Pedro Sánchez

By José María de Pereda

The Project Gutenberg eBook of Obras Completas - Tomo XIII
    
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Title: Obras Completas - Tomo XIII
        Pedro Sánchez

Author: José María de Pereda

Release date: December 27, 2024 [eBook #74981]

Language: Spanish

Original publication: Madrid: Viuda e Hijos de Manuel Tello

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*** START OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK OBRAS COMPLETAS - TOMO XIII ***



                        NOTAS DEL TRANSCRIPTOR


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                   *       *       *       *       *


                            OBRAS COMPLETAS
                                  DE
                        D. JOSÉ MARÍA DE PEREDA




                            OBRAS COMPLETAS
                                  DE
                         D. JOSÉ M. DE PEREDA

                     DE LA REAL ACADEMIA ESPAÑOLA


                             [Ilustración]

                               TOMO XIII


                             PEDRO SÁNCHEZ
                            SEGUNDA EDICIÓN


                                MADRID
                EST. TIP. DE LA VIUDA É HIJOS DE TELLO
                                 1904


                       _Es propiedad del autor._


                             [Ilustración]




                                   I


Entonces no era mi pueblo la mitad de lo que es hoy. Componíanle cuatro
barriadas de mala muerte, bastante separadas entre sí, y la mejor
de sus casas era la de mi padre, con ser muy vieja y destartalada.
Pero al cabo tenía dos balcones, ancho soportal, huerta al costado,
pozo y lavadero en la corralada, y hasta su poco de escudo blasonado
en la fachada principal. Nunca pude darme cuenta de lo que venían á
representar aquellos monigotes carcomidos y polvorientos; pero mi
padre, que afirmaba haberlos alcanzado en su pristina forma, me aseguró
muchas veces que eran unas _abarcas_, al modo de las del país, es
decir, almadreñas, y el busto de un gran señor con barbas y capisayo,
y que todo aquel conjunto era como jeroglífico que significaba, en
castellano corriente, _Sancho Abarca_, del cual descendíamos los
Sánchez de mi familia. Parecíame ingeniosa y hasta agradable la
interpretación, y aceptábala sin meterme en nuevas investigaciones, no
tanto porque así complacía á mi padre, que se pagaba mucho de estas
cosas, cuanto por lo que de ellas se mofaban los Garcías contiguos,
gentes ordinarias que nos miraban por encima del hombro, porque
contribuían por lo territorial algo más que nosotros, y nunca salían
del ayuntamiento.

La verdad es que la hacienda de mi padre y el pelaje de su media levita
no eran cosa mayor para echar grandes roncas á sus convecinos, toscos
labradores, pero pobres felices, que tenían en mayor estima un pedazo
de borona que los mejores timbres de nobleza esculpidos en un sillar
ruinoso.

Pobres felices dije, puesto que no es desgraciado, por el mero hecho
de no ser rico, el hombre que no tiene necesidad de ocultar su pobreza
á los demás, que como pobre vive y trabaja, y para pobres educa á sus
hijos. Desgraciado es el pobre que, por respetos humanos, necesita
andar en hábitos y holganzas de rico, para sostener el prestigio de un
_don_ de bambolla que heredó de sus mayores, como censo irredimible.

Mucho de esto acontecía en mi casa. Éramos cuatro hermanos (tres
hembras y yo). Para mantenernos á todos _de señores_, sólo contaba
mi padre con cinco mil escasos reales que venían á producirle, en
especie y en dinero, las tierras y ganados de su pertenencia, parte
administrados por él, y parte dado á renta y aparcería, más otros dos
mil, no completos, procedentes de una carga de justicia, tan pronto
reconocida como puesta en tela de juicio por el Gobierno; por lo que se
llevaba la mitad de su producto este incesante trabajo de sostener un
derecho que jamás llegaba á ponerse enteramente claro.

Mis tres hermanas eran garridas mozas, bien afamadas de tales; pero
como eran _señoras pobres_, se veían y se deseaban para acomodarse,
pues se juzgaban demasiado altas para bajarse hasta los mocetones del
lugar, y las tenían en poco los galanes ricos de las inmediaciones.

Al fin, partiendo la diferencia, acomodóse la mayor con un _jándalo_
hacendoso que la conoció en una romería, no sin grandes repugnancias
de mi padre, que tasaba el lustre de su alcurnia en mucho más; y ya
transigente una vez en punto tan espinoso, casáronse las otras dos al
año siguiente, con un arbitrista bien redondeado y con un procurador
del partido, mozo de porvenir en la carrera, según informes de toda la
curia del juzgado, sin que faltara el respetabilísimo y fehaciente de
su Señoría.

Yo era el menor de los hijos de mi padre, y en mí tenía éste puestos
los cinco sentidos, no solamente por ser el Benjamín de la casa, sino
por mi calidad de varón, llamado, por ende, á conservar el apellido
de familia, de lo cual se pagaba mucho el candoroso autor de mis
días, ni más ni menos que si los Sánchez no abundasen en el mundo, ó
hubiera en la rama directa de los de mi casta alguna particularidad
eminente que valiera la pena de irse esculpiendo en la memoria de las
sucesivas generaciones de mi familia, ó no pudiera ni debiera endosarse
á cualquier otro Sánchez de los muchos que había en el lugar, ó al
primero con quien se topase al revolver la esquina, á faltas de otro
mejor.

Con haberse aliviado mi padre del peso de mis hermanas (que no llevaron
otra dote que las que debían á la naturaleza, y la parte ideal que les
correspondía de los preclaros timbres del apellido), vime yo en casa
más regalado y mejor vestido que antes; y hasta anduvo mi padre en
tentaciones de darme una carrera literaria, aun á costa de someterse
él á mayores y nuevas angosturas en lo de pura necesidad para la vida;
pero, echadas bien las cuentas, no alcanzaban á tanto sus haberes, ni
á mucho menos; y tras de que ello era poco, pidióse por entonces una
nueva revisión de la desdichada carga de justicia, con lo que nos faltó
también este importantísimo recurso.

Contaba yo á la sazón doce años bien cumplidos, y sabía cuanto podía
aprenderse en la escuela del lugar, regida por un maestro del antiguo
sistema; pero, afortunadamente, por ser yo hijo de quien era, amén de
gozar gran fama de listo y amañado para todo, cogióme por su cuenta
el párroco, no bien me dejó de la suya el pedagogo, y me enseñó casi
todo el latín que él sabía, con algunas cosas más, que, aunque no
muy nuevas, no eran malas, con lo que dicho queda que eran útiles.
De este modo, y con leer á menudo la _Clarisa Harlowe_, _El hombre
feliz_ y el _Quijote_, que andaban algo empolvados en la alacena que
en mi casa hacía las veces de librería, cobré señalada afición á la
amena literatura, y comencé á abandonar mis hasta entonces ordinarios
entretenimientos con los muchachos de mi edad, toscos motilones en
quienes no entraba la gramática ni á puñetazos, y el catecismo á duras
penas; no por falta de entendimiento seguramente, sino por la índole
grosera de sus obligaciones ineludibles, mal avenidas siempre con toda
clase de perfiles escolares.

Como, demás de esto, era yo, por naturaleza, blanco de color, pulido
de facciones y bien contorneado de miembros (lo cual era el orgullo
de mi padre, pues me creía cortado por la mano de Dios para ser un
caballero), creyéronme, á lo mejor, enfatuado por tales prendas
mis rústicos camaradas; dieron en mirarme recelosos, y concluí por
separarme de ellos y por hacer vida aparte, sin gran esfuerzo, aunque
bien sabe Dios cuánto me gustó siempre tocar las campanas á vísperas
los domingos y fiestas de guardar, y al mediodía casi todos los de
la semana; _acechar_ nidos, jugar á la cachurra, coger _mayuetas_,
ó fresas silvestres, en el monte; saltar las huertas; apedrear los
nogales; calar la _sereña_ en la cercana costa; hacer, en fin, cuanto
hacer pudiera el más ágil, más duro y más revoltoso muchacho de mi
lugar.

No por el nuevo rumbo que tomaban mis ideas llegaron éstas á volar tan
alto que traspusieran las cumbres de los montes, entre los cuales y la
costa, que por el lado opuesto me cerraba la salida, se desparramaba
el pueblo, señor de un reducidísimo valle tapizado de verdor perenne,
eterno jardín con callejos por sendas y manchas sombrías de espesos
robledales, olorosos limoneros y laberintos de zarzas y madreselva.
En aquella fragante hondonada yacía desde que el mundo era mundo,
al decir de mis viejos convecinos, tan resignado á su pobreza y tan
satisfecho con ella, que ni siquiera se tomaba el trabajo de estirarse
un poco hasta plantar una casa sobre la loma del Poniente para ver
desde allí la mar que le pertenecía, y hacerse cargo de la hermosa y
abrigada playa con que lindaba por aquella parte su término municipal.
Un solo edificio parecía acometido de aquella mala tentación, pues
se le veía arrastrándose cuesta arriba en dirección al mar, pero sin
llegar á columbrarle, ni con la monterilla de la chimenea. Dijérase
que, arrepentido de su temeridad á medio camino, se había quedado
allí despatarrado y sin ánimos para volverse atrás, estribando en los
pedruscos calcáreos de una pradera, y con la espalda guardada por un
castañal frondoso. De los muchos años que llevaba en aquella actitud
violenta é indecisa, eran irrevocable testimonio las yedras que le
ceñían por un lado y le estrujaban hasta el punto de haber reducido
á escombros entre sus brazos temibles, medio hastial del oeste y el
correspondiente alero del tejado. El tal edificio, mejor conservado por
las fachadas de Este y Mediodía, era grande y tenía cierto aspecto
señorial. Pertenecía, con las tierras que le circundaban y otras muchas
desparramadas en las mieses del pueblo, á la casa del Infantado, bienes
que administraban en mi lugar los ya citados Garcías: aquellos Garcías
que se mofaban del escudo de armas de mi familia, y nunca salían del
ayuntamiento.

Comunicábase el pueblo con los inmediatos por unas malas camberas,
verdaderos caminos de cabras, donde sólo podían andar los pesados
rodales y las cabalgaduras del país; así es que ver en aquellas
callejas un jinete forastero ó un carro entoldado con gente desconocida
amontonada en el colchón de la pértiga, acontecimientos eran que ponían
de punta la curiosidad de todo el vecindario, el cual no sosegaba hasta
averiguar quiénes eran, de dónde venían y adónde se encaminaban.

Del movimiento y del hervor del mundo, sólo llegaba á la apacible
y grata soledad aquélla lo que cabía en un periódico harto serio y
formalote, que pagaban á medias el párroco y mi padre, en el cual
periódico se leían las noticias de Madrid, la reseña de una sesión
de Cortes borrascosa, los temores de un cambio ministerial, ó las
sospechas de un pronunciamiento, con la estóica tranquilidad, no
exenta por eso de cierto asombro, con que hoy nos enteramos de lo que
acontece en el corazón de la China ó en las cumbres del Himalaya.

Fuera de los muchachos que había en el ejército ó en las tabernas de
Sevilla, ganando un puñado de duros para volver hechos unos jándalos
al pueblo (y no pasarían de cuatro entre unos y otros), ningún hijo de
él andaba apartado de sus términos más allá de tres leguas, y eso para
ir al mercado ó á la feria ó al molino, de modo que sin el periódico
de mi padre y del señor cura, y sin las tardías cartas de los cuatro
ausentes, la estafeta del lugar hubiera sido innecesaria.

¡Y cuántos pueblos había en la provincia en igual estado de patriarcal
inocencia que el mío entonces, y aun muchos años después!... hasta
que, de repente y como por reflujo de lejana tempestad, allanáronse
los montes, alzáronse los barrancos, taladráronse las rocas, y llegó
el bufido de la locomotora á confundirse con el bramar de las olas
al estrellarse en la antes desierta y ociosa playa; el firme, llano
y placentero arrecife sustituyó al áspero callejón, y el sonoro
cascabeleo de los coches de colleras, al lento tintinar de los
cencerrillos de la mansa yunta; descubrióse por las gentes cultas de
Madrid que no se podía vivir ya sin los aires campestres y las aguas
salobres de las costas del Norte en verano; invadiéronnos aquéllas y
otras tales en alegre y regocijado tumulto; huyó de las arboledas el
pastoril y rústico caramillo, y las vírgenes comarcas sometiéronse al
imperio del invasor trashumante, que, sin imprimirles la cultura de
que él alardea, les quitó, con la tranquilidad que era su mayor bien,
cuanto de pintoresco y atractivo conservaban: el amor á sus costumbres
indígenas, el color de localidad, el sello de raza.

No voy por este camino á acometer la harto desacreditada empresa de
discurrir sobre las ventajas y desventajas de que se borren todas las
fronteras y se reduzca la humanidad á un solo pueblo, regido por una
sola ley: ¡en buen atolladero me metía!... La tal parrafada ha caído
en el papel por sí sola, al venírseme á las mientes la increíble
transformación obrada en el modo de ser de algunas comarcas del Norte,
desde que yo era muchacho y aún se hallaba mi pueblo en el inocente
y primitivo estado que tanto encarecía yo; y á este punto me vuelvo,
pues quiero decir, porque debe tenerse en cuenta, que cuando me apuntó
el bozo, y di en mirarme al espejo, yen pagarme mucho de mi persona,
y me tuvo el párroco por regularmente instruido en letras humanas,
ni por descuido me asaltó la tentación de ser ministro, ni siquiera
diputado á Cortes, ni de meterme á periodista, ni á poeta dramático, ni
á funcionario de la nación, aunque fuera de los de corto sueldo. Todas
estas cosas y otras muchas más, estaban tan lejos de mi lugar, tan
fuera del alcance de la máquina de mis pensamientos; tan limitado era
el círculo de mis ideas; tan enclavado estaba en los angostos linderos
del terruño nativo, que hubiera yo tomado á sueños febriles aquellas
imaginaciones, si alguna vez se me hubieran metido entre los cascos.

Y no vaya á deducirse de aquí que, á pesar de las enseñanzas del
párroco y de mis constantes lecturas de las mencionadas novelas y
hasta de las que publicaba en su folletín el periódico de mi padre,
estaba yo tan en barbecho como cualquiera de mis rústicos convecinos:
nada de eso; para entonces ya escribía mis correspondientes versos
á la luna, y al borrascoso mar, y á cuanto se me ponía por delante,
y agotaba consonantes para llorar imaginadas amarguras y fingidos
desengaños, y cansancios prematuros, mal, muy mal, por supuesto,
aunque no me pareciera así; y hasta me ponía triste y llegaba á tomar
mis pesadumbres por lo serio. ¡Pues poco me dieron que hacer y que
escribir los amores de Grisóstomo y los desdenes de Marcela! Lo cual
me demuestra que el hombre, por sí, es tonto á cierta edad de la vida,
sean cuales fueren los elementos que le rodeen; ó lo que es lo mismo,
que los resabios peculiares á la naturaleza humana, pueden corregirse
con la educación, pero no desarraigarse.

Volviendo al asunto, digo que cuando me vi bien trajeado, regularmente
instruido, suelto de pluma y galán incipiente, todas mis ambiciones
se cifraban en llegar á ser, _andando los años_, secretario del
ayuntamiento, plaza que valía poco más de doscientos cincuenta ducados.
Atrevíame también á pensar, pero sólo á pensar y á decírselo muy bajito
á mi padre, que lo consideraba tan tentador y tan difícil como ganar
un terno seco á la lotería de entonces; atrevíame, repito, á pensar en
la administración de los mencionados bienes de la casa del Infantado,
radicantes en el lugar: administración que andaba, desde tiempo
inmemorial, en manos de los Garcías consabidos, y que no les produciría
menos de onza y media cada año; la cual administración podía llegar á
obtener yo, por influencias de mi cuñado el procurador con el juez de
primera instancia, amigo particular del regente de la Audiencia del
territorio, muy emparentado (el juez, no el territorio) con un sobrino
del marqués del Perejil, pariente cercano del conde de la Chiribía; y
así sucesivamente. Y teniendo yo un sueldo fijo de tres mil quinientos
reales, más los cuatro terrones que algún día habían de pertenecerme,
ya estaba mi comida asegurada; y teniendo asegurada la comida, buscaría
en los contornos una señorita que trajera la cena; y en hallándola así,
¿quién me tosía en el mundo?

Así Dios me salve como no pasaban de aquí mis ambiciones, ni llegaban
á tanto las de mi padre cuando trataba conmigo el delicado punto de
«hacerme un hombre» sin salir de las fronteras de mi tierra nativa.


                             [Ilustración]


                             [Ilustración]




                                  II


Los Garcías se llamaban así, en plural, siguiendo una costumbre muy
añeja en el pueblo, como se dice los Osunas y los Oñates, aludiendo más
á la casta en general que á sus individuos en particular; costumbre que
revela cierta importancia en la cosa nombrada, por no ser ésta casual
y transitoria, sino de influjo permanente y extensa envergadura. Por
lo demás, en el tiempo á que me refiero, no había en mi lugar más que
un solo García, de los Garcías temibles y manducones; pero este García
era alcalde casi perpetuo, y administrador de los consabidos bienes del
Infantado; y administrador y alcalde había sido su padre, y alcalde y
administrador su abuelo, y todos ellos mercadistas, ferieros y gente
de mucha trapisonda: ninguno de ellos fué más malo que su antecesor,
y todos adolecían de los mismos achaques. De aquí la costumbre de
nombrarlos á todos juntos aunque se tratara de uno solo.

Su no disimulada inquina á los Sánchez, también venía de padres
á hijos, así como sus burlas y menosprecios. Y esto consistía, á
mi entender, en la media levita de mi casta, hidalga aunque pobre
distinción que inspiraba cierto respeto en el pueblo; el cual respeto
jamás lograron conquistar ellos con sus interesadas y vejatorias
demasías. Á pesar de ellas, no levantaba su casa un dedo más que
la nuestra, ni en el pico del arca atesoraban mayores caudales que
mi padre en su viejo y claveteado pupitre, ni sus ganados eran más
copiosos ni más lucidos que los de mi casa, ni llegaba á cuarenta
carros de tierra la diferencia que nos sacaban en fincas de labranza,
aun contando á su favor las heredades que llevaban en arrendamiento de
las mismas que administraban. Pero ¡ya se ve! eran los tales de cepa
labradora, y ellos se lo guisaban y ellos se lo comían; y como con lo
que cuestan una mala levita de paño fino y unas faldas de alepín de la
reina y una hornada de pan de trigo, se compran cuatro chaquetas de
paño pardo, seis refajos de estameña del Carmen y una carga de maíz,
siempre andaban ellos más nuevos y galanes que nosotros, y hasta,
si se quiere, más hartos y satisfechos de estómago, y, por ende, más
alegres y descansados; es decir, que, relativamente, vivían con mayor
desahogo que nosotros, puesto que eran labriegos bien acomodados, al
paso que los Sánchez éramos señores menesterosos. De aquí sus zumbas
y menosprecios, y el andar mi padre muy retraído siempre y algo
acoquinado, y sus hijos poco menos.

Pues de las garras de un enemigo tan temible había de sacar yo la plaza
de secretario del ayuntamiento, cuando vacara, y la administración de
los bienes de la casa del Infantado, cuando Dios quisiera. Hay que
advertir además que mi padre no tenía en toda la provincia ni fuera de
ella un apoyo que valiera dos cuartos. Los valedores de los hombres
como mi padre, habían pasado para no volver, al decir de amigos y
enemigos, al paso que los Garcías, como gentes activas en el nuevo
curso de ideas y de sucesos en que iba entrando la sociedad más que de
prisa, tenían, en primer lugar, á los Calderetas de la villa no lejana,
familia en quien venía vinculándose la representación casi oficial,
y sin casi omnímoda, de los altos poderes «de arriba» para cuanto en
aquellas comarcas circundantes hubiera que cortar y que rajar, lo mismo
en el orden político que en el administrativo, y aun sospecho que en
el judicial, en bien del Estado, se entiende, y con la mejor de las
intenciones; siendo muy de tenerse en cuenta que en la tal familia
había ramas de todos colores, y hombres, por lo tanto, para todos los
apuros; de modo que los Calderetas siempre estaban en candelero, y,
por consiguiente, los Garcías de mi lugar. ¡Cómo demonios había de
conseguir yo arrancar á éstos una administración que conservaban ellos
tanto por cuestión de honra como por razón de provecho? Por eso dije
antes que aunque la tal administración tentaba mucho á mi padre, la
consideraba tan difícil de alcanzar como acertar un terno seco á la
lotería primitiva, no obstante la intimidad de mi cuñado el procurador
con el juez del partido; la de éste con el regente de la Audiencia del
territorio; el parentesco del regente con el marqués del Perejil...

No por tan dificultoso reputaba yo lo de la secretaría, pues como ésta
había de proveerse por todo el Ayuntamiento, tenía mi padre recursos
propios para influir en la elección de concejales cuando llegara el
caso, además de que en la casa de los Garcías no había por entonces
ningún varón que sirviera para el cargo, á la sazón desempeñado por
un hombre que á medida que envejecía iba apartándose del sempiterno
alcalde, que ya no podía verle. Era, pues, indudable que el cargo
vacaría á la hora menos pensada, y no muy aventurado creer que al
llegar el caso de proveerle, bien por medio de una lucha descarada ó
por virtud de un acomodamiento entre mi padre y el alcalde, me llevaría
yo la plaza.

Felizmente ni mi padre ni yo teníamos prisa. Había en casa qué comer;
yo andaba bien trajeadito, y entretenía mis ocios, que eran muchos, ora
leyendo los libros de la alacena y los folletines del periódico, ora
persiguiendo las codornices en la mies, las liebres y las sordas en
el monte y las ánades en la costa. Pasaba también algunas temporadas,
muy breves, por no dejar solo á mi padre, con alguna de mis hermanas,
especialmente la procuradora, en cuya casa no había los laberintos que
en las de las otras; y éste mi cuñado, por la índole particular de
sus ocupaciones, era de trato más atractivo para mí que el jándalo y
el arbitrista, en quienes asomaban demasiado las costras del oficio,
siendo muy de notarse que hasta sus mujeres se habían contaminado no
poco de ellas, lo cual antes me complacía que me disgustaba; pues esa
asimilación de las flaquezas de sus maridos les ahorraba la pesadumbre
mortal de conocerlas.

Entre tanto, rayaba yo en los diez y ocho, y ¡asómbrense los imberbes
de ahora, cansados de amar y de rodar por el mundo! aún no tenía pizca
de novia, ni trabajaba para tenerla, ni me acordaba de ello, ni había
salido dos leguas más allá de los términos de mi lugar; y ¡asómbrense
más todavía! el andar mi padre á la sazón empeñado en llevarme á dar un
vistazo á Santander, me traía sin hora de sosiego, indeciso y turulato,
sin poder darme cuenta yo mismo de si aquella impresión rarísima, por
lo profunda y cosquillosa, me alegraba ó me entristecía.

Llegó al fin el momento de decidirme, y, dos días después, el de sacar
del fondo del baúl los trapitos de cristianar; meter, «por si acaso»,
una muda de mi padre y otra mía en la maleta; colocarla en el arzón
trasero de la vieja silla _de borrenes_, puesta ya sobre el hirsuto
lomo del manso tordillo del cura; cabalgar de un salto, mientras mi
padre, con sombrero de felpa, alto y bien armado corbatín de raso
negro, larga levita verde-botella y botas de media caña, puesto el
pie izquierdo en el estribo, pasaba con alguna dificultad su pierna
derecha por encima de las vacías alforjas, atadas sobre la grupa de su
peludo rocín, harto de roer los helechos de la sierra; dar un adiós
de despedida á los curiosos que nos contemplaban, y salir del pueblo
sacando lumbres de los morrillos de sus callejones con las herraduras
de los jamelgos.

¡Válgame Dios, qué grande me parecía el mundo á medida que entraba
yo en lo desconocido, y á una hondonada seguía una cumbre, y á la
cumbre otra hondonada, y luego una sierra y después un valle, y otra
vez la cumbre, y vuelta á la hondonada! ¡Qué variedad de contornos,
de matices, de objetos, de luces y de horizontes! Aquí la aldehuela
agazapada entre peñascos y robledales; allí el molino maquilero,
debajo de una chopera, á la margen del río, manso y transparente,
reflejando en sus aguas sus festones de laurel y zarzas, alisos y parra
silvestre, y su puente de dislocados sillares, mal sostenidos por
ligazones de compacta yedra; junto al fresco manantial encerrado en un
arca de mohosos cantos, el solitario _humilladero_, obra de la piedad
de un pueblo cristiano, si no de los remordimientos de un pecador
arrepentido, pero reflejo siempre de una época de arraigada fe; sobre
el camino que serpenteaba cuesta arriba, en lo alto de la sierra, un
espeso cajigal con una ermita blanqueada: la ermita, para el santo
patrono del lugar inmediato; el cajigal, para dar sombra á los romeros
un día cada año. Á cada paso algún signo de éstos, perenne testimonio
de la fe de mis conterráneos. Y nada más puesto en razón en un país
donde no hay un detalle cuya belleza, bien observada, no sea un himno
de alabanza á la bondad y á la grandeza de Dios.

                   *       *       *       *       *

Y anda, anda, siempre una loma por delante, que me parecía la última, y
al trasponerla, otra nueva más allá.

Al fin se acabaron las alturas; fuése allanando el terreno; la senda
áspera y tortuosa que seguíamos trocábase en sólida carretera, la
carretera en ancha calzada, y los edificios próximos á ella iban
perdiendo su aspecto rústico y aldeano, y enfilándose en ambas orillas.
Del corralón de uno de ellos salió echando demonios el primer coche
de colleras que yo había visto en mi vida. Volaba delante de nosotros
entre nubes de polvo, gritos del mayoral, matraqueo del herraje y sonar
de las cascabeleras de las caballerías. Perdióse pronto de vista al
fin de la calzada; y siguiéndola nosotros, llegamos al camino real,
anchísimo arrecife, blanco como la nieve y duro como una peña. Había
allí un parador de mala muerte, y entramos en él á descansar un rato de
las tres largas horas de jornada que llevábamos; tomamos un refrigerio,
y ofrecimos otro á los rendidos bucéfalos, consistente en un maquilero
de maíz por boca, con la correspondiente paja, no de la fina de
Castilla, pues algo tiraba, por lo negra y correosa, al trigo de la
tierra.

Media hora después volvíamos á cabalgar y enderezábamos el rumbo á
Santander. No se tome á exageración; pero es lo cierto que me sentí
nueva y penosamente impresionado al verme entre gentes extrañas por
completo para mí. Entre gentes extrañas digo, porque á los pocos pasos
de nuestra salida del mesón topamos con la villa principal de la
comarca, patria y residencia de los Calderetas consabidos. Advirtiómelo
así mi padre; y como la carretera pasaba rozando la parte principal
de la villa, vi casas aparatosas, calles que se me antojaron enormes,
y personas que, por el atavío, me parecieron de mucha cuenta. Algo me
tentó la curiosidad, y muchas preguntas hice á mi padre y hasta le
apunté el deseo de ver un poco «lo de adentro»; pero como íbamos en
busca de cosa más grande, y lo restante del día no daba ya para muchas
detenciones si habíamos de llegar con sol á la ciudad, contentéme con
poner el rocín al paso mientras atravesábamos aquel contorno de la
población, y observar lo que buenamente se nos metía por los ojos.

Dejada la villa un buen trecho á la espalda, comencé á sentir en los
ojos, hechos á las dulces entonaciones y suaves tintas de la agreste
naturaleza, la blancura deslumbrante del camino real, cuyos trozos,
como los anillos de una inmensa serpiente, columbraba á lo lejos,
ya trepando la falda de una sierra, ya tendidos en la llanura de un
valle, aspecto fatigoso, en verdad, para el que, como yo, estaba tan
poco avezado á semejante monotonía, y llevaba encima la mejor ropa
de su baúl, blanqueada ya por el corrosivo polvo que movían carros y
viandantes de todas especies.

Lo de los carros me admiraba mucho, viéndolos en interminables hileras,
todos entoldados, y tan arrimada la yunta del uno á la _rabera_ del
otro, que parecían eslabones de una larguísima cadena.

--Estos carros que tanto te llaman la atención--me dijo mi padre,--van
de Reinosa, ó de Alar del Rey, cargados de harina, á Santander, donde
se embarca para medio mundo: todos son montañeses que se dedican á ese
tráfico. Las filas que pasan por nuestra derecha van de vacío. Cuando
se haga el ferrocarril, que ahora se proyecta, entre Alar y Santander,
concluirá esta carretería. ¡Gran beneficio para la agricultura, harto
descuidada en las comarcas vecinas al camino real!

Pasó un coche muy grande con seis mulas, enganchadas de dos en dos.

--Eso es una diligencia--díjome mi padre,--que corre, en días alternos,
entre la ciudad y la villa. La que va á Madrid desde Santander es
enorme, y tiene más de doce bestias. Este río que llevamos á la
izquierda--continuó--es el Besaya, reunido al Saja media legua
más atrás. Luego volveremos á verle, aunque desde lejos, en su
desembocadura.

Más adelante vi salir de entre un monte y una llanura verde, muchos
mástiles de barcos. Asombréme. Sonrióse mi padre y me dijo:

--Es el puerto de Requejada. Aquí desemboca el río. Como la ría es
angosta y tú y yo estamos lejos, desaparecen á nuestros ojos los
cascos de los buques entre las dos orillas; pero mira más allá y la
verás culebrear por la ribera, hasta perderse detrás de unos cerros.
Verás luego un pueblo sobre el más alto: pues es Suances. Allí está el
verdadero puerto: San Martín de la Arena. Estos grandes edificios junto
á los cuales vamos pasando, son almacenes para depositar el trigo de
Castilla, que viene en carros, como la harina, y se embarca en esos
buques cuyos mástiles te parecen salir del monte. También esto morirá
cuando se haga el ferrocarril... si se hace.

De este modo seguimos caminando más de tres horas, durante las cuales
anduvimos menos de cuatro leguas, pues las cabalgaduras no podían
ya con el rabo, y á mí me dolían los talones de tanto machacar con
ellos, inútilmente, los peludos ijares del tordillo. Aunque mi padre
no cerraba boca diciéndome cómo se llamaba cada pueblo, cada sitio,
cada venta que encontrábamos al pasar, mi atención llegó á dormirse por
completo y mi cuerpo á no sentir otra cosa que un quebrantamiento muy
grande en los riñones.

Al cabo, me dió en la nariz el tufillo de la mar; descubrieron mis
ojos, siguiendo la dirección marcada por el índice de la diestra de mi
padre, un trozo de bahía con medio bosque de mástiles; entramos bajo un
toldo formado por gigantescos álamos, cargados sus troncos de verrugas,
achaques de su vejez; y siguiendo aquella tenebrosa pero plácida senda,
antes de un cuarto de hora llegamos á las puertas, como quien dice, de
Santander, donde había un parador de mucha fama. Allí nos metimos con
caballo y todo; allí descansé á mis anchas, y allí cenamos y dormimos,
y de allí salimos al otro día, bien temprano, á dar el ofrecido vistazo
á la ciudad, de la que sólo conocía hasta entonces los faroles del
alumbrado, ó mejor dicho, el alumbrado de los faroles contiguos
al parador, el ruido insólito de la calle y el cantar dormilento y
perezoso del sereno del barrio.

De casi toda aquella rápida inspección apenas me queda otro recuerdo
que el de haberla hecho; ¡tan desorientado me encontraba yo y tan
atropelladamente pasaban ante mis ojos puertas, establecimientos,
encrucijadas y personas! Y yo creo que de esto tuvo más culpa que mi
cortedad y atolondramiento de aldeano, el desmedido afán que había
en mi padre de llamarme la atención hacia todo cuanto se nos ponía
delante. No cesaba un punto el buen señor.--«Éste del sable es un
policía... Mira esta casa ¡qué balconaje!... Repara esta tienda ¡qué
riquezas contiene!... Cinco soldados juntos: son de infantería...
Mira á la izquierda: la casa de Ayuntamiento... Mira á la derecha: la
catedral... El muelle: ¡qué grandiosidad, qué palacios!... La bahía:
parece un mar. Lo menos hay en ella quinientos barcos de _cruz_... Ésta
es la pescadería: tápate las narices... Por debajo de este puente ¿le
ves bien? se va á la plaza de la Verdura... Este señor de borlas en el
bastón pudiera ser muy bien el Jefe político. Por si acaso, salúdale
como yo, pues nobleza obliga». En fin, no cerraba boca.

Ocurriósele llevarme á oir la misa mayor de la catedral, y por esta
ocurrencia sola no dije yo al comienzo del precedente párrafo que de
toda aquella rápida inspección no me queda otro recuerdo que el de
haberla hecho, sino de _casi toda_, porque es de saberse que aquella
misa, que aquella hora pasada en la catedral, me dejó impresión tan
honda, que no han logrado borrarla ni las peripecias más culminantes de
mi vida.

Á un mozo de regular sentido le es fácil construir en su imaginación
una ciudad, sin haber visto otra como ella; llenarla de tiendas
aparatosas, de caballeros principales... y aun de lo que no existe sino
en los cuentos maravillosos; cabe, en fin, hasta mejorar la realidad, y
con frecuencia se observa este fenómeno en las gentes sencillas que han
soñado mucho y han visto poco. Pero es imposible adivinar hasta dónde
puede elevarse, cuánto puede sentir el espíritu humano excitado por el
concurso de agentes externos, de los cuales no se tiene la menor idea.
Yo me vi en este caso entonces. No me maravilló el templo con sus tres
naves góticas, su coro bajo frente al altar mayor, su suelo de mármoles
y sus capillas sombrías; pues si he de hablar con verdad, cosa más
grande y más rica me había imaginado yo para una catedral de población
tan renombrada é importante; pero comenzó la misa, y ya el ir y venir
de los canónigos arrastrando las negras colas; el solemne y ostentoso
ceremonial del presbiterio; los preludios del órgano; las nubes y el
olor de los incensarios agitados por los inquietos monaguillos vestidos
de rojo y blanco, y la templada luz que se descomponía en todos los
colores del prisma al atravesar los vidrios de las ojivas, imprimieron
un nuevo rumbo á mis ideas, sacándolas de sus ordinarios y naturales
cauces. Después, á medida que la misa adelantaba, crecía la fuerza
de mi atención, porque nuevas ceremonias y no soñadas impresiones la
sorprendían y la cautivaban, sin poder yo darme cuenta todavía de si
aquel arrobamiento en que comenzaba á caer era solamente una inesperada
excitación de más sentimientos religiosos en ocasión y sitio tan
señalados, ó si en él influía también un exceso de curiosidad. Pero
llegó un momento en que á las voces estentóreas de los sochantres, y á
las atipladas de los niños de coro, y al sonar de las campanillas de
los monagos, y al cántico trémulo é inseguro del oficiante, se unió
el estruendo de toda la trompetería del órgano, formando el conjunto
un verdadero torrente de armonías que se desbordaba de las naves del
templo y parecía estrellarse en inmensas oleadas contra los fustes, y
saltar en ecos resonantes desde los mármoles del pavimento hasta los
rosetones de las bóvedas. Entonces sentí un extraño cosquilleo que se
deslizaba por todas las fibras de mi cuerpo; perdí la noción racional
de cuanto tenía delante y en derredor de mí; hundí la cabeza en el
pecho; parecióme que los haces de columnas se alargaban y crecían hasta
perderse de vista, diáfanos y aéreos, y que la tempestad de sonidos se
extendía por todo el espacio hasta llenar los ámbitos del mundo, como
la voz terrible de Jeovah...; y LE VI, sí, LE VI flotando sobre nubes
de incienso y de armonías, entre las desvanecidas bóvedas del templo, y
LE sentí en mi corazón y en mi conciencia, y crecieron en ella las más
leves faltas hasta la magnitud de enormes culpas, al ardor de la fe que
también crecía en mi pecho; humillé mi cabeza... (creo que toqué con la
frente el duro mármol en que se hincaban mis rodillas); negóse mi labio
trémulo á pronunciar las plegarias que salían de mi corazón; brotaron
mudas lágrimas de mis ojos; y al verme en presencia de Juez tan grande
y majestuoso, avergonzóme la altura del suelo que me sostenía, y
envidié la obscuridad y bajeza del mísero gusano que se arrastra bajo
las costras de la tierra.

Doliente y quebrantado salí de aquel éxtasis extraño cuando el silencio
volvió á reinar en el templo, y mi padre, después de plegar en tres
dobleces el pañuelo de yerbas sobre el cual se había arrodillado, me
tocó en el hombro para advertirme que era hora de marcharnos, pues se
había concluido la misa y no quedábamos allí más que nosotros y cuatro
viejas rezadoras.

--Parece que te ha gustado la solemnidad--me dijo al llegar á los
claustros.--¡Nunca te vi oir una misa con tanta devoción!

En toda mi vida he vuelto á sentir impresiones como aquéllas.

De vuelta para la posada, compró mi padre medio queso de bola, una
docena de lechugas y dos bacaladas de _langueta_; comimos á las doce,
cabalgamos á la una, después de meter las compras en las alforjas; y
al cerrar la noche, quebrantados los cuerpos y dolorida mi cabeza de
mirar cara á cara el sofocante sol de junio durante siete horas, nos
apeábamos en la nativa aldea, debajo del balcón solariego.

Á esto se llamaba entonces dar un vistazo á la ciudad. Ya he dicho que
sólo traje á mi casa el recuerdo de haberla visto; recuerdo vago y
confuso, como el de un sueño febril que en nada alteró las apacibles
realidades de mi vida en el angosto recinto de mi lugar. Ni un solo
punto se extendió el horizonte de mis ambiciones en aquélla mi primera
exploración del mundo.


                             [Ilustración]


                             [Ilustración]




                                  III


Pasaron años sin que yo volviera á salir de mi pueblo sino para hacer
breves excursiones á algunos de los inmediatos, y pasó con ellos el
tan temido riesgo de que la mala fortuna me llevara á ser soldado de
la patria, ú obligara á mi padre á vender lo mejor de la hacienda
para librarme de ello. Este feliz acontecimiento que me dejó dueño y
señor de mi voluntad, causa fué de que los nunca dormidos intentos de
aspirar á la secretaría, por de pronto, y á la administración en hora
favorable, renacieran con nuevo calor en nuestras conversaciones, y
hasta de que se pensara en llevar á vías de ejecución procedimientos
tantas veces examinados y discutidos. Pero quiso el azar que en
aquellos meses los ya casi rotos vínculos de unión entre el alcalde
y el secretario volvieran á reanudarse por no sé qué fechoría
administrativa de entrambos, que reclamaba este mutuo esfuerzo
de abnegación para librarlos de una causa criminal con todas sus
consecuencias, y héteme otra vez resignado y tranquilo con la esperanza
de lograr más propicias coyunturas, y vuelto á la vida de caballero
descuidado, mozo ya de bien nutrido bigote, muy fornido de miembros,
y según público decir (no del todo desmentido por el espejillo de
mi cuarto, ni por los más amplios de las pozas del lugar) la mejor
estampa de galán que se paseaba en muchas leguas á la redonda. Podría
haber sobre esto algo de exageración en los dichos de las gentes y
un poquillo de vanidosa ceguedad en mí; pero lo que no tiene duda es
que yo continuaba siendo, entre tantos estímulos para ser un haragán
completo, un inverosímil ejemplar de bien arreglado y edificante
doncel, perseverante en aquellas literarias aficiones insinuadas bien
temprano en mí, con el aditamento de otra nueva, hacia las faenas
campestres, que últimamente comenzaba á solicitarme con vivísimas
fuerzas.

En esto, el tan debatido plan de unir las áridas llanuras de Castilla
con el mejor puerto del Cantábrico por medio de un ferrocarril, iba á
dar el primer paso en el terreno de los hechos consumados. ¡Y de qué
manera!: «bajando» la corte, ó una parte muy integrante de ella, á
solemnizar con su presencia y concurso un acto ya, por su naturaleza,
solemne y transcendental. Con tan fausto motivo los santanderienses
echaban la casa por la ventana, y se agitaba y se conmovía la provincia
entera, entre la curiosidad y los recelos, hijos una y otros de esas
hondas impresiones que causan en los hombres pacíficos y sedentarios
los misteriosos rumores que le anuncian un súbito cambio de vida y
costumbres; la invasión inmediata de extraños elementos que han de
borrar en breves días de febril actividad la obra de tantos siglos de
inmovilidad y de sosiego. Los periódicos de la capital, henchidos de
programas de fiestas y jolgorios, inundaban pueblos y caseríos, y el
aldeano más apático y remolón daba un tiento á la enjuta bolsa por
si topaba en ella algo con qué vivir dos días fuera de su casa, para
satisfacer la tentación de ver las anunciadas maravillas, entre las
que descollaba la de un rey, no en su trono precisamente, rodeado de
ostentosos magnates, con el cetro en la mano, la corona en la cabeza
y el manto sobre los hombros (pues, tratándose de reyes, así se los
imaginaban en mi lugar), sino en medio de una pradera, hiriendo el
suelo con el azadón, cargando la removida tierra en una carretilla,
y conduciéndola con su augusto esfuerzo, entre sus regias manos,
algunas varas más allá. Verdad que el azadón sería de plata, y de plata
la pala, y de barnizada madera la carretilla; pero ¿no consistía en
esto mismo la novedad del lance? ¡Un monarca cavando la tierra como
un simple ganapán, y sus cortesanos formándole la cuadrilla! Hay que
advertir que así, al pie de la letra, tomaban el suceso mis toscos
convecinos, entre quienes abundaban los que ya veían los chorros de
sudor cayendo por la augusta faz abajo. Y todo esto iba á suceder
dentro de breves días, y á las puertas, como quien dice, de sus
hogares, y en unos tiempos en que los monarcas españoles no se codeaban
todavía con los simples mortales, ni dejaban el alcázar de Madrid
sino para habitar alguno de los de sus cuatro sitios celebérrimos.
Así es que se despoblaron materialmente las aldeas con motivo de
aquel memorable acontecimiento. El cual también me sacó á mí de casa
y me arrastró á la ciudad, con grandísima complacencia de mi padre,
que se resistió á acompañarme so pretexto de que, á sus años, más le
molestaban que le divertían estruendos y baraúndas tales, aunque yo
jurara que se privó de ellos porque luciera en mí solo el puñado de
duros de que podía disponer á la sazón y que cariñosamente deslizó en
mi bolsillo.

Ésta fué mi segunda salida del paterno hogar. Hícela á caballo hasta el
camino real, y en diligencia desde la villa.

¡Bueno estuvo aquello! Dígolo por el estruendo y revoltijo de cosas y
de gentes; pues de las funciones apuntadas en los prospectos, no vi
pizca, unas veces porque no era de los llamados; otras, porque, siendo
públicos los actos, ó llegaba tarde á ellos, ó me perdía en el mar de
curiosos que se ponían de puntillas para lograr, á lo sumo, ver los
sudorosos pestorejos de los que nos precedían y también se estiraban
sin enterarse de cosa mucho más divertida.

--¡Ahí va!--oí decir varias veces, mientras asomaba por una bocacalle
un tropel de gentes á todo correr; y en seguida:

--¡Ese es!

--¿Cuál de ellos?--preguntaba yo, hecho todo ojos y curiosidad.

--¡Ese que va en coche!

Pero pasaban por delante de mí, con la rapidez del viento, entre
nubes de polvo y turbas de desocupados jadeantes, lo menos cuatro
coches llenos de personajes hechos un ascua de oro; fijábame en el más
relumbrante de todos ellos, y resultaba luego que no era _aquél_, sino
_el otro_; otro que iba en el primer coche, en el cual coche no reparé
yo creyéndole ocupado por gentes de poco más ó menos.

Al principio no dejaba de entretenerme el bullicioso y pintoresco
hervor de la ciudad, y hasta me asombraban, por lo incansables y
resistentes, aquellas oleadas de curiosos que invadían calles y paseos
al solo impulso de un vago rumor de que _por allí iba á pasar_;
conmovíanme aquellos racimos de pudientes señorones, de granujas
entremetidos y de populacho sencillote, colgados de rejas y faroles,
victoreando, enronquecidos ya, al augusto huésped desde que le
columbraban á lo lejos hasta que le perdían de vista; me entusiasmaba
el acendrado realismo de aquella elegante juventud que alfombraba con
sus levitas las gradas de la catedral al subir por ellas el egregio
visitante, ó se vestía de simple marinero para tener la honra de bogar
en la regia falúa, ó siquiera en las que le servían de cortejo, desde
el sitio de la inauguración de las obras hasta la rampa larga del
Muelle; despistojábame leyendo los lemas de los arcos de laurel y los
versos arrojados á cada instante por ventanas y balcones, como espesa
lluvia, en papel de lo más majo; versos, dicho sea sin ofensa, no mucho
mejores que los que en mi lugar escribía yo de cuando en cuando...
¡Y cómo no entretenerme y fascinarme á mí, sencillote aldeano, tal
revoltijo de cosas, estruendos, jerarquías y colores?

Pero al cabo, el esfuerzo mismo de la curiosidad, siempre excitada y
tirante, y rara vez satisfecha, llegó á producirme un mortal cansancio
de espíritu y de cuerpo. Mareábanme las muchedumbres, y hube de sentir
algo como indigestión de uniformes, marciales ruidos de tambores y
charangas, flámulas de percalina, lugareños papanatas, cruces, bandas
y libreas, víctores de todas clases, cañonazos y cohetes. Latíame
la cabeza, dolíanme los músculos del pescuezo, y las piernas me
flaqueaban. Entristecíme, y hasta me asaltó la nostalgia de mi lugar.

Desde entonces huí de los bullicios y algaradas, y busqué los puntos
donde la población estaba en reposo y en silencio, en sus hábitos
de trabajo y con su cara de todos los días. Con este procedimiento
conseguí dar descanso á mi imaginación, meter en sus quicios las
dislocadas ideas y ver cada cosa á la luz que le pertenecía.
Logré separar en el cuadro lo postizo y casual de lo permanente y
necesario; y entonces fué cuando comencé á entretenerme con fruto
observando lo que jamás había observado: en la aldea, por su natural
obscuridad y la propia sencillez de mis ambiciones; en la ciudad,
por un deslumbramiento de mis sentidos. Observé que con la sociedad
acontece lo que con la naturaleza contemplada desde lejos: atraen
la atención los altivos picachos, los agudos perfiles, las grandes
moles; el resto del panorama es una masa descolorida, de triste
aridez y penosa monotonía; júzgase inaccesible lo saliente, y no hay
en lo vago y confuso nada que mueva la curiosidad; y á lo uno y á lo
otro se va acostumbrando la vista sin el más leve escozor del deseo.
Pero acércase el observador al cuadro; y en aquellos antes vagos y
descoloridos términos, piérdese la consideración en un cúmulo de no
soñadas maravillas: la pintoresca roca entre rozagantes arbustos,
el aterciopelado suelo, el parlanchín arroyo, la sombría cañada, el
silvestre rosal, el gigantesco roble... y el más insignificante de
éstos y otros mil detalles, le seduce y atrae más que la admirada
eminencia, que de cerca es triste por escabrosa y árida.

Contemplada la sociedad desde el agreste retiro, colúmbranse las
figuras de primera magnitud; los monarcas, los guerreros de fortuna,
los magnates, los atletas de la política, los héroes de la riqueza;
nombres que la fama trae y lleva á su antojo. Todo lo restante es
masa deforme que bulle y se agita á merced de aquellas irresistibles
voluntades, como las aguas del mar á los caprichos del viento. Pero
salga el observador de su retiro; métase entre el bullir de las gentes,
y ¡cuán distinta de lo imaginado verá la realidad!

Cavilando yo sobre esto, después que, terminadas las fiestas, se quedó
la ciudad como escenario de teatro cuando se retiran los actores y se
apagan las candilejas; cavilando sobre esto, repito, de vuelta á mi
lugar, caballero en el paterno rocín que hallé esperándome al apearme
de la diligencia en la villa de los Calderetas, según lo convenido
antes de salir de casa.

--¡Válgame Dios!--exclamaba para mis adentros:--sin ser rey, ni
ministro, ni general, ni diputado á Cortes, ni gobernador de provincia,
ni escritor de fama, ¡cuántas cosas puede ser un hombre además de
secretario de Ayuntamiento y administrador de unas cuantas fincas de la
casa del Infantado! ¡Cuántas posiciones existen en el mundo al alcance
de la mano, con un poco de fortuna ó con mucha fuerza de voluntad!

Y exclamaba yo de esta manera, porque en aquel instante desfilaban en
mi memoria los átomos y burbujitas de la masa deforme; los pintorescos
detalles del término indeciso del consabido panorama; cuantos
representantes había visto de las ciencias, de las artes, del comercio,
de la industria, ya en la ostentosa comitiva, ya en medio de los afanes
de sus respectivas ocupaciones; cuya manifestación palpable era aquella
varia riqueza que yo admiraba cuando las muchedumbres desaparecían y
quedaba el barrio entregado á sus propios y naturales elementos.

Pero no se deduzca de éste mi modo de discurrir, que al volver de
la ciudad á mi casa paterna llevaba ya conmigo el roedor gusano de
las desmedidas ambiciones. Nada más lejos de mí. Juro á Dios que me
entregaba á aquellas meditaciones tan fresco y desimpresionado como
si nada tuviera yo que ver con ellas; y que al llegar á mi casa, ni
en lo más mínimo lastimó su pobreza ni conturbó la serenidad de mi
espíritu el recuerdo que tan fresco traía de las pompas y relumbrones
que durante tres días habían estado pasando en la ciudad por delante de
mis ojos. Ni por esto que afirmo se me tenga por un admirador romántico
de la paz y hermosura de mi aldea; téngaseme sencillamente, y se estará
en lo cierto, por un mozo con las mejores condiciones de carácter
para vivir muy á gusto en el elemento que me había tocado en suerte;
siendo también de advertir que nada de ello era obra de enrevesadas
filosofías, ni del esfuerzo de virtudes sobrehumanas, sino pura, simple
y prosáicamente, porque de ese barro quiso hacerme Dios.


                             [Ilustración]


                             [Ilustración]




                                  IV


Pocos días después de ésta mi llegada al pueblo, aparecieron en él, en
sendos caballos poderosos, desempedrando los callejones y excitando
la curiosidad de todo el vecindario, el señor de Calderetas y otro
personaje de gran estampa, con los correspondientes espoliques. Uno
de éstos se adelantó, corriendo á más no poder, hasta la casa de los
Garcías. Llamó recio con dos garrotazos á la puerta del estragal; salió
el alcalde, oyó el recado, vistióse apresuradamente la chaqueta que
tenía echada sobre los hombros, y siguió á buen andar al emisario;
alcanzaron ambos á los caballeros al revolver de una calleja; saludóles
muy fino y reverente el alcalde; contestáronle ellos lo menos que
pudieron, y todos juntos, después de breves palabras enderezadas al
García por el señor de Calderetas, echaron barrio arriba, sin parar
hasta la casona solitaria.

Allí permanecieron largo rato, examinándola el desconocido personaje
por afuera y por adentro, y el castañar contiguo y la huerta y el
prado, desde cuya loma contempló después, con grandes aspavientos, el
mar y la playa y cuanto desde aquel observatorio alcanzaba la vista en
todas direcciones.

Tras esto y algunas preguntas sueltas dirigidas por el mismo personaje
al alcalde, descendieron á la casona los señores, cabalgaron otra vez,
y salieron del lugar entre las sombreradas del alcalde y el asombro de
los vecinos.

¡Cuánto hubiera dado mi padre, y cuánto hubiera dado yo por estar á la
sazón en buenas amistades con los Garcías, para saber inmediatamente de
su boca á qué habían venido al lugar aquellos personajes!

Afortunadamente no se pasaron muchas horas sin que lo supieran hasta
los sordos; porque á los hombres vanos, como el susodicho García, no
se les pudren en el cuerpo las noticias de tal calibre. Piensan que
publicándolas crecen ellos muchos codos en la consideración del vulgo;
y por eso se supo antes del mediodía que el acompañado del señor de
Calderetas era un personaje de Madrid que quería comprar la casona
solitaria, para componerla y habitarla después con su familia durante
los veranos.

Y el dicho se confirmó; porque, transcurridas dos semanas, vinieron
gentes extrañas, y con la del pueblo que á ello se prestó, comenzaron
á remendar lo ruinoso, á afirmar lo débil, á revocar por aquí y á
tillar por allá, con tal apresuramiento, que antes de mediar julio
parecía nueva la casa, y hasta contenía los necesarios muebles para ser
habitada inmediatamente.

El efecto que aquella noticia y estos acontecimientos causaron en el
lugar, parecería increíble en estos tiempos en que tan acostumbrados
están los montañeses de la costa á rozarse en callejas y desfiladeros
con gentonas veraniegas, de altísimo y hasta egregio copete. Pero
todos mis convecinos echaron la impresión á buena parte: sólo mi
padre y yo la recibimos como una pesadumbre, porque, bien examinado
el asunto y vista la intervención de los Garcías en él, perdimos las
pocas esperanzas que teníamos de arrancarles la administración de los
consabidos bienes.

Antes de acabarse el mes de julio, nueva y más honda impresión en todo
el lugar, con la llegada de los señores, á la casa restaurada, en
entoldado carro del país, con otros tres que le seguían cargados de
sirvientes y equipajes.

En los ocho primeros días no se vivió de traza en la aldea, ocupado
hasta el más perezoso y esquivo en averiguar lo que se hacía y se
guisaba en el remozado palación, cuyos dueños se dejaban ver muy
poco y á lo lejos, y se reducían al personaje ya mencionado, y á una
jovenzuela, su hija, algo desmedrada y enclenque; á la cual, según
rumores, se le habían prescrito, por la ciencia de curar, los aires de
la costa cantábrica, precisamente de la costa cantábrica; mucha aldea,
mucho ejercicio, poca sociedad y bastante agua ferruginosa.

Entre tanto, hubo en mi casa largas y calurosas porfías entre mi padre
y yo, sobre si debíamos ó no debíamos ir á ofrecer nuestros respetos
y servicios á aquellos señores. La voluntad, bien sabe Dios que era
inmejorable; pero temiéndonos un recibimiento frío y desdeñoso, el
condenado puntillo montañés se sublevaba y no sabíamos en qué acertar.
Al fin, mi padre, invocando su lema sempiterno de «nobleza obliga»,
disipóme las no muy arraigadas repugnancias que yo sentía; resolvióse
él también, y allá nos fuimos una mañana, muy planchados, eso sí, y con
lo mejor del baúl á cuestas; pero harto recelosos, y hasta conmovidos,
por no habernos visto jamás en otra.

Á la puerta del estragal nos encontramos con el alcalde que salía,
como Pedro de su casa, muy orondo y satisfecho; y aun se infló mucho
más cuando nos vió llegar bajo la mal disimulada impresión de timidez
y recelo ya mencionados. Verdaderamente nos contristó mucho aquel
encuentro, no tanto por lo que contribuyó á encrespar la vanidad del
García, cuanto por lo que en presencia de éste nos apocaba á nosotros.

Subimos, y un criado con más que ribetes de grosero, nos introdujo en
la sala, en la cual se presentó, antes de media hora, el señorón de
Madrid, de bata chinesca, gorro por el estilo y pantuflas coloradas.
Era hombre de buena edad, frescachón, patilludo, protuberante de
estómago y rollizo y blanco de manos y pescuezo. Saludámosle muy
reverentes; correspondió fino y suelto á nuestras reverencias y
sombreradas; sentóse á nuestro lado, y dióse comienzo á la visita en
los términos que sabrá cualquiera de corrido, por ser los mismos, los
mismísimos que ahora se usan, y se usarán probablemente en todos los
casos parecidos á aquél; pues en este particular no han adelantado las
gentes un solo paso.

En un dos por tres nos dijo el personaje:

--El país me encanta. Jamás le había visto hasta que vine á Santander
_con Su Majestad_. (Estas palabras las recalcó mucho). Necesitaba yo
un rincón tranquilo, de aires puros é inmediato al mar; hablóme mi
amigo el señor de Calderetas de este pueblo y de esta casa; la vimos,
compréla al punto... y aquí me tienen ustedes á su disposición. (Aquí
nos descoyuntamos á reverencias mi padre y yo). Pero, amigos, no
quiero ocultarles que si lo de los aires puros y los campos risueños
y los bosques frondosos y el mar sin límites me enamora, como á buen
manchego que soy, lo de la soledad y el reposo ha resultado mucho más
de lo imaginado, y hasta de lo que se puede resistir. Verdaderamente
es esto insoportable para un hombre que lleva veinte años metido en el
hervor de la vida madrileña, entre los combates de la política y las
agitaciones del gran mundo. Así es que devoro los periódicos que recibo
cada tres días, y los libros que conmigo traje; cuento desde el balcón
los árboles del monte, y de noche las estrellitas del cielo, y aún me
sobran horas que no sé en qué invertir.

Compadecimos de veras al ostentoso y contrariado manchego, y le
deseamos días más llevaderos, hasta por la honrilla del lugar, único
alivio que podíamos ofrecerle; y con poco más que esto y menos de otro
tanto que él nos dijo, nos levantamos para despedirnos.

Levantóse también el personaje, y apretando una mano de mi padre, y
otra mía con las suyas, nos rogó que le visitáramos á menudo, porque en
ello recibiría gran merced.

Á lo cual mi padre, como si le hubieran pisado el dedo malo, respondió
sin poder contenerse:

--Gran honor sería para nosotros esa merced que usted recibiera con
nuestra humilde presencia en esta casa; pero como ya hay quien se nos
ha anticipado, y no nos gusta molestar...

--¡Anticipado!--exclamó el señorón algo sorprendido.--Como no sea
el alcalde, única persona del pueblo que nos ha visitado antes que
ustedes... Por cierto que, sin ofensa de su señoría, paréceme un
tantico entrometido, y un si es no es impertinente.

Miróme aquí mi padre, cargada su faz de mal disimulado júbilo, y
replicó al instante:

--Ya ve usted... la falta de cuna, de educación...

Y sin considerar que acaso dijera de nosotros cosa semejante al otro
día, prometímosle acompañarle á menudo, y nos retiramos, sospechando
yo, y en ello no me equivocaba, que el personaje de Madrid había
pescado en el dicho de mi padre la mala ley que éste y el alcalde se
tenían.

Á todo esto no habíamos visto á la joven delicada de salud, aunque
oportunamente preguntamos muy finos por ella á su padre; el cual se
limitó á respondernos que se encontraba mejor desde que había llegado
á la Montaña, y bastante menos aburrida que él; pero al salir del
estragal á la corralada, la vimos que llegaba envuelta en una bata
blanca, con el pelo negro y abundante, desmadejado sobre los hombros y
la espalda, y defendiendo del sol la cabeza con una sombrilla, blanca
también, de largo y torneado palo. Descubrímonos al pasar junto á
ella; respondiónos, creo que sin mirarnos, con una ligera inflexión de
pescuezo, y entró en su casa mientras nosotros salíamos á la calle.

Parecióme esbelta y de no vulgar continente; descolorida en extremo,
dura de faz y más que medianamente descarnada. En nada de esto se fijó
mi padre, puesto que lo que me dijo, tan pronto como pusimos los pies
en la calleja, revelaba que no había pensado en otra cosa desde que se
despidió del personaje; y lo que me dijo fué:

--Ya lo has oído, Pedro: vino «con su Majestad»; vive hace veinte años
en Madrid «entre las batallas de la política y las agitaciones del gran
mundo»; le ha gustado la Montaña; necesitaba aires puros y proximidad
al mar, y ha comprado esta casa, ¡la que nos parecía invendible!...
¡la del Infantado!... ¡y sin regatearla! y en ella nos ofrece sus
servicios, y solicita nuestro trato, y, por añadidura, le desagrada el
del alcalde...

--Bien, ¿y qué?--respondí yo.

--Pues nada, si te parece--repuso mi padre dando un fuerte golpe en un
canto del suelo con el regatón de su vieja caña de Indias con puño de
plata y borlas de seda negra:--un personaje de tales requilorios, que
se hace servir, casi de espolique, por un señor como el que le acompañó
á este pueblo el primer día que vino á él... ¡digo si será pájaro de
cuenta!

--Por tal le tuve desde que le conocimos; y por eso no me sorprende
ahora, como le sorprende á usted...

--Hombre, tanto como sorprenderme, tampoco á mí, si bien se apura el
caso; pero, vistas las condiciones extraordinarias del caballero, eso
de no tragar al alcalde, al paso que á ti y á mí nos ruega que le
visitemos á menudo, me parece, Pedro, me parece...

--Es verdad--dije, adivinando la intención de mi padre.--Pero, á
todo esto--añadí, mientras caminábamos muy ufanos hacia nuestra
casa,--¿quién será?

--Por lo que rezan los sobres de la correspondencia, que llega á
montones para él á la cartería, el «Excelentísimo Señor Don Augusto
Valenzuela».

--Ya lo sé--añadí.--Pero quiero yo decir qué pito tocará ese hombre en
el mundo.

--Hijo--respondióme mi padre humillando la cabeza,--sobre ese
particular nada puedo yo decirte en este momento; pero--añadió,
irguiéndose con la fuerza de un profundísimo convencimiento,--¡pito muy
principal debe de ser!


                             [Ilustración]


                             [Ilustración]




                                   V


No se le cocía el pan á mi padre hasta hablar otra vez con aquel
caballero tan atento y campechano que le había pedido á él, pobre y
obscuro fidalguete de lugar, la merced de sus visitas. Así fué que le
hicimos la segunda sin cumplirse dos días desde que tan satisfechos
salimos de la primera.

Acababan de llegar, padre é hija, de la playa, donde habían pasado lo
mejor de la tarde jugueteando con las olas, echando firmas en el arenal
y acopiando cascaritas y pedrezuelas. Descansaban ambos de la fatigosa
tarea cuando llegamos nosotros: el padre muy repantigado en un sillón,
dándose aire con un periódico, y la hija arrimada á una mesa, sobre la
cual clasificaba, por especies y tamaños, el pintoresco botín de su
campaña.

--¡Muy señores míos!--exclamó al vernos el personaje, sin dejar de
abanicarse, con grandes extremos de alegría, de seguro falsa. Pero
falsa ó verdadera, nos animó muchísimo, lo cual nos hacía buena falta;
pues al notar, cuando entramos, la desmadejada actitud del uno, y
tan absorta, lacia y taciturna á la otra, entendimos que más ganosos
estarían de quietud y de silencio, que de la insulsa conversación de
dos extraños impertinentes.

--¡Vean, vean, amigos!--añadió el Excelentísimo, señalando hacia
la mesa, después de los obligados cumplimientos de una y otra
parte;--¡vean si esta tarde se ha perdido el tiempo!

Vimos, en efecto, como era nuestro deber, lo señalado; y en
cumplimiento de otro no menos ineludible, en nuestro concepto,
hartámonos de ponderar la riqueza del acopio; y ya, puestos á ponderar,
ponderamos la playa también que lo daba, y hasta lo divertido y lo
saludable y aun lo instructivo que era correr por ella y atropar
_litos_ y _concharras_; de modo que llegamos á convenir sin dificultad
los cuatro, en que era una ganga tener á las puertas del hogar una
playa así, con unas olas tan bonitas, un rumor tan agradable y unas
brisas tan higiénicas.

Por remate de estas cosas y otras no menos divertidas, nos dijo el
señor de Valenzuela que aquel día era uno de los más agradables que
había pasado en la Montaña, puesto que, para que nada le faltara, había
tenido carta de _Pilita_, de la cual no había sabido cosa alguna en
toda la semana. Á lo que observó tímidamente mi padre:

--Pues creí que no tenía usted más hijos que esta señorita.

--Pilita es mamá,--dijo aquí la aludida, tomando parte por vez primera
en la conversación.

--Pilita es mi señora,--confirmó casi al mismo tiempo el personaje.

--Vamos--se atrevió á añadir mi padre,--se ha quedado en Madrid.

--No, señor--repuso el otro:--está en Vichy con Manolo, nuestro hijo.
Tiene esa costumbre hace mucho tiempo, y no puede prescindir de tomar
aquellas salutíferas aguas.

--Quiere decir, que nos honrará con su presencia cuando termine su
temporada.

--Escasamente--respondió el Excelentísimo.--Desde Vichy irá á Biarritz
á pasar el resto del verano con su pariente y amiga, la duquesa del
Pico... Es su costumbre. Nos reuniremos en Madrid ya bien entrado el
otoño... á la apertura de los salones.

Confieso que antes que en lo, para mí, insólito de aquel modo de vivir
_en familia_, me fijé en lo dispendioso que era y en el caudal que
necesitaba poseer el personaje, en cuya casa me hallaba, para atender á
tantas necesidades con la abundancia que éstas exigían. Á mi padre le
sucedió lo mismo, según me confesó después.

Poco á poco se fué reduciendo el tema de la conversación; llegóse á
la política, manjar muy del gusto de mi padre; y mientras los dos se
entretenían en saborearle, afirmando y exponiendo dogmáticamente el uno
y asintiendo á puño cerrado el otro, parecióme á mí que debía acercarme
á la mesa donde continuaba la joven arreglando su tesoro de _pitas_,
cáscaras y caracolillos, y así lo hice, bien sabe Dios con cuánta
desconfianza y cortedad.

Para entonces había tenido yo ocasión de observarla detenidamente,
muy de cerca; y por venir ella de su expedición harto desencajada y
porosa, en las mejores condiciones para no equivocarme en mi juicio.
Así, pues, afirmo que, más que delgada, era flaca, bastante angulosa
por ende; obra, si vale la comparación, más de azuela y garlopa que de
torno. Era, no obstante, armónico y agradable el conjunto de todas sus
partes. Su rostro, en el cual brillaban como dos centellas los ojos
negros rasgados, bajo unas cejas negrísimas también, de las cuales
parecían la sombra unas ojeras cárdenas, y casi relucían, por lo limpio
del esmalte, dos filas de menudos dientes entre unos labios finos
con un ligerísimo matiz de rosa pálida, hubiera sido hasta hermoso,
algo más lleno y menos descolorido; pero de los que se imponen, no de
los que atraen y enamoran. Faltaba á sus ojos la dulzura, que es el
mayor encanto de la belleza; antes eran de mirar duro y osado, y muy
poco codiciosos de lo que tenían delante, y á menudo se reflejaba en
ellos un espíritu desabrido é indómito. Echábase de menos también en
aquella cara seca el ambiente de la sonrisa, compañera inseparable de
la dulzura de los ojos. La sonrisa de Clara (así se llamaba la joven)
era un acto mecánico de su voluntad, una mueca, una simple contracción
de los músculos faciales. Acompañábala ordinariamente una palabra dura,
en un timbre de voz áspero y varonil, y esta condición hacía doblemente
desagradable la sonrisa, las pocas veces que ésta se dejaba ver en la
faz de Clara.

En fin, que me pareció la hija del Excelentísimo señor don Augusto
Valenzuela, considerada en conjunto y en detalle, una mujer
desenfadada, imperiosa y tesonuda, especie de alma de acero encerrada
en un estuche de alambre, condición siempre temible, aun cuando en
ese temple excepcional tengan mucha parte los golpes de la experiencia
en las batallas de una larga vida mundana; pero de incalculable poder
cuando le da formado ya la naturaleza en una joven casi niña. Quizá era
éste el verdadero atractivo de Clara, no para mí, bien lo sabe Dios,
sino para los hombres que pudieran tratarla con la experiencia que yo
también adquirí después en las borrascas de la vida.

Por entonces, si se me hubiera obligado á hacer su retrato, hubiérame
limitado á decir que la hija del personaje de Madrid _no me gustaba_,
sintiendo instintivamente lo que hoy trato de explicar en este breve
análisis de su carácter.

Digo que me aproximé á Clara desconfiado y corto, y he de añadir que
hasta trémulo; pues no se me ocultaba á mí, aunque inexperto, que
cuando un galán se acerca á una señorita está obligado á decirle
algo que la distraiga y entretenga, siquiera para que el acto de
cortesía no resulte pesada cruz para quien es objeto de él; y daba
la maldita casualidad de que yo ni entonces fuí, ni después de rodar
por el mundo he sido gran repentista en esto de sutilezas y perfiles
galantes. Siempre pequé de soso al acercarme á una dama, y jamás
se me venían á los labios las buenas ocurrencias hasta apartarme de
ella, es decir, cuando ya no las necesitaba. ¡Cómo envidiaba yo en
aquel apurado trance las donosuras y bizarrías de ciertos diálogos
que había leído en las novelas de mi casa! Hasta recordaba algunas de
ellas que podían aplicarse al caso que me apuraba tanto, y aun tentado
me vi en los primeros trasudores á encajarlas allí de corrido; pero
felizmente (y no se tome esto á vanidosa jactancia), á faltas de las
apuntadas condiciones de travesura, he tenido siempre cierto buen
sentido, del cual me he amparado para salir de apuros de este jaez,
ya que no triunfante ni muy airoso, tampoco abochornado ni corrido;
es decir, que me he limitado á seguir mi canto llano y no meterme en
contrapuntos «que se suelen quebrar de sotiles», como diría el buen
maese Pedro; lo cual se consigue hablando poco y á tiempo y de aquello
que se le alcance á uno algo; y eso es lo que hice entonces, tomar
pie del interés con que la joven continuaba escogiendo y agrupando
en montoncitos lo atropado en el arenal, y decirla cuál de aquellas
chapucerías se llamaba _almeja_, cuál _peregrina_, cuál _burión_, cuál
era un chinarro que no merecía la honra de ser recogido por tales
manos; en qué sitios y en qué épocas del año se pescaban vivos los
animalejos correspondientes á aquéllos y otros despojos que también
abundaban en la playa; cómo se guisaban y á qué sabían. Jamás historia
curiosa ni cuento peregrino fueron escuchados de oídos infantiles con
la atención y el interés que prestó la hija del señor de Valenzuela á
aquéllas mis prosaicas observaciones; merced á lo cual, tornéme sereno
y animoso, como dueño que era de mí mismo, y no fué esto poco adelantar.

Presumo yo que al llegar aquí quien estos apuntes acertara á leer,
había de asombrarse de que pretenda yo, en estos tiempos en que la
curiosidad necesita, para ser excitada, muchísima sal y pimienta,
entretenerle con inocentadas que desdeñan los precoces galanes al uso,
que se levantan la tapa de los sesos antes de apuntarles el bozo; y
aunque pudiera disculparme con el ejemplo de tal cual relato novelesco
contemporáneo, no mucho más interesante, reconozco humildemente la
increpada delincuencia, y digo que incurro en ella arrastrado por
mi inquebrantable propósito de apuntar aquí cuantos acontecimientos
dejaron alguna impresión en el fondo de mi alma, como éste que voy
refiriendo, no seguramente por su magnitud absoluta, sino por mi
pequeñez y blandura en aquella edad y en medio de las condiciones
apacibles y sosegadas de mi existencia... Y ahora añado que si muy
satisfecho quedé yo por haber vencido tan fácilmente los pasos del
temido atolladero, mucho, pero muchísimo más, quedó mi padre de su
conversación con el señor de Valenzuela.

--¡Estos son hombres, Pedro!--me decía mientras tornábamos á nuestra
casa.--¡Qué afabilidad, qué penetración, qué tino, qué experiencia...
qué palabra! ¡Si vieras lo que me ha dicho, lo que me ha confiado!
¡Cómo me ha puesto delante de los ojos el cuadro en esqueleto de la
gobernación del Estado, con sus gobernantes de ayer, sus gobernantes de
hoy y los que trabajan para serlo en el día de mañana! ¡Qué pericia,
Pedro, y qué ojo! ¡Es un asombro cómo desde la altura de su importancia
atendía y consideraba la menor de mis observaciones! Para todas tenía
fácil y pronta respuesta, y á cada momento me decía: «porque usted,
con su buen juicio é ilustrado criterio, no podrá desconocer estoy
aquello... porque á su penetración no puede ocultarse lo otro y lo de
más allá». Te digo, Pedro, que después de oir á estos personajes que
tantos motivos tienen para ser altaneros y desdeñosos con obscuros
aldeanos como nosotros, asco, verdadero asco da el acordarse, no más
que acordarse, de los humos de un chapucero pelagatos como los Garcías.

Convine en ello sin dificultad; y el resultado final de aquella visita
y de los subsiguientes comentarios, fué decirme mi padre, al acabar
de cenar y estando cada uno de los dos palmatoria en mano, con el
correspondiente cabo de vela de sebo comenzando á correrse y á oler mal:

--Si esto sigue como empieza, dentro de un par de días se podrá ir
preparando el terreno.

--¿Para qué?--respondí.

--Para tantear el vado.

--¿Qué vado?

--El de la administración... En mi juicio, va á ser, Pedro, coser y
cantar. Con este hombre no se conciben imposibles. Nada te digo de la
secretaría, porque en cuanto le haga una seña con el dedo al señor de
Calderetas, ya está el alcalde boca abajo.

Repliqué á esto, aunque me halagaba muchísimo, que, en mi opinión,
convenía dejarlo para más adelante, porque no creyera el Excelentísimo
señor que el interés de la ganga era lo que nos movía á ser tan
atentos y obsequiosos con él. Túvose por bueno mi reparo; y sin otros
particulares que dignos de narrar sean, nos fuimos á la cama.


                             [Ilustración]




                                  VI


Continuando sin perder día el trato de aquellas empingorotadas gentes,
llegó á establecerse entre ellas y nosotros cierta familiaridad que,
sin menoscabo del debido respeto, quitaba de nuestras conversaciones y
empresas la estudiada ceremonia y la artificiosa etiqueta, estorbos de
gran monta para llegar á conocerse y estimarse las personas.

Con esto se me venían á las manos las ocasiones de acompañar á los
forasteros; y como yo cuidaba de no pasar más allá de aquello en que
se me alcanzaba alguna cosa y para lo cual era llamado, quedábame la
seguridad de no ser impertinente, ya que en punto á la calidad de la
estimación que me iba conquistando, me conformara con muy poco.

Era asaz poltrón y perezoso el señor de Valenzuela; pero, en cambio,
su hija era una andarina de grandes alientos; y como de complacerla
en todo se trataba, y se le había recomendado el ejercicio por la
ciencia de curar, todos los días los acompañaba en sus expediciones,
que yo mismo proponía, por conocer los sitios merecedores de la
visita de nuestros huéspedes. Yo les enseñaba el mejor camino, ya
para llegar más pronto, ya para dar mayor regalo á la vista en la
contemplación de hermosos paisajes ó pintorescos horizontes. Yo les
conducía á la ignorada fuente ferruginosa en lo más hondo y obscuro de
la sombría cañada, ó á la gruta de estalactitas cerca de los abruptos
peñascos de la costa. Yo les informaba, cruzando el valle, de las
labores campestres, y les decía el nombre, calidad y valor positivo
de los frutos del país; les apuntaba cuanto sabía de sus costumbres,
y colocado entre ambos en lo alto de la pradera que dominaba el mar,
les hablaba de sus temibles veleidades, de sus arrullos mentirosos,
de sus tempestades imponentes, y de la arriesgada y espinosa vida de
los marineros. ¡Y cómo brillaba entonces en los ojos de la madrileña,
de ordinario mudos y sombríos, el fuego de los agitados pensamientos!
¡Qué poder tan asombroso el de sus pupilas al registrar los pliegues
misteriosos de la inquieta superficie! ¡Qué actitudes tan resueltas
y bizarras las de aquel débil cuerpecillo mientras el aire fresco y
pegajoso agitaba sus mal prendidos cabellos y los largos pliegues de la
falda, y se clavaba su vista en los agudos peñascos donde las olas se
estrellaban convirtiéndose en blanca y hervorosa espuma!

En una de estas ocasiones me preguntó, con su voz áspera, sin dejar de
contemplar una gaviota que se cernía sobre las rompientes:

--¿Hace usted versos?

Al oir esta pregunta me puse más rojo que un tomate, porque, como
si temiera que Clara los estuviera leyendo por encima de mi hombro,
recordé cuantos había escrito en mi vida, y todos me parecieron á cual
peor. Así es que, sin titubear, respondí:

--¡Jamás!

--Me alegro--añadió sin mirarme siquiera:--eso prueba que es usted
hombre de gusto. Me encanta la verdad, y jamás la hallo en los
copleros, en su afán de vestirla de arlequín y de medirla por sílabas.
Ya no se hacen versos más que en España... y en Turquía.

Confieso que me gustó poco esta sinceridad en boca de una mujer tan
joven; porque entendía yo, por instinto natural, que para elevación del
alma, singularmente la de la mujer, hay mentiras necesarias y hasta
indispensables, como son las del arte en cuanto tienden á embellecer la
naturaleza y dar mayor expansión y nobleza á los humanos sentimientos.

Lo cierto es que aquella respuesta seca y prosáica, juntamente con
lo resuelto y aun airado de la actitud de Clara en el momento de
pronunciarla con sus labios marmóreos, infundióme algo como temor,
semejante al que producen la soledad de los páramos ó la yerta aridez
del invierno. Sin embargo, la pregunta misma, hecha en tal ocasión,
revelaba que el alma de Clara no era insensible á los encantos de la
naturaleza: no en el ritmo dulcísimo de su reposo, sino en el fragor y
estrago de sus tempestuosos desconciertos, en los cuales quizá soñaba
el espíritu bravío de la joven en el instante en que contemplaba el
acompasado batir de las olas sobre los peñascos de la orilla.

Por lo demás, todo iba para mi padre y para mí á pedir del deseo;
quiero decir, que cada día intimábamos más con los madrileños, y
parecíamos serles más útiles y agradables. Á menudo me llamaban
«Pedro» á secas, y «señor don Juan» á mi padre, en vez del ceremonioso
«Sánchez» ó «señor de Sánchez» con que al principio se nos nombraba,
las pocas veces que se nos hacía dignos de servir para algo á aquellos
señores. El cura les había perdido también el miedo y les hacía la
tertulia con nosotros. El señor don Augusto, cuando le faltaba el
resuello breña arriba, se colgaba familiarmente del brazo de mi padre,
no muy sobrado de alientos por la pesadez de los años, mientras que
Clara me desafiaba á hundir la vista con mayor serenidad en el negro
fondo de un abismo desde la peña más escarpada y resbaladiza. Habíamos
comido tres veces con ellos en su casa, y más de otras tantas habían
ellos refrescado á la sombra de nuestros limoneros, con los limones
cogidos por Clara y el agua traída por mí de un fresco manantial
encajonado entre esponjosos cantos, en el rincón más frondoso de la
huerta.

Con todo lo cual y mucho más que omito por innecesario, el alcalde
no asomaba á la restaurada casona sino cuando á ella era llamado por
el señor de Valenzuela para que hiciera componer tal callejón mal
empedrado, ó llegar _en posta_ alguna carta á manos del señor de
Calderetas; encargos que desempeñaba el García con la misma sumisión
y diligencia que si emanaran del soberano en cuyo nombre ejercía la
autoridad en el pueblo. ¡Figúrense ustedes si con estos lances y aquel
alejamiento le retozaría á mi padre el alma dentro del cuerpo!

Como que llegó á decirme una mañana, entrando en mi cuarto, espoleado
por la vehemencia misma de su propósito:

--Pedro, de hoy no paso sin dejar arreglado _ese punto_.

Entendíle yo, por constarme que no pensaba en otra cosa, y no le opuse
el menor reparo. La verdad es que ó don Augusto Valenzuela no podía
cosa mayor en el asunto de que se trataba, ó la administración iba á
ser mía tan pronto como se le apuntara el deseo de conseguirla.

¡Y qué feliz casualidad! Precisamente fué aquel día cuando se le antojó
al señorón de Madrid, hallándonos mi padre y yo á su lado aguardando
una coyuntura favorable para _entrar en materia_, preguntarme por mi
plan de vida para lo porvenir. Verdad que la tal pregunta fué originada
por una insinuación, no del todo pertinente, de mi padre, sobre la
corrupción de los tiempos y los peligros de la juventud ociosa en los
pueblos, por falta de medios ó valedores.

Conmovióse de los pies á la cabeza el bendito señor, pues vió llegado
el instante de que sonara la voz del oráculo que había de revelar el
misterio de mis destinos, y expuso á la vista del personaje el cuadro
de todas mis ambiciones. Mientras no supo el señor de Valenzuela qué
casta de administración era aquélla que se pretendía, nada dijo en
bien ni en mal de la pretensión; pero cuando averiguó que entre ella
y la secretaría del ayuntamiento no producirían arriba de tres mil
quinientos reales, no acababa de asombrarse de nuestra pequeñez de
miras. Clara se santiguó al oirme que con aquello me bastaba para vivir
hecho un príncipe en mi lugar.

--Señor don Juan--exclamó el Excmo. don Augusto encarándose con mi
padre,--hay que distinguir de tiempos; y entienda usted que en los que
corren, eso que quiere hacer su hijo de usted equivale á un suicidio,
del que Dios le ha de pedir cuentas.

Aquí fuimos nosotros dos los asombrados.

--No comprendo la razón,--balbució mi padre, descolorido.

