yo y tú, lector mío? ¿No nos atenemos más
bien, como buenos Sanchos, a lo de «más vale pájaro en mano que ciento
volando»? ¿No olvidamos hoy y siempre que la esperanza crea lo que la
posesión mata? Lo que hemos de acaudalar para nuestra última hora es
riqueza de esperanzas, que con ellas, mejor que con recuerdos, se entra
en la eternidad. Que nuestra vida sea un perduradero sábado santo.

Con justa razón enojado Don Quijote al ver que Sancho, movido de su
carnalidad, le pedía salario, como si le hubiera mayor que el de
seguirle y servirle en su carrera de gloria, le rechazó de escudero
entonces. Y ante el rechazo encendióse la fe del pobre Sancho, _se le
anubló el cielo y se le cayeron las alas del corazón, porque tenía
creído que su señor no se iría sin él por todos los haberes del mundo_.

Rompió esta plática el bachiller Carrasco, que acudió a felicitar a
Don Quijote y a ofrecérsele por escudero... ¡impía oferta! Y al oirlo
Sancho enternecióse, se le llenaron de lágrimas los ojos y entregóse a
su amo.

Pero ¿creías acaso, pobre Sancho, que te iba a ser vividera la vida sin
tu amo? No, ya no eres tuyo; eres de él. También tú andas, aunque no lo
sepas ni lo creas, enamorado de Dulcinea del Toboso.

No faltará quien reproche a Don Quijote el haber arrancado de nuevo
a Sancho del sosiego de su vida y de la tranquilidad de su trabajo,
haciéndole dejar mujer e hijos por correr tras engañosas aventuras;
no faltan corazones tan apocados como para sentir así. Pero nosotros
consideremos que una vez que Sancho hubo encentado la sabrosidad de su
nueva vida, no quiso volver a la otra, y a despecho de los arredros y
trompicones de su fe, se le nublaba el cielo y se le caían las alas del
corazón al ocurrirle el recelo de que su amo y señor fuera a dejarle.

Hay espíritus menguados que sostienen ser mejor cerdo satisfecho que
no hombre desgraciado y los hay también para endechar a la que llaman
santa ignorancia. Pero quien haya gustado la humanidad la prefiere, aun
en lo hondo de la desgracia, a la hartura del cerdo. Hay, pues, que
desasosegar a los prójimos los espíritus, hurgándoselos en el meollo,
y cumplir la obra de misericordia de despertar al dormido cuando se
acerca un peligro o cuando se presenta a la contemplación alguna
hermosura. Hay que inquietar los espíritus y enfusar en ellos fuertes
anhelos, aun a sabiendas de que no han de alcanzar nunca lo anhelado.
Hay que sacarle a Sancho de su casa, desarrimándole de mujer e hijos,
y hacer que corra en busca de aventuras; hay que hacerle hombre. Hay
un sosiego hondo, entrañado, íntimo, y este sosiego sólo se alcanza
sacudiéndose del aparencial sosiego de la vida casera y aldeana; las
inquietudes del ángel son mil veces más sabrosas que no el reposo de
la bestia. Y no ya sólo las inquietudes, sino hasta las penas, aquel
«recio martirio sabroso» de que nos habla en su VIDA (XX, 8) Teresa de
Jesús.

¿Qué es eso de la santa ignorancia? La ignorancia ni es ni puede ser
santa. ¿Qué es eso de envidiar el sosiego de quien nunca vislumbró el
supremo misterio ni miró más allá de la vida y de la muerte? Sí, sé
la canción, sé lo de «¡qué buena almohada es el catecismo! hijo mío,
duerme y cree; por acá se gana el cielo en la cama». ¡Raza cobarde,
y cobarde con la más desastrosa cobardía, con la cobardía moral que
tiembla y se arredra de encarar las supremas tinieblas!

Mira, Sancho, si todos esos que envidian, de pico al menos, la
tranquilidad de que gozabas antes de haberte sacado de tus casillas tu
amo, supieran lo que es la lucha por la fe, créeme, no te ponderarían
tanto la del carbonero. Mi cuerpo vive gracias a luchar momento a
momento contra la muerte, y vive mi alma porque lucha también contra
su muerte momento a momento. Y así vamos a la toma de una nueva
afirmación sobre los escombros de la que nos desmoronó la lógica, y se
van amontonando los escombros de todas ellas, y un día, vencedores,
sobre la pingorota de este inmenso montón de afirmaciones desmoronadas,
proclamarán los nietos de nuestros nietos la afirmación última, y
crearán así la inmortalidad del hombre.

Por bien empleados debió de dar Sancho todos sus trabajos y miserias y
escaseces, incluso lo del manteamiento, a trueque de haberse renovado
y quijotizado junto a Don Quijote; con tal de haberse trasformado
del zafio y oscuro Sancho Panza que era en el inmortal escudero
del inmortal Don Quijote de la Mancha, que es para siempre jamás.
Henchidos, pues, de lágrimas los ojos entregóse a su amo.

Y en su consecuencia a los pocos días y al anochecer _sin que nadie lo
viese sino el bachiller, que quiso acompañarles media legua del lugar,
se pusieron camino del Toboso_.




                              CAPÍTULO VIII

Donde se cuenta lo que le sucedió a Don Quijote yendo a ver a su señora
                         Dulcinea del Toboso.


Y de camino disertó Don Quijote sobre Eróstrato y el deseo de alcanzar
fama, raigambre de su heroísmo. Y no dejó de abismarse entonces Don
Quijote en los abismos de la cordura de Alonso el Bueno, observando la
vanidad de la fama que _en este presente y acabable siglo se alcanza,
la cual fama por mucho que dure se ha de acabar con el mismo mundo, que
tiene su fin señalado_.

      Eu sou a gloria, genio jocundo
      De radioso paiz solar;
      Seras o poeta maior do mundo...
     .................................
      Dizem que o mundo debe acavar.

dice SAGRAMOR en el poema de Eugenio de Castro.

En esta tercera y última salida de Don Quijote hemos de ver cómo se
hunde en las simas de su cordura, hasta llegar a la inmersión en ellas
con su muerte ejemplar.

Movido por las palabras de su amo y viendo Sancho cuán más grande es la
fama de los santos que no la de los héroes, dijo a Don Quijote aquello
de que se dieran a ser santos y alcanzarían más brevemente la buena
fama que pretendían, poniéndole el ejemplo de San Diego de Alcalá y San
Pedro de Alcántara, canonizados por aquellos días.

«Veréis que un día seré adorado por el mundo entero», solía decir el
pobrecito de Asís, según nos cuentan los Tres Compañeros (4) y Tomás
de Celano (2. Cel., I. I), y los mismos móviles que empujaron a unos
al heroísmo empujaron a otros a la santidad. Así como Don Quijote,
enardecido por la lectura de los libros de caballerías se lanzó al
mundo, así Teresa de Cepeda, siendo aún niña y encendida por la lectura
de las vidas de santos, que le parecía «compraban muy barato el ir
a gozar de Dios», concertó con su hermano irse a tierra de moros,
pidiendo por amor de Dios, para que allá los descabezasen, y visto lo
imposible de ello, ordenaron hacerse ermitaños, y en una huerta que
había en casa procuraban, como podían, hacer ermitas (VIDA, I, 2).
De Íñigo de Loyola hemos dicho ya lo que nos cuenta al respecto su
secretario que fué, el P. Pedro de Rivadeneira.

¿Qué es todo esto sino caballería andante a lo divino o religioso? Y
en cabo de cuenta ¿qué buscaban unos y otros, héroes y santos, sino
sobrevivir? Los unos en la memoria de los hombres, en el seno de Dios
los otros. ¿Y cuál ha sido el más entrañado resorte de vida de nuestro
pueblo español sino el ansia de sobrevivir, que no a otra cosa viene a
reducirse el que dicen ser nuestro culto a la muerte? No, culto a la
muerte, no; sino culto a la inmortalidad.

El mismo Sancho, que tan apegado aparece a la vida que pasa y no queda,
declaraba que _más vale ser humilde frailecito de cualquier orden
que sea, que valiente y andante caballero_, a lo que le contestó muy
sesudamente Don Quijote que _no todos podemos ser frailes y muchos
son los caminos por donde lleva Dios a los suyos al cielo_. Y si no
todos podemos ser frailes, no puede ser que sea el estado de frailería
o monacato más perfecto en sí que otro cualquiera, pues no cabe que
el estado de mayor perfección cristiana no sea igualmente asequible
en cualquier estado, sino se reserve, por fuerza de ley natural, a un
número de personas, ya que de aspirar a él todos el linaje se acabaría.
Y dijo muy bien Don Quijote, respondiendo a Sancho, que si hay en el
cielo más frailes que caballeros andantes es por ser mayor el número de
religiosos que el de caballeros merecedores de tal nombre. ¿Y cuando
el religioso sea a la vez caballero?, se preguntará. Ya nos hablará de
ellos Don Quijote.




                              CAPÍTULO IX

                 Donde se cuenta lo que en él se verá.


Y ¿cuándo disertó así Don Quijote acerca de la gloria y de su vanidad
última y de cómo acaba al acabarse el mundo? Cuando iba al Toboso a ver
a Dulcinea, e iba dentro de él Alonso el Bueno a ver a Aldonza Lorenzo,
por la que suspiró doce años. Gracias a la locura ha vencido el
vergonzoso hidalgo su vergonzosidad sublime, y vestido de Don Quijote
y arrebujado en él va a ver al blanco de sus ansias, a curarse de su
locura al verla y al abrazarla. Nos acercamos al momento crítico de la
vida del Caballero.

Y así, en tales pláticas llegaron amo y escudero al Toboso, patria de
la sin par Dulcinea.

Llegaron a ella y dijo Don Quijote a su escudero: _Sancho, hijo, guía
al palacio de Dulcinea, quizá podrá ser que la hallemos despierta_.

Observemos que al pedirle tan elevado ministerio y favor tan señalado,
se adulcigua el Caballero y le llama a Sancho hijo, y observemos además
cómo son los Sanchos, la baja humanidad, los que guían a los héroes al
palacio de la Gloria.

Y allí fueron los aprietos de Sancho el embustero, buscando
escapatorias a su sandez, hasta que declaró no haber visto jamás a
Dulcinea, al modo mismo que su amo decía no haberla visto sino estar
enamorado de ella de oídas. De oídas estamos enamorados de la Gloria
los que lo estamos, sin que jamás la hayamos visto ni oído. Pero por
dentro anda Aldonza, vista y bien vista, aunque sólo sea cuatro veces
en doce años. Y al cabo el malicioso Sancho consiguió que el cándido de
su amo se saliese del Toboso a esperar emboscado en alguna floresta a
que diese el socarrón con Dulcinea.




                              CAPÍTULO X

Donde se cuenta la industria que Sancho tuvo para encantar a la señora
      Dulcinea y de otros sucesos tan ridículos como verdaderos.


Y aquí fué el soliloquio de Sancho al pie de un árbol y el declararse
que su amo era un loco de atar y él no le quedaba en zaga, siendo más
mentecato que aquél, pues le seguía y servía, y aquí fué el decidir
engañarle haciéndole creer _que una labradora, la primera que me topare
por aquí_--pensó--_es la señora Dulcinea; y cuando él no lo crea lo
juraré yo_. Y ya tenemos con esto al fiel Sancho decidido a jugársela
a su amo y a venir a ser así uno más entre sus burladores ¡caso de
triste meditación! Y hemos de considerar también en él cómo teniendo
Sancho a su amo por loco de atar y capaz de ser por él engañado, y que
tomaba unas cosas por otras y juzgaba lo blanco por negro y lo negro
por blanco, con todo y con esto se dejaba a su vez él engañar o más
bien arrastrar de la fe en Don Quijote y sin creerlo creía en él, y
viendo que eran molinos de viento los gigantes y manadas de carneros
los ejércitos de enemigos, creía en la ínsula tantas veces prometida.

¡Oh poder maravilloso de la fe, retuso a todo empuje de desengaños!
¡Oh misterios de la fe sanchopancesca que sin creer cree y viendo y
entendiendo y declarando que es negro, hace al que la acaudala sentir
y obrar y esperar como si fuese blanco! De todo ello hemos de concluir
que Sancho vivía, sentía, obraba y esperaba bajo el encanto de un
poder extraño que le dirigía y llevaba contra lo que veía y entendía,
y que su vida toda fué una lenta entrega de sí mismo a ese poder de
la fe quijotesca y quijotizante. Y así cuando él creyó engañar a su
amo resultó el engañado él y fué el instrumento para encantar real y
verdaderamente a Dulcinea.

La fe de Sancho en Don Quijote no fué una fe muerta, es decir,
engañosa, de esas que descansan en ignorancia, no fué nunca fe de
carbonero, ni menos fe de barbero, descansadora en ocho reales. Era,
por el contrario, fe verdadera y viva, fe que se alimenta de dudas.
Porque sólo los que dudan creen de verdad y los que no dudan ni
sienten tentaciones contra su fe, no creen de verdad. La verdadera
fe se mantiene de la duda; de dudas, que son su pábulo, se nutre y
se conquista instante a instante, lo mismo que la verdadera vida
se mantiene de la muerte y se renueva segundo a segundo, siendo
una creación continua. Una vida sin muerte alguna en ella, sin
deshacimiento en su hacimiento incesante, no sería mas que perpetua
muerte, reposo de piedra. Los que no mueren, no viven; no viven los que
no mueren a cada instante para resucitar al punto, y los que no dudan,
no creen. La fe se mantiene resolviendo dudas y volviendo a resolver
las que de la resolución de las anteriores hubieren surgido.

Sancho veía las locuras de su amo y que los molinos eran molinos y no
gigantes, y sabía bien que la zafia labradora a la que iba a encontrar
a la salida del Toboso no era, no ya Dulcinea del Toboso, mas ni aun
Aldonza Lorenzo, y con todo ello creía a su amo y tenía fe en él y
creía en Dulcinea del Toboso y hasta en su encantamiento acabó por
creer, como veremos. Esta la tuya es fe, Sancho, y no la de esos que
dicen creer un dogma sin entender, ni aun a la letra, siquiera su
sentido inmediato, y tal vez sin conocerlo; ésta es fe y no la del
carbonero que afirma ser verdad lo que dice un libro que no ha leído
porque no sabe leer ni tampoco sabe lo que el libro dice. Tú, Sancho,
entendías muy bien a tu amo, pues todo lo que te decía eran dichos
muy claros y muy entendederos, y veías, sin embargo, que tus ojos te
mostraban otra cosa y sospechabas que tu amo desvariaba por loco y
dudabas de lo que veías, y a pesar de ello le creías pues ibas tras de
sus pasos. Y mientras tu cabeza te decía que no, decíate tu corazón que
sí, y tu voluntad te llevaba en contra de tu entendimiento y a favor de
tu fe.

En mantener esa lucha entre el corazón y la cabeza, entre el
sentimiento y la inteligencia, y en que aquel diga ¡sí! mientras esta
dice ¡no! y ¡no! cuando la otra ¡sí!, en esto y no en ponerlos de
acuerdo consiste la fe fecunda y salvadora; para los Sanchos por lo
menos. Y aun para los Quijotes, porque veremos dudar a Don Quijote
mismo. Y no nos quepa duda de que con los ojos de la carne Don
Quijote vió los molinos como tales molinos y las ventas como ventas
y de que allá, en su fuero interno, reconocía la realidad del mundo
aparencial--aunque una realidad aparencial también--en que ponía el
mundo sustancial de su fe. Y buena prueba de ello es aquel maravilloso
diálogo que sostuvo con Sancho cuando éste volvió a Sierra Morena a
darle cuenta de su visita a Dulcinea. El loco suele ser un comediante
profundo, que toma en serio la comedia, pero que no se engaña y
mientras hace en serio el papel de Dios o de rey o de bestia, sabe bien
que ni es Dios, ni rey, ni bestia; quiere serlo y basta. ¿Y no es loco
todo el que toma en serio el mundo? ¿Y no deberíamos ser locos todos?

Y ahora llegamos al momento tristísimo de la carrera de Don Quijote; a
la derrota de Alonso Quijano el Bueno dentro de él.

Aconteció, pues, que al volverse Sancho a su amo salían del Toboso
tres labradoras sobre tres pollinos o pollinas, y se las presentó
a Don Quijote como Dulcinea y dos doncellas diciéndole que venía a
verle. _¡Santo Dios! ¿Qué es lo que dices, Sancho amigo?_--dijo Don
Quijote...--_mira no me engañes ni quieras con falsas alegrías alegrar
mis verdaderas tristezas_. _Y ¿qué sacaría yo de engañar a vuesa
merced?_--respondió Sancho. Salieron al camino, no columbró en él Don
Quijote sino a las tres labradoras, porfió Sancho que eran Dulcinea y
sus doncellas, atúvose a sus sentidos, contra su costumbre el amo, y
trocáronse los papeles, siquiera en apariencia.

El paso este del encantamiento de Dulcinea es grandemente melancólico.
Sancho hizo su comedia, teniendo del cabestro al jumento de una de
las tres labradoras, hincándose de rodillas y enderezándole aquel
saludo que nos ha conservado la historia. Don Quijote miraba con ojos
desencajados y vista turbada a la que Sancho llamaba reina y señora, y
en que él, Don Quijote, esperó ver a Dulcinea, y debajo de él, Alonso
Quijano, esperaba a Aldonza Lorenzo, suspirada en silencio doce años
por sólo cuatro goces de su vista. Don Quijote se puso de hinojos y
_miraba con ojos desencajados y vista turbada a la que Sancho llamaba
reina y señora_, sin descubrir en ella _sino una moza aldeana y no de
muy buen rostro, porque era carirredonda y chata_. Ve aquí, Caballero,
que tu Sancho, la humanidad que te acompaña y guía, te presenta a la
Gloria, por la que tanto suspiraste, y no ves en ella sino una moza
aldeana y no de muy buen rostro.

Pero es aún más triste el paso, pues si Don Quijote no veía a
Dulcinea, tampoco el pobre Alonso Quijano el Bueno veía a su Aldonza.
Doce años de solitario sufrir, doce años de no haber podido vencer
su encogimiento soberano, doce años de esperar lo imposible, y por
imposible con más ahinco esperado, a que ella, Aldonza, su Aldonza,
por un inaudito milagro se percatara del amor de su Alonso, y se
fuera a él; doce años de soñar en el imposible procurando acallar
con la lectura de los libros de caballerías el todopoderoso amor, y
ahora en que, gracias a Dios, ya loco, rota la vergüenza, se cumple
lo imposible y va a recibir el premio de su locura; ahora... ¡ahora
esto! ¡Qué santa, qué dulce, qué redentora suele ser la locura! Loco
Alonso Quijano, por merced del Señor que se compadece de los buenos,
rompió aquella tremenda costra de la timidez del hidalgo lugareño, y
se atrevió a escribir a su Aldonza, aunque fuese bajo la advocación de
Dulcinea, y ahora, en premio, Aldonza misma viene desde el Toboso a
verle. Se cumplió lo imposible, merced a la locura. ¡Al cabo de doce
años!

¡Oh momento supremo tanto tiempo suspirado! _¡Santo Dios! ¿Qué es lo
que dices, Sancho amigo?_ ¡Ahora, ahora va a redimirse de su locura,
ahora va a lavársela en el torrente de las lágrimas de la dicha; ahora
va a cobrar el premio de su esperanza en lo imposible! ¡Oh, y cuántas
tinieblas de locura se disiparían bajo una mirada de amor!

_No quieras con falsas alegrías alegrar mis verdaderas tristezas._
Pensemos en esto de alegrársele las tristezas a Don Quijote; las
tristezas de doce años, las tristezas de su locura. ¿Pues qué, creéis
que Alonso el Bueno no se daba cuenta de que estaba loco y no aceptaba
su locura como único remedio de su amor, como regalo de la piedad
divina? Al saber que su locura daba fruto, alborotóse el corazón del
hidalgo, y mandó a Sancho, en albricias de aquellas no esperadas
nuevas, el mejor despojo de la primera aventura que tuviese y _si esto
no te contenta, te mando_--le dijo--_las crías que este año me dieren
las tres yeguas mías, que tú sabes que quedan para parir en el prado
concejil de nuestro pueblo_. Primero le ofrece Don Quijote del caudal
del caballero andante, despojo de aventura, en albricias de anunciarle
la venida de Dulcinea, mas luego asoma Alonso Quijano, y con el corazón
anegado en gozo porque viene a verle Aldonza, ofrece el hidalgo de su
caudal, no ya despojo de aventura, sino crías de las yeguas. ¿No veis
aquí cómo el amor saca a flor de la locura quijotesca la cordura de
Quijano?

Ya te dan fruto tus locuras, buen caballero, pues merced a ellas
sale a verte Aldonza, sacando del exceso de tu desvarío cuán grande
debe ser tu amor. Y vino en seguida el tremendo golpe, el golpe que
hundió en su locura al pobre Alonso el Bueno, hasta su muerte. Ahora,
ahora es cuando se remacha la suerte de Alonso. Esperaba a Aldonza y
lo vehemente de la esperanza no le dejaba dudar y puesto de hinojos,
como mejor decía a aquel callado culto de doce años _miraba con ojos
desencajados y vista turbada a la que Sancho llamaba reina y señora
y como no descubría en ella sino una moza aldeana y no de muy buen
rostro, porque era carirredonda y chata, estaba suspenso y admirado,
sin osar desplegar los labios_. ¡Ni la locura te valió, buen Caballero!
Cuando al cabo de doce años vas a tocar el premio de ella, la brutal
realidad te da en el rostro. ¿No es acaso así con todo amor?

Mas no te pese, mi Don Quijote, y sigue con tu locura solitaria; no
te pese de no llegar a comprometerte con la dicha; no te pese de no
votarte a la felicidad; no te pese de que no se haya llenado tu anhelo
de doce años, en brazos de tu Aldonza.

_Y tú, oh extremo del valor que puede desearse, término de la humana
gentileza, único remedio deste afligido corazón que te adora, ya que
el maligno encantador me persigue y ha puesto nubes y cataratas en
mis ojos, y para ellos solos y no para otros ha mudado y transformado
tu sin igual hermosura y rostro en el de una labradora pobre, si ya
también el mío no le ha cambiado en el de algún vestiglo para hacerle
aborrecible a tus ojos, no dejes de mirarme blanda y amorosamente,
echando de ver en esta sumisión y arrodillamiento que a tu contrahecha
hermosura hago, la humildad con que mi alma te adora._ ¿No os entran
ganas de llorar oyendo este plañidero ruego? ¿No oís cómo suena en sus
entrañas, bajo la retórica caballeresca de Don Quijote, el lamento
infinito de Alonso el Bueno, el más desgarrador quejido que haya
jamás brotado del corazón del hombre? ¿No oís la voz agorera y eterna
del eterno desengaño humano? Por primera, por última, por única vez
habla Don Quijote de su propio rostro, de aquel rostro de Alonso que
se encendía en rubor al pensar en Aldonza... _La humildad con que mi
alma te adora_... Humildad de doce años, humildad alimentada en largas
noches de soledad y de absurdas esperanzas, humildad nutrida con el más
grandioso temor y encogimiento que jamás se viera. Lo inmenso de su
amor le había hecho humilde, y jamás osó dirigirla una palabra sólo.

Seguid leyendo la historia de este encuentro, y sacándola por vosotros
mismos, lectores míos, el jugo que tenga; a mí me apesadumbra tanto que
me priva de imaginación para rehacerla, y voy a pasar a otra cosa. Leed
vosotros la respuesta grosera que la moza dió a Don Quijote, y cómo dió
con ella en tierra a corcovos, su borrica, y cómo Don Quijote acudió a
levantarla, cosa que evitó ella subiéndose de un salto sobre la borrica
y dándole un olor a ajos crudos que le encalabrinó y atosigó el alma.
No puede leerse sin angustia este martirio del pobre Alonso.




                              CAPÍTULO XI

 De la extraña aventura que le sucedió al valeroso Don Quijote con el
              carro o carreta de las cortes de la muerte.


Reanudaron amo y escudero su camino, burlándose el socarrón Sancho de
la candidez de su amo. Y entonces fué cuando toparon con la carreta
de la muerte o de la compañía de Angulo el Malo, que Don Quijote,
aleccionado y entristecido por lo que acababa de pasarle, tomó por lo
que realmente era. Y entonces fué también cuando Rocinante, alborotado
por el cascabeleo del moharracho, dió con su amo en tierra y todo lo
que se sigue. Y cómo quiso castigar el Caballero a los farsantes, y
le esperaron éstos en ala y armados de guijarros, y convenció Sancho
a su amo, hombre cuerdo y sesudo al fin, de que no debía meterse con
semejante tropa, pues entre todos los que allí estaban, aunque parecían
reyes, príncipes y emperadores, no había ningún caballero andante. Y
así Don Quijote mudó ya de su determinado intento. Y al ver que Sancho,
por su parte, no quería vengarse, fué cuando le dijo lo de: _Pues ésa
es tu determinación, Sancho bueno, Sancho discreto, Sancho cristiano y
Sancho sincero, dejemos estas fantasmas y volvamos a buscar mejores y
más calificadas aventuras_.

La del carro de la muerte parece una de las más heroicas que llevó a
feliz término nuestro hidalgo, pues en ella se nos muestra venciéndose
a sí mismo con su cordura. ¡Es que le pesaba sobre el corazón el
encantamiento de su dama! El mundo comedia es, y gran locura querer
luchar con gentes que no son lo que parecen, sino míseros farsantes que
representan su papel y entre los cuales apenas si se halla de higos
a brevas un caballero andante. En el tablado del mundo es novedad
sorprendente ver entrar un caballero de verdad, de los que matan y
hacen en serio la escena del desafío cuando los otros hacen que la
hacen y por hacer el papel no más. Tal es el héroe. Y al héroe le
esperan los comediantes todos en ala y armados de piedras. Dejad, pues,
a los farsantes y recordad la profunda sentencia de Sancho: _nunca los
cetros y coronas de los emperadores farsantes fueron de oro puro sino
de oropel o hoja de lata_. Recordadla y tened en cuenta que la creencia
de los que en la comedia del mundo hacen el papel de maestros, cobrando
por ello su salario, es ciencia de oropel u hoja de lata.




                              CAPÍTULO XII

 De la extraña aventura que le sucedió al valeroso Don Quijote con el
                    bravo caballero de los Espejos.


Conversando sobre lo que es la comedia del mundo se quedaron amo y
escudero debajo de unos altos y sombrosos árboles, cuando les rompió el
sueño la llegada del caballero de los Espejos. Y allí fué la plática de
los escuderos de un lado y de los caballeros por el otro, y el declarar
Sancho que a su amo un niño le haría entender que era de noche en la
mitad del día, sencillez por la que le quería como a las telas de su
corazón y no se amañaba a dejarle por más disparates que hiciera. Aquí
se nos declara la razón del amor que Sancho profesaba a su amo, mas no
la de la admiración.

¿Pues qué creíais, Sancho? El héroe es siempre por dentro un niño, su
corazón es infantil siempre; el héroe no es más que un niño grande.
Tu Don Quijote no fué sino un niño, un niño durante los doce largos
años en que no logró romper la vergüenza que le ataba, un niño al
engolfarse en los libros de caballerías, un niño al lanzarse en busca
de aventuras. ¡Y Dios nos conserve siempre niños, Sancho amigo!




                         CAPÍTULOS XIII Y XIV

Donde se prosigue la aventura del caballero del Bosque con el discreto,
       nuevo y suave coloquio que pasó entre los dos escuderos.


Mientras platicaban los escuderos entre sí también platicaban los
caballeros, y de esta plática y de haber afirmado el de los Espejos
ser vencedor de Don Quijote surgió el que concertasen un duelo bajo
condiciones de que el vencido quedara sujeto a obedecer al vencedor.
Y así que fué de día fué el lance, derribando Don Quijote al de los
Espejos, el bachiller Sansón Carrasco, pues no era otro, que habiendo
ido por lana y a llevarse al hidalgo a su casa, salió para la suya
trasquilado.

Al descubrirle la visera y ver al bachiller, atribuyólo Don Quijote
a magia, mas Sancho, que se había encaramado a un árbol para ver
la pelea, le pidió metiese la espada por la boca al que parecía el
bachiller Sansón Carrasco. ¡Ah, Sancho, Sancho, y cuán bien se aviene
tu impiadosa crueldad de ahora con tu cobardía de antes!

Volvió al cabo en sí el bachiller, confesó aventajar Dulcinea del
Toboso en hermosura a Casildea de Vandalia y prometió ir a presentarse
a ella. _Todo lo confieso, juzgo y siento como vos lo creéis, juzgáis
y sentís--respondió el derrengado caballero_, el burlador burlado,
el vencido bachiller. Así, mal que les pese, tienen que declarar los
bachilleres ser verdad lo que por tal proclaman los hidalgos; así los
burladores son burlados; así el sentido común debe andar por los suelos
a botes de la lanza del heroísmo. Pues que ¿no hay sino hacerse el loco
para reducir a cordura a los que lo son de veras?




                              CAPÍTULO XV

Donde se cuenta y da noticia de quién era el caballero de los Espejos y
                             su escudero.


En este capítulo de la historia se nos cuenta cómo el caballero de los
Espejos no era otro que Sansón Carrasco, bachiller por Salamanca, que
de acuerdo con el cura y el barbero, ideó aquella traza para obligar a
Don Quijote a que se redujese a su casa.

Y el maligno Carrasco juró vengarse de Don Quijote, moliéndole a palos
las costillas, locura mil veces más desatinada y más de verdad locura
que la del hidalgo; locura, en fin, de pasión de hombre sensato, que
son las peores y las más ponzoñosas de las locuras todas. El loco _que
lo es por fuerza lo será siempre, y el que lo es de grado lo dejará de
ser cuando quisiera_--decía el bachiller.

Pero venid acá, señor bachiller por Salamanca, venid y decidme ¿cuál es
peor desvarío, el que arranca de la cabeza o el que del corazón brota,
la enfermedad del imaginar o la del querer? Y el que de grado o por
voluntad se hace el loco, es que tiene la voluntad enferma o torcida, y
para esto hay peor remedio que para las enfermedades del entendimiento.
Y los que, como su merced, tienen el entendimiento tupido de cordura
socarrona, y allende esto se lo han atiborrado de lugares comunes
escolásticos en las aulas de Salamanca, suelen tener la voluntad loca
de malas pasiones, de rencor, de soberbia, de envidia. ¿Pues qué razón
había para ir a pelear Sansón Carrasco contra Don Quijote?

_¿He sido yo su enemigo por ventura? ¿Hele dado yo jamás ocasión de
tenerme ojeriza? ¿Soy yo su rival o hace él profesión de las armas
para tener envidia a la fama que yo por ellas he ganado?_--decía Don
Quijote. Sí, generoso Caballero, sí; fuiste y eres su enemigo como
lo es todo hidalgo heroico y generoso de todo bachiller socarrón y
rutinero; le diste ocasión de ojeriza, pues cobraste con tus locas
hazañas una fama que él nunca alcanzó con sus cuerdos estudios y
bachillerías salamanquescas, y era tu rival y te tenía envidia. Y
aunque declaró, y acaso así lo creyese él mismo, que salió al campo con
la mira de reducirte a cordura, la verdad es que le movió a ello, tal
vez sin él percatarse de tal motivo, su deseo de unir su nombre al tuyo
y de andar junto contigo en lengua de la fama, como lo consiguió.

¿Y no sería acaso que buscaba llegase a oídos de aquella andaluza
Casilda, con la que se pasó en claro las noches a la reja, allá en
las callejas de Salamanca, y a la que envolvió en su Casildea de
Vandalia, su hazañosa proeza y su locura? ¿No oiría acaso hablar de ti
con admiración a esa Casilda, que habría leído la primera parte de tu
historia? Todo podía ser.

Pero tú le venciste, para que se vea que la locura generosa da más
arrestos y más bríos que no la cordura menguada y socarrona, y sobre
todo para que el bueno del bachiller por Salamanca aprendiese aquello
de _quod natura non dat, Salmantica non praestat_, vieja verdad a
pesar de aquel arrogante lema del escudo de la vieja Escuela que dice:
_Omnium scientiarum princeps, Salmantica docet_.




                         CAPÍTULOS XVI Y XVII

De lo que sucedió a Don Quijote con un discreto caballero de la Mancha
y Donde se declara el último punto y extremo adonde llegó y pudo llegar
 el inaudito ánimo de Don Quijote, con la felicemente acabada aventura
                            de los leones.


Acabado este lance se encontró Don Quijote con el discretísimo Don
Diego de Miranda, yendo con el cual toparon con los carros de los
leones. Y allí fué la estupenda y nunca bien ponderada aventura,
y cuando Don Quijote exclamó el inmortal: _¿leoncitos a mí? ¿a mí
leoncitos y a tales horas? pues por Dios que han de ver esos señores
que acá los envían si soy yo hombre que se espanta de leones_. Quiso
convencerle Don Diego con que los leones no iban contra él, mas
despachólo Don Quijote con que él sabía si iban o no a él aquellos
señores leones y amenazó al leonero si no les abría la jaula. Pidió
el leonero desuncir las mulas y ponerse en salvo y _oh hombre de poca
fe--respondió Don Quijote--; apéate y desunce y haz lo que quisieres_.

¡Maravillosa proeza! ¡nunca visto valor de Don Quijote, y valor en
seco, sin motivo ni objetivo, valor puro, valor acendrado! ¿No sería
tal vez que mientras Don Quijote mostraba ostentar así su valentía,
por debajo de él el pobre Alonso el Bueno, agobiado por el desencanto
sufrido al no encontrarse con la suspirada Aldonza, buscaba morir en
las garras y quijadas del león con muerte no tan torturadora como la
que de continuo le estaba dando su amor desventurado?

Ello fué que no sirvieron ruegos ni razones, sino que Don Quijote
se apeó _temiendo que Rocinante se espantaría con la vista de los
leones... arrojó la lanza y embrazó el escudo y desenvainando la
espada, paso ante paso, con maravilloso denuedo y corazón valiente
se fué a poner delante del carro, encomendándose a Dios de todo
corazón y luego a su señora Dulcinea_. Al mismo historiador le arranca
expresiones de admiración esta intrepidez singular. Abierta la jaula,
_lo primero que_ (el león) _hizo fué revolverse_ (en ella) _donde
venía echado y tender la garra y desperezarse todo; abrió luego la
boca y bostezó muy despacio, y con casi dos palmos de lengua que sacó
fuera se despolvoreó los ojos y se lavó el rostro: hecho esto sacó la
cabeza fuera de la jaula y miró a todas partes con los ojos hechos
brasas, vista y ademán para poner espanto a la misma temeridad. Sólo
Don Quijote lo miraba atentamente, deseando que saltase ya del carro y
viniese con él a las manos, entre las cuales pensaba hacerle pedazos_,
mientras acaso esperase en tanto el pobre Alonso el Bueno que entre
las garras de la bestia acabase de sufrir su pobre y llagado corazón y
se deshiciese en él la imagen de aquella Aldonza, suspirada doce años.
_Pero el generoso león, más comedido que arrogante, no haciendo caso de
niñerías ni de bravatas, después de haber mirado a una y otra parte,
como se ha dicho, volvió las espaldas y enseñó sus traseras partes a
Don Quijote, y con gran flema y remanso se volvió a echar en la jaula._

¡Ah, condenado Cide Hamete Benengeli, o quienquiera que fuese el que
escribió tal hazaña, y cuán menguadamente la entendiste! No parece
sino que al narrarla te soplaba al oído el envidioso bachiller Sansón
Carrasco! No, no fué así, sino lo que en verdad pasó es que el león se
espantó o se avergonzó más bien al ver la fiereza de nuestro caballero,
pues Dios permite que las fieras sientan más al vivo que los hombres
la presencia del poder incontrastable de la fe. O ¿no sería acaso que
el león, soñando entonces en la leona recostada, allá, en las arenas
del desierto, bajo una palmera, vió a Aldonza Lorenzo en el corazón del
Caballero? ¿No fué su amor lo que le hizo a la bestia comprender el
amor del hombre y respetarle y avergonzarse ante él?

No, el león no podía ni debía burlarse de Don Quijote, pues no era
hombre sino león, y las fieras naturales, como no tienen estragada la
voluntad por pecado original alguno, jamás se burlan. Los animales
son enteramente serios y enteramente sinceros, sin que en ellos
quepa socarronería ni malicia. Los animales no son bachilleres, ni
por Salamanca ni por ninguna otra parte, porque les basta lo que la
naturaleza les da.

Lo que le pasó al león, enjaulado entonces como en un tiempo lo estuvo
Don Quijote, es que al ver a éste se avergonzó, y que esto debió ser
así nos lo prueba y corrobora el que ya en otra ocasión, siglos antes,
se había otro león avergonzado ante otro hazañoso caballero, el Cid Ruy
Díaz de Vivar, según nos lo cuenta su viejo romance (POEMA DEL CID,
versos 2278 a 2301). El cual dice que estando el Cid en Valencia con
todos sus vasallos y sus yernos, los infantes de Carrión, y durmiendo
el Campeador en un escaño, salióse de la red y se desató el león,
sembrando miedo en la corte. Despertó el que en buen hora nació, y al
ver lo que acontecía


        Mió Çid fincó el cobdo, en pie se levantó;
      el manto trae al cuello e adelinó pora leon;
      el leon quando lo vió assí, envergonçó:
      ante mió Çid la cabeça premió e el rostro fincó.
      Mió Çid don Rodrigo al cuello lo tomó,
      e lieva lo adestrando, en la red lo metió.

