Obras Completas - Tomo XVII : Pachín González

By José María de Pereda

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Title: Obras Completas - Tomo XVII
        Pachín González

Author: José María de Pereda

Release date: February 16, 2025 [eBook #75382]

Language: Spanish

Original publication: Madrid: Viuda e Hijos de Manuel Tello, 1898

Credits: Andrés V. Galia and the Online Distributed Proofreading Team at https://www.pgdp.net (This file was produced from images generously made available by The Internet Archive)


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                        NOTAS DEL TRANSCRIPTOR


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                           OBRAS COMPLETAS
                                  DE
                        D. JOSÉ MARÍA DE PEREDA


                            OBRAS COMPLETAS
                                  DE
                         D. JOSÉ M. DE PEREDA
                     DE LA REAL ACADEMIA ESPAÑOLA

                               TOMO XVII




                            PACHÍN GONZÁLEZ


                     DE PATRICIO RIGÜELTA--AGOSTO
               EL ÓBOLO DE UN POBRE--CUTRES--POR LO QUE
             VALGA--EL REO DE P...--LA LIMA DE LOS DESEOS
                VA DE CUENTO--ESBOZO--DE MIS RECUERDOS
                     HOMENAJE Á MENÉNDEZ Y PELAYO


                                MADRID
                EST. TIP. DE LA VIUDA É HIJOS DE TELLO
                                 1906


                       _Es propiedad del autor._


                             [Ilustración]




                                ÍNDICE


                                                                Pág.


        CARTA-PRÓLOGO                                             5

        Pachín González                                          13

        De Patricio Rigüelta (redivivo) á Gildo «el Letrado»,
           su hijo, en Coteruco                                 121

        Agosto (bucólica montañesa)                             137

        El óbolo de un pobre                                    175

        Cutres                                                  185

        Por lo que valga                                        221

        El reo de P                                             235

        La lima de los deseos (apuntes de mi cartera)           265

        Va de cuento                                            277

        Esbozo                                                  291

        De mis recuerdos 313

        Á Marcelino Menéndez y Pelayo.--De cómo se celebran
           todavía las bodas en cierta comarca montañesa,
           enclavada en un repliegue de lo más enriscado de
           la cordillera cantábrica                             325


                             [Ilustración]


                             [Ilustración]




                             CARTA-PRÓLOGO
                       SR. D. VICTORIANO SUÁREZ.

                                          _Madrid._


Mi querido amigo: Persevera usted en la creencia, ya bien antigua en
usted, de que mi trágica novelita PACHÍN GONZÁLEZ debe incluirse en la
colección de mis _Obras completas_, hasta por gratitud, pues es uno
de los libros que, al publicarse, más lectores me conquistó en menos
tiempo; y por esta razón sola no merece ciertamente el desaire con
que se le castiga, obligándole á vivir hoy fuera de la vida común de
familia, descuidada y regalona, que hacen todos sus hermanos de padre.

Á las razones que usted me da para convencerme y convertirme á
sus arraigadas creencias, en vano opongo yo otras que conceptúo
irrebatibles: por ejemplo, la pequeñez material de la obra, que no dará
motivo para un volumen aproximado siquiera al tamaño del más pequeño de
la colección de las demás obras, y que aunque lo diera con creces, el
éxito venturoso que usted dice haber tenido ese librejo al nacer, bien
pudo consistir en lo terrorífico del drama que narra, por desgracia
rigorosamente histórico hasta en sus menores detalles, y no á la manera
de describirle, con lo cual nada debería yo en buena justicia á esa
avidez con que la ha leído el público, ansioso siempre de impresiones
hondas y emociones fuertes, como las que produjo aquella horrenda
catástrofe en aquel inenarrable día de eterna recordación.

También he alegado por razón la diferencia que va de tiempos á tiempos
en el modo de escribir y de pensar desde que yo no escribo ni pienso,
amén de que ni por los años que cuento ni por los males que me agobian,
estoy ya para meterme en caballerías de esa especie menuda, que en nada
se parecerían á las que yo tenía proyectadas cuando aún me permitía
Dios andar por el mundo sano y bueno; materia que me parecía más á
propósito que esta otra para dar digno fin y remate á mi larga vida de
escritor, en la cual, si he aprovechado poco, he visto mucho.

Para mí, la tarea de narrarlo me sería siempre muy entretenida y grata,
aunque á las gentes del público les sucediera todo lo contrario, pues
al fin y al cabo siempre hallaría en lo primero muy dulce recompensa
para el disgusto que me causaría el ver que ya no me entendían los
lectores al hablarles en nuestra lengua común de unas cosas que, aunque
yo las consideraba como cosas suyas también, no lo eran por lo visto.

En fin, que usted, que siempre me quiso de veras, alegando de continuo
por la entrada de PACHÍN GONZÁLEZ en la colección, y yo amontonando
razones en contrario, incluso la de que cuando Dios había querido
apartarme tan inopinadamente de todos los ruidos y vanidades de la
vida, como lo ha hecho, por algo habrá sido ello, llegó usted á
proponerme, como transacción del caso litigioso, la pequeñez del libro;
que rebuscando yo mis cajones y cartapacios viera si quedaba en el
fondo de ellos algo inédito ó poco conocido, siquiera, del público que
me ha leído hasta hoy, y que con lo que de ello me disgustara menos,
añadiera algo que engordara el libro y le hiciera _publicable_, y así
lo hice con el más firme propósito y en obsequio á usted, que tanto lo
deseaba.

En cuanto á las murmuraciones del público con motivo de esta
calaveradilla mía, tan poco en consonancia con mi edad y estado
lamentable de salud, usted cargaba con toda la responsabilidad de ello,
pues para eso «tenía buenas espaldas», y yo, que nada puedo ni sé negar
á la inagotable bondad de usted conmigo, accedí á lo que deseaba; y por
eso se publica este libro, que para los que bien me quieran no tendrá
otro mérito que el de ser el último que dé á luz su moribundo amigo que
le abraza.

                                                   J. M. DE PEREDA.
SANTANDER 15 de noviembre de 1905.


                            [Ilustración]


                           PACHÍN GONZÁLEZ




                           PACHÍN GONZÁLEZ

                             _Nihil in terra sine causa fit, et
                              de humo non oritur dolor._

                                          (JOB, c. V, 6.)


Salió de su casa el día preciso (el de los Difuntos, por más señas),
después de oir las tres misas del párroco de su aldea; día bien triste,
ciertamente, para los vivos, si tienen memoria para recordar y corazón
para sentir, porque los hay que no sienten ni recuerdan, sobre los
cuales pasan esas y otras remembranzas como el viento sobre las rocas.
Sin los alientos que le infundió el cura aquella misma mañana, sabe
Dios si hubiera padecido serios quebrantos su resolución, porque fué
mucho lo que lloró su madre oyendo las misas y comulgando á su lado,
aunque afirmaba la buena mujer que solamente lloraba por los pedazos
de su corazón que pudrían en la tierra: por aquel esposo tan providente
y tan bueno, por aquella hija tan garrida y cariñosa, cuyas vidas había
segado el dalle de la muerte tres años antes. Sería ó no sería esto la
pura verdad en opinión del hijo, que también lagrimeaba por contagio
y á cuya sutileza de magín no se ocultaban ciertas cosas; pero las
reflexiones del párroco por una parte, y por otra la labor tentadora de
cierto diablejo que no descansaba un punto en su imaginación pintándole
cuadro tras de cuadro y siempre el último más risueño que el anterior,
lograron hacerle triunfar, sin gran esfuerzo, de sus flaquezas de
hombre y de sus ternuras de hijo cariñoso. Tocante á lo _señalado_ del
día, no era posible elegir otro más alegre. El vapor zarpaba el 4 á
media mañana, y no le sobraba una hora del 3 para despachar debidamente
los indispensables quehaceres que le esperaban en la ciudad.

Ello fué que la madre y el hijo llegaron á Santander, según lo anotó á
pulso el jovenzuelo en su flamante cartera, «en la _tardezuca_ del 2 de
noviembre de 1893».

Poco más de veinticuatro horas le quedaban ya que pasar en este viejo
mundo, en _tierra firme_, conocida, propia... después, la inmensidad
de los mares, lo remoto, lo desconocido, lo incierto, «el otro
mundo», del que tantos aventureros no volvían, ó volvían envejecidos
y desencantados... Pero estas notas sombrías de sus alegres panoramas
imaginativos, no eran ya para traídas á cuento en ocasión como aquélla.
El dado estaba echado, y no cabía volverse atrás. Adelante, pues, con
el empuje de la fe de sus visiones; y por de pronto, á aprovechar bien
aquel puñadito de horas que le quedaban disponibles al lado de su
madre: había que saborearlas como las últimas migajas de la primera
golosina que se nos da. ¡Dios piadoso! ¡que no fueran las últimas de su
vida, consagradas á tan santo destino!

Estas ráfagas invernizas le mortificaron algo en las primeras horas
de la noche, y eso que procuró distraerse, andando á la ventura por
las calles, contemplando los escaparates iluminados de las tiendas y
complaciéndose en mover la curiosidad admirativa de su madre; hasta que
el cansancio y las ganas de cenar los volvieron á la posada.

Al amanecer del día siguiente, ya estaba Pachín González despierto
y restregándose los ojos en la cama. De un brinco saltó de ella; y
delante del escapulario bendito que se quitó del cuello y colgó de un
boliche de la cabecera, rezó las oraciones de costumbre y algunas
más por las necesidades del momento. Después salió con su madre á
oir una misa en la iglesia más cercana. Así, á la vez que servía á
Dios, «mataba el tiempo» hasta que se abrieran los escritorios y las
oficinas, y pudiera despachar sus negocios más importantes.

Desde la iglesia y antes de almorzar, quiso dar una vuelta por el
muelle y un vistazo desde allí. Ya sabía él que su vapor estaba hacia
la derecha, arrimado á uno de los tableros salientes de Maliaño. Se
lo había dicho en la posada un huésped que había de ser su compañero
de pasaje: buen barco, poderoso y grande, aunque menos lujoso que el
correo, aquél de cuatro palos que se erguía como un gran señor á la
misma embocadura de San Martín. En otra ocasión había visitado él uno
semejante, casi igual, fondeado en el mismo sitio. ¡Qué riqueza, por
dentro, de maderas finas, de terciopelos y bronces como los mismos
oros! ¡Qué salones tan grandes, qué espejos tan resplandecientes, qué
pompas de comedor y qué _alfombraje_ por los suelos! Cierto que no
gozaban de tantas maravillas los pasajeros que pagaban tan poco como
él; pero, al cabo, tan en palacio se vive habitando el principal,
como los desvanes. Este vapor no salía hasta el 20, y de seguro iría
atestado de pasajeros de su modesta clase, que no podrían revolverse
en el sollado. Dos desventajas en comparación del otro, del _suyo_,
que salía con quince días de delantera, y, por ser barco de carga
principalmente, llevaba poco pasaje: ocho ó diez, á lo sumo, en buenos
y desembarazados camarotes, como se vería luego... Por eso le había
dado la preferencia.

Todas éstas y otras muchas reflexiones, enderezadas al mismo fin, se
las hacía el chico á su madre, que le seguía, sin desplegar los labios,
con su pañuelo negro á la cabeza, su chal de merino sobre los hombros,
su refajo de estameña, negro también, un paraguas con funda terciado
sobre el brazo izquierdo, y mirando y pisando con timidez, como si se
hubiera metido en propiedad ajena sin permiso de su dueño.

El día, á todo esto, se presentaba hermoso, primaveral, esplendente
de luz, suave, dulcísimo de temperatura, convidando á vivir sin penas
ni cuidados, y ofreciendo el espectáculo admirable de la Naturaleza
con lo más lucido de sus galas otoñales, á los encogidos de espíritu y
quejosos de la vida por contrariedades de poco más ó menos.

Después de almorzar en la posada, vuelta los dos á la calle para
realizar el programa acordado de sobremesa: el pasaporte en «la
Aduana», el billete de pasaje en «el escritorio», etc., etc. Para
esto y algo más iban bien pertrechados de instrucciones y de dinero,
y hasta traían una esquelita de recomendación para cierto tabernero
rico «de por allá» que se pintaba solo para abreviar trámites y vencer
obstáculos de cierta especie.

En estas idas y venidas, siempre los mismos pensamientos en la cabeza
de Pachín González, pero extendiéndose y agigantándose en ella, de
momento en momento, de hora en hora, y á medida que el sol avanzaba
en su carrera y envolvía en luz los «palaciones» del muelle, y
chisporroteaba sobre el extenso cristal de la bahía, y se llenaba la
calle de transeuntes, y de rumores, y del estruendo del áspero rodar
de todo linaje de vehículos, desde el carro de bueyes hasta los coches
de lujo. Para él no tenía todo aquel tráfago febril con el grandioso
escenario en que se agitaba, más que un aspecto y una forma y un
sonido: el dinero, mucho dinero... ¡muchísimo dinero! Con el dinero se
construían aquellas casas «grandonas» y aquellos vaporazos que ahumaban
y mugían en el puerto, arrimados á los muelles ó levantando espumas
en las aguas, en su andar acelerado para llegar cuanto antes á donde
fueran con la carga de sus bodegas; por el dinero se movían aquellas
gentes que se cruzaban con él en todas direcciones, con papeles en
las manos, ó hablando solas, ó de lejos y á gritos y sin detenerse
con otras que tampoco se detenían y también respondían gritando; de
los pudientes y adinerados eran aquellas señoras tan arrogantes y
peripuestas que, al pasar á su lado, dejaban un olor más fino todavía
que el de las rosas y la mejorana; y aquellos coches tan lujosos,
arrastrados por caballos regalones, cargados de metales relucientes
sobre correajes charolados, y obra de ricos y para los ricos, los
potentes muros que contenían el mar y le disputaban el terreno y
llegaban á conquistársele; y aquellos palitroques altísimos plantados
en hileras y sosteniendo madejas de alambres que llevaban la palabra
de los hombres con la velocidad del rayo, por todos los rincones y
escondrijos de la población y aun por todas las regiones del mundo
conocido; el dinero era el talismán prodigioso que ponía en movimiento,
que daba vida y valor y prestigio á todas aquellas cosas, seres y
artefactos. Ser rico significaba, por lo menos, ser rueda principal
de aquella máquina asombrosa; _sonar_ y hacerse oir en medio de la
ruidosa baraúnda; ser alcalde de la ciudad, marido de una señora guapa
y elegante, vivir en casa grandona, andar en carruaje propio, recibir
los saludos de otros ricos y formar comunión con ellos; y entre todos,
ejercer absoluto poderío sobre todo, desde los barcos de la mar y las
casonas mejores y las piedras de la calle, hasta las cajas del banco y
el tesoro del Ayuntamiento; ser, en fin, el alma y la vida y el espejo
de una gran ciudad como aquélla. Esto... ó nada; es decir, quedarse
en Pachín González para siempre, ó lo que era igual, el hambre, la
desnudez, la ignorancia, la obscuridad, el trabajo rudo de sol á sol,
el pedazo de borona, la vejez prematura, y la muerte, al cabo, en la
desconocida choza de su pobre aldea... ó tal vez en el pajar remoto que
la caridad de un extraño le haya ofrecido para refugio de sus huesos
quebrantados por el peso de la edad y la fatiga, y el dolor de pedir
una limosna de puerta en puerta... ¡Oh, el dinero!... ¡el dinero!
mucho, ¡muchísimo dinero!... Bien sabía él dónde se hallaba y de dónde
le habían traído otros. Á buscarlo iba allá. ¿Por qué había de ser él
menos afortunado?

Y como con el ardor de estos pensamientos resultaban su andar más
decidido y su continente más apuesto y marcial, su madre, que lo veía
y lo admiraba, mientras le seguía los pasos muy de cerca, iba pensando
á su vez:--La verdá, que campa como él solo, y gusto da verle con ese
porte tan airoso y tan gallardo. ¡Qué conformación de cuerpo la suya, y
qué espigao está! ¿Quién diría que no nació de señorones de lustre pa
cerner la levita y el bastón de puño de oro, más que el atalaje corto
que lleva encima? Verdá que, por llevarle él, no le conociera el mesmo
sastre que acaba de hacérsele... ¡Pos dígote el mirar de los sus ojos
y el _plegue_ de la su boca! Duro es que se me marche, duro que yo le
pierda, y sabe Dios si para siempre en jamás; pero si con ese magín
despierto, y esa agudeza que sacó de suyo, y ese palabreo tan... vamos,
y un plumear como él plumea, y las escuelas que tiene, y las historias
y hasta los latines que sabe, está llamado á mejor suerte que la que
tuvo su padre, majando terrones toda su vida sin ver quitada el hambre
á su gusto una vez siquiera, ¿por qué no ha de echar su correspondiente
cuarto á espadas? Hasta, bien mirado el caso, no es de los que menos
triunfos tienen en el juego para atreverse á un envite... ¡Vaya,
vaya!... Lleva buenas cartas de unos y otros que nos quieren bien, y
colocación segura por lo pronto. ¡Cuántos con menos amparo al salir
de casa, han vuelto de allá hechos unos principeses, aborrecíos de
caudales! Y ¿por qué no has de volver tú como el más pudiente de todos
ellos?... Sí, hijo, sí, que de menos nos hizo Dios; y el que no se
arriesga no pasa la mar... Ni tú sabrás nunca lo caro que cuesta á tu
madre ese puñado de duros con que te pone en camino de hacer fortuna,
ni tu madre vivirá para gozarse en verte afortunado, si lo alcanzas;
pero otros lo verán, y lo verás tú mesmo, sobre todo, que bien te lo
mereces, por mucho que ello sea y por onde quiera que se te mire...

Cuando dieron por terminados sus quehaceres de la mañana y vieron que
les quedaba algún tiempo sobrante hasta la hora de comer, quiso Pachín
llegarse «hacia los otros muelles» para ver más de cerca su vapor.
Deseaba conocerle «por afuera» antes de visitarle por adentro, y bien
despacio, por la tarde.

Volviendo de esta excursión, que hacía de mala gana su madre, porque
estaba rendida de dar vueltas por la ciudad, como la ardilla en su
jaula, oyeron decir á unos hombres que miraban con fijeza á un vapor
que estaba atracado á la cabeza de uno de los muelles:

--Dicen que se le ha declarado fuego á bordo.

Estremecióse la buena mujer, y exclamó con los ojos puestos en Pachín:

--¡Que el Señor te libre, hijo mío de mi alma, de peligros tales! Pos,
mira, no había contado yo con ellos.

--También las casas se queman--respondió Pachín empujando suavemente á
su madre para alejarla de aquel sitio, pero sin apartar la vista del
barco.--Por lo pronto--añadió, queriendo chunguearse,--ahí me las den
todas... y vámonos á la posada, que ya es hora de comer.

                   *       *       *       *       *

Á gloria les supo la comida con el hambre que llevaban y la sazón que
le dió aquel comensal que había de ser compañero de viaje de Pachín,
hombre ya duro de colmillos, que iba á la Habana á recoger la herencia
de un pariente muerto allá, y muy hecho, según afirmaba, á navegar por
«los mares de acá». Todo lo pintaba llano y placentero como la palma de
la mano; y en cuanto á los incendios de los vapores, tras de no ocurrir
dos en medio siglo, eran tan fáciles de apagar con las «maquinarias»
que hoy se llevaban á bordo solamente para eso, como aquel pitillo que
él estaba fumando, en cuanto le metiera por la punta encendida en el
agua del vaso que tenía delante. Y como lo afirmaba lo hizo. Con esta
demostración y aquellas seguridades, á Pachín le irradiaba la cara de
complacencia, y respiró su madre con entero desahogo; de manera que
mucho antes de acabarse la comida, ya habían perdido el uno y la otra
hasta el recuerdo del vapor, con fuego á bordo, atracado á uno de los
muelles de Maliaño.

Sin levantarse de la mesa arreglaron el programa de la tarde.
Primeramente irían al vapor _suyo_, al cual no habían llegado por la
mañana para verle por fuera á su gusto, porque, puestos á andar hacia
allá, iba resultando el camino más largo de lo que aparentaba visto
desde lejos, y ellos estaban ya muy rendidos y con grandes ganas
de comer. Le verían, pues, á la tarde, por afuera y por adentro;
se acercarían al capitán, billete de pasaje en mano; conocerían el
camarote que se destinaba á Pachín y cuanto les dejaran ver de las
maravillas del barco, y averiguarían cuándo debía presentarse á
bordo con su baúl el pasajero, y á qué hora saldría el vapor al día
siguiente. Después de hacer esto, y de hacerlo bien, porque era su
principal negocio de aquel día, volverían á la ciudad y visitarían,
si daban con ella, á Juana Cornejo, hija de tío Juan Cornejo, su
convecino, que les había rogado mucho esta visita á la mozona, la
cual servía en casa del señor don Pedro Redondo, viudo, sin otras
señas, y andaba (la moza) algo olvidada de su familia de año y medio á
aquella parte. Luego irían á dar las gracias al tabernero influyente
que tan bien les había servido por la mañana, y hasta suministrado
los informes necesarios para rastrear el paradero de Juana Cornejo,
no tan á la vista como su padre pensaba. Hecho esto, si era posible,
comprarían algunas baratijas que necesitaba Pachín y le regalaba su
madre para ornamentación de su persona; verían la Catedral, si estaba
abierta... y, en fin, irían aprovechando, para sus ya escasos negocios,
y entretenimiento y recreación de sus espíritus, las sobrantes horas
del día y las primeras de la noche, minuto á minuto é instante por
instante, como si fueran los últimos de la vida.

El huésped consabido de la posada y comensal de ellos en la mesa, y que
parecía una buena persona, les convidó á café después de la comida;
agasajo que no aceptó Pachín sin la condición de que el otro aceptara
el obsequio de un puro de diez céntimos y una copita de Ojén. Con este
motivo se prolongó la sobremesa algo más de lo calculado; y cuando el
hijo y la madre se vieron en el portal de la posada y se despidieron
del comensal, que se largó con rumbo opuesto al que ellos iban á
seguir, oyeron que daba las dos el reló de la Catedral. Afortunadamente
había tiempo para todo, y no se apuraron gran cosa por el desperdiciado
en el comedor.

Por sentar Pachín los pies en la acera, comenzó el diablejo de su
meollo á darle que hacer. ¡Ni en aquellas horas críticas sosegaba el
arrastrado! Al contrario, cuanto más se iba aproximando el instante
de la despedida final del pobre muchacho, con mayor ahinco le sentía
trabajar en su cabeza.

--Mira, Pachín González--le dijo entonces,--y fíjate bien en la calle
por donde vas: qué angosta, qué vieja es; qué sombría, qué silenciosa y
qué solitaria está, como todas las que arrancan de ella á uno y á otro
lado; comparalas con lo que has visto esta mañana, henchido de gentes,
de cosas y de ruidos. Pues esto es la muerte de algo que fué; aquello,
la vida robusta y poderosa de lo que viene: lo uno es la sombra, el
frío de la vejez con hambre; lo otro, la luz, el calor ardiente y
vivificador de la riqueza. ¡Qué diferencia tan grande, eh? Pues atente
al nuevo ejemplo, Pachín González, y no te llames á engaño mañana ú
otro día, que bien avisado estás.

Andando y pensando así el hijo y siguiéndole la madre, sabe Dios
con qué pensamientos, porque los tenía de todos colores la pobre
mujer, pasaron de la zona antigua á la moderna, donde hasta el sol se
complacía en ser más esplendente y lo bañaba todo por igual con sus
rayos de oro, tan deseados y apenas vistos entre las angosturas del
barrio fósil. Hasta las gentes parecían otras allí, más diligentes,
más expresivas, más locuaces. Esto ya lo había notado Pachín por la
mañana al verlas caminar en todas direcciones; pero le llamó bastante
la atención que la actividad de por la tarde, sin ser menor que la de
la mañana, se manifestaba en una forma muy distinta: casi todas las
personas que iban á mucho andar, seguían una misma dirección, la de los
muelles de Maliaño. ¿Por qué? Y ¿por qué cuanto más acentuaban éstas
el andar, mayor era el número de las que arrastraban consigo de las
otras? Era como una corriente central que iba absorbiendo poco á poco
los remansos adyacentes. Pero ¿á qué fuerza de atracción obedecía todo
aquel extraño movimiento? ¿Á dónde iba aquella gente tan apresurada y
afanosa?

Un raquerillo desarrapado que pasó corriendo junto á Pachín, aclaró las
dudas de éste, respondiendo á grito pelado, y sin detenerse, á otro
camarada que le había interrogado desde lejos:

--¡Á ver un vapor que se quema atracao al tercer muelle!

--¡El vapor de esta mañana!--dijo Pachín á su madre, que se quedó en
una pieza.

¡Bien enterado estaba el hombre de la posada en materias de apagar
incendios en los vapores!

Sin cruzarse una palabra entre la madre y el hijo, continuaron ambos
andando, ó mejor dicho, dejándose conducir como dos burbujas más en el
centro de la corriente. Así llegaron á dar vista á la gran explanada
donde se esparcía la muchedumbre de curiosos, sobre cuya masa, y por la
línea borrosa que ésta dibujaba hacia el sur, se elevaba una columna
de humo negro con toques de llamaradas rojas, que recordaba á Pachín
el calero de la sierra de su lugar cuando le encendía, bien á menudo,
una cuadrilla de tejeros asturianos. Al revés de lo que se observaba
en los demás, la madre y el hijo acortaban el paso á medida que se
aproximaban al lugar del suceso. Les imponía mucho aquel espectáculo
tan nuevo para ellos, sin contar con que, como buenos aldeanos, eran
tímidos y recelosos. Anduvieron de este modo un buen trecho, palpando
el terreno con los pies, mirando cautelosamente en derredor y buscando
siempre los espacios más abiertos y desembarazados. Pachín dirigía
los rumbos, y le seguía su madre maquinalmente y como cosida á sus
ropas. Así llegaron hasta las filas más avanzadas, oyendo desde allí
bien claramente el siniestro resollar de la hoguera formidable, pero
sin ver lo que el mozuelo deseaba por los momentáneos é intermitentes
resquicios de la muralla de gente que tenía delante. Estas dificultades
avivaron más sus deseos: cogió con su diestra una mano, que temblaba,
de su madre, y sin apresuramientos ni violencias, se la llevó consigo,
y no paró de maniobrar y de entretejerse hasta que se halló con ella
delante de la primera fila de espectadores y pudo contemplar el cuadro
sin estorbos. Pero como en Pachín González hasta la curiosidad era
metódica, en vez de saciarla de un golpe y atropelladamente, como los
glotones el hambre, quiso proceder con orden, y comenzó por averiguar,
ante todo, qué barco era el que se quemaba. Cabalmente lo podía leer
con suma facilidad en el tablero de popa; allí estaba su nombre
estampado en letras de oro: _Cabo Machichaco_. Y el vapor era grande.
Por uno y otro lado del muelle á que estaba arrimado, sobresalía un
tercio del casco; y aunque era baja la marea, la cubierta del buque
levantaba más que el tablero del muelle, enfrente del cual había un
buen espacio despejado por la Guardia civil y la policía. La _quema_
estaba entre el palo delantero y la máquina. Por aquella escotilla, por
aquel ancho agujero, salían rugientes las llamaradas entre apretadas
columnas de humo denegrido y espeso. Imponía mirarlo y _oirlo_.

No podía explicarse Pachín las razones de qué había nacido la
ocurrencia de tener un barco en aquellas condiciones arrimado á unos
muelles de maderas embreadas y tan cercanos á la población. Pero ¡qué
sabía el pobre aldeanuco de esas cosas? Cuando así se había hecho,
bien hecho estaría. Por de pronto, las medidas que se tomaban para
combatir el incendio no dejaban de ser una excusa muy atendible: en lo
más apartado y solo de la bahía, no hubiera sido fácil luchar contra el
fuego como se estaba luchando allí desde tierra y desde el barco mismo,
con todos los recursos de que se podía disponer, dentro y fuera, y una
voluntad y una valentía que á Pachín le tenían entusiasmado. Bomberos,
marinos, paisanos de todos pelajes... de todo había en aquella legión
de trabajadores, y nadie economizaba las fuerzas ni esquivaba los
peligros: el agua caía á chorros en las bodegas incendiadas, y por
todos los portillos de su obra muerta entraban y salían hormigueros
de hombres bien organizados que ponían á salvo del incendio, sobre el
muelle, cuanto podía cargarse al hombro ó sacarse entre las manos,
de las cámaras del vapor: libros, cajas, muebles, ropas, aparatos
náuticos, papeles y mil cosas más, cuyo destino desconocía Pachín
González en su ignorancia de aldeano de tierra adentro. Por eso
prestaba suma atención á lo que se hablaba á su lado; y cuando de
este modo no salía de sus dudas, se atrevía á preguntárselo á algún
colateral, que nunca le negaba la respuesta. Así supo que unas cuantas
personas que estaban agrupadas sobre el muelle y muy cerca del vapor,
eran el gobernador civil, y los ingenieros del puerto, y el comandante
general, y el coronel de las fuerzas que prestaban servicio afuera con
la Guardia civil, cuyo jefe estaba allí también, y el de Marina, y el
alcalde... en fin, todas las autoridades de la ciudad y de su puerto;
jefes y autoridades que á lo mejor desaparecían en el barco ó entre las
muchedumbres, porque en nadie había allí sosiego, ni para nadie puesto
fijo ni punto de reposo. Se cruzaban á gritos muchas veces, entre los
del barco y los de afuera, las órdenes y las respuestas; tan á gritos,
que las entendía Pachín perfectamente, y siempre parecían mayores
las inquietudes en los hombres que pudieran llamarse _de casa_, con
relación al barco, que en los extraños que contendían con ellos.

Entre tanto la hoguera continuaba rugiendo y devorando, sin crecer
ni menguar en la apariencia, como si de los elementos mismos que
contra ella se empleaban, se nutriera su voracidad. Algunas veces,
sin embargo, se acentuaban los mugidos del incendio, se estremecían,
alargándose, las llamaradas, y salían las columnas de humo entre
guirnaldas y ramilletes de pavesas crepitantes. No parecía sino que
andaba hozando algún monstruo en los profundos de aquel enorme brasero.
¡Aquel brasero! Precisamente era el tema que más daba que hablar á los
curiosos inmediatos á Pachín. ¿De qué se alimentaba aquel brasero?
¿Cómo se concebía que siendo de hierro el casco del vapor, de hierro
su costillaje y armadura, de hierro, según se decía, la mayor parte de
la carga que contenía en la bodega incendiada, llevara ya el incendio
más de cuatro horas, sin la menor señal de extinguirse, á pesar de los
esfuerzos con que se le combatía?

En estas investigaciones se andaba, cuando la hoguera dió un respingo
de gigante, arreciando hasta lo espantable sus mugidos; y coronada
de humo más negro que la pez, que se retorcía y enroscaba sobre sí
propio como una monstruosa sierpe enfurecida, se elevó en el espacio á
grande altura. Fué aquello como un huracán que barrió de gente toda la
planicie, con la heroica excepción de los imperturbables centinelas,
á quienes el deber obligaba á permanecer en sus puestos á pie firme.
Todos los curiosos huyeron á la desbandada, entre los alaridos de
las mujeres y los ayes angustiosos de los niños, que rodaban por el
suelo arrollados por la muchedumbre despavorida. Porque había allí
niños también, ¡muchos niños! La tarde, por su templanza, serenidad y
hermosura, tentaba á salir de casa; y una vez en la calle, ¿qué mejor
campo de recreo que los terraplenes de Maliaño, con la golosina de un
vapor ardiendo junto á ellos? Así resultó aquel sitio como el fondo de
una sima que se fué tragando poco á poco toda la gente desocupada de la
ciudad.

Pero el fenómeno que había producido la desbandada desapareció en
breves instantes; cesaron los rugidos anormales, descendió la columna
de fuego á su ordinario nivel, y volvieron á atacarla con mayores bríos
los denodados trabajadores, que se habían quedado, en presencia del
fenómeno, con el ánimo suspenso. Todo lo cual alentó á los fugitivos
y les devolvió la tranquilidad y la confianza, fueron saliendo poco á
poco de sus refugios y escondrijos, y avanzando en masas y en hileras
hasta el lugar que les atraía con una fuerza irresistible; y cuando á
él llegaron, ya estaba delante de todos Pachín González con su madre,
pálida, temblorosa y sin pulsos, que le pedía, por todos los santos y
santas del cielo, que la sacara de allí, donde no podía suceder cosa
buena. Además, la tarde iba corriendo demasiado, y no les quedaría,
dentro de poco, el tiempo que necesitaban para lo que tenían que hacer
en el otro vapor, en el _suyo_. Á todo ello respondía Pachín con
muy buenas y muy cariñosas razones; pero no raía de allí: le tenía
fascinado aquel espectáculo, y no quería perderle de vista hasta ver
en qué paraba. Cabalmente llegaba en aquel momento al costado del
vapor otro pequeñito y negro, con gente de uniforme á su bordo, y oía
él decir que eran el capitán, oficiales y parte de la tripulación del
_Alfonso XIII_, del vapor-correo, el de los cuatro palos, fondeado
en la embocadura de San Martín. Pues aquella gente tan marcial y tan
gallarda, con la multitud de aparatos que traía consigo, no vendría
al buque incendiado á humo de pajas. Le pidió á su madre media hora
siquiera para ver los resultados que daba aquel importante refuerzo, y
no supo negársela la pobre mujer.

Desde el momento de la dispersión tumultuosa, no había pasado uno
solo sin que Pachín oyera hablar á su lado de las causas probables
de aquel inesperado é instantáneo embravecimiento de la fogata, y de
lo mismo continuaba hablándose junto á él á la vuelta de las oleadas
de dispersos. También observó que por un buen rato después de aquel
alarmante caso, hubo menos tranquilidad en los espectadores, él
inclusive. Dominaba la creencia de que había en la bodega incendiada
líquidos y materias inflamables en abundancia: latas de petróleo, por
lo menos. No podían ser de otro origen aquellas tremebundas llamaradas
de antes, cuya humera apestaba «á demonios chamuscados».

Hablándose de esto, fué cuando llegó por primera vez en aquella tarde á
los oídos de Pachín, la palabra _dinamita_. ¡La dinamita! Bien sabía él
lo que era: cansado estaba de verla usar en unas canteras de su pueblo.
Con un cartucho solo de dinamita, se hacía rajas un peñasco más grande
que la Catedral. ¡Y se daba en su derredor, como noticia comprobada
recientemente, la de que en las bodegas del vapor incendiado venían
centenares de cajas de dinamita. ¡Imposible! Cuando menos, debían
saberlo los de á bordo; y sabiéndolo, ¿cómo habían tenido entrañas para
dejar arrimado á la ciudad tan espantoso peligro, pudiendo llevarle
mar afuera? Era esta reflexión tan humana y de buen sentido, que á
Pachín le bastó para no dar crédito á los alarmantes rumores, como no
se le daba la muchedumbre que continuaba creciendo y desparramándose
tranquila y descuidadamente en todas direcciones, desde la estación del
ferrocarril de Solares, hasta los últimos muelles de las escolleras.

Pero donde estaba la mayor espesura, la gran masa de gente, era en los
contornos de los tres lados del vasto rectángulo, cuyo centro ocupaba
el vapor que ardía; rectángulo formado por el muelle longitudinal y
otros dos salientes y perpendiculares á él, y la línea exterior de
embarcaciones de todas castas y tamaños, unas fondeadas allí, y otras
recién llegadas en auxilio del vapor.

De toda la masa de espectadores, lo más curioso para Pachín era la
primera fila de ellos, sentados al borde de los tres muelles y con las
piernas colgando. La mayor parte de este apretado festón se componía
de chicuelos de la hampa de la ciudad, «chicos de la calle», sin
apego al hogar (los que le tienen) y á toda casta de disciplinas, las
del maestro de escuela en particular; vagabundos empedernidos por las
intemperies y los vicios precoces, y para los cuales un espectáculo
como aquél, tan imponente y duradero, es un manantial inagotable de
regocijos, y además «de ellos» y «para ellos», que no tienen otros
que los de la vía pública, y de balde. Agitando las desnudas piernas
sin cesar, parecían éstas los flecos de una colgadura de balcón
movidos por el aire; porque la colgadura, con relación á estos adornos
flotantes, la fingían bastante bien las apretadas hileras de gente
que se escalonaba detrás, levantándose sobre las puntas de los pies
ó encaramada en las grúas, ó en las estibas de tablones, ó sobre las
pilas de grava del arrecife inmediato. En miles calculaba Pachín las
personas de que se componía esta gran muralla, coronada á trechos por
las rizosas cabecitas de los niños, alzados en hombros de sus _zagalas_
para ver «la quema», una vez sola y á su gusto.

Detrás de la muralla había otra muchedumbre, pero errabunda y dispersa,
con la atención repartida entre las peripecias del incendio, las
hipótesis de sus motivos y los encantos del paseo en un lugar tan
animado y á la luz esplendorosa y tibia de la tarde otoñal más
apacible que pudiera apetecerse... En suma: que por ninguno de los
términos del cuadro que dominaba Pachín desde su sitio, volviendo la
cabeza á diestro y siniestro, ó empinándose sobre los pies cuando
miraba hacia atrás, veía señales de temor al denunciado y formidable
enemigo; al contrario, todo en su derredor y al alcance de su vista
revelaba el más profundo descuido: hasta las palpitaciones y respingos
de la fogata, por repetirse á menudo, habían dejado de ser temibles y
empezaban á ser divertidos; al borde del muelle, junto al vapor mismo
que se quemaba, el corrillo de autoridades departiendo con la mayor
tranquilidad, y voltejeando á pocas varas del buque, embarcaciones
atestadas de gente que no hacía falta ninguna allí. Se había visto
poco antes sacar del barco varias cajas; apilarlas una por una y con
gran tiento en el sitio más despejado del tablero; llegar después un
carro de bueyes, cargar las cajas en él y llevarlas así, pero con mucho
cuidado y custodiadas por dos policías, en dirección á las afueras de
la ciudad; y, por último, había corrido la voz de que aquellas cajas
eran _la única_ dinamita que conducía el barco en sus bodegas.

--Todos teníamos un poco de razón--se dijo entonces Pachín, como se
dijeron cientos, miles de personas tan interesadas como él en aquel
delicado particular.--Había _un poco_ de dinamita: se ha sacado, y en
paz.

De esta sesuda reflexión había nacido la tranquilidad absoluta en que
descansaban hasta los más recelosos; y en medio de ella continuó el
incendio largo, larguísimo rato, dando que mirar á los incansables
espectadores, y mucho, muchísimo que hacer á los que llevaban horas y
horas combatiéndole sin fruto y sin descanso.

La pobre viuda aldeana, cuyos terrores habían ido trocándose poco á
poco en indiferencia y después en cansancio, no sabía ya sobre qué pie
sostenerse, y eso que se apuntalaba con el paraguas; y volvía á pedir
por Dios á su hijo que la sacara de allí: aquello no llevaba trazas
de rematarse ni de pasar _á mayores_; ella no podía ya con el cuerpo;
habían dado las cuatro en el reló de la Catedral, y se iba acabando la
tarde sin hacer los dos lo que tenían que hacer en el _su_ barco, que
era urgente y de importancia.

--La pura verdad, la pura verdad,--respondía Pachín á su madre, pero
sin moverse del sitio ni apartar los ojos del incendio, en cuyo
derredor, lo mismo que sobre el puente y en los portillos de la obra
muerta, acababa de notarse un desusado movimiento entre las personas
que allí mandaban y servían.

Al cabo, también esto perdió el interés por lo continuo y duradero;
llegó á cansarse de veras Pachín, y dijo de pronto á la entumecida y
buena mujer, precisamente en el instante en que el reló de la Catedral
daba las cuatro y media:

--Vámonos, madre, y antes con antes, al _nuestro_ barco, porque _lo_ de
éste ya dió de sí todo lo que tenía que dar.

Dicho esto, cogió de un brazo á su madre, y sin soltarla, abrió
brecha en el muro de gente por el intersticio más próximo, y pasó á
la otra parte, desde la cual, y no bien puso los pies en ella, oyó un
golpeteo, como de grandes martillazos sobre láminas de hierro. Detúvose
á recoger unos rumores que venían de hacia el sitio mismo que él
había abandonado, y averiguó por ellos que se intentaba, como último
y supremo recurso adoptado por los hombres que lo entendían, abrir un
boquete en el casco del vapor para echarle á pique y apagar el incendio
de un solo golpe.

--Hay que ver eso, madre--dijo entonces Pachín,--porque ha de ser cosa
de verse y de poca espera.

Arguyóle en contra su madre, y hasta duramente; pero no le convenció.
Lejos de ello, sin soltarla de la mano ni replicar una palabra,
intentó atravesar de nuevo el muro de gente para volver á la primera
fila; pero hallándola demasiado compacta y resistente, desistió de su
empeño; volvió entonces los ojos en derredor, descubrió una estiba de
maderos que tenía _plazas_ desocupadas, corrió hacia allá, ocupó una de
ellas y brindó con otra á su madre, que prefirió quedarse abajo, de pie
y refunfuñando.

Desde aquel pedestal dominaba Pachín el espectáculo á todo su gusto,
porque sin el menor esfuerzo veía, no solamente el barco, sino la
muchedumbre que llenaba el escenario vastísimo de aquel drama que
parecía no tener fin, como la paciencia de sus espectadores, en los
cuales crecía la curiosidad á medida que continuaban los martillazos
en el vapor, cuya sumersión se aguardaba de un instante á otro.
Pero pasaban los minutos, y el barco no se iba á pique, y hasta se
amortiguaba el martilleo, del que llegó á parecer un eco el tintinar
de la campana de un tren de pasajeros que arrancaba lentamente de la
estación de Solares.

Con estas dilaciones y con acreditarse el rumor de que se había
abandonado el intento de echar el barco á pique, se le acabó al fin la
paciencia á Pachín González; enderezóse de pronto como si le hubieran
dado el impulso las campanadas del tren, que ya sonaban á su espalda;
bajó el primer escalón de la tosca gradería, y dijo mientras se
disponía á dar un brinco para saltar de una vez:

--Tenía usté razón, madre: esto no se acaba. Vám...

Lo que cortó la palabra en la boca de Pachín, y la respiración en sus
pulmones, y hasta el circular de la sangre en sus arterias, no tiene
nombre en ninguna lengua conocida. En la pobre fantasía de los hombres
no hay término de comparación para el sonar de aquellos dos estallidos,
casi simultáneos; para aquel cráter horrible que se abrió con ellos;
para aquella inmensa columna de fuego que se elevó al espacio y en cuya
cima humeante flotaban, entre denegridas espirales, cuerpos humanos;
para aquella infernal metralla de candentes y retorcidos hierros que
vomitaron los senos del vapor entre infectas oleadas de cieno del fondo
de la mar, sobre las apiñadas, desprevenidas é indefensas multitudes;
para el color extraño de aquella luz que se enseñoreó del aire,
empañando la del sol que corría á precipitarse en el ocaso como si
huyera de alumbrar tantos desastres acumulados en tan reducido lugar y
en tan breve tiempo.

De nada de ello se dió Pachín cuenta cabal. Se sintió de pronto como
invadido de una pesadilla, y soñó que salía volando de la pila de
maderos, y que, volando á flor de tierra, con velocidad y fuerza
prodigiosas, iba arrollando con su propio cuerpo, pero sin tocar en
ellas, masas de gentes que se inclinaban y caían á su paso, como al del
vendaval enfurecido los verdes maizales en las mieses de su aldea.

                   *       *       *       *       *

Al despertar de aquel sueño, ó lo que fuera, no supo explicarse por
qué estaba él tendido á la larga entre un carro hecho astillas y un
caballejo perniquebrado y expirante. Le faltaba casi en absoluto la
memoria: no conservaba en ella otro recuerdo que el de un «tronido»
muy fuerte y el de una llamarada tremebunda. ¿Cuánto tiempo llevaba
en aquel sitio y de aquel modo? ¿Un minuto, una hora, meses, años?
¿Había nacido allí mismo y para aquello solo? Sentía gran quebranto
en su cuerpo, dolor agudo en algunas coyunturas, y escozor vivo en el
cogote. Maquinalmente, y no sin dificultades, se incorporó, y también
maquinalmente se llevó las manos á la cabeza, porque en su nueva
postura se le desvanecía algo. Al retirarlas después, las vió teñidas
de sangre, y había también un charco de ella á su lado, charco que
se alimentaba con la del perniquebrado caballejo que espiraba entre
convulsiones y quejidos. Al enterarse de ello Pachín, descubrió su
vista azorada, un poco más allá del caballo, un hombre tendido en el
suelo, con la boca contraída y muy abierta, los ojos encandilados, y
ceniciento el color de la faz; tenía un brazo de menos y una pierna
destrozada. Esta visión produjo en el pobre chico un sacudimiento
feroz, instantáneo; quiso huir de allí, por instintivo terror, y para
suplir la agilidad que le faltaba y levantarse pronto, se agarró con la
diestra mano á una de las curvas espirales de una larga pieza de hierro
que había entre él y las astillas del carro; pero no bien lo hubo
hecho, cuando lanzó un grito de dolor, retirando la mano y levantándose
de un brinco por su propio esfuerzo. Aquel hierro abrasaba.

