La Tía Tula (Novela)

By Miguel de Unamuno

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Title: La tía Tula
       Novela

Author: Miguel De Unamuno

Release Date: December 5, 2013 [EBook #44358]

Language: Spanish


*** START OF THIS PROJECT GUTENBERG EBOOK LA TÍA TULA ***




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  MIGUEL DE UNAMUNO


       LA TIA TULA

         (NOVELA)


  RENACIMIENTO
  SAN MARCOS, 42
  MADRID
  1921




     ES PROPIEDAD


     Copyright 1921 by Miguel de Unamuno.


     Imprenta de Juan Pueyo. Luna, 29. Teléf. 14-30.--Madrid.




_PROLOGO_

(_QUE PUEDE SALTAR EL LECTOR DE NOVELAS_)


«TENÍA _uno (hermano) casi de mi edad, que era el que yo más quería,
aunque a todos tenía gran amor y ellos a mí; juntábamonos entrambos a
leer vidas de santos... Espantábanos mucho el decir en lo que leíamos
que pena y gloria eran para siempre. Acaecíanos estar muchos ratos
tratando desto, y gustábamos de decir muchas veces para siempre,
siempre, siempre. En pronunciar esto mucho rato era el Señor servido, me
quedase en esta niñez imprimido el camino de la verdad. De que vi que
era imposible ir adonde me matasen por Dios, ordenábamos ser ermitaños,
y en una huerta que había en casa procurábamos, como podíamos, hacer
ermitas poniendo unas pedrecillas, que luego se nos caían, y ansí no
hallábamos remedio en nada para nuestro deseo; que ahora me pone
devoción ver cómo me daba Dios tan presto lo que yo perdí por mi
culpa._»

       *       *       *       *       *

«_Acuérdome que cuando murió mi madre quedé yo de edad de doce años,
poco menos; como yo comencé a entender lo que había perdido, afligida
fuíme a una imagen de Nuestra Señora y supliquela fuese mi madre con
muchas lágrimas. Paréceme que aunque se hizo con simpleza, que me ha
valido, pues conocidamente he hallado a esta Virgen Soberana en cuanto
me he encomendado a ella, y, en fin, me ha tornado a sí._»

     _(Del capítulo I de la Vida de la Santa Madre Teresa de Jesús, que
     escribió ella misma por mandado de su confesor.)_

«_Sea (Dios) alabado por siempre, que tanta merced ha hecho a vuestra
merced, pues le ha dado mujer, con quien pueda tener mucho descanso. Sea
mucho de enhorabuena, que harto consuelo es para mí pensar que le tiene.
A la señora doña María beso siempre las manos muchas veces; aquí tiene
una capellana y muchas. Harto quisiéramos poderla gozar; mas si había
de ser con los trabajos que por acá hay, más quiero que tenga allá
sosiego, que verla acá padecer._»

     (_De una carta que desde Avila, a 15 de diciembre de 1581, dirigió
     la Santa Madre, y Tía, Teresa de Jesús, a su sobrino don Lorenzo de
     Cepeda, que estaba en Indias, en el Perú, donde se casó con doña
     María de Hinojosa, que es la señora doña María de que se habla en
     ella_)

_En el capítulo II de la misma susomentada Vida, dice la Santa Madre
Teresa de Jesús que era moza «aficionada a leer libros de
caballerías»--los suyos lo son, a lo divino--y en uno de los sonetos, de
nuestro Rosario de ellos, la hemos llamado_

       _Quijotesa_
  _a lo divino, que dejó asentada_
  _nuestra España inmoral, cuya es la empresa:_
  _sólo existe lo eterno; ¡Dios o nada!_

_Lo que acaso alguien crea que diferencia a Santa Teresa de Don Quijote,
es que éste, el Caballero--y tío, tío de su inmortal sobrina--se puso en
ridículo y fué el ludibrio y juguete de padres y madres, de zánganos y
de reinas; pero ¿es que Santa Teresa escapó al ridículo? ¿Es que no se
burlaron de ella? ¿Es que no se estima hoy por muchos quijotesco, o sea
ridículo, su instituto, y aventurera, de caballería andante, su obra y
su vida?_

_No crea el lector, por lo que precede, que el relato que se sigue y va
a leer es, en modo alguno, un comentario a la vida de la Santa española.
¡No, nada de esto! Ni pensábamos en Teresa de Jesús al emprenderlo y
desarrollarlo; ni en Don Quijote. Ha sido después de haberlo terminado,
cuando aun para nuestro ánimo, que lo concibió, resultó una novedad este
parangón, cuando hemos descubierto las raíces de este relato novelesco.
Nos fué oculto su más hondo sentido al emprenderlo. No hemos visto sino
después, al hacer sobre él examen de conciencia de autor, sus raíces
teresianas y quijotescas. Que son una misma raíz._

_¿Es acaso éste un libro de caballerías? Como el lector quiera
tomarlo... Tal vez a alguno pueda parecerle una novela agiográfica, de
vida de santos. Es, de todos modos, una novela, podemos asegurarlo._

_No se nos ocurrió a nosotros, sino que fué cosa de un amigo, francés
por más señas, el notar que la inspiración--¡perdón!--de nuestra
nivola_ Niebla _era de la misma raíz que la de_ La vida es sueño, _de
Calderón. Mas en este otro caso ha sido cosa nuestra el descubrir,
después de concluída esta novela que tienes a la vista, lector, sus
raíces quijotescas y teresianas. Lo que no quiere decir ¡claro está! que
lo que aquí se cuenta no haya podido pasar fuera de España._

       *       *       *       *       *

_Antes de terminar este Prólogo queremos hacer otra observación, que le
podrá parecer a alguien quizás sutileza de lingüista y filólogo, y no lo
es sino de psicología. Aunque ¿es la psicología algo más que lingüística
y filología?_

_La observación es que así como tenemos la palabra_ paternal _y_
paternidad, _que derivan de_ pater, _padre, y_ maternal _y_ maternidad,
_de_ mater, _madre, y no es lo mismo, ni mucho menos, lo paternal y lo
maternal, ni la paternidad y la maternidad, es extraño que junto a_
fraternal _y_ fraternidad, _de_ frater, _hermano, no tengamos_ sororal
_y_ sororidad, _de_ soror, _hermana. En latín hay_ sororius, a, um, _lo
de la hermana, y el verbo_ sororiare, _crecer por igual y juntamente._

_Se nos dirá que la_ sororidad _equivaldría a la_ fraternidad, _mas no
lo creemos así. Como si en latín tuviese la hija un apelativo de raíz
distinta que el de hijo, valdría la pena de distinguir entre las dos
filialidades._

Sororidad _fué la de la admirable Antígona, esta santa del paganismo
helénico, la hija de Edipo, que sufrió martirio por amor a su hermano
Polinices, y por confesar su fe de que las leyes eternas de la
conciencia, las que rigen en el eterno mundo de los muertos, en el mundo
de la inmortalidad, no son las que forjan los déspotas y tiranos de la
tierra, como era Creonte._

_Cuando en la tragedia sofocleana Creonte le acusa a su sobrina Antígona
de haber faltado a la ley, al mandato regio, rindiendo servicio fúnebre
a su hermano, el fratricida, hay entre aquéllos este duelo de palabras:_

«A.--_No es nada feo honrar a los de la misma entraña..._

»Cr.--_¿No era de tu sangre también el que murió contra él?_

»A.--_De la misma, por madre y padre..._

»Cr.--_¿Y cómo rindes a éste un honor impío?_

»A.--_No diría eso el muerto..._

»Cr.--_Pero es que le honras igual que al impío..._

»A.--_No murió su siervo, sino su hermano..._

»Cr.--_Asolando esta tierra, y el otro defendiéndola..._

»A.--_El otro mundo, sin embargo, gusta de igualdad ante la ley..._

»Cr.--_¿Cómo ha de ser igual para el vil que para el noble?_

»A.--_Quién sabe si estas máximas son santas allí abajo..._»

     (_Antígona_, versos 511-521.)

       *       *       *       *       *

_¿Es que acaso lo que a Antígona le permitió descubrir esa ley eterna,
apareciendo a los ojos de los ciudadanos de Tebas y de Creonte, su tío,
como una anarquista, no fué el que era, por terrible decreto del Hado,
hermana carnal de su propio padre, Edipo? Con el que había ejercido
oficio de_ sororidad _también._

_El acto_ sororio _de Antígona dando tierra al cadáver insepulto de su
hermano y librándolo así del furor regio de su tío Creonte, parecióle a
éste un acto de anarquista. «¡No hay mal mayor que el de la
anarquía!»--declaraba el tirano--._ (Antígona, _verso 672_.)
_¿Anarquía? ¿Civilización?_

_Antígona, la anarquista según su tío, el tirano Creonte, modelo de
virilidad, pero no de humanidad; Antígona, hermana de su padre Edipo y,
por lo tanto, tía de su hermano Polinices, representa acaso la
domesticidad religiosa, la religión doméstica, la del hogar, frente a la
civilidad política y tiránica, a la tiranía civil, y acaso también la
domesticación frente a la civilización. ¿Aunque es posible civilizarse
sin haberse domesticado antes? ¿Caben civilidad y civilización donde no
tienen como cimientos domesticidad y domesticación?_

_Hablamos de_ patrias _y sobre ellas de_ fraternidad _universal, pero no
es una sutileza lingüística el sostener que no pueden prosperar sino
sobre_ matrias _y_ sororidad. _Y habrá barbarie de guerras devastadoras,
y otros estragos, mientras sean los zánganos, que revolotean en torno de
la reina para fecundarla y devorar la miel que no hicieron, los que
rijan las colmenas._

_¿Guerras? El primer acto guerrero fué, según lo que llamamos Historia
Sagrada, la de la Biblia, el asesinato de Abel por su hermano Caín. Fué
una muerte fraternal, entre hermanos, el primer acto de fraternidad. Y
dice el Génesis que fué Caín, el fratricida, el que primero edificó una
ciudad, a la que llamó del nombre de su hijo--habido en una
hermana--Henoc._ (_Gén. IV, 17._) _Y en aquella ciudad,_ polis, _debió
empezar la vida civil, política, la civilidad y la civilización. Obra,
como se ve, del fratricida. Y cuando, siglos más tarde, nuestro Lucano,
español, llamó a las guerras entre César y Pompeyo_ plusquam civilia,
_más que civiles--lo dice en el primer verso de su_ Pharsalia--_quiere
decir_ fraternales. _Las guerras más que civiles son las fraternales._

_Aristóteles le llamó al hombre_ zoon politicon, _esto es, animal civil
o ciudadano--no político, que esto es no traducir--animal que tiende a
vivir en ciudades, en mazorcas de casas estadizas, arraigadas en tierra
por cimientos, y ése es el hombre y, sobre todo, el varón. Animal civil,
urbano, fraternal y... fratricida. Pero ese animal civil, ¿no ha de
depurarse por acción doméstica? Y el hogar, el verdadero hogar, ¿no ha
de encontrarse lo mismo en la tienda del pastor errante que se planta al
azar de los caminos? Y Antígona acompañó a su padre, ciego y errante,
por los senderos del desierto, hasta que desapareció en Colono. ¡Pobre
civilidad fraternal, cainita, si no hubiera la domesticidad sororia!..._

_Va, pues, el fundamento de la civilidad, la domesticidad, de mano en
mano de hermanas, de tías. O de esposas de espíritu, castísimas, como
aquella Abisag, la sunamita de que se nos habla en el capítulo I del
libro I de los Reyes, aquella doncella que le llevaron al viejo rey
David, ya cercano a su muerte, para que le mantuviese en la puesta de su
vida, abrigándole y calentándole en la cama mientras dormía. Y Abisag le
sacrificó su maternidad, permaneció virgen por él--pues David no la
conoció--y fué causa de que más luego Salomón, el hijo del pecado de
David con la adúltera Betsabé, hiciese matar a Adonías, su hermanastro,
hijo de David y de Hagit, porque pretendió para mujer a Abisag, la
última reina con David, pensando así heredar a éste su reino._

_Pero a esta Abisag y a su suerte y a su sentido pensamos dedicar todo
un libro que no será precisamente una novela. Ni una_ nivola.

_Y ahora el lector que ha leído este prólogo--que no es necesario para
inteligencia en lo que sigue--puede pasar a hacer conocimiento con la
tía Tula, que si supo de Santa Teresa y de Don Quijote, acaso no supo ni
de Antígona la griega ni de Abisag la israelita._

_En mi novela_ Abel Sánchez _intenté escarbar en ciertos sótanos y
escondrijos del corazón, en ciertas catacumbas del alma, adonde no
gustan descender los más de los mortales. Creen que en esas catacumbas
hay muertos, a los que lo mejor es no visitar, y esos muertos, sin
embargo, nos gobiernan. Es la herencia de Caín. Y aquí, en esta novela,
he intentado escarbar en otros sótanos y escondrijos. Y como no ha
faltado quien me haya dicho que aquello era inhumano, no faltará quien
me lo diga, aunque en otro sentido, de esto. Aquello pareció a alguien
inhumano por viril, por fraternal; esto lo parecerá acaso por femenil,
por sororio. Sin que quepa negar que el varón hereda femenidad de su
madre y la mujer virilidad de su padre. ¿O es que el zángano no tiene
algo de abeja y la abeja algo de zángano? O hay, si se quiere,_ abejos
_y_ zánganas.

_Y nada más, que no debo hacer una novela sobre otra novela._

     _En Salamanca, ciudad, en el día de los Desposorios de Nuestra
     Señora del año de gracia milésimo novecentésimo y vigésimo._




I


ERA a Rosa y no a su hermana Gertrudis, que siempre salía de casa con
ella, a quien ceñían aquellas ansiosas miradas que les enderezaba
Ramiro. O por lo menos, así lo creían ambos, Ramiro y Rosa, al atraerse
el uno al otro.

Formaban las dos hermanas, siempre juntas, aunque no por eso unidas
siempre, una pareja al parecer indisoluble, y como un solo valor. Era la
hermosura espléndida y algún tanto provocativa de Rosa, flor de carne
que se abría a flor del cielo a toda luz y todo viento, la que llevaba
de primera vez las miradas a la pareja; pero eran luego los ojos tenaces
de Gertrudis los que sujetaban a los ojos que se habían fijado en ellos
y los que a la par les ponían raya. Hubo quien al verlas pasar preparó
algún chicoleo un poco más subido de tono; mas tuvo que contenerse al
tropezar con el reproche de aquellos ojos de Gertrudis, que hablaban
mudamente de seriedad. «Con esta pareja no se juega», parecía decir con
sus miradas silenciosas.

Y bien miradas y de cerca aún despertaba más Gertrudis el ansia de goce.
Mientras su hermana Rosa abría espléndidamente a todo viento y toda luz
la flor de su encarnadura, ella era como un cofre cerrado y sellado en
que se adivina un tesoro de ternuras y delicias secretas.

Pero Ramiro, que llevaba el alma toda a flor de los ojos, no creyó ver
más que a Rosa, y a Rosa se dirigió desde luego.

--Sabes que me ha escrito--le dijo ésta a su hermana.

--Sí, vi la carta.

--¿Cómo? ¿que la viste? ¿es que me espías?

--¿Podía dejar de haberla visto? No, yo no espío nunca, ya lo sabes, y
has dicho eso no más que por decirlo...

--Tienes razón, Tula, perdónamelo.

--Sí, una vez más, porque tú eres así. Yo no espío, pero tampoco oculto
nunca nada. Vi la carta.

--Ya lo sé; ya lo sé...

--He visto la carta y la esperaba.

--Y bien, ¿qué te parece de Ramiro?

--No le conozco.

--Pero no hace falta conocer a un hombre para decir lo que le parece a
una de él.

--A mí, sí.

--Pero lo que se ve, lo que está a la vista...

--Ni de eso puedo juzgar sin conocerle.

--¿Es que no tienes ojos en la cara?

--Acaso no los tenga así...; ya sabes que soy corta de vista.

--¡Pretextos! Pues mira, chica, es un guapo mozo.

--Así parece.

--Y simpático.

--Con que te lo sea a ti, basta.

--¿Pero es que crees que le he dicho ya que sí?

--Sé que se lo dirás al cabo, y basta.

--No importa; hay que hacerle esperar y hasta rabiar un poco...

--¿Para qué?

--Hay que hacerse valer.

--Así no te haces valer, Rosa; y ese coqueteo es cosa muy fea.

--De modo que tú...

--A mí no se me ha dirigido.

--¿Y si se hubiera dirigido a ti?

--No sirve preguntar cosas sin sustancia.

--Pero tú, si a ti se te dirige, ¿qué le habrías contestado?

--Yo no he dicho que me parece un guapo mozo y que es simpático, y por
eso me habría puesto a estudiarle...

--Y entretanto si iba a otra...

--Es lo más probable.

--Pues así, hija, ya puedes prepararte...

--Sí, a ser tía.

--¿Cómo tía?

--Tía de tus hijos, Rosa.

--¡Eh, qué cosas tienes!--y se le quebró la voz.

--Vamos, Rosita, no te pongas así, y perdóname--le dijo dándole un beso.

--Pero si vuelves...

--¡No, no volveré!

--Y bien, ¿qué le digo?

--¡Dile que sí!

--Pero pensará que soy demasiado fácil...

--¡Entonces dile que no!

--Pero es que...

--Sí, que te parece un guapo mozo y simpático. Dile, pues, que sí y no
andes con más coqueterías, que eso es feo. Dile que sí. Después de todo,
no es fácil que se te presente mejor partido. Ramiro está muy bien, es
hijo solo...

--Yo no he hablado de eso.

--Pero yo hablo de ello, Rosa, y es igual.

--¿Y no dirán, Tula, que tengo ganas de novio?

--Y dirán bien.

--¿Otra vez, Tula?

--Y ciento. Tienes ganas de novio y es natural que las tengas. ¿Para qué
si no te hizo Dios tan guapa?

--¡Guasitas no!

--Ya sabes que yo no me guaseo. Parézcanos bien o mal, nuestra carrera
es el matrimonio o el convento; tú no tienes vocación de monja; Dios te
hizo para el mundo y el hogar... vamos, para madre de familia... No vas
a quedarte a vestir imágenes. Dile, pues, que sí.

--¿Y tú?

--¿Cómo yo?

--Que tú, luego...

--A mí déjame.

Al día siguiente de estas palabras estaban ya en lo que se llaman
relaciones amorosas Rosa y Ramiro.

Lo que empezó a cuajar la soledad de Gertrudis.

Vivían las dos hermanas, huérfanas de padre y madre desde muy niñas, con
un tío materno, sacerdote, que no las mantenía, pues ellas disfrutaban
de un pequeño patrimonio que les permitía sostenerse en la holgura de la
modestia, pero les daba buenos consejos a la hora de comer, en la mesa,
dejándolas, por lo demás, a la guía de su buen natural. Los buenos
consejos eran consejos de libros, los mismos que le servían a don
Primitivo para formar sus escasos sermones.

«Además--se decía a sí mismo con muy buen acierto don Primitivo--¿para
qué me voy a meter en sus inclinaciones y sentimientos íntimos? Lo mejor
es no hablarlas mucho de eso, que se les abre demasiado los ojos.
Aunque... ¿abrirles? ¡Bah! bien abiertos los tienen, sobre todo las
mujeres. Nosotros los hombres no sabemos una palabra de esas cosas. Y
los curas, menos. Todo lo que nos dicen los libros son pataratas. ¡Y
luego, me mete un miedo esa Tulilla...! Delante de ella no me atrevo...
no me atrevo... ¡Tiene unas preguntas la mocita! ¡Y cuando me mira tan
seria, tan seria... con esos ojazos tristes--los de mi hermana, los de
mi madre, Dios las tenga en su santa gloria!--¡Esos ojazos de luto que
se le meten a uno en el corazón...! Muy serios, sí, pero riéndose con el
rabillo. Parecen decirme: «¡no diga usted más bobadas, tío!» ¡El demonio
de la chiquilla! ¡Todavía me acuerdo el día en que se empeñó en ir, con
su hermana, a oirme aquel sermoncete; el rato que pasé, Jesús Santo!
¡Todo se me volvía apartar mis ojos de ella por no cortarme; pero nada,
ella tirando de los míos! Lo mismo, lo mismito me pasaba con su santa
madre, mi hermana, y con mi santa madre, Dios las tenga en su gloria.
Jamás pude predicar a mis anchas delante de ellas, y por eso les tenía
dicho que no fuesen a oirme. Madre iba, pero iba a hurtadillas, sin
decírmelo, y se ponía detrás de la columna, donde yo no le viera, y
luego no me decía nada de mi sermón. Y lo mismo hacía mi hermana. Pero
yo sé lo que ésta pensaba, aunque tan cristiana, lo sé. «¡Bobadas de
hombres!» Y lo mismo piensa esta mocita, estoy de ello seguro. No, no,
¿delante de ella predicar? ¿Yo? ¿Darle consejos? Una vez se le escapó lo
de _¡bobadas de hombres!_ y no dirigiéndose a mí, no, pero yo le
entiendo...»

El pobre señor sentía un profundísimo respeto, mezclado de admiración,
por su sobrina Gertrudis. Tenía el sentimiento de que la sabiduría iba
en su linaje por vía femenina, que su madre había sido la providencia
inteligente de la casa en que se crió, que su hermana lo había sido en
la suya, tan breve. Y en cuanto a su otra sobrina, a Rosa, le bastaba
para protección y guía con su hermana. «Pero qué hermosa la ha hecho
Dios, Dios sea alabado--se decía--; esta chica o hace un gran
matrimonio, con quien ella quiera, o no tienen los mozos de hoy ojos en
la cara.»

Y un día fué Gertrudis la que, después que Rosa se levantó de la mesa
fingiendo sentirse algo indispuesta, al quedarse a solas con su tío, le
dijo:

--Tengo que decirle a usted, tío, una cosa muy grave.

--Muy grave..., muy grave...--y el pobre señor se azaró, creyendo
observar que los rabillos de los ojazos tan serios de su sobrina se
reían maliciosamente.

--Sí, muy grave.

--Bueno, pues desembucha, hija, que aquí estamos los dos para tomar un
consejo.

--El caso es que Rosa tiene ya novio.

--¿Y no es más que eso?

--Pero novio formal, ¿eh?, tío.

--Vamos, sí, para que yo los case.

--¡Naturalmente!

--Y a ti, ¿qué te parece de él?

--Aun no ha preguntado usted quién es...

--¿Y qué más da, si yo apenas conozco a nadie? A ti qué te parece de él,
contesta.

--Pues tampoco yo le conozco.

--¿Pero no sabes quién es, tú?

--Sí, sé cómo se llama y de qué familia es y...

--¡Basta! ¿Qué te parece?

--Que es un buen partido para Rosa y que se querrán.

--¿Pero es que no se quieren ya?

--¿Pero cree usted, tío, que pueden empezar queriéndose?

--Pues así dicen, chiquilla, y hasta que eso viene como un rayo...

--Son decires, tío.

--Así será; basta que tú lo digas.

--Ramiro..., Ramiro Cuadrado...

--¿Pero es el hijo de doña Venancia, la viuda? ¡Acabáramos! No hay más
que hablar.

--A Ramiro, tío, se le ha metido Rosa por los ojos y cree estar
enamorado de ella...

--Y lo estará, Tulilla, lo estará...

--Eso digo yo, tío, que lo estará. Porque como es hombre de vergüenza y
de palabra, acabará por cobrar cariño a aquella con la que se ha
comprometido ya. No le creo hombre de volver atrás.

--¿Y ella?

--¿Quién? ¿Mi hermana? A ella le pasará lo mismo.

--Sabes más que San Agustín, hija.

--Esto no se aprende, tío.

--¡Pues que se casen, los bendigo y sanseacabó!

--¡O sanseempezó! Pero hay que casarlos y pronto. Antes que él se
vuelva...

--Pero temes tú que él pueda volverse...

--Yo siempre temo de los hombres, tío.

--¿Y de las mujeres no?

--Esos temores deben quedar para los hombres. Pero sin ánimo de ofender
al sexo... fuerte, ¿no se dice así?, le digo que la constancia, que la
fortaleza está más bien de parte nuestra...

--Si todas fueran como tú, chiquilla, lo creería así, pero...

--¿Pero qué?

--¡Que tú eres excepcional, Tulilla!