                                          (2296-2301).


Así ante Don Quijote, nuevo Cid Campeador, _envergonzó_ el león, que
acaso fuera uno de los dos que hoy figuran en nuestro escudo de armas,
y el avergonzado ante el Cid el otro.

Aún insistió Don Quijote en que se irritase al león; mas el leonero
le convenció de que no debía hacerse. Y fué entonces cuando el
Caballero pronunció aquellas profundísimas palabras de _bien podrán
los encantadores quitarme la ventura, pero el esfuerzo y el ánimo será
imposible_. Y ¿qué más hace falta?

Y no se me venga ahora aquí diciendo que me aparto del puntualísimo
texto del historiador, porque es preciso entender bien en que no puede
uno apartarse de él, sin muy grave temeridad y aun peligro de su
conciencia, y en que somos libres de interpretarlo a nuestro sabor y
consejo. En cuanto se refiere a hechos y aparte los evidentes errores
de copista--rectificables todos--no hay sino acatar la infalible
autoridad del texto cervantino. Y así debemos creer y confesar que el
león volvió las espaldas a Don Quijote y se volvió a echar en la jaula.
Pero que fuese por comedimiento y que considerase niñerías y bravatas
las de Don Quijote y que no lo hiciese por vergüenza al ver su valor,
o ya compadecido de su amor desgraciado, es una libre interpretación
del historiador, que no vale sino por la autoridad personal y puramente
humana del historiador mismo. Sucede con esto como con el comentario
que pone al discurso de los cabreros, llamándolo _inútil razonamiento_,
y que es una glosa desdichada que se ha interpolado en el texto.

Hago estas prevenciones porque no quiero, he de repetirlo une vez
más, que se me confunda con la perniciosa y pestilente secta de los
hombres vanos e hinchados de huera ciencia histórica, que se atreven a
sostener que no hubo tales Don Quijote y Sancho en el mundo, y otras
atroces osadías semejantes, a que les lleva su desmedido afán de lograr
notoriedad sosteniendo novedades y singularidades. Y ved aquí cómo el
mismo noble impulso de dejar nombre y fama que movió a Don Quijote a
llevar a cabo sus hazañas, les mueve a otros a negarlas. ¡Qué abismo de
contradicciones es el hombre!

Y volviendo a nuestra historia, hemos de añadir que luego de
avergonzado el león y al explicar Don Quijote a Don Diego de Miranda su
aparente locura en tal proeza, descubrió una vez más la raíz de ella al
declarar que andaba a la busca de tan arriesgadas aventuras _sólo por
alcanzar gloriosa fama y duradera_ y explicó, con atinadísimas razones,
cómo debe el caballero dar en temerario--pues reconoció ser _temeridad
exorbitante_ lo del león--ya que _es más fácil dar el temerario en
verdadero valiente que no el cobarde subir a la verdadera valentía y
en esto de acometer aventuras... antes se ha de pecar por carta de más
que de menos_. ¡Concertadísimas y muy cuerdas razones con las que se
justifica todo exceso ascético o heroico!

Conviene también pararse a considerar cómo esta aventura del león fué
una aventura por parte de Don Quijote, de acabada obediencia y de
perfecta fe. Cuando el Caballero topó al azar de los caminos con el
león aquél fué, sin duda alguna, porque Dios se lo enviaba a él, y su
fortísima fe le hizo decir que él sabía si iban o no a él aquellos
señores leones. Y con sólo verlos entendió la voluntad del Señor y
obedeció según la tercera y más perfecta manera de obedecer que hay,
según Íñigo de Loyola--véase el cuarto aviso que dictó sobre esto,
según lo trae el P. Rivadeneira, en el capítulo IV del libro V de
la VIDA--y es «cuando hago esto o aquello sintiendo alguna señal de
Superior, aunque no me lo mande ni ordene». Y así Don Quijote en cuanto
vió al león, sintió la señal de Dios, y arremetió sin prudencia alguna,
pues como decía el mismo Loyola--véase el mismo capítulo antedicho--«la
prudencia no se ha de pedir tanto al que obedece y ejecuta cuanto al
que manda y ordena». Y Dios quiso, sin duda, probar la fe y obediencia
de Don Quijote como había probado las de Abraham mandándole subir al
monte Moria a sacrificar a su hijo. (Gen., cap. XXII.)




              CAPÍTULOS XVIII, XIX, XX, XXI, XXII Y XXIII

   _Que tratan de lo que sucedió a Don Quijote en casa del caballero
  del Verde Gabán, de la aventura del pastor enamorado, de las bodas
    de Camacho, y en los dos últimos de la aventura de la cueva de
 Montesinos_, que está en el corazón de la Mancha, y de las admirables
  cosas que el extremado Don Quijote contó que había visto _en ella_.


Llegaron a casa de Don Diego, conoció allí Don Quijote al hijo de
aquél, Don Lorenzo, y al oirle negar que hubiese habido caballeros
andantes no trató ya de sacarle de su engaño, sino que propuso rogar al
cielo le sacase de él. ¡Ah, mi pobre Caballero, y cómo te ha dejado el
encantamiento de tu Dulcinea!

Tras esto ocurrió lo de las bodas de Camacho en que nada hay que notar,
y después se dirigió Don Quijote a la cueva de Montesinos, que está en
el corazón de la Mancha.

Antes de hundirse en ella _hizo una oración en voz baja pidiendo a
Dios le ayudase y le diese buen suceso en aquella al parecer peligrosa
y nueva aventura, y en voz alta dijo luego: oh señora de mis acciones
y movimientos, clarísima y sin par Dulcinea del Toboso, si es posible
que lleguen a tus oídos las plegarias y rogaciones deste tu venturoso
amante, por tu inaudita belleza te ruego las escuches, que no son
otras que rogarte no me niegues tu favor y amparo ahora que tanto lo
he menester_. Ved cómo a canto de meterse en tan inaudito empeño ruega
primero a Dios y a Dulcinea luego, a Dios en voz baja y a Dulcinea
en alta voz. Con Dios primero, sí, pero a solas, que no necesita
de que nos desgañitemos para oirnos, pues oye hasta el resollar de
nuestro silencio; mas con Dulcinea nos es menester dar grandes voces e
invocarla a pecho henchido y boca llena, entre los hombres.

Y prosiguió diciendo Don Quijote: _Yo voy a despeñarme, a empozarme
y a hundirme en el abismo que aquí se me representa, sólo por que
conozca el mundo que si tú me favoreces no habrá imposible a quien yo
no acometa y acabe_. Amad a Dulcinea y no habrá imposible que se os
resista y tese. ¡Ahí está el abismo; adentro de él!

_Y en diciendo esto se acercó a la sima, vió no ser posible descolgarse
ni hacer lugar a la entrada si no era a fuerza de brazos o a
cuchilladas, y así poniendo mano a la espada, comenzó a derribar y
a cortar de aquellas malezas que a la boca de la cueva estaban, por
cuyo ruido y estruendo salieron por ella una infinidad de grandísimos
cuervos y grajos, tan espesos y con tanta priesa que dieron con Don
Quijote en el suelo; y si él fuera tan agorero como católico cristiano,
lo tuviera a mala señal y excusara de encerrarse en lugar semejante._
Parémonos a considerarlo.

Si te empeñas en empozarte y hundirte en la sima de la tradición de
tu pueblo para escudriñarla y desentrañar sus entrañas, escarbándola
y zahondándola hasta dar con su hondón, se te echarán al rostro los
grandísimos cuervos y grajos que anidan en su boca y buscan entre
las breñas de ella abrigo. Tendrás primero que derribar y cortar
las malezas que encubren a la cueva encantada, o más bien tendrás
que desescombrar su entrada, obstruida por escombros. Lo que llaman
tradición los tradicionalistas no son sino rastrojos y escurrajas de
ella. Los grandísimos cuervos y grajos que guardan la boca de esa sima
encantada y en la que fraguaron sus escondrijos, jamás se empozaron
ni hundieron en las entrañas de la sima, y se atreven, no embargante,
a graznar diciéndose moradores de su interior. La tradición por ellos
invocada no lo es de verdad; se dicen voceros del pueblo y nada hay de
esto. Con el machaqueo de sus graznidos han hecho creer al pueblo que
cree lo que no cree, y es menester empozarse en las entrañas de la sima
para sacar de allí el alma viva de las creencias del pueblo.

Y antes de hundirse y empozarse uno en esa sima de las verdaderas
creencias y tradiciones del pueblo, no las del carbonero de la fe,
tiene que derribar y cortar las malezas que cubren su entrada. Cuando
lo hagáis os dirán que queréis cegar la cueva y taparla y ahogar a los
moradores de ella; os llamarán malos hijos y descastados y todo cuanto
se les ocurra. Haced oídos sordos a graznidos tales.

Y allí, en la cueva, gozó Don Quijote de visiones que se dejan muy
a la zaga a las más maravillosas de que otros hayan gozado, sin que
sea menester repetir aquí lo de que si a uno se le aparece un ángel
en sueños es que soñó que se le aparecía un ángel. Invito al lector a
que relea en el capítulo XXIII de la Segunda Parte el relato de las
asombrosas visiones de Don Quijote y juzgando, como debe juzgarse,
por el contento y deleite que de su lectura reciba, me diga luego si
no son más fidedignas que otras no menos asombrosas con que dicen que
Dios regaló a siervos suyos, soñadores en la profunda cueva encantada
del éxtasis. Y no sirve sino creer a Don Quijote, que siendo hombre
incapaz de mentir, afirmó que lo por él contado lo vió por sus propios
ojos y lo tocó con sus mismas manos, y esto baste y aun sobre. Sancho
quiso negar la verdad de tales visiones y más cuando oyó decir a su amo
que vió a Dulcinea encantada en la moza labradora que aquél le había
mostrado, mas Don Quijote respondió sesudamente: _Como te conozco,
Sancho, no hago caso de tus palabras_. Ni debemos nosotros tampoco
hacer caso de palabras sanchopancescas cuando de rendir fe a visiones
se trate.




                              CAPÍTULO XXIV

 Donde se cuentan mil zarandajas tan impertinentes como necesarias al
            verdadero entendimiento desta grande historia.


Al llegar a esta aventura de visión se cree el historiador obligado
a dudar de su autenticidad, mostrando en ello su poca fe, y hasta
se propasa a suponer que al tiempo de morir se retractó de ella Don
Quijote y dijo que _la había inventado por parecerle que convenía y
cuadraba bien con las aventuras que había en su historia_. ¡Oh menguado
historiador, cuán poco se te alcanza de achaque de visiones!

Sin duda no leíste, o si lo leíste, pues se publicó veintidós años
antes que tú publicases la historia de Don Quijote, no meditaste bien
el libro de la VIDA DEL BIENAVENTURADO P. IGNACIO DE LOYOLA, del P.
Pedro de Rivadeneira, quien en el capítulo VII del libro I nos cuenta
las visiones del caballero andante de Cristo y cómo «se le representó
la manera que tuvo Dios en hacer el mundo» y «vió la sagrada humanidad
de nuestro Redentor Jesucristo, alguna vez también a la gloriosísima
Virgen» y otras maravillosas visiones, entre ellas la del Demonio, que
se le apareció muchas veces «no sólo en Manresa y en los caminos, sino
en París también y en Roma; pero su semblante y aspecto... era tan
apocado y feo, que no haciendo caso dél, con el báculo que traía en la
mano fácilmente le echaba de sí».

De los que nieguen tales visiones y digan que son imposibles, digamos
lo que de ellos dice el piadosísimo P. Rivadeneira y es que «serán
comúnmente hombres que no saben, ni entienden, ni han oído decir qué
cosa sea espíritu, ni gozo ni fruto espiritual... ni piensan que hay
otros pasatiempos y gustos, ni recreaciones sino las que ellos, de
noche y de día, por mar y por tierra, con tanto cuidado y solicitud
y artificio buscan para cumplir con sus apetitos y dar contento a su
sensualidad. Y así no hay que hacer caso de ellos». ¡Prudentísimas
palabras, que debía conocer y haber leído Don Quijote, pues contestó a
Sancho lo de: _Como te conozco, Sancho, no hago caso de tus palabras!_

Con gran acierto trae a colación aquí el Padre Rivadeneira lo del
Apóstol (I. Cor. II) de que los hombres carnales no son quién para
juzgar de las cosas y visiones de los espirituales y se consuela y nos
consuela el buen padre con que había también «cristianos y cuerdos,
y leídos en historias y vidas de Santos» que aunque entienden que en
cosas de visiones «es menester mucho tiento, porque puede haber engaño
y muchas veces le hay», no por eso ha de dejarse de darlas crédito.
Conviene que el lector lea las razones todas que aduce el piadoso
Padre historiador de Íñigo de Loyola para convencernos de la verdad de
las visiones de éste, pues quien tan grandes obras llevó a cabo, bien
pudo ver lo que vió, y «necesariamente habemos de conceder lo que es
más, concedamos lo que es menos, y entendamos que todos los rayos y
resplandores que vemos en las obras que hizo, salieron destas luces
y visitaciones divinas». ¿Cómo, en efecto, negaremos que vió lo que
vió Don Quijote en la cueva de Montesinos siendo caballero incapaz
de mentir y habiendo arremetido a molinos y yangüeses, enzarzado a
sus burladores en defender lo del yelmo, vencido al Caballero de
los Espejos y avergonzado al león? El que estas, y otras no menos
asombrosas hazañas llevó a cabo, bien pudo ver en la cueva de
Montesinos cuanto se le antojara ver en ella. Y si lo vió, de lo cual
no debe cabernos duda, ¿qué diremos de la realidad de sus visiones? Si
la vida es sueño ¿por qué hemos de obstinarnos en negar que los sueños
sean vida? Y todo cuanto es vida es verdad. Lo que llamamos realidad
¿es algo más que una ilusión que nos lleva a obrar y produce obras?
El efecto práctico es el único criterio valedero de la verdad de una
visión cualquiera.




                              CAPÍTULO XXV

 Donde se apunta la aventura del rebuzno y la graciosa del titeretero,
           con las memorables adivinanzas del mono adivino.


De allí continuaron su camino, ardiendo Don Quijote en deseos de saber
para qué llevaba armas un hombre que se les adelantó, y como rehusara
éste darle cuenta de ello hasta que acabase de dar recado a su bestia,
ayudóle a ello Don Quijote, ahechándole la cebada y limpiando el
pesebre, maravilloso ejemplo de humildad que no suele ser lo mentado
que merece serlo. Y ésta es sin duda una de las grandes aventuras de
nuestro Caballero, la de haber ahechado cebada y limpiado un pesebre,
no más, al parecer, que por oir pronto un relato deleitoso; el relato
de los regidores rebuznantes.

Y como no nos está bien el creer que sólo por oir tal cosa se redujera
Don Quijote a ejercer menesteres tan impropios de su oficio de
caballero andante, hemos, por fuerza, de suponer lo hizo para ejercitar
su humildad y ejercitarla sencillamente y buscando un protesto, con
lo que evitó la soberbia del humilde. No se las echó de tal, ni hizo
ostentación de humildad, sino que pura y sencillamente, como quien hace
la cosa más natural y corriente del mundo, y sin concederle importancia
al acto, con aquellas manos que alancearon molinos, libertaron
galeotes, vencieron al vizcaíno y al Caballero de los Espejos y
esperaron, sin temblar, al leoncito; con aquellas mismas manos ahechó
cebada y limpió el pesebre, dando por razón aquellas sencillísimas
palabras de: _no quede por eso, que yo os ayudaré a todo_.

Lo hizo más sencillamente aún que Íñigo de Loyola después de haber
recibido el cargo de Prepósito general de la Compañía que formó cuando
«se entró en la cocina y en ella por muchos días sirvió de cocinero y
hizo otros oficios bajos de casa», porque Íñigo lo hacía con intención
de enseñar, «para provocar a todos con su ejemplo al deseo de la
verdadera humildad»--dice el P. Rivadeneira, lib. III, cap. II--y en
Don Quijote no hubo ni esa segunda intención de aleccionar a otros,
sino pura y simplemente ahechó la cebada y limpió el pesebre como si
fuese cosa suya, como la violeta perfuma y el ruiseñor canta. _No quede
por eso, que yo os ayudaré a todo._

_Yo os ayudaré a todo_, es lo que dice Don Quijote a todo hombre
sencillo y limpio de segundas intenciones.

En esta aventura se ve acaso más que en otra alguna cómo era el
espíritu de Alonso Quijano, a quien sus virtudes le valieron el
sobrenombre de Bueno, el espíritu que guiaba al de Don Quijote, y cómo
en la bondad del hombre está la raíz del heroísmo del caballero. ¡Oh,
mi señor Don Quijote, y cuán grande te me apareces ahechando cebada y
limpiando el pesebre, sin ostentación alguna de humildad y como si tal
cosa hicieras! A bueno es a lo que nadie te ha ganado, a sencillamente
bueno. Y por eso tienes un altar en el corazón de todos los buenos que
no en tu locura sino en tu bondad paran su vista. Tú mismo, mi señor,
cuando quisiste alabar a tu escudero le llamaste por de pronto y ante
todo Sancho bueno, y luego discreto, cristiano y sincero. Es lo que
hay que ser en el mundo, señor mío, bueno, sencillamente bueno, bueno
a secas, bueno sin adjetivo ni teologías ni aditamento alguno, bueno y
no más que bueno. Y si tan noble dictado se confunde con el de tonto tú
llegaste en tu bondad hasta la locura entre tantos cuerdos burladores,
es decir, malos. Porque en nada como en la burla se conoce la maldad
humana y el demonio es el gran burlador, el emperador y padre de los
burladores todos. Y si la risa puede llegar a ser santa y liberadora y,
en fin, buena, no es ella risa de burla, sino risa de contento.




                              CAPÍTULO XXVI

Donde se prosigue la graciosa aventura del titeretero, con otras cosas
                        en verdad harto buenas.


Encontrándose Don Quijote en la venta y después de haber oído el
relato de los alcaldes rebuznadores fué cuando llegó Maese Pedro con
el mono adivino y el retablo de la libertad de Melisendra. Pasmado Don
Quijote al ver que Maese Pedro, luego que oyó al mono, le conoció, lo
tuvo por cosa demoniaca, y pasó después a ver el retablo y asistir a
la representación de la libertad que a Melisendra dió su esposo Don
Gaiferos.

Salieron allí entonces Carlo Magno y Roldán, el alcázar de Zaragoza,
moros, Marsilio de Sansueña, Don Gaiferos... Y cuando llevándose éste
a su esposa Melisendra partió en su seguimiento lucida caballería,
púsose en pie Don Quijote, acudió en ayuda de Don Gaiferos después de
pronunciado su discurso a los perseguidores, a estilo homérico, _y
comenzó a llover cuchilladas sobre la titerera morisma, derribando a
unos, descabezando a otros, estropeando a éste, destrozando a aquél
y entre otros muchos tiró un altibajo tal, que si Maese Pedro no se
abaja, se encoje y agazapa, le cercenara la cabeza con más facilidad
que si fuera hecha de masa de mazapán_.

¡Brava y ejemplarísima pelea! ¡Provechosa lección! Y no servía que
Maese Pedro advirtiese a Don Quijote que aquellos que derribaba,
destrozaba y mataba no eran verdaderos moros sino unas figurillas
de pasta, pues no por eso dejaba de menudear aquél cuchilladas. Y
hacía bien, muy requetebién. Arman los maeses Pedros sus retablos de
farándula y pretenden que por ser las de ellos figurillas de pasta,
declaradas tales, se les respete. Y lo que el Caballero andante debe
derribar, descabezar y estropear es lo que a título de ficción hace más
daño que el error mismo. Porque es más respetable el error creído que
no la verdad en que no se cree.

--Mire, señor, que no haga el ridículo ni se meta a perseguir
figurillas de retablo; que estamos todos en el secreto y es éste un
juego de compadres en que a nadie se engaña; mire que aquí no se trata
sino de pasar el tiempo y hacer que hacemos, y ni Carlo Magno es Carlo
Magno, ni Roldán Roldán, ni Don Gaiferos es tal Don Gaiferos, y aquí
a nadie se embauca, sino que se deleita y regocija a la galería, que
aunque finge creer la comedia tampoco la cree en verdad; mire, señor,
no malgaste sus energías en pelear con figurillas de pasta...

--Pues porque son de pasta las figurillas y estamos en ello
todos--respondo--es por lo que hay que descabezarlas y destrozarlas,
pues nada más pernicioso que la mentira por todos consentida. Todos
estamos en el secreto, secreto a voces, todos sabemos y nos lo decimos
al oído los unos a los otros, que el tal Don Gaiferos no es Don
Gaiferos, ni hay tal libertad de Melisendra, y si es así ¿por qué duele
e irrita que se encarame uno a la pingorota de la torre más alta del
pueblo y grite desde ella a voces, como vocero de la sinceridad, lo que
todos se dicen al oído, derribando, descabezando y estropeando así al
embuste? Hay que limpiar el mundo de comedias y de retablos.

Y acude Maese Pedro cariacontecido y exclama: _mire, pecador de mí,
que me destruye y echa a perder toda mi hacienda_. Pues no vivas de
eso, Ginesillo de Pasamonte: es lo que le debemos responder. Trabaja y
no armes retablos. Y en resolución digamos con Don Quijote: _¡viva la
andante caballería sobre cuantas cosas hoy viven en la tierra!_ ¡Viva
la andante caballería y muera la farándula!

¡Muera la farándula! Hay que acabar con los retablos todos, con todas
las ficciones sancionadas. Don Quijote, tomando en serio la comedia,
sólo puede parecer ridículo a los que toman en cómico la seriedad y
hacen de la vida teatro. Y en último caso ¿por qué no ha de entrar en
la representación y formar parte de ella el descabezamiento, estropicio
y destrozo de los comediantes de pasta? Es fuerte cosa que se quejen
de quien toma en serio la comedia los que representan ésta lo más
seriamente del mundo, y ponen todo su cuidado en que no se falte una
tilde a las reglas del arte cómico. Porque habréis observado, buenos
lectores, que nada hay más insoportable que la exigencia de que se
guarden estrechamente los ritos, etiquetas y rúbricas de las cosas
de pura representación, y que sean los que se dan de maestros de
ceremonias los que menos respeten la verdadera seriedad de la vida.
Sabrá muy bien cuándo se debe llevar corbata negra y cuándo blanca,
hasta qué hora levita y desde qué hora fraque, y qué tratamiento debe
dársele, pero éste mismo no sabrá por dónde buscar a su Dios, ni cual
es su destino último. Y no hablemos de los que rebelándose contra la
ética quieren imponernos la tiranía de la estética y sustituir a la
conciencia moral con esa quisicosa que llaman el buen gusto. Cuando
empiezan a prevalecer tales doctrinas los obreros tienen que declararse
cursis.

Tratando Teresa de Jesús en el capítulo XXXVII de su VIDA de cómo «no
cumple perder punto en puntos de mundo» por no dar «ocasión a que
se sientan los que tienen su honra puesta en estos puntos» y de los
que dicen que «los monasterios han de ser corte de crianza» dice que
no puede entender esto. Agrega que ni aun tiempo hay para aprender
tales cosas, pues sólo «para títulos de cartas es ya menester haya
cátedra adonde se lea cómo se ha de hacer, a manera de decir, porque
ya deja papel de una parte, ya de otra, y a quien no se solía poner
magnífico, hase de poner ilustre». La animosa monja no sabía en qué ha
de parar esto, porque no teniendo aún cincuenta años cuando escribía lo
trascrito, decía «en lo que he vivido he visto tantas mudanzas, que no
sé vivir». Y añadía así: «Por cierto yo he lástima a gente espiritual
que está obligada a estar en el mundo por algunos santos fines, que es
terrible la cruz que en esto llevan. Si se pudieran concertar todos
y hacerse ignorantes, y querer que los tengan por tales en estas
ciencias, de mucho trabajo se quitarían». ¡Y de tanto! Los espirituales
deben concertarse, en efecto, y hacerse ignorantes en puntos de mundo
y querer que los tengan por tales. Cuantos amamos a la verdad sobre
todas las cosas debemos concertarnos para ignorar las premáticas y
mandamientos de ese dichoso buen gusto con que se la disfraza, y para
pisotear las buenas formas y dejar que nos llamen cursis y querer que
nos tengan por tales.

Hay una gavilla suelta de faranduleros que llevan prendido de la boca
el amomiado credo, herencia de sus bisabuelos, como llevan el escudo
de la casa grabado en la sortija o en el puño del bastón, y respetan
esas venerandas tradiciones de nuestros mayores como respetan cualquier
otra antigualla, por bien parecer y hacerse pasar por distinguidos. Es
de buen tono y viste muy bien eso que llaman ser conservador. Y esa
gavilla de farsantes ha declarado cursilería todo lo que es pasión y
arranque y brío y de mal gusto los tajos y mandobles a las titereras
y los guiñoles todos que tienen armados. Y cuando esos mamarrachos,
alcornoques secos y vacíos, digan y repitan la gran sandez de «lo
cortés no quita a lo valiente», salgámosles a la cara y digámosles
en ella y en sus barbas, si las tuvieran, que lo cortés quita a lo
valiente, y que el verdadero valor, el valor quijotesco puede, suele
y debe consistir muchas veces en atropellar toda cortesía y aparecer
hasta, si preciso fuere, grosero. Sobre todo con los Maese Pedros que
viven de retablos.

¿Conocéis cosa más terrible que oir la misa de un cura ateo, que la
celebra por cobrar el pie de altar? ¡Muera toda farándula, toda ficción
sancionada!

Pasando por León fuí a ver y contemplar su primorosa catedral gótica,
aquella gran lámpara de piedra, en cuyo seno canturrean los canónigos
al son pastoso del órgano. Y contemplando sus mimbreñas columnas, sus
altos ventanales de pintadas vidrieras por donde la luz al entrar se
destrenza y desparrama en colores varios, y la enramada de nervios
que sostiene a la bóveda, pensé así: ¡Cuántos deseos silenciosos,
cuántos anhelos callados, cuántos pensares recónditos no habrá recibido
esta pedernosa fábrica, junto con oraciones cuchicheadas o tan sólo
pensadas, con ruegos, con imprecaciones, con requiebros de amor al oído
de la amada, con quejas, con reconvenciones! ¡cuántos secretos vertidos
en el confesonario! ¿Y si todos estos deseos, anhelos, pensares,
oraciones, cuchicheos, ruegos, imprecaciones, requiebros, quejas y
secretos, si todo esto empezase a cantar por debajo de la rutinera
salmodia litúrgica del coro canónico? En la caja de una vihuela, en
sus entrañas, duermen las notas todas que se le arrancaron a ella, así
como las notas todas que pasaron junto a ella, rozándola, al pasar en
vuelo, con sus alas sonoras; y si todas esas notas, propias y ajenas,
que allí duermen, despertaran, estallaría la caja de la vihuela por el
empuje de la tempestad sonora. Y así, si despertase todo eso que duerme
en el seno de la catedral, vihuela de piedra, y rompiera a cantar todo
ello, derrumbaríase la catedral rota por el empuje del clamor inmenso.
Las voces, libertadas, buscarían el cielo. Derrumbaríase la catedral
de piedra, vencida y agobiada por la violencia del propio esfuerzo, al
ponerse a cantar, pero de entre sus escombros, que seguirían cantando,
resurgiría una catedral de espíritu, más aérea, más luminosa y a la
vez más sólida, una inmensa seo que elevaría al cielo columnas de
sentimiento que se ramificaran bajo la bóveda de Dios, echando a tierra
su peso muerto por arbotantes y contrafuertes de ideas. Y esto no
sería comedia litúrgica. ¡Oh y quién pudiese hacer cantar a nuestras
catedrales toda oración, toda palabra, todo pensar y todo sentir que
en su seno han acogido! ¡quién pudiese animarles las entrañas, las
entrañas mismas de la encantada cueva de Montesinos!

Volvamos al retablo. Un retablo hay en la capital de mi patria y la
de Don Quijote, donde se representa la libertad de Melisendra o la
regeneración de España o la revolución desde arriba, y se mueven allí,
en el Parlamento, las figurillas de pasta según les tira de los hilos
Maese Pedro. Y hace falta que entre en él un loco caballero andante, y
sin hacer caso de voces, derribe, descabece y estropee a cuantos allí
manotean, y destruya y eche a perder la hacienda de Maese Pedro.

El cual volvió a la carga y el pobre Don Quijote, como llevaba en sí al
bueno de Alonso el Bueno, convencióse de que todo había sido cosa de
encantamiento y ofreció pagar el destrozo. Y harto hizo con pagarlo.
Aunque si bien se mira justo es que al que vive de mentiras, cuando
se le han quebrado éstas, se le remedie en lo posible el daño hasta
que aprenda a vivir de la verdad. Porque es lo que se dice: si quitáis
a los faranduleros la farándula, de la cual tan sólo han aprendido a
vivir ¿cómo vivirán? Y cierto es también que Dios no quiere la muerte
del pecador, sino que se convierta y viva, y para que pueda convertirse
ha de vivir y para que viva es menester sustentarle.

¡Oh Don Quijote el Bueno! y cuán magnánimamente después de haber
derribado, descabezado y estropeado la mentira pagaste lo que ella
valía, dando cuatro reales y medio por el rey Marsilio de Zaragoza,
cinco y cuartillo por Carlo Magno, y así por los otros, hasta cuarenta
y dos reales y tres cuartillos. ¡Si no costara más hacer añicos el
retablo parlamentario y el otro!




                              CAPÍTULO XXVII

 Donde se da cuenta de quiénes eran Maese Pedro y su mono, con el mal
suceso que Don Quijote tuvo en la aventura del rebuzno, que no la acabó
                 como él quisiera y lo tenía pensado.


Luego de eso de Maese Pedro, el cual ya sabemos qué pícaro era, fué
cuando Don Quijote se halló entre la gente armada del pueblo de los
rebuznadores e intentó persuadirlos a que no peleasen por tal niñería
y corroborándole Sancho, dió en la mala ocurrencia de rebuznar, por
donde se armó la pedrea de que a todo galope salió Don Quijote,
encomendándose de todo corazón a Dios, que de aquel peligro le librase.

Y aquí, al contar esta la primera vez que huye el denodado vencedor
del vizcaíno, del Caballero de los Espejos y del león, el que tantas
veces afrontó a tropas de hombres, dice el historiador: _cuando el
valiente huye, la superchería está descubierta, y es de varones
prudentes guardarse para mejor ocasión_. Y ¿cómo iba a hacer frente Don
Quijote a un pueblo que tiene a gala rebuznar? La manera de expresarse
colectivamente un pueblo es un a modo de rebuzno, aunque cada uno de
los que lo componen use de lenguaje articulado para sus menesteres
individuales, pues sabido es cuán a menudo ocurre que el juntarse
hombres racionales o semi-racionales siquiera, formen un pueblo asno.

Antes de dictar ordenamientos para regir al pueblo, oigamos su
parecer--se dice--, consultémosle. Y es ello algo así como si un
albéitar en vez de escudriñar a un asno y tantearle y pulsarle y
registrarle para descubrir de qué padece y dónde le duele y de qué
remedio ha menester, le consulta y espera a que rebuzne para recetarle,
arrogándose el papel de truchimán de rebuznos. No, sino cuando no se
logra convencer al pueblo rebuznador, huir de él como prudente y no
temerario caballero. Y no hacer caso de los Sanchos egoístas que se
quejan porque no los defendimos cuando tuvieron el mal acuerdo de
rebuznar ante rebuznadores.

Y volvió después de esto Sancho a lo del salario, y Don Quijote quiso
saldar cuentas y despedirle y entonces es cuando le dijo aquellas
durísimas palabras de _asno eres y asno has de ser y en asno has de
parar cuando se te acabe el curso de la vida_, al oir lo cual rompió
a llorar el pobre escudero y confesó que para ser asno del todo no le
faltaba sino la cola. Y le perdonó el magnánimo caballero, mandándole
procurara ensanchar el corazón. Y fué y es uno de los más señalados
beneficios que Sancho debió y debe a Don Quijote, el de que éste le
convenciera y le convenza de que para ser asno del todo no le falta
sino la cola. Cola que no le brotará ni crecerá mientras siga y sirva a
Don Quijote.




                              CAPÍTULO XXIX

              De la famosa aventura del barco encantado.


Y en esto llegaron a orillas del río Ebro y se encontraron allí con _un
pequeño barco sin remos ni otras jarcias algunas_, y ¡es claro! barco
sin remos ni otras jarcias y atado en la orilla, ¡aventura al canto!
Donde veas algo en facha de espera, es que te espera a ti, no lo dudes.
Y si es barco métete en él, desatrácalo y que te lleve a la buena de
Dios.

Así hizo Don Quijote y no bien se habían apartado obra de dos varas
de la orilla, cuando Sancho, que, como buen manchego, debía de ser
hidrófobo, rompió a llorar. Y tan hidrófobo, pues al tentarse para
comprobar si habían pasado la línea equinoccial, en pasando la cual
mueren los piojos, topó no ya con algo, sino con algos. Y el barco fué
a dar a una aceña, en que se hizo trizas, no sin antes haberse ido al
agua Don Quijote y Sancho.

Y éste sí que es típico dechado de aventuras de obediencia, más aún
que la del león. Recuerda lo que siendo General de la Compañía de
Jesús «dijo diversas veces» Íñigo de Loyola, y es que «si el Papa le
mandase que en el puerto de Ostia entrase en la primera barca que
hallase y que sin mástil, ni gobernalle, sin vela, sin remos, sin las
otras cosas necesarias para la navegación y para su mantenimiento,
atravesase la mar, que lo haría y obedecería no sólo con paz, mas aun
con contentamiento y alegría de su ánimo». (Riv., lib. V, cap. IV.)

¿Y para qué había puesto Dios allí aquel barquichuelo, sino para que,
obedeciéndole, embarcase en él Don Quijote a busca de una aventura
desconocida? Nadie sabe para qué le es más propio ni cuál la hazaña[2]
que le está reservada.

Tu hazaña, tu verdadera hazaña, la que hará valer tu vida, no será
acaso la que vayas tú a buscar, sino la que venga a buscarte, y ¡ay
de los que van en busca de la dicha mientras está ella llamando a las
puertas de su casa! Por algo se dijo lo de que las más grandes obras
son obras de circunstancias.


                                NOTAS:

[2] Sentí por un momento la tentación de añadir «ni la aceña» diciendo
«ni cuál la hazaña ni la aceña que le está reservada», pero he vencido
pronto la tentación ésa. Odio los calembures y juegos de palabras, que
revelan el más menguado y más despreciable ingenio.




                             CAPÍTULO XXX

       De lo que le avino a Don Quijote con una bella cazadora.


Ahora empiezan las tristes aventuras de Don Quijote en casa de los
Duques; ahora es cuando topó con la bella cazadora, la duquesa, que le
llevó a su morada a regocijarse con él y burlarse de su heroísmo; ahora
empieza la pasión del caballero en poder de sus burladores. Aquí es
donde la historia de nuestro Ingenioso Hidalgo se hunde en despeñaderos
de lamentable miseria; aquí es donde a su magnanimidad y discreción
responden la bellaquería y sandez de aquellos próceres que creían, sin
duda, nacidos los héroes para divertirlos y servirles de juguete y
zarandillos. ¡Oh desdichado que caminas al templo de la fama y corres
tras la inmortalidad de la gloria, mira que si los grandes de la tierra
te agasajan y miman y regalan es para que adornes sus mansiones o
para divertirse contigo como con un juguete! Tu presencia no es sino
ornato de su mesa y figuras en ella como figuraría una fruta rara o el
último ejemplar de un pajarraco que se extingue. Cuando más parecen
reverenciarte más se burlan de ti. Mira que en el fondo no hay soberbia
como la soberbia de aquéllos que no pueden atribuir a propio mérito,
sino al azar del nacimiento, las preeminencias de que gozan. No seas
juguete de los grandes. Recorre la historia y ve en lo que vinieron a
dar los héroes que se redujeron a ser ornamento de los salones.




                              CAPÍTULO XXXI

                 Que trata de muchas y grandes cosas.


Recibieron de solemne burla a Don Quijote en casa de los Duques,
vistiéronle a usanza caballeresca y le llevaron a comer.

Y allí fué donde se encontró, en la mesa, con aquel _grave eclesiástico
déstos que gobiernan las casas de los príncipes; déstos que como no
nacen príncipes no aciertan a enseñar cómo lo han de ser los que lo
son; déstos que quieren que la grandeza de los grandes se mida con la
estrechez de sus ánimos_ y el cual enderezó a Don Quijote, llamándole
Don Tonto, aquella reprensión áspera y desabrida, recomendándole se
volviese a su casa a criar a sus hijos, si los tenía, y a curar de su
hacienda, dejando de andar vagando por el mundo y dando que reir a
cuantos le conocían y no conocían.