Sin apartar aún su vista del reducido espacio en que tan extrañas cosas
le rodeaban y sucedían, puso y clavó toda su atención en ellas, porque
notaba que iba despertándosele en las regiones de la inteligencia algo
que estuvo dormido poco antes, y quería darse exacta cuenta de lo que
le estaba pasando. Aquel hombre y aquel caballo, muertos, y no sólo
muertos, sino destrozados; el carro hecho astillas junto á un hierro
candente y retorcido; entre él y el carro y los cadáveres y el hierro
caprichoso, sembrado el suelo de las cosas más raras é inconexas:
clavos de herradura, fundas de cartuchos de fusil...; aquel recuerdo,
único de su memoria: el «tronido» y la llamarada... Asociando estas
ideas y eslabonándolas bien unas en otras, Pachín llegó á preguntarse,
haciendo hincapié en la más luminosa y firme: «¿qué hacía yo cuando
sentí el tronido ése y vi la llamarada?» Y sin gran esfuerzo de su
retentiva, consiguió responderse, adquiriendo una idea más y trabándola
en la cadena de las otras: «ver un vapor que se estaba quemando».
Con este recuerdo solo se abrieron de par en par las puertas de su
memoria, y se le fueron despertando en el cerebro, una por una, todas
las dormidas ideas: las peripecias del incendio, las muchedumbres de
curiosos, los rumores alarmantes esparcidos entre ellos, los sitios que
él ocupó... Y de ésta, de ésta nació la otra idea, la idea terrible,
la que le dejó frío y sin alientos, como le había dejado el estallido
del vapor: la idea de su madre que le acompañaba entonces. ¿Por qué
no estaba ya á su lado? ¿Á dónde había ido á parar? ¿Qué habría sido
de ella? ¿Qué fuerza los separó al pie de la estiba de maderos donde
habían estado juntos los dos? ¿Viviría, por milagro del cielo, como
él vivía? ¿Habría sido muerta, destrozada quizás, como aquel otro
desdichado?... Y el infeliz temblaba de pies á cabeza; se golpeaba el
cuerpo con los puños cerrados; sentía un hormigueo punzante y frío
debajo de la piel, que le volvía loco de inquietud, y como un loco
gritaba revolviendo en torno suyo los ojos desencajados: «¡Madre!...
¡Madre!... ¡Madre mía de mi alma!». Quería correr en su busca; pero
no sabía en qué dirección, al tender la mirada codiciosa por la vasta
llanura que poco antes había visto él colmada, repleta, de gentes
_vivas_ y regocijadas, y que ahora... ¡Dios santo! ¡Dios de las grandes
misericordias!... ¡qué espantoso le pareció todo aquello que veía! Como
si hubieran pasado huracanes y terremotos por allí, todo era campo de
desolación y muerte, ruinas, escombros y cadáveres entre el silencio y
la inmovilidad imponentes de los grandes desastres consumados. Cuanto
quedó con vida y movimiento al consumarse aquél, había huido muy lejos
con el espanto en el alma y la angustia en el corazón... Pero algo
vivía aún en aquella región del exterminio inclemente y bárbaro; algo
puesto allí como de intento para dar al cuadro una nueva tinta de
horror; algo que rebullía sobre la tierra aquí y allá, y cuyos debían
ser los ayes de agonía que llegaban á los oídos de Pachín, como si el
aire se los fingiera para recordarle el martirio de su madre.

Él parecía ser el único vivo y sano en aquella región de muertos
insepultos; él, Pachín González, el mísero aldeanuco recién llegado
á la ciudad, forastero y pobre en ella, desconocido de todos los
supervivientes de la gran catástrofe. ¿Á dónde y hacia quién volver
los ojos para pedir ayuda ó consejo en el amargo trance en que se
hallaba?... ¿Quién oiría en aquel negro páramo sus lamentos? ¿Quién
daría valor á su desventura sin ejemplo, delante de tan enorme cúmulo
de ellas?... ¡Jamás hubiera creído que podían llegar á extremos tales
la soledad y el desamparo de un hombre sobre la tierra!...

Y el pobre muchacho comenzó á llorar de pesadumbre... y de miedo.
Pero el amor de hijo, sobreponiéndose en él á todo, le devolvió la
energía de su espíritu, hasta con dobladas fuerzas; y, sin enjugarse
las lágrimas, se lanzó á la empresa con una decisión que rayaba en lo
desesperado.

La extraña «cosa» que le había llevado á él en volandas desde la estiba
de maderos al sitio en que acababa de despertar, debió de llevar á su
madre de igual modo y en la misma ó muy aproximada dirección, puesto
que juntos estaban los dos entonces, aunque un poco más en alto él
que ella... Pues á buscar, primero, por allí, en derredor suyo y del
hombre muerto cuya visión le aterraba... Y á buscar se puso, con la
avidez y el espanto en los ojos; y vió más hierros, á modo de grandes
carriles retorcidos y enroscados; masas informes, como de cubos
metálicos fundidos unos con otros; más clavos de herradura y más
cartuchos vacíos... ¡jirones de prendas de vestir, ensangrentados y
humeantes!... Más allá unos edificios cerrados que parecían grandes
almacenes, con los aleros quebrantados y los cristales hechos añicos;
debajo, en la calle, más hierros enroscados, y más cubos fundidos, y
cascos de maquinaria... En la misma calle, hacia la derecha, un tren
detenido y sin gente... el de las campanadas, no podía ser otro, con el
resuello fatigoso y extenuado, los coches contundidos por la metralla
del volcán, uno de ellos con las portezuelas desvencijadas, y dentro...
¡la muerte también!... Huyó de allí, en dirección contraria, hacia la
izquierda... Un grupo de árboles entecos y con el ramaje desgarrado.
En la plazuela que formaban, otra vez los hierros, pero revueltos
y enmarañados, como una lucha de sierpes infernales; y entre los
montones, recias planchas, de hierro también, reviradas, contraídas,
dos de ellas de canto y prestándose mutuo sostén, y detrás un cuerpo...
un cuerpo de mujer vestida de obscuro, casi negro, y boca abajo.
Pisando de puntillas, lívido de terror, con un brazo trémulo extendido
y mirando sin ver, se atrevió Pachín á llegar hasta el cadáver; se
bajó, cerró los ojos, y á tientas y con las manos crispadas y sin
sangre, le levantó la cabeza cuya cara quería reconocer... Lo que le
pidió el mísero á Dios en aquellos supremos instantes, ni él mismo
lo supo: ¡tan contrapuesto y complicado era!... Haciendo después un
esfuerzo de voluntad sobrehumano, abrió los ojos para ver la cara...
No la tenía aquel cadáver. Lo que había sido cara, tal vez hermosa,
era una masa de carne macerada y sanguinolenta y de huesos triturados.
Pachín lanzó de lo más hondo de su pecho un rugido de espanto; dejó
caer de sus manos la mutilada cabeza, y se incorporó de un salto
frenético. ¡Virgen María! si aquello era su madre, valiérale más no
haberla hallado. La vehemencia misma del deseo de haberse equivocado,
le movió á hacer otros y más detenidos reconocimientos; y entonces
se convenció de que ni el corte, ni el color, ni la calidad de los
vestidos de la muerta, eran señales de lo que él buscaba.

Más tranquilo ya; es decir, menos aterrorizado, pero con las mismas
angustias en el alma, quiso, para orientarse mejor y metodizar un poco
su trabajo, averiguar dónde estaba la pila de maderos desde la cual
había volado él... Al tender la vista para buscarla, observó que al
otro extremo, hacia lo más ancho de la llanura, había seres humanos,
de pie, vivos y moviéndose entre los obstáculos del suelo, y que otros
muchos iban llegando apresuradamente de hacia la ciudad... ¿De dónde y
cuándo habían venido los primeros? ¿Eran _resucitados_, como él? ¿Qué
más le daba? Los unos y los otros eran hombres vivos: no era ya todo
muerte en aquel fúnebre escenario, y el amor y la caridad comenzaban
á habitarle. Esto le consoló algo, porque ya no se veía solo y
desamparado, y se sintió más fuerte y valeroso para continuar su triste
faena.

No tardó mucho en hallar la estiba de maderos que buscaba; pero sí en
llegar hasta ella, porque, aunque el camino era corto, no había en él
un palmo de terreno sin los hierros de siempre ó charcos de sangre
humana. Con esfuerzos heroicos de su espíritu llegó al fin á la pila;
recorrió todo su perímetro, y nada halló de lo que andaba buscando, ni
de cosa parecida.

--Aquí mismo estaba mi madre... y yo allí,--se dijo apuntando
sucesivamente á un sitio al pie de la estiba y á otro de una de sus
gradas...

En seguida trepó á ella para estimar con acierto el _camino_ que él
había llevado por el aire, y la dirección del impulso, ó de la «cosa»
que le había arrebatado y pudo y debió arrebatar á su madre también.
Enterado de lo primero, buscó, sin moverse de allí, el vapor funesto;
y como no le vislumbraba, se orientó por el muelle á que había estado
arrimado. Al fin, distinguió sus restos: un palo muy caído hacia atrás,
con un guiñapo sucio en la punta, y el puente y el castillo de popa
sobresaliendo del agua. El muelle, dislocado en partes y en partes
ardiendo; y sobre el otro muelle que corría á derecha é izquierda, y
sobre el arrecife inmediato, en cuanto alcanzaba la vista, un sedimento
negro y reluciente como el fondo de una poza recién agotada; sobre este
tizne asqueroso, más despojos de la catástrofe horrible, más cadáveres,
y carros desvencijados y yuntas mutiladas junto á ellos... Pachín se
quedó espantado. ¿Era todo aquello obra de Lucifer, que se hubiera
complacido en vomitar tantos horrores entre el légamo de las charcas
infectas de sus cavernas infernales? Y si no era obra de tales manos,
¿de qué otras podía serlo? De la dinamita, de aquellos centenares de
cajas de _ello_ de que tanto se había hablado cuando se quemaba el
vapor: eso no podía dudarse; pero ¿qué más daba? Sin el mal espíritu
que había cegado á los que lo sabían y ensordecido á los que lo
sospechaban, ¿cómo hubiera sucedido aquello?... Si cuando su madre, una
vez, dos veces, tres veces... le pedía por caridad... ¡Oh! ¡qué sordo,
qué necio, qué mal hijo fué y qué mal cristiano, desoyendo los avisos
que Dios le enviaba por la boca de la santa mujer!... Pensó perder el
juicio con el punzante dolor de estos remordimientos, y se arrojó de la
estiba gritando desconsolado:

--¡Madre mía... madre de mi alma! ¡Dónde estás? ¡Viva ó muerta, yo
necesito... yo quiero hallarte!

Y corría de un lado para otro, con la vista desencajada y las manos en
la cabeza, ensangrentada y desnuda.

Aunque tenía el racional convencimiento de que lo que iba buscando no
podía hallarse más que en una dirección, el desventurado Pachín quería
rebuscar en todas; y en todas rastreaba y corría, saltando laberintos
de escombros y charcos de sangre, y miembros mutilados, y prendas
de vestir con despojos palpitantes, y cadáveres de hombres. Nada le
imponía ya en materia de horrores, y sobre todo pasaba insensible, más
que insensible, loco, si no era prenda ó miembro que pudo pertenecer
á su madre. Así entró en la zona del fango negro, cuya fetidez dió á
sus sentidos la nota repulsiva que le faltaba al cuadro. Allí todo era
negro, hasta los cadáveres.

Sobre uno que lo parecía, se inclinaba, hundidas las rodillas en el
cieno, un sacerdote con los talares mojados y ensangrentada la faz
descolorida; le exhortaba á bien morir, y le absolvía, en nombre de
Dios, de todos sus pecados, redimidos con el dolor de su martirio
cruento. Pachín se quedó absorto, mudo, poseído de estupor, delante
de aquella escena imponente; y por un impulso irresistible de su alma
fervorosa, cayó arrodillado y rezó por la de aquel hombre, que expiró
con un estremecimiento.

--¡Señor, señor!--se atrevió entonces, acordándose de su madre,
á preguntar al sacerdote, que empezaba á incorporarse á duras
penas:--¿qué es esto, que jamás se vió en el mundo? ¿qué ha pasado por
aquí?

--La ira de Dios, hijo mío,--le respondió el cura limpiándose con un
pañuelo de percal la sangre del rostro que le fluía de la cabeza.

Y se fué, recogiendo los talares embarrados y andando trabajosamente,
en busca de otro moribundo á quien auxiliar.

Pachín iba á lanzarse de nuevo á sus interrumpidas faenas en aquel
piélago nauseabundo, cuando oyó gritos y lamentos hacia la mar y como
en la dirección del barco sumergido: le parecían gritos y lamentos
de mujer, y, por tanto, de su madre. No era racional que hubiera
ido á parar hacia aquel lado, sino hacia el opuesto, al ocurrir la
explosión; pero ¿qué contrasentido no era posible en un tan espantoso
desquiciamiento de toda ley natural? Había que verlo todo y registrarlo
todo, y allá se fué, entrando hasta las corvas por la charca negra,
y volviendo á saltar, acelerado y anheloso, por encima de hierros,
cadáveres y moribundos.

Cerca del vapor sumergido voltejeaban botes y lanchas tripulados por
gentes caritativas que recogían náufragos que gastaban las últimas
fuerzas en sobrenadar unos instantes más, ó agarrarse á los pilotes
del muelle, ó adherirse como lapas á los peñascos de las escolleras
debajo de los tableros. De hacia allí procedían los gritos; mas no de
los infelices amparados de aquel modo, que ni para gritar tenían ya
alientos, sino de los que, como Pachín, buscaban algo que no parecía,
y lo buscaban desde lo alto de los muelles, porque por allí debía de
estar, según sus cálculos, muerto ó vivo. Lo vivo era bien escaso, por
desdicha; lo muerto... ¡qué manera de buscarlo! Una de las lanchas iba
provista de garfios al extremo de una cuerda: se arrojaban los garfios
al fondo, bogaban los remeros para que tirando de la cuerda se pudiera
rastrear en él; y cuando trababan sus hierros _algo_, se detenía la
lancha, se halaba poco á poco de la cuerda, y surgía, al fin, á la
superficie, un cadáver... ó pedazos de cadáveres, que embarcaban en
la lancha los remeros silenciosos. Y nunca salía lo que esperaban los
desdichados de tierra, de cuyos pechos brotaban en cada hallazgo los
alaridos de dolor que habían apartado á Pachín de sus investigaciones.

Cuando trató de volver á ellas, porque nada esperaba de las que allí
se hacían, reparó que estaba á su lado un chicuelo con la escasa y
fementida ropa goteando y pegada al cuerpo; el cual granuja, mirándole
fijamente, le dijo sin más ni más:

--Yo vi eso.

--¿Cuál?--le preguntó Pachín.

--Lo que pasó ahí, en la mesma canal, y se tragó tanta gente... Lo
vi desde aquel muelle, el del ferrocarril: yo estaba asentao en el
mesmo carel. ¡Dios, qué cosa!... Había contra el casco del vapor
muchas embarcaciones, y la lancha fina de las Obras del Puerto, y
el _Auxiliar_ de los correos con toa la gente del _Alfonso XIII_...
¡Mucha gente, Dios!... y buena y bien prencipal, y con bien de
galones y bordaos: hasta el comendante de Marina y el ingeniero de
las Obras... ¡y muchos, vamos!... De repente, ¡pliinn!... ¡plaann!...
¡Me valga! y al mesmo tiempo, el agua de esa mar, ¡arriba, con _basa_
y too! y abajo, el suelo de la canal, limpio como la palma de esta
mano; y en ese suelo... ¡Dios!... _rocimos_ de hombres... enteros ó
descuartizaos... Y en menos de un decir «Jesús» to ello... Porque hazte
tú el cargo: la mesma oleá que dejó en seco la canal, me sacó á mí por
la otra banda del muelle, como sacó á otros muchos que fueron conmigo
por el aire. No sé qué habrá sido de los más, porque puede que no
fueran tan sanos como yo iba cuando _chaplemos_. ¡Dios, qué cole! ¡y
las cosas que había en el agua cuando salí á flote!... Dispués, anadé,
anadé, hasta el paredón; por él me subí... y de eso vengo... ahora
mesmo. ¡Me valga!... ¡lo que se alcuentra en el camino!... ¡Pero como
esto de la canal!... ¡Dios!...

--Y dime--le preguntó Pachín, que le escuchaba electrizado,--en esos
racimos de la canal, ¿viste una mujer aldeana, vestida de negro, con un
paraguas en la mano?

--No diré que la viera--respondió el granuja muy serio y echando las
manos atrás.--Pero ¿te piensas tú que daba el tiempo pa tanto?... Por
las trazas, buscas algo de esas señas. Cuando viva, ¿estaba aquí esa
mujer?

--No: allá abajo...

--Pues cacia ese lao debes buscar... lo que quede de ella.

Con esto se fué el granuja á ver más de cerca las tristes maniobras que
se hacían en las lanchas, y se volvió Pachín al otro mar, al de cieno,
para continuar en él sus interrumpidas exploraciones.

¡Pobre muchacho! ¡Lo que él anduvo!... ¡lo que él indagó! ¡Las ansias
desesperadas con que, no fiándose ya de su propia iniciativa, se unía
á los grupos que buscaban heridos para socorrerlos, y se adelantaba
á todos cuando la víctima era una mujer! ¡El terror santo con que
recogía del suelo cada despojo, cada jirón de vestido, cada mechón
de cabellos, que pudiera haber pertenecido á su madre! ¡El valor,
la vida, las fuerzas que gastaba en este empeño sobrehumano, en la
bárbara lucha de sus deseos voraces de encontrar lo que buscaba, con el
temor horrible de hallarlo entre los muertos! Para hacer las primeras
armas en las luchas de las contrariedades de la vida su corazón de
niño, ¡un campo de batalla como aquél! Ni cálculos risueños, ni
ideas consoladoras cabían allí, ni siquiera la consideración de que,
estando vivo él, podía estarlo igualmente su madre, por lo mismo que
no la hallaba ni entre los muertos ni entre los moribundos; porque la
clasificación en vivos, muertos y moribundos, no era bastante para
aquel cuadro excepcional: necesitaba otra _casilla_ para el renglón de
los _despedazados_, cuyos eran los despojos, las entrañas, los miembros
que Pachín hallaba dispersos, sembrados por toda la extensión de la
llanura entre las pilas de los escombros ó revueltos con el fango
negro de las escolleras. ¡Y si de las víctimas de este renglón era su
madre!...

Sin embargo, llegó á ver el desdichado una chispa de luz en medio de
tan densa obscuridad: oyó decir que en los primeros momentos después
de la explosión, habían sido llevados muchos heridos leves, ó que lo
parecían, á la casa de socorro. ¿Por qué no había de ser su madre uno
de esos heridos? Pues á la casa de socorro sin parar. ¿Dónde estaba
esa casa? ¿por dónde se iba? Él lo averiguaría preguntando, si no la
descubría por el rastro sangriento de los infelices que iban acudiendo
á ella.

Cuando salió de Maliaño en dirección á la ciudad, empezaba el
crepúsculo de la tarde, plácido, tranquilo, sonriente, como si nada
hubiera pasado en la tierra; como si uno de sus pedazos más hermosos
y florecientes, no estuviera cubierto de luto y llorando sobre el
estrago sangriento de una de las mayores catástrofes que registran los
anales del mundo; y á la luz débil de aquellas horas, iba adquiriendo
esplendor y señorío la del incendio de los muelles de madera, que
continuaba propagándose, y se erguía resplandeciente la de otro que
comenzaba en las alturas de la gran cortina de edificios que servía de
fondo, por el norte, al escenario siniestro del espantoso drama.

                   *       *       *       *       *

Al abocar Pachín á la amplia calle por donde había de internarse en
la ciudad, no pudo menos de comparar lo que iba viendo con lo que
había visto tres horas antes. Entonces, hervor de gentes afanosas,
contentas y engalanadas; los edificios bañados en sol, abiertos todos
sus claros á la saludable alegría de la espléndida tarde; rumores de
vida, cánticos del goce soberano de ella; esperanzas, ambiciones y
amor logrados y satisfechos; la expresión externa, en fin, de la salud
robusta de un pueblo venturoso que vive de su trabajo y va en próspera
fortuna. Ahora, rostros macilentos; grupos de gentes consternadas
que ni se mueven, ni hablan ni se miran; puertas entreabiertas ó
desvencijadas y fuera de sus quicios; muros y aleros quebrantados;
el suelo cubierto de escombros, de polvo de cristales y de aquellos
hierros malditos, metralla de Lucifer y segures de tantas vidas; los
ayes angustiosos del herido que pasa en brazos de la caridad; los
gritos desgarradores de la madre que va en busca de su hijo, ó del hijo
que vuelve sin haber hallado á su padre, y la desconfianza, el terror,
la pena en las caras de los menos desventurados.

Contristábale tanto aquel espectáculo como el que dejaba atrás, y
andaba, andaba, sorteando los grandes estorbos del camino... hasta
que dió con uno que le llenó de espanto... ¡á él, que acababa de ver
tantas cosas espantables! Era una mujer tendida en el suelo, cerca
de la Pescadería, cuyos puestos estaban solos y abandonados. Aquella
mujer era ya cadáver rígido; pero cadáver como él no había visto otro.
Los había visto sin miembros, con la cabeza sin cara, con el tronco
sin cabeza, deshechos materialmente; pero no _laminados_, como el que
tenía delante, cerca de un bloque de hierro, que bien pudo ser el
_laminador_... Cerró los ojos para no volver á verlo, y huyó por la
ancha plaza en dirección á la Ribera.

Allí, lo mismo que lo que iba quedando á su espalda: igual aspecto,
igual estrago en los edificios; los mismos grupos inmóviles,
silenciosos y consternados; iguales ó parecidos escombros y
proyectiles sobre la calle; los mismos lamentos, la misma desolación
en todo; y como detalle sorprendente que le hizo pensar en la fuerza
inconmensurable de la mina diabólica, en lo alto de la cuesta y en una
de las aceras de la calle, un ancla enorme clavada entre dos losas,
debajo de un balcón despedazado. En la plaza inmediata, los vecinos
en medio de ella, en hábitos caseros, como si hubieran abandonado
precipitadamente sus viviendas después de un terremoto y temieran su
repetición.

Pachín, aldeano, inexperto y niño, no se dejaba herir de las
impresiones de estas cosas más que por la conexión que tuvieran, á sus
ojos, con las ideas que llevaba en el cerebro y le obligaban á andar
sin punto de reposo. Por eso, cada vez que pasaba junto á un corrillo
de gente, le asaltaba el mismo pensamiento: «pero, señor, ¿no habrá
entre todas estas personas alguna que conozca á mi madre por haberla
visto pasar conmigo esta mañana por aquí?». Y le entraban tentaciones
de preguntar á cada paso si habían vuelto á verla después del estampido
del vapor. Pero temiendo que no le escucharan ó que se rieran de él, se
limitaba á preguntar por la casa de socorro... y así llegó á ella.

La invadía, por todos los mezquinos claros de sus dos fachadas, una
multitud medio amotinada ya, porque eran muchos los heridos, poco el
espacio interior y muy escasos los hombres y los recursos para curar.
Pachín fué mirando una por una á todas las mujeres de la muchedumbre
invasora... Ninguna de ellas era su madre. Después se dijo: «hay
que entrar, ¡y entraré aunque muera en el empeño!...». Y entró al
fin, ingiriéndose, deslizándose, forcejeando, oprimido, pisoteado
y devorando los ayes que le arrancaba cada golpe que recibía en la
herida de su cabeza... pero entró; entró, para luchar de nuevo en las
angosturas de los pasadizos y encrucijadas miserables de aquel triste
asilo, oprobio, por su pobreza y desamparo, de una ciudad cristiana
y rica. Se ahogaba el infeliz en medio de aquella otra muchedumbre
prensada entre mugrientos tabiques resquebrajados, y en una atmósfera
impregnada de todas las pestilencias imaginables y de las notas
aflictivas de todos los quejidos del dolor. Ni siquiera tenía la
suficiente luz para orientarse en el menguado recinto. Pero por todo
suplía el ardor de la fiebre que le movía y le guiaba. Así logró ver
entre las tinieblas y andar á través de compactos muros de gente, y
examinar uno á uno á los sanos, y á los heridos que esperaban turno
para ser curados, y á los que curándose estaban, y á los que yacían en
sillas, catres y rincones, muertos ya ó agonizando... hasta llegar á
convencerse de que ni entre los muertos ni entre los vivos de dentro
ni de fuera de la casa de socorro, estaba su madre... ¡Nada, pues, le
quedaba que hacer allí!... Y ¿á dónde volver ya la consideración en
busca de una esperanza siquiera?

Ni en el lugar horrendo, ni en aquella casa, ni en el camino
intermedio había dado con su madre, ni entre los muertos ni entre los
heridos. Estas señales bien podían serlo de que vivía; pero si vivía,
seguramente habría andado buscándole á él como él la buscaba á ella; y
buscándose uno á otro de esta suerte, se hubieran encontrado ya los dos.

Arrastrando por estas asperezas el fatigado discurso, se le ocurrió
la idea de que, herida ó contusa ó buscándole á él, bien pudiera su
madre haber vuelto á la posada. Este chispazo de luz iluminó un poco
su tenebrosa fantasía y reavivó las fuerzas que iban faltándole por
momentos y á medida que perdía las esperanzas. Pensar y ejecutar
eran en Pachín entonces una misma cosa. Buscó con una rápida mirada
el camino más breve y desembarazado para salir de aquellas espesuras
asfixiantes; vió cerca de él una ventana entreabierta, y por ella saltó
á la calle.

La noche, pues ya había cerrado, límpida y serena arriba en un cielo
fulgurante de estrellas, era abajo negra, tediosa y funeraria; estaban
á obscuras ó á media luz las calles, según que hubieran sido más ó
menos flageladas por el azote de la tarde, y las que no desiertas en
absoluto, escasamente recorridas por transeuntes que se movían sin
ruido, como los fantasmas de las pesadillas. Todo esto doblaba las
dificultades de Pachín, nada práctico en los laberintos de la ciudad
con el sol del mediodía, cuanto más entre las tinieblas de la noche, ¡y
de una noche como aquélla!; pero acertando por instinto unas veces y
preguntando otras, siempre caminaba con buen rumbo y no perdía terreno
en su afanoso andar sobre un empedrado nunca limpio de escombros de las
casas contiguas ni de la metralla homicida de la explosión.

Lo peor era, para el infeliz, la poca fe que le animaba ya en sus
exploraciones, con la experiencia de las malogradas; pero como tenía
mucha en la misericordia de Dios, á menudo elevaba al cielo los ojos,
conductores de las plegarias que salían del fondo de su pecho. Así se
confortaba un poco, y así llegó al barrio y á la calle en que estaba su
albergue provisional.

No sabía el pobre muchacho si condolerse ó alegrarse de llegar á él,
porque mientras andaba, eran tan grandes como sus deseos de triunfar
en el empeño, los temores de un nuevo desengaño. Pero más que estas
vacilaciones de su espíritu, le detenían en su marcha la obscuridad y
los estorbos de la calle, y hasta la codicia de oir algo que pudiera
convenir á sus fines en el vocingleo desacordado y clamoroso de los
corrillos que encontraba al paso, y encontró uno en cada puerta. Toda
la vecindad estaba á la intemperie y medio á obscuras, unos por miedo á
la soledad del propio domicilio; otros por las ruinas y quebrantos de
los suyos; otros por saber de amigos ó deudos que no volvían, y casi
todos por el ansia bien justificable de cambiar impresiones tristes y
averiguar algo más de lo ocurrido, y de lo que se pronosticaba y se
temía para aquella noche. Esto sacó en limpio el angustiado muchacho de
lo que pescaba en las conversaciones sorprendidas al pasar, y además,
que aquel resplandor que se notaba sobre la línea de edificios de la
acera del sur y era la causa de que no fuera absoluta la obscuridad en
la calle, procedía de un gran incendio, del de otra cuyo nombre, citado
en las conversaciones, le era desconocido. Pero de lo que le interesaba
verdaderamente, de lo único que le llegaba al alma y le poseía de pies
á cabeza, ni una palabra. En estas ansiedades, temblándole las piernas
y latiéndole el corazón, se acercó al corrillo que obstruía el portal
de su posada. Sin despegar los labios miró á todas las mujeres que
había en él, una de las cuales era la posadera: ninguna era su madre.
Entonces se atrevió á preguntar por ella: si estaba en casa ó si había
estado poco antes. Conocióle por la voz la buena mujer, que no cerraba
boca ponderando estragos y dolores, y corrió á abrazarle, declarando á
gritos lastimeros que él era el único huésped de la casa que veía desde
la «reventadura» del vapor.

El mísero Pachín, que estaba gastando en aquella prueba las últimas
fuerzas que le quedaban en el espíritu y en el cuerpo, no dió con el
suyo en las piedras de la calle, porque le recogió en sus brazos la
posadera.

                   *       *       *       *       *

Proezas de caridad hicieron con él aquellas buenas gentes, que al
verle á la luz de una vela que ardía en el portal, donde en seguida
le metieron, hasta muerto llegaron á considerarle. No era para menos
el aspecto que ofrecía, con las manos y la cara pálidas como la cera,
donde no estaban manchadas de sangre ó teñidas de negro, como las ropas
que le cubrían el cuerpo desmayado, después de haberse citado allí por
alguien que acababa de verlo, casos de heridos ó contusos que andando
por sus pies hacia la casa de socorro desde el lugar de la catástrofe,
habían caído muertos de repente. Mas como en opinión de otro, menos
pesimista y charlatán que los demás circunstantes, quedaban en Pachín
restos de vida, cada cual subió en volandas á su piso y bajó con el
remedio que más fe le merecía en un caso como aquél: cabezas de ajo,
vinagre fuerte, pencas de romero, vino generoso. De todo ello y de
mucho más se hizo uso, rápida é inmediatamente, quitándose _la vez_ las
afanadas ministrantes (pues lo eran sólo las mujeres, y tantas como
los remedios aplicados), hasta que con ellos, ó á pesar de ellos, fué
volviendo en sí poco á poco el desmayado.

Á todos y á cada uno de los presentes miró después con gran fijeza,
pero á nadie dijo una palabra; y en el mismo silencio apartaba con las
manos los remedios con que le perseguían implacables las caritativas
mujeres por las narices, por la boca, por «el dedo del corazón» y por
detrás de las orejas, hasta que estimó con el olfato el contenido de
una copa que le ponían entre los labios, y sorbió con avidez aquel
licor vivificante, que era vino generoso. Sintiéndose más reanimado con
él, probó á levantarse del escalón en que estaba sentado; consiguiólo
sin dificultad, y se negó á beber más vino que le ofrecía la vecina
triunfadora. Se consideraba ya en posesión de las fuerzas que
necesitaba para lo que se proponía; habló solamente para preguntar
si durante su desmayo se había sabido algo de su madre; dedujo una
negativa de las artificiosas respuestas que se le dieron, y se lanzó
de nuevo á la calle, sin que advertencias ni ruegos en contrario
alcanzaran á detenerle un solo instante.

¿Á dónde iba el infeliz? ¿qué planes llevaba en la cabeza? Ni él
mismo lo sabía. Á buscar á su madre, á saber de su madre donde quiera
que hubiera gente, muerta ó viva, ó se oyeran acentos de lástima ó
quejidos de dolor; á todos los sitios y lugares, menos á aquéllos en
que reinaran la alegría y el reposo, si es que algo de esto quedaba á
aquellas horas en los ámbitos entenebrecidos de la castigada ciudad.

De pronto reflexionó que estando su madre viva, y sana _ya_, y no
habiendo ido _todavía_ á buscarle á la posada, era lo natural que
anduviera buscándole á aquellas horas en el lugar mismo donde él la
había buscado á ella apenas _resucitado_. Y hacia allá se fué sin
vacilar.

Andando, andando, por el mismo camino que los dos habían llevado por
la tarde al salir de casa, también llegó á verse, como entonces, bien
acompañado de transeuntes á medida que ensanchaban las calles que
recorría y se acercaba á la desembocadura de la más ancha de todas en
el vasto recipiente. Pero entre estos transeuntes y los de la tarde,
¡qué diferencia! Los que llevaban su mismo rumbo, ¡qué desesperados ó
qué abatidos! Los que con él se cruzaban parecían el cortejo fúnebre
de los muertos ó mal heridos que encontraba á cada paso, conducidos
en camillas por hombres de andar acompasado y solemne. Así llegó al
término de su viaje.

Pensaba Pachín que ya había visto el cuadro por la tarde en su aspecto
más imponente y amedrentador; pero se convenció, al hallarse de nuevo
delante de él, de que estaba equivocado en sus juicios. El incendio
de los muelles se había ido nutriendo de la madera de los contiguos;
hacia el fondo del oeste se erguían otros nuevos, cebados en las
entrañas de grandes edificios, y el que él había dejado naciente sobre
los que cerraban la plaza por el norte, era ya una lumbre formidable
que llevaba devorado un tercio de la hermosa cortina, y extendía sus
tentáculos de llamas destructoras sobre todo lo que quedaba enhiesto á
sus alcances.

Á la luz brillante de estas enormes hogueras, los relieves siniestros
de la superficie negra, iluminados en sus perfiles, resultaban más
negros y repulsivos todavía, por la brusquedad y fuerza del claro
obscuro; y como figuras de cuadro fantasmagórico, las personas que
discurrían lentamente ó maniobraban agrupadas en toda la extensión de
la llanura. Como detalle, también nuevo para Pachín, el vecindario de
la calle incendiada, llorando otro infortunio más sobre la ruina de sus
ajuares arrojados por los balcones ó amontonados en el arroyo, y cada
cual mirando por lo suyo, porque en aquel infausto día nadie estaba tan
libre de desventuras propias, que tuviera tiempo sobrado para atender á
las ajenas de tal casta. Donde se contaban por cientos los cadáveres,
¿qué importaban las gentes sin hogar?

Pachín, por mozo, por inteligente y por blando y noble de corazón,
aunque inculto aldeano, era un poco artista sin saberlo; y por eso se
le impuso y le anonadó el espectáculo, más que por cada uno de sus
siniestros componentes, por la terrible grandeza del conjunto de todos
ellos. Para un campo cubierto de ruinas, de cieno y de cadáveres, ¡qué
luz más propia y adecuada que la de una conflagración como aquélla? Un
horror alumbrado por otro horror.

El trabajo del pobre chico iba á ser muy diferente del que allí mismo
había hecho por la tarde. No rebuscaría entre los muertos, que ya se
sabía de memoria, sino entre los vivos que buscaran algo, como había
buscado él. Mas como los vivos eran muchos y, aun á corta distancia
de ellos, por la negrura del suelo y las fantasías de la luz todos
aparecían á sus ojos como bultos informes, sin distinguirse los hombres
de las mujeres, necesitaba examinarlos muy de cerca, y, para eso,
recorrer el campo de extremo á extremo. No le arredró la tarea, y la
acometió en seguida sin otras vacilaciones que las que le imponían las
dificultades del suelo agravadas por la obscuridad.

Eran ya más las lágrimas que los quejidos en aquel enorme _spoliarium_,
y por eso había ocasiones en que Pachín no oía en su derredor otros
rumores que el incesante crepitar de las llamas devoradoras, y alguna
voz de los que huían de sus estragos, ó de los que empleaban en
combatirlos, inútilmente, las escasas fuerzas que les había dejado
la tremenda sacudida del otro azote. En estos casos eran mayores las
repugnancias y el miedo del pobre aldeanillo, que al dudar si pisaba
entre las negruras del suelo «carne cristiana», soñaba oir hasta el
gemido de protesta contra la profanación cometida por sus pies. Sudaba
el infeliz en estos trances y procuraba acercarse á la luz mortecina
de los farolillos que llevaban algunos grupos y personas dispersas, y
lo hacía con el doble fin de saber mejor dónde pisaba y reconocer más
fácilmente lo rastreado, si tenía la dicha de dar con ello.

Pero andaba, andaba, palpando casi las personas cuyos pasos seguía, y
jamás lograba otros frutos que un desengaño en cada intento. En esta
labor dolorosa, prefería las figuras solitarias, por calcular que su
madre, desconocida y forastera, no podía andar de otro modo por allí.

Una vez, siguiendo el rumbo de la luz extenuada de uno de los
farolillos errantes, verdaderas luces de cementerio, tropezó con dos
mujeres. La una llevaba un farol en la mano; la otra en las suyas un
jarro con agua, una jofaina y una esponja. La del farol, aunque se
envolvía el talle y parte de la cabeza en un espeso manto, le pareció,
por la blancura de su tez y el aire de su persona, dama distinguida.
Á la luz de los incendios más que á la amortiguada del farolillo, vió
Pachín que tenía los ojos enrojecidos de llorar y surcadas de lágrimas
las mejillas; y aunque se había cerciorado de que ninguna de las dos
era la mujer que él andaba buscando, las siguió en su faena y sin
estorbarlas, durante un buen rato. Cuando encontraban el cadáver de un
hombre, _si tenía cabeza_, la señora arrimaba á ella el farol, y con
la esponja empapada en agua que le ofrecía la otra mujer, le quitaba
cuidadosamente la tizne de la cara... ¡y adelante con su pesada cruz!
porque nunca era el muerto que reconocía, la prenda de su corazón que
iba buscando. De todos los dolores que había conocido Pachín hasta
entonces en el mismo triste lugar, ninguno le pareció tan hondo, ni le
mereció tanto respeto como aquél.

Dejando perderse á la infeliz señora en los misterios de la obscuridad
lejana, corrió él hacia los grupos de gente que vió sobre uno de los
muelles fronteros al buque sumergido, alumbrados por el resplandor del
que estaba quemándose. Tampoco estaba su madre allí, entre las mujeres
que seguían con avidez ansiosa los trabajos que se hacían en el agua,
trabajos ya conocidos de Pachín, aunque en escala más reducida. Ahora
los botes y las lanchas eran más, y más los garfios que se arrojaban
al fondo, y más los restos que salían enganchados, sin contar _lo_
que se recogía flotando entre maderos, latas y otros mil despojos del
desastre, que iba apareciendo arrastrado por la corriente, sin que
nadie supiera de dónde venía ó dónde había estado hasta entonces. Se
alumbraba la escena con hachones de viento, cuya luz iluminaba racimos
de cabezas, y se reflejaba trémula en las removidas y turbias aguas.
Pachín huyó de allí con el corazón oprimido por una nueva forma de
dolor congojoso y asfixiante, y se sumió de nuevo en las sombras de la
llanura, á continuar su labor con más bríos que esperanzas.

Observó que los grupos con luz eran siempre de hombres solos, hombres
encargados de recoger cadáveres y de conducirlos en camillas ó
amontonados en furgones, al sitio que les estaba destinado. Esto le
pareció muy aflictivo, y, sin embargo, seguía á los grupos, aunque sin
saber si lo hacía por verse más acompañado en su pavorosa soledad, ó
por guiarse mejor con la luz de sus faroles, ó porque le arrastraba la
fascinación de lo tremendo, como arrastra la visión de los abismos.

Explorando así entre vivos y muertos, y devorando, más bien que
mirando, con los ojos hechos ya á la obscuridad y á descifrar los
engaños en que envolvían á las personas errabundas los resplandores
siniestros de las llamas, dió con otro grupo de hombres cuya ocupación
era cuanto allí le quedaba que ver. Aquellos hombres llevaban entre
manos unos sacos negros, muy grandes, y en estos sacos iban metiendo
los despojos que encontraban desparramados: miembros, entrañas... y
hasta la sangre, recogida del suelo con la tierra empapada en ella y
por ella santificada ya... Asociósele, con la fuerza y velocidad del
rayo, el recuerdo de su madre desaparecida á la visión de aquellas
reliquias espantosas, y no pudo más el desdichado: sintió una angustia
indefinible entre corrientes de sudor frío que le bañaban el cuerpo;
turbósele la vista, y sin fuerzas para sostenerse de pie, cayó
desplomado sobre un rimero de escombros.

Cuando volvió en sí, socorrido por aquellos buenos hombres,
respondiendo á preguntas que le hicieron les contó su desventura y sus
intentos malogrados. Allí, á aquellas horas, había perdido su última
esperanza. ¿Qué le quedaba sin explorar? ¿Qué más muertos, qué más
heridos ni qué más buscadores de ellos, que los que ya había visto y
reconocido él? Dijéronle entonces, acaso para levantarle un poco el
espíritu desmayado, que había en el Hospital muchos heridos y muertos
de que él no tenía noticia, y ello bastó, en efecto, para que le
renacieran los bríos y se creyera capaz de los imposibles. ¿Por dónde
se iba al hospital? Le indicaron dos caminos: el más abreviado y el
más largo; pero eligió el segundo, porque el arranque del primero,
según se veía desde allí, estaba obstruido por dos incendios que casi
cruzaban ya sus llamaradas.

Hasta entonces no se había detenido el pobre muchacho á considerar
el incremento que tomaba por instantes aquel nuevo desastre, y la
extensión y fuerza que alcanzaba. Por el lado del norte formaban las
llamas una altísima cordillera; y de la anchura que había adquirido
su base, de la cual parecían las raíces las enrojecidas lenguas que
asomaban por todos los corroídos huecos de los edificios que le servían
de pasto y golosina, se deducía fácilmente que estaban ardiendo los dos
lados de la calle trasera en casi toda su longitud. Á su vez, el primer
incendio del otro lado, el del oeste, encrespándose y respingando
y nutriéndose sin cesar de las casas en que había hecho presa, se
esforzaba en dilatarse á diestro y siniestro, pero especialmente hacia
el norte, como si tratara de tomar de aquel otro incendio más pujanza,
para llegar de un salto á enlazarse con el que le seguía por el sur, el
cual también se cernía y forcejeaba para salirle al encuentro.

Por misericordia de Dios, las voraces hogueras subían pacíficas y
rectas al espacio, en cuyas alturas chisporroteaban sus pavesas entre
los remolinos del humo ceniciento acumulado allí en espesos nubarrones.
Un soplo de aire que inclinara las llamas hacia el norte, y desaparecía
toda la ciudad en breves horas. No se concebían en lo humano fuerzas
bastantes para triunfar en una lucha contra enemigos como los de aquel
día; día no menos infausto y pavoroso que los evocados por el poeta;
aquellos

      «..._días de espanto
      en que rezan á solas los ateos_».

                   *       *       *       *       *

¿Qué fuerzas sostenían á Pachín para hacerle capaz de tanta
resistencia? ¿Quién de los que le veían pasar y adelantarse á todos
los que más andaban entre calles, y retroceder de pronto, ó desviarse
para examinar un corrillo de mujeres, ó meter la cabeza por las
entreabiertas hojas de la puerta de un tenducho, porque había creído
oir una voz que se parecía á la de su madre, podía sospechar siquiera
lo que aquella criatura llevaba andado, rebuscado, y padecido en el
cuerpo y en el alma, desde las cinco de la tarde? ¡Oh! si los que
pesan y miden por escrúpulos la fuerza y la resistencia de determinadas
substancias del mundo físico, pudieran estimar del mismo modo lo de que
es capaz y resiste el espíritu humano puesto en tensión vibrante por
los grandes infortunios de la vida, ¡qué hallazgo para la ciencia y qué
sorpresa para los sabios del alambique! Pues esta fuerza prodigiosa era
la que sustentaba á Pachín y ponía en actividad todos sus miembros, y
en plena luz su juvenil inteligencia, y le hacía insensible al dolor
de sus heridas y á los lamentos de los desdichados como él, y diestro
en la obscuridad de la noche entre calles que jamás había pisado, y
sutil en la investigación de su camino. ¡Si hubiera podido dominar sus
impaciencias como su debilidad y sus angustias! Y eso que no iba solo,
porque le acompañaban otros muchos peregrinos del dolor. _Allá_ iban
todos en busca de lo que no habían podido descubrir en otra parte.
¡Lo mismo que él! Y con ellos siguió, calle arriba, calle arriba,
como si todos fueran unos, aunque todos eran extraños entre sí. Nada
se hablaban, nada se decían; pero casi todos lloraban en silencio,
y éste era el lenguaje único inteligible y familiar de aquel pueblo
en aquellas horas de infortunios cuya expresión no cabía en ninguna
lengua humana.

