O locura o santidad : Drama en tres actos y en prosa

By José Echegaray

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Title: O locura o santidad
        Drama en tres actos y en prosa

Author: José Echegaray

Release date: August 4, 2025 [eBook #76631]

Language: Spanish

Original publication: Madrid: Imprenta de José M. Ducazcal, 1877

Credits: Produced by Ramón Pajares Box. (This file was produced from images generously made available by The Internet Archive/University of North Carolina at Chapel Hill.)


*** START OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK O LOCURA O SANTIDAD ***


NOTA DE TRANSCRIPCIÓN

  * Las cursivas se muestran entre _subrayados_ y las versalitas se han
    convertido a MAYÚSCULAS.

  * Los errores de imprenta han sido corregidos.

  * La ortografía del texto original ha sido modernizada de acuerdo con
    las normas publicadas en 2010 por la Real Academia Española.

  * Las abreviaturas y los nombres de los personajes han sido expandidos
    para mayor facilidad de lectura.

  * Las páginas en blanco han sido eliminadas.




O LOCURA O SANTIDAD




  O LOCURA O SANTIDAD,

  DRAMA
  EN TRES ACTOS Y EN PROSA,

  POR
  JOSÉ ECHEGARAY.

  Estrenado en Madrid, en el Teatro Español, el 22 de enero de 1877.

  MADRID:
  Imprenta de José M. Ducazcal.
  Plaza de Isabel II, núm. 6.
  —
  1877.




  Esta obra es propiedad de su autor, y nadie podrá, sin su permiso,
  reimprimirla ni representarla en España y sus posesiones de Ultramar,
  ni en los países con los cuales haya celebrados o se celebren en
  adelante tratados internacionales de propiedad literaria.

  El autor se reserva el derecho de traducción.

  Los comisionados de la Galería Lírico-Dramática, titulada _El
  Teatro_, de DON ALONSO GULLÓN, son los exclusivamente encargados de
  conceder o negar el permiso de representación y del cobro de los
  derechos de propiedad.

  Queda hecho el depósito que marca la ley.




AL EMINENTE ACTOR

DON ANTONIO VICO.

Cumplo deber ineludible, ejerzo acto de justicia y procuro dar
público testimonio de cuánto admiro su gran talento y su inagotable
inspiración, dedicando a Usted esta obra que fue la elegida para su
beneficio y en que a tal altura raya Usted.

Usted, que desde mi primer ensayo en _El libro talonario_, ha venido
ganándome aplausos y triunfos; Usted, que ha sido sucesivamente sobre
la escena: el don Carlos de Quirós de _La esposa del vengador_, el
Banquero de aquel epílogo de _La última noche_, el Fernando de _En
el puño de la espada_, el Pablo de _Cómo empieza y cómo acaba_ y el
Lorenzo de _O locura o santidad_, bien merece, y es harto humilde
recompensa, ya lo conozco, a cambio de tantos y tantos arranques
sublimes, de tantos y tantos gritos desgarradores, de tantas maravillas
de expresión, esta muestra de mi gratitud, de mi admiración y de mi
amistad.

  _Echegaray._




  PERSONAJES.                  ACTORES.

  DON LORENZO DE AVENDAÑO[1]   SEÑOR VICO (DON ANTONIO).
  ÁNGELA                       SEÑORA MARÍN.
  INÉS                         SEÑORITA CONTRERAS.
  LA DUQUESA DE ALMONTE        SEÑORA FENOQUIO.
  EDUARDO                      SEÑOR CALVO.
  JUANA                        SEÑORITA BOLDÚN.
  DON TOMÁS                    SEÑOR OLTRA.
  EL DOCTOR BERMÚDEZ           SEÑOR BENAVIDES.
  BRAULIO                      SEÑOR RIQUELME.
  BENITO                       SEÑOR ROMEA.
  UN CRIADO                    SEÑOR CASTRO.

La escena, en Madrid, en casa de Don Lorenzo. — Época moderna.

  [1] Por enfermedad del señor Vico se encargó a la quinta
  representación del papel de don Lorenzo el SEÑOR CEPILLO.




ACTO PRIMERO.

La escena representa el despacho de don Lorenzo: forma octógona. — A la
izquierda del espectador, y en primer término, una chimenea encendida:
encima un gran espejo de marco negro: en segundo término, una puerta. —
A la derecha, en primer término, otra puerta; en segundo término, una
ventana. — En el fondo, la puerta principal. — En los dos chaflanes
o lados oblicuos del octógono, grandes estantes con libros. — A la
izquierda, una mesa de despacho con pupitre y sillón. — A la derecha,
un sofá. — Sobre algunas sillas, sobre la mesa, en las repisas de los
estantes y en las paredes, libros y objetos artísticos en confusión,
pero sin que aparezca recargado el conjunto. — El adorno, elegante y
rico, pero de gusto muy severo: cortinajes y muebles oscuros. — Es día
de invierno: la luz muy escasa.


ESCENA PRIMERA.

DON LORENZO.

Sentado a la mesa y leyendo atentamente.


DON LORENZO.

«Las misericordias, respondió don Quijote, sobrina, son las que en este
instante ha usado Dios conmigo, a quien, como dije, no las impiden mis
pecados. Yo tengo juicio ya libre y claro, sin las sombras caliginosas
de la ignorancia que sobre él me pusieron mi amarga y continua leyenda
de los detestables libros de caballerías. Ya conozco sus disparates
y sus embelecos, y no me pesa sino que este desengaño ha llegado tan
tarde que no me deja tiempo para hacer alguna recompensa leyendo
otros que sean luz del alma. Yo me siento, sobrina, a punto de muerte;
querría hacerla de tal modo, que diese a entender que no había sido
mi vida tan mala que dejase renombre de loco; que puesto que lo he
sido, no querría confirmar esta verdad con mi muerte». (_Suspende la
lectura y queda pensativo largo rato_). ¡Locura luchar sin tregua
ni reposo por la justicia en esta revuelta batalla de la vida, como
luchaba en el mundo de sus imaginaciones el héroe inmortal del inmortal
Cervantes! ¡Locura amar con amor infinito, y sin alcanzarla jamás, la
divina belleza, como él amaba a la Dulcinea de sus apasionados deseos!
¡Locura ir con el alma tras lo ideal por el áspero y prosaico camino
de las realidades humanas, que es tanto como correr tras una estrella
del cielo por entre peñascales y abrojos! Locura es, según afirman los
doctores; mas tan inofensiva, y, por lo visto, tan poco contagiosa,
que para atajarla no hemos menester otro Quijote. (_Pausa. Después se
levanta, viene al centro del escenario, y de nuevo se queda pensativo_).


ESCENA II.

DON LORENZO, DOÑA ÁNGELA, DON TOMÁS.

Los dos últimos se detienen en la puerta de la derecha, primer término,
y desde allí, medio ocultos por el cortinaje, observan a don Lorenzo.
Este en el centro y volviéndoles la espalda.


ÁNGELA.

¿Le ve usted? Como siempre; leyendo y pensando.

DON TOMÁS.

Ángela, su esposo de usted es todo un sabio; pero no abusemos de la
sabiduría. Si la cuerda, cuanto más tensa, da sonidos más agudos,
también con mayor facilidad se rompe; y al romperse, a la divina nota,
sucede un eterno silencio. Mientras el cerebro se agita en sublimes
espasmos, la locura acecha: no lo olvide usted. (_Pausa_).

DON LORENZO.

¡Extraño libro, libro sublime! ¡Cuántos problemas puso Cervantes en ti,
quizá sin saberlo! ¿Loco tu héroe? Loco, sí: loco. (_Pausa_). El que no
oyera más que la voz del deber al marchar por la vida; el que en cada
instante, dominando sus pasiones, acallando sus afectos, sin más norte
que la justicia ni más forma que la verdad, a la verdad y la justicia
acomodase todos sus actos, y con sacrílega ambición quisiera ser
perfecto como el Dios de los cielos..., ese, ¡qué ser tan extraño sería
en toda sociedad humana! ¡Qué nuevo don Quijote entre tanto y tanto
Sancho! Y al tener que condenar en uno el interés, la vanidad en otro,
la dicha de aquel, los desordenados apetitos de este, las flaquezas de
todos, ¡cómo su propia familia, a la manera del ama y la sobrina del
andante caballero; cómo sus propios amigos, de igual suerte que el cura
y el barbero y Sansón Carrasco; cómo jayanes y doncellas, y duques y
venteros, y moros y cristianos a una voz le declararan loco, y por loco
él mismo se tuviera, o al morir lo fingiría, porque le dejasen al menos
morir en calma!

DON TOMÁS.

(_Acercándose a don Lorenzo y poniéndole una mano en el hombro. Doña
Ángela se acerca también_). Lorenzo.

DON LORENZO.

(_Volviéndose_). Tomás... Ángela... ¿Estabais ahí?

DON TOMÁS.

Sí, escuchábamos a medias tu filosófico monólogo. ¿Y a cuenta de qué
son esos sublimes desahogos de mi buen amigo?

DON LORENZO.

Lecturas del don Quijote, que se me suben a la cabeza y allá se mezclan
con otras modernas filosofías, que andan vagando, como diría mi
empedernido doctor, por las celdillas de la sustancia gris.

DON TOMÁS.

Como diría todo el que quisiera decir algo puesto en razón.

ÁNGELA.

¡Qué espanto! ¿Van ustedes a empezar una de esas interminables disputas
sobre el positivismo y el idealismo y todos los demás _ismos_ del
diccionario, que son otros tantos abismos del sentido común?

DON TOMÁS.

No se alarme usted, Ángela, que algo más interesante tengo que decir a
Lorenzo.

DON LORENZO.

Y algo más urgente tengo yo también que preguntarte. (_A Tomás_).

ÁNGELA.

Ya lo creo: más interesante y más urgente que los disparates y
embelecos de que se llenan ustedes la cabeza, es la salud de nuestra
niña.

DON LORENZO.

¿Cómo encuentras hoy a la hija de mi vida? (_Con afán_).

ÁNGELA.

¿Cómo está Inés? (_Pausa_).

DON LORENZO.

¡Vamos!... ¡Responde!... ¡No nos tengas en esta ansiedad! (_Nueva
pausa. Don Tomás mueve la cabeza con aire de disgusto_).

ÁNGELA.

¡Don Tomás, por Dios! ¿Peligra acaso?

DON LORENZO.

¡Qué dices, mujer! No pronuncies esa palabra.

DON TOMÁS.

Alto, alto. ¡Qué de prisa van ustedes! Es cosa grave, no lo niego.

DON LORENZO.

¡Qué dices!

ÁNGELA.

¡Qué dice usted!

DON LORENZO.

¿Cuál es su enfermedad? ¿Qué nombre tiene?

ÁNGELA.

¿Cómo se cura? Porque debe curarse de algún modo. Es preciso, Tomás, es
preciso que usted salve a mi hija.

DON TOMÁS.

¿Cuál es su enfermedad? Una de las que causan más estragos entre los
vivientes. ¿Qué nombre tiene? Amor, le llaman los poetas: nosotros los
médicos le damos otro nombre. ¿Cómo se cura? Hoy por hoy con el cura; y
es tan probado específico, que al mes de haberlo usado ni memoria queda
en ambos cónyuges de la fatal dolencia.

ÁNGELA.

¡Qué bromas tiene usted, don Tomás! Me ha dejado usted sin gota de
sangre en las venas.

DON TOMÁS.

Ello es que hablando seriamente, y dadas las condiciones de esa niña,
su temperamento nervioso, su sensibilidad extrema y ese su romántico
amor, la dolencia es grave; y si no se busca pronto remedio en la dulce
calma de la vida conyugal, Ángela, amigo mío, me duele decirlo, pero el
deber me lo ordena, no cuenten con Inesita. (_Con seriedad_).

DON LORENZO.

¡Tomás!

ÁNGELA.

¿Usted cree?...

DON TOMÁS.

Creo que Inés ha heredado la imaginación exaltada y fantástica de su
padre; que hoy la fiebre del amor circula por todas sus venas en olas
de fuego. Y si no la casan ustedes, y muy pronto, con Eduardo; si
ella llega a comprender que sus esperanzas no han de realizarse, los
delirios de su fantasía y las violencias de su pasión, aunque no sé en
qué forma, sé por desdicha que han de herirla de muerte.

DON LORENZO.

¡Dios mío!

ÁNGELA.

¡Hija mía!

DON TOMÁS.

Ya saben ustedes mi opinión: opinión expuesta sin rodeos ni ambages,
cual lo exige lo urgente del caso, y con la lealtad a que me obligan el
cariño que nos une y el que profeso a esa inocente niña.

ÁNGELA.

(_A Lorenzo con tono resuelto_). Tú lo has oído: es preciso que Inesita
y Eduardo se casen.

DON LORENZO.

Bien lo quisiera, Ángela. Eduardo es bueno, es inteligente, quiere a
nuestra hija con delirio; pero...

ÁNGELA.

Pero ¿qué? ¿Que no somos nobles y que la madre de Eduardo, la duquesa
viuda de Almonte, se opone a esta unión? Y ¿qué importa si él quiere, y
no es ella la que ha de casarse?

DON LORENZO.

Ángela, piénsalo bien; ¡dar pábulo nosotros a la rebeldía del hijo
contra la madre!...

ÁNGELA.

Piénsalo bien, Lorenzo; ¡sacrificar nuestra hija a las vanidades de esa
mujer!

DON LORENZO.

Lamentar vanidades y desdichas, cosa fácil me parece: buscar remedio al
daño es lo que importa.

ÁNGELA.

¿Por qué no hablar a la duquesa? Dicen que, aparte de sus
preocupaciones aristocráticas, es buena mujer, y que con delirio quiere
a su Eduardo. Vas allá y le suplicas y le ruegas...

DON LORENZO.

¡Yo suplicar! ¡Yo rogar! ¡Humillarme yo! No soy yo ciertamente quien ha
de ir a pedirle su hijo: ella es la que debe venir a mi casa a pedirme
la mano de Inés. Las conveniencias sociales, el respeto a la mujer, mi
propio decoro así lo exigen.

ÁNGELA.

Aquí tiene usted al filósofo, al sabio, al hombre perfecto, rebosando
vanidad y orgullo. (_Dirigiéndose a don Tomás, que se habrá acercado a
la mesa y estará hojeando libros_).

DON LORENZO.

Ángela, eres injusta: no es orgullo, es dignidad. Dignidad, sí; porque
no es decoroso que mendiguemos para la frente de Inés, que en sí lleva
la mejor corona, la corona ducal que desdeñosa nos niega otra familia;
no es decoroso, repito, que vayamos de puerta en puerta, y menos si
en sus dinteles hay labrados blasones, tendiendo la mano para que nos
hagan la limosna de un nombre, cuando Inés tiene el mío, tan bueno, por
limpio y por honrado, como otro cualquiera que lo sea mucho.

DON TOMÁS.

Lorenzo tiene razón; pero usted, Ángela, también la tiene.

ÁNGELA.

Pues bien, no vayas tú; conserva incólume tu dignidad de sabio y de
filósofo. Yo, que no soy más que una pobre madre, yo iré. A mí no
me causa sonrojo ir de puerta en puerta mendigando, no coronas ni
blasones, sino la felicidad y la vida de mi hija.

DON LORENZO.

Ni a mí tampoco, Ángela: tienes razón. Diga el mundo lo que quiera,
piense lo que pensare la duquesa, iré. ¿No es verdad que debo ir? Tú
que tienes un criterio recto y severo, y que juzgas de las cosas a
sangre fría, dime tu opinión con franqueza. (_A Tomás_).

ÁNGELA.

¡Ah! ¡Qué hombre! ¡Pues no está discutiendo si debe o no debe ir! Estas
cosas, señor filósofo y señor marido, se resuelven con el corazón, no
con la cabeza. Mucho es que no empezaste a revolver librotes, buscando
en ellos la solución del problema. A maravilla tengo que no estés ya
escudriñando si entre los filósofos alemanes, o entre los clásicos
griegos, o en la ininteligible maraña de tus obras matemáticas, no
hubo algún autor que tratase concretamente el caso peregrino del
futuro casamiento de la señorita doña Inés de Avendaño con don Eduardo
de Almeida, duque de Almonte; y cuenta que si por _a_ más _b_, te
demostrase alguno de tus predilectos sabios la inconveniencia del
casamiento, por _a_ más _b_ dejarías morir a la pobre hija de mi alma.

DON LORENZO.

No te burles de mí, Ángela. Tú sabes que adoro a Inés.


ESCENA III.

DON LORENZO, ÁNGELA, DON TOMÁS, INÉS.

Esta última entra por la derecha, primer término, al pronunciar don
Lorenzo las últimas palabras y se detiene al oír su nombre.


DON LORENZO.

¡Que es por su vida! ¡Que es por su felicidad! No: por secar una
lágrima suya, diera yo todas las de mis ojos: por una hora de ventura
para mi Inés, trocara yo contento en horas de martirio todas las que me
restan de existencia. (_Inés sin que la vean todavía, tiende sus brazos
hacia su padre con expresión de cariño y agradecimiento y le manda un
apasionado beso_). Vaya, no hablemos más del asunto. Iré hoy mismo a
ver a la duquesa: rogaré, suplicaré, me humillaré si es preciso, y
cederá. ¿No ha de ceder? (_Movimiento de alegría en Inés; Ángela se
acerca y coge de la mano a su esposo con efusión_). No tengo títulos de
nobleza, pero tengo un nombre que si por el trabajo y el estudio no he
podido hacer ilustre...

DON TOMÁS.

Ilustre, sí, mi buen Lorenzo.

DON LORENZO.

Ilustre, no, pero sí respetable. Y tengo además muchos millones, que
heredé de los míos y que cederé a Eduardo y a la duquesa, para que
doren de nuevo sus soberbias coronas un tanto deterioradas por el
tiempo. Conque ya lo sabes: (_A Ángela_) se casará Inés, y será feliz,
y su felicidad será la nuestra.

ÁNGELA.

Y la tuya, la de todos nosotros que viviremos mirándonos en ti. ¡En ti,
Lorenzo mío, que cuando no te embrutece la ciencia, eres el más amante,
el más bondadoso y el mejor de los hombres!

INÉS.

¡Ay, Dios mío! ¡Dios mío! (_Desfalleciendo y apoyándose en la puerta
para no caer_).

ÁNGELA.

¡Inés, hija mía! (_Corriendo a sostenerla_).

DON LORENZO.

¡Inés, Inés!... ¿Qué tienes? (_Lo mismo_).

DON TOMÁS.

Vamos, niña, ¿qué mimos son esos? (_Acercándose a ella_).

INÉS.

(_Acercándose al sofá de la derecha y sentándose en él. Todos los
demás la rodean con solicitud_). Nada, no es nada..., es... que quiero
llorar..., y tengo tanta alegría, que no puedo... Es que quiero reír...
y siento que acuden lágrimas a mis ojos... ¡Es que te quiero mucho...,
mucho..., mucho, padre mío! (_Abrazándole y haciéndole mimos_). ¡Qué
bueno eres!... ¡Qué bueno te hizo Dios!... Soy feliz..., feliz..., muy
feliz. (_Rompe a llorar en los brazos de su madre_).

ÁNGELA.

Así, hija mía: llora, llora; desahógate. ¿Ves qué bueno es tu padre?
Quiérele mucho.

INÉS.

Con toda mi alma... ¿Y cuándo vas a ir? ¿Hoy mismo, verdad?

DON TOMÁS.

¡Ah, egoistilla! ¿Conque queremos mucho a papá cuando hace lo que nos
agrada? Y si no fuese a casa de la duquesa ¿le querríamos tanto...,
tanto..., tanto como ahora? (_Burlándose de sus protestas de cariño_).

INÉS.

Lo mismo.

DON TOMÁS.

¿Conque lo mismo? (_En tono de duda_).

INÉS.

De veras; pero estaría tan triste que no se me ocurriría decírselo.
(_Con cierta malicia_).

DON TOMÁS.

Ya.

INÉS.

Antes algo me oprimía el pecho y me apretaba la garganta. Ahora, sin
esfuerzo alguno..., así..., espontáneamente, a la par que corren dulces
lágrimas de felicidad, brotan palabras de cariño. Antes... solo hubiera
podido decirte: ¡qué desdichada soy, padre mío!... Ahora ya no pienso
en mí, pienso en él, y de corazón me sube a los labios este grito de
amor: ¡cuánto te quiero! (_De nuevo abraza a su padre_).

DON LORENZO.

¡Inés, hija mía!

INÉS.

Y a ti también, madre..., a ti también. (_Abrazando a su madre. Don
Lorenzo y don Tomás se separan del sofá en que quedan Ángela e Inés, y
vienen al centro_).

DON TOMÁS.

¡Pobre filósofo! Mira, ninguna de las dos ha leído una sola página
de todos esos libros, y saben más que tú. Te crees fuerte, y en sus
manos eres cera blandísima: te crees sabio, y en sus brazos eres un
inocente, por no decir que un tonto. Te crees justo e incorruptible, y
la voluntad de esas dos mujeres te llevaría a todas las injusticias y a
todas las flaquezas.

DON LORENZO.

No, Tomás; cuando la idea del bien me sostiene, mi voluntad es de
hierro.

DON TOMÁS.