¡Oh, y cómo dura y persiste y no acaba en nuestra España la ralea de
estos graves y sesudos eclesiásticos que quieren que la grandeza de los
grandes se mida con la estrechez de sus ánimos! ¡Don Tonto! ¡Don Tonto!
Y ¡cómo te viste tratar, mi loco sublime, por aquel grave varón, cifra
y compendio de la verdadera tontería, humana! El grave eclesiástico no
debía de haber leído los Evangelios ni debía de conocer aquel sermón de
Jesús desde la montaña en que dijo: «cualquiera que dijere a su hermano
_raca_ será culpado del concejo, y cualquiera que le dijere tonto será
reo del infierno del fuego» (Mat., V, 22). Reo se hizo, pues, del
infierno del fuego por haber llamado a Don Quijote tonto.

Ya estás, señor mío, frente a la encarnación del sentido común. Y no
nos quepa duda de que si Cristo Nuestro Señor hubiese en tiempo de Don
Quijote vuelto al mundo o si hoy volviese a él, formaría aquel grave
eclesiástico entonces o formarían hoy sus sucesores, entre los fariseos
que le reputarían por loco o dañino agitador y le buscarían nueva
muerte afrentosa.




                              CAPÍTULO XXXII

De la respuesta que dió Don Quijote a su reprensor, con otros graves y
                          graciosos sucesos.


Pero a fe que si fué desabrida la reprimenda, también fué estupenda la
réplica de Don Quijote a ella, tal cual en este capítulo se contiene.
No hay sino releerla. No hay sino releerla la soberana lección a los
que _sin haber visto más mundo que el que puede contenerse en veinte
o treinta leguas de distrito_ se meten de rondón a dar leyes a la
caballería y a juzgar de los caballeros andantes.

_Mis intenciones siempre las enderezo a buenos fines, que son de hacer
bien a todos y mal a ninguno: si el que esto entiende, si el que esto
obra, si el que desto trata, merece ser llamado bobo, díganlo vuestras
grandezas_--exclamó Don Quijote. Pero es que se las había con uno
de esos hombres de voluntad mezquina y de corazón estrecho que han
inventado lo de que hay ideas buenas e ideas malas, y se empeñan en
ser definidores de la verdad y del error, y en que se siguen al mundo
grandes males de que los hombres crean las visiones de la cueva de
Montesinos y no otras visiones no menos visionarias que ellas. Los
tales, locos, o mejor menguados de corazón, no de cabeza, no hacen
sino perseguir a los que tienen por locos de la cabeza, y entercarse
en hacernos creer que traen perdido el mundo los caballeros andantes
que enderezan sus intenciones a buenos fines, crean lo que creyeren, y
no los graves eclesiásticos que miden la grandeza de los grandes con
la estrechez de sus ánimos. Como sus seseras resecas y amojamadas son
incapaces de parir imaginación alguna, atiénense como a inconmovible
norma de conducta a las empedernidas y encostradas imágenes que en
depósito recibieron, y como no saben abrirse sendero a campo traviesa
y por la espesura de la selva, fija en la estrella norte la mirada,
obstínanse en que vayamos los demás en su desvencijado carro por las
roderas del camino de servidumbre pública. Esas gentes no hacen sino
censurar a los que de veras hacen algo. Cuando alguien tiene cuita,
acude a los caballeros andantes y no a ellos, ni _al perezoso cortesano
que antes busca nuevas para referirlas y contarlas, que procura hacer
obras y hazañas para que otros las cuenten y las escriban_ como dirá
más adelante el mismo Don Quijote cuando se le presente Trifaldín, el
heraldo de la Dueña Dolorida.

Dijo muy bien Don Quijote: _Si me tuvieran por tonto los caballeros,
los magníficos, los generosos, los altamente nacidos, tuviéralo por
afrenta irreparable; pero de que me tengan por sandio los estudiantes
que nunca entraron ni pisaron las sendas de la caballería, no se me
da un ardite_. Razones dignas del Cid quien según el sabido romance,
cuando aquel monje Bernardo se atrevió a hablarle en lugar del rey
Alfonso, platicando en el claustro de San Pedro de Cardeña,

      ¿Quién vos mete, dijo el Cid, en el consejo de guerra
      fraile honrado, a vos agora, la vuesa cogulla puesta?
      Subid vos a la tribuna, y rogad a Dios que venzan,
      que non venciera Josué si Moisén non lo ficiera.
      Llevad vos la capa al coro, yo el pendón a la frontera

      ...........................................................

      que más de aceite que sangre, manchado el hábito muestra.

reprimenda que hizo exclamar al Rey lo de:

      Cosas tenedes, el Cid, que farán fablar las piedras,
      pues por cualquier niñería facéis campaña la iglesia.

Y cuando los graves eclesiásticos no pueden con los caballeros
andantes, vuélvense a sus escuderos. Pero también Sancho sabe
responder: _soy quien júntate a los buenos, y serás uno de ellos... yo
me he arrimado a buen señor, y ha muchos meses que ando en su compañía
y he de ser otro como él, Dios queriendo_. Y lo querrá Dios, Sancho
bueno, Sancho discreto, Sancho cristiano, Sancho sincero, lo querrá
Dios. ¡Tú lo dijiste: júntate a los buenos! Porque tu amo fué y es y
será bueno, ante todo y sobre todo bueno, y en pura fuerza de bondad
loco, y su locura le ha merecido gloria en el mundo mientras éste dure
y gloria también en la eternidad. ¡Oh, Don Quijote, mi San Quijote! Sí,
los cuerdos canonizamos tus locuras, y que los graves eclesiásticos de
ánimo estrecho se excusen de reprender lo que no pueden remediar. _Y
sin decir más ni comer más se fué_, dice el historiador refiriéndose al
grave eclesiástico. ¡Se fué!... ¡Se fué!... Oh y si pudiésemos decir
siempre lo mismo...

Recordemos aquí, lector, que esta reprimenda del grave eclesiástico
a Don Quijote no deja de tener parentesco con la reprimenda que el
Vicario del convento de dominicos de San Esteban de Salamanca, de
esta Salamanca en que escribo y en que se graduó de bachiller Sansón
Carrasco, enderezó a Íñigo de Loyola según nos cuenta su historiador
en el capítulo XV del libro I de su VIDA. Cuando le invitaron a que
fuese a aquella casa, pues los frailes tenían gran deseo de oirle y
hablarle, y fué, y después de haber comido los llevaron a una capilla
y preguntó el Vicario a Ignacio en qué estudios se había criado y qué
género de letras había profesado, y dijo luego: «Vosotros sois unos
simples idiotas, y hombres sin letras, como vos mismo confesáis; pues
¿cómo podéis hablar seguramente de las virtudes y de los vicios»? Y
luego encerraron a Ignacio y sus compañeros y de allí los llevaron a la
cárcel. Loyola, por su parte, «en más de treinta años, nunca llamó a
nadie bobo, ni dijo otra palabra de que se pudiese agraviar» según su
biógrafo en el capítulo VI del libro V de su VIDA.

¿Cómo, sin licencia ni título, ni grados conferidos por tribunal
ordinario, cómo se atrevía así Ignacio a hablar de la virtud y del
vicio? Y a Don Quijote ¿quién le dió licencia para meterse a caballero
andante o con qué derecho se entremetía a enderezar tuertos y corregir
abusos, aunque no lo hicieren los graves eclesiásticos que para hacerlo
cobraban su salario? Ni el Vicario del monasterio de San Esteban de
Salamanca, ni el grave eclesiástico que gobernaba la casa de los
Duques sufrían que se saliese nadie del oficio que la sociedad les
tuviera asignado. ¿Qué orden puede haber, en efecto si no se atiene y
atempera cada uno a lo que se le pide y no más que a ello? Cierto que
no cabría así progreso, pero el progreso es fuente y raíz de muchos
males. Bien se dijo lo de ¡zapatero, a tus zapatos! Ignacio habría
hecho mejor en seguir la carrera a que sus padres le dedicaron, o por
lo menos no meterse a predicar hasta haberse graduado de teólogo, y
Don Quijote debía haberse casado con Aldonza Lorenzo para criar a
sus hijos y cuidar de su hacienda. Ambos graves eclesiásticos, el de
casa de los Duques y el del convento de San Esteban de Salamanca,
fueron predecesores de aquel que escribió en el Catecismo: «eso no me
lo preguntéis a mí, que soy ignorante; doctores tiene la Santa Madre
Iglesia que os sabrán responder».

«Buenos estamos--como dijo el Vicario de San Esteban de Salamanca--:
tenemos el mundo lleno de errores, y brotan cada día nuevas herejías
y doctrinas ponzoñosas; y vos no queréis declararnos lo que andáis
enseñando...» Medrados estamos, en efecto, si ha de salir por ahí cada
uno a su antojo, éste enderezando entuertos y aquél predicando, el uno
alanceando molinos y el otro fundando Compañías! ¡Al carril, al carril
todos! ¡Sólo en el carril hay orden! Y lo estupendo es que sea ésta hoy
la doctrina de los que se dicen hijos del reprendido en el convento de
San Esteban y herederos de su espíritu.

Acabada la comida en casa de los Duques siguió la burla, no tan amarga
ni burlesca como la gravedad del grave eclesiástico, y fué lo triste
que fueron ya las doncellas las que, sin contar con sus amos los
Duques, se propasaron a añadir burlas de su propia cuenta a las burlas
tramadas por aquéllos. _Ni él ni yo sabemos de achaque de burlas_--dijo
Don Quijote refiriéndose a Sancho. Y era verdad, pues jamás se vió
loco más serio que Don Quijote. Y cuando la locura se acompaña de la
seriedad, reálzase y se eleva mil codos sobre la cordura retozona y
burladora.




                              CAPÍTULO XXXIII

De la sabrosa plática que la Duquesa y sus doncellas pasaron con Sancho
             Panza, digna de que se lea y de que se note.


Entre burlas y regocijo confesó Sancho a la Duquesa que tenía a Don
Quijote por loco rematado y él, pues con todo y con eso le seguía y
servía e iba atenido a las vanas promesas suyas, sin duda alguna debía
de ser más loco y tonto que su amo.

Pero ven acá, pobre Sancho, ven y dinos ¿lo crees de veras así? Y aun
creyéndolo ¿no sientes que es mejor para tu fama y tu salud eterna
seguir al loco generoso que no a un cuerdo mezquino? ¿No dijiste hace
poco al grave eclesiástico, cuerdo hasta reventar de cordura, que hay
que juntarse a los buenos, por locos que ellos sean, y que habías de
ser otro como él, como tu amo. Dios queriendo? ¡Ah, Sancho, Sancho, y
cómo bamboleas en tu fe y perinoleas y te revuelves como veleta a todos
vientos y al son que te tocan bailas! Pero sabemos bien que crees creer
una cosa y crees otra, y que mientras te figuras sentir de un modo
estás, en tu interior, sintiendo de otro modo muy diverso. Bien dijiste
lo de: _ésta fué mi suerte y mi malandanza; no puedo más, seguirle
tengo; somos de un mismo lugar; he comido su pan; quiérole bien; es
agradecido; dióme sus pollinos, y sobre todo, yo soy fiel_... Sí, y tu
fidelidad te salvará, Sancho bueno, Sancho cristiano. Estabas y estás
quijotizado, y en prueba de ello pronto te hizo dudar la Duquesa de que
hubieras inventado lo del encanto de Dulcinea y acabaste por confesar
que de tu ruin ingenio no se puede ni se debe presumir que fabricases
en un instante tan agudo embuste. Sí, Sancho, sí; cuando creemos ser
burladores solemos muchas veces ser los burlados, y cuando se nos
figura hacer algo en chanzas es que el Supremo Poder que de nosotros
se sirve para sus ocultos e inescudriñables fines nos lo hace hacer en
veras. Cuando creemos ir por un camino nos están llevando por otro, y
así no hay sino dejarse guiar de las buenas intenciones del corazón y
que Dios las haga fructificar, pues si nosotros sembramos la semilla,
arando antes la tierra que la recibe, es el cielo el que la riega y
airea y da lumbre.

Debo aquí, antes de pasar adelante, protestar contra la malicia del
historiador, que al fin de este capítulo XXXIII que vengo explicando y
comentando, dice que las burlas que hicieron los Duques al Caballero
fueron _tan propias y discretas, que son las mejores aventuras que en
esta grande historia se contienen_. ¡No, no, y mil veces no! Las tales
burlas no fueron ni propias ni menos discretas, sino torpísimas, y
si ellas sirvieron para poner a mayor luz el insondable espíritu de
nuestro hidalgo y alumbrar el abismo de la bondad de su locura, débese
tan sólo a que la grandeza de Don Quijote y su heroísmo eran tales, que
convertían en veras sublimes las más bajas y torpes burlas.




                              CAPÍTULO XXXIV

Que da cuenta de la noticia que tuvo de cómo se había de desencantar la
 sin par Dulcinea del Toboso, que es una de las aventuras más famosas
                             deste libro.


Entre esas burlas que el historiador estima propias y discretas, no lo
siendo ni de lejos, estuvo la del modo cómo se había de desencantar a
Dulcinea, dándose Sancho tres mil trescientos azotes

      _en ambas sus valientes posaderas
      al aire descubiertas, de tal modo
      que le escuezan, le amarguen y le enfaden_.

Y los azotes había de dárselos de propia voluntad, sin que valiesen los
que por fuerza quería propinarle Don Quijote. Negóse Sancho a dárselos,
porfiaron negándole el gobierno de la ínsula si no prometía vapularse,
y al fin, vencido de razones y de codicia, lo prometió. Y _Don Quijote
se colgó del cuello de Sancho dándole mil besos en la frente y en las
mejillas_, recompensa más que colmada a su final resignación.

Y ¿por qué no te has de azotar por amor de Dulcinea, Sancho amigo, si
es a ella a quien debes la perpetuidad de tu fama? Vale más que te
azotes por Dulcinea que no por lo que sueles azotarte de ordinario;
vale más Dulcinea que no gobierno de ínsula alguna. Si al azotarte,
si al trabajar pusieses siempre tu mira en Dulcinea, sería siempre
santo tu trabajo. Cuando trabajes de zapatero pon tu hito en hacerlo
mejor que ningún otro, y aspira a la gloria de que tus parroquianos no
padezcan callos en los pies.

Hay una forma la más elevada de trabajo, cual es la de convertirlo en
oración, y aserrar madera, colocar mampuesto, coser zapatos, cortar
calzones o componer relojes a la mayor honra y gloria de Dios, pero
hay otra forma, por menos encumbrada más humana y más conseguidera, y
es hacerlo por Dulcinea, por la gloria. ¡Cuántos pobres Sanchos que se
desesperan y reniegan bajo el yugo del trabajo se sentirían alijarados
de él y henchidos de alegría en su labor, si al trabajar, es decir, al
azotarse pusieran su mira en desencantar a Dulcinea, en cobrar nombre
y fama con su trabajo! Esfuérzate, Sancho, por ser en tu pueblo el
primero de tu oficio y toda la pesadumbre y graveza de tu trabajo se
disipará ante tan honrado propósito. El pundonor dignifica al artesano.

Cuenta el GÉNESIS no que Dios condenara al hombre al trabajo, pues dice
que le puso en el paraíso para que lo cuidara y trabajase (II, 15),
sino que le condenó, luego de haber Adán pecado, a la penosidad del
trabajo, a que le fuese éste penoso y molesto, a que con dolor comiera
de la tierra que no le produciría sino espinas y cardos, a comer su
pan amasado con sudor (III, 17-19). Y el amor a la gloria, el ansia
de desencantar a Dulcinea, convierte en rosas los cardos y en suaves
pétalos las pinchosas espinas. Y ¿cómo quieres, Sancho, que fuese a
vivir Adán en el paraíso sin trabajarlo? ¿Qué paraíso podía ser ese en
que no se trabajaba? No, no puede haber verdadero paraíso alguno sin
algún trabajo en él.

Ya sé que hay Sanchos que cantan esta copla:

        Cada vez que considero
      que me tengo de morir,
      tiendo la capa en el suelo
      y no me harto de dormir.

Ya sé que hay Sanchos que se representan la gloria eterna como un
eterno nada hacer, como un campo celeste en que tendidos a la bartola
se está viendo lucir el sol increado, pero para ellos la suprema
recompensa debe ser la nada, el sueño inacabable sin ensueños ni
despertar. Nacieron cansados y con la pesadumbre de los trabajos y
penas de sus abuelos y tatarabuelos a cuestas; ¡descansen sobre sus
nietos y tataranietos durmiendo en las honduras de éstos! Y esperen así
que Dios los despierte al trabajo divino.

Ten por seguro, Sancho, que si al fin y a la postre se nos da, como
te tienen prometido, una visión beatífica de Dios, esa visión habrá
de ser un trabajo, una continua y nunca acabadera conquista de la
Verdad Suprema e Infinita, un hundirse y chapuzarse cada vez más en
los abismos sin fondo de la Vida Eterna. Unos irán en ese glorioso
hundimiento más de prisa que otros y ganando más hondura y más gozo que
ellos, pero todos irán hundiéndose sin fin ni acabamiento. Si todos
vamos al infinito, si todos vamos _infinitándonos_, nuestra diferencia
estribará en marchar unos más de prisa y otros más despacio, en crecer
éstos en mayor medida que aquéllos, pero todos avanzando y creciendo
siempre y acercándonos todos al término inasequible, al que ninguno ha
de llegar jamás. Y es el consuelo y la dicha de cada uno el saber que
llegará alguna vez a donde llegó otro cualquiera, y ninguno a parada de
última queda. Y es mejor no llegar a ella, a quietud, pues si el que ve
a Dios, según las Escrituras, se muere, el que alcanza por entero a la
Verdad Suprema queda absorbido en ella y deja de ser.

Trabajo, Señor, da a Sancho, y danos a todos los pobres mortales
trabajo siempre, procúranos azotes, y que siempre nos cueste esfuerzo
conquistarte y que jamás descanse en Ti nuestro espíritu, no sea que
nos anegues y derritas en Tu Seno. Danos Tu paraíso, Señor, pero para
que lo guardemos y trabajemos, no para dormir en él; dánoslo para que
empleemos la eternidad en conquistar palmo a palmo y eternamente los
insondables abismos de Tu infinito seno.




                    CAPÍTULOS XL, XLI, XLII Y XLIII

              De la venida de Clavileño y de otras cosas.


Viene luego en nuestra historia el relato de la Dueña Dolorida, que
al historiador le parece de perlas, según lo declara al principio del
capítulo XL, y a mí me parece de lo más burdo y más torpemente tramado
que puede darse. Todo el valor de esta grosera burla consiste en
preparar la del caballo Clavileño, en el cual habrían de ir Don Quijote
y su escudero por los aires al reino de Gandaya, vendados los ojos
antes ambos.

Resistióse Sancho a subirse en Clavileño, pues no era brujo _para
gustar de andar por los aires_, ni era cosa que sus insulanos dijeran
que su gobernador se andaba _paseando por los vientos_, mas el Duque
le dijo: _Sancho amigo, la ínsula que yo os he prometido no es movible
ni fugitiva... y pues vos sabéis que sé yo que no hay ningún género
de oficio destos de mayor cuantía que no se grangee con alguna suerte
de coecho, cual más, cual menos, el que yo quiero llevar por este
gobierno es que vais con vuestro señor Don Quijote a dar cima y cabo
a esta memorable aventura_, con otras razones que añadió. A lo cual
_no más señor--dijo Sancho--, yo soy un pobre escudero, y no puedo
llevar a cuestas tantas cortesías; suba mi amo, tápenme estos ojos y
encomiéndenme a Dios, y avísenme si cuando vamos por esas altanerías
podré encomendarme a nuestro Señor o invocar los ángeles que me
favorezcan_. Entonces declaró Don Quijote que desde la memorable
aventura de los batanes, nunca había visto a Sancho con tanto temor. A
pesar de lo cual montó el escudero en Clavileño, detrás de su amo, y
pidió, con lágrimas en los ojos, que rezasen por él. Y luego, cuando
iban por los aires imaginarios, se ceñía y apretaba a su amo, lleno de
miedo cerval.

El resto de la aventura es cosa tristísima si la hemos de juzgar a lo
mundano, pero ¡cuántos se remontan en Clavileño sin moverse del lugar
en que montaron y atraviesan así la región del aire y la del fuego!
Es tan triste la aventura, que quiero llegar a cuando al acabarla y
después de haberse visto Don Quijote y Sancho sin más daño que un
revolcón y chamuscamiento, libre ya el escudero de su miedo, dió en
inventar mentiras, y al oirlas Don Quijote se acercó a Sancho y le dijo
estas preñadas palabras: _Sancho, pues vos queréis que se os crea lo
que habéis visto en el cielo, yo quiero que vos me creáis a mí lo que
vi en la cueva de Montesinos, y no digo más_.

Vele aquí la fórmula más comprensiva y a la vez más vasta de la
tolerancia: si quieres que te crea, créeme tú. Sobre el crédito mutuo
se cimenta la sociedad de los hombres. La visión del prójimo es para
él tan verdadera como para ti lo es tu propia visión. Siempre, sin
embargo, que sea verdadera visión y no embuste y patraña.

Y en esto estriba la diferencia entre Don Quijote y Sancho, y es
que Don Quijote vió de veras lo que dijo había visto en la cueva de
Montesinos--a pesar de las maliciosas insinuaciones de Cervantes en
contrario--y Sancho no vió lo que dijo haber visto en las esferas
celestiales yendo en lomos de Clavileño, sino que lo inventó mintiendo,
por imitar a su amo o desahogar su miedo. No nos es dado a todos gozar
de visiones y menos aún el creer en ellas y creyéndolas hacerlas
verdaderas.

Poneos en guardia contra los Sanchos que apareciendo defensores y
sustentadores de la ilusión y de las visiones, en realidad no defienden
sino la mentira y la farándula. Cuando os digan de un embustero que
acaba por creer los embustes que urde, contestad redondamente que no.
El arte no puede ni debe ser alcahuete de la mentira; el arte es la
suprema verdad, la que se crea en fuerza de fe. Ningún embustero puede
ser poeta. La poesía es eterna y fecunda como la visión: la mentira es
estéril como una mula y dura menos que la nieve marzera.

Y admiremos la suprema generosidad de Don Quijote que estando seguro
de que él vió lo que dijo haber visto en la cueva de Montesinos y más
seguro aún, si cabe, de que Sancho no vió lo que decía haber visto
en las celestes esferas se limitó a decirle: _si vos queréis que os
crea... yo quiero que vos me creáis_. ¡Cristianísima manera de salir
al paso y cerrárselo a los embusteros que juzgando a los demás por sus
propias mañas, toman por embustes las visiones quijotescas! Y hay, no
obstante, una vara infalible para deslindar de la mentira la visión.

Don Quijote se hundió y empozó en la cueva de Montesinos lleno de
coraje y denuedo, sin hacer caso de Sancho que quería disuadirle de
ello, a cuyas amonestaciones contestó lo de _¡ata y calla!_, y haciendo
oídos sordos al guía, bajó lleno de valor, y Sancho montó en Clavileño
aterido de miedo y con lágrimas en los ojos y no muy de su voluntad. Y
así como el valor es el padre de las visiones, así la cobardía es la
madre de los embustes. El que acomete una empresa henchido de bravura
y fiado en el triunfo o sin importársele de la derrota, llega a ver
visiones, pero no trama mentiras, y el que teme un desenlace adverso,
el que no sabe afrontar serenamente el fracaso, el que empeña en su
intento esa mezquina pasión del amor propio que se arredra ante el no
salirse con la suya, éste trama mentiras para precaverse de la derrota
y no sabe ver visiones.

Así en esta nuestra patria y patria de Don Quijote y Sancho como es la
cobardía moral lo que tiene presas a las almas, y los hombres reculan
ante un probable fracaso y tiemblan de haber de caer en ridículo,
verbenean que es una lástima las mentiras, y escasean que da pena las
visiones. Los embusteros ahogan a los visionarios. Y no sabremos ver
visiones reconfortantes y encorazonadoras y gozar de ellas, mientras no
aprendamos a afrontar el ridículo, y a arrostrar el que los tontos y
los menguados de corazón nos tomen por locos o caprichudos o soberbios
y a saber que el quedarse solo no es quedar derrotado como dicen los
mentecatos, y a no andarnos siempre calculando de antemano el llamado
triunfo. Don Quijote no pensó al meterse en la cueva en cómo saldría
de ella ni en si saldría siquiera, y por eso vió allí dentro visiones.
Y Sancho, como mientras iba a su pesar y con los ojos vendados, sobre
Clavileño, no pensaba sino en cómo habría de salir de aquella aventura
en que por quiebras de su oficio escuderil se veía metido, así que se
vió sano y libre rompió a ensartar embustes.

Y esta otra diferencia hay al respecto entre Don Quijote y Sancho,
y es que Don Quijote se metió en la cueva por sí y ante sí, sin que
nadie le forzase a ello ni le mandase hacerlo, pudiendo muy bien
haberse ahorrado tal proeza para cuyo cumplimiento hubo de desviarse
de su camino, y Sancho montó en Clavileño porque el Duque se lo impuso
como condición para darle el gobierno de la ínsula. Don Quijote se
despeñó, empozó y hundió en la cueva sólo por que conociera el mundo
que si Dulcinea le favorecía no habría imposible que él no acometiera y
acabase, y Sancho montó en Clavileño por amor al gobierno de la ínsula.
Y de lo encumbrado y desinteresado del propósito del caballero nació
su valor y de su valor las visiones de que gozó, y de lo interesado
y pobre del propósito del escudero nació su miedo y de su miedo los
embustes que urdió. Ni Don Quijote buscaba gobierno alguno sino sólo
mostrar la fortaleza con que le animaba Dulcinea y hacer que los
hombres declararan así la grandeza de ésta, ni Sancho buscaba gloria
alguna sino sólo el gobierno de la ínsula. Y por esto Don Quijote vió
visiones valerosamente, y Sancho fraguó embustes cobardemente.

El interés, sea del género que fuese y aunque se disfrace de amor a la
gloria, la rebusca de fortuna, de posición, de honores, de distinciones
mundanas, de aplausos del momento, de cargos o preminencias de aparato,
de lo que nos dan los otros a cambio de servicios reales o ilusorios
o a trueque de promesas y halagos, todo esto engendra cobardía moral,
y la cobardía moral pare mentiras conejilmente, y el desinterés de
no buscar sino a Dulcinea y saber esperar a que los hombres nos
reconocerán al cabo fieles servidores y favoritos de ella, infunde
valor y el valor nos regala visiones. Armémonos, pues, de visiones
quijotescas y desbaratemos con ellas los embustes sanchopancescos.




                              CAPÍTULO XLIV

Cómo Sancho Panza fué llevado al gobierno y de la soledad y pobreza de
                             Don Quijote.


Partióse luego de esto Sancho para el gobierno de su ínsula, después
de recibidos los consejos de su amo, _y apenas se hubo partido Sancho,
cuando Don Quijote sintió su soledad_; tristísimo rasgo que nos ha
conservado la historia. Y ¿cómo no había de sentir su soledad, si
Sancho era el linaje humano para él y en cabeza de Sancho amaba a los
hombres todos? ¿cómo no si había Sancho sido su confidente y el único
que le oyó aquello de los doce años en que había querido en silencio a
Aldonza Lorenzo más que a la lumbre de sus ojos, que la tierra comería
un día? ¿no estaba entre ellos dos solos el secreto misterioso de su
vida?

Sin Sancho Don Quijote no es Don Quijote, y necesita el amo más del
escudero que el escudero del amo. ¡Cosa triste la soledad del héroe!
Porque los vulgares, los rutineros, los Sanchos, pueden vivir sin
caballeros andantes, pero el caballero andante ¿cómo vivirá sin pueblo?
Y es lo triste que necesita de él, y ha de vivir sin embargo solo. ¡Oh
soledad, oh triste soledad!

Encerróse Don Quijote a solas, sin consentir le sirvieran doncellas,
y _a la luz de dos velas de cera, se desnudó, y al descalzarse ¡oh
desgracia indigna de tal persona! se le soltaron, no suspiros ni otra
cosa que desacreditase la limpieza de su policía, sino hasta dos
docenas de puntos de una media que quedó hecha zelosía. Afligióse
en extremo el buen señor_--añade la historia--_y diera él por tener
allí un adarme de seda verde una onza de plata_. Y a seguida diserta
el historiador sobre la pobreza, y entre otras cosas dice: _¿por qué
quieres estrellarte con los hidalgos y bien nacidos más que con la otra
gente?_

Agradezcamos al puntualísimo historiador de Don Quijote el que nos haya
conservado este suceso íntimo del habérsele suelto al caballero las
dos docenas de puntos de la media y de su aflicción por ello. Es algo
de una profundísima melancolía. Quédase el héroe a solas y encerrado
en su aposento, lejos de los hombres, y cuando éstos le creen acaso
con la mente ocupada en sus futuras empresas o encendiéndose en nuevos
anhelos de perdurable gloria, está el _buen señor_--¡y qué bien cae lo
de llamarle _buen señor_ en este caso!--afligido por el soltamiento de
los puntos de la media.

¡Oh pobreza, pobreza!--digo yo también--y ¡cómo ocupas las soledades
de los caballeros andantes y de los hombres todos! Por no confesarse
pobre se deslustra el héroe, y sus desmayos y aflicciones y tristezas
es porque se le deshicieron las medias y no tiene con qué sustituirlas.
Le veis triste, le veis abatido, juzgáis que el desaliento le gana o
que el caballeresco ánimo se le mengua, y no es sino que piensa en lo
mucho que rompen botas sus hijitos. ¡Oh pobreza, pobreza, y cuándo
te llevaremos de bracete con la vista alta y el corazón sereno! El
más terrible enemigo del heroísmo es la vergüenza de aparecer pobre.
Pobre era Don Quijote y al verse con las medias sueltas de puntos, se
afligía. Arremetió a molinos, embistió a yangüeses, venció al vizcaíno
y a Carrasco, esperó a pie firme y sin temblar al león, para venir a
afligirse luego de tener que presentarse ante los Duques con la media
deshecha, mostrando su pobreza. ¡Tener que hacer un papel en el mundo
siendo pobre!

¿Y si los pobres mundanos supiéramos el descanso que da el hacer voto
de pobreza y no avergonzarse de ella? Íñigo de Loyola, a imitación
de otros fundadores, instituyó voto de pobreza en la Compañía por él
fundada, y de cuán bien les va a sus hijos con ella nos certifica el P.
Alonso Rodríguez en el capítulo III del Tratado III de la Tercera parte
de su EJERCICIO DE PERFECCIÓN. En que nos dice que si deja uno criados
en el mundo, halla en la Compañía muchos que le sirvan, y que «si vais
a Castilla, a Portugal, a Francia, a Italia, a Alemania, a las Indias
y a cualquier parte del mundo, hallaréis que nos tienen ya puesta allá
casa con otros tantos oficiales de asiento», por manera que dejando
las riquezas del mundo «más señor sois vos de las cosas y riquezas
del mundo que los mismos ricos; que no son ellos los señores de sus
haciendas y riquezas sino vos», y así, en efecto, entienden muchos
de los jesuitas. Y agrega con mucho tino el buen Padre que mientras
el rico está dando vuelcos de noche porque su hacienda y riquezas le
quitan el sueño, el religioso «¡cuán sin cuidado y sin tener cuenta si
vale caro o barato, o si es buen año o malo, lo tiene todo!».

También el pobre Don Quijote hizo algo así como voto de pobreza al
principio de su carrera y salió de su casa sin blanca y se negaba
a pagar, creyéndose libre de ello por fuero de caballería, mas el
ventero que le armó caballero le persuadió a que llevase dineros y
camisas limpias y le obedeció _vendiendo una cosa y empeñando otra y
malbaratándolas todas_. Y por haber así quebrantado su voto de pobreza,
la pobreza le persigue y le acuita, y se acongoja al soltársele los
puntos de las medias.

¡Oh pobreza, pobreza!, antes que confesarte preferimos pasar por
bellacos, por duros de corazón, por falsos, por malos amigos y hasta
por viles. Inventamos miserables embustes para rehusar lo que no
podemos dar por carecer nosotros de ello. La pobreza no es la escasez
de recursos pecuniarios para la vida, sino el estado de ánimo que tal
escasez engendra; la pobreza es algo íntimo, y de aquí su fuerza.

      ¡Oh necesidad infame, a cuántos honrados fuerzas
      A que por salir de ti, hagan mil cosas mal hechas!

como dice el tan sabido romance refiriéndose al engaño con que el Cid
sacó dinero a los judíos, dándoles un arca llena de arena.

Mira a ése; no sale de casa sino a favor de las espesas sombras de la
noche, porque entonces no se ve cómo su traje relumbra de puro roce;
tiene vergüenza de aparecer pobre más aún que de serlo. Mira ese otro;
es un Catón, un hombre rígido e incorruptible; repite cada día que hay
que predicar con el ejemplo y la pureza de la vida, mas en cuanto se
mete a murmurar, no inquiere sino cuánto gana éste o cuánto tiene aquél
y no hace sino pensar en lo cara que es la vida.

¡Oh pobreza, pobreza!, tú has hecho el hediondo orgullo de nuestra
España. ¿No conocéis acaso el orgullo de la pobreza y de la más baja y
declarada, de la pobreza del mendigo? Es cosa maravillosa que sea la
pobreza, lo que más nos afrenta y aflige, una de las cosas que nos dé
más orgullo. Aunque no sea sino orgullo fingido y un modo de encubrir
aquélla; es una vergüenza disfrazada de orgullo para defenderse,
como el miedo de esos inofensivos animalitos que lo disfrazan de
terribilidad y se ponen amedrentadores, hinchándoseles la gola cuando
más muertos de miedo se sienten. Sucede con esto como con aquello de
que muchos se ensoberbezcan de su humildad.

Es menester que os fijéis en la gravedad y aun altanería con que
pordiosean muchos pordioseros. Os contaré un caso al propósito y es
el de un mendigo que acostumbraba a pedir a un señor los sábados, y
una vez le pidió no siendo sábado y aquél le dió una perra chica,
mas percatándose luego de habérsela dado en día no sábado, le
llamó al mendigo la atención sobre ello, rogándole no se saliese
de la costumbre. Y al oir esto el mendigo, le alargó la limosna,
devolviéndosela, y le dijo: «¿Ah, pero ahora salimos con ésas? Tome,
tome su perra chica y busque otro pobre». Que es como si dijera:
¿Conque vengo a hacerle la merced de ponerle en ocasión de que ejercite
la virtud de la caridad y gane así méritos para el cielo, y me viene
con condiciones y reparos? Tome, tome su limosna, y busque quien le
favorezca en tomársela.

Y ¡oh pobreza la más triste y miserable de todas, la de tener que
presentarse con las medias enterizas, la de tener que conservar el
traje del papel que en la comedia del mundo representamos! Triste caso
es el del pobre cómico que no puede mudarse de camisa y tiene que
guardar y limpiar y conservar enteros los disfraces con que se gana su
vida en el tablado; triste caso es no tener en las crudas noches del
invierno una pobre capa con que guardarse del frío y tener que guardar
el vistoso manto con que se hace el papel de rey en la comedia. Y más
triste aún que no pueda uno en esas noches abrigarse con el manto
teatral.

Don Quijote se afligía y avergonzaba de tener que aparecer pobre. Era,
al fin, hijo de Adán. Y Adán mismo, nos cuenta el GÉNESIS (cap. III,
versículos 7 a 10) que después que hubo pecado conoció estar desnudo,
es decir, que era pobre, y al llamarle Dios se escondió, y es que tenía
miedo por verse desnudo. Y el miedo a la desnudez, a la pobreza, ha
sido siempre y sigue siendo el primer resorte de acción de los pobres
mortales. Terribles fueron aquellos tenebrosos tiempos medievales,
hacia el milenio, cuando empujaba a los espíritus más que el ansia de
la gloria celestial, el temor al infierno, pero ¿no veis que en nuestra
sociedad es más el horror a la pobreza que no la sed de riquezas lo
que lanza a los más de los hombres a sus más locas empresas? Es más
avariciosidad que ambición lo que nos mueve, y si examinamos a los que
pasan por más ambiciosos, encontraremos un avaro dentro de ellos. Toda
garantía nos parece poca para preservarnos y preservar a los nuestros
de la tan aborrecida y tan temida pobreza, y amontonamos riquezas para
taparle todo agujero por donde se nos meta en casa. El delito hoy,
el verdadero delito, es ser pobre; aquellas de nuestras sociedades
que se dicen más adelantadas y cultas, distínguense por su odio a la
pobreza y a los pobres; nada hay más triste que el ejercicio de la
beneficencia. Diríase que se quiere suprimir los pobres, no la pobreza,
exterminarlos, como si se tratase de exterminar una plaga de animales
dañinos. Se trata de acabar con la pobreza no por amor al pobre, sino
para que su presencia no nos recuerde el terrible término.

Y ¿qué de extraño tiene que se buscase el cielo no más que por huir de
la indigencia? El ansia de renombre y fama, la sed de gloria que movía
a nuestro Don Quijote ¿no era acaso en el fondo el miedo a oscurecerse,
a desaparecer, a dejar de ser? La vanagloria es, en el fondo, el terror
a la nada, mil veces más terrible que el infierno mismo. Porque al fin
en un infierno se es, se vive, y nunca, diga lo que dijere el Dante,
puede mientras se es, perderse la esperanza, esencia misma del ser.
Porque la esperanza es la flor del esfuerzo del pasado por hacerse
porvenir y ese esfuerzo constituye el ser mismo.