--Le he oído a usted más de una vez, tío, que las excepciones confirman
la regla...

--Vamos, que me aturdes... Pues bien, los casaremos, no sea que se
vuelva él... o ella...

Por los ojos de Gertrudis pasó como la sombra de una nube de borrasca, y
si se hubiera podido oir el silencio habríase oído que en las bóvedas de
los sótanos de su alma resonaba como un eco repetido y que va
perdiéndose a lo lejos aquello de «o ella...»




II


¿PERO qué le pasaba a Ramiro, en relaciones ya, y en relaciones
formales, con Rosa, y poco menos que entrando en la casa? ¿Qué
dilaciones y qué frialdades eran aquéllas?

--Mira, Tula, yo no le entiendo; cada vez le entiendo menos. Parece que
está siempre distraído y como si estuviese pensando en otra cosa--o en
otra persona, ¡quién sabe!--o temiendo que alguien nos vaya a sorprender
de pronto. Y cuando le tiro algún avance y le hablo, así como quien no
quiere la cosa, del fin que deben tener nuestras relaciones, hace como
que no oye y como si estuviera atendiendo a otra...

--Es porque le hablas como quien no quiere la cosa. Háblale como quien
la quiere.

--¡Eso es, y que piense que tengo prisa por casarme!

--¡Pues que lo piense! ¿No es acaso así?

--¿Pero crees tú, Tula, que yo estoy rabiando por casarme?

--¿Le quieres?

--Eso nada tiene que ver...

--¿Le quieres, di?

--Pues mira...

--¡Pues mira, no! ¿le quieres? ¡sí o no!

Rosa bajó la frente con los ojos, arrebolóse toda y llorándole la voz
tartamudeó:

--Tienes unas cosas, Tula; ¡pareces un confesor!

Gertrudis tomó la mano de su hermana, con otra le hizo levantar la
frente, le clavó los ojos en los ojos y le dijo:

--Vivimos solas, hermana...

--¿Y el tío?

--Vivimos solas, te he dicho. Las mujeres vivimos siempre solas. El
pobre tío es un santo, pero un santo de libro, y aunque cura, al fin y
al cabo hombre.

--Pero confiesa...

--Acaso por eso sabe menos. Además, se le olvida. Y así debe ser.
Vivimos solas, te he dicho. Y ahora lo que debes hacer es confesarte
aquí, pero confesarte a ti misma. ¿Le quieres? repito.

La pobre Rosa se echó a llorar.

--¿Le quieres?--sonó la voz implacable.

Y Rosa llegó a fingirse que aquella pregunta, en una voz pastosa y
solemne y que parecía venir de las lontananzas de la vida común de la
pureza, era su propia voz, era acaso la de su madre común.

--Sí, creo que le querré... mucho... mucho...--exclamó en voz baja y
sollozando.

--¡Sí, le querrás mucho y él te querrá más aún!

--¿Y cómo lo sabes?

--Yo sé que te querrá.

--Entonces, ¿por qué está distraído? ¿por qué rehuye el que abordemos lo
del casorio?

--¡Yo le hablaré de eso, Rosa, déjalo de mi cuenta!

--¿Tú?

--¡Yo, sí! ¿Tiene algo de extraño?

--Pero...

--A mí no puede cohibirme el temor que a ti te cohibe.

--Pero dirá que rabio por casarme.

--¡No, no dirá eso! Dirá, si quiere, que es a mí a quien me conviene que
tú te cases para facilitar así el que se me pretenda o para quedarme a
mandar aquí sola; y las dos cosas son, como sabes, dos disparates. Dirá
lo que quiera, pero yo me las arreglaré.

Rosa cayó en brazos de su hermana, que le dijo al oído:

--¿Y luego, tienes que quererle mucho, eh?

--¿Y por qué me dices tú eso, Tula?

--Porque es tu deber.

Y al otro día, al ir Ramiro a visitar a su novia, encontróse con la
otra, con la hermana. Demudósele el semblante y se le vió vacilar. La
seriedad de aquellos serenos ojazos de luto le concentró la sangre toda
en el corazón.

--¿Y Rosa?--preguntó sin oirse.

--Rosa ha salido y soy yo quien tengo ahora que hablarte.

--¿Tú?--dijo con labios que le temblaban.

-¡Sí, yo!

--¡Grave te pones, chica!--y se esforzó en reirse.

--Nací con esa gravedad encima, dicen. El tío asegura que la heredé de
mi madre, su hermana, y de mi abuela, su madre. No lo sé, ni me
importa. Lo que sí sé es que me gustan las cosas sencillas y derechas y
sin engaño.

--¿Por qué lo dices, Tula?

--¿Y por qué rehuyes hablar de vuestro casamiento a mi hermana? Vamos,
dímelo, ¿por qué?

El pobre mozo inclinó la frente arrebolada de vergüenza. Sentíase herido
por un golpe inesperado.

--Tú le pediste relaciones con buen fin, como dicen los inocentes.

--¡Tula!

--¡Nada de Tula! Tú te pusiste con ella en relaciones para hacerla tu
mujer y madre de tus hijos...

--¡Pero qué de prisa vas...!--y volvió a esforzarse a reirse.

--Es que hay que ir de prisa, porque la vida es corta.

--¡La vida es corta! ¡y lo dice a los veintidós años!

--Más corta aún. Pues bien, ¿piensas casarte con Rosa, sí o no?

--¡Pues qué duda cabe!--y al decirlo le temblaba el cuerpo todo.

--Pues si piensas casarte con ella, ¿por qué diferirlo así?

--Somos aún jóvenes...

--¡Mejor!

--Tenemos que probarnos...

--¿Qué, qué es eso? ¿qué es eso de probaros? ¿Crees que la conocerás
mejor dentro de un año? Peor, mucho peor...

--Y si luego...

--¡No pensaste en eso al pedir la entrada aquí!

--Pero, Tula...

--¡Nada de Tula! ¿La quieres, sí o no?

--¿Puedes dudarlo, Tula?

--¡Te he dicho que nada de Tula! ¿La quieres?

--¡Claro que la quiero!

--Pues la querrás más todavía. Será una buena mujer para ti. Haréis un
buen matrimonio.

--Y con tu consejo...

--Nada de consejo. ¡Yo haré una buena tía, y basta!

Ramiro pareció luchar un breve rato consigo mismo y como si buscase
algo, y al cabo, con un gesto de desesperada resolución, exclamó:

--¡Pues bien, Gertrudis, quiero decirte toda la verdad!

--No tienes que decirme más verdad--le atajó severamente--; me has dicho
que quieres a Rosa y que estás resuelto a casarte con ella; todo lo
demás de la verdad es a ella a quien se la tienes que decir luego que os
caséis.

--Pero hay cosas...

--No, no hay cosas que no se deba decir a la mujer...

--¡Pero, Tula!

--Nada de Tula, te he dicho. Si la quieres, a casarte con ella, y si no
la quieres, estás de más en esta casa.

Estas palabras le brotaron de los labios fríos y mientras se le paraba
el corazón. Siguió a ellas un silencio de hielo, y durante él la sangre,
antes represada y ahora suelta, le encendió la cara a la hermana. Y
entonces, en el silencio agorero, podía oírsele el galope trepidante del
corazón.

Al siguiente día se fijaba el de la boda.




III


DON Primitivo autorizó y bendijo la boda de Ramiro con Rosa. Y nadie
estuvo en ella más alegre que lo estuvo Gertrudis. A tal punto, que su
alegría sorprendió a cuantos la conocían, sin que faltara quien creyese
que tenía muy poco de natural.

Fuéronse a su casa los recién casados, y Rosa reclamaba a ella de
continuo la presencia de su hermana. Gertrudis le replicaba que a los
novios les convenía soledad.

--Pero si es al contrario, hija, si nunca he sentido más tu falta; ahora
es cuando comprendo lo que te quería.

Y poníase a abrazarla y besuquearla.

--Sí, sí--le replicaba Gertrudis sonriendo gravemente--; vuestra
felicidad necesita de testigos; se os acrecienta la dicha sabiendo que
otros se dan cuenta de ella.

Ibase, pues, de cuando en cuando a hacerles compañía; a comer con ellos
alguna vez. Su hermana le hacía las más ostentosas demostraciones de
cariño, y luego a su marido, que, por su parte, aparecía como
avergonzado ante su cuñada.

--Mira--llegó a decirle una vez Gertrudis a su hermana ante aquellas
señales--, no te pongas así, tan babosa. No parece sino que has
inventado lo del matrimonio.

Un día vió un perrito en la casa.

--Y esto ¿qué es?

--Un perro, chica, ¿no lo ves?

--¿Y cómo ha venido?

--Lo encontré ahí, en la calle, abandonado y medio muerto, me dió
lástima, le traje, le di de comer, le curé y aquí le tengo--y lo
acariciaba en su regazo y le daba besos en el hocico.

--Pues mira, Rosa, me parece que debes regalar el perrito, porque el que
le mates me parece una crueldad.

--¿Regalarle? Y ¿por qué? Mira, Tití--y al decirlo apechugaba contra su
seno al animalito--, me dicen que te eche. ¿Adónde irás tú, pobrecito?

--Vamos, vamos, no seas chiquilla y no lo tomes así. ¿A que tu marido es
de mi opinión?

--¡Claro, en cuanto se lo digas! Como tú eres la sabia...

--Déjate de esas cosas y deja al perro.

--Pero ¿qué? ¿Crees que tendrá Ramiro celos?

--Nunca creí, Rosa, que el matrimonio pudiese entontecer así.

Cuando llegó Ramiro y se enteró de la pequeña disputa por lo del perro,
no se atrevió a dar la razón ni a la una ni a la otra, declarando que la
cosa no tenía importancia.

--No, nada la tiene y lo tiene todo, según--dijo Gertrudis--. Pero en
eso hay algo de chiquillada, y aún más. Serás capaz, Rosa, de haberte
traído aquella pepona que guardas desde que nos dieron dos, una a ti y a
mí otra, siendo niñas, y serás capaz de haberla puesto ocupando su
silla...

--Exacto; allí está, en la sala, con su mejor traje, ocupando toda una
silla de respeto. ¿La quieres ver?

--Así es--asintió Ramiro.

--Bueno, ya la quitarás de allí...

--Quia, hija, la guardaré...

--Sí, para juguete de tus hijas...

--¡Qué cosas se te ocurren, Tula...!--y se arreboló.

--No, es a ti a quien se te ocurren cosas como la del perro.

--Y tú--exclamó Rosa, tratando de desasirse de aquella inquisitoria que
le molestaba--¿no tienes también tu pepona? ¿La has dado, o deshecho
acaso?

--No--respondióle resueltamente su hermana--, pero la tengo guardada.

--¡Y tan guardada que no se la he podido descubrir nunca...!

--Es que Gertrudis la guarda para sí sola--dijo Ramiro sin saber lo que
decía.

--Dios sabe para qué la guardo. Es un talismán de mi niñez.

El que iba poco, poquísimo, por casa del nuevo matrimonio era el bueno
de don Primitivo. «El onceno no estorbar»--decía.

Corrían los días, todos iguales, en una y otra casa. Gertrudis se había
propuesto visitar lo menos posible a su hermana, pero ésta venía a
buscarla en cuanto pasaba un par de días sin que se viesen. «¿Pero qué,
estás mala, chica? ¿O te sigue estorbando el perro? Porque si es así,
mira, le echaré. ¿Por qué me dejas así, sola?»

--¿Sola, Rosa? ¿Sola? ¿Y tu marido?

--Pero él se tiene que ir a sus asuntos...

--O los inventa...

--¿Qué, es que crees que me deja aposta? ¿Es que sabes algo? ¡Dilo,
Tula, por lo que más quieras, por nuestra madre dímelo!

--No, es que os aburrís de vuestra felicidad y de vuestra soledad. Ya le
echarás el perro o si no te darán antojos, y será peor.

--No digas esas cosas.

--Te darán antojos--replicó con más firmeza.

Y cuando al fin fué un día a decirle que había regalado el perrito,
Gertrudis, sonriendo gravemente y acariciándola como a una niña, le
preguntó al oído: «¿Por miedo a los antojos, eh?» Y al oir en respuesta
un susurrado «¡sí!» abrazó a su hermana con una efusión de que ésta no
la creía capaz.

--Ahora va de veras, Rosa; ahora no os aburriréis de la felicidad ni de
la soledad y tendrá varios asuntos tu marido. Esto era lo que os
faltaba...

--Y acaso lo que te faltaba... ¿no es así, hermanita?

--¿Y a ti quién te ha dicho eso?

--Mira, aunque soy tan tonta, como he vivido siempre contigo...

--¡Bueno, déjate de bromas!

Y desde entonces empezó Gertrudis a frecuentar más la casa de su
hermana.




IV


EN el parto de Rosa, que fué durísimo, nadie estuvo más serena y
valerosa que Gertrudis. Creeríase que era una veterana en asistir a
trances tales. Llegó a haber peligro de muerte para la madre o la cría
que hubiera de salir, y el médico llegó a hablar de sacársela viva o
muerta.

--¿Muerta?--exclamó Gertrudis--; ¡eso sí que no!

--¿Pero no ve usted--exclamó el médico--que aunque se muera el crío
queda la madre para hacer otros, mientras que si se muere ella no es lo
mismo?

Pasó rápidamente por el magín de Gertrudis replicarle que quedaban otras
madres, pero se contuvo e insistió:

--Muerta, ¡no!, ¡nunca! Y hay, además, que salvar un alma.

La pobre parturienta ni se enteraba de cosa alguna. Hasta que, rendida
al combate, dió a luz un niño.

Recojiólo Gertrudis con avidez, y como si nunca hubiera hecho otra cosa
lo lavó y envolvió en sus pañales.

--Es usted comadrona de nacimiento--le dijo el médico.

Tomó la criaturita y se la llevó a su padre, que en un rincón, aterrado
y como contrito de una falta, aguardaba la noticia de la muerte de su
mujer.

--¡Aquí tienes tu primer hijo, Ramiro; mírale qué hermoso!

Pero al levantar la vista el padre, libre del peso de su angustia, no
vió sino los ojazos de su cuñada, que irradiaban una luz nueva, más
negra pero más brillante que la de antes. Y al ir a besar a aquel rollo
de carne que le presentaban como su hijo rozó su mejilla, encendida, con
la de Gertrudis.

--Ahora--le dijo tranquilamente ésta--ve a dar las gracias a tu mujer, a
pedirle perdón y a animarla.

--¿A pedirle perdón?

--Sí, a pedirle perdón.

--¿Y por qué?

--Yo me entiendo y ella te entenderá. Y en cuanto a éste--y al decirlo
apretábalo contra su seno palpitante--corre ya de mi cuenta, y o poco he
de poder o haré de él un hombre.

La casa le daba vueltas en derredor a Ramiro. Y del fondo de su alma
salíale una voz diciendo: «¿Cuál es la madre?»

Poco después ponía Gertrudis cuidadosamente el niño al lado de la madre,
que parecía dormir extenuada y con la cara blanca como la nieve. Pero
Rosa entreabrió los ojos y se encontró con los de su hermana. Al ver a
ésta una corriente de ánimo recorrió el cuerpo todo victorioso de la
nueva madre.

--¡Tula!--gimió.

--Aquí estoy, Rosa, aquí estaré. Ahora descansa. Cuando sea le das de
mamar a este crío para que se calle. De todo lo demás no te preocupes.

--Creí morirme, Tula. Aun ahora me parece que sueño muerta. Y me daba
tanta pena de Ramiro...

--Cállate. El médico ha dicho que no hables mucho. El pobre Ramiro
estaba más muerto que tú. ¡Ahora, ánimo, y a otra!

La enferma sonrió tristemente.

--Este se llamará Ramiro, como su padre--decretó luego Gertrudis en
pequeño consejo de familia--y la otra, porque la siguiente será niña,
Gertrudis como yo.

--¿Pero ya estás pensando en otra--exclamó don Primitivo--y tu pobre
hermana de por poco se queda en el trance?

--¿Y qué hacer?--replicó ella--; ¿para qué se han casado si no? ¿No es
así, Ramiro?--y le clavó los ojos.

--Ahora lo que importa es que se reponga--dijo el marido sobrecojiéndose
bajo aquella mirada.

--¡Bah!, de estas dolencias se repone una mujer pronto.

--Bien dice el médico, sobrina, que parece como si hubieras nacido
comadrona.

--Toda mujer nace madre, tío.

Y lo dijo con tan íntima solemnidad casera, que Ramiro se sintió presa
de un indefinible desasosiego y de un extraño remordimiento. «¿Querré yo
a mi mujer como se merece?»--se decía.

--Y ahora, Ramiro--le dijo su cuñada--ya puedes decir que tienes mujer.

Y a partir de entonces no faltó Gertrudis un solo día de casa de su
hermana. Ella era quien desnudaba y vestía y cuidaba al niño hasta que
su madre pudiera hacerlo.

La cual se repuso muy pronto y su hermosura se redondeó más. A la vez
extremó sus ternuras para con su marido y aun llegó a culparle de que se
le mostraba esquivo.

--Temí por tu vida--le dijo su marido--y estaba aterrado. Aterrado y
desesperado y lleno de remordimiento.

--Remordimiento, ¿por qué?

--¡Si llegas a morirte me pego un tiro!

--¡Quia! ¿a qué? «Cosas de hombres», que diría Tula. Pero eso ya pasó y
ya sé lo que es.

--¿Y no has quedado escarmentada, Rosa?

--¿Escarmentada?--y cojiendo a su marido, echándole los brazos al
cuello, apechugándole fuertemente a sí, le dijo al oído con un aliento
que se lo quemaba:--¡A otra, Ramiro, a otra! ¡Ahora sí que te quiero! ¡Y
aunque me mates!

Gertrudis en tanto arrollaba al niño, celosa de que no se
percatase--¡inocente!--de los ardores de sus padres.

Era como una preocupación en la tía la de ir sustrayendo al niño, ya
desde su más tierna edad de inconciencia, de conocer, ni en las más
leves y remotas señales, el amor de que había brotado. Colgóle al cuello
desde luego una medalla de la Santísima Virgen, de la Virgen Madre, con
su Niño en brazos.

Con frecuencia, cuando veía que su hermana, la madre, se impacientaba en
acallar al niño o al envolverlo en sus pañales, le decía:

--Dámelo, Rosa, dámelo, y vete a entretener a tu marido...

--Pero, Tula...

--Sí, tú tienes que atender a los dos y yo sólo a éste.

--Tienes, Tula, una manera de decir las cosas...

--No seas niña, ea, que eres ya toda una señora mamá. Y da gracias a
Dios que podamos así repartirnos el trabajo.

--Tula... Tula...

--Ramiro... Ramiro... Rosa.

La madre se amoscaba, pero iba a su marido.

Y así pasaba el tiempo y llegó otra cría, una niña.




V


A poco de nacer la niña encontraron un día muerto al bueno de don
Primitivo. Gertrudis le amortajó después de haberle lavado--quería que
fuese limpio a la tumba--con el mismo esmero con que había envuelto en
pañales a sus sobrinos recién nacidos. Y a solas en el cuarto con el
cuerpo del buen anciano, le lloró como no se creyera capaz de hacerlo.
«Nunca habría creído que le quisiese tanto--se dijo--; era un bendito;
de poco llega a hacerme creer que soy un pozo de prudencia; ¡era tan
sencillo!»

--Fué nuestro padre--le dijo a su hermana--y jamás le oímos una palabra
más alta que otra.

--¡Claro!--exclamó Rosa--; como que siempre nos dejó hacer nuestra
santísima voluntad.

--Porque sabía, Rosa, que su sola presencia santificaba nuestra
voluntad. Fué nuestro padre; él nos educó. Y para educarnos le bastó la
trasparencia de su vida, tan sencilla, tan clara...

--Es verdad, sí--dijo Rosa con los ojos henchidos de lágrimas--, como
sencillo no he conocido otro.

--Nos habría sido imposible, hermana, habernos criado en un hogar más
limpio que éste.

--¿Qué quieres decir con eso, Tula?

--El nos llenó la vida casi silenciosamente casi sin decirnos palabra,
con el culto de la Santísima Virgen Madre y con el culto también de
nuestra madre, su hermana, y de nuestra abuela, su madre. ¿Te acuerdas
cuando por las noches nos hacía rezar el rosario, cómo le cambiaba la
voz al llegar a aquel padrenuestro y avemaría por el eterno descanso del
alma de nuestra madre, y luego aquellos otros por el de su madre,
nuestra abuela, a las que no conocimos? En aquel rosario nos daba madre
y en aquel rosario te enseñó a serlo.

--¡Y a ti, Tula, a ti!--exclamó entre sollozos Rosa.

--¿A mí?

--¡A ti, sí, a ti! ¿Quién, si no, es la verdadera madre de mis hijos?

--Deja ahora eso. Y ahí le tienes, un santo silencioso. Me han dicho que
las pobres beatas lloraban algunas veces al oirle predicar sin percibir
ni una sola de sus palabras. Y lo comprendo. Su voz sola era un consejo
de serenidad amorosa. ¡Y ahora, Rosa, el rosario!

Arrodilláronse las dos hermanas al pie del lecho mortuorio de su tío y
rezaron el mismo rosario que con él habían rezado durante tantos años,
con dos padrenuestros y avemarías por el eterno descanso de las almas de
su madre y de la del que yacía allí muerto, a que añadieron otro
padrenuestro y otra avemaría por el alma del recién bienaventurado. Y
las lenguas de manso y dulce fuego de los dos cirios que ardían a un
lado y otro del cadáver, haciendo brillar su frente, tan blanca como la
cera de ellos, parecían, vibrando al compás del rezo, acompañar en sus
oraciones a las dos hermanas. Una paz entrañable irradiaba de aquella
muerte. Levantáronse del suelo las dos hermanas, la pareja; besaron,
primero Gertrudis y Rosa después, la frente cérea del anciano y
abrazáronse luego con los ojos ya enjutos.

--Y ahora--le dijo Gertrudis a su hermana al oído--a querer mucho a tu
marido, a hacerle dichoso y... ¡a darnos muchos hijos!

--Y ahora--le respondió Rosa--te vendrás a vivir con nosotros, por
supuesto.

--¡No, eso no!--exclamó súbitamente la otra.

--¿Cómo que no? Y lo dices de un modo...

--Sí, sí, hermana; perdóname la viveza, perdónamela, ¿me la perdonas?--e
hizo mención, ante el cadáver, de volver a arrodillarse.

--Vaya, no te pongas así, Tula, que no es para tanto. Tienes unos
prontos...

--Es verdad, pero me los perdonas, ¿no es verdad, Rosa?, me los
perdonas.

--Eso ni se pregunta. Pero te vendrás con nosotros...

--No insistas, Rosa, no insistas...

--¿Qué? ¿No te vendrás? Dejarás a tus sobrinos, más bien tus hijos
casi...

--Pero si no los he dejado un día...

--¿Te vendrás?

--Lo pensaré, Rosa, lo pensaré...

--Bueno, pues no insisto.

Pero a los pocos días insistió, y Gertrudis se defendía.

--No, no; no quiero estorbaros...

--¿Estorbarnos? ¿qué dices, Tula?

--Los casados casa quieren.

--¿Y no puede ser la tuya también?

--No, no; aunque tú no lo creas, yo os quitaría libertad. ¿No es así,
Ramiro?

--No... no veo...--balbuceó el marido confuso, como casi siempre le
ocurría, ante la inesperada interpelación de su cuñada.

--Sí, Rosa; tu marido, aunque no lo dice, comprende que un matrimonio, y
más un matrimonio joven como vosotros y en plena producción, necesita
estar solo. Yo, la tía, vendré a mis horas a ir enseñando a vuestros
hijos todo aquello en que no podáis ocuparos.

Y allá seguía yendo, a las veces desde muy temprano, encontrándose con
el niño ya levantado, pero no así sus padres. «Cuando digo que hago yo
aquí falta»--se decía.




VI


VENÍA ya el tercer hijo al matrimonio. Rosa empezaba a quejarse de su
fecundidad. «Vamos a cargarnos de hijos»--decía. A lo que su hermana:
«¿Pues para qué os habéis casado?»

