Morsamor

By Juan Valera

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Title: Morsamor
       peregrinaciones heroicas y lances de amor y fortuna de
       Miguel de Zuheros y Tiburcio de Simahonda

Author: Juan Valera

Release Date: December 31, 2005 [EBook #17430]

Language: Spanish


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Morsamor: peregrinaciones heroicas y lances de amor y fortuna de Miguel
de Zuheros y Tiburcio de Simahonda

Por

Juan Valera

Librería de Fernando Fé

Madrid

1899




Al Excmo. Sr. Conde de Casa Valencia


Mi querido primo: Para distraer mis penas egoístas al considerarme tan
viejo y tan quebrantado de salud, y mis penas patrióticas al considerar
a España tan abatida, he soltado el freno a la imaginación, que no le
tuvo nunca muy firme, y la he echado a volar por esos mundos de Dios,
para escribir la novela que te dedico.

Tomando por lo serio algunos preceptos irónicos de don Leandro Fernández
de Moratín, en su _Lección poética_, he puesto en mi libro cuanto se ha
presentado a mi memoria de lo que he oído o leído en alabanza de una
época muy distinta de la presente, cuando era España la primera nación
de Europa. Así he procurado consolarme de que hoy no lo sea, si bien
escribiendo la más _antimoratinesca_ de mis composiciones literarias.
Bien puedo asegurar que hay en ella

          Cuanto puede hacinar la fantasía,
          en concebir delirios eminente:
          magia, blasón, alquimia, teosofía,
          náutica, bellas artes, oratoria,
          brahmánica y gentil mitología,
          sacra, profana, universal historia

Y otras mil curiosidades.

Si a pesar de tanta riqueza de ingredientes el pasto espiritual que doy
al público resulta desabrido o empalagoso, no te negaré que he de
afligirme, pero me servirá de consuelo lo inocente de mi trabajo. Nada
más inocente que componer un libro de entretenimiento aunque no
entretenga. Con no leerle evitará toda persona discreta el mal que
involuntariamente pudiera yo causarle. Yo no trato de enseñar nada ni de
probar nada. Si alguien deduce consecuencias o moralejas de la lectura
de este libro, él, y no yo, será responsable de ellas. Yo sólo pretendo
divertir un rato a quien me lea, dejando a los sabios enseñar y
adoctrinar a sus semejantes, y dejando a nuestros hombres políticos la
difícil tarea de regenerarnos y de sacarnos del atolladero en que nos
hemos metido.

He de confesarte, sin embargo, que a veces tengo yo pensamientos algo
presuntuosos, porque creo que el mejor modo de obtener la regeneración
de que tanto se habla, es entretenerse en los ratos de ocio contando
cuentos, aunque sean poco divertidos, y no pensar en barcos nuevos, ni
en fortificaciones, ni en tener sino muy pocos soldados, hasta que
seamos ricos, indispensable condición en el día para ser fuertes. Ser
fuertes en el día es cuestión de lujo. Seamos pues débiles e inermes
mientras que no podemos ser lujosos. Imitemos a Don Quijote, cuando
quiso hacerse pastor después de vencido por el Caballero de la Blanca
Luna. Mientras que unos esquilan las ovejas y mientras que otros recogen
la leche en colodras y hacen requesones y quesos, aumentando así la
riqueza individual, y por consiguiente, la colectiva, nosotros, o al
menos yo, incapacitados por la vejez para tan útiles operaciones,
empleémonos en tocar la churumbela, el violón u otro instrumento
pastoril para que se recreen las ovejas.

          De pacer olvidadas escuchando

o quizás consolándose de que poco o nada les dejen que pacer los
rabadanes. A fin de vivir contentos en esta forzosa Arcadia, recordemos
vuestras pasadas glorias, no superadas aún por los pueblos más pujantes
y engreídos que hay ahora en el mundo, y compongamos, con dichos
recuerdos y con el buen humor que no debe abandonarnos, historias como
la que yo te ofrezco, la cual, si no es amena, es por su benigna y
candorosa intención, digna de todo aplauso. Date tú el tuyo, defiéndeme
con indulgente habilidad de los que me censuren y créeme siempre tu
afectísimo amigo y pariente,

Juan Valera




En el claustro




-I-


En el primer tercio del siglo XVI, y en un convento de frailes
franciscanos, situado no lejos de la ciudad de Sevilla, casi en la
margen del Guadalquivir y en soledad amena, vivía un buen religioso
profeso, llamado Fray Miguel de Zuheros, probablemente porque era
natural de la enriscada y pequeña villa de dicho nombre.

No era el Padre alto ni bajo, ni delgado ni grueso. Y como no se
distinguía tampoco por extremado ascetismo, ni por elocuencia en el
púlpito, ni por saber mucho de teología y de cánones, ni por ninguna
otra cosa, pasaba sin ser notado entre los treinta y cinco o treinta y
seis frailes que había en el convento.

Hacía más de cuarenta años que había profesado. Y su vida iba
deslizándose allí tranquila y silenciosa, sin la menor señal ni indicio
de que pudiese dejar rastro de sí en el trillado camino que la llevaba a
su término: a una muerte obscura y no llorada ni lamentada de nadie,
porque Fray Miguel, aunque no era antipático, no era simpático tampoco,
se daba poquísima maña para ganar voluntades y amigos, y, al parecer, ni
en el convento ni fuera del convento los tenía.

En vista de lo expuesto, nadie puede extrañar que hayan caído en el
olvido más profundo el nombre y la vida de Fray Miguel.

Ya verá el curioso lector, si tiene paciencia para leer sin cansarse
esta historia, las causas que me mueven a sacar del olvido a tan
insignificante personaje.

Son estas causas de dos clases: unas, particularísimas, que se sabrán
cuando esta historia termine; y otras tan generales, que bien pueden
declararse desde el principio y que voy a declarar aquí.

Todo ser humano, considerado exterior y someramente, es indigno de
memoria, si no ha logrado por virtud de sus hechos o de sus palabras,
habladas o escritas, influir poderosamente en los sucesos de su época,
haciendo ruido en el mundo. Los que ni por la acción ni por el
pensamiento, revestido de una forma sensible, logran señalarse, pasan
como sombras sin dejar rastro ni huella en el sendero de la vida y van a
hundirse en olvidada sepultura, sin que nadie deplore su muerte y sin
que nadie, al cabo de pocos años, y a veces al cabo de pocos días, se
acuerde de que vivieron.

Y, sin embargo, cuando por cualquier medio o estilo acertamos a penetrar
en las profundidades del corazón y en los más apartados y obscuros
aposentos del cerebro del personaje al parecer más insignificante, todo
suele cambiar de aspecto en la idea que formamos de él, ya que
descubrimos allí multitud de pensamientos maravillosos y de soberanas
aspiraciones, y un mar tempestuoso de apasionados sentimientos, que ora
sean buenos, ora sean malos, si llegan a ser grandes, dan valer e
importancia a la persona que los concibe e inspiran hacia ella un
interés acaso mayor del que nos han inspirado los más famosos varones al
saber sus altas hazañas o al leer sus inmortales escritos.

Fray Miguel, al empezar este relato y al presentarle yo a mis lectores,
no era escritor, ni predicador, ni por nada se distinguía. Cualquiera
otro fraile de su mismo convento era más notable que él.

Antes de entrar en la vida religiosa tampoco había conseguido señalarse.
Tenía ya setenta y cinco años cumplidos, y, para todos sus semejantes,
no pasaba de ser una de las innumerables unidades que forman la gran
suma del linaje humano.

En el convento se sabía poco y a nadie le importaba saber de la vida
pasada de Fray Miguel antes de que fuera fraile.

Como otros muchos hombres, en aquel largo período de anarquía,
discordias y guerras civiles, que precedió al reinado de los Reyes
Católicos, había buscado por diversos caminos la notoriedad, el poder y
la fortuna, y no había logrado hallarlos.

Fray Miguel había sido soldado y poeta, que eran las dos profesiones,
por las cuales, no siendo clérigo o fraile, podía un hombre del estado
llano en aquella edad encumbrarse o darse a conocer al menos.

Fray Miguel había trabajado en balde. No decidiremos aquí si fue la
capacidad o si fue la ventura lo que le faltó en su empresa. Su ambición
y sus propósitos no debieron de ser pequeños si los calculamos por la
significación del nombre que él como trovador y aventurero de armas
tomar había adoptado.

Fray Miguel se había llamado Morsamor en el siglo.

Sus versos fueron tan malos o fueron tan infelices que no entraron en
ningún Cancionero, aunque en muchos Cancioneros abundan los detestables,
tontos o fríos. Sus hazañas, si las hizo, no le dieron riqueza, ni
valimiento, ni poder, y no hubo cronista que hablase de ellas en sus
narraciones, ni épico callejero que escribiese un mal romance para
referirlas y ensalzarlas. Dice el refrán que el lobo, harto de carne, se
mete fraile. Morsamor no fue como el lobo. Morsamor no cogió la carne:
apenas columbró la sombra. La desilusión, la esperanza perdida, le trajo
a la vida monástica.

En ambos reinos, unidos ya bajo el centro de Isabel y Fernando, había
cambiado todo y era menester que Morsamor también cambiase. La paz y el
orden con enérgica severidad habían venido a sobreponerse a la confusión
y al alboroto que estimulaban tanto la ambición y la codicia. Los falsos
antiguos ideales de la Edad Media habían caído por tierra como ídolos
quebradizos, desbaratados y rotos bajo los certeros golpes del cetro de
hierro de los nuevos soberanos. Morsamor no acertaba a descubrir nuevos
ideales: nuevos objetos, término y meta de la ambición humana. A sus
ojos sólo quedaba en pie el venerando e indestructible ideal religioso,
que se alzaba como elevadísima y solitaria torre en medio de un campo
arrasado y lleno de ruinas. Lo único que quedaba como refugio, consuelo
y fin de la vida de Morsamor era la religión. Hízose, pues, religioso
por no saber qué hacerse. Y ya se comprende que esta manera de hacerse
religioso de poco o de nada podía valerle así en la tierra como en el
cielo.

Harto se comprenderá también, se explicará y se justificará por lo
dicho, el pobre papel que Fray Miguel de Zuheros hacía entre los demás
frailes.

Sólo Dios sabía lo que guardaba él en el centro del alma. En lo exterior
la figura inconsistente de Fray Miguel, sin color, sin energía y sin
carácter propio, se esfumaba en el espacio e iba lenta y desabridamente
a desaparecer en el tiempo.




-II-


De vez en cuando, creciendo en importancia y en frecuencia e
interrumpiendo la monotonía de la vida claustral, llegaban al convento
noticias vagas y confusas que revelaban una pasmosa renovación en la
vida social de la recién formada nación española. Los ideales, por susto
de cuya ausencia se había refugiado Fray Miguel en el claustro, brotaron
entonces en el suelo fecundo de España, le cubrieron todo y vinieron a
llamar con estrépito en su celda al desengañado solitario. Mientras que
Fray Miguel vivía vida contemplativa y obscura, una vida fecunda en
acciones maravillosas se había desenvuelto en toda nuestra Península,
salvando sus límites y confines, y derramándose con irresistible
expansión por el mundo todo. Los reyes unidos de Aragón y Castilla
habían vencido a los portugueses en Toro, vengando la afrenta de
Aljubarrota; habían conquistado el hermoso reino de Granada; habían
expulsado de Italia a los franceses, enseñoreándose de Nápoles y de
Sicilia. Un aventurero genovés había ofrecido llegar a Cipango y al
Catay, atravesando con sus naves el nunca surcado y tenebroso mar de
Sargaso, y el aventurero había descubierto extensas y hasta entonces
incógnitas regiones, donde había ido a plantar la cruz del Redentor y el
pendón de Castilla, dejando entrever y haciendo augurar que la tierra en
que vivimos es mayor de lo que se pensaba y que todo lo oculto y
misterioso que hasta entonces había habido en ella, iba a revelarse y a
manifestarse a nuestros ojos y a ser dominado por castellanos y
aragoneses.

En competencia con ellos y movidos por idéntico impulso, los portugueses
habían persistido en su casi secular empeño de navegar hasta el extremo
Sur de África, de ir más allá navegando, y de llegar a la India y de
apoderarse allí del comercio, y de la riqueza de que hasta entonces
habían gozado árabes, persas, venecianos y genoveses.

Iba Fray Miguel enterándose vaga y confusamente de todas estas
novedades. Como era poco comunicativo no decía a nadie la impresión que
le hacían; pero la impresión era profunda, acrecentando su profundidad y
su fuerza, la reconcentración y el sigilo con que en el centro de su
alma lo escondía todo.

Cualquier ser humano, como no sea depravadísimo, tiene el amor de la
patria, del pueblo, de la tierra en que ha nacido y de la gente a que
pertenece. Este sentimiento es tan natural y tan general que no he de
hacer yo el elogio de Fray Miguel porque le tuviese. Me limito a afirmar
que le tenía. Los triunfos de su nación, el verla trocada de sociedad
desquiciada y anárquica en Potencia temida, influyente y gloriosa,
lisonjeaban el orgullo de Fray Miguel y le tenía muy satisfecho y
orondo. Por nada del mundo hubiera anhelado él que lo que era no fuese;
que de todas las glorias, grandezas y triunfos su nación, resultasen
falsedad y sueño vano de la fantasía. Su corazón se alegraba de que
fuesen reales; pero al mismo tiempo, por extraña aunque frecuente
contradicción de nuestro espíritu, había en el suyo vergüenza y
abatimiento de no haber contribuido a la elevación nacional de que se
admiraba y se enorgullecía. Ni con sus humildes rezos, ya en el templo
solitario, ya en su mezquina celda, había contribuido Fray Miguel a
ninguna de las altas empresas que se habían llevado a cabo. Su corazón
falto de fe y de esperanza y su mente inclinada y torcida a no prever
sino lo peor, no habían podido pedir ni habían pedido al cielo lo
inasequible, lo absurdo, lo que no habían concebido ni en sueños,
comprendiéndolo sólo al verlo en realidad efectiva. España, pobre,
desgarrada por discordias civiles, sin dominio y sin influjo en lo
exterior, se había transformado de repente en la primera nación del
mundo, y Fray Miguel, que en sus verdes mocedades había aspirado a
llenarle de su ama, como trovador y como guerrero, tenía entonces que
confesarse asimismo, en amargo vejamen, que ni como devoto fraile, con
oraciones y súplicas, había contribuido a tan maravillosa transformación
y a tan no prevista ni imaginada grandeza.

Los nombres gloriosos de navegantes intrépidos, de dichosos e invictos
capitanes, de habilísimos políticos, de negociadores que sabían ganar
ajenas voluntades e imponer la propia, y de administradores juiciosos y
atinados que encontraban recursos sin esquilmar a la nación, todo esto,
a par que halagaba el alma de Fray Miguel en lo que tenía de alma
española y en lo que era como parte del alma superior y colectiva de su
pueblo y de su casta, lastimaba, hería y destrozaba su alma individual,
colmándola de amargo abatimiento y de ponzoñosa envidia.

Durante muchos años, desde que se retiró Fray Miguel al claustro hasta
mucho después, el completo menosprecio del mundo, o sea del linaje
humano en general y de su pueblo en particular, había estado en perfecta
consonancia con el menosprecio de sí mismo que Fray Miguel sentía, de
donde resultaba una tranquilidad fúnebre. Fray Miguel había estado,
durante muchos años, fúnebremente tranquilo; pero el reciente alto
concepto que de su patria había formado y la consideración del valer, de
las hazañas y de la gloria de los hombres que habían encumbrado su
patria, se contraponían ahora al menosprecio de sí mismo que no podía
menos de seguir sintiendo, y esto levantaba en su alma una tempestad de
celos y hacía retoñar y reverdecer en ella la antigua ambición de su
mocedad, volviendo a ser ambicioso con más de setenta y cinco años
cumplidos. Su corazón latía con violencia lleno de extrañas aspiraciones
bajo el humilde sayal franciscano. Su corazón se agitaba en la vejez
acaso con más poderosas energías que en la juventud. En su juventud
había habido siempre algo de vano en todos sus propósitos ambiciosos:
había puesto la mira en fines confusos o efímeros y poco elevados: en
distinguirse en un torneo o en alguna otra empresa caballeresca
atrayendo la atención y conquistando el afecto de alguna dama hermosa,
encumbrada y noble. Ahora los fines que se proponían, que buscaban y que
alcanzaban los hombres de acción, eran más consistentes, eran más altos
y no por eso menos positivos y sustanciales. El mundo, ignorado antes,
había venido a revelarse con una grandeza real hasta entonces no
percibida y por toda ella iban a extenderse y a triunfar la religión de
Cristo y la civilización de Europa, llevadas par los hijos de Iberia
hasta las regiones más remotas, ya entre gentes bárbaras y selváticas
que separadas del resto del humano linaje no habían seguido su marcha
progresiva y hasta habían olvidado la nobleza de su origen común, ya
entre los pueblos de Oriente donde persistían y florecían aún la poesía
y el saber y el arte de las edades divinas, cuando entendían los hombres
que estaban en comunicación y trato con los dioses y con los genios; por
todas partes, entre todas las lenguas, tribus y gentes, así entre
aquellas, que olvidadas de las primitivas aspiraciones y revelaciones,
se habían hundido en una vida casi selvática, como entre aquellas que,
combinando y fecundando esas aspiraciones y revelaciones primitivas con
los ensueños de una exuberante fantasía, habían creado una portentosa
cultura, en cuya ponderación y admiración permanecían inmóviles.

Si nos figuramos a todo el humano linaje como inmensa hueste que marcha
a la conquista de una tierra de promisión, los pueblos selváticos y
rudos que hacia el Occidente se habían descubierto, eran como parte de
la hueste que se había extraviado en el camino y que no sólo había
desistido de la empresa sino que la habían olvidado. Por el contrario,
los pueblos que los portugueses habían vuelto a visitar en el Oriente,
abriéndose camino por los mares, se diría que, embelesados en el regalo
y deleite de encantados jardines y orgullosos de su primitivo saber y
del rico florecimiento de la antigua cultura, permanecían aún parados e
inertes. Misión providencial de los hijos de Iberia era sin duda sacar a
los unos de la abyecta postración en que habían caído y despertar a los
otros del sueño secular, del profundísimo letargo en que estaban.

Esta parte de la misión parecía especialmente confiada a los
portugueses. Habían, como el gentil caballero del antiguo cuento de
hadas, venciendo mil obstáculos y dificultades, penetrado en los
deliciosos jardines y luego en el encantado palacio donde, desde hacía
muchos siglos, la hermosísima princesa estaba dormida.

El modo que los portugueses emplearon para despertarla del sueño, no fue
a la verdad tan dulce y tan delicado como el del cuento; pero la
realidad tiene sus impurezas y aquellos tiempos eran más rudos que los
de ahora. Valga esto para disculpa de los portugueses.

Como quiera que ello sea, ya las noticias de nuestros triunfos en
Italia, ya las vagas y confusas narraciones de los descubrimientos que
hacia el Occidente hacían los castellanos de grandes y fértiles islas y
de un dilatado continente, habitado todo por tribus salvajes y decaídas
que no habían llegado o que habían retrocedido hasta el extremo de no
tener animales domésticos, de no ser pastores, de vivir en un estado de
humanidad más rudimentario que el de los pueblos errantes de Asia y de
África, ya las expediciones, victorias y conquistas de Portugal en la
India, que renovaban o eclipsaban las glorias fabulosas del Dios
Ditirambo y las hazañas y empresas reales del Macedón Alejandro y que
obscurecían las leyendas de los siglos medios, todo entusiasmaba y
solevantaba a Fray Miguel de Zuheros; pero lo que más le seducía, lo que
ejercía fascinador influjo en su ánimo y le atraía poderosamente, era el
éxito de los portugueses en la India.

Acostumbrado Fray Miguel a disimular sus emociones, a no confiarse a
nadie y a no desahogar confesándolo lo que tenía en su pecho, no
mostraba en lo exterior ni para cuantos le rodeaban alteración ni
cambio.

Como además fijaba poco la atención y todos le tenían por persona menos
notable de lo que era, nadie advertía el cambio imperceptible y lento
que en él se había realizado. Fray Miguel estaba más retraído y
silencioso que nunca. De sus labios no brotaban sino las indispensables
palabras que la necesidad o la cortesía nos obligan a pronunciar en la
vida diaria, y no sonaba su voz en más largos discursos que los de las
devotas oraciones que rezaba en el coro.




-III-


En contraposición a la insignificancia y obscuridad de Fray Miguel,
había en el mismo convento otro fraile cuya fama y alta reputación de
sabio se extendían por toda la Península y aun trascendían a Italia y a
otras naciones. Se llamaba este fraile el Padre Ambrosio de Utrera. No
había disciplina ni facultad en que no se le proclamase maestro. Era
gran humanista, diestro y sutil en las controversias, teólogo y
jurisconsulto, y muy versado en el estudio de los seres que componen el
mundo visible. Se suponía que de magia natural, astrología y alquimia
sabía cuanto podía saberse en su tiempo, y que él además, a fuerza de
estudios, meditaciones y experiencias, había descubierto grandes
misterios y secretas propiedades y leyes de las cosas creadas, de lo
cual revelaba algo a sus contemporáneos y ocultaba mucho, por considerar
que el humano linaje no alcanzaba aún la madurez y la capacidad,
convenientes para que pudiera confiársele sin profanación o sin
gravísimo peligro la llave de aquellos temerosos arcanos, de los que sin
embargo, se valía él para aliviar muchos males, corregir muchos vicios y
mejorar la condición y la suerte de sus semejantes, los demás hombres.

El Padre Ambrosio había ido por orden superior y en misión secreta a
Roma.

No importa a nuestra historia, ni sabríamos declarar aquí, aunque
importase, cuál había sido el objeto de la misión del Padre Ambrosio.
Baste saber que estuvo siete años en Roma, bajo el pontificado de León
X, y que volvió a su convento de Sevilla el año de 1521 en que va a
empezar la historia que aquí referimos.

A pesar de su grande autoridad como hombre de ciencia y a pesar de la
austeridad de sus costumbres, el Padre Ambrosio era benigno y afable con
todos los hombres y más aún con los desatendidos y desdeñados.

De aquí que Fray Miguel de Zuheros, si de alguien había recibido
muestras de cariñosa simpatía, había sido del Padre Ambrosio, y si algo
los interiores tormentos de su espíritu había revelado a alguna persona,
esta persona había sido el mencionado Padre.

Durante su ausencia, pues, Fray Miguel había vivido más aislado y mudo
que nunca.

Con frecuencia, en las horas de recreo y solaz que en el convento había,
cuando ni los Padres ni los novicios estudiaban, meditaban o rezaban, en
el extremo de la huerta donde había árboles de sombra y asientos de
piedra, el Padre Ambrosio se sentaba rodeado de muchas personas que
componían un atento auditorio, y con fácil palabra les relataba lo que
llamaríamos hoy sus impresiones de viaje.

Describía el Padre elocuentemente las magnificencias de la Ciudad
Eterna: sus palacios, sus templos y sus majestuosas ruinas.

El Padre Ambrosio no consideraba sin embargo a Roma como
ciudad-relicario, museo de antigüedades, residuo maravilloso pero inerte
de poderío y grandeza jamás igualados antes ni después en la historia.
Roma para él había sido siempre, y entonces era más que nunca, porque
volvía deslumbrado y hechizado por el esplendor, la elegancia y el lujo
de la corte de León X, Roma era para él en realidad la Ciudad Eterna, la
reina de las ciudades, la capital del mundo. El pensamiento
profundamente católico y español del Padre Ambrosio, si no auguraba, si
no se atrevía a profetizar una monarquía universal, la creía posible y
hasta probable y creía ver en el giro de los sucesos y en el
desenvolvimiento que iban tomando las cosas humanas, que todo se
encaminaba la formación de tan gloriosa monarquía, si monarquía podía
llamarse, y no debía darse otro nombre a lo que imaginaba el Padre. Él
imaginaba que el sucesor de San Pedro, vicario de Cristo y cabeza
visible de la iglesia, había de ser y era menester que fuese el Soberano
que dominase sobre toda la tierra y gobernase y dirigiese al humano
linaje como único pastor a una sola grey. Pero el Padre Santo era
principal ministro de un Dios de paz; en vez de cetro y espada tenía
cayado. No eran sus armas visibles ni capaces de herir el cuerpo sino
los espíritus: sus armas eran la bendición y el anatema. Determinando
mejor su concepto, el Padre Ambrosio miraba todos los territorios, donde
se había plantado la Cruz redentora, como redil amplio, gobernado por el
sucesor del príncipe de los apóstoles, pero gobernado por la persuasión
y por la dulzura y realizando la paz perpetua. Antes sin embargo de
llegar a término tan deseado, era menester el empleo de la fuerza
material para traer a Cristo las cosas todas, para impeler a entrar en
el aprisco a las ovejas descarriadas, y para combatir, matar o domar a
los leones bravos y a los hambrientos lobos que amenazaban el rebaño y
que no le dejaban vivir y pacer tranquilo. El Padre Santo, pues, a pesar
de su inmenso poder espiritual, necesitaba aún, y así estaba prescrito y
decretado en el plan divino de la historia, un poderoso y enérgico brazo
secular que le ayudase en su empresa, que le valiese para la
pacificación de la tierra toda y para lograr que Roma, al cabo,
transfigurada y purificada, en nada se pareciese a la antigua Babilonia,
sino a la Jerusalem refulgente, que el Águila de Patmos vio descender
del cielo, ricamente ataviada con admirables joyas y con la vestidura
nupcial y con las regias galas de la esposa de Cristo. Para el Padre
Ambrosio, en suma, el Padre Santo, en nuestra Ley de Gracia, y en la
nueva Era, en cuyo principio creía él vivir, parecía permanente y más
dichoso Moisés, que no había de ver la tierra prometida desde lo alto
del monte Nebo y allá a lo lejos, sino que había de entrar en ella y
dominarla para bien de todo nuestro linaje. A este fin, el Moisés
permanente pedía al cielo un Josué activo y belicoso, cuya espada
desbaratase y rompiese las huestes enemigas y al son de cuyos clarines
cayesen derribados con espantoso fragor los muros de las fortalezas
infieles, cuya poderosa hacha de armas quebrase y derribase todos los
ídolos y cuyo brazo infatigable acabase por plantar la Cruz del Redentor
en todas las latitudes y en todas las alturas, haciendo que las gentes
fieras y las más remotas y bárbaras naciones, desconocidas antes,
cayesen ante ella postradas de hinojos.

Este brazo secular, este permanente Josué con que el Padre Ambrosio
soñaba, era el pueblo español y era su soberano: flamante pueblo de Dios
y nuevo e inmortal caudillo que la providencia suscitaría a fin de que
se cumpliesen sus altos designios, de todo lo cual la lozanía juvenil de
todo Portugal, Aragón y Castilla era como signo precursor, era como
primavera riquísima en flores, que alegraban el corazón y ya le daban en
esperanza segura el venturoso y sazonado fruto.

Tales eran en cifra los ensueños y las ideas con que a su vuelta de Roma
trajo el Padre Ambrosio embargado el espíritu.




-IV-


En su trato y relaciones, así con la gente seglar y profana como con la
mayoría de sus hermanos los religiosos, el Padre Ambrosio de Utrera, si
bien mostraba, sin vanidosa ostentación y cuando convenía, la ciencia
teológica que con sus estudios había adquirido y que atesoraba su
inteligencia, todavía guardaba, en lo más hondo y arcano de su mente,
cierta filosofía oculta que la prudencia, y tal vez compromisos y
deberes de secta, le prescribían no revelar por completo a nadie. Algo
sólo podía comunicar a los adeptos e iniciados, según los grados de la
iniciación que tuviesen y según las pruebas que hubiesen hecho.

Con dificultad hallaba y reconocía el Padre Ambrosio en las personas con
quien trataba las prendas y requisitos necesarios para la iniciación.

En el convento sólo había tres frailes con los cuales el Padre Ambrosio
se entendía, uniéndolos a él por virtud de misterioso lazo y haciéndolos
participantes con profundo sigilo de sus doctrinas esotéricas, no del
todo ni por igual, sino a cada uno según la aptitud y el vigor de
entendimiento y de voluntad que en él reconocía.

No se presuma, con todo, que el Padre Ambrosio imaginase que su saber
oculto se oponía en lo más mínimo a las ortodoxas afirmaciones en que
por fe creía y que forman la base de la religión de que era ministro y
sacerdote.

Sencillo y mero narrador de esta historia, no afirmaré ni negaré yo, que
hubiese o no hubiese error en el pensamiento del Padre Ambrosio. Sólo
diré lo que él pensaba, dejando que la responsabilidad sea suya. Verdad
incontrovertible era para él cuanto está contenido en las sagradas
escrituras, interpretadas recta y autorizadamente por los santos Padres,
por los concilios y por la cabeza visible de la Iglesia; pero, con
independencia de esta verdad, contra la cual nada podía prevalecer, veía
el Padre Ambrosio una amplia extensión, un inmenso y casi ilimitado
campo, por donde la inteligencia, la voluntad ansiosa de descubrir
misterios y hasta la fantasía creadora que forjando hipótesis tal vez
los explica y los aclara, podían volar libremente, sin ofender a Dios,
antes bien, ensalzándole y glorificándole hasta donde es capaz de ello
la pobre criatura humana.

Para el Padre Ambrosio la revelación era de varios modos y no acababa
nunca. Con frecuencia salían de su boca estas palabras que San Juan, en
su evangelio, pone en los labios de Cristo: _Aún tengo que deciros
muchas cosas; mas no las podéis llevar ahora_. Muchas cosas quedaban aún
por revelar. De algunas de ellas suponía el Padre Ambrosio que él tenía
conocimiento, pero este conocimiento era incomunicable, al menos para la
generalidad de los hombres, porque _ahora_, entonces, en el momento en
que el Padre Ambrosio hablaba y pensaba, _no las podían llevar_, esto
es, no podían comprenderlas.

Así fundaba el Padre Ambrosio su _ocultismo_ en un texto sagrado.

Y no por eso desconocía los peligros a que se hallaba expuesto,
penetrando con su espíritu por medio de hondas e inexploradas tinieblas
en busca de nuevas verdades.

Hasta por prudencia, hasta por caridad repugnaba que le siguieran en tan
peligroso camino los que no tuviesen valor probado y la serenidad y la
elevación de juicio convenientes para no extraviarse, y en vez de hallar
nueva luz caer en transcendentales errores como en profundísima sima.

En la mente del Padre Ambrosio había además otro motivo que justificaba
la no transmisión de mucha parte de su ciencia. La palabra alada no
podía llevarla materialmente y atravesando el aire desde un cerebro
humano a otro cerebro humano. No había frase, ni giro, ni idioma capaz
de expresar y de formular de modo sensible lo que el Padre suponía haber
aprendido o descubierto allá en las raíces y abismos de su mente cuando
tan hondo penetraba. A resurgir de allí su espíritu se figuraba que
volvía, no ya bañado, sino impregnado de luz vivísima, que sólo podía
pasar inmediatamente a otras almas y no mediatamente por los sentidos
corporales y groseros. Quien anhelase poseer aquella ciencia y el poder
que ejerce sobre la naturaleza quien la posee, no podía adquirirla por
la enseñanza oral o escrita de hombre alguno, sino descendiendo en su
busca hasta los abismos donde quien la traía consigo la había alcanzado.

En suma, el Padre Ambrosio podía enseñar, y enseñaba, toda aquella parte
más vulgar de su magia, que se fundaba en el conocimiento experimental
del organismo de los seres animados, de hierbas y de metales, de
linimentos y pociones; pero la potencia mágica de su alma, la fuerza que
había tomado el espíritu en la propia raíz de su ser y con la que
avasallaba las substancias materiales y dominaba la naturaleza, esto no
podía transmitirse. Ni por difusión ni por intensidad cabía en esto
adelanto o mejora en la serie de los siglos. Hermes sabía y podía más
que el Padre Ambrosio. En su ciencia intransmisible no había habido ni
podía haber habido progreso. El progreso, la difusión por enseñanza era
dable para los menos iniciados en no pequeño conjunto de noticias, de
secretos raros y de atinada averiguación de propiedades de los seres.

De los tres adeptos que el Padre Ambrosio tenía, el más adelantado era
el hermano Tiburcio, humilde lego, aunque señaladísimo y estimadísimo en
el convento por su ferviente piedad religiosa.

Esta piedad había hecho que en un principio mirase el hermano Tiburcio
con repugnancia y hasta con horror al Padre Ambrosio por la fama que con
vaguedad le acusaba de hechicero; mas vencida al cabo la repugnancia, la
doctrina del Padre Ambrosio penetró con ímpetu en el espíritu del
hermano Tiburcio, arrollando toda contradicción y produciendo allí
vivísima fe y devoto entusiasmo.

El mayor recelo del hermano Tiburcio se había disipado. Había pensado él
que la doctrina ortodoxa debía circundar y encerrar el espíritu como
fuerte muro flanqueado de eminentes torres; y temía que al salir de él
el espíritu orgulloso le derribase o al menos le quebrantase, apagando
los faros luminosos que en las torres resplandecían, y que el espíritu
entonces, perdido, sin guía y sin luz en las tinieblas, jamás volvería a
encontrar su santo refugio.

A esta objeción, había contestado el Padre Ambrosio valiéndose de un
símil semejante. Así había dominado el temor del hermano Tiburcio.

--Mi fe religiosa--le había dicho el Padre Ambrosio--es sin duda como
fortaleza inexpugnable, mas no para que yo me quede encerrado en ella
cobarde y ocioso, sino para que me valga como apoyo, y como centro de
mis más atrevidas excursiones y de mis conquistas más gloriosas por las
inmensas e ignoradas regiones, donde el pensamiento humano ha de erigir
un día su trono y ha de fundar su imperio. Sin duda con la fe y con el
amor ayudado de los dones sobrenaturales de la gracia, el alma puede
llegar hasta Dios mismo y unirse en cierto modo con él; pero mi ciencia
profana, sin contradecir la obra sobrenatural de las divinas virtudes,
tiene distinto objeto, que agrada también a Dios, aunque en muy inferior
grado. Yo no soy, ni merezco ser, un santo; pero ¿por qué no he de ser
un sabio, un conocedor de aquella magia, que sin ofender al cielo, sin
buscar el auxilio de genios o de ángeles réprobos y valiéndose sólo de
medios naturales, acierta a producir prodigios pasmosos? En esta ciencia
te iniciaré yo, porque te creo capaz de estudiarla y de alcanzarla. Y
bien puedes estar seguro de que esta mi ciencia profana no se opone ni a
la santidad ni a la pureza de la fe, ni a la perfección ascética y
mística a que puedas elevarte.

En suma, tantas y tales razones alegó el Padre Ambrosio, que el hermano
Tiburcio hubo de quedar convencido, convirtiéndose en su más apasionado
discípulo y en su más constante satélite.

De los otros dos iniciados que tenía el Padre Ambrosio, no se fiaba
tanto, aunque también les comunicaba algunos de sus menos hondos
secretos.

Para los demás frailes y para el resto del humano linaje no iniciado, el
Padre Ambrosio jamás hablaba de su ciencia oculta, pero discurría con
fácil elocuencia sobre todo cuanto del saber paladino o no oculto se
alcanzaba en su época, y trataba de viajes, de planes políticos y de
cuanto presumía que había de suceder en el mundo o que convenía que
sucediese.

Tales eran en cifra los ensueños y las ideas con que, a su vuelta de
Roma, trajo el Padre Ambrosio embargado el espíritu.




-V-


El Padre Ambrosio era inagotable en las descripciones y pinturas de
cuanto había visto en Roma y de los grandes sucesos que allí había
presenciado o que había allí comprendido mejor por encontrarse él en el
centro del mundo.

Cada día, en el extremo de la huerta, bajo los álamos frondosos, hacía
el Padre Ambrosio un largo discurso que frailes y novicios escuchaban en
religioso silencio. No siempre comprendía la mayoría del auditorio todo
cuanto el padre describía o contaba; pero, hasta lo menos comprendido
tenía un no sé qué de peregrino y poético que deleitaba y cautivaba la
atención.

Los discursos del Padre Ambrosio eran como una serie de lecciones en las
cuales instruía a sus oyentes y les mostraba el estado del mundo, en la
edad aquella, y contemplado todo desde el foco mismo de la civilización
cristiana. A veces pintaba el Padre el florecimiento de las artes, y
encomiaba las obras pasmosas de Leonardo de Vinci, de Rafael y de Miguel
Ángel, que venían a eclipsar las obras del arte antiguo, o a competir al
menos con las que resurgían y se extraían del seno de la tierra, en
donde habían estado sepultadas durante largos siglos de obscuridad y de
barbarie. Pugnaba el arte nuevo por imitar el antiguo, pero la misma no
vencida dificultad de la imitación daba ser a un arte distinto.

Algo semejante ocurría en ciencias y en letras humanas. Comentando,
explicando e interpretando los antiguos filósofos, como Platón y
Aristóteles, se formaba una nueva filosofía, se abrían esplendidos y
dilatados horizontes, y se descubrían caminos y términos con los que
Aristóteles y Platón jamás habían soñado. Como si la tierra de Italia
estuviese fecundada por un espíritu nuevo, hasta los prófugos de la
antigua Bizancio, que habían traído como penates la ciencia y las letras
de los antiguos, las transformaban, al transmitirlas y enseñarlas a los
italianos, en algo lleno de novedad, de vida y de sugestión poderosa.
Esos mismos prófugos, que sin dejar huella, mudos e inactivos, hubieran
acabado en el viejo imperio de Bizancio por disiparse como sombras y por
hundirse en el olvido, arrojados de su patria y en el nuevo suelo que
les daba hospitalidad, habían cobrado inesperada energía, y, difundiendo
su saber, cumplían alta misión civilizadora y dejaban en pos de ellos un
imperecedero y luminoso rastro. En la magnífica puerta de la edad
moderna, arco triunfal que daba entrada a una nueva Era, esos hombres,
escapados de las ruinas de un destrozado imperio y como exhumados y
vueltos a la vida, figuraban y resplandecían ahora entre los fundadores
de nueva y mayor civilización, entre los hierofantes de la ciencia del
porvenir. Bessarión, Láscaris, Teodoro Gaza, Juan Argirópulos,
Chrisóloras, Jemistio Pleton y no pocos otros fueron los iniciadores y
maestros del saber antiguo y como los paraninfos que procuraron y
concertaron las fecundas bodas del poderoso genio del renacimiento y de
la musa helénica.

En otros días pintaba el Padre Ambrosio el esplendor y la magnificencia
de la corte de León X, a quien rendían tributo todas las naciones y
prestaban respetuoso homenaje los más altos príncipes y poderosos
monarcas. Dábale esto ocasión para ensalzar al pueblo y a los soberanos
de España, que pasmosamente cumplían su misión de dilatar por el mundo
el imperio de la fe cristiana. Entusiasmado con esto el Padre Ambrosio,
pintó a los frailes la pompa triunfal con que Tristán de Acuña entró en
Roma. Tal vez desde los tiempos en que volvió el andaluz Trajano de
conquistar la Dacia, moviendo por última vez al dios Término para que
ensanchase el imperio de Roma, Roma no había presenciado espectáculo más
grandioso. Esta vez los nuevos romanos, los fuertes hijos de Lusitania,
habían llevado al dios Término más allá de donde le llevaron o soñaron
en llevarle Osiris, el hijo de Semele, y Alejandro de Macedonia. Le
habían llevado más allá del Indo y del Ganges. El tremendo conquistador
Alfonso de Alburquerque había recorrido victorioso los mares de Oriente
desde Aden hasta Borneo; había conquistado y destruido reinos, había
hecho tributarias o entrado a saco populosas y ricas ciudades desde
Ormuz, emporio de Persia, India y Arabia, hasta Malaca, en el extremo
sur de Siam. Para capital de los nuevos dominios portugueses había
tomado dos veces por asalto a Goa, en el vecino reino de Villapor,
realizando increíbles hazañas y cometiendo inauditas crueldades. Había
visitado a Ceilán, tierra encantada de las piedras preciosas, delicia
del mundo, patria de la canela y de las perlas. El apóstol Santiago,
montado en su caballo blanco, se aparecía en las más sangrientas
batallas de Alburquerque e iba matando moros. Cristo mismo, para dar
testimonio de la misión divina que a Alburquerque había confiado, le
mostró en el cielo una gran cruz luminosa, hacia el lado de Arabia,
convidándole y excitándole a conquistar a Aden, a ir luego a la Meca a
incendiar y destruir el templo de la Caaba, y a dirigirse por último a
Jerusalem para libertar el Santo Sepulcro. La muerte sorprendió a
Albuquerque en medio de estos últimos colosales proyectos; pero antes de
morir había realizado tan grandes cosas, que el rey D. Manuel, su
augusto y dichoso amo, se complació en darlas a conocer al Papa de un
modo digno y solemne, y para ello le envió como embajador a Tristán de
Acuña, quien había precedido a Albuquerque en el mando de la India y
bajo cuyas órdenes al principio Albuquerque había militado.

De esta gloriosa embajada portuguesa, que el Padre Ambrosio presenció
durante su permanencia en Roma, hizo el Padre a los frailes un
entusiasta relato.




-VI-


La fama, decía el Padre Ambrosio, había anunciado por toda Italia la
novedad singular de la Embajada portuguesa. Gran multitud de forasteros
de todas las repúblicas y principados de Italia acudieron a Roma.
Calles, plazas, balcones y azoteas estaban llenas de gente que se
apiñaba y empujaba para coger buen sitio y ver pasar la procesión desde
la puerta del pueblo hasta el punto en que León X debía recibirla. Era a
fines de Marzo: una hermosa mañana de la naciente primavera. Rompían la
marcha varios heraldos a caballo con los estandartes de Portugal.
Seguían luego, a caballo también, los trompeteros y los músicos tocando
clarines y chirimías. Trescientos palafreneros, vestidos de seda,
llevaban de la rienda otras tantas briosas y bellísimas alfanas,
ricamente enjaezadas con gualdrapas y paramentos de brocado y caireles
de oro. Iba en pos vistosa turba de pajes y de escuderos. Luego todos
los portugueses, eclesiásticos y seculares, que entonces residían en
Roma. Luego los parientes del Embajador, todos en caballos que
ostentaban ricos jaeces. Eran los jinetes más de sesenta hidalgos, que
lucían sedas y encajes, collares y cadenas de oro y de piedras
preciosas, y en los sombreros, cubiertos de perlas, airosas y blancas
plumas. Para mayor decoro y ostentación de la Embajada, marchaban
enseguida muchos empleados y gentiles hombres asistentes al solio
pontificio, y la guardia de honor de Su Santidad, compuesta de arqueros
suizos y de lanceros griegos y albaneses. Capitaneaba la segunda parte
de la procesión el caballerizo mayor del rey, Nicolás de Faría, quien
montaba un magnífico caballo con arreos cubiertos de oro y tachonados de
perlas.

Inmediatamente marchaban dos elefantes, en cuyas torres iban los
presentes que el rey don Manuel enviaba al Papa. Con fantásticos y
vistosos trajes, _naires_ de la India, montados en el cuello de aquellos
gigantescos cuadrúpedos, los iban dirigiendo. Después aparecía lo más
espantoso de aquella pompa. Montado en un soberbio alazán de Persia iba
un domador de Ormuz, que llevaba a las ancas, en el mismo caballo y casi
abrazado con él, un tigre domesticado. En carros, y encerrados en
jaulas, iban después leopardos y otras alimañas feroces que el rey don
Manuel regalaba al Papa, además de las joyas, de la canela, de la
pimienta, del clavo, de las armas y de los tejidos y bordados del
Oriente. La Embajada venía en pos de todo esto formando un conjunto
deslumbrador. Marchaba primero el ilustre poeta García de Resende,
recopilador del Cancionero que lleva su nombre, y Secretario de la
Embajada, y le seguían los reyes de armas de Portugal con sus lucientes
cotas y los maceros del Papa, que precedían al Embajador Tristán de
Acuña. Este, por la riqueza de su traje, por su gentil y noble presencia
y por la pujanza y hermosura del corcel en que cabalgaba, dejaba
eclipsados a todos los caballeros y personajes que iban en torno de él
formando comitiva; al Gobernador de Roma, al duque de Bari, a los
Obispos y a los Arzobispos y a los Embajadores de Alemania, Francia,
Castilla, Inglaterra, Polonia, Venecia, Milán y otros Estados.

Al ir desfilando esta procesión, la multitud entusiasta lanzaba sonoros
vivas y altos gritos de admiración y de aplauso, mientras que
estremecían el aire el estruendo de las salvas de artillería y el
repique de campanas de todas las iglesias de Roma.

El Padre Santo aguardó la Embajada y la vio venir desde el balcón
principal de la Mole Adriana o Castillo de Santángelo, donde se parecía
cercado de cardenales, príncipes y altos dignatarios. Los elefantes,
cuando estuvieron a la vista del Papa, metieron las trompas en unas
calderetas de oro, que para el caso iban preparadas y llenas de
exquisita agua de olor, y lanzaron luego el líquido que en las trompas
habían absorbido, perfumando a la muchedumbre.

Al referir todo esto, el Padre Ambrosio encumbraba el concepto que de
Portugal debía tenerse; pero, en su mente, era más alto aún el concepto
que Aragón y Castilla le merecían. El Papa Alejandro VI había repartido
y dividido el mundo entre las dos monarquías de la Península. Por lo
pronto, Portugal brillaba más, pero la empresa de Aragón y Castilla era
más sublime, gloriosa y difícil, y por lo mismo tardaba más en
realizarse. Ambos pueblos iban buscando la cuna de las primeras
civilizaciones; los orientales alcázares del Sol, donde le recibía en su
tálamo la Aurora; el imperio en que se cría la seda, y la tierra fértil
de las especias y de los aromas. Los portugueses habían llegado ya,
caminando hacia Oriente. Los castellanos, caminando hacia el Occidente,
ansiosos de circunnavegar el planeta, habían hallado un imprevisto
obstáculo, un valladar inmenso, un continente extensísimo que se
dilataba millares de leguas, casi desde un polo a otro, y que les
cerraba el camino de Cipango, del Catay y de la India. El mundo
resultaba mucho mayor de lo que se habían imaginado. En la realidad, o
más bien en el concepto de los hombres, era ya más que doble. Colón,
creyendo hallar la India y la China, había hallado un nuevo mundo. A los
castellanos incumbía civilizarle, erigir en él la cruz de Cristo,
edificar en él templos y palacios y fundar en él ciudades y repúblicas.
La tarea era más ardua, aunque al principio menos lucida. Todo ello, no
obstante, no se oponía, y ya el Padre Ambrosio lo pronosticaba, a que,
salvado el valladar del enorme continente nuevo, surcasen las quillas
castellanas más largos y desconocidos mares, diesen la vuelta al mundo y
encontrasen, caminando siempre hacia el ocaso, a los portugueses en el
extremo Oriente victorioso.

Agitado por inspiración profética, el Padre Ambrosio predecía ya como
muy cercano, como muy próximo a realizarse este glorioso acontecimiento,
el mayor y el más trascendente de la historia humana después de la
tempestuosa proclamación de la Ley antigua en la cumbre del Sinaí, y
después del tremendo drama del Calvario que redimió a los hombres, y que
con sangre divina lavó sus pecados y confirmó la Ley nueva.




-VII-


Con mayor atención que nadie, y con avidez reconcentrada y silenciosa,
oía Fray Miguel todos los discursos del Padre Ambrosio, y su alma ardía
cada vez más en el fuego de dos violentas pasiones. Una de ellas, el
orgullo de nación y de casta, plenamente satisfecho, ensanchaba su
corazón y tal vez le hacía latir, brioso y alegre, como allá en los años
de su juventud primera. La otra pasión era de envidia, de creciente
abatimiento, de rabia y de menosprecio de sí mismo, al considerar su
obscura insignificancia, y sus ocios viles y abyectos, durante mis de
cuarenta años, en los cuales se había renovado el mundo, se había
revelado y más que duplicado a los ojos de las asombradas naciones
europeas, y España había surgido entre ellas y se había levantado por
cima de ellas, triunfante, cubierta de laureles, abriendo ancha entrada
y largo camino a un porvenir de mayores glorias y conquistas. Este
segundo sentimiento predominaba en el alma de Fray Miguel y le ponía más
tétrico y silencioso. Ninguno de los frailes, sus compañeros, notaba ni
por indicios el tormento infernal que desgarraba el corazón del
ambicioso Fray Miguel, y que para un observador perspicaz y que sintiese
por él algún afecto, se vislumbraba en su pálido y demacrado rostro, en
las muecas nerviosas y como de réprobo que involuntariamente hacía de
vez en cuando, y en el brillo calenturiento de sus hundidos negros ojos,
a los cuales, así como a la despejada y blanca frente, daba casi siempre
sombra la capucha.

El Padre Ambrosio fue el único que entrevió el tempestuoso estado del
ánimo de Fray Miguel y la ambición y la envidia que le devoraban y que
el propio Padre Ambrosio, al principio irreflexiva e involuntariamente,
había con sus discursos solevantado y exacerbado.

El Padre Ambrosio tuvo compasión de Fray Miguel: pensó en consolarle y
hasta en curarle y anheló en esta obra de misericordia desplegar todos
los poderes que su ciencia oculta le había dado y acudir a los
misteriosos recursos de la magia, de la alquimia y de otras artes
adquiridas por él a fuerza de estudios y de largas vigilias.

El Padre Ambrosio jamás había ejercido ni querido ejercer cargo en el
convento. Hubiera podido ser guardián, pero era sencillamente un fraile
como otro cualquiera. Su extraordinaria reputación inspiraba, no
obstante, el respeto más profundo. Y más que el Padre guardián por su
dignidad y oficio, se hacía él respetar, obedecer y temer por las
singulares prendas de su carácter, por su inteligencia, por su saber y
por los poderes sobrenaturales que se le atribuían.

Movido a compasión como ya hemos dicho, y excitado también por la
curiosidad y el empeño de penetrar en el fondo obscuro de un corazón
humano cuya profundidad vislumbraba, el Padre Ambrosio, después de uno
de los discursos que solía pronunciar bajo los álamos, citó a Fray
Miguel para que fuese a hablar con él en su celda.

--Tengo--le dijo--no pocas cosas que confiarle y muchas más que
preguntarle a las que quiero que en puridad me responda, sin reserva ni
disimulo.

Fray Miguel acudió a la cita a altas horas de la noche, entre completas
y maitines.

El Padre Ambrosio aguardaba en su celda. Sobre la mesa de nogal ardía
una lámpara que iluminaba el rostro del Padre Ambrosio. Era el Padre más
anciano que Fray Miguel. Su frente calva y su barba luenga y blanquísima
le daban muy venerable aspecto. Sobre la mesa, además de la lámpara,
había recado de escribir, un crucifijo de metal sobre una cruz de ébano,
varios libros manuscritos e impresos y una calavera.

Cuando entró Fray Miguel, el Padre Ambrosio le indicó para que se
sentase un sillón de brazos, al otro lado de la mesa y enfrente al que
él ocupaba.

Sentado Fray Miguel y en silencio, el Padre Ambrosio habló de esta
suerte:

--Hermano, mi vista, que penetra y escudriña los corazones, ha penetrado
en el tuyo y ha visto que está lleno de ambición, de codicia, de sed de
deleites, honores y poder, y de desesperación, porque en tu mocedad no
pudiste alcanzarlos, y hoy, abrumado por la vejez, no te queda ni la más
leve esperanza. Por despecho, hace ya más de cuarenta años, abandonaste
el mundo y la vida activa, creyéndote capaz de la vida contemplativa y
mística. Mas por el pensamiento eres menos capaz de elevarte que por la
acción, y ahora, al ver cuánto han conseguido por la acción los hombres
de tu edad y de tu pueblo, aunque como español te enorgulleces, te
acibaran el patriótico orgullo y te roen las entrañas la envidia de esos
hombres y la contemplación de la obscura y estéril inercia en que tú has
vivido. Si yo creyese que se aproximaba la plenitud de los tiempos y que
el linaje humano en las vías que sigue, trazado por el mismo Dios, se
hallaba cerca del término que deseo y que considero infalible, yo
condenaría esas pasiones que te agitan y te atormentan. Pero como hay
mucho que combatir y muchos obstáculos que vencer todavía, tal vez
durante siglos, yo aplaudo los poderosos estímulos que en ti hay, y
aunque renacidos tan tarde y tan fuera de sazón, no quiero sofocarlos,
sino darles pábulo y hasta satisfacción en cuanto esté a mi alcance,
valiéndome para ello de mi ciencia portentosa. Yo, al contrario que tú,
he desdeñado siempre la acción material; en vez de dominar el mundo, me
he satisfecho con contemplarle, pero al contemplarle, le he comprendido,
y comprendiéndole, me he enseñoreado de él con poder más amplio y más
hondo y seguro que el de los más poderosos soberanos. Ellos además no
dominan sino lo presente; el término de su vida ha de ser el término de
su imperio. Yo hasta cierto punto domino también en el porvenir. Mi
dominio es de dos modos: uno por el conocer; en los casos humanos hay
una parte que indefectiblemente se cumple en virtud de leyes eternas y
de plan divino. La marcha de los sucesos es como el curso de los astros:
no hay potencia humana que los desvíe de la senda que tienen trazada
desde la eternidad, en el tiempo y en el espacio, en la tierra y en el
cielo. Pero al comprender yo la ley que siguen, mi inteligencia se
enseñorea de la ley como si la impusiera, porque mi voluntad coincide en
tan elevado punto con la inteligencia y con ella se identifica. Dentro
de esta ley, dentro de la amplia senda que siguen los sucesos, se mueve
con holgura el libre albedrío del hombre, y caben determinaciones y
hechos, que nosotros podemos modificar o producir.

En esta parte secundaria puedo yo valerte. Acudiré a una comparación a
fin de que mejor lo entiendas. Figúrate que la historia de nuestro
linaje es como drama maravilloso, compuesto por un divino poeta, el cual
ni consiente ni puede consentir que se altere, ni se cambie ni una
sílaba, ni un tilde de lo que ha compuesto. El drama ha de representarse
sin modificación, sin supresión y sin añadidura: tal como lo escribió el
poeta: pero tal vez el sabio empresario, tal vez el director de escena
pueda repartir a su gusto los papeles. La sabiduría eterna, que todo lo
prevé, previó también esta repartición, pero no la dispuso. Dejó que la
libertad humana la dispusiera. Ahora bien, yo creo, o mejor dicho, yo
doy por seguro que, en virtud de mi ciencia y por los poderes que mi
ciencia me otorga, puedo conceder o dar un papel brillante a quien mejor
me parezca, aunque no ciegamente, sino después de ciertas pruebas y
examen que justifiquen mi elección y que me demuestren a las claras ser
digno de ella el elegido. Las pruebas son terribles. ¿Querrás tú, podrás
tú someterte a esas pruebas?

En el rostro de Fray Miguel, al escuchar con atención el anterior
discurso, se pintaban muy diversos sentimientos que ya se sucedían, ya
coexistían, combatiendo unos contra otros por la posesión de su alma.
Interrogado por el Padre Ambrosio, le contestó de esta manera:

--Me deleita y me pasma lo que dices, pero he de confesarte que entiendo
algo de ello de un modo confuso, que hay algo que no entiendo de ningún
modo, y que sin dudar de tu buena fe, dudo del poder de tu ciencia y
recelo que el amor propio te lleve a dilatar fantásticamente sus límites
mucho más allá de donde en realidad llega su imperio. No negaré yo que
tú has leído en mi alma como en un libro abierto y sabes cuanto en ella
hay. No admiro, sin embargo, tu penetración. Antes de que años ha te
fueses a Roma, ganaste mi confianza y lograste que te descubriera yo
entonces parte de las pasiones que me agitaban. No lo has olvidado.
Después ha sido fácil y es poco pasmoso, aunque yo nada te he dicho, que
hayas adivinado que mi mal, en vez de remediarse, ha ido en aumento. De
lo que yo dudo ahora es de que esté en tu mano dar a mi mal remedio. Ni
mi mal le tiene ni tú se le buscas ya por medio de la religión. Lo
repugna mi espíritu cada vez más pervertido y agriado. Cuando abandoné
el siglo y el mundo y vine a refugiarme en el claustro, me impulsaban y
halagaban ambiciosas esperanzas que también al fin se han desvanecido.
En la tierra no había logrado yo, o por caprichos de la adversa fortuna,
o por mengua de mi entendimiento, o de mi voluntad, elevarme entre los
demás hombres por fama, poder o riqueza, pero confiaba en que con las
energías de mi anhelo podría yo conquistar el reino de Dios y alcanzar
en él bienes superiores a todo el poder que en la tierra despliegan los
hombres, a toda la riqueza de que gozan y a toda la fama y crédito que
conceden. En el día de hoy estoy ya desesperado. Reconozco que todo fue
vana ilusión de mi orgullo. Ignoro si es culpa mía o de mis hados
adversos. Bien puede ser que mi entendimiento carezca de alas para
elevarse a ciertas alturas, que no haya impulso en él para penetrar en
el abismo de lo sobrenatural, ni que mi alma acierte a hundirse en él
valerosamente por un arranque de abnegación y por la irresistible fuerza
del amor divino. Ello es que yo, y perdóneme Dios el concepto grosero
que formo de su reino, ello es, repito, que aun suponiendo que,
acrisolado y purificado por mil tormentos, que hacen un purgatorio de mi
vida, logre entrar en el cielo, haré en él tan insignificante, vil y
desairado papel como el que en la tierra he hecho. ¿Qué seré yo al lado
de los santos gloriosos, de los heroicos mártires, de los que asombraron
al mundo con sus penitencias, de los que difundieron por cuantos son sus
climas y, regiones la hermosa doctrina del Cordero inmaculado? En el
cielo, pues, será delirio de mi imaginación perversa, pero aun cuando yo
me ponga, me pongo entre la más baja plebe. Y mi envidia, y mis celos, y
mi rabia, en intensidad y en duración, toman las colosales proporciones
de la vida eterna, y me burlan y me convierten el cielo en infierno. A
extremo tan horrible ha venido a parar mi fe religiosa, que hasta
imaginándome salvado, soy precito. Mi ser íntimo está formado de suerte,
que nunca en mi sentir, ni en otra vida mejor, como nunca no atine yo a
ganarlas en esta, podrá hallar satisfacción, paz y ventura. El desengaño
amargo, el conocimiento de mi impotencia, el recuerdo ponzoñoso de mis
derrotas, subirán conmigo a la gloria, aunque yo suba a la gloria, y me
la trocarán en espantoso infierno. Sí, Padre, el infierno está en mi
alma; en lo más profundo de ella he querido esconderle, pero no he
podido engañar a Dios; Dios lo ha visto y no me llevará a su cielo
cuando el infierno está en mí. Yo me explico la abnegación, yo me siento
capaz de todo sacrificio, yo desdeñaría honras, poder y deleites, y lo
dejaría todo, y haría vida penitente y me abrasaría entonces en amor
divino; pero necesito antes tener esas honras, alcanzar ese poder, tener
en mi mano cuantos deleites y venturas hay en la tierra, para poder
luego desdeñarlos y sacrificarlos. Pero no teniéndolos ¿qué desdeño ni
qué sacrifico? Yo me he metido fraile creyendo que no servía sino para
fraile. Luego he descubierto con horror y asco de mí mismo que ni para
fraile sirvo. Ahora quisiera yo desgarrar y tirar mis hábitos, volver al
mundo y acometer y llevar a cabo empresas tales que justificasen mi
ambición, que la justificasen a mis propios ojos y que anonadasen el
desprecio con que a mí mismo me miro y con que al mirame me mato, pero
con muerte que no tiene fin y cuya horrible eternidad está en mi
conciencia.

--Singular extravío de tu espíritu--interpuso con calma el Padre
Ambrosio--fue el que te trajo al claustro, confundiendo y tomando el
despecho por verdadera y santa vocación. Pero tú eres tan valiente como
ambicioso, si nada te asusta ni te arredra, yo podré, no remediar tu
mal, pero ponerte en situación de que tú mismo le remedies, de que
satisfagas tus ambiciosos propósitos, de que apartes de ti la duda que
puedes o de que no puedes, y de que realices los esfuerzos de tu
voluntad, haciéndolos fecundos. Mi ciencia, por ti, puede hacer un
milagro. Te advierto, no obstante, que no puede hacerle ni le hará mi
ciencia sin tu auxilio. En la producción del milagro, por tanto o por
más que mi ciencia han de entrar y han de ser parte tu fe, tu plena
confianza en mí, tu firme decisión y tu brío. He de poner a prueba tu
valor. Veremos si desfalleces.




-VIII-


El Padre Ambrosio, en pago de la confianza que a Fray Miguel infundía,
quiso mostrarse no menos confiado.

--Yo no puedo revelarte--le dijo--mi oculto saber. Se oponen a ello por
sentencia unánime los iniciados y maestros. En el estado que hoy tiene
la sociedad humana, divulgar mis secretos sería causa de una
perturbación espantosa. El gran Raimundo Lulio amenaza con la
condenación eterna a quien los divulgue. La doctrina debe permanecer
oculta y sólo transmitirse entre los iniciados por medio de misteriosos
símbolos y para el vulgo indescifrables figuras. La llave del tesoro ha
de confiarse sólo a quien sea capaz de custodiarla. La ciencia no es un
sueño vano. Todo está escrito desde hace más de sesenta siglos, pero son
pocos, muy pocos los que entienden lo escrito y lo interpretan. Hermes,
tres veces grande, con un buril de diamante hecho ascua grabó todo lo
sustancial de la ciencia en una lámina de esmeralda y dejó escondida la
lámina en la mayor de las pirámides de Egipto, en recóndito y estrecho
aposento, a donde no podía llegarse sino por un revuelto e inextricable
laberinto, o bien por la violencia de un héroe conquistador de
sobrehumanas facultades. Alejandro de Macedonia halló la lámina de
esmeraldas, pero no la comprendió. Ni Aristóteles ni ninguno de los
sabios que después ha habido, la han interpretado y comentado como se
debe. Yo me lisonjeo de entender todo su sentido, pero no quiero ni
puedo explicártele ni me entenderías aunque te le explicase. El que le
entiende, la lámina misma lo declara, tendrá toda la gloria del mundo y
de en torno suyo se apartarán las tinieblas. Yo no puedo darte la
ciencia. La ciencia que poseo es intransmisible, pero puedo y quiero
darte los bienes que de la ciencia dimanan, que yo desdeño porque soy
superior a ellos, pero que sujeto a mis órdenes. Sígueme si tienes
valor; sube conmigo a mi laboratorio y allí verás cómo se agitan los
misteriosos poderes y cómo las energías ocultas realizan
transformaciones y van más allá, y trasmutan las sustancias, y de lo
sólido y duro sacan el oro, y en lo aéreo y difuso hallan el movimiento
y la fuerza y los medios de renovar y de reconstituir la vida. Si tienes
valor, si presencias sin temblar y sin desmayarte mis tremendas
operaciones y te sometes a ellas, yo te prometo que te devolveré el
vigor de la mocedad y los medios de ponerte a prueba por segunda vez, y
sin perder tiempo ver de un modo definitivo si vales o no vales.