Y ven ahora acá, mi Don Quijote, y llama a tu Alonso el Bueno, y dime:
esa tu vergüenza de ser pobre ¿no entró, en parte al menos, en la
grandiosa vergüenza que te impidió declararte a Aldonza Lorenzo? Tú
conocías lo de «contigo pan y cebolla» y algo más que pan y cebolla
podías ofrecerla, como era _una olla de algo más vaca que ternera,
salpicón las más noches, lantejas los viernes... y algún palomino
de añadidura los domingos_, pero ¿era eso bastante para ella? Y aun
siéndolo ¿lo sería para los frutos que de vuestro amor pudiesen
nacer?... Pero dejo esto, pues sé bien cuán profundamente te conmueves
y ruborizas si se te habla de ello.

No nos extrañe, pues, que Don Quijote se recostase _pensativo y
pesaroso, así de la falta que Sancho le hacía, como de la irreparable
desgracia de sus medias, a quien tomara los puntos aunque fuera con
seda de otro color, que es una de las mayores señales de miseria que
un hidalgo puede dar en el discurso de su prolija estrecheza_. Y ¡qué
maravillosa conjunción la que el historiador establece aquí entre
la soledad y la pobreza de Don Quijote! ¡Pobre y solo! Aún se puede
soportar la pobreza en compañía o la soledad en riqueza, pero ¡pobre y
solo!

¿De qué le servían, estando pobre y solo, los requiebros del
Altisidora? Hizo bien en cerrar la ventana al oirlos.




                              CAPÍTULO XLVI

 Del temeroso espanto cencerril y gatuno que recibió Don Quijote en el
          discurso de los amores de la enamorada Altisidora.


Mas luego, apiadado de la dolencia de amor de la desenvuelta moza,
mandó le pusiesen un laúd por la noche en el aposento, _que yo
consolaré lo mejor que pudiere a esta lastimada doncella--dijo. Y
llegadas las once horas de la noche halló Don Quijote una vihuela en
su aposento; templóla, abrió la reja, y sintió que andaba gente en el
jardín y habiendo recorrido los trastes de la vihuela, y afinádola
lo mejor que supo, escupió y remondóse el pecho, y luego con voz
ronquilla, aunque entonada, cantó_ un romance que trae el historiador y
que el mismo Don Quijote _aquel día había compuesto_.

El verdadero héroe es, sépalo o no, poeta, porque ¿qué sino poesía es
el heroísmo? La misma es la raíz de la una y del otro, y si el héroe
es poeta en acción, es el poeta héroe en imaginativa. El caballero
andante, que hace profesión de las armas, necesita raíces de poeta,
porque su arte es arte militar, del cual no dudaba el Dr. Huarte,
como en el cap. XVI de su EXAMEN nos dice, sino que «pertenece a la
imaginativa, porque todo lo que el buen capitán ha de hacer dice
consonancia, figura y correspondencia... para todo lo cual es tan
impertinente el entendimiento, como los oídos para ver». Y todo ello no
es sino redundancia de vida, esfuerzo que en redondearse y cumplirse se
perfecciona, y acaba, obra cuyo fin es la obra misma. Llega a un punto
la savia en que ha de volverse por donde fué, y al llegar allá, al
punto que no es camino para otro, sino término, se vuelve sobre sí y da
sobre el brote que así forma, la flor, y la flor lo es de belleza.

Don Quijote canta, Don Quijote es poeta, cosa que ya temía la gatita
muerta de su sobrina cuando en el escrutinio que el cura y el barbero
hicieron en la librería, al querer perdonar LA DIANA de Jorge de
Montemayor, manifestó temores de que su tío diera en poeta, _que
según dicen es enfermedad incurable y pegadiza_--añadió. ¡Ay Antonia,
Antonia, y qué ojeriza tienes a la poesía y qué rencor le guardas! Pero
tu tío es poeta, y si no hubiera nunca cantado, no habría sido el héroe
que fué. No que el ser cantor le hiciera ser héroe, sino que de la
plenitud del heroísmo le brotó el canto.

No apruebo, pues, las razones que el P. Rivadeneira en el cap. XXII del
libro III de su VIDA DE SAN IGNACIO nos da para justificar el que la
Compañía de Jesús no tenga coro. Dícenos que «no es de esencia de la
Religión el tener coro», y, en efecto, puede haber ruiseñor mudo, pero
será ruiseñor enfermo, y añade, con Santo Tomás, que los que tienen por
oficio enseñar al pueblo y apacentarle con el pan de la doctrina «no
deben ocuparse en cantar, porque ocupados con el canto, no dejen lo que
tanto importa». Pero ¿es que hay doctrina más íntima ni más profunda
que la que se da cantando? En los consejos mismos que se dan a hombre
no es la letra sino la música de ellos lo que aprovecha y edifica.
Música es el espíritu y la carne es letra, y toda doctrina del corazón
es canto.

Curioso es, en efecto, que siendo tales y tan grandes las
semejanzas entre Don Quijote e Íñigo de Loyola y recreándose éste y
enterneciéndosele el ánima y hallando a Dios con el canto, al que era
muy inclinado, según en el capítulo V del libro V de su VIDA nos cuenta
su biógrafo, no pusiera coro en la Compañía, y de ésta no tenerlo hemos
de deducir las imperfecciones que la acompañan y la esterilidad poética
que sobre ella pesa. Jamás pudo albergarse a sus anchas cigarra en ese
hormiguero de clérigos regulares. Y no se diga que no nacimos todos
para cantar, que no se trata aquí de «para» alguno, sino que todo el
que de veras ha nacido en espíritu y no sólo en carne, sólo por ello
canta, canta, porque ha nacido, y si no canta es que no nació sino
en carne. Y si fundamos la Compañía de Dulcinea del Toboso, no nos
olvidemos del coro, y sea el canto en ella florecimiento de afectos
heroicos y de encumbrados anhelos.

Cantando estaba Don Quijote cuando echaron sobre él, en torpísima
burla, un saco de gatos, y al defenderse de ellos le saltó uno al
rostro y _le asió de las narices con las uñas y los dientes, por cuyo
dolor Don Quijote comenzó a dar los mayores gritos que pudo_, y costó
quitársele.

¡Pobre mi señor! Se avergüenzan ante ti leones y se te agarran a las
narices gatos. De gatos que huyen y no de leones que se ven libres, es
de lo que debe apartarse el héroe. «Con pulgas y con mosquitos puede
Dios hacer guerra a todos los emperadores y monarcas del mundo» dice el
P. Alonso Rodríguez (EJERCICIO DE PERFECCIÓN, Parte tercera, Tratado
primero, capítulo XV). ¡líbrenos Dios de pulgas, de mosquitos y de
gatos en huida, y mándenos en cambio leones a los que se abre la jaula!

Mas aun así y con todo y con ser temibles enemigos las pulgas y los
mosquitos, no debe dejarse de hacerles la guerra, y para que se la
hagamos nos los manda Dios. Podía alguno haberle dicho a Don Quijote,
para disuadirle de perseguir a pulgas y mosquitos humanos, lo de que el
águila no caza moscas--_aquila non capit muscas_--pero le diría mal.
Las moscas, y sobre todo las ponzoñozas, son un excelente digestivo
para el águila, un activísimo fermento para la cocción de sus alimentos.

Y es que, en efecto, el veneno mismo que inyectado con aguijón en los
canalillos del torrente circulatorio de la sangre nos escuece, molesta
y daña o nos levanta un bubón y acaso puede llegar a matarnos, ese
mismo veneno tomado por la boca no sólo es inofensivo, sino que puede
ayudarnos a hacer una pronta y acabada digestión. Y es gracias a lo
digestivo de la ponzoña de esas moscas venenosas que con aguijón y todo
traga, luego de cazadas, el águila, como puede ésta, una vez descansado
su estómago, mirar cara a cara al sol.

¿Creéis acaso que puede ponerse alma y vida en un trabajo que se
emprende por amor a Dulcinea y para que nos haga famosos no sólo en los
presentes sino en los venideros siglos, si no nos espolean a él las
miseriucas del lugarejo o lugarón en que comemos, dormimos y vivimos?
El mejor libro de Historia Universal, el más duradero y extendido y el
de historia más verdaderamente universal sería el de quien acertase a
contar con toda su vida y su hondura las rencillas, los chismes, las
intrigas y los cabildeos que se traen en Carbajosa de la Sierra, lugar
de trescientos vecinos, el alcalde y la alcaldesa, el maestro y la
maestra, el secretario y su novia, de una parte, y de la otra el cura y
su ama, el tío Roque y la tía Mezuca, asistidos unos y otros por coro
de ambos sexos. ¿Qué fué la guerra de Troya a que debemos la ILÍADA?

Y las moscas, pulgas y mosquitos deben quedar muy satisfechos, porque
vamos a ver: a algún sujeto que intrigue, cabildee y se revuelva en
esta ciudad en que escribo ¿qué otra probabilidad puede quedarle de
pasar, de un modo o de otro y bajo uno u otro nombre a la posteridad,
sino el que acierte yo, o acierte otro que como yo ame a Dulcinea, a
pintarle con sus rasgos universales y eternos?

Miles de veces se ha dicho y repetido que lo más grande y más duradero
en arte y literatura se construyó con reducidos materiales, y todo el
mundo sabe que cuanto se pierde en extensión se gana en intensidad.
Pero es que al ganarse en intensidad se gana en extensión también, por
paradójico que os parezca; y se gana en duración. El átomo es eterno,
si existe el átomo. Lo que es de cada uno de los hombres, lo es de
todos; lo más individual es lo más general. Y por mi parte prefiero ser
átomo eterno a ser momento fugitivo de todo el Universo.

Lo absolutamente individual es lo absolutamente universal, pues hasta
en lógica se identifica a las proposiciones individuales con las
universales. Por vía de remoción se llega, en el hombre, al contratante
social de Juan Jacobo, al bípedo implume de Platón, al _homo sapiens_
de Linneo, o al mamífero vertical de la ciencia moderna, al hombre por
definición, que como no es de aquí ni de allí, ni de ahora ni de antes,
no es de ninguna parte ni de tiempo alguno, resultando ser, por lo
tanto, un _homo insipidus_. Y así cuanto más se estrecha y constriñe la
acción a lugar y tiempo limitados, tanto más universal y más secular
se hace, siempre que se ponga alma de eternidad y de infinitud, soplo
divino en ella. La mentira más grande en historia es la llamada
historia universal.

Ved a Don Quijote; Don Quijote no fué a Flandes, ni se embarcó para
América, ni intentó tomar parte en ninguna de las grandes empresas
históricas de su tiempo, sino que anduvo por los polvorientos caminos
de su Mancha a socorrer a los menesterosos que en ellos topase y a
enderezar los tuertos de allí y de entonces. Su corazón le decía que
vencidos los molinos de viento de la Mancha quedaban vencidos en ellos
todos los demás molinos y castigado Juan Haldudo el rico quedaban
castigados todos los amos ricos despiadados y avariciosos. Porque
no os quepa duda de que el día en que sea vencido del todo y por
entero un malicioso, la malicia empezará a desaparecer de la tierra y
desaparecerá pronto de ella.

Don Quijote fué, queda ya dicho, fiel discípulo del Cristo, y Jesús de
Nazaret hizo de su vida enseñanza eterna en los campos y caminos de la
pequeña Galilea. Ni subió a más ciudad que a Jerusalén, ni Don Quijote
a otra que a Barcelona, la Jerusalén de nuestro Caballero.

Nada hay menos universal que lo llamado cosmopolita, o mundial como
ahora han dado en decir; nada menos eterno que lo que pretendemos poner
fuera de tiempo. En las entrañas de las cosas, y no fuera de ellas,
están lo eterno y lo infinito. La eternidad es la sustancia del momento
que pasa, y no la envolvente del pasado, el presente y el futuro de las
duraciones todas, la infinitud es la sustancia del punto que miro, y no
la envolvente de la anchura, largura y altura de las extensiones todas.
La eternidad y la infinitud son las sustancias del tiempo y del espacio
respectivamente, y éstos sus formas, estando aquéllas virtualmente
todas enteras, en cada momento de una duración la una, en cada punto de
una extensión la otra.

Cacemos, pues, y traguémonos a las moscas ponzoñosas que zumbando y
esgrimiendo su aguijón, revolotean en torno nuestro, y Dulcinea nos
dé el poder convertir esta caza en combate épico que se cante en la
duración de los siglos por el ámbito de la tierra toda.




                 CAPÍTULOS XLVII, XLIX, LI, LIII Y LV

    Del fatigado fin y remate que tuvo el gobierno de Sancho Panza.


Deja aquí el historiador a Don Quijote, y salteando los capítulos entre
las cosas de éste y las de su escudero, pasa a contarnos cómo gobernó
Sancho la ínsula, gobernamiento a que sólo cabe poner de comentario
aquellas palabras de Pablo de Tarso en el versillo 18 del capítulo III
de su segunda epístola a los Corintios, donde dice: «Nadie se engañe
a sí mismo; si alguno entre vosotros parece ser sabio en este siglo,
hágase simple para ser de veras sabio».

Con razón dijo el mayordomo oyendo a Sancho: _cada día se ven cosas
nuevas en el mundo; las burlas se vuelven en veras, y los burladores se
hallan burlados_. ¿Y cómo no?

Sancho, el gobernador por burlas, _ordenó cosas tan buenas, que hasta
hoy se guardan en aquel lugar y se nombran: las Constituciones del
Gran Gobernador Sancho Panza_. Y no nos extrañe esto, pues los más de
los grandes legisladores no pasan de Sancho Panzas, que a no serlo mal
podrían legislar.

Y llegó, por fin, el fin del gobierno de Sancho y con este fin se
sumergió Panza en las honduras de su heroísmo. Dejando el gobierno de
la ínsula, por el que tanto había suspirado, acabó de conocerse Sancho,
y pudiera haber dicho a sus burladores lo que Don Quijote dijo a Pedro
Alonso cuando éste le recogió en su primera salida, y es aquello de:
_yo sé quién soy_. Dije que sólo el héroe puede decir _yo sé quién soy_
y ahora añado que todo el que puede decir _yo sé quién soy_, es héroe,
por humilde y oscura que su vida se nos aparezca. Y Sancho, al dejar la
ínsula, supo quién era.

Luego que le molieron y quebrantaron en el burlesco asalto a la ínsula,
vuelto en sí del desmayo que el temor y el sobresalto le produjeron,
preguntó qué hora era, calló, vistióse, se fué a la caballeriza,
_siguiéndole todos los que allí se hallaban, y llegándose al rucio le
abrazó y le dió un beso de paz en la frente y no sin lágrimas en los
ojos, le dijo: venid vos acá, compañero mío y amigo mío, y conllevador
de mis trabajos y miserias; cuando yo me avenía con vos, y no tenía
otros pensamientos que los que me daban los cuidados de remendar
vuestros aparejos y de sustentar vuestro corpezuelo, dichosas eran mis
horas, mis días y mis años; pero después que os dejé y me subí sobre
las torres de la ambición y de la soberbia, se me han entrado por el
alma adentro mil miserias, mil trabajos y cuatro mil desasosiegos_. Y
luego de enalbardar el rucio, añadió otras no menos bien concertadas
razones pidiendo le dejaran volver a su _antigua libertad_.

_Yo no nací_--dijo--_para ser gobernador ni para defender ínsulas
ni ciudades de los enemigos que quisieren acometerlas. Mejor se me
entiende a mí de arar y cavar, podar y ensarmentar las viñas que dar
leyes ni de defender provincias ni reinos. Bien se está San Pedro en
Roma: quiero decir, que bien se está cada uno usando el oficio para
que fué nacido._ Y tú, Sancho, no naciste para mandar sino para ser
mandado, y el que para ser mandado nació halla su libertad en que le
manden y su esclavitud en mandar; naciste no para guiar a otros, sino
para seguir a tu amo Don Quijote, y en seguirle está tu ínsula. ¡Ser
señor! ¡Y qué de congojas y miserias trae consigo! Bien decía Teresa de
Jesús, cuando en el cap. XXXIV de su VIDA nos habla de aquella señora
que había de ayudarle en fundar el monasterio de San José, que viéndola
vivir aborreció del todo el desear ser señora, porque «ello es una
sujeción, que una de las mentiras que dice el mundo, es llamar señores
a las personas semejantes, que no me parece son sino esclavos de mil
cosas».

Creíste, Sancho, salir de casa de tu mujer y tus hijos y los dejaste
por buscar para ti y para ellos el gobierno de la ínsula, pero en
realidad saliste llevado del heroico espíritu de tu amo y fuiste
conocido, aunque sin darte de ello clara cuenta, que el seguirle y
servirle y vivir con él era tu ínsula. ¿Qué vas a hacer sin tu amo y
señor? ¿De qué te ha servido el gobierno de tu ínsula si no tenías allí
a tu Don Quijote y no podías mirarte en él y servirle y admirarle y
quererle? Porque ojos que no ven, corazón que no siente.

_Quédense en esta caballeriza_--añadió Sancho--_las alas de la hormiga,
que me levantaron en el aire para que me comiesen vencejos y otros
pájaros, y volvamos a andar por el mundo con pie llano_... Habrás oído
muchas veces, buen Sancho, que hay que ser ambicioso y esforzarse por
volar para que nos broten alas, y yo te lo he dicho muchas veces y te
lo repito, pero tu ambición debe cifrarse en buscar a Don Quijote; la
ambición del que nació para ser mandado debe ser buscar quien bien le
mande y que pueda de él decirse lo que del Cid decían los burgaleses
según el viejo ROMANCE DE MYO CID

      Dios, qué buen vassalo si ouiesse buen señor!

Al dejar ese gobierno por el que tanto tiempo suspiraste y que te
parecía ser la razón y el fin de todos tus andantes trabajos, al
dejarlo y volverte a tu amo, llegas al meollo de ti mismo y puedes
hombrearte con tu Don Quijote y decir como él y con él: _¡yo sé quién
soy! Eres héroe_ como él, tan héroe como él. Y es, Sancho, que el
heroísmo se pega cuando nos acercamos al héroe con el corazón puro.
Admirar y querer al héroe con desinterés y sin malicia es ya participar
de su heroísmo; es como el que sabe gozar de la obra del poeta, que es
a su vez poeta por saber gozarla.

Teníante por interesado y codicioso, Sancho, y al salir de tu ínsula
pudiste exclamar: _saliendo yo desnudo como salgo, no es menester otra
señal para dar a entender que he gobernado como un ángel_. Y así era la
verdad, y así lo reconoció el Dr. Recio. Ofreciéronle compañía para el
camino y _todo aquello que quisiese para el regalo de su persona y para
la comodidad de su viaje_. Pero _Sancho dijo que no quería más que un
poco de cebada para el rucio y medio queso y medio pan para él_. No se
olvidaba de su amigo y compañero el rucio, del sufrido y noble animal
que le ligaba a la tierra. _Abrazáronle todos y él, llorando, abrazó a
todos y los dejó admirados así de sus razones como de su determinación
tan resoluta y discreta._ Y quedóse solo en los caminos del mundo,
lejos de su casa, sin la ínsula y sin Don Quijote, abandonado a sí
mismo, dueño de sí. ¿Dueño? _Le tomó la noche algo escura y cerrada_ y
solo, sin su amo, fuera de su lugar, ¿qué iba a sucederle? _Cayeron él
y el rucio en una honda y escurísima sima._

Mira, Sancho, es lo que tiene que sucederte en cuanto te encuentres
lejos de tu lugar, del lugar de los tuyos, sin ínsula y sin amo: caerte
en sima. Pero no te vino mal esa caída, porque allí, en lo hondo de la
sima, pudiste ver mejor lo hondo de la sima de tu vida y cómo el que
se vió ayer gobernador de una ínsula, _mandando a sus sirvientes y sus
vasallos, hoy se había de ver sepultado en una sima sin haber persona
alguna que le remediase, ni criado ni vasallo que acuda a su socorro_.
Y allí, en el fondo de la sima, comprendiste que no habrías de tener en
ella la ventura que tu amo Don Quijote tuvo en la cueva de Montesinos,
pues _allí vió él visiones hermosas y apacibles_--te decías--_y yo veré
aquí, a lo que creo, sapos y culebras_. Sí, hermano Sancho; no son las
visiones para todos ni es el mundo de las simas más que una proyección
del mundo de la sima de nuestro espíritu; tú hubieras visto en la
cueva de Montesinos sapos y culebras como en esa cueva en que caíste
los viste, y tu amo hubiera visto en esa tu sima visiones hermosas y
apacibles como las vió en la cueva de Montesinos. Para ti no ha de
haber más visiones que las de tu amo; él ve el mundo de las visiones y
tú lo ves en él; él lo ve por su fe en Dios y en sí mismo y tú lo ves
por tu fe en Dios y en tu amo. Y no es menos grande tu fe que la fe de
Don Quijote, ni son menos propias de ti las visiones que ves por tu amo
que son propias de él las que él ve por sí mismo. El mismo Dios se las
suscita y te las suscita, a él en él mismo, y a ti en él. No es menos
héroe el que cree en el héroe que el héroe mismo creído por él.

Mas el pobre Sancho dió en lamentarse en el fondo de la sima y en
llorar su desgracia, viendo ya que sacaría de allí sus huesos _mondos,
blancos y raídos_ y los de su buen rucio con ellos; viéndose morir
lejos de su patria y de los suyos, sin que nadie le cierre los ojos
ni se duela de su muerte al tiempo de morir, que es morir dos veces y
quedarse solo con la muerte. Y así le llegó el día; y ¿qué iba a hacer
el pobre Sancho, solo con su rucio, sino dar voces y pedir socorro?
Y explorar su sima, pues para algo había servido a Don Quijote. Y
entonces es cuando exclamó aquellas tan preñadas sentencias: _¡Válame
Dios todopoderoso! ésta que para mí es desventura, mejor fuera para
aventura de mi amo Don Quijote. Él sí que tuviera estas profundidades y
mazmorras por jardines floridos y por palacios de Galiana, y esperara
salir desta escuridad y estrecheza a algún florido prado; pero yo sin
ventura, falto de consejo y menoscabado de ánimo, a cada paso pienso
que debajo de los pies de improviso se ha de abrir otra sima más
profunda que la otra, que acabe de tragarme._

Sí, hermano Sancho, sí; el menoscabo de tu ánimo te impide y te
impedirá encontrar jardines floridos y palacios de Galiana en las
profundas simas a que caigas. Pero mira, ahora en que en el fondo de la
sima de tu desgracia reconoces lo mucho que de tu amo te separa, ahora
es cuando estás más cerca de él, pues cuanto más sientas tu distancia
de él, más a él te acercas. Te pasa con tu amo, aunque en finito y
relativo, lo que en infinito y absoluto nos pasa a tu amo, a ti, a
mí y a todos los mortales, con Dios, y es que cuanto más sentimos el
infinito que de Él nos separa, más cerca de Él estamos, y cuanto menos
acertamos a definirle y representárnoslo, mejor le conocemos y queremos
más.

Y yendo así con el rucio y con sus pensamientos por aquellas
profundidades Sancho, dando voces, las oyó... ¿quién había de oirlas?
¿quién otro sino el mismísimo Don Quijote? El cual habiendo salido una
mañana a imponerse y ensayarse en lo que había de hacer en el trance de
la honra de la hija de Doña Rodríguez, fué llevado por Dios a la boca
de la sima, donde oyó las voces que Sancho daba. Y Don Quijote le creía
alma en pena, y le ofrecía sufragios para sacarle del purgatorio, que
pues su profesión era de favorecer y acorrer a los necesitados de este
mundo, también lo sería para acorrer y ayudar a los menesterosos del
otro.

Mira, Sancho, cómo tu amo al oirte en la sima y en la sima no verte,
tiénete por muerto y te ofrece sus sufragios. Y entonces, al oir tú
la voz de tu amo, exclamaste lleno de júbilo: _¡nunca me he muerto en
todos los días de mi vida!_ Ya no piensas en que recojan tus huesos
mondos, blancos y roídos, ni en que has de morir solo con la muerte;
oíste a tu amo y olvidando que has de morir, recuerdas tan sólo que no
te has muerto nunca todavía. Y rebuznó el rucio, y al oirlo comprendió
Don Quijote que no se trataba de alma en pena, sino de su escudero, que
le acompañaba. Y es la señal muy cierta, pues cuando de las cosas que
nos parecen del otro mundo salen rebuznos, es que no se trata sino de
cosas del mundo éste. Y Don Quijote hizo que le sacaran de la sima.

Y así fué sacado Sancho de la sima en que cayera al salir del gobierno
de su ínsula y encontrarse solo, de aquella sima por la que caminó
llevando tras de sí y guiando a su rucio. Que esta diferencia entre
otras había entre amo y escudero, y es que aquél se dejaba guiar de su
caballo y el escudero guiaba a su rucio. Y así sucede que en la marcha
por el bajo mundo se deja el Quijote llevar por su animal, y el Sancho
lo lleva.




                              CAPÍTULO LVI

  De lo que sucedió a Don Quijote con Doña Rodríguez, la dueña de la
  Duquesa, con otros acontecimientos dignos de escritura y de memoria
                                eterna.


En la melancólica aventura de la dueña Doña Rodríguez sólo hay que
advertir la encantadora simplicidad de esta buena mujer, que entre
tantos burladores, acudió en veras a Don Quijote. Y entonces se
preparó el singular duelo del caballero con Tosilos para obligar al
seductor de la hija de Doña Rodríguez a que tomase a ésta por suegra,
y el inesperado desenlace de él merced al súbito enamorarse Tosilos
de la ex doncella y declarar cómo la quería por mujer. Y he aquí cómo
entre tantos burladores la simple, la boba, la sincera Doña Rodríguez
logró poner a su desdoncellada hija a punto de casarse, gracias a Don
Quijote. Pues siempre ocurre que quien con pureza de intención y de
veras y no en burlas, acude a Don Quijote, sin burlarse de él, consigue
su propósito. Difícil es esta fe en un mundo de burladores, pero ¿no
creéis que quien tomase a Don Quijote tan en serio como Doña Rodríguez
y su hija le tomaron lograría sus propósitos, a no atravesársele
aviesos burladores, como se les atravesaron a ellas?

Cierto es que al descubrirse que el caballero que se dió por vencido
no era el seductor sino Tosilos, se llamaron a engaño la seducida
y su señora madre, pero bien dijo Don Quijote a la ex doncella al
encontrarse con aquel nuevo caso de encantamiento: _tomad mi consejo
y apesar de la malicia de mis enemigos casaos con él, que sin duda es
el mismo que vos deseáis alcanzar por esposo_. ¡Y tan el mismo! Como
que lo aceptó, pues más quería ser mujer legítima de un lacayo, que no
amiga y burlada de un caballero. De mano de Don Quijote tomó inesperado
esposo, y ésta es la aventura a que por el pronto dió más feliz remate
nuestro caballero. Y le dió tal por haberse encontrado con gentes
sencillas y humildes, de las que toman el mundo en serio y acuden
en serio a Don Quijote; por haberse encontrado con burlada moza que
anhelaba esposo, contentándose con el que Don Quijote le diera.

¡Hermosa conformidad! Y tal es la condición para que pueda el héroe
hacer en nosotros su beneficio y es que nos hallemos dispuestos a
recibir de su mano lo que nos diere, siempre que remedie nuestra
necesidad. ¿Eres, lectora, una burlada doncella y quieres remediar tu
desgracia? ¿necesitas marido que cubra tu vergüenza? pues no pretendas
que haya él de ser éste o aquél, y menos tu burlador; conténtate con el
que te depare Don Quijote, que es buen casamentero.

Y al concluir de contar esta tan afortunada aventura, añade el
historiador estas terribles palabras: _Aclamaron todos la victoria
por Don Quijote, y los más quedaron tristes y melancólicos de ver que
no se habían hecho pedazos los tan esperados combatientes_. ¡Oh, y
qué terrible es en sus burlas el hombre! Más de temer es la burla del
hombre que no la seria acometividad de una fiera salvaje, que os ataca
por hambre. Puestos los hombres en el despeñadero de las burlas no
paran hasta bajar a crímenes y villanías; por burlas comenzaron muchos
de los más horrendos delitos; por buscar deleite y regocijo se ha
llevado a muchos a trabarse de manos homicidas.

¡Cosa terrible la burla! Dicen que por burla, señor mío Don Quijote, se
escribió tu historia, para curarnos de la locura del heroísmo, y añaden
que el burlador logró su objeto. Tu nombre ha llegado a ser para muchos
cifra y resumen de burlas y sirve de conjuro para exorcizar heroísmos
y achicar grandezas. Y no recobraremos más nuestro aliento de antaño
mientras no volvamos la burla en veras y hagamos el Quijote muy en
serio y no por compromiso y sin creer en ti.

Ríense los más de los que leen tu historia, loco sublime, y no pueden
aprovecharse de su meollo espiritual mientras no la lloren. ¡Pobre de
aquel a quien tu historia, Ingenioso Hidalgo, no arranque lágrimas,
lágrimas del corazón, no ya de los ojos!

En una obra de burlas se condensó el fruto de nuestro heroísmo; en una
obra de burlas se eternizó la pasajera grandeza de nuestra España; en
una obra de burlas se cifra y compendia nuestra filosofía española, la
única verdadera y hondamente tal; con una obra de burlas llegó el alma
de nuestro pueblo, encarnada en hombre, a los abismos del misterio de
la vida. Y esa obra de burlas es la más triste historia que jamás se
ha escrito; la más triste, sí, pero también la más consoladora para
cuantos saben gustar en las lágrimas de la risa la redención de la
miserable cordura a que la esclavitud de la vida presente nos condena.

Yo no sé si esa obra, mal entendida y peor sentida, puede tener en
ello parte, mas es el caso que se cierne sobre nuestra pobre patria
una atmósfera abochornada de gravedad abrumadora. Por dondequiera
hombres graves; enormemente graves, graves hasta la estupidez. Enseñan
con gravedad, predican con gravedad, mienten con gravedad, engañan
con gravedad, disputan con gravedad, juegan y ríen con gravedad,
faltan con gravedad a su palabra, y hasta eso que llaman informalidad
y ligereza son la ligereza e informalidad más graves que se conoce.
Ni aun a solas dan unos tumbos y zapatetas en el aire, en seco y sin
motivo alguno, y de tal modo pareció agotarse en la historia de Don
Quijote el repuesto todo de heroísmo que en España hubiera, que no es
fácil se encuentre hoy en el mundo pueblo más incapaz que el español
de comprender y sentir el humor. Aquí se toma por donaires y se ríe
las más chocarreras torpezas de cualquier ingenio afrailado; hay asnos
en figura humana que celebran como agudo chiste el que se le diga a
alguien que se le ven las orejas de burro. Después que tú, Don Quijote,
te fuiste de este mundo se ha llegado a reir como gracias las insípidas
sandeces de un tal Fray Gerundio de Campazas y luego que Sancho dejó
de luchar en la conquista de su fe, se nos vino un Bertoldo italiano y
está bertoldizando a nuestro pueblo. Mentira parece que en el pueblo en
que Don Quijote elevó a heroicas hazañas las más miserables burlas, se
rieran los retorcidos chistes de aquel fúnebre Quevedo, hombre grave
y tieso si los ha habido, y fuesen reídas las pretendidas gracias,
puramente de corteza, cuando no de pellejo de corteza, es decir, de
vocablo, de su Gran Tacaño.




                              CAPÍTULO LVII

  Que trata de cómo Don Quijote se despidió del Duque, y de lo que le
   sucedió con la discreta y desenvuelta Altisidora, doncella de la
                               Duquesa.


Harto Don Quijote de su ociosidad en casa de los Duques y dolido allá,
por muy dentro de sí, aunque su historiador no nos lo apunte, de
las burlas que se le hacían, decidió marcharse. Y no nos quepa duda
de que las tales burlas ni se le pasaban inadvertidas ni dejaban de
dolerle, pues aunque su locura las tomara por buenas y las aprovechase
en heroísmo, no dejaba de trabajar por debajo de ella su cordura, a
oscuras, y tal vez sin que él mismo se percatara de ello.

Y así _pidió un día licencia a los Duques para partirse_ y se la dieron
_con muestras de que en gran manera les pesaba de que los dejase_. A
Sancho le dieron, a escondidas de su amo, _un bolsico con doscientos
escudos de oro_, el triste precio de las burlas, el salario de los
juglares. Y después de sufrir una vez más los burlescos requiebros de
Altisidora, se salió Don Quijote del castillo, _enderezando su camino a
Zaragoza_.

Toma ya libre huelgo el Caballero de la Fe; respiremos con él.




                              CAPÍTULO LVIII

Que trata de cómo menudearon sobre Don Quijote aventuras tantas, que no
                     se daban vagar unas a otras.


_Cuando Don Quijote se vió en la campaña rasa, libre y desembarazado de
los requiebros de Altisidora, le pareció que estaba en su centro y que
los espíritus se le renovaban para proseguir de nuevo el asunto de sus
caballerías, y volviéndose a Sancho, le dijo: la libertad, Sancho, es
uno de los más preciados dones que a los hombres dieron los siglos_...
con todo lo que se sigue.

Sí, ya estás libre de burlas y chacotas, ya estás libre de Duques y
doncellas y lacayos, ya estás libre de la vergüenza de aparecer pobre.
Se comprende bien que _en metad de aquellos banquetes sazonados y
de aquellas bebidas de nieve_ te pareciera _estar metido entre las
estrechezas de la hambre_. Bien decías: _Venturoso aquel a quien el
cielo dió un pedazo de pan, sin que le quede obligación de agradecerlo
a otro que al mismo cielo_. ¿Y quién es ése?

_En estos y otros razonamientos iban los andantes caballero y escudero_
y ocupado el corazón de Don Quijote por los dejos de su esclavitud en
casa de los Duques y el recuerdo de su soledad y su pobreza, cuando
se encontró con una docena de labradores que llevaban, cubiertas con
unos lienzos, unas imágenes de relieve y entalladura para el retablo
de su aldea. Pidió Don Quijote cortésmente que se las mostrasen y
le enseñaron las de San Jorge, San Martín, San Diego Matamoros y
San Pablo, caballeros andantes del cristianismo los cuatro y que
pelearon a lo divino. Y Don Quijote al verlos dijo: _Por buen agüero
he tenido, hermanos, haber visto lo que he visto, porque estos santos
y caballeros profesaron lo que yo profeso, que es el ejercicio de las
armas; sino que la diferencia que hay entre mí y ellos es que ellos
fueron santos y pelearon a lo divino y yo soy pecador y peleo a lo
humano. Ellos conquistaron el cielo a fuerza de brazos, porque el
cielo padece fuerza, y yo hasta ahora no sé lo que conquisto a fuerza
de mis trabajos; pero si mi Dulcinea del Toboso saliese de los que
padece, mejorándose mi ventura y adobándoseme el juicio, podría ser que
encaminase mis pasos por mejor camino del que llevo._

¡Hondísimo pasaje! Aquí la temporal locura del caballero Don Quijote
se derrite en la eterna bondad de la cordura del hidalgo Alonso el
Bueno, y no hay acaso en toda la tristísima epopeya de su vida pasaje
que nos labre más honda pesadumbre en el corazón. Aquí Don Quijote se
adentra y entraña en la cordura de Alonso Quijano el Bueno, zahonda
en sí mismo, torna a ser niño y a mamar, según aquello de Teresa de
Jesús (VIDA, XIII, II) de que lo «del conocimiento propio jamás se ha
de dejar ni hay alma en este camino tan gigante que no haya menester
muchas veces tornar a ser niño y a mamar». Sí, Don Quijote se vuelve
aquí a su niñez espiritual, a la niñez cuyo recuerdo es el alivio de
nuestra alma, pues es el niño que llevamos todos dentro quien ha de
justificarnos algún día. Hay que hacerse como niños para entrar en el
reino de los cielos. Aquí se le agolpaban en la cabeza y en el corazón
a Don Quijote aquellos años de sus remotas mocedades de que nada nos
dice su historia, todos aquellos misteriosos años en que libre todavía
del encanto de los libros de caballerías había contemplado con paz, en
serenas tardes, la mansedumbre de la reposada Mancha.

¿Y no había, pobre Caballero, en el poso de este tu desencanto un
recuerdo de aquella garrida Aldonza por la que suspirabas doce años
ya sin más que haberla visto cuatro veces? _Si mi Dulcinea del Toboso
saliese de los_ (trabajos) _que padece_... decías, mi pobre Don
Quijote, y en tanto pensaba dentro de ti Alonso Quijano: ¡oh, si el
imposible por ser imposible se cumpliese merced a mi locura, si Aldonza
movida a compasión y encantada por la locura de mis proezas, viniese a
romper mi vergüenza, esta vergüenza de pobre hidalgo entrado en años y
henchido de amor, ¡oh, entonces, _mejorándose mi ventura y adobándoseme
el juicio_, encaminaría mis pasos a una vida de amor dichoso! ¡Oh mi
Aldonza, mi Aldonza, tu pudiste llevarme por mejor camino del que
llevo! ¡pero... es ya tarde! ¡Te encontré muy tarde en mi vida! ¡Oh
misterios del tiempo! ¡Contigo habría yo sido héroe, pero un héroe sin
locura; contigo este mi esfuerzo heroico habríase enderezado a hazañas
de otra laya y otro alcance; contigo en vez de estas burlas, habría
derramado fecundas veras por los campos de mi patria!