--Un suicidio he dicho, y lo sostengo--continuó el señor de
Valenzuela.--¿Usted sabe lo que son tres mil reales hoy... ¡tres mil
reales! que los gasta una familia, por modesta que sea, en un par de
semanas? Las generaciones, señor don Juan, y hoy con doble motivo que
en los tiempos que usted alcanzó y va dejando atrás, se siguen y no
se parecen. Á usted le bastó la hacienda que tiene para crear una
familia y sostenerla con cierta independencia, porque las costumbres de
entonces en estos pacíficos retiros no exigían cosa mayor; pero su hijo
de usted no puede conformarse con eso sólo, porque las circunstancias
han variado mucho y han de variar mucho más. Mientras viva al lado de
usted, vaya con Dios; pero á la hora menos pensada deseará casarse,
y se casará... y tendrá hijos... quizá muchos hijos; y para entonces
se habrá transformado completamente este pueblo, porque llegará hasta
él, en día no lejano, el movimiento de la nueva vida que comienza á
extenderse desde el corazón á las extremidades de la península; verá
sus hijos vagar medio desnudos por estos callejones, y crecer bravíos
entre la cultura y el lujo de los forasteros que han de veranear
aquí, no muy tarde, atraídos por la hermosura de la playa. Mas aunque
estuviera decretado que este pueblo no saliera jamás del aislamiento en
que hoy se halla, la transformación de los comarcanos dejaría sentir
en él su influjo avasallador. Pedro no podría soportar las cargas que
le impusiera la vanidad de su alcurnia, y sin abnegación bastante para
decidirse á labrar la tierra con sus manos, acaso se corrompiera la
bondad de su corazón, movido de las tentaciones á que le arrastraría
la calidad de su empleo. ¿Qué mayor suicidio que éste, señor don Juan?
Además, y aun suponiendo que le bastara con los tres mil y pico de
reales del sueldo y de la administración, más los cuatro terrones que
le pertenezcan de la hacienda de su padre, para vivir sin ahogos y
sin trampas, ¿no es un dolor, un verdadero pecado mortal, que un mozo
de sus prendas, tan gallardo y despierto (¡qué de reverencias hice yo
aquí!) se conforme con vivir y morir en esta obscura soledad, como
el árbol en el monte?... Me dirá á esto el señor don Juan que así ha
vivido él sin corromperse ni encanallarse; pero á eso le replicaré
repitiéndole que á otros tiempos, otras costumbres. Usted fué entonces
por donde iban todas las gentes de su condición, porque no había otro
camino que seguir ni otras ambiciones que acariciar; pero hoy se van
abriendo muchas puertas antes cerradas á las empresas de los hombres
como ustedes, y es hasta un deber de hidalguía en los jóvenes, como
Pedro, salir á romper una lanza en ese palenque donde los mozos de
corazón conquistan honra y provecho.

Todas estas reflexiones, expuestas, al parecer, con cariñosa
vehemencia, eran completamente nuevas para mí; quedéme absorto al
oirlas, como paleto ante cuyos ojos se descorre por primera vez la
cortina de un escenario lleno de mágicas maravillas, y no me atreví
á replicar una palabra. Mi padre, no menos asombrado que yo, dijo al
terminar su discurso el señor de Valenzuela:

--Muy al caso está todo eso, señor don Augusto; pero usted sabe muy
bien que no siempre es la suerte para quien la busca.

--Si no se halla la suerte--repuso el personaje,--se halla algo que se
le parezca, y, de seguro, mucho que valga más que la secretaría de este
ayuntamiento. Cuando menos, se ve el mundo, se aprende algo y se cumple
con el deber de luchar por la vida.

--Bien está--tornó á decir mi padre;--pero ¿y si se pierde lo cierto y
no se logra pizca de lo dudoso?...

--Se vuelve á empezar y se lucha de nuevo.

--Ya; pero usted no considera que para lanzarse á esas aventuras,
para dar los primeros pasos, para proveerse, digámoslo así, de las
indispensables armas, no todos cuentan con los recursos necesarios, á
falta de valedores generosos...

--En plata, señor don Juan--exclamó aquí el manchego personaje:--el
buscarle á Pedro un destinillo en Madrid con que pueda ir viviendo
mientras la suerte y sus merecimientos le pongan más arriba, es para
mí cosa facilísima. Díganme ahora, con franqueza, si les conviene la
oferta que les hago con todo mi corazón.

Miróme aquí mi padre y miréle yo á él, y no me atrevo á asegurar quién
de los dos estaba más conmovido y desencajado.

El resultado final de aquella memorable escena fué rogar al señor de
Valenzuela, después de agradecer, cuanto cabía en pechos hidalgos, la
protección con que me brindaba, que nos permitiera meditarlo despacio,
antes de darle la respuesta, que no pasaría del día siguiente.

¡Meditarlo! ¿Para qué?, si antes de salir de casa del personaje ya me
imaginaba yo ser otro que tal, y no andaba mi padre á dos dedos de mis
figuraciones, según colegí de lo primero que me dijo al poner los pies
en la calleja.

Al día siguiente, muy temprano, monté á caballo, y no corrí, sino
volé á casa de mi hermana la procuradora: referíle el caso, pedíle su
parecer delante de su marido, y antes que yo concluyera de hablar, ya
me estaban empujando los dos, locos de contentos, para que volviera
á coger al rumboso don Augusto por la palabra. Brindáronse también á
ayudarme con cuanto fuera necesario en todo aquello para lo cual no
alcanzasen los ahorros de mi padre; tomélo muy en cuenta, y de otro
tirón me planté en casa de la jándala. Alegróse también ésta de la
suerte que se me metía por las puertas, y me excitó á que, cuanto
antes, aceptara la oferta del señorón; pero ni ella ni su marido
soltaron la menor prenda referente al auxilio pecuniario que yo pudiera
necesitar. Tenía el jándalo fama bien ganada de roñoso, y ya he dicho
en otra ocasión que ésta mi hermana iba asimilándose poco á poco
todos los resabios de su marido. También el arbitrista y su mujer me
aconsejaron que aceptara el destino; pero en lo tocante á _lo otro_, no
fueron más rumbosos que la jándala.

Volvíme á casa antes del mediodía, no sin haber sacado á espolazos
los pocos bríos que le quedaban al cuartago de mi padre; referí á
éste el éxito feliz de mi viaje; comimos luego bastante desganados y
muy pensativos, y fuímonos por la tarde á dar al señorón de Madrid,
afirmativamente, la respuesta que le habíamos prometido.

En esto avanzaba el mes de septiembre; el tiempo iba refrescando, y se
comenzaba en el caserón restaurado á preparar la vuelta de sus dueños á
Madrid.

--De manera--dijo mi padre al despedirnos aquel día,--que usted
avisará desde Madrid cuándo ha de ir Pedro á tomar posesión del destino.

--Nada de eso--respondió don Augusto.--Lo más acertado es que Pedro
vaya á Madrid tan pronto como yo esté allá. Su presencia será para mí
el mejor aguijón en medio del cúmulo de negocios que me rodea en cuanto
pongo los pies en aquel infierno de ocupaciones.

Y en ello quedamos.


                             [Ilustración]


                             [Ilustración]




                                  VII


Hubo algunos días después un solemne consejo de familia, convocado
por mi padre, al cual consejo asistieron mis tres hermanas con los
correspondientes maridos. El punto sometido á examen en aquella
patriarcal asamblea, abarcaba dos extremos principales: 1.º Ventajas y
desventajas de que saliera yo á correr las aventuras por esos mundos
de Dios. 2.º Recursos indispensables y modo de adquirirlos para mi
equipo, viaje y fondo de reserva, por lo que pudiera acontecer. El
primer extremo, ya ventilado y resuelto en lo más substancial, dió poco
que hacer y menos que discurrir al consejo; pero, en cambio, el segundo
á pique nos puso á todos de que acabara aquello como el rosario de la
aurora. Pedir dinero al jándalo y al arbitrista, era sacarles una tira
de pellejo; así es que, lejos de ofrecérmelo, me echaron en cara la
sopa boba que estaba dándome mi padre, con perjuicio grande de los
intereses de sus hijas. Indignóme la grosería, terció el procurador en
el lance mientras mi padre se contenía á duras penas en obsequio á la
necesidad; y como la del dinero que solicitábamos era imperiosísima,
aviniéronse á darme hasta tres mil reales mis dos avarientos cuñados,
merced á un compromiso que les firmé de pagarlos _en el día de mañana_
con mi legítima, si antes no lo adquiría por otra parte.

Ofrecióse el procurador á darme graciosamente hasta dos mil reales; y
con éstos y los otros, más lo que aprontó mi padre, y un viaje que hice
con la procuradora á la villa, antes de acabarse septiembre, me hallé
con un equipo como jamás le soñé, y un billete de _interior_ de las
diligencias _Peninsulares_, para la que debía pasar por la villa, desde
Santander, el día 5 de octubre.

Entre tanto, los huéspedes de la casona iban disponiendo su marcha;
la cual emprendieron, acompañándolos el cura, mi padre y yo hasta la
villa, nosotros á caballo y ellos en carro del país, ocho días antes
del en que había de salir yo de la Montaña.

De ella iban muy contentos padre é hija; y en verdad que con muchísima
razón, porque si alguna vez _los aires_ han hecho milagros, fué
aquélla en la enfermiza, pálida y angulosa Clara. ¡Qué _otra_ volvía
de la que había venido dos meses antes á mi lugar! Don Augusto no se
cansaba de mirarla y de decirnos:

--Vean ustedes, vean ustedes, y enorgullézcanse de ser hijos de tan
benéfico país. ¡Cómo la apuntan los colores, y se nutre y redondea!...
¿eh?... Pero si ha dado en comer como un sabañón; ¡ella que comía
menos que una calandria cuando vino de Madrid! ¡Los aires, amigos, los
aires... y el ejercicio; y, sobre todo, la libertad... y las aguas!...
¡Prodigioso, prodigioso!... Otro veranito aquí, y revientas el corsé,
hija mía... ¡jajajá!... Te aseguro que no te va á conocer tu madre.

Y en esto, y mientras se reía á carcajadas, el Excmo. señor daba
golpecitos en la espalda de Clara, cuya sonrisa había ganado bien poco
con las ganancias evidentes del rostro en que brillaba, sin duda porque
los achaques del espíritu piden otra terapéutica que los del cuerpo.

Poco ó nada nos dijo la joven en todo el camino; y verdaderamente
parecía ser ella, á juzgarla por su continente, la que menos
importancia daba á lo que había ganado durante el verano en encantos y
salud.

Cerca de la villa ya, nos salió al encuentro el señor de Calderetas, en
cuya casa habían de pernoctar los madrileños para tomar la diligencia
al otro día muy temprano; y media hora después, á las puertas de
la morada de aquel personaje, despedímonos todos muy afectuosos, y
volvímonos á mi lugar el señor cura, mi padre y yo, haciéndonos lenguas
del señor de Valenzuela, sin haber logrado averiguar todavía qué pito
tocaba en la cosa pública este caballero; pero sin asomo de duda de
que bajo su amparo había de lograr yo, en menos de tres tirones,
encaramarme sobre los mismos cuernos de la luna.

¡Qué días los ocho que siguieron á éste! ¡Cuánta ansiedad! ¡Qué
insomnios! ¡Qué incesante tensión la de mi espíritu! Veinticinco años,
los primeros de mi vida, corridos en el apartamiento, en el sosiego,
en la obscuridad, sin deseos, sin ambiciones, al dulce calor del hogar
paterno; avezado á abarcar con la mirada, desde la solana de mi casa,
todo el escenario en que había de desenvolverse la insulsa comedia
de mi vida, por larga que ella hubiera sido... De pronto, el mundo
entero ante mis ojos; el mundo, con sus estruendos, sus confusiones,
sus azares, sus halagos, sus inclemencias, sus risas, sus dolores, sus
grandezas, sus miserias... Póngase cualquiera en mi lugar, y dígame si
el trance no era para andar caviloso, inapetente y desvelado, como
andaba yo... Pero mucho más desvelado, inapetente y caviloso andaba mi
padre, aunque hacía heroicos esfuerzos para ocultármelo.

Acabóse septiembre, comenzó octubre, y llegó la hora tremenda. Era
ésta la del amanecer. El bien provisto baúl de mi equipaje estaba en
la villa desde la tarde anterior; el viejo cuartago me esperaba en el
corral con todos los arreos encima, la cabeza gacha, el belfo lacio,
las riendas sobre la enmarañada crin, y á su lado el mozo que había de
servirme de espolique.

Acercóseme mi padre, que no había dormido en toda la noche; y, sin
decirme una palabra, deslizó en mi diestra dos roñosas onzas de oro,
que quizá eran las economías de toda su vida. Pasaba de dos mil
quinientos reales lo que yo tenía ya en el bolsillo, y me pareció una
escandalosa y hasta inhumana gollería recibir aquella nueva suma que
tanta falta podía hacer á mi padre á la hora menos pensada.

--Para ti las tenía guardadas: tuyas habían de ser de todos modos--me
dijo para vencer mis reiteradas resistencias.--Vas á un mundo
desconocido; pueden fallar los cálculos que hemos hecho; puedes
enfermar, ¡quién sabe?... y ¡qué sería de ti, desconocido y sin dinero?

En seguida nos abrazamos descoloridos, convulsos, como si nos
despidiéramos para la eternidad; y bajé al corral precipitadamente,
huyendo de los pensamientos que me asaltaban, á la vista del honrado y
amoroso anciano, que se quedaba solo y triste, cuando más necesitaba el
amparo y el calor de la familia.

Salí del pueblo sin atreverme á volver los ojos hacia él. ¡Nunca me
parecieron más hermosas sus campiñas, ni sus aires más fragantes, ni
sus celajes más pintorescos!... Envidiaba al pobre campesino y á la
mansa bestia que conducía á la sierra, y al árbol solitario, destinados
á morir sobre el mismo terruño que los nutría. Refrenaba con ímpetu al
achacoso bruto en que cabalgaba yo, pareciéndome que era la rapidez del
viento su derrengado trote... y, en fin, hasta le pedía á Dios que me
enviara de pronto aunque no fuera más que un dolor de tripas para tener
un pretexto racional de volverme á casa y no salir jamás de mi pueblo.
¡Tanto me abrumaba el recuerdo de mi padre y me consumía el fuego del
amor á la tierra nativa, en el instante de abandonarla, quizá para
siempre, después de haber pasado lo mejor de la juventud soñando vivir
y morir en ella!

Pero llevaba yo tres mil reales mal contados en el bolsillo, para
mis necesidades y recreos, cantidad fabulosa en un mozo de mis
condiciones; un baúl atestado de ropa nueva, fina y á la moda; ancho
mundo por delante y libertad omnímoda para gozarla; la protección de
un personaje de gran cuantía; veinticinco años apenas, y una salud de
bronce; con las cuales ventajas no es obra del otro jueves descargar el
corazón de penas y melancolías.

Muy llevaderas eran ya las que sobre el mío pesaban, tan pronto como
traspuse la primera cumbre; y con ingenuidad declaro que al llegar á la
villa podían más las risueñas imaginaciones que habían vuelto á bullir
en mi cabeza, que el sentimiento de abandonar los patrios lares, y los
recelos temerosos á lo desconocido.

Recogí el baúl donde se hallaba depositado desde la víspera, convidé
y gratifiqué rumbosamente al espolique, y hasta le di un abrazo de
despedida para que se le transmitiera á mi padre, cuyo recuerdo volvió
á conmoverme, y quedéme solo, cerca del camino real, esperando la
diligencia que debía llegar de un momento á otro.


                             [Ilustración]


                             [Ilustración]




                                 VIII


Cuando la tuve delante, arrastrada por diez ó doce briosas mulas, con
su postillón en la izquierda de las dos primeras, entendí que era una
casa ambulante con gentes asomadas á sus balcones, incluso el de la
buhardilla, que tal me pareció el altísimo _cupé_. Mostré mi billete
al mayoral; subieron mi baúl con el auxilio de una escalera de _pinos_
al desván de la casa, alzando por un costado el tejadillo de cuero, y
embutiéronme á mí en el departamento central, técnicamente _interior_,
en el que había ya cinco personas, las cuales me recibieron como debía
recibir el atormentado la cuña destinada á apretar la prensa de sus
huesos. Cedióseme una esquina que me pertenecía de las cuatro del
local, como lo rezaba el billete; acomodéme del mejor modo posible en
la parte de cojín que me correspondía en aquel banco, y por entonces
no me pareció muy duro que digamos, ni tampoco me lo parecieron las
paredes del coche, revestidas, como el almohadón, de bayeta encarnada,
con un poco de mullida, Dios sabe de qué.

En esto se oyeron hacia el pescante cuatro gritos, diez interjecciones
de cuadra, el restallar del látigo y mucho cascabeleo; viniéronse
los tres que iban de espaldas á las mulas sobre los otros tres que
las llevábamos de frente, como si un huracán los empujara, y comenzó
á rodar el coche camino de Madrid, con un ruido de cristales, de
muelles envejecidos y de portezuelas mal ajustadas, que verdaderamente
ensordecía y atolondraba.

Poco á poco me acostumbré á él, y hasta fuimos, á fuerza de sacudidas y
cerneduras, _entrando en caja_ los seis pasajeros que poco antes íbamos
casi en vilo de puro apretados; y con este relativo bienestar, pude
enterarme de las cataduras que me acompañaban en aquel departamento
de la diligencia. El pasajero de mi derecha era un medio señor gordo
y poroso, tipo de lo que era, como andando las horas se supo allí:
traficante en _caldos_; bufaba muy á menudo, y chupaba de vez en
cuando una punta de cigarro puro de infame calidad, que llevaba
ordinariamente entre el índice y pulgar de su mano izquierda, apoyada
ésta ligeramente sobre el muslo del mismo lado. Además de bufar se
bamboleaba mucho, y cada vez que se me venía encima parecía un brasero
por el calor que despedía. Ocupaba más de asiento y medio; y no nos
reventó á los dos colaterales, porque el que le seguía por la derecha
era un estudiantillo enclenque que cabía sin apreturas en la media
plaza, no cabal, que le quedaba libre. Enfrente de mí iba una joven
poco notable á primera vista, por la misma corrección y armonía de sus
facciones y contornos: verdaderamente no había una tacha que poner en
ella. Vestía con mucha modestia, y bajaba los ojos, negros y dulces,
en cuanto yo fijaba la vista en ellos. Cambiaba á menudo algunas
palabras y sonrisas con una mujer, ya cincuentona, pequeñita y fea,
que iba á su izquierda, inmóvil, casi rígida; pero curioseándolo todo
sin cesar, dentro y fuera del coche, con sus ojillos de rámila. Por
último, ocupaba el cuarto rincón un hombrecillo inquieto, limpio y muy
impresionable, enjuto y moreno de faz, de crespo y entrecano bigote,
cadena de similor y gorro de terciopelo. Este personaje llamativo
y simpático, era, según luego supe, padre de la joven; y la mujer
pequeñita, su ama de llaves y servidora única desde muchos años atrás.

Como no podía estarse callado, y el estudiante dormitaba, y el
caldista solamente le respondía por monosílabos... cuando le respondía,
y lo de casa no le llenaba mayormente, encaróse conmigo; y en un dos
por tres supo quién era yo, de dónde venía y adónde iba; y cuando nada
de esto le quedó por saber, comenzó á hablarme de las mieses entre las
cuales corría la diligencia; del maíz, de las calabazas, del fresco
y aterciopelado retoño, del rústico caserío, del ganado vacuno... en
fin, de cuanto veía; y él se lo hablaba y se lo aplaudía; y tan pronto
entonaba himnos de admiración á la belleza de la Montaña, como tristes
lamentos al escaso valer de sus productos en relación con el penoso
trabajo que exigían al labrador. Empeñábase mucho en interesar con sus
observaciones á todos los viajeros que le acompañábamos, y por eso su
vista saltaba rápida y bullidora de semblante en semblante. Siguiéndola
yo en sus vertiginosas exploraciones con infantil curiosidad, más de
dos veces se encontraron tope á tope mis ojos con los de la joven,
que me pagaba con una sonrisa cada gesto con que yo demostraba mi
aquiescencia á los pareceres de su padre. El cual hablaba tanto
como con la lengua, con las manos, con los ojos, con las piernas, y
hasta con el gorro de terciopelo. No he visto jamás hombre que más
dueño fuera de todos los músculos de su cuerpo, ni que mejor supiera
armonizar el menor de sus movimientos con las inflexiones de su voz.
Lo del gorro, especialmente, me tenía cautivo. ¡Con qué facilidad
le bamboleaba sobre su cabeza sin tocarle con las manos! ¡Cómo le
echaba sobre la frente en cuanto apuntaba una sospecha maliciosa,
ó le arrojaba hacia el cogote al confundirnos con una conclusión
irrefutable, ó le derribaba sobre una oreja mientras exponía un
antecedente ó soltaba un chiste!... Porque era también chistoso el
hombrecillo aquél, y agudo hasta no poder más; sobre todo, pintoresco y
entretenido.

Se fué estrechando el valle poco á poco, hasta que nos vimos en las
angosturas de las Hoces de Bárcena, cuyo paso duró hasta media tarde.
Llegamos á Reinosa, y allí nos apeamos para comer en un parador, del
cual salimos casi de noche y tiritando de frío; por lo que, bien
comidos y al calorcillo consolador que producíamos los seis viajeros
apretados en el interior de la diligencia, á pesar de la incesante
charla del hombre del gorro, no tardamos en arrimar la cabeza á las
paredes del coche y en dormirnos profundamente.

Cuando me despertó el sol del nuevo día, estábamos rodando sobre las
llanuras de Castilla la Vieja. Nunca olvidaré la aflictiva impresión
que me produjo en el ánimo la contemplación de aquel paisaje negro y
esponjoso, como rimero de escorias: ni un sér viviente, ni un sonido,
ni un árbol, ni un pájaro, ni un arroyo en cuanto alcanzaba la vista.
Cediendo á un impulso de mi corazón, tendí la mía sacando el busto por
la ventanilla, hacia lo que quedaba atrás; y allá lejos, muy lejos,
formando la barrera del horizonte, columbré una cordillera de montes
plomizos que parecían nubes, y una faja de nubes que parecían montes.
Entre dos picachos muy altos observé una mancha tenue y azulada,
recortada en línea horizontal por el cielo; y al fijarme en ella,
á punto estuve de lanzar un grito desde lo más hondo de mi pecho.
La fuerza del deseo, el amor á la tierra nativa, el profundo aunque
acallado dolor de abandonarla, me hicieron ver en aquel instante los
perfiles de sus montañas, y el mar cuyos estruendos habían arrullado
los mejores sueños de mi vida. Contemplé con los ojos de la imaginación
la apacible y pintoresca aldea, y en ella el hogar querido, y en el
hogar á mi padre triste y errabundo y solo. Pronto me convencí de que
todo ello era una alucinación de mis sentidos; la nostalgia de la
patria se apoderó nuevamente de mí, y á pique estuve de que publicaran
mis ojos la negra pesadumbre que me abrumaba el ánimo. Quizás no
comprendieran bien este exceso de sentimiento todos los lectores y le
achacaran muchos de ellos á un vicio de mi educación patriarcal, cuando
no tomaran mis palabras por un pueril alarde romántico. Algo puede
haber de lo primero; lo segundo no tendría disculpa hoy en mi pluma.
De cualquier manera, no serían montañeses los que se asombraran de lo
que refiero; porque un montañés de pura raza es capaz de todo, menos
de contemplar sin pesadumbre un suelo tapizado de secos rastrojos, sin
árboles que le asombren, sin arroyos que le refresquen, sin verdes
colinas que le limiten y sin pájaros que le alegren.

De esto hablé un poquillo con mi linda compañera de viaje, no tanto por
desahogar mi corazón, cuanto por dar á mis ojos, cansados de la aridez
del paisaje que me rodeaba, el regalo de su belleza.

De tarde en tarde hallábamos un pueblo derramado sobre la llanura,
como las fichas en un tablero de damas, sin una mata, ni un ribazo,
ni un muro, ni una huerta, ni una desigualdad que rompiera antes, al
fin ó alrededor de él, la triste monotonía de su forma escueta y de
su color negro terroso, como el suelo que le sustentaba, y los pocos
seres humanos que perezosamente discurrían entre sus moradas, y el
rebaño de ovejas que herbajeaba en la era, y el cabizbajo, taciturno y
embrutecido pastor que cuidaba de ellas.

En uno de estos pueblos, después de habernos desayunado en Palencia
con los famosos bollos del parador de Pampín, nos detuvimos á comer,
á las dos de la tarde. Entramos en el parador por la cuadra, con las
mulas del tiro que se remudaba allí, y pasamos á un comedor de adobes,
como todo el edificio, donde nos sirvieron en larga mesa, regularmente
limpia, tras de los clásicos garbanzos, pollos y palominos en varios
condimentos, queso ovejuno, dulce de membrillo y una infusión de salvia
que allí denominan _té_. ¡Con qué minuciosa exactitud recuerdo todas
estas cosas al cabo de tantos años, y con qué placer las revuelvo en la
memoria! Bien sabe Dios el trabajo que me cuesta cerrar la válvula para
que no salten sobre el papel otras infinitas de la misma casta; y con
qué recelos apunto las pocas que se me escapan en el relato, temiéndome
que ni aun por su interés histórico y arqueológico las aceptarían de
buen grado, si llegaran á verlas, los jóvenes que hoy van en diez y
ocho horas de Santander á Madrid, en cómodos vagones de ferrocarril, y
tienen la fortuna de no haber rodado nunca en diligencia sobre aquel
interminable camino, verdadero río de polvo zurcido en un mar de paño
pardo.

Que, entre tanto, el señor del gorro no cerraba boca, no necesito
decirlo; pero he de declarar que, aunque continuaba entreteniéndome
mucho su expresiva y pintoresca conversación, me entretenía mucho más
la de su hija, que para entonces me había perdido el miedo y hablaba
conmigo á ratos sin cortedad alguna. Me encantaba por ingenua, por
sencilla... y por todas y cada una de las cualidades y prendas que
iba descubriendo en ella. Era la más acabada antítesis de Clara; y no
sé si esta observación que se me impuso súbitamente, influyó algo en
el juicio que de ella formé entonces. Si esto no, el ser la segunda
mujer de aquel pelaje que yo había tratado en mi vida, y la intimidad
que se establece entre los compañeros de un largo y nada cómodo viaje,
bien pudieron ser parte á que mi imaginación la viera sobre más alto
pedestal que el que en buena justicia le pertenecía.

Por ella supe que su padre era un empleado del Gobierno, declarado
cesante en Santander cuatro meses antes. Iban á Madrid, donde ella
había nacido, porque su padre había logrado un empleíllo particular
allí, al amparo del cual pensaba vivir mientras trabajaba para que le
repusiera el Gobierno en su destino. El cesante se llamaba don Serafín
Balduque; su hija, Carmen, y la mujercilla fea, criada antiquísima de
la familia y casi aya de la joven, como ya queda dicho, Quica.

En otro poblachón como el en que habíamos comido, cenamos á deshora
de la noche los mismos pollos, los mismos palominos, el propio queso
con membrillo en dulce, y la mismísima salvia por remate... Y vuelta á
dormir y á rodar en llano, hasta que amaneció el nuevo día entre polvo
del camino real y campos de desolación. Sobre ellos, como sobre los
que iban quedando atrás, descollaban acá y allá muy de tarde en tarde,
tal cual tumor, plomizo y rapado, encima de alguno de los cuales se
erguía un castillete coronado de unos barrotes, entre los que subía y
bajaba una cosa negra, á modo de caldero. Eran los telégrafos ópticos,
que, lejos de alegrar el paisaje, le entristecían todavía más; pues
á la contemplación del insulso detalle iba unida la consideración de
que dentro de aquella jaula de sólidas paredes, había seres humanos
incomunicados con el resto del mundo; y para mayor burla de la
desgracia, ellos, los encargados de conducir maquinalmente la palabra
de los demás á través de la tierra, estaban condenados á no hablar con
nadie, fuera de lo que hablaran entre sí.

No sé por qué comparaba yo aquellos destellos de _luz_, relativamente
al sitio en que brillaban, con la mocosa candileja que se deja ver en
el fondo negro de un vasto subterráneo.

Nos explicó don Serafín cuanto se le alcanzaba del modo de funcionar
de aquellos aparatos; y llegando á decirnos la miserable retribución
con que pagaba el Gobierno el suplicio moral de los empleados que los
manejaban, puso á todos los gobiernos españoles como no digan dueñas; y
una vez enzarzado con ellos por aquel motivo, despellejólos vivos por
todos los imaginables, y especialmente por los que á él le atañían.

Entonces nos refirió su historia con todos sus pormenores el bueno de
don Serafín Balduque, historia que me puso á mí los pelos de punta, y
no era para menos.

Según su relato, el tal don Serafín había comenzado á servir al Estado,
bajo la protección de un _personaje influyente_, á la edad de diez y
siete años y con cuatro mil reales de gratificación. Desde entonces
hasta la fecha en que nos lo decía, cuarenta y siete años justos,
con una hoja de servicios limpia como una patena, había sido cesante
veintitrés veces, que representan veintitrés larguísimas temporadas
de angustiosas privaciones, y otras tantas batallas rudísimas para
conseguir la reposición. Como la necesidad le obligaba á aceptar lo que
le ofrecían, cada vez que le empleaban, vuelta á tejer el pobre hombre
casi de nuevo la destejida tela de su oficio en otro ramo diferente
de la Administración del Estado. Así saltaron sobre él todos sus
contemporáneos, y jamás pudo llegar á la categoría que le pertenecía
de derecho, para jubilarse con un sueldecillo mediocre, y descansar de
una vez. Había sido empleado en casi todas las poblaciones de España en
que hay oficinas del Estado, y pasaban de tres las ocasiones en que al
ir á tomar posesión de su nuevo destino, atravesando para ello toda la
península, antes de presentar sus credenciales al fin de la jornada, ya
era cesante otra vez.

--Es cosa sabida--concluyó,--y hasta proverbial entre las gentes del
oficio: ¿hay que hacer un hueco para colocar á un intruso recién
llegado? Pues Serafín Balduque cesante. ¿Ambiciona alguien el puesto
mío en una capital determinada? Al día siguiente ya está Serafín
Balduque trasladado á los quintos infiernos. ¿Se habla de crisis?
Balduque al agua. ¿Se arma un tiberio político en cualquiera parte del
mundo? Don Serafín sin empleo.

--Eso ya es mucho exagerar,--apuntó aquí el caldista con voz de
sochantre.

--¡Exagerar!--exclamó don Serafín mirándole con ojos de lástima,
después de haber echado con un rápido movimiento de cabeza el gorro
sobre el entrecejo.--Y ¿por qué?

--Porque no tiene nada que ver el destino que usted desempeña con lo
que suceda por esos mundos.

--¿Y cree usted--volvió á preguntar el cesante echando el gorro hacia
la oreja derecha,--que tiene algo que ver mi empleo con la venida del
rey á Santander?

--Maldita la cosa,--respondió el caldista.

--Pues bueno--continuó don Serafín:--en cuanto supe yo que S. M. venía
á inaugurar el ferrocarril, y vi la ciudad en movimiento y la gente
alborotada, me di por muerto.

--¡Vaya una aprensión!

--Aprensión, ¿eh?... En mayo estuvo el rey en Santander, ¡bien sabe
Dios lo que yo le aclamé, y las visitas que hice al jefe de mi
negociado que le acompañaba, y lo puntual y asiduo que estuve siempre
y para todo!... pues á mediados de junio ya me habían limpiado el
comedero.

--Casualidad.

--Enhorabuena; pero, como la capa del otro, tan llena está mi vida de
esas casualidades, que han llegado á ser la ley por que me rijo.

No perdía yo ripio en esta conversación, puesto que el asunto de ella
tenía bastante más concomitancia con mis proyectos que las crisis
europeas con el destino de don Serafín. Metí mi baza en la porfía, y
dije al sempiterno cesante:

--Carecerá usted de valedores.

--¡Calabaza, careceré!--respondióme al punto echando el gorro hacia la
nuca.--Los tengo como todo hijo de vecino.

--Pues no lo comprendo.

--Lo que hay es, que así como en fuerza de aburrirlos, no dejándolos á
sol ni á sombra, me ayudan algo para colocarme, es decir, para verse
libres de mí, después, si te he visto no me acuerdo.

--Corriente--dije yo;--pero esa serie de casualidades que le persiguen
á usted, aunque para usted han llegado á ser una ley ineludible, no lo
serán para todos los empleados del Gobierno.

--Hombre--replicó don Serafín con nerviosa viveza,--no diré que
á cada cuarenta y siete años de servicio correspondan en España,
irremisiblemente, mis veintitrés cesantías; pero lo que es veinte,
docena y media siquiera, no se las quita á nadie el lucero del alba...
salvo, se entiende, los niños mimados de la suerte, que comienzan por
donde uno acaba y llegan á la cumbre en un dos por tres. Pues si no
fuera así, la carrera de empleado era una canongía para los hombres
como yo, de pocas necesidades.

--Gran consuelo es todo eso que usted dice para los aspirantes á esa
carrera,--expuse yo aquí con la ingenuidad que puede presumirse.

--Le aseguro á usted, señor don Pedro--me dijo Balduque con toda la
solemnidad que cabía en él,--que no tiene vergüenza el hombre que, con
salud y mediano entendimiento, se echa hoy en España por ese camino.
Cuando vuelvo los ojos atrás y cuento los años que llevo sirviendo al
Estado; la burla que sus gobernantes han hecho de mí; los apuros, los
ahogos en que estas burlas me han puesto tantas veces; las privaciones
á que me he sometido; la fe... hasta el entusiasmo con que he trabajado
en los múltiples cargos que se me han cometido; la edad que tengo, lo
atrasado que estoy en la carrera; lo que será de esa infeliz (y miraba
conmovido á su hija, no muy serena), si Dios me quita la vida á la hora
menos pensada, me asombro del buen humor que tengo, de no deber un
céntimo á nadie... y de lo honrado que soy... De lo honrado que soy,
sí; porque conmigo se ha hecho todo lo posible para que no lo fuera.
¡Cuántas veces mi pobre mujer... (de resultas de un forzado viaje
penoso por el puerto de Pajares, en el corazón del invierno, la perdí),
cuántas veces me aconsejó que abandonara la carrera, sólo en desdichas
fecunda para la familia, por cualquiera de las ocupaciones que, á Dios
gracias, he tenido siempre en Madrid durante mis cesantías!... La
verdad es que á remendón de portal que me hubiera dedicado cuando tuve
el mal acierto de aceptar el primer destino que me ofrecieron, tendría
á la presente fecha mejor pelaje del que tengo, y, sobre todo, hogar y
reposo... Dicen que reina cierto malestar en el mundo político y que
se temen acontecimientos graves... Bien sabe Dios que no soy hombre de
matices ni de pasiones de ese género; pero les aseguro á ustedes que,
hoy por hoy, me creo capaz de echarme á la calle con el moro Muza,
si el moro Muza lo fuera de exterminar á garrotazo seco la pillería
que medra con todos los partidos, y manda y dispone y es causa de mis
desventuras, y de otras mucho mayores, que también me duelen porque las
llora la patria.

¡Pobre don Serafín! ¡Qué lástima me daba de él en estos casos, y
cuando, quizá por no tener con qué pagar las comidas y las cenas,
le veía yo, mientras los demás pasajeros de todos los departamentos
de la diligencia nos regodeábamos con los vulgares, pero abundantes
y calientes condumios de la mesa de los paradores, comprar, medio á
escondidas, un poco de pan para volver á comerlo en la diligencia,
en compañía de Carmen y de Quica, con los míseros fiambres que
éstas sacaban cuidadosamente de un saquito de alfombra que llevaban
sujeto entre las correas del techo! ¡Á qué tristes consideraciones
me arrastraba el ejemplo de aquella desdichada familia, cada vez que
pensaba yo con alguna serenidad en los propósitos que me habían sacado
de mi lugar!

En una ocasión, y no sé á cuento de qué, cité yo el nombre de don
Augusto Valenzuela. Preguntóme don Serafín si le conocía; respondíle
muy hueco que tenía la honra de ser gran amigo suyo por haberle
tratado mucho aquel verano en mi lugar; díjome si pensaba visitarle
en Madrid; contesté que tan pronto como llegara, aunque me guardé
mucho de decirle el por qué de la visita; y desde aquel instante don
Serafín, Carmen y hasta la misma Quica, no supieron ya dónde ponerme,
ni cómo contemplarme; y al oir á don Serafín ponderar el influjo del
orondo manchego en la política dominante, y el valor de una amistad
como la suya, verdaderamente me acusaba la conciencia de haberme
dejado arrastrar con exceso del demonio de la vanidad al hablar de mis
intimidades con el personaje; pero sirva como atenuación de mi pecado
el cordial propósito que hice de emplear en beneficio de don Serafín,
tanto como en el mío propio, cuanta estimación hubiera conquistado yo
hasta aquella fecha, y pudiera conquistar en adelante, en el corazón
del influyente manchego. No se lo oculté á don Serafín, y esto acabó de
darme una importancia colosal á los ojos de aquella apreciable familia,
con la cual departía yo á todas horas con la más patriarcal franqueza,
especialmente desde que, habiéndose quedado el gordo caldista en
Olmedo, y no estorbándonos para nada el imberbe estudiantillo, vivíamos
los cinco en el interior de la diligencia como en el propio hogar. Á
los demás viajeros sólo los veíamos á las horas de comer. Conocíamonos
todos de vista, y nos tratábamos con la cortesía de vecinos de una
misma escalera, pero nada más. Y no es de tachar la comparación, pues
los mismos puntillos de etiqueta que entre las familias de una misma
vecindad, se observaban entre nosotros: quiero decir, que los pasajeros
de la berlina nos miraban con cierto desdén á los del interior,
al paso que éstos, es decir, nosotros, nos creíamos un tantico más
entonados que los de la rotonda, y mucho más que los del cupé.

Y andando andando, es decir, rodando rodando, concluyéronse las
llanuras, y comenzó la subida del áspero y largo Guadarrama. Á la
bajada de él me dijo don Serafín, echándome una mano sobre el hombro
derecho y señalando con la izquierda hacia el horizonte del Sur:

--¡Allí le tiene usted!... La cúpula de San Francisco el Grande, la
torre de Santa Cruz, la mole de Palacio...

Miré con ansiedad hacia donde me señalaba el dedo de don Serafín, y, en
efecto, vi cuanto el cesante me iba nombrando, alzándose sobre un cerro
amarillento y pelado, y recortándose sus perfiles en el azul purísimo
de un cielo incomparable.

--Aquello es Madrid--añadió mirando hacia allá asido con las dos manos
al marco de la ventanilla, y bamboleando el encorvado cuerpecillo,
según lo pedían los tumbos y vaivenes que daba la diligencia en
su rápido y estruendoso descenso.--¡Ah! ¡si yo tuviera poder para
tanto!... Un recadito secreto á las gentes honradas para que
escurrieran el bulto; luego una lluvia espesa de pólvora fina; en
seguida otra lluvia de rescoldo... y como en la gloria todos los
españoles.

Hízome reir y dióme qué pensar esta ocurrencia, y ya no se habló más
que de Madrid en todo lo restante de la jornada. El estudiantillo
metió la cuchara en la conversación muchas veces, y aun se me antojó
más versado en las cosas de Madrid que en los códigos de Justiniano.
Oyóme decir que me gustaría vivir en la corte entre paisanos, y me
recomendó cierta posada de estudiantes montañeses, mozos de buen
humor, en la calle del Caballero de Gracia. Tomé nota de ello en mi
cartera, y tomóla también don Serafín, porque pensaba visitarme á
menudo, tanto como se lo permitieran sus ocupaciones en la corte,
entre cuyos laberintos y encrucijadas quería servirme de piloto.
Dióme en justa correspondencia las señas de la casa donde él iba á
parar (Olmo, 42 duplicado, cuarto 4.º interior de la derecha); y
en éstas y otras tales, al rayar el mediodía, sin un árbol, ni un
sembrado, ni un detalle de los mil que anuncian en toda tierra de
cristianos la proximidad á una gran población, llegamos á la puerta
de San Vicente, y veinte minutos después, á la calle de Alcalá,
parador de las _Peninsulares_, en cuyo patio nos apeamos entumecidos,
polvorientos y desgreñados. Hubo allí, tras el registro de ordenanza,
las acostumbradas despedidas entre los viajeros de cada departamento:
me dolió de veras la que hice de la hermosa Carmen, en cuyos ojos leí
un vivísimo deseo de que volviéramos á vernos pronto; prometíselo con
otra mirada no menos elocuente, mientras estrechaba en mi diestra la
suya blanquísima, suave y menuda; y encomendando mi baúl á las espaldas
de un forzudo mozo de cordel, seguíle á la posada, cuyas señas le
di, tropezando con el espeso oleaje de transeuntes de la calle de la
Montera, ensordecido con el estruendo que producía el rodar de los
coches y el hablar de tantas gentes, y deslumbrado y borracho por la
novedad del sitio, del movimiento y de los colores; extraño mar en que
yo me zambullía de repente, desde el fondo de un cajón con ruedas,
venido de las agrestes soledades de mi lugar atravesando interminables
arideces, tristes como las estepas de Rusia.


                             [Ilustración]


                             [Ilustración]




                                  IX


Hallé cuarto en la posada aquélla, aunque obscuro y angosto; y por él y
la comida, ajustéme en siete reales diarios. Por de pronto me sirvieron
un tente en pie; á las tres de la tarde, después de escribir á mi
padre, me metí en la cama, y del primer tirón dormí hasta las ocho de
la mañana siguiente. Tal necesidad tenía yo de dar descanso y mullida á
mis huesos machacados.

Á las diez me llamó la patrona para almorzar; y la misma mujer,
ajamonada y no fea ni sucia, me condujo al comedor á través de un
tortuoso, nada claro y estrecho pasadizo. Estaba la mesa preparada para
ocho personas, en una estancia reducidísima, con luces á un patio.

--Siéntese usted--me dijo,--que en seguida vendrán los demás; todos
chicos cariñosos y paisanos de usted.

Sentéme en la silla indicada por la patrona, y marchóse ésta. Momentos
después comenzaron á llegar «los demás». ¡Sorpresa jamás olvidada por
mí! Primeramente llegó un joven repolludo, blancote y de afeminadas
facciones, en calzoncillos de punto, con botas de charol de altas
cañas de tafilete encarnado; una levitilla corta puesta del revés; una
tohalla por corbata, y gorrita de jockey: cabalgaba sobre el lomo de
una silla de paja, y con ella entre piernas caracoleaba y daba brincos
y hasta botes de carnero; castigábala á menudo con un latiguillo, y
no sin grandes fatigas consiguió arrimar á la mesa la contrahecha
cabalgadura. Apeóse de ella, enderezóla, me saludó muy fino, volvióse
junto á la puerta, y allí se cuadró. Apareció en seguida en el hueco
de ella un mozo moreno, de rizada melena negra, altísimo sombrero de
copa, tirillas de papel, á la inglesa, corbata blanca, ceñido frac
azul con botones dorados, pantalón negro, tan raído y maltrecho como
el frac, guantes blancos de algodón y zapatillas de badana. Andaba
este personaje á paso trágico, y miraba con altivo gesto. Inclinóse el
lacayo delante de él; y después de recibir de sus manos el sombrero y
los guantes, preparóle una silla junto á la mesa. Sentóse el caballero
grave y solemne; saludóme también muy fino, y se acomodó á su lado
el fingido jockey después de arrojar debajo de la mesa los guantes y
el sombrero de su señor. Tras éste llegó un mozo de negra barba, tipo
árabe, con un viejo albornoz sobre los hombros, boina blanca en la
cabeza, un diccionario de la Lengua debajo del brazo y una guitarra
en la mano; al cual mozo acompañaba un cuarto personaje, asaz largo
y macilento, despechugado, mal ceñido de calzones y peor trajeado de
cintura arriba; pero muy armado de espadín de veras al costado, y con
un sombrero de tres picos, de lo más superior y neto, sobre la cabeza.
Casi al mismo tiempo que estos dos comensales, vinieron otros tres: el
uno rehecho, musculoso, chispeante de mirada, muy crespo de bigote,
envueltos el cuello y las quijadas en una bufanda de veinticinco
colores, y sobre el occipucio una montera asturiana; el otro cubría
el suyo con un raído bonete de doctor, cuya amarilla borla, grasienta
y deshilada, parecía un ataque de ictericia mortal: no recuerdo al
pormenor lo demás de su vestido, aunque puedo jurar que todo ello no
valía tres pesetas. Acaso no valiera tanto lo que llevaba encima el
último estudiante que entró en el comedor, y cuya especialidad digna de
mención era el ir tocado con una papalina.

Con estos tres huéspedes se llenó la mesa, y yo me vi entre todos
ellos dudando si soñaba ó si era lo que delante tenía un anticipado
carnaval... ó una burla que querían dedicar á mi rustiquez de lugareño
aquellos endiablados montañeses. Esta sospecha me desconcertó un
poquillo, por ser cosa muy distinta lo que yo me prometía al acomodarme
en aquella posada, y no contar con paciencia bastante para tomar á risa
zumbas de tal calibre y tan inmerecidas. Afortunadamente me convencí
muy pronto de que las sospechas me engañaban, pues una vez arrimados
á la mesa los estudiantes, mostráronse conmigo atentos conterráneos
y corteses camaradas, sin ajustar, para maldita de Dios la cosa, su
comportamiento al tono de sus raros disfraces, antes bien, olvidados
de ellos como si ya no los llevaran encima, ó el llevarlos así fuera
la cosa más natural del mundo; incongruencia que daba al cuadro el
aire más cómico y pintoresco que puede imaginarse. En adelante observé
que ni un solo día se sentaron á almorzar aquéllos mis compañeros de
posada vestidos como Dios manda, y por eso cito el hecho; que de haber
ocurrido una vez sola con aire de calaverada, no tendría gracia maldita.

Noté que las prendas más codiciadas de todos eran el espadín y el
sombrero de tres picos, piezas correspondientes al uniforme que usaban
entonces los alumnos de la Escuela de Ingenieros civiles, á la cual
pertenecía el mozo de la bufanda pintoresca y de la montera asturiana,
que jamás en casa quitaba de su cabeza. Algo más incomprensible
era la tenaz afición del taciturno del albornoz y la cara moruna
al diccionario de la Lengua y á la guitarra. No conocía dentro de
casa otros entretenimientos que puntear la una y hojear el otro. Qué
conexión misteriosa podía haber entre ambos _instrumentos_, nunca lo
supimos, ni nos lo quiso decir entonces el aficionado á ellos, ni
muchos años después me lo ha podido explicar, ni se explicará en los
siglos de los siglos. Pero es un hecho que no negarán el interesado
ni los testigos de él que aún viven y pueden dar fe de la exactitud
de todos éstos y los otros mis asertos, en la confianza de que no he
de sacar á relucir aquí otras menudencias de los mismos tiempos y del
propio lugar, por respetos fáciles de presumir.

También este pasaje de mis apuntes es de los que habían de provocar
desdeñosa sonrisa en los imberbes escolares al uso; y sin embargo,
merece algún respeto como dato curioso para la historia de las
costumbres; pues han de saber estos hombres precoces, que aquellos
muchachos recalcitrantes no eran menos listos, ni más tontos, ni menos
ingeniosos que ellos; pero les daba por las susodichas inocentadas,
porque no era costumbre entonces entre los estudiantes fundar
periódicos batalladores ni asaltar las cátedras del Ateneo y de las
Academias para difundir la luz de la ciencia por todos los ámbitos de
la patria; tarea peliaguda, cuyo _intento_ estaba, con mediana suerte,
encomendado á unos cuantos hombres con canas y de reconocida autoridad.

Durante el almuerzo, supe de qué pueblo de la Montaña era cada uno de
los estudiantes, y supieron ellos de dónde era yo. Recuerdo que el
jockey (muerto pocos meses después, de una tisis galopante), su amo
(médico de nota hoy) y el larguirucho del espadín (años ha desaparecido
del mundo de los mortales), eran de la capital; el árabe de la guitarra
y del diccionario, malogrado arquitecto entonces y hoy encanecido entre
los azares de los negocios, trasmerano; el de la bufanda pintoresca
y la montera asturiana (capaz de improvisar ahora un camino de
hierro sobre dos hilos de araña), de Toranzo; el de la papalina, de
Torrelavega, y el de la amarilla borla, pasiego.

Diéronme por de pronto minuciosas señas de la calle del Príncipe,
porque yo les dije que en ella vivía don Augusto Valenzuela, á quien
necesitaba visitar; me explicaron cómo podría yo, recién llegado
á Madrid, con algún dinero en el bolsillo, pasarlo regularmente
entretenido, de día brujuleando por las calles, de noche con ellos, á
primera hora en el café de _La Esmeralda_, en la calle de la Montera,
y más tarde en Capellanes ó en el paraíso del Teatro Real, etc., etc.;
y para matar las horas sobrantes dentro de la posada, brindáronme con
una copiosa colección de novelas, cuyos títulos me cautivaron desde
luego. No podían ofrecerme comidilla más de mi agrado: la novela era mi
tentación... ¡y cuánta había en aquella casa, donde apenas existía un
libro de texto!

Estando de sobremesa todavía, entró en el comedor un joven muy bien
vestido, hasta elegante. Saludó breve y expresivamente á todos los
comensales á la vez, y se dejó caer en el desvencijado sofá que estaba
debajo de las vidrieras por donde pasaba la luz del patio. El tal mozo
era pequeñito y flaco, blanco de tez, de mirar sutil y malicioso;
barba corta, pero negra y espesa; el cabello ralo, y muy limpio y
bien aliñado todo su traje. Recibiéronle muy regocijados mis siete
compañeros de mesa, y tuvo para cada uno de ellos algún apóstrofe
picaresco y bien adecuado al caso y á la persona. Continuando el
tiroteo de frases, no siempre de color de rosa, acertó alguien á
preguntarle por «el poema»; respondió que «así» le tenía aún; rogóle
el estudiante del frac azul que les recitara otra vez la introducción,
y no hubo necesidad de repetirle el ruego. Con reposado y solemne
ademán, sonora voz y magistral acento, comenzó á soltar octavas reales
por aquella boca. No he oído jamás cosas más indecentes, ni versos
más gallardos, robustos y armoniosos. Quevedo no los hizo mejores.
Terminada la introducción del poema, que á mí, pobre é inexperto
provinciano, me puso colorado de vergüenza, comenzó el poeta á recitar
epigramas de su cosecha contra todo lo existente y otro tanto más,
graciosísimos, punzantes é ingeniosos. Yo estaba asombrado. Estrujando
el chirumen en mi aldea y royéndome hasta las puntas de los dedos,
había logrado escribir media resmilla de ternezas quejumbrosas,
insulsas y descoloridas, ¡y aquel mozo tenía en la cabeza una fábrica
de versos y otra de malicias y donaires!

El empecatado poeta era extremeño: se llamaba Mata; llamábanle Matica,
y estudiaba medicina en el colegio de San Carlos, es decir, debía
estudiarla, porque llevaba nueve años matriculándose en la facultad, y
aún no había llegado á la mitad de la carrera. Conocía á todo Madrid,
y tuteaba á la cuarta parte de él. Era mozo de verdadera chispa, pero
sin señales de juicio, y muy capaz de poner en solfa la misma _Summa
Theológica_. Había acometido muchas obras serias; recitaba comienzos
magníficos, estrofas incomparables de composiciones épicas y místicas,
trozos en los cuales parecía emular la entonación robusta de Herrera
y la dulzura y suavidad de Fray Luis de León; pero de allí no pasaba
jamás: destellos, chispazos de un fuego cubierto de frías y sucias
cenizas: lo vulgar, lo grotesco, lo brutalmente carnal le solicitaba;
desvanecíale la altura, el águila perdía sus bríos, y descendía
rápida á manchar sus alas en los lodazales de la tierra. Frecuentaba
las redacciones de los principales periódicos de Madrid, y en todas
ellas se hubieran recibido con palmas las flores de su ingenio, si
éste hubiera sido capaz de amoldarse á las condiciones _sanitarias_,
digámoslo así, en que vivían los suscriptores y la ley de imprenta; se
le tentó con halagos de todas especies, hasta con pingües sueldos...
todo inútil: aquel pájaro no sabía cantar dentro de la jaula, ni podía
sujetar los raudales de sus armonías á ninguna ley; necesitaba la
libertad del monte para dar al viento toda la rica variedad de los
registros de su numen, y así cantaba, como un salvaje.

Es muy de notar que en su trato ordinario era culto, y revelaba
sus instintos de artista de raza hasta en las cosas más nimias;
su conversación era siempre amena, su imaginación fecundísima; su
habilidad para trazar en cuatro rasgos la biografía de un personaje
de los infinitos que él conocía en la política, en las artes y en las
ciencias, tremenda; sacaban sangre sus trazos, y levantaba ampollas
su colorido. Oyéndole pocas veces, se le creía capaz de las más altas
empresas; frecuentando su trato, se caía bien pronto en la cuenta de
que tenía dos enemigos invencibles: la sujeción y el método. Era un
vagabundo incurable que derrochaba su ingenio á borbotones en las mesas
de los cafés y entre estudiantes desenfadados. Estaba bien por su casa,
y de eso vivía holgadamente en Madrid, pues no era vicioso ni gastador.
Había sido condiscípulo de algunos de mis compañeros de posada, y por
eso la visitaba de vez en cuando.

Todo esto me contaron de él, en seguida que se marchó, los que creían
conocerle más á fondo. No tardé mucho en persuadirme de que el retrato
moral, aunque parecido, no era exacto. Matica valía mucho más.

Deshecha la tertulia de sobremesa, vestíme con lo mejor del baúl, y
lancéme á la calle, buscando, medio á tientas, la del Príncipe, donde
vivía el Excmo. señor don Augusto Valenzuela, causa tentadora de mi
presencia en Madrid, y faro, luz y guía de todas mis esperanzas.


                             [Ilustración]


                             [Ilustración]




                                   X


Con las indicaciones que llevaba yo bien impresas en la memoria, no
me costó gran trabajo dar con la calle del Príncipe. Una vez en ella,
pronto encontré la casa. El portal era grande, la escalera ancha
y vieja, de ladrillo el suelo de los descansos, y acuarteronadas
y sarpullidas de gruesos clavos las puertas de los pisos. Llamé á
la del segundo, y me abrió un criado á quien yo conocía de haberle
visto en mi lugar. Mostróseme un si es no es risueño, y díjome que el
señor no estaba en casa; preguntéle por la familia, y me respondió
que aguardara la respuesta. Fuése por aquellos pasillos adelante, y
volvió luego para conducirme á la sala, en la cual me dejó encerrado
y á media luz. La estancia aquélla era amplísima; tenía rica alfombra
en el suelo, lujosos cortinones en las puertas, grandes espejos en
las paredes; brillaban el oro y la seda en los sillones, y estaban
mesas y veladores cubiertos de cachivaches y muñecos tan varios como
artísticos. Jamás me había visto entre tanto lujo, ni le había soñado
siquiera; me daba lástima pisar aquel finísimo vellón con mis botas
de becerro, y no me atrevía á sentarme sobre el pulido raso de la
sillería. La dudosa calidad de mi vestido, aunque flamante, realzaba
su ordinariez y aspereza entre aquellas tintas brillantes y delicadas,
y yo mismo, aunque de buen cutis y no mal perfilado, me veía en los
espejos con un no sé qué de montaraz y palurdo, que me hacía sudar de
congoja. Viéndome en tal guisa y tomándolo muy á pechos, sentí que
también me iba embruteciendo por dentro, y temí que cuando llegara el
caso de hablar en aquel aparatoso escenario, mis palabras y mi estilo,
y hasta mis ideas, habían de disonar tanto como mi persona. ¡Tan pobre
concepto había formado de mí mismo en presencia de aquellas inesperadas
y desconocidas grandezas, testimonios deslumbrantes de la altísima
importancia de las personas á quienes iba á molestar, recordándoles el
mendrugo que me habían ofrecido en mi pueblo! Malo es el pecado de la
petulancia y del atrevimiento desfachatado; pero el de la modestia que
raya en sandez, como el que yo cometía entonces, creo que es mucho peor.

Cerca de media hora pasé sumido en aquel espanto; y ya me asaltaba
también el de que me dejaran allí olvidado, lo cual hubiera tenido que
ver, cuando reapareció el consabido sirviente; abrió las puertas que
daban á un gabinete, alzó el pesado cortinaje, y apartando el cuerpo á
un lado, me dijo, mostrándome con la zurda la despejada senda:

--Pase usted.

Y pasé á otra estancia más pequeña, pero no menos lujosa que la que
dejaba atrás. Había allí tres personas arrellanadas en sendas butacas
de rica tapicería. Una de las personas era Clara, no con aquel desgaire
en que yo solía verla en mi pueblo, sino cargada de moños y follados
muy sobresalientes; tenía delante un lindo costurero y entre manos una
labor casi invisible por su tenuidad y sutileza. En buena justicia, no
debí quejarme del recibimiento que me hizo, pues siendo ella la misma
sequedad, quiso como sonreírse, y hasta me presentó á su madre, que se
sentaba cerca de ella. La turbación en que yo me hallaba no me impidió
ver, á la primera ojeada, los afeites y perifollos con que aquella
señora quería falsificar su fe de bautismo. Después acá he conocido
muchas mujeres de su tipo, viejas presumidas y rebeldes contumaces
al poder de los años y á la ley de la naturaleza; madres frívolas que
ven con mayor pesadumbre la caída de un diente ó la aparición de una
nueva arruga, que la muerte de un hijo. Ya se sabe que la señora de
Valenzuela se llamaba Pilita; y bastaba verla una vez, afectando aires
y hasta formas de niña dengosa y elegante, para comprender la razón del
diminutivo con que se la conocía.

Vuelta de espaldas á la poca luz que entraba en el gabinete por una
vidriera oculta entre cortinajes, entreteníase en juguetear con un
abanico, que abría y cerraba sin cesar, inmóvil en la postura estudiada
que parecía haber elegido para lucir á un tiempo su afectada altivez,
su vestido, su pie pequeño y su busto de Ceres trasnochada. Á la
presentación hecha por Clara, respondió con un imperceptible movimiento
de cabeza, mirándome al mismo tiempo con los ojos fruncidos y con un
gesto entre desdeñoso y de asco, como si contemplara un bicho raro y
molesto. Recuerdo perfectamente, porque fué uno de los detalles que
más me desconcertaron, que al sonar mi nombre en los labios de Clara,
le subrayó su madre con un _riiichsss-raaachsss_ de su abanico, que me
hizo el mismo efecto que si me le barriera con una escoba.

Detrás de Pilita estaba su hijo Manolo, á quien también me presentó
Clara al mismo tiempo que á su madre. Era un mozo encanijado y
escrofuloso, con una barbucha lacia, mucha nuez, poco pelo, largas
uñas, dientes rancios, gran pechera, poca corbata, largo talle y
ojos saltones. Hojeaba un grueso volumen con láminas, y respondió á
mi saludo, desconcertado y humilde, con un amago de levantarse de la
butaca en que estaba repantigado, y una inflexión de pescuezo; pero ni
acabó de incorporarse, ni me dijo una palabra, ni cerró el libro por
entero.

Yo me senté en una silla que estaba desocupada cerca de Clara,
y pregunté por don Augusto. Respondióme su hija que estaba en
el ministerio... y se acabó la conversación. Como Pilita no
cesaba de mirarme con los ojos fruncidos, ni cesaban tampoco los
_riiichsss-raaachsss_ de su abanico, únicos rumores que se oían en la
estancia, no contando tal cual ronco carraspeo de Manolo, y Clara no
levantaba la vista de su labor, convencíme de que mi presencia era allí
un estorbo, pero un estorbo ridículo, por haberme metido donde no me
llamaban. De todas maneras, ya fuera esto la pura verdad, ya que mi
cortedad de aldeano me hiciera ver visiones, el hecho innegable era que
yo estaba representando en la visita un desairadísimo papel, sin que
hubiera en mi derredor un alma caritativa que me prestase su auxilio
para salir del atolladero; y esta fundadísima consideración acabó de
desconcertarme: no sabía qué postura tomar en la silla, ni cómo romper
aquel silencio enloquecedor, más bien medido que roto por el diabólico
charrasqueo del abanico de Pilita; y, sobre todo, cómo preparar una
despedida decorosa que no dejara entre aquellas gentes un recuerdo
grotesco de mí. Si no por echarlo á perder, yo hubiera dicho á aquellas
desatentas señoras, y muy especialmente para que me oyera el grosero
mozo que no cesaba de hojear el librote con láminas:

--Han de saber ustedes que yo he venido aquí en virtud de lo convenido
en mi lugar con el señor de Valenzuela, que me lo propuso, y con usted,
Clara, que lo aplaudió, muy pocos días hace, cuando mi padre y yo nos
despepitábamos por hacerles llevadera la vida de la aldea, y ustedes
parecían muy satisfechos de nuestras cordialísimas y desinteresadas
atenciones. Si mi inexperiencia y cortedad de aldeano me han puesto en
este trance angustioso al pisar por primera vez en mi vida alfombrados
salones, y verme entre gentes encopetadas á quienes jamás he saludado,
á usted, Clara, que me ha tratado y sabe por qué vengo y á lo que
vengo á esta casa, y que no en todo soy tan zafio como en el arte de
presentarme con desembarazo en ella; á usted, repito, le toca sacarme
del apuro, apuntando la única conversación que aquí vendría al caso
ahora, ó diciéndome cuándo y en dónde podría yo hablar con el señor de
Valenzuela.

Pensaba yo todo esto, cuando la ruda voz de Clara se dejó oir de este
modo:

--¿Va usted á estar muchos días en Madrid?

No podían darse unas palabras más opuestas á las que, en mi concepto,
debían salir de los labios de Clara, puesto que la tal pregunta
revelaba un completo olvido del asunto que me llevaba á Madrid y á
aquella casa. Prodújome este desencanto cierta irritación de espíritu,
y respondí al punto:

--Eso dependerá de lo que disponga el señor don Augusto.

Un fortísimo _riiiisch_, terminado en seco, me hizo volver los
ojos hacia Pilita, y observé que no sólo fruncía los suyos para
mirarme, sino también las cejas, como si, al oirme, la moviera la
curiosidad tanto como el desdén. No replicándome Clara una palabra,
pensaba yo explicar mi respuesta, y de este modo encarrilar á mi
gusto la conversación, cuando se presentó á la puerta del gabinete
el sempiterno criado, y dijo con voz solemne, mientras hacía media
reverencia:

--El coche.

Estas palabras, dos charrasqueos muy briosos del abanico de Pilita, una
mirada harto dura de Clara, y el arrojar Manolo su libraco sobre un
velador, me dieron á entender en el acto que yo estaba allí de sobra.
Levantéme, y de muy buena gana, puesto que la casualidad deparaba á mi
visita un término menos ridículo que el que yo estaba temiéndome; mas
no quise despedirme sin preguntar dónde y á qué hora podía yo ver al
señor don Augusto.

--En el ministerio toda la tarde,--me respondió Clara.

--¿Está usted segura--volví á preguntar, escarmentado con lo que
acababa de pasarme allí,--de que me recibirá en su despacho, ó me
dejarán llegar á él?

--¿Y por qué no?--me preguntó á su vez Clara con ceño adusto.

--Por sus muchas ocupaciones, verbigracia,--respondí tratando de
enmendar el efecto de la sequedad de mi reparo.

Entonces Clara, abriendo las portezuelas de un mueble adornado de
ricos embutidos, que estaba cerca de mí arrimado á la pared, sacó una
tarjeta con su nombre, y me la dió después de escribir algunas palabras
en ella con lápiz.

--Haga usted que le entreguen ésta,--me dijo al dármela.

Agradecí el obsequio, y me despedí con toda la finura y elegancia de
que me juzgué capaz.

Ya en la calle, por demás se entiende que no pensé en otra cosa sino
en analizar por átomos el _quid_ de la visita que acababa de hacer.
¿Debía yo tomarlo en cuenta para calcular el éxito de mis planes?
Verdaderamente que lo acontecido en casa del Excmo. señor de Valenzuela
no se parecía en nada á lo que yo esperaba de la cuasi intimidad que en
mi pueblo me unía al encopetado personaje, y aun á su hija, ni guardaba
la más mínima relación con las espontáneas y reiteradas ofertas de
amparo, hechas por el aparatoso manchego; pero ¿qué mayor afabilidad
podía esperar yo del seco y desabrido carácter de Clara? ¿Fué, por
ventura, en mi lugar, mucho más expresiva y afectuosa conmigo, cuando
faltaba alguna circunstancia _externa_ cuyo peso rompiese el hielo
de su naturaleza esquiva? En cuanto á su madre y á su hermano, ¿qué
obligación tenían ellos, fatuos é insubstanciales madrileños, de ser
corteses y obsequiosos con un ente como yo, que comienza por sudar
gotas de angustia en cuanto se ve entre alfombras y tapices, y se
ataruga y atraganta con el charrasqueo de un abanico en manos de una
vieja presumida? Lo que á mí me importaba era que el señor don Augusto
Valenzuela me cumpliera lo ofrecido; y hasta entonces nada había
acontecido que á ello se opusiera. Del repolludo manchego, hombre
sencillote y locuaz, atento y cariñoso, tenía yo que esperarlo todo;
y con él iba á tratar tan pronto como las puertas de su despacho se
abrieran con el talismán que guardaba en mi bolsillo.

Discurriendo así y tropezando con todo el mundo, llegué al ministerio,
cuyas señas había pedido yo oportunamente. ¡Dios sabe las vueltas que
di en el laberinto de sus escaleras, pasadizos y encrucijadas, hasta
llegar al departamento de que era jefe el señor de Valenzuela! Pregunté
por él á un portero soez que apenas se dignó responderme. Mostréle la
tarjeta; y al ver el nombre litografiado en ella, desarrugó un poco
el fruncido ceño, la tomó en la mano, y diciéndome que le aguardara
allí, fuése; abrió, con el rechinamiento de un mastín que se despierta,
una mampara que se veía enfrente, y desapareció á la parte de allá,
cerrándose sola también entre gruñidos, y por la virtud de un resorte,
la mugrienta y resobada hoja.

Poco después volvió el portero.

--Que venga usted otro día--me dijo,--porque hoy está muy ocupado.

--¿Cuándo?--pregunté con las alas del corazón caídas.

El adusto cancervero se encogió de hombros y me volvió la espalda.


                             [Ilustración]


                             [Ilustración]




                                  XI


Si me hubiera dejado llevar de las impresiones que me dominaban en
aquel momento, en lugar de irme derechamente á mi posada, me hubiera
detenido en la administración de las _Peninsulares_ para comprar un
billete de vuelta á la Montaña; pero como el que no se consuela es
porque no quiere, yo me consolé bien pronto aceptando por buena la
disculpa del señor don Augusto. Porque bien considerada, ¿en qué se
oponía á lo convenido entre él y yo en mi lugar? Que estaba muy ocupado
y no podía recibirme aquella tarde: ¿no me había dicho él cien veces
que no le dejaban en Madrid un instante de sosiego los asuntos de su
cargo? Verdad es que pudo haberme recibido siquiera para demostrarme
con un apretón de manos que no me tenía olvidado, y para decirme á
cuántos estábamos del asunto ó cuándo podríamos tratar de él...
pero ¡vaya usted á saber con quién estaría entretenido en aquellos
momentos--acaso con el ministro,--y qué negocios traerían entre manos!
Decididamente me cegaba un poquito la quisquillosidad montañesa, y otro
tanto la novedad del elemento en que había caído de repente.

Discurriendo así y andando hacia mi casa, me encontré con el bueno
de don Serafín Balduque en la calle de la Montera. Abalanzóse á mí,
y me abrazó por el pecho, por no alcanzar sus brazos más arriba.
Abracéle yo casi por el cogote, por no poder hacerlo más abajo sin
encorvarme mucho, y me dijo el pintoresco cesante, tan pronto como nos
desenredamos:

--Vengo de casa de usted. Dos veces he estado allá esta tarde.

--¿Para verme á mí?

--Para verle á usted.

--¿Algún asunto urgente, quizá?

--¡Qué asunto ni qué calabaza! El simple deseo de verle, de preguntarle
si ha descansado de las fatigas del viaje, de ponerme á su disposición
para acompañarle...

--Tantísimas gracias, señor don Serafín...

--¡Qué gracias ni que calabazas, hombre!... Conozco á Madrid á palmos;
no tengo en estos primeros días maldita la cosa que hacer, porque
del destinillo de temporero que se me ha proporcionado en una empresa
particular, no puedo tomar posesión hasta mediados de mes, por no
dejarle hasta entonces el sujeto que hoy le desempeña; y, por último,
tendría un grandísimo placer en servirle á usted de algo... y aquí
estoy á su disposición.

Si en estas fervorosas declaraciones no entraba para nada la
circunstancia de mi supuesta intimidad con el señor de Valenzuela, la
conducta de don Serafín era por todo extremo digna de mi mayor gratitud.

--¿Y Carmen?--le pregunté.

--Tan buena y tan guapa--me respondió;--quiero decir, tan alegre y
entretenida, arreglando los cuatro cachivaches de nuestra casita... que
es de usted también.

--No he olvidado la oferta, señor don Serafín; y sepa usted que si no
he ido á visitarlos ya, es porque no he tenido tiempo.

--¡Calabaza! pues si llegó usted ayer, y es además forastero en la
corte... Pero más días hay que longanizas; y sépase usted que tanto
Carmen como yo contamos con la visita.

--Ahora mismo, si usted quiere, voy á pagar con el mayor gusto esa
deuda de cortesía.

--Poco á poco, señor don Pedro: hoy no está mi casa en disposición de
que la honren personas tan distinguidas como usted.

--¡Señor don Serafín!...

--La verdad pura, amiguito: nunca me perdonaría Carmen que yo le
permitiera á usted asaltar hoy nuestro chiribitil.

--¿Por qué?

--Porque ya usted sabe que las mujeres transigen con todo menos con que
se las sorprenda desaliñadas y con los trastos de la hacienda patas
arriba... ¡y le aseguro á usted que tiene que ver la pobre muchacha en
su afán de acabar para mañana el arreglo de la casa sin otra ayuda que
la de Quica!... Ello es poco; pero como la gracia está en que se ha de
ver la cara hasta en los suelos...

--¿De manera que usted conservaba su casa puesta en Madrid?

--¡Calabaza!... ¡Pues buenos están los tiempos para esos lujos!...
Lo que hay es que tengo cuatro trapitos y media docena de trastos
viejos aquí, hace ya muchos años, en poder de un amigo, comerciante
de ultramarinos. Me dejan cesante en provincias, donde, si lo puedo
remediar, vivo con los muebles alquilados, y si no, hago almoneda de
ellos, como me ha sucedido ahora en Santander, y le digo al amigo de
Madrid: «tómame una casita barata y pásame á ella el pobre ajuar que
me tienes recogido»; y el amigo me sirve, mirando por mis pobres
intereses como si fueran los suyos propios, mientras llego yo de
provincias... porque ya usted sabe que tan pronto como me dejan
cesante, me vuelvo aquí á pretender de nuevo, con el surplús de un
empleillo particular que nunca suele faltarme... el mendrugo del
día, como si dijéramos... Esto me sale mucho más barato que vivir de
posada... Pero ¿por qué estamos parados en medio de la acera, señor de
Sánchez? Lo mismo podemos echar un párrafo andando... ¿Iba usted á su
casa?

--Sí, señor; pero como nada tengo que hacer en ella hasta la hora de
comer, y son las tres de la tarde, lo mismo me da ir con otro rumbo, si
usted quiere.

--Pues vamos á brujulear un poco por esas calles para que comience
usted á conocerlas.

Esto dicho, retrocedí yo; y mientras bajábamos hacia la Puerta del Sol,
me dijo, entre otras cosas, el bueno de don Serafín:

--¿Y cómo va de visitas?

--¿De qué visitas?--pregunté á mi vez.

--¡Calabaza! de las innumerables que tendrá usted que hacer en
Madrid... porque ustedes, los pudientes de la Montaña, son el mismo
demonio en este particular.

¡Los pudientes de la Montaña!... ¡Pudiente yo!... Este piropo me hizo
recordar que por un escrúpulo, hijo á medias de mi vanidad y del
triste efecto que me causó la historia de don Serafín, este pobre
hombre ignoraba que era yo en la corte tan pretendiente como él, y
acaso más desvalido, pues que ni siquiera me recomendaban sus años de
servicios y sus grandes desventuras. Oyóme decir que era mi íntimo
amigo el Excmo. señor don Augusto Valenzuela; me vió caminando hacia
Madrid, bien vestido y guapo mozo, y túvome por algo.

¡Si me hubiera visto una hora antes sudar de congoja en casa del
resonante manchego, y lacio y desvaído á la puerta de su despacho,
después de darme con ella en las narices!... Parecióme un pecado
mortal la falsa idea que había hecho concebir de mi importancia al
pobre cesante, y allí mismo le hubiera sacado de su error, si un vago
presentimiento que comenzaba á dominarme, no me hiciera reputar por
inútil la rectificación. Pero le dije, tratando de hablar en verdad,
sin ser la verdad misma:

--Ni soy pudiente, señor don Serafín, ni tengo que hacer en Madrid más
que una sola visita, que, por cierto, está ya medio hecha.

--¿La del señor de Valenzuela, acaso?--preguntó el cesante clavando en
los míos sus ojos vivarachos.

--La misma--le respondí.--Y digo que está ya medio hecha, porque,
aunque he saludado á su familia, no le he visto á él todavía, por estar
muy ocupado en su despacho.

--Como siempre--respondió mi acompañante, metiendo ambas manos en
los correspondientes bolsillos del pantalón.--Esos señores jamás se
desocupan... ¡Pues si tuviera usted que pedirle algo!... ¡Como no le
cogiera usted á tenazón, calabaza, ya podía aguardarle sentado!...
Lo mejor de mi vida me he pasado yo enamorando porteros y volviendo
«mañana» á contemplar la puerta de todos los Valenzuelas habidos hasta
ese amigo de usted. Á esas gentes hay que apretarlas por arriba.

--¿Cómo por arriba?

--Quiero decir, con recomendaciones que manden, no que supliquen...
Pero esto tiene que ver conmigo, pobre menesteroso, no con usted, que,
por su suerte, nada tiene que pedir á estos farsantes...

Con un pretexto cualquiera atajé á don Serafín en estos razonamientos,
que me descorazonaban lo que él no podía imaginarse, y manifestéle mi
deseo de que consagráramos el resto de la tarde puramente á brujulear
por las calles, como él me había dicho, para que empezara yo á
conocerlas. Y así lo hicimos durante dos horas, al cabo de las cuales
me volví á la posada, acompañándome don Serafín hasta la puerta, donde
nos despedimos después de haber convenido en que al día siguiente iría
á buscarme para continuar el «brujuleo» y conducirme él á su propia
casa.

Á las seis de la tarde, ó más bien de la noche, y tan pronto como
llegó el último de mis compañeros de posada, comimos. Encontrábame yo
bastante rendido y muy perezoso todavía, y no quise aceptar ninguno de
los modos que aquellos buenos paisanos me propusieron de pasar la noche
en su compañía. Resuelto á no salir de casa y á acostarme temprano,
pedíles una novela, y me dieron á elegir entre más de ciento que me
fueron mostrando, llevándome de alcoba en alcoba. Todo Paul de Kock
andaba por allí; lo más crudo de Pigault-Lebrun; lo selecto de Dumas
y Soulié; _El Judío errante_, á la sazón objeto de las más terribles
anatemas de la censura eclesiástica, y _Nuestra Señora de París_,
prohibido también por el Ordinario.

¡Inexplicables contubernios de juveniles y veleidosas fantasías!
Revueltas con aquel fárrago de malas pasiones y de libidinosas
profanidades, andaban las _Confesiones_, de San Agustín, y la _Guía de
Pecadores_, de Fr. Luis de Granada.

Tomé al azar unos cuantos volúmenes de los profanos, y me encerré con
ellos en mi alcoba, mal alumbrada por la luz vacilante y perezosa de
un velón de tres mecheros, pero con una sola mecha, que la patrona
había colocado sobre una mesita de pino, muy arrimada á la pared.
Allí, engurruñado en una silla de paja, con la cabeza entre las manos,
los codos sobre la mesa y el libro debajo de las narices, devorando
páginas y más páginas, engolosinado con las travesuras, no siempre
santas, de estudiantes y grisetas, y seducido por los lances, tan
inverosímiles como descomunales, de _Los tres mosqueteros_, me dieron
las doce de la noche; y quizá me la hubiera pasado toda en vilo, si
las continuas oscilaciones de la llama del velón, que no parecía sino
que andaba bregando por no caerse, como cuerpo escaso de vida, no
me hubieran advertido que iba á quedarme á obscuras. Aproveché los
últimos destellos de la luz, que se moría por momentos, para meterme
en la cama; y tan de prisa anduve, que aún me sobró tiempo para ver
desde ella las fantásticas sombras que dibujaba en techo y paredes
el incesante caer y levantarse de la expirante llama, que al fin se
extinguió con un débil chirrido, mientras comenzaban á confundirse en
mi cerebro amodorrado las monstruosas sombras que aún conservaba en mis
retinas sensibilizadas, y el recuerdo de las pendencias, liviandades,
estocadas y travesuras, cuyos relatos acababa de devorar yo sin punto
de sosiego.


                             [Ilustración]


                             [Ilustración]




                                  XII


Era muy entrada la mañana del día siguiente cuando desperté; y bien
puedo asegurar que á medida que por una puerta de mi cerebro se
largaban las visiones quiméricas engendradas en él durante el sueño
por la lectura de las novelas, por otra le invadían las imágenes del
mundo real con la necesaria carga de pensamientos ajustados á las
impresiones que más honda mella me habían hecho el día anterior. Así
fué que, no bien abrí los ojos, ya me sentí verdaderamente poseído,
repleto, de la familia Valenzuela con todos sus memorables adherentes,
como las alfombras y los cortinajes de la sala; el gesto dengoso y el
abanico rechinante de Pilita; la barba lacia, la nuez picuda y los ojos
saltones del descortés Manolo; las «ocupaciones» de su padre, y el
portero brutal de su oficina.

Este hartazgo súbito me costó un suspiro con largos dejos de honda
pesadumbre. Yo no sé qué atractivo pueda tener el momento de despertar
para todos los pensamientos tristes; pero lo cierto es que hasta los
más remotos acuden á él volando á porfía; y para mayor tortura del que
despierta, vestidos con lo peor y más negro de la casa... Pero, en
cambio, ¡qué recuerdos tan dulces me asaltaron de la mía paterna, y
qué tentadora la vi, para complemento de mi pesadumbre, á través de la
bruma de mis tristes pensamientos!

Poco á poco se fué disgregando cada parte del abigarrado montón que me
abrumaba el juicio; sentíme fuerte y animoso tan pronto como sacudí la
modorra y me vi dueño de toda mi razón; entraron en sus quicios mis
ideas, y obra fué de escasísimos minutos el ver barrido de nubes el
sonrosado cielo de mis ilusiones.

Pero aun en el supuesto de no encerrar malicia lo acontecido en
las dos visitas hechas á la familia Valenzuela, ¿debía yo insistir
inmediatamente en la de don Augusto, ó aplazarla para algunos días más
allá? Todo tenía sus inconvenientes y sus ventajas; y en apreciar las
unas y los otros, sin resolver cosa alguna, se me fué lo mejor de la
mañana.

Vestíme, llamáronme para almorzar; y almorzando estaba entre mis
paisanos, tan pintorescamente ataviados como el día anterior, cuando
llegó don Serafín. Su presencia me recordó el compromiso con él
contraído de ir á saludar á su hija aquel mismo día, y esto acabó de
decidirme á dejar para otro la visita á mi empingorotado protector.
Así como así, ningún remedio podía buscarse tan oportuno y eficaz como
la dulce y atractiva belleza de Carmen para templar en mi memoria el
molesto recuerdo de las caras de vinagre de la familia Valenzuela.

Y á todo esto, ¿por qué le había caído yo tan en gracia á don Serafín
Balduque? ¿Tendríanme él y su hija por algún primogénito ricacho que
iba á Madrid á despilfarrar el oro que me sobraba? ¿Serían frecuentes
en el mundo, que yo desconocía, las intimidades de _escopetazo_, como
la que parecía unirnos al sempiterno cesante y á mí?

¿No habría en las afectuosas demostraciones de este hombre algún
propósito de mala ley... egoísta siquiera?... ¿Y por qué no habían
de bastar su carácter campechano, su genial impetuosidad, y mi
desembozada y campesina sencillez para crear profundas simpatías
entre ambos, durante tres días de viaje, dando tumbos sobre las
mismas ruedas, dentro de un mismo cajón, sorbiendo polvo de una misma
nube, contemplando las mismas arideces y despertándonos las mismas
interjecciones y los propios trallazos del mismísimo mayoral?

Así pensaba yo mientras bajaba las escaleras de mi casa delante de don
Serafín, que no cesaba de hablar; y como bastaba mirarle para creerle,
y era yo mozo incapaz de inclinarme á lo malo en los dudosos juicios
acerca de los hombres, y me acordaba de Carmen, retrato vivo de los
corazones sin hiel, y de la historia narrada por el pobre cesante,
sentíme algo avergonzado de las dudas con que por un instante le
había agraviado, y me faltó muy poco para pedirle perdón por aquellos
recelillos que jamás volvieron á asaltarme las mientes.

Mostréme de propio intento muy afable y cariñoso, y así, en regocijada
plática, atravesando calles y enterándome del nombre y calidad de
cada una de ellas, llegamos al número 42 de la del Olmo. Guiándome
don Serafín, entramos en el portal, no muy ancho ni limpio, del cual
arrancaba, á la derecha, la escalera que daba acceso á los cuartos con
luz á la calle; á la izquierda estaba el tabuco del portero, sastre
remendón de oficio, á juzgar por la obra que traía á la sazón entre
manos. Entre la portería y la escalera había un pasadizo angosto, y
por él salimos nosotros á un patio descubierto, pero más grande que
el portal, verdadero fondo de un pozo, en cuyo brocal, á una altura
de sesenta ó setenta pies, se quebraba un rayo de sol, dádiva de la
madre naturaleza, que sólo servía de tortura á los habitantes de aquel
agujero: en el frío invierno, porque le veían sin sentir su calor; en
el sofocante estío, porque era un tizón más de la hoguera en que se
abrasaban. Atravesando el patio, entramos en un portalillo lóbrego, en
el que comenzaba una escalera angosta, sin más luz que la necesaria
para no subir por ella á tientas.

--Perdone usted por lo poco--me dijo don Serafín,--que no es culpa mía,
sino de los infames gobiernos que me ponen en tales estrecheces.