Dicho esto, el Padre Ambrosio, tomando en la mano la lámpara que ardía
sobre la mesa y sirviendo de guía, hizo entrar a Fray Miguel en la
mezquina alcoba donde tenía su cama. Allí había en el ángulo formado por
las paredes del fondo y lado derecho una estrechísima escalera de
caracol, por donde ambos frailes subieron más de treinta escalones. Al
extremo de ellos había una compuerta que el Padre Ambrosio levantó con
facilidad. Ambos se encontraron entonces en un espacioso camaranchón,
lleno de extraños objetos que provocaron la admiración y el asombro y
despertaron la curiosidad de Fray Miguel de Zuheros. En varios anaqueles
multitud de vasijas de barro, ampolletas de vidrio, redomas y pomos, que
contenían sin duda extrañas drogas; arrimados a la pared o suspendidos
de ella dos esqueletos humanos y pájaros y reptiles disecados; en
diversos poyos, en mesas, en hornillas y en anafes, retortas, embudos y
vasos de metal y de arcilla; en la gran chimenea de campana, que estaba
en la pared opuesta al sitio por donde habían entrado, ardía un poco de
leña en medio de rescoldo y ceniza. En el centro de la estancia una
lámpara de bronce, pendiente del techo por una cadena, derramaba luz más
viva, clara e intensa que la producida por la combustión de la cera y
del aceite. Casi debajo de la lámpara había un atril y en el atril un
gran libro manuscrito en pergamino. El Padre Ambrosio se acercó al libro
y dijo:

--Esta es la Alegoría de Merlín.

Luego leyó, extractando e interpretando en nuestra lengua vernácula el
contenido de las páginas por donde el libro estaba abierto:

«Él quiso beber del agua que le agradaba. Se la trajeron y bebió. Se
puso muy pálido. Sintió grandes dolores como si le arrancasen con
tenazas pedazos de su cuerpo. Invadieron su ser la pesadez y la fatiga.
Cayó por último en profundo letargo. Ha muerto, decía la gente. El
médico que le dio el agua le ha envenenado. Menester será enterrarle o
quemarle antes de que se pudra e inficione toda la tierra. Pero el sabio
médico no consintió que le enterrasen. Le puso en una caja de hierro en
forma de cruz, ungiéndole antes con raros linimentos y olorosos
bálsamos. Cercó de fuego y de llamas el féretro metálico, y pronto, muy
pronto volvió a la vida el que parecía muerto, y volvió tan lleno de
hermosura y de fuerza, que todos le amaban y los reyes y los poderosos
de cuantas naciones hay en el mundo le honraban y le temían».

El Padre Ambrosio cerró entonces el libro y continuó hablando de esta
suerte:

--Algo semejante al procedimiento alegórico del sabio puedo yo hacer
contigo. De tu confianza en mí y de tu valor depende el logro de tu
deseo. Un extracto, una quinta esencia de la piedra filosofal es
ardiente líquido que puede y debe dar, ya que no la inmortalidad,
juventud, fuerza y plena duración de vida. Si te sometes, me atrevo a
hacer en ti la peligrosa experiencia. Hay quien afirma que mi maestro
Lulio consiguió remozarse, que Alán de la Isla vivió cerca de dos
siglos, que Nicolás Flamel vivió cuatro, y que frisó en la edad de mil
años el sabio Artefio. Algo de esto entiendo yo que podré hacer contigo
si tú te prestas y si Dios me ayuda.

Fray Miguel de Zuheros permaneció en silencio por no saber qué
contestar, lleno de dudas y recelos. Era naturalmente incrédulo y
desconfiado, y su corta ventura y los muchos y tristes años que había
vivido, habían arraigado en su alma y acrecentado más cada día la
incredulidad y la desconfianza. Ora dudaba del saber del Padre Ambrosio
atribuyendo a jactancia sus ofrecimientos, ora recelaba de un modo
confuso que el Padre Ambrosio intentaba hacerle juguete de una burla
cruel para reprimir y humillar su ambición impotente e inveterada.

Notando el Padre Ambrosio que la vacilación, que el recelo causaba el
silencio de Fray Miguel, habló de nuevo y dijo:

--Te callas y vacilas y no lo extraño ni lo censuro. Para que yo haga
contigo lo que puedo hacer, se necesita que te fíes de mí por completo,
que me rindas todas las potencias de tu alma, que seas entre mis manos,
mientras duren mis operaciones mágicas, como masa inerte, sin voluntad,
sin entendimiento y sin sentido. No bastaría que yo por fuerza o por
astucia te despojase de todo. Se requiere que tú mismo te despojes y te
sometas a mi poder con abnegación sin límites. Y no quiero ni exijo yo
que esto sea de repente y como por sorpresa. Te concedo tres días para
que lo pienses y lo decidas. Al cabo de ellos, ven por aquí, a la misma
hora en que has venido esta noche, a decirme la determinación que hayas
tomado. Ahora vete a tu celda.

Respondiendo sólo con una profunda inclinación de cabeza, obedeció Fray
Miguel; bajó del camaranchón antes que el Padre Ambrosio, y
despidiéndose de él atravesó los oscuros claustros, levemente iluminados
por la luz de las estrellas y por una lamparilla que ardía ante un
crucifijo pendiente del muro, y se retiró a su celda, todo conmovido por
los mil encontrados pensamientos, deseos y temores que combatían por la
posesión de su alma.




-IX-


Desde que se retiró a su celda Fray Miguel de Zuheros, hasta que pasaron
los tres días y se cumplió el plazo señalado por el Padre Ambrosio, la
agitación del ánimo de Fray Miguel fue grandísima y apenas le dejó pocos
instantes de reposo. Su sueño fue breve y lleno de extrañas visiones. La
destemplanza de su sangre y la excitación de sus nervios ya le hacían
tiritar con intenso frío, ya sofocarse hasta sudar con el calor de la
calentura. Motivo y no pretexto tuvo para no asistir por enfermo ni al
coro ni al refectorio. Acudió, no obstante, aunque sin comer apenas y
casi sin desplegar los labios sino para murmurar sus rezos.

Fray Miguel no habló con nadie, pero habló mucho consigo mismo, en
aquella conversación interior y profunda, cuyas palabras y frases no es
menester que suenen o en la que tal vez se dice y se representa todo de
un modo más directo y más vivo, sin acudir a los signos arbitrarios de
las frases y de las palabras.

Punto menos que imposible, es reproducir aquí lo que Fray Miguel pensó y
se dijo. En todo discurso, si se enuncia por el lenguaje humano, las
imágenes, las pasiones y los pensamientos van tomando forma,
sucediéndose y mostrándose con cierto orden y gradación, unos en pos de
otros. En Fray Miguel no era así: en silencio exterior estaba él, sin
voz y sin acento que pudiesen percibir los sentidos; pero allá en los
abismos de su alma se levantaba tempestad espantosa. Recuerdos,
esperanzas, dudas y desengaños, todo acudía en tumulto y asaltaba y
atormentaba su mente. Fray Miguel por involuntario impulso hacía un raro
examen de conciencia. El bien y el mal de cuanto había hecho se le
aparecían como presente y no como desvanecido y pasado, y al mismo
tiempo hacían irrupción en su espíritu, en tropel contradictorio y
confuso, triunfos y derrotas, crímenes y virtudes, gloria y oprobio y
mil portentosos lances y sucesos, que flotaban sin encadenamiento que
los ligase, en un porvenir nebuloso.

Arduo sería penetrar en el espíritu de Fray Miguel y descubrir cuanto en
aquel momento le agitaba; pero aún es arduo el empeño de distinguir lo
que bullía en aquel caos y darlo a conocer por medio de la palabra
escrita. Haré, no obstante, un esfuerzo, a fin de que se sepa algo de lo
que entonces Fray Miguel sentía y pensaba. Lo que en su mente era
simultáneo no podrá menos de sucederse en el soliloquio, pero lo que él
interiormente se hablaba, carecía de conclusión y de principio y se
manifestaba todo a la vez.

Desesperado de lograr en el mundo la fortuna que buscaba, Fray Miguel a
los treinta y cinco años de su edad se había refugiado en el claustro.
Su última derrota había sido en la batalla de Toro, donde militó en
defensa de doña Juana, en las huestes portuguesas.

Ya en el claustro, pensó que la paz le bastaría. Se propuso no aspirar
sino a la paz, pero conoció pronto que la paz no le bastaba. Su ambición
y su codicia de riquezas, bienes, poder y deleites materiales, le
alejaron del mundo, mas no para hundirse y perecer, sino para buscar su
satisfacción más allá del mundo: en algo tan sublime y tan luminoso que
todas las excelsitudes y resplandores del mundo fuesen, en su
comparación, ruindad, misericordia y sombra. En la fertilidad y verdura
de los campos, en las umbrías solitarias, durante las horas meridianas,
cuando vierte el sol a torrentes sus rayos esplendorosos, en el augusto
silencio de la noche, en la amplitud del cielo lleno de estrellas, en el
movimiento y en la vida de los seres, en la yerbecilla que pisaban sus
pies, en la flor silvestre que deshojaban sus dedos y en el astro remoto
que sus ojos apenas distinguían, en lo más cercano y en lo más distante,
Fray Miguel buscó la clave del misterio, quiso hallar la cifra de un
nombre incomunicable, pugnó porque se le apareciese y se le revelase lo
sobrenatural y lo sobrehumano. Sin duda era el orgullo y no el amor
quien impulsaba a Fray Miguel; Fray Miguel no consiguió nada.

Entonces apartó el sentido y distrajo la atención de todo lo creado, de
cuanto se muestra en lo exterior a nuestros ojos o resuena en nuestros
oídos. Como buzo que baja en busca de coral y de perlas al fondo de los
mares, hundió su mente en la íntima contemplación de su propio ser,
buscando allí la raíz por donde estaba asido y como pendiente de lo
infinito. Tampoco así halló nada, sino obscuridad vacía y lúgubre.

Volvió el pensamiento de Fray Miguel al mundo exterior. Desechando la
idea de estar poseído, concibió la esperanza de poder estar obseso. ¿Era
él tan vil y tan indigno que no lograse ponerse en comunicación con
seres inteligentes que no formen parte del linaje humano? El universo
está lleno de tales seres. ¿Por qué eran tan groseros sus sentidos que
no los percibían? ¿No podría él evocarlos, formar pacto y alianza con
ellos y adquirir virtudes, poder y fuerzas superiores a cuanto posee la
generalidad de los mortales de su misma especie?

Cuando se paraba Fray Miguel en esta impía imaginación, solía caer en el
más hondo abatimiento, y tal vez exclamaba:

--Sin duda no me ha faltado ni la intención, ni el propósito, ni el
valor de darme al diablo; pero el diablo no me quiere y me desdeña. Yo
no consigo lo que consigue cualquiera vieja ignorante y estúpida. Las
puertas que defienden la mansión del milagro, ya celestial, ya infernal,
están cerradas para mí. Llamo a ellas y nadie me responde.

La reacción del orgullo venía luego a levantar su espíritu y a elevarle
al extremo contrario: al mayor grado de soberbia:

--Ningún demonio viene y me ayuda--decía--porque son inferiores a mí,
porque no pueden darme lo que me falta, porque yo valgo más que ellos.
En balde me humillo pidiéndoles que me socorran. Lo que me conviene es
buscar el camino del lugar hasta donde mi aptitud y mi predestinación
pueden conducirme, y, desde allí, llamarlos y sujetarlos a mi mandado,
no tomándolos como protectores sino como siervos sumisos.

En estas y en otras cavilaciones, que entonces se presentaban juntas en
la mente de Fray Miguel, habían pasado muchos años de su vida claustral.
Su orgullo no había consentido que fuese un santo, pero también su
orgullo se había opuesto a que ningún poder infernal viniese a dominar
su alma, ocupada y dominada toda por su orgullo mismo.

En el espíritu de Fray Miguel había además poco briosas facultades que
le habilitasen para conquistar y dominar nada por medio del pensamiento,
Era distraído, poco insistente, ambicioso de ciencia como de todo, pero
sin la paciente perseverancia que se requiere para adquirirla. Fray
Miguel, si era algo, si algo valía, era como hombre de acción, aunque su
poca fortuna o su mucha torpeza le habían extraviado en el camino,
encontrando sólo, cuando se cansó y se hartó de andar por él, el
desengaño más negro. Aborrecía la vida, pero tenía miedo de la muerte.
Así por la época de fe en que vivía como por la natural condición de su
espíritu, en la cabeza de Fray Miguel no cabía imaginar que fuera la
muerte la aniquilación del individuo, la desaparición de la persona, el
olvido de todo. Él veía en el término de su vida mortal, no sueño
eterno, sino tránsito a vida nueva. Y no le asustaba tanto el temor de
ser condenado y no salvado, cuanto el humillante recelo de ser tan
insignificante en la vida futura como en la vida presente, y de que así
en el cielo, como en el infierno, se le hiciese poquísimo caso: se le
tratase con el mismo desdén con que en este mundo sublunar sus
semejantes le habían tratado.

La monotonía y la uniformidad de la vida habían hecho que el tiempo
pareciese que pasaba con inaguantable lentitud, según iba pasando; pero,
pasado ya, transcurridos los cuarenta años de convento, Fray Miguel
volvía la vista atrás y no veía el larguísimo camino que había seguido y
la enorme distancia que del punto de partida le separaba. Como no tenía
variedad de sucesos con qué llenar, diversificar y distinguir aquella
larga serie de años, toda ella le parecía soplo, relámpago fugitivo,
desmayo y letargo que al disiparse se lo había llevado todo consigo,
esperanzas y proyectos y hasta la posibilidad de forjarlos de nuevo. La
horrible vejez había caído sobre él sin sentir. Su cabeza se había
cubierto de canas y su rostro de arrugas. Cascada y temblona estaba su
voz, sin brío sus brazos, flojas y vacilantes sus piernas. La luz hería
y lastimaba sus ojos, sin dejarle ver con distinción, claridad y deleite
las formas y los colores. Y aun esta amarga luz, que le ofendía más que
le iluminaba, estaba amenazándole con abandonarle para siempre y sumirle
en tinieblas. Y ya sabía él por sus experiencias y por sus frustrados
conatos anteriores, que por mucho que penetrase y ahondase en estas
tinieblas, no lograría romper su duro y tupido velo y bañar su espíritu
en el infinito y luminoso mar donde le habían dicho que se bañan las
almas, si se reconcentran en ellas mismas y se desprenden de lo terrenal
y caduco.

Su vida iba tocando a su fin: hasta entonces había sido lastimosa y
estéril, y, sin embargo, él daba inmenso precio a la vida. En esta baja
tierra, encerrado nuestro espíritu en este cuerpo mortal y flaco, y
asistido y servido por sus órganos durante breve tiempo, que huye para
nunca volver, Fray Miguel entendía que era menester conquistar el
respeto, la nombradía y el valor y el mérito que por toda una eternidad
hemos de poseer, siendo por ello remunerados o castigados, glorificados
o despreciados. Tan alta era la importancia que Fray Miguel daba a
nuestra existencia efímera y transitoria en este planeta. De mucho
dudaba Fray Miguel, en mucho no creía; pero, como roca, cuyo cimiento y
raíz se hunde tanto en el seno de la tierra que no hay impetuoso
torrente que la derribe y la arrastre, así su firme creencia en el valer
de la vida humana, en este mundo, para preparación y prueba y para
conquista de otra más alta vida, se conservaba firme y arraigada en su
espíritu contra todas las tempestades y contra todas las avenidas de
dudas y pasiones que habían pugnado y que pugnaban aún por arrancarla de
allí y por sepultarla en la vana región de los sueños.

Cuán enorme no sería el pesar de Fray Miguel, que tamaña importancia
atribuía a la vida, al ver que la suya iba ya a consumirse, tocaba a su
fin, sin que persistiese más en ella que la energía de atormentarse y de
desesperarse.

Si el Padre Ambrosio no se burlaba de él, si no se jactaba en vano, si
por medio de sus artes mágicas podía volverle la mocedad, Fray Miguel
estaba seguro de que sabría aprovecharla y no perderla sin fruto como
había perdido la mocedad pasada. Ahora tenía él más claro concepto del
valor de la vida y de los fines a que podía y debía aspirar en el mundo.
La ociosa y larga meditación de sus cuarenta años de vida claustral, las
estupendas novedades y sucesos cuya resonancia había llegado a
conmoverle y alborotarle en su retiro, la explicación que el Padre
Ambrosio hacía de todo y de que él se había penetrado con pasmo oyendo
sus discursos, todo le persuadía de que se mostraba ante sus ojos el
blanco a donde le importaba dirigir la mira, el digno empleo de su
resucitada actividad, la misión que le tocaba cumplir secundando el
propósito y cooperando al plan de la Providencia.

Con lógica inconsecuencia, Fray Miguel estaba lleno de dudas, y por
momentos de negaciones, cuando en lo interior de su propio ser buscaba
la verdad; pero, no bien su pensamiento salía fuera de sí y se extendía
sobre la faz de la tierra, todo era en Fray Miguel fe y esperanza en los
sublimes destinos del humano linaje y en el papel principal y brillante
que le tocaba hacer a su pueblo. La fe del Padre Ambrosio había sido
como llama voraz que había incendiado su alma haciéndola de luz y de
fuego. El entusiasmo le poseía, pero hasta entonces la envidia, nacida a
par del entusiasmo, le había desgarrado el pecho y le había devorado las
entrañas. Vivir y morir en la obscuridad y en la inercia cuando tan
grandes cosas realizaba el esfuerzo de los hombres, para Fray Miguel era
insufrible. Resolvió, pues, someterse a todas las pruebas y a todas las
operaciones mágicas de que el Padre Ambrosio había hablado a fin de
remozarse y de lanzarse de nuevo en la palestra y tomar parte en la
lucha. La agitación y el estruendo de esta lucha penetraba en el
claustro, rompían su silencio, llamaba a la puerta de su celda y le
excitaba y le convidaba a armarse y a ir al combate. Se le antojaba a
veces que resonaba en sus oídos como la trompeta del día del juicio y
que le resucitaba de entre los muertos.

El portentoso poema épico que el Padre Ambrosio fantaseaba en sus
discursos iba verificándose y desarrollándose en la consistente realidad
de la historia, y Fray Miguel no se contentaba con ser oyente o lector
del poema, sino que anhelaba ser uno de sus héroes. Y ora fuese por
severidad de juicio, ora porque Fray Miguel no quería que ningún
individuo descollase mucho sobre él, Fray Miguel ponía como héroe
principal del poema a todo su pueblo, mirándole como pueblo elegido,
como nuevo pueblo de Dios que había de vencer a todos los enemigos de su
ley, que había de arrostrar todos los peligros y que había de dar cima a
mil inauditas empresas.

Fray Miguel no veía ni se forjaba en la mente un campeón que todo lo
dirigiese y que se llevase la palma. Por bajo del pueblo estaban o
surgían todos los campeones. Alborotados los reinos de Castilla y
Valencia por las comunidades y germanías, allá en su pensar sigiloso
Fray Miguel no estimaba mucho al joven, extranjero y ausente Emperador.
Sospechaba que había de heredar algo de la extravagante locura materna y
de la ligera futilidad de su padre, y que una inquietud sin propósito
había de tejer la tela de su vida. Pero el pueblo español era grande, y
de su seno surgirían adalides que venciesen y dominasen. Ellos
derrotarían al turco, que amenazaba la cristiandad; ellos, con armas
temporales y espirituales, lograrían sofocar la herejía que estaba
naciendo en Alemania y que, barbarie mental, ansiaba derrocar el imperio
de Roma en los espíritus, como los antiguos bárbaros habían destruido el
imperio material de Roma. España, con sus héroes y con sus santos, había
de sostener y conservar la unidad divina que informa y da vigor a la
civilización europea. Y esta civilización poderosa y benéfica había de
continuar difundiéndose por todos los climas y regiones, tierras y mares
del mundo que habitamos.

Fray Miguel había ya oído hablar con horror y sabía las audacias del
fraile Martín Lutero y sus propósitos infernales; pero, en el fervoroso
espíritu de Fray Miguel, estaba ya la convicción profunda de que Dios
había suscitado en España un gigantesco contrario al sajón heresiarca
para arrebatarle sus conquistas. Entre tanto seguían extendiéndose
magnificándose las de nuestra fe y nuestras armas en los más apartados y
hasta entonces inexplorados países y entre gentes infieles y selváticas,
alucinadas por el demonio y entregadas a crueles supersticiones y a
monstruosos y nefandos ritos. A esta difusión de la luz y de la verdad,
aunque más por medio de las armas que por medio de vanos discursos, se
consideraba llamado y predestinado Fray Miguel, en cuanto el Padre
Ambrosio realizase en él el prometido milagro de remozarle.

Fray Miguel acudió, pues, a la celda del Padre Ambrosio, resuelto a
todo, y en la noche y en la hora convenidas.




-X-


El Padre Ambrosio estaba aguardándole. Saludó a Fray Miguel con una leve
inclinación de cabeza, y sin decir palabra, le indicó que le siguiese.
Ambos subieron por la escalera de caracol a la ancha cámara que ya
conocemos.

Todo estaba en ella como lo hemos descrito antes. Sólo había tres
objetos que por su novedad llamaron en seguida la atención de Fray
Miguel. En la chimenea, en vez de no haber más que rescoldo y cenizas,
ardía bastante leña que levantaba llamas, en cuyo centro, sobre unas
trébedes se veía una retorta de cobre donde empezaba a hervir un
líquido. El tubo encorvado, con que terminaba la cobertera de aquel
pequeño alambique, iba a parar a una urna de vidrio suspendida en la
pared y llena de agua clara. Dentro de la urna o refriante se veían las
roscas de la culebra de metal. La cabeza de la culebra aparecía fuera de
la urna en su parte baja.

No lejos de la chimenea estaba por el suelo un féretro abierto y vacío.
Y por último, ocupado en mullir y arreglar los almohadones, donde había
de reposar la cabeza la persona que en el féretro se encerrase, estaba
el hermano Tiburcio, predilecto y aprovechado discípulo del Padre
Ambrosio.

Encarándose este con Fray Miguel, apenas dejó caer la compuerta por
donde había entrado, le dijo con gravedad solemne:

--Si fuera lícito valerse de palabras sagradas, aplicándolas a lo
profano, con el único propósito de hacerse entender mejor, yo me
atrevería a decirte, a fin de inspirarte denuedo y a fin de infundirte
omnímoda confianza en mí, que yo soy resurrección y vida, y que si crees
en mí, vivirás, cuando mueras.

--A todo estoy dispuesto. Mátame, si es necesario o conveniente a
nuestros fines.

--A decir verdad y desechando toda jactancia, la muerte que yo te dé ha
de ser aparente y no real. La virtud de volver a la vida a quien la
pierde no es dada aún, ni acaso sea dada nunca, a la ciencia meramente
natural y humana. Y yo, conviene que así lo entiendas, no acudo ni
quiero ni puedo acudir a medios sobrenaturales para obrar mis prodigios.
Mi magia es toda natural y lícita, aunque es de dos maneras: la que se
funda en el conocimiento de hierbas, de drogas y de otros recursos
enteramente materiales, en la cual está instruido el hermano Tiburcio,
que como ves ha venido a ayudarme, y la magia superior, incomunicable y
pura, cuyo poder estriba en el centro del espíritu, en el ápice de la
mente, en la raíz misma por donde nuestro limitado pensamiento, no sólo
toca, sino está asido a lo infinito. De esta más elevada ciencia, aunque
todavía natural y nada más que humana, el hermano Tiburcio tiene pocas
nociones. Yo sólo soy aquí quien la posee. De ella depende el éxito de
mi empresa. Y no debo ocultarte que si bien tengo yo el éxito por
seguro, reconozco modestamente que puede engañarme el amor propio. Si
así fuese, si el amor propio me engañase, yo te mataría sin querer, pero
te mataría. Ya ves a lo que me aventuro. ¿Quieres tú también
aventurarte?

--Quiero--contestó sin arrogancia y con tranquilidad Fray Miguel.

--Para el rejuvenecimiento--continuó el Padre Ambrosio--que ha de
verificarse en ti, se requiere algo parecido a la muerte, aunque no sea
muerte. ¿Te sometes a ello?

--Me someto.

--Pues bien, dentro de poco te sumiré en letargo profundísimo; el
hermano Tiburcio y yo te ungiremos las sienes y la frente con un
precioso bálsamo, te tenderemos y te encerraremos en ese féretro que
miras abierto en el suelo; y al cabo de poco, si no son falsas mis
teorías, aunque nunca corroboradas aún por la experiencia, así como la
crisálida rompe la tela que la envuelve y sale convertida en mariposa,
aparecerás tú, mozo robusto y capaz, si tienes brío en el alma, de
acometer y de dar cima a las empresas más arriesgadas y espantables. Veo
con satisfacción que estás muy animado. Ya no dudo de tus bríos
espirituales. Pero, aunque el espíritu sea fuerte, la carne flaquea, y
es menester que se fortalezca tu mísera carne. Así, antes de remozarte,
a par que sientas el deseo en el alma sentirás en tu cuerpo debilitado
ya por los años el prurito de que se remoce. Para ello has a tomar una
poción preparatoria, sabiamente compuesta de substancias eficacísimas,
con tal habilidad y tino combinadas y templadas que no se neutralizan
sus encontrados efectos, sino que se armonizan y conspiran todos al
mismo fin.

Dirigiose entonces el Padre Ambrosio, hacia un ángulo de la estancia
donde había un pequeño velador y sobre él una bandeja, un jarro y una
ancha copa de plata. Llenó luego la copa del líquido que el jarro
contenía, y llamando a Fray Miguel y dándosela para que bebiese le dijo:

--Con esto se fortalecerá tu cuerpo y se hará apto para las operaciones
ulteriores. Es un elixir exquisito, en cuya composición entran el
_nepenthes_ que dio Elena a Telémaco para disipar su melancolía; la flor
del cáñamo de la India; el _soma_ o licor divino de los antiguos
brahmanes; el hongo de Siberia que infunde furor bélico, y el zumo de
las mandrágoras, con que Lía amó y deseó con mayor vehemencia a Jacob y
se hizo de él amada y deseada.

Fray Miguel tomó la copa, y, casi de un solo trago, apuró todo el licor
que contenía.

El hermano Tiburcio que lo presenciaba y miraba todo en silencio,
aproximó un taburete e indicó por señas a Fray Miguel, que en él se
sentase. En seguida tomó en los dedos cierto linimento oloroso, que
había en un pomito de vidrio, y ungió con él lo más alto de la cabeza,
la frente y las sienes del fraile.

Mientras se verificaba la untura, el Padre Ambrosio, recitó no corta
serie de palabras y frases, al parecer de un lenguaje exótico y punto
menos que inaudito. Al extraño son de aquellas palabras, o acaso por
obra del linimento, Fray Miguel imaginó que todo brincaba y giraba en
torno suyo con rapidez vertiginosa; que los muros y el suelo se
estremecían y amenazaban derrumbarse, y que el edificio no estaba parado
y fijo sobre su cimiento, sino que iba lanzado por el espacio sin
límites.

Por dicha, cesó pronto en el cerebro de Fray Miguel, aquel a modo de
mareo. Y, terminada también la serie de conjuros ininteligibles, oyó que
el Padre Ambrosio le decía:

--No es todo alucinación mental lo que acabas de experimentar ahora. En
gran parte, es efecto de las palabras mágicas que he pronunciado. Nada
sin embargo más natural. No receles artes ni prestigios diabólicos. Las
palabras que he pronunciado ignoro yo lo que significan, pero me consta
que nada hay en ellas de pecaminoso. Se han ido conservando por
tradición oral entre varones piadosos aficionados a la magia lícita, y
son palabras del idioma primitivo que se hablaba mucho antes de Abraham,
en Ur de los caldeos, y aun antes, en el imperio que fundó Nemrod en el
centro del Asia. La clave de este idioma se perdió siglos ha, y acaso no
vuelva nunca a encontrarse. Yo he oído referir que un antiguo rey de
Nínive, llamado Asurbanipal, siete siglos antes de nuestra era, formó
una biblioteca de libros escritos en esta lengua, que era ya una lengua
muerta, como el latín hoy entre nosotros. Pero los libros reunidos por
Asurbanipal, sepultados hoy entre las ruinas y escombros de antiquísima
ciudad y regio alcázar, eran ya de una época de gran decadencia, cuando
el mencionado primitivo idioma estaba corrompidísimo, y la alta
filosofía que le había informado viciada y cuajada de supersticiones. En
cambio, las palabras que yo he dicho son del idioma primitivo y puro, y
no son signos arbitrarios, sino que tienen relación íntima y substancial
con los objetos que expresan o designan. De aquí el alboroto, la
agitación y el tumulto de todas las cosas creadas cuando tales palabras
se pronuncian. Juzgo de mi deber explicarte todo esto para que no te des
a sospechar que soy brujo, que me valgo de prestigios o que ando en
tratos con el diablo. Aunque peque yo de sobrado llano y pedestre, diré
para mayor claridad, que juego limpio.

Fray Miguel estaba tan impaciente y tan ansioso ya de rejuvenecerse, que
las explicaciones del Padre Ambrosio le parecían inútiles y le cansaban.
Por el debido respeto, sin embargo, no se atrevió a dar la menor señal
de impaciencia.

El Padre Ambrosio se complacía en perorar y prosiguió de esta suerte:

--Ten calma y espera. La destilación del maravilloso filtro, que va a
remozarte, se está verificando en ese pequeño alambique. Apenas empiece
a salir por la boca de la culebra la refinada quinta esencia, acudiré a
recogerla en la misma copa en que bebiste la poción preparatoria, y tú
la beberás sin vacilar.

--La beberé con ansia--contestó Fray Miguel--para apagar la sed de vida
y de juventud que me devora.

--Todavía me incumbe decirte--interpuso el Padre--que no quiero, cuando
te remoces, dejarte ir solo por esos mundos de Dios. Deseo que lleves en
tu compañía a alguien de toda mi confianza, que sabrá, sin duda,
conquistar la tuya y que vendrá a ser como tu criado, paje, escudero y
secretario todo en una pieza.

--¿Y quién va a ser ese acompañante que me designas?

--El hermano Tiburcio que está presente--contestó el Padre Ambrosio--.
Más gana tiene él de correr mundo que de estar metido en su celda. Con
todo, no es esta la razón que me induce a que el hermano Tiburcio te
acompañe. Los caballeros que salen en busca de aventuras llevan siempre
escuderos y tú no has de infringir esta ley o esta costumbre. En cuantas
historias conozco de hombres que para medrar o para divertirse y
holgarse se han dado al diablo, el diablo figura después constantemente
al lado de ellos como ayudante o espolique, y tú no has de ser menos
aunque distes muchísimo de haberte dado al diablo. Tendrás, pues,
escudero, aunque natural y humano. El hermano Tiburcio, si bien es un
mozuelo barbilampiño, sabe más que el diablo y te valdrá de mucho. Por
otra parte, yo he observado que tú eres sobrado serio y esta seriedad
continua a la larga a ti mismo te aburriría. Importa, pues, que la
temple y modere un sujeto algo cómico y jocoso, como lo será el
mencionado hermano. Jovial será él, si tú saturnino, y juntos recibiréis
combinado el influjo mirífico de los dos más poderosos planetas. He
pensado además que necesito tener con frecuencia noticias tuyas,
satisfacer mi curiosidad y ver cómo va saliendo esta experiencia que
ahora hago. En las venideras edades sé yo que inventarán los hombres
medios ingeniosos para ponerse en comunicación con la rapidez del rayo y
dirigirse la palabra desde un extremo a otro de la tierra. Pero tales
inventos distan mucho aún de verse realizados y de ser vulgares. Sólo
los iniciados en mi ciencia oculta se entienden ya y se hablan desde muy
lejos, sin aparato alguno físico ni mecánico, sino por el arte y la
fuerza del alma. El hermano Tiburcio, irá pues contigo también, para que
se entienda conmigo y me informe de todo. Y por último, si tú acometes
altas empresas, las llevas a cabo y vences y triunfas, no quiero yo que
todo esto se ignore, se sepa mal o se olvide, y el hermano Tiburcio, que
es un buen letrado, te acompañará para ponerlo por escrito con el mayor
esmero y legarlo a la posteridad más remota. Será para ti, válgame como
ejemplo, lo que para Don Pedro Niño, valeroso y galante Conde de Buelna,
fue Gutierre Díez de Games, su alférez.

A este punto de su algo prolija disertación llegó el Padre Ambrosio,
cuando empezó a manar por la piquera del alambique, el líquido
destilado. Sin darse un instante de vagar, tomó el Padre la copa de
plata, se acercó a la piquera, la llenó del líquido y se le dio a beber
a Fray Miguel sin decir más palabra.

En silencio también, sin susto y con ansia, Fray Miguel se llevó la copa
a los labios y bebió el licor que había en ella.

El efecto fue rápido y terrible. A Fray Miguel se le trabó la lengua y
no pudo exhalar ni queja ni suspiro. Palidez mortal cubrió su rostro. A
los pocos instantes cayó como herido del rayo. Y sin duda hubiera dado
en tierra de golpe, si el Padre Ambrosio y el hermano Tiburcio,
apercibidos ya para el caso, no le hubiesen sostenido.

Todo el cuerpo de Fray Miguel, adquirió de súbito una rigidez más que
cadavérica. No parecía ya de carne sino de madera o de barro.

El Padre Ambrosio, no obstante, tuvo a tiempo la precaución de cruzar a
Fray Miguel las manos sobre el pecho.

El hermano Tiburcio tomó por la espalda a Fray Miguel. Por los pies le
levantó el Padre Ambrosio. Ambos le llevaron al féretro y allí le
dejaron tendido.

_Juan Valera_




Las aventuras




-I-


En el año 1521 era Lisboa la más espléndida, animada, pintoresca y
original ciudad de Europa. Fundada sobre varias colinas, se extendía ya
por la margen derecha del Tajo, siguiendo su curso hacia el mar. Los
palacios y jardines de dicha margen hacían delicioso el camino que iba y
va hasta el sitio donde el rey D. Manuel el Dichoso había erigido
graciosa y elegante torre, en conmemoración de que allí se embarcó Vasco
de Gama para ir por vez primera a la India, y no lejos el magnífico
templo y claustro de Belén, obra de singular y bellísima arquitectura.
Frente del más populoso centro de la ciudad, en la opuesta orilla del
río, se alzaba la villa de Almada, sobre enriscado promontorio. Y desde
allí, mirando en dirección contraria a la que trae el agua, esta se
extiende y la orilla se aleja, formando una extensa y grandiosa bahía,
capaz de contener entonces todos los barcos de guerra y de comercio que
surcaban los mares.

Aquella bahía estaba concurridísima. En ella había naves inglesas y
francesas, de Holanda y de las ciudades anseáticas, de Aragón y de
Castilla, de Génova y de Venecia y de otras Repúblicas y principados de
Italia. Todas acudían allí para traer telas, alhajas, primores y otros
objetos de arte producto de la industria europea, conque satisfacer el
amor al fausto de los portugueses, y para llevar, en cambio clavo y
pimienta, perfumes de Arabia, canela de Ceilán, sedas y porcelanas del
Catay, marfil de Guinea, alfombras de Persia, chales y albornoces de
Cachemira, perlas, diamantes y rubíes de las montañas y de los golfos de
la India, bambúes y cañas y tejidos de algodón y de nipa de Bengala,
monos, papagayos y otras aves de vistosas plumas, y mil exóticas
curiosidades del extremo Oriente.

La muchedumbre de hombres y mujeres que hervía en los muelles y paseos,
calles y plazas de Lisboa, tenía extraño y pasmoso aspecto por la
variedad de sus rostros, de sus trajes y de los idiomas que iban
hablando. Por donde quiera se notaban movimiento y bullicio, pero más
que en ninguna parte en la Calle Nueva y Plaza del Rocío, donde estaban
las tiendas de los más ricos mercaderes, y a lo largo de la orilla, casi
hasta Belén, donde a la par de las quintas y de los parques había
grandes almacenes o depósitos para las mercancías que se embarcaban o
desembarcaban. Millares de esclavos negros, empleados en las faenas del
puerto y en otros trabajos, discurrían solícitos por donde quiera.
Marineros, soldados y hombres y mujeres del pueblo, paseaban o formaban
grupos para charlar y reír, tratar de amores o promover pendencias.
Entonadas hidalgas, ya caminasen a pie ya a las ancas de una mula que
montaba y dirigía respetable escudero, ya en soberbios y dorados
palanquines, solían llevar lucido séquito de dueñas, lacayos y pajes
para mayor autoridad y decoro. Los magnates y señores ricos se mostraban
cabalgando en hermosos caballos con ricos jaeces y con numerosa comitiva
de criados y familiares de sus casas. Y el Señor Rey, que gustaba como
nadie de la pompa y del aparato, salía con frecuencia en público
formando con su lujoso y raro acompañamiento una procesión admirable. No
semejaba el monarca portugués, príncipe de Europa, sino déspota
oriental, soberano de cuentos de hadas o de _Las mil y una noches_,
merced al brillo y al lujo que le circundaban. Le precedían a veces
elefantes y rinocerontes, domadores que llevaban serpientes y tigres
domesticados, y el rey iba a caballo, en medio de los más brillantes
señores de la corte, sus favoritos y validos, todos con muy elegantes y
vistosas ropas y con airosas y blancas plumas en los birretes. Don
Manuel, que era regocijado y festivo, también se hacía acompañar a
menudo de juglares y bufones, que le divertían con sus chistes y burlas,
y casi nunca prescindía de los músicos, que iban tocando sonoros
instrumentos, anunciando así que el rey venía y alegrando los sitios por
donde transitaba.

Todo era animación y movimiento, todo alborozado y estruendoso júbilo en
Lisboa, en la hermosa mañana del día del Corpus de aquel año de 1521, en
que el rey Don Manuel cumplía los cincuenta y dos de su edad, celebrando
con gran pompa su natalicio.

Terminada además la soberbia fábrica del templo de Belén, el monarca
lusitano le abría y le mostraba por vez primera a su pueblo haciendo
cantar en él un solemne _Te Deum_.

Su alteza, acompañado de su tercera mujer, la reina Doña Leonor, hermana
del César Carlos V, con más ricas y pomposas galas que nunca y
circundado de brillante y vistosa comitiva, había acudido a la iglesia
para presenciar la ceremonia religiosa y darle mayor lustre.

Aunque el templo es espacioso, sólo se había permitido entrar en él a
los convidados; porque si hubiera tenido franca entrada la muchedumbre,
no pocos se hubieran maltratado allí dentro, a causa de los miles y
miles de personas que habían venido a la fiesta, no sólo de Lisboa, sino
de otras ciudades y villas de Portugal y aun de reinos extraños.

La muchedumbre, pues, se agitaba y bullía fuera del templo,
extendiéndose a un lado y a otro hasta la misma orilla del Tajo como
enorme mosaico de cabezas humanas.

La mayor parte de la gente estaba a pie, si bien a trechos descollaban
no pocas personas montadas en caballos y en mulas o levantadas en sillas
de manos por esclavos o sirvientes.

A la puerta del santuario, en el atrio y también a la puerta del
convento, guardaban los caballos de los reyes y de su séquito,
custodiados por pajes y lacayos y por buen golpe de lanceros de la
guardia del Rey.

A pesar de los mil murmullos y gritos de tan gran número de gentes, que
reían, chillaban, hablaban o disputaban, el majestuoso sonido del órgano
y el canto sagrado de los frailes, repercutiendo en las altas bóvedas
del templo, salía a veces de él y se difundía en ráfagas sonoras sobre
los asistentes que se hallaban más cerca.

Apenas estaría mediada aquella fiesta, que parecía absorber enteramente
la atención del pueblo, cuando sobrevino algo que distrajo dicha
atención, excitando la curiosidad general.

Por el camino de Lisboa, y abriéndose paso por entre el apiñado gentío,
aparecieron en sendos y magníficos caballos, ricamente enjaezados, dos
muy lozanos caballeros, bizarramente vestidos de gala.

Parecía uno de ellos hombre de veinticinco años de edad, de barba y ojos
negros, airoso talle, anchas espaldas, robustos hombros y rostro
hermosísimo. En todo él había además algo de noble, raro y peregrino,
como procedente de tierras extrañas, y en el gesto y en los ademanes un
no sé qué de soberbio e imperativo que infundía involuntariamente
respeto.

Era el otro jinete mozo barbilampiño. Su blanco y sonrosado rostro, sus
ojos azules y los rubios cabellos que coronaban su cabeza, cubierta de
un lindo birrete de velludo blanco, por bajo del cual caían dichos
cabellos en rizadas ondas de oro, casi hubieran dado al gentil
extranjero la apariencia de una disfrazada andante damisela, si no
hubieran mostrado que era muy hombre, la energía insolente de su mirar,
su briosa apostura y el desahogo y la destreza conque manejaba y
dominaba su fogoso caballo, que retenido por él hacía piernas, se
encabritaba impaciente y tascaba el freno, cubriéndole de espuma.

Entre la plebe, las personas curiosas se preguntaban unas a otras
quiénes eran aquellos dos galanes. Y como no faltó allí quien ya los
hubiera visto, en la gran posada de la Calle Nueva, donde ellos habían
venido a parar y donde habían declarado su condición y sus nombres,
pronto pasaron estos de boca en boca, y por donde quiera se oía decir:

--Esos son dos ricos y elegantes aventureros de Castilla; el más granado
se llama Miguel de Zuheros, por sobrenombre Morsamor; y el jovencito,
que es su doncel, se llama Tiburcio de Simahonda.




-II-


La función de iglesia llegó pronto a su término. Los soldados de la
guardia empezaron a abrir calle, a fin de que la regia comitiva pudiese
pasar holgadamente por entre la muchedumbre que a un lado y a otro se
apiñaba, procurando cada cual ponerse delante para ver y acaso para ser
visto del Rey, de la Reina o de los señores y damas de la corte y
alcanzar de alguno de ellos un saludo o una amable sonrisa.

Miguel de Zuheros y Tiburcio no se hallaban por dicha muy lejos de la
calle que se iba abriendo, y como estaban a caballo bien podían verlo
todo por cima de las cabezas de los que estaban a pie. Así es que no se
molestaron ni se movieron para buscar mejor sitio, como si se
avergonzasen de mostrar curiosidad plebeya.

No salió el Rey por la puerta del templo, sino por la del atrio cercado
de magnífico claustro, donde habían montado a caballo él y cuantos le
acompañaban.

Cuando la lucida cabalgata apareció ante el gran público, la admiración
general dio muestras de sí en murmullos, exclamaciones y vítores.
Aquello era verdaderamente espléndido: un derroche de sedas, randas,
plumas, oro y pedrería. Los caballos, magníficos; vistosos, los arreos.
Los rayos del sol refulgente herían el bruñido acero de las armas, las
joyas, los metales preciosos y los áureos bordados, deslumbrando todo la
vista con fúlgidos destellos. El Rey llevaba aquel día el _bonete_ y el
estoque de honor, que le había regalado el Padre Santo y que sólo sacaba
en las más solemnes ocasiones. La Reina Doña Leonor, muy bizarra y
lujosamente vestida y tocada, cabalgaba a la derecha del Rey. Les
seguían y lo circundaban las principales damas de la corte y muchos
egregios personajes del reino, ilustres por su nacimiento o por armas y
letras.

El hermano Tiburcio, convertido en escudero o doncel, era un prodigio
para enterarse de todo a escape. No sabemos, si sólo por naturaleza o
por virtud de la magia que había estudiado, gozaba de pasmosa aptitud
para averiguarlo todo; para reconocer a los sujetos notables, aunque
nunca los hubiese visto; y para narrar la historia de cada uno hasta en
sus más insignificantes pormenores. Además de esta habilidad, poseía
otra más rara aún, que en lo sucesivo valió de mucho a su señor, Miguel
de Zuheros. Tiburcio de Simahonda era, en aquella edad, aunque en grado
más eminente, lo que ha sido en la nuestra el célebre Cardenal
Mezzofanti. Ya fuese empleando un método ingenioso y secreto o caminando
por ignorados atajos, ya fuese por preciosa capacidad nativa, ello es
que Tiburcio a los dos o tres días de oír hablar cualquier idioma, se
penetraba de su organismo, se enseñoreaba de sus formas y leyes
gramaticales, atesoraba en su feliz memoria cuanto había de esencial y
de radical en su léxico, y se soltaba a hablarle correcta y lindamente y
con muy buena pronunciación, como si no hubiera hecho otra cosa en toda
su vida.

Al notar Miguel de Zuheros lo mucho que sabía su doncel, en apariencia
con tan poca edad que apenas le apuntaba el bozo, se daba a sospechar si
sería más viejo que él y si estaría como él remozado o si de cualquiera
otra suerte habría vivido largas y sospechosas vidas anteriores. Miguel
de Zuheros, sin embargo, no persistía en cavilar sobre estas cosas
cuando notaba la sencillez y la naturalidad con que Tiburcio, sin hacer
gala de su ciencia, la mostraba si era menester, y afirmaba haberla
adquirido por medios y caminos, no raros y reprobados, si no lícitos y
vulgares.

En aquella ocasión Tiburcio dio pruebas de lo bien que se enteraba de
todo, señalando a su señor los más conspicuos caballeros y las más
garridas damas, que en aquella procesión se parecían, y diciendo sus
nombres, sus cualidades y su historia.

Nadie llamó tanto la atención de Miguel de Zuheros, como una dama muy
hermosa y muy joven que iba cerca de la Reina.

--Esa es--dijo Tiburcio--la señora doña Sol de Quiñones, íntima amiga y
favorita de la Reina, y nieta de aquel famoso y enamorado D. Suero que
sostuvo el Paso honroso en el puente de Órbigo. Ya ves que es muy bella.
Su beldad, no obstante, queda eclipsada por su discreción, por su
talento, por sus virtudes y por la ingenua candidez de su carácter.
Cuantos la tratan se prendan de ella y se hacen lenguas en su elogio.

Al contemplar tanta pompa y hermosura, Miguel de Zuheros sentía viva
impaciencia de darse a conocer y de ser presentado en la corte. Pensando
en cómo lo conseguiría de la manera para él más favorable, vio pasar la
comitiva toda.

Aún salía mucha más gente del templo, y nuestros dos aventureros
permanecieron parados para verla salir.

Ya de los últimos, apareció un pequeño grupo que montó a caballo a la
puerta del templo y que pasó muy cerca de Miguel de Zuheros, excitando
su curiosidad. Tiburcio la satisfizo diciéndole:

--Esos dos galanes, que van como cautivos al lado de las damas, son
Pedro Carvallo y Ramón de Acevedo, valientes soldados de fortuna ambos,
que han vuelto de la India con más oro que pesan. La graciosa morenita,
que ríe a carcajadas y se zarandea y se mueve come si estuviera hecha de
rabillos de lagartijas, es la muy ponderada ninfa gaditana, conocida ya
en gran parte del mundo, con el extraño apodo que su compañera le ha
dado. La llaman Teletusa la Culebrosa, en conmemoración de la Teletusa
antigua y clásica, a quien celebra Marcial en uno de sus epigramas por
lo bien que bailaba, repiqueteaba las castañuelas y hacía otros
primores. La principal figura del grupo, y por serlo la he dejado para
lo último, es nada menos que donna Olimpia de Belfiore, una de las más
artísticas, hermosas, sabias y elocuentes mujeres, que ha producido
Italia en nuestros días, en que renacen, más allí que en otras regiones,
la antigua cultura greco-romana y las ciencias y artes de amor, de paz y
de guerra. Atraída donna Olimpia por la trascendente fama del esplendor
y de la riqueza de esta capital, ha venido a ella, hará dos semanas, en
compañía de su amiga y en cierto modo discípula, la de Cádiz, a quien ha
dado el nombre que ya te he dicho de Teletusa. Porque es de saber, que
la tal donna Olimpia, lejos de ser una hembra adocenada, tiene
portentoso ingenio y despunta por su mucha doctrina. En Italia la
celebran de _mirabilmente colta_. Sabe latín como Nebrija; sabe también
algo de griego; ha leído los poetas e historiadores antiguos y clásicos
y los de su patria, y entiende tanto de cuanto hay que entender, que
pasa por un Pico de la Mirándola o por un Fernando de Córdoba, con
faldas.

A este punto de su perorata llegaba Tiburcio, cuando donna Olimpia y los
que le acompañaban pasaron casi tocando con Miguel de Zuheros, el cual
pudo ver bien y de frente a la dama. Estrella de amor le pereció y de
primera magnitud y deslumbrante brillo. Sus cabellos relucían como oro
candente, suponiéndose que se los adobaba y doraba con cierta loción
cosmética de muy pocos conocida, y usada también por la famosa Lucrecia
Borgia, Duquesa de Ferrara. Tanto hubo de ser así que no faltó en aquel
tiempo quien asegurase, que el precioso rizo que tenía Pietro Bembo en
el principio de su ejemplar de Lucrecio, donde está la invocación a
Venus, rizo que se conserva aún en la Biblioteca Ambrosiana de Milán, no
era de la Duquesa de Ferrara, sino de la tal donna Olimpia. Sea de esto
lo que se quiera, lo que nos importa añadir aquí es que el aspecto,
ademán y entono de donna Olimpia estaban llenos de reposada majestad. De
sus años no sabemos qué decir. Como las deidades mitológicas, como los
seres inmortales, su edad era problemática; era casi un misterio. Se
diría, no obstante, que aquel astro culminaba entonces en el meridiano
de su belleza y de su gloria. Sobre la hacanea torda en que iba y
sentada sobre blandos cojines en elegantísimo sillón o jamugas, semejaba
una emperatriz en su trono.

Al encararse con Miguel de Zuheros, mirándole de frente, le hizo bajar
los ojos deslumbrado por la viveza de aquel mirar y por la fuerza
magnética de aquellos ojos verdes o glaucos como los de Minerva, Medea y
Circe, y que podrían compararse a dos esmeraldas ardiendo en llamas.

Donna Olimpia era alta y bien formada, pero, más que esbelta, amplia y
exuberante sin perder la gracia y el hechizo, como las ninfas y diosas
que pintaba Tiziano Vecelli.

Cuando pasaron los del grupo, Tiburcio prosiguió su arenga diciendo:

--Esta donna Olimpia es un prodigio singular. Se ignora la edad que
tiene. Quizá sea como la hechicera Arleta, que se disfrazaba de moza y
enamoraba y seducía a todos los hombres. Su hermosura, sustancial o
aparente, no se puede negar. Tiziano, no hace mucho tiempo, se complació
en retratarla en un cuadro delicioso. Ella está figurando a Venus, con
la ligereza de ropas que tal figuración requiere, pero en su soberbia
cabeza lleva el morrión penachudo, y a sus pies tiene por tierra la
truculenta espada de Marte. Por dichas prendas, que le ha entregado el
Dios de la guerra que está allí contemplándola en éxtasis, le entrega
ella un travieso amorcito, que tiene cogido por las alas y que ha sacado
de una jaula, donde quedan aún presos otros varios hermanos suyos.
Paréceme, señor Miguel, que no os disgustaría que os regalase o vendiese
donna Olimpia alguno de los mencionados hermanos.

Interpelado así bruscamente, contestó Miguel de Zuheros:

--Déjate de eso ahora. En asuntos más graves debemos ocuparnos y más
gloriosas empresas nos conviene acometer. Dime, sin embargo, pues no te
niego que soy curioso, algo más que sepas de donna Olimpia.

--Poco más puedo contarte. Si hemos de creer lo que ella refiere, no ha
habido, en lo que va de siglo, mujer más victoriosa. A sus pies han
estado príncipes y duques, guerreros invictos, acaudalados mercaderes y
laureados poetas como Ludovico Ariosto, Fracastoro, el Aretino,
Sannazaro y muchos más cuyos nombres no acuden a mi memoria. En cierta
farsa o representación alegórica, en el palacio de Alejandro VI, hizo
una vez la figura de la Justicia, con la balanza en su fiel, pesando
méritos y repartiendo premios según a cada uno le tocaba. Se cuenta, por
último, que donna Olimpia, allá en su primera mocedad, se lució una vez
en la academia platónica de Florencia, pronunciando un sublime discurso
sobre el amor, que oyó Marcilio Ficino, ya viejo, y quedó embelesado de
oírle.

--Vamos, vamos, no me cuentes más de esa mujer. Basta con lo que has
dicho para comprender que es la más desvergonzada de las aventureras.

Terminada aquella conversación, Miguel de Zuheros y su doncel soltaron
las riendas a sus caballos, y a buen trote, y buscando rodeos para no
tropezar con la muchedumbre que atajaba el paso, se dirigieron a la
Plaza del Rocío, para ver de nuevo la procesión o pompa regia, que debía
pasar por allí. En seguida, según estaba anunciado, la procesión subiría
a iglesia del Carmen, edificada sobre un cerro, que domina dicha plaza,
y donde se ven y persisten aún sus ruinas, después del terremoto
horrible que la destruyó en 1755.

En la iglesia del Carmen se venera una imagen de la Virgen de los
Dolores, de quien era el Rey muy devoto y a quien iba a presentar rica
ofrenda y a dar fervorosas gracias por los recientes triunfos que las
armas portuguesas habían alcanzado en Ceilán y en otras islas más
remotas.




-III-


La procesión iba con tanta pausa, que Miguel de Zuheros y Tiburcio no
tuvieron que apresurarse para llegar a la Plaza del Rocío antes de que
la procesión llegara.

Poca gente había aún en dicha plaza, en uno de cuyos ángulos se pararon
nuestros aventureros. Todo en torno estaba sosegado. El escaso público
hablaba en voz baja y hacía poco ruido, pero de súbito todo cambió de
aspecto, levantándose allí cerca furioso tumulto. La gente se agolpaba a
donde el tumulto había empezado: unas personas para tomar parte en él y
por curiosidad otras. Un anciano de venerable aspecto, de blanca y
luenga barba, vestido de negro a la italiana, y acompañado sólo de otro
de menos edad, que parecía ser su familiar o secretario, estaba rodeado
de hombres y mujeres del pueblo, de esclavos negros y de muchachuelos
vagabundos, que en ademán hostil le insultaban y amenazaban a gritos,
llamándole marrano, enemigo de Cristo y perro judío.

Sin provocar más la furia del populacho, y sin tratar tampoco de huir,
el anciano miraba con serenidad y calma a los que le ofendían,
manifestando en sus miradas, no indignación, sino dulce y resignada
tristeza.

Aquel grave modo de sufrir la injuria, así como el valor pasivo de que
el anciano daba pruebas, contuvieron por algunos momentos la furia del
populacho. Los gritos no obstante de perro judío y de marrano, que los
más desaliñados y maleantes no se cansaban de repetir, sobreexcitaron
las malas pasiones. Todavía quedaba alrededor del denostado, un claro o
vacío no pequeño; pero el círculo se iba estrechando, y era de temer,
era casi seguro, que pronto las ofensas de palabra iban a convertirse en
rudas ofensas de hecho. Ya algunos pilletes y mujercillas habían
disparado contra el anciano desperdicios de berzas y frutas, y alguien
también había escupido sobre él, aunque sin tocarle.

Un mulato, el más insolente de la chusma, avanzó hacia el anciano con la
mano levantada como para darle en el rostro. El anciano permaneció
impasible e inmóvil, apoyado en la larga bengala que le servía de
báculo; pero su secretario o familiar, más joven y robusto, perdió
paciencia, se interpuso, hizo cara al mulato y le sacudió tan fuerte
puñetazo, que lo derribó por tierra.

La ira popular rompió entonces todo freno. Hombres, mujeres y chiquillos
cayeron sobre los dos, al parecer forasteros y judíos, y sin duda los
hubieran despedazado, si no acuden muy a tiempo Miguel de Zuheros y
Tiburcio, abriéndose paso por entre la alborotada y amontonada
muchedumbre y sacudiendo golpes sobre ella, con las espadas desnudas,
aunque procurando que fuese de plano, para no causar heridas ni muertes.

Sorprendida y asustada la turba por aquella súbita e imprevista
intervención, retrocedió no poco, dejando despejado un largo trecho en
torno de los forasteros inermes, delante de los cuales se pusieron
prontos a defenderlos los otros dos forasteros a caballo.

El populacho, no obstante, pasado su primer asombro, arremetió contra
Miguel de Zuheros y Tiburcio, yendo algunos de los que acometían armados
de garrotes y de puñales.

Sangrienta hubiera sido aquella pendencia, y tal vez de éxito fatal para
nuestros dos héroes, si de repente no hubieran recibido el socorro de un
gallardo mozo, más joven en apariencia que Tiburcio, a caballo también,
elegante y ricamente vestido, y con el escudo de las armas reales
bordado en la sobreveste, manifestando así que era mozo fidalgo o menino
de la cámara del Rey.

Su nombre corrió entonces de boca en boca entre la plebe. Era el
simpático Damián de Goes, que privaba mucho con el soberano.

Por lo pronto tuvo esto a raya a la multitud, pero no faltó quien la
irritase, y empezó entre los tres caballeros por una parte, y siete u
ocho fidalgos que estaban a pie y vinieron a auxiliarlos, y por otra
parte la desarrapada muchedumbre, una muy reñida escaramuza, que hubiera
terminado en tragedia, si por dicha no hubiesen amortiguado la cólera de
todos, parándolos atónitos y respetuosos el resonar de los clarines y el
estruendo jubiloso de las aclamaciones que anunciaban la entrada en la
plaza del Rey y de su comitiva.

Aunque la lucha cesó, no cesó tan a tiempo que el Rey no se enterase de
ella. Y mandados por él, se adelantaron algunos soldados de su guardia,
rompieron por medio de la apiñada multitud y llegaron al centro mismo
donde se hallaban los que dieron ocasión al alboroto.

Damián de Goes, haciéndose seguir de Miguel de Zuheros, de Tiburcio y de
los dos forasteros desconocidos, llegó donde estaba el Rey y le refirió
todo el suceso.

Dirigiéndose el Rey al anciano desconocido, le preguntó:

--¿Y tú quién eres y de dónde sales, viniendo a perturbar la alegría y
la paz de Lisboa en ocasión tan solemne?

Con serenidad y desenfado respetuoso y en correcta y elegante lengua
portuguesa, el anciano contestó al Rey:

--Yo señor, he nacido en Lisboa. Aquí he pasado los mejores años de mi
vida. Las _saudades_ de mi ciudad natal y (¿por qué he de negárselo a
Vuestra Alteza?) negocios importantes de mi casa me han hecho volver a
Portugal, que abandoné muy niño, cuando ya estoy viejo, aunque más
abrumado por los pesares que por los años. Pensaba yo permanecer en
Portugal muy poco tiempo, y no recelaba que nadie me reconociese,
descubriendo y divulgando mi nombre, mi religión y mi casta, tan
aborrecida hoy en España toda. Por desgracia no ha sido así. Interesados
enemigos míos me han reconocido, han hecho correr la voz entre el vulgo
de que soy israelita y han causado el atropello de que yo hubiera sido
víctima, si estos nobles caballeros no me socorren.

--¿Y cuáles son tu condición y tu nombre?--preguntó el Rey.

Temeroso de que no le diesen crédito, vaciló en declararlos el anciano.

García de Resende, que acompañaba al Rey y no estaba muy lejos, se
acercó entonces y dijo:

--Bien puede Vuestra Alteza estar satisfecho de que este anciano haya
quedado libre de toda injuria. No sólo es portugués, sino uno de
aquellos portugueses que dan más gloria a Portugal en esta nuestra edad
para Portugal tan gloriosa.

Y dirigiéndose luego al anciano y alargándole la diestra para estrechar
amistosamente la suya, añadió el ínclito trovador:

--¿Te has olvidado acaso de mí y del amistoso lazo con que nos unimos en
Roma y de las largas pláticas que allí teníamos, cuando estuve yo como
Secretario de la pomposa Embajada de Tristán de Acuña?

--¿Cómo había yo de olvidarme de García de Resende?--respondió el
interrogado--. Yo no podía olvidar a uno de mis mejores amigos, cuyo
Cancionero además, regalado por él, hace mi delicia y me vale,
leyéndole, para conservar y perfeccionar en mi alma la lengua
portuguesa, que fue la primera que hablé.

--Pero a todo esto--exclamó el Rey con impaciencia y encarándose con el
anciano--tú no acabas de decirme quién eres.

--Perdona mi tardanza, señor.

Y añadió luego, echándose a los pies del Rey:

--Yo soy el hijo de un leal criado de tu heroico antecesor Alfonso V el
Africano. Yo soy Judas Abravanel, más conocido hoy en el mundo con el
nombre de León Hebreo.

Apenas Judas Abravanel hubo pronunciado estas palabras, muchos de la
comitiva, y particularmente las damas, le cercaron para contemplarle y
aplaudirle. Sus discretísimos _Diálogos de amor_ eran muy admirados en
la corte. La Reina, la Infanta doña Beatriz y otras muy sabias señoras
se deleitaban leyendo en italiano aquellas tan sublimes filosofías.
Todas, pues, se dieron el parabién de que León Hebreo no hubiera sido
gravemente ofendido.

El Rey, no sin meditar para mejor ocasión algo en desagravio y obsequio
de León Hebreo, hizo que, por lo pronto, dos de su guardia de a pie le
acompañasen y le escoltasen hasta su posada.

Aunque Damián de Goes había dicho al Rey los nombres de los dos
aventureros castellanos que habían tomado la defensa del ilustre
filósofo israelita, el Rey, por distracción fingida o verdadera, y acaso
por estar depriesa, no les dirigió la palabra y aparentó no fijar la
atención en ellos. Conocedor de las más notables alcurnias y casas de la
nobleza castellana, los apellidos de Zuheros y de Simahonda sonaron mal
y sordamente en sus oídos.

Harto contrariado se sintió de esto Morsamor. No valía la pena de
remozarse y de aparecer otra vez en el mundo como resucitando o
resurgiendo a nueva vida para que le desdeñasen y le hiciesen tan
poquísimo caso como en la vida antigua. Un reniego, apenas articulado,
brotó de sus labios. Morsamor, no obstante, se repuso y disimuló su
enojo, pero Tiburcio no dejó de notarlo y le dijo en voz baja:

--No pierdas paciencia, y ya verás cómo pronto te es propicia la
fortuna.

En efecto, o por benevolencia, o porque los dos aventureros le eran
simpáticos, o para mitigar el desdén o descuido del Rey, Damián de Goes
estuvo afabilísimo con ellos y los movió a seguirle a la iglesia del
Carmen, en pos de la comitiva del Rey.

Contrariado y triste se mostraba Damián de Goes, que era muy humano y
benigno, de la feroz conducta que había tenido la plebe lisbonense con
Judas Abravanel. Esto retrajo a su memoria la horrible matanza de judíos
que pocos años antes, siendo él todavía muchacho, había hecho la plebe
de Lisboa, fanatizada y enfurecida por algunos frailes y secundada por
marineros de diversos países de cuantos barcos estaban anclados en el
Tajo. Tres días duraron el saqueo y la matanza. Más de quinientos judíos
murieron quemados, y degollados cerca de dos mil. El hedor de la carne
chamuscada, de los cadáveres insepultos y de la sangre corrompida
infectaba el aire. El Rey Don Manuel el Dichoso se hallaba entonces en
Évora. Cuando volvió a su capital castigó, severamente justo, tan cruel
infamia, haciendo ahorcar a varios de los amotinados y a dos o tres de
los frailes instigadores. Los judíos portugueses, y no pocos de los
expulsados de Castilla que en Portugal se habían refugiado, con mayor
recelo del rencor de la plebe que confianza en el escarmiento que pudo
causar el castigo, no osaban desde entonces aparecer en público en días
de fiesta y solemnidad religiosa. Lamentable imprudencia había sido la
de León Hebreo.

