Las paredes oyen

By Juan Ruiz de Alarcón

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Title: Las paredes oyen

Author: Juan Ruiz de Alarcón

Release date: December 12, 2025 [eBook #77445]

Language: Spanish

Original publication: Buenos Aires: Editora Internacional, 1924

Credits: Ramón Pajares Box (imágenes procedentes de los fondos de la Biblioteca Nacional de España).


*** START OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK LAS PAREDES OYEN ***

NOTA DE TRANSCRIPCIÓN

  * Las cursivas se muestran entre _subrayados_ y las versalitas se han
    convertido a MAYÚSCULAS.

  * Los errores de imprenta han sido corregidos, acudiendo a la edición
    _princeps_ de 1628 para resolver las dudas.

  * La ortografía del texto original ha sido modernizada de acuerdo con
    las normas publicadas en 2010 por la Real Academia Española.

  * La puntuación también ha sufrido ligeros retoques al modernizarla.

  * En algunas ocasiones las acotaciones escénicas han sido desplazadas
    ligeramente dentro de su estrofa para la mejor comprensión del texto.




  TEATRO ESPAÑOL

  JUAN RUIZ DE ALARCÓN

  LAS PAREDES OYEN

  [Ilustración]

  EDITORA INTERNACIONAL
  MADRID · BERLÍN · BUENOS AIRES




  SE RESERVAN TODOS LOS DERECHOS QUE
  INDICA LA LEY DEL 19 DE JUNIO 1901 ASÍ
  COMO LOS DERECHOS DE TRADUCCIÓN.

  COPYRIGHT 1924 BY EDITORA INTERNACIONAL
  BUENOS AIRES.




PRÓLOGO.


«Las paredes oyen» es la mejor de las comedias de don Juan Ruiz de
Alarcón, y se distingue por no encontrarse en ella los defectos que
eran comunes a cuantas en aquella época se escribieron.

No tiene escenas enfadosas ni largos recitados, ni se abusa de aquellas
conceptuosas retahílas en que para expresar sentimientos de amor se
prodigan las metáforas mitológicas; las mutaciones de decoración no son
frecuentes; el plan está hecho con una admirable habilidad.

Don Mendo, que es vano y murmurador, pregona sus venturas y corteja
a dos damas: doña Ana, a la que ama verdaderamente, y doña Lucrecia,
prima de esta; y como por escrito y de palabra habla mal de una y otra,
ambas lo llegan a saber y las dos le rechazan, otorgando sus favores
respectivamente a dos galanes, que las defendieron de las murmuraciones
de don Mendo.

Unas veces oye doña Ana misma lo que don Mendo murmura de ella para
impedir que inspire sentimientos de amor al duque Urbino; otras cae en
las manos de doña Lucrecia el papel escrito por él en que la ridiculiza
ante su propio rival; otra, censura a sus amigos sin sospechar que le
escuchan disfrazados de cocheros, y hasta la criada de la dama de sus
pensamientos oye que la llama vieja, y desde aquel momento se convierte
en su implacable enemiga.

«Las paredes oyen» y todo cuanto murmura se sabe, y se concitan contra
él las antipatías y los odios de quienes le profesaban sentimientos
opuestos.

Todo esto sucede con tal naturalidad, y el diálogo es tan justo y
adecuado, que se puede decir que en este punto es una comedia modelo.

Además, tiene algunos trozos epigramáticos no inferiores a los del
mismo Tirso de Molina, como aquella relación del Beltrán, en el primer
acto, en la que explica que todo se reduce en la vida a pedir dinero.

Semeja a «La Verdad sospechosa» del mismo autor, en que fustiga en ella
el vicio de la murmuración como en la primera se censura el de mentir;
pero la trama, el movimiento de los personajes y hasta el diálogo,
superan en esta a aquella.

La murmuración es un defecto tan general como censurable, que, aunque
prediquen contra él los moralistas y le fustiguen los literatos, no ha
de extirparse, porque se engendra en la propia naturaleza dispuesta
a apreciar defectos ajenos y que para juzgarlos ven, como dice el
Evangelio, la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio.

San Francisco de Sales decía que la suprema virtud era la benevolencia
para juzgar al prójimo, y aconsejaba que al referir alguna cosa se
procurara siempre darle la interpretación más benévola; la Biblia
nos habla de Datán, Coré y Abirón, a los que se tragó la tierra por
murmuradores; pero en cambio en nuestro tiempo se considera indicio de
gracia y de cualidades sociales ridiculizar con ingenio a las personas
y sus actos, y en un salón, aquel que no murmura resulta aburrido.

Otras personas, para medrar en política, donde es más útil que hacerse
amar hacerse temer, emplean la murmuración, y algunos murmuran para
defenderse, como la célebre condesa de Campo Alange que, señalando con
el dedo su lengua, decía: esta es mi guardia civil.

Todo esto quiere decir que «Las paredes oyen», como cuanto se ha
escrito contra los murmuradores, ha servido para enriquecer el tesoro
literario del país, pero los resultados para la corrección del defecto
seguramente no han de corresponder a la importancia del éxito logrado.

Además de las muchas cualidades de don Juan Ruiz de Alarcón, ofrece un
motivo a la consideración de los pueblos de América donde se habla el
español, y es la de haber nacido en Méjico o en Nueva España, que es el
nombre que llevaba entonces aquel virreinato.

Ruiz de Alarcón, que vivió y trabajó en España, y que en su obra
retrató costumbres netamente españolas, había nacido en Méjico, como
en el siglo XIX aconteció con otro ilustre autor dramático que vivió,
trabajó y murió en Madrid, y que había nacido en Buenos Aires: don
Ventura de la Vega.

Don Juan Ruiz de Alarcón, piadoso como todos los señores de su época,
dotó una fundación para religiosos en Madrid, donde yacían sus restos,
y el convento, que no sabemos si existe aún, pero que existía hace
pocos años, era denominado de «Don Juan de Alarcón», y lo mismo la
iglesia.

Nació en América, vivió en España, llevó las costumbres y los
personajes de ella a la escena, murió en el seno del catolicismo y
dispuso que sus restos reposasen en una iglesia que él había fundado.

Alarcón era un americano español, como lo era la mayor parte.

Un escritor español de peregrino ingenio, comentaba en una crónica
enviada a un periódico madrileño que cuando en tierra extranjera
declaraba su nacionalidad española le preguntaban:

Pero ¿es usted español de España?

Esta pregunta no demuestra ignorancia, sino, por el contrario, un
concepto exacto de que la condición de español no depende del lugar
de nacimiento, sino que la determina la raza y la sangre que corre
por nuestras venas, y por eso tan español es el de España como el de
América, aunque su nacionalidad sea distinta.

Don Juan Ruiz de Alarcón es un español de América, gloria de
la Literatura española y símbolo, por tanto, de esa unión
hispanoamericana, supremo ideal político de los pueblos llamados a
formarla y que, como la estrella Polar marca siempre el Norte, en el
horizonte político señala el rumbo del renacimiento de la Raza.




JUAN RUIZ DE ALARCÓN

LAS PAREDES OYEN




PERSONAS.


  DON MENDO,     _galán._
  DON JUAN,      _galán._
  EL DUQUE,      _galán._
  EL CONDE,      _galán._
  LEONARDO,      _criado._
  BELTRÁN,       _gracioso._
  DOÑA ANA,      _dama viuda._
  DOÑA LUCRECIA, _dama._
  CELIA,         _criada._
  ORTIZ,         _escudero._
  FABIO,
  MARCELO.       _criados del Duque._




ACTO PRIMERO.


Escena primera.

Sala en casa de doña Ana.

_Don Juan, vestido llanamente, y Beltrán._

DON JUAN.

    Tiéneme desesperado,
    Beltrán, la desigualdad,
    si no de mi calidad,
    de mis partes, y mi estado.
    La hermosura de doña Ana,
    el cuerpo airoso y gentil,
    bella emulación de abril,
    dulce envidia de Diana,
    ¡mira tú cómo podrán,
    dar esperanza al deseo
    de un hombre tan pobre y feo,
    y de mal talle, Beltrán!

BELTRÁN.

    A un Narciso, cortesano,
    un humano Serafín
    resistió un siglo, y al fin
    la halló en brazos de un enano.
    Y si las historias creo,
    y ejemplos de autores graves
    (pues, aunque sirviente, sabes
    que a ratos escribo y leo),
    me dicen que es ciego amor,
    y sin consejo se inclina;
    que la emperatriz Faustina
    quiso un feo esgrimidor;
    que mil injustos deseos,
    puestos locamente en ella,
    cumplió Hipia noble y bella
    de hombres humildes y feos.

DON JUAN.

    Beltrán, ¿para qué refieres
    comparaciones tan vanas?
    ¿No ves que eran más livianas
    que bellas esas mujeres,
    y que en doña Ana es locura
    esperar igual error,
    en quien excede el honor,
    al milagro de hermosura?

BELTRÁN.

    ¿No eres don Juan de Mendoza?
    Pues doña Ana ¿qué perdiera
    cuando la mano te diera?

DON JUAN.

    Tan alta fortuna goza,
    que nos hace desiguales
    la humilde en que yo me veo.

BELTRÁN.

    Que diste en el punto, creo,
    de que proceden tus males.
    Si Fortuna en tu humildad
    con un soplo te ayudara,
    a fe que te aprovechara
    la misma desigualdad.
    Fortuna acompaña al dios
    que amorosas flechas tira,
    que en un templo los de Egira
    adoraban a los dos.
    Sin riqueza, su hermosura
    pudieras lograr tu intento:
    siglos de merecimiento
    trueco a puntos de ventura.

DON JUAN.

    Eso mismo me acobarda:
    ¡soy desdichado, Beltrán!

BELTRÁN.

    Trocar las manos podrán
    fortuna y amor; aguarda.

DON JUAN.

    Si a don Mendo hace favor,
    ¿qué esperanza he de tener?

BELTRÁN.

    En ese echarás de ver,
    que es todo fortuna amor.
    A competencia lo quieren
    doña Ana y doña Teodora;
    doña Lucrecia lo adora,
    todas al fin por él mueren.
    Jamás el desdén gustó.

DON JUAN.

    Es bello, rico y mancebo.

BELTRÁN.

    ¡Cuánto mejor era Febo,
    y Dafne lo desdeñó!
    Y cuando no conociera
    otro en perfección igual,
    aquesto de decir mal
    ¿es defecto como quiera?

DON JUAN.

    ¿Y no es eso murmurar?

BELTRÁN.

    Esto es decir lo que siento.

DON JUAN.

    Lo que siente el pensamiento
    no siempre se ha de explicar.

BELTRÁN.

    Decir...

DON JUAN.

             Que calles te digo,
    y ten por cosa segura
    que tiene aquel que murmura
    en su lengua su enemigo.

BELTRÁN.

    Entre tus desconfianzas
    en su casa entrar te veo;
    sin duda que el gran deseo
    engaña tus esperanzas.
    Vete en desierto lugar,
    y no ceses de dar voces,
    y aunque tu muerte conoces,
    nadas en medio del mar.

DON JUAN.

    Lo que en gran tiempo no ha hecho
    hace amor en solo un día,
    venciendo en fin la porfía.

BELTRÁN.

    Que te sucede, sospecho,
    lo que al tahúr que, en perdiendo,
    solamente con decir:
    «¡Que no sepa yo gruñir!»
    está sin cesar gruñendo.
    Tú dices que desesperas,
    y entre el mismo no esperar
    nunca dejas de intentar:
    ¿qué más haces cuando esperas?
    ¿Tú piensas que el esperar
    es alguna confección
    venida ya del Japón?
    El esperar es pensar
    que puede al fin suceder
    aquello que se desea,
    y quien hace porque sea
    bien piensa que pueda ser.

DON JUAN.

    (_Saca una carta_).
    Pues si con esta invención
    en su desdén no hay mudanza,
    aunque viva mi esperanza,
    morirá mi pretensión.

BELTRÁN.

    El mercader marinero,
    con la codicia avarienta,
    cada viaje que intenta
    dice que será el postrero.
    Así tú, cuando imagino
    que desengañado estás,
    ya con nuevo intento vas
    en la mitad del camino.
    Mas dime: ¿qué te ha obligado
    a trazar esta invención
    para mostrar tu afición,
    pudiendo con un criado
    de su casa negociar
    lo que tú vienes a hacer?

DON JUAN.

    No he de arriesgarme a ofender
    a quien pretendo obligar;
    que como es tan delicada
    la honra, suele perderse
    solamente con saberse
    que ha sido solicitada.
    Y así del murmurador
    pretendo que esté segura
    mi desdicha o mi ventura,
    su flaqueza o su valor.
    Que aun a ti mismo callado
    estos intentos hubiera,
    si en ti, Beltrán, no tuviera
    más amigo que criado.

BELTRÁN.

    ¿Toda esta casa, don Juan,
    a una mujer aposenta?

DON JUAN.

    Seis mil ducados de renta,
    ¿qué alcázar no ocuparán?

BELTRÁN.

    Celia es esta.


Escena II.

_Dichos y Celia._

CELIA.

                   ¿Qué mandáis,
    señor don Juan?

DON JUAN.

                    Celia mía,
    besar las manos quería,
    si licencia me alcanzáis,
    a mi señora doña Ana.

CELIA.

    Que será imposible, entiendo,
    porque se está previniendo
    para partirse mañana
    a una novena a Alcalá.

DON JUAN.

    ¿De la corte se desvía
    cuando el celebrado día
    de san Juan tan cerca está?

CELIA.

    Para los tristes no hay fiesta.

DON JUAN.

    Pues, Celia, verla me importa;
    la visita será corta;
    solo le quiero dar esta
    que le ha venido en un pliego,
    y me dice quien la envía
    que solo de mí confía
    el darla.

CELIA.

    Yo salgo luego.


Escena III.

_Don Juan y Beltrán._

BELTRÁN.

    No hay pobre con calidad:
    si un villano rico fueras,
    a fe que nunca tuvieras
    en verla dificultad.

DON JUAN.

    Si ella está tan de camino,
    que es justa la causa creo.

BELTRÁN.

    Lo que con los ojos veo...

DON JUAN.

    Malicioso desatino.

BELTRÁN.

    ¿Cuánto va que no la ves?

DON JUAN.

    De no alcanzar no se ofende
    quien lo difícil emprende;
    mas doña Ana es muy cortés.

BELTRÁN.

    Y ahora, ¿qué hemos de hacer,
    que ella se parte a Alcalá?

DON JUAN.

    En tanto que ausente está,
    aguardar y padecer.

BELTRÁN.

    Bueno fuera acompañarla.

DON JUAN.

    Si, como quien soy, pudiera,
    forzoso el hacerlo fuera
    si así entendiese obligarla.
    Mas ni me ayuda el poder,
    ni ella lo agradecería,
    por la nota que daría
    si se llegase a entender.

BELTRÁN.

    Ella sale.

DON JUAN.

               Di, Beltrán,
    que la aurora bella y clara.


Escena IV.

_Dichos, y doña Ana hablando aparte a Celia._

DOÑA ANA.

    ¡Ay Celia, y qué mala cara,
    y mal talle de don Juan!

DON JUAN.

    Aunque me dijo, señora,
    Celia vuestra ocupación,
    con que fuera más razón
    el no estorbaros ahora,
    la importancia contenida
    (_Dale la carta_)
    en esta carta que os doy,
    me disculpa.

DOÑA ANA.

                 Nunca estoy,
    señor don Juan, impedida
    para recibir merced
    de tan noble caballero.

DON JUAN.

    Vuestro soy; repuesta espero.
    Si sois servida, leed.

DOÑA ANA.

    Ser descortés me mandáis.

DON JUAN.

    Leed, que importa una vida,
    que cerca está de perdida
    si remedio no le dais.

DOÑA ANA.

    Si está su defensa en mí,
    la pena y temor dejad.

DON JUAN.

    El caso es grave, mandad
    que estemos solos aquí,
    que tenemos que tratar,
    y el secreto es importante.

DOÑA ANA.

    Dejadnos solos.

BELTRÁN.

                    Amante
    fue el inventor de engañar.

(_Vanse Beltrán y Celia_).


Escena V.

_Doña Ana y don Juan._

DON JUAN.

    Pues contigo solo estoy,
    porque mi recato veas
    (_Va a leer doña Ana, y detiénela_),
    oye, señora: no leas,
    que la carta viva soy.
    Que me atreva no te altere,
    pues estoy solo contigo,
    y un agravio sin testigo,
    al punto que nace muere.
    Desde que la vez primera
    vi la luz de tu arrebol,
    dos veces la ha dado el sol
    a los signos de su esfera;
    como al que el rayo tocó
    de Júpiter vengativo,
    por gran tiempo muerto, vivo
    en un instante quedó;
    como aquel, que la cabeza
    de la Górgona miraba,
    por un peñasco trocaba
    la humana naturaleza;
    tal en viéndote, me veo,
    tan absorto y admirado,
    que en admirarme ocupado,
    no doy lugar al deseo;
    que esos divinos despojos
    tanta gloria me mostraron,
    que al punto me arrebataron
    toda el alma por los ojos.