Y comenzamos á subir tramos y más tramos. En el cuarto piso, con cuyo
techo andaba mi sombrero si toca ó llega, nos detuvimos. Tiró don
Serafín de un cordelillo que colgaba de la pared; sonó dentro una
campanilla; abrióse momentos después la puerta, y apareció Quica en el
claro resultante, con pañuelo _á la cofia_ y amplio mandil de cocina.
Fea estaba como un demonio, pero limpia como la plata. Despepitóse
conmigo en saludos y reverencias; y por mi parte, creo que hasta le
di un abrazo. Oyónos Carmen desde adentro, y salió á recibirnos...
¡Qué monísima estaba! Jurara yo que se le enrojecieron un poco las
mejillas al encararse conmigo. Parece que la estoy viendo todavía con
su cabellera abundosa, un poquito rizada naturalmente, los labios
húmedos y rosados, los dientes como la más limpia porcelana, los ojos
dulces y rasgados, la nariz un si es no es aguileña, en cada carrillo
un hoyuelo, el cutis fino y transparente, y el cuello como de rosas
y azucenas; después una pañoleta azul sobre el seno túrgido, y un
vestidillo de percal, fresco y almidonado, cuyos pliegues descendían
del esbelto talle hasta el suelo, formando cola por detrás, y no tan
largos por delante que, al andar, los pisaran unos pies como dos
almendras, prisioneros en sendos zapatitos bajos, sobre unas medias
como los ampos de la nieve... Reiríanse de ello, si á leerlo acertaran,
los libertinos al uso; pero la verdad es que sólo me atreví á tocar
ligeramente con la mía, la suavísima y ebúrnea mano que me tendió, un
poquillo ruborizada, la hija de don Serafín. Tal respeto me infundió la
irradiación de su fragante y casta hermosura en aquella lóbrega mansión
de la pobreza.

Pasamos inmediatamente á lo que llamaban sala Carmen y su padre,
reducidísima estancia que casi se llenaba con un menguado sofá,
cuatro sillas de Vitoria y una consola de nogal, y recibía la luz por
una ventana que daba al patio. Esta salita, un gabinete contiguo, dos
alcobas en el corredor, enfrente de la puerta de la escalera, y la
cocina y el comedor al otro extremo, componían toda la casa. Pero ¡qué
limpio, oreado y hasta fragante estaba cuanto de ella vi! Sobre el sofá
de la sala había, colgado en la pared, un cuadrito con la estampa de
la Virgen del Carmen; en la consola un vaso de porcelana con musgo y
siemprevivas, y encima, en la pared se entiende, un espejillo de dos
pies en cuadro; delante del sofá un felpudo nuevo, y otro debajo de
la ventana, junto á una silla de labor y un canastillo con obra de
costura; pobre defensa contra el frío de las baldosas del suelo que,
más que fregadas, parecían bruñidas. Unas cortinillas blancas, de
muselina rameada, en las vidrieras, completaban el _lujo_ visible de
aquella humilde vivienda que, sin exagerar, cabía toda en el ostentoso
salón de la familia Valenzuela.

Mientras nos sentábamos don Serafín y yo en el sofá, Carmen lo hizo
en la sillita que estaba debajo de la ventana, muy cerca de él; y
sin dejar de mirarme á menudo con su cara dulce y placentera, ni de
tomar parte en el interrogatorio de lugares comunes con que nos
acribillábamos los tres, cogió del canastillo una prenda á medio
hacer, que era un enorme chaleco, y comenzó á coserla por donde sin
duda lo había dejado para salir á recibirme á mí. Lo de ser tan grande
el chaleco, siendo tan exiguo el tórax de don Serafín, ya me llamó
un poquito la atención; pero me la llamó mucho más el hecho de que,
al tomarle Carmen en sus manos, quedaron al descubierto, sobre el
canastillo, otras dos piezas preparadas, que me parecieron chalecos
también.

--¡Cáspita!--dije á don Serafín, señalándolos con el bastón:--veo que
se pertrecha usted de firme para el invierno.

Cruzóse cierta sonrisa triste entre Carmen y su padre, y me respondió
éste:

--Si hubiera de romperlos yo, con más gusto trabajaría en ellos la
pobre Carmen. ¿No es verdad, hija mía?

Comprendí por estas palabras y aquella sonrisa que había cometido una
imprudencia al decir lo que dije, y añadí para enmendarla:

--Perdónenme la franqueza, si con ella me he metido donde no me
llamaban.

--¡Perdonarle! ¿Y de qué, calabaza?--saltó don Serafín muy
asombrado.--¿De haber descubierto que Carmen me ayuda con su trabajo
á levantar las cargas domésticas en mis largas cesantías? Ya ve usted
cómo ella lo oculta... ¿y por qué lo había de ocultar? ¿Es un pecado
trabajar honradamente para comer? Pecado fuera quitarlo de la boca para
emplearlo en moños, ó morirse de hambre por no confesar la pobreza,
que no viene de despilfarros viciosos, sino de maldades de pícaros
ministros... Que me diga usted que es duro, eso es ya diferente;
porque duro, muy duro es, y hasta frío como un puñal, para mí que
lo veo, el que un ángel de Dios como ese le quite al sueño muchas
horas para... ¡calabaza! pero que diga ella si yo le he impuesto, ni
siquiera aconsejado, el sacrificio, y si le consiento tan pronto como
me emplean y da el sueldo para todo. Allá con su madrina, la señora
del comerciante de ultramarinos que me recoge los muebles y me busca
casa cuando es necesario, lo arreglaron durante una de mis cesantías.
Desde entonces, un sastre de rumbo le proporciona cuanta obra se le
pide, y de la menos penosa, como esos chalecos que usted ve... Ayer
los trajo Quica en cuanto acabaron de arreglar la casa: ya está el uno
temblando... También hay quien proporciona ropa blanca; en fin, se hace
á todo; y cuando hay apuros, ayuda Quica, que cose como unas perlas.
Estas faenas dice Carmen que la entretienen mucho, y que sin ellas no
sabría qué hacerse en una casa que tan poco entretenimiento da por sí
sola, como la nuestra... Y el caso es que yo he llegado á creerlo,
porque en cuanto se halla ociosa, se le hacen las horas siglos... y no
me extraña, que en las jaulas á obscuras, sin sol y sin cielo, como
ésta y cuantas habitamos aquí en tiempos de estrechez y penuria, están
de más los ojos y el entendimiento, si no se emplean de puertas adentro.

--Pero esta vida de encierro y de trabajo--interrumpí yo mirando á
Carmen con honda pesadumbre,--no es para continuada mucho tiempo,
porque el cuerpo no es de bronce.

--Sana es como unos corales--respondió Balduque,--y ya verá usted cómo
hasta la engordan estas faenas... ¡La Providencia de Dios!

--Pero--insistí,--la procurará usted en tales casos algunas
distracciones...

--Eso sí--respondió su padre:--de movimiento, siempre que tenemos
una hora de sobra en día de trabajo; en los festivos, de sol á sol,
como quien dice: por la mañana, después de oir misa tempranito,
entre calles; por la tarde no nos cabe en Madrid, y nos vamos los
tres al Príncipe Pío, ó al Retiro, hacia el cerrillo de San Blas,
ó á Chamberí... en fin, adonde haya más luz que ver y más aire
que respirar... Solemos permitirnos también, en estas ocasiones,
la calaveradilla, á la vuelta, de un café por barba, y alicuando
alicuando, es decir, de mes á mes, si hay cunquibus, el escándalo de
unas delanteritas de grada por la noche en el teatro donde trabajen
Romea ó Arjona... porque ha de saber usted que ésta mi hija, en materia
de funciones dramáticas, ó las quiere buenas ó no quiere nada, en lo
cual va con mi gusto, y también con el de Quica, que, por gustarle
todo, se acomoda perfectamente al nuestro. Es raro, calabaza, lo que le
pasa á esta mujer en el teatro: todo cuanto ocurre de telón adentro,
le causa las mismas impresiones; todo la hace llorar; que muera en el
drama hasta el apuntador, ó que á los personajes les toque la lotería,
y Mariano Fernández haga desternillarse de risa á los espectadores, la
cara de Quica no se limpia de goteras.

Reíase Carmen como una chiquilla al oir á su padre, y continuó éste:

--Ya comprenderá usted que me refiero, en este cuadro de vida que
le trazo, á los tiempos calamitosos de mis cesantías, pues tantas
han sido y tan periódicas, que me han permitido establecer un plan
de existencia inalterable durante ellas... Porque mientras estoy
empleado, le aseguro á usted, calabaza, que vivimos como príncipes:
tenemos casa con vistas á la calle, tomamos el sol cuando nos da la
gana, y vamos al teatro, si le hay en la población, todos los domingos;
porque entonces Carmen no cose más que para nosotros; yo tengo horas
cómodas de oficina, y ahorro una buena parte del sueldo... Conque ya ve
usted, mi buen amigo, cómo, por fas ó por nefas, no somos tan dignos
de compasión como á primera vista parece... hasta tenemos nuestro
correspondiente vicio.

--En efecto--dije siguiéndole el humor á don Serafín,--tienen ustedes
el vicio de la luz y del aire libre.

--Y el del teatro,--añadió Carmen con cierta sonrisilla entre picaresca
y codiciosa.

--¿Le gusta á usted mucho?--la pregunté, comprendiendo su intención.

--¡Muchísimo!--respondió.--Si fuera rica, no perdería noche. Ya ve
usted si soy viciosa.

--Ese no es vicio, Carmen: antes es afición que enaltece.

--¿Lo cree usted así?

--Sin la menor duda. El teatro es escuela de moral y buenas
costumbres,--exclamé con gran aplomo, lo mismo que si hubiera visto un
teatro en todos los días de mi vida, y no hubiera tomado la máxima del
periódico de mi padre, que la repetía á menudo, aunque con minuciosas
salvedades.

Rodando la conversación sobre este tema, asaltóme el deseo (puesto
que me sobraban medios de realizarle, y realizándole satisfacía yo
la curiosidad que comenzaba á sentir) de ofrecer á aquella singular
familia un extraordinario esparcimiento de los que tanto apetecía
Carmen. Busqué el modo que me pareció más prudente para decirlo sin
ofensa de ninguna fibra sensible, y logré que conviniéramos don Serafín
y yo, con visible regocijo de Carmen, en que iríamos todos juntos al
teatro en la noche del día siguiente, con dos condiciones que impuso
Balduque: primera, que, por entenderlo mejor que yo, recién llegado á
Madrid, habíamos de ir á las localidades que él eligiera (sin duda para
serme menos gravoso el obsequio); segunda, que había de aceptar yo la
recíproca cuando llegara el caso.

¡Si me hubiera sido tan fácil reponer á don Serafín en su destino
como proporcionar á su hija tres horas de descanso y de recreo!...
Y bien sabe Dios que, al asaltarme entonces el enojoso recuerdo de
mi malograda visita al influyente Valenzuela, no fué por lo que me
interesaba personalmente.

Algo hablamos de él allí, y de mis cordialísimos propósitos de
recomendarle la reposición del mísero cesante; algo también de los
primeros pasos dados por éste, sin éxito alguno, en el terreno de sus
particulares conexiones; y mucho más de ciertas generalidades que me
entretuvieron grandemente, por ser Carmen quien hizo el mayor gasto en
la conversación.

Llegó la hora de despedirme de ella, y salí con don Serafín á la
calle. Recorrimos otras muchas, siempre bajo la dirección de mi amigo,
que se complacía en no llevarme dos veces por una misma; y en la de
la Magdalena nos detuvimos delante de una fachada medio cubierta de
carteles.

--Éste es el teatro de Variedades--me dijo Balduque.--Veamos qué
función habrá en él mañana... La misma de esta noche, _Adriana_:
¡soberbio! Verá usted qué Teodora Lamadrid y qué Joaquín Arjona. Es
cosa de partírsele á uno el alma, según dicen los que han visto la
tragedia... Tomando de víspera la localidad, cuesta una friolerilla de
surplús; pero tiene uno la seguridad de no quedarse sin asiento, y la
ventaja de escogerle á su gusto.

Entramos en el vestíbulo, y pasando á la contaduría del teatro, pidió y
escogió don Serafín cuatro delanteras de grada, que importaban menos
de treinta reales, que me apresuré á pagar con sumo gusto.

--Ahora, á brujulear otra vez,--me dijo el cesante mientras salíamos
á la calle y me guardaba yo los cartoncitos que, según me informó don
Serafín, y no me pesó de ello, pues jamás las había visto más gordas,
acreditaban mi derecho á entrar en el teatro y á sentarme en la
localidad pagada.

--Mañana cuidaré yo de ir á recogerle á usted á su casa; pues si se
lanza solo en busca de la mía, se expone á extraviarse.

Y brujuleando estuvimos, viendo yo nuevos barrios y nuevas calles,
hasta que anocheció, y se despidió don Serafín á la puerta de mi casa.

Aquella noche, ó porque estuvieran más insinuantes mis paisanos, ó
porque me hallara yo mejor dispuesto para todo, no solamente los
acompañé al café después de comer, sino á los recién inaugurados
salones de _Capellanes_, de donde no salimos hasta muy cerquita de la
media noche.

No eran entonces aquellos famosos bailes lo que han llegado á
ser después acá los de su misma categoría; pero así y todo, es
fácil calcular cuál sería el estupor que me produjo la inesperada
contemplación de aquel mar de frenéticos, corriendo entrelazados
alrededor del deslumbrante salón, al compás de una música encaramada
allá arriba, entre gritos, porrazos y estridentes algarabías, teniendo
presente que jamás había visto yo otros bailes que los aldeanos de mi
tierra, al son del encascabelado pandero; bailes en que el demonio
tiene poquísimo ó nada que hacer, porque es imposible que, con toda su
infernal astucia, logre extraer un adarme de malicia de aquel piafar
inocente, ni de aquellas respetuosas y acompasadas mudanzas, sin asomo
de contacto entre ambos sexos.

Muy á menudo me asaltaban, sin saber por qué, el recuerdo de mi padre
y el de la linda costurera de la calle del Olmo, y hasta observé que
coincidían estos asaltos con los instantes en que más infernal y
libidinoso me parecía el cuadro; y notaba en mí, al propio tiempo, un
instintivo é inconsciente empeño de ahuyentar aquellas consoladoras,
pero severas imágenes de la honradez y del pudor, como se oculta, por
un movimiento maquinal, la cadena del reló en cuanto se oye gritar
¡ladrones! Pero lo cierto es que aunque me sucedían estas cosas y me
pasé la noche sin tomar parte más que con la vista en el jolgorio, no
me parecieron largas las horas.

Volviendo hacia mi casa con dos de mis compañeros y paisanos, pues los
restantes por allá se quedaron todavía, lamentábame yo de la corrupción
de los tiempos y de la perversión de las costumbres, en vista de lo
visto.

--Cuando se observa de lejos, como usted lo ha observado esta noche--me
respondió uno;--pero desde _adentro_ parece muy distinto.

--Lo cierto es--concluí con la mayor ingenuidad,--que si he de sacar
partido de _estas cosas_, necesito aprender á bailar.

Por conclusión, y después de acostarme, me di un hartazgo de novela de
Paul de Kock. Me leí _Zizina_ de punta á cabo.


                             [Ilustración]


                             [Ilustración]




                                 XIII


Mi segunda visita á mi protector no alcanzó mejor éxito que la primera.
Había salido de su despacho, y el desabrido portero no supo ó no quiso
decirme adónde, ni si volvería ni cuándo; de volver á su casa, no me
había quedado gana maldita, y para esperarle en los pasadizos del
Ministerio y echarle el alto de sopetón, no servía yo, corto y apocado
aldeano lleno de desconfianzas y miramientos. Dolíame perder un día
más, y aquello no me gustaba; pero como no era mía la culpa ni el
remedio estaba en mis fuerzas, tornéme á la posada y arremetí con las
novelas, las cuales no dejé de la mano hasta la hora de comer.

Después llegó don Serafín vestido de día de fiesta; y según lo
convenido, me acompañó á su casa, donde ya nos esperaban Carmen y
Quica: aquélla poniéndose los guantes, y ésta, á su lado, abanicándose
maquinalmente, tiesa, muy tiesa, como clavada en el suelo, la boca
fruncida, la mirada de asombro, y algo conmovida, cual si su espíritu
estuviera meciéndose ya entre las emociones que barruntaba. Con su
actitud jeremiaca y sus atavíos estrepitosos, estaba horrible; lo mismo
que un muñeco de esos que asustan á los niños alzándose de un brinco
dentro de una caja, en cuanto salta la tapadera. Á Carmen le sucedía
entonces lo que á todas las chicas guapas _per sé_: cuanto más se
acicalan y se atusan y se prensan, más se desfiguran. Valía mucho menos
vestida de señorita pobre, que de simple costurera. Sin embargo, estaba
muy linda, porque lo mucho da para todo.

Renuncio á pintar las impresiones de asombro, de gusto y de curiosidad
que me causó el teatro, lleno de luz, de caras, de vestidos y de
rumores, desde que penetré en él hasta que, á fuerza de propósito,
logré, á media función, orientarme en la forma, usos y procedimientos
de aquella maravillosa región en que me encontraba por primera vez en
mi vida; porque si doy en aficionarme á este género de pinturas, va á
ser el cuento de nunca acabar, hallándome, como entonces me hallaba,
en un mundo enteramente nuevo para mí, y en la edad en que con mayor
actividad se piensa y se siente. Digo que logré orientarme allí á
fuerza de empeñarme en ello, porque careciendo yo de virtud bastante
para confesar que nunca me había visto en otra, observaba hasta el
menor de los detalles, para deducir yo solo la ley por que se regía el
mecanismo del escenario, y la relación establecida entre este mundo
ficticio y las gentes de telón afuera.

Recorriendo con la vista las localidades del teatro, repletas de
elegantes damas, de caballeros presumidos y de vulgo sencillote y
embelesado, topé con la familia Valenzuela, acomodada en uno de los
palcos de preferencia: Clara ceñuda é impasible, como siempre; Pilita
con la espalda vuelta al escenario, el fastidio pintado en su faz,
y zarandeando el abanico: lo mismo que en su casa; Manolo, en el
fondo del palco, muy bien vestido, pero muy mal sentado. Don Augusto
no pareció por allí en toda la noche; pero, en cambio, entraban y
salían, durante los entreactos, jovenzuelos del pelaje de Manolo, á
hacer reverencia y cortesía á las señoras, quienes, especialmente
Pilita, se mostraban con ellos bastante más atentas y risueñas que se
habían mostrado conmigo. Entró también á lo último, y allí se quedó
como si fuera de la familia, un señor entrejoven, de gran estampa,
muy planchado y reluciente, guapote, y, al parecer, muy pagado de su
marcialidad y elegante apostura. Pensé yo si sería el ministro, porque
de aquel corte me los imaginaba á todos los del oficio.

Observé que casi todas las damas de copete y la mayor parte de los
caballeros _distinguidos_, veían con la misma indiferencia que la
familia Valenzuela lo que ocurría en el escenario, y que cuanto más
nutrido era el aplauso que arrancaba al sencillote público un arrebato
apasionado de Teodora Lamadrid, más se acentuaba el desdén en las
gentes principales. Andando el tiempo me persuadí de que la moda impone
á sus esclavos exigencias verdaderamente inconcebibles.

¡Qué contraste formaba aquella estudiada frialdad con las profundísimas
emociones que estábamos experimentando nosotros! Quica era un goterial
de lágrimas y un incesante puchero. Don Serafín, electrizado y
nervioso, no cabía en su asiento, y se revolvía como si le punzasen
agujas las asentaderas; sacaba el busto fuera de la barandilla,
estiraba el pescuezo, y con los ojos fijos en el actor, hacía embudos
con los labios mientras éste hablaba: remedábale todos los gestos,
marcaba las cadencias con la cabeza, y parecía trazar en el aire, con
la mano derecha, todos los signos ortográficos del diálogo. Carmen,
en las situaciones de apuro, volvía hacia mí sus grandes ojos algo
empañados, y yo la respondía con una sonrisa contrahecha, inútil
disfraz del nudo que me ponía en la garganta la extremada tensión de mi
espíritu, partícipe verdadero de todos los fingidos infortunios de la
heroína del drama que se representaba.

Para mí, aficionado hasta la pasión á las ficciones novelescas,
aquello que estaba presenciando era la realidad de un suceso. En el
libro hallaba el relato sobre el cual tenía yo que construir con la
imaginación cuanto no podía darme el libro; allí estaba todo hecho,
vivo, real y tangible: el hombre en cuerpo y alma, con sus vicios
y sus virtudes; un cómodo rinconcito del mundo, donde se exponían
á la contemplación de los curiosos las batallas de la vida humana,
sus grandezas, sus caídas, lo noble y lo bajo, lo serio y lo cómico.
Aquella noche me tocaba padecer; otra noche, ó en otro teatro, me
tocaría reir. ¡Admirable espectáculo!... Y el gozar de él á menudo no
era dificultoso para un hombre solo que, como yo, tuviera el bolsillo
bien repleto y pocas necesidades de otra especie.

Expongo estas reflexiones en el mismo orden en que me las iba haciendo
yo insensiblemente, y á medida que las peripecias del espectáculo
me cautivaban; las cuales reflexiones fueron germen de otras muchas
del propio género á que me entregué después de salir del teatro, y
base de muy largos y detenidos razonamientos, cuyo resultado fué el
engolosinarme de tal manera á este deleitoso pasatiempo, que en menos
de quince días conseguí (si vale la frase) tomar la embocadura á los
diversos géneros dramáticos que se cultivaban en los pocos teatros
que entonces existían en Madrid, y familiarizarme con los nombres y
aptitudes artísticas de los respectivos actores.

Con esto quiero decir que no era sólo el atractivo del argumento ni
el de la disposición material del espectáculo lo que me seducía y
cautivaba; había en mí un instinto artístico, cierto gusto pasivo,
algo como tentación de análisis, que me arrastraba á investigar el
por qué y la calidad de las cosas. Evidente es que mis juicios, por
mi inexperiencia y por mi ignorancia, no podían ser completos ni
enteramente atinados; pero, al cabo, eran juicios, que me procuraban,
sobre el placer de admirar lo desconocido, el más sabroso de cotejarlo
á mi manera con los preceptos rudimentarios de unas leyes, que yo
llamaba _mi parecer_.

El cual hizo á mi gusto esclavo de Julián Romea, desde la primera vez
que con su asombrosa naturalidad (que después se ha llamado _realismo_)
le vi interpretar una de las mejores obras de su repertorio, _El hombre
de mundo_; movió mis manos para aplaudir al ya decrépito Guzmán, en
_El enfermo de aprensión_; á su heredero único en los donaires de
_gracioso_ del castizo teatro español, Mariano Fernández, y me infundió
cierta repugnancia que jamás he podido vencer, á la híbrida Zarzuela,
sostenida entonces, y casi creada, por Salas y Caltañazor, en el Circo
de la Plaza del Rey; con lo cual podría ver cualquiera persona de buen
gusto, que el mío no se manifestaba mal encaminado por lo que al teatro
se refiere; y válgame esta confesión, si se tacha de presuntuosa, en
gracia de la que también hago de que, en cambio, en el ramo de novelas
entraba con todas, y no era yo otra cosa que un glotón insaciable,
sin pizca de paladar: todas me sabían lo mismo; mejor dicho, todas me
gustaban con tal que me interesasen de cualquier modo; y aun prefería
las más farragosas y descomunales.

¡Teníamos que oir don Serafín y yo, durante los intermedios, haciendo
comentarios sobre lo visto, y pronósticos sobre lo que nos faltaba que
ver, mientras Quica lanzaba suspiros entrecortados, como los niños
recordando una azotina! Y aún duraron los comentarios, y hasta con
notas de las dos mujeres, mientras caminábamos hacia su casa, después
de terminada la función con harta pesadumbre de todos. De aquella noche
me pasé en claro la mayor parte, poseído, repleto de los lances de la
tragedia, de los acordes de la música, de las luces de la araña, del
rumor y apiñamiento del público, de Quica, de Carmen, de Balduque...
todo lo sentía junto y revuelto en la cabeza, y me rechispeaba en los
ojos, aunque estaba á obscuras, y en los oídos, aunque los tapara.
¡Memorable noche!

Durante los tres días que la siguieron, continuó don Serafín
acompañándome por las calles de Madrid, en su tenaz propósito de que
le conociera yo como la palma de la mano. No quedó rincón que no
visitáramos, ni paseo, ni camino de ronda que no midiéramos con los
pies. Era incansable el hombrecillo aquél; y yo me congratulaba de su
empeño, por lo mucho que me entretenía. Al fin tuvo que tomar posesión
de su destinillo transitorio, y ya no le veía sino muy de tarde en
tarde.

Quedéme, durante el día, solo, como quien dice, y dime á observar
con sosiego mucho de lo que me había ido mostrando bastante más de
prisa mi complaciente amigo; y cuando se me pasó el atolondramiento
de recién llegado á aquel populoso centro tan distinto de cuanto yo
conocía, y logré separar las cosas de los ruidos y de los colores y
del movimiento, porque al principio todo caía revuelto y en oleadas
sobre mí por donde quiera que andaba, comencé á escribir largas cartas
á mi padre, especie de crónica minuciosa de viajero impresionable y
reparón; con la cual tarea, además de estar yo seguro de complacerle
mucho, entretenía mis diurnos ocios y mis murrias, producto necesario
del sospechoso aspecto que iba tomando el asunto que yo perseguía en la
capital de las Españas.

Era por entonces ésta, en lo que atañe á sus condiciones exteriores,
bien diferente de lo que es hoy; y la altísima idea que yo tenía de
las grandezas de una corte, por razón de la misma pobreza y angostura
del pueblo en que yo había vivido siempre, hacía que saltaran á mis
ojos, en doble tamaño del verdadero, las muchísimas deformidades y
miserias de que adolecía la famosa villa del oso y del madroño, al paso
que se me antojaban bastante menos que sorprendentes sus decantadas
maravillas. Por cierto que si la generación que ha venido después
y se ha formado en el Madrid de ahora, ó le ha conocido siquiera
de vista, echara la suya sobre aquéllos mis bocetos del Madrid de
entonces, fieles copias de la verdad, no obstante lo fuerte y recargado
de algunos de sus trazos ó perfiles de escasa monta, tomáralos por
invención de mi fantasía, costándole mucho trabajo creer que en un
lapso de tiempo, relativamente tan corto, pudiera obrarse el casi
milagro de haberse convertido en lo que es actualmente, aquel lugarón
desmantelado, viejo, sucio y árido, que parecía no tener enmienda ni
compostura por ninguna parte. De lo que hablé mucho, muchísimo, á mi
padre, fué del ferrocarril de Aranjuez. No había en España más que él,
y otro de Barcelona á Mataró.

Digo que así me entretenía y pasaba las horas, hasta que llegaban las
de la noche y me iba al teatro, después de un buen rato de tertulia en
el café con mis amigos, ó á algún baile público, sin privarme por eso
del café ni del teatro; pues la noche, que no se entendía allí como en
mi tierra, daba para todo... y mucho más. ¡Gran vida!

Pero ¿había ido yo á Madrid para eso? ¿Podía, en conciencia, entregarme
á aquellos lujos y crearme tantas necesidades mientras no adquiriera
con mi propio esfuerzo los medios suficientes para satisfacerlas?
Pero ¿tenía yo la culpa de que el señor don Augusto no me abriera las
puertas de su despacho? ¿No había llamado también á las de su casa, y
hasta penetrado en ella inútilmente? ¿Había de tomarlas por asalto y
exigir mi credencial á bofetones?

¡Ah, si este medio hubiera valido!...


                             [Ilustración]


                             [Ilustración]




                                  XIV


Al fin, logré romper el cerco misterioso, no sé si á la undécima ó á la
duodécima tentativa, y penetrar en el encantado recinto. Allí estaba el
santón pomposo, repantigado en alto y bien mullido sillón, sobre peluda
alcatifa, algo raída á trechos y no del todo limpia, entre cónicos
cestos de papeles rotos, medio embutido en la panza de un escritorio
negro, cerca de una chimenea, negra también, debajo de un retrato de la
soberana, y con un puro de á tercia entre los labios.

Soltó unos papelotes que examinaba cuando yo entré; y tomando con la
zurda el cigarro que chupaba, díjome, sin hacer caso de las palabras de
cortesía que, pálido y temblando, le dirigí:

--Ya sé que anda usted por aquí á menudo. ¿Qué se le ocurre?

--¡Buenas y gordas!--dije para mí, sintiendo á modo de un escalofrío
en todo el cuerpo; y respondí en voz alta y tartamudeando:

--Pensé que Vuecencia (no me apeó el tratamiento) recordaría lo que
tuvo á bien ofrec... prop... digo, indicarme en mi lugar... Por eso
vine desde allá hace tres semanas...

--Creo recordar, en efecto, que, deseando usted un destinillo, le
prometí hacer algo en su favor.

--Eso es,--respondí, con el alma á los pies.

--Pues estoy en ello, señor Sánchez, estoy en ello--añadió serio
y aparatoso, y dejando caer sus palabras como si me las diera de
limosna;--pero no puedo en estos días... ¡no puedo!... ¡no puedo!...
Veremos si un poco más adelante... Vuélvase usted por ahí á menudo para
recordármelo...

En esto, cogió otra vez los papelotes, llevó de nuevo el cigarro á la
boca; y viendo que yo permanecía enfrente de él atusando la felpa del
sombrero,

--¡Vuélvase, vuélvase!--me dijo casi en el mismo tono con que se echa
un perro á la calle.

En virtud de lo cual, hice una reverencia y salí, temblándome las
piernas y viendo chiribitas delante de los ojos.

¡Qué hombre, Dios mío! Bien que no me cumpliera lo que me había
ofrecido; pero ¿por qué me trataba con aquella frialdad y aquel desdén?
¡Ni siquiera las buenas palabras y la afabilidad de otras veces! ¿Le
cogería en mal cuarto de hora? ¿Le abrumaría el peso de los negocios?
¿Le habrían incomodado mis asedios? ¡Pero si él me los aconsejó en mi
lugar... y acababa de aconsejármelos de nuevo; y por eso precisamente
había ido yo á Madrid, y desvalijado á mi padre y á mis hermanas, y
estaba gastando lo que no me pertenecía! ¿Cómo me callé como un idiota,
cuando pude haberle confundido respondiéndole esto y lo otro y lo de
más allá! Pero bien mirado, mejor era así, porque si se sulfuraba de
veras y me cerraba las puertas y renegaba de mí... Después de todo,
estaba al comienzo de la empresa; y con un poco de tacto, mucha
paciencia, otra visita á Clara que, al cabo, era lo más atento de la
familia... Y con esto, y mucha fuerza de voluntad y el apego que iba
tomando á la corte, consoléme; y tan pronto como llegué á la posada,
escribí á mi padre diciéndole que el asunto marchaba bien, aunque
despacio; que el señor don Augusto acababa de repetirme, después de
colmarme de atenciones (como me colmaba toda su familia, cada vez que
la visitaba), que no me olvidaba un momento, y que pronto me daría
pruebas de ello...

Verdad que aquel día andaba yo un poco preocupado con una empresa que
debía acometer por la noche; la cual empresa consistía en bailar por
primera vez en Capellanes, considerándome ya muy apto para ello, no
sólo por el propio convencimiento, sino por el dictamen de mis amigos
y compañeros de hospedaje, uno de los cuales, al son de la flauta que
tocaba otro, me había dado las necesarias lecciones prácticas de baile
en la salita de la posada, que estaba siempre á disposición de los
huéspedes y de los amigos de los huéspedes, que eran muchos, aunque
ninguno de ellos valía á mis ojos lo que Matica.

Este endiablado extremeño me sorbió los sesos desde el día en que
le conocí. Me daban miedo su frialdad de espíritu, su imperturbable
continente, lo crudo de sus ideas políticas, su fe sospechosa, las
liviandades de su obscena musa, y su lengua acerada y mordicante; pero
me arrastraban cautivo los donaires de su conversación, su altísimo
ingenio, su frase castiza y pintoresca, su elocución fácil y sobria,
la originalidad de sus juicios, el vigor artístico con que los imponía
y acreditaba, y, sobre todo, la agudeza, fluidez y gallardía de sus
versos incomparables. Hasta su cuerpecillo delicado, por lo armónico
de sus partes y el aseo y buen gusto con que le ataviaba, me atraía.

¿Cómo, cuándo y de qué nació la estimación en que me tuvo desde que
nos tratamos superficialmente en la posada, y la cordial y bien
notoria amistad en que esta estimación se convirtió después? ¿Conoció
la admiración que yo sentía por él y halagó esto su vanidad? No es
creíble en un mozo de tan superior entendimiento. La razón del cariño
subsiguiente, ya es más obvia: hice de él, poco á poco, mi guía y mi
consejero en todo lo intelectual y recreativo; y como no pecaba yo
de impertinente ni dejaba de sacar fruto de las lecciones recibidas,
Matica se complacía en dármelas á cada instante; de la cual manera
nació en nosotros el mutuo y arraigado afecto que á menudo se ve entre
un maestro entusiasta por la profesión, y un discípulo dócil y muy
aprovechado, sin que la intensidad de este afecto altere las distancias
ni confunda las jerarquías.

Debía yo á Matica, entre otras atenciones delicadas, la de no
traer á cuento jamás, en nuestras particulares conversaciones, las
verdes crudezas de su especial humorismo; no sé si porque conocía
mi repugnancia instintiva á ese género de desnudeces, ó por no
desprestigiar delante del discípulo su autoridad de maestro. Inclínome
á lo primero, porque se aviene mejor con una cualidad, especie de
pudor artístico, que brillaba en Matica como una de las mayores
contradicciones aparentes de su carácter. Es, pues, de saberse, que
aquel empecatado mozo que en la intimidad de sus amigos, de sobremesa ó
en la de un café, despellejaba con una frase la honra mejor acorazada,
ó enrojecía á la misma desvergüenza con una copla indecente, no podía
sufrir una palabra mal sonante en medio de la calle, ni un pasaje de
sospechosa pulcritud en un periódico ó en un libro ó en el teatro;
detestaba la zarzuela, y no había que mentarle los bailes públicos.
Llamo yo á esta cualidad «aparente contradicción» de su carácter,
porque cabe en lo humano, y hasta es usual y corriente, tener el
sentimiento de lo bello, admirar el orden y todas las virtudes fuera de
casa, y pecar del vicio contrario dentro de la propia. Juraría que en
los mejores códigos del mundo han andado algunas manos así.

He vuelto á sacar á colación á Matica, porque desde la hora y punto en
que las despabiladeras de mi protector me demostraron bien claramente
que mi pleito, aun ganándole yo al fin, había de durar mucho, me
propuse sacar el mejor partido posible, en bien de mis gustos é
inclinaciones, del terreno en que me hallaba y de los recursos que
tenía á mi disposición. El principal de éstos era, á mi entender,
Matica; y á él acudí tan pronto como hube satisfecho mi brutal antojo
de estrenarme en Capellanes como danzante. Sucedió lo que yo esperaba:
cogí un hartazgo de restregones y zancadas, y una ronquera al salir á
la calle con la camisa pegada al cuerpo, los huesos macerados y las
narices atascadas de polvo y de pelusa, y en ocho días no quise ni que
me hablaran de semejante barbaridad. En descargo de mi conciencia,
declaro que nunca fuí gran devoto de ese pasatiempo, más propio de
salvajes que de hombres cultos que se estiman en algo.

Ya he dicho que mi pasión dominante fué el teatro desde que le hube
gustado por vez primera; pero aún lo fué en más alto grado en cuanto
logré satisfacerla en compañía de Matica, el cual tenía entrada libre
y asiento gratis en los principales coliseos de Madrid, por sus
intimidades con poetas, actores, empresarios y periodistas, y era
tan aficionado como yo á esta clase de entretenimientos. Digo que
experimentaba en tales ocasiones y al lado del agudo extremeño nuevo
y más sabroso placer, porque sus advertencias y juicios, lo mismo
sobre las obras que sobre sus intérpretes y accesorios escénicos, iban
perfeccionando poco á poco mis rudimentarias y naturales aptitudes,
depurando mi gusto, educando mi sentimiento y poniendo á su alcance y
al de mi percepción las bellezas y los secretos del arte; comparaba
pasajes con pasajes, obras con obras, autores con autores, comediantes
con comediantes, géneros con géneros, estilos con estilos, y épocas con
épocas; y de este modo iba haciéndome insensiblemente explorador y casi
ciudadano de una región totalmente ignorada de mí hasta que la columbré
por casualidad desde una galería del teatro de Variedades, y sin idea
alguna de su extensión y riqueza hasta que el experto guía me puso
dentro de sus linderos. Vi varias comedias del teatro antiguo, y leí
muchas más, y hasta hube á las manos, siempre por mediación de Matica,
los inapreciables _Orígenes_, de Böhol de Faber, en una hermosa edición
de Hamburgo; con lo cual, los nombres de Naharro, Lope de Rueda, Juan
del Encina, etc., me fueron tan queridos y familiares como los de
Lope de Vega, Tirso, Moreto, Rojas y Calderón. No estaba tan boyante
el teatro Español como en aquel siglo de colosales ingenios, en las
humildes calendas á que me refiero; mas no por ello me merecían menos
respeto y admiración los escasos poetas que sostenían la patria escena
con sus creaciones. ¡Cuán exiguo era el número de éstos, y qué escaso
el positivo valor de la mayor parte de las obras!

Lo que más abundaba eran las traducciones y arreglos del francés; y
como la zarzuela comenzaba á estar de moda, á perjeñar libretos de
zarzuela se daban, no solamente los escritores que no valían para otra
cosa, sino muchos de los que preferían á los lauros de Talía, el lucro
positivo con que les brindaba la musa cascabelera de la Plaza del Rey.

Volviendo á lo interrumpido, digo que también me hablaba Matica,
en ocasión oportuna, de las damas y caballeros que ocupaban las
principales localidades. De muchas y de muchos sabía curiosísimas
historias y anécdotas muy interesantes; y como el Madrid de entonces
era pequeño, y relativamente exigua su _buena sociedad_, y á ésta
pertenecían las gentes que eran «ornamento de los teatros», y este
ornamento no pasaba de ser un simple trasiego de un mismo público á
diferente vasija, resultaba que con verme siempre entre las mismas
personas y conocer las respectivas historias, parecíame estar viviendo
en familia, lo cual doblaba á mis ojos el interés del espectáculo.

Que en muchos de ellos tropecé con la familia Valenzuela, no necesito
decirlo. ¡Y de qué buena gana le hubiera dicho á Matica alguna
vez: «Cuénteme usted algo de esas gentes!» pero el temor de que el
desenfadado cronista confirmara mis recelos, y con ello deshiciera
el castillo de mis esperanzas, me contenía. Lo extraño es que no se
le ocurriera á él ese algo sin que se lo apuntara yo. ¿Me juzgaba,
por lo que me había oído hablar de esa familia, recién llegado yo á
Madrid, más ligado á ella de lo que en rigor estaba, y me guardaba
la consideración de no desollarla viva delante de mí?... porque era
imposible que aquellas gentes, siquiera Pilita y Manolo, no tuvieran
flaco en que cebarse la acerada lengua de mi amigo.

Como el buen mozo del teatro de Variedades no solía faltar nunca entre
los más asiduos concurrentes al palco de esta familia, pregunté una
noche á Matica:

--¿Quién es ése?

--Ése es Barrientos,--me respondió.

--Y ¿quién es Barrientos?--insistí.

--Pues Barrientos,--insistió él también.

--Ya me entero.

--Pues no se dan otras señas, sin ofensa del que pregunta, del sol, de
la lluvia, del aire; y ese mozo es aquí como el aire, como la lluvia,
como el sol; porque es Barrientos, nombre que tiene usted obligación de
conocer, llevando dos meses de residencia en Madrid.

--Pero ¿es pariente de esa familia, ó amigo ó qué?... porque le veo muy
á menudo con ella.

--Barrientos es un personaje que «revienta de buen mozo», concepto que
se lee en su frontispicio resplandeciente, tan pronto como se le mira;
pertenece en cuerpo y alma á esa región de preferencia que se llama
_gran mundo_; y tal es la fama de sus galantes proezas en él, que no
hay familia en Madrid, con derecho á llamarse distinguida, si le falta,
especialmente en público, la intimidad de Barrientos, el cual explota á
maravilla las ventajas de tan alta preeminencia. Además, monta bien á
caballo, y cuenta, según la fama, algunos triunfos de mérito en otros
tantos _lances de honor_; tiene todas las grandes cruces, un cargo
de lustre en Palacio, y, sobre todo, mucho dinero. Un dato que puede
ahorrarle á usted una pregunta: á veces juega por tabla; quiero decir
que no siempre que toma una posición, es para quedarse en ella, sino
para batir otra con mayor comodidad.

Dime por enterado, y no pregunté más á mi amigo.

Recorriendo las calles se valía éste del mismo procedimiento para lo
que llamaba yo _desasnarme_, y él _ponerme al uso_. Delante de las
librerías hablábamos de los libros de recreo, y especialmente de la
novela, que entonces estaba menos que en pañales en la patria del
_Quijote_. Me indicaba las menos malas entre el inmenso fárrago de las
traducidas, y las rarísimas buenas de las españolas, y hasta me largaba
substanciosos párrafos sobre la historia y vicisitudes de este ramo
de la literatura nacional, y me exponía sus caracteres propios, sus
peculiarísimas condiciones, y los puntos en que debía diferenciarse una
novela de costumbres españolas de las que con tal rótulo se exponían en
los escaparates, escritas á destajo en perverso castellano, y vaciadas
en moldes extranjeros, por _literatos_ salidos de pronto del mostrador
de una botica, y hasta de los talleres de los sastres. Pero en este
particular, aunque me lo callaba muy bien, rara vez íbamos de acuerdo
el maestro y el discípulo, no porque no reputara yo por muy cuerdos
sus dictámenes, sino porque en lo referente á novelas, y como ya lo
tengo advertido, contra lo que el buen sentido propio y el parecer de
Matica me aconsejaban, entraba con todas; y cuanto más farragosa y más
_novelón_ era la obra, más me seducía. En la comedia, en cualquier
otro libro de imaginación, saboreaba la frase y el estilo, los donaires
y las filigranas; pero en las novelas, siempre los argumentos... ¡Ah,
los argumentos!... Las sorpresas, lo desconocido... lo inesperado, las
_anagnórisis_, que dijo el pedante: ¡sobre todo, las _anagnórisis_!
Andar tres docenas de personajes, blancos unos, negros otros, éste
banquero, mendigo aquél, duquesa aquélla, menestrala la otra; aquí un
niño sin madre, allá un padre sin mujer, y media carta resobada, y el
relato de un incendio, con un cadáver calcinado y un pastor que lo vió
y se quedó mudo de repente, y es el único personaje que podía delatar
al criminal, que es un caballero tétrico é intratable que vive en una
quinta solitaria... ¡y el diluvio de cosas!; andar, digo, deslizándose
todo ello, sombrío y altisonante al mismo tiempo, por las encrucijadas
misteriosas del asunto, dejando un cabo suelto en cada bardal, quiero
decir, capítulo; y cuando ya nadie se entiende allí, y la novela es
un montón de acontecimientos y una maraña de personajes, y están las
pasiones para reventar, las víctimas extenuadas de hambre, rotas y
descalzas y á las puertas de la cárcel, y los pícaros con el fruto de
su rapiña asegurado, y el pastor haciendo contorsiones delante del juez
conmovido, para romper á hablar, porque de pronto se descubrió un
medallón ó una cicatriz en el pecho del niño desvalido, ó una marca con
corona en el pañuelo de la menestrala, los rencores se calman, el acero
se cae de las manos; el hombre malo prorrumpe: ¡hijo mío!; el hijo:
¡padre!; la duquesa: ¡hija!; la menestrala: ¡madre mía!, confundiéndose
todos en un cuádruple abrazo, mientras el pastor exclama con un
bramido formidable: ¡bendita sea la providencia de Dios!, y el juez,
soltando la vara, repite, mirando al cielo: ¡bendita sea! ¿Hay nada
más dramático y conmovedor? Todos estos lances me ponían á mí carne
de gallina, me oprimían el corazón y la garganta, y arrancaban mudas
lágrimas de mis ojos.

Pues no digamos nada de las de intriga caballeresca, y las románticas
de amor fino, como una que todavía recuerdo, en un tomo colosal, si
no eran dos, obra de la triste imaginación de un poeta muy sonado
en aquellos tiempos, no sé si por lo resonante de su firma ó por lo
mucho que gemía en verso y en prosa en _Liceos_ y en periódicos.
Titulábase la novela _La enferma del corazón_; y á pique me puso su
lectura de padecer yo la misma enfermedad que la heroína. De _El judío
errante_, _Los misterios de París_, _Los tres mosqueteros_ con todas
sus consecuencias, _El hijo del diablo_, _El conde de Montecristo_, y
otras que por entonces imperaban en el gusto público, no necesito decir
hasta qué extremo me emborrachaban.

De líricos, tampoco andábamos sobrados; pues los buenos, ó estaban
ausentes de España ó dados á la política ó tenían enfundado el laúd; y
de los malos no quiero hablar, aunque mucho me habló de ellos Matica
para ponérmelos por ejemplo de lo abominable y vitando.

Á todo esto, tenía yo un memorión colosal, y una singular disposición
para asimilarme el estilo y la estructura de las obras ajenas. Y lo
declaro aquí, porque en virtud de esta memoria y de este poder de
asimilación, en poniéndome á escribir hacía cosas que me asombraban; y,
sin embargo, no valían dos pitos, como me lo demostró Matica en más de
una ocasión y con motivo de pedirle yo su parecer sobre lo que había
hecho.

--Esto es de Bretón,--me dijo una vez.

Juré lo contrario creyendo jurar verdad; pero me dejó confundido
recitándome una letrilla del famoso vate, de la cual era la mía un
remedo. Sin embargo, yo no había pensado en la una al escribir la otra,
y así lo afirmé.

--Lo creo--replicó mi censor,--porque hasta ahora no ha hecho usted
sino engullir, amontonar en el almacén de su memoria; y de ese montón
es lo que sale, por su propio peso, en cuanto abre usted la puerta,
creyendo abrir la del ingenio. No hay que confundirlas.

Otra vez resultó calco de Zorrilla lo que yo presenté á mi amigo como
de propia cosecha. Entonces me dijo:

--Por esto, por lo otro y por todo cuanto conozco á usted, le aconsejo
que no caiga por ahora en la tentación de echar á la calle sus
engendros poéticos; pues si entre los ignorantes ganaría algún lauro
de alquimia, los entendidos le molerían á palos. Y digo «por ahora»,
porque quizá más adelante, cuando haya adquirido mayor caudal de ideas
propias, si es que las hay, y digerido bien las ajenas, logre vencer
con ello el mal enemigo de su buena memoria. Donde ésta sea el único
almacén de la casa, jamás se producirán acabadas obras de arte, pues
no puede haberlas sin la condición que las distingue y enaltece: la
originalidad, el sello de fábrica. De distinto modo le hablara si
tratáramos de la metralla periodística, ó de peroraciones de tribuno
de ocasión, ó de cualquiera de esos empeños en que sólo se busca el
efecto inmediato, y de los cuales no queda á las pocas horas sino el
recuerdo de sus relumbrones. Pompas de jabón. Por cierto que las hace
usted primorosas cuando llega el caso. Tiene usted hermosa voz, fácil y
bien acentuada palabra, mirada firme y valiente, gallardas actitudes...
en fin, cuanto se necesita para hacerse oir, arrancar aplausos y
falsificar la razón cuando se habla sin ella. Lo he observado en sus
porfías de sobremesa y del café de la Esmeralda. Y no le pese de
ello, que estas dotes, que acaso le envanecen poco por no habérselas
tasado yo en mucho, no se adquieren á ningún precio, y pueden llegar
á ser eminentísimas, al paso que las otras, que tanto ambiciona, se
consiguen á veces por hombres como usted, ó, cuando menos, algo que las
aparenta y ofrece sus mismos goces. Conque ánimo, y no le ofendan mis
claridades, que yo no puedo ser de otro modo. Si le tuviera á usted por
ladrón, lo mismo se lo diría.

Á veces interrumpía sus razonamientos para enseñarme, con las
ilustraciones y comentarios de costumbre, un literato de nota, un
personaje político ó una mujer de historia que acertase á pasar por
la acera de enfrente; ó un edificio notable, un pecado de ornato, un
buen mozo famoso, ó un desdichado sin vergüenza, de gran celebridad,
no ya en Madrid, sino en toda España. Entonces la gozaba un grotesco
personaje llamado _Don Pepito_, como la gozó luego _Cepedita_; no sé
quién después, y últimamente _el perro Paco_.

De esta manera hablábamos de todo lo imaginable y mucho más, y siempre
había para cada cosa su merecido en el inagotable saco del mordaz
extremeño.

Entre tanto, yo que nada le ocultaba y me complacía en oirle hasta
cuando fustigaba mis debilidades y resabios, no le había dicho todavía
el verdadero motivo de mi estancia en la corte. Sólo sabía de mí que
era un montañés de pocas rentas, que había ido á Madrid por asuntos
particulares. Lo mismo que sabían en la posada y en casa de Balduque.
¡Singular escrúpulo el mío!


                             [Ilustración]


                             [Ilustración]




                                  XV


La educación que me daban los estudiantes mis paisanos, era, como se
habrá visto por alguna muestra ya exhibida, muy diferente de la que
recibía del extremeño.

La cátedra de café, en el de _La Esmeralda_, era diaria, y desde que
acabábamos de comer hasta la hora de ir á otra parte, ó hasta que se
disolvía la tertulia por cansancio. La asistencia al café era entonces,
y creo que continuó y continúa siéndolo, una verdadera necesidad para
la gente madrileña: no he visto pueblo más aficionado á cocerse en el
_baño de María_; que no otra cosa es un salón de aquéllos, donde el
aire se corta, por lo espeso, el calor asfixia, y el rumor de voces y
cuchareteos y el bullir de entrantes y salientes, aturden y marean.

Por lo común, no se habla en los cafés, sino que se disputa, ó, por
lo menos, se grita, pues de otro modo no podrían entenderse los
interlocutores. Sin duda por esto no se trata allí cuestión que valga
dos cominos, y se echa la lengua sobre nimiedades que se presten á la
zumba, ó sobre temas que, por su propia naturaleza, traigan aparejada
la pasión con todas sus legítimas intolerancias y voceríos. Hay quien
da como causa de esto la calidad de los asistentes á esos concursos:
estudiantes, artistas, empleados de poco sueldo, jubilados y cesantes,
haraganes empedernidos, gentes, en fin, alejadas, por hábito y por
necesidad, de los estudios serios y de los negocios graves.

Sea lo que fuere, es lo cierto que hay hombres para quienes esas
tertulias son la primera necesidad de la vida, por la taza de café,
por las luces, por la bulla, por la concurrencia, por el periódico,
por el olor de la atmósfera avinagrada y pegajosa, por el piloncito,
ó caramelo, ó terrón sobrante, según el uso; por cada una de estas
cosas y por todas ellas juntas. De estos hombres era un tal Agamenón,
que se arrimaba algunas noches á nuestra mesa. Era grandote y áspero;
áspero de todo: de voz, de genio, de pelos, de cutis, de palabras y
de meollo. Había sido teniente de movilizados, contaría á la sazón
medio siglo, era manchego y solterón, y llevaba veinte años en Madrid
comiéndose descansadamente el escaso producto de unos censos ó cargas
de justicia, ó no sé qué. Con un periódico en la mano y otro debajo de
las posaderas «para después», la taza de café y la copa de ron delante,
tan pronto sorbía, como leía, como estornudaba, como metía cucharada
en la conversación, ó la manaza libre en el platillo de acá ó de allá,
donde hubiera terrones de azúcar sobrantes.--«Hágame»,... decía en
tales casos, y cuando ya tenía la zarpa en la presa; y lo mismo decía
después de quitarnos el cigarro de la boca para encender el suyo, ó el
vaso de agua de la bandeja correspondiente, ó de tumbar con los hombros
al más descuidado de los colaterales, mientras arrastraba la banqueta
hacia aquel lado para hacerse más ancho lugar. «Hágame» era, pues, una
abreviación de «hágame usted el obsequio»; y tanto la repetía, que le
pusieron _Agamenón_.

Pues este Agamenón, amante bestial de Madrid, pero de Madrid _por
fuera_, es decir, de sus casas, de sus calles, de sus plazuelas y
letrinas y mercados, en suma, de cuanto se ve, se palpa y se huele
andando todo el santo día de Dios á pata y á la intemperie, como andaba
él, tenía la singularísima gracia de creer y afirmar que la culpa de
que no fuera Madrid la primera maravilla del universo, pues del mundo
sublunar ya lo era en su opinión, la tenían «las infames provincias que
la esquilmaban sin caridad con subvenciones para esto y sueldos para
lo de más allá; carreteras por aquí y puertos por el otro lado». Es
texto suyo, que le oí soltar muchas veces. Para aquel hombre singular,
el dinero del Erario era del manantial de Madrid. Si, por ejemplo, se
secaba un árbol de los pocos y malos que había y tenía él muy contados,
exclamaba al relatar el suceso:

--Yo lo creo, ¡barraganes! En cambio, vaya usted por esas infames
provincias, y verá bosques enteros de árboles como navíos... Para esas
nunca falta dinero en el Tesoro _de Madrid_... Ya les daría yo...
¡barraganes!

Cuando nuestra tertulia se deshacía, ó cualquiera de las varias á que
él se arrimaba, porque se arrimaba á muchas, íbase con _los suyos_, que
eran cuatro ó cinco originales por el estilo, que se acomodaban en la
mesa más cercana al mostrador. ¡Barraganes, y qué peloteras se armaban
allí en cuanto Agamenón llegaba!

Como mis amigos le tenían bien estudiado, sacaban gran partido de él
buscándole las cosquillas, que bien á la vista estaban.

Uno de ellos le dijo, la primera vez que yo le tuve delante:

--Presento á usted este caballero que acaba de llegar de provincias.

--Ya se le conoce--respondió el hombrazo, mirándome con mal gesto;
y añadió:--Vendrá á lo que todos los de esa banda: ¡á medrar aquí á
nuestra costa!

Cargáronme soberanamente la grosería, la voz, la cara, el gesto; el
hombre, en fin, de pies á cabeza; tomé la cosa por lo serio, y le
solté tal andanada, y tan de corazón, que yo mismo, que no recordaba
haberme enfadado jamás, me asombré de lo mucho que se me ocurría y
de lo elocuente que estuve. Aplaudiéronme los estudiantes con el
piadoso fin de echar más leña al fuego en que se quemaba el otro, y lo
lograron, porque Agamenón se puso hecho un jabalí, y solamente se le
bajaron las cerdas y escondió los colmillos, cuando me vió dispuesto á
pegarle un botellazo, si él por su parte trataba de acudir á razones de
parecido calibre. Después revolvió la banqueta sin levantarse de ella,
tumbando con las patas otras dos desocupadas; y se fué gruñendo, con un
periódico en cada mano y el bastón debajo del brazo.

Explicáronme entonces mis amigos lo que era aquel animal que parecía
un hombre, y me pesó lo que había hecho; pero Matica, que estaba
presente, aprobó en serio mi conducta y me saludó en broma como al
Cicerón abrumador de aquel estúpido Catilina. ¡Y yaya si me dió cierta
consideración entre las mesas circunvecinas aquel lance! y aun cierta
soltura y como un poquillo de afición á la frase oratoria, para las
sucesivas, pero amistosas controversias, en que tomaba yo parte muy
activa con mis compañeros y paisanos. Á estos lances se refería Matica,
sin duda alguna, cuando ponderaba mis «pompas de jabón».

En cuanto al hombrazo aquél, volvió á la noche siguiente á nuestra
mesa, tan fresco como si nada hubiera pasado entre nosotros, de lo
que me alegré mucho, porque, sabiendo lo que era, me divertían sus
originalidades.

Uno de mis amigos (el de la montera asturiana) tenía una novia.
Comenzaron por hacerse gestos detrás de las vidrieras; siguieron las
cartitas por debajo de la puerta, y concluyó la novia por franquear
las suyas á mi amigo. Encarecíame éste los ratos que pasaba adentro, y
yo no lo ponía en duda. Según él, todo era allí patriarcal y amoroso
como una égloga de Garcilaso; todo sencillez, todo _familia_, en el
sentido más dulce de la palabra. La novia, Trinis, era un ángel _intus
et foris_; su hermana mayor, Luz, un tipo de vestal romana, con las
virtudes y el arreglo de una monja paulista; la madre, una santita de
Dios, y su padre, un patriarca bíblico. Además, solían bajar algunas
noches las del cuarto piso y subir las del segundo; y como había un
pianejo regular en la sala, se bailaba los domingos, y en las noches
de entre semana cantaba Luz tres melodías á cual mejor; en fin, que se
pasaba allí muy bien el tiempo. Mi amigo se había tomado la libertad
de anunciar mi presentación en aquella casa, á título de mayorazgo
rico y soltero, que había ido á Madrid á ver el mundo, y _ellas_, que
me conocían ya por haberme visto en la calle con él, esperaban mi
visita con vivísimos deseos. De manera que con este solo motivo (sigue
discurriendo mi amigo) yo no podía, _decentemente_, dejar de _entrar
en la casa_. Además, me convenía, para ver y aprender un poco de todo,
é irme instruyendo y soltando en los usos y procedimientos del trato
social. Las reuniones eran de entera confianza; podía ir con lo puesto,
sin gastar un ochavo: á lo sumo, un par de guantes de medio color, no
por la casa precisamente, sino por mi propio lustre.

¡Grandísimo tuno! Lo que en mí iba buscando era un cirineo que cargara
en la tertulia con la cruz de toda la familia, para dedicarse él, con
mayor fruto y sosiego, á la empresa que le llevaba allí. Pero me dejé
presentar de buena gana, porque también yo pensaba que me convenía
saber de todo, si estaba á mis alcances.

Si las hubiera habido en la casa, me hubieran recibido con volteo de
campanas; y lo afirmo porque, á faltas de ese agasajo, me hicieron
cuantos podían hacerme aquellas excelentes personas. «¡Tenemos
tantísimo gusto!... ¡Pase usted!... ¡Más adentro!... ¡Aquí, en la
butaca!... ¡No, en el sofá!... ¡Deje usted el sombrero!... ¡Trae
esa luz al velador, Trinis!... digo, si no ofende á la vista... ¡La
pantalla verde!... ¿Por qué se ha quitado usted el abrigo?...». Y yo,
á todo esto, cabezada va y encorvadura viene, apretón de manos aquí,
cumplido allá, sin saber á quién, porque toda la familia me rodeaba y
se movía y hablaba á un tiempo; y en el sitio en que empezaba una de
las hijas, concluía su papá: parecía que estábamos jugando á las cuatro
esquinas.

Al fin se calmó aquello y nos sentamos todos: Trinis junto á mi amigo,
en el rincón de la derecha; Luz á mi izquierda; su mamá al otro lado, y
junto á ésta, en una butaca, su papá. Y empezó la sesión con todas las
majaderías y vulgaridades de costumbre, sobre si me gustaba Madrid, y
cuánto tiempo hacía que había llegado; si le veía por primera vez; si
echaba de menos á mi país; si tenía buenas noticias de mi casa...

El señor de la en que yo me hallaba (y comienzo por él porque le tenía
enfrente), don Magín de los Trucos, era bajito y regordete, y muy corto
de vista, de brazos y de cuello; tenía peluca y unos asomos de patilla
rala y entrecana, recortada á la altura de los oídos. De allí para
abajo, todo era moflete limpio.

--¡Conque de las Montañas de Santander!--exclamó con voz algo atiplada,
enfilándome los anteojos y restregándose las manezuelas.

--Para lo que ustedes me manden,--respondí yo, muy fino, golpeándome
suavemente la boca con el puño del bastón.

--Por cierto--añadió don Magín cambiando de postura en la butaca y
buscando con la voz los puntos más graves que podía alcanzar,--que la
última vez que yo hablé de ese país, fué ocho años hace con mi pobre
amigo Trigales, con motivo de necesitar éste una nodriza para su
sobrina. ¡Qué coincidencias tan extrañas se ven en la vida! Tal como
hoy hablamos de la Montaña, y quince días después se moría mi amigo de
una pulmonía. ¡Vea usted qué casualidad!

No la veía yo tal; pero asentí á la exclamación con otra parecida; y
saltó la señora de don Magín, y dijo:

--El año pasado me regalaron unas amigas mantequilla de las Montañas de
Santander. ¡Qué rica era con el chocolate! Abundará mucho allí, ¿no es
verdad?

Volvíme para responder á esta señora, y entonces reparé en que era
el vivo retrato físico de su marido; y más que su mujer, parecía su
hermana mayor, porque representaba más años que él, y aun era más
barriguda y fuerte de voz, y quizá de barba.

--Es lástima--continuó,--que esa tierra no sea más conocida, porque me
han dicho que es muy pintoresca, y está toda llena de pasiegas... y de
peñascos espantosos.

Advierto que, por entonces, «todo Madrid», incluso los literatos,
tenían de la Montaña la misma idea que la señora de don Magín de los
Trucos; el cual, sin darme tiempo para responder á lo expuesto por doña
Arcángeles (que así se llamaba su mujer), díjome:

--Y de política, ¿qué tal se anda por allá? Mal, supongo yo; porque
ustedes, atentos á sus rebaños, á sus boronas y á sus besugos...
Hombre, ¡qué casualidad! el mismo día que comí yo besugo la última
vez, ahora por Navidad va á hacer un año, me tocaron cuarenta y dos
reales á la lotería primitiva. Mire usted que es raro, ¿verdad? Pues
como decía, aquí, en cambio, hallará usted los ánimos hechos una
pólvora con eso de las economías de Bravo Murillo: unos, porque si no
sabe lo que se trae entre manos; otros, porque si lo sabe con exceso, y
que zurra y que dale... ¡y vea usted qué casualidad más rara! el mismo
día en que fué nombrado Bravo Murillo presidente del Consejo, cumplí yo
sesenta y dos años y perdí la última muela que me quedaba en la boca...
Por lo demás, caballero, aquí hallará usted una pobreza, si se quiere;
pero confianza y buen deseo, como sabe muy bien su amigo de usted
desde que nos honra con su presencia. Luego vendrán las chicas de la
vecindad; y con éstas, que son también animadas de por sí... en fin, se
pasa tal cual el rato.

Uno bien largo duró todavía este sabroso tiroteo del apreciable
matrimonio, sin dejarme meter baza, siquiera con unos cuantos
monosílabos de cortesía, mientras Trinis y su novio no daban paz á la
lengua (muy bajito), ni á los ojos, y jurara que ni á las rodillas, y
Luz se entretenía á mi lado jugueteando con los colgantes del cinturón
de su vestido.

Al fin se marchó con mi venia don Magín, pretextando ocupaciones
urgentes en su despacho, y poco después, con parecida excusa, su
dignísima señora. Quedéme solo con Luz. Solo digo, porque Trinis y el
estudiante se conceptuaban á solas también. Miróme Luz entonces, como
diciéndome: «á ti te toca empezar», y respondí yo con otra mirada, sin
ocurrírseme cosa mejor que decirle.

No era tan «vestal» como me la había pintado mi amigo; pero sí resto
muy agradable de algo parecido á ello. Estaba un tanto marchita y como
trabajada por largos y malogrados deseos de cambiar de vida; pero aún
eran bellos é insinuantes sus ojos, blanca y apretada su dentadura, y
esbelto y bien contorneado su talle. En cambio, su hermana rebosaba de
juventud y frescura. Era toda una guapa moza, quizá con exceso metida
en carnes, por ser de talla menos que regular. Para _ángel_, como la
había llamado su novio, me pareció demasiado maciza. Lo que era, sí,
muy pegajosa; y eso bien á la vista estaba.

Como yo no rompía á hablar, lo hizo Luz con las generales de la ley;
y en esto estábamos candorosamente entretenidos, cuando comenzaron
á llegar los contertulios del cuarto y del segundo: entre todos,
diez personas por el estilo de las de la casa, en cuanto á pelaje y
flacidez del atavío; pues en lo que toca á nutrición, si se exceptúa
á Luz, que no pecaba de rolliza, la familia de don Magín era mucho
más lucida que las otras, que se descomponían en cuatro papás (dos
matrimonios, se entiende), cuatro señoritas y dos muchachones
deslavazados, zanquilargos, orejudos y narigones, de voz bronca y
desentonada, y algo cortos de mangas y perneras, como que estaban en el
período de _muda_. Eran estudiantes de San Isidro, con ánimos de _ir
para_ boticario el uno, y para ingeniero el otro, y comenzaban entonces
á bailar _en familia_, para irse haciendo á la buena sociedad. En este
punto, lo mismo que yo. Entre tanto, habían vuelto también á la sala
don Magín y su señora, y me fueron presentando á todos y á cada uno de
los recién llegados, á título de «caballero principal de las Montañas
de Santander, soltero, que viajaba por recreo».

Y ya la tertulia _en pleno_, y sin dejar que se sentaran los que aún
estaban de pie, comenzó don Magín á dar recias palmadas y grandes voces
para imponerse á la algarabía que reinaba allí; y empujando á éste y
apercibiendo á aquél y haciendo que se sentara al piano una de las
señoritas del segundo,

--¡Ea!--gritó cuanto pudo.--¡Á bailar se va!

Después metió el velador del centro en el gabinete, y fué arrimando á
la pared las butacas y cuanto estorbaba en la sala, que no era grande.
Cubría su suelo embaldosado una estera de cordelillo, y colgaban de las
paredes dos grandes cuadros bordados con felpilla (un _Divino Pastor_
con su borrego, y un _Bautismo del Salvador en el Jordán_), obras ambas
de las niñas cuando iban al colegio; un espejo sobre la consola, la
cual sostenía dos floreros de trapo, un reló de centro y dos pastores
de _cascaritas_, cosa muy estimada entonces en Madrid; un grupo _al
daguerreotipo_, de toda la familia, y un tirador de campanilla, ancha
cinta de seda terminada en un anillo de latón dorado; la sillería era
de caoba vieja y damasco de lana verde marchito, como la cinta y como
el papel de las paredes, en cuyos ángulos había rinconeras con tazas y
platillos de porcelana, toreros de barro y otras baratijas.

Rompimos el baile Luz y yo, por todo lo fino, y Trinis y su novio, que
parecían el papel y la oblea por lo pegados que iban. Los demás se
arreglaron como pudieron. Y así, con ligeros descansos y trocando las
parejas (menos mi amigo, que no soltó la suya un momento) y con dos
melodías cantadas por Luz, bastante mal, hasta las once de la noche.

Al despedirme, empeñada ya mi palabra de volver «á menudo», díjome Luz:

--Sé que es usted poeta, y me va usted á hacer un favor.

Asombréme de que tal supiera, y díjome que lo sabía por mi amigo. El
tal amigo se había despachado á su gusto.

--Suponiendo que lo fuera--respondí yo,--¿qué favor puedo hacer á usted
con serlo?

--Honrar mi _álbum_ escribiendo algo en él.

¡Su álbum! En aquel tiempo estaba el álbum en todo su auge y en la
fuerza de su esplendor. Todo el mundo tenía álbum, y al hombre más
inofensivo se le enviaban á su casa para que «pusiera algo» en él,
cuando no se lo metían por los ojos, de sopetón, para que en el acto
escribiera «alguna cosa bonita». Sin embargo, como la oferta del álbum
era una patente de capacidad, había hombres que se pagaban mucho de
esas ofertas, y hasta las solicitaban con intrigas. En descargo de mi
conciencia, declaro que en aquella ocasión me infló un poco la vanidad
la oferta del álbum de Luz á título de poeta, aunque me constaba que me
había levantado ese falso testimonio el novio de su hermana. Acepté,
pues (no sin remilgos y protestas de fingida modestia), y Luz me
entregó el libro, ó mejor, el estuche que le encerraba.

Lleváronme casi en volandas hasta la puerta, donde puede decirse que se
despegaron Trinis y mi amigo; y pregunté á éste en cuanto nos vimos en
la calle:

--Pero, alma de Dios, ¿adonde piensas llegar (me tuteaba ya con todos
mis compañeros de posada) por ese camino?

--¿Por cuál?--preguntó, á su vez, mi amigo.

--Por ese en que te he visto toda la noche con tu novia.

--Pues nos dejamos conducir tan guapamente.

--Ya; pero ¿hasta dónde?

--Hombre... pues todo lo más allá que yo pueda.--Y añadió, arrimándose
mucho á mí:--¡Ay, Pedro Sánchez de mi alma! no me dejes, no me
abandones. ¡Si vieras qué beneficio _nos_ has hecho! ¡Sin ti no soy
hombre: tengo que atender á todo; estar en todo, especialmente cuando
no es noche de tertulia; ser joven atento y fino con los papás, y, al
mismo tiempo, apasionado galán de mi novia; y como la familia ya sabe
que lo soy, y en tal concepto me abrió las puertas, tendré que hablar
de mis honestos fines, y apuntar propósitos para mañana, y deslizar
noticias de mi familia y bienes; y esto no puede ser, porque me reiría
yo de mí mismo!... Pero estando tú... ¡oh! tú lo llenas todo: todos te
miman, todos te escuchan y casi te adoran; y al amparo tuyo... ya lo
has visto... ¡Ay, qué noche, Pedro Sánchez!

--¡Cáspita!--exclamé, apartando de un codazo al fogoso novio de
Trinis,--¡pues me honras con el oficio que me das!

--¿Por qué no haces tú lo mismo con Luz?--preguntóme, volviendo
á arrimarse á mí.--Pues yo contaba con eso, porque ella está
deseándolo... ¡Y mira que es guapa!... y hasta un poco sentimental,
como á ti te gustan... ¡Y digo! al ver ella que un mozo de tu
estampa... porque, sin adularte, la tienes de primera; y que, además,
es mayorazgo rico que viaja para ver mundo, y quizá casarse á su
placer... Vamos, que será las puras mieles. ¡Te digo que no merecerás
perdón si desaprovechas la ganga!... Mira qué pronto se largaron los
papás en cuanto te vieron arrimado á ella.

--Pero ¿en qué casa me has metido?--pregunté con la mayor ingenuidad á
mi amigo, al oirle hablar así.

--Pues en una casa muy honrada,--me contestó.

--¡Mucho, cuando se consienten y hasta se preparan esas cosas!

--Así y todo. Óyeme. Del tipo de esta familia, las hay á centenares
en Madrid: viven de una jubilación, de un destinillo, de una renta
mezquina... de cualquiera cosa; pero viven, y no deben nada á nadie,
y son buenas y hasta devotas. Pero tienen la manía de los novios
para «las chicas»; y llega uno de éstos, y se va, y no vuelve; y no
escarmientan; y reciben otro, ó le buscan, y se larga también, y aun
se dan casos de llevarse algo que no tiene vuelta posible; y tampoco
escarmientan: á otro en seguida; ¿es un estudiante? él acabará la
carrera; ¿es un desdichado sin empleo? él mejorará de posición;
¿es un cadete? él llegará á general. Lo primero es que haya novio,
¡novio á todo trance! Aquí, donde me ves, hago el número cuatro de
los que ha tenido Trinis á las barbas de sus adorados papás. ¡Sabe
Dios el que harás tú en la larga lista de los de Luz, si te decides á
requebrarla!... que sí te decidirás, por la cuenta que _nos_ tiene.

El demonio me lleve si no me entraron ganas de estrellar el álbum que
conservaba bajo el brazo, contra los adoquines de la calle, al oir al
pícaro estudiante. No me había forjado yo grandes ilusiones con el
recibimiento que debí á la familia de don Magín de los Trucos, puesto
que sabía que fueron la causa principal de él los falsos informes de
mi riqueza dados por mi amigo; pero ¡tanto como escribir coplas por lo
fino á una mujer así!...

--Pues tómala como se te presenta, bobo--dijo mi acompañante
respondiendo á estos reparos;--y ¡á vivir! Después de todo, ¿qué
te importa si no te has de casar con ella? ¡Cuando te digo que _te
resientes_ mucho _del país_!...

Y era verdad que me chocaban extraordinariamente aquellas costumbres
nunca por mí vistas ni soñadas.

Cuando llegamos á casa y me encerré en mi dormitorio, mi primer
cuidado fué abrir el estuche para ver el álbum. Tenía tapas forradas
de terciopelo azul, con esquineros y el rótulo del centro dorados. Le
abrí, y arrimándome al velón, comencé á hojearle. Me asombré. Estaba
lleno de todos los imaginables artificios poéticos. Había acrósticos
hacia arriba, hacia abajo, de través, en diagonal, á la derecha y á
la izquierda; estrofas en forma de cáliz, de guitarra, de cruz, de
pirámide y de reló de arena; sonetos encerrados en orlas de pichones
con guirnaldas en el pico; seguidillas encestadas... ¡qué sé yo! y el
nombre de Luz en cada copla; y Luz cantada por todas partes: por los
dientes, por los ojos, por el pelo, por el talle, por la voz y por
cuanto á la vista estaba y mucho más. Las firmas eran de Eduardo López,
Arturo Díaz, Santos Perales, Alfredo Granzones, y así por el estilo.
Yo elegí el cuello, por estar casi intacto en el álbum; y en cuanto me
hube acostado, «discurrí» materiales para dos décimas, sin que se me
quedara perdido en la memoria un solo voquible del catálogo usual y
pertinente al caso: tornátil, ebúrneo, alabastrino, mórbido, níveo...
nada se me olvidó. Al día siguiente escribí, á pulso y pareadas, las
dos décimas; las separé con una flecha punta arriba, y firmé con mi
nombre y apellido completos; que bien podían estar tranquilamente allí
donde había tantos que no valían más que ellos, ni sonaban mucho mejor.
Encima de todo escribí, en gruesa francesilla, que sabía yo hacer muy
bien: _Al cuello de Luz_; y se lo llevé por la noche.

Ahora querrán ustedes saber en qué paró aquella historia. Pues paró
en que, al cabo, «me declaré» (como decíamos entonces) á la hija
mayor de don Magín de los Trucos. Pero ¿cómo no hacerlo, si me echaba
unos ojos, y se arrimaba tanto, y me respondía de un modo!... Luego,
aquellos estúpidos papás, lo mismo era vernos juntos, que nos dejaban
solos, enteramente solos; porque la otra pareja, cada día estaba más
distraída y apartada.

Y una noche, saliendo, me dijo mi amigo sonriéndose:

--¿Piensas tú volver?

--¿Y tú?--pregúntele yo á mi vez, y también algo risueño.

--Yo no,--me respondió.

--Pues yo tampoco.

Y no volvimos más.


                             [Ilustración]


                             [Ilustración]




                                  XVI


Dejóme aquella aventura como niño con zapatos nuevos; y tan
engolosinado á _la sociedad_, que aun piqué en otras dos por el
estilo, si bien un poco más serias, en las cuales me presentaron,
respectivamente, el mismo estudiante que me llevó á casa de don Magín
de los Trucos, y otro, su compañero, y mío también, de posada: por más
señas, aquél que se llegó á la mesa disfrazado de caballero grave con
frac de botón dorado.

No tomé tan á pechos estas empresas como la otra, quizá porque las
circunstancias no me empujaron; pero cobré con ellas algún apego mayor
que el que tenía al adorno exterior de mi persona; y pareciéndome que
«en sociedad» saltaba demasiado á la vista el corte provinciano del
sastre que me había vestido, atrevíme á reformar un poco mi equipaje
con prendas de más autorizada tijera; lo cual me obligó á dar un buen
pellizco á mi bolsa, sobre los varios que le iba dando.

Como me vió Matica tan metido en estos trotes y con tan buena vocación,
díjome un día, lamentándose de que un buen juicio como el mío se diera
con tal ansia á placeres de tan mal gusto:

--Bien que una vez... ó dos, y por variar y saber de todo; pero á pasto
y sin conocer otra cosa... vamos, eso no se compagina bien con sus
nobles aficiones de otro género.

--Ya ve usted que persevero en ellas,--repliqué en el mismo tono medio
de chanza que él empleaba conmigo.

--Sí, pero con intermitencias: sobre todo, mientras duró la campaña de
los Trucos... Me lo van á echar á usted á perder, señor Sánchez.

--Pues usted no es un santo, señor Mata, ni los que me han enseñado
esos caminos.

--Cierto; pero esos amigos y yo podemos andar por ellos, porque
llevamos armas que le faltan á usted, y no se ofenda, recién llegado
de la patriarcal inocencia de su lugar. Yo no quiero hacer de usted un
santo: ¡tomáralo para mí!; pero deseo que, ya que el diablo le lleve,
sea con su cuenta y razón; es decir, que no me pesa verle tan ágil y
bien dispuesto para el mundo, sino que no sepa sacar partido de él,
ya que el mundo le tira y le seduce... Vamos á ver, ¿cómo andamos de
ropero?

--Pues... tal cual--respondí á tientas, ignorando los fines de la
pregunta.--Ya ve usted...

--Sí, para la calle no está usted mal, y para los salones de don Magín
de los Trucos; pero ¿no hay más que eso?

--Y otro poco por el estilo... Pero ¿qué pretende usted?

--Hacerle subir dos escalones.

--¡Demonio!--exclamé entre el placer y el espanto.

--Nada de etiqueta. Si la hubiera, no le llevara yo á usted allá ni
fuera yo tampoco. Lo que se llama _de confianza_: toda la que puede
haber á ciertas alturas. Es una dama de buen gusto que recibe en
familia algunas noches á las personas de su intimidad... y á otras que
no lo son. Se baila poco, á veces nada; pero se habla mucho y hasta
se canta y se lee. Salones lujosos, eso sí; tal cual dama indigesta y
algún que otro caballero insufrible... ¿se estremece usted? Es natural,
pero mal hecho. Á mucho menos está usted obligado allí que en casa de
don Magín de los Trucos. En ésta se llevaba usted las atenciones... y
los comentarios de todos; en la otra nadie se fijará en usted, incluso
la señora, que, después de responder á la presentación que yo le haré
de usted con cuatro frases de pura cortesía, le dejará dueño de andarse
por donde se le antoje y de arrimarse á quien más le agrade. ¡Y si
fuera usted solo el que no sabrá qué hacerse allí!... Pero muchos habrá
de tercera fila en este alfeizar y en aquel rincón, ó á la sombra de
los demás, retorciéndose el mostacho ó jugueteando con la leontina,
sin que se les ocurra cosa mejor en toda la noche, si no es mirarse á
menudo en los espejos, hacer cuatro cabriolas si tocan á bailar, ojear
á las chicas guapas y oir lo que les agrade, no dejando allí más rastro
ni más huella que los pájaros en el aire... Conque nos haremos una
levitilla, con otros ligerísimos accesorios...

--¡No iré!--dije resueltamente, por el sinnúmero de razones que en un
instante se me pusieron delante de los ojos.

--¡Pues hemos de ir!--insistió Matica;--porque ha de saber usted que
la principal golosina de esos salones es la presencia en ellos de
una parte muy considerable del estado mayor de nuestros literatos y
políticos. Tendrá usted, pues, ocasión allí de verlos, de palparlos y
de oirlos, y hasta de convencerse de que los más de ellos, mientras no
_ejercen_, son tan inofensivos y sencillotes ciudadanos como usted y
como yo.

Estaría escrito ó no lo estaría; pero es lo cierto que tentándome
Matica por un lado, y por otro mis flaquezas y debilidades, desmoronóse
aquélla mi fortaleza de cuerdas reflexiones, é hízose todo como mi
amigo quería; y una noche me desconocía á mí propio, reflejándome
en el espejo de la salita de la posada, embutido en la intachable
librea que se exige á los hombres de «buena sociedad» en una tertulia
que no es «de etiqueta». Mi cabeza estaba hecha una escarola de
rizos (especialmente por el lado derecho, prescripción de la moda
reinante á la sazón), y obra eran del mismo peluquero que tal me había
emperejilado la cabellera después de raparme la barba hasta sacar
lustre al pellejo, las descomunales guías en que terminaban, á diestro
y á siniestro, mis negros y lustrosos bigotes.

Matica, envuelto en ancho gabán, las manos en los bolsillos y el
sombrero puesto, se hallaba á mi lado, viendo cómo yo me calzaba los
guantes de color de lila, sin dejar de mirarme al espejo y dando á
menudo pataditas en la estera para acomodar los pies en las flamantes
botas de charol que los oprimían. Haciendo estaba los últimos
contoneos, puestos ya los guantes y estirados los pliegues de la
levita, cuando me dijo mi amigo:

--En verdad te repito, Pedro Sánchez, que eres el más gallardo mozo que
ha pisado madrileños salones, y te añado que provoca la ira de Dios
quien, manejándose con la libertad y la gracia que tú debajo de las
prensas de la moda, se queja todavía de timidez y apocamiento.

Hablaría el amigo con el corazón en la lengua, aunque no en justicia;
pero yo sudaba de miedo y de zozobra. Púseme el sombrero, me cubrí
con la capa y salimos. Las diez menos cuarto marcaba el reló del Buen
Suceso cuando atravesábamos la Puerta del Sol. Qué calle tomamos ni
en qué portal nos detuvimos, no he de declararlo, porque no es de
necesidad, amén de que, si este relato ha de ser fiel reflejo de la
pura realidad, no debo ser aquí muy minucioso en detalles de que apenas
me daba cuenta en aquella ocasión. Creí observar, en la penumbra de mi
razón calenturienta, desorientada, como cuando se está entre la vigilia
y el sueño, que subíamos por una ancha y bien alumbrada escalera; que
la puerta del primer piso se nos abría sola y sin necesidad de que
llamáramos á ella; que alguien nos despojó de la capa á mí y del gabán
á mi guía; que éste me condujo, casi á remolque, hacia unos cortinones,
por entre los cuales se veían mucha luz y los dibujos de una alfombra
y gente que se movía; que una vez dentro de _aquello_ que me deslumbró
por los colores y los reflejos y el rumor y el movimiento, vi señoras
y caballeros en caprichoso revoltijo, unas sentadas, otros de pie;
éstos hablando, aquéllas riendo; que Matica hizo unas reverencias
medio maquinales, y que yo le imité con otras tantas; que pasamos á
otra estancia, donde cerca de una chimenea había otros grupos y una
dama entre ellos, gentil y apuesta matrona, la cual nos salió al
encuentro; que mi conductor la dijo de mí yo no sé qué, y que ella,
tendiéndome una mano cual no la cincelara en alabastro el mismo Miguel
Ángel, me dijo, descubriendo al decirlo, con una sonrisa de pecado
mortal, una dentadura de tentaciones, algo que sonaba muy bien y
parecía muy al caso, á lo cual respondí yo, ciego y balbuciente, una
sarta de majaderías; que la dama habló algo más, y muy familiarmente,
con Matica, y que éste, después que la dama nos dejó, saludó á muchas
personas que parecían muy complacidas de verle allí; que en estas
exploraciones del terreno, me iba yo rezagando poco á poco, y que, al
fin, volvió á cogerme el amigo por su cuenta, y me llevó á paraje
donde el aire parecía más respirable, la luz menos deslumbradora y el
peso de la fascinación más llevadero.