Pensando casi en alta voz, y según iban subiendo a la iglesia del
Carmen, el futuro historiador del Rey Don Manuel, más excitado por el
amor de la humanidad que por el amor de la patria, deploraba y condenaba
la ferocidad de sus compatriotas contemporáneos así contra los judíos en
Portugal como allá en la India contra las diversas gentes, musulmanas y
gentiles, que iban venciendo y sujetando.

Nuestro Tiburcio, que iba al lado de Damián de Goes, procuró consolarle
diciendo de esta manera:

--No os apesadumbréis tanto, mi buen señor, por lo tremendos y feroces
que suelen mostrarse en el día los hombres de esta península, engreídos
por sus triunfos y por su predominio en la tierra. Al cabo, no sin
piadoso designio, entiendo yo que ha dispuesto la Providencia que sean
las naciones de Aragón, Portugal y Castilla las que prevalezcan y
descuellen en esta edad, todavía algo bárbara y de costumbres poco
suaves. El sentimiento y la creencia de la fraternidad y de la igualdad
humanas están más hondamente arraigados y grabados en el corazón y en la
mente de los pueblos del Mediodía de Europa que en el corazón y en la
mente de los pueblos del Norte. No hay castellano, ni portugués, que se
juzgue de una raza superior; que deje de tener por hermanos suyos a los
demás hombres; pero a veces la codicia rompe este lazo fraternal, y por
robar se mata, y a veces una caridad mal entendida mueve al creyente
celoso a infligir duras penas temporales con el intento y buen propósito
de sacar del poder del diablo y de libertar de las penas eternas a los
que están dados al diablo y son sus esclavos. Confieso que lo dicho
tiene inconvenientes enormes, pero aún sería incomparablemente peor si
fuese un pueblo más soberbio quien hoy predominara. Dentro de dos o tres
siglos, cuando el corazón humano se ablande mucho con la cultura, acaso
sean los pueblos del Norte los que predominen sin los horrores y
estragos que hoy causaría su predominio. En el engreimiento del triunfo,
tendrían por evidente que eran una raza superior y nos exterminarían a
todos sus prójimos no creyéndonos tales. Dentro de dos o tres siglos,
según ya he dicho, la culta filantropía no consentirá tan horrible caso.
Lo más que podrá ocurrir, será que con su desdén orgulloso abatan y
hundan en la abyección a los pueblos de que se enseñoreen, y que tal
vez, predicándoles y enseñándoles doctrinas religiosas contrarias a la
fe católica, sin el esplendor artístico y sin la pompa de sus ritos y
con un concepto tremendo y duro de la justicia divina, no templada por
la misericordia, entristezcan y desesperen a sus catecúmenos y los hagan
morir de aburrimiento. Así presumirán ellos que, sin crueldad, van
despejando de razas inferiores la superficie de nuestro planeta para que
se extienda por toda ella, crezca y se multiplique la raza superior a
que pertenecen.

La extraña teoría de Tiburcio no convenció a Damián de Goes, pero le
hizo reír; y si no la halló verdadera, la halló chistosa.

Morsamor, distraído y taciturno, no prestó atención a lo que Tiburcio
decía.

Así llegaron a la puerta de la iglesia del Carmen, y, encomendando sus
caballos a sendos palafreneros de la Casa Real, que los tuvieron de la
brida, entraron en la iglesia, donde se hallaban ya el Rey y todo su
séquito.




-IV-


Poco tiempo permaneció Morsamor en la iglesia. Pronto salió de ella
acompañado de Tiburcio que le seguía como su sombra.

--Yo no podía estar allí--dijo Morsamor--. Aquel ambiente me sofocaba.
Me consideré reo del sacrilegio más espantoso. Fraile perjuro a sus
votos imaginé que me arrojaban del santuario aquellos mismos tres
ángeles poderosos que armados de azotes y montados en fantásticos
corceles, arrojaron del templo de Jerusalén, para que no le profanase,
al impío Heliodoro, ministro del rey de Siria.

--Mucho exageras tu pecado y el castigo que merece--contestó Tiburcio--.
Te atormentas en demasía. Es muy excepcional tu situación. Tú debes ser
también excepcionalmente juzgado. Tu vida de ahora es vida nueva por
completo. Tu remozamiento casi es resurrección. Desecha remordimientos
vanos. No te tengas por la misma persona que hizo sus votos en el
convento de Sevilla. Cree más bien que eres el hijo de aquel fraile, que
te engendró antes de entrar en la regla, y hasta que eres el nieto de
aquel otro aventurero Morsamor que andaba por el mundo en el reinado de
Enrique IV de Castilla.

Morsamor replicó:

--Quiero suponer que tienes razón en lo que dices. Me serenaré; me
aquietaré creyéndome otro del que era. Algo hay, no obstante, que me
amarga y emponzoña esta nueva vida y me persuade de que soy el mismo: el
desdén, el menosprecio con que todos me miran. Con rapidez ha pasado por
mi alma, pero dejando en ella doloroso rastro como si fuese metal
derretido, un abominable pensamiento. Si yo me hubiese lanzado de súbito
sobre ese rey presuntuoso que me desdeñaba, y le hubiese dado violenta
muerte, de súbito también hubiera salido yo de la insignificante
obscuridad en que me veo y las diez mil voces de la Fama hubieran
llevado mi nombre por el mundo todo.

--Menester es--interpuso Tiburcio--que deseches esa ridícula y constante
preocupación de que no te hacen caso. El tenerla ha sido hasta hoy causa
principal de que no te le hagan. Tal preocupación proviene de sobra de
vanidad y de falta de orgullo. Quien anhela que le hagan caso es quien
no está seguro de su propio valer. Ora duda de él y quiere que los
extraños confirmen y acrediten que le tiene; ora en el fondo de su
atribulada conciencia se ve ruin, necio y para poco, y aspira sin
embargo, a imponerse, engañando al mundo. Al orgulloso, al que hace alta
estimación de sí propio, poco o nada le preocupa la estimación de los
demás. Si no le estiman es porque no le comprenden. Y si le estiman,
todo el caso que hagan de él no aumentará en un escrúpulo, en un átomo,
la importancia que él se atribuye. En lo antiguo, entre los gentiles,
era muy frecuente esa preocupación que tú tienes ahora. Sin duda por el
afán de lucirse y de inmortalizarse, así como Eróstrato incendió el
templo de Diana en Efeso, hubo muchos que, sintiéndose ruines, amaron la
celebridad más que la vida, y no por amor a la libertad y a la patria,
sino por amor de la vanagloria, dieron muerte a sendos reyes o tiranos.
El gran satírico de Roma lo consigna en sus versos: _Pocos son los
tiranos y los reyes que descienden al infierno con muerte sosegada y
pacífica y sin violencia ni sangre_. La religión de Cristo ha mitigado
este furor de celebridad. Acaso llegue un día en que las creencias sean
menos firmes, y entonces movidos los miserables por la sed de nombradía,
volverán a intentar o a perpetrar crímenes que los levanten sobre los
demás hombres, aunque sea en el patíbulo. Tiene de bueno la humildad
cristiana, que es de todo punto contraria a la vanidad aviniéndose con
el orgullo recto y sano. Después de exclamar, con el muy elocuente
Obispo de Hipona: _¡Gran cosa es el hombre hecho a imagen y semejanza de
Dios!_, ¿quién ha de preocuparse de que en esta baja tierra le hagan o
no le hagan caso? Si ha de consistir nuestra aspiración en _ser
perfectos como nuestro Padre que está en el cielo_, ¿qué añaden a la
suma de lo perfectible las vulgares alabanzas y los honores mundanos? El
buen imitador de Cristo se muestra sin duda muy humilde, pero es con
relación al Dios que ama y adora. Postrado ante su Dios es despreciable
pecador, es vil gusano, pero esa misma humillación le encumbra luego. El
humilde Francisco de Asís sube al cielo, y, si hemos de dar fe a la
revelación que tuvieron sus hijos espirituales, fue a sentarse en el
esplendoroso y elevadísimo trono que dejó allí vacante Lucifer después
de su rebeldía. Y no dilato más mi razonamiento. Básteme concluir
aconsejándote que no hagas el menor caso de que te hagan o de que no te
hagan caso. La estimación se la da uno mismo sin necesidad de que se la
dé nadie. Otras son las mil cosas materiales e inmateriales que están
fuera de nosotros y que fuera de nosotros es menester buscar y hallar.
Como ejemplo de las inmateriales pongo el amor. Ya encontrarás tú quien
te ame. Como ejemplo de las materiales, casi como cifra y compendio de
todas ellas, pongo el dinero, y ese le tenemos en abundancia, gracias a
la espléndida munificencia del Padre Ambrosio. Alégrate pues, y ten
pecho ancho. Ya el Padre Ambrosio, en su previsora sabiduría, habrá
dispuesto los sucesos de tal manera que pronto te atiendan, no como fin,
pues basta que te atiendas tú, sino como medio de realizar otros fines.

Aquí llegaba Tiburcio en su singular perorata, cuando salió de la
iglesia un viejo venerable, ricamente vestido, como muy principal
hidalgo que era. Y parándose delante de Morsamor y mirándole de hito en
hito con jubilosa sorpresa, le dijo:

--Sois, señor, el vivo retrato, no sé si de vuestro padre o de vuestro
abuelo, a quien conocí y traté hará ya medio siglo, pero cuya imagen
está grabada en mi memoria con rasgos indelebles. Le debí primero
franca, leal y cariñosa amistad y después, la vida. Yo me llamo Duarte y
soy hijo del heroico Pedro de Mendaña, quien después de la batalla de
Toro se mantuvo tanto tiempo en el castillo de Castronuño, contra todo
el poder de Castilla. Un valeroso aventurero de aquella nación, cuyo
nombre era como el vuestro Miguel de Zuheros, y cuyo sobrenombre de
guerra era también Morsamor, fue en aquel castillo mi constante
compañero de armas. Audaces correrías hicimos a menudo en el país
enemigo. Talamos sus panes, saqueamos alquerías y granjas y volvimos no
pocas veces a nuestra fortaleza cargados de botín riquísimo. En una de
estas excursiones, que no olvidaré nunca, nos cercó gran golpe de
villanos armados y de gente guerrera a caballo. Allí me derribaron del
mío, asaz mal herido, y allí hubiera muerto yo, si Morsamor no me
defiende con extraordinario brío. Él pudo rechazar por algunos instantes
a los que nos cercaban, ponerme con increíble ligereza a las ancas de su
corcel, y huir conmigo a todo escape entre un diluvio de flechas y de
balas. Así pudimos refugiarnos en el castillo de Castronuño. Poco tiempo
después desalojó mi padre el castillo en virtud de muy honrada y
ventajosa capitulación. Siete mil florines cobró mi padre del castellano
por el favor que le hizo de abandonar la fortaleza y de volverse a su
patria. Entonces nos separamos de Morsamor que se quedó en Castilla.
Como yo le debo tanto, jamás he podido olvidarle, aunque no volví a
verle ni a saber de él después. Ya en aquella época era él, sin duda, de
mayor edad que tú ahora. Precoces arrugas surcaban su rostro, y en sus
cabellos y en su barba, negros como la endrina, blanqueaban bastantes
hilos de plata. Morsamor era más joven, pero aparentaba tener más de
cuarenta años. Tú resplandeces ahora en juventud lozana. Acaso no hayas
cumplido aún los veinticinco. Entiendo, pues, que no eres el hijo, sino
el nieto de mi salvador y amigo de tu mismo nombre. Permíteme que
reanude contigo los lazos de aquella amistad, que te pague la deuda de
mi gratitud y que estrechamente te abrace.

Morsamor se dejó abrazar y abrazó también con efusión a Duarte de
Mendaña, recordando el beneficio que le hizo, aunque aceptando que el
bienhechor no había sido él, sino su abuelo.

--Así es mejor--dijo Tiburcio riendo y por lo bajo--. Así te triplicas y
de ti mismo te forjas antepasados. Así te asemejas a cierto mercader que
el Padre Ambrosio conoció en Roma, de quien contaba que se hizo retratar
en escultura y en pintura, con trajes de todas las edades, hasta de
aquella en que florecieron los Scipiones y los Favios. Con tan buena
maña se formó larga serie de progenitores ilustres.

Como quiera que ello fuese, el reconocimiento que Duarte de Mendaña hizo
de Morsamor, le sirvió de mucho, allanó dificultades, disipó recelos e
hizo que el Rey le hablase y le recibiese en su corte.




-V-


Recibidos ya en la corte Morsamor y su doncel Tiburcio, lograron pronto
ser estimados y queridos.

Las fiestas de todo género se sucedían entonces sin un momento de
descanso. El Rey quería celebrar el concertado enlace de su hija la
Infanta doña Beatriz con el Duque de Saboya, y anhelaba deslumbrar a los
embajadores de aquel potentado, que iba a ser su yerno, con el lujo, la
magnificencia y el esplendor de la capital de sus dominios. El tiempo
volaba sin sentir en medio de tantos deleites. Hubo brillantes saraos,
festines, cacerías y giras campestres variadas y amenas.

Tiburcio, que era muy alegre y decidor, divertía y regocijaba a las
damas y tenía con ellas mucho partido. No alcanzaba tanto favor con los
hombres. Tal vez le envidiaban muchos. Tal vez se dolían otros de la
insolente suerte con que les ganaba el dinero cuando jugaban a los
dados.

De todos modos, aunque era muy lucido el papel que Tiburcio hacía,
Morsamor se adelantaba en lucimiento y obtenía aplausos mayores.

Muy celebrado fue Tiburcio por la serenidad y la destreza con que en una
montería a caballo, hirió con su rejón un enorme y espumante jabalí,
dejándole muerto. Pero Morsamor aún fue más aplaudido, porque, en
cerrado coso, a caballo, y armado también de frágil bastón en cuya
extremidad había acicalado hierro, lidió y mató bravos toros entre las
entusiastas aclamaciones de caballeros y de damas.

Sin duda entonces hubo de prendarse de Morsamor doña Sol de Quiñones. Lo
cierto es que él se prendó de ella, hizo gala de que la servía y vistió
sus colores.

Cuando se dispuso que hubiese también algo a modo de justas, donde los
caballeros luciesen su habilidad en varios ejercicios a la jineta,
corriendo sortijas y tirando bohordos, Morsamor quiso tomar parte en las
justas y lucir en ellas una empresa significativa de los sentimientos
amorosos que doña Sol le había inspirado.

Consultado sobre el caso a Tiburcio, que de todo entendía, Tiburcio hubo
de decirle que no le parecía mal su propósito, con tal de que la empresa
no fuese sobrado jactanciosa, ni tampoco muy clara ni muy obscura, sino
dotada de la discreción conveniente y con lema, mote o divisa de notable
concisión y más bien en latín que en idioma moderno.

Tiburcio añadió luego:

--Esto de las empresas es usanza muy agradable y muy seguida en el día.
No hay príncipe, ni monarca, ni valiente y enamorado caballero que no
guste ahora de salir luciendo alguna empresa, ya en su sobreveste, ya en
su bandera o estandarte, ya en la cimera de su yelmo. Algunas de estas
empresas han sido y son muy celebradas por el tino y primor con que
expresan el pensamiento, la intención o el valer de quien las usa. De
aquí que varones muy doctos no han desdeñado inventarlas, sino que lo
han tenido a mucha gloria. De Antonio de Nebrija, egregio maestro en
Castilla de letras humanas, se cuenta que inventó la empresa del Rey D.
Fernando el Católico, la cual era el nudo gordiano, desbaratado y roto
por la mano y espada de Alejandro, con un letrero que decía: _Tanto
monta_, o sea que es lo mismo romper que desatar. Y más tarde el Sr.
Luis Marliani, Obispo de Tuy y médico y matemático insigne, inventó
empresa todavía mejor, para el César Carlos V, reemplazando el eslabón
de Carlos el Atrevido, Duque de Borgoña. Y fue y es la tal empresa la
representación de las columnas de Hércules, con esta letra: _Plus
ultra_; breves, elocuentes y sublimes palabras, que evocan en la mente
de quien las lee la inmensidad del Océano, las islas y los continentes
incógnitos, el nuevo mundo en suma, descubierto y dominado por la
tenacidad, la osadía y la ventura de los hijos de Iberia. Empresas
políticas son estas; pero también los galanes enamorados han solido
inventar en ocasiones muy graciosas y gentiles empresas. Veamos si a ti
se te ha ocurrido alguna que merezca elogio y que convenga a tus fines.

Morsamor contestó:

--En verdad, se me ha ocurrido una empresa, que me parece bien. Si peca
por algo, es por ser sobrado clara. Pongo yo un campo dividido en
quiñones o suertes, pero que nadie puede cultivar ni gozar porque le
rodea una salamandra que en torno del campo se enrosca. Y en el centro
hay un sol de oro cuyos rayos enamoran a la salamandra a par que la
queman. Y de la boca de la salamandra sale una cinta que va hacia el sol
y lleva este escrito: _En ti vivo, muero y ardo_.

Tiburcio no pudo menos de hallar la empresa sutil e ingeniosa; pero como
era muy franco y decía su parecer sin rodeos y aconsejaba con toda
libertad, habló a Morsamor de esta suerte:

--De perlas encuentro yo todo eso. He de permitirme, no obstante, hacer
algunas observaciones, y aun de atreverme a aconsejarte y amonestarte,
pues aunque novicio y más joven que tú, soy como el apoderado y
representante del sapientísimo Padre Ambrosio, en cuyo nombre hablo.
Declaro, pues, en su nombre, que estos enamoramientos son un tanto
cuanto pueriles y pueden ser perjudiciales. ¿Has venido acaso a nueva
vida por la virtud pasmosa de la ciencia para volver a las andadas e
incurrir (perdóname que así las califique) en las mismas locuras y
sandeces de tu vida anterior? Tú te has remozado para acometer grandes
empresas que honren y glorifiquen a ti y a todo el linaje humano y no
para enamorarte como un bobo de una damisela entonada y cogotuda que
acabará por apartarse de sí con melindroso desprecio cuando se satisfaga
y harte su amor propio de recibir adoraciones. Si yo creyese como
Pitágoras que las almas transmigran y que van sucesivamente informando
distintos cuerpos, lo que recelo que pasa en ti, me inclinaría a
entender que de nada vale la tal transmigración para el adelanto de las
almas. Aunque tuviésemos siete vidas como los gatos, haríamos en la
séptima simplezas no menores que en la primera y daríamos idénticos
tropiezos y caídas. Nada censuraría yo si se limitasen estos amoríos a
ser un galante y fugaz pasatiempo, pero los hallo muy mal si son serios.
El inaudito esfuerzo que el Padre Ambrosio hizo para remozarte, no debe
tener tan mezquino resultado.

--Tu amonestación--contestó Miguel de Zuheros--es infundada y hasta
perversa. Blasfemas calificando de sandio y de mezquino al amor, germen
fecundo de virtudes y de grandes acciones. Acuérdate de la divina fábula
de Esopo. Amor bajó del Olimpo para consolar al linaje humano. En el
banquete de los dioses faltó la antigua alegría porque Amor estaba
ausente. Amor volvió entonces al cielo y rara vez y muy de pasada acude
al mundo, donde sus menores hermanos, hijos de las ninfas, toman su
apariencia y le imitan hiriendo las almas vulgares. Pero el verdadero y
celeste Amor hiere las almas escogidas, e hiriéndolas, las habilita y
dispone para llevar a cabo las más altas hazañas. De este celeste Amor
imagino y pretendo yo estar herido. ¿En qué contraría, en qué desluce o
esteriliza semejante enamoramiento el propósito que pudo tener el Padre
Ambrosio al remozarme?

--Mucho podría yo argumentar en contra--replicó Tiburcio--. Para impulso
de grandes hazañas, preferiría yo en ti el amor de la gloria, el de la
patria, el de todo el humano linaje, el de Dios mismo y no el de una
mujer cualquiera. Tal amor tiene no poco de idolatría. Tú te le finges
espiritual y alambicado, mas yo sospecho que no lo es. Yo le creo nacido
del consorcio de tu vanidad mundana con cierto prurito que proviene sin
duda de que al Padre Ambrosio se le fue la mano cuando compuso la poción
preparatoria que te propinó antes de remozarte, vertiendo en ella en
demasía cierto ingrediente: el zumo de las mandrágoras con que Lía
apartaba a Jacob de Raquel y le atraía a su regazo.

--Inverosímil parece--interpuso Morsamor--que tú, siendo tan mozo, dudes
de lo verdaderamente poético o más bien lo niegues, entregándote a
cavilaciones diabólicas.

--¿Quién sabe?--dijo Tiburcio--. Posible es que tenga yo algo de diablo,
pero, aun así, yo sería siempre un diablo muy puesto en razón y muy
juicioso.

Sin enojo oyó Morsamor las amonestaciones de Tiburcio, pero no atendió a
sus consejos y siguió pretendiendo y rindiendo culto a doña Sol de
Quiñones.

En las justas figuró con brillantez y lució la empresa que él mismo nos
ha descrito.

Hubo en palacio otra magnífica fiesta. El egregio poeta Gil Vicente
había compuesto un auto alegórico y mitológico para celebrar la boda de
la Infanta y desearle toda ventura en su viaje a los Estados de su
esposo. El auto se representó en palacio con gran lujo y primor en los
adornos y vestimentas de cuantos farsantes figuraron en él.

Nada menos que la Divina Providencia toma las convenientes medidas y lo
apercibe todo para que la navegación de la recién desposada sea
próspera, decorosa y grata. A este fin llama a Júpiter y le encomienda
el asunto. Júpiter entonces convoca y reúne a las divinidades de los
mares y de los vientos y con ellas arregla y ordena tan benignamente las
cosas que la Infanta puede llegar al puerto de Villafranca, sana, salva
y complacida, como llegó en efecto.

El lindo y candoroso auto de Gil Vicente se titula _Cortes de Júpiter_,
y fue muy aplaudido por el noble auditorio. Pero, en medio de los
aplausos, no faltaron cortesanos y damas que en voz baja hablasen de un
sujeto cuya ausencia no extrañaban aunque hacían sobre ella comentarios,
tal vez piadosos, tal vez malignos.

Era este sujeto el trovador Bernardín Riveiro, estimado como nuevo
Macías. Nadie ignoraba su audacia, su fervoroso amor a doña Beatriz. Y
no pocos creían que ella había correspondido a aquel amor con afecto tan
puro como vehemente. Por cierta se daba la desesperación de Bernardín
Riveiro al ver que iba a ausentarse el alto objeto de su adoración y de
su culto. ¿Dónde habría ido Bernardín Riveiro a ocultar su dolor o más
bien a darle en la soledad rienda suelta? Esto se preguntaban los
caballeros y las damas, si bien se lo preguntaban como profundo misterio
que todos sin embargo sabían. De lo que tal vez se dudaba era de si
compartía doña Beatriz la pena del trovador, de si engreída con la pompa
nupcial y con su triunfo, no se cuidaba de aquella pena o de si la
convertía en su corazón en melancolía suave, en algo a modo de ensueño
dulce, triste y vago que la brillante realidad iba desvaneciendo como se
desvanece la pálida luz de las estrellas ante el alegre esplendor de la
rosada aurora.

Como quiera que fuese, la Infanta doña Beatriz, acompañada de los
embajadores, de su esposo y de gran comitiva de damas y de señores
ilustres de la primera nobleza de Portugal, partió al fin de Lisboa para
Villafranca de Niza. El Rey, su padre, y la señora Reina fueron
embarcados hasta el convento de Belén para despedirla. Y de allí zarpó
la magnífica armada de dieciocho bajeles, tan poderosos y bien
artillados que, como dice Gil Vicente en su auto, no podían menos de
hacer temblar al turco.

A poco de la partida de la Infanta doña Beatriz, la corte se fue a
Cintra, deliciosa residencia de verano.

Morsamor, como gran forastero, siguió a la corte, acompañado de su
doncel Tiburcio.

Aún no hermoseaban a Cintra los espléndidos bosques de camelias que le
prestan hoy tan singular atractivo. En la más elevada cumbre de sus
montes no resplandecía aún restaurado el castillo que llaman de la Peña,
donde el maravilloso ingenio artístico del Rey D. Fernando, consorte de
doña María de la Gloria, ha mostrado su inspiración y lucido su
inventiva, labrando la piedra con mil primorosos caprichos y dando ser a
un extraño monumento arquitectónico que más que de hombres parece
vivienda de silfos y de hadas.

Cintra, no obstante, era entonces tan encantadora como en el día.
Aquellos cerros, que estriban en el Atlántico y forman el promontorio
más occidental de Europa, parecían tener, en edad de tanto predominio y
triunfo de los portugueses, un simbólico significado; eran el trono de
flores y de perenne verdura, donde había venido a sentarse el Genio de
Portugal para derramar luz sobre el Mar Tenebroso, abrir nunca hollados
caminos y extender su conocimiento y su dominación por los más apartados
países y entre los más diversos pueblos.

Flora y Pales han prodigado sus tesoros en aquellos sitios. Arroyos de
agua cristalina fecundan por donde quiera el suelo y dan grata frescura
al ambiente, embalsamado por la esencia olorosa de una vegetación
exuberante. Árboles lozanos y gigantescos crecen hasta en los más
elevados picos, arraigan hasta en las hendiduras de las peñas y forman
enramadas y verde bóveda sobre los mil senderos y veredas que cruzan los
valles y que serpentean por la falda de los cerros, dibujándose como
bordado de oro sobre el florido manto y sobre la mullida alfombra de
hierba fresca que por todas partes se extiende.

Además del regio alcázar, ya había entonces en Cintra no pocos palacios
y quintas de particulares ricos y no faltaban hospederías donde los
extranjeros pudieran albergarse.




-VI-


Doña Sol y algunas otras damas de palacio habían acompañado a la Reina a
Cintra. Natural era que hubiesen acudido allí también los galanes que a
estas damas servían.

Algo me incumbe decir aquí de que me pesa por dos razones. Es la
primera, que lo que yo diga como historiador verídico redunda quizá en
menoscabo, aunque ligero, de la alta opinión que de doña Sol debe
tenerse. Y es la segunda que no acierto a decirlo, sin grandes rodeos y
perífrasis, a no valerme de términos o vocablos disonantes por su
anacronismo.

Nadie ignora en el día lo que significa _coquetear_. Otro verbo novísimo
se va introduciendo ya en nuestro idioma, verbo que no sé bien si
expresa la misma acción del coqueteo o si tiene un leve diferente matiz,
que se opone a la completa sinonimia. _Flirtear_ es el verbo novísimo.

Permítaseme, pues, que, desechando mis escrúpulos morales y
lingüísticos, me atreva a declarar aquí que doña Sol era muy inclinada a
coquetear o a _flirtear_ y que con Morsamor había coqueteado o
_flirteado_ mucho.

El anhelo de ser servidas y adoradas es tan poderoso en las mujeres, aun
en las más recatadas y honestas, que las mueve a atropellar muchos
respetos y a ponerse en ocasión de graves dificultades y compromisos.

Sin duda no fue amor lo que Miguel de Zuheros inspiró a aquella dama:
fue sólo sobrada y muy poética estimación de su gallarda apostura,
elegancia, bizarría y ameno trato. Pero, al distinguir a Morsamor con
inocentes favores, al atraerle con blandas sonrisas y con apenas
perceptibles, fugaces y dulces miradas, y al mostrarse con él más
conversable y benigna que con los otros hombres, doña Sol hizo que él se
engriese y se juzgase correspondido. Doña Sol entonces hubo de asustarse
de su poca prudencia, y deseosa sin duda de cortar las alas a los
atrevidos pensamientos que ella misma había hecho nacer en el alma de
Morsamor, apeló a un recurso, empleado con harta frecuencia, aunque por
demás peligroso. Para que Miguel de Zuheros reconociese que no era amor
lo que por él sentía, sino gratitud a sus rendimientos y obsequios y
cierta vaga e indecisa predilección doña Sol atrajo y cautivó, aunque
con menos marcados favores, con menos blandas sonrisas y con miradas
menos dulces y más fugaces, a otro caballero de los que en la corte
asistían.

El remedio fue peor que la enfermedad. El nuevo galán semi-favorecido
fue Pedro Carvallo, hidalgo poco sufrido y en extremo orgulloso por las
riquezas y por la fama de valiente soldado que de la India había traído.
Pedro Carvallo era además infatigable emprendedor en conquistas amorosas
de todo linaje. Con igual ahínco acometía la más fácil como la más
difícil empresa, y ya le hemos visto aparecer en esta historia
acompañando a la célebre aventurera italiana Donna Olimpia de Belfiore.

Con gusto entró Pedro Carvallo en más arduo y noble empeño. Y sobre el
contento y la satisfacción de amor propio que por enamorar a tan bella e
ilustre dama se prometía, hubo de prometerse también desbancar y
humillar a aquel castellano intruso, a quien sin saber porqué, puede ser
que por envidia, había cobrado odio desde que le vio por vez primera.

Pedro Carvallo, no obstante, distó mucho de conseguir su propósito. Doña
Sol no le favoreció sino hasta el punto de hacer notar que su afecto
hacia Morsamor no era exclusivo, y siguió otorgando a Morsamor favores
más marcados y preferencia más clara.

Así acrecentó y emponzoñó doña Sol en el alma de Pedro Carvallo el enojo
que Morsamor le Inspiraba. Y como Pedro Carvallo era poco circunspecto y
muy jactancioso y no sabía refrenar la lengua, habló en varios sitios y
con no pocas personas, contra el aventurero castellano y hasta llegó a
decir que le provocaría, le retaría y le daría muerte.

Nadie, por fortuna, llevó a los oídos de Morsamor tales fieros y
jactancias. Pero la Reina, con la propia condición de mujer, y más aún
de la que vive retraída y desocupada, se complacía en saber todas las
intrigas y sucesos, sobrando siempre damas de la servidumbre que se
empleasen a porfía en averiguarlos y en contárselos luego.

Pronto, pues, supo la Reina la rivalidad de Pedro Carvallo y de
Morsamor, así como las coqueterías de doña Sol que la habían causado. La
Reina no tardó entonces en reprender severamente a su dama favorita.
Doña Sol se arrepintió, lloró y prometió enmendarse. Hizo examen de
conciencia y creyó sacar en limpio del examen que no amaba aunque
agradecía; que la habían deleitado y lisonjeado el acatamiento y las
finuras amorosas de ambos galanes, pero que no estaba prendada de
ninguno de ellos y que sin pena quería y podía despedir al uno y al
otro.

Entre tanto, en Cintra no era como en Lisboa. En Cintra no había en
palacio grandes fiestas, sino íntimas reuniones.

Morsamor y Pedro Carvallo no eran de los íntimos, no iban a palacio y en
balde procuraban acercarse y hablar a doña Sol, a quien sólo veían rara
vez y desde lejos.

No por eso desistían ellos de sus pretensiones. Muy pertinaces y tercos
eran los dos. La Reina acabó por enfadarse de encontrarlos siempre a su
paso cuando salía del alcázar e iba a cualquiera parte. El temor de que
sobreviniese un conflicto aumentaba su enfado.

La Reina volvió entonces a reprender a doña Sol y esta alegó que ya no
tenía culpa. Y al cabo para mostrar mejor que no la tenía y para lograr
que acabasen aquellos obstinados galanteos, concertó con la Reina el
medio que le pareció más prudente.

Doña Sol no podía escribir decorosamente a ninguno de los dos galanes ni
para despedirlos siquiera. El encargado de todo, por la Reina misma, fue
el anciano Duarte de Mendaña, que tenía empleo en palacio y que había
sido el que introdujo a Morsamor en la corte, según ya referimos.

Duarte de Mendaña se apresuró a cumplir con su comisión. Visitó primero
a Pedro Carvallo, le enteró del enfado de la Reina y en nombre de su
Alteza y con pleno y libre consentimiento de doña Sol, le intimó que
desistiese de sus pretensiones y persecuciones.

Duarte de Mendaña, más severamente aún y con no menor recato, habló con
Morsamor, le robó de parte de doña Sol toda esperanza de ser amado de
ella y le exigió que no siguiese pretendiéndola.

Grandes fueron el pesar y la rabia de Morsamor luego que recibió tan mal
recado.

Con descompuestos ademanes, el entrecejo fruncido y crispados los puños,
acudió Morsamor a su confidente Tiburcio para desahogarse hablando del
caso.




-VII-


Con entrecortadas y rápidas frases refirió Morsamor a Tiburcio su
conversación con Duarte de Mendaña.

Luego añadió Morsamor:

--Ya ves cuán cruel ha sido mi desengaño. Casi me arrepiento de haber
querido volver a ser joven. Viejo y retirado del mundo, ni yo me
enamoraba de nadie ni nadie me desdeñaba. ¿Qué puedo yo ser en esta
nueva vida sino el arrendajo miserable, la mal trazada copia del pobre
Bernardín Riveiro?

--Cálmate, Miguel, y no imagines que debes ser copia de original tan
menguado y atribulado. Yo topé con él varias veces y me dio lástima y
grima el verle. Ya iba cruzando por entre las breñas e internándose en
lo más esquivo, ya emulando con las cabras monteses, saltaba por esos
vericuetos. Dos o tres veces pasó cerca de mí y me causó horror. Rota y
manchada la vestidura y enmarañado el cabello, más parece fiera que
hombre. Seguro estoy de que en las venideras edades no han de creer y
han de negar los críticos juiciosos estos ridículos desatinos; pero yo
los he visto y no puedo negarlos. Bernardín Riveiro, por otro lado,
tiene algún fundamento para hacer lo que hace. La Infanta había
correspondido a su pasión; le había querido y había dejado de quererle,
pues se casó con otro. Tú distas mucho de hallarte en el mismo caso. Ni
doña Sol es Infanta, ni doña Sol te ha querido nunca, ni inspirado tú
por doña Sol has de escribir églogas, canciones, romances e historias en
prosa que te inmortalicen. Dado que le imitases, sólo imitarías a
Bernardín Riveiro en lo tonto. Serías la víctima candorosa de ciertas
invenciones poéticas, falsas o exageradas, que deleitan mucho en el día,
como, por ejemplo, la famosa _Questión de Amor_. Indigno de ti y más que
ridículo sería que te empeñases en traer a la vida real los ensueños de
la fantasía y en convertir las flores retóricas en hechos. Bien está que
se diga:

          El primer día que os vi
          tan mortal fue mi ferida
          que en veros quedé sin vida
          y el vivir se vio sin mí.

Y todavía me parece mejor, más alambicado y más agudo, aquello otro que
con tintas variantes suele repetirse:

          Morir a vivir prefiero;
          y de tu beldad cautivo,
          o no vivo porque vivo
          o muero porque no muero.

No creas que no me deleitan estas y otras coplas parecidas. Son muy
ingeniosas. Pero del dicho al hecho, hay gran trecho. Y el Padre
Ambrosio tendría una desazón enorme si viese frustrado el buen éxito de
su ciencia pasmosa y que no había valido el remozarte sino para que tú
hicieses sin razón la parodia de Beltenebros en la Peña pobre. Si es
verdad lo que se refiere de D. Enrique de Villena, yo me complazco en
esperar que no salga jamás de la redoma a vivir segunda vida para
incurrir en las mismas necedades que hizo en la primera. Escarmienta tú
en el caso del monje Teófilo, cuya historia nos refirió el poeta Berceo,
y escarmienta en otros casos de algunos sujetos que ya se remozaron con
el auxilio del demonio y no disparates como ellos disparataron.
Considera que tú tendrías menos disculpa, porque no te has dado al
demonio como se dieron ellos y porque esta juventud nueva, que te ha
caído encima como llovida del cielo, no se debe a Satanás, sino a
ciencia y arte muy sanas. Indispensable es, por consiguiente, que tú te
conserves sano también, que mires por tu gloria, que aproveches la
ocasión que de alcanzarla se te ofrece y que no hagas muchas tonterías.
Lícito te será, a mi ver, hacer algunas, por distracción y como de
pasada, pero tu mira principal debe ponerse muy alto.

--Tan conforme estoy contigo en lo esencial--dijo Morsamor--que tu
sermón es inútil porque predicas a un convertido. Antes que todo y sobre
todo yo quiero gloria y harto sabes tú cuan dispuesto y apercibido estoy
a buscarla. Concertado lo tengo todo con los ricos mercaderes genoveses
Gabriel Adorno y Gaspar Salvago. La gruesa nave que ellos han fletado y
con real privilegio han cargado de mercancías nos aguarda ya en Cascaes,
pronta a zarpar para la India. Las direcciones náutica y mercantil están
encomendadas por dichos mercaderes a un hábil piloto y a un
administrador inteligente, pero yo he de ser el verdadero capitán de la
nave y el que gobierne y ordene en ella cuanto importe a la defensa de
las riquezas que conduce y cuanto sea menester para castigar y arrollar
a los enemigos de la fe de Cristo, mahometanos o idólatras, que se
atraviesen en nuestro camino. Iremos con la expedición que manda a
Oriente el Rey D. Manuel y estaremos a las órdenes de su almirante y de
su virrey, pero gozaremos de cierta independencia que yo sabré hacer
mayor cuando conviniere. Acaso mañana mismo nos podremos ya dar a la
vela. ¿Qué inconveniente hubiera habido en que yo, en vez de salir
desdeñado, saliese alentado por el favor de una dama, señora de mis
pensamientos, por sus promesas de ser mía cuando yo volviese triunfante
y por el anhelo de acometer y dar cima a grandes hazañas para poner a
sus pies mis laureles y mis trofeos?

--Bello era tu plan--replicó Tiburcio--pero de falsa y vana belleza. Un
gran propósito se empequeñece cuando se subordina a fin pequeño. Por la
patria a que perteneces, por la raza de hombres, cuya religión, cultura
y lenguaje sostienes y defiendes, por amor de todo el humano linaje, por
el afán de lograr altos fines a que puedes creerte como fadado y
predestinado, comprendo que no haya empresa a que no te aventures;
comprendo que todas ellas sean sublimes por la elevación del término que
tú les busques. Pero, si todo se hace por lisonjear la vanidad de una
dama, todo será también vanidad y lisonja, y nada serio habrá en ello ni
digno de varón discreto y prudente. Extraños fueron a los sandios
enamoramientos que tú fantaseas los héroes sanos de cuerpo y de alma que
hubo en las antiguas edades. Y si por acaso caía alguno de ellos en
sandez por el estilo era para su vencimiento y vergonzosa desventura.
Sírvante de lección la vida y los amores de Marco Antonio y Cleopatra,
que habrás leído o habrás oído referir a personas doctas.

--Juiciosa es la doctrina que expones--interpuso Miguel de Zuheros--. No
atino contradecirla ni a disputar contigo. El corazón, no obstante,
puede más que la cabeza. Y no bastan todas tus reflexiones, que hago
mías, para que deje yo de lamentar la pérdida de la ilusión que me había
forjado: que el recuerdo de doña Sol fuese como la estrella que me
guiase en mis peregrinaciones, y que mi amor y mi esperanza de ser amado
me prestasen aliento para dar cima a las proezas más altas. Te confieso
que la pérdida de esta ilusión me tiene harto triste, aunque me esfuerzo
para no estarlo.

--Bueno será--dijo Tiburcio--que sacudas de ti esa melancolía. El
abatimiento y la tristeza enervan a los hombres y los incapacitan para
todo. Menester es que tu ánimo se regocije. No se riegan con lágrimas
los laureles. La alegría es quien mejor cuida de ellos y hace que
florezcan lozanos.




-VIII-


De acuerdo con lo ya expuesto, el previsor y hábil Tiburcio lo preparó
todo de la manera más conveniente, para que la partida de Morsamor no
fuese con lágrimas humillantes y amargas, como nacidas de desdenes, sino
con alegría, y hasta con cierto estrépito y alborozo según a un héroe y
futuro conquistador correspondía y cuadraba.

Tiburcio era un hurón para descubrir y acosar su presa, por muy borrado
que el rastro quedase en la pista y por muy oculta que fuese la
madriguera.

No acertaremos a explicar con qué arte diabólico Tiburcio había
averiguado que al anochecer del día anterior dos gentiles damas,
conocidas suyas, habían llegado a Cintra muy recatadamente, y habían ido
a instalarse en una hermosa casa de campo que allí poseían los señores
Adorno y Salvago.

La casa estaba lejos de la población, en lugar retirado y esquivo, más
allá de la sombría quinta que fue más tarde de D. Juan de Castro, y en
amenísimo valle, camino de Colares.

Los genoveses, viudo el uno y solterón el otro, aunque eran ambos de
edad provecta, enemigos del escándalo y muy inclinados a la devoción,
gustaban de echar de vez en cuando una cana al aire, sin perder su grave
circunspección y con la debida cautela. En aquellos días, estaban
afanadísimos con los preparativos y el embarque de víveres y de otros
bastimentos que por contrata debían hacer y que hacían para la salida de
la flota.

No bien esta se diese a la vela, se proponían ellos reposar de sus
fatigas y recrearse y holgarse en su retiro campestre, con un idilio
delicioso y bien concertado. A este fin, enviaron por delante, para que
lo tuviesen todo dispuesto y los aguardasen nada menos que a donna
Olimpia de Belfiore y a su compañera Teletusa. Ambas, se comprometieron
con gusto y fueron a esta excursión.

Donna Olimpia era muy singular mujer por todos estilos. Se preciaba de
bien nacida, de leal en sus tratos, de fiel a sus compromisos y de tener
una conciencia tan escrupulosa y estrecha, cuanto su profesión
consentía.

Jactábase donna Olimpia de la nobleza de su cuna, procuraba hacer creer
que era su familia del patriciado de Venecia y que figuraba en el _Libro
de oro_, y aun llegaba a afirmar en ocasiones que en el Tribunal de los
Díez se había sentado un tío suyo.

Años atrás, donna Olimpia había figurado con brillo en los saraos de la
bella Imperia, Aspacia del siglo de León X, como la cortesana de Mileto
lo había sido del de Pericles. Donna Olimpia, satélite ya de un astro
tan refulgente, acaso hubiera llegado a igualarse con dicho astro, si su
desatentada afición a correr mundo y ver tierras extrañas no lo hubiese
estorbado. Era tal afición, que Pedro Aretino, autor de la preciosa
historia de _La p... errante_, pensó con insistencia en tomar a donna
Olimpia por modelo, para dotar su historia de una segunda parte más
variada y peregrina. Acaso impidió que dicho propósito se realizase la
repentina muerte de Pedro Aretino, el cual, según aseguran, aunque donna
Olimpia, que era muy su amiga, lo negaba como calumniosa patraña, murió
de risa, al oír contar los embustes, embelecos y travesuras de una
hermana suya, famosa por sus devaneos.

Como quiera que fuese, donna Olimpia, según hemos dicho, tenía la
conciencia muy estrecha y jamás faltaba a sus compromisos, a no ser
sorprendida por irrupciones y agresiones inesperadas y violentas.

Había, sin embargo, quien la acusase de que una vieja, llamada la señora
Claudia, que iba siempre en su compañía como aya o como dueña, solía
preparar dichas irrupciones y agresiones. A lo que parece, la señora
Claudia había caído en aquellos días del favor de su ama, suplantándola
Teletusa que se había apoderado de su voluntad por completo.

Empleado Morsamor en sus rendimientos y obsequios a doña Sol, no había
vuelto a ver y apenas había recordado a donna Olimpia, desde que la vio
salir de Belén el día del Rey: pero donna Olimpia, aunque distraída y
empleada también a su manera, nunca había dejado de recordar a Morsamor
desde entonces, porque le hizo impresión viva y profunda y porque daba
por cierto que en toda nuestra península no había ni podía haber galán
más apuesto y hermoso, ni más gallardo y gentil hombre.

Tiburcio que, libre de amores platónicos, privaba tiempo hacía con
Teletusa, sabía por ella el buen concepto que donna Olimpia tenía de su
amigo y la inclinación que hacia él le llevaba.

Aquella tarde vio Tiburcio a Teletusa, y juntos concertaron un plan muy
alegre y una grata sorpresa para donna Olimpia.

A la hora de ánimas, Miguel y Tiburcio cenaron juntos en su posada, y ya
solos y de sobremesa, con la regocijada confianza que el haber comido y
bebido bien inspiran, Tiburcio expuso a Morsamor lo sustancial de su
plan, venció su repugnancia y logró que le aceptase para desechar
melancolías y para consolarse de los desdenes y sobreponerse a la
altivez de la noble amiga de la Reina.

Para no dar tiempo a que Morsamor lo reflexionase y se arrepintiese,
Tiburcio le condujo enseguida a la casa de campo donde las dos ninfas
vivían.

A un silbido de Tiburcio, que era la convenida señal, Teletusa, que
estaba aguardando, abrió sin ruido la puertecilla falsa del jardín, y
guiándolos por lo más umbrío de la frondosa espesura, los introdujo en
la casa, subió con ellos la escalera, atravesó corredores y salas, y
vino a parar a amplio dormitorio escasamente alumbrado por tres velas de
cera, puestas en un candelabro de plata, sobre una mesa que estaba en el
centro de la estancia. Teletusa que tenía a Morsamor de la mano, le dijo
entonces con voz dulce y sumisa:

--Quedaos aquí, señor Morsamor, que pronto vendrá quien os alegre y se
alegre de veros.

Y dicho esto, sin que hubiese vagar para contestación o pregunta,
desaparecieron Teletusa y Tiburcio con ella, dejando a Morsamor solo.

Solo ya, recapacitó Morsamor sobre lo que había hecho y casi se
arrepintió y se afligió de su viciosa ligereza. Indigno del héroe que él
anhelaba ser, hallaba aquel tan ruin comienzo de altas caballerías:
entrar con engañoso recato en casa ajena como ladrón astuto, y todo para
alcanzar los venales y fáciles favores de una cortesana.

Donna Olimpia tardaba en venir, y con la soledad y, con la impaciencia
crecía en Morsamor el disgusto de haber cedido a los propósitos de su
doncel, tan juicioso cuando hablaba en contra de las locuras sublimes,
como ligero y hasta cínico cuando se trataba de otra clase de locuras.

Contrariado Morsamor, se sentó en una silla en el rincón más obscuro de
la estancia y casi a los pies del lecho con colgadura que había en ella.

En medio de sus cavilaciones, oyó o creyó oír de súbito voces y
carcajadas que a lo lejos sonaban por el lado derecho del sitio en que
estaba él. Sin tiempo para pensar en lo que aquello sería, pero movido
de recelosa curiosidad, intentó Morsamor ir adonde sonaba el ruido a fin
de enterarse de todo. En pie estaba ya para realizar su intento, cuando
por el lado contrario, se abrió una puertecilla, penetró por ella un
bulto y Morsamor oyó una voz varonil que decía:

--¡Voto a los demonios todos del infierno! ¡Olimpia! ¡Olimpia! ¿Estás
ahí? Al fin, tropezando en la obscuridad y dándome de calabazadas contra
las paredes creo que he logrado llegar a tu cuarto. Esa maldita vieja
Claudia me dejó solo, prometiendo volver para guiarme. Tardaba en volver
y yo me cansé y he venido sin guía. Aquí estoy, Olimpia.

Con pasmosa serenidad y reposo, aunque harto previó las fatales
consecuencias que podía tener aquel encuentro, Morsamor se adelantó
hacia el personaje que había entrado y le dijo:

--Mucho lamento, señor Pedro Carvallo, pues la luz de las bujías os da
de lleno en la cara y os he reconocido, que la casualidad nos reúna aquí
donde y cuando los dos esperábamos encuentro más grato y suave.

Era Pedro Carvallo, el hombre de más violento carácter y más iracundo
que hubo en Portugal en aquellas edades. Terrible era además su encono
contra Morsamor, primero por natural antipatía, y después por su
rivalidad en amores con doña Sol, de quien Morsamor, en cierto modo
había sido harto más favorecido.

Pedro Carvallo ardió, pues, en cólera al oír y ver a Morsamor, y le
replicó de esta suerte:

--Mi encuentro contigo, no será ni quiero que sea suave, pero me será
grato. Tiempo ha, que me tienta el demonio con el prurito de matarte, y
ahora me ofrece la ocasión más propicia. ¡Defiéndete, miserable!

Y Pedro Carvallo desenvainó la espada y se puso en guardia adelantándose
hacia Morsamor.

Este, desdeñando la provocación y el insulto y procurando aún excusar un
lance que le parecía poco o nada honroso, dijo a Pedro Carvallo:

--Sosegaos, señor, y no llevemos a tan crudo extremo este negocio. Ruin
fundamento tendrían nuestro duelo y la muerte de cualquiera de nosotros
dos en esta casa extraña, y que ambos hemos asaltado. Vergonzosa sería
la victoria del que saliese vivo de aquí, y más vergonzoso el término de
quien aquí quedase muerto o herido.

--La poca vergüenza--contestó Pedro Carvallo feroz y groseramente--es la
de esas viles palabras con que tratáis de disimular vuestra cobardía.
Defendeos o mataros he como a un perro.

Pedro Carvallo se abalanzó entonces con furia contra Morsamor.

Morsamor sacó la espada, le recibió con calma y paró con inaudita
destreza todas sus cuchilladas y estocadas. Repugnaba Morsamor darle
muerte. Estaba seguro de su inmensa superioridad. Lo descompuesto y sin
arte del ataque ponía en su poder a Pedro Carvallo; pero Morsamor, por
eso mismo, consideraba más odioso dar sangriento término a la lucha con
aquel energúmeno, ciego por el rencor y la soberbia.

La lucha, no obstante, se iba prolongando demasiado. Pedro Carvallo,
aunque inhábil, era fuerte y menudeaba sus golpes con tanto brío, que
los quites de Morsamor tenían que ser también muy violentos. En uno de
estos quites, Morsamor dio de plano y con tanta fuerza en el brazo de su
contrario, que le derribó por tierra la espada.

Generosamente se contuvo Morsamor, para que el desarmado volviera a
armarse. Y ya Pedro Carvallo había recogido la espada; y sin tener en
cuenta en su furiosa locura la magnanimidad de Morsamor, se disponía de
nuevo a embestirle, cuando Morsamor se sintió de repente ceñido el
cuerpo en estrecho abrazo y cubierto el rostro de besos.

Donna Olimpia,

          _In tutto il vezzo, della sua persona,_

le tenía asido y exclamaba con jubiloso entusiasmo:

--_¡O gioja ed orgoglio del mio core! ¡O coraggioso mio drudo!_




-IX-


Las tiernas y repentinas caricias de la vaga italiana, fueron
acompañadas de un diluvio de improperios y de blasfemias, que salían de
la boca de Pedro Carvallo, haciéndole coro con risotadas alegres
Teletusa y Tiburcio.

Pedro Carvallo sólo podía herir ya con la lengua. Dos robustos y
estupendos rufianes le tenían bien cogido entre sus enormes manazas
fuertes como el hierro, y Teletusa y Tiburcio, sin dejar de reír, le
ataban de pies y manos con suma destreza y valiéndose de lienzos
retorcidos a falta de cuerdas que por allí no había.

--¡Matadme o soltadme para que le mate!--gritaba Pedro Carvallo.

Y Tiburcio respondía riendo siempre:

--Tiempo te sobró para matarle cuando estabas suelto. Ahora te atamos
por caridad y para que no mueras.

Blasfemó, chilló e insultó de nuevo Pedro Carvallo. Teletusa pensó y
propuso ponerle una mordaza, pero no lo consintió donna Olimpia y con
voz imperiosa dijo:

--Llevadle al desván con los otros, echad la llave y traédmela. Que
pasen allí la noche. Ya veremos cómo sin peligro ni escándalo se les da
suelta cuando sea de día.

Aquellos dos formidables satélites, escuderos de donna Olimpia, y que
ella traía siempre consigo para imponer respeto y tener a raya a los
insolentes, sobre todo, cuando eran _spiantati_, oído el mandato de su
señora, tomaron en volandas a Pedro Carvallo y se le llevaron al desván
con delicadeza y esmero cuidadoso.

Donna Olimpia así lo recomendaba diciendo:

--Nada de malos tratamientos. No le hagáis el menor daño. Hasta podéis
desatarle las manos cuando esté en el desván y llevarle de comer y de
beber y un colchón para que duerma.

Dirigiéndose luego a Miguel de Zuheros, donna Olimpia le dijo:

--Yo os ruego, señor, que me perdonéis el grave disgusto que os ha
causado el venir a verme. No hubo en ello la menor culpa mía. Toda la
culpa fue de la vieja Claudia, mi criada. Sin encomendarse más que a su
propia codicia, y creyendo que podía disponer a su antojo de Teletusa y
de mí, cuando menos lo recelábamos, cuando ni sabíamos que estuviesen en
Cintra los señores Carvallo y Acevedo, los introdujo aquí a ambos
furtivamente. Dejó solo a Carvallo para que aguardase por un momento su
vuelta y vino con Acevedo a la estancia de Teletusa. Hallábase allí
vuestro amigo el señor Tiburcio, mancebo prudente y listo a maravilla.
Buen doncel y consejero tenéis en él. Si la imaginación humana fuese tan
viva y creadora en nuestros días como lo fue en la antigua Grecia, yo me
daría a sospechar que la diosa Minerva, así como acompañó y guió a
Telémaco en sus peregrinaciones, tomando la figura de Mentor, así os
acompaña y guía al presente bajo la figura de un garzón barbilindo,
disfraz más adecuado, en mi sentir, que el de un vejestorio barbudo.
Pero dejando a un lado alabanzas, diré en cifra y resumen, que Acevedo,
lo mismo que Carvallo, quiso llevarlo todo por la tremenda, y que
prevenidos a tiempo mis dos escuderos, que andan siempre alerta y ojo
avizor, aun antes de que Acevedo y Tiburcio desenvainasen las espadas,
se apoderaron de Acevedo, y con el auxilio de Teletusa y de vuestro
doncel, le ataron chistosamente abrazado a la vieja Claudia y
traspusieron con ellos al desván, donde se los encontrará el Sr.
Carvallo cuando allí llegue. La algazara promovida por estos sucesos que
atrajo al cuarto de Teletusa en donde ocurrían. Tal ha sido la causa de
mi tardanza en venir por aquí, donde algún indicio leve tenía yo de que
tan dulce bien me aguardaba. Por dicha, y merced a vuestra destreza,
serenidad y generosa sangre fría, todos hemos llegado a tiempo de evitar
una tragedia.

--Y ya que no la hubo--dijo Teletusa--celebrémoslo bebiendo un trago a
la salud de los amos de esta casa que no tienen mal provista la
despensa. No os propongo que cenéis, porque no tendréis gana. Tal vez
habréis cenado ya. Siempre, no obstante, habrá quedado lugar para un
bocadillo de algo picante y salado que sea despertador de la sed. Las
dos criadas de esta casa van a serviros al punto en esta misma mesa.

En efecto, salió Teletusa y a poco volvió, riendo, brincando y bailando,
con un gran plato levantado en alto en sus manos como si representase a
Herodias.

--No os asustéis--exclamó--que no os traigo la cabeza de Juan, sino la
de un jabalí, rellena de verdes alfónsigos y de lengua y lomo con mucha
sal, pimienta y otros aliños. Estas manos, que se ha de comer la tierra,
lo han condimentado todo. Estoy orgullosa de mi habilidad culinaria. Ha
sido mi tarea del día de hoy.

--Bien puedes decir como Tito--interpuso donna Olimpia--que no has
perdido tu día.

--¿Lo oyes, Tiburcio? Llámame tu Tita que es más breve y más dulce que
tu Teletusa.

Y diciendo esto, puso sobre la mesa el plato con la cabeza de jabalí.

Las dos criadas, que entraron en pos de ella, colocaron también sobre la
mesa blanco pan, anchas copas y sendos y grandes jarros.

Señalándolos Teletusa con el dedo, habló así:

--Este es vino rancio y seco de Chipre, néctar exquisito, consagrado a
Venus, cuya fue aquella isla, allá en las edades felices en que vivieron
y reinaron las diosas entre los mortales. Este otro es moscatel de
Siracusa, vino del que se embriagaba el Cíclope para consolarse de los
desdenes de Galatea, con el que Arquímedes se inspiraba para sus más
raras invenciones y del que siempre bebía Teócrito antes de componer sus
idilios. No os pasméis, señores, de mi notable erudición. No en balde
soy la discípula predilecta de donna Olimpia. De tal palo tal astilla,
como suele decirse.

Donna Olimpia y Tiburcio aplaudieron a Teletusa. Y Morsamor, algo
pensativo aún y no muy conforme con que todo aquello se aviniese bien
con su papel de héroe, empezó a rendirse y a contagiarse del regocijo
harto profano que allí reinaba. Morsamor se sintió ebrio antes de beber
el vino.

--Que mis escuderos vuelvan aquí también--dijo donna Olimpia--para que
coman y beban patriarcalmente con nosotros, que bien lo merecen después
del primor con que se han conducido.

--Y vaya si lo merecen--dijo Teletusa--. ¡Hola! Asmodeo y Belcebú,
acudid a beber y a regocijaros. Y vosotros, señores Morsamor y Tiburcio,
no os maravilléis ni asustéis de los fingidos nombres que damos a estos
dos galanes (y como ya habían entrado los señalaba), porque sus nombres
verdaderos se guardan para mayores cosas. Ambos son de noble prosapia y
aun creo que algo parientes de donna Olimpia.

--No hay duda en ello--interpuso esta--. Nuestro parentesco es evidente
aunque remoto. Soy prima quinta de Belcebú y sexta de Asmodeo.

--Pues que sea enhorabuena--dijo Morsamor, desechando escrúpulos, echado
a rodar su formalidad y tomando parte y aun haciendo el papel principal
en la orgía que hubo de seguirse.




-X-


Resbaladizo y difícil sería describir aquí lo que allí ocurrió después.
La cabeza de jabalí casi desapareció. Los dos enormes jarros quedaron
vacíos. A las risas, a los brincos y a los cantares, con que se animó la
cena, sucedió profundo silencio. Tiburcio y Teletusa se fueron por un
lado. Asmodeo y Belcebú, por otro.

Sólo la tenue luz de una lámpara velada por el vaso de alabastro en que
ardía iluminó la estancia tranquila, hasta que rayó el alba y sus
resplandores primeros penetraron por la ventana, entreabierta a causa
del calor del estío, penetrando también fresco y manso vientecillo,
impregnado de aromas de mil flores, y el gorjeo de los pájaros que
cantaban en la enramada y saludaban el día naciente. Poco más tarde, en
la gran sala de la quinta, aparecieron Morsamor y Tiburcio, donna
Olimpia y Teletusa y los dos formidables escuderos. Todos se movían y se
afanaban como en el momento que precede a un largo viaje.

Donna Olimpia y Teletusa estaban hartas de Portugal y habían resuelto
acompañar a Morsamor y a Tiburcio al extremo Oriente. Los hijos de
Lusitania no se les habían mostrado pródigos de los tesoros que de allá
venían y así determinaron ellas ir a buscarlos. El imprevisto lance,
además, de la noche anterior podría acarrearles no pocas desazones,
sobre todo cuando las abandonaran sus dos triunfantes amigos.

Donna Olimpia había expresado su resolución del modo más terminante.

--Os seguiremos--había dicho--y os seremos fieles. Unidos,
conquistaremos el mundo. Si fuese menester, hasta nos convertiremos en
amazonas. Teletusa será Bradamente y yo la propia Pentesilea. Yo estaré
contigo, Morsamor, hasta que se harte de mí tu alma. Sólo entonces, y si
acertamos a dar con el verdadero y legítimo Preste Juan, que tantos han
buscado en balde hasta ahora, yo le rendiré, le cautivaré, me sentaré en
su trono y vendré a ser la Papisa Juana del Oriente.

Teletusa, Tiburcio y los dos jaques, holgaron mucho de oír este
razonamiento; le aplaudieron y le celebraron con risas estrepitosas.

Allá en su interior, todo aquello repugnaba no poco a Miguel de Zuheros;
pero cierto vehemente atractivo de amor vicioso luchaba con la
repugnancia y la vencía. Morsamor no quiso o no se atrevió a rechazar
los propósitos y ofrecimientos de donna Olimpia.

Dichos propósitos se cumplieron.

Apenas despuntó el día, acudieron a la puerta de la quinta dos criados
de Morsamor y Tiburcio con caballos y bagaje. Donna Olimpia y Teletusa,
auxiliadas por los dos jaques, empaquetaron y embaularon sus alhajas,
vestidos y demás prendas.

Todo esto, así como las mismas damas y sus escuderos, habían de viajar
en mulas que los genoveses tenían en la caballeriza y de las que se
dispuso como de bienes mostrencos. Y no mucho después, antes de que el
sol apareciese y dorase con sus rayos la tierra, todos se pusieron en
marcha, formando alegre caravana y caminando a paso largo hacia Cascaes.

La llave del desván quedó en poder de las sirvientas de los señores
Adorno y Salvago, para que pusiesen en franquía a la vieja Claudia y a
los señores Carvallo y Acevedo, a las tres horas de haber salido de la
quinta Morsamor y su acompañamiento.

La nave que mandaba Morsamor era grande y capaz y él podía tripularla a
su antojo. Con holgura, pues, instaló en ella a su gente. Y aquel mismo
día, antes de que el sol rayase en lo más alto del cielo,

          _Yá no largo Oceano navegavam_,
          _As inquietas ondas apartando_:
          _Os ventos brandamente respiravam_,
          _ Das naos as velas concavas inchando_.




-XI-


Donna Olimpia y Teletusa no se mareaban. Se hallaban en el mar como
nacidas: como si fuesen nereidas y no mujeres. Morsamor se sentía
también más a gusto que en tierra, lleno de esperanzas y forjando en su
mente los más audaces y ambiciosos planes. En cuanto a Tiburcio eran de
maravillar sus conocimientos náuticos, su alegre humor y su útil
actividad a bordo. Por la traza seguía pareciendo mancebo de menos de
veinte años, mas por las acciones podría suponérsele viejo y
experimentado navegante. Así se lo decía Lorenzo Fréitas, piloto de la
nave, que tenía más de sesenta años, que había navegado mucho y que
había hecho ya otros dos viajes de ida y vuelta a la India.

Pronto Lorenzo Fréitas trabó amistad íntima con Tiburcio y se ganó el
afecto y la confianza de Morsamor y de las damas aventureras.

Iba asimismo en la nave un piadoso y entusiasta misionero franciscano,
cuyo nombre era Fray Juan de Santarén. Grandísima gana llevaba este de
difundir la luz del Evangelio, de convertir idólatras y mahometanos y de
bautizarlos a centenares. No se oponía todo ello a que Fray Juan,
reservando la gravedad solemne para sus futuras predicaciones, fuese por
lo pronto jocoso y alegre como unas sonajas, inclinado a cuidarse y a
tratarse bien para sufrir más tarde las fatigas del apostolado, y harto
propenso a contar chascarrillos y a decir chirigotas, que no siempre
despuntaban por su urbanidad y delicadeza.

Como cielo y mar estaban serenos y el viento era próspero, el viaje iba
haciéndose con felicidad y prontitud.