El portón del hospital estaba abierto, porque no había un instante en
que alguien no entrara ó no saliera por él. Pachín entró, adelantándose
un buen trecho á los que con él iban; y dejándose guiar por las
primeras luces que descubrieron sus ojos al hallarse en una galería de
macizos arcos de piedra, tomó por el lado derecho, sin parar mientes
en las monjas y otros servidores del piadoso asilo, que pasaban á su
lado en afanoso trajín; volvió luego hacia la izquierda, siguiendo
los rumbos de la nave; vióse enfrente de la embocadura de una gran
escalera; subió por ella, y se encontró en otra galería como la de
abajo, pero más abrigada y menos libre de estorbos para recorrerla,
porque estaba á medio llenar, y continuaba llenándose, de camas
improvisadas tendidas en el suelo. Mientras dudaba si tomar por un lado
ó por otro, y sin atreverse á preguntar á nadie, ó quizás olvidado ya
de cómo se preguntaba por lo que no se sabía, oyó rumor de voces y de
lamentos hacia la derecha, y por aquel lado se encaminó. Á los pocos
pasos topó con una puerta que daba ingreso á una habitación colmada
de gente. De allí salían los rumores y los ayes. La habitación no
era grande; pero sí lujosa, al parecer del aldeanillo, con muchos
retratos en las paredes, y un piso tan reluciente y _fino_, que Pachín
se resbalaba al andar sobre lo poco de él que estaba desembarazado.
Olía allí mucho «á boticas», y había colchones y mantas en el suelo,
y en cada cama de éstas y sobre cada mueble de los arrimados á las
paredes, un herido ó un moribundo. Junto á los primeros, curándoles
las tremendas heridas, médicos con sus blancos mandiles por delante, y
la bruñida herramienta ó los vendajes entre manos, y practicantes que
les ayudaban en la cruenta labor, y las santas siervas de la caridad
que cuidaban de todo y á todo atendían como quienes eran. Junto á un
hombre que se moría, un sacerdote arrodillado é inclinado sobre él,
casi abrazándole; un sacerdote muy extraño para Pachín, que recordaba
haberle visto en idénticas ocupaciones en la casa de socorro: vestía
ropaje muy fino de color morado; colgaba de su cuello sobre el pecho
un crucifijo de oro, y llevaba un grueso anillo en una de sus manos.
Su voz era dulce, como el mirar de sus ojos compasivos, y su palabra,
elocuente, persuasiva y amorosa. ¡Qué cosas sabía decir al moribundo,
casi llorando de pena! ¡qué valor le infundía, y cómo le consolaba!
Jamás había visto Pachín un obispo sino en estampas y con mitra,
báculo y capa pluvial; y por eso no conoció al de su diócesis en aquel
caritativo y humilde sacerdote con vestiduras moradas, de corte igual
al de las negras de los otros curas que por allí andaban también, como
en la casa de socorro y en el campo mismo de la catástrofe.

Pero ni entre los que se morían, ni entre los que eran curados por los
médicos ó esperaban su turno para curarse, ni entre los vivos y sanos
que se entretejían con ellos, se hallaba su madre. Supo que estaban
colmadas de heridos todas las salas de cirugía del Hospital, y que
por eso se había habilitado precipitadamente aquélla, cuyos destinos
ordinarios eran bien distintos; y en busca de las otras salas fué, con
las señas que le dieron.

El rastro de las improvisadas camas de la galería, algunas ocupadas
ya, iba enseñándole el camino á lo largo de ella; otro, de lamentos y
quejidos, le guió á un departamento en que había dos grandes mesas de
muy extraña forma, y varios aparatos de uso desconocido también para
el ignorante aldeanillo, aunque por el sitio en que se hallaban y la
vecindad que tenían y, sobre todo, por «el arte» de unas herramientas
que vió relucir en el fondo de un armario cerrado con cristales,
presumió que nada de ello debía de ser para «cosa buena». En cada
costado, según se entraba, había una puerta, y cada puerta daba ingreso
á un gran salón en que se percibían mucha gente, muchas camas, muchos
ayes y mucho olor «á boticas».

Tomó, al azar, por la derecha y penetró en aquella estancia; pero con
más desahogo que en la primera que había visitado, porque no sólo
era más grande, sino que las camas estaban armadas y en dos filas,
con los testeros á la pared, dejando entre los pies de unas y de
otras, un ancho pasadizo para la gente. Por lo demás, el mismo linaje
de enfermos, iguales martirios, igual trabajo de los médicos y sus
ayudantes, las mismas religiosas asistentes, idénticos moribundos con
el cura á la cabecera, el mismo espanto en todas las caras, las mismas
lágrimas en muchos ojos, y el mismo afanoso ir y venir de los que no
podían subdividirse para estar á la vez en todas partes.

Pachín fué recorriendo cama por cama, detrás de los médicos unas
veces, y otras como podía ó le era permitido; y sólo cuando llegó á
las últimas, supo que no había más que hombres en aquella sala. La
destinada á las mujeres era la de enfrente. Salió volando de aquélla,
atravesó la de los aparatos y penetró en la que le interesaba más.

Era una exacta reproducción de la de hombres, con el mismo número
de camas y de enfermos, é idéntica legión de médicos y asistentes.
Á Pachín le parecía imposible que habiendo tantas mujeres reunidas
allí, víctimas de una misma causa, no fuera una de ellas su madre.
Esto le reanimaba mucho las vacilantes ilusiones; pero al mismo tiempo
aumentaba enormemente su trabajo. No tenía más campo de investigación
que las caras; y la que de ellas no estaba desfigurada por el dolor, lo
estaba por las heridas, ó por las contusiones, ó por el fango negro.
Tenía que preguntar á la enferma misma, y casi nunca le respondían,
ó le respondían con un ¡ay! que le desgarraba el alma. Á las más
contrahechas de semblante ó aletargadas por el ardor de la fiebre, les
gritaba su propio nombre al oído, para sorprender un indicio en un
gesto ó en una vibración de aquella vida expirante. Cuando en estas
investigaciones no satisfacía sus dudas, preguntaba á las monjas, á
los médicos, á cualquiera de los enfermeros, por la procedencia de la
enferma, y, al último, por las ropas con que había llegado al hospital,
y corría á examinarlas; y con un desengaño más, volvía á la sala de
nuevo á proseguir su dura labor, cada vez menos afortunada y más
dificultosa.

Al darla por concluida allí, ¡qué hallazgo, en definitiva, el suyo!
En los lugares azotados directamente por la catástrofe, había visto
un sinnúmero de heridos y muertos; tantos, que había llegado á
familiarizarse con los horrores amontonados, con la tizne del fango
negro y los vestidos en jirones; pero en las camas del hospital,
siguiendo las faenas heroicas de los médicos, había estimado los
horrores en toda su desnudez y detalle por detalle, limpios de todo
disfraz y destacándose sobre la blancura de las ropas. Le parecía
imposible que con aquellos enormes boquetes sanguinolentos, con
aquellas desgarraduras espantosas de la carne, con aquellos miembros
macerados y brutalmente desprendidos de sus goznes, pudieran vivir los
pacientes hasta que, según también sabía ya, fueran operados en la sala
contigua y en otras semejantes, á la luz del sol de nuevo día... si era
creíble que nacieran días de sol de una noche como aquélla.

Largo rato pasó el sin ventura á pie firme en medio de la estancia, con
la cabeza inclinada sobre el pecho, la imaginación perdida en un páramo
de desconsuelos, y la memoria atestada de los espectáculos recientes
que se renovaban en ella á cada instante con los lamentos que llegaban
á sus oídos de todos los rincones del salón. Sintiendo enervarse
sus fuerzas y no resignándose fácilmente á darse ya por vencido en
su generoso empeño, preguntó si no le quedaba más que ver y que
registrar en los departamentos de aquella casa. El preguntado, después
de levantar los brazos hasta la cabeza y la vista hacia el techo, le
respondió afirmativamente y le dió minuciosas señas del camino que
debía seguir.

Con ellas en la memoria y reavivada su energía con el estímulo de una
nueva esperanza, salió Pachín de allí; desanduvo todo lo andado al
subir, y cuando acabó de bajar la escalera, atravesó el patio interior
que tenía enfrente, y después la nave del claustro... Allí estaba,
abierta de par en par, la puerta que se le había indicado en los
informes.

                   *       *       *       *       *

Cuando puso los pies en el umbral, sintió en la cara la impresión
del relente frío de la noche, y tropezaron sus ojos con las espesas
columnas de llamas de los incendios de Maliaño, recortadas en sus
bases por la línea negra del muro que cerraba por dos lados el espacio
del primer término. Se le antojaba que podían alcanzarse con las
manos desde allí, á poco que se estiraran los brazos, las guedejas
resplandecientes de las cabelleras infernales de aquellas furias
destructoras, y tembló de espanto al considerar que podía cernerlas de
un momento á otro una veleidad del aire sobre aquel santo asilo colmado
de víctimas del otro azote. Rogó á Dios con toda su alma que apartara
de allí tan negra desventura, y se dispuso á bajar los cuatro escalones
de piedra que le separaban del suelo de aquel extraño recinto, que, por
las primeras señales, le pareció un corral abierto, bien poblado de
gente y regado de lágrimas.

El corral, patio ó lo que fuera, no tenía otra luz que la reflejada de
los incendios por encima de las tapias, y, de este modo, acontecía en
él lo que en la explanada de los muelles: que con aquellos reflejos
indecisos y fantásticos, las sombras adquirían mayor intensidad que la
ordinaria, y en los relieves del suelo se multiplicaban los engaños;
por lo cual le costaba á Pachín mucho trabajo orientarse en el terreno
que dominaba mal con la vista en la penumbra. Al fin se orientó, aunque
más le valiera no haberlo conseguido; porque apenas descubrieron sus
ojos, hechos ya á la obscuridad, los misterios de aquel cuadro, los
apartó de él estremecido y se encontró sin fuerzas para dar un paso
más hacia adelante. El recinto era largo y angosto y con el suelo
muy inclinado hacia el sur; es decir, hacia la mar; enfrente de la
escalerilla había un cobertizo arrimado al muro que limitaba el patio
por aquel lado, paralelo á la fachada del hospital; en la parte alta,
una puerta cochera; en la de abajo, un muro ciego; y entre este muro y
la esquina visible del hospital, un espacio encerrado por una verja.
Inmediato al costado de la escalerilla, á la derecha de Pachín, de
largo á largo en el suelo del patio y con la cabeza arrimada á la pared
del edificio, había un cadáver; más abajo, á dos palmos de él, otro,
y luego otro, y otro... y otro; y así hasta donde alcanzaba la vista
ó lo permitía el estorbo de la gente que hormigueaba entre ellos. Por
la puerta cochera entraban entonces un carro de bueyes y un furgón;
y aquel furgón y aquel carro venían también cargados de muertos, que
algunos hombres vivos iban colocando después, uno á uno, en la línea de
la pared, boca arriba, para ser más fácilmente examinados y reconocidos
por los buscadores que, como Pachín, llevaban horas y horas rastreando
desolados lo que no encontraban en ninguna parte. Con los cadáveres
del furgón iban algunos sacos: aquellos sacos negros cuyo destino
había espantado poco antes al pobre muchachuelo, el cual volvió á
sufrir mayor espanto al ver que, después de conducidos del furgón á la
tejavana, se amontonaba en el fondo de ella su contenido sangriento.
No podía impresionar mucho la vista de unos muertos más á quien
tantos y tantos había visto en pocas horas; ¡pero verlos como Pachín
los veía allí!... en aquel estrecho y obscuro callejón, ordenados en
hilera y cara arriba, oyéndose el coro de gemidos de la gente que
iba manoseándolos y reconociéndolos uno á uno; por lo alto, la luz
siniestra de los incendios; abajo, la penumbra misteriosa y tétrica, y
enfrente, el antro negro del cobertizo colmándose de despojos humanos
y de sangre: todo esto ofrecía un conjunto de novedad tan patética y
horripilante á los ojos del infeliz aldeanillo, que le hizo temblar de
miedo y clavó sus pies en el umbral de la puerta.

Le costó mucho, mucho trabajo rehacerse; pero se rehizo al cabo,
impulsándole la conciencia de su deber impuesto por las leyes de su
corazón de hijo, y descendió con paso firme y resuelto los peldaños
de la escalerilla; y tuvo valor, ó, por lo menos, fuerza de voluntad,
para acercarse á la andanada de muertos, y pasarlos revista uno por
uno, y palparlos y removerlos en busca de mejor luz, cuando eran sus
mortajas vestiduras de mujer. Pasaba ya la fila de ellos de la esquina
del hospital, y penetraba en el enverjado. Pero en aquel terreno, que
era un pedazo de jardín, cambiaba de forma la exposición y aparecían
los cadáveres tendidos en los senderos, con los aterciopelados taludes
de las canastillas por cabezal. ¡Contraste bien horrendo! La mansión de
las flores, que son el adorno y la sonrisa de la naturaleza, invadida
y hollada por los despojos de la muerte en su aspecto más repulsivo y
desconsolador.

Pachín notó el contraste á su manera, y á su manera le sintió en el
fondo del alma, herida ya en lo más vivo por una alucinación de su
vista perturbada. La luz de los incendios, al reverberar en el suelo
y en las caras de los cadáveres, contraídas y desfiguradas, fingía en
ellas convulsiones y gestos que Pachín descifraba siempre en un mismo
sentido. Le parecía que todas aquellas caras terrosas, sepulcrales,
mirando al cielo, imploraban algo de él: unas, misericordia; otras,
venganza. Esta obsesión invencible y avasalladora, y el espectáculo
aflictivo de los que, más felices... ó más desdichados que él, hallaban
al fin lo que habían ido á buscar en aquel fúnebre depósito, le
obligaron á abandonarle.

Cuando, bien informado, además, de que nada le quedaba que hacer allí
ni en ninguna otra parte de la ciudad por aquella noche, salía del
enverjado en dirección á la puerta cochera que acababa de abrirse
para dar paso á otros furgones con más muertos, se fijó en un hombre,
muy anciano, que estaba sentado en un poyo y acariciaba la cabeza de
un mastín acurrucado junto á él. Le sorprendió el hallazgo; y por
entretener el miedo que le hacía temblar, ó por un inconsciente impulso
de su condición de muchacho, preguntó al hombre lo que deseaba saber;
y el hombre, bondadoso y con voz dulce y en la desconcertada sintaxis
de todos los campesinos de su tierra, después de quitarse de la boca la
pipa de barro que chupaba maquinalmente, satisfizo su curiosidad. Era
hortelano «de la casa» muchos años hacía, y el perro, guardián de la
huerta por las noches. Estaban allí los dos juntos, para que el mastín
no molestara á _nadie_; y no le tenía solo y amarrado en su garita,
porque no ladrara.

--¿Y qué que ladrara?--preguntó Pachín.

El buen hombre le miró con gesto admirativo; y extendiendo una mano
después y la vista sobre la andanada de cadáveres, le dijo:

--¡Ladrar... ladrar!... ¡y _eso_ por delante todo!... Rezar, rezar
mejor es.

--Pero entonces--replicó Pachín lleno de asombro,--¿hasta cuándo va á
estar usted de este arte?

--Hasta que Dios amaneciendo mañana, hijo... ó dispués.

Todo, en aquellas horas tremendas, era extraordinario y grande, como el
infortunio que las había engendrado: hasta la piedad de los corazones
más sencillos.

                   *       *       *       *       *

En el de Pachín González no quedaba más que una chispa de calor para
sostenerle en el incierto andar con que seguía el camino de su posada:
la esperanza levísima de encontrar en ella, y aguardándole, á su madre.
¡Pero si esta esperanza le salía fallida también!... Y cuando el pobre
pensaba en ello, le abandonaba el vigor artificial sostenido por la
tirantez de su espíritu, y se sentía desfallecer, le dolían las heridas
de la cabeza, y tenía sed ardorosa, latidos en las sienes y mucho frío
en las extremidades... En estas alternativas de vida y muerte, llegó á
la posada; y febril, dolorido, desconsolado, se desplomó sobre la cama
en cuanto la posadera respondió con un triste movimiento de cabeza á la
pregunta que él la hizo con los ojos acobardados.

Ni razones, ni súplicas de la buena mujer y de las personas que la
acompañaban, lograron sacarle del marasmo en que se hundió. Al verle
así, en un estado más alarmante aún que la otra vez en el portal,
se pensó en avisar á un médico para que le asistiera; pero ¡quién
encontraba entonces un médico libre, cuando todos los de la ciudad no
alcanzaban para atender á los grandes apuros de los tristes lugares en
que se apilaban los heridos? Con desdichas tan grandes, «¿qué importaba
el enfermo venturoso que se moría en su propia cama?... Había que
renunciar á este recurso y valerse de los caseros. Y á ellos se acudió
inmediatamente. Quieras que no, se le lavotearon las heridas, y se las
curaron con menjurjes en que abundaban el vino blanco, la ruda y el
aceite; se le vendó la cabeza, y hasta se le obligó á desnudarse y á
que se metiera en la cama, donde le hicieron tragar una buena ración de
vino generoso. El pobre muchacho, primero insensible á todo, y después
dejándose gobernar como una máquina, ni desplegaba los labios para
pronunciar una sílaba, ni apenas abría los ojos. La vida exterior no
parecía interesarle lo más mínimo. Así permaneció largo rato. De pronto
gritó «¡madre! ¡madre!», llevándose ambas manos á la cabeza, y rompió
á llorar amargamente. Lloró mucho el infeliz, y llorando desahogó su
pecho de las angustias que se le oprimían.

Cuando acabó de llorar, se le acercó la posadera enjugándose las
lágrimas, contagiada por la aflicción de su huésped, para preguntarle
si se sentía mejor. Pachín la respondía con una mirada en que se
reflejaba más la gratitud que una respuesta afirmativa... Pero el hielo
estaba roto, y eso buscaba la noble mujer para ingerirse por allí con
otro remedio del orden moral, en el que fiaba mucho para esparcir los
nubarrones de aquel cerebro enardecido. Había que hablarle, referirle
«cosas entretenidas», distraerle, sin salirse del círculo de las
ideas que le tenían tan amilanado; porque irse con la conversación
por otros caminos más risueños sería como burlarse de las tristezas
del pobre muchacho. Y acomodado á esta pauta fué el relato de la
posadera, sentada á la puerta de la alcoba. ¡Cómo y por dónde venían
las cosas más negras, Señor de los cielos! ¡Qué descuidada estaba ella
cuando!... ¡Jesús, María y José! De pronto creyó que habían reventado
las cañerías del gas, porque propiamente parecían los tronidos debajo
de los balcones. No quedó un cristal á vida, retembló toda la casa
y se resquebrajaron casi todos los tabiques: allí tenía Pachín uno
de ellos, bien á la vista, si quería mirar. Pero ¿qué valían todas
esas pequeñeces comparadas con lo que había ocurrido en otras casas
del barrio, como pudo averiguar en cuanto se echó á la calle para
saber lo que pasaba? Techos y tabiques enteros desplomados, escaleras
descoyuntadas y, lo que era peor, heridos á montones por los ladrillos
y cascotes de la ruina... ¡Las cañerías del gas! ¡Buenas y gordas!
Al descubrirse lo cierto, todo el mundo se asombraba de que hubiera
quedado cosa con cosa en la ciudad ni alma viviente para contarlo.
Pues en seguida le entró el recelo por la suerte de los que faltaban
de su casa: tres personas, sin contar á Pachín y á su madre; pero
todas habían ido volviendo, gracias á Dios, y allí presentes estaban
entonces, menos la pobre mujer que no había llegado aún, pero que
llegaría, ¡vaya si llegaría!: tenía ella, la patrona, buenas razones
para afirmarlo... Pero ¡cuánta desgracia, Señor, y de qué pelaje
muchísimas de ellas!... porque no había que decir: primeramente, todas
las autoridades, desde el señor Gobernador civil, y luego... en fin,
que no tenían cuenta los «malogrados». Ésta era la cara «propiamente
mala» del asunto. La otra, no la buena, porque buena no la tenía
desde ninguna parte que se mirase, ya era algo distinta. Quedaban
los desaparecidos; los que habían sido amparados de repente, al ser
barridos por el huracán, en esta tienda y en la de más allá, en esta
casa ó en la otra. Pues todos habían de parecer á su hora; pero
¿quién sabía el cómo y el cuándo de tantas cosas raras como habían de
suceder?... Por lo pronto, en cuanto amaneciera Dios, saldrían á la
calle todos los papeles públicos atestados de noticias, bebidas en
buenas fuentes; y en esas noticias habría para todos los gustos y para
todas las necesidades de muchísimos desconsolados como Pachín. Con que
no había que amilanarse por completo, ni perder la confianza en la
misericordia de Dios...

Lo cierto fué que con el relato y los comentos de la posadera,
reforzados con la aquiescencia bien declarada de los circunstantes,
Pachín fué pasando poco á poco del marasmo á la atención y de la
atención al interés, hasta acabar por reanimarse y por tomar el
alimento sólido y confortativo que le ofreció la patrona y que hasta
entonces se había obstinado en rechazar. Con esto, y el cansancio
de unas faenas tan extraordinarias como las suyas y las necesidades
imperiosas de su naturaleza juvenil, llegó á dormirse profundamente; y
cuando de ello se convenció la posadera, apagó la luz de la alcoba y se
alejó allí, de puntillas, como todos sus acompañantes.

                   *       *       *       *       *

El sueño le agarró de tal manera que no le soltó hasta la madrugada.
Pero ¡bien caro le pagó entonces el infeliz! Es un hecho comprobado
por la experiencia de muchas gentes, que cada hombre tiene designado
por el mismo Lucifer un diablejo que se encarga de recogerle, en el
momento en que se queda dormido, todos los pensamientos tristes que
vagan por su cerebro, y de ponérselos delante de los ojos y á través de
un cristal de aumento, en cuanto se despierta. Un diablejo de esa casta
fué quien martirizó á Pachín, al despertarse, arrebatándole de pronto
las plácidas visiones de su sueño, y poniéndole á la vista el cuadro de
su negra realidad.

Jamás había tenido un sueño como aquél. Se había visto dichoso,
completamente dichoso; y no porque se hubieran realizado sus
ambiciones de gran señor, ni porque tuviera ya los billetes de banco
y el oro de las Indias á carretadas: al contrario, la dicha la había
encontrado en el rincón de su aldea. ¡Pero qué rincón aquél! ¡qué
praderas, qué ganados! ¡qué frutos los de sus heredades! ¡qué montes
tan espesos, y qué música la de su ramaje verde! Y la casa, dentro
del cercado que parecía un jardín por la abundancia, la variedad y
el esmero en el cultivo, tan abrigadita del vendaval y con la solana
al mediodía; la parra, que nacía arrimada á un esquinal, formando un
arco, amarrada á los _tornos_ del balcón; las cuadras, con hermosas
pesebreras debajo del pajar henchido de heno fragante, al costado,
y dentro de la casa, la abundancia de todo lo indispensable para la
vida de familia; el trabajo de la tierra fecunda, placentero, libre
y á la luz del sol; la conciencia tranquila, y el descanso, como la
conciencia; el corazón sin odios; y en el más estimado rinconcito
de él, un cierto cosquilleo vivificante, que tentaba á levantar y
ennoblecer el espíritu y despertaba en la imaginación recuerdos de
ojos azules, de sonrisas plácidas, de promesas cambiadas con palabras
trémulas y miradas cobardes; cuadros, en fin, de una nueva vida de amor
y paz y bienandanza... ¡Y su madre!... el alma de todo, el calor, el
ejemplo, el ambiente sano, la luz y la sabiduría de la casa. ¡Cómo
le quería y miraba por él y le aconsejaba! ¡Y qué vanidad tan lícita
la suya al considerarse merecedor de una madre como aquélla!... En
suma, que Pachín había dado con el idilio de la vida y adivinado el
argumento de un paisaje de abanico. Pues hallándose en el goce de lo
más delicioso de él, fué cuando el diablejo, su enemigo, le apagó
las luces de la fantasía y le puso delante de los ojos el cuadro de
sus desdichas verdaderas. Gimió, lloró mucho entonces, unas veces en
el mayor desconsuelo, otras veces desesperado. Clamó á gritos por su
madre, y rezó fervorosamente por ella, y pidió á Dios... todo lo que
más necesitaba: á su madre, ó fuerzas para resignarse á perderla de
aquel modo.

No quiso desayunarse ni que le curaran las heridas, pero sí levantarse
de la cama: esto lo quiso con grande y reiterado empeño, contra el
parecer y los consejos de la posadera y cuantos con ella habían acudido
á consolarle. Quería levantarse para lanzarse de nuevo á la calle y
registrar toda la ciudad, casa por casa y piedra por piedra. Pero el
trabajo de la víspera y los sufrimientos morales habían acabado con sus
bríos, y se sintió clavado en el lecho por la extrema debilidad.

En estas peleas y arrechuchos, entró el comensal de marras: venía
pálido y descompuesto de faz. Le acosaron á preguntas y refirió lo
que había visto. Había salido muy temprano, porque había dormido mal,
y la curiosidad le arrastraba fuera de casa. Las calles, á la luz
del sol naciente, le habían parecido más tristes que al anochecer de
la víspera; las gentes más abatidas y desencajadas; los estragos más
notorios, y el aspecto, en general, de la población, más patético y
aflictivo. Los incendios continuaban, pero aislados y en camino de
acabarse por falta de cebo y no haber querido Dios que los empujara
el viento hacia donde le había muy abundante. Tentado del diablo y de
un mal consejo, había ido al hospital. ¡Nunca allá fuera! Entró sin
dificultades, como entraba mucha, muchísima gente, y no toda en son
de paz y con el respeto que debía. Por subir la escalera, comenzó á
arrepentirse de haberla subido y tuvo tentaciones de volverse á la
calle. Pero la curiosidad, ¡la pícara curiosidad!... Estaba la galería
por donde andaba, llena de colchones en el suelo, y yacía en cada
colchón un herido; ¡pero qué heridos! ¡qué caras tan monstruosas, tan
negras, cuando no eran amarillas como la cera de las sepulturas! Y
sobre todo, ¡qué alaridos los de aquellos desdichados y otros tales que
se oían de más lejos! Según noticias, así estaban desde la madrugada,
desde que «se les habían enfriado las heridas» curadas por la noche.
Le temblaban las piernas y se le turbaba la vista, pero le arrastraba
la fascinación del horror mismo, y ¡adelante, adelante, adelante!...
Así llegó hasta una embocadura, á cuya puerta, mal cerrada, se quedó
como clavado por los pies. Lo que vió por los resquicios le hizo dar
diente con diente: unas mesas muy raras; sobre las mesas, cuerpos
desnudos de pies á cabeza; y en aquellos cuerpos, insensibles por el
cloroformo, mutilados, chamuscados, desgarrados por la metralla del
vapor, un enjambre de médicos con los mandiles manchados de sangre, y
grandes y relucientes cuchillos, ó formones ó sierras en las manos,
cortando miembros destrozados, ó extrayendo costillas machacadas, ó
mondando, desbrozando boquetes horrorosos, obstruidos por piltrafas
sanguinolentas; irrigando los cortes en carne viva con chorros
incesantes de un agua que olía muy mal, y luego mantas y más mantas
de esponjados algodones y vendajes sobre lo operado; y por fin, entre
brazos de enfermeros el herido, á otra sala contigua; y otro enfermo de
ella, ó de otra igual, á sustituirle en la mesa de operaciones; y cada
cual de los heridos no operados aún, pidiendo á gritos desgarradores la
merced de la sierra ó del cuchillo cuanto antes. Sudaba de congoja el
pobre hombre, y, sin embargo, no podía apartarse de allí: al contrario,
iba insensiblemente y poco á poco penetrando en la sala, y no sabía
qué le fascinaba más, si el horror de los tormentos y de la sangre,
ó el valor, el trabajo heroico é inmensamente caritativo de aquellos
incansables y diestros cirujanos. Al fin llegó á sentir su cerebro, su
corazón, todo su organismo, saturado, ebrio de aquel conjunto de cosas
espantables, y huyó en busca de otro ambiente y de otros espectáculos.

Corrió, más que anduvo, por las galerías en demanda del aire libre
de la calle, y le invitaron á ver el patio exterior, lleno ya,
materialmente, de muertos; pero esta invitación, lejos de seducirle,
le hizo apretar el paso y buscar con dobladas ansias la salida del
hospital... De un tirón había llegado á casa por el camino más corto, y
sin poder quitarse de entre cejas la visión de tan grandes lástimas y
de tanta carnicería...

                   *       *       *       *       *

Con el fin de este relato coincidió la llegada de un periódico recién
salido de la imprenta. Al verle Pachín en manos de la posadera, la
pidió por caridad de Dios que le dejara enterarse de él con sus
propios ojos. No se fiaba de nadie. Complaciósele de buena gana, y se
engolfó con avidez febril en aquel mar de letras de molde. Comenzaba
por la historia del suceso, con declamaciones y comentarios que, por
entonces, no importaban á Pachín cosa mayor. Después iban listas
inmensas de nombres, nombres de muertos conocidos y comprobados; de
heridos muy graves que pronto morirían, y de otros más leves, y de
desaparecidos... Pues todas estas listas leyó Pachín, nombre por
nombre y en voz alta, sin topar con el que buscaba el inocente de
Dios. Luego venían en montones los anónimos, y en seguida el resumen
de cada serie, en números, hasta la hora en que se imprimía... Sumaban
más de doscientos los cadáveres recogidos en el campo de la catástrofe
y en las calles de la población; más de otros tantos los heridos muy
graves, y muchísimos más los relativamente leves, los que habían sido
curados en establecimientos y casas particulares y los que se suponían
existentes de esta clase; por último, los desaparecidos, que no eran
pocos, y que, á aquellas horas, podían sumarse con los muertos.
Después, una enumeración de los efectos del estampido en la ciudad:
casas ruinosas, inhabitables en absoluto; otras con grandes quebrantos
en el interior; la catedral, cuya mole había librado á la ciudad de
muchas desgracias, ametrallada materialmente por el costado del sur; el
tejado, hundido por la cumbre; en el jardín de su claustro, á montones
las vigas de hierro engarabitadas, y las madejas enmarañadas de cables
metálicos, y los clavos de herradura y los cartuchos vacíos; en tal
casa de tal calle, un casco de la caldera del vapor sobre la alfombra
de un gabinete; en el balcón de tal otra, un bastidor de un camarote;
y así hasta el infinito. Luego, muestras del alcance increíble, de la
fuerza expansiva del volcán diabólico: por ejemplo, un bloque de hierro
fundido, de más de seis quintales de peso, que había matado á una mujer
en el camino de Corbán, es decir, á tres kilómetros del sitio de la
explosión. Otros ejemplos de los extraños efectos de ella: cadáveres
sin la más mínima lesión aparente; otro, descalzo de un pie y con el
correspondiente botito al lado; otro, de una señora, con el abrigo,
que llevaba puesto, intacto, y arrancada una manga del vestido que
tenía debajo de él; niños desaparecidos de los brazos de sus zagalas
ilesas, y al revés, sobre el tejado de un almacén de los contornos
de la explanada, y sin un solo rasguño ni la contusión más leve, un
jovenzuelo que había estado viendo el incendio muy cerca del vapor; en
la mesa del comedor de un _hotel_ frontero al muelle del desastre y
ocupada por varios huéspedes, la caída del busto mutilado de un hombre,
colado como un proyectil por la vidriera inmediata... Por último, un
aviso de la alcaldía en el que se suplicaba á los propietarios que
hicieran reconocer los tejados de sus casas, y si encontraban en ellos
_restos humanos_, los recogieran cuidadosamente para darles cristiana
sepultura... ¡Qué más ya?

¿Había entre los allí presentes, ni entre los vivos de la ciudad ni
del mundo entero, quien tuviera noticia de cosas semejantes sucedidas,
ni siquiera soñadas? Ni en duda puso Pachín este sentido apóstrofe de
la posadera... ¡Á buena parte iba con el quejido la buena mujer!...
¡á Pachín, que había visto con sus propios ojos casi todo lo que se
puntualizaba en el periódico! Pero no era ese el caso ya para él,
que no podía evitar tanta desgracia, sino ver el modo de remediar la
suya, si cabía en lo humano, ó, cuando menos, intentarlo con nuevas
investigaciones.

Se hablaba en el papel de gentes recogidas en establecimientos y casas
particulares... Por aquí se podía rastrear, y mucho, siquiera en las
vecindades del abominado sitio, porque no era creíble que su madre
hubiera sido impulsada con vida más al centro... Pero... Y se retorcía
el infeliz en la cama, haciendo pruebas inútiles para levantarse. No
sólo la debilidad, los dolores de sus coyunturas, el quebranto de todo
el cuerpo, le tenían amarrado, adherido á aquel potro de insufribles
tormentos morales. Volvió á llorar desesperado y á rezar, pidiendo á
Dios que le diera las fuerzas que necesitaba para moverse de allí, para
salir á la calle y recorrer la población casa por casa: esta merced
siquiera, ya que no le considerara digno de la fortuna de hallar á su
madre viva, al fin de sus investigaciones. Con lo que hizo llorar de
nuevo á la posadera y conmoverse al comensal, que prometió al afligido
muchacho echarse á la calle en seguida y hacer sus veces en el empeño
que á él le estaba vedado. Y como lo dijo lo cumplió.

       *       *       *       *       *

Pasó tiempo, casi toda la mañana, sin que el comensal volviera, ni
llegaran á la posada otras noticias que las que andaban en todas las
lenguas y por todas partes; y Pachín, pensando que el adquirir fuerzas
para levantarse pronto dependía de engullir mucho, no cesó de bregar
contra la obstinada inapetencia que se lo impedía. Á la hora de comer,
bien corrida ya, volvió el comensal, desmadejado y sudoroso, pero no
desalentado al parecer. Nada traía de lo que había ido á buscar; pero
aseguraba haber dado con un rastro que le prometía algo bueno. Si
Pachín creyó ó no creyó aquel embuste caritativo, nadie se lo conoció;
pero lo cierto fué que el excelente sujeto se volvió á la calle sin
deglutir el último bocado, dejando la posada llena de noticias que
había adquirido en su excursión: que venían legiones de hombres con
potentes aparatos contra incendios, de varios puntos de la provincia, y
todos los bomberos de Bilbao, y el ministro de la Gobernación con una
falange de altos funcionarios, de Madrid, y un batallón de ingenieros,
de Logroño. Porque toda España se había estremecido de espanto al
conocer la extensión de la catástrofe, y de todas partes llegaban
generosas demostraciones de ello.

Con el comento de estas noticias y la adquisición de otras por el
estilo, fué pasándose la tarde y entreteniendo Pachín sus impaciencias;
porque, á todo esto, el comensal no volvía... Hasta que empezó á
anochecer; y cansado de llorar, de sufrir y aun de impacientarse, en
un breve rato en que se quedó solo en la alcoba y casi á obscuras, le
acometió el sueño; pero tan á traición y de repente, que no tuvo tiempo
el diablejo, su espía, de recogerle los malos pensamientos, y se le
quedaron todos en la cabeza. También soñó con su pueblo entonces; pero
¡de qué distinta manera que la otra vez! Toda la comarca era un erial
ingrato: ni el sol se dignaba alumbrarla dos veces al mes, y se sentía
frío en ella hasta en agosto. Él se descoyuntaba el cuerpo trabajando,
¡y nada! Sembraba, y lo sembrado no nacía; el suelo resquebrajado de
sus praderas, sólo daba escajos y zarzas miserables; la casuca se le
desmoronaba á ojos vistas; el hambre y la ruinera acababan con sus
ganados, y se veía con el último vestido que había podido adquirir,
hecho jirones y mugriento por el uso, y además solo, ¡solo de toda
soledad! Porque su madre había muerto también. Subiendo á lo alto del
monte para _hacer_ una carga de leña de la única que se conservaba en
todo él, pero raquítica y chamuscada, como que procedía del incendio
que devoró los robledales que allí hubo, había rodado por los peñascos
de una quebrada, sin que apenas hubiera hallado él quien, por caridad,
le ayudara á sacar del fondo de la barranca el destrozado cadáver.
Todavía estaba viéndole metido en un ataúd sin tapadera, porque era el
de los pobres de solemnidad, con cuatro varales y cuatro patas: los
unos para ser cargado en hombros de cuatro hermanos de la _Vera-Cruz_;
las otras para mantenerle en alto junto á la sepultura y volcar en
ella fácilmente el cuerpo, sin tocarle con las manos. Se había vuelto
hacia casa, después de rezar el responso entonado por el cura sobre la
fosa rociada con agua bendita al mismo tiempo, y aún seguía andando,
andando; pero cuanto más andaba, menos adelantaba en el camino. Había
pasado así toda la mañana y casi toda la tarde; y ya se había puesto
el sol debajo de la espesa capa de nubes cenicientas, y se veía venir
la noche; y unos perros, extenuados de hambre, que habían salido á
ladrarle de las corraladas por donde había ido pasando, no cesaban de
ladrar ni de perseguirle; y él andaba y andaba, moviendo á un lado
y á otro un palo que llevaba en la mano apoyada sobre la cadera, y
empezaba á tener miedo. Porque la noche venía; y al latir lastimero
de los canes se iban agregando voces humanas, que no sabia él si eran
para apaciguarlos ó para azuzarlos más. Por último, anocheció de todo,
y á los ladridos y á las voces se juntó un manoseo que sentía sobre
el pecho y sobre la cara, sin poder averiguar quién ó qué cosa se le
producía; porque la noche era negra, negra como él no había conocido
otra, y no veía en torno suyo más que la negrura impenetrable, maciza,
de la obscuridad. El manoseo del pecho llegó á quitarle la respiración,
al mismo tiempo que le taladraban los oídos, no ya el ladrar de los
perros, sino unos gritos y llamadas que no acertaba á definir; y
como la angustia, el ahogo de su pecho, seguía apretándole, hizo un
esfuerzo de respiración en que puso todo lo que le quedaba de vida...
y triunfó en el empeño. Rotas aquellas opresoras ligaduras, hasta se
disiparon las tinieblas y cesaron los aullidos de los perros... y vió,
vió delante de sus ojos, comiéndole á besos y estrechándole entre
sus brazos, ¡oh prodigio y caridad de Dios!... á su madre; pero á su
madre viva: no á la que había rodado por los peñascos de la quebrada
del monte de sus delirios, sino á su verdadera madre; á la que había
desaparecido cuando la voladura del vapor y buscado él por todas
partes, llorándola ya por muerta. Y vió más todavía: vió, á la derecha
de su madre, á la posadera, y á la izquierda, al comensal, ambos con
los ojos encharcados de lágrimas, fijos en él... por más señas, que
la posadera tenía en la mano una palmatoria con una vela encendida, á
cuya luz, que hasta le deslumbraba, veía Pachín la escena como al sol
del mediodía, y distinguió claramente á las personas que formaban parte
de ella en la penumbra del segundo término. No cabía la menor duda:
aquello no era continuación de su sueño desconsolador y fatigoso, sino
la realidad patente. Pachín estaba despierto, y su madre, viva, junto
á él. Pensó volverse loco de alegría, como ya lo había estado dos ó
tres veces de pesadumbre. De un brinco se sentó en la cama y se colgó
del cuello de su madre que seguía devorándole á besos é inundándole
de lágrimas... ¡Fueran los químicos del sentimiento á averiguar cuál
de los dos corazones ponía mayor cantidad de fibras en aquel abrazo
sublime!

                   *       *       *       *       *

No fueron largas ni minuciosas las explicaciones de la madre cuando
llegó el momento de darlas, ni podían ser de otro modo. Sabía muy poco
de lo que le había pasado; y eso, por referencias hechas cuando ya
no había en ella otro pensamiento ni otras ansias que el saber de la
suerte de su hijo. Por lo visto, había sido encontrada debajo de unos
maderos, á la vera de un portal, por unas almas caritativas que la
subieron sin conocimiento á su casa. De tal arte estuvo hasta cerca de
la media noche, hora en que empezó á volver en sí. El verdadero y cabal
conocimiento no lo había adquirido hasta las dos de aquella tarde.
Entonces fué cuando la enteraron de todo lo del vapor y del modo que
había sido hallada y recogida ella; pero como no la daban noticias de
su hijo cuando preguntó por él, ya no vió ni oyó nada de lo que á su
lado pasaba ó se decía, ni pensó en otra cosa que en saltar de la cama
para echarse á la calle cuanto antes en busca del pedazo de su corazón.
No tenía otro mal que una pesadez muy grande en la cabeza y unos
cuantos golpes en el cuerpo, que no le habían hecho sangre ni levantado
el menor bulto, pero que le dolían algo... Pues todo se le quitó,
como por milagro de la Virgen, tan pronto como se empeñó en que se le
quitara con unos sorbos de caldo y la necesidad que tenía de hallarse
buena y fuerte. Y tan animosa se vió de pronto y tan firme y atrevida,
que ni siquiera quiso aceptar la compañía que le ofrecieron, por lo
que pudiera acontecerle en sus exploraciones: demasiado habían hecho
ya aquellas caritativas gentes. Se lanzó á la calle como desatinada y
loca; y al verse en ella, se la ocurrió que, ante todo, debía comenzar
por volver á la posada, donde quizás estuviera Pachín llorándola por
muerta. Anduvo, anduvo hacia allá, y á medio camino alcanzó á aquel
buen hombre (el comensal), que se alborotó de alegría al conocerla, y
la impuso de lo que más la interesaba saber. Alabó á Dios con toda su
alma agradecida... y allí estaba, un poco menos boyante que la víspera
y más baja de color; pero con la salud sin quebranto serio... y hasta
con su paraguas y todo, pues abrazada á él había sido encontrada bajo
la pila de maderos, según después se le dijo.

--Y ahora, hijo mío de mi alma--añadió, volviendo á besarle con ansias
de frenesí,--ahora que sabes de esto más de lo que hace falta, cuenta,
cuenta tú de lo tuyo, que es lo que importa y viene al caso.

Quería Pachín dejarlo «para luego», porque la historia era larga y su
madre necesitaba, ante todo, alimentarse y descansar; pero pensaba
ella de muy distinto modo: insistió en su empeño; se acomodó en una
silla que la posadera le arrimó á la cama; sentáronse también, aunque
á prudente distancia, aquella buena mujer y el comensal y cuantas
personas estaban allí presentes, y no tuvo Pachín más remedio que
ponerse á contar su terrible _odisea_.

Como tenía el corazón bien repleto del asunto, la boca del narrador
le fué pintando de tal arte, que á los fascinados oyentes les parecía
estar viéndole estampado en un papel; y tan á lo vivo resaltaban los
horrores del cuadro y las angustias del pintor, que al andar éste por
la mitad escasa de su tarea, le pidió su madre, por caridad de Dios,
que hiciera punto en lo ya dicho y dejara lo restante para otra vez.

--Razón tenías, hijo de mi alma--añadióle,--en resistirte á contármelo
ahora. Están las llagas demasiado frescas todavía para poder tocarlas
sin que sangren.

Y con el evidente propósito de llevar sus imaginaciones á otra parte
menos triste, le dijo en seguida:

--Á más de que hay que hacer de tripas corazón y ponerse cada cual en
su deber. Lo que no tiene de por sí remedio, no lo han de remediar
fuerzas humanas; y cuando el Señor de los cielos te libró de mal tan
grande, será porque te guarda para mejor suerte por otros caminos. ¿No
te lo paece á ti también? Y si no, dime: ¿á cuántos estás, á la hora
presente, de tu negocio? ¿Á que no has pensado siquiera que se puede
haber largado el otro barco sin acordarse del santo de tu nombre?

--¡El otro barco!--exclamó Pachín, llevándose ambas manos á los ojos,
espantado de la idea despertada en su cerebro por las preguntas de su
madre,--¡el que había de llevarme á mí por esos mares, días y días,
lejos, ¡muy lejos! en busca de... no sé qué?