No digo «Lo veremos», porque son dos ángeles; pero ¡ay, si no lo
fuesen! Déjame parodiar al gran poeta y decir en romance: «¡Tentación,
llevas nombre de mujer!».

DON LORENZO.

«¡Palabras, palabras y palabras!» había dicho antes sin duda en
previsión de que tú le parodiases. (_Con cierta exaltación_).

DON TOMÁS.

¡Ya te subes al trípode!

INÉS.

No incomode usted a papá.

DON LORENZO.

No me incomodan, hija mía, las extravagancias de este doctor.

DON TOMÁS.

Conque quedamos en que por cariño, por amistad, por amor, por esas que
tú llamas atracciones misteriosas de un alma sobre otra alma se puede y
se debe llegar...

DON LORENZO.

Hasta el sacrificio, sí; jamás hasta la culpa.

DON TOMÁS.

¡Bonita máxima para un libro de moral!

DON LORENZO.

Y aún mejor para una conciencia.

DON TOMÁS.

¿Y no habrá casos en que para evitar males mayores tenga que transigir
esa catoniana conciencia con uno tan pequeño, tan pequeño, que no
llegue a ser ni grano de arena?

DON LORENZO.

Al echarlo sobre sí, bien pronto pesaría como montaña de granito.

DON TOMÁS.

¿A la montaña te subes, no bastándote el trípode?

INÉS.

Vamos, don Tomás... Que no le diga usted esas cosas a papá.

DON TOMÁS.

En resumen: guerra a muerte al mal, bajo todas sus formas y disfraces.
¿No es cierto?

DON LORENZO.

Tú lo has dicho.

DON TOMÁS.

Pues aplicación inmediata de tu teoría. Y en verdad que lo había
olvidado y es toda una novela. Escúchame atento: oigan ustedes.

DON LORENZO.

¿Qué es ello? (_Ángela e Inés se acercan a don Tomás_).

DON TOMÁS.

Rogome esta mañana una mujer que en su nombre te trajera...

DON LORENZO.

¿Qué?

DON TOMÁS.

Un beso.

ÁNGELA.

¡Para él!

DON LORENZO.

¡Para mí!

DON TOMÁS.

Sí; pero no se alarme usted. (_A Ángela_). Es el beso de una anciana,
y en lágrimas viene empapado: es la última y dolorosa contracción de
unos labios moribundos: es el postrer adiós de un ser que dentro de
breves horas no existirá.

DON LORENZO.

No adivino...

DON TOMÁS.

Ella..., esa pobre mujer me hizo llamar esta mañana: subí a la
buhardilla en que muere: me dijo su nombre, que a no decírmelo, jamás
la hubiera conocido; y jurándome que fue inocente, rogome, sin embargo,
que intercediera contigo para que la perdonases.

DON LORENZO.

Estás hablando un lenguaje del cual ni una sola palabra comprendo.

DON TOMÁS.

¿Recuerdas la muerte de tu madre?

DON LORENZO.

¡Qué pregunta, Tomás! No conocí a mi padre, murió cuando yo era muy
niño; pero mi madre... ¡Ah, madre mía! (_Conmovido_).

DON TOMÁS.

¿Recuerdas que al sentirse de improviso herida de muerte, quiso
hablarte y no pudo, y que entonces, arrancándose convulsivamente del
cuello un rico medallón de que jamás se desprendía, lo puso en tus
manos fijando en ti con suprema angustia sus ojos velados ya por la
eterna sombra?

DON LORENZO.

Bien lo recuerdo. Sigue..., sigue...

DON TOMÁS.

¿Recuerdas, por fin, que al morir tu madre y al perder tú el sentido,
desapareció el medallón, y que fue acusada de robo?...

DON LORENZO.

¡Ella!... ¿Es ella?... ¡Juana, mi nodriza!... ¡Mi pobre Juana!

DON TOMÁS.

Juana es la que a dos pasos de aquí agoniza en una miserable
buhardilla: Juana, la que en el triste beso que te traigo, implora tu
perdón.

DON LORENZO.

¡Juana!... ¡Mi segunda madre!... ¡La que durante veinticinco años
fue, para mí, madre verdadera! Pero ¿qué hablabas de perdón? ¿Qué de
transigir con el mal? Ni perdonar es transigir, ni de mi perdón ha
menester la pobre anciana. ¡Ella..., ella ser capaz!... ¡Imposible!

DON TOMÁS.

No tan imposible. Cuando la doncella que guardaba las joyas de tu madre
dio parte al juez de la pérdida del magnífico medallón de brillantes,
y se hicieron las primeras investigaciones, Juana negó tenerlo; y, sin
embargo, averiguose que ella lo había arrancado de tus manos al perder
tú el sentido, y dos días después fue sorprendida al dejar el medallón
tras unos jarrones de porcelana. Redújosela a prisión, fue condenada,
en cárcel infamante sufrió la pena de su delito, y solo tus influencias
y tus eficacísimas recomendaciones pudieron devolverle, ya que no la
honra perdida, la libertad al menos.

DON LORENZO.

(_Con exaltación_). Y bien, yo digo que Juana acusada, que Juana en el
banquillo del reo, que Juana en infamante reclusión, es inocente, y que
la justicia humana se equivoca.

DON TOMÁS.

Las apariencias...

DON LORENZO.

Engañan no pocas veces.

DON TOMÁS.

Y ¿cómo se explica?...

DON LORENZO.

Alguna explicación tendrá; algún misterio hay aquí que ignoramos.

DON TOMÁS.

(_A Ángela_). Ya se lanzó a caza de misterios, y en busca de
explicaciones sobrenaturales para un hecho que, a mi modo de ver, tiene
sencilla y natural explicación en la flaqueza humana.

DON LORENZO.

Pues yo sé que mi pobre nodriza era incapaz de acción tan baja. Yo la
hubiera defendido, a no impedírmelo la enfermedad que sufrí a la muerte
de mi madre; y cuando libre ya la pobre mujer, desapareció, lágrimas
de verdadero dolor vertí por ella. Dios sabe si con afán la busqué por
todas partes; Dios sabe si deseaba que viniese a mí..., y ella...,
cruel..., ¿por qué no vino? No, Juana, mi buena Juana, no morirás
sin que yo te estreche en mis brazos, sin que te devuelva tu beso
de despedida. (_Con agitación creciente. Toca un timbre, y sale un
criado de librea_). ¡Hola! ¡El coche!... ¡Al momento, al momento! Voy
a traerla a mi casa..., ahora mismo... ¿No es cierto, Ángela, que debo
traerla? ¿No es cierto, Inés?

ÁNGELA.

En todo caso es una obra de caridad.

DON LORENZO.

¡Es una justísima reparación! (_Sale un momento por la puerta de la
izquierda_).

DON TOMÁS.

¡Es lo más bueno..., pero lo más cándido! Y creerá como artículo de
fe todo lo que esa pobre anciana le cuente. Y él mismo la ayudará a
inventar cualquier historia extravagante. ¡Ay, Ángela! Tenemos que
hacer un escrutinio en esa librería como aquel donoso y grande que
hicieron el cura y el barbero en la del ingenioso hidalgo.

ÁNGELA.

¡Ah, si yo pudiera! (_Vuelve a entrar don Lorenzo en traje de calle_).

DON LORENZO.

Ea, en marcha: tú vienes conmigo para ayudarme a traerla. (_A Tomás_).

DON TOMÁS.

Siempre estoy a tus órdenes.

DON LORENZO.

Pero ¿crees que pueda venir?

DON TOMÁS.

Muere la infeliz de consunción, y lo mismo puede expirar allá en su
buhardilla, que sobre los almohadones de tu coche, que al entrar en
este, para ella encantado palacio. Posible es, sin embargo, que la
reanime la alegría y que gane algunas horas de existencia.

DON LORENZO.

Pues vamos allá. Adiós, Ángela; adiós, Inés.

INÉS.

Adiós... Y luego..., ¿verás... a la duquesa?... (_Con mimo_).

DON LORENZO.

Sí, hija mía, iré más tarde. Tú puedes esperar, la pobre anciana no;
ella es primero.

ÁNGELA.

¿Y casándose mi niña, usted me responde de que no corre ningún peligro?
(_Aparte a don Tomás_).

DON TOMÁS.

Los del matrimonio, señora, que no son pocos. (_Tomás y Ángela salen
por el fondo hablando en voz baja. Detrás don Lorenzo e Inés: esta le
despide en la puerta_).


ESCENA IV.

INÉS.

Vuelve al centro del escenario, alegre como una niña, batiendo palmas.


INÉS.

¡Hoy mismo hablará a la duquesa! Me lo ha prometido, y él es muy
formal; cumple siempre lo que promete. Pues claro, le hablará; ¡y mi
padre habla tan bien! Vaya, como que es un sabio. La convencerá de
seguro. Pues si un hombre como él no supiera convencer a esa señora
de que yo debo casarme con Eduardo, ¿de qué le servía haber estudiado
tanto? ¿Para qué tener tantos libros en francés, y en italiano, y en
alemán, y hasta en griego? ¡Ciencia más inútil! Pero ca: de la duquesa
hará él lo que quiera. Además, dicen todos que ella es una santa. ¡Pues
no! Como que es la madre de Eduardo. Una santa: lo dicen todos. Pues
si siendo santa no me deja casar con Eduardo, ¡buena santidad te dé
Dios! ¿Para qué le sirve su santidad? Nada, nada: nos casaremos: digo
que nos casaremos. (_Breve pausa_). ¡Si parece mentira; si parece un
sueño! ¡No, Dios mío, si es un sueño, que no despierte jamás! Pero no
es un sueño. Este es el despacho de mi padre. Esos son sus librotes.
(_Acercándose a uno de los estantes_). Newton, Kant, Hegel, Humboldt,
Shakespeare, Lagrange, Platón, Santo Tomás... Claro, si fuera un
sueño, no me acordaría yo de todos esos nombres, ni ¿qué sé yo de tan
ilustres señores? (_Mirando por el balcón_). Cuando repito que no es
un sueño: allá fuera la lluvia que cae, y cae, y cae... ¡Qué cosa tan
alegre es la lluvia! ¡Parece que el aire se convierte en barritas de
cristal! Y allí en el espejo me veo yo. (_Se acerca al espejo con mimo
y coquetería_). Yo soy, yo misma, bien me conozco. Yo con mi cara
ovalada, que dice Eduardo que es ¡de un óvalo tan perfecto!... ¡Vea
usted qué gusto tiene! Y con mis ojos pardos, que dice Eduardo ¡que son
tan hermosos! No, para mentir diciendo cosas agradables no hay otro
como él. Verdad es que en este momento con la alegría y con el calor de
la chimenea brillan mis ojos de un modo... Yo quisiera ser muy bonita;
más bonita todavía... para él..., para él, que no viene... ¡Cuánto
tarda! Ahora que deseo yo que venga no ha de venir... Ya verá usted
como no viene. ¡Ah, los hombres, qué egoístas son y qué malos!


ESCENA V.

INÉS, EDUARDO.


INÉS.

(_Saliendo a su encuentro_). ¡Eduardo..., Eduardo!

EDUARDO.

¡Inés de mi vida!

INÉS.

¡Vaya una hora de venir!

EDUARDO.

Siempre vengo a las dos. (_Con tono sumiso_).

INÉS.

Y son las tres.

EDUARDO.

¡Es posible! (_Mirando al reloj_). No, vida mía, las dos menos cuarto.

INÉS.

Las tres. (_Con autoridad_).

EDUARDO.

(_Enseñándole el reloj_). Las dos menos cuarto. ¿Te convences?
(_Señalando el reloj de la chimenea_) Y en ese, la misma hora.

INÉS.

(_Ofendida_). Bueno, bueno; tú tienes razón. ¡Qué amante tan fino que
me regatea los minutos; que a toda hora le parece temprano para venir,
y a toda hora tarde para separarse de su Inés; que sujeta los latidos
de su corazón al volante de su cronómetro!

EDUARDO.

(_Suplicante_). ¡Inés!...

INÉS.

Vete... Vete... Si no son las dos todavía..., si faltan quince
minutos... Te vas a la Carrera de San Jerónimo: das un paseo mirando la
gente: y a las _dos en punto_ vuelves.

EDUARDO.

Inés...

INÉS.

¡Si esa es la hora a que acostumbras venir! ¡Pues no faltaba más! ¿Qué
diría el Observatorio astronómico si adelantases?

EDUARDO.

Por Dios, perdóname..., he hecho mal.

INÉS.

No, si quien ha obrado muy de ligero he sido yo. El deseo me adelantaba
las horas... y tú, para castigarme, vas, y ¿qué haces? ¡Me pones
delante de los ojos un cronómetro de Losada! (_Haciendo con la mano el
ademán brusco del que mete, como vulgarmente se dice, un objeto por los
ojos_). ¡Qué galán tan poético!

EDUARDO.

Confieso mi culpa, y me arrepiento, y te pido mil veces perdón.

INÉS.

Ya. ¿Lo confiesas? Más vale así.

EDUARDO.

Es que venía tan contento, tan contento, con tanta alegría en el alma
que ni supe lo que dije, ni aun ahora mismo sé lo que digo.

INÉS.

Yo también fui injusta al acusarte, Eduardo; pero estaba tan alegre,
tan alegre..., deseaba tanto que vinieses, que los instantes me
parecían siglos.

EDUARDO.

Has de saber, alma mía...

INÉS.

(_Sin escucharle_). Tengo que darte una gran noticia.

EDUARDO.

(_Lo mismo_). Que al fin somos dichosos.

INÉS.

Ya lo creo: dichosos para toda la vida.

EDUARDO.

¡Si parece mentira!

INÉS.

Porque mi padre me ha prometido que hoy mismo, hoy mismo, ¿lo
comprendes?... ¡Pero si no me escuchas!

EDUARDO.

(_Sin atenderla_). Porque mi madre...

INÉS.

¡Tu madre! ¿Qué?...

EDUARDO.

Vendrá dentro de media hora a tratar de nuestro casamiento.

INÉS.

¿Ella?... ¿La duquesa?

EDUARDO.

(_Con solemnidad cómica_). La señora duquesa de Almonte tendrá el honor
de pedir a los señores de Avendaño esta blanca mano (_cogiendo la mano
de Inés_) para su hijo don Eduardo; aunque Eduardito ya se apoderó de
ella, ya la apretó contra su corazón, y no sería fácil que la soltase
aunque no se la dieran.

INÉS.

¿Ella..., ella va a venir?... Bien decían todos. ¡Si esa mujer es una
santa!

EDUARDO.

Esa mujer es mi madre: me quiere con todo su corazón, y esta mañana me
abracé a ella llorando, y llorando en mis brazos, cedió a mi ruego.
En mucho tiene los gloriosos hechos de sus antepasados; religioso
culto rinde al honor y prefiriera mi muerte a mi enlace con quien en
su nombre llevara la menor mancha; pero aprecia en lo que vale a don
Lorenzo, sus glorias científicas, que glorias son también; su...

INÉS.

Bueno, bueno: basta ya de historias. De todo ello se deduce que vendrá
hoy mismo, que nos casaremos muy pronto y que seremos muy felices, ¿no
es verdad? Pues esto es lo que importa: es decir, lo que a mí más me
importa: no sé si tú...

EDUARDO.

Ingrata, ¿dudas de mí?

INÉS.

No dudo; pero no es poca dicha que tu madre haya cedido, porque si
no... Tú me quieres mucho, ya lo sé..., pero tu... A una madre se le
debe respeto..., y si ella te hubiera dicho que no, como buen hijo que
eres, ¿no es verdad, Eduardo?, no le hubieras dado un disgusto; y con
mucho dolor de tu alma hubieras dejado a esta pobre Inés que te ama...,
¡ no lo oigas ingrato; que no lo oiga nadie!..., que te ama tanto, que
sin ti..., ¡mira si es locuela!, se hubiera muerto de dolor.

EDUARDO.

¡Inés mía!

INÉS.

Conque ya ves si debo estar agradecida a tu madre; porque no es a ti,
es a ella, a quien debo mi felicidad.

EDUARDO.

¡Cruel! ¿Sabes tú lo que yo hubiera hecho ante los obstáculos, lo sabes
tú?

INÉS.

Sí; ceder, dejarme.

EDUARDO.

Eso nunca; por nada, por nadie.

INÉS.

Júramelo.

EDUARDO.

¡Te lo juro por lo más sagrado!

INÉS.

¡Cuánta dicha!

EDUARDO.

¡Qué felicidad!


ESCENA VI.

INÉS, EDUARDO, JUANA, DON LORENZO, DON TOMÁS.

Juana aparece en la puerta del fondo, sostenida por Lorenzo y Tomás: se
detiene un instante para tomar aliento y después avanza. Viste traje de
color oscuro y muy pobre.


EDUARDO.

(_Volviéndose_). ¡Qué grupo tan sombrío! ¿Por qué viene esa negra nube
a empañar el azul de nuestro cielo?

INÉS.

Es Juana: la nodriza de mi padre: ya verás qué novela: luego te la
contaré.

DON LORENZO.

Despacio, despacio, Juana.

JUANA.

¿Quién es aquella señorita?

DON LORENZO.

Inés, mi hija. Acércate, Inés. (_Inés se aproxima. Eduardo la sigue_).

JUANA.

¡Qué hermosa! ¡Un ángel me parece! Que al cerrar yo los ojos para
siempre vea un ser como tú a mi lado y será que estoy en el cielo.

DON LORENZO.

Otro paso más.

DON TOMÁS.

Un esfuerzo todavía: el último. (_Llegan hasta el sofá y en él sientan
a Juana, quedando todos a su alrededor_).

JUANA.

Quisiera darle un beso. (_Señalando a Inés. Inés se acerca aún más:
Juana le coge una mano y la atrae a sí_). No..., tu mano abrasa y mi
aliento hiela..., no he de besarte..., fuera mi beso el beso de la
muerte. (_La separa dulcemente de sí y le suelta la mano_). Con el
pensamiento te besaré..., con los labios no.

DON TOMÁS.

(_En voz baja a Inés y Eduardo_). Vámonos. La pobre mujer desea
hablarle a solas. (_A Juana_). Hasta luego y buen ánimo: acabaron ya
las penas.

JUANA.

Las de este mundo, sí.

INÉS.

¡Pobre mujer! (_Deteniéndose un momento para mirarla_).

EDUARDO.

Ven, Inés mía. (_Salen Tomás, Inés y Eduardo por la derecha_).


ESCENA VII.

DON LORENZO, JUANA.


JUANA.

¿Se fueron ya? (_Después de una pausa_).

DON LORENZO.

Sí, mi querida Juana; ya estamos solos.

JUANA.

Al fin..., al fin llegó este instante tan deseado. Todo llega..., pero
todo pasa. Oye, Lorenzo; la vida se va..., se va muy aprisa y antes he
de decirte muchas cosas. Lo primero, que soy inocente; que yo... no
pensé..., que yo... no quise..., que yo... (_Acongojándose_).

DON LORENZO.

Lo sé, Juana..., lo sé.

JUANA.

No lo sabes. Todo está contra mí..., todo.

DON LORENZO.

Por Dios, no te agites: olvida, descansa.

JUANA.

¿Olvidar? Sí, pronto olvidaré. ¿Descansar? Me queda tanto tiempo para
descansar, que hoy quiero vivir..., aunque sufra, aunque llore...,
quiero llevarme a la fosa lágrimas y besos y sollozos... para llenar
aquel silencio y aquella soledad con algo que recuerde la vida.
(_Pausa_). Por eso quisiera decirte una cosa... Pero ¿cómo, sin
prepararte?, ¿cómo, sin que antes de la revelación venga la duda, y
antes de la duda la sospecha, y antes de la sospecha el presentimiento,
y antes del presentimiento ese no sé qué, sombra que proyecta en el
alma algo que allá a lo lejos viene?... Tú no me comprendes, ni yo sé
explicarme, aunque hace cuarenta años que estoy siempre con la misma
idea: mira tú si yo debía explicar bien estas cosas.

DON LORENZO.

Di lo que quieras; pero sin agitarte.

JUANA.

Sí; lo diré. ¿Cómo he de morir yo sin decírtelo? En primer lugar, para
que te convenzas de que yo no fui una miserable... la... dro... na...
(_Ocultándose el rostro_).

DON LORENZO.

Calla, calla... No pronuncies esa palabra.

JUANA.

Y además..., porque abrirte mi corazón es el último consuelo que me
resta. Perdóname, Lorenzo. ¡Los que van a morir son tan egoístas! Para
ti será dolor horrible... lo que para mí ha de ser suprema dicha.

DON LORENZO.

¿Cómo puede ser para mí dolor lo que es dicha para ti, mi buena Juana?

JUANA.

¿Cómo puede ser?... Pues lo será; lo será, hijo mío... ¡Hijo mío!...
Permíteme que te dé este nombre. ¿No te enfadas, verdad?

DON LORENZO.

¡Por Dios, Juana!

JUANA.

Bueno... Pues yo te llamaré hijo... y tú me llamas madre... Llámame
madre. Alégrese el cielo o regocíjese el infierno, has de llamarme
madre.

DON LORENZO.

¡Madre mía!

JUANA.

No..., así no..., no es de ese modo. ¡Cruel! (_Arrojándose a Lorenzo
para abrazarle, pero conteniéndose y cayendo en el sofá_). ¡Insensata!

DON LORENZO.

¡Pobre mujer! Delira.