Al subir una mañana sobre cubierta, nuestros seis principales personajes
se extasiaron admirando el azul transparente de las aguas, rizadas
apenas por el soplo de la brisa, donde se reflejaban el más claro azul
del cielo y las ligeras nubes, que parecían de nácar, purpura y oro. La
luz del sol, que se iba levantando, formaba en las ondas rieles
luminosos y se diría que penetraba por curiosidad en el seno
transparente del agua para iluminar las grutas y los alcázares
submarinos que allí se esconden.

La costa europea había quedado lejos. Sólo mar y cielo se hubiera visto,
sino apareciese ante los ojos encantados de los de la nave, no lejos de
ella y en medio del piélago azul, algo a modo de ingente y precioso
canastillo de flores y verdura, que parecía flotar sobre la superficie
del Atlántico. Mil lozanos y frondosos árboles subían hasta la cima del
cerro que en el centro de la isla se alzaba, como ramillete en forma de
piña, en cuya punta, destacándose sobre el limpio fondo del aire,
resplandecía un blanco santuario de la Virgen, dorado ya por los casi
horizontales rayos del sol naciente.

--Esa--dijo Lorenzo Fréitas a nuestros cuatro aventureros--es la isla de
Madera, descubierta por Juan Gonzalves y Tristán Vaz en tiempo del
glorioso Infante Don Enrique, instigador y fundador de nuestras grandes
empresas marítimas, hoy tan en auge.

A la vista de la isla de Madera, tomando el fresco sobre cubierta y bajo
un toldo, se desayunaron aquel día Miguel y Tiburcio, ambas damas, el
misionero Fray Juan y el viejo piloto.

No hemos de seguir nosotros punto por punto a los viajeros. Pasaremos de
largo cuando nada les ocurra de singular y memorable. Si ahora nos
detenemos aquí es por considerar que, durante aquel desayuno, todos
estuvieron expansivos y casi elocuentes y dijeron cosas muy importantes
a la narración que vamos haciendo.

Hasta el desayuno que tomaron los seis, sentados en torno de una mesa
redonda, tenía algo de exótico para los europeos de entonces, porque
bebieron en hondas tazas, mezclada con leche y azúcar, una infusión de
cierta hierba olorosa y salubre, que llamaban cha y que ya se traía a
Portugal de los remotos reinos del Catay, que están mucho más allá del
Indo y del Ganges.

--Larga y penosa--dijo Miguel de Zuheros--va a ser nuestra navegación
hasta llegar a las regiones del extremo Oriente. Enorme es el rodeo que
tenemos que dar, bajando hasta el Cabo de las Tormentas, hoy de Buena
Esperanza, que Bartolomé Díaz dobló por vez primera. Pasman el esfuerzo
constante y el secular empeño, primero del Infante Don Enrique y después
de sus sucesores y de su pueblo para conseguir el triunfo que han
conseguido.

--Con menos tiempo y trabajo--repuso donna Olimpia--me parece a mí que,
si mis compatriotas los venecianos se hubiesen puesto de acuerdo con
árabes y turcos y con el Soldan de Babilonia y con el de Egipto, tal vez
hubieran podido abrir algún ancho canal por donde sin tantos rodeos
hubieran pasado sus naves del mar Mediterráneo al mar Rojo,
encaminándose luego por allí hasta más allá de Trapobana, a Cipango y al
remoto país de los seras. El pensamiento de abrir ese canal no es cosa
nueva. Ya le tuvieron algunos Faraones, y sin duda le tuvieron también
Salomón e Hiran rey de Tiro, cuando unidos en estrecha alianza enviaban
sus flotas a Ofir, de donde volvían cargadas de riquezas. Si tal
pensamiento se hubiera realizado no hubieran perdido Venecia y toda
Italia la supremacía en la navegación y en el comercio, y el poder que
consigo trae y que hoy tienen los portugueses.

Fray Juan de Santarén tomó parte en la conversación y exclamó:

--Lo que menos importa al bien de la cristiandad y del humano linaje es
que decaigan Venecia y otros Estados de Italia a causa de los
descubrimientos y conquistas de los portugueses. Más alto es el fin que
estos han tenido y han de tener en lo futuro. No van los de mi nación a
despojar en Oriente a los venecianos: van a que la religión de Cristo
prevalezca allí sobre la de Mahoma: van a quebrantar allí el poderío de
turcos, árabes y persas; y van, por último, a despertar del hondo sueño
de muchos siglos a las dormidas naciones orientales, que aletargadas e
inertes yacen en el seno letal de la idolatría.

--Todo eso, estará muy bien--interrumpió Tiburcio, riendo como tenía de
costumbre--. Pero ¿a qué tanto rodeo? ¿A qué ir por tan extraviado
camino hasta el extremo Sur de África? ¿A qué dejar atrás misterioso e
inexplorado, este continente enorme, en cuyo centro, que nos fingimos
abrasado, acaso esté el Paraíso que perdieron nuestros primeros padres?
¿A qué, en fin, dar tan desaforada vuelta y buscar el bien tan lejos,
cuando le tenemos cercano?

El piloto Lorenzo Fréitas, aunque sospechaba que Tiburcio no hablaba con
seriedad, sino para embromarlos, se enojó y no quiso consentir que ni en
broma se tildara de poco razonable la gloriosa y secular empresa de los
portugueses, y habló así en su defensa:

--No es sólo la codicia mercantil la que nos ha llevado a la India, no
es sólo el deseo de sobreponernos a la Señoría del Adriático, ni es sólo
tampoco el afán de vencer al Islam, buscándole en la fuente misma de su
mayor riqueza y despojándole de sus ocultos tesoros, lo que movió al
Infante Don Enrique y ha movido después a sus sucesores a hacer cuanto
han hecho. Mil veces más elevadas eran y son sus miras. Noble curiosidad
nos impulsó y nos impulsa. Anhelamos desgarrar el velo en que Naturaleza
se envuelve aún y se encubre a nuestros ojos mortales. Y hemos aspirado
y aspiramos todavía a que, así como se nos reveló el misterio del Mar
Tenebroso, por la persistente violencia que sobre él ejercimos, se nos
revelen también la magnitud y estructura de la tierra, y después todo el
artificio y la máquina del Universo, con las leyes de su movimiento y
vida.

--En verdad--dijo Fray Juan de Santarén--el señor Fréitas tiene razón
que le sobra. Hay un enigma de la mayor transcendencia, no resuelto aún,
que trae sin sosiego a cuantos hombres piensan y discurren en el día.

--Años ha, siendo yo muy mozo y reinando Don Juan II--interrumpió
entonces Lorenzo Fréitas--aportó a Lisboa un genovés muy presumido y
soberbio que estaba al servicio de Castilla y se llamaba Cristóbal
Colón. A ser cierto lo que él imaginaba y afirmaba, el enigma se hubiera
explicado y dejado de serlo. Aquel hombre audaz, fiado en sentencias e
insinuaciones de antiguos sabios griegos, y singularmente de
Aristóteles, había ido en busca de la India navegando hacia Occidente, y
casi creía haberla hallado y se jactaba de ello. Había aportado a
grandes y fértiles islas, y poco más allá casi daba por seguro que
debían de estar Cipango y otros países visitados por Marco Polo. Se
jactó también Colón de haber descubierto extensa costa al parecer de un
gran continente, y supuso que aquello era el extremo oriental del Asia,
y que más al Norte estaba el Catay, y la India más al Mediodía. A punto
estuvo de costarle la vida esta jactancia, porque algunos señores de la
corte, muy poco sufridos, creyeron lo que aseguraba y recelando que así
el rey de Castilla iba antes y por camino más corto a llegar a la India,
donde todavía no habían llegado los portugueses, decidieron provocar a
Colón, y como era poco sufrido reñir con él y darle muerte, con lo cual
su descubrimiento quedaría para Portugal y no aprovecharía a los
castellanos. Por dicha, los mencionados señores expusieron su proyecto
al Rey Don Juan II, apellidado con razón el Príncipe Perfecto, el cual,
aunque vehementísimo en su cólera y de ímpetus tan vitandos que mataba a
puñaladas a quien juzgaba que le ofendía, sin excluir al hermano de su
mujer, reflexivamente era tan recto, tan temeroso de Dios y tan buen
Católico, que rechazó el plan, indignado. Colón pudo pues volver a
Castilla a lucir su descubrimiento y a que los reyes Don Fernando y Doña
Isabel le aprovechasen. Suscitó esto, no obstante, recelos y diferencias
entre los soberanos de España; pero pronto se arregló todo por virtud de
aquella línea, que tiraron idealmente desde un Polo a otro, dividiéndose
así las tierras y los mares apenas explorados y los que pudieran
explorarse en lo venidero. El Padre Santo sancionó el convenio con el
poder y la autoridad de que goza como Vicario de Cristo. Pocos años
después, enviado por el rey Don Manuel, llegó a Malabar Vasco de Gama,
Tristán de Acuña, el grande Albuquerque y otros héroes de Lusitania
dilataron nuestro dominio y nuestra gloria por el Oriente. Y los
castellanos en tanto llenos de noble emulación, hicieron nuevas
conquistas y descubrimientos en aquellas tierras occidentales a donde
Colón había llegado por vez primera y que por su magnitud merecieron
llamarse Nuevo Mundo. Según las últimas noticias que yo tengo, un
extremeño, cuyo nombre es Hernán Cortés, ha surcado el mar, ha pasado
por medio de vastos territorios y ha llegado a la capital populosa de un
bárbaro y desconocido Imperio, del que está a punto de enseñorearse.
Todavía pretenden algunos que este Imperio, donde Hernán Cortés ha
entrado a saco, está al Sur del Catay y al Norte de la India. De aquí
presumo yo que está aclarado el enigma, que hay antípodas y que es
evidente la redondez de la tierra.

--Poquito a poco, señor Fréitas--replicó Tiburcio--. Las cosas distan
mucho de ser tan claras. Yo tengo noticias más recientes que invalidan
lo que el señor Fréitas dice. Otro castellano, no menos valiente aunque
menos venturoso que Hernán Cortés, un tal Vasco Núñez de Balboa ha
cruzado ese continente por una región en que es muy estrecho; ha salvado
altas montañas y ha descubierto más allá un mar extensísimo que tiene
toda la traza de dilatarse más que el mar de Atlante. El enigma queda
por consiguiente en pie en toda su obscuridad misteriosa. Posible será
que los castellanos, navegando siempre hacia el Occidente por ese mar
recién descubierto se alejen cada vez más de la India. Y posible será
que los portugueses yendo siempre en dirección contraria a la que el sol
sigue, no aporten jamás a las regiones visitadas ya por Colón, Cortés y
Balboa.

--Ya sabía yo--dijo Morsamor--que ese Balboa de que habla Tiburcio había
descubierto un gran mar al otro lado del mundo de Colón, entrando en sus
aguas con la espada desnuda en la diestra y enseñoreándose de él en
nombre del César Carlos V. Esto complica y retarda la resolución del
problema, pero no me induce a creer que la resolución sea otra de la que
yo pensaba. Para mí es evidente la forma esférica o casi esférica de la
tierra. A la extremidad de ese mar han de estar Cipango, el Catay y la
India. Lo difícil ahora ha de ser para el que navegue hacia el Occidente
hallar el término de ese valladar o hallar un canal o estrecho, por
donde se pase del mar del Atlante a ese otro mar de Balboa. El que esto
logre y tenga además valor y fortuna para surcar el nuevo mar
desconocido, aportará sin duda a la India y podrá luego dar la vuelta al
mundo en que vivimos. Y el que navegue hacia Oriente, como navegaremos
nosotros cuando salvemos el obstáculo que África nos opone, podrá volver
también a su patria por opuesto camino si encuentra modo de salvar el
valladar que el Nuevo Mundo de Colón le ofrece. Yo os confieso, señores,
que la ambición me induce a señalarme en la India en empresas guerreras,
pero como no cuento con muchos soldados para eclipsar allí las hazañas
de Alejandro de Macedonia, preferiría yo sin estrago y sin sangre
emprender y llevar a cabo un propósito que me daría gloria nueva y sin
rival entre los seres nacidos de mujer: la gloria de circunnavegar este
planeta. Así probaría yo experimentalmente que no es enorme disco,
suspendido en el éter y asido por eje de diamante a las cristalinas
esferas que giran en torno suyo sobre dicho eje con arrebatada y pasmosa
armonía. Así aduciría yo razones y pruebas a los que pretenden que
nuestra tierra no es el centro del Universo, sino astro pequeño y opaco,
que va rodando en torno del sol, como Venus, Marte, Saturno y otros
planetas.

--Atrevida es la tal suposición--dijo Fray Juan de Santarén--pero ni en
Coimbra ni en Salamanca faltan doctores que la tienen por probable y aun
por casi demostrada, respondiendo a los que tratan de invalidarla por
mal entendidas sentencias de las Sagradas Escrituras, con aquellas
célebres frases de Francisco de Villalobos, médico de la Reina Católica:
los que acuden a la religión en asuntos de ciencias naturales son como
los delincuentes que buscan en la iglesia un asilo.

--También en Italia--añadió donna Olimpia--anda desde hace años muy
válida la opinión de que no es la tierra, sino el sol quien está en el
centro; y ya, en mi primera mocedad, conocí yo y traté en Roma a cierto
doctor polaco, cuyo nombre era Nicolás Copérnico, que enseñaba dicho
sistema y andaba muy afanado componiendo un libro, que pensaba dedicar
al Papa, sobre las revoluciones de los orbes celestes. No sería impío ni
herético tal sistema cuando con semejante dedicatoria intentaba su autor
santificar el libro que le defendiese.

--Así podrá ser--dijo Tiburcio--. Nadie, sin embargo, logrará quitarme
de la cabeza un endiablado razonamiento que agua o mejor diré envenena
el gozo de esta invención. Por ella resulta degradado y hasta envilecido
este mundo en que habitamos. No es ya el centro y objeto principal de la
creación entera para cuya iluminación, regocijo y deleite salieron de la
nada el sol, la luna y todas las estrellas. Nuestro globo queda reducido
a un astro opaco, pequeñuelo y hasta deforme que gira como otros muchos
planetas más grandes y más hermosos que él, perdido en la inmensidad del
éter. ¿Qué será de nuestra preeminencia sobre las demás criaturas; qué
de la dignidad humana, si tal suposición llega a demostrarse por
completo?

Morsamor, que coincidía por lo común con las opiniones de su joven amigo
y se complacía en aceptar su parecer y su consejo, estaba en aquella
ocasión tan poseído del parecer contrario y tan lleno de la fe y de la
esperanza de contribuir a la demostración de su verdad, que encarándose
con Tiburcio, exclamó con enojo:

--Sin duda tendrías razón si por lo material aspirase el hombre al
principado y si su valer se midiese por varas o se pesase por arrobas.
Pero como el gran ser del hombre es por el espíritu, lo mismo importa
para que le conserve que tenga su vivienda corporal en el centro del
Universo o en el más ruin y esquivo lugar de las profundidades del éter.
Donde quiera que mi espíritu se halle, allí estará, allí creará el
centro de todo; y en la capacidad inmensa de su entender encerrará
cuantos seres existen y pueden existir, y comprendiendo sus leyes, será
como si se las impusiera, porque si Dios está en todas partes, más
esencialmente está en el alma humana. Y así el alma humana, si procura
estar conforme con Dios y unirse con Dios, sólo será inferior a Dios
mismo y no a los habitantes de otros mundos, dado que tales habitantes
haya. Podrán ser más corpulentos, podrán tener sentidos más variados y
perspicaces, pero la ley moral y los primeros principios absolutos, raíz
de todo saber, y el amor inextinguible de lo infinito que sólo en lo
infinito se aquieta, en nadie podrán asistir con mayor energía y virtud
creadora que en el hombre, hecho a imagen y semejanza de Dios.

Todos aplaudieron el discurso de Morsamor. El propio Fray Juan de
Santarén, aunque con escrúpulos de que en el calor de la improvisación
hubiese dejado escapar alguna herejía, aplaudió también a Morsamor, en
gracia del entusiasmo y de la buena fe con que había hablado.
Convinieron además en que no hay ni habrá sistema de astrólogos o de
sabios empíricos que baste a desbaratar ninguna teología ni ninguna
metafísica bien cimentada. Y decidieron, por último, que Morsamor, sin
perjuicio de mostrarse en la India, dando allí razón de quién era, debía
volver a Lisboa, caminando siempre hacia Oriente y circunnavegando el
mundo en que vivimos, cuya redondez resolvieron todos que era innegable.




-XII-


Bien se puede afirmar que el poder de los elementos, sojuzgado y
hechizado por la confianza magnánima de nuestros navegantes, se
complació en favorecerlos, haciendo fácil y rápido su viaje. Pronto,
casi siempre a la vista de la extensísima costa, llegaron al extremo sur
del continente negro. El terrible gigante Adamastor, domado ya por la
secular constancia y el valor de los portugueses, estaba sin duda de muy
buen talante en aquella ocasión, y sin tormentas ni furores dejó que
entrasen en el mar de la India la nave de Morsamor y otras cuatro naves
más, que formaban la escuadra en cuya compañía Morsamor navegaba.

La pequeña flota iba como refuerzo de otra mucho mayor y más poderosa,
que tres meses antes había salido del Tajo, conduciendo a don Duarte de
Meneses.

Este personaje, que se había señalado mucho por su valor y pericia, como
Gobernador de Tánger, en la guerra que de continuo sostenían los
portugueses contra los marroquíes, iba como Virrey de la India con más
sueldo y más amplias facultades que sus predecesores. Le llevó una
armada de quince velas, en donde fueron Francisco Pereira Pestana para
Gobernador de Goa, Juan Silveira, para ejercer el mando en Cananor, y
para el gobierno de Calecut, Juan de Lima.

Habían ido también, custodiando al nuevo Virrey, cuatro naves a las
órdenes de Martín Alfonso de Melo, el cual debía después visitar el
Imperio chino.

La escuadra de que formaba parte la nave de Morsamor, viniendo a ser
complemento de dicha grande flota, con la misma felicidad que había
pasado el Cabo, aportó más tarde a Sofala, puerto muy estimado entonces
de los portugueses por creer que era el antiguo Ofir, de donde Salomón e
Hiran llevaron a Jerusalén mucho oro. De aquí que los portugueses
buscasen allí con afán aunque poco dichoso, las antiguas minas que el
hijo de David había laboreado.

Algo se detuvo en Sofala la pequeña flota, pero no tardó en zarpar para
Goa.

La nave de Morsamor no pudo seguirla. Tenía antes que ir a Melinda, a
donde enviaban los señores Adorno y Salvago no pocos artículos de
comercio. En Melinda debían venderlos o dejarlos en depósito y tomar en
cambio mercancías de Abexin, Arabia y Egipto y aun algunas de Siria, de
las islas de la Grecia y de la misma Italia que todavía llegaban hasta
allí, importadas en Egipto por los venecianos, a pesar del golpe mortal
que a su comercio habían dado los portugueses.

Durante tan larga navegación el tiempo pasó muy agradablemente para
Morsamor y Tiburcio, merced a la precaución o a la buena suerte que
habían tenido de embarcar con ellos a donna Olimpia y a Teletusa. Podía
considerarse la primera como la personificación de la amenidad serena y
elevada, y la segunda como la del regocijo y bullicioso trastulo de los
seres humanos: de tal al menos calificaba donna Olimpia a su compañera.
Y Tiburcio añadía, en alabanza de ambas, que eran, por estilo profano,
como Marta y María, representando una de ellas la vida contemplativa y
la vida activa la otra.

Dulce y modesta era donna Olimpia. Nadie con justicia hubiera podido
censurarla de marisabidilla y bachillera; pero en su trato íntimo, y
cuando Morsamor la estimulaba a hablar, mostraba su rara discreción y su
mucha doctrina con sencillez y sin pedantería ni jactancia. Habían
traído a bordo los _Diálogos de amor_ de León Hebreo, a quien Morsamor
quedó muy aficionado desde que logró salvarle de los insultos de la
plebe.

A veces leían en dichos _Diálogos_ y luego los comentaban. Y eran tan
atinadas y profundas las ilustraciones de donna Olimpia que, si se
hubiesen conservado y reunido en un volumen, formarían hoy la Filosofía
de amor más interesante y sublime.

En otras ocasiones, Morsamor y donna Olimpia ponían por las nubes mil
invenciones y descubrimientos recientes, que en sentir de ellos hacían
de la época en que vivían la más fecunda e ilustre de todas. Y como
sobre este punto no estuviese de acuerdo Teletusa, la ninfa gaditana no
quería callarse y asentir con su silencio, sino que tomaba la palabra y
decía de esta manera:

--No he de negar yo lo muy ingeniosas que son las invenciones de nuestra
edad: el empleo de la pólvora, en arcabuces, bombardas, culebrinas y
falconetes; la brújula y la imprenta; los instrumentos del famoso
estrellero y geómetra portugués Pedro Núñez, y el hallazgo y la
observación de nuevos astros en el cielo, y en la tierra de nuevos
continentes, islas y mares. Todo esto, no obstante, se explica con
facilidad por el entendimiento humano. Si Satanás ha intervenido en
ello, ha sido de tapadillo y sin dar la cara dejando que los inventores
se jacten de haberlo logrado sin sobrenatural auxilio. En cambio, las
invenciones primitivas son las que no se pueden explicar humanamente y
las que tenemos que admirar. ¿Quién inventó el habla? ¿Quién la
escritura? Estas y otras cosas por el estilo son las que no se
comprenden ni se explican sin acudir a la enseñanza y a la revelación de
Dios mismo, de los ángeles o de los genios. Yo doy por seguro que el
primero que cultivó el trigo y luego sacó de él harina e hizo pan,
realizó algo más estupendo que cuanto hace un siglo se ha descubierto o
inventado.

Todos aplaudieron el breve discurso de Teletusa, y animada ella con el
aplauso, se atrevió a proseguir:

--La pólvora da muerte y la harina es el mejor y más usado sustento de
la vida. A la harina, pues, me atengo. Quiero que sepáis, señores, que
una prima mía muy guapa fue la buena amiga y tal vez el oíslo del famoso
cocinero Ruperto de Nola. De él aprendió a condimentar exquisitos
guisos, no pocos de los cuales tuvo luego la bondad de enseñarme. Ahora
bien, yo quiero mostraros mi habilidad y probar al mismo tiempo la
extraordinaria importancia de la harina. Voy a ser, además, como cierto
tocador de viola en extremo habilidoso que tocaba en una sola cuerda
multitud de sonatas. Yo me he apoderado de un barril de harina y de una
enorme botija llena de aceite, y valiéndome de estas sustancias voy a
daros, mientras dure nuestra navegación, una fruta de sartén, distinta
cada día.

Teletusa cumplió su promesa, y sin estropear sus manos, que las tenía
bonitas y bien cuidadas, amasó y frió de diario los más deliciosos y
diferentes manjares farináceos que imaginarse pueden. Ya eran buñuelos
de una clase, ya buñuelos de otra, ya sopaipas, ya empanadillas, ya
gajarros, ya pestiños, ya hojuelas, ya piñonate.

Aun sobre estas frutas de sartén filosofaba Teletusa con agudeza y con
gracia exclamando:

--Nadie me quitará de la cabeza, que la materia prima es única, sin que
sean menester elementos distintos para producir las mil distintas cosas
que llenan y enriquecen el universo. Cierta fuerza que hay, reside o se
pone en la materia prima, agita y ordena sus partecillas infinitamente
sutiles, y de los diversos movimientos y coordinaciones de dichas
partecillas, que los sabios llaman átomos, resulta la infinita variedad
de los seres. De fijo la diferencia de ellos está en la forma. Por la
forma es uno feo y otro bonito, uno triaca y otro veneno, uno soso y
otro salado, uno amargo y otro dulce, uno huele bien y otro hiede, ¿qué
no podrá hacer la naturaleza cuando yo flaca mujer, con harina sólo,
hago cosas tan distintas y de tan diferente sabor sin que sean
sustancialmente más que harina? Y sin embargo, ¿cuán de otro modo que el
esponjado buñuelo sabe por ejemplo, el piñonate o la _crocante_
empanadilla, que con tan grato crujidito se desmorona entre los dientes?

No se limitaba Teletusa a freír masa y a filosofar sobre la fritura. Más
alegre pasatiempo solía proporcionar casi de diario y particularmente
cuando el tiempo era muy bueno, a sus dichosos compañeros de navegación.
Todos formaban corro en torno de ella. Tiburcio tocaba la vihuela o la
flauta, y Teletusa, repiqueteando las castañuelas bailaba como una
sílfide.

Teletusa era asimismo egregia cantora, no indigna del siglo y de la
patria en que la música estaba tan floreciente, merced a Bartolomé Ramos
de Pareja, a Pedro Ciruelo, a Juan Anchieta, a Juan de la Encina y a
otros insignes compositores y maestros.

La propia Teletusa, acompañándose con la vihuela, cantaba deliciosos
villancicos y coplas. Ora cantaba

          Dos ánades madre
          Que van por aquí.

Ora por lo sentimental y lo tierno, coplas como esta:

          Pues que jamás olvidaro
          No puede mi corazón
          Si me falta galardón
          ¡Ay que mal hice en miraros!

Ora, por último siguiendo el estilo picaresco, aquello de

          Yo me iba, mi madre,
          Las rosas coger,
          Hallé mis amores
          Dentro en el vergel.

Cualquiera pensará que, en medio de tanto deleite, Morsamor estaba
contento. Mucho distaba, no obstante, de ser así. En cierto modo puede
bien afirmarse que Morsamor se hallaba cada día más prendado de donna
Olimpia. El apasionado mirar de sus ojos glaucos le fascinaba; le
encantaban su discreta conversación y su apacible trato; y de continuo
prestaba pábulo a la encendida llama de sus afectos la presencia de
aquella mujer dechado de elegancia y de majestuosa hermosura. Entonces
se creía ligado a ella para siempre por invencible hechizo. Entonces
presumía que ella era su bien, que la amaba y que no podía vivir sin
ella.

En la mente y en el corazón humanos hay un mar tempestuoso de ideas y de
sentimientos que se combaten. Así eran el corazón y la mente de
Morsamor. Y cuando no los subyugaba ni los rendía el influjo encantador
de la aventurera italiana, acudían en tropel a atormentarlos mil amargas
cavilaciones que le herían y emponzoñaban el alma y sacaban a su rostro
el color rojo de la vergüenza. ¿Qué héroe de tan ruin condición era él
cuando tal dama llevaba consigo? Si hubiese robado a doña Sol de
Quiñones, y a despecho de la Reina y de todo el mundo, la tuviese a
bordo, el caso, aunque pecaminoso, sería digno de él; pero llevar a
donna Olimpia, que lo mismo se hubiera ido acaso con otro cualquiera,
era triunfo tan miserable, que, en vez de lisonjear su amor propio, le
lastimaba y abatía.

Hasta el indisputable mérito de donna Olimpia, su talento, su belleza y
la fuerza misteriosa que había en todo su ser para dominar y cautivar a
cuantos la veían y trataban, si bien complacían a Morsamor cuando
pensaba que era suyo aquel tesoro, le ofendían más a menudo al
considerar que su brillo atraía las miradas, la voluntad y la admiración
de las gentes, y a él le dejaba obscurecido y como eclipsado.

Algunas bromas de Tiburcio, dichas sin duda irreflexivamente y para
reír, ofendían y herían a Morsamor en lo íntimo de su conciencia y le
ponían de un humor de todos los diablos. Cuando Morsamor le abría su
corazón a Tiburcio y le confiaba parte de sus pesares, Tiburcio, con el
propósito de despojar de gravedad el asunto, le decía burlando:

--En verdad que tiene sus contras el poseer tan gentiles enamoradas y
tan famosas amigas como la mía y la tuya. Debemos, con todo,
conformarnos y hasta convertir el inconveniente en estímulo. Voy a
explicarme mejor. El marido o el amante de una mujer muy bella, sabia o
ilustre, queda mil veces peor que en la obscuridad si él es un
cualquiera. En la obscuridad nadie le recordaría ni le nombraría,
mientras que, en el caso que supongo gozaría, o mejor dicho padecería de
ridícula e indeleble fama. En todo el mundo sería conocido por su mujer
o por su amiga y no le llamarían Fulano ni Mengano, sino el de Mengana o
el de Fulana. No floja contrariedad es esta, pero bien puedes tú
sobreponerte a la contrariedad, dando razón de quién eres por virtud de
tus altos hechos, a fin de que seas célebre y ensalzado como Morsamor y
no meramente conocido y mencionado por amigo de donna Olimpia. Lo propio
digo de mi persona. Yo quiero hacer de suerte que no me conozcan sólo
por el amigo de Teletusa, sino que me celebren por mis audaces y
dichosas empresas como Tiburcio de Simahonda. No he de negarte yo,
porque quiero ser franco, que nuestro propósito es difícil de realizar.
Estas dos mujeres (permíteme lo vulgar de la expresión) que nos hemos
echado a cuestas, son de tal magnitud y valer, que nos abruman con su
peso. Y es tal el resplandor con que brillan, que ha de costarnos
muchísimo resplandecer por nuestras acciones por cima del resplandor que
despiden ellas con sólo manifestarse. No creas tú que Putifar fue un
personaje insignificante. Yo he leído en antiguas historias y sé de
buena tinta que se distinguió como hábil capitán, venciendo al Faraón
del alto Egipto, acérrimo contrario del Faraón pastor a quien él servía,
y domando en Chipre los filisteos, gente rubia y belicosa que habían
venido del Norte, que se habían apoderado de aquella isla, y que mucho
más tarde se repuso, invadió la tierra de Canaan y le dio nuevo nombre,
aunque hizo en ella grandes estragos. Hay además quien asegura que
Putifar era muy buen letrado, que poseía casi toda la ciencia de los
egipcios, y que compuso memorias sobre las inundaciones del Nilo y sobre
otros puntos no menos importantes. Pero todo esto se ha olvidado y ya
nadie le recuerda ni le nombra, sino a causa o por culpa de su mujer.
Sólo se habla de él cuando de ella se habla, llamándola, la mujer de
Putifar, por donde él es sólo mencionado como marido. Escarmentemos pues
en cabeza ajena y procuremos que nada semejante nos ocurra.

Este y otros razonamientos por el mismo estilo tenía a Morsamor sobre
ascuas. Y verdaderamente era poco honroso y nada glorioso ir a la
conquista de un nombre inmortal en compañía de damas tan desenfadadas y
alegres, cuyas conquistas era de temer que se realizasen más pronto.

Aunque Morsamor disimulaba su disgusto, que solía rayar a veces en
repugnancia, donna Olimpia, era muy avisada y no dejó de conocerle; pero
donna Olimpia era muy soberbia y no se dio por entendida ni formuló la
menor queja.




-XIII-


A bordo toda la tripulación estaba encantada de la bondadosa amenidad de
donna Olimpia y más aún del regocijo de Teletusa, de sus danzas y
cantares y hasta de sus frutas de sartén, hechas a veces con tal
abundancia que había para que todos comieran. Ya hemos visto cómo el
piloto intimó con Morsamor y formó parte de su corro, y cómo Fray Juan
se holgaba de estar en él y hasta de reír y charlar con las dos
aventureras, pues, aunque piadoso, era indulgente, muy conocedor de las
flaquezas humanas y bastante ejercitado en la virtud de la eutropelia.

Había, no obstante, un personaje que no llevaba bien aquel alboroto,
sino que estaba escandalizado de la constante huelga, si bien lo
disimulaba y sufría porque era prudentísimo.

Era este personaje el administrador o comisionista encargado de las
mercancías y de sus ventas, compras y cambios. Notable por su habilidad
mercantil y por su experiencia y largas peregrinaciones, poseía además
el talento de hablar afluentemente la lengua arábiga, lo cual le valía y
había de valerle para sus tratos y negocios con los mercaderes de
aquellas regiones.

El tal administrador, holandés o flamenco que en esto no están de
acuerdo los autores, se llamaba Gastón Vandenpeereboom, nombre y
apellido en completo desacuerdo con sus prendas personales, como si por
antífrasis los llevara. En lugar de ser Gastón tenía fama de roñoso y
por no gastar en nada, no hablaba nunca sino por necesidad o provecho, a
fin de no gastar saliva. Y su apellido, semejante al resonar del trueno
o de la artillería, también se concertaba mal con sus lacónicos y
pausados discursos, pronunciados siempre en voz baja y suave. El señor
Vandenpeereboom era además tan pequeñuelo y delgado, que parecía un
duende. Casi no se le oía ni se le veía. Cuando no estaba haciendo
cuentas estaba rezando sus devociones, por ser muy religioso y devoto.
Era harto feo de cara, pero en ella, y singularmente en la viveza
penetrante de sus ojillos, se revelaba su inteligencia y su astucia.

Nadie podía acusarle de que murmurase, pero harto se notaba, a pesar de
su disimulo, que el señor Vandenpeereboom aguantaba con repugnancia la
presencia a bordo de las dos aventureras y el jaleo continuo que allí
armaban. Como quiera que fuese, y sin más novedad ni disgusto, la nave
de Morsamor llegó al fin al puerto de Melinda.

La ciudad de este nombre era entonces populosa y estaba floreciente y
rica. Era hijo su rey del que tan cortés y lealmente recibió a Vasco de
Gama y le proporcionó piloto para llegar a Calecut con menos peligro.

Feridún se llamaba el rey nuevo, joven todavía, gallardo y muy agraciado
de rostro. Tenía un hermano menor, llamado Rustán, a quien estimaba y
quería tanto que casi compartía con él su trono. Y no debe extrañarse
que tuviesen estos príncipes nombres propios de los antiguos persas o
iranios, porque era más blancos que morenos, y pretendían descender, así
como la más ilustre nobleza del reino, de gente venida del Irán.
Asegurábase que la ciudad de Chiraz y el fértil territorio que la rodea
habían sido la cuna de los antiguos emigrantes. Y asegurábase, por
último, que estos habían abandonado la madre patria, llegando a la
remota costa de África y fundando allí una colonia, expulsados por el
tremendo conquistador Temugín, alias Gengis Khan, emperador de los
tártaros mongoles.

Causa de la expulsión o más bien de la fuga para sustraerse a una
tiránica intolerancia, había sido la refinada cultura de aquellos
persas, y el modo incompleto y libre con que se llamaban mahometanos. La
antigua religión de la luz increada vivía en sus almas sobrepuesta al
islamismo. Zoroastro valía para ellos más que Mahoma, como anterior y
superior en la serie de los profetas. Las tradiciones patrióticas
sostenían y fomentaban en la mente de ellos la fe en los dogmas del
_Avesta_ y del _Bundehesch_, libros sagrados que tal vez ya no poseían
ni conocían. La poesía maravillosa, tan floreciente en el reinado de
Mahamud de Gazna el Grande, había hecho que resurgiesen aquellas ideas y
aquellos sentimientos en los espíritus y en los corazones. Dicen las
historias que aquel rey glorioso tuvo muy regalados y agasajados en su
corte, para mayor ostentación y brillo, a más de cuatrocientos poetas:
cosa que aturde y pasma, sobre todo en el día, cuando críticos tan
juiciosos e ilustrados como Clarín apenas conceden que tengamos en
España dos y medio. Lo cierto es que entonces se escribieron en Persia
lindísimos poemas descollando sobre todos el colosal de Firdusi,
titulado _Libro de los Reyes_. En él renacen y viven idealmente las
glorias del Irán y sus seculares luchas, en defensa y para difusión de
la luz, contra los turaníes, propugnadores de las tinieblas. El rey
Mahamud gustó tanto de la obra de Firdusi que pensó en darle por ella
todo el oro que pudiese sostener y llevar como carga el más gigantesco y
poderoso de sus elefantes. No llegó el rey, por malquerencia y chismes
de sus cortesanos, a premiar tan generosamente al poeta, pero consta que
le envió a Tus, lugar de su nacimiento, donde él estaba retirado, un
regalo casi equivalente, si bien fue ya tarde, porque le llevaban a
enterrar cuando entraron en Tus los que dicho regalo traían.

No fue sólo la epopeya la que pervirtió la ortodoxia muslímica de los
habitantes de Chiraz y de toda su comarca, sino también los cuentos y
novelas que después se escribieron, los tratados de filosofía moral
harto poco severa, y más que nada, la poesía lírica, consagrada a
ensalzar el vino, los amores y toda clase de deleites. Mal podían
avenirse con el Corán las sentencias y los versos del _Gulistán_, de
Sadí y los voluptuosos madrigales de Hafiz que él titulaba _Gacelas_.

Todavía, por último, se corrompieron más las creencias y las costumbres
con un misticismo que después se puso de moda, merced a muy eminentes
escritores. Era el tal misticismo todo lo contrario de ascético. En lo
tocante a indulgencia con pasiones y goces, echaba la zancadilla al de
nuestro famoso Padre Miguel de Molinos, no siendo menester la
mortificación y la penitencia para que el alma se uniese con lo
infinito, sino más bien absolver en ella toda la hermosura, todo el
deleite y todo el bien de las cosas creadas. El libro titulado _El habla
de los pájaros_, fue precursor de esta doctrina. Y quien más la propagó
e ilustró luego fue el admirable poeta y filósofo Chelaledín Rumí, autor
del poema _Mesnewi_. Así se fundó una secta herética muy dada al
sibaritismo y una a modo de orden religiosa de derviches, inclinadísimos
a todo linaje de diversiones, músicas y danzas.

Tales sectarios fugitivos fueron los fundadores de la colonia de
Melinda, donde se habían dado tan buena maña que habían atraído millares
y millares de negros, formando un reino importante del que dichos negros
constituían la numerosa plebe.

Cuando Vasco de Gama aportó allí veinte y tres años antes, el rey
melindeño, que era muy pacífico, le recibió leal y amistosamente. El
héroe portugués, ya por sí mismo, ya por medio de su alférez Nicolás
Coello, había acrecentado tan buenas disposiciones, ponderando la
grandeza y el poderío de Portugal y de su monarca. Gama y Coello
trataron de hacer creer a los de Melinda que España era la cabeza de
Europa y Portugal la cumbre de la cabeza; que el rey portugués era el
primero de los reyes y que el mismo nombre de Dios era su nombre; que
con su innumerable caballería imponía respeto y subyugaba a las demás
naciones; que sus naves, bien artilladas, recorrían el mar a centenares;
y que las rentas y tributos, que le rendían sus vasallos y los pueblos
vencidos, eran tan abundantes, que, después de pagados todos los gastos,
dejaban cada luna un sobrante de doscientos mil cruzados lo menos.

No se sabe hasta qué punto creerían los melindeños tan enormes
exageraciones; pero, como vieron después que los portugueses enviaron al
mar de la India poderosas flotas, que eran valientes y terribles, que
conquistaron muchos puertos y ciudades, que asolaron no pocas provincias
y que iban enseñoreándose de todo, acabaron por creer lo que al
principio les habían dicho; a formar de Portugal el más elevado
concepto, y a considerar como la mejor política la conservación y el
acrecentamiento de la amistad portuguesa.

Esta era la opinión que prevalecía entre los de Melinda cuando la nave
de Morsamor entró en su puerto.




-XIV-


No bien saltaron en tierra algunas personas de a bordo, visitaron la
ciudad y hablaron con sus mercaderes y con otros de sus habitantes,
entre los cuales no faltaba ya quien chapurrease el portugués o el
italiano, corrió por todas partes la voz de que mandaba la nave recién
llegada un señor de mucho fuste y campanillas, cuyo nombre era Miguel de
Zuheros. Se difundió también que venían en la nave dos princesas de lo
más encopetado de Europa, que iban viajando para su instrucción y
recreo.

Hubo no pocos curiosos y desocupados que fueron a visitar la nave, donde
Morsamor los recibió con franca cordialidad y agasajo. Y como allí
viesen a donna Olimpia y a Teletusa, se maravillaron y embelesaron,
dándose a propalar entre sus compatricios que en la nave europea había,
no dos mujeres bonitas, sino dos _péris_ o dos huríes. Donna Olimpia fue
la que más agradó y sorprendió por su porte majestuoso, y más aún por la
nítida blancura de su tez y por el áureo fulgor de sus cabellos rubios,
prendas muy raras en aquella tierra. Así es que la consideraron y
ponderaron como si fuese criatura sobrehumana y hasta la propia
Parabanú, emperatriz de las hadas.

Cuando todos estos rumores llegaron a los oídos del rey y de su hermano,
ambos anhelaron obsequiar a Morsamor, ver a las dos hermosas princesas y
mostrar a él y a ellas el esplendor de la capital de su reino y la
fértil amenidad de los huertos y cármenes que a imitación y en
competencia de Chiraz había en su ruedo y en ambas orillas del Sabaki,
que desemboca en la mar a corta distancia.

Pronto se concertó y dispuso una fiesta y jira campestre a la que
Morsamor, Tiburcio, el piloto, Fray Juan de Santarén, las dos princesas
y el señor Vandenpeereboom fueron convidados.

En bateles del país, empavesados con vistosos gallardetes y flámulas
multicolores, y defendidos de los ardores del sol por elegantes toldos,
los convidados fueron a tierra, donde había para las damas dos soberbios
palanquines llevados por robustos negros; para Morsamor y Tiburcio,
hermosos caballos árabes ricamente enjaezados; y para el piloto, el
comisionista y el fraile, sendos pollinos tordos y lustrosos, con
primorosas albardas, de las que pendían caireles y flecos de seda y con
las cabezadas y jáquimas de seda también, alegrando los oídos el sonar
de los cascabeles de plata que había en los pretales, y alegrando la
vista los relucientes y airosos penachos que descollaban muy por cima de
las largas y puntiagudas orejas.

Debemos advertir aquí que en Oriente no es el asno, como en nuestros
países, animal plebeyo y vilipendiado, sino que, por el contrario, goza
de notable crédito y suele servir de cabalgadura a las personas graves,
constituidas en dignidad y que conviene que caminen con reposo y pausada
prosopopeya.

Con muy brillante acompañamiento el rey y su hermano llegaron a recibir
a sus huéspedes en una gran plaza que estaba cerca del muelle. Varios
ulemas, magos y astrólogos del Real Consejo privado, venían también en
burros; monteros y cazadores, de a pie y de a caballo, traían la jauría
de podencos y lebreles; doce diestros cazadores de altanería, todos a
caballo, llevaban en el antebrazo izquierdo, asidos a la lúa de becerro
con las acicaladas garras, ya poderosos neblíes, traídos a mucha costa
de las montañas de Elburz o de Mazenderán a orillas de mar Caspio, ya
ágiles alfaneques africanos, retenidos por la pihuela para que no
echasen a volar, y todos con sus capirotes de grana y con sutiles
cascabelillos de oro en las nervudas patas.

El rey se presentó en un lujoso carro, tirado por cuatro caballos
blancos y conducido por su propio hermano Rustán, que se ufanaba de ser
hábil auriga. Se parecían también en el carro un venerable escudero, que
sostenía el quitasol de raso amarillo, bordado de oro, dando sombra al
rey y siendo símbolo e insignia de su poder soberano; y dos pajecillos,
muy graciosos y compuestos, que oseaban las moscas y movían y
refrescaban el aire que circundaba a la persona regia, agitando grandes
abanicos, uno de pintadas plumas de pavo real, y otro de plumas de
avestruz blancas como la leche.

El rey y su hermano recibieron y saludaron a las damas, a Morsamor y a
los suyos con gran cortesía y finura, y después de recorrer las
principales calles de la ciudad y de mostrarles las más interesantes
curiosidades, los llevaron al campo, donde los cazadores y las bien
industriadas aves de rapiña lucieron su destreza en la cetrería, arte
cultivadísimo en Persia desde los tiempos primitivos de Jemshyd,
fundador del primer imperio.

Todos fueron luego a un parque o coto muy extenso que poseía el rey en
la margen del río, y donde había mucha caza, especialmente de ciervos.
Espantados y perseguidos por los ojeadores, los ciervos pasaron en
manadas por muy cerca de las paranzas donde el rey y los que le
acompañaban se habían puesto a aguardarlos. Así hicieron en ellos no
pequeña carnicería, lanzándoles flechas, venablos y azagayas.

El rey Feridún obsequió por último a sus convidados y a los individuos
de su servidumbre con una exquisita merienda, en la que el guiso que más
agradó fue uno de ánades silvestres en arroz blanco, condimentado con la
picante salsa llamada _curry_. Los almíbares de azahar y de rosas fueron
también muy celebrados. Y los señores principales consumieron en
abundancia el famoso vino de Chiraz a pesar de Mahoma, mientras que la
gente menuda se regaló con _arrack_, bebida fermentada de la India,
harto menos costosa.

Las dos damas fueron muy admiradas y requebradas, rayando en frenesí el
entusiasmo que excitaron, sobre todo hacia el fin de la merienda.

El rey, el príncipe, su hermano, los ulemas y los astrólogos, todos en
suma, apenas se atrevieron a dirigirles la palabra en prosa, sino que
les echaron a porfía mil piropos, ya en versos persas, ya en versos
arábigos, que los señores Vandenpeereboom y Tiburcio se encargaban de
traducir. Porque según la costumbre de aquella tierra casi hubiera sido
desacato o irreverencia hablar en prosa a señoras tan bellas y de tan
alta guisa. Por fortuna no era difícil a las personas elegantes de por
allí hablar siempre en verso, porque la menos instruida de todas ellas
sabia de memoria millares de _kasidas_ y de _gacelas_, apropósito para
todos los casos, y que podían ensartarse unas en otras, como las perlas
en un hilo, por medio de la prosa rimada.

En resolución, los viajeros se divirtieron mucho aquel día y todos
volvieron a bordo muy lisonjeados y satisfechos.




-XV-


Después de la jira campestre y contrariando los planes de Morsamor, su
nave permaneció aún en el puerto de Melinda una semana entera. La carga
y descarga de artículos de comercio y los tratos y contratos que tuvo
que hacer el señor Gastón Vandenpeereboom fueron la causa de tales
estadías.

Llegó al fin el momento de continuar el viaje. Era una hermosa tarde de
otoño, víspera de la salida. Morsamor, Tiburcio, las damas y toda la
tripulación estaban a bordo.

Una almadía, conduciendo gente muy bulliciosa y regocijada, se acercó al
costado de la nave. Uno de los de la almadía pidió permiso para que
visitasen la nave él y sus compañeros.

Componían estos una tropa o cofradía de los derviches místicos,
apellidados _mevlevies_, de que fue fundador y patriarca el ya citado
celebérrimo Chelaledín-Rumí, egregio poeta entre los orientales y
melodioso _ruiseñor de la vida contemplativa_.

Miguel de Zuheros no estaba de muy buen humor y repugnaba recibir a los
derviches; pero donna Olimpia y Teletusa, que habían oído hablar de sus
extravagantes y vertiginosos bailes y del extraño método que empleaban
para llenarse de furor divino y entrar en la vía unitiva, intercedieron
por ellos y consiguieron que subiesen sobre cubierta. Hasta veinte
serían los de aquella tropa, todos vestidos de flotantes y ligeros
paños, todos contentos y satisfechos como quien priva con la divinidad y
de los demás seres del mundo no se le importa un prisco.

Al son de una música muy rara entonaron los derviches algunas de las más
bellas canciones panteísticas de su fundador. Luego tejieron la más
arrebatada y frenética danza que puede imaginarse. Y, por último, cuatro
de los derviches, trompeteros de resuello pujante, hicieron resonar las
_kernas_ de que venían provistos. La danza se precipitó entonces con
rapidez sobrehumana. Verlos bailar causaba mareo.

Aquel espectáculo asustaba más que divertía, pero tenía tan invencible
atractivo que todas las miradas quedaban fijas en los derviches sin
poder apartarse de ellos.

Atronador era el sonido de las _kernas_, trompetas enormes de más de dos
metros de longitud, en figura de serpientes y enroscadas en giro
tortuoso.

--Nadie me quitará de la cabeza--dijo Tiburcio a donna Olimpia, que
estaba a su lado--que si bien la música, como todas las demás artes, ha
adelantado mucho en estos últimos tiempos, todavía hay en ella secretos
misteriosos, descubiertos en las edades primitivas y conservados
ocultamente en los santuarios y en los colegios sacerdotales. Al oír
estas trompetas se entrevé y se adivina la relación, conocida en lo
antiguo y desconocida hoy, entre la música y la arquitectura. Al oír
estas trompetas no parece del todo ponderación, encarecimiento o
milagro, lo que se cuenta de Anfión erigiendo al son de la música las
murallas de Tebas, y lo que se cuenta de Josué derribando las murallas
de Jericó a trompetazos. Tal vez la música del porvenir llegue en
Europa, dentro de cuatro siglos o antes a tener eficacia parecida, mas
por ahora distamos mucho de ello.

Donna Olimpia estaba tan absorta oyendo el trompeteo y contemplando la
danza, que no contestó palabra alguna.

La observación de Tiburcio era, sin embargo, muy atinada aunque
incompleta.

Sin duda aquella música profunda y sabiamente bárbara no estaba sólo en
relación con la arquitectura, no era sólo una fuerza motriz material,
sino que era asimismo un pasmoso vehículo de la fuerza psíquica,
trasmitiendo con el aliento vital por el retorcido tubo de bronce el
deseo imperioso del espíritu. Esto que recientemente han inventado los
hombres y han apellidado magnetismo animal no es más que un leve e
imperfecto atisbo y un ensayo rudo y embrionario, digámoslo así, del
empleo de la fuerza psíquica, que en los venideros tiempos ha de
conocerse mejor y ejercitarse con gran fruto.

Como quiera que ello sea, lo cierto es que aquellos trompeteros o
sonadores de _kerna_ podían ya, por virtud de la ciencia oculta
custodiada en Oriente, emplear la fuerza del alma y producir el letargo
magnético en quien se les antojaba.

No nos maravillemos pues, de que Morsamor, que también veía la danza y
escuchaba el trompeteo, viniese a caer en hondísimo letargo. No hubo
modo de despertarle, y permaneció traspuesto cerca de veinticuatro
horas.

Cuando Morsamor volvió a su acuerdo, la nave estaba en alta mar, lejos
de Melinda, y navegando con viento favorable hacia las distantes playas
de Malabar.

Cuán extraordinaria sorpresa y cuán tremenda cólera no serían las de
Morsamor no bien supo que donna Olimpia y Teletusa, así como sus
escuderos Asmodeo y Belcebú, habían desaparecido, sin que se hallasen en
la nave por más que los habían buscado.

Sin duda, en la tremolina y rebullicio que se armó cuando Miguel de
Zuheros cayó en su hondo letargo, las dos damas y los dos escuderos
hubieron de escabullirse yéndose con los derviches.

Las órdenes de levar anclas y darse a la vela al amanecer habían sido
tan terminantes que, a pesar de lo ocurrido, el piloto no quiso
desobedecerlas. El letargo de Morsamor podía por otra parte terminar en
muerte, y lo más seguro era salir para la India, por no considerarse
nadie a bordo con poder bastante para desembarcar y tomar venganza de
aquel desaguisado, en la suposición de que los derviches o algunas otras
personas tuviesen la culpa de todo.

Interrogado por Morsamor, Tiburcio le dijo:

--De tu letargo, no sé qué pensar. Yo creo que le produjeron las
trompetas mágicas, pero tal vez la intención de los derviches no fue en
tu daño. Y por lo tocante a donna Olimpia y a Teletusa nada tenemos que
reclamar. No ha habido rapto. Ni la violencia ni la astucia han sido
parte en su fuga. Ellas nos han abandonado en el pleno uso y ejercicio
del libre albedrío. De nadie, pues, ni de ellas mismas, podemos
quejarnos. Lee esta carta que me dejó escrita Teletusa antes de partir.

Morsamor tomó la carta y leyó lo que sigue:

«Mi adorado Tiburcio: La fatalidad lo quiere y lo dispone y es menester
someterse a ella. En las entretelas de mi corazón llevo yo pintada tu
imagen con preciosos y vivos colores que nunca han de desteñirse. Estoy
convencida de que no volveré a hallar jamás hombre tan guapo como tú y
que me pete tanto, aunque, como el Infante don Pedro de Portugal,
recorra yo en su busca las siete partidas del mundo. Y, sin embargo,
tengo que abandonarte. Donna Olimpia lo quiere. Seguirla es para mí
deber ineludible. Si ella abandona a Morsamor es porque conoce que, si
bien Morsamor la quiere, Morsamor tiene vergüenza de llevarla en su
compañía. Harto ha notado ella que cuando Morsamor no está bajo el
hechizo de su mirada y recobra la calma y el juicio que le roba la
embriaguez del deleite amoroso, ella, si no es objeto de repugnancia
para Morsamor, es considerada por él como un estorbo y como un
escándalo. No queremos estorbar ni escandalizar y por eso nos quedamos
en Melinda. Hemos celebrado un contrato con el Rey Feridún y con el
príncipe Rustán, los cuales, bajo palabra de honor, corroborada por
solemnes juramentos, nos dejan en completa libertad de largarnos donde
se nos antoje, si dentro de seis meses nos hartamos de ser el adorno y
el esplendor de su corte. Donna Olimpia ha querido que nuestra
separación sea súbita y por sorpresa para ahorrarnos a todos el trance
desgarrador de la despedida. Ella desea que Morsamor alcance grandes
victorias, triunfos y laureles en la India; entiende que para esto
perjudicaría a Morsamor si le siguiese y por eso le deja. Si él por un
lado, ella también separadamente por otro, puede vencer y triunfar sola.
El continuar juntos, dice ella, sería causa de debilidad y a todos nos
dañaría. Ella sola tiene también colosales proyectos. Quiere visitar la
Meca, el reino del Preste Juan, el Egipto, la Tierra Santa y qué sé yo
cuántas otras regiones. Por Dios no tengáis pesadumbre de que nos
separemos de vosotros. La pesadumbre de Morsamor sólo podría nacer, si
la tuviese, de su vanidad ofendida. En el fondo de su alma debe
alegrarse y de fijo se alegrará de verse libre de nosotras. Lo que es tú
bien sé yo que me quieres un poquito y que sentirás algo mi ausencia. No
me olvides. Guarda de mí tan dulce recuerdo como el que yo de ti guardo.
¿Quién sabe? Ya nos volveremos a encontrar algún día. Entre tanto, quede
yo en tu memoria tan gentil y enamorada, como tú en la mía quedas, y ten
por cierto que nunca dejará de amarte tu _Teletusa_».

Leída esta carta, Tiburcio entregó a Morsamor otra que donna Olimpia
había dejado escrita para él. Era esta carta tan elocuente y tan sentida
que no me atrevo a recomponerla aquí, pues no teniéndola a mano tal como
se escribió la falsearía yo y la echaría a perder, recomponiéndola y
ofreciéndola a mis lectores. Baste, pues, que sepan que donna Olimpia se
despedía de Morsamor con inmensa ternura, y tratando de justificar la
separación por ineludible.

Morsamor sintió muy mortificado su amor propio, pero en el fondo de su
alma tuvo que dar la razón a donna Olimpia, y no halló motivo para
quejarse de ella ni de nadie. Sospechó, con todo que el mediador que
había habido entre Feridún y Rustán y las dos aventureras no podía haber
sido otro que el Sr. Gastón Vandenpeereboom, pero disimiló su enojo por
vergüenza y no quiso vengarse, al menos por lo pronto.




-XVI-


El piloto Lorenzo Fréitas dirigió la nave con habilidad pasmosa,
aprovechando la monzón favorable del sud-oeste, y, con mayor rapidez que
la ordinaria, cruzó el Mar de la India hasta hallarse ya, según sus
cálculos, a cuatro o cinco días de distancia del puerto de Goa. Allí
estaba sin duda el virrey Don Duarte de Meneses, a quien Morsamor quería
presentarse, poniéndose a sus órdenes, aunque hubiera preferido que esto
fuera llevándole algún presente y después de haber dado cima a empresas
de importancia y de lucimiento.

Para tratar sobre este punto, Morsamor llamó a consejo una mañana al
piloto Fréitas, al administrador Vandenpeereboom y hasta a Fray Juan de
Santarén y al amigo Tiburcio, con cuyos pareceres quería asesorarse.

Por noticias que en Sofala y en Melinda le habían llegado, Morsamor
sabía que los negocios de Portugal en la India andaban harto revueltos.
Y aunque presentaban mayor peligro que de ordinario, podían también dar
ocasión a grandes triunfos si la destreza y el brio eran secundados por
la fortuna. Tiempo hacía ya que el soldán del Cairo no construía
auxiliado para ello por los venecianos a toda costa en Berenice, puerto
del Mar Rojo, naves con que salir a combatir a los portugueses en el
Golfo de Omán y en lo más ancho del Eritreo, pero habían corrido rumores
de que el régulo de Ormuz se había rebelado, sacudiendo la pleitesía y
negando el tributo que antes pagaba. Asegurábase además, que el gran
turco, a quien arrebataban los portugueses en la India el fructuoso
comercio que hubiera acrecentado y hecho incontrastable su poder, había
alentado, por medio de emisarios secretos, y tal vez con promesas de
auxilio, a varios rajaes o príncipes soberanos indostaníes, mahometanos
unos y gentiles otros, para que contra Portugal se ligasen y armasen.
Alma de esta liga era un marino audaz y experto, llamado Aga Mahamud, el
cual tenía gran crédito y alto nombre, y había llegado a reunir bajo su
mando una poderosa flota de más de cincuenta ligeras y bien artilladas
fustas, sin contar varias galeras, almadías, _zambucos_ y otros pequeños
bajeles, cuyos tripulantes, aunque de diversas razas, lenguas y
creencias, eran todos gente desalmada y fiera, avezada a la mar, sufrida
en los trabajos y despreciadora de los peligros.

No lejos de Diu, florecía entonces, en el fondo de un estero y a orillas
de un río caudaloso, la ciudad de Chaul, emporio del comercio que, para
sustraerse al poder marítimo de Portugal, hacían entonces con la India,
por tierra, Persia y Arabia. Chaul era singularmente famosa como mercado
de caballos, y allí iban a surtirse los grandes señores y príncipes
indianos para remontar su caballería.

Los portugueses habían obtenido del príncipe de Chaul el permiso de
erigir una gran fortaleza no lejos de la ciudad y al borde del estero,
adquiriendo así la llave y el dominio de emporio tan importante.

La fortaleza había empezado a construirse, pero Aga Mahamud había
acudido a estorbarlo con sus fustas, y se decía que se habían dado ya
algunos combates en que no siempre los portugueses salieron bien
librados.

Peligroso era ir allí con una nave sola exponiéndose a un encuentro con
fuerzas superiores enemigas, pero Morsamor, deseoso de señalarse por
actos heroicos, propuso a sus compañeros de navegación y de armas
dirigir el rumbo hacia Chaul y acudir en auxilio de la flota portuguesa
que defendía allí la construcción del castillo y que tal vez en aquellos
momentos estaba sitiada y vigorosamente combatida. Posible era sucumbir
allí con gloria, pero si por dicha se vencía, Morsamor gozaba en
imaginar la brillantez y la pompa de su entrada en Goa ya victorioso y
llevando de presente a Don Duarte treinta o cuarenta caballos árabes y
persas rápidos en la carrera, de pura sangre y de hermosísima estampa.

Habló Morsamor con tanto fuego que logró penetrar y encender con él los
corazones de su pequeño auditorio. El mismo Fray Juan de Santarén hubo
de entusiasmarse y dijo que, dejando por lo pronto los medios de
persuasión, hasta que aprendiese él con facilidad alguna de las lenguas
que por allí se hablaban, empuñaría un arcabuz y transmitiría así sus
creencias a los infieles por medio de terribles lenguas de fuego.

Había recelado Morsamor hallar oposición en el señor Vandenpeereboom,
pero se llevó agradable chasco. El señor Vandenpeereboom siempre con la
fría suavidad y con la lentitud de sus palabras, dijo de esta suerte,
cuando le llegó el turno de hablar:

--En los peligros grandes el temor es casi siempre mayor que el peligro.
Mucho aventuramos, pero, ¿quién sabe? Acaso salgamos bien de la empresa,
y harto se comprende el provecho y la gloria que de ello nos
resultarían. Si somos vencidos, si las fustas de Aga Mahamud echan a
pique nuestra nave ¿qué le hemos de hacer? Morir tenemos, como dicen los
cartujos, y lo mismo es hoy que mañana. Yo aquí, como apoderado
comercial de los señores Adorno y Salvago, sólo debo mirar por sus
intereses. Y para disipar escrúpulos diré que aunque esta nave se hunda
en la mar con toda la riqueza que contiene, si se hunde con gloria y con
la conveniente y debida resonancia, los señores Adorno y Salvago saldrán
ganando y no perdiendo. Esto lo calculamos muy bien antes de zarpar de
Lisboa y por eso se dio el mando militar de la nave a tan atrevido
sujeto como el señor Miguel de Zuheros que está presente. Si a nosotros
nos hacen trizas y si descendemos al fondo del mar a que los peces nos
devoren, los señores Adorno y Salvago se afligirán o supondrán que se
afligen, pero ya tienen echadas sus cuentas y hechos sus cálculos y
sabrán poner alto precio a nuestro heroísmo, impetrando de Su Alteza
Fidelísima honores, mercedes y privilegios muy provechosos. Con que haga
el señor Miguel de Zuheros lo que mejor le convenga, y atrévase a todo,
que por nosotros no ha de quedar.

En vista de tan unánime concordancia de pareceres, Morsamor dispuso que
se navegase hacia Chaul, y así lo hizo Fréitas, con todo el cauteloso
esmero que convenía para esquivar el encuentro de superiores fuerzas
contrarias y para acudir en la más oportuna sazón a dar a los amigos
inesperado socorro.




-XVII-


Al amanecer de un día del mes de Septiembre, la nave de Morsamor se
hallaba a la vista de Chaul, muy cerca de la costa. Densísima niebla
quitaba su transparencia al aire y extendida sobre la superficie del
mar, ofuscaba la vista.

Morsamor y los suyos creyeron oír frecuentes estampidos como de disparos
de bombardas, y hasta imaginaron columbrar el resplandor siniestro que a
los estampidos precedía. Sin temor, no obstante, aunque sí con
extraordinarias precauciones, se fueron acercando hacia donde sonaban
los disparos. No soplaba el viento muy en su favor, pero el piloto
Fréitas y sus ágiles marineros le dominaban y aprovechaban con diestras
maniobras.