Y ahora, dejando a Alonso el Bueno, volvamos a Don Quijote para oir al
caballero empeñado en la hazañosa empresa de enderezar los tuertos del
mundo a fin de alcanzar merced a ello eternidad de nombre y fama, oirle
cómo confiesa no saber lo que conquista a fuerza de sus trabajos, y
verle volver su mirada a la salvación de su alma y a la conquista del
cielo, que padece fuerza.

«¿De qué aprovecha al hombre si ganare todo el mundo y perdiere su
alma? O ¿qué recompensa dará el hombre por su alma?»--dice el Evangelio
(Mat., XVI, 26).

Esas palabras de descorazonamiento en su obra, de Don Quijote, esa su
bajada a la cordura de Alonso el Bueno, es lo que más a las claras
pone su hermandad espiritual con los místicos de su propia tierra
castellana, con aquellas almas llenas de la sed de los secos parameros
sobre que moraban y de la serena limpieza del terso cielo bajo el cual
penaban. Son a la vez la queja del alma al encontrarse sola.

¿Por qué afanarse? ¿Para qué todo? Bástele a cada día su malicia. ¿Para
qué ir a enderezar los tuertos del mundo? El mundo lo llevamos dentro
de nosotros, es nuestro sueño, como lo es la vida; purifiquémonos y
lo purificaremos. La mirada limpia, limpia cuanto mira; los oídos
castos castigan cuanto oyen. La mala intención de un acto ¿está en
quien lo comete o en quien lo juzga? La horrible maldad de un Caín o
de un Judas ¿no será acaso condensación y símbolo de la maldad de los
que han fomentado sus leyendas? ¿No es la maldad nuestra lo que nos
hace descubrir cuanto hay de malo en nuestro hermano? ¿No es la paja
que te anubla el ojo lo que te permite ver la viga del mío? Tal vez
el Demonio carga con las culpas de los que le temen... Santifiquemos
nuestra intención y quedará santificado el mundo; purifiquemos nuestra
conciencia y puro saldrá el ambiente. «La caridad cubre multitud de
pecados»--dice la primera de las dos epístolas atribuidas al apóstol
Pedro (IV, 8). Los limpios de corazón ven a Dios en todo, y todo lo
perdonan en su nombre. Las ajenas intenciones caen fuera de nuestro
influjo, y sólo en la intención está el mal.

Y sobre todo, en esos tus actos heroicos ¿qué buscas? ¿Enderezar
entuertos por amor a la justicia, o cobrar eterno nombre y fama por
enderezarlos? La verdad es, pobres mortales, que no sabemos lo que
conquistamos a fuerza de trabajos. Mejóresenos la ventura, adóbesenos
el juicio y enderezaremos nuestros pasos por mejor camino del que
llevamos, por otro camino que no el de la vanagloria.

¡Buscar renombre y fama! Ya lo dijo Segismundo, hermano de Don Quijote:

        ¿Quién por vanagloria humana
      pierde una divina gloria?
      ¿qué pasado bien no es sueño?
      ¿quién tuvo dichas heroicas
      que entre sí no diga, cuando
      las revuelve en su memoria:
      sin duda que fué soñando
      cuanto vi? Pues si esto toca
      mi desengaño, si sé
      que es el gusto llama hermosa
      que la convierte en cenizas
      cualquiera viento que sopla,
      acudamos a lo eterno,
      que es la fama vividora
      donde ni duermen las dichas
      ni las grandezas reposan.

      (LA VIDA ES SUEÑO, III, 10.)

Acudamos a lo eterno, sí, y así mejorada nuestra ventura y adobado
nuestro juicio, encaminemos nuestros pasos por mejor camino del que
llevamos, encaminémonos a conquistar el cielo, que padece fuerza,

                  la fama vividora
      donde ni duermen las dichas,
      ni las grandezas reposan.

Ya antes, mucho antes que el Segismundo calderoniano, el grave Jorge
Manrique, al cantar la muerte de su padre, Don Rodrigo, Maestre de
Santiago, nos dijo de las tres vidas: la vida de la carne, la vida del
nombre y la vida del alma. Cuando después de tanta hazaña descansaba
Don Rodrigo

      en la su villa de Ocaña,
      vino la muerte a llamar
      a su puerta,
      diciendo: buen Caballero,
      dexad el mundo engañoso,
      y su halago,
      muestre su esfuerzo famoso
      vuestro corazón de acero
      en este trago.
      Y pues de vida y salud
      hicisteis tan poco cuenta
      por la fama,
      esfuércese la virtud
      para sufrir esta afrenta
      que os llama.
      No se os haga tan amarga
      la batalla temerosa
      que esperáis,
      pues otra vida más larga
      de fama tan gloriosa
      acá dexáis.
      Aunque esta vida de honor
      tampoco no es eternal,
      ni verdadera;
      mas con todo muy mejor
      que la otra temporal
      perecedera.

                         *       *       *       *       *

      Y con esta confianza
      y con la fe tan entera
      que tenéis
      partid con buena esperanza,
      que esta otra vida tercera
      ganaréis.

¿No es acaso la mayor locura dejar perder la gloria inacabable por la
gloria pasajera, la eternidad del espíritu por que dure nuestro nombre
tanto como durare el mundo, un instante de eternidad? Mayormente,
cuanto que buscando la gloria celestial se conquista, por añadidura,
la terrena. Bien lo decía Fernando de Pulgar, consejero, secretario
y cronista de los Reyes Católicos, quien en su libro de los CLAROS
VARONES DE CASTILLA, al hablar del Conde de Haro, D. Pedro Fernández
de Velasco, nos dice que «este noble Conde, no señoreado de ambición
por aver fama en esta vida, mas señoreando la tentación por aver gloria
en la otra, gobernó la república tan rectamente que ovo el premio que
suele dar la verdadera virtud: la qual conoscida en el alcançó tener
tanto crédito e autoridad, que si alguna grande y señalada confianza
se avía de fazer en el Reyno, quier de personas, quier de fortalezas o
de otra cosa de qualquier qualidad siempre se confiaban en él». Quiere
decirse que buscando el reino de Dios y su justicia, haber gloria en
la otra vida, consiguió de añadidura fama en ésta, por donde se ve una
vez más cómo el mejor negocio es la virtud y la carrera más lucrativa y
provechosa la de santo.

La carrera más provechosa y lucrativa es la de santo, en efecto.
También Íñigo de Loyola fué en sus mocedades, según dije que el P.
Rivadeneira nos lo cuenta, amigo de leer libros de caballerías y buscó
«alcanzar nombre de hombre valeroso, y honra y gloria militar» (VIDA,
libro 2, cap. II). Pero leyó otros y «trató muy de veras consigo mismo
de mudar la vida y enderezar la proa de sus pensamientos a otro puerto
más cierto y más seguro que hasta allí, y destejer la tela que había
tejido, y desmarañar los embustes y enredos de su vanidad» (libro
2, capítulo II). Y este Íñigo ¿no tuvo alguna Aldonza por la que
suspiró años y más años y que le llevó a su vida de santidad, luego de
rompérsele la pierna?

¡Abismático pasaje, henchido de suprema melancolía el del encuentro
de Don Quijote con las cuatro imágenes de los caballeros andantes a
lo divino! Por buen agüero lo tuvo el Caballero, y era, en efecto, el
agüero de sus próximas conversión y muerte. Pronto mejorada su ventura
y adobado su juicio enderezará sus pasos por mejor camino, por camino
de la muerte.

¡Abismático pasaje! ¿Y a quién de nosotros, los que seguimos o queremos
seguir en algo a Don Quijote, no nos ha ocurrido cosa parecida? El
triste dejo del triunfo es el desencanto. No, no era aquello. Lo que
hiciste o dijiste no merecía los aplausos con que te lo premiaron.
Y llegas a casa y te encuentras en ella solo, y entonces, vestido
como estás, te echas sobre la cama y dejas volar tu imaginación por
el vacío. En nada te fijas, en nada concentras tu imaginación; te
invade un gran desaliento. No, no era aquello. No quisiste hacer lo
hecho, no quisiste decir lo dicho; te aplaudieron lo que no era tuyo.
Y llega tu mujer, rebosante de cariño, y al verte así, tendido, te
pregunta qué tienes, qué te pasa, por qué te preocupas, y la despides,
acaso desabridamente, con un áspero y seco: ¡déjame en paz! Y quedas
en guerra. Y en tanto creen los que te censuran que estás embriagado
con el triunfo, cuando en verdad estás triste, muy triste, abatido,
enteramente abatido. Te has cobrado asco a ti mismo; no puedes volver
atrás, no puedes retrotraer el tiempo y decir a los que iban a
escucharte: «todo esto es mentira; yo ni aun sé lo que voy a decir;
aquí venimos a engañarnos; voy a ponerme en espectáculo; vámonos,
pues, cada uno a su casa, a ver si se nos mejora la ventura y adobamos
nuestro juicio».

El lector echará de ver, de seguro, que escribo estas líneas bajo un
apretón de desaliento. Y así es. Es ya de noche, he hablado esta tarde
en público y aún se me revuelven en el oído tristemente los aplausos.
Y oigo también los reproches, y me digo: ¡tienen razón! Tienen razón:
fué un número de feria; tienen razón: me estoy convirtiendo en un
cómico, en un histrión, en un profesional de la palabra. Y ya hasta
mi sinceridad, esta sinceridad de que he alardeado tanto, se me va
convirtiendo en tópico de retórica. ¿No sería mejor que me recogiese en
casa una temporada y callase y esperara? Pero ¿es esto hacedero? ¿podré
resistir mañana? ¿no es acaso una cobardía desertar? ¿no hago algún
bien a alguien con mi palabra aunque ella me desaliente y apesadumbre?
Esta voz que me dice: ¡calla, histrión! ¿es voz de un ángel de Dios o
es la voz del demonio tentador? ¡Oh Dios mío, Tú sabes que te ofrezco
los aplausos lo mismo que las censuras. Tú sabes que no sé por dónde
ni adónde me llevas; Tú sabes que si hay quienes me juzguen mal, me
juzgo yo peor que ellos; Tú, Señor, sabes la verdad, Tú solo; mejórame
la ventura y adóbame el juicio, a ver si enderezo mis pasos por mejor
camino del que llevo!

_No sé lo que conquisto a fuerza de mis trabajos_, digo con Don
Quijote. Y Don Quijote tuvo que decirlo en uno de esos momentos en
que sacude al alma el soplo del aletazo del ángel del misterio; en
un momento de angustia. Porque hay veces que sin saber cómo ni de
dónde, nos sobrecoge de pronto y al menos esperarlo, atrapándonos
desprevenidos y en descuido, el sentimiento de nuestra mortalidad.
Cuando más entoñado me encuentro en el tráfago de los cuidados y
menesteres de la vida, estando distraído, en fiesta o en agradable
charla, de repente parece como si la muerte aleteara sobre mí. No la
muerte, sino algo peor, una sensación de anonadamiento, una suprema
angustia. Y esta angustia, arrancándonos del conocimiento aparencial,
nos lleva de golpe y porrazo al conocimiento sustancial de las cosas.

La creación toda es algo que hemos de perder un día o que un día
ha de perdernos, pues ¿qué otra cosa es desvanecernos del mundo
sino desvanecerse el mundo de nosotros? ¿Te puedes concebir como no
existiendo? Inténtalo; concentra tu imaginación en ello y figúrate a ti
mismo sin ver, ni oir, ni tocar, ni recordar nada; inténtalo y acaso
llames y atraigas a ti esa angustia que nos visita cuando menos la
esperamos, y sientas el nudo que te aprieta el gaznate del alma, por
donde resuella tu espíritu. Como el arrendajo al roble, así la cuita
imperecedera nos labra a picotazos el corazón para ahoyar en él su nido.

Y en esa angustia, en esa suprema congoja del ahogo espiritual, cuando
se te escurran las ideas, te alzarás de un vuelo congojoso, para
recobrarlas al conocimiento sustancial. Y verás que el mundo es tu
creación, no tu representación, como decía el tudesco. A fuerza de
ese supremo trabajo de congoja conquistarás la verdad, que no es, no,
el reflejo del Universo en la mente, sino su asiento en el corazón.
La congoja del espíritu es la puerta de la verdad sustancial. Sufre,
para que creas y creyendo vivas. Frente a todas las negaciones de la
_lógica_ que rige las relaciones aparenciales de las cosas, se alza la
afirmación de la _cardíaca_, que rige los toques sustanciales de ellas.
Aunque tu cabeza diga que se te ha de derretir la conciencia un día, tu
corazón, despertado y alumbrado por la congoja infinita, te enseñará
que hay un mundo en que la razón no es guía. La verdad es lo que hace
vivir, no lo que hace pensar.

A la vista de las imágenes padeció un relámpago de desmayo Don Quijote.
De no haberlo nunca padecido, sería en puro sobrehumano, inhumano, y
como tal modelo imposible para los hombres de cada día. Y ¿qué mucho lo
padeciera si el mismo Cristo, abrumado por la tristeza, en el olivar
pidió a su Padre si podía ahorrarle las heces del cáliz de la amargura?
Don Quijote dudó por un momento de la Gloria, pero ésta, su amada, le
amaba a su vez ya y era, por tanto, su madre, como lo es del amado
toda su amante verdadera. Hay quien no descubre la hondura toda del
cariño que su mujer le guarda sino al oirla, en momento de congoja, un
desgarrador ¡hijo mío! yendo a estrecharle maternalmente en sus brazos.
Todo amor de mujer es, si verdadero y entrañable, amor de madre; la
mujer prohija a quien ama. Y así Dulcinea es ya madre espiritual, no
tan sólo señora de los pensamientos, de Don Quijote, y aunque se le
hubiese a éste pasado por las mientes desahijarse de ella, veréis que
ella le recobra con amoroso reclamo, como al ternerillo recental que
corre a triscar suelto le requerencia la vaca, al sentirse con las
ubres perinchidas, rompiendo con dulce abrullo el aire que los separa.
Veréis cómo le detiene y le retiene con verdes lazos.

Y fué que iban, después de lo narrado, entretenidos amo y escudero en
razones y pláticas, entrando por una selva que fuera del camino estaba,
cuando _a deshora y sin pensar en ello, se halló Don Quijote enredado
entre unas redes de hilo verde, que desde unos árboles a otros estaban
tendidas_ y que resultaron estarlo por unas hermosísimas doncellas y
unos mozos principales que disfrazados de pastores y zagalas querían,
formando una nueva y pastoril Arcadia, pasarlo en recitar églogas
de Garcilaso y de Camoens. Conocieron a Don Quijote y le rogaron se
detuviese con ellos, como así lo hizo, y en su compañía de ellos comió.
Y a fuer de agradecido y para pagar el agasajo ofreció lo que podía
y tenía de su cosecha, cual fué sustentar durante dos días naturales
en mitad de aquel camino real que va a Zaragoza, que aquellas señoras
contrahechas en pastoras que allí estaban, eran las más hermosas
doncellas y más corteses que había en el mundo, exceptuando tan sólo a
la sin par Dulcinea del Toboso, única señora de sus pensamientos.

¡Vele aquí cómo vuelve ya a su locura nuestro admirable caballero!
Cuando más ensimismado iba en meditar la vanidad y locura del esfuerzo
de sus trabajos, le prenden y vuelven verdes redes al fresco sueño de
la locura y de la vida. Volvió el Caballero al sueño de la vida, a su
generosa locura, resurgiendo reconfortado, de la egoísta cordura de
Alonso el Bueno. Y entonces, al retomar a su sublime locura, entonces
es cuando vuelve a su magnánima intención y ofrece lo que ofreció
sostener en honra y prez de sus agasajadoras. De aquella sumersión en
los abismos de la oquedad del esfuerzo humano, tomó huelgos y recobró
nuevo cuajo la energía creadora del Caballero de la Fe, al modo
como Anteo, al toque de la Tierra, su madre; y se lanzó a la santa
resignación de la acción, que nunca vuelve, como la mujer de Lot, la
cara al pasado, sino que siempre se orienta al porvenir, único reino
del ideal.

Se echó Don Quijote al camino, plantóse en él y lanzó su reto. Y aquí
dirá el lector lo que ya varias veces se habrá dicho en el curso de
esta peregrina historia y es: ¿qué tiene que ver la verdad de una
proposición con el valor de quien la sustenta y la fortaleza de su
brazo? Porque venza en lid de armas el sustentador de esto o de aquello
¿ha de tenerse lo que él sustentaba por más verdadero que lo sustentado
por el vencido?

Ya te he dicho, lector, que son los mártires los que hacen la fe más
bien que ser la fe la que hace mártires. Y la fe hace la verdad.

      Verdad entre burla y juego, como es hija de la fe,
      es peña que al agua y viento para siempre está en un ser.

Como según el conocido romance dijo Rodrigo Díaz de Vivar,

                    ahinojado ante el Rey,
      delante los que juzgaba, antes de los años diez.

Es verdadero, te lo repito, cuanto moviéndonos a obrar hace que cubra
el resultado a nuestro propósito y es por lo tanto la acción la que
hace la verdad. Déjate, pues, de lógicas. Y ¿cómo se hace que los
hombres crean las cosas y les lleven a llenar sus propósitos si no es
manteniéndolas con valor? Las gentes creen verdadera la empresa que
venció por el esfuerzo del ánimo y del brazo de quien la sustentaba, y
al creerla verdadera, la hacen tal si les lleva a obrar con buen éxito.
Las manos, pues, abonan a la lengua, y con hondo sentido dijo Pero
Vermuez a Ferrando, el infante de Carrión, en aquellas famosas cortes,
lo de

      Delant myo Çid e delante todos oviste te de alabar
      Que mataras al moro e que fizieres barnax;
      Croviorontelo todos, ma non saben la verdad.
      E eres fermoso, mas mal barragán.
      Lengua sin manos, cuemo osas fablar.

                            (POEMA DEL ÇID, 3324-3325).


Y continúa echándole en cara que huyó del león al que avergonzó el Cid,
por lo cual valía menos entonces--poró menos vales oy (3334)--y luego
abandonó a su mujer, la hija del Cid y


      por cuanto las dexastes menos valedes vos

                                               (3344)


y acaba exclamando:

      De cuanto he dicho verdadero seré yo.

                                               (3357)


Todos creyeron a Fernando, mas era por ignorar la verdad; que era
hermoso, pero «mal barragán». Lengua sin manos, ¿cómo osas hablar?

No faltará todavía chinche escolástico como para venirme con que
confundo la verdad lógica con la verdad moral y el error con la
mentira, y que puede haber quien se mueva a obrar por manifiesta
ilusión y logre, sin embargo, su propósito. A lo que digo que entonces
la tal ilusión es la verdad más verdadera, y que no hay más lógica que
la moral. Y de cuanto digo verdadero seré yo. Y basta.

Salió Don Quijote al camino, plantóse en él, lanzó su reto y entonces
fué cuando una manada de toros y cabestros le derribaron y pisotearon.
Así sucede, que cuando retáis a caballeros a defender una verdad,
vienen toros y cabestros y hasta bueyes y os pisotean.




                              CAPÍTULO LIX

Donde se cuenta el extraordinario suceso, que se puede tener por
                aventura, que le sucedió a Don Quijote.


Levantóse Don Quijote, montó y sin despedirse de la Arcadia fingida,
reanudó más entristecido aún su camino. Porque venía ya triste desde
casa de los Duques. Y viendo comer a Sancho: _Come, Sancho amigo--dijo
Don Quijote--, sustenta la vida, que más que a mí te importa, y déjame
morir a manos de mis pensamientos y a fuerza de mis desgracias_.
¡Déjame morir! ¡Déjame morir a manos de mis pensamientos! ¿Pensabas
acaso, pobre Caballero, en el encantamiento de Dulcinea y pensaba tu
Alonso en el encanto de Aldonza?

_Yo, Sancho_--prosiguió Don Quijote--, _nací para vivir muriendo, y tú
para morir comiendo_. ¡Preñadísima sentencia! Sí, para vivir muriendo
nació todo género de heroísmo. Al verse el Caballero _pisado y acoceado
y molido de los pies de animales inmundos y soeces pensó_ dejarse morir
de hambre. La cercanía de la muerte, que se le venía encima a muy
raudos pasos, iba alumbrando su mente y disipando de ella la cerrazón
de la locura. Comprendía ya que eran animales inmundos y soeces los que
le acocearon y molieron y no los tuvo por cosa de encantamiento y magia.

¡Pobre mi señor! La fortuna se te ha vuelto de espaldas y te desdeña.
Mas no por eso la esperas menos, y tu esperanza es tu verdadera
fortuna, tu dicha el esperarla. ¿No esperaste durante doce arrastrados
años y no esperabas todavía lo imposible, con tanto más grande
esperanza cuanto más imposible es lo esperado? Bien se ve que no habías
olvidado aquello que leíste en el canto segundo de la áspera ARAUCANA
de mi paisano Ercilla y es que

      el más seguro bien de la fortuna
      es no haberla tenido vez alguna.

Descansaron un rato amo y escudero, reanudaron camino y llegaron a una
venta, que por tal venta la tomó Don Quijote, pues salió, como vemos,
de casa de los Duques en vía de curación de su locura y desempañada la
vista. Las burlas se le iban aclarando. Las burlas le abrieron los ojos
para conocer a los animales inmundos y soeces.

Y aun tuvo que apurar en la venta otro tormento y fué el de conocer las
patrañas que acerca de él había propalado la falsa segunda parte de su
historia.




                              CAPÍTULO LX

         De lo que le sucedió a Don Quijote yendo a Barcelona.


Continuaron camino de Barcelona y en él, sesteando entre unas espesas
encinas o alcornoques, sucedió el más triste suceso de tantos tan
tristísimos como la historia de nuestro Don Quijote encierra. Y fué
que desesperado Don Quijote de la flojedad y caridad poca de Sancho
su escudero, _pues a lo que creía solos cinco azotes se había dado,
número desigual y pequeño para los infinitos que le faltaban_ por
darse si había de desencantar a Dulcinea, determinó azotarle a pesar
suyo. Intentó hacerlo, resistióse el escudero, forcejeó Don Quijote
y viéndolo Sancho Panza, _se puso en pie y arremetiendo a su amo, se
abrazó con él a brazo partido, y echándole una zancadilla dió con él
en el suelo boca arriba; púsole la rodilla derecha sobre el pecho y
con las manos le tenía las manos de modo que ni le dejaba rodear ni
alentar_.

Basta ya, que oprime al ánimo más recio la lectura de este tristísimo
paso. Tras las burlas de los Duques, la aflicción por la pobreza, el
desmayo del heroísmo ante las imágenes de los cuatro caballeros y el
molimiento por pies de animales inmundos y soeces, sólo faltaba, como
suprema tortura, la rebeldía de su escudero. Sancho se había visto
gobernador y a su amo a las patas de los cabestros. El paso es de
hondísima tristeza.

_Don Quijote le decía: ¿cómo, traidor, contra tu amo y señor natural
te desmandas? ¿Con quien te da su pan te atreves?_ ¿El pan? No sólo
el pan, sino la gloria y la vida misma perduraderas. _Ni quito rey ni
pongo rey--respondió Sancho--, sino ayúdome a mí que soy mi señor._

¡Oh, pobre Sancho, y a qué desfalladero de torpeza te arroja la carne
pecadora! Te desmandas contra tu amo y señor natural, contra el que te
da el eterno pan de tu vida eterna, creyéndote señor de ti mismo. No,
pobre Sancho, no; los Sanchos no son señores de sí mismos. Esa proterva
razón que para rebelarte aduces de _¡soy mi señor!_ no es mas que un
eco del «¡no serviré!» de Lucifer, el príncipe de las tinieblas. No,
Sancho, no; tú no eres ni puedes ser señor de ti mismo, y si mataras a
tu amo, en aquel mismo instante te matarías para siempre a ti mismo.

Pero bien mirado tampoco está del todo mal que Sancho se rebele
así, pues de no haberse nunca rebelado no sería hombre, hombre de
verdad, entero y verdadero. Y esa rebelión, si bien se mira, fué un
acto de cariño, de hondo cariño a su amo que se desmandaba y salía,
en la tristeza de su locura agonizante, de las buenas prácticas
caballerescas. Después de aquello, después de haberle tenido sujeto
bajo su rodilla, después de haberle vencido, es seguro que Sancho quiso
y respetó y admiró más a su amo. Así es el hombre.

Y Don Quijote prometió no tocarle en el pelo de la ropa, dejándose
vencer de su escudero. Es la primera vez en su vida toda en que el
Caballero de los Leones se deja vencer humildemente y sin defenderse
siquiera; se deja vencer de su escudero.

Y este mismo Sancho que arremete a su amo y le pone la rodilla sobre el
pecho, al sentir sobre su cabeza y pendientes de un árbol dos pies de
persona con zapatos y calzas, tiembla de miedo y da voces llamando a
Don Quijote que le acorra y favorezca.

No bien acaba de desmandarse contra su amo y señor natural al grito
revolucionario de _¡yo soy mi señor!_ cuando no es ya señor de sí
mismo, sino que tiembla de miedo al sentir sobre su cabeza unos pies
calzados, y llama a su amo y señor natural, al que le amparaba del
miedo. Y Don Quijote ¡claro está! acudió a la llamada, porque era
bueno. Y supuso fueran pies de foragidos y bandoleros que en aquellos
árboles estaban ahorcados.

Así lo vieron al amanecer en que _cuarenta bandoleros vivos que
de improviso les rodearon, diciéndoles en lengua catalana que se
estuvieran quedos, y se detuvieran hasta que llegase su capitán_. Y
el pobre Don Quijote hallóse _a pie, su caballo sin freno, su lanza
arrimada a un árbol, y finalmente sin defensa alguna, y así tuvo por
bien cruzar las manos e inclinar la cabeza guardándose para mejor sazón
y coyuntura_. ¡Ejemplarísimo Caballero! Y ¡cómo le han enseñado las
burlas de los Duques, las coces de los cabestros y la arremetida de
Sancho! Es que barrunta, aun sin conocerla, la cercanía de su muerte.

Llegó el capitán, Roque Guinart, vió la triste y melancólica figura de
Don Quijote y le animó. Había oído hablar de él. Y allí conoció Don
Quijote la concertada república de los bandoleros y pretendió persuadir
con buenas palabras, y no obligarle por fuerza a Roque Guinart a que se
hiciese caballero andante. Sirvió el encuentro para que el caballero
admirase la vida del caballeresco bandolero, la equidad con que se
repartían los despojos del robo y su generosidad con los viandantes. Y
él, Don Quijote, que con grande escándalo de las personas graves había
dado libertad a los galeotes, no intentó siquiera deshacer la república
de los bandidos.

Esto de la justicia distributiva y el buen orden que en repartir
los despojos del botín se observaba en la banda de Roque Guinart,
es condición de toda sociedad de bandoleros. Fernando de Pulgar, al
hablarnos en sus CLAROS VARONES DE CASTILLA del bandolero D. Rodrigo
de Villadrando, Conde de Ribadeo, que con sus bandas y su gran poder
«robó, quemó, destruyó, derribó, despobló Villas e Lugares e pueblos de
Borgoña e de Francia» nos dice que «tenía dos singulares condiciones:
la una, que facía guardar la justicia entre la gente que tenía, e no
consentía fuerza ni robo ni otro crimen; e si alguno lo cometía, él
por sus manos lo punía». Por donde se ve cómo es en el seno de las
sociedades organizadas para el robo donde más severamente se persigue
el robo mismo, así como en los ejércitos, organizados para ofender y
destruir, es donde más duramente se castigan las ofensas y lo que a la
destrucción del ejército mismo tienda. Y así cabe decir de todo género
de justicia humana que brotó de la injusticia, de la necesidad que ésta
tenía de sostenerse y perpetuarse. La justicia y el orden nacieron en
el mundo para mantener la violencia y el desorden. Con razón ha dicho
un pensador que de los primeros bandoleros a sueldo surgió la guardia
civil. Y los romanos, formuladores del derecho que aún subsiste, los
del _ita ius esto_ ¿qué eran sino unos bandoleros que empezaron su vida
por un robo según la leyenda por ellos mismos forjada?

Conviene, lector, te pares a considerar esto de que nuestros preceptos
morales y jurídicos hayan nacido de la violencia y de que para poder
matar una sociedad de hombres se haya dicho a cada uno de éstos que no
deben matarse entre sí, y se les haya predicado que no deben robarse
unos a otros para que así mejor se dediquen al robo en cuadrilla.
Tal es el verdadero abolengo y linaje de nuestras leyes y nuestros
preceptos; tal la fuente de la moral al uso. Y este su abolengo y
linaje se descubre en ella y por esto nos sentimos inclinados a
perdonar y aun querer a los Roque Guinart, porque en ellos no hay
doblez ni falsía, sino que aparecen sus bandas tal y como son, mientras
los pueblos naciones que se dicen llamados a cumplir el derecho y
servir a la cultura y a la paz son sociedades fariseas. ¿Conocéis algún
rasgo quijotesco de una nación de hombres como tal nación?

Consideremos, por otra parte, cómo del mal sale el bien--porque al fin
es un bien, si bien transitorio, el de la justicia distributiva--y
tiene éste sus raíces en aquél, o son más bien caras de una misma
figura. De la guerra brota la paz, y del robo en cuadrilla el castigo
al robo. La sociedad tiene que tomar sobre sí los crímenes para
libertar de ellos, y de su remordimiento, a los que la forman. Y ¿no
hay acaso un remordimiento social, desparramado entre sus miembros
todos? Sin duda y el hecho éste del remordimiento social, tan poco
advertido de ordinario, es el móvil principal de todo progreso de
la especie. Acaso lo que nos mueve a ser buenos y justos con los de
nuestra sociedad es cierto oscuro sentimiento de que la sociedad
misma es mala e injusta; el remordimiento colectivo de una tropa de
guerra es tal vez lo que les mueve a prestarse servicios entre sí y
aun a prestárselos, a las veces, al enemigo vencido. Por conocer la
insolencia de su oficio se guardaban fe entre sí los compañeros de
Roque.

                   *       *       *       *       *

Este precioso episodio de Roque Guinart es el que más íntima relación
guarda con la esencia de la historia de Don Quijote. Es un reflejo,
a la vez, del culto popular al bandolerismo, culto jamás borrado de
nuestra España. Roque Guinart es un predecesor de los muchos bandidos
generosos cuyas hazañas, trasmitidas y esparcidas merced a los pliegos
de cordel y coplas de ciegos, han admirado y deleitado a nuestro
pueblo; de Diego Corrientes, llamado por antonomasia el bandido
generoso; del guapo Francisco Esteban; de José María, el Rey de Sierra
Morena; del gaucho Juan Moreira allá en la Argentina, y de tantos otros
más, cuyo patrón en el cielo de nuestro pueblo es San Dimas.

Cuando crucificaron a Nuestro Señor Jesús Cristo, uno de los
malhechores que estaban colgados junto a Él, le injuriaba diciendo:
«Si Tú eres el Cristo, sálvate a Ti mismo y a nosotros. Y respondiendo
el otro, reprendióle diciendo: ¿Ni aun tú temes a Dios estando en la
misma condenación? Nosotros, a la verdad, justamente padecemos, porque
recibimos lo que merecieron nuestros hechos, mas Éste ningún mal hizo.
Y dijo a Jesús: Señor, acuérdate de mí cuando fueres en tu reino. Y
entonces Jesús le dijo: De veras te digo que hoy estarás conmigo en el
paraíso. (Luc., XXIII, 39-43).

No se encuentra otra vez alguna en el Evangelio una afirmación tan
redonda de «serás conmigo en el paraíso», una tan firmemente dada
seguridad de salvación. Una vez canoniza el Cristo y es a un bandolero
en el momento de la muerte. Y al canonizarle canoniza la humildad de
nuestro bandolerismo. Y ¿por qué cuando fustigó duramente a tantos
escribas y fariseos, hombres honrados según la ley? Porque éstos se
tenían por justos a sí mismos, como el fariseo de la parábola, mientras
el bandolero, como el publicano de la misma, reconoció su culpa. Fué su
humildad lo que premió Jesús. El bandolero se confesó culpable y creyó
en el Cristo.

Nada aborrece más el pueblo que al Catón que se tiene por justo y
parece ir diciendo: miradme y aprended de mí a ser honrados. Roque
Guinart, por el contrario, no ensalzaba su estado, sino que confesó a
Don Quijote que no había modo de vivir más inquieto ni sobresaltado que
el suyo, y que perseveraba en él, por deseo de venganza, a despecho y a
pesar de lo que entendía, y añadió: _y como un abismo llama a otro y un
pecado a otro pecado, hanse eslabonado las venganzas, de manera que no
sólo las mías, pero las ajenas, tomo a mi cargo; pero Dios es servido
de que aunque me veo en la mitad del laberinto de mis confusiones, no
pierdo la esperanza de salir dél a puerto seguro_. Es un eco de la
oración de San Dimas. Y nos parece oir aquello de Pablo de Tarso: «no
hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero hago; miserable
hombre de mí ¿quién me librará de este cuerpo de muerte?».

«No hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero hago». Palabras
que nos sugiere la conducta de Roque Guinart y que nos piden a gritos
nos paremos a meditarlas. Y a meditar en que no es lo mismo cumplir la
ley que ser bueno. Hay, en efecto, quien se muere sin haber abrigado un
solo buen deseo y sin haber, a pesar de ello, cometido un solo delito,
y quien, por el contrario, llega a la muerte con una vida cargada de
delitos y de generosos deseos a la vez. Son las intenciones y no los
actos lo que nos empuerca y estraga el alma, y no pocas veces un acto
delictuoso nos purga y limpia de la intención que lo engendrara. Más de
un rencoroso homicida habrá empezado a sentir amor a su víctima luego
que sació su odio en ella, mientras hay gentes que siguen odiando al
enemigo que se murió, después de muerto. Ya sé que son muchos los que
anhelan una humanidad en que se impidan los crímenes aunque los malos
sentimientos envenenen las almas, pero Dios nos dé una humanidad de
fuertes pasiones, de odios y de amores, de envidias y de admiraciones,
de ascetas y de libertinos, aunque traigan consigo estas pasiones sus
naturales frutos. El criterio jurídico sólo ve lo de fuera y mide la
punibilidad del acto por sus consecuencias; el criterio estrictamente
moral debe juzgarlo por su causa y no por su efecto. Lo que ocurre
es que nuestra moral corriente está manchada de abogacía y nuestro
criterio ético estropeado por el jurídico. El matar no es malo por
el daño que reciben el muerto o sus deudos o parientes, sino por la
perversión que al espíritu del matador lleva el sentimiento que le
impulsa a dar a otro la muerte; la fornicación no es pecado por daño
alguno que reciba la fornicada--pues de ordinario no lo recibe tal y
sí sólo deleite--sino porque el sucio deseo distrae al hombre de la
contemplación de su fin propio y le tiñe de falsedad cuanto percibe.
Con hondo sentimiento se llama entre los gauchos _desgracia_, no al ser
muerto, sino al haber tenido que matar a otro. Y por ello, aunque en el
mundo de la servidumbre, en el mundo aparencial de las trasgresiones
del derecho, caigamos en delito, nos salvaremos si conservamos sana
intención en el mundo de la libertad, en el mundo esencial de los
anhelos íntimos.

Y además ¿no endurecerá en sus fechorías al facineroso la desconfianza
del perdón? Recordad aquí a los galeotes. Creo que si todos los hombres
se persuadieran de que hay un perdón final para todos y una vida
perdurable, en una u otra forma, se harían todos mejores. El temor al
castigo no evita más fechorías que las que provoca la desesperanza de
perdón. Recordad a Pablo el ermitaño y a Enrico el bandolero del drama
de Tirso de Molina que lleva por título EL CONDENADO POR DESCONFIADO,
profunda quintaesencia de la fe española, recordad que si Pablo,
macerado en penitencias, se pierde por desconfiar de su salvación,
por confiar en ella se salva Enrico el frígido. Volved a leer este
drama. Recordad a aquel Enrico, hijo de Anareto, que conservó entre sus
maldades entrañable cariño a su tullido padre y fe en la misericordia
de Dios, reconociendo la justicia del castigo. Recordadle diciendo:

                            Mas siempre tengo esperanza
      en que tengo de salvarme, puesto que no va fundada
      mi esperanza en obras mías, sino en saber que se hermana
      Dios con el más pecador, y con su piedad le salva

      (II, 17)

y recordadle arrepentido, gracias a su padre.

¿Que esto repugna al sentido moral? Al sanchopancesco, sí; al
quijotesco, no. Un filósofo alemán de hace poco, Nietzsche, metió ruido
en el mundo escribiendo de lo que está allende el bien y el mal. Hay
algo que está no allende, sino dentro del bien y del mal, en su raíz
común. ¿Qué sabemos nosotros, pobres mortales, lo que son el bien y el
mal vistos desde el cielo? ¿Os escandaliza acaso que una muerte de fe
abone toda una vida de maldades? ¿Sabéis acaso si ese último acto de
fe y de contrición no es el brotar a la vida exterior, que se acaba
entonces, sentimientos de bondad y de amor que circularon en la vida
interior, presos bajo la recia costra de las maldades? Y ¿es que no hay
en todos, absolutamente en todos, esos sentimientos, pues sin ellos no
se es hombre? Sí, pobres hombres, confiemos, que todos somos buenos.