El embarazo fué molestísimo para la madre y tenía que descuidar más que
antes a sus otros hijos, que así quedaban al cuidado de su tía,
encantada de que se los dejasen. Y hasta consiguió llevárselos más de un
día a su casa, a su solitario hogar de soltera, donde vivía con la vieja
criada que fué de don Primitivo, y donde los retenía. Y los pequeñuelos
se apegaban con ciego cariño a aquella mujer severa y grave.

Ramiro, malhumorado antes en los últimos meses de los embarazos de su
mujer, malhumor que desasosegaba a Gertrudis, ahora lo estaba más.

--¡Qué pesado y molesto es esto!--decía.

--¿Para ti?--le preguntaba su cuñada sin levantar los ojos del sobrino o
sobrina que de seguro tenía en el regazo.

--Para mí, sí. Vivo en perpetuo sobresalto, temiéndolo todo.

--¡Bah! no será al fin nada. La Naturaleza es sabia.

--Pero tantas veces va el cántaro a la fuente...

--¡Ay, hijo, todo tiene sus riesgos y todo estado sus contrariedades!

Ramiro se sobrecojía al oirse llamar hijo por su cuñada, que rehuía
darle su nombre, mientras él en cambio se complacía en llamarla por el
familiar Tula.

--¡Qué bien has hecho en no casarte, Tula!

--¿De veras?--y levantando los ojos se los clavó en los suyos.

--De veras, sí. Todo son trabajos y aun peligros...

--¿Y sabes tú acaso si no me he de casar todavía?

--Claro. ¡Lo que es por la edad!

--¿Pues por qué ha de quedar?

--Como no te veo con afición a ello...

--¿Afición a casarse? ¿Qué es eso?

--Bueno; es que...

--Es que no me ves buscar novio, ¿no es eso?

--No, no es eso.

--Sí, eso es.

--Si tú los aceptaras, de seguro que no te habrán faltado...

--Pero yo no puedo buscarlos. No soy hombre, y la mujer tiene que
esperar y ser elegida. Y yo, la verdad, me gusta elegir, pero no ser
elegida.

--¿Qué es eso de que estáis hablando?--dijo Rosa acercándose y dejándose
caer abatida en un sillón.

--Nada, discreteos de tu marido sobre las ventajas e inconvenientes del
matrimonio.

--¡No hables de eso, Ramiro! Vosotros los hombres apenas sabéis de eso.
Somos nosotras las que nos casamos, no vosotros.

--¡Pero, mujer!

--Anda, ven, sosténme, que apenas puedo tenerme en pie. Voy a echarme.
Adiós, Tula. Ahí te los dejo.

Acercóse a ella su marido; le tomó del brazo con sus dos manos y se
incorporó y levantó trabajosamente; luego, tendiéndole un brazo por el
hombro, doblando su cabeza hasta casi darle en éste con ella y
cojiéndole con la otra mano, con la diestra, de su diestra, se fué
lentamente, así apoyada en él y gimoteando. Gertrudis, teniendo a cada
uno de sus sobrinos en sus rodillas, se quedó mirando la marcha
trabajosa de su hermana, colgada de su marido como una enredadera de su
rodrigón. Llenáronsele los grandes ojazos, aquellos ojos de luto,
serenamente graves, gravemente serenos, de lágrimas, y apretando a su
seno a los dos pequeños, apretó sus mejillas a cada una de las de ellos.
Y el pequeñito, Ramirín, al ver llorar a su tía, a tita Tula, se echó a
llorar también.

--Vamos, no llores; vamos a jugar.

De este tercer parto quedó quebrantadísima Rosa.

--Tengo malos presentimientos, Tula.

--No hagas caso de agüeros.

--No es agüero; es que siento que se me va la vida; he quedado sin
sangre.

--Ella volverá.

--Por de pronto ya no puedo criar este niño. Y eso de las amas, Tula,
¡eso me aterra!

Y así era, en verdad. En pocos días cambiaron tres. El padre estaba
furioso y hablaba de tratarlas a latigazos. Y la madre decaía.

--¡Esto se va!--pronunció un día el médico.

Ramiro vagaba por la casa como atontado, presa de extraños
remordimientos y de furias súbitas. Una tarde llegó a decir a su cuñada:

--Pero es que esta Rosa no hace nada por vivir; se le ha metido en la
cabeza que tiene que morirse y ¡es claro! así se morirá. ¿Por qué no le
animas y le convences a que viva?

--Eso tú, hijo, tú, su marido. Si tú no le infundes apetito de vivir,
¿quién va a infundírselo? Porque sí, no es lo peor lo débil y exangüe
que está; lo peor es que no piensa sino en morirse. Ya ves, hasta los
chicos la cansan pronto. Y apenas si pregunta por las cosas del ama.

Y era que la pobre Rosa vivía como en sueños, en un constante mareo,
viéndolo todo como a través de una niebla.

Una tarde llamó a solas a su hermana y en frases entrecortadas, con un
hilito de voz febril, le dijo cojiéndole la mano:

--Mira, Tula, yo me muero y me muero sin remedio. Ahí te dejo mis hijos,
los pedazos de mi corazón, y ahí te dejo a Ramiro, que es como otro
hijo. Créeme que es otro niño, un niño grande y antojadizo, pero bueno,
más bueno que el pan. No me ha dado ni un solo disgusto. Ahí te los
dejo, Tula.

--Descuida, Rosa; conozco mis deberes.

--Deberes... deberes...

--Sí, sé mis amores. A tus hijos no les faltará madre mientras yo viva.

--Gracias, Tula, gracias. Eso quería de ti.

--Pues no lo dudes.

--¡Es decir que mis hijos, los míos, los pedazos de mi corazón no
tendrán madrastra!

--¿Qué quieres decir con eso, Rosa?

--Que como Ramiro volverá a pensar en casarse... es lo natural... tan
joven... y yo sé que no podrá vivir sin mujer, lo sé... pues que...

--¿Qué quieres decir?

--Que serás tú su mujer, Tula.

--Yo no te he dicho eso, Rosa, y ahora, en este momento, no puedo, ni
por piedad, mentir. Yo no te he dicho que me casaré con tu marido si tú
le faltas; yo te he dicho que a tus hijos no les faltará madre...

--No, tú me has dicho que no tendrán madrastra.

--¡Pues bien, sí, no tendrán madrastra!

--Y eso no puede ser sino casándote tú con mi Ramiro, y mira, no tengo
celos, no. ¡Si ha de ser de otra, que sea tuyo! Que sea tuyo. Acaso...

--¿Y por qué ha de volver a casarse?

--¡Ay, Tula, tú no conoces a los hombres! Tú no conoces a mi marido...

--No, no le conozco.

--¡Pues yo sí!

--Quién sabe...

La pobre enferma se desvaneció.

Poco después llamaba a su marido. Y al salir éste del cuarto iba
desencajado y pálido como un cadáver.

La Muerte afilaba su guadaña en la piedra angular del hogar de Rosa y
Ramiro, y mientras la vida de la joven madre se iba en rosario de gotas,
destilando, había que andar a la busca de una nueva ama de cría para el
pequeñito, que iba rindiéndose también de hambre. Y Gertrudis, dejando
que su hermana se adormeciese en la cuna de una agonía lenta, no hacía
sino agitarse en busca de un seno próvido para su sobrinito. Procuraba
irle engañando el hambre, sosteniéndole a biberón.

--¿Y esa ama?

--¡Hasta mañana no podrá venir, señorita!

--Mira, Tula--empezó Ramiro.

--¡Déjame! ¡Déjame! ¡Vete al lado de tu mujer, que se muere de un
momento a otro; vete, que allí es tu puesto, y déjame con el niño!

--Pero, Tula...

--Déjame, te he dicho. Vete a verla morir; a que entre en la otra vida
en tus brazos; ¡vete! ¡Déjame!

Ramiro se fué. Gertrudis tomó a su sobrinito, que no hacía sino gemir;
encerróse con él en un cuarto y sacando uno de sus pechos secos, uno de
sus pechos de doncella que arrebolado todo él le retemblaba como con
fiebre, le retemblaba por los latidos del corazón--era el derecho--,
puso el botón de ese pecho en la flor sonrosada pálida de la boca del
pequeñuelo. Y éste gemía más estrujando entre sus pálidos labios el
conmovido pezón seco.

--Un milagro, Virgen Santísima--gemía Gertrudis con los ojos velados por
las lágrimas--; un milagro, y nadie lo sabrá, nadie.

Y apretaba como una loca al niño a su seno.

Oyó pasos y luego que intentaban abrir la puerta. Metióse el pecho, lo
cubrió, se enjugó los ojos y salió a abrir. Era Ramiro, que le dijo:

--¡Ya acabó!

--Dios la tenga en su gloria. Y ahora, Ramiro, a cuidar de éstos.

--¿A cuidar? Tú... tú... porque sin ti...

--Bueno, ahora a criarlos te digo.




VII


AHORA, ahora que se había quedado viudo era cuando Ramiro sentía todo lo
que sin él siquiera sospecharlo había querido a Rosa, su mujer. Uno de
sus consuelos, el mayor, era recojerse en aquella alcoba en que tanto
habían vivido amándose y repasar su vida de matrimonio.

Primero el noviazgo, aquel noviazgo, aunque no muy prolongado, de lento
reposo, en que Rosa parecía como que le hurtaba el fondo del alma
siempre, y como si por acaso no la tuviese o haciéndole pensar que no la
conocería hasta que fuese suya del todo y por entero; aquel noviazgo de
recato y de reserva, bajo la mirada de Gertrudis, que era todo alma.
Repasaba en su mente Ramiro, lo recordaba bien, cómo la presencia de
Gertrudis, la tía Tula de sus hijos, le contenía y desasosegaba, cómo
ante ella no se atrevía a soltar ninguna de esas obligadas bromas entre
novios, sino a medir sus palabras.

Vino luego la boda y la embriaguez de los primeros meses, de las lunas
de miel; Rosa iba abriéndole el espíritu, pero era éste tan sencillo,
tan trasparente, que cayó en la cuenta Ramiro de que no le había velado
ni recatado nada. Porque su mujer vivía con el corazón en la mano y
extendida ésta en gesto de oferta y con las entrañas espirituales al
aire del mundo, entregada por entero al cuidado del momento, como viven
las rosas del campo y las alondras del cielo. Y era a la vez el espíritu
de Rosa como un reflejo del de su hermana, como el agua corriente al sol
de que aquél era el manantial cerrado.

Llegó, por fin, una mañana en que se le desprendieron a Ramiro las
escamas de la vista, y purificada ésta vió claro con el corazón. Rosa no
era una hermosura cual él se la había creído y antojado, sino una figura
vulgar, pero con todo el más dulce encanto de la vulgaridad recojida y
mansa; era como el pan de cada día, como el pan casero y cotidiano y no
un raro manjar de turbadores jugos. Su mirada que sembraba paz, su
sonrisa, su aire de vida, eran encarnación de un ánimo sedante,
sosegado y doméstico. Tenía su pobre mujer algo de planta en la
silenciosa mansedumbre, en la callada tarea de beber y atesorar luz con
los ojos y derramarla luego convertida en paz; tenía algo de planta en
aquella fuerza velada y a la vez poderosa con que de continuo, momento
tras momento, chupaba jugos de las entrañas de la vida común ordinaria y
en la dulce naturalidad con que abría sus perfumadas corolas.

¡Qué de recuerdos! Aquellos juegos cuando la pobre se le escapaba y la
perseguía él por la casa toda fingiendo un triunfo para cobrar como
botín besos largos y apretados, boca a boca; aquel cojerle la cara con
ambas manos y estarse en silencio mirándole al alma por los ojos y,
sobre todo, cuando apoyaba el oído sobre el pecho de ella ciñéndole con
los brazos el talle, y escuchándole la marcha tranquila del corazón le
decía: «¡Calla, déjale que hable!»

Y las visitas de Gertrudis, que con su cara grave y sus grandes ojazos
de luto a que se asomaba un espíritu embozado, parecía decirles: «Sois
unos chiquillos que cuando no os veo estáis jugando a marido y mujer; no
es esa la manera de prepararse a criar hijos, pues el matrimonio se
instituyó para casar, dar gracia a los casados y que críen hijos para el
cielo.»

¡Los hijos! Ellos fueron sus primeras grandes meditaciones. Porque pasó
un mes y otro y algunos más, y al no notar señal ni indicio de que
hubiese fructificado aquel amor, «¿tendría razón--decíase
entonces--Gertrudis? ¿Sería verdad que no estaban sino jugando a marido
y mujer y sin querer, con la fuerza toda de la fe en el deber, el fruto
de la bendición del amor justo?» Pero lo que más le molestaba entonces,
recordábalo bien ahora, era lo que pensarían los demás, pues acaso
hubiese quien le creyera a él, por eso de no haber podido hacer hijos,
menos hombre que otros. ¿Por qué no había de hacer él, y mejor, lo que
cualquier mentecato, enclenque y apocado hace? Heríale en su amor
propio; habría querido que su mujer hubiese dado a luz a los nueve meses
justos y cabales de haberse ellos casado. Además, eso de tener hijos o
no tenerlos debía de depender--decíase entonces--de la mayor o menor
fuerza de cariño que los casados se tengan, aunque los hay
enamoradísimos uno de otro y que no dan fruto, y otros, ayuntados por
conveniencias de fortuna y ventura, que se carguen de críos. Pero--y
esto sí que lo recordaba bien ahora--pero para explicárselo había
fraguado su teoría, y era que hay un amor aparente y conciente, de
cabeza, que puede mostrarse muy grande y ser, sin embargo, infecundo, y
otro sustancial y oculto, recatado aun al propio conocimiento de los
mismos que lo alimentan, un amor del alma y el cuerpo enteros y justos,
amor fecundo siempre. ¿No querría él lo bastante a Rosa o no le querría
lo bastante Rosa a él? Y recordaba ahora cómo había tratado de descifrar
el misterio mientras la envolvía en besos, a solas, en el silencio y
oscuro de la noche y susurrándola una y otra vez al oído en letanía un
rosario de: «¿me quieres, me quieres, Rosa?», mientras a ella se la
escapaban síes desfallecidos. Aquello fué una locura, una necia locura,
de la que se avergonzaba apenas veía entrar a Gertrudis derramando
serena seriedad en torno, y de aquello le curó la sazón del amor cuando
le fué anunciado el hijo. Fué un trasporte loco... ¡había vencido! Y
entonces fué cuando vino, con su primer fruto, el verdadero amor.

El amor, sí. ¿Amor? ¿Amor dicen? ¿Qué saben de él todos esos escritores
amatorios, que no amorosos, que de él hablan y quieren excitarlo en
quien los lee? ¿Qué saben de él los galeotos de las letras? ¿Amor? No
amor, sino mejor cariño. Eso de amor--decíase Ramiro ahora--sabe a
libro; sólo en el teatro y en las novelas se oye el _yo te amo_; en la
vida de carne y sangre y hueso el entrañable _¡te quiero!_ y el más
entrañable aún callárselo. ¿Amor? No, ni cariño siquiera, sino algo sin
nombre y que no se dice por confundirse ello con la vida misma. Los más
de los cantores amatorios saben de amor lo que de oración los
masculla-jaculatorias, traga-novenas y engulle-rosarios. No, la oración
no es tanto algo que haya de cumplirse a tales o cuales horas, en sitio
apartado y recojido y en postura compuesta, cuanto es un modo de hacerlo
todo votivamente con toda el alma y viviendo en Dios. Oración ha de ser
el comer y el beber y el pasearse y el jugar y el leer y el escribir y
el conversar y hasta el dormir, y rezo todo, y nuestra vida un continuo
y mudo «¡hágase tu voluntad!» y un incesante «¡venga a nos el tu reino!»
no ya pronunciados, mas ni aun pensados siquiera, sino vividos. Así oyó
de la oración una vez Ramiro a un santo varón religioso que pasaba por
maestro de ella, y así lo aplicó él al amor luego. Pues el que profesara
a su mujer y a ella le apegaba veía bien ahora en que ella se le fué,
que se le llegó a fundir con el rutinero andar de la vida diaria, que lo
había respirado en las mil naderías y frioleras del vivir doméstico, que
le fué como el aire que se respira y al que no se le siente sino en
momentos de angustioso ahogo, cuando nos falta. Y ahora ahogábase
Ramiro, y la congoja de su viudez reciente le revelaba todo el poderío
del amor pasado y vivido.

Al principio de su matrimonio fué, sí, el imperio del deseo; no podía
juntar carne con carne sin que la suya se le encendiese y alborotase y
empezara a martillarle el corazón, pero era porque la otra no era aún de
veras y por entero suya también; pero luego, cuando ponía su mano sobre
la carne desnuda de ella, era como si en la propia la hubiese puesto,
tan tranquilo se quedaba; mas también si se la hubiesen cortado habríale
dolido como si se la cortaran a él. ¿No sintió acaso en sus entrañas los
dolores de los partos de su Rosa?

Cuando la vió gozar, sufriendo al darle su primer hijo, es cuando
comprendió cómo es el amor más fuerte que la vida y que la muerte, y
domina la discordia de éstas; cómo el amor hace morirse a la vida y
vivir la muerte; cómo él vivía ahora la muerte de su Rosa y se moría en
su propia vida. Luego, al ver al niño dormido y sereno, con los labios
en flor entreabiertos vió al amor hecho carne que vive. Y allí, sobre la
cuna, contemplando a su fruto, traía a sí a la madre, y mientras el niño
sonreía en sueños palpitando sus labios, besaba él a Rosa en la corola
de sus labios frescos y en la fuente de paz de sus ojos. Y le decía
mostrándole dos dedos de la mano: «¡Otra vez, dos, dos...!» Y ella:
«¡No, no, ya no más, uno y no más!» Y se reía. Y él: «¡Dos, dos, me ha
entrado el capricho de que tengamos dos melguizos, una parejita, niño y
niña!» Y cuando ella volvió a quedarse encinta, a cada paso y tropezón,
él: «¡Qué cargado viene eso! ¡Qué granazón! ¡Me voy a salir con la mía;
por lo menos, dos!» «¡Uno, el último, y basta!», replicaba ella riendo.
Y vino el segundo, la niña, Tulita, y luego que salió con vida, cuando
descansaba la madre, la besó larga y apretadamente en la boca, como en
premio, diciéndose: «¡bien has trabajado, pobrecilla!»; mientras Rosa,
vencedora de la muerte y de la vida, sonreía con los domésticos ojos
apacibles.

¡Y murió!; aunque pareciese mentira, se murió. Vino la tarde terrible
del combate último. Allí estuvo Gertrudis, mientras el cuidado de la
pobrecita niña que desfallecía de hambre se lo permitió, sirviendo
medicinas inútiles, componiendo la cama, animando a la enferma,
encorazonando a todos. Tendida en el lecho que había sido campo de donde
brotaron tres vidas, llegó a faltarle el habla y las fuerzas, y cojida
de la mano a la mano de su hombre, del padre de sus hijos, mirábale como
el navegante, al ir a perderse en el mar sin orillas, mira al lejano
promontorio, lengua de la tierra nativa, que se va desvaneciendo en la
lontananza y junto al cielo; en los trances del ahogo miraban sus ojos,
desde el borde la eternidad, a los ojos de su Ramiro. Y parecía aquella
mirada una pregunta desesperada y suprema, como si a punto de partirse
para nunca más volver a tierra, preguntase por el oculto sentido de la
vida. Aquellas miradas de congoja reposada, de acongojado reposo,
decían: «Tú, tú que eres mi vida, tú que conmigo has traído al mundo
nuevos mortales, tú que me has sacado tres vidas, tú, mi hombre, dime,
¿esto qué es?» Fué una tarde abismática. En momentos de tregua, teniendo
Rosa entre sus manos, húmedas y febriles, las manos temblorosas de
Ramiro, clavados en los ojos de éste sus ojos henchidos de cansancio de
vida, sonreía tristemente, volviéndolos luego al niño, que dormía allí
cerca, en su cunita, y decía con los ojos, y alguna vez con un hilito de
voz: «¡No despertarle, no!, ¡que duerma, pobrecillo!, ¡que duerma... que
duerma hasta hartarse, que duerma!» Llególe por último el supremo
trance, el del tránsito, y fué como si en el brocal de las eternas
tinieblas, suspendida sobre el abismo, se aferrara a él, a su hombre,
que vacilaba sintiéndose arrastrado. Quería abrirse con las uñas la
garganta la pobre, mirábale despavorida, pidiéndole con los ojos aire;
luego, con ellos le sondó el fondo del alma, y soltando su mano cayó en
la cama donde había concebido y parido sus tres hijos. Descansaron los
dos; Ramiro, aturdido, con el corazón acorchado, sumergido como en un
sueño sin fondo y sin despertar, muerta el alma, mientras dormía el
niño. Gertrudis fué quien, viniendo con la pequeñita al pecho, cerró
luego los ojos a su hermana, la compuso un poco y fuese después a cubrir
y arropar mejor al niño dormido y a trasladarle en un beso la tibieza
que con otro recojió de la vida que aún tendía sus últimos jirones sobre
la frente de la rendida madre.

Pero, ¿murió acaso Rosa? ¿Se murió de veras? ¿Podía haberse muerto
viviendo él, Ramiro? No; en sus noches, ahora solitarias, mientras se
dormía solo en aquella cama de la muerte y de la vida y del amor, sentía
a su lado el ritmo de su respiración, su calor tibio, aunque con una
congojosa sensación de vacío. Y tendía la mano, recorriendo con ella la
otra mitad de la cama, apretándola algunas veces. Y era lo peor que,
cuando recojiéndose se ponía a meditar en ella, no se le ocurrieran sino
cosas de libro, cosas de amor de libro y no de cariño de vida, y le
escocía que aquel robusto sentimiento, vida de su vida y aire de su
espíritu, no se le cuajara más que en abstractas lucubraciones. El dolor
se le espiritualizaba, vale decir que se le intelectualizaba, y sólo
cobraba carne, aunque fuera vaporosa, cuando entraba Gertrudis. Y de
todo esto sacábale una de aquellas vocecitas frescas que piaba: «¡Papá!»
Ya estaba, pues, allí, ella, la muerta inmortal. Y luego, la misma
vocecita: «¡Mamá!» Y la de Gertrudis, gravemente dulce, respondía:
«¡Hijo!»

No, Rosa, su Rosa, no se había muerto, no era posible que se le hubiese
muerto; la mujer estaba allí, tan viva como antes, y derramando vida en
torno; la mujer no podía morir.




VIII


GERTRUDIS, que se había instalado en casa de su hermana desde que ésta
dió por última vez a luz y durante su enfermedad última, le dijo un día
a su cuñado:

--Mira, voy a levantar mi casa.

El corazón de Ramiro se puso al galope.

--Sí--añadió ella--, tengo que venir a vivir con vosotros y a cuidar de
los chicos. No se le puede, además, dejar aquí sola a esa buena pécora
del ama.

--Dios te lo pague, Tula.

--Nada de Tula, ya te lo tengo dicho; para ti soy Gertrudis.

--¿Y qué más da?

--Yo lo sé.

--Mira, Gertrudis...

--Bueno, voy a ver qué hace el ama.

A la cual vigilaba sin descanso. No le dejaba dar el pecho al pequeñito
delante del padre de éste, y le regañaba por el poco recato y mucha
desenvoltura con que se desabrochaba el seno.

--Si no hace falta que enseñes eso así; en el niño es en quien hay que
ver si tienes o no leche abundante.

Ramiro sufría y Gertrudis le sentía sufrir.

--¡Pobre Rosa!--decía de continuo.

--Ahora los pobres son los niños y es en ellos en quienes hay que
pensar...

--No basta, no. Apenas descanso. Sobre todo por las noches la soledad me
pesa; las hay que las paso en vela.

--Sal después de cenar, como salías de casado últimamente, y no vuelvas
a casa hasta que sientas sueño. Hay que acostarse con sueño.

--Pero es que siento un vacío...

--¿Vacío teniendo hijos?

--Pero ella es insustituíble...

--Así lo creo... Aunque vosotros los hombres...

--No creí que la quería tanto...

--Así nos pasa de continuo. Así me pasó con mi tío y así me ha pasado
con mi hermana, con tu Rosa. Hasta que ha muerto tampoco yo he sabido lo
que la quería. Lo sé ahora en que cuido a sus hijos, a vuestros hijos. Y
es que queremos a los muertos en los vivos...

--¿Y no acaso a los vivos en los muertos...?