DOÑA ANA.

    Tened, don Juan, ¿esto para
    todo en que amor me tenéis?

DON JUAN.

    No, porque ya lo sabéis,
    y en vano el tiempo gastara.

DOÑA ANA.

    ¿En que os morís?

DON JUAN.

                      No, señora;
    pues ni en morir parará,
    que en el alma vivirá
    el amor que os tengo ahora.

DOÑA ANA.

    ¿Para en pedirme que os quiera?

DON JUAN.

    Ni llega, señora, ahí,
    que no hay méritos en mí
    para que a tal me atreviera.

DOÑA ANA.

    Pues decid lo que queréis.

DON JUAN.

    Quiero... Solo sé que os quiero,
    y que remedio no espero,
    viendo lo que merecéis.
    Como el mísero doliente
    que en el lecho fatigado,
    a cualquier parte inclinado,
    los mismos dolores siente;
    y por huir del tormento,
    que en cada lado es mayor,
    busca alivio a su dolor
    en el mismo movimiento;
    así yo con mi cuidado
    vengo a vos, dueño querido,
    no de esperanza inducido,
    sino de dolor forzado;
    por no morir con callarlo,
    no por sanar con decirlo,
    pues es imposible el sufrirlo
    como lo es el remediarlo.
    Y así no os ha de ofender
    que me atreva a declarar,
    pues va junto el confesar,
    que no os puedo merecer.

DOÑA ANA.

    ¿Queréis más?

DON JUAN.

                  ¿Qué más que vos?
    Si entender queréis mi estado,
    en que os quiero está cifrado.

DOÑA ANA.

    Pues, señor don Juan, adiós.

DON JUAN.

    Tened, ¿no me respondéis?,
    ¿de esta suerte me dejáis?

DOÑA ANA.

    ¿No habéis dicho que me amáis?

DON JUAN.

    Yo lo he dicho, y vos lo veis.

DOÑA ANA.

    ¿No decís que vuestro intento
    no es pedirme que yo os quiera,
    porque atrevimiento fuera?

DON JUAN.

    Así lo he dicho y lo siento.

DOÑA ANA.

    ¿No decís que no tenéis
    esperanzas de ablandarme?

DON JUAN.

    Yo lo he dicho.

DOÑA ANA.

                    ¿Y que igualarme
    en méritos no podéis,
    vuestra lengua no afirmó?

DON JUAN.

    Yo lo he dicho de este modo.

DOÑA ANA.

    Pues si vos lo decís todo,
    ¿qué queréis que os diga yo?

(_Vase_).


Escena VI.

_Don Juan._

DON JUAN.

    ¡Oh venga la muerte, acabe
    con vida tan desdichada,
    que solo puede su espada
    remediar pena tan grave!
    ¿Qué delito cometí
    en quererte, ingrata fiera?
    Quiera Dios... pero no quiera,
    que te quiero más que a mí.


Escena VII.

_Don Juan, Celia y Beltrán._

CELIA.

    ¡Ah desdichado don Juan!

BELTRÁN.

    Ayúdale.

CELIA.

             A Dios pluguiera
    que mi voluntad valiera.

(_Vase_).


Escena VIII.

_Don Juan y Beltrán._

BELTRÁN.

    ¿Pues qué tenemos?

DON JUAN.

                       Beltrán:
      La verdad huye, a la esperanza pido
    Engaños que alimenten mi deseo
    eternos contra mí imposibles veo,
    nado en un golfo, ni de un leño asido;
      con el vuelo de amor más atrevido
    no subo un paso, y aunque más peleo,
    al fin vencido soy de lo que creo,
    vencedor solo en lo que soy vencido.
      Así desesperado victorioso
    niego al deseo engaños, y a la gloria
    más vivo anhelo, si su muerte sigo.
      ¡Triste donde es el no esperar forzoso,
    donde el desesperar es la victoria,
    donde el vencer da fuerza al enemigo!

BELTRÁN.

      ¡Triste donde es forzoso andar contigo,
    donde hallar que comer es gran victoria,
    donde el cenar es siempre de memoria!


Escena IX.

Sala en casa de don Mendo.

_El Conde, don Mendo y Ortiz._

CONDE.

    A mi señora Lucrecia
    dad, Ortiz, ese papel.

(_Dale un papel_).

ORTIZ.

    Guárdeos Dios.

(_Vase_).

DON MENDO.

                   Cosa cruel
    Conde, es una mujer necia.

CONDE.

    ¿Cómo?

DON MENDO.

           Con celos y amor
    sale Lucrecia de sí.

CONDE.

    ¿Con causa, don Mendo?

DON MENDO.

                           Sí;
    mas tanto el yerro es mayor.
    Si por doña Ana estoy ciego,
    ella ¿qué ha de remediar
    con reñir, y con celar,
    sino añadir fuerza al fuego?

CONDE.

    (_Aparte_).
    (¡Quieran, Lucrecia, los cielos,
    que te mude esta mudanza,
    y a mi perdida esperanza
    abran la puerta tus celos!)
    Y vos, ¿qué le respondéis?

DON MENDO.

    Nunca el negar hizo daño.

CONDE.

    Mejor fuera el desengaño
    si en otra parte queréis.

DON MENDO.

    Dañarme, Conde, podría,
    que su amor causó en mi pecho
    terrible incendio, y sospecho
    que hay centellas todavía.
    Y quien antiguo cuidado
    arraigado al alma tiene,
    ha de obligar el que viene,
    sin despedir el pasado;
    que mil veces se agradó
    de la novedad Cupido,
    y vuelve a buscar rendido
    lo que arrogante dejó.

CONDE.

    Avariento sois de amor.

DON MENDO.

    Más el de doña Ana estimo.

CONDE.

    ¿Y ella os quiere?

DON MENDO.

                       Pienso, primo,
    que merezco su favor.

CONDE.

    ¿Qué hay de Teodora?

DON MENDO.

                         Quería
    que yo fuese su marido,
    como si hubieran nacido
    mis abuelos en Turquía.

CONDE.

    Sin ser loca, yo no creo
    que ninguna mujer pida
    la esclavitud de una vida
    por la muerte de un deseo.

DON MENDO.

    Pues ya después que mi amor
    sacó pies amedrentado,
    en ello crece el cuidado,
    y al paso de él, mi rigor.
    Ya sin esa condición
    estimara mis favores.

CONDE.

    Dichoso sois en amores.

DON MENDO.

    En el signo del León
    Marte y Venus concurrieron
    de mi nacimiento el día,
    y si hay cierta astrología,
    ellos amable me hicieron...
    Mas adiós, primo, que es tarde,
    y a doña Ana quiero ver,
    que hoy su sol se va a poner
    en Alcalá.

CONDE.

    Dios os guarde.

(_Vase el Conde_).


Escena X.

_Don Mendo y Leonardo._

LEONARDO.

    El coche a la puerta está;
    que ya se para imagino.

DON MENDO.

    Tenme el coche de camino
    a la puerta de Alcalá.
    Parta al punto el repostero,
    y encárgales, por mi vida,
    que esté a punto la comida
    en la venta de Vivero.
    Haz cómo doña Ana vea
    en mi prevención mi amor.

LEONARDO.

    Toda tu gente, señor,
    su vida en tu gusto emplea.

(_Vanse_).


Escena XI.

Sala en casa de doña Ana.

_Doña Ana, de camino, y Celia._

DOÑA ANA.

    ¿De qué vas triste? ¿De qué
    lo van todas mis doncellas?
    Habla, dime sus querellas.

CELIA.

    Señora, verdad diré,
    pues obligación me pones:
    tienen tus criadas todas
    en la esperanza sus bodas
    y en la corte sus pasiones;
    y como de aquí a seis días
    es la noche de san Juan,
    cuando los amantes dan
    indicios de sus porfías,
    sienten el ver que esa noche
    en la corte no han de estar.

DOÑA ANA.

    Pues pierdan, Celia, el pesar,
    que por la posta en un coche
    conmigo entonces vendrán;
    porque se alegre mi gente,
    gozaré secretamente
    de la noche de San Juan,
    y volvereme a la aurora
    a proseguir mis novenas.

CELIA.

    Alivie el cielo tus penas;
    mas ¿no era mejor, señora,
    dilatar esta partida?

DOÑA ANA.

    Si sabes que estoy muriendo
    por dar la mano a don Mendo,
    y no hay cosa que lo impida
    sino el cumplir las novenas,
    que a san Diego prometí,
    ¿dilataré, estando así,
    el remedio de mis penas?
    Con esta traza que doy
    ninguna queda quejosa.

CELIA.

    Hágate el cielo dichosa;
    a darles la nueva voy.

DOÑA ANA.

    Encárgales por mi vida
    el secreto.

CELIA.

                Así lo haré.
    Don Mendo viene.

DOÑA ANA.

                     Tendré
    buen agüero en la partida.


Escena XII.

_Doña Ana y don Mendo._

DON MENDO.

      Los campos de Alcalá, bella señora,
    desdeñan los favores del verano,
    y de la fértil flora
    no solicitan ya la diestra mano,
    después que primavera les reparte
    la dichosa esperanza de mirarte.
      Los arroyos, que esperan ser espejos,
    en quien de esos dos soles celestiales,
    se miran los reflejos,
    transforman sus corrientes en cristales;
    y el agua en cambio de besarlos, grata
    hace a tus blancos pies, puente de plata.
      Al nuevo sol que nace, agradecidas
    en verdes ramos las cantoras aves
    a coros divididas,
    dando a los vientos músicas süaves,
    para explicar la gloria de este día
    articular intentan su armonía.
      Parte, oh feliz, que el céfiro süave
    lisonjear pretende codicioso
    la voladora nave,
    de nueva Europa, Júpiter dichoso
    por quien en Indias vuelto, Manzanares,
    España de sus glorias hace a Henares.
      Parte, oh primero móvil adorado,
    de quien siguiendo voy el movimiento,
    si bien arrebatado,
    pues tras mi centro corro no violento;
    que yo, si lo merezco, gloria mía,
    voy a ser el lucero de este día.

DOÑA ANA.

      Los campos de esperanza matizados,
    la consonancia dulce de las aves,
    los cristales cuajados,
    las lisonjas del céfiro süaves,
    en nada estimo, y estimara solo
    llevar por mi lucero al mismo Apolo.
      Mas cuando el corazón lo solicita
    forzosa acción de amor correspondiente,
    ni el honor acredita,
    ni el estado que tengo lo consiente.

DON MENDO.

    Es imán de mis ojos tu presencia.

DOÑA ANA.

    Justo efecto de amor es la obediencia.

DON MENDO.

    ¿Sin ti queréis dejarme?

DOÑA ANA.

                               Yo, don Mendo,
    parto sin ti.

DON MENDO.

                  ¿Qué mucho? Vas helada
    cuando yo quedo ardiendo.

DOÑA ANA.

    Segura fuese yo, como abrasada.

DON MENDO.

    No me apartes de ti si desconfías.

DOÑA ANA.

    Vive el recato entre las ansias mías.

DON MENDO.

    ¿No me llamas tu dueño?

DOÑA ANA.

                              Y de mis ojos,
    cierta lengua del alma, lo has sabido.

DON MENDO.

    ¿De quién temes enojos,
    cuando te adoro yo, de ti querido?

DOÑA ANA.

    Hasta el sí conyugal temo mudanza,
    que no hay dentro del mar cierta bonanza.
      En tanto que a mis deudos comunico
    la dichosa elección de vuestra mano,
    y devota suplico
    en Alcalá a su dueño soberano,
    que lleve a fin feliz mi intento nuevo,
    y las novenas pago, que le debo,
      puede mudarse vuestro amor ardiente,
    y quedar mi opinión en opiniones
    del vulgo maldiciente,
    que a lo peor aplica las acciones.

DON MENDO.

    ¿Mudarme yo?

DOÑA ANA.

    Temores son de amante.

DON MENDO.

    Más parece cautelas de inconstante.
      Si ya nuevo cuidado te fatiga,
    el fingido recato, ¿qué pretende?
    Declárate, enemiga,
    no el desengaño la mudanza ofende;
    vete segura, ocúpate entre tanto,
    el alma en celos, y la vida en llanto.

DOÑA ANA.

      Ofendes mi lealtad, si desconfías;
    mas porque de tu error te desengañes,
    pon secretas espías,
    prueba mi fe, como mi honor no dañes.

DON MENDO.

    Confianza tendré, mas no paciencia,
    contra el rigor, señora, de tu ausencia.


Escena XIII.

_Dichos y Celia._

CELIA.

    Doña Lucrecia, señora,
    viene a visitarte.

DOÑA ANA.

    ¿Quién?

CELIA.

    Tu prima.

DON MENDO.

    (_Aparte_).
               A impedir mi bien
    la trae mi desdicha ahora.


Escena XIV.

_Dichos, doña Lucrecia con manto, y Ortiz._

DOÑA LUCRECIA.

    No quise, prima, dejar
    de verte en esta partida.

DOÑA ANA.

    Ni yo, Lucrecia querida,
    me partiera sin pasar
    por tu casa, porque el ver
    al pasar tu rostro hermoso,
    fuese presagio dichoso
    del viaje que he de hacer.

DOÑA LUCRECIA.

    (_Aparte a don Mendo_).
    Niégame ahora, traidor,
    las verdades que estoy viendo.

DOÑA ANA.

    ¿Qué le dices a don Mendo?

DOÑA LUCRECIA.

    Del vestido de color
    le pregunto la ocasión;
    porque de irte a acompañar
    lo indica el tiempo y lugar,
    y fuera galante acción.

DOÑA ANA.

    Tan alto merecimiento
    con mi humildad no conviene
    y más que lisonja, tiene
    malicia ese pensamiento.
    Mas si conmigo partiera,
    de parecer, prima, soy,
    que pues yo de negro voy,
    de color no se vistiera.

CELIA.

    Ya bien te puedes partir,
    que los coches han venido.

DOÑA ANA.

    Que no me olvides, te pido.

DOÑA LUCRECIA.

    Por puntos te he escribir.

DOÑA ANA.

    Adiós, don Mendo.

DON MENDO.

                      Señora,
    en el coche os dejaré.

DOÑA ANA.

    Si alguno en la calle os ve,
    sospechará lo que ahora
    ha sospechado mi prima.
    Quedaos y salid después.

(_Vase_).

DON MENDO.

    Yo obedezco...
    (_Aparte de Lucrecia_).
                   y vuestros pies
    sigue el alma que os estima.


Escena XV.

_Doña Lucrecia, don Mendo y Ortiz._

DOÑA LUCRECIA.

    (_Saca un papel, y muéstralo a don Mendo_).
    ¿Conoces este papel?

DON MENDO.

    Yo, Lucrecia, lo escribí.

DOÑA LUCRECIA.

    Junta lo que has hecho aquí
    con lo que dices en él.
    Traidor, fingido, embustero,
    engañoso, ¿a ti te dan
    apellido de Guzmán
    y nombre de caballero?
    ¿Qué sangre puede tener
    quien tiene pecho traidor?
    ¿Es hazaña de valor
    engañar una mujer?

DON MENDO.

    Oye, señora...

DOÑA LUCRECIA.

                   No muevas
    esos fementidos labios,
    que intentas nuevos agravios
    con satisfacciones nuevas.

DON MENDO.

    Pues ¿qué quieres?, ¿condenarme,
    sin oír satisfacción
    por solo una presunción?

DOÑA LUCRECIA.

    ¿Qué disculpa puedes darme?
    ¿Presunción llamas, traidor,
    esta tan clara probanza
    de mi agravio y tu mudanza?

DON MENDO.

    En lo que fundas mi error,
    fundo la satisfacción:
    ¿no te dijo de mi parte
    tu escudero, que de hablarte
    deseaba una ocasión,
    donde el descargo sabrías
    del recelo que te abrasa?
    Tuve aviso de tu casa
    que a ver tu prima salías,
    y vine a esperarte aquí,
    y adelanteme en llegar,
    por no dar que sospechar,
    viéndome venir tras ti.
    ¡Mira por qué me condenas!

DOÑA LUCRECIA.

    ¿De modo que te disculpas
    multiplicando tus culpas
    y acrecentando mis penas?
    Causa doña Ana mi daño,
    ¿y con hallarte con ella
    das remedio a mi querella?

DON MENDO.