--El mesmo, hijo mío, el mesmo.

--Pues hágase cuenta, madre, que, para mí, todos esos particulares, ya,
como las nubes de antaño. Desde ayer acá, soy muy otro de lo que fuí
en el ver y en el pensar de ciertas cosas... Aquello, ¡ay, madre de mi
alma!... yo no sé explicarlo bien; pero, aunque torpe de entendederas,
paéceme á mí que es á modo de libro abierto que tiene mucho que leer
y no poco que rumiar. De algo de ello viví yo loco por tentaciones de
Satanás, y así y con todo no pagué mi culpa donde tantos inocentes
perecieron ayer. ¿Qué mayor suerte? ¿Qué mayor aviso, madre? Y si no
lo fuere, yo por tal le tengo y á él me agarro... y al pobre rinconuco
del nuestro lugar quiero volverme antes con antes, á trabajar para
usté... para los dos, majando terrones como los majó mi padre que,
trabajando así, honrado vivió y en santa paz entregó á Dios el alma...
Y, en suma y finiquito, ¿qué mejor caudal, madre? El trabajo que honra
y da la paz, ¡bendito sea él!... pero la cubicia tirana, el hambre del
dinero que con todas entra, porque nunca se ve harta, ¡maldita sea de
Dios como la peste más dañosa!

                   *       *       *       *       *

Al otro día, ó al siguiente, porque no están acordes los datos acerca
de este insignificante particular, la madre y el hijo emprendieron el
viaje de vuelta á su aldea, hablando poco y meditando mucho, según iban
adelantando en el camino. Pachín, sobre todo, que había visto y sufrido
más que su madre, no podía apartar su discurso del cuadro que llevaba
estampado á fuego en la memoria, ni cesar un instante en el empeño
de reconstruirle, de componerle y de completarle en su fantasía con
los elementos adquiridos fuera del alcance de su propia observación.
Así, á larga distancia, con el espíritu en reposo y á la serena luz
de sus recuerdos, llegó á verle en toda la magnitud de su conjunto de
horrores, sobre los cuales se cernían los espectros del dolor, de la
orfandad y de la miseria, como una bandada de buitres sobre un campo de
batalla; y al estremecerse entonces de espanto, no podía sospechar el
noble y rudo aldeanillo que aún faltaban nuevos renglones en la columna
negra de aquella cuenta terrible; que el monstruo, aunque sepultado,
respiraba todavía, y que, como el de la fábula bajo el peso de su
monte, había de vomitar nuevas desventuras sobre la infortunada ciudad,
al agitarse en el fondo de su tumba con las últimas convulsiones de la
agonía.

SANTANDER, diciembre 1895.

                             [Ilustración]


                                  DE
                           PATRICIO RIGÜELTA
                              (REDIVIVO)
                         Á GILDO, «EL LETRADO»
                                SU HIJO
                              EN COTERUCO


                             [Ilustración]




                                  DE
                           PATRICIO RIGÜELTA
                              (REDIVIVO)
                         Á GILDO, «EL LETRADO»
                                SU HIJO
                              EN COTERUCO

_Santander_, á 28 de febrero de 1882.


Por demás te costa, Gildo, que el tiempo, bien aprovechao, da para
todo, por mucho que ello sea, y que el hombre, si entiende sus
comenencias, puede andar á cambas y á bolsas en un mesmo viaje, sin
detrimentos de lo uno cuando se enreda con el otro, porque la suerte
se lo puso delante. Tamién te costa que no es tu padre de los que más
desaprovechan las buenas ocasiones. Dígalo el auto de que mientres
haga valer aquí los empeños que te son notorios en el caso que
ventilo, agarro la que se me presenta bien á bien por la otra banda,
sin quebrantos de la hacienda personal y en mayor auge del regalo del
cuerpo.

Sabrás, Gildo, cómo, motivao al curso apetecido por uno de los empeños
que trije, di con un sujeto que, en tiempos de ayer, fué lobo de la
nuestra camá... y aticuenta que no empondero la comparanza, visto que
_Cueva_ se llamaba el punto de las juntas que teníamos; y que para
lo tocante á echar la zarpá, con razón ó sin ella, media provincia
era monte para nusotros con la excusa del voto liberal. Buena escuela
aquélla, Gildo. Allí aprendió tu padre esa finura de trabajo que le
envidian tantos peines de ahora.

Pus dígote que me avisté con este tal sujeto; y avistándome con él,
hízolo la suerte en hora y punto, que ni de molde. Agolía la casa
á temblor de tierra, como el otro que dice, por salas y rincones;
retinglaban vasos y cazuelas, y resollaba el manjar en la cocina, que
era una bendición de Dios. Ésta fué ocasión de pregunta maliciosa; la
pregunta trijo una respuesta de cortesía y un brindis de cirimonia; y
por si el sujeto se negaba á ripitir la fineza, agarréme á la primera,
que es la más segura, y quedé tan convidao como el mejor de los amigos
causantes del osequio. Apuradamente, estoy yo en mis cabales cuando
me veo entre gentes de viso y pulimento cevil; y no te rías de ello,
Gildo, que si esas gentes me sacan punto en finuras de palabreo, yo le
saco un jeme al más pintao en esto de apartar el grano de la paja; y
váyase lo uno por lo otro.

En fin, hijo, que me di por solicitao; que llegó la hora, y que allá
me fuí con el más guapo. Y no fuí de los últimos, porque esto lo tengo
yo á descortesía, y porque, no habiendo alreguedor de la mesa más
que pie y medio de plaza estipulao para cada asistente, no era cosa
de arriesgarse uno á verse sin pizca de ella, como era de temer si
menudeaban los convidaos fuera de cuenta, como yo. Recibióme el sujeto
de lo bien, vamos al decir, que con toda la cirimonia y cortesía del
caso; sin que por ello me atreva á asegurarte que no le quedara otra
en sus adentros, visto lo poco que puso de su parte para que yo me
diera por avisao. La verdá es que si en reparos tan cortos fuera capaz
de tropezar yo, no hubiera pasao aquella vez del portal; porque, ó me
engañó el oído, ó un diantres de guardián que estaba en él con carátula
y sable, me llamó «pegotón» con una desvergüenza que asombró á la mía.
Pero yo me hice el sordo, como si se lo llamara á otro que iba detrás
(y bien pudiera ser así)... y ¡arriba, Patricio!

Ya irás cayendo en la cuenta, hijo mío, de que este particular de que
te hablo fué una comida[1], aunque por la hora en que aconteció, cena
la llamaran en Coteruco; pero has de saberte que ni cena ni comida se
llamó el sujeto osequiante, sino _Te masqué_, como paece que se llaman
entre los currutacos de ahora estos festines noturnos, bien sease por
acontecer en días de máscara ó carátula pública, bien porque así lo
estipulen extranjeros pudientes, que son los que dan el punto á estas
cosas, y paece ser que lo entienden. Por lo demás, aquello ardía,
Gildo, y rechispeaba; de tal modo, que si me preguntas el ditamen de mi
paecer al asomar de plonto en la sala del agasajo, no te le sabré dar;
porque lo que yo sentí entonces (y ya sabes que soy hombre sereno) fué
á modo de una gofetá que me atolondró; sin que pueda yo decirte si esta
gofetá fué de mano de la luz, de la del visual de la mesa escripía de
vidrio, ú del vocear del señorío presente, porque too ello junto lo
tragué de súpito y cuando menos lo esperaba.

Pero pasó aquello tan aína como vino; y cata, Gildo, á tu padre en sus
propios elementos y tan á gusto como en el mesmo poyo de la su cocina;
porque has de saberte que por remate de ventajas, no echaba el ojo por
el hemisferio de la mesa sin topar con personas de mi conocimiento. ¡Lo
que tiene el haber corrido mundo y bebido en muchas fuentes! Así es
que, Gildo, besamano desde allá, cabeceo por la otra banda, saludo por
aquí, reverencia por allá, paecía yo un intendente de Rentas, lo que
menos, y no un pobre pardillo de Coteruco, arrimao de pegote á aquella
mesa tan relumbrante.

Á lo que voy, Gildo. ¿Quién pensarás que fué el primer conocido que
en aquel redondel de gentes me saltó á los ojos tan aína como se me
pasó el deslumbre? Pus el mesmo don Pepitón el de la Corralera. Por
lo resultante del relate que se hizo, paece ser que agolió el guisote
dende el su lugar, y á catarle vino por sólo ese gusto. ¡Buena nariz,
Gildo! Así está él de opíparo y nutridote de carnes. Verdá que es
hombre de pocos desgastes, y tan fiel y bien regido de conducta, que
fué capaz de venir desde su casa á la del sujeto sin alcordarse de
otra mujer que de la suya propia.

Tamién cambié unas cortesías con don Ciprianito el de Toranzo. ¡Buen
letrado! Tres veces me libró de cadena en causa criminal, y más de
otras tantas hemos trabajado juntos en eliciones por la causa de
la libertá. ¡Vaya si es fino de trabajo en esos particulares! Buen
amigo me paeció siempre de sus amigos, campechanote y arrojao por
ellos. Dijéronme si andaba ó no ahora en propósitos de encarcelar al
gobernador cevil y al juez de primera istancia. No te afirmaré que el
dicho sea el Evangelio; pero si el hombre llega á empeñarse de veras en
ello, cátalos á la sombra.

Á la vera de él estaba, guante en mano, tose que tose y bebe que bebe,
el amigo que no le suelta de un tiempo acá, y por eso le conozco yo.
El tal, aunque ya blanquea de arriba, sigue mozo soltero, y bien pué
decirse de él que ha encanecío en la juventú, por los años que lleva
metido en ella y el apego que la tiene. No es hombre de carnes, aunque
no podría con ellas si toas las que dió con ujano á las tropas de
nusotros en la última guerra, se le agarraran al hueso. Paece ser que
tiene un equipaje en cada casa pudiente de la provincia: así es que
cuando cae en una de ellas, no se levanta tan aína. De modo y manera
que con estos agorros y aquellas ganancias, está el amigo reventando
de posibles. Rifiérote esto, Gildo, porque recordarás que en su día
se dijo en Coteruco que aquella piojera y consumición que trijo de la
guerra el hijo del nuestro vecino, y que al cabo le mató, fué obra del
ujano del rancho que le daban allá. Y ahí tienes tú cómo, en ocasiones,
lo que á los unos ajoga, á los otros engorda. Córrese tamién que este
señor tiene un pavo.

Hacia salva la parte mía topé con otro lobazo viejo de la camá de la
_Cueva_. No está tan rigioso de personal como en aquellos entonces,
porque años y malos humores le agobian y enflaquecen; pero en lo
tocante á la entraña, no ha cambiado pizca: quiero decir, respetive á
lo eclesiástico; porque has de saber que siempre picó en hereje en ese
particular. Resulta de que ahora le han excomulgao, y calcula tú cómo
rezará al consiguiente, aunque yo tengo para mí que, vista la ruta
que llevaba, no podía parar en otra cosa... Acá entre los dos: tamién
él debía esperárselo, ú no le asombró el asperge, porque he visto que
sigue firme de diente; y de saque, mucho mejor. Llámase Justo. Con que
fíate en nombres.

¿Te alcuerdas de un medidor que anduvo unos días en el nuestro valle,
banderín aquí y banderín allá, marcando minas á unos y á otros, minas
que luego salían castaña, y que decían de él que arremedaba á las
gallinas cuando quería: según voces, por divertirse, y según otras, por
sonsacarlas del gallinero y llevárselas á la su mujer? Pus allí estaba
con los antiojos metidos en el plato...

Hombre, ya que miento el plato, he de decirte que se emponderaron mucho
unas fegurucas pintás con jollín en el culo de uno grande, por el
muchacho menor de don Cornelio. La verdá es, Gildo, que con lo chicucas
que son y too, vivas paecen, y que el muchacho lo entiende; pero no me
pasmé cosa mayor de la pintura, porque por mucho que pinte el muchacho,
no es capaz de pintar en el aire unas cuentas municipales como yo.

Golviendo al caso, has de saberte que, por haber de too allí, tamién
había un marqués. Por cierto que para ser tal marqués, me paeció
bastante desmejorao, aunque esto pudiera consistir en que, según se
corrió, anda de celo ahora; sin contar con que esto de lo territorial
último paece ser que le trae bastante caviloso, motivao á que, como
á mí y á otros probes, se le destapó lo enculto y le va á partir la
contrebución resultante.

De angunos más pudiera darte cuenta en esta carta; pero no quiero
alargarla con puntos de poco más ó menos. Había allí mucho lagarto
hambrón, agarrao al pesebre más que á la estima de la casa, á mi modo
de ver; zancudones y largos; saltadores, por oficio, del huerto ajeno,
por escarmentaos los unos y por arrepentidos los otros; quiero decir,
Gildo, que habíalos padres ya, daos á la mujerona ensuta; y solteros
con canas, viviendo de lo que cae por detrás de la Iglesia... Esto
pude sacar de los relatos de unos y otros; que te aseguro, Gildo, que
se los echaban acá y allá en puro guerreo, como si anduvieran á puñalá
seca. Bien me paeció la engarra; pero mejor me paeciera si de tantos
golpes como allí se dieron, hubiera alcanzao uno siquiera, para dejarle
panza arriba, al hombre único que me quitó el sosiego con su presencia
aquella noche; porque has de saberte, hijo mío, que allí estaba el
pícaro faicioso que á ti y á mí y á toos los ensalzaos de Coteruco, nos
sacó á la vergüenza pública con imposturas caluniosas en aquel libro
que tú sabes. Pero el hombre debe estar muy en su punto en aquellos
particulares, porque no tuve el consuelo de que le achacaran un mal
tropiezo onde tantos otros salieron con escalabraúra gorda. Tentaciones
tuve, Gildo, de golver á mis intentos de empapelarle, de rabia que me
daba; pero ya me había dicho don Ciprianito en miles ocasiones que más
me valía callar al respetive; y por si hablaba en razón, aguanté la
corajina.

Dime con quién andas, Gildo, y te diré quién eres; relátame la fiesta,
y pintaréte el santo; con que auto á lo estipulao, cata al sujeto
osequiante. Hombre es, hijo, que ha de ser cogido en buena luna, si se
quiere sacar raja de él; sin esto, que le tomes á la veta, que le tomes
á contrapelo, es total igual: una pura lumbre; vamos, que centellea y
retingla lo mesmo que una troná de verano. Cogido en su punto y sazón,
como aquella noche, no paece pariente de sí mesmo, respetive al genial
y otros particulares; aunque en punto á explicativa, Gildo, en toa
clase de lunas le encuentro lo mesmo, salvo el humor; quiero decirte
que, rabiando ó trunfando, onde pone la lengua, cata la ampolla. Por
lo demás, no se mete con naide ni murmura de ninguno. Así me gusta á
mí la gente: la verdá por delante y los dichos claros, sin faltar al
respeto... y caiga el que caiga, sin llamarse á engaño. Esto siempre es
una ventaja y, si á mano viene, un consuelo. Además es, de por suyo,
picao al mujerío como un demontres; y basta verle, como yo le vi, pa
caer en la cuenta de que tampoco escupe la _melecina_; pero si hemos
de hablar en josticia, esto es lo menos en que pué dar á sus años un
probe huérfano desamparao como él.

Tamién me paició suelto de pluma y ocurrío de idea, porque lió una
copla allí relative á un compañero suyo, que por las trazas ha pensao
invernar en el matrimonio, que te digo que estaba de lo bien. Pos évate
con el interesao, que le soltó otra, malas penas las sintió encima, que
no tenía güelta: oí sí á esta tal le había sustipendiao el Gubierno de
arriba por entendío en el copleo.

Á too esto, ná te he dicho relative al manjar, y la carta se va
acabando. Pus relative al manjar, has de saberte que me paició mejor
que las coplas, aunque, en punto á sustancia, no tuvo comparanza con
aquello de la becerra, de que te alcordarás. Pero no sólo de tajás
y picardías vive el hombre, sino tamién de un buen roce personal,
vistosidá de los ojos y recreo del magín, relative á la que hubo
ración á manta en la ocasión que te pinto; quiero decir, en lo tocante
á gentes de viso, relumbre de mesa, floriqueteo pomposo y leturas
maníficas. Ello, sí, bien emponderao fué de unos y otros cada sorbo y
cada bocao; tanto, que yo dije para mí, sin agravio de naide: «No sé yo
qué quedara de esas emponderaciones, si el sujeto vos pidiera el tanto
más cuanto al respetive de lo que habéis envasao».

Noté que entre alabanza y alabanza, se sonsacaba á éste y á aquél
promesa de otro festival noturno; pero noté, al mesmo tiempo, que naide
se daba por entendido: lo que no me gustó mayormente, porque si allí se
alcordara algo, pudiera yo darme por entrao en el alcuerdo. La verdá es
que me paició aquella gente, en lo respetive al caso, de la que lima pa
dentro. El que se clareó un poco más, y como si quisiera reblandecerse
algo, fué el pudiente del pavo. Por sí ó por no, ya he pedío para él
carta de empeño, con ánimo de entregársela el día que regienda la
su cocina á temblor de tierra; cosa que yo he de saber por el mesmo
sirviente que le cuida el ave, en virtú de media peseta que le tengo
ofrecida si cumple bien, como espero.

Sobre lo que de esto resulte, con algo relative á las máscaras de
estos días, te hablaré en ocasión conviniente. Mientres tanto, puedes
referir en Coteruco lo que mejor convenga de esta carta, porque algo
ensalzan á tu padre estos osequios que recibe de personas tan pudientes
y vistosas. No te olvides de contárselo á don Gonzalo. Sospecho yo,
Gildo, que el tal no es quién para salir vivo de una cena como aquélla.

No han nacido todos con la entraña y el don de gentes prencipales
(aunque me esté mal el decirlo) de éste tu padre que te estima

                                                  PATRICIO RIGÜELTA.


                             [Ilustración]


                                NOTAS:

[1] Dispúsola, en obsequio de sus amigos de mayor intimidad, el Sr.
D. Sinforoso Quintanilla para la noche del domingo de Carnaval 19 de
febrero de 1892.--_(Nota, quizá indiscreta, pero muy útil, del editor)._


                                AGOSTO
                          BUCÓLICA MONTAÑESA

                             [Ilustración]




                               AGOSTO[2]
                          BUCÓLICA MONTAÑESA


                                   I

No lo podía remediar el pobre tío Luco Sarmientos: mentarle el mes
de agosto era producirle un escalofrío. Y si fuéramos á decir que le
aborrecía, vaya con Dios; pero sucedía todo lo contrario. Como él
decía: «De agosto, no hay que hablar mal delante de mí por lo tocante
á sí mesmo, ó sease respetive á su mesma mensualidá. No tiene tacha
sobre estos particulares; y por gustar, me gusta como el mejor del año;
_pero_...».

Pero era excesivamente supersticioso el bendito de Dios, y hasta creo
que no le faltaban motivos para ello, si convenimos, como debemos
convenir, en que es muy difícil dejar de ver en una larga y ordenada
serie de casualidades, el cumplimiento fatal de una ley misteriosa é
inexorable. ¿Quién no es algo supersticioso en este sentido?

Y relataba de este modo el caso, á su compadre y convecino, Mingo
Ranales, sesentón y acartonado como él. Acababan de _tumbar_ entre
ambos un prado de quince carros, de los que, entre propios y á renta,
cultivaba años hacía el preopinante, y se disponían á almorzar á la
sombra que proyectaba un maizal sobre la linde del susodicho prado.
Tío Luco desanudaba entre sus piernas, abiertas en ángulo agudo sobre
el heno recién segado, las cuatro puntas de una servilleta _casera_,
mezquina y bisunta, que envolvía dos torreznos y otros tantos pedazos
de borona fríos. Mingo Ranales, sentado á la mujeriega, parecía, por
de pronto, más atento á la ración que esperaba y le correspondía, que
á las palabras y gestos de su compadre. Ambos se habían despojado
de la _colodra_ que llevaban á la cintura atascada de hierba (la
colodra, se entiende), para que con los movimientos del cuerpo no
se derramara el agua en que se hundía la pizarra hasta la mitad, y
habían escondido cuidadosamente el dalle entre las _mijas_ húmedas y
sombrías del maizal, para preservarle de los rayos directos del sol,
que destemplarían su _boca_. En la opuesta cabecera del prado, que
parecía un papel de música, cuyos pentagramas, rigurosamente paralelos,
eran las cordilleras, ó _lombíos_, que había ido formando cada dalle
á la izquierda del segador, esparcía la hierba con el mango de una
rastrilla, para que se oreara pronto, una zagalona descalza, muy
nutrida de seno, corta de refajo, ancha de caderas y de pies, y no mal
encarada del todo. Demasiado abultados tenía los párpados de arriba,
y algo desmayada la boca por abajo; pero no resaltaban cosa mayor
estos defectos para la fama de bobalicona que gozaba en el pueblo, y
lo _parada_ de magín que era. Hasta le caía bien un pajero de doce
cuartos, adornado con hiladillo encarnado, que llevaba sobre el pañuelo
de su cabeza redonda. Acababa de llegar con el almuerzo que aún tenía
su padre entre manos, y con el intento de esparcir todo lo segado
mientras los dos comensales despachaban las correspondientes raciones,
garrapateaba en el suelo con el palo, que se las pelaba; volaba en
ocasiones la hierba por los aires y, para hacer más llevadera la tarea,
derramaba cantares, casi á borbotones, por la ancha embocadura de su
gaznate, sin pizca de concierto ni medida.

        «Sospiritos de mi alma,
      olé sí, bien lo sé yo,
      y dime de quién te alcuerdas
      cuando estás solo».

Y así por el estilo: unas veces en falsete, y otras á grito pelado. La
voz, que era recia y destemplada, según los rumbos en que la ponían los
bruscos movimientos de la cantadora, se perdía en los inmensos ámbitos
de la mies, se apagaba poco á poco arrebatada por el soplo de la
naciente brisa, ó repercutía en los próximos altozanos y, en ocasiones,
empalmaba en las lejanías con otras voces que semejaban reprenderla,
ó con los ecos de un varonil relincho que parecía flagelarla. Porque
la mies estaba á aquellas horas pobladísima de gente. Era el mes de
la siega: en agosto ya cae rocío por la noche, y se aprovechan las
madrugadas para segar antes que el sol se beba la rociada que necesita
el dalle para cebarse bien en la hierba. La que se había segado la
víspera, estaba en montones, ó _hacinas_, que se deshacían entonces
para que el sol, que ya calentaba, fuera acabando de secarla. De modo
que entre los hombres que segaban los últimos lombíos, las mujeres
que los iban esparciendo y las gentes que _deshacinaban_, se hallaba
medio pueblo desparramado por allí, llenando de música los aires y
salpicando de alegres notas de color el inmenso tapiz de la campiña. El
cual tapiz era un completo muestrario de verdes, formado con retazos
geométricos de todas las formas imaginables, zurcidos en el más
caprichoso desorden: el verde seco de los prados sin segar; el pajizo
de los recién segados; el aterciopelado jugoso, en variedad de matices,
de las húmedas regatadas; el verde sucio de los bardales; el gris de
las mimbreras que festoneaban á trechos los regatos... hasta el negro
lustroso de los maizales, algo menos intenso en las alturas que en las
hondonadas.

Á medida que el sol se elevaba, iba arreciando la brisa del nordeste,
y envolviendo en sus ondas una fragancia de que no tienen idea los que
sólo conocen la del heno segado, por esos falsos testimonios que la
industria le levanta en pomos de vidrio con lazos de seda y cromos de
veinticinco colores; sacudía los picos de los pañuelos y los pliegues
de las sayas de percal; bamboleaba la hierba de las praderas y el
débil ramaje de los arbustos; columpiaba los átomos en el espacio
entre cascadas de luz y hacía que se entrechocaran blandamente las
relucientes hojas del maíz en las heredades. De este modo, si el olfato
se deleitaba con los aromas de que se henchía sin embriagarse, la vista
y el oído no se regalaban menos: aquélla, con los caprichos de la luz
chisporroteando en los dispersos arbustos de esmaltado follaje, en
las escondidas espadañas y en las flotantes moléculas, y meciéndose,
en anchas ondas tornasoladas, sobre prados y maizales; y el oído, con
otras armonías harto más dulces y concertadas que las de la música
de las cantadoras, ó de los relinchos de los segadores:--el suave
y continuo rumor de todo lo que se movía en la naturaleza, como un
interminable arrullo de amor, con sus chasquidos de besos... Vamos, que
se podía decir mucho de estas cosas, que nunca son por acá convencional
y vana poesía, si hubiera tiempo y espacio para ello, y yo supiera
decirlo.

Por la tarde entrarán nuevas figuras en el cuadro y distintos
accesorios, y las ya conocidas se emplearán en tareas diferentes. Se
_atropará_ el heno esparcido y seco, y llegarán los carros, al perezoso
andar de los bueyes, con sus campanillas untadas de lodo para apagar
el sonido que atrae al tábano que enloquece á las bestias con su
acerado aguijón; los carros, digo, con sus altas armaduras postizas, á
colmarse de hierba, formándose la inverosímil balumba por arte singular
de la moza que la va _acaldando_ arriba, y obra de los bríos y de la
destreza del hombre que se la envía á horconadas desde abajo... asunto,
en verdad, que apesta retratado en los abanicos y en las cajas de
bombones, y que, sin embargo, dejaría embelesado al lector de estos
rasguños, si tuviera yo la dicha de apuntársele con el dedo en las
mieses de mi aldea... Y ahora caigo en que podría darse el caso de que
le sucediera con lo descrito lo propio que con lo pintado; temor por el
cual déjolo aquí de pronto y vuélvome al principio, donde nos aguardan
los dos compadres «en dulce amor y compaña».


                                  II

Y repito que se expresaba del siguiente modo el bueno del tío Luco
Sarmientos, mientras su compadre, tendido ya sobre el codo del lado
izquierdo, llevaba á la boca con la diestra el deseado torrezno para
darle la primera dentellada:

--Pues á lo que te decía respetive al caso: ya estamos en el agosto,
¿no-verdá? y á más de mediao, por más señas; ya estamos en el agosto...
Corriente; ya pasó lo más duro de la brega de la labranza: el romper la
tierra, el golverla á amañar, el golverla á romper para la sementera;
el sallo, que no es flojo de por sí; el resallo, que allá se le anda...
y cátame aquí los maizales hechos una bendición de la gloria: negrean
de puro sanos; no se ve ya el hombre adentro de ellos, la barba de la
panoja apuntando, y cuatro dedos de pendón afuera de la caña. Cuanto se
puede pedir en buena ley. Lo de la herba, me gusta: no rinde el cuerpo,
porque es labor de pocos días; en menos de ocho, como tú sabes, he
llenao el pajar, cuasi pa el cuasi, con lo de los praos que llevo,
menos lo de éste, que se _empayará_ mañana si Dios quiere... ¿Te vas
enterando tú?

--Te digo que sin perder ite.

--Pues escucha y perdona. Ya estamos en el agosto: el ganao anda en
los puertos; no vendrá hasta octubre, y por esta banda, nengún desvelo
me apura. Iten con iten, no debo un cuarto que tenga que pagar en este
mes; el tercio no cae hasta el que viene, y ya sé de ónde sacar el
montante de la contrebución. De maíz, no ando gran cosa; pero lo mesmo
fué en julio y en el anterior, y lo propio será hasta el maíz nuevo,
porque lo viejo finiquitó en mayo.

--En febrero se bajó el último grano del mi desván.

--Otros le bajaron en diciembre, Mingo, y en el pueblo hay
contrebuyente que no cogió veinte celemines. Voy al decir con esto, que
tanto más á favor mío por lo respetive al presente, si á mirar fuéramos
las cosas por la estampa de ellas y á primera vista... ¿Me entiendes tú
bien?

--De lo mejor.

--Curriente. Pues entoavía le apunto otras ventajas al mes de agosto...
pa que veas si ajusto bien las cuentas en su provecho... Hombre soy,
como tú sabes, más tentao del recreo que de la malenconia; ni me pesan
los años, ni se me cansan los ojos al auto de echar unas canas al aire
siempre que hay ocasión de ello, sin ofensa de Dios ni escándalo de las
gentes. Me gusta coger el palo y ponerme la camisa limpia con la ropa
de los domingos, en cuanto se toca á fiesta en cualquiera parte que
no esté muy lejos. Pues dime tú si hay otro mes en el año como el de
agosto, por lo tocante á romerías de las buenas y á ferias de lo mejor,
y á la puerta de casa, como el otro que dice. Pues évate con el perojo
_rodero_, y la buena breva, que me alampo por ello, y la manzana de
_nánjara_, que sabe... ¡á ochentines, hombre, de puro rica que es!

--¡Y que tienes tú en el huerto buenos frutales de cada cosa!...

--¿Que si tengo? Una hermosura de Dios, compadre; y más siento yo un
morrillazo á las ramas desde la calleja, que si me le encajaran á mí en
metá de la nuca. Y como yo digo á los muchachos más de cuatro veces:
«Pedímelo por la puerta, condenaos, que yo vos lo daré en mano propia,
sin que me lo robéis malamente, con ultraje del árbol y riesgo, pa
vusotros, de una taringa...». Porque no tiene el hombre la pacencia en
el bolsillo pa usar de ella cuando más falta le hace. Y á lo que te
voy: pues dame la mora, que ya blandea, y tómate...

--Por estipulao, compadre: estamos al corriente de la cosa en todo lo
que me puedas decir á ese respetive: ya está visto el mes por esa cara
buena, que por decir buena, tamién yo digo que lo es de verdá. Vamos al
otro consiguiente.

--Voy á servirte, Mingo, y dígote que con gustarme tanto como me gusta
este mes, no hay en todo él cuarto de hora sin amargores y espantos
para mí.

--¿Por qué, hombre de Dios?

--Porque todos los males de mi casa han venío en agosto, y no ha pasao
uno dende que yo nací, sin que me haya llovido algún mal. Por eso me
pasmo de que estemos á decinueve ya, sin que haya llegao _lo_ del año
presente.

--¿Lo esperas como lo dices, Luco?

--Como el sol de mañana, compadre.

--Feguraciones del magín, y no más que feguraciones.

--Vete contando por los deos, para hacerte mejor el cargo. Por un
milagro de Dios salí con vida al mundo.

--De muy allá lo tomas.

--Es que no empieza ello más acá. No es mía la culpa. La brega fué tan
dura, que mientres se andaba con que si me ajuego ó no me ajuego, ó
sobre si alendaba ó no alendaba, se le acabó el resuello á mi madre.
La semana que viene hará de esto sesenta y dos años, día por día...
veintitrés de agosto. Me crié mal y por obra de misericordia, y dicen
que pasé toas las enfermedades que pueden pasar las criaturucas en los
cinco primeros años de vida. En toas estuve á las puertas de la muerte,
y toas me acometieron en agosto. Cuando llegué á muchacho, no pasó un
mes de éstos sin quebranto gordo para mí ó para mi casa... En agosto
se cayó mi padre por un boquerón del pajar, y de resultas falleció al
año cabal; en agosto le aconteció á la única hermana que me quedaba,
aquella desgracia que la mató de vergüenza en pocas horas, como es bien
notorio en el pueblo... ¡Paécese propiamente que está la mala estrella
ojeándole á uno para que en cuanto uno quiere darse una miaja de
respiro en ese mes, le encaje la pesaúmbre encima!

--Bien pudiera estribar algo de ello, compadre, en que el mesmo recelo
acelera al hombre, ¿estás tú? y le lleva, le lleva, como el otro que
dice, á caer en la boca mesma del lobo, que no se alcordaba de él.

--No sé yo qué habrá sobre el caso, compadre, por la banda que tú le
miras; pero las más de las veces, contra lo que tú piensas, me han
cogío de súpito los malos golpes... Aquí está esta pata, zamba desde
entonces, que no me dejará por mentiroso de lo que afirmo... Bien
sabes tú lo que pasó. Tenía yo que ir á Santander como por la posta...
Contigo lo traté primero.

--No hay pa qué relates el caso, porque le tengo bien sabido.

--Importa el relate de él aquí, al auto de lo que se trata. El viaje
era motivao á un expidiente que me interesaba mucho, y se creía que
de llegar ó no llegar yo á punto, con un decumento, que por fortuna
no hizo falta después, dependía el que la cosa resultara bien ó mal
para mis intereses. En estos apuros, atrevíme á pedirle la jaca al
Mayoralgo, que, aunque no muy esponjá, era animal de aguante y buen
andar. El hombre se prestó al ruego, porque, en verdá sea dicho, algún
favor me debía en la cortedá de mis posibles; y al apuntar el alba, ya
estaba yo á caballo saliendo de la corralá. De víspera había llovido
mucho, y el regatón de abajo mi casa iba algo más lleno que lo de
costumbre. Tomé la vaera, que, como tú sabes, hace un remanso: habría
como palmo y medio de agua, á todo tirar; el suelo como la palma de
la mano. Pues, señor, meto un espolazo á la jaca, y encogí un poco
las rodillas pa no mojarme los pies con la salpicaúra, cuando noto
que el animal se para en metá de la vaera, y espienza á golpear el
agua con un remo de los de alante. «Esto es que quiere beber», dije
para mí mesmo; y le aflojé los ramales para que bebiera. ¡Que Dios
no me salve si yo recelaba cosa nenguna de que el demonio del animal
pudiera ser _agostizo_! Bien sabes tú que los caballos de esta clase,
tan aína meten las patas en el agua, ¡chapla! ya están revolcándose
en ella. Pues lo propio aconteció allí, hijo del alma: aflojarle yo
los ramales á la jaca y tumbarse ella á la larga en metá del río, fué
una cosa mesma. Y no se contentó con esto sólo, que ya era mucho para
mí, por haberme cogido la pata derecha debajo, sino que el demonio del
animal, al verse en sus glorias, escomenzó á pernear al aire y á querer
darse la vuelta del otro lao. ¡Fegúrate, compadre, si clamaría yo allí
al Dios verdadero!... Como que pensé que me había llegado la última;
y así, di el grito y el lamento que pudieron oirse en dos leguas á
la redonda. Fortuna que, contra lo que yo esperaba á aquellas horas,
andaba cerca un muchacho, el hijo de Antón Burciles, que llevaba el
ganao á la sierra. Oyóme, acudió, echó mano al freno de la jaca, hízola
levantarse á estacazos... y quise levantarme yo tamién, hecho una
sopa y empanderao de agua como me veía. ¡Menearme yo! Lo mesmo que una
peña. Y no era ná el motivo: la pata rota, hijo, así como suena. Acudió
gente avisá por el muchacho, y me llevaron á casa como pudieron...
¡El veinticuatro de agosto, compadre! ¿Te vas enterando? Cuarenta
días estuve entablillao; y entre uno y otro, cerca de tres meses sin
soltar las cachavas y acabando con la poca hacienda. ¿Busqué yo esta
desgracia? ¿Metíme por ella, como te piensas tú?

--Me alcuerdo del caso, compadre, que no fué pa olvidao, ni de los que
se alcuentran con la ceguera del miedo.

--Ni tampoco los otros, Mingo. En un agosto enviudé, á lo mejor de la
vida, y en un par de agostos perdí los dos hijos varones, que ya me
ayudaban mucho en la labranza. El uno se me desnucó en el monte. Al
otro le mató un tabardillo en cuatro días. Quedóme esa muchacha: en
agosto nació, pa que haya salido cosa buena.

--No digas, compadre, tan mal de Narda; no porque yo la sacara de pila,
sino porque las hay mucho peores.

--Es una tordona sin pizca de sentío.

--Pero honrada, como es, te la conserve Dios.

--Eso ha de verse, compadre. Por la presente, tentaona de la risa es, y
motivos hace para ponerme en recelo... ¿Qué buscas alreguedor, si puede
saberse?

--Algo con que refrescar el gaznate, que el torrendo, aunque frío, pide
lo suyo.

--Ahí está el botijo, debajo de ese brazao de hierba.

--¿El botijo dijistes, compadre? Estará hecho un caldo.

--Con eso no te cortará el sudor. De lo que tú deseas, no hay gota á
mis alcances como otros días, y no me gustan trampas en la taberna. Ya
mejorará Dios las horas y habrá para todos: bien sabes que yo no lo
escupo, ni, cuando lo tengo, lo escondo de los amigos... ¡Mal pecho te
deja lo del botijo, por la cara que pones!... Dámele acá, que cuando no
hay solomo...

--Allá va, compadre, y sin pena maldita por que le saques la entraña
neta... Y golviendo al caso, relátame eso que apuntabas de la muchacha,
si es que puede relatarse. La estimo de veras y quisiera su bien.

--Por demás sabes tú lo que hay al consiguiente.

--¿Lo dices por _Baldragas_?

--Justas y cabales. No la deja un punto ni ella le pierde de vista.
Cada semana me la pide; antanoche repitió la solfa: desde el _empaye_
de antier, está el mozo hecho una brasa... y Narda poco menos. ¡Primero
la descuartizo! dicho se lo tengo.

--No estamos al ite en eso, compadre; y bien sabes que siempre te hablé
del particular en esta mesma consonancia. Te estorban las moscas, y las
estás metiendo la miel por los ojos. Reniegas de ese muchacho, y cada
día le llamas de obrero.

--Porque, á ese respetive, hace más que su deber. Trabaja al demontres,
y no hay brega que le rinda el brazo... á más de que cuento con que, á
fuerza de verlo y no catarlo, acabará por aborrecerlo... Pero ya sabes
la tacha que le pongo: aquí cayó como llovido, siendo una criatura; y
sirviendo á unos y á otros, ha llegado á lo que es. Toas las casas son
suyas, y no duerme en nenguna con buen derecho. Padres conocidos tiene,
porque lo asegura él; pero naide los ha visto.

--Sea honrao el hombre, que lo demás es chanfaina. ¿Qué otras manchas
tiene?

--Un vino muy malo, las veces que lo cata, que no son muchas. Se fuma
un caudal... ¡no he visto otro vicio! Cuando no tiene tabaco, quema en
la pipa lo primero que encuentra: berros en vinagre, si no hay cosa
mejor...

--Se hace á lo que tiene, compadre, y eso no es un vicio.

--De personal, á la vista lo lleva: no vale tres cuartos... En
finiquito, compadre, me busca la hacienda pa el día de mañana; y está
en ley de Dios que el que pide el torrendo, traiga siquiera el zoquete.

--Eso ya es cubicia tuya, que puede romperte el saco al salirte las
cuentas que te echas. ¿No tiene otra falta Ceto?

--Otra, y la más negra. Sé que es _agostizo_: una vez lo oí de su boca.

--Tú lo dijistes: eso sólo te espanta; y, en casos como éste, pecas
contra Dios, porque no puede creerse en cosas _pirtiniciosas_.

Y como en esto llegara Narda á hurgar con el mango de la rastrilla
cerca de los pies de los dos compadres, cambiaron éstos de conversación
tomando por pretexto la maldita calidad del tabaco que comenzaban á
fumar en sendos cigarrillos.

Cuando Narda hubo esparcido los últimos mechones de hierba recién
segada, le dijo su padre:

--Cógete el botijo y la servilleta, y pica hacia casa á mirar un poco
por la comida. Nusotros nos quedamos para dar otra vuelta á la hierba
con el asta del dalle antes de irnos.

Obedeció Narda sin despegar los labios, pero sin apurarse gran cosa;
y mientras se alejaba mies arriba, zarandeando el refajo y echando
cantares por la boca, decía su padre á Mingo Ranales, no sé si para
rematar la conversación ó para empalmarla con otra sobre el mismo tema,
tras una bocanada de humo y un _regüeldo_ muy sonado:

--Será lo que tú quieras, compadre; pero no hay quién me arranque del
magín que esa muchacha me la ha de hacer, y ha de hacérmela en agosto.


                                  III

Al día siguiente reverberaba el sol sobre el campo, como el fuego á
la boca del horno, sin pizca de nube en el cielo ni asomo de brisa
en el aire. ¡Gran día de hierba... y de tábanos! Por la mañana había
deshacinado tío Luco, con la ayuda de Narda, la del prado segado la
víspera, y al darle vuelta cerca del mediodía, sonaba de puro seca. Á
las tres de la tarde, mientras la mozona volvía del molino, echando los
bofes (porque no había polvo de harina en casa y era preciso amasar
temprano para que cenaran los obreros al anochecer), con una carga de
celemín y medio, dejada allá en grano la antevíspera, tío Luco entraba
en la mies con su propio carro, en el cual iba sentada, con su pajero
en la cabeza y su refajo encarnado, la nieta mayor de Mingo Ranales,
zagalona precoz que se pintaba sola para acaldar carros de hierba.
Entre su madre, su abuelo y Baldragas, atropaban en tanto la del prado,
formando anchas fajas entre las cuales había de colocarse el carro
para cargarlo. Llegaron pronto los bueyes, porque iban á un andar que
pasaba de los gustos de su dueño. Pusiéronles bajo el hocico, y para
que no se movieran de allí, abundante ración, encogollándola bien á
menudo, para que la fueran comiendo sin humillar la cabeza; pero no
se logró el intento sino en parte, porque con el calor andaban las
moscas desesperadas, y las mansas bestias, no bastándoles el rabo para
sacudírselas, daban cada embestida al aire, entre patadas y manotazos,
que crujía la armadura y aun se removían y sonaban algunas tablas mal
seguras de la pértiga vacía.

Cuando la moza de arriba comenzaba verdaderamente á lucir sus talentos
de cargadora, cimentando con arte la balumba que iba formando entre
aquellos zarandeos de marejada; es decir, cuando ya salía la carga
media braza fuera del carro por todas partes, contando la armadura y la
rabera postizas, dijo tío Luco á Baldragas:

--Pica á uncir el carro de mi compadre, y estate aquí con él en un
vuelo, que ya sabes lo convenido. Los dos han de salir juntos del
prado, para empayarlos en seguida y volver por lo que quede... ¡y
mira que te he de contar las zancás y los minutos, para ver los que
malgastas en el viaje!

Ceto, sin chistar, soltó la rastrilla, y, con su pipa rabona entre los
dientes, salió del prado á buen andar.

Tenía razón el padre de Narda: no valía el mozo tres cuartos en buena
venta. Era feo, estevado y de corta alzada, pero nervudo y sano;
torcía las alpargatas, rotas por encima de los dedos, y no le llegaban
á los tobillos las perneras de sus amorralados calzones de mahón,
con remiendos azules y varios agujeros sin remendar. Los aseguraba
por encima del hombro derecho con un tirante de orillo, sobre una
mala camisa sin botones. Iba en pelo, el cual pelo era algo lanudo
y apardado. Bizcaba un poco de ambos ojos, y le blanqueaban mucho
los dientes, á pesar del vicio que le dominaba, entre sus labios
gruesos y en frecuente retozo con la lengua. Esto y lo saliente de la
mandíbula inferior y de los pómulos, lo chispeante de los ojuelos,
cierto encogimiento de cuerpo que le era habitual en el instante de las
grandes resoluciones, y su viveza montuna, acusaban una naturaleza de
sátiro, sensual y vigorosa al mismo tiempo, formada á prueba de todos
los rigores del desamparo y de las intemperies.

Y era verdad, como afirmaba tío Luco, que desde el último _empaye_
andaba el mozo más empeñado que nunca en casarse con Narda, que, por
cierto, no trataba de quitárselo de la cabeza. _Aquello_ no podía
olvidarlo él: lo tenía estampado á fuego en el meollo. Tío Luco, desde
el corral y encaramado en el carro, arrojaba las horconadas de hierba
al boquerón del pajar; á la parte de adentro del boquerón la recogía
una obrera, que se la echaba á Mingo Ranales, el cual la lanzaba con el
horcón á la pila; en la cual pila la recibía Baldragas para corrérsela
á Narda, que iba arrojándolo por donde más falta hacía para levantarla
por igual. Pero en las pilas de hierba se hunden los pies y se tropieza
á menudo; y Narda, al correr hacia Ceto, solía caerse, y Ceto, por no
haberla visto, porque el pajar siempre es obscuro como boca de lobo,
al correr hacia Narda caía sobre ella. Costábale entonces «hacer pie»
en suelo tan esponjado, y se agarraba á lo que podía; y muchas veces,
después de alzado, por volver á tomar el brazado de heno, tomaba un
pedazo de Narda, que aclaraba la equivocación como su apuro le daba á
entender; pero nunca con gritos que podrían tomar los presentes por
otra cosa. Si el caído era Ceto, Narda hacía lo que él cuando era ella
la caída, porque el caso era el mismo con la tortilla á la inversa.