A pesar de la niebla, descubrieron de repente un esquife que se recataba
de ellos y procuraba huir. Echaron entonces al agua el de la nave, en el
que izaron la bandera portuguesa, y a todo remo dieron caza y alcanzaron
al que huía. Los que le tripulaban, no bien distinguieron la bandera de
Portugal, trocaron su recelo en alegría y se pusieron al habla con los
de la nave. Pronto el que mandaba el esquife fugitivo subió a bordo de
la nave y llegó a la presencia de Morsamor. Interrogado por él el del
esquife fugitivo habló de este modo:

--Yo, que me llamo Antonio Vaz, y los que vienen conmigo, formábamos
parte de la tripulación de la galera que mandaba Diego Fernández y que
había ido a ponerse a la entrada del estero para impedir que las fustas
de Aga Mahamud penetrasen en él y fuesen a combatir la fortaleza, ya
desde el agua, disparando bombardas, arcabuces y flechas, ya
desembarcando gente a fin de tomarla por asalto, con el auxilio de los
hombres de armas que Hamet, gran enemigo de los portugueses y dominador
hoy en Chaul, ha enviado contra nosotros. Atacada nuestra galera por
cinco fustas de Aga Mahamud había perdido mucha gente. Apenas quedaba
esperanza de salvación. La chusma de forzados, moros y gentiles, que
estaba al remo empezó a rebelarse, gritando en su lengua a los de las
fustas que se acercasen sin temor, que ya poca resistencia hallarían y
que ellos procurarían ayudarlos y salvarse. Entendió el capitán Diego
Fernández las palabras y el traidor propósito de los forzados y cayendo
sobre ellos, porque el cómitre había muerto atravesado por una flecha,
mató con su espada a cinco de los más rebeldes y furiosos. Por desgracia
una gruesa bala de bombarda vino a chocar contra el hierro del ancla que
estaba allí cerca suspendida, y saltando de rebote, dio tan tremendo
golpe en la armadura de acero de Diego Fernández que se la hizo pedazos,
hundiéndole en el pecho algunos de sus punzantes y afilados picos. Diego
Fernández perdió la vida en el acto. A reemplazarle en el mando acudió
oportunamente don Jorge de Meneses. Con él habían venido de refresco
cerca de cuarenta soldados que estaban antes en otro navío. Para que no
desmayasen y se acobardasen a la vista del capitán muerto, don Jorge nos
mandó que le envolviésemos en la manta de un forzado y que le
escondiésemos en el fondo del buque. Así lo hicimos al punto. La
fortaleza entre tanto nos pareció asaltada por la gente de la ciudad que
Hamet había enviado contra ella. Quiso entonces don Jorge dar a la
fortaleza algún auxilio, me consideró más capaz que nadie para tan
arriesgada empresa, recibí sus órdenes y lancé al agua el esquife en que
me habéis visto venir. Dos fustes y algunos pequeños bateles de Aga
Mahamud me cerraron el paso y me impidieron saltar en tierra. No pude
tampoco volver a la galera, porque se interpusieron persiguiéndome. De
ellos venía huyendo cuando me habéis encontrado.

Oída esta relación de Antonio Vaz, Morsamor le animó y le tomó por guía
para que le llevase hacia donde estaban las dos fustas y los pequeños
bateles que le habían perseguido.

Con gran rapidez, en silencio, arriada la bandera, y hasta cierto punto
oculta por la neblina, la nave de Morsamor cayó de repente sobre las dos
fustas, que se habían apartado del grueso de la flota persiguiendo al
pequeño esquife, y echó a pique una de ellas con certeros tiros de su
artillería, que dirigía Tiburcio con tino verdaderamente diabólico.
Pasmados los de la otra fusta y aterrorizados del imprevisto ataque, no
acertaron a huir ni a poner resistencia. La nave se acercó a la fusta y
la gente de Morsamor la entró al abordaje, pasando a cuchillo a cuantos
había en ella. Tiburcio tomó entonces el mando de la fusta apresada.

Morsamor y Tiburcio se apresuraron luego a llegar donde combatían la
galera de don Jorge y el grueso de la flota portuguesa contra las fustas
de Aga Mahamud, en las cuales hizo Morsamor tremendo estrago con la
artillería y arcabucería de su nave, cooperando eficazmente a la
victoria una audaz estratagema de Tiburcio, porque desordenó las fustas
de Aga Mahamud penetrando en sus filas como si su fusta fuese aún una de
ellas y no hubiese pasado a poder del enemigo.

En suma, las fustas de Aga Mahamud tuvieren que retirarse todas con
grandísima pérdida y quebranto, y don Jorge, a hora de medio día hizo
resonar las trompetas y clarines en señal de victoria, si bien no se
resolvió a perseguir la armada de los infieles.

La situación en que estaba la fortaleza le atraía antes que todo. Era
menester libertarla de los sitiadores que Hamet había mandado contra
ella. Y como ya no había que hacer cara a las fustas de Aga Mahamud, los
más aptos y valerosos de los hombres que tripulaban la flota portuguesa
desembarcaron no lejos del castillo, que sólo defendían sesenta hombres,
los cuales, de acuerdo con los desembarcados, a quienes desde las
almenas y saetías vieron llegar, hicieron a tiempo una salida muy
vigorosa, cayendo sobre los sitiadores a quienes los desembarcados
atacaron por el flanco y por la espalda. Al frente de una tropa de más
de cuarenta, entre los que se distinguían Tiburcio dando cuchilladas y
Fray Juan de Santarén animando a los combatientes con oraciones
fervorosas, Morsamor hizo atroz carnicería en los musulmanes y gentiles
de Chaul, que pronto abandonaron el campo y huyeron despavoridos
refugiándose en la ciudad.

Para aterrar a Hamet y a los que en la ciudad le obedecían, don Jorge de
Meneses les envió un presente horrible: cincuenta cabezas de los que
habían muerto atacando la fortaleza y rechazados por él. Amilanado Hamet
y temiendo el incendio y saco de la ciudad y muertes innumerables si era
entrada por asalto, pidió la paz, capituló, y dejó entrar a los
portugueses que de la ciudad se enseñorearon.

Morsamor, cuyo inesperado auxilio había sido parte tan principal en la
victoria, gozó del triunfo a par de don Jorge, siendo vitoreado y
ensalzado por los de la hueste.

El contento de los vencedores llegó a su colmo cuando pudieron
apoderarse, como tributo, de parte de las riquezas allí reunidas y
repartírselas entre todos. Morsamor, persistiendo en su propósito, no
dejó de tomar veinte hermosos caballos ricamente enjaezados, para
llevárselos de presente a don Duarte, cuando se presentase ante él en
Goa, como pensaba hacerlo, con la noticia de aquel triunfo.




-XVIII-


Pronto llegó al puerto de Goa la nave de Morsamor: este y Tiburcio, muy
orondos y satisfechos de la gloria militar que habían adquirido; el
piloto Fréitas no menos pagado del aumento de su crédito como hábil
navegante, y contento el señor Vandenpeereboom de las compras y ventas
que iba haciendo y que pensaba hacer, aprovechándose de los triunfos y
sin perder las buenas ocasiones.

Don Duarte de Meneses recibió con grande aprecio al aventurero
castellano que tan bien le había servido y aceptó gustoso el rico
obsequio de los veinte hermosos caballos.

Por aquellos días todo era júbilo en Goa, porque de Ormuz llegaron
también muy buenas nuevas. Amedrentado el rey rebelde, había entrado en
tratos con los portugueses para entregarles la plaza, pero su visir, que
era un _rumí_, o griego renegado, se puso de acuerdo con la princesa
hija del monarca que había reinado allí en tiempo del grande
Albuquerque. El _rumí_ la tomó por mujer o por amiga y movido por la
ambición y excitado por la princesa, asesinó al rey y se apoderó en
lugar suyo de aquellos Estados. Los portugueses entonces lucharon contra
el usurpador, lograron vencerle y entraron en Ormuz a saco, apoderándose
de un botín espléndido.

Poco después de llegar a Goa la nueva de la victoria de Chaul, llegó
también la nueva de esta victoria.

Goa resplandecía entonces en su mayor auge como centro y capital del
imperio lusitano en Oriente; imperio que se extendía desde Sofala a
Malaca, por todas las costas del Océano Índico y del Golfo de Bengala, y
dilatándose además por muchas islas del mar del Sur, como Ceilán,
Sumatra, Java y las Molucas, donde el rey de Portugal había levantado
fortalezas e imponía tributos.

A Goa acudían agentes o enviados de muchos soberanos a negociar alianzas
y a mendigar el favor y el auxilio del virrey. Los rajaes de Cambaya y
de Narsinga, el samori, los príncipes y sultanes de Aracan, de Bengala y
del Pegu, y hasta el propio shah de Persia, anhelaban la amistad de los
portugueses, les enviaban presentes o les rendían parias.

Los portugueses, sin embargo, no penetraban por punto alguno en lo
interior de las tierras y sólo de la mar eran señores. Carecían de
fuerzas suficientes para hacer incursiones y conquistas en lo interior
de aquellos dilatados países, que seguían para ellos, no sólo
independentes, sino casi desconocidos. Los príncipes y señores
orientales, cuando la victoria encumbraba a los portugueses, se
postraban ante ellos y se les sometían medrosos; pero la sumisión era
insegura y falsa. De aquí que el imperio portugués en la India fuese más
brillante que sólido. Era como árbol frondoso, rico en flores y frutos,
cuyas raíces no penetraban hondo en la tierra y que el ímpetu de los
vientos podía sacar fácilmente de cuajo. Era como la estatua simbólica,
que Nabucodonosor vio en sueños, con la cabeza de oro y los pies de
barro y que una piedrecilla, que de improviso rodó de la montaña,
desmenuzó y redujo a polvo.

Morsamor aplicaba a veces al imperio portugués la visión de este sueño y
algo de la interpretación que el profeta Daniel le había dado.

Los portugueses, con terrible heroísmo, habían hecho y seguían haciendo
_más de lo que prometía fuerza humana_. Espléndidas páginas habían de
dar aún para su historia virreyes tan ilustres como don Juan de Castro y
don Luis de Ataide; pero la piedrecilla había de sobrevenir derribando
por último el coloso y engrandeciéndose luego como ingente montaña que
sobre firme y arraigado cimiento se erguiría sobre la tierra y la
dominaría.

Morsamor se desalentaba al pensar así, no veía plan ni concierto en
todas aquellas bizarrías, ni acertaba a traslucir que pudieran tener fin
dichoso. Sólo veía horrores, estragos y muertes, y volvía a arrepentirse
de haberse remozado y de haber huido del convento. Imputaba luego aquel
arrepentimiento suyo a cansancio y a flaqueza de ánimo. Y entonces
renacía en él el ansia de señalarse y de probar su valor, volviendo a
lanzarse en las más peligrosas aventuras.

Las buenas ocasiones no habían de faltarle. La primera que se le ofreció
fue la de ir a la grande y hermosa isla, donde se crían la canela y el
clavo y abundan las perlas en el mar que la ciñe. Los antiguos griegos y
romanos la llamaron Trapobana, Lanca los indios, los árabes Serendib, y
por último se llamó Ceilán. En sus Costas habían fundado los portugueses
varios fuertes y factorías, desde donde procuraban dominar toda la isla.
Reinaba en ella, sobre la raza indómita y guerrera de los singaleses, un
rey tan valiente como astuto llamado Rayasinga. Lejos del alcance del
poder portugués estaba la capital y residencia de este rey a donde sólo
podía llegarse salvando enriscadas montañas a través de peligrosos
desfiladeros.

Imaginaban los portugueses que aquel reino había sido cristiano en lo
antiguo, gracias a las predicaciones del apóstol Santo Tomás que hasta
él había llegado, pero imaginaban también que el cristianismo de los
singaleses se había pervertido y maleado con el transcurso del tiempo,
turbando la pureza de su doctrina mil absurdas supersticiones. La verdad
era que lo que creían los portugueses cristianismo viciado era la
religión fundada por Sidarta, príncipe de las sakias de Kapilabastu, y
predicada en Ceilán algunos siglos antes de Cristo. La moral de esta
religión no podía ser más santa ni más hermosa, pero su metafísica era
errónea y desconsoladora. En el amor y en la compasión por el infeliz
linaje humano, sin distinción de castas ni de jerarquías, estribaba
aquella moral, pero no tenía un Dios misericordioso. Su Dios, si tal
podía llamarse, era el ser único, infinito e indeterminado en quien todo
cuanto es y en quien todo cuanto puede ser se contiene. El término de la
aspiración, la suprema bienaventuranza de religión tan extraña era
romper el límite que nos separa del todo, y perdiendo tal vez la
conciencia individual, hundirnos en la inmensidad de la sustancia única,
acabada ya la serie de transmigraciones del alma y gozando de inefable
reposo. A tales dogmas, sin embargo, el amor y la compasión prestaban
como ya hemos dicho, una moral muy pura.

Entre la teoría y la práctica hay a menudo gran contradicción y no era
pequeña la del caso de que hablamos. El piadoso rey Rayasinga, con la
aprobación acaso o con la indulgencia al menos del gran sacerdote
Sumangala, había destronado a un hermano suyo, que andaba forajido, y
había envenenado a otro de sus hermanos, reinando así en lugar de los
dos y dando unidad a su reino. Para darle también completa independencia
y gloria combatía con frecuencia a los portugueses. Estos combates,
sangrientos y obstinados, eran estériles siempre. Ni Rayasinga lograba
apoderarse de ningún fuerte de los portugueses, ni estos, salvando las
montañas y atravesando los desfiladeros, llegaban a asediar la capital
de Rayasinga.

Poniéndose a las órdenes de Juan Silveira, que mandaba en Cananor,
Miguel de Zuheros fue a Ceilán a combatir y a escarmentar al mencionado
rey; en varios encuentros que tuvo con sus huestes alcanzó siempre la
victoria y contribuyó no poco a que cansados de luchar por una y otra
parte, se sentasen paces de nuevo.

Morsamor pasó luego a Sumatra y tomó parte en otra expedición guerrera
contra el monarca de Pacen, que los portugueses consideraban intruso y a
quien destronaron dando su trono y reino a un sobrino suyo que había
ganado el favor y auxilio de los portugueses declarándose vasallo del
rey don Manuel.

Alentado con esta conquista del reino de Pacen, en la que tuvo no
pequeña parte, Morsamor se puso a las órdenes de Jorge Brito y fue con
él a una expedición contra el rey de Achin, cuyos súbditos, inquietos y
belicosos, infestaban con sus piraterías aquellos mares.

En balde reclamó Jorge Brito del rey Achin la entrega de mercancías, de
armas y hasta de portugueses cautivos, de que se había apoderado por
sorpresa o aprovechándose del naufragio de dos buques de Portugal en
aquellas costas. Esto dio motivo o pretexto a Jorge Brito para romper
las hostilidades, empeñándose imprudentemente en empresa muy peligrosa.
En dos fustas y con menos de trescientos hombres de desembarco navegó
contra la corriente del río hacia la capital de los achineses. Casi a la
mitad del camino tenían estos una fortaleza, donde había bastantes
arcabuceros y algunas bombardas, cuyos disparos impidieron a las fustas
seguir adelante y mataron a cuatro de los hombres que las tripulaban.

Ansioso Jorge Brito de tomar venganza desembarcó con sus trescientos
soldados, entre los cuales había no pocos ilustres y valerosos
caballeros de la corte del rey don Manuel. Morsamor estaba entre ellos.

Muy reñidos y sangrientos fueron el ataque y la defensa del fuerte de
los achineses, los cuales hicieron vigorosas salidas. En una de ellas
estuvieron a punto de desordenar y derrotar por completo la hueste
lusitana, merced a una inesperada estratagema de que se valieron,
lanzando contra los portugueses una manada de búfalos que tenían
acorralados.

Los portugueses, no obstante, iban ya triunfando de todo. Los sitiados,
casi en fuga, se retiraban al fuerte, y ya Jorge Brito y Morsamor tenían
la esperanza de tomarle por asalto cuando el propio rey de Achin llegó
en defensa del fuerte con más de dos mil infantes, con algunos caballos
y con seis elefantes poderosos adiestrados para la lucha, defendidos por
muy firmes corazas y dirigidos por cornacas hábiles y denodados. Los
portugueses estaban todos a pie. Casi envueltos por tan superiores
fuerzas enemigas, retrocedieron con espanto hacia la orilla del río.
Sólo reembarcándose podían lograr ya salvar las vidas, mas para
reembarcarse era menester, no sólo hacer cara al enemigo, sino tenerle a
cierta distancia durante algún tiempo.

Los valientes caballeros que de esto se encargaron hicieron prodigios
apenas creíbles. En aquel trance murieron más de cincuenta portugueses,
no pocos de ilustre familia y entre ellos el mismo Jorge Brito capitán
de la hueste, y los cinco músicos que siempre llevaban consigo, Porque
gustaba en extremo de que le exaltasen y animasen en el combate cantando
y tocando instrumentos sonoros.

La muerte que amedrantó más a los portugueses fue la de Gaspar
Fernández. El elefante más gigantesco le cogió con la trompa, le tiró
por el aire, y no bien cayó al suelo, le acabó de matar estrujándole el
pecho y rompiéndole el cráneo con sus gruesas patas delanteras.

Morsamor quiso vengar a aquel compañero de armas, que tal vez era el que
más estimaba y quería. Acometió por un lado al elefante y logró derribar
a su cornac hiriéndole de una estocada. El elefante se revolvió contra
Morsamor y le asió también con la trompa. La espada se le cayó a
Morsamor de la diestra; pero, con la rapidez del rayo, y sin dar tiempo
a que el elefante le lanzase o le ahogase apretando, le agarró con la
mano izquierda de una oreja, y desenvainando con la otra mano el
acicalado puñal, que llevaba al cinto, le hundió hasta el puño en la
cerviz de aquella fiera, con tino tan eficaz que en el acto perdió la
vida, cayendo con estruendo por tierra su espantosa mole. Morsamor cayó
también, pero cauto y ligero, no cayó debajo sino encima de su víctima.

Aunque Morsamor se levantó con rapidez, allí hubiera muerto, circundado
de muchos enemigos, si los de la hueste portuguesa, maravillados y
reanimados al ver su hazaña, no hubieran acudido en su auxilio. Aquella
hazaña de Morsamor contuvo el ímpetu de las gentes del rey de Achin y
prestó bríos y dio tiempo a los portugueses para que se reembarcasen, si
bien con lamentable pérdida, no completamente derrotados.




-XIX-


De vuelta Morsamor a Goa para reposar sobre sus laureles, se complació
en ver cundir su fama y crecer el número de sus admiradores, convertidos
muchos de ellos en parciales devotos. La emulación y la envidia hacían
que también sus enemigos se aumentasen. Y a todo contribuía en gran
manera Tiburcio de Simahonda que, menos retraído y mucho más expansivo
que Morsamor, se mostraba por donde quiera y trataba toda clase de
gente. Tiburcio, como en Lisboa, sabía ganar amigos en la India, pero su
buena fortuna con las mujeres y en el juego le creaba muchos envidiosos.
Menester era de toda la prudencia y tino de Morsamor, para evitar riñas
entre dichos envidiosos y los del bando que sin pretenderlo él querían
seguirle y cuyo aparente adalid era Tiburcio. Los más desalmados
aventureros y los menos favorecidos de la suerte, acudían a Tiburcio,
esperando por su medio ganarse la voluntad de Morsamor y embelesados por
lo pronto por el alegre carácter, burlas y chistes de aquel doncel
atrevido.

Francisco Pereira Pestana, gobernador de Goa, recelaba de continuo que
la rivalidad entre la gente que acaudillaba Tiburcio y los que le
envidiaban y odiaban originase desórdenes sangrientos. El más vivo deseo
del gobernador se cifraba en que Miguel de Zuheros y Tiburcio
abandonasen la ciudad llevando consigo a los más turbulentos aventureros
y acometiendo alguna arriesgada empresa de la que tal vez sería lo mejor
que nunca volviesen.

Aunque movido Morsamor de sentimientos contrarios, coincidía con el
gobernador en hallar difícil y enojosa su posición en Goa, ansiando
salir de allí en busca de aventuras, con toda independencia de Portugal
y campando por su respeto.

En tal situación de ánimo y después de aconsejar a Tiburcio que fuese
circunspecto y sufrido a fin de vivir en paz, Morsamor le manifestó el
ansia que tenía de salir de Goa y de buscar honra y provecho por nuevos
y no trillados caminos.

Poco tiempo después de esta confidencia de Morsamor, Tiburcio, que al
principio se había callado, hubo de hacerle el siguiente razonamiento:

--He meditado sobre lo que te trae caviloso y que días pasados me
confiaste. He hecho más: he gustado de tu propósito y he empezado a
abrir el camino para que se logre. Para nosotros siempre será aquí el
peligro mayor que la gloria. Debemos, pues, salir de aquí. Fuera de aquí
el peligro podrá ser grandísimo, pero la gloria estará en proporción y
será también grande. Para que me entiendas bien, te diré el concepto que
formo yo de la tierra en que ahora estamos y de la gente que la habita.
Mi trato con ella y mi facilidad para entender su idioma, hacen que yo
lo comprenda todo con más claridad y exactitud que los portugueses.

Lleno de curiosidad Morsamor, prestó grande atención a Tiburcio que
continuó diciendo:

--Hay en la India muchas y muy diversas naciones, castas, lenguas y
tribus, pero desde hace más de tres mil años, existe en la India una
casta predominante, que se enseñoreó de todo y que supo conservar el
imperio por fuerza, por astucia y por sabiduría. Mucho antes de que
floreciesen Atenas y Roma, mucho antes de que Salomón e Hirán enviasen
sus flotas a Ofir y de que los fenicios fundasen a Cádiz, bajó del
montañoso centro del Asia a las fértiles llanuras que riegan el Indo y
el Ganges, un pueblo nobilísimo e inteligente, valientes guerreros los
más y algunos de ellos inspirados y divinos poetas, que los guiaban y
entusiasmaban. Este pueblo de superior condición redujo a su obediencia
y mandado a los otros pueblos que en la India vivían. Y de allí en
adelante, los guerreros del pueblo conquistador fueron los reyes y los
nobles de la India, y sus poetas o _richis_, convertidos en sacerdotes,
sabios y filósofos, no sólo prevalecieron sobre las naciones
conquistadas, sino también sobre los reyes y los nobles que las habían
sometido. La primitiva y sencilla religión que los _richis_ habían
formulado en sus himnos vino a convertirse en complicadísimo sistema y
en sutil teología, cuyos intérpretes y depositarios fueron los
descendientes de los _richis_ a quienes en el día llamamos brahmanes.
Estos han conservado su poder, sobreponiéndose durante siglos a
interiores rebeldías y a conquistas e invasiones extrañas. Amenazado se
halla hoy este poder por los portugueses, pero sólo en el litoral. Los
sectarios de Mahoma son quienes tierra adentro le combaten. ¿Por qué no
hemos de ir nosotros tierra adentro a promover la rebelión de los
brahmanes y a darles auxilio contra los muslimes?

--¿Qué ganaría yo con eso, interpuso Morsamor, o para mí, o para la
nación a que pertenezco, o para la religión que sigo, aunque pecador y
fraile escapado de su convento?

--Ganarías mucho--replicó Tiburcio--. En primer lugar, combatirías el
islamismo y quebrantarías por aquí el imperio de turcos y de moros, que
han sido hasta ahora los mayores enemigos de nuestra católica España. Y
en segundo lugar, sólo Dios sabe hasta qué extremo de ventura, hasta qué
dichoso y espantable éxito pudieras llegar con tu audacia. Si
consiguieses dar aliento y ayuda a los brahmanes, vencer con ellos el
Islam y restablecer en toda su amplitud el influjo y el imperio de casta
tan inteligente, no lo dudes, los brahmanes, agradecidos, te
reconocerían por nuevo y resplandeciente _avatar_ y harían que por tan
alto carácter, todos los indios te reverenciasen y temiesen. Así acaso
podrías tú más tarde, con habilidad y prudencia, convertir a la religión
cristiana a los que fuesen súbditos tuyos y crear el reino del Preste
Juan, que tal vez no existió nunca sino en la fantasía de los europeos,
o renovarle con mayor esplendor y gloria, dado que existiese en el
centro del Asia antes de que Temugin le destruyera, como sienten algunos
autores. Setenta y dos reyes rendían homenaje, feudo, obediencia y
tributo al antiguo Preste Juan, real o soñado. ¿Por qué habías tú de ser
menos y no tener a tu servicio otros setenta y dos reyes?

--Todo eso estaría muy bien--dijo Morsamor--. Aunque parezca fantástico
e inasequible, yo me siento capaz de todo. Pero, ¿dónde están los
brahmanes que quieran sublevarse y sacudir el yugo del Islam?

--A eso voy--contestó Tiburcio--. Lo dicho hasta aquí es mero preámbulo
antes de entrar en materia. Me han hecho proposiciones para ti y vengo a
comunicártelas. Así como en España, cuando se hundió el Califato de
Córdoba, surgió de sus ruinas multitud de Estadillos, donde alzaron sus
trenes no pocos régulos, aquí también se han formado reinos musulmanes
diversos, que se sostienen aún, a pesar de las sucesivas y pasajeras
invasiones de los mongoles y a pesar de la malquerencia de los sectarios
de Brahma que no han sabido sacudir el yugo extraño. Ahora al cabo
tienen el propósito de sacudirle. En la ciudad santa de la India, foco
ardiente y luminoso de su religión y centro de su antiquísima cultura,
abrigan tan gran propósito. Conspiran para lograrle los brahmanes más
ilustres y algunos _chatrias_ de generoso carácter y de regia extirpe.
No cuentan bastante con el pueblo, ni confían en él considerándole
enervado por siglos de esclavitud y porque además el pueblo no
combatiría para ser libre, sino para sacudir un yugo y someterse a otro
yugo. Los brahmanes esperan con todo que el pueblo combata en favor de
ellos, impulsado por el fanatismo religioso que procuran infundirle. Mas
al principio y para dar el primer golpe, necesitan de un núcleo, aunque
pequeño muy firme, de varones esforzados, de héroes verdaderos, capaces
de exponer la vida en los lances más terribles y de realizar prodigios
de sobrehumana osadía. El núcleo de que hablo sólo puedes formarle tú o
por mejor decir, le tienes ya formado con más de doscientos aventureros
que hay en Goa dispuestos a seguirte a donde quiera que los guíes. La
fama a llevado todo esto hasta la gran ciudad de Benarés. El jefe
supremo de los brahmanes, el sublime y venerando Balarán, alma de la
conjuración, sabe lo que vales y solicita misteriosa y recatadamente tu
auxilio. Para alcanzarle ha venido a Goa en tu busca el sabio brahmán
Narada, confidente de Balarán, que ha hablado ya conmigo y que pide
audiencia para hablarte. Narada, que sabe muchísimas cosas, sabe también
las lenguas latina e italiana y podrá entenderse perfectamente contigo.
¿Quieres oírle y tratar con él de tan importante negocio?

Exaltada la ambición de Morsamor con lo que Tiburcio acababa de
revelarle, se prestó a recibir y a oír a Narada y le aguardó con
impaciencia.

Guiado por Tiburcio e introducido en la estancia de Morsamor, no tardó
en aparecer ante sus ojos el sabio Narada bajo el desarrapado traje de
fakir o penitente vagabundo, a través de cuyo desaliño y de cuyos
miserables harapos, resplandecían la majestad del noble e inteligente
anciano, la despejada tersura de su frente y la limpia nitidez de su
blanca y luenga barba.

Lo que dijo Narada a Morsamor merece capítulo aparte.




-XX-


--El brillo de tu gloria--dijo Narada--ha llegado hasta nuestra santa
ciudad y ha penetrado en nuestros corazones cual rayo de esperanza. Yo
vengo a buscarte para que la esperanza se logre. No; tú no eres para
nosotros un ser humano inferior y de distinta raza. Sin duda eres puro y
legítimo descendiente de egregios hermanos nuestros que, en edad remota,
emigraron hasta las últimas regiones de Occidente desde la verde falda
del Paropamiso. Tu pensamiento y tu creencia coinciden en el fondo con
lo que nosotros pensamos y creemos: son radicalmente iguales: flores de
la misma planta, frutos del mismo árbol. Ideas análogas nacidas en
espíritus de idéntica condición y alta nobleza. No es nuestro Dios como
el de los muslimes, déspota caprichoso y cruel, gobernando a los
hombres, allá en su distante y cerrado cielo, como sultán que se esconde
a los ojos de la vil muchedumbre de sus esclavos, y desde su encumbrado
alcázar con vara de hierro los domina. Nuestro Dios está con nosotros y
en nosotros. Presente por dondequiera, lo llena y lo penetra todo y más
que todo nuestras almas. El alma enamorada que le busca, le halla y le
goza en esta vida mortal. Para nosotros el hombre es divino, porque
nuestro Dios es humano. No pocas veces ha tomado nuestro Dios ser y
forma de hombre en el seno dichoso de una mujer escogida. Nuestros
héroes son _avatares_ o encarnaciones de Vishnú. Crishna es el más
glorioso de ellos y al que más devotamente adoramos. Libertador y
redentor de las almas, las atrae, las enamora y con su hermosura las
cautiva. Bello pastor apacienta su rebaño en la fértil orilla de un río
de aguas limpias y claras y al melodioso son de su flauta danzan en
torno suyo las _gopies_, las _apsaras_ y hasta Sarasvati y las otras
diosas inmortales, humanadas y convertidas por él en lindas zagalas. Tal
es Crishna en la tierra, como genio de paz y de amor, pero el acento
blando de su flauta se trueca en el medroso resonar del clarín guerrero
cuando su paciencia se agota, se despierta en su corazón la ira y se
resuelve a librarnos del tirano Cansia. Terror de muerte invade y hiela
entonces el ánimo de sus enemigos. Así es Crishna en la tierra, como
hombre y viviendo vida mortal. En su ilimitada y superior existencia,
dominador Crishna de los tres mundos, dirige al son de su música el
eterno giro de las esferas celestes que en arrebatada consonancia
producen el perpetuo cambio de luz y tinieblas, en día y en noche, de
alternadas estaciones durante el año, y en ingentes períodos de siglos
desde el renacer del universo hasta su caída, extinción y reposo en el
seno de Brahma. Crishna nos protege, Crishna nos anuncia venturoso
éxito, nos declara que la ocasión es propicia, y nos manda que acudamos
a ti e impetremos tu auxilio para sacudir el yugo de los muslimes. Dos
años ha, Babur, emperador de los mongoles, se apoderó de Lahor desde
donde amenazaba conquistar con rapidez toda la India; pero Babur ha
tenido que abandonar a Lahor para vencer a los rebeldes que pugnan por
desbaratar todo su imperio. Bactra, Kiva, Bokara, y hasta su misma
capital Samarcanda se han levantado contra él. Sus enemigos se conjuran
en su daño por todas las fronteras de sus extensos dominios: los chinos
por el Oriente y por el Occidente los turcos, poderosísimos en el día y
contra los cuales luchan con corta eficacia las naciones europeas,
enflaquecidas por constantes rivalidades y empeñadas hoy en largas
guerras religiosas y políticas. Así el turco, aliviado del temor que
esas naciones debieran inspirarle, puede hacer cara a Babur y a sus
mongoles. Contra ellos se levantan los persas y los pueblos guerreros
del Cáucaso, las gentes de Georgia, de Circasia y de Armenia, y más al
Norte, otro pueblo belicoso recién salido de la barbarie, que vive en
las regiones boreales, límites entre Asia y Europa, y que después de
vencer y de humillar la Horda de oro penetra en Asia anhelando
predominios y conquistas. La ocasión como he dicho es hoy más propicia
que nunca. Para no perderla anhelamos tu auxilio. ¿Nos le concedes?

--Dime cuál es vuestro plan--respondió Morsamor.

--En Benarés--replicó Narada--reina hoy el tirano musulmán Abdul ben
Hixen. Si le destronamos y si logramos enseñorearnos de aquella ciudad,
centro de la cultura y de la religión brahmánicas, no será difícil
promover la sublevación contra los demás príncipes muslimes y crear un
Estado independiente y único, en que prevalezcan e imperen los
adoradores de Vishnú y de Crishna, desde los lagos de Cachemira y las
nevadas cumbres del Himalaya hasta el Kersoneso de oro y hasta el
enriscado promontorio donde se levanta el templo de la diosa virgen
Kumari. Así tal vez podamos fortalecernos y oponer eficaz resistencia a
Babur, si por desgracia reconstituye su imperio y vuelve sobre la India
para conquistarla y asolarla como hace más de un siglo hizo su espantoso
antecesor Tamerlán o Timur.

--Tu proyecto me parece excelente--dijo Morsamor--, pero su realización
harto difícil.

Narada entró luego en pormenores a fin de exponer y de explicar los
medios con que contaba y las probabilidades de buen éxito.

El ambicioso Morsamor se dejó convencer al cabo.

Narada y otros importantes personajes que habían venido con él
disfrazados de fakires, debían servir de guía a Morsamor y a su hueste,
compuesta de 300 aguerridos y audaces aventureros. Irían estos en la
expedición, no sólo impulsados por la esperanza de botín riquísimo, sino
con grandes pagas, de que habían de cobrar por adelantado las de seis
meses. Para esto, para otros gastos de la expedición y para excitar
también la codicia y el celo de Morsamor, Narada entregó a este no corta
cantidad de rupias de oro y además, en un pequeño saco de cuero,
diamantes de Golconda y perlas rubíes de Ceilán, por cualquiera de los
cuales había en Goa joyeros que darían considerables sumas.

Tiburcio, bajo la inspección y dirección de Morsamor eligió a la gente
de leva, hizo el ajuste y enganche y con el mayor secreto lo dispuso
todo para la partida.




-XXI-


Goa era en aquella edad la Síbaris del Oriente, centro de lujo, regalo y
lascivia, donde los vencedores de Adamastor y de todos los genios del
Mar Tenebroso recibían el galardón de sus estupendas victorias. En Goa,
sin duda, hubo más tarde de inspirarse Camoens para imaginar aquella
deliciosa y encantada isla que Venus hizo surgir del fondo del Océano,
cubriéndola de amenos jardines, de fragantes selvas y de limpios y
tranquilos lagos y poblándola de hermosísimas ninfas que, heridas todas
por las ardientes flechas de un ejército de Amores, brindasen mil
deleites a los felices héroes de su poema y se rindiesen a su talante y
deseo. La riqueza y el esplendor de Goa habían atraído a su seno alegres
y lindas mujeres de diversos y distintos países: almeas de Egipto;
cortesanas de Bética, Italia y Grecia; odaliscas de Georgia, Armenia y
Persia, y bayaderas y _devadasis_ de toda la India. Sus variados y
exóticos cantares alegraban los oídos. Sus lánguidos y livianos bailes y
la mórbida esbeltez de sus formas eran encanto de los ojos y dulce lazo
en que los corazones quedaban cautivos.

En medio de tanto deleite, Morsamor se había mostrado impasible,
silencioso y tétrico. Ninguna mujer había logrado prenderle, ni aun con
las ligeras y frágiles cadenas en que donna Olimpia le había prendido.
Al contrario, Morsamor había esquivado cuantos placeres Goa brindaba, y
había mostrado singular repugnancia y disgusto hacia todas aquellas
cantoras y bailarinas, como si recobrasen fuerza sus votos y renaciese
en su espíritu la desatendida severidad del claustro. Las bayaderas de
la India, sobre todo, le inspiraban horror. No sólo para alcanzar los
triunfos que se prometía, sino también para dejar de ver a las
bayaderas, Morsamor anhelaba impaciente salir de Goa. Muy pronto se
cumplió su anhelo; pero antes, movido por sentimientos que llenaban su
espíritu, que le atormentaban y que acabaron por desbordarse, hizo a
Tiburcio, que sobre todo le interrogaba, confidencias que jamás a nadie
había hecho y que en cifra declararemos aquí.

--Un recuerdo penosísimo--dijo Morsamor--se despierta en mí al ver la
danza de las bayaderas y evoca un espectro que dormía desde hace medio
siglo en los abismos de mi memoria, espectro que aparece ante mi
conciencia, afligiéndola y atormentándola. Fue en mi primera juventud,
en la magnífica feria de Medina del Campo. Allí vi y conocí a Beatriz: a
la única mujer que de veras me ha amado.

Tiburcio quiso contradecir a Morsamor en este punto, suponiendo que le
había amado también donna Olimpia, y hasta que doña Sol había estado a
punto de amarle y tal vez le hubiera amado a insistir él con firmeza en
sus pretensiones.

Morsamor no aceptó la lisonja. Harto probaban que lo era el frío desdén
con que le despidió doña Sol y la traidora fuga de la italiana.

--Sí--prosiguió Miguel de Zuheros--, Beatriz es la única mujer que me ha
amado. No era como doña Sol ninguna ilustre y orgullosa dama, ni
siquiera, como donna Olimpia célebre daifa de alto precio; era una
humilde muchacha, nacida y criada entre gente abyecta, sin patria y sin
hogar; hija de una raza maldita y vagabunda, que no hacía muchos años se
había difundido por toda Europa y al fin penetrado en España.
Ignorábanse su origen y su procedencia. Ahora, cuando contemplo a las
bayaderas, me explico de dónde aquella raza procede. Fue de seguro un
pueblo de la India que, huyendo de los estragos que causó Timur, y
aguijoneado por el miedo, llegó hasta los confines occidentales de
Europa. A una tribu de este pueblo, a un errante aduar de gitanos,
pertenecía Beatriz. Era como flor que brota en el cieno. Era como perla
que se esconde en un muladar. Ella me amó con el fervor y la ternura que
hubiera yo querido hallar para mí en el corazón de alguna gran señora o
de alguna princesa. Y yo gocé mal de aquel amor sin llegar a
comprenderle, y le desprecié y me harté de él después de haberle gozado.
La plebeya ruindad de mi enamorada trocó mi afecto y mi gratitud en
vergüenza. Abandonada Beatriz por mí, murió a poco trágica y
misteriosamente. No falté yo a ninguna promesa, porque nada había
prometido. Fueron, no obstante, enormes mi pena y mi remordimiento. Y
más aún, cuando, poco tiempo después, tuve un raro encuentro en Sevilla.
Pasando un día entre la Catedral y el Alcázar se me acercó una vieja y
desarrapada gitana y se empeñó tan obstinadamente en decirme la
buenaventura que no supe negarme a su ruego y le entregué mi mano para
que la examinase. La vieja gitana me dijo:

--En buena hora naciste, gallardo y gentil caballero, si la ambición
satisfecha basta para hacerte dichoso. Las rayas de tu mano me revelan
que ha de favorecerte la fortuna, que has de sobrenadar como el aceite,
que has de llevarte a la gente de calle, y que has de dominar en el
mundo. Pero tu amor se trocará en ponzoña y muerte. Tus amorosas miradas
seguirán aojando y marchitando los corazones como (y aquí bajó la voz la
vieja gitana haciéndola casi imperceptible), como aojaron y marchitaron
el de la pobre Beatricica, que buen poso haya. Perdónete Dios la
desesperación que le ocasionaste y a ella perdone el mal fin que tuvo.

--¡Déjame en paz, maldita bruja!--exclamé yo entonces, retirando mi mano
de entre sus manos.

--La bruja fue Beatricica, y no yo--replicó la vieja--. En sus últimos
días se sospecha que fue al aquelarre, donde la mató el diablo, no sin
prometerle que tú volverías a amarla y a ser suyo, sin ingratitud ni
mudanza. Tú nada has prometido, pero Satanás ha prometido por ti y
cumplirá su promesa.

Dicho esto soltó la vieja una carcajada nerviosa y se alejó
precipitadamente de mi lado. Desde entonces tomé yo el extraño apodo o
sobrenombre de Morsamor.

En balde procuró Tiburcio serenar el ánimo y disipar las melancólicas
aprensiones de su amigo.

--No tienes tú la culpa--le dijo--de que el diablo tentase a Beatricica,
y de que ella se diese al diablo.

--Pero ¿crees tú--dijo Morsamor, en un arranque de escepticismo, porque
era muy escéptico para su época--, crees tú que ande tan suelto el
diablo y que Dios permita que nos tiente y seduzca?

--¡Y vaya si lo creo!--contestó el doncel sutil--. En nada se opone eso
a la bondad divina y a la persistencia del humano libre albedrío. Contra
toda instigación diabólica el cielo presta al hombre fuerza suficiente o
por naturaleza o por gracia.

--¿Qué vale ni qué importa entonces el oficio del diablo?--interpuso
Morsamor con desdeñosa sonrisa.

--Vale e importa--dijo Tiburcio--para que el diablo, aunque no tuerza la
voluntad del hombre ni destruya la responsabilidad de sus actos,
encamine estos actos hacia un fin y según un plan predeterminado, al
cual obedece el diablo muy a pesar suyo y sin el cual no consentiría
Dios que tentase a nadie. Tal, a mi ver, es la utilidad del oficio
diabólico. De donde se infiere que hasta el diablo es útil y dista mucho
de estar de sobra.

A pesar de sus melancolías, Morsamor no pudo menos de reírse de las
extravagantes opiniones de su doncel.

Algo menos preocupado por sus tristes memorias, renovadas en su espíritu
con tanto brío, Morsamor acabó por prepararlo todo, y al fin salió
recatadamente de Goa, acompañado de su tropa y sirviéndole de guía los
fingidos fakires por las más solitarias veredas.




-XXII-


Después de largo y penoso viaje, de noche, desperdigados a fin de no
infundir sospechas y con recato esmeradísimo, fueron penetrando todos en
hipogeo enorme. Era un dilatado y obscuro laberinto, excavado en la
tierra y a trechos en durísimas rocas: admirable labor de la tenacidad,
de la paciencia y del humano esfuerzo: obra cuya antigüedad se contaba
por millares de años.

Por medio de estrechos pasadizos se comunicaban las diversas y numerosas
estancias que allí había. Unas eran cámaras sepulcrales, otras,
viviendas de las personas consagradas al culto y a la custodia de
aquellos sitios; y otras, más recónditas y de más difícil acceso,
escondido depósito y tesoro de preciosos exvotos y de amontonadas
ofrendas. Ensanchado a veces el subterráneo y elevándose su techo a
mayor altura formaba amplias salas, donde se parecía, esculpida en
piedra, la imagen simbólica de alguna de las más veneradas deidades del
panteón brahmánico. La mayor de estas salas era la del hijo de Dasarata,
la de Rama el virtuoso, fiel consorte y vengador de Sita, vencedor de
Ravana y conquistador de Lanka. Pero en medio de aquellas salas y en el
centro de aquel intrincado laberinto, se erguía el grandioso templo
erigido en honor de Crishna. En multitud de gruesos pilares, cuyas
cuadradas bases tenían por pedestal sendas tortugas, se alzaban
monstruosos elefantes, sosteniendo en sus lomos robustos el arquitrabe y
el amplio friso sobre el cual se extendía la plana y sólida techumbre.
En el friso, representados en alto relieve, tosco aunque rico de
inspiración y de carácter, se veían los principales sucesos de la vida
heroica y bienhechora del _avatar_. Notábanse allí sus amores con
innumerable caterva de diosas, ninfas, princesas y zagalas, a cada una
de las cuales se entregó y se unió todo el Dios, desdoblándose y
multiplicándose en idéntica forma y substancia y sin dejar de ser nunca
uno y el mismo, porque toda alma piadosa, encendida en amor divino,
posee a Crishna por completo, como si Crishna y ella fuesen solos o
absorbiesen en su unión cuanto es y cuanto puede ser en los tres mundos.
En el centro de aquel templo fantástico, iluminado por lámparas de
plata, resplandecía la estatua colosal del hijo de Devaki.

Morsamor, conducido por Narada, había admirado todo aquello.

La tropa de aventureros que le había seguido, prestándole omnímoda
confianza, sin saber sino confusamente los peligros que tendría que
arrostrar y los obstáculos que tendría que vencer, para el buen éxito de
la empresa, cuyo fin apenas presumía, se hallaba acuartelada en dos
amplios salones del subterráneo y aguardaba impaciente la hora oportuna
para la acción que debía empeñarse cumpliendo las órdenes de sus
adalides Morsamor y Tiburcio.

Aunque se hallaban bajo tierra, sin que disipase la obscuridad más luz
que la de algunas lámparas, harto bien medían todos el tiempo y
calculaban que era más de media noche. Ningún ruido exterior penetraba
en el oculto lugar donde todos estaban congregados, lugar en que se oían
sus animadas conversaciones, porque nadie les había exigido que callasen
ni que hablasen en voz baja, y donde resonaban, al andar y al moverse
ellos, el ludir y el chocar de las armas que no habían depuesto y que
pronto debían emplear aunque sin saber ni prever el instante mismo.

Entre tanto, en la santa ciudad de Benarés, cerca de cuyos muros se
hallaba el hipogeo, se celebraba, aquella noche, espléndida, alegre y
ruidosa velada: la fiesta más solemne del culto de Crishna. No era la
conmemoración de sus triunfos guerreros, cuando daba muerte a tiranos y
a monstruos, a endriagos y serpientes. Crishna, vencedor y libertador
ya, aparecía precedido de Kureva y de Lakshmi, númenes de la opulencia,
y de Karnala y Smara, númenes del amor. Sobre su pecho resplandecía el
conquistado Samantaka, talismán de todas las venturas. Y Crishna iba
difundiéndolas a su paso por donde quiera; y no había corazón de mujer,
mortal o diosa, que al contemplarle no ardiese en amoroso fuego. Los
Gandarvas descendían del Baikounta o paraíso de Vishnú para cantar sus
alabanzas y las Apsaras para tejer danzas en torno suyo.

Esta serenata y este baile famosos, apellidados la _rasa_, se
representaban aquella noche. En anchas plazas bailaban lindas bayaderas.
La circunstante y bulliciosa muchedumbre gozaba en mirar y aplaudía con
locura. En la alucinación del entusiasmo, tal vez imaginaba que todos
los seres inmortales acudían a ver la velada y a honrarla con su
presencia. Desde el fondo del Océano, desde el ardiente centro de la
tierra, desde las crestas nevadas del Himalaya y desde las serenas
profundidades del éter luminoso, acudían Varuna, Agni, cuantas son las
inteligencias que mueven las esferas celestes y guían a los astros en su
curso, y el propio Indra, cabalgando en el pájaro Garuda, y no ya con
rayos en la diestra, sino con aljófares y flores, que así él como las
otras divinidades derramaban a manos llenas sobre la muchedumbre devota.

En la conjuración se había guardado profundo secreto. Nada sospechaba
Abdul ben Hixen. La mayoría de su gente de armas, aunque era de
muslimes, discurría por la ciudad, sin cautela ni reparo y se divertía
en la fiesta, requebrando a las mozas y retozando también con ellas. El
sultán, no obstante, se hallaba encastillado en la fortaleza, en cuyo
centro se levantaba el regio alcázar. Allí vigilaba siempre por su
autoridad y su dominio lo más aguerrido y selecto de sus guerreros. Su
guardia se componía de más de mil veteranos fieles, diestros en el
manejo de las armas.

Dos horas antes de que amaneciese, Morsamor y Tiburcio se pusieron al
frente de los aventureros que habían traído, los sacaron de aquel a modo
de encierro en que se hallaban, y guiados por dos jóvenes brahmanes,
caminaron largo rato por un extenso pasadizo del subterráneo hasta
llegar a un punto donde había una fortísima compuerta de madera y de
hierro, horizontalmente colocada en la techumbre, hasta la cual se subía
por una escalera de piedra. Al empuje de algunos hombres forzudos se
levantó la compuerta, a pesar de la tierra y las hierbas que la cubrían
y ocultaban, y se dejó ver el cielo sin luna y sólo débilmente iluminado
por el pálido fulgor de las estrellas que a trechos entre obscuras nubes
lucían.

En hondo silencio y procurando no hacer ruido, los aventureros todos
fueron saliendo del subterráneo, encontrándose en un parque espacioso,
dentro de los muros de la misma fortaleza y contiguo al alcázar donde el
sultán habitaba.

La hueste de Morsamor buscó la mayor obscuridad, bajo las copas de
algunos corpulentos árboles, para recatarse de los que pudieran estar
vigilando y no ser vista ni sentida hasta que a una señal, que aguardaba
con impaciencia, pudiese caer sobre los enemigos descuidados.

No llevaba la hueste de Morsamor armas de fuego, poco usadas y nada
portátiles todavía. Los aventureros vestían coraza o cota de malla e
iban armados, de espada todos, y unos de flechas, y otros de picas y
venablos.

A pesar de que en la fortaleza se ignoraba el oculto camino por donde en
ella se podía penetrar y a pesar del descuido de la guarnición, la
empresa de Morsamor estuvo a punto de malograrse.

Un viejo jardinero que andaba en vela y que tenía ojos de lince, vio con
asombro que se abría el seno de la tierra y que surgía gente armada por
la abertura. Al pronto acudió a dar aviso al capitán de una parte de la
guarnición que se abrigaba en ancha sala de armas del piso bajo del
alcázar. En seguida los muslimes se apercibieron a resistir y a acometer
a los intrusos. El jardinero indicó dónde estaban, y con no menor
sorpresa y asombro los vieron los muslimes, a pesar de la obscura
frondosidad en que ellos se encubrían. Sonaron entonces los clarines y
cundió la alarma por todo el parque y el alcázar. A la entrada de este y
en algunas de sus ventanas, había mosquetes, puestos sobre firmes
horquillas y previamente cargados. Los mosqueteros encendieron las
mechas valiéndose del eslabón y el pedernal que en los esqueros
llevaban.

Abdul ben Hixen se alzó con sobresalto de su lecho, se vistió, se armó y
se dispuso al combate.

Por dicha para Morsamor, casi en el mismo punto se oyó la señal que
esperaba: era el sonido de las trompetas, avisando la sublevación de la
ciudad, donde la plebe amotinada combatía ya e iba venciendo a los
musulmanes.

La señal inspiró a Morsamor ánimo y confianza, pero era indispensable
vencer en la fortaleza para obtener el triunfo. Si el sultán vencía y
caía con su tropa sobre el pueblo, todo estaba perdido.

Las bombardas y falconetes que guarnecían la muralla, aunque puestos
sobre rudos encabalgamientos o cureñas, y nada apropósito para que la
puntería fuese certera, podían barrer la turba de amotinados que se
arrojase al asalto de la fortaleza, circundada de foso profundo.

El sultán hubiera podido también lanzar contra la ciudad la caballería
selecta de los guardias de su persona, que eran cerca de doscientos, y
ocho terribles elefantes para la pelea y dirigidos por hábiles cornacas
negros.

Esto fue lo primero que logró evitarse merced a un dichoso golpe de
mano. A las órdenes de Tiburcio, Morsamor destacó cien hombres de los
más audaces, que con astucia diabólica lograron penetrar en el apartado
edificio donde se guarecían caballos, elefantes, cornacas y guardias.
Ningún aviso había llegado hasta allí. Sin sospecha ni recelo, dormían
todos. Y si bien acudieron a las armas y procuraron defenderse, fue con
tal aturdimiento y desorden, que les valió de poco. Con escasa pérdida
de la gente que Tiburcio capitaneaba, muchos de los guardias fueron
muertos. Otros se rindieron, depusieron las armas y se dejaron encerrar.
Los caballos y los elefantes cayeron también en poder de la gente de
Morsamor y quedaron custodiados en los establos, cobertizos y anchos
corrales en que estaban. Todo esto, no obstante, no le consiguió sin
prolongada lucha. Tiburcio y su gente no pudieron, pues, acudir en
auxilio de Morsamor, empeñado en no menos ardua empresa, que las
circunstancias hicieron harto más difícil.

Aunque eran pocos los mosquetes, que podían dirigirse para dentro del
parque, por donde no se preveía ataque alguno, y aunque estaban
manejados por mosqueteros torpes, sin conocimiento práctico de aquellas
armas, todavía hicieron algunos disparos sobre los guerreros de
Morsamor, causándole cerca de treinta bajas entre muertos y heridos.

Lejos de arredrarse con esto, el denuedo de Morsamor y de los suyos
creció con la cólera y con el deseo de venganza.

En una salida que el sultán hizo del alcázar con la gente que tenía
cerca de sí, el sultán fue rechazado y tuvo que hacer cerrar rápidamente
la puerta para que los enemigos no penetrasen en pos de él dentro del
alcázar.

Aprovechó Morsamor aquella retirada y el desaliento que había infundido
en la guarnición que estaba fuera defendiendo el parque, para caer con
todos los suyos, en buen orden y con embestida furiosa, sobre la gente
que defendía la puerta de la fortaleza que daba a la ciudad y en la que
había alzado un firme y ancho puente levadizo que hacía practicable el
hondo foso.

Por fortuna, la plebe amotinada de la ciudad, fanatizada por los
brahmanes y provista de armas, había vencido a los más resistentes de la
exterior guarnición, mientras que otros, codiciosos y traidores, se
habían dejado comprar por dinero suministrado por los brahmanes y por
mercaderes ricos. Parte pues, de la sublevación triunfante, se había
adelantado hasta el borde del foso en tumultuosa muchedumbre. Sus gritos
de júbilo llegaban claros a los oídos de Miguel de Zuheros, alentaban su
valor y corroboraban su confianza. Así, a pesar de la obstinada
resistencia de los que defendían la puerta, Morsamor y los suyos, no sin
sacrificar allí muchas vidas, se apoderaron de la puerta al cabo, la
abrieron y dejaron caer sobre el foso el puente levadizo. La noche en
esto había pasado ya. La obscuridad se había, disipado. La penumbra del
crepúsculo matutino se había trocado con rápida transición en claridad
luminosa, apagándose las estrellas en el éter, matizándose las nubes de
carmín y de oro y transmitiéndose por el ambiente despejado y limpio el
movimiento, los colores y las formas de los distintos seres.

Los de la guarnición interior, aturdidos y empeñados en luchar con los
que estaban dentro, sólo habían hecho cinco disparos de lombardas,
causando apenas daño en la muchedumbre, aunque sí algún miedo y mucha
ira.

Al abrirse la puerta y caer el puente levadizo, la plebe retrocedió con
espanto, temiendo que iban a salir el sultán, y su caballería y sus
elefantes, y a cargar sobre ella. Pero los dos jóvenes brahmanes, que
acompañaban a Morsamor y que eran muy decididos, pasaron desde la
fortaleza al otro lado del foso, y gritando en medio de la turba, le
quitaron el miedo y la persuadieron de que eran aliados y amigos los que
abrían el paso y los que reclamaban su apoyo para terminar aquella
grande obra. La plebe entonces, como desbordado torrente que rompe el
dique que le retiene y en violentas oleadas lo inunda todo, se precipitó
por la puerta y llenó en un instante el parque que se extendía en torno
del alcázar dentro del recinto murado.




-XXIII-


El rey, según hemos dicho ya, tuvo que replegarse y encerrarse de nuevo
en el alcázar después de su vigorosa salida. La causa principal de la
retirada había quedado oculta. El rey procuró y logró que se ocultase
para que su gente no desmayara. Un dardo enemigo había atravesado su
muslo derecho. De la honda herida manaba mucha sangre, y el rey apenas
podía tenerse en pie.

Encerrado en la ancha cámara, donde estaba el único acceso para penetrar
en el harén, y asistido sólo por su médico, por su viejo confidente y
valido el jefe de los eunucos, y por cuatro de sus más fieles e íntimos
servidores, el rey siguió dando órdenes y excitando a la resistencia.
Joven y robusto aún, era además fiero y orgulloso, aunque debilitado su
brío por la vida muelle y deleitosa que había vivido, en paz con los
extraños y en lo interior hasta entonces, sin rebeliones ni motines.

Cuando vio a las claras que sus soldados habían sido vencidos, que la
plebe triunfante había invadido la fortaleza y que ya se disponía a
romper las puertas y a entrar en el alcázar, su desesperación fue
completa y horrible.

Abdul ben Hixen se jactaba de su nobilísima estirpe. Pretendía
descender, por una ilustre serie de monarcas guerreros, del propio
Mohamud de Gazna el Grande. Altísimo era el concepto en que tenía él la
sagrada dignidad de su persona. ¿Cómo sufrir, pues, el oprobio de caer
vivo entre las manos inmundas de aquel vil populacho?

Inevitable era la muerte y convenía aceptarla con valor y recibirla
cuanto antes.

Los clamores de la turba, que oía cerca de sí, se diría que le excitaban
a tomar la tremenda resolución. No podía ya morir peleando y matando,
pero podía y debía morir en seguida antes de caer en infamante
cautiverio.

Abdul ben Hixen ya pidió con ruegos, ya ordenó con furia que le matasen
a los cuatro soldados fieles que estaban cerca de él, al médico
impasible y al jefe de los eunucos que le miraba lleno de asombro y
temblaba como un azogado.

El profundo respeto que el rey infundía no consintió que ninguno de sus
cuatro guardias cumpliese sus órdenes ni accediese a sus ruegos.

--Carecéis de valor--dijo entonces--para ser misericordiosos conmigo. Yo
supliré el valor que os falta. Así os daré ejemplo para que os mostréis
dignos de mí, para que impidáis que caigan vivas mis mujeres en poder de
esa canalla infame, para que no insulten mi cadáver y para que todo, si
es posible, sea presa de las llamas.

Sin oír ni aguardar contestación alguna, Abdul ben Hixen desenvainó con
rapidez el acicalado yatagán de doble filo que de rico talabarte le
pendía, fijó en el suelo la costosa empuñadura, cuajada de diamantes y
esmeraldas, y poniéndose en el pecho la agudísima punta, se arrojó
encima con tal ímpetu que se traspasó y destrozó las entrañas con la
ancha hoja, quedando muerto en el acto.

El astuto médico, con previsora serenidad y sin ninguna gana de acabar
también trágicamente, desapareció como por ensalmo, yéndose por el lado
opuesto al harén y escondiéndose donde pudo. Oportunísima fue la fuga.
El entusiasmo heroico y destructor de los cuatro eunucos rayó en delirio
y no tuvo límites al ver muerto y en medio de una charca de sangre a su
querido y augusto amo.

Se creyeron en la obligación de matar y de incendiar y era menester
cumplir con ella.

El jefe de los eunucos la facilitó por lo que a él tocaba. El espanto le
sobrecogió de tal suerte, que, desfigurado su rugoso y pálido rostro por
horrible mueca, torcida y muy abierta la boca como para exhalar a escape
el último aliento, desencajados los ojos y dilatadas las pupilas, se
desplomó sin vida en el suelo.

Los eunucos hacinaron telas, papeles, muebles, cuantos objetos
consideraron más combustibles, alzándolos en montón contra la pared de
la espléndida sala, cubierta de sedas del Catay y de chales y tapices de
Cachemira, y cuya artesonada techumbre era de nácar, concha, sándalo,
cedro y otras preciosas maderas que en delicados embutidos y en linda
taracea se combinaban.

Con destiladas quintas esencias, con ungüentos y aceites aromáticos, con
cuanto pudieron hallar a mano a propósito para que prendiese el fuego y
se propagase, rociaron los eunucos el montón de objetos, la tapicería de
la pared y hasta el mismo techo. Encendieron fuego en seguida, le
aplicaron a papeles y a trapos que había en la base del montón, y muy
pronto con feroz alegría vieron surgir el humo y las llamas. Luego
penetraron en el harén dispuestos a destruirlo todo y a dar muerte a las
mujeres para que no fuesen profanadas y ultrajadas por el vulgo.

Entre tanto, los guardias que custodiaban el alcázar, con el intento de
vender caras sus vidas, abrieron la ancha puerta y se lanzaron de nuevo
al combate desesperadamente. La plebe, apiñada delante de la puerta,
tuvo que lamentar no pocas víctimas de aquel primer ímpetu.

En esto, Morsamor, así como Tiburcio que, vencedor de la caballería,
estaba ya a su lado, vieron en el extremo del palacio, hacia donde
estaba el harén y en una gran ventana que acababa de abrirse, una
extraña figura que los llenó de pasmo. Nunca mujer más bella, elegante y
majestuosa, había concebido Morsamor en su fantasía de poeta, ni había
aparecido en sus más radiantes y amorosos ensueños. Brillaban sus negros
ojos, por entre las largas y sedosas pestañas, como la luz del sol que
arreboladas nubes mitigan. Era su tez como de leche y rosas. Esbelto su
talle: elevada su estatura. A pesar de las flotantes y blancas ropas que
velaban su cuerpo, se presentía y se adivinaba que era todo él
maravilloso y armónico conjunto de perfecciones casi divinas.

Aunque no cuadraba a la dignidad aristocrática de aquella mujer ni
mostrar angustia y terror en el semblante, ni pedir socorro a gritos,
Morsamor, a la vez que sintió en el alma una jamás sentida y amorosa
admiración y un irresistible impulso que hacia aquella mujer le llevaba,
sintió también o más bien comprendió, como si un genio o espíritu
invisible le hablase al oído, que aquella mujer se hallaba en el peligro
más espantoso, y que él debía a toda costa libertarla y salvarla.
Alrededor suyo, entretanto, se alzaban centenares de voces diciendo:

--¡Urbási! ¡Urbási! ¡Es ella! ¡Es ella!--la que el tirano había robado.

Sin más reflexionar, y sin ponerse con nadie de acuerdo, Morsamor espada
en mano corrió hacia la puerta del alcázar, se abrió paso por entre
cuantos allí peleaban, quedando milagrosamente ileso, y pronto subió a
saltos la grande escalera que al piso principal conducía. Sintió pasos
detrás de él, volvió la cara, vio a Tiburcio que le seguía dispuesto a
ayudarle, y con mirada expresiva se lo agradeció sin pronunciar palabra.

No era menester que la pronunciase; Tiburcio lo había adivinado todo y
se puso delante de Morsamor, como para servirle de guía.

Así llegaron a la cámara, donde yacía muerto Abdul ben Hixen. El humo
era sofocante. Las llamas habían subido ya por la pared y habían
empezado a cebarse en la techumbre que crujía y amenazaba desprenderse a
pedazos.

Tiburcio pasó impávido por la cámara. En pos de él pasó Miguel de
Zuheros.

Ambos iban con precipitación, aunque no sin cuidado, para no resbalar en
la sangre que humedecía y manchaba el pavimento, para no tropezar en
seres humanos muertos o moribundos y para no ser sorprendidos por los
vivos aún armados y furiosos que sin duda por aquellos sitios vagaban.

Con certero instinto y con tan ligeros y sordos pasos, que no levantaban
rumor, como si los que marchaban fuesen sombras, llegaron al extremo del
palacio, donde estaba la estancia en que Urbási se guarecía. Cerrada la
firme puerta, resistía aún a los reiterados y furibundos golpes que
sacudían en ella los cuatro eunucos, ansiosos de derribarla.

Algo de siniestramente sobrehumano parecía traslucirse entonces en el
gracioso rostro de Tiburcio, casi sin bozo, como de gentil adolescente.
Acalorada la imaginación de Morsamor, creyó ver que la espada que
Tiburcio llevaba en la diestra no era inerte acero, sino serpiente viva
que se hundía en el pecho de los contrarios y mordía y destrozaba los
corazones. Súbitamente, antes de que le viesen y le hiciesen cara,
Tiburcio hizo caer por tierra mortalmente heridos a dos de los cuatro
eunucos. No fue larga la lucha con los otros dos. Morsamor peleó contra
el uno, Tiburcio peleó contra el otro, y ambos perecieron también.

Sin un leve instante de reposo, Tiburcio tocó en la puerta con el pomo
de su espada y gritó alto para que le oyese quien estaba dentro:

--¡Urbási! ¡Urbási! Abre. Ten confianza en nosotros. Venimos a salvarte.

La puerta se abrió enseguida y Urbási se mostró bajo el dintel,
serenamente hermosa, como una aparición del cielo. Desalumbrado,
extático quedó Morsamor al contemplar de cerca tanta hermosura. Luego se
repuso haciendo un esfuerzo, y con la mano izquierda, desnuda de la
manopla que en la escarcela guardaba, asió a Urbási de la diestra, y
guiado siempre por Tiburcio, buscó por donde había venido la única
salida del harén.

Al llegar al salón, donde el rey yacía muerto, Morsamor retrocedió
horrorizado.

En torno del salón no había cundido el incendio porque eran los muros de
sólida mampostería, revestida de mármoles, que sin arder se calcinaban;
pero lo interior del salón parecía un infierno: medroso torbellino de
humo y de llamas.

Inevitable era pasar por allí. Tiburcio dio el ejemplo. Se diría que a
su paso se apartaban las llamas y el humo como si le conociesen y
respetasen.