    Porque fuese el desengaño
    en su presencia más fuerte.

DOÑA LUCRECIA.

    ¿Qué desengaño me diste?

DON MENDO.

    Como tu pena encubriste,
    no quise hablando ofenderte;
    mas ten cierta confianza,
    para asegurar tus celos,
    que en el orden de los cielos,
    antes que en mí, habrá mudanza.
    Tuyo soy.

DOÑA LUCRECIA.

    Las obras creo.

DON MENDO.

    Presto, con la voluntad
    de tu padre, su verdad
    te mostrará mi deseo.


Escena XVI.

_Dichos y el Conde._

CONDE.

    (_Aparte_).
    (¿Dónde hay con celos cordura?)
    Lucrecia hermosa, don Mendo.

DON MENDO.

    Conde, que venís entiendo
    traído de mi ventura.
    Que Lucrecia ha de saber
    de vos, lo que hablamos hoy
    de su amor.

CONDE.

    Testigo soy.

DON MENDO.

    Eso a solas ha de ser,
    que pensará que os obligo
    con mi presencia a abonarme.

(_Vase_).


Escena XVII.

_Dichos menos don Mendo._

DOÑA LUCRECIA.

    (_Aparte_).
    (¡Tú dejas para informarme
    en tu favor buen testigo!)

CONDE.

    ¿He de decir la verdad?

DOÑA LUCRECIA.

    Para eso quedas aquí.

CONDE.

    Pues escúchala de mí,
    pagues, o no, mi lealtad;
    y por prevenir el daño,
    si acaso no me creyeres,
    ten secreto lo que oyeres,
    y averigua si es engaño;
    que pues me dijo don Mendo
    que cuente lo que pasó,
    cumpliendo lo que él mandó,
    nadie dirá que le ofendo;
    que aunque si intento haya sido
    que use contigo de engaño,
    no debo para mi daño
    darme yo por entendido.
    Dando hoy para ti un papel
    don Mendo a Ortiz, tu criado,
    desdeñoso y enfadado
    me dijo: «¡Cosa cruel,
    Conde, es una mujer necia!
    Después que a doña Ana di
    en servir, sale de sí
    de amor y celos Lucrecia».
    Yo le dije: «¿No es mejor
    no engañarla?» Y respondió:
    «Mil veces lo que dejó
    volvió a desear amor;
    y este caso previniendo,
    nada pierdo en conservalla».

DOÑA LUCRECIA.

    ¿Que enredos inventas? Calla;
    ¿tal pudo decir don Mendo?
    Que tu afición agradezca
    quieres así disponer;
    ¿piensas que te he de querer
    aunque a don Mendo aborrezca?

CONDE.

    Oye.

DOÑA LUCRECIA.

    No me digas nada.

CONDE.

    Averígualo advertida,
    y dame pena ofendida,
    o premio desengañada.
    Y si por amarte yo,
    duda en mi verdad has puesto,
    sírvate de indicio aquesto,
    ya que de probanza no.
    Él va tras ella a Alcalá,
    y no es este mal testigo
    del desengaño que digo;
    despacha tú quien allá
    con cuidado y sin pasión
    secretamente lo siga,
    y si mi verdad te obliga,
    premia un leal corazón;
    que será culpable error
    que prefiera en tu cuidado,
    un engaño averiguado
    a un averiguado amor.

DOÑA LUCRECIA.

    La verdad diciendo estás;
    que si negándola estoy,
    no es que crédito no doy,
    sino que pena me das.
    ¡Ah falso! ¡Ah, mal caballero!
    ¡Plegue a Dios, que en igual grado
    amante y desengañado
    pruebes el mal de que muero!
    Pluguiera a Dios, Conde mío,
    pudiera en esta ocasión
    mudarse la inclinación
    al paso que el albedrío;
    mas vive cierto, señor,
    que si me has dicho verdad,
    te dará mi voluntad,
    lo que te niega mi amor.

CONDE.

    Yo lo estimo de esa suerte.

DOÑA LUCRECIA.

    Tanto más me deberás
    cuanto me forzare más,
    Conde, por corresponderte.


Escena XVIII.

Decoración de Calle.

_Don Juan y Beltrán, de noche._

BELTRÁN.

    El duque Urbino esta noche
    bien pudiera perdonarte.

DON JUAN.

    ¿Qué puede querer?

BELTRÁN.

                       Llevarte
    querrá consigo en el coche
    amarrado al duro banco
    sin poderte entretener,
    cuando el decir y el hacer
    anda por las calles franco;
    que, noche de san Juan, hallo,
    si un peón sabe embestir,
    que suele solo rendir
    más que treinta de a caballo;
    que hay mujer, que en el engaño
    que en esta noche previene,
    librados los gustos tiene
    de los deseos de un año;
    cuál llega al poblado coche
    de angélica jerarquía,
    y siendo paje de día,
    pasa por marqués de noche;
    cuál si a pensar se acomoda
    con la viuda disfrazada,
    que entre galas de casada
    hurta los gustos de boda;
    cuál encuentra y desbarata
    una sarta de doncellas,
    de quien son las manos bellas
    engarzadoras de plata;
    cuál se llega a las que van
    brindando los retozones
    y trueca a mil refregones
    un pellizco que le dan.

DON JUAN.

    Quien los encuentros enseña,
    encuentra con un azar.

BELTRÁN.

    ¿Es el azar encontrar
    una mujer pedigüeña?
    Si eso temes, en tu vida
    en poblado vivirás;
    porque ¿dónde encontrarás
    hombre o mujer que no pida?
    Cuando dar gritos oyeres
    diciendo: «Lienzo», a un lencero,
    te dice: «dame dinero
    si de mi lienzo quisieres».
    El mercader claramente
    diciendo está, sin hablar:
    «dame dinero, y llevar
    podrás lo que te contente».
    Todos, según imagino,
    piden, que para vivir
    es fuerza dar y pedir
    cada uno por su camino:
    con la cruz el sacristán,
    con los responsos el cura,
    el monstruo con su figura,
    con su cuerpo el ganapán,
    el alguacil con la vara,
    con la pluma el escribano,
    el oficial con la mano,
    y la mujer con la cara;
    y esta, que a todos excede,
    con más razón pedirá,
    pues que más por todos da,
    y menos que todos puede;
    y el miserable que el dar
    tuviere por pesadumbre,
    ellas piden por costumbre,
    haga costumbre el negar;
    que tanto, desde que nacen,
    el pedir usado está,
    que pienso que piden ya
    sin saber lo que se hacen.
    Y así es fácil el negar,
    porque se puede inferir,
    que quien pide sin sentir
    no sentirá no alcanzar.

DON JUAN.

    Aunque más razones halles
    no has de quitarme el temor,
    Beltrán, que el azar mayor
    es el no tener que dalles;
    y más si la que he adorado,
    se dignase de mis dones.

BELTRÁN.

    ¿Aún te duran tus pasiones?

DON JUAN.

    Ardo más, más desdeñado.

BELTRÁN.

    Este es el Duque.


Escena XIX.

_Dichos, el Duque y don Mendo, de noche._

DUQUE.

    ¿Don Juan?

DON JUAN.

    Deme los pies vuecelencia.

DUQUE.

    Ya acusaba vuestra ausencia.

DON JUAN.

    Si don Mendo de Guzmán,
    Apolo de discreción,
    acompañándoos está,
    señor, ¿qué falta os hará
    el que en su comparación
    luz de una estrella no envía?

DON MENDO.

    Merced recibo de vos.

DUQUE.

    La amistad de entre los dos
    extraña la cortesía.

DON JUAN.

    Decidme, pues, el intento
    con que hemos sido llamados.

DON MENDO.

    Aquí tenéis dos criados.

DUQUE.

    Dadme, pues, oído atento.
    Hombre que a la corte viene
    recién heredado y mozo,
    pájaro que estrena el viento,
    nave que se arroja al golfo,
    que a los ojos de su rey
    y a los populares ojos,
    ni debe mostrar flaqueza,
    ni puede esconder el rostro;
    ha de regir sus acciones
    por los expertos pilotos,
    obligados, por parientes,
    por amigos, cuidadosos.
    Con esta ley os obligo
    y con esta fe os escojo,
    capitanes veteranos
    de este soldado bisoño.
    Acompañadme los dos,
    advertirme lo que ignoro,
    decidme el nombre, el estado,
    y la calidad de todos;
    y en lo de las cortesías
    principal cuidado os pongo,
    advirtiendo que con nadie,
    pretendo pecar de corto;
    que el señor siempre es señor,
    como Apolo siempre Apolo,
    aunque en lugares indignos
    entren sus rayos hermosos.
    Lengua honrosa, noble pecho,
    fácil gorra, humano rostro
    son voluntarios Argeles
    de la libertad de todos.
    Enseñadme los bajíos
    en que tocar suelen otros,
    cuál es Acates fiel,
    y cuál Sinón cauteloso;
    ya del dulce lisonjero
    el veneno en vaso de oro,
    ya la canora sirena,
    porque me defienda sordo.
    Al fin, los dos sois el hilo,
    la corte el cretense monstruo,
    por mí corren mis aciertos,
    y mis yerros por vosotros.

DON MENDO.

    Yo confieso que es muy débil,
    para ese cielo este polo;
    mas suplirán mis deseos
    el defecto de mis hombros.

DON JUAN.

    De no ser un Quinto Fabio
    hoy con mi suerte me enojo;
    mas el que soy, obediente
    a serviros me dispongo.

DUQUE.

    Con eso, en nombre de Dios,
    seguro a la mar me arrojo;
    vamos andando las calles,
    mientras pregunto y me informo.

DON MENDO.

    Esta es la calle Mayor.

DON JUAN.

    Las Indias de nuestro polo.

DON MENDO.

    Si hay Indias de empobrecer
    yo también Indias la nombro.

DON JUAN.

    Es gran tercera de gustos.

DON MENDO.

    Y gran corsaria de tontos.

DON JUAN.

    Aquí compran las mujeres.

DON MENDO.

    Y nos venden a nosotros.

DUQUE.

    ¿Quién habita en estas casas?

DON JUAN.

    Don Lope de Lara, un mozo
    muy rico, pero más noble.

DON MENDO.

    Y menos noble que tonto.
    (_Hacen dentro ruido de baile_).

DUQUE.

    Tened, que bailan allí.

DON JUAN.

    San Juan es fiesta de todos.

DON MENDO.

    Yo aseguro que van estos
    más alegres que devotos.

DUQUE.

    ¿Quién vive aquí?

DON JUAN.

                      Una viuda
    muy honrada, de buen rostro.

DON MENDO.

    Casta es la que no es rogada;
    alegres tiene los ojos.

BELTRÁN.

    (_Aparte_).
    ¡Bien haya tan buena lengua!
    ¡Vive Cristo que es un Momo!

DON JUAN.

    Esta imagen puso aquí
    un extranjero devoto.

DON MENDO.

    Y entre aquestas devociones
    no le sabe mal un logro.

DON JUAN.

    Un regidor de esta villa
    hizo este hospital famoso.

DON MENDO.

    Y primero hizo los pobres.

BELTRÁN.

    (_Aparte_).
    Por Dios que lo arrasa todo.


Escena XX.

_Dichos, doña Ana y Celia a la ventana._

DOÑA ANA.

    Hoy hace, Celia, tres años
    que mi esposo, con sus días,
    dio fin a mis alegrías,
    y dio principio a mis daños.

CELIA.

    Si de Alcalá te viniste,
    solo a gozar la alegría
    que Madrid hace este día,
    ¿por qué quieres estar triste?
    ¿Por que con esta memoria
    tan injusta guerra mueves
    contra el contento que debes
    a noche de tanta gloria?
    Ya que tu luto funesto
    te impide salir de casa
    hoy, que los límites pasa
    el estado más honesto,
    y estar quieres encerrada
    noche que el uso permite
    que los altares visite
    la doncella más honrada,
    con quien pasa, tus enojos
    divierte, señora mía,
    y niegue esta celosía
    lo que conceden tus ojos.
    Las doce han dado, señora;
    oye del segundo esposo
    el pronóstico dichoso.

DOÑA ANA.

    A don Mendo el alma adora.

DON MENDO.

    Don Juan de Mendoza...

DOÑA ANA.

                           ¡Ay, Dios!
    ¿Don Mendo no es el que habló?

CELIA.

    Sí, mas a don Juan nombró.

DOÑA ANA.

    ¿Quien duda que de los dos
    es don Mendo de Guzmán
    pronóstico para mí,
    pues antes su voz oí,
    que no el nombre de don Juan?

CELIA.

    Mas ¡qué fuera que ordenara
    el destino soberano
    que tu blanca hermosa mano
    para don Juan se guardara!

DOÑA ANA.

    Calla, necia, ¿quién pensó
    tan notable desatino?
    ¿qué importará que el destino
    quiera, si no quiero yo?
    Del cielo es la inclinación,
    el sí o el no todo es mío;
    que el hado en el albedrío
    no tiene jurisdicción.
    ¿Cómo puedo yo querer
    hombre cuya cara y talle
    me enfada solo en miralle?

CELIA.

    El amor lo puede hacer.

DOÑA ANA.

    Solo quitará el morirme,
    Celia, a don Mendo mi mano;
    que está el plazo muy cercano,
    y mi voluntad muy firme.

DUQUE.

    ¿Cúyos son estos balcones?

DON JUAN.

    De doña Ana de Contreras;
    el sol por sus vidrieras
    suele abrasar corazones.

DOÑA ANA.

    Escucha, que hablan de mí.

DUQUE.

    ¿Es la viuda de Siqueo?

DON JUAN.

    La misma.

DUQUE.

    Verla deseo.

DON MENDO.

    Pues ahora no está aquí.
    (_Aparte_).
    (Ni yo en mí, que estoy sin ella.)

DUQUE.

    ¿Dónde fue?

DON MENDO.

                Velando está
    a san Diego, en Alcalá.

DUQUE.

    La fama dice que es bella.

DON JUAN.

    Pues por imposible siento
    que en algo la haya igualado
    el dibujo que ha formado
    la fama en tu pensamiento;
    que en belleza y bizarría,
    en virtud y discreción
    vence a la imaginación,
    si vence a la noche el día.

DON MENDO.

    (_Aparte_).
    (¡Plegue a Dios que esta alabanza
    no engendre en el Duque amor,
    que con tal competidor
    mal vivirá mi esperanza!
    Yo quiero decir mal de ella,
    por quitar la fuerza al fuego.)
    Ciego sois, o soy ciego,
    o la viuda no es tan bella;
    ella tiene el cerca feo,
    si el lejos os ha agradado,
    que yo estoy desengañado
    porque en su casa la veo.

DUQUE.

    ¿Visitáisla?

DON MENDO.

                 Por pariente
    alguna vez la visito,
    que si no, fuera delito,
    según es de impertinente.

DOÑA ANA.

    ¡Ah traidor!

DON MENDO.

                 Si el labio mueve
    su mediano entendimiento,
    helado queda su aliento
    entre palabras de nieve.

BELTRÁN.

    (_Aparte con don Juan_).
    ¡Ya escampa!

DON JUAN.

    (_Aparte a Beltrán_).
                 ¿Que trate así
    un caballero a quien ama?

BELTRÁN.

    Esto dice de su dama,
    ¡mira que dirá de ti!

DON MENDO.

    Pues la edad no sufre engaños,
    aunque la tez resplandece.

DOÑA ANA.

    ¡Ah falso! ¿Qué te parece?
    Aun no perdona mis años.

DON MENDO.

    Mil botes son el Jordán
    con que se remoza y lava.

DUQUE.

    (_Aparte los dos_).
    Pues ¿cómo don Juan la alaba?

DON MENDO.

    Para entre los dos, don Juan
    es un buen hombre; y si digo
    que tiene poco de sabio,
    puedo, sin hacerle agravio;
    vuestro deudo es, y mi amigo.
    Mas esto no es murmurar.

DON JUAN.

    ¡Que queráis poner defeto
    en tan hermoso sujeto!

DON MENDO.

    En la rosa suele estar
    oculta la aguda espina.

DON JUAN.

    Ellos son gustos, y al mío,
    o del todo desvarío,
    o esta mujer es divina.

DON MENDO.

    Poco sabéis de mujeres.

DON JUAN.

    Veréisla, Duque, algún día,
    y acabará esta porfía
    de encontrados pareceres.

DON MENDO.

    (_Aparte_).
    Don Juan me quiere matar,
    y aquello mismo que he hecho
    para sosegar el pecho
    del Duque, me ha de dañar.

CELIA.

    ¿Qué te parece?

DOÑA ANA.

    Estoy loca.

CELIA.

    ¿A este hombre tienes amor?

DOÑA ANA.