ESCENA VIII.

JUANA, DON LORENZO, INÉS.

Inés entra corriendo y muy contenta por el fondo y se acerca a su
padre. Viene agitada y apenas articula las palabras.


INÉS.

Padre..., Padre... La duquesa... viene..., viene... ¿no adivinas?

DON LORENZO.

¿Ella?

INÉS.

Sí... Para tratar de aquello... Eduardo ha vencido.

DON LORENZO.

¡Qué felicidad! ¡Inés mía!... Al fin quiso Dios...

INÉS.

¿Estás contento?

DON LORENZO.

¿Y tú? (_Abrazándola_).

INÉS.

Yo..., si tú lo estás... Conque vamos..., vamos pronto.

JUANA.

(_Cogiéndose a Lorenzo_). No..., no quiero que vayas; no has de dejarme.

DON LORENZO.

Voy al instante. (_A Inés_).

INÉS.

No tardes... Que no tardes... Si se ofende...

DON LORENZO.

No temas: que la reciba Ángela allá en el salón... con toda solemnidad.
Llevaré a Juana a su cuarto y saldré en seguida. (_Sale Inés por el
fondo_).


ESCENA IX.

JUANA, DON LORENZO.


DON LORENZO.

(_Queriendo llevarla, pero ella se resiste_). Vamos, Juana, ven a
descansar; luego hablaremos cuanto quieras.

JUANA.

Luego no. ¿Y si muriese antes?

DON LORENZO.

No pienses tal cosa. (_Con impaciencia_).

JUANA.

Veinte años ha que no te veo, y ahora no me dejan estar contigo ni un
solo instante. ¡Son muy crueles!

DON LORENZO.

Después, mi buena Juana. (_Queriendo levantarla_).

JUANA.

¿Y tú también quieres irte?... ¡Tú también! ¡Ah!, yo haré que te quedes
conmigo.

DON LORENZO.

¡Juana!

JUANA.

Oye... esto no más; después vete, si quieres: yo, yo misma cogí el
medallón.

DON LORENZO.

¿Tú?

JUANA.

Sí.

DON LORENZO.

¿Para qué?

JUANA.

Para que tú no lo vieses.

DON LORENZO.

Y ¿por qué?

JUANA.

Porque dentro había un papel, y en ese papel escritas por tu madre unas
palabras, y esas palabras no quería yo que tú las leyeras.

DON LORENZO.

Y ¿qué palabras eran?

JUANA.

Estas: de memoria las sé: «Lorenzo, hijo mío; en el relicario que está
a la cabecera de mi cama hay oculto, y en sobre cerrado, un pliego.
Cuando yo muera, ábrelo, lee lo que en él, durante una noche de
remordimiento, escribí, perdóname y que Dios te inspire».

DON LORENZO.

«¡Perdóname y que Dios te inspire!» ¿Decía? (_Con extrañeza_).

JUANA.

Sí.

DON LORENZO.

Y además, he oído no sé qué de remordimiento. (_Con creciente
curiosidad_).

JUANA.

Remordimiento era la palabra. Ahora vete si quieres.

DON LORENZO.

(_Pensativo_). No. (_Pausa_). ¿Y ese pliego?

JUANA.

Que tu madre lo había escrito, no era un misterio para mí; dónde estaba
oculto, he ahí lo que ignoraba. Que algo encerró en el medallón, bien
me lo dijo mi tenaz vigilancia; y lo que el papel contenía bien lo
adivinaron mis recelos. Por eso cogí el medallón. Era mi legítima
presa: me había costado aquel secreto veinte años de lágrimas y de
dolores que ni más amargas ni más intolerables se conciben.

DON LORENZO.

¡Perdón..., remordimiento..., un secreto..., mi madre!... No adivino
lo que quieres decir... Sombras confusas pasan por mi mente..., y así
como relámpagos de angustia por mi corazón. Tú deliras, y me haces
delirar.

JUANA.

No.

DON LORENZO.

¿Pero aquel pliego oculto en el relicario?...

JUANA.

Fue mío, y tú no lo viste, porque no debías verlo. Como tu madre iba a
morir, a ella ¿qué le importaba? Bien te lo dije: nada hay más egoísta
que la muerte.

DON LORENZO.

¿Pero ese pliego?

JUANA.

Yo lo tengo.

DON LORENZO.

¿Aquí?

JUANA.

Aquí: (_Llevando la mano al pecho_) aquí: mira, es una hoja no más de
papel, y sin embargo, ¡me pesa tanto sobre el corazón!

DON LORENZO.

Pues he de verlo.


ESCENA X.

JUANA, DON LORENZO, DON TOMÁS por el foro.


DON TOMÁS.

¡Lorenzo... Lorenzo!...

DON LORENZO.

¿Qué? (_En tono brusco e impaciente_). ¿Qué quieres?

DON TOMÁS.

Ha llegado la duquesa.

DON LORENZO.

Sea en buen hora.

DON TOMÁS.

(_Aparte_). ¡Qué tono! (_En voz alta_). Ven a recibirla.

DON LORENZO.

Ya iré.

JUANA.

¡No me dejes, por Dios! ¡Por la salvación de tu alma! (_En voz baja_).
Si supieras...

DON TOMÁS.

¿Vienes?

DON LORENZO.

Sí..., pero..., pero no me hostigues... Digo que iré.

JUANA.

No te vayas... y te lo diré todo..., todo. Te daré ese pliego...,
el que escribió tu madre hace veinte años..., es su letra..., es su
firma..., tú verás..., pero no me dejes.

DON TOMÁS.

(_Cada vez más impaciente_). ¡Vamos, Lorenzo!

DON LORENZO.

Ya he dicho que iré..., iré luego... Yo sé cuándo debo ir. Ahora vete.
(_Aparte a Juana_). Dame el pliego.

JUANA.

Cuando se marche ese hombre. (_Aparte a Lorenzo_).

DON LORENZO.

¡Vete! (_Con violencia_).

DON TOMÁS.

Pero la duquesa...

DON LORENZO.

Que espere. ¿No hace ella esperar a nadie en sus antesalas? Pues
mejores que las suyas son las mías.

DON TOMÁS.

¿Estás en tu juicio?

DON LORENZO.

En el mío, sí; en el tuyo, no, que mal estuviera. Vete pronto.

DON TOMÁS.

¿Qué tienes, Lorenzo? (_Acercándose a él con interés_).

DON LORENZO.

Nada, nada..., cansancio de oírte... ¡Déjame por Dios santo!

DON TOMÁS.

Bueno..., bueno..., pero, Señor, ¿qué le pasa a este hombre?


ESCENA XI.

DON LORENZO, JUANA.


DON LORENZO.

¡Ya estamos solos!

JUANA.

¡Lorenzo!

DON LORENZO.

¡Qué! ¿Dudas? ¡Mira que te dejo!... ¡Prometiste darme ese papel!
La ventura de mi hija me espera allí; y, sin embargo, una mano de
hierro, la férrea mano de la implacable fatalidad, me tiene a tu lado.
Considera, Juana, si estoy decidido a averiguar ese secreto.

JUANA.

¡Lorenzo!

DON LORENZO.

¡El papel!... ¡Pues que para mí lo escribió mi madre, es mío!

JUANA.

No te incomodes conmigo, Lorenzo de mi alma. Aquí está... Este es...
(_Sacándolo del pecho_).

DON LORENZO.

Venga... (_Queriendo cogerlo_).

JUANA.

Espera..., espera..., yo misma he de leerlo..., leeré más despacio que
tú..., y de este modo... lo que... aquí dice no se te entrará de un
golpe por los ojos...

DON LORENZO.

Pues lee. ¡Vamos!

JUANA.

Sí, Lorenzo mío; pero no mires; oye no más. (_Colocándose de modo
que Lorenzo no vea lo escrito en el papel_). «Lorenzo, hijo mío,
perdóname». (_Leyendo_).

DON LORENZO.

¡Otra vez!

JUANA.

(_Sigue leyendo_). «Conozco que se acerca el fin de mi vida, y los
remordimientos han hecho presa en mí». (_Pausa_).

DON LORENZO.

¡Sigue!

JUANA.

«Quisiera decirte la verdad, y te amo demasiado para decírtela. Lee en
estos reglones que mancho con mis lágrimas el secreto de tu existencia,
y hágase después tu voluntad».

DON LORENZO.

¡El secreto de mi existencia! ¡Dame! (_Queriendo coger el papel_).

JUANA.

No.

DON LORENZO.

¿Qué pesadilla es esta, Juana? ¿Qué círculo de hierro has puesto sobre
mi frente que con intolerable presión me oprime las sienes?... Dame...

JUANA.

¡No, por Dios!

DON LORENZO.

¡Ha de ser! (_Cogiendo el papel y leyendo con horrible angustia_). «Tu
padre era rico, muy rico; por millones, por muchos millones se contaba
su caudal; yo era pobre: no tuvimos hijos». ¡No tuvimos hijos, dice!


ESCENA XII.

DON LORENZO, JUANA, ÁNGELA, después EDUARDO.


ÁNGELA.

(_Entrando precipitadamente_). ¡La duquesa!...

DON LORENZO.

(_Da un grito de ira. Juana le arranca el papel y lo oculta_). ¡Otra
vez! ¡Vete!... ¿A qué vienes?

ÁNGELA.

Lorenzo..., Lorenzo...

EDUARDO.

(_Entrando precipitadamente_). ¡Don Lorenzo!

DON LORENZO.

¿Tú también? ¡Idos!... ¡Idos todos!

ÁNGELA.

¿Qué es esto, Dios mío? ¿Qué es esto? ¿Qué tienes, Lorenzo? Vuelve en
ti.

DON LORENZO.

Idos... Idos..., os lo suplico..., si es preciso de rodillas..., pero
dejadme... ¡Ah! ¡El egoísmo humano!... ¡Piensan que no hay más que
sus pasiones y sus intereses! ¡Tomás!... ¡Ángela!... ¡Eduardo!... ¡La
duquesa!... ¡Todos! ¡Ah! ¡La gota de agua sobre el cráneo!

EDUARDO.

Es que mi madre viene...

ÁNGELA.

Es que la duquesa, impaciente de esperar, viene aquí...

EDUARDO.

Dice que quiere buscar al sabio en su antro.

DON LORENZO.

¡Pues que venga, pero vosotros dejadme! ¡Dejadme..., o me volveré loco
de desesperación!

ÁNGELA.

No, imposible: su madre de usted no puede verle en tal estado. (_A
Eduardo_).

EDUARDO.

Venga usted, Ángela; venga usted. Ganemos tiempo, detengámosla en la
galería, y a ver si entretanto logra Inés calmarle. (_Salen Ángela y
Eduardo por el foro_).


ESCENA XIII.

DON LORENZO, JUANA.


DON LORENZO.

¡El papel!... Ese papel funesto, ¿dónde está?... Tú lo tienes...

JUANA.

Sí. (_Sacando el papel_).

DON LORENZO.

Pues dámelo... ¡No tuvimos hijos, decía! (_Procurando leer, pero sin
conseguirlo_). ¿Dónde está?... ¡No sé! ¡No veo las letras! ¡Una nube
me pasa por delante de los ojos! ¡No tuvimos hijos!... ¡No puedo!...
¡No puedo!... Lee tú..., por favor... (_Juana toma el papel_). Ahí...,
ahí... donde dice «¡No tuvimos hijos!».

JUANA.

(_Leyendo_). «Sabía mi esposo que una enfermedad incurable minaba
rápidamente su existencia. El infeliz llevaba la muerte en el corazón.
Loco de amor, quiso asegurarme toda su fortuna, y yo... hice mal, ahora
lo conozco, hice mal porque él tenía padre, pero yo..., perdóname,
Lorenzo, tú que eres tan bueno y tan honrado; yo acepté». (_Pausa_).

DON LORENZO.

Sigue... Sigue...

JUANA.

«Buscamos un niño..., no puedo, no puedo escribir más. Juana conoce
este secreto. Juana te lo dirá todo. Una vez más te ruego que me
perdones. Adiós, Lorenzo mío, y que él te inspire. Te he querido como a
hijo, aunque no lo has sido nuestro».

DON LORENZO.

¡Yo! ¡Yo! ¡Yo no era!... ¿Qué dice?... ¡Yo no era su hijo! ¡Yo llevo un
nombre que no es mío! ¡Cuarenta años ha que gozo bienes ajenos! ¡Yo lo
he robado todo!... ¡Posición social, apellido, riquezas! ¡Todo, todo!
¡Hasta las caricias de mi madre, porque no era mi madre!... ¡Hasta sus
besos, porque yo no era su hijo!... ¡No! ¡Esto no es posible!... ¡Yo no
soy tan miserable!... ¡Juana..., Juana..., por Dios vivo que me digas
la verdad! Mira; ya no es por mí: sea de mí lo que Dios quiera: es por
mi familia..., por esas desdichadas mujeres..., es por mi hija... por
mi Inés de mi vida..., que se morirá..., ¡y yo no quiero que se muera!
(_Llorando con desesperación_).

JUANA.

Es verdad, sí; pero, calla... ¿Qué importa, si nadie lo sabe?

DON LORENZO.

Pero ¿es verdad?

JUANA.

Lo es. (_En voz muy baja_).

DON LORENZO.

¡Pues parece mentira! ¡Aquella mujer que tanto me amaba no era mi madre!

JUANA.

No. ¡Tu madre te amaba más!

DON LORENZO.

Pues ¿quién era?

JUANA.

¡Lorenzo!

DON LORENZO.

¿Cómo se llama?

JUANA.

Mírame sin cólera y te lo diré.

DON LORENZO.

¿Dónde está?

JUANA.

¡Luchando con las torturas de un infierno!

DON LORENZO.

¿Murió también?

JUANA.

¡Muriendo está! (_En la última parte de este diálogo, Juana se levanta,
y ella y Lorenzo forman un grupo agitado, ardiente, delirante. Al
pronunciar ella la última frase, cae de nuevo y sin fuerzas en el
sofá_).

DON LORENZO.

¡Juana!

JUANA.

(_Retorciéndose de angustia_). ¡¡No, ese nombre, no!!

DON LORENZO.

¡¡Madre!!

JUANA.

¡¡Sí..., ese nombre, sí, hijo mío!! (_Se levanta de nuevo por arranque
supremo, y se abraza a Lorenzo_).


ESCENA XIV.

DON LORENZO, JUANA, DON TOMÁS.


DON TOMÁS.

Ya está ahí..., ya llega...

JUANA.

(_Desprendiéndose de los brazos de Lorenzo_). Déjame..., vienen...,
vienen..., que no me vean...

DON LORENZO.

¡No..., espera..., yo no sé qué voy a decirte... pero tengo que decirte
muchas cosas!...

JUANA.

Luego... Adiós... ¡Ya puedo morir! ¡Le llamé hijo! (_Juana se dirige
lentamente a la puerta de la derecha: Lorenzo la sigue: Tomás en
observación en el fondo_).

DON LORENZO.

No, todavía no... (_Juana desaparece tras los cortinajes; Lorenzo
quiere entrar; Tomás acude desde el fondo y le detiene a la fuerza,
cerrándole el paso y obligándole a retroceder. La actitud de Lorenzo
en esta escena y en la siguiente queda encomendada al talento y a la
inspiración del actor_).


ESCENA XV.

DON LORENZO, ÁNGELA, INÉS, DUQUESA, EDUARDO, DON TOMÁS.

Los nuevos personajes vienen por el foro.


DUQUESA.

¿El señor de Avendaño? (_Con exquisita cortesía. Pausa_).

DON LORENZO.

¡Avendaño!... ¡Avendaño!... No sé dónde está, señora. (_Con voz triste
y sombría, y con cierta distracción_).

ÁNGELA.

¿Qué dice? (_Aparte_).

INÉS.

Pero ¿qué es esto, Dios mío? (_Aparte_).

DUQUESA.

Comprendo, señor de Avendaño, el disgusto que mi presencia le causa...
Vengo a arrebatarle la prenda más querida de su alma (_Señalando a
Inés_), y no extraño en verdad que me trate usted como a enemiga. (_Con
dulzura_).

DON LORENZO.

¡Enemiga mía es la suerte, nadie más!

INÉS.

Pero ¡Dios mío! (_Aparte_).

DUQUESA.

Tiene usted razón: encarnizada enemiga es de los padres.

DON LORENZO.

¡Y más aún de los hijos!

DUQUESA.

No lo niego; pero en fin, leyes divinas son estas que gobiernan los
dolores humanos, y fuerza es respetarlas. (_Procurando dar otro giro a
la conversación, pero sin conseguir dominar su extrañeza_).

DON LORENZO.

¡Ay, señora, que esas leyes divinas son más crueles a veces que
si fueran obras de la crueldad humana! (_La duquesa hace un vivo
movimiento de impaciencia. Eduardo se acerca a ella; Inés a su padre:
Ángela y Tomás observan con asombro_).

INÉS.

(_Aparte a don Lorenzo_). ¡Por Dios, padre!

EDUARDO.

(_Aparte a la Duquesa_) ¡Madre, madre, por mí!

DUQUESA.

(_Con altivez y entonación un poco seca_). Soy madre; adoro a mi hijo;
sé que su felicidad es imposible si no la comparte con esta señorita;
y a perder un hijo, prefiero tener dos.

INÉS.

¡Ves qué buena, padre mío! (_Aparte a don Lorenzo_).

DON LORENZO.

¡Perder un hijo es horrible desdicha!

DUQUESA.

¿Quiere usted dar al mío el nombre de hijo también? (_Con dulzura y
adelantándose hasta don Lorenzo_).

INÉS.

(_Con angustia y en voz baja_). Contesta, padre.

DON LORENZO.

(_Se queda mirando a su hija, le coge la cabeza entre las manos y de
nuevo la contempla con pasión_). ¡Qué hermosa eres! ¡Imposible parece
que tú no puedas más que la ley del honor!

DUQUESA.

(_Sin poder ya dominarse_). En suma, señor de Avendaño: ¿quiere usted
que mi hijo, el duque de Almonte, dé su nombre a la señorita Inés?

DON LORENZO.

(_Con sublime violencia_). ¡Si yo fuera un infame, buena ocasión de dar
nombre ajeno a quien no lo tiene propio!

INÉS.

¡Padre!

ÁNGELA Y DON TOMÁS.

¡Lorenzo!

DUQUESA.

He de confesar lealmente que ni comprendo sus contestaciones de usted,
ni su actitud, que es muy otra de lo que yo esperaba, y me limito a
preguntarle por última vez: ¿acepta usted?

DON LORENZO.

Yo soy un hombre honrado: la desgracia podrá vencerme, no mancharme.
Señora duquesa de Almonte, ese matrimonio es imposible.

DUQUESA.

¡Ah! (_Sintiéndose herida, y retrocediendo un paso_).

INÉS.

¿Qué dices?... ¡Padre!... ¡Imposible!

DON LORENZO.

¡Imposible, sí!... ¡Porque no soy Avendaño; porque mis padres no eran
mis padres; porque esta casa no es mi casa; porque no puedo darte, hija
de mi alma, más que un nombre escarnecido y manchado; porque soy el más
infeliz de los hombres y no quiero ser el más miserable!

INÉS.

¡Padre, padre!... ¿Por qué me matas? (_Cae en el sofá_).

ÁNGELA.

¿Qué has hecho, insensato?

DON LORENZO.

¡Inés!... ¡Inés!... ¡Venciste, Dios mío, pero ten compasión de mí!
(_Todos rodean a Inés_).


FIN DEL ACTO PRIMERO.




ACTO SEGUNDO.

La misma decoración del acto anterior. Es de noche. La chimenea está
encendida: hay una vela con pantalla sobre la mesa de despacho.


ESCENA PRIMERA.

EDUARDO.

Aparece escuchando a la puerta de la derecha; después viene al centro.


EDUARDO.

Nada se oye. ¿Habrá vuelto en sí? ¡Oh, Dios mío, y en esta vida, qué
cerca de la vida está la muerte! (_Pausa_). ¡Y piensan que he de
renunciar a mi adorada Inés! ¡Suponen que yo he dar crédito a esa
ridícula historia que don Lorenzo refiere! ¡Pobre sabio!, ¿qué sabe él
lo que se dice? (_Breve pausa_). Y aun siendo cierto lo que afirma,
¿dejaría de ser Inés la más hermosa y la más amante de las mujeres?
Será mía aunque tenga que arrastrarme a los pies de mi madre y regarlos
de lágrimas: cederá don Lorenzo aunque tengamos que ponerle una mordaza
y una camisa de fuerza; y esa pobre mendiga, que con sus delirios
contagió al desatentado filósofo, se irá de aquí, se irá lejos, muy
lejos de nosotros. ¡Con tal que Inés resista el golpe que recibió de
su padre! (_Acercándose otra vez a la puerta y escuchando_). Nada...,
nada: silencio, siempre el mismo silencio. (_Volviendo al centro del
escenario_). Su padre... ¡Ah, su padre! Dios me perdone, pero casi le
aborrezco. (_Exaltándose por grados_). ¡Insensato, y cómo se complacía
en torturarla! ¡Su padre, sabio sin seso, ateo con pujos de santidad,
nuevo don Quijote con el ingenio de menos y la pedantería de más, falso
caballero Bayardo de la honradez! ¿Qué padre es ese que desgarrando
el corazón de una hija pretende ganar reputación de virtud? ¡Fuera la
virtud así, y me pareciera más simpático el crimen! Nadie viene..., y
pasan las horas... Alguien se acerca.