Y así hasta que Mingo Ranales echó arriba la última horconada, y
tuvieron que bajarse, dejándose _esborregar_ por la pila, Narda y Ceto,
sudando el quilo, rojos como tomates maduros, escupiendo _grana_ y
sacándose pelos de hierba hasta de los agujeros de los oídos.

«¿Te pido otra vez?»--le había preguntado Ceto en la última
caída.--«Cuanti más antes»,--le había respondido Narda, sin dejarle
acabar la pregunta.

Y con aquellos alientos había ido él la misma noche con la demanda,
por séptima vez, al testarudo padre de Narda, que á más de negársela,
le arrimó un soplamocos. Desde aquel punto se la juró al viejo. Narda,
por su parte, había apoyado las pretensiones de Ceto, y también había
recibido la negativa envuelta en un sopapo. Al comunicarse estas
tristes, mutuas y hasta dolorosas impresiones, apenas recibidas, él se
había afirmado en su querer con nuevos puntales, y la había sondeado
la voluntad con el esbozo de un proyecto. «Cuanti más antes», le había
respondido ella, lo mismo que en el pajar. Y el esbozo llegó á plan
sazonado al otro día, y también le había respondido Narda al enterarse
del caso, que ya picaba en urgente, «cuanti más antes». No estaba él
tan huérfano de valedores como de familia; no faltaban luces de caridad
con que alumbrarle las entendederas en aquello que pudiera llegarle
al alma; ya sabía él cómo atarle las manos al descorazonado viejo y
hacerle pagar de un golpe todas las que le debía... Y se las iba á
pagar muy pronto; más pronto de lo que pudiera pensarse hasta por los
listos que tomaban á burla sus cavilaciones.

«Pica á uncir el carro de mi compadre». ¡Ya le daría el carro... para
llevarle á la horca! «Y estate aquí en un vuelo». ¡Como no esperara
otro, ya podía esperarle sentado! Allí no había más que una ley, la
ley de Narda: «cuanti más antes»; y esa ley había que cumplir, y se
cumpliría á no juntarse el cielo con la tierra, ó faltar la moza á su
palabra, que venía á ser lo mismo, y tan imposible «pa el cuasi».

En consonancia con estos pensamientos, al entrar Ceto en el barrio,
lejos de tomar la calleja que conducía á casa de Mingo Ranales, echó
por la opuesta que pasaba por delante del corral de Luco Sarmientos;
pero no llegó á él de un solo tirón, no obstante la prisa con que
caminaba, sino después de detenerse como medio cuarto de hora en otra
casa, desde cuyas ventanas traseras, en el piso del _sobrado_ y por
encima del espeso bardal que cercaba su huerto, se veía hasta el portal
del padre de Narda.

La cual, en el momento de llegar Ceto á su casa, estaba en la cocina,
arrimada á una mesa, sobre cuyo tablero, áspero y roñoso, había una
masera en la que la moza, arremangados los brazos hasta cerca de
los hombros, iba echando harina, tomándola á dos manos de un saco,
entreabierto de boca, que estaba en el suelo. Hacía un instante que
había llegado del molino, y aún estaba coloradona, de la fatiga del
viaje, con el pañuelo de la cabeza corrido hacia atrás y medio deshecho
el nudo de los picos; no más arreglado el de la repolluda garganta, y
recogido el refajo hasta cerca de las rodillas. La llegada de Ceto no
la sorprendió pizca, porque se lo daba el corazón y contaba con ella.
Siguió, pues, echando harina en la masera, sin responder cosa alguna á
las primeras palabras de Ceto, hasta que echó toda la necesaria para la
borona que iba á amasar: la más grande de todas las del año. Después
hizo un hoyo en el centro, y comenzó á llenarle de agua. El mozo, en
tanto, tomaba un ascua de la lumbre con su mano encallecida, y la metía
en la pipa rabona. En seguida se arrimó á Narda, precisamente en el
momento en que ésta hundía los dos brazos en la masa.

--Yo en tu caso--la dijo,--no me cansaría ni tan siquiera en eso... Que
se chumpen las...

--¡Á ver si te estás quieto con las manos, Ceto!... Hay obreros en
casa, y todos son de buen diente.

--Que coman clavos, Narda, que no merecen más... Pero no es ese el
caso: á lo que vengo, vengo.

--¡Y dale con las manos!... ¿Ves? Ya lo pasé de agua.

--Pues echa más harina, y anda por la posta... ó déjalo sin hacer, que
sería lo más acertao. ¿Estás en tus trece, Narda?

--Pienso que lo estoy.

--Pues mira lo que pasa, pa que te duermas. El carro de tu padre está
á medio cargar; yo vine á uncir el de tu padrino, pa golver allá en un
vuelo. No pienso en tal cosa...

Aquí un ratito de silencio: Narda revolviendo la masa, y Ceto chupando
la pipa. De pronto exclamó ella:

--¡Ya lo pasé de harina!... ¡Esto es un puro barro!

--Échale más agua--repuso él; y añadió en seguida, mientras ella
entornaba la _escala_, con las dos manos, sobre la masera:--No hay alma
viva en la barriá; too el mundo está en la mies... Si tardo en golver
allá, recelará tu padre y picará pa casa... ¡y si nos alcuentra juntos,
Narda!... ¡si nos alcuentra juntos!...

--¡No m'aceleres, hombre!... Por tanto jurgarme, ya se me jué la mano,
y esto es una poza.

--Güen remedio tienes: echa más harina.

--¡Ya, ya!... Pero á ese paso...

--¿Oístes lo que dije, que es lo que más importa?... El barrio está
soluco... ¡soluco de too!... ¿Te vas enterando, Narda?... Digo que
soluco... y sin alma viviente... Los pasos están daos, y cada cosa en
su punto... ¿Lo has oído bien?

--¡El Señor m'ampare!...

--¿Qué rejón te clavan ahora?

--Que espesé la masa otra vez, y no puedo regolverla.

--Pues échala más agua, torda, y no te apure el caso... Mucho más debe
apurarte el otro... ¡Por vida de...! ¿Estás en tus trece, ú no lo estás?

--Lo estoy como lo estaba, Ceto; pero hay que mirarse una miajuca...

--¡Mal rayo me parta!... ¿Ahora me sales con ésas?... ¿Qué es lo que te
espanta?...

--La ira de mi padre, Ceto, y el decir de las gentes...

--¡La ira de tu padre!...

--¡Virgen de la Miselicordia!...

--¡Qué te duele, Nardona del demontres?

--¡Que esto es una mar, y malas penas me coge ya en la masera!...

--Echa más harina, y verás cómo abaja el caldo...

--¡Quiera Dios que me acance lo que me queda en el saco!

--¡Con que la ira de tu padre!... Bien probá la tienes tú. Pa que tome
á la juerza lo que no quiere en voluntá, amañemos la trampa... ¡y ahora
te asusta!...

--¡Trampa!... ¡Y bien que trampa es ello! que si no lo juera tanto, no
me desafligiera yo, Ceto.

--¿Te me güelves atrás, Narda?

--¡Eso sí que no, Ceto; que á leal de palabra no me gana naide!

--Pues pierde esta ocasión y no pescas otra tan aína. Por eso me
consumo yo... por eso me jierve la sangre al ver lo remolona que estás,
como si te sobrara el tiempo...

--¡Ay, Virgen Santísima de las mesmas Angustias!...

--¡Por vida de mi agüela! ¿Qué otro pujo te consume, Narda?

--¡Qué ha de consumirme, Ceto? ¡Bien á la vista lo tienes!... ¡Que se
acabó la harina del saco!... ¡que no hay otro polvo de ella en casa, y
que esto se quedó en caldo, como lo estaba!... ¡Güena la hice yo! ¿Qué
va á comer esa gente? ¿Qué dirá mi padre?... ¡Y tú tienes la culpa,
Ceto, por acelerarme tanto!...

--Castigo de Dios, Narda, por malgastar el tiempo que hace falta pa
cosa mejor... Que coman centellas... Pues si estás aquí cuando venga tu
padre y arrepara en ese estropicio más, piensa en la mortaja, porque lo
menos menos, te abre en canal.

Narda plegó entonces su corpazo sobre el banco de la cocina, y quiso
como gemir un poco, escondiendo media cara entre las manos, que no se
acordó de lavar.

--¡Ahora moquiteas?--le preguntó Baldragas con disgusto, sentándose á
su lado y pasándole un brazo sobre el pescuezo.

--Hombre--replicó la otra, alzando la cara llena de engrudo,--déjame
echar un par de glarimucas tan siquiera: me paece que el caso bien lo
pide... ¡y á ver si te estás quieto!

--Echa anque sea una azumbre de ellas, Narda; pero mejor juera que las
echaras andando... ¡Mira que el tiempo va que vuela!... ¡mira que puede
venir tu padre!...

--¡No me le mientes, Ceto, que con sólo alcordarme de cómo se pondrá!...

--Ya se ha hablao de eso: se pondrá ajumando y tocará las vigas con
las uñas; pero dormirá á la noche la corajina, y acabará por hacerse á
la _gamella_. Él necesita un hombre que le ayude: ¿qué más da que ese
hombre sea yo ú que sea otro? En esto ya estábamos, Narda, y con too y
con ello, bien firme dijistes que «cuanti más antes».

--Y te lo digo ahora... ¡Deja esas manos quietas!... ¡Cuidao que es
mucho cuento!... Pero ponte en los casos, Ceto.

Ceto, con los hocicos engrudados, se volaba con aquellos reparos,
porque el tiempo corría, corría... y Narda no acababa de _arrojarse_.
Pasó así media hora: Ceto apremiando, ora con palabras, ora con
pellizcos y manoseos, y Narda queriendo y aguantando, pero sin pasar
de allí; hasta que, de pronto, alzaron los dos la cabeza en actitud
de escuchar. Habían oído un chirrido lejano, lento, desconcertado y
clamoroso: el _cantar_ del carro de tío Luco. ¡Bien le conocían ellos!

--¿Qué dices ahora?--preguntó Ceto incorporándose.

Narda hizo lo propio. Miró á Ceto, á la masera, y á la lumbre sin
borona, y al saco vacío, y se acordó del pajar, y de la bofetada
siguiente, y de otras muchas más, y respondió resuelta:

--Que cuanti más antes.

Era, en efecto, el cantar del carro del tío Luco. Cuando éste notó
que pasaba el tiempo y no asomaba por la portilla de la mies el de
su compadre, comenzó á temer algo que le inquietó y le hizo echar las
horconadas de hierba á escape y de cualquier modo. Por otra parte,
las moscas no dejaban sosegar un instante á los bueyes, y se temía
á cada momento un grave estropicio por este lado. Se abrevió, pues,
la tarea cuanto se pudo; y después de bajarse la moza cargadora (que
ordinariamente vuelve de la mies sobre la carga) por temor al posible
percance; puesto tío Luco á la cabeza misma de los bueyes, á los cuales
enderezaba piropos en dulce y cariñoso acento como si le entendieran, y
yo creo que le entendían, y arrimados los demás obreros á ambos lados
del carro con las rastrillas y los horcones alzados, por si había
que apuntalarle en un balance demasiado brusco, comenzó la vuelta á
casa atravesándose las praderas á buen andar, y cuando se llegó á la
barriada, arrimándose los bueyes con ansia bravía á todos los bardales
de los callejones, para rascarse el pellejo y espantarse las moscas
que los acribillaban, con lo cual se _peinó_ la carga algo más de lo
conveniente; pero tío Luco no reparaba en ello, porque cuanto más se
acercaba á su casa, más recio le golpeaban en la mollera los malos
pensamientos.

Al llegar á la corralada, antes de arrimar el carro á la pared
debajo del boquerón del pajar, llamó á Narda á gritos; pero nadie
le respondió. La puerta estaba entreabierta. Lanzóse hacia allá
desatinado; entró en casa de un brinco... y la soledad en ella. Sobre
la mesa de la cocina estaba la masera rebosando de agua con harina,
clara, muy clara, y debajo de la mesa el saco vacío; en el llar, las
brasas apagándose, pero ni señal de borona cociéndose. Olía por allí á
la peste de la pipa de Ceto.

--¡Ya me la hizo esa bribona!--fué lo primero que dijo, llevándose las
manos á la cabeza.

Salió al corral, contó lo ocurrido, apuntó sus recelos, y pidió por
Dios á los oyentes que le ayudaran á buscar á la pícara que tal vejez
le preparaba.

--¡Mucho ojo á los maizales!--decía á la gente que ya se disponía
á ayudarle en las pesquisas.--Onde veáis uno que se menea, golpe á
él, que ellos ú otros tales serán, porque hoy no anda viento que vos
engañe. Si hay una casa abierta, preguntar allí, y á los mesmos pájaros
del aire que topéis al paso.

Se dejó el carro abandonado, y se dispersó la gente por la barriada.
Tío Luco volvió á entrar en casa; lo registró todo, hasta el pajar y
la cuadra... Silencio y soledad en todas partes.

Del vecino de enfrente sabía él que amparaba mucho á Baldragas. Vió
una ventana abierta en su casa, y se resolvió á ir allá; pero dió
primero unas vueltas por el huerto y alrededor del maizal colindante.
Nada... Corrió entonces á la casa del vecino. La puerta cerrada. Saltó
el portillo del huerto trasero, se encaró con la ventana abierta,
escuchó un instante, y oyó hablar adentro. Llamó, y callaron las voces.
Volvió á llamar... y á llamar... y á llamar, hasta que apareció en la
ventana... ¡la aborrecida jeta de Baldragas!

--¿Ónde la tienes, bribón?--preguntóle, ronco de coraje, tío Luco.

--Onde usté no puede cogerla,--respondió muy fresco el preguntado,
poniéndose de codos á la ventana.

--¡He de verte en presidio, tunante!... Y por lo que toca á ella, yo la
alcontraré, por escondía que se halle...

--La ampara la Josticia, y no la verá usté el pelo hasta que el señor
cura nos ponga bien á cubierto con agua bendita.

--¡Mal rayo vos parta, hijos de una...! ¡Ladrón!... ¡desalmá!

En esto se oyeron golpes y trastazos y como estruendo de cantos en
revoltijo hacia el corral de Sarmientos. Miró Ceto desde la ventana, y
gritó á tío Luco:

--¡Que mosquean las bestias!

Sin oir más, Sarmientos voló hacia su casa, con la cabeza al aire, la
aguijada en la mano y la boca abierta. ¡El tábano la había hecho al
fin! Los bueyes le habían sentido encima, y locos de furor tomaron la
huida por derecho, atropellaron la paredilla seca del corral, rompióse
allí el eje, volcó la balumba; y cada vez más locas las bestias,
continuaban arrastrando la pértiga por la calleja, revolviendo los
cantos del suelo y dejando, por señal de su carrera furiosa, montones
empolvados de la carga...

Tío Luco, esparrancado en mitad de la calleja, con los pelos de punta y
los brazos en alto, volviendo los ojos tan pronto á la casa del vecino
como á los bueyes que se iban perdiendo de vista, clamaba con voz de
espanto y desconsuelo:

--¡Ésta es la mi suerte! ¡Di ahora que no, compadre!... ¡No hay que
darle güeltas!... ¡Lo esperaba yo, porque tenía que venir, y siempre
jué lo mesmo! ¡La peste de mi casa!... ¡La ruina de mi hacienda! ¡La
deshonra de mi sangre!... ¡El AGOSTO!... ¡El AGOSTO!...


                                NOTAS:

[2] Capítulo impuesto de un libro, muy lujoso por cierto, editado en
Barcelona en 1889 por los Sres. Henrich y Compañía, con el título de
_Los meses_.


                         EL ÓBOLO DE UN POBRE


                             [Ilustración]




                        EL ÓBOLO DE UN POBRE[3]


Llevaba en el bolsillo del chaquetón el oficio que acababa de recibir
de la primera autoridad de la provincia. Se le encarecía mucho en
él la necesidad de aprovechar el tiempo; se le hablaba de su «bien
probado celo», de su «acreditada actividad», y de su «nunca desmentida
abnegación en beneficio de los menesterosos». No estaba él muy seguro
de haber dado motivo á la susodicha autoridad para afirmar tan en
redondo todas estas cosas, aunque sí de ser tan hombre de bien y sano
de entraña como el primero que se le pusiera delante, y de haber
merecido de la bondad de Su Señoría, en los dos años no cabales que
llevaba rigiendo la administración municipal de su pueblo, el favor de
dos comisionados de apremio, con treinta reales de dietas, por deudas
insignificantes del Ayuntamiento; pero cuando Su Señoría lo afirmaba de
un modo tan terminante... Además, Su Señoría daba también por sentado
que el alcalde estaría bien al corriente ya del «horrendo cataclismo»
que había «casi borrado de la faz de la tierra española» dos «de las
más ricas, bellas y celebradas provincias andaluzas»; y el alcalde no
sabía jota de ello, ni aprenderlo podía en el vago, ampuloso y, para
él, enrevesado contexto del oficio; ni creía que le sentaba bien á una
persona erigida en autoridad, declararse _oficialmente_ ignorante de
sucesos que debían ser harto sabidos en el mundo; y como los últimos
_Boletines_ recibidos en el Ayuntamiento estaban intonsos aún en
poder del secretario, acudió al señor cura en demanda de pormenores
que le pusieran en autos; pero el señor cura, que en aquel instante
iba muy de prisa á confesar á un feligrés moribundo, solamente pudo
darle ligerísimas nociones, así de las causas, como de los efectos del
cataclismo mencionado por el señor gobernador. Tampoco el médico, á
quien el alcalde acudió en seguida de apartarse del párroco, fué muy
pródigo en informes, porque iba, á todo el andar de su peludo tordillo,
á visitar á un enfermo muy grave. Fortuna que el alcalde no se mamaba
el dedo; y por ser así, creyó haber atrapado al aire el argumento de la
cosa, y hasta consiguió encerrar en el saquillo de su memoria un buen
acopio de «fuegos centrales», «fenómenos geológicos», «desprendimientos
subterráneos», «gases comprimidos» y otros terminachos que le
parecieron de perlas, y más de lo suficiente para dar en el acto
cumplido desempeño al encargo que se servía encomendar Su Señoría á «su
bien probado celo, acreditada actividad», etc., etc...

Porque «lo resultante, en finiquito», era, para él, que había muchos
menesterosos de pan y de abrigo, «motivao al cateclismo», y que, por
caridad de Dios, había que pedir de puerta en puerta una limosna para
ellos. Recogiérase la limosna, que de cuenta de quien sabía más que él
corría el hacerla llegar hasta los desgraciados.

Y tomó el palo en una mano; metió con la otra el oficio en la
faltriquera y lanzóse, con el más sano de los propósitos, á recorrer el
mísero, corto y escondido lugar de la montaña, casa por casa.

Así llegó á la de un su muy especial amigo, y además compadre.

--Ya sabrás á lo que vengo,--díjole en el soportal, donde le halló
amañando un armón de la pértiga de su carro.

--Verdaderamente que no lo barrunto,--respondió el otro.

--Pues es motivao al cateclismo.

--¿Cate... qué?

--Cate... nada, hombre: que hay mucho probe enfermo y menesteroso que
socorrer.

--¿En ónde?

--En la haz de lo más majo de Andalucía.

--¿Peste, quizaes?

--Mucho peor: cateclismo.

--¡Cateclismo!... Ya lo dijistes; pero ¿qué es ello?

--Juego central, á lo que paece; terremoto al resultante.

--¿Terremoto dices?

--Como lo oyes. Mete miedo aquello. ¡Zas, zas! Abajo una casa. ¡Zas,
zas!... Al suelo media docena de ellas. ¡Golpe acá!... La iglesia á
tierra. ¡Golpe allá!... La casa de Ayuntamiento.

--¿Y las gentes, hombre?

--Las gentes, según la suerte respetive. Unas, soterrás en vida; otras,
muriéndose de hambre, con lo puesto, á campo raso.

--¿Y eso es terrimoto?

--Temblío de la mesma tierra.

--¿Temblío dices? Cuéstame creerlo.

--Á la vista está el resultante.

--No le niego; pero tomara yo el caso por juriacán de arriba: vientos
mayores...

--Cateclismo neto; no te canses: costa en papeles; terrimoto puro.

--Si costará; pero si no fué bien reparao de las gentes... Porque no se
me diga á mí que este suelo que yo piso, que esta peña viva que asoma
aquí mesmo por la arcilla del portal, que ese monte de ahí enfrente...

--Pura chanfaina todo ello, hijo; pura chanfaina, por lo visto, en
cuanto se menea el filómeno jológico.

--¿El qué?

--El despeñamiento soterráneo.

--¿Cuál es eso?

--El juego central.

--Ponlo más claro, si te paece.

--Pues el cateclismo.

--Me dejas como estaba. ¿Ónde se menean esas cosas?

--Por abajo, ¡muy abajo! Allá adentro, ¡muy adentro! ¡Boum! por acá.
¡Boum! por allá... hasta que, motivao al retingle, todo lo de arriba se
viene á tierra.

--Mucho sabes, á lo que veo, y bien claro lo explicas; pero con todo y
con ello, dígote yo tamién ahora que chanfaina pura.

--Como te paezca mejor; pero á lo que vengo, vengo.

--Tú dirás.

--Pues digo que vengo á pedir, por caridá de Dios y mandato que costa
en este oficio de la autoridá competente, una limosna pa los enfelices
que andan por aquellas tierras sin pan y sin abrigo, á la misma
santimperie.

--Ésa es otra conversación, y me paece muy en su lugar. Hoy por ti,
mañana por mí.

--Justo. ¿Y cuánto apurres?

--Según lo que tú pidas.

--Lo más que puedas darme.

--¿Qué te dieron los otros?

--En el puño cerrao me cabe todo ello junto. ¡Si valiera el buen
deseo!...

--Eso digo yo.

--¿Das media peseta?

--¡Echa dinerales! ¿Piensas que tengo mina?

--¿Puedes con un real?

--Ni tampoco con medio.

--Un perro grande...

--¡No seas cubicioso, hombre!...

--Pues un perro chico.

--¡Si no lo hay en casa!... bien lo sabes tú. Mes y medio hace que no
conozco al rey por la moneda. Las últimas que tuve se las llevó el
cobrador por el último tercio... porque pa eso las guardaba... De lo
colgao comemos, y gracias que hay un poco de ello. ¿Quieres una parte?
De corazón la ofrezco.

--Lo sé por demás. Pero sonante se quiere, y sonante ha de ser, aunque
sea poco.

--Pues de eso no tengo á la presente... ni barrunto que lo halles en
todo el lugar: cuando venda la novilla, para pagar con las ganancias,
si las da, las rentas al amo de ella y de las pocas tierras que labro,
del sobrante te daré lo que pueda, aunque yo lo coma de menos ese día.

--¿Y no das más por la presente?

--En sonante no más que eso, y una buena voluntá para el día de mañana.

--Pues ésa te apunto, por lo que sea.

Y yo se la garantizo, porque le conozco mucho; y además, ofrezco por
él, para las páginas de _Charitas_, estos renglones que taso, si no le
parecen caros á mi amigo Matheu, en _un perro chico_, moneda con que ya
se conformaba el alcalde.

                             [Ilustración]


                                NOTAS:

[3] Estas cuartillas estaban destinadas á un periódico extraordinario
de gran lujo artístico que, con el título de _Charitas_, había de
publicarse en Barcelona bajo la dirección del eminente poeta catalán
Francisco Matheu, á beneficio de los damnificados por los últimos
y memorables terremotos de Granada, y que al fin no se publicó por
insuperables dificultades nacidas de la magnitud misma del proyecto.


                                CUTRES


                             [Ilustración]




                                CUTRES


El dibujo era de mi pertenencia, por espontánea é inmerecida
generosidad del artista, como constaba y consta en la dedicatoria al
pie, de su puño y letra; lo cual, por sí solo, le daba ya, en mis
adentros de hombre agradecido, un valor excepcional. Pero con ser
este valor tan grande, aún me parecía mayor el que tenía en absoluto
el cuadro, considerado como obra de arte y como primera y palpable
revelación, á mis ojos, de los talentos del artista, mozo santanderino,
en quien el delicado sentimiento de la tierruca madre no se ha embotado
ni se embotará jamás con el roce continuo de la jerga ramplona de los
alegatos en papel de oficio; como no ahondarán los barnices de la vida
madrileña en la epidermis de su cepa campurriana.

Me complacía yo en pensar esto del artista en presencia de su cuadro,
y en creerlo á pies juntillas, porque, para mí, es innegable que
ciertas delicadezas de estilo no pueden tenerse sin una exquisita
afinación del sentimiento de la cosa tratada; inquiría, como lego, los
procedimientos seguidos por el dibujante para lograr aquellos efectos
de verdad y de hermosura en su obra; admiraba tan pronto lo acertado de
la composición como la destreza de la mano ejecutora del pensamiento;
regocijábame en hacer con el mío rápidas excursiones al campo del arte
montañés; contaba y clasificaba á los artistas por orden de géneros
y hasta de edades; resultábame de tan varias, independientes y ricas
manifestaciones, una tendencia común, una perfecta unidad final, como
resulta en la fábrica del gallardo monumento con todas y cada una de
las partes que le componen y que tan diferentes parecían entre sí,
desparramadas y en manos de los artífices que van dándoles la forma
determinada por el arquitecto; colábanse por este resquicio la idea
de la _escuela_, el esbozo de la _región_; algo de lo que puede haber
en estas ideas de ilusorio, por espíritu de raza ó por embriaguez
patriótica; mucho de lo que, aunque irrealizable, tiene de bueno el
achaque, por lo fecundo que es en nobles empresas y en generosos
esfuerzos _locales_, que, á la postre, lucen en beneficio y en gloria
de la patria común... en fin, hasta pesaba y medía el cuadro, que _ya
era mío_, recordando sitios y espacios, para elegir el más conveniente
para colgarle, cuando se me dijo que preguntaba por mí «un hombre de
allá».

Hay que advertir que estos «hombres de allá» siempre llegan á mi
casa (y llegan cada día desde los de mi mocedad) á la hora y en
las ocasiones menos á propósito para entender yo con paciencia en
los roñosucos «particulares» que los sacan del lugar: por lo común
«expidientes» que «no corren» en estas oficinas; diferencias sobre
intereses con el convecino; juicios en apelación al juzgado de
primera instancia; cartas de recomendación para el preste Juan de
las Indias, ó para el mismo príncipe de los apóstoles, portero de la
gloria celestial, «motivao al muchacho que anda por los mundos» y
desea mejorar de fortuna, ó á «la defunta que fallició» la víspera y
pudiera, «con un buen empeño», verse libre de las penas del purgatorio;
á menudo, porque la _cogecha_ ha sido mala, el perdón de la renta ó el
anticipo «pa salir avante del mayor apuro á la presente»; la fianza
para aquello ó el consejo para lo otro, y así, por este orden, hasta
los pajaritos del aire ó los cuernos de la luna, porque, los benditos
de Dios, no se paran en barras, puestos á pedir lo hacedero y lo
imposible.

En todos estos casos, _relates_ eternos y digresiones interminables;
los puntos litigiosos, sacados á tenaza por mí; salivazos en el suelo,
tres libras de barro molido y estirado á pisotones sobre el hule, mal
herido, además, por las tachuelas de los blindados borceguíes, y una
humera, densa y asfixiante, del tabaco más malo que puede suministrar
la Dirección de Estancadas, puesta de intento á darlo de lo peor...
Vamos, que me cuestan un sentido, en todos conceptos, esas benditas
gentes, que, por remate y «finiquito», no me lo agradecen tanto así...
¿Agradecer dijiste? ¡Buenas y gordas! Gracias que no se me responda lo
que cierto compadre á quien yo ponderaba los sudores y congojas que,
en dos meses de brega, me había costado poner en claro un derecho suyo
desconocido en determinado centro oficial: «Si usté, al meterse en
lo que no le importa, supiera teclear como es debido, más pronto...
y mejor quizaes, hubiera sido el resultante». ¡Y lo había ganado
con costas, y yo le había servido á sus instancias y de balde... y
poniendo dinero encima! De veras: hay para pegarlos, muy á menudo.
Pues así y todo, sufro y estimo, ¡qué estimar? amo á esos «hombres de
allá», por el más sarnoso de los cuales me lío la manta al brazo á
cada hora, para habérmelas con el lobo mismo, como si la oveja fuera
de mi rebaño, sangre de mis venas, ó fibra de mis propias carnes; y
frecuento oficinas, y escribo cartas, y molesto á los amigos, y aburro
al más paciente y estimado de todos ellos, ¡yo que jamás he «incoado»
un expediente propio en ningún _centro_ del Estado, ni por asuntos de
mi pertenencia he dado los buenos días, en todos los de mi vida, al más
modesto funcionario!

Conste que no lo puedo remediar, y vamos al caso.

Pregunté qué hombre era el que me buscaba, y me respondieron que «uno
muy _oscuro_», que se llamaba no sabían si Blas ó si Juan, si Roque ó
si Gómez, porque el hombre _no se dejaba_ entender.

No caí en la cuenta por estas señales. Pedí algunas más, y á poco rato
me dieron estas otras:

--Dice que es _Cutres_.

¡Cutres! ¡Cutres en la ciudad! Lo menos hacía veinte años que Cutres no
ponía los pies en ella. ¿Qué río se había salido de madre, ó qué monte
se había _desborregado_ en el lugar? Porque, vistos los antecedentes de
Cutres, y conocidos como yo los conocía, se necesitaba un verdadero
cataclismo para hacerle salir de sus enroñecidos quiciales. De
cualquier modo, con la visita anunciada había para que me temblaran
las carnes; porque Cutres era de los hombres «de allá» que más me
daban que hacer. Siempre tenía en tramitación dos ó tres expedientes,
dos juicios de faltas «para el sábado que viene», y otros tantos en
apelación; y todo ello por ser Cutres el hombre más testarudo que
ha nacido de madre; por el condenado empeño de hablárselo todo él
solo, después de forjarse las cosas á su gusto en la empedernida
mollera. Oía ó soñaba el agravio, la reclamación ó el consejo; bajaba
la cabezona hirsuta, fruncía las cejas grises, cerraba los ojos
mortecinos apretando mucho los párpados... y allá va esa descarga de
sonidos broncos, desconcertados y feroces, intraducibles en ideas ni
en palabras. Se le llamaba á la razón con templadas reflexiones para
explicarle el caso, para que oyera, cuando menos. Peor. La interrupción
le cegaba más, y el zumbar de su palabreo incesante y confuso, llegaba
al mugido del torrente en el fondo de una sima. De tiempo en tiempo,
un estampido, una detonación, como si estallara algo allá dentro. Era
una interjección, ó una desvergüenza, ó una injuria: «¡Ajo!... ¡La
tal de tu madre!... ¡Ladrón!... ¡Saca-mantas!» Lo único que se le
entendía claro en sus tremendos desfogues; y como había testigos, y él
no escuchaba á nadie ni quería «volverse atrás de lo dicho», demanda
«al consiguiente», y á juicio verbal «el sábado que viene». Á este
tenor, sus negocios con el Municipio ó con la Hacienda; y expediente al
canto... y á mí con el mochuelo al otro día, de palabra si me hallaba á
la vera, ó, si en la ciudad, por el correo, en letras como perojos, que
parecían hechas con la ahijada, sobre papel de hilo barbudo, y cerrada
la carta con pan mascado.

¡Y este hombre había sido risueño y campechano, cantador y bailarín,
la alegría del lugar!... hasta que se acabó «la carretería». Desde
entonces, y por eso sólo, se hizo esquivo, lúgubre y desapacible, y
se declaró en guerra implacable con todo el género humano. El mundo
ya no _andaba_ para él, ni _las cosas_ que pasaban eran valederas ni
producían derechos para nadie. Todo estaba fuera de la ley, incluso el
tiempo, considerado por Cutres como una _suelta_, más ó menos larga,
que tendría su fin más tarde ó más temprano, llegado el cual, volvería
él á uncir... y hala con lo tuyo por el camino de siempre.

Pero la suelta duraba y duraba... y duraba, y el peso de los años que
corrían, aunque ilegales, iba quebrantándole los bríos, arrugándole el
pellejo y encorvándole los hombros. Él tenía fe ciega y tenaz en la
vuelta de las aguas al abandonado cauce; pero ¿cuándo sucedería eso?
Al paso que iba desmoronándosele la armazón, que fué de encina brava
en otro tiempo, cuando se tocara á uncir de nuevo y á preparar la
_mostela_, ¿tendría él agallas ya para subirla al carro?

Y esto le impacientaba y le consumía, y con ello iba haciéndose, de
hora en hora, más feroz é inaguantable.

Á la sazón de preguntar por mí, tenía por acá tres expedientes
_dormidos_ en los respectivos centros; expedientes forjados á su manera
sobre soñados atropellos del municipio de allá. Se habían dejado dormir
de propio intento y por obra de caridad, porque el menos improcedente
de todos ellos contenía descomedimientos y crudezas de sobra para dar
que hacer en el asunto, por razón de desacato, al juez de primera
instancia. Cutres no quería entenderlo así; y en su empeño obcecado
de ver en Ceuta al alcalde, y en la cárcel al gobernador que «le
encubría», me había puesto á mí para pelar cincuenta veces, de palabra
y por escrito, suponiéndome primero tibio en ampararle á él y, por
último, cómplice y encubridor de «los otros», por _lo que se me pudiera
pegar_, «si á mano viene».

¿Había ó no para que me temblaran las carnes al saber que Cutres estaba
en la ciudad, y á la puerta de mi casa, resuelto á verse conmigo?

Mandé que le hicieran entrar; y entró, poco á poco, á paso de buey,
marcando con dos golpes cada pisada de sus enormes borceguíes; en
la mano un palo corto, rayado á fuego; vestido de paño pardo y con
camisa de estopilla, á la moda de treinta y cinco años atrás. Guardó
en un bolsillo del chaleco la punta apagada del cigarro que traía
entre los amoratados labios, para darme los buenos días, sin pensar en
descubrirse la cabeza; y del modo que ya se le ha descrito, desde el
vano mismo de la puerta, donde se quedó parado, me disparó la andanada;
pero, en honor de la verdad, no con la artillería gruesa. Así y todo,
se llenó el cuarto de ruidos, y temblaron dos cristales mal seguros
en sus mortajas. No le entendí una palabra, porque no hubo injuria,
ni interjección, ni desvergüenza; lo cual era de agradecer, y se lo
agradecí.

Mirándole y admirándole y gozándome en contemplar su estampa original
y pintoresca, dejéle que se desfogara á su gusto; y cuando ya abrió
los ojos y pudo mirarme y verme, con señas y ademanes expresivos le
invité á que pasara más adelante y se sentara cerca de mí. Pasó y
sentóse, poco á poco, muy poco á poco, y al carel de la butaca arrimada
á la pared, casi debajo de un aparato telefónico, por más señas. ¡Qué
acabado estaba el pobre hombre! ¡qué viejo, qué acartonado y rugoso, y
cómo olía á humo de cocina, de cuyo fuego eran señales las _cabras_ que
se le veían en las enjutas canillas por debajo de las campanas de sus
perneras!

Estando así sentado, quedaba enfrente de él, y muy cerca, el cuadro de
que íbamos hablando, colocado sobre una silla, tal como yo le había
puesto para contemplarle á mi gusto.

Pensando en la manera de conjurar aquella tormenta que se me había
venido encima de repente, en el breve espacio de silencio durante el
cual tuvo mi hombre clavados los ojos en el cuadro, y andaba yo con
los míos del cuadro á él y de él al cuadro, acordéme de que en la
naturaleza bravía é irracional de Cutres había una cuerda sensible
y _entonable_ con el sentido común y el lenguaje humano, y traté de
herírsela, para distraerle un poco del asunto que le había sacado
de casa, á pie y andando, por las señales del barro blanco de sus
borceguíes, y por constarme bien que no se movía su cuerpo de otro
modo, ó en carro de bueyes... ¿El tren?... Primero el coloño de
espinos, «arrastrao por las patas, ú la horca mesma».

--¿Qué le parece á usted esto?--díjele corriendo más hacia él la silla
en que estaba el cuadro.

El hombre, que aunque le miraba no le veía, se encogió de hombros por
toda respuesta. Contaba yo con ello, y le añadí:

--Mírele bien, que hay algo ahí que le interesa á usted.

--¿Á mí?--exclamó entre admirado y desdeñoso.

--Á usted.

Volvió á encogerse de hombros, y volví yo á insistir en que mirara
bien, metiéndole el cuadro por los ojos.

--Á manera de puente cascao--dijo al fin, después de mirar el dibujo
con la cabeza entornada, tan pronto á un lado como á otro, la boca muy
abierta y haciendo embudos con los labios.--Y si no lo juere--añadió
sombrío,--que no lo sea. Á mí, ¿qué cutres me va ni qué me viene en
ello? ¡Ajo! En esas penturucas con que tiene apestá la casa de allá,
y la de acá por lo que veo, gastará usté los dinerales que estarían
mejor gastaos en sacar avante la hacienda ultrajá de un probe como yo.
¡Cutres! Á ver cómo anda eso vengo, ¡ajo! y no más que á eso.

Se me iba, se me iba el salvaje por los cerros de su gusto, si no me
apresuraba á atajarle.

--Mire usted, Cutres de los demonios, cabezón y testarudo--díjele
apuntando al mismo tiempo con el dedo,--¿ve usted esta figuruca de
hombre, metida en una O grandona?

--Pué que la vea,--respondió volviendo á mirar como antes.

--Pues es la estampa de un campurriano.

--¿Por ónde es campurriano eso, cutres?

--Por la cara, por la gorra de pelo, por la pipa, por la capa...

--Por el... ¡ajo! ¿Ónde están los zajones? ¿Ónde están las albarcas de
pico entornao? ¿Ónde los escarpines negros con botonaúra?

--¡Otra te pego! ¿No ve usted que esto es un retrato de cintura arriba?

--Y ¿ónde se han visto campurrianos que no tengan ná de cintura abajo,
cutres? ¡Y si habré visto yo compurrianos en mi vida!... ¡Ajo!

Ya estaba clavado mi hombre. Expliquéle, como mejor pude lo que era
un retrato de medio cuerpo de un hombre que le tenía cabal, sin que
Cutres cayera de su burro, por supuesto, y le señalé otro detalle del
cuadro.

--Esto que usted cree un puente cascado, es un pedazo de una iglesia
célebre que está en Cervatos, cerca de Reinosa.

--¡Reinosa!--exclamó estremeciéndose.

--Sí, señor--añadí ahondando en la herida abierta:--Reinosa. Todos
estos peñascos, y estos montes algo nublados, y este tronco viejo... y
hasta estos patucos que se bañan en esta poza, son cosas de por allá,
de Reinosa; y escondido en estos repliegues de los montes, irá el
camino real que tanto ha trillado usted.

--¡Treinta y dos años hace--exclamó en un mugido que retumbó en toda la
casa,--días más que menos, que no le pisan los mis pies dende Corrales
pallá!... ¿Se puede vivir así? ¿No es hora ya de que cambeen las cosas?
¡Ajo! ¡Ladrones dilapidaos!...

Templéle un tanto las iras, porque no me convenía tampoco que se dejara
llevar de ellas en el terreno en que le tenía ya; y con la ayuda de
ciertos toques cuyo buen efecto conocía yo por la experiencia de su
trato, le encarrilé blandamente por donde me proponía, seguro de oirle
lo que ya me había contado cien veces, pero también de apartarle con
ello del negocio de los expedientes; y eso que no dejaba de interesarme
el porqué de su venida á tratar de ellos pico á pico conmigo en la
ciudad.

--Aquello era las Indias, ¡las puras Indias, cutres!--llegó á decirme,
echándose el sombrero atrás, animado el rostro sombrío y con las dos
manos sobre el garrote chamuscado.--Yo espencé el trajín de mozo, con
el carro de mi padre: le gané un platal diendo y viniendo... ¡ajo!
lo que se llama un platal. Me casé en su día: la mujer llevó algo de
por sí, yo tenía otro poco por mi padre; jallemos quien nos diera á
renta lo demás, y como dos pepes, ¡ajo! como dos pepes caímos en la
casería... Dos vacas de vientre, una pareja tudanca de lo mejor de la
feria... ¡Cuarenta doblones pagó el amo por ellas! Había entonces con
ese dinero pa mercar un navío de tres puentes. La pareja curriente,
treinta doblones, menos que más. No se conocía el carro de rayos que
anda ahora: la carreta de Penaos, que costaba una onza, ú el rodal de
maera que no pasaba de cuatro duros: la carreta, por estrechuca de
llanta, se comía las ganancias en potargos: el rodal de maera, con una
llanta postiza, daba mejor cuenta, y eso se estilaba entre los que más,
salvo los _marinos_ de Bezana y por ahí, que se metieron en lujos de
carros con galga, parejas dobles, mantas y atelajes que tenían que ver,
pollos y chorizos en las sueltas; y así salieron ellos al finiquito,
cutres, cuando la cosa paró: en cueros vivos y á la temperie del camino
real, que ya no daba un _lí_. Nusotros, pa un por si acaso, siempre
guardemos el quinto pa el alma, como el otro que dijo... Á lo que
iba: la mujer (que Dios haya perdonao) era un brazo de mar, lo mesmo
con hijos que antes de tenerlos; de modo y manera que, al irme yo á
porte, no se conocía la falta en casa, porque ella remaba por los dos y
amenistraba por deciséis. Salíamos, de cada golpe, los ocho ú los doce
carros del lugar, en ca compañía. Un sujeto de ellos, el más curriente
y avisao de pluma, llevaba el gubierno, con voz y mando, pa la carga
en Reinosa y el cobro de la guía en Santander. Siempre juí de éstos,
cutres, siempre, por sujeto leal y socorrío en cuentas de retaporción.
Pues, señor, que dos días de repaso á la pértiga y al rodal; que amaña
esta trichoría; que pon este verdugo; que el encañao del toldo, y la
jabonera en su punto; que llegó la hora; y el jabón á la jabonera, y
los garrotes del pienso colgaos de los armones detraseros, y la saca de
ceba aentro... y hala pallá, cutres, con la pareja enmantá, el eje bien
enjabonao por la calentaera, pa que no cantara, porque si allegaba
á cantar, multaban los camineros... multaban, ¡ajo! multaban... y
con mucha cuenta y razón, ¡cutres! que á cantar ca carro de aquella
senfinidá de ellos, cosa juera de no poderse vivir en los vecindarios
transeuntes... ¡Santísimo Cristo de mi padre, cómo estaba aquel camino
real por aquellos estonces de la pompa de la carretería!

La repentina visión de ello debió de deslumbrar á Cutres, porque al
mencionarlo se llevó las dos manazas á los ojos, dejando caer el palo
entre las piernas; y así estuvo á obscuras un buen rato, bufando como
un jabalí y balbuciendo palabras que yo no le entendía.

--Le digo á usté--continuó enderezándose y volviendo á empuñar el
garrote,--que había veces que no sabía uno cómo enrabarse en la
ringlera al abajar al camino, ú al salir de la suelta, porque no se
jallaba un claro por onde meterse. Aquello era el sinfinito de carros
por las dos orillas, diendo él un rosario, y otro que tal golviendo.
Lo que á mí me entraba al ver aquel trajín... y al agolerle, ¡cutres,
al agolerle tamién! sí, señor, porque agolía: agolía el aire como á
jabón recalentao, de tantísimos ejes, con su punto, además, de vaho de
las tabernas... Lo que á mí me entraba estonces, no es pa dicho con
palabras. Lo mesmo era verme allí, ya me tenía usté con la ahijá por
los hombrales, los brazos por encima de ella, colgando dispués palante;
y toná va y toná viene, al andar de la pareja y á la vera mesma del
carro... Un puro silguero, vaya, porque no cerraba boca en lo mejor del
camino. Los otros compañeros, en escomenzando yo, se me iban arrimando
poco á poco; y éste ahora y el otro dimpués, acababan por entonar
conmigo toos ellos. ¡Offf! ¡Ajo!... y sépase usté, por si no lo sabe,
que siempre y en toas partes era yo estonces lo mesmo. Yo nunca supe
hasta dispués lo que era la malencunía negra, como ésta que me viene
consomiendo y acabando malamente, por culpa de las picardías de otros
hombres que han güelto lo de arriba abajo en las cosas de la tierra...
¡Mal rayo los parta, cutres! por la metá de los riñones, ¡ajo!

Viéndole temblar de ira y con los ojos casi cerrados ya, señales
infalibles de sus malos propósitos de largarse otra vez por los cerros
de su barbarie, atajéle de prisa, pero con sumo cuidado para no
embravecerle más.