Vergüenza tuvo Morsamor de quedarse atrás, pero temía que, si Urbási
seguía andando, prendiese el fuego en su larga y flotante vestidura,
cuya fimbria tocaba y se extendía sobre el pavimento. Morsamor,
entonces, tomó a Urbási en sus brazos, recogiéndole cuidadosamente la
falda; atravesó con rapidez y valentía por el salón incendiado; y,
precedido de Tiburcio llegó sano y salvo hasta el arranque de la grande
escalera.

Hechizado y orgulloso de su dulce carga, nada le fatigaba su peso, y
Morsamor no la hubiera soltado a no exigir ella descender la escalera
por su pie.

Rápidamente la bajaron, asidos de nuevo de la mano Morsamor y Urbási.

Con cariñoso afecto estrechó Morsamor la mano de Urbási, blanca, suave y
admirablemente formada.

Al llegar al último tramo, ella estrechó también la mano de Morsamor; y
de su fresca boca, que a él pareció cáliz de perlas y rubíes, colmado
del aroma y del néctar que aspiran y beben los inmortales, salieron en
voz baja y suave estas dulces palabras:

--Me has salvado la vida. Tómala si lo deseas. Eres su dueño.

Absorto en su alegría, nada acertaba a contestar Morsamor, cuando se vio
cercado de multitud de gente, así del pueblo como de los mismos
aventureros que militaban bajo sus órdenes. Entusiasmados todos por sus
hazañas, le aclamaban por héroe, casi le adoraban como a un semidiós y
le levantaban en hombros para llevarle en triunfo.

En aquel bullicio y alborozo Urbási y Morsamor se separaron. Y él estuvo
largo rato desesperado e inquieto, en medio del aplauso popular y de la
multitud que le vitoreaba, hasta que vio por dicha que a no mucha
distancia, Urbási en compañía del viejo brahmán Narada, subía en un
palanquín e iba a salir fuera del recinto murado. Antes de salir, ella,
que tenía en él la vista fija, le miró con amor e hizo ondear en su mano
un blanco cendal, como despidiéndose. Su larga mirada fue elocuentísima
y decía con toda claridad: hasta que pronto, muy pronto volvamos a
vernos.




-XXIV-


En un extremo de la ciudad y en espacioso edificio, Morsamor con toda su
gente estaba acuartelado. No llegaban a ciento ochenta, porque más de
ciento habían perecido en la batalla. Cargados de riquísimo botín,
consolábanse los vivos de la muerte de sus compañeros de armas. Limitado
el incendio a la gran cámara, el alcázar dio extraordinarias riquezas a
los que, después de Morsamor, le entraron a saco. Los caballos y los
elefantes, de que Tiburcio y los suyos se habían apoderado, cedidos
luego o vendidos a Balarán, príncipe de los brahmanes, produjeron
cuantiosa suma de rupias.

La rebelión triunfante, había entronizado a Balarán, invistiéndole de
omnímodos poderes; concediéndole lo que en Europa llamamos la dictadura.

Era Balarán de nobilísima prosapia, de majestuosa presencia y de bello
rostro resplandeciente en juventud lozana; era celebrado por su profundo
conocimiento de los Vedas, de las Leyes de Manú, de los Puranas y demás
libros sagrados, y de todos los sistemas filosóficos-ortodoxos y
heterodoxos de la India; y era venerado además por su energía, por su fe
inquebrantable en los altos destinos de su religión y de su casta, y por
otras raras virtudes aparentes o verdaderas. Gozaba, por último, de
pingüe y casi regio patrimonio, parte del cual había consumido,
comprometiéndole todo en la conjura.

Fundamento tenía su propósito de que fuese seguido el ejemplo que
acababa de dar; de que la rebelión se propagase a otros Estados y de que
se extirpase de la India el predominio del Islam. Así quedaría su
ambición plenamente satisfecha; llevaría él con justo título el nombre
de Balarán; el mismo nombre del pasmoso hermano de Crishna. Y así
lograría él ser Brahmatma o jefe supremo de su casta, de su secta y del
imperio que en ella se fundase.

Repugnaba Morsamor ser mero y dócil instrumento del brahmán ambicioso.
Harto conocía que era delirio aspirar a más. Lo razonable, pues, era
retirarse con sus aventureros, volviendo todos a Goa victoriosos y
opulentos como nababos. Sólo un interés personalísimo retenía a Morsamor
en Benarés. La bella Urbási había cautivado su alma. Necesitaba volver a
verla, declararle su amor y pedirle el cumplimiento de lo prometido en
aquellas dulces palabras que ella pronunció, dejándolas grabadas en el
centro de su corazón: _Me has salvado la vida. Tómala si lo deseas. Eres
su dueño_.

Harto presentía Morsamor lo aventurado y peligroso de su nueva empresa.
No quiso comprometer en ella sino a los que le fuesen completamente
adictos y estuviesen resueltos a arrostrar el enojo de Balarán y a
resistir el poder que ellos habían contribuido a poner en sus manos.

Morsamor convocó, pues, a su gente, expuso su determinación de
permanecer en Benarés con algunos pocos aventureros que quisiesen
acompañarle y reconociendo que todos habían cumplido ya con el
compromiso y la obligación que contrajeron, los dejó en libertad de
volver a Goa, conducidos por buenos guías y con el espléndido botín que
habían conquistado.

Deplorando o aparentando deplorar la separación, ciento veinte
abandonaron a Miguel de Zuheros. Con él sólo quedaron sesenta valientes
de los más devotos a su persona. No hay que decir que el fiel Tiburcio
quedó también con él.

Después de esto, de noche y con misterioso recato, el anciano Narada
vino a visitar a Morsamor. Previos muy corteses saludos y sin otro
preámbulo, Narada, dijo lo siguiente:

--La verdad, sin jactancia, es que yo he fomentado y estimulado la
ambición de Balarán desde mucho tiempo ha, infundiendo en su alma mi
ardiente deseo de sacudir el yugo de los muslimes. Nada a pesar de mi
empeño hubiéramos hecho todavía, si un imprevisto suceso no hubiera
reanimado el espíritu reacio de Balarán, atizando su ambición con la ira
y los celos y prestándole actividad y arrojo. La bella Urbási, a quien
Balarán pretendía y adoraba rendido, desapareció de su magnífica
vivienda; fue víctima de misterioso rapto. No bastó la habilidad de los
raptores y no bastó el secreto con que la ejercieron, para que Balarán
dejase de presumir y aun de tener por seguro que el tirano Abdul ben
Hixen, ardiendo por Urbási en lascivos amores, era quien la había robado
y quien en su harén la guardaba cautiva. Entonces Balarán no vaciló un
instante. Forjó su plan y lo realizó con presteza de acuerdo conmigo. La
fama de tus bizarrías había llegado hasta nosotros. Consideramos útil tu
auxilio y yo fui a buscarte. Harto bien sabes lo demás por haber sido
tan principal actor en todo. Lo que tú ignoras es que Urbási se halla de
nuevo en grave peligro. Ha desdeñado al rey muslime y se le ha
resistido, pero no desdeña menos a Balarán, el cual la adora y está
resuelto a hacerla suya de grado o por fuerza.

--No será, no será mientras yo viva--interrumpió Morsamor con ímpetu
apasionado--. Yo liberté y salvé a Urbási, y Urbási será mía o pereceré
en la demanda.

--No sé cómo ponderarte--dijo Narada--la alegría y la confianza que tus
nobles palabras infunden en mi pecho. Bien puedo ya declarártelo todo
sin recelo alguno. Urbási, nobilísima doncella, huérfana de padre y
madre, es venerada por mí como una deidad y amada como el más tierno de
los padres puede amar a la mejor de sus hijas en quien se mira como en
un espejo y en quien contempla el limpio dechado de todas las
excelencias y perfecciones. Por sus venas azules corre la etérea y
purísima sangre de nuestros antiquísimos _richis_, héroes y monarcas,
celebrados en leyendas divinas y en inmortales epopeyas. La naturaleza,
pródiga con Urbási, la adornó de todos sus primores y prestó a su alma y
a su cuerpo gentileza tal que bien pudiera creerse que cuantos son los
númenes que pueblan y dirigen los tres mundos, acudieron en la hora del
nacimiento de ella otorgándole cada uno el don más precioso y la más
alta virtud de que dispone. Ilustrada luego la mente de Urbási por
superior inteligencia, ha concebido el ideal completo de la mujer. Y
Urbási con voluntad firme y constante, ha logrado realizarle en sí
misma, tanto en lo íntimo del espíritu como en la visible y terrenal
apariencia. Sabe, sin hacer le ello alarde, las ciencias reveladas y
ocultas de los brahmanes. Y sin ignorar el conjunto de las sesenta y
cuatro artes de amor y deleite, que constituyen la _padmini_ o hembra
humana de mérito supremo, es casta, inocente e inmaculada virgen, así en
el sentir y en el pensar como de hecho. No; el claro y abundante
manantial de amorosas venturas, el tesoro de hechizos, el cáliz colmado
de licor de celestial bienandanza, que con el auxilio de los dioses ella
ha creado y en sí tiene, no puede ni debe tocar a labios impuros,
apagando su sed, ni puede ser entregado para que le goce y profane a
quien no sobresalga entre el vulgo de los mortales con eminencia
desmedida.

--¿Es posible--interpuso Morsamor, con cierto despecho--que ella, en
cuyas encarecidas alabanzas te quedas corto, se complazca tanto en su
propio valer, le tome por objeto de culto y se haga incapaz de amar a
otro ser humano? Yo que la amo, yo que la adoro, ¿he de perder la
esperanza de ser correspondido?

--Urge que lo sepas todo--replicó Narada--. No hay vagar para rodeos ni
disimulos. Urbási, desde que llegó a ser núbil, se sintió atormentada
por amor sin objeto; pero no sin objeto, sino por objeto a su ver
imaginario, que columbraba su mente en la vaga penumbra de confusos
recuerdos, en las casi borradas impresiones que anteriores existencias
acaso han dejado en el alma. El ser que Urbási fingía, recordaba o
creaba, (¿por qué no confesártelo, si ella lo confiesa?) se parecía a ti
¡oh venturoso Miguel de Zuheros! Antes de que te viese, Urbási te amaba.
Te vio, y tú fuiste su salvador. En el día, Urbási te idolatra. Ella
cree que los cisnes de alas de oro, fatídicos nuncios del destino,
vinieron a pronosticar su amor por ti y tu amor por ella, como
pronosticaron a Damayanti que Nal debía ser su enamorado esposo. Y
Urbási, no menos enamorada que Damayanti, desdeñaría por ti, no sólo a
Balarán, sino a Indra, a Varuna y a los demás dioses, que desde el
Baikounta bajasen a pretenderla. Por ti se siente Urbási capaz de los
mayores sacrificios. Por seguirte lo abandonaría todo, e imitando a
Savitri fiel consorte de Satyavat, acosaría sin temor a Yama, dios de la
muerte, para sacarte de entre sus manos, como tú la sacaste a ella, y
estrecharte luego apasionadamente en sus hermosos brazos.

Al oír a Narada, el corazón de Morsamor latía y saltaba agitadísimo por
júbilo inefable. Morsamor se echó a los pies de Narada para mostrar su
gratitud besándolos. Narada le alzó, le abrazó y se despidió de él,
designando el momento en que volvería para llevarle donde Urbási estaba.




-XXV-


En una quinta, a corta distancia de la ciudad, secretamente estaba todo
dispuesto para la boda que había de ser clandestina, sin festín para los
convidados, sin baile y sin música. No por eso dejaba de estar revestido
de costosos tapices y de otros raros adornos, el salón donde se elevaba
el _pandal_, estrado o sitio consagrado a la ceremonia.

En compañía de Narada, Morsamor entró allí primero. Llevaba el viejo
brahmán vestimenta litúrgica de escarlata, sobre cuyo fondo carmesí se
destacaba la barba blanquísima y luenga. Morsamor, ataviado con esmero y
elegancia, parecía más joven y más gentil que nunca. De su cinto,
bordado de oro, pendían la espada, la daga y la primorosa escarcela;
coleto de finísimo ante, lleno de prolijas labores, cubría su pecho y
sus espaldas. Las mangas acuchilladas, así como los gregüescos eran de
blanco raso. La calza muy ceñida, de elástico punto de seda, hacía que
luciesen las bien modeladas formas de sus ágiles piernas musculosas a
par que enjutas. Muy lindo gabán colgaba airosamente de sus hombros.
Tenía la mano derecha libre y desnuda, y en la izquierda los guantes de
ámbar y la graciosa gorra de Milán con airón de blancas y rizadas
plumas, prendido a la gorra por una piocha de esmeraldas y rubíes.

Narada, al contemplar a Morsamor a la luz de las muchas lámparas que en
el estrado había, no pudo menos de decirle que competía con el divino
Hari, cuando se casó Rukmini en el magnífico palacio de Duarika.

No tardó la bella Urbási en aparecer sobre el estrado. La acompañaban
cuatro matronas casadas y la seguían sus siervas, y los pocos
convidados, amigos íntimos o parientes de su familia.

La presencia de Urbási, deslumbradora de hermosura, excitó la admiración
de todos. En el alma de Morsamor se avivó con violencia el amoroso
fuego.

El andar de Urbási más parecía de deidad que de criatura humana. Sin
oprimir su esbelto talle, le ceñía amplia zona de púrpura recamada de
perlas, sosteniendo las flotantes ropas talares de cándido lino, que
descendían en artísticos pliegues y dejaban adivinar la armoniosa
corrección del delicado cuerpo. La doble redondez del firme pecho, sin
compresión ni arrimo, se estremecía suavemente, al moverse la hermosa,
entreviéndose por la transparencia de la tela su puro color de rosa y
nieve. Recogidas con gracia en alto las abundantes crenchas de sus
negros cabellos, dejaban ver el cuello despejado y cuan bien puesta se
erguía sobre él la noble cabeza. Verde-obscuras y hondas como la mar,
eran las pupilas de sus ojos; su brillo como el del sol; y la sonrisa de
su fresca boca, como presentimiento del Paraíso.

Según el rito, la novia debía acabar de adornarse en el _pandal_, en
presencia de todos, y las cuatro matronas casadas procedieron a hacerlo.
De diamantes y perlas eran las joyas con que la adornaron. Pusieron una
diadema sobre su frente; en sus pequeñas orejas, a guisa de zarcillos,
dos gruesos solitarios asidos a sendos y sutiles aretes; junto a los
hombros y en las finas muñecas de los desnudos brazo y en las gargantas
de los pies ligeros, brazaletes y ajorcas; y varios anillos en los
afilados dedos de las manos y también en los dos dedos gruesos de ambos
pies, cuyo admirable dibujo no estragó jamás rudo calzado de cuero, y
cuya desnudez dejaba ver la nítida blancura de la piel sonrosada y el
limpio nácar de las pulidas uñas, sobre las elegantes sandalias.

En la cabeza de Urbási las cuatro matronas echaron por último un rojo y
transparente velo.

Recitando himnos con entonada melopeya, Narada invocó a los lares y a
los manes, genios protectores del hogar y espíritus de los antepasados.

Dos _purohitas_ o brahmanes que oficiaban asistiendo a Narada, pusieron
en la mano derecha de Morsamor algunos hilos de azafrán, enlazados por
larga cinta a otros hilos de azafrán que pusieron en la mano izquierda
de Urbási.

Narada asió después la diestra de Morsamor y la unió a la diestra de
Urbási. Sobre ambas manos juntas fueron todos los asistentes vertiendo
algunas gotas de agua lustral perfumada.

Morsamor enseguida dio a Urbási algunas hojas de betel picante.

Entonces se renovó la invocación, dirigiéndola Narada a los más egregios
seres divinos, a la propia Trimurti con el complemento femenino de
Sarasvati, esposa de Brahma; de Laksmi, esposa de Vishnú, y de Uma,
esposa de Siva.

En amplio canastillo de flexibles entretejidos juncos, de pie y
abrazándose se colocaron los novios; y cuantos allí asistían derramaron
sobre sus cabezas puñados de arroz que tomaban de otros canastillos
menores.

Morsamor asió luego el _táli_, largo cordón de seda y oro en cuyos
extremos resplandecían dos esmeraldas. Morsamor enredó el _táli_ a la
garganta de Urbási, dándole tres vueltas y sujetándole con triple
lazada. La novia miraba hacia el Oriente mientras que el novio así la
prendía.

Sentados ambos después en blandos cojines, comieron juntos, sobre anchas
hojas de plátano, butiro fresco extendido en leves y esponjadas tortas
de flor de harina, y miel de azahar a la postre: manjares simbólicos de
iniciación en los misterios orientales, para aprender a reprobar lo malo
y a elegir lo bueno.

En el centro del _pandal_ se levantaba el ara, donde había algunas
brasas. Los _purohitas_ echaron sobre las brasas canela, sándalo,
espliego y otras plantas y yerbas secas y fragantes. Se levantó llama y
Narada la avivó más con libaciones de _soma_ divino.

Narada entonces habló así con Agni, dios del fuego, devorador de la
ofrecida hostia, conductor alado del holocausto:

--¡Oh, tú que te ocultas en el seno de los seres todos, que sin ti no
serían, escúchame, Agni, tú que animas el universo. Concede a Urbási la
lealtad y la firmeza que Satchi consagró a su marido cuando él la
abandonó, y lleno de remordimientos, huyó a empequeñecerse y a
esconderse en el tallo hueco de una de las flores de loto que cubrían el
lago donde tú le hallaste, más allá de los montes de Himabat, en los
últimos términos de la tierra. Movido tú por las súplicas de Satchi y de
acuerdo con los dioses, corriste por la tierra, volaste con tus alas de
llamas por el aire y el éter, y hasta penetraste en el agua, tu temida
madre, para encontrar a Satacrátu en su penitente y escondido refugio!
El pecado de Satacrátu vino a recaer entonces y a diluirse en todas las
criaturas, y recobrando él sus bríos, las hizo dichosas, venció al
tirano Nahucha y volvió a reinar en los tres mundos. ¡Oh, Agni, haz que
Urbási sea para Morsamor tan regeneradora y purificante como Dara
Satacrátu fue Satchi! Oye también y sé testigo, ¡oh Agni, del solemne
juramento de amor y de fidelidad, que van a pronunciar ambos esposos!

Morsamor y Urbási, en efecto, extendidas las manos sobre el ara y cerca
del fuego prestaron el juramento debido.

Así terminó el acto religioso.

En aquella misma noche, sin demora ni reposo, a fin de sustraerse a la
celosa furia, a la venganza y al poder de Balarán, Morsamor y Urbási,
depuestas las galas y en traje de camino emprendieron un largo viaje.




-XXVI-


Muchos días, fugitivo de Balarán, caminó Morsamor con su dulce
compañera. Dejándose persuadir por Narada, había creído en el
levantamiento general de toda la India, en favor del predominio
brahmánico, y no juzgó prudente ni seguro tratar de volver a Goa, ni
dirigirse a otro lugar que no estuviese fuera de los límites de la
India.

En grandes barcas que de antemano contrató Narada, Morsamor había pasado
el Ganges, y había ido hacia el nordeste, esquivando los sitios
poblados.

Con él iban, todos a caballo, Tiburcio y los sesenta valientes devotos a
su persona. En ligero palanquín que veinte robustos negros sostenían y
llevaban turnando, iba la bella Urbási, asistida sólo por su sierva
favorita Rohini. Completaban la caravana treinta poderosas mulas,
alquiladas a dos ricos banianes en quienes Narada fiaba mucho y que se
habían comprometido a ir a donde se les mandase, cuidando y guiando las
mulas con el auxilio de cinco hábiles naires. Las mulas llevaban a lomo
el espléndido equipaje de Urbási, abundancia de víveres, cuanto se
requiere para desplegar tiendas en el campo y otros objetos útiles a la
comodidad y regalo de los ilustres viajeros y al alivio de sus fatigas.

Harto presentía Morsamor que el Brahmatma, con gran golpe de gente de
guerra, había salido a perseguirle, aunque no había podido hasta
entonces darle alcance por la mucha delantera que Morsamor y los suyos
habían tomado.

Sin tropiezo vi encuentro alguno desagradable, llegaron los que huían a
una vastísima e intrincada selva, resplandeciente de lozana pompa y
florida verdura.

La frondosidad era tan densa por algunos puntos, que era menester
abrirse paso rompiendo y destrozando con la segur los enormes bejucos y
demás plantas enredaderas que, formando festones y guirnaldas, pendían y
se entrelazaban de unos árboles en otros. Las alimañas esquivas y
feroces huían a la aproximación de la hueste, pero no faltaban seres
animados, más mansos y menos recelosos del hombre, que apenas se
apartaban al sentirle llegar, y hasta que se adelantaban y mostraban
como si acudiesen a darle la bienvenida. A veces, con alegre desentono,
graznaban los pavos reales, desplegando la brillante rueda de sus
pintadas plumas. Zumbaban las abejas que en los huecos de añosos árboles
labraban sus panales. Las libélulas y las mariposas de los más nítidos
colores y variados matices poblaban y esmaltaban el ambiente. La
abundancia de hojas en lo más alto de las plantas formaba verde toldo,
por el cual se filtraba tamizada y tenue la lumbre solar, mitigando sus
ardores y formando caprichosos cambiantes de refulgente claridad y de
sombra apacible. El _kokila_ y otras aves cantoras entonaban sus trinos
y gorjeos. Un vientecillo suave que apenas movía los más tiernos tallos
y renuevos, esparcía con sus alas el grato aroma de las flores,
trasladaba a larga distancia las aladas semillas y llevaba de unos
cálices a otros el polen fecundante. Arroyuelos de agua cristalina
corrían serpenteando y murmurando por el somero cauce que naturalmente
habían abierto, y en cuyas márgenes crecían violetas, rosas silvestres y
mil hierbas de olor. No bien empezaba a anochecer discurrían por el aire
en multitud sin cuento las luciérnagas, como brillantes joyas con que
bordaba allí su manto la primavera.

Tan amenos eran aquellos lugares que, embelesados Morsamor y los suyos,
olvidaban casi el peligro que corrían.

Continuaban, no obstante, su peregrinación, aunque a la aventura y sin
saber a punto fijo en dónde podrían refugiarse para escapar o para
defenderse de sus perseguidores.

La selva parecía interminable y desierta. Los fugitivos no hallaron en
ella criatura humana.

Al cabo llegaron a un ancho espacio, casi despejado de árboles, y en
cuyo centro se alzaba un grande edificio de extraña arquitectura,
palacio, fortaleza o tal vez abandonado asilo de anacoretas penitentes.
Los peregrinos le visitaron y reconocieron, hallando que en él no vivía
nadie.

Morsamor resolvió parar allí, reposar y hacerse fuerte, si por acaso le
descubrían y sorprendían sus enemigos en aquel misterioso retiro.

Sólo Tiburcio de Simahonda, con cuatro soldados que le escoltasen, todos
en buenos y ligeros caballos, debía seguir adelante, como explorador,
para ver si hallaba no muy largo y seguro camino por donde todos
pudiesen ir a la corte del gran monarca de los mongoles, Babur, si este
había apaciguado ya sus dominios, si se hallaba en alguna ciudad menos
distante que la remota Samarcanda, y si concedía su favor y la esperanza
de una recepción amistosa.

La gente de Morsamor estaba cansadísima. Y Urbási, rendida por la fatiga
y emociones violentas, necesitaba para reponerse tranquilidad y reposo.

En el desierto edificio había muchas estancias separadas y capaces, pero
muy pocos y antiguos muebles, rotos o desvencijados. Por dicha, las
mulas traían de repuesto cuanto era conveniente para hacer agradable
aquella vivienda.

En el patio del edificio manaba agua abundante y clara de una hermosa
fuente. Y cerca de ella había en amplio sótano una alberca para bañarse.

En el edificio no había provisiones de boca, pero la caravana distaba
mucho de haber consumido las que sacó de Benarés, y en la selva además
abundaban los cocoteros, los plátanos, los mangos, las palmeras, los
naranjos, los limoneros y otros árboles cargados de fruta. Y todos
aquellos contornos convidaban con fácil y riquísimo éxito a la caza y a
la pesca.

Alabando, pues, al cielo, que por lo pronto tan buen refugio le ofrecía,
Morsamor se instaló con su gente en el abandonado edificio que se alzaba
en el centro de la intrincada y vastísima selva.




-XXVII-


El edificio estaba casi al pie de muy altos montes. La ingente
cordillera del Himalaya se erguía cerca de él, extendiéndose a un lado y
a otro. Las cumbres, que se alzaban en el aire a millares de codos,
estaban cubiertas de hielo perpetuo y de cándida nieve, que heridos por
los rayos del sol, vertían destellos radiantes y hacían más bella la
templada y apacible llanura en que se hallaba el palacio, bañándolo
todo, a la hora del crepúsculo, en mágicos reflejos.

Morsamor había enviado esculcas y puesto atalayas, que debían renovarse
con frecuencia y vigilar de continuo para avisar la llegada de cualquier
enemigo y evitar una sorpresa. El terreno quebrado y áspero y los
intrincados y revueltos desfiladeros estaban tan próximos, que era
fácil, previo aviso de que llegaban fuerzas muy superiores, escapar a
toda persecución, refugiándose en las entrañas de la serranía.

Confiado en esto, Morsamor hacía en el palacio larga parada, aguardando
la vuelta de Tiburcio.

Era alta noche. Morsamor reposaba al lado de Urbási en la repuesta
alcoba. La tenue luz de una lámpara, que ardía en vaso de diáfana
porcelana, iluminaba suavemente el hermoso rostro y las gallardas y
juveniles formas de la mujer dormida.

Morsamor se despertó y se puso a contemplarla extasiado. No acertando a
reprimir su admiración amorosa, se acercó con lentitud y cuidado, para
que ella no despertase e imprimió dos tiernos besos sobre los párpados y
largas pestañas de sus cerrados ojos. Aunque el toque de los labios de
Morsamor fue delicadísimo, sacudida Urbási como por una conmoción
eléctrica, volvió en su acuerdo, abrió los ojos, llenos de dulzura, miró
a su amante esposo y le estrechó afectuosamente en sus desnudos y
blancos brazos. La felicidad y la vehemencia del amor de ambos, no hubo
palabra articulada con que pudiera expresarse en aquel punto.

Después, sostenida en el brazo derecho de Morsamor y reclinada en su
hombro, tras no breve pausa de silencio y reposo, Urbási con lánguida y
entrecortada voz, dijo a Morsamor casi al oído:

--No; este amor invencible, fuerte, gigante, inmenso, no ha podido nacer
en mí, ni ha nacido de súbito. Antes de conocerte yo te presentía y te
amaba. Al verte por vez primera, recordé tu rostro y columbré su
semejanza en la nebulosa lejanía de tiempos pasados. Reminiscencias
confusas de una vida anterior se despertaron en mi alma. En tierras muy
remotas, nacida yo en humilde, en casi vil condición, te había amado y
había sido tuya. ¡Tú te avergonzabas de mí, cruel! Tú me abandonaste.
Morir fue mi sino, pero no quise morir desesperada. Entregué mi alma a
Smara, dios del amor, y él me hizo en pago la promesa de poseerte de
nuevo: de hacerme renacer, rica, noble y venerada para que no te
avergonzases de mí y mil veces más hermosa para que me amases mil veces
más que hasta entonces me habías amado. Dime, Morsamor, ¿no es cierto
que Smara ha cumplido su promesa?

Al oír Morsamor las palabras de Urbási, retrajo a su memoria la imagen
de Beatricica y pensó tenerla allí presente y que ella le encadenaba
entre sus brazos y le besaba y le acariciaba. Como si hiriesen otra vez
sus oídos, percibió las palabras de la vieja gitana que le dijo en
Sevilla la buenaventura. Los cabellos de Morsamor se erizaron de
espanto. A pesar del contacto íntimo y delicioso de su prenda querida, a
pesar del tibio y grato mador de aquella piel, cuya tersura, suavidad y
fragancia envidiarían los pétalos de la magnolia y de la flor del loto,
Morsamor sintió el frío de la calentura y se santiguó maquinalmente.
Entonces recordó con horror que era católico cristiano, aunque apóstata
y réprobo.

En aquel momento sonaron fuera de la alcoba voces, precipitados pasos,
ruido de armas y rechinar de puertas.

Aquella sensación, que avisaba a Miguel de Zuheros un peligro presente y
real, disipó de su espíritu las sombrías imaginaciones, que sin duda una
muy natural coincidencia había creado. Natural era que Urbási, bajo el
influjo de las creencias religiosas, propias de su nación y de su casta,
se diese a entender que había transmigrado su alma, que en otras vidas
había amado a Morsamor, y que más tarde había renacido para volver a
amarle.

Miguel de Zuheros desechó, pues, aquellos vanos pensamientos, se serenó,
recobró su brío indomable, se arrojó del lecho y se revistió a escape
las armas.

Tomás Cardoso, teniendo de la pequeña hueste por ausencia de Tiburcio,
acudió a llamarle desde la puerta de la alcoba. Armado ya Morsamor,
salió a juntarse con Tomás Cardoso.

Numerosa hueste enemiga había sorprendido y muerto a los descuidados y
dormidos atalayas, había invadido la selva y había cercado por todas
partes el edificio.

A la luz del alba naciente, miró Morsamor por las ventanas en varias
direcciones, y por donde quiera vio guerreros indios capitaneados sin
duda por Balarán, el Brahmatma. No había medio de huir. Era inevitable
combatir hasta la muerte o hasta lograr milagrosa victoria.

Los sitiadores dieron sin tardanza un furioso asalto por la fachada de
la quinta, pugnando por derribar la puerta. Morsamor y los suyos se
defendían con valor y con tino, causando en los sitiadores grande
estrago y haciendo repetidas veces que retrocedieran, poseídos de
terror.

La puerta resistía aún al embate del enemigo; pero, en la previsión de
que pronto la derribase, Morsamor no vacilaba en defender sin reparo la
entrada abierta.

A este fin, iba ya a descender al piso bajo del edificio, cuando oyó, en
el piso principal, angustiosos gritos y clamores. El enemigo había
entrado por una pequeña puerta, a espaldas del palacio, le había
invadido, y llenaba ya el piso en que Morsamor se hallaba. Entonces
acudió Morsamor a la defensa de Urbási, pero ya fue tarde. El mismo
Balarán, rodeado de sus más audaces satélites, había llegado donde ella
estaba, la había asido de un brazo e intentaba apartarla de aquel sitio
para acabar luego con Morsamor y los suyos sin que ella padeciese ni
peligrase.

No como débil mujer, sino como fiera leona, se resistió Urbási al
propósito de Balarán, lanzando contra él enérgicas palabras de odio y
desprecio.

En aquel punto apareció Morsamor donde Urbási pugnaba por que Balarán no
se la llevase consigo.

--¡Sálvame, Morsamor!--dijo al verle--. ¡Amor mío, libértame de este
aborrecido tirano!

El corazón del Brahmatma ardió en celosa ira, al ver a su rival y al oír
las amorosas palabras con que Urbási le llamaba.

En su ciego arrebato, desnudó Balarán la daga que llevaba en el cinto y
se la hundió a Urbási en el seno, causándole instantánea muerte.

Atónitos, estupefactos quedaron los de uno y otro bando, al ver caer a
Urbási desplomada en el suelo.

Con ímpetu irresistible se lanzó Morsamor contra Balarán, yendo a su
lado Tomás Cardoso y otros ocho valientes, que arrollaban o derribaban
cuanto obstáculo se les oponía. Así llegó Morsamor hasta donde se alzaba
Balarán con la sangrienta daga en la diestra y tomó rápida venganza,
atravesándole el cuerpo con su espada.

La gente de Morsamor le defendía a un lado y a otro, rechazando a los
indios. Morsamor pudo entonces asir de la barba al muerto Brahmatma y
arrastrarle hasta la ventana principal del edificio. La abrió, sin temer
el diluvio de flechas que le dispararon; alzó a Balarán en sus brazos
para que los de su bando le vieran, y en seguida, con titánica fuerza,
arrojo por el aire el cuerpo inerte, que dio tremendo golpe en el
despejado o en el claro abierto por la gente de guerra al apartarse
horrorizada.

En los primeros instantes que a la venganza de Morsamor se siguieron,
parecía que Morsamor iba a triunfar por raro prodigio de su feroz
valentía.

Los que habían entrado en el edificio con Balarán huyeron al verle
muerto. Volvió a cerrarse la puerta por donde habían entrado. La
posición de Morsamor y de los suyos parecía inexpugnable, merced a su
desesperada resistencia y a la consternación de unos contrarios sin
caudillo.

Pronto, no obstante, se rehicieron estos, fiados en su muchedumbre y
aguijoneados por la vergüenza y por el deseo de que la muerte de Balarán
no quedase impune.

No era como el alcázar de Benarés el edificio en que Morsamor se
refugiaba. Apenas se había empleado la piedra para construirle, sino la
madera, tan abundante en la selva que en torno se extendía. Allí era
fácil de conseguir el incendio, y el incendio era el medio más seguro de
vencer sin sacrificar muchas vidas.

Gran número de sitiadores, con actividad diligente, solícita, casi
frenética, allegó y trajo leña y hojas secas, y, formando con ellas
enormes montones y altos rimeros, las arrimó a las puertas y a las
paredes. Los sitiadores más decididos prendieron fuego por varios
puntos, y, favorable el viento a su intención, estimuló el fuego
soplando. Rojas llamas se levantaron lamiendo y escalando los muros.
Negra y espesa humareda envolvió el edificio como en velo enlutado de
fúnebres crespones.

Nada había advertido Morsamor. Satisfecha en Balarán su venganza, daba
rienda suelta a su pena, abrazado al cuerpo inerte de Urbási,
cubriéndole de besos y de lágrimas y anhelando hacerle revivir con su
aliento.

Tomás Cardoso y los demás aventureros tuvieron que apartarle de allí,
bajándole casi en volandas hasta la puerta principal del edificio. Era
menester salir fuera, abrirse paso o morir hiriendo y matando, si no
querían todos perecer ahogados por el humo o devorados por las llamas.

Morsamor se repuso de su doloroso desfallecimiento, hizo abrir la
puerta, que ya empezaba a arder, y con heroica furia se abalanzó contra
los sitiadores.




-XXVIII-


Aunque Morsamor parecía invulnerable y aunque los cincuenta hombres que
permanecían vivos bajo su mando eran diestros y prodigiosamente
valerosos, todos sin duda iban a perecer allí peleando contra un
ejército. No peleaban por la victoria. No peleaban por la salvación en
la fuga. Peleaban sólo para vender caras sus vidas. Caras las vendían,
en efecto, pero Morsamor notaba con angustia compasiva que sus fieles y
devotos amigos iban cayendo también.

De súbito el ronco clangor de retorcidas y bárbaras trompetas estremeció
el ambiente. Mil y mil gritos salieron de las bocas de los indios,
medrosos y aterrados. Morsamor y los suyos vieron con sorpresa que sus
contrarios, en confuso desorden, huían a la desbandada, tiraban las
armas para correr con mayor ligereza y buscaban refugio y escondite en
lo más intrincado del bosque, ya que no en las entrañas de la tierra.

¿Qué poder misterioso acudía en auxilio de Morsamor? No tardaron en
aparecer los imprevistos auxiliares. Venían en ligeros caballos. Eran
guerreros, de fea y terrible catadura, armados de largas lanzas, de
agudas flechas y de flexibles arcos. En sus rostros, casi imberbes,
aunque varoniles y fieros, resplandecía, sobre el amarillo obscuro de la
tez curtida, la exultación alegre del triunfo. Sus pómulos eran
salientes, gruesos sus labios y la nariz aplastada, oblicuos y pequeños
sus ojos, y negras las ralas cerdas del largo bigote, y negros los
cabellos que pendían lacios sin ondas ni rizos. Cubrían sus cabezas
gorras de hirsutas pieles, envolviendo capacetes de cobre, y sostenidas
por barbuquejos de lana cuyas extremidades flotaban sobre el pecho.

Extraordinaria fue la sorpresa de Morsamor cuando vio en medio de esta
tropa, que parecía fantástica legión de demonios, a su doncel sutil
Tiburcio, que venía como guiándola y capitaneándola, más gallardo y
gentil que nunca.

Fugados o muertos los indios, Tiburcio llegó donde estaba Morsamor y le
estrechó en sus brazos. Algunos de los al parecer más importantes
soldados de su extraña tropa desmontaron de los caballos, lanzaron
aullidos, en señal de alabanza, admiración y júbilo, alzaron a Morsamor
en hombros, y se apartaron del palacio que el voraz incendio ya
consumía. Hicieron luego que Morsamor y los suyos montasen todos a
caballo, y con profundo acatamiento y pompa triunfal se pusieron en
marcha.

Tiburcio cabalgaba al lado de Morsamor y se lo explicó todo.

Aquellos hombres eran los mongoles. Babur, su monarca, apaciguados ya
sus vastos dominios, había caído como el rayo sobre la India. Acababa de
reconquistar a Lahor y se había apoderado luego de Delhí y de Benarés,
la ciudad santa, donde le habían dicho que Balarán se había declarado
Brahmatma. No encontró allí a Balarán y salió en su busca, a fin de
vencerle y de vencer su ejército. Internado Balarán en la selva, Babur
hubiera tardado en encontrarle o no le hubiera encontrado, si Tiburcio,
acertando a presentarse ante él, no se hubiera ofrecido a servirle y no
le hubiera servido de guía.

Muerto Balarán, y sabiendo ya Babur por sus esculcas las apenas creíbles
hazañas de Miguel de Zuheros, iba, según anunciaba Tiburcio, a recibirle
con palmas y laureles.

Cualquiera otro héroe, no atormentado del dolor más acerbo, hubiera
tenido por altamente dichoso el éxito de aquella jornada y se hubiera
enorgullecido de las distinciones honrosas de que colmó Babur a Miguel
de Zuheros cuando este llegó a su presencia.

Babur quiso tomarle a su servicio, pero Morsamor se excusó cortésmente,
alegando su honda melancolía y afirmando que su destino le llamaba por
muy distinta senda y que él no podía menos de acudir a su misteriosa
vocación y de cumplir las órdenes del destino.

Tiburcio de Simahonda, Tomás Cardoso y cuarenta aventureros portugueses,
que sobrevivieron a la batalla, acompañaron a Morsamor, y cargados de
presentes y riquezas se separaron de Babur y de sus mongoles.

Babur dio a Miguel de Zuheros una áurea lámina, como la que Kubilai-Kan
había dado a Marco Polo, para que le sirviese de salvoconducto o
pasaporte por donde quiera que fuese. En el oro de la lámina estaban
grabadas, en caracteres mongólicos, las más encarecidas recomendaciones,
autorizado todo ello por la firma de Babur y por su regia marca.

Como curioso accidente, que no debe omitirse aquí, haremos constar que
la tropa de Morsamor partió reforzada por seis mongoles que se
resolvieron a seguirle, movidos de afecto a España y de vivo deseo de
ver aquella tierra distante. No parecerá el caso inverosímil si decimos
que dos de los mongoles se apellidaban Pérez, dos Fernández y Jiménez
otros dos. Aunque confusa y enmarañadamente, los seis presumían de
buenos cristianos, y todos eran tataranietos de tres elegantes y lindos
escuderos de Castilla, que habían acompañado a Ruy González de Clavijo
cuando visitó a Tamerlán como Embajador de Enrique III. Tres señoronas
de la corte de Samarcanda, tan encopetadas como antojadizas, se habían
prendado de los escuderos susodichos, se habían casado con ellos,
reteniéndolos en el centro del Asia, y de tales enlaces procedían los
Pérez, los Fernández y los Jiménez, de cuyo patriótico atavismo aquí
damos cuenta.




-XXIX-


Transida el alma de dolor por el trágico fin de Urbási y por la
mortífera lucha que había sostenido, Morsamor huyó de la India, como
para librarse de los malos espíritus que le acosaban y le atormentaban.
Como Orestes, perseguido por las Furias, caminaba Morsamor sin saber
casi hacia dónde caminaba. Confiado en él y en su ventura, le seguía su
valiente tropa. Tiburcio solía cabalgar junto a él y procuraba
consolarle y entretenerle con pláticas amenas y con juiciosas
reflexiones.

--El mal y el bien--dijo una vez--, la próspera o la adversa fortuna
carecen a menudo de ser real y dependen de nuestro modo de entender las
cosas. De aquí que yo pueda afirmar razonablemente que tú no debes
quejarte de tu suerte, sino tenerla por próspera. El problema más
difícil que hay que resolver, la suerte te le dio resuelto desde el
principio. En la más penosa e ingrata tarea en que los hombres tienen
que emplearse no te has empleado tú, pudiendo elevarte así sin estorbo
hasta una posición donde tanto la felicidad como la infelicidad tienen
superior magnitud a las del vulgo de los mortales.

--Cada día me convenzo más--interrumpió Morsamor--del fundamento y de la
justicia, con que te llamo doncel sutil. Tales son en este momento tus
sutilezas, que no las entiendo.

--Pues préstame atención y óyeme--replicó Tiburcio--y ya verás, cuán
bien me entiendes y cuán claro me explico. Por la generosidad primero y
por la alquimia del Padre Ambrosio, y más tarde por lo mucho que hemos
garbeado en guerras, saqueos y batallas, no somos pobres, sino ricos. A
lomo de unas cuantas mulas traes contigo un tesoro de despojos; oculta
en bolsa de cuero, bajo el sayo y pegada a tu carne, llevas gran
cantidad de piedras preciosas, de tal valor algunas que podrías,
vendiéndolas, adquirir con su precio la mitad de Castilla, o restaurar
en todo su esplendor a Medina del Campo, que el ejército fiel a nuestro
monarca Carlos de Gante, robó y asoló casi en los mismos días en que nos
escapamos nosotros del convento en busca de aventuras. Te hallas, pues,
y te has hallado desde que te escapaste en posición muy ventajosa. La
mayoría de los hombres consumen la vida en ganarse la vida, y, como se
la ganan perdiéndola y gastándola, no les queda vida de sobra ni para
amar, ni para deleitarse, ni para trazar heroicos planes y realizarlos
luego, ni para otros mil asuntos que debemos calificar de lujo y de
poesía. La gente humilde y trabajadora, los ganapanes y
destripaterrones, que sudan y se afanan para procurarse el sustento, son
como las orugas y como los míseros gusanos, que se arrastran con
lentitud, que se esconden entre el follaje, y que no pueden ejercer otra
función sino la de nutrirse, mientras que tú y otros como tú, siempre
bien nutridos y exentos de tan ruin cuidado y de menester tan vil, sois
como las mariposas, que desplegáis a la luz del sol los nítidos colores
de vuestras alas, que voláis entre las flores, que libáis el néctar de
sus cálices y que gozáis de amor y de gloria.

--Algo de verdad hay en lo que afirmas--dijo Morsamor--. No carezco de
riquezas. Además de las que llevo conmigo, tengo confiadas no pocas al
fiel y cauto Gastón Vandenpeereboom. Puedo con desahogo aventurarme en
las más altas empresas. Y sin embargo, me considero tan infeliz que
preferiría volver a ser un pobre fraile, despreciado, viejo y enfermizo,
o ser un ruin y hambriento pordiosero.

Ingeniosamente impugnó Tiburcio estas razones, manifestando que el
pordiosero y el fraile, sobre ser desvalidos y menesterosos, lo cual no
es chica pena, pueden padecer además tormentos insufribles.

--¿Has olvidado, acaso--concluyó Tiburcio--, cuánto te atormentabas en
el claustro? No me parecías allí virtuoso penitente, ministro del
Altísimo, sino energúmeno o criatura poseída de un enjambre de demonios.

Así cuidaba Tiburcio de consolar a Morsamor, no probando que era
dichoso, sino tratando de probar que otros habían sido más desdichados.

Poco a poco, y aunque algo a la ventura, con el propósito de llegar al
grande imperio del Catay, nuestros viajeros se internaron por tortuosas
y revueltas cañadas, que a cada instante se tornaban más ásperas y
solitarias. Por donde quiera breñas, matorrales y riscos, y con
frecuencia despeñaderos medrosos, en cuyo borde resbaladizo se
desenvolvía la apenas trazada senda que iba hollando.

El horror y la esquividad del paisaje crecían a cada paso. Hasta los más
audaces se asustaban y anhelaban volver atrás. La terca persistencia de
Morsamor y el respeto que Morsamor infundía los forzaba a seguir
adelante. Con prudente cautela, y como por milagro, lograban que no
tropezasen los caballos y las mulas en aquellos vericuetos y que no
cayesen rodando en hondo precipicio con el jinete o con la carga que
llevaban. Más propios de cabras monteses que de hombres eran aquellos
sitios. Podría asegurarse que jamás se había estampado en ellos la
planta humana. Era terreno desconocido, por donde, si lograban
atravesarle, llegarían sin duda a no menos desconocida e inexplorada
comarca.

La vereda daba innumerables rodeos. A veces iba en muy pendiente cuesta
abajo, pero más a menudo se elevaba en cuesta no menos pendiente. Los
cerros, a un lado y a otro, parecían ir creciendo. En sus enhiestos
picos relucía el hielo perpetuo. La amontonada nieve bajaba hasta no muy
lejos del camino, si era camino el desfiladero, cada vez más angosto,
por donde marchaban.

Lo terrible de aquella peregrinación estaba por cima de todo
encarecimiento cuando la noche envolvía en sus tinieblas a los viajeros.

Una noche, por último, fue indescriptible la angustia de todos. A pesar
de la densa y casi impenetrable obscuridad, sintieron que se hallaban en
una grande altura; que los cerros, por medio de los cuales habían
caminado, quedaban atrás; que a un lado y a otro se les abría despejado,
extenso horizonte; y que, delante de ellos, o descendía la senda, con
inclinación que la hacía intransitable para hombres y para bestias de
carga, o se convertía en despeñadero o abismo. Allí se pararon
aguardando ansiosos el día y acurrucados bajo algunas tiendas de campaña
que un viento frío e impetuoso amenazaba derribar y que los amedrentaba
con siniestros silbidos.

Larga como un siglo se les antojó aquella noche, pero el alba perezosa
vino al cabo a disipar las sombras, a dorar las nubes, a teñir el cielo
de azul y de púrpura y a impregnar el aire en claridad luminosa.

Extraordinarias fueron la sorpresa y la alegría de los peregrinos cuando
vieron extenderse a sus pies, desde la elevación en que se hallaban, la
más amena, fértil y bien cultivada llanura que imaginarse puede. La vega
deleitosa estaba regada por dos ríos y por muchos arroyos y acequias de
agua cristalina. Se veían huertos, sembrados, y muy elegantes jardines.
Bien cuidadas sendas iban de un lugar a otro, entre dos hileras de
árboles copudos y umbríos. Los frutales más preciosos se ostentaban en
las huertas. Se distinguían bien los muros, palacios, templos y
monumentos de una muy hermosa ciudad; y más cerca, casi al pie de la
sierra, un edificio amplísimo, a modo de suntuoso monasterio, tal por su
esplendor y grandeza, que nada en la mente de los viajeros se le
igualaba en España ni en Portugal, ni en la propia Samarcanda, aunque
ellos magnificasen con el afectuoso recuerdo la esplendidez de lo que
cada cual había visto y admirado en su patria.

La cuestión ahora era bajar hasta la vega desde la enriscada cumbre o
viso en que estaban. Harto se afanaron por conseguirlo, pero lo
consiguieron al fin dando muchas vueltas y describiendo muchas eses,
para no despeñarse por los tajos de aquella agria ladera.

Ya casi en lo llano, se hallaron en un verde soto, en medio de frondosos
y gigantescos árboles, y por cuyo centro se precipitaba caudaloso
arroyo, dando saltos y formando copos de rizada y cándida espuma sobre
el haz de sus agitados cristales.

Muchas aves había por allí que ya trinaban alegres, ya volaban de rama
en rama, sin el menor recelo de los hombres. Francolines de vistosas
plumas corrían en bandadas.

Tomás Cardoso, que era gran cazador, no pudo resistir a su deseo de
matar el que le pareció más grueso y más cercano. Disparó una flecha, y
el pájaro cayó herido a poca distancia.

Entonces salió de la espesura un viejo, algo encorvado por la edad, que
parecía llegar a cien años, y con airado acento censuró la cruel
conducta de Tomás Cardoso y hasta le amenazó con un castigo. Con burla y
desprecio respondió el portugués al pobre anciano y dirigió sobre él el
caballo para asustarle. Mas, ¡oh raro prodigio!, el viejezuelo alzó en
el aire el báculo en que se apoyaba y dirigió la contera hacia el
caballo que sobre él venía. El caballo dobló al punto las rodillas y
bajó la cabeza hasta el suelo, como para besarle con humildad. Aquellos
movimientos fueron tan rápidos, y fue tanto el descuido de Tomás
Cardoso, por no preverlos, que el caballo le botó de la silla y le apeó
por las orejas, excitando el caído la risa de sus compañeros a pesar del
asombro que el sobrehumano poder del viejo les había causado.

Se adelantó entonces Tiburcio, y, sirviendo de intérprete, en vulgar
dialecto indostaní, preguntó al viejo quién era él y en qué país se
hallaban ellos.

El viejo contestó al punto en un idioma de cuyos vocablos no sabían uno
siquiera ni Tiburcio, ni Morsamor, ni ninguno de los que iban
acompañándolos.

Pero esto fue lo más raro y maravilloso. Ni Tiburcio, ni Morsamor, ni el
más rudo de los allí presentes dejó de entender lo que el viejo decía,
como si a cada uno en su patria lengua le hablase.

El viejo les dijo:

--Os hago saber que yo soy ayuda de cámara, secretario o fámulo del muy
egregio señor Sankarachária. Gracias a él, y comunicados por él, poseo
varios importantes dones. Es uno de ellos el de adivinar los
pensamientos ajenos, y es otro el de sugestionar o infundir los
pensamientos propios en las ajenas mentes sin valerme del auxilio de la
palabra y del intermedio de los sentidos corporales. Os he escuchado y
os he hablado por costumbre y rutina y para no faltar al uso corriente,
pero sin hablar entiendo y me hago entender y así continuaremos nuestra
conversación. Os digo con franqueza que no comprendo cómo habéis podido
llegar hasta aquí. Mi amo me lo explicará todo, porque todo lo sabe.
Ahora conviene que os lleve a su presencia. Es cortés y benigno;
perdonará vuestra audacia y os recibirá amistosamente. Seguidme y os
serviré de guía.

Dicho esto, volvió la espalda, empezó a andar y todos le siguieron.




-XXX-


No tardaron mucho en hallarse a la vista de un edificio tan suntuoso,
grande y de tan florido estilo, que en su comparación, parecía miserable
choza, la casa más capaz y elegante de Padres Jesuitas, sin exceptuar la
que tienen en Loyola. Sobre la puerta principal había una inscripción en
gruesas letras de oro. Como ya estaban todos sugestionados por el
fámulo, aunque la inscripción estaba en sánscrito, la leyeron y
entendieron, como si estuviese en portugués o en castellano. La
inscripción decía: _Cenobio de la jubilación varonil_.

El fámulo aclaró el concepto de esta suerte:

--Los señores que aquí viven, son los señores más sabios que hay en el
mundo. Con su exquisito régimen higiénico, con su dieta herbívora, y con
su prudente y morigerada conducta, prolongan mucho la vida. Aquí no
contamos por decenas sino por docenas. El término natural y ordinario de
la existencia, es aquí de una gruesa de años o dígase de ciento cuarenta
y cuatro. Cuando alguien por accidente muere antes, decimos que se
malogra. Siete son los principios o elementos que en armonioso conjunto
constituyen el ser humano. El número siete es simbólico y posee no pocas
virtudes. Según nuestra Constitución social y política, histórica y
filosófica, interna y externa, la vida de acción acaba en cada individuo
cuando este cumple siete docenas de años. El día en que los cumple, es
el día de su jubilación y él se retira a este _Cenobio_ y pasa de la
vida activa a la vida contemplativa.

Así, el fámulo iba enterando de todo a Morsamor y a su tropa. Y gracias
a la sugestión, no sólo les daba noticias, sino que también les inspira
sanos, juiciosos y vehementes deseos. El de bañarse, fregarse y
escamondarse, fue el primero que les inspiró, y para que le lograsen,
como le lograron, los introdujo en unas maravillosas termas, donde
brochas y suaves cepillos automáticos los ungieron con aromático y
espumoso jabón y les dieron gratas y purificantes fricciones. Recibieron
luego duchas de agua perfumada, se secaron con finísimas sábanas de lino
y quedaron como nuevos de puro lustrosos. Todos parecían más guapos y
más jóvenes que antes. Al revestirse, notaron con agradable pasmo que la
ropa interior había sido lavada y planchada, (permítaseme lo familiar de
la expresión) en un periquete, y que asimismo olía muy bien, gracias a
un exquisito sahumerio. Los coletos, los gregüescos, las calzas y demás
ropilla exterior todo se había limpiado, quedando muy decente y
desapareciendo las manchas sin el empleo de la bencina ni de otras
sustancias apestosas.

El fámulo les dijo que era muy conveniente que ellos se presentasen de
un modo decoroso ante el señor Sankarachária.

Los llevó enseguida a un bonito y capaz refectorio, donde almorzaron
sutiles extractos, que paladeaban y saboreaban con raro deleite y que
eran tan nutritivos y tan poco groseros, que bastaba para alimentar y
satisfacer a un jayán, lo que cabe en una jícara de chocolate.

A todo esto, Morsamor y los suyos notaban con extrañeza que no aparecía
nadie y que el _Cenobio_ estaba como desierto. Adivinó el fámulo lo que
pensaban y aclaró el caso de este modo:

--No quiero que andéis maravillados y suspensos al ver esta mansión
desierta. En ella no hay en este momento sino otros pocos fámulos como
yo, retirados sin duda, cada uno en su celda. Los señores han salido
todos. No volverán hasta tres horas después de mediodía, porque hoy
tienen _Recordatorio galante_.

Impaciente Morsamor por averiguar lo que aquello significaba,
interrumpió al viejo preguntándole:

--¿Y qué _recordatorio_ es ese?

--El _Recordatorio galante_--contestó el viejo--consiste en la costumbre
que tienen los señores de ir una vez por semana al cercano _Cenobio de
la jubilación femenina_, donde las señoras ancianas, dulces compañeras
de su mocedad, los reciben de visita, los agasajan con un delicado
banquete, recuerdan con ellos los juveniles gozos y hasta cantan y
bailan y huelgan y se entretienen, si bien con la majestad, el entono y
el sereno juicio que importan en la edad madura.

Paseando por los alrededores del _Cenobio_ y admirando los vergeles que
le circundaban, estuvieron Morsamor y su gente hasta que pasaron las
horas del _Recordatorio_ y volvieron al _Cenobio_ los señores ancianos.

Cosa de encanto les pareció el verlos venir. Con pausa solemne venían en
dos hileras, como dos centenares de venerables viejos, vestidos de
largas, flotantes y cándidas vestiduras. Todavía eran más cándidos y
relucientes sus cabellos levemente rizados y sus luengas y bien peinadas
barbas. Al andar, se apoyaban algunos en dorados báculos. Otros traían y
tocaban arpas, violines y salterios. Guirnaldas de verdura y de flores
ceñían las sienes de todos aquellos ancianos.

El fámulo, que para verlos pasar se había echado a un lado con los
forasteros, dijo a estos cuando llegó frente de donde estaban el viejo
tal vez de mayor estatura y de más gravedad y belleza de rostro.

--Ese es mi amo, el señor Sankarachária. Trae, como veis, una guirnalda
de hiedra y de violetas, con que le ha coronado hoy su esposa, para
simbolizar el púdico, modesto y apretado lazo con que siempre la tuvo
ceñida y prendida.

Al son de los instrumentos músicos, venían todos cantando, con deliciosa
melodía, un himno del _Rig-Veda_, del que Morsamor comprendió
milagrosamente y conservó en la memoria, no sabemos si con entera
fidelidad, las siguientes estrofas:

     «Áureo germen de luz apareciste al principio. Soberano del mundo
     llenaste la tierra y el cielo. ¿Eres tú el Dios a quien debemos
     ofrecer holocausto?».

     «Tú das la vida y la fuerza. Los otros dioses anhelan que los
     bendigas. La inmortalidad y la muerte son tu sombra. ¿Eres tú el
     Dios a quien debemos ofrecer holocausto?».

     «Las montañas cubiertas de nieve y las agitadas olas del mar
     anuncian tu poderío. Tus brazos abarcan la extensión de los cielos.
     ¿Eres tú el Dios a quien debemos ofrecer holocausto?».

     «Tú iluminas el éter. Tú afirmas la tierra y difundes la claridad
     por entre las nubes. Cielo y tierra te miran temblando a ti que los
     criaste. De tu radiante cabeza nace la aurora. Sobre las aguas que
     engendraron la luz primera y que se precipitan en el abismo,
     tiendes tú la serena mirada. Sobre todos los númenes te elevas cual
     Dios único. ¡Oh custodia y faro de la verdad! ¿Eres tú el Dios a
     quien debemos ofrecer holocausto?».




-XXXI-


Como los sabios ancianos venían algo fatigados de la inocente huelga que
habían tenido, el fámulo dejó que reposasen y durmiesen la siesta un par
de horas, y luego llevó a Morsamor y a los suyos a la presencia del
señor Sankarachária, quien los recibió con distinguida afabilidad y
extremada finura.

Ya sabía Morsamor por el fámulo que el señor Sankarachária era el
escritor más notable que había entonces en el _Cenobio_ y en toda
aquella República. Los libros que había compuesto y que componía, eran
epítomes o brevísimos compendios, en estilo llano, para poner al alcance
del vulgo los más útiles conocimientos. Por el método, orden y nitidez
de la exposición, ensalzaba el fámulo, entre dichos libros, los que se
titulan _Tattva Bodha, Conocimiento de la existencia; Atma Bodha,
Conocimiento de yo (Dios)_; y _Viveka Chudamani, El Paladión de la
sabiduría_.

--Aunque estos libros--añadía el fámulo--son sólo rudimentos y
preparativos para iniciación más alta, nadie consiente por acá que se
comuniquen a los europeos, cuya inteligencia carece de la sólida madurez
que para comprenderlos se requiere. Sólo dentro de tres siglos y pico,
podrán ser y serán traducidos, leídos y semi-comprendidos en Europa por
algunas pocas almas excepcionalmente superiores.

Ya conjeturará el lector de la singular historia que vamos escribiendo,
el mar de confusiones en que un espíritu tan escéptico y tan crítico,
como el de Morsamor, hubo de engolfarse y hasta de anegarse al ver y al
oír tan estupendas cosas.

--¿Qué diantres de personajes serán estos viejos?--se preguntaba él
cavilando--. ¿Serán en realidad profundamente sabios, estarán de buena
fe, llenos de vanidad y de soberbia por la comodidad y el regalo con que
viven, gracias a sus envidiables inventos o habrá en ellos algo de
embaucadores y de farsantes?

Así discurría Miguel de Zuheros, pero se callaba y ni al doncel sutil
confiaba su discurso. De todos modos, Miguel de Zuheros sentía muy
picada su curiosidad y anhelaba investigar y averiguar más de lo que ya
sabía por el fámulo. Y como el señor Sankarachária era muy conversable y
muy fino, procuró charlar con él, lo consiguió fácilmente y le interrogó
sobre diversos puntos. De las contestaciones que obtuvo el sabio viejo,
hemos podido recoger aquella parte que por ser menos profunda está más a
nuestro alcance y vamos a ver si acertamos a transcribirla clara y
fielmente.

--El _ocultismo_--dijo Morsamor--no acaba de justificarse a mis ojos.
¿Por qué escondéis avara y egoístamente vuestra ciencia, si vuestra
ciencia es buena y puede hacer a los hombres, mejores y más dichosos?

--No transmitimos nuestra ciencia--respondió el sabio viejo--porque lo
esencial de ella es intransmisible. Cada ser humano la crea en sí y para
sí, sumergiéndose en el abismo de su propia alma, con intuición sólo
eficaz cuando el alma está ya purificada y educada, exenta de egoísmo,
libre de pasiones, apetitos y concupiscencias vulgares y apta para
entrar en el santuario íntimo de la conciencia suprema, donde todo es
uno, el conocer, el que conoce y lo conocido. Para adquirir esta
indispensable previa aptitud, jamás basta una sola vida. Sólo puede
conseguirse después de muchas _reincarnaciones_.

--¿Sabes tú--preguntó Morsamor--por cuántas has pasado ya?

--Mi _clarividencia_, en este punto, no es completa todavía--replicó el
anciano--; pero entreveo y percibo en la penumbra confusa de mis
recuerdos _ultranatales_ que he muerto y renacido ya treinta veces en
esta mansión terrenal. Y todavía sé poco y todavía para seguir
estudiando tendré que morir y que renacer dos o tres veces más antes de
alcanzar el _nirvana_.

--¿Y qué es el _nirvana_?--dijo Morsamor.

Declárartelo bien--contestó el viejo--implicaría dos cosas tan difíciles
que rayan en lo imposible. Es la primera que si lo supiese yo, yo
estaría ya en el _nirvana_ y sería omnicio o digase conocedor de cuanto
ha sido, es y será; del sujeto, del objeto y de la síntesis en que se
enlazan e identifican, siendo todo y uno y disipándose las aparentes
ilusiones que distinguen, individualizan y separan. Y es la segunda que,
aun poseyendo yo tan alta bienaventuranza, no hallaría para transmitirte
su concepto medio alguno de expresión en lenguaje humano, ni tampoco en
la sugestión directa y pura. Por ahora, reprime tu curiosidad y
aguántate sin saber lo que es el _nirvana_. Acaso, dentro de algunos
siglos, cuando subas a vida más alta, trasluzcas o columbres lo que es.

Morsamor se resignó porque no había otro remedio; mas para consolarse
hizo preguntas menos trascendentes.

--Aunque lo más substancial y elevado de vuestra ciencia sea
intrasmisible, todavía no me explico y deploro que viváis tan aislados
en este esquivo rincón del mundo, sin influir en las andanzas del humano
linaje, y sin enseñar a alguien que no sea de los vuestros, ya que no lo
más elemental de vuestra ciencia, el método o camino que a ella conduce.

--Tu suposición es infundada--dijo el anciano--. Nosotros distamos mucho
de vivir aislados. Desde hace miles de años estamos en comunicación y
tenemos trato con no pocos espíritus selectos, aun de los que han vivido
y viven más lejos de aquí. Nosotros les hemos comunicado generosamente
algo de lo que sabemos y podemos comunicar. Sobre todo, hemos sido
dadivosos, espléndidos, con aquellos que han logrado penetrar hasta aquí
y hacernos una visita. Uno de los primeros que vino a vernos desde
Europa fue Pitágoras de Samos, y a nosotros se nos debe no pequeña parte
de su sistema filosófico. A despecho de nuestra prudencia y de nuestra
ancianidad, he de confesarte que pecamos por un exceso de galantería, y
siempre que aparece en nuestra tierra alguna dama extranjera de
distinción y aficionada a saber, la recibimos con finísimas atenciones y
hacemos cuanto está a nuestro alcance para ilustrarla. Valgan como
ejemplo la famosa Sibila Eritrea y más aun la linda hija de un honrado
_lucumon_ etrusco que vino acompañándola. Ella cautivó de tal suerte con
su gentil presencia y con su mucha discreción a nuestros antepasados,
que consiguió la dotasen de pasmosa sabiduría. Cuando volvió a Italia
con su señor padre, se prendó de cierto reyezuelo de un pequeño Estado,
tuvo con él frecuentes coloquios y le dio tan sanos consejos y le
inspiró tan admirables leyes, que su ciudad, única en la historia, se
enseñoreó de lo mejor del mundo y fundó hasta hoy el más persistente de
los imperios. Ya comprenderás que hablo de Egeria, la ninfa inspiradora
de Numa. Otros peregrinos se han presentado por aquí, que se han
aprovechado muy mal de nuestras generosas lecciones, moviéndonos a
arrepentirnos de habérselas dado. No se han servido de ellas con el
desinterés y la abnegación indispensables para que den buen fruto, sino
con malvado egoísmo, para engañar al prójimo y seducirle. Cuando esto
ocurre, la magia blanca o _rajah yoga_ que nosotros aprendemos y
transmitimos, se malea y se tuerce, y convertida en _hatha yoga_ o magia
negra, suele hacer mil estragos como si fuese obra de los númenes
infernales. Entre estos peregrinos que nos han dado chasco, te citaré a
Simón el Mago, a Apolonio de Tiana, a Máximo de Efeso, consejero de
Juliano el Apóstata, y por último, al encantador Merlín, a quien
consideran en Europa como hijo del diablo, lo cual no hay para qué decir
que es absurda mentira.