    ¡El pecho abrasa el furor!
    ¡Fuego arrojo por la boca!
    ¿Posible es que tal oí?
    ¡Vil!, ¿a quien te quiere infamas?
    ¿Así tratas a quien amas?

CELIA.

    No ama, quien habla así;
    él te engaña.

DOÑA ANA.

                  Claro está;
    di que me traigan un coche;
    volvamos, Celia, esta noche
    a amanecer a Alcalá,
    que lo que ahora escuché
    castigo del cielo ha sido,
    por haber interrumpido
    las novenas que empecé.

CELIA.

    Antes este desengaño
    le debes a esta venida.

DOÑA ANA.

    Si con él pierdo la vida,
    mejor me estaba el engaño.

(_Vanse_).


Escena XXI.

_Dichos, menos doña Ana y Celia._

DON MENDO.

    (_Hacen dentro ruido de cuchilladas_).
    Allí suenan cuchilladas.

DUQUE.

    Estas damas, de mi voto
    sigamos.

(_Vase_).

DON MENDO.

    (_Aparte con don Juan_).
             Es más devoto
    de mujeres que de espadas.

(_Vase_).

DON JUAN.

    Y así el más amigo abona,
    para que advertido estés.

BELTRÁN.

    Su lengua en efecto es
    la que a nadie no perdona.

(_Vanse_).




ACTO SEGUNDO.


Escena primera.

Sala en casa del Duque.

_El Duque, don Juan y Beltrán, todos de color._

DUQUE.

    ¿Cómo los toros dejáis?

DON JUAN.

    Viéndome sin vos en ellos,
    estaba de los cabellos.
    Del juego ¿cómo quedáis?
    Que era robado el partido.

DUQUE.

    Cogiéronme de picado;
    he perdido, y me he cansado.

DON JUAN.

    Mil cosas habéis perdido;
    el descanso y el dinero,
    y los toros.

BELTRÁN.

                 ¿Que haya juicio
    que del cansancio haga vicio,
    y tras un hinchado cuero,
    que el mundo llama pelota,
    corra ansioso y afanado?
    ¡Cuánto mejor es, sentado,
    buscar los pies a una sota
    que moler piernas y brazos!
    Si el cuero fuera de vino,
    aun no fuera desatino
    sacarle el alma a porrazos.
    Pero ¿perder el aliento
    con una y otra mudanza,
    y alcanzar, cuando se alcanza,
    un cuero lleno de viento;
    y cuando, una pierna rota,
    brama un pobre jugador,
    ver al compás del dolor
    ir brincando la pelota?

DON JUAN.

    El brazo queda gustoso
    si bien la pelota dio.

BELTRÁN.

    Séneca la comparó
    al vano presuntuoso,
    y esa semejanza ha dado
    sin duda al juego sabor;
    porque no hay gusto mayor
    que apalear a un hinchado.
    Mas si miras el contento
    de un jugador de pelota,
    y un cazador que alborota
    con halcón la cuerva al viento,
    por dicha, ¿tendrás la risa,
    viendo que a presa tan corta,
    que vencida nada importa,
    corre un hombre tan deprisa
    que apenas tocan la yerba
    los caballos voladores?
    Válgaos Dios por cazadores;
    ¿qué os hizo esa pobre cuerva?

DUQUE.

    De la guerra has de pensar
    que es la caza semejanza,
    y así el ardid, la asechanza,
    el seguir y el alcanzar
    es gustoso pasatiempo.

BELTRÁN.

    ¿Mil contra una cuerva? Sí,
    bien dices que son así
    las pendencias de este tiempo.

DON JUAN.

    ¡Beltrán, satírico estás!

BELTRÁN.

    ¿En qué discreto, señor,
    no predomina ese humor?

DON JUAN.

    Como matas morirás.

BELTRÁN.

    En Madrid estuve yo
    en corro de tal tijera,
    que la pegaba cualquiera
    al padre que la engendró;
    y si alguno se partía
    del corro, los que quedaban
    mucho peor de él hablaban
    que él de otros hablado había.
    Yo, que conocí sus modos,
    a sus lenguas tuve miedo,
    y ¿qué hago?, estoyme quedo
    hasta que se fueron todos.
    Pero no me valió el arte,
    que, ausentándose de allí,
    solo a murmurar de mí
    hicieron un corro aparte.
    Sí el maldiciente mirara
    este solo inconveniente,
    ¿hallárase un maldiciente
    por un ojo de la cara?

DON JUAN.

    ¿Fuera por eso peor?

BELTRÁN.

    Espántome que eso ignores;
    más que cíen predicadores
    importa un murmurador.
    Yo sé quién ni con sermones,
    ni cuaresmas, ni consejos
    de amigos sabios y viejos,
    puso freno a sus pasiones;
    ni sus costumbres redujo
    en gran tiempo, y solamente
    de temor de un maldiciente,
    vive ya como un cartujo.

DUQUE.

    Digo que tenéis, don Juan,
    entretenido criado.

DON JUAN.

    Es agudo, y ha estudiado
    algunos años Beltrán.

DUQUE.

    ¿Qué hay de doña Ana?

DON JUAN.

                          Esta noche
    parte sin duda a Madrid.

DUQUE.

    Nuestra invención prevenid.

DON JUAN.

    Ella, Duque, va en su coche,
    su gente en uno alquilado.

DUQUE.

    Bien nos viene.

DON JUAN.

    Así lo espero.

DUQUE.

    ¿Apercibiose el cochero?

DON JUAN.

    Ya, señor, lo he concertado.

DUQUE.

    ¿Y está en los toros doña Ana?

DON JUAN.

    No la he visto; pero sé
    que cuando en ellos esté,
    ni en andamio ni en ventana
    de suerte estará que pueda
    ser de nadie conocida;
    que no por fiestas olvida
    obligaciones que hereda.

DUQUE.

    ¿Cuántos toros viste?

DON JUAN.

                          Tres,
    y entró don Mendo al tercero,
    despreciando en un overo
    al amor y al interés.
    Salió con verde librea,
    robando así corazones,
    que aun el toro a sus rejones
    con su muerte lisonjea.

DUQUE.

    ¿Tan bueno anduvo el Guzmán?

DON JUAN.

    En todo es hombre excelente
    don Mendo.

DUQUE.

    (_Aparte_).
               (¡Cuán diferente
    suele hablar él de don Juan!)
    Cansado estoy.

DON JUAN.

                   Reposar
    podéis, señor, entre tanto
    que da Tetis con su manto
    a nuestra invención lugar.

DUQUE.

    Que a su tiempo me despiertes
    te encargo.
(_Vase_).

DON JUAN.

    Tendré cuidado.


Escena II.

_Don Juan y Beltrán._

BELTRÁN.

    ¿Por qué, señor, no has pintado
    caballos, toros y suertes?
    que con eso, y con tratar
    mal a los calvos, hicieras
    comedias con que pudieras
    tu pobreza remediar.
    A que te cuenten, me obligo,
    seiscientos por cada una.

DON JUAN.

    Pues supongamos que en una
    eso que me adviertes digo,
    en otra ¿qué he de decir?,
    que a un poeta le está mal
    no variar, que el caudal
    se muestra en no repetir.

BELTRÁN.

    Para dar desconocidos
    estos platos duplicados,
    dar aquí calvos asados,
    y acullá calvos cocidos.
    Pero, señor, a las veras
    vuelva la conversación:
    ¿no me dirás la intención
    que llevan estas quimeras?
    ¿Para qué se han prevenido
    los dos capotes groseros?
    ¿Qué es esto de los cocheros?

DON JUAN.

    Escucha, irás advertido.
    Desde aquella alegre noche,
    que al gran Precursor el suelo
    celebra por alba hermosa
    del sol de justicia eterno,
    de la encontrada porfía
    en que me puso don Mendo
    a mil gracias que conté
    de doña Ana, mil defetos;
    en el corazón del Duque
    nació un curioso deseo
    de someter a sus ojos
    la definición del pleito.
    A don Mendo le explicó
    el Duque este pensamiento,
    y para ver a doña Ana
    quiso que él fuese el tercero.
    Él se excusó, procurando
    divertirlo de este intento,
    o temiendo mi victoria
    o anticipando sus celos.
    Creció en el mancebo Duque
    el apetito con esto,
    que sospechando su amor,
    hizo tema del deseo.
    Declarome su intención,
    y yo en su ayuda me ofrezco,
    dándome esperanza a mí
    lo que temor a don Mendo;
    y como doña Ana estaba
    aquí velando a san Diego,
    vinimos hoy a los toros
    más por verla que por verlos.
    Y sabiendo que esta noche
    se parte mi dulce dueño,
    por quien ya comienza Henares
    el lloroso sentimiento;
    por poder gozar mejor
    de su cara y de su ingenio,
    porque las gracias del alma
    son alma de las del cuerpo,
    trazamos acompañarla,
    sirviéndole de cocheros,
    nuevos faetones del sol,
    si atrevidos, no soberbios.
    Con los cocheros ha sido
    para este fin el concierto,
    para esto la prevención
    de los capotes groseros;
    que a tales trazas obliga
    en ella el recato honesto,
    en el Duque sus antojos,
    y en mí, Beltrán, mis deseos.

BELTRÁN.

    Todo lo demás alcanzo,
    y eso postrero no entiendo.
    ¿Cómo en el amor del Duque
    funda el tuyo su remedio?

DON JUAN.

    Mientras sin contrario fuerte
    ame a doña Ana don Mendo,
    ella está en su amor muy firme;
    a mudarla no me atrevo.
    Y como el Duque es persona,
    a cuyas fuerzas y ruegos
    puede mudarse doña Ana,
    que la conquiste pretendo,
    para que andando mudable
    entre los fuertes opuestos,
    no estando firme en su amor,
    esté flaca a mi deseo.

BELTRÁN.

    Esa es cautela que enseña
    el diestro don Luis Pacheco,
    que dice que está la espada
    más flaca en el movimiento.

DON JUAN.

    Mejor se sujeta entonces:
    de esa lección me aprovecho.

BELTRÁN.

    Y dime, por vida tuya,
    ¿ahora sales con esto?
    ¿No eres tú quien me dijiste:
    «Si de esta vez no la muevo,
    morirá mi pretensión,
    aunque vivan mis deseos»?

DON JUAN.

    Imita mi amor al hijo
    de la tierra, aquel Anteo,
    que derribado cobraba
    nueva fuerza y valor nuevo.

BELTRÁN.

    Pensé que desesperado
    lo curabas como a muerto,
    que aunque la traza es aguda,
    pongo gran duda en su efecto;
    que el Duque es muy poderoso;
    llevarala.

DON JUAN.

               Por lo menos,
    si vence, alivio será,
    que por un duque la pierdo;
    y si no, consolarame
    ver que lo que yo no puedo
    tampoco ha podido un duque.

BELTRÁN.

    En fe de aquesos consuelos
    has cortado la cabeza
    totalmente a tus intentos,
    y estando tu mal dudoso
    has querido hacerlo cierto.
    Quieres que el Duque la lleve
    por quitársela a don Mendo,
    y del daño el daño mismo
    has tomado por remedio.
    El epigrama que a Fanio
    hizo Marcial, viene a pelo.

DON JUAN.

    ¿Cómo dice?

BELTRÁN.

                Traducido,
    dice así en lenguaje nuestro.
    «Queriendo Fanio huir
    sus contrarios, se mató».
    ¿No es furor, pregunto yo,
    para no morir, morir?

DON JUAN.

    El epigrama es agudo,
    mas la aplicación te niego,
    que no es, como tú imaginas,
    que venza el Duque tan cierto;
    que si él es grande de España,
    es el querido don Mendo,
    y esto es ser grande también
    en la presencia de Venus.

BELTRÁN.

    Grandes son los dos contrarios,
    y tú, señor, muy pequeño;
    mas si fortuna te ayuda,
    juzgo posible tu intento.
    Dos valientes salteadores
    por un hurto que habían hecho,
    riñeron, que cada cual,
    lo quiso llevar entero;
    y mientras ellos reñían,
    un ladroncillo ratero
    cogió la presa.

DON JUAN.

                    Dios quiera
    que me suceda lo mesmo.

(_Vanse_).


Escena III.

Habitación de doña Ana.

_Doña Ana y doña Lucrecia, de camino._

DOÑA ANA.

    ¿Cómo en los toros te ha ido?

DOÑA LUCRECIA.

    Jamás hicieron provecho
    en las dolencias del pecho
    los remedios del sentido.
    Que en un rabioso cuidado,
    tanto con el alma asisto,
    que aunque los toros he visto,
    prima, no los he mirado.

DOÑA ANA.

    Yo apostaré que hay amor.

DOÑA LUCRECIA.

    Forzoso es ya que te cuente,
    porque el daño no se aumente,
    la causa de mi dolor.
    Doce veces ha vestido
    Febo la luz a su hermana,
    después, hermosa doña Ana,
    que me sujetó Cupido;
    mas no fácil en mi amor
    llevó el que adoro la palma,
    que al postrer precio del alma
    le rendí el primer favor.
    Hasta aquí te lo he callado,
    porque muestra liviandad
    la que sin necesidad
    manifiesta su cuidado.
    Mas ya que teme el amor,
    si callo, un agravio injusto,
    viendo que se anega el gusto,
    se arroja a nado el honor.
    Don Mendo es pues el sujeto,
    por quien quiso amor que muera,
    que menos causa no hiciera
    en mí tan tirano efeto.
    Supe que daba en mirar
    tu belleza soberana,
    que solo por ti, doña Ana,
    me pudiera a mí olvidar.
    A mi celosa querella
    satisfacer intentó,
    mas aunque el fuego aplacó,
    quedó viva la centella.
    Supe que a Henares venía
    hoy en galas y librea;
    ¿por quién quieres tú que sea,
    si a mí en Madrid me tenía?
    Pedí a mi padre licencia
    para venir a Alcalá
    y porque estabas tú acá
    me ha permitido esta ausencia;
    no vine a los toros, no,
    mas a impedir nuestro daño,
    con que sepas tú tu engaño
    y mi desengaño yo.
    Y porque probar pretendo
    mi verdad, este papel
    mira, y confirma con él
    las traiciones de don Mendo;
    a los celos satisface
    de que yo cargo le hice;
    mira de ti lo que dice,
    y contigo lo que hace.

(_Da un papel a doña Ana_).

DOÑA ANA.

    (_Leyendo_).
    «Tu sentimiento encareces,
    sin escuchar mis disculpas,
    cuanto sin razón me culpas,
    tanto con razón padeces.
    Si miras lo que mereces,
    verás como la pasión
    te obliga a que sin razón
    agravies en tu locura,
    con las dudas, la hermosura,
    con los celos, la elección.
    Lucrecia, de ti a doña Ana
    ventaja hay más conocida
    que de la muerte a la vida,
    de la noche a la mañana;
    ¿quién a la hermosa Diana
    trocará por una estrella?
    Deja la injusta querella,
    desengaña tus enojos,
    que tengo un alma y dos ojos
    para escoger la más bella».

DOÑA LUCRECIA.

    ¿Qué dices de ese papel?

DOÑA ANA.

    Si estás viendo, prima, aquí,
    lo que él ha dicho de mí,
    ¿qué quieres que diga de él?
    Pierde el cuidado crüel
    que te obliga a recelar
    cuando así me ves tratar,
    si es cosa cierta el nacer
    la injuria de aborrecer,
    y la alabanza de amar.
    Mas cansada te imagino,
    entra a reposar un rato,
    que para hablar de tu ingrato
    será tercero el camino.

DOÑA LUCRECIA.

    Mi celoso desatino
    el sueño me ha de impedir.

DOÑA ANA.

    A las doce es el partir
    forzoso.

DOÑA LUCRECIA.

    Y tú, ¿no reposas?

DOÑA ANA.

    No, Lucrecia, que mil cosas
    me faltan por prevenir.

DOÑA LUCRECIA.

    ¿Puedo ayudarte?

DOÑA ANA.

                     Ayudarme,
    dejarme sola será.

DOÑA LUCRECIA.

    El obedecerte es ya
    forzoso.

(_Vase_).

DOÑA ANA.

    (_Aparte_).
             (Como el matarme.)
    Celia, ven, ven a ayudarme
    a lamentar mi tormento,
    presta tu voz a mi aliento,
    que en desventura tan grave,
    por una boca no cabe
    a salir el sentimiento.


Escena IV.

_Doña Ana y Celia._

CELIA.

    ¿Qué ha sido?

DOÑA ANA.

                  Nuevos agravios
    del vil don Mendo, que en suma
    firma también con la pluma
    lo que afirmó con los labios.

CELIA.