--Vamos--le dije,--á lo que íbamos, y que tanto me gusta oir de boca de
usted. En acabando con ello, le ayudaré yo á echar un buen coloño de
rayos y centellas sobre esos pícaros malhechores que lo merezcan. Ya
estaba usted en el camino real, hecho unas tarrañuelas y cantando como
un jilguero, entre dos filas de carros sin principio ni fin, oliendo á
jabón recalentado y al vaho de las tabernas. ¿Y qué más?

--La primera suelta--continuó Cutres volviendo dócil, como un buey,
al camino hacia el cual le arreaba yo,--era en Somahoz. Allí el pan y
el vino pa acompañar al torrendo que usté llevaba de casa. El sueño,
encima de la saca. La taberna del portalón onde dejaba usté su hacienda
arreglá, escripía de carreteros; los de la _marina_, tratándose á
cuerpo de rey; los demás, á lo probe; y el más cuerdo, amañándose la
probeza en la sartén de su propiedá, en el mesmo portalón, ó matando
el ujano del hambre á pan y navaja. Yo siempre fuí de éstos, ¡ajo!
siempre, salvo uno que otro caso, y porque no se dijiera, en este
compromiso ú en el de más allá... Porque motivos pa echase á perder
el mejor de los hombres, los había á manta allí... ¿Ónde no los hay,
cutres? San Pedro pecó negando á Cristo, y el más justo cae siete
veces, aunque se agarre bien... Sobrando el tiempo y siendo las noches
largas, había en las sueltas de too, hasta briscas de á peseta el
partío, que era cuanto podía haber; y andando la baraja y el vino
tan currientes, no es mucho de extrañar que una vez que otra saltara
el camorreo entre los más vidrosos, y se alumbrara por remate daque
garrotazo... Pero repito que eran habas contás estos desgustos; y bien
puede jurarse que nunca se vió en ellos una navaja. ¡Nunca de Dios!
¡Siempre la ahijá! Y en güena hora lo diga, que casqué más de cuatro
en las costillas de unos y otros, por amparar á algún compañero: en
los jamases por culpa mía. Ahora, si al alcontrarse en el camino
la carretería de nusotros, pinto el caso, con la de los _litos_ de
Güelna, que tenía lo que se llama vicio de apalear, le decían á uno
daque ultraje ú disvergüenza, ¡ajo! la cosa ya era difirente, porque
no estaba en manos de uno el contenerse; y hasta la güena crianza
le obligaba á uno á ventear la ahijá antes con antes. Pero esto,
por no buscao y muy pasajero de suyo, no lo cuento yo por males de
la carretería. Ya subiendo las Hoces, la primera suelta del meodía
era en _Santolaya_, y la segunda, de noche, en Lantueno. Al romper
el alba siguiente, en Reinosa. Á tiro hecho y á precio curriente, á
cargar. Tantas arrobas en tantos carros; ochenta ó noventa de ellas
el que más, de una pareja. Se estipulaba el montante en la _guía_,
que me llevaba yo, como asimesmo el socorro de dinero entregao á cada
uno de la compañía, pa el debido rebaje del total en Santander, y
güelta varga abajo por los mesmos pasos que se habían contao varga
arriba. Sin más, ¡ajo! sin más... y jala, jala, como una seda hasta la
puerta de casa, como el otro que dijo; vamos, hasta el Regato... Allí
una suelta, y la pareja á casa, pa que á los probes animales no les
entrara solengua... ¡Ajo! porque son así de suyo: más sentíos y leales
que los hombres mesmos. Con ese tente en pie y ese recreo, güelta al
camino real: las bestias tan campantes, y yo detrás con la mostela á
cuestas: la ración de los probes animales pa lo que les faltaba por
bregar. Á uncir al vuelo, y palante otra vez, ¡cutres! siempre palante.
Jala, jala, Pedroga y Puente-Arce allá, una suelta en Bezana por la
noche, y al romper el día en Santander, pa descargar tan aína como se
abrieran los almacenes. Ahí va la carga, ésta es la _guía_, resultaba
conforme, venga el sustipendio, que se me entregaba á mí solo, por
el camino y andando se hacía el reparto en el aire, dábase á ca uno
su porqué debido; y á prima noche en casa, el carro en el portal, la
pareja en la corte y bien trisná, y al pico del arca, por propia mano
de la mujer, los tres y los cuatro napoliones de á decinueve que uno
la entregaba por llegar, limpios y saneaos, como los mesmos soles,
¡ajo!... Sin más. En veces salía carga en Santander pa algún punto de
la güelta, como salía de _vena_ en Requejá pa las ferrerías de Portolín
ó de Montesclaros al dir parriba; y esto más locía al resultante por
mejora del peculio. Pero lo fijo era lo otro, que en sí mesmo podía
beneficiarse mucho, como yo lo beneficié, ¡ajo! lo beneficié, porque
sabía el cómo; me empeñé en hacelo, y me salí con ella, ¡cutres! Me
salí con ella. Motivao á las vargas de acá que se subían de cargao,
nenguna pareja arrastraba, sin quebranto, más de ochenta arrobas: á
lo más noventa. Tres bestias, ya eran otro cuento. ¡Cutres! á buscar
la tercera, decíame yo, dispierto y soñando. Y piensa que piensa y
agorra que agorra, y pidiendo á réito el pico que me faltaba, compré
el _sacaízo_. ¡Ajo! Dende aquel día, las ciento veinte, las ciento
treinta y hasta las ciento cuarenta arrobas... como una seda, y los
siete y los ocho duros netos, al pico del arca, á ca güelta de viaje,
de viaje corto... Corto digo, ¡ajo! porque dende que tuve _sacaízo_,
no me contentaba con Reinosa, y porteaba dende el mesmo Alar. Nueve
días viaje reondo, y doscientos ríales libres, lo que menos. ¡Daba
gusto, cutres, lo que se llama gusto, ajo!... Pero, hombre, ¡lo que es
una bestia sola delante de una yunta y jalando con ella varga arriba!
Tiene más cuenta que otra pareja más con su carro correspondiente.
¡Y qué sacaízos tuve yo siempre, me valga la Virgen de la Soledá! El
último de ellos en particular, el último de ellos, ¡ajo! el último de
ellos fué el pasmo de la carretería. _Tasugo_ era de pelo, y un poco
cerrao de gamas; pero ¡con una voluntá, y unas anchuras, y una firmeza
de remos!... Como este brazo se le ponían las cuerdas del piscuezo
cuando jalaba cuesta arriba. ¡Qué jalar de bestia! ¡Ajo! á pico de
pezuña y triscando las cadenillas. ¡Las cadenillas, cutres! porque yo
nunca quise los tirantes de cuartajo, que á lo mejor se podrecían y le
dejaban á usté en blanco en la varga de más empeño... ¡Ajo! siempre
cadenillas, como hombre avisao; y por serlo, tuve yo siempre en su
punto toos los avíos de carretero... Una vez me tentó la cubicia y
llegué hasta Palencia. Tardé quince días en dir y venir: me salió mal
la cuenta, y no golví más. Á lo tuyo tente, dice el refrán, y á lo
mío me tuve, al camino trillao... Á lo mío... ¡Ajo! mío hasta que me
lo robaron, ¡cutres! esos ladrones de pelo rojo, amparaos por malos
españoles de acá... ¡Mal rayo los parta, cutres! mal rayo los parta,
amén, y por los riñones, ¡ajo!... Lo digo y lo siento, ¡cutres!

Y bien demostraba que no mentía el hombrazo, según lo que golpeaba el
suelo con el garrote y encandilaba los ojos y se revolvía en la butaca.
Dile la razón antes que me diera él un disgusto serio; y después de
calmar un poco sus iras, á mis nuevas instancias continuó refiriéndome
sus desventuras en estos términos:

--Muerta la carretería en cuanto el tren anduvo de veras, cosa que ni
viéndola podía yo creer, ná se me amañaba en casa, ni descurría ónde
ganar una peseta... la peseta, ¡cutres! la peseta que hace falta en el
arca del probe pa el tercio que cae, pa el vestío nuevo, pa la media
suela... ¡ajo! pa lo que no da la tierra de por sí, por mucho que se
ajonde en ella. Por remate de fiesta, las parejas de porte, como ya
no los había, abajaron un espanto, y tuve que vender en ochenta lo
que me había costao ciento y más. De esa probeza pagué los empeños
en que estaba; y si no me quedé á esquina, como _los marinos_, jué
porque nunca eché como ellos, de un solo golpe, too el tocino en la
puchera. Pero quebrantao, eso por la metá del eje, más que menos...
¡Ajo! sacabó el cantar, sacabó el respingo y sacabó la vida alegre.
Anochició de repente pa mí, y no ha güelto á amanecer hasta la hora
presente... Ni amanecerá, cutres, ni amanecerá hasta que las cosas
güelvan aonde deben golver... Y golverán, ¡ajo! porque es de ley, y
pa hacer josticia está Dios en los cielos. (_Pausa larga_). El golpe
jué de muerte, créalo usté, pa mí y pa muchos, ¡ajo! pa muchos que le
lloraron y le lloran como le lloro yo. Hombre hubo de ellos... eso
es doler en lo vivo... y eso es ser hombre, ¡ajo!... campurriano era
y amigo mío fué, gran carretero, anque de llano: de Alar á Reinosa.
_Neles_ le llamaban, por llamarse Nel, como á mí Cutres por esta maña
que siempre tuve de decirlo tan á menudo, sin saber por qué ni poderlo
remediar. Digo que se llamaba Neles[4], y quizaes lo sepa usté, porque
el caso hasta en papeles anduvo. Pos este campurriano cogió tal duda
y tema al tren recién estrenao, que una noche le salió al encuentro
allá en su tierra, y, ahijá en mano, se empeñó en _tichale_ atrás.
El hombre, es claro, quedó hecho una torta allí, lo que se llama
una torta, ¡ajo! pero la voluntá jué vista, y la muerte con honra:
cutres, con muchos hombres como él, á ver si nos entraban moscas á la
presente... Pero ¡mi güela!... Los días pasaban, y de malo á pior. En
estas jonduras negras, ná me salía por derecho, y too lo juí viendo
patas arriba, como Pateta me lo arreglaba, por remate de la obra de
los herejes del tren. Murióseme la mujer, casáronseme los hijos y
quedéme solo en casa, solo en el lugar, y aticuenta que solo en el
mundo entero. ¿Qué me iba ni qué me venía ya en toas las cosas de él?
Otros los pensares, otros los sentires de las gentes, otro el vestir,
otro el calzar, otro el peso, otra la medía... ¡ajo! hasta el dinero
jué otro de la noche á la mañana. Ahí están esas _décimas_, que en los
jamases pude entender. ¿Quién las trijo? ¿para qué sirven, si no es pa
golveme loco en ca peseta que me cambean? ¡Ajo! á mí, á Cutres, que era
un viento pa sacar las cuentas de cuartos-riales... Pos ya, ni riales
ni cuartos... ni cuentas que sacar, ¡ajo! si no es la que han de dar
á Dios los desalmaos que tienen la culpa de lo que pasa de estonces
acá... Por explayarme un poco, aunque me rebajara en ello, eché un
porte el mes pasao con fierro pa los Corrales, cosa de un señor tocayo
de usté, á lo que supe, bien trisnao de estampa y parcialote de genial,
la verdá sea dicha. Veinticinco años largos hacía, ¡cutres! que yo no
pisaba aquel camino, de la villa pallá. ¡Ajo! ¡Nunca yo hubiera caído
en la tentación de golver á pisale! ¡Qué soledá la suya! ¡Qué caserío
aquél tan sin sustancia, que nunca se había visto allí! Y aquellos
portalones tan largos, de otras veces, viniéndose á tierra quebrantaos;
y las tabernas pegantes, punto menos, con ortigas en la puerta cerrá,
y bardas y jalechos en las rejas de la ventana podría... ¡cutres! daba
vergüenza miralo; y por no ver afrentas como ellas, me emboqué en el
carro, cogí el sueño y no disperté hasta los Corrales... Estando allá,
pasó _él_... él mesmo, ¡ajo! con un runflar, y una jumera, y un tronío
fantesioso... ¡ajo! lo mesmo que si juera suya y no de nusotros la
tierra que iba pisando... ¡Cutres! si le caeron la metá siquiera de las
maldiciones que le eché, no llegó á Bárcena sin despeñarse, ¡ajo!...
¡Pos dígote la ciudá! Yo conocía el muelle canto á canto y casa á casa.
De punta á punta no cabían los carros en él; los picos de los sacos
de harina asomaban por las ventanas de los escritorios, y la mar se
acanzaba con la mano en toas partes. ¡Ajo! vete á verle hoy; de puro
largo, se pierde de vista: búscame el carro, búscame el almacén...
búscame la mar, que no se acanza á ver por nengún lao, como si la
hubieran sorbío los herejes del tren; y tómate portales como iglesias,
y tómate tropeles de birlochos disparaos... Respetive á lo del pueblo,
bien lo sabe usté. Yo soy allí el forastero. Ni caridá pa mis años, ni
josticia pa la poca hacienda que me queda. ¡Ajo! esto es el Evangelio.
Jurga de acá, jurga de allá; quiero defenderme y defender lo que es
mío, y luego resulta, ¡cutres! que tampoco rige ya pa mí la ley que
ampara á los demás. ¡Ajo!

--Pero, hombre--díjele aquí, á riesgo de echarlo todo á perder,--si
desea usted vivir en paz con sus convecinos, ¿por qué no toma como
ellos, y como todo el mundo, las cosas conforme son y los tiempos como
vienen? ¡Cuantísimas veces se lo tengo aconsejado á usted!

--¡Ajo!--me respondió dando en el suelo un tremendo garrotazo--tantas
como he respondío yo que no puedo amañarme con esas cosas ni con esos
tiempos; y que quiero que cuando güelvan los míos me alcuentren en
el mesmo ser y estao en que me dejaron, ¡cutres!... ¿Acabó usté de
entendelo?

--Sí, señor--le respondí para concluir de una vez, aunque fuera á
linternazos;--y porque lo tengo bien entendido, no me sorprende lo que
le pasa á usted tan á menudo... por necio, por cabezón, por... Vamos á
ver--añadí, sin pizca de temor á los visajes que hacía Cutres, picado
ya de la barbarie ciega que le estaba acometiendo,--¿á qué ha venido
usted hoy?... digo, ¿por qué ha venido? ¿Cómo se ha resuelto usted á
hacer hoy lo que no ha hecho en tantos años, sin que haya un motivo
especial que lo justifique?

Se desbordó el hombrazo para responderme; se desbordó como en los
accesos más impetuosos de su atrabilis. Las primeras oleadas no fueron
más que estruendo y algún ajo que otro perceptibles. Trasteándole con
paciencia y con cuidado, logré averiguar que había venido porque,
al decir de su vecino _Güétagos_, el alcalde no iba á Ceuta ni el
gobernador á la cárcel, porque yo estaba pasteleando con los dos, y
«quizaes» trabajando para comernos entre los tres la «probeza» que le
quedaba á él, á Cutres. En otros tiempos me hubiera dado la queja por
el correo; pero, tras de haberle llegado muy al alma la noticia, de día
en día se iba encontrando «menos amañao pa el relate» por escrito y el
manejo de la pluma. Además, le había asegurado _Güétagos_ que eso del
tren andaba de mal en peor, casi á punto de fenecer; y como yo tardaba
en ir por allá, se había resuelto él á venir para «tomar lenguas antes
con antes, y según era debido», sobre cosa de tanto bulto.

Armándome de paciencia, comencé por afirmarle que todo «lo corrido»
sobre el tren, era la pura verdad: no podía ya con el rabo, le
consumían las deudas y las desazones, y á la hora menos pensada dejaría
de rodar, y volvería á imperar la carretería como en los tiempos de sus
mayores pompas. Súpole como á gloria lo afirmado por mí, y á cuenta de
este alegrón, le di sobre el otro caso una recorrida de las buenas, por
necio, por irracional y por desagradecido.

Me falló la cuenta, porque borrada la primera impresión con el escozor
de la segunda, se puso que ardía; y ardiendo estaba, á su manera,
cuando, por haber sonado de repente el timbre del teléfono, que estaba
á media vara y casi á plomo de su cabeza, le vi enmudecer y contraerse
todo, revolver los ojos azorados, hundir el pescuezo entre los hombros,
y, por último, esparrancarse y salir, hecho un ovillo, de la butaca,
para mirar desde _afuera_ hacia el punto en que se producía aquel
estrépito, que continuaba á más y mejor, mientras yo me complacía en
estudiar sus efectos de asombro, de sorpresa y hasta de pánico, en la
naturaleza medio salvaje de Cutres.

Acerquéme al fin al aparato, y pregunté quién me llamaba.
Respondiéronme que del gobierno civil. Un instante después se ponía al
habla conmigo el amable funcionario que entendía en el expediente más
agrio de los tres que tenía _durmiendo_ Cutres por acá.

--¿Qué ocurre?--le pregunté.

--Que acabo de hojear otra vez el expediente de marras, y que cuanto
más le examino, más me convenzo de que no basta con _dormirle_, sino
que es preciso _matarle_.

--¿Por qué?

--Porque hay en él horrores de desacato; y si un día llega á moverle
cualquiera, va á presidio esa bestia de hombre á quien usted llama
Cutres, y tanto nos da que hacer.

--Hágame usted el obsequio--repliqué al funcionario, por haberme
asaltado de pronto una idea,--de esperar unos instantes, sin apartarse
del teléfono.

Dicho esto, me volví hacia Cutres, que iba de asombro en asombro, y
parecía un jabalí acosado por los perros. Mandéle que se acercara, y no
quiso á la primera. Al cabo se acercó, recelosote y gruñendo.

--Tome usted esto--le dije descolgando el otro auditor,--y póngasele al
oído, como yo.

El hombre cogió _aquello_, como si quemara: lo sopesó, lo palpó y hasta
lo olió; pero no acababa de arrimarlo á la oreja. Tuve que hacerlo
yo por él; y cuando le dejé convenientemente colocado (con la boca en
dirección opuesta al micrófono, por lo que pudiera _tronar_), llamé
otra vez al funcionario, el cual me respondió al instante. Por rara
casualidad, aquel día _andaba_ el teléfono tan sutil, que se oían hasta
las respiraciones.

--¿Tiene usted la bondad--le supliqué,--de repetirme lo que me dijo
antes sobre el expediente ése y sobre el interesado?

--Con mucho gusto--me contestó, llegando el asombro de Cutres hasta el
espanto convulsivo al sentir el cosquilleo y el sonar de estas palabras
en su oído.--Pues digo que cuando quiera que ese expediente se mueva,
irá á presidio el irracional y testarudo causante, esa acémila llamada
Cutres.

--Está bien--respondí,--y ya me veré yo con usted. Entre tanto, adiós y
muchísimas gracias.

Mientras yo hablaba así, había temblado el aparato al soltar Cutres,
enfurecido, el auditor; retumbaban en el despacho sus mugidos y sus
pataleos; y disparando por andanadas las interjecciones más crudas y
soeces, paseaba la vista sanguinolenta por todos los rincones de la
estancia.

--¡Ajo!--bramaba;--¡que dé la cara ese pillo que me falta, y ha
escondió usté por ahí!... ¡De mí no se burla él, cutres, ni la tal de
su madre... ajo!... Estos son los hombres, ¡cutres! éstos los amigos,
¡ajo!...

Viéndole taladrar con los ojos la pared en que se colgaba el aparato
telefónico, apresuréme á abrir la puerta falsa que hay en ella para
comunicación con la pieza contigua.

--Vea usted. Aquí tampoco hay nadie escondido.

Asomó la cabezona un momento, y volvió á retirarla.

--No dude usted que esa voz venía de la oficina...

Y aquí traté de explicarle lo que era un teléfono. Como si se lo
explicara á un adoquín. Volvió á meter la cabeza por el vano de la
puerta falsa, temblándole todo el cuerpo y balbuciendo atrocidades.

--Entre usted más adentro, y se convencerá mejor,--le dije empujándole
un poco por los riñones.

--¡Ajo!--me respondió, largándome una patada que no me alcanzó;--no es
esta puerta la que yo busco.

--¿Cuál es la que usted busca?

--La del rey, ¡ajo! la de la calle, porque me ajuego en este ujero,
¡onde me vilipendian, cutres!...

--¡Ah! entonces por aquí,--le dije, enseñándole el camino por el cual
había venido.

Siguióme zumbando, como tormenta lejana; abrí la puerta de la escalera,
y salió. Quise allí templarle un poco, desengañarle... ¡Qué cosas
dijo! ¡Cómo me puso mientras bajaba, con un estruendo de pisadas, de
garrotazos y de palabrotas, como si rodara algo duro, pesado y hueco,
de peldaño en peldaño!

¡Ajo... los pillos! (¡Pum!) el saqueo del probe... (¡Pum, pum!) con
zumba y vilipendio á más que más, ¡cutres!... (¡Pum... pum!) No me
engañaba _Güétagos_, no. (¡Pum, pum!) ¡Ajo, qué razón tenía!... unos
apañando... otros encubridores. ¡Pior que los del pelo rojo, esos
herejes del tren! ¡Cutres, qué ladronera! (¡Pummm!) ¡Mal rayo... por
los riñones! ¡Ajo! (¡Pummm!)

Hasta que salió á la calle no cerró boca ni yo dejé de oirle. Pero ¡con
qué gusto mío, porque se largaba y me dejaba en paz... hasta la primera!

Estoy seguro de que en cuanto llegó á casa y se le pasó el berrinchín,
se puso á armar otra. Pues verán ustedes cómo me _la consulta_ en
cuanto me coja «por allá», y en la que me va metiendo poco á poco, por
la obra caritativa de «sacarle avante» á él.

No lo _podemos_ remediar.


                                NOTAS:

[4] Héroe de un hermoso cuadro de _costumbres campurrianas_, de D.
Demetrio Duque y Merino.


                           POR LO QUE VALGA


                             [Ilustración]




                           POR LO QUE VALGA


También yo, aunque lego, voy á echar mí cuarto á espadas, ó si se
prefiere, porque encaje mal cuanto se parezca á broma en un caso tan
serio, á poner la pluma en el que han sacado á relucir en las columnas
de _El Atlántico_ dos entusiastas y distinguidos redactores de él,
en los números correspondientes al sábado y el domingo últimos[5].
En el primer artículo se trata la cuestión, con la autoridad y la
lucidez de un experto criminalista, doctrinalmente y con el más alto
é independiente espíritu de crítica; en el segundo, sin perderse de
vista este aspecto de la cuestión, se apela al sentimiento público
con hermosos arranques de generosa piedad, á favor del reo condenado
á muerte por esta Audiencia, en el juicio oral celebrado ante ella
pocos días hace. Ambos escritores afirman, y afirman la pura verdad,
que fué hondísimo el sentimiento, y más grande aún la sorpresa que
recibió el público al conocer ese terrible fallo del Tribunal de
Derecho. Natural es lo del sentimiento en este triste caso y en otros
de igual linaje; pero ¿qué hay de anómalo, de irregular ó de raro en
este negro proceso para que la extrañeza haya sido tan grande como la
conmiseración entre las gentes que teníamos fija la atención en él, no
tratándose de un criminal á la usanza de los famosos del día, sino de
un obscuro, vulgar y embrutecido presidiario, extraño en todo y por
todo á la tierra montañesa y jamás visto de nadie aquí? Según los dos
escritores mencionados, según lo que pudo verse y estimarse en lo que
tuvo de público el juicio oral, cuya parte más larga y minuciosa, por
lo que había en ella de escandaloso y repulsivo á la moral, se celebró
á puertas cerradas, la inconcebible exigencia de un precepto legal
absurdo, que obligó á tres dignos y rectos magistrados á ser, antes que
jueces justicieros, hombres de ley inexorables.

Esto es lo que principalmente ha conmovido á la conciencia pública,
lo que tanto ha dado que hablar á doctos y á legos en la ciencia del
derecho penal, y lo que me excita y arrastra ahora á mí, que ni soy
jurisconsulto ni entiendo una palabra en el arte de desentrañar textos
ni de aplicar artículos del Código, á verter á la buena de Dios, en
media docena de cuartillas que huelgan sobre mi cartapacio, un puñado
de reflexiones vulgares, para desahogo y expansión del sentimiento que
me ha correspondido, como parte mínima é insignificante que soy de ese
público conmovido y asombrado. Al fin y al cabo, y tomada la cuestión
en el punto en que ahora se halla, no se trata ya de ningún problema
jurídico, sino de una simple obra caritativa, para entender en la cual
el sentido común y un corazón sano bastan y sobran por títulos de
suficiencia.

Juan Oller cumplía en el presidio de Santoña tres condenas á la vez: la
más importante, por el delito de robo. Según declaración bien probada
de la defensa, ni una mancha de sangre se hallaba en la historia
criminal de este desdichado. Un matón, un baratero, procedente de la
cárcel de Cádiz donde estaba recluso por homicidio, y llegó á cometer
otro; pendenciero por índole, borracho además, díscolo y de infames
apetitos, era el gallo, el _cheche_ de todos los presidiarios de
Santoña; y de Juan Oller, por los atropellos nefandos de que le hizo
víctima y las amenazas de muerte con que le conminaba á cada instante,
una pesadilla horrenda. El mísero penado intenta varias veces hacer
uso de los irrisorios derechos que cree tener en aquel antro de
tristezas y de abominaciones, para verse libre de la tiranía que le
espanta; y sólo consigue con estas ociosas tentativas, encender las
iras irracionales del tirano. El miedo y la vergüenza llegan á quitarle
el sueño y á enloquecerle; vive de día y de noche aterrado por la
visión incesante de aquel monstruo que le llena de oprobios y esgrime
ante sus ojos azorados la tremenda faca avezada á ensangrentarse en
el corazón de tantos infelices. Una madrugada de agosto último, tras
una noche pasada entre los horrores de estas visiones, Juan Oller sale
despavorido de su cuadra, penetra en la de su perseguidor, hállale
tendido en su camastro y envuelto en una sábana; y sin considerar que
pueden verle otros ochenta presidiarios que yacen de idéntico modo á
lo largo de la cuadra, se lanza sobre él y le cose á puñaladas. Muchos
le vieron cometer el crimen; nadie se cansó en salir á la defensa de
la víctima, ni siquiera con una frase de amenaza ó de súplica. Todos
le aborrecían, y muy pocos eran los que no tenían algún agravio que
vengar de él.

Esto resulta del luminoso resumen hecho por el dignísimo presidente de
la Sala; de lo que se sabe de las declaraciones prestadas por el reo
y los testigos; de la brillantísima y á todas luces magistral defensa
hecha por mi joven amigo don José Zumelzu, honra ya del foro español;
del minucioso y, desde su punto de vista, concienzudo informe fiscal;
de los fundamentos de la sentencia, etc., etc,; y tal es el crimen por
el cual Juan Oller ha sido condenado á muerte, crimen abominable y
horrendo, como todos los crímenes; pero en medio de todo, de tal casta
por las singularidades de su génesis, que el hombre más honrado, puesto
con la imaginación, por un instante, en lugar del criminal, si es
posible una hipótesis semejante, aun forzando las repugnancias hasta el
último extremo, quizás llegara á pensar que él hubiera hecho lo mismo.

Juan Oller, no hay más que verle, es de la madera de los criminales;
pero no de los que matan por lujo de matar: su educación, ó sus
instintos... ó lo que sea ese móvil misterioso y fatal que arraiga en
determinadas naturalezas como ciertas plantas viciosas en el fango
de las charcas, le impelen al robo. También esto era sabido aquella
tarde, por lo que resultaba de los autos y del juicio y hasta de los
antecedentes que investiga con rara diligencia la curiosidad vibrante,
en ciertos casos excepcionales, y lo sabía yo también antes de leerse
el fallo que produjo en Juan Oller aquel estremecimiento indescriptible
de que nos habla en su artículo _Pedro Sánchez_, y aquella palidez
cadavérica... y aquellas lágrimas silenciosas que pudimos observar los
más cercanos.

Sabía yo, amén de esto, porque acababa de leerlo en los periódicos,
que se había absuelto, _por segunda vez_, en Madrid, á un hombre que,
deshonrado, atormentado y escarnecido por su mujer, la había dado
muerte, á puñaladas, mientras dormía á su lado, en el mismo lecho
que tal vez fué, en mejores días, nido de amores para entrambos. Con
mi sentir de lego en la materia, el mismo caso de Juan Oller... Y á
Juan Oller, con todas las mencionadas atenuantes, y con un veredicto
del jurado que las tomaba en consideración, y que por ello, en mi
profano entender, resultaba absolutorio en definitiva, se le condena á
muerte por el Tribunal de Derecho, como lo pedía la acusación fiscal,
ajustando su criterio á los preceptos y á la letra descarnada de una
ley dura, terrible, absurda, pero ley al cabo, y obligatoria para los
jueces encargados de aplicarla. En una palabra, á Juan Oller se le ha
condenado á muerte porque ha cometido el crimen siendo presidiario
_no arrepentido_ de sus delitos anteriores. Es decir, que con ese
mismo crimen y ese mismo Código y ese mismo Tribunal, Juan Oller, en
libertad, hubiera sido castigado con menos rigor, y tal vez absuelto.
Esto es lo singular y lo más llamativo, para el público en general, de
éste ya fallado proceso.

¡Ah!... ¡qué noche tan tremenda debió pasar el mísero condenado, á
solas con sus pensamientos, más negros que la obscuridad pavorosa de su
calabozo, sin otros ruidos para distraerle de la visión del patíbulo,
que el siniestro tintinar de su cadena á cada latido de su corazón, á
cada estremecimiento de sus carnes!

«Bien está--se diría, allá á su manera ruda y salvaje, pesando y
midiendo las cosas en su cerebro atrofiado y sintiéndolas en el
fondo del corazón, por muy relajadas que tenga las cuerdas del
sentimiento.--Bien está esa ley que exime de responsabilidad á
un hombre libre, y á mí, porque soy presidiario sin pruebas de
arrepentimiento, me manda al patíbulo. Habrá sus razones hondas, muy
hondas, para que el legislador lo haya dispuesto así; pero mirado
todo con el sosiego y la prudencia que debe mirarse en casos como
éste, para que la ley se cumpla sin faltar á la justicia, ¿quién es
el responsable de que yo no haya dado en el presidio esas pruebas de
arrepentimiento que se me piden para salvarme la vida? ¿Se me ha puesto
á mí en condiciones de enmendarme, ni de intentarlo siquiera? Si el
presidio ha de ser un lugar de corrección á la vez que de castigo, ¿por
qué no impera allí la misma ley que me condenó, para protegerme contra
los riesgos de delinquir nuevamente? ¿Por qué en el presidio tienen
todos los vicios, todos los crímenes y todas las maldades absoluto
imperio y señorío? ¿Por qué no hay allí otra ley ni otra voluntad que
la del matón desvergonzado? ¿Por qué el jugador tiene barajas, y el
borracho licores, y el estafador víctimas y cómplices dentro y fuera
del local, y por qué, hombres de ley, cuando yo quise matar, hallé el
cuchillo que necesitaba? ¿Conoce el legislador, conoce el Estado, el
poder infeccioso de tanta podredumbre encerrada en tan angosto recinto?
Y conociéndole como debe conocerle, porque está obligado á ello, y
siendo evidente que un santo se corrompería allí, ¿cómo quiere que se
corrijan en el mismo lugar los hombres que, al entrar en él, han sido
ya criminales? De manera que lo que en buena justicia debiera servirme
para atenuación de mi delito, se ha estimado como agravante, y con
la misma ley que pudo haber absuelto al más depravado de los hombres
libres, se me condena á mí al patíbulo porque soy un presidiario
que no ha hecho el milagro de corregirse viviendo en una atmósfera
criminal, no por mi gusto, sino por imperio de la ley que allí me puso,
y aquiescencia del Estado que no purifica esos lugares de corrección.
Podrá, en fin, haber sido legal la sentencia que me condena á muerte;
pero de justa, ¿qué tiene, Dios piadoso y justiciero?».

Si el desventurado Juan Oller no pensó de este modo aquella noche,
porque no cupieran tan sencillas reflexiones en la pequeñez de su
cerebro, ó por tenerle perturbado bajo el peso de su desdicha, muchos
lo pensamos por él...

Parece ser también que si se hubiera demostrado, de un modo
_concluyente_, que Juan Oller había matado á su verdugo impulsado por
un _miedo insuperable_, el Tribunal le hubiera absuelto. ¡El miedo
insuperable! ¿Dónde comienza él, y dónde acaba el otro miedo? ¿Quién
es el guapo que se atreve á echar la raya entre los dos, sin recelo
de equivocarse? En el cúmulo de impresiones de ira, de vergüenza,
de zozobra, de espanto, que dominaban á la víctima de tan varias,
tan frecuentes, tan terribles y nefandas iniquidades, ¿qué alambique
psicológico puede dar la condición exacta, la naturaleza inequívoca del
miedo que puso el hierro homicida en manos de Juan Oller? Es triste,
muy triste y muy desconsolador, que en nuestras leyes penales, para
hacer justicia en casos de tanta gravedad como éste, haya distingos,
tan peligrosos en su aplicación, como los dos que mandan al patíbulo
al presidiario de Santoña, si el recurso entablado por la defensa no
produce en el Supremo los resultados que parecen de justicia, á la luz
de toda conciencia honrada.

Y si por la tiranía de la misma ley, por el absurdo de sus preceptos
terminantes, se vieran aquellos jueces, cuyos fallos son inapelables,
en la dura precisión de dejar las cosas como quedaron aquí, álcese el
clamor que, por anticipado, se ha pedido ya en _El Atlántico_, con
el piadoso fin de que lo que se ha negado por justicia, se conceda
por misericordia. Al cabo, en Juan Oller, aunque degradado y mísero,
hay un alma inmortal que puede, por decreto de Dios, purificarse y
redimirse en medio del cenagal de un presidio; y España es un pueblo de
cristianos.

1890.


                             [Ilustración]


                                NOTAS:

[5] _El Atlántico_, 16 de abril de 1890.


                            EL REO DE P...


                             [Ilustración]




                            EL REO DE P...


La mañana era brumosa y fría, y escaseaba la luz, porque aún no había
traspuesto el sol las lomas del oriente. Se me habían «pegado las
sábanas» aquel día, y llevaba muy contados los minutos cuando salí de
casa; temía llegar tarde y apretaba el paso, con lo que doblaba el
empuje y la frialdad del terralillo madrugador, que me daba de frente.

Al entrar en el espacioso vestíbulo de la estación, observé que salía
de él bastante gente de pueblo, en la que predominaban las mujeres.
Nada tenía esto de particular á aquellas horas y en aquel sitio; pero
sí lo tuvo para mí el que todas las frases que iba sorprendiendo,
al pasar rápidamente para llegar al despacho de billetes antes de
que le cerraran, fueran la expresión de una misma idea, de un mismo
sentimiento; del mismo, precisamente, como recordé de pronto, que las
de unos chicuelos que se habían cruzado conmigo en las inmediaciones
de la estación: frases compasivas, exclamaciones de pena, dedicadas á
alguien que no se nombraba terminantemente. Lo apurado del tiempo me
impidió enterarme allí mismo de lo que ocurría; tan apurado, que no sé
cuál fué antes, si el dar yo el primer paso en dirección al andén con
el billete comprado, ó el oir el golpe del ventanillo que se cerraba.

Instalado al fin tranquilamente, y solo por añadidura, en el
departamento que me correspondía, me asomé á la ventanilla, tentado de
la curiosidad que se me había despertado en el vestíbulo; pero nadie
pasaba por allí: todas cuantas personas quedaban en el andén después de
cerradas las portezuelas de los carruajes, estaban agrupadas enfrente
de uno de ellos, muy alejado del mío. De pronto se separó del grupo
un hombre á quien yo conocía mucho: cierto barbero muy popular en la
ciudad, el cual prestaba tiempo hacía sus servicios en la cárcel,
con derecho al uso de la gorra galoneada con que cubría su cabeza
voluminosa. Le llamé con una seña; y él, que era la despreocupación
y el regocijo andando, se vino á mí con la faz angustiada y el color
ceniciento.

--¿Qué ocurre aquí de extraordinario?--le pregunté.

--Que se llevan al infeliz... En aquel coche va,--me respondió con una
voz como la cara.

--¿Quién es ese infeliz?

--El reo de P...

--Y ¿á dónde le llevan?

--Á su pueblo.

--¿Para qué?

--Pues... para matarle en cuanto llegue. Ayer se supo que se le
había negado el indulto, y anoche mismo se dieron las órdenes para
trasladarlo allá y ponerle en capilla. El verdugo estará también en
camino á estas horas desde Burgos, y el piquete saldrá hoy de aquí por
la carretera...

--Y ¿sabe él todo eso?

--Como saberlo fijamente, creo que no; pero temérselo... Le hemos dicho
que, como lo del indulto puede ir por largo y está la cárcel de aquí
llena de presos, se ha mandado que le trasladen á él á la de su partido
para que cada palo aguante su vela... Con esto se conformó anoche; pero
esta mañana, al ver que eran cuatro los guardias que le acompañaban,
y no dos como cuando iba á la Audiencia, se le cambió de pronto el
color, y nos pidió, por todos los santos del cielo, que le dijéramos
la verdad si le teníamos engañado. Juramos y perjuramos que era cierto
lo que ya sabía... sólo que como al que más y al que menos de los que
estábamos presentes no nos sobraba el arte para fingir, aunque él no
peca de listo... ¡qué sé yo! á mí se me figura que en el cuerpo la
lleva... Hasta aquí le hemos acompañado, y en el coche le dejo, sin
atreverme á estar más tiempo delante de él, por si me descubre en la
cara lo que no quiero que sepa por mí.

--Ya veo que te ha impresionado mucho la despedida.

--¡Qué quiere usted!... Gorda fué la que hizo, y bien merecido tiene en
ley lo que le cuesta; pero llevo muchos meses tratándole y observándole
en la cárcel; es un simplón que hasta los niños le engañan; tiene uno
su corazón correspondiente, y... en fin, no se puede remediar.

En esto arrancó el tren; se descubrió _Nisio_ para saludarme, y yo me
dejé caer en el cojín de mi asiento con el corazón oprimido y la cabeza
llena de pensamientos y de visiones.

Lleva consigo el reo de muerte mucho de lo que es peculiar á la
corriente mansa del río profundo, á la mar tranquila, al bosque
silencioso; á cuanto es misterio, abismo y soledad. Un impulso
desconocido nos arrastra hacia ello, y otra fuerza más poderosa aún
nos detiene allí, y nos obliga á contemplarlo, á meditar, á penetrar
lo que es impenetrable, á hundir el pensamiento y el espíritu en lo
invisible. No parece sino que por el camino de aquellos misterios se
llega más pronto á descubrir ese _algo_, que es el anhelo constante del
alma humana.

Pues de esa misma fuerza me sentí yo esclavo tan pronto como supe que
en el mismo tren que yo, iba el reo de P...: yo con propósito de pasar
un alegre día de campo, y él destinado á morir en el patíbulo. No me
era aquel hombre enteramente desconocido: le había visto una vez en
la calle, maniatado, entre dos guardias civiles que le conducían á la
Audiencia, seguido de una turba de muchachos vagabundos. Recordaba
algo de su fisonomía, de su estatura, de su vestido; pero eso, que
entonces me pareció hasta demasiado, en la nueva ocasión no era ni
siquiera lo suficiente. La primera ocasión se trataba de un hombre aún
no juzgado, que podía ser ó no ser condenado á muerte, y ejecutado
en un día y lugar determinados por la justicia humana; de un ser que
estaba _expuesto_ á morir en manos del verdugo, como lo está cualquier
hombre de bien, en cada instante de su vida, á perderla por obra de
una enfermedad ó de fortuito accidente; era, en suma, _uno más_ de
los condenados á muerte que á todas horas andan por el mundo y pasan
á nuestro lado con mayor ó menor derecho á nuestra curiosidad; pero
en la segunda ocasión ese mismo hombre tenía ya contadas las horas de
su vida: estaba condenado á morir en día fijo y muy cercano. Si tenía
dudas, iba á aclararlas de un momento á otro; si poseía la certeza que
infunde la luz de la fe, ¡qué espanto el suyo con una conciencia tan
cargada de culpas! De todas suertes, y sin contar su natural apego á la
vida, ¡qué estado el de su espíritu!

Ya no inspiraba repugnancia por el recuerdo de su crimen, sino profunda
compasión por la certeza del suplicio con que iba á pagarle; ya era la
corriente mansa, la mar tranquila, el bosque silencioso, que atraen y
subyugan, y obligan á meditar y á sentir. Por eso se despertaron en mí
tan fuertes deseos de verle y de contemplarle de cerca.

Y los satisfice en la primera estación en que hizo el tren una de sus
interminables paradas. Comencé por pasar y repasar muchas veces por
delante del coche que le conducía: temía mortificarle si notaba el
empeño que me mortificaba á mí. Estaba de perfil en el centro del banco
y con la cara vuelta al lado opuesto al andén; y como supuse que hacía
esto por apartar sus ojos de las miradas con que muchos le perseguían,
no sólo desde la estación, sino desde los otros compartimientos del
coche, separados por vallas de poca altura, me detuve, me acerqué, y
hasta me subí al estribo... y hasta se retiró hacia el respaldo de su
asiento, leyéndome los deseos en la cara, un guardia civil que tapaba
con su busto media ventanilla.

Era el reo un mocetón grandote y de muchas carnes, que apenas cabían
en su vestido, negro y resobado, cuya chaqueta, ó no tenía cuello,
ó le tenía sumamente bajo, como si le hubiera preparado el verdugo
para que se desbordaran por allí las ronchas de un pescuezo corto y
de un cerviguillo digno de un toro de lidia, y quedara sitio en que
acomodar la fatal argolla de su oficio. Cubría su cabeza, rapada y
no muy grande, con un casquete también negro, y era el color de su
cara el de la de todos los encarcelados: pálido y enfermizo. En sus
formas adiposas y en su quietud casi absoluta, con las manos sobre los
redondos muslos, atadas por los pulgares, se revelaba un temperamento
linfático; y costaba trabajo creer, porque tampoco en su cara mofletuda
y sosa había nada de repulsivo, que bajo aquella envoltura grasienta
y apelmazada cupieran impulsos tan feroces como los que le arrastraron
á cometer el horrendo crimen que iba á expiar muy pronto... Pero, á
todo esto, ¿lo sabía él? ¿lo sospechaba siquiera? ¿Era creíble que
sospechándolo, nada más, pudiera guardar aquella actitud tan sosegada y
tranquila? ¿Será que el organismo físico y moral de los criminales se
rige por leyes singularísimas é impenetrables al juicio, á la lógica y
al sentimiento de los hombres de bien?

Por aquí andaba con mis reflexiones, cuando un rapaz, que se había
encaramado también en el estribo, y se empinaba sobre los pies,
inquieto, desconcertado y nervioso, para ver al reo á todo su gusto,
exclamó de pronto, enderezándome á mí la pregunta:

--¿Es verdá-usté que van á matarle en cuanto llegue?

Me espantó la pregunta, temiendo que la oyese el aludido; tapé la boca
con una mano al rapaz, que saltó de un brinco al andén, y respondí al
propio tiempo en voz alta, con intento de que lo oyera el desdichado:

--¡No es cierto eso! Le llevan á su cárcel, porque no cabe en la de
Santander.

Pero ni á la pregunta del rapaz ni á mi respuesta volvió la cara, ni en
todo su cuerpo se notó la menor señal de haberse enterado de ellas.
Más valdría así; y mejor para los que le compadecíamos si las había
oído y no daba importancia á la primera por ser la confirmación de lo
que ya sabía, ni á la segunda por no creerla...

Descendí del estribo porque se oyó la señal de que se acababa el tiempo
de parada allí; entré de nuevo en mi departamento; volvió el tren á
deslizarse sobre sus carriles, y volví yo á pensar en lo que pensaría
aquel hombre que iba aproximándose poco á poco al término de su viaje
y de su vida. Haríamos el mismo camino hasta la estación de T... Allí
tomaría yo el de mi lugar, hacia el nordeste; el más largo, ó el más
corto; el que me conviniera más; y él... el que le señalaran, hacia el
oeste, para llegar cuanto antes á su triste paradero... ¡Y hasta la
eternidad!