--¿Pero es menester--preguntó Morsamor--llegar a estos sitios para
participar de vuestra sabiduría?

--En manera alguna--dijo Sankarachária--. Los más aprovechados e
iluminados de entre nosotros, poseemos la facultad de entendernos, si
queremos, con las personas que están más distantes. Nuestro cuerpo
material y pesado es como la creación de nuestro cuerpo etéreo y
plasmante, cuya ligereza raya casi en ubicuidad. Nosotros podemos
desprender del cuerpo material y pesado dicha forma etérea, mal llamada
cuerpo, recorrer con ella inmensas distancias, filtrarnos o colarnos por
cualquier resquicio en la más severa clausura y conversar a todo nuestro
sabor con nuestros amigos y adeptos. Así nos comunicamos y entendimos,
hace ya sobre poco más o menos veintidós siglos, con el príncipe
Sidarta, entrando en el hermoso palacio de Kapilavastu, donde su padre
Sudhodan, rey de los sakias, le tenían encerrado. Con nuestras
amonestaciones y consejos fomentamos su vocación e ilustramos su
nobilísimo espíritu. Bien podemos, pues, jactarnos de haber influido en
que se fundase una religión que en el día profesan más de cuatrocientos
millones de seres humanos.

--¿Y habéis tratado y seguís tratando de la misma suerte a algunos
sabios europeos, yendo vosotros de visita donde ellos residen?

--¿Y cómo no?--contestó Sankarachária--. Yo tengo y visito así a varios
amigos de Europa. Uno de ellos, suizo de nación, médico excelente y
filósofo de raro y agudísimo ingenio, está avecindado en Basilea, y es
generalmente conocido con el nombre de Paracelso; otro, no menos
singular, se llama Cornelio Agripa, natural de Colonia, en las orillas
del Rhin; otro, que tiene más fama de brujo que los demás, y dicen que
va siempre acompañado de un diablo en figura de paje, lo cual ya
comprenderás que es una patraña, se llama el doctor Juan Fausto; y otro,
por último, con quien estoy yo en más frecuentes y cordiales relaciones,
vive ahora junto a Sevilla, en un convento en la margen del
Guadalquivir, y se llama el Reverendo Padre Fray Ambrosio de Utrera.

Suspenso y como turulato se quedó Morsamor al oír en boca de
Sankarachária el nombre de su benéfico amigo.

--Entonces--exclamó--sabrás quién soy yo. El Padre Ambrosio te lo habrá
contado todo.

--Y vaya si me lo ha contado. Yo sabía quién tú eras, he influido en que
vengas por aquí; puedo asegurar que invisiblemente te he guiado para
llegar adonde no llega nadie sin nuestra venia, y encargando a mi fámulo
el disimulo, le ordené que te aguardase en el soto, como, en efecto, lo
hizo.




-XXXII-


No fue una sola vez, sino varias, las que tuvo Morsamor diálogos por el
estilo con el sabio viejo. Así aclaró o creyó aclarar muchas dudas y
formar idea, aproximada ya que no exacta, del país a que había llegado y
de la gente que en él vivía.

Pondremos aquí, en resumen, el resultado de sus investigaciones o dígase
lo que él acertó a comprender y lo que nosotros podemos expresar sin
trabucarlo ni alterarlo.

Era aquel país el de los llamados _mahatmas_, rodeado de montañas tan
intransitables, que los profanos no podían llegar a él. Era como unas
Batuecas, no groseras y rústicas, sino cultas, elegantes y felices.
Cuatro mil años, sobre poco más o menos, hacía ya que los habitantes de
aquel país vivían apartados de la mayoría del humano linaje, formando
una República pacífica y próspera, cuyo único gobierno era el consejo de
los señores del _Cenobio_ o sea de los _mahatmas_.

Sankarachária explicaba de modo harto singular el origen de aquella
República. Lo que él contaba dista mucho de parecer verdadero; antes
bien, lo consideramos como fábula impía y absurda, pero nos parece tan
curiosa que no podemos resistir a la tentación de ponerla aquí, en
breves palabras, remitiendo a los lectores que quieran saber más sobre
ello a un libro escrito no hace mucho tiempo y cuyo título es _Dios y su
tocayo_.

Prescindamos de la mayor o menor antigüedad de la especie humana.
Dejemos a la prehistoria, ya fundada en la geología, ya valiéndose del
estudio comparativo de los idiomas y de otros primitivos documentos,
conceder muchos miles o pocos miles de años a la existencia del hombre
en nuestro planeta. Tengamos sólo por cierto, para no disputar con el
señor Sankarachária, que, antes de que apareciese la raza blanca, hubo
otras razas que progresaron y se elevaron a no pocos grados de
civilización. Así la raza negra, la amarilla y la raza de piel roja,
cuyos individuos se llamaron atlantes y se esparcieron por el mundo
cuando la Atlántida se hundió. No hablemos aquí de los proto-scitas o
hiperbóreos, colonia de los atlantes que se estableció más allá de las
Montañas Rifeas y que fue muy culta y floreciente. A nuestro propósito
basta saber que más de dos mil y cuatrocientos años antes de la era
vulgar, había dos poderosos y civilizados imperios: uno en Egipto, de
atlantes y de negros mezclados, y otro en China, no menos adelantado o
quizá más adelantado que el de los egipcios. En China reinaba en aquella
época un Emperador llamado Iao, y hacía muy poco que, por evolución y
selección, había aparecido sobre el haz de la tierra la raza blanca, que
es la más perfecta de todas.

Ciertos espíritus, muy pulidos y desbastados ya, después de pasar por
bastantes _reincarnaciones_, no se avinieron a _reincarnarse_ en chino,
ni en negro, ni en mulato. Con la fuerza plasmante que tenían en su
forma etérea se condimentaron o confeccionaron cuerpos sólidos más
perfectos, y de esta suerte creía el sabio viejo, cuyas ideas
extractamos, que apareció la raza blanca en el mundo. En una fértil y
bonita comarca del Tibet, vivió y se propagó, bajo la dependencia del ya
citado Emperador de la China, a quien sus súbditos llamaban Iao y Padre
Celeste. Este soberano empezó a temer que aquellos nuevos hombres se
instruyesen demasiado, se ensoberbeciesen y se rebelasen. Procuró, pues,
conservarlos en la ignorancia, pero ellos desobedecieron sus mandatos y
aprendieron muchas cosas buenas y malas. Iao entonces envió un ejército
contra ellos, que los expulsó del paraíso en que vivían. Y ellos,
expulsados ya, fueron poco a poco emigrando por diversas regiones y
dominando y acogotando a las razas inferiores donde quiera que llegaban.
Algo, no obstante, se pervirtieron, malearon y bastardearon con el trato
y convivencia de las tales razas, harto inferiores, como ya queda dicho.

Sólo una escasa minoría de la raza blanca se conservó pura y sin mezcla
y subió como la espuma en virtud y en saber. Para ello, en el momento de
la expulsión ordenada por Iao, tuvo la cautela de escabullirse en aquel
valle recóndito, circundado de altísimos montes y de casi impenetrables
desfiladeros. Tal fue el origen de la República de los _mahatmas_, según
ellos mismos lo entendían y declaraban.

--¿Y cuándo saldréis de vuestro retraimiento?--preguntó Morsamor a
Sankarachária.

Y Sankarachária contestó:

--Cuando la Humanidad sea capaz de comprendernos. Cuando nazca a la vida
colectiva.

--Pues qué, ¿no ha nacido aún?

--Aún dista mucho de nacer. Está en germen caótico: en incubación. No
nacerá a la vida colectiva hasta dentro de quince mil años.

--¿Y cómo no hacéis nada para que la incubación se apresure?

--Hacemos lo que se puede--dijo Sankarachária--. Ya te he citado a no
pocas personas que recibieron antiguamente nuestra inspiración y a
algunas que la reciben hoy en Europa, ávida de saber y con la curiosidad
científica muy despierta. Así los mencionados Paracelso, Cornelio
Agripa, Fausto y tu valedor, Fray Ambrosio de Utrera. Pero quien más ha
de influir en que la incubación siga preparándose sin que salga huero lo
que se incuba, ha de ser una mujer privilegiada, semi-tudesca,
semi-moscovita, que el cielo no subcitará en Europa hasta dentro de unos
tres siglos. Pronosticado está que esta mujer vendrá a visitarnos, nos
encantusará, se apoderará de muchos de nuestros secretos, los divulgará
en luminosos tratados y enseñará una ciencia que poco modestamente
apellidará teosofía. No será lo que enseñe sino los prolegómenos de
nuestra ciencia verdadera; pero, aun así, se pasmará el mundo de oírla y
de leerla y se crearán escuelas teosóficas en todas las naciones.

Ya suponemos que el pío lector habrá adivinado que Sankarachária, aunque
no la nombra, alude a la señora Blavatski.

Todavía Morsamor, no satisfecho con las primeras nociones de aquella
ciencia nueva, imitó proféticamente lo que hacen los periodistas del día
en las _interviews_ y siguió preguntando. Para abreviar, sin que nada de
lo más importante quede obscuro, prescindiremos de consignar las
preguntas y sólo pondremos aquí tres o cuatro de las más notables
contestaciones que Morsamor obtuvo. Por ellas empezará a comprender las
doctrinas teosóficas quien esto lea y a sentir el prurito de estudiarlas
a fondo en la multitud de libros que sobre el particular han escrito y
publicado recientemente la citada señora Blavatski, el coronel Olcott,
Annie Besant, Francisco Hartmann, Sinnett y otros autores, españoles
algunos de ellos. Entiéndase, con todo, que esta ciencia de la teosofía
no debe con propiedad llamarse nueva en Europa. Debe llamarse renovada.
Sus adeptos de hoy le dan ya antiquísimo origen entre nosotros o sea
fuera de la India. Hermes Trimegisto fue teósofo, y, bastantes siglos
después, cultivó y propagó la teosofía entre griegos y latinos el
ilustre Ammonio Sacas, fundador de la escuela de Alejandría.

Pero no divaguemos y vamos a las contestaciones que dio Sankarachária y
que no conviene queden en el tintero.

El caudal de experiencias y de merecimientos con que el ser humano se va
afirmando en sus diferentes vidas y haciéndose digno de más altas
_reincarnaciones_ se llama _Karma_.

El principio que persiste, que no muere y que se _reincarna_, es el
tercero de los siete que componen nuestro ser, se llama _Manas_, y es
como la raíz imperecedera de nuestro individuo. Por cima de _Manas_ no
hay más que _Budhi_ y _Atma_. _Atma_ es el más alto principio de vida,
el alma del Universo, y _Budhi_ el lazo que a _Atma_ nos une. Por bajo
de _Manas_ hay otros cuatro principios: el del amor, del odio y demás
afectos, la fuerza vital, el cuerpo etéreo, y, por último, el cuerpo
sólido, visible y tangible.

Sankarachária enseñó además a Morsamor que había dos métodos
científicos: uno, por lo común empleado en Europa, que, valiéndose de
los sentidos corporales e informándose de lo que se ve, se oye o se
palpa, investiga las leyes de todo y procura elevarse a la causa
primera; y otro, que es el indiano o teosófico, que se funda en la
introinspección y por medio de _Budhi_ logra que _Manas_ se encarame y
se enlace con _Atma_, y entonces no hay cosa que el hombre no sepa, y
apenas hay cosa que el hombre no pueda. De aquí la verdadera magia
blanca, que, según queda dicho, se llama _rajah-yoga_, aunque alguien la
designa también con el nombre de _lokothra_ o ciencia y poder nacidos de
nuestro interior desenvolvimiento, en oposición a _laukika_, magia
blanca también, pero vulgar y rastrera, que se funda en conocimientos
experimentales y exteriores y en el empleo de drogas, hierbas y otros
ingredientes.




-XXXIII-


Morsamor hablaba a menudo con Tiburcio, que andaba retraído, y le
comunicaba cuanto iba aprendiendo. Tiburcio le oía, no daba crédito a
nada y se reía de todo.

--Pero no me negarás--le decía Morsamor--que Sankarachária sabe y puede
mucho.

--Yo no te lo niego--contestó Tiburcio--. Lo que te niego, es que su
saber y su poder se funden en lo que él dice.

Y Tiburcio no pasaba nunca más adelante, ni aclaraba mejor su
pensamiento. Por sus reticencias, con todo, presumía Morsamor que
Tiburcio atribula las artes y las ciencias de los _mahatmas_ a la
intervención del diablo.

--¿Crees tú--le decía Morsamor--que el diablo interviene en esto?

Tiburcio no contestaba sí, ni no. Se reía y se callaba.

Entretanto, ni Morsamor, ni Tiburcio, ninguno de la pequeña hueste,
podía ir a la ciudad de los _mahatmas_ jóvenes o no jubilados, ni mucho
menos ver a las mujeres. Sin duda era ley inquebrantable aquel
retraimiento, mil veces más severo que el que hubo más tarde en el
Paraguay, para evitar que las ciudadanas y los ciudadanos fuesen
perturbados y contaminados por extrañas visitas.

Todos los forasteros, por consiguiente, aunque estaban muy agasajados en
el _Cenobio_ y tratados a qué quieres boca, se aburrían de muerte y
ansiaban salir de allí para gozar de plena libertad aunque tuviesen que
sufrir trabajos.

El mismo Morsamor empezaba a cansarse. Dispuso su partida, pero antes de
despedirse de Sankarachária, le hizo una última pregunta y le pidió un
favor.

--Yo estoy harto--dijo Miguel de Zuheros--de guerras y de amores. En
extremo me afligen los estragos y las muertes que preceden o suceden a
cada victoria y a cada triunfo. Aún ansío laureles, pero han de ser
incruentos y pacíficos. ¿Y qué más pacíficos laureles que los que yo
alcanzaría, si me embarcase de nuevo, y por mar, navegando siempre hacia
oriente, volviese a mi patria? Dime si esto es posible.

--Ya sabes--contestó el anciano _mahatma_--que mi ciencia es más de lo
interior que de lo exterior. Todo eso y más sabré yo cuando llegue a
enlazarme con _Atma_. Por ahora, ni lo sé, ni me importa saberlo, ni te
lo diría aunque lo supiese. Y la razón es obvia. Si te dijera que es
imposible, te quitaría la esperanza, te retraería de la empresa y te
despojaría del mérito de haberla acometido. Y si te dijera que es
posible, aún te despojaría más del mérito y de la gloria, porque con la
seguridad de alcanzar fin tan alto, ¿quién, a no ser muy cobarde no pone
los medios? No extrañes, pues, que me calle y dame gracias por mi
silencio.

En el favor que pidió Miguel de Zuheros fue más dichoso que en la
consulta. Sankarachária se le otorgó a medias. Morsamor quiso ver y
hablar al Padre Ambrosio. Y el _mahatma_, si bien se excusó de ponerle
al habla con el Padre para que el Padre no averiguase que él había
revelado sus ocultas relaciones y tratos, todavía le prometió hacer que
le viese, y en efecto, cumplió la promesa.

Para ello, exigiendo primero a Morsamor, que no había de chistar, ni
alborotar, ni moverse, viera lo que viera, le condujo a un obscurísimo
sótano y le sentó en una silla, donde había de quedar, y quedó como
clavado.

De repente brotó un punto luminoso en el seno de las tinieblas. El punto
se desenvolvió luego en multitud de rayos que trazaron un círculo lleno
de claridad. Morsamor percibió en él con asombro el camaranchón donde el
Padre Ambrosio tenía su laboratorio. El Padre estaba de pie, delante del
atril donde leía un libro de magia. La lámpara que ardía sobre el atril,
colgada del techo, parecía ser el punto o foco de luz, por cuya
dilatación el círculo se había formado. Otro fraile estaba al lado del
Padre Ambrosio con la capucha calada y volviendo a Morsamor las
espaldas. Inesperadamente cambió este fraile de postura y mostró a
Morsamor la cara. El pasmo de este rayó entonces en delirio. Creyó ver
su propio rostro como en un espejo, pero no joven y gallardo, sino
marchito, lleno de arrugas y con la barba blanca como la nieve. Su
terror casi fue más intenso cuando notó que aquel rostro, que se le
había aparecido, caía como una máscara o se disipaba como vapor muy
tenue dejando en la capucha un hueco. La capucha y todo el hábito se
diría que no encerraban ya sino aire vano: una ilusión, un espectro. El
sayal vacío continuaba erguido, no obstante, y hasta se movía y
marchaba, como si le llenase y le animase un espíritu.

Vio después Morsamor que el féretro donde le habían encerrado se hallaba
en el mismo lugar; que el Padre Ambrosio levantó la tapa, y que dentro
había un cuerpo humano tendido e inmóvil. No descubrió quién era. Un
lienzo velaba su cara. El Padre Ambrosio alzó un pico del lienzo, hasta
descubrir la boca del que allí reposaba, e introduciendo en aquella boca
el agudo extremo de un pequeño embudo, vertió por él algunas gotas del
líquido contenido en un pomo que llevaba en la mano.

La visión se disipó enseguida, como las figuras de una linterna mágica o
de un cinematógrafo.

No acertó Morsamor a explicarse bien todo aquello por ningún estilo,
pero pensó en su propio ser, se tocó y se reconoció materialmente, y
tanto en lo exterior como en lo íntimo se declaró a sí mismo que el
verdadero Morsamor era él y no otro. Encomendó a todos los diablos a
Sankarachária, a los demás _mahatmas_ y al _Cenobio_ de la jubilación
varonil, y no bien despuntó la próxima aurora se escapó de allí con
Tiburcio y los demás de su hueste.




-XXXIV-


Los diversos apuntes manuscritos de los que hemos ido extractando y
compaginando esta historia hasta ahora clarísima, presentan aquí
contradicciones que conviene resolver y obscuridades que conviene
disipar por medio de hipótesis.

¿Cómo pudo Morsamor salir del misterioso y fantástico país de los
_mahatmas_ y hallarse de nuevo en terreno de ser y realidad más
reconocidos?

Sin el poderoso auxilio de Sankarachária, jamás acaso hubiera logrado
tal cosa. Nunca Morsamor hubiera salido de allí ni hubiera vuelto al
mundo real, como volvió el doctor Fausto desde el país de las quimeras.
Allí se hubiera quedado, no durante años, como se quedó Bompland en el
Paraguay, sino para siempre: hasta la consumación de los siglos.

Morsamor, pues, y su hueste salieron, según unos, en una barca
encantada, que se hallaron junto a la orilla de un lago, y que,
arrastrada por la corriente, los lanzó en un río, por donde el lago se
desaguaba, y cuyas ondas por rapidísimo declive se abrían cauce en la
estrecha y tortuosa garganta que formaban tajados peñascos de
empinadísimos cerros. Aseguran otros que Morsamor y su hueste se fueron
por el aire, en una máquina o ingenioso artificio que les suministró
Sankarachária y que sin ser juguete de las corrientes atmosféricas como
los globos aerostáticos de ahora, se movía en la deseada y prescrita
dirección, atraído por la fuerza psíquica o magnético-espiritual de un
gran sabio, amigo de Sankarachária, que vivía en la ciudad de Lasa y era
nada menos que el Secretario de Estado o ministro principal del
Dalai-Lama. Si es lícito comparar lo falso con lo verdadero y la mala
copia o remedo con el original, este Secretario de Estado era, respecto
al Dalai-Lama, lo que fue Pedro Bembo respecto a León X.

Como quiera que sea, lo cierto es, que Morsamor y su hueste se hallaron
en Lasa como por encanto.

La lámina de oro o salvoconducto de Babur les valió de mucho. ¿Cómo no
habían de respetar en el Tibet, las encarecidas recomendaciones del
sucesor de Tamerlán y de Kubilai-Kan, príncipe que había conquistado la
China, que había reinado benéfica y gloriosamente en ella, y que por los
consejos e insinuaciones de su privado Marco Polo, había fundado el
poder temporal del Dalai-Lama como Constantino y Carlo Magno el de los
pontífices de Roma?

El aviso además, que al Secretario de Estado dio Sankarachária por los
medios mágicos de que disponía, y que dicho Secretario trasmitió a
varios adeptos de los muchos que entonces tenían los _mahatmas_ en el
Tibet y en China, facilitó el largo y peligroso tránsito de Morsamor por
todos aquellos países, inexplorados hasta entonces por los europeos.

Taciturno y afligido Morsamor, había hecho voto de no enamorar ya a
mujer alguna, de no reñir con ningún hombre y de no tomar parte en
ninguna contienda armada. Y como merced a las recomendaciones de Babur
por un lado y a las del _mahatma_ por otro, se le facilitaron todos los
medios de comodidad y de transporte, no se ha de extrañar, que Morsamor,
por sus pasos contados, con la mayor premura posible, y sin que nada
memorable le sucediera, llegase a Canton felizmente.

De lo que vio y observó en la China, bien pudiéramos poner aquí
bastante, ya que en los archivos de Sevilla, privados y públicos, se
conservan curiosísimas notas de Morsamor y de Tiburcio. Pero nosotros
juzgamos conveniente pasar por alto todo esto. Nuestros ilustres
viandantes sólo figuran como meros observadores y las noticias que dan
no difieren mucho de las consignadas en las relaciones de viajes del
Reverendo Padre Agustino Fray Juan González de Mendoza, del nunca bien
ponderado Fernán Méndez Pinto, del Padre Maestro Fray Domingo Fernández
Navarrete, de la orden de predicadores, y de otros sinólogos, españoles
y portugueses no pocos de ellos, sin excluir a don Sinibaldo de Más,
nuestro antiguo amigo.

Lo que aquí nos importa saber es que Morsamor se fue enseguida desde
Cantón a Macao, pequeña colonia recién fundada por los portugueses.

En la rada de la nueva ciudad, Morsamor halló lo que deseaba y esperaba,
según lo había concertado con el piloto Lorenzo Fréitas. Su nave, hacía
dos o tres semanas que estaba allí aguardándole, lo cual no pesaba al
señor Vandenpeereboom que había traficado con los chinos y hecho muy
buenos negocios, ni pesaba tampoco a Fray Juan de Santarén, que
predicaba con gran fruto, aunque valiéndose de intérpretes, y que
bautizaba chinos a centenares, hallando sus neófitos entre la gente
pobre y trabajadora que hoy pudiéramos llamar _coolies_.

Ni el comisionista, ni el misionero, gustaron de la nueva empresa que
Morsamor quería acometer; pero Morsamor poseía grandes riquezas y con
ellas se allanan dificultades y todo se compone. A Fray Juan le
proporcionó recursos suficientes para socorrer a sus más desvalidos
catecúmenos y fundar un asilo piadoso, y al señor Vandenpeereboom, que
tenía amplios poderes de los señores Adorno y Salvago, le compró la
nave, pagándola espléndidamente, por una mitad más de su justo precio.

El piloto Lorenzo Fréitas y muchos de la tripulación, decidieron no
abandonar a Morsamor e ir con él donde quisiera llevarlos.

Bajo la inteligente dirección de dicho piloto, hábiles calafates del
país, limpiaron los fondos de la nave, que estaban harto sucios, la
carenaron bien y la pusieron como nueva.

Morsamor y el piloto la proveyeron, por último, de todo género de
vituallas y bastimentos como para una navegación muy larga.

Más de la mitad de los guerreros portugueses que hasta allí habían
acompañado a Morsamor, resolvieron quedarse en Macao; pero los otros más
decididos, así como los antiguos tripulantes, formaban muy completa
dotación para la nave a la que Morsamor quiso cambiar el nombre que
antes tenía sin duda, aunque no sabemos cuál fuese, y la confirmó con el
antiguo, clásico y mitológico nombre de _Argo_.

No pocos días se pasaron en tan importantes asuntos, y si bien Morsamor
se empleaba en ellos, lejos de mostrarse comunicativo y alegre, andaba
triste y silencioso, esquivaba el trato y la conversación de todos,
hasta del fiel Tiburcio, y para reposar de sus afanes gustaba de ir a
escondese en cierta pintoresca gruta que había entre los peñascos de un
cerro y desde la cual se oteaba el mar azul y se descubría muy extenso
horizonte.

Al escribir la historia de Morsamor, nosotros haríamos célebre esta
gruta, aunque ya no lo fuese, pero nos ahorra el trabajo de darle
celebridad la que ya tiene desde antiguo por la circunstancia de haber
imitado a Morsamor, sin saberlo, el glorioso poeta Luís de Camoens, que,
pocos años después, solía ir allí a meditar y a entregarse a los más
poéticos soliloquios. Los de Morsamor eran poéticos también, aunque
todavía más que poéticos eran filosóficos, por lo cual pondremos aquí
muy en resumen uno de estos soliloquios, a fin de que el sentir y el
pensar de Morsamor sean entendidos sin que se fatiguen y sin que
califiquen el soliloquio de _latoso_ los lectores poco inclinados a la
filosofía.




-XXXV-


--Mi segunda mocedad--decía Morsamor--ha sido peor empleada que la
primera. _¡Vanidad de vanidades!_ Todo es vanidad y singularmente
nuestros afanes, trabajos y aspiraciones. Pienso a veces que me valiera
más no haberme remozado; pero, arrastrado por esa corriente de ideas
negras, voy más lejos aún y exclamo: ¡mejor sería no haber nacido! He
buscado el amor para gozarle y he hallado vergüenza, desolación y
muerte. Doña Sol paga mi amor con su desprecio. El desprecio mío mata el
amor de donna Olimpia. Y cuando no nos despreciamos y nos amamos, la ira
y los celos dan espantosa muerte al objeto de mis amores. Mi ambición no
ha sido menos burlada que mi cariño. Salvo una ruin satisfacción de amor
propio; ¿qué ventaja he sacado, ni para mí ni para mis semejantes, de
mis triunfos guerreros?

Así discurría Morsamor con profunda tristeza. Luego, para consolarse,
imaginaba tener una misión y cumplir con ella. Se creía factor poderoso
en el engrandecimiento de su patria. Pero también de esto dudaba; y
mirando con inquietud hacia el porvenir, conceptuaba tal
engrandecimiento caduco y efímero.

Cierta idea, más clara y consistente en nuestra edad que en la suya,
aparecía después a su espíritu, para justificar su ambición; para que
sus propósitos no fuesen tenidos por vanos. Morsamor suponía que el
humano linaje iba subiendo a más altas esferas de bondad y de luz y que
él contribuía enérgicamente a la ascensión magnífica, predeterminada por
el cielo. Desconsoladoras reflexiones venían al punto a invalidar o al
menos a poner muy en duda, el valer de esto último.

--No escatimaré yo mis alabanzas, ni negaré mi admiración--pensaba
nuestro héroe--a los descubrimientos, invenciones y adelantos que los
hombres realizan. Se diría que doman la naturaleza material, que
encadenan con su inteligencia y sujetan a su voluntad las fuerzas del
universo, y que se valen de ellas para evitar fatigas y crear placeres y
goces. Laudable es, en este sentido, el fecundo renacimiento en Europa
de ciencias, artes y letras. Laudable es la activa curiosidad de
nuestros navegantes que atraviesan nunca surcados mares y penetran en
las más apartadas e incógnitas regiones. Y si no es más laudable, es mil
veces más asombroso el mágico saber de los _mahatmas_, que no puedo
negar, porque de él he sido testigo. ¿Pero en lo fundamental, hay
progreso acaso o hay mejora en Europa, en la India o en la China? Yo
sospecho lo contrario. En las antiguas edades los hombres acertaban a
veces o por estar más cerca de la revelación primitiva, o porque
alambicaban menos y no se quebraban de puro sutiles, o porque la mente
de ellos, no abrumaba aún con la pesada carga de lo observado y
experimentado, levantaba el fácil vuelo a las esferas superiores y era
capaz de una inspiración inocente y casi divina. Hoy, a fuerza de
cavilar y de sutilizar, el entendimiento se pervierte y disparata mucho.
No hay progreso, sino perversión, desde el himno compuesto hace más de
tres mil años, que venían cantando los _mahatmas_, cuando los vi volver
al _Cenobio_, hasta las doctrinas que me expuso luego Sankarachária y
que implican la negación de Dios, el concepto de que el mundo casi es
ilusión y fantasmagoría, y la mal velada afirmación de que la conciencia
nace de lo que no tiene conciencia, la voluntad del ciego prurito de los
átomos, y de sus desordenadas evoluciones el entendimiento y las leyes a
que el entendimiento sujeta así lo exterior y visible como lo más hondo
e íntimo del alma. Cuanto he oído en Benarés en boca de los brahmanes y
cuanto después me ha expuesto Sankarachária en su misterioso retiro son
la corrupción del mencionado himno del _Rig-Veda_, donde el vate de los
primeros tiempos busca a Dios, le columbra y le admira en las cosas
creadas y le reconoce y le adora. En este mismo Imperio en que ahora
estoy, he conversado con los mandarines y sólo he visto en su saber
ateísmo materialista y grosero; he conversado con lamas y bonzos y
despojando sus doctrinas de supersticiones y de símbolos, sólo he visto
en ellas la confusión de Dios y del mundo y el destino y el fin del alma
humana fluctuando entre el aniquilamiento y la apoteosis.

Así cavilaba Morsamor y creía sacar en claro de sus cavilaciones la
verdad real de su ser, del universo y de Dios que lo ha creado todo. Las
muchas contradicciones que al afirmarlo así surgían en su mente le
repugnaban mil veces meros que todas las otras contradicciones nacidas
de cualquier otra metafísica por sutil y profunda que fuese.

--Hará ya más de dos mil años--decía Morsamor--que vivió en este Imperio
el filósofo Laotse y escribió su doctrina del Tao. Allí está la verdad,
al menos en germen. Cuanto después han inventado los chinos o han
importado de la India es perversión o extravío.

De esta suerte, en la misma gruta donde más tarde meditó Camoens,
Morsamor meditaba y filosofaba, se lisonjeaba de ir por el buen camino,
y, hasta cierto punto se consideraba desengañado. Morsamor, no obstante,
no se resignaba a despojarse de toda ambición. Aún quería recobrar el
tiempo perdido, ganar gloria sobre la tierra, hacer inmortal su memoria
entre los hombres, cosechar laureles sin verter sangre, revelar arcanos
y realizar algo de inaudito o de antes no realizado por nadie. ¿Cuál
sería el término de aquel inmenso mar que ante sus ojos se extendía?
¿Podría llegar por él hasta el mundo por Colón descubierto, salvar el
valladar que le opusiera y volver a su patria navegando siempre hacia
oriente?

Los letrados chinos, a quienes había consultado, nada sabían de todo
esto. Acaso el extremo de aquel Océano oriental recelaba un obscuro
abismo, algo de inaccesible para el hombre. Más allá tal vez estaría un
infinito piélago de color y de luz, de donde al amanecer surgiría la
aurora vertiendo claridad y oro, zafiros y rubíes por el éter, y
abriendo paso al resplandeciente carro del sol, que vendría en pos de
ella. Tal vez eran sueños y delirios las opiniones de antiguos sabios
griegos sobre la esfericidad de la tierra. Tal vez era fábula cuanto
había oído contar a los letrados de la primera expedición mística al
Fusang de los discípulos de Fo en busca de un elixir que los hiciese
inmortales. Tal vez eran fábulas también otras expediciones ulteriores.
Los barcos de la flota que Kubilai-Kan envió a la conquista del Japón,
dispersos e impulsados por una tempestad, pudieron llegar acaso al
Fusang misterioso; pero de seguro que jamás volvieron de allí trayendo
nuevas de lo que habían visto. No era el Fusang el mundo de Colón, sino
un país imaginario donde la fantasía vulgar y materialista de los chinos
ponía mayor fertilidad, abundancia y riqueza que los europeos pusieron
más tarde en el Dorado. Lo único cierto era que más al oriente del Japón
poco o nada conocían los chinos. Sólo presumían la indefinida extensión
de un Océano mucho más ancho que el que separa a España de las tierras
por Colón descubiertas. ¿Qué había en el extremo de este Océano? Quién
sabe. Acaso el extremo de la tierra en que vivimos; el borde del disco;
los lazos que atan la tierra al firmamento y que la sostienen suspendida
en el éter. Morsamor veía en todo esto un misterio hasta entonces
velado; pero le impulsaban a romper el velo su misma oscuridad y la vaga
esperanza de que fuese cierto lo que habían pensado los sabios antiguos
de Grecia y lo que Colón había intentado y hasta había creído demostrar
yendo por Occidente al extremo Oriente.

Decidido, pues, Miguel de Zuheros, y habiendo infundido en los de la
nave confianza en su decisión, dejó en Macao al señor Vandenpeereboom y
a Fray Juan de Santarén, haciendo el uno negocios, y haciendo sermones
el otro, y zarpó con su nave con rumbo hacia la desconocido.




-XXXVI-


Mientras más se piensa en ello más axioma parece la sentencia de don
Hermógenes, declarando que todo es relativo. En el viaje _Desde Toledo a
Madrid_, del maestro Tirso de Molina, apenas había caminado legua y
media y llegado a las ventas de Olías, cuando exclama la melindrosa Doña
Mayor: _nunca imaginé que era tan largo el mundo_. En cambio, el egregio
poeta Leopardi prorrumpe en amargos lamentos porque el mundo le parece
muy chico. Y es lo peor para él, que mientras más mundo se descubre más
el mundo se empequeñece. Leopardi no cabe en el mundo.

Los tripulantes de la nave de Morsamor, de la nueva _Argo_, ya que con
tal nombre había sido confirmada, se asemejaban más a Doña Mayor que al
poeta. Todos hallaban y no sin motivo, que el mundo era mayor de lo que
habían imaginado. En efecto, habían ido más allá de cuanto habían
surcado con sus quillas los más audaces navegantes, árabes, chinos,
japoneses y portugueses; más allá de lo hasta entonces explorado y hasta
soñado. Nadie había llegado jamás adonde ellos estaban, o si había
llegado nadie había vuelto. Hacía ya no pocas semanas que sólo veían
cielo y mar. El mar se les antojaba infinito como el cielo. Y no sólo
era pasmosa la extensión de su superficie, sino que también lo era su
profundidad insondable. En aquella soledad imponente, sublime terror
pesaba sobre los espíritus durante la noche; pero rayada la aurora, todo
se bañaba en luz y en vivos colores, y el sol rutilante y glorioso
doraba el aire y esmaltaba de púrpura y de líquida plata las ondas
azules.

El piloto Lorenzo Fréitas y el mismo Morsamor, que en el retiro de su
convento había estudiado y aprendido no poco de la náutica y de la
cosmografía, conocidas entonces, no habían dejado de hacer sus
observaciones y sus cálculos y sabían que habían pasado la línea
equinoccial, y que iban navegando con viento favorable y con rumbo al
sureste. Lo que no acertaban a determinar por su ignorancia del tamaño
de la tierra era si habían llegado o habían pasado ya bajo el
semicírculo imaginario que, completando el semicírculo que pasa por
Lisboa y toca en los polos del mundo, le divide en dos partes iguales.
Si esto hubiesen sabido, hubieran sabido también lo que por experiencia
trataban de inquirir: la forma y el tamaño de nuestro planeta. El
intrépido aventurero y el hábil piloto, presumían, no obstante, que
habían pasado ya el meridiano, o mejor diremos el antimeridiano de
Lisboa. En la imaginación de ambos, cuando culminaba el sol sobre sus
cabezas, aquella hermosa ciudad se mostraba envuelta en las densas
sombras de media noche, merced al imperioso giro del firmamento todo,
que daba rapidísimas vueltas e iba iluminando alternativamente nuestra
pobre morada, o merced acaso al rodar de la tierra que en Salamanca, en
Coimbra y en Sevilla habían presentido y sospechado antes de que Galileo
lo sintiese y lo asegurase. En Sevilla, Morsamor había oído hablar mucho
de todo esto a Fray Ambrosio de Utrera y a sus ilustres amigos,
cosmógrafos y pilotos examinadores de la Casa de Contratación, entre los
cuales se contaban Alonso de Chaves, Rodrigo Zamorano y el joven y
magnífico caballero Pedro Mexía. De ellos, y de su propio estudio, había
aprendido Morsamor, y algo se le alcanzaba del uso del astrolabio, del
cuadrante, de la brújula y de otros instrumentos y de la manera de
marcar el punto en que un barco se halla. Y como él y Lorenzo Fréitas
coincidían en la opinión de que cada grado de la esfera tenía por el
ecuador o por su anchura máxima quinientos estadios, cuando se creyeron
en la parte opuesta del meridiano de Lisboa, creyeron también que
distaban noventa mil estadios de dicha ciudad, y que todavía, sin contar
los rodeos que tendrían que dar, necesitaban navegar otros noventa mil
estadios para volver a la patria. Calculando por leguas, aunque es
medida menos exacta y más variable, y atribuyendo a cada grado veinte
leguas de longitud, aún tenían que andar tres mil y seiscientas leguas
para llegar a Lisboa en línea recta y sin ningún tropiezo.

Para no asustar a la gente de a bordo, Morsamor y Fréitas se guardaron
bien de comunicarles el resultado de sus cálculos.

En la nave, que había salido abundantemente provista de Macao, había
agua potable y víveres para bastante tiempo. Todos, sin embargo,
empezaban a tener miedo, aunque lo disimulaban y aunque todavía no se
había convertido en descontento. Sólo Tiburcio se mostraba impasible y
alegre, procurando con sus chistes ahuyentar del ánimo de Morsamor los
malos espíritus que le atormentaban, a pesar de su esperanza de salir
triunfante de aquel empeño.

Muy raras cavilaciones solían asaltar la mente de Morsamor, y no eran
las menos raras las que tenía al pensar en Tiburcio. Nunca se atrevía a
comunicárselo. Procuraba, además, arrojarlo de su propio pensamiento
como indigna extravagancia; pero recelaba a veces que en Tiburcio había
algo de sobrehumano o de _extrahumano_; un no sabemos qué de diabólico,
a pesar de que Tiburcio era tan fiel, tan servicial y para con él tan
bondadoso y tan divertido, que aun suponiéndole diablo, le calificaba de
_buen diablo_. Entendía Morsamor, que si Tiburcio se deleitaba en actos
pecaminosos, era con superior permiso, para sacar bálsamo del veneno y
para dirigir y levantar la maldad rastrera a fines excelentes, ordenados
por la Providencia. Y yendo más lejos aún, en esta suposición, que
desechaba al punto por herética, y de la que nunca dejaba de
retractarse, fantaseaba que, así como hay diablos en el infierno,
también debía de haberlos en el purgatorio, para cuidar de las ánimas
benditas y para atormentarlas, no por mero y cruel castigo, sino a fin
de que quedasen limpias de toda mácula y capaces ya de perdurable vida.
Claro está, que si había diablos de esta clase y si Tiburcio contaba
entre ellos, al cabo llegaría un momento en que Tiburcio cumpliría su
condena y se encontraría indultado y horro de la esclavitud de la culpa.
No poco de tan extraña opinión podía apoyarse, según Miguel de Zuheros
había oído al Padre Ambrosio, en varias sentencias de Orígenes y de San
Gregorio de Nisa. Entiéndase, a pesar de lo expuesto, que Morsamor no
perseveraba en tales errores y que abjuraba de ellos por vitandos y
nefandos.

Como quiera que fuese, esta navegación que iban haciendo ahora era tan
melancólica y tan tétrica como había sido amena y bulliciosa la que
Morsamor y Tiburcio, acompañados de donna Olimpia y Teletusa, habían
hecho desde Lisboa hasta Melinda.




-XXXVII-


Siguieron pasando días sin que nada interrumpiese la monotonía de
aquella larga navegación. La Providencia, el destino, los genios o los
númenes que gobiernan el viento y las olas, o la misma estrella de
Morsamor, según cada uno quisiera explicárselo, dispusieron las cosas de
manera que la nueva _Argo_ no halló en su camino tierra alguna donde
pararse. Aquellos mares parecían tan hondos, que habían reprimido el
empuje del fuego central impidiendo que brotasen islas montañosas sobre
su superficie. El coral y las madréporas no habían levantado arrecifes
por ninguna parte ni habían formado atolones. Así al menos lo presumían
Morsamor y los demás tripulantes cuando, cada vez que rayaba el alba,
tendían la vista hacia los cuatro puntos del horizonte y sólo percibían
el haz azulada y uniforme del vasto Océano. Tal vez habría islas y hasta
grandes e ignorados continentes al norte o al Sur de la derrota que
seguían, pero todo se ocultaba a la vista de ellos.

El terror de los tripulantes se aumentaba con la persistencia de tanta
soledad. Aunque había abundancia de víveres, arroz, harina de trigo,
aceite y galleta hasta para años, se temía que faltase el agua potable.
En la nave no dejaba de haber ya quien encontrase el agua malsana y
corrompida. El cansancio, lo poco variado y apetitoso de la
alimentación, el miedo, el mal humor y hasta el aburrimiento trajeron la
enfermedad a bordo. En pos de ella vino la muerte y empezó a sacrificar
víctimas. La resignación y la paciencia se fueron agotando. El amor, el
respeto y la confianza que Morsamor inspiraba se trocaban ya en
descontento y hasta en odio.

Tiburcio era quien permanecía más entero y confiado en medio de todo.
Hasta de la no aparición de tierra alguna deducía él faustos pronósticos
y la consideraba como signo de buen agüero:

--O no hay--decía--, o si hay no quiere el destino que descubramos
terreno donde fijar el pie para obligarnos así a que lleguemos al fin
del continente que descubrió Colón; a que le atravesemos por un estrecho
de mar o a que le rodeemos por su extremidad Sur, como ya rodeamos el
África por el Cabo de las Tormentas y a que volvamos triunfantes a la
gran ciudad de Lisboa.

A menudo arengaba Tiburcio a los marineros y a los soldados, pero los
hechos eran más elocuentes y persuasivos que las palabras. Ora vientos
contrarios y borrascas que combatían la nave, ora pesadas calmas que la
detenían en su carrera, vinieron a dar pábulo a la irritación general.
De temer era que la sublevación estallase de un momento a otro.

Tomás Cardoso, grande amigo, admirador y fiel satélite de Miguel de
Zuheros, había apaciguado los ánimos durante no poco tiempo y había
procurado mantener viva en todos la esperanza; pero Tomás Cardoso acabó
también por perderla y por cambiar su papel de apaciguador en el de
cabeza de motín.

Era Tomás Cardoso el más a propósito para este oficio. Por su gigantesca
estatura descollaba sobre los demás hombres. Ágil y fornido, los
dominaba y acaudillaba.

En su desesperación, no sabiendo a qué arbitrio recurrir, los
tripulantes decidieron volver atrás con diferente rumbo, o para ver si
hallaban alguna tierra en que remediarse, o para ver si lograban aportar
al Japón o volver a la China o a la India.

Con esta embajada fue Tomás Cardoso para imponerse a Morsamor, a quien
halló solo en la pequeña cámara del buque.

Morsamor se negó a todo, si bien más suplicante que enojado, y alegando
con suavidad y dulzura que, en el extremo a que habían llegado, era ya
más peligroso volver atrás que seguir adelante; que la misma razón había
para suponer tierras intermedias siguiendo hacia el Oriente que
dirigiéndose hacia cualquier otro punto; y que, si el mar que surcaban
no era interminable, más cerca debían de estar ya del mundo de Colón que
del puerto de que habían salido y hasta que de las costas japonesas.

Tomás Cardoso replicó a Morsamor no con razones sino con quejas. La
conversación se fue agriando y se trocó en disputa. Los dos
interlocutores estaban solos. Cardoso había echado a rodar todo respeto.
Tenía muy poca fe en la elocuencia de sus razonamientos y sobrada fe en
la energía de sus puños. En mal hora quiso intimidar a Morsamor, quiso
abusar de su fuerza y le echó mano al cuello con violento ultraje. Firme
y poderosa era la mano de Cardoso. Si hubiera asido bien a Morsamor, le
hubiera derribado y hasta aplastado; pero Morsamor, antes de que Cardoso
le agarrase bien, se desprendió y se deslizó de entre sus garras,
retrocediendo de un brinco hasta la pared de la cámara. Morsamor
desenvainó entonces la daga que llevaba en el cinto, y,
exclamando,--¡defiéndete, miserable!--, se arrojó sobre Cardoso, que
desnudó también su puñal y le aguardó sereno.

El ímpetu y la destreza de Morsamor eran incontrastables. Con el brazo
izquierdo paró el golpe que Cardoso le asestaba, y con acierto pasmoso
hundió su daga en el pecho del rebelde hasta la empuñadura. Atravesado
el corazón, Cardoso cayó con estruendo en el suelo sin poder decir ¡Dios
me valga! Al ruido abrieron la puerta y entraron en la cámara varios
parciales de Cardoso. Allí hubieran vengado su muerte con la de
Morsamor, si no hubiera acudido Tiburcio en su socorro con no pocos que
permanecían fieles. La lucha fue entonces horrible en toda la nave, y
Morsamor, que tanto deseaba laureles incruentos, antes de los laureles
tuvo la sangre. Mucha se vertió, aunque la rebelión fue vencida. Con la
muerte sofocaron y castigaron Morsamor y Tiburcio aquella rebeldía.
Quince cuerpos muertos de sus más valientes compañeros fueron arrojados
al mar y pasto de los peces.

La autoridad de Miguel de Zuheros se restableció y fortaleció en cuantos
quedaron con vida. Y aterrados unos por el castigo y entusiasmados otros
por el valor y la serenidad que Morsamor y Tiburcio habían mostrado,
resolvieron seguirlos sin más dudar ni vacilar, aunque los llevasen al
mismo infierno.

Honda tristeza abrumó el ánimo de Morsamor después de su triunfo. A par
que se complacía en él, se afligía de haberle pagado tan caro.

En la melancólica hora del crepúsculo vespertino su preocupación fue más
intensa y revistieron más negros colores los fantasmas de su imaginación
atribulada. Parecía que estos fantasmas, saliendo de lo profundo de su
mente, tomaban cuerpos vaporosos y se proyectaban y se hacían visibles
en el aire. De esta suerte, con ceño adusto y vertiendo sangre de su
honda herida, el espectro de Tomás Cardoso se mostraba a los ojos de
Morsamor siguiendo la nave. En el rumor, que al quebrarse en sus
costados hacían las olas, Morsamor creía oír por momentos sollozos,
maldiciones y gritos de venganza, y tal vez se figuraba que surgían de
la mar las cabezas de los compañeros muertos, que venían nadando y
pugnando por detener la nave o por hacerla virar hacia el Oeste.

Creció la obscuridad. La noche se venía encima. Miguel de Zuheros tuvo
entonces una visión extraña de tal consistencia, que le pareció realidad
y no delirio de la mente. Podría ser espejismo, algo cuya causa él no se
explicaba, pero algo que estaba fuera de él: que era real y no
imaginado. A no mucha distancia de su nave, vio Morsamor otra nave que
navegaba a toda vela con próspero viento y en dirección contraria. Sin
duda no era falsa la visión, porque Tiburcio y los marinos afirmaban que
la habían visto, aunque pronto se había perdido en la sombra. El piloto
Lorenzo Fréitas afirmaba más aún porque su vista era perspicaz como la
del águila. El piloto afirmaba que también había visto la nave, que en
el tope de su palo mayor ondeaba la bandera de Castilla y que en su proa
se figuraba haber leído este nombre simbólico: _Victoria_.




-XXXVIII-


Aquella noche caviló mucho Morsamor sobre la aparición, real o
fantástica, de la nave _Victoria_, y habló del caso con Fréitas y
Tiburcio. Tiburcio sostenía que todo había sido ilusión óptica, fenómeno
parecido al de la _fata morgana_. Y por el contrario, Fréitas concedía
completa realidad a la visión y hasta llegaba a triplicarla, sosteniendo
que en pos de la nave _Victoria_, aunque a mayor distancia y esfumadas
en la vaga penumbra, había visto pasar otras dos naves. Más que a la
opinión de su doncel, se inclinaba Morsamor a la del piloto. Sobre ella
alzaba un cúmulo de suposiciones. Recordaba que, hacía ya tres o cuatro
años, dos portugueses, uno de los cuales se llamaba Ruy Falero, habían
ido a ofrecerse al soberano de España para ir a la India, navegando
hacia Occidente, salvando el mundo de Colón y surcando juego el ancho
mar descubierto por Balboa. ¿Llevaría la nave _Victoria_ por capitán al
mencionado Ruy Falero?

Tiburcio respondía a esto que él también recordaba lo que decía
Morsamor, pero que recordaba asimismo que Ruy Falero había perdido el
juicio y, que habían tenido que encerrarle en una casa de locos. Fréitas
dijo entonces:

--Será cierta la locura de Ruy Falero, mas yo os aseguro que el camarada
que iba con él, y a quien conozco y trato desde hace años, tiene tan
bien sentado el juicio que es muy difícil que le pierda, y es tan tenaz
en sus propósitos y tan brioso y capaz de realizarlos, que no me
pasmaría yo de que lo consiguiera. Acaso la nave que hemos visto no
lleva en vano el nombre de _Victoria_. Acaso va mandándola el otro
portugués de cuyo nombre no os acordáis.

--¿Y cómo se llama ese otro portugués?--preguntó Miguel de Zuheros.

--Ese otro portugués--contestó Fréitas--se llama Fernando de Magallanes.

Rarísimo personaje era Morsamor. Tal vez los que lean esta historia
calificarán de inverosímil su carácter, pero a menudo parece inverosímil
lo más verdadero. Morsamor carecía de vanidad y era todo orgullo. La
envidia y los celos no entraban en su alma. Hasta la misma emulación
tenía en ella poca cabida. Y su orgullo era tan expansivo, que Morsamor,
con tal de que él alcanzase y mereciese el triunfo, no se apesadumbraba,
sino que se alegraba de que alguien pudiera alcanzarle al mismo tiempo
que él, asegurándole así para la gente de su nación o de su casta.

--Si en la nave que hemos visto o imaginado ver va Fernando de
Magallanes, yo--dijo Morsamor--me alegro con toda mi alma. Él o yo, o
ambos, volveremos a la patria, después de haber recorrido toda la
redondez de la tierra. Segura es ya nuestra gloria, y no será menor
aunque sea compartida. Él y yo mereceremos que se diga de nosotros que,
al dar cima a nuestra empresa, ambos levantamos un arco triunfal y
abrimos una nueva era en la historia del humano linaje; agrandamos por
experiencia el concepto de las cosas creadas, y empezamos a revelar los
arcanos del universo visible. Poco me importa que no sea sólo del camino
que llevo y de la nave en que voy, sitio también de la nave en que él va
y del camino que él lleva de quien digan los contemporáneos
entusiasmados: «Fue el camino que esta nao hizo el mayor y más nueva
cosa que desde que Dios creó el primer hombre y compuso el mundo hasta
nuestro tiempo se ha visto, y no se ha oído ni escrito cosa más de notar
en todas las navegaciones después de aquella del Patriarca Noé; ni
aquella nao o arca en que él se salvó del universal diluvio navegó tanto
como esta».

Al rayar el alba de la noche en que Morsamor había pensado y hablado
así, como si Dios quisiese darle premio, aparecieron en lontananza,
destacándose sobre el fondo de púrpura y nácar del cielo oriental
iluminado ya por el día, elevadas montañas que parecían dilatarse de
Norte a Sur en extensión grandísima. La nueva _Argo_ estaba ya cerca del
continente que buscaba y todos sus tripulantes doblaron las rodillas y
dieron gracias al cielo.

Harto sabía Morsamor, desde antes de que abandonase su convento, las
tentativas infructuosas y desgraciadas que, para hallar paso por mar del
Atlántico al Pacífico, se habían hecho hasta entonces. Recordaba sobre
todo, por ser más reciente, el viaje de Juan Díaz de Solís, piloto de la
Casa de Contratación de Sevilla, el cual había navegado por los mares
del hemisferio austral hasta más allá de los 35 grados de latitud, sin
hallar término al nuevo continente ni estrecho alguno por donde se
pudiese salir navegando al mar del Sur descubierto por Balboa. Juan Díaz
de Solís había llegado hasta una inmensa bahía por donde desembocaba en
el mar un río muy caudaloso. Luchando allí con ciertos belicosos y
fieros salvajes, llamados charrúas, Solís había perdido la vida. El
barco que él mandaba quedó abandonado en aquellas distantes e incógnitas
playas, pero otros barcos que le habían acompañado en su expedición
volvieron a Sevilla y dieron cuenta de todo. Morsamor sabía, pues, que
no hallaría paso al Atlántico sino más al Sur de los 35 grados. Por eso
había navegado con rumbo al Sudeste y cuando se aproximó a la costa
occidental del Nuevo Mundo, se hallaba a los 36 grados de latitud
austral. No sin recelo y con extraordinaria cautela para evitar
encuentros y combates con gentes desconocidas y bárbaras, Morsamor y los
suyos saltaron en tierra en busca de agua potable. Fertilísimo era el
agreste e inculto suelo que pisaron. Majestuosas montañas se levantaban
no lejos de la costa, y desde los manantiales que brotaban en lo alto,
por entre las rocas, descendían por la agria pendiente arroyos de agua
cristalina y hasta caudalosos ríos de rápido curso. Selvas de lozana y
frondosa vegetación, que en algunos puntos las hacía impenetrables, se
extendían por donde quiera y venían avanzando hasta la orilla del mar.
Nuestros viajeros reprimían su curiosidad y no querían explorar nada,
anhelando sólo hallar el paso que buscaban. Se contentaron, pues, con
tomar agua potable y llevarla en odres y en pipas al buque y con cazar
multitud de palomas y de ánades silvestres y algunos a modo de ciervos
que en grandes manadas vagaban por la espesura de aquellos bosques.

El país era espléndido. Abetos y pinos de airosas y extrañas formas,
nunca vistas por los europeos, descollaban sobre la pomposa verdura de
helechos arborescentes, mirtos, laureles y otros árboles hermosos,
desconocidos y sin nombre hasta aquel día. Pero Morsamor buscaba con
ansia el estrecho o el fin del continente y nada de aquello le seducía
ni le convidaba a detenerse.

El viento le fue propicio y avanzó con rapidez hacia el Sur. Aunque
había llegado el verano de aquellas regiones, el frío empezó a sentirse.
La costa parecía que no acababa nunca. Lo que iba acabando era la
paciencia de Morsamor y de sus compañeros.

El estrecho deseado apareció por fin, consolándolos y entusiasmándolos.
La nave _Argo_ entró por él con valentía. Por intrincado laberinto de
densos bosques, de tajados riscos y de altos cerros cubiertos de nieve
iba prolongándose el canal en mil tortuosos rodeos. Ya menguaba su
anchura como comprimida por los abruptos cantiles que se alzaban en una
y otra margen alpestre, ya dilatándose el estrecho formaba ingente lago,
en cuya faz, que apenas rizaba la brisa, se reflejaban la luz del cielo,
ora nubes obscuras, ora el sol refulgente, y los escarpados cerros que
parecían circundar el agua formando anfiteatro. La nieve de sus picos,
como obeliscos y pirámides de bruñida plata, se duplicaba por el
reflejo, y a par que resplandecía en lo sumo del aire se veía en el
temeroso fondo del agua, donde, duplicándose también el cielo, hacía que
imaginase Morsamor que la nueva _Argo_ estaba suspendida entre dos
abismos.

Los que navegan hoy cómodamente por aquel estrecho, a bordo de un barco
de vapor, no pueden ver la sublimidad de la escena ni pueden sentir el
pasmo aterrador de los que por vez primera le cruzaron. No van, como
Morsamor iba entonces, en frágil barco y a merced del viento, que se
oponía a su marcha, si era contrario, o si amainaba, casi le dejaba
inmóvil a pesar de las más hábiles maniobras.

Hoy es corto el tránsito por aquel estrecho. Entonces parecía que duraba
un siglo. Y la naturaleza circunstante, esquiva hasta entonces al hombre
civilizado, que nunca fijó en ella sus miradas dominadoras, se alzaba
soberbia en contra de él, procurando atajarle y sobreexcitando su ánimo
con la amenaza de mil peligros, ya verdaderos, ya exagerados por la
fantasía.

Espesa niebla envolvía a veces la nave, y a causa de la niebla, así como
durante la noche, era menester ir con lentitud y precaución, para no
tropezar en un escollo o encallar en un bajío. A veces se encapotaba el
cielo, deslumbraban los relámpagos y resonaba el trueno repercutido por
los peñascos y multiplicado por los ecos. La tempestad acababa
desatándose en torrentes de lluvia o en abundantes copos de nieve. Luego
se serenaba el aire y el sol resplandecía. Tal vez el iris se dilataba
sobre el estrecho en arco majestuoso, cuyos estribos eran los cerros de
una y otra margen.

A veces asaltaba a los atrevidos navegantes el recelo de no acertar a
salir de aquel laberinto y de tener que morir allí. Los peligros, que en
cierto modo habían sido silenciosos e invisibles en el grande Océano, se
mostraban allí más a la vista y turbaban los espíritus y molestaban y
herían los oídos con acentos y voces. Ya aparecían en los peñascos
voraces lobos marinos, ya se veían revolando y cerniéndose a grande
altura águilas o buitres de mayor tamaño y pujanza que los de Europa, ya
seguían o cercaban la nave bandadas de enormes _albatros_, hostigados
por el hambre y buscando alimento. Lorenzo Fréitas y algunos otros
marinos que, a falta de catalejo, tenían muy perspicaz la vista,
aseguraban haber columbrado en la costa de la izquierda vagar hombres
salvajes y feroces de descomunal corpulencia. No vacilaban en conjeturar
que el menor de dichos hombres era de tan colosal estatura, que de fijo
el más alto de cuantos iban en la nave no le llegaría con la cabeza
debajo del brazo. Para acrecentar más el susto, no bien declinaba la
tarde salían de sus ocultas madrigueras feos murciélagos, que tenían en
el hocico como un hierro de lanza y que se suponía que eran vampiros y
vagaban en torno de la nave y hasta se posaban en los mástiles y en las
velas. En medio de las tinieblas nocturnas solía oírse el lúgubre
silbido de las lechuzas y de los búhos.

Como no hay mala ventura que no tenga término, la nave _Argo_ logró casi
vencer los obstáculos todos y se encontró al final del estrecho y muy
próxima a lanzarse en la amplitud del Atlántico. Larga y profunda calma
tuvo, sin embargo, parada la nave e impaciente su tripulación durante
muchas horas. Pero, no hay mal que por bien no venga. Sin esta forzosa
detención no hubiera ocurrido el extraño caso de que se dará cuenta en
el siguiente capítulo.




-XXXIX-


Cuán pasmosa no sería la sorpresa de Morsamor, de Tiburcio y de sus
compañeros, cuando, al llegar la noche del día desde cuya mañana estaban
detenidos, oyeron lastimeros gritos que se alzaban por el costado
izquierdo de la nave y que decían en lengua castellana: ¡Socorrednos:
tened compasión de nosotros! ¡Recibidnos a bordo!

Dirigieron entonces las miradas hacia el punto de donde venían las voces
y vieron cerca de la orilla a dos hombres vestidos a la europea, si bien
con trajes desordenados y rotos. Echaron al agua la chalupa, fueron en
busca de aquellos dos hombres, los trajeron y se los presentaron al
capitán que, maravillado y compasivo, contemplaba los desencajados
rostros, la palidez enfermiza y el aspecto abatido y miserable de sus
huéspedes imprevistos.

--¿Quiénes sois, desventurados?--les preguntó Morsamor.

Uno de ellos, al parecer el más joven y el menos fatigado y enfermo,
tomó la palabra y dijo:

--Yo, señor, soy Juan de Cartagena y salí de Castilla mandando uno de
los cinco bajeles que trajo el portugués Fernando de Magallanes para
lograr su propósito de ir más allá de este continente, de llegar a la
India, caminando siempre hacia el Oeste. La insufrible soberbia del
portugués y los malos modos y la aspereza con que me trataba me movieron
a rebelarme contra él cuando aún estábamos en el Golfo de Guinea.
Magallanes me venció y me tuvo preso. Fue tanta su crueldad que
permanecí en el cepo, durante muchas semanas, hasta que llegamos cerca
de estos lugares. Hartos mis compañeros de sufrir al portugués, a quien
ya tenían por loco, y recelando que los llevaba a perdición segura, se
sublevaron contra él en una bahía que no dista mucho de aquí. Tres
fueron los bajeles sublevados. Las principales cabezas de la sublevación
fueron Luis de Mendoza y Gaspar de Quesada. Ellos me pusieron en
libertad, y yo combatí en favor de ellos. Sólo dos bajeles quedaron
sujetos al portugués. De los otros tres disponíamos nosotros.
Magallanes, no obstante, pudo vencernos. Entró al abordaje en nuestros
navíos y Luis de Mendoza murió cosido a puñaladas. Horribles fueron los
castigos que Magallanes impuso. A Gaspar de Quesada, por mano de su
propio criado, que sirvió de verdugo, hizo que le cortaran la cabeza. Y
descuartizados los miembros de Quesada y de Mendoza, fueron suspendidos
de los mástiles para espantoso escarmiento de todos. No sé por qué
Magallanes me perdonó la vida y tuvo compasión de mí, si compasión puede
llamarse. El feroz capitán, al ir a entrar en el Estrecho, me dejó
abandonado sobre la costa inhospitalaria. Él siguió su viaje con sólo
tres bajeles, porque de los cinco uno naufragó y otro, el _San Antonio_,
logró escapar, y yo espero en Dios que a estas horas se hallará de
vuelta en Sevilla, donde dará cuenta de la ferocidad y de la locura de
que hemos sido víctimas.

Al oír Morsamor aquel relato, reflexionó melancólicamente que los
laureles incruentos que él había imaginado acaso eran imposibles en
aquella edad en que él vivía. Pensó que sin duda era menester regarlos
con sangre: que el temple de voluntad de quien los cultivase había de
ser como el del acero y las entrañas como las del tigre. Así se absolvió
de su pecado, si le hubo, en la muerte de Tomás Cardoso. Así se calificó
hasta de benigno. No por eso en absolución fue acompañada de alegría,
sino que sintió pesar más negro en el fondo del alma al imaginar cuán
difícil era, sin culpa, sin estrago y muerte, conquistar por la acción
la suspirada gloria.