    Mudar consejo es de sabios;
    hasta aquí nada has perdido;
    tu misma vista y oído
    te han avisado tu daño;
    agradece el desengaño
    que a tan buen tiempo ha venido.
    Quien así te injuria ausente
    y presente lisonjea,
    o engañoso te desea,
    o deseoso te miente;
    y cuando cumplir intente
    lo que ofrece, y ser tu esposo,
    si ordinario, y aun forzoso,
    es el cansarse un marido,
    ¿cómo hablará arrepentido,
    quien habla así deseoso?

DOÑA ANA.

    No es, Celia, mi corazón
    ángel en el aprehender,
    que nunca pueda perder
    la primera aprehensión;
    no es bronce mi corazón
    en quien viven inmortales
    las esculpidas señales;
    mudarse puede mi amor;
    si puede, ¿cuándo mejor,
    que con ocasiones tales?
    No pienses que está ya en mí
    tan poderoso y entero
    el gigante amor primero
    a quien tanto me rendí;
    desde la noche que oí
    mis agravios, la memoria
    en tan afrentosa historia
    tan rabiosamente piensa
    que entre el amor y la ofensa
    dudaba ya la victoria.
    Pero con tan gran pujanza
    la nueva injuria ha venido
    que del todo se ha rendido
    el amor a la venganza.

CELIA.

    ¿Serás firme en la mudanza?

DOÑA ANA.

    O el cielo mi mal aumente.

CELIA.

    Tus venturas acreciente
    como contento me ha dado
    tu pensamiento mudado
    de un hombre tan maldiciente.
    Que desde que estando un día
    viéndote por una reja,
    la cerré, y me llamó vieja,
    sin pensar que yo lo oía,
    tal cual soy, no lo querría
    si él fuese del mundo Adán.

DOÑA ANA.

    Que eran botes mi Jordán,
    dijo de mí; ¿qué te altera,
    que a tus años se atreviera?

CELIA.

    ¡Cuán diferente es don Juan!
    Ofendido y despreciado
    es honrar su condición
    cuanto el lengua de escorpión
    ofende, siendo estimado.
    Una vez desesperado,
    don Juan se quejaba así:
    «¿Qué delito cometí
    en quererte, ingrata fiera?
    ¡Quiera Dios!... pero no quiera,
    que te quiero más que a mí».
    ¡Si vieras la cortesía
    y humildad con que me habló
    cuando licencia pidió
    para verte el otro día!
    ¡Si vieras lo que decía
    en mi defensa a un criado
    que porfiaba arrojado
    que si yo dificultaba
    la visita, lo causaba
    ser él pobre y desdichado!
    ¡Si vieras!... pero ¿qué vieras
    que igualase a lo que viste,
    cuando del traidor le oíste
    defenderte tan de veras?
    Ya te ablandaras, si fueras
    formada de pedernal.

DOÑA ANA.

    ¿Qué te obliga a que tan mal
    te parezca mi desdén?

CELIA.

    Tener a quien habla bien
    inclinación natural;
    y sin ella me obligara
    la razón a que lo hiciera.

DOÑA ANA.

    Celia, ¡si don Juan tuviera
    mejor talle, y mejor cara!...

CELIA.

    Pues ¡cómo! ¿En eso repara
    una tan cuerda mujer?
    En el hombre no has de ver
    la hermosura o gentileza:
    su hermosura es la nobleza,
    su gentileza el saber;
    lo visible es el tesoro
    de mozas faltas de seso,
    y las más veces por eso
    topan con un asno de oro;
    por eso no tiene el moro
    ventanas, y es cosa clara
    que, aunque al principio repara
    la vista, con la costumbre
    pierde el gusto o pesadumbre
    de la buena o mala cara.

DOÑA ANA.

    No niego que desde el día,
    que defenderme le oí,
    tiene ya don Juan en mí
    mejor lugar que solía;
    porque el beneficio cría
    obligación natural
    y pues el rigor mortal
    aplacó ya mi desdén,
    principio es de querer bien,
    el dejar de querer mal.
    Pero no fácil se olvida
    amor que costumbre ha hecho;
    por más que se valga el pecho
    de la ofensa recibida,
    y una forma corrompida
    y otra forma hace lugar,
    mas bien puedes confiar,
    que el tiempo irá introduciendo
    a don Juan, pues a don Mendo
    he comenzado a olvidar.

CELIA.

    ¿Podré yo ver el papel?

DOÑA ANA.

    Pide luces, que la oscura
    noche impedirte procura
    ver mis agravios en él.

CELIA.

    Ya están las luces aquí.

DOÑA ANA.

    (_Dale el papel a Celia_).
    Ten el papel.


Escena V.

_Dichos y un Escudero._

ESCUDERO.

                  Dos cocheros
    piden licencia de veros.

DOÑA ANA.

    Entren.

ESCUDERO.

    Entrad.


Escena VI.

_Dichos, el Duque y don Juan, de cocheros._

DON JUAN.

                    Pues a ti
    nunca te ha visto, seguro
    habla de ser conocido,
    mientras yo callo, escondido
    en manto de sombra oscuro.

DUQUE.

    El cielo os guarde, señora.

DOÑA ANA.

    Bien venido.

DUQUE.

                 Acá me envía
    el cochero que os servía,
    y no puede hacerlo ahora,
    rendido a un dolor crüel.
    ¿A qué hora habéis de partir?,
    que os tengo yo de servir
    esta jornada por él.

DOÑA ANA.

    ¿Tanto es su mal?

DON JUAN.

                      Por lo menos
    no podrá serviros hoy.

DOÑA ANA.

    Pésame.

DUQUE.

            Persona soy
    con quien no lo echaréis menos.

DOÑA ANA.

    A media noche esté el coche
    prevenido a la carrera.

DUQUE.

    Y será la vez primera
    que el sol sale a media noche.

DOÑA ANA.

    ¿Cómo es eso?

DUQUE.

    ¿Cómo es eso?

DOÑA ANA.

    ¿Tierno sois?

DUQUE.

                  ¿Es contra ley?
    Alma, tengo, como el rey,
    aunque este oficio profeso.
    No huyo del amor los males,
    que si por ellos no fuera,
    yo os juro que no estuviera
    cubierto de estos sayales.

DOÑA ANA.

    ¡Pues qué! ¿Son disfraz de amor
    por infanta pretendida?

DUQUE.

    Puede ser.

DOÑA ANA.

               Bien por mi vida.
    El cochero tiene humor.

CELIA.

    Don Mendo viene.

DOÑA ANA.

                     Id con Dios
    y a media noche os espero.

DUQUE.

    Tengo por mi compañero
    también que tratar con vos;
    que es suyo el coche en que va
    vuestra gente, y esta noche
    ya veis cuanto vale un coche,
    y concertado no está.
    La visita recibid,
    que los dos esperaremos.

DOÑA ANA.

    Por eso no reñiremos,
    si con bien llego a Madrid.

DUQUE.

    Señora, entre padres e hijos
    parece bien el concierto.

(_Se aparta el Duque_).


Escena VII.

_Dichos, don Mendo y Leonardo._

DON MENDO.

    ¡Gloria a Dios que llego al puerto
    de combates tan prolijos!

DUQUE.

    Escuchar pretendo así,
    si a don Mendo favorece
    doña Ana.

DON JUAN.

    Pues ¿qué os parece?

DUQUE.

    Que por mi daño la vi.


Escena VIII.

_Dichos, doña Lucrecia y Ortiz, al paño._

DOÑA LUCRECIA.

    ¡Don Mendo con ella, cielos!

ORTIZ.

    ¿Si sabe que estás acá?

DOÑA LUCRECIA.

    (_Pónese a escuchar_).
    Cerca el desengaño está.

ORTIZ.

    Hoy averiguas tus celos.

DON MENDO.

    ¿Qué es esto, doña Ana hermosa?
    ¿No me respondes? ¿Qué es esto?
    ¿Quién ha mudado tan presto
    mi fortuna venturosa?
    ¿Tú, señora, estás así
    grave y callada conmigo?
    ¿Quién me ha puesto mal contigo?
    ¿Quién te ha dicho mal de mí?
    Habla, dime tu querella.

DOÑA ANA.

    ¿Tú puedes causarme enojos,
    teniendo una alma y dos ojos
    para escoger la más bella?

DON MENDO.

    (_Aparte_).
    (Palabras son que escribí
    a la engañada Lucrecia.)
    Esperado habrá la necia
    Lucrecia tener de mí
    favor con hacerme daño;
    mas no pienso que le importe;
    vamos, señora, a la corte,
    verás si la desengaño.

DOÑA LUCRECIA.

    (_Aparte_).
    ¡Ah falso!

DON MENDO.

               Que su favor
    no estimo, porque concluya,
    lo que una palabra tuya
    aunque la engendre el rigor.

DOÑA ANA.

    ¿Cómo, pues si el labio mueve
    mi mediano entendimiento,
    helado queda mi aliento
    entre palabras de nieve?

DON MENDO.

    (_Aparte_).
    (Don Juan le debió de dar
    cuenta de nuestra porfía;
    mas aquí la industria mía
    las suertes ha de trocar;
    que si la verdad confieso,
    y que el amor y el poder
    temí del Duque, es mujer,
    y despertará con eso.)
    Vuelve ese rostro en que veo
    cifrado el cielo de amor.

DOÑA ANA.

    Don Mendo, así está mejor,
    quien tiene el cerca tan feo.

DON MENDO.

    Ya colijo que don Juan
    de Mendoza, mal mirado,
    la contienda te ha contado
    de la noche de san Juan;
    que conozco esas razones
    que el necio dijo de ti,
    porque yo le defendí
    tus divinas perfecciones.

DON JUAN.

    (_Aparte al Duque_).
    ¡Ah traidor!

DUQUE.

    (_Aparte a don Juan_).
                 Disimulad.

DON MENDO.

    Pero don Juan bien podía
    callar, pues que yo quería
    perdonar su necedad.
    Mas ya que estás de esa suerte
    de mí, señora, ofendida,
    porque le dejé la vida
    a quien se atrevió a ofenderte,
    no me culpes, que el estar
    el duque Urbino presente,
    pudo de mi furia ardiente
    el ímpetu refrenar.

CELIA.

    ¡Qué embustero!

DOÑA ANA.

    ¡Qué engañoso!

CELIA.

    Mira con quien te casabas.

DON MENDO.

    Si por eso me privabas
    de ver ese cielo hermoso,
    vuelve, que presto por mí
    cortada verás la lengua
    que en tus gracias puso mengua.

DOÑA ANA.

    Pues guárdate tú de ti.

DON MENDO.

    ¡Yo de mí! ¿Luego yo he sido
    quien te ofendió?

DOÑA ANA.

                      Claro está.
    ¿Quien sino tú?

DON MENDO.

                    ¿Cuánto va
    que ese falso fementido,
    lisonjero universal,
    con capa de bien hablado,
    por adularte ha contado
    que él dijo bien y yo mal?
    Mas brevemente verán
    esos ojos, dueño hermoso,
    castigado al malicioso.

DOÑA ANA.

    Para entre los dos, don Juan
    es un buen hombre, y si digo
    que tiene poco de sabio,
    puedo, sin hacerle agravio;
    vuestro deudo es, y mi amigo;
    mas esto no es murmurar.

DON MENDO.

    Eso dije a solas yo
    al Duque; que se admiró
    de verle vituperar
    lo que yo tanto alabé.

DOÑA ANA.

    Dilo al revés.

DON MENDO.

                   Según esto,
    quien contigo mal me ha puesto
    el Duque sin duda fue.
    ¡Aún no ha llegado a la corte,
    y ya en enredos se emplea!
    ¿O piensa que está en su aldea,
    para que nada le importe
    su grandeza o calidad
    al necio rapaz conmigo,
    para no darle el castigo?

DUQUE.

    (_Aparte a don Juan_).
    ¡Ah traidor!

DON JUAN.

    (_Aparte al Duque_).
                 Dismulad.

DOÑA ANA.

    ¿Qué sirven falsas excusas,
    qué quimeras, qué invenciones,
    donde la misma verdad
    acusa tu lengua torpe?
    ¿Hablas tú tan mal de mí
    sin que contigo te enojes,
    y enójaste con quien pudo
    contarme tus sinrazones?
    Quien te daña es la verdad
    de las culpas que te ponen;
    si pecaste, y yo lo supe,
    ¿qué importa saber de dónde?
    Pues nadie me ha referido
    lo que hablaste aquella noche;
    verdad te digo, o la muerte
    en agraz mis años corte.
    Y siendo así, sabes tú
    que son las mismas razones
    las que aquí me has escuchado,
    que las que dijiste entonces.
    Y pues las sé, bien te puedes
    despedir de mis favores,
    y a toda ley hablar bien,
    porque las paredes oyen.

(_Vase_).


Escena IX.

_Dichos, menos doña Ana y después los demás._

DON MENDO.

    Vuelve, escucha, dueño hermoso,
    lo que mi fe te responde,
    y pues oyen las paredes,
    oye tú mis tristes voces.

DOÑA LUCRECIA.

    Mas que de tristeza mueras.

(_Vase_).

CELIA.

    Mas que eternamente llores.

DUQUE.

    ¿De dónde pudo doña Ana
    saber lo que aquella noche
    hablamos?

DON JUAN.

    Yo no lo he dicho.

DUQUE.

    Ni yo.

DON JUAN.

    Las paredes oyen.

(_Vanse_).

DON MENDO.

    Óyeme tú, Celia, así
    tus floridos años logres.

CELIA.

    Las que ya llamaste canas,
    ¿cómo ahora llamas flores?

DON MENDO.

    ¿Quien te ha dicho tal de mí,
    Celia?

CELIA.

    Las paredes oyen.

(_Vase_).


Escena X.

Decoración de calle.

_Don Mendo y Leonardo._

DON MENDO.

    ¿Qué es esto, suerte enemiga?
    ¡Por tan falsas ocasiones,
    tan verdadera mudanza
    en voluntad tan conforme!
    ¡Que pueda ser quien me ha dado
    los más estrechos favores,
    a mi acusación de cera,
    y a mi descargo de bronce!
    ¿A mis contrarios escuchas?
    ¿A malos terceros oyes?
    ¿A mí el oído me niegas?
    ¿A mí la cara me escondes?

LEONARDO.

    Con la pasión no discurres;
    ¿posible es que no conoces
    que tan extraños efetos
    a mayor causa responden?
    No por las culpas que dice,
    hay mudanza en sus amores;
    antes por haber mudanza
    aquestas culpas te pone.
    Que si el enojo que ves
    causaran tus sinrazones,
    no tan resuelta negara
    los oídos a tus voces;
    que a quien obligan ofensas
    de quien ama que se enoje,
    las satisfacción desea
    cuando la culpa propone.
    Doña Ana no quiso oírte,
    y así me espanta que ignores
    que culpas ha menester,
    pues huye satisfacciones;
    y el que anda a caza de culpas
    intención resuelta esconde,
    y pretende dar color
    de castigo a sus errores.

DON MENDO.

    Bien imaginas.

LEONARDO.

                   Señor,
    ciego estás, pues no conoces
    su desamor en su ausencia,
    su engaño en sus dilaciones.
    Dilató por las novenas
    el matrimonio: engañote;
    que no hay mujer que al amor
    prefiera las devociones.
    Con secreto caminaba
    a otro fin su trato doble,
    y por si no lo alcanzase
    entretuvo tus amores.
    Ya lo alcanzó, y te despide
    sin que en descargo le informes,
    que ha menester que tus culpas
    su injusta mudanza abonen.

DON MENDO.

    Agudamente discurres;
    mas por los celestes orbes
    juro que me he de vengar
    de su rigor esta noche.

LEONARDO.

    Poderoso eres, señor.

DON MENDO.

    De allá han salido dos hombres.

LEONARDO.

    Cocheros son de doña Ana.

DON MENDO.

    La fortuna me socorre.


Escena XI.

_Dichos, el Duque y don Juan._

DUQUE.

    Ni vi hermosura mayor,
    ni tal discreción oí.

DON JUAN.

    ¿Luego a don Mendo vencí?

DUQUE.

    Pregúntaselo a mi amor.
    Vive el cielo que estoy loco.

DON JUAN.

    (_Aparte_).
    Mi invención es ya dichosa.

DUQUE.

    Será mi esposa.

DON JUAN.

    ¡Tu esposa!

DUQUE.

    Sí.

DON JUAN.

    (_Aparte_).
        Ni tanto ni tan poco.

DON MENDO.

    Dios os guarde, buena gente.

DUQUE.

    ¿Quién va allá?

DON MENDO.

                    Don Mendo soy
    de Guzmán.

DUQUE.

    (_Aparte_).
               Por darle estoy
    el castigo aquí.

DON JUAN.

                     Detente,
    que es de doña Ana esta puerta.

DUQUE.

    ¿Qué mandáis?