--No sutilicemos.

Y por las mañanas, luego de haberse levantado Ramiro, iba su cuñada a la
alcoba y abría de par en par las hojas del balcón diciéndose: «para que
se vaya el olor a hombre». Y evitaba luego encontrarse a solas con su
cuñado, para lo cual llevaba siempre algún niño delante.

Sentada en la butaca en que solía sentarse la difunta, contemplaba los
juegos de los pequeñuelos.

--Es que yo soy chico y tú no eres más que chica--oyó que le decía un
día, con su voz de trapo, Ramirín a su hermanita.

--Ramirín, Ramirín--le dijo la tía--, ¿qué es eso? ¿Ya empiezas a ser
bruto, a ser hombre?

Un día llegó Ramiro, llamó a su cuñada y le dijo:

--He sorprendido tu secreto, Gertrudis.

--¿Qué secreto?

--Las relaciones que llevabas con Ricardo, mi primo.

--Pues bien, sí, es cierto; se empeñó, me hostigó, no me dejaba en paz y
acabó por darme lástima.

--Y tan oculto que lo teníais...

--¿Para qué declararlo?

--Y sé más.

--¿Qué es lo que sabes?

--Que le has despedido.

--También es cierto.

--Me ha enseñado él mismo tu carta.

--¿Cómo? No le creía capaz de eso. Bien he hecho en dejarle: ¡hombre al
fin!

Ramiro, en efecto, había visto una carta de su cuñada a Ricardo, que
decía así:

«Mi querido Ricardo: No sabes bien qué días tan malos estoy pasando
desde que murió la pobre Rosa. Estos últimos han sido terribles y no he
cesado de pedir a la Virgen Santísima y a su Hijo que me diesen fuerzas
para ver claro en mi porvenir. No sabes bien con cuánta pena te lo digo,
pero no pueden continuar nuestras relaciones; no puedo casarme. Mi
hermana me sigue rogando desde el otro mundo que no abandone a sus
hijos y que les haga de madre. Y puesto que tengo estos hijos a que
cuidar, no debo ya casarme. Perdóname, Ricardo, perdónamelo, por Dios, y
mira bien por qué lo hago. Me cuesta mucha pena porque sé que habría
llegado a quererte y, sobre todo, porque sé lo que me quieres y lo que
sufrirás con esto. Siento en el alma causarte esta pena, pero tú que
eres bueno, comprenderás mis deberes y los motivos de mi resolución y
encontrarás otra mujer que no tenga mis obligaciones sagradas y que te
pueda hacer más feliz que yo habría podido hacerte. Adiós, Ricardo, que
seas feliz y hagas felices a otros, y ten por seguro que nunca, nunca te
olvidará

     GERTRUDIS.»

       *       *       *       *       *

--Y ahora--añadió Ramiro--, a pesar de esto Ricardo quiere verte.

--¿Es que yo me oculto acaso?

--No, pero...

--Dile que venga cuando quiera a verme a esta nuestra casa.

--Nuestra casa, Gertrudis, nuestra...

--Nuestra, sí, y de nuestros hijos...

--Si tú quisieras...

--¡No hablemos de eso!--y se levantó.

Al siguiente día se le presentó Ricardo.

--Pero, por Dios, Tula.

--No hablemos más de eso, Ricardo, que es cosa hecha.

--Pero, por Dios--y se le quebró la voz.

--¡Sé hombre, Ricardo, sé fuerte!

--Pero es que ya tienen padre...

--No basta; no tienen madre... es decir, sí la tienen.

--Puede él volver a casarse.

--¿Volverse a casar él? En ese caso los niños se irán conmigo. Le
prometí a su madre, en su lecho de muerte, que no tendrían madrastra.

--¿Y si llegases a serlo tú, Tula?

--¿Cómo yo?

--Sí, tú; casándote con él, con Ramiro.

--¡Eso nunca!

--Pues yo sólo así me lo explico.

--Eso nunca, te he dicho; no me expondría a que unos míos, es decir, de
mi vientre, pudiesen mermarme el cariño que a ésos tengo. ¿Y más hijos,
más? Eso nunca. Bastan éstos para bien criarlos.

--Pues a nadie le convencerás, Tula, de que no te has venido a vivir
aquí por eso.

--Yo no trato de convencer a nadie de nada. Y en cuanto a ti, basta que
yo te lo diga.

Se separaron para siempre.

--¿Y qué?--le preguntó luego Ramiro.

--Que hemos acabado; no podía ser de otro modo.

--Y que has quedado libre...

--Libre estaba, libre estoy, libre pienso morirme.

--Gertrudis... Gertrudis--y su voz temblaba a súplica.

--Le he despedido porque me debo, ya te lo dije, a tus hijos, a los
hijos de Rosa...

--Y tuyos... ¿no dices así?

--¡Y míos, sí!

--Pero si tú quisieras...

--No insistas; ya te tengo dicho que no debo casarme ni contigo ni con
otro menos.

--¿Menos?--y se le abrió el pecho.

--Sí, menos.

--¿Y cómo no fuiste monja?

--No me gusta que me manden.

--Es que en el convento en que entrases serías tú la abadesa, la
superiora.

--Menos me gusta mandar. ¿Ramirín?

El niño acudió al reclamo. Y cojiéndole su tía le dijo: «¡vamos a jugar
al escondite, rico!»

--Pero Tula...

--Te he dicho--y para decirle esto se le acercó, teniendo cojido de la
mano al niño, y se lo dijo al oído--que no me llames Tula, y menos
delante de los niños. Ellos sí, pero tú no. Y ten respeto a los
pequeños.

--¿En qué les falto al respeto?

--En dejar así al descubierto delante de ellos tus instintos...

--Pero si no comprenden...

--Los niños lo comprenden todo; más que nosotros. Y no olvidan nada. Y
si ahora no lo comprende, lo comprenderá mañana. Cada cosa de estas que
ve u oye un niño es una semilla en su alma, que luego echa tallo y da
fruto. ¡Y basta!




IX


Y empezó una vida de triste desasosiego, de interna lucha en aquel
hogar. Ella defendíase con los niños, a los que siempre procuraba tener
presentes, y le excitaba a él a que saliese a distraerse. El, por su
parte, extremaba sus caricias a los hijos y no hacía sino hablarles de
su madre, de su pobre madre. Cojía a la niña y allí, delante de la tía,
se la devoraba a besos.

--No tanto, hombre, no tanto, que así no haces sino molestar a la pobre
criatura. Y eso, permíteme que te lo diga, no es natural. Bien está que
hagas que me llamen tía y no mamá, pero no tanto; repórtate.

--¿Es que yo no he de tener el consuelo de mis hijos?

--Sí, hijo, sí; pero lo primero es educarlos bien.

--¿Y así?

--Hartándoles de besos y de golosinas se les hace débiles. Y mira que
los niños adivinan...

--Y qué culpa tengo yo...

--¿Pero es que puede haber para unos niños, hombre de Dios, un hogar
mejor que éste? Tienen hogar, verdadero hogar, con padre y madre, y es
un hogar limpio, castísimo, por todos cuyos rincones pueden andar a
todas horas, un hogar donde nunca hay que cerrarles puerta alguna, un
hogar sin misterios. ¿Quieres más?

Pero él buscaba acercarse a ella, hasta rozarla. Y alguna vez le tuvo
que decir en la mesa:

--No me mires así, que los niños ven.

Por las noches solía hacerles rezar por mamá Rosa, por mamita, para que
Dios la tuviese en su gloria. Y una noche, después de este rezo y
hallándose presente el padre, añadió:

--Ahora, hijos míos, un padrenuestro y avemaría por papá también.

--Pero papá no se ha muerto, mamá Tula.

--No importa, porque se puede morir...

--Eso, también tú.

--Es verdad; otro padrenuestro y avemaría por mí entonces.

Y cuando los niños se hubieron acostado, volviéndose a su cuñado le dijo
secamente:

--Esto no puede ser así. Si sigues sin reportarte tendré que marcharme
de esta casa aunque Rosa no me lo perdone desde el cielo.

--Pero es que...

--Lo dicho; no quiero que ensucies así, ni con miradas, esta casa tan
pura y donde mejor pueden criarse las almas de tus hijos. Acuérdate de
Rosa.

--¿Pero de qué crees que somos los hombres?

--De carne y muy brutos.

--¿Y tú, no te has mirado nunca?

--¿Qué es eso?--y se le demudó el rostro sereno.

--Que aunque no fueses, como en realidad lo eres, su madre, ¿tienes
derecho, Gertrudis, a perseguirme con tu presencia? ¿Es justo que me
reproches y estés llenando la casa con tu persona, con el fuego de tus
ojos, con el son de tu voz, con el imán de tu cuerpo lleno de alma, pero
de un alma llena de cuerpo?

Gertrudis, toda encendida, bajaba la cabeza y se callaba, mientras le
tocaba a rebato el corazón.

--¿Quién tiene la culpa de esto?, dime.

--Tienes razón, Ramiro, y si me fuese, los niños piarían por mí, porque
me quieren...

--Más que a mí--dijo tristemente el padre.

--Es que yo no les besuqueo como tú ni les sobo, y cuando les beso,
ellos sienten que mis besos son más puros, que son para ellos solos...

--Y bien, ¿quién tiene la culpa de esto?, repito.

--Bueno, pues. Espera un año, esperemos un año; déjame un año de plazo
para que vea claro en mí, para que veas claro en ti mismo, para que te
convenzas...

--Un año... un año...

--¿Te parece mucho?

--¿Y luego, cuando se acabe?

--Entonces... veremos...

--Veremos... veremos...

--Yo no prometo más.

--Y si en este año...

--¿Qué? Si en este año haces alguna tontería...

--¿A qué llamas hacer una tontería?

--A enamorarte de otra y volverte a casar.

--Eso... ¡nunca!

--Qué pronto lo dijiste...

--Eso... ¡nunca!

--¡Bah! juramentos de hombres...

--Y si así fuese, ¿quién tendrá la culpa?

--¿Culpa?

--¡Sí, la culpa!

--Eso sólo querría decir...

--¿Qué?

--Que no le quisiste, que no le quieres a tu Rosa como ella te quiso a
ti, como ella te habría querido de haber sido ella la viuda...

--No, eso querría decir otra cosa, que no es...

--Bueno, basta. ¡Ramirín!, ¡ven acá, Ramirín! Anda, corre.

Y así se aplacó aquella lucha.

Y ella continuaba su labor de educar a sus sobrinos.

No quiso que a la niña se le ocupase demasiado en aprender costura y
cosas así. «¿Labores de su sexo?--decía--, no, nada de labores de su
sexo; el oficio de una mujer es hacer hombres y mujeres, y no
vestirlos.»

Un día que Ramirín soltó una expresión soez que había aprendido en la
calle y su padre iba a reprenderle, interrumpióle Gertrudis, diciéndole
bajo: «No, dejarlo; hay que hacer como si no se ha oído; debe de haber
un mundo de que ni para condenarlo hay que hablar aquí.»

Una vez que oyó decir de una que se quedaba soltera que quedaba para
vestir santos, agregó: «¡o para vestir almas de niños!»

--Tulita es mi novia--dijo una vez Ramirín.

--No digas tonterías; Tulita es tu hermana.

--¿Y no puede ser novia y hermana?

--No.

--¿Y qué es ser hermana?

--¿Ser hermana? Ser hermana es...

--Vivir en la misma casa--acabó la niña.

Un día llegó la niña llorando y mostrando un dedo en que le había picado
una abeja. Lo primero que se le ocurrió a la tía fué ver si con su boca,
chupándoselo, podía extraerle el veneno como había leído que se hace con
el de ciertas culebras. Luego declararon los niños, y se les unió el
padre, que no dejarían viva a ninguna de las abejas que venían al
jardín, que las perseguirían a muerte.

--No, eso sí que no--exclamó Gertrudis--; a las abejas no las toca
nadie.

--¿Por qué? ¿Por la miel?--preguntó Ramiro.

--No las toca nadie, he dicho.

--Pero si no son madres, Gertrudis.

--Lo sé, lo sé bien. He leído en uno de esos libros tuyos lo que son las
abejas, lo he leído. Sé lo que son las abejas estas, las que pican y
hacen la miel; sé lo que es la reina y sé también lo que son los
zánganos.

--Los zánganos somos nosotros, los hombres.

--¡Claro está!

--Pues mira, voy a meterme en política; me van a presentar candidato a
diputado provincial.

--¿De veras?--preguntó Gertrudis, sin poder disimular su alegría.

--¿Tanto te place?

--Todo lo que te distraiga.

--Faltan once meses, Gertrudis...

--¿Para qué?, ¿para la elección?

--¡Para la elección, sí!




X


Y era lo cierto que en el alma cerrada de Gertrudis se estaba
desencadenando una brava galerna. Su cabeza reñía con su corazón, y
ambos, corazón y cabeza, reñían en ella con algo más ahincado, más
entrañado, más íntimo, con algo que era como el tuétano de los huesos de
su espíritu.

A solas, cuando Ramiro estaba ausente del hogar, cojía al hijo de éste y
de Rosa, a Ramirín, al que llamaba su hijo, y se lo apretaba al seno
virgen, palpitante de congoja y henchido de zozobra. Y otras veces se
quedaba contemplando el retrato de la que fué, de la que era todavía su
hermana y como interrogándole si había querido, de veras, que ella, que
Gertrudis, le sucediese en Ramiro. «Sí, me dijo que yo habría de llegar
a ser la mujer de su hombre, su otra mujer--se decía--, pero no pudo
querer eso, no, no pudo quererlo... yo en su caso, al menos, no lo
habría querido, no podría haberlo querido... ¿de otra? ¡no, de otra no!
ni después de mi muerte... ni de mi hermana... ¡de otra no! no se puede
ser más que de una... No, no pudo querer eso; no pudo querer que entre
él, entre su hombre, entre el padre de sus hijos y yo se interpusiese su
sombra... no pudo querer eso. Porque cuando él estuviese a mi lado,
arrimado a mí, carne a carne, ¿quién me dice que no estuviese pensando
en ella? Yo no sería sino el recuerdo... ¡algo peor que el recuerdo de
la otra! No, lo que me pidió es que impida que sus hijos tengan
madrasta. ¡Y lo impediré! Y casándome con Ramiro, entregándole mi
cuerpo, y no sólo mi alma, no lo impediría... Porque entonces sí que
sería madrasta. Y más si llegaba a darme hijos de mi carne y de mi
sangre...» Y esto de los hijos de la carne hacía palpitar de sagrado
terror el tuétano de los huesos del alma de Gertrudis, que era toda
maternidad, pero maternidad de espíritu.

Y encerrábase en su cuarto, en su recatada alcoba, a llorar al pie de
una imagen de la Santísima Virgen Madre, a llorar mientras susurraba:
«el fruto de tu vientre...»

Una vez que tenía apretado a su seno a Ramirín, éste le dijo:

--¿Por qué lloras, mamita?--pues habíale enseñado a llamarla así.

--Si no lloro...

--Sí, lloras...

--¿Pero es que me ves llorar...?

--No, pero te siento que lloras... Estás llorando...

--Es que me acuerdo de tu madre...

--¿Pues no dices que lo eres tú...?

--Sí, pero de la otra, de mamá Rosa.

--Ah, sí, la que se murió... la de papá...

--¡Sí, la de papá!

--¿Y por qué papá nos dice que no te llamemos mamá, sino tía, tiíta
Tula, y tú nos dices que te llamemos mamá y no tía, no tiíta Tula...?

--¿Pero es que papá os dice eso?

--Sí, nos ha dicho que todavía no eres nuestra mamá, que todavía no eres
más que nuestra tía...

--¿Todavía?

--Sí, nos ha dicho que todavía no eres nuestra mamá, pero que lo
serás... Sí, que vas a ser nuestra mamá cuando pasen unos meses...

«Entonces sería vuestra madrasta»--pensó Gertrudis, pero no se atrevió a
desnudar este pensamiento pecaminoso ante el niño.

--Bueno, mira, no hagas caso de esas cosas, hijo mío...

Y cuando luego llegó Ramiro, el padre, le llamó aparte y severamente le
dijo:

--No andes diciéndole al niño esas cosas. No le digas que yo no soy
todavía más que su tía, la tía Tula, y que seré su mamá. Eso es
corromperle, eso es abrirle los ojos sobre cosas que no debe ver. Y si
lo haces por influir con él sobre mí, si lo haces por moverme...

--Me dijiste que te tomabas un plazo...

--Bueno, si lo haces por eso piensa en el papel que haces hacer a tu
hijo, un papel de...

--¡Bueno, calla!

--Las palabras no me asustan, pero lo callaré. Y tú piensa en Rosa,
recuerda a Rosa, ¡tu primer... amor!

--¡Tula!

--Basta. Y no busques madrasta para tus hijos, que tienen madre.




XI


«ESTO necesita campo»--se dijo Gertrudis, e indicó a Ramiro la
conveniencia de que todos ellos se fuesen a veranear a un pueblecito
costero que tuviese montaña, dominando al mar y por éste dominada. Buscó
un lugar que no fuese muy de moda, pero donde Ramiro pudiese encontrar
compañeros de tresillo, pues tampoco le quería obligado a la continua
compañía de los suyos. Era un género de soledad a que Gertrudis temía.

Allí todos los días salían de paseo, por la montaña, dando vista al mar,
entre madroñales, ellos dos, Gertrudis y Ramiro, y los tres niños:
Ramirín, Rosita y Elvira. Jamás, ni aun allí donde no los conocían--es
decir, allí menos--se hubiese arriesgado Gertrudis a salir de paseo con
su cuñado, solos los dos. Al llegar a un punto en que un tronco tendido
en tierra, junto al sendero, ofrecía, a modo de banco rústico, asiento,
sentábanse en él ellos dos, cara al mar, mientras los niños jugaban allí
cerca, lo más cerca posible. Una vez en que Ramiro quiso que se sentaran
en el suelo, sobre la yerba montañesa, Gertrudis le contestó: «¡No, en
el suelo, no! yo no me siento en el suelo, sobre la tierra, y menos
junto a ti y ante los niños...» «Pero si el suelo está limpio... si hay
yerba...» «¡Te he dicho que no me siento así!» «No, la postura no es
cómoda...» «¡Peor que incómoda!»

Desde aquel tronco, mirando al mar, hablaban de mil nonadas, pues en
cuanto el hombre deslizaba la conversación a senderos de lo por pacto
tácito ya vedado de hablar entre ellos, la tía tenía en la boca un
«¡Ramirín!» o «¡Rosita!» o «¡Elvira!» Le hablaba ella del mar y eran sus
palabras, que le llegaban a él envueltas en el rumor no lejano de las
olas, como la letra vaga de un canto de cuna para el alma. Gertrudis
estaba brizando la pasión de Ramiro para adormecérsela. No le miraba
casi nunca entonces, miraba al mar; pero en él, en el mar, veía
reflejada por misterioso modo la mirada del hombre. El mar purísimo les
unía las miradas y las almas.

Otras veces íbanse al bosque, a un castañar, y allí tenía ella que
vigilarle, vigilarse y vigilar a los niños con más cuidado. Y también
allí encontró el tronco derribado que le sirviese de asiento.

Quería atemperarle a una vida de familia purísima y campesina, hacer que
se acostase cansado de luz y de aire libres, que se durmiese, oyendo
fuera al grillo, para dormir sin ensueños, que le despertase el canto
del gallo y el trajineo de los campesinos y los marineros.

Por las mañanas bajaban a una pequeña playa, donde se reunía la pequeña
colonia veraniega. Los niños, descalzos, entreteníanse, después del
baño, en desviar con los pies el curso de un pequeño arroyuelo vagabundo
e indeciso que por la arena desaguaba en el mar. Ramiro se unió alguna
vez a este juego de los niños.

Pero Gertrudis empezó a temer. Se había equivocado en sus precauciones.
Ramiro huía del tresillo con sus compañeros de colonia veraniega y
parecía espiar más que nunca la ocasión de hallarse a solas con su
cuñada. La casita que habitaban tenía más de tienda de gitanos
trashumantes que de otra cosa. El campo, en vez de adormecer no la
pasión, el deseo de Ramiro, parecía como si se lo excitase más, y ella
misma, Gertrudis, empezó a sentirse desasosegada. La vida se les ofrecía
más al desnudo en aquellos campos, en el bosque, en los repliegues de la
montaña. Y luego había los animales domésticos, los que cría el hombre,
con los que era mayor allí la convivencia. Gertrudis sufría al ver la
atención con que los pequeños, sus sobrinos, seguían los juegos del
averío. No, el campo no rendía una lección de pureza. Lo puro allí era
hundir la mirada en el mar. Y aun el mar... La brisa marina les llegaba
como un aguijón.

--¡Mira qué hermosura!--exclamó Gertrudis una tarde, al ocaso, en que
estaban sentados frente al mar.

Era la luna llena, roja sobre su palidez, que surgía de las olas como
una flor gigantesca y solitaria en un yermo palpitante.

--¿Por qué le habrán cantado tanto a la luna los poetas?--dijo
Ramiro;--¿por qué será la luz romántica y de los enamorados?

--No lo sé, pero se me ocurre que es la única tierra, porque es una
tierra... que vemos sabiendo que nunca llegaremos a ella... es lo
inaccesible... El sol no, el sol nos rechaza; gustamos de bañarnos en su
luz, pero sabemos que es inhabitable, que en él nos quemaríamos,
mientras que en la luna creemos que se podría vivir y en paz y
crepúsculo eternos, sin tormentas, pues no la vemos cambiar, pero
sentimos que no se puede llegar a ella... Es lo intangible...

--Y siempre nos da la misma cara... esa cara tan triste y tan seria...
es decir, siempre ¡no! porque la va velando poco a poco y la oscurece
del todo y otras veces parece una hoz...

--Sí--y al decirlo parecía como que Gertrudis seguía sus propios
pensamientos sin oir los de su compañero, aunque no era así--; siempre
enseña la misma cara porque es constante, es fiel. No sabemos cómo será
por el otro lado... cuál será su otra cara...

--Y eso añade a su misterio...

--Puede ser... puede ser... Me explico que alguien anhele llegar a la
luna... ¡lo imposible!... para ver cómo es por el otro lado... para
conocer y explorar su otra cara...

--La oscura...

--¿La oscura? ¡Me parece que no! Ahora que esta que vemos está iluminada
la otra estará a oscuras, pero o yo sé poco de estas cosas o cuando esta
cara se oscurece del todo, en luna nueva, está en luz por el otro, es
luna llena de la otra parte...

--¿Para quién?

--¿Cómo para quién...?

--Sí, que cuando el otro lado alumbra ¿para quién?

--Para el cielo, y basta. ¿O es que a la luna la hizo Dios no más que
para alumbrarnos de noche a nosotros, los de la tierra? ¿O para que
hablemos estas tonterías?

--Pues bien, mira, Tula...

--¡Rosita!

Y no le dejó comentar la intangibilidad y la plenitud de la luna.

Cuando ella habló de volver ya a la ciudad apresuróse él a aceptarlo.
Aquella temporada en el campo, entre la montaña y el mar, había sido
estéril para sus propósitos. «Me he equivocado--se decía también él--;
aquí está más segura que allí, que en casa; aquí parece embozarse en la
montaña, en el bosque, y como si el mar le sirviese de escudo; aquí es
tan intangible como la luna, y entretanto este aire de salina filtrado
por entre rayos de sol enciende la sangre... y ella me parece aquí fuera
de su ámbito y como si temiese algo; vive alerta y diríase que no
duerme...» Y ella a su vez se decía: «No, la pureza no es del campo, la
pureza es de celda, de claustro y de ciudad; la pureza se desarrolla
entre gentes que se unen en mazorcas de viviendas para mejor aislarse;
la ciudad es monasterio, convento de solitarios; aquí la tierra, sobre
que casi se acuestan, las une y los animales son otras tantas serpientes
del paraíso... ¡a la ciudad, a la ciudad!»

En la ciudad estaba su convento, su hogar, y en él su celda. Y allí
adormecería mejor a su cuñado. Oh, si pudiese decir de él--pensaba--lo
que Santa Teresa en una carta--Gertrudis leía mucho a Santa
Teresa--decía de su cuñado don Juan de Ovalle, marido de doña Juana de
Ahumada: «El es de condición en cosas muy aniñado...» ¿Cómo le
aniñaría?