Estábamos, como quien dice, fuera de escena, aunque sin perderla de
vista. Convencíme de que nadie me miraba; y como en esto se revolvió
todo el concurso, porque se puso á cantar, acompañándose al piano, un
galancete muy acaramelado, que se las echaba de tenor, llevóse éste
los ojos y hasta las maldiciones de la tertulia en masa, y acabé yo de
tranquilizarme. Limpiéme el sudor que copiosamente corría por mi faz;
me arreglé el vestido á mi gusto, y por entonces me creí orientado en
el terreno. Lo observó Matica y me dijo, tan pronto como el seudo-tenor
acabó su romanza y el público de aplaudírsela:

--Ya ve usted que aquí no se come á nadie, mientras no se hagan
majaderías, como ese desdichado que acaba de cantar. ¡Qué cosas dirán
ahora los mismos que le aplauden, de su voz, de su estampa y hasta
de su desfachatez!; y él, en tanto, ¡véale usted cómo se pavonea! Se
juzga más tenor que Mario y Tamberlick. Pues no faltará alguna Alboni
de _doublé_, que dentro de un rato nos dé un nuevo disgusto por el
estilo... y tan satisfecha y ufana; y usted, que en nada se mete,
porque tiene sentido común, temblando de miedo á una mirada y á una
crítica que han de cebarse en otros, por ser harto merecedores de ellas.

Juzgábame yo en aquel instante completamente sereno, y así se lo dije á
Matica; el cual me preguntó dándome una palmadita en el hombro:

--¿Puedo fiarme de esa serenidad?

--Respondo de ella--contesté,--mientras me halle en este sitio.

--Pues aprovechémosla antes que se pierda, para examinar el cuadro. Por
de pronto, ya usted ve que aquí hay de todo, como en botica: algunas
mujeres hermosas, otras que quieren aparentarlo y no lo consiguen,
aunque se lo figuran; hombres de varias cataduras, más ó menos
simpáticas... lo mismo que le había pronosticado á usted. No quiero
hacerle una revista minuciosa de las mujeres, porque no me diga usted,
al hablarle de algunas, que me complazco en arrancarle las cándidas
ilusiones que acaricia sobre el sexo en general; ni tampoco de sus
cómplices del otro sexo por la misma razón caritativa. Voy á lo que nos
importa y por lo cual hemos venido aquí esta noche. ¿Ve usted, junto á
la puerta de aquel gabinete, un hombre no muy alto, bastante grueso,
de pecho prominente, imperiosa mirada, y con un bigotazo negro que le
cubre media barbilla? González Bravo, el famoso orador que tan fiera
tormenta desencadenó esta tarde en el Congreso con su candente palabra.

De los dos que hablan con él, el pequeñito y enjuto, bien hecho y
elegante, de frente espaciosa, acentuada nariz, ojos algo saltones,
negra patilla casi unida al bigote, es Ventura de la Vega.

--¡El autor de _El hombre de mundo_!--exclamé devorándole con la vista.

--El mismo. Pues fíjese usted ahora en aquel grupo de damas en íntima
y, al parecer, agradable conversación con dos caballeros. El anciano
de blanca, rizosa y muy poblada cabeza, altísima frente, alongada faz,
á la cual sirven de adorno unas patillas tan blancas y espesas como el
cabello; pulcro y atildado en el vestido, y que aún mira á las señoras
como los lechuguinos de sus buenos tiempos, con lentes de oro, cuyas
cinceladas cachas no suelta de su diestra, es Martínez de la Rosa. No
quiero ofender la ilustración de usted ponderándole sus muchos, grandes
y ya gloriosos talentos.

El que con él comparte la tarea de entretener el corrillo, hombre
afable, malicioso y risueño si los hay, que parece hablar tanto con
los fruncidos ojuelos como con la boca que más bien se adivina que se
ve bajo sus rubios y desmayados bigotes, Patricio Escosura, el hombre
que brilla lo mismo cultivando la política, que el teatro, que la
historia, que la novela. Tiene indudablemente mucho talento; pero,
salvo mejor parecer, picando en tantas cosas á la vez, no le hallo
verdaderamente completo en ninguna de ellas.

Repare usted en estos dos personajes que vienen hacia nosotros
en íntima conversación. El menos joven de ellos y de más modesta
apariencia, pero atractivo y simpático, aunque para hermoso le falta
mucho, es Rubí.

--¡El autor de _La trenza de sus cabellos_!--exclamé.

--Sí, y de _Borrascas del corazón_--añadió Matica con picaresca
sorna;--pero, sobre todo, de _El arte de hacer fortuna_, una de las más
lindas y mejor _cortadas_ comedias del teatro moderno. No confundamos
en esas otras dos el talento de la actriz que las ha popularizado, con
el escaso valer de ellas. El que viene con Rubí...

Cortó aquí bruscamente su discurso Matica, porque se le llevó consigo,
asiéndole por la cintura al pasar, el que venía con Rubí, mozo que
ya me había llamado la atención por lo gentil de su cabeza, que
estaba pidiendo los hombros, la ropilla y los gregüescos de un poeta
contemporáneo de Quevedo y Villamediana.

Quedéme, pues, solo, y volví á tener miedo, ¡mucho miedo! porque no
bastaba á tranquilizarme el ver algunas estatuas de carne y hueso,
como yo, en otros apartados términos del cuadro. Al fin tendría que
salir á la luz; y en saliendo, era hombre perdido. Claro que allí no
se comía á nadie, como decía Matica; pero eso no obstaba para que á
mí me devorara una gusanera de pensamientos que me habían acometido
de pronto. «Todas esas gentes»--reflexionaba yo,--«sin contar los
hombres ilustres que acabo de conocer de vista, valen, tienen y
servirán para algo; y estando aquí, están en su natural elemento,
siquiera por su educación y trato frecuente de unos con otros; pero yo,
¡ánimas benditas!... ¡Si supiérais, elegantísimas damas y distinguidos
caballeros, y, sobre todo, vosotros ilustres personajes, príncipes
del talento, que este mozo tan emperejilado que os contempla desde
aquí es un mísero hidalguete montañés que anda en Madrid á caza de un
destinillo que le ofrecieron en su lugar; que gasta en lujos ridículos
el puñado de pesetas que le echó su padre en el bolsillo para que no
se muriera de hambre en la corte mientras perseguía la limosna del
destino; que ésta es la segunda vez en su vida que huellan sus pies,
hechos á trepar ásperos breñales, la velluda alfombra de los salones
_de tono_; que este sudorcillo que baña su rostro y este azoramiento
de su mirada, son de miedo á que le pongáis en la necesidad de _hacer
algo_ para justificar su presencia entre vosotros, porque no sabe nada,
absolutamente nada de lo que hay que hacer aquí, ni nunca las vió más
gordas!...».

Felizmente nadie me conocía en aquel concurso, y si no me delataban
mis propias imaginaciones... En esto, oí á mi derecha un rumorcillo,
un charrasqueo, el sonar de una cosa que, sin saber por qué, cuajó
la sangre en mis venas. Volví los ojos hacia allá... ¡Virgen de las
Angustias! ¡cuáles no serían las mías al ver que aquello era un abanico
_que entraba_; y detrás de él, Pilita; y con Pilita, Clara; y con las
dos, Manolo!; y los tres me vieron, y los tres se asombraron, cada
cuál á su modo; y yo no me morí entonces de repente, porque la señora
de la casa, que salió á su encuentro, los distrajo; y con esta tregua
me repuse un tantico. Pero no podía tener ya sosiego completo con
aquellas nuevas gentes en escena; las únicas que, por saber quién yo
era, tenían derecho para reirse de mí, y para hacer que me dieran una
corrida en pelo los demás.

Resolví largarme cuanto antes; y discurriendo estaba el modo de hacerlo
sin dar con ello un nuevo testimonio de mi agreste encogimiento, cuando
volvió Matica.

--Perdone usted--me dijo,--que le haya abandonado unos instantes (¡yo
los reputaba siglos!). Este doncel que me llevó consigo, es mi paisano
y amigo de la infancia, Adelardo Ayala, el autor de _Un hombre de
Estado_ y de _Los dos Guzmanes_; todo un ingenio de la Corte del Buen
Retiro, conservado de milagro desde el siglo diez y siete para honra y
gloria del muy prosaico en que usted y yo vivimos.

Atrevíme todavía á buscar con los ojos al insigne poeta que tanto ruido
hizo después en el teatro español, y más tarde en el de la política; y
sin dejar de contemplarle, cuando hube dado con él, dije á Matica con
entera resolución:

--No me siento bien aquí, y voy á marcharme á casa.

--¡Qué oportunidad!--respondió el amigo.--Precisamente cuando venía
á darle á usted una gran noticia... Pero, en fin, si usted no quiere
oirle, váyase bendito de Dios.

--¿Oir á quién?--pregunté, con un poco de curiosidad.

--No hace un cuarto de hora que ha llegado: mírele usted.

Y me señalaba un hombre ya maduro, macizo, vulgar, tipo de mayordomo
bien acomodado, y, por apéndice, tuerto.

--¿Y quién es ese señor?--torné á preguntar.

--Pues ese señor es el mismísimo Bretón de los Herreros.

--¡Ave María Purísima!--exclamé, haciéndome cruces.--Jamás me lo
hubiera imaginado así.--¿Y dice usted que le vamos á oir?...

--Justamente: los que nos quedemos.

--¡Es que yo no me iré sin oirle!

--Demasiado lo sabía yo,--dijo entonces, riéndose, mi amigo.

En esto comenzó á rebullir la gente de la tertulia, por acomodarse
más á su gusto cada cual; y cuantos había en gabinetes y escondrijos
salieron al salón, arrastrados de la misma curiosidad. Nosotros dos
salimos también, y, por lo que á mí respecta, curado en aquel instante
de todo linaje de aprensiones y sobresaltos. ¡Tal ansia tenía de ver y
oir de cerca al celebrado autor de _Marcela_!

Hallábase ya éste arrimado á uno de los candelabros que sostenía una
elegante y rica consola, y cuyas luces, multiplicadas en el limpio
cristal del espejo, envolvían la cabeza del poeta en una aureola que
por lo resplandeciente deslumbraba. ¡Poder de la imaginación exaltada!
Desde que yo sabía que aquel personaje era Bretón de los Herreros, y
le vi, radiante de luz, excitando la curiosidad de tan distinguido
concurso, no comprendía que se pudiera ser hombre de altísimo ingenio
sin aquella faz ramplona y aquel ojo tuerto.

Nos leyó dos cantos de _La desvergüenza_, poema en el cual derramó á
oleadas el ilustre dramaturgo los donaires de su musa retozona y los
primores de la lengua castellana. Jamás me he explicado la razón de que
apenas sea conocida en España esta regocijadísima obra del perínclito
poeta riojano. ¡Con qué ganas le aplaudí, y qué fervorosamente le
admiré! Y aun dije para mí:

--Esto, entre otras ventajas, tiene la de justificar mi presencia
en estos encopetados salones: me parece, remilgadas damiselas y
caballeretes indigestos, que bien vale el placer de oir tales estrofas,
recitadas por su mismo autor, el _sacrificio_ que me cuesta.

Con lo cual y el movimiento y los rumores que volvieron á notarse entre
los tertuliantes apenas acabada la lectura, me sentí muy confortado y
animoso; tanto, que habiéndome colocado la casualidad casi en contacto
con Clara, me atreví á saludarla; y ¡fíese nadie de atolondramientos!
merecí la más afectuosa de las acogidas de la hija de la insufrible
Pilita, que, felizmente, esgrimía su diabólico abanico en el extremo
opuesto del salón, entre dos cotorronas muy emperifolladas... Y hasta
hablamos un poquito de los versos leídos, y aun de las obras de
Bretón; y hablando hablando tan de cerca, y yo en pleno dominio de
mi serenidad, pude notar, con gusto, que la encanijada madrileña de
mi lugar se iba reformando poco á poco; que sus vacíos se llenaban y
que se redondeaban sus ángulos; que las curvas imperaban ya entre las
líneas de su talle esbelto, y que el color de la salud iba insinuándose
en su fino y transparente cutis; con todo lo cual y aquellos ojos
negros, dominantes y casi feroces, se apuntaba en Clara el peligroso
tipo de una singular belleza. «¡Qué ocasión!»--pensaba yo, viéndola
relativamente tan afable,--«para recomendarme á la benevolencia de su
papá, si no fuera ridículo y estúpido pedir una limosna, vestido de
media etiqueta en unos salones como éstos!...». Y dicho está que no la
hablé de tal cosa; ni ella á mí tampoco, acaso por idénticas razones.
Pero, en cambio, se trató de bailar después; y continuando yo á su
lado todavía, me permití invitarla; y aceptó, y bailé con ella, eso
sí, con un miedo de mil demonios á que se me conociera el estilo de la
escuela de Capellanes y Paul, únicas en que yo había cursado la danza,
sin contar la de los salones de don Magín de los Trucos, y otras tales,
que allá se iban con aquéllas; pero creo que lo hice bastante bien,
porque Clara se dejó conducir sin protesta; antes me dijo por despedida
al ir á sentarse:

--Veo con gusto que se aclimata usted muy bien á los aires de la corte.

¿Por qué me lo diría? Sin duda porque me veía allí tan apuesto y
campante, apenas salido de la obscuridad de mi aldea. Pero ¿se
burlaba de mis vanidades aunque aparentaba cosa muy distinta? ¿Y á
qué devanarme los sesos para descifrarlo en la impasible faz y en el
extraño acento de aquella esfinge en miniatura? Lo importante era que
con aquel feliz tanteo de fuerzas con lo más temible que había para
mí en la tertulia, acabé de envalentonarme. Tanto, que después me
complacía en exhibirme y en mirar á todo el mundo á la cara: hasta creo
que hubiera cantado allí á tener siquiera la voz y el arte del tenor
de marras, ó de Lola Quiñones, señorita anémica que cantó después unas
malagueñas en falsete.

Pero Matica, que no me perdía de vista, vino á mí y se colgó de
mi brazo, y leyéndome en la cara todos los pensamientos, me dijo,
acompañándose con una sonrisa de todos los demonios:

--Mira, Pedro Sánchez: tan malo es pasarse como no llegar; pero en
la duda y en sitios como éste, preferible es lo último. Te veo ahora
como en mesa de bodas los niños cortos, luego que, merced al barullo,
pierden la vergüenza: al principio no catan bocado; después, hasta
meten los dedos en las natillas.

Lo cierto es que así andaba yo á la sazón, y que me vino de perlas la
compañía de mi amigo, que me volvió á mi centro, y ya no se apartó de
mi lado hasta que, muy á deshora y después de habérsenos servido un
te, con todos los requilorios del caso, en el cual trance me porté
heroicamente, despedímonos de la gran señora y nos fuimos á la calle.

Ancha era y bien solitaria estaba á aquellas horas; pero así y todo, no
bastaba á contener mi vanidad. ¡Tan inflada me la puso el triunfo que
yo me imaginaba haber alcanzado aquella noche!


                             [Ilustración]


                             [Ilustración]




                                 XVII


La curiosidad, llevada á la pasión, tiene una fuerza irresistible; y no
solamente arrastra á los hombres, sino que los ciega ó los enloquece.
El afán de registrar los misterios que encierra el fondo de un abismo,
hace que el temerario estudie solamente los medios de bajar, y baja;
pero ya en el fondo y satisfecha la curiosidad, y quizá desvanecido el
encanto, hay que pensar en subir... ¿Cómo?... ¿por dónde? Y allí es el
temblar de la voz y el crujir de los dientes...

Yo fuí uno de estos insensatos, dejándome arrastrar de mis vanidades,
que son punto más fuertes que la curiosidad de los sabios indiscretos.
Embriagóme el aura de aquellas regiones, que para mí tenían el doble
encanto del esplendor y de la novedad, y sólo pensé en el modo de
penetrar en ellas. Después, muy poco después, la embriaguez fué
disipándose, llegó el momento de despertar... ¡y qué despertar tan
amargo! La extenuación de mi bolsillo, comenzada en teatros, librerías,
bailes y cafés, y continuada en tertulias de poco más ó menos, estaba
á punto de consumarse con la última pluma que adquirí para las alas
que me subieron adonde no debí haber subido, puesto que maldita la
falta hacía allá. Mis reservas para los trances _de apuro_ estaban
expirando, consumidas en vanas superfluidades; y yo en Madrid, tan
desvalido y desamparado como el día en que llegué; mi padre descansando
tranquilo en mi cordura, y muy cercana la hora en que... ¡Dios eterno,
qué tempestad se desencadenó de pronto en mi corazón y en mi cabeza, y
con qué claridad tan desesperante vi en un momento lo que mucho antes
no quise examinar al columbrarlo entre la bruma de mis intemperancias!
Era, pues, mi situación de las que no dan respiro ni tregua. Y la
culpa de todo, bien examinados los términos del conflicto, la tenía el
aparatoso personaje que con reiteradas promesas me había sacado de mi
lugar, dejándome luego solo y olvidado en aquel infierno de asechanzas
y malas tentaciones. Pues á ese personaje debía yo pedir inmediatamente
cuentas de su incomprensible conducta conmigo, aunque para llegar á él
tuviera que atropellar al cancerbero que le guardaba la puerta, y todas
las puertas y todos los obstáculos del camino de su oficina.

Resuelto á ponerlo por obra, salí de casa apresurado y con fiebre.
Llegué; y cual si el adusto guardián me hubiera leído los propósitos en
la cara, me dejó libre el paso; libre hallé también, por fortuna, la
puerta del encantado aposento que buscaba. Entré. El hombre ostentoso
estaba solo y leyendo unos papelotes, como la otra vez. Hícele un
saludo, doblando el espinazo, y no reparó en mí, ó no me hizo caso
maldito. Aguantéme á pie firme y resuelto á todo.

Tosí dos veces, y el hombre leyendo. Al fin me dijo, sin soltar los
papeles:

--La impaciencia, señor Sánchez, es el peor enemigo de los necesitados.

¡La impaciencia! ¿No era esta palabra el colmo de la burla que estaba
haciendo de mí aquel hombre? Á responder comenzaba, no sé qué cosas,
pero de oportunidad, aunque estudiando mucho las palabras antes de
emplearlas para elegir las más inofensivas, cuando me atajó con estas
otras:

--Todos los pretendientes dicen ustedes lo mismo, como si aquí
tuviéramos los bolsillos repletos de credenciales, sin hacerse cargo
jamás de los gravísimos que pesan sobre uno, especialmente en días tan
azarosos como los que corren.

Verdaderamente había sobrado motivo para descalabrar de un tinterazo á
aquel farsante que tales cosas me decía, después de haberme sacado de
mi casa brindándome con una protección que jamás había solicitado yo.

--Ruego á Vuecencia--repliqué, tragando á borbotones la saliva,--y se
lo ruego por el amor de Dios, que no olvide que Vuecencia mismo fué
quien se empeñó en que yo viniera á Madrid para recordarle de palabra
la oferta que tuvo á bien hacerme espontánea y generosamente en mi
pueblo. Tres meses llevo aquí, llamando casi todos los días á esa
puerta, hasta por reciente encargo de Vuecencia, y ésta es la segunda
vez que tengo la honra de ser recibido.

--Y eso ¿es un cargo que me hace el señor Sánchez?--me preguntó el
señor Valenzuela, mirándome á la cara con una sonrisilla burlona.

--Es una razón que me permito exponer á Vuecencia--respondí,
insistiendo en el tratamiento, por lo mismo que el hinchado personaje
no pensaba en apeármele,--para demostrarle que todo cabe en mí, pobre
montañés sin experiencia, menos el propósito de ser molesto á nadie.

--Por cierto--añadió Valenzuela entre severo y sarcástico,--que nadie
le creería á usted con esa comezón de empleo, al verle matar los ocios
en Madrid tan alegre y descuidado.

Lo decía, sin duda, por las noticias que le habría dado Clara de mis
exhibiciones mundanas. Alentóme esta sospecha, por la cola de recuerdos
que traía consigo, y respondí con entereza:

--Razón de más, señor don Augusto, para que me aguijonee el deseo de
hallar lo que vine buscando. Madrid está lleno de atractivos que yo
desconocía; soy joven, tengo libertad completa, me sobra todo el tiempo
y no soy un santo... Póngase Vuecencia en mi lugar.

Parecióme que éstas mis palabras, dichas, de propio intento, con
cierta acentuación quejumbrosa, suavizaban algo las asperezas del
rollizo manchego; y no me equivoqué, pues que me dijo, trocando el
aire desdeñoso de su fisonomía en otro que tiraba un poco á dolorido y
amargo:

--No le extrañen á usted, _amigo_ Sánchez, ciertos desabrimientos
que parecen inconveniencias de carácter, en hombres como yo y en
determinados momentos de la vida. Todo lo que usted alega es cierto;
tan cierto como leal y sincero fué cuanto yo le dije y le prometí poco
tiempo hace en la Montaña; pero los acontecimientos son más fuertes
que la voluntad y los propósitos de los hombres; lo que es ahora una
nubecilla tenue, dos horas más tarde llega á ser tempestad formidable
sobre el horizonte; los grandes conflictos absorben la atención y las
fuerzas, y borran en uno hasta el recuerdo de las cosas pequeñas, como
el destino para usted; los altos intereses de la patria, amenazados por
la ambición insensata de un enemigo criminal y alevoso... ¡hasta el
instinto de propia conservación!... en fin, deje usted que pasen estos
días de prueba, y yo le prometo que habrá para todos. Entre tanto, y
para que usted no se moleste yendo y viniendo, déjeme su nombre y las
señas de su casa: yo cuidaré de avisarle tan pronto como tenga algo
bueno que decirle.

Que el reluciente manchego se refería en las altisonancias de su
discurso á la borrasca que á la sazón reinaba en el mar de la política
española, borrasca cuyos bramidos transcendían al público, harto
evidente era; que al pedirme mi nombre por escrito y las señas de mi
casa se proponía quitarme todo pretexto de volver á molestarle con mis
visitas, también me pareció notorio... Pero, en este caso, ¿para qué
me sacó de mi lugar el grandísimo?... ¡Oh, qué heroicamente rechacé
el tropel de pensamientos que por este lado me asaltaban! Temí que el
exceso de razones me arrastrara á cometer allí una imprudencia que
echara á perder lo poco que había ganado, y me despedí del personaje
con la mayor cortesía que pude, dejándole una tarjeta, en la cual
constaban todos los pormenores que él decía necesitar; y con esta
tarjeta, la última esperanza de que las puertas de mis apuros se
abrieran por donde me lo había hecho creer en mi lugar el repolludo y
pomposo don Augusto Valenzuela.

Al llegar á mi posada, después de esta memorable entrevista, hallé
sobre la mesa de mi cuarto una carta de mi padre.

El cual, entre otras cosas, me decía:

«Hijo del alma: cada día me persuado más de la buena ley del afecto
que has logrado arraigar en el corazón del señor don Augusto. La misma
lentitud con que camina en el asunto de tu colocación, muestra bien á
las claras el deseo que tiene de ofrecerte cosa que te honre á la vez
que te aproveche, pues nada le sería más fácil, si sólo de cubrir el
expediente se tratara, que despacharte, en un quítame esas pajas, con
un destinillo de tres al cuarto, que fuera, como el otro que dice,
pan para hoy y hambre para mañana. Persevera, pues, hijo mío, en esos
tus buenos propósitos, que á menudo me manifiestas, de no mostrarte
impaciente ni desconfiado con ese buen señor y su dignísima familia,
á quienes tantas, tan frecuentes y tan señaladas finezas debes desde
que estás ahí, según me refieres en casi todas tus cartas; finezas y
atenciones que no me sorprenden, pues éste mi ojo, tan ducho en el
conocimiento de los hombres, no podía engañarme cuando, no bien hubimos
saludado aquí á tu excelso protector, le reputé por una gran persona,
modelo de caballeros y de corazones sin hiel ni dobleces ni falsías,
campechano y noblote; alma privilegiada á quien no desvanece el vértigo
de las alturas...

«Procura, en fin, hijo de mi corazón, á fuerza de economía (sin que
se entienda que quiero que te prives de lo necesario), ajustar tus
recursos pecuniarios al rigor de las inevitables dilaciones, que nunca
serán tan largas que lleguen más allá que el amparo de aquéllos;
porque la Providencia divina no te sacó de esta apacible soledad para
abandonarte luego en medio de esas extrañas muchedumbres, que son la
más horrible de las soledades...».

¡Ojo ducho en conocer á los hombres!... ¡Santo varón! ¡Modelo de
caballeros, campechano y noblote el señor de Valenzuela!...

Esta carta, testimonio vivo de la honrada sencillez del pobre viejo
autor de mis días, acabó de indignarme contra el farsante manchego
que así jugaba, no ya con mi credulidad, sino con la de mi padre, en
quien un desengaño como el que estaba á pique de sufrir, tras de las
ilusiones que se había forjado, podía costarle hasta la vida.

Sentí que la comezón febril antes crecía que se me aplacaba, y volvíme
á la calle, sin saber por qué ni para qué. En la Carrera de San
Jerónimo me fijé en un caballo largo, largo y anguloso que venía de
hacia el Prado, dando zancadas con las cuatro estacas que le servían
de extremidades, gacho y muy estirado el cuello, empinadas las orejas
y tieso, casi horizontal, el medio rabo en que terminaba por atrás
aquella desgarbada máquina viviente. Desde que llegué á Madrid me
llamaron mucho la atención esos cuadrúpedos desmazalados y exóticos con
que el extravagante capricho de la moda sustituyó, en calles y paseos,
al gallardo potro cordobés. Sobre el penco mencionado se desparrancaba
un jinete no más repolludo ni lozano que él, con las zancas encogidas,
el estribo engargantado, el cuerpo muy echado hacia adelante, y el
cuello y la cabeza en la misma dirección que los del caballo; no
cesaba de dar culadas encima de éste, á modo de conatos de brinco, y
parecióme, en su dejadez y desencuadernamiento, quebrantado y fatigoso
del rudo ejercicio que traía el infeliz; el cual resultó ser, cuando le
vi más de cerca, el mismísimo Manolo Valenzuela.

Estando próximos á cruzarnos en las Cuatro Calles, una joven que salió
de la del Príncipe para atravesar la Carrera, se vió de pronto casi
entre las aspas delanteras del bucéfalo. Aunque hubo los chillidos y
sobresaltos de costumbre, y la joven cayó hecha un ovillo á media vara
del animal, éste siguió inalterable la recta que llevaba, porque su
jinete pareció no reparar siquiera en el percance. Entre tanto, avancé
yo de un brinco hasta la joven, y la levanté del suelo. Júzguese de
mi sorpresa al reconocer en ella á Carmen, por fortuna ilesa aunque
muy asustada. Que se sobrecogió algo al conocerme á mí, no necesito
decirlo, ni tampoco que me extrañó grandemente ver á la hija de don
Serafín sola, en aquel sitio y á tales horas (empezaba á anochecer).

--¿Y Quica?--le pregunté cuando los curiosos se dispersaron y volvimos
á ser Carmen y yo dos simples transeuntes.

--En la cama dos días hace, aunque no de cuidado--me respondió al
punto; y aun añadió anticipándose á mis deseos de saber algo más:--y mi
padre en su tarea, que no puede dejar hoy hasta las nueve de la noche.
Urgía entregar la labor que llevo en este pañuelo, y me arriesgué á
hacerlo yo misma. ¡De buena me he librado... gracias á usted!

--Cierto que en peores manos pudo usted haber caído--dije, creo que con
doble intención;--pero á nadie más que á su ligereza debe agradecer el
haber salido ilesa de tan grave peligro.

--¡Si parece castigo de Dios!... es decir, no, ¡porque si yo le dijera
á usted lo urgente que me era entregar esta misma tarde la obra que
llevo aquí!...

--¿Va usted muy lejos?--preguntéle, sin querer saber más.

--Ahí enfrente--me respondió.--Á ese piso donde dice, en letras
doradas, _Utrilla_.

--Pues suba usted--repliqué,--que aquí la aguardo para acompañarla de
vuelta á su casa.

Fuése, y volvió muy pronto. Yo la esperaba en el portal del famoso
sastre.

Mientras caminábamos por la calle del Príncipe, me dijo Carmen, con los
mismos escalofríos de gusto con que le manifiesta el que se arrima al
calor de la lumbre después de atravesar un páramo cubierto de nieve:

--¡Qué bien se va así!...

--¿Qué entiende usted por «así?»--la pregunté, acentuando lo mismo que
ella el adverbio.

--Acompañada como voy ahora--respondió volviendo á estremecerse un
poquitín.--¡Si viera usted qué miedo da andar sola por estas calles,
cuando no hay costumbre de eso!... Pensaba yo que tanto daba llegar
hasta aquí como hasta los Ultramarinos de enfrente de mi casa, ó al
pasamanero de la esquina... ¡Cada vez que pienso lo que pudo haberme
sucedido si doy dos pasos más!

--¿Sabe usted, Carmencita, lo que reflexionaba yo mientras la esperaba
en el portal de Utrilla?--díjele de pronto.

--¿Á ver?--exclamó la joven, picada de la más viva curiosidad.

--Pues reflexionaba yo que pudo usted muy bien, cuando menos, haberse
descalabrado entre las patas de aquel animalazo; y que si tal hubiera
acontecido...

--¡Qué horror!

--Pues no, señora; y acaso, acaso me hubiera alegrado de ello.

--Muchas gracias.

--Déjeme usted concluir. Si usted se hubiera hecho tanto así de
daño--y señalé la punta de la uña del dedo meñique,--hubiera tenido
yo derecho para lanzarme sobre el cuadrúpedo; apear al jinete de un
bastonazo, y solfearle después la cara á bofetones...

--¡Justo!--exclamó Carmen estremecida de espanto,--y en seguida el
corro de gentes desocupadas, y los guardias municipales, y yo á la
botica entre brazos, y usted á la prevención; y mi padre notando mi
falta en casa, corriendo en mi busca por esas calles de Dios... y los
periódicos dando al otro día cuenta del suceso; y mi nombre... y el
de usted, sabe Dios en dónde... y de qué modo. ¡Virgen María!... Pero
¿está usted loco?...

--Creo que tiene usted razón--respondí con la mayor formalidad.--Pero
como no todos los días se parecen entre sí, y el condenado temperamento
suele también contagiarse de los trastornos meteorológicos, en
ocasiones se siente uno más batallador, pongo por caso, que lo de
costumbre.

--Vamos--dijo Carmen sonriéndose,--á usted le ha pasado hoy algo grave.

--¿Por qué lo cree usted?

--Porque, ó yo me engaño mucho, ó se halla usted sobrexcitado y
caviloso... digo, si desde que yo no le veo no le han hecho cambiar de
temperamento los aires de Madrid.

--Ni lo uno ni lo otro, Carmencita, sino que somos así los hombres,
créame usted... y hágame el favor de no correr tanto, por el amor de
Dios... ¿ó es que ni conmigo se cree usted segura ya?

--Lo que hay es que tengo muchas ganas de llegar á mi casa.

--Justo, porque le molesta á usted la compañía... Muchas gracias,
Carmen.

--Lo dicho, hoy no está usted en sus cabales.

--Ni usted tampoco, si á juzgar vamos por las apariencias.

--¿Qué apariencias?

--Ese sobresalto y esa...

--Me parece que después de lo que me ha sucedido, y, sobre todo, de lo
que pudo sucederme...

--Pero ahora va usted conmigo, y no hay razón para que tema usted cosa
alguna: ¡pues le caía el premio gordo al que se permitiera!... ¿Ve
usted?... ya corremos otra vez... Es que parece mentira que con esos
piececines se pueda andar tan de prisa... ¡Caramba si son menudos y
primorosos!... ¡No, pues las manos!...

--¿Lo ve usted, señor Sánchez?

--Pues porque lo veo lo digo.

--No es eso lo que yo quiero que usted vea, sino que con razón le
decía yo que, ó no está usted hoy bueno, ó ha variado mucho en pocos
días. Antes no era usted así tan reparón y tan... ¿me deja usted que se
lo llame?

--¡Pues no he de dejarla!

--Tan atrevido.

--¡Atrevido... porque pondero su pie... y su mano?

--Por eso mismo... Antes no se fijaba usted en esas pequeñeces ó, por
lo menos, no lo decía.

--¿Y usted prefiere lo de antes?

--Le sentaba á usted mucho mejor. Eso que usted me dice ahora se le
ocurre á cualquier estudiantillo desatento.

--Dura es la lección por ser de usted, Carmen; pero sepa usted que
la acepto, aun cuando puedo jurar que no la merezco si me la dió por
descortés y atrevido á sabiendas; y á lo mío me vuelvo con muchísimo
gusto; sobre todo, si así la inspiro á usted más confianza.

--Con ello y sin ello me la inspira usted siempre; sólo que como en
materia de gustos es permitido escoger, yo le prefiero á usted tal y
como le conocí viniendo de la Montaña... y algunos días después.

--Pues ese soy, y pelillos á la mar; ese mismo con su insipidez...

--No hay nada insípido ni sabroso: todo depende del paladar.

--Con tal que al de usted le supiera yo á mieles...

--¿Otra vez, señor Sánchez?

--¿También por aquí peco, hija mía? Pues esto no es hablar de los pies
ni de las manos de usted.

--Pero al fin son chicoleos de mal gusto, tan impropios de usted como
de la ocasión.

Y en esto apretaba más el paso, y yo no sabía ya si dejarla sola ó si
acompañarla; si hablarla ó callarme la boca; en fin, cómo la servía
mejor. Pero ¿por qué se mostraba Carmen tan escrupulosa en materia
de temas de conversación, y tan rigorosa conmigo? La verdad es que
meterse uno á protector de una desvalida y comenzar por galantearla, no
concordaba gran cosa que digamos. De todas éstas y otras incongruencias
tenía la culpa el fachendoso Valenzuela, cuyo recuerdo me crispaba
los nervios; pero de este asunto no debía yo hablar con Carmen; y
cabalmente era el único de que á la sazón me era posible hablar con
oportunidad, abundancia y hasta brillantez. Tan repleto de él estaba.

Sin nuevas discrepancias, llegamos al fin de nuestra breve jornada. En
el portal de la casa se detuvo Carmen; volvióse hacia mí, que no había
pasado de los umbrales de la puerta, y me dijo:

--Muchas gracias; mil perdones por las reprimendas que le he echado á
usted en el camino, y que no le sirvan éstas de excusa para dejar de
visitarnos á menudo: ¡cuidado si se vende usted caro de un tiempo acá!
¡Ah! no cuente usted el suceso á mi padre.

Respondí lo que podrá verse en cualquier _tratado de urbanidad y buenas
costumbres_, y, en señal de despedida, me tendió Carmen la mano. Tal
se la apreté con la mía, que si la hija de don Serafín Balduque no vió
en aquel momento las estrellas, no debió de faltarle el canto de una
peseta.

Mientras caminaba hacia mi casa, se me agarraron al pensamiento el
encuentro con Carmen, su soledad, su azoramiento mientras yo la
acompañaba, sus remilgos en los temas de mi conversación con ella, su
encargo de que no supiera su padre que había salido sola...

--Y si todo esto fuera una comedia--díjeme de pronto,--¿qué papel ha
sido el mío?

Pero como el asunto no me llegaba muy adentro, volví á llenar la
memoria con el señor de Valenzuela; y así llegué á casa.

Después de comer poco y de hacer la oposición más tenaz en cuantas
conversaciones se apuntaron en la mesa, volvíme á la calle solo y
resuelto á pasar la noche á mi gusto. No había que pensar en las dulces
y ordenadas emociones del arte escénico: me faltaba hasta la paciencia
necesaria para estar sentado media hora seguida entre gentes de buena
educación. Aun el salón de Capellanes que, en su género, era de lo más
ordenado y bien regido, me pareció insoportable; por lo cual me fuí á
Paul, donde me pasé cuatro horas largas bailando como una bestia, y
dando codazos y pisotones á diestro y siniestro.

Acostéme rendido á la una, y me dormí soñando que desde la peña más
saliente de la costa vecina á mi lugar, arrojaba de un puntapié á los
abismos del mar al señor de Valenzuela y á toda su distinguida familia.


                             [Ilustración]


                             [Ilustración]




                                 XVIII


Me abrumaba la carga de tristes presentimientos, y era harto crítica
mi situación en aquellos días para no sentir, con la necesidad de un
consejo desapasionado, la más apremiante de un desahogo de pesadumbres.

La casualidad me presentó una coyuntura favorable, y la aproveché.
Hallándome á solas con Matica, le pregunté en crudo:

--¿Qué juicio le merece á usted el señor don Augusto Valenzuela?

--Téngole--me respondió al punto,--por un grandísimo bribón.

--¿Así como suena?--repuse.

--Así como suena,--insistió.

--Por supuesto--añadí sin maldito el propósito de disculpar al
personaje manchego,--usted se refiere al estadista, al político, no
al...

--¡Qué estadista ni qué niño muerto!--atajóme Matica con su natural
desenfado;--me refiero al hombre: yo no admito esos distingos que han
inventado los retóricos al uso para legitimar el socorrido oficio de
vivir sobre el país. El que hace una pillada política, es un pillo como
todos los pillos; quien no es honrado en su vida pública, tampoco puede
serlo en su vida privada. ¡Ni que fuera la honra prenda de dos caras, ó
mueble de varios usos! Mas aunque admitiéramos como excusa de buena ley
para todos los crímenes _oficiales_ esa peregrina distinción, insisto
en el calificativo por lo que respecta al encopetado manchego de que
tratamos. El señor de Valenzuela es un caballero que si el Código Civil
rigiera en España por igual para todos los españoles, estaría años hace
arrastrando treinta libras de cadena en un presidio, con otros muchos
personajes que también gastan coche á expensas del Estado.

--¿Quitamos de esa pintura siquiera los toques _de estilo_ del pintor?

--Hombre, puede usted borrar el cuadro entero, si tal como ha salido le
disgusta por conexiones que pueda haber entre usted y el original...

--Ninguna que valga dos cominos.

--Pues lo dicho, dicho, señor Sánchez... Pero ¿dónde mil demonios ha
estado usted metido para que le suenen á nuevas estas cosas que yo le
digo ahora de ese famoso personaje?

--No le extrañe á usted esta ignorancia mía--respondí con entera
ingenuidad:--la política me interesa muy poco; y es tan frecuente el
hablar mal de los gobernantes, que todas las maldiciones me suenan ya
lo mismo, y por un oído me entran y por otro me salen. Pero ahora es
distinto el caso... Conque siga usted, amigo Mata, y dígame por qué
debía estar en presidio el señor de Valenzuela.

--Por muchas razones. En primer lugar, por ladrón.

--¡Ave María Purísima!

--Y lo pruebo. Los gastos visibles de ese personaje, sus trenes, sus
fiestas, sus lujosos aposentos, sus palcos en los principales teatros,
sus viajes de recreo, su ostentación escandalosa, los vicios de su
hijo, los caprichos de su mujer y cuanto de estos dispendios se sigue
y se completa, no me comprometería á pagarlos yo con diez mil duros al
año... Pues no pasa de sesenta mil reales lo que vale su destino. ¿De
dónde sale lo demás?

--Del caudal que habrá ido acumulando,--dije por decir algo.

--¡Acumulando!--exclamó Matica imperturbable.--¿Sobre qué? Desde que
es personaje gasta lo mismo, aun ganando menos que hoy: luego no ha
habido ahorros; luego hay manos sucias, agios, escamoteos... porque no
hemos de creer que á ese señor, por raro y singular privilegio, todos
le sirven y todo se le da de balde.

--Estaría bien por su casa, y vivirá de sus rentas,--añadí todavía.

--Conozco al dedillo la historia de Valenzuela desde que salió de la
Mancha--replicó Matica.--Su padre era secretario de ayuntamiento en
un pueblecillo cercano á Ciudad Real. Á su lado aprendió á leer y á
escribir, y probablemente los rudimentos del oficio en que después
se ha ejercitado con singular disposición y notorio aprovechamiento.
Imberbe aún, por manejos de su padre consiguió una plaza de
escribiente, dotada con cuatro mil reales, en el gobierno de aquella
provincia. Años andando, fué nombrado auxiliar de no sé qué, en una
aduana de Andalucía. Allí se casó con Pilita, que, por entonces,
según reza la fama, era un manojito de gracias, aun entre las de su
tierra. Supuesta esta verdad, hay que convenir en que ha variado mucho
la hija del desbravador Pedro Jigos (que ésta es la alcurnia de la
indigesta consorte de nuestro personaje). Otro que lo era ya entonces
y ha continuado siéndolo hasta hoy en la política española, aunque
con la varia suerte de todos los de su calaña, hombre famoso por sus
despilfarros, y más aún por su insaciable afición á las hijas y mujeres
del vecino, conoció á Valenzuela recién casado, y se le trajo á Madrid
con un morrocotudo empleo. De aquella fecha datan las grandezas y
pomposidades del insigne manchego; las lujosas exhibiciones de su mujer
en teatros y paseos; sus lejanas excursiones de verano...

--Pues ahí tiene usted explicado el misterio--dije interrumpiendo á
Matica.--Tales pueden ser las larguezas de ese protector, que ellas
solas basten á satisfacer las necesidades de la casa de Valenzuela.

--No hay tal protección, pues ésta concluyó mucho antes que empezaran
á marchitarse las gracias de la andaluza, y se notaba la falta del
filón en las cesantías de Valenzuela, no obstante los grandes ascensos
que había tenido en su carrera; lo cual prueba que el verdadero platal
de ese hombre está en la entraña del destino que desempeña. Luego de
los diez ó doce mil duros en que yo presupongo el gasto anual de esa
familia cuando está en candelero, siete ó nueve mil son mal adquiridos;
es decir, estafados á la Hacienda pública, ó á los particulares que se
dejan robar por ignorancia... ó por malicia.

--Suponiendo--repuse,--que esas conclusiones de usted sean el puro
Evangelio, sabemos de dónde sale el dinero que gasta y malgasta nuestro
hombre; pero ¿y su importancia?... porque ésta no se roba ni se presta.

--Cierto--dijo Matica;--pero este caso le probará á usted que se puede
ser hombre importante sin chispa de entendimiento. Basta con ser mal
inclinado y tener poca vergüenza; añada usted, si quiere, cierta
travesura, buena fachada, mucho énfasis, algo de abnegación, criminal,
por supuesto, y hete á Valenzuela. El único talento que posee este
hombre es el de saber para qué sirve, sin querer pasar de allí. Sabe
que nació para raposo, y prefiere serlo de verdad á representar falsos
papeles de lobo. Trabajando á la sombra en segunda ó tercera fila, la
misma obscuridad ampara sus asechanzas y estimula su escaso valor. Si
le miraran los ojos de las gentes, era hombre perdido. Como no repara
en medios, _las arma_ pronto y muy gordas; y una vez armadas y con el
jugo ya entre los dientes, le importa un bledo que el mundo se le venga
encima. «Échenme á mí la culpa», dice al ministro. Y he aquí por qué,
apenas se descubre un gatuperio gordo en las regiones gubernamentales,
Valenzuela es el yunque sobre el cual descargan los golpes de sus
iras las oposiciones del Congreso, la prensa de todos los matices y
los maldicientes de todos los corrillos. El ministro del ramo no le
defiende, aunque remeda intentarlo, y los periódicos ministeriales
le abandonan, como si dijéramos, en medio de la vía pública... Y
Valenzuela impávido y calladito, porque contaba con ello; y, además,
sabe que en España no hay escándalo que interese más de ocho días, ni
criminal de copete que no se imponga «al país» que se lo llama, con una
salida á tiempo, humos de gran señor y cara sin rastro de vergüenza.
Hombres de tal temple y de tal abnegación, no tienen precio para los
gobernantes en estos gloriosos días en que el poder es un campo de
batalla donde no hay hora de reposo ni instante seguro para la vida...
Pero (y usted perdone la pregunta si la juzga impertinente), ¿de dónde
nace su repentino deseo de conocer la casta de ese pajarraco?

Aquí, venciendo el último de mis pueriles escrúpulos, se lo conté todo
á Matica. Me miró con cara de lástima, y me dijo, después de oirme:

--Pero, hombre, ¡es posible que, con su buen entendimiento, no haya
conocido usted hasta ahora que fiar su porvenir de un hombre como
ese, es punto peor que tirarse al estanque del Retiro con un canto al
pescuezo? ¿En dónde está la proverbial malicia montañesa?

Por aquí siguió Matica despachándose á su gusto; y entre ponerme á mí
de inocente y majadero, y al otro de pillo y de ladrón, se pasó un buen
rato, hasta que le dije:

--¿Y qué hago yo en este conflicto?

--Una de dos cosas--respondió Matica inmediatamente:--buscárselas por
otra parte, ó volverse á su lugar.

Aquí me fué necesaria otra declaración aún más penosa que la anterior.
No tenía en el mundo otro valedor que Valenzuela; y para adquirirlos
por mi propia virtud, necesitaba continuar viviendo en Madrid; para
vivir en Madrid era indispensable el dinero, y mis reservas estaban á
punto de acabarse, porque las había malgastado en la confianza de que
el farsante manchego me libraría de apuros dándome lo prometido.

Matica se atusaba la barba mientras iba yo desembuchando con grandes
repugnancias estas cosas, y me dijo, tomando el discurso donde yo le
dejé:

--Además, ya no estamos en los tiempos de Gil Blas de Santillana, ni
los humos de usted le permitirían acomodarse á todos los servicios
por donde fué pasando aquel famoso semiconterráneo suyo para hacer
carrera, ni daría usted al remate de ella con un caballero que le
regalara fincas en Valencia. Ya no se estila eso. Ahora, con buenos
asideros, se toman _per saltum_ las grandes prebendas, ó se muere uno
de hambre... lo probable es morirse de hambre, porque hay, hablando mal
y pronto, quinientos burros para cada pesebre. Á veces suele soplar la
fortuna por donde menos se espera, y sin contar con los casamientos
ventajosos con que tanto sueñan los galanes pobres (y no aludo á ningún
montañés en particular), hay huracanes de sucesos que arrollan al más
descuidado, y de la noche á la mañana, me lo plantan en lo más alto de
la rueda. Bien pudiera usted ser uno de estos venturosos mortales...

--Dejemos la broma, amigo Mata,--le dije, interrumpiéndole,--y hablemos
en serio, que bien lo merece mi apurada situación.

--Pues qué, ¿piensa usted--me replicó el cáustico extremeño,--que no es
serio lo que le digo porque no lo hago en el tono campanudo y pomposo
de su amigo Valenzuela, prototipo y cuño de los hombres serios del
día? Este error en que usted vive es otro resabio aldeano de que debe
usted corregirse, si no está resuelto á volverse á su pueblo á esperar
sosegadamente á que, andando los años, le den la administración de las
fincas del Infantado y la secretaría del Ayuntamiento... ¿Qué tal?...
¡Mala cara pone el amigo Sánchez!... ¿Se cree usted todavía con virtud
bastante para conformarse con eso sólo después de haber conocido lo
grande que es el mundo y el ruido que hacen las gentes en él?

--¡No!--respondí sin titubear, por las razones que se le ocurrían á
Matica y por otras muchas que me carcomían tanto como ellas, por lo
mismo que eran miseriucas del amor propio.

--Pues he ahí por qué no le he aconsejado á usted en serio y en seco
que se volviera á la Montaña; consejo que, de seguro, le hubieran dado,
después de oirle á usted como yo le he oído, todos los _letrados_ que
nunca se sonríen. Pero yo veo en usted algo más que un pobre secretario
de ayuntamiento de aldea; y mientras no le crea repleto otra vez de esa
vieja y patriarcal vocación, me guardaré muy bien de decirle «por ahí
se va», aunque ese sea uno de los caminos que le mostré para huir del
apremiante conflicto que me expuso.

--¿Y si el señor de Valenzuela llegara á cumplirme su palabra?--me
atreví á apuntar.

--¡Inocente de Dios!--exclamó Matica mirándome con lástima.--¡Todavía
tiene usted esperanzas!... Pero, aunque éstas se realizaran, ¿de qué
le serviría á usted?... ¿Usted no sabe que los días de Valenzuela
están contados, porque los gobernantes, á cuyo amparo vive y medra, se
tambalean ya? ¿No tiene usted ojos ni oídos? ¿No lee usted periódicos?
¿No oye á las gentes? ¿No siente usted, por donde quiera que va, un
rumor extraño y persistente, y no sabe que eso es el estertor de los
gobiernos impopulares y aborrecidos? Y cuando Valenzuela caiga, ¿de qué
le serviría á usted la credencial que deba á su munificencia, si caerá
usted al mismo tiempo que él, como una de sus hechuras?

--Pues no hablemos más del asunto,--dije viéndome sin salida entre
aquellas reflexiones, cuya fuerza consistía, precisamente, en ser
idénticas á las que yo me había hecho más de una vez, por lo mismo que
no era tan sordo ni tan ciego como Matica me juzgaba.

Y no se habló más.


                             [Ilustración]


                             [Ilustración]




                                  XIX


Pero el malhadado pleito no se apartaba un punto de mi imaginación;
y en ella se multiplicaban con asombrosa fecundidad, como toda mala
semilla, y crecían y se esponjaban, los sombríos pensamientos sin hora
de verdadero reposo para mí.

Pasé de este modo una semana bien cumplida; y cuando ya comenzaba á
acostumbrarme á la carga, y aun intentaba aligerarla un poco con el
recurso de ciertas esperanzas que la triste necesidad me fingía en lo
más obscuro de la mente, entró muy de mañana en mi cuarto el ínclito
don Serafín Balduque, con el sombrero en la mano, chispeantes los
ojuelos, torcido el corbatín, desabrochado medio chaleco y la capa
arrastrando.

--¡Mueran los pillos!--gritó por todo saludo, mientras me tendía la
mano.

Creí que se había vuelto loco, y le miré con asombro, sin decir una
palabra.

--¡Choque usted, señor don Pedro!--continuó, oprimiendo mi diestra con
la suya trémula y ardorosa:--¡la patria está de enhorabuena, y usted y
yo también, y todos los españoles honrados!

--Pero ¿por qué, hombre de Dios?--le pregunté, lleno de curiosidad.

--Pues ¿por qué ha de ser sino porque cayeron los viles, los tiranos,
los ladrones, los?...

--¿Quiénes son esos tiranos y esos?...

--¡El Gobierno, calabaza!

¡Yo sí que caí entonces despeñado en el más triste de los desalientos!

--Y no dirá usted--continuó el hombrecillo,--que el egoísmo enciende
mi entusiasmo, pues allá se van en ideas los nuevos con los caídos,
y nada espero de ellos; pero, al cabo, son otros hombres; no los
infames que me quitaron á mí el pan y trataban de dar un puntapié á la
Constitución... Porque ya sabrá usted que intentaba un golpe de Estado
el _Ministerio de las economías_... Aquí está, calentito, _El Clarín
de la Patria_, que lo reza punto por punto, con la lista de los nuevos
ministros. Todos me parecen peores, y de ninguno de ellos espero cosa
mayor; pero no importa: ya he dicho que no son _los otros_; los que
me dejaron cesante y no han querido reponerme, ¡repillos!... ¡Y que
esos hombres caigan en blando como las gentes honradas!... ¡Mueran los
ladrones!... Pero, hombre, ¡qué cosas dice _El Clarín_ al dar cuenta
del suceso! No sé cómo se lo consienten, porque, al fin y al cabo,
todos son lobos de una misma camada... Verdad que lo dice á medias
palabras y entre renglones. ¡Cuidado si es caliente de boca el tal
periódico!... También trae la lista de los altos funcionarios que han
presentado sus dimisiones al caer el ministerio. Excuso decir que el
primerito está su amigote Valenzuela... Supongo que le tendrá á usted
sin cuidado, ¿no es verdad? ¡Para el caso que le ha hecho á usted
cuando me ha recomendado á él!... Por cierto que si no fueran ustedes
tan íntimos, quizá me atreviera...

--¿Á decir algo malo de él?--pregunté al cesante interrumpiéndole
nervioso.--Pues si es eso, diga cuanto guste, que más merece la muy
serrana partida que me ha jugado.

--¿También á usted!... ¡Ah, tunante manchego!... Pues digo de él que
es el capitán de la cuadrilla; y que me asombra que haya tardado usted
tanto en oirlo y en conocerlo. Muchas y muy gordas ha hecho; mucho ha
podido, y quizás pueda mañana más que ayer, porque en España somos
así... pero, por de pronto, está boca abajo, nada le debo, y ¡mal rayo
le parta!

Lo que don Serafín despotricó con este motivo, no cabe en papeles. Por
conclusión me dijo:

--¿Usted no será hombre de echarse á la calle en seguida?

Excuséme con ocupaciones perentorias y con las poquísimas ganas que
tenía de moverme de casa, en nada de lo cual mentía; y díjome Balduque
calándose el sombrero:

--Pues yo, señor don Pedro, la corro hoy, aunque me cueste otra
cesantía; necesito aire y movimiento, mucha noticia y mucho comentario;
¡sobre todo, los comentarios! ¡parece que me nutren y me regeneran! De
paso, se informa uno; se inquiere, se indaga; y como por lo más obscuro
amanece... Ya procuraré verle á usted para comunicarle las impresiones
recibidas... Conque repito la enhorabuena, y... ¡hasta siempre, amigo
mío!

Tendióme la mano, y salió de mi casa tan nervioso y desconcertado como
había entrado en ella.

Entre tanto, desvanecidas del todo mis débiles esperanzas con la
noticia que me trajo don Serafín, había formado yo una resolución
irrevocable. Escribiría á mi padre sin pérdida de tiempo dándole
cuenta del fracaso de nuestros proyectos, no por culpa de Valenzuela,
pues esto equivaldría á una puñalada en el honrado corazón del pobre
hombre, tan pagado de las hidalguías y larguezas del personaje, sino
por razón del reciente cambio político que, por entonces, hacía
inútiles los buenos deseos de mi generoso protector, y le anunciaría
mi próxima vuelta á la Montaña á esperar tiempos mejores. Con el poco
dinero que me quedara después de liquidar mis cuentas con la posadera,
tomaría el rincón más barato de la diligencia; y si ni para esto me
alcanzaban los sobrantes, haría el viaje en _galera acelerada_, ó séase
carromato de cuatro ruedas, que tardaba diez ó doce días de Madrid á
Santander. Una vez en mi casa, ya hallaría yo modo de ir informando á
mi padre poco á poco de la verdad, y de explicarle, sin que le doliera
mucho, la inversión de mis reservas á tanta costa adquiridas; armaríame
de valor para sufrir la rechifla que me esperaba de los Garcías y de
otros que no eran Garcías, al verme tornar con el moco lacio, pobre
y desvalido, al mísero hogar del cual me vieron salir tres meses
antes entre los resplandores de los prestados rayos del manchego sol
que había deslumbrado á todo el pueblo; establecido ya en él, iría
borrando de la memoria, con la fuerza de la necesidad, las golosinas
del mundo que había catado, y tornaría á pretender la secretaría del
ayuntamiento, y hasta sería capaz, si no me la daban, de labrar la
tierra con mis propias manos, con tal que así lograra satisfacer las
primeras necesidades de la vida y servir de amparo y de consuelo á la
honrada vejez de mi padre.

Bajo estas impresiones me puse á escribirle; y escribiendo estaba
todavía, cuando se me presentó delante Matica.

--¿Qué se hace?--me preguntó sin saludarme.

--Ya usted lo ve,--respondíle señalando á la carta.

--¿Para quién es?... y usted dispense la franqueza.

--Para mi padre.

--Lo suponía. Le dará usted cuenta de la caída del ministerio.

--Justamente.

--Y acaso, acaso, y con este motivo, le anuncie usted propósitos de
volver á la tierra...

--Cabal. ¿En qué lo ha conocido usted?

--Después de lo que hablamos el otro día, eso es lo que procede en un
hijo tan honradote y concienzudo como usted.

--Me falta media carilla, y no quisiera perder el correo. ¿Me da usted
su permiso para concluirla?

--No, señor: antes le mando que suspenda la tarea; óigame, y continúela
después si le parece.

Dejé la pluma, sentóse Matica, pusímonos frente á frente, y me habló
así:

--¿Le conviene á usted un empleo en Madrid, con veinticinco duros
mensuales, pagados á tocateja, duradero, de poco trabajo y no
precisamente antipático?

Parecióme la oferta una canongía llovida del cielo de repente.

--¿Y si yo dijera que sí?

--Sería para usted.

--¿Desde luego?

--Desde hoy mismo.

--¡Demonio!--exclamé en el colmo de la sorpresa.--Hágame usted el favor
de explicarme eso.

--Está vacante la administración de un periódico de importancia; lo
he sabido anoche; hablé con el director (propietario á la vez), gran
persona y amigo mío; le ofrecí un administrador de las condiciones
y señas de usted, una por una... y un poquito más, por si acaso...
siempre á reserva de que le convenga á usted la plaza, que yo creo
que le conviene, y por eso me acordé de usted; aceptó la oferta el
amigo, que me sirve siempre que puede, á reserva también de que usted
le convenga á él; y como esto acontecía cuando ya era por filo la media
noche, he madrugado hoy para enterarle del caso, ganando todo el tiempo
posible, porque en Madrid abunda el hambre, los buenos bocados se
huelen de lejos, y no hay que fiar demasiado en palabras de los hombres.

Oyendo esto, di media vuelta sobre la silla, solté las chinelas de dos
pernadas vigorosas, y comencé á calzarme las botas, que estaban al
alcance de mi mano. Matica se sonreía y me dejaba hacer. Después cogí
la capa, luego el sombrero, y, por último, rasgué la carta que había
empezado á escribir á mi padre.

--Estoy á las órdenes de usted,--dije á Matica, conmovido y acelerado.

Celebró el tal con grandes risotadas el desconcierto en que me veía;
y yo exclamé, temiendo que se burlara de mí en todo cuanto me había
referido:

--¿No dice usted que hay que aprovechar los instantes?

--Sí que lo dije; pero no hemos de tomar los dichos tan al pie
de la letra. ¡Estos caballeros rurales tienen una virginidad de
impresiones!... Considere usted, amigo Sánchez, que el periódico es
matutino, por lo cual sus redactores velan hasta muy tarde, y es
posible que, á la hora presente, no encontremos todavía con quien
entendernos en aquella casa. Demos, pues, tiempo al tiempo, y entre
tanto, hablemos un poco del asunto. Todavía no sabe usted de qué
periódico se trata.

--Cierto--respondí.--Pero ¿qué más da?

--Creo haberle oído á usted manifestar cierta ranciedad de ideas en
política.

--La impresión de la lectura del periódico de mi padre--dije, con
escaso respeto á las tradiciones de familia.--Pero, de todas maneras,
yo no he de predicar allí en ningún sentido.

--Es verdad--replicó Matica;--pero como en esto de malas ideas, en
opinión de ustedes los apegados á lo de antaño, tanto peca el que tiene
la oveja como el que la desuella, yo quiero descargar mi conciencia de
toda responsabilidad, advirtiéndole que el periódico de que tratamos es
batallador, irreconciliable, por sistema, con todo lo actual y cuanto
pueda venir á su semejanza, alarmista, reñidor; en fin, revolucionario.

--Que lo sea.

--Puede haber palos allí alguna vez...

--Que los haya...

--Pues ante tan heroica resolución, no tengo más que decirle sino que
el periódico se titula _El Clarín de la Patria_.

--Le conozco.

--Periódico muy arraigado--continuó Matica,--de gran circulación y de
mucha autoridad en la política revolucionaria. Paga bien y á tiempo...
¡cosa rara! Buenas gentes las que le redactan... demasiado levantiscas
quizá.

--Y no está mal escrito, en lo que yo recuerdo.

--Todo lo bien que puede escribirse al son del himno de Riego, que no
es gran cosa. En lo puramente literario, está mejor vestido: suena
mucho su aplauso y es muy codiciado de las gentes literatas. Sus
sátiras tienen justa fama, y el Gobierno las teme de lumbre... En fin,
que tiene grandes elementos de vida, y no hay temor de que fenezca con
ella, de la noche á la mañana, el cargo de administrador.

--¡Aunque no me dure una semana!---dije lleno de convicción:--esa
tregua iré ganando; después, Dios dirá.

--Por lo demás--continuó mi amigo,--el empleo es cómodo y llevadero.
No es la oficina que le hubiera ofrecido Valenzuela, con su papel
de barbas, sus legajos polvorientos, su uniformidad de mesas, de
gorros de terciopelo y de manguitos de percalina. Verdad que no
son poéticos los casilleros, el talonario de bonos, la lista de
suscriptores, el libro de caja y tantos otros útiles que pondrán bajo
la inmediata responsabilidad de usted en esa administración; pero
sobre no haber que temblar por los cambios súbitos de situación, las
veleidades de un superior jerárquico, las traslaciones forzosas de
residencia, etc., para las aficiones de usted, educación patriarcal y
prendas de carácter, no puede hallarse empleo más á propósito en las
circunstancias que actualmente le rodean. No va usted á esgrimir la
pluma en el agitado campo de la literatura y de la política; pero sí
á vivir en sus fronteras, á contemplar sus horizontes, á conocer sus
gentes y su modo de ser, á presenciar sus batallas, á oir sus gritos de
combate y admirar sus bríos indomables, sus fervorosas y apasionadas
luchas sin hora de descanso. El incesante gemir de las prensas
vomitando proyectiles de ideas, arrullará sus oídos, y el tufillo
diabólico de la pringosa tinta que ha transformado el mundo, producirán
en usted misteriosos, invencibles cosquilleos que pondrán en loca
ebullición su sosegada mente, y harán que en su diestra se agite la
pluma y corran sus puntos sobre el papel, solicitados de una fuerza que
no estará seguramente en los encasillados del libro Mayor. No nacerán
allí, porque es campo revuelto y agitado, los frutos intelectuales
que necesitan, para su gestación y desarrollo, largas meditaciones y
ardorosa inspiración; pero, puerto franco y abierto, llegará á él la
riqueza de todos sus similares, muestra peregrina de la varia actividad
del pensamiento humano en esta castiza tierra de los garbanzos y de los
motines. El folleto insulso, con aires de diatriba venenosa contra el
ministro del ramo ó el partido político que cometieron la injusticia de
desoir y desatender al autor; el tomito de versos, en variedad de tonos
y para todos los gustos; la lujosa _Memoria_ repleta de guarismos, en
la cual la Gerencia manifiesta á los señores socios que en el ejercicio
próximo aquello será un platal, si dejan que los recursos naturales
y legítimos de la sociedad se desenvuelvan dentro de la esfera del
crédito, á faltas de moneda de mejor ley; el drama tremebundo, impreso
en justo desagravio de la silba con que le recibió un público alevoso;
la obra del erudito, fárrago interminable enderezado á fijar la
naturaleza de la argamasa invertida en la construcción de la _Cloaca
Máxima_, llamada por Catón _Cloacale flumen_; el _Ramillete oloroso de
advertencias morales_, «que una madre piadosa dedica á la educación
de la tierna infancia»; _Las pesquisiciones históricas á través de
los siglos más remotos_, opúsculo de un dómine rural, que entretiene
así sus largos ocios... y su hambre; _El despertador de la modorra
del pueblo_, centón de máximas políticas, glosadas por un patriota,
mártir de la santa causa de la libertad; el _Tratado de partos_; la
novela de costumbres, la histórica, la científica, la teológica, la
marítima; el _Prontuario de cambios_; el _Canto épico_, modesto ensayo
de un joven alumno de veterinaria; el _Manuale rusticorum_, fechoría
de un humanista empedernido... hasta el ejemplar de la nueva edición
del _Breviario_, ó del _Misal_; en fin, de todo lo imaginable habrá
sobre aquellas mesas, y debajo de aquellas mesas, y sobre las sillas,
y debajo de las sillas, y en el pasadizo, y en los rincones, y detrás
de los armarios, y en los cestos, y en el montón de la basura; y cada
cosa habrá ido allí por el correo, ó á la mano, con el autógrafo
correspondiente en la anteportada, recomendándose humildemente á la
indulgencia del periódico, pero con el propósito de que éste ponga la
obra sobre los mismos cuernos de la luna... Pues ¿qué le diré á usted
del entrar y salir de gentes de tan varios temperamentos y cataduras
como los asuntos que les mueven, y las conversaciones que entablan, y
las porfías que suscitan, y los planes que exponen, y las sospechas
que apuntan ó las noticias que dan? ¿Qué de los donaires de este
redactor; de las _cosas_ del otro; de las aprensiones de aquél; de los
resabios del de más allá; de los alientos, de las esperanzas ó del
desánimo de todos, según corran los aires de la política, y los _suyos_
se aproximen ó se alejen?

Pero no quiero quitarle á usted el interés de la sorpresa,
anticipándole informes que han de ser sabroso cebo de su curiosidad...
Hágame usted el favor de darme un aplauso por este parrafejo, que, para
soltado de pronto, no me ha salido del todo mal; y... el señor Sánchez
tiene la palabra.

No un aplauso, sino un abrazo muy estrecho fué lo que yo di entonces al
agudo extremeño: la mejor moneda con que podía pagarle allí el cariño
que me demostraba y el grandísimo favor que me había hecho.

Y hablando, hablando, pasó una hora más, y juntos y charlando todavía,
salimos á la calle.


                             [Ilustración]


                             [Ilustración]




                                  XX


Era el tal empleo una verdadera ganga, si no por el estipendio, que
no pecaba de pingüe, aunque á mí me lo parecía, por lo llevadero del
trabajo, lo cómodo de las horas y la índole de las gentes á quienes
servía yo. Algo me costó convencer á mi padre de que tanto daba estar
empleado allí como en otra parte, porque el buen señor, aun sin la
instintiva repugnancia que sentía hacia un periódico de las ideas
de _El Clarín de la Patria_, hubiera preferido mi vuelta á la aldea
mientras la nueva tortilla ministerial se volcaba, y tornaba á estar en
candelero Valenzuela, de cuya paternal solicitud por mí esperaba torres
y montones; pero al fin se convenció, y creo que de buena fe, y con
ello me descargué del único pesar que entonces me afligía.

Por encarecimientos y recomendaciones de Matica, que era niño mimado
en aquella redacción, fuí considerado en ella desde el primer día
bastante más que como un simple empleado de la casa; pero recientes
escarmientos me habían enseñado los riesgos de salirme de mis quicios,
y me guardé mucho de abusar de estas ventajas, lo cual se tradujo
allí en rasgo de modestia, y con ello me afirmé un tantico más en la
estimación de todos los redactores.

Eran éstos, los que podían llamarse _de plantilla_, cinco con el
director, porque los colaboradores, _amigos_ y aficionados de todas
especies, no tenían número. El director, á quien daré el nombre, por
no dejarle sin alguno, para mayor facilidad del relato, de Redondo,
tenía toda la fe, todo el entusiasmo y todo el tesón de un verdadero
sectario. Era de la Rioja, patria de los grandes progresistas, y rico.
Olózaga era su Minerva, Espartero su Marte, la Milicia nacional el
sustentáculo del Olimpo, y la Constitución del 37, con las liberales
reformas reclamadas por las necesidades de los tiempos que corrían, su
libro santo. Á esta empresa había consagrado, con heróico desinterés,
cuatro años hacía, fundando aquel periódico, su caudal, su poco
talento, su reposo y aun el de toda su casta. Jurara yo que no cabían
en aquel hombre otras aspiraciones que las de arrojar de España «la
tiranía», descargar el presupuesto nacional del «ominoso renglón del
_culto y clero_», y restablecer, por ende, el imperio de la libertad al
son del himno de Riego y al amparo del Duque de la Victoria. Á lo sumo,
á lo sumo, la de sentarse en los escaños del Congreso, proclamado el
sufragio universal, por el voto libre de un distrito de su provincia;
y no por míseras vanidades ni con lucrativas intenciones, sino por
velar así más de cerca contra las asechanzas de «la mano oculta de la
reacción».

Era vehemente, nervioso; y con esto y la fe que tenía en sus principios
políticos, la práctica de tratar de ellos á todas horas y en todas
partes, lo saturado que estaba de _la idea_, y el horror que sentía
por todo gobierno reaccionario, y periódico, libro ó folleto que los
amparase, era una verdadera máquina de escribir artículos de fondo;
pero muy al caso y buenos: al caso, porque al entusiasta riojano no
le dolían prendas, y siempre peleaba en terreno firme, aunque con la
escasa libertad de movimientos á que le sujetaban los preceptos de la
ley; buenos, porque por tales se reputaban los que, como aquéllos,
abundaban en hinchazones rimbombantes y en ese fraseo pomposo y
descomunal de lugares comunes y vocablos hechos; brillo de talco
y estruendo de hojarasca, que han venido siendo (y no digo que son
aún, porque algo nos hemos enmendado los españoles en ese resabio, de
entonces acá) el ritmo de las batallas periodísticas, en las cuales
pagaba siempre los vidrios rotos, y, á las veces, los paga todavía,
saliendo descalabrada y maltrecha, la inocente lengua castellana. En
este género de faenas era todo una especialidad el progresista Redondo;
y, en virtud de ello, excusado es decir que se le reputaba por uno de
los más valientes, _ilustrados_, hábiles y temibles periodistas de
aquel entonces.

Pero ¡qué vida la suya! Me estremecía su actividad incansable, siempre
con el mismo tema y enderezada á un solo fin. Lo de menos era, con
ser mucho y penoso, el trabajo que tenía en la redacción. Fuera de
ella no sosegaba un punto: el salón de Conferencias y los pasillos
del Congreso; el café de _La Iberia_; la visita á algún prohombre del
partido; la cita con el emisario del círculo patriótico de aquí; la
respuesta al _mensaje_ de los liberales de allí; el asedio al ministro
de la Gobernación por el zapatero preso ó el _excedente_ perseguido...
¡y qué sé yo! Todo lo recorría, y en todas partes estaba empujado por
la misma fuerza, hablando del mismo asunto y sirviendo á la misma
causa. Su mujer y sus hijos eran los que menos le veían. Llegaba tarde
á las horas de comer; comía poco y de prisa, y vuelta á la calle.
Trasnochaba; y al buscar en el lecho algún descanso, asaltábanle las
pesadillas en cuanto le rendía el sueño. Á todo esto, esperando cada
hora que el Gobierno le enviara á Cádiz, y desde allí, bajo partida
de registro, á comer el amargo pan de la emigración á los quintos
infiernos. ¡Y tan satisfecho!

No tenía cincuenta años, y era bastante bien parecido; y aunque se
preciaba de esmerado en el ornamento y atavío de su persona, atrasaba
mucho, pero mucho, en el reló de la moda imperante. Achaque era éste
muy común en los hombres de sus mismas ideas. ¡Y si atrasaran sólo
en el vestir y el afeitarse!... Pero no es de extrañar: ocupados en
predicar el progreso, se olvidan de practicarle.

Parecíame á mí que los dos redactores que le ayudaban en la parte
puramente política del periódico, no tomaban el asunto tan á pechos
como él; y eso que rayaban más alto en _ideales_, palabreja que ya
comenzaba á sonar entre los atisbos democráticos que centelleaban
á ratos al choque de las ideas. El uno era madrileño; andaluz el
otro; jóvenes ambos y muy duchos ya en el oficio, al cual, en sus
lucubraciones periodísticas, llamaban _sacerdocio_. El cuarto redactor
tenía á su cargo la gacetilla y otras menudencias. Parecía de pronto
lo más insignificante de la casa; y, sin embargo, de aquel rinconcito
salían los tiros más certeros, los proyectiles más envenenados, los
golpes más contundentes, lo que daba, en fin, verdadero interés al
periódico; porque á nadie le disgusta ver crucificado á un ministro
en un soneto, ó narrada la vida de otro en unas aleluyas chispeantes,
ó achicharradas las flaquezas del lucero del alba en una letrilla de
rescoldo; y todo eso lo hacía á maravilla aquel endiablado mozo, que me
recordaba á Matica, cuando Matica se conformaba con ser mordaz sin ser
obsceno.

Me consta que algunas veces le ayudó éste con gran éxito en su «misión»
corrosiva y demoledora.

Las revistas literarias semanales estaban encomendadas á un colaborador
que se firmaba _Segismundo_, y que, como este famoso personaje, no se
mordía la lengua para cantar las verdades al más guapo, ni se olvidaba
de que tenía en su desfachatez fuerzas bastantes para arrojarle por el
balcón al mar de todos los oprobios, si llegaba el caso, como llegaba
á menudo, porque lo malo abunda, desgraciadamente.

Estos hombres, más otro inofensivo redactor de tijera, á cuyo cargo
estaban las noticias de provincia y del extranjero, con tal cual
insulso y ñoño comentario, eran los que de ordinario alimentaban de
materia legible á _El Clarín de la Patria_; pues las correspondencias
de medio mundo que se publicaban en él eran escritas, casi siempre, en
la misma redacción.

Ocupaba ésta lo mejor del piso bajo de la casa en que estaban
instaladas todas las oficinas. La mía se hallaba cerca de la puerta
de entrada, y tenía otra de escape que comunicaba con la redacción,
espaciosa sala con un gabinetito _de respeto_ donde se recibía á los
visitantes muy esperados, y se trataban los asuntos de mayor cuantía.
El resto de la casa le ocupaba la imprenta. Todos los sirvientes, de
redacción abajo, estaban á mis órdenes, dos de los cuales me ayudaban
en la oficina de mi cargo; y como eran antiguos en ella y muy duchos
en aquellas incumbencias, no solamente me aliviaban de una gran parte
de mi trabajo, sino que en pocos días me pusieron al corriente en todo
cuanto abarcaba mi jurisdicción administrativa. Entonces pude ver,
con mucho gusto mío, que _El Clarín de la Patria_ tenía grandísima
suscripción y comenzaba á ganar no poco dinero.

Cuantas noticias me había anticipado Matica referentes á aquella casa,
eran la pura verdad: los libros y los folletos andaban en ella por los
suelos; y de periódicos nada se diga, porque cambiaban con _El Clarín_
casi todos los de España y muchos extranjeros; así es que me faltaba
tiempo para engullir fárrago y más fárrago; pues es de notarse que mi
voracidad era tanto más insaciable, cuanto mayor era el acopio en que
se cebaba. Solamente uno de mis subalternos de oficina, poseía cerca de
treinta novelas recortadas por él de folletines: pues todas me las leí
en semana y media; y como la redacción tenía butaca gratis, cuando no
dos, en cada teatro, siempre había alguna de sobra, de la cual disponía
yo por especial obsequio del director, que conocía mis aficiones. De
manera que en estos dos vicios, que tanto dinero me habían costado
antes, podía hasta encenagarme sin gastar un maravedí; lo cual
representaba un sobresueldo de mucha consideración. Aprendí un poquillo
de francés con un perdulario que entraba mucho en la redacción á título
de agente de los liberales de _allá_, y me daba una lección diaria por
treinta reales al mes. Bastante más le sacaba al inocente director, á
quien tenía sorbido el seso trazándole planes y encajándole estupendas
bolas sobre «socorros mutuos de progresismo internacional», como decía
Matica cuando el candoroso Redondo le contaba los milagros que podían
obrarse por mediación de aquel sin vergüenza, que apestaba á _cognac_
desde el vestíbulo.

La ordinaria concurrencia de extraños á la redacción, podía
clasificarse en tres grupos: ociosos pegotones que iban á darse allí un
hartazgo de periódicos de todos colores; liberales vehementes que, no
contentos con lo poco que podía publicar la prensa y lo contradictorio
de los rumores de café, buscaban con avidez noticias gordas en buenas
fuentes, y amigos é _iniciados_ en los secretos del partido. Á los
primeros de este grupo pertenecía Matica, que me visitaba muy á
menudo; á los segundos «un honrado hijo del pueblo», carretero de
oficio, con taller en la plaza de la Cebada, y que se llamaba Godos
(a) _Bujes_; el cual Bujes era un hombre de «cierta edad», rehecho,
bien aplomado y muy velludo; morenote, sereno de faz, algo cuadrada
ésta y rigorosamente inscrita en un marco negro como el cisco, marco
formado por las patillas, sin bigotes, unidas por delante de los oídos
al pelo de la cabeza, recortado en medio punto á dos dedos escasos
sobre las cejas hirsutas. Vestía pantalón y blusa corta de mahón
azul muy obscuro, sobre burdo traje de paño, y gastaba en la cabeza
barretina morada, caída hacia el hombro derecho. Hablaba poco y no mal,
en voz reposada y muy sonora; y cuando se enardecía algo, era hasta
un poquillo elocuente. Pues este Bujes tenía mucho influjo entre los
hombres de su barrio, y era gran propagandista de las ideas de _El
Clarín_. Había sido sargento 1.º de la 4.ª compañía del 1.º de Ligeros
de la Milicia Nacional disuelta el 43; y estuvo muy metido en el ajo
del 48, creyendo que sólo se trataba de restablecer aquella benemérita
institución, por cuya vida estaba él siempre dispuesto á dar la suya y
otras ciento que tuviera. Cuando advirtió la equivocación, era tarde
para retirarse; y por un milagro de Dios, tras de haber expuesto la
vida en el negro trance, se libró de ir ensartado á Filipinas. Esto de
la Milicia Nacional era el eje sobre que giraba toda la máquina de las
ideas políticas del buen Godos; y aun, apurando un poco la materia, no
la Milicia como «institución salvadora de los sacrosantos intereses
de la libertad», sino el 1.º de Ligeros, ó quizá, quizá, el empleo de
sargento de la 4.ª compañía. Por supuesto que él no lo creía así, y
antes se tenía, y lo era en rigor, por el más consecuente liberal de
la Constitución del 37, sin restricciones ni reservas, de cuantos se
paseaban por las calles de Madrid, y se paseaban de éstos á millares.
Pero quiero yo decir (y sin ofensa de la honrada memoria de aquel
benemérito progresista), que sin haber vestido los marciales arreos
de miliciano ni conocido al general Espartero, tal vez no se hubiera
consagrado con alma y vida, como lo estaba, al servicio de todas las
cosas cuyo triunfo era de necesidad para que volviera Espartero, y se
restableciera la Milicia Nacional, y, por consiguiente, la 4.ª compañía
del 1.º de Ligeros. Después de todo, aun afirmando lo que pongo en
duda con relación á Bujes, tampoco sería caso raro este ejemplar, como
podían atestiguarlo, si fueran un poco dados á sutilizar conceptos
y desenmarañar ideas mal digeridas, tantos y tantos honradísimos
representantes del comercio de aquende y de allende, ejemplares y
hasta heroicos padres de familia, incansables contribuyentes por lo
urbano, y miles y miles de ciudadanos pudientes, sin mácula ni tilde,
que fueron honra, esplendor y sustentáculo del partido en sus mejores
tiempos... ¡Y es natural, qué diablo! El uniforme guerrero tiene mucho
atractivo, no vistiéndole á la fuerza, y al más panzudo y estevado
le cae á maravilla; y el centellear del acero desenvainado, y la
carrillera del morrión entre los dientes, y el batir de las cajas y
sonar de las trompetas en esta parada y en aquel desfile enfrente de la
honrada esposa y de los pequeñuelos asombrados, ó delante de la novia
emperejilada... Vamos, que es para que el más tibio arrime el hombro á
cualquier pronunciamiento que lo traiga, por lo mismo que la «mano de
la reacción» se lo lleva siempre que se le antoja.

Volviendo á Bujes, añado que era el agente preferido de Redondo, por
activo, de confianza y valiente si los había. Podría ser inconsciente
efecto de un escondido impulso de amor á la «benemérita»; pero ninguno
servía á la causa entera y verdadera con mejor voluntad ni más
abnegación que él. Esto lo sabían todos en aquella casa, y por ello era
de todos muy cordialmente estimado.

Iba muy á menudo á hablar con el director, y casi siempre le recibía
en el gabinete reservado, señal de que se trataba de asuntos de
contrabando.

Allí se vivía en perpetua conspiración. Y, en verdad, que con sobrados
motivos. Desde que imperaban los hombres que habían sucedido al
tirano Bravo Murillo (copio el estilo de Redondo), _estábamos_ todos
los buenos liberales trinando de indignación: á un atentado seguía
otro atentado; á un atropello, otro atropello; á una iniquidad, otra
iniquidad. Al abrigo de su misma insignificancia personal, consumaban
¡cobardes! la obra infame que sus predecesores solamente se habían
atrevido á iniciar. _Nos_ habían aherrojado el pensamiento, apretando
los tornillos que los otros pusieran á la prensa; habían atacado la
inviolabilidad senatorial, destituyendo senadores por el pecado de
votar, conforme á sus conciencias, desempeñando cargos oficiales; en
fin, hasta habían devuelto los bienes á Godoy, ¡al amigo de María
Luisa! ¿Se podía hacer más? ¡Y todo por cierta _influencia oculta_, á
la cual se debió también que, al cabo, y cuando ya la luz iba á hacerse
en el seno de la representación nacional, se declarara, de real orden,
terminada aquella legislatura! ¡Por entonces sí que hubo movimiento
en la redacción! Bujes ardía y chirriaba, como una manga sin engrasar
dentro de su apellido, y Redondo no comprendía, ya que el partido yacía
en letargo embrutecedor, cómo los adoquines de la calle de las Rejas no
se levantaban solos para vengar de tanta afrenta al pueblo esquilmado
y oprimido. De modo que en aquellos días, rebosándonos la indignación
por encima de los estorbos de la ley, tuvimos tres recogidas y otras
tantas causas criminales, que nos costaron mucho dinero y grandísimos
disgustos.