En la estación de T... podría yo verle y contemplarle á todo mi gusto,
pues habría tiempo y comodidad para ello: era ocioso bajar en las otras
dos intermedias, y encaramarme en el estribo y mortificar tantas veces
al desgraciado con la impertinencia de mi fisgoneo. Sin embargo, en
ambas me bajé, y en ambas hice lo mismo que en la primera, y siempre
encontré al reo en la misma postura, con las manos atadas descansando
sobre los muslos, y la cara vuelta al lado opuesto al andén. No había
duda: me arrastraba el misterio y me atraía el abismo.

Al fin llegamos á la estación de T..., donde quedó casi desocupado
el tren, que era, según la jerga de la compañía, _corto_, es decir,
de los que no pasan de los límites de la provincia, con un andar de
carromato. Por eso invirtió dos horas en un trayecto de cuatro leguas;
y cuando llegamos á su término, se había elevado el sol por encima
de los montes; y desde un cielo limpio, azul, barrido de toda señal
de nube, alumbraba con su luz esplendorosa cuanto abarcaba la vista
desde aquellas alturas: uno de los panoramas más hermosos que pueden
admirarse en la montaña, la tierra de las grandes maravillas de la
naturaleza. El coche en que iba el reo había quedado fuera del andén
contiguo á la estación y enfrente de un jardincillo muy cercano de
ella; y no hubo viajero que no desfilara por delante de él antes de
entregar su billete en la puerta de salida. Esta peregrinación, que
tenía no poco de solemne, duró algunos minutos. Yo no tomé parte en
ella porque me reservaba para ver á mi hombre fuera del carruaje...
como le vi poco después.

No sé cuándo ni cómo bajó ó le bajaron, porque, al volverme hacia
aquel lado en uno de los maquinales paseos que me daba por delante
del coche en que había llegado yo, toparon mis ojos con él, encarado á
mí, de pie y como clavado en el suelo, como tronco de árbol desmochado
que hubiera nacido allí: fijo, inmóvil, en una actitud y con una
expresión en la cara imposibles de olvidar. Le daba el sol un poco de
soslayo; y sobre el suelo arenoso, casi dorado, en que se alzaba la
masa negra de su cuerpo, se dibujaba su sombra, que iba á perderse
entre la hojarasca verde y las flores olorosas del jardín. Los cuatro
guardias iban y venían y andaban á su lado de acá para allá; y no
faltaban curiosos, como yo, que le contemplaban desde cierta distancia
respetuosa; pero de nada de ello parecía enterarse él, cuya mirada,
profundamente melancólica, se desvanecía en lo invisible... Ni un
gesto; ni la contracción más ligera de un músculo de su cara lívida,
algo inclinada al pecho; ni la más leve señal de que latiera la sangre
en sus arterias. Era la verdadera estatua del desconsuelo, de las
grandes melancolías, del mayor de los desamparos. En esto cayó á sus
pies un saco á medio henchir, con la boca amarrada con un cordel. Era
su _petate_: los cuatro guiñapos de su equipo. Tampoco se fijó en
ello. ¿Para qué, ni aunque el saco hubiera estado lleno de perlas y
diamantes? Porque era indudable que aquel hombre conocía entonces la
terrible verdad, ó por habérsela revelado en el camino indiscreciones
como la del muchacho de marras, ó porque la adivinaba ó la presentía.
Era incompatible con la menor esperanza de vivir, aquélla su imponente
expresión de desconsuelo: sólo la certeza de que le conducían á la
muerte, y en un cadalso afrentoso, podía imprimir en su naturaleza
medio salvaje aquel sello de acerbísimo dolor moral, devorado por la
conciencia de merecerle... Y en derredor del desdichado, como dispuesto
por la crueldad de su mala fortuna, si es que no lo disponía la
justicia de Dios para mayor castigo suyo, ¡qué espectáculo! Nunca he
pasado por allí sin detenerme largo rato para dársele á mis ojos por
recreo; pero no recuerdo haberle visto jamás tan admirable como le vi
en aquella tan señalada ocasión; y es que rara vez se logran, en esta
tierra de los celajes grises y de los húmedos vendavales, un cielo tan
limpio, tan azul; un sol tan vivo y resplandeciente, y una tranquilidad
y un reposo en la naturaleza, como aquel día. Abajo, en el llano,
empalmando con el breve recuesto que da acceso á la estación, el largo
arrecife entre alamedas, robledales, praderas y caseríos; más allá, al
fin de la alameda, la masa roja de los primeros tejados de la villa que
da nombre á la estación, la segunda capital de la montaña, no sólo por
su riqueza, sino por su hermosura: la reina y la señora de la admirable
vega, en uno de cuyos contornos asienta el trono de su señorío; después
de la vega, que se pierde de vista á derecha é izquierda entre montes y
cerros, la cuenca del río entoldada de espesa vegetación, entre la cual
se destacan las notas blancas de los pueblecillos ribereños; luego otro
valle, más bien adivinado que visto á través de las manchas diáfanas
del arbolado desnudo y de las veladuras del humo blanquecino arrojado
en espirales por las chimeneas de las barriadas; y á un lado y á otro
de estos valles deliciosos, más sierras y más montes escalonados y
sarpullidos de aldehuelas... hasta que termina y cierra el panorama por
aquel extremo un monte pedregoso que sirve de barrera, por el norte,
á las aguas inquietas del océano, y por el oeste, erguidos sobre una
gradería de altos y negros montes, los dos colosos de la cordillera
cantábrica: Peña Sagra y los Picos de Europa, ya cubiertos de nieve,
iluminados de frente por el sol y recortando los gallardos florones de
su corona con el intenso azul del cielo.

Pues en este espectáculo, siempre nuevo y admirable para mí, hallaba yo
aquella mañana un atractivo singular que, en definitiva, me mortificaba
mucho: por de pronto, el contraste que formaba su hermosura, convidando
á regocijarse y á vivir, con el estado moral de aquel hombre que le
tenía tan cerca, sin reparar en él, ó sin atreverse á mirarle; pero
singularmente porque en lo más grandioso del cuadro, en uno de los
repliegues de la falda de los Picos, estaba el término de su viaje:
allí había nacido, allí había cometido el crimen, y allí había de
expiarle por la mano del verdugo. Por embrutecido que tuviera el
entendimiento, era imposible que no le hubieran entrado en él estas
reflexiones al fijar la vista un instante en aquel lado del panorama,
ó al saber que, desde el punto en que se hallaba, le tenía delante
de los ojos; y á poco que se le fueran eslabonando las ideas en el
cerebro, había de asaltarle la visión de su hogar y de los seres que le
habitaban; pensaría que eran sabedores de su viaje y de lo que había
de acontecerle en cuanto le terminara, y los vería á todos huyendo
en busca de un escondite fuera del lugar: un agujero, una caverna en
el monte, para ocultarse y morir allí de dolor y de vergüenza. Si no
pensó entonces de este modo aquel criminal, yo lo leí en su cara, cuya
expresión se acomodaba exactamente á estos pensamientos; y por eso, por
lo que padecería él pensando de ese modo, padecía yo al poner los ojos
en lo que tantas veces me los había recreado; y hubiera preferido á
aquella luz tan brillante, á aquella augusta placidez de la naturaleza,
á aquellos aromas vivificantes de la húmeda tierra acariciada por el
sol, á aquel cuadro, en fin, tan despertador de todos los alicientes
más nobles de la vida, un día ceniciento y borrrascoso, de los que
menos influyen en las imaginaciones adormiladas y en los entendimientos
incultos. ¿Quién duda del poder que ejercen los agentes externos en el
ánimo de ciertos hombres... y aun en el de toda casta de ellos?...

Andando en estas y otras meditaciones análogas, y sin apartar la vista
del reo, que tan profundamente me iba contaminando de sus tristezas,
enderezóse de pronto, como si saliera de un letargo, y, al mandato de
los guardias que le custodiaban, rompió su marcha con paso firme hacia
la puerta de salida, á la cual me acerqué yo para verle más de cerca.

Fuera ya de la estación, no le condujeron por la carretera que de ella
arranca en dos ramales curvos, sino á campo travieso por el serrato
intermedio, que entonces estaba en abertal. Desde mi observatorio le
vi bajar á buen paso y saltando matorros alguna vez, y le seguí con
la vista hasta que desapareció entre los edificios y bardales del
entrellano. Entonces recordé que me esperaba el carruaje; monté en
él, con el pensamiento fijo tenazmente en aquel desdichado; y al cabo
de media hora llegué á mi casa, sin perder la visión del criminal con
las manos atadas, pálido y angustiado el semblante, y de pie é inmóvil
entre el jardincillo de la estación y el tren que nos había conducido á
los dos.

¡Cosa rara! Desde que supe que viajaba con él hasta que desapareció de
mi vista en el camino de T..., ni una vez sola puse la consideración
en el crimen que había cometido: siempre fueron sentimientos de
lástima los que me inspiraron su recuerdo ó su presencia. El corazón
humano es así, más propenso á compadecerse que á castigar delante de
un delincuente arrepentido. Y lo cierto es que en la necesidad de que
flaquee en algún sentido: ese órgano, que, en opinión de un grande
hombre que fué á la vez un gran tirano, es el que gobierna el mundo,
más vale que flaquee de ese lado. Digo esto, porque precisamente por
ello, ó por algo semejante, comencé yo, al cabo de algunas horas y en
las soledades de mi huerto, á ingerirme en otro orden de ideas para
descargar el espíritu de aquella fatigosa obsesión compasiva.

¿Merece ese hombre--llegué á preguntarme,--los malos ratos que me
está dando? ¿Puede concebirse nada más abominable ni más merecedor
del castigo que le aguarda, que el crimen que cometió? Bien está la
misericordia, y hasta es de ley divina en todo corazón cristiano; pero
¿y la justicia? ¿y aquella pobre víctima tan bárbaramente sacrificada?
¿y aquella alevosía y aquella ferocidad más propias de un tigre que de
un hombre? ¿Qué derecho tiene á la vida el que mata á sangre fría y
por lujo de maldad? ¿No se persigue hasta el exterminio á las fieras
que hacen eso? ¿Y no son fieras los hombres en tales casos? ¿Y la
ejemplaridad del patíbulo, y...? En fin, que insensiblemente me fuí
colando en las sinuosidades de la sempiterna disputa sobre la pena de
muerte, cosa que no era de mi gusto, y por eso torcí de rumbo en cuanto
caí en ello; porque lo que yo necesitaba entonces con urgencia no había
de hallarlo entre la seca y fría argumentación del raciocinio, sino
en las fuentes espontáneas y generosas del sentimiento. Con esta bien
fundada esperanza, me puse á reconstruir en la imaginación el crimen
_de autos_, tal como le conservaba en la memoria, y constaba en ellos
bien comprobado y hasta referido por el mismo criminal.

Cierto día, un convecino suyo, hombre ya muy entrado en años y padre
de varios hijos, fué á vender no sé qué frutos en su carro de bueyes
á una feria que se celebraba en otro pueblo de la misma comarca. Un
camino solitario y muy _asomado_ con frecuencia á grandes precipicios,
separaba á los dos pueblos. De vuelta de la feria este hombre, al
anochecer y con el carro vacío, le salió al encuentro, en uno de los
parajes más desamparados del camino, el mocetón de mi historia, su
amigo y convecino, nunca sospechoso á nadie, y muy á menudo objeto de
las zumbas de muchos, porque, si pecaba de algo, era de bobalicón y de
zángano. El caso fué que los dos convecinos se saludaron á su modo, y
hasta empezaron á entrar en conversación, á carro parado. De pronto
el mozallón descarga un tremendo garrotazo en la cabeza del feriante
y le tiende en el suelo, donde acaba su labor machacándole el cráneo
con dos piedras. Después le registra los bolsillos; encuentra en uno
de ellos el puñado de dinero que le había valido «su pobreza», y, por
último, arroja el cadáver, sangriento y palpitante aún, al precipicio
inmediato. En seguida se encarama en la _pértiga_ del carro, husmea
y rebusca con los ojos y las manos entre la hierba esparcida sobre
el tablero, y no halla otra cosa que los restos de la merienda de su
víctima: unos míseros fiambres y unos mendrugos de pan envueltos en un
pañuelo; apodérase también de estos relieves mezquinos, y se los come
tranquilamente, sentado, á su comodidad, en la rabera de la _pértiga_.
Cuando no queda ni una hebra ni una miga de todo ello, se endereza,
arrea á los bueyes para arrimar al _asomo_ el carro; y después que
lo ha conseguido, aplica á la rueda del otro lado todas las fuerzas
de su corpazo, y le vuelca sobre el precipicio. Con esta precaución,
considera borradas las huellas de su crimen. Un carretero despeñado en
el fondo de un derrumbadero, y su carro volcado en lo alto y pendiente
del yugo de los bueyes parados á la orilla, no son cosa del otro jueves
en aquellas regiones escabrosas: el espanto repentino de una bestia,
yendo dormido su conductor, basta y sobra para ocasionar una desgracia
semejante. Y con esto se volvió, libre de toda intranquilidad y de toda
pena, á su pueblo y á su casa.

¿Cuándo ni por qué había surgido en su mollera brutal el pensamiento
de aquella salvajada espantosa? Porque tras de no tener agravio
alguno que vengar en su infortunado convecino, no ignoraba el escaso
valor de lo que éste había ido á vender, ni tenía la menor necesidad
de apoderarse de ello, porque era hijo de familia y no carecía de lo
indispensable en su casa. ¡Temeroso misterio, bien digno, ciertamente,
de ejercitar en él todas sus fuerzas inductivas esos señores que tanto
saben de pesos y medidas de cuerdos y desequilibrados! Á mí nada se me
alcanzaba en tan abstrusa materia, y todo me volvía buscar términos
de comparación fuera de la especie humana, porque dentro de ella no
recordaba uno solo.

¡Pues ni por ésas! El horror de estas cosas, la impresión de estos
recuerdos, aunque templaron en mi fantasía el colorido deslumbrador
de los otros, al fin y al cabo la máquina de mis reflexiones fué
haciendo insensiblemente un cambio de dirección, y volvió á encajarme
en la memoria el suceso más reciente, la figura patibularia del hombre
melancólico, con la cabeza inclinada, inmóvil y como clavado en el
suelo, con el mísero _petate_ á sus pies, inundado por la luz del sol,
como para hacer más patente su vergüenza y su ignominia. Era mucho más
_sugestivo_ aquel cuadro para mí, que la corriente profunda, que la
mar en calma y que el bosque silencioso; era un libro cerrado en que,
indudablemente, había mucho que leer. Y empeñado en leerle, volvía á
buscarle con el pensamiento al punto en que le habían perdido de vista
mis ojos; y le vi siguiendo el arrecife hacia la villa, entre el horror
y la compasión de los transeuntes que se cruzaban con él; acomodarse;
es decir, dejar que le acomodaran en el vehículo que había de
conducirle hasta _allá_, porque ya no tenía derecho á desear ni á pedir
cosa alguna: era una propiedad de la ley, del verdugo; dejando atrás
valles, pueblos y santuarios, por donde tantas y tantas veces habría
pasado libre y señor de sí mismo; contando cada trozo de camino andado,
con la congoja del avariento forzado á entregar uno á uno, al ladrón
que le sorprende, los cartuchos de las monedas de su tesoro; viendo,
por término de su jornada, el cuadro aterrador de su propio suplicio,
y, lo que sería más angustioso que la visión de la hopa y del garrote,
la del pobre labriego, honrado hasta aquel día, hundiendo en el polvo
su cabeza y maldiciendo la hora en que tal monstruo fué engendrado.

Aquí se detuvo la máquina de mis reflexiones, y ya no fué el hijo el
tema principal de las que fuí acumulando en mi cerebro, sino el padre,
el hombre de bien, el honrado campesino; y después el pueblo entero,
cerrando puertas y ventanas mientras se alzaba el patíbulo afrentoso
y se congregaban al pie de él las multitudes extrañas que descendían
en hileras por todos los senderos de los montes inmediatos. ¡Día de
espanto y de vergüenza para un pueblo montañés, cristiano y laborioso!

De esta casta fueron mis pensamientos mientras volvía á la ciudad
aquella misma tarde y durante las primeras horas de la noche, y creo
no mentir si afirmo que también mientras dormía. Yo no sé cuántos de
aquellos fatídicos cuadros vi y tracé entonces, pensando, hablando y
soñando.

De boca de los que oían mis relatos y comentos, y llegaron á
calificar de _chifladura_ mis preocupaciones, supe que se había
intentado nuevamente el indulto, aprovechando la ocasión de no sé qué
aniversario, muy próximo ya, obra de dos ó tres días, y que, con objeto
de que no pudiera ser ejecutado el reo antes de esa fecha, se había
ordenado que no utilizara el piquete el ferrocarril hasta T..., y se
fuera por la carretera á pie y en tres jornadas. Para dar cumplimiento
á esta orden, había salido por la mañana. «¡Dios haga que tan
caritativos propósitos se realicen!»--me dije, acordándome entonces,
más que del reo, de su infeliz padre, fugitivo quizás á aquellas horas
por los riscos y quebradas del monte.

El día siguiente á aquél tan risueño y esplendoroso, amaneció
invernizo, destemplado y como los más crudos del invierno montañés:
nevó por la tarde, y continuó nevando por la noche; y cuando el nuevo
sol alumbró la tierra de este pedacito de mundo, había sobre ella una
nevada de más de un palmo de espesor: eso en los valles. ¿Qué menos
de una vara en las alturas? Y así fué; con lo cual el piquete no
pudo pasar de las gargantas del Deva, y en un pueblo de ellas estuvo
detenido dos días.

Llegó en tanto el del aniversario palatino; se concedió el indulto
solicitado; salió el reo de la capilla en que ya le habían metido, y
con ello sentí yo que me aliviaba el espíritu de un gran peso.

Pero ¿qué efecto había causado _allá_ el indulto? ¿En qué forma había
manifestado el reo su natural regocijo? ¿Llorando, rezando?... ¿Y su
padre? ¿Quién fué á buscarle al monte para enterarle de la buena nueva?
¿Le habían hallado vivo en su escondite? ¿Le quedaba, en caso de vivir,
algún lado sensible en su ser moral, tan macerado por la crueldad de
su dolor? ¿Se le había podido convencer de que no es lo mismo tener
un hijo criminal, que ser padre de un criminal ajusticiado, porque,
más que en el crimen cometido, está la ignominia en el patíbulo en que
se expía? ¿Se había logrado reducirle á que volviera al pueblo y á su
casa, en la que quizás hallaría ya á su familia llorando de gratitud y
alabando á Dios por la merced recibida? ¿Vería á su hijo después? ¿Cómo
sería aquella escena entre ambos?...

No caben en números las reflexiones de este género que me hice durante
aquel día y el siguiente, porque es la pura verdad que, al curarme de
una gran preocupación el suceso del indulto, me había metido en otra no
tan desagradable como ella, pero, en cambio, mucho más vehemente.

Al fin se franquearon las comunicaciones entre P... y la capital, y
publicó un periódico de ésta una correspondencia de _allá_, recibida
por el último correo. Según ella, los primeros efectos del perdón
dieron motivo á una escena singularísima entre el reo y el verdugo.
Éste afirmó, entre chanzas y veras, que el pescuezo del otro era, de
los ya «metidos en capilla», el primero que _le fallaba_ desde que
ejercía _la profesión_. Y ¡qué pescuezo!... Y de aquí el palpársele y
el medírsele con ambas manos, y el apretarle el gañote con los dedos,
y el reirse el otro bestia para celebrar la farsa, y el sacar la lengua
y temblar de pie y mano, y hacer toda casta de visajes para remedar á
un ajusticiado; y hasta el entrar en ganas de conocer _la herramienta_
y su modo de funcionar; y el apoyarle en la brutal demanda los
espectadores de la escena y, por último, el prestarse á ello el verdugo
y dar allí mismo una larga _conferencia_ sobre el manejo del tornillo y
de la argolla, sirviéndole de modelo _ajusticiable_ su propia víctima
_fracasada_.

Se me cayó el periódico de las manos, y no quise leer más ni meditar
sobre lo leído, por no mezclar las tintas del nuevo cuadro con el
recuerdo del otro, del hombre melancólico de la estación de T..., y
mucho menos con el de su padre, el infeliz, el sencillo, el honrado
labriego que volvería á ponerse á punto de morir de indignación y de
vergüenza si se enteraba de aquella infame comedia representada en la
cárcel de P...

Pasaron unos cuantos días, y con ellos se fué borrando en mi memoria
lo más saliente de los recuerdos del hijo; pero no me sucedió lo mismo
con los trazos de la imagen que yo había formado de su padre: nada más
venerando para mí que la vejez de un pobre honrado, abatido por las
pesadumbres; y en este concepto, lejos de achicárseme la idea de aquel
viejo campesino cristalizada en mi cerebro, se iba agrandando á medida
que pensaba en él, y pensaba muy á menudo.

Un día, cuando aún se hablaba mucho de los sucesos referidos, oí llamar
á la puerta de mi casa, y se me dijo que preguntaba por mí «un aldeano
ya _de edad_».

--¿Cómo se llama?--pregunté yo á mi vez y sin gran curiosidad, porque á
las visitas de este linaje estoy bien acostumbrado.

--Dice que es el padre del reo de P...

--¡El padre del reo de P...!--exclamé estremeciéndome.--Y ¿para qué
pregunta por mí? ¿Qué se le ocurre á ese buen hombre?--añadí muy
dispuesto á mandarle entrar para conocerle y echar un párrafo con él.

--Ya se lo he preguntado, y me ha respondido que «á ver si le da usted
algo...».

--¿Algo de qué?

--De dinero... de limosna...

--¿Á qué santo?

--Pues también me lo ha dicho: á santo de que es «el padre del reo de
P...». Por lo visto, anda así de puerta en puerta.

Algo como luz de pajuela que alumbraba en un rinconcito de mi cerebro
á una figura de patriarca venerable, se apagó de repente, dejando á
obscuras el _santo_ y la hornacina.

--¡Dile que no estoy en casa!--respondí con intención de que lo oyera
el postulante.

«¡El padre del reo de P...!» ó como si dijéramos, el verdadero, el
auténtico delfín de Francia.

¡El bendito de Dios se había dedicado á explotar de aquel modo la negra
fama de su hijo!

No hago comentarios, lector pío y justiciero: hazlos tú si gustas
y eres de esos ya citados linces que se pasan la vida aquilatando
cerebros y corazones, para distinguir entre cuerdos, imbéciles y
desequilibrados; en la seguridad de que todo lo referido en estas
cuartillas es exacto y rigurosamente cierto, y de fecha no remota.

1898.


                             [Ilustración]


                         LA LIMA DE LOS DESEOS
                        APUNTES DE MI CARTERA


                             [Ilustración]




                         LA LIMA DE LOS DESEOS
                         APUNTES DE MI CARTERA


Apenas un asomo de razón iluminó las obscuridades de su cerebro, ya
vieron sus ojos obstáculos mortificantes, y sintió en su corazón el
ansia de librarse de ellos. El silabario fué su pesadilla, porque
envidiaba á los que leían «en _Fleury_» y escribían «de palotes»; llegó
á hacerlos, y le desazonaba la experta mano que guiaba á la suya, débil
y torpe; escribió solo, y maldijo del método que le obligaba á trazar
las letras á pulso entre líneas paralelas; escribió después libre y
suelto sobre la blanca superficie del papel, y le quitaron el sueño
las lecciones de memoria, los primeros problemas de la Aritmética, la
vigilancia de la niñera que le acompañaba en sus ratos de huelga en
plazas y paseos; y deseó con ansia llegar á esa edad en que termina la
fastidiosa tutela de los rodrigones, y comienza el niño á campar por
sus respetos.

También llegó pronto esa edad, porque el tiempo vuela; y le cambiaron
los bombachos cortos por los calzones de largas perneras, la holgada
blusa por la tirana chaqueta, y el birretillo gracioso por el
empedernido sombrero; atáronle con una correa muchos libros, en latín
los más divertidos de ellos, imponiéndosele la obligación de estudiar
un poco de cada cosa todos los días, bajo la férula de otros tantos
profesores, á cual más huraño y desabrido; y desde aquel momento empezó
á envidiar la suerte del estudiante de Universidad, que no necesitaba
esclavizar los bríos de su temperamento á la engorrosa é inalterable
ley de los _declinados_ y de las conjugaciones; que era mozo con barbas
y fumaba sin esconder el cigarrillo tras de cada chupada; que vestía
como un caballero, viajaba solo y vivía en completa libertad. Entre
tanto, cada hora de cátedra le parecía un año de cadena, cada examen
le ponía fuera de quicio, y el peso de las lecciones pendientes le
amargaban los pocos ratos que le quedaban libres para jugar al bote en
las aceras y al marro en las plazas públicas.

Así fueron corriendo los años de su bachillerato, años que le
parecieron siglos en su afán de que pasaran pronto, y también llegó
á la Universidad. Para entonces ya le negreaba el bozo en la cara;
y como era un mozalbete hecho y derecho, comenzaban á dilatarse,
arrebolados y primaverales, los horizontes de su fantasía; el corazón
palpitaba de regocijo en su pecho, rebosaba de vida y de esperanzas, y
se anegaba todo su ser en un golfo de delicias, sin fondo, sin riberas
y sin tempestades. Pero tenía este mar un escollo, uno no más, contra
el cual se estrellaba él en cuantos rumbos le trazaban sus inquietas
imaginaciones: la Universidad misma, su condición de estudiante con las
horas fijas de cátedra, su escasez de dinero y de levitas, su falta
de verdadera independencia. ¿Qué era él, en substancia, á la sazón?
Entre los hombres, un niño; entre los niños, un hombre; es decir, que
en todas partes estaba de sobra, fuera de la ley... en todas partes,
menos en la Universidad: precisamente donde él no quería estar. De modo
que todos sus «ideales» se realizaban fuera de la región en que el
deber y la edad le colocaban... ¡Ah! la borla, ¡la borla! ¡Cuándo la
ostentaría en sus sienes! ¡La borla era la libertad, la independencia,
el carácter, la verdadera carta de ciudadanía! La borla en sus sienes
era tener barbas, ser hombre, hablar en público, escribir, ser actor
principal en la escena del mundo, adquirir fama, gloria quizás; de
seguro, riquezas.

Y llegó también el día de ceñirse la borla, tras de muchos cursos
ganados sabe Dios cómo, y sin haber pagado todas sus cuentas al sastre;
pero pasando las penas del Purgatorio, para que en tan largo número de
años no conociera su padre los apuros de su vida.

Doctor yo no sé en qué, tampoco en esta nueva jerarquía encontró lo que
en ella había creído vislumbrar desde lejos. Desvanecíase su persona
en la confusión de otros mil doctores de la propia ralea, y hasta
observaba que no eran los más favorecidos por el aura popular los que
tenían mayores merecimientos, sino mejores padrinos; ni éstos los más
venturosos, puesto que cada altura que ganaban de un salto sólo les
servía para codiciar con dobladas ansias otra mayor. Mortificábale
esta invencible contrariedad de su carrera, y no resultaba, por ende,
aquel punto el que le satisfacía para detenerse y acampar en él hasta
el fin de su vida, colmadas ya sus ambiciones, y muertos, ó apaciguados
siquiera, sus deseos. Molestábale también aquel vivir entre fárragos
insubstanciales, que no podía barrer de su pupitre, porque ellos eran
su pan y su vestido; fárragos acumulados por el movimiento maquinal
de su cerebro de doctor, no producto de la febril ebullición de su
fantasía, que le arrastraba en bien distintas direcciones. Hastiábale,
asimismo, la soledad en que vivía dentro de su propio hogar, y
suspiraba echando de menos, para estímulo en su trabajo y consuelo en
su fatiga, el afecto noble y generoso de la compañera elegida por el
corazón, y por Dios otorgada y bendecida. ¡Venturoso instante aquél en
que éstos sus deseos llegaran á realizarse! ¿Á qué más afanes ya ni más
intentos?

Y llegó pronto el suspirado «mañana». Pero los insaciables deseos no
callaron. Faltaba algo en el cuadro de su felicidad; algo que es en el
hogar doméstico lo que la brisa y los pájaros en el bosque: armonías
y regocijo. Faltaban esos angelitos con ojos azules, húmedos labios y
dorados rizos... Y también vinieron, según los días y los años fueron
corriendo; vinieron lanzando el primer vagido antes de abrir los ojos,
especie de protesta que exhala el alma, aliento de Dios, al sentir el
contacto de la tierra, montón de barro de maldades. Pero los tiernos
seres sólo eran ángeles en la figura; y cogían indigestiones, y
padecían tos ferina y sarampión, y un soplo de aire frío los ponía á
morir. La estadística acusaba una cifra espantosa de víctimas á aquella
edad. ¡Qué pena cuando enfermaban! ¡Qué horrible pensamiento el de que
podían morirse, cuando le asaltaban por todas partes, y le comían á
besos, y le registraban los bolsillos, y le aturdían con sus preguntas
sin fin en una lengua cuya gramática sólo conocen los padres!

¡Años! ¡más años!... Que pasaran los años era su anhelo incesante, para
que aquellas tiernas existencias, con mayor desarrollo, corrieran menos
peligros. Además, ¿no es cada niño un problema que ha de resolver el
tiempo? Y ¿qué curiosidad más lícita que la que siente un padre por
conocer esa solución? ¿Qué llegará á ser aquel inocente que se aflige
por la rotura de su juguete, y ríe como un loco con la mosca que se
estrella contra los vidrios del balcón, imagen fiel de la razón sin
guía? ¡Y qué cosas ven los padres en esas contemplaciones, á la luz
de su amor y de sus deseos! ¡Qué figuras, qué cuadros se pintan en el
lienzo de su fantasía!... Poetas ilustres, sabios ingenieros, invictos
generales, tribunos arrebatadores... tal vez el arte glorificado, la
ciencia transformada, la patria engrandecida... porque todo ello puede
ser obra del hombre, y para estas aristocracias del genio no hay cuna
de preferencia; y no habiéndola, ¿por qué no ha de soñarla cada padre
en la de sus hijos? Verdad que tampoco la hay para los monstruos del
crimen; pero Dios no ha querido dar á los padres la espantosa tortura
de poder imaginarse en el inocente ser que acaricia sobre sus rodillas,
al héroe del presidio ó á la presa del verdugo. ¡Que vuelen, pues,
las horas y los años! ¡que se aclare el misterio! ¡que se resuelva el
problema!

Y voló el tiempo, y el niño inocente llegó á muchacho revoltoso, y el
muchacho se hizo mozalbete presumido, y el mozalbete se transformó
en hombre barbado; y en cada una de estas fases ó etapas de su vida
se iban retratando otras iguales de la vida de su padre, cuyos
deseos, lejos de apaciguarse, á la edad de las abnegaciones y de los
desengaños, crecían y se multiplicaban, porque vivía por todos y para
todos y cada uno de sus hijos; y los cuidados y los afanes de éstos
eran sus propios afanes y cuidados... hasta que un día, al tender la
vista en su derredor, se vió solo, ¡solo en su hogar! Unos muertos,
otros ausentes... ¡nadie quedaba allí ya!... nadie más que él, con la
carga de su vejez y de sus achaques.

Corto, muy corto, resbaladizo y pendiente era el camino que le
restaba, y aún le parecía que era lento su andar y que el tiempo no
corría bastante; aún esperaba «mañana» el alivio de sus dolores y el
calmante de sus pesadumbres. Débil filamento es ya lo que antes fué
árbol robusto de su vida; y aun sin cesar, le muerde y le adelgaza con
la lima de sus deseos implacables; y sólo cesa en él el ansia de _otra
cosa_, cuando con el último suspiro de la vida se desprende el alma de
la grosera envoltura que la ha ligado á la tierra, y libre y purificada
con la resignación y el martirio, vuela á su verdadera patria, donde el
tiempo no corre, ni la luz se extingue, ni la dicha se acaba.

Tal fué, á grandes rasgos, su vida. Supla cada cual con sus recuerdos
y su experiencia los detalles que faltan en el cuadro; los mezquinos,
prosaicos deseos de cada instante; desde la bota que oprime, y el
trabajo que fatiga, y el calor que sofoca, y el frío que entumece,
hasta el festín que se aguarda, ó el ascenso ó el alivio ó el
mendrugo que se esperan. ¡Siempre el deseo empujando! ¡Siempre la
lima mordiendo! Siempre, en fin, el alma, como desterrada en el
mundo, ansiando por salir de él. No es otra la enfermedad que acusan
nuestros deseos incesantes y nunca satisfechos: la nostalgia de la
patria. ¡Lástima que no paren mientes en ello los sabios que han dado
en engreírse con su ilustre progenie de gorilas y chimpancés! ¡Si al
menos, y en virtud de su descubrimiento prodigioso, se vieran sanos de
la enfermedad de los deseos! Pero ¿dónde los hay más insaciables que
entre las luchas de la soberbia, engendrada por los impulsos de una
razón sin trabas ni cortapisas?

Los hasta aquí trazados, son rasgos de la vida, digámoslo así, del
_hombre bueno_; el cual, con serlo y todo, jamás encontró en ella un
punto de perfecto reposo, ni nunca hizo jornada que, al terminarla,
deseara no pasar de allí. Pues fíjese un poco la atención, para
completar el cuadro, en esas regiones sombrías donde la inteligencia
se atrofia y el corazón se corrompe; donde el vicio es la ley, y la
miseria se impone con sus negros atributos de ignorancia, de envidias
y de rencores. ¿Quién es capaz de medir el empuje y la velocidad
vertiginosa de aquellos deseos? Ya no son lima que muerde en aquellas
vidas agitadas: son, á un mismo tiempo, huracán que arrasa y precipita,
y fuego que devora.

¿Qué es, pues, en substancia, esto que llamamos _vivir_? ¿Qué tesoro es
ése, por cuya guarda tantas injusticias y tantas maldades se cometen
en la tierra? ¿Á qué queda reducido el espacio comprendido entre el
recuerdo de lo último, ya pasado, y el primer deseo de _otra cosa
mejor_?

Es posible que fueran muy otros los rumbos y el andar de los pueblos,
si los hombres tuviéramos, ya que no alientos para vencer nuestras
nativas debilidades, ojos, siquiera, para conocerlas y valor para
confesarlas.

1900.


                             [Ilustración]


                             VA DE CUENTO


                             [Ilustración]




                            VA DE CUENTO[6]


Érase un lugarejo (lindante, por más señas, con el mío) de reducidos
términos y hacienda escasa, pero rico en galas y ornamentos de la
naturaleza: floridos prados, selvas umbrías, montes abruptos, rumor de
oleajes, auras marinas... lugar costeño, en fin, de la montaña, y está
dicho todo.

Habitábanle pobres labriegos, tan pobres, que á duras penas sacaban
de los senos de la madre tierra, dándoles muchas vueltas cada año, el
necesario jugo para nutrir mal y vestir á medias el cuerpo encanijado.
En cambio, gozaban fama, muy bien adquirida, de ser la gente más lista
de toda la comarca.

Sabían algo de letras de molde, y se perecían por estar al tanto de las
cosas y sucesos del mundo.

Érase, al mismo tiempo, un señorón de la corte, que había dado en la
gracia de visitar á menudo aquel lugar, tentado de la codicia de sus
bellezas naturales. El tal señorón no lo parecía por la sencillez de su
porte, ni por la suavidad de su carácter, ni por la llaneza patriarcal
de sus costumbres. Súpose, al cabo, allí, que no era «sujeto de los de
tres al cuarto», por la fama vocinglera, que ya lo tenía bien pregonado
por esos mundos de Dios; y fué la noticia motivo de gran asombro
para aquellos aldeanos, no sólo por lo que les descubría de repente,
sino porque no acertaban á explicarse cómo un hombre de tan erguido
copete y de tan grande poder se daba por contento allí con trepar á
las montañas, pintar en unas tablucas caseríos y peñascos, coger en
el arenal caracoles y _concharras_, y con verlo y observarlo todo,
grande y chico... y desde lejos, para no molestar á nadie, sin pedirles
jamás nada, ni siquiera el voto á favor de un candidato para alcalde
del lugar, ni una parcela de lo baldío para anzuelo de otras muchas
que iría pescando poco á poco, hasta alzarse «en su día» con todo el
territorio comunal.

Al contrario, era muy pródigo de lo suyo, particularmente con los muy
necesitados de ello; y su corazón y las puertas de su casa siempre
estaban abiertos á las ajenas pesadumbres y necesidades. Como por
estas solas prendas ya se le tenía allí en cordial y grande estima,
al catarle señorón pudiente y de relumbre, el simple cariño rayó
en admiración. Un viejo sentencioso dijo un día ante un corrillo
dominguero en que se trataba del asunto:

--Vos digo que el sujeto ése tiene los mengues en el pellejo, y vale,
por saber y por entraña, más que too el oro que pesa.

Y se convino en ello, sin una sola discrepancia.

En esto, el señorón, que no lo parecía, compró un terreno en las
praderas más elevadas de la costa, y labró una casa en él.

--Mucho te van á soplar ahí los vendavales--dijo el pardillo
sentencioso,--y no te alabo el gusto por eso; pero en siendo el tuyo,
como lo es, Dios te le prospere con vida y salú pa una eternidá.

Andando así las cosas, volvióse á la corte, como solía hacerlo de vez
en cuando el pudiente señorón; y volviéndose á la corte, hizo allí una
de las suyas, pero de las más sonadas; tanto, que al día subsiguiente
ya había llegado el ruido hasta las cocinas de aquella aldea.

--Bien está eso--dijo un pardillo á otro que con él departía sobre el
caso,--y visto es ya que si el sujeto ése pone empeño en sacar oro
molido de los pedregales de la costa, oro molido sacará. Decís vusotros
que tien los mengues en el pellejo... Pus yo vos digo que es el mesmo
Pateta en cuerpo y alma; y vos digo más si á mano viene: vos digo que
siendo lo que es y valiendo lo que él vale, no basta con sentirlo y
conocerlo, como lo conocemos y lo sentimos nusotros, si nos lo callamos
allá dentro, como nos lo hemos callao hasta aquí: la cortesía pide más
al respetive; al cabo y postre, el sujeto es ya de casa, y como el otro
que dijo, pertenencia de uno y tuya y mía.

--¿Á que distes en el mesmo clavo en que yo di no hace muchas
horas?--respondió el oyente.

--No te diré que no--repuso el primer hablante.--¿Y qué clavo es ése?

--Pus el mesmo en que tamién han dao ya muchas gentes del lugar.

--Estipúlalo más claro y de una vez.

--Lo estipulo y digo: que cuando llegue el caso de tener á tiro á ese
sujeto, se corresponda con él, si no al respetive de lo que es y de lo
que se merece, tan siquiera de lo que nusotros semos y podemos; pos,
como tú dices, de palabra callá y de obra enculta sólo Dios se entera;
y el hombre que tiene un sentir honrao, debe decirle, porque si no lo
dice, es como si no le tuviera. Y por lo que toca á ese pudiente, ya es
hora de que nos conozca los sentires, pa que vea que no vive aquí en
tierra de desagradecíos ni de melones.

--Ésa es la cosa, y á dar en ella tiraba yo cuando te dije lo que te
dije. Con que entendíos, y no hay más que hablar por la presente.

De esta conversación nació una concejada que tuvo que ver. No faltó en
ella un solo vecino. Puesto el punto en tela de juicio, y acordado de
golpe y sin disputa que cada cual de los congregados acudiese «en su
día» á casa del señorón para «rendirle homenaje», llegóse á tratar del
cómo, y dijo un concurrente:

--Pos yo le llevaré, pinto el caso, dos aves de las mejores que tengo
en el corral.

--Curriente--dijo el pardillo sentencioso que llevaba allí la dirección
del cotarro.--Pero ¿has de entregarlas en seco? ¿No has de acompañar la
fineza con una mala palabra?

--Justo que sí--respondió el de las aves,--y ya estaba yo en esa
cuenta.

--Y contabas bien--repuso el otro.--Pero ¿qué piensas decirle?

--Hombre--contestó el interpelado,--lo que sea de razón y venga al
_ite_ de la cosa.

--Con verlo basta.

--Pos le diré, punto más, punto menos, que... por acá, que... por allá;
que si eres esto; que si vales lo otro; que bendita sea la luna en que
nacistes, y la hora en que te avecindastes aquí... y... y...

--Pos, mira, tendrá que oir too ello, como lo jiles bien. ¿Y
tú?--añadió el pardillo encarándose con otro concurrente.

--Pos yo--respondió el aludido rascándose el cogote,--si no tengo aves
que llevar á ese sujeto, algo de cuenta paecerá en casa, ó en las aguas
de la mar, con que pintarle la buena ley que le tengo; y al auto de la
palabra, tampoco ha de faltarme en su hora y punto.

--Pon un _simen_ de ello.

--Pos al _simen_ de lo que acabas de oir al mi compadre: que... por
arriba, que... por abajo; que lo que sabes, que lo que puedes, que lo
que vales; que ni los mesmos soles del día, ni los luceros de la noche
que te se acomparen, y que bendita sea la hora...

--Á otro,--dijo el pardillo manducón, guiñándole un ojo al mismo
tiempo.

Y el otro siguió cantando la mismísima tonada que sus antecesores, como
todos y cada uno de los que le siguieron en la fila. Entonces dijo el
pardillo sentencioso:

--Bien está el intento, y de agradecer será el buen sentir que á todos
nos mueve; pero, por lo que pueda valer, quisiera decirvos que, como
semos muchos, hay ringlera pa una semana diendo uno á uno, y va á
resultar el cuento, pa el pudiente, el acabóse.

Túvose el reparo por muy cuerdo, y se convino en que hicieran la visita
todos juntos.

--Punto pior pa el caballero--expuso un concurrente algo malicioso,--si
á cada osequio ha de acompañar una soflama del osequiante, y todas
ellas entonás en una mesma solfa, como aquí se ha visto; porque de
este modo tendrá que envasarse de una alendá lo que del otro pudo ir
sorbiendo poco á poco en una semana, y sin quebrantos del cuerpo.

De este nuevo conflicto surgió otra idea: ir todos juntos, pero
hablando uno solo. Se acordó así, y se acordó también, _némine
discrepante_, encomendar la soflama á un arrumbado fiel de fechos,
allí presente, que no había dicho una palabra hasta entonces, ni era
muy socorrido de ella que digamos; pero que, en cambio, era uno de
los más viejos del concurso, de los que más admiraban al pudiente y el
que más veces había conversado con él y mejor le conocía los gustos y
el «genial». Asustó al hombre la embajada; pero pensando que para las
grandes ocasiones son los grandes sacrificios, y contando más con su
entusiasmo que con sus fuerzas, aceptóla sin chistar.

Pasaron días; volvió de la corte el señorón pudiente y, cuando menos
se lo esperaba, invadióle la casa el vecindario, con los trapitos de
cristianar encima y el modesto agasajo bien escondido.

Adelantóse el fiel de fechos, carraspeando mucho y pisando mal; y
encarándose con el señor pudiente, que allá se andaba con él en
angustias y congojas, según rezaba su semblante, quiso echar la soflama
que había «amañado» con trabajos... y se le fué la idea: intentó
buscarla por atajos y recodos más trillados, y le faltó la palabra; y
finalmente, empeñado en salir, con una excusa, del conflicto en que se
veía, hasta le faltó la voz.

Entonces, por no tirarse por la ventana que veía enfrente, se arrojó al
único asidero que tenía á sus alcances para salir vivo del atolladero:
á su propio modo de ser, á la pata-la-llana y á la buena de Dios; y
comenzó así, braceando hacia los congregados y con la vista fija tan
pronto en los cestucos en que éstos llevaban las respectivas «finezas»,
como en la cara compasiva del pudiente festejado.

--Y por último, aquí están estos sujetos, y aquí estoy yo; y ellos y
yo, y lo que ellos traen y lo que yo también traigo, estas pobrezas que
están á la vista, y el corazón que, á poco que se arrepare, también
puede verse aticuenta que en la palma de la mano; todo ello y cuanto
somos y valemos y esperamos, es de la Su Mercé; y con ello y con todo,
aunque damos cuanto tenemos, no damos la metá de lo que la Su Mercé se
merece. En esta cuenta, ordene y mande; y verá cómo no se queda más
corta que las palabras la buena voluntad para servirle. Y con esto no
canso más.

Dijo; y sin esperar la respuesta, puso su cestuco en el suelo;
imitáronle sus poderdantes, y se fueron en tropel á la calle, tan poco
satisfechos del valor de sus ofrendas, como de la soflama del arrumbado
fiel de fechos, de quien se habían prometido cosa mejor.