XII


AL fin Gertrudis no pudo con su soledad y decidió llevar su congoja al
padre Alvarez, su confesor, pero no su director espiritual. Porque esta
mujer había rehuído siempre ser dirigida, y menos por un hombre. Sus
normas de conducta moral, sus convicciones y creencias religiosas se las
había formado ella con lo que oía a su alrededor y con lo que leía, pero
las interpretaba a su modo. Su pobre tío, don Primitivo, el sacerdote
ingenuo que las había criado a las dos hermanas y les enseñó el
catecismo de la doctrina cristiana explicado según _el Mazo_, sintió
siempre un profundo respeto por la inteligencia de su sobrina Tula, a la
que admiraba. «Si te hicieses monja--solía decirle--llegarías a ser otra
Santa Teresa... Qué cosas se te ocurren, hija...» Y otras veces: «Me
parece que eso que dices, Tulilla, huele un poco a herejía; ¡hum! No lo
sé... no lo sé... porque no es posible que te inspire herejías el ángel
de tu guarda, pero eso me suena así como a... qué sé yo...» Y ella le
contestaba riendo: «Sí, tío, son tonterías que se me ocurren, y ya que
dice usted que huele a herejía no lo volveré a pensar.» Pero ¿quién pone
barreras al pensamiento?

Gertrudis se sintió siempre sola. Es decir, sola para que la ayudaran,
porque para ayudar ella a los otros no, no estaba sola. Era como una
huérfana cargada de hijos. Ella sería el báculo de todos los que la
rodearan; pero si sus piernas flaquearan, si su cabeza no le mantuviese
firme en su sendero, si su corazón empezaba a bambolear y enflaquecer,
¿quién la sostendría a ella? ¿quién sería su báculo? Porque ella, tan
henchida del sentimiento, de la pasión mejor, de la maternidad, no
sentía la filialidad. «¿No es esto orgullo?»--se preguntaba.

No pudo al fin con esta soledad y decidió llevar a su confesor, al padre
Alvarez, su congoja. Y le contó la declaración y proposición de Ramiro,
y hasta lo que les había dicho a los niños de que no le llamasen a ella
todavía madre, y las razones que tenía para mantener la pureza de aquel
hogar y cómo no quería entregarse a hombre alguno, sino reservarse para
mejor consagrarse a los hijos de Rosa.

--Pero lo de su cuñado lo encuentro muy natural--arguyó el buen padre de
almas.

--Es que no se trata ahora de mi cuñado, padre, sino de mí; y no creo
que haya acudido a usted también en busca de alianza...

--¡No, no, hija, no!

--Como dicen que en los confesonarios se confeccionan bodas y que
ustedes, los padres, se dedican a casamenteros...

--Yo lo único que digo ahora, hija, es que es muy natural que su cuñado,
viudo y joven y fuerte, quiera volver a casarse, y más natural, y hasta
santo, que busque otra madre para sus hijos...

--¿Otra? ¡Ya la tiene!

--Sí; pero... y si ésta se va...

--¿Irme? ¿Yo? Estoy tan obligada a esos niños como estaría su madre de
carne y sangre si viviese...

--Y luego eso da que hablar...

--De lo que hablen, padre, ya le he dicho que nada se me da...

--¿Y si lo hiciese precisamente por eso, porque hablen? Examínese y mire
si no entra en ello un deseo de afrontar las preocupaciones ajenas, de
desafiar la opinión pública...

--Y si así fuese, ¿qué?

--Que eso sí que es pecaminoso. Y después de todo, la cuestión es
otra...

--¿Cuál es la cuestión?

--La cuestión es si usted le quiere o no. Esta es la cuestión. ¿Le
quiere usted, sí o no?

--¡Para marido... no!

--¿Pero le rechaza?

--¡Rechazarle... no!

--Si cuando se dirigió a su hermana, la difunta, se hubiera dirigido a
usted...

--¡Padre! ¡Padre!--y su voz gemía.

--Sí, por ahí hay que verlo...

--¡Padre; que eso no es pecado...!

--Pero ahora se trata de dirección espiritual, de tomar consejo... Y sí,
es pecado, es acaso pecado... Tal vez hay aquí unos viejos celos...

--¡Padre!

--Hay que ahondar en ello. Acaso no le ha perdonado aún...

--Le he dicho, padre, que le quiero; pero no para marido. Le quiero
como a un hermano, como a un más que hermano, como al padre de mis
hijos, porque éstos, sus hijos, lo son míos de lo más dentro mío, de
todo mi corazón; pero para marido no. Yo no puedo ocupar en su cama el
sitio que ocupó mi hermana... Y sobre todo, yo no quiero, no debo darles
madrasta a mis hijos...

--¿Madrasta?

--Sí, madrastra. Si yo me caso con él, con el padre de los hijos de mi
corazón, les daré madrasta a éstos, y más si llego a tener hijos de
carne y de sangre con él. Esto, ahora ya... ¡nunca!

--Ahora ya...

--Sí, ahora que ya tengo a los de mi corazón... mis hijos...

--Pero piense en él, en su cuñado, en su situación...

--¿Que piense...?

--¡Sí! ¿Y no tiene compasión de él?

--Sí que la tengo. Y por eso le ayudo y le sostengo. Es como otro hijo
mío.

--Le ayuda... le sostiene...

--Sí, le ayudo y le sostengo a ser padre...

--A ser padre... a ser padre... Pero él es un hombre...

--¡Y yo una mujer!

--Es débil...

--¿Soy yo fuerte?

--Más de lo debido.

--¿Más de lo debido? ¿Y lo de la mujer fuerte?

--Es que esa fortaleza, hija mía, puede alguna vez ser dureza, ser
crueldad. Y es dura con él, muy dura. ¿Que no le quiere como a marido?
¡Y qué importa! Ni hace falta eso para casarse con un hombre. Muchas
veces tiene que casarse una mujer con un hombre por compasión, por no
dejarle solo, por salvarle, por salvar su alma...

--Pero si no le dejo solo...

--Sí, sí, le deja solo. Y creo que me comprende sin que se lo explique
más claro...

--Sí, sí que se lo comprendo, pero no quiero comprenderlo. No está solo.
¡Quien está sola soy yo! Sola... sola... siempre sola...

--Pero ya sabe aquello de «más vale casarse que abrasarse...»

--Pero si no me abraso...

--¿No se queja de su soledad?

--No es soledad de abrasarse; no es esa soledad a que usted, padre,
alude. No, no es esa. No me abraso...

--¿Y si se abrasa él...?

--Que se refresque en el cuidado y amor de sus hijos...

--Bueno, pero ya me entiende...

--Demasiado.

--Y por si no, le diré más claro aún que su cuñado corre peligro, y que
si cae en él, le cabrá culpa...

--¿A mí?

--¡Claro está!

--No lo veo tan claro... Como no soy hombre...

--Me dijo que uno de sus temores de casarse con su cuñado era el de
tener hijos con él, ¿no es así?

--Sí, así es. Si tuviéramos hijos llegaría yo a ser, quieras o no,
madrasta de los que me dejó mi hermana...

--Pero el matrimonio no se instituyó sólo para hacer hijos...

--Para casar y dar gracia a los casados y que críen hijos para el
cielo.

--Dar gracia a los casados... ¿Lo entiende?

--Apenas...

--Que vivan en gracia, libres de pecado...

--Ahora lo entiendo menos...

--Bueno, pues que es un remedio contra la sensualidad.

--¿Cómo? ¿Qué es eso? ¿Qué?

--¿Pero por qué se pone así...? ¿Por qué se altera...?

--¿Qué es el remedio contra la sensualidad? ¿El matrimonio o la mujer?

--Los dos... La mujer... y... y el hombre.

--¡Pues, no, padre, no, no y no! Yo no puedo ser remedio contra nada.
¿Qué es eso de considerarme remedio? ¡Y remedio... contra eso! No, me
estimo en más...

--Pero si es que...

--No, ya no sirve. Yo, si él no tuviera ya hijos de mi hermana, acaso me
habría casado con él para tenerlos... para tenerlos de él... pero,
¿remedio? ¿Y a eso? ¿Yo remedio? ¡No!

--Y si antes de haber solicitado a su hermana la hubiera solicitado...

--¿A mí? ¿Antes? ¿Cuando nos conoció? No hablemos ya más, padre, que no
podemos entendernos, pues veo que hablamos lenguas diferentes. Ni yo sé
la de usted ni usted sabe la mía.

Y dicho esto, se levantó de junto al confesonario. Le costaba andar: tan
doloridas le habían quedado del arrodillamiento las rodillas. Y a la vez
le dolían las articulaciones del alma y sentía su soledad más hondamente
que nunca. «¡No, no me entiende--se decía--, no me entiende; hombre al
fin! ¿Pero me entiendo yo misma? ¿Es que me entiendo? ¿Le quiero o no le
quiero? ¿No es soberbia esto? ¿No es la triste pasión solitaria del
armiño que por no mancharse no se echa a nado en un lodazal a salvar a
su compañero...? No lo sé... no lo sé...»




XIII


Y de pronto observó Gertrudis que su cuñado era otro hombre, que celaba
algún secreto, que andaba caviloso y desconfiado, que salía mucho de
casa. Pero aquellas más largas ausencias del hogar no le engañaron. El
secreto estaba en él, en el hogar. Y a fuerza de paciente astucia logró
sorprender miradas de conocimiento íntimo entre Ramiro y la criada de
servicio.

Era Manuela una hospiciana de diez y nueve años, enfermiza y pálida, de
un brillo febril en los ojos, de maneras sumisas y mansas, de muy pocas
palabras, triste casi siempre. A ella, a Gertrudis, ante quien sin saber
por qué temblaba, llamábale «señora». Ramiro quiso hacer que le llamase
«señorita».

--No, llámame así, señora; nada de señorita...

En general parecía como que la criada le temiera, como avergonzada o
amedrentada en su presencia. Y a los niños los evitaba y apenas si les
dirigía la palabra. Ellos, por su parte, sentían una indiferencia,
rayana en despego, hacia la Manuela. Y hasta alguna vez se burlaban de
ella, por ciertas sus maneras de hablar, lo que la ponía de grana. «Lo
extraño es--pensaba Gertrudis--que a pesar de todo no quiera irse...
tiene algo de gata esta mozuela.» Hasta que se percató de lo que podría
haber escondido.

Un día logró sorprender a la pobre muchacha cuando salía del cuarto de
Ramiro, del señorito--porque a éste sí que le llamaba así--toda
encendida y jadeante. Cruzáronse las miradas y la criada rindió la suya.
Pero llegó otro en que el niño, Ramirín, se fué a su tía y le dijo:

--Dime, mamá Tula, ¿es Manuela también hermana nuestra?

--Ya te tengo dicho que todos los hombres y mujeres somos hermanos.

--Sí, pero como nosotros, los que vivimos juntos...

--No, porque aunque vive aquí ésta no es su casa...

--¿Y cuál es su casa?

--¿Su casa? No lo quieras saber. ¿Y por qué preguntas eso?

--Porque le he visto a papá que la estaba besando...

Aquella noche, luego que hubieron acostado a los niños, dijo Gertrudis a
Ramiro:

--Tenemos que hablar.

--Pero si aun faltan ocho meses...

--¿Ocho meses?

--¿No hace cuatro que me diste un año de plazo?

--No se trata de eso, hombre, sino de algo más serio.

A Ramiro se le paró el corazón y se puso pálido.

--¿Más serio?

--Más serio, sí. Se trata de tus hijos, de su buena crianza, y se trata
de esa pobre hospiciana, de la que estoy segura que estás abusando.

--Y si así fuese, ¿quién tiene la culpa de eso?

--¿Y aún lo preguntas? ¿Aún querrás también culparme de ello?

--¡Claro que sí!

--Pues bien, Ramiro: se ha acabado ya aquello del año; no hay plazo
ninguno; no puede ser, no puede ser. Y ahora sí que me voy, y, diga lo
que dijere la ley, me llevaré a los niños conmigo, es decir, se irán
conmigo.

--¿Pero estás loca, Gertrudis?

--Quien está loco eres tú.

--Pero qué querías...

--Nada, o yo o ella. O me voy o echas a esa criadita de casa.

Siguióse un congojoso silencio.

--No la puedo echar, Gertrudis, no la puedo echar. ¿Adónde se va? ¿Al
Hospicio otra vez?

--A servir a otra casa.

--No la puedo echar, Gertrudis, no la puedo echar--y el hombre rompió a
llorar.

--¡Pobre hombre!--murmuró ella poniéndole la mano sobre la suya--. Me
das pena.

--Ahora, ¿eh?, ¿ahora?

--Sí; me das lástima... Estoy ya dispuesta a todo...

--¡Gertrudis! ¡Tula!

--Pero has dicho que no la puedes echar...

--Es verdad; no la puedo echar--y volvió a abatirse.

--¿Qué, pues?, ¿que no va sola?

--No, no irá sola.

--Los ocho meses del plazo, ¿eh?

--Estoy perdido, Tula, estoy perdido.

--No, la que está perdida es ella, la huérfana, la hospiciana, la sin
amparo.

--Es verdad, es verdad...

--Pero no te aflijas así, Ramiro, que la cosa tiene fácil remedio...

--¿Remedio? ¿Y fácil?--y se atrevió a mirarle a la cara.

--Sí; casarte con ella.

Un rayo que le hubiese herido no le habría dejado más deshecho que esas
palabras sencillas.

--¡Que me case! ¡Que me case con la criada! ¿Que me case con una
hospiciana? ¡Y me lo dices tú!...

--¡Y quién si no había de decírtelo! Yo, la verdadera madre hoy de tus
hijos.

--¿Que les dé madrasta?

--¡No, eso no!, que aquí estoy yo para seguir siendo su madre. Pero que
des padre al que haya de ser tu nuevo hijo, y que le des madre también.
Esa hospiciana tiene derecho a ser madre, tiene ya el deber de serlo,
tiene derecho a su hijo y al padre de su hijo.

--Pero Gertrudis...

--Cásate con ella, te he dicho; y te lo dice Rosa. Sí--y su voz, serena
y pastosa, resonó como una campana--. Rosa, tu mujer, te dice por mi
boca que te cases con la hospiciana. ¡Manuela!

--«¡Señora!»--se oyó como un gemido, y la pobre muchacha, que acurrucada
junto al fogón, en la cocina, había estado oyéndolo todo, no se movió de
su sitio. Volvió a llamarla, y después de otro «¡Señora!», tampoco se
movió.

--Ven acá, o iré a traerte.

--¡Por Dios!--suplicó Ramiro.

La muchacha apareció cubriéndose la llorosa cara con las manos.

--Descubre la cara y míranos.

--¡No, señora, no!

--Sí, míranos. Aquí tienes a tu amo, a Ramiro, que te pide perdón por lo
que de ti ha hecho.

--Perdón, yo, señora, y a usted...

--No, te pide perdón y se casará contigo.

--¡Pero señora!--clamó Manuela a la vez que Ramiro clamaba: «¡Pero
Gertrudis!»

--Lo he dicho, se casará contigo: así lo quiere Rosa. No es posible
dejarte así. Porque tú estás ya... ¿no es eso?

--Creo que sí, señora, pero yo...

--No llores así ni hagas juramentos; sé que no es tuya la culpa...

--Pero se podría arreglar...

--Bien sabe aquí Manuela--dijo Ramiro--que nunca he pensado en
abandonarla... Yo le colocaría...

--Sí, señora, sí; yo me contento...

--No, tú no debes contentarte con eso que ibas a decir. O, mejor, aquí
Ramiro no puede contentarse con eso. Tú te has criado en el Hospicio,
¿no es eso?

--Sí, señora.

--Pues tu hijo no se criará en él. Tiene derecho a tener padre, a su
padre, y le tendrá. Y ahora vete... vete a tu cuarto, y déjanos.

Y cuando quedaron Ramiro y ella a solas:

--Me parece que no dudarás ni un momento...

--¡Pero eso que pretendes es una locura, Gertrudis!

--La locura, peor que locura, la infamia, sería lo que pensabas.

--Consúltalo siquiera con el padre Alvarez.

--No lo necesito. Lo he consultado con Rosa.

--Pero si ella te dijo que no dieses madrasta a sus hijos...

--¿A sus hijos? ¡Y tuyos!

--Bueno, sí, a nuestros hijos...

--Y no les daré madrasta. De ellos, de los nuestros, seguiré siendo yo
la madre, pero del de ésa...

--Nadie le quitará de ser madre...

--Sí, tú si no te casas con ella. Eso no será ser madre...

--Pues ella...

--¿Y qué? ¿Porque ella no ha conocido a la suya pretendes tú que no lo
sea como es debido?

--Pero fíjate en que esta chica...

--Tú eres quien debió fijarse...

--Es una locura... una locura...

--La locura ha sido antes. Y ahora piénsalo, que si no haces lo que
debes el escándalo le daré yo. Lo sabrá todo el mundo.

--¡Gertrudis!

--Cásate con ella, y se acabó.




XIV


UNA profunda tristeza henchía aquel hogar después del matrimonio de
Ramiro con la hospiciana. Y ésta parecía aún más que antes la criada, la
sirvienta, y más que nunca Gertrudis el ama de la casa. Y esforzábase
ésta más que nunca por mantener al nuevo matrimonio apartado de los
niños, y que éstos se percataran lo menos posible de aquella convivencia
íntima. Mas hubo que tomar otra criada y explicar a los pequeños el
caso.

Pero, ¿cómo explicarles el que la antigua criada se sentara a la mesa a
comer con los de casa? Porque esto exigió Gertrudis.

--Por Dios, señora--suplicaba la Manuela--, no me avergüence así... mire
que me avergüenza... Hacerme que me siente a la mesa con los señores, y
sobre todo con los niños... y que hable de tú al señorito... ¡eso nunca!

--Háblale como quieras, pero es menester que los niños, a los que tanto
temes, sepan que eres de la familia. Y ahora, una vez arreglado esto, no
podrán ya sorprender intimidades a hurtadillas. Ahora os recataréis
mejor. Porque antes el querer ocultaros de ellos os delataba.

La preñez de Manuela fué, en tanto, molestísima. Su fragilísima fábrica
de cuerpo la soportaba muy mal. Y Gertrudis, por su parte, le
recomendaba que ocultase a los niños lo anormal de su estado.

Ramiro vivía sumido en una resignada desesperación y más entregado que
nunca al albedrío de Gertrudis.

--Sí, sí, bien lo comprendo ahora--decía--, no ha habido más remedio,
pero...

--¿Te pesa?--le preguntaba Gertrudis.

--De haberme casado, ¡no! De haber tenido que volverme a casar, ¡sí!

--Ahora no es ya tiempo de pensar en eso; ¡pecho a la vida!

--¡Ah, si tú hubieras querido, Tula!

--Te di un año de plazo; ¿has sabido guardarlo?

--¿Y si lo hubiese guardado como tú querías, al fin de él qué, dime?
Porque no me prometiste nada.

--Aunque te hubiese prometido algo habría sido igual. No, habría sido
peor aún. En nuestras circunstancias, el haberte hecho una promesa, el
haberte sólo pedido una dilación para nuestro enlace, habría sido peor.

--Pero si hubiese guardado la tregua como tú querías que la guardase,
dime: ¿qué habrías hecho?

--No lo sé.

--Que no lo sabes... Tula... que no lo sabes...

--No, no lo sé; te digo que no lo sé.

--Pero tus sentimientos...

--Piensa ahora en tu mujer, que no sé si podrá soportar el trance en que
la pusiste. ¡Es tan endeble la pobrecilla! Y está tan llena de miedo.
Sigue asustada de ser tu mujer y ama de su casa.

Y cuando llegó el peligroso parto repitió Gertrudis las abnegaciones que
en los partos de su hermana tuviera, y recojió al niño, una criatura
menguada y debilísima, y fué quien lo enmantilló y quien se lo presentó
a su padre.

--Aquí le tienes, hombre, aquí le tienes.

--¡Pobre criatura!--exclamó Ramiro sintiendo que se le derretían de
lástima las entrañas a la vista de aquel mezquino rollo de carne
viviente y sufriente.

--Pues es tu hijo, un hijo más... Es un hijo más que nos llega.

--¿Nos llega? ¿También a ti?

--Sí, también a mí; no he de ser madrasta para él, yo que hago que no lo
tengan los otros.

Y así fué que no hizo distinción entre uno y otros.

--Eres una santa, Gertrudis--le decía Ramiro--, pero una santa que ha
hecho pecadores.

--No digas eso; soy una pecadora que me esfuerzo por hacer santos,
santos a tus hijos y a ti y a tu mujer.

--¡Mi mujer!...

--Tu mujer, sí; la madre de tu hijo. ¿Por qué le tratas con ese cariñoso
despego y como a una carga?

--¿Y qué quieres que haga, que me enamore de ella?

--¿Pero no lo estabas cuando la sedujiste?

--¿De quién? ¿De ella?

--Ya lo sé, ya sé que no; pero lo merece la pobre...

--¡Pero si es la menor cantidad de mujer posible, si no es nada!

--No, hombre, no; es más, es mucho más de lo que tú te crees. Aun no la
has conocido.

--Si es una esclava...

--Puede ser, pero debes libertarla... La pobre está asustada... nació
asustada... Te aprovechaste de su susto...

--No sé, no sé cómo fué aquello...

--Así sois los hombres; no sabéis lo que hacéis ni pensáis en ello.
Hacéis las cosas sin pensarlas...

--Peor es muchas veces pensarlas y no hacerlas...

--¿Por qué lo dices?

--No, nada, por nada...

--¿Tú crees sin duda que yo no hago más que pensar?

--No, no he dicho que crea eso...

--Sí, tú crees que yo no soy más que pensamiento.




XV


DE nuevo la pobre Manuela, la hospiciana, la esclava, hallábase preñada.
Y Ramiro muy malhumorado con ello.

--Como si uno no tuviese bastante con los otros...--decía.

--¡Y yo qué quieres que le haga!--exclamaba la víctima.

--Después de todo, tú lo has querido así--concluía Gertrudis.

Y luego, aparte, volvía a reprenderle por el trato de compasivo despego
que daba a su mujer. La cual soportaba esta preñez aún peor que la otra.

--Me temo por la pobre muchacha--vaticinó don Juan, el médico, un viudo
que menudeaba sus visitas.

--¿Cree usted que corre peligro?--le preguntó Gertrudis.

--Esta pobre chica está deshecha por dentro; es una tísica consumada y
consumida. Resistirá, es lo más probable, hasta dar a luz, pues la
Naturaleza, que es muy sabia...

--¡La Naturaleza no! La Santísima Virgen Madre, don Juan--le interrumpió
Gertrudis.

--Como usted quiera; me rindo, como siempre, a su superior parecer.
Pues, como decía, la Naturaleza o la Virgen, que para mí es lo mismo...

--No, la Virgen es la Gracia...

--Bueno, pues la Naturaleza, la Virgen, la Gracia o lo que sea, hace que
en estos casos la madre se defienda y resista hasta que dé a luz al
nuevo ser. Ese inocente pequeñuelo le sirve a la pobre madre futura como
escudo contra la muerte.

--¿Y luego?

--¿Luego? Que probablemente tendrá usted que criar sola, sirviéndose de
un ama de cría, por supuesto, un crío más. Tiene ya cuatro; cargará con
cinco.

--Con todos los que Dios me mande.

--Y que probablemente, no digo que seguramente, a no tardar mucho, don
Ramiro volverá a quedar libre--y miró fijamente con sus ojillos grises a
Gertrudis.

--Y dispuesto a casarse tercera vez--agregó ésta haciéndose la
desentendida.

--¡Eso sería ya heroico!

--Y usted, puesto que permanece viudo, y viudo sin hijos, es que no
tiene madera de héroe.

--¡Ah, doña Gertrudis, si yo pudiese hablar!

--¡Pues cállese usted!

--Me callo.

Le tomó la mano, reteniéndosela un rato, y dándole con la otra suya unos
golpecitos añadió con un suspiro:

--Cada hombre es un mundo, Gertrudis.

--Y cada mujer, una luna, ¿no es eso, don Juan?

--Cada mujer puede ser un cielo.

«Este hombre me dedica un cortejeo platónico», se dijo Gertrudis.