Mi padre, que recibía el periódico regalado desde que yo andaba en su
administración, no cesaba de conjurarme, por todos los santos de la
corte celestial, á que no me dejara inficionar de aquellas endiabladas
políticas que podían dar al traste conmigo, y aun con cosa más alta y
respetable. Y vean ustedes: yo, que entre las gentes y los fervores de
_El Clarín de la Patria_, vivía tan fresco, indiferente y descuidado,
me las echaba de terne con mi padre, y le hablaba de «las corrientes
del siglo», de «vendas en los ojos», de la «necesidad de transigir y de
andar para no ser atropellado», del «viejo obscurantismo», de «la luz
de las nuevas ideas...». Nada, pura fatuidad.

En esto había llegado el verano, seco y achicharrador en aquella
Libia desconsoladora, sin agua y sin árboles; los teatros estaban
cerrados, y mis compañeros de posada y Matica se habían ido á pasar
las vacaciones con sus respectivas familias. ¡Cuánto envidié á los
primeros, que estarían recreando la vista en los verdes y frescos
paisajes de mi tierra, al arrullo del espeso follaje mecido por las
auras refrigerantes del Cantábrico, mientras á mí me ahogaba el tibio
y espeso ambiente de las calles, que parecía salir de la boca de un
horno de fundición!

Valenzuela se quedó también en Madrid, como un simple mortal; pero, á
mi ver, en espectativa de los acontecimientos políticos que se sucedían
con inusitada frecuencia. Por de pronto, el ministerio había caído al
día siguiente de obtener el decreto de clausura de las Cortes, y el
incoloro que le había sucedido tras una larguísima y trabajosa crisis,
no era _viable_, según el dictamen de expertos doctores en la materia.
Se esperaba una situación más vigorosa y acentuada; y se esperaba con
tal fe, que el mismo don Serafín renunció á gestionar en favor de su
reposición, persuadido de la poca consistencia de aquel Gobierno.

--Pero ¿qué idea le ha dado á usted de meterse en estos líos?--me dijo
en mi oficina al día siguiente de haber tomado yo posesión de ella.

Y como me asaltara cierto ruborcillo de decir la verdad á un hombre que
me había tenido, y acaso me tenía aún, por un pudiente montañés.

--¡Qué quiere usted!--le respondí:--caprichos de los hombres;
compromisos de amistad, y luego, que hay que saber de todo; y como á
nadie le amarga un dulce, y éste lo es por muchas razones...

--Ya, ya. Pues calabaza, me alegro de veras. Me gusta á mí este
periódico por lo frescas que las canta. ¡Pues como pusiera yo en él la
pluma, Santo Cristo del Amparo, con el saco de bilis que yo tengo!...
Pero si no la pongo, ya le daré á usted ocasión de ponerla de modo que
levante en vilo á algún pillo desorejado...

Y desde entonces iba á verme tres ó cuatro veces á la semana. No con
tanta frecuencia visitaba yo á su hija, pero la visitaba. Desde la
noche que la hallé sola en la calle y la acompañé á su casa, parecía
haberme perdido el respetillo que antes me tenía: verdad que tampoco
estaba yo á su lado, desde entonces, tan respetable y formalote como
de recién llegado á Madrid. Sin embargo, siempre propendía un poquillo
á lo sentimental la hija del buen Balduque. Sabiendo que le gustaban
mucho las novelas, le di algunas, y observé que prefería siempre las
más empalagosas por lo tiernamente tristes. ¡Pero qué monísima estaba,
y cómo le rebosaba la frescura á medida que apretaban los calores del
verano!

Como donde menos me abrumaban éstos era en las oficinas del periódico,
bastante frescas, relativamente, en ellas me pasaba la mayor parte del
día y de la noche; y sobrándome el tiempo hasta para leer, escribía
y escribía... ¡Cuánto escribí en aquel verano, y cuánto oculté, como
si fuera pecado, ó rompí teniéndolo á crimen imperdonable! Porque la
profecía de Matica se cumplió: el olor de la tinta de imprenta me
embriagaba, y el ejemplo de los redactores me seducía. Escribí en
verso y en prosa, serio y alegre; en fin, escribí de todo y sobre
todo; porque, según ya lo he declarado otra vez, con una memoria
descomunal y gran facilidad para asimilarme asuntos y estilos ajenos,
en poniéndome á escribir no acababa, y daba un chasco al más pintado.
Algo de lo escondido se vió, sin embargo, porque mi trato con la
gente de la redacción iba siendo ya bastante íntimo y muy continuo.
Aplaudiéronmelo, y que quieras que no, lo enviaron á las cajas. Era á
modo de reseña humorística de los acontecimientos político-sociales de
la semana, que no valía dos ochavos; pero se imprimió, y _alea jacta
est_.

Ni César se vió más resuelto y decidido al otro lado del Rubicón, que
yo ufano cuando leí conmovido en la sección de _Variedades_ de _El
Clarín de la Patria_, el primer parto de mi ingenio que había merecido
los honores de la imprenta.

Aquel mismo día cayó el ministerio. ¡Cosa más rara! como diría don
Magín de los Trucos. Murmurábase que le había derribado la misma
_oculta influencia_ que lo trastornaba todo en aquellos tiempos.
Sucedióle otro presidido por el Conde de San Luis, y volvió Valenzuela
á gustar las dulzuras del presupuesto. _El Clarín de la Patria_ saludó
el acontecimiento con un botasilla que le costó un disgusto de los
gordos. Pocos días después me escribía mi padre:

«¡Ahí le tienes ya, hijo mío! ¡Acude á su amparo, que no te le negará
ahora que puede y está agarrado en firme; y deja esas interinidades,
tan peligrosas para el cuerpo como para el alma!...».

¡Para dejarlas estaba yo, después de haber catado la tinta de imprenta,
y teniendo en casa la manera de arrimar una paliza diaria al pícaro
manchego!


                             [Ilustración]


                             [Ilustración]




                                  XXI


Comenzaba el otoño; tornaban á sus hogares los expedicionarios
veraniegos de Madrid, que entonces no eran tantos ni tan varios
como ahora; inauguraban sus campañas de invierno los teatros;
despolvoreábanse los aristocráticos salones; comenzaba, en fin, á
palpitar la vida de invierno en el corazón del adormilado Madrid
del estío, y _El Clarín de la Patria_ aún tenía echada la llave á
la sección de revistas semanales, crónica razonada del movimiento
literario de España, con entretenidas excursiones, á veces, hasta por
la elegante indumentaria de salón. Y ¿cómo abrirse aquellas puertas
si el que vivía dentro se había mudado de casa? Es de saberse que
_Segismundo_ había cambiado su pluma de revistero por la de oficinista
en el ministerio de la Gobernación, adonde le había llevado el Conde
de San Luis, gran protector de literatos, si es que puede llamarse
protegerlos el colocarlos de modo que ó tengan que dejar de escribir,
ó que descuidar los asuntos de su cargo. Y que no amengüe en nada la
franca exposición de éste mi leal parecer la buena memoria de aquel
rumboso prócer, en lo que atañe á su incansable deseo de amparar á los
hombres de talento; pues bien sabe Dios que si desapruebo el modo,
estoy muy lejos de no aplaudir la intención.

El caso es que como no era decente que _Segismundo_ cobrara con una
mano la respetable nómina de su destino, y con otra escribiera en el
periódico de más rabiosa oposición de cuantos se publicaban en España,
se despidió muy cortesmente de Redondo, con expresiones para todos
los demás de la casa; y habiendo acontecido esto, un día me llamó
el director á su gabinete, donde estaba con los demás redactores; y
después de poner á _Segismundo_ de pancista, de liberal de pega y de
otros tales primores, que no había por dónde cogerle, me dijo:

--Hemos acordado ahora mismo que se encargue usted de hacer las
revistas literarias.

Necesité que me repitieran á coro todos los presentes estas palabras,
para convencerme de que estaba despierto y de que no se burlaban de mí
aquellos señores, cada uno de los cuales podía desempeñar el cargo muy
gallardamente, al paso que yo...

--No hay excusa que valga--me decían, atajando uno á uno mis
reparos.--Es cosa resuelta. Ninguno de nosotros puede dedicarse á eso
por falta de tiempo, y aun de dotes que abundan en usted.

Me asustó el piropo, y quise sacudirme de él. Me lo volvieron á echar
encima. Expuse mi ignorancia, mi inexperiencia...

--Le hemos oído á usted muchas veces--dijo el
gacetillero,--atinadísimas observaciones sobre las obras dramáticas que
conoce; y en lo que lleva publicado en _El Clarín_ hay muestras de todo
lo que se necesita para ser un revistero en regla...

--No es lo mismo--repliqué,--emitir una opinión hablando familiarmente,
que escribir un juicio razonado, que ha de leerse y criticarse...

--¡Qué juicio ni qué calabaza, hombre!--replicó el redactor madrileño,
que escribía hasta de teología sin haberla saludado.--¡Medrados
estábamos si tuviéramos que conocer á fondo todos los asuntos que
ventilamos en la prensa! ¿Para qué es el ingenio, para qué las
callejuelas y puertas falsas del arte, de la lengua y del estilo,
sino para entrar donde se nos antoje y salir cuando nos acomode,
sin temor de que nadie nos cierre el paso ni nos sorprenda ni nos
corte la retirada? Es natural--continuó,--por lo mismo que es usted
modesto, que le asuste un poco la idea de lanzarse de golpe y porrazo
á fallar en última instancia pleitos de tan especial naturaleza; pero
si usted reflexiona que, por de pronto, no es de necesidad absoluta
que esos fallos sean tan claros que todo el mundo los entienda, ni
siquiera que sean fallos, la cuestión cambia de aspecto. Vea usted
un plan. Mientras examina usted el terreno y toma posiciones y se
acostumbra á mirar cara á cara al enemigo, y al olor de la pólvora
y al estruendo de las primeras embestidas; en una palabra, mientras
no sea dueño absoluto del campo (que no tardará en serlo), no suelte
usted prenda alguna allí donde vacile siquiera, y despáchese con un
poco de pirotecnia que deslumbre y haga ruido; donde se considere algo
más firme y mejor pertrechado, hunda el arma hasta la empuñadura, ó
sacuda el incensario hasta que se acabe el humo. Para hacer esto con
valentía y desparpajo y, sobre todo, con acierto, comience usted por
dividir las obras que examine en dos grandes grupos: las de nuestros
amigos y las de _los otros_. Entiendo por obras de nuestros amigos las
comedias, las novelas, los folletos, cuanto publiquen los hombres
de nuestras ideas ó de nuestra amistad íntima, ó aquéllos á quienes
siquiera hablemos ú oigamos hablar en el café, ó nos merezcan alguna
estimación en cualquier concepto simpático; y entiendo por obras de
_los otros_ las que publiquen los enemigos de la libertad y no nos
saluden en la calle. Pues bien: supongamos que en una obra de nuestros
amigos anda muy descuidada la forma; que es una comedia con la cual se
duermen los espectadores, ó silban y patean; ó un libro que se cae de
las manos y afrenta á la lengua castellana. «Cierto»--diremos,--«que
hay algunos desaliños de lenguaje, y algunas contradicciones de
carácter, y, si se quiere, también algunos descuidos de monta en la
trabazón de la fábula; descuidos, contradicciones y desaliños que no
significan nada, absolutamente nada, en las obras de arte, por lo
mismo que son de fácil y mecánico remedio, siempre que el autor se
digne descender de las altas esferas de su inspiración desbordada para
ocuparse en esas prosaicas maniobras de taracea. Pero el fin objetivo,
pero la idea, pero los cauces que allí se abren á las corrientes de la
nueva civilización; pero el altísimo criterio con que se expone y se
desenvuelve esto y lo otro y lo de más allá...». Y aquí derrama usted
el talego de todas las ponderaciones, hasta sacar en consecuencia que
en la tal obra lo bueno es de lo mejor, y lo malo no pasa de _ligeros
lunares_. No hay para qué decir que cuando las obras de nuestros amigos
son siquiera medianas en la forma y en el fondo, se voltean todas las
campanas de la crítica. Pues supongamos las mejores condiciones de
bondad en las obras de _los otros_. «No puede negarse»--diremos,--«que
está bastante bien escrita, que tiene cierta gracia, y que interesa
_hasta cierto punto_; pero ¿cómo ha de ser bello lo que está concebido
en la obscuridad y el frío de los sepulcros, y en la lobreguez de las
ruinas? ¿Á qué fin artístico responde el propósito fundamental de este
libro ó de esta comedia ó de este drama? ¿Quién le ha dicho al autor
que el arte, que es la belleza, puede hermanarse nunca con horribles
ideas que pugnan con las corrientes de las modernas sociedades: el
frío mortal del invierno con el calor vivificante del estío; la luz
con las tinieblas?». Y así le va usted abrumando poco á poco, hasta
que le mata, demostrando que la obra que analiza es una verdadera
abominación. Si además de lo malo del fondo, por no ser de nuestras
ideas, tiene flojilla la forma, cuatro despreciativos garrotazos, y á
otro asunto... Desengáñese usted, no hay oficio más cómodo.

¡Ay, Matica de mi alma! ¿por qué retrasaste tu vuelta á Madrid? ¿Por
qué no sanaste primero del prosaico romadizo que fué la causa de
ello? ¿Por qué no estuviste á mi lado en aquellos infaustos días en
que la serpiente me tentó con fruta tan de mi gusto? ¡Tú, con tu buen
seso y parecer tan distinto del de aquellas empecatadas gentes, no
me hubieras dejado caer en la tentación!... Porque caí, sí, caí sin
que me valieran razones ni alegatos que se desvanecían en el humo
del incienso con que me trastornaban el juicio mis interlocutores.
Llegué á creerlos y á creerme á mí, por ende, capaz de las más altas
empresas crítico-literarias; y cuando volvió Matica, muy cerca del fin
de octubre, ya era tarde para retroceder. Ya había probado dos veces
los deleites de aquel apetitoso magisterio, que á tantos mortales,
tan firmes de mollera como yo, ha hecho unos pobres mentecatos antes
y después acá. ¡Buenas cosas me dijo! ¡Grandes verdades me cantó
palmoteando sobre los mismos testimonios de mi delincuencia!; pero ni
Matica ni el Preste Juan eran capaces de convencerme de que no debía
continuar la empresa que traía entre manos, desde que yo había leído en
todos los periódicos liberales de Madrid, estas palabras, remitidas,
como supe andando los meses, por el gacetillero de _El Clarín_: «Están
llamando la atención de todos los literatos las revistas críticas que
publica en _El Clarín de la Patria_ el distinguido escritor que oculta
su verdadero nombre tras el modesto seudónimo de _Pedro Sánchez_.
No tiene nuestro colega por qué sentir la deserción del famoso
_Segismundo_ al campo enemigo».

He de decir cuatro palabras acerca del estado en que se hallaban mis
dominios al empuñar yo el cetro de la crítica. En la novela imperaban
las traducciones del francés; y eran los autores preferidos V. Hugo,
Dumas, J. Sand, Sué, Paul de Kock y Soulié. La española tenía pocos
cultivadores, y no abundaban los lectores que preguntaran por ella.
Sabíase, creo que de oídas, que Villoslada había escrito _Doña Blanca
de Navarra_, y que era ésta una novela excelentísima al modo de las
de Walter Scot; alguna de Fernández y González era bastante más
leída y celebrada. Fernán Caballero acababa de publicar _Clemencia_,
después de haber adquirido fama con _La Gaviota_ en 1849; Pero es de
advertir que, por resabios románticos que quedaban aún en el gusto del
público, éste prefería el amor empalagoso é inverosímil de aquella
sensible y lacrimosa heroína, al ridículo y extravagante inglés, y las
inaguantables escenas á que este punto da lugar, á los sabrosos pasajes
y cuadros llenos de color y de verdad, en los cuales entran, como
figuras de primer término, don Martín, don Galo Pando, la Marquesa,
la Coronela y la tía Latrana. Esto se desechaba por _vulgar_ y poco
elegante; y, sin embargo, era la miga del ingenio de Fernán; lo que
ha hecho que viva y no muera jamás esa novela, como no morirán _La
Gaviota_ ni otras muchas de la misma ilustre autora, precisamente por
estar llenas de «vulgaridades» por el estilo. Como efecto de aquella
misma causa, gozaban de cuanta boga podían gozar entonces libros en
España, _Jarilla_ y _La Sigea_, dos novelas románticas de Carolina
Coronado, y _El..._ (no recuerdo qué) _de Monfaucon_, otra que tal de
la Avellaneda; en la cual novela andaba la heroína con la cabeza de su
amante colgada del pescuezo, por medio de una cadena de plata, suplicio
á que la había condenado el bárbaro castellano su marido. Antonio
Flores había dado á luz otra de costumbres contemporáneas, con el
título de _Fe, Esperanza y Caridad_, abundante en cuadros curiosos y no
mal pintados, pero atestada de lugares comunes de novelón por entregas.
Vale mucho más que esto su galería de cuadros, _Ayer, Hoy y Mañana_,
comenzada á exhibir en 1854, y terminada por completo años después.
Reciente estaba también la publicación de _El libro de los Cantares_,
de Antonio de Trueba, el mejor y más fecundo cuentista de cuantos se
pasean en España, y el autor español más traducido á extrañas lenguas.
Ayguals de Izco se había propuesto ser el Eugenio Sué de acá, y no
quiero decir cómo lo lograba. De Antonio Hurtado se conocía una novela,
_Cosas del Mundo_, premiada recientemente por la Academia de la Lengua.
Otra circulaba bastante, de Patricio Escosura, _El Patriarca del
Valle_, y se elogiaban una de Juan de Ariza, _Un Viaje al Infierno_,
sátira del Madrid entonces, en que había muchos anagramas demasiado
transparentes, y otra, _La Dama del Conde-Duque_, bien perjeñada y con
mucho sabor de época, de Diego Luque, á la sazón casi un muchacho.

_El Curioso parlante_ había cerrado su cartera de apuntes literarios, y
se entretenía en escribir de vez en cuando sobre _Mejoras de Madrid_,
mientras saboreaba la gloria del renombre que le habían dado sus
_Escenas Matritenses_.

En el _Museo de las Familias_, de Mellado; la mísera y casi andrajosa
_Ilustración_, de Fernández de los Ríos, y _El Semanario Pintoresco_,
no recuerdo de quién, pero sí que andaba en sus postrimerías, dábanse
á luz, entre muchas traducciones, algunos trabajillos sueltos con las
firmas precedentes que no han de inmortalizarse allí, y otras tantas
que se han olvidado ya, ó que, de seguro, estarán en _Los españoles
pintados por sí mismos_, mamotreto célebre en que se declara todo menos
lo que el editor se propuso; porque entiendo que en España hay algo
más, como color nacional y distintivo, que zapateros de portal, beatas,
canónigos, toreros, mozos de cordel y cuanto se inventaría en aquel
catálogo de excepciones singularísimas; lo cual no quiere decir que
cada figura de por sí no sea digna obra del pincel que la trazó; pero
sí que el rótulo del álbum fué mal aplicado, ó no se ajustaron á su
sentido los pintores que iban llenando las hojas.

Y esto, salva alguna insignificante omisión en que pueda haber
incurrido mi memoria, es cuanto daba de sí el género, aunque parezca
mentira.

El Duque de Rivas, Zorrilla, Villergas y otros poetas de nota, andaban
fuera de la patria, ó calladitos en su pueblo ó á la sombra de un
destino. La Avellaneda, la Coronado y García de Quevedo, publicaban tal
cual lucubración romántica, de tarde en tarde. El surtido de poesías
de los pocos y malos periódicos literarios que existían, corría de
cuenta de los Larrañaga, Vila y Goyri, Ribot y otros de quienes ya no
me acuerdo ó no quiero acordarme.

El teatro, ya que no por la cantidad, por la calidad de los poetas,
tenía más lozana vida que la novela. Bretón de los Herreros, aunque en
el crepúsculo de la tarde, iluminaba todavía la escena en que tantos
lauros había ganado, con frescas y agradables luces de su inagotable
ingenio. Hartzenbusch escribía comedias tan delicadas como _Un sí y un
no_; García Gutiérrez, aunque muy tentado del demonio de la zarzuela,
no olvidaba del todo á la musa que le inspiró _El Trovador_ y tantas
obras coronadas por el aplauso y la admiración del público de su
tiempo; Tamayo trepaba á la más alta jerarquía del ingenio dramático
con su tragedia _Virginia_; Ventura de la Vega, trabajando también
á destajo para la zarzuela, saboreaba los aplausos que le valía _El
hombre de mundo_, que aún no había perdido la novedad en los carteles,
igual que acontecía con _Don Francisco de Quevedo_, lo único bueno que
supo hacer para el teatro el ingenioso _bohemio_, haragán impenitente,
Florentino Sanz; de Ayala se estrenaba _Rioja_ con mediano éxito, y
de Rubí _De potencia á potencia_ y algo más que no recuerdo; Eguílaz
había aparecido el invierno anterior con _Verdades amargas_, comedia
ruidosamente aplaudida, y que no por estar plagada de incorrecciones
de lengua, y hasta de arte, dejaba de anunciar un poeta dramático de
buena cepa; inmediatamente después obtuvo otro gran éxito su drama
_Alarcón_; y en la temporada de mi advenimiento á la crítica, su obra,
_El Caballero del Milagro_, no fué menos afortunada que las anteriores;
Serra emulaba los donaires de Bretón en humoradas tan lindas como _La
Boda de Quevedo_; Juan de Ariza escribía comedias muy agradables; y, en
fin, y sin contar otras producciones más efímeras ni mencionar otros
poetas de menor cuantía, se representaban traducciones tan importantes
como _Adriana_ y _Sullivan_, drama este último que valió á Julián Romea
los mayores triunfos de su ya entonces larga y gloriosa carrera de
actor.

Este hombre insigne, con la Palma y el viejo Guzmán, representaban
aquel invierno en el teatro de los Basilios; en el del Príncipe, Arjona
con Teodora Lamadrid, Calvo y los Osorios; en la Cruz, Variedades é
Instituto, compañías de poco más ó menos, entreteniendo con melodramas,
magia y hasta _cuadros disolventes_, el escaso público de que podían
disponer.

Aún se representaba de vez en cuando algo del _género andaluz_, puesto
de moda años antes por el actor Dardalla y sus imitadores. Yo alcancé
á ver todavía _El corazón de un bandido_ en el teatro del Instituto,
y _El Tío Caniyitas_ en el del Circo, drama romántico muy afamado
la primera de estas obras, y popularísima zarzuela la segunda, de
Franquelo y Sanz Pérez, respectivamente, como casi todo lo que se
representaba y se había representado del mismo abominable género.

El teatro de moda era el Circo de la Plaza del Rey, donde Salas y
Caltañazor habían encontrado una mina de oro con la zarzuela, que
comenzaba á volar muy alto, y se estrenaron, entre otras que no
recuerdo, en aquella sola temporada, obras tan importantes como _El
Marqués de Caravaca_, de Ventura de la Vega y Barbieri; _El Grumete_,
de García Gutiérrez y Arrieta; _El Valle de Andorra_, de Olona y
Gaztambide, y _El dominó azul_, de Camprodón y Arrieta.

Para juzgar de todas éstas y aquellas cosas y de cuanto con ellas se
relacionara, según los fueros de su bien ganada autoridad, estaban el
ya entonces sabio y respetado Fernández Guerra (don Aureliano), que
se firmaba _Pipí_, y Ochoa (don Eugenio), en _La España_; y en _El
Heraldo_, Cañete.

Hecho este ligero croquis del campo de mis hazañas, declaro que para
mantener mi absoluto dominio dentro de él, no contaba yo con otras
fuerzas ni más caudal de saber que el fárrago de novelas y de toda
clase de libracos que había engullido, y de cuya mala digestión
conservaba en la memoria, juntamente con lo atropado en periódicos,
corrillos y cafés, montones de parrafadas retumbantes, tumultos
de hueca palabrería, apotegmas lamentables que yo sabía zurcir en
el aire tomando del almacén tres de aquí y una de allá, y algunos
latinajos de _cálamo currente_, muy usados en la prensa política,
como _¿risum teneatis?; ¿quare causa?; donec eris felix...; amicus
Plato, sed magis amica véritas; fiat justicia et ruat cœlum; timeo
Danaos et dona ferentes_... y otros tales. Sabía también, por
habérselo oído á Matica, y por haberlo leído, que hubo un Boileau
que escribió un _Arte poética_, reflejo de otra de Horacio, conocida
con el nombre de _Epístola á los Pisones_; la cual _Epístola_, á su
vez, estaba inspirada en la _Poética_ de Aristóteles; sabía llamar
_preceptiva_ á cada uno de estos cuerpos de doctrina: preceptiva de
Aristóteles... preceptiva de Horacio... ¡Sonaba muy bien! Después
mucho de _delinear caracteres, fluidez de lenguaje, estilo ameno,
catástrofe, dualismo, unidades, razones estéticas_, y, sobre todo, _el
conflicto, el problema, los ideales_. Estas palabrejas no las soltaba
yo de la pluma en cuanto me caía una novela por la banda. «¿Cuál es el
_problema_?...». «¿Dónde está aquí el _conflicto_?...». «¿Qué _ideales_
se persiguen?...». Sabía algo sobre Molière: que algunas de sus mejores
obras eran arreglos de otras de Plauto; y llamaba _Tartuffe_ á todo
gazmoño, y no ignoraba que Moratín había imitado y hasta traducido á
aquel insigne francés. También habían llegado á mis oídos, como modelos
de arranque sublimemente enérgico, los famosos _Quos ego_, de Virgilio
en boca de Neptuno, para apaciguar una tempestad, y _¡Qu'il morût!_ del
viejo Horacio en la tragedia de Corneille. ¡Mucho juego me dieron estas
palabrotas!

Pues bien: con todo esto y con los nombres de los poetas y de muchas
comedias de nuestro teatro antiguo, y un poco más á su semejanza, y un
compendio de Retórica y Poética, de Araujo, en preguntas y respuestas,
que compré para estar al tanto del tecnicismo del arte, y saber lo
que es _peripecia, anagnórisis, hipálaje, metonimia, hipotiposis_
y _similicadencia_, y la escasa luz que podía darme aquél mi buen
sentido educado en los teatros por Matica, pero trastornado por el
vértigo de la altura en que me había puesto á predicar sobre lo que
apenas sabía discernir, me lancé á la brecha.

Recuerdo que me costó un poquillo tomar la embocadura á la tarea; pero
con unos preludios de falsa modestia, un sahumerio discreto al talento
de mi predecesor, y unas excursiones, eruditas á mi modo, por los
cerros del arte, fuése templando el horno. Comencé entonces á barajar
nombres y metafísicas y latinajos, y la política imperante y la moral
de los estoicos y los fríos de la estación, con el carácter distintivo
de la dramática moderna y cuanto se me iba ocurriendo de sopetón, y
aquello era volar, porque el meollo me ardía; me devoraba la _fiebre
estética_, que dijo un doctor de fama; y de mi pluma caían, entre mares
de tinta, borbotones de frases caldeadas. Nada tenía que ver todo ello
con el asunto de que se trataba; pero la verdad es que abultaba mucho
y que sonaba mucho más. Parecía una función de fuegos artificiales
terminada con la explosión de una caja de cohetes.

Leíselo á mis compañeros, y lo aplaudieron; se publicó después,
y gustó á los lectores. Esto acabó de cegarme; y desde aquel
día, proclamándome señor y dueño del campo, comencé, con inaudita
desvergüenza, á tratar al arte de tú y á mirar por encima del hombro
á poetas, novelistas y comediantes. Declaréme, por supuesto, _sprit
fort_, para estar en consonancia con el periódico en que escribía; y
vi que era de necesidad aplicar á los escritores la _ley de razas_,
tal como me la había explicado el madrileño. Recuerdo que la primera
justicia que hizo fué en Fernán Caballero, con motivo de su flamante
novela _Clemencia_. Yo no podía hablar bien de este autor (cuyo sexo
verdadero me era aún desconocido), por ser un pertinaz propagandista
de ideas reaccionarias (lo cual iba con _El Clarín_ más que conmigo),
y no saber dar interés laberíntico, ni unidad ni fondo á sus libros,
repletos de _charranadas_ andaluzas (y esto era de mi particular
iniciativa y de mi especial incumbencia). Además, era de _los de
afuera_, otra casta de escritores que había descubierto yo; porque
es de saberse que casi iba persuadiéndome de que no se podía tener
talento en España más que en Madrid. Para estas pobres gentes usaba
yo un procedimiento particularísimo, de mi exclusiva propiedad: una
ironía zumbona, sobre la cual retozaba una sonrisa de protectora
compasión; tal, que no parecía sino que la mención aquélla era un
mendrugo arrojado de caridad al hambriento de mis elogios. Pues con
esta sorna cargante me fuí sobre el libro; y, por si era poco y no
me entendía el autor, convencido de que con ello le mataba para las
letras, adelantándome treinta años á los pedantes de ahora, le asesté
estas puñaladas, que, en mi opinión, no tenían cura: «¿Dónde está el
_argumento_? ¿Qué _problema_ se plantea en él? ¿Qué _conflicto_ se
resuelve? ¿Qué _ideales_ se persiguen?... ¿No hay ideales? ¿No hay
conflicto? ¿No hay problema? ¿El argumento es pobre? Luego no hay
novela». Y ya, puesto á matar, lancéme sobre Ochoa y Eguílaz, que
acababan de publicar sendos artículos poniendo á _Clemencia_ en los
cuernos de la luna, cosa que yo no podía consentir. Por fortuna, nadie
me hizo caso; pero muchos jóvenes sabios, que no conocían ni de oídas á
Fernán y se tuteaban con Cúchares y el Regatero, me colmaron de elogios.

Así crecía mi fama, y se acreditaba mi autoridad, y me temían ciertos
cómicos, y me saludaban desde lejos determinados autores, y me tuteaban
muchos periodistas; y tanto llegué á inflarme, que esquivaba la
compañía de Matica, cuyas sinceridades eran mi castigo, y abandoné
la tertulia del modesto café de _La Esmeralda_ y la sociedad de
mis paisanos, y me hice concurrente al Suizo entre la _bohemia_ de
la gacetilla y de la dramática al menudeo; y allí cobré afición á
la disputa, y llegué á distinguirme por una facilidad de palabra
verdaderamente espantosa.

Á todo esto, mi padre estaba aturdido. «Hombre--me escribía una
vez:--no entiendo bien esas cosas que plumeas; pero no quiero ocultarte
que revelan mucho saber; y me asombra lo pronto que lo has adquirido
y lo gallardamente que lo derramas. Estos Garcías, á quienes he hecho
que lean algo de ello por medio del señor cura, están que trinan, y
sostienen que el que lo firma es otro Sánchez, que nada tiene que ver
con los Sánchez de mi casa. ¡Qué burros!».

En idéntico sentido me hablaba el cura, y de paso me enmendaba la
ortografía de algunos latines usados por mí malamente. De mis cuñados,
á quienes enviaba gratis el periódico, solamente el procurador se dió
por entendido, y aun por entusiasmado. Me lo demostró en una décima, en
estilo curial, que tenía que ver.

En fin, que adonde quiera que miraba y por donde quiera que iba,
hallaba el camino sembrado de flores.


                             [Ilustración]




                                 XXII


No me conformé con esto sólo: había otro campo en que espigar nuevos y
muy sabrosos triunfos, y nadie en mejores condiciones que yo entonces
para colarme en él. Este campo era _el mundo_, la _buena sociedad_.
Quería seguir las huellas que me dejó trazadas mi predecesor; y cuando
lo consiguiera, mis revistas tendrían doble atractivo, y mi imperio
se dilataría en casi otro tanto por las regiones del _buen tono_. Ya
no era yo el apocado y meticuloso provinciano recién llegado á Madrid
á pretender un destinillo que nunca se me daba; que estudiaba en los
transeuntes el modo de andar y de vestir á la moda, y, estrujando los
bolsillos para sacar un puñado de pesetas que no eran mías, adquiría
con ellas un contrahecho arreo con qué presentarme, tropezón y
balbuciente, entre las gentes elegantes; ya no temía encontrarme con
la familia Valenzuela, porque Clara respondía muy atenta á mis saludos,
cuando de lejos se los hacía, y á los demás no quería saludarlos yo;
vestía á la moda, porque mi sueldo, casi doblado desde que me había
metido á crítico, daba para ello; era yo, en fin, un _publicista_ que
tenía un nombre que sonaba mucho en tertulias y cafés, y amigos y
admiradores, y trato de gentes, y soltura y desembarazo para andar por
Madrid como por mi casa... ¿Quién, pues, como yo para entrar con planta
firme en los empingorotados salones, y aspirar á ser el mimado cronista
de sus fiestas y ornamentos?

Y entré, comenzando por aquéllos en que me había presentado Matica
meses atrás. Pero me engañaba algo el pensamiento. Delante de los
hombres me desenvolvía tal cual; mas delante de las damas desconocidas
continuaba siendo un pobre babieca: me faltaba el pertrecho de
ingeniosas frivolidades con que los _chicos_ de mundo improvisan un
tiroteo de galantes agudezas con una mujer, tan pronto como se acercan
á ella; pertrecho que, por lo común, no se adquiere comenzando á
buscarle cuando se tiene ya la cara llena de barbas, y se ha pasado el
tiempo que queda atrás en los jarales de una aldea. Por fortuna mía,
estaba allí Clara aquella noche; y viéndome perplejo y desorientado, á
Clara me acerqué, como de escala en puerto conocido. No me pesó de ello.

¡Singular naturaleza la de esta joven! Siempre me hacía el efecto de
una estatua con voz y movimiento. Costábame trabajo persuadirme de que
detrás de aquella piel tersa, mate, verdaderamente marmórea, hubiera
nervios sensibles, y arterias con sangre caliente, y un corazón que
palpitara como el mío, y un alma que se asomara á aquellos ojos duros,
imperiosos, negros; tan negros, que tizne de su negrura parecían las
cárdenas ojeras que los circundaban. ¡Qué labios aquéllos, aunque
húmedos y finos, pálidos, y, en la apariencia, yertos; y aquellos
dientes menudos, blancos, cual si fueran tallados en una pieza de
porcelana, y no nacidos uno á uno... y la voz, cadenciosa y hombruna,
que, por una fascinación ejercida por este conjunto de singularidades
plásticas, más me parecía efecto inmediato de la luz de los ojos, que
formada al modo de todas las voces humanas!...

Pero estatua ó no, la hija de don Augusto Valenzuela había llegado ya
á un grado de morbidez tan simpático, que se estaba uno á su lado muy
á gusto. Ni ¿cómo era posible que yo, que la había conocido un año
antes tan angulosa y enfermiza en la Montaña, contemplara las ronchas
que le hacían los guantes en las rollizas muñecas, la redondez de su
cuello y turgencia de sus hombros, mal velados por la transparente gasa
de su ondulante y parlero camisolín, sin un sentimiento, cuando menos,
de lícita vanidad, por ser hijo de la _tierruca_ cuyos aires tales
maravillas habían obrado en tan poco tiempo?

Creo que hablamos algo de ella, es decir, de mi tierra; pero ni una
palabra de mis empresas literarias. Ó no las conocía Clara, ó las
estimaba en poco: de todas maneras, no era la omisión para envanecerme.
Después bailamos juntos; y cuando descansaba de la fatiga del wals
apoyándose en mi brazo, un poquillo jadeante y con un amago de sonrisa
y una mirada rápida me explicaba la razón de su lícito abandono,
entrábanme como deseos de decirla: «cánsese usted más, señora, que
aquí hay brazo para todo». Pero me conformaba con admirar otra vez, en
conjunto y en detalle, mientras hablábamos de cosas bien distintas, la
obra regeneradora y escultural de las brisas de mi pueblo.

Apenas se hubo sentado, llegóse el fachendoso Barrientos á saludarla, y
yo me separé de ella.

Mis subsiguientes empresas, aunque no á todo mi gusto, como tanteo de
bríos no me dejaron descontento. Al otro día, que lo era de revista
para el periódico, escribí algo de aquella _soirée_. Me consta que la
mención fué del gusto de las damas aludidas.

Me animó el éxito del ensayo y lancéme á otros salones: hízose en ellos
ancho lugar el ruido de mis lisonjas; prestóme la osadía la travesura
que me faltaba, y se colmaron mis ambiciones de ser el rey de la
crítica literaria y el primer cronista del mundo elegante. ¡Poder de
cuatro dones aparatosos de la madre naturaleza, y de una desfachatez
imperturbable!

Entre tanto, el gobierno de los _polacos_ nos daba un disgusto cada
día, y estaba poniendo en el disparadero la paciencia de la gente
liberal. Hablábase de tropelías, de concusiones, de vandalismos; en
fin, de todo linaje de desafueros cometidos por el poder; protestaba la
prensa contra la opresión en que vivía, en un manifiesto al público,
y eran encarcelados los repartidores y encausados y multados los
firmantes; adheríanse á este manifiesto los periodistas y escritores
de todas castas; uníanse estrechamente progresistas y moderados, y
_manifestábanse_ también contra la tiranía del Gobierno...; hasta «la
juventud» indignada lanzaba su protesta correspondiente, pidiendo de
paso «espadas; y si no las había, chuzos; y si no, piedras».

O'Donnell andaba oculto, porque burló la vigilancia de la policía,
mientras salían «de cuartel», á varios puntos del reino, Armero,
Concha, Infante... y no sé cuántos generales más; y muchos personajes
civiles, unos á la fuerza y otros por precaución, desaparecían de la
noche á la mañana; y como se había declarado una guerra á muerte entre
el poder y las oposiciones, la palabra «insurrección» se traslucía
en la forzada insipidez de los periódicos; oíase clara y terminante
en las conversaciones de todos los corrillos, en la calle, en las
tertulias y en los cafés... hasta que estalló en Zaragoza en forma de
pronunciamiento, en el cual perdió la vida el brigadier Hore que se
había puesto al frente de él.

La política, pues, lo absorbía todo en aquellos días vecinos á la
primavera; pero la política tumultuosa, candente, convulsiva, oliendo á
pólvora y á motín. En esto apareció _El Murciélago_, hoja clandestina
que, bajo sobre enlutado, se colaba en todos los bolsillos, y hasta
en los regios aposentos de Palacio; en la cual hoja se estampaban en
letras de molde cuantas desvergüenzas se murmuraban al oído en las
conversaciones reservadas. Y aquello fué un volcán, uno de cuyos
cráteres más activos era la redacción de _El Clarín de la Patria_,
como órgano de la fracción más inquieta y avanzada del progresismo de
entonces.

¡Válgame Dios, qué hervidero aquél! El bueno de Redondo daba compasión,
con los ojos hundidos, los bigotes erizados, los dedos sucios de tinta;
sin comer, sin dormir, sin afeitarse; tan pronto perorando en la mesa
de la redacción, como cuchicheando en el gabinete á puertas cerradas,
con emisarios y cómplices; á veces escondido, á veces escondiéndose,
sobresaltado, nervioso, inapetente... Bujes no cesaba de ir y venir.
¡Y qué gentes solían acompañarle! ¡Y qué cosas referían, y á qué cosas
se brindaban! Los redactores, mis subalternos de la administración,
los repartidores, todo el mundo hacía algo, servía para algo allí;
todo el mundo menos yo, que, en aquellas horas de vértigo, atolondrado
y absorto, hasta me olvidaba de que había en el periódico una sección
que estaba á mi exclusivo cargo. Pero, en cambio, tenía, como nadie, el
don desdichado de apropiarme los gustos, las impresiones y hasta las
majaderías de los demás; una propensión funesta á contagiarme de las
pasiones que flotaran en el ambiente que yo respirase; y, al cabo, me
contagié de aquella fiebre revolucionaria que consumía á mis compañeros.

Síntomas de ella fué la admiración que comencé á sentir por los hombres
que de tal modo se sacrificaban por la libertad de su patria; y Brutos,
Catones y Gracos me parecían hasta Bujes y el portero de la redacción.
El éxito ruidoso de los manifiestos y periódicos secuestrados por la
autoridad, me llenaban de noble envidia; y comparándome yo con los
hombres que tales riesgos afrontaban, dábame vergüenza del chisporroteo
de mis batallas á alfilerazos con poetas y comediantes, y de los
afeminados perfiles que mi pluma consagraba á los fútiles pasatiempos
del mundo elegante.

Comencé á discurrir que, no obstante la importancia que mi altísimo
_ministerio_ (así llamaba yo al oficio) me prestaba entre editores,
autores, empresarios, damas encopetadas y galanes á la moda; á pesar
del pisto que yo me daba recibiendo, «en testimonio de consideración»
y de otros sentimientos, ejemplares de cada libro, de cada comedia, de
cada folleto, de cada copla que vomitaban las prensas de imprimir, la
plaza de revistero prometía muy poco para en adelante; y el día en que
la abandonara, nada me quedaría que la recordase sino la enemistad
de los flagelados, el agradecimiento insulso y platónico de los pocos
amigos á quienes había colmado de elogios, y el de las mujeres feas y
de los hombres fatuos adulados por las lisonjas de mi pluma. Necesitaba
yo, indudablemente, sin renunciar por entero á estos triunfos
pacíficos, otros más resonantes y viriles; algo en que ejercitar las
fuerzas que me prestaba la atmósfera que me envolvía, y más compatible
con las aspiraciones de que me vi henchido de repente. Al logro de
estas aspiraciones se caminaba por la sección de política palpitante de
_El Clarín_. En busca de este camino enderecé resueltamente mis pasos.

Continuaba la prensa periódica más vigilada y opresa cada día; y, por
lo mismo, más empeñados los periodistas en hablar de cuanto les estaba
prohibido, que era mucho. De aquí el estudio y los esfuerzos de ingenio
que se hacían para decirlo todo sin decir nada, y el hábito de afrontar
riesgos muy graves á trueque de satisfacer las propias comezones y
la curiosidad del publico, ávido de escándalos con qué entretener el
desasosiego en que vivía.

Sin dar cuenta á nadie de mis proyectos; bien pertrechado de hojas
sueltas y de algunos números de _El Murciélago_; tomando de las unas
y de los otros hechos y nombres que yo desconocía, y procacidades y
desvergüenzas calumniosas, cuya sola lectura me asustaba, convertílo
todo en substancia y compuse con ello, en el silencio y la soledad de
algunas noches, un _Cuento oriental_ que concluía empalando el pueblo
al Visir, hombre infame y tirano que tenía secuestrado al Califa á
quien hacía, con viles amaños, encubridor de sus torpes y descomedidas
ambiciones. Morían también los eunucos del serrallo y no sé cuántos
servidores del alcázar, por desleales á su señor y cómplices del gran
Visir en todos sus crímenes abominables. Estaban los lances del cuento
rigurosamente ajustados á los sucesos políticos evidentes y á los
rumores calumniosos del día, y abundaban las reflexiones satíricas y
maleantes y los comentarios insidiosos, para que se fuera leyendo entre
renglones lo que no alcanzaran á explicar los hechos descarnados del
asunto. Dicho sea sin vanidad, el cuento resultaba no mal perjeñado,
bastante entretenido y, á pesar de su tremebundo desenlace, muy
risueño. Se le leí á Matica antes que á nadie, y le ponderó muchísimo.

--Parece mentira--me dijo,--que esto lo haya escrito la misma pluma que
tanto ha barbarizado haciendo revistas literarias. Hay que publicarle,
suceda lo que suceda.

Después se leyó á claustro pleno en el gabinete de la redacción.

--Aunque me cueste un viaje á Filipinas--exclamó Redondo
entusiasmado,--esto se publicará, y en la sección de fondo: mañana
mismo. La hoguera necesita más leña, y este solo tizón es un incendio.
¡Á las cajas!

¡Cosa rara! El Argos de la censura previa, que no daba paz á sus cien
ojos rebuscando en los impresos delitos que perseguir, fué ciego
aquel día con _El Clarín de la Patria_; y sólo cayó en la malicia
del cuento después que los repartidores se habían echado á la calle.
Entonces comenzó el ojeo de la policía; y con los estruendosos alardes
de costumbre, se secuestraron simultáneamente los ejemplares que
quedaban en la redacción y los que se arrebataron de las manos de los
repartidores. ¡Á buen tiempo! Una gran parte de la tirada se había
distribuido ya en Madrid; y con el pretexto de que los suscriptores
que no habían recibido el número supieran la causa, _El Clarín_ tuvo
buen cuidado de referir en un suplemento el suceso, con el mayor número
posible de pelos y señales.

Sucedió lo de siempre: el secuestro, y secuestro tan extemporáneo,
avivó la curiosidad; buscáronse con avidez los ejemplares repartidos;
leyóse el cuento pecaminoso; parecieron sus malicias de doble
relieve del que les correspondía; cundió la fama de ellas; creció la
curiosidad; y no bastando los ejemplares que existían en el dominio
público, hízose copiosa edición clandestina del cuento; y de este
modo no quedó casa ni café ni taberna ni bolsillo donde no anduviera
mi obra, ni boca que no pronunciara el nombre del autor. Porque yo
mismo le declaré, «en confianza», al primero que me preguntó por él,
tan pronto como caí en la cuenta de que tanto ruido y matraqueo era
un toque á gloria para mí, y lo confirmaron en todas partes, sabiendo
que en ello me complacían, Matica y mis compañeros de redacción. Para
que nada faltase á mi popularidad, Bujes, entusiasmado, y después de
abrazarme conmovido, diómela en los barrios bajos repartiendo las
hojas á docenas, descifrando los enigmas de la historia y ensalzando
el talento y las cívicas virtudes del autor. Excitaba en la calle la
curiosidad de los transeuntes, y me estrechaban la mano gentes que me
eran desconocidas.

Yo estaba borracho de felicidad. Sin embargo, no dejaba de conocer
que en circunstancias normales no hubiera producido el cuento tan
extraordinario aplauso; que éste era obra de la persecución del
Gobierno y del estado de los ánimos. En el embrollado mar de la
política, no tienen otros méritos tantos y tantos escritos que después
del mío se han hecho muy famosos.

Hasta tal extremo lo fué éste, que llegué á abrigar muy serios temores
de que el Gobierno me disipara la embriaguez del triunfo con algún
disgusto serio. Lo mismo opinaban mis compañeros y amigos.

En esto recibí una carta de Valenzuela, el cual me llamaba á su
despacho para tratar de un asunto que me interesaba. La primera
impresión que sentí fué de espanto. Después me tranquilicé considerando
que para apoderarse el Gobierno de mí, no necesitaba tenderme un lazo,
ni mucho menos valerse para ello de la mano de Valenzuela, en quien no
podía concebirse tan ocioso alarde de maldad, por malo y pícaro que
fuése.

Consulté el caso, y hubo tres pareceres: que acudiera á la cita; que no
acudiera; que me ocultara. Opté resueltamente por lo primero.

¡Qué fino, qué cariñoso... y qué desmejorado hallé al rumboso manchego!
Me tendió la mano y hasta me preguntó por mi padre.

--Quiero demostrarle á usted--me dijo,--que soy hombre de palabra,
cumpliendo la que le empeñé aquí mismo, de avisarle tan pronto como
pudiera ofrecerle algo que le conviniera.

--Siento muchísimo--respondí humildemente,--que ese testimonio de
estimación con que Vuecencia me honra, llegue un poco tarde.

--¡Tarde!--exclamó Valenzuela:--¿por qué?

--Porque temiendo morirme de hambre--repuse sin altanería,--en espera
de cosa mejor, acepté, apenas cesó Vuecencia en el alto cargo que
hoy ejerce de nuevo, el empleo que un amigo me proporcionó en la
administración de un periódico.

--Algo más que administrarle bien ha sabido el afamado revistero
Pedro Sánchez--añadió Valenzuela en tono lisonjero, y, á mi parecer,
acordándose más del _Cuento_ que de las revistas;--y precisamente
porque conozco esas muestras de su buen ingenio y de su gallarda pluma,
quiero emplearle á usted de modo que dentro de sus aficiones, trabaje
menos y le luzca más. ¿Entiende usted?

--Si Vuecencia se sirviera explicarse...

--Ante todo, déjese usted de tratamientos ceremoniosos, amigo Sánchez...

--Como usted guste,--dije siguiéndole el humor.

--Pues quiero--continuó Valenzuela, encareciendo mucho sus palabras
con el tono y los ademanes,--darle á usted algo que no sólo valga la
pena desde luego, sino que le sirva como de ingreso á más lucida y
provechosa carrera. En este concepto, tiene usted á su disposición una
plaza de redactor de un periódico que merece todas las simpatías del
Gobierno, por estar identificado con su política salvadora. Ya sabe
usted lo que esto significa, dicho en este sitio por un hombre como yo.

--No lo ignoro--respondí algo turulato, así por la índole como por
lo inesperado de la oferta;--pero le ruego á usted que considere
cuáles son las ideas de _El Clarín de la Patria_, y los compromisos de
gratitud que tengo con él.

--Esas delicadezas le honran á usted mucho, señor Sánchez; pero han
de servirle de muy poco. Los hombres _consecuentes_ y los escritores
_concienzudos_ son los primeros que se mueren de hambre en los tiempos
que se usan. Pero, en fin, allá usted. Por lo que á mí hace, atento
solamente á lo que puede convenirle, le reitero la oferta. Dígame con
entera confianza si la acepta ó no.

Me faltó valor para responder categóricamente lo que sentía, dando
por cierto que los ofrecimientos de Valenzuela descendían por línea
directa del éxito ruidoso de mi _Cuento oriental_, y le pedí el plazo
de algunas horas para estudiar el asunto con la debida serenidad.

--Tómese usted cuantas necesite,--me respondió secamente, penetrado,
sin duda, de mis verdaderas intenciones.

Despedíme con poco más que una fría reverencia, y volé á dar cuenta del
suceso á mis amigos, que me aguardaban anhelosos en la redacción.

--No alcanzo--dije, después de referir punto por punto la
entrevista,--qué interés puede tener el Gobierno en que yo escriba en
su periódico de cámara, cuando cuenta con plumas bastante más diestras
en esas lides que la mía.

--Lo que menos le importa al Gobierno--replicó Matica, que se hallaba
presente,--es lo que usted pueda escribir en favor suyo: demasiado sabe
él que la enfermedad que le está matando no se cura con sahumerios
ni con panegíricos, aunque se los haga el mismísimo San Pablo; pero
sabe también que el nombre de Pedro Sánchez, desde la publicación del
_Cuento oriental_, que es obra suya, anda en todas las bocas que se
complacen en decir algo malo de la situación; y que sería de gran
efecto, por lo que desencantaría á las oposiciones, la aparición
en todos los periódicos ministeriales de un sueltecito que dijera,
sobre poco más ó menos: «Desde hoy figura entre los redactores de
_El Mensajero_ el joven y afamado escritor don Pedro Sánchez». Esto,
en las actuales circunstancias, equivaldría al paso de un regimiento
al enemigo en el momento de comenzarse la batalla. ¿Se entera usted?
Pues para eso, para que deserte, le ha llamado á usted el rumboso
Valenzuela. Conque ¿qué piensa usted contestarle?

--¡Que no!--respondí, muy ofendido de semejante pregunta.

--Pues dígalo usted por escrito--me aconsejó el madrileño con la
conformidad de todos los demás,--y no envíe la carta hasta después de
hallarse escondido en lugar seguro; porque para usted no hay escape: ó
sacrifica á los dioses del poder, ó le envían á las fieras del circo.

La disyuntiva me espantaba; pero era la pura verdad. ¡Esconderme,
renunciar á la luz y al aire de la libertad!... Y ¿en dónde? ¿hasta
cuándo?

Don Serafín Balduque, que venía preguntando por mí, me halló en estas
mentales lamentaciones. Confiéle en secreto la causa de ellas; y
llevándome al rincón más apartado, me dijo al oído:

--Arregle usted sus cosas aquí y en la posada, y deje lo demás de mi
cuenta, que yo le prometo encerrarle donde no le huelan los mejores
sabuesos de la policía. Después de encerrado, me encargaré también de
descubrir el encierro á las personas que usted designe... Pero que sean
pocas, porque secretos de muchos...

Convine en ello de muy buena gana; y quedando con don Serafín en que
volviera á buscarme después de anochecido, le pregunté:

--Y usted ¿para qué me buscaba?

--Á la noche se lo contaré á usted más despacio,--díjome, y salió de la
redacción como un cohete.

Pasé el resto del día ocupado en los preparativos de mi _viaje_:
escribí una carta muy fina á Valenzuela, y se la di á mis compañeros
con encargo de que no la enviaran á su destino hasta el día siguiente.
Después de anochecido volvió don Serafín; despedíme de todos, y salí
con él.

--¿Adónde me lleva usted?--le dije en la calle.

--Á mi casa--me respondió muy ufano.--¿Dónde más seguro ni mejor
cuidado había de hallarse usted, calabaza?


                             [Ilustración]




                                 XXIII


No tuvimos necesidad de llamar á la puerta; pues Carmen, que nos
esperaba detrás de ella vigilante, nos la abrió tan pronto como oyó
el ruido de nuestros pasos. Asaltóme al entrar el recuerdo de la
primera vez que había visto yo á la hija de don Serafín en aquel mismo
pasadizo. ¡Con qué respeto, con qué ruborosa admiración á su belleza,
con qué cortedad de lugareño la tendí la mano entonces! Pero en esta
otra ocasión, después de lo que yo había aprendido en la escuela del
_chico_ y del _gran mundo_; de haberme acostumbrado al trato de tantas
y tan diversas gentes; después de haber ejercido durante un año una
verdadera dictadura en la república de las letras, y, sobre todo, con
la aureola que me daba la persecución del Gobierno por la publicación
de una obra cuya resonancia había hecho de mi nombre una bandera en la
corte de las Españas, donde tantos hombres de altísimo valer viven
obscuros y desconocidos, ¡qué grande me vi en la pequeñez de aquella
morada, y con qué aires de protector me digné tutear á Carmen, mientras
tomaba sus dos manos entre las mías y las contemplaba risueño y
bondadoso desde la altura de mi grandeza!

Creo que no la desagradó aquella muestra de paternal confianza. Desde
que me hice publicista, noté yo en ella, las pocas veces que nos vimos,
ciertas señales de admiración á mi talento. No es de extrañar que la
admiración llegara al asombro en aquellos días en que tanto ruido hacía
mi nombre.

Condujéronme padre é hija al gabinetito de la sala, que habían
destinado para mí, y noté bien pronto que á expensas de aquélla estaba
muy bien provisto de muebles. Sobre una mesita con tapete encarnado,
en el centro de la estancia, había recado de escribir, con abundancia
de papel blanco, algunos libros y los últimos números de _El Clarín de
la Patria_. Vi en todo ello la delicada previsión de Carmen, y le di
las gracias con una mirada de grande hombre reconocido. ¡Sabe Dios en
qué apreturas y estrecheces se habría metido aquella pobre familia para
proveerme á mí de todo lo necesario!

Cuando nos quedamos solos en el gabinete don Serafín y yo, dije á éste:

--Antes de tomar posesión de este placentero refugio que usted me ha
proporcionado, necesito decirle que sólo le acepto con la condición de
que, mientras en él me halle, ha de correr de mi cuenta el gasto diario
de la casa. De otro modo, ahora mismo me largo...

Hubo tras esto una porfía que no refiero porque se presume fácilmente,
y quedó este punto arreglado del mejor modo posible.

--Ahora--añadí,--dígame usted qué me quería esta mañana cuando fué á
buscarme á la redacción.

Nublósele la faz á Balduque, se rascó la cabeza, se atusó el crespo
bigote con toda la mano y me respondió al fin, mustio y desalentado:

--Pues le quería á usted... ¡Qué calabaza! no sé á punto fijo para qué
le quería. Por de pronto, para desahogarme un poco en la confianza
de su buena amistad; después, para decirle: aquí está un hombre que
no teme riesgos ni peligros; un hombre dispuesto á todo con tal de
ganar honradamente... lo que gana el portero de la redacción...
Porque ha de saber usted que estoy tres días hace sin el empleillo
particular que desempeñaba. El usurero judío que me le dió, casi á
regañadientes, dice que se basta y se sobra para desempeñarle, por
la cama y la comida, un sobrinazo que le ha llegado, no sé de dónde;
y me ha plantado en la calle. ¡Y en qué ocasión!... días después de
haber levantado mi compadre su tienda de ultramarinos, y marchádose
para siempre con su mujer al último rincón de Galicia. Por ahora no
me apura la situación, porque hay algunos ahorrillos, á fuerza de
economía, y estas mujeres ganan todo lo que necesitamos; pero pueden
enfermar; puede llegar el día en que yo no las consienta trabajar
tanto; puede... ¡Qué sé yo, calabaza!... Mire usted, señor don Pedro:
de un tiempo acá ¡me entran unas aprensiones, unos temores... y unas
murrias!... Me falta aquella fe que yo tenía antes para esperar la
reposición en cuanto llegaba la cesantía. Últimamente he dado en verlo
todo obscuro, en desconfiar del mañana y de los hombres... hasta de
mis propias fuerzas. Y esto debe consistir en que, á mis años y con mi
mala suerte, la menor contrariedad parece el fin de la vida... ¡Ahora
se está armando una gorda, y se armará como Dios está en los cielos! No
son tiempos éstos de pensar un hombre como yo en que le hagan justicia
los mismos que le agraviaron... Llegará el día de reventar, y esto
reventará... ¡vaya usted á saber por dónde, calabaza! De modo que
negro el presente, obscuro el porvenir... Porque ríase usted, señor don
Pedro, de toda esta vocinglería patriotera que se oye por todas partes;
eso de moralidad, honra, justicia, economías y libertad, lo he oído
yo gritar veinte veces en otras tantas vísperas de pronunciamiento:
de buena fe si usted quiere y con igual entusiasmo que ahora; pero
al día siguiente, después de ganar la partida, ¡música celestial!:
lo mismo que los otros, punto más, punto menos. Lo mejor, para los
atrevidos; y los desechados, á gritar contra ellos á la plaza... Ya
lo verá usted. Por de pronto, bueno es que se arme algo, porque así
no se puede estar; pero... Hablemos de otra cosa. Ésta es su cárcel
de usted, y todos los carceleros estamos á su disposición con alma y
vida... Duerma usted, pues, con entera tranquilidad, que mucha fuerza
ha de mandar la desgracia para que le descubran aquí los polacos. Por
de pronto, nadie le persigue todavía; quizá no se le persiga nunca, ¡y
ojalá que tal suceda! Pero si no sucediese, considere usted que otros
pájaros más gordos andan más á la vista, y aún no han dado con ellos
los polizontes... Y ahora, dígame á quiénes he de enterar mañana del
paradero de usted, y cuanto se le ocurra para el mundo de los vivos;
porque, hoy por hoy, téngase usted por muerto, si no prefiere que le
maten los polacos á disgustos; y entienda que entre ese mundo y usted,
no ha de haber otro medio de comunicación que yo.

Hablamos, en efecto, de este particular que, por interesarme muy de
cerca, hizo que me olvidara de la tribulación de don Serafín; después,
por exigencia mía, entró Carmen con su labor en el gabinete; y en muy
agradable tertulia los tres, se acercó la hora de recogerme.

Al otro día tuve un despertar medianejo. Limpia y cómoda era mi cárcel;
monísima y dulce como una tórtola la carcelera; pero, al cabo, yo no
era libre; y tras de no serlo, no estaba seguro de que á la hora menos
pensada no me arrojara la suerte en una cárcel verdadera. ¿Cuánto
duraría aquella situación? ¿Cómo se resolvería? ¿Qué sería de mí si
la conspiración fracasaba y el Gobierno se afirmaba con el triunfo, y
teníamos polacos para todo el año?

No quise echar mis pensamientos por este lado, y me arrojé de la
cama. Una hora después me servía Carmen el chocolate en la mesita del
gabinete.

--En verdad--la dije,--que muchos trocaran su libertad por mi
cautiverio, si supieran qué carcelerita me sirve á la mesa.

--¿Chicoleos otra vez?--respondió Carmen con burlona sonrisa.

Acordéme de los de la noche de marras, y convine con la hija de don
Serafín en que la había dicho una majadería.

--Le prometo á usted la enmienda--añadí,--si me perdona el pecado.

--Anoche me tuteaba usted,--me respondió.

--Otra majadería quizá,--repuse.

--No lo entendí yo así.

--¿Prefiere usted que siga tuteándola? En este caso, ha de ser á
condición de que usted me tutee también.

--No es lo mismo,--dijo Carmen poniéndose más encendida que la grana.

--¿Por qué no es lo mismo? Si yo peinara canas, ó fuera un hombre de
_esos_ cuya sombra es un amparo... cuyo nombre inspira respeto; cuyo...

Esperaba yo que Carmen me atajara diciéndome: «cabalmente porque usted
es de esos hombres»; pero no me atajó así, sino que dió media vuelta,
y con una sonrisita muy mona, se fué, después de decirme, aludiendo al
chocolate:

--Que aproveche.

Aquella mañana supieron mis compañeros de redacción y Matica el lugar
de mi refugio; y recibí, con las precauciones convenidas la víspera
entre nosotros, equipaje y libros. Según don Serafín, las cosas
marchaban viento en popa; tanto, que Matica, aunque muy entrado ya
junio, se quedaba en Madrid en espera de los acontecimientos que se
preparaban; mi carta á Valenzuela había sido llevada á su destino, y el
Gobierno buscaba sin descanso el escondrijo de O'Donnell, alma de la
conspiración; pero no daba con él... Casi lo mismo que yo sabía antes
de esconderme.

Después leí durante una hora; almorcé «en familia»; me paseé á lo largo
de la sala y á lo ancho del gabinete hablando al mismo tiempo con
Carmen, que cosía sin cesar, ó con su padre, que entraba y salía, ó con
Quica cuando llegó á ayudar á Carmen. Luego, vuelta á leer otro rato
y á pasearme en seguida... hasta que volvió de la calle don Serafín
con cuatro noticiones absurdos y una noticia comprobada: la de que me
andaba buscando la policía. Esto me hizo poquísima gracia, y noté que
Carmen se inmutó al oirlo. Mostré una tranquilidad que no tenía, y á
las seis comimos. Después de comer, lo mismo que la noche anterior.

Con ligerísimas variantes, ésta fué mi vida durante dos semanas. Mi
padre, aunque sin saber todo lo que me pasaba, me escribía con sobre á
Matica, y yo le escribía á él por conducto del cura del lugar: cuatro
palabras secas para darnos mutuamente fe de vida: no estaban los
tiempos para otros lujos.

Por fin se rompió la monótona regularidad de aquel vivir, el
antepenúltimo día del mes. Volvió de la calle, á la hora de almorzar,
don Serafín, cubierto de sudor y acelerado.

--¡Se armó la gorda!--dijo, arrojando el sombrero, y arrojándose él
mismo después encima del sofá.

Quedéme boquiabierto; y Balduque me refirió lo siguiente en voz baja y
anhelosa:

--Esta madrugada se ha pronunciado el general Dulce, director de
Caballería, al frente de toda la que había en Madrid, más un batallón
de infantería... Han dado el grito en el Campo de Guardias, donde se
les ha unido O'Donnell para ponerse al frente del movimiento. Se cuenta
con tropas de Toledo; toda la guarnición de Alcalá... ¡qué sé yo! y
con el mismo demonio que se ha desencadenado para acabar con la infame
polaquería. El Gobierno está aturdido, y no deja ni respirar á los
sospechosos... ¡Ah! se me olvidaba: Redondo está en el Saladero con
Sixto Cámara, Rivero y no sé quiénes más. Las gentes hormiguean en las
calles, y comienza el conde de Quinto á publicar cada bando que asusta.
En la redacción de _El Clarín_ no he hallado más que al conserje... Se
teme el alzamiento del pueblo; pero hasta ahora no se menea... De todos
modos, la cosa es formidable, y el Gobierno está en capilla.

Pasé el día entre emociones, procurándomelas don Serafín con las
noticias que me traía de vez en cuando, de sucesos que no se acentuaban
todo lo que yo deseaba.

Al siguiente supe que _El Clarín_, como todos los demás periódicos
que, tras de hablar algo fuerte en favor del pronunciamiento, no
reprodujeron los decretos de la _Gaceta_ deshonorando á los generales
pronunciados, había sido suprimido por una orden de la autoridad
militar. El 30 por la noche me espantó Balduque refiriéndome los
horrores que se contaban del encuentro de las fuerzas insurrectas
con las del general Lara en los campos de Vicálvaro, á las puertas,
como quien dice, de Madrid, desde cuyos tejados distinguieron muchos
curiosos, ó lo soñaron, el movimiento, y hasta oyeron el ruido de la
batalla.

--¿Y en qué paró?--pregunté anheloso á don Serafín.

--Según el Gobierno--respondióme Balduque,--en que huyen á la
desbandada y derrotados, los _otros_; y según los partidarios de éstos,
en que las fuerzas de Lara se han refugiado en Madrid, acosadas por
las tropas de O'Donnell hasta la puerta de Alcalá. No; y correr, bien
corría calle abajo Vista-Hermosa, con un tropel de soldados que yo vi
entrar al anochecer.

--Y el pueblo soberano ¿qué hace en presencia de esas cosas?

--Enterarse de ellas achantadito... Él sabrá la causa; porque agallas
no deben de faltarle.

--Pues que las guarde para mejor ocasión,--dije, desconfiando de las
supuestas agallas y comenzando á sentir el desaliento, que llegó á su
colmo al saber al otro día que las tropas sublevadas tomaban el camino
de la Mancha, en busca de la frontera de Portugal.

¡Dios mío! ¡cómo se me desvaneció entonces de repente todo el humo de
la cabeza! ¡Yo político; yo revolucionario; yo autor de un escrito
sedicioso, tejido tal vez de calumnias alevosas; yo perseguido por
la policía; yo escondido como un criminal; yo expuesto á no poder
andar sobre el suelo de mi patria á la luz del sol, como los hombres
honrados! Y ¿por qué todas estas cosas? Por un falso y repentino
entusiasmo, como el que anima al comediante cuando representa un papel
que le han escrito, debajo de unos hábitos que no son los suyos, y
delante de unas gentes á quienes no conoce. ¿Estaba yo seguro de que
fuera cierto todo cuanto se decía del Gobierno que mandaba? ¿Serían
más honrados los otros, puestos en las mismas condiciones? ¿No habría
siquiera un poco de pasión de partido, algo de furor de secta, de
deseos de lucro, de ambiciones de mando, de apego á los destinos
públicos, en la mayor parte de los que le difamaban y le escarnecían y
se levantaban en armas contra él? ¿No habría, entre tantos ardentísimos
patriotas, algunos centenares de inocentes como yo, cuyos gritos de
¡adelante! fueran arrancados por el ansia de hallar una salida, después
de haberse cortado incautamente ellos mismos la retirada?... Porque yo
no cesaba entonces de pedir al cielo el triunfo de los pronunciados; y
juro á Dios que sólo lo hacía por el deseo que me hormigueaba de andar
libre por la calle, como el último de los barrenderos de la villa. ¡Y
don Serafín, por todo consuelo, me traía los partes que publicaba el
Gobierno, «para _satisfacción_ del _leal_ vecindario», dando cuenta
á éste de las ventajas alcanzadas por la división perseguidora, de
Blaser, sobre los perseguidos, los cuales, á creer al ministro interino
de la Guerra, sólo esperaban, para presentarse en Madrid como rebaños
de corderos, á que la Reina les perdonase la calaverada! Verdad que
al mismo tiempo me traía noticias muy al contrario, que le daban para
mí los redactores de _El Clarín_, iniciados en los asuntos de la
revolución; pero ¡estaban tan desacreditadas las ponderaciones de la
gente revolucionaria!...

Notaba Carmen éstos mis desalientos, y me dijo una vez:

--¡Qué pesada se le va haciendo á usted la cárcel!

--Bien sabe Dios--respondí,--que no es por culpa de sus guardianes.

--No lo será--replicó ella;--pero tampoco consiguen, por más que lo
intentan, hacerle á usted llevadera la prisión.

--Pues ¿qué sería de mí--exclamé tomando entre mis manos una de las
lindísimas de Carmen,--en tantos días de forzoso encierro, sin los
cuidados que me consagra y los consuelos que me da y la luz que esparce
en su derredor mi hermosa carcelera?

Una leve tinta ruborosa en sus mejillas fué la única respuesta que me
dió. De pronto, retiró su mano, y preguntóme, tras un suspiro muy hondo:

--¿Usted sabe qué le pasa á mi padre?... ¿Ha hablado algo con usted?

--¿De qué, hija mía?--preguntéle yo á ella con mucha curiosidad.

--¡Qué sé yo!...--me dijo.--Hace tiempo, muchos meses, que no es lo que
era. Anda caviloso... á lo mejor habla solo; apenas come, duerme muy
mal... Cuando me ve, disimula, y hasta quiere bromearse como antes;
pero más se le conoce así... Desde que perdió el empleillo particular
y se marcharon á su pueblo mis padrinos, se han agravado tanto en él
estas cosas, que á veces me da miedo... Cuando le pregunto algo, se ríe
de lo que él llama «mis aprensiones»... Puede que tenga razón; pero
antes no era así... Como ustedes hablan tan á menudo á solas, podía
haber sido más franco con usted que conmigo.

--¡Bah!--exclamé, riéndome también de las aprensiones de Carmen,--¡no
sea usted niña! ¿Qué me ha de haber contado su padre de usted? Es un
manojo de nervios, y ahora le da por ahí.

Y no hablamos más, porque el tal, con un ruidoso taconeo, apareció en
la sala diciéndome con gran encarecimiento:

--¡El brigadier Buceta, al frente de mucha tropa y mucho paisanaje, ha
entrado en Cuenca!

--¿Y qué hacemos en Madrid en vista de ello?--preguntéle, siguiendo el
hilo de una aprensión que se me había metido entre los cascos.

--Pues... achantaditos hasta que se presente la ocasión.

Pocos días después:

--¡Valladolid está en armas!

--¿Y el enano?--pregunté muy serio á don Serafín.

--¿Qué enano?--preguntóme á su vez éste, con asombro.

--El de la venta.

--No sé una palabra,--respondió Balduque con un candor angelical.

Echéme á reir de todas veras, aunque me estaban llevando los demonios
de coraje.

Al día siguiente, lunes 17 por la mañana: don Serafín entrando
desaforado:

--¡Zaragoza!... ¡Barcelona!...

--¡Y nosotros--dije yo,--ni por esas!

--Dicen--añadió don Serafín,--que el elemento militar ha desvirtuado
la revolución; que no es el interés del pueblo lo que ha sacado á las
tropas de los cuarteles...

--Cuatro días hace que me trajo usted un ejemplar del manifiesto de
Manzanares, en el que se demuestra todo lo contrario.

--Hombre, sus razones habrá para no moverse; porque agallas no faltan.

El mismo día, al anochecer: Balduque entrando:

--¡Ahora sí que va de veras! Ya podemos gritar á voz en cuello: ¡mueran
los tunantes! ¡mueran los ladrones!... Choque usted esos cinco. Desde
esta mañana está el ministerio boca abajo. ¡Y el pobre pueblo, sin
saber nada!... De modo que en cuanto lo ha olido al salir de los toros,
¡buf! ¡no le cabe en las calles! y grita que se las pela; y ha mandado
que repiquen todas las parroquias; y pide las cabezas de los ministros,
y la de...

--Pero ¿qué otro Gobierno se ha nombrado?--pregunté con ansia.

--Ninguno. Dicen si Córdoba está encargado de formarle; pero ó no
quiere, ó no halla el modo, porque en este momento no hay más Gobierno
en Madrid que la gente que grita por las calles.

--¿Es decir que yo soy libre de andar por donde se me antoje?

--¡Claro que sí, calabaza!

No quise saber más. Me vestí precipitadamente.

--Si no vengo á una hora regular--dije á toda la gente de la casa que
me contemplaba atónita,--no me esperen. Conque hasta luego, ó hasta
mañana.

Don Serafín trataba de acompañarme.

--De ningún modo--le dije.--No son estos lances para dejar solas á dos
mujeres. Vea usted, las pobrecillas, qué miedo tienen.

Carmen estaba pálida, y Quica tiritando y comenzando á hacer pucheros.
Los abracé á todos, y salí como potro desbocado.


                             [Ilustración]


                             [Ilustración]




                                 XXIV


Parecíame que no había en la calle bastante aire para mí, ni el
espacio que yo necesitaba para dar ejercicio á los músculos del
cuerpo entumecido. Noté que éramos pocos los transeuntes en aquellos
barrios, y que todos marchábamos en la misma dirección, hacia el centro
de Madrid: bastante gente asomada á los balcones, y casi todos los
tenderos arrimados á sus puertas; pocas conversaciones, mucha boca
abierta y mucho taconeo; lejano son de campanas, y ni un soldado ni un
polizonte al alcance de la vista.

Llevaba yo el propósito de ir, ante todo, á la redacción de _El
Clarín_, no tanto por el deseo que tenía de abrazar á mis compañeros
y amigos, cuanto por adquirir cabal noticia de lo que estaba pasando;
y cruzando calles y calles, siguiendo el indicado rumbo, vime en la
del Príncipe, donde los arroyuelos de atrás íbanse convirtiendo en
río de gente, murmurador é inquieto como todos los ríos, pero no
impetuoso ni desbordado. Algún inocente grito á la libertad; el resonar
de los golpes descargados sobre el _cajón_ ó caseta de la policía, de
la vecina plaza de Santa Ana, por cierta clase de ciudadanos que se
entretenían en hacerle astillas; tal cual hombre armado de chafarote y
fusilón de chispa; muchas gentes á las puertas de las casas; luces en
varios balcones; saludos á gritos, apretones de manos y cosas tales; y
como curiosidad y acontecimiento verdaderamente notable, un miliciano
nacional con el uniforme de la del 43, con su llorón de cerda roja,
cayendo por la chapa abajo de su morrión formidable.

En la Carrera de San Jerónimo, el río engrosaba, pero sin embravecerse;
y siguiéndole yo agua abajo, di en la Puerta del Sol, donde las
corrientes se detenían formando ancho golfo; y también me detuve yo,
junto á la farola del centro, enfrente del Ministerio de la Gobernación.

¿Qué pasaba allí? Creo que nadie lo sabía. Notábase un oscilar de
cabezas y un ruido sordo, como de resaca, de _mar de fondo_. Alguna voz
más alta que otra, ó un grito aislado, casi siempre de mujer: graznido
de gaviota augurando tempestades sobre una mar preñada de misterios.
Quizá no había en toda aquella masa bullente una sola persona con
propósito bien determinado. Los huracanes populares se forman casi
siempre de la manera más extraña: gentes inofensivas que caminaban por
la calle más de prisa que lo acostumbrado; rostros pálidos y miradas
en las cuales se pintan el temor y la curiosidad, el afán de lo
desconocido; noticias extraordinarias, absurdas tal vez, que parecen
circular por sí solas en las ondas del aire, de barrio en barrio, de
grupo en grupo, de oído en oído; diez curiosos detenidos delante de
un edificio, porque en él hay algo de lo que estorba al común anhelo;
otros diez que se detienen después por la misma causa; y luego otros
tantos, y en seguida ciento, y mil, y más, hasta que ya no se cabe; y
empiezan, con el roce y el tufillo de las muchedumbres, el escozor de
la curiosidad no satisfecha y la inquietud nerviosa en cada burbujita,
que luego engendra el lento bamboleo de toda la masa; y el bamboleo, la
hinchazón de las olas; las olas, el choque, el estruendo, y la espuma,
y al fin, el desastre.

Como yo estaba encaramado en el pedestal de la farola y ésta alumbraba
bien, dominaba en mi rededor una buena parte de la multitud. Observé
que abundaban las mujeres de rompe y rasga, y que no escaseaban los
hombres de mala catadura; castas que parecen nacidas para esas cosas,
porque nunca se las ve más que en los motines: légamo que sale á la
superficie cuando las corrientes embravecidas revuelven el fondo de
los cauces. De estos hombres, algunos iban armados; pero casi todos
estaban muy mal vestidos. Pude observar también que las puertas del
Principal estaban cerradas; y por los rumores que hasta mí llegaron,
entendí que la guardia se resistía á abrirlas aunque se le intimaba
á ello, fraternal y pacíficamente; pues es de advertir que ni los de
adentro tenían una orden á que ajustar su conducta enfrente de aquél
tan serio como inesperado trance, ni los de afuera plan ni concierto ni
dirección. Por lo visto, todos éramos curiosos más ó menos interesados
en que se diera el placer de quitar aquel estorbo á unos cuantos
_aficionados_ de la primera fila que lo pretendieron. Y en estas finas
y corteses embajadas se anduvo larguísimo rato por la ventana baja,
próxima á la calle de Carretas.

Pero es cosa probada que las muchedumbres, ni en serio ni en broma
pueden estarse quietas y de pie mucho tiempo. Yo mismo comencé á
impacientarme por la falta de un desenlace cualquiera; porque aun
cuando los rumores crecían y los gritos se acentuaban y el bamboleo iba
convirtiéndose en serio oleaje, aquello no tenía fin. ¿Y por qué no lo
tenía?

Entonces, de repente, me acordé yo de que era Pedro Sánchez; no el hijo
del pobre hidalgo montañés don Juan Sánchez; no el inofensivo Pedro
Sánchez que estaba allí como un curioso más; sino el Pedro Sánchez
redactor de _El Clarín de la Patria_; el Pedro Sánchez «perseguido por
la causa de la libertad»; el popular autor de un escrito incendiario;
el Pedro Sánchez que acababa de salir del escondrijo donde burló
la vigilancia de los esbirros del poder, que le buscaban porque su
nombre era bandera de batalla en manos de la revolución; y aquélla que
fermentaba en derredor mío, era, en gran parte, obra de mi ingenio,
chispa de mi pluma fulminante... ¡Oh! ¡qué grande volví á verme en
aquel momento! ¡Qué borracho de ideas tumultuosas y revolucionarias!
¡Qué odio se encarnó en mi corazón hacia los «hombres funestos que
habían arrastrado al país hasta el borde del precipicio!». ¡Cómo
execré á los «nefandos conculcadores de las leyes, expoliadores del
erario público, escándalo de la moral y ludibrio de gobernantes» en la
patria de Riego y de Padilla! (Estaban muy de moda entonces estos dos
personajes.) ¡Con qué facilidad podría yo inflamar aquel reguero de
pólvora y convertir en mar embravecido lo que ni siquiera había llegado
á lago turbulento! Desde lo alto del pedestal de la farola, lanzar mi
nombre por encima de todos los ecos y rumores de la multitud; después,
cuatro arranques tribunicios bien empapados en el espíritu revoltoso
que palpitaba en aquellas gentes inflamables, y, al fin, arrastrarlas
en mi seguimiento, cual desbordado torrente, por donde á mí me diera
la gana. ¡Dios mío, qué cosquilleo sentí entonces en la garganta!
¡Cómo forcejeaba en ella todo el aire de mis pulmones para formar un
nombre, y lanzarle al espacio, sonoro y penetrante, como toque de
clarín de guerra! ¡Cómo se estremecían todas las fibras de mi cuerpo!
¡Qué temblar el de mis brazos! ¡Qué gallardía la de los apóstrofes que
me asaltaban las mientes, caldeados al fuego del entusiasmo que me
devoraba! No podía más: alcé el brazo que no necesitaba para agarrarme
al pedestal; arranqué el sombrero de mi cabeza; moví los labios
trémulos...

En esto crecieron los gritos y la agitación de las primeras filas; y
el resplandor de una hoguera, arrimada á las puertas del Principal,
iluminó aquella parte del sombrío cuadro. El inesperado acontecimiento
me contuvo. Momentos después, entre aplausos y patriótica bullanga,
ardían los portones. ¿De quién fué la idea? ¿Quién trajo la leña, y de
dónde? ¡Vaya usted á saberlo!

Abierta la brecha, se lanzó por ella, con la impetuosidad de un
torrente, lo que del mar de afuera cupo dentro del edificio. Esta
evolución removió toda la masa sobrante; y por los huecos que iban
resultando, avancé yo, á fuerza de puños, hasta la acera misma del
Principal. El tumulto había atropellado la guardia; y como no halló
resistencia, apoderóse, entre abrazos á los soldados y vivas á todo lo
de costumbre, de las armas y municiones de éstos.

La cosa hasta entonces iba arreglándose tal cual: ni un tiro, ni una
herida, ni un insulto entre los dos tradicionales enemigos. Harto
más alborotaban las furias ociosas de la Puerta del Sol, que habían
dado en la gracia de pedir las cabezas de determinados personajes.
En medio de estos gritos salieron del Principal á la calle muchos
hombres, armados con sables y fusiles que habían adquirido adentro;
otros, que ya estaban afuera con armas, se unieron á ellos. No sé si
fué por contagio de los gritos de las mujeres, ó porque les hizo más
feroces el verse tan unidos y bien pertrechados; pero es la verdad que
apenas estuvieron agrupados en la calle, comenzaron á rugir amenazas
de muerte y exterminio. ¡Á casa de Fulano! ¡Á casa de Mengano!... Y el
coro, la gran masa, lo repetía con voz formidable y ademán aterrador.
Y noté que en este vocerío tremebundo se nombraban con preferencia un
palacio de la calle de las Rejas, muy aborrecido entonces, y la casa
de Valenzuela. Y sin duda por ser ésta la más cercana, los foragidos
aquéllos enderezaron el rumbo hacia allá. Me estremecí. Luego, movido
de una resolución súbita, avancé, apartando la gente á empellones,
hasta ponerme delante de los primeros.

--¡Alto!--grité como un energúmeno, alzando los dos brazos mucho más
arriba de la cabeza.

¡Suerte loca la mía! En la vanguardia del pelotón armado iban Bujes y
tres de sus camaradas, que, como él, me habían conocido en la redacción.

--¡Pedro Sánchez!... ¡Viva Pedro Sánchez!--gritaron, abrazándome Bujes
y alzando los otros los fusiles al aire.--¡El defensor de los hijos del
pueblo! ¡El perseguido por los enemigos de la libertad!