DON MENDO.

                  Que me digáis,
    pues a doña Ana lleváis,
    ¿a qué hora se concierta
    la partida?

DUQUE.

    A media noche.

DON MENDO.

    Una cosa habéis de hacer,
    que me obligo a agradecer.

DUQUE.

    Decidla.

DON MENDO.

             Apartar el coche
    en que fuere vuestro dueño,
    de camino un trecho largo,
    haciendo del yerro cargo
    a la oscuridad o al sueño.

DUQUE.

    ¿Para qué fin?

DON MENDO.

                   Solamente
    hablarla pretendo, amigos,
    con espacio y sin testigos.

DUQUE.

    ¿Cosa que algún hecho intente
    que nos cueste...?

DON MENDO.

                       No os dé pena,
    cuando yo os amparo, el miedo;
    la obligación en que os quedo
    publique aquesta cadena,
    que podéis los dos partir.

DUQUE.

    No, señor.

DON MENDO.

    Esto ha de ser.

(_Dale una cadena, y tómala el Duque_).

DUQUE.

    Una cosa habéis de hacer,
    si os habemos de servir.

DON MENDO.

    Hablad pues.

DUQUE.

                 Que a la ocasión
    no vais más de dos amigos;
    porque cuantos son testigos,
    tantos enemigos son.

DON MENDO.

    Solos iremos los dos;
    de esto la palabra os doy.

DUQUE.

    Con eso a serviros voy.

DON MENDO.

    Y yo a seguiros.

DUQUE.

                     Adiós,
    que es hora ya de partir.

DON JUAN.

    ¿Dónde con tu intento vas?

DUQUE.

    Presto, don Juan, lo verás.

(_Vanse los dos_).


Escena XII.

_Don Mendo y Leonardo._

DON MENDO.

    Manda luego apercibir,
    Leonardo, los dos rocines
    de campo, para alcanzar
    esta fiera. Hoy he de dar
    a esta caza dulces fines.

LEONARDO.

    No lo dudes, pues está
    tan de tu parte el cochero.

DON MENDO.

    Como eso puede el dinero.

LEONARDO.

    Contra su dueño será,
    si de su favor te ayudas.

DON MENDO.

    El primer cochero ahora
    no será que a su señora
    haya servido de judas.

(_Vanse_).


Escena XIII.

Decoración de Campo.

(_Cantan dentro:_)

UN ARRIERO.
    _Venta de Viveros,_
    _¡dichoso sitio,_
    _si el ventero es cristiano_
    _y es moro el vino!_
    _¡Sitio dichoso,_
    _si el ventero es cristiano_
    _y el vino es moro!_

OTRO.

    _Con mi albarda y mi burro_
    _no envidio nada,_
    _que son coches de pobres_
    _burros y albardas._

UNA MUJER.

    _Tan gustosa yo vengo_
    _de ver los toros,_
    _que nunca se me quitan_
    _de entre los ojos._

TERCERO.

    _Unos ojos que adoro,_
    _llevo a las ancas;_
    _¿quién ha visto los ojos_
    _a las espaldas?_

UN ARRIERO.

    (_Dentro_).
    ¿Gruñes, o gritas, o cantas?

CUARTO.

    Mis males espanto así.

ARRIERO.

    ¿Somos tus males aquí?,
    porque también nos espantas.

CUARTO.

    Calla y toma mi consejo,
    que no es la miel para ti.

ARRIERO.

    ¿Fuiste a ver los toros?

CUARTO.

                             Sí.

ARRIERO.

    ¿Pues no hay en tu casa espejo?

ARRIERO SEGUNDO.

    ¡Ah del coche! ¿Dónde bueno?
    Del camino se han salido.

PRIMERO.

    O el cochero se ha dormido,
    o han de hacer noche al sereno.

SEGUNDO.

    ¡Ah Faetón de los cocheros,
    que te pierdes! Por acá.

PRIMERO.

    Por esos trigos se va.

SEGUNDO.

    Y tras él dos caballeros.

PRIMERO.

    De malas lenguas se quita
    quien va al desierto a morar.

SEGUNDO.

    No van ellos a rezar,
    que por allí no hay ermita.

PRIMERO.

    Arre, mula de Mahoma,
    ella hace burla de mí;
    dale, Francisco.

SEGUNDO.

                     Echa aquí.

PRIMERO.

    Arre, ¿qué diablo te toma?

(_Vanse_).

DON MENDO.

    (_Dentro_).
    Para, cochero.

DOÑA ANA.

                   ¿Quién es?

DON MENDO.

    Don Mendo soy.

DOÑA ANA.

                   ¡Anda!

DON MENDO.

                          ¡Para!


Escena XIV.

_Don Mendo, doña Ana, doña Lucrecia y Leonardo._

DOÑA ANA.

    ¿Quien sino tú se mostrara
    conmigo tan descortés?

DON MENDO.

    Mi exceso y atrevimiento
    disculpo con tu mudanza.

DOÑA ANA.

    Llámala justa venganza,
    y cuerdo arrepentimiento.

DON MENDO.

    ¿Quien lo causó?

DOÑA ANA.

                     Tus traiciones.

DON MENDO.

    ¡Ah falsa! ¿Engañarme piensas?
    ¿Acreditas mis ofensas
    por abonar tus acciones?
    Pues no lograrás tu intento.

DOÑA ANA.

    ¿Qué es esto?

(_Llega don Mendo a pelear con doña Ana, doña Lucrecia a ayudarla, y
Leonardo a tener a doña Lucrecia_).

DON MENDO.

                  Justo castigo
    de tu mudanza.

DOÑA ANA.

                   ¿Conmigo
    tan grosero atrevimiento?

DOÑA LUCRECIA.

    ¡Justicia de Dios!

LEONARDO.

                       ¡Teneos!

DOÑA ANA.

    ¿Hay excesos más extraños?

DON MENDO.

    A pesar de tus engaños
    he de lograr mis deseos.


Escena XV.

_Dichos, el Duque y don Juan, de cocheros, que sacan las espadas y dan
sobre ellos._

DUQUE.

    La venganza nos convida.

DOÑA ANA.

    ¿Dónde están mis escuderos?
    Vendido me han los cocheros.

DUQUE.

    Por vos, señora, la vida
    vuestros cocheros darán.

DON MENDO.

    ¿A don Mendo os atrevéis,
    viles?

LEONARDO.

           Cocheros, ¿qué hacéis?,
    que es don Mendo de Guzmán.
    A vuestro coche os volved.

DON MENDO.

    Furias del infierno son.

DOÑA LUCRECIA.

    ¡Qué pena!

DOÑA ANA.

               ¡Qué confusión!

(_Retíranse don Mendo y Leonardo, y el Duque y don Juan van tras
ellos_).

    Cocheros, tened, tened.

(_Vase_).




ACTO TERCERO.


Escena primera.

Sala en casa de doña Ana.

_Doña Ana, Celia, el Duque y don Juan. (Todos como acabaron el segundo
acto)._

DOÑA ANA.

    ¿No advertís lo que habéis hecho?
    ¿Cómo tan despacio estáis?

DUQUE.

    Por nosotros no temáis,
    quitad el hermoso pecho;
    pues con probar la violencia
    que intentó aquel caballero;
    en nuestro favor espero,
    que tendremos la sentencia.
    Y por su reputación
    le estará más bien callar;
    no penséis que ha de tratar
    de tomar satisfacción
    por justicia un caballero.
    ¿No veis lo mal que sonara,
    que herido se confesara
    del brazo vil de un cochero
    un tan ilustre señor,
    dueño de tantos vasallos?
    De estos casos el callallos
    es el remedio mejor.

DOÑA ANA.

    Siéntome tan obligada
    de vuestro valor extraño,
    que el temor de vuestro daño
    toda me tiene turbada.

DUQUE.

    No temáis.

DOÑA ANA.

               El pecho fiel
    el daño está previniendo.

DUQUE.

    Quien pudo herir a don Mendo,
    podrá defenderse de él.

CELIA.

    (_A doña Ana al oído_).
    En hablar tan cortesanos,
    tan valientes en obrar,
    mucho dan que sospechar
    estos cocheros.

DOÑA ANA.

    (_A Celia al oído_).
                    Las manos
    les mira, que la verdad
    nos dirán.

CELIA.

               Es gran razón
    pagarles la obligación
    que tienes a su lealtad,

(_Toma las manos al Duque y vuélvese a hablar aparte a doña Ana_).

    pues por otras manos queda
    tu honestidad defendida.

(_Aparte las dos_).

    ¡Ay, señora de mi vida!
    Blandas son como una seda,
    y en llegando cerca, son
    sus olores soberanos.

DOÑA ANA.

    ¿Buen olor y buenas manos?
    Clara está la información.
    Disimula.

(_Don Juan se está escondiendo detrás del Duque_).

CELIA.

              El otro está
    siempre cubierto y callado.

(_Va Celia por detrás de todos a coger de cara a don Juan_).

    Cogerelo descuidado,
    pues la aurora alumbra ya,
    lo que basta a conocerlo.

DOÑA ANA.

    Amigos, puesto que así
    os arriesgasteis por mí,
    sin obligación de hacerlo,
    de esta casa y de mi hacienda
    os valed.

DUQUE.

              Los pies os beso,
    mas yo no paso por eso,
    que no es razón que se entienda
    que fue sin obligación
    el serviros; pues de un modo
    se le pone al mundo todo
    vuestra rara perfección.
    Porque a quien os llega a ver
    dais gloria tan sin medida,
    que aunque os pague con la vida,
    os queda mucho a deber.

CELIA.

    (_Aparte a don Juan_).
    Y vos, ¿sois mudo, cochero?
    ¿De qué estáis triste? Volved;
    alzar el rostro, aprended
    ánimo del compañero.
    ¿El que riñó sin temer,
    teme sin reñir ahora?

DUQUE.

    En vano os cansáis, señora,
    que es mudo.

CELIA.

                 Bien puede ser.
    (_Aparte_).
    (Mas yo don Juan de Mendoza
    pienso que es... Él es, ¿qué dudo?
    El triste se finge mudo
    por no perder lo que goza
    mientras encubierto está.)
    ¿Quien dirá, señora, que es
    el callado?

DOÑA ANA.

                Dilo pues.

CELIA.

    ¿Quién piensas tú que será?

DOÑA ANA.

    No lo sé.

CELIA.

              ¿Quién puede ser
    quien, siendo gran caballero,
    quisiese ser tu cochero,
    solo por poderte ver?
    ¿Quién el que con tal valor,
    en un lance tan estrecho,
    pusiese a la espada el pecho
    por asegurar tu honor?
    ¿Quién, el que en pensar se goza
    por tu amor y tu desdén,
    sigue enamorado? ¿Quién,
    sino don Juan de Mendoza?

DOÑA ANA.

    Bien dices, solo él haría
    finezas tan extremadas.

CELIA.

    Bien merecen ser premiadas.

DOÑA ANA.

    Que no las pierde, confía.

DUQUE.

    El sol sale, porque vos,
    que sol al mundo habéis sido
    en tanto que él ha dormido,
    reposéis ahora; adiós.
    Y así los cielos, que os dan
    belleza, os den larga vida,
    que no os inquiete la herida
    de don Mendo de Guzmán.

(_Vase_).


Escena II.

_Dichos, menos el Duque._

DOÑA ANA.

    Tras la ofensa que ha intentado,
    no hay por qué inquietarme pueda,
    que ni aun la ceniza queda
    en mí del amor pasado.
    Detén a don Juan, que quiero
    hablarle.

CELIA.

    A servirte voy.

DOÑA ANA.

    Y mientras con él estoy,
    entretén al compañero.

CELIA.

    Señor cochero fingido,
    mi dueño os llama, esperad.

DON JUAN.

    Hum...

CELIA.

           No hay «Hum», volved y hablad,
    que ya os hemos conocido.

(_Vase_).


Escena III.

_Doña Ana y don Juan._

DON JUAN.

    ¡Eso debo a mi ventura!

DOÑA ANA.

    ¿Qué es esto, don Juan?

DON JUAN.

                            Amor.

DOÑA ANA.

    Locura, dirás mejor.

DON JUAN.

    ¿Cuándo amor no fue locura?

DOÑA ANA.

    Sí; mas los fines ignoro
    de estos disfraces que veo.

DON JUAN.

    Así miro a quien deseo,
    así sirvo a quien adoro.

DOÑA ANA.

    No; traidoras intenciones
    encubren estos disfraces.

DON JUAN.

    Falsas conjeturas haces,
    por negar obligaciones.

DOÑA ANA.

    El probarte lo que digo
    no es difícil.

DON JUAN.

                   Ya lo espero.

DOÑA ANA.

    ¿Quién es ese caballero
    y a qué fin viene contigo?
    Traer quien me diga amores,
    y escucharlos escondido,
    ¿podrás decir que no ha sido
    con pensamientos traidores?

DON JUAN.

    ¡Cuán lejos del blanco das,
    pues si traidores los llamas,
    la mayor fineza infamas
    que ha hecho el amor jamás!

DOÑA ANA.

    Dila pues, que a agradecella,
    si no a pagalla, me obligo.

DON JUAN.

    Por obedecer la digo,
    no por obligar con ella.
    Como mi mucha afición
    y poco merecimiento
    engendró en mi pensamiento
    justa desesperación,
    vino amor a dar un medio
    en desventura tan fiera,
    que a mi mal consuelo fuera,
    ya que no fuera remedio:
    y fue que te alcance quien
    te merezca; tu bien quiero,
    que el efecto verdadero
    es este de querer bien.
    A este fin, tus partes bellas
    al duque Urbino conté,
    si contar posible fue
    en el cielo las estrellas;
    él, de tu fama movido,
    de tu recato obligado,
    este disfraz ha ordenado
    con que te ha visto y oído.
    Y ojalá que conociendo
    tu sujeto soberano,
    dé, con pretender tu mano,
    efecto a lo que pretendo;
    que yo, con verte en estado
    igual al merecimiento,
    al fin quedaré contento,
    ya que no quede pagado.
    Esta ha sido mi intención,
    y si escuchaba escondido,
    fue porque el ser conocido
    no estorbase la invención.
    Que juzgues ahora quiero,
    si he merecido o pecado,
    pues de puro enamorado
    vengo a servir de tercero.

DOÑA ANA.

    Tu voluntad agradezco,
    pero condeno tu engaño,
    que presumes por mi daño
    más de mí que yo merezco.
    Porque no es a la excelencia
    del Duque igual mi valor;
    que no engaña el propio amor
    donde hay tanta diferencia.
    Fue mi padre un caballero
    ilustre, mas yo imagino
    que pensara honrarle Urbino
    si lo hiciera su escudero.
    Y así, a tan locos intentos
    tus lisonjas no me incitan,
    que afrentosos precipitan
    los soberbios pensamientos.

DON JUAN.

    Mucho, señora, te ofendes,
    porque sin tu calidad,
    digna es por sí tu beldad
    de más bien que en esto emprendes.
    No te merece gozar
    el Duque, ni el Rey, ni...

DOÑA ANA.

                               Tente;
    la fiebre de amor ardiente
    te obliga a desatinar.
    Tu amoroso pensamiento
    encarece mi valor;
    diérasle al Duque tu amor,
    que yo le diera tu intento.

DON JUAN.

    ¿Quien podrá quererte menos,
    en viendo tu perfección?

DOÑA ANA.

    Al fin, por tu corazón
    quieres juzgar los ajenos;
    y es engaño conocido,
    que si el tuyo por mí muere,
    no con una flecha hiere
    todos los pechos Cupido;
    y aunque el Duque tenga amor,
    galán querrá ser, don Juan,
    y honra más que un rey galán,
    un marido labrador;
    y aunque en el Duque es forzosa
    la ventaja que le doy,
    grande para dama soy
    si pequeña para esposa.

DON JUAN.

    Nadie con tal pensamiento
    ofende tu calidad.

DOÑA ANA.

    De mi consejo, dejad
    de terciar en ese intento;
    porque mayor esperanza
    puede al fin tener de mí,
    quien pretende para sí,
    que quien para otro alcanza.

(_Vase_).


Escena IV.

_Don Juan, y después Beltrán._

DON JUAN.

    ¿Posible es que tal favor
    merecieron mis oídos?
    ¡Dichosos males sufridos!
    ¡Dulces victorias de amor!
    Que tendrá más esperanza,
    dijo, si bien lo entendí,
    quien pretende para sí,
    que quien para otro alcanza.
    Que la pretenda mi amor
    me aconseja claramente,
    y la mujer que consiente
    ser amada, hace favor.

BELTRÁN.

    Mira que el Duque te espera,
    y no el padre de Faetón,
    que a publicar tu intención,
    apresura su carrera.

DON JUAN.