ESCENA II.

EDUARDO, DUQUESA por la derecha.


EDUARDO.

¡Madre mía!... ¿Inés, cómo está Inés?... ¿Ha vuelto en sí?

DUQUESA.

Al fin, a Dios gracias. ¡Pobre niña! No he querido marcharme hasta que
pasara el peligro; pero ya está bien. Y ahora, hijo mío...

EDUARDO.

Ahora he de verla.

DUQUESA.

¡Eduardo!

EDUARDO.

Y después hemos de hablar a don Lorenzo; y después...

DUQUESA.

Y después has de concluir con mi paciencia. He hecho por ti cuanto el
decoro, la dignidad y los respetos sociales me han permitido, y algo
más; pero ha llegado el instante de que te muestres hombre, de que
recuerdes quién eres, y de que escuches la voz del deber.

EDUARDO.

Bien dices: haré lo que hacer deba; pero no sé, y perdóname, madre mía,
si entendemos el deber del mismo modo.

DUQUESA.

Debes renunciar a Inés para siempre.

EDUARDO.

¿Por qué? ¿Porque es pobre?

DUQUESA.

No es eso.

EDUARDO.

Entonces ¿por qué, madre mía? ¿Porque don Lorenzo intenta tan sublime
acción que, si la realiza, ha de eternizarse su nombre en libros y en
historias, y hasta quién sabe si alcanzará puesto en el calendario?

DUQUESA.

Buen humor gastas, y no es esta mala señal.

EDUARDO.

Quiero probarte que conservo toda mi sangre fría. Y por lo demás, a don
Lorenzo hay que tomarle en broma, o hay que encerrarle en una casa de
orates.

DUQUESA.

No digas esas cosas, Eduardo: no me gusta que hables de ese modo.
Aunque hay algo de exagerado, no poca precipitación, y cierto alarde
melodramático en los proyectos de don Lorenzo, no puede desconocerse
que su conducta es la de un hombre de bien.

EDUARDO.

Porque se goza en la desventura de su hija.

DUQUESA.

Porque cumple leyes divinas sin respeto a pasiones humanas.

EDUARDO.

Pues si tan honrado es don Lorenzo y el brillo de acciones nobles se
hereda, rico en nobleza heredada viene a ser el ángel de mi vida.

DUQUESA.

Y rico en heredada deshonra también. (_En voz baja con energía, y
acercándose a su hijo_). Inés no tiene un nombre bueno o malo que
llevar, porque se ignora cuál es el de su padre, y el de esa mujer está
en los infames registros de una casa de corrección por delito de robo.

EDUARDO.

¡Calla!

DUQUESA.

Ser nieta de una humilde nodriza, cómplice de usurpación de estado
civil, es el bello ideal de esa pobre niña, si lo que don Lorenzo
afirma es cierto. Será tal vez exceso de orgullo aristocrático rehusar
tan noble alianza, pero así me han hecho las que tú, educado a la
moderna, consideras rancias preocupaciones.

EDUARDO.

Pues bien, madre. Yo amo a Inés.

DUQUESA.

Loco estás, hijo mío.

EDUARDO.

Locura dicen que es el amor; conque no es maravilla que lo esté.

DUQUESA.

Sí, lo estás, y a mí misma me haces perder el juicio.

EDUARDO.

¿Prefieres perderme a mí?

DUQUESA.

Basta, Eduardo: salgamos de esta casa donde en mal hora entraste por
vez primera.

EDUARDO.

Pero dime; ¿no es Inés un ángel?

DUQUESA.

Ángel del cielo me pareció la pobre niña al llegar; ángel de dolor, al
dejarla.

EDUARDO.

¿No confiesan todos que don Lorenzo es un sabio, y no dices tú que es
un santo?

DUQUESA.

Injusticia fuera negarle clarísimo talento y honradez intachable.

EDUARDO.

¿Luego no está el mal en ellos?

DUQUESA.

No lo está.

EDUARDO.

Pues el escándalo ¿no puede evitarse? (_Acercándose a su madre, y
en voz muy baja_). ¿Quién conoce esa desdichada historia, verdadera
o falsa, que más falsa que verdadera me parece? Nosotros..., y
callaremos. Don Tomás, y es como de la familia. Esa infeliz mujer, y en
breves horas un eterno silencio sellará sus labios. Don Lorenzo, y al
fin es padre y hará por su hija lo que tú no quieres hacer por mí. ¡Oh,
madre mía!, ¿a qué buscar la desesperación y la muerte cuando está la
dicha en nuestras manos?

DUQUESA.

Pero ¿lo ves, desdichado? ¿Ves cómo el contacto del crimen pervierte
los más nobles caracteres? ¿No conoces que me propones una infamia, que
me quieres hacer cómplice de una felonía? Dios mío, ¿qué han hecho de
mi hijo que tales cosas dice y tales ideas acaricia?

EDUARDO.

Pero ¿quién habla de infamias ni quién propone felonías? ¿Es que
don Lorenzo nos hace a todos perder la razón, o es que te deleita mi
martirio?

DUQUESA.

Pero ¿no hablabas de evitar el escándalo con el silencio?

EDUARDO.

Sí.

DUQUESA.

¿Pues entonces?...

EDUARDO.

Escucha, madre, lo que yo dije o lo que quería decir. Si la historia de
don Lorenzo es cierta, que lo dudo, se busca con sigilo y con cautela a
los legítimos herederos de esa maldecida fortuna, y de ella se les hace
donación en cualquier forma.

DUQUESA.

Pero ¿con qué pretexto?

EDUARDO.

Para pedir no fuera fácil encontrarlo; para dar no temas que nos falten
y todos han de parecer igualmente buenos al que reciba.

DUQUESA.

Pero Inés llevará un nombre que no le pertenece.

EDUARDO.

Llevará el mío, que vale por todos.

DUQUESA.

¡Ah, en eso razón tienes! Pero don Lorenzo...

EDUARDO.

Déjale en paz, que harto tiene que hacer con sus filosofías. Pensemos
en nosotros, y piensa que todo, todo puede arreglarse si tú consientes.
Una palabra tuya da la vida a la pobre Inés: nueva vida me da, que
con tu crueldad me arrancabas la que me diste con tu amor; devuelve
la dicha a esta infeliz familia; y sin escándalo, ni ostentación, ni
aparatoso alarde pasan a sus legítimos dueños las usurpadas riquezas.
¿Dónde están aquí la infamia y la felonía?

DUQUESA.

Me fascinas, Eduardo, no sé qué decirte; pero una voz interior me
advierte que esto no es lo justo ni lo recto; que la ficción nunca es
preferible a la verdad; que en don Lorenzo, a pesar de sus delirios,
triunfa el deber; que en ti, a pesar de tus argucias, la pasión triunfa.

EDUARDO.

Pero ¿por qué? Contéstame.

DUQUESA.

No sé discutir contigo, Eduardo.

EDUARDO.

Lo que no sabes es quererme.

DUQUESA.

¡Que no te quiero! ¡Cruel! ¡No lo crees tú al decirlo, pero el corazón
se me oprime al escucharlo!

EDUARDO.

Pues cede.

DUQUESA.

¡Hijo mío, por Dios!

EDUARDO.

Vas a ceder, bien lo veo: tu frente está pálida: en tus ojos hay
lágrimas: tiemblan tus labios. (_Con voz cariñosa_). Es que ya se
agitan para decirme que sí; ¿y por qué no? En lo que yo he pensado
¿hay alguna cosa que no armonice por manera absoluta con ese ideal de
perfección moral que tú y don Lorenzo acariciáis? ¿Hay en mi plan algo
malo?

DUQUESA.

Sí, Eduardo.

EDUARDO.

¡Será tan poco! ¡Un átomo, una sombra, un escrúpulo! ¿Y no merezco yo
la pena de un pecadillo venial? Busca en el pueblo, a quien a veces
tratas con harto desdén y del que te separa como abismo profundo tu
aristocrática educación, busca una madre y pregúntale si por la vida
de su hijo no ahogaría en un grito de amor todos esos refinamientos de
conciencia.

DUQUESA.

¡Es que lo que otra madre haga soy yo capaz de hacerlo! (_Con
apasionado arranque_).

EDUARDO.

(_Abrazándola_). ¡Gracias, gracias, madre mía!

DUQUESA.

Pero...

EDUARDO.

Lo has dicho, lo has dicho. (_Sin dejarla hablar_). Y además tal vez
nada de esto sea necesario. ¿Quién nos asegura que la historia de don
Lorenzo es cierta? ¿Qué pruebas materiales hay? Ninguna, que sepamos.
El dicho de una mujer que agoniza y delira. ¿Y esto basta?

DUQUESA.

No, en verdad.

EDUARDO.

Pues ni aun esto tenemos: porque todavía don Tomás no ha podido
interrogar a Juana. ¿Sabemos si ella lo dijo o si don Lorenzo lo soñó?
¡Ah, la cabeza de don Lorenzo no está segura!

DUQUESA.

No lo está, no.

EDUARDO.

¡Qué exaltación, qué extravío!

DUQUESA.

Yo pensé que se había vuelto loco.

EDUARDO.

Y lo estará. Estos sabios concluyen por locos todos ellos. El mismo don
Tomás reconoce, la misma Ángela confiesa que don Lorenzo no discurre
como otros hombres.


ESCENA III.

LA DUQUESA, EDUARDO, ÁNGELA por la derecha.


ÁNGELA.

Por Dios, señora, no nos deje usted todavía. Inés quiere verla; la
llama a usted anegada en llanto: usted es su único consuelo.

DUQUESA.

¡Pobre niña!

ÁNGELA.

Dejó el lecho sin que pudiéramos evitarlo, porque su agitación nerviosa
es tal que infunde miedo, y quiso venir a buscar a usted, pero le
faltaron las fuerzas. Vaya usted, por Dios, duquesa, a consolar a mi
hija: a usted que es madre cariñosa, otra madre muy desgraciada se lo
ruega.

EDUARDO.

¿Y le vas a decir que todavía hay esperanza, que todo depende de don
Lorenzo, no es verdad?

ÁNGELA.

¡Cómo! ¿Será cierto? ¡Ah, señora! (_Se acerca a la Duquesa y le coge
las manos con efusión_).

EDUARDO.

Sí, yo le explicaré a usted... (_A Ángela_). Conviene que hable usted
al alma a su esposo.

DUQUESA.

Pero... (_Eduardo sin atender a su madre se separa a un lado con
Ángela, y los dos hablan en voz baja_). ¡Este Eduardo, este hijo mío
(_Aparte_) hace de mí cuanto quiere! ¿Qué le digo yo a la buena señora,
si él asegura que ya estoy conforme?... ¡Ah, qué cabeza!... Y la niña
es hermosa como un ángel y simpática como ninguna. ¡Pobre Inés! Y don
Lorenzo posee..., o poseía una fortuna regia... ¡Ah, grandezas y
vanidades humanas!

ÁNGELA.

Comprendo... Comprendo. (_A Eduardo: después se vuelve a la Duquesa_).
¡Cómo le agradezco a usted tanta bondad! Lleve usted pronto la buena
nueva a mi pobre Inés: yo entretanto procuraré que Lorenzo consienta, y
consentirá. Sí: es preciso. O no tiene corazón, o ha de consentir.

EDUARDO.

Vamos, madre.

DUQUESA.

(¡Cómo ha de ser!)

EDUARDO.

¡Qué buena eres! (_Salen por la derecha la Duquesa y Eduardo_).


ESCENA IV.

ÁNGELA, DON LORENZO, este último por la izquierda.


DON LORENZO.

Ahí mi madre que expira..., y allá aquel pedazo de mi alma... ¿Qué
hacer, Dios mío? (_Se dirige lentamente a la puerta de la derecha, pero
en el momento de entrar, Ángela le cierra el paso_).

ÁNGELA.

¿A dónde vas, Lorenzo?

DON LORENZO.

A ver a mi hija.

ÁNGELA.

Imposible... Ya volvió en sí y tu presencia pudiera causarle mucho mal;
tanto, por lo menos, como el que tus palabras le causaron.

DON LORENZO.

Es que yo quiero verla.

ÁNGELA.

Es que no debes verla; y ya que en ti el deber siempre impera, no
por mi voluntad, que nada es ante la tuya, por tu propia y reflexiva
voluntad (_Con ironía_) respetarás el solitario llanto de la pobre Inés.

DON LORENZO.

Tienes razón. (_Pausa. Vienen los dos al centro del escenario_). ¡Hija
de mi alma! ¿Qué dice de mí?

ÁNGELA.

Nada.

DON LORENZO.

¿No me acusa?

ÁNGELA.

No sé lo que en el fondo de su alma murmurará el dolor.

DON LORENZO.

¡Ser yo su verdugo! ¡Yo destruir todas sus esperanzas! ¡Haber
desgarrado yo su corazón!

ÁNGELA.

Conciencia perfecta tienes de tu obra, Lorenzo. Menos malo, si a la
reparación te ayuda el remordimiento.

DON LORENZO.

¡Desdichado de mí!

ÁNGELA.

¡Tú desdichado! La desdichada es ella, no tú, que en la contemplación
de tus perfecciones morales y altas virtudes encontrarás de seguro
goces inefables y divinos consuelos. (_Con ironía_).

DON LORENZO.

¡Qué mal me juzgas, y qué mal me comprendes!

ÁNGELA.

¡Juzgarte mal, y admiro humildemente los frutos de tu santidad! ¡No
comprenderte! En esto sí que dices bien, que seres superiores, como
tú, no están al alcance de pobres inteligencias como la mía. (_Con
sarcasmo_).

DON LORENZO.

Tus palabras, Ángela, se me clavan como agudos puñales en el corazón.

ÁNGELA.

¿En el corazón? ¡Imposible!

DON LORENZO.

Pero ¿qué querías que hiciese? Habla, aconseja, resuelve, da luz a mi
espíritu que en tinieblas se agita.

ÁNGELA.

¿Qué quería que hicieses? Lo que ahora quiero. Que salves la vida de tu
hija. Que no pongas más obstáculos a su boda. Que no irrites el orgullo
de la duquesa con brutales e inútiles revelaciones. Que no hagas
imposible con un nuevo escándalo el remedio del daño que causaste.

DON LORENZO.

En puridad; tú quieres que calle.

ÁNGELA.

Sí, que calles.

DON LORENZO.

Pero eso sería infame.

ÁNGELA.

No lo sé: siento; no discuto.

DON LORENZO.

Es que todo mi ser se subleva ante esta idea. ¡Yo, cómplice del más
repugnante de los delitos, porque es el más cobarde! ¡Yo, gozando
riquezas usurpadas, y nombres postizos, y dichas que no son nuestras
porque Dios no quiso que lo fuesen y pues Él no lo quiso no deben
serlo! ¡Inés, y tú, y yo, y todos, encharcados en el fango! ¿Es esto
lo que me aconsejas? (_Exaltándose por grados_). Entonces la virtud
es una mentira: entonces vosotras, los seres que yo más amé en el
mundo, porque en vosotras veía algo divino, sois miserables egoístas,
repulsivas al sacrificio, presas de la codicia, juguetes de la pasión:
entonces... ¡sois tierra y no más que tierra! ¡Pues si sois tierra,
deshaceos en polvo, y arrástrenos a todos el viento de la tempestad!
(_Con extrema violencia_).

ÁNGELA.

¡Lorenzo!

DON LORENZO.

¡Seres sin conciencia y sin albedrío son átomos que hoy se juntan y que
mañana se separan! ¡Allá va la materia, dejadla ir!

ÁNGELA.

¡Tú deliras, Lorenzo! ¡Yo no te comprendo! ¡Yo no sé lo que quieres!

DON LORENZO.

Respetar la justicia y la verdad.

ÁNGELA.

¿La verdad?

DON LORENZO.

Sí.

ÁNGELA.

¿Y la dirás en voz alta a todo el mundo?

DON LORENZO.

La diré.

ÁNGELA.

¿Y nos dejarás en la miseria?

DON LORENZO.

Ganaré vuestro sustento y el mío con mi trabajo.

ÁNGELA.

¿Ganar tú? ¡Vanidad de sabio! Pero sea. Oye, Lorenzo. Si esas riquezas
no son tuyas, devuélvelas enhorabuena. (_Lorenzo da un grito de alegría
y se acerca con los brazos abiertos a Ángela_). Ni las privaciones me
asustan, ni soy la mujer miserable y egoísta que tú pintabas ha poco.

DON LORENZO.

Ángela, mi buena Ángela, perdóname.

ÁNGELA.

¿Quieres mi perdón? ¿Quieres que siga bendiciendo, como siempre
bendije, la hora en que fui tu esposa?

DON LORENZO.

Sí.

ÁNGELA.

Pues bien; cumple como hombre honrado; pero en el silencio, con
prudencia, sin ruido, sin ostentación, sin escándalo.

DON LORENZO.

¿Y para qué? Si no querrá la duquesa, ni aun de ese modo, que Eduardo
sea el esposo de mi hija.

ÁNGELA.

Eduardo responde del consentimiento de su madre.

DON LORENZO.

No cederá.

ÁNGELA.

Cederá: es mujer; es madre. No todos alcanzan tu perfección.

DON LORENZO.

No lo creo.

ÁNGELA.

¿Es que no lo crees, o es que lo temes?

DON LORENZO.

Mas suponiendo que cediese, ¿cómo he de conservar un nombre que no es
mío?

ÁNGELA.

¡Ah miserables sutilezas, a las que sacrificas la vida de Inés!

DON LORENZO.

Un nombre, Ángela, es en la vida social...

ÁNGELA.

Un nombre es un sonido, aire que se agita, algo que pasa; ¡vanidad
humana! Y una hija es un ser que está hecho de nuestra propia carne
y de la sangre de nuestras propias venas; un ser que al brotar de la
nada recogimos en nuestro seno, y que al venir al mundo recibimos en
nuestros brazos; que nos dio su primera sonrisa y su primer beso y su
primer llanto; que vivió de nuestra vida, y fue a la par nuestro placer
más puro y nuestro más agudo dolor; un ser a quien amamos más que a
nosotros mismos, pero sin la levadura egoísta que afea todos nuestros
demás amores; único amor divino que existe en la tierra y que si el
cielo es cielo, allá tras lo azul y en el mismo Dios existirá también.
Escoge ahora, ¡impío!, entre lo que tú llamas un nombre y lo que yo
llamo una hija.

DON LORENZO.

Tus palabras me enloquecen, Ángela.

ÁNGELA.

Pues enloqueciste para tormento de Inés, ¿qué mucho que enloquezcas
para su dicha?

DON LORENZO.

Ángela..., Ángela..., en parte... sí..., tienes razón... soy un pobre
demente..., mis escrúpulos son quizá exagerados. ¡Mi hija, mi Inés, tan
buena, tan hermosa! ¡Y moriría..., sí..., moriría!...

ÁNGELA.

Al fin... ¡Lorenzo, mi buen Lorenzo!

DON LORENZO.

Pero aguarda..., no..., mis ideas se confunden... ¡un torbellino de
fuego gira dentro de mi cráneo! Sin embargo, aun así comprendo que no
basta renunciar a los bienes que poseo; es preciso que diga por qué
renuncio a ellos.

ÁNGELA.

¡Lorenzo!

DON LORENZO.

(_Sin escucharla y como hablando consigo mismo_). De otro modo
devuelvo materialmente bienes también materiales, es verdad; pero sin
reconocer el legítimo derecho de las personas a quienes he despojado;
restituyo, pues, traidora y cobardemente, y a la sombra de otro derecho
artificioso y vano que para comodidad mía y beneficio de mi familia yo
forjé con malas artes, lo que debí restituir en toda su integridad.

ÁNGELA.

¡Cuántas palabras altisonantes, Lorenzo!

DON LORENZO.

(_Sin atenderla_). Al conservar un nombre que no es mío soy un
miserable ladrón, es preciso decirlo por más que la palabra me queme
los labios. Robo un nombre y un derecho; privo a mis víctimas de sus
más poderosos medios de defensa contra la codicia que en cualquier
tiempo pueda despertarse en mis sucesores, y doy quizá ocasión en lo
futuro a nuevas iniquidades. ¿Lo ves?... ¿Lo ves, mujer ciega? Hay que
decir la verdad, toda la verdad, en voz alta, suceda lo que quiera.

ÁNGELA.

¡Lorenzo!

DON LORENZO.

Un juez, un tribunal ¿me despojaría por su sentencia solo de mis
bienes, o de mis bienes y de mi nombre a la vez? De todo, de todo, ¿no
es verdad? Pues lo que un juez hiciera debo hacerlo yo, juez de mí
mismo, o soy un miserable. Ahí tienes, ahí tienes, desdichada, lo que
me grita la conciencia. No, yo no quiero ser honrado a medias, porque
en todo aquello en que no sea enteramente honrado seré infame por
entero. ¡Ah!, estas cosas son muy claras: nada más claro que el deber.

ÁNGELA.

Pero entonces, siendo el hecho público, la duquesa no consentirá.

DON LORENZO.

No consentirá: ya te lo decía yo.

ÁNGELA.