Cientos y cientos, y creo que miles de bocas repetían entonces mi
nombre, cuya resonancia, no cabiendo en los ámbitos de la Puerta del
Sol, fué á perderse en rugidos en todas las calles que desembocaban
allí. Manos sin número estrecharon las mías, y brazos sin cuento me
estrujaron, me oprimieron y aun me levantaron en vilo.

--¿Adónde vais?--pregunté con aires de tribuno romano, tan pronto como
pude resollar.

--¡Á comenzar por casa de Valenzuela las venganzas del pueblo
oprimido!--me respondieron los más elocuentes.

--Pues si ese santo fin os guía--repliqué, tomando posturas de héroe de
tragedia,--habéis errado el camino... ¡Al tronco, al tronco!... ¡Herid
el tronco, y dejad las ramas para cuando el árbol esté en el suelo!...
¡Á la calle de las Rejas!

¡Yo que tal dije! Ni el pelotón de soldados mejor instruidos hacen una
conversión hacia la espalda con mayor rapidez, que aquella muchedumbre
la hizo entonces; y con tal suerte mía, que estando yo el primero
delante de ella en dirección á la Carrera de San Jerónimo, me quedé el
último y solo cuando el lago de gentes se precipitó por la calle del
Arenal, bramando estas palabras mías:

--¡Á la calle de las Rejas!

¡Que Dios me perdone, en gracia del caritativo fin que me inspiraba, la
culpa que tuve de que se anticipara algunas horas aquel desastre, que
estaba decretado y había de cumplirse de todas maneras!

Con el mayor disimulo posible, acelerando mucho el paso y echando por
los atajos para desorientar á los que pudieran conocerme, me dirigí,
apenas logrado mi primer intento, á la calle del Príncipe, por fortuna
poco concurrida á la sazón, por estar la pública curiosidad empeñada
en otra parte. Llegué sudando, y con la brega que había tenido en la
Puerta del Sol, desaliñado, conmovido y polvoriento. Subí de cuatro en
cuatro los escalones; y sin detenerme á respirar, llamé á la puerta
de Valenzuela, ante la cual había llamado otra sola vez en mi vida,
también tembloroso y conmovido, aunque por bien distintos motivos.
Tardaban en abrirme; y, entre tanto, oía yo ruido de gente acelerada
allá dentro. Volví á llamar más fuerte, y tras el mismo rumor de
pasos, de voces discordantes y de palabras sueltas, abrió un criado el
ventanillo.

--¡Necesito ver inmediatamente á los señores!--le dije con imperio,
llevándome el diablo con aquellas precauciones en que se empleaba un
tiempo que tan necesario podía sernos para cosa más importante.

Sentí á poco rato que el ventanillo volvía á abrirse, pero con mucho
cuidado, como si se tratara solamente de examinar la catadura del
que llamaba. Entonces di mi nombre, rogando por todos los santos del
cielo que me abrieran la puerta cuanto antes, pues de abrírmela ó no,
dependía la salvación ó la ruina de toda la familia. Noté que llegaba
otra persona al ventanillo; y apenas había tenido tiempo para mirar
por él hacia afuera, cuando la puerta se abrió. Clara, que apareció en
el hueco un instante, volvió á cerrar tan pronto como yo hube entrado.
Estaba terriblemente hermosa la hija de don Augusto Valenzuela: pálida,
ceñuda, con los ojos fulminantes, algo convulsos y contraídos los
labios, alta la cabeza, destacado el pecho, y apartando impaciente
la cola de su bata con el menudo pie... Detrás de ella, Pilita con
la faz desencajada, cárdena y roja á trechos, porque el sudor de su
angustia le había barrido parte del colorete; revueltos los postizos
y asomando el _crepé_ por las rendijas del moño y de las _cocas_...
¡pero con el abanico en la mano! Verdad que hacía un calor de todos los
demonios. Allá en el fondo, arrimado á las jambas de una puerta, lacio,
amarillento, exánime, Manolo. Tal era el cuadro que, en el momento
de entrar yo, pude examinar rápidamente á la luz de la lámpara que
alumbraba el vestíbulo.

Mientras Pilita retrocedía dos pasos al verme penetrar de un salto y en
tan sospechoso desaliño en su casa, su hija, leyéndome los pensamientos
en los ojos, me habló así:

--¿Qué peligro corremos? ¿Qué es eso que está pasando y que nadie nos
explica bien? ¿Qué tiene que ver con nosotros?...

--¿Don Augusto?...--pregunté anhelante.

--Está fuera de Madrid desde esta madrugada, y en lugar seguro--me
respondió Clara;--pero bien ajeno á todo temor de que pueda correr su
familia el menor peligro.

--Algo es eso--repliqué;--pero no es bastante.

Entonces referí, como mejor pude, no todo lo que sabía, sino algo que
les diera una idea del riesgo que les amenazaba.

--Y bien, ¿qué remedio tiene eso?--me preguntó Pilita con espanto,
mientras Manolo se desplomaba sobre una silla.

--Usted traerá un plan meditado, seguro,--dijo Clara, clavando en la
mía insinuante su mirada de acero.

--Sí, señora--respondí con fe;--seguro es mi plan, si ustedes se
someten á él sin vacilaciones y sin perder un momento en fútiles
reparos...

--Al momento... ¡Diga usted!--respondió Clara firme y resuelta.

--Pues bien: recojan ustedes alhajas, dinero... cuanto se pueda llevar
á la mano... y en seguida prepárense para salir á pie conmigo... y sin
lujos ni aparato; porque importa mucho que no nos conozca nadie...
y, sobre todo, ganar tiempo... Si hay un criado leal á quien pueda
confiarse el secreto del refugio de sus amos, que nos siga á cierta
distancia con algún equipaje indispensable...

--¡Vamos, mamá; vamos, Manolo!--dijo Clara por toda respuesta,
empujando á Pilita y á su hermano hacia las habitaciones interiores.

Yo me dejé caer, rendido de cansancio y de emociones, en una banqueta
del mismo recibidor en que me hallaba. En seguida comencé á oir, allá
dentro, ruido de tiradores abiertos de prisa; recias llamadas á aquel
criado y á esta doncella; el estrépito de una porcelana hecha añicos en
el suelo; el pisar recio de los unos; el crujir de las faldas de las
otras; trastazos de puertas, carraspeos, suspiros... Y, entre tanto,
los minutos me parecían años, y cada rumor de la calle que penetraba
por la escalera y llegaba á mis oídos, me ponía los pelos de punta,
porque temía que volvieran los forajidos, que yo dejé en la calle del
Arenal, á consumar la obra que ya habrían consumado sin el éxito feliz
de mi temerario alarde.

Mi plan era harto sencillo: llevar, con un largo rodeo, á la familia
Valenzuela á mi posada, que, por ser época de vacaciones, debía estar
completamente desocupada. Hallándose á buen recaudo el objeto principal
de los odios populares, como yo había presumido, porque tales pájaros
huelen la pólvora desde muy lejos, bastaba con separar, por el momento,
de los caminos trillados que habían de seguir las turbas, al resto de
la familia, para librarla de un bárbaro atropello. Después, Dios diría.

Apareció Clara arrastrando los graciosos pliegues de la falda de un
sencillísimo vestido, y envolviéndose el gallardo busto en una ligera
mantilla, cuyo velo, arrollado sobre la cabeza y cayendo en pabellones
hasta los hombros, parecía un fondo pintado de intento para destacar
con mayor fuerza las enérgicas facciones y el pálido color de la cara.
En seguida llegó Pilita, bastante más emperifollada que su hija; pero
traía el velo de la mantilla echado sobre la faz; y este eclipse de
astro viejo fuí ganando en aquella partida. Manolo iba detrás de
ella, vestido, en su afán de disfrazarse bien, con lo más anticuado
y triste de su ropero, y se había cortado las barbas con las tijeras:
llevaba en la diestra un elegante saquito de mano, muy repleto. Parecía
un seminarista que volvía á su aldea cargado de desalientos... y de
calabazas. Pilita me dijo abanicándose:

--He estado pensando que deberíamos irnos, una vez que tenemos que
salir de casa, á la de Chuncha.

--Y ¿quién es Chuncha?--pregunté con la mano ya en el pestillo de la
puerta.

--La duquesa del Pico,--respondió Pilita debajo de su velo.

--¡Ay, señora!--repliqué:--no corren ahora tiempos de duquesas;
son malas recomendaciones los nombres encopetados cuando andan las
muchedumbres armadas y rugiendo por la calle.

--¡Vamos adonde usted quiera... y pronto!--dijo entonces Clara, con su
acento rudo y aire resuelto, mirando á su madre.

Abrí la puerta, y salimos. En el descanso de la escalera dudaba yo si
dar el brazo á Clara ó á Pilita, porque las leyes de la buena cortesía
se ajustaban muy mal en aquella ocasión á las de mi deseo.

--Manolo--dijo Clara:--da el brazo á mamá; nosotros iremos delante.

En esto me lanzó una mirada de las suyas, no sé si para confirmarme la
orden, ó para pedirme mi parecer, que bien manifiesto estaba; se echó
el velo sobre la cara, y en seguida sentí en el brazo que galantemente
la presenté, el dulce peso del suyo, blanco, redondo y desnudo,
asomando por la anchísima boca de la manga de embudo, que entonces era
de moda. Con la otra mano se recogía los pliegues de la falda para no
pisarlos, al bajar, con su lindo pie, que yo no podía menos de admirar;
y por eso recuerdo que iba encerrado en estrecha bota de _satén_ de
color de ceniza, como su vestido. Bajamos. Antes de llegar al portal,
me adelanté yo á reconocer el terreno. No había en la calle el menor
síntoma de motín: mayor concurrencia y algo más ruido que de costumbre;
pero nadie se fijaba en la casa de Valenzuela.

Volví á tomar á Clara del brazo; y advirtiendo á su madre que nos
siguieran á cierta distancia, salimos. Me latía mucho el corazón, y
sentí como una sacudida nerviosa en el brazo de Clara.

Cuando á algunas varas de la puerta nos hallamos confundidos con los
demás transeuntes, que no reparaban en nosotros, nos tranquilizamos; y
después de observar que Manolo y su madre nos seguían, me dijo Clara:

--Quiero que me lo cuente usted todo; todo cuanto usted ha visto y oído
esta noche; todo cuanto usted ha hecho.

No hubo remedio: tuve que contarlo todo, todo; porque cuando escrúpulos
de modestia ó consideraciones de otro orden me hacían titubear en el
relato, ella misma, con arte diabólico, me arrancaba las palabras que
yo no quería decir. En estos casos, porque la vehemencia de su deseo la
impulsaba, sentía yo mi brazo fuertemente oprimido contra su pecho, y
veía, á través de las tenues mallas del velo, el brillo fascinador de
su mirada fija en mis ojos deslumbrados. ¡Cómo resistir la fuerza de
aquellas armas! Hubiérame mandado dar un ¡viva! á los hombres arrojados
del poder por la mañana, grito que á la sazón equivalía á una sentencia
de muerte, y lo mismo la hubiera complacido.

--Ahora--añadió, después de oir mi relato,--quiero saber qué
sentimientos le han movido á usted á sacrificarse así por una familia á
la que tan pocas atenciones debe.

No era tan fácil responder á esta exigencia como á la anterior.
Decir que había obedecido á un impulso maquinal y filantrópico, era
poco y no era la verdad; decir que, á pesar de que Valenzuela no lo
merecía, me había arriesgado á salvarle, era demasiado; que lo hice
acordándome solamente de Clara, aunque fuera verdad, no podía decirlo
sin agravio de los demás de su casa, ni sin que se tomara mi aserto á
necia galantería; que me inspiró el arrojo (y acaso era lo más cierto)
el buen recuerdo de los amables huéspedes de mi lugar, implicaba una
censura de conducta posterior. En vista de estas dificultades, tomé el
punto de soslayo y respondí:

--En buen derecho, nada me debía su familia de usted que no me haya
pagado.

--Á su manera, es cierto--replicóme Clara:--á la manera que pagan sus
deudas de buena y honrada amistad los santones de la política. Mire
usted: mi padre es el mejor de los hombres entre su familia, en los
pasillos del teatro, en su pueblo de usted... en todas partes menos
en el sillón de su despacho oficial, y donde quiera que _ejerza de
político_ entre los suyos. En estos casos, se transfigura y pierde
la memoria de las cosas sencillas y ordinarias del mundo, porque lo
posee de pies á cabeza el demonio del imperio con todas sus durezas
y vanidades. Es una enfermedad propia de las gentes del oficio, y
no tiene cura... Y no digo esto para que usted le perdone los malos
trances en que le puso por no querer acordarse en Madrid de la palabra
que le empeñó en su aldea, aunque buen testimonio es de que no son
invenciones mías las prendas que en él alabo, la sinceridad con que
confieso sus graves faltas: demasiado sé que hay agravios que no se
olvidan aunque se perdonen, y usted ha perdonado muchos; muchos que yo
he lamentado sin poderlos remediar. Dígolo, porque lo juzgo al caso
en el capítulo de las deudas á que usted se ha referido... Pero no se
trata de eso, sino de responder derechamente á mi pregunta.

--Pues por respondido, Clara--repliqué al punto y entrando
sin resistencia en la boca de la trampa que se me ponía
delante;--reconociendo yo en su padre de usted las mismas prendas,
buenas y malas, que usted misma le reconoce, ¿no basta esto y la franca
amistad que nos unió en mi pueblo, por razón de lo poco que acabo de
hacer por él?

--No--respondió su hija, acentuando el monosílabo con un enérgico
movimiento de cabeza.--Con eso sólo y lo que usted perdona sin
olvidarlo, se deplora el suceso; pero se encoge uno de hombros y
deja correr la tempestad... si es que no se la llama, con cierta
complacencia, justicia de Dios... Y usted ha hecho bastante más: se ha
plantado delante de ella exponiéndose á ser arrollado.

¿Qué diablos quería aquella mujer que yo la declarase?... ¿Y cómo no
declarárselo, si lo que quería oir fuera algo que cruzó sólo como
una chispa por mi mente en aquel peligroso trance, y que después, al
contacto del brazo de Clara, al roce de su vestido, al fuego de sus
ojos, en ocasión tan extraña, siendo yo su único amparo, su escudo y su
guía, iba convirtiéndose por instantes en voraz incendio?

Dejéme caer del lado á que me inclinaba el deseo, y respondí sin
tanteos ni remilgos:

--Pues considéreme usted, con respecto al señor don Augusto, en el más
desfavorable de los supuestos; téngame hasta por inhumano y vengativo
si le acomoda: ¿sería justo que á usted, tan joven, tan bella, tan
afable y tan buena conmigo siempre y en todas partes, la hiriera el
mismo golpe con que la ira popular castigase en otro supuestas ó
comprobadas maldades? Y no siéndolo, ¿qué cosa más natural que hacer lo
que hice para evitarlo?

De nuevo sentí, al decir esto, acentuada presión del brazo de Clara; y
otro rayo de sus ojos hiriendo los míos, volvió á deslumbrarme. Todo
pasó como una ráfaga, pero ráfaga cargada de eléctricos efluvios. En
seguida me habló así mi original y peligrosa protegida:

--Verdaderamente le parecerá á usted pueril este empeño mío en
momentos tan señalados, por la seriedad de las cosas que nos están
ocurriendo; si es que no juzga que hasta el cariño de hija pospongo á
mis vanidades de mujer. Todo es posible, y, sin embargo, nada sería
menos cierto, puesto que si tanto me apuró el deseo de saber lo
que al cabo he sabido, fué por convencerme de que pudo inspirar mi
recuerdo tan noble empresa en beneficio de mi padre. Hombre, le hubiera
defendido contra todos los que le ofendieran; débil mujer, me complazco
en servirle con la fuerza de tan heroicos defensores como usted... ¿No
es esto muy natural?

No me lo parecía mucho; pero como á Clara no se la podía medir con
la misma vara que á las demás mujeres, acepté su teoría que, por de
pronto, me apagó algo los fuegos de la imaginación.

Andábamos, á todo esto, entrando por la calle de la Visitación en la
del Lobo; y cuando nos hallamos algunas varas dentro de ella, Pilita,
que nos seguía los pasos, dijo al verla casi libre de transeuntes:

--¡Ay, qué miedo da andar por aquí!... Mala es la muchedumbre, ¡pero
esta soledad!... ¡Si cualquier forajido nos observa... y nos detiene...
y nos conoce!...

Manolo, que temblaba de miedo, fué del mismo parecer, y propuso que
retrocediéramos. No lo consentí, aunque el hijo y la madre tenían mucha
razón en temer aquella soledad en noche de tan gordas aventuras, y sin
gobierno y sin ley en la villa. Recomendé el silencio y la serenidad,
y continuamos marchando sin tropiezo hasta la Carrera de San Jerónimo.
Pensaba yo salir á la calle de Alcalá por la de Cedaceros; pero observé
que había en ésta gran vocerío patriótico y mucha gente detenida.
Recordé al instante que allí había una casa de las denunciadas por la
furia popular en la Puerta del Sol, y temblé, porque presumí lo que
estaría pasando ó iría á pasar inmediatamente.

--¿Qué es eso?--preguntó Clara estremeciéndose.

--Poco más de nada--respondí.--Populacho que se divierte gritando.
Vámonos por la calle del Turco, puesto que no hay paso por ésta.

Y así lo hicimos. Mientras bajábamos hacia el Congreso, me dijo Clara:

--¡No puedo pintarle á usted lo que siento delante de estas cosas!

--Me lo imagino,--respondí.

--No es fácil--añadió.--Es más que antipatía; es asco y pena, y es
ira y es indignación, todo á la vez. Y no lo siento por lo que hoy
me sucede: lo mismo lo sintiera si mi padre fuera el esparterista más
estúpido. Es que me ataca á los nervios sin poderlo remediar, por feo y
de mal gusto. Esta abigarrada mezcla de gentes dando gritos, desaliñada
y sudando, me hace el efecto de una bestia revolcándose en basura y
complaciéndose luego en restregarse contra las fachadas limpias y la
ropa de los transeuntes.

¡Y yo que cuando tal oía iba hecho un Adán, por obra de mis patriotadas
de la Puerta del Sol!

Conoció Clara, en mi silencio y en la mirada que á mí propio me eché,
el apuro en que me hallaba; y me dijo, cargando, un poco más de lo
corriente y usual, el peso de su lindo cuerpo sobre mí:

--No le pido á usted perdón ni me arrepiento de lo dicho; porque
entre eso que brama y usted, aunque parezca que un mismo interés los
une, hay enorme diferencia; como la hay entre el rebaño y el pastor,
entre el látigo y la mano que le esgrime. Si fuera usted un patriotero
vulgar, parte maciza de ese gran montón de inocentes y de malvados,
le aconsejaría que se apartara de tan mala senda, y huyera de tan
peligrosa compañía; pero yo sé cómo y por dónde ha ido usted á parar
ahí; y el lance de esta noche, que confirma todos mis supuestos de
algún tiempo acá, dice bien claro hasta dónde puede usted ir con sus
propias fuerzas por ese camino, si no se amedrenta ni se encoge.

Luego Clara, la esquiva, la orgullosa y medio bravía Clara, «desde
un tiempo acá» me había seguido de lejos en todas las etapas de mi
breve y triunfal carrera. ¿Por qué? ¡Oh, incitantes dudas y sabrosas
quimeras de la vanidad!... Y sin embargo, el hecho que las producía era
evidente. ¿Qué mucho que lo que corazones bien aguerridos no hubieran
podido resistir sin conmoverse, causara honda perturbación en las
tranquilas é indefensas regiones de mi pecho?

Dióme aquel punto tema para seguir un largo diálogo entretejido de
ingeniosas perífrasis, rebuscadas anfibologías y otros análogos
tiquismiquis, recurso á que se apela siempre que en galantes empeños se
quiere explorar el campo sin descubrir mucho el cuerpo, y le terminó
Clara (que, por cierto, me ganó en la puja de sutilezas la partida)
diciéndome:

--Ya usted ve cómo lo que le digo no es vana lisonja con que trato de
pagarle este gran favor que todavía nos está haciendo. Creo que tiene
usted alas con qué volar muy alto en el espacio que se abre ahora
delante de usted, y le aconsejo que vuele. Para los hombres como
usted, hay una brillante carrera en ese campo en que tanto abundan
las nulidades, y tan necesarios son los ánimos esforzados y las almas
generosas... Y no se queje usted de mi desinterés, cuando, sabiendo lo
que usted vale, le empujo hacia el enemigo.

No pude responderla, porque nos abordó Pilita cuando esto pasaba y
subíamos por la calle del Caballero de Gracia.

Pilita quería saber adónde íbamos y cuándo llegábamos, cosas que
todavía no me había preguntado su hija, ni yo me había acordado de
decírselas; y ponderaba mucho el miedo que la habían dado ciertas
gentes desaforadas con que nos habíamos encontrado al atravesar la
calle de Alcalá. Tampoco habíamos hablado de ellas Clara y yo: ni
siquiera las vimos. En cambio, Manolo había visto y sentido por todos.
¡Cómo sudaba de congoja el infeliz, y qué amarillo y anheloso estaba!

Momentos después llegamos, sanos y salvos, al portal de mi posada.

--¡Respiren ustedes!--iba á decir triunfante á la familia entera, sin
considerar que allí había, como en la mayor parte de los portales de
Madrid de entonces, una hedionda letrina, que ya había hecho torcer el
arrugado gesto de Pilita.

Subimos; y como yo supuse, la casa estaba completamente libre de
huéspedes. Alegróse mucho de verme mi patrona. Díjele en pocas palabras
de qué se trataba, aunque tuve buen cuidado de callarme el apellido de
sus nuevos huéspedes; y acomodólos, como yo deseaba, en la salita, que
tenía un gabinete contiguo á otro dormitorio con puerta al pasadizo.

--Estas señoras y este caballero--dije á la patrona, de modo que no me
oyera nadie sino los presentes,--para todos, menos para usted y para
mí, en esta casa son una familia forastera que estará en Madrid muy
pocos días; familia pudiente y recogida, que come en sus habitaciones y
no sale de ellas para nada. ¿Lo entiende usted?... Pues no hay más que
hablar.

Dióse por enterada la patrona, y yo quedé satisfecho; porque era muy
leal y campechana la buena Micaela.

--Ahora--dije á las señoras,--den ustedes á su criado las menos órdenes
posibles; y adviértanle que cuando vaya y venga, lo haga por caminos
diferentes... por si acaso. Aunque nada temo, las precauciones no
sobran. Esta cárcel no durará mucho: lo que se tarde en encauzar el
torrente que brama ahora por esas calles. Un poco de paciencia, pues, y
mucha confianza. Yo trataré de inspirársela, y cuidaré de tenerlas al
corriente de lo que suceda. Con este fin, me vuelvo á la calle, donde
puedo ser á ustedes más útil que aquí.

Y con esto y muy poco más, despedíme de todos, y muy particularmente de
Clara, «hasta más tarde»; dije lo mismo á Micaela, para su gobierno,
en el pasillo; mandé entrar en la sala al criado de Valenzuela, que,
con un gran saco de noche, nos había seguido á cierta distancia; y
lleno de la imagen y de las palabras de aquella singular criatura,
bajé la escalera resuelto á enterarme de lo que pasaba en la calle de
Cedaceros, síntoma terrible de lo que pudiera acontecer á la hora menos
pensada en otras muchas calles, y estaría aconteciendo, seguramente, en
la de las Rejas.

Dos horas hacía que había salido yo de mi forzado encierro al aire
de la libertad. En tan breve tiempo, ¡cuántos y cuán graves sucesos!
¡Cuántas y cuán distintas emociones!


                             [Ilustración]


                             [Ilustración]




                                  XXV


La muchedumbre que yo había visto á la entrada de la calle de
Cedaceros, se había ido extendiendo por la Carrera de San Jerónimo; y
allí, frente á la iglesia de los Italianos, entre una masa de caras,
atónitas unas, ferozmente alegres las más, ardía una enorme hoguera,
cuyos rojizos resplandores alumbraban por igual los harapos y las
costras de los holgazanes malvados, la atildada levita del indiferente
curioso, y el casual, si no estudiado, desaliño de los patriotas
vocingleros y de los asombrados como yo.

Desde el fondo de la otra calle, y en el mismo afanoso rebullir de un
hormiguero en sus tareas, llegaban sin cesar hasta la hoguera hombres
de aspecto patibulario, agitando en la punta de un sable, de una
bayoneta ó de un garrote, una rica colgadura, una extraña prenda de
vestir, un cuadro de gran valor, una bata de cachemira... un pañuelo;
ó conduciendo al hombro ó arrastrando ó en la mano, un mueble de
preciadas maderas, una alfombra, libros lujosísimos, candelabros,
estuches y los más primorosos caprichos de arte. Un grito bestial
anunciaba la llegada de cada objeto, y otro más nutrido y feroz llenaba
la calle en cuanto caía en medio de las llamas. Así se alimentaban
aquéllas que á mí me espantaron. Las ricas tapicerías, los artísticos
tallados, las finísimas y exóticas pieles; el grabado de Alberto
Durero y de Morghen; las agua-fuertes de Rembrandt; los cincelados de
Benvenuto; la armadura florentina; el rarísimo _incunable_ y el lienzo
en que palpitaban el genio y el pincel de Velázquez y Murillo, se
confundían en breves instantes en un solo montón de ceniza. Y, entre
tanto, en la morada de donde tantas riquezas salían se destrozaban á
golpes las porcelanas sajonas, los vidrios de Murano, ánforas y barros
etruscos... hasta los artesonados de los techos y las doradas molduras
de las paredes. ¡Y todo este inicuo saqueo, todo este brutal destrozo,
se hacía al grito de _¡mueran los ladrones!_ y en la casa de un hombre
desligado muchos años hacía de todo linaje de políticas, pródigo de su
dinero ganado en colosales empresas, cuya prosperidad refluía en la
del Estado y en bien del pueblo trabajador!

¡Qué razón tenía Clara! Sólo una bestia, con horror ingénito á
lo limpio y á lo hermoso, podía deleitarse en consumar tantas
profanaciones á un tiempo.

Huí de aquel sitio, lleno el corazón de pena y hasta de remordimientos.
Temí que estuviera aconteciendo lo mismo en la calle del Príncipe.
Miré hacia ella al atravesar su desembocadura en la Carrera; pero,
afortunadamente, nada vi que confirmara mis temores. En cambio, oí
que en la de las Rejas, en la del Prado y en alguna otra más, ardían
también hogueras alimentadas con el saqueo hecho por la fiera en las
moradas de otros tantos personajes _caídos_.

Llegué á la redacción de _El Clarín_ no sé cómo ni por dónde, puesto
que el miedo de volver á contemplar espectáculos que tanto me
repugnaban, me hacía caminar muy de prisa y casi con los ojos cerrados.

Encontré á todos mis compañeros reunidos, y llevaba la palabra Redondo,
que había sido puesto en libertad por algunos revolucionarios que
abrieron las puertas de la cárcel á todos los presos políticos en
cuanto se inició el movimiento. Abrazóme gozoso, y le abracé de muy
buena gana, y todos los de la casa me abrazaron después. Pero bien
sabe Dios que á ninguno estreché contra mi corazón con tanta fuerza
como á Matica. Ya se sabía allí mi aventura de la Puerta del Sol.
¡Cómo me la aplaudieron y con qué calor me la admiraron! Ya se ve:
era yo de la casa, y mi _gloria_ se reflejaba en ella. Redondo se
asombró de que, por miramientos _mal entendidos_, hubiera empleado yo
la fuerza de mi prestigio á favor de un hombre como Valenzuela; y yo
me asombré de que Redondo no se avergonzara de lo que estaba pasando
en las calles de Madrid. Sin embargo, tenía buen cuidado, á pesar de
su fanatismo revolucionario, de llamar _bandidos y enemigos pagados_
de la revolución, á los ejecutores de aquellas _justicias_. «¡Esos
monstruos no son el pueblo!» decía, y decía muy bien; pero aceptaba los
hechos en odio á los _ajusticiados_, como un ejemplo necesario. ¡Quién
era el guapo que podía traer á la razón á un hombre capaz de tales
acomodamientos de juicio!

Matica, que me apoyaba en la porfía, dijo terminándola:

--Por de pronto, esos vandálicos sucesos han dado ya su resultado
natural y lógico. El Gobierno, en vista de su gravedad, ha sacado
fuerzas de flaqueza; las tropas han recuperado el Principal, y en la
calle de las Rejas ha habido muertos y heridos. La guerra, pues, está
declarada entre el poder y el pueblo; y usted, señor Redondo, y usted,
señor Sánchez, vuelven á vivir de contrabando, y quizás todos nosotros,
lo cual no acontecía dos horas hace.

Yo, que no sabía una palabra de estas cosas, me quedé yerto.

--Pues ¿dónde ha estado usted, alma de Dios?--me preguntó Matica que,
por lo acontecido en la Puerta del Sol y por el tiempo transcurrido
desde entonces, me juzgaba más enterado de los sucesos.

--Poniendo en lugar seguro á la familia Valenzuela,--respondí secamente
y sin dar otros pormenores.

Sentóle muy mal esta respuesta á Redondo, en quien el fanatismo de
secta se sobreponía, en ocasiones, á los impulsos de su buen corazón;
pero Matica elogió el hecho como el más digno y generoso remate de mi
hazaña de la Puerta del Sol; y este elogio, por ser de quien era, me
supo muy bien.

El resultado de la conversación que se siguió á las palabras de
mi amigo, que tan triste impresión me causaron, fué el amargo
convencimiento de que mi situación era mucho más grave que cuando
me hallaba oculto en casa de don Serafín Balduque. Entonces sólo
se trataba del autor de un escrito satírico; últimamente, era yo el
caudillo aclamado por las turbas en el momento de empezar éstas á
cometer las horribles fechorías que habían sacado de su inacción al
débil y desalentado Gobierno. Si el paisanaje no triunfaba, vendrían,
con la velocidad y el alcance del rayo, las duras represalias, las
sangrientas venganzas, los tremendos castigos; y no habría cuartel
ni miramientos ni caridad con los hombres señalados, como yo, por el
ruido de una popularidad que en aquellos instantes era una infalible
sentencia de afrentosa muerte en un patíbulo, ó detrás de las tapias
de un cementerio. Esto acontecería tan pronto como el Gobierno
alcanzara en Madrid la más pequeña ventaja sobre la revolución, y se
extendiera la noticia del suceso por las provincias, donde ganaría
con ello el necesario prestigio para acabar de afirmarse. Y, entre
tanto, el paisanaje carecía en Madrid de una inteligente dirección que
le organizase y le hiciera capaz, cuando menos, de oponer una seria
resistencia al empuje de las tropas, embravecidas ya con el espectáculo
de la sangre vertida en los primeros encuentros. Urgía, pues, organizar
al pueblo, y ayudarle en su empresa con alma y vida. No entendía yo
jota de lo primero, y Dios me es testigo del horror que me inspiraba
la fratricida guerra de las calles; pero la resolución que me negaba mi
falta de fe política, me la dió la necesidad con largas creces; y á lo
segundo me brindé con ciega abnegación, jurando llegar en la contienda
tan lejos como el más guapo.

Muchas veces me he preguntado después acá: ¿influiría algo en aquel
arrebato mío, en momentos tan peligrosos, la excitación de Clara á que
siguiera yo el camino de las aventuras de la revolución, seguro de
llegar muy lejos si no me amedrentaba ni encogía? Lo que tomé por un
recurso de la necesidad, ¿no pudo ser el fruto de la semilla arrojada
en mi corazón por las palabras de aquella mujer, á quien no podía
olvidar un momento desde que me había separado de ella?

De dudar es el caso; pero ello fué que, cinco horas después, á la
madrugada del 19 de julio, me batía como un desesperado en la calle de
Jacometrezo contra las avanzadas de Palacio; que rechazadas éstas por
nosotros hasta la plaza de Santo Domingo, continuaba batiéndome allí,
sin saber todavía por qué no me asustaban las balas que oía por primera
vez; cómo resistía, sin desplomarme, los rayos del sol que caían sobre
mi cabeza descubierta cual chorros de cristal fundido; cómo miraba sin
espanto á los infelices que mordían el polvo á mi lado, y entregaban á
Dios el alma entre borbotones de sangre y quejidos de agonía, ni qué
espíritu diabólico se había apoderado de mí para hacerme ver en cada
soldado un enemigo mortal de quien era preciso deshacerse con el plomo
de mi certero fusil; que seguí tan tenaz en la encarnizada lucha, que
se necesitó todo el prestigio popular que había ganado en Vicálvaro
el coronel Garrigó, cayendo herido á la boca de los cañones del
Gobierno, para que, viniendo de intercesor, cesara aquélla cerca del
mediodía, sin lo cual, ¡Dios sabe lo que hubiera sido de mí!; que una
hora después me hallaba disputando á la Guardia civil la Plaza Mayor,
y que, tras una lucha bárbara por ambas partes, fuí uno de los doce
locos que avanzamos á cuerpo descubierto por el boquete de la calle
de Ciudad-Rodrigo hasta la verja de la estatua ecuestre del centro;
dando con esta locura tal ejemplo á los demás, que hicimos retirarse
á los soldados por la calle de Postas, y quedó la plaza por nosotros.
Sobre regueros de sangre entramos en los desalojados soportales, y, sin
embargo, yo hubiera sido capaz de celebrar el triunfo empapando mis
labios en ella. ¡Tan embrutecido, tan borracho me tenían el tufillo de
la pólvora y el ardor de la refriega!

Tan borracho, que sin dar descanso á mi cuerpo ni otro alimento que un
pedazo de pan y dos sorbos de vino, por la tarde me batía contra el
coronel Gándara en la calle de Atocha... Recuerdo el extraño efecto
que, no obstante mi insana obcecación, me causó la vista de aquel
hombre, de gallardo continente, con su hermosa barba negra, vestido de
paisano, hasta con sombrero de copa, á caballo, al frente de algunos
soldados, en medio de la calle, batiéndose contra un enemigo invisible
que le hostilizaba por ventanas y buhardillas. Era gran amigo del
personaje con las riquezas de cuya morada se había alimentado la
hoguera de la Carrera de San Jerónimo. Presenció este injusto y bárbaro
atropello; y tal como se hallaba, después de acudir al ministerio de
la Guerra, montó á caballo. El impulso fué noble y generoso. Desde
entonces, hasta que le vi en la calle de Atocha, no se había apeado; y
sabía yo que al aventar á balazos por la mañana aquella hoguera después
de haber aventado otra parecida en la calle de las Rejas, algo más que
pavesas se habían llevado sus proyectiles por delante.

Pero no obstante el tributo rendido por mi imaginación novelesca á
estos rasgos de paladín legendario, yo tiraba á matar cuando le tuve
enfrente con los suyos, porque á matar venían ellos.

Los últimos tiros de este empeño resonaron pavorosamente en medio del
silencio y la soledad de la noche; y mientras desfilaban las tropas de
Gándara hacia la calle de Carretas, después de haber depositado algunos
cadáveres de infelices soldados en las bóvedas de San Sebastián, yo,
por otras calles, deslizábame en busca de mi casa para reponer un poco
las quebrantadas fuerzas y dar á Clara un testimonio de que no había
olvidado mi compromiso de velar por ella.

Estaban tiznadas mis manos, y había sangre en ellas, y sangre también
y polvo en mis vestidos; y debía tener yo todo el aspecto de un
bandolero, cuando aparecí delante de la familia Valenzuela, y sin
cumplidos ni ceremonias, rendido por la fatiga y las emociones, me
dejé caer en el sofá, con espanto de Pilita, asombro de Manolo y no sé
si admiración de Clara, que en un buen rato no apartó de mí sus ojos
fulgurantes. Huyendo de su invencible firmeza los míos, los fijé en
el espejo que tenía enfrente; y entonces vi que mi cara no estaba más
limpia ni mejor aliñada que el resto de mi cuerpo. Eramos Clara y yo,
en aquel instante, tal para cual: yo un acabado modelo de matón de
barricada, y ella la viva encarnación del genio inspirador de hazañas
como las mías.

Referí, á sus instancias, todo lo que había visto y sabía, y lo que
podía referirse de cuanto yo había hecho; infundí en Pilita, pues
Clara no parecía preocuparse con ello, grandes esperanzas de que en
breve acabaría su cárcel; y aunque nada me quedaba que hacer allí, y
el cuerpo me reclamaba alimento y descanso, dejábame con gusto vencer
de la fuerza fascinadora con que los ojos y las palabras de Clara me
retenían á su lado.

Al otro día ¡nunca él amaneciera! era yo aclamado jefe de una barricada
que en la calle de la Montera habíamos levantado muy temprano, bajo
los fuegos incesantes de las tropas del Principal. Por una serie de
casualidades que no hay para qué referir, Matica estaba á mi lado, tan
sereno y mordaz enfrente del enemigo, como en el blando sillón del
teatro ó en la banqueta del café. El aspecto que ofrecía Madrid en
aquella mañana era verdaderamente aterrador. Ni una puerta abierta, ni
un transeunte en las calles, ni otros ruidos que el de las descargas de
fusilería acá y allá, y algún grito de los combatientes, cuando no el
¡ay! lastimero del moribundo. Un sol africano, abrasador, digna luz de
tal cuadro, le iluminaba.

Pues en estas circunstancias, cuando el reló del Buen Suceso acababa de
dar las once, apareció entre nosotros, deslizándose calle abajo, por la
acera de San Luis, muy pegadito á las casas, el sempiterno cesante don
Serafín Balduque. Movidos instantáneamente de un mismo impulso Matica
y yo, nos lanzamos sobre él y le metimos en el portal contiguo á la
barricada. ¡Le hubiera sopapeado entonces de buena gana por imprudente
y mentecato!

--¡Qué demonio le inspiró á usted la idea de venir á este estrelladero
de balas?--le dije, casi pegándole.

--Déjeme usted hablar--me respondió sentándose en el primer peldaño de
la escalera, y limpiándose el sudor de la calva con el pañuelo.--Déjeme
hablar, que hablando se entiende la gente... Ayer no salí en todo el
día de casa; y usted, que había quedado en volver, no pareció por ella.
Como se anduvo á tiros todo el día y parte de la noche anterior, y
usted estaba tan metido en los belenes revolucionarios, temimos que le
hubiera sucedido algo... y no así como quiera, sino que á mí me aplanó
la murria por entero; Carmen no probó bocado en todo el santo día, y
Quica no cesó de mojar la pestaña. Con estos temores y el escozor de
saber algo de lo que había pasado en Madrid, esta mañana, al ver que
parecía la villa una balsa de aceite, aventuréme á asomar las narices
á la calle con ánimo de ir explorando el terreno poco á poco y hasta
donde se pudiera. Carmen no quería; Quica, que es más curiosa, me
animaba; y como yo tengo más agallas de lo que parece, y de un tiempo
acá, como sabe usted muy bien, tanto me da pepinos como calabazas,
entre si salgo ó no salgo... salí. Por aquella parte no se movía una
mosca... salvo unos tiritos que sonaban hacia la calle de Toledo; seguí
andando, y tampoco; y andando, andando, aunque veía en esta calle y en
la otra gentes muy afanadas en levantar adoquines, llegué sin tropiezo
ni rodeo de importancia hasta la de Atocha... ¡No miento si aseguro que
tiene encima una alfombra de cascotes de más de medio pie de espesor!
Contemplando esto y las marcas de las balas en la fuente de la plaza
de Antón Martín, me pasé un rato. Un transeunte de regular catadura me
explicó lo que había sucedido allí... y también me aconsejó que no me
detuviera mucho á la intemperie. Supuse que no lo diría solamente por
el calor que hace; pero aunque también había por aquellas alturas mucho
revoltijo de adoquines, noté que se podía ganar un poquito de camino
más hacia adentro. «¡Pues vamos allá, qué calabaza»! me dije, «y veamos
lo que pasa»; y entré por la calle del León, y seguí después la del
Prado arriba, donde ya la cosa se iba formalizando y era el tránsito
un poco más difícil. Pero pasé; y ya, puesto en la calle del Príncipe,
dije: «vamos hasta la del Caballero de Gracia, y allí preguntaré por
ese hombre en su misma posada». Costóme gran trabajo, y en más de un
riesgo me vi, porque en tiempos de revolución no son confites todo lo
que anda por el aire, ni todos los caminos están como la palma de la
mano, ni todos los hombres tienen el don de gentes ni la más esmerada
educación; pero llegué, y ¡calabaza! estaba el portal cerrado... como
todos los que iba dejando atrás. «Pues no retrocedo», me dije, «porque
á estas horas estarán tapadas todas las salidas, al paso que iban las
barricadas y las cosas cuando yo las vi... Pues vamos por la Red de San
Luis...». Verdad que estaba oyendo yo rato hacía tiros hacia la Puerta
del Sol; pero también habían sonado algunos hacia la Cibeles... y yo
por algún lado había de salir, ¡calabaza!... Y fuíme á lo desconocido,
por si acaso era mejor que lo otro, que no era bueno, puesto que á poco
me santiguan con un balazo al atravesar la calle de Alcalá. Ya en la
Red, y obstruidas por barricadas las calles que en ella desembocan,
tomé una carrerita en busca de la plazuela del Carmen... Pero cata que,
mirando hacia esta barricada, los distingo á ustedes; y ¡calabaza!
¿qué había de hacer sino llegarme á darles un abrazo y pedirles un
refugio?...

--¡Á buena parte ha venido usted á buscarle!--exclamó Matica, medio en
serio y medio en broma.--¿Usted sabe que aquí no pasa un cuarto de hora
sin que lluevan las balas á docenas?

--De manera--dijo don Serafín,--que como no me han dado á escoger...

--Debiera usted--añadí yo hondamente disgustado,--no haber hecho
la locura de salir de su casa; y ya que salió, haberse vuelto á
ella cuando pudo hacerlo. Usted no es un muchacho en quien puedan
disculparse las calaveradas de esta especie... Tiene usted una hija...

--Mire usted, señor don Pedro--me respondió Balduque interrumpiéndome
con muy mal gesto,--todo lo que puede sonar en esa cuerda, me lo estoy
oyendo yo sin cesar... ¡Ojalá no sonara tanto! Ahora estamos aquí
tratando de otra cosa muy distinta.

--Pero hay que pensar en todo... ¿Sabe usted cuándo acabará esto, y
cómo acabará... y cómo acabaremos nosotros, y los que con nosotros se
hallan en esta ratonera?...

--Si me echara yo á pensar todas esas cosas... y si no cavilara tanto
en otras muchas, seguro que no me hallara aquí en este momento...

Cuando así hablaba don Serafín, oyéronse los tiros que volvían á
cruzarse entre el Principal y la barricada. Salí á ella, recomendando
mucho á Balduque que no se moviera de allí. Muy poco después volvía al
portal con un hombre que acababa de recibir una herida en un brazo.
Teníamos allí á prevención algunas hilas, aglutinantes, etc... y en el
entresuelo de la misma casa catres y colchones para lances más graves.
El herido arrimó el fusil á la pared; sentóse, y llegó Matica, que
aseguraba recordar algo de lo que había oído explicar en San Carlos; y
reconociendo la lesión, dijo que se curaba con dos cuartos de ungüento.

Mientras esto sucedía, Balduque, con el sombrero en la coronilla; las
manos tan pronto en los bolsillos del pantalón como rascando la cabeza
ó sobando los bigotes á contrapelo; los ojos errabundos, y moviéndose
todo de un lado para otro, revelaba hallarse bajo el imperio de una
excitación nerviosa que me alarmaba. Encargué mucho al herido que
cuidara de él mientras yo volvía; y salí de nuevo á la barricada,
porque el fuego no cesaba un punto... Por salir cayó en mis brazos
un combatiente, con un balazo en el pecho. Ayudóme otro hombre á
sostenerle, y entre los dos le condujimos hasta el entresuelo.

--Esto es más grave--dije á Matica al llegar al portal; y á don Serafín
porque no se quedara solo:--Suba usted también para ayudarnos en lo que
pueda.

Y subió con los demás, y nos ayudó á descubrir la herida, que parecía
cosa muy seria. Temblábanle las manos al cesante y hablaba sólo
palabras incoherentes. La triste obra en que todos estábamos empeñados,
llegó á ocupar toda mi atención. De pronto noté la falta de Balduque en
el grupo que componíamos los demás alrededor del nuevo herido. Alcé la
cabeza, y tampoco estaba en el entresuelo; corrí á la escalera, y vi
con espanto que, con un fusil entre las manos, se lanzaba del portal á
la calle.

Bajé de dos brincos, y salí tras él, en medio del tiroteo que no cesaba.

--¿Adonde va usted, desdichado?--gritéle.

--¡Á ganar con mis puños lo que se me debe en justicia!... ¡Á enviar al
Gobierno con una bala el memorial de mis agravios!...

Y esto lo voceaba encaramándose ya en lo alto del parapeto, echándose á
la cara el fusil, ¡que ni siquiera estaba cargado!

--¡Viva la justicia!--gritó allí como un desesperado.

Y un instante después, ¡aciago instante! cuando tocaba yo los faldones
de su levita con mis manos, se desplomaba entre ellas con la inerte
pesadez de un moribundo.

En presencia de aquella tremenda desgracia, sin valor para resistir el
vocerío de los pensamientos que diabólicamente eslabonados me asaltaron
la cabeza, desde el fondo de mi corazón pedí al cielo otra bala para
mí; pero no hubo una, entre tantas como silbaban á mi lado, que anidar
quisiera en un pecho tan lleno de pesadumbre.

Todos cuantos recursos terapéuticos nos había proporcionado la
previsión de Matica, que no eran muchos, se emplearon inmediatamente
en el empeño de volver á la vida á aquel pobre hombre que parecía
un cadáver. Hasta se puso de nuestro lado, ¡bien tarde ya! la feliz
casualidad de haberse suspendido en aquel instante las hostilidades
entre el paisanaje y las tropas, quitándonos con ello el único cuidado
que pudiera separarnos del moribundo.

--No se cansen ustedes--nos dijo éste, con voz apenas perceptible,
vidriosa la mirada, lívido el semblante, jadeante el pecho y
ensangrentada la boca:--tengo la muerte allá dentro... y hará su
oficio muy pronto... Yo la busqué con una locura... hija de muchos
pensamientos ¡muy tristes! ¡muy negros!... Sé que debí vencerlos,
porque hombres hay más desgraciados que yo, y no los tienen; pero no
pude... No es culpa mía... y por eso me absolverá la misericordia
de Dios, cuando á su tribunal me acerque... ¡Hija mía!... ¡Ésta sí
que es pena sin consuelo para mí!... ¡Sola!... ¡sola en este mundo
sin justicia!... Y sola, porque yo no pensé bastante en ello... al
arriesgar hoy mi vida entre las balas... con el deseo de ganar á tiros
lo que se me debe en buena ley... Esto no sé si me lo perdonará Dios,
aunque disculpa y razón tiene en las flaquezas humanas... Usted que
la conoce... mi buen amigo, no la desampare de todo... Y usted, señor
Mata, haga por conocerla... ¡Verá usted cómo la juzga digna de su
amparo!... ¡Que tenga siquiera una sombra!... algo á que arrimarse
para llorar, más que la triste Quica... ¡pobre Quica! ¡Desventurada
Carmen!... ¡Dios mío!...

Tomóle aquí un desmayo... y no volvió de él. ¡Me pareció un sueño aquel
tan inesperado, tan rápido y tan tremendo infortunio! Maldije otra vez
á la revolución, y me maldije á mí mismo, y maldije la brutal empresa
en que yo estaba empeñado desde la víspera; causa quizá de la muerte de
aquel desdichado, del desamparo de la pobre huérfana y de las acerbas
lágrimas que vertería en su dolor sin consuelo...

El mismo Matica, tan frío y sereno de ordinario, permanecía pálido y
mudo delante de aquel cadáver...

                   *       *       *       *       *   *       *

Apenas me di cuenta de los restantes sucesos del día, no obstante la
activa parte que tomé en ellos por razón del cargo que desempeñaba
allí. Sé que la suspensión de hostilidades lograda por negociaciones
entre el Gobierno y una Junta de armamento y defensa, formada aquella
misma madrugada por hombres notables del partido progresista, bajo
la presidencia del general San Miguel, duró sólo algunas horas; que
á media tarde se reprodujo con mayor saña la refriega en todos los
barrios de la villa; que me batí de nuevo hasta el anochecer; y que
entonces, nombrado capitán general de Madrid y ministro de la Guerra
San Miguel, hizo saber éste, _urbi et orbi_, que había sido llamado
Espartero para formar ministerio y arreglar la cosa política tal
cual se quería en el Manifiesto de los generales pronunciados; con lo
cual abrazáronse tropas y paisanos, y, con gran regocijo de todos,
acabóse aquella bárbara matanza; pero quedando el pueblo armado en sus
barricadas, «por si acaso...». Lleváronse los heridos á los hospitales
de sangre, y los muertos al campo santo. ¡Pobre Balduque! Si se supo
en qué lugar del mundo reposaban tus honrados huesos, á mi previsión
fué debido, al celo de Matica y á la fidelidad de dos hombres que no se
separaron de tu cadáver hasta dejar señalada con una cruz la tierra que
le cubrió.

No pude hacer más por ti en aquel instante.

Para lo que hubo que hacer tan pronto como fué posible el tránsito
por las calles, no hallé fuerzas en mi espíritu. Matica, que le tenía
más sereno y no estaba ligado á la pobre huérfana por los afectuosos
vínculos que yo, se aventuró, en obsequio mío, á darle la noticia del
mejor modo que pudo... Nunca quise oir á mi amigo el relato de aquella
dolorosa entrevista. No sé aún lo que pasó en ella, aunque sé que fué
terrible.

Cuando, al otro día, acudí yo á ver á Carmen, las fuentes de su corazón
se habían secado. No quiso que la hablara una palabra del suceso.
Pálida, recogida en su dolor, muerta en su rostro la sonrisa, estaba
como tanteando los bríos de su alma para afrontar con ellos los azares
en la triste soledad de su vida.


                             [Ilustración]


                             [Ilustración]




                                 XXVI


Pero si las propias amarguras se dulcifican con las drogas de la
providente necesidad, y los dolores más vivos del alma se mitigan
y hasta se borran con el roce de los tiempos en su marcha fatal é
inalterable, ¿qué mucho que las tristezas engendradas por ajenos males
se desvanezcan con los vientos de la imaginación y las locuras de la
vanidad?

No olvidaba yo un punto á la desvalida huérfana de Balduque, ni se
apartaba de mi memoria la trágica é inopinada muerte de este pobre
hombre; pero no me creía tan obligado á llorarla como en el portal de
la calle de la Montera, cuando, por ejemplo, Clara, después de devorar
los relatos que la prensa hacía de los sangrientos lances, tan pronto
como se le permitió hablar de ellos á su gusto, relatos henchidos de
mi nombre y de mis proezas, me decía arrugando el periódico sobre su
falda y volviendo hacia mí sus negros ojos:

--¡Hubiera yo querido ver eso!

Y yo, al oirlo, ¡Dios me lo perdone! hubiérame arriesgado á repetirlo,
por solo el gusto de que lo viera.

Pilita, mujer fútil, alma insubstancial, sin otra aspiración ni otro
anhelo que ser un figurón decorativo del _gran mundo_, y encerrarse en
su tocador atestado de pringues y menjurges, no podía resistir la vida
en aquella humilde posada, ni aun considerando el por qué de estar en
ella.

Pasábase el día entre bostezos, suspiros y pueriles impaciencias,
insensible, extraña á todo, menos á su antojo de volver á su casa,
que, por un milagro de Dios, se había librado del saqueo á que estuvo
sentenciada. Ni cogía un libro ni una labor entre las manos, para hacer
más llevaderas las horas; oía bostezando el relato de los más terribles
sucesos de las recientes jornadas; y por no pensar en nada, ni siquiera
pensaba en el aún dudoso paradero de su marido.

--Pero si todo esto ha concluido ya--me dijo un día, medio escondida
detrás de su abanico,--¿por qué no nos volvemos á nuestra querida casa?

--Porque no es tiempo todavía, señora--respondí;--deje usted que
llegue Espartero, y entonces nos iremos.

--Y ¿qué tengo yo con ese buen hombre?

No podía meter en la cabeza de Pilita una idea tan trivial como
la relación que había entre su seguridad personal y la llegada de
Espartero á Madrid.

Más atrás dije que al cesar por completo las hostilidades entre la
tropa y el pueblo armado, éste se quedó arma al brazo en las calles
«por si acaso»; es decir, en garantía del cumplimiento de la oferta,
hecha por el trono, de que vendría el famoso general, á la sazón en
Zaragoza. Por de pronto, se convocó al Ayuntamiento y á la Diputación
disueltos en 1843; y estas liberales corporaciones, apenas reunidas, y
la Junta de armamento, que, _auctoritate qua fungor_, se despachaba en
todo con humos de gobierno provisional, comenzaron á funcionar en sus
respectivas esferas.

Tratóse de organizar la Milicia ciudadana, y fuimos declarados
milicianos _natos_ cuantos estábamos en las barricadas. Como jefe
de una de ellas, tenía yo un par de galones como dos soles en cada
bocamanga; y con éstos y mis proezas, sabidas de memoria hasta por los
chicuelos, dióseme el mismo grado en un batallón; es decir, que se me
aclamó comandante de él. Asignáronse, al mismo tiempo, cinco reales
diarios á cada sirviente de barricada, contando con que había en ellas
mucho pobre, y con que la cosa podía durar; y hete aquí que cada vecino
se dió á construir su barricadita particular á la puerta de la casa, y
á colocar en ella al hijo, y al amigo, y al aficionado, con sus fusiles
de verdad y su trompetita correspondiente, y hasta con su letrerito
indispensable en lo más alto, de: _Pena de muerte al ladrón_; con lo
cual Madrid, en un par de días, fué una verdadera red de barricadas,
cuya malla más grande apenas dejaba el espacio necesario para pasearse
el centinela, arma al brazo; conversar en pintorescos grupos los demás
héroes de servicio, y comer el rancho marcial _coram pópulo_... ¡Toma!
y que fueron estos intrusos los primeros en lucir el chambergo gris
con cinta verde, y la blusa y los calzones de dril; prendas que se
adoptaron, con mediana suerte, como distintivo de héroe de barricada;
y los que discurrieron adornarlas con arcos de fresco ramaje,
inscripciones épicas y retratos de generales y otros hombres del
partido revolucionario, tan pronto como el vecindario dió en recorrer
las calles, como un inmenso hormiguero, por los portillos abiertos
en las aceras. Y como en estas exhibiciones se ponían muy huecos
y marciales, llevábanse la admiración y el respeto de las gentes,
mientras el puñado de bolonios que habíamos cargado con la farda en los
tres días de balazos, tal vez pasábamos allí por patrioteros del día
siguiente.

Entre tanto, Espartero no llegaba, y nadie sabía decirnos por
qué; y entre el escrúpulo de Gobierno que teníamos, la Junta y el
Ayuntamiento, reinaba la más encantadora discordancia de pareceres;
de esta discordancia nacían la debilidad y el desprestigio de los
discordes; y las barricadas, llenas de gentes de todas procedencias y
de toda clase de aspiraciones, hacían lo que les daba la gana. En los
barrios del Sur, donde imperaban los _Miguelones_ y los _Puchetas_, se
fusilaba al _sursumcorda_ sin formación de proceso.

Así murió el famoso don Francisco Chico. Un día se presentó la turba
multa en su casa; le arrancó de la cama en que yacía postrado; le sentó
medio desnudo en unas angarillas; cogió después al portero que le
servía; echóle á andar junto á su amo; y en ruidosa procesión, calle de
Toledo abajo, llegó todo junto, entre oleadas de curiosos y de furias,
hasta el último tercio de ella; y allí, á las diez de la mañana,
arrimados los reos á una pared, con angarillas y todo... ¡cataplum!
Ésta era ya la tercera justicia que hacían aquellas bondadosísimas
gentes. Bajó San Miguel allá; echóles un trepe rudo entre algunos
piropos indispensables, y le prometieron la enmienda; pero no se
enmendaron cosa mayor.

Yo, que, por mi calidad de jefe, me hallaba en frecuente trato con la
Junta, sabía muy bien hasta qué punto la alarmaban éstos y parecidos
alardes de indisciplina y de rebelión, en circunstancias tan graves, y
el aprieto en que la ponían otros desmanes que, sin ser tan públicos ni
tan ruidosos, no eran menos temibles. Uno de estos peligros, en opinión
de la Junta, y aun del público rumor, era cierto _Círculo_ patriótico,
que celebraba de día sus sesiones públicas en un teatro; _club_ nacido
con el buen fin de ayudar en su difícil empresa á la Junta en aquel
peligroso interregno; pero descarrilado bien pronto por la ambición y
la pedantería. Tanto se contaba de lo mucho que se charlaba allí, y tal
importancia se daba á las peloteras que se armaban de vez en cuando, y
tan curioso y divertido lo pintaban cuantos lo habían visto, que un día
quise verlo yo también.

Presidía la junta ó mesa, ó como se llame, en medio del escenario, un
famoso conde muy progresista, y el público llenaba palcos y sillones.
Yo me acomodé, no sin dificultades, en una de las galerías bajas, muy
cerca del proscenio. Cuando entré, había allí un zipizape de todos los
demonios: la campanilla se desbadajaba sonando, y el público rugía
porque sí y porque no y porque qué sé yo; y un ciudadano anguloso, de
barba lacia y mirar sombrío, con poco pelo y ese muy erizado, el cual
ciudadano lo había revuelto todo, protestaba contra las imposiciones
de la presidencia y contra la presidencia misma y contra todas las
presidencias del mundo; porque--decía,--«yo soy tan liberal, que no
quiero presidentes de nada ni en ninguna parte, puesto que donde hay
presidencia hay tiranía».

La palabreja arrancó aplausos; calmóse el alboroto, y aprovechó la
tregua el orador para concluir pidiendo, _exigiendo_, de los tutores
de la revolución triunfante, que cuando entrara en Madrid el general
Espartero, fuera delante de él desde la Puerta de Alcalá, en la punta
de una lanza, la cabeza de... (y nombró la persona). Así descansó el
energúmeno y se quedó tan fresco.

Alzóse otro orador cerca de mí, porque le tocaba hacerlo en riguroso
turno. Era grandote y algo chato, aparatoso de traje, pródigo de
tirillas y pechera, y muy holgado de mangas. Echando más de medio
cuerpo fuera de la barandilla, precedido de un brazo descomunal,
comenzó en voz áspera un preludio majestuoso con los sobados temas
de «las conquistas del _nuestro_ glorioso alzamiento»; «la generosa
sangre de _nuestras_ venas, derramada por la causa de la libertad»; «la
tiranía derrocada por _nuestro_ heroico esfuerzo», y otros tales; dijo
que «la revolución no podía, sin deshonrarse, faltar á sus generosos
fines delante de la Europa civilizada que _nos_ estaba contemplando con
asombro»; y cuando yo pensé que todo aquel campaneo resonante iba con
los retóricos de la casa, salta y añade que con ocasión de haber ido él
á visitar el día anterior unas fincas de su propiedad (después supe que
nunca tuvo el preopinante otras fincas que unos granos de mala traza en
el cerviguillo) al inmediato pueblo de Jetafe, había visto, con honda
pena de su corazón, con vergüenza de sus sentimientos liberales, que
aquel ayuntamiento, «hechura de la ominosa situación derribada», aún
estaba sin disolver, «por intrigas de la mano oculta de la reacción,
para mengua y baldón de la causa de la libertad».

Tomóse en cuenta, entre aplausos, la denuncia; y apoyó el tema un
ciudadano de mal pelaje, desde un palco segundo, con el ejemplo de
una gran señora perteneciente al «lujo inmoral de un _latro-manate_»,
descubierta por él la pasada noche después de cuarenta y ocho horas de
pesquisas, cerca de Aranjuez, y traída á Madrid aquella misma mañana,
«á la _inominia_ pública, entre un piquete de veinte caballos, á son
de clarín». Verdad que al llegar supo que la dama arrestada no era
la prenda del _manate_, sino otra señora muy honrada que nada tenía
que ver con él. Pero para el caso daba lo mismo; el esfuerzo estaba
visto, y la voluntad probada. Eso y mucho más era él capaz de hacer
por la causa de la libertad, por la cual se había batido en la calle
de la Paloma, y velaría á pie firme mientras dormían los que debieran
defenderla.

Y como se tocaba el capítulo de servicios prestados á la revolución,
salieron á docenas, por otros tantos agujeros, los acreedores de la
pobre señora. Quién se alababa de haber hecho trizas hasta cuatro
_cajones_ de la policía; quién, de tener despellejados los dedos de
arrancar adoquines para hacer barricadas; quién, de haber roto con sus
propias manos, en el palacio de la calle de las Rejas, dos candeleros,
cinco cortinones y un reló de música; quién, de haber abofeteado en
la Puerta del Sol á un empleado «de los ladrones caídos, que huía á
esconderse, avergonzado de la luz de la libertad...». Salió también,
y por el foro, para mayor estruendo, un oficialete del ejército, que,
conmovido y tartajoso, dijo unas cosas que nadie entendió; pero tomóle
bajo su amparo un padre grave de los del capítulo del escenario, que
era buen orador y no mal médico, y díjonos que aquel valiente quería
decirnos, y no podía porque le embargaba patriótica emoción, que
hallándose en un puesto confiado á su lealtad y vigilancia por la
ominosa tiranía derrocada, se había pasado con todas las fuerzas de su
mando á la revolución, porque «antes que todo, y antes que soldado,
era liberal». Pensé yo que, después de contarnos esto el orador,
nos pediría un piquete para fusilar á aquel modelo de pundonorosos
capitanes; pero nos pidió que le otorgáramos todo nuestro amor y todo
nuestro entusiasmo, porque soldados como él eran los que necesitaba la
causa del pueblo... En fin, con decir que hasta Bujes, que asomó la
gaita por un proscenio bajo, hizo un discurso á mazo y escoplo, como
pudiera hacer una carreta, narrando los hechos heroicos consumados por
él y los ciudadanos de su calle, «para romper las cadenas con que los
oprimía el déspota», está dicho todo.

Aquello era una jaula de mentecatos, una puja indecente de
merecimientos que, ó eran ridículos, ó afrentaban la causa en cuyo
nombre se exponían; y todo iba á cuento, á vueltas de tanto cacareo de
abnegación y de sacrificios, de reclamar un mendrugo de los que habían
de repartirse tan pronto como llegara de Zaragoza el presidente del
nuevo festín. El asco y la ira me espoleaban; la lengua me hervía en la
boca, y al fin pedí la palabra. Los que se sentaban delante de mí, sin
duda para verme y oirme mejor, brindáronme con un hueco que hicieron
entre todos; aceptéle, y avancé hasta la barandilla que nos separaba
del patio de las lunetas.

Ya he dicho que poseía yo, amén de una voz de gran potencia, una
verbosidad extraordinaria, y ciertas naturales dotes de tribuno, no
muy comunes. Además, en aquel momento debía ofrecer mi persona el aire
pintoresco de un _condottiere_, ó de un bandido de teatro. Llevaba toda
la barba, que me había dejado crecer durante mi reclusión; holgado
cuello de camisa con corbata suelta al desgaire; descomunal cuchillo de
monte á la cintura, oculto á medias por la entreabierta tuina de dril,
de color ceniza, y sobre cuyas bocamangas brillaban los dobles galones
de comandante de barricada; tenía en la diestra un enorme chambergo
gris con escarapela, y aún ostentaba mi rostro las huellas del sol
abrasador de aquellos días de encarnizada lucha. Con tales dotes,
señas y arrequives, á poco esfuerzo que yo hiciera, el éxito no podía
ser dudoso en medio de aquel singularísimo concurso.

Sin más que exhibirme ante él, cierto rumorcillo que recorrió la sala
al instante, como brisa de verano en espeso robledal, me hizo creer que
comenzaba yo á ser objeto de la pública curiosidad, excitada por la
delación de alguien que me conocía allí. Esto ya era otra garantía del
buen éxito de mi empresa. Á lanzar iba la primera palabra, cuando el
presidente, pluma en mano, me interrumpió diciéndome:

--Sírvase declarar su nombre el ciudadano que va á hablar.

Á lo cual respondí yo, con voz sonora y ademán altivo:

--¡Pedro Sánchez!

No bien lo dije, cuando el rumor de la sala se trocó instantáneamente
en bramidos de entusiasmo y en estruendo de palmadas. La batalla estaba
ganada; el campo era mío. Podía cortar, herir y machacar donde quisiera.

Y así lo hice.

No entré en el asunto por los caminos trillados y las puertas conocidas
del vulgo; le asalté á exabrupto seco y á apóstrofe limpio. Me encaré
osadamente con todos y cada uno de los que habían hablado antes que
yo; clavé en la picota de mi indignación y de mis burlas, según los
casos, el hueso de sus peroraciones de hojarasca; _traje al debate_
los rumores públicos; expuse las alarmas de los hombres cuerdos
enfrente de aquellos temerarios desvaríos, y afirmé que, después de lo
que había presenciado allí, aún me parecían pálidos los colores con
que lo pintaban los que temían que el fruto de tanta sangre y tanto
sacrificio, pereciera en manos de mentecatos y de charlatanes. Como
los preopinantes contaban sin duda con el apoyo de mis fuerzas cuando
me vieron levantarme para hablar, mis palabras causaban en ellos
marcado asombro, y aun estupor; pero como los que no habían soltado
prenda alguna eran muchos más, y muchísimos más todavía los que se
hallaban allí en busca de jaleo y de emociones fuertes, y todas estas
dos grandes porciones acogían cada fin de mis hinchados y resonantes
períodos con gritos de entusiasmo y recio palmoteo, algunos de los
apostrofados, especialmente el hombre de los pelos de punta y de la
barba lacia, me acribillaban á menudo con preguntas sueltas ó frases
mal intencionadas, que yo recogía en el aire con mucho gusto, porque en
este tiroteo me ayudaba con todas sus fuerzas el público, que siempre
está de parte del que habla más recio y pega con mayor saña. Á veces
me llamaba al orden el presidente, y aun se ponía del lado de mis
contrincantes, cuya causa, hasta cierto punto, era la suya, como lo es
de todo padre sin carácter la de un hijo mal educado; pero yo hacía con
el presidente lo mismo que con sus presididos; y entonces los aplausos
de la multitud eran mucho más recios, porque si gusta como dos ver
apalear á los iguales, cuando se prende á la justicia el goce es mucho
mayor.

Este duelo á estocadas duraba ya demasiado, porque el efecto estaba
producido, y ciertas impresiones no pueden sostenerse en el ánimo
por mucho tiempo: érame preciso concluir, y concluir bien, y en una
pieza, para que el éxito fuera completo. Así traté de hacerlo. Un
breve resumen de cargos, bien nutridito de color; una invocación á las
víctimas de la cruenta lucha; un atrevido alarde de mi derecho para
hablar así en medio de aquellas bizantinas porfías; y en seguida este
parrafejo atronador, _progresista_ y amenazante:

--La revolución tiene un programa bien definido, por cuyo triunfo se
ensangrentaron las calles de Madrid; ese programa debe cumplirse... ese
programa se cumplirá, aunque para conseguirlo haya que ensangrentarlas
otra vez, luchando á muerte contra los nuevos enemigos de la libertad.
¿Sabéis quiénes son estos enemigos? Los charlatanes que la comprometen;
los mentecatos que la ponen en ridículo, y los ambiciosos que la
deshonran.

Este remate, dicho con fiera voz y adornado de tres brazadas marciales
y una gallarda sacudida de pelo con la erguida cabeza, produjo la
tempestad de vítores y aplausos más ruidosa que se hubo formado jamás
en el recinto de aquel viejo templo, levantado al arte que de esas
tempestades se alimenta.

En medio del estruendo de ella salí, sin detenerme siquiera á echar una
mirada de triunfo sobre aquel campo cubierto de cadáveres.

Por la noche, y al día siguiente, todos los periódicos daban minuciosos
detalles del suceso; algunos reproducían párrafos enteros de mi
discurso. Unos me apoyaban, otros me combatían; pero todos iban
unánimes en declarar que mi oración patriótica era digna de los mejores
tiempos de la tribuna romana.

No hizo más ruido que el mío el discurso con que, muy poco después, en
un _meeting_ del teatro de Oriente, se encaramó Castelar en la región
de las celebridades tribunicias desde la obscuridad del vulgo de los
mortales.

El _Círculo_ no volvió á reunirse más; se declaró disuelto, y la Junta,
agradecida, me dió una silla en sus consejos.

Pero esto, por más que halagara mi amor propio, no bastaba á conjurar
los serios conflictos de que estábamos amenazados á cada instante.
Afortunadamente llegó Espartero á Madrid; y entre formar para recibirle
á su llegada; y formar para desfilar ante él, al otro día, en la Puerta
del Sol, con nuestras banderas de percalina y nuestro abigarrado
equipaje; y formar después en las barricadas cuando dedicó á muchas de
ellas una cortés visita, se adormecieron las malas pasiones durante
media semana; y para cuando quisieron despertar, ya estaba decretado
el despejo de las calles, y la vuelta á sus ordinarias ocupaciones
de tantos miles de patriotas que hormigueaban, cargados de armas y
municiones, entre los amontonados adoquines.

¡Cuánto susto costó separarlos de aquel peligroso juego á que se habían
ido acostumbrando! Gracias á que hubo otro juego con que engañarlos,
por de pronto: el de la Milicia Nacional, en la que, si no eran tan
bravucones, tendrían mejor disciplina y serían soldados más de verdad;
esclavitud á que se acomodan siempre con grandísimo gusto los hombres
libres, enemigos jurados de todo linaje de opresiones y de tiranías.

Acabóse, pues, la guerra de las calles con la instalación de un
Gobierno regular; y comenzó otra, si no tan ruidosa, mucho más tenaz,
en los ministerios. La guerra de los destinos. No hablo de ella, porque
de la noche á la mañana me dieron uno de los mejores en Gobernación.
Cerca andaban de mí, aunque no tan altos, mis compañeros de redacción,
menos Redondo, que no quiso ser más que comandante de un batallón de
Nacionales. ¡Hasta el portero y los repartidores de _El Clarín_ se
colocaron!

Estos compañeros, Matica y demás amigos, estaban asombrados del
ruido que yo hacía y de lo alto que volaba; yo no, porque había ido
persuadiéndome, poco á poco, de que eso y mucho más merecían los
hombres de mi importancia. Tampoco Clara se asombraba de ello, porque
lo esperaba. Eso me dijo después de leer un rimero de periódicos,
adquiridos no sé cómo, que hablaban de mi discurso; y cuando tuvo
noticia de mi entrada en la Junta, y cuando me dieron el destino en
Gobernación. Nada le asombraba en mí; pero yo estaba asombrado de
que de todo me creyera capaz una mujer como ella, y de que lejos de
aburrirse en mi pobre posada, nunca me manifestara el menor deseo de
abandonarla. En cambio, Pilita y Manolo, la una hecha ya un esqueleto y
el otro una momia, sólo daban señales de vida para preguntarme cuándo
saldrían de allí; y yo no me atrevía á decirles «ahora», porque aunque
las calles comenzaban á verse expeditas, y las gentes apaciguadas y
en orden, el odio á Valenzuela estaba tan fresco en el corazón del
populacho, como el primer día; y era muy arriesgado ponerle delante
de los ojos cosa tan allegada al aborrecido personaje, como su propia
familia.

Un feliz incidente vino á resolver esta dificultad, que ya comenzaba
á apurarme un poco. La duquesa del Pico, sorprendida en Madrid por
los acontecimientos, y en comunicación con Pilita desde que ésta
le descubrió su escondrijo tan pronto como se deshizo la primera
barricada, se disponía á pasar el resto del verano en una de las más
tranquilas provincias del Norte, en la cual poseía una elegante y bien
provista casa de campo. «Acompañadme vosotros»--decía á Pilita en el
mismo perfumado billete en que la noticiaba aquélla su resolución,--«y
todos saldremos ganando en ello, cuando nos veamos juntos y libres y
bien oreados en aquel apacible retiro, á dos pasos de la frontera».

Pilita me enseñó esta carta, y Clara me pidió mi parecer. Sin vacilar
respondí que aceptaran lo propuesto por la duquesa. Nada más cuerdo
ni conveniente en aquellas circunstancias, ni punto de refugio mejor
situado para esperar el fin del fin de la política borrasca con entera
tranquilidad.

--¿Está usted seguro de que no le engaña su buen _deseo_ de que
salgamos de Madrid?--me preguntó Clara subrayando, con toda la fuerza
de su vigorosa pronunciación, aquella palabra.

--Mi _deseo_ no puede engañarme--respondí dando igual arrastre á la
misma palabra, por si acaso tenía la de Clara doble intención;--porque
no es el deseo lo que me dicta el consejo, sino la triste necesidad,
que no tiene entrañas.

--Pues cuando quieras, mamá,--dijo Clara á Pilita después de pagarme la
galantería con un amago de sonrisa y un chispazo de sus terribles ojos
negros.

Y Pilita, nerviosa, desconcertada de alegría, tras de abrazar á Manolo,
que de gusto hizo dos piruetas y entonó con voz cascajosa un trocito
del _Matre infelice_, de _El Trovador_, ópera recién estrenada en el
Teatro Real, respondió al billete de su amiga; y tal arte se dió su
actividad, que antes de una hora quedaba acordado el viaje para tres
días después en el coche-correo, el cual esperarían fuera de Madrid
para exponerse menos á ser conocidas del populacho.

--Está en Bruselas... ¡y en grande!--me dijo Pilita después de
enterarme de todo lo referente al viaje.

--¿Quién?--pregunté yo.

--Valenzuela. Lo hemos sabido por buen conducto. Y también él sabe de
nosotros... y de usted; y le está muy agradecido, porque no ignora lo
que usted ha hecho por su familia.

--Pues dele usted memorias,--dije á aquella pobre mentecata, sin que su
hija me lo oyera.

Esto acontecía al empezar la tercera semana de agosto. Para entonces,
ya estaba mi padre impuesto de todas mis aventuras y prosperidades,
porque había cuidado yo de hacer llegar á sus manos resmas de papeles
que las puntualizaban bien, y cartas en que le decía lo que no podían
narrarle aquéllos, como mis servicios prestados á la familia de su
excelso amigo; cosa que hinchó de honrada satisfacción al pobre viejo,
cuya admiración al runflante manchego no había mermado un punto con
las atrocidades que de él se escribían, porque las reputaba calumnias
miserables de la envidia.

Lamentábase mi padre de que tantas cosazas hechas por mí, tanto
renombre y tanta gloria alcanzados en tan poco tiempo, fueran en pro y
á beneficio de una causa tan del gusto de los enemigos de Dios; porque
este escrúpulo le impedía abrir toda su alma al torrente de emociones
que arrebataba al verse padre de semejante hijo; pero vime en seguida
encumbrado en la alteza del destino que me dieron; halléme con influjo
y mangoneo en región tan importante; y yo, que sabía cuáles eran los
platos más del gusto de mi padre, escribíle al punto diciéndole: «ya no
debe haber Garcías en ese pueblo, ni otro señor árbitro de sus destinos
que usted... Corte, pues, y raje á su gusto, que aquí estoy yo, por
ahora, que soy el dictador de la provincia entera».

¡Desde que nació, no se había visto en otra el buen hidalgo! Ya podía
toser fuerte en su lugar; esgrimir la escoba sobre el suelo en que
imperaban los Garcías; hartarse de barrer Garcías, y alzar diez codos
por encima de su estirpe aborrecida los venerables monigotes de su
escudo nobiliario. Y no se descuidó en hacerlo. Ni el alguacil quedó
en pie á los primeros escobazos. Toda la administración municipal se
vistió de ropa nueva, al gusto de mi padre, que se quedó sin cargo
alguno porque no dijeran de él que le movían vulgares é insanas
ambiciones.

--«¡Qué bien se está aquí ahora!»--me escribía después de darme
cuenta de la limpieza que había hecho en el lugar.--«Parece que se ha
ensanchado el territorio y que se respira en él mucho mejor... Por
lo demás--concluía la carta,--las revoluciones son como otras muchas
cosas: fuera de su quicio, corrompen; bien regidas, son hasta útiles.
Cierto que yo, en principio, jamás podré ser revolucionario; pero, por
lo que respecta á esta última revolución, tanto me he acostumbrado á
considerarla como obra de tus manos, que, hoy por hoy, aunque como
revolución la deteste, como cosa tuya la miro con cierto amor... y no
me estorba».


                             [Ilustración]


                             [Ilustración]




                                 XXVII


En este cielo alegre y sonrosado en que de tal modo despilfarraba sus
luces la estrella de mi fortuna, había una nube negra que á veces la
empañaba y muy á menudo me entristecía. Esta nube era el recuerdo de la
pobre Carmen, sola y cargada de penas y de luto.

Visitábala yo con la posible frecuencia; pero no podía arrancarla, por
más esfuerzos que hacía, de las cadenas de aquel dolor mudo que se
había apoderado de ella. Las grandes pesadumbres ofrecen también su
deleite en el recuerdo mismo de los sucesos que las producen. Guarda
la memoria los minuciosos trámites de la muerte que nos llevó del
mundo á un ser querido: allí están grabados todos, uno por uno, desde
la insignificante dolencia que le postró en el lecho, hasta el último
ruido del estertor de su agonía, con los más nimios pormenores de
las largas noches de vela; del rumor de los pasos del médico; del eco
de sus palabras, unas veces produciendo esperanzas, otras matando las
concebidas; del color de las coberturas del lecho; de la mortecina luz
de la escondida lámpara; de nuestras propias cavilaciones; de nuestros
sobresaltos... de todo; y de todo ello se habla después, porque esas
conversaciones parecen una continuación de lo pasado sin el abismo de
la muerte... Pero en la memoria de la infeliz Carmen no quedaba nada
de eso. Su padre, alejado de casa, lleno de vida; después un extraño,
turbado y conmovido, que la hace un triste relato de fieras matanzas
en la calle, y que, en vez de traerle lo que ella espera con mortales
ansias, le da la horrenda noticia de que un balazo casual lo tendió
sin vida sobre las duras piedras. ¡Ni siquiera el consuelo de besar su
frío cadáver! ¡Cómo no apartar los ojos del libro en que se grabaron
tales recuerdos? ¡Cómo llorar cuando el horror obstruye las fuentes del
sentimiento?

Así me explicaba yo, por conjeturas, la extraña actitud de Carmen; y
digo que por conjeturas, porque la desdichada persistía en su evidente
propósito de no hablar conmigo de su padre.

Era esto una grandísima contrariedad para mí, porque me alejaba
del único camino por donde yo podía llegar á conocer las verdaderas
necesidades de aquella casa, y tratar del modo de acudir á ellas; á lo
cual me obligaban tanto mi palabra empeñada á Balduque en los últimos
instantes de su vida, como los impulsos de mi corazón, lleno de afecto
sincero y de gratitud hacia aquellas infelices mujeres. No pudiendo
acercarme al asunto por derecho, buscábale por apartada callejuela;
pero siempre me salía Carmen al encuentro para cerrarme el paso.

Una vez me dijo, atareada como siempre en sus labores de costura,
respondiendo con ello á unas mal disimuladas indirectas mías:

--Nunca el trabajo ha sido más abundante ni me ha entretenido tanto
como ahora: hasta nos sobra el dinero. ¡Cuando no nos hace falta! ¡Vea
usted qué oportunidad!

Aquel mismo día me dijo, lacónica y tristemente, al despedirme de ella:

--Mañana son los funerales.

Díjome también la hora y en qué templo, y fuíme. Busqué á Matica;
prestóse gustoso á acompañarme á aquel acto; invitamos á otros amigos,
unos porque conocieron vivo á Balduque, y todos porque tenían noticia
de su trágica muerte; y de este modo, el humilde túmulo alzado en el
centro de la iglesia, mientras las preces del coro y del altar se
elevaban al Dios de las Misericordias, no se vió solo entre cuatro
blandones funerarios.

En un momento en que cesaron los cánticos, oí sollozos detrás de mí.
Volví la cara y vi á lo lejos, en la penumbra de una capilla, dos
mujeres arrodilladas y cubiertas de luto. La una era Quica, y presumí
que la otra, cuyo rostro ocultaba el profuso velo de su manto, sería
Carmen.

Á la salida las esperamos Matica y yo á la puerta y las acompañamos
á casa. Durante el camino noté en la triste huérfana señales de una
emoción de que no la había visto poseída desde la muerte de su padre.
Comenzaba, sin duda, á ceder el obstáculo á los embates del contenido
torrente... ¡Pobre criatura!... No bien llegó á su casa, dejóse caer en
una silla; los sollozos la ahogaban; sus ojos se humedecían, y al fin,
convertidos en arroyos de lágrimas, dieron salida al dolor acumulado en
su pecho durante tantos días. La dejamos llorar, porque llorar en aquel
trance era suavizar las penas y tornar á la vida.

Después de llorar mucho, como si me viera por primera vez desde el
acontecimiento que ocasionaba sus lágrimas, comenzó á evocar todos
aquellos recuerdos de su padre que tuvieran alguna conexión conmigo:
sobre todo, los de nuestro viaje desde la Montaña y los del tiempo
en que hicimos juntos vida de familia. Hasta los más insignificantes
pormenores de estos sucesos conservaba en la memoria. Y aunque los
evocaba con el triste consuelo que siente el desterrado al pensar en la
patria y en los seres que no ha de ver más, al fin hablaba de cosas que
facilitaban el camino á mis propósitos. Siguiéndole con tino, llegamos
á tratar de ellos franca y abiertamente. Entonces me aseguró, sin el
menor síntoma de que me ocultaba la verdad, que le sobraba con el
recurso de su trabajo para atender á todas sus necesidades.

--Pero puede usted enfermar--la dijimos,--ó verse sin su fiel
compañera, á la hora menos pensada.

--¡No lo permita Dios!--repuso Carmen;--pero si tal sucediera, entonces
sería ocasión de utilizar el apoyo que tan de corazón me ofrecen
ustedes. Por ahora, con que no me olviden; con que de tarde en cuando
vengan á despejar un poco mis tristezas, harán mucho más de lo que yo
merezco.

--Convenido--repliqué, afectando un tono de broma que no sé si pegaba
bien allí;--pero á condición de que no me ha de ocultar usted el primer
apuro en que se vea.