    En cas de mi amada bella
    son los años puntos breves.

BELTRÁN.

    En la taberna no bebes,
    pero te huelgas en ella.

DON JUAN.

    Bien lo entiendes.

BELTRÁN.

                       Alegría
    vierten tus ojos, señor.

DON JUAN.

    Hacen fiestas a un favor.

BELTRÁN.

    Mucho alcanza la porfía.


Escena V.

_Dichos y Celia._

DON JUAN.

    Celia, amiga, Dios te guarde.

CELIA.

    Y te dé el bien que deseas.

DON JUAN.

    Como de mi parte seas,
    no hay ventura que no aguarde.

CELIA.

    Si en mi mano hubiera sido,
    tu dicha fuera la mía;
    mas, don Juan, sirve y porfía,
    que no va tu amor perdido.

(_Vase don Juan_).


Escena VI.

_Celia y Beltrán._

BELTRÁN.

    ¿Y a mí me aprovecharía
    el servir como a mi amo?

CELIA.

    ¿Pues amas también?

BELTRÁN.

                        Yo amo
    por solo hacer compañía.


Escena VII.

_Dichos y doña Ana._

DOÑA ANA.

    Celia está con el criado
    de don Juan, y no sosiego
    hasta hablarle; ya está el fuego
    en mi pecho declarado.

CELIA.

    Mi señora.

BELTRÁN.

               Voyme.

DOÑA ANA.

                      Hidalgo,
    volved. ¿Quién sois?

BELTRÁN.

                         Soy Beltrán,
    un criado de don Juan
    de Mendoza.

DOÑA ANA.

                ¿Queréis algo?

BELTRÁN.

    Servirte solo quisiera;
    aquí a Celia le decía
    que amo por compañía.

DOÑA ANA.

    No es conclusión verdadera.
    ¿Satirizas?

BELTRÁN.

                No conviene,
    que eso puede solo hacer,
    quien no tiene que perder,
    o que le digan no tiene.
    Pero yo, ¿cómo querías
    que predique, sin ser santo?
    ¿Qué faltas diré, si hay tanto
    que remediar en las mías?

DOÑA ANA.

    Tu gusto desacreditas
    con esa cuerda intención,
    porque a la conversación
    la mejor salsa le quitas.

BELTRÁN.

    Si ella es salsa, es muy costosa,
    señora; que bien mirado,
    ni hay más inútil pecado,
    ni salsa más peligrosa.
    Después que uno ha dicho mal,
    ¿saca de hacerlo algún bien?
    Los que le escuchan más bien,
    esos lo quieren más mal;
    que cada cual entre sí
    dice, oyendo al maldiciente:
    «Este, cuando yo me ausente,
    lo mismo dirá de mí».
    Pues si aquel de quien murmura
    lo sabe, que es fácil cosa,
    ¿qué mesa tiene gustosa?,
    ¿qué cama tiene segura?
    Viciosos hay de mil modos,
    que no aborrecen la gente,
    y solo del maldiciente
    huyen con cuidado todos.
    Del malo más pertinaz
    lastima la desventura,
    solamente al que murmura
    lleva el diablo en haz y en paz.
    En la corte hay un señor,
    que muchas veces oí
    (_Aparte_),
    (esto encaja bien aquí
    para quitarle el amor),
    que está malquisto de modo,
    por vicioso en murmurar,
    que si lo vieran quemar
    diera leña el pueblo todo.
    ¿No conoces a don Mendo
    de Guzmán?

DOÑA ANA.

               Beltrán, detente.
    El vicio del maldiciente
    has estado maldiciendo,
    ¿y con tal desenvoltura
    de don Mendo has murmurado?

BELTRÁN.

    Pienso que es exceptuado
    murmurar del que murmura;
    dicen que el que hurta al ladrón
    gana perdones, señora.

DOÑA ANA.

    Dicen mal. Vete en buen hora.

BELTRÁN.

    Da a mi ignorancia perdón,
    si acaso te he disgustado.
    (_Aparte_).
    (Mal disimula quien ama.)

(_Vase_).


Escena VIII.

_Doña Ana y Celia._

CELIA.

    Apagado se ha la llama,
    mas mucha brasa ha quedado
    pues su ofensa te ofendió.
    Sin duda que en tu memoria
    ha borrado amor la historia
    que esta noche te pasó.

DOÑA ANA.

    Celia, ten; cierra los labios,
    mira que mi honor ofendes,
    cuando de mi pecho entiendes
    que olvida así sus agravios.
    No los males he olvidado,
    que ha dicho de mí don Mendo;
    la infame hazaña estoy viendo
    que hoy en el campo ha intentado,
    en que claramente veo,
    pues tan poco me estimaba,
    que engañoso procuraba
    solo cumplir su deseo.
    Conque ya en mi pensamiento
    no solo el fuego apagué,
    pero cuanto el amor fue
    es el aborrecimiento.
    Mas esto no da licencia
    para que un bajo criado
    de hombre tan calificado
    hable mal en mi presencia;
    que no por la enemistad
    que entre dos nobles empieza,
    pierden ellos la nobleza,
    ni el villano la humildad.
    Esto, Celia, me ha obligado
    a indignarme con Beltrán,
    que no porque ya don Juan
    no esté solo en mi cuidado.

CELIA.

    ¿Al fin su fe te ha vencido?

DOÑA ANA.

    Con lo que anoche pasó,
    cuanto don Mendo bajó,
    él en mi rueda ha subido.

CELIA.

    ¿Declarástele tu amor?

DOÑA ANA.

    ¿Tan liviana me has hallado?
    ¿No basta haberle mostrado
    resplandores de favor?

CELIA.

    ¡Liviana dices, después
    de dos años que por ti
    ha andado fuera de sí!
    Bien parece que no ves
    lo que en las comedias hacen
    las infantas de León.

DOÑA ANA.

    ¿Cómo?

CELIA.

           Con tal condición
    o con tal desdicha nacen,
    que en viendo un hombre, al momento
    le ruegan, y mudan traje,
    y sirviéndole de paje,
    van con las piernas al viento.
    Pues tú, que obligada estás
    de tanto tiempo y fe tanta,
    si bien señora, no infanta,
    honestamente podrás
    decirle tu voluntad
    con prevenciones discretas,
    sin temer que a los poetas
    les parezca impropiedad.

DOÑA ANA.

    ¿Poco a poco no es mejor?

CELIA.

    ¿Tú quiéreslo?

DOÑA ANA.

                   Celia, sí.

CELIA.

    ¿Sabes que él muere por ti?

DOÑA ANA.

    Bien cierta estoy de su amor.

CELIA.

    Pues cuando de esa verdad
    hay certidumbre, yo hallo
    más crueldad con dilatallo,
    que en decillo liviandad;
    que el tiempo sirve de dar
    del amor información,
    y es necia la dilación,
    si no queda que probar.

DOÑA ANA.

    El sujetarme es forzoso,
    Celia, a tu agudeza extraña.

CELIA.

    Es verdad que es poca hazaña
    persuadir a un deseoso.

(_Vanse_).


Escena IX.

Sala en casa de don Mendo.

_Don Mendo con banda, sin espada, y el Conde._

DON MENDO.

    Mis cocheros me han vendido,
    dijo mi enemiga apenas,
    cuando en espadas y dagas
    truecan azotes y riendas,
    y como animosos, mudos,
    indicio de su fiereza,
    que da el valor a los pechos
    lo que les quita las lenguas,
    embistieron dos a dos
    con tal ímpetu y violencia,
    que pensé, viendo el exceso
    de su valor y sus fuerzas,
    que transformado en cochero,
    Jove, por mi ingrata bella
    vibraba rayos ardientes
    para vengar sus ofensas;
    porque sus valientes golpes
    eran tantos, que no suenan
    en la fragua de Vulcano
    los martillos tan apriesa.
    Al fin, primo, (que a vos solo
    puedo confesar mi afrenta),
    la espada de un hombre humilde
    pudo herirme en la cabeza;
    y tanta sangre corría,
    con ser la herida pequeña,
    que cegándome los ojos
    puso fin a la pendencia.
    Volví a curarme a Alcalá,
    que estaba a cuarto de legua,
    más con rabia de la causa,
    que del efecto con pena.
    Esto ha podido en doña Ana
    una mal fundada queja,
    y este es el premio que traigo
    de celebrarla en las fiestas.

CONDE.

    ¡Hay suceso más extraño!
    ¿Y habéis sabido quién eran
    cocheros tan valerosos?

DON MENDO.

    Como se va con cautela
    procurando, por mi honor,
    que el suceso no se sepa,
    no es averiguarlo fácil;
    mas yo tengo una sospecha,
    que siempre estas viudas mozas,
    hipócritas y santeras,
    tienen galanes humildes,
    para que nadie lo entienda.
    Tal valor en un cochero
    los celos no más lo engendran,
    que nunca así por leales
    los hombres bajos se arriesgan.
    Esto se viene rodado,
    que si no, no lo dijera,
    que ya sabéis que no suelo
    meterme en vidas ajenas.

CONDE.

    (_Aparte_).
    (¡Así tengas la salud!)
    No vengo en esa sospecha.
    El enojo os precipita
    contra tan honradas prendas;
    y no es justo hablar así
    de quien puede ser que sea
    vuestra esposa.

DON MENDO.

                    Ya he perdido
    la esperanza y la paciencia.

CONDE.

    ¿Tan presto?

DON MENDO.

                 Volverme quiero
    a mi constante Lucrecia.

CONDE.

    (_Aparte_).
    (¡Malas nuevas te dé Dios!)
    Indicios dais de flaqueza.
    Si doña Ana está engañada,
    procurad satisfacerla.

DON MENDO.

    Niega a mi voz los oídos.

CONDE.

    Entrad y habladle por fuerza,
    porque quien el dueño ha sido,
    siempre tiene esa licencia
    mientras no se satisface
    de que es la mudanza cierta.
    Quizá enojada os castiga,
    y no os despide resuelta;
    o decid vuestras disculpas
    en un papel.

DON MENDO.

                 Yo lo hiciera
    si hubiera de recibirlo.

CONDE.

    Yo me obligo a que lo lea.

DON MENDO.

    ¿Cómo?

CONDE.

           Dádmelo, que yo
    lo pondré en sus manos mesmas.

DON MENDO.

    Al punto voy a escribirlo.

(_Vase_).


Escena X.

_El Conde._

CONDE.

    (_Aparte_).
    Y yo a pedir a Lucrecia
    que me cumpla su palabra,
    pues ha visto sus ofensas;
    que pues con doña Ana vino
    de Alcalá en un coche, es fuerza
    que viera lo que ha contado,
    y su desengaño viera;
    y este papel ha de ver,
    para que negar no pueda;
    que modo habrá de excusarme,
    cuando don Mendo lo sepa
    y consiga yo mi intento,
    suceda lo que suceda;
    que no mira inconvenientes
    el que ciega amor de veras.

(_Vase_).


Escena XI.

_Don Juan y Beltrán._

BELTRÁN.

    ¿Qué, llegó el tiempo?

DON JUAN.

                           Llegó
    el fin de las ansias mías.

BELTRÁN.

    ¡Gracias a Dios, que en mis días
    un milagro sucedió!
    ¿Que a doña Ana le das pena?
    ¿Que olvida al Guzmán Narciso?
    Este es el tiempo que quiso
    ver el Marqués de Villena.
    Es verdad que de cada año
    lo mismo decir he oído;
    pero viene aquí nacido
    con suceso tan extraño.
    ¿Que te quiere bien?

DON JUAN.

                          Sin duda.
    Ya lo dijo claramente,
    y un ángel, Beltrán, no miente.

BELTRÁN.

    Todo, en efecto, se muda,
    pues algún tiempo averiguo,
    que fue ya la calva hermosa:
    jamás el tiempo reposa.
    ¿No dice un romance antiguo:
    «Por mayo era por mayo,
    cuando los grandes calores,
    cuando los enamorados
    a sus damas llevan flores?».
    Pues ves aquí se ha pasado
    a septiembre ya el calor;
    pero sospecho, señor,
    que tú también te has mudado.
    ¿De qué tal melancolía
    te ha cargado en un instante?
    Tahúr parece el amante,
    pues no dura su alegría.
    Pero advierte que es flaqueza.

DON JUAN.

    Déjame con mi aflicción.

BELTRÁN.

    ¿Ello importa a la invención,
    señor? Pues va de tristeza.

DON JUAN.

    Beltrán, la mudanza mía,
    en mudarse todo está,
    que también se mudará
    la causa de mi alegría.
    Que adora así su beldad
    el duque Urbino, que creo
    que, por lograr su deseo,
    perderá la libertad.

BELTRÁN.

    ¿Que se case temes?

DON JUAN.

                        Sí.

BELTRÁN.

    Pues si tu querida alcanza
    de vista aquesa esperanza,
    bien pueden doblar por ti;
    que por llamarse excelencia,
    ¿qué no hará una mujer?

DON JUAN.

    Eso me obliga a perder
    la esperanza y la paciencia.

BELTRÁN.

    Pues el remedio, señor.

DON JUAN.

    Dilo tú, si alguno ves.

BELTRÁN.

    Si él ama así, no lo es
    el declararle tu amor.
    Mas pues que tu amada bella
    contigo está declarada,
    antes que él la persuada,
    cásate, señor, con ella.

DON JUAN.

    ¿Cómo la podré obligar
    tan brevemente?

BELTRÁN.

                    Fingiendo
    que la herida de don Mendo
    se ha sabido en el lugar,
    y con esto el vulgo toca
    en la opinión de doña Ana,
    que tengo por cosa llana,
    que por taparle la boca,
    si se ha de determinar
    tarde, que quiera temprano
    darte de esposa la mano;
    con esto puedes mostrar
    un desconfiado pecho
    con recelos de su fe,
    porque la mano te dé
    para verte satisfecho.
    Que pues dice claramente
    que te quiere, y tú la quieres,
    o ha de hacer lo que quisieres,
    o ha de confesar que miente.

DON JUAN.

    Al jardín irá esta tarde,
    allí la tengo de ver,
    y seguir tu parecer.

BELTRÁN.

    Nunca ha vencido el cobarde.
    El Duque es este.


Escena XII.

_Dichos, el Duque y Fabio._

DON JUAN.

                      ¿Señor?

DUQUE.

    Don Juan, amigo, yo muero.

DON JUAN.

    ¿Cómo?

DUQUE.

           En un combate fiero
    de celos, desdén y amor.
    Al ingrato como bello
    ángel que adoro, escribí
    hoy un papel.

DON JUAN.

    (_Aparte_).
                  ¡Ay de mí!

DUQUE.

    Y no ha querido leello.

DON JUAN.

    (_Aparte_).
    (El alma al cuerpo me ha vuelto.)
    ¿Pues cómo tanto rigor?

DUQUE.

    Nacido es de ajeno amor
    un disfavor tan resuelto.

DON JUAN.

    Yo a ser amada atribuyo
    el mostrarse tan ingrata.

DUQUE.

    Cuando el efecto me mata,
    sobre la causa no arguyo.
    Lo que es cierto, es que yo muero;
    vos, don Juan, me aconsejad.

DON JUAN.

    De tan resuelta crueldad
    la mudanza desespero.
    Dejarlo es mi parecer,
    antes que crezca el amor.

DUQUE.

    Ya no puede ser mayor.

DON JUAN.

    Pues amad y padeced.


Escena XIII.

_Dichos y Marcelo, criado del Duque._

MARCELO.

    ¿Puedo hablarte?

DUQUE.

                     Sí, Marcelo.

MARCELO.

    Dame albricias.

DUQUE.

                    Tu tardanza
    me mata.

MARCELO.

             Ya tu esperanza
    ha hallado puerta en tu cielo.
    Hoy va tu dueño crüel
    al jardín, y un escudero
    (que esto ha podido el dinero)
    quiere darte entrada en él.

DUQUE.

    Abrázame.

BELTRÁN.

              ¡Qué doblones!

DUQUE.

    ¿No iréis conmigo, don Juan?

DON JUAN.

    Señor, los que solos van
    gozan bien las ocasiones.

DUQUE.

    Bien decís; vedme después
    que se esconda el sol dorado,
    sabréis lo que me ha pasado.

(_Vase_).

DON JUAN.

    ¡Mal haya el vil interés,
    por quién ni honor ni opinión
    podemos asegurar!

BELTRÁN.

    Lo que importa es madrugar
    y hurtarle la bendición.

(_Vanse_).



Escena XIV.

Decoración de jardín.

_El Conde y doña Lucrecia._

CONDE.

    ¿Negarás, señora mía,
    la palabra que me diste?

DOÑA LUCRECIA.

    Yo no la niego.

CONDE.