Sustrayéndose luego a las tristes reflexiones de su harto exagerado
pesimismo, Morsamor preguntó a Juan de Cartagena:

--¿Y quién es este que Magallanes dejó abandonado en tu compañía?

--Este--respondió Juan de Cartagena--fue quien más nos solevantó y
alborotó con sus discursos. Es un fraile cordobés, llamado Fray Blas de
Villabermeja.

Morsamor fijó entonces su atención en el fraile, le reconoció, fue hacia
él y le echó los brazos al cuello.

--¡Querido Paisano!--le dijo--. Cuánto me alegro de poder servirte y
valerte en esta ocasión. Tú eres de un lugar que apenas dista un cuarto
de legua de mi patria, Zuheros.

Morsamor y también Tiburcio reconocieron en el fraile abandonado a un
antiguo colega del mismo convento en que ellos habían vivido, pero el
fraile no reconocía a ninguno de los dos por más que maravillado los
contemplaba. Se lo impedían el mágico remozamiento del uno y la gallarda
e insolente apostura del otro, tan distinta de la humildad claustral que
había afectado cuando era novicio. Pero sin que le importase mucho
reconocerlos o no, Fray Blas de Villabermeja se dejó querer y agasajar y
dio gracias al cielo que de su abominable destierro le libertaba.

Después de tan raro encuentro, la historia de la navegación de la nueva
_Argo_ nada notable ofrece ni refiere durante más de cuarenta días. Sólo
se sabe que Morsamor fue tan venturoso, que navegó con velocidad
increíble. Al fin vino a hallarse a corta distancia, casi a la vista de
Sagres, como si la Providencia dispusiese que en el punto que había
hecho famoso el Infante don Enrique, iniciador de los grandes
descubrimientos, terminase su viaje el hombre que iba a cerrar el ciclo
y a dar comienzo a nueva Era.




-XL-


No todas las dificultades se habían allanado. Nadie hasta el fin puede
cantar victoria. A veces el más hábil auriga, al ir a alcanzar la palma
salvando la meta, suele tocar en ella y dar lastimoso y mortífero
vuelco.

De repente vieron Morsamor y los de su nave un gravísimo peligro que
venía sobre ellos, de que ya no podían esquivarse con la fuga y que era
menester arrostrar con heroica y casi sobrehumana valentía.

Una enorme galera se aproximaba dándoles caza. En su proa y en su popa
tenía sendas bombardas, y tres falconetes en cada costado. Estrecho era
el barco de babor a estribor, y la longitud de su eslora hacía que
hendiese rápidamente las olas a impulso de los treinta remos que llevaba
en cada banda.

Lorenzo Fréitas no dudó ni un instante de que aquella nave era de
corsarios argelinos.

--Salvarse huyendo--decía--sería un milagro que no debemos esperar de la
bondad divina. Nuestra artillería vale poco o nada, y, si la empleamos,
sólo conseguiremos provocar y enojar al cosario, que con la suya nos
echará pronto a pique, sobreponiéndose su cólera a la codicia que le
mueve a apoderarse de la presa. Rica debe de imaginársela. Nuestro barco
no tiene aspecto guerrero, sino trazas de lo que es: de nave mercante
que vuelve de la India. En su imaginación verá ya el corsario los ricos
tesoros de que pronto va a hacerse dueño. Podemos pelear y defendernos,
pero sin esperanza. Señor Miguel de Zuheros, creo de mi deber deciros mi
opinión con franqueza.

--Yo la acepto y la estimo--respondió Morsamor--. Y con la misma
franqueza voy a exponer mi parecer, aunque ya en forma de órdenes
imperativas e ineludibles, porque no hay tiempo para discusiones ni
discursos. Espero que todos cumpliréis con vuestro deber, me obedeceréis
ciegamente y haréis con puntualidad y exactitud lo que yo prescriba.

Soldados y marineros juraron obedecer a su capitán. Morsamor entonces
dispuso las cosas con arreglo al plan que había concebido y dividió en
tres partes sus fuerzas: la marinería al mando del piloto; al mando de
Tiburcio lo mejor de la hueste, contándose en ella Juan de Cartagena y
Fray Blas de Villabermeja, a quienes excitó para que se luciesen,
pagando así la franca hospitalidad con que los había acogido. Él guardó
bajo su inmediato gobierno a veinticuatro de sus más leales, astutos y
valientes aventureros, en cuyo número figuraban los mestizos
mongoles-castellanos.

En seguida dio Morsamor sus instrucciones a los jefes y ordenó que
ocupase su puesto cada uno. La nueva _Argo_ siguió huyendo, pero con
muestras de desesperación y de miedo, sin desplegar más velas, como si
pareciese resignada ya a entregarse al enemigo.

El corsario, impaciente, lanzó, no obstante, tres disparos de falconete
para que la nueva _Argo_ se rindiera. Una de las balas tocó en el casco
del buque y abrió en él ancho agujero, aunque por fortuna muy sobre la
línea de flotación, cerca de la popa. Sólo con mar muy alborotado y con
arfar muy violento podría la nave hacer agua. Nada contestó Morsamor a
aquel daño y a aquel ultraje. Su nave, inerme, dejó que se le aproxímase
la galera, que la prendiese con enormes garfios, y que los corsarios,
armados de hachas, se lanzasen al abordaje, o más bien, confiados en su
poder incontrastable, a tomar posesión de la nave sin recelar
resistencia alguna.

Así fue en un principio. Morsamor y los veinticuatro capitaneados por él
cejaron como amedrentados, aunque sin desordenarse ni separarse. Los
corsarios, con su capitán al frente, llenaban ya la cubierta. El grupo
de Morsamor se arrinconó hacia la popa; hacia la proa, Fréitas y sus
marineros. En el barco no parecía haber más tripulantes. El aspecto de
ambos grupos inspiraba compasión y fomentaba la confianza y el descuido
de los corsarios. Sin duda Morsamor y Fréitas querían rendirse anhelando
sólo las menos duras condiciones. No intentaban hacer uso de las armas,
aunque las tenían en las manos. A fin de que las entregasen, los
corsarios se dividieron, dirigiéndose a un grupo y a otro.

En la pequeña cámara de Morsamor, que estaba sobre cubierta, no parecía
posible que hubiese capacidad bastante para que en ella se ocultasen
muchos hombres armados. En ella, no obstante, estaban hacinados y
apretados Tiburcio y su tropa.

De súbito abrieron la puerta de la cámara y salieron con inaudita
rapidez. Todos corrieron hacia el lado opuesto al en que estaban
Morsamor y Fréitas y hacia el punto en que la nueva _Argo_ estaba asida
al barco corsario. Con prodigiosa agilidad y con tal prontitud que no
dieron tiempo para que se apercibiesen y cerrasen paso, saltaron todos
en la galera. Y entonces, más listos y expeditos aún, dieron muerte a
los cómitres, quitaron grillos y cadenas y pusieron en libertad a los
galeotes, que eran más de sesenta cristianos cautivos. Estos hallaron
sin dificultad armas de que apoderarse.

Tarde semi-comprendió el capitán corsario la estratagema que le habían
urdido, mas no desmayó por eso. Antes bien, arremetió impetuoso contra
el grupo de Morsamor, mientras que otro buen golpe de su gente caía
sobre Fréitas y sus marineros, los cuales tuvieron por desgracia que
luchar proporcionalmente contra mayor número de contrarios. Fréitas fue
uno de los primeros que perdieron la vida, abierta su cabeza de un
hachazo. Otros ocho de su tropa sucumbieron también, al principio casi
de la pelea.

Morsamor, entre tanto, parecía invulnerable, pero también sus enemigos
eran más que los hombres de que él disponía. Acorralados Morsamor y los
suyos se mantenían a la defensiva.

Todo esto, no obstante, fue obra de pocos minutos. Tiburcio supo darse
prisa. En la galera corsaria dejó a Juan de Cartagena y a Fray Blas con
diez hombres más de su fuerza y con veinte galeotes, ya libres y
armados, y se precipitó en la nueva _Argo_ con todos los demás que le
seguían y que eran más de sesenta. Ansiosos de combatir se sentían
todos, y particularmente los ya libres forzados, a quienes aguijoneaba
el rencor e impulsaba el deseo de curar con la sangre de los corsarios
las llagas y los verdugones que la penca del cómitre había hecho en sus
espaldas desnudas.

Atacados los corsarios por todas partes, no pudieron resistir. Aunque
vendieron caras sus vidas, perecieron los más valientes y el capitán
argelino, rindiéndose a discreción los otros, que fueron aherrojados y
convertidos en nueva chusma.

Morsamor pasó en triunfo a la conquistada galera. Resonar de clarines,
vivas, altos aplausos y el estampido de algunos disparos de los
falconetes solemnizaron la victoria. Con lamentos y hasta con lágrimas
se deploró la muerte de Fréitas y de las otras víctimas.

Para escarmiento ejemplar y para dar testimonio del brillante éxito de
aquella lucha, Morsamor mandó colgar el cadáver del capitán argelino en
el mástil de la galera, sobre el cual dispuso que se izase la bandera de
Castilla.

Rodeado de Tiburcio, Cartagena, Fray Blas y otros, se hallaba Morsamor
presenciando aquella maniobra y recibiendo plácemes, cuando a deshora
apareció una rubia y majestuosa dama, vestida de luto, y se arrojó en
los brazos de Morsamor y cubrió su rostro de besos, exclamando
entusiasmada:

_--¡O givia ed orgoglio del mio core! ¡O coraggioso mio drudo!_




-XLI-


Más sorprendido que complacido vio Morsamor la aparición de donna
Olimpia de Belfiore, pues no era otra la dama enlutada que le saludó con
tanto entusiasmo y cariño.

Hermosa como siempre estaba donna Olimpia. El tiempo no imprimía la
destructora huella en su rostro, en el cual se notaba mayor majestad que
antes y honda tristeza.

Donna Olimpia no había aparecido sola. Teletusa, tan regocijada como de
costumbre, apareció con ella. Y aparecieron igualmente entre los
libertados galeotes, siendo de los que mejor pagaron la libertad
combatiendo a los corsarios, los dos fieles y robustos escuderos a
quienes llamaban Asmodeo y Belcebú, más por broma que con suficiente
motivo.

Para satisfacer la curiosidad natural de Morsamor y de Tiburcio, donna
Olimpia, en presencia de Teletusa y del doncel, no tardó en contar a
grandes rasgos sus aventuras. Y como donna Olimpia era tan latina y tan
abastada de erudición clásica, empezó diciendo como el Eneas de
Virgilio:

          _¡In fandum, Morsamor, jubes renovare dolorem!_

Traía ella consignados en precioso manuscrito todos los peregrinos
sucesos de que había sido testigo, agente o paciente. Con ellos,
imitando a César, se proponía dar al público sus comentarios. Es
indudable que si los hubiese publicado y si no se hubiesen perdido,
serían casi tan interesantes como los del Dictador romano. Si nosotros
los poseyésemos o pudiésemos reconstruirlos, compondríamos con ellos una
historia no menos extensa que la presente, pero aquí deben entrar como
episodio, y el episodio no debe extenderse más que el principal asunto.
Para no faltar a esta regla de los preceptistas y cumplir con el _semper
ad aventum festina_ de Horacio, nos abstendremos de referir las cosas
con la pausa con que las refirió donna Olimpia, y las referiremos tan en
resumen, que más parezcan el plan o el índice de la historia que la
historia misma.

Con la presencia en Melinda de nuestras dos damas, la corte estaba
brillantísima: las fiestas y diversiones se sucedían sin tregua:
cacerías, banquetes, cabalgatas, simulacros de batallas, o algo a modo
de bárbaros torneos, todo se sucedía con grande lujo y no menores
gastos. El pueblo, negro y tacaño, se hartó de tanta magnificencia y
halló que le costaba muy cara. Donna Olimpia tuvo indicios de que se
conspiraba contra ella y contra el rey. Para aquel generoso príncipe
temió un mal percance y para ella fin no menos trágico que el de la
famosa Raquel, judía de Toledo, o que el de doña Inés de Castro, tan
celebrada más tarde por los poetas épicos y dramáticos portugueses.

Donna Olimpia sabía eclipsarse y evadirse a tiempo. En esta ocasión no
le faltó su habilidad. Con raro disimulo ganó el corazón y hechizó al
capitán de una nave lusitana que tocó en Melinda de paso para Massauá a
donde iba a reunirse con la flota, que había llevado a don Rodrigo de
Lima y que debía volver a la India con dicho señor y con toda su pomposa
Embajada, después que hubiesen visitado al Preste Juan, o sea al monarca
de Abisinia o por otro nombre de la alta Etiopía.

No tenemos espacio para describir aquí aquel país desconocido hasta
entonces de los europeos ni para relatar los peligros y trabajos que
pasaron y los triunfos que obtuvieron nuestras dos atrevidas viajeras.

La Etiopía alta era y es a modo de inmensa fortaleza natural, de nava
dilatadísima, que se levanta, sostenida por abruptos cerros, muy sobre
el nivel de las otras circunstantes tierras africanas. Allí
encastillado, resistiendo a la creciente inundación del Islamismo,
vivía, desde muy antiguo, un pueblo cristiano, y había un reino un tanto
decaído ya, pero en otro tiempo muy poderoso que se extendía por Arabia
y por otras regiones.

Hacía ya más de treinta años que Pedro de Covillán había sido enviado a
aquel reino por el príncipe perfecto don Juan II. Aquel varón simpático
y astuto se había ganado la voluntad de los etíopes y singularmente la
de la sapientísima reina Elena, quien le tuvo por consejero y muy por su
privado. Pedro de Covillán se había hecho abisinio, Grande del reino y
Gobernador o más bien príncipe feudatario de fértiles y dilatadas
comarcas. Él influyó para que viniese a Lisboa y viviese en la corte de
don Manuel el ilustre señor Mateo, Embajador del rey David y de la reina
Elena.

En respuesta a dicha Embajada, había ido a visitar al Preste Juan el ya
mencionado don Rodrigo de Lima con gran pompa y séquito. En el séquito
descollaba el Reverendo Padre Fray Francisco Álvarez, elocuente y
verídico historiador de la Embajada misma, a cuya narración nos
remitimos, y alma además de las negociaciones diplomáticas, porque el
tal don Rodrigo era _muito parvo_, si hemos de dar crédito a las
hablillas y murmuraciones de sus subordinados. Todo esto, no obstante,
importa tan poco a nuestra historia, que debiéramos pasarlo en silencio.
Bástenos decir que donna Olimpia se ingenió de tal suerte y se dio tan
buena maña, que se hizo amiga de Pedro de Covillán, de don Rodrigo, y de
todo el personal de la Embajada. Por este medio fue presentada en la
corte que iba siempre vagando de un lugar a otro y habitaba bajo
hermosas tiendas en campamento vastísimo capaz de contener y que
contenía más de veinte mil personas, desde el Abuna o Patriarca, la
clerecía, las princesas de la sangre y los altos dignatarios, hasta los
soldados y sirvientes.

En fin, y para no cansar a los lectores, consignaremos sin más preámbulo
que el Preste Juan o soberano de aquella tierra que se llamaba entonces
David, se enamoró perdidamente de donna Olimpia, y acabó por casarse con
ella.

David era ya casado, pero esto no era óbice, porque allí el rey podía y
solía tener dos mujeres legítimas: una se llamaba _cuan-baaltihat_ o
reina de la mano derecha, y la otra, _gerâ--baaltihat_ o reina de la
mano zurda. Esta última dignidad fue la que obtuvo donna Olimpia, mas no
por eso fue menos considerada, y según la etiqueta de la corte, severa y
minuciosa por todo extremo, donna Olimpia fue tratada, respetada y
atendida como esposa del _Negus Nagat_, o Rey de reyes y Soberano Señor
de Aksum, de Homer, de Raydan, de Habaset, de Sabá, de Silhi, de Tiyam,
de Kas, de Bega y de otros Estados, de la mayor parte de los cuales, ya
_in partibus infidelium_, sólo quedaba el título.

Algo influyó donna Olimpia en la renaciente cultura de los abisinios, y
de ello con razón se jactaba. Censuró y condenó las muy frecuentes
borracheras de onfacomeli, bebida de que se abusaba mucho en Abisinia, y
de cuya composición, tal como la explica el diccionario de la Real
Academia Española, tantos donaires y chistes acertó a decir nuestro
amigo don Manuel Silvela. Con más eficaz energía se opuso aún a que los
súbditos de su esposo comiesen carne cruda, y sobre todo, a que los
refinados y sibaríticos la comiesen invirtiendo los trámites, o sea (no
lo creeríamos si no nos lo contasen autores de grave autoridad y
respeto), cortando la carne del buey vivo para que, sazonada con sal y
pimienta, entrase en la boca conservando aún el calor vital inimitable y
delicioso.

Nuestra heroína logró modificar también el desorden abominable con que
solían terminar los banquetes, cuando se abusaba del onfacomeli y del
buey vivo. El desenfreno era tal, que el pudor de donna Olimpia hubo de
sublevarse, transmitiendo tan honrada sublevación a su esposo. Como en
aquel país hay muchísimas hienas, que tan cobardes como carniceras
devoran las bestias de carga y tienen miedo del hombre, aunque rodean e
invaden a veces el campamento regio, cada personaje de la corte y el
mismo rey van siempre armados de un látigo para osear y castigar las
hienas con que tropiezan a su paso. De este látigo se valió, pues, el
rey David, incitado por donna Olimpia, para infundir recato y compostura
a sus cortesanos y hasta a las princesas de la real familia en una de
aquellas orgías endemoniadas.

Un poco atenuó también donna Olimpia lo sobrado servil de algunas
etiquetas o ceremonias de aquel ambulante palacio, impidiendo que en lo
sucesivo se pusiesen todos de rodillas, besasen la tierra y
prorrumpiesen en jaculatorias o breves y fervorosas oraciones, no sólo
cuando aparecía el _Negus_, sino cuando cualquier rumor, como suspiro,
tos o estornudo, indicaba su cercanía.

Con tales mejoras, con tan buenos consejos y con el ameno trato de donna
Olimpia, el rey estaba cada día más prendado de ella. El nacimiento de
un Principito puso el colmo a la ventura de amantes esposos. Pero el rey
enfermó y creyó a pies juntillas que era llegada su última hora.

No había que vacilar ni que retardarse. Muerto el rey, le sucedería al
punto su primogénito, hijo de la reina de la mano derecha, príncipe muy
apegado a los antiguos usos y muy receloso además. De seguro que no bien
empuñase el cetro, encerraría a donna Olimpia y a su vástago en cierto
castillo, levantado a este propósito encima de muy alta y escarpada
roca, a donde sólo podía subirse por estrecha escalera abierta en los
duros peñascos y muy bien defendida y custodiada. En aquel retiro, a fin
de evitar contiendas civiles, eran encerrados cuantos podían tener algún
derecho a la sucesión de la corona, arrancándoles a menudo los ojos con
sabia cautela.

Era menester evitar tan ruda catástrofe. El _Negus_ tenía que enviar un
Embajador al bajá que, derribado ya el poder anárquico de los mamelucos,
gobernaba en el Cairo. El Abuna, al mismo tiempo, tenía que enviar un
mensajero y parte del diezmo al Patriarca de Alejandría, de quien era
sufragáneo. Se aprovechó, pues, aquella excelente ocasión, y con la
lucida y bien custodiada caravana, se largó de Abisinia donna Olimpia,
en compañía del Principito, de Teletusa y de sus dos fieles escuderos
que nunca la abandonaron.

En su tránsito por Egipto, vio y admiró donna Olimpia la esfinge, las
pirámides y multitud de otros monumentos del tiempo de los Faraones.

Llegada sana y salva a Alejandría, se embarcó con su gente en un barco
mercante de Venecia, que navegaba con diploma o patente del gran turco
Solimán, a quien para obtener tales diplomas pagaba un considerable
tributo anual la Señoría.

A la vista ya de la costa occidental de Italia ocurrió la enorme
desventura de que el barco veneciano fuese apresado por el corsario o
más bien por el feroz y desalmado pirata cuya merecida y trágica muerte
hemos ya narrado. El diploma del gran Sultán de los osmanlíes, aunque
fue exhibido, estaba escrito en vítela con letras de púrpura y oro y era
una maravilla caligráfica, no sirvió absolutamente de nada. El pícaro
corsario supuso que era falso a fin de no darle cumplimiento y se llevó
a remolque el barco veneciano, transbordando a su galera y hasta a su
camarote a donna Olimpia y a Teletusa.




-XLII-


Terrible situación era esta para una reina, aunque fuese de Abisinia y
de la mano zurda.

Según los anales etiópicos, allá en tiempo del Rey Salomón, hubo en
Etiopía una señora llamada Makeda que no fue otra sino la misma reina de
Sabá, la cual visitó al monarca de Israel, examinó y tomó el pulso a su
sabiduría poniéndole mil acertijos y enigmas, y le enamoró además, hasta
el punto de volver ella a su país muy ilustrada y en estado interesante.
El augusto niño que nació de resultas, se llamó Menilek o Menelik y fue
antiquísimo y reverendísimo tronco de la dinastía a la sazón reinante,
en cuya comparación eran frescas, plebeyas de ayer y de mañana todas las
dinastías de Europa.

Ansiosa estaba donna Olimpia de rivalizar con la señora Makeda y aun de
obscurecer la gloria de otra reina de Etiopía llamada Candace que se
hizo cristiana y difundió la verdadera religión entre sus súbditos,
inducida a ello por su virtuoso valido, aquel eunuco a quien convirtió
el diácono Felipe, explicándole un texto obscuro de Isaías.

Donna Olimpia proyectaba criar y educar a su Principito con el mayor
esmero por monjes benedictinos, ya que todavía ni San Ignacio de Loyola,
ni San José de Calasanz habían fundado escuelas; y luego que estuviese
bien educado y crecido, enviarle a conquistar la Abisinia y a sacarla de
la barbarie en que había caído.

El corsario argelino había venido en mal hora a contrariar tan altos
proyectos.

Durante dos o tres días, sin embargo, renació la esperanza de donna
Olimpia.

El Mediterráneo se hallaba a la sazón surcado de continuo por muchas
galeras de los Caballeros de San Juan de Jerusalem, los cuales vagaban
sin hogar de un punto a otro. Acababan de perder la isla de Rodas que
era su dominio. Solimán, poderoso monarca de los osmanlíes, había
dirigido todas sus fuerzas contra aquella isla, la cual, después de
largo asedio y de una defensa pasmosamente heroica en que perecieron más
de cien mil turcos, tuvo necesidad de rendirse. Honrosa fue la
capitulación que firmó el Gran Maestre Felipe de Villiers de Lisle Adan,
quien salió con armas y banderas desplegadas y con cinco mil personas
que le siguieron. La noble emulación entre los Caballeros de las ocho
lenguas, su espíritu militar y su ardiente fe religiosa, dieron aspecto
de triunfo a aquella pérdida, hermoseándola con palmas y laureles.

Los expulsados Caballeros de Rodas vagaban por el Mediterráneo en sus
galeras, ansiosos de tomar en los corsarios algún desquite.

Dos galeras de los Caballeros de Rodas avistaron la galera del corsario
y la persiguieron con ahínco; pero la galera del corsario era ligerísima
y despiadados sus cómitres. El rebenque, cayendo sobre las espaldas de
los forzados, acrecentó su fuerza locomotora, y el corsario logró
escapar de la persecución, aunque sin arribar a Argel, sino llegando en
su fuga hasta cerca de las costas de Málaga. Desde este puerto,
divisaron el bajel corsario barcos de guerra de Castilla que salieron a
darle caza. Acosado el corsario por todas partes, pasó el Estrecho de
Gibraltar para ponerse en cobro.

En aquellos días de angustia, el corsario, como era natural, estaba muy
rabioso y se sentía capaz de toda suerte de atrocidades.
Infortunadamente, el Principito estaba muy empalagoso con los dolores y
molestias de la dentición. De noche, sobre todo, tomaba estruendosas
perras, berreaba mucho y no dejaba que ni donna Olimpia, ni Teletusa, ni
el corsario, pegasen los ojos. El corsario, durante tres noches, lo
aguantó todo por galantería; pero en la noche cuarta, se puso tan
nervioso y tan frenético que apenas nos atrevemos a decir lo que hizo,
tanto es el horror que nos causa. Imitando, o mejor diremos,
prefigurando al héroe de una novela de Gabriel d'Anunnzio, aunque sin
premeditación ni alevosía, sin sutilezas psicológicas y sin celos
retrospectivos, sino en el arrebato y en la excitación del insomnio,
agarró al Principito y lo arrojó al mar por la ventana del camarote.

Desgarradores fueron los gritos que en aquella ocasión lanzó donna
Olimpia, al considerar que se ahogaban sus más bellas esperanzas. Donna
Olimpia tuvo, sin embargo, que callarse, porque el corsario, brutal e
iracundo, la amenazó con arrojarla también al mar si no se callaba.

De lo que ocurrió al día siguiente ya hemos dado cuenta. Ya sabemos cómo
el corsario pagó de una vez todos sus delitos.

Cuando Morsamor supo los lastimeros ocasos que acabamos de referir, se
compadeció de donna Olimpia y procuró consolarla; pero el cuidado de su
nave le preocupaba más todavía. Y como iba ya acercándose a la costa,
Fréitas había muerto y no era muy de fiar el contramaestre, Morsamor
velaba y sólo por breve rato entraba a reposar en la cámara.




-XLIII-


Antes de amanecer, se levantó Morsamor y fue sobre cubierta.

Fresco vientecillo de Poniente empujaba la nave hacia la costa. Era de
esperar que, al rayar el alba llegase la nave a la desembocadura del
Tajo y penetrando y subiendo por el río, se presentase frente a Lisboa.

En pos de la nave de Morsamor iba el barco del vencido corsario
argelino, brillante trofeo de la recién alcanzada victoria.

Tiburcio de Simahonda había tomado en él el mando. La bandera de
Castilla, izada en el mastelero de gavia, continuaba allí en señal de
posesión, a pesar de la noche. De las entenas pendían, cual horrible
adorno y para ejemplar escarmiento, los cadáveres del capitán argelino y
de ocho satélites suyos, cada uno de ellos colgando por el pescuezo con
un lazo escurridizo.

Densísima niebla lo envolvía todo. En la vaga penumbra del crepúsculo
sólo se percibía la forma indecisa del bajel apresado, como negro bulto
que se destacaba sobre un fondo de color de ceniza.

Ni los cercanos montes de la costa, ni las pálidas y moribundas
estrellas, ni mar ni cielo se percibían con claridad. Si algo se
vislumbraba era como a través de muy tupido velo.

Morsamor triunfante se engreía y deleitaba en la contemplación de su
gloria, sólo compartida acaso por Fernando de Magallanes. ¿Habría este
logrado o iría pronto a lograr su propósito después de pasar el Estrecho
donde encontró Morsamor el rastro y las muestras de su cruel energía?
Morsamor se lo preguntaba y no acertaba a responderse. Pero fuera cual
fuera la respuesta que diese al cabo el destino, la gloria de Morsamor,
aunque compartida, no menguaba. Él había circunnavegado el planeta,
obtenido experimental conocimiento de su magnitud y de su forma, y
cerrado el ciclo de los grandes descubrimientos y navegaciones.

Soberbio, engreído estaba Morsamor por todo ello. Y sin embargo, en vez
de ensancharse su corazón y de regocijarse, se sentía abrumado en
aquellos momentos por amarga tristeza. Un enjambre de pensamientos
desconsoladores acudían a su espíritu y le atormentaban y picaban con
ponzoñoso estímulo. Y en aquel estímulo ponzoñoso había, como en el
estro de los poetas, la eficacia de revestir de imágenes lo pensado,
prestándoles movimiento y vida y poblando y animando con ellas el
ambiente de nieblas que a Morsamor circundaba.

No, no era arco triunfal el que acababa de erigir y por donde
gloriosamente se entraba en la edad moderna. Era más bien puerta con que
él cerraba y terminaba un inmenso periodo histórico, una larga serie de
más de treinta siglos, durante los cuales los pueblos que habitan en
torno del Mar Mediterráneo habían sido guías, iniciadores, maestros y
hierofantes del humano linaje. Egipto, Fenicia, Grecia, Italia y España,
habían tenido sucesivamente el primado, el cetro y la virtud
civilizadora.

El mismo orgullo de Morsamor, el superior valer que atribuía a sus
hechos se revolvía en daño suyo y servía para deprimirle. Acabada por él
la obra que incumbía a los pueblos meridionales de nuestro continente,
la fuerza, el imperio y la inteligencia dominadora iban a pasar a otras
manos.

Al reconocer Morsamor tal como es la tierra en que vivimos, había
disipado el encanto que nos hizo señores de ella. La abandonaba su fe y
con su fe la abandonaban los genios, los dioses y los poderes e
inteligencias sobrenaturales que sucesivamente su fe había creado.
Esquilmado y seco el suelo, no se prestaba ya, aun herido de nuevo por
el corcel con alas, a que brotase de él otra Hipocrene. Circe y Calipso
huían buscando refugio y sin hallar en los mares espacio misterioso y
esquivo y afortunadas islas donde erigir espléndidos palacios, socavar
frescas grutas y plantar deleitosos jardines para recibir, agasajar y
embriagar de amor a los héroes. Venus no surgía ya del seno de las ondas
salobres, ni las Nereidas, abandonando sus alcázares submarinos, venían
a consolar a Aquiles por la muerte del amigo, ni aparecían en limpia y
hermosa desnudez ante los ojos mortales de Jasón y de sus compañeros que
iban a conquistar el Vellocino. Los oráculos callaban; cesaban los
milagros. Parados y ocultos los cíclopes, ni en Letnos ni en las
cavernas del Etna forjaban armaduras lucientes. Apolo y las musas
sentían el prurito de abandonar a Delos, el Parnaso y el Pindo, de
salvar las Montañas Rifeas y de instalarse en las regiones hiperbóreas,
mientras no las visitaba algún viajero curioso y les quitaba todo su
hechizo. En suma, era tan temeroso y destructor el desencanto que Miguel
de Zuheros imaginaba haber producido, que hasta los santos y los ángeles
se iban volando y abandonaban nuestra tierra desengañada. Pero las
cristalinas esferas se habían desbaratado y roto, no giraban ya en
arrebatada consonancia y nadie podía oír su musical armonía en los
arrobamientos del éxtasis. Soledad y fúnebre silencio reinaban en la
fría y desierta amplitud del éter sin límites. Muy lejos, muy lejos de
los hombres tenían que subir los coros celestiales para acercarse al
primer móvil y descubrir el Empíreo.

Así se atormentaba Morsamor con cavilaciones nacidas de vanidad
atrabiliaria en que muchos después de él han caído y caen. Han creído
que llevaban en una mano la férula del progreso y la antorcha de la
razón en la otra, y que iban arrollando con ellas cuantas creencias y
poesía se les paraban delante, despejando el mundo de visiones y de
fantasmas para que sólo quedase en él la realidad monda y escueta.

Y sin aquietarse Morsamor y pasando adelante en su cavilar lastimoso,
supuso, por último, que la ciencia empírica, hija del exterior sentido,
iba a arrebatarnos el imperio y a dársele a los pueblos del Norte,
patentizando el jactancioso embuste de las profecías del Padre Ambrosio.
Morsamor dio entonces forma y vida a este nuevo pensamiento, y vio en
torno suyo, discurrir entre la niebla diminutas y vaporosas
semideidades, geniecillos sutiles que apenas eran algo y casi se
convertían en flores retóricas: gnomos deformes y enanos, que trabajaban
sin cesar en el centro obscuro de la tierra y sacaban de allí para sus
naciones favoritas piedras y metales preciosos, raros documentos de los
archivos subterráneos, y primitivas selvas, alimento del fuego, motor y
artífice infatigable. En pos venían los silfos y las ondinas. Y luego
las aladas salamandras extraían del escondido seno de las cosas una
incomprensible virtud, de mayor ligereza que la luz y el fuego, rápida y
potente como el rayo, y se la prestaban a los hombres para que
iluminasen y moviesen con ella los seres inertes y obscuros y
transmitiesen con instantánea y casi ubicua rapidez el pensar y el
sentir, la palabra y el sonido.

Salió al fin Morsamor de aquel piélago de tristes meditaciones en que se
había engolfado.

El sol, que se alzaba sobre los montes, desgarró los velos de niebla que
los envolvían. Morsamor vio entonces el promontorio que estaba cerca y
hacia donde dirigía el rumbo su nave. En seguida reconoció que eran los
cerros de Cintra, cubiertos de feraz y lozana verdura. En la más alta
cima de la Peña, creyó distinguir con envidia al enamorado Bernardín
Riveiro, que todavía oteaba la extensión del Atlántico y buscaba con
lágrimas la estela de la nave que le arrebató a doña Beatriz.

Y vagando por la frondosidad umbría de aquellos valles, apareció también
a Miguel de Zuheros la virginal figura de doña Sol de Quiñones, que no
le censuraba, sino que le compadecía de que volviese a verla, olvidado
de su poético enamoramiento y acompañado y consolado por donna Olimpia.
La Ínsula Firme se había sumergido también en el Atlántico como otras
mil fábulas venerandas. En ningún mapa habría ya sitio en que ponerla.
Ni era menester porque el mágico Apolidón había derribado el Arco de los
leales amadores, enojado de que ya nadie pasara por él, como pasó Amadís
fiel a Oriana.




-XLIV-


Poco satisfecho estaba Morsamor de sí mismo en aquellos instantes.
Cuando iba a llegar al término de su peregrinación, un fúnebre
presentimiento contristaba su alma. La agitaba negra tempestad de
pasiones.

De súbito se encapotó el cielo con densas nubes. Por breve rato hubo
calma abrumadora como si algo pesado oprimiese el ambiente. Pero pronto
se desencadenó la tempestad más furiosa. El viento del Norte sobrevino
con ímpetu rabioso y sacudió y levantó las aguas del mar en gigantescas
olas. Chocaron las nubes con estruendo. Intensos relámpagos iluminaron
siniestramente el aire. Los rayos le surcaban de continuo.

El bajel apresado no tardó en apartarse de la nave de Morsamor. La
borrasca le llevó lejos de su vista.

Morsamor hizo esfuerzos inauditos para salvar su nave, harto trabajada
ya por larguísima navegación y por el choque y combate con el bajel
corsario.

Los marineros todos le ayudaron con celo y con brío en la ruda faena,
mientras que conservaban esperanzas; pero la nave, impulsada por los
vientos y por las olas, ya parecía elevarse a las nubes, ya hundirse
entre dos enormes montañas de agua, y no obedecía al timón, y se ladeaba
a veces como si fuera a volcarse, y el agua subía por cima de la
cubierta, la barría con furia y penetraba hasta el fondo.

Muchos tripulantes, en el delirio ya de la desesperación, blasfemaban o
rezaban y no acudían a la maniobra.

Casi abandonada la nave de dirección y de auxilios humanos, corrió aún
no poco tiempo con velocidad vertiginosa, a merced del huracán que la
impelía sobre la líquida faz del Océano, que ya la levantaba en sus
oleadas, ya la precipitaba en la medrosa hondura que entre dos montes de
agua a cada momento se abría.

La nave de Morsamor no pudo resistir más. Acaso bastó a destrozarla el
furor de los vientos y de las olas. Acaso fue a romperse, chocando
contra oculto bajío. Ello es que la nave, desbaratada la trabazón de sus
tablas se deshizo en pedazos.

Cada uno de los que la tripulaban luchó por la vida y procuró salvarse
como pudo.

En aquel momento de angustia, Morsamor cayó en el agua y pensó salvarse
nadando, pero pronto sintió un peso que le oprimía, que le estorbaba
nadar y que fatalmente iba a ahogarle. Despavorida donna Olimpia, pálida
por el miedo de la muerte, frenética de terror y de funesto cariño, se
había agarrado a Miguel de Zuheros, ciñéndole y estrechándole entre sus
brazos.

O la falta de brío o la sobra de piedad impidió a Morsamor apartar de sí
aquel obstáculo que se oponía a su salvación; aquella mujer por quien
iba a perderse sin que ella se salvara.

Morsamor, en vez de rechazarla, en aquellos instantes, acaso los últimos
de su vida, la cogió con ternura. Y movida ella por gratitud y por
amorosa vehemencia, unió su boca a la de Morsamor y la regaló con hondo
y prolongadísimo beso.

Extrañas fueron las impresiones de Morsamor. Se figuró que donna Olimpia
absorbía con sus labios toda la mocedad y toda la vida nueva que las
pociones mágicas del Padre Ambrosio le habían infundido. Volvió la vejez
a apoderarse de su cuerpo y empezó a sentirse casi decrépito. El frío
del agua atravesaba su carne, penetraba en sus huesos y le congelaba los
tuétanos y la sangre descolorida y pobre.

Todavía se sostuvo Morsamor en la superficie del agua a su parecer por
extraño e imprevisto socorro.

Tiburcio de Simahonda le tenía asido por la cabeza, impidiendo que se
hundiese; pero de sus hombres brotaron negras alas que velaron a
Morsamor la horrenda claridad de aquel día.

Por último, una sensación grotesca, a par que espantosa, vino a colmar
el delirio de aquella en su sentir postrera agonía. Los dos tremendos
rufianes, Asmodeo y Belcebú, le habían cogido cada uno por una pierna,
tiraban de él y le arrastraban al fondo de los mares.

Entonces Morsamor perdió el conocimiento y el sentido.




Reconciliación suprema




-I-


Después de las portentosas aventuras que acabamos de referir y del
trágico fin que tuvieron, bien podemos asegurar que no murió Morsamor.
No nos consta de qué suerte pudo salvarse. En nuestra historia hay aquí
una tenebrosa laguna. Saltemos por cima de ella y volvamos al convento
en que el Padre Ambrosio seguía viviendo y ejerciendo sus artes mágicas.

Por su virtud, aunque se ignore de qué manera, nadie en el convento
había notado la ausencia de Fray Miguel y del hermano Tiburcio.

Acaso el Padre Ambrosio había evocado y atraído a dos espíritus, que
habían tomado la apariencia del fraile y del lego. Acaso, sin evocar
espíritu alguno, aquel gran mago había creado dos fantasmas que
reemplazasen en el claustro a los dos ausentes. Ello es que nadie los
echó de menos. Por lo demás, según imaginaban los otros frailes, Fray
Miguel vivía siempre retraído, encerrado en su celda y casi de continuo
postrado en cama.

Lo que es ahora, bien podemos asegurar también nosotros que Morsamor o
Fray Miguel, de vuelta ya de sus excursiones, yacía en cama, en muy
mísero estado. Sin duda su segunda mocedad se había consumido toda en el
cumplimiento de las grandes empresas a que su voluntad y la ciencia del
Padre Ambrosio la consagraron. Fray Miguel se hallaba casi ciego, más
viejo, más acabado, más baldado por los dolores que antes de remozarse y
de encontrarse apto para la fuga. Se diría que aquel impetuoso
renacimiento de vitalidad, que aquella fuerza nueva que de la
profundidad de su ser había surgido, se había derramado como torrente,
se había volcado como ingente catarata, y se había gastado toda con
rapidez en inauditas acciones, sin dejar resto alguno, sino llevándose y
arrastrando en su curso parte de la vida que él conservaba aun antes del
cambio prodigioso.

Pasaron algunos días en esta situación. Fray Miguel estaba cada vez más
enfermo y débil. Y sin embargo, lejos de ofuscarse o de anublarse, su
inteligencia se sentía bañada en luz serena y clara y Fray Miguel creía
o más bien estaba seguro de que iban disipándose las nieblas o
rasgándose los velos que le encubrían la verdad, y de que empezaba a ver
las cosas todas sin alucinación alguna que se las desfigurase y
trastrocase. Era, no obstante, tan sigiloso y tan reservado que nadie,
ni el mismo Padre Ambrosio, descubría los cambios que iban realizándose
en el fondo de aquel alma, aunque el Padre Ambrosio visitaba a menudo a
Fray Miguel y era perspicaz zahorí de los pensamientos ajenos.

Llegó por fin un momento en que Fray Miguel se encontró menos agobiado
de sus males, con la mente despejada, con las piernas y los brazos más
firmes para accionar y moverse y con la voz entera para poder expresar
sin fatiga ni esfuerzo cuanto sentía y pensaba.

Desvelado, en las altas horas de la noche, se levantó de su mezquino
lecho, se vistió precipitadamente el sayal, encendió con eslabón, yesca
y pajuela, una lamparilla de hierro, salió de su celda, atravesó los
claustros desiertos y sombríos, se dirigió a la puerta de la celda del
Padre Ambrosio, y llamó golpeando en ella.

Había cierto reposo enérgico en el espíritu de Fray Miguel; mas, aunque
parezca contradictorio, coexistía con este reposo la impaciente
decisión, que no daba espera, de hablar al Padre Ambrosio, de
interrogarle sobre no pocas dudas y de pedirle cuenta y explicaciones
que las resolviesen.

El Padre Ambrosio se oyó llamar, reconoció la voz de Fray Miguel, no
pudo resistirse al imperio con que este exigía que le oyese, se vistió
el hábito y le abrió la puerta refunfuñando.

Entró en la celda Fray Miguel, colocó su lamparilla sobre la mesa, donde
había papeles y libros, y la misma calavera y el mismo crucifijo que la
primera vez que allí había entrado. Se sentó Fray Miguel en la silla en
que también se había sentado la primera vez, y diciendo, tengo que
hablarte, excitó por señas al Padre Ambrosio a que tomase asiento.

El diálogo que hubo entre ambos, y que Fray Miguel comenzó, requiere
capítulo aparte.




-II-


--¿Qué delirio es el tuyo?--dijo el Padre Ambrosio--. Me pasma que hayas
venido a verme. Si te he de hablar con franqueza, no creía yo posible
que pudieses salir de tu celda, débil como estás, baldado por los
dolores y velados tus ojos de densa nube que desde hace algún tiempo
apenas te deja ver distintamente las cosas, sino de un modo vago y
confuso y como al través de una neblina. ¿Qué quieres de mí? ¿Por qué
has venido hasta aquí, con paso vacilante e incierto, a tientas y sin
duda apoyándote en las paredes? ¿Qué es lo que de mí pretendes todavía?

Fray Miguel contestó:

--Pretendo que seas conmigo franco y leal, como yo lo he sido contigo.
Yo abrí para ti los más escondidos senos de mi alma y te mostré todos
sus arcanos. Nada te oculté ni de mis pensamientos ni de mis pasiones.
Mi espíritu, lleno de confianza en ti se te rindió por completo. Derecho
tengo a que tú también seas franco y leal conmigo. Vengo a pedirte
cuenta de tu conducta y de tus promesas. Dime toda la verdad. ¿Te has
burlado de mí? ¿Me has hecho víctima de un engaño? ¿Es cierto cuanto me
ha ocurrido o ha sido todo, como yo recelo, una endiablada
fantasmagoría? ¿Acaso las pociones mágicas que me administraste,
hundiéndome en hondo letargo, han suscitado visiones en mi cerebro,
grabándose en él con el poderoso vigor y con la clara distinción de la
realidad misma?

Interrogado el Padre Ambrosio tan de improviso y de manera que hacía
imposible toda respuesta ambigua, permaneció en silencio y como quien
duda y cavila sobre lo que le incumbe contestar y sobre la forma en que
la contestación ha de ir expresada, para que implique la justificación o
la disculpa al menos. Después de larga pausa, contestó al cabo el Padre
Ambrosio:

--Sean cuales sean los medios que he empleado, ora se consideren
realidad, ora vano prestigio, no debes tú dudar de la bondad de mis
intenciones. Yo he querido sanarte a toda costa del peor de los males.
Recuérdalo bien, de un orgullo satánico despechado que te hacía
aborrecible hasta la misma bienaventuranza del cielo. Contra enfermedad
tan horrenda, no hay remedio, por duro que sea, que pueda censurarse.
Supongamos por un momento que cuanto viste, y cuanto hiciste, desde que
por virtud de las pociones mágicas imaginaste despertar remozado, todo
carece de ser real fuera de ti. Aun así, aunque yo haya tenido fuerza
para crear en tu mente un mundo imaginario y para dártele en espectáculo
y para hacer de él amplio y pasmoso teatro en que tú fueses el principal
actor, bien puedes estar seguro de que he carecido de fuerza para
sujetar a mi propósito tu juicio y para someter tu voluntad a la mía. Yo
podré haberte ofrecido y presentado todas las ocasiones, todos los
objetos, todos los premios a que podía aspirar tu codicia, en que podía
hartarse tu sed de deleites y donde tu ambición y tu orgullo podían
quedar satisfechos; mas para lo que yo no tuve fuerzas, ni aun
teniéndolas las hubiera empleado, fue para violentar tu libre albedrío.
Sueño o no, te considero responsable de todos los actos de tu extraña
vida de descubridor y navegante. Si me cabe alguna duda es sobre el
grado mayor o menor, sobre la intensidad de tus méritos y de tus culpas.
Hay no pocos extremos hasta donde no llega mi ciencia, si bien presumo
que no es tan sereno y firme el juicio en quien duerme como en quien
vela, y que tu voluntad, sin ser violentada por mí, pudo ceder más
fácilmente que en la vigilia a los incentivos que en sueños se le
presentaron. De todos modos, aunque tu gloria hubiese sido soñada, tú
has sabido mostrarte capaz de esa gloria, y aunque hayan sido soñados
tus delitos, también eres responsable de ellos, aunque no en tanto
grado. En sueños tiene la voluntad menos brío para resistir a la
tentación que la provoca. Si no resiste y cede, entonces es menor su
delito; pero esa mayor flaqueza de la voluntad, que atenúa su falta si
incurre en pecado, tal vez da superior valer a toda acción buena que en
sueños se realiza, porque si la voluntad, poco briosa, basta a
realizarla soñando, mayor será su virtud cuando al despertar recobre
todo su poder y le emplee en darle cima. La diferencia entre el éxito
dichoso, ya en la realidad ya en el sueño, es que en la realidad depende
en gran parte de lo que llama el vulgo caprichos de la fortuna, o sea de
lo que los juiciosos y piadosos califican de inescrutables designios de
Dios, a fin de que se cumpla el plan maravilloso de la historia y de que
camine la humanidad hacia su término con dirección invariable y segura.
Todos nos agitamos y todos contribuimos a que se cumpla dicho plan,
quedando, no obstante, nuestra libertad en salvo, merced al soberano
concierto prescrito desde la eternidad por la Providencia.

--Tu discurso--dijo Fray Miguel--se quiebra de puro sutil. En mi sentir
son alambicados y obscuros tus conceptos. Presumo, pues, o que no
entiendes o que entiendes lo contrario de lo que dices para mi consuelo,
y para atenuar la crueldad de la burla que me hiciste. Es falsedad, es
sofisma lo que sostienes. Si no debo condenarme porque mis crímenes han
sido soñados, tampoco debo glorificarme si también han sido soñadas mis
proezas. Convengo en que el mal éxito o el buen éxito final es obra de
la fortuna o hablando cristianamente, de Dios mismo; pero la acción,
independientemente del éxito, no vale sino en la vigilia para quien la
ejecuta. En sueños, el avaro es generoso, y tal vez quien despierto no
se desprende de un maravedí, para socorrer a un pordiosero, es capaz
soñando de prodigar todas las riquezas de los Cresos y de los Fúcares.
El cobarde puede soñar que es valiente. Hasta por lo mismo que despierto
le humilla y le atormenta su incurable cobardía, en sueños se consuela
creando y atribuyéndose el denuedo de que carece. En suma, yo infiero,
de lo que me dices, estas desconsoladoras y amargas verdades; que te has
burlado de mí; que mi segunda juventud, mis hazañas y mi gloria fueron
soñadas; que mis delitos también lo fueron; y que siéndolo, quedan en
duda las energías de mi ser y no merezco ahora, ni más ni menos que
antes, alabanza o vituperio, galardón o castigo.

--Muy extremada manera es la de tu discurso y a mi ver es falsa, pero no
quiero que discutamos, porque así no lograríamos convencernos. Baste
para mi intento de convencerte de la aptitud y del poder que hay en ti,
tanto para lo bueno como para lo malo, la ilimitada confianza que en mí
pusiste y la constancia y el valor con que te sujetaste a mis conjuros,
arrostraste pruebas tremendas y no retrocediste, lleno de terror, ante
mis mágicas operaciones. Quien fue capaz de todo esto es capaz también
de todas las hazañas y digno de las victorias y de los triunfos. Sólo de
la fortuna, sólo de las circunstancias exteriores, y no de la virtud del
alma, depende que en realidad se logren o que sólo se logren en sueños.
Eres injusto al afirmar que me he burlado de ti. No; yo no me he
burlado; yo quise confortarte, puse los medios para conseguirlo, y lo
hubiera conseguido si no fueses tú tan descontentadizo y caviloso. Antes
de que mi magia se emplease en ti, tú no habías sido héroe y además
dudabas de que pudieses serlo. Ahora, aunque puedes dudar de que en
realidad lo hayas sido, no puedes dudar del poder que para serlo había
en tu alma.

A estas últimas palabras del Padre Ambrosio, no replicó Fray Miguel para
contradecirlas ni mucho menos para manifestar que había quedado
convencido y satisfecho. Su única contestación fue un sonido
inarticulado que exhaló su pecho y que brotó de sus labios, de tan
indefinible condición que podía dudarse de si era suspiro o refunfuño,
bendición o maldición, muestra de gratitud o de queja.

Hubo una larga pausa. Los ojos casi sin vista de Fray Miguel se fijaron
intensamente en el Padre Ambrosio, como si fuese el alma sin el
intermedio del material aparato quien por ellos mirase y viese. A pesar
de su poder mágico, y a pesar de su ánimo brioso, bajó los ojos el padre
no pudiendo resistir la intensidad y el fuego de aquella mirada. El
Padre, con todo, estaba sereno y tranquilo. No le remordía la
conciencia. Su conducta con Fray Miguel había procedido de la intención
más sana.

Sin duda Fray Miguel pensó lo mismo, después de la larga pausa y de la
mirada escrutadora.

No quiso, sin embargo, hablar más. Se levantó de la silla, tomó su
lámpara, pronunció un Dios te guarde, inclinando la cabeza, y se volvió
a su celda sin más explicaciones, preguntas ni discursos.




-III-


Pasaron aún más de cinco semanas después del coloquio nocturno de que
acabamos de dar cuenta. El esfuerzo violento y el consumo de vitalidad,
hechos por Fray Miguel, para ir hasta la celda del Padre Ambrosio y para
hablar con él lo que había hablado, produjeron terrible reacción,
hundiendo a Fray Miguel en el mayor abatimiento físico. Se diría que
hasta para hablar, hasta para pronunciar algunas palabras, le faltaban
ya bríos. Fray Miguel estaba postrado en cama y callado como muerto.

Sólo acudían a visitarle en su celda el Padre Ambrosio, cuya reputación
de excelente médico era grandísima e indiscutible, y el hermano Tiburcio
que, ayudante del Padre, cuidaba de Fray Miguel, y le suministraba
alimentos y medicinas.

En medio, no obstante, de aquella enfermiza inacción de su ser material
y de aquel desmadejamiento y quebrante de su organismo, el pensamiento
de Fray Miguel lucía con más viveza dentro de su cerebro, y como si le
hubieran nacido pujantes alas, se remontaba a luminosas esferas y veía o
creía ver con mayor claridad y serenidad que nunca, lo pasado, lo
presente y lo futuro, fijando la mirada de águila en el radiante foco,
donde lo real y lo ideal se compenetran, se confunden y son una cosa
misma.

En la mente de Fray Miguel se realizó así saludable mudanza. En virtud
de ella, depuso todo enojo contra el Padre Ambrosio. Lo que tal vez
consideraba antes como burla, le pareció lección provechosa, rica en
beatíficos resultados.

Harto bien conocía Fray Miguel la postración de su cuerpo y la
proximidad de su muerte; pero, al mismo tiempo, conocía con reposado
júbilo que nunca había estado su espíritu más sano, más perspicaz, ni
más sereno que entonces.

En tal disposición, quiso Fray Miguel comunicar a alguien que le
comprendiese los pensamientos y las ideas que en aquellos momentos
supremos había en su alma. Y movido por este anhelo, con voz sumisa y
débil, no en una vez sola, sino en varias veces, en diferentes visitas
que el Padre Ambrosio le hizo, le fue manifestando en breves discursos
su pensar y su sentir más íntimos.

Piadosamente recogió el Padre Ambrosio y puso por escrito aquellas
confidencias, que ahora trasladamos aquí y que son como siguen:

--Veo con claridad, Padre Ambrosio, que la hora de mi muerte se
aproxima. La veo sin desearla y también sin temerla. Rara vez la duda ha
entrado en mi espíritu, y menos aún ha entrado en él una negativa
convicción. Pero, aunque yo estuviese convencido de que la muerte era
completa, de que para mí no había nada después, ni pena, ni gloria de
que yo tuviese conciencia, ni siquiera una inconsciente prolongación de
mi ser en el recuerdo de los demás hombres, la muerte no me aterraría ni
me afligiría. No es que yo esté resignado. Es algo de más noble y de
menos pasivo. Es que, dando yo aún inmenso precio a mi vida, la daría,
la vertería toda en el seno de la naturaleza, en una efusión de amor
hacia ella y hacia el ser inmenso que lo ha creado todo y que todo lo
llena. Pero no, yo no dudo de mi inmortalidad individual y consciente.
Yo creo en ella y ahora, cuando mis ojos, débiles y enfermos, apenas
perciben la luz material, de la que huyen medrosos, luz clarísima,
procedente de foco increado, penetra e inunda mi mente, ilustrándola y
enseñándole la verdad. Yo fui, días ha, a tu celda con el intento de
interrogarte y de disipar dudas sobre mi última vida pasada. Ahora me
arrepiento y nada te pregunto porque nada quiero saber. Me es igual, me
es indiferente que hayan sido realidad mi razonamiento, mis
peregrinaciones y mis ulteriores crímenes y hazañas, o que todo haya
sido prestigios, embustes o creaciones fantásticas formadas y sugeridas
por tus elixires y linimentos y por el pasmoso poder de tus mágicas
artes. En estos últimos días, desde que volví vi convento o desde que
creí que había vuelto al convento, desde que me hallé más viejo y
abatido que antes, casi ciego, baldado y postrado en el lecho, he
cavilado y meditado mucho y siento que se ha mejorado y casi se ha
transformado mi alma. Tal vez sin los últimos sucesos de mi vida, ora
sean imaginarios, ora sean reales, no hubiera sobrevenido en mi ser esta
transformación, esta conversión, que califico de dichosa. A ti te la
debo y por ello te doy las gracias. El pensamiento, cuando no se expresa
y se determina por medio de la palabra, cuando persiste hundido en las
profundidades de nuestro ser, sin comunicarse y declararse a otro ser
inteligente, es confuso caos, de cuya verdad o de cuya mentira, de cuya
bondad o de cuya insignificancia, no estamos seguros. La plena
conciencia no aparece sino con la palabra emitida y comunicada. Por eso
es con Dios coeterno su Verbo. Ni el amor inefable y divino hubiera
brotado nunca en la mente suprema, si de la contemplación del propio
Verbo desde la eternidad no hubiera nacido. Débil trasunto, pobre
semejanza de tan altos misterios hay sin duda en el fondo del alma
humana. Dios, con su palabra, engendró el amor y creó el Universo. Yo,
con mi palabra, si acierto a expresar con ella lo que agita mi mente de
un modo confuso, engendraré también mi amor y daré consistencia a la
todavía vaga creación en que este amor mío ha de satisfacerse y
aquietarse, cumpliéndose así mi destino. Tales son los motivos que me
impulsan hoy a dirigirme a ti y a hacerte una confesión sincera y
amplia, procurando poner orden y concierto en mis ideas y expresarlas
luego y presentarlas a tu inteligencia, creando yo así mi luz, mi amor y
mi universo hasta donde alcancen mis limitadas y débiles facultades
humanas.




-IV-


Fray Miguel se fatigaba tanto al hablar, que, en breve, tenía que
suspender su discurso y dejarle para otro día. Prescindiendo nosotros de
tales interrupciones, aunque en cierto modo marcándolas e indicándolas,
pondremos aquí los diversos fragmentos, unos en pos de otros, en el
orden en que Fray Miguel los pronunció y en el que el Padre Ambrosio los
conservó por escrito.

--Convencido estoy de que has querido darme una lección de moral,
parecida en su traza a la que dio don Illán de Toledo, famoso mágico, a
cierto ambicioso Deán de Santiago. Tú, con todo, no has querido
demostrar que yo soy ingrato. Tú estabas seguro de mi gratitud. Más alta
era la moraleja que de mi historia, semejante a la que refirió al Conde
Lucanor su consejero Patronio, has querido tú sacar ahora. Yo soy buen
discípulo, aspiro a ayudarte en tu trabajo, y voy a sacar de él
deducciones tan trascendentales que ya coincidan con las que tú
esperabas sacar, ya vayan más lejos o suban más alto todavía.

--Alégrate y enorgullécete. Has querido curarme de mi ambición
desesperada. Duro ha sido el remedio. Como quien con hierro candente
quema un cáncer, tú has curado el que roía mis entrañas. No sólo te
perdono, sino que te agradezco la cauterización dolorosa. Mi sed de
poder y de gloria se aquietó y sació con satisfacciones soñadas. Hoy, al
reconocer que fueron sueño, reconozco también la vanidad de tales
satisfacciones, aun cuando sean reales. El sabio lo ha dicho: _que ni la
carrera es de los ligeros, ni la guerra de los fuertes, ni el pan de los
sabios, ni las riquezas de los doctos, ni la gracia de los artífices;
sino el tiempo y la casualidad en todo_. De mis victorias y de mis
triunfos no debo, pues, jactarme. Si al tiempo y a la casualidad se
deben, para contentamiento de mi orgullo, lo mismo valen e importan, ora
hayan sido realidad, ora sueño.

--Tales son las consideraciones que me mueven a desechar primero el
engreimiento personal y más tarde el engreimiento de nación y de casta.
Por cima de todo está Dios, y con él y en él la fe y la esperanza de que
no hay mal que no sea aparente o caduco y que no se ordene a fin dichoso
y grande. Así, en mi interior meditación vine yo a resignarme y a buscar
y hallar dulce quietud y algo a modo de bienaventuranza en mi plena
conformidad con los designios divinos. Me desnudé del estrecho egoísmo y
arrojé lejos de mí el amor propio sin anhelar ya gozarle complacido y
sin el temor ya de sufrirle lastimado.

--Conforme hubiera estado desde entonces mi voluntad, con la voluntad
del Altísimo, si un obstáculo, que me pareció insuperable, no se hubiera
opuesto. Con este obstáculo he tenido que trabar tremenda lucha. Yo pude
libertarme de la ambición y de la codicia, pude desdeñar y desdeñé
gloria, poder y riqueza. El amor de la mujer quedó, no obstante, firme
en contra mía, atajando el camino por donde ansiaba yo acercarme a la
reconciliación suprema. Disípense en buena hora como niebla o como humo
todas las proezas de que me sentí capaz y que realicé o soñé. Lo que yo
no consentía era que el amor de la mujer también se disipase. Hasta los
crímenes, hasta las horribles tragedias que este amor produjo, no me
resignaba yo a que se convirtiese en sueños, convirtiendo en sueños el
amor mismo. Urbási, la bella Urbási, se me aparecía, como recuerdo vivo
le algo real, no como sombra fantástica, y me mostraba su admirable y
hermosa figura y el blanco pecho desnudo, donde yo veía, en el lado del
corazón, profunda herida brotando hirviente y roja sangre que ansiaba yo
restañar y represar con mis labios. Pena infernal me causaba esta
aparición trágica, pero me causaba a la vez tan inefable y sublime
deleite, que mi alma toda se enfurecía de que fuese aquello ilusorio y
vano y pugnaba aún por mantenerlo, al menos por recuerdo, como real y
consistente. No; la causa de nuestro amor a la mujer no reside sólo en
nuestro miserable cuerpo. Aunque el cuerpo decaiga, envejezca y enferme,
el alma, inmortal, sigue amándola. El alma inmortal es alma de mujer o
de hombre, y a veces imaginaba yo que esta diferencia de inmortal
duración hacía también inmortalmente duradero e invencible el amor que
una mujer me había inspirado. Y esta mujer, o si se quiere este
hermosísimo aunque terrible fantasma de mi mente, se interponía entre
ella y lo infinito en que su raíz estriba, y no me dejaba llegar hasta
él, reteniéndome cautivo y arrancando a mi espíritu las alas con que
anhelaba volar tan alto y el ímpetu vigoroso con que pensaba sumirse en
el abismo del ser y hacerse superior a todo lo creado y contingente al
penetrar en dicho abismo. No acierto a ponderar el esfuerzo pasmoso de
mi voluntad para llegar a destruir, después de haber destruido y roto
los demás ídolos, la imagen seductora de la mujer amada. Esta imagen,
que llegué a suponer indeleble, lo perturbaba y lo bastardeaba todo en
mi alma. No había concepto moral ni religioso al que ella no diese
forma, profanando mi religión y convirtiéndola en idolatría. Ella, su
imagen, ya se me mostraba representando la ciencia, ya la filosofía, ya
la caridad, ya cualquiera de las otras virtudes, ya la ninfa pulquérrima
y predilecta del cielo, esposa o amante de los dioses inmortales y madre
dichosa de los semi-dioses o héroes salvadores. Yo me explicaba a mi
modo, porque también los sentía, los encontrados sentimientos que
inspira la mujer, desde hace muchos siglos. Ora el misticismo amoroso y
caballeresco la ensalza y la purifica como algo venido del Empíreo, como
fuente inexhausta de todo noble sentir y de todo arranque generoso, y
crea la Beatriz y la Laura de los egregios poetas, ora el ascetismo
adusto la aborrece y la teme, como nido de víboras, como oficina de
embustes y de pecados, y como el más seguro anzuelo de que se vale
Satanás para perdernos. Rudo combate y grandísima pena me costó lanzar
de mi pensamiento la imagen de la mujer, que con tan contrarios aspectos
se me mostraba y que del efímero enlace o de la mentida concordia,
producida por la atracción irresistible que nos lleva hacia ella, hacía
brotar discordias sin término y dualidad irreducible, como si hubiese
dos eternos creadores y conservadores del mundo y no uno solo. En fin,
mi empeño fue tan obstinado que logré borrar la imagen de Urbási,
grabada en mi corazón como sello puesto allí por el demonio en señal de
que yo era su esclavo. Entonces brotaron de nuevo y más pujantes las
alas de mi espíritu. Y no por la ciencia, no por el presunto conocer,
sino con humildad, desprendiéndome de todo afecto pasajero, de toda
liviana inclinación a las cosas creadas, logré subir hasta el manantial
inagotable de donde todas manan y en el amor del bien soberano cifrar y
confundir todos mis otros amores, empezando por el de mí mismo. Hoy no
hay mal que bien no me parezca, ni desdicha que no me parezca ventura,
porque lo que Dios quiere no puede menos de ser lo mejor y lo más
deseable. Aunque para el cumplimiento de su inflexible justicia, y a
pesar de su infinita misericordia, tuviese yo que padecer las penas
eternas, al padecerlas yo por su amor, gozaría de tan inefable deleite,
que se me transformaría el infierno en cielo, de la misma manera que
antes, dominado yo por el egoísmo, transformaba el cielo en infierno.





End of the Project Gutenberg EBook of Morsamor, by Juan Valera

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