--¡Cómo he de olvidar yo--respondióme conmovida y con el alma
palpitando en el dulce mirar de sus ojos,--que es usted el único amparo
que me queda en el mundo?

Poco después salíamos mi amigo y yo de aquella triste casa, tristes
también los dos. De camino tratamos, y no por primera vez, del modo de
conseguir que luciera en beneficio material de la huérfana la heroica
muerte de su padre en lo más alto de una barricada.

--Imperdonable sería en nosotros, y sobre todo en usted que tanto puede
y vale ahora, que por falta de protección se desgraciara tan angelical
criatura.

¡Y eso que sólo la conocía por lo poco que había visto, y los vagos
informes que le había dado yo!

Acontecía todo esto el mismo día señalado para el viaje de Clara con
su familia. La noche anterior habíamos hecho una escapadita, en hora
conveniente, á la calle del Príncipe, para que Pilita y sus hijos
prepararan los equipajes que habían de remitirse, como de la duquesa
del Pico, al punto designado por ésta. Después volvimos felizmente á
nuestro escondite, del cual, mejor que de su casa, podrían salir, sin
riesgo de ser conocidas, para tomar el carruaje en que irían con la
duquesa á esperar el coche-correo al camino de Francia. Todas estas
precauciones se habían adoptado por mi consejo; y además proveí á las
viajeras de los documentos y salvoconductos necesarios para que las
acompañara por todas partes la protección _oficial_ del Ministro. Eso
y más podía yo entonces, y ninguna ocasión mejor que aquélla para
lucirlo. Estaba delante la duquesa, que por indicación de Pilita
había ido unos instantes á ponerse de acuerdo con sus amigas, cuando
yo entregaba á éstas los papeles, y las informaba de lo que valían.
Pilita, no obstante su pueril egoísmo, me miró con el asombro pintado
en la revocada faz; pero la duquesa, mujer de intriga, viuda pertinaz,
solitaria é independiente, que no ignoraba la calidad de los vínculos
que me unían á sus amigas, después de dedicar un gestecillo burlón
al asombro de Pilita, miróme á mí, y en seguida á Clara, con una
sonrisilla imperceptible; ¡pero tan maliciosa!... Clara la resistió
bien; pero yo me puse más colorado que un tomate. Después de este
suceso fué cuando acompañé á la familia Valenzuela á su casa. Los
únicos instantes en que nos vimos un poco separados de Pilita y su hijo
Clara y yo, los aprovechó ésta para decirme, con hechicera burla:

--Hay que convenir en que, ó miente la fama muy á menudo, ó los
valientes, vistos de cerca, en el trato ordinario, tienen bien poco
que admirar.

--¿Por qué me dice usted eso?--la pregunté siguiéndole el humor.

--Porque usted, tan sereno entre las balas, no resiste sin inmutarse la
mirada de una mujer curiosa. ¡Cuánto más valiente soy yo que usted!

--El efecto de ciertas miradas--repliqué comprendiéndola,--no depende
del temple de ellas mismas, sino de la importancia de lo que descubren.
Por tanto, entre usted y yo no cabe comparación en el lance á que se
refiere.

--Lo cual es lo mismo que suponer--repuso Clara,--que yo no tengo nada
que ocultar á la curiosidad de la mirada que á usted le turbó tanto...
Hay que hablar de esto, y muy á fondo...

Con harto pesar mío cortó aquí nuestro diálogo la intrusión
impertinente de Pilita; diálogo que en toda la noche logramos reanudar,
ni mucho menos á la mañana siguiente, por los tristes motivos
consignados más atrás.

Con estos antecedentes, júzguese si podían ser más opuestas entre sí
las dos fuerzas entre las cuales se agitaba mi espíritu en el momento
de separarme de Matica cerca del portal de mi casa. De un lado, el
recuerdo de Carmen, pobre, sola y desconsolada; de otro, el anhelo
de saborear las confidencias íntimas, de descubrir los secretos del
corazón de una hermosa mujer que tanto pesaba ya en el mío. ¡Singulares
contrastes de la vida!

Faltaban apenas dos horas para la marcha de Clara, y la brevedad de
este tiempo aguijoneaba mis vehementes deseos de pasarle todo á su
lado. Después que ella se fuera, ¡qué triste y solitario quedaría
todo en mi derredor! Casi me arrepentía de haberla aconsejado que se
marchara. Cuando hay de por medio ciertos antojillos del corazón, ó de
cosa que lo parezca, se hace uno un egoísta de todos los diablos.

Subí. La hallé arreglando unos cachivaches de camino sobre el velador
de la sala. Ya estaba vestida; pero sin arrequives ni perifollos: todo
liso, entre-claro, y _á cuerpo_. ¡Qué cuerpo, señor! ¡Qué plenitud tan
armónica! ¡Qué turgencia, qué frescura! El pelo, dispuesto ya para
recibir el sombrero de camino, caía por los lados en tirabuzones, que
se estremecían en cuanto rozaban la tersa y redonda superficie del
cuello al menor movimiento de la cabeza; ¡y qué cabeza, con aquel
peinado y sobre las curvas gallardas de aquellos hombros helénicos!

Pilita estaba encerrada en el gabinete con la doncella que había ido á
ayudarlas en tan complicadas faenas; Manolo, en su cuarto, vistiéndose
también: se oían desde la sala los hipidos con que destrozaba á Verdi.

Clara, pues, estaba sola en aquellos momentos.

Me quedé hecho una bestia contemplándola. Volvióse hacia mí, y me dijo
afablemente, sin abandonar la obra en que se empleaban sus ebúrneas
manos:

--Comenzaba á temer que tendría que despedirme de usted por el correo.

--¡No lo permitiera Dios!--respondí con el corazón en la lengua.

--Pues juzgue el más indolente: estoy ya con el pie en el estribo, y
desde anoche no nos hemos visto hasta ahora... Esto, por sí solo, ya es
algo... sin contar--y aquí hizo una breve pausa, como si exigiera toda
su atención una lazadita que estaba dando á la cinta de un diminuto
envoltorio que al fin guardó en un precioso saquito de mano,--sin
contar... con que en nuestra última conversación quedó un grave asunto
pendiente.

Esta tentadora alusión á un hecho que desde que había acontecido no
se apartaba un instante de mi memoria, prodújome tales brincos en el
corazón y tales porrazos en las sienes, que apenas acerté á exponer la
razón de mi larga ausencia.

--En cuanto al asunto pendiente entre nosotros--añadí, temblándome un
poquillo las piernas y la voz;--en cuanto á ese asunto...

Y me atajó Clara aquí, después de observar mi turbación con el rabillo
del ojo, diciéndome:

--Pudiera usted desear que no se ventilara hasta mi vuelta... Hay
gustos.

--¡No, Clara, no!--exclamé entonces sin poder refrenar la vehemencia de
mi deseo.--No soy hombre de ese temple: no es posible que goce mi alma
un instante de sosiego con el escozor de tal incertidumbre. ¡Juzgue
usted si habré contado bien todas las horas del día, y qué esfuerzo no
hubiera sido capaz de hacer para no gastar estos instantes fuera de
casa!

Nunca tal aire de melodramática solemnidad había dado á mis palabras
hablando con Clara, y eso que no era la primera vez que me valía de
parecidos recodos para responderla; verdad que tampoco habían sido tan
diáfanos nuestros «asuntos pendientes», ni me había puesto ella tan en
el disparadero como entonces, ni estado tan cerca de apartarse de mí
por larga temporada.

Como dió por terminada la sencilla faena que la entretenía,
precisamente al pronunciar yo la última palabra, dejando el saquito
y otras monerías colocadas sobre la mesa con el aseo y el primor con
que saben hacer esas cosas las mujeres elegantes, vínose hacia mí; y
mientras se movía y me miraba, y con el finísimo pañuelo de la mano se
frotaba suavemente las dos, díjome, no en tono tan alto ni tan firme
como de costumbre:

--¡Ea, pues! ánimo, y aprovechémoslos, por lo mismo que son tan breves,
si el asunto le interesa á usted tanto como parece.

Yo estaba cerca del sofá; sentóse Clara en él, y maquinalmente me dejé
caer á su lado.

---No olvide usted--me dijo,--que se trata de saber quién de los dos
ha sido más valiente en cierto trance, y por qué lo ha sido. Va á ser
esto, pues, una especie de duelo entre dos valientes: breve y sin
cuartel. Verdad que á mí me falta, para entrar en él, la maestría que
quizá le sobra á usted, porque esa se adquiere con la experiencia,
y yo no la tengo; pero la supliré con mi carácter, que es firme y
desengañado, y allá saldremos los dos con escasa diferencia.

Y vea usted: ¡tanto alarde de valentía, ella que no los necesitaba de
ordinario, precisamente cuando lo inseguro de su voz, la palidez de
su rostro y otras señales bien ostensibles, declaraban á gritos que
estaba muerta de miedo! Y ¡cosa más extraña aún!: yo que lo conocía, en
lugar de envalentonarme con ella, más me encogía y me apocaba, y más
fuerte y desordenado era el latir de mi corazón.

--Á usted le toca empezar--añadió Clara tras una ligera pausa;--y sea
breve y conciso, si no quiere que nos interrumpan á lo mejor.

¡Dios mío, qué trance aquél! Yo me acordaba de todos los amantes
imberbes de las tertulias graves y de los bailes por lo fino; yo me
veía como los había visto á ellos tantas veces, atarugados, lacrimosos
y sentimentales, haciendo, con hiperbólicos rodeos, una declaración
rimbombante y mimosona, á una mujer que les apagaba los imaginados
fuegos con una burlona sonrisa, cuando no con una carcajada. Y me
acordaba de ellos, porque ni estaba yo menos conmovido, ni menos
atarugado. Por otra parte, pensaba que aquel trance no había sido
buscado por mí; y que, aun sin esto, yo tenía algunos títulos en qué
fundar, cuando menos, la esperanza de que no se rieran de mis cuitas;
cierto derecho á decir lo que sentía, y pruebas notorias de que lo
sentía de veras. Pero si yo no era un amante imberbe, soñador ni
ridículo, Clara, cuya actitud podía engañarme, estaba á cien leguas
del tipo común de las mujeres, por su temperamento, por su carácter
y hasta por su inteligencia. La proporción resultaba, y el riesgo,
por ende, existía. Y con estas cavilaciones que me acometían con la
velocidad y hasta con la luz deslumbradora del rayo, esquivaba el tema
del asunto y me escondía detrás de una metáfora, ó me escapaba por
una callejuela de vulgaridades. Pero los ojos de Clara me perseguían
implacables; y aguijándome con la mirada, tornábanme dócil y manso al
redil. En una de estas escaramuzas me amarró diciéndome:

--Porque usted se puso colorado y yo no, al mirarnos á los dos unos
mismos ojos, me tuve por más valiente que usted; y usted me negó esta
ventaja que yo creo llevarle, so pretexto de que á usted no le ruborizó
la mirada por ser mirada, sino por lo que descubría. Es decir, que
en demostrando yo que había en mí tanto que descubrir como en usted,
queda probado que soy mucho más valiente, puesto que resistí la mirada
sin inmutarme. Esta es la cuestión: ver lo que hay oculto en usted, y
ver lo que hay oculto en mí. Ahora vengan esos secretos de usted, y en
seguida aparecerán los míos.

No había escape. Era preciso resolverse, y me resolví; se necesitaba
valor, y le tuve. Pero me faltó el método, y hasta el estilo. ¡Tiene
tres perendengues esto de declarar cosas tan serias á una mujer de
talento! En tomar bien el asunto consiste todo; porque el trance está
tan cerca de lo serio como de lo ridículo, y á mí todas las tentativas
se me inclinaban á este lado. Cuando los gladiadores romanos estudiaban
tanto el modo de caer con gracia sobre la arena del Circo, por algo lo
hacían.

--Clara--dije al fin, sudando de congoja,--le juro á usted que no es
valor lo que me falta para declarar todo lo que siento: es que no hallo
modo que me satisfaga, sin temor de que la pintura no sea digna del
asunto, ni de usted que me la inspira.

Sonrióse ella y atajóme diciéndome:

--Voy á ayudarle á usted á salir del apuro... ¡y, por Dios, no se
ría de mí si me equivoco en mis presunciones! Hace algún tiempo (no
mucho) que en el corazón de usted ocupo yo un sitio algo mayor del que
ordinariamente se otorga á una amiga. ¿Es cierto?

--No... porque le ocupa usted todo, le llena todo,--exclamé con
vehemencia tal, que me valió el dulcísimo castigo de que sellara mi
boca la tibia, fragante y suave mano de aquella sin igual mujer.

--Es decir--continuó ésta, bajando la voz y retirando su mano de mis
labios convulsos,--hablando en castellano corriente, llamando á las
cosas por su nombre, que usted... me quiere un poco...

--¡No!--la interrumpí, borracho de dulces emociones,--¡sino con toda
mi alma, con toda mi vida, con todo el fervor de un corazón que siente
esas cosas por primera vez!

--Sea así--repuso Clara,--y tanto mejor. Ya sabemos qué secretos eran
los que intentaba descubrir en usted la mirada de mi amiga. Réstanos
saber ahora si yo tenía otros idénticos que ocultar de ella... Apurado
es el trance para mí; pero no he de tomarlo por pretexto para faltar á
la palabra empeñada.

En este instante era yo todo ojos y oídos y nervios y ansiedad; todo
menos un hombre en su cabal razón; y ¡qué demonio! el caso lo pedía.
¡Y precisamente fué este instante el escogido por el estúpido Manolo
para acercarse á preguntar á su hermana si con el traje claro de camino
_jugaría_ mejor la corbata de piqué _á lunares marrón_, que la de
_granadina crema_! Apartóse Clara repentinamente de mí en cuanto oyó
los pasos de su hermano; y no sé qué sequedad le respondí cuando se
llegó á saludarme. Clara, que estaba tan impaciente y tan contrariada
como yo, despidióle lo antes y lo menos mal que pudo; pero apenas
había salido de la sala, cuando apareció Pilita en ella, incrustada en
revoques y postizos, juguetona, dengosa, impertinente, como niño mal
educado que se sale con la suya.

Desde aquel momento todo fué ruido y movimiento allí. La doncella
que entraba y salía, recogiendo cosas que había de llevarse después
que se marcharan sus amos; la patrona que ayudaba á la doncella; el
criado que servía á Manolo y dejaba sobre una silla el rollo de mantas,
bastones y paraguas; las mil advertencias de Pilita á sus sirvientes,
para entonces y para después; su incesante asedio á Clara para que
concluyera de arreglarse; sus llamadas á Manolo para que hiciera lo
mismo; la entrada de Manolo; sus cien preguntas impertinentes; sus
cánticos inaguantables á la sordina; la lluvia de cumplidos falsos de
él y de su madre conmigo: «la pena que sentían al separarse de un amigo
tan excelente; que mejor haría en irme con ellos...» en fin, no se los
podía aguantar en una situación de ánimo como la mía; sobre todo, desde
que Clara, complaciendo á su madre, había entrado en el gabinete y me
faltó el dulce recreo de sus furtivas miradas y el espectáculo de su
presencia. Duró este barullo cerca de una hora, y terminó con otro
mucho más estrepitoso, armado tan pronto como se supo que el coche
esperaba en la calle.

¡El coche en la calle ya; Clara lejos de mí, y el _punto_ sin resolver!

¡Cómo pintar la comezón, la impaciencia que me consumía y me llevaba
de un lado para otro, pulverizando entre mis dedos las puntas de los
bigotes, á fuerza de retorcerlos maquinalmente?

En tanto, Pilita y Manolo no cesaban de gritar ni de moverse.

--¡Acaba, hija mía!... ¡Clara, por Dios!... ¡que aguarda el coche!...
¡que nos espera Chuncha!... ¡que se hace tarde!... Pero ¿no vienes?...
Pero ¿no acabas?...

Y vino al fin Clara. Traía sobre sus hombros una manteleta ó chal, ó
no sé qué, pues nunca fuí gran inteligente en el ramo de indumentaria
femenil; pero ello era cosa muy elegante y suelta, y entonaba muy bien
con el resto del traje; y cubríala parte de la frente el mal recogido y
tenue velo de gasa azul de su sombrero de paja, bajo cuyas dos aletas
laterales, sujetas con ancha cinta anudada sobre la garganta, asomaban,
trémulos y desmayados, los negros tirabuzones. Calzábase uno de los
guantes con la otra mano, desnuda todavía. Pilita, al verla, argadillo
y carraca á la vez, por lo que se movía y alborotaba, tocábalo todo,
dejábalo después, empujaba á su hijo, cargábale con algo, descargábale
de ello en seguida, endosábaselo á Clara; y que «vamos», y que «no
olvidéis alguna cosa», y que «por aquí» y que «por allá». Nadie se
movía con arte. Vino el criado y cargó con lo más voluminoso... ¡Y
llegó el momento de salir!

Yo no sabía qué hacer. Miré á Clara, que estaba inalterable, y
parecióme que me decía algo con los ojos; algo que se ajustaba
perfectamente á mis deseos... ó que quise entender así. Lo cierto es
que al ver que ella no se movía, híceme yo también el roncero.

--Vayan saliendo todos--dijo entonces,--que yo cuidaré de que nada se
nos olvide.

Así hizo salir de la sala á su madre y á Manolo... Pero quedábase la
doncella á su lado.

--Baje usted esto al coche--díjole en cuanto reparó en ella,
entregándole... el _cabás_ que ya tenía en la mano.

Nos quedamos solos, solos un instante, en un rinconcito de la sala.
Después de convencerse de ello con una rápida mirada en su derredor, me
tendió su mano desnuda; y al rumor de las voces de los que se alejaban
por el tortuoso pasadizo, díjome, con el doble anhelo del interés y de
la prisa:

--Me voy con la pena de no dejar á Madrid asegurado de ciertos
peligros. Estas cosas no están bien afirmadas todavía. Puede
reproducirse en las calles, á la hora menos pensada, algo como lo
pasado. ¡Dios no lo permita!... ¡Pero si aconteciera!...

--¡Qué?--la interrumpí, admirado de tan extraño temor en aquel momento.

--Que basta ya de pruebas temerarias...

Creí comprenderla, y la dije, oprimiendo su mano palpitante entre las
mías nerviosas:

--Antes, casi empujándome hacia esas aventuras; y ahora queriendo
apartarme de ellas. ¿Por qué es eso, Clara? ¿Vale hoy mi vida más que
valía ayer?

--Para mí, ¡sí!--respondió con la bravura de una pasión
indómita;--¡porque _ya es mía_!... Por eso _no quiero_ que se
exponga... por eso _exijo_... ¡que no la _pierdas_!

¡Esto, todo esto cayó sobre mí, como si lo trajeran de repente los
efluvios de una tempestad; y estalló en mis oídos y repercutió en
mi corazón comprimido y en mi cerebro trastornado!... Y yo no hallé
palabras con qué traducir mis ideas en tumulto, ni voz con qué formar
las palabras; la luz de los ojos de aquella mujer irresistible me
envolvía en su centelleo fascinador; veía el agitado ondular de su
seno, y su boca estaba cerca de la mía... y aún nos acercamos más,
porque un mismo impulso nos movió á los dos; y entonces mis labios, que
no acertaban á modular una sílaba, sellaron en los suyos con fuego la
respuesta.

Apartóse de mí con la fuerza y la velocidad del rayo; salió de la sala,
y salí yo detrás, ciego, enloquecido...

¡Ay! ¡Aquella hermosa estatua; lo que yo creí, en un tiempo, frío y
duro mármol, abrasaba!


                             [Ilustración]


                             [Ilustración]




                                XXVIII


Aquí comienza una nueva fase de mi vida, ó como ahora se dice, una
nueva dirección en la órbita de mis pensamientos. Hasta aquí había sido
yo dócil masa, ave sin rumbo, nave sin brújula; las olas y el viento
me conducían, y la mano de la ciega casualidad me formaba á su antojo.
Desde aquí, el pájaro no vuela al azar; la nave sigue su derrotero
inalterable, y la masa tiene un molde á que se ajusta y acomoda. Se
acabó el aventurero que vive de entusiasmos y borra sus impresiones
de ayer con otras más recientes; que acopia sin codicia y esparce sin
duelo, porque es errante peregrino, guíale la buena fortuna y aún no
columbra el fin de la jornada. Ya es el hombre advertido y cauto, que
se detiene y descansa, y reflexiona y consulta sus fuerzas, pues sabe
adónde va.

Porque no podía resultar otra cosa de aquella despedida, de la
ardorosa correspondencia que la siguió y de las reflexiones que
me hice. Un solo camino vi que me llevara por donde tantos y tan
imperiosos afanes hallaran el apetecido término; juzguéle llano y
expedito, y propúseme lanzarme á él. Entonces ó nunca. Clara parecía
haber hallado en mí el único hombre capaz de conmover su alma bravía;
yo estaba loco por Clara; ella era hermosa, terriblemente hermosa; yo,
amén de romántico admirador de lo excepcional y de lo dificultoso,
gozaba á la sazón de los mimos de la fortuna, y podía, con esta prosa
vil, alimentar el idilio de mis amores con algo más que pan y cebolla.
Repito que entonces ó nunca. Opté por lo primero; y desde aquel
instante remaché, con un propósito firme, las cadenas con que me sentía
ligado á Clara desde nuestra separación. Á la fuerza de su atracción
obedecen ya todos mis pensamientos, en su derredor giran, hacia ella
van, de ella vienen, de su calor se nutren y con su luz se iluminan...

Sin embargo, la pasión no me quitó conocimiento, quizá porque la
memoria es la potencia del alma más al abrigo de las tempestades del
corazón; y en mi memoria estaban impresas, una por una, todas las
palabras de la historia que me había contado Matica de la hija del
desbravador andaluz y de su aprovechado marido. Pero ¿y qué? Suponiendo
que aquella historia fuera la pura verdad, ¿tenía algo que ver la
hija con las debilidades de los padres? Y aunque lo tuviera: la que
más limpia se juzgase de esas máculas, ¿se atrevería á gritarlo muy
recio en la Puerta del Sol, sin miedo de que le sellara la boca algún
inesperado testimonio de lo contrario?

Á un razonamiento semejante sometí los fresquísimos recuerdos de las
causas en que se fundaba el odio popular á Valenzuela. Esto, por lo
que respecta al _posse_ del asunto. Por lo que hace al _cuándo_, ya
me parecieron más atendibles aquellos precedentes, por lo mal que se
acomodaban con mis flamantes títulos de revolucionario de nota. La
soldadura de ambos apellidos no podía lograrse en aquellos días, sin
un estruendo que despertara los adormecidos odios y expusiera á muy
rudas y peligrosas pruebas el temple de mi buena fortuna. Cierto que,
mirando el asunto por la cara buena, para lavar originarios pecados de
polaquería, ningún Jordán como yo en aquel entonces; pero en la duda
sobre la eficacia del lavatorio, ¿cuánto mejor era poner la confianza
en la voluble condición del populacho y aguardar á que el río de sus
iras se encauzara y tornara á correr manso y tranquilo, como correría
en breve si el empuje de alguna imprudencia ó de alguna debilidad del
Gobierno imperante no le embravecía de nuevo?

No se diga tan mal de mi cordura, cuando á tales reflexiones me
entregaba en medio de la amorosa fiebre que me consumía... Verdad que
más cuerdo hubiera sido no ponerme en ocasión de entregarme á ellas,
y mucho más cuerdo todavía someter la enfermedad determinante de la
ocasión á un tratamiento racional, antes de declararme vencido por
ella; mas para todo esto era preciso que Clara hubiera sido una mujer
como todas las demás, y yo un «apreciable joven» que andaba á caza de
gangas; en el cual caso ni hubiera acontecido lo que aconteció, ni me
hubiera sobrevenido la fiebre, ni yo hubiera tenido que pensar en el
modo de curarme de ella.

El trance mío era un trance verdaderamente excepcional: excepcional por
la rapidez y extrañeza de los sucesos que me habían colocado en él; por
la índole singularísima de Clara; por la misma frescura y virginidad
de mi pasión, y excepcionalmente tenía que resolverse, y no por los
trámites usuales en todos los _compromisos_ que llegan por sus pasos
contados y se acomodan á la estrechez de las argucias retóricas, ó
pueden reducirse á fríos cálculos de aritmética.

Apuntaban ya las primeras destemplanzas del invierno, cuando volvió á
Madrid la familia Valenzuela; pero no á la calle del Príncipe, sino
á otra bastante más retirada. Había aconsejado yo este cambio de
domicilio en mi constante propósito de alejar del olfato populachero
todo rastro que pudiera inspirar malas tentaciones, á la hora menos
pensada. Yo mismo busqué la nueva habitación por encargo de Clara; y,
por su encargo también, dirigí los mecánicos trabajos de la mudanza.

Cuando la enteré de que iban á comenzarse, «cuídame mucho», me
escribió, «mi tocador Luis XV, mi mecedora japonesa, mi escritorio de
ébano...». Y así iba, la condenada de ella, enumerándome los muebles y
objetos de su uso particularísimo, como si se anticipara á satisfacer
la ardiente curiosidad que yo sentí al entrar en la abandonada
vivienda, ó supiera las extrañas impresiones que produce en un hombre
enamorado la contemplación del aposento de la mujer amada, y se
complaciera en obligarme á preguntar por el suyo, por si no se me había
ocurrido á mí.

¡Con qué celo tan pegajoso y hasta impertinente cumplí su encargo! No
me hartaba de resobar aquéllos tan varios como innumerables, lindos y
_elocuentes_ trastos y cachivaches, en los cuales me era lícito poner
las manos.

Solamente las mías se emplearon en acomodarlos en el gabinete de la
nueva casa, elegido por Clara en presencia de un planito muy curioso
que yo le tracé en una carta. No sé qué tal me porté en aquel empeño,
pues á pesar de poner en él los cinco sentidos y tener en la memoria el
orden de colocación anterior de las mismas cosas, todo era de temer en
un hombre tan desmañado como yo; pero lo esencial era hacerlo al gusto
de Clara; y lo que es eso, vive Dios que lo conseguí, con pruebas sobre
el terreno.

Pues á pesar de todas éstas y otras minuciosidades íntimas, señal de la
perfecta concordancia de nuestros amorosos ímpetus, nada la hablé del
transcendental propósito formado por mí durante su ausencia; no porque
me arrepintiera de haberle formado ni por temor de que no se aceptara,
sino porque me complacía yo en saborear gota á gota todas las dulzuras
de aquel trámite antes de pasar á otro nuevo.

En esto, me ofreció la fortuna otro testimonio de que no se cansaba
de empujarme hacia arriba. El Ministro de la Gobernación, después
de encarecerme mucho la necesidad de llevar al Congreso hombres
notoriamente identificados con el nuevo orden de cosas; de prestigio
revolucionario y mimados del aura popular, me brindó con un distrito,
garantizándome el triunfo en él.

Confieso que me tentó mucho la oferta; pero no llegó á cegarme. Aunque
tenía formado mi juicio sobre el caso, le consulté con Clara. Para ella
vivía ya, con sus ojos miraba y con su entendimiento discurría, y nada
podía ser de mi gusto si no se acomodaba rigorosamente al suyo.

En su opinión, la tribuna del Congreso era algo más seria que la
de la plaza pública. Siendo yo diputado, estaba en la obligación,
por mis antecedentes oratorios, de tomar parte muy activa en los
debates políticos; y era muy probable que, por la extrañeza del
lugar ó por la calidad y destreza de mis adversarios, y, sobre todo,
por desconocimiento del asunto, hiciera allí un triste papel y me
pisotearan los laureles ganados y la fama adquirida entre las turbas
amotinadas, en los apasionados debates del _club_ y en los corrillos de
las plazuelas. Más adelante, con algún conocimiento del teatro y mejor
estudio del papel, era cuando debía yo aspirar al aplauso de que me
hacían merecedor mis excepcionales dotes de tribuno.

Exactamente lo mismo que yo pensaba, y lo propio que me dijo Matica al
otro día al saber de mi boca que no había querido aceptar la oferta
del ministro. Verdad que se asombró de éste mi rasgo de cordura tan
poco frecuente entre los castizos españoles, y, sobre todo, á mi edad
y en circunstancias tan tentadoras como las que me rodeaban; pero
más asombrado estaba yo, por conocer la fuerza del hechizo que á tan
insólitas abnegaciones me conducía, sin amago de resistencia ni asomo
de disgusto.

Estos tranquilos y sazonados testimonios del interés con que ligaba
Clara su atención á todos mis asuntos personalísimos, me enloquecían
mucho más que sus apasionados abandonos; y como nada me quedaba ya que
saborear en el trámite de las protestas mutuas y de las confianzas
íntimas en que vivimos durante un mes, aventuré la declaración de mi
arraigado propósito transcendental, en los términos menos prosaicos y
ramplones que pude, de manera que resultaran, más bien que comienzo en
seco de un nuevo capítulo, tintas vagas, palabras decorativas del fin
del anterior. La necesidad me hizo conocer entonces que con una mujer
de tan buen gusto como aquélla, aun ofreciéndola lo mismo que desea,
puede perderse todo lo ganado en su estimación. Cuestión de estilo y
de oportunidad. Á mí me salió tal cual la oferta.

No le dió la menor importancia; como no se le da á lo que se espera y
se ve llegar á su debido tiempo. Así es que, para ella, este punto de
nuestro amoroso empeño parecía un punto secundario: le trató con la
mayor frescura.

--No hay que pensar en eso por ahora,--me dijo al último.

Y tras esto, me expuso las mismas razones que yo tuve, cuando se me
metió entre los cascos el propósito, para aplazar su ejecución hasta
más allá de mis deseos; y aun me añadió otras de puro respeto á la
excepcional y medio luctuosa situación de su familia, que me parecieron
muy cuerdas y atendibles. Por conclusión me dijo:

--Ó estas cosas políticas se encarrilan pronto, ó se van por la posta.
De cualquier modo, el juicio, si no el cansancio, ha de imponerse á
las malas pasiones; hará el olvido lo que no haga la justicia con los
ausentes; y si éstos no vuelven todavía, para entonces habrá llegado la
primavera, que es la estación de las flores, de los pájaros... y de los
_nidos_.

Cómo pronunció esta palabra su boca y qué acento la dieron sus ojos,
el demonio que lo pinte: yo me declaro incapaz de ello, no obstante la
exactitud con que guardo en la memoria la eléctrica impresión que me
produjo aquel conjunto diabólico de sonidos, de fulgores y de malicia.
La eternidad me parecieron entonces los pocos meses que me separaban de
aquella primavera africana, de tal modo prometida.

Al otro día escribí á mi padre, sometiendo á su parecer el punto, en
abstracto, de mi _posible_ casamiento.

«Es el estado perfecto del hombre--me respondió á vuelta de correo,--al
decir no sé si del Espíritu Santo ó de un Padre de la Iglesia; pero el
dicho es de autoridad competente, y el hecho de notoria necesidad, así
por la ley de Dios como por la de la Naturaleza.--Pláceme verte llevar
los pensamientos por tan buen camino. Hombre eres ya dueño de ti mismo;
á nadie sino á Dios debes lo que vales y lo que posees, puesto que
hasta con réditos has devuelto á tus hermanos (y era la pura verdad)
las sumas del vil metal que te anticiparon para emprender la carrera.
En cuanto á mí, sin contar las prodigalidades de la misma especie con
que á menudo me agasajas, aún me debes mucho menos; pues, siendo tu
padre, tus prosperidades son las mías, tus virtudes refluyen sobre mí,
y tus glorias resplandecen en mis honradas canas.

»Pero ¿tienes, por ventura, elección hecha ya? Porque asunto es
ese que me tocas, que no suele ventilarse sino cuando el corazón se
halla interesado en él. Ese es, hijo mío, el punto más delicado de la
cuestión: el acierto en la elección de compañera. Háblame de esto».

Y le hablé largo y tendido, porque hablar de _ella_ y con _ella_, y
pensar en _ella_, era mi incesante entretenimiento; y por lo mismo que
él la había conocido descarnada y enfermiza, gasté un plieguecillo
entero en pintársela tal como se había vuelto, y cerca de otros dos en
ponderarle sus talentos y virtudes.

Contaba yo con que le había de alegrar la noticia, porque sabía hasta
qué punto le tenía sorbido el seso la pomposidad de Valenzuela; pero
con saberlo tanto, no pude imaginarme el grado de exaltación á que
llegó su alegría al averiguar que estaba á pique de ser consuegro de
tal hombre. Se conocía por lo irregular de la letra, de ordinario
limpia y correcta, como la mejor bastarda de su tiempo, que le había
temblado la mano al escribirme cuatro caras en folio, de ardorosos
plácemes y de fervientes aleluyas, con maliciosas insinuaciones
enderezadas á la probable quemazón de los Garcías. Por conclusión me
preguntaba:

--«¿Y qué dice de esto mi buen amigo y, por la gracia de Dios y de tus
altos merecimientos, mucho más que amigo dentro de poco, el excelente
caballero don Augusto?».

La verdad es que ni siquiera había pensado en preguntárselo. Era asunto
de la exclusiva dirección de Clara, y á su cargo corría el cumplimiento
de todos esos preliminares íntimos. Yo, hasta entonces, no era
_oficialmente_ en la familia más que un amigo de la mayor confianza.
De las _cosas_ de Pilita y de las miradas de la duquesa, deducía yo
que ambas estaban en el secreto de mis intenciones; y estándolo ellas,
lo estaría también Valenzuela; pero como el parecer de estas gentes me
tenía sin cuidado, mientras el de Clara se conformase al mío, ateníame
á él sin pensar en otra cosa ni dárseme una higa por toda la casta de
los restantes Valenzuelas.

Andando los días, y ya muy cerca de los últimos del invierno;
regularizada la marcha de la cosa política; fríos los rencores
populares, y cuando la familia Valenzuela, tras unos meses de
recogimiento y de vida modesta y sosegada, salía á la calle á pie sin
excitar la curiosidad sospechosa de las gentes que la conocían; cuando,
merced á esta conducta prudente y á ciertas voces que yo había sabido
propagar á tiempo, comenzaba el público impresionable á convencerse de
que la fama había calumniado en más de la mitad de sus vociferaciones
al fugitivo manchego, y se trocaban las maldiciones al padre en
muestras de compasión á su familia, me dijo Clara:

--Ahora es la ocasión de hacer _eso_.

_Eso_ era, según lo tratado en otras conversaciones, llenar el
requisito, _pro fórmula_, de pedir _oficialmente_ su mano.

Aquel mismo día escribí con la mía temblorosa, no por el miedo á una
repulsa contra lo que estaba bien garantido, sino por lo que el acto
me aproximaba á la _primavera_, una carta al desterrado personaje, con
todas las finezas, declaraciones y salvedades de rigorosa necesidad en
trances de tal naturaleza. Vestíme en seguida con algún esmero mayor
que el de costumbre; y depositando con mi propia mano la carta en el
correo, fuíme á ver solemnemente á Pilita.

Cumplí como un bravo mi cometido, y me asombré como nunca de la
insubstancialidad de aquella mujer, que ni siquiera supo disimular la
poca gracia que le hacía el ingreso de un hombre de tan poca _sociedad_
como yo, en una familia tan coruscante como la suya. Así traduje sus
gestos empalagosos, y los cuatro siseos y la media docena escasa de
monosílabos con que respondió, con la cabeza entornada y los ojos
fruncidos, á mi demanda cortés. Llamó á Clara; enteróla solemnemente de
mis pretensiones, como si las dos no las conocieran tan bien como yo; y
á pique nos vimos todos, por la simplicidad de la madre y el malicioso
mirar de la hija al encararse conmigo, de que tocara en lo bufo aquella
singular escena dirigida por la cómica gravedad de Pilita.

La contestación de Valenzuela llegó á vuelta de correo. ¡Tenía que
ver! De todo me hablaba en ella: de la revolución; de sus injusticias
con los hombres necesarios, íntegros y abnegados como él; del día no
lejano de las grandes reparaciones; del «pan del ostracismo»; de la
nostalgia de la patria querida y de la familia adorada; de la política
de Espartero y del abrazo de O'Donnell...

Al fin respondía á mi instancia, otorgándome el solicitado
consentimiento, ya que en ello se cifraba la felicidad de su hija;
rogábame que continuara yo siendo el amparo de _toda_ su familia
mientras él se viera obligado, por la maldad de los hombres, á gemir,
_pobre_ y calumniado, en lejana tierra extranjera; y para compartir
conmigo el peso de la carga que echaba sobre mis hombros, anticipábame
gustosísimo... su paternal bendición.

Con esto quedó definitivamente rematado el asunto aquella misma noche,
y acordada la boda para los primeros días de mayo; pero sin ruido ni
ostentación, en la intimidad del hogar, como si nada extraordinario
aconteciera. Ni aconsejada por mí hubiera la necesidad dispuesto estas
cosas más al gusto de mis deseos.

Y para que todo anduviera á la medida de ellos en tan venturosos
instantes, al otro día votaron las Cortes una pensión á la huérfana
de don Serafín Balduque, «veterano servidor de la patria, perseguido
durante su larga carrera por los rencores y las injusticias de los
tiranos, y muerto heroicamente en lo alto de una barricada, proclamando
á gritos la santa causa de la libertad y de la justicia». Este fué el
tema, suministrado por mí, de acuerdo con el ministro, del discurso
con que ganó el pleito el diputado de mejores pulmones que hallamos en
la mayoría. Así es que se votó la proposición de ley sin el más leve
tropiezo.

Aquel mismo día era el elegido por mí para dar, en confianza, parte de
mi casamiento á los amigos de mi mayor intimidad. Pensaba comenzar por
Carmen. ¡Qué ocasión tan oportuna para llevarle la noticia del acuerdo
tomado por las Cortes! ¡Dos alegrías á un tiempo para la pobrecita!
Bien las necesitaba; pues aunque ya se sonreía algunas veces hablando
conmigo, señal era, más que de estar libre de la carga de pesadumbres,
de irse acostumbrando á ella. Fuíme á su casa.

Temiendo que se malograra el intento de la pensión, nunca la había
dicho una palabra acerca de ella. La noticia, pues, tenía que causarle
una gratísima sorpresa. Gozándome yo en considerarlo, díjele por entrar:

--Hoy es día de grandes acontecimientos, Carmen.

Y en seguida la hablé del que más la interesaba. No me habían engañado
mis presunciones: la noticia le produjo una verdadera alegría; yo la
sentí mayor al observarlo. Quica, que se hallaba presente, la abrazó,
haciendo pucheros y sorbiendo lágrimas. Después me preguntó Carmen:

--Y ¿por qué el Congreso se ha acordado de mí?

--Porque... porque Dios lo ha querido,--respondí yo.

--Cierto--me replicó ella;--pero de alguien se habrá valido acá abajo...

--Se supone; pero ¿qué más da eso?

--¡Mucho!--me contestó resuelta; y añadió, mirándome con una valentía
inusitada en ella:--¿Por qué he de privarme del gusto de saber que es
usted quien me ha hecho tan grande beneficio?

--Porque no es eso enteramente la verdad--repuse.--Cierto que yo
recomendé el asunto al diputado que le trató en las Cortes, y que antes
obtuve el beneplácito del ministro, y que... Pero, al fin y al cabo,
ese recurso fué uno entre los muchos propuestos por varios amigos míos
y de usted, animados de las mismas intenciones que yo. Luego no es á
mí sólo á quien tiene usted que agradecer esa verdadera reparación de
agravios debida por el Estado á un servidor tan antiguo, benemérito y
mal recompensado como el pobre don Serafín.

Como observé que la entretenía mucho hablar de estas cosas, seguí la
conversación hasta agotar la materia. Entonces, contando con que iba á
procurarle una nueva satisfacción,

--Vaya--le dije,--la segunda noticia del día.

Y en seguida la di, en crudo, la de mi casamiento. Le causó el mismo
efecto que el estallido inesperado de una bomba: un sacudimiento
convulsivo de pies á cabeza; palidez repentina del semblante; la
vista, entre asombrada y de espanto. Entendí que la acometía algún
acceso mortal, y miré á Quica alarmado. Estaba peor que su ama: boca,
narices, ojos... todas y cada una de las partes de su cara se habían
inflado de repente, y se movían, y se juntaban, y volvían á separarse,
contraíanse y se alzaban, como vejiga á medio henchir entre manos
infantiles; hasta que, al empuje de dos sollozos histéricos, brotaron
arroyos de los ojuelos fruncidos, y fué un charco de lágrimas toda la
faz.

Para impresión de alegría, me pareció demasiado todo aquello. Volví á
mirar á Carmen, y ya la hallé más serena.

--Esa boba--me dijo, con voz insegura,--todo lo convierte en llanto: el
mismo efecto le causa lo alegre que lo triste.

Á pique estuve de decirla: «no, pues en usted tampoco varían gran cosa
esas señales». Y como á las rarezas de Quica se agarró con notoria
terquedad para tema de nuestra escasa conversación, y ni siquiera se le
ocurrió preguntarme con quién me casaba, no traté de volver el diálogo
hacia ese lado; y me despedí bien pronto, un poquillo resentido de que
con tal indiferencia se recibiera en aquella casa la noticia de un
acontecimiento que tanto me interesaba á mí.

La tal noticia estaba de malas aquel día. Después de dársela á Carmen,
se la di á Matica; y también se quedó hecho una estatua al saber con
quién me casaba. Cierto que para explicar la sorpresa y el pasmo de
este amigo existía el antecedente de los horrores que me había contado
de toda la casta de mi novia; pero así y todo, para un hombre de las
malicias, del talento y de los recursos de Matica, aun en trances más
apurados que el en que yo le puse con la noticia, era demasiado pasmo
el suyo.

--¡Ah! si conocieras á Clara más de cerca, ¡de qué diverso modo
procederías!--pensaba yo caminando hacia su casa.

Y con esto me tranquilizaba.

Con Redondo, en cuyo periódico escribía yo artículos de política muy
á menudo, reñí de veras; porque su odio de sectario á los enemigos
de la libertad, y en especial á Valenzuela, se extendía implacable
hasta más allá de la cuarta generación de los odiados y de cuanto les
perteneciera. Me dijo muchas barbaridades en respuesta á la noticia que
le di _en confianza_.

El ministro se hizo cruces; pero éste, lo mismo que los amigos á
quienes fuí dando _en secreto_ la noticia, hallaban la justificación
del caso en los novelescos sucesos de marras, bien conocidos en Madrid,
y en la afamada, excepcional belleza de la heroína.

Á este solo dato se agarraron los estudiantes mis paisanos (con quienes
no vivía yo desde que era alto funcionario de la nación) para colmarme
de enhorabuenas. Uno de ellos la conocía de vista, y se la dió en
el acto á conocer á los demás en un retrato que les hizo en cuatro
frases _al fuego_ y media docena de expresivos trazos en el aire, con
las dos manos á la vez. Todos se declararon _polacos_ de la hija de
Valenzuela. Esto ocurría de sobremesa, y hasta la patrona se llegó á
brindar por su hermosa pupila. Pagaba yo el agasajo, y duró el jolgorio
largas horas. Un teólogo recién llegado del seminario de Toledo, donde
estudiaba (hoy ejemplar sacerdote y elocuentísimo orador sagrado), al
son de la bandurria, que tañía admirablemente, improvisó unas _aleluyas
epitalámicas_, en montañés _callealtero_, que fueron el más sabroso y
regocijado remate que podía darse á una fiesta como aquélla. Juráronme
todos guardar _el secreto_ de la noticia; y _chacun par son côté_, como
dijo uno de los presentes, al separarnos, y lo dice todavía en casos
parecidos; mozo entonces aspirante á boticario en una farmacia de la
calle del Príncipe; dirimidor más tarde de pleitos internacionales
en Marruecos; hoy casi viejo notario de la villa cercana, y padre
venturoso de no sé cuántos «lactantes».

Á pocos más que á éstos y á aquellos amigos y compañeros confié el
secreto de mis acordadas bodas. Con las mismas _precauciones_ las
había anunciado mi padre en la Montaña. Escribíame el santo varón
lamentándose de no poder asistir personalmente á ellas, por lo avanzado
de su edad y lo penoso del camino; y yo, que no se lo había propuesto,
no por olvido ni por falta de ganas de verle á mi lado, sino por muy
fundados recelos de otra especie, sospechaba que me lo decía por
tirarme de la lengua. Busqué con discreción el parecer de Clara, y
conocí, por los síntomas, que era opuesto al mío. Me causó honda pena
el descubrimiento. Cierto que tampoco su padre asistiría y que el acto
había de celebrarse con la mayor reserva posible; pero yo no hablaba
de Valenzuela con su hija con el despego y la frialdad que Clara al
mencionar entre dientes al pobre hidalgo que se desvivía por ella.
«Cuestión de temperamento; resabios de la corte»,--decíame á mí propio.

Y así daba á las cosas que no me agradaban de pronto (y que no dejaban
de abundar en aquella casa), el aspecto que más convenía á la ceguedad
de mi pasión.

Entre tanto, los días iban pasando, y yo contemplaba, mudo y
electrizado, cómo en el gabinete más espacioso de la casa se renovaba
todo su contenido, y se entretejían y barajaban muebles y cachivaches
que yo llamaría, si se me permitiera, _masculinos_ y _femeninos_, con
algún otro, más importante, del género _común de dos_; pasaba diaria
revista á los regalos que hacían á Clara sus amigos y los míos; le
enseñaba los recibidos por mí, que no eran muchos, y nos regalábamos
mutuamente tal cual alhaja y muchas miradas y muchas promesas, cada
cual en su estilo: yo siempre verboso y apasionado; ella serena y fría,
pero dando las lumbres á tiempo como los pedernales...

Y así fué acabándose abril muy poco á poco; y empezó mayo con sus
flores y sus pájaros... y sus _nidos_. Y un día me dijo Clara:

--Éste es el _nuestro_,--mostrándome hasta el fondo del recién
preparado gabinete, verdadero nido de amores, entre bóvedas de
misterioso ramaje.

Y aquella misma noche troqué por el dulce calor de sus blandos
algodones, las yermas soledades y el frío de mis playas de soltero.


                             [Ilustración]


                             [Ilustración]




                                 XXIX


                   *       *       *       *       *


Entre otras mil razones, porque el destino que desempeño aquí le tengo
á la puerta de casa, como quien dice; es cómodo, sin responsabilidad
alguna para mí...

--También es obscuro.

--Otra razón más en su favor: nadie repara en él, ni en mí, ni en
ustedes...

--¡Sí, á fuerza de escondernos, de encerrarnos, como si hubiéramos
robado la tienda de la esquina!... ¡Hijo, que también se cansa una de
tan largo cautiverio, y desea aire libre y movimiento... y sociedad!

--Pues á ese recogimiento deben ustedes la tranquilidad con que viven
á estas horas. Déjenle de repente, y aparezca mi mujer en primera fila
ostentando los relumbrones del cargo de su marido, y se excitará la
curiosidad pública; y unos dirán que blanco, y otros que negro; y lo
olvidado reaparecerá...

--¡En provincias?... ¡Inocente!

--En provincias, señora, se toman esas cosas más por lo serio que
en Madrid... Además, yo no entiendo jota del papel que entonces me
correspondería desempeñar; me falta la experiencia; soy un recién
llegado al campo de la política... y luego es oficio caro: exige una
ostentación que no cabe en el sueldo que dan por ejercerle...

--¡Hijo! ¿También eres de los que suman y restan los dineros?

--Señora, yo no sé que los dineros tengan la propiedad de estirarse
á capricho de la necesidad; y no teniéndola, no conozco otro modo de
vivir sin trampas y con sosiego.

--¡Bah! déjate de boberías y de ranciedades de antaño, y aprovecha
esa ocasión de dar á tu mujer el brillo que merece. «¡La señora del
gobernador civil de una provincia de primer orden!» Compárame esto con
«la mujer de un empleado del ministerio de la Gobernación»; y si no
salta á tus ojos la diferencia, te digo que no tienes sangre.

--Pues precisamente porque la tengo y veo esa diferencia, pienso como
pienso.

--¡Y dígote! Una capital de puerto de mar; y el verano asomando, ¡con
unos calores que nos matarán en este Madrid de fuego! Hasta por la
salud, hombre, hasta por la salud nos conviene ese cambio de destino.

--¡Ah! si sólo por esa razón me lo aconsejara usted, ¡qué fácil me
sería arreglar las cosas de modo que todos quedáramos contentos!

--¿De qué modo, hijo?

--Trasladándonos á un hermoso rinconcito de la Montaña; junto á las
olas del mar, donde está la casa de mi padre; donde conocí á Clara...

--¡Puff!... ¡la rustiquez de la aldea, con sus puercos callejones y sus
lagartos y sus gentuzas con remiendos! Quita, quita, hijo, que entre
morir allí de espanto y de tristeza, y asarme aquí de calor, prefiero
esto, que, cuando menos, está bien acompañado... ¿Y tú serías capaz de
ir con gusto, ahora que estás casado, á meterte en aquellas espantosas
escabrosidades?

--¡Cómo puede usted dudarlo siquiera?

--En fin, hijo... allá os las avengáis; que, después de todo, yo no sé
por qué tomo tan á pechos asuntos que no son míos. Ahí está tu mujer
oyéndonos, sin desplegar los labios: que diga lo que le parece, si le
acomoda, que con ella va el cuento más que conmigo.

Esto acontecía tres semanas después de mi casamiento; á los ocho
días de haberme manifestado Pilita deseos de que trocara mi destino
de Madrid por el cargo de gobernador de provincia, y á las pocas
horas de haber preguntado al ministro, por mera curiosidad, si eso
era posible, y de saber que en mi mano estaba el ir á desempeñar un
gobierno de primera clase en una capital del Mediterráneo. Andaba
allí el partido de opinión caliente algo soliviantado; y nadie para
traerle á mandamiento como un hombre de mi prestigio revolucionario.
Tuve la debilidad de referirlo así en mi casa, y se declaró al instante
empeñada porfía lo que en días atrás no había pasado de insinuaciones
leves de Pilita, con sospechas en mí de que fueran hijas de la
intención de Clara.

Respondió ésta al llamamiento de su madre arrimándose á mí, por de
pronto; quitándome después unas pelusillas de la barba, y, por último,
con estas palabras, sin dejar de manosearme donde le parecía mejor:

--Yo creo que todo puede arreglarse de modo que tú (señalando á su
madre) quedes contenta, y tú (por mí) muy satisfecho.

--¿Y tú?--la pregunté.

--Estando contentos vosotros, ¿cómo no he de estarlo yo?--respondióme
al punto.

--Pues veamos tu plan,--dije.

--Complace á mamá haciéndote gobernador, y vete á pasar unos días con
tu padre á la Montaña, antes de tomar posesión de tu gobierno.

Cuando así me hablaba, debía yo tener algo entre el cuello de la camisa
y el cerviguillo, porque por allí andaba su mano haciéndome cosquillas.

--¿Estás convencida de que eso es lo más conveniente?--la pregunté,
bajando un poquito la cabeza para que me rascara más adentro.

--Lo estoy,--me respondió sin vacilar y manoseando lo que yo quería.

--Pues sea,--concluí, á ciencia y conciencia de que hacía un desatino
dejándome vencer en aquella notoria conspiración doméstica.

Poco después entró el aparatoso Barrientos, que menudeaba bastante las
visitas á mi nueva familia: dejéle con ella, y me fuí á ver al ministro.

--Acepto el gobierno--le dije;--pero le advierto á usted que no
respondo de desempeñarlo bien. Nunca las vi más gordas.

--¿Es usted capaz de tenerme á raya aquellas gentes?--me preguntó.

--Eso sí--respondíle sin titubear;--pero exige el cargo otros
requisitos delicados para la buena administración...

--¡Bah!... ¿quién piensa en eso? Yo le daré á usted un secretario que
le saque de toda clase de ahogos.

--Pues adelante.

--Mañana se extenderá el nombramiento.

--Necesito quince días de licencia para ir á la Montaña á dar un abrazo
á mi padre.

--No estorba lo uno á lo otro: irá usted á su tierra con el carácter de
gobernador electo.

Y en ello quedamos. Referílo después en casa; y ¡qué noche de júbilo en
ella, y qué!...

Al otro día llamé al sastre y al zapatero, y les di que hacer para dos
semanas. Mi mujer y su madre llamaron á la modista: no quise averiguar
para qué, porque lo presumía y me daba miedo.

Por la noche todos los periódicos daban cuenta de mi nombramiento
de gobernador de la provincia de... unos aplaudiéndolo y otros
maltratándome. Lo de costumbre.

Al día siguiente salí para la Montaña, después de haberme despedido en
el patio de las Peninsulares más de dos docenas de personajes de la
situación. También esto lo contaron los periódicos de _la casa_, con
grandes ponderaciones, como supe después. ¡Válgame el Señor! Menos de
tres años antes había llegado yo á aquel mismo patio, solo, pobre y
desconocido. ¿Qué virtudes había en mí para haber adelantado tanto
camino en tan poco tiempo?

Esto me preguntaba á mí mismo mientras rodaba la diligencia hacia la
Puerta de Hierro. Cuando se perdió bajo las arboledas del puente de San
Fernando, y, por verlas, me acordé de las de mi lugar, y de mi padre,
y de la sosegada vida campestre, y con ello rompí, por un instante,
la misteriosa cadena que me llevaba unido al agitado mundo que dejaba
atrás.

--Ninguna--me respondí con profundo convencimiento.--Un soplo de la
fortuna me encumbró. Otro puede derribarme á la hora menos pensada...
¿Qué será de mí entonces?

Y como me acordé de muchas cosas que me asustaron por primera vez,
porque nunca las había desmenuzado seriamente con la razón oreada
por las brisas del campo, aparté el pensamiento de ellas y le puse
en el término de mi viaje, por ser el negocio que más me interesaba
á la sazón. También me acordaba mucho de la familia Balduque, cuya
compañía me había hecho hasta placentero aquel triste camino que
iba recorriendo; del pobre don Serafín, tan lleno de vida entonces,
y después... ¡qué recuerdo!; de Carmen; de su mirar dulce; de su
boca risueña; de su casta frescura; de sus bondades conmigo; de sus
incesantes atenciones mientras me dió hospitalidad en su casa; de sus
penas horribles poco después; de su triste luto... y, sobre todo, de la
extraña impresión que le produjo la noticia de mi casamiento... ¿Por
qué?

Y aquí las brisas campestres, llevándose otras brumas de mi cerebro
enfermizo, dejáronme empeñado en las más inesperadas cavilaciones. No
quiero decir á qué género de razonamientos me arrastraron éstas, ni
recordar la lucha que emprendí con ellos en mi propósito de arrojarlos
de un terreno donde, en buena justicia, no podían entrar ya. ¡Es
increíble lo que influye el punto de vista en el conocimiento de las
cosas!

Dos días después dejaba la diligencia al llegar á la villa de marras.
Aguardábanme allí mi padre, el señor cura, mi cuñado el procurador,
el nuevo alcalde del lugar, el de la villa con tres concejales, diez
notables y el comandante de la milicia; una murga que me disparó á
quemarropa el himno de Riego, no bien pisé el camino real, y más de
cincuenta curiosos que acudían á la novedad de la escena. Lloraba mi
padre de gusto, y casi llorando yo también de alegría, abrazámonos
muchas veces, sin llegar á soltarnos del todo hasta la última. Abracé
después á mi cuñado y al cura, y á todo el que se me puso por delante.
Aguanté un discurso del alcalde de la villa en nombre de todos los
agrupados en su derredor, y le solté en pago otro que los dejó
aturdidos y me valió un aplauso de la concurrencia, y otra explosión de
la murga con el himno de Espartero.

En el mesón contiguo se había dispuesto un ligero agasajo en mi
obsequio, y no le desairé: componíase de almendras garapiñadas,
cortadillos de vino blanco y bizcochos de soletilla. Hice un regular
consumo de todo, y mucho más de palabras, porque entre aquellos señores
cada sorbo era ocasión de un brindis «al valeroso defensor de la causa
de la libertad», y yo no quería pecar de descortés. La murga, entre
tanto, no bien dejaba un himno, la emprendía con el otro; ellos eran
tres: los dos del principio y el de Vargas. No sabía más. Mi padre
estaba aturdido, y el cura en ascuas, en medio de una atmósfera tan
patriotera. Después de todo, ellos tenían la mayor parte de la culpa de
lo que estaba pasando, por no haber hecho otra cosa, desde el amanecer,
que andarse por la villa contando á todo el mundo que habían ido á
recibirme. El resto fué obra de los periódicos llegados la víspera, en
los cuales se daba la noticia de mi nombramiento de gobernador de... y
la de mi salida para la Montaña.

Al fin se acabó aquello; y cabalgando en el jamelgo que me tenían
preparado, entre mi padre y el cura, al frente de una comitiva numerosa
de pardillos y señoretes que nos acompañó un buen trecho, salí para mi
lugar, donde fuí recibido con repique de campanas, tiros de escopeta
(entonces eran raros los cohetes en los pueblos), y _cantándome_ las
mozas al son de las panderetas... Igual que al Obispo.

Desde el día siguiente comenzaron á regalarme pollos todas las vecinas
del pueblo que los tenían, y á echarme memoriales sus padres ó sus
maridos. Me creían capaz de los imposibles aquellas pobres gentes,
y á mi poder acudían con las pretensiones más extrañas. En fin, _se
corrió_ que mi mujer había resultado de la familia real, y que si yo me
volvía tan pronto á la corte, era porque la Reina se iba á Aranjuez,
y mientras allá estuviera, tenía yo que quedar en Madrid haciendo sus
veces.

¿Y mi padre? ¡Dioses inmortales! No se quitaba de encima el vestido
bueno, ni se hartaba de oirme, de contemplarme... de admirarme. No le
cabía en casa ni en la calle; andaba inapetente, y creo que se pasaba
las noches en vilo.

--¿Y los Garcías?--le pregunté una vez.--No los veo por ahí.

Hizo un gesto violentísimo, en el cual se pintaban á un tiempo el asco,
el desprecio y la conmiseración; y me respondió dando una rabonada con
la levita:

--¡Quién piensa ya en los Garcías? _Eso_ acabó para siempre. Era polvo
indecente, y está donde debe estar: bajo mis zapatos.

Después escupió recio y me habló de mi mujer, cuyo retrato le había
regalado yo; y de su consuegro, el excelso don Augusto, como él le
llamaba. ¡Cuánto sentía que Clara no me hubiera acompañado en el viaje!
¡Y con qué facilidad creyó todo lo que inventé para demostrarle que más
lo había sentido ella!... Lo de mi gobierno, verdaderamente le hinchaba
de satisfacción.

--¡Eso se llama ser algo, Pedro!--me decía temblando de orgullo,--y no
esta... En fin, no quiero hablar.

Y así todos los días. Mis hermanas me visitaban mucho, y también sus
maridos y sus respectivas proles. Por cierto que no eran aquéllas tan
crédulas como su padre en lo tocante al apego de mi mujer á la familia
de su marido. Achacábanla pecados de orgullo, y á mí me dolía el
supuesto, acaso porque era verdad.

Felizmente no abundaban las ocasiones de hablar de estas cosas,
porque apenas me alcanzaba el tiempo robado al descanso para correr
al aire libre y atender á las impertinentes visitas que recibía,
sin punto de sosiego, de las gentes más extrañas. Media comarca me
visitó: el indianete del lugar vecino; la comisión del ayuntamiento
liberal de allá; el presidente del _Casino progresista_ de acullá; el
capitán de los voluntarios de aquende, incorporados al batallón de
Nacionales de allende; el delegado de los patriotas de Pedregales;
Patricio Rigüelta el de Coteruco... ¡qué sé yo!; y por último, el
presidente, el secretario y tres concejales del municipio de la villa,
con el testimonio, en papel marquilla con orlas de cisquero, de la
sesión en que se me declaró hijo adoptivo de aquélla, «en premio á
mis extraordinarios servicios prestados á la causa de la libertad y
del progreso». Esta visita me costó una comida, tres discursos y un
fortísimo dolor de cabeza.

Un hecho curioso: no salía una vez á la calle sin acercarme al viejo
caserón de mi suegro. Allí había conocido á Clara, y, sin embargo,
me entristecía contemplando sus macizos paredones; y viendo con la
imaginación, á través de ellos, vagar silenciosa por sus obscuros
pasadizos la enfermiza figura de Clara, con su bata blanca, sus
cabellos desprendidos y sus rasgados, negros y centelleantes ojos,
muda, pero terrible, como Magdalena Usher en el lóbrego subterráneo de
su ruinoso castillo, hasta sentía una penosa impresión de frío en el
alma, como si tuviera miedo.

Trataba de desvanecerle considerándola á más risueña luz: desde que la
vi en los salones madrileños embelleciéndose poco á poco, hasta que en
el colmo de su incitante y singular hermosura me admiró como á un héroe
y me aceptó por marido; pero al recorrer de este modo los trámites de
ésta tan breve como agitada historia de mis primeros amores, echaba de
ver que todo era en ellos fuego que aniquila y consume aquello mismo
que le alimenta: no el suave calor que atrae y vivifica, aliento de
dos almas que se buscan, se unen y se compenetran para no separarse
jamás; y por la propia virtud de mis razonamientos, se borraba de mi
memoria la imagen provocativa y sensual de mi mujer en sus íntimos
abandonos, y surgía en su lugar la yerta, solitaria, seca y bravía
figura de la enfermiza hija de Valenzuela, olvidada en aquellos vacíos
y destartalados aposentos, como si á ella, insensible y descorazonada,
estuvieran ligados mis destinos, y no á la briosa hermosura que inspiró
mis hazañas de forajido.

Llamaba yo á estas visiones «resabios de mi fantasía»; pero fantástico
ó no, el cuadro me hacía muy poca gracia cada vez que le contemplaba, y
le contemplaba muchas veces.

Fué la única nube que turbó un poco el sereno cielo de mi espíritu
durante los breves días que estuve en mi lugar.

Llegó el de marcharme; y á deshora y por caminos desusados, salí á
tomar la diligencia donde no me conociera nadie. Dejé á mi padre y
la aldea natal con una pena que no puede describirse; y era muy de
notar que esta pena, lejos de calmarse, se agravaba á medida que iba
aproximándome á Madrid. Más que el pájaro que vuela hacia su _nido_,
parecía yo el ave triste arrojada de la costa por la fuerza de su
destino á la negra región de los huracanes.

¿Por qué estas imaginaciones fatigosas en tal ocasión, precisamente
cuando el recuerdo de Clara y la idea de mi próxima llegada á su lado
me conmovían, reverdeciendo en mi sangre el fuego de la pasión de los
primeros días? ¿Por qué estas impresiones ardorosas no bastaban á
desvanecer aquellas inexplicables tristezas? ¿Por qué no se cumplía
en mí la ley de todos los enamorados? Me daban mucho que hacer estas
cavilaciones.

Aún andaba á vueltas con ellas, cuándo caí en brazos de Clara que, con
Pilita y Manolo, me aguardaba en el patio de las _Peninsulares_. ¡En
aquel momento sí que lo vi todo de color de rosa!

Caminando hacia casa en un coche de alquiler, me hablaron de las faenas
en que habían estado empeñadas durante mi ausencia, con el piadoso fin
de que al volver hallara en orden y bien dispuestos los equipajes.
El mío, los de ellas, el de Manolo, todos estaban listos ya y en
disposición de ser remitidos á nuestra ínsula. ¡Qué actividad! ¡qué
celo tan cariñoso!... Me preguntó Clara muchísimas cosas; pero ni por
casualidad me preguntó por mi padre. En cambio, la hablé yo de él con
gran encarecimiento, y de lo entusiasmado que estaba con su hermosa
nuera; pero mi suegra me cortó el discurso con tres preguntas sandias
sobre nuestro próximo viaje, y un huracán de viento y diez ó doce
charrasqueos seguidos, nerviosos, de su abanico; y no llegué á saber la
opinión de Clara sobre el particular.

En cuanto entramos en casa, me condujeron á un cuarto grande, de
poco uso, y me le mostraron atestado de baúles, sacos, líos, cajas
y sombrereras. Cada cosa, bien envuelta y amarrada y con su rótulo
correspondiente. Lo menos conté catorce baúles.

--Estos tres más pequeños, son los tuyos--me dijo Pilita señalándolos
con el abanico,--y aquella sombrerera, y aquel saco, y aquel lío de
bastones... Estos siete más grandes, son míos y de tu mujer... te digo
que van ahí los trajes nuevos como en la tienda: tan desahogaditos y
bien plegados... ¡Ah! los tuyos se guardaron según te los envió el
sastre. Si tienen algo que enmendar, allá lo harás... El bastón de
gobernador va solo en su funda de cuero: mírale allí. Ya sabes que te
le regalo yo: en eso quedamos. Estos otros dos baúles son de Manolo,
y los demás de la doncella y del criado... ¿Ves qué bien está todo?
Pues calcula el trabajo que nos habrá costado á Clara y á mí, y las
molestias que te hemos evitado haciéndolo antes que vinieras...

¡Catorce baúles! ¡Más de otros veinte bultos! ¡lo que habría dentro
de ellos! ¡Pilita, Manolo, dos criados!... ¡Y quizá todo sobre mis
pobres costillas de empleado de sueldo fijo y, relativamente, corto!
No respondí una palabra, ni quise preguntar lo que aquello costaba, ni
lo que se había pagado, ni con qué, ni lo que se debía, ni quién lo
debía... Punto era éste de los ochavos que jamás había tocado yo con
mi nueva familia. Desde que entré en ella, me propuse hacer á Clara
administradora de mi sueldo y economías, y comencé á cumplirlo antes de
ir á la Montaña. No podía hacer más. ¿Entraban mis dineros en el fondo
común? ¿Vivía cada cual á expensas de los suyos? ¿Pesaba toda la carga
sobre mí? Esto es lo que yo no sabía ni quería averiguar. Pero temíame
lo peor en aquel caso concreto, en el cual, aun con lo mío solo,
bastaba para doblarme los lomos.

Por la noche fuí á presentarme al ministro para ponerme á su
disposición y recibir sus instrucciones. La entrevista fué bastante
larga, y quedamos al fin en que dos días después saldría yo á
encargarme del gobierno.

--¿Y el secretario?--le pregunté al despedirme.

--Está allá tiempo hace--me respondió.--Es una alhaja para el oficio;
pero tenga usted cuidado con él, porque á lo mejor tira al monte: es
algo granuja.

Cuando volví á casa me encontré en ella con Barrientos. Me iba cargando
ya bastante aquel mozo que, entre otras gracias, tenía la de no hacer
más caso de mí que del último extraño á la familia de mi mujer. Un
saludito ceremonioso, poco más que una cabezada, y agur; la franqueza y
las atenciones, para las señoras, y hasta para el estúpido Manolo.

Díjele algo, medio en broma, á Clara aquella noche.

--Usos de la buena sociedad--me respondió arreglándose el pelo para
acostarse.--Ya te irás acostumbrando.

¡Un demonio me acostumbraría!

Atrevíme á preguntar á Pilita, al día siguiente, por curiosidad
siquiera, pues nunca se había ventilado el punto entre nosotros:

--Diga usted, ¿por qué dejamos esta casa _puesta_?

--¿No nos dan allá palacio amueblado sin que te cueste un maravedí?--me
respondió con asombro.

--Es cierto--repliqué;--pero podíamos ahorrarnos este alquiler, ¡que no
es grano de anís!

--Justo, ¡como si fueras un empleadillo de tres al cuarto! ¡Hijo, qué
bolsón vas á hacer con ese mimo con que tratas al dinero!... Y si nos
cansa la vida de provincia á tu mujer y á mí, y queremos pasar el
invierno en Madrid, ¿dónde nos alojamos si no tenemos casa?... ¡En San
Bernardino, si te parece!

Con estas lindezas de Pilita y el absoluto apartamiento de Clara de los
negocios que las producían, se me ponían á mí los pelos de punta, no de
ira, sino de espanto. ¡Qué ideas de economía y buen gobierno!

Sin duda por la fuerza del contraste, me acordé de Carmen
instantáneamente. En seguida fuí á despedirme de ella. Me preguntó por
mi «señora» con la misma voz apagada y el propio acento indeciso que el
día que la vi antes de salir para la Montaña; sólo que entonces no di
importancia alguna á estos detalles, y esta otra vez me causaron honda
sensación. Con la tristeza intensísima en que había vuelto á caer, me
sucedía lo mismo. Cuando la advertí, achacábala á un recrudecimiento
de sus penas conocidas; y aunque me afligía, no me inquietaba; después
me pareció un libro abierto en el cual no me atrevía á poner los ojos
por no leer allí lo que yo había soñado, por primera vez, en mis
meditaciones mientras caminaba hacia mi lugar. Por obra del mismo
sentimiento, fingía prestar poca atención á sus nuevos dolores; y he
aquí cómo pudo creer la atribulada huérfana que iba yo cercenándole
mi afecto, precisamente cuando más vivo y acentuado le sentía. Por
distraerme y distraerla, le hablé de su pensión. Preguntéle si la
cobraba ya; díjome que sí. Con esto quedaba á cubierto de muy serias
contingencias; y el considerarlo, en el instante de alejarme tanto de
ella, descargaba á mi ánimo de un gran peso.

Al despedirme, no me atreví á decirle que fuera aquélla mi última
visita antes de marcharme de Madrid; pero es lo cierto que en cuanto
me aparté de ella se echó á llorar. Nunca otro tanto había acontecido.
También por primera vez dejó de acompañarme hasta la puerta. Lo uno me
explicaba lo otro. En cambio, me acompañó Quica hecha un diluvio de
lágrimas. Abrió, salí; y después de cerciorarse de que estábamos sin
testigos, me dijo, echando medio cuerpo fuera de casa, y á chorros el
llanto de los ojos:

--¡Por el amor de Dios! escríbala usted de vez en cuando... ¡que se
queda muy sola!

Volví la cabeza rápidamente, como si me sintiera tocado de pronto en lo
profundo del pecho por una varita mágica. La puerta estaba cerrada ya.
Nadie me veía sino Dios. ¡Que Dios sólo sepa en qué forma se manifestó
lo que pasaba dentro de mí, durante el primer cuarto de hora que siguió
á las palabras de aquella pobre mujer!

Al otro día, muy temprano, salían nuestros criados, con la
_impedimenta_, de la administración de diligencias de la calle de
la Victoria; y yo, con toda mi nueva familia, por la tarde, en el
coche-correo, por el camino de Aranjuez, después de habernos hecho los
honores de la despedida mucha gente y pocos amigos.

No faltó Barrientos.


                              [Ilustración]




                                  XXX


Mi secretario resultó ser un patriota recién llegado de Filipinas,
adonde había ido á parar, á la fuerza, por sus demasiado notorios
servicios á la revolución del año 48. No tendría más de treinta de
edad, y ya empezaba á encanecer. Era desvaído de cuerpo y de color,
algo pitarroso y belfo; y aquí estaba su especialidad, quiero decir,
entre los gruesos y mal cerrados labios; y consistía en lo enorme
de sus dientes, aunque no muy blancos, sanos, prietos y cabales; y
avenidos los de arriba con los de abajo de tal manera, que se los creía
capaces de cortar puñales buidos, de una sola dentellada. Iban siempre
al descubierto y apenas los sombreaba un bigotejo lacio y desmedrado.
Sin caer en la alucinación morbosa de aquel personaje fantástico que
veía una idea en cada diente de su adorada, contemplando los de mi
secretario había que pensar fatalmente en una panadería, y ver en
cada uno de ellos una hogaza triturada. No se concebía el cansancio de
aquella máquina, ni la hartura de la sima en que caían sus moliendas.

Por lo demás, era mozo listo, complaciente y, al parecer, muy entendido
en los negocios de mi cargo. Fingida ó no, manifestaba mucha admiración
á los títulos que me habían hecho hombre insigne entre los más
conspicuos patriotas al uso.

Había invertido el tiempo hasta mi llegada en examinar el campo
de mi nuevo señorío, el estado de los ánimos y el carácter de las
dificultades políticas que había que vencer allí, y en estudiar el modo
de dominarlas sin producir otras nuevas.

En ambos empeños había salido airoso, á juzgar por el cuadro que me
trazó y el plan que me propuso.

--Bien está--le dije,--por lo que hace á la cosa política de mi
negocio; pero ¿y la otra?

--¿Cuál?--me preguntó.

--La más esencial quizá: la administrativa.

--Esa--me dijo al punto,--corre de mi cuenta mientras usted se va
acostumbrando al oficio poco á poco. He pasado lo mejor de la vida
entre expedientes gubernativos, y respondo de que en ese particular
hemos de hacer grandes cosas.

Al mismo tiempo colmaba de atenciones á mi mujer; intimaba con mi
suegra y con Manolo; servíales á punto y bien en los menesteres más
extraños á su destino, y todos se complacían en mi casa en mimarle,
considerándole como un valiosísimo estuche de _cosas_ y de habilidades.

Y, sin embargo, á mí no me entraba. Aun sin la advertencia del
ministro, hubiérame bastado verle para desconfiar de él.

Las dificultades de mayor embarazo para mí, recién llegado á aquel
gobierno, nacían, precisamente, de las condiciones más salientes de mi
propia personalidad.

Para los díscolos de la oposición avanzada, gentes que nunca se ven
hartas de motín, quizá porque siempre llegan tarde al regodeo que sigue
al triunfo, y toman á pecado de prevaricación hasta el sacudirse el
polvo de la batalla y ponerse camisa limpia, era yo un enemigo, á pesar
de mis hazañas populacheras, por el solo hecho de representar allí la
fuerza de la autoridad, cobrar un sueldo del Estado y vivir como los
_opulentos reaccionarios_... Pues ¡cómo me mirarían sus ojos, teniendo
sobre mi conciencia, además de estos pecados de necesidad, el crimen
particularísimo de estar casado con la hija del «latromagnate» más
aborrecido, del polaco más odioso de todos los polacos fugitivos?...
Hasta para el otro bando, para el del orden dentro de la situación
imperante, era motivo de desconfianza el contrapeso de mi mujer. Además
me tachaba de joven y de inexperto, porque temía que con estas dos
condiciones me faltaran el tino y el carácter necesarios para meter
en cintura á los díscolos que habían hecho imposible el gobierno de
mi predecesor. Tampoco el elemento mercantil, que todo lo fía al
sosiego y á la tranquilidad, me miraba de buen ojo, por los mismos
defectos de juventud é inexperiencia; y en cuanto á las aristocracias
de los pergaminos y del dinero, ¿cómo habían de simpatizar con un
matón de barricada, convertido en personaje político de la noche á la
mañana? En cambio, estas dos importantes porciones de aquella sociedad
heterogénea, eran muy partidarias de mi mujer, por lo mismo que ésta
llevaba, como su madre, pintado en la cara el asco que le producían
gentes y cosas del nuevo orden; lo cual era, entre los liberales
crudos, otro pecado notorio que pesaba sobre mí.

Pues todas éstas y aquellas dificultades que representaban un estorbo
y una traba á cada paso mío en la senda de mi flamante cargo, fueron
dominadas con asombrosa facilidad, merced á los atinados consejos de
mi secretario y á la entereza inquebrantable con que yo los puse en
ejecución tan pronto como comprendí lo mucho que valían. Hasta me
atreví á meter la hoz en la Milicia, que era un elemento perturbador
por obra de los exaltados que la mangoneaban; y en cuanto éstos se
penetraron de que era yo muy capaz de cumplir la amenaza que les
hice de domarlos á la fuerza, si por la razón no se daban á partido,
trocáronse en mansos y dóciles corderos. Con este rasgo de energía,
que era de mi exclusiva propiedad, me capté el beneplácito de todos
mis gobernados, para quienes era un constante motivo de alarma y de
sobresaltos la actitud de aquella facciosa minoría. ¡Gran resultado me
dió en aquellos conflictos mi elocuencia de relumbrón!

Encauzóse, pues, la gobernación de mi ínsula, en lo tocante á la
política y orden público, y llegó el caso de pensar en _hacer
administración_, como se dice en la jerga del oficio; lo cual acontecía
á poco más de medio verano. Entonces abdiqué por completo en mi
secretario, tanto por consejo suyo como por imperio de la necesidad,
que también me lo exigía, para descansar un poco de las recientes
batallas, volviendo á ser hombre de familia.

Dábame la provincia casa y coche, por razón de mi alto empleo. La
casa era grande, casi un palacio, y palacio le llamaban; y el ajuar se
me antojaba de perlas. Hubiera yo, de buen acomodar, por naturaleza
un tanto espartana, vivido allí como un patriarca. Pero á Pilita le
parecía todo muy otra cosa; y como la apoyaba Manolo, y Clara no la
contradecía y el secretario también le daba la razón, tuve que convenir
con ella en que, tal cual estaba la casa, no podía habitarla la familia
de un gobernador que se estimara en algo. Había muros desconchados,
otros con lamparones, muebles perniquebrados, tapicerías resobadas,
alfombras en esqueleto, colchones medio podridos, sábanas de telaraña
por lo molidas y tenues, vidrieras mal avenidas... y «¡horror de
indecencias!» como decía mi suegra pasando minuciosa revista á todos
y á cada uno de los aposentos del gubernamental palacio, tan pronto
como nos alojaron en él. Con el coche acontecía lo propio: era viejo y
destartalado; tan viejo y destartalado como el tronco que le arrastraba
y el cochero que le conducía. Felizmente la Diputación provincial era
_de casa_; y previas unas enérgicas excitaciones de mi secretario,
votóse inmediatamente un crédito supletorio para todos aquellos
menesteres; y en pocos días quedó el palacio vestido de nuevo, y el
coche reemplazado por otro más lucido. Pero aún echaba de menos mi
familia una multitud de cosas _indispensables_; y como el crédito
estaba consumido hasta su último maravedí, tuve yo que pagarlas de mi
peculio, con el doble dolor del quebranto que ocasionaba á mi extenuado
bolsillo, y de saber que las había iguales y holgando en nuestra casa
de Madrid.

La prensa reaccionaria habló bastante mal de este despilfarro de la
Diputación en obsequio á un funcionario del Estado, precisamente
á raíz de una revolución hecha contra los malversadores de los
caudales públicos. Lo mismo dijeron los periódicos avanzados, y no me
defendieron gran cosa los ministeriales, pues de todos había en la
localidad. Nada de ello me sorprendió, porque lo esperaba.

Por entonces comenzaba yo la campaña de conciliación, tan felizmente
terminada poco después; mi familia se preparaba, con la meditación y el
reposo necesarios, para lucir en hora conveniente los relumbrones del
empleo con la apetecida solemnidad, y no se daba á luz sino las menos
veces posibles, y _de incógnito_, como los príncipes viajando.

De puertas adentro, mi mujer y su madre eran tremendas con las personas
del elemento oficial que por cortesía las visitaban. Teníanlas por
gentezuelas de poco más ó menos, y las aburrían en el vestíbulo
antes de dispensarles el honor de admitirlas á su presencia, para
confundirlas con dos sonrisas contrahechas y media docena escasa
de palabras sin substancia. Con estas altiveces me llevaba á mí el
demonio, porque eran otras tantas causas de resentimientos que me
ayudaban muy poco á triunfar en la empresa en que me hallaba empeñado.
Trataba de hacerlo comprender; pero no había enmienda en el pecado:
antes reincidían en él, con la mayor frescura, las vanidosas mujeres,
porque tenían el vicio en la masa de la sangre. Las deferencias,
las atenciones y la afectada cortesanía, se reservaban para los
particulares que las visitaban oficiosamente ó por recomendación de
nuestros amigos de Madrid; y aun en estos casos intentaba Pilita
guardar las distancias que ella suponía existentes entre una dama de
su procedencia y una señora ó personaje cualquiera _de provincias_,
por encopetados que fueran. Nada digo de mi mujer, porque, contrariada
ó complacida, en casos tales siempre era la misma Clara, de actitud
marmórea y de mirar terrible.

Llegó la hora de salir al escenario, que era la de _cumplir_ con las
gentes que nos habían visitado; y de esta delicada empresa se trató
tan pronto como yo triunfé en la ya mencionada mía, y me entregué á
un relativo descanso. Mi suegra sostenía que con las _señoras_ (y
subrayaba mucho la palabra con la voz y con el gesto) de la _nómina
progresista_, harto cumplidos estábamos siempre, pues éramos sus
superiores jerárquicos; y sus visitas, por ser de obligación, no tenían
vuelta.

--Nosotros--concluyó,--somos... nosotros; y ellos... son ellos.

--Justamente--repliqué;--y por eso mismo no soy del parecer de usted.
Cuanto más alta es la jerarquía de una persona, más la obligan las
leyes de la buena educación... Aparte de que esas señoras no están en
el deber, como usted cree, de visitarlas á ustedes.

--Pues entonces han hecho muy mal en venir á vernos; y no deben esperar
nuestra visita en pago, si no son unas descomedidas ambiciosas.

--Después de todo, señora--dije aquí á mi suegra, harto ya de sus
insensateces,--no es usted quien debe resolver este punto.

--¡Hola!--me replicó muy retorcida,--¿ya me echas de casa?

--Esas visitas--continué, fingiendo no reparar en la nueva sandez de
mi suegra,--no han sido á usted, sino á la gobernadora; y sobre ésta
y no sobre usted han de caer las censuras que merezcan las groserías
que cometamos. Con Clara, pues, y conmigo, va exclusivamente ese
particular, y espero que mi mujer ha de pensar de muy distinta manera
que su madre.

Di cierto aire de mandato á estas palabras, por lo mismo que se hallaba
presente Clara. La cual, después de mirarme con una dureza tan fría que
picaba en sañuda, díjome con voz un tanto enronquecida:

--Se hará todo lo que tú _dispongas_; pero creo que debemos comenzar
por los notables de la población, que nos han visitado sin tener
obligación alguna de hacerlo.

--Convenido,--respondí, convenciéndome de que en todo lo que fuera
cuestión de absurdas vanidades, se ponían al mismo nivel la simplicidad
de la madre y el talento de la hija.