¡Pero es que así no viviremos nunca seguros!--exclamáis--¡con tales
doctrinas no cabe orden social! Y ¿quién os ha dicho, apocados
espíritus, que el destino final del hombre se sujete a asegurar el
orden social en la tierra y a evitar esos daños aparentes que llamamos
delitos y ofensas? ¡Ah, pobres hombres, siempre veréis en Dios un
espantajo o un gendarme, no un Padre, no un Padre que perdona siempre
a sus hijos, no más sino por ser hijos suyos, hijos de sus entrañas, y
como tales hijos de Dios, buenos siempre por dentro de dentro aunque
ellos mismos ni lo sepan ni lo crean. Tengo, pues, para mí que Roque
Guinart y sus compañeros eran mejores de lo que ellos mismos se creían.
Reconocía el buen Roque la insolencia de su oficio, pero se sentía
atado a él como a un sino fatal. Era su estrella. Y podía haber dicho
con el gaucho Martín Fierro lo de

      Vamos, suerte, vamos juntos,
      Puesto que juntos nacimos,
      Y ya que juntos vivimos.
      Sin podernos dividir,
      Yo abriré con mi cuchillo
      El camino _pa_ seguir.

Y volviendo a nuestra historia, conviene recordar aquí lo que D.
Francisco Manuel de Melo en su HISTORIA DE LOS MOVIMIENTOS, SEPARACIÓN
Y GUERRA DE CATALUÑA EN TIEMPO DE FELIPE IV, obra publicada unos
cuarenta años después de la historia de nuestro Caballero, dice al
describir a los catalanes «por la mayor parte hombres de durísimo
natural» que «en las injurias muestran gran sentimiento y por eso son
inclinados a venganza», y añade: «La tierra, abundante en asperezas,
ayuda y dispone su ánimo vengativo a terribles efectos con pequeña
ocasión; el quejoso o agraviado deja los pueblos y se entra a vivir en
los bosques, donde en continuos asaltos, fatigan los caminos; otros
sin más ocasión que su propia insolencia, siguen a estotros; éstos
y aquéllos se mantienen por la industria de sus insultos. Llaman
comúnmente andar en trabajo aquel espacio de tiempo que gastan en este
modo de vivir, como en señal de que le conocen por desconcierto; no es
acción entre ellos reputada por afrentosa, antes al ofendido ayudan
siempre sus deudos y amigos». Y habla luego de los famosos bandos de
Narros y Cadells «no menos celebrados y dañosos a su patria que los
Güelfos y Gibelinos de Milán, los Pafos y Médicis de Florencia, los
Beamonteses y Agramonteses de Navarra y los Gamboinos y Oñacinos de la
antigua Vizcaya».

Al bando de los Narros pertenecía Roque Guinart y como de tal bando
despachó un mensajero a Barcelona dando cuenta a sus amigos de cómo
iba Don Quijote _para que con él se solazasen, que él quisiera que
careciesen de este gusto los Cadells sus contrarios; pero que esto
era imposible a causa que las locuras y discreciones de Don Quijote
y los donaires de su escudero Sancho Panza no podían dejar de dar
gusto general a todo el mundo_. ¡Pobre Don Quijote, ya querían hacerte
monopolio de un bando y solaz a él sólo reservado! ¡Lo que se le ocurre
a un catalán, aunque sea bandolero!




                      CAPÍTULOS LXI, LXII Y LXIII

  De lo que le sucedió a Don Quijote en la entrada de Barcelona, con
    otras cosas que tienen más de lo verdadero que de lo discreto.


A los tres días _por caminos desusados, por atajos y sendas encubiertas
partieron Roque, Don Quijote y Sancho con otros seis escuderos a
Barcelona_, a cuya playa llegaron la víspera de San Juan en la noche, y
allí se les despidió Roque dejando diez escudos a Sancho.

Ya tenemos en ciudad a Don Quijote y nada menos que en la grande y
florida ciudad condal de Barcelona, _archivo de la cortesía, albergue
de los extranjeros, hospital de los pobres, patria de los valientes,
venganza de los ofendidos y correspondencia grata de firmes amistades y
en sitio y belleza única_ como más adelante, en el cap. LXXII la llama
el historiador. Allí, al rayar del día, apacentó en el mar su vista,
pareciéndole espaciosísimo y largo, vió las galeras y se halló de
fiesta. Y vino la burla ciudadana de los amigos de Roque, que rodeando
a Don Quijote, al son de chirimías y atabales, le llevaron a la ciudad,
donde los muchachos le hicieron ser derribado de Rocinante, poniendo a
éste aliagas bajo el rabo.

Ya estás, mi señor Don Quijote, de hazme reir de una ciudad y de
juguete de sus muchachos. ¿Por qué te saliste del campo y de sus
caminos libres, único terreno propio de tu heroísmo? Allí, en
Barcelona, le sacaron al balcón de una de las calles más principales de
la ciudad _a vista de las gentes y de los muchachos que como a mona le
miraban_, allí le pasearon por las calles, sobre un gran macho de paso
llano, con un balandrán y a las espaldas un pergamino en que se leía:
_éste es Don Quijote de la Mancha_, lo que traía consigo, con grande
admiración del Caballero, que todos los muchachos, sin haberle jamás
visto, le conocieran.

¡Pobre Don Quijote, paseado por la ciudad, con tu _ecce homo_ a
espaldas! Ya estás convertido en curiosidad ciudadana. Y no faltó,
un castellano por cierto, quien te llamase loco y te reprendiese tu
locura. Y luego, en casa de D. Antonio Moreno, que le hospedaba, hubo
sarao y le hicieron bailar hasta que tuvo que sentarse _en mitad de la
sala, en el suelo, molido y quebrantado de tan bailador ejercicio_.

Esto supera ya en tristeza a cuanto desde el día malaventurado en que
topó con los Duques le está ocurriendo. Le pasean por las calles,
convertido en mona de los muchachos, y luego le hacen bailar. Tómanle
de juguete, de trompo, de perinola y zarandillo. Ahora, ahora es, mi
señor, cuando cuesta seguirte, ahora es cuando tus fieles han de poner
su fe a prueba. «¡Que baile! ¡Que baile!»--es uno de los gritos de
irrisión y burla con que escarnecen a los hombres las muchedumbres
españolas. Y a ti, mi señor Don Quijote, te hicieron bailar en
Barcelona, hasta molerte y quebrantarte.

Ser blanco de la ociosa curiosidad de las muchedumbres; oir que al
pasar dicen junto a uno a media voz «¡ése! ¡ése!»; aguantas las miradas
de los necios que le miran a uno porque se le trae y se le lleva en
los papeles públicos y luego persuadirte de que no conoce tu obra
esa gente como no conocían las hazañas de Don Quijote y menos aún su
espíritu heroico los chicuelos que por las calles de Barcelona le
aclamaban, y de que no eres sino un nombre para ellos; ¿sabéis lo que
es esto? ¿Sabéis lo que es eso de que se conozca sólo vuestro nombre y
de que os conozcan en dondequiera mientras en dondequiera no saben lo
que habéis hecho? Pudiera muy bien suceder que estos mis comentarios
a la vida de mi señor Don Quijote provocaran en esta nuestra España,
como han provocado algunos otros trabajos míos, discusiones y vocerío;
pues bien; os aseguro desde ahora que los más furiosos en vocear por
ellos no los habrán leído. Y sin embargo, es tan miserable el hombre,
que prefiere el nombre sin la obra a la obra sin el nombre, quiere más
dejar su efigie acuñada en cobre a dejar oro puro de su espíritu, pero
de donde se borren la efigie y la leyenda.

Allí, en la industriosa ciudad de Barcelona, le enseñaron, ¿qué sino
curiosidades de industria? Allí vió y oyó a la cabeza encantada; allí
visitó el taller de imprimir. _Sucedió, pues, que yendo por una calle
alzó los ojos Don Quijote y vió escrito sobre una puerta con letras
muy grandes_: AQUÍ SE IMPRIMEN LIBROS; _de lo que se contentó mucho,
porque hasta entonces no había visto emprenta alguna y deseaba saber
cómo fuese_. Curiosidad naturalísima en quien buscó en libros bálsamo
al demasiado amor y fué por libros llevado a meterse en las azarosas
andanzas de su carrera de gloria. Figuraos al hidalgo cincuentón
que allá, en su lugarejo manchego, había alimentado con lecturas su
soledad, para quien más que para otro cualquiera fueron los libros
fieles amigos, y comprenderéis con qué ánimo entraría en la imprenta.
En la cual se portó como discreto, y manifestó que sabía algún tanto
del toscano y se preciaba de cantar algunas estancias del Ariosto. Y
hasta allí dejó asomar ciertas puntas y ribetes de ironía a cuenta de
los traductores y las traducciones.

Este y otros pasajes especialmente literarios de nuestra historia,
son de los que más suelen citar esos que se llaman a sí mismos
cervantistas, pero la verdad es que ello apenas lo merece. Son
tiquismiquis y minucias de los del oficio, que a los demás les debe
tener sin cuidado. Bien está que los escritores nos cuidemos de la
hechura de nuestros trabajos y le demos vueltas y más vueltas al
lenguaje y al estilo, pero de esto nada se le da al que nos lee.
Bien está el que un escritor teja sus párrafos, y luego los desmote,
perche, lustre, tunda y prense para cortarlos y coserlos luego y hacer
así traje a su pensamiento, mas sea para provecho del que le haya de
leer. Yo mismo, en estas páginas, confieso que a las veces he zuñido
y bruñido mi discurso, mas en lo que todo sobre todo he puesto ahinco
es en sacar a ras de lengua escrita voces de la lengua corrientemente
hablada, en desentoñar y desentrañar palabras que chorrean vida según
corren frescas y rozagantes de boca en oído y de oído en boca de los
buenos lugareños de tierras de Castilla y de León. Hay que flexibilizar
y enriquecer el rígido y escueto castellano, dicen allende los mares.
Sin duda hay que darle más soltura y más riqueza, pero es a la lengua
enteca y enclavijada de los periódicos y de los cafés. Mas para ello
no es menester acudir fuera y tomar de prestado voces y giros de otros
idiomas; basta remejerle los entresijos al mismo romance castellano.
Cada uno ha de engordar de sí mismo.

Otros vienen y nos dicen que no, sino que lo necesario y apremiante es
podar nuestra lengua y recortarla y darla precisión y fijeza. Dicen los
tales que padece de maraña y de braveza montesina nuestra lengua, que
por dondequiera le asoman y apuntan ramas viciosas, y nos la quieren
dejar como arbolito de jardín, como boje enjaulado. Así, añaden,
ganará en claridad y en lógica. ¿Pero es que vamos a escribir algún
_Discurso del método_ con ella? ¡Al demonio la lógica y la claridad
ésas! Quédense los tales recortes y podas y redondeos para lenguas en
que haya de encarnar la lógica del raciocinio raciocinante, pero la
nuestra ¿no debe ser acaso ante todo y sobre todo instrumento de pasión
y envoltura de quijotescos anhelos conquistadores?

Y en eso mismo de claridad habría que entenderse, pues hay quien aspira
a que le den las ideas mascadas, ensalivadas y hechas bolo engullible
para no tener que pasar otro trabajo sino el de tragarlas, o mejor aún
que se las empapicen.




                              CAPÍTULO LXIV

   Que trata de la aventura que más pesadumbre dió a Don Quijote de
              cuantas hasta entonces le habían sucedido.


Y allí, en Barcelona, dieron fin las malandanzas caballerescas de
nuestro Don Quijote; allí fué vencido por el Caballero de la Blanca
Luna. Hízose éste el encontradizo, le buscó quimera por precedencia de
hermosura de sus respectivas damas, le derribó y le pidió confesase
las condiciones del desafío. Y el gran Don Quijote, el inquebrantable
Caballero de la Fe, el heroico loco, molido y aturdido y _como si
hablara dentro de una tumba, con voz debilitada y enferma dijo:
Dulcinea del Toboso es la más hermosa mujer del mundo, y yo el más
desdichado Caballero de la tierra, y no es bien que mi flaqueza
defraude esta verdad; aprieta, caballero, la lanza y quítame la vida,
pues me has quitado la honra_.

Ved aquí cómo cuando es vencido el invicto Caballero de la Fe, es el
amor lo que en él vence. Esas sublimes palabras del vencimiento de
Don Quijote son el grito sublime de la victoria del Amor. Él se había
entregado a Dulcinea, mas sin pretender que por eso se le entregase
Dulcinea, y así su derrota en nada empañaba la hermosura de la dama. Él
la había hecho, cierto es, él la había hecho en puro fe, él la había
creado con el fuego de su pasión; pero una vez creada, ella era ella
y de ella recibía su vida él. Yo forjo con mi fe, y contra todos, mi
verdad, pero luego de así forjada ella, mi verdad se valdrá y sostendrá
sola y me sobrevivirá y viviré yo de ella.

¡Oh, mi Don Quijote, y cuán a dos dedos de tu salvación eterna estás,
pues curado ya de la presunción, no hablas de la fortaleza de tu
brazo, sino que confiesas tu flaqueza! Y ¡cómo se te viene encima la
luz purificadora de la muerte próxima! ¡Como de dentro de una tumba
hablas; como de dentro de la tumba del mundo que se burla de los héroes
y los pasea por las calles con su pergamino a la espalda! Y vencido y
maltrecho y triste y afligido y conociendo tu flaqueza, aún proclamas
a Dulcinea del Toboso la más hermosa mujer del mundo. ¡Oh generoso
Caballero! Tú no eres como esos que buscando la Gloria cuando se ven
por ella desdeñados, la niegan y la denigran y la motejan de vana y
aun dañosa; tú no eres de los que culpan a la Gloria de sus propias
flaquezas y de no haber podido conquistarla; tú vencido y maltrecho
prefieres la muerte a renegar de la que te metió en tu carrera de
heroísmo.

Y es porque tienes fe en ella, en tu Dulcinea, sientes que cuando
pareciendo abandonarte, deja que te venzan, es para luego ceñirte
entre sus temblorosos brazos con hambriento cariño, y apretarte a su
pecho encendido hasta que sean un parejo golpear el de su corazón y
el del tuyo, y pegar a tu boca su boca, respirando de tu aliento y de
su aliento tú y quedar así las dos bocas prendidas para siempre en un
beso inacabable de gloria y de amor eternos. Te deja ser vencido para
que comprendas que no a la fortaleza de tu brazo, sino al amor que la
tuviste debes tu vida eterna. Tú la amaste, invicto Caballero de la
Fe, con el amor más esmerado y grande, con amor que se alimentaba de
sus desdenes y rechazos. No por haberle visto trasformada en zafia
labradora se te amenguó el denodado ánimo ni pregonaste el vanidad de
vanidades y todo vanidad, del sabio rey podrido por los hartazgos. Al
ser vencido tu grito de triunfo, invicto Caballero, fué proclamar la
hermosura sin par de Dulcinea.

Así a nosotros, tus fieles, cuando más vencidos estemos, cuando el
mundo nos aplaste y nos estruje el corazón la vida y se nos derritan
las esperanzas todas, danos alma, Caballero, danos alma y coraje para
gritar desde el fondo de nuestra nadería: ¡plenitud de plenitudes y
todo plenitud! ¿Que yo muero en mi demanda? Pues así se hará ésta más
grande con mi muerte. ¿Que peleando en pro de mi verdad, me vencen? ¡No
importa! No importa, pues ella vivirá y viviendo ella os mostrará que
no depende de mí, sino yo de ella.

No es éste mi yo deleznable y caduco; no es éste mi yo que come de la
tierra y al que la tierra comerá un día, el que tiene que vencer; no
es éste sino que es mi verdad, mi yo eterno, mi padrón y modelo desde
antes de antes y hasta después de después; es la idea que de mí tiene
Dios, Conciencia del Universo. Y esta mi divina idea, esta mi Dulcinea,
se engrandece y se sobrehermosea con mi vencimiento y muerte. Todo tu
problema es éste: si has de empañar esa tu idea y borrarla y hacer
que Dios te olvide, o si has de sacrificarte a ella y hacer que ella
sobrenade y viva para siempre en la eterna e infinita Conciencia del
Universo. O Dios o el olvido.

Si por guardar tu mecha apagas tu luz; si por ahorrar tu vida malgastas
tu idea. Dios no se acordará de ti, anegándote en su olvido como en
perdón supremo. Y no hay otro infierno que éste; el que nos olvide
Dios, y volvamos a la in conciencia de que surgimos. «¡Señor, acuérdate
de mí!» digamos con el bandolero que moría junto a Jesús (Luc., XXIII,
42). Señor, acuérdate de mí y que mi vida toda sea una vivificación de
mi idea divina, y si la empañare, si la sepultara en mi carne, si la
deshiciera en este mi yo caduco y terreno, entonces ¡ay de mí, Señor,
porque me perdonarías olvidándome! Si aspiro a Ti, viviré en Ti; si de
Ti me aparto, iré a dar en lo que no es tuyo, en lo único que fuera de
Ti cabe: en la nada.

Y el vencedor de Don Quijote, el de la Blanca Luna, a quien también
sacó del sosiego aldeano el amor a Dulcinea, no mata al Caballero, sino
que exclama: _¡viva, viva en su entereza la fama de la hermosura de
la señora Dulcinea del Toboso!_ y se contenta con pedirle al vencido
que se retire a su lugar mientras él le mande... ¡que se retire a bien
morir! Sansón Carrasco, el bachiller por Salamanca, que no era otro el
de la Blanca Luna, fué también en busca de gloria y para que la fama
lleve su nombre con el de Don Quijote. ¿Y no fué acaso también para
merecer a los ojos de aquella andaluza Casilda, de que se enamoró en
las callejas de la dorada ciudad del Tormes.

Y Sancho, el fiel Sancho, _todo triste, todo apesarado, no sabía qué
hacerse ni decirse; parecíale que todo aquel suceso pasaba en sueños
y que toda aquella máquina era cosa de encantamento. Veía a su señor
rendido y obligado a no tomar armas en un año; imaginaba la luz de la
gloria de sus hazañas oscurecida, las esperanzas de sus nuevas promesas
deshechas como se deshace el humo con el viento._

Parémonos a considerar este fin de la gloriosa carrera de Don Quijote y
cómo fué en Barcelona vencido, y vencido por su convecino el bachiller
Sansón Carrasco. Y aquí, mi señor Don Quijote, he de confesarte una mi
pasada bellaquería.

Hace algunos años que en un semanario que en esta nuestra España
alcanzó autoridad y renombre, lancé contra ti, generoso hidalgo, este
grito de guerra: ¡Muera Don Quijote! Resonó el grito, sobre todo en esa
Barcelona donde fuiste vencido, y donde me lo tradujeron al catalán,
resonó el grito y tuvo eco y me lo corearon y aplaudieron muchos. Pedí
que murieras para que resucitara en ti Alonso el Bueno, el enamorado
de Aldonza, como si su bondad se hubiera nunca mostrado más espléndida
que en tus locas hazañas. Y hoy te confieso, señor mío, que aquel mi
grito que tanto gusto dió en esa Barcelona donde fuiste vencido y
donde me lo tradujeron al catalán, fué un grito que me lo inspiró tu
vencedor Sansón Carrasco, bachiller por Salamanca. Porque si es en esa
Barcelona, faro y como centro de la nueva vida industrial de España,
si es en esa ciudad donde más se grita contra el quijotismo, es el
espíritu bachilleresco, espíritu de socarronería y de envidia el que lo
anima. Fuiste, sí, vencido en Barcelona, pero lo fuiste por un manchego
bachiller por Salamanca. Es, sí, en Barcelona donde más se denigra
tu espíritu, pero es lo bajo del espíritu bachilleresco manchego y
salmantino lo que a esas denigraciones les lleva. Porque allí, en
Barcelona, es donde vence el bachiller Sansón Carrasco.

Y cuando éste declaró a D. Antonio Moreno quién era: _Oh, señor--dijo
D. Antonio--, Dios os perdone el agravio que habéis hecho a todo el
mundo en querer volver cuerdo al más gracioso loco que hay en él. ¿No
veis, señor, que no podrá llegar el provecho que cause la cordura de
Don Quijote a lo que llega el gusto que da con sus desvaríos?_ Y por
este hilo siguió ensartando sus pareceres. ¡Triste modo de pensar, pues
no quiere que sane, por parecerle loco _gracioso_ y por tomar gusto de
sus desvaríos! No se sabe qué deplorar más, si la pequeñez de alma de
Sansón Carrasco o la de D. Antonio Moreno.

Quieren a Don Quijote para reirle las gracias y tomar gusto de sus
desvaríos, y por haberlas reído antaño tienen ogaño que llorar, y por
haber tomado de sus desvaríos gusto les tiene que disgustar la vida hoy.

Yo lancé contra ti, mi señor Don Quijote, aquel muera. Perdónamelo;
perdónamelo porque lo lancé lleno de sana y buena, aunque equivocada
intención, y por amor a ti, pero los espíritus menguados, a los que
su mengua les pervierte las entendederas, me lo tomaron al revés de
como yo lo tomaba, y queriendo servirte te ofendí acaso. Triste caso
éste de que no nos hayan de entender cosa alguna a derechas, y no más
por defecto de cabeza que por vicio de corazón. Perdóname, pues, Don
Quijote mío, el daño que pude hacerte queriendo hacerte bien; tú me has
convencido de cuán peligroso es predicar cordura entre estos espíritus
alcornoqueños; tú me has enseñado el mal que se sigue de amonestar a
que sean prácticos a hombres que propenden al más grosero materialismo,
aunque se disfrace de espiritualismo cristiano.

Pégame tu locura, Don Quijote mío, pégamela por entero. Y luego que
me llamen soberbio o lo que quieran. No quiero buscar el provecho que
ellos buscan. Que digan: ¿qué querrá? ¿qué busca? y conjeturando por
los suyos, no encuentren mis caminos. Ellos buscan el provecho de esta
vida perecedera y se aduermen en la rutinera creencia de la otra; a mí,
mi Don Quijote, déjame luchar conmigo mismo, ¡déjame sufrir! Guárdense
para sí aspiraciones de diputado provincial; a mí dame tu Clavileño
y aunque no me mueva del suelo, sueñe en él subir a los cielos del
aire y del fuego imperecederos. ¡Alma de mi alma, corazón de mi vida,
insaciable sed de eternidad e infinitud! sé mi pan de cada día. ¡Hábil?
No, hábil, no; no, no quiero ser hábil. No quiero ser razonable según
esa miserable razón que da de comer a los vividores; ¡enloquéceme, mi
Don Quijote!

¡Viva Don Quijote! ¡viva Don Quijote vencido y maltrecho! ¡viva Don
Quijote muerto! ¡viva Don Quijote! ¡Regálanos tu locura, eterno
Don Quijote nuestro! Regálame tu locura y deja que en tu regazo me
desahogue. Si supieras lo que sufro, Don Quijote mío, entre estos
tus paisanos cuyo repuesto todo de locura heroica te llevaste tú,
dejándoles tan sólo la petulante presunción que te perdía. ¡Si supieras
cómo desdeñan desde su estúpida e insultante sanidad todo hervor de
espíritu y todo anhelo de vida íntima! ¡Si supieras con qué asnal
gravedad ríen las gracias de la que creen locura y toman gusto de lo
que estiman desvaríos! ¡Oh Don Quijote mío, qué soberbia, qué estúpida
soberbia la soberbia silenciosa de estos brutos que llaman paradoja a
lo que no estaba etiquetado en su mollera y afán de originalidad a todo
revuelo del espíritu! Para ellos no hay quemantes lágrimas vertidas
en silencio, en el silencio del misterio, porque estos bárbaros se
lo creen tener todo resuelto; para ellos no hay inquietud del alma,
pues se creen nacidos en posesión de la verdad absoluta; para ellos
no hay sino dogmas y fórmulas y recetas. Todos ellos tienen alma de
bachilleres. Y aunque odian a Barcelona, van a Barcelona y allí te
vencen.

_Seis días estuvo Don Quijote en el lecho, marrido, triste, pensativo y
mal acondicionado, yendo y viniendo con la imaginación en el desdichado
suceso de su vencimiento_, sin que le sirviesen los consuelos de su
fiel Sancho. El cual veía bien que era él allí el más perdidoso, aunque
su amo el más malparado. Y pocos días después emprendieron su regreso a
la aldea, _Don Quijote desarmado y de camino, Sancho a pie, por ir el
rucio cargado con las armas_. Así es desde que vencieron a Don Quijote;
son rucios los que llevan sus armas.

En el camino encontró a Tosilos, el lacayo, que le contó cómo los
Duques le hicieron apalear, y Doña Rodríguez se volvió a Castilla y
su hija entró monja. Así había acabado una de las aventuras a que dió
mejor remate Don Quijote.




                              CAPÍTULO LXVII

  De la resolución que tomó Don Quijote de hacerse pastor y de seguir
 la vida del campo en tanto que pasaba el año de su promesa, con otros
                 sucesos en verdad gustosos y buenos.


Caminando, caminando, llegaron al lugar en que habían topado a _las
bizarras pastoras y gallardos pastores que en él querían renovar e
imitar a la pastoral Arcadia_. Y al reconocerlo, dijo Don Quijote: _si
es que te parece bien, querría, oh Sancho, que nos convirtiésemos en
pastores siquiera el tiempo que tengo de estar recogido. Yo compraré
algunas ovejas y todas las demás cosas que al pastoral ejercicio son
necesarias y llamándome yo el pastor Quijotiz y tú el pastor Pancino,
nos andaremos por los montes, por las selvas y por los prados, cantando
aquí, endechando allí, bebiendo de los líquidos cristales de las
fuentes, o ya de los limpios arroyuelos, o de los caudalosos ríos.
Daránnos con abundantísima mano de su dulcísimo fruto las encinas,
asiento los troncos de los durísimos alcornoques, sombra los sauces,
olor las rosas, alfombras de mil colores matizadas los extendidos
prados, aliento el aire claro y puro, luz la luna y las estrellas, a
pesar de la escuridad de la noche, gusto el canto, alegría el lloro,
Apolo versos, el amor conceptos, con que podremos hacernos eternos y
famosos no sólo en los presentes, sino en los venideros siglos._

¡Válgame Dios y con qué tino se dijo aquello de «cada loco con su
tema» y cuán bien conocía a su tío la sobrina de Don Quijote cuando al
encontrarse el cura y el barbero, en el escrutinio que de su librería
hicieron, con LA DIANA de Jorge de Montemayor y querer perdonarla
exclamó: _¡Ay, señor! bien puede vuestra merced mandar quemar como a
los demás; porque no sería mucho que habiendo sanado mi señor tío de la
enfermedad caballeresca, leyendo éstos se le antojase de hacerse pastor
y andarse por los bosques y prados cantando y tañendo_.

Parece, al volver Don Quijote de Barcelona, ir en camino de curarse de
su heroica locura y de prepararse a bien morir, mas en viendo el prado
de otrora, sueña de nuevo con hacerse eterno y famoso, no sólo en los
presentes, sino en los venideros siglos. Porque ésta era su radical
locura, éste su resorte de acción, ésta, como vimos al principio de su
historia, la causa que le movió a hacerse caballero andante. El ansia
de gloria y renombre es el espíritu íntimo del quijotismo, su esencia
y su razón de ser, y si no se puede cobrarlos venciendo gigantes y
vestiglos y enderezando entuertos, cobraráselos endechando a la luna y
haciendo de pastor. El toque está en dejar nombre por los siglos, en
vivir en la memoria de las gentes; ¡El toque está en no morir! ¡En no
morir! ¡No morir! Ésta es la raíz última, la raíz de las raíces de la
locura quijotesca. ¡No morir! ¡no morir! Ansia de vida; ansia de vida
eterna es la que te dió vida inmortal, mi señor Don Quijote; el sueño
de tu vida fué y es sueño de no morir.

Con tal de no morir cambiabas tu profesión de caballero andante por
la de pastor endechante. Así tu España, mi Don Quijote, al tener que
recogerse a su aldea, vencida y maltrecha, piensa en dedicarse al
pastoreo y habla de colonización interior, de pantanos, de riegos y de
granjas.

Y por debajo de esa ansia de no morir ¿no andaba, mi pobre
Alonso, tu soberano amor? _Las pastoras de quien hemos de ser
amantes_--dijiste--_como entre peras podemos escocer sus nombres, y
pues el de mi señora cuadra así al de pastora como al de princesa, no
hay para qué cansarse en buscar otro que mejor le venga_. Sí, siempre
era Dulcinea, la Gloria, y por debajo de ella siempre era Aldonza
Lorenzo, la suspirada doce años. ¡Y cómo suspirarías ahora por ella!
¡cómo la llamarías! ¡cómo grabarías un día y otro su nombre en las
cortezas de los árboles y hasta alguna vez en tu corazón! ¿Y si así
llegaba ello a su noticia y se daba cata y venía a ti, desencantada?

¡Hacerse pastor! Es también, mi Don Quijote, lo que se le ha ocurrido a
tu pueblo luego que ha vuelto de América derrotado en su encontronazo
con el de Robinsón. Ahora habla de dedicarse a cuidar y cultivar su
hacienda, a alumbrar pozos y trazar canales para regar sus resecas
tierras; ahora habla de política hidráulica. ¿No será que siente el
remordimiento de sus atrocidades pasadas por tierras de Italia, Flandes
y América?

Leed PATRIA, el hermoso poema de Guerra Junqueiro, el poeta de nuestro
pueblo hermano, el pueblo portugués. Leed esa amarga sátira y llegad al
fin de ella, cuando aparece vestido de monje carmelita el espectro del
condestable Nunalvares, el vencedor de Aljubarrota, que luego entró en
religión. Oídle hablar, oídle hablar del dolor que purifica y redime,
del dolor que

      Como no ar o vento sobre o vento
      Como no mar o vaga sobre o vaga
      Só na dôr tem a dôr socegamento

y llegad a cuando en un éxtasis descuelga la vieja espada de
Aljubarrota, tinta en sangre fraternal, y exclama:

      Porém, se a patria, ja na derradeira
      Angustia e mingoa onde a lençou mac dano,
      Terra d'escravos é, terra estrangeira.

      Rutila espada, que brandí ufano!
      Antes un velho lavrador mendigo
      Te erga a custo do chão, piadoso e humano!

      Volte a bigorna o duro ago antigo!
      E acabes, afinal, relha de arado.
      Pelos campos de Deos, a lavrar trigo

y arroja su espada al abismo de la noche, exclamando:

      Deos te acompanhe! Seja Deos louvado!

Y luego entra en escena «el loco»--o _doido_--el pobre pueblo
portugués, nuestro hermano, y echa de menos los tiempos en que fué
campesino.

      Fosse eu ainda o camponez adusto,
      Lavrador matinal, risonho e grave,
      D'alma de pomba e coração de justo!

      Sentime eu ainda a musica suave
      Da candura feliz no peito agreste,
      Qual em rorida brenha um trino d'ave!

      Em vez do mundo (fome, guerra e peste!)
      Conquistasse, por unica vitoria,
      Os thesoiros sen fim do amor celeste.

      Nunca de feitos meus cantasse a Historia;
      Ignorasse o meu nome a voz da Fama
      E a minha sombra humilde a luz da Gloria.

      Vivesse obscuro e triste, herva da lama;
      Nas alturas, porém, fosse contado
      Entre os que Deos aceita, os que Deos ama.

Es todo lo contrario de Don Quijote y Sancho. Busca nuestro Caballero
en la vida pastoril hacerse eterno y famoso; busca en ella este pobre
loco portugués ser olvidado, expiar sus culpas y redimirse en el dolor,

      Dôr temerosa, Dôr idolatrada
      O Dôr, filha de Deos, mãe do Universo!

¿No buscan, en el fondo, una misma cosa? ¿No buscaba lo mismo Don
Quijote echándose al mundo a deshacer entuertos y proponiéndose
dedicarse al ejercicio pastoril? ¿No busca nuestro pueblo ahora, con
los pantanos y canales y la política hidráulica, lo mismo que buscó con
sus atrocidades en América?

El pobre loco portugués, _o doido_, luego de confesar sus culpas, sus
glorias

      Minhas glorias!... infamias e vergonhas
      De ladrão, de pirata e de assasino!

pide la cruz, pide el dolor, y muere en la cruz, en cuya cabecera
«desenhada a sangue, esta ironía:--_Portugal, rei do Oriente!_» muere
bendiciendo el llanto que brota de sus ojos

                      porque és o mar de pranto
      que os meus crimes verteram pelo mundo...

bendiciendo la sangre que corre de sus heridas porque es

                          o mar de sangue
      do meu orgulho e minha iniquidade...

¿Es esto lo que pide y busca nuestro loco, nuestro pueblo español? No,
no es esto precisamente. No es que no cante sus hechos la Historia, que
ignore su nombre la voz de la Fama, y su nombre humilde la luz de la
gloria; no, no es esto.

Se retira a la vida pastoril, derrotado en la de caballero andante,
para poder hacerse eterno y famoso no sólo en los presentes, sino en
los venideros siglos. Cambia de camino pero no de estrella que le guíe.

¿Ha de renunciar el pueblo a toda acción quijotesca y encerrarse en
su natal dehesa a purgar sus antiguas culpas, cuidando de su ganado
o labrando su tierra y sin poner su mira mas que en el cielo? ¿Ha
de pensar tan sólo en ser allá en las alturas contado entre los que
Dios ama? ¿Ha de volver a su apacible vida de antes de lanzarse a sus
aventureras empresas? ¿Tuvimos esta vida nunca? ¿Tuvimos paz?

No basta como ideal de vida de un pueblo el de mantener la vida misma
en el mayor bienestar y holgura, ni aun basta la felicidad. Menos aún
abrazarse al dolor. No puede ser ideal de un pueblo el ideal ascético,
destructor de la vida.

¿Aspirar al cielo? No; ¡al reino de Dios! Y a todas horas, día tras
día, alza por miles de bocas nuestro pueblo esta plegaria a nuestro
Padre que está en los cielos: ¡venga a nos el tu reino! «¡Venga a nos
el tu reino!» y no «llévanos a tu reino»; es el reino de Dios el que
ha de bajar a la tierra, y no ir la tierra al reino de Dios, pues
este reino ha de ser reino de vivos y no de muertos. Y ese reino cuyo
advenimiento pedimos a diario, tenemos que crearlo, y no con oraciones
sólo; con lucha.

      Pudesse eu, d'alma libre e resoluta,
      Olhos no fogo da manha nascente,
      Erguer ainda os braços para a luta!
      Não, como outr'ora, para a luta ardente
      Da riqueza e grandeza, é vaidade...
      Da fortuna, que é sombra que nos mente...
      Seja a hora do prelio a eternidade!
      E o globo estreito a arena, onde ñao cança
      A batalha do Amor e da Verdade!

¡Esta, la batalla del Amor y de la verdad! Y en tal pelea ha de ser el
pueblo todo un Don Quijote, un pastor Quijotiz más bien.

      Cavalleiro de Deos, ergue-te e avança!
      Põe na bigorna os cravos de Jesus;
      Bate-os cantando... E o ferro da tua lança!
      Faz a hastea de lança d'una cruz;
      Vae, cavalleiro de viseira erguida;
      Dá lançadas magnánimas de luz!...

¡Hay que pelear, sí, a lanzadas de luz!

Encerrémonos, bien está, en la natal dehesa, pero a cobrar fama
pastoreando y cantando. Es un derivativo de la acción heroica; es otra
nueva empresa. Vayamos a manejar el cayado con mano movida por el
corazón mismo que nos hizo manejar la espada. Es el ejercicio pastoril
ahora gobierno, que «no consiste--dice el Maestro Fray Luis de León
en los NOMBRES DE CRISTO, libro I, cap. VI--en dar leyes, ni en poner
mandamientos, sino en apacentar y alimentar a los que gobierna».
¿Apacentarlos y alimentarlos con qué? Con amor y verdad.

Pueblo moribundo se ha llamado a tu pueblo, Don Quijote mío, por los
que embriagados con el triunfo pasajero olvidan que la fortuna da más
vueltas que la tierra y que aquello mismo que nos hace menos aptos para
el tipo de civilización que hoy priva en el mundo, acaso eso mismo
nos haga más aptos para la civilización de mañana. El mundo da muchas
vueltas y la fortuna más.

Hay que aspirar, de todos modos, a hacerse eternos y famosos, no sólo
en los presentes, sino en los venideros siglos; no puede subsistir como
pueblo aquel pueblo cuyos pastores, su conciencia, no se lo representen
con una misión histórica, con un ideal propio que realizar en la
tierra. Estos pastores han de aspirar a cobrar fama pastoreándolo y
cantando, y así, cobrando fama, llevarle a su destino. ¿Es que no hay
en la Conciencia eterna e infinita una eterna idea de tu pueblo, Don
Quijote mío? ¿Es que no hay una España celestial, de que esta España
terrena no es sino trasunto y reflejo en los pobres siglos de los
hombres? ¿Es que no hay un alma de España tan inmortal como el alma de
cada uno de sus hijos?