Cuando en la casa temían por la pobre Manuela y todos los cuidados eran
para ella, cayó de pronto en cama Ramiro, declarándosele desde luego
una pulmonía. La pobre hospiciana quedóse como atontada.

--Déjame a mí, Manuela--le dijo Gertrudis--; tú cuídate y cuida a lo que
llevas contigo. No te empeñes en atender a tu marido, que eso puede
agravarte.

--Pero yo debo...

--Tú debes cuidar de lo tuyo.

--Y mi marido, ¿no es mío?

--No, ahora no; ahora es tuyo tu hijo que está por venir.

La enfermedad de Ramiro se agravaba.

--Temo complicaciones al corazón--sentenció don Juan--. Le tiene débil;
claro, ¡los pesares y disgustos!

--¿Pero se morirá, don Juan?--preguntó henchida de angustia Gertrudis.

--Todo pudiera ser...

--Sálvele, don Juan, sálvele, como sea...

--Qué más quisiera yo...

--¡Ah, qué desgracia! ¡Qué desgracia!--y por primera vez se le vió a
aquella mujer tener que sentarse y sufrir un desvanecimiento.

--Es, en efecto, terrible--dijo el médico en cuanto Gertrudis se
repuso--dejar así cuatro hijos, ¿qué digo cuatro?, cinco se puede
decir, ¡y esa pobre viuda tal como está!...

--Eso es lo de menos, don Juan; para todo eso me basto y me sobro yo.
¡Qué desgracia! ¡Qué desgracia!

Y el médico se fué diciéndose: «Está visto; esta cuñadita contaba con
volver a tenerle libre a su cuñado. Cada persona es un mundo y algunas
varios mundos. ¡Pero qué mujer! ¡Es toda una mujer! ¡Qué fortaleza! ¡Qué
sagacidad! ¡Y qué ojos! ¡Qué cuerpo! ¡Irradia fuego!»

Ramiro, una tarde en que la fiebre, remitiéndosele, habíale dejado algo
más tranquilo, llamó a Gertrudis, le rogó que cerrara la puerta de la
alcoba, y le dijo:

--Yo me muero, Tula, me muero sin remedio. Siento que el corazón no
quiere ya marchar, a pesar de todas las inyecciones; yo me muero...

--No pienses en eso, Ramiro.

Pero ella también creía en aquella muerte.

--Me muero, y es hora, Tula, de decirte toda la verdad. Tú me casaste
con Rosa.

--Como no te decidías y dabas largas...

--¿Y sabes por qué?

--Sí, lo sé, Ramiro.

--Al principio, al veros, al ver a la pareja, sólo reparé en Rosa; era a
quien se le veía de lejos; pero al acercarme, al empezar a frecuentaros,
sólo te vi a ti, pues eras la única a quien desde cerca se veía. De
lejos te borraba ella; de cerca le borrabas tú.

--No hables así de mi hermana, de la madre de tus hijos.

--No; la madre de mis hijos eres tú, tú, tú.

--No pienses ahora sino en Rosa, Ramiro.

--A la que me juntaré pronto, ¿no es eso?

--¡Quién sabe...! Piensa en vivir, en tus hijos...

--A mis hijos les quedas tú, su madre.

--Y en Manuela, en la pobre Manuela...

--Aquel plazo, Tula, aquel plazo fatal.

Los ojos de Gertrudis se hinchieron de lágrimas.

--¡Tula!--gimió el enfermo, abriendo los brazos.

--¡Sí, Ramiro, sí!--exclamó ella cayendo en ellos y abrazándole.

Juntaron las bocas y así se estuvieron, sollozando.

--¿Me perdonas todo, Tula?

--No, Ramiro, no; eres tú quien tienes que perdonarme.

--¿Yo?

--¡Tú! Una vez hablabas de santos que hacen pecadores. Acaso he tenido
una idea inhumana de la virtud. Pero cuando lo primero, cuando te
dirigiste a mi hermana, yo hice lo que debí hacer. Además, te lo
confieso, el hombre, todo hombre, hasta tú, Ramiro, hasta tú, me ha dado
miedo siempre; no he podido ver en él sino el bruto. Los niños, sí; pero
el hombre... He huído del hombre...

--Tienes razón, Tula.

--Pero ahora descansa, que estas emociones así pueden dañarte.

Le hizo guardar los brazos bajo las mantas, le arropó, le dió un beso en
la frente como se le da a un niño--y un niño era entonces para ella--y
se fué. Mas al encontrarse sola se dijo: «¿Y si se repone y cura? ¿Si no
se muere? ¿Ahora que ha acabado de romperse el secreto entre nosotros?
¿Y la pobre Manuela? ¡Tendré que marcharme! ¿Y adónde? ¿Y si Manuela se
muere y vuelve él a quedarse libre?» Y fué a ver a Manuela, a la que
encontró postradísima.

Al siguiente día llevó a los niños al lecho del padre, ya sacramentado y
moribundo; los levantó uno a uno y les hizo que le besaran. Luego fué,
apoyada en ella, en Gertrudis, Manuela, y de poco se muere de la congoja
que le dió sobre el enfermo. Hubo que sacarla y acostarla. Y poco
después, cojido de una mano a otra de Gertrudis, y susurrando: «¡Adiós,
mi Tula!», rindió el espíritu con el último huelgo Ramiro. Y ella, la
tía, vació su corazón en sollozos de congoja sobre el cuerpo exánime del
padre de sus hijos, de su pobre Ramiro.




XVI


APENAS, fuera de la soberana, hubo abatimiento en aquel hogar, pues los
niños eran incapaces de darse cuenta de lo que había pasado, y Manuela,
la viuda casi sin saberlo, concentraba su vida y su ánimo todos en
luchar, al modo de una planta, por la otra vida que llevaba en su seno y
aun repitiendo, como un gemido de res herida, que se quería morir.
Gertrudis proveía a todo.

Cerró los ojos al muerto, no sin decirse: «¿Me estará mirando
todavía...?» Le amortajó como lo había hecho con su tío, cubriéndole con
un hábito sobre la ropa con que murió, y sin quitarle ésta, y luego,
quebrantada por un largo cansancio, por fatiga de años, juntó un momento
su boca a la boca fría de Ramiro, y repasó sus vidas, que era su vida.
Cuando el llanto de uno de los niños, del pequeñito, del hijo de la
hospiciana, le hizo desprenderse del muerto e ir a cojer y acallar y
mimar al que vivía.

Manuela iba hundiéndose.

--Yo, señora, me muero; no voy a poder resistir esta vez; este parto me
cuesta la vida.

Y así fué. Dió a luz una niña, pero se iba en sangre. La niña misma
nació envuelta en sangre. Y Gertrudis tuvo que vencer la repugnancia que
la sangre, sobre todo la negra y cuajada, le producía. Siempre le costó
una terrible brega consigo misma al vencer este asco. Cuando una vez,
poco antes de morir, su hermana Rosa tuvo un vómito, de ella Gertrudis
huyó despavorida. Y no era miedo, no; era, sobre todo, asco.

Murió Manuela clavados en los ojos de Gertrudis sus ojos, donde vagaban
figuras de niebla sobre las sombras del Hospicio.

--Por tus hijos no pases cuidado--le había dicho Gertrudis--, que yo he
de vivir hasta dejarlos colocados y que se puedan valer por sí en el
mundo, y si no les dejaré sus hermanos. Cuidaré sobre todo de esta
última, ¡pobrecilla!, la que te cuesta la vida. Yo seré su madre y su
padre.

--¡Gracias! ¡Gracias! ¡Gracias! ¡Dios se lo pagará! ¡Es una santa!

Y quiso besarle la mano, pero Gertrudis se inclinó a ella, la besó en la
frente y le puso su mejilla a que se la besase. Y esas expresiones de
gratitud repetíalas la hospiciana como quien recita una lección
aprendida desde niña. Y murió como había vivido, como una res sumisa y
paciente, más bien como un enser.

Y fué esta muerte, tan natural, la que más ahondó en el ánimo de
Gertrudis, que había asistido a otras tres ya. En ésta creyó sentir
mejor el sentido del enigma. Ni la de su tío, ni la de su hermana, ni la
de Ramiro horadaron tan hondo el agujero que se iba abriendo en el
centro de su alma. Era como si esta muerte confirmara las otras tres,
como si las iluminara a la vez.

En sus solitarias cavilaciones se decía: «Los otros se murieron; ¡a esta
la han matado...! ¡la ha matado...! ¡la hemos matado! ¿No la he matado
yo más que nadie? ¿No la he traído yo a este trance? ¿Pero es que la
pobre ha vivido? ¿Es que pudo vivir? ¿Es que nació acaso? Si fué
expósita, ¿no ha sido _exposición_ su muerte? ¿No lo fué su casamiento?
¿No la hemos echado en el torno de la eternidad para que entre al
hospicio de la Gloria? ¿No será allí hospiciana también?» Y lo que más
le acongojaba era el pensamiento tenaz que le perseguía de lo que
sentiría Rosa al recibirla al lado suyo, al lado de Ramiro, y conocerla
en el otro mundo. Su tío, el buen sacerdote que les crió, cumplió su
misión en este mundo, protegió con su presencia la crianza de ellas; su
hermana Rosa logró su deseo y gozó y dejó los hijos que había querido
tener; Ramiro... ¿Ramiro? Sí, también Ramiro hizo su travesía, aunque a
remo y de espaldas a la estrella que le marcaba rumbo, y sufrió, pero
con noble sufrir, y pecó y purgó su pecado; pero, ¡y esta pobre que ni
sufrió siquiera, que no pecó, sino se pecó en ella y murió huérfana!...
«Huérfana también murió Eva...», pensaba Gertrudis. Y luego: «¡No; tuvo
a Dios de padre! ¿Y madre? Eva no conoció madre... ¡Así se explica el
pecado original!... ¡Eva murió huérfana de humanidad!» Y Eva le trajo el
recuerdo del relato del _Génesis_, que había leído poco antes, y cómo el
Señor alentó al hombre por la nariz soplo de vida, y se imaginó que se
la quitase por manera análoga. Y luego se figuraba que a aquella pobre
hospiciana, cuyo sentido de vida no comprendía, le quitó Dios la vida de
un beso, posando sus infinitos labios invisibles, los que se cierran
formando el cielo azul, sobre los labios, azulados por la muerte, de la
pobre muchacha, y sorbiéndole el aliento así.

Y ahora quedábase Gertrudis con sus cinco crías, y bregando, para la
última, con amas.

El mayor, Ramirín, era la viva imagen de su padre, en figura y en
gestos, y su tía proponíase combatir en él desde entonces, desde
pequeño, aquellos rasgos e inclinaciones de aquel que, observando a
éste, había visto que más le perjudicaban. «Tengo que estar alerta--se
decía Gertrudis--para cuando en él se despierte el hombre, el macho más
bien, y educarle a que haga su elección con reposo y tiento.» Lo malo
era que su salud no fuese del todo buena y su desarrollo difícil y hasta
doliente.

Y a todos había que sacarlos adelante en la vida y educarlos en el culto
a sus padres perdidos.

¿Y los pobres niños de la hospiciana? «Esos también son míos--pensaba
Gertrudis--; tan míos como los otros, como los de mi hermana, más míos
aún. Porque éstos son hijos de mi pecado. ¿Del mío? ¿No más bien el de
él? ¡No, de mi pecado! ¡Son los hijos de mi pecado! ¡Sí, de mi pecado!
¡Pobre chica!» Y le preocupaba sobre todo la pequeñita.




XVII


GERTRUDIS, molesta por las insinuaciones de don Juan, el médico, que
menudeaba las visitas para los niños, y aun pretendió verla a ella como
enferma, cuando no sabía que adoleciese de cosa alguna, le anunció un
día hallarse dispuesta a cambiar de médico.

--¿Cómo así, Gertrudis?

--Pues muy claro: le observo a usted singularidades que me hacen temer
que está entrando en la chochera de una vejez prematura, y para médico
necesitamos un hombre con el seso bien despejado y despierto.

--Muy bien; pues que ha llegado el momento, usted me permitirá que le
hable claro.

--Diga lo que quiera, don Juan, mas en la inteligencia de que es lo
último que dirá en esta casa.

--¡Quién sabe!...

--Diga.

--Yo soy viudo y sin hijos, como usted sabe, Gertrudis. Y adoro a los
niños.

--Pues vuélvase usted a casar.

--A eso voy.

--¡Ah! ¿Y busca usted consejo de mí?

--Busco más que consejo.

--¿Que le encuentre yo novia?

--Yo soy médico, le digo, y no sólo no tuve hijos de mi mujer, que era
viuda, y perdimos el que ella me trajo al matrimonio, ¡aún le lloro al
pobrecillo!, sino que sé, sé positivamente, sé con toda seguridad, que
no he de tener nunca hijos propios, que no puedo tenerlos. Aunque no por
eso, claro está, me sienta menos hombre que otro cualquiera; ¿usted me
entiende, Gertrudis?

--Quisiera no entenderle a usted, don Juan.

--Para acabar, yo creo que a estos niños, a estos sobrinos de usted y a
los otros dos acaso...

--Son tan sobrinos para mí como los otros, más bien hijos.

--Bueno, pues que a estos hijos de usted, ya que por tales les tiene, no
les vendría mal un padre, y un padre no mal acomodado y hasta
regularmente rico.

--¿Y eso es todo?

--Sí, que yo creo que hasta necesitan padre.

--Les basta, don Juan, con el Padre nuestro que está en los cielos.

--Y como madre usted, que es la representante de la Madre Santísima, ¿no
es eso?

--Usted lo ha dicho, don Juan, y por última vez en esta casa.

--¿De modo que...?

--Que toda esa historia de la necesidad que siente de tener hijos y de
su incapacidad para tenerlos, ¿le he entendido bien, don Juan?

--Perfectamente, y esto último, por supuesto, quede entre los dos.

--No seré yo quien le estorbe otro matrimonio. Y esa historia, digo, no
me ha convencido de que usted busque hijos que adoptar, que eso le será
muy fácil y casándose, sino que me busca a mí y me buscaría aunque
estuviese sola y hubiésemos de vivir solos y sin hijos; ¿le he
entendido, don Juan? ¿Me entiende usted?

--Cierto es, Gertrudis, que si estuviese sola lo mismo me casaría con
usted, si usted lo quisiera, ¡claro!, porque yo soy muy claro, muy
claro, y es usted la que me atrae; pero en ese caso nos quedaba el
adoptar hijos de cualquier modo, aunque fuese sacándolos del Hospicio.
Pues ya he podido ver que usted, como yo, se muere por los niños y que
los necesita y los busca y los adora.

--Pero ni usted ni nadie ha visto, don Juan, que yo haya sido y sea
incapaz de hacerlos; nadie puede decir que yo sea estéril, y no vuelva a
poner los pies en esta casa.

--¿Por qué, Gertrudis?

--¡Por puerco!

Y así se despidieron para siempre.

Mas luego que le hubo así despachado entróle una desdeñosa lástima, un
lastimero desdén de aquel hombre. «¿No le he tratado con demasiada
dureza?--se decía--. El hombre me sacaba de quicio, es cierto; sus
miradas me herían más que sus palabras, pero debí tratarle de otro modo.
El pobrecillo parece que necesita remedio, pero no el que él busca, sino
otro, un remedio heroico y radical.» Pero cuando supo que don Juan se
remediaba empezó a pensar si era, en efecto, calor de hogar lo que
buscaba, aunque bien pronto dió en otra sospecha que le sublevó aún más
el corazón. «¡Ah--se dijo--, lo que necesita es una de casa, una que le
cuide, que le ponga sobre la cama la ropa limpia, que haga que se le
prepare el puchero... peor, peor que el remedio, peor aún! ¡Cuando una
no es remedio es animal doméstico y la mayor parte de las veces ambas
cosas a la vez! Estos hombres... ¡O porquería o poltronería! ¡Y aún
dicen que el cristianismo redimió nuestra suerte, la de las mujeres!» Y
al pensar esto, acordándose de su buen tío, se santiguó diciéndole:
«¡No, no lo volveré a pensar...!»

¿Pero quién enfrenaba a un pensamiento que mordía en el fruto de la
ciencia del mal? «¡El cristianismo, al fin, y a pesar de la Magdalena,
es religión de hombres--se decía Gertrudis--; masculinos el Padre, el
Hijo y el Espíritu Santo...!» ¿Pero y la Madre? La religión de la Madre
está en: «He aquí la criada del Señor; hágase en mí según tu palabra» y
en pedir a su Hijo que provea de vino a unas bodas, de vino que embriaga
y alegra y hace olvidar penas, y para que el Hijo le diga: «¿Qué tengo
yo que ver contigo, mujer? Aún no ha venido mi hora.» ¿Qué tengo que
ver contigo...? Y llamarle mujer y no madre... Y volvió a santiguarse,
esta vez con verdadero temblor. Y es que el demonio de su guarda--así
creía ella--le susurró: «¡Hombre al fin!»




XVIII


CORRIERON unos años apacibles y serenos. La orfandad daba a aquel hogar,
en el que de nada de bienestar se carecía, una íntima luz espiritual de
serena calma. Apenas si había que pensar en el día de mañana. Y seguían
en él viviendo, con más dulce imperio que cuando respirando llenaban con
sus cuerpos sus sitios, los tres que le dieron a Gertrudis masa con que
fraguarlo, Ramiro y sus dos mujeres de carne y hueso. De continuo
hablaba Gertrudis de ellos a sus hijos. «¡Mira que te está mirando tu
madre!» o «¡Mira que te ve tu padre!» Eran sus dos más frecuentes
amonestaciones. Y los retratos de los que se fueron presidían el hogar
de los tres.

Los niños, sin embargo, íbanlos olvidando. Para ellos no existían sino
en las palabras de mamá Tula, que así la llamaban todos. Los recuerdos
directos del mayorcito, de Ramirín, se iban perdiendo y fundiendo en los
recuerdos de lo que de ellos oía contar a su tía. Sus padres eran ya
para él una creación de ésta.

Lo que más preocupaba a Gertrudis era evitar que entre ellos naciese la
idea de una diferencia, de que había dos madres, de que no eran sino
medio hermanos. Mas no podía evitarlo. Sufrió en un principio la
tentación de decirles que las dos, Rosa y Manuela, eran, como ella
misma, madres de todos ellos, pero vió la imposibilidad de mantener
mucho tiempo el equívoco; y, sobre todo, el amor a la verdad, un amor en
ella desenfrenado, le hizo rechazar tal tentación al punto.

Porque su amor a la verdad confundíase en ella con su amor a la pureza.
Repugnábanle esas historietas corrientes con que se trata de engañar la
inocencia de los niños, como la de decirles que los traen a este mundo
desde París, donde los compran. «¡Buena gana de gastar el dinero en
tonto!»--había dicho un niño que tenía varios hermanos y a quien le
dijeron que a un amiguito suyo le iban a traer pronto un hermanito sus
padres. «Buena gana de gastar mentiras en balde»--se decía Gertrudis;
añadiéndose: «toda mentira es cuando menos en balde».

--Me han dicho que soy hijo de una criada de mi padre; que mi mamá fué
criada de la mamá de mis hermanos.

Así fué diciendo un día a casa el hijo de Manuela. Y la tía Tula, con su
voz más seria y delante de todos, le contestó:

--Aquí todos sois hermanos, todos sois hijos de un mismo padre y de una
misma madre, que soy yo.

--¿Pues no dices, mamita, que hemos tenido otra madre?

--La tuvisteis, pero ahora la madre soy yo; ya lo sabéis. ¡Y que no se
vuelva a hablar de eso!

Mas no lograba evitar el que se trasparentara que sentía preferencias. Y
eran por el mayor, el primogénito, Ramirín, al que engendró su padre
cuando aún tuviera reciente en el corazón el cardenal del golpe que le
produjo el haber tenido que escojer entre las dos hermanas, o mejor el
haber tenido que aceptar de mandato de Gertrudis a Rosa, y por la
pequeñuela, por Manolita, pálido y frágil botoncito de rosa que hacía
temer lo hiciese ajarse un frío o un ardor tempranos.

De Ramirín, del mayor, una voz muy queda, muy sumisa, pero de un susurro
sibilante y diabólico, que Gertrudis solía oir que brotaba de un rincón
de las entrañas de su espíritu--y al oirla se hacía, santiguándose, una
cruz sobre la frente y otra sobre el pecho, ya que no pudiese taparse
los oídos íntimos de aquélla y de éste--de Ramirín decíale ese tentador
susurro que acaso cuando le engendró su padre soñaba más en ella, en
Gertrudis, que en Rosa. Y de Manolita, de la hija de la muerte de la
hospiciana, se decía que sin su decisión de casar segunda vez a Ramiro,
sin aquel haberle obligado a redimir su pecado y a rescatar a la víctima
de él, a la pobre Manuela, no viviría el pálido y frágil botoncito.

¡Y lo que le costó criarla! Porque el primer hijo de Ramiro y Manuela
fué criado por ésta, por su madre. La cual, sumisa siempre como una res,
y ayudada a la vez por su natural instinto, no intentó siquiera
rehusarlo a pesar de la endeblez de su carne, pero fué con el hombre,
fué con el marido, con quien tuvo que bregar Gertrudis. Porque Ramiro,
viendo la flaqueza de su pobre mujer, procuró buscar nodriza a su hijo.
Y fué Gertrudis la que le obligó a casarse con aquélla, quien se plantó
en firme en que había de ser la madre misma quien criara al hijo. «No
hay leche como la de la madre»--repetía, y al redargüir su cuñado: «Sí,
pero es tan débil que corren peligro ella y el niño, y éste se criará
enclenque», replicaba implacable la soberana del hogar: «¡Pretextos y
habladurías! Una mujer a la que se le puede alimentar, puede siempre
criar y la naturaleza ayuda, y en cuanto al niño, te repito que la mejor
leche es la de la madre, si no está envenenada.» Y luego, bajando la
voz, agregaba: «Y no creo que le hayas envenenado la sangre a tu mujer.»
Y Ramiro tenía que someterse. Y la querella terminó un día en que a
nuevas instancias del hombre, que vió que su nueva mujer sufrió un
vahido, para que le desahijaran el hijo, la soberana del hogar,
cojiéndole aparte, le dijo: «¡Pero qué empeño, hombre! Cualquiera
creería que te estorba el hijo...»

--¿Cómo que me estorba el hijo...? No lo comprendo...

--¿No lo comprendes? ¡Pues yo sí!

--Como no te expliques...

--¿Que me explique? ¿Te acuerdas de lo de aquel bárbaro de Pascualón, el
guarda de tu cortijo de Majadalaprieta?

--¿Qué? ¿Aquello que comentamos de la insensibilidad con que recibió la
muerte de su hijo...?

--Sí.

--¿Y qué tiene que ver esto con aquello? Por Dios, Tula...

--Que a mí aquello me llegó al fondo del alma, me hirió profundamente y
quise averiguar la raíz del mal...

--Tu manía de siempre...

--Sí, ya me decía el pobre tío que yo era como Eva, empeñada en conocer
la ciencia del bien y del mal.

--¿Y averiguaste...?

--Que a aquel... hombre...

--¿Ibas a decir...?

--Que a aquel hombre, digo, le estorbaba el niño para más cómodamente
disponer de su mujer. ¿Lo entiendes?

--¡Qué barbaridad!

Pero ya Ramiro tuvo que darse por vencido y dejó que su Manuela criara
al niño mientras Gertrudis lo dispusiese así.

Y ahora se encontraba ésta con que tenía que criar a la pequeñuela, a la
hija de la muerte, y que forzosamente había de dársela a una madre de
alquiler, buscándole un pecho mercenario. Y esto le horrorizaba.
Horrorizábale porque temía que cualquier nodriza, y más si era soltera,
pudiese tener envenenada, con la sangre, la leche, y abusase de su
posición. «Si es soltera--se decía--, ¡malo! Hay que vigilarla para que
no vuelva al novio o acaso a otro cualquiera, y si es casada, malo
también, y peor aún si dejó al hijo propio para criar el ajeno.» Porque
esto era lo que sobre todo le repugnaba. Vender el jugo maternal de las
propias entrañas para mantener mal, para dejarlos morir acaso de hambre,
a los propios hijos, era algo que le causaba dolorosos retortijones en
las entrañas maternales. Y así es como se vió desde un principio en
conflicto con las amas de cría de la pobre criatura, y teniendo que
cambiar de ellas cada cuatro días. ¡No poder criarle ella misma! Hasta
que tuvo que acudir a la lactancia artificial.