¡Y al otro día fué ella! ¡Cuando se lanzaron á la calle con todos los
requilorios encima, y en pleno y soberano dominio de su papel! Á pie
salieron, porque les convenía salir así para sus intentos de lucirse
mejor. No les cabía en la acera; y yo, que las acompañaba, iba por el
arroyo. Crujía la seda de sus vestidos ostentosos, y varas de ella
arrastraban por detrás alzando nubes de polvo. El andar de Clara no
se parecía á ningún andar de mujer europea: era algo al modo de reina
egipcia; como hubiera andado Cleopatra siendo gobernadora de una
provincia de España, sin dejar de ser la ostentosa y soberbia hermosura
que cautivó á Marco Antonio. Los transeuntes nos cedían el paso desde
lejos, y luego se paraban á contemplarla con cierto asombro mezclado
de codicia; y yo, que lo observaba, complacíame en ello, porque, al
cabo, Clara era mi mujer, y por ende, cosa mía; y los hombres somos
así. ¡Era de ver con qué imperiosa y gallarda frialdad respondía á los
saludos que nos hacían las gentes, por ser yo quien era! Pilita hacía
á maravilla su papel de reina madre. Dos polizontes nos precedían á
cierta distancia, y otros dos nos seguían. Uno de ellos se adelantaba;
y cuando llegábamos al portal de la casa adonde nos dirigíamos, ya
sabía si habían salido ó no las personas que íbamos á visitar. En el
primer caso, subía nuestras tarjetas; en el segundo, subíamos nosotros.

Al día siguiente lo mismo; pero con diferentes ornamentos. Las menos
veces fueron en coche. Éste le reservaban para ir á paseo. Llevábanle
abierto; y entonces se las veía tendidas contra el respaldo y como
flotantes sobre las encrespadas faldas de sus vestidos fantásticos,
que llenaban todo el hueco de la carretela, dejando apenas el
indispensable, hacia el vidrio, para destacar sobre la nube, y pegado
á la _tolosa_, el busto lacio é indigesto de Manolo. ¡Reventaban de
vanidad!

--Pero ¿en qué la fundan?--pensaba yo.--No será en mis merecimientos
personales, cuando tan pocas consideraciones me guardan de puertas
adentro; ni en los blasones que no tienen, ni en el caudal que les
falta, ni en el nombre que llevan, infamado por el rumor público. ¿En
que ésta es una capital de provincia, y ellas son damas de la _buena
sociedad_ madrileña, y _la familia del gobernador_?

Pues nada más que en eso. Pilita ya me había anunciado esos deleites
de la vanidad al ponderarme en Madrid las ventajas que llevaba este
destino al que yo desempeñaba en el ministerio de la Gobernación, y
Clara era soberbia y altiva por educación y por naturaleza; pero nunca
pensé que llegara á tal extremo el vicio capital de mi nueva familia.

Con la entrada del otoño comenzaron los espectáculos nocturnos; y
con este motivo, para lucirse en primera fila, allá van vestidos y
perifollos y tocados; y como las damas de la ciudad iban tomando á
Clara por modelo en el vestir y en el andar, ella se complacía en
lucir en cada exhibición una cosa nueva, y su madre otra mejor; y
hasta el imbécil de mi cuñado se emperejilaba á su manera, esperando
formar escuela de mozos distinguidos. La condesa del Rábano recibía los
miércoles, y los señores de Cerneduras los viernes; y como aquellas
reuniones eran verdaderos certámenes de lujo, y Clara concurría á ellas
y era la más mirada y atendida por ser en el pueblo la mujer _de moda_,
¿cómo no había de dar en cada caso la necesaria novedad á su elegante
atavío? Y en cuanto á Pilita, que la acompañaba siempre, ¿cómo había de
presentarse en más vulgar arreo que su hija?

Y aconteció muy pronto lo que yo venía temiendo por ciertos síntomas
que notaba en mi casa; y fué que, para corresponder á los elegantes
miércoles de la condesa del Rábano y á los espléndidos viernes de
los ricos señores de Cerneduras, hubo necesidad de establecer los
_lunes del Gobernador_. Y heme aquí, porque los salones eran «de poco
más ó menos», y ciertas paredes estaban desnudas, y tal aposento sin
alfombrar, y el comedor en _ropas menores_, contemplando estremecido
cómo invadían el palacio los tapiceros, y sin cuenta ni razón le
llenaban otra vez de muebles, telas y garambainas que maldita la
falta me hacían. ¡Y si hubiera sido este solo el disgusto que me
costaron aquellas memorables fiestas! Pero no se habían inaugurado
todavía, cuando ya me procuraron otro terrible; y fué con ocasión de
tratarse, en familia, de las invitaciones que debían hacerse para el
primer lunes. Clara, porque entonces era ella, desgraciadamente, y no
su madre, quien llevaba la palabra; Clara, repito, pretendía que no
se invitase á ciertas personas que yo había puesto en lista, porque
no las conceptuaba de bastante _tono_ para _alternar_ en su casa con
el encopetado señorío de su predilección. Volvió á relucir lo de la
_nómina progresista_, en son de mofa, y tuve que recordar á mi mujer
que de esa nómina salían los lunes de su marido.

--¡Pues no vendrán!--me dijo altanera.

--¡Pues no habrá lunes!--repliqué en el mismo tono.

¡Qué cara me puso! y de qué manera me dijo, un momento después de
haberme oído:

--Que vengan enhorabuena; pero yo te prometo tratarlas de modo que no
vuelvan á poner aquí los pies.

--¡Muy bien dicho!--exclamó Pilita, nerviosa de entusiasmo.

--Y yo te prometo á mi vez--respondí á Clara sin hacer caso de la
impertinencia de su madre,--reparar una por una todas tus descortesías;
y si esto no alcanzara á mi propósito, cerrar á las gentes de tu
devoción las puertas por donde salgan las de la mía. ¡No lo olvides!

Para dar una idea de la actitud y el aspecto de mi mujer después de
oirme hablar así, es necesario pensar en una leona domesticada, que,
por obra de un grito lejano ó de un tufillo pasajero, se acuerda de
pronto de la libertad de sus congéneres en la inmensidad del desierto
africano. No me replicó una palabra; pero el centelleo de sus ojos y
la palidez de su semblante, mientras crujía el abanico entre sus manos
crispadas, decían demasiado. Jamás la había visto así. Verdad que nunca
me había puesto hasta entonces en ocasión de despertar su adormecida
braveza. Me daba miedo: no por aquel instante, sino por todos los de mi
vida.

Horas después recibí carta de mi suegro. Gemía, como siempre, por sus
propios quebrantos; por «la pobre España» en poder de los hombres
ineptos que le habían expatriado á él; por las tristezas que consumían
á su adorada Pilita, á su _dulce_ Clara y á su _angelical_ Manolo; y
me rogaba que los arrancase de su obscura soledad y me desviviera por
divertirlos. ¡Qué oportunidad de hombre!... ¡Y qué perspectiva para
empezar á vivir!

Por borrarla un poco de mi imaginación, dediqué lo mejor del día á
escribir á Carmen. Creo que se me fué algo la pluma y que la empapé
demasiado en las nuevas amarguras de mi alma; nuevas, porque no era
aquélla la primera vez que sentía en el corazón el frío mortal de los
desencantos, y en mi imaginación el triste vacío de las ilusiones
desvanecidas. Las respuestas de la pobre huérfana eran como suyas:
cariñosas, pero sencillas y breves; ni una frase, ni una palabra que
recordase nuestra franca y cordial amistad de otros tiempos. Y yo
admiraba esta prudencia, y á la vez me lamentaba de ella; comprendía la
razón de los miramientos de Carmen, y sentía que no fuera más confiada
y expresiva conmigo. Y no era esto un contrasentido pueril, ni resabio
de una imaginación dengosa y versátil, sino que yo vivía en perpetua
equivocación, y el alma quería regirse por sus propias leyes, que no
eran las que le imponía la fuerza brutal de los hechos consumados.


                             [Ilustración]


                             [Ilustración]




                                 XXXI


En esto veía acercarse, con el andar de un nublado tormentoso, el
primer lunes de _los míos_... Y llegó, porque todo lo malo llega
siempre que se anuncia, y aún peor de lo que se teme; y se inauguraron
mis fiestas con el estruendo y el despilfarro que yo no me atreví á
soñar, ni aun viendo los preparativos hechos bajo la dirección de mi
mujer, aconsejada por su madre, que es todo cuanto podía verse. ¡Hasta
la Guardia civil, no bastando la urbana, amén de nuestros propios
criados, se empleó en aquellos menesteres de telón afuera! ¡Qué tal
andaría lo de telón adentro! Deslumbraba el aparato y asustaba el
lujo que se arrastraba por allí; pues las gentes aquéllas eran ricas
y habían hecho de mis salones palenque en que lucir el poder de sus
caudales. Engreíase mi mujer viéndose centro esplendoroso de astros
tan resplandecientes, y correspondía á los honores que de esta manera
se tributaba á su _buen tono_ excediendo en lujo á la más encopetada y
vistosa, y disponiendo cada ambigú, que dejaba aturdidos á los mismos
comensales que los devoraban. ¡Qué carnes se me pondrían á mí con todo
ello! ¿Y cómo evitarlo ya, una vez hecho costumbre? ¿Y cómo sostenerlo
sin poseer una mina de onzas acuñadas?

Pues así fuí tirando, hasta que lo arregló de otro modo algo que es más
fuerte que todos los respetos humanos.

Es, pues, el caso, que no solamente descansé, sino que llegué á
dormirme en la ciega confianza que me inspiraba mi secretario;
confianza nacida más que de un profundo convencimiento de la capacidad
de mi subalterno, de mi escasa afición al expedienteo; del gusto con
que me agarraba á cualquier disculpa para alejarme de él, y de la
necesidad en que me veía de fijarme con preferente atención en el
negocio político, que no estaba para descuidado un punto. Antojábaseme,
andando los días, que en lugar de afirmarse la paz, el orden y la
confianza en torno mío, retoñaban las asperezas y los desacuerdos, y
perdía su virtud mi celo conciliador, como si mi prestigio comenzara
á andar de capa caída. Hombres que al principio me escuchaban como á
un oráculo y hacían de mis palabras evangelios que predicaban luego
á los demás, se me acercaban recelosos y descontentos; y me daba más
que pensar lo mucho que parecían callarse, que lo poco y turbio que me
decían. Sospechaba yo que en el partido que allí me apoyaba cundía la
desconfianza; y con esta sospecha, desvivíame por mostrar á mis amigos
los firmes y leales propósitos que seguían animándome, y suplicábales
que me expusieran los motivos de sus embozadas quejas, para acudir á
remediarlos, como antes lo había hecho; pero la misma vaguedad de las
respuestas me sumía en nuevas inquietudes.

Mi secretario, con quien las consultaba á menudo, encogíase de hombros,
ó me aseguraba que todo iba á maravilla, y que si había quejas lo
serían de vicio.

Y todo esto acontecía precisamente cuando mi familia andaba en el colmo
de sus dispendiosas exhibiciones; lo cual llegó á traerme á vueltas
con las más extrañas y tumultuosas ideas; ideas que no me daban punto
de reposo y me robaban el sueño, y hacían incompatible mi discurso con
todo el negocio extraño al círculo de mi vida doméstica. Sólo dominado
por una preocupación semejante, podía estar yo tan ciego y torpe que no
viera lo que tenía delante de los ojos y palpaba con mis propias manos.

Ni mi mujer ni su madre me decían jamás lo que costaban sus lujosos
atavíos ni sus espléndidos festines, ni me pedían un céntimo para
pagarlos. Cierto que ellas continuaban siendo las administradoras de
todo mi dinero, del único que tenía, del que cobraba mensualmente del
Estado; pero ¿cómo daba aquel dinero para tanto? ¿Con qué se suplía lo
que faltaba? ¿Contraían deudas en mi nombre? ¿Lloverían sobre mí, á la
hora menos pensada, créditos que no podría recoger? Y por temor á esto
y á sus horribles consecuencias, hablé á Clara un día.

--¿Cómo os las componéis--la pregunté,--para hacer esos gastos con tan
poco dinero?

--No te apures--me respondió secamente,--que aún le tenemos de sobra.

--¡Imposible--repliqué,--si pagáis todo cuanto consume vuestra vida
ostentosa!

--No se debe un cuarto á nadie,--afirmó volviéndome en seguida la
espalda.

Quedé más aturdido de lo que estaba, porque me persuadí de que mi mujer
no me decía la verdad. Por espontánea confesión suya, había sabido yo,
poco después de nuestra salida de Madrid, que todos los ahorros de su
padre apenas alcanzaban para vivir él modestamente fuera de su patria,
y para que en un apuro «muy extremo», no se murieran de hambre en una
buhardilla su mujer y su hijo. Luego no era el dinero de Valenzuela
el que suplía las faltas del mío para cubrir los gastos de mi casa;
y como éstos excedían en más de otro tanto al que cobraba yo con una
mano y entregaba con la otra á mi mujer, evidente era que vivíamos de
prestado, y que ésta me lo ocultaba. Entonces pensé muy seriamente en
arreglar las cosas de otro modo; me armaría de carácter, porque era
preciso que me armara; y haría, y acontecería...

Y nada hice al fin, porque es condición de nuestra flaca naturaleza
dejarse caer en los peligros reales por huir de los imaginarios. Clara
no me había perdonado aún el «atrevimiento» de contrariarla en el
asunto de las invitaciones, y su madre no tenía atadero, y era capaz de
todo lo que no se ajustara á las leyes del sentido común; resolverme á
meter á las dos en cintura con un rasgo de autoridad, era producir un
estruendo que de seguro transcendería fuera de mi casa... ¡y yo era el
gobernador de la provincia, relacionado á la sazón con lo más granadito
de la ciudad!... ¡y qué se diría!... ¡y mi prestigio!... ¡Y si tras
el escándalo venían los acreedores alarmados!... ¡Qué horror! Y me
aguanté _por entonces_.

Á todo esto, el descontento público crecía y se revelaba muy acentuado
en la prensa local, que yo cuidaba de leer con suma atención desde que
me la habían llamado grandemente ciertas insinuaciones suyas. Ya no se
andaban los periódicos, lo mismo los situacioneros que los otros, con
paños calientes. Declaraban que jamás, ni aun durante las más inmorales
administraciones, había habido en aquella capital un desgobierno más
completo, una falta más absoluta de policía y de pública moralidad.
Uno de ellos dijo textualmente, por remate de un artículo, verdadero
memorial de agravios administrativos enderezado á mi «patriotismo
sellado con sangre de los tiranos:--Cualquiera pensaría, al ver lo
que aquí sucede, que las riendas de este gobierno están _en manos
polacas_». Comprendí la alusión, y la sentí como un balazo en mitad del
pecho. Llamé inmediatamente al secretario.

--¿Qué hay de cierto en todo cuanto aquí se dice?--le pregunté,
mostrándole el periódico que tenía yo en la mano.

Tomóle él en las suyas con la mayor serenidad; y después de pasar la
vista por el artículo, me le devolvió diciéndome:

--Absolutamente nada. Ganas de hacer ruido.

--¿Está usted seguro de lo que me afirma?

--Si no lo estuviera, no lo afirmara.

--Corriente,--díjele después de meditar un momento.

En cuanto me quedé solo mandé llamar al director del periódico. No
tardó en venir. Me encerré con él y le supliqué que, como en el secreto
de la confesión, me declarara los fundamentos de lo que se decía, y,
sobre todo, de lo que se callaba en su periódico. Me espantó lo que
supe entonces; y eso que el periodista me ocultó lo principal, por
respeto á mi propia persona. Dile las gracias, prometiéndole que no
le pesaría de haberme arrancado la venda de los ojos; y en cuanto se
apartó de mí, llamé al jefe de la policía.

--Sé--le dije, mirándole indignado,--que tiene usted puestos á
contribución á todos los criminales y á todos los viciosos de la ciudad.

Se quedó yerto, lívido como un cadáver. Tartamudeó algunas palabras,
que no entendí, y añadíle estas otras:

--Elija usted entre ir á presidio ó declararme toda la verdad.

--Es cierto--me respondió entonces, animándose súbitamente;--pero
entienda V. S. que, al obrar así, no hago más que cumplir las órdenes
que se me han dado.

--¿Y quién se las ha dado á usted?

--El señor secretario.

--¿El de este gobierno?

--El mismo.

--¿Y adónde van á parar los fondos recaudados de esa manera por usted?

--Al señor secretario.

--¿Íntegros?

--Íntegros, menos la pequeñez con que remunera el trabajo de la
recaudación.

--Y esa recaudación, ¿es de importancia?

--Bastante... Quizá más que el sueldo de V. S. ¡Como lo malo abunda, y
todo lo malo paga!...

Me dió asco lo que me decía aquel hombre: impúsele silencio, y le mandé
que saliera.

Volví á llamar al secretario. Entró, cerré la puerta y le dije en crudo
cuanto acababa yo de saber por el jefe de la policía. Me oyó impávido
y no negó los hechos. Me espanté; pero logré dominarme, porque era de
necesidad, y añadí:

--Hay todavía otro punto delicado, que debe ser de la exclusiva
incumbencia de usted. Se dice que no todos los expedientes que se
tramitan en estas oficinas de mi cargo, se resuelven conforme á
justicia, sino que se subastan los acuerdos...

--Pudiera escudarme--me respondió el tuno,--con la firma de usted que
autoriza esas resoluciones; pero como de ese modo correspondería muy
mal á la ciega confianza con que usted me entregó ese importantísimo
negociado, desde luego echo sobre mí toda la responsabilidad _moral_ de
esos delitos, que tampoco niego.

Y como leyera en mi actitud el efecto que estas palabras me causaron,
añadió muy tranquilo:

--Lo que á mí me asombra, es que usted se asombre de todo esto.

Mi primer impulso fué buscar con los ojos una silla para partirle la
cabeza.

--Pues ¿por quién me toma usted?--exclamé indignado, sin renunciar por
entero á aquel propósito.

--Y después de todo--dijo con desdeñoso retintín,--yo poco más de nada
me meto en el bolsillo.

--¿Adónde va á parar entonces el producto de esas infames
exacciones?--pregunté más y más asombrado.

Aquí el hombre de los largos dientes se atrevió á enfilar la legaña
de sus ojos con los airados míos; y metiéndose ambas manos en los
correspondientes bolsillos del pantalón, me dijo, como si me dijera la
cosa más natural del mundo:

--Á su casa de usted.

--¡Que jamás en oídos de hombre honrado suenen palabras como
aquéllas!...

Las pocas que pude articular en medio de la angustia que me ahogaba,
las empleé para preguntar al infame, pero bajo, muy bajo, como si me
acusara ante Dios de un ignorado crimen y temiera que me estuviera
oyendo el juez, que podía enviarme al palo, ó el mundo, que me
escupiera á la cara:

--Y... ¿qué manos lo reciben de la de usted?

--Las de su señora mamá política,--me respondió con entera desfachatez.

--¿Á ciencia y conciencia de _lo que es_?--pude preguntar todavía.

--_Naturalmente_,--contestó el cínico.

--Está bien--dije, haciendo un esfuerzo sobrehumano para no caerme
redondo allí, de indignación y de vergüenza.--Retírese usted.

De dos saltos atravesé el largo pasadizo que separaba de mi habitación
el despacho donde esto ocurría. Llamé aparte á mi suegra, que estaba
emperejilándose para salir con Clara, y la expuse, sin preámbulos
ni miramientos, el caso que tan fuera de quicio me tenía. Oyóme la
embadurnada vieja mirándome de hito en hito con las más vivas señales
de curiosidad, y exclamó al cabo, lo mismo que si descargara su ánimo
de un gran peso:

--¡Ave María Purísima!... Hijo, ¡qué susto me diste! ¡Si no creí, al
verte tan erizado, que se quemaba la casa ó te habían dejado cesante!

--¿No había para matarla?

--Pero ¿es ó no cierto---preguntéla en el paroxismo de la ira,--que mi
secretario hace eso en perfecto acuerdo con usted?

--Puede que sí... ó puede que no: como mejor te parezca--respondióme
sin dejar de contonearse delante del espejo que había en la
habitación.--Recuerdo que un día hablamos, de recién venidos aquí,
sobre si el sueldo de gobernador era poco ó era mucho. Sostenía él
lo primero, y yo le daba la razón; y hablando así, díjome que había
ciertos _arbitrios lícitos_ de los cuales se podía echar mano muy
honradamente; pero temía que tú te resistieras á ello, por escrúpulos
de empleado novel... y que si nosotras le autorizábamos con nuestra
aquiescencia, ¡y qué sé yo qué otras boberías!... Y á poco de esto,
comenzó á traernos dinero... pero bastante, no te creas, y á menudo...
Por cierto que gracias á ello, ¡que si no!... Ahora me dices que si ese
dinero sale de aquí ó sale de allí... No sabía yo tanto; pero, después
de todo, _¿qué más da?_

--¿Y Clara?--pregunté, recordando que era ocioso tratar asuntos serios
con aquella insufrible mujer,--¿sabe lo mismo que usted de la calidad
de ese dinero?

--Como que ella lo administra. Con una mano lo recibo, y con otra se lo
doy... Pero ¿á qué vienen esos aspavientos, hombre?

Llamé á Clara. Vino en seguida; y, por verla, perdí la mitad de mis
bríos. Siempre me sucedía eso. ¡Tan hermosa estaba! Hubiera dado la
mitad de mi vida porque no fuera cierto lo que su madre aseguraba, y
toda ella por infundir en su pecho algo de la honrada sensibilidad que
agitaba el mío.

Expúsele mi queja con los mayores miramientos, y no mostró el más leve
síntoma de apurarse por ella.

Tan inconcebible frialdad deshizo el encanto que su belleza me causaba,
y prorrumpí en amargas declamaciones. Negóme muy serena que hubiera
motivo para ellas. Había para volverse loco.

--¿Pues cuáles son motivos serios para ti?--la dije sin poder
contenerme.--¡Vuestros festines, vuestras galas, todo el aparato de
vuestra loca vanidad sostenido á expensas de todas las almas infames de
la población! ¿Todavía te parece poco?

--No me he cansado--me dijo con terrible dureza,--en apurar tanto el
origen de ese dinero.

--Pero te has guardado muy bien--repliqué,--de decirme que le recibías;
señal de que no lo juzgabas lícito.

--Ó de que temía tus ridículos pujos de caballero andante... ¡Somos
incompatibles en tantas cosas!

--Por fortuna para mí, en el modo de juzgar esa de que tratamos; por
desgracia para todos, en la principal. ¡Lástima que ya no tenga en mi
mano el remedio de lo uno como tengo el de lo otro!

No quiero recordar hasta qué extremos nos condujeron, una vez puesto el
diálogo á esta altura, la terrible y desengañada frialdad de mi mujer
y el apasionamiento de mi impresionable carácter. Fué un estampido
que acabó en un instante con varias cosas á la vez: _los lunes del
Gobernador_, las ostentosas exhibiciones públicas de mi familia... y la
última esperanza de que entre Clara y yo pudiera haber ya otro vínculo
de unión que el que, en un instante de vértigo mío, nos había amarrado
para no soltarnos jamás, á no cortarle la guadaña de la muerte. Aquel
tremendo altercado fué la piedra de toque en que apareció comprobada
la falsa ley del corazón de Clara; el choque que derribó la bruñida
losa y dejó á la vista los gusanos del sepulcro. No me asombró el
descubrimiento, porque venían anunciándolo grandes señales de él; pero
la consideración de lo que del hecho iba á seguirse, me aterró.

Por de pronto, volvíme á mi despacho, y di á elegir á mi secretario
entre presentar su dimisión ó comparecer ante los tribunales de
justicia.

--Por cierto que iría bien acompañado,--me dijo con marcada intención y
cínica sonrisa.

--¡No importa!--le respondí, comprendiéndole,--porque estoy resuelto á
todo; á todo, menos á ser pantalla de ladrones...

Optó por la dimisión, y me alegré de ello. Horas después quedaba
también sin destino el polizonte.

Desde el día siguiente, limpias las oficinas de tunantes y la casa
de escándalos de lujo, consagréme con todas mis fuerzas á enderezar
el torcido rumbo de mi descuidada administración, y á hacer algunas
economías. No tenía en mi casa con quien hablar, es cierto, y la
comida me amargaba y mis sueños eran horribles pesadillas; pero la
opinión pública coronaba con aplausos mis esfuerzos de voluntad, que
producían milagros de acierto, y yo sentía, en medio de las penas que
me abrumaban, la dulce satisfacción que trae consigo el cumplimiento de
los deberes.

Entre tanto, el Gobierno de la nación andaba tan desatinado como lo
había estado el mío, y la obra de la revolución de julio comenzaba
á tambalearse. Socavaban sus fundamentos todo linaje de torpezas,
ambiciones y asechanzas; y eran ya infinitos los desencantados
españoles que aplaudían al satírico _Padre Cobos_, ariete formidable
con que la batía sin tregua ni descanso el partido de la reacción, que
había de recoger su herencia.

La famosa sonrisa de O'Donnell iba acentuándose por momentos;
tomábanla ya las gentes liberales como disfraz de sazonados planes
_liberticidas_, y todo el mundo se preguntaba en qué pararía, y cuándo,
su no menos famoso abrazo al general Espartero, en el balcón de la
calle de la Victoria, recién llegados á Madrid ambos personajes.

Las dudas se aclararon muy pronto: el abrazo aquél acabó en una
zancadilla que derribó á Espartero de la noche á la mañana, y en
un chaparrón de soldados bien _instruidos_ que en pocas horas
_reorganizaron_ la Milicia ciudadana, disolviendo á tiros sus
batallones, donde éstos se resistían á dejarse desarmar por la buena.

Volvióse el Duque de la Victoria á llorar un nuevo desencanto en su
retiro de Logroño, haciéndole coro los incorregibles progresistas;
y con todo ello y lo que se traslucía en la nueva situación creada,
dejé yo mi gobierno antes que me separaran de él, y tornéme á Madrid
pobre, triste y con la carga de una familia insoportable, que pagaba
en esquivo apartamiento y en odio mortal el dinero y la sangre que me
consumía.


                             [Ilustración]


                             [Ilustración]




                                 XXXII


Para que todo fuera tenebroso en torno mío en aquella fatal ocasión,
Valenzuela era uno de los pocos emigrados polacos que no debían pensar
en volver á España por entonces, puesto que entraba en las miras
políticas del nuevo Gobierno alardear de incompatible con hombres tan
mal afamados como mi suegro.

No me cabía, pues, la esperanza de que acudiera á tomar la parte que
le correspondía de la carga que yo aguantaba solo. Le escribí acerca
de esto, muy claro y muy breve. Me respondió con gemidos y con tristes
elegías, como siempre, á la amada patria, al corazón ulcerado, á las
virtudes escarnecidas... á todo; pero sin enviar un cuarto ni decirme
de dónde había de sacar los muchos que consumían la fatua de su mujer y
el estúpido de su hijo.

Yo entré en Madrid, de vuelta de mi desventurado gobierno, con un
puñado de pesetas y un cúmulo de obligaciones ineludibles por todo el
resto de mi vida; ¡y estaba en los comienzos de ella! ¡Me espantaba
asomar los ojos á este abismo de tinieblas!

Pero ¿adónde los volvía, si la misma resonancia de los hechos que me
habían alzado tan alto en la pasada situación, me cerraba todas las
puertas en la que mandaba entonces?

Fuíme á ver á Redondo, y logré que me colocara en la redacción de _El
Clarín de la Patria_, que había vuelto á ser periódico de radical
oposición. Con este amparo tenía ya para no morirme de hambre, y aun
me bastara para vivir hecho un duque si hubiera continuado soltero;
mas para sostener el peso de todas mis cargas, ¿qué valía? Entonces
fué cuando escribí á Valenzuela. Su respuesta evasiva me puso en la
necesidad de tomar una resolución heroica. La casa que habitábamos,
aunque no tan costosa como la que yo mismo ayudé á desalojar en la
calle del Príncipe, rentaba una enormidad, relativamente al estado de
mis recursos pecuniarios. Había que buscar otra muy barata, pero de
las más baratas, en cualquier rincón de Madrid: esto era de necesidad,
de imprescindible necesidad. Casi desnudo y á media ración, se podía
vivir; pero no á la intemperie; y estar abocado á ello era habitar en
casona grande sin tener con qué pagarla, como me acontecía á mí. Con
un poco de paciencia, no tardé en encontrar lo que me convenía, en una
encrucijada, á espaldas de la calle de Leganitos: cuarto tercero, largo
y angosto, portal obscuro con carbonero, taberna al lado y hojalatero
enfrente. Era lo menos malo que pareció en todo Madrid por la renta que
yo podía pagar. ¡Soberbio alcázar para alojar la vanidad de Pilita y la
indómita altivez de Clara!... Pues le tragarían por malas ó por buenas.
Eso, por de pronto; después... Dios diría.

En estas disposiciones de ánimo me volví á casa, resuelto á acometer
el asunto por derecho. Apenas recordaba ya el sonido de la voz de mis
mujeres. ¡Tanto hacía que no se cruzaba entre nosotros una palabra! ¡Y
qué hermoso tema el elegido por mí para reanudar nuestras interrumpidas
comunicaciones orales!... Pues me atreví á soltarle hallándome enfrente
de las dos. Hizo el efecto que era de esperar: el de la caída de una
bomba con espoleta, especialmente en mi suegra, que no sabía disimular
como su hija. Ésta palideció al verme tan entero y resuelto, y se fué
encrespando poco á poco, como león embravecido que se dispone á dar
el salto sobre su retador. En cuanto á Pilita, me llamó bárbaro,
salvaje, estúpido; y se mesó los postizos, y lloró y me amenazó con
contárselo al capitán general, y al comisario de policía, y á la Reina
si era necesario. Y ya, preso por mil, eché el resto declarando que los
muebles que no cupieran en la nueva casa, se venderían para invertir
su producto en algo más útil y de más imperiosa necesidad. La fiera
actitud de Clara se resolvió entonces en un ademán despreciativo, que
me hirió como la frase más punzante.

Por acudir al golpe, y no por responder á las sandeces de la madre,
dije á ésta:

--¿Conoce usted el modo de adquirir lo que nos falta para seguir
viviendo como hasta aquí? ¿Espera usted que se nos dé de balde todo lo
que necesitamos? Supongo que no. Y en tal caso, ¿qué recurso nos queda
sino el de elegir entre... robarlo, ó vivir como los pobres? Y en esta
elección, ¿quién es capaz de dudar un instante?

Pilita, que me oía con la jeta fruncida, torció el acorazado busto y
respondió, mirándome de medio perfil:

--Un hombre que se atreve á decir eso en una situación como la nuestra,
no debiera haber soñado jamás en ser marido de una dama como tu mujer.

--Es la única verdad que ha salido de sus labios de usted desde que
la conozco, señora--repliquéla al punto;--y aun esa la ha dicho usted
por equivocación... De todas maneras, hace usted muy mal en tomar ese
camino, donde me es muy fácil cortarle la retirada.

Aquí echó Clara el montante de su fiera altivez. Enderezóme dos frases
aceradas que produjeron otras mías no más suaves; sobrevino Pilita con
nuevos dicterios; respondíla al caso; y el lance iba tomando visos de
gresca de vecindad, cuando el fámulo acudió presuroso para anunciarnos
la llegada de Barrientos. Me alegré infinito. Salí por la puerta
excusada, por no topar con él, y después á la calle en busca de aire
y de luz y de ruidos que no se parecieran á los ruidos, á la luz y al
aire de mi casa.

¡Inexplicables aberraciones del moral organismo humano! Yo, que salía
tan repleto de desventuras que llorar, comencé á preocuparme de
repente con la noticia que me trajo tres días antes una carta de mi
padre, de haberle dado los Garcías no sé qué cencerrada en celebración
de mi caída; y pasé largas horas saboreando el imaginado deleite de
andar otra vez á tiros en las barricadas para reconquistar el perdido
imperio; no por la mina que necesitaba, sino por verme en situación
de castigar el descomedimiento de los Garcías, castigo que mi padre
aguardaba, de un momento á otro, de su «querido consuegro, el excelso
don Augusto», á quien ya veía en el poder.

La historia de todos los grandes berrinches y desconsuelos humanos está
llena de estas puerilidades; es decir, como la mía... y como la de mi
padre también.

Cuando mis distraídos pensamientos volvieron á hundirse en la negra
realidad de mi situación, las carnes me temblaban acordándome de la
pasada refriega doméstica, porque iba, camino de mi casa, decidido á
tocar otra vez, para dejarle resuelto, el prosaico tema que la había
producido. ¡Gran sorpresa fué la mía cuando, no bien me dejé caer,
desfallecido de cuerpo y con la más negra melancolía en el alma, en un
sillón de mi apartado dormitorio, llegóseme Pilita, blanda como una
seda, tímida, humilde y respetuosa! Sentóse á mi lado, y me habló así,
después de unas cuantas salvedades y excusas, no muy bien concertadas
ni del todo pertinentes, señal de lo aturdida y recelosa que andaba:

--Me parece á mí que deberíamos olvidar eso de esta mañana. ¿No te
parece á ti lo mismo? Hijo, yo tengo un corazón que no sirve para
guardar rencores... Soy así, ¡qué quieres!... Y no me pesa de ello...
Yo reconozco que estuve atroz, ¡vamos, atroz de todo! y que te dije
cosas algo duras, bastante duras, ¡muy duras!... Pero también es
verdad, hijo, que tenías tú un aire... ¡y una cara!... Luego, ¡dices
las cosas de un modo!... y con lo nerviosa que yo soy, y lo... en fin,
que me pongo atroz en seguida, y ya no reparo... y ¡puf! allá va. Por
otra parte, el punto que tocabas nos sorprendió tanto, nos admiró
tanto, ¡nos asombró tanto!... Eso no quita que, á tu manera, estés
cargado de razón; porque donde no lo hay, ¿qué le vamos á hacer?...
Pero ¡esto de meterse una en un covacho, en un tabuco, en un dedal
roñoso, de la noche á la mañana, con tantas relaciones como tiene una
en la buena sociedad!... Y no lo digo por mí tanto como por tu mujer,
hecha, desde que nació, á vivir como una princesa en su palacio...
¡Cómo había de esperar ella caer desde tan alto sin más ni más?... Y no
vayas á creerte por eso que somos tan fatuas que no pensáramos nunca
en que la suerte cambia á lo mejor. ¡Vaya si lo pensamos, hijo!...
Como que lo estamos viendo todos los días; y bien á menudo ha pasado
por nosotras... Sólo que nadie nos lo ha conocido... y si te dijera
que ni nosotras mismas, puede que no te engañara. Cómo se hace esto,
hijo, por demás veo que no se le alcanza á un sencillote mozo recién
llegado de su aldea, como tú... ni á mí tampoco; pero se hace, y aquí
lo hace todo el mundo que se halla en nuestro caso; salvo el coche y,
á lo más, algún _gastillo_ que otro por el estilo, la misma vida con
empleo que sin él, ¡la misma, hijo, la misma! Pregunta á tu mujer si
en nuestra casa se han conocido nunca las cesantías de su padre por
haber suprimido ni un garbanzo en el puchero... y pregunta en las
casas de todos los altos empleados, y te responderán lo mismo... Y en
lo que toca á la nuestra, no será eso por los caudales que tenga en
conserva mi marido. ¡Ay, si los tuviera, otro gallo nos cantara hoy
á todos!... Cierto que tú puedes preguntarme: «y ¿por qué ese hombre
no hace ahora los milagros que hacía otras veces? ¿Por qué en otras
cesantías levantaba tantas cargas á un tiempo, y ahora ni siquiera echa
una mano á ésta que me está quebrantando á mí?...». Bien preguntado se
lo tengo yo á él también, hijo; bien preguntado... ¡muy preguntado! Y
¿sabes lo que me responde? Que, fuera de Madrid, fuera de España, es
hombre perdido, hombre nulo, hombre incapaz; y que esta caída no se
parece á otras. En las otras, puede decirse que nunca caía por entero;
siempre quedaba agarrado con algo á lo que venía tras él: siquiera
con la esperanza de volver á levantarse... y, sobre todo, quedaba en
su casa, en su terreno, en su filón; y á tientas, á ojos cerrados,
ponía él la mano sobre la tajada. Pero esto no ha sido caída; esto
ha sido desnucarse, hijo, desnucarse... Ya ves: expatriado casi á
puntapiés; tan lejos de su finquita (que así llamaba el ángel de Dios
á Madrid) y difamado además, ¿qué ha de hacer, el pobre, por mucha que
sea su habilidad?... Y bien la barruntaba, y bien me lo pronosticó...
Cuando echó la barredera á lo poco que había á sus alcances, por lo
que pudiera tronar, y tronó bien pronto, mandó la mitad al extranjero
y nos dió la otra mitad á nosotras... Pues con esto vivimos, hijo
del alma, desde que él se marchó hasta que tú viniste; y con algo
de ello te ayudamos después, sin que tú lo supieras; pero se acabó,
porque no era mucho, y en Madrid se va el dinero por los aires... Y
este temor era el mayor clavo que llevaba consigo el infeliz. ¿Qué
sería de nosotros sin su amparo? ¡Así él se apuraba; así él gemía al
despedirse! ¡Ay, si le hubieras oído entonces; sobre todo, mientras
abrazaba á la que hoy es tu mujer!... «No contéis, en los apuros, con
los amigos»--decía,--«porque en seguida se cansan de dar dinero; y
como vosotras no servís para pobres, lo mejor será, hija mía, que
te humanices un poco con los hombres... hasta que des con uno que
cargue con el peso que desde hoy no podré yo llevar sobre mí, por
alejarme de vosotros quizá para siempre... Y no te descuides ni pidas
gollerías, que la necesidad es grande y el tiempo corto...». ¡Y mira
qué casualidad!... aquel mismo día, como quien dice, pareciste tú
por casa... ¡Ah, tu suegro!... ¡qué hombre, hijo, qué hombre! ¡qué
hormiguita! ¡qué fábrica de monedas si le hubieran dejado á la vera del
filón!...

Dígote todo esto, hijo mío, no para que te ingenies y hagas otro tanto,
que, por lo de hoy y lo de más atrás, bien veo lo sencillote que eres
y la poca agua en que te ahogas; sino para que te pongas en la razón
y no creas que lo de esta mañana fué sólo por el gusto de llevarte la
contraria... Tú crees que no tiene una los sentidos puestos en todo,
y que vive á tontas y á locas... Hijo, ¡qué chasco te llevas si tal
crees!... Se calcula todo, se piensa en todo y se apura una por todo;
y si no fuera así, no tomara una ciertas cosas tan á pechos cuando
los cálculos fallan, por lo mismo que estaban á mazo y martillo y no
podían fallar, como el que hicimos Clara y yo cuando tú te casaste.
Hablándote en verdad, no eras el mejor de los acomodos para una mujer
del rumbo de mi hija, porque, por muy alto que subieras entre la chusma
de tu partido, á lo mejor ¡cataplum!... porque hay cosas tan malas,
tan atroces de por sí, que no pueden durar de pie mucho tiempo; pero á
esto que á mí se me ocurría, y también á Clara, decíame ésta: «Cuando
caiga mi marido, subirá mi padre; y, de este modo, siempre estaremos
en candelero...». Y por eso te... es decir, por eso sólo no, porque
algo habría de cariño, supongo yo... Pero á lo que voy. ¿Quién había de
pensar que este indecente Gobierno había de tener á menos traer á su
lado á un hombre como Valenzuela?... ¡Grandísimos tunantes!... Hijo,
creo que me pongo nerviosa otra vez...

Aquí hizo un alto mi suegra, porque le faltó el resuello y se le
saltaron las lágrimas de coraje; y yo no quise interrumpirla hasta
saber adónde iba á parar con aquella sarta de bachillerías, entre
las cuales no dejaba de haber algo que excitara mi curiosidad.
En determinados casos, de las sinceridades de los niños y de los
mentecatos se saca mucho partido.

Después de cobrar alientos, de secarse los ojos y de darse aire con el
abanico, prosiguió mi suegra de este modo:

--Dirás tú que á qué cuento vienen todas estas cosas... Pues, hijo, á
que las consideres bien, si quieres hacernos ese favor; y después, á
que, por la Virgen María y por todos los santos del cielo, nos des un
respiro antes de matarnos de melancolía y de vergüenza en esa cárcel
en que nos quieres encerrar... Mira, yo tengo un plan: á ver qué te
parece... Tu suegro tiene para pasarlo regularmente, nada más que
regularmente, donde está; pero puede dar un pellizco á sus recursos
sin llegar á verse en los apuros que nosotros; y le dará, porque es
su obligación, y sé yo que le dará en cuanto reciba la carta que
le escribí después que tú te marchaste esta mañana. Nosotras dos,
aunque la estación nos coge desnudas, enteramente desnudas, porque
desde que llegamos á Madrid no nos hemos hecho una triste hilacha,
nos arreglaremos con lo del invierno pasado... Ya ves que esto es
una economía. Chuncha es mujer que tiene hoy buenos asideros entre
las gentes del Gobierno: yo sé que si pide algo á ciertos hombres,
no han de negárselo; y pienso hablarla para que saque un destinillo
á Manolo... ¡Pobre hijo mío! ¡verse precisado á trabajar como un
cualquiera!... ¡él, tan distinguido, tan mimado y tan tiernecito!...
Pues ya tienes aquí otro recurso de qué echar mano; porque yo te
prometo que lo que gane Manolo y lo que dé su padre, ha de ser para
cubrir los gastos de primera necesidad que tanto te apuran... Ya sé
que vas á decirme: y si Manolo no halla destino y su padre no nos da
un cuarto, ¿de qué sirven esos planes?... De nada, hijo, de nada... de
maldita de Dios la cosa... Pero mientras se ve si sirven ó no, danos
un respiro... no te pido mucho, dos meses... ¡un mes siquiera! vamos,
me parece que no es mucho un mes... ¡un mes para ir haciendo fuerza
de voluntad!... Mira, te lo pido por Dios... ya que no lo hagas por
nosotros; y de rodillas, si crees que no me humillo bastante...

Y trataba de hacerlo como lo decía, la desdichada mujer; y lloraba
con toda su alma, y me cogía las manos entre las suyas; y me daba
compasión, no su desdicha, sino su poco fuste, que era la principal
causa de ella y del exagerado desconcierto en que la veía. Costóme
algún trabajo conseguir que se tranquilizara. Después la pregunté:

--¿Y qué piensa Clara de todo esto que usted acaba de decirme?

--Pues, hijo, lo mismo que yo.

--¿Y por qué me lo calla?

--Como estáis de morros... Pero la llamaré, si te parece.

--¡No haga usted tal cosa!...

--Hijo... como quieras... Y á todo esto, ¿en qué quedamos de?...

Después de dudar unos instantes, respondí:

--En que concedo dos meses para que desenvuelva usted sus planes...

No me dejó concluir; pues en oyendo esto, salió de mi cuarto dando
brincos, como una chiquilla resabiada.

Con aquella concesión que yo hacía en bien de la paz doméstica (y
entiendo aquí por paz la cesación de la guerra encarnizada, no el
sosiego ni el bienestar de toda casa bien regida), quedéme en un
relativo descanso de espíritu, como fatigado viandante que arroja la
carga mientras refresca los labios y repara sus fuerzas, tendido á la
sombra junto á la fuente... ¡Pero la carga está allí, á su lado, y el
camino también; y hay que volver á echar la una sobre las espaldas, y
emprender el otro!...


                             [Ilustración]


                             [Ilustración]




                                XXXIII


Siguieron á este suceso días tristes, muy tristes para mí. Después
que pasa la fiebre que enardece las ideas y finge bríos al cuerpo, es
cuando el paciente, con el ánimo en reposo, conoce la importancia de
la enfermedad que le postra. Por rigor de la misma ley, nunca tuvo mi
espíritu una fuerza de visión tan potente como en aquellas horas de
relativa calma; creo que era la primera vez que yo lograba estudiar con
lucidez perfecta, juicio reposado y á su verdadera luz, el cuadro de
mis desventuras, en el cual acababa de estampar la mano de la desgracia
que me perseguía, un nuevo detalle. El Gobierno suspendió las pensiones
concedidas por el anterior en virtud de merecimientos excesivamente
revolucionarios, y Carmen se vió sin la suya cuando más falta le
hacía, porque su salud empezaba á quebrantarse. Súpelo por Quica, que
me lo dijo muchos días después del suceso que su ama me ocultaba,
sin duda por no añadir ese disgusto más á los muchos que la confiaba
yo en aquellos días. Porque cuando me vi henchido de penas y sentí la
necesidad de abrir las válvulas del pecho dolorido, los amigos me daban
miedo, y sólo en ella me atreví á depositar los secretos de mi corazón;
y acabé por confiárselos todos, todos, aun aquéllos que, en mis tristes
meditaciones, me resistía á declarar á mi propia conciencia. Y es que,
al confiar mis desventuras matrimoniales á la indulgente y cariñosa
amiga, sentía yo, con el placer del alivio de un peso formidable, algo
como la satisfacción que nace de un penoso deber cumplido. Sospeché que
así lo entendía ella también; y de esta mutua inteligencia resultaba un
nuevo interés en nuestras conversaciones, mal contenidas á veces en los
términos que nos trazaban consideraciones y respetos menos fuertes que
la secreta intención que á ambos nos movía.

Pero ¡qué breves eran estas horas, por lo mismo que pasaban sobre mis
tristezas como ráfaga de aire por herida de fuego! Después volvían los
negros pensamientos, la realidad de las cosas, el hecho brutal... y
¡qué horas tan largas y tan distintas!... Sobre todo, la del retorno
á mi hogar... ¿Á qué? ¡Dios mío! Se puede vivir pobre y enfermo y
perseguido; se puede vivir en una cárcel y atado á una cadena,
sin aire y sin sol; pero no como yo vivía con mi propia mujer. Son
frecuentes, quizá de necesidad, las rencillas y desavenencias en los
matrimonios. Duran un día, una semana, un mes... un año; pero las
sostiene un motivo casual, más ó menos grave, que al fin se ventila
y se olvida; y vuelve la paz á reinar en la casa, porque nunca faltó
el amor en los corazones; pero en mí no cabía esta esperanza, porque
Clara, que nunca me amó, había roto el único lazo afectuoso que nos
unía, al primer choque de su impetuosa altivez ofendida con mi tesón
de marido desencantado. El mármol que se animó un instante, porque
el infierno lo quiso, amasando cálculos de interés con una epopeya
bestial en una mente bravía, volvió á ser dura peña tan pronto como los
cálculos fallaron y no quedó del héroe de un momento más que el hombre
prosaico con unas cuantas virtudes de pacotilla. Por ajustar á sus
leyes mi conducta, el frío llegó á ser alejamiento, y el alejamiento,
mortal antipatía. Yo sabía esto, no porque Clara me lo hubiera dicho,
sino porque lo leí en ella como en un libro abierto, en cuanto se
apagó en mí la última pavesa del fuego de la carnal pasión que me
condujo, ciego, á echar sobre mí la cadena de la más horrible de las
esclavitudes. Cabalmente era la falta de disimulo la única virtud de mi
mujer. Pero yo no la aborrecía; y aun hubiera llegado á convertirse en
verdadero amor mi desatinado deseo, si en ella hubiera podido más la
idea de sus deberes que la insana vanidad de los placeres ostentosos;
si hubiera sido capaz siquiera de pagarme en falsa consideración los
riesgos que afronté gustoso por ella, y de no olvidarse tan pronto de
aquellos apasionados arrebatos de los primeros días.

Pues con este infierno de consideraciones en la cabeza entraba siempre
en mi casa, donde me aguardaba la yerta é implacable impasibilidad de
mi mujer por único consuelo. Y así un día y todos los días; y esto al
comienzo de nuestro matrimonio; y yo muy joven aún, y ella más joven
todavía. ¡Cuántos años por delante! ¡Qué camino tan largo, tan obscuro
y escabroso! ¡Qué agonía tan espantosa, sin la esperanza de la muerte!
Muchas veces pensé en ella con criminal delectación; y bien sabe Dios
que no fueron respetos humanos lo que me impidió cometer entonces el
mayor de los desatinos.

Una vez en el paroxismo de mi desconsuelo, antojóseme que brillaba un
punto luminoso en la densa obscuridad que me rodeaba. Entre Clara y yo
no había mediado todavía un verdadero examen de las causas de nuestro
mutuo alejamiento. Verdad que lo que salta á la vista no hay para qué
desmenuzarlo en palabras; pero ¿no podíamos vivir equivocados los dos,
ya que no en lo fundamental, en algo accesorio siquiera? Y aunque
no lo estuviéramos, ¿debía darse por resuelto un asunto tan grave y
transcendental, sin agotar todos los trámites del proceso? ¿Y no era el
principal de todos ellos una serena y detenida explicación del punto
litigioso? De todas maneras, así no se podía vivir; y en hablar no se
perdía nada. Propúseme tener una entrevista con mi mujer; y resuelto
á ello entré en mi casa á la hora de costumbre, precisamente en
ocasión de salir Barrientos de ella. Éste era otro punto que comenzaba
á preocuparme un poco. Busqué á Clara, y la hallé muy serena en su
gabinete, en el cual acababa de encerrarse después de despedir á su
amigo. Se extrañó de verme allí, y me lo dió á entender con una mirada
de las suyas; yo la expuse en el acto mi propósito, después de sentarme
á su lado. Esta escena me trajo á la memoria otra bien semejante á ella
en sus detalles externos; pero ¡cuán distinta en la situación moral de
los personajes! Por lo mismo, quise utilizar el recuerdo para poner á
prueba la sensibilidad de mi mujer.

--También se trataba entonces--la dije,--de examinar el fondo de
nuestros corazones; y tú te complacías en decirme lo que ibas leyendo
en el mío, que cuidaba yo de ponerte delante de los ojos; y cuando
llegó el caso de descubrir lo que había en el tuyo, ¡de qué modo, y en
qué ocasión me lo mostraste, Clara! ¿Te acuerdas?...

Como si hubiera llamado con los nudillos en un muro de cal y canto. Se
encogió de hombros, se apartó un poco de mí, y me preguntó secamente:

--¿Adónde quieres ir á parar con esas ñoñeces que traes ahora á
colación?

Sentí la burla como una bofetada, y contesté:

--Á que, tratándose también ahora de descubrir el fondo de nuestras
conciencias, muestres un poco del afán en que entonces me aventajabas,
para saber en cuál de los dos reside el hielo que apagó la hoguera de
aquella pasión que parecía consumirnos á entrambos; quién de nosotros
es más culpable de este alejamiento en que vivimos; quién se complace
en ello, ó quién lo deplora; cuál es el remedio que se necesita, ó si
no queda ninguno para que cese esta situación insoportable.

--Te dije en otra ocasión--respondióme, fría y dura como una peña,--que
éramos tú y yo incompatibles en muchas cosas. Hoy te lo vuelvo á
repetir. La razón de esta incompatibilidad, se siente mejor que se
explica... Nace de muchas pequeñeces y de algunos motivos graves que
se van acumulando poco á poco, y al fin llegan á imponerse al corazón
y al juicio, por su propio peso... y yo no sé mentir... Y ¿qué te
extraña?... ¿No está sucediéndote á ti lo mismo?

--Sí--repliqué,--¡pero por cuán distintas causas!... ¿Quieres que
las analicemos fría y desapasionadamente? ¿Te atreves á enumerar las
condiciones que, en opinión tuya, me faltan para hacerte llevadera
y grata la vida á mi lado, como me atrevo yo á decirte lo poco que
necesito para creerme venturoso, aun en medio de la penuria en que
vivimos por un azar de la suerte?

Se encogió de hombros al oirme, y me contestó con glacial aspereza:

--No quiero perder más tiempo en necias puerilidades.

--¡Lástima--exclamé entonces, sin poder contenerme,--que te falte el
valor para cosa tan honrada y trivial, mientras te sobra para la inicua
empresa en que estás empeñada conmigo! ¡Formarían un hermoso contraste
los dos cuadros! En el uno, tu soberbia indómita; tu única religión, tu
única fe: la adoración á ti misma; tu amor insaciable á la ostentación
de todas las vanidades frívolas y mundanas; tus malogrados intentos de
hallar en mí el complaciente marido que, _de cualquier modo_, colmara
las ambiciones de tu alma empedernida. En el otro cuadro, mis vulgares
virtudes de lugareño; mi corazón dispuesto á perdonarte, y aun á
quererte, si registrando las frías soledades del tuyo, reconoces la
razón con que me quejo y el derecho con que maldigo aquellos días en
que, á la falsa luz de tu pasión de artificio, lograste que te creyera
capaz de hacerme venturoso entregándote confiada á mí para correr
juntos los riesgos más comunes de la vida... Mis efímeros triunfos, mis
afortunadas locuras, cuanto he sido, cuanto valgo; mis pensamientos
más íntimos, mis aspiraciones... todo te lo he sacrificado gustoso...
todo ha sido para ti... ¿Y qué me has dado en cambio?... Unas horas
de brutal embriaguez, mientras tus insanas ambiciones no hallaron el
menor obstáculo que las resistiera; un infierno de torturas desde que
te convenciste de que no me hallaba dispuesto á sacrificarte también
la vergüenza y el honor, cuando lo necesitaras para pedestal de tus
vanidades.

Todo esto le dije de un tirón, con voz vibrante y ademán enérgico,
mirándola á la cara sin miedo á las saetas de sus ojos... Pues como si
callara, ó se lo dijera á una estatua de granito.

La única señal que observé de que me había oído, fué el acentuar mucho
el gesto altanero y despreciativo, habitual en ella, tiempo hacía, en
cuanto me tenía delante. En seguida me dijo, en un tono y con una voz y
una mirada verdaderamente dilacerantes:

--El alma de una mujer tiene misteriosos resortes, cuya acción produce
muy contrapuestos sentimientos. En saber herir esos resortes consiste
toda la ciencia de hacerse amar. Tú has tenido la desgracia de ser muy
torpe en ese empeño conmigo.

--De poco acá--la interrumpí:--desde que contra esa torpeza no cabe
el recurso de desistir del empeño. Cuando cabía, era yo bastante más
diestro. ¡Qué casualidad!

--Pudo serlo, si quieres--replicóme impávida;--pero el hecho resulta, y
yo le lamento tanto como tú, porque la misma cadena nos ata.

--Por eso, y porque no puede romperse, trato de hacerla más llevadera.
Ayúdame en mi propósito.

--No veo la manera; porque, te lo repito, no sé fingir virtudes que no
poseo.

--¡Cumple, al menos, con tus deberes!

--Hasta donde me obliguen las leyes humanas que me esclavizan á tus
derechos notorios; pero jamás intentes pasar de aquí.

--Eso es una declaración de guerra á muerte.

--Entiéndelo como te plazca; á mí me tiene sin cuidado.

Y así acabamos, con esta terminante comprobación de que mi desventura
no tenía humano remedio.


                             [Ilustración]


                             [Ilustración]




                                 XXXIV


Entre tanto, mi suegro había aflojado los cordones de su bolsa, no muy
repleta, y su mujer cobraba con la necesaria puntualidad una suma que
me entregaba después escrupulosamente, y era bastante para pagar el
alquiler de la casa. Con esto sólo había desaparecido el peligro de
que se renovaran las terribles peloteras de marras: había muy fundadas
esperanzas de colocar á Manolo, y Chuncha se desvivía por atendernos y
obsequiarnos. Hasta regalaba vestidos á mi mujer y á Pilita. Así me lo
afirmó ésta al presentárseme un día con uno nuevo. Desde que estábamos
caídos, el afecto de la duquesa á sus amigas parecía haberse doblado.
Clara andaba algo retraída y salía poco de casa; pero su madre no se
apartaba de Chuncha en todo el santo día de Dios. Jamás había visto yo
tan separadas á la madre y á la hija; aunque esto no me extrañaba,
porque Pilita, con las ocasiones de divertirse que le procuraba su
amiga, no podía sujetarse al relativo apartamiento del mundo en que
vivía Clara; la cual alegaba por razones de ello, ante su madre, sus
disgustos domésticos, y ante el público, su deseo de amoldarse á mis
costumbres. ¡Ejemplar esposa!

Y yo, que tomaba á mi hogar por un presidio, particularmente desde
mi última entrevista con Clara, no pasaba en él sino el tiempo
indispensable para comer de prisa, desganado y en silencio, y dormir
algunas horas entre el horror de mis pesadillas infernales. El resto
del día y de la noche le invertía entre mis amigos en la redacción,
en orear mis penas al aire libre en algún solitario paseo, y en
la placentera compañía de Carmen, cuyos quebrantos de salud iban
imposibilitándola para el trabajo, precisamente cuando más necesitaba
de él para vivir. La fortuna se complacía en cobrarme, hasta con
réditos usurarios, los favores de que me había colmado poco antes.

Un día, ó porque el peso de mis dolores morales llegó á vencer las
fuerzas de mi cuerpo, ó porque la ley de mi destino se cumpliera así,
sentíme enfermo; y á media tarde dejé mis tareas de redacción. Como la
peor de todas las enfermedades me parecía mi propio hogar, intenté
curar el repentino acceso con la distracción y el aire fresco de la
calle. Me engañó el pensamiento. Mis piernas se negaban á sostenerme, y
las sienes me latían; la luz ofendía á mis ojos, y mis manos abrasaban.
Tenía fiebre; y la necesidad, más fuerte que mis repugnancias, llevóme
á mi casa. Llamé, y abrióme la puerta la doncella de mi mujer, no
el criado, como de costumbre. Verdad que yo no la tenía de entrar á
aquellas horas.

--No hay nadie,--me dijo al verme.

¿Y qué más me daba que hubiera alguien ó no, si á mí nadie me echaba
allí en falta jamás, ni por nadie preguntaba yo, porque todos me
estorbaban lo mismo? Pero noté que la sirviente tosía muy seco, y muy
á menudo y muy fuerte, y que no estaba enteramente serena cuando me
hacía una advertencia tan inusitada. Y con esto, y con ver en la percha
en que fuí á colgar mi sombrero otro muy reluciente, con las alas muy
reviradas, que no era mío ni de Manolo, y una ráfaga, como soplo de
Lucifer, que pasó instantáneamente por mi cerebro excitado, adelantéme
de un salto á la doncella, que ya me precedía en el camino que yo
intentaba seguir; y en otros dos llegué al gabinete de mi mujer. La
puerta estaba cerrada por dentro. Descargué sobre ella todo el peso de
mi cuerpo; saltó la cerradura, y abriéronse de par en par las débiles y
charoladas hojas... ¡hojas de un libro inmundo en que vi estampada la
última afrenta que podía echar sobre mí aquella infernal criatura!

La fiebre que me devoraba ya, y que en aquel instante debió llegar á
su grado máximo, dióme las fuerzas de un león. Pues aún me parecieron
pocas en medio del frenesí con que agarraba cuanto hallé al alcance
de mis trémulas manos, y lo arrojaba á ciegas sobre el ladrón, por no
tener un puñal que clavarle en el pecho, mientras la infame huía por
una puerta excusada... No quiero detenerme en pintar los detalles de
aquella lucha bárbara en la angostura de un aposento que retemblaba á
los golpes de los muebles hechos astillas, y al eco de mis maldiciones.
Acabóse antes, mucho antes de lo que yo deseaba, porque el crimen hace
cobardes á los hombres más fuertes; y _él_ supo aprovechar mi primer
descuido para huir por la misma puerta por donde había entrado yo.

Cuando salí en busca de su cómplice, ésta no se hallaba ya en casa. Me
alegré de ello. ¿De qué me hubiera servido tenerla delante, si había de
atarme las manos la misma hidalga reflexión que me impidió matarla en
su aposento?...

Sin perder un instante, me dirigí al mío. Reuní cuanto á mano pude
hallar de mi equipaje y otras menudencias de mi particularísima
propiedad; y en un mísero baúl, no mucho más lucido que el de un
estudiante, mandé que me lo bajaran al portal. Hacíanseme siglos los
momentos que tardaba en salir de aquella aborrecida casa, cuyos techos
parecían desplomarse sobre mí al peso de tanta ignominia.

En el primer coche que pasó desalquilado por la calle, me fuí á la
posada de Matica, cuyas señas no di al cochero hasta verme lejos de
la casa que abandonaba. No quería dejar en ella el menor rastro de mi
paradero. Aquella noche deposité, entre lágrimas amargas, en el alma de
mi amigo, el bochornoso secreto de la mía. ¡Me ahogaba ya la plenitud
de tanta desventura! Sus atinados pareceres, sazonados con el jugo de
su fraternal cariño, me consolaron; pero cuando más tarde me sepulté,
calenturiento y dolorido, bajo las coberturas del lecho, el sueño me
negó el beneficio de sus halagos, y pasé la noche desmenuzando en la
ardorosa mente el terrible suceso, saboreando planes de venganza. Tres
días estuve sin salir á la calle.

El demonio quiso que, al poner los pies en ella, nos tropezáramos, cara
á cara, Barrientos y yo: aún llevaba en la suya más de una señal de mis
golpes. Recrudeciéronse mis odios de repente, y le añadí otra nueva con
mi mano. Separónos la gente; dióme él, airado, las señas de su casa; y
cayendo yo en la cuenta de lo que iba á suceder, le di, no las de la
mía, sino las de la redacción de _El Clarín_. Previne á Matica, y afeó
mi conducta que ponía mi vida á merced de la destreza de mi adversario.
Fuimos de la misma opinión; pero ya no había remedio, amén de que, aun
á riesgo de morir, yo no me vería jamás harto de habérmelas con un
hombre tan aborrecido... Y, sin embargo, ni aun con matarle quedaría
yo satisfecho; porque no era él el verdadero delincuente, sino ella...
¡ella era quien, en buena justicia, debía morir entre mis manos!

Dos elegantones apadrinaron á Barrientos; Matica y Redondo me
apadrinaron á mí. Hubo pocos trámites, porque la cosa iba de veras,
y yo no impuse á mis amigos otra exigencia que la elección de armas
contundentes, si era posible. Matar de un tiro, me parecía cosa por
demás insípida, puesto que yo no trataba de probar mi serenidad con
una certera puntería, sino de desahogar mis iras moliendo á golpes ó á
cuchilladas.

Se eligió el sable, porque á mi adversario todo le era lo mismo; y á
la madrugada siguiente, en la Alameda de Osuna, tras unos preliminares
que me parecieron solemnemente ridículos, nos pusimos frente á frente
los dos, desnudos de medio arriba. Á la primera señal me lancé como
una furia sobre mi contendiente, creyendo, incauto, que todo el éxito
dependía de la fuerza. Sin embargo, en mi furor impetuoso, llegué á
desconcertarle de tal modo, acaso porque su corazón no correspondía
á su destreza, que la necesitó toda para defenderse de mis golpes
incesantes; pero al cabo se hizo dueño de mí; y tras de darme una
paliza á su gusto, pudiendo matarme sin gran esfuerzo, se contentó con
arrancar el arma de mi mano, descoyuntándome la muñeca.

Dióse con esto el lance por terminado, y yo me volví á casa acompañado
de mis amigos, tan afrentado como había salido de ella, más con la
vergüenza de haber sido apaleado por el mismo que me afrentó. ¡Y estos
lances los han discurrido los hombres cultos para lavar manchas del
honor! ¡Mentecatos!

La prensa habló al otro día de este encuentro, sin citar nombres; pero
con tales señas, que los más torpes nos conocieron; y conociéndonos,
se trató del motivo en todas partes, y con ello se hizo público en
pocas horas lo que, con saberlo yo solo, me ponía rojo de vergüenza. ¡Y
Barrientos creció dos palmos en la opinión de las gentes, así por la
_conquista_ como por su hazaña en el lance que motivó!... ¡Y mientras
el ladrón se pavoneaba recibiendo los honores del triunfo por las
calles, el robado no se atrevía á salir á la luz del sol temiendo los
silbidos del mundo! ¡Ésa es la justicia que se usa entre los que tanto
se pagan de él!

Después de este suceso, érame imposible la residencia en Madrid; su
luz, su aire, sus ruidos, todo cuanto me rodeaba allí me decía una
misma cosa, sonaba á una misma cosa, me hería de la misma manera: todo
me parecía un pregón escandaloso de mi ignominia. Pero ¿adónde ir? ¿Á
esconderme en las soledades de mi tierra? ¡Qué hijo pundonoroso se
atreve á enjugar en el regazo de su madre el llanto de pesadumbres como
la mía?

Era preciso huir lejos, ¡muy lejos!... Adonde no hubiera llegado la
funesta resonancia de mi nombre; adonde no me conociera nadie; donde
yo pudiera cambiar radicalmente las costumbres de mi vida y trabajar
de otra manera, y ya que no perder por completo la memoria, refundir
mi naturaleza al influjo de otros climas, de otros hábitos y de otras
gentes.

Y la idea de abandonar á Carmen cuando más necesitaba de mí, me
asaltó al punto, como un obstáculo insuperable puesto delante de mis
propósitos. Y entonces, en medio de la exaltación que me robaba la
serenidad, quise conjurar el conflicto con una nueva locura: con la
de llevarme á la honrada huérfana conmigo... porque la amaba y me
amaba... ¡qué enormidad! Precisamente la razón de más peso que yo debí
tener presente para respetar su buena fama. Y hasta cometí la torpeza
de proponérselo; y sólo caí en la cuenta de mi insensatez, cuando el
asombro se pintó en su mirada y el rubor en sus mejillas. Pero yo no
podía resignarme á abandonarla á los azares de su mala fortuna, ni
renunciar á mis propósitos de alejarme de España, quizá para siempre.

Dando tortura á mi imaginación, concebí un plan que sometí al juicio
de Matica, no fiándome ya del mío. Le aplaudió, y era éste: mi amigo
velaría por ella con el mismo celo que yo; y en un caso extremo, ó
porque las fuerzas la faltaran, ó llegara á quedarse sola, ó fuera la
suerte tan implacable conmigo que me negara el consuelo de ampararla
desde lejos, se la enviaría á mi padre, á cuyo lado hallaría cordial
y placentera hospitalidad. En previsión de este suceso, habléle algo
de él al escribirle aquel mismo día, noticiándole mi propósito de
alejarme de mi patria, donde la fortuna me era bien adversa; pero
cuidando mucho de que no trasluciera el noble y honrado viejo en mis
palabras, de intento risueñas y animosas, la amargura de mi espíritu,
ni el más leve vestigio de la tempestad levantada en mi vida conyugal.
¡Cómo me costaba dejar la pluma de la mano, no creyendo nunca bastante
bien cumplidos los dos propósitos que me guiaban al escribir al pobre
hidalgo!

Sin dar tiempo á que más frías reflexiones pudieran entibiar algo mi
última resolución, reduje á dinero todas mis alhajas, que no eran
muchas; entregué á Quica una buena parte de ello, porque Carmen no
hubiera querido recibírmelo; hablé á ésta del plan acordado con Matica;
vió en él la señal de lo largo de mi ausencia; lloró... lloramos todos;
estampé en su frente casta un beso que no la empañó con la más leve
mancha de impureza; abracé á Quica también, y huí, con el corazón
oprimido, de aquellos afectos que enervaban los bríos que me hacían
falta para lanzarme á la empresa en que me había empeñado la dura ley
de la necesidad.

Pasé con mi amigo el resto del día; y al siguiente, muy temprano, salí
de Madrid por el camino de Andalucía, agobiado el ánimo bajo la tiranía
de la memoria, que no se cansaba de ponerme delante de los ojos las más
risueñas ilusiones enfrente de todos los errores y desencantos de mi
vida.

Y por único consuelo en esta cruda batalla de contrapuestas ideas, el
misterio de mi porvenir hacia el cual iba sin rumbo ni derrotero, como
inerte masa lanzada al espacio por la fuerza brutal de mi desdicha...
¡Adónde iría á caer? ¡Qué sería de mí?

Entonces aparté la consideración del mísero polvo de la tierra; y, con
los ojos inmortales del alma, á la luz que guardé siempre con amor de
cristiano en el sagrario de mi fe, vi la Providencia de Dios que no
abandona ni á los pájaros del aire, y me entregué, confiado, á sus
designios.


                             [Ilustración]


                             [Ilustración]




                                 XXXV


Veinticinco años han pasado desde entonces. En tan largo tiempo,
¡cuántos afanes! ¡cuántos trabajos! ¡qué pocos goces y cuán breves!

¿Adónde quiso Dios que me arrastraran los huracanes contra mí
desencadenados? ¿Qué hice allí? ¿Con qué nuevas adversidades luché?
¿Por qué derroteros me encaminó el azar?... Sería larga, muy larga,
la tarea de referirlo, y ya se fatigan mi mano de escribir y mi
memoria de recordar. Quiero poner fin á estos apuntes, y voy á hacerlo
añadiéndoles solamente algunos brevísimos del segundo período de mi
vida aventurera, por lo que se relacionan con lo que pudiera llamarse
cabos sueltos del anterior relato.

Valenzuela murió en la emigración tres años después de mi salida de
Madrid. Para entonces ya se habían cansado Barrientos y otros dos
sucesores suyos de _proteger_ á su familia; la cual, sin más amparo
que el mezquino sueldo del destino que al cabo obtuvo Manolo (porque
la duquesa se guardó muy bien de echarse toda la carga encima, y la
herencia del emigrado era exigua y duró poco), tuvo que tragar por la
fuerza de la necesidad lo que no pude yo conseguir que aceptara por la
del convencimiento. Quiero decir, que dió con todo su necio orgullo
en un miserable chiribitil. Allí se las arreglaba como Dios quería,
vistiendo de lo de antaño, descolorido y _volteado_, y comiendo de
pegote en tantas mesas como días tiene la semana. Pilita no arrastró su
cruz muy largo tiempo, y fué enterrada de limosna. Clara, desesperada,
comenzó á languidecer y á marchitarse en su miserable soledad.
Recogióla entonces la duquesa del Pico; y en su casa murió impenitente,
fría y altanera, como una pagana.

Viéndose su hermano solo y libre, _robó_ á una bolera de cuarta fila,
del teatro de la Cruz, y se casó con ella. Casarse y ponérsele cobrizas
las escrófulas, y brotarle fuentes del corrosivo humor por garganta,
labios y narices, fué todo uno. No duró seis meses el pobre chico.
Verdad que lo que hicieron las escrófulas, á falta de ellas lo hubiera
hecho su apreciable suegro, que tenía el peor de los aguardientes, y en
cargándose un poco de _bebida_, le sacaba la navaja si no le colmaba
de monedas el extenuado bolsillo; y así le daba cada disgusto que le
aturdía.

Todos estos sucesos, con los más prolijos pormenores, me los
participaba Matica; y tan escrupuloso y previsor era, que cuando
me escribió para decirme que me había quedado viudo, me incluyó
en la carta la fe de defunción de mi mujer. ¡Cómo alabé á Dios en
el memorable instante en que me enteré de un suceso de tan grande
transcendencia para mí! Porque rompía las cadenas de mi esclavitud, me
devolvía la libertad, y con ella el único remedio que yo conocía para
cicatrizar las dolorosas heridas de mi corazón. Las densas nubes en
que mis recuerdos me envolvían, se rasgaron; un rayo de sol penetró
por ellas; y mientras su calor vivificaba mi alma aterida, su luz me
descubría sendas hasta entonces obstruidas por obstáculos amontonados
por la mano de mi mala suerte, libres, francas y abiertas á mi paso.
¡Por allí se iba en busca de Carmen, cuyo dulce recuerdo me alentaba
para trabajar sin descanso; de Carmen, con quien compartía el fruto de
mi trabajo; de Carmen, cuyo amor no era ya un delito ante las leyes
del mundo, y podía publicarse á voces, como el intenso, tranquilo y
consolador que yo sentía por ella!

Mis negocios iban en buena marcha; y con mi atención constante sobre
ellos, en muy pocos años lograría clavar yo la rueda de la fortuna;
quiero decir, poseer lo bastante para vivir en mi patria en una
desahogada medianía. Pero estos _pocos años_ eran siglos cuando
pensaba en aplazar, hasta que se perdieran en los abismos del tiempo,
el cumplimiento de mis ardentísimos afanes. Anticipar éste alejándome
yo de los negocios, era hacerlos retroceder en su próspera marcha, y
exponer demasiado el comprobado éxito de mis cálculos. Entre estos dos
extremos había un medio que lo arreglaba todo: que Carmen se decidiera
á ir á mi lado desde luego. Escribíla sobre el caso, y escribí á
Matica también: las razones eran de peso; ella estaba animada de los
mismos deseos que yo; los medios de comunicación eran frecuentes y no
penosos...

Y fué. Y nos casamos. Y Dios, que me había hecho el inapreciable
beneficio de que no diera fruto mi primera unión, otorgómele en la
segunda. La alegría, el amor, el sosiego, reinaban al fin en mi casa.
Sabía de mi padre con la posible frecuencia; y del contexto de sus
cartas deducía, con lícita vanidad, que la abundancia en que vivía
por obra de mis prodigalidades con él, hacíanle muy llevadera la
vejez. Poco, muy poco me faltaba ya para considerarme en el colmo de
la felicidad: volver al lado del pobre viejo con mi nueva familia, y
alegrar con las caricias de sus nietezuelos (porque yo contaba que
no sería uno solo) los últimos días de su vida. En menos de dos años
podían verse realizados estos planes.

Pues todos me los desbarató la suerte, ó Dios que quiso someter mi
resignación á otra prueba más; todos se destruyeron como castillo
de naipes al primer soplo del viento. Carmen, nuestro hijo, Quica:
los tres desaparecieron del mundo en pocas semanas, víctimas del
recrudecimiento de una enfermedad endémica allí. En mi amarga
aflicción, acordéme de mi padre, como el único refugio para mi alma tan
rudamente combatida... ¡y también la muerte se atravesó en este camino!

Busqué entonces, no la distracción, sino el aturdimiento, en el tráfago
de los negocios; y no sé cuántos años pasé así, amontonando un caudal
que parecía burla de la suerte, por dármelo cuando ya no le necesitaba.

Los únicos afectos que sobrevivían en las ruinas de mi corazón, se
habían reconcentrado en Matica, cuyas cartas me consolaban mucho, y me
enteraban de lo poco que podía interesarme en el mundo. Así llegué á
saber la muerte de la duquesa del Pico, y que Barrientos había dado
con un mozo que, sin gozar fama de espadachín, le había hundido en el
pecho media vara de florete con todas las reglas del arte.

Matica había concluido, al fin, su carrera; pero no la ejercía, porque
su delicada complexión se lo vedaba. En cambio, se había entregado
con gran fervor al cultivo de las bellas letras; y tenía dos comedias
terminadas y, como quien dice, en turno para ser puestas en escena en
el primer teatro de Madrid. Le afligía bastante un pertinaz catarro,
desde el invierno anterior; pero esperaba curarle con las brisas de
mayo. Esto me decía en febrero. Pues en abril, con la inesperada
noticia de su muerte, hundió Redondo, que me la transmitía, el último
clavo doloroso en mi corazón.

Después viajé mucho, ¡mucho! apenas recuerdo por dónde; porque ya no
buscaba en mis viajes el placer de las impresiones adquiridas en la
contemplación y el estudio, sino el ruido, el movimiento, la variedad,
el vértigo... Hasta que el cansancio me rindió, y comencé á pensar,
viéndome envejecer, encanecido y sin designio que cumplir en la tierra,
en qué rincón de ella arrojaría la pesada é inútil carga de mis huesos.
Sentí entonces dentro de mí, en lo más hondo y obscuro, la santa voz
de la patria que me llamaba á su maternal regazo; y vine á mi tierra
nativa resuelto á exhalar el último suspiro donde vieron mis ojos el
primer rayo de luz.

¡Otro desencanto con el cual no contaba yo!

Por remate de mi larga y azarosa carrera, me vi casi extranjero y
solo en mi patria; porque ser extranjero y estar solo, es vivir entre
generaciones que se han formado lejos de nosotros, y han creado una
sociedad que en nada se parece á aquélla en la cual nacimos y nos
formamos después á su manera.

Al movimiento innovador y reformista iniciado ya con brío á mi salida
de España, había sucedido la revolución política de 1868, harto más
radical y demoledora que la del 54, en que tan activa parte había
tomado yo. El primero transformó el aspecto exterior de los pueblos;
la segunda influyó grandemente en el modo de pensar de los hombres; y
al impulso de estos dos agentes poderosos, la sociedad salió de sus
antiguos cauces, y entróse por otros nuevos; creóse la vida distintas
necesidades, y se transformaron radicalmente las costumbres.

Hallé en mi humilde lugar hermosas casas de campo con sus
correspondientes parques á la inglesa; una fonda en la playa;
carreteras en todas direcciones; un _casino_ con periódicos y mesa de
billar; dos confiterías; una taberna en cada esquina; tres _chalets_
con alamedas en la pradera cercana al mar, y seis casas de posada...
Los Garcías... ¡qué Garcías ni qué niño muerto! No quedaba señal de
ellos. Quien lo mandaba todo era un hijo de mi contemporáneo Toño
Calambrios, que dejó la labranza y se hizo feriero; se metió después á
demócrata posibilista, y hoy se cartea con Castelar, y es presidente
del _comité_ de este pueblo, donde tiene cuarenta suscriptores el
_Globo terráqueo_ y cerca de veinte _La Bocina Montañesa_, periódico
posibilista madrileño el primero, y federal-conmutativo-bilateral de
Santander el segundo...

En cuanto á la saya de bayeta fina con lorza y tira de terciopelo, y
al justillo de pana, y al zapato bajo y la media con calados, y el
pandero con cascabeles, ¡buenas y gordas! Aquí no gastan las mozas
menos que vestidos de larga falda y chaquetas ceñidas, con adornos de
pasamanería; el pelo en rodete, y _flequillo_ por delante, á uso de
señoras; y á uso de señoras bailan los domingos agarradas á los mozos,
por todo lo fino, al son de dos violines y una flauta que se pagan de
fondos municipales.

Añádase á todo esto que los _chalets_ y casas de campo pertenecen á
gentes forasteras que los habitan en verano; que forasteras son las
que acuden á la fonda de la playa y á las posadas del lugar; que los
viejos que yo dejé en él no existen hoy; que los mozos de entonces
parecen viejos caducos ya; que los mozos de ahora no habían nacido
todavía; y por último, y es lo más triste para mí, que de toda mi
parentela, dispersa por las inmediaciones, no me quedan más que unos
cuantos sobrinazos que me visitan de tarde en tarde, y eso porque soy
rico y sin herederos forzosos; y diga el más nimio en esto de enmendar
voquibles, si no me sobra la razón para considerarme solo y extranjero
en mi lugar nativo.

Y no me pesa de ello después de bien considerado: así vivo más
independiente y quedan menos huellas con que reverdecer mis, aunque
penosos, amortiguados recuerdos. La única que, por llegar, me los
ofreció muy amargos, fué el caserón donde conocí á la funesta familia,
causa de todas mis desventuras. Siempre que miraba hacia él, veía la
misma figura escuálida, ceñuda y silenciosa, errar por sus pasadizos.
Su último poseedor le había destinado á fonda. Traté de comprarle, y
pidiéronme triple de lo que valía. Paguélo gustoso; y á pretexto de
reconstruirle, le demolí hasta sus cimientos. Y así permanece, hecho
un montón de escombros. Pues ¡ni por esas! Cada vez que los miro, veo
encaramada sobre ellos la aborrecible figura blanca, con el pelo
desgreñado, el entrecejo fruncido y los ojos fulminantes. Es mi _gato
negro_.

Hallé la casa paterna indivisa y cerrada. Se la compré á mis
coherederos; compúsela, y en ella vivo. Arreglé también la huerta, y,
además, cerqué una gran extensión de tierra en la loma que domina el
mar. Estoy suscripto á varios periódicos y revistas de otros tantos
colores y castas. Me entretienen mucho sus algarabías, por lo mismo que
no me apasiono por ninguno de los contendientes.

No se parecen estas políticas á las de mi tiempo. ¡Cómo ha cambiado
todo! Hasta el estilo. Sin embargo, aún se escriben muchos artículos á
la manera de los de Redondo, y particularmente muchas _críticas_ como
las que yo enjaretaba en _El Clarín de la Patria_. ¡No me faltaba, en
mi desdicha, más que el remordimiento de haber formado _escuela_! Pues
algunas veces le tengo, porque el género abunda como la mala yerba, y
la _crítica_ esa se parece á la mía como un huevo á otro.

El señor cura, nuevo también en el lugar, me acompaña largos ratos: es
joven y celoso de su deber. Hablamos poco, casi nada, de lo de tejas
abajo, y mucho de lo de tejas arriba. Nos entendemos bien en este
delicado particular, y yo me alegro de ello.

En el cierro tengo una labranza montada en grande, y mis ganados son
la admiración de toda la comarca. Pero no puedo conseguir que mis
convecinos los tengan como ellos, sin más trabajo que hacer lo que yo
les mando y recibir lo que les ofrezco. La rutina es su debilidad,
y también su castigo. En la huerta he llegado á hacer primores en
materias de ingertos y otras habilidades. Cultivo algunas plantas de
adorno, y yo mismo podo los árboles y _sorrapeo_ los caminos. De vez en
cuando voy á echar una _calada_ desde las peñas de la costa; y me saben
después á gloria las lobinas y los _saperos_ que _trabo_... Y así por
el estilo; y, como pueda remediarlo, siempre solo.

En casa leo, trabajo en carpintería menuda, y últimamente he escrito
todo lo que antecede.

¿Por qué, siendo de tan penoso recordar lo que más abunda en ello?
¡Qué sé yo! Quizá porque, al entretener horas sobrantes de las pesadas
noches de invierno, escudriñando los pliegues de la memoria y los
escondrijos del corazón, experimento cierto placer algo parecido al que
siente el avaro al revolver y manosear su tesoro; pues, al fin y al
cabo, de breves goces y de amargas y muy hondas pesadumbres se compone
el caudal de la vida humana.

Bien sé que me expongo á que el soplo de algún diablillo enredador
esparza, á la hora menos pensada, mis papeles por el mundo.

Yo lo daré por bien empleado, con tal que el ejemplo de mis desengaños
llegue á servir á alguno de escarmiento.

                                             POLANCO, octubre 1883.


                             [Ilustración]





*** END OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK OBRAS COMPLETAS - TOMO XIII ***


    

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