Cruzando el mar en quebradizas cara velas fueron nuestros abuelos a
descubrir el Nuevo Mundo que dormía bajo estrellas antes desconocidas;
¿no hay algún nuevo mundo del espíritu cuyo descubrimiento nos reserve
Dios cuando osemos como los héroes de Camões lanzarnos a «mares d'antes
nunca navegados» en espirituales carabelas labradas con madera de los
bosques de nuestro pueblo?

Dicen en mi tierra vasca que los abuelos de mis abuelos, los denodados
pescadores del golfo de mi Vizcaya, se iban tras de la ballena hasta
los bancos de Terranova siglos antes de que Colón llamara a las puertas
de la Rábida. Soberbiamente lo dice el escudo de Lequeitio: _Reges
debelavit, horrenda cete subiecit, terra marique potens, Lequeitio_. Y
para someter a horrendas ballenas fueron, dicen, los balleneros de mi
casta, hasta las entonces desconocidas costas de la remota América. Y
aun dicen más, y es que corre la leyenda de que fué un marino vasco,
por nombre Andialotza, es decir Gran Vergüenza, quien primero dió a
Colón noticias del Nuevo Mundo, por no atreverse, sin duda, el gran
vergonzoso a descubrirlo. Temía a la gloria. ¿Será esto profético? Y si
el buen Andialotza, mi paisano, pierde su ingénita vergüenza, ¿habrá
que esperar al Colón del Nuevo Espíritu de España?

¿Hay una filosofía española? Sí; la de Don Quijote. Y conviene que
éste, nuestro Caballero de la Fe, el Caballero de nuestra Fe, deje en
el astillero su lanza y en la cuadra a Rocinante y cuelgue la espada,
y convertido en el pastor Quijotiz empuñe el cayado con mano firme,
y lleve consigo el caramillo, y a la sombra de las sombrosas encinas
de dulcísimo fruto, mientras pacen cabizbajas sus ovejas, cante
inspirado por Dulcinea, su visión del mundo y de la vida, para cobrar,
cantándola, eterno nombre y fama. Y no ya su visión, sino más bien
su encorazonamiento de ellos. Y para cobrar fama, pues se nos dió la
gloria como norte de la vida.

El Nunalvares del poeta os dirá de la fama que

      Fama grande do mundo tão mezquino
      Dando as trombetas com ardor, não vôa
      Onde vôa cantando, un passarinho.

Mas no os fiéis demasiado de tales voces de desaliento, pues sí, la
fama vuela, vuela más allá del mundo, y vuela aún más la canción del
amor y la verdad.

Tal vez a los ecos de esa canción de amores del pastor Quijotiz caigan
vencidos los gigantes que fingen ser molinos, y se amansen los galeotes
y licencie Roque Guinart a sus huestes, y enmudezcan los canónigos y
los graves eclesiásticos, y reconozcan los cuadrilleros que las bacías
en manos del hidalgo milagrero son yelmos, y renuncien los Maese Pedros
a sus titereras, y se nos abran las entrañas de la cueva de Montesinos,
y se enderece todo entuerto y se deshaga todo agravio, y se adoncellen
las mozas del partido y venga a nosotros el reino de Dios realizándose
en la tierra aquel siglo de oro con cuya visión embobó y suspendió Don
Quijote el ánimo a los cabreros.

Hay que dar «lanzadas magnánimas de luz», o mejor, hay que lanzar la
verdad al mundo, mientras se pastorea el ganado, al son de pastoril
caramillo, la santa palabra que ha de hacer el milagro. Hay que pedir a
Apolo versos, al amor conceptos. Sobre todo conceptos al amor.

¿Hay una filosofía española, mi Don Quijote? Sí, la tuya, la filosofía
de Dulcinea, la de no morir, la de creer, la de crear la verdad. Y esta
filosofía ni se aprende en cátedras ni se expone por lógica inductiva
ni deductiva, ni surge de silogismos, ni de laboratorios, sino surge
del corazón.

Pensabas, mi Don Quijote, en hacerte pastor Quijotiz y que te diera
el amor conceptos. Todos los conceptos de vida, todos los conceptos
eternos, manan del amor. Es Aldonza, mi pastor Quijotiz, es siempre
Aldonza la fuente de sabiduría. A través de ella, a través de tu
Aldonza, a través de la mujer, o es el Universo todo.

¿No ves a este pueblo endiosando cada día más el ideal de la mujer, a
la mujer por excelencia, a la Virgen Madre? ¿No le ves rendido a ese
culto y hasta casi olvidando por él el culto al Hijo? ¿No ves que no
hace sino ensalzarla más y más alto, pujando por ponerla al lado del
Padre mismo, a su igual, en el seno de la Trinidad, que pasaría a ser
Cuaternidad si no es ya que la identificaran con el Espíritu como con
el Verbo se identificó al Hijo? ¿No la han declarado Corredentora? Y
esto ¿por qué es?

La concepción de Dios que se nos ha venido trasmitiendo ha sido
una concepción no ya antropomórfica, sino andromórfica; nos lo
representamos no ya como a persona humana--_homo_--, sino como a
varón--_vir_--; Dios era y es en nuestras mentes masculino. Su modo
de juzgar y condenar a los hombres, modo de varón, no de persona
humana por encima de sexo; modo de Padre. Y para compensarlo hacía
falta la Madre, la Madre que perdona siempre, la Madre que abre
siempre los brazos al hijo cuando huye éste de la mano levantada o
del ceño fruncido del irritado Padre, la Madre en cuyo regazo se
busca como consuelo una oscura remembranza de aquella tibia paz de
la inconsciencia que dentro de él fué el alba que precedió a nuestro
nacimiento, y un dejo de aquella dulce leche que embalsamó nuestros
sueños de inocencia, la Madre que no conoce más justicia que el perdón
ni más ley que el amor. Las lágrimas maternales borran las tablas del
Decálogo. Nuestra pobre e imperfecta concepción de un Dios varón, de un
Dios con largas barbas y voz de trueno, de un Dios que impone preceptos
y pronuncia sentencias, de un Dios Amo de Casa, _Pater familias_ a la
romana, necesitaba compensarse y completarse, y como en el fondo no
podemos concebir al Dios personal y vivo no ya por encima de rasgos
humanos, mas ni aun por encima de rasgos varoniles y menos un Dios
neutro o hermafrodita, acudimos a darle un Dios femenino y junto al
Dios Padre hemos puesto a la Diosa Madre, a la que perdona siempre
porque como mira con amor ciego ve siempre el fondo de la culpa y en
ese fondo la justicia única del perdón, a la que siempre consuela, a la
Madre Dulcísima, a la Madre de Dios, a la Virgen Madre. Es la Virgen
Madre, es la Madre Purísima, la que no es sino madre, y siendo todo lo
que hace ser mujer a la mujer, queda limpia de todo el barro humano
para que en ella aliente é irradie tan sólo el soplo divino.

Es la Virgen Madre; es la Madre de Dios. Es la Madre de Dios; es la
pobre Humanidad dolorida. Porque aunque compuesta de hombres y mujeres,
la Humanidad es mujer, es madre. Lo es cada sociedad; lo es cada
pueblo. Las muchedumbres son femeninas. Juntad a los hombres y tened
por cierto que es lo femenino de ellos, lo que tienen de sus madres, lo
que los junta. La pobre Humanidad dolorida es la Madre de Dios, pues
en ella, en su seno, es donde se manifiesta, donde encarna la eterna
e infinita Conciencia del Universo. Y la Humanidad es pura, purísima,
limpia de toda mancha, aunque nazcamos manchados cada uno de los
hombres y mujeres. ¡Dios te salve, Humanidad; llena eres de gracia!

Mira, mi pastor Quijotiz, cómo se va a la Humanidad desde Aldonza,
la recatada doncella del Toboso; mira cómo da el amor conceptos.
Y mira si al son de tu pastoril caramillo puede hacerse amorosa
filosofía española, aunque graznen para ahogar sus melódicos sones
los grandísimos cuervos y grajos que anidan en la boca de la cueva de
Montesinos.

Si Don Quijote volviera al mundo sería pastor Quijotiz, no ya caballero
andante de espada; sería pastor de almas, empuñando en vez del cayado
la pluma, o dirigiendo su encendida palabra a los cabreros todos. Y
¡quién sabe si no ha resucitado...!

Si Don Quijote volviera al mundo sería pastor, o lo será cuando vuelva;
pastor de pueblos. Y buscará que le dé el amor conceptos, y en hacer
vivir y triunfar éstos pondrá todo el denuedo y la bravura toda que
puso antes en acometer molinos y libertar galeotes. Y buena falta
nos está haciendo, porque es cobardía de pensar lo que nos tiene tan
abatidos. Es cobardía de afrontar los eternos problemas; es cobardía de
escarbar en el corazón; es cobardía de hurgar las inquietudes íntimas
de las entrañas eternas. Esa cobardía lleva a muchos a la erudición,
adormidera de desasosiegos del espíritu u ocupación de la pereza
espiritual; algo así como el juego del ajedrez.

«No quiero meterme a estudiar patología--me decía un cobarde--ni aun
quiero saber hacia dónde me cae el hígado ni para qué sirve, pues
si me pongo a ello, llego a creer que padezco de la enfermedad cuya
descripción acabo de leer. Ahí está el médico, cuyo oficio es curarme y
para lo cual le pago; descargo en él mi responsabilidad, y si me mata,
allá por su cuenta; moriré, al menos, sin aprensiones ni cuidados. Y lo
mismo tengo al cura. No quiero meterme a pensar en mi origen ni en mi
destino, de dónde vengo y adónde voy, y si hay o no Dios y cómo sea, y
si hay o no otra vida y en qué consista; eso no sirve mas que para dar
quebraderos de cabeza y robarme el tiempo y la energía que necesito
para ganar el pan de mis hijos. Ahí está el cura, y pues tal es su
oficio, averigüe él lo que haya, dígame misa y absuélvame cuando al ir
a morirme confiese mis pecados. Y si se engaña y me engaña, allá él por
su cuenta. Él responderá de sí; para mí en el creer no hay engaño».

¡Qué falta nos estás haciendo, pastor Quijotiz, para arremeter con tus
conceptos dictados por el amor a lanzadas magnánimas de luz, contra
esta mentira apestosa y libertar a los pobres galeotes del espíritu!
Aunque luego te apedreen, que te apedrearán, de seguro, si les rompes
las cadenas de la cobardía que les tienen presos; te apedrearán.

Te apedrearán. Los galeotes espirituales apedrean al que les rompe las
cadenas que les agarrotan. Y precisamente por esto, porque ha de ser
uno apedreado por ellos, es por lo que hay que libertarlos. El primer
uso que de su libertad hacen es apedrear al libertador.

El más acendrado beneficio es el que se hace al que no nos lo reconoce
por tal; la mayor caridad que puedes rendir a tu prójimo no es
aplacarle deseos ni remediarle necesidades, sino encenderle aquéllos y
crearle éstas. Libértale, y luego que te apedree por haberle libertado
y ejercite así sus brazos libres, empezará a desear la libertad.

Te apedrearán porque se verán perdidos. Y dirán: ¿libertad?, bien,
¿y qué hago yo con esto? Un galeote, amigo mío, a quien me dedicaba
yo a limarle las cadenas espirituales y sembrar inquietudes y dudas
en su alma, me dijo un día: «mira, déjame en paz y no me molestes;
así vivo bien ¿para qué tribulaciones y congojas? Si yo no creyera
en el infierno sería un criminal». Y le contesté: «no, seguirías
siendo como eres y haciendo lo que haces y no haciendo lo que hoy no
haces, y si así no fuera y dieses en criminal entonces, es que lo eres
también ahora». Y me replicó: «necesito una razón para ser bueno; un
fundamento objetivo sobre que basar mi conducta; necesito saber por
qué es malo lo que a mi conciencia repugna». Y le contrarrepliqué:
«lo es porque repugna a tu conciencia, en la que vive Dios». Y volvió
a replicarme: «no quiero encontrarme en medio del Océano, como un
náufrago, ahogándome, perdido y sin tener una tabla a que agarrarme».
Y volví a contrarreplicarle: «¿tabla? La tabla soy yo mismo; no la
necesito, porque floto en ese Océano de que hablas, y que no es sino
Dios. El hombre flota en Dios sin necesidad de tabla alguna, y lo único
que yo deseo es quitarte la tabla, dejarte solo, infundirte aliento y
que sientas que flotas. ¿Fundamento objetivo, dices? ¿Y qué es eso?
¿Quieres más objeto de ti que tú mismo? Hay que echar a los hombres en
medio del Océano y quitarles toda tabla, y que aprendan a ser hombres,
a flotar. Tienes tan poca confianza en Dios, que estando en Él, en
quien vivimos, nos movemos y somos (Hechos, XVII, 28), ¿necesitas tabla
a que agarrarte? Él te sostendrá, sin tabla. Y si te hundes en Él ¿qué
importa? Esas congojas y tribulaciones y dudas que tanto temes son el
principio del ahogo, son las aguas vivas y eternas que te echan el aire
de la tranquilidad aparencial en que estás muriendo hora tras hora;
déjate ahogar, déjate ir al fondo y perder sentido y quedar como una
esponja, que luego volverás a la sobrehaz de las aguas donde te veas
y te toques y te sientas dentro del Océano». «Sí, muerto»--me dijo.
«No, resucitado y más vivo que nunca»--le dije. Y el pobrecito de mi
amigo el galeote se me escapó lleno de miedo de sí mismo. Y luego me ha
apedreado, y al sentir sus pedradas sobre el yelmo de Mambrino con que
me cubro la cabeza, he dicho en mi corazón: ¡Gracias, Dios mío, porque
has hecho que no cayeran mis palabras en el espíritu de mi amigo como
en pelada roca, sino que prendieran en él!

¡Si les oyeses, mi pastor Quijotiz, hablar de su fe y de sus creencias
a los galeotes del espíritu!... ¡Si oyeras, mi buen pastor, hablar de
ello a sus pastores!... Uno de estos pastores he conocido para quien
la virtud de los silbos con que llamaba a sus ovejas, la verdad de la
doctrina en que les adoctrinaba y sin acatar la cual les negaba salud
eterna, estribaba ¡figúrate, en que era castiza, en que era la más
española! Para él la herejía no era sino una traición a la patria. Y
conozco un perro de pastor, un ladrador de nuestras glorias patrias
y guardián de nuestras tradiciones, para quien la religión no es mas
que un género literario, tal vez una rama de las humanidades y a lo
sumo una de las bellas artes. Contra estos miserables haces falta, mi
pastor Quijotiz, para limpiar con tus cantos toda esa asquerosa cotena
del espíritu e infundirnos a todos valor para que nos hundamos en la
cueva de Montesinos y miremos allí cara a cara las visiones que se nos
presenten.

Se comprende bien que los jesuitas, remachadores de cadenas de
galeotes, te guarden ojeriza, mi Don Quijote, y quemen con algazara el
libro de tu historia, según nos asegura que alguna vez lo han hecho,
uno que rompió las cadenas de la Orden, el ex jesuita autor de UN
BARRIDO HACIA FUERA EN LA COMPAÑÍA DE JESÚS.

¡Ven, pastor Quijotiz, a pastorearnos y cantar los conceptos que el
amor te inspire!




                              CAPÍTULO LXVIII

        De la cerdosa aventura que le aconteció a Don Quijote.


Y a poco de haber hecho Don Quijote esos propósitos de pastoreo, llegó
una piara de más de seiscientos puercos, y pasaron sobre él. Por pena
de su pecado tuvo aquella afrenta el Caballero, mas no le acongojó
tanto que no le dejase componer aquel madrigalete en que decía, entre
otras cosas, lo de:

      _Así el vivir me mata
      Que la muerte me torna a dar la vida.
      ¡Oh condición no oída
      La que conmigo muerte y vida trata!_

¡Maravillosa sentencia en que se declara lo más íntimo del espíritu
quijotesco! Y ved cómo cuando Don Quijote llegó a expresar lo más
recóndito, lo más profundo, lo más entrañable de su locura de gloria,
lo hizo en verso, y después de vencido y después de pisoteado por piara
de cerdos. El verso es, sin duda, el lenguaje natural de lo profundo
del espíritu; en verso compendiaron San Juan de la Cruz y Santa Teresa
lo más íntimo de sus sentires. Y así Don Quijote fué en verso como
llegó a descubrir los abismos de su locura, que el vivir le mataba
y la muerte tornaría a darle vida, que su anhelo era anhelo de vida
inacabable y eterna, de vida en la muerte, de perdurable vida.

      _Así el vivir me mata
      Que la muerte me torna a dar la vida._

Sí, Don Quijote mío, la muerte tornó a darte vida y vida imperecedera.
El vivir nos mata. Ya lo dijo tu hermana Teresa de Jesús, cuando cantó:

      Sácame de aquesta muerte
      Mi Dios y dame la vida;
      No me tengas impedida
      En este lazo tan fuerte;
      Miro que muero por verte
      Y vivir sin Ti no puedo,
      Que muero porque no muero.




                              CAPÍTULO LXIX

 Del más raro y más nuevo suceso que en todo el discurso desta grande
                     historia avino a Don Quijote.


Cantando el madrigalete Don Quijote y durmiendo la vida Sancho, les
llegó el nuevo día, y al declinar de la tarde de éste la última burla
de los Duques. Y fué que les rodearon hasta diez hombres de a caballo
y cuatro o cinco de a pie y entre denuestos e improperios los llevaron
al castillo de los Duques. Y allí se encontraron sobre un túmulo,
con el cuerpo muerto de Altisidora, para resucitar a la cual mandó
Radamante que sellaran el rostro de Sancho con veinticuatro mamonas y
doce pellizcos, y seis alfilerazos en brazos y lomos. Y a pesar de su
resistencia hiciéronle así seis dueñas y resucitó Altisidora. Y viendo
Don Quijote la virtud que el cielo puso en el cuerpo de Sancho, pidióle
de rodillas el que entonces, teniendo sazonada semejante virtud, se
diera algunos azotes para desencantar a Dulcinea.

Y lo cierto es, a pesar de las torpes burlas de los Duques, que el
cuerpo de Sancho tiene virtud para desencantar y resucitar doncellas.
Del cuerpo de Sancho se alimentan los Duques y sus lacayos y sus
doncellas; del cuerpo de Sancho, en última instancia, procede el que
Dulcinea pueda llevar a sus favoritos al templo de la eternidad de la
fama. Sancho se azota con el trabajo para que puedan otros, libres de
él, enamorar a Dulcinea; los azotes de Sancho hacen al héroe héroe y a
su cantor cantor celebrado, y al santo santo y al poderoso poderoso.

Aquí dice el historiador una verdad como un templo, cual es _que tiene
para sí ser tan locos los burladores como los burlados, y que no
estaban los Duques a dos dedos de parecer tontos, pues tanto ahinco
ponían en burlarse de dos tontos_... Alto aquí, que ni a Don Quijote
ni a Sancho puede llamárseles tontos y sí a los Duques, que lo eran y
de remate y capirote, y tontos, como todos los tontos suelen serlo,
maliciosos y bellacos. No hay, en efecto, tonto bueno; el tonto, y más
si es amigo de burlas, rumia el pasto amargo de la envidia. En el fondo
no perdonaban los Duques a Don Quijote el renombre por éste adquirido y
aspiraban a unir su nombre al nombre inmortal del Caballero. Pero bien
los castigó el sabio historiador pasando en silencio sus nombres, con
lo cual no lograron su propósito. En _los Duques_ a secas se quedarán,
y como cifra y compendio de Duques sandios y mal intencionados.

Poco después de la resurrección de Altisidora, entró esta
desenvueltísima doncella en el aposento de Don Quijote, y en la plática
que allí tuvieron dijo el Caballero aquellas memorables palabras de _no
hay otro yo en el mundo_, sentencia hermana melliza de aquella otra de:
_¡yo sé quién soy!_

¡No hay otro yo en el mundo! He aquí una sentencia que deberíamos
no olvidar nunca, y sobre todo cuando al acongojarnos por tener que
desaparecer un día, nos vengan con la ridícula monserga de que somos
un átomo en el Universo y que sin nosotros siguen los astros su curso
y que el Bien ha de realizarse hasta sin nuestro concurso y que es
soberbia imaginar que toda esta inmensa fábrica se hizo para nuestra
salud. ¡No hay otro yo en el mundo! Cada uno de nosotros es único e
insustituíble.

¡No hay otro yo en el mundo! Cada cual de nosotros es absoluto. Si hay
un Dios que ha hecho y conserva el mundo, lo ha hecho y lo conserva
para mí! ¡No hay otro yo! Los habrá mayores y menores, mejores y
peores, pero no otro yo. Yo soy algo enteramente nuevo; en mí se resume
una eternidad de pasado y de mí arranca una eternidad de porvenir. ¡No
hay otro yo! Esta es la única base sólida del amor entre los hombres,
porque tampoco hay otro tú que tú, ni otro él que él.

Prosiguió la plática y en ella mostró la liviana Altisidora que aun
en burlas y todo, le dolía el desvío de Don Quijote. Imposible es que
una doncella finja en chanzas enamorarse y no lleve a mal el que no se
la corresponda en veras. Y fué tal su irritación por no haber logrado
esto, que llamando a Don Quijote _don vencido y don molido a palos_, le
declaró que lo de la resurrección había sido una burla.

Este rasgo debía bastar para convencernos de cuán real y verdadera es
la historia que estoy explicando y comentando, porque esto de acabar
por tomar en veras las burlas la desdeñada doncella, es de las cosas
que no se inventan ni pueden inventarse. Y tengo para mí que si Don
Quijote flaquea y cede y la requiere, se le entrega ella en cuerpo y
alma, aunque sólo fuera para poder decir luego que fué poseída por un
loco cuya fama llenaba el mundo entero. Todo el mal de aquella doncella
nacía de ociosidad, según declaró a los Duques el mismo Don Quijote.
Sin duda, pero falta saber de qué género de ociosidad nacía su mal.




                              CAPÍTULO LXXI

 De lo que a Don Quijote le sucedió con su escudero Sancho yendo a su
                                aldea.


Salieron amo y escudero de casa de los Duques y reanudaron camino de
su aldea. Y yendo de camino ofreció Don Quijote a Sancho pagarle los
azotes, _a cuyos ofrecimientos abrió Sancho los ojos y las orejas de un
palmo, y dió consentimiento en su corazón a azotarse de buena gana_,
pues el amor de sus hijos y de su mujer le hacía mostrarse interesado,
según declaró él mismo. Estimólos Sancho en ochocientos veinticinco
reales, y Don Quijote exclamó: _¡Oh Sancho bendito! ¡oh Sancho amable!
y cuán obligados hemos de quedar Dulcinea y yo a servirte todos los
días que el cielo nos diere de vida!_ Y llegada la noche se retiró
Sancho entre unos árboles y _haciendo del cabestro y de la jáquima del
rucio un poderoso y flexible azote_, desnudóse de medio cuerpo arriba,
_comenzó a darse y comenzó Don Quijote a contar los azotes_. A los
seis u ocho pidió Sancho aumento de precio y se lo dobló su amo, _pero
el socarrón dejó de dárselos en las espaldas, y daba en los árboles,
on unos suspiros de cuando en cuando, que parecía que con cada uno de
ellos se le arrancaba el alma_.

Mira, Sancho, esto que a cuenta de tus azotes pasó entre tu amo y tú,
es un perfecto símbolo de lo que en tu vida pasa. Ya te dije que de
tus azotes vivimos todos, incluso los que filosofamos sobre ellos o
los ponemos en coplas. Tiempo hay en que se te quiere obligar por la
fuerza a que te azotes, y se te esclaviza, pero llega día en que haces
lo que hiciste con tu amo y señor natural Don Quijote, y es desmandarte
contra quien te quiere forzar a que te azotes y poner tu rodilla sobre
su pecho y exclamar: _¡mi amo soy yo!_ Y entonces se cambia de táctica
y se te ofrece pagarte los azotes, lo cual es un nuevo engaño, pues
que de ellos sale también la paga que por ellos te dan. Y tú, pobre
Sancho, movido del amor a tus hijos y a tu mujer, accedes y te dispones
a azotarte. Pero ¿cómo has de hacerlo con voluntad y de veras, si no
estás persuadido del valer de tus azotes? Das seis u ocho en tu cuerpo
y los tres mil doscientos noventa y dos restantes en los árboles y lo
más de tu trabajo se pierde. Lo más del trabajo humano se pierde, y
es natural que así sea, porque ¿con qué devoción va a pulir joyas un
infeliz que las pule para ganarse el pan mas sin estar persuadido del
valor social de las tales joyas? ¿con qué ahinco hará juguetes para los
hijos de los ricos el que haciéndolos saca el pan para los suyos, que
no tienen con qué jugar?

Trabajo de Sísifo es lo más del trabajo humano y el pueblo no tiene
conciencia de que es sólo un pretexto para que le den jornal, y no como
cosa suya, sino como algo ajeno que le hacen la merced de dejárselo
ganar. El toque está en que reciba Sancho su salario como cosa que no
le pertenece sino en virtud de los azotes que se hubiera dado y porque
le han hecho la merced de proporcionarle azotina, y para sostener y
perpetuar la mentira del derecho de propiedad y del acaparamiento de la
tierra por los poderosos, se inventan azotes, por absurdos que ellos
sean. Y así se azota Sancho con el mismo empeño con que desenchinarran
calles esos desgraciados a los que en los meses de invierno, cuando
escasean azotes, les mandan los Municipios a desenchinarrar calles para
volverlas a enchinarrar y con ello justificar la limosna vergonzante
que se les reparte.

Tela de Penélope y tonel de las Danaides es lo más de tu azotina,
Sancho; el caso es que te cueste ganarte el pan y que tengas que
agradecérselo a los que te proporcionan azotes, y que reconozcas que
te pagan de lo suyo y no pongas tu pie en sus hanegas de sembradura
como en su pecho pusiste la rodilla. Haces, pues, muy bien en desollar
los árboles a jaquimazos, pues lo mismo te han de pagar, ya que te
pagan no porque te azotes, sino por que no te rebeles. Haces muy bien,
pero harías mejor si volvieras la jáquima alguna vez contra tus amos y
los azotaras a ellos y no a los árboles y los echaras a azotes de sus
hanegas de sembradura, o que las aren y siembren ellos contigo y como
cosa de los dos.




                       CAPÍTULOS LXXII Y LXXIII

           De cómo Don Quijote y Sancho llegaron a su aldea.


Prosiguiendo su camino, se encontraron en el mesón con D. Álvaro Tarfe;
a los dos días acabó con sus azotes Sancho y a poco divisaron la aldea.
Entraron en ella y en sus casas. Y al declarar Don Quijote al cura y al
bachiller su propósito de que se hicieran pastores, descubrió Carrasco
su mal, la locura pegada por Don Quijote y que le llevó a vencer a
éste, al decir lo de _como ya todo el mundo sabe, yo soy celebérrimo
poeta_. ¿No os dije que el bachiller estaba tocado de la misma locura
del hidalgo? ¿No había acaso soñado entre las doradas piedras de
Salamanca, sueño de no morir?

Acudió el ama al oir lo de los pastores a aconsejar a su amo y le dijo:
_estése en su casa, atienda a su hacienda, confiese a menudo, favorezca
a los pobres y sobre mi ánima si mal le fuere_.

Esta buena ama habla poco, pero cuando rompe a hablar se vacía en pocas
palabras. ¡Y qué bien discurre! ¡con cuánto seso! Lo que aconsejó a su
amo es lo que nos aconsejan los que dicen querernos bien.

¡Querernos bien!... ¡querernos bien!... ¡Ay cariño, cariño, y qué miedo
te tengo! Así que oigo a un amigo lo de «yo te quiero bien» o «haga
caso de los que bien le queremos» me echo a temblar. Los que me quieren
bien... ¿y quiénes me quieren bien? Los que quieren que sea como ellos
quieren para quererme. ¡Ay Cariño, cariño, terrible cariño que nos
lleva a buscar en el querido el que de él hicimos! ¿Quién me quiere
como soy? Tú, Tú sólo, Dios mío, que queriéndome me creas de continuo,
pues es mi existencia misma obra de tu eterno amor.

_Estése en su casa_... ¿Y por qué he de estarme en casa? Estése cada
uno en la suya y no habrá Dios que esté en la de todos.

_Atienda a su hacienda_... ¿Y cuál es mi hacienda? Mi hacienda es mi
gloria.

_Confiese a menudo_... Mi vida y mi obra son una confesión perpetua.
Desgraciado del hombre que tiene que recogerse a tiempos y lugares para
confesarse. Eso de la confesión de que habla el ama de Don Quijote ¿no
nos educa acaso a ser reservados y chismosos a la vez?

_Favorezca a los pobres_... Sí, pero a los verdaderos pobres, a los
pobres de espíritu y no con el favor que ellos piden, sino con el que
necesitan.

Mira, lector, aunque no te conozco te quiero tanto que si pudiese
tenerte en mis manos te abriría el pecho y en el cogollo del corazón te
rasgaría una llaga y te pondría allí vinagre y sal para que no pudieses
descansar nunca y vivieras en perpetua zozobra y en anhelo inacabable.
Si no he logrado desasosegarte con mi Quijote es, créemelo bien, por mi
torpeza y porque este muerto papel en que escribo ni grita, ni chilla,
ni suspira, ni llora, porque no se hizo el lenguaje para qué tú y yo
nos entendiéramos.

Y ahora vamos a asistir a bien morir a Don Quijote.




                              CAPÍTULO LXXIV

De cómo Don Quijote cayó malo, y del testamento que hizo, y su muerte.


                           Dió el alma a quien se la dió,
                           El Cual la ponga en el cielo
                           y en su gloria,
                           y aunque la vida murió,
                           nos dejó harto consuelo
                           su memoria.

                              (Final de las coplas que Jorge Manrique
                              compuso a la muerte de su padre D. Rodrigo
                              Manrique, gran maestre de Santiago.)


Llegamos al cabo, oh lector, al remate de esta lastimosa historia; a
la coronación de la vida de Don Quijote, o sea a su muerte. Pues toda
vida se corona y completa en muerte y a la luz de la muerte es como hay
que mirar la vida. Y tan es así, que aquella antigua máxima que dice
«cual fué la vida tal será la muerte»--_sicut vita finis ita_--habrá
que cambiarla diciendo «cual es la muerte, tal fué la vida». Una muerte
buena y gloriosa abona y glorifica la vida toda, por mala e infame
que ésta hubiese sido, y una muerte mala malea la vida al parecer más
buena. En la muerte se revela el misterio de la vida, su secreto fondo.
En la muerte de Don Quijote se reveló el misterio de su vida quijotesca.

Seis días estuvo encamado con calentura, desahucióle el médico,
quedóse solo y durmió más de seis horas de un tirón. _Despertó al
cabo del tiempo dicho, y dando una gran voz dijo: Bendito sea el
poderoso Dios que tanto bien me ha hecho. En fin, sus misericordias
no tienen límite, ni las abrevian ni impiden los pecados de los
hombres._ ¡Piadosísimas palabras! Preguntóle la sobrina qué le pasaba
y respondió: _Las misericordias, sobrina, son las que en este instante
ha usado Dios conmigo, a quien, como dije, no las impiden mis pecados.
Yo tengo juicio ya libre y claro, sin las sombras caliginosas de la
ignorancia, que sobre él me pusieron mi amarga y continua leyenda de
los detestables libros de caballerías. Yo conozco sus disparates y sus
embelecos, y no me pesa sino que este desengaño ha llegado tan tarde,
que no me deja tiempo para hacer alguna recompensa, leyendo otros que
sean luz del alma. Yo me siento, sobrina, a punto de muerte; quería
hacerla de tal modo que diese a entender que no había sido mi vida tan
mala que dejase renombre de loco: que puesto que lo he sido, no querría
confirmar esta verdad en mi muerte._

¡Pobre Don Quijote! A lindero de morir y a la luz de la muerte confiesa
y declara que no fué su vida sino sueño de locura. ¡La vida es sueño!
Tal es, en resolución última, la verdad a que con su muerte llega Don
Quijote y en ella se encuentra con su hermano Segismundo.

Mas todavía lamenta no poder leer otros libros, que sean luz del alma.
¿Libros? ¿Pero es, noble hidalgo, que no estás desengañado ya de
ellos? Libros te metieron a caballero andante, libros te llevaban a
ser pastor; ¿y si esos libros que sean luz del alma te meten en otras,
aunque nuevas caballerías? ¿Será cosa de recordar aquí, una vez más,
a Íñigo de Loyola en cama, herido, en Pamplona, pidiendo le llevasen
libros de caballerías para matar con ellos el tiempo y dándole la vida
de Cristo Nuestro Señor y el FLOS SANCTORUM, los que le empujaron a
meterse a ser caballero andante a lo divino?

Llamó Don Quijote a sus buenos amigos el cura, el bachiller Sansón
Carrasco y a Maese Nicolás el barbero, y pidió confesarse y hacer
testamento. Y apenas vió entrar a los tres les dijo: _dadme albricias,
buenos señores, de que ya yo no soy Don Quijote de la Mancha, sino
Alonso Quijano, a quien mis costumbres me dieron renombre de bueno_.
Pocos días hace que hablando con D. Álvaro de Tarfe y al llamarle éste
bueno, le dijo: _yo no sé si soy bueno, pero sé decir que no soy el
malo_, tal vez recordando aquello del Evangelio: «¿por qué me llamas
bueno? Ninguno es bueno sino uno: Dios» (Mat., XIX, 17) y ahora a pique
de morir y por la luz de la muerte alumbrado, dice que sus costumbres
le dieron _renombre de bueno_. ¡Renombre! ¡renombre! y ¡cuán dura
de arrancar es, Don Quijote mío, la raíz de la locura de tu vida!
¡Renombre de bueno! ¡renombre!

Siguió disertando piadosamente, abominó de Amadís de Gaula y _de toda
la infinita caterva de su linaje_, y al oirle creyeron los tres _que
alguna nueva locura le había tomado_. Y así era en verdad, que le tomó
la última locura, la no curadera, la de la muerte. La vida es sueño, de
cierto, pero dinos, desventurado Don Quijote, tú que despertaste del
sueño de tu locura para morir abominando de ella, dinos, ¿no es sueño
también la muerte? ¡Ah, y si fuera sueño eterno y sueño sin ensueños ni
despertar, entonces, querido Caballero, en qué más valía la cordura de
tu muerte que la locura de tu vida? Si es la muerte sueño, Don Quijote
mío, ¿por qué han de ser molinos los gigantes, carneros los ejércitos,
zafia labradora Dulcinea y burladores los hombres? Si es la muerte
sueño, locura y sólo honda locura fué tu anhelo de inmortalidad.

Y si fué sueño y vanidad tu locura ¿qué sino sueño y vanidad es todo
heroísmo humano, todo esfuerzo en pro del bien del prójimo, toda
ayuda a los menesterosos y toda guerra a los opresores? Si fué sueño
y vanidad tu locura de no morir, entonces sólo tienen razón en el
mundo los bachilleres Carrascos, los Duques, los Don Antonio Moreno,
cuantos burladores, en fin, hacen del valor y de la bondad pasatiempo y
regocijo de sus ocios. Si fué sueño y vanidad tu ansia de vida eterna,
toda la verdad se encierra en aquellos versos de la Odisea:

      τὸν δὲ ζεοὶ μὲν τεῦξαν, ἐπεxλώσαντο δ'δλεζρον
      ἀνζρώποις ΐνα ᾖσι xαὶ ἐσσομένοισιν ἀοιδή

                                          (VIII, 579-580)

«Los dioses traman y cumplen la perdición de los mortales para que los
venideros tengan algo que cantar». Y entonces sí que podemos decir
con Segismundo, tu hermano, que «el delito mayor del hombre es haber
nacido». Más nos valiera, si eso así fuese, no haber visto la luz del
sol ni haber recogido en nuestro pecho el aire de la vida.

¿Qué te arrastró, Don Quijote mío, a tu locura de renombre y fama y
a tu ansia de sobrevivir con gloria en los recuerdos de los hombres,
sino tu ansia de no morir, tu anhelo de inmortalidad, esa herencia que
heredamos de nuestros padres, «que tenemos un apetito de divinidad y
una locura y frenesí de querer ser más de lo que somos», para servirme
de palabras del Padre Alonso Rodríguez, tu contemporáneo (EJERCICIO
DE PERFECCIÓN Y VIRTUDES CRISTIANAS, tratado octavo, cap. XV)? ¿Qué
es sino el espanto de tener que llegar a ser nada lo que nos empuja a
querer serlo todo, como único remedio para no caer en ese tan pavoroso
de anonadarnos?

Pero allí estaba Sancho, en la cumbre de su fe, a que llegó después de
tantos tumbos, arredros y tropiezos, y Sancho al oirle tan desengañado,
le dijo: _¿ahora, señor Don Quijote, que tenemos nueva que está
desencantada la señora Dulcinea, sale vuesa merced con eso; y ahora
que estamos tan a pique de ser pastores para pasar la vida cantando
como unos príncipes, quiere vuesa merced hacerse ermitaño? Calle por su
vida, vuelva en sí, y déjese de cuentos_. ¡Notables palabras! _¡Vuelva
en si! ¡Vuelva en sí y déjese de cuentos!_ Mas ¡ay! amigo Sancho, que
tu amo no puede ya volver en sí, sino que ha de volver al seno de la
tierra todoparidora, que a todos nos da a luz y a todos nos recoge en
sombras. ¡Pobre Sancho, que te quedas solo con tu fe, con la fe que dió
tu amo!