¡Ah! ¡Lorenzo, Lorenzo; lo eres todo: filósofo, moralista,
jurisconsulto y, por de contado, hombre de bien! ¡Todo, todo...,
miserable máquina de pensar, todo menos padre!

DON LORENZO.

Quieres volverme loco, y has de conseguirlo.

ÁNGELA.

Ya no es posible.

DON LORENZO.

¿Lo estoy?

ÁNGELA.

Lo estás, y cuenta que no has llegado a lo más profundo del abismo.
Óyeme, que yo también entiendo algo en esto de la lógica: al fin soy tu
mujer. ¿Vas a decir la verdad, toda la verdad?

DON LORENZO.

Toda.

ÁNGELA.

¿A la justicia humana?

DON LORENZO.

A la justicia divina inútil me parece, que ya en este momento nos está
juzgando a los dos.

ÁNGELA.

Compréndeme, Lorenzo. Quiero decir si repetirás todo lo que nos
contaste, ha poco, al juez, al escribano, ¿qué se yo?, a los que han de
recoger estos bienes que tú abandonas y han de entregarlos a sus dueños.

DON LORENZO.

Sí, a esos.

ÁNGELA.

¿Y referirás toda la historia?

DON LORENZO.

Preciso será.

ÁNGELA.

Pues atiende. Tendrás que decir que esa mujer, tu nodriza Juana, es tu
madre.

DON LORENZO.

De ese modo lavaré la mancha que sobre ella arrojó una sentencia
inicua. Bastara esto solo para que el silencio que me aconsejas fuera
un crimen.

ÁNGELA.

Y esto solo basta para que sea un deber el silencio. ¿No ves,
desdichado, que si Juana es inocente del delito que se le imputó, es
reo de un delito mayor? ¡Usurpación de estado civil se llama! Bien
lo sabes. Falsificar la familia, que es escarnecerla y destruirla;
arrancar un inmenso caudal a sus legítimos dueños, que es algo más que
recoger del suelo un medallón; cubrir un nacimiento ilegítimo con un
nombre honrado, que es envolver en manto de armiño la podredumbre del
vicio. Si Juana es tu madre, todo esto ha hecho Juana, y en su maldad
ha persistido durante cuarenta años.

DON LORENZO.

(_Separándose de Ángela y oprimiéndose la cabeza con las manos_).
¡Calla, calla, por Dios santo!

ÁNGELA.

Eso te pido yo: ¡calla!

DON LORENZO.

¡Es mi madre!

ÁNGELA.

¿Y qué importa? Quien inmola a la hija inocente, ¿por qué ha de
respetar a la madre culpable? ¿No son superiores las leyes divinas a
las leyes humanas? ¿No es lo primero la justicia, el deber, la verdad?
¿No han de prevalecer los fueros del alma sobre las flaquezas de la
carne?

DON LORENZO.

Tienes razón; pero aun teniéndola, deliras. (_Huyendo de Ángela_).

ÁNGELA.

¿Por qué? Mira que vas siendo tan vulgar y tan débil como esta pobre
madre. ¿No exige el deber que dejes morir a tu hija? Pues muera. ¿No
exige que tú mismo arrastres a Juana moribunda al calabozo? Pues allá
con la anciana. Ya ves como yo también entiendo de estas cosas: ya ves
como tengo yo también mi lógica.

DON LORENZO.

¡Lógica del infierno!

ÁNGELA.

Y la tuya ¿de qué sublime esfera descendió?

DON LORENZO.

(_Huyendo de Ángela_). Déjame..., déjame..., no puedo más. ¡Inés de
mi alma! ¡Madre mía!... ¿Qué mal te hice, Ángela, para que así me
atormentes? (_Viene a caer ya sin fuerzas en el sillón inmediato a la
mesa_). ¡Ah, mi cabeza, mi cabeza arde!

ÁNGELA.

Lorenzo..., Lorenzo... (_Con dulzura_).

DON LORENZO.

Sí: tienes razón... Sí: soy un pobre demente... ¿Qué sé yo lo que debo
hacer?... ¡Todo es sombra! ¿Qué es la verdad, qué es la mentira?

ÁNGELA.

(_Aparte_). Fui muy cruel, pero salvé a mi hija: no hablará. (_Lorenzo
está sentado, desplomado más bien, en el sillón; tiene los brazos sobre
la mesa y en las manos oculta el rostro. Ángela se acerca a él con
cariño y le habla con dulzura_). Lorenzo, perdóname.

DON LORENZO.

¡Vete, vete por Dios!

ÁNGELA.

Quise mostrarte el abismo en que caías: quise salvar a Inés; quise
salvarte a ti de tus propios furores.

DON LORENZO.

Sí..., sí, Ángela..., lo comprendo..., pero déjame.

ÁNGELA.

¿Me perdonas?

DON LORENZO.

Te perdono..., y te amo... ¡Pobre Ángela, tú también padeces! Pero
deseo estar solo.

ÁNGELA.

Pues bien, me voy; pero no te aflijas: ya buscaremos camino de
salvación. Diré a Inés que quieres verla ¿No deseas estrecharla contra
tu pecho?

DON LORENZO.

Si ella quiere... (_Con tono sumiso_).

ÁNGELA.

Pues espérame aquí: vendré a llamarte, y allá, cerca de nuestra pobre
niña, todos reunidos, animados del mismo deseo, aunando nuestras
voluntades, tú has de ver cómo vencemos la fatalidad que hoy nos abruma.

DON LORENZO.

La venceremos..., sí, la venceremos... (_Repitiendo lo que oye sin
saber lo que dice_).

ÁNGELA.

Adiós... y no me guardes rencor.

DON LORENZO.

¡Rencor!... ¡A ti!

ÁNGELA.

¡Adiós!


ESCENA V.

DON LORENZO.

Sentado a la mesa y con aire de profundo abatimiento. La chimenea arde
con luz rojiza: la habitación aparece envuelta en grandes sombras que
se condensan fantásticamente en los cortinajes. Larga pausa.


DON LORENZO.

Ya estoy solo. ¡Cuántas sombras por todas partes! ¡Qué poco brilla
esta luz! Mejor: crezcan las tinieblas: ¡a mí la oscuridad! En ella es
donde se nos aparece más luminosa la conciencia. Quiero el bien, pero
no sé dónde está: mi voluntad es fuerte, pero mi razón se ofusca. Tres
nombres relampaguean ante mis ojos en la negra noche en que me agito.
¡Ángela, Juana, Inés! ¡A mi calvario me lleva mi destino y sin quejarme
subo la cruz de mis dolores! Pero vosotras, pero tú, Inés mía, ¿por
qué habéis de precederme marcando con vuestras lágrimas el camino que
han de ensangrentar mis plantas? Yo solo... sea; pero vosotras, no.
¡Ah, Dios mío, que la luz de mi conciencia se apaga: que mi voluntad
desfallece: que la desesperación se apodera de mi espíritu! Yo anhelo
el bien, y en ti lo busco. ¡Señor, ven a mí; ven, que yo te llamo!
¡Sombras que me rodeáis; espacio en que dolorido me revuelvo; tiempo
que eres para mí eternidad de congojas; y tú, silencio augusto, que por
algo compasivo me escuchas, llamad todos a vuestro Dios, que mi voz no
le alcanza! ¡Decidle que no quiero que muera mi hija; que aparte de
ella el cáliz de la amargura, y que todo lo agote entre mis labios! ¡A
mí todo..., a ella no! ¡Es tan hermosa, es tan buena, es tan pura!...
¡Ella no! ¡Ella no, Dios mío! (_Deja caer la cabeza sobre la mesa y
llora amargamente. Pausa_).


ESCENA VI.

DON LORENZO, JUANA.

Aparece en la puerta de la izquierda y en ella se detiene.


DON LORENZO.

Jirones de sombra han pasado ante mis ojos. (_Pausa_). ¿Será todo esto
un sueño? No: Juana está ahí dentro; y la prueba..., la prueba...,
(_Abre el pupitre y saca un pliego_) la prueba es esta. No es un sueño
por desgracia: es la realidad implacable y terrible. Cien veces la he
leído, y no me sacio de leerla: «Te he querido como hijo aunque no lo
has sido nuestro»... ¡Aunque no lo has sido nuestro!...

JUANA.

(_Aparte y observándole_). Está leyendo..., leyendo la carta de la que
creyó madre suya. Su madre soy yo: nadie más que yo. (_Avanza, aunque
con trabajo, algunos pasos_). ¡Cuánta tristeza en su frente! ¿Hay
lágrimas en sus ojos?... ¿En sus ojos? No sé. Quizá estén en los míos
que le miran. En él o en mí están: yo veo lágrimas en alguna parte.
(_Da algunos pasos más_). ¿Llorar él? ¿Por qué? ¿Porque soy su madre?
¿Sentirá que yo sea su madre? Pero ¿qué le importa si nadie más que él
sabe mi secreto, y yo voy a morir? Sí, a morir..., a morir muy pronto.
La noche eterna y fría va penetrando hasta lo más profundo de mi ser:
algo muy negro está dentro de mí. (_Da un paso más, vacila y se apoya
en la mesa para no caer. Lorenzo se vuelve hacia ella_).

DON LORENZO.

¡Juana!

JUANA.

¡Siempre ese nombre!

DON LORENZO.

¡Madre!

JUANA.

Te enoja que lo sea; bien lo conozco.

DON LORENZO.

¡Que tal pienses de mí!

JUANA.

Pues si enojos no son, será vergüenza de tenerme por madre.

DON LORENZO.

¿Avergonzarme yo? Mañana sabrá todo el mundo que yo soy tu hijo.

JUANA.

¡Mañana! ¿Qué intentas? Tardo está ya mi oído, y sin duda no comprendí
lo que dijiste. (_Con espanto_).

DON LORENZO.

Dije mal. Mañana no. Es preciso que antes salgas de España, y cuando
estés en sitio seguro, porque a veces la justicia de los hombres es
muy cruel, yo proclamaré la verdad en voz alta; yo me despojaré de
un nombre que no es mío; yo devolveré riquezas usurpadas. Es ya cosa
resuelta.

JUANA.

¡Jesús de mi vida!

DON LORENZO.

Y después con Ángela y con mi pobre niña iré a buscarte.

JUANA.

¿Tú en la miseria, tú en la deshonra, tú sin más nombre que un nombre
escarnecido y manchado? Pero ¿por qué? ¿Por qué? ¿Quién te obliga a
ello? Habla, hijo mío, que me haces perder el juicio. ¿Quién?

DON LORENZO.

Mi conciencia, madre, y tu culpa.

JUANA.

Pero ¿piensas decir la verdad?

DON LORENZO.

¿Por qué me la dijiste a mí? (_Con enojo_). Si yo nada hubiese
sabido..., no tendría hoy que dar la muerte a mi hija.

JUANA.

¿Por qué?... ¡Y me lo preguntas! ¡Y no lo comprende! ¡Ingrato! (_Oculta
el rostro entre las manos y llora amargamente_).

DON LORENZO.

¡Madre!

JUANA.

Porque iba a morir..., porque voy a morir..., y antes era preciso que
supieses lo que por tu felicidad hizo esta pobre mujer. Además...
quería que una vez al menos me llamases madre. Por esto..., nada más
que por esto... Porque del corazón me subía a la garganta y me ahogaba
algo, que al fin no pude contener, y tuve que decirte ¡eres mi hijo!

DON LORENZO.

Te comprendo, madre mía, y no te acuso.

JUANA.

Pero tú no piensas hacer lo que has dicho, ¿no es cierto? ¡Fuera una
infamia para con tu familia, fuera una crueldad para con esta pobre
anciana!

DON LORENZO.

Crueldad, sí; infamia, no: que con esta crueldad otras infamias borro.

JUANA.

¡Lorenzo!

DON LORENZO.

¡Perdóname!

JUANA.

¿Dices que yo cometí una infamia? (_Asombrada_).

DON LORENZO.

Nada digo.

JUANA.

¡Pero fue por ti..., por ti..., por ti, hijo mío! (_Con voz cada vez
más ahogada. Lorenzo permanece silencioso, sombrío y sin volverse hacia
su madre_). ¡Fue por él, Dios mío, y así me paga! ¡Lorenzo!

DON LORENZO.

El mal no puede prevalecer: la obra de iniquidad se arruina bajo su
propio peso: mi sacrificio lavará tu culpa.

JUANA.

¡Lorenzo!

DON LORENZO.

(_Acercándola a la luz, poniendo en su mano la carta y obligándola a
leer_). ¿Qué dice ahí?

JUANA.

«Perdóname y que Dios te inspire». (_Sentándose y leyendo con trabajo_).

DON LORENZO.

Pues bien, madre, la perdoné y he pedido inspiración al cielo: tus
súplicas son inútiles.


ESCENA VII.

JUANA, DON LORENZO, ÁNGELA por la derecha.


ÁNGELA.

Lorenzo, Inés te llama. (_Desde la misma puerta de la derecha y sin
penetrar en la habitación_).

DON LORENZO.

¡Ella!..., ¡mi hija!..., sí, voy... Perdóname, madre mía, volveré muy
pronto.

JUANA.

(_Deteniéndole, y en voz baja_). Ya sé que me desprecias; ya sé que me
odias...

DON LORENZO.

¡Madre!

JUANA.

Pero no por mí, por ella, por esa niña... (_Incorporándose_).

DON LORENZO.

Ni aun por ella. (_Con desesperación_).

JUANA.

¡Ah! (_Cae en el sillón y se cubre el rostro con las manos. Salen
Lorenzo y Ángela_).


ESCENA VIII.

JUANA, queda con el papel en la mano.


JUANA.

¡Ni aun por ella! (_Sollozando_). Sacrifícate, Juana, por tu hijo:
renuncia a sus caricias: clávate las uñas en el pecho al verle besar
a otra mujer y llamarla madre: bebe por dentro lágrimas de amargura y
recógelas en el corazón hasta que rebose o estalle: recibe en la frente
marca infamante: consúmete de miseria y de dolor en una buhardilla
veinte años sin más dicha ni más consuelo que verle pasar a lo lejos
en su coche. ¡Ay, Dios mío, yo muero! (_Pausa: después reanimándose
un tanto_). Más..., más aún... Tú, pobre Juana, sufriendo todo lo
que he dicho; y en cambio, hazle rico, sabio, ilustre, bueno, y... a
la hora de la muerte preséntate a él, solo a pedirle un beso, solo
buscando que te diga: «¡Qué buena eres, cuánto me has querido!...», y
él no te dirá nada de eso: te mirará triste y severo..., te dirá que
cometiste una infamia..., que es preciso que él borre tu culpa...,
que tu obra es... obra de iniquidad... ¡Obra de iniquidad!... ¡Ah,
Lorenzo, hijo mío!... ¿Por qué eres tan cruel? ¿Por qué arrojas con
desprecio todo lo que a costa de mi felicidad te he dado?... ¡Mira
que me cuesta muchas lágrimas! (_Cambiando de tono, levantándose con
arranque de desesperación y viniendo a la derecha_). ¡Y mi sacrificio
habrá sido inútil! ¡Y habré perdido yo mi dicha y le habré perdido a
él! ¡Insensata, egoísta! ¿Por qué le dije la verdad? (_Pausa_). Pues
no ha de ser; no ha de ser: la obra de iniquidad no amenaza ruina
todavía, pobre visionario. ¡Yo lo negaré todo! (_Con voz apagada_).
Serás feliz, y rico, y poderoso a tu pesar. Él puso en mis manos
la única prueba. (_Tendiendo el brazo hacia la mesa en que está el
papel_). Bueno, bueno: entre su madre y su hija van a salvarle:
¡extraña coincidencia! Ella llamándole le obliga a alejarse, y yo me
quedo... Ea... Agotemos las fuerzas que me restan. Ahora me acerco poco
a poco, y entre las sombras... Así fue de oscura aquella noche en que
mi ama vino a buscarme al lecho y murmuró en mi oído: ¿quieres que tu
hijo sea rico y feliz? Y yo dudé..., y luego dije que sí... Y ahora...
Y ahora digo que sí. (_Llegándose a la mesa. Pausa_). ¿Vuelve Lorenzo?
(_Aplicando el oído_). Sí; me parece que vuelve... ¡Y me pedirá la
carta como antes me la pidió!... Vamos..., al fuego... (_Quiere andar,
pero no puede_). Oigo su voz..., me faltan las fuerzas..., no me da
tiempo... ¡Va a venir!... No..., pues yo no se la doy... Es otra vez
mi presa... ¡Ah!... Ya sé... Ya sé... Pondré dentro del sobre un papel
en blanco para que al pronto nada note... (_Ejecutando la operación
que acaba de indicar_). ¡Obra de iniquidad la llama Lorenzo! ¡Pobre
hijo mío, que a veces es inocente como un niño! Así..., así..., lo dejo
donde estaba..., y este a las llamas... Oigo su voz siempre... pero aún
no viene... Quizá antes de que venga..., sí..., sí..., ya puedo... A
las llamas..., a las llamas. (_Arroja el papel al fuego y se inclina
para verlo arder_). ¡Llama es ya! Su resplandor ilumina el rostro de
mi antigua señora. (_Viendo un retrato que hay en la pared_). Mira,
mira, ya es ceniza; y era la única prueba. ¿La única? No: otra queda,
pues quedo yo; pero muy pronto seré ceniza también. (_Pausa_). Ahora
me voy a mi cuarto... (_Dando unos pasos_). Dios mío, me faltan las
fuerzas... (_Haciendo un esfuerzo y dando unos pasos más_). Pero le
he salvado..., será rico..., feliz... No veo..., no veo... Esa luz se
apaga... ¿Se apaga ella o la de mis ojos? (_Se acerca a la mesa, coge
la vela y de nuevo intenta marchar_). ¡Luz!... ¡Luz!... ¿Dónde está
mi cuarto? ¡Sombras!..., ¡todo sombras! ¡Ay de mí!... ¡Dios mío!...
¡No puedo..., no puedo! (_Deja caer la luz: solo queda iluminada la
habitación por el reflejo rojizo de la chimenea. Ella cae también
detrás de la mesa_).


ESCENA IX.

JUANA, DON LORENZO, INÉS, ÁNGELA, DUQUESA.

Los cuatro últimos por la derecha. Lorenzo entra como huyendo de su
hija: esta se detiene en la puerta. Viene vestida de blanco: detrás de
ella y medio ocultas por el cortinaje, Ángela y la Duquesa.


DON LORENZO.

(_Viniendo al centro del escenario_). ¡No más! ¡No más! ¡Es la última
prueba! La última, sí; pero, ¡ay!, que mi voluntad vacila.

ÁNGELA.

(_Aparte a Inés_). Síguele, no le dejes: cederá.

INÉS.

¿Por qué huyes de mí, padre mío?
(_Avanza algunos pasos, muy pocos: detrás de ella Ángela y la Duquesa.
Es preciso dar a esta escena todo el carácter fantástico que en sí
tiene, para que el efecto corresponda a la idea del drama. Don Lorenzo
está en el centro del proscenio manifestando con su actitud, en sus
ademanes y en su entonación, que sostiene una última y desesperada
lucha consigo mismo. Inés, bella y poética, se aproxima lentamente a
su padre: siempre la siguen Ángela y la Duquesa, vestidas de negro,
inspirándola cuanto dice. Juana agoniza. El despacho está envuelto en
grandes sombras: el reflejo de la chimenea ilumina de lleno a Inés_).

DON LORENZO.

¡Allí está la tentación! Pero ¡qué hermosa es! ¡Qué aureola de divina
belleza la circunda! ¡Única luz entre tanta sombra!

ÁNGELA.

(_Aparte a su hija_). ¿Lo ves? Ya no acierta a resistir... Ruégale...,
ruégale, Inés mía.

INÉS.

(_Avanzando_). ¡Ven a mis brazos!

DON LORENZO.

(_Retrocediendo_). ¡Ay de mí si los ciñe a mi cuello como dulcísimo
dogal!

JUANA.

(_Aparte con voz apagada_). Un dogal al cuello... Tiene razón...

INÉS.

¡Por Dios santo, padre mío, por el amor que me tienes; por las lágrimas
de estos ojos que cuando yo era niña tanto querías y tanto besabas!
(_Llevándose las manos al rostro, retirándolas después, y dándoselas a
besar a su padre_). ¡Mira, mira y cómo se desprenden de mis párpados!
Mis dedos las recogieron al caer, bésalas y sentirás en tus labios su
amargura.

DON LORENZO.

Sí: las besaré..., las besaré..., pero ¡ay, si una sola de las mías
cayese en los tuyos!

JUANA.

(_Aparte_). ¡Caer!... Han dicho caer... ¡Yo también caigo en abismo sin
fondo! Pero antes..., antes... quiero abrazar a mi hijo.

INÉS.

¡Padre! (_Lorenzo retrocede. Inés, Ángela y la Duquesa le siguen_).

ÁNGELA.

¡Lorenzo!

JUANA.

¡Han dicho Lorenzo! Allí..., allí... veo algo... (_Avanzando_).

DON LORENZO.

No..., no..., digo mil veces que no... ¡Queréis envilecerme!

INÉS.

Y tú, padre mío, ¿quién lo creyera? ¡Quieres mi muerte! Y si no, ¿por
qué te opones a este amor que es mi vida?

DON LORENZO.

Yo, Inés mía..., no..., la duquesa..., la duquesa es.

ÁNGELA.

No es cierto. La duquesa cede.