Pero el artificio se hizo en ella arte, y luego poesía, y por fin más
profunda naturaleza que la del instinto ciego. Fué un culto, un
sacrificio, casi un sacramento. El biberón, ese artefacto industrial,
llegó a ser para Gertrudis el símbolo y el instrumento de un rito
religioso. Limpiaba los botellines, cocía los pisgos cada vez que los
había empleado, preparaba y esterilizaba la leche con el ardor recatado
y ansioso con que una sacerdotisa cumpliría un sacrificio ritual. Cuando
ponía el pisgo de caucho en la boquita de la pobre criatura, sentía que
le palpitaba y se le encendía la propia mama. La pobre criatura posaba
alguna vez su manecita en la mano de Gertrudis, que sostenía el frasco.

Se acostaba con la niña, a la que daba calor con su cuerpo, y contra
éste guardaba el frasco de la leche por si de noche se despertaba
aquélla pidiendo alimento. Y se le antojaba que el calor de su carne,
enfebrecida a ratos por la fiebre de la maternidad virginal, de la
virginidad maternal, daba a aquella leche industrial una virtud de vida
materna y hasta que pasaba a ella, por misterioso modo, algo de los
ensueños que habían florecido en aquella cama solitaria. Y al darle de
mamar, en aquel artilugio, por la noche, a oscuras y a solas las dos,
poníale a la criaturita uno de sus pechos estériles, pero henchidos de
sangre, al alcance de las manecitas para que siquiera las posase sobre
él mientras chupaba el jugo de vida. Antojábasele que así una vaga y
dulce ilusión animaría a la huérfana. Y era ella, Gertrudis, la que así
soñaba. ¿Qué? Ni ella misma lo sabía bien.

Alguna vez la criaturita se vomitó sobre aquella cama, limpia siempre
hasta entonces como una patena, y de pronto sintió Gertrudis la punzada
de la mancha. Su pasión morbosa por la pureza, de que procedía su culto
místico a la limpieza, sufrió entonces, y tuvo que esforzarse para
dominarse. Comprendía, sí, que no cabe vivir sin mancharse y que aquella
mancha era inocentísima, pero los cimientos de su espíritu se conmovían
dolorosamente con ello. Y luego le apretaba a la criaturita contra sus
pechos pidiéndole perdón en silencio por aquella tentación de su
pureza.




XIX


FUERA de este cuidado maternal por la pobre criaturita de la muerte de
Manuela, cuidado que celaba una expiación y un culto místicos, y sin
desatender a los otros y esforzándose por no mostrar preferencias a
favor de los de su sangre, Gertrudis se preocupaba muy en especial de
Ramirín y seguía su educación paso a paso, vigilando todo lo que en él
pudiese recordar rasgos de su padre, a quien físicamente se parecía
mucho. «Así sería a su edad»--pensaba la tía y hasta buscó y llegó a
encontrar entre los papeles de su cuñado retratos de cuando éste era un
chicuelo y los miraba y remiraba para descubrir en ellos al hijo. Porque
quería hacer de éste lo que de aquél habría hecho a haberle conocido y
podido tomar bajo su amparo y crianza cuando fué un mozuelo a quien se
le abrían los caminos de la vida. «Que no se equivoque como él--se
decía--, que aprenda a detenerse para elegir, que no encadene la
voluntad antes de haberla asentado en su raíz viva, en el amor perfecto
y bien alumbrado, a la luz que le sea propia.» Porque ella creía que no
era al suelo, sino al cielo, a lo que había que mirar antes de plantar
un retoño; no al mantillo de la tierra, sino a las razas de lumbre que
del sol le llegaran, y que crece mejor el arbolito que prende sobre una
roca al solano dulce del mediodía que no el que sobre un mantillo
vicioso y graso se alza a la umbría. La luz era la pureza.

Fué con Ramirín aprendiendo todo lo que él tenía que aprender, pues le
tomaba a diario las lecciones. Y así satisfacía aquella ansia por saber
que desde niña le había aquejado y que hizo que su tío le comparase
alguna vez con Eva. Y de entre las cosas que aprendió con su sobrino y
para enseñárselas, pocas le interesaron más que la geometría. ¡Nunca lo
hubiese ella creído! Y es que en aquellas demostraciones de la
geometría, ciencia árida y fría al sentir de los más, encontraba
Gertrudis un no sabía qué de luminosidad y de pureza. Años después, ya
mayor Ramirín, y cuando el polvo que fué la carne de su tía reposaba
bajo tierra, sin luz de sol, recordaba el entusiasmo con que un día de
radiante primavera le explicaba cómo no puede haber más que cinco y sólo
cinco poliedros regulares; tres formados de triángulos: el tetraedro, de
cuatro; el octaedro, de ocho, y el icosaedro, de veinte; uno de
cuadrados: el cubo, de seis, y uno de pentágonos: el dodecaedro, de
doce. «¿Pero no ves qué claro?», me decía--contaba el sobrino--; «¿no lo
ves?, sólo cinco y no más que cinco, ni uno menos, ni uno más, ¡qué
bonito! ¡Y no puede ser de otro modo, tiene que ser así!», y al decirlo
me mostraba los cinco modelos en cartulina blanca, blanquísima, que ella
misma había construído, con sus santas manos, que eran prodigiosas para
toda labor, y parecía como si acabase de descubrir por sí misma la ley
de los cinco poliedros regulares... ¡pobre tía Tula! Y recuerdo que como
a uno de aquellos modelos geométricos le cayera una mancha de grasa,
hizo otro porque decía que con la mancha no se veía bien la
demostración. Para ella la geometría era luz y pureza.

En cambio huyó de enseñarle anatomía y fisiología. «Esas son
porquerías--decía--y en que nada se sabe de cierto ni de claro.»

Y lo que sobre todo acechaba era el alborear de la pubertad en su
sobrino. Quería guiarle en sus primeros descubrimientos sentimentales y
que fuese su amor primero el último y el único. «¿Pero es que hay un
primer amor?», se preguntaba a sí misma sin acertar a responderse.

Lo que más temía era las soledades de su sobrino. La soledad, no siendo
a toda luz, la temía. Para ella no había más soledad santa que la del
sol y la de la Virgen de la Soledad cuando se quedó sin su Hijo, el Sol
del Espíritu. «Que no se encierre en su cuarto--pensaba--, que no esté
nunca, a poder ser, solo; hay soledad que es la peor compañía; que no
lea mucho sobre todo, que no lea mucho; y que no se esté mirando
grabados.» No temía tanto para su sobrino a lo vivo cuanto a lo muerto,
a lo pintado. «La muerte viene por lo muerto»--pensaba.

Confesábase Gertrudis con el confesor de Ramirín, y era para, dirigiendo
al director del muchacho en la dirección de éste, ser ella la que de
veras le dirigiese. Y por eso en sus confesiones hablaba más que de sí
misma de su hijo mayor, como le llamaba. «Pero es, señora, que usted
viene aquí a confesar sus pecados y no los de otros»--le tuvo que decir
alguna vez el padre Alvarez, a lo que ella contestó: «Y si ese chico es
mi pecado...»

Cuando una vez creyó observar en el muchacho inclinaciones ascéticas,
acaso místicas, acudió alarmada al padre Alvarez.

--¡Eso no puede ser, padre!

--Y si Dios le llamase por ese camino...

--No, no le llama por ahí; lo sé, lo sé mejor que usted y desde luego
mejor que él mismo; eso es... la sensualidad que se le despierta...

--Pero, señora...

--Sí, anda triste, y la tristeza no es señal de vocación religiosa. ¡Y
remordimiento no puede ser! ¿De qué...?

--Los juicios de Dios, señora...

--Los juicios de Dios son claros. Y esto es oscuro. Quítele eso de la
cabeza. ¡El ha nacido para padre y yo para abuela!

--¡Ya salió aquello!

--¡Sí, ya salió aquello!

--¡Y cómo le pesa a usted eso! Líbrese de ese peso... Me ha dicho cien
veces que había ahogado ese mal pensamiento...

--¡No puedo, padre, no puedo! Que ellos, que mis hijos--porque son mis
hijos, mis verdaderos hijos--que ellos no lo sepan, que no lo sepan,
padre, que no lo adivinen...

--Cálmese, señora, por Dios, cálmese... y deseche esas aprensiones...
esas tentaciones del Demonio, se lo he dicho cien veces... Sea la que
es... la tía Tula que todos conocemos y veneramos y admiramos...; sí,
admiramos...

--¡No, padre, no! ¡Usted lo sabe! Por dentro soy otra...

--Pero hay que ocultarlo...

--Sí, hay que ocultarlo, sí; pero hay días en que siento ganas de reunir
a sus hijos, a mis hijos...

--¡Sí, suyos, de usted!

--¡Sí, yo madre, como usted... padre!

--Deje eso, señora, deje eso...

--Sí, reunirles y decirles que toda mi vida ha sido una mentira, una
equivocación, un fracaso...

--Usted se calumnia, señora. Esa no es usted, usted es la otra... la que
todos conocemos... la tía Tula...

--Yo le hice desgraciado, padre; yo le hice caer dos veces: una con mi
hermana, otra vez con otra...

--¿Caer?

--¡Caer, sí! ¡Y fué por soberbia!

--No, fué por amor, por verdadero amor...

--Por amor propio, padre--y estalló a llorar.




XX


LOGRÓ sacar a su sobrino de aquellas veleidades ascéticas y se puso a
vigilarle, a espiar la aparición del primer amor. «Fíjate bien, hijo--le
decía--y no te precipites, que una vez que hayas comprometido a una no
debes dejarla...»

--Pero, mamá, si no se trata de compromisos... Primero hay que probar...

--No, nada de pruebas; nada de esos noviazgos; nada de eso de «hablo con
Fulana». Todo seriamente...

En rigor la tía Tula había ya hecho, por su parte, su elección y se
proponía ir llevando dulcemente a su Ramirín a aquella que le había
escojido, a Caridad.

--Parece que te fijas en Carita--le dijo un día.

-¡Psé!

--Y ella en ti, si no me equivoco.

--Y tú en los dos, a lo que parece...

--¿Yo? Eso es cosa vuestra, hijo mío, cosa vuestra...

Pero les fué llevando el uno al otro, y consiguió su propósito. Y luego
se propuso casarlos cuanto antes. «Y que venga acá--decía--y viviremos
todos juntos, que hay sitio para todos... ¡Una hija más!»

Y cuando hubo llevado a Carita a su casa, como mujer de su sobrino, era
con ésta con la que tenía sus confidencias. Y era de quien trataba de
sonsacar lo íntimo de su sobrino.

Le obligó, ya desde un principio, a que le tutease y le llamase madre. Y
le recomendaba que cuidase sobre todo de la pequeñita, de la mansa,
tranquila y medrosica Manolita.

--Mira, Caridad--le decía--, cuida sobre todo de esa pobrecita, que es
lo más inocente y lo más quebradizo que hay y buena como el pan... Es mi
obra...

--Pero si la pobrecita apenas levanta la voz... si ni se le siente andar
por la casa... Parece como que tuviera vergüenza hasta de presentarse...

--Sí, sí, es así... Harto he hecho por infundirle valor, pero en no
estando arrimada a mí, cosida a mi falda, la pobrecita se encuentra como
perdida. ¡Claro, como criada con biberón!

--El caso es que es laboriosa, obediente, servicial, pero ¡habla tan
poco...! ¡Y luego no se la oye reir nunca...!

--Sólo alguna vez cuando está a solas conmigo, porque entonces es otra
cosa, es otra Manolita... entonces resucita... Y trato de animarla, de
consolarla, y me dice: «No te canses, mamita, que yo soy así... y
además, no estoy triste...»

--Pues lo parece...

--Lo parece, sí, pero he llegado a creer que no lo está. Porque yo, yo
misma, ¿qué te parezco, Carita, triste o alegre?

--Usted, tía...

--¿Qué es eso de usted y de tía?

--Bueno, tú, mamá, tú... pues no sé si eres triste o alegre, pero a mí
me pareces alegre...

--¿Te parezco así? ¡Pues basta!

--Por lo menos a mí me alegras...

--Y es a lo que nos manda Dios a este mundo, a alegrar a los demás.

--Pero para alegrar a los demás hay que estar alegre una...

--O no...

--¿Cómo no?

--Nada alegra más que un rayo de sol, sobre todo si da sobre la verdura
del follaje de un árbol, y el rayo de sol no está ni alegre ni triste, y
quién sabe... acaso su propio fuego le consume... El rayo de sol alegra
porque está limpio; todo lo limpio alegra... Y esa pobre Manolita debe
alegrarte, porque a limpia...

--¡Sí, eso sí! Y luego esos ojos que tiene, que parecen...

--Parecen dos estanques quietos entre verdura... Los he estado mirando
muchas veces y desde cerca. Y no sé de dónde ha sacado esos ojos... No
son de su madre, que tenía ojos de tísica, turbios de fiebre... ni son
los de su padre, que eran...

--¿Sabes de quién parecen esos ojos?

--¿De quién?--y Gertrudis temblaba al preguntarlo.

--¡Pues son tus ojos...!

--Puede ser... puede ser... No me los he mirado nunca de cerca ni puedo
vérmelos desde dentro, pero puede ser... puede ser... Al menos le he
enseñado a mirar...




XXI


¿QUÉ le pasaba a la pobre Gertrudis que se sentía derretir por dentro?
Sin duda había cumplido su misión en el mundo. Dejaba a su sobrino
mayor, a su Ramiro, a su otro Ramiro, a cubierto de la peor tormenta,
embarcado en su barca de por vida, y a los otros hijos al amparo de él;
dejaba un hogar encendido y quien cuidase de su fuego. Y se sentía
deshacer. Sufría frecuentes embaimientos, desmayos, y durante días
enteros lo veía todo como en niebla, como si fuese bruma y humo todo. Y
soñaba; soñaba como nunca había soñado. Soñaba lo que habría sido si
Ramiro hubiese dejado por ella a Rosa. Y acababa diciéndose que no
habrían sido de otro modo las cosas. Pero ella había pasado por el mundo
fuera del mundo. El padre Alvarez creía que la pobre Gertrudis
chocheaba antes de tiempo, que su robusta inteligencia flaqueaba y que
flaqueaba al peso mismo de su robustez. Y tenía que defenderle de
aquellas sus viejas tentaciones.

Cuando un día se le acercó Caridad y, al oído, le dijo: «¡Madre...!», al
notarle el rubor que le encendía el rostro, exclamó: «¿Qué? ¿Ya?» «¡Sí,
ya!»--susurró la muchacha. «¿Estás segura?» «¡Segura; si no, no te lo
habría dicho!» Y Gertrudis, en medio de su goce, sintió como si una
espada de hielo le atravesase por medio el corazón. Ya no tenía qué
hacer en el mundo más que esperar al nieto, al nieto de los suyos, de su
Ramiro y su Rosa, a su nieto, e ir luego a darles la buena nueva. Ya
apenas se cuidaba más que de Caridad, que era quien para ella llenaba la
casa. Hasta de Manolita, de su obra, se iba descuidando, y la pobre niña
lo sentía; sentía que el esperado iba relegándole en la sombra.

--Ven acá--le decía Gertrudis a Caridad, cuando alguna vez se
encontraban a solas, ocasión que acechaba--, ven acá, siéntate aquí, a
mi lado... ¿Qué, le sientes, hija mía, le sientes?

--Algunas veces...

--¿No llama? ¿No tiene prisa por salir a luz, a la luz del sol? Porque
ahí dentro, a oscuras... aunque esté ello tan tibio, tan sosegado... ¿No
da empujoncitos? Si tarda no me va a ver... no le voy a ver... Es decir:
¡si tarda, no!, si me apresuro yo...

--Pero, madre, no diga esas cosas...

--¡_No digas_, hija! Pero me siento derretir... ya no soy para nada...
Veo todo como empañado... como en sueños... Si no lo supiera no podría
ahora decir si tu pelo es rubio o moreno...

Y le acariciaba lentamente la espléndida cabellera rubia. Y como si
viese con los dedos, añadía: «Rubia, rubia como el sol...»

--Si es chico, ya lo sabes, Ramiro, y si es chica... Rosa...

--No, madre, sino Gertrudis... Tula, mamá Tula.

--¡Tula... bueno...! Y mejor si fuese una pareja, mellizos, pero chico y
chica...

--¡Por Dios, madre!

--¿Qué? ¿Crees que no podrías con eso? ¿Te parece demasiado trabajo?

--Yo... no sé... no sé nada de eso, madre; pero...

--Sí, eso es lo perfecto, una parejita de gemelos... un chico y una
chica que han estado abrazaditos cuando no sabían nada del mundo, cuando
no sabían ni que existían; que han estado abrazaditos al calorcito del
vientre materno... Algo así debe de ser el cielo...

--¡Qué cosas se te ocurren, mamá Tula!

--No ves que me he pasado la vida soñando...

Y en esto, mientras soñaba así y como para guardar en su pecho este
último ensueño y llevarlo como viático al seno de la madre tierra, la
pobre Manolita cayó gravemente enferma. «¡Ah!, yo tengo la culpa--se
dijo Gertrudis--, yo que con esto de la parejita de mi ensueño me he
descuidado de esa pobre avecilla... Sin duda en un momento en que
necesitaba de mi arrimo ha debido de cojer algún frío...» Y sintió que
le volvían las fuerzas, unas fuerzas como de milagro. Se le despejó la
cabeza, y se dispuso a cuidar a la enferma.

--Pero, madre--le decía Caridad--, déjeme que le cuide yo, que le
cuidemos nosotras... entre yo, Rosita y Elvira le cuidaremos.

--No; tú no puedes cuidarla como es debido, no debes cuidarla... Tú te
debes al que llevas, a lo que llevas, y no es cosa de que por atender a
ésta malogres lo otro... y en cuanto a Rosita y Elvira, sí, son sus
hermanas, la quieren como tales, pero no entienden de eso, y además la
pobre, aunque se aviene a todo, no se halla sin mí... Un simple vaso de
agua que yo le sirva le hace más provecho que todo lo que los demás le
podáis hacer. Yo sola sé arreglarle la almohada de modo que no le duela
en ella la cabeza y que no tenga luego pesadillas...

--Sí, es verdad...

--¡Claro, yo la crié...! Y yo debo cuidarle.

Resucitó. Volvióle todo el luminoso y fuerte aplomo de sus días más
heroicos. Ya no le temblaba el pulso ni le vacilaban las piernas. Y
cuando teniendo el vaso con la pócima medicinal que a las veces tenía
que darle, la pobre enferma le posaba las manos febriles en sus manos
firmes y finas, pasaba sobre su enlace como el resplandor de un dulce
recuerdo, casi borrado para la encamada. Y luego se sentaba la tía Tula
junto a la cama de la enferma y se estaba allí, y ésta no hacía sino
mirarle en silencio.

--¿Me moriré, mamita?--preguntaba la niña.

--¿Morirte? ¡No, pobrecita alondra, no! Tú tienes que vivir...

--Mientras tú vivas...

--Y después... y después...

--Después... no... ¿para qué...?

--Pero las muchachas deben vivir...

--¿Para qué...?

--Pues... para vivir... para casarse... para criar familia...

--Pues tú no te casaste, mamita...

--No, yo no me casé; pero como si me hubiese casado... Y tú tienes que
vivir para cuidar de tu hermano...

--Es verdad... de mi hermano... de mis hermanos...

--Sí, de todos ellos...

--Pero si dicen, mamita, que yo no sirvo para nada...

--¿Y quién dice eso, hija mía?

--No, no lo dicen... no lo dicen... pero lo piensan...

--¿Y cómo sabes tú que lo piensan?

--¡Pues... porque lo sé! Y además, porque es verdad... porque yo no
sirvo para nada, y después de que tú te me mueras yo nada tengo que
hacer aquí... Si tú te murieras me moriría de frío...

--Vamos, vamos, arrópate bien y no digas esas cosas... Y voy a
arreglarte esa medicina...

Y fué a ocultar sus lágrimas y a echarse a los pies de su imagen de la
Virgen de la Soledad y a suplicarla: «¡Mi vida por la suya, Madre, mi
vida por la suya! Siente que yo me voy, que me llaman mis muertos, y
quiere irse conmigo; quiere arrimarse a mí, arropada por la tierra, allí
abajo, donde no llega la luz, y que yo le preste no sé qué calor... ¡Mi
vida por la suya, Madre, mi vida por la suya! Que no caiga tan pronto
esa cortina de tierra de las tinieblas sobre esos ojos en que la luz no
se quiebra, sobre esos ojos que dicen que son los míos, sobre esos ojos
sin mancha que le di yo... sí, yo... Que no se muera... que no se
muera... Sálvala, Madre, aunque tenga yo que irme sin ver al que ha de
venir...»

Y se cumplió su ruego.

La pobre niña enferma fué recobrando vida; volvieron los colores de rosa
a sus mejillas; volvió a mirar la luz del sol dando en el verdor de los
árboles del jardincito de la casa, pero la tía Tula cayó con una
broncopneumonía cojida durante la convalecencia de Manolita. Y entonces
fué ésta la que sintió que brotaba en sus entrañas un manadero de salud,
pues tenía que cuidar a la que le había dado vida.

Toda la casa vió con asombro la revelación de aquella niña.

--Di a Manolita--decía Gertrudis a Caridad--que no se afane tanto, que
aún estará débil... Tú tampoco, por supuesto; tú te debes a los tuyos,
ya lo sabes... Con Rosita y Elvira basta... Además, como todo ha de ser
inútil... Porque yo ya he cumplido...

--Pero, madre...

--Nada, lo dicho, y que esa palomita de Dios no se malgaste...

--Pero si se ha puesto tan fuerte... Jamás hubiese creído...

--Y ella que se quería morir y creía morirse... Y yo también lo temí...
¡Porque la pobre me parecía tan débil...! Claro, no conoció a su padre
que estaba ya herido de muerte cuando la engendró... y en cuanto a su
pobre madre, yo creo que siempre vivió medio muerta... ¡Pero esa chica
ha resucitado!

--¡Sí, al verte en peligro ha resucitado!

--¡Claro, es mi hija!

--¿Más?

--¡Sí, más! Te lo quiero declarar ahora que estoy en el zaguán de la
eternidad; si, más. ¡Ella y tú!

--¿Ella y yo?

--¡Sí, ella y tú! Y porque no tenéis mi sangre. Ella y tú. Ella tiene la
sangre de Ramiro, no la mía, pero la he hecho yo, ¡es obra mía! Y a ti
yo te casé con mi hijo.

--Lo sé...

--Sí, como le casé a su padre con su madre, con mi hermana, y luego le
volví a casar con la madre de Manolita...

--Lo sé... lo sé...

--Sé que lo sabes, pero no todo...

--No, todo no...

--Ni yo tampoco... O al menos no quiero saberlo. Quiero irme de este
mundo sin saber muchas cosas... Porque hay cosas que el saberlas
mancha... Eso es el pecado original, y la Santísima Virgen Madre nació
sin mancha de pecado original...

--Pues yo he oído decir que lo sabía todo...

--No, no lo sabía todo; no conocía la ciencia del mal... que es
ciencia...

--Bueno, no hables tanto, madre, que te perjudica...

--Más me perjudica cavilar, y si me callo cavilo... cavilo...




XXII


LA tía Tula no podía ya más con su cuerpo. El alma le revoloteaba dentro
de él, como un pájaro en una jaula que se desvencija, a la que deja con
el dolor de quien le desollaran, pero ansiando volar por encima de las
nubes. No llegaría a ver al nieto. ¿Lo sentía? «Allá arriba, estando con
ellos--soñaba--sabré cómo es, y si es niño o niña... o los dos... y lo
sabré mejor que aquí, pues desde allí arriba se ve mejor y más limpio lo
de aquí abajo.»

La última fiebre teníala postrada en cama. Apenas si distinguía a sus
sobrinos más que por el paso, sobre todo a Caridad y a Manolita. El paso
de aquélla, de Caridad, llegábale como el de una criatura cargada de
fruto y hasta le parecía oler a sazón de madurez. Y el de Manolita era
tan leve como el de un pajarito que no se sabe si corre o vuela a ras de
tierra. «Cuando ella entra--se decía la tía--siento rumor de alas caídas
y quietas.»