¡Déjese de cuentos! _Los de hasta aquí--replicó Don Quijote--que han
sido verdaderos en mi daño, los ha de volver mi muerte, con ayuda
del cielo, en mi provecho._ Sí, Don Quijote mío, esos cuentos son tu
provecho. Tu muerte fué aún más heroica que tu vida, porque al llegar
a ella cumpliste la más grande renuncia, la renuncia de tu gloria, la
renuncia de tu obra. Fué tu muerte encumbrado sacrificio. En la cumbre
de tu pasión, cargado de burlas, renuncias no a ti mismo, sino a algo
más grande que tú: a tu obra. Y la gloria te acoja para siempre.

_Hizo salir la gente el cura, y quedóse solo con él y confesóle. Y
acabóse la confesión y salió el cura diciendo: verdaderamente se muere
y verdaderamente está cuerdo Alonso Quijano el Bueno; bien podemos
entrar para que haga su testamento._ Rompieron a llorar Sancho, el ama
y la sobrina, porque en verdad _en tanto que Don Quijote fué Alonso
Quijano el Bueno a secas, y en tanto que fué Don Quijote de la Mancha,
fué siempre de apacible condición y de agradable trato, y por esto
no sólo era bien querido de los de su casa, sino de todos cuantos le
conocían_. Fué siempre bueno, bueno sobre todo y ante todo, bueno con
bondad nativa, y esta bondad que sirvió de cimiento a la cordura de
Alonso Quijano y a su muerte ejemplar, esta misma bondad sirvió de
cimiento a la locura de Don Quijote y a su ejemplarísima vida. La raíz
de tu locura de inmortalidad, la raíz de tu anhelo de vivir en los
inacabables siglos, la raíz de tu ansia de no morir, fué tu bondad,
Don Quijote mío. El bueno no se resigna a disiparse, porque siente que
su bondad hace parte de Dios, del Dios que es Dios no de los muertos,
sino de los vivos, pues para él viven todos. La bondad no teme ni al
infinito ni a lo eterno; la bondad reconoce que sólo en alma humana se
perfecciona y acaba; la bondad sabe que es una mentira la realización
del Bien en el proceso de la especie. El toque está en ser bueno, sea
cual fuere el sueño de la vida. Ya lo dijo Segismundo (jornada II,
escena IV),

      que estoy soñando y que quiero
      obrar bien, pues no se pierde
      el hacer bien aun en sueños.

Y si la bondad nos eterniza ¿qué mayor cordura que morirse?
_Verdaderamente se muere y verdaderamente está cuerdo Alonso Quijano el
Bueno_; muere a la locura de la vida, despierta de su sueño.

Hizo Don Quijote su testamento y en él la mención de Sancho que éste
se merecía, pues si loco fué su amo parte a darle el gobierno de la
ínsula, _pudiera estando cuerdo darle el de un reino, se le diera,
porque la sencillez de su condición y fidelidad de su trato lo merece_.
Y volviéndose a Sancho, quiso quebrantarle la fe y persuadirle de que
no había habido caballeros andantes en el mundo, a lo cual Sancho,
henchido de fe y loco de remate cuando su amo se moría cuerdo,
respondió llorando: _Ay, no se muera vuesa merced, señor mío, sino tome
mi consejo y viva muchos años, porque la mayor locura que puede hacer
un hombre en esta vida es dejarse morir sin más ni más_. ¿La mayor
locura, Sancho?

      “Y consiento en mi morir
      con voluntad placentera
      clara y pura;
      que querer hombre vivir
      cuando Dios quiere que muera,
      es locura”

pudo contestarte tu amo, con palabras del Maestre D. Rodrigo Manrique,
tales cuales en su boca las pone su hijo D. Jorge, el de las coplas
inmortales.

Y dicho lo de la locura de dejarse morir, volvió Sancho a las andadas,
hablando a Don Quijote del desencanto de Dulcinea y de los libros de
caballerías. ¡Oh heroico Sancho, y cuán pocos advierten el que ganaste
la cumbre de la locura cuando tu amo se despeñaba en el abismo de
la sensatez, y que sobre su lecho de muerte irradiaba tu fe, tu fe,
Sancho, la fe de ti que ni has muerto ni morirás! Don Quijote perdió
su fe y murióse, tú la cobraste y vives; era preciso que él muriera en
desengaño, para que en engaño vivificante vivas tú.

¡Oh Sancho, y cuán melancólico es tu recuerdo de Dulcinea ahora en
que tu amo se prepara al trance de la muerte! Ya no es Don Quijote,
sino Alonso Quijano el Bueno, el tímido hidalgo que se pasó doce años
queriendo como a la lumbre de sus ojos, de esos ojos que en breve ha de
comerse la tierra, a Aldonza Lorenzo, la hija de Lorenzo Corchuelo y de
Aldonza Nogales, la del Toboso. Al recordarle, Sancho, en su lecho de
muerte a su dama, le recuerdas a la garrida moza a la que sólo gozó, a
hurtadillas, con los ojos cuatro veces en doce largos años de soledad y
de recato. La vería el hidalgo ahora casada ya, rodeada de sus hijos,
gloriándose en su marido, haciendo fructificar la vida en el Toboso.
Y entonces, en su lecho de muerte de soltero, pensó acaso que pudo
haberla llevado a él y haber bebido de ella en él la vida. Y habría
muerto sin gloria, sin que Dulcinea le llamase desde el cielo de la
locura, pero sintiendo sobre sus labios fríos los ardientes labios de
Aldonza, y rodeado de sus hijos en quienes perviviría. ¡Tenerla allí,
en el lecho en que morías, buen hidalgo, y en que se habrían confundido
antes veces en una sola vuestras sendas vidas; tenerla allí, cogida de
su mano tu mano y dándote así con la suya un calor que de la tuya se
escapaba, y ver llegar la luz encegadora del último misterio, luz de
tinieblas, en sus ojos llorosos y despavoridos, fijos en los cuales
pasarían a la eterna visión los tuyos! Te morías sin haber gozado del
amor, del único amor que a la muerte vence. Y entonces, al oir a Sancho
hablar de Dulcinea, debiste de repasar en tu corazón aquellos doce
largos años de la tortura de vergonzosidad invencible. Fué tu último
combate, mi Don Quijote, del que ninguno de los que te rodeaban en tu
lecho de muerte se dió cata.

Acudió el bachiller en ayuda de Sancho, y al oirlo dijo Don Quijote
con mortal sosiego: _Señores, vámonos poco a poco, pues ya en los
nidos de antaño no hay pájaros ogaño: yo fuí loco y ya soy cuerdo; fuí
Don Quijote de la Mancha, y soy ahora, como he dicho, Alonso Quijano
el Bueno: pueda con vuesas mercedes mi arrepentimiento y mi verdad
volverme a la estimación que de mí se tenía._ Sanaste, Caballero,
para morir; volviste a ser Alonso Quijano el Bueno para morir. Mira,
pobre Alonso Quijano, mira a tu pueblo y ve si no sanará de su locura
para morirse luego. Molido y maltrecho y después de que allá, en las
Américas, acabaron de vencerle, retorna a su aldea, ¿A curar de su
locura? ¡Quién sabe!... Tal vez a morir. Tal vez a morir si no quedara
Sancho, que te reemplazará lleno de fe. Porque tu fe, Caballero, se
atesora en Sancho hoy.

Sancho, que no ha muerto, es el heredero de tu espíritu, buen hidalgo,
y esperamos tus fieles en que Sancho sienta un día que se le hincha
de quijotismo el alma, que le florecen los viejos recuerdos de su
vida escuderil, y vaya a tu casa y se revista de tus armaduras, que
hará se las arregle a su talla y cuerpo el herrero del lugar, y saque
a Rocinante de su cuadra y monte en él, y embrace tu lanza, la lanza
con que diste libertad a los galeotes y derribaste al Caballero de los
Espejos, y sin hacer caso de las voces de tu sobrina, salga al campo
y vuelva a la vida de aventuras, convertido de escudero en caballero
andante. Y entonces, Don Quijote mío, entonces es cuando tu espíritu
se asentará en la tierra. Es Sancho, es tu fiel Sancho, es Sancho el
bueno, el que enloqueció cuando tú curabas de tu locura en tu lecho de
muerte, es Sancho el que ha de asentar para siempre el quijotismo sobre
la tierra de los hombres. Cuando tu fiel Sancho, noble Caballero, monte
en tu Rocinante, revestido de tus armas y embrazando tu lanza, entonces
resucitarás en él, y entonces se realizará tu ensueño. Dulcinea os
cogerá a los dos y estrechándoos con sus brazos contra su pecho, os
hará uno solo.

_Vámonos poco a poco, pues ya en los nidos de antaño no hay pájaros
ogaño; disipóse el sueño._

      “Y la experiencia me enseña
      que el hombre que vive sueña
      lo que es, hasta dispertar.
      Sueña el rey que es rey y vive
      con este engaño mandando,
      disponiendo y gobernando.”

                              (LA VIDA ES SUEÑO, II, 19)

Soñó Don Quijote que era caballero andante hasta que todas sus aventuras

      “en cenizas le convierte
      la muerte--¡desdicha fuerte!”

                                                (II, 19)

¿Qué fué la vida de Don Quijote?

      “¿Qué es la vida? Una ilusión,
      una sombra, una ficción,
      y el mayor bien es pequeño;
      que toda la vida es sueño
      y los sueños sueños son.”

                                                (II, 19)

_¡Ay, no se muera vuesa merced, señor mío, sino tome mi consejo y viva
muchos años!_

      “¿Otra vez?--¡qué es esto, cielos!--
      ¿queréis que sueñe grandezas
      que ha de deshacer el tiempo?
      ¿Otra vez queréis que vea
      entre sombras y bosquejos
      la majestad y la pompa
      desvanecida del viento?”

                                                (III, 3)

_Señores, vámonos poco a poco, pues ya en los nidos de antaño no hay
pájaros ogaño._

      "Idos, sombras que fingís
      hoy a mis sentidos muertos
      cuerpo y voz, siendo verdad
      que ni tenéis voz ni cuerpo;
      que no quiero majestades
      fingidas, pompas no quiero
      fantásticas, ilusiones
      que al soplo menos lijero
      del aura han de deshacerse,
      bien como el florido almendro
      que por madrugar sus flores
      sin aviso y sin consejo,
      al primer soplo se apagan,
      marchitando y desluciendo
      de los rosados capullos
      belleza, luz y ornamento.”

                                               (III, 70)

Dejadme, que digo con mi hermana Teresa de Jesús:

      Aquella vida de arriba
      es la vida verdadera:
      hasta que esta vida muera
      no se goza estando viva:
      muerte, no me seas esquiva:
      vivo muriendo primero,
      que muero porque no muero.

_¡Señores, vámonos poco a poco, pues ya en los nidos de antaño no hay
pájaros ogaño!_ O como dijo Íñigo de Loyola cuando al tiempo de ir a
despertar del sueño de la vida, ya espirante, querían darle un poco
de sustancia: «ya no es tiempo deso» (Rivadeneira, lib. IV, capítulo
XVI) y murió Íñigo como había de morir unos cincuenta años más tarde
Don Quijote, sencillamente, sin comedia alguna, sin reunir gente en
torno de su lecho ni hacer espectáculo de la muerte, como se mueren los
verdaderos santos y los verdaderos héroes, casi como los animales se
mueren: acostándose a morir.

Siguió dictando el buen Alonso Quijano su testamento y mandó toda
su hacienda a puerta cerrada a Antonia Quijana, su sobrina, mas
imponiéndola como obligación para el disfrute de ella que _si quiere
casarse, se case con hombre de quien primero se haya hecho información
que no sabe qué cosa sean libros de caballerías; y en caso que se
averiguare que lo sabe y con todo eso mi sobrina quiere casarse con
él y se casare, pierda todo lo que le he mandado, lo cual puedan mis
albaceas distribuir en obras pías a su voluntad_.

Y ¡qué bien calaba Don Quijote que entre el oficio de marido y de
caballero andante hay mutua y fortísima irreductibilidad! Y al dictar
esto ¿no pensaría acaso el buen hidalgo en su Aldonza y que de haber él
roto el sello de su demasiado amor se habría ahorrado las malandanzas
caballerescas, preso junto al fogón del hogar por los brazos de ella?

Tu testamento se cumple, Don Quijote, y los mozos de esta tu patria
renuncian a todas las caballerías para poder gozar de las haciendas de
tus sobrinas, que son casi todas las españolas, y gozar de las sobrinas
mismas. En sus brazos se ahoga todo heroísmo. Tiemblan de que a sus
novios y maridos les dé la ventolera por donde le dió a su tío. Es tu
sobrina, Don Quijote, es tu sobrina la que hoy reina y gobierna en tu
España; es tu sobrina, no Sancho. Es la medrosica, casera y encojada
Antonia Quijana, la que temía te diese por dar en poeta, _enfermedad
incurable y pegadiza_; la que ayudó con tanto celo al cura y al
barbero a quemar tus libros; la que te aconsejaba no te metieses en
pendencias ni fueses por el mundo en busca de pan de trastrigo; la que
se te atrevió a asegurar en tus barbas que todo eso de los caballeros
andantes es fábula y mentira, doncellesco atrevimiento que te obligó
a exclamar: _Por el Dios que me sustenta, que si no fueras mi sobrina
derechamente como hija de mi misma hermana, que había de hacer un tal
castigo en ti, por la blasfemia que has dicho, que sonara por todo el
mundo_; es ésta, la _rapaza que apenas sabe menear doce palillos de
randas_ y se atrevía a poner lengua en las historias de los caballeros
andantes y a censurarlas, es ésta la que maneja y zarandea y asenderea
como a unos dominguillos a los hijos de tu España. No es Dulcinea del
Toboso, no; no es tampoco Aldonza Lorenzo, por la que se suspira doce
años sin haberla visto sino sólo cuatro veces y sin haberla confesado
amor; es Antonia Quijana, la que apenas sabe menear doce palillos de
randas y menea a los hombres de hoy en tu patria.

Es Antonia Quijana la que por mezquindad de espíritu, por creer a su
marido pobre, le retiene y le impide lanzarse a heroicas aventuras
en que cobre eterno nombre y fama. ¡Si fuese siquiera Dulcinea!...
Dulcinea, sí; por extraño que nos parezca, Dulcinea puede moverle a uno
a renunciar a toda gloria, a que se dé la gloria de renunciar a ella.
Dulcinea, o mejor dicho, Aldonza. Aldonza, la ideal, puede decirle:
«Ven, ven acá a mis brazos y deshaz en lágrimas tus ansias sobre mi
pecho, ven acá; ya veo, veo para ti un empinado tormo en los siglos de
los hombres, un picacho en que te contemplen tus hermanos todos; te veo
aclamado por sus generaciones, pero ven a mí y por mí renuncia a todo
eso, serás así más grande, mi Alonso, serás más grande. Toma mi boca
entera y hártala de calientes besos en su silencio, y renuncia a que
ande en frío tu nombre en bocas de los que no has de conocer nunca.
¿Oirás luego de muerto lo que de ti digan? ¡Sepulta en mi pecho todo
tu amor, que si él es grande, mejor es que lo sepultes en mí a no que
lo desparrames entre los hombres pasajeros y casquivanos! No merecen
admirarte, mi Alonso, no merecen admirarte. Serás para mí sola y así
serás mejor para el Universo todo y para Dios. Parecerán así perdidos
tu poderío y tu heroísmo, mas no hagas caso, ¿sabes, por ventura, el
efluvio inmenso de vida que, sin nadie notarlo, se desprende de un amor
heroico y callado y se desparrama luego por más allá de los hombres
todos hasta el confín de las últimas estrellas? ¿Sabes la misteriosa
energía que irradia a todo un pueblo y a sus generaciones venideras
hasta la consumación de los siglos de una feliz pareja donde se asienta
el amor triunfante y silencioso? ¿Sabes lo que es conservar el fuego
sagrado de la vida y aun encenderlo más y más en un culto callado y
recogido? El amor con sólo amar y sin hacer otra cosa cumple una labor
heroica. Ven y renuncia a toda acción entre mis brazos, que este tu
reposo y tu oscurecimiento en ellos serán fuente de acciones y de
claridades para los que nunca sabrán tu nombre. Cuando hasta el eco de
tu nombre se disipe en el aire, al disiparse éste, aún el rescoldo de
tu amor calentará las ruinas de los orbes. Ven y date a mí, Alonso,
que aunque no salgas a los caminos a enderezar entuertos, tu grandeza
no habrá de perderse, pues en mi seno nada se pierde. Ven, que yo te
llevaré desde el reposo de mi regazo al reposo final e inacabable».

Así podría hablar Aldonza, y sería grande Alonso renunciando en sus
brazos a toda gloria; pero tú, Antonia, tú no sabes hablar así. Tú no
crees que el amor vale más que la gloria; tú lo que crees es que ni el
amor ni la gloria valen el amodorrador sosiego del hogar, que ni el
amor ni la gloria valen la seguridad de los garbanzos; tú crees que el
Coco se lleva a los que duermen poco, y no sabes que el amor, lo mismo
que la gloria, no duerme, sino vela.

Acabó de hacer su testamento Alonso Quijano, recibió los sacramentos,
abominó de nuevo de los libros de caballerías, y _entre compasiones y
lágrimas de los que allí se hallaban, dió su espíritu; quiero decir que
se murió_, agrega el historiador.

_¡Dió su espíritu!_ ¿Y a quién se lo dió? Dónde está hoy? ¿dónde sueña?
¿dónde vive? ¡cuál es el abismo de la cordura en que van a descansar
las armas curadas del sueño de la vida, de la locura de no morir? ¡Oh
Dios mío; Tú que diste vida y espíritu a Don Quijote en la vida y en
el espíritu de su pueblo; Tú que inspiraste a Cervantes esa epopeya
profundamente cristiana; Tú, Dios de mi sueño, ¿dónde acoges los
espíritus de los que atravesamos este sueño de la vida tocados de la
locura de vivir por los siglos de los siglos venideros? Nos diste el
ansia de renombre y fama, como sombra de tu gloria; pasará el mundo
¿pasaremos con él también nosotros. Dios mío?

¡La vida es sueño! ¿Será acaso también sueño, Dios mío, este tu
Universo de que eres la Conciencia eterna e infinita? ¿será un sueño
tuyo? ¿será que nos estás soñando? ¿Seremos sueño, sueño tuyo, nosotros
los soñadores de la vida? Y si así fuese ¿qué será del Universo todo,
qué será de nosotros, qué será de mí cuando Tú, Dios de mi vida,
despiertes? ¡Suéñanos, Señor! Y ¿no será tal vez que despiertas para
los buenos cuando a la muerte despiertan ellos del sueño de la vida?
¿Podemos acaso nosotros, pobres sueños soñadores, soñar lo que sea la
vela del hombre en tu eterna vela, Dios nuestro? ¿No será la bondad
resplandor de la vigilia en las oscuridades del sueño? Mejor que
indagar tu sueño y nuestro sueño, escudriñando el Universo y la vida,
mejor mil veces obrar el bien,

                    pues no se pierde
      el hacer bien, ni aun en sueños.

Mejor que investigar si son molinos o gigantes los que se nos muestran
dañosos, seguir la voz del corazón y arremeterlos, que toda arremetida
generosa trasciende del sueño de la vida. De nuestros actos y no de
nuestras contemplaciones sacaremos sabiduría. ¡Suéñanos, Dios de
nuestro sueño!

¡Consérvale a Sancho su sueño, su fe, Dios mío, y que crea en su vida
perdurable y que sueñe ser pastor allá en los infinitos campos de
Tu Seno, endechando sin fin a la Vida inacabable que eres Tú mismo;
consérvasela, Dios de mi España! Mira, Señor, que el día en que tu
siervo Sancho cure de su locura, se morirá, y al morir él se morirá su
España, tu España, Señor. Fundaste este tu pueblo, el pueblo de tus
siervos Don Quijote y Sancho, sobre la fe en la inmortalidad personal;
mira, Señor, que esa es nuestra razón de vida y es nuestro destino
entre los pueblos el de hacer que esa nuestra verdad del corazón
alumbre las mentes contra todas las tinieblas de la lógica y del
raciocinio y consuele los corazones de los condenados al sueño de la
vida.

        _Así el vivir nos mata
      que la muerte nos torna a dar la vida._

Agrega el historiador que pidió el cura al escribano le diese por
testimonio _cómo Alonso Quijano el Bueno, llamado comúnmente Don
Quijote de la Mancha, había pasado de esta presente vida y muerto
naturalmente, y que el tal testimonio pedía para quitar la ocasión de
que algún autor le resucitase falsamente_, y más adelante añade que
yace en la huesa _tendido de largo, imposibilitado de hacer tercera
jornada y salida nueva_.

¿Pero es que creéis que Don Quijote no ha de resucitar? Hay quien cree
que no ha muerto; que el muerto, y bien muerto, es Cervantes que quiso
matarle, y no Don Quijote. Hay quien cree que resucitó al tercer día,
y que volverá a la tierra en carne mortal y a hacer de las suyas. Y
volverá cuando Sancho, agobiado hoy por los recuerdos, sienta hervir la
sangre que acopió en sus andanzas escuderiles, y monte, como dije, en
Rocinante, y revestido de las armas de su amo, embrace el lanzón y se
lance a hacer de Don Quijote. Y su amo vendrá entonces y encarnará en
él. ¡Ánimo, Sancho heroico, y aviva esa fe que encendió en ti tu amo y
que tanto te costó atizar y afirmar! ¡ánimo!

Y no se cuenta milagro que hiciese después de muerto, como se cuenta
del Cid que ganó batalla siendo cadáver, y se cuenta de él además que
estando muerto también y queriendo un judío tocarle la barba, que en su
vida nadie se la tocó,

        Antes que a la barba llegue, el buen Cid había empuñado
      a la su espada tizona, y un buen palmo la había sacado;
      el judío que esto vido, muy gran pavor ha cobrado;
      tendido cayó de espaldas, amortecido de espanto.

Don Quijote no sé que haya ganado batalla después de muerto y sé que
muchos judíos osan tocarle la barba. De Don Quijote no se sabe que haya
hecho milagro alguno después de muerto, pero ¿no basta con los que
hizo en vida, y no fué perpetuo milagro su carrera toda de aventuras?
Cuanto más que, como recordaba el P. Rivadeneira, en el capítulo final
de su tantas veces aquí citada obra al hablarnos de los milagros que
Dios hizo por San Ignacio, entre los nacidos de mujer no se había
levantado, al decir del Evangelio, otro mayor que San Juan Bautista, y
con todo eso dice de él el Evangelio mismo que no hizo milagro alguno.
Y si el piadoso biógrafo de Loyola tiene por el mayor milagro de éste
la fundación de la Compañía de Jesús ¿no hemos de tener nosotros por
el milagro mayor de Don Quijote el que hubiese hecho escribir la
historia de su vida a un hombre que, como Cervantes mostró en sus
demás trabajos, la endeblez de su ingenio y cuán por debajo estaba, en
el orden natural de las cosas, de lo que para contar las hazañas del
Ingenioso Hidalgo y tal cual él las contó, se requería?

No cabe duda sino que en EL INGENIOSO HIDALGO DON QUIJOTE DE LA
MANCHA que compuso Miguel de Cervantes Saavedra se mostró éste muy
por encima de lo que podríamos esperar de él juzgándole por sus otras
obras; se sobrepujó con mucho a sí mismo. Por lo cual es de creer que
el historiador arábigo Cide Hamete Benengeli no es un puro recurso
literario, sino que encubre una profunda verdad, cual es la de que esa
historia se la dictó a Cervantes otro que llevaba dentro de sí y al que
ni antes ni después de haberla escrito, trató una vez más; un espíritu
que en las profundidades de su alma habitaba. Y esta inmensa lejanía
que hay de la historia de nuestro Caballero a todas las demás obras
que Cervantes escribió, este patentísimo y espléndido milagro es la
razón principal--si para ellos hiciesen, que no hacen falta razones,
miserables siempre--para creer nosotros y confesar que la historia fué
real y verdadera, y que el mismo Don Quijote envolviéndose en Cide
Hamete Benengeli, se la dictó a Cervantes. Y aun llego a sospechar que
mientras he estado explicando y comentando esta vida me han visitado
secretamente Don Quijote y Sancho, y aun sin yo saberlo, me han
desplegado y descubierto las entretelas de sus corazones.

Y he de añadir aquí que muchas veces tenemos a un escritor por persona
real y verdadera e histórica por verle de carne y hueso y a los sujetos
que finge en sus ficciones no más sino por de pura fantasía, y sucede
al revés, y es que estos sujetos lo son muy de veras y de toda realidad
y se sirven de aquel otro que nos parece de carne y hueso para tomar
ellos ser y figura ante los hombres. Y cuando despertemos todos del
sueño de la vida, se han de ver a este respecto cosas muy peregrinas y
se espantarán los sabios al ver qué es la verdad y qué es la mentira y
cuán errados andábamos al pensar que esa quisicosa que llamamos lógica
tenga valor alguno fuera de este miserable mundo en que nos tienen
presos el tiempo y el espacio, tiranos del espíritu.

Cosas muy peregrinas conoceremos allí respecto a la vida y a la muerte,
y allí se verá cuán profundo sentido tiene la primera parte del
epitafio que en la sepultura de Don Quijote puso Sansón Carrasco y que
dice:

      _Yace aquí el hidalgo fuerte
      que a tanto extremo llegó
      de valiente, que te advierte,
      que la muerte no triunfó
      de tu vida con la muerte._

Y así es, pues Don Quijote es, merced a su muerte, inmortal; la muerte
es nuestra inmortalizadora.

Nada pasa, nada se disipa, nada se anonada; eternízase la más pequeña
partecilla de materia y el más débil golpecito de fuerza y no hay
visión, por huidera que sea, que no quede reflejada para siempre en
alguna parte. Así como si al pasar por un punto, en el infinito de las
tinieblas, se encendiera y brillara por un momento todo lo que por
allí pasase, así brilla un momento en nuestra conciencia del presente
cuanto desfila de lo insondable del porvenir a lo insondable del
pasado. No hay visión ni cosa ni momento de ella que no descienda a las
honduras eternas de donde salió y allí se quede. Sueño es este súbito y
momentáneo encendimiento de la sustancia tenebrosa, sueño es la vida,
y apagado el pasajero fulgor desciende su reflejo a las honduras de
las tinieblas y allí queda y persiste hasta que una suprema sacudida
lo reenciende para siempre un día. Porque la muerte no triunfa de la
vida con la muerte de ésta. Muerte y vida son mezquinos términos de que
nos valemos en esta prisión del tiempo y del espacio; tienen ambas una
raíz común y la raigambre de esta raíz arraiga en la eternidad de lo
infinito, en Dios, Conciencia del Universo.

Al acabar la historia colgó el historiador su pluma y le dijo: _aquí
quedarás colgada desta espetera y deste hilo de alambre, ni sé si
bien cortada o mal tajada péñola mía, adonde vivirás luengos siglos,
si presuntuosos y malandrines historiadores no te descuelgan para
profanarte_.

Líbreme Dios de meterme a contar sucesos que al puntualísimo
historiador de Don Quijote se le hubiesen escapado; nunca me tuve por
erudito ni me he metido jamás a escudriñar los archivos caballerescos
de la Mancha. Yo sólo he querido explicar y comentar su vida.

_Para mí solo nació Don Quijote, y yo para él; él supo obrar y yo
escribir_, hace decir el historiador a su pluma. Y yo digo que para
que Cervantes contara su vida y yo la explicara y comentara nacieron
Don Quijote y Sancho, Cervantes nació para contarla y explicarla, y
para comentarla nací yo... No puede contar tu vida, ni puede explicarla
ni comentarla, señor mío Don Quijote, sino quien esté tocado de tu
misma locura de no morir. Intercede, pues, en favor mío, oh mi señor y
patrón, para que tu Dulcinea del Toboso, ya desencantada merced a los
azotes de tu Sancho, me lleve de su mano a la inmortalidad del nombre y
de la fama. ¡Y si es la vida sueño, déjame soñarla inacabable!

      A reinar, fortuna, vamos.
      No me despiertes, si sueño.

                               (LA VIDA ES SUEÑO, II, 4)

                    καὶ μαχόμην κατ' ἔμ'αὐτὸν ἐγώ
                            ΙΛΙΑΛΟΣ Α' σοα'




                              VOCABULARIO


Hay en este libro unas pocas voces, no llegan a treinta, que no se
encuentran en la última edición, la décimatercia, del DICCIONARIO DE LA
LENGUA CASTELLANA POR LA REAL ACADEMIA ESPAÑOLA, que pasa por oficial,
y voces que tampoco son de uso corriente entre escritores. Las más de
ellas--su casi totalidad--las he tomado de boca del pueblo de esta
región salmantina, que las emplea corrientemente, tres de ellas las
he formado yo mismo según la analogía del lenguaje castellano, y una
(_oíslo_) se halla en el QUIJOTE.

Creo que para enriquecer el idioma mejor que ir a pescar en viejos
librotes de antiguos escritores vocablos hoy muertos, es sacar de las
entrañas del idioma mismo, del habla popular, voces y giros que en
ellas viven, tanto más cuanto que de ordinario los más de los arcaísmos
perduran como provincialismos hoy.

He aquí esas voces:

_adulciguar._--Ésta la he formado yo siguiendo la analogía que de las
latinas _sanctificare_, _mortificare_, _verificare_, _testificare_,
etc., nos da santiguar, amortiguar, averiguar, atestiguar, etc., por un
proceso fonético que no es de este lugar explicarlo, y de _fructificar_
dió el «afruchiguar» que usan aún hoy los judíos españoles de Oriente.
Así de _dulcificare_ he formado adulciguar, esto es: dulcificar, y es
más que posible que esta voz haya sido usada.

_brezar._--El Diccionario de la Academia trae _brizar_, y agrega
_ant._, esto es, «anticuado». Será anticuado entre los académicos, pero
en esta provincia de Salamanca, por lo menos, es voz viva y bien viva y
enteramente moderna. Dicen _brizar o brezar_--más esto que aquello--y
significa «cunar, mover la cuna para adormecer a los niños».

_cogolmar._--Colmar, llenar más la medida.

_cogüelmo._--Colmo, lo que pasa de la medida.

_cotena._--Costra de porquería. Se dice, por ejemplo, «el muy marrano
tiene dos jemes de cotena a cuestas».

_desfalladero._--Derrumbadero. Se usa en la ribera del Duero, raya de
Portugal.

_desenchinarrar._--Lo contrario de enchinarrar; desencachar o
desadoquinar.

_desentoñar._--Desatollar algo, sacarlo del barro, de la tierra o de
otro sitio en que estuviera entoñado.

_enchinarrar._--Poner chinarros en una calzada o calle; adoquinarla.

_enfusar._--Este bonito verbo, del participial latino _infusare_, el
cual a su vez se formó del participio _infusus_, de _infundere_, se
usa mucho en esta provincia de Salamanca en el sentido de embutir,
tratándose en especial de embutir carnes de cerdo. Yo le extiendo
el significado, haciéndolo equivalente del vocablo culto infundir.
Del mismo modo tenemos: ayudar, cantar, olvidar, hartar, hurtar,
untar, echar, usar, etc., de los participales _adiutare-adiutus_,
_cantare-cantus_, _oblitare-oblitus_, _farctare-farctus_,
_furtane-furtus_, _unctare-unctus_, _iactare-iactus_, _arsare-arsus_,
_usare-usus_, etc., cuyos verbos simples _adiuvare_, _canere_,
_oblivisci_, _farcire_, _furere_, _ungere_, _iacere_, _ardere_, _uti_ o
no pasaron al castellano o pasaron en voces cultas o semi-cultas, como
ungir, verbigracia.

_engurruñido._--Recogido, arrugado, como cuando una fruta se seca, se
achica y se arruga. La Academia trae _engurriado, da_, adjetivo ant.
rugoso, y _engurruñarse_, estar triste, melancólico. Recuerdo ahora
esta copla que he oído:

      En el cielo de tu boca
      quisiera yo estar metido;
      si no cupiera de pie,
      cabería engurruñido.

_enroderar._--Meter en roderas o carriles.

_entoñar._--Atollar, meter algo en alguna parte, enterrarlo.

_escurrajas._--Escurriduras.

_marzera_ (nieve).--Nieve de Marzo.

_pedernoso._--Esta es la otra voz que he inventado, por analogía con
pedernal y empedernido. Equivale a pétreo, que no me gusta, y es muy
fácil que haya sido usada.

_perinchir._--Preciosa voz que se usa en algunos pueblos del llamado
Abadengo, de esta provincia, y que equivale a colmar, hacer que rebase
la medida. Se compone de _per_ y _henchir_.

_remejer._--Revolver, remezclar. Se usa mucho, lo mismo que el simple:
_mejer_, en casi todo el Oeste y Noroeste de España (Salamanca, Zamora,
León, Galicia). Es el latín _miscere_. La Academia a la voz _mejido_,
que es el participio de mejer, que se usa en «huevo mejido», «yema
mejida», le llama adjetivo.

_retuso._--Rehacio. Esta voz, enteramente latina, sin quitarle ni
ponerle nada, se usa aquí mucho. De ser de origen popular debió decir
re_duso_.

_serano._--Esta preciosa voz, usadísima en todos estos lugares
salmantinos, es igual al portugués «serão» y significa como el francés
_soirée_, una velada nocturna.

_sotorreirse._--Es voz que he formado yo para decir reirse so capa,
reirse entre dientes.

_verbenzar._--Este vocablo, también precioso, significa pulular,
abundar y además moverse una masa como una gusanera, Equivale a
gusanear y deriva de una antigua voz castellana _vierben_, gusano, de
_vermine_.

_zuñir._--Operación que hacen los plateros para igualar las
desigualdades y asperezas de la filigrana, frotándola contra una
pizarra.





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Section 2. Information about the Mission of Project Gutenberg™

Project Gutenberg™ is synonymous with the free distribution of
electronic works in formats readable by the widest variety of
computers including obsolete, old, middle-aged and new computers. It
exists because of the efforts of hundreds of volunteers and donations
from people in all walks of life.

Volunteers and financial support to provide volunteers with the
assistance they need are critical to reaching Project Gutenberg™’s
goals and ensuring that the Project Gutenberg™ collection will
remain freely available for generations to come. In 2001, the Project
Gutenberg Literary Archive Foundation was created to provide a secure
and permanent future for Project Gutenberg™ and future
generations. To learn more about the Project Gutenberg Literary
Archive Foundation and how your efforts and donations can help, see
Sections 3 and 4 and the Foundation information page at www.gutenberg.org.

Section 3. Information about the Project Gutenberg Literary Archive Foundation

The Project Gutenberg Literary Archive Foundation is a non-profit
501(c)(3) educational corporation organized under the laws of the
state of Mississippi and granted tax exempt status by the Internal
Revenue Service. The Foundation’s EIN or federal tax identification
number is 64-6221541. Contributions to the Project Gutenberg Literary
Archive Foundation are tax deductible to the full extent permitted by
U.S. federal laws and your state’s laws.

The Foundation’s business office is located at 809 North 1500 West,
Salt Lake City, UT 84116, (801) 596-1887. Email contact links and up
to date contact information can be found at the Foundation’s website
and official page at www.gutenberg.org/contact

Section 4. Information about Donations to the Project Gutenberg
Literary Archive Foundation

Project Gutenberg™ depends upon and cannot survive without widespread
public support and donations to carry out its mission of
increasing the number of public domain and licensed works that can be
freely distributed in machine-readable form accessible by the widest
array of equipment including outdated equipment. Many small donations
($1 to $5,000) are particularly important to maintaining tax exempt
status with the IRS.

The Foundation is committed to complying with the laws regulating
charities and charitable donations in all 50 states of the United
States. Compliance requirements are not uniform and it takes a
considerable effort, much paperwork and many fees to meet and keep up
with these requirements. We do not solicit donations in locations
where we have not received written confirmation of compliance. To SEND
DONATIONS or determine the status of compliance for any particular state
visit www.gutenberg.org/donate.

While we cannot and do not solicit contributions from states where we
have not met the solicitation requirements, we know of no prohibition
against accepting unsolicited donations from donors in such states who
approach us with offers to donate.

International donations are gratefully accepted, but we cannot make
any statements concerning tax treatment of donations received from
outside the United States. U.S. laws alone swamp our small staff.

Please check the Project Gutenberg web pages for current donation
methods and addresses. Donations are accepted in a number of other
ways including checks, online payments and credit card donations. To
donate, please visit: www.gutenberg.org/donate.

Section 5. General Information About Project Gutenberg™ electronic works

Professor Michael S. Hart was the originator of the Project
Gutenberg™ concept of a library of electronic works that could be
freely shared with anyone. For forty years, he produced and
distributed Project Gutenberg™ eBooks with only a loose network of
volunteer support.

Project Gutenberg™ eBooks are often created from several printed
editions, all of which are confirmed as not protected by copyright in
the U.S. unless a copyright notice is included. Thus, we do not
necessarily keep eBooks in compliance with any particular paper
edition.

Most people start at our website which has the main PG search
facility: www.gutenberg.org.

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including how to make donations to the Project Gutenberg Literary
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