DON LORENZO.

¡A precio de deshonra!

DUQUESA.

No es cierto, Inés: a trueque de silencio.

INÉS.

Lo estás oyendo, padre mío.

DON LORENZO.

(_Separándose de ellas, rechazándolas y retrocediendo_). ¡Solo oigo
voces que me piden mi conciencia!... ¡Solo veo sombras que entre
las sombras me persiguen! Fantasmas del espacio..., engendros de la
tentación..., ¡dejadme!... ¡Dejadme por Dios vivo; que si sois fuertes
para atormentarme el corazón, sois débiles, muy débiles, para torcer mi
voluntad!

JUANA.

¡Su voz!... ¡Lorenzo!... ¡Lorenzo!... (_Llegando a él y abrazándole_).

DON LORENZO.

¡Madre! (_Abrazándola también_).

INÉS.

(_Amparándose de Ángela_). ¿Qué voz es esa? ¿Quién es esa mujer? ¿Qué
sombra brotó de las tinieblas y ciñó a mi padre con sus brazos? ¡Tengo
miedo!

DON LORENZO.

¡Juana!... ¡Madre mía!

INÉS.

¡Su madre! ¿Por qué la llama su madre?

DON LORENZO.

Porque es mi madre, y porque... he de decirlo.

JUANA.

¡Yo! ¿Su madre yo? ¡Jesús, qué idea!... ¡Bien quisiera... serlo!

DUQUESA.

¿Oye usted..., oye usted lo que dice?

ÁNGELA.

¡Lo niega!

DON LORENZO.

¡Lo eres! (_Con violencia_).

JUANA.

¡Ah..., pobre Lorenzo mío! (_Con risa forzada_). ¡Hijo de mi alma! (_Al
oído, y abrazándole_).

DON LORENZO.

¡Por la tuya, que repitas en voz alta lo que me dices al oído!

JUANA.

Yo..., al oído... ¿Pues qué te dije? ¡Ser su madre!... ¡Qué mayor dicha!

DON LORENZO.

¡Ah!... ¿Lo niegas? (_Con furor_).

ÁNGELA.

¡Lorenzo!

DON LORENZO.

¿Niegas que eres mi madre? (_Con creciente furor_).

JUANA.

¿Y cómo no?

DON LORENZO.

¡De mí renegaste al nacer yo, y vuelves a renegar a la hora de tu
muerte! (_Con horrible desesperación_).

JUANA.

(_Abrazándose a él, y formando los dos un grupo tan estrechamente
unido, que es imposible en la oscuridad conocer si se abrazan ambos, o
si en su furor la estrecha Lorenzo contra sí_). ¡Hijo de mis entrañas!
(_Con voz moribunda, al oído_).

DON LORENZO.

¡Eso..., eso!... (_Ya delirante_).

JUANA.

¡Yo muero!

DON LORENZO.

No..., madre mía.

DUQUESA.

¡Jesús mil veces! ¡Ese hombre va a matarla!... ¡Socorro! (_Corriendo
hacia la puerta de la derecha_).

ÁNGELA.

¡Eduardo!... ¡Tomás!

DON LORENZO.

¡Madre!... ¡Madre!...

JUANA.

No... Dios mío... No..., ¡eso no!


ESCENA X.

DON LORENZO, INÉS, JUANA, ÁNGELA, DUQUESA, DON TOMÁS, EDUARDO.

Los dos últimos, por la derecha con luces. Todos acuden y procuran
separar a Lorenzo de Juana.


DON TOMÁS.

¡Vamos!... ¡Vamos!...

DON LORENZO.

¡Madre mía!... ¡Perdón!... ¡Perdón! Si no quieres no te llamaré
madre... ¡Madre mía!

JUANA.

A... diós...

DON LORENZO.

¡¡Juana!!

JUANA.

(_Haciendo un esfuerzo horrible, se levanta como herida en el corazón
por el nombre de Juana, y cae_).

DON TOMÁS.

¡Muerta!

DON LORENZO.

¡No..., no es posible! (_Abrazándose a su madre_). Para matarla la
llamé ¡madre!..., y el último grito que oyó de mis labios... fue
¡Juana! ¡Ah, Dios mío, Dios mío! ¿Por qué la castigas así, y por qué me
abandonas?


FIN DEL ACTO SEGUNDO.




ACTO TERCERO.

La misma decoración de los actos anteriores.


ESCENA PRIMERA.

DON TOMÁS, después un CRIADO.


DON TOMÁS.

Todo en calma. Ni se oye el llanto de Inés, ni ruge la cólera de
Lorenzo. Calma precursora de nueva tempestad. (_Pausa_). Momentos hay
en que dudo y vacilo. Él..., él..., mi buen amigo, mi pobre Lorenzo...
Esta idea no me da punto de reposo. En fin, muy luego sabremos la
verdad: entretanto valor, y cumplamos para con esta atribulada familia
deberes sagrados que nadie con mejor deseo que yo ha de cumplir.

CRIADO.

Un caballero a quien acompañan dos... que..., vamos..., yo no sé si lo
son..., aunque su traje... En fin, ese caballero me ha dado para usted
esta tarjeta, y allá fuera esperan todos.

DON TOMÁS.

(_Mirando la tarjeta_). ¡Ah! ¡El doctor Bermúdez! Que pase, que pase...

CRIADO.

¿Y los otros dos?

DON TOMÁS.

Que esperen. (_Sale el Criado_). A medida que se aproxima el momento
crece mi ansiedad y crecen mis dudas. ¡Pobre Ángela, qué golpe! ¡Pobre
Inés!... ¡En qué estado de excitación nerviosa se halla la desdichada
niña! ¡Qué lucidez en su mirada! ¡Qué claridad en sus juicios! Nadie
le explicó lo que ocurre... y yo creo que lo sabe todo; y adivina lo
que no sabe, y sospecha lo que no adivina. No: esta situación no puede
prolongarse más: afrontemos la realidad por triste que sea.


ESCENA II.

DON TOMÁS, DOCTOR BERMÚDEZ, después dos loqueros vestidos decentemente,
pero dando a conocer en su fisonomía y en sus maneras que no son lo que
aparentan.


DON TOMÁS.

¡Doctor!... (_Saliendo al encuentro, y dándole la mano_).

DOCTOR.

¡Don Tomás!...

DON TOMÁS.

Puntual como de costumbre.

DOCTOR.

No, vengo con alguna anticipación..., para dejar convenientemente
instalados a esos dos...

DON TOMÁS.

Sí, sí, comprendo.

DOCTOR.

Los he hecho vestir de manera que don Lorenzo no sospeche..., porque
como solo se trata de esas precauciones generales...

DON TOMÁS.

Ya, ya..., muy bien. Es preciso caminar con prudencia. Rapto de furor;
verdadero rapto de furor, como dije a usted, solo ha tenido uno; el de
la otra noche. Pudiera ser que yo me equivocase...

DOCTOR.

Mucho lo celebraría..., y usted lo celebraría también.

DON TOMÁS.

¡Ay, amigo mío, estoy que no sé lo que me pasa! En fin, su ciencia de
usted, su práctica, su profundísima penetración han de sacarnos de
dudas.

DOCTOR.

¡Usted me lisonjea! Estando usted...

DON TOMÁS.

No cuente usted conmigo, doctor; no estoy para nada: me declaro
incompetente: se trata de mi mejor amigo: casi de un hermano. Además,
siempre me ha parecido... Usted conoce mi escuela: entre la razón y la
locura no hay una línea divisoria...

DOCTOR.

Evidente, evidente; y todos los sabios tienen algo...

DON TOMÁS.

Cabal; la excitación del cerebro pasa de cierto límite y...

DOCTOR.

Justo. Veremos, veremos lo que puede hacerse por don Lorenzo. Conque
esos dos chicos...

DON TOMÁS.

Fácil ha de ser inventar cualquier historia: serán los testigos... o se
le dirá que vienen con el escribano... Cualquier cosa. El pobre Lorenzo
no está para fijarse en estos pormenores.

DOCTOR.

¿Y dónde esperan?

DON TOMÁS.

Ahí dentro. (_Señalando la puerta de la izquierda_).

DOCTOR.

(_Asomándose al fondo_) ¡Eh! ¡Braulio! ¡Benito! (_Entran los dos
loqueros algo cortados y mostrando en sus ademanes toscos y torpes lo
que son_).

DON TOMÁS.

Entren ustedes ahí en ese gabinete: si son ustedes necesarios ya se les
avisará, y entretanto, quietos. (_Los loqueros saludan y entran por la
izquierda_). Desde que murió Juana no ha vuelto a entrar Lorenzo en esa
habitación. (_A Bermúdez_). En cerrando la puerta... (_La cierra_).

DOCTOR.

(_Mirando el reloj_). Vuelvo en seguida: antes de que llegue el
escribano estoy aquí. Voy... muy cerca...

DON TOMÁS.

¿Una visita?

DOCTOR.

Sí: un caso muy bonito de locura. (_Ángela entra por el fondo y se
detiene al ver a Bermúdez_). ¿Es?... (_Aparte a Tomás, indicándole con
la mirada a Ángela_).

DON TOMÁS.

Sí: la esposa. No hable usted con ella.

DOCTOR.

Hasta luego. (_Aparte a Tomás_). Señora... (_Saludando. Sale por el
fondo_).


ESCENA III.

ÁNGELA, DON TOMÁS.

Ángela sigue con la vista a Bermúdez; después mira hacia el gabinete en
que entraron los loqueros.


ÁNGELA.

¿Quién es ese que sale? ¿Quiénes son dos hombres que vinieron con él?

DON TOMÁS.

Cálmese usted, Ángela. Todo se arreglará. Estas son precauciones, pero
necesarias, porque, ¿quién sabe?, puede tener Lorenzo otro rapto de
furor como anteanoche; y por ustedes, por él mismo...

ÁNGELA.

No, Tomás, no diga usted eso.

DON TOMÁS.

¿No recuerda usted, Ángela, con qué frenesí estrechaba entre sus brazos
el cuerpo moribundo de la pobre Juana? Ahora que nadie nos oye, y en
confianza, yo creo que él... fue... la causa determinante...

ÁNGELA.

¡Tomás, Tomás!

DON TOMÁS.

Por lo menos apresuró su muerte: y ¿no vio usted cómo en su delirio él
mismo se acusaba? No nos forjemos ilusiones: fue un verdadero ataque
de...

ÁNGELA.

(_Llorando_). ¡Lorenzo! ¡Lorenzo mío!

DON TOMÁS.

Y la crisis puede volver porque hoy...

ÁNGELA.

Sí, ya sé lo que se propone... ¡Ay, Tomás, qué desgraciados somos! ¡Qué
desgraciado es mi pobre Lorenzo!

DON TOMÁS.

¿Qué hace ahora?

ÁNGELA.

Está muy en calma: escribe, pasea..., quiere estar con Inés y conmigo
como si la soledad le espantase. Hace poco me miró con tristeza, pero
con cariño, me besó en la frente y me dijo «¡Pobre Ángela!».

DON TOMÁS.

No contradecirle.

ÁNGELA.

No señor: en todo le damos la razón.

DON TOMÁS.

¿Y sigue en sus trece?

ÁNGELA.

¡Ay, sí señor! De cuando en cuando pregunta qué hora es: se impacienta
porque el escribano no viene y murmura con voz sorda: «Mal que pese al
mundo entero he de cumplir mi obligación».

DON TOMÁS.

¡Qué hombre! ¡Qué carácter!

ÁNGELA.

Tomás, por Dios santo, que no me engañe usted. ¿Usted cree que
Lorenzo?... ¡No puedo, no puedo pronunciar esa horrible palabra!

DON TOMÁS.

Yo nada creo todavía. Veremos, Ángela: veremos, mi buena amiga.
Precisamente para salir de una vez de esta insufrible ansiedad hice
venir al doctor Bermúdez: un alienista de primer orden.

ÁNGELA.

¡Pero si es imposible!... ¡Si digo que es imposible!

DON TOMÁS.

Ojalá acierte usted, y no debemos perder la esperanza; pero
¿imposible?... ¡Ah, la razón humana es tan poca cosa!

ÁNGELA.

¡Ay, mi esposo de mi alma! No..., no quiero..., ¡no ha de ser! (_Con
desesperación_).

DON TOMÁS.

Vamos, Ángela, juicio, valor; por aquella pobre niña, por Inés al
menos. Y ¿quién sabe todavía? Veremos qué explicaciones da Lorenzo, qué
pruebas presenta...

ÁNGELA.

¡Qué pruebas ha de presentar el desdichado mío, si a la misma Juana
moribunda le oí yo repetir: «No..., no..., no eres mi hijo», mientras
él, frenético, delirante, estrechándola en sus brazos, pugnando por
arrancar de aquel cuerpo, ya casi muerto, una confesión imposible,
la llamaba «¡Madre!» con el grito estridente de la demencia! No me
consuele usted: es inútil: yo sé que nuestra desventura es inevitable.

DON TOMÁS.

Harto lo temo.

ÁNGELA.

¿Y aquel modo de recibir a la duquesa? Él, tan cortés siempre; siempre
tan fino...

DON TOMÁS.

Tiene usted razón: aquel día lo comprendí yo todo; pero nadie se
resigna cuando la fatalidad le hiere tan de repente.

ÁNGELA.

Y adorando, como adora, a su hija, ¿quién hace lo que él pretende hacer
hoy?

DON TOMÁS.

Nadie, Ángela, nadie, no habiendo perdido el juicio.

ÁNGELA.

¿Y usted le ha dicho a Bermúdez?...

DON TOMÁS.

Todo no: fuera peligroso; pero lo bastante para que nos dé su opinión.

ÁNGELA.

¿Y cuál es?

DON TOMÁS.

No he de ocultarle a usted...

ÁNGELA.

¡Inútil, Tomás, inútil!... ¡Si yo sé bien que no hay remedio!

DON TOMÁS.

Con un buen régimen; separado de aquellas personas que, por lo mismo
que son para él tan queridas, con su presencia han de irritar de
continuo su exagerada sensibilidad...

ÁNGELA.

¡Tomás!...

DON TOMÁS.

En un buen establecimiento de España o del extranjero...

ÁNGELA.

¡Qué..., qué!..., ¿qué quiere usted decir?... ¿Separarlo de nuestro
lado?... ¡Llevárselo! ¡A él..., a él! ¡No, jamás, soy su esposa! ¡No lo
consiento!

DON TOMÁS.

La presencia de Inés estimula su delirio.

ÁNGELA.

Y la ausencia de su hija será su muerte.

DON TOMÁS.

Ahogó entre sus brazos a aquella pobre mujer.

ÁNGELA.

No, Tomás, no: en eso no tiene usted razón: en los brazos de Lorenzo no
corre peligro la pobre Inés. ¡Es su hija!

DON TOMÁS.

Y él pensaba que Juana era su madre.

ÁNGELA.

No ha de ser, Tomás: no ha de ser. ¿Por qué en vez de atormentarme no
busca usted alivio para mis penas?

DON TOMÁS.

¡Ángela!

ÁNGELA.

Verdad es, mi buen amigo, que no es fácil hallar consuelos para mi
dolor.

DON TOMÁS.

Los hay en todo dolor humano, por grande que sea.

ÁNGELA.

Menos en este.

DON TOMÁS.

En este, más que en todos; y si no, discutamos a sangre fría.

ÁNGELA.

¿Y cómo, cuando la fiebre nos abrasa las venas?

DON TOMÁS.

Óigame usted. Si lo que afirma Lorenzo fuese verdad; si presentara
pruebas terminantes...

ÁNGELA.

Entonces mi Lorenzo no habría perdido la razón: nosotros seríamos los
ciegos y desatentados. ¡Oh, qué dicha!

DON TOMÁS.

No tanta, porque entonces les esperaba a ustedes la miseria, la
deshonra, la muerte...

ÁNGELA.

¡Calle usted, Tomás!

DON TOMÁS.

La muerte digo, además de la miseria, porque Inés moriría. En cambio si
la desgracia de Lorenzo es cierta....

ÁNGELA.

No siga usted..., no quiero pensar en tales cosas.

DON TOMÁS.

Pues piense usted en Inés; y con el pensamiento en ella sepa usted,
Ángela, que estas heridas son, triste es decirlo, pero fuerza es
confesarlo, horribles, sí; mortales, no; que solo es mortal para la
juventud lo que destruye el porvenir; no lo que precipita en la nada lo
pasado.

ÁNGELA.

¡Por Dios, Tomás!...

DON TOMÁS.

De la desgracia de Lorenzo depende la felicidad de Inés: no lo
olvidemos.

ÁNGELA.

Cúmplase la voluntad de Dios, pero no despierte usted en mí ideas que
antes me espantan que me consuelan.


ESCENA IV.

ÁNGELA, DON TOMÁS, DON LORENZO por la derecha.


DON LORENZO.

(_Aparte_). ¿Pero dónde dejé yo la llave? ¡Ah, mi cabeza!... Y el
escribano vendrá muy pronto..., y en aquel pupitre guardé la carta:
bien me acuerdo: sí..., hace dos días..., cuando mi madre...

DON TOMÁS.

¡Pobre Ángela! ¡Terrible es la prueba! (_Sin ver a Lorenzo_).

DON LORENZO.

¿Cómo?... ¿Qué dicen? ¡La prueba, sí: de la prueba hablaban! (_Con
inquietud y buscando la llave del pupitre sobre la mesa_).

ÁNGELA.

Terrible es, muy terrible caminar entre dos abismos... Lorenzo a un
lado... Inés a otro... Tiene usted razón.

DON LORENZO.

(_Con enojo y en voz alta_). ¡La he perdido!

DON TOMÁS.

(_Volviéndose, aparte_). ¡Desdichado, pienso que sí!

ÁNGELA.

¡Lorenzo!

DON LORENZO.

¡Ah!... ¿Estabais?... (_Con mirada recelosa y como si no los hubiera
visto antes_).

ÁNGELA.

¿Qué buscas?... Nosotros te ayudaremos. (_Con dulzura_).

DON LORENZO.

¿Vosotros?... No. ¿Para qué? Yo solo.

ÁNGELA.

Pero di al menos ¿qué has perdido?

DON LORENZO.

Todo: hasta el amor de los míos. ¡Mira si puedo perder más!

ÁNGELA.

No, Lorenzo, no lo creas.

DON LORENZO.

Al fin..., la llave... ¡Gracias al cielo! (_Aparte, con desconfianza_).
Y estaba puesta..., puesta... (_Abre con ansiedad el pupitre y coge el
pliego que dejó Juana_). ¡Ah! ¡Aquí está!... Se me ha quitado un peso
de encima... (_Leyendo_). «Para Lorenzo». Este es el pliego.

ÁNGELA.

(_Acercándose_). ¿Encontraste lo que buscabas?

DON LORENZO.

Sí. (_Tomás se acerca también_).

ÁNGELA.

¿Qué papel es ese? (_Lorenzo se preparaba a sacar el pliego de su
sobre; pero al ver que Ángela y Tomás se acercan, lo mete en el
pupitre, echa la llave y se la guarda_).

DON LORENZO.

Uno muy importante. (_Con cierta desconfianza y mirándolos con
recelo_). ¿Para qué queréis saberlo?

ÁNGELA.

No te enfades, Lorenzo mío. Perdóname si he sido indiscreta.

DON LORENZO.

¡Perdonar yo! Yo soy quien ha menester vuestro perdón. Por mí, por mi
culpa, ¡vais a ser tan desgraciadas!

ÁNGELA.

No digas eso: no lo seremos nunca siendo tú dichoso.

DON LORENZO.

Y yo ¿podré serlo no siéndolo tú; no siéndolo mi Inés de mi vida?

ÁNGELA.

Lo será también.

DON LORENZO.

Imposible: porque ¿sabes tú cuál es mi pensamiento?

ÁNGELA.

Ya me lo explicaste. ¿No lo recuerdas?

DON LORENZO.

(_A Tomás_). ¿Y tú?

DON TOMÁS.

También.

DON LORENZO.

¿Y lo aprobáis?

ÁNGELA.

(_Con dulzura_). Bien hecho estará lo que tú hagas.

DON LORENZO.

(_A Tomás_). Y tú, ¿qué dices?

DON TOMÁS.

Lo mismo.

DON LORENZO.

¡Lo mismo! (_Pensativo_). ¡Qué conformidad! ¿Sabéis que hice llamar a
un escribano?

ÁNGELA.

Lo sabemos.

DON LORENZO.

(_Mirando a los dos_). Lo sabéis. ¿Y sabéis que he de hacer que levante
acta notarial y en toda forma de mi declaración y de mi renuncia?

ÁNGELA.

Sí, Lorenzo mío.

DON LORENZO.

Para que luego el juez provea a lo que en derecho procede. ¿No es
cierto?

DON TOMÁS.

Es natural.

DON LORENZO.

(_A Ángela_). Y tú, ¿qué dices?

ÁNGELA.

(_Con voz llorosa_). Si estos bienes que hoy disfrutamos no te
pertenecen..., bien haces.

DON TOMÁS.

Si el nombre que llevas no es tuyo, preciso será que a él renuncies.

ÁNGELA.

Y en todo caso tu voluntad es ley.

DON LORENZO.

¡Pero ley tiránica..., impía!... ¿No es verdad?

ÁNGELA.

Ley que yo acato como la mejor.