Pues bien, _mutatis mutandis_, aquí se está dando un caso muy semejante
al caso de la aldehuela de mi cuento, y por eso precisamente le he
sacado á relucir. Tú, comensal perínclito, admirado compañero y amigo
del alma; tú eres (y perdona el modo de señalar) el señorón pudiente
y campechano; nosotros los congregados en tu derredor para festejarte
sin _agredirte_; los pardillos de la aldehuela, hombres de índole sana
y animosos, muchos de ellos un tanto dados al vicio de las letras, y
todos, en conjunto, admiradores fervientes de los grandes maestros,
como tú, en el arte de cultivarlas; y yo, el arrumbado fiel de fechos
que aceptó, en mal hora, el encargo de echarte la soflama, y que al
llegar el fiero instante de cumplir su cometido, siente, congojoso
y trasudando, que le falta la palabra, y se le cuaja la voz en el
gaznate, y nada sabe del paradero de sus ideas, para decirte, siquiera,
á lo que viene.

En tan negro trance, dejándome de retóricas inútiles, y atento sólo
al cumplimiento fiel del honroso mandato, llamo tu consideración, con
el respeto debido, no hacia los humildes cestucos de nuestras pobres
ofrendas, sino al hondo sentimiento que palpita en nuestros corazones
al presentártelas, á la buena amistad, á la admiración fervorosa y al
cariñoso respeto que te consagramos.

Todo esto, y otro tanto más que se siente mejor que se explica, junto y
en una pieza, sazonado al calor de nuestro regocijo, y entre fragantes
hojas de laurel virgen que tan profuso crece en el florido suelo de la
tierruca, que ha dilatado sus linderos al henchirse de noble vanidad
desde que la diputaste por tu segunda patria; todo esto, repito, te
ofrecemos, y te lo sirvo yo con alma y vida, como plato final de este
agasajo cariñoso, en la salsa de mi oficio.

                             [Ilustración]


                                NOTAS:

[6] Leído en un banquete ofrecido á D. B. Pérez Galdós por sus amigos
de Santander.


                                ESBOZO


                             [Ilustración]




                                ESBOZO


El sujeto de él no es producto castizamente español; pero, á tuertas ó
á derechas, ya le tenemos acá, y tan aclimatado como otras muchas cosas
que por españolas pasan, porque en España viven y crecen y hasta se
multiplican; y si no se acomodan rigorosamente á nuestro genuino modo
de ser, vamos nosotros acomodándonos á ellas, y tanto monta.

No apareció sobre la haz de esta tierra por la obra lenta y gradual de
una gestación sometida á las leyes inalterables de la Naturaleza, sino
por el esfuerzo violento de un cultivo artificial, semejante al que
produce los tomates en diciembre, y los pollos vivos y efectivos sin el
calor de la gallina. Trájole la arbitraria ley de una necesidad de los
tiempos que corren; un antojo de las gentes de ahora, que exigen, para
alimento de su voracidad, no los manjares de ayer, suculentos, pero en
grandes y muy contadas dosis, sino la comidilla incesante, la parvidad
continua, estimulante y cáustica, que mantenga el apetito en actividad
perenne.

Dándole, pues, carta de ciudadanía en España, y estudiándole un poco
desde aquí para filiarle en justicia, puede afirmarse, sin asomo de
duda, que desciende en línea recta de aquel modestísimo _gacetillero_
ó _localista_, que, pocos años hace, ejercía el precario oficio á
la callada y á escondidas de las gentes, por respeto al proverbial
quijotismo español, que le tenía en poco y le sumaba con todos los
«holgazanes vagabundos» y demás «gentes de mal vivir y perniciosas»;
de aquel excelente muchacho que, de higos á brevas y en casos muy
extraordinarios, se veía, con una mano en el bolsillo, y en la otra el
sombrero de copa alta, á la puerta de una oficina pública, pidiendo
veinte veces y en voz baja licencia para entrar un poco más adentro,
con los modestos fines de preguntar á un oficial de cuarta clase, ó á
un agente de policía de los más ínfimos, si eran ciertas las noticias
corrientes entre el público sobre este robo ó aquel descalabro, en la
seguridad de ser respondido, á la quinta ó sexta acometida, con una
desvergüenza ó un bufido que le causaban angustias y trasudores, muy
merecidos en su humilde entender; pero que aún le parecían cosa de
chanza si á la salida de allí, y después de llegar en volandas á la
redacción, le era lícito escribir, para el número del _día siguiente_,
un sueltecillo á este tenor: «Con noticias de buen origen, podemos
confirmar (ó desmentir) las que circulan media semana hace, en plazas,
tertulias y cafés, acerca de esto ó de lo otro».

Así nació, de golpe y porrazo, y por aquí vino, ese personaje, ó mejor
dicho, esa institución con fuero propio y jurisdicción sin límites,
que se hombrea con los poderes públicos y campa por sus respetos donde
quiera que cae como llovido del cielo. ¡Que le vayan á él con bufidos
y sofiones aquellos desabridos funcionarios que cerraban las puertas á
su padre! Por mucho menos que ello, por la más leve torpeza ó la menor
tardanza en suministrarle las noticias que desea y ha pedido, les hará
temblar con una amenaza fulminante: se lo dirá al gobernador, se lo
dirá al ministro, ó al jefe del Estado, si es preciso, si le apuran
un poco «y vuelve á suceder eso». Para él no hay estorbo allí que le
detenga, ni razones que le contraríen. Toda la casa es suya, y entra
por ella como en lugar conquistado, sin contestar á los porteros que
le saludan reverentes, preguntando por quien le acomoda y colándose
donde le da la gana.

Para lo usual y ordinario, hasta tiene su poco de oficina en lo más
inaccesible al vulgo y más _sagrado_ del local, con las noticias
que desea sobre la mesa ya, para que no tenga más trabajo que el de
apoderarse de ellas. Si le parecen poco, también tiene, por tener de
todo, el derecho de llamar al funcionario que necesite para que le
dé más, y el de introducirse en el despacho del jefe, que le servirá
gustosísimo después de haberle agasajado con un abrazo, dos _regalías_
y un puñado de caramelos. Las noticias adquiridas de este modo,
noticias relacionadas á menudo con lo más hondo y más secreto de la
política ó de la administración del Estado, noticias de _sensación_
las más de ellas, se publicarán pocas horas después en la segunda ó
tercera edición de las varias que hace cada día el periódico que le
paga. Cuando no quiere molestarse en ir á recogerlas á los centros
respectivos, los funcionarios de la Nación, los mismos que acostumbran
á recibir con cara de vinagre y poco menos que á escobazos al manso
contribuyente que da lo que ellos consumen, cuidarán de enviárselas á
la redacción, con la súplica de que perdone por lo poco y mande lo que
le acomode.

En la vía pública trabaja con igual suerte y se despacha con el mismo
desparpajo. Si se rompe ó se vuelca el andamio de una fachada antes de
que el perniquebrado albañil lance en el suelo el primer quejido, ya
está á su lado él, lápiz y cuartillas en ristre, no para levantarle ni
socorrerle, por de pronto, sino para acosarle á preguntas. «¿Cómo se
llama usted?--¿Cuántos años tiene?--¿Cuántos hijos?--¿Es viudo?--¿Dónde
vive?--¿De dónde es?--¿Cómo fué la caída?--¿Se rompió la cuerda?--¿Se
volcó el andamio?--¿Quién tuvo la culpa?--¿El propietario por
mezquino?--¿El arquitecto por descuidado?».

Después llegará la camilla; se conducirá al albañil á la Casa de
Socorro, y él irá delante y entrará en la casa antes que el enfermo; y
mientras el médico va palpando en éste lo que está lesionado y lo que
no lo está, irá interrogándole él, para anotar las respuestas con su
lápiz sempiterno: «¿Es rotura?--¿Es dislocación?--¿De la tibia?--¿Del
fémur?--¿Tiene fiebre?--¿Es de cuidado?--¿Sanará?...».

Hasta que, harto él de preguntar y no cansado el otro de responder,
se largará de allí, sin apurarse gran cosa por la suerte del albañil,
aunque al leer más tarde en el periódico la relación del suceso
con todos sus pelos y señales, cualquiera creería «de la casa» al
relatante, por lo que plañe y gime la caída, y truena contra los
inhumanos que construyen ó dirigen edificios, sin mirar por la salud y
la vida de los míseros obreros que los ayudan con su trabajo peligroso.

Á un incendio llega antes que el sonido de las campanas que le
anuncian, y mucho antes, por supuesto, que las bombas, los mangueros
y el piquete; y tampoco por ansia caritativa, que este particular no
le apura á él cosa mayor. Lo que le importa es averiguar antes que
nadie, para ser el primero en publicarlo, cómo y por dónde empezó la
cosa; qué gentes viven allí; qué hacen y por dónde salen ó se tiran
para salvar el pellejo; cuántos huesos se quebrantan en estos trances,
ó cuántos muebles se hacen añicos; qué mangueros, qué autoridades, qué
personas conocidas ó qué fuerzas de la guarnición han sido las primeras
en llegar; y mientras unos dan órdenes, casi siempre al revés, y otros
las cumplen como mejor les parece, y este bombero trepa fachada arriba
hincando las uñas en las grietas y resaltos de la pared, si no tiene
mejores asideros, ó se destaca en lo más alto, á la claridad imponente
de la voraz hoguera sobre el negro fondo del estrellado cielo,
esgrimiendo el hacha para derribar la cumbre del tejado; ó asoma otro
por la chamuscada puerta del balcón, entre espesa columna de humo con
chispas, para respirar un poco de aire oxigenado que no hay adentro;
ó sudan el quilo en la calle los hombres que mueven los brazos de la
bomba, ó dirigen la pesada boquilla de la manga; ó amontonan muebles
desvencijados, ropas y colchones, jaulas, sombrereras y cacharros,
entre el vocerío de los que mandan con derecho y de los que tachan los
mandatos por lujo de tachar; de los ayes lamentosos del herido; del
gemir de las mujeres delante de sus ajuares destrozados; del golpear
de las culatas del piquete sobre los duros adoquines, y del continuo
rumor de toda aquella compacta é hirviente muchedumbre, que se bambolea
y oscila como un pedazo de mar, él va y viene, y entra y sale y se
desliza y cuela por todos los resquicios de la masa, y atraviesa la
línea de soldados, y salta por encima de la cordillera de montones y de
las henchidas mangas, y todo lo atropella y vence, para saber antes, si
es posible, que ningún otro de su oficio, cómo se llaman el bombero del
tejado, y el hombre que se rompió una clavícula, y el vecino que salió
por el balcón; de dónde son nativos, de qué viven y cuál es su estado;
qué mote tiene el ratero detenido por el gobernador, y por qué se le
detuvo, etc., etc. En seguida, y volando, á la redacción para dar á luz
aquello poco, y volver al sitio del siniestro para recoger á escape las
notas de lo que vaya aconteciendo, hasta que el incendio se apague por
el esfuerzo de los hombres ó por falta de materia en que cebarse.

Entonces una parrafada de _última hora_; y por remate de todo, un
resumen de lo acontecido, con la tasación de daños, y lágrimas
compasivas en recuerdo de los perjudicados y contusos; una descarga
de reflexiones acerca del mal servicio contra incendios, otra de
loores para las «dignas autoridades» y demás personas que han sido
complacientes con él, y una alabanza especial para el heroico bombero
del tejado.

Gran teatro es un incendio _gordo_ para lucir su diligencia y su
sagacidad un hombre así; pero aún hay otros que se prestan mejor al
ejercicio de los raros talentos que posee por privilegio singular de su
naturaleza y por ley de la costumbre que le ha formado: verbigracia,
los crímenes ruidosos, las _causas célebres_. ¡Aquí es donde hay que
verle para admirarle en toda la pompa de su absoluto poder y señorío!
Á donde va el juzgado instructor, allí está ya él, que también es juez
y magistrado, y Audiencia y Tribunal Supremo y cuanto hay que ser;
allí está desde mucho antes, mano á mano con el supuesto criminal, ó
testigo, ó cómplice, cuyas declaraciones se buscan.

--¿De cuántas puñaladas mató usted á su víctima?

--¡Señor!... Yo no he matado á nadie: bien lo sabe el juez.

--¡Qué juez ni qué niño muerto! Aquí no hay más juez que yo, ni más
tribunal que el que yo represento, que es el tribunal de la prensa, el
de la conciencia pública; y público y notorio es que usted la hizo, por
lo que nadie más que usted ha de pagarla. Con que, á cantar de plano.

--Repito que soy inocente.

--¿En dónde se hallaba usted á las ocho de la mañana del día siete de
febrero del año próximo pasado?

--¡Yo que sé!

--¿Qué señas tenía cierta mujer que en aquella ocasión, y mientras
usted saludaba al _espatarrao_, pasó por la acera de enfrente?

--No recuerdo nada de eso.

--Ya lo recordará usted en el patíbulo. ¿De qué color eran las botinas
de la _barbiana_ con quien usted se detuvo en la misma calle, ocho
meses después, al rayar el mediodía, y por qué, al despedirse, fijó
usted la mirada en el balcón de un tercer piso, y ella dijo que sí con
un movimiento de su cabeza?

--Tampoco hago memoria de cosa alguna de ésas.

--¿Y tampoco recuerda usted quién era la señora recatada que salió en
compañía de un caballero muy elegante, con el cuello del sobretodo
alzado y el ala del sombrero muy caída sobre los ojos?

--¿De dónde salían esas personas?

--Del portal mismo de la casa del _interfecto_, tres horas después de
cometido el crimen. ¿De qué piso bajaban? ¿Á dónde iban, y por qué al
extremo de la calle se cruzaron con un hombre, y este hombre arrojó en
aquel instante la colilla del cigarro que fumaba, y al arrojarla tocó
con el codo el brazo de la señora, y la señora volvió la cara hacia él?

--Pero ¿por qué he de saber yo esas cosas?

--Porque el hombre de la colilla era usted, y la señora recatada y el
señor que iba con ella, sus cómplices y encubridores de usted, como se
irá demostrando poco á poco.

--¡Por los clavos de Jesucristo!... Pero, señor, aunque fuera cierto
que tirara yo una colilla en ese sitio que usted dice, y tropezara con
el brazo á una señora al mismo tiempo, y esa señora se volviera para
mirarme, ¿qué tiene todo ello de particular ni que ver con el crimen
cometido tres horas antes... no sé en dónde?

--Por esa puerta falsa quiere la justicia histórica dar escape á la
responsabilidad criminal de usted; pero á mí no me la da esa señora
con vuelillos y hopalandas... Y vamos adelante. ¿Á qué hora de aquella
misma noche entregó usted un envoltorio al presidente del Consejo de
Ministros?

--¿Yo?...

--Usted, sí. Ya ve usted cómo todo se sabe. Y ¿á qué otra, sobre
poco más ó menos, tuvo usted una entrevista con el nuncio, y le dió
una carta que le había proporcionado un gentilhombre de Palacio, á
instancias del embajador de Rusia?

--¡Qué barbaridad!

Es verosímil que mientras el periodista anda empeñado en un
interrogatorio como éste, llegue la justicia á cumplir con su deber, y
que, advertido de ello el preguntante, responda altanero al funcionario
que se lo advierte:

--Que aguarde.

Porque se han dado casos en que la justicia le obedezca y espere á que
él concluya.

Después del interrogatorio, á la redacción para echarle á la calle
corregido y anotado, ó, como si dijéramos, puesto en la salsa
estimulante que el público apetece y saborea; y si le conviniese para
sus fines, antes ó después de este trámite, á la presidencia del
Consejo de Ministros ó á la del Tribunal Supremo. Si el presidente
está ocupado, que se desocupe; si descansando, que perdone, pero que
le reciba. Él necesita verle, y le verá. Y le ve al fin. Se ve con el
encumbrado personaje, inaccesible á la masa anónima de los simples
mortales; y no sólo le ve así, sino que le interroga y le amonesta por
lo torcida que anda la vara de la justicia en lo del crimen aquél, y
hasta le habla del envoltorio de marras en la entrevista del _Jetas_
con el Nuncio, y de la carta del gentilhombre, y de las intrigas del
embajador de Rusia, sin que nadie le tire con algo ni se amontone
siquiera.

En el juicio oral tendrá lugar y asiento de preferencia, señalados por
el Poder judicial para que tome y haga á su gusto notas y semblanzas, y
pueda, después del juicio, ofrecer al público, para que se deleite con
ello, los nuevos rumbos que va tomando el negocio criminal en la causa
aparte que sigue él á los procesados.

Con igual derecho y con idénticas prerrogativas acudirá á las
solemnidades académicas si son públicas, y si no lo son, á recoger
las notas que se le proporcionarán de lo que unos hagan y de lo que
digan otros, para dar cuenta minuciosa de todo ello, y fallar él en
seguida _ex-cátedra_, háyase tratado en el concurso de agricultura,
de matemáticas, de navegación ó de teología. Á él lo mismo le da,
porque de nada de ello entiende jota; pero es listo y posee el arte
de aparentar que de todo entiende mucho, y con ello le sobra para
desempeñar airosamente su cometido.

Al salir los ministros de un consejo, ó un grupito de diputados de un
conciliábulo, ya está él á la puerta para echarles el alto y pedirles
cuenta de lo que se haya dicho y acordado en la _secreta_ reunión.

En cuanto llega un personaje de nota, ó publica un documento _de
sensación_, ó produce con su palabra ó con sus actos una escisión en
el Parlamento, le pide la correspondiente _interview_; y sin aguardar
la respuesta, se le planta delante y le somete á la tiranía de sus
inevitables interrogatorios: «¿Á qué ha venido usted?--¿Qué día
salió de París?--¿Cuál fué el verdadero objeto de la conferencia que
celebró usted el día tantos con el embajador de Alemania en aquella
capital?--¿Qué juicio han formado los hombres eminentes de ese Gobierno
sobre la última crisis del nuestro?--Al publicar usted la carta que
tanto da que decir hoy, ¿se propuso únicamente satisfacer una necesidad
de su conciencia política, ó entró por algo en sus planes el deseo de
molestar al Gobierno y de hacer más apurada su situación?--¿Fué obra
de su propio y exclusivo impulso, ó por acuerdo también de los amigos
políticos de usted?--En este caso, ¿tiraban ustedes solamente á herir,
ó tiraban á matar?--Los motivos en que declaró usted fundar su acto,
¿son los únicos y verdaderos? ¿No hay otros reservados de muy distinta
naturaleza?--¿Puede darse algún crédito á la versión, corriente en los
pasillos, de que la inesperada discrepancia de usted reconoce por causa
eficiente el haberle negado el Presidente del Consejo, en la última
modificación ministerial, una cartera que le tenía ofrecida?».

Tampoco aquí se le tira con nada ni se le niega la más insignificante
de las respuestas que pide.

Si en aquel día ó en el anterior ha andado rebotando en las columnas
de la prensa periódica algún escandalillo con iniciales transparentes,
ó se ha _descubierto_ un ingenio de chispa en el teatro ó en la
novela... á ello en seguida para echarlo desnudo á la calle, antes que
envejezca entre las veladuras del misterio. Al marido ultrajado: ¿qué
causas pudieron influir en el origen de los sucesos que acarrearon la
catástrofe? Y así. Al banquero en quiebra: si tuvo parte la política en
el desastre; á cuánto ascienden el pasivo y el activo; de qué pelaje
son las víctimas más numerosas, y si están resignadas, etc., etc. Al
autor dramático ó al novelista: si es verdad que «en sus principios»
fué guardia civil, ó seminarista, ó teniente de Estado Mayor; que robó
á una bailarina y se batió á navaja con uno de Orden público; que
escribe boca arriba, y que en su pueblo come la carne cruda y duerme en
el pajar...

                   *       *       *       *       *

Cualquiera que entienda un poco en achaques de la débil naturaleza
humana, pensará que ese hombre que no ha cesado de moverse, de ver, de
hablar y de escribir en todo el santo día de Dios, caerá desplomado en
la cama á las primeras horas de la noche. Pues no, señor: es también
corresponsal de diez ó doce periódicos de provincias; y después de
haber enviado por el correo otras tantas correspondencias de su puño
y letra, á última hora, es decir, á las dos ó las tres de la mañana,
cuando ya nada queda que husmear en las tertulias de los Ministerios
y se han apagado las candilejas de los escenarios del otro mundo,
correrá al telégrafo, y allí, con la velocidad del rayo, mandará
hasta los últimos confines de la Península la quinta esencia de cuanto
ha averiguado desde que se levantó de la cama, para que se desayunen
con ello, pocas horas después, los suscriptores de los periódicos
provincianos que le pagan este inapreciable servicio.

En suma: que no conoce el cansancio ni las puertas cerradas; está en
todas partes y á todas las horas del día y de la noche, presenciando
todos los sucesos que sean narrables en letras de molde... ó esperando
que acontezcan, porque solamente suponiéndole dotado de un prodigioso
instinto de adivinación ó de presentimiento, puede concebirse la
puntualidad con que asiste á cuanto ocurre en todas partes, público ó
secreto, grande ó chico, fausto ó infausto.

Tampoco hay distancias para él. En cualquier estación del año las
salva, de balde y _en primera_ (¡otro privilegio asombroso en ese feudo
proverbial de las compañías de ferrocarriles!), ó como la necesidad
lo exija, á ratos (de balde también, por supuesto), y ya está _allá_
gimiendo sobre los estragos de un terremoto, ó las víctimas de una
epidemia, ó los despojos de un naufragio; cantando los triunfos de la
ciencia en la inauguración de un artefacto; describiendo la pompa de
una fiesta excepcional, ó inventariando moños é intrigüelas en tal ó
cual punto «de cita» veraniega para las damas distinguidas de «nuestro
mundo elegante».

Pero aún alcanzan á mucho más los alientos de este hombre, de ordinario
simple fisgón _al menudeo_. Cuando la ocasión lo pide, sabe elevar su
oficio á las alturas de la epopeya; y es de admirar entonces cómo un
día, porque en lo más remoto del mundo pasa ó va á pasar algo que no se
ve á todas horas ni en cualquiera parte, atraviesa mares y montañas,
arrostra los peligros de las tempestades y de los climas insalubres; y
en la diestra el lapicero, espada de este conquistador de nuevo cuño,
después de haber _residenciado_ al capitán del buque ó á los guías de
la montaña ó del desierto, como preámbulo de la obra que le preocupa y
le arranca de su hogar, si es que le tiene, acomete al sha de Persia, ó
á un rajá de la India, ó á un salvaje patagón, por señas, si no puede
de otro modo, y le desocupa la conciencia sobre las cuartillas de papel
de su cartera inagotable.

El suceso que le lleva á tan lejanos confines es, por lo común, una
guerra bárbara entre dos grandes naciones por un «quítame esas pajas».
Ya está debidamente instalado en el cuartel general de uno de los
ejércitos beligerantes. Es _plaza montada_; y si no tiene ración y
lecho en la tienda del general en jefe, los tendrá en la que la sigue.
Antes de darse la batalla, ya tiene él contados los combatientes de
cada lado, con sus respectivos elementos de pelea, descritas las
condiciones del terreno y pronosticado el éxito definitivo. Suena el
primer cañonazo y él, después de consultar su reló, consigna el gran
momento en sus cuartillas. Desde entonces, y como si su oficio fuera
el de guerrear, olvidado de los peligros que corre, todo es ojos y
actividad para cumplir con su deber, no de cronista escrupuloso, sino
de noticiero diligente; y se le verá entre el polvo y el humo de la
batalla correr de acá para allá, movido del ansia de ver las cosas
más salientes por sí mismo y de anotarlas con el mayor lujo posible
de pelos y señales. Y si deduce de algunas de ellas, extrañamente
desastrosas en su campo, que en el frontero se estrena un nuevo
artificio bélico, será capaz de meterse bajo los fuegos enemigos y de
no parar hasta ver con sus propios ojos el aparato mortífero y el modo
de funcionar. Si lo consigue, ¿qué victoria como ella? Pero consígalo ó
no, exista ó no exista el artificio, cuélese ó no se cuele en el campo
enemigo, que éste pierda ó gane la batalla, él, siempre infatigable
y con el estruendo del último cañonazo aún en los oídos, saldrá del
revuelto y ensangrentado campo á todo correr de su cabalgadura, y
atravesará llanos y desfiladeros, y andará leguas y leguas sin punto de
reposo, hasta la más próxima estación telegráfica ú oficina de correos.
Allí, quizás sin haberse desayunado todavía, coordinará sus apuntes,
y, en la forma conveniente á sus propósitos, los enviará á su destino.
Al día siguiente, vuelta á empezar la misma dura faena con ligerísimas
variantes, hasta la terminación de la contienda... si antes no ha
terminado él de vivir por obra y gracia de algún mal tropiezo con que
no soñaba en la borrachera de su insaciable y peligrosa curiosidad.

¡Á tal extremo puede llegar, y ha llegado más de una vez, la manía de
este nuevo caballero andante, para quien, hallándose en el ejercicio de
su libre profesión, tampoco rigen las comunes leyes del Estado!

Y todo ello, en definitiva, lo grande y lo chico, lo serio y lo cómico,
de este sujeto, ¿por qué y para qué?... Pues _por_ el ansia, como ya
se ha apuntado, de ser el primero en recoger hechos y dichos, _para_
que el periódico que le paga no sea el segundo en venderlos en la vía
pública á un tropel de haraganes desdeñosos y á otros tantos lectores
impacientes, que han de olvidarlos, apenas engullidos, por el hambre
de otros nuevos, y que aún hallan cara la ración en la miseria que les
cuesta de un _perro chico_.

Verdaderamente son dignos de más altos destinos el ingenio, la frescura
y las fatigas sobrehumanas que se necesitan, y de ordinario se emplean,
para desempeñar _á conciencia_ el oficio de _reporter_.

1892.


                             [Ilustración]


                           DE MIS RECUERDOS


                             [Ilustración]




                           DE MIS RECUERDOS


Una tarde _gris_ con intermitencias de sol tibio; una iglesia pobre
y vieja sobre una meseta pedregosa con jirones de césped y matas de
arbustos bravíos; una extensa campiña verde con fondos lejanos de
cerros ondulantes y de erguidos montes gallardamente escalonados. En
el porche de la iglesia, corrillos de aldeanos hablando y pisando
quedo, por reverencia á lo que acontece en el santo lugar en día tan
señalado. Dentro de la iglesia, el viejo párroco y un su feligrés, no
mucho más joven, sentados en un banco de elevado espaldar, delante de
un tenebrario, y cantando las Lamentaciones de Jeremías. En la capilla
mayor y lleno de luces, el monumento, cuya armazón está cubierta de
colchas y pañuelos muy vistosos, que se extienden después en dos alas,
á diestro y siniestro, hasta los respectivos muros de la iglesia. Al
pie de las gradas del monumento, _echada_ la cruz sobre un paño negro
y descansando sus brazos en dos almohadas guarnecidas profusamente de
lazos de colores, cadenas de plata, acericos y relicarios. Los fieles,
que llenan casi todo lo desocupado del templo, rezando fervorosos ó
_andando_ en grupos el Calvario, y á veces, como para acompañar al
murmurio de los rezos ó al cántico de las tinieblas, el sonido tenue de
la humilde moneda de cobre al caer en el platillo colocado junto á la
cruz yacente.

En el _cuerpo_ de la iglesia, los dos _pasos_, en sus correspondientes
andas, que han de salir en la procesión: el de la Dolorosa, que no
es muy grande, y el de «los judíos», que lo es y pesa mucho, pues
representa á Jesús atado á la columna, flagelado por dos sayones: tres
esculturas, no modelos de arte seguramente, pero de buen tamaño y bien
macizas; por eso tienen sus andas ocho brazos.

Por fin se apaga la última candela del tenebrario, se oye la palmada
del cura sobre su libro, cerrado ya; y los chicuelos que hormigueaban
entre los hombres del portal, armados de cachiporras los más de ellos,
comienzan á golpear desaforados todo lo que suene, como los postes
que sostienen la achacosa tejavana, y hasta las hojas mismas de la
puerta principal; los afortunados que tienen carraca, á voltearla
furiosamente, y los que no tienen cachiporra ni carraca, á piafar sobre
los morrillos del suelo con sus herradas almadreñas. El caso es hacer
ruido... hasta que apareció el cura en la meseta del pórtico.

Detúvose allí, calláronse todos en cuanto le vieron, y dijo en voz alta
dirigiéndose á los del portal:

--Seis hombres para el paso de la virgen.

--Hay cuatro,--respondió un buen mozo señalando á otros tres que le
acompañaban.

El párroco les dió las gracias con un gesto, y volviendo á recorrer
todo el concurso con la vista, tornó á decir:

--Ocho para los judíos.

--Hay seis,--respondió en un lado un fornido mocetón.

--¡Hay cuatro!--dijo en seguida otro más fornido aún, saliendo al
frente desde el lado opuesto con los tres que mantenían su atrevido
arranque.

Produjo en los presentes aquella valentía rumores de entusiasmo, y en
el señor cura cierta expresión de asombro placentero. Con ella en la
cara, dió por terminado el asunto y se volvió á la iglesia, á donde le
siguieron los mozos triunfadores en la puja, y se dispuso á seguirle
la gente del portal.

Que no le siguió por de pronto, porque aparecieron en él, por el
boquete del norte, dos _penitentes_, cuya inesperada presencia allí
suspendió los ánimos de todos. Vestían luengas túnicas muy bastas,
con alta caperuza y muy caído antifaz: iban descalzos, embarrados los
pies y los vestidos, y llevaban á cuestas sendas cruces de madera en
bruto, muy grandes y de mucho peso. No era extraño el suceso en toda
la comarca, ni nuevo en aquella iglesia; pero sí poco frecuente. Según
algunos forasteros, que por curiosidad los acompañaban desde su pueblo,
cuyo sagrario habían visitado ya, los penitentes llevan _andadas_ á
aquellas horas seis estaciones; es decir, recorridos seis pueblos,
que nombraron; y esto lo sabían los relatantes por otros curiosos que
los habían seguido hasta el de ellos. Lo que no se sabía á punto fijo
era de qué lugar procedían, ni quiénes eran, ni por qué pecado hacían
aquella dura penitencia, que debió de comenzar por la mañana y no podía
terminar sino bien entrada ya la noche. Nadie los había visto comer, ni
beber, ni descansar, ni siquiera ponerse _á subio_ para defenderse de
los chubascos y granizadas que habían caído alrededor del mediodía.

Llegaban, pues, muy quebrantados de fuerzas, y bien se les conocía en
el andar y, sobre todo, cuando subieron los escalones del pórtico para
entrar en la iglesia.

Tras ellos se fué toda la gente que había fuera, y vió cómo la de
adentro, muy admirada y respetuosa, les iba abriendo paso hasta las
gradas del monumento, donde se postraron de rodillas, uno á cada lado
de la cruz, sin aliviar los hombros del peso de las suyas.

Mientras oraban allí venerando al sacramento, se iba formando la
procesión que había de seguir su carrera acostumbrada alrededor de
la iglesia, por el camino más largo y dificultoso: una _cambera_
desnivelada y áspera, festoneada, á trechos, de bardales, mimbreras
y saúcos que ya empezaban á reverdecer. Todo este camino había de
recorrerse sin descanso alguno; y en eso estaba el toque de la puja
entre los bravos mozos para conducir los pasos, especialmente el de
«los judíos».

Salió al fin la procesión, haciendo cabeza de ella un hombre descalzo,
revestido con un alba de desecho, envueltas en un lienzo blanco la
cara y la cabeza, y con un gran crucifijo alzado. Á este personaje le
llamaban allí el _fariseo_. Detrás de él iba el paso de «los judíos»,
cuyas andas crujían con el peso de las tres esculturas, mal aseguradas
al tablado por largos tutores de hierro que á menudo rechinaban en sus
hembrillas roñosas. Después, y á una regular distancia, iba la virgen;
y entre este paso y los niños de la escuela que precedían al sacerdote
y sus acompañantes, se colocaron los dos penitentes, hecha ya su visita
al monumento. La masa de feligreses cerraba la procesión, que fué
entrando poco á poco en su carrera.

De las viviendas inmediatas y de las callejas y senderos que confluían
en aquel punto, iban saliendo apresuradamente los últimos rezagados del
lugar é incorporándose á la piadosa comitiva: las mujeres cubriéndose
la cabeza con un pañuelo ó con el chal de gala, y los hombres
vistiéndose la chaqueta de los domingos. Las casas quedaban desiertas,
los animales recogidos y los hogares apagados; y, como la vasta campiña
y la brumosa cordillera y el cielo mismo, sombrío y anubarrado, todo
en silencio, inmóvil y melancólico. Todo parecía sumido en hondas
meditaciones y pendiente de los salmos que entonaba el pobre cura de
aldea, con voz trémula y fatigosa, únicos sonidos que se percibían
en toda la extensión de aquel grandioso escenario de la naturaleza
entristecida y solitaria.

Según andaba lentamente la procesión, disgregábanse, de tarde en
cuando, de la masa del fervoroso cortejo hombres y mujeres, que por
las laderas altas del camino se adelantaban hasta los pasos; y por lo
tímido del andar, lo respetuoso del continente y lo anhelante de la
mirada, en cuanto la fijaban en ellos, no parecía sino que buscaban en
aquella representación tangible, viva, de lo que allí se conmemoraba,
una fuerza imaginativa más poderosa que la de sus meditaciones: en
la sangre que corría por las espaldas de Jesús á los golpes de sus
verdugos, en la que goteaba de las heridas abiertas por las espinas
de su corona y en la cuerda que ataba sus manos, como las de un
criminal, la magnitud del sacrificio del hijo de Dios por amor á sus
criaturas, á las mismas que tan despiadadamente le atormentaban; en la
faz amargurada de la virgen-madre, la intensidad de sus inenarrables
angustias y dolores; y ¡quién sabe si del logro de sus piadosos deseos;
de haber visto y sentido, por este medio, cuanto anhelaban ver y sentir
entonces, nacía aquella singular expresión de sus ojos al fijarlos
después en los dos penitentes desconocidos que iban arrastrando pesada
cruz de pueblo en pueblo en alivio de sus propias culpas, que tal vez
eran leves, y en desagravio del redentor del mundo, tan ofendido por
la soberbia y la ingratitud de los hombres?

La crítica mundana, que se paga mucho de la superficie y del aparato
teatral de las cosas, ¡cuánto hubiera hallado merecedor de sus burlas
en aquel espectáculo tan desprovisto de primores del arte y de las
pompas del lujo! Y, sin embargo, allí, en la traza _risible_ de los
dos penitentes y bajo el pobre y abigarrado aspecto de aquel apiñado
concurso de honrados campesinos, que sabían descubrir la realidad
del dolor en las imperfectas imágenes, y sentirle y llorarle en sus
corazones, se guarecía, como en su propio albergue, la fe sin nubes,
sencilla, profunda y arraigada; la fuerza poderosa que traslada los
montes, redime los pueblos y dignifica los hogares.

Cuando la procesión volvió á la iglesia, los fieles todos cayeron
de rodillas, y dirigidos por el cura, elevaron á Dios una plegaria
de perdón. ¡Y era cuanto había que oir aquel coro de voces de todos
los matices imaginables, nutrido, concordado, llenando, clamoroso y
resonante, los ámbitos del templo! Escena verdaderamente sublime, así
por la ocasión como por la grandeza de su sencillez.

Tan pronto como la iglesia volvió á quedar en silencio, salieron de
ella los dos penitentes, ya cerca del anochecer; y tomando el camino de
la Vega, se les vió desaparecer muy pronto en una de sus hondonadas,
seguidos por algunos muchachos que no tardaron en volverse por miedo
á la noche que ya estaba encima, y de las bendiciones de la gente que
admiraba su piedad heroica y aplaudía su ejemplo edificante.

Marzo 30, 1900.


                             [Ilustración]


                    Á MARCELINO MENÉNDEZ Y PELAYO


                             [Ilustración]




                     Á MARCELINO MENÉNDEZ Y PELAYO

    _De cómo se celebran todavía las bodas en cierta comarca
    montañesa, enclavada en un repliegue de lo más enriscado de la
    cordillera cantábrica._


Querido Marcelino: Si no estorba en el libro que se está imprimiendo
en honor tuyo; si no te parece que resultará nota discordante en su
concertada seriedad, ayúdame á conseguir que se publique el contenido
de las adjuntas cuartillas en la última de sus páginas, fuera, si
quieres, de los dominios del índice, y aun á espaldas del mismo
colofón; en lo más recóndito, en suma, donde nadie más que tú se
entere de ello. Lo que importa, por el lado de mis ardientes deseos,
es que no falte un pobre ramajo de los laureles de mi huerto en la
corona que hoy se teje para ti; porque no puedo resignarme á que,
cuando tus admiradores tratan de elevar un monumento á tu gloria,
deje de contribuir á él con su modesta pedrezuela precisamente el que
más te admira y más te quiere, por mucho que te admiren y te quieran
los demás. Al fin y al cabo, y bien apuradas las razones, dentro cae
del programa de ese libro el humilde tributo que te ofrezco para
él, pues es fruto, aunque trivial y sin substancia, de mi propia
_investigación_, y de asunto, no solamente español, sino de ésta
nuestra tierra nativa de la montaña... En fin, «con verlo basta», y
allá va, sin adobos ni arrequives, y tal como consta, seis años hace,
en mi cartera de apuntes.

                   *       *       *       *       *

«Lo que puede llamarse cortejo nupcial, compuesto de lo más espigado
y rozagante de la juventud del pueblo, _ellas_ con panderetas muy
adornadas de cintajos y cascabeles, y muchos de _ellos_ con escopetas
al hombro, y todas y todos con lo mejor de sus equipos á cuestas, se
ha ido formando, desde la salida del sol, junto á la casa de la novia;
y en cuanto ésta y el novio, acompañados de los padrinos, aparecen en
el umbral de la puerta, las mozas la saludan con un cantar alusivo al
caso, y los mozos con una explosión de relinchos... y una descarga
cerrada.

«Puestos en marcha todos, en debida y ordenada formación camino de la
iglesia, al andar lento y balanceado que marca y determina el incesante
y monótono golpear en los parches de las panderetas, las mozas van
cantando á los novios, y al señor cura, y á los padres de los novios,
y á los padrinos del casamiento, y á cuantas personas de algún viso
en el lugar formen en la comitiva ó recuerden las cantadoras. Los
mozos responden algunas veces á los cantares de las mozas con otros
bien relinchados al remate, y los que llevan escopetas hacen salvas
á menudo. Así hasta la iglesia por el camino más largo, con notorio
regocijo de las gentes, que abren puertas y ventanas para ver pasar la
boda, y acrecentándose el cortejo á cada instante con los muchachos
desocupados y las chicuelas tentadas de la curiosidad; camino siempre
de flores y sin tropiezos... menos cuando es forastero el novio;
porque, en este caso, tiene esta primera jornada de la fiesta una
variante no poco original y muy curiosa. Sucede entonces que á lo mejor
de andar la boda este camino, aparecen en él, saliendo de ésta y de
la otra encrucijada, hasta media docena de mocetones, dando brincos y
haciendo corcovos, aullando, relinchando y disparando las escopetas,
con el estruendo y la traza temerosa de una horda de salvajes. Echan
el alto á la procesión, y se apoderan de la novia, que desde aquel
instante queda secuestrada ó, como ellos dicen, _empeñada_, sabiendo
muy bien todos los presentes, y el pueblo y la comarca entera, que
aquella boda no se celebrará «en jamás de los jamases», si el novio, ó
en su defecto el padrino, no _desempeña_ á la novia con la cantidad de
tres duros, que han de gastarse después en honra de los recién casados
y provecho de la gente moza, la cual da, á este precio y de ese modo,
carta de ciudadanía en el lugar al novio forastero.

«Cuando la novia, rescatada ó no, ha llegado á la puerta de la iglesia,
la _echan_ las zagalas de la comitiva este cantar:

        Al tomar agua bendita
      Despídete, compañera:
      El primero de casada
      Y el último de soltera.

«Donde se ve que no anduvo la musa cerril muy atenta á enlazar el
sentido de los dos últimos versos del cantar con el de los anteriores.

«Después de las ceremonias de ritual y de la misa, en que comulgan
los novios, ya «amarrados al yugo pa sinfinito», vuelta á la calle
la procesión, con nuevos cánticos de las mozas, al mismo andar del
son cadencioso de las panderetas, y con los propios relinchos de los
mocetones y las propias salvas de las escopetas de antes.

«Esta vez se dirige la pintoresca y alegre comparsa al domicilio del
novio; es decir, al de sus padres; y en cuanto llega á él entre la
vibrante curiosidad del vecindario de la barriada, detiénese enfrente
de la puerta, y cantan las infatigables mozas de este modo:

        Señora doña... Fulana,
      Salga á recibir su nuera,
      Y trátela con cariño
      Y tenga cuidado de ella.

«Y la invocada suegra, vestida con los trapos domingueros, y
descolorida por la emoción que es de suponerse, sale, en efecto, y toma
de la mano á su nuera, bésala en una mejilla, y la conduce á su casa,
á donde la siguen primeramente el novio y los padrinos, y después todo
el cortejo, si cabe adentro, y aunque no quepa muy holgado. Entonces,
puesta en orden la muchedumbre en la pieza más grande y de mayor
respeto, y cada cual en el sitio que le corresponde según el papel
que desempeñe en aquella verdadera solemnidad, los recién casados se
arrodillan delante de la conmovida mujer, que permanece á pie firme, y
la dicen:

«--Le pedimos el su perdón, si la hemos ofendido en algo.

«Á lo que responde ella:

«--Perdonados estáis.

«Y les tiende las manos para que se levanten.

«En seguida se encara con ella el padrino, y le pregunta:

«--¿Qué señala usté por arras á su nuera?

«Y responde la suegra:

«--Tal ó cual finca, tal ó cual res, ó vestido, ó mueble, etc., etc.

«El padrino entonces, vuelto hacia lo que pudiera llamarse público
congregado allí, dice:

«--Vosotros sois testigos de esta manda.

«En seguida cantan las mozas al son de sus panderetas:

        Á la novia en este día
      Dios la dé salud y hacienda
      Y trigo para su año,
      Y después la gloria eterna.

«Con esto salen de la casa las gentes que la habían invadido, novios
inclusive, y, ya en la calle, _echan_ las cantadoras esta despedida:

        La casa queda de luto;
      Las tejas quieren llorar;
      Adentro quedan los padres
      Que las pueden consolar.

«Es muy de notarse que aunque viva el _suegro_ y esté presente al acto,
siempre se dirigen los novios á la _suegra_ para que se les perdone, y
el padrino cuando pide las arras para la novia.

«Á casa de los padres de ésta vuelve ahora la comitiva, con los
cánticos, los relinchos y las salvas de rigor; y en cuanto llegan á
ella, cantan las mozas de esta suerte:

        Ábranse las puertas de oro
      Y los candados de plata,
      Que aquí viene don... Fulano
      Con la su paloma blanca.

«Y se abren las puertas, que no suelen ser de oro ni tener candados de
plata, y entran en la casa los novios, sus parientes y padrinos, y las
mozas del acompañamiento. Allí les espera la mesa puesta y preparada
la comida de bodas, que ha de presidir el señor Cura, y de la que
no participarán entonces las cantadoras, las cuales se limitarán á
presenciar el acto... y á cantarle.

«Cuando esta primera parte de él se da por terminada, se levanta
el padre de la novia, y encarándose con ella y con su marido, los
bendice por despedida en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu
Santo; responden todos los presentes: «Amén»; y con esto y una breve
exhortación del señor cura al despedirse también, queda la mesa
abandonada por la gente grave. Entonces es cuando se arriman á ella las
zagalonas de las panderetas; se llama á los mozos, que aún relinchan en
la corralada, y comienza el verdadero jolgorio, que no termina hasta
las altas horas de la noche, si antes no se rinden los comensales
al peso de la hartura y al quebranto de los bailoteos, como suele
acontecer».

                   *       *       *       *       *

Tal es mi ofrenda. Ya ves que, aunque mezquina, cae dentro de las
exigencias del programa, y, además, ¡caso inaudito! te enseña algo
que tú no sabías, con saber tanto como sabes. De todas suertes, y aun
suponiendo que en mi mano estuviera ofrecerte cosa mejor, todo había de
parecerme poco y malo al pensar en la magnitud y alteza de su destino.


                             [Ilustración]





*** END OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK OBRAS COMPLETAS - TOMO XVII ***


    

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