Quiso despedirse primero de ésta, a solas, y aprovechó un momento en que
vino a traerle la medicina. Sacó el brazo de la cama, lo alargó como
para bendecirla, y poniéndole la mano sobre la cabeza, que ella inclinó
con los claros ojos empañados, le dijo:

--¿Qué, palomita sin hiel, quieres todavía morirte...? ¡La verdad!

--Si con ello consiguiera...

--Que yo no me muera, ¿eh? No, no debes querer morirte... tienes a tu
hermano, a tus hermanos... Estuviste cerca de ello, pero me parece que
la prueba te curó de esas cosas... ¿No es así? Dímelo como en confesión,
que voy a contárselo a los nuestros...

--Sí, ya no se me ocurren aquellas tonterías...

--¿Tonterías? No, no eran tonterías. ¡Ah!, y ahora que dices eso de
tonterías, tráeme tu muñeca, porque la guardas, ¿no es así? Si, sé que
la guardas... Tráeme aquella muñeca, ¿sabes? Quiero despedirme de ella
también y que se despida de mí... ¿Te acuerdas? Vamos, ¿a que no te
acuerdas?

--Sí, madre, me acuerdo.

--¿De qué te acuerdas?

--De cuando se me cayó en aquel patín de la huerta y Elvira me llamaba
tonta porque lloraba tanto y me decía que de nada sirve llorar...

--Eso... eso... ¿y qué más? ¿Te acuerdas de más?

--Sí, del cuento que nos contaste entonces...

--¿A ver, qué cuento?

--De la niña que se le cayó la muñeca en un pozo seco adonde no podía
bajar a sacarla y se puso a llorar, a llorar, a llorar, y lloró tanto
que se llenó el pozo con sus lágrimas y salió flotando en ellas la
muñeca...

--¿Y qué dijo Elvirita a eso? ¿Qué dijo? Que no me acuerdo...

--Sí, sí se acuerda, madre...

--Bueno, ¿pues qué dijo?

--Dijo que la niña se quedaría seca y muerta de haber llorado tanto...

--¿Y yo qué dije?

--Por Dios, madre...

--Bueno, no lo digas, pero no llores así, palomita, no llores así...
que por mucho que llores no se llenará con tus lágrimas el pozo en que
voy cayendo y no saldré flotando...

--Si pudiera ser...

--¡Ah, sí! Si pudiera ser yo saldría a cojerte y llevarte conmigo...
Pero hay que esperar la hora. Y cuida de tus hermanos. Te los entrego a
ti, ¿sabes? a ti. Haz que no se den cuenta de que me he muerto.

--Haré todo lo que pueda...

--Y yo te ayudaré desde arriba.

--Que no se enteren de que me he muerto...

--Te rezaré, madre...

--A la Virgen, hija, a la Virgen...

--Te rezaré, madre, todas las noches antes de acostarme...

--Bueno, no llores así...

--Pero si no lloro, ¿no ves que no lloro?

--Para lavar los ojos cuando han visto cosas feas no está mal, pero tú
no has visto cosas feas, no puedes verlas...

--Y si es caso, cerrando los ojos...

--No, no, así se ven cosas más feas. Y pide por tu padre, por tu madre,
por mí... No olvides a tu madre...

--Si no la olvido...

--Como no la conociste...

--¡Sí, la conozco!

--Pero a la otra, digo, a la que te trajo al mundo.

--¡Sí, gracias a ti la conozco; a aquélla!

--¡Pobrecilla! Ella no había conocido a la suya...

--¡Su madre fuiste tú, lo sé bien!

--Bueno, pero no llores...

--¡Si no lloro!--y se enjugaba los ojos con el dorso de la mano
izquierda mientras con la otra temblorosa, sostenía el vaso de la
medicina.

--Bueno, y ahora trae a la muñeca, que quiero verla. ¡Ah! ¡Y allí en un
rincón de aquella arquita mía que tú sabes... ahí está la llave... sí,
ésa, ésa!... Allí donde nadie ha tocado más que yo, y tú alguna vez;
allí, junto a aquellos retratos, ¿sabes?, hay otra muñeca... la mía...
la que yo tenía siendo niña... mi primer cariño... ¿el primero?...
¡bueno! Tráemela también... Pero que no se entere ninguna de ésas, no
digan que son tonterías nuestras, porque las tontas somos nosotras...
Tráeme las dos muñecas, que me despida de ellas, y luego nos pondremos
serias para despedirnos de los otros... Vete, que me viene un mal
pensamiento--y se santiguó.

El mal pensamiento era que el susurro diabólico allá, en el fondo de las
entrañas doloridas con el dolor de la partida, le decía: «¡muñecos
todos!»




XXIII


LUEGO llamó a todos, y Caridad entre ellos.

--Esto es, hijos míos, la última fiebre, el principio del fuego del
Purgatorio...

--Pero qué cosas dices, mamá...

--Sí; el fuego del Purgatorio, porque en el Infierno no hay fuego... el
Infierno es de hielo y nada más que de hielo. Se me está quemando la
carne... Y lo que siento es irme sin ver, sin conocer, al que ha de
llegar... o a la que ha de llegar... o a los que han de llegar...

--Vamos, mamá...

--Bueno, tú, Cari, cállate y no nos vengas ahora con vergüenza... Porque
yo querría contarles todo a los que me llaman... Vamos, no lloréis
así... Allí están... los tres...

--Pero no digas esas cosas...

--Ah, ¿queréis que os diga cosas de reir? Las tonterías ya nos las hemos
dicho Manolita y yo, las dos tontas de la casa, y ahora hay que hacer
esto como se hace en los libros...

--Bueno, ¡no hables tanto! El médico ha dicho que no se te deje hablar
mucho.

--¿Ya estás ahí tú, Ramiro? ¡El hombre! ¿El médico dices? ¿Y qué sabe el
médico? No le hagáis caso... Y además es mejor vivir una hora hablando
que dos días más en silencio. Ahora es cuando hay que hablar. Además,
así me distraigo y no pienso en mis cosas...

--Pues ya sabes que el padre Alvarez te ha dicho que pienses ahora en
tus cosas...

--Ah, ¿ya estás ahí tú, Elvira, la juiciosa? ¿Conque el padre Alvarez,
eh?... el del remedio... ¿Y qué sabe el padre Alvarez? ¡Otro médico!
¡Otro hombre! Además, yo no tengo cosas mías en que pensar... yo no
tengo mis cosas... Mis cosas son las vuestras... y las de ellos... las
de los que me llaman... Yo no estoy ni viva ni muerta... no he estado
nunca ni viva ni muerta... ¿Qué? ¿Qué dices tú ahí, Enriquín? Que estoy
delirando...

--No, no digo eso...

--Sí, has dicho eso, te lo he oído bien... se lo has dicho al oído a
Rosita... No ves que siento hasta el roce en el aire de las alas quietas
de Manolita. Pues si deliro... ¿qué?

--Que debes descansar...

--Descansar... descansar... ¡tiempo me queda para descansar!

--Pero no te destapes así...

--Si es que me abraso... Y ya sabes, Caridad, Tula, Tula como yo... y
él, el otro, Ramiro... Sí, son dos, él y ella, que estarán ahora
abrazaditos... al calorcito...

Callaron todos un momento. Y al oir la moribunda sollozos entrecortados
y contenidos, añadió:

--Bueno, ¡hay que tener ánimo! Pensad bien, bien, muy bien, lo que
hayáis de hacer, pensadlo muy bien... que nunca tengáis que arrepentiros
de haber hecho algo y menos de no haberlo hecho... Y si veis que el que
queréis se ha caído en una laguna de fango y aunque sea en un pozo
negro, en un albañal, echaos a salvarle, aun a riesgo de ahogaros,
echaos a salvarle... que no se ahogue él allí... o ahogaros juntos... en
el albañal... servidle de remedio... sí, de remedio... ¿que morís entre
légamo y porquería? no importa... Y no podréis ir a salvar al compañero
volando sobre el ras del albañal porque no tenemos alas... no, no
tenemos alas... o son alas de gallina, de no volar... y hasta las alas
se mancharían con el fango que salpica el que se ahoga en él... No, no
tenemos alas... a lo más de gallina... no somos ángeles... lo seremos en
la otra vida... donde no hay fango... ni sangre! Fango hay en el
Purgatorio, fango ardiente, que quema y limpia... fango que limpia,
sí... En el Purgatorio les queman a los que no quisieron lavarse con
fango... sí, con fango... Les queman con estiércol ardiente... les lavan
con porquería... Es lo último que os digo, no tengáis miedo a la
podredumbre... Rogad por mí, y que la Virgen me perdone.

Le dió un desmayo. Al volver de él no coordinaba los pensamientos. Entró
luego en una agonía dulce. Y se apagó como se apaga una tarde de otoño
cuando las últimas razas del sol, filtradas por nubes sangrientas, se
derriten en las aguas serenas de un remanso del río en que se reflejan
los álamos--sanguíneo su follaje también--que velan a sus orillas.




XXIV


¿MURIÓ la tía Tula? No, sino que empezó a vivir en la familia, e
irradiando de ella, con una nueva vida más entrañada y más vivífica, con
la vida eterna de la familiaridad inmortal. Ahora era ya para sus hijos,
sus sobrinos, la Tía, no más que la Tía, ni _madre_ ya ni _mamá_, ni aun
tía Tula, sino sólo la Tía. Fué este nombre de invocación, de verdadera
invocación religiosa, como el canonizamiento doméstico de una santidad
de hogar. La misma Manolita, su más hija y la más heredera de su
espíritu, la depositaria de su tradición, no le llamaba sino la Tía.

Mantenía la unidad y la unión de la familia, y si al morir ella
afloraron a vista de todos, haciéndose patentes, divisiones intestinas
antes ocultas, alianzas defensivas y ofensivas entre los hermanos, fué
porque esas divisiones brotaban de la vida misma familiar que ella creó.
Su espíritu provocó tales disensiones y bajo de ellas y sobre ellas la
unidad fundamental y culminante de la familia. La tía Tula era el
cimiento y la techumbre de aquel hogar.

Formáronse en éste dos grupos: de un lado, Rosita, la hija mayor de
Rosa, aliada con Caridad, con su cuñada y no con su hermano, no con
Ramiro; de otro, Elvira, la segunda hija de Rosa, con Enrique, su
hermanastro, el hijo de la hospiciana, y quedaban fuera Ramiro y
Manolita. Ramiro vivía, o más bien se dejaba vivir, atento a su hijo y
al porvenir que podía depararle otros y a sus negocios civiles, y
Manolita, atenta a mantener el culto de la Tía y la tradición del hogar.

Manolita se preparaba a ser el posible lazo entre cuatro probables
familias venideras. Desde la muerte de la Tía habíase revelado. Guardaba
todo su saber, todo su espíritu; las mismas frases recortadas y
aceradas, a las veces repetición de las que oyó a la otra, la misma
doctrina, el mismo estilo y hasta el mismo gesto. «¡Otra
tía!»--exclamaban sus hermanos, y no siempre llevándoselo a bien. Ella
guardaba el archivo y el tesoro de la otra; ella tenía la llave de los
cajoncitos secretos de la que se fué en carne y sangre; ella guardaba,
con su muñeca de cuando niña, la muñeca de la niñez de la Tía, y algunas
cartas, y el devocionario y el breviario de don Primitivo; ella era en
la familia quien sabía los dichos y hechos de los antepasados dentro de
memoria: de don Primitivo, que nada era de su sangre; de la madre del
primer Ramiro; de Rosa; de su propia madre Manuela, la hospiciana--de
ésta no dichos ni hechos, sino silencios y pasiones--, ella era la
historia doméstica; por ella se continuaba la eternidad espiritual de la
familia. Ella heredó el alma de ésta, espiritualizada en la Tía.

¿Herencia? Se trasmite por herencia en una colmena el espíritu de las
abejas, la tradición abejil, el arte de la melificación y de la fábrica
del panal, la _abejidad_, y no se trasmite, sin embargo, por carne y por
jugos de ella. La carnalidad se perpetúa por zánganos y por reinas, y ni
los zánganos ni las reinas trabajaron nunca, no supieron ni fabricar
panales, ni hacer miel, ni cuidar larvas, y no sabiéndolo, no pudieron
trasmitir ese saber, con su carne y sus jugos, a sus crías. La tradición
del arte de las abejas, de la fábrica del panal y el laboreo de la miel
y la cera, es, pues, colateral y no de trasmisión de carne, sino de
espíritu, y débese a las tías, a las abejas que ni fecundan huevecillos
ni los ponen. Y todo esto lo sabía Manolita, a quien se lo había
enseñado la Tía, que desde muy joven paró su atención en la vida de las
abejas y la estudió y meditó, y hasta soñó sobre ella. Y una de las
frases de íntimo sentido, casi esotérico, que aprendió Manolita de la
Tía y que de vez en cuando aplicaba a sus hermanos, cuando dejaban muy
al desnudo su masculinidad de instintos, era decirles: «¡Cállate,
zángano!» Y zángano tenía para ella, como lo había tenido para la Tía,
un sentido de largas y profundas resonancias. Sentido que sus hermanos
adivinaban.

La alianza entre Elvira, la hija del primer Ramiro que le costó la vida
a Rosa, su primera mujer, y Enrique, el hijo del pecado de aquél y de la
hospiciana, era muy estrecha. Queríanse los hermanastros más que
cualesquiera otros de los cinco entre sí. Siempre andaban en cuchicheos
y en secreteos. Y esta a modo de conjura desasosegábale a Manolita. No
que le doliera que su hermano uterino, el salido del mismo vientre de
donde ella salió, tuviese más apego a hermana nacida de otra madre, no;
sentía que a ella no había de apegársele ninguno de sus hermanos y
complacíase en ello. Pero aquel afecto más que fraternal le era
repulsivo.

--Ya estoy deseando--les dijo una vez--que uno de vosotros se enamore;
que tú, Enrique, te eches novia o que a ésta, a ti, Elvira, te pretenda
alguno...

--¿Y para qué?--preguntó ésta.

--Para que dejéis de andar así, de bracete por la casa, y con
cuentecitos al oído y carantoñas, arrumacos y lagoterías...

--Acaso entonces más...--dijo Enrique.

--¿Y cómo así?

--Porque ésta vendrá a contarme los secretos de su novio, ¿verdad,
Elvira?, y yo le contaré, ¡claro está!, los de mi novia...

--Sí, sí...--exclamó Elvira a punto de palmotear.

--Y os reiréis uno y otro del otro novio y de la otra novia, ¿no es
así?... ¡qué bonito!

--Bueno, ¿y qué diría a esto la Tía?--preguntó Elvira mirándole a
Manolita a los ojos.

--Diría que no se debe jugar con las cosas santas y que sois unos
chiquillos...

--Pues no repitas con la Tía--le arguyó Enrique--aquello del Evangelio
de que hay que hacerse niño para entrar en el reino de los cielos...

--¡Niño, sí! ¡Chiquillo, no!

--¿Y en qué se le distingue al niño del chiquillo...?

--¿En qué? En la manera de jugar.

--¿Cómo juega el chiquillo?

--El chiquillo juega a persona mayor. Los niños no son, como los
mayores, ni hombres ni mujeres, sino que son como los ángeles. Recuerdo
haberle oído decir a la Tía que había oído que hay lenguas en que el
niño no es ni masculino ni femenino, sino neutro...

--Sí--añadió Enrique--en alemán. Y la señorita es neutro...

--Pues esta señorita--dijo Manolita intentando, sin conseguirlo, teñir
de una sonrisa estas palabras--no es neutra...

--¡Claro que no soy neutra; pues no faltaba más...!

--¡Pero bueno, nada de chiquilladas!

--Chiquilladas, no; niñerías, eso, ¿no es eso?

--¡Eso es!

--Bueno, ¿y en qué las conoceremos?

--Basta, que no quiero deciros más. ¿Para qué? Porque hay cosas que al
tratar de decirlas se ponen más oscuras...

--Bien, bien, tiíta--exclamó Elvira abrazándola y dándole un beso--, no
te enfades así... ¿Verdad que no te enfadas, tiíta...?

--No; y menos porque me llames tiíta...

--Si lo hacía sin intención...

--Lo sé; pero eso es lo peligroso. Porque la intención viene después...

Enrique le hizo una carantoña a su hermana completa y cojiendo a la
otra, a la hermanastra, por debajo de un brazo, se la llevó consigo.

Y Manolita, viéndoles alejarse, quedó diciéndose: «¿Chiquillos? ¡En
efecto, chiquillos! ¿Pero he hecho bien en decirles lo que les he dicho?
¿He hecho bien, Tía?»--e invocaba mentalmente a la Tía.--«La intención
viene después... ¿No soy yo la que con mis reconvenciones voy a darles
una intención que les falta? Pero, ¡no, no! ¡Que no jueguen así! ¡Porque
están jugando...! ¡Y ojalá les salga pronto el novio a ella y la novia a
él!»




XXV


EL otro grupo lo formaban en la familia, no Rosita y Ramiro, sino la
mujer de éste, Caridad, y aquella su cuñada. Aunque en rigor era Rosita
la que buscaba a Caridad y le llevaba sus quejas, sus aprensiones, sus
suspicacias. Porque iba, por lo común, a quejarse. Creíase, o al menos
aparentaba creer, que era la desdeñada y la no comprendida. Poníase
triste y como preocupada en espera de que le preguntasen qué era lo que
tenía, y como nadie se lo preguntaba sufría con ello. Y menos que los
otros hermanos se lo preguntaba Manolita, que se decía: «Si tiene algo
de verdad y más que gana de mimo y de que nos ocupemos especialmente en
ella, ya reventará!» Y la preocupada sufría con ello.

A su cuñada, a Caridad, le iba sobre todo con quejas de su marido;
complacíase en acusar a éste, a Ramiro, de egoísta. Y la mujer le oía
pacientemente y sin saber qué decirle.

--Yo no sé, Manuela--le decía a ésta Caridad, su cuñada--qué hacer con
Rosa... Siempre me está viniendo con quejas de Ramiro: que si es un
orgulloso, que si un egoísta, que si un distraído...

--¡Llévale la hebra y dile que sí!

--¿Pero cómo? ¿Voy a darle alas?

--No, sino a cortárselas.

--Pues no lo entiendo. Y además, eso no es verdad; ¡Ramiro no es así!...

--Lo sé, lo sé muy bien. Sé que Ramiro podrá tener, como todo hombre,
sus defectos...

--Y como toda mujer.

--¡Claro, sí! Pero los de él son defectos de hombre...

--¡De zángano, vamos!

--Como quieras; los de Ramiro son defectos de hombre, o si quieres, pues
que te empeñas, de zángano...

--¿Y los míos?

--¿Los tuyos, Caridad? Los tuyos... ¡de reina!

--¡Muy bien! ¡Ni la Tía...!

--Pero los defectos de Ramiro no son los que Rosa dice. Ni es
orgulloso, ni es egoísta, ni es distraído...

--¿Y entonces por qué voy a llevarle la hebra como dices?

--Porque eso será llevarle la contraria. Lo sé muy bien. La conozco.

Cierta mañana, encontrándose las tres, Caridad, Manuela y Rosa, comenzó
ésta el ataque.

R.--¡Vaya unas horas de llegar anoche tu maridito!

Nunca hablando con su cuñada le llamaba a Ramiro «mi hermano», sino
siempre: «tu marido».

C.--¿Y qué mal hay en ello?

M.--Y tú, Rosa, estabas a esas horas despierta...

R.--Me despertó su llegada...

M.--¿Sí, eh?

C.--Pues a mí apenas si me despertó...

R.--¡Vaya una calma!

M.--Aquí Caridad duerme confiada y hace bien.

R.--¿Hace bien...? ¿Hace bien...? No lo comprendo.

M.--Pues yo sí. Pero tú parece que te complaces en eso, que es un juego
muy peligroso y muy feo...

C.--¡Por Dios, Manuela!

R.--Déjale, déjale a la tía...

M.--Con el acento que ahora le pones la tía aquí eres ahora tú...

R.--¿Yo? ¿Yo la tía?

M.--Sí, tú, tú, Rosa. ¿A qué viene querer provocar celos en tu hermana?

C.--Pero si Rosa no quiere hacerme celosa, Manuela...

M.--Yo sé lo que me digo, Caridad.

R.--Sí, aquí ella sabe lo que se dice...

M.--Aquí sabemos todos lo que queremos decir y yo sé, además, lo que me
digo, ¿me entiendes, Rosa?

R.--El estribillo de la Tía...

M.--Sea. Y te digo que serías capaz de aceptar el peor novio que se te
presente y casarte con él no más que para provocarle a que te diese
celos, no a dárselos tú...

R.--¿Casarme yo? ¿Yo casarme? ¿Yo novio? ¡Las ganas...!

M.--Sí, ya sé que dices, aunque no sé si lo piensas, que no te has de
casar, que tú no quieres novio... Ya sé que andas en si te vas o no a
meter monja...

C.--¿Y cómo lo has sabido, Manuela?

M.--Ah, ¿pero vosotras creéis que no me percato de vuestros secretos?
Precisamente por ser secretos...

R.--Bueno, y si pensara yo en meterme monja, ¿qué? ¿Qué mal hay en ello?
¿Qué mal hay en servir a Dios?

M.--En servir a Dios, no, no hay mal ninguno... Pero es que si tú
entrases monja no sería por servir a Dios...

R.--¿No? ¿Pues por qué?

M.--Por no servir a los hombres... ni a las mujeres...

C.--Pero por Dios, Manuela, qué cosas tienes...

R.--Sí, ella tiene sus cosas y yo las mías... ¿Y quién te ha dicho,
hermana, que desde el convento no se puede servir a los hombres...?

M.--Sin duda, rezando por ellos...

R.--¡Pues claro está! Pidiendo a Dios que les libre de tentaciones...

M.--Pero me parece que tú más que a rezar «no nos dejes caer en la
tentación» vas a «no me dejes caer en la tentación...»

R.--Sí, que voy a que no me tienten...

M.--¿Pues no has venido acá a tentar a Caridad, tu hermana? ¿O es que
crees que no era tentación eso? ¿No venías a hacerle caer en tentación?

C.--No, Manuela, no venía a eso. Y además sabe que no soy celosa, que no
lo seré, que no puedo serlo...

R.--Déjale, déjale, Caridad, déjale a la abejita, que pique... que
pique...

M.--Duele, ¿eh? Pues, hija, rascarse...

R.--_Hija_ ahora, ¿eh?

M.--Y siempre, hermana.

R.--Y dime tú, hermanita, la abejita, ¿tú no has pensado nunca en
meterte en un panal así, en una colmena...?

M.--Se puede hacer miel y cera en el mundo...

R.--Y picar...

M.--¡Y picar, exacto!

R.--Vamos, sí, que tú, como tía Tula, vas para tía...

M.--Yo no sé para lo que voy, pero si siguiera el ejemplo de la Tía no
habría de ir por mal camino. ¿O es que crees que marró ella el suyo? ¿Es
que has olvidado sus enseñanzas? ¿Es que trató ella nunca de encismar a
los de casa? ¿Es que habría ella nunca denunciado un acto de uno de sus
hermanos?

C.--Por Dios, Manuela, por la memoria de tía Tula, cállate ya... Y tú,
Rosa, no llores así... vamos, levanta esa frente... no te tapes así la
cara con las manos... no llores así, hija, no llores así...

Manuela le puso a su hermanastra la mano sobre el hombro y con una voz
que parecía venir del otro mundo, del mundo eterno de la familia
inmortal, le dijo:

--¡Perdóname, hermana, me he excedido... pero tu conducta me ha herido
en lo vivo de la familia y he hecho lo que creo que habría hecho la Tía
en este caso... perdónamelo!

Y Rosa, cayendo en sus brazos y ocultando su cabeza entre los pechos de
su hermana, le dijo entre sollozos:

--¡Quien tiene que perdonarme eres tú, hermana, tú... Pero hermana...
no, sino madre... ni madre... ¡Tía! ¡Tía!

--¡Es la Tía, la tía Tula, la que tiene que perdonarnos y unirnos y
guiarnos a todos!--concluyó Manuela.





End of the Project Gutenberg EBook of La tía Tula, by Miguel De Unamuno

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