DON LORENZO.

(_Inquieto, nervioso, casi irritado_). ¿Y no resistes? ¿Y no lucháis?

DON TOMÁS.

Tu conducta es la de un hombre honrado. En rigor no podías hacer otra
cosa.

DON LORENZO.

¡Qué sumisión tan inverosímil! ¡Qué docilidad tan extraña! ¡Qué cambio
tan repentino! Me estáis mintiendo... ¡Digo que me estáis mintiendo!
(_Con violencia_).

ÁNGELA.

¡Por Dios, Lorenzo!

DON TOMÁS.

(_Aparte_). ¡Ah, no hay esperanza! La demencia invade como negra ola su
cerebro.

DON LORENZO.

(_Calmándose_). En fin, mejor es así. (_Pausa. Con ternura y
acercándose a Ángela_). ¿Dónde está Inés?

ÁNGELA.

¡Pobre hija mía!

DON LORENZO.

¿No la defiendes contra mí? Pues, sin embargo, esa es tu obligación.
(_Con dulzura_).

ÁNGELA.

¡Ay, Lorenzo! ¿Qué puede contra ti esta infeliz mujer? Tu voluntad se
templa en la lucha y en la desgracia: la mía cede hasta besar el polvo.

DON LORENZO.

Tienes razón: es irresistible mi voluntad cuando el deber me inspira.
¿Y qué dices a todo esto? (_A Tomás_).

DON TOMÁS.

Que así será.

DON LORENZO.

Así es. (_Pausa_). ¡Pobre Ángela!... ¿Y sabes tú lo que vamos a hacer,
firmada que sea el acta y entregada la prueba?

DON TOMÁS.

¿Tienes una prueba?

DON LORENZO.

¿No lo sabías? (_Aparte con extrañeza_). (Pues de ella hablaban cuando
yo entré.) Sí, la tengo: evidente, irrecusable, clara como la luz,
aunque es negra como la noche y la traición.

ÁNGELA.

Cálmate, Lorenzo.

DON TOMÁS.

¿Y cuál es?

DON LORENZO.

Una carta de mi madre..., de aquella mujer que se llamaba madre mía.

ÁNGELA.

(_Aparte_). ¡Dios mío! ¿Será verdad?

DON LORENZO.

Su firma, su letra..., y está allí..., en mi poder.

DON TOMÁS.

(_Aparte_). ¡Ah! Si así fuese...

DON LORENZO.

Pues bien, entregada la prueba, tú (_a Ángela_) y la pobre Inés, y
yo saldremos al momento de esta casa..., de esta casa que ya no será
nuestra, y de la que hoy mismo la ley tomará posesión hasta que acudan
los herederos de Avendaño. (_Animándose gradualmente_). Y en tanto
nosotros, sin recursos, sin nombre, sosteniendo en nuestros brazos una
hija moribunda, porque Inés morirá, tú me lo aseguras (_a Tomás_),
iremos solos, solos y desesperados... No, dije mal. Blasfemé. Iremos
con la honra entera, con la conciencia tranquila, alta la frente, y
Dios con nosotros. ¿Qué me importa que todos me abandonen si Él me
acompaña?

ÁNGELA.

Tu voluntad es ley, Lorenzo... (_Abrazándole_). Antes lo dijeron mis
labios: ahora te lo dice mi corazón.

DON TOMÁS.

(_Aparte_). Si la prueba existe..., este hombre... es un santo. Pero,
¡ay!, que si no existe, mi pobre Lorenzo es un demente.

CRIADO.

(_Anunciando_). La señora duquesa y el señorito Eduardo.

ÁNGELA.

Que pasen. (_A Tomás_). ¿Usted les avisó?

DON TOMÁS.

(_Aparte a Ángela_). Hablé con ellos anoche. La duquesa me prometió
venir, y ya lo ve usted, cumple su palabra.

DON LORENZO.

No he de verlos..., quiero estar o solo... o con vosotros..., no más.
Adiós, Ángela mía.

ÁNGELA.

Adiós, Lorenzo.

DON LORENZO.

(_Mirando el reloj_). ¡Qué tardo marcha el tiempo! (_Se dirige a la
puerta de la derecha. Tomás le acompaña_). ¿Avisaste a los testigos?
(_Al llegar a la puerta_).

DON TOMÁS.

Dos esperan ya, y otro vendrá más tarde.

DON LORENZO.

¿Quiénes son?

DON TOMÁS.

No los conoces: son amigos míos.

DON LORENZO.

Y míos ¿por qué no?

DON TOMÁS.

Pensé que los míos lo eran tuyos.

DON LORENZO.

(_Le mira un momento_). Y lo son. (_Aparte_). ¡Ah! ¡Esta conformidad!
¡Hubiera preferido... que me resistieran..., que luchasen!...


ESCENA V.

ÁNGELA, DUQUESA, EDUARDO, DON TOMÁS.


ÁNGELA.

Duquesa...

DUQUESA.

¡Señora!... (_Saludándose cariñosamente_).

ÁNGELA.

¡Siempre tan buena con nosotros!...

DUQUESA.

No podía negar a ustedes en trance tan cruel el consuelo de una
amistad verdadera. Dios ha querido que por distintos modos la misma
desgracia venga a herirnos. (_Esta última frase, en voz baja señalando
a Eduardo_).

ÁNGELA.

Pero ¿cuál es el nombre de la desgracia que a mí me hiere? No lo sé.

EDUARDO.

Pues ha llegado el momento de averiguarlo: ¿se llama miseria y
vergüenza, y muerte de Inés, o se llama?...

ÁNGELA Y DUQUESA.

¡Eduardo!

EDUARDO.

Perdóname, madre mía: todos nos debemos hoy la verdad. Tú lo has dicho:
«Transigiré con la desgracia de don Lorenzo por el amor que te tengo,
por el amor que me tienes; nunca transigiré con su pública deshonra:
nunca, ni aun a precio de tu vida». De mi vida, madre, ¿no es esto?

DUQUESA.

(_Con tono triste, pero enérgico_). Sí.

EDUARDO.

(_Dirigiéndose a Ángela_). Pues bien, señora, sepamos el nombre de la
desgracia que a usted la hiere: ¿se llama deshonra, o se llama locura?
Este es el problema y es preciso resolverlo. Si don Lorenzo dice
verdad; si su juicio está firme; si presenta pruebas de lo que asegura,
respetemos su cruel virtud. Pero si, como yo creo por mil indicios
que casi constituyen evidencia, un velo eterno cubre su mente y para
siempre apagose la luz de su razón, entonces defienda usted, Ángela,
—es en usted obligación sagrada—, el nombre que lleva, su posición
social, su fortuna, la misma honra de don Lorenzo contra sus propios
delirios, y, ¿por qué no decirlo?, la felicidad y la vida de Inés.
No deje usted tan altos intereses y tan caros objetos a merced de un
demente.

DUQUESA.

¡Eduardo!

EDUARDO.

La palabra es dura, pero al fin había de pronunciarse. Sepamos de
una vez si esta batalla de honras y vidas, en que don Lorenzo nos ha
empeñado, es lo que parece o lo que temo; y en suma, si el heroico
sacrificio del implacable sabio es locura o santidad.

DUQUESA.

Basta, Eduardo. (_Ángela se sienta en el sofá y llora amargamente. La
Duquesa se acerca a ella_).

DON TOMÁS.

(_A Eduardo_). La dicha de esta familia como si fuera mi propia dicha
me interesa. Lo que usted propone está previsto, y la ley y la ciencia
resolverán.

DUQUESA.

Que Dios los ilumine a ustedes. (_A Ángela_). Vamos, señora: valor,
conformidad. ¿Dónde está Inés?

ÁNGELA.

¿Quiere usted verla?

DUQUESA.

Sí.

ÁNGELA.

Venga usted. (_A Tomás_). Y usted también. Quiero que la vea. Tres días
hace que solo la fiebre le da fuerzas... ¡Ah, mi hija..., mi hija se
muere!

DON TOMÁS.

¡Pobre niña! (_Salen Ángela, la Duquesa y Tomás_).


ESCENA VI.

EDUARDO.


EDUARDO.

¡Y dudan todavía! ¡Qué ceguedad! ¡Y no comprenden que el bueno de don
Lorenzo a fuerza de buscar, no la razón de las sinrazones como el
andante caballero, sino la razón de todas las razones que han inventado
los sabios, concluyó por perder la única que a Dios plugo darle, que
fue la razón natural! ¡Oh! No ha de ser: no he de permitir yo que
sacrifiquen la vida de Inés a las extravagancias de un pobre loco.


ESCENA VII.

EDUARDO, INÉS.

Sale agitada, y como huyendo, del gabinete de la izquierda, que fue
donde entraron los loqueros.


INÉS.

¿Quiénes son esos hombres, quiénes son?

EDUARDO.

¡Inés de mi vida! ¡Qué pálida estás! ¡Qué círculo cárdeno orla tus
divinos ojos! (_Saliéndole al encuentro_).

INÉS.

Pero respóndeme: ¿quiénes son?, ¿a quién esperan? ¡Que se vayan!
(_Acercándose con precaución a la puerta que quedó abierta y
mirando: Eduardo procura traerla al proscenio_). ¡Hay en ellos algo
siniestro!... Mi padre, ¿dónde está mi padre? Buscándole entré en ese
gabinete por el salón, y los he visto..., y no los quiero ver, y no
puedo apartar de ellos los ojos.

EDUARDO.

Pero ¿qué tienes?... ¿Por qué no me miras? ¿Por qué huyes de mí? Inés,
Inés, ¿te pesa nuestro amor?

INÉS.

(_Viniendo al proscenio_). ¡Nuestro amor! Tú sabes que es mi vida; pero
¡ay, Eduardo! ¡A qué terrible prueba ha querido Dios someterlo! Tú no
comprendes esto. ¡Dicha suprema es para mí tu amor, y la esperanza
de tu amor aun mayor dicha! Mayor, mucho mayor; que en él está el
presente, que en ella está todo el porvenir. Y sin embargo, Eduardo
mío, la esperanza es un crimen en tu pobre Inés: un crimen. ¿Se
comprende crueldad semejante? Lo que a ningún ser humano se le niega,
me niega a mí el destino. Yo era ayer una niña; mi pensamiento flotaba
risueño en un limbo blanco y transparente, como vaporosa neblina entre
rayos de luna: hoy es plomo, según pesa: hoy es lava, según arde. ¡Si
vieras qué cosas tan horribles me dice en el silencio de la noche!
Y esos pensamientos no son míos; no es mi voluntad quien los forja:
vienen yo no sé de dónde: yo los rechazo; pero ellos vuelven: y primero
me acosan con quejidos que dicen «¡Pobre padre tuyo!», y luego me
hostigan con voces de tentación que murmuran: «Inés..., Inés... ¿Quién
sabe?... Aún puedes ser feliz: tu amor es aún posible: espera...,
espera..., pobre niña». ¿Comprendes tú nada más horrible —porque esto
debe ser el ángel malo— que oír dentro de una misma la voz de Satanás,
de él que nada espera, hablando de esperanzas?

EDUARDO.

Vuelve en ti, Inés mía.

INÉS.

(_Acercándose a Eduardo_). ¡Tengo remordimientos!

EDUARDO.

¿De qué?

INÉS.

Yo no sé: yo no he hecho nada malo. ¡Padre mío!

¡Pobre padre mío!

EDUARDO.

Ángel de mi vida, ¡Inés de mi alma! Cálmate, cálmate, yo te lo ruego.

INÉS.

Mira, Eduardo, quisiera morir.


ESCENA VIII.

DON LORENZO, INÉS, EDUARDO.

Don Lorenzo entra por el fondo y se detiene al oír a Inés.


DON LORENZO.

(_Aparte_). ¡Morir ha dicho!

EDUARDO.

¿Tú morir? No, Inés, eso no; no digas eso.

INÉS.

¿Por qué? Si no muero de dolor; si llego a ser dichosa, he de morir de
remordimiento.

DON LORENZO.

(_Aparte_). ¡De remordimiento! ¡Ella! ¡Si llega a ser dichosa! ¿Qué
nueva fatalidad flota en el aire y está pesando sobre mi frente?
¡Remordimiento!... ¡Ya sorprendí al pasar otra palabra más! Cruzo
salones y galerías, y voy de una a otra parte, espoleado sin cesar por
insufrible angustia, y oigo frases que no comprendo, y fíjanse en mí
ojos que dicen algo que no comprendo tampoco, y unos lloran, y otros
sonríen, y nadie se me opone, y todos o me huyen o me observan... ¿Qué
es esto? ¿Qué es esto? (_En voz alta_).

INÉS.

(_Yendo a él y abrazándole_). ¡Padre mío!

DON LORENZO.

¡Inés! ¡Qué pálida estás! ¿Qué dolorosa contracción hay en tus labios?
¿Por qué finges sonrisas que han de terminar en sollozos?... ¡Qué
hermosa en su dolor! ¡Y todo es culpa mía!

INÉS.

No, padre.

DON LORENZO.

¡Qué cruel soy! ¡Ah!, tú lo piensas, aunque no lo dices.

EDUARDO.

Es un ángel Inés, y no caben pensamientos rebeldes en ella; pero ¿quién
al verla sufrir no ha de pensarlo y no ha de decirlo?

DON LORENZO.

Nadie: tiene usted razón.

EDUARDO.

Pues si yo la tengo, no la tiene usted. (_Con energía_).

DON LORENZO.

Yo la tengo también. Hay algo más pálido que la pálida frente de la
doncella enamorada; hay algo más triste que las tristes lágrimas de
esos divinos ojos: hay algo más cruel que la sonrisa de esos labios, y
algo más trágico que la muerte del ser querido.

EDUARDO.

¿Y qué otras palideces, y qué otras lágrimas, y qué otras tragedias son
esas? (_Con violencia y desdén_).

DON LORENZO.

¡Insensato! (_Cogiéndole por un brazo_). ¡La palidez de la culpa, las
lágrimas del remordimiento, la conciencia de la propia infamia!

EDUARDO.

¿Y es infamia y remordimiento y culpa hacer la felicidad de Inés?

DON LORENZO.

(_Con desesperación_). ¡No debía serlo!... ¡Pero lo es! (_Pausa_). ¡Y
ese es mi tormento! ¡Y esa idea es la que ha de volverme loco!

INÉS.

¡No, padre mío; no digas eso! Sigue tu camino sin pensar en mí. ¿Qué
importa que yo viva o que yo muera?

DON LORENZO.

¡Inés!

INÉS.

Pero no vaciles..., y sobre todo que nadie te vea vacilar: que tu
palabra sea clara y persuasiva como lo es ahora: que el enojo no te
ciegue... Calma, calma, padre mío. ¡Por Dios te lo pido!

DON LORENZO.

¿Qué dices?... ¡No comprendo!...

INÉS.

¿Acaso sé yo lo que digo?... Adiós... Adiós... No quiero afligirte.

EDUARDO.

¡Ay, si escuchara usted a su corazón, si hiciera usted callar a su
pensamiento! (_A Lorenzo_).

INÉS.

Déjale... Ven conmigo..., no le hostigues... o harás que te aborrezca.
(_A Eduardo_).

DON LORENZO.

¡Pobre niña!... ¡También ella lucha, pero también ella vence! ¡Por
algo es hija mía! (_Con arranque de supremo orgullo. Inés y Eduardo se
dirigen al fondo: al pasar por delante de la puerta del gabinete ve
Inés a los loqueros y hace un movimiento de horror_).

INÉS.

¿Qué visión siniestra pasa ante mi vista?... ¡Aquellos hombres!... No,
padre, no entres ahí.

EDUARDO.

¡Ven..., ven, Inés mía!

INÉS.

(_A su padre_). No..., no... Yo te lo ruego.

DON LORENZO.

(_Dirigiéndose hacia ella_). ¡Inés!

INÉS.

¡Aquellos hombres! ¡Aquellos!... Mira. (_Extendiendo el brazo hacia el
gabinete. Don Lorenzo se detiene y mira también: en este instante los
loqueros, al oír gritos, asoman por entre los cortinajes la cabeza_).

EDUARDO.

(_Llevándose a Inés_). ¡Por fin!...


ESCENA IX.

DON LORENZO, BRAULIO, BENITO.

Breve pausa.


DON LORENZO.

¿Quiénes podrán ser? Pasen ustedes. (_Los loqueros entran con cierta
timidez: hablan con frases cortadas y secas_).

BRAULIO.

Don Tomás...

DON LORENZO.

(_Aparte_). Ya comprendo.

BENITO.

Nos dijo que esperásemos ahí...

DON LORENZO.

Dispensen ustedes: yo no sabía...

BRAULIO.

No hay de qué.

DON LORENZO.

(_Aparte_). Extraño aspecto en verdad. Pero, siéntense ustedes.

BENITO.

Gracias.

BRAULIO.

Estamos bien de cualquier modo.

DON LORENZO.

No puedo consentir...

BRAULIO.

Usted se empeña...

BENITO.

Si el señor lo manda, mejor se espera así. (_Se sientan ambos en el
sofá: don Lorenzo queda en pie_).

DON LORENZO.

(_Aparte_). Algo siniestro se refleja en esas miradas, o es que la mía
refleja los relámpagos que cruzan por mi espíritu. (_Los observa de
nuevo con atención. En voz alta_). Inés fue la que al pasar los vio a
ustedes y la que me previno...

BRAULIO.

Sí, una señorita muy bella.

BENITO.

Pero muy triste.

BRAULIO.

Parecía una Dolorosa. (_A cada contestación que dan los loqueros, que
debe ser, como queda dicho, cortada y seca, guardan silencio, por
decirlo así, repentino; permaneciendo rígidos e inmóviles y mirando
hacia el frente con cierta vaguedad_).

DON LORENZO.

Se asustó al verlos a ustedes y vino huyendo: no lo extrañen; la pobre
está muy enferma..., y es casi una niña...

BRAULIO.

(_Con cierta sonrisa vaga y como de idiota_). Siempre nos sucede lo
mismo en las casas.

DON LORENZO.

(_Aparte, con extrañeza_). ¡En las casas!

BENITO.

(_Fijando su vista casi por primera vez en don Lorenzo, y después
volviendo a mirar de frente_). Será la hija de ese pobre señor, ¿eh?

DON LORENZO.

¿De quién?

BENITO.

(_Sin mirarle_). Del que está... (_Hace un movimiento, llevándose la
mano a la frente, pero sin mirar a don Lorenzo. Don Lorenzo hace a la
vez otro movimiento de sorpresa que solo el actor puede interpretar
debidamente. Como ninguno de los loqueros le mira, no pueden
observarlo_).

DON LORENZO.

(_Aparte_). ¡Ah!... ¡No!... ¡Qué idea! (_En voz alta y dominándose_).
Justo. Inés es la hija de... (_Desde este momento Lorenzo los observa
con creciente ansiedad_).

BENITO.

¡Qué hermosa es! Pero ¡qué triste está!

BRAULIO.

¡Ya! Motivos tiene para estar triste.

DON LORENZO.

¿Ustedes saben?...

BRAULIO.

Todo. (_Mirando otra vez a don Lorenzo y luego separando la vista_).

DON LORENZO.

¿Don Tomás les ha dicho?...

BENITO.

¿A nosotros? No.

BRAULIO.

Él habló con el doctor.

BENITO.

¿A nosotros? ¿Con qué objeto? Nosotros en cumpliendo con nuestra
obligación...

DON LORENZO.

(_Aparte_). (Siento un sudor frío, como sudor de muerte por todo
mi cuerpo. Yo deliro... Nada de esto es verdad). (_Repitiendo
maquinalmente_). Con su obligación...

BRAULIO.

Nosotros en estando a la mira por si se desmanda...

DON LORENZO.

Por si se desmanda... ¿Quién?

BRAULIO.

¡Él!

DON LORENZO.

(_Retrocede unos pasos, mirándolos con terror: se pasa la mano por la
frente como para desechar una idea: retrocede más, vacila y se apoya
en la mesa. Después habla con voz opaca, muy baja y cortando las
palabras_). ¿Conque ustedes lo saben todo?

BRAULIO.

Casi todo.

BENITO.

Como hace tanto que esperamos, hemos oído las conversaciones de los
criados.

DON LORENZO.

¿Y ellos?...

BRAULIO.

De pe a pa. Parece que anteanoche tuvo don Lorenzo un ataque. Usted lo
sabrá mejor que nosotros.

DON LORENZO.

Sí. (_Con voz cada vez más apagada y más sombría_).

BENITO.

Dícese que ahogó a una pobre anciana. (_Lorenzo hace un movimiento de
horror y de nuevo se cubre el rostro con las manos_).

BRAULIO.

¡Vaya con el hombre! ¡Bien empieza! Y claro... Siempre sucede lo
mismo... La familia...

DON LORENZO.

¡La familia! (_Separando las manos, dando unos pasos como movido por
una sacudida eléctrica, mirándolos con suprema ansiedad y hablando con
voz sorda_).

BRAULIO.

¡Pues! La familia..., es natural... Como que dicen que quería regalar
toda su fortuna; ¡qué sé yo cuántos millones! ¡Diablo de loco! Nada: lo
mejor es lo que han dispuesto: fuera, fuera. Nos lo llevamos y quedan
las señoras tranquilas.

DON LORENZO.