                    ¿Y que viste,
    cuando doña Ana venía
    de Alcalá, tu desengaño?

DOÑA LUCRECIA.

    Eso tampoco te niego;
    mas aunque se apagó el fuego
    quedan reliquias del daño.

CONDE.

    Pues porque arrojes del pecho
    las cenizas que han quedado,
    mira el papel que me ha dado
    don Mendo, de amor deshecho,
    para aplacar el rigor
    de doña Ana de Contreras.
    Si más agravios esperas,
    será bajeza y no amor.

(_Dale un papel y lee Lucrecia_).

DOÑA LUCRECIA.

    «El que sin oír condena,
    oyendo ha de condenar;
    y esto me obliga a pensar
    que es sin remedio mi pena.
    Ya que el cielo así lo ordena,
    dadme solo un rato oído,
    que si culpado lo pido,
    para más pena ha de ser,
    si no que os dañe saber
    que jamás os he ofendido».

CONDE.

    ¿Conoces la letra?

DOÑA LUCRECIA.

                       Sí.

CONDE.

    ¿Ves tu engaño?

DOÑA LUCRECIA.

                    Ya lo veo,
    Conde, y pagarte deseo
    lo que padeces por mí;
    que demás de que premiarte
    es justo tan firme fe,
    gusto a mi padre daré,
    que es en esto de tu parte.
    Hazme gusto de esconderte
    por el jardín, no te vea
    mi prima.

CONDE.

              El alma desea
    por gloria el obedecerte.

(_Vase_).


Escena XV.

_Doña Lucrecia, doña Ana y Celia._

CELIA.

    ¿Que de esa manera estás?

DOÑA ANA.

    Después que estoy declarada,
    cuanto más resistí helada,
    tanto voy ardiendo más.
    ¡Quién detrás de este arrayán
    súbitamente lo hallara!

CELIA.

    ¡Ay, Celia, y qué mala cara,
    y mal talle de don Juan!
    ¿Ves lo que en un hombre vale
    el buen trato y condición?

DOÑA ANA.

    Tanto, que ya en mi opinión
    no hay Narciso que le iguale.
    Prima, ¿qué es eso que lees?

DOÑA LUCRECIA.

    Un billete de don Mendo,
    y mostrártelo pretendo,
    por si sus promesas crees.

DOÑA ANA.

    Ni le escucho, ni le creo,
    bien puedes vivir segura.

DOÑA LUCRECIA.

    (_Da el papel a doña Ana, y ella se pone a leerlo_).
    ¡No le dé Dios más ventura,
    de la que yo le deseo!
    Solo pretendo que dél
    entiendas lo que te quiere.
    (_Aparte_).
    Harele el mal que pudiere
    pues da ocasión el papel.


Escena XVI.

_Dichos y don Juan._

CELIA.

    Llega atrevido y dichoso.

(_Don Juan que se llega por un lado a doña Ana_).

DON JUAN.

    (_Aparte_).
    (Un papel está leyendo,
    y la letra es de don Mendo.)
    ¿Tendrá licencia un celoso,
    a quien tu dueño has llamado
    para ver ese papel?

DOÑA ANA.

    Don Juan, si ha nacido dél
    ese celoso cuidado,
    pide licencia primero
    a mi prima, y lo verás.

DON JUAN.

    ¿Luego licencia me das
    de decirle que te quiero?

DOÑA ANA.

    Sí, que este es lance forzoso,
    puesto que el alma te adora.

DON JUAN.

    Dadme licencia, señora,
    por amante, o por celoso,
    para ver este papel.

DOÑA LUCRECIA.

    Mi gusto en doña Ana vive.

DOÑA ANA.

    Ahora sabe que escribe
    don Mendo a Lucrecia en él.

DON JUAN.

    ¿Don Mendo a Lucrecia?

DOÑA ANA.

                           Sí;
    decirlo puede mi prima.

DON JUAN.

    Si tanto tu gusto estima,
    más que eso dirá por ti.
    Pero aquí el mismo papel
    es bien que el testigo sea.

DOÑA LUCRECIA.

    Satisfacerme desea,
    y audiencia me pide en él.

(_Toma don Juan el papel y lee_).

DON JUAN.

    «El que sin oír condena,
    oyendo ha de condenar,
    y esto me obliga a pensar,
    que es sin remedio mi pena:
    ya que el cielo así lo ordena
    dadme solo un rato oído,
    que si culpado lo pido,
    para más pena ha de ser,
    sino que os dañe saber
    que jamás os he ofendido».
    (_Prosigue don Juan_).
    Doña Ana, ¿qué te ha obligado
    a pretenderme a engañar?
    ¿Qué te puedo yo importar
    no querido y engañado?
    A ti vienen dirigidas
    las razones que he leído,
    que sobre lo sucedido
    son palabras conocidas.

DOÑA ANA.

    Cuando a mí venga el papel,
    ¿da gracia de algún favor,
    o quejas de mi rigor?
    Luego te obligo con él.

DON JUAN.

    Mejor modo de obligar
    fuera no haberlo leído,
    que quien escucha ofendido,
    no huye de perdonar.
    ¿Ajeno papel recibes
    cuando mía te has nombrado?
    O poco me has estimado,
    o livianamente vives.
    De donde he ya conocido
    que vivir me está más bien
    desdichado en tu desdén
    que en tu favor ofendido.
    Yo me iré, donde jamás
    pueda otra vez engañarme
    tu favor.

DOÑA ANA.

              ¿Quieres matarme,
    señor?

DON JUAN.

           Suelta.

DOÑA ANA.

                   No te irás
    sin oírme. Prima mía,
    ayúdamele a tener.

DON JUAN.

    Soltad.

DOÑA LUCRECIA.

            Ya es esto perder
    la debida cortesía.

CELIA.

    Don Mendo está en el jardín.

DOÑA ANA.

    ¿Don Mendo?

CELIA.

                Por fuerza ha entrado.

DOÑA ANA.

    A coyuntura ha llegado
    que daré a tus celos fin.
    Los dos tras ese arrayán
    os entrad, donde escondidos
    los ojos y los oídos
    satisfacción os darán.

DON JUAN.

    Sola tu mano ha de ser
    quien me tenga satisfecho.

DOÑA ANA.

    Señor eres ya del pecho;
    poco te queda que hacer.

(_Escóndense don Juan y doña Lucrecia_).


Escena XVII.

_Dichos y don Mendo._

DON MENDO.

    Ni quiero que me perdones,
    ni volver quiero a tu gracia,
    y si tal pidiere, cierra
    el oído a mis palabras.
    Mis descargos solamente
    quiero que escuches, doña Ana,
    por volver por mi opinión,
    no por culpar tu mudanza.
    Si al duque Urbino de ti
    dije una noche mil faltas,
    fue temor de que en su pecho
    engendrase amor tu fama;
    porque don Juan de Mendoza
    contaba tus alabanzas,
    y a la pólvora de un mozo
    la menor centella basta.
    A tu prima le escribí
    mil agravios por tu causa,
    desengañando su amor
    y encareciendo tus gracias.
    Si ella te ha dicho otra cosa,
    presto verás que te engaña,
    que el traslado traigo aquí;
    oye sus mismas palabras:
    (_Lee_):
    «Tu sentimiento encareces
    sin escuchar mis disculpas:
    cuanto sin razón me culpas,
    tanto con razón padeces.
    Verás cómo la pasión
    si miras lo que mereces,
    te obliga a que sin razón
    agravies en tu locura,
    con las dudas, la hermosura,
    con los celos, la elección.
    Lucrecia, de ti a doña Ana
    ventaja hay más conocida
    que de la muerte a la vida,
    de la noche a la mañana.
    ¿Quién a la hermosa Diana
    trocará por una estrella?
    Deja la injusta querella,
    desengaña tus enojos,
    que tengo una alma y dos ojos
    para escoger la más bella».
    (_Prosigue_).
    Mira si más claramente,
    pude yo desengañarla;
    si ella lo entendió al revés,
    en mí no estuvo la falta.
    Que quise en el campo usar
    de fuerza, dirás. ¡Ah, ingrata!
    Como a esposa lo intenté,
    si te ofendí como a extraña;
    y delinquir en el campo
    no fue mucho, si llevaba
    anticipado el castigo
    con mil flechas en el alma.
    Tus quejas y mis disculpas
    estas son, la furia amansa,
    huya de tu hermoso cielo
    la nube de mi desgracia;
    que el cielo, el aire, la tierra
    son testigos de mis ansias;
    no hay quien dude mis verdades
    sino tú, que eres la causa.
    Esta es mi mano de esposo,
    y con disculpa tan clara,
    o no niegues mi firmeza,
    o confiesa tu mudanza.

DOÑA LUCRECIA.

    Aquí se casan sin duda.

DON JUAN.

    Aquí sin duda se casan.
    ¿Saldré, Celia?

CELIA.

                    No la enojes,
    cuando te importa obligalla.


Escena XVIII.

_Dichos, el Duque con un escudero, y quédanse al paño._

ESCUDERO.

    De aquí podéis aguardar
    a que don Mendo se vaya.

DOÑA ANA.

    Don Mendo, yo te confieso
    que tu descargo es muy llano,
    y que con darme la mano,
    puede cerrarse el proceso;
    pero tu intento no tiene
    remedio: ya me has perdido,
    y resuelto el ofendido,
    tarde la disculpa viene.
    Digo que fue la intención
    con que hablaste mal de mí
    al Duque, querer así
    librarme de su afición;
    mas fue público el hablar,
    la intención oculta fue,
    si por lo escrito juzgué,
    no te me puedes quejar;
    y ahora te desengaña
    de cuán malo es hablar mal,
    pues con ser la causa tal,
    y el fin tan bueno, te daña.
    Por el mal medio condeno
    el buen fin; todo lo igualo,
    en que verás que lo malo
    aun para buen fin no es bueno.
    Tu lengua te condenó
    sin remedio a mi desdén;
    a toda ley, hablar bien,
    que a nadie jamás dañó.
    Con esto si eres discreto,
    mudar intento podrás.

DON MENDO.

    ¿Resuelta, en efecto, estás?

DOÑA ANA.

    Resuelta estoy en efeto.

DON MENDO.

    Mira lo que dices.

DOÑA ANA.

                       Digo
    que es vana tu presunción,
    porque esta, resolución
    es, don Mendo, no castigo.

DON MENDO.

    Ya lo que dice de ti
    la fama creer es justo,
    que informa de tu mal gusto
    el aborrecerme a mí.
    Del cochero que me hirió
    se habla mal, y mal sospecho,
    que tal brío en bajo pecho
    de tus favores nació.

DOÑA ANA.

    Tente, no me digas más,
    yo estorbaré mis afrentas:
    por donde obligarme intentas
    del todo me perderás.
    El cochero que te hirió,
    don Mendo, mostrarte quiero.
    Bien podéis salir, cochero.

(_Salen al teatro, y empuñan todos las espadas_).

DON JUAN.

    Yo soy el cochero.

DUQUE.

                       Y yo.

DOÑA ANA.

    Caballeros, deteneos,
    que a mí ese daño me hacéis.

DUQUE.

    Basta que vos lo mandéis.

DON JUAN.

    Serviros son mis deseos.

DOÑA ANA.

    Estos los cocheros son,
    por quien mi opinión se infama;
    y por quitar a la fama
    de mi afrenta la ocasión,
    le doy la mano de esposa
    a don Juan.

(_Danse las manos_).

DON JUAN.

                Y yo os la doy.

CELIA.

    ¡Buena pascua!

BELTRÁN.

                   ¡Loco estoy!

DUQUE.

    Vuestra amistad engañosa
    castigaré.

(_Empuña el Duque contra don Juan_).

DON JUAN.

               Deteneos,
    que yo nunca os engañé;
    recato y no engaño fue
    encubriros mis deseos;
    que si os queréis acordar,
    solo os tercié para verla,
    y en empezando a quererla,
    os dejé de acompañar.

DOÑA ANA.

    Y en fin, si bien lo miráis,
    el dueño fui de mi mano,
    y sobre mi gusto en vano
    sin mi gusto disputáis.
    A don Juan la mano di,
    porque me obligó diciendo
    bien de mí, lo que don Mendo
    perdió, hablando mal de mí.
    Este es mi gusto, si bien
    misterio del cielo ha sido,
    con que mostrar ha querido
    cuanto vale el hablar bien.

DON MENDO.

    Antes sospecho que fue
    pena del loco rigor,
    con que por ti el firme amor
    de tu prima desprecié;
    mas con llorar mi mudanza
    y gozar su mano bella
    estorbaré su querella,
    y mi engaño, y tu venganza.

DOÑA LUCRECIA.

    ¿Quién os dijo que sustenta
    hasta ahora el alma mía
    vuestra memoria?

BELTRÁN.

                     Él hacía
    sin la huéspeda la cuenta.

DOÑA LUCRECIA.

    Vos hablasteis, pretendiendo
    a doña Ana, mal de mí.

DON MENDO.

    ¡Yo a doña Ana mal de ti!

DOÑA LUCRECIA.

    Las paredes oyen, Mendo.
    Mas puesto que en vos es tal
    la imprudencia, que queréis
    ser mi esposo, cuando habéis
    hablado de mí tan mal,
    yo no pienso ser tan necia,
    que esposa pretenda ser,
    de quien quiere por mujer
    a la misma que desprecia;
    y porque con la esperanza
    el castigo no aliviéis,
    lo que por falso perdéis,
    el Conde por firme alcanza.
    Vuestra soy.

(_Da la mano al Conde_).

DON MENDO.

                 ¡Todo lo pierdo!
    ¿Para qué quiero la vida?

CONDE.

    Júzgala también perdida,
    si en hablar no eres más cuerdo.

BELTRÁN.

    Y pues este ejemplo ven,
    suplico a vuesas mercedes
    miren que OYEN LAS PAREDES;
    y a toda ley, hablar bien.


F I N.




*** END OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK LAS PAREDES OYEN ***


    

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Section 2. Information about the Mission of Project Gutenberg™

Project Gutenberg™ is synonymous with the free distribution of
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computers including obsolete, old, middle-aged and new computers. It
exists because of the efforts of hundreds of volunteers and donations
from people in all walks of life.

Volunteers and financial support to provide volunteers with the
assistance they need are critical to reaching Project Gutenberg™’s
goals and ensuring that the Project Gutenberg™ collection will
remain freely available for generations to come. In 2001, the Project
Gutenberg Literary Archive Foundation was created to provide a secure
and permanent future for Project Gutenberg™ and future
generations. To learn more about the Project Gutenberg Literary
Archive Foundation and how your efforts and donations can help, see
Sections 3 and 4 and the Foundation information page at www.gutenberg.org.

Section 3. Information about the Project Gutenberg Literary Archive Foundation

The Project Gutenberg Literary Archive Foundation is a non-profit
501(c)(3) educational corporation organized under the laws of the
state of Mississippi and granted tax exempt status by the Internal
Revenue Service. The Foundation’s EIN or federal tax identification
number is 64-6221541. Contributions to the Project Gutenberg Literary
Archive Foundation are tax deductible to the full extent permitted by
U.S. federal laws and your state’s laws.

The Foundation’s business office is located at 809 North 1500 West,
Salt Lake City, UT 84116, (801) 596-1887. Email contact links and up
to date contact information can be found at the Foundation’s website
and official page at www.gutenberg.org/contact

Section 4. Information about Donations to the Project Gutenberg
Literary Archive Foundation

Project Gutenberg™ depends upon and cannot survive without widespread
public support and donations to carry out its mission of
increasing the number of public domain and licensed works that can be
freely distributed in machine-readable form accessible by the widest
array of equipment including outdated equipment. Many small donations
($1 to $5,000) are particularly important to maintaining tax exempt
status with the IRS.

The Foundation is committed to complying with the laws regulating
charities and charitable donations in all 50 states of the United
States. Compliance requirements are not uniform and it takes a
considerable effort, much paperwork and many fees to meet and keep up
with these requirements. We do not solicit donations in locations
where we have not received written confirmation of compliance. To SEND
DONATIONS or determine the status of compliance for any particular state
visit www.gutenberg.org/donate.

While we cannot and do not solicit contributions from states where we
have not met the solicitation requirements, we know of no prohibition
against accepting unsolicited donations from donors in such states who
approach us with offers to donate.

International donations are gratefully accepted, but we cannot make
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outside the United States. U.S. laws alone swamp our small staff.

Please check the Project Gutenberg web pages for current donation
methods and addresses. Donations are accepted in a number of other
ways including checks, online payments and credit card donations. To
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Section 5. General Information About Project Gutenberg™ electronic works

Professor Michael S. Hart was the originator of the Project
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freely shared with anyone. For forty years, he produced and
distributed Project Gutenberg™ eBooks with only a loose network of
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