¿A mí?... ¡¡Ellas!!... ¿Ángela?... ¿Inés?... ¡No!... ¡No!...
¡Imposible! (_Retrocede de nuevo hacia la izquierda. Solo el talento
del actor puede interpretar estos gritos desgarradores_).

BRAULIO.

(_Volviéndose hacia don Lorenzo. Aparte_). Pero ¿qué tiene este señor?
Mira..., mira... (_A Benito. Ambos loqueros se incorporan un tanto y se
inclinan hacia la izquierda, mirando con curiosidad a don Lorenzo: debe
estudiarse con cuidado el grupo que formen dichos personajes_).

DON LORENZO.

¡Aire!... ¡Luz!... No..., ¡luz no! ¡Tinieblas!... ¡No quiero ver!...
¡No quiero pensar! (_Cae en el sillón y hunde la cabeza entre las
manos_).

BENITO.

¡Toma!... ¿Si yo creo que es?...

BRAULIO.

¡Buena la hicimos!

BENITO.

¡Quién pensara!...

BRAULIO.

Volvámonos a nuestro escondite.

BENITO.

¡Y chitón! No digamos nada. (_Se levantan y con mucha precaución y
observando a don Lorenzo sin cesar, se dirigen al gabinete_).

BRAULIO.

Claro: ni una palabra. Nos mandaron que ahí; pues ahí. No debimos
movernos.

BENITO.

Como se oían gritos y llantos... (_Llegan a la puerta, se detienen y
miran a don Lorenzo, que sigue en la misma actitud. Un criado entra
por el fondo, pasa rápidamente y sale por la derecha_). Déjale...
Déjale... Mientras esté tranquilo... (_Entran en el gabinete y cierran
la puerta_).


ESCENA X.

DON LORENZO, DON TOMÁS con el CRIADO por la derecha.


DON LORENZO.

¡Dios mío! ¡Aparta el cáliz de mis labios!... ¡No puedo más, no puedo
más!... ¡Si es que no puedo más! (_Solloza con desesperación_).
¡Me hiciste creer en ellas, me hiciste amarlas!... ¡Y ellas, las
traidoras!... ¡No!... ¡No! ¡Señor, me has dado la vida, quítamela,
pronto... pronto!... ¡Mira, Dios mío, que me asalta horrible tentación
de arrancar con mis propias manos la podrida vestidura de mi carne!
¡Morir..., quiero morir!... ¿Lo ves?... ¡De rodillas te lo pido!...
¡De rodillas!... ¡Sé bueno!... ¡Sé compasivo!... ¡La muerte!... ¡La
muerte!... ¡La muerte a mí, pálida mensajera de tu amor! (_Cae de
rodillas junto al sillón, y apoyándose en él, dobla la cabeza y oculta
el rostro en las manos_).

DON TOMÁS.

(_En voz baja al Criado_). ¿Vienen ambos?

CRIADO.

(_Lo mismo a Tomás_). Sí señor, el escribano y el doctor Bermúdez.
(_Don Tomás y el Criado se detienen en el centro al reparar en don
Lorenzo, que sigue de rodillas y sollozando_).

DON TOMÁS.

¡Infeliz! (_Dando un paso hacia don Lorenzo: luego se arrepiente y se
dirige al fondo_). ¿Para qué? Terminemos pronto. (_Salen don Tomás y el
Criado_).


ESCENA XI.

DON LORENZO, después DON TOMÁS y el DOCTOR BERMÚDEZ.

Pausa.


DON LORENZO.

¡Ya estoy más tranquilo! ¡La herida es mortal! ¡La siento... aquí en el
corazón! ¡Gracias, Dios bueno! (_Don Tomás y el doctor entran por el
fondo y se detienen observando a don Lorenzo_).

DON TOMÁS.

Mírelo usted, allí..., junto al sillón.

DOCTOR.

¡Desgraciado!

DON LORENZO.

(_Levantándose y aparte_). ¡Ah, ser miserable! Todavía..., todavía...
acariciando esperanzas imposibles... ¿Imposibles?... ¿Y si ellas
creen de buena fe que yo?... ¡Ah, si me amasen, no lo creerían! (_Con
desesperación. Pausa_). Yo le oí a Inés..., a la hija de mi alma...,
decir: «¡Remordimientos!» ¿Por qué decía remordimientos? (_Con
agitación creciente y hablando en voz alta_). ¡Todos..., todos...
miserables!... Casi se alegrarían de que yo muriese... No..., no moriré
hasta cumplir mi obligación de hombre honrado; hasta dar desenlace a mi
locura.

DON TOMÁS.

(_Poniéndole una mano en el hombro_). Lorenzo.

DON LORENZO.

(_Volviéndose, y al reconocerle retrocediendo con disgusto_). ¡Él!

DON TOMÁS.

Te presento al señor de Bermúdez, uno de mis mejores amigos. (_Pausa.
Don Lorenzo mira a los dos de un modo extraño_).

DOCTOR.

(_A Tomás en voz baja_). Vea usted cómo procura dominarse: él tiene
conciencia vaga de su situación: no me queda duda.

DON LORENZO.

Uno de tus mejores amigos..., uno de tus mejores amigos.

DOCTOR.

(_Aparte a Tomás_). Se le escapa la idea y se afana por retenerla.

DON LORENZO.

Pues si es uno de tus mejores amigos, de su lealtad me responde la
tuya. (_Con ironía_).

DOCTOR.

(_Aparte a Tomás_). Al fin encontró la frase; pero vea usted qué
entonación tan poco natural. (_En voz alta_). Vengo a ser testigo,
según me afirma Tomás, de un nobilísimo rasgo.

DON LORENZO.

Y además de una indigna traición.

DON TOMÁS.

Lorenzo...

DOCTOR.

(_Aparte a Tomás_). Déjele usted decir.

DON LORENZO.

Y de un ejemplar castigo.

DOCTOR.

(_Aparte a Tomás_). Muy grave, amigo don Tomás..., muy grave.

DON LORENZO.

Avisa a todos... (_A Tomás_), a todos; a propios y extraños. Que vengan
aquí; y que esperen aquí mis órdenes mientras yo cumplo allá mi deber.
¿A qué aguardas?

DOCTOR.

(_Aparte a Tomás_). No hay que contradecirle: avise usted. (_Tomás toca
un timbre, aparece un criado, a quien habla en voz baja y el cual luego
sale por la derecha_).

DON LORENZO.

Es la última prueba: casi me inspiran lástima los traidores. ¡Ah!, la
seguridad del triunfo me sostiene. Calma, corazón. Ya están..., ya
están... No quiero verlas... ¡A mí que tanto las amaba!... No quiero...
¡Y a ellas se tornan mis ojos..., y las buscan..., y las buscan!...


ESCENA XII.

DON LORENZO, DON TOMÁS, el DOCTOR. Por la derecha ÁNGELA, INÉS, DUQUESA
y EDUARDO.


DON LORENZO.

¡Inés! ¡No es posible! ¡Ella! ¡No es posible!... ¡Hija mía! (_Se
precipita con los brazos abiertos hacia ella. Inés corre a su
encuentro_).

INÉS.

¡Padre! (_Al ir a abrazarla, se interpone Bermúdez que los separa
violentamente_).

DOCTOR.

¡Eh!..., vamos..., don Lorenzo, puede usted causar mucho daño a su hija.

DON LORENZO.

(_Cogiéndole por un brazo y sacudiéndole con violencia_).
¡Miserable!... ¿Quién eres tú para separarme de ella?

DON TOMÁS.

¡Lorenzo!

EDUARDO.

¡Don Lorenzo!

ÁNGELA.

¡Dios mío! (_Las mujeres se agrupan instintivamente. Inés, en los
brazos de su madre; la Duquesa, junto a las dos. Tomás y Eduardo acuden
a librar a Bermúdez de las manos de don Lorenzo_).

DON LORENZO.

(_Dominándose, aparte_). ¡Ya!... Pensarán los imbéciles que es un nuevo
acceso de locura. ¡De locura! ¡Ja, ja, ja! (_Riendo con carcajada
contenida. Todos le observan_).

DOCTOR.

(_Aparte a Tomás_). Evidente.

ÁNGELA.

(_Aparte_). ¡Ah, mi pobre Lorenzo!

INÉS.

(_Aparte_). ¡Ah, padre mío!

DON LORENZO.

(_Aparte_). Ya veréis cómo acaba mi locura. Antes de salir de esta
casa con qué placer arrojaré a ese Doctor. ¡Ánimo! La lucha me da
fuerzas. ¿Pues qué? ¿No hay más que declarar loco a un hombre porque
cumple con su deber? ¡Ah!..., no es posible. La humanidad no es tan
ciega o tan infame. ¡Basta ya! ¡Calma! Traición, empieza tú; y empieza
tú, castigo. (_En voz alta_). Ha llegado la hora de que cumpla un
deber sagrado, aunque por todo extremo doloroso. Inútil es que ustedes
presencien formalidades que la ley exige, y que fueran harto molestas.
El representante de la ley allí me espera, y yo, cumpliendo otra ley
más alta, voy a despojarme de bienes que no son míos, y de un nombre
que en conciencia ni yo puedo llevar, ni puede llevar mi familia.
Después vendré aquí, y con mi esposa, y con mi..., con mi hija, sin que
nadie me lo pueda impedir, sin que podáis resistirme vosotras, saldré
de esta casa que fue para mí pasado de amor y de felicidad; que es hoy
presente de traición y de infamia. Señores (_A Tomás y Bermúdez_),
ustedes me preceden: yo se lo ruego. (_Entran todos lentamente en el
gabinete de la izquierda. Al salir dirige Lorenzo una última mirada a
Inés_).


ESCENA XIII.

ÁNGELA, INÉS, DUQUESA, EDUARDO.

Las tres mujeres en primer término. Eduardo, escuchando en la puerta
del gabinete.


INÉS.

¡Dios mío, sálvale!

ÁNGELA.

(_Abrazando a su hija_). Sí, tienes razón. Pensemos solo en él; pidamos
solo por él.

DUQUESA.

Deber sagrado es en ustedes anteponer a su dicha la de don Lorenzo;
pero en todo caso obligación no menos sagrada es conformarse con una
más alta voluntad que la nuestra. (_Pausa_).

INÉS.

(_A Eduardo_). ¿Qué dice?... ¡Por Dios!... ¿Qué dice?

EDUARDO.

Está hablando: su frase es fría y severa, pero sin vacilaciones ni
ambigüedades. (_Eduardo vuelve a la puerta_).

ÁNGELA.

¡Qué angustia, qué ansiedad! ¡La muerte es preferible a este suplicio!

INÉS.

¿Y qué importa lo que diga mi pobre padre si de antemano está juzgado?

ÁNGELA.

No, hija mía; no digas eso.

INÉS.

Sí: lo digo porque yo lo siento; porque yo lo veo en los que son ahora
sus jueces.

ÁNGELA.

Pero ¿qué ves?

INÉS.

En esa gente, la monomanía del oficio...

ÁNGELA.

¿Y en Tomás?

INÉS.

Sus opiniones científicas..., qué sé yo..., sus propias locuras...

ÁNGELA.

¿Pero en mí?...

INÉS.

(_Abrazándose a ella_). ¡El amor que me tienes!

ÁNGELA.

¡Calla, Inés, calla!

INÉS.

¡Todos contra mi padre! ¡Pobre padre mío!

DUQUESA.

Usted delira, Inés.

INÉS.

Sí, deliro: como usted y como todos nosotros, ¡menos él..., menos
él!... ¡Me lo dice el corazón! Usted misma, señora, lo que desea es
la felicidad de Eduardo; y Eduardo, mi amor; y su amor, yo; y mi
padre, su virtud, su honradez son obstáculos para todos nosotros, y en
todos nosotros se agita algo oscuro que envuelve en sombras nuestras
conciencias. ¡Padre mío! ¡Padre mío!

ÁNGELA.

¡Por Dios, Inés, qué ideas!

INÉS.

¿Qué dice?... ¿Qué dice? ¡Oigo su voz!

EDUARDO.

(_Acercándose_). Habla de una prueba terminante.

INÉS.

¡Ojalá! (_A Eduardo_). ¿Y ahora?

EDUARDO.

Le exigen la presentación de la prueba para que conste en el acta y
para su entrega al juez.

ÁNGELA.

¿Y él?...

EDUARDO.

Él sonríe con sonrisa de triunfo. Está pálido, muy pálido; pero
sereno y digno. Aquí se acerca... (_Viene Eduardo al proscenio y dice
aparte_): (¡Este hombre me da miedo!)

INÉS.

(_Aparte_). ¡Ojalá..., aunque muera mi amor!

ÁNGELA.

(_A la Duquesa_). ¿Será verdad?

DUQUESA.

(_A Ángela_). ¿Será verdad?

EDUARDO.

(_Aparte, viendo entrar a don Lorenzo_). ¡Ah! ¡Seré yo el insensato!...


ESCENA XIV.

ÁNGELA, INÉS, DUQUESA, EDUARDO, DON LORENZO, DOCTOR, DON TOMÁS.

La situación de los personajes es la siguiente: las tres mujeres,
formando un grupo, estrechamente unidas junto al sofá, en el cual se
apoyan: Eduardo, detrás del sofá, mirando a don Lorenzo, con temor y
como dominado por él: don Lorenzo, avanzando tranquilo y altivo hacia
el centro del escenario. Tomás y Bermúdez vienen detrás de él y se
detienen a algunos pasos de la puerta.


DON LORENZO.

(_Acercándose a la mesa y poniendo la mano con aire de triunfo sobre el
pupitre_). Aquí está la prueba... Aquí está la verdad. (_Pausa. Abre
el pupitre y saca el sobre con el pliego en blanco. Después avanza
hacia el proscenio: Tomás y Bermúdez por un lado, Eduardo por otro,
se aproximan a él_). ¡Desdichados los que imaginaban sacrificarme a
su interés o a su pasión! ¡Cuán amargo será el desengaño! ¡Cuán cruel
será el castigo! ¡Ojalá pueda mitigarlo mi perdón! (_Profundamente
conmovido_).

ÁNGELA.

(_Acercándose_). ¡Lorenzo!

INÉS.

¡Padre!

DON LORENZO.

¡Esta es la prueba, Tomás: esta es la prueba, Ángela: esta es la
prueba, hija mía! Oíd. (_Pausa. Don Lorenzo rompe el sobre. Todos se
acercan a él y le rodean_). Esta es... ¡Qué es esto! (_Separando el
papel de sus ojos y pasando por ellos la mano_). ¿Qué sombras empañan
mis ojos?... ¿Hay lágrimas en ellos y me impiden ver?... ¡No!...
Antes lloré... Ahora no estoy llorando. (_Vuelve a mirar el papel con
horrible ansiedad, lo extiende, lo vuelve, busca por todas partes lo
escrito_). Pero ¿dónde está lo que escribió aquella mujer?... Si yo lo
he leído mil veces... Y ahora no puedo... (_A Tomás, mostrándole el
papel_). ¿Qué dice aquí?... Lee..., lee pronto... Pero ¿qué dice?

DON TOMÁS.

Nada, pobre Lorenzo.

DON LORENZO.

¡Nada!... (_Mirando otra vez el papel_). ¡Me engañas! Bermúdez, ese
me engaña. ¡Es uno de los miserables que han urdido esta infame
traición!... Lea usted..., lea usted...

DOCTOR.

Está en blanco el papel.

DON LORENZO.

¡No hay nada escrito! ¿Dice usted que no hay nada escrito? No es
verdad..., no..., no es verdad. ¡Inés, hija mía, mi único amor, ven,
salva a tu padre!... ¿Qué dice aquí?

INÉS.

¡Nada veo, padre mío!

DON LORENZO.

Nada... Tampoco ella... Pero esto ¿no es una prueba?

DON TOMÁS.

Sí, desdichado amigo..., una prueba... y harto cruel.

DON LORENZO.

(_Dándose una palmada en la frente_). ¡Ah, lo comprendo! (_Mirando
a Tomás y a Ángela_). ¡Antes hablaban de una prueba!... ¡Tú!... ¡Y
tú! (_A Ángela y a Tomás_). ¡¡La quitaron de allí!!... ¡¡Jesús!!...
¡¡Jesús!! (_Se aparta de ellos con horror: todos se separan de él,
que de este modo queda en el centro, pero un poco aislado. El actor
interpretará este momento como crea oportuno. Pausa_). ¡Sea!...
¡Sea!... ¡Vencido!... ¡Miserablemente vencido! ¡Cómo se gozan en su
triunfo! ¡Con qué hipócrita dolor me contemplan! ¡Y fingen que lloran!
¡Todos lo fingen! (_Pausa_). ¡Ay..., mi corazón! ¡Ay..., ilusiones
de la vida!... ¡Ay..., el amor!... ¡Ay..., mi hija!..., ¡mi hija!...
¡Fantasmas que giran y huyen..., huid para siempre!... ¡Y yo creía
en todo! ¡Qué azul era el cielo! ¡Qué blanca la frente de Inés!... Y
ahora ¡en qué voy a creer! Ya lo veis: no lucho. Cedo: vuestra es la
victoria. Aquellos hombres ¿para qué han venido si yo no resisto? Iré
a donde queráis. ¡Adiós!... (_A Tomás que se le acerca y le coge la
mano_). ¡No me toques! ¡Cuando la piel humana me roza, me parece que
sobre mi carne deslizan víboras! Yo solo..., solo, subiré a mi calvario
con la cruz de mis dolores, sin infame cirineo que me ayude. Adiós,
amigo leal (_Siempre a Tomás_), tú que has salvado la fortuna de esta
desconsolada familia de entre las manos de un loco. Adiós, Ángela...,
mi tierna esposa... ¡Veinte años hace que te di, loco de amor, el
primer beso! ¡Hoy, también loco, te envío el último! (_Le envía un beso
con un grito de horrible desesperación_).

ÁNGELA.

¡Lorenzo!

DON LORENZO.

¡Pero no te acerques, que pudiera ahogarte entre mis brazos! (_Ángela
retrocede_). Adiós, Inés, hija mía... (_Con voz llorosa_). Si
puedes..., sé feliz... A ti nada te digo... No puedo hablarte con
enojo. (_Da algunos pasos y se detiene falto de fuerzas: quieren
acercarse a él, pero los rechaza_). Dejadme: no necesito a nadie. El
sudor empapa mi frente, y la sed seca mis labios, y algo que quema
mucho me hincha los párpados. (_Deteniéndose_). Oye..., Inés..., ¡hija
mía! ¡Si aún me conservas algún amor; si por ventura sientes compasión
hacia tu padre; si te pesa lo que entre todos habéis hecho..., ven por
última vez a mis brazos! ¡Que yo lleve a ese infierno de dolor que me
aguarda una lágrima de tus ojos en mi frente y un beso de tus labios en
mis labios!

INÉS.

¡Padre! (_Quieren sujetarla, pero se desprende de todos y corre hacia
don Lorenzo, que se precipita hacia ella y la oprime frenético contra
su pecho_).

DON LORENZO.

¡Hija! (_Todos se precipitan hacia ellos, pero sin pretender separarlos
todavía_).

INÉS.

¡No!... Que no te lleven. ¡Yo te amo!... ¡Todos mienten menos tú!

DON LORENZO.

¿Tú no quieres que me lleven aquellos hombres?

INÉS.

No..., no... Defiéndete... ¡Defiéndeme a mí!...

DON LORENZO.

Sí... Yo te defenderé... Que te arranquen de mis brazos. (_Quiere huir
con ella, oprimiéndola contra su pecho_).

ÁNGELA.

¡Mi hija!... ¡Mi hija!... ¡Socorro! (_Eduardo, Tomás y Bermúdez pugnan
por separar al padre de la hija_).

DON LORENZO.

¡No la soltaré!... ¡Eternamente contra mi pecho!

INÉS.

¡Sí, sí, padre mío! ¡Defiéndeme!

DOCTOR.

Es preciso.

EDUARDO.

¡Don Lorenzo!

DON TOMÁS.

¡Lorenzo!

DUQUESA.

¡Dios mío! ¡Va a matarla como mató a Juana!

ÁNGELA.

¡Inés! (_Todos estos gritos casi simultáneos: la lucha, rápida: los
loqueros salen. Por último, los hombres sujetan a don Lorenzo y las dos
mujeres contienen a Inés, arrancando de este modo a viva fuerza a la
hija de los brazos del padre_).

EDUARDO.

¡Al fin!

INÉS.

¡Padre! (_Tendiendo hacia él los brazos_).

DON LORENZO.

No he podido más, hija..., no he podido más... Aquí sobre mi rostro
siento tus lágrimas y tus besos... Ella me amaba..., era inocente...
¡Dios mío, ya lo veo, tú aceptaste mi martirio en aquella noche de
lucha y de tentación a cambio de su dicha! ¡No me arrepiento! ¡Hazla
dichosa..., muy dichosa!..., ¡y para mí..., para mí solo su cáliz de
amargura!...

INÉS.

¡Adiós! ¡Yo iré a salvarte!

DON LORENZO.

¡Qué podrás tú..., hija mía..., si Dios no me salva! (_Queda cerca del
gabinete entre los loqueros, Eduardo, Tomás y Bermúdez, que le sujetan.
Inés, en primer término tendiendo hacia él los brazos_).


FIN DEL DRAMA.





*** END OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK O LOCURA O SANTIDAD